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BIBLIOTECA HISTORIA 16
La in depen den cia HISPANOAMERICANA Nelson Martínez Díaz
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NELSON MARTINEZ DIAZ Nacido en Montevideo, Uruguay. Pro fesor de la Universidad de la Repúbli ca y del Instituto de Profesores A rti gas, en Uruguay. Autor de una extensa producción bibliográfica, entre sus obras recientes destacan: América Latina en el si glo X X , Barcelona, 1986; Simón Bo lívar, Madrid, 1987; La crónica de Indias. Entre el mito y la historia, Montevideo, 1987; Los ferrocarriles británicos en Uruguay, Mon tevideo, 1987; José Martí, Madrid, 1988; Edición del Anónimo: Noticias sobre el Río de la Plata. Montevideo en el siglo XVIII, Madrid, 1988. Ha colaborado en la Historia de Iberoamérica, t. 111. Histo ria Contemporánea (Coord. M. Lucena Salmoral), Madrid, 1988, y en la Historia General de América, t. 16 (Direc. Guillermo Mo rón), Caracas, 1989.
INTRODUCCION
L a revolución hispanoamericana es uno de los fenómenos his tóricos más apasionantes del siglo XIX, caracterizado por la mul tiplicidad de acontecimientos de enorme repercusión, y por el de sarrollo de ideas cuyo vigor se pondrá de manifiesto al resistir la erosionante acción del tiempo. Es cierto que el estallido revolu cionario se produce en una América española inmersa en el ci clo que hoy conocemos como de las revoluciones burguesas, abierto a partir de la independencia de las colonias inglesas de América del Norte en el siglo XVIII, continuado con la Revolu ción Francesa, que ingresa al siglo XIX con el movimiento de emancipación hispanoamericana, y prosigue hasta promediar la centuria con las revoluciones europeas de 1830 primero y la de 1848 luego. Pero aun teniendo en cuenta la coyuntura histórica donde emerge, ¿cómo puede explicarse un estallido casi simultáneo en procura de la independencia en el seno de un imperio español tan dilatado, que se extendía desde Nueva España, en el norte, hasta la Tierra del Fuego por el sur del continente americano? Porque si es cierto que este imperio colonial estaba en manos de la potencia menos desarrollada de la Europa de su tiempo, tam bién lo es que se encontraba fragmentado en cuatro virreinatos —Nueva España, Nueva Granada, Perú y Río de la Plata— , y cuatro capitanías generales —Cuba, Guatemala, Venezuela y Chile— ; en una serie de regiones y subregiones celosamente in comunicadas por disposición del gobierno metropolitano, e in cluso enfrentadas entre sí a causa de unos intereses antagónicos. Es el caso de la rivalidad entre dos puertos como Guayaquil y El Callao, el antagonismo nacido entre Lima y Buenos Aires, o entre la capital del virreinato del Río de la Plata y la ciudadpuerto de Montevideo. Es innegable que existieron focos fidelistas, y algunos de ellos resistieron hasta el último momento,
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como Perú; pero el incendio revolucionario se propagó con gran rapidez por la América española, y aún más, no fue excepcional la comunicación entre los jefes patriotas de las diversas regio nes, tal como lo revela, por ejemplo, la correspondencia de Bolívar. Esta simultaneidad de la insurrección tiene, por supuesto, causas que hunden sus raíces en el pasado y está alentada por grupos sociales movidos por algo más que ideas para combatir por su independencia. Se trata de un fenómeno histórico cuya na turaleza encierra múltiples interrogantes, con respuestas todavía no demasiado convincentes y que reclama una reconsideración de muchos criterios tradicionales. Es necesario plasmar una rea lidad social americana, lentamente transformada desde el siglo XVI, y hasta ahora tan sólo perfilada, cuya complejidad excede, sin duda, nuestro conocimiento actual. Es sensible la insuficien cia de estudios de crecimiento regional, de la evolución de em presas, de la aventura generacional de las grandes familias de la oligarquía, sobre las cuales se cuenta ahora con algunos —toda vía escasos— trabajos importantes. Tampoco se han analizado en profundidad las realidades económicas ocultas detrás de las grandes cifras de intercambio comercial. Existió una economía monetaria al lado de una economía natural, y ambas experimen taron transformaciones, En el siglo XVIII, la América española experimentó un crecimiento económico en ascenso, que aceleró su ingreso en el sistema capitalista mundial, pese a los esfuerzos de las autoridades para mantener su producción en el marco del intercambio con la metrópolis, y aun para rediseñar un mayor control colonial en beneficio de los planes de modernización de la Corona. ¿Por qué no se produce la ruptura revolucionaria en 1796, cuando España se encuentra aislada por mar de sus colonias como consecuencia de la guerra con la gran potencia marítima que era Inglaterra? Una pregunta aún más sugestiva si dirigimos la mirada a una América española del siglo XVIII plagada de in surrecciones locales, enfocadas unas veces contra ciertas autori dades, otras contra grupos representantes de los negocios metro politanos. ¿Cómo cristaliza la transición desde una sensibilidad criolla, palpable ya desde el siglo XVII, cuando llega a ser pías-
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mada en la literatura, hasta la toma de conciencia diferenciadora del ser americano-, ese hombre cuyo despertar político recla ma el abate Viscardo, en su Carta a los españoles americanos, al hablar de nuestra América, y de el Perú, m i tierra natal. Ese ame ricano que Bolívar llama a la guerra contra España, afirmando en el Congreso de Tunja, en 1914: Que esta mitad del globo per tenece a quien Dios hizo nacer en su suelo; que hace escribir al novohispano Fray Servando Teresa de Mier: La América es nues tra, porque nuestros padres la ganaron si para ello hubo un de recho; porque era de nuestras madres, y porque hemos nacido en ella. Una respuesta a estas interrogantes sugiere la existencia de fuerzas profundas, cuya acumulación en la coyuntura histórica de la emancipación tuvo el dinamismo suficiente para provocar el estallido insurreccional y aun incrementar el impulso revolu cionario. Eran fuerzas a las que Simón Bolívar, en el norte de América del Sur, llamaba el huracán revolucionario, y José G er vasio Artigas, en el sur del continente, el pueblo reunido y ar mado. Es la suma de esas fuerzas, entonces, y no la ya enveje cida idea del caudillo conductor e iluminado; o de una causa de terminante, la que opera al ponerse en marcha el proceso eman cipador. Ni la tesis economicista, ni la coyuntura internacional, ni la influencia ideologizante proveen, por sí solas, de explica ción suficiente. Una revolución se justifica en sí misma. No sur ge por la sola existencia de ideas favorables a su estallido. Una vez en marcha, su ideología queda perfeccionada por la acción. Para ello busca una justificación en el pasado (de ahí los ecos suarecistas y tomistas de algunos escritos y manifiestos); y se apoya en las ideas del presente histórico, lo que explica la influencia de los escritores de la Ilustración. Investigar las fuerzas profundas que han sido capaces de mo vilizar, casi al unísono, a los criollos americanos contra sus do minadores peninsulares, ha producido una ingente masa biblio gráfica. Una acumulación de obras escritas por latinoamericanos y por especialistas de otras regiones del mundo, atraídos por este fenómeno histórico que hizo surgir, como decía Bolívar, un nue vo protagonista activo en la historia mundial: el continente lati noamericano, llamado a desempeñar un papel en el equilibrio
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del universo. Existe en esta mutación, sin duda, un cambio ge neracional, aspecto hasta ahora descuidado por la historiografía americanista, a pesar de su impresionante masa bibliográfica. Esta producción historiográfica tiene, a su vez, su historia, sus preferencias y fronteras temáticas, sus enfoques, y sus nuevos problemas, que responden a cada época, y cuya consideración re sulta imposible abordar aquí. Puede afirmarse que España cuen ta al lado de los latinoamericanos en la primera línea de traba jos de investigación acerca de la independencia hispanoamerica na; pero Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña aumentan sin cesar su interés en los últimos años. Investigadores de los dos úl timos países mencionados han producido ya excelentes estudios sobre el período entre finales del siglo XVIII y comienzos de la emancipación. En cierto modo, continúa la tendencia ya anun ciada por Pierre Chaunu al comenzar la década de los años se senta, con una peculiaridad: la bibliografía de los países latino americanos acrece con un ritmo que puede estimarse importan te, si se tiene en cuenta las dificultades económicas y de estruc tura universitaria, existentes en el medio, para desarrollar la in vestigación histórica. En este libro se intenta ofrecer una visión actualizada de la cuestión, y en el marco siempre reducido de las bibliografías, un panorama de la moderna aportación histo riográfica sobre la revolución hispanoamericana.
Capítulo I REFORMA Y CRISIS EN AMERICA: 1750-1800
Crecimiento económico y crisis colonial E xiste una extensa bibliografía acerca de las transformaciones introducidas por la monarquía de los Borbones en la América es pañola durante el siglo xvm . Transformaciones en la legislación, las instituciones y el concepto del imperio. Se trata de una bi bliografía histórica cuyo horizonte se ha ampliado considerable mente, puesto que hoy día se otorga un sitial cada vez más im portante al análisis de las relaciones entre metrópoli y colonias. Desde la perspectiva hispanoamericana, esta tarea ha sido abor dada hace algún tiempo por los investigadores, sobre todo en función de la incidencia que la política internacional española tuvo sobre las posesiones de ultramar y su comercio. A su vez, los jóvenes historiadores peninsulares han dirigido sus esfuerzos hacia un nuevo enfoque: indagar la interacción en tre las reformas americanas de los Borbones y la sociedad espa ñola. Los estudios recientes han revelado —sobre la base del co tejo entre la propuesta teórica y los efectos de su aplicación so bre las economías regionales de la península— , una nítida dis cordancia entre los textos oficiales de la época y la realidad. Los proyectos de crecimiento económico, que estaban en la base de la nueva política colonial, insistían en la expansión de la indus tria. Sin embargo, el desarrollo de este sector demostró ser más imaginario que real, como puso de manifiesto la reducida cuan tía de la manufactura nacional en las exportaciones hacia Amé rica. Si los ingresos procedentes del intercambios con las colo nias debían alimentar el despegue de la producción manufactu rera peninsular, la conclusión es que tales propósitos se han des virtuado, ya que se advierte la inexistencia de una política de in versiones con ese destino.
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España continuó exhibiendo una fisonomía esencialmente agraria, si bien la industria catalana, y el ascenso del intercam bio con América, jugaron un papel destacado en los modestos progresos logrados por los reformistas de Carlos III. E l efecto glo bal y regional de la nueva política económica ha sido investiga do por una historiografía dispuesta a revisar interpretaciones del pasado que parecían ya consolidadas. Los nuevos estudios tie nen la virtud de desmontar el edificio levantado con empeño por una bibliografía hagiográfica, sustentada —como ha señalado Josep Fontana— , más en las declaraciones de propósitos que en cierran los textos oficiales y algunos escritos de los reformadores —léase Campillo y Cossío, Ward, Campomanes, Floridablanca— , que en investigaciones sobre los resultados de unas con cretas políticas de gobierno. El arranque innovador tuvo como resultado palpable un incremento de los ingresos fiscales para la Corona. Esto equivale a desvelar una continuidad, desde Carlos I hasta Carlos III, en los apremios financieros de una monarquía que, con demasiada frecuencia, se encontró inmersa en guerras internacionales. La segunda mitad del siglo XVIII es rica en acontecimientos, tanto en la península como en América. El impulso intelectual de la nueva'constelación de ministros reformistas —que en cier to modo, recuerda la también resonante presencia de los arbi tristas del siglo XVII— , da forma, en los años sesenta, a la nueva concepción imperial con el valioso aporte de una cohorte de fun cionarios ilustrados y fieles a la dimensión programática del pro yecto borbónico, y sin cuya existencia habría sido imposible po ner en marcha los proyectos de la Corona. No es ajena a este despegue modernizador la feliz conjunción, en un relativamente corto espacio temporal, de ministros como Grimaldi, Aranda, Campomanes, Floridablanca, y hombres de la capacidad demos trada por un José de Gálvez en el ministerio de Indias. Las lí neas fundamentales que el reformismo ilustrado de Carlos III tra zaría para su política americana, emergen de una serie de con sultas e informes, desde el Nuevo sistema de gobierno para la América, atribuido a Campillo y Cossío — aunque algunos estu diosos opinan ahora que fue escrito por Bernardo Ward— , has ta el libro de Pedro Rodríguez de Campomanes: Reflexiones so
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bre el comercio español a Indias, de 1762, año en que también se publica el Proyecto Económico, de Bernardo Ward. Con la expansión económica europea, en pleno desarrollo de la revolución agrícola e industrial, que dotará al capitalismo de un formidable impulso, la Corona española intenta un esfuerzo modernizador, para mantener su papel de potencia imperial. En lo que tiene relación con el mundo colonial, esta política intro duce drásticas transformaciones, cuyo propósito era poner en funcionamiento una relación efectiva entre el desarrollo del co mercio con América y el crecimiento económico de España. Las colonias —los reformistas no emplearon eufemismos— eran con sideradas piezas clave en un sistema que perseguía crear un mo delo de explotación aí estilo de potencias como Inglaterra, H o landa y Francia. Las palabras de Campomanes poseían una in cuestionable claridad: Todos los frutos o manufacturas que son propios de la metrópoli jamás se deben permitir en las Colonias. Porque si la matriz hace concurrentes en la venta de sus frutos y manufacturas propias a las Colonias, éstas sacuden la dependen cia mercantil, que es la útil para la metrópoli. De acuerdo a estas premisas, la política americana del reformismo borbónico se podía resumir así: unas colonias producto ras de materias primas para la industria metropolitana, una reac tivación comercial en beneficio de la península, y un incremento de ingresos por la renovada presión fiscal. Se trata de un reno vado pacto colonial, que John Lynch ha caracterizado como el nuevo imperialismo de Carlos ¡II. Por fuerza, la imposición del nuevo sistema en la América es pañola tuvo que generar no pocos conflictos, conmociones es tructurales y rupturas en las normas que regían una sociedad con tradición secular. No sólo introdujo una mutación en las relacio nes entre España y sus colonias americanas, sino que alteró, asi mismo, los equilibrios regionales. Algunas consecuencias de la política de reordenamiento territorial fueron: modificaciones en los espacios económicos, como la acaecida con la fundación del virreinado del Río de la Plata, que produce la ruptura primero y una inversión de la tendencia luego, del eje Lima-Buenos Ai res, y la consiguiente emergencia de antagonismos entre regio nes. Otro fenómeno fue la desestructuración de los grandes mer
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cados continentales, como Portobello y Veracruz, con el forzoso reajuste de las economías locales, y aun las de ámbitos más le janos, hasta entonces conectados a esos grandes centros por ex tensos circuitos comerciales. La expansión de compañías de monopolio —como las de Ca racas, de La Habana, de Barcelona— , cuya capacidad de con trol sobre la producción local era muy fuerte, entró en conflicto con intereses secularmente instalados. Finalmente, dos nuevas mutaciones, introducidas durante el reinado de Carlos III, que daron materializadas en el Reglamento de Comercio Libre entre España y América, de 1778, y el régimen de Intendencias. Estas medidas inauguran la nueva política colonial dirigida a mejorar la recaudación fiscal en las Indias, y a una más intensa explota ción de sus recursos en beneficio de una expansión económica metropolitana todavía en proyecto. Puesta en práctica, la Intendencia se inaugura en La Haba na, en 1764, para alcanzar su plenitud institucional en 1782, en el Río de la Plata. La reforma administrativa fue mal recibida por unos virreyes que vieron recortada su autoridad, debido a la amplitud de las atribuciones de los intendentes, y pronto se tor nó impopular ante los grupos sociales menos privilegiados. La atención prioritaria que la Corona dispensaba al sector minero quedó de manifiesto por las doce intendencias creadas para Nue va España, las ocho del Perú, y las ocho del Río de la Plata des tinadas, entre otras funciones, al control de la región minera de Potosí, y la salida del metal por los puertos del estuario. En nú mero más reducido, también existieron intendentes en el resto del imperio español en América. Mientras perduró, el nuevo mo delo de pacto colonial estableció una división del trabajo en el ámbito hispanoamericano, entre una y otra orilla del Atlántico. En las dos partes del sistema, empero, su funcionamiento estu vo sustentado en un predominio del sector rural. En territorio colonial, lá producción se apoyaba en la especialización regio nal, y la extensión del latifundio fue la estrategia utilizada para responder al aumento de la demanda. El Reglamento para el Comercio Libre de España y las Indias procura una política de máximos en los beneficios generados por la producción americana, y sobre la circulación de mercancías.
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No se trataba de libertad de comercio —los Borbones no se pro ponían abandonar el pacto colonial, ni adoptar las doctrinas eco nómicas de Adam Smith— , en verdad, sus propósitos eran neomercantilistas. El comercio libre y protegido intentaba extender el control oficial sobre áreas hasta el momento escurridizas para la administración española, y con frecuencia abastecidas por el contrabando. Nadie ignoraba que buena parte del comercio en las regiones más ricas de las posesiones americanas se realizaba de forma ilegal con potencias europeas como Inglaterra, Francia y Holanda, sobre todo en la región del Caribe, donde disponían de bases operativas en Jamaica, Curasao, o las Antillas fran cesas. La apertura de nuevos puertos, tanto en la península como en América, implicaba la ruptura en un sistema de restricciones para el comercio intercolonial, que había beneficiado hasta en tonces tan sólo a las casas de Cádiz y sus comisionistas en Am é rica. La incorporación de los trece principales puertos de la pe nínsula al tráfico con las Indias tuvo consecuencias de extraordi naria importancia, pues al quebrar el monopolio gaditano la ex pansión comercial favoreció, en mayor o menor grado, al resto de la España de la periferia. Un proceso iniciado en 1765 con la aplicación del comercio directo a la región del Caribe, fue luego ampliado a todo el territorio colonial. Pero si finalizó legalmen te el monopolio del comercio de Cádiz, la oleada de protestas elevadas a la Corona por las firmas exportadoras de la ciudad no encuentra justificación estadística. Según García Baquero, las cifras revelan, para el decenio 1778-1788, un aumento del 420 por 100 en los envíos a las Indias. A su vez, John Fisher, en una obra reciente, reexamina los volúmenes del comercio y tomando 1778 como año base, determina que en el período 1782-1796, el promedio anual de las exportaciones hacia América fue un 400 por 100 más elevado que en 1778. La estructura mejor adaptada al intercambio colonial, y la extensa tradición del comercio ga ditano, permitieron a ese puerto controlar alrededor del 76 por 100 de las exportaciones que España enviaba a América. Otro aspecto a tener en cuenta es la composición de esas mis mas exportaciones. Atendiendo al programa expresado en el preámbulo al Reglamento de Comercio Libre, destinado, según
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la Corona, a reforzar una estrategia de crecimiento económico en el ámbito imperial: un Comercio Libre y protegido entre Es pañoles Europeos, y Americanos, puede restablecer en mis Do minios la Agricultura, la Industria, y la Población en todo su vi gor. Las investigaciones actuales demuestran que después de 1778, la exportación de productos -nacionales desde Cádiz había crecido; pero mientras algunos autores la estiman en un 46 por 100, otros sostienen que hacia 1794 ascendían aproximadamente al 60 por 100. Todos coinciden, sin embargo, en el predominio de los productos agrícolas sobre el total exportado, y en que las manufacturas españolas sumaron siempre un porcentaje menor. En los hechos, no parecía posible armonizar los intereses de la Corona —desarrollar las colonias como fuente de materia prima y, a la vez, convertirlas en mercado de privilegio para la manu factura nacional— , con las demandas de los criollos, dada la in capacidad metropolitana para llevar adelante su expansión in dustrial. Con una manufactura peninsular todavía en fase de pro yecto, mal podían ser abastecidos los territorios de ultramar. Por lo demás, trabajos recientes han confirmado que muchos productos calificados como españoles eran, en realidad, manu factura extranjera acabada en la península, o camuflada como nacional; un fenómeno ya sugerido en algunos textos de la pro pia administración colonial. Por lo demás, los beneficios del co mercio con las Indias no eran reinvertidos en la industria, como lo testimonia la inexistencia de un sector manufacturero en A n dalucía, donde los ingresos por ese concepto eran más abulta dos. A la vez, el análisis de Josep María Delgado revela que bue na parte de la expansión del sector industrial en Cataluña fue an terior a la promulgación del Reglamento de Comercio Libre, aunque, como ha probado García Baquero, el progreso de las ex portaciones actuó como un estímulo sobre las empresas locales. En otros puertos, como La Coruña, donde ya existía un impulso previo para el comercio por la salida de los correos marítimos ha cia América, la reexportación de textiles europeos predominó; desde Mallorca, o desde Canarias, el mayor volumen de salidas con el mismo destino correspondió a la agricultura y los vinos. Se mantuvo, con escasas variantes, el papel de las Indias en el contexto comercial del Imperio: una serie de regiones produc
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toras de minería —en las importaciones desde América los me tales preciosos eran todavía el 56 por 100 del total— , algunos productos tropicales, y los cueros procedentes del Río de la Pla ta. Firmada la paz de Versalles, el comercio peninsular con Am é rica entra, desde 1783, en una fase expansiva que llega inclus9 a saturar los mercados más importantes. Pero las medidas se ins cribían en plena coyuntura alcista del siglo XVIII, y el modelo de comercio puesto en vigor a partir de 1778 aceleró la expansión de regiones que, a través de las grietas del sistema, se incorpo raban a la economía internacional. La guerra de 1797 produjo una inversión de la tendencia para los exportadores españoles. A partir del año terminal del ciclo 1778-1796, la continuidad del intercambio con la metrópoli sufriría interrupciones y recesos como consecuencia del conflicto, desde cuyos comienzos se in trodujeron modificaciones en un esquema concebido para excluir del tráfico a los extranjeros. Al Reglamento de 1778 sucedieron, como ya hemos apunta do, varias medidas que dinamizaron los intercambios comercia les de la América española, pues permitieron una corriente di recta de transacciones con otras potencias. Era un paso hacia la quiebra definitiva del monopolio, mucho antes de la fecha críti ca de 1810. La Compañía de Filipinas, creada en 1785 y destina da a la navegación entre Cádiz a Filipinas, siguiendo la ruta de los cabos de Hornos y de Buena Esperanza, obtuvo el permiso de navegar hacia Filipinas con productos de los mercados ame ricanos, y vender en éstos las especies previamente conducidas a Cádiz. Una autorización de 1796 le permitía, en caso de guerra, proveer de productos de Asia a los mismos puertos y a G uate mala, lo que explica la presencia de la seda china en los merca dos del Pacífico. La necesidad de mano de obra, especialmente en las regio nes de economía de plantación, indujo a liberalizar el tráfico de esclavos negros. Sucesivas reales órdenes abrieron al comercio li bre de esclavos, desde 1789 hasta 1804, los puertos de Cuba, San to Domingo, Puerto Rico, Venezuela, Cartagena, Buenos Aires, El Callao, Panamá y Guayaquil. Navios peninsulares y de pro pietarios criollos podían negociar su compra en cualquier mer cado extranjero, realizando su pago con productos coloniales, y
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a la vez las embarcaciones extranjeras vendían su cargamento de esclavos en los puertos autorizados de América, recibiendo en pago productos de la región. Por este nuevo cauce, parte de la producción colonial, de las áreas de plantación o de ganadería, era comerciada directamente por los criollos con otras potencias europeas. Pero, sin duda, la apertura de mayor importancia para los productores americanos y, a la postre, más peligrosa para el monopolio español, fue la suscitada por Carlos IV , con la Real Orden de 1796, al comenzar la guerra con Inglaterra. El crecimiento económico de las posesiones americanas, en especial la fuerte expansión del sector productivo, exigía la adop ción de medidas para evitar descontentos en un ámbito colonial cuya conflictividad latente se había palpado ya desde 1780. Así se entiende del preámbulo de la mencionada Real Orden, don de se admite que el comercio con América ha experimentado un vigoroso incremento, y dada la coyuntura internacional: Por la escasez de buques y gastos de armamentos, ha resuelto S. M. que por ahora y hasta nueva providencia, puedan los españoles ame ricanos hacer expediciones a los puertos habilitados de la metró poli en embarcaciones propias. El paso siguiente, obligado por la continuidad del período bélico, fue el permiso para comerciar con bandera neutral, de noviembre de 1797 que, con diversas sus pensiones, continuó hasta 1805, cuando España, como aliada de Napoleón, reanuda su guerra con Inglaterra. Esta concesión per mitió a las colonias americanas sostener su ritmo comercial, man tener el intercambio con la metrópoli y, a la vez, adquirir mer cancías extranjeras directamente de los países neutrales. Los puertos de la fachada atlántica obtuvieron mayores ven tajas de la coyuntura. El Caribe, por los intercambios con Esta dos Unidos —en Cuba los buques estadounidenses frecuentan sus puertos para cargar azúcar y llevar mercancías— , mientras que el virreinato del Río de la Plata comerció sus cueros y deri vados sobre todo con los Estados Unidos, Portugal y Brasil. To dos los observadores coinciden en señalar la existencia de una verdadera internacionalización de los puertos del Río de la Pla ta, al amparo del comercio con bandera neutral; sobre todo a tra vés de Portugal y Brasil, que conectaron la región con variedad de naciones. Los propios ingleses, al atacar Buenos Aires en
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1806, pudieron contemplar la presencia de numerosos navios ex tranjeros en las aguas del río: de Estados Unidos, Portugal, D i namarca y Hamburgo, entre otros. El crecimiento económico de las áreas productivas america nas en el último tercio del siglo XVIII era generalizado, aunque también debe medirse por regiones. Si es cierto que la minería, las plantaciones, e incluso los cueros de unas regiones hasta en tonces de escasa importancia para el intercambio peninsular, como el Río de la Plata, experimentaron un fuerte ascenso cuan titativo, este fenómeno estuvo, casi siempre, reducido a las áreas y grupos sociales en estrecha vinculación con la ciudad exporta dora. Este crecimiento se limitó, entonces, a ciertos polos que habían desarrollado producciones atractivas para el mercado mundial; pero la irradiación de sus beneficios sobre los territo rios interiores fue casi inexistente. Los núcleos urbanos, nacidos al comenzar el siglo XVI como centros de expansión de la conquista, cumplen, en el siglo XVIII, una segunda etapa expansiva, esta vez en función del apoderamiento de tierras por los núcleos sociales económicamente más poderosos. Desde esos núcleos urbanos fueron exportadas im portantes cantidades de productos americanos. Algunas cifras pueden ofrecer una idea del ritmo ascendente de sus volúmenes. La salida del cacao venezolano alcanzó, según Humboldt, un to tal de 168.000 fanegas anuales entre 1799 y 1803; según Ortiz de la Tabla Ducasse, en Guayaquil el Reglamento de Comercio L i bre de 1778 catapultó la producción de cacao en un 300 por 100 entre 1774 y 1782, y alrededor del 80 por 100 era exportado a Nueva España y la península. El azúcar cubano experimenta, a su vez, un fuerte tirón: entre 1784 y 1793, salieron más de diez millones de arrobas hacia la metrópoli, pero la elevación de la venta al exterior hasta los once millones y medio de arrobas en tan sólo cinco años, desde 1793, fue consecuencia del predomi nio estadounidense en el mercado comprador y, finalmente, el comercio con neutrales conectó la producción de la isla con el mercado mundial. La exportación de cueros del Río de la Plata salta, a su vez, desde las 409.000 unidades de 1781, hasta las cifras de 1792, es timadas en torno a 1.700.000. La minería también recibió un
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fuerte impulso. E incluso las nuevas orientaciones del capital co mercial, volcando inversiones en el sector luego de 1778, alen taron su crecimiento, como lo han demostrado Brading y Pérez Herrero, elevando la producción de plata, entre 1770 y 1805, des de los 18 hasta los 27 millones de pesos. La otra faceta del Reglamento de Comercio Libre de 1778, puede contemplarse en sus efectos sobre las industrias y artesa nías coloniales. Es indudable que el interés metropolitano era de salentar esas producciones para colocar las manufacturas elabo radas en España; pero buena parte de esas artesanías eran indu cidas, puesto que se instalaron allí donde no se extendían las re des comerciales. La invasión de productos europeos después de 1778, fue un estímulo para la invasión de esos mercados interio res por las redes mercantiles, y decretó la ruina de la débil ma nufactura local, que había surgido al amparo de un largo perío do de proteccionismo por exclusión, pero no podía competir con los artículos importados. Esta nueva política comercial tuvo, pues, un efecto desolador para las industrias nativas. Era, al fin, consecuencia de la doctrina económica de los reformistas: man tener la dependencia industrial ante la metrópoli. Los efectos fueron, no obstante, distintos en cada zona, y no todas las economías locales se mostraron incapaces de resistir. En Nueva España la coyuntura provocó la crisis de la industria textil en algunas regiones, pero otras crecieron, como Querétaro; la producción textil de Nueva Granada, en cambio, lenta mente implantada desde el siglo XVII, se vio seriamente afectada por los inesperados efectos del comercio libre. El Río de la Pla ta exhibió, asimismo, una gama de situaciones: mientras los vi nos y aguardientes de Mendoza sufrieron la ruinosa competen cia de los peninsulares, el sector textil, los obrajes de Tucumán, pudieron superar, no sin daños, los efectos de la competencia, porque su producción estaba dirigida a los sectores populares. En el Río de la Plata, el impulso reformista hace florecer, en cambio, la industria de la salazón de carnes, cuya continuidad y crecimiento quedan asegurados por las disposiciones que permi ten el intercambio entre las colonias, y el comercio con barcos neutrales. Este paquete de medidas abre, a los saladeros de la región, el abastecimiento de los mercados esclavistas de Cuba y
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Brasil. En Paraguay, sin embargo, la expulsión de los jesuítas destruyó un importante enclave económico, molesto no sólo para los comerciantes europeos, sino también para la oligarquía terra teniente y los comerciantes monopolistas instalados en la región. Fue una medida concretada por Gálvez dentro del esquema de Carlos III para hacer efectivo su dominio sobre el territorio ame ricano, pero que dejó duras secuelas para los indígenas. La au sencia de los jesuítas aniquiló, en escaso tiempo, una obra secu lar de adaptación del indio misionero a las modernas técnicas eu ropeas, que había incrementado su capacidad productiva; a la vez, en muchas regiones, como la Cuenca del Plata, entregó nue vamente a los indígenas en manos de los encomenderos. La ruptura del monopolio de Cádiz demostró las dificultades existentes para conciliar intereses entre metrópoli y colonia: los comerciantes españoles y sus representantes en América recla maban el retorno de unas restricciones que otrora les brindaron pingües beneficios por el control de exportación e importación. Este factor les permitía regular la oferta de mercancías y elevar los precios ante el incremento de la demanda; al mismo tiempo, imponer las condiciones de compra a los productores america nos de cueros, cacao, tabaco, o algodón. Las protestas de las ca sas de Cádiz ante la Corona no obedecían a un descenso del co mercio peninsular, como ya se ha visto, sino a que desde 1778 un mercado mejor abastecido modificaba las reglas de juego en tre productores y consumidores. Los terratenientes americanos, a su vez, demandaban una ampliación de la apertura en la liber tad comercial, porque aspiraban a colocar en el mercado inter nacional un volumen más alto de la producción de sus plantacio nes y estancias ganaderas, y obtener mejores precios. A partir de 1805, las numerosas reclamaciones en favor de la libertad de comercio con otras potencias, están marcando, con claridad, el punto de no retorno en las ambiciones de los crio llos. Por otra parte, la continuidad de un sistema reexportador de productos extranjeros, aplicado al abastecimiento de las co lonias, hacía impracticable todo esfuerzo para erradicar el con trabando. Sobre su volumen real no existen cifras verificables, pero las fuentes contemporáneas estimaron que abastecía las co lonias en un 50 por 100, y otro tanto era exportado desde Amé
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rica por esa vía. En consecuencia, debe anotarse, en el fracaso del nuevo proyecto americano de los Borbones, la actitud de los criollos, hostilizados por la aplicación de una política de control considerada negativa para su crecimiento, y la persistencia de una situación internacional adversa.
Una sociedad en transformación Clausurar los canales del comercio ilegal, e incorporar la pro ducción de las Indias a la nueva división internacional del trabajo en beneficio de España, requería algo más que reglamentaciones comerciales. Reformas administrativas, y la emisión de una larga lista de leyes, así como reformas en la defensa militar del impe rio, conformaron un bloque de medidas que se sucedieron en cas cada, especialmente a partir de los años ochenta del siglo XVIII. Pero este propósito modernizador, tributario de los nuevos desig nios de la Corona, no dejaría de conmocionar la sociedad hispa noamericana. Las reformas de Carlos III transformaron la gestión impositiva y los gravámenes, hasta incorporar en los impuestos a las capas más desfavorecidas de la población, una novedad que explica la amplitud de las revueltas criollas antifiscales al comen zar el decenio de los ochenta. Las reformas en las vías de acceso a los altos cargos coloniales tendían, por razones de eficacia, a una postergación de los criollos por nuevos funcionarios, de pron to instalados en posiciones del sistema de poder local que, des pués de un largo período histórico, las élites estimaban consolida das para los americanos. Desde una visión metropolitana, las me didas tenían la función de neutralizar el juego de intereses que había tejido una espesa trama, a todos los niveles, entre las oli garquías locales y los cargos de la administración. Era una reac ción de la autoridad metropolitana que no fue recibida sin resis tencias. Irrumpía en un mundo colonial cuyas estructuras econó micas y sociales se habían diferenciado ya, sensiblemente, de aqué llas que los fundadores trasladaron desde la metrópoli. Como rea firmación del vínculo colonial llegaba tarde, y el desplazamiento de los criollos por funcionarios peninsulares fue una realidad irritante, sobre todo para la generación que protagonizará la revolución.
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Es cierto que, en algunos cargos superiores, la designación había recaído tradicionalmente en peninsulares, y en muy con tados criollos. Era el caso de los virreyes, capitanes generales, o los presidentes y jueces de las audiencias. Pero desde la se gunda mitad del siglo XVIII esta práctica se generalizó; como fórmula adaptada a la nueva concepción política de la Corona, se nombró a hombres de probada confianza y empapados en las ideas reformistas del absolutismo español; incluso los se cretarios de los virreyes y otros cargos inferiores, eran ocupa dos muchas veces por funcionarios llegados de España. Esto explica que no siempre los virreyes pertenecieran a la nobleza en este período; con frecuencia el cargo fue confiado a per sonas de origen burgués, un fenómeno que no dejó de dis gustar a la aristocracia criolla. Por otra parte, la nueva política, destinada a reimplantar la máxima autoridad del poder real en territorio americano, inten tó debilitar las influencias locales y la reconquista de los cargos antes ofrecidos en venta. Hacia 1750, de los noventa y tres car gos de las audiencias en las Indias, cincuenta y uno estaban ocu pados por criollos, el 55 por 100; pero en 1785 esta representa ción había descendido al 23 por 100. El relevo de la antigua bu rocracia era ya un hecho consumado. Incluso, si los intendentes estimularon la gestión de los Cabildos, se esperaba de éstos un comportamiento distinto al tradicional. Desde la metrópoli se im ponían al municipio indiano funciones vigiladas por el Intenden te. La intervención del nuevo funcionariado alteró la relación de equilibrio entre grupos de poder tradicionales, como eran la ad ministración, las élites locales y la Iglesia, y lo hizo en beneficio de la autoridad metropolitana. La gestión de los intendentes, ca racterizada por la honestidad y el gusto de la eficiencia, pero tam bién por la inflexibilidad, entró en colisión con las jerarquías tra dicionales. La historia de la administración, a partir de 1782, está salpicada de conflictos de jurisdicción entre estos funcionarios, dotados de un poder excepcional, los virreyes, y los cabildos. Esta sociedad se regía, asimismo, por un sistema de relacio nes conformado y consolidado a lo largo de dos siglos y medio, que interconectaba unos territorios y antadonizaba otros, que ha bía dado nacimiento a espacios económicos agrícolas y ganade
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ros, desarrollados en función del abastecimiento de grandes cen tros mineros —llámense Zacatecas en Nueva España, o Potosí en el Río de la Plata— , o destinados a la subsistencia de unas ciudades virreinales convertidas, a su vez, en verdaderas metró polis, colonizadoras de enormes extensiones regionales. Estos núcleos urbanos se constituyeron en un fenómeno desintegrador, dando nacimiento a fuertes rivalidades. Es el caso del antagonis mo entre Lima y Buenos Aires, Montevideo y Buenos Aires, Guayaquil y El Callao, o Chile y Perú. Antagonismos entre fo cos comerciales que, eventualmente, disputaban su influencia en el hinterland. La extensión de las redes oficiales del monopolio incluyó todo el sistema productivo americano: el cacao y el tabaco de Vene zuela, o de Guayaquil, los cueros del Río de la Plata, el azúcar de Cuba y la minería de Nueva España y Perú, así como la sal, y otros artículos de consumo. El sistema de estanco por un lado y el incremento considerable del impuesto de alcabala que gra vaba las transacciones, por otro, constituían novedades que pro vocaron desórdenes y alimentaron el resentimiento entre criollos y peninsulares,. En algunas regiones, como el Río de la Plata, el control de las rentas de Aduana era importante, e hizo inevitable canalizar la producción del interior en el puerto de Buenos Aires. Para las provincias argentinas, como Córdoba, o Tucumán, así como para la exportación de la yerba mate de Paraguay, la dependen cia de la capital del virreinato fue una causa de futuras disiden cias. La expansión del control metropolitano se produjo en un período de alza de la producción agrícola y ganadera en la Amé rica española; en parte debido a las reformas comerciales intro ducidas, pero a la vez, y esto no era ignorado por los terrate nientes americanos, en función del estímulo añadido por la de manda mundial. La coyuntura generó altos beneficios a las oli garquías criollas, al mismo tiempo que se descargaba sobre estos ingresos un paquete de gravámenes que no siempre se tradujo en mejoras locales, puesto que su recaudación tenía como des tino la península. El monopolio de la Corona, pese a los aspec tos positivos de algunas reformas, provocó fuertes protestas. Como ha señalado John Lynch: Aquello que la metrópoli pensa
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ba era un desarrollo racional, las élites locales lo interpretaron como un ataque a sus intereses. La política internacional de Carlos III, al promover un nuevo enfoque geopolítico para las Indias en defensa de un imperio aco sado por las potencias europeas, y en especial por Inglaterra, sumó elementos a la presión fiscal. La nueva estructura militar del imperio fue impulsada por José de Gálvez, después del Tra tado de París de 1763, y fue casi simultánea con la expulsión de los jesuítas. La recuperación de La Habana, ocupada por los in gleses durante la Guerra de los Siete Años, no tuvo lugar sin con cesiones. La cesión de la Florida a Inglaterra, y la devolución de la Colonia de Sacramento a Portugal, formaron parte de los acuerdos. España recibió, en cambio, Nueva Orleans y la zona occidental de Luisiana. El reajuste en la frontera del Atlántico, obligaba a Carlos III a reforzar la defensa de las posesiones ame ricanas. La península carecía de recursos financieros para m an tener ejércitos permanentes en el extenso de las Indias. La re modelación de la defensa americana descargó los costes de la misma sobre las regiones implicadas en las reformas. La finan ciación de ejércitos, flotas y fortificaciones, recaía sobre las po blaciones locales. La creación de las milicias criollas elevó, sin duda, la eficacia defensiva de las Indias. Al mismo tiempo, estos cuerpos, antes voluntarios, se con virtieron en permanentes. Las milicias criollas, adornadas por la concesión del Fuero militar, abrían una vía de ascenso social a cambio, en definitiva, de la fidelidad a la metrópoli. No debe ol vidarse que se trataba de un medio fuertemente teñido por las aspiraciones hidalgas y que, en los últimos decenios de la colo nia, demostró una fuerte tendencia a cerrar filas desde los estra tos más altos de la sociedad criolla, como reacción a unos fenó menos emergentes de movilidad social más acusada. Esta serie de mutaciones terminarían por enfrentar en algunas regiones, como Venezuela, a los terratenientes criollos con los intenden tes y las audiencias, pero también con los mestizos y los mulatos. Además, las reformas coincidían con la existencia de una neoemigración desde la península, con la llegada de hombres a quienes atraía una sociedad de límites estamentales más permea bles, dada su oferta de oportunidades de hacer fortuna en los ne-
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godos. Muchos de los españoles recién llegados procedían de al deas rurales. En un proceso emigratorio descrito por Susan Migden Socolow, la decisión de viajar a las Indias pasaba por dos etapas: desde la zona rural hacia alguna de las grandes ciudades españolas, y luego hacia un puerto americano. Estos inmigran tes pobres constituían la nueva oleada peninsular, expulsada por un crecimiento demográfico que salta desde los 7.6 millones de comienzos del siglo xvm hasta los casi doce de su último dece nio, que no se acompaña por un real crecimiento económico. Los nuevos inmigrantes debían abrirse camino en la sociedad criolla de los fundadores; pero accedieron a la región en un período de profundas y rápidas transformaciones, y contribuyeron a acele rarlas. Estos personajes se insertaron en una sociedad criolla que Humboldt describía, a finales de siglo, como totalmente escindi da en descendientes de los conquistadores, y vástagos de aque llos que en épocas recientes habían llegado para ocupar cargos de importancia en América. Unos signos precursores de la pug na entre tradición y renovación, que afectaba sobre todo a las clases altas criollas. Los chapetones, o gachupines, desembarca dos en las Indias durante el período de los Borbones, tuvieron en general escasa fortuna, aunque un elevado número de ellos mejoró su situación social casándose con hijas de criollos, o de peninsulares ya instalados. Una de las descripciones más vividas de esas trayectorias per sonales puede leerse en un documento de 1794, redactado por un funcionario español hasta ahora anónimo. Luego de subrayar que los recién llegados vienen del campo, relata: Todos se de sembarcan francamente en los puertos de su escala; y a la vuelta de media docena de años que han vagado por la tierra, o que han servido en una pulpería, o hecho el comercio de buhoneros, ya se apellidan comerciantes y han dado un individuo más al gremio; se avecindan, ponen casa, abren escritorio (sin saber acaso fir mar), se llenan de elación, y pasan seguidamente a obtener los em pleos de alcaldes y regidores de los ayuntamientos, mereciendo re gentar la jurisdicción real ordinaria, antes acaso de haber perdido el olor a alquitrán. Otros compran algún oficio vendible, otros se casan al abrigo de una pequeña dote; otros se refugian en la Igle sia. Las observaciones se refieren al Río de la Plata, pero son vá
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lidas para el resto d e las ciud ades am erican as, si las co te ja m o s con las in v estigacion es sob re las élites d el siglo XVIII ap arecid as en los ú ltim os años.
Brading perfila el retrato de la inserción de empeñosos pe ninsulares recién llegados a la sociedad de Guanajuato, sus ca samientos con hijas de prominentes mineros criollos, y su ascen so social. Se trata de un mecanismo ya apuntado por Humboldt en su viaje a Nueva España. Muchos de estos inmigrantes co menzaron su carrera como cajeros, comerciantes, o aviadores; aunque otros se internaron en el mundo de los negocios ampa rados en la dote de sus esposas, o el respaldo financiero y el pres tigio de los suegros. Ann Twinam examina la misma cuestión para Medellín, donde el casamiento con criollas abrió las puer tas de la fortuna y de una cerrada sociedad a los españoles re cién llegados. En Potosí, apunta a su vez Fisher, algunos inmigrantes po bres entraron en la industria minera por medio del casamiento con los hijas de los azogueros. Y en el Río de la Plata, las in vestigaciones revelan, también, que varios acaudalados hombres de negocios peninsulares se iniciaron como dependientes de ca sas mayoristas, o mozos de comercio al por menor; luego incre mentaron sus fortunas, y más tarde consolidaron su posición so cial al casarse con criollas pertenecientes a la clase alta. Tjarks afirma que algunos de esos jóvenes dependientes de tienda al canzaron, andando el tiempo, a investir las más altas jerarquías de la sociedad colonial en el Río de la Plata. Se refiere a los Alzaga, los Santa Coloma, los Anchorena, los Martínez de Hoz, en tre otros muchos. Hacia finales del siglo XVIII, cierto núcleo de comerciantes in ternacionales —menos numeroso de lo que generalmente se es tima— , había surgido de las filas de esta nueva emigración pe ninsular; aquellos que habían tenido éxito en relacionarse con fa milias ya establecidas económica o socialmente. De tal manera, en el casamiento de estos inmigrantes con hijas de la aristocra cia local se establecía un doble juego: por un lado, aquellos an helaban ser absorbidos por la élite —como apunta John E. Kicza— y, por otro, las familias integraban rápidamente al nuevo personaje, para adscribirlo a sus propios intereses a cambio del
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prestigio social y las conexiones que la pertenencia a los niveles más altos del estamento social reportaban a los negocios. Si el fenómeno era perceptible en el México borbónico, era asimismo distinguible en el Río de la Plata, donde los títulos de nobleza no contaron casi, pero en cambio el éxito económico proveía de ascendiente y posición. En este virreinato, la absorción del re cién llegado por las grandes familias presentaba características si milares. Por un lado, significaba llegar a la cúspide en la carrera de comerciante, y por el otro, quedaba integrado en una red de influencias familiares. Puesto que los postulantes que correspondieran a las exigen cias de la élite no eran demasiado numerosos, el resultado, como anota John F. Kicza para ciudad de México, fue un proceso de endogamia. Por este mecanismo, a través de varias generaciones las grandes familias criollas estuvieron emparentadas entre sí, un fenómeno que contribuyó, asimismo, a dotar de cohesión polí tica a ese estrato social, y a desvanecer entre ellos el antagonis mo político criollo-peninsular. Humboldt, un observador con temporáneo de esta recolonización peninsular que acrece desde 1780, al señalar el resentimiento criollo hacia los chapetones, apuntaba: El más miserable europeo, sin educación y sin cultivo de su entendimiento, se cree superior a los blancos nacidos en el nuevo continente; y sabe que con la protección de sus compatrio tas, y en una de tantas casualidades como ocurren en parajes don de se adquiere la fortuna tan rápidamente como se destruye, pue de algún día llegar a puestos cuyo acceso está casi cerrado a los nacidos en el país, por más que éstos se distingan en saber y ca lidades morales. Un fenómeno que ha sido detectado también para Nueva Granada, Venezuela, o Buenos Aires, de acuerdo a las actuales investigaciones. La tendencia de la clase alta criolla, sin embargo, era el re chazo de los intrusos; cerrarse sobre sí misma para evitar la mez cla con individuos de niveles inferiores. Es que en las metrópolis coloniales se hallaba instalada la corte virreinal; y, sobre todo, en Nueva España, Perú y Nueva Granada, ésta se convirtió en reducto de la estirpe hidalga, a la que accedían las familias de arraigo en América. Muchas de ellas, sobre todo las de origen peninsular, aunque también algunas criollas, pasearon sus blaso
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nes nobiliarios, a veces otorgados, pero con frecuencia adquiri dos al precio de una pequeña fortuna, por los salones del virrey. El ingreso a las filas de la nobleza por estos medios se hizo más frecuente, sobre todo en la época de los Borbones, como resul tado de la demanda de recursos de la Hacienda Real, y esta prác tica se acrecentó después de los años sesenta del siglo XVIII. Se gún Doris M. Ladd: Carlos III fue un gran creador de títulos para América. Reinó de 1759 a 1788 y tan sólo a México le concedió 23 títulos. El acceso a la nobleza y la creación de mayorazgos favoreció a muchos ricos plantadores, comerciantes, o mineros, llevándo les a unir las dos conquistas más preciadas en la sociedad colo nial: la riqueza y el título nobiliario. Descripciones sobre el es plendor de estas cortes americanas nos ha legado ya, en el siglo XVII, Bernardo de Balbuena para la Nueva España. Otros tex tos más críticos, donde se dibuja el contraste entre la fastuosi dad de la aristocracia y la mísera situación de los estratos infe riores, pueden consultarse, para la ciudad de Lima, en Juan del Valle Caviedes y también en Mateo Rosas de Oquendo, en tan to que Juan Rodríguez Freile nos habla de la transformación so cial de Nueva Granada. El color de la piel, como escribía Hvimboldt, determinaba la condición social: En América, la piel más o menos blanca decide la clase que ocupa el hombre en la sociedad. En efecto, el mes tizo, e incluso el criollo de dudoso origen, no constituían candi datos aceptables para una aristocracia conformada por plantado res, hacendados, o mineros, que escogían la ciudad como resi dencia. Ellos conformaban, junto a los mulatos y algunos indios, la capa social que se dedicó al comercio al menudeo, al de bu honeros, y a los oficios menospreciados por ese sector interme dio que se organizaba en gremios para defender ciertos privile gios. El gremio de mayor prestigio, denominado de las tres ar tes, estaba conformado por los plateros, doradores en oro, y la minadores de metales, y durante mucho tiempo se opuso a la in vasión de los mestizos. Aunque durante largo tiempo se m antu vieron como un coto cerrado para los blancos, arrojando a los mestizos y las castas a otros oficios considerados inferiores, como bataneros, pulperos, herreros, o albañiles, la exclusividad termi
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nó por ser eliminada. Los permisos para instalar talleres sin con cesión gremial, y las novedades del cambio de siglo decretarían la extinción del poder de los gremios. Aun así, tanto los mesti zos, como los negros y los indios, lograron cierto nivel económi co y reconocimiento de sus capacidades en los oficios desprecia dos por los gremios más poderosos. Si los mestizos encontraron su desarrollo en la pintura y la escultura, los negros y mulatos, excluidos de los gremios, se afiliaron en Cofradías de albañiles y canteros, mientras que los indios descollaban en textiles, bor dados y pinturas. Pero todo esto no sucedía sin luchas. En principio, debido a que la Corona intentó suavizar las tensiones sociales que estas jerarquías alimentaban; y además porque muchos mestizos libra ron duras batallas jurídicas para acceder a niveles superiores, que era, al fin, una pugna por abrir alternativas hasta entonces ve dadas a su capa social. Muchos poderosos criollos recurrieron a blanquear algún descendiente ilegítimo, recurriendo a las gracias del sacar, que certificaban la pureza de sangre del destinatario. La oportunidad que ofrecía la Real Cédula de 1795, fue aprove chada por los pardos en Venezuela, e inauguró una etapa de pro testas del Cabildo, que pretendía cerrar ese portillo hacia el as censo social de las clases inferiores, contra la real Audiencia, que las convalidaba. En otras partes, la aristocracia criolla resistió como pudo la apertura de esa brecha que las castas abrían en sus privilegios.
Movimientos pre-revolucionarios Las protestas contra el régimen colonial son numerosas du rante el siglo XVIII en la América española; un síntoma claro del creciente malestar en la sociedad instalada en la frontera ameri cana del imperio ibérico. Según los investigadores del tema, es tas sublevaciones presentan alguna de las siguientes característi cas: son rebeliones antifiscales, amplificadas por la existencia, en algunos casos, de situaciones de miseria y explotación que ali mentan su virulencia, y finalmente, otras demuestran poseer con tenido político. Un ciclo de conflictos en la larga onda secular, que cobra distinta intensidad y responde a motivaciones coyunturales de signo cambiante a lo largo de la centuria; pero acu-
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muía, en definitiva, fuerzas profundas en la resistencia contra el peninsular. Así, los movimientos de rebeldía, en los primeros decenios del siglo XVIII, corresponden a protestas contra medidas centralizadoras de la Corona, ya que éstas modificaron unas conductas tradicionales caracterizadas por su laxitud en el gobierno del im perio colonial. Pese a todo, pudieron ser dominadas con cierta facilidad. Pero los que estallaron desde los años sesenta, cuando la presión modernizadora se hizo más intensa, produjeron hon das conmociones en el ámbito colonial. La normalización admi nistrativa, la regulación económica y fiscal, los esfuerzos para destruir los focos de contrabando, vulneraron intereses profun damente arraigados, además de hacer aún más estrecha la pre sencia del monopolio en beneficio de los planes de crecimiento económico metropolitano. Los levantamientos estuvieron dirigidos contra unas autori dades que se mostraron inflexibles en su función recaudadora; sobre todo porque el peso de los impuestos no sólo recaía sobre las ricas familias criollas propietarias de los medios de produc ción, sino también sobre los estratos más pobres y las comuni dades indígenas. Un sector social, este último, que ya soportaba las exacciones de los corregidores y las duras condiciones de tra bajo impuestas en la mita —sobre todo en las zonas mineras del alto Perú— , respondió a esta nueva situación con impresionan tes estallidos sociales. La violencia de las rebeliones incrementó su intensidad y expansión territorial, pero sin propósitos manifiestos de con sumar la independencia de la metrópoli, ya que no existía co hesión entre los núcleos insurrectos, ni contenido ideológico en sus demandas. Eran, ante todo, acciones destinadas a impedir la agudización de situaciones ya insoportables. La imposición de nuevos impuestos y el aumento de los que ya regían, como la alcabala, radicalizaron las protestas. La presencia de unos funcionarios tan inflexibles como eficaces: tal era el caso de los visitadores José Antonio de Areche, en Perú, el presidente de la Audiencia de Quito, José García de León Pizarro, de Juan Francisco Gutiérrez Piñeres, en Nueva Granada, o el Inten dente José de Abalos en Venezuela, tuvo éxito en imponer las
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reformas, pero al costo de nuevas crisis en el mundo indiano. El levantamiento encabezado por Tupac Amaru, al iniciarse la década de los años ochenta, fue una de ellas, y por cierto la más grave antes de la independencia. Su llamada a los crio llos para unificar esfuerzos, e intentar la expulsión de los pe ninsulares, revela que existía una tensión antirreformista en to dos los grupos sociales. Estos resentimientos no precipitaron, pese a todo, una subversión generalizada. Incluso si muchos in dígenas formaban en las filas de la insurrección, otros tantos se mantuvieron al margen del movimiento debido a que algu nos curacas obtenían, a su vez, importantes beneficios en la ca dena de explotación del indio. También puede encontrarse al gún designio de anular el dominio español en la rebelión de Tupac Catari, sobre todo en sus intentos de restablecer las cos tumbres del incario. Las sublevaciones encabezadas por los criollos en la década de los ochenta no configuraron, en cambio, amenaza alguna para la consistencia del imperio español en América. Tuvieron lugar en Quito, o en Nueva Granada con el levantamiento de los co muneros del Socorro, o a impulsos de los comuneros de Vene zuela; sin embargo, sus demandas no irían más allá de reclamar cambios en el sistema fiscal y una mayor participación del co mún en las decisiones locales. Es necesario esperar hasta la úl tima década del siglo para encontrar unas propuestas rebeldes con mayor contenido ideológico. Se trata entonces de conspira ciones encabezadas por hombres permeables a la influencia de las ideas más radicales de la ilustración, y su discurso político re volucionario las torna inquietantes para el orden colonial. La centralización administrativa, el reordenamiento de la re caudación fiscal, dotada ahora de mayor eficacia, y la paulatina erradicación de prácticas inaceptables para las nuevas normas, no podía menos que afectar intereses de familias y núcleos so ciales ya instalados en el ámbito colonial. En cierto modo, esto hizo que unos sectores sociales sin nociones de pertenencia a una clase determinada, comenzaran a cobrar conciencia, todavía di fusa, de poseer intereses comunes que era necesario defender co lectivamente. El perfeccionamiento del modelo reformador al canza su mayor solidez durante el reinado de Carlos III, cuando
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la política colonial española traslada a sus posesiones america nas la Intendencia de Ejército y Real Hacienda. La política fiscal, el monopolio de ciertas producciones en manos de la Corona, o de representantes por ella investidos en algunas regiones, y la implacable persecución destinada a elimi nar los focos de contrabando, redujo los beneficios de núcleos poderosos, como los terratenientes y comerciantes, y aun de mu chos funcionarios metropolitanos, cuyo entrelazamiento de fa milias e intereses con la oligarquía criolla era palpable. También lesionó a grupos de economía marginal, que sobrevivían en fun ción del contrabando y actividades a él vinculadas, no combati dos hasta entonces por la desorganizada administración. A de más, la política fiscal, si introdujo un mayor control sobre las ga nancias ilegales de las clases altas del mundo colonial, también ejerció una excesiva presión sobre los sectores populares, agra vada por unos funcionarios que no dejaron de hacer sentir su arrogancia y sus abusos en los grupos más pobres. La caracterís tica de la reforma de Carlos III, entonces, fue que se descargaba sobre todos los grupos sociales. No resulta sorprendente, en con secuencia, que en los estallidos sociales de protesta se encuen tren representados, aunque no coincidan en sus propósitos fina les, tanto los sectores privilegiados como los de condición más humilde. Criollos, mestizos, e indios, acrecieron sus demostra ciones de malestar a lo largo del siglo xvin. Desde Venezuela hasta Chile, las protestas unas veces, y los estallidos sociales de gran intensidad, otras, se hicieron sentir du rante toda la centuria. El momento más crítico, el pico más ele vado del ciclo que representa esta secuencia materializada en le vantamientos locales, está marcado, sin duda, por la rebelión de Tupac Amaru, de hondas repercusiones a lo largo del continen te, que deparó expectativas entre las comunidades indígenas a lo largo de la cordillera. Pero los acontecimientos desencadena dos a partir del estallido de Tungasuca también despertaron te mores en los núcleos criollos. En la primera mitad del siglo XVIII, el conflicto de mayor en tidad está representado por la rebelión de los comuneros del Pa raguay, iniciada con la destitución del gobernador local por el fis cal protector de indios, José de Antequera, y a la que siguió una
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serie de tomas de posición por distintos grupos regionales, entre ellos los jesuítas de las reducciones. El conflicto entre el Cabil do de Asunción, que representa a las gentes del común frente a las autoridades virreinales de Perú, justifica la rebelión con el apoyo de las tesis escolásticas, de las que Francisco Suárez era uno de los propagadores en el siglo XVI. Pero esta reivindicación del poder popular ante las injusticias del rey, o sus representan tes, enmascara en realidad la cuestión central que animaba el le vantamiento comunero. El motivo real era la exigencia de los en comenderos, reclamando el derecho de utilizar una mano de obra indígena que se refugiaba, al amparo de los jesuitas, en la re gión misionera. Precisamente, la existencia de las reducciones disminuía las posibilidades de explotar a los indígenas, y este asunto era motivo de una prolongada hostilidad entre asunceños y misioneros, y una fuerza más en favor de la expulsión de los jesuitas decidida en 1767. Por otra parte, para reducir a los co muneros el poder real recurrió, en 1735, a los indios guaraníes de las misiones, quienes dirigidos por los jesuítas demostraron su eficacia militar en las acciones que consumaron la derrota de la oligarquía local. Los movimientos de mayor intensidad y frecuencia tienen lugar, sin embargo, en Perú y Venezuela. En ambas regiones los levanta mientos se suceden, con llamativa periodicidad, desde los primeros decenios del siglo XVIII, y se multiplican hasta la rebelión de Tupac Amaru. Apagadas las secuelas que deja esta fuerte sacudida social, y que adoptan la forma de estallidos de protesta locales, en el nor te tiene lugar una serie de sublevaciones, en el virreinato de Nueva Granada y la Capitanía General de Venezuela. Entre los levantamientos de comienzos del siglo XVIII en Perú, que viajan en sucesión desde las selvas en oriente hasta la costa en occidente, se encuentran los ataques del curaca Ignacio Torote contra las poblaciones locales en 1737, y la incursión re belde que desde la selva llevó a cabo Juan Santos Atahualpa en 1742. Se trataba en este caso de un mestizo dotado de cierto ni vel cultural, que se declaró heredero del Inca Atahualpa y logró concitar la adhesión de varios curacas de la zona. Alternó sus vic torias contra las fuerzas virreinales con derrotas que lo obliga ron a refugiarse en la selva, donde finalmente desapareció en
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1750. Pero dejó seguidores, como pudo comprobarse en la cons piración gestada en Lima por un grupo de indígenas dirigidos por Antonio Cabo, Miguel Surichac y Francisco Inca que, aun descubierta a tiempo, produjo algunos episodios inquietantes para las autoridades. El tercero de estos movimientos estuvo pro tagonizado, a partir de 1776, por José G ran Kispe Tito Inca. Pro yectaba la reconquista del Perú y el retorno del incario, para lo cual solicitó su apoyo a personalidades indígenas, al tiempo que elaboraba un plan de operaciones destinado a impedir el acceso de los soldados españoles procedentes de Lima, una vez iniciada la rebelión. Pese a estos preparativos, fue apresado al año si guiente de hacer su aparición en Urubamba. Los momentos más críticos para la administración española tienen su origen en Perú, como ya hemos señalado, al llegar los años ochenta. El enclave indígena sometido a la dominación es pañola, en lo que en otros tiempos fuera el corazón del incario, se puso en movimiento bajo la conducción de un líder surgido del núcleo de caciques con ascendencia incaica. Nacido en la pro vincia de Tinta, José Gabriel Condorcanqui Noguera adopta el nombre de Tupac Amaru, y se presenta como descendiente le gítimo del último Inca. Era cacique de tres pueblos de la región. Este hecho le procuraba cierto bienestar económico, al tiempo que le exigía velar por la suerte de los indígenas que en ellos vi vían y sobre cuya explotación por los corregidores tenía una vi sión directa. Se había formado en el Colegio de San Francisco de Borja, instalado en el Cuzco y destinado a los hijos de las per sonalidades indias. En su actuación frente a la administración co lonial demostró haber asimilado las enseñanzas de la lengua do minante, un amplio conocimiento de las Leyes de Indias, y también que poseía una sólida ilustración sobre la historia y cul tura de su pueblo hasta la conquista española. Por consiguiente, antes de llegar a la sublevación, intentó recurrir a la Corona, y agotó las instancias administrativas autorizadas por ley, e inclu so elevó sus reclamaciones a las autoridades virreinales en Lima. Inició gestiones en esa ciudad, el año 1776, solicitando la supre sión de servicios como la mita, y denunciando los abusos de los corregidores locales, así como la imposición a los indígenas de la compra forzosa de artículos sin utilidad para ellos.
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Tres años más tarde, sus escritos no habían recibido respuesta. Es innecesario describir aquí los abusos a que eran someti dos los indígenas, puesto que sobre tal materia se han extendido numerosos observadores contemporáneos de la propia adminis tración colonial, como el visitador José Antonio de Areche. Clausurada la vía del recurso ante los oficiales reales, Tupac Amaru decidió emprender la vía armada para hacer respetar los derechos de su comunidad. El levantamiento quéchua estalla en 1780, y Tupac Amaru instala su cuartel general en Tungasuca, desde donde enfrentará todo el poderío de la virreinal ciudad li meña. Pero el desafío tuvo carácter ejemplarizante, puesto que en la ciudad de Tinta fue apresado y ejecutado uno de los per sonajes más temidos por su crueldad: el corregidor Arriaga. La rebelión de Tupac Amaru enlazaba dos problemas contemporá neos, que gravitaban pesadamente sobre los indios: los abusos que recaían sobre ellos al utilizarlos como mano de obra, y una fiscalidad cada vez más fuerte. Mi único ánimo es cortar el mal gobierno, afirmaba. No todo estuvo a favor del jefe rebelde, puesto que muchos indios respondían a los caciques aliados de los españoles, pero su ejército creía, pese a todo, con el presti gio de un jefe que evocaba la memoria de los tiempos florecien tes del incario. Así, se conformó un núcleo denominado el Con sejo de los Cinco, donde no faltaba un sacerdote dominico; con él colaboraron algunos criollos, como doña Micaela Bastida y don Diego Cristóbal. Las victorias de Tupac Amaru se suceden deprisa: destruye a su paso los obrajes de Kikijana, donde se extenuaban los in dígenas; y provoca la fuga de los corregidores hacia Cuzco, sem brando la alarma en la ciudad, que desde entonces comenzó a preparar su defensa. El jefe de la insurrección intentó atraerse a los criollos, en conocimiento de su resistencia frente a los nue vos funcionarios, pero algunas de sus decisiones generaron des confianzas irreductibles entre los propietarios de haciendas. Una de ellas fue la promulgación del Bando de Libertad de los Es clavos, en noviembre de 1780, que lesionaba los intereses de los plantadores y dueños de obrajes. La ambigüedad de los criollos, por un lado antagonizados con los funcionarios españoles, y por otro atemorizados por una rebelión que proponía una igualdad,
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para muchos de ellos inaceptable, entre blancos, mestizos, ne gros esclavos e indios queda reflejada en uno de los tantos pas quines que circularon en esa instancia: Si vence Tupac Amaru malo, malo, malo; si el visitador, peor, peor, peor. Y en aquesta indiferencia el virrey y la ciudad, paciencia, paciencia, paciencia. El mismo mes de noviembre Tupac Amaru obtuvo un espec tacular triunfo militar en Sangarara. Desde allí se dirigió hacia el sur, para evitar la formación de un segundo frente de sus ene migos, cuyas fuerzas se acrecentaban por la alianza con Arequi pa. Entonces se pusieron de manifiesto los desacuerdos existen tes en su cuartel. En tanto Tupac Amaru planeaba llegar hasta Arequipa, lo que le abría el acceso a los refuerzos procedentes del Alto Perú, sus consejeros sostenían que había llegado el mo mento de asaltar la fortaleza de Cuzco, y finalmente se decidió por esta idea. La ciudad quedó cercada a comienzos de enero de 1781. Pero las tentativas de penetrar en el baluarte fortificado no tuvieron éxito, y los sitiadores se encontraron sin otra opción que retirarse. Comienza entonces la persecución de Tupac Ama ru, desplegada por un ejército español reforzado con tropas pro cedentes de Lima. Prisionero de las tropas reales, el cacique será decapitado y descuartizado en el Cuzco el 18 de mayo de 1781. Puede afirmarse que desde entonces la resistencia continuó en varias etapas. Primero dirigida por Diego Cristóbal Tupac Amaru, primo hermano del caudillo; luego con una serie de mo vimientos conocidos como tupamaros por su evidente vincula ción con las ideas propagadas por Tupac Amaru. Cobraron una amplitud mayor, incluso, que la alcanzada por la rebelión que éste había encabezado; se extendieron por la sierra peruana, lue go por el Alto Perú y la región norte del Río de la Plata. Desde Cuzco, se trasladaron a Arequipa, La Paz, Cochabamba, y con tinuaron por el territorio de las actuales provincias argentinas de Salta, Jujuy y La Rioja. Los que tuvieron lugar en el Alto Perú,
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región integrada en el virreinato del Río de la Plata desde 1776, estallaron el mismo año que el levantamiento de Tupac Amaru. El primero de ellos tuvo por jefe a Tomás Catari, y surgió de Potosí, centro minero donde los indígenas eran sometidos a la dura prestación de la mita. El proceso que condujo al levantamiento armado fue muy si milar al ocurrido en Perú: precedido de trámites judiciales de es caso efecto, un viaje del cacique indígena a Buenos Aires, para elevar sus propuestas al virrey Vértiz, y el total fracaso de las ges tiones dada la presión ejercida por los corregidores. Tomás Ca tari cayó, finalmente, en manos del corregidor Alós, y fue eje cutado en 1781. Pero la rebelión dirigida por el mestizo Julián Aspasa, conocido como Tupac Catari, si bien tampoco logró con solidarse, pues duró escasamente un año, alcanzó en cambio ma yor intensidad. Su control del área que circundaba la ciudad de La Paz, incluido un sitio a la plaza hispánica durante varios me ses, y el saqueo y la masacre realizadas en la ciudad de Oruro tomada por las tropas indígenas, hicieron temibles sus desplaza mientos por el altiplano. Impuso, por otra parte, el uso obliga torio de la lengua aymara, y creó una corte indígena en torno suyo en un intento de restablecer los usos del imperio incaico. En la corriente encabezada por Tupac Catari no existía lugar para los criollos, puesto que los indios habían cobrado concien cia de la duplicidad demostrada por muchos de los incorporados al movimiento de Tupac Amaru, e incluso el propio Tupac Ca tari había sufrido la traición de algunos de sus aliados blancos. El 4 de agosto de 1781 el cacique intentó un nuevo asalto a la ciudad de La Paz, cuyo fracaso indicó el comienzo de su declive. Derrotado con la ayuda de refuerzos enviados desde la capital del virreinato, su ejecución fue consumada en noviembre de ese mismo año. Las grandes rebeliones indígenas en el altiplano en traron, así, en un período de relativa calma, a la vez que se acen tuaba la desconfianza entre los distintos grupos sociales involu crados en la etapa posterior que abriría el camino hacia la emancipación. Por su parte, los criollos expresaron sus protestas en Perú, du rante el mismo período, contra la implantación de nuevas insti tuciones y el mayor control fiscal en el ámbito colonial. En Chi
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le desde mediados de siglo crecía el descontento hacia los cam bios introducidos por los Borbones. El estanco del tabaco, su mo nopolio por la Corona y su administración desde el virreinato del Perú causó violentas agitaciones en 1766, sobre todo en Santia go. Los pasquines aparecidos entonces atacaban a los oficiales encargados de las funciones del monopolio, y llamaban a la in surrección. Diez años más tarde, la decisión de reincorporar a la administración real el cobro de la alcabala, y el impuesto de composición de pulperías, que regía el número y concesión en cada ciudad, produjo otra serie de tumultos. En 1781, ante el te mor de los sucesos acaecidos en el Alto y Bajo Perú como con secuencia de la rebelión de Tupac Am aru, y la insurrección de los comuneros de Nueva Granada, la Audiencia decidió suspen der la aplicación de estas medidas. Otras protestas tuvieron lugar en Cuzco, donde la llamada Conjuración de los Plateros fue encabezada por el criollo Loren zo Farfán de los Godos en 1780, resistiendo el pago de los in crementados impuestos; en Arequipa, donde se desencadenaron desórdenes en rechazo de las imposiciones fiscales que tuvieron por protagonista a la masa popular. Los pasquines cubrieron los muros de la ciudad, en clara burla del virrey Guirior y las auto ridades españolas, para culminar en un multitudinario asalto al edificio de la Hacienda. Otras ciudades, como La Paz y Cochabamba, experimentaron tumultos y amotinamientos obligando, incluso, a recurrir al ejército para restablecer el orden. En 1765 la ciudad de Quito se vio conmovida por una suce sión de levantamientos populares registrados en algunas de sus barriadas. Si la reacción de la aristocracia era contra el estanco de aguardiente, la de las clases humildes se dirigía contra la apli cación de la alcabala. Los pasquines aparecidos a continuación descalificaban estas medidas y atacaban a las autoridades. En el mes de mayo la crispación llegaba a su pico más alto, y miles de personas procedentes de los barrios de Quito asaltaron la casa de aduana al grito de ¡Viva el Rey y muera el mal gobierno/; in cendiaron'el edificio y dictaron sus condiciones a las autorida des. Durante algún tiempo la multitud se apoderó de la ciudad e impuso su ley, pero poco a poco la rebelión perdió fuerza y algunos meses más tarde, una vez obtenidas algunas concesio
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nes, los amotinados depusieron su actitud y entregaron sus armas. Mucho más compleja fue la crisis desencadenada en marzo de 1781, en la región del Socorro, de Nueva Granada. Este le vantamiento, conocido históricamente como rebelión de los Co muneros del Socorro, tuvo, en su origen, la apariencia de una tí pica revuelta antifiscal. La política impositiva inaugurada inape lablemente por el Visitador Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres produjo entre los criollos una fuerte reacción. El Socorro se con vierte en el centro rebelde; se buscan adhesiones en los pueblos vecinos y comienza una guerra de pasquines contra los peninsu lares. Los sublevados derrotan a las primeras fuerzas enviadas por la capital, y marchan contra Bogotá, engrosando sus huestes con los indígenas de la región. Las clases altas temen una gene ralización del levantamiento, y Gutiérrez de Piñeres comprende que la única solución es ceder. Los 35 puntos planteados por los descontentos —supresión de varias exacciones, liberación de las cargas indígenas, etc.— , fueron aceptados en las Capitulaciones de Zipaquirá. Pero cuando todo parecía retornar a su cauce, al gunos jefes rebeldes radicalizaron su postura, y desarrollaron la idea de liberar a los esclavos negros. La reacción de la aristocra cia de Nueva Granada se endureció entonces, y reclamaron re fuerzos militares a Cartagena. Los comuneros sufrieron una derrota definitiva y se decidió la restauración de las medidas fis cales derogadas, a la vez que se iniciaba la represión contra los pueblos participantes en la rebelión. Nuevamente, el temor a la revolución social había dividido a los criollos. Las rebeliones en el territorio de la Capitanía General de Ve nezuela tuvieron, a su vez, continuidad en el siglo XVIII. Una pri mera sublevación importante tiene lugar en 1731. Es el levanta miento de Antonio López del Rosario, un pardo conocido por Andrés ote, contra las reformas que imponían el monopolio del cacao. En los hechos, Andresote defendía la línea del contraban do, dado el beneficio que de éste obtenían los productores de ca cao, a los que secundaba una multitud de marginados del siste ma; entre ellos, negros fugados, o liberados, y pardos, compro metidos todos en el comercio intérlope con los holandeses. Lue go de los primeros éxitos ante las fuerzas enviadas para de-
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tenerlo, Andresote fue derrotado, aunque pudo evadir la captu ra. Los ecos de la rebelión se prolongaron aún, durante un tiem po, en otras zonas de la capitanía. Estas revueltas antimonopo listas se alternarán, en Venezuela y Nueva Granada, con los le vantamientos antifiscales. Se trataba, en definitiva, de oposicio nes a la aplicación de las normas reformistas. El triunfo de los funcionarios de la Corona significaba que el contrabando, la eva sión fiscal, la corrupción administrativa, y su secuela de benefi cios ilegales, quedarían suprimidos drásticamente, o serían seve ramente perseguidos. El monopolio del comercio del cacao, con centrado en Compañías de privilegio, como la Real Compañía de Caracas, más conocida por la Guipuzcoana, dado su financiamiento por empresarios vascongados; o del tabaco, el control de cuya producción y comercio será instaurado, durante la época del intendente José de Abalos, al crear por Real Cédula de 1777 el Estanco del Tabaco, serán los instrumentos para lograr tales fines. Pero unas vías de escape ilegal, que beneficiaban no sólo a los productores, sino también a una compleja red de comer ciantes, artesanos, transportistas, navieros, y aún clérigos, en la región del occidente venezolano extendida hasta Maracaibo, no podían ser obturadas de pronto sin provocar sacudidas sociales. La rebelión más importante contra la Compañía Guipuzcoa na de Caracas tuvo lugar incluso antes de ser creada la Inten dencia para Venezuela, y se prolongó desde 1749 hasta 1752. El monopolio del cacao por esta empresa levantó nuevas resisten cias, esta vez entre los productores locales. En los primeros de cenios del siglo XVIII las plantaciones de cacao habían cobrado una fuerte expansión. El comercio interregional del producto, con destino a Nueva España, Santo Domingo y Cuba, y la vertiente del contrabando, con embarcaciones francesas, inglesas y holandesas, contribuye ron al ascenso de las fortunas de muchos propietarios de cacao tales. Cuando los Borbones intentaron controlar el comercio del producto, en alza en el mercado europeo, combatiendo su tráfi co ilegal y centralizando la venta, los grandes cacaos, por lo ge neral criollos, y los integrantes de los cabildos locales, no esca timaron críticas, a los procedimientos de la ( ompañía. El origen vasco de la Guipuzcoana levantó incluso la resis
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tencia de otras comunidades instaladas en Venezuela, como los canarios, que hicieron oír sus protestas en un movimiento enca bezado por Juan Francisco de León. El grito de ¡Abajo los vas cos! era evidencia de que el levantamiento representaba algo más que el malestar de los productores de cacao. En el valle de Panaquire Juan Francisco de León poseía algunas plantaciones, y las dificultades ahora enfrentadas por el comercio ilegal, que tra ficaba con los barcos extranjeros, aportó la adhesión de los mantuanos a su revuelta contra la Compañía Guipuzcoana. El im pulso de los insurrectos se acrecentó, sus demandas no obtuvie ron respuesta de las autoridades, y las tropas que seguían a Juan Francisco de León entraron en la ciudad de Caracas. Una vez en poder de la plaza, exigieron la expulsión de los representan tes del monopolio. La Corona envió entonces fuerzas militares, a! mando del gobernador Felipe Ricardos, para poner fin a la re belión. El destino de León y sus seguidores, luego de un intento de proseguir la lucha, queda sellado en 1752. Perseguidos por las tropas del gobernador, deciden entregarse: a León le serán confiscados todos sus bienes, y enviado a España, morirá poco después. Existió también en Venezuela una rebelión comunera. El mo vimiento se vio arrastrado por los ecos de lo sucedido en Nueva Granada, cuando aún estaba en su apogeo, y por las noticias de la marcha triunfante de Tupac Amaru en Perú. La presencia de un contingente de neogranadinos en la región produjo el impul so necesario. La sublevación de los comuneros estalló en la pro vincia de Maracaibo, y tuvo su foco en Cúcuta, el mes de mayo de 1781, para extenderse luego a Mérida, La Grita y otras po blaciones. Quedó paralizada en Trujillo, sin embargo, por la re sistencia de esta ciudad, que no se incorporó a las filas rebeldes. Los motivos fueron los de su tiempo: protestas antifiscales y el rechazo unánime a los impuestos de la Real Hacienda. Tanto los hacendados, ya molestos a causa del monopolio ejercido por la Guipuzcoana y afectados por los nuevos gravámenes, como los campesinos, de escasos recursos, expresaron sus protestas y lo hi cieron violentamente. Pasquines en las ciudades, gritos contra el mal gobierno, completaron el escenario de la sublevación. El fra caso de Trujillo, sin embargo, paralizó la intentona. Las noticias
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del aplastamiento del movimiento comunero en Nueva G rana da, y la derrota de Tupac Amaru, desalentaron a los subleva dos. Las tropas enviadas desde Caracas hicieron el resto: en oc tubre de 1781 las protestas habían cesado y los cabecillas eran juzgados y encarcelados.
BIBLIOGRAFIA El tema de los cambios económicos en España y el comercio con las Indias, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo xvill, así como otros aspectos de la política reformista de Carlos m, han merecido la atención de una historio grafía renovadora. La producción bibliográfica es copiosa, y considerarla en de talle requiere un espacio que desborda las intenciones de este libro. M enciona remos, en consecuencia, tanto en éste como en los siguientes capítulos, los tra bajos más recientes, y aquellos más antiguos cuya vigencia se mantiene. S o b re el co m ercio e n tre E sp a ñ a y A m é ric a , ex iste n tra b a jo s d e e n fo q u e r e n o v ad o r: G a r c i a B a q u e r o G o n z a l e z , A n t o n i o : Cádiz y el Atlántico. El co mercio colonial español bajo el m onopolio gaditano , S evilla, 1976; Andalucía y la carrera de Indias (1492-1824), S evilla, 1986; Comercio colonial y guerras revo lucionarias. La decadencia económica de Cádiz a raíz de la emancipación ameri cana , S evilla, 1972, so n im p o rta n te s p a ra u n e s tu d io del c o m p o rta m ie n to d e las casas co m erciales d e C á d iz a n te el R e g la m e n to de C o m ercio L ib re . U n a o b ra m ás recien te: F i s h e r , J o h n , Commercial Relations between Spain and Spanish America in the Era o f Free Trade, 1778-1796, L iv e rp o o l, 1985, re v e la la in flu e n cia d e las n u ev as re g la m e n ta c io n e s e n las reg io n e s e sp a ñ o la s y las eco n o m ía s a m e rican as. O tra se rie d e tr a b a jo s so b re el te m a : F o n t a n a L a z a r o , J o s e p , « C o la p so y tran sfo rm a c ió n d el co m ercio esp añ o l e n tre 1792 y 1827», e n M oneda y cré dito, N o. 115, M a d rid . 1976; M a r t í n e z S h a w . C a r l o s . Cataluña en la Carrera de Indias, B a rc e lo n a , 1981; D e l g a d o R ib a s , J o s e p , «P olítica ilu stra d a , in d u s tria e sp a ñ o la y m e rc a d o a m e ric a n o , 1720-1820», P e d ra lb e s, Revista de Historia Moderna, 3, 1983; P e r e z H e r r e r o , P e d r o , «L os com ienzos de la p o lítica re fo rm ista am e ric a n a d e C a rlo s iii», M a d rid , Cuadernos Hispanoamericanos. L os C o m p le m e n ta rio s, 2, 1988; V iv e s A z a n c o t , P e d r o , «E l esp acio a m e ric a n o -e s p añ o l del siglo X V III: u n p ro c e so de reg io n alizació n » , M a d rid , Revista de In dias, N o . 151-152, 1978.
En los últimos años han proliferado las obras colectivas que examinan diver sos aspectos de la cuestión con recientes investigaciones, y analizan las inciden cias regionales del m odelo reformista. Ver: La economía española al final del A n tiguo Régimen. III. Comercio y colonias (Edición de Josep Fontana), Madrid, 1982. Otras publicaciones recogen el resultado de Coloquios, como: N a d a l , JorDi y T o r t e l l a , G a b r ie l (eds.), Agricultura, comercio colonial y crecimiento eco nómico en la España contemporánea, Barcelona, 1974; ¡.'Amérique Espagnole à ¡’Epoque des Lumières, París, 1987 (hay edición española: l.u América españo
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la en la Epoca de las Luces, Madrid, 1988); E l «Comercio Libre» entre España y América Latina, 1765-1824 (Presentación de J. Fontana y coordinación de A n tonio M. Bernal), Madrid, 1987. P a ra asp ecto s p arciales e n la A m é ric a e s p añ o la: B r i t o F i g u e r o a , F e d e r i c o , L a estructura económica de Venezuela colonial, C a ra c a s, 1978; L u c e n a S a lMORAL, M a n u e l , Vísperas de la independencia americana: Caracas, M a d rid , 1986; C e s p e d e s D e l C a s t i l l o , G u i l l e r m o , «L im a y B u e n o s A ire s. R e p e rc u sio n es eco n ó m icas y p o líticas d e la cre a c ió n d e l v irre in a to d e l R ío d e la P lata» , Anuario de Estudios Americanos, vol. n i, 1946; O r t i z D e L a T a b l a D u c a s s e , J a v i e r , « E l o b ra je co lo n ial e c u a to ria n o . A p ro x im a c ió n a su estu d io » , M a d rid , Revista de indias, N o . 149-150, 1977; V i l l a l o b o s , S e r g i o , Comercio y contra bando en el Río de la Plata y Chile, 1700-1811, B u e n o s A ire s , 1965; T j a r k s , G e r m án y V i d a u r r e t a d e T j a r k s , A l i c i a , El comercio inglés y el contrabando.
Nuevos aspectos en el estudio de la política económica en el Río de la Plata (1807-1810); M e l l a f e , R o l a n d o , Negro Slavery in Latin Am erica, U niversity o f C a lifo rn ia , 1975; S. M a r t í n e z , P e d r o , Las industrias durante el virreinato (1776-1810), B u e n o s A ire s, 1969; T j a r k s , G e r m á n , El consulado de Buenos A i res y sus proyecciones en la historia del Río de la Plata (2 v o l.), B u e n o s A ire s, 1962.
Sobre el régimen de intendencias, tres trabajos de gran importancia: L y n c h , J o h n , Administración colonial española. El sistema de intendencias en el Río de la Plata, Buenos Aires, 1962; N a v a r r o G a r c ía , Luis, Intendencias en Indias, Sevilla, 1959; y F is h e r , J o h n , Gobierno y sociedad en el Perú colonial. El régi men de intendencias: 1784-1814, Lima, 1977. U n detallado ex a m e n de las ideas económicas en el siglo x v iii español: Bit a r L e t a y f , M a r c e l o , Economistas españoles del siglo X V III, Madrid, 1968. A destacar, dos excelentes ediciones de: W a r d , B e r n a r d o , Proyecto económi co (ed. y estudio preliminar de José Luis Castellano Castellano), Madrid, 1987; R o d r íg u e z D e C a m p o m a n e s , P e d r o , Reflexiones sobre el comercio español a Indias (ed. y estudio preliminar de Vicente Llombart R osa), Madrid, 1988. Para los p ro b le m a s g e n e ra d o s p o r las tra n sfo rm a c io n e s reg io n ales, v er: V i ves A z a n c o t , P e d r o , «E sp acio s eco n ó m ico s e n A m é ric a , siglo x v iii », en : La América española en la época de las Luces, M a d rid , 1988, y del m ism o a u to r: «La A m é ric a d e C a rlo s m : g eo p o lítica im p eria l p a ra la e r a d e las rev o lu cio n es» , en Carlos III y América. Cuadernos Hispanoamericanos. Los Complementarios, 2, 1988; MÓ r n e r , M a g n u s , La reorganización imperial en Hispanoamérica (1760-1810), E sto c o lm o , 1969; S e m p a t A s s a d u r ia n , C a r l o s , El sistema de la economía colonial. Mercado interno, regiones y espacio económico, L im a, 1982. Sobre la evolución de la sociedad colonial: L u is R o m e r o , J o s é , Latinoamé rica: las ciudades v las ideas, Buenos Aires, 1976; F l o r e s G a l in d o , A l b e r t o , Aristocracia y plebe. 1760-1830, L im a , 1984; P e r e z C a n t o , M a r ía P il a r , Lima en el siglo XVIII, Madrid, 1985; B u r k h o l d e r , M a r k A ., and C h a n d l e r , D. S., From Impotence to Authority. The Spanish Crown and the American Audien cias. 1687-1808, University of Missouri Press, 1977. Existe traducción española: De la impotencia a la autoridad. La Corona española y las audiencias en Am éri ca. 1687-1808, M éxico, 1984. El desarrollo de las empresas mineras, haciendas y plantaciones en el siglo
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hispanoamericano, y el comportamiento social de sus integrantes cuenta en los últimos tiempos con una abundante bibliografía. México es, sin duda, el ám bito privilegiado por este tipo de investigaciones. Señalaremos aquí: B r a d in g , D. A ., Mineros y comerciantes en el México borbónico (1763-1810), M éxico, F .C .E ., 1975; KlCZA, J o h n E ., Empresarios coloniales, familias y negocios en la ciudad de México durante los Borbones, M éxico, F .C .E ., 1986; L in d l e y , R i c h a r d B ., Las haciendas y el desarrollo económico. Guadalajara, México, en la época de la independencia, M éxico, F .C .E ., 1987; L a d d , D o r is M ., La nobleza mexicana en la época de la Indepéndencia, 1780-1826, M éxico, 1984. Puede con sultarse con provecho la siempre valiosa obra de H u m b o l d t , A l e ja n d r o d e , En sayo político sobre el reino de la Nueva España, M éxico, 1978. Para otras regiones de Hispanoamérica se cuenta, asimismo, con trabajos so bre el mismo tema. Para Colombia: T w in a m , A n n, Miners, Merchants and Farmers in Colonial Colom bia, University of Texas, 1982. El Caribe en: T o r n e r o T in a j e r o , P a b l o , «Hacienda y desarrollo azucarero cubano, 1763-1818», Revis ta de Indias, No. 153-154, 1978; M o r e n o F r a g in a l s , M a n u e l , El ingenio. El complejo económico-social cubano del azúcar, La Habana, 1964, y también: Sc a r a NO, F r a n c is c o A ., Sugar and Slavery in Puerto Rico. The Plantation Econom y ofP once, 1800-1850, The University of Wisconsin, 1984. Para el Río de la Plata: M ig d e n S o c o l o w , S u s a n , The Merchants o f Buenos Aires, 1778-1810. Family and Commerce, Cambridge University, 1978, y también: Anónimo, Noticias so bre el Río de la Plata: M ontevideo en el siglo XV11I (Edición de Nelson Martínez Díaz), Madrid, Col. Crónicas de América, Historia 16, 1988. x v iii
L as o b ra s g e n e ra le s so b re las re b e lio n e s del siglo x v m , en la A m é ric a e s p a ñ o la, son p o co n u m ero sas. D e b e m o s re c o rd a r un v ie jo tex to de M a c h a d o Riv a s , L in c o ln , Movimientos revolucionarios en las colonias españolas de A m éri ca, B u e n o s A ire s, C la rid a d , 1942; y los e n fo q u e s m ás actu ales d e L u c e n a S a lm o r a l , M a n u e l , «L as re b e lio n e s a n tirre fo rm is ta s d e la é p o c a d e C a rlo s III», e n Revista Universitaria de M adrid, M a d rid , 1982; V a l c a r c e l , C a r l o s D a n i e l , Rebeliones coloniales sudamericanas, M éx ico , F .C .E . 1982, a u n q u e el lib ro d e PE REZ, J o s e p h , L os m ovim ientos precursores de la emancipación en H ispanoam é rica, M a d rid , A lh a m b ra , 1977, n o s o frec e la visió n m ás in te re sa n te , p o r la e s tru c tu ra d e la o b r a y sus co n clu sio n es. S o b re P a rag u ay , P a s t o r B e n it e z , J u s t o , L o s comuneros del Paraguay. 1640-1735, A su n c ió n , 1938 y el de D i a z - P e r e z , V í c t o r , La revolución comune ra del Paraguay, P a lm a de M a llo rc a , 1973 (2 v o ls.). P a ra los m o v im ien to s d e p r o te s ta e n C hile: A l m u n a t e g u i , M . L ., d e , Los precursores de la independencia en Chile, S an tiag o d e C h ile , 1910, e sp e c ia lm e n te e l to m o n i, y V i l l a l o b o s , S e r g io , Tradición y reforma en 1810, S a n tia g o , U n iv e rsid a d de C h ile , 1961, ex c e le n te tra b a jo .
Sin duda, el período que goza de la producción bibliográfica más numerosa es el de la rebelión de Tupac Amaru y sus continuadores. Mencionaremos las obras más actualizadas: B o n il l a , A m a d o J o s é , l a revolución de Tupac A m a ru, Lima, Nuevo Mundo, 1971; F is h e r , J o h n , «L a rebelión de Tupac Amaru y el programa imperial de Carlos III» en Anuario de Estudios Americanos, Sevilla, 1971; L e w in , BOLESLAO, La rebelión de Tupac Am aru y los orígenes de la eman-
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cipación americana, Buenos Aires, Hachette, 1957; D u r a n d F l o r e s , L u is , In dependencia e integración en el Plan Político de Tupac A m aru, L im a , Editorial V illan u ev a. 1974: C a k a n c i . C a r l o A .. Tupac Amaru, M a d rid , Historia 16, 1987. A cerca d e T u p a c C a ta ri, vid: Gt'ZMAN. A u g u s t o , Tupac Maturi, M éxico, F.C.E. 1944, y D ía z M a c h ic a o , P o r f ir io , Tupac Catari, la sierpe, La Paz, Im prenta Burillo, 1964. Para Venezuela, d e C a r d o t , C a r l o s F ., Rebeliones, motines y movimientos de masas en el siglo XVIII venezolano, Madrid, 1961; sobre la rebelión de Juan Francisco de León: M o r a l e s P a d r ó n , F r a n c is c o , Rebelión contra la Com pa ñía de Caracas, Sevilla, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1955, y el más reciente: H u s s e i , R o n a l d D ., La Compañía de Caracas (1728-1784), C a racas, Banco Central de Venezuela, 1962. L as reb e lio n e s d e c o m u n e ro s h a n g e n e ra d o ta m b ié n u n a e x te n sa bibliografía. C ita re m o s aq u í: P o s a d a , F r a n c is c o , El m ovim iento revolucionario de los co muneros, M éx ico , Siglo x x i, y la o b ra im p re scin d ib le d e M u ñ o z O r a a , C a r l o s E ., Los comuneros de Venezuela. Una rebelión popular de preindependencia, M érid a, U n iv e rsid a d d e los A n d e s , 1971. L o s c o m u n e ro s de N u e v a G ra n a d a e n : C a m a c h o B a ñ o s , A n g e l , Sublevación de los comuneros en el Virreinato de Nueva Granada en 1781; S evilla, 1925, y e n T is n e s , R . M ., Movimientos preindependentistas Grancolom bianos, B o g o tá , 1962.
Capítulo II VISPERAS DE LA REVOLUCION
La expansión ideológica E l estallido revolucionario que marca la crisis definitiva del im perio español en América es la culminación de un largo proce so. Las discrepancias entre criollos y peninsulares no solamente enfrentaban dominados y dominadores, a los productores de ma terias primas en territorio americano y el poder político y admi nistrativo metropolitano; también era indicativo del choque en tre dos mentalidades, cristalizadas en opuestas formas de vida. En definitiva, el núcleo de ideas que ha madurado en el mundo colonial entra en conflicto con otro haz de ideas, plasmado en la península, y destinado a la reconversión del concepto español del imperio. En el último tercio del siglo XVIII, tanto España como las Indias recogieron un pensamiento reformador de las mismas fuentes: éstas eran la tradición hispánica y la Ilustración. Pero el enfoque interpretativo para abordar los problemas de una sociedad americana en pleno ascenso era muy diferente, en clara demostración del distanciamiento que se estaba producien do entre ambos mundos. La Corona y sus ministros reformistas privilegiaron el centralismo de la monarquía, el crecimiento eco nómico, la racionalización y la eficiencia; era el esquema del des potismo ilustrado. En la América española los criollos se aferra ron a las facetas liberales y democráticas de las aportaciones de filósofos y escritores del siglo; también recurrieron a la tradición histórica de España, pero para fundamentar la raíz jurídica de unas reclamadas autonomías. El sustrato de la noción imperial de los Borbones se alimen taba de dos vertientes. Una de ellas, había sido forjada en la eta pa fundacional, cuando España incorpora las Indias a sus domi nios, y entendía las nuevas posesiones como un conjunto de pue
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blos bajo la autoridad patrimonial de la Corona. Los reinos de Indias fue la imagen de los pueblos americanos difundida, en el siglo X V I, por el clero en América, y fijada luego de amplias dis cusiones en la propia península. La segunda vertiente subyace en la primera, y su encauzamiento se produjo bajo el reinado de Carlos III. Como hemos señalado antes, al examinar la gama de ideas que anima el reformismo español del XVIII, sus teóricos concebían los territorios de ultramar como colonias, destinadas a la producción de materias primas y a cumplir un papel de mer cado para la península, en homologación con el modelo desarro llado por otras potencias europeas de la época. La ruptura con el marco político tradicional tuvo la violencia de todas las revoluciones, pero en América, pese a su apariencia repentina, había madurado lentamente. La independencia se produjo en dos tiempos. En primer término, la toma del poder regional, sin el cual era imposible todo intento de transforma ción política. En segundo lugar, la forja de los mecanismos ins titucionales necesarios para la consolidación del Estado revolu cionario. Los protagonistas, una oligarquía criolla de plantado res y ganaderos, y una burguesía periférica de mineros y comer ciantes, eran sectores minoritarios, pero demostraron capacidad para incorporar en sus filas a estratos sociales más amplios. En esta coyuntura, la sociedad hispanoamericana, conformada bajo el dominio político e institucional de un país cerrado a las in fluencias de la Europa moderna hasta el siglo XVIII, despliega en pocos años un impresionante abanico ideológico. Durante el período de la independencia, cuando deciden expulsar a los re presentantes metropolitanos que impiden su acceso al'poder, las minorías criollas aciertan a formular un discurso revolucionario. Su propuesta política condensaba las ideas recibidas del viejo mundo, o de la emancipación de América del Norte, pese a las cautelas administrativas y las barreras de la Inquisición. Pero el análisis de la ideología que portaban los insurgentes, revela que esas aportaciones revolucionarias se mezclaron con las ideas surgi das del peculiar mundo criollo y su consciente americanismo. En definitiva, este núcleo de ideas, formalizado en los manifiestos, proclamas y discursos políticos de la revolución criolla evidencia la
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complejidad del mundo intelectual conformado en torno a la emancipación. Las drásticas medidas de 1767, decretando la expulsión de los jesuítas, respondían a la línea del regalismo de los Borbones, y seguían puntualmente unos proyectos de gobierno que no per mitían la existencia de espacios políticos donde su autoridad que dara neutralizada. Pero la partida de la orden no se cumplió sin conmocionar a la sociedad indiana, puesto que un elevado nú mero, entre los aproximadamente 2.500 jesuítas obligados a abandonar la América española, descendía de familias criollas. Este hecho no sólo provocó reacciones adversas a la Corona en numerosas regiones; también produjo una literatura que, a lar go plazo, se convirtió en fermento de conciencia americanista y revolucionaria. El texto más conocido es, sin duda, la Carta a los españoles americanos, del jesuita peruano Juan Pablo Vizcardo, que incita a la insurrección independentista en la América española. Por otra parte, con su magisterio en las universidades y colegios, los miembros de la orden habían dejado, además, un explosivo legado ideológico: la doctrina sobre la monarquía y el origen de la autoridad civil, puesta a punto por el jesuita Fran cisco Suárez en el siglo XVII. Si la potestad política del príncipe proviene de Dios, la soberanía le ha sido transferida por la co munidad; y así ésta ya no la puede restringir. Pero, sostenía Suá rez, si el príncipe se encuentra incapacitado para ejercer el con trol del poder, la soberanía retrovierte al pueblo. Incluso sus le yes pueden ser deslegitimadas si son injustas, o rechazadas por la mayoría del pueblo. Sin duda, esta doctrina era una semilla revolucionaria, y opuesta al ejercicio de una autoridad real sin limitaciones, inaceptable para la monarquía absoluta. Por ese. motivo, luego de lá expulsión se erradican los programas de en señanza elaborados por los jesuitas en las universidades de In dias, en especial las doctrinas populistas, desarrolladas no sólo por Suárez, sino también por Vitoria, Mariana, y otros teólogos españoles. Estas teorías serán, pese a su desaparición de las universida des americanas, un elemento clave en la cobertura ideológica de unas tendencias independentistas todavía en esbozo en el primer decenio del siglo X IX . Nos referimos a esa etapa, caracterizada
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por su ambigüedad política, que discurre entre 1808 y 1810. Si bien algunos autores han cuestionado la importancia de las doc trinas de Suárez en la gestación de la independencia, no debe mos olvidar que algunos de los conductores importantes y radi calizados, de la primera época, tuvieron formación en las uni versidades de Indias, y muchos de ellos en la carrera de Dere cho, u otras profesiones liberales. Se trató de una minoría, pero una minoría ilustrada y políticamente muy activa, capaz de uni ficar voluntades en torno a sus ideas. Al sedimento ideológico legado por el suarecismo, se unían las nociones de una tradición celosamente custodiada, pese al fuerte centralismo desplegado por el absolutismo de los Borbones. La antigua tradición foral en España, de origen medieval, que reivindica las libertades de los municipios castellanos, resurgió a partir de 1808. La concep ción de una monarquía limitada y contractual, que sirvió de co bertura jurídica a los comuneros de Castilla, en el siglo XV I, está en la base de las insurrecciones populares ante los sucesos de Bayona. En la América española, unos cabildos cuyo control habían intentado ejercer los Intendentes en Indias, estimulando su fun cionamiento por un lado, y por otro recortando sus antiguos pri vilegios, se declararon a su vez depositarios de la soberanía po pular. Cuando las tropas napoleónicas invaden España, los terri torios americanos reclamarán su autonomía siguiendo el camino jurídico abierto por la resistencia peninsular. Precisamente, las decisiones del Cabildo Abierto de Buenos Aires en 1810, tienen como fundamento, en palabras de Cornelio Saavedra, que: es el pueblo quien confiere autoridad y poder. Otra fuente que nutre el universo intelectual en que se mue ven los revolucionarios de la América española, es la Ilustración. Pero un análisis de esta influencia exige algunas precisiones. Las ideas que cruzan el océano y anidarán en los espíritus de los his panoamericanos, han cobrado forma en un largo proceso desde el siglo XVII. La revolución inglesa tiene su Declaración de De rechos y su teórico: John Locke, fundamento de un sistema par lamentario británico cuyo modelo proyecta sus influencias en la Francia del siglo XVIII, se refleja en textos de Voltaire y de Montesquieu, y será una de las propuestas políticas consideradas en
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la independencia hispanoamericana. Pero el siglo XVIII es el de la expansión de las ideas revolucionarias. Diderot, en 1771, de fine así los pensamientos que animan la centuria: Cada siglo tie ne su espíritu que lo caracteriza.'El espíritu del nuestro parece ser el de la libertad. A su vez, el abate Raynal, en 1770, en su His toria filosófica y política de los establecimientos europeos en las dos Indias, reclamaba: Apresurémonos a sustituir la ciega feroci dad de nuestros padres por las luces, de la razón y los sentimien tos de la naturaleza. Todo un programa que enlazaba la crisis de conciencia de comienzos de siglo con las ideas finiseculares más radicalizadas. Y como toda época que aspira a realizar un cambio funda mental, el siglo XVIII es el de la pasión por la historia; se indaga en el pasado a la búsqueda de argumentos para la defensa de las transformaciones reclamadas. La historia está detrás de El espí ritu de las Leyes, de Montesquieu, y también sustenta la obra de Condorcet publicada en 1792: Esbozo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, que prolonga su descripción hasta la formación de la República Francesa. Estas y otras re flexiones conforman el núcleo de ideas que modelan una con ciencia revolucionaria, destinada a la conquista de su espacio po lítico, y destruyen las bases de una antigua tradición señorial. Al absolutismo se opone la nueva y vigorosa concepción del mundo, formulada en torno a la libertad, la igualdad, la frater nidad, la tolerancia. Es un programa que cristaliza en transfor maciones revolucionarias en ambas orillas del Atlántico. El Nue vo Mundo, dominado por un acto colonial europeo, consumará la ruptura de la dominación metropolitana, adoptando, tres si glos más tarde, la cobertura ideológica que les proporcionan las doctrinas gestadas por el Viejo Continente. El segundo período de la Ilustración española, en su análisis de los males que aquejaban a la península, estimuló desde los años sesenta la corriente crítica, ya inaugurada con el benedic tino Benito Jerónimo Feijóo. La expansión, en el mundo inte lectual y reformista español, de las ideas económicas y filosófi cas inglesas y francesas es muy importante cu el reinado de Car los III. Así, el mercantilismo se mezcló con la s teorías fisiocráticas, e incluso con algunas propuestas del liberalismo económico,
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siempre en función de un estímulo comercial entre España y sus colonias. Pero si bien las reglas del mercantilismo no se modifi caron sino en aquello que beneficiaba al imperio, las innovacio nes introducidas en la economía y la administración, unidas al acentuado regalismo borbónico, produjeron una ruptura del es quema tradicional que regía el ámbito hispánico en ambos lados del Atlántico. Las consecuencias de una transformación de tal entidad no dejarían de sentirse en el mundo indiano. La difusión de las ideas de la Ilustración en la América española es, con todo, un aspec to polémico. No debe olvidarse que si una vertiente de los con ceptos elaborados por los filósofos y enciclopedistas desemboca en la Revolución Francesa, existe otra que ha servido de respal do al despotismo ilustrado y a los reformadores. Ambas claves de la Ilustración tienen su influencia en la América española. Pierre Chaunu advierte del retraso y la ambigüedad con que Es paña participa en las corrientes racionalistas del siglo xv n i, y, por consiguiente, entiende que en la América española este des fase es aún mayor. La observación es, en parte, correcta; sin em bargo, no era tan sólo a través de la península que los criollos recibían influencia de la Ilustración. Inicialmente, las nuevas ideas alcanzaron su difusión a través del tamiz español de las mismas. No hablamos tan sólo de los es critos de un Feijóo, y otros ilustrados españoles, sino de la en señanza universitaria en México, Caracas, Guatemala, Nueva Granada, o Chuquisaca, por ejemplo. Quebrado el marco tradi cional de la escolástica, penetraron en las aulas, con ritmo desi gual —en Caracas el equipo docente se mostró conservador, en tanto que Chuquisaca gozó de un cuerpo de profesores de talan te renovador— , los conceptos de Descartes, Newton, Condillac, y otros pensadores, así como la irradiación de los nuevos cono cimientos en ciencias naturales, que junto a las corrientes filo sóficas en boga, asestaron un duro golpe a las antiguas fórmulas educativas. La respuesta de las juventudes hispanoamericanas a la expansión de las universidades fue una demostración de su avi dez cultural. La expulsión de los jesuítas pudo cortar la conti nuidad en la transmisión de unas ideas consideradas peligrosas para la estabilidad imperial, pero las autoridades metropolitanas
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fracasaron en el intento de impedir la segunda oleada ideológi ca, propagada por los autores más radicales de la Ilustración. Muy pronto estas ideas encontrarán receptividad en unas mino rías criollas intelectualmente cautivadas por la literatura política anglosajona, o la francesa. Pero además, la lectura de los auto res prohibidos por las autoridades tenía amplia difusión en las co lonias. Los textos de Voltaire, Montesquieu, Rousseau, Bentham, Robertson, el abate Raynal, e incluso la Enciclopedia, eran familiares a muchos criollos, como lo demuestran las investiga ciones conocidas, que nos informan del contenido de algunas bi bliotecas de familias patricias. De tal modo, la influencia de la literatura revolucionaria no se reduce a un puñado de hombres, considerados como precur sores —citaremos aquí tan sólo al venezolano Francisco de Mi randa, al jesuita peruano Vizcardo y Guzmán, al neogranadino Antonio Nariño, o al chileno Camilo Henríquez— ; por debajo de esos personajes de primera fila, numerosos jóvenes criollos leían con avidez a los autores de la Francia revolucionaria. Pero la Ilustración era, asimismo, como hemos apuntado ya, una fuen te de nociones para racionalizar la vida económica y social —como tal fue utilizada por algunas monarquías de Europa— , y esta corriente fue transferida a los territorios españoles de ul tramar. Otro cauce ideológico desembocó en las tendencias re publicanas, y en la democracia liberal; sin embargo su captación por los hispanoamericanos, antes de 1810, no siempre tuvo como meta final la independencia. Además, la Ilustración, sin duda portadora de atractivas novedades para unas minorías criollas que habían recibido educación en las universidades americanas, e incluso en las peninsulares, durante el último tercio del siglo XVIII, no fue aceptada sin condicionamientos. Su contenido an tirreligioso hubo de pasar por un tamiz crítico, tal como puede comprobarse en la edición del Contrato Social, de Rousseau, pro movida por Mariano Moreno en Buenos Aires, y de cuyo texto se eliminaron las páginas que atacaban a la Iglesia. Si bien Simón Bolívar y otros revolucionarios no dejaron de reprochar al imperio la inexperiencia de los criollos en prácticas de gobierno, éstos encontraron algunos resquicios para internar se en la vida pública. La creación de las Sociedades Econó
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micas de Amigos del País, difundidas en España y América, tu vieron como objetivo impulsar el crecimiento económico. Tuvie ron nombres diferentes, según las ciudades: en Buenos Aires, se fundó como Sociedad Patriótica, Económica y Literaria.del País; en Lima, se denominó Sociedad de Amantes del País; en Cara cas, Sociedad Patriótica. La agricultura y el comercio, e incluso el estímulo a cierto tipo de industria colonial, estaban entre sus cometidos. Para fomentar la producción de materias primas y ví veres, en algunas regiones, como el Río de la Plata, fueron in tegradas también por los hacendados. El tema de la reglamen tación restrictiva de las industrias locales, pero sobre todo el li bre comercio, enfrentó a sus miembros, muchos de ellos criollos, con los intereses metropolitanos. Pese a todo, sus miembros fue ron casi siempre hombres de actitud moderada: comerciantes, clérigos, ganaderos, plantadores y oficiales de la Corona. En el primer decenio del siglo XIX, las diferencias de enfoque y de in tereses entre peninsulares y americanos, se puso de manifiesto, pues las sociedades, al analizar los problemas locales, profundi zaron el conocimiento regional y contribuyeron a definir una con ciencia nacional. Con la finalización de la primera década del siglo xix, el mun do criollo demuestra la profundidad de las transformaciones que ha experimentado. Una serie de factores ya analizados conflu yen en la coyuntura histórica, acumulando tensiones entre los americanos y las autoridades metropolitanas. A ellos se agregan los ecos de la revolución de las colonias inglesas en América del Norte, y de la Revolución Francesa, unidos a un fermento ideo lógico liberal, potenciado tanto en España como en el ámbito in diano. Los textos más radicales eran conocidos en las metrópolis coloniales, ya se trate de México, Caracas, Bogotá, Lima, Bue nos Aires o Santiago. Desde México al Río de la Plata, o Chile, fueron leídos unas veces con curiosidad, otras con avidez peli grosa para la metrópoli, autores como Locke, Montesquieu, Rousseau, Raynal, o el abate de Pradt. No se trataba, como ha sido demostrado, de lecturas ocasionales, sino de ideas que arrai garon en los Antonio Nariño, por ejemplo, quien no sólo poseía una biblioteca nutrida por autores clásicos y contemporáneos; en su casa se reunía una tertulia integrada por personajes como
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Francisco Antonio Zea, Camilo Torres, Pedro Martín de V ar gas, o José de Caicedo. Fue autor de una traducción, editada en su propia imprenta, de la Declaración de los Derechos del H om bre y del Ciudadano. Ecos de las nuevas ideas pueden percibirse en El Nuevo Luciano o Despertador de ingenios, escrito por el ecuatoriano Eugenio de Santa Cruz y Espejo, que ocupaba en tonces el puesto de director de la biblioteca. Como ya se ha di cho, Mariano Moreno editó, en Buenos Aires, el Contrato So cial, de Juan Jacobo Rousseau. Las lecturas de Raynal: Historia filosófica y política de los es tablecimientos europeos de las dos Indias (1770), introducían el germen de la idea de cambio, afirmando lo siguiente: Si alguna vez sucede en el mundo una revolución feliz, vendrá por Am éri ca. Después de haber sido devastado, este Mundo Nuevo debe flo recer a su vez, y quizá mandar sobre el antiguo. Será el asilo de nuestros pueblos hollados por la política o expulsados por la guerra. Un autor que desarrolla, asimismo, la tesis del cambio en el siglo que adviene y la fe en el progreso, y extendió su in fluencia sobre revolucionarios que actuaron en puntos tan aleja dos como Simón Bolívar en Caracas, o Mariano Moreno en Bue nos Aires, fue Volney, el autor de Las ruinas de Palmira, o me ditación sobre las revoluciones de los imperios (1791). Enrique de Gandía ha demostrado que M oreno, al referirse, en La Gazeta de Buenos Ayres, al cese de los miembros del Cabildo co lonial, interpola en su texto un fragmento de Volney. Bolívar lo cita en su Discurso de Angostura, en 1819: A quí es el lugar de repetiros, legisladores, lo que os dice el elocuente Volney en la De dicatoria de sus Ruinas de Palmira: A los pueblos nacientes de las Indias Castellanas, a los jefes generosos que los guían a la li bertad: que los errores e infortunios del mundo antiguo enseñen la sabiduría y la felicidad al mundo nuevo. En el mismo texto, el Libertador menciona a Rousseau y a Montesquieu. En el caso de Bolívar no sólo resulta clara la influencia de la Ilustración en muchos de sus escritos y discursos, sino que él mismo la señala cuando en carta al general Santander afirma que nadie ha estu diado tanto como él: a Locke, Condillac, liuffon, lYAlembert, Helvétius, Montesquieu, Mably, Filangieri, Lalande, Rousseau, Voltaire, Rollin, Bethot.
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No eran tan sólo éstas las influencias que irradiaban sobre el mundo intelectual americano. Es cierto que las ideas renovado ras alcanzaron de manera desigual las distintas regiones de la América española, e incluso en algunas apenas llegaron sus ecos. Pero se trataba de un clima ideológico imperante, asimismo, en la península, y éste era otro foco de expansión. Un ejemplo del efecto operado sobre muchos criollos por esta agitación intelec tual en torno a las nuevas ideas, que desembocará en las ideas constitucionales de Cádiz, nos será revelado por Manuel Belgrano en sus Memorias. Describía así estas influencias: Como en la época de 1789 me hallaba en España y la revolución de Francia hiciese también la variación de ideas y particularmente de los hom bres de letras con quienes trataba, se apoderaron de m í las ideas de libertad, igualdad, seguridad, propiedad y sólo veía tiranos en los que se oponían a que el hombre, fuese donde fuese, no dis frutase de unos derechos que Dios y la naturaleza le habían con cedido. Londres se convirtió, en el primer decenio del siglo xix, en centro de una verdadera internacional revolucionaria, para los independentistas de las diversas regiones americanas. En ella se encontraron, en distintas fechas, pero siempre con algún compa ñero en el ideal independentista: Francisco de Miranda, fray Ser vando Teresa de Mier, José de San Martín, Antonio Nariño, Si món Bolívar, Andrés Bello, y Bernardo O ’Higgins. Y muchos de ellos ingresaron en las logias masónicas fundadas con el pro pósito de trabajar por la liberación de la América española; or ganizaciones cuya actividad fue bastante importante en el perío do de la independencia, como la Logia Lautaro, en el Río de la Plata, o las de escoceses y yorkinos en México. El cercano efecto de demostración de la revolución de las co lonias inglesas de América del Norte, con su propuesta republi cana y organización federal de gobierno, así como la Declara ción de Derechos del Hombre, cautivó a muchos espíritus que so ñaban con cambios radicales. Un incentivo a los entusiastas ad miradores de la independencia norteamericana fue proporciona do por el venezolano Manuel García de Sena, al traducir par cialmente el Common Sense, de Thomas Paine, e incorporar los textos de varias constituciones federales de los Estados Unidos. El libro llevó por título: La independencia de Costa Firme justi
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ficada por Thomas Paine treinta años ha, y no sólo fue leído con entusiasmo en Venezuela, sino que sus ejemplares circularon por la América española, enriqueciendo el repertorio de ideas de los partidarios de la emancipación. Es que al comenzar el siglo se abría paso una generación que avanzaba hacia la independencia, y la mayoría de ellos, del discurso ideológico pasarían a las ac ciones revolucionarias. Cierto es que no todos los criollos aspi raban a concretar las transformaciones por las mismas vías. Al gunos tan sólo abrigaban propósitos reformistas, y cuando sur gió la crisis de la monarquía, intentaron mantener inalterado el orden vigente, en defensa de sus propios intereses. Los más ra dicales querían empujar el proceso hacia la emancipación, des plazar a los peninsulares y fundar nuevos Estados siguiendo el modelo republicano de gobierno. Lo cierto es que la hostilidad frente al peninsular se hizo más aguda, y cuando comenzó el co lapso del orden colonial, el mundo de ideas acumulado por los dirigentes criollos de la emancipación afloró en las doctrinas revolucionarias.
Las rebeliones finiseculares La mejor comprobación de que las ideas revolucionarias cris talizaban en América, la proporcionaban, sin duda, los aconte cimientos que tienen lugar en el ámbito regional del Caribe, des de la última década del siglo XVIII. Si se analiza la coyuntura con siderando el panorama histórico general, podría afirmarse que la serie de estallidos registrados en el área desde 1791, y cuyo desenlace unos años más tarde será la independencia de Haití, tienen como detonador los sucesos de la metrópoli. El problema de las colonias ocupó un lugar secundario durante las asambleas de la Revolución Francesa, pero los colonos de Santo Domingo y las pequeñas Antillas, se congregaron en el Club Massiac. Sus intentos de obtener la autonomía para las islas, e impedir que las decisiones revolucionarias afectaran sus intereses, entraron en colisión con la Sociedad de Amigos de los Negros, que con taba con el apoyo de Mirabeau, un hombre que había combati do en filas patriotas durante la independencia de los lisiados Uni
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dos de América. Si bien los convencionales no habían pensado en aplicar a las colonias el artículo primero de la Declaración de Derechos, que rezaba: Todos los hombres na'cen y permanecen libres e iguales en derechos, lo cierto es que la idea del abolicio nismo anidaba en algunos revolucionarios. Los proyectos de au tonomía de los colonos, la noticia de la revuelta de los negros encabezada por el mulato Vincent Ogé, y los excesos cometidos al reprimirla, produjeron fuertes reacciones en la Asamblea. Desde el sector jacobino, Robespierre exclama: Repito en nom bre de esta Asamblea, que no quiere ver burlada la constitución; en nombre de la Nación entera que desea la libertad, que no sa crificaremos ni la Nación, ni las colonias, ni la humanidad, a los diputados coloniales. No se trataba de un pronunciamiento con tra el hecho colonial, ni contra la esclavitud, pero sí contenía una grave amenaza para el bloque de intereses instalado en ultramar. En agosto de 1791, estalla en Santo Domingo una nueva re belión de millares de esclavos de las plantaciones. El movimien to es simultáneo; la masacre es terrible y los esclavos incendian ingenios, cañaverales y viviendas de los propietarios, destruyen do todo aquello que representa un símbolo de su explotación y sufrimiento. La represión cobra, asimismo, una impresionante magnitud, y los plantadores ejecutan y cuelgan centenares de ne gros a lo largo de los caminos. La rebelión había desencadena do, asimismo, el enfrentamiento entre colonos blancos y la capa de los mulatos y negros libres, denominados affranchis, que ame nazó convertirse en una guerra interna. Poco después, la Asam blea Legislativa, en Francia, otorgaba el derecho de voto a los hombres de color libres; una medida resistida por los colonos, pero defendida por los jacobinos. La Asamblea colonial estaría integrada por igual número de colonos y negros y mulatos libres. Las resoluciones de la Asamblea tenían en cuenta una realidad que, de no ser contemplada, podía culminar en una crisis deci siva. La extraordinaria riqueza de la parte oriental de Santo Do mingo reposaba en la expansión de la economía azucarera, so bre la base de mano de obra esclava. Al finalizar el siglo XVIII, la población negra era estimada en más del ochenta por ciento del total. Los mulatos y negros libres conformaban una minoría,
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un diez por ciento de los habitantes, por lo general artesanos, pe queños comerciantes, o capataces de plantaciones; en conjunto, poseían un nivel económico nada desdeñable. Despreciados por los colonos, no podían acceder a los estratos superiores de la so ciedad, ni gozaban de derechos civiles. A la vez, experimenta ban el resentimiento de los blancos desposeídos, o que trabaja ban en oficios inferiores. Los propietarios de plantaciones, ante el decreto que otorga igualdad política a los mulatos, intentan provocar la secesión de la parte francesa de Santo Domingo y las pequeñas Antillas, como Martinica y la Guadalupe, e incluso muchos de ellos emi gran a otras regiones del Caribe y a Estados Unidos. Sumidas las islas en el desorden, ingleses, españoles y franceses comba ten en Santo Domingo; en 1795, por el Tratado de Basilea, la parte española de la isla es cedida a Francia. En agosto de 1794 la Convención había decretado la libertad de todos los esclavos, una decisión que contribuyó a salvar los intereses metropolita nos, pues los negros liberados se incorporaron a la lucha junto a las tropas francesas. Una de las figuras destacadas era el jefe negro Toussaint-Louverture, a cuyo dinamismo se debe la reor ganización de la isla. Sin embargo, los antiguos plantadores, los funcionarios coloniales, e incluso algunos mulatos, intentaron minar su autoridad ante la metrópoli. La llegada del general Leclerc a la isla, en 1802, enviado por Napoleón, puso fin a la tra yectoria de Toussaint-Louverture, que fue enviado prisionero a Francia. Pero la intervención de Leclerc precipitó la decisión de independencia de los jefes negros. La lucha prosigue, encabeza da por Jean Dessalines, uno de los generales de Toussaint-Lou verture. A esa lucha se sumará una epidemia de fiebre amarilla, que hace estragos en las filas del ejército francés. En noviembre de 1803, las fuerzas coloniales deben capitular. El primero de enero de 1804 es proclamada la primera independencia de un país al sur de la América del Norte: éste se llamará Haití. En 1795 la insurrección de los esclavos negros en las serra nías de Coro, en Venezuela, reveló el efecto de demostración que tenían los acontecimientos del Caribe. Según Brito Figueroa, se habían producido ya otros alzamientos, protagonizados por negros y libertos durante el siglo xvill, como la conspiración
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de 1749, simultánea con la insurrección contra la Compañía Guipuzcoana, y también entre 1771-1774, conformado, en este caso, por negros cimarrones y por rochelas, o negros libertos. Pero el movimiento encabezado en 1795 por dos hombres libres: el ne gro Josef Caridad González y el zambo Josef Leonardo Chirinos, tenía otras dimensiones. Chirinos había estado en las Indias occidentales, y las demandas de la rebelión no sólo adquirieron características de protesta social, sino que seguían una línea ideo lógica inspirada en la influencia de los jacobinos negros, prota gonistas de las revueltas de Santo Domingo. El deseo de inde pendencia aumentaba con la llegada a Venezuela de las noticias procedentes de las zonas sublevadas en el sector francés del Ca ribe. Los seguidores de Chirinos proclamaron la vigencia de las leyes francesas, en la zona de la rebelión y, por otra parte, re clamaban la aplicación del Código Negro, promulgado por Car los IV en 1789. Esperaban obtener, de su aplicación, mejoras con ducentes a una próxima libertad; medida que, en los hechos, el texto no proponía, aunque sí apuntaba a mejorar la situación de los esclavos. En verdad, las rebeliones cobraban entidad porque ellas representaron algo más que las protestas de los esclavos contra sus amos; en sus filas se incorporó una masa rural hete rogénea —indios, negros libres, mulatos y peones jornaleros— , explotados por los terratenientes. La insurrección, finalmente, fue sofocada por las autoridades coloniales, y sus jefes ejecuta dos con la crueldad empleada por la administración colonial. Ello no obstante, las sublevaciones de esclavos continuaron en varias zonas; un fenómeno que contribuyó al incremento del número de los cimarrones y a debilitar los lazos de la esclavitud en Venezuela. El episodio final del siglo x v m tuvo a Caracas como epicen tro. La conspiración de Manuel Gual y José María España cons tituía, en cierto modo, un fenómeno insurreccional exportado desde España. Sus comienzos deben indagarse en Madrid, cuan do las autoridades detienen, en 1796, a un grupo de profesiona les e intelectuales a cuya cabeza se encuentra Juan Bautista Picornell, y que planeaban implantar la república según el modelo francés. Recluidos en la fortaleza de La Guaira, desde allí Picornell conseguirá fugarse a Curasao. Sus ideas cautivan a un
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grupo de criollos, pero la organización revolucionaria encabeza da por Gual y España, que procuraba impulsar a los venezola nos a la independencia de la metrópoli, fue descubierta en 1797. Los documentos de la conspiración, entre los que destaca una Prodama a los Habitantes libres de la América española, propo nían el sistema de gobierno republicano y proclamaban la igual dad natural para todos los habitantes, sustentada en la Declara ción de los Derechos del Hombre incluida en la Constitución ja cobina de 1793. Encierra, en definitiva, muchas de las propues tas políticas desarrolladas más adelante por la revolución independentista. Su adhesión a los principios más radicales de la Re volución Francesa queda de manifiesto en los textos que llaman a la insurrección. Este hecho disminuyó las posibilidades de ob tener el apoyo de unos criollos que veían con temor las propues tas ideológicas de Gual y España. Tanto la Proclama, como las Ordenanzas de la conspiración abogaban por abolir la esclavi tud, el pago de los tributos de los indios, e invocaban la frater nidad entre las distintas etnias. La revolución llamaba a las ar mas al grito de: Viva el Pueblo Soberano y muera el despotismo', era una empresa que debía triunfar, porque, afirmaba en una de sus notas: La gran distancia que media entre este país y Europa, es una ventaja considerable para nosotros. Las tropas patricias, afirmaba, se convertirían, a su vez, en aliadas contra el español. El innegable aire jacobino de los rebeldes se resume en estas afir maciones: Una revolución política, que no es otra cosa que la re cuperación de los derechos del hombre, debe hacerse exclusiva mente por el Pueblo: así, tener consideraciones con sus enemigos, es ir contra la primera regla que se debe seguir. Años más tarde, Mariano Moreno, en Buenos Aires, adoptará el mismo tono ra dical en su Plan de operaciones durante el movimiento revolu cionario de 1810. La tentativa revolucionaria en Venezuela cul minó en el fracaso, y la ejecución de José María España en 1799, devolvió la tranquilidad a una oligarquía mantuana temerosa de que las recientes rebeliones de esclavos en el Caribe se exten dieran a sus plantaciones y a los comerciantes, que rechazaban una posibilidad de sombrías perspectivas para sus transacciones. Entre las acciones de Antonio Nariño y su núcleo de rebel des en Nueva Granada, en 1793, y la conspiración de Gual y Es
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paña en Venezuela, el año 1797, se advierte ya la emergencia de una mentalidad revolucionaria. Se trata, no obstante, de secto res aún reducidos; aislados por su escaso número, pero también por el temor de las oligarquías criollas a perder el control de los acontecimientos en el curso de una revolución cuya expansividad social era imprevisible. Un temor que responde a la difu sión de inquietantes noticias para las clases altas. Unas, proce dentes de la Revolución Francesa, que atravesaba la fase jaco bina y el período del terror; otras, que llegaban desde la parte francesa de Santo Domingo, donde la rebelión de los esclavos ne gros, en 1791, auguraba tiempos revueltos para las islas. Ante los sucesos locales, la actitud de las oligarquías criollas, que go zaban del poder económico, fue unir fuerzas con la metrópoli para evitar una revolución desde abajo. La coyuntura para un control del cambio revolucionario no llegaría, para las clases al tas, hasta el primer decenio del siglo XIX. Pero desde 1790 la re volución era ya un peligro latente, y esto no pasaba inadvertido a los espíritus más sagaces de la administración española. Entre las señales de alarma ante el clima general que se vivía en Amé rica, se cuentan los escritos del Intendente de Venezuela, José de Abalos (1781); según su opinión, si a los americanos no se les concedía o ampliaba el comercio libre: no se puede contar con la fidelidad de estos vasallos. En la Memoria Secreta del conde de Aranda (1783), se anunciaba: El dominio español en las Américas no puede ser muy duradero. Para él, resultaba inevitable una revolución en la América española: similar a la ocurrida en las colonias inglesas. Entre los viajeros que, en la época, visitan la América española, proliferan las reflexiones en igual sentido.
Ascenso de la conciencia americana La existencia de una conciencia de diferenciación, que afir ma el sentimiento de ser americano frente al peninsular, al ga chupín, o al chapetón, es algo indiscutible actualmente. Desde Jorge Juan y Antonio de Ulloa, en sus Noticias secretas de A m é rica, hasta el Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, e s c r i t o p o r H u m b o l d t , se a n o t a , c o m o h e c h o v i
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sible, el antagonismo entre peninsulares y criollos. Se trata, por lo demás, de una sospecha primero, y certidumbre después, de estar postergado, que surge ya en el siglo XVI. Los conquistado res, que han labrado un imperio a la Corona española, por lo ge neral costeando sus propias expediciones, protestan del trato in justo para con sus méritos y servicios, una vez consolidada su obra; de su alejamiento, en suma, de las posiciones de gobierno y las oportunidades de lucro. No otra cosa que una extensa y amarga queja es la crónica de Bernal Díaz del Castillo. De estos conquistadores nacerán las primeras familias criollas, que junto a su orgullo de fundadores cultivarán un resentimiento que cre ce —como ha señalado Joseph Pérez— ante el espectáculo de la fuga de riquezas en metales hacia la España peninsular, mien tras que la mayoría de los nacidos en tierras americanas se en cuentran obligados a arrastrar una existencia difícil. Al llegar el siglo XVIII, en buena medida todos estos sentimientos se han mezclado con una conciencia americana cada vez más firme, de cuyo ascenso existen numerosos testimonios; una conciencia que emerge a través del orgullo de pertenencia a determinada región: México, Venezuela, Chile, Perú, o el Río de la Plata. En la con solidación de la faceta regionalista cumplieron un papel decisivo los jesuitas expulsados. Entre éstos, Francisco Xavier Clavigero, de Nueva España, con su Historia Antigua de México, rescataba la cultura desde la prehistoria e introducía elementos que afir marían el nacionalismo. Juan Ignacio de Molina edita en 1776 un Compendio de la historia geográfica, natural y civil del Reino de Chile. Para Molina: Chile es uno de los mejores países de A m é rica, al tiempo que elogia la capacidad intelectual y la visión del mundo del criollo, tan sólo limitadas por el atraso educacional de la colonia. También José Sánchez Labrador, autor de un Pa raguay ilustrado, describe con entusiasmo la tierra guaraní. Se trata de textos que estimulan el sentimiento, todavía difuso, de pertenencia a una patria americana diferenciada de la m etrópo li. Es la misma conciencia regional criolla que revela Viscardo Guzmán, al hablar de Perú como su tierra natal, en su Carta a los españoles americanos, el sentimiento americano que provoca una dura reacción contra la obra de Corneille de I’auw, Recherches philosophiques sur les Américains ( 17(«K), donde se cuestio
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na la capacidad de los indígenas de América, en una línea anta gónica con la noción del buen salvaje, desarrollada por Rousseau. Ya se trate de un nacionalismo incipiente, como apuntara John Lynch, o de un espíritu nacional, según la afirmación de otros autores, resulta innegable la existencia, en el ámbito colo nial, de una conciencia criolla, formalizada en la segunda mitad del siglo XVIII, de pertenecer a una entidad histórica llamada América. Era ya el germen de un concepto de nacionalidad, len tamente plasmado, que cobrará todo su vigor con las luchas de la emancipación. Conspiraban contra la afirmación de esa con ciencia, todavía algo difusa, varios factores. Entre ellos, una ad hesión a la metrópoli, inspirada a lo largo de tres siglos por la cultura dominante; la permanente ambigüedad del criollo frente a la presión social que percibe desde los estratos inferiores, in tegrados por pardos y castas; la presencia del indio, que hará in terrogarse a Bolívar en su Carta de Jamaica sobre la significa ción de esa identidad mestiza que caracteriza al criollo, y aún más, sí bien se lee: acerca de la legitimidad de sus aspiraciones ante el indio legítimo propietario. Las palabras del Libertador im plican una nítida percepción de la situación de equilibrio que ex perimenta el criollo como grupo social en América: mas noso tros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usur padores españoles: en suma, siendo nosotros americanos por na cimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que dispu tar a éstos los del país y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado. Todos los actos de la administración española en el Nuevo Mundo tendieron al desarrollo del regionalismo, como se ha se ñalado antes. Unidades prácticamente aisladas, situación muchas veces reforzada por los accidentes geográficos, los virreinatos y capitanías generales, con las nuevas divisiones administrativas creadas por la política reformista del siglo XVIII, consolidaron los localismos, e incluso los antagonismos entre metrópolis re gionales. Pero las vicisitudes experimentadas por todos ante la presión de la maquinaria burocrática, y que generó resistencias
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a lo largo del continente, contribuyó, a su vez, a la consolida ción del ser americano, frente al peninsular. Al filo del nuevo si glo, Humboldt narraba así su visión de este antagonismo: Los criollos, prefieren que se les llame americanos; y desde la paz de Versátiles, y especialmente después de 1789, se les oye decir m u chas veces con orgullo: Yo no soy español, soy americano; pa labras que descubren los síntomas de un antiguo resentimiento. Delante de la ley, todo criollo blanco es español; pero el abuso de las leyes, la falsa dirección del gobierno colonial, el ejemplo de los estados confederados de la América septentrional, y el in flujo de las opiniones del siglo, han aflojado los vínculos que en otro tiempo unían más íntimamente a los españoles criollos con los españoles europeos. Contribuyó, asimismo, a desarrollar el sentimiento localista, la propagación de publicaciones periódicas, una fuente impor tante para analizar el progreso de la conciencia americana, y sus matices conservadores y radicales, en las opiniones del sector criollo durante la última década del siglo XVIII. Sin duda es ine ludible una mención al Mercurio Peruano, que aparece a partir de 1791, como exponente de la visión conservadora de la clase alta criolla, en la esfera de la influencia ejercida por las ideas ilus tradas, pero que se propone, desde su primer número, difundir el conocimiento de la tierra en que habitamos. En Bogotá, el Se manario del Nuevo Reino de Granada, reclama la erradicación de la ignorancia, a la vez que exalta las posibilidades económi cas del territorio. La Gazeta de Guatemala reivindica una mayor libertad de comercio, y el Telégrafo Mercantil, Rural, Político e Historiográfico del Río de la Plata, editado en Buenos Aires des de 1801, órgano de los intereses de comerciantes y productores, reivindica también la liberalización del tráfico mercantil. Esa pu blicación dará a conocer la Oda al Paraná, de Manuel José de Lavardén, una exaltación de la naturaleza local. En Nueva Es paña, La Gaceta de Literatura de México emprendió una decidi da defensa de lo mexicano, desde la fauna y la flora hasta la cul tura; pero en el Diario de México, fundado en 1805, ya se anun cia un espíritu más combativo, y en muchos de sus artículos se alude al pasado azteca, enmascarando así una oposición criollopeninsular, y un progresivo nacionalismo. Las publicaciones
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periódicas se extendieron por toda la América española, y aun las más conservadoras sirvieron de vehículo para un mejor co nocimiento de las riquezas, los progresos y los problemas expe rimentados por cada región. Muchos criollos, al valorar los re cursos potenciales de su tierra natal, midieron también la carga que suponía una situación colonial. Una tan extendida difusión de las publicaciones periódicas, y el interés por la lectura y la in formación en los estratos superiores de la sociedad hispanoame ricana de su tiempo, produjo admiración en un viajero tan pers picaz como el naturalista alemán Humboldt. Por lo demás, la hostilidad hacia el peninsular estuvo alimen tada, a su vez, por la actitud de la propia metrópoli. Es que, si la legislación española no establecía distinciones entre los naci dos en la península, o en América, en los hechos esto no fue así, y la exclusión de los criollos de los cargos públicos llegó a for mar parte de la política imperial en el siglo XVIII. Esta inclina ción de la Corona por los peninsulares para ocupar los puestos de mayor jerarquía en América, era una prueba flagrante de su postergación para cualquier criollo con ambiciones de ascenso so cial en el terreno político, o en la carrera administrativa. Fue un argumento esgrimido por muchos líderes revolucionarios en el período de la independencia. Bolívar afirmaba en su Carta de Ja maica, el 6 de septiembre de 1815: Se nos vejaba con una con ducta que además de privamos de los derechos que nos corres pondían, nos dejaba en una especie de infancia permanente con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos siquiera ma nejado nuestros asuntos domésticos en nuestra administración in terior, conoceríamos el curso de los negocios públicos y su meca nismo, y gozaríamos también de la consideración personal que impone a los ojos del pueblo cierto respeto maquinal que es tan necesario conservar en las revoluciones. Completaba este verdadero memorial de agravios resumien do la lista de objeciones que los criollos oponían a las reformas introducidas por la Corona en el mundo colonial: Los america nos, en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo, y cuando más, el de simples con sumidores; y aun esta parte coartada con restricciones chocantes:
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tales son las prohibiciones del cultivo de frutos de Europa, el es tanco de las producciones que el Rey monopoliza, el impedimen to de fábricas que la misma Península no posee, los privilegios ex clusivos del comercio hasta de los objetos de primera necesidad, las trabas entre provincias americanas, para que no se traten, en tiendan, ni negocien; en fin, ¿quiere Ud. saber cuál es nuestro des tino? Los campos para cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón, las llanuras solitarias para criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las entrañas de la tierra para excavar el oro que no puede saciar a esa nación avarienta. Detrás de estas críticas, generadas por una política que, en líneas generales, no tuvo en cuenta el desarrollo de una socie dad americana cada vez más peculiarizada, crecía lo que Pierre Chaunu ha denominado: complejo criollo de frustración. Y esta suma de reproches sería esgrimida, más tarde, como una de las causas profundas de la revolución. No resulta sorprendente que en el primer decenio del siglo XIX, proliferen las Representacio nes a la Corona, demandando una mayor atención a las necesi dades de los súbditos americanos, cuya consideración —así lo afirmaban— era relegada ante los asuntos peninsulares. El chi leno Alonso de Guzmán sostuvo entonces: que los-criollos vie nen a ser unos enigmas del estado, pues no son extranjeros ni na cionales, ni miembros de la república, sin esperanza y con honor, sin patria y con lealtad. Mariano M oreno, en su conocida Repre sentación, elevada al virrey Cisneros en 1809, le recuerda que su cargo no le ha sido confiado: para velar por la suerte de los co merciantes de Cádiz, sino sobre la nuestra. Los descontentos se acumularon, desde las regiones coloniales más ricas y moderni zadas, como Nueva España, hasta las que revelaban una mayor frustración criolla, habida cuenta de sus posibilidades potencia les insuficientemente desarrolladas, como era el caso de Chile. Sin embargo, con excepciones muy aisladas, que no encontraron eco allí donde surgieron, todavía nadie pensaba en una separa ción de España. La presencia más vigorosa de la administración era enojosa; la reacción criolla ante una flagrante preferencia del peninsular, en el nombramiento de los altos cargos de la colo nia, produjo resentimientos profundos; la idea de que los espa ñoles americanos estaban mejor capacitados para manejar sus
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propios asuntos, cobraba fuerza, y junto con ello una conciencia americana. Pero nada de esto provocó la decisión revolucionaria en 1796, ni en 1806, fechas críticas para el imperio español en América. No obstante, acumulados, estos factores pesaron deci sivamente en favor de la emancipación, al llegar el momento de finido en la conocida sentencia de Turgot: las colonias son como la fruta, caen cuando están maduras. Esa coyuntura se presenta ría con la crisis interna del imperio, al producirse la ocupación napoleónica de España.
BIBLIOGRAFIA
Una compilación de los textos fundamentales de la emancipación hispanoa mericana, imprescindible para el estudio de las ideas en el período, en: Pensa miento político de la emancipación (1790-1825), (Prólogo de José Luis Romero), Caracas, 1977 (2 vols.): Pensamiento conservador (1815-1898), (Prólogo de José Luis Rom ero), Caracas, 1978; Chiaramonte, Jóse Carlos (com p.), Pensamien to de la Ilustración. Economía y sociedad iberoamericanas en el siglo XVIII, Ca racas, 1979. Para la influencia de Francisco Suárez y otras doctrinas hispánicas: Gimenez Fernandez, Manuel, Las doctrinas populistas en la independencia de Hispanoamérica, Sevilla, 1947, conserva gran interés. Para el análisis de las diversas influencias ejercidas sobre la América españo la en la época de la independencia, sigue siendo imprescindible: S t o e t z e r , C ar los O ., El pensamiento político en la Am érica española durante el período de la emancipación (1789-1825), Madrid, 1966 (2 vols.). S o b re la difusión de las ideas roussonianas: Lewin, B o l e s l a o , Rousseau y la independencia argentina y ame ricana, Buenos Aires, 1967; P o r r a s B a r r e n e c h e a , R a ú l , L o s ideólogos de la emancipación, Lima, 1974. La influencia de la Ilustración en diversas regiones puede estudiarse en Villo ro , Luis, El proceso ideológico de la Revolución de independencia, México, 1981; Moreno, Mariano. Escritos políticos y económicos. Buenos Aires, 1961; Gandía, Enrique de, Mariano Moreno. Su pensamiento político, Buenos Ai res, 1968; Oscar Acevedo, Edberto. El ciclo histórico de la Revolución de Mayo, Sevilla, 1957; Basterra, Ramón de, Los navios de la Ilustración. Una empresa del siglo x v i i i , Madrid, 1970; COLLIERS, Simón, Ideas y política de la in dependencia chilena, 1808-1833, Santiago, 1977; Bolívar, Simón, Doctrina del Libertador, Caracas, 1976. Otros aspectos: Shafer, Roberto Jones, The Economic Societies in the Spanish World (1763-1821), Syracuse, 1958; Veliz, Claudio, La tradición centra
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Capítulo III DE LA FIDELIDAD A LA RUPTURA
Asaltos a la frontera del Imperio E l Pacto de Familia, arrastraría, en las aguas revueltas de la R e volución Francesa y sus conflictos internacionales, la monarquía de Carlos IV. La desautorización de Luis XVI por la Asamblea, al proclamar que esta alianza entre cabezas coronadas debía ser revisada, para reconvertirla en acuerdos concertados entre na ciones soberanas, planteó una crisis entre ambos países. La reac ción del ministro Floridablanca, incapaz de eludir las presiones de una Inquisición que ya había ejercitado su autoridad en el ilus trado Pablo de Olavide, dirigió su ofensiva sobre las ideas y los libros de los filósofos de las Luces. Comenzaba una peligrosa reacción contra los reformistas españoles, muchos de los cuales habían rodeado a Carlos III, y mientras Campomanes era aleja do de los cargos públicos y Jovellanos desterrado a su natal As turias, Cabarrús quedaba confinado en la fortaleza de La Coruña. Floridablanca intentó aún evitar la ruptura definitiva con la Francia revolucionaria, mientras Luis XVI juraba la Constitución de 1791. La política de neutralidad del ministro, que procuró por todos los medios evitar un compromiso con Gran Bretaña en la previsible guerra contra Francia, al tiempo que se oponía a la continuidad de un entendimiento con los revolucionarios, deter minó su cese en 1792. Lo sustituyó el conde de Aranda, obliga do a mantener una política exterior oscilante, en buena medida como resultado de las intrigas de Godoy, y además, por la ace leración del curso de la revolución en Francia, que proclamó la República el 21 de septiembre de 1792, y en poco tiempo deci día el proceso de Luis XVI y su familia. El proyecto de ingresar en la coalición formada contra la Francia revolucionaria, quedó en suspenso cuando Napoleón lo
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gró derrotar a los ejércitos austro-prusianos en Valmy. No obs tante, la exigencia de que España hiciera un reconocimiento ex plícito de la República Francesa, creó mayores posibilidades para una guerra entre ambos países. Por consiguiente, Carlos IV de cidió sustituir a su ministro Aranda por el más flexible Manuel Godoy. En verdad, el rey español confiaba en salvar a su primo francés y recuperar el tono conciliatorio en su política con Fran cia, empujado por el tem or de encontrarse sólo ante un posible ataque de Gran Bretaña a las fronteras del imperio. La ejecu ción de Luis XVI, en enero de 1793, anuló estas expectativas. El siguiente paso fue inevitable. Luego de algunas gestiones de Go doy ante los dirigentes revolucionarios para detener la oleada ideológica proyectada sobre Europa, Francia declaró la guerra a España. Por el Tratado de Aranjuez, en marzo de 1793, los es pañoles entraban en la coalición formada contra Francia, al lado de Gran Bretaña. Las escaramuzas en la frontera llevaron a las tropas peninsulares hasta Tolón, desde donde fueron repelidos. Aranda se mostró favorable a un retorno a la neutralidad, opi nión que causó su encarcelamiento; las tropas francesas entra ron en territorio español, aunque con escasa fortuna, y, final mente, la derrota de Prusia precipitó la Paz de Basilea en 1795. España decidió unirse a la firma del tratado, junto a Francia y Prusia, al tiempo que Carlos IV concedía a Godoy un nuevo tí tulo: Príncipe de la Paz. Se trataba de una paz que no duraría mucho tiempo. La alian za con la Francia del Directorio, sellada en el Tratado de San Il defonso, desencadenó, en octubre de 1796, la guerra entre Es paña y Gran Bretaña, con los resultados conocidos: bloqueo de Cádiz, interrupción del comercio español con América, e inten sificación de los contactos entre los puertos de las Indias y los navios extranjeros. En los hechos, desde 1796 hasta 1808, Espa ña tan sólo conoció un período de cierta tranquilidad en una ex tensa coyuntura de guerras: la breve Paz de Amiens, que duró desde 1802 hasta 1804. Las consecuencias habían sido desastro sas para la economía peninsular, al precipitar una crisis de la to davía incipiente producción industrial, y la escasez de productos agrícolas. A las tensiones internas ocasionadas por los precios del trigo, se sumaron las hambrunas causadas por la escasez
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de alimentos, y la epidemia de fiebre amarilla que asoló las re giones andaluzas. Las amenazas en la frontera francesa era aún mayor luego de Austerlitz, pues Napoleón parecía decidido a ex portar los principios revolucionarios hacia toda Europa. Un Godoy desacreditado ante todos, no era la mejor baza para evitar la catástrofe. El bloqueo continental, decretado por Napoleón, pretendía aislar a Gran Bretaña, y España se encontró inmersa en el sistema, dado su estado de guferra con los ingleses desde 1804. En 1806, tiene lugar un doble ataque a la frontera americana del imperio. Uno de ellos, en el norte de América del Sur; el otro, en la fachada atlántica del continente, y escogerá como ob jetivo el virreinato del Río de la Plata. Ambos serán alentados por Gran Bretaña. El desembarco e intento de consolidación de un foco revolucionario en Venezuela estará a cargo de Francisco de Miranda. La dimensión política del precursor, y la enorme in fluencia que ejercía sobre la generación criolla de su tiempo, pa recían augurar el completo éxito de su misión. Miranda conta ba, además, con el caldo de cultivo proporcionado por las rebe liones finiseculares en la región. Se combinaron, en este perso naje, una capacidad imaginativa sorprendente, y un hálito ro mántico, que acompañaron siempre sus múltiples proyectos en favor de la emancipación americana. En febrero de 1806, Miran da emprende una primera expedición a Tierra Firme; financia el proyecto un sindicato integrado por comerciantes de Boston, la casa bancaria Turnbull, y algunos amigos del venezolano. Pero los preparativos del desembarco no habían sido un modelo de si gilo, y los pasos de Miranda en los Estados Unidos, luego de su visita al presidente Jefferson, eran un secreto a voces. España protesta ante el gobierno norteamericano, en un intento de de tener la partida del revolucionario, pero éste se encontraba en tonces en Haití. De este fracasado desembarco —pues los espa ñoles esperan a las fuerzas revolucionarias en las cercanías del puerto de Ocumare— , logra escapar Miranda, pero casi toda la tripulación cae prisionera. Pese a todo, el precursor no quiere abandonar el Caribe sin culminar su propósito. Por fin consigue alistar nuevos expedicionarios, e incluso recluta algunos marinos británicos. Pero su nuevo desembarco, que tiene lugar en agosto
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del mismo año, esta vez en Coro, no logró concitar adhesiones. La población no se levantó contra los españoles, tal como espe raba Miranda. Su acción propagandística, previa al desembarco, había sido neutralizada por las autoridades, mediante una cam paña de desprestigio de los componentes del grupo revoluciona rio; Ante la indiferencia que cosecharon sus esfuerzos decidió re tornar a Gran Bretaña. Su arribo a la isla es contemporáneo del segundo intento inglés para consolidar un enclave en el Río de la Plata. Desde Londres,'M iranda se lanza a una frenética acti vidad revolucionaria, de cuyas dimensiones tenemos una com pleta idea por la correspondencia que mantuvo con innumera bles personajes. Proyectos para formar grandes unidades nacio nales con las regiones de la América española, una vez emanci padas; búsqueda permanente de aliados; y reuniones con perso najes americanos y europeos, en su infatigable esfuerzo por im pulsar la revolución. El Río de la Plata vivió su ataque exterior, pero el asalto bri tánico, en el marco de las guerras napoleónicas, fue un aconte cimiento de dimensiones muy distintas a los llevados a cabo por Miranda en Venezuela. La derrota de la escuadra española en Trafalgar, el mes de octubre de 1805, dejó a Inglaterra en el com pleto dominio de los mares. El estudio de la ocupación de algu nas colonias pertenecientes a los países aliados de Napoleón, es tuvo en el tapete para la política británica desde tiempo atrás, pero la muerte del Primer Ministro William Pitt y su relevo por el más cauteloso Lord Grenville, cambiaron el enfoque sobre la operación. No obstante, el 22 de junio de 1806, Buenos Aires recibía con alarma la noticia de la proximidad de una escuadra británica. Tres días más tarde, los buques ingleses llegaban a las cercanías de la ciudad, e iniciaron el desembarco. El virrey Sobremonte, que había hecho gala de serenidad asistiendo a una íulición teatral, mientras en la ciudad cundía el temor ante el acercamiento de los navios ingleses, se mostró incapaz de orga nizar una resistencia decidida, y cuando los invasores estaban a las puertas de la plaza, huyó a Córdoba. En verdad, si la acción del virrey no había sido la esperada por los resistentes, lo cierto es que las ciudades del interior ofrecían más posibilidades de reu nir tropas y organizar la reconquista de Buenos Aires. No obs-
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tante, la sátira popular no dejó de recordar este hecho con du reza, y cuando finalizó la ocupación británica de la ciudad, circularon estos versos: ¿Ves aquel bulto lejano que se pierde allá en el monte? Es la carroza del miedo con el virrey Sobremonte. En los hechos, los comandantes de la flota no ignoraban las dificultades que encerraba sostener una ocupación de Buenos Ai res sin dominio sobre el hinterland, y con el apostadero naval de Montevideo, una plaza fortificada, al otro lado del río. Por lo de más, si entre las élites existe un núcleo anglofilo, y las mercan cías británicas circularon profusamente en los comercios, la pre sencia de los invasores era visiblemente impopular para la po blación, pese a los esfuerzos para atraerse las simpatías locales, que Beresford no escatimó. Además, el puerto de Buenos Aires operó como centro redistribuidor de las mercancías británicas ha cia el interior del continente, con lo cual el sector monopolista recibía un nuevo golpe. De este núcleo, precisamente, surgió el personaje decidido a organizar la resistencia urbana. Se trataba de Martín de Alzaga, un comerciante al por mayor, con sólidos enlaces en la red de casas mercantiles peninsulares. Entretanto, el capitán de navio Santiago de Liniers organizaba la reconquis ta desde Montevideo, donde encontró el apoyo de la población local, confirmada por el Cabirdo. Las tropas de Liniers y las mi licias criollas cruzaron hacia la otra orilla, y atacaron a los inva sores. Por fin, los ingleses debieron abandonar Buenos Aires; la reconquista se había cobrado decenas de muertos por ambos ban dos, pero en agosto de 1806, la plaza era nuevamente española. Liniers se había convertido en el héroe local, y en 1812, Mon tevideo obtendría de las autoridades peninsulares el título de Muy fiel y reconquistadora. El segundo asalto británico se dirigió a Montevideo. El ge neral Samuel Auchmuty inició las operaciones en enero de 1807, con un desembarco en el puerto de Maldonado. Ll sitio de Mon tevideo, ciudad fortificada, no fue fácil, y nuevamente las bajas fueron numerosas por ambas partes. Pero el 2 de lebrero las fuer zas inglesas habían entrado en la plaza. La experiencia anterior
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había afinado su habilidad política en las relaciones con los crio llos. Respetaron las libertades, e incluso introdujeron una im prenta donde se editó el primer periódico de la ciudad: The Sou thern Star, en edición bilingüe, al tiempo que el comercio cobra ba un auge impresionante. Pero este segundo intento fracasó a su vez, pues desde Montevideo los ingleses intentaron recapturar Buenos Aires y se vieron obligados al abandono de la región. Estos hechos configuraban, por supuesto, fenómenos que de bilitaron el imperio, hasta quebrar definitivamente las bases de la autoridad que sustentaban el régimen, y provocar el colapso político final. El ensayo inglés, además, trajo consecuencias de finitivas para la autoestimación criolla. La defección de las au toridades peninsulares, y la invasión, que proporcionó a las mi licias locales la oportunidad de medir fuerzas contra las aguerri das tropas británicas, serían hechos de graves repercusiones para el dominio español en la región. En primer término, para mu chos criollos este conflicto pudo considerarse como un ensayo ge neral en el terreno de las armas; en el plano económico, dejó en trever los beneficios de la plena libertad comercial. En definiti va, los hechos pusieron al descubierto el debilitamiento de la es tructura colonial española, por lo menos, en la situación inter nacional del período. En el Río de la Plata la coyuntura había dado nacimiento a una situación inédita. Por primera vez en América, un virrey era depuesto por voluntad popular. La au diencia de Buenos Aires no sólo destituyó a Sobremonte, sino que además entregó la responsabilidad militar a Santiago de Liniers, quien luego sería encargado de la interinidad del virreina to por las autoridades peninsulares. Entretanto, el núcleo espa ñol de Buenos Aires reconocía la jefatura de uno de los suyos, Martín de Alzaga, capitular y comerciante, que había destacado en la defensa de Buenos Aires cuando los ingleses intentaron apoderarse nuevamente de la ciudad. Con el propósito de restaurar el anterior equilibrio de fuer zas en el seno del virreinato, intentaron convencer a Liniers para que desarticulara las tropas criollas. Pero éstas constituían una garantía para el nuevo virrey, ante quien se alzaba, no sólo la embozada oposición de algunos personajes de Buenos Aires, sino también la muy evidente del gobernador de Montevideo, Ja
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vier de Elío. Por otra parte, las milicias criollas habían cobrado conciencia de que constituían un nuevo foco de poder, y no es taban dispuestas a retirarse del escenario político donde desem peñaban un papel significativo. De los siete mil hombres movi lizados contra los ingleses, tres mil continuaron formando parte de una organización militar estable. La coyuntura internacional, y la precaria situación de España en la defensa de sus colonias, permitió a los criollos una intervención decidida en la política re gional. Estas mutaciones en la situación interna del Río de la Pla ta cristalizaban al mismo tiempo que, en España, las posiciones ante las exigencias de Napoleón se tornaban insostenibles.
Las juntas en América En su lucha contra Gran Bretaña, Napoleón intentaba cerrar toda posibilidad a la flota de la isla. Portugal, tradicional aliado de los ingleses, fue conminado a unirse al bloqueo continental. Las dilaciones de la monarquía lusitana precipitaron la amenaza de invasión por las tropas francesas al mando de Junot, y la casa real de Braganza fue embarcada en una flota inglesa rumbo a Brasil. En España, la crisis ante el permanente peligro que sig nificaba la expansión francesa actuaba como generadora de ten siones y desconfianzas. Frente al partido de Godoy, que envol vía en sus intrigas a Carlos IV, surgió un sector nucleado en tor no a Fernando, príncipe de Asturias. Mientras el monarca en ejercicio se desacreditaba, como consecuencia de la corrupción y los desaciertos que afloraban en torno suyo, el futuro rey Fer nando Vil, impelido por los enemigos de Godoy, era presentado como una solución al desbarajuste interior, que atrajo las expec tativas del pueblo. Pero si las tropas de Junot habían atravesado la península con destino a Portugal, en los primeros meses de 1808 unos cien mil hombres del ejército napoleónico estaban acantonados ya al norte de España, y en marzo se instalaba en Burgos el mariscal Joaquín Murat. La debilidad de Carlos IV y del Consejo Real para tomar decisiones ante esa invasión de he cho, decidió el traslado de la corte desde Madrid a Aranjuez. E n tretanto, Godoy conspiraba para desacreditar al príncipe Fernán-
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do, y éste se aliaba con el conde de Montijo para derribar a Godoy. Los acontecimientos entraban en una fase de aceleración. En la noche del 17 al 18 de marzo, el denominado motín de Aranjuez, conspiración preparada por los partidarios de Fernando, derribó al Príncipe de la Paz y lo arrojó a una prisión; decidió la abdicación de Carlos IV en su hijo, y éste inauguró su primer reinado. El pueblo se lanzó a las calles, aclamando la corona ción de Fernando V II, El Deseado. Pero con el derrocamiento de Carlos IV , el régimen absolutista de los Borbones se había cuestionado a sí mismo. Y el descrédito había surgido del seno de la propia familia real. Eran nuevos tiempos, y con ellos sur girían otras coyunturas; los pueblos recordarían entonces anti guas doctrinas, que justificaban su recuperación de la soberanía en las instancias críticas. Y para la península, estos momentos se rían proporcionados por la intervención del emperador de los franceses. La reunión de la familia real en Bayona, permitió la maniobra decisiva de Bonaparte. La obligada renuncia de Fer nando V II, restituyendo la corona a su padre, y la de Carlos IV en favor de Napoleón, dejaba despejado el camino para desig nar a José Bonaparte como rey de España y las Indias. Mientras estos actos se consumaban, el dos de mayo se le vantaba el pueblo de Madrid contra la presencia de las tropas francesas. Era el primer grito de resistencia, que sería ahogado en sangre al caer la tarde, pero se había convertido en un sím bolo. Sus ecos resonaron en Asturias, donde se creó una Junta de Gobierno integrada por representantes de los vecinos; conti nuó su marcha con la formación de otra Junta en Galicia, y es tos organismos se expandieron por todas las regiones de la pe nínsula no controladas por las fuerzas invasoras, hasta propagar se en Andalucía. En septiembre de 1808, se creaba la Junta Su prema Central Gubernativa del Reino de España e Indias. La fi gura descollante en este organismo era, sin duda, Gaspar Mel chor de Jovellanos, secundado por otros reformadores que ha bían sido aventados por la reacción conservadora de Carlos IV y la política personal de Godoy. Más tarde, desde Sevilla, Jove llanos describiría el período de 1794 a 1808, como: un escanda loso despotismo. La Junta Central actuaría en nombre de Fer-
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nando VII; reunida al comienzo en Aran juez, ante la inminen cia de una entrada en Madrid de las tropas francesas al mando de Murat, se trasladó a Sevilla. En mayo de 1808 tenía lugar otro intento de legitimación. José Bonaparte decide la convocatoria a Cortes en Bayona, con el carácter de Asamblea Constituyente. Y con este motivo se pro duce un acto innovador, pues se invita a concurrir con dipu tados a las provincias de ultramar. En esta ocasión, la presencia de americanos en la península decidió algunas concurrencias: por Nueva España, el canónigo José Joaquín del Moral; Francisco Antonio Zea, por Guatemala; por Nueva Granada, Ignacio Sán chez de Tejada; José Hipólito Odoardo Grandpre, por Caracas; José Milá de la Roca, por el Río de la Plata, junto a Nicolás de Herrera. La Constitución de Bayona, concluida en julio de 1808, acordaba a las provincias de América iguales derechos que a las de España, una representación de seis miembros en el Consejo de Estado y veintidós diputados en las Cortes, pese a la inoperancia en los hechos, de esta carta constitucional, las decisiones tomadas sobre América constituían un precedente que no podía ser desestimado por las autoridades españolas. El ejemplo peninsular, convocando juntas, encontró rápida respuesta en América, donde también se juró fidelidad a Fer nando V il. En las dos etapas del movimiento juntista protagoni zado por los criollos (1808-1810), pueden percibirse cambios en la visión política de los americanos. En realidad, estas variacio nes responden a transformaciones experimentadas por la situa ción interna en la metrópoli, donde la Junta Central se ve com petida, de hecho, a depositar en las juntas locales la decisión para la defensa del territorio, tanto en España como en ultra mar. El comportamiento de las juntas americanas de 1808 es de cididamente antifrancés y fernandista, aunque durante cierto pe ríodo en algunas regiones la escena política estuvo dominada por la confusión, dada la dificultad de las comunicaciones. Pero la actitud antifrancesa no fue modificada por el envío de los emi sarios de José Bonaparte: el capitán de navio M. Lamanon, con destino a Venezuela, Nueva Granada, México y el Caribe; y el marqués de Sassenay al Río de la Plata. I’csc a las vacilaciones de algunos sectores, decididos a sacar partido de la situación, los
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comisionados franceses fracasaron en su cometido. Por su parte, la Junta Central, desde Sevilla, envió delegados para informar de la situación en España y solicitar el apoyo económico de los americanos. Según el conde de Toreno, las aportaciones recogi das pueden ser calculadas en unos veintiocho millones de pesos. La adhesión a las autoridades metropolitanas parecía consolida da, y, por lo general, las juntas de 1808 funcionaron bajo con trol de peninsulares instalados en los distintos virreinatos. La coyuntura, empero, enfrentó a sectores sociales y algunas personalidades. En México, el virrey José de Iturrigaray fue de puesto y apresado por un grupo de comerciantes peninsulares, que luego establecieron una junta. En Montevideo, el antago nismo entre Santiago de Liniers y Javier de Elío hizo que éste convocara una junta, independiente de Buenos Aires. Pero un intento del núcleo encabezado por Martín de Alzaga, secundado por otros miembros de la clase alta, como Santa Coloma y Es teban Villanueva con el respaldo del Cabildo y parte de la mili cia, con el propósito de destituir a Liniers y encaramar el sector peninsular, fracasó por oposición de las milicias urbanas. La uni versidad de Chuquisaca, en Alto Perú, era uno de los centros de estudio más radicalizados en América, y convocó, en mayo de 1809, una junta controlada por criollos. Su ejemplo fue seguido en La Paz, y en el mes de julio se instaló en la ciudad una junta de gobierno. Ambas proclamaron al rey Fernando VII, pero re chazaban el acatamiento de la Junta Central. Las autoridades es pañolas desbarataron este movimiento por medio del ejército, y condenaron a muerte a varias decenas de sus participantes. Chi le padecía, en esa época, al impopular gobernador Francisco A n tonio García Carrasco, quien, ante el temor a una reacción crio lla que socavara su autoridad, abortó la propuesta del cabildo para convocar una junta. En Santa Fe de Bogotá, la junta fue convocada por el virrey Antonio Amar. No obstante, en el virrei nato de Nueva Granada existió división de opiniones respecto del papel de la junta. El 10 de agosto de 1809 estalló en Quito un levantamiento criollo que intentó establecer una junta guber nativa en nombre de Fernando Vil. El virrey envió tropas contra los rebeldes, al tiempo que solicitaba el auxilio de Perú. Las fuer zas virreinales pusieron fin a la crisis con rapidez, reduciendo a
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los quiteños y exterminando a varias decenas de participantes en la revuelta. En Caracas, salieron a la luz los resentimientos en tre criollos y peninsulares. El capitán general Juan de Casas im puso el reconocimiento a la Junta Central de Sevilla, propuesto por el partido españolista, frente al movimiento criollo que re clamaba una Junta Representativa de Fernando Vil. En general, la línea de actuación seguida por los peninsulares tenía como fun damento la tesis de que, los nacidos en España, poseían dere chos incuestionables para el gobierno de América, en cualquier situación política de la metrópoli. Una afirmación que sería so metida a prueba por los acontecimientos posteriores. Incluso la Junta Central recibía noticias que, por contradic torias, creaban confusión en su perspectiva sobre los sucesos americanos. Los amagos de conflicto en torno al acatamiento de las nuevas autoridades metropolitanas, y los enfrentamientos en tre grupos sociales, o jerarquías, llegaban deformados a España. La terminología refleja ese estado de cosas. Al comienzo los territorios de Indias eran llamados colonias, de acuerdo con el léxico utilizado en los documentos del despotismo ilustrado. Sin embargo, la crítica situación peninsular, y el temor al ejemplo de la revolución norteamericana, la independencia de Haití, así como el conocimiento del interés británico en estimular los de seos criollos de emancipación, multiplicaron los esfuerzos por disminuir las tensiones. De ahí que un nuevo virrey, Baltasar Hi dalgo de Cisneros, saliera hacia el Río de la Plata, un foco de peligro, no sólo por el antagonismo Liniers-Elío, sino también por la presencia de la princesa Carlota en Brasil. Asimismo, los gastos de una guerra prolongada demandaban una fuerte apor tación económica de las regiones de ultramar. Los miembros de la Junta estimaron necesario establecer una relación más estre cha con la América española, y para ello resultaría eficaz la in clusión de delegados criollos en sus sesiones. Al mismo tiempo, eliminaron el término colonias, demasiado espinoso para una po lítica de consenso con la nueva generación americana. La Junta Central dio a conocer, en enero de 1809: que los vastos y pre ciosos dominios que España posee en las Indias no son propia mente colonias o factorías, como los de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española; v deseando
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estrechar de modo indisoluble- los sagrados vínculos que unen unos y otros dominios, como asimismo corresponder a la heroica lealtad y patriotismo de que acaban de dar tan decisiva prueba a la España en la coyuntura más crítica en que se ha visto hasta aho ra nación alguna, se ha servido S. M. declarar, que, los reinos, provincias e islas que form an los referidos dominios deben tener representación nacional e inmediata a su real persona, y consti tuir parte de la Junta Central Gubernativa del reino, por medio de sus correspondientes diputados. Se trataba de un paso hacia la igualdad, pero marcado por la limitada visión política de la situación en América. De ahí que, la desigualdad en la atribución de representaciones tornó, al fin, poco sólida la unión que se pretendía en la coyuntura crítica apuntada por la Junta Central. Esta quedó integrada por treinta y cinco miembros; dos por cada provincia de la España peninsu lar y uno por Canarias; a los americanos correspondía un dipu tado por cada virreinato o capitanía general. A esto se sumaba que, por lo general, los delegados criollos debieron ser sustitui dos por españoles, a causa de las dificultades para llegar a Es paña; la distribución fue considerada injusta por los americanos, y las consecuencias no se hicieron esperar.
Colapso del sistema colonial La debilidad operativa de la Junta Central tuvo sus repercu siones en ultramar. Cuando los franceses irrumpieron en Anda lucía, la evidencia de la derrota militar produjo un hondo des contento en la población que culminó en la caída de la Junta. En febrero de 1810, el exánime organismo fue sustituido por una Regencia que asumió el gobierno de las regiones de España no ocupadas, y de las Indias. Desde Sevilla, sede de la Junta, el go bierno se vio obligado a trasladarse a Cádiz. Al tiempo que re clamaba el reconocimiento de los americanos, la Regencia, pre sionada por los liberales, se abocaba a la convocatoria de unas Cortes Constituyentes. En las discusiones preliminares se plan teó la representación de los americanos, no sin discrepancias en tre liberales y tradicionalistas. El núcleo central de las discusio
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nes estuvo constituido por el temor a los efectos negativos que: el carácter de libres y ciudadanos, tendría sobre los criollos; pre cisamente, en las Cortes resonarían las palabras: pueblo, liber tad, independencia, y aquellos habitantes podrían considerarse con derecho: para no obedecer los decretos a dos mil lenguas de distancia. Finalmente, el 14 de febrero de 1810, la Regencia dis pone la representatividad de los criollos en las Cortes que redac tarán la Constitución. En el Manifiesto que precede al decreto se incluyen declara ciones cuya importancia no puede ser ignorada, ya que sus con ceptos serán recogidos con entusiasmo por muchos criollos: Des de este momento, españoles americanos, os véis elevados a la dig nidad de hombres libres; no sois ya los mismos que antes encor vados bajo el yugo más duro, mientras más distantes estábais del centro del poder, mirados con indiferencia, vejados por la codi cia, y destruidos por la ignorancia. Tened presente, que al pro nunciar o al escribir el nombre del que ha de venir a representar nos en el Congreso Nacional, vuestros destinos ya no dependen ni de los ministros, ni de los virreyes, ni de los gobernadores: es tán en vuestras manos. En el mismo tono revolucionario, desde Cádiz, en una proclama a los americanos, se habla del origen po pular de la Junta nombrada en esa ciudad: Junta cuya formación deberá servir de modelo en adelante a los pueblos que quieran ele girse un gobierno representativo digno de su confianza. Esta pro puesta no era, precisamente, un modelo de prudencia política en la delicada coyuntura que atravesaba la metrópoli. Sobre todo, teniendo en cuenta que ya los criollos habían dado muestras, en varias regiones de América, de una decidida voluntad de asumir el autogobierno por medio de las juntas populares. Si en 1808 el reconocimiento de la Junta Central había sus citado reticencias en algunas regiones americanas, en 1810 la si tuación de la Regencia, instalada en la isla de León, en peligro de quedar aislada de la península, convertía esas dudas en fuer te resistencia. Surgirá, entonces, el problema de la legitimidad o ilegitimidad de la Regencia para ejercer el gobierno'del extenso ámbito conformado por la España peninsular y la americana. Ante los ojos de los criollos, el organismo instalado en la isla de León carecía de legitimidad para atribuirse* una representación
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de los pueblos de América. Una autoridad que había recibido de la Junta de Sevilla, para cuya integración no se había solici tado el parecer de los americanos. En verdad, lo ocurrido no fue una sorpresa para nadie. Los miembros de la Regencia estaban al corriente de los sucesos de 1808 en algunas ciudades de Amé rica. Los residentes en ultramar entendían, a su vez, que los cam bios experimentados por la península —con un gobierno acorra lado en Cádiz, dependiente de la custodia británica del puerto y el resto del país ocupado— , mal podían garantizar la seguridad de sus territorios. Cuando la noticia de la entrada del ejército francés en A n dalucía se expandió por la América española, quedó al descu bierto la débil autoridad que irradiaba la Regencia. Para algu nos criollos, España estaba ya bajo dominio francés; para otros, era hora de sacudirse la tutela imperial y un monopolio comer cial de Cádiz, ahora totalmente injustificados. Finalmente, la ma yoría estimaba que, ante la ausencia de la autoridad tradicional, las proclamas de la Regencia y la Junta de Cádiz proveían de un sólido fundamento para asumir el gobierno autonómico. En tor no a la formación de las juntas americanas de 1810 se abrió un debate, acerca del carácter que deberían tener estos organismos, y en él se enfrentaron tres corrientes, una de ellas, fidelista, afir maba que el ejercicio del poder en América sólo era justificable en nombre de la Regencia; la segunda, autonomista, entendía que las Juntas elegidas en las Indias deberían tener una autori dad independiente de la Regencia, pero con unas decisiones asu midas en nombre de Fernando VII; finalmente, la posición independentista, exigía tomar el poder y declarar la definitiva emancipación de América. El 19 de abril de 1810, en Caracas, se convocó un Cabildo que decidió instalar una Junta de Gobierno. Ni la aristocracia terrateniente de Venezuela, ni los comerciantes monopolistas, querían dejar librado al azar el tema de la continuidad de sus pri vilegios. La eventual caída de la ciudad de Cádiz podía significar el ingreso en la esfera de otra potencia colonial, cuyas tesis igualitaristas en lo social podían modificar las bases de la sociedad estamental. Después de todo, nadie podía defender los intereses de las clases altas regionales mejor que los propios criollos. Los
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sectores más radicales movilizaron rápidamente la opinión popu lar de Caracas, y con ello empujaron a las indecisas autoridades del Cabildo para convocar una reunión extraordinaria. En esta sesión cobró forma una Junta que se declaró conservadora de los derechos de Fernando VII. El capitán general Vicente Emparán, manifestó no oponerse a la existencia de una Junta, pero soste nía la necesidad de aguardar las informaciones de la Regencia. Fue destituido, y también fueron cesadas en sus cargos las auto ridades de la Real Audiencia, cuya actuación había sido para los criollos una fuente de agravios. Pese a todo, hasta el momento la situación estaba controlada por los sectores más conservadores de la sociedad colonial. La clase dominante no era, sin embargo, homogénea. A los conser vadores se oponían los radicales y se avanzaba con rapidez hacia la ruptura con la metrópoli, desde los partidarios de una auto nomía en el seno de la monarquía española, hasta los decididos a declarar la independencia. El núcleo de tendencia radical es taba congregado en la Sociedad Patriótica, y esperaba su opor tunidad para actuar. Entre los jóvenes más decididos de esta corriente se encontraba Simón Bolívar. En 1811, ante las vaci laciones de los sectores indecisos, exclama: Estas dudas son tris tes efectos de las antiguas cadenas, ¡que los grandes proyectos de ben prepararse con calma! Trescientos años de calma ¿no bas tan?... Pongamos sin temor la piedra fundamental de la libertad suramericana: vacilar es perdernos. La Junta dirigió una procla ma a los habitantes de Venezuela, historiando el traspaso del go bierno, desde una Junta Central, cuya representación de la vo luntad general no se reconocía como válida, hacia una Regencia que ostentaba un poder no transferido por una reunión de las Cortes, y tampoco por una asamblea nacional. Por consiguiente, no constitutía un: órgano legítimo de la nación y que se pueda su poner revestida de la autoridad soberana. De todos modos, si los criollos entendían justificada su auto nomía, para los peninsulares se trataba de un acto revoluciona rio. Las medidas inmediatas de la Junta de Caracas tenían un se llo liberal, que en lo económico benefició a los productores y co merciantes, y en lo social derogó situaciones que no afectaban los intereses de los criollos. Así, fueron suprimidos: el impuesto
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a las exportaciones y la alcabala para los artículos de primera ne cesidad; decretó la libertad de comercio, que permitía la entra da de productos extranjeros; prohibió el tráfico de esclavos, aun que no se pronunció acerca de la persistencia de la esclavitud en Venezuela; y eliminó el pago de tributos por parte de los indios. En los hechos, pese a su cautela, avanzaba mucho más allá de lo que se estimaba prudente para evitar una reacción de la me trópoli. Entonces decidió enviar misiones diplomáticas a los Es tados Unidos y Gran Bretaña: a Londres viajarían Simón Bolí var y Andrés Bello. En general, ambas embajadas cosecharon es casos resultados: la buena acogida en Washington fue culmina da, sin embargo, con un fracaso cuando se intentó adquirir ar mamento; en Londres, el recibimiento fue más frío, como con secuencia de la coyuntura que comprometía a los británicos con sus aliados contra Napoleón, entre los que se encontraba Espa ña. Pero en ese viaje se produjo el encuentro entre el viejo re volucionario, Francisco de Miranda, y los jóvenes embajadores de la América del Sur, como denominaban en Londres a la mi sión venezolana. A su retorno, Bolívar quebró la resistencia del sector de la clase alta que se oponía al regreso de Miranda, y éste viajó hacia Caracas ese mismo año. Cronológicamente, el segundo episodio de 1810 se registra en Buenos Aires. En el Río de la Plata se vivía una situación ten sa. Montevideo competía, como ciudad portuaria, con la capital del virreinato, y ambos focos comerciales habían entrado en co lisión en 1808 a causa del enfrentamiento entre sus máximas au toridades. El Alto Perú había demostrado, a su vez, la existen cia de focos muy radicalizados, que por el momento una socie dad conservadora, organizada en torno a la minería, había im pedido emerger políticamente. En 1810, el virrey Baltasar Hi dalgo de Cisneros, enviado para apagar los fuegos encendidos por los partidarios de Liniers y Elío, gobernaba un virreinato no exento de conflictos. La difícil situación de España, la inoperancia de la Junta Central primero, y de la Regencia luego, para to mar decisiones en armonía con los territorios de ultramar, con tribuyeron a crear dificultades. Las instrucciones contradictorias que recibía Cisneros sobre el destino de Liniers y la actitud a
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adoptar ante el díscolo gobernador de Montevideo, revelan esta situación. Otro de los problemas era la emergencia del sector de los carlotistas, como se llamó a los partidarios de entregar la regencia del virreinato a la infanta Carlota Joaquina, hermana mayor de Fernando VII, casada con Juan, el príncipe regente de Portu gal, instalada con la corte en Río de Janeiro. Manuel Belgrano, secretario de Consulado, y uno de los miembros de la joven ge neración radical, escribió un Diálogo entre un español y un crio llo, utilizando el estilo de catecismo. En sus preguntas y respues tas fundamentaba la Regencia de la princesa Carlota, que per mitiría la independencia de la región, al tiempo de mantener la unidad de la monarquía. El parentesco con Fernando VII era la base de las pretensiones de Carlota Joaquina sobre el virreinato del Río de la Plata. Se trataba de una posibilidad real, pues Car los IV había derogado la ley sálica, hasta entonces imperante en España desde su traslado por los primeros Borbones. Una dificultad adicional eran las demandas de un extenso sec tor local que aspiraba al libre comercio. Pronto el virrey se en contró inmerso en la disputa entablada entre el grupo criollo y el núcleo españolista anclado en el Cabildo, defensor a la vez del sistema de monopolio. Los argumentos del sector monopolista, si bien era obvio que resistían toda innovación, no carecían de realismo. Miguel Fernández de Agüero, apoderado del Consu lado de Cádiz en Buenos Aires, se opuso a toda apertura al li bre comercio, no sólo porque era perjudicial para el tráfico es pañol —sostuvo— , sino por sus graves repercusiones sobre la in dustria de las provincias interiores, que deberían enfrentar la competencia de las mercancías extranjeras. Los terratenientes, por supuesto, defendían el libre comercio para exportar sus cueros, y recurrieron, al plantear sus deman das, a uno de los jóvenes criollos que formaría, más tarde, en la avanzada revolucionaria. Este era Mariano Moreno, graduado en abogacía en Chuquisaca, y que redactaría uno de los docu mentos más radicales de la época: la Representación de los H a cendados y Labradores de las campañas del Río de la Plata. En su exposición rebate los argumentos de los monopolistas: Hay verdades tan evidentes —afirma— que se injuria a tu razón con
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pretender demostrarlas. Tal es la proposición de que conviene al país la importación franca de los efectos que no produce ni tiene, y la exportación de los frutos que abundan hasta perderse por fal ta de salida. Y su alegato pone a continuación de relieve los in tereses de los partidarios de un monopolio, que les brindaba ele vadas ganancias: Los que creen la abundancia de efectos extran jeros como un mal para el país, ignoran seguramente los prime ros principios de la economía de los estados. Nada es más venta joso para una provincia que la suma abundancia de los efectos que ella no produce, pues envilecidos entonces bajan de precio, resultando una baratura útil al consumidor y que solamente pue de perjudicar a los introductores. Por lo demás —prosigue— , el libre comercio no sólo permitiría una exportación de la produc ción del virreinato, paralizada por la guerra. También facilitaría el giro de cuantiosos capitales por el momento inmovilizados: Es tas campañas producen anualmente un millón de cueros, sin las demás pieles, granos y sebo, que son tan apreciables al comercio extranjero; llenas todas nuestras barracas, sin oportunidad para una activa exportación, ha resultado un residuo indigente, que ocupando los capitales de nuestros comerciantes les imposibilita o retrae de nuevas compras. En el texto resuenan los ecos de autores franceses del si glo xviii, y de los economistas de su tiempo. Se extiende, a la vez, en argumentos que pronto serán esgrimidos políticamente, como la igualdad de derechos entre la provincia americana y la metrópoli, en el seno de la monarquía. El extenso alegato que defiende la visión criolla del desarrollo regional, es una confron tación, en toda la línea, entre dos concepciones distintas: la del monopolio gaditano —el partido peninsular, encabezado por Alzaga, llamado por los criollos de los godos, o sarracenos— , y la del liberalismo reclamado por los americanos. Finalmente, las di ficultades de la hacienda local indujeron a Cisneros, a dictar el Auto de noviembre de 1809, que permitía el comercio provisio nal de mercaderías extranjeras. Después de todo, Gran Bretaña era por entonces aliada de España en su lucha contra la invasión napoleónica. Aún así, las milicias criollas no le demostraron sim patía, y dada su importancia numérica en la estructura militar, la situación del virrey se tornaba inestable. Fernández de Agüe
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ro había formulado una advertencia que pronto cobraría inespe rada realidad: Concedido a los ingleses el comercio con estas Américas, es muy de temer que a la vuelta de unos pocos años veamos rotos los vínculos que nos unen con la Península Espa ñola, y separados del suave gobierno de nuestro legítimo sobera no estos ricos dominios. Las noticias de la ofensiva francesa y la entrada en Sevilla de las tropas llegaron al Río de la Plata en barcos ingleses. Los crio llos comenzaron a reunirse y preparar la caída de Cisneros; para el sector radical su autoridad había caducado. Las Memorias de Belgrano informan puntualmente de la febril actividad en un nú cleo importante de patricios, destinada a: trabajar por la patria y adquirir la libertad e independencia deseada. El virrey no era ajeno a la conspiración que se fraguaba, y lanzó una Proclama intentando controlar la situación, pero los acontecimientos se precipitaron con rapidez. El grupo criollo tomó la iniciativa, aun que dividido en dos facciones: el núcleo militar, conformado por la oficialidad patricia, cuyos jefes eran Cornelio Saavedra, Mar tín Rodríguez y Juan Martín de Pueyrredón, y el sector intelec tual, donde destacaban Hipólito Vieytes, Juan José Castelli, Ma nuel Belgrano y Mariano Moreno. Era una alianza entre hom bres procedentes de familias patricias, los primeros, y otros sur gidos de sectores sociales cuyo ascenso se debía a las oportuni dades brindadas por el desarrollo económico y social del virrei nato. Esta diferencia de clases, y también de enfoque sobre el destino de la revolución, no dejaría de aflorar en los momentos críticos de la revolución. En pocos días los criollos se organizaron y obligaron a con vocar un Cabildo abierto para discutir la futura organización del virreinato. La defensa de la posición españolista fue realizada por el obispo Lué y Riega, quien sostuvo que si: un solo vocal de la Junta Central arribase a nuestras playas, lo deberíamos re cibir como el titular de la Soberanía. Tal declaración no podía me nos que irritar a los criollos, y Castelli rebatió ese argumento: el gobierno de España era inexistente, y la soberanía retrovierte al pueblo. Esta tesis sería desarrollada por Mariano Moreno, al afirmar que una vez en posesión de su soberanía, el pueblo po día darse el gobierno que estimara conveniente. A través de los
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tiempos, la doctrina de Francisco Suárez se convertía en revolu cionaria, transmutada por la realidad americana. Entre el 22 y el 25 de mayo de 1810 los españolistas hicieron aún intentos para controlar el poder. Pero el 25 quedó establecida una Junta con formada en su totalidad por criollos, que gobernaría en nombre de Fernando VII. Separó del mando a Cisneros y los miembros del Cabildo, y de inmediato decretó una serie de medidas. La pri mera fue el libre comercio. La toma del poder por los criollos, si fue consumada sin derramar sangre, no estaría libre de dificultades. En las filas re volucionarias existía desacuerdo acerca de los límites señalados a los impulsos radicales de las corrientes criollas. La línea mo derada estaba representada por Cornelio Saavedra, jefe de las milicias, y la jacobina tuvo como exponente más señalado a Ma riano Moreno. Al día siguiente de la instalación de la Junta, era palpable la reducida influencia territorial de su poder. Tan sólo unas pocas provincias reconocían a las nuevas autoridades. En algunas regiones importantes, como en Alto Perú, negaron su re presentad vidad porque, pese a formar parte del virreinato del Río de la Plata, continuaron sus enlaces culturales y comerciales con los puertos peruanos controlados por los realistas; otras, como Córdoba y Paraguay, en razón de su ya prolongado anta gonismo con Buenos Aires. Finalmente, Montevideo, en la Ban da Oriental, puesto que, como llave del Río de la Plata, se había constituido en centro mercantil competidor de la capital del virreinato. Todos ellos reconocieron a la Regencia, una posición que también asumieron los miembros de la Real Audiencia en Buenos Aires, por lo que fueron arrestados y enviados a España junto a Cisneros. Las provincias que reconocieron la Junta de Mayo, no lo hi cieron sin reticencias. El mosaico regional del Río de la Plata aflo raba, en 1810, con todas sus contradicciones económicas, sociales y étnicas; eran fuerzas en movimiento que combatirían el domi nio de Buenos Aires durante largos decenios. En verdad, estos acontecimientos dejaban ya sentadas las bases del conflicto entre federalismo y centralismo. Por otra parte, estas sacudidas releva ron la magnitud de las resoluciones tomadas en seguida por los hombres de mayo. Las aspiraciones autonómicas pronto cede
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rían paso, por lo dem as, a la decisión revolucionaria. En el virreinato de Nueva Granada, el conocimiento de la caí da de Sevilla precipitó reacciones en cadena que, desde las re giones, llegaron a la capital del virreinato. La crítica de los crio llos a las autoridades españolas no era nueva, y la situación ha bía recrudecido desde las represiones de 1809. Los nacidos en América acusaban a la política metropolitana de las limitaciones en el desarrollo económico y social del virreinato. Eran ideas ver tidas en las críticas de Eugenio Santa Cruz y Espejo; habían sido expresadas, asimismo, por Pedro Martín de Vargas, uno de los conspiradores de 1809, y nuevamente desarrolladas por Camilo Torres en su Memorial de agravios, que reclamaba a la Regen cia la igualdad entre España y América, a la vez que proponía la formación de una Junta en Nueva Granada. El núcleo radical estaba formado, como ya se ha dicho, por otros intelectuales criollos como Antonio Nariño y José de Caldas. En mayo de 1810, la primera Junta se formó en Cartagena; siguieron su ejem plo otras ciudades, como Cali y Pamplona. En julio, los criollos del Cabildo de Santa Fe de Bogotá apo yaron el documento redactado por Camilo Torres, y convocaron una Junta. El virrey se opuso y fue destituido, a la vez que los funcionarios de la Audiencia. Rechazada la autoridad de la Re gencia, la Junta convocó un congreso con la finalidad de ofrecer un nuevo gobierno al antiguo virreinato; por consiguiente, soli citó a las provincias el envío de representantes. Mientras los in surrectos desarmaban las fuerzas del virrey, algunas provincias rechazaban el gobierno central, y las que enviaron delegados lle vaban instrucciones, en muchos casos, de defender la idea federal. Finalmente, el Estado de Cundinamarca, cuyo centro es Bo gotá, queda ascendido del resto de las provincias. El legado co lonial se imponía. Si puede ser explicable este fuerte localismo debido al aislamiento producido por la multitud de accidentes geográficos que fragmentan Nueva Granada, e incluso incomu nican unas regiones de otras en esos tiempos, lo cierto es que se reproducía, también en este virreinato, una división ya estable cida por la administración indiana. A este Tactor se sumaba, y no era el menos importante, la presencia de unas oligarquías lo
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cales que defendían sus reductos señoriales. Todo conducía a una imposibilidad de la unión. De ello hablaría más adelante Simón Bolívar en su Manifiesto de Cartagena; pero estaban además los focos realistas, instalados en Pasto, Popayán y Santa Marta, un puerto que conectaba a los españoles de Nueva Granada con el Perú. Pero se mantuvo como foco realista, y constituyó un proble ma a tener en cuenta durante la primera etapa de la revolución. Chile, en cambio, estaba en pleno proceso de transformaciones cuando se estableció la Regencia en España. La dureza del go bernador García Carrasco no amenguó las manifestaciones de re chazo contra su persona, Si en 1808 se habían acallado las voces que expresaban sus dudas sobre la legitimidad de la Junta Cen tral, la situación de España en 1810 levantó reacciones como las del Cabildo de Santiago, que impugnó la Regencia, aunque pos teriormente aceptó su autoridad sin realizar el juramento. El ejemplo ofrecido por la instalación de juntas en la península, y las declaraciones de la propia Junta Central, fueron alegadas por los americanos para reclamar su propio organismo de gobierno. Un Catecismo político cristiano, de autor anónimo, circuló entre los chilenos más activos, propagando ese argumento, a la vez de sostener que los americanos no eran vasallos o dependientes de los habitantes y provincias de España. Sólo al rey Fernando VII, si retom aba, debían entregarse nuevamente esos dominios. Es tos ecos de la tesis escolástica estaban impregnados por el ger men de otras ideas más recientes: mas entonces también, ense ñados por la experiencia de todos los tiempos, formaréis una cons titución impenetrable a los abusos del despotismo y del poder ar bitrario, que asegure vuestra libertad, vuestra dignidad, vuestros derechos y prerrogativas como hombres y como ciudadanos. También analizaba las formas de gobierno, inclinándose por la republicana o democrática. Pronto las noticias de los sucesos de mayo en Buenos Aires obraron como ejemplo a seguir. El gobernador general tomó una vez más medidas preventivas, y encarceló a varios criollos radi cales; en los hechos, esta medida condujo a su destitución. La oligarquía terrateniente intentó evitar mayores peligros, y deci dió maniobrar para mantener el control. El 11 de julio una reu
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nión de vecinos, en la Plaza Mayor de Santiago, pidió la desti tución de García Carrasco y recibió el apoyo de la Audiencia. En su lugar fue nombrado Mateo de Toro y Zambrano, Conde de la Conquista, un chileno, terrateniente enriquecido y cuyos ochenta y cinco años, y numerosos lazos familiares, lo hacían controlable por la oligarquía. Aún así, no pudo evitarse que la presión del núcleo patriota forzara el reconocimiento de la Jun ta de Buenos Aires. Los criollos partidarios de continuar hacia la independencia eran, todavía, minoritarios. El sector más combativo estaba conformado por Juan Mar tínez de Rozas, Juan Egaña, Manuel de Salas, Camilo Henríquez y Bernardo O ’Higgins. El 18 de setiembre se convocó un Cabildo abierto, y se votó la formación de una Junta de Gobier no. Quedó integrada por criollos y españoles, y pese a que los primeros eran mayoría, su composición podía estimarse como ciertamente moderada. Si bien fue constituida invocando la leal tad a Fernando VII, sus resoluciones profundizaron la separa ción con la metrópoli. Convocó un congreso para dar forma a un gobierno propio, con un plan elaborado por Juan Egaña, uno de los teóricos más lúcidos de la independencia. Decretó el libre comercio con las potencias aliadas de España —en los hechos, con Inglaterra— , o con los países neutrales, y modificó la fiscalidad colonial. Chile avanzaba, pensaban los criollos, hacia una rápida emancipación.
BIBLIOGRAFIA
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Para las Cortes de Cádiz e Hispanoamérica, puede consultarse: María Te resa Berruezo, La participación americana en las Cortes de Cádiz (1808-1814), Madrid, 1986; Dardo Perez Guilhou, La opinión pública española y las Cor tes de Cádiz frente a la emancipación hispanoamericana. 1808-1814, Buenos A i res, 1981; Cuadernos Hispanoamericanos. América y las Cortes de Cádiz, Ma drid, octubre, 1988; Mario Rodríguez. The Cádiz experiment in Central A m é rica. 1808 to 1826, University of California Press, 1978.
Capítulo IV LA INDEPENDENCIA, 1810-1820
Revolución en México L a Nueva España vivió, en 1810, una situación de nítido perfil revolucionario. Los primeros signos de crisis habían emergido ya en 1808, con los desacuerdos entre un Cabildo controlado por los criollos y el virrey José de Iturrigaray, acerca de la interpre tación del ejercicio de la soberanía. La tesis de una soberanía lo cal fue alentada, además, por algunos miembros del clero, entre los que destacaba fray Melchor de Talamanes. La controversia fue agravada por la intervención de la Audiencia, el Consulado y la Inquisición, cuyos miembros se mostraron recelosos de la lealtad de un virrey sospechoso de simpatías para con los fran ceses. Los peninsulares comerciantes y propietarios de minas y haciendas decidieron tomar el poder. Crearon una Junta, depu sieron al virrey, y dominaron la escena política. Con este acto quedaba cerrado el camino a todo cambio político. El denominado partido español se impuso en una región co lonial clave para la metrópoli; la represión contra los que aspi raban a instalar un poder local en representación de Fernan do VII, no sólo fue dura, se convirtió a la vez en un factor que estimuló el sentimiento antiespañol y reavivó los fuegos del na cionalismo mexicano, ya estimulado desde el siglo XVIII. Los criollos no estaban derrotados, y conspiraron para obtener sus objetivos, ahora más radicales. En 1813, fray Servando Teresa de Mier afirmaría que: En nuestro pacto invariable no hay otro pueblo americano súbdito de España, sino su igual; y puede ha cer lo que le parezca para gobernarse conforme convenga a su conservación y felicidad, que es la suprema ley imprescindible, y
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el fin de toda sociedad política. El golpe que el partido español había protagonizado en 1808, alteraba un delicado equilibrio y justificaba la reacción independentista, a los ojos de muchos crio llos. El' concepto de legitimidad del gobierno español sobre el virreinato quedó cuestionado por la acción de los peninsulares al destituir al virrey. El siglo XVIII había registrado un continuo ascenso de- la ex plotación minera, y Nueva España se había convertido en el prin cipal exportador de plata en la América española. La derivación de capitales, desde el comercio a la minería, contribuyó en los últimos decenios del siglo a la expansión económica del sector. La continuidad del vínculo con España era imprescindible para la burguesía comercial, dependiente de las firmas de Cádiz, y a la vez otorgaba un respaldo a los altos funcionarios coloniales. Pero el resto de la clase alta, mineros y terratenientes, no igno raba que su producción podía encontrar salida en el mercado mundial, y esperaban que el libre comercio les proporcionara in gresos más elevados que los recibidos de la metrópoli. Nadie pen saba, no obstante, en quebrar un orden colonial que beneficiaba a todos puesto que el dominio de España era trasladado por los criollos a los indios por medio de una suerte de colonialismo in terno. El resultado fue una cada vez más deteriorada existencia de las comunidades indígenas, acentuando el contraste entre la riqueza producida por la economía mexicana, y la pauperizada situación de indios y castas. En consecuencia, la amenaza de un estallido social tornaba imperioso el amparo de la autoridad de la Corona para unas clases altas donde se mezclaban peninsula res y criollos. Como en el Río de la Plata, la hacienda había cobrado una extensión considerable, en manos de los propietarios privados, que acumularon millares de hectáreas. Eran tierras, asimismo, utilizadas por debajo de sus posiblidades productivas, y confor maban, en muchas ocasiones, un aspecto del prestigio social de una familia enriquecida con los negocios o la minería. Título no biliario y tierras eran, al fin, signos de señorío. En muchas re giones, como México, Puebla, Veracruz, Querétaro, Valladolid, Oaxaca y Guadalajara, se constituyó una verdadera aristocracia social por la institución del mayorazgo. Esta situación permitió
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controlar los recursos locales; no sólo la tierra, sino también el crédito, por medio de los lazos de parentesco tejidos entre los miembros de las élites. De este modo podían integrarse, en un reducido núcleo de familias, la producción agrícola y el giro co mercial; a veces esta coordinación incluía las actividades mineras. También la Iglesia, pobre al llegar a Nueva España, se con virtió con rapidez en propietaria de tierras y mano de obra in dígena. Dos testigos de los primeros años del siglo XIX revelan la magnitud de estas posesiones y de la riqueza eclesiástica. Humboldt afirma que alrededor de las 4/5 partes de la propiedad terri torial estaban concentradas por la Iglesia; a su vez, el arzobispo de Michoacán, Abad y Queipo, denunciaba que los capitales hipo tecarios destinados a las obras religiosas sumaban un total de 44.500.000 pesos. Las tierras de propiedad privada y las de do minio eclesiástico avanzaron, con el tiempo, sobre terrenos co munales y pequeños predios indígenas, de modo que, al comen zar el siglo XIX, los indios despojados de sus tierras constituían una masa creciente que reclamaba las propiedades que habían pertenecido a sus antepasados. Además, estos grupos sociales in dígenas sufrieron el azote de las crisis agrícolas experimentadas por Nueva España en los últimos decenios del siglo XVIII y los primeros años del XIX. Entre 1790 y 1810 los precios del maíz ascendieron con rapidez; las hambrunas asolaron muchas regio nes, y la miseria campesina era denunciada con preocupación por los sacerdotes de provincias. Era éste un fenómeno que aterraba a los terratenientes. Los sucesos de la Vendée, en Francia, y los más cercanos de Haití, proporcionaban un ejemplo de lo que podía desencadenar un es tallido social. Es que el crecimiento demográfico en México era palpable, sobre todo en los últimos años, y cercano a los seis mi llones de habitantes. Los blancos, peninsulares y criollos, eran 1.300.000; los mestizos y castas, estimados en 2.400.000; los es clavos negros unos 10.000, y los indios ascendían a 3.100.000. La sospecha de que la rebelión de algún sector de esas masas su mergidas podía tener un efecto de arrastre y movilizar a las so cialmente más próximas, no era infundada. De ahí que, hacen dados y mineros, recelaran de toda innovación política. Su re sentimiento contra la metrópoli crecía, no obstante, espoleado
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por la idea de que los enormes recursos de México alimentaban la voracidad fiscal de la Corona, o se destinaban a fines que no estimulaban la economía del virreinato. Por otra parte, si el número de criollos instalado en la buro cracia virreinal había aumentado, les estaba vedado alcanzar las posesiones de mando y de poder real. Esta situación generó re sentimientos que dieron fuerza a la conciencia nacional. Los na cidos en Nueva España pensaron que era muy nítida la diferen cia de sus objetivos y los perseguidos por los peninsulares. To dos alentaban la esperanza de un cambio, sin embargo difícil de concretar en México debido al peso del partido español en el virreinato. Frente a los que deseaban drásticas transformaciones, estaban aquellos ubicados del lado peninsular, muchos de ellos favorecidos por títulos de nobleza, y los vinculados por su for tuna y lazos familiares con la fuerte emigración llegada desde Es paña en la segunda mitad del siglo XVIII. Pero esta misma olea da inmigratoria, dispuesta a ocupar los puestos más altos en la sociedad, actuó acrecentando el descontento criollo. Consolidó la tendencia decidida a desalojar a los peninsulares y hacerse con el poder. Era éste el clima que encontró Francisco Javier Venegas, designado por la Regencia como virrey de la Nueva Espa ña, en septiembre de 1810. Para entonces ya los criollos conspiraban y una evidencia de ello fue el complot desbaratado en Valladolid, el año 1809. El centro más activo, sin embargo, estuvo en Querétaro, y el con ductor fue un cura rural. Eran sacerdotes que conocían profun damente la situación de las comunidades indias, y en muchos ca sos poseían información sobre las nuevas ideas. Criollos profe sionales, integrantes de las capas medias ilustradas, e integran tes de la milicia, como Ignacio Allende o Juan de Aldama, com pletaban el grueso de los decididos a provocar un cambio políti co. Querétaro, situado en El Bajío, se convirtió en eje de la re volución. Por un lado tenía Guadalajara en la proximidad, un compejo agrícola-minero que superaba económicamente a Pue bla, y competía con la ciudad-puerto de Veracruz; por otro, exis tía en la región una población indígena numerosa, y negros esclavos. En 1810, la casa del presbítero José María Sánchez, donde tenía lugar una terturlia literaria, se había erigido en foco de la
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conspiración. El personaje clave entre los contertulos era el cura de Dolores, Miguel Hidalgo y Costilla, un criollo de clase me dia, lector de Rousseau y los autores franceses más radicales, que había sido interrogado por la Inquisición debido a su interés por las nuevas ideas. Admirador de Vasco de Quiroga, era un reformador social, impulsó el aprendizaje de oficios entre los in dios, y los criollos no se equivocaron al convertirle en jefe del movimiento revolucionario. Los campesinos formarían el grueso del ejército insurrecto; confiaban en Hidalgo, pero recelaban de unos criollos cuya explotación era más dura y más próxima que la administración española. El levantamiento estaba fijado para el 8 de diciembre de 1810, pero algunos revolucionarios fueron descubiertos y apre sados, precipitando así los sucesos. Desde Dolores, el 16 de sep tiembre el cura Hidalgo se dirigió al pueblo que concurría a es cuchar misa, incitando a la rebelión contra los peninsulares. El ejército inicial, reclutado en El Bajío, no era superior a los 600 hombres: lo integraban indios y mestizos mal armados. Pero un mes más tarde sus tropas superaban los sesenta mil efectivos. La bandera de los revolucionarios fue un lienzo con la imagen de la Virgen de Guadalupe, mientras a su paso se incorporaban mineros, trabajadores de las haciendas locales, e integrantes de la milicia. Pese a todo, los criollos no se destacaron por su nú mero entre las fuerzas de Hidalgo, aunque muchos de ellos ac tuaron como jefes de la revolución. La mayoría del ejército que seguía los pasos del cura de Dolores estaba integrado por una masa indisciplinada. Se caracterizaba por su ímpetu destructor de todo aquello que simbolizaba una dominación varias veces se cular. Se había desencadenado una guerra social en el proceso revolucionario. De las dos consignas lanzadas por los seguidores de Hidalgo, una de ellas: independiencia y libertad, y la otra: ¡viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines!, la pri mera tenía sentido para los criollos, pero en la masa se imponía la segunda. La rebelión se convertía en guerra contra una explotación pa decida por los blancos sobre indios y castas, y éstos atacaban a españoles y criollos realistas por igual, en las ciudades que caían en su poder. Era una revolución desde ahajo, y sus fuerzas caían
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sin control sobre el orden existente. San Miguel, Celaya y Va lladolid, experimentaron la muerte y el saqueo; en Guanajuato los defensores se atrincheraron en la alhóndiga y peninsulares y criollos fueron masacrados por indios y mestizos. La victoria so bre el general Trujillo dejó abierto el camino hacia Ciudad de México, donde un grupo de criollos denominado los guadalupes, conspiraba en apoyo de Hidalgo. Pero luego de un breve sitio éste decidió retirar sus fuerzas hacia el oeste, acosado por las tro pas del general español Félix María Calleja. Guadalajara había caído en manos de José Antonio Torres, un caudillo criollo que se incorporó al movimiento de Hidalgo. Convertida en capital de la revolución, desde allí el cura de Do lores dio a conocer varios decretos que demostraron su concep to social de las transformaciones a realizar. Decretó la abolición de la esclavitud y los tributos, derogó el sistema de castas, igua lando a la población, decidió confiscar los bienes de los españo les europeos y eliminó los monopolios. Comenzó a desplegar al gunas medidas de reforma agraria, destinadas a restituir sus tierras a los indios. Era, en definitiva, un intento de construir un nuevo orden económico y social. Los lugartenientes de mayor je rarquía entre los seguidores de Hidalgo eran criollos, pero los sa queos y ejecuciones realizadas por las masas insurrectas, la suer te corrida por las haciendas de El Bajío y las minas de Guana juato, destruidas por el furor revolucionario, atemorizaron a to dos. No sólo los peninsulares, sino también la mayoría de los criollos, que veían en la suerte seguida por sus iguales en la es cala social y en las medidas decretadas por los jefes revolucio narios, un ejemplo del peligro que amenazaba a sus propiedades y sus vidas. La dinámica del saqueo no era una novedad en las guerras del período, pero se convirtió en un problema para el progreso de la revolución. Por otro lado, la influencia de Hidalgo no avan zó mucho más allá de su zona de operaciones, que era inicialmente El Bajío. Contra Hidalgo se unieron peninsulares y crio llos, la Iglesia se pronunció contra él, e incluso un obispo refor mista como Abad y Queipo expresó su alarma ante el avance de las tropas indias. La posición de los jefes revolucionarios se de terioraba. Los realistas al mando de Calleja —que encontró
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fuerte apoyo en el norte, en San Luis de Potosí y Zacatecas, re giones de hacienda y minería— , lograron expulsar a Hidalgo de Guadalajara, consiguieron aislarlo y lograr su captura por una emboscada en Cohahuila. Hidalgo, Allende y Aldama fueron fu silados en 1811 y sus cabezas expuestas en Guanajuato. La revolución adquirió, sin embargo, madurez en política y acción. La guerrilla sustituyó a las indisciplinadas masas de Hi dalgo. Brotaron caudillos militares como Vicente Guerrero, M a nuel Félix Fernández, llamado Guadalupe Victoria, Nicolás Bra vo, y el cura Matamoros. A partir de 1811 las guerrillas inde penden tistas existían en El Bajío, en Zacatecas, en Puebla, en Oaxaca, en Veracruz, en San Luis y en Durango. Era un signo de que la idea de la independencia se había extendido. Y para encabezar la segunda etapa revolucionaria, otro cura rural sus tituyó a Hidalgo: tenía entonces 46 años y se llamaba José M a ría Morelos, un hombre nacido en Michoacán, y por su origen familiar más cercano a las clases populares que su antecesor. Se había distinguido como lugarteniente del cura de Dolores com batiendo en Acapulco desde 1811, y se convirtió en un eficaz con tinuador de la guerra independentista. La lucha conducida por Hidalgo, si tuvo propósitos de justicia social, y su proyecto era la independencia, no contó, en cambio, con un programa defi nido. Morelos intentaría elaborar ese programa sobre la base de tres puntos: declaración de independencia, un gobierno institu cionalizado y reformas económicas y sociales. También actuó con habilidad para modificar la imagen de fuerza incontrolada que te nían los ejércitos revolucionarios; mantuvo el símbolo de la Vir gen de Guadalupe, como representativa del nacionalismo frente a la Virgen de los Remedios levantada por los españoles, y de claró la primacía de la religión católica y el respeto a las propie dades de la Iglesia. Por un lado, disminuía los pretextos para una oposición de las altas jerarquías eclesiásticas y los criollos temerosos de las reacciones indígenas; por otro, respondía a una realidad mental en sus propias filas, puesto que difícilmente in dios y mestizos atacarían a una Iglesia que ejercía gran influen cia sobre ellos. Las fuerzas de Morelos crecieron en número, c incluso algu nos peninsulares se sumaron a la causa. Evitando un enfrenta
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miento decisivo con el general Calleja, logran tomar Oaxaca, y luego Acapulco, obteniendo el control de una importante región del sur, mientras Ignacio López Rayón operaba en El Bajío. D e cidió poner en práctica su política de institucionalizar la revolu ción, y convocó un Congreso en Chilpancingo, cuyas sesiones se abrieron el 14 de septiembre de 1813. Consideraba necesario mo dificar el régimen colonial en las zonas ocupadas por las fuerzas independentistas, organizar el gobierno revolucionario, e inten tar un reconocimiento exterior. El Congreso de A nahuac—como se llamó a la representación del pueblo mexicano, en expresión de nacionalismo— , ratificó a Morelos como general en jefe, y el 6 de noviembre de 1813 declaró: rota para siempre jamás y di suelta la dependencia del trono español. Aprobó una serie de me didas, inspiradas por el propio Morelos. Quedaron plasmadas así las reformas sociales ya promovidas por Hidalgo, como la abo lición de la esclavitud, el tributo y el sistema de castas: los nati vos de Nueva España se denominarían desde entonces america nos. Declaró, asimismo, extinguidas las deudas con los españo les europeos, decretó la confiscación de las propiedades del ene migo para la financiación los proyectos del nuevo Estado, y apro bó el retorno de los jesuítas a la enseñanza. Decidió la redistri bución de lo expropiado entre los vecinos pobres, eliminó las aduanas, y declaró que intentaba establecer un sistema liberal, opuesto al que hasta entonces regía el virreinato. Pese a los esfuerzos de Morelos para que los criollos se su maran a sus filas, invocando el espíritu nacional, éstos descon fiaron de su futuro en una realidad cuyos cambios políticos y so ciales escapaban a su control. Comenzó la declinación de la es trella militar y política de Morelos, con la intensificación de las campañas dé Calleja, designado virrey de la Nueva España. Con los refuerzos enviados desde la península, inmovilizó al jefe re volucionario en Acapulco durante algún tiempo, consiguió infli girle una severa derrota a Valladolid, y continuó su acoso, mientras Morelos se dirigía hacia la costa. En Apatzingán, el Congreso promulgó, el 22 de octubre de 1814, el Decreto cons titucional para la libertad de América. Seguía las normativas ela boradas por Morelos, y en muchos aspectos se inspiró en la Cons titución francesa de 1793. Según sus principios, la soberanía re
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side en el pueblo, y su representación en los diputados por éste elegidos. Era una incitación a los criollos para adherirse a una revolución de corte republicano, pero éstos no aceptaron la ofer ta. El jefe revolucionario continuó su marcha hacia Tehuacán, donde luego de una batalla que permitió huir a los congresistas, cayó en manos del ejército realista, integrado por mayoría de criollos. Juzgado por la Inquisición, Morelos fue condenado, acu sado de hereje, despojado de sus hábitos, y fusilado en diciem bre de 1815. Algunos jefes continuaron la lucha, entre ellos el guerrillero español Francisco Javier de Mina, que luego de com batir a los franceses, salió de España cuando fue restituido el tro no a Fernando VII, en Londres se afilió a las logias americanas, y llegó a México dispuesto a combatir el absolutismo. Allí, con escaso número de hombres mantuvo a raya en Guanajuato a las fuerzas del virrey Juan Ruiz de Apodaca, que había susti tuido a Calleja. En el sur, todavía libraron algunos combates Fé lix de Michoacán, y en Guadalajara Pedro Moreno. Pero el fu silamiento de Mina, en noviembre de 1817, y las cada vez más exiguas fuerzas de la guerrilla, hicieron pedazos la resistencia. El virrey Apodaca, con buen sentido político, ofertó una amnis tía, aceptada por muchos guerrilleros. Hasta 1820, la pacifica ción estuvo asegurada. Para entonces, los criollos que habían de fendido el virreinato sumando su peso numérico a los realistas, habían cambiado de actitud.
América Central: ensayos y fracasos El reino de Guatemala centró su autoridad en una Capitanía General y una Audiencia, cuya jurisdicción se extendía desde Chiapas hasta Costa Rica. Estaba constituido por Guatemala, ca beza jurisdiccional, El Salvador, Nicaragua, Honduras y Costa Rica. A partir de 1786, la creación de las Intendencias se exten dió a Chiapas, El Salvador, Honduras y Nicaragua, en cuya In tendencia se integraba también Costa Rica. La fragmentación, ya acentuada por los accidentes geográficos, se estimuló aún más con unas subdivisiones administrativas que respondían con fre cuencia a la demanda de los señoríos locales. Contribuyó, asi
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mismo, a unas divisiones internas, tan sólo moderadas por deci siones de la administración colonial, la disparidad de intereses comerciales de cada región. Mientras Guatemala mantuvo inter cambio regular con Nueva España, Honduras traficaba con la isla de Cuba por el puerto de Omoa, pero Nicaragua y Costa Rica comerciaron con Nueva Granada a través del istmo de Pa namá. No fueron ajenas a estas situaciones regionales las pug nas internas en cada provincia. Así, existió rivalidad entre Gua temala y Quetzaltenango, entre Alajuela y Cartago en Costa Rica y entre León y Granada en Nicaragua. El contrabando tuvo además .sus repercusiones, puesto que los ingleses comerciaron ilegalmente con la costa atlántica de Nicaragua y Honduras, es pecialmente en la región de la Mosquitia, donde se instalaron desde el siglo xvii. La población total oscilaba en poco más de un millón de ha bitantes, distribuida de manera desigual, puesto que aproxima damente la mitad se concentraba en Guatemala, en tanto que Ni caragua y El Salvador ocupaban el segundo puesto en el nivel de mográfico. También Guatemala contaba con la demografía más heterogénea, constituida por una numerosa población indígena, mestizos, peninsulares y criollos. En otras regiones, El Salvador mantiene una importante población indígena, mientras que en Honduras y Nicaragua, los indios habían quedado reducidos en número y dispersos geográficamente, y exhiben un predominio de mestizos; Costa Rica, que era una región más pobre y aisla da, con muy escasa población india, se revela mayoritariamente habitada por peninsulares y criollos que se ven obligados a los trabajos agrícolas. Con todo, los ingresos de la Capitanía Gene ral de Guatemala tienen como base el tributo indígena. Este no sólo proveía de mano de obra agrícola, sino que también era obli gado a producir textiles bajo el dominio de la administración. En la capital del reino estaban instalados los comerciantes más fuer tes, y en el siglo XVJII ejercen su dominio al concentrar las ope raciones más importantes del intercambio regional. Por otra parte, la reactivación de algunas regiones mineras, como en Honduras, al impulso de la política ilustrada, la nueva política fiscal, el hostigamiento de los contrabandistas ingleses, y el establecimiento del estanco del aguardiente y del tabaco, lo
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graron una mejor recaudación de impuestos. Produjeron, asimis mo, cambios en la sociedad local. Positivo para algunos sectores exportadores de la capital del reino, el centralismo se avenía mal con las demás regiones. De estas reformas, la minería se m an tuvo en un mediocre lugar, dadas las múltiples dificultades que debía enfrentar, y que se reflejaron en unos costos de produc ción nada alentadores. El "añil, cuya producción recibía num ero sos estímulos por su demanda mundial, experimentó un fuerte golpe cuando entró en competencia con la oferta de Venezuela, creciente desde comienzos del siglo x ix , y de las Antillas H o landesas. Pero sobre la exportación de este producto se edifica ba la riqueza de la poderosa burguesía comercial instalada en Guatemala, que logró consolidar un cuasi monopolio sobre los diversos productos regionales. Otro de los sectores importantes fue la hacienda ganadera, que se extendía por toda la franja del Pacífico. Pero el dominio de la gran hacienda era, sobre todo, amplio en Guatemala, en tanto que El Salvador tenía una propiedad de la tierra menos concentrada y de producción más dinámica. Una oligarquía de que explotaba la mano de obra indígena, mayoritariamente in tegrada por criollos, se vería pronto enfrentada, al igual que los productores de añil, con la élite comercial, por lo general de ori gen peninsular, al comenzar el siglo X IX . La guerra con Ingla terra desde 1796, introdujo inseguridades en el comercio de la región, y se tradujo para los productores en un descenso de los precios. Al mismo tiempo, el costo del conflicto gravaba con su presión fiscal a comerciantes, plantadores y ganaderos. Cuando, al igual que el resto de América, la Capitanía General de G ua temala se benefició del comercio con neutrales, y las tropas na poleónicas invadieron España, la crisis del orden colonial llegó a la región. Las reacciones no fueron, pese a todo, tan explosivas como en Nueva España. La decisión de Hidalgo, proclamando la in surrección, tuvo, sin embargo, algunos ecos en América Central. En verdad, nadie aspiraba a la independencia, pero sí existía un núcleo reformista que inició sus planteamientos en la Sociedad Económica de Amigos del País, hasta que fue clausurada en 1800. Las figuras relevantes de la élite ilustrada local eran el abo
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gado hondureño José Cecilio del Valle; Juan Bautista Irisarri, un salvadoreño que reunía la calidad de plantador y comercian te; Ignacio Beteta, responsable de la Gazeta de Guatemala, y también dos editores: Alejandro Ramírez y Simón Begáño. No se trataba de revolucionarios, sino de reformistas, y reclamaban la serie de transformaciones necesarias para el desarrollo econó mico y social de América Central. La Capitanía General era ejer cida en 1811 por José de Bustamante; si los cabildos demostra ron alguna agitación, y unos pocos criollos ilustrados mantuvie ron expectativas de algún cambio en el poder regional, en gene ral imperó la tranquilidad. Incluso el movimiento de noviembre de 1811, encabezado por el cura José Matías Delgado en San Sal vador, tuvo en su poder al Intendente, se apoderó de armas y de dinero fiscal, pero no encontró apoyo y pudo ser anulado con ra pidez. No obstante, en diciembre estalló en Granada una rebe lión encabezada que pudo incorporar a sus filas un millar de hom bres. Estaba dirigida contra el dominio de la ciudad de León. La lucha fue prolongada, pues los criollos tomaron el fuerte y se apoderaron de la ciudad, pero los peninsulares recurrieron a las fuerzas de Bustamante y los rebeldes sufrieron duros castigos. Los centroamericanos optaron por la vía de las reformas consti tucionales ofertadas por las Cortes de Cádiz; un camino clausu rado con el retorno de Fernando VII, la derogación de la Carta liberal, y la persecución de sus autores y simpatizantes. Quedaba cerrada, por consiguiente, la posiblidad reformista y surgieron nuevos intentos de lograr la independencia. En los primeros meses de 1814 queda al descubierto en San Salvador una intentona republicana, abortada por la captura de los cons piradores. Las Cortes de Cádiz habían removido a Bustamante de su cargo ese mismo año, y Fernando VII lo reincorporó. Su actitud, hasta entonces moderada, experimentó una drástica transformación. Dio comienzo a una persecución de los liberales criollos, clausuró la Gaceta de Guatemala en 1816, y consolidó el dominio sobre la colonia, imponiendo con rigor su autoridad hasta 1818, cuando fue reemplazado por el mariscal de campo Carlos Urrutia. Este militar amenguó la política represiva, y se ría durante su mandato que comenzaría a regir nuevamente la
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Constitución de Cádiz, luego de la revolución de Riego en 1820.
Venezuela: revolución y guerra social Si Alexander von Humboldt había opinado que las clases do minantes venezolanas no eran partidarias de la independencia, debemos recordar que la visión proporcionada por el Intendente Abalos en su Informe, señala todo lo contrario. Sin duda las transformaciones sociales experimentadas por la colonia en los últimos decenios del siglo XVIII no dejaron de inquietar a la oli garquía terrateniente; pero esos mismos cambios ofrecían, a los ojos de muchos criollos, amplias posibilidades de crecimiento si desaparecía la potencia dominante. De ahí que, en esa suerte de cruce de caminos que es el Caribe, las noticias de los procesos ideológicos de su época llegaran con rapidez, e incluso el mundo venezolano se vio agitado, con cierta periodicidad, por los ecos de revoluciones próximas y lejanas. Las nuevas ideas penetra ron con facilidad en el seno de las grandes familias criollas, y si el tradicionalismo parecía ser la mejor protección para unos plan tadores propietarios de miles de esclavos, no fueron pocos los que aceptaron con audacia las propuestas de cambio. Los acon tecimientos de 1810 demostraron que la ideología revolucionaria había impregnado una parte del cuerpo social; minoritaria, tal vez, pero animada de gran energía en los momentos decisivos. Esto no impidió que los resultados de la revolución venezolana cristalizaran en una terminología radical, atenuada por un mar co legal destinado a mantener el control social en manos de la aristocracia rural. La hacienda de cacao otorgaba a la economía venezolana una estructura esclavista, que se extiende sobre la costa. Hacia el Ori noco, en las tierras del interior, los Llanos desarrollaron una eco nomía ganadera, de características peculiares, donde la mano de obra libre se aliaba con una vida seminómada. Era el habitat del jinete de la sabana, los llaneros. Estos grandes espacios abiertos sirven, a la vez, de refugio a muchos desplazados por la rígida estructura colonial. Pero sin duda el espectacular crecimiento de la economía venezolana se debe al progreso de la hacienda de
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cacao. Esta se expande en la primera mitad del siglo X V III, y es la base de las inmensas fortunas dé los grandes cacaos. España era el destino de la exportación, y desde allí se distribuía a toda Europa. Hacia finales de siglo no sólo se había registrado un au mento de las exportaciones, sino también de los precios, en as censo desde 1770. Las 193.000 fanegas que según Humboldt pro ducían los cacaoteros a comienzos del siglo X IX , revelaban la po tencialidad económica de las plantaciones. No obstante, las guerras cortaban con demasiada frecuencia la conexión entre Ve nezuela y España, que era su principal mercado comprador. Las élites criollas se encontraron así, por un lado, frente al temor de una rebelión de las clases sometidas, y por otro ante la decisión de una eventual ruptura con la metrópoli, empujados por su in terés exportador y las incitaciones ideológicas de su época. Al comenzar el siglo XIX la sociedad venezolana se aproxi maba a los novecientos mil habitantes. Según Brito Figueroa, los blancos eran en total 184.727; el 19 por ciento eran criollos (172.727), y el 1,3 por ciento peninsulares (12.000). Este sector, que representaba el 20,3 por ciento de la población, dominaba la riqueza económica y las jerarquías sociales. Pero se trataba de un grupo social heterogéneo; existe otro sector de gente blan ca, los denominados blancos de orilla, dedicados al pequeño co mercio, las artesanías, y el trabajo asalariado. Los grandes ca caos, o mantuanos, propietarios de plantaciones, conformaban una aristocracia terrateniente, habituales moradores del medio urbano, también participaron en el comercio y la usura, pese a que el comercio de exportación-importación quedó, por lo gene ral, reservado a los peninsulares. Los pardos eran mayoritarios, y representaron el 45 por cien de la población, estaban someti dos a una situación de inferioridad social por su descendencia, y compartían su situación deprimida con blancos de orilla de as cendencia dudosa, mestizos y mulatos. El trabajo asalariado, como peón urbano o rural, era su posibilidad de supervivencia. Excluidos de las corporaciones de oficios y comunidades re ligiosas, en las iglesias eran registrados en el Libro de Pardos. La Real Cédula de 1795, llamada de gracias al sacar, abrió a este sector un portillo para el ascenso social, pues su compra permi tía borrar la condición de pardo, y derribar las barreras de cas
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ta. Esta nueva medida provocó un enfrentamiento entre el Ca bildo, reducto de la oligarquía mantuana, y desde el cual defen día unos privilegios que permitían la dominación criolla sobre el resto de la sociedad, y la Real Audiencia, que convalidaba las peticiones. A los negros esclavos, unos 88.000, había que sumar los 24.000 cimarrones escondidos en los montes, elevando la po blación negra a más de 110.000 personas. Constituía la mano de obra utilizada en las plantaciones, cuya permanencia estaba ase gurada por la legislación colonial. La población indígena total, estimada en algo más de 85.000, formaba comunidades instala das, por lo general, en los Llanos y en la selva. La revolución venezolana cobró nuevo impulso con el regreo de la misión enviada a Londres y la incorporación de Fran cisco de Miranda. Mientras hacían frente a los realistas, el Con greso general, instalado en Caracas en marzo de 1811, discutía la futura Constitución del nuevo Estado. Pese a que, en los he chos, sus delegados no hablaban en nombre de todas las provin cias —algunas de ellas estaban en poder realista y otras no se ha bían sumado a la revolución— , Venezuela es la primera en pro clamar la independencia de España, consagrada formalmente el 5 de julio de 1811 con la Declaración de Independencia de la Con federación Americana de Venezuela. El capítulo octavo de la Constitución incluía los Derechos del Hombre: la libertad, la igualdad, la propiedad y la seguridad. Se adoptaban así, los va lores emanados de la Revolución Francesa; derogaba las clasifi caciones de castas, suprimía la trata de esclavos —pero no de cretaba su libertad— , e instauraba un sistema electoral censúa l o , al igual que la Constitución francesa de 1791. Se daba forma a un sistema federal, bajo la influencia de la Constitución de los Estados Unidos de América del Norte, que colocaba los puestos de gobierno en manos de una oligarquía de terratenientes y co merciantes; un verdadero traspaso de poder en favor de los crio llos económicamente poderosos. Por lo tanto, el igualitarismo político no suprimía la desigualdad real, y esto tendría graves consecuencias para la república. El 30 de julio, los criollos die ron a conocer un Manifiesto al Mundo. Al tiempo de confirmar la voluntad independentista, constituía un canto a la fe en el pro greso, exponente de las ideas dominantes en su tiempo.
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Los revolucionarios debieron enfrentar coyunturas inéditas. Pero no sólo por el hecho de tener que luchar contra las fuerzas realistas, concentradas en Maracaibo, Coro y Guayana. Muchos criollos se mantuvieron fieles a Fernando Vil, y no compartían las cláusulas igualatorias de la Constitución. Por otra parte, la reacción contra Caracas estaba dirigida por el capitán de fragata Domingo Monteverde, un canario que atrajo a los isleños, y pro movió una revuelta de los negros esclavos y cimarrones contra los independentistas, una acción estimulada por el clero a ins tancias del arzobispo de Caracas. Tampoco los pardos se mos traron favorables a una revolución, cuyas cláusulas constitucio nales cercenaban sus legítimas expectativas. Mientras Venezuela se sumergía en el caos, los realistas infligieron severas derrotas a los patriotas, continuando su marcha hacia Barquisimeto. A esta situación se sumó el terremoto del 26 de marzo de 1812, que sacudió Tocuyo, La Guaira y Caracas, en un recorrido desde los Andes a las ciudades costeras. La destrucción fue inmensa, las víctimas se contaron por millares, y la Iglesia utilizó el sismo en favor de los realistas, predicando contra los novadores, que ha bían desconocido la monarquía de derecho divino, y atraído el castigo sobre sus partidarios. En estas circunstancias, Montever de logró imponerse en el occidente de Venezuela. Una situación tan crítica requería medidas drásticas, y las au toridades republicanas confiaron a Miranda el cargo de Genera lísimo y Director Absoluto. Los sucesivos fracasos de un hom bre acostumbrado a otro tipo de ejército, ya que sus tropas es taban lejos de la disciplina norteamericana o francesa, y las derrotas experimentadas por unas tropas de escasa disciplina y reducido armamento, desalentaron a muchos de los combatien tes. En julio, la caída de Puerto Cabello, cuya comandancia ha bía sido entregada a Bolívar, seguida por la de San Carlos y la entrada sin oposición de las tropas de Monteverde en Valencia, provocaron una crisis de confianza entre los patriotas. De acuer do con el Ejecutivo, Miranda entró en negociaciones con los rea listas, y firmó la capitulación de San Mateo el 25 de julio de 1812. Monteverde entró a saco en Caracas, ignorando todo acuerdo e inició una dura persecución de los criollos revolucio narios. El prestigio de Miranda se había derrumbado, y los jó
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venes que antes lo admiraban reaccionaron culpándolo de inca pacidad en el mando y de la derrota de la República. Cuando pasó a La Guaira, un grupo de oficiares venezolanos, encabeza do por Simón Bolívar, decidió su arresto y lo entregó al coman dante del fuerte, el español Manuel María Casas. Desde La Guai ra, Miranda fue conducido a Puerto Cabello y más tarde, en viado al penal de Cádiz, donde murió el 14 de julio de 1816. Entretanto Bolívar, de regreso en Caracas, utilizó sus influen cias para obtener un salvoconducto y dirigirse a Curasao. Monteverde-, en Caracas, mediante sus persecuciones, secuestros de bienes, e imposición de fuertes contribuciones destinadas a fi nanciar la guerra, hacía todo lo necesario para demostrar a los criollos vacilantes ante la causa de la independencia, que el re torno de los peninsulares iniciaba un duro régimen de domina ción. Bolívar, a su vez, luego de reunir un grupo de revolucio narios se dirige a Cartagena, en Nueva Granada, donde solicita ayuda para liberar Venezuela. En diciembre de 1812, Simón Bo lívar realiza la que constituirá una breve historia del fracaso de la primera república venezolana. Este documento será conocido como Manifiesto de Cartagena, y se trata, en los hechos de una reflexión sobre la experiencia recogida hasta el momento. Co mienza por atacar el sistema federal, adoptado por los venezo lanos, como débil e ineficaz', subraya la debilidad de los magis trados, que otorgaban el perdón a los contrarrevolucionarios, cu yos crímenes se dirigían contra la salud pública. La discrepancias entre las distintas regiones, a la hora de actuar, fue decisiva: Nuestra división, y no las armas españolas, nos tornó a la escla vitud. Hombre formado en las ideas de la Ilustración, Bolívar co mienza aquí a señalar la distancia existente entre la teoría y la práctica en el proceso revolucionario. Bolívar obtuvo sucesivas victorias en Tenerife, Mompox, Puerto Real, y en enero de 1813 tomaba Ocaña, desde allí cayó sobre Cúcuta, donde venció a las fuerzas realistas. Eran éxitos resonantes, unidos al avance de otro frente encabezado por San tiago Nariño, Manuel Piar y José Bermúdez, que derrota a Monteverde y se apodera de Cumaná. En Nueva Granada, Camilo Torres proponía nombrar a Bolívar, Brigadier ( ¡eneral del ejér cito de la Unión. En mayo, Bolívar y Antonio Nicolás Briceño
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penetraban en el occidente venezolano y liberaban Mérida; un mes más tarde tomaban Trujillo.' La guerra era terrible por am bas partes, y Monteverde, ante el rápido avance de los patriotas llevó adelante una política de terror, fusilando prisioneros, e in cluso simples sospechosos de simpatizar con los criollos. Bolívar dio a conocer entonces el decreto de Guerra a Muerte. Su pro pósito no era tan sólo intimidar al enemigo, tenía un profundo sentido político. Se trataba de dotar a esa guerra, contemplada por muchos como una confrontación civil, de un sentido nacio nal. Una idea ya esbozada en el Manifiesto de Cartagena, al plan tear la guerra contra los realistas como una guerra exterior. A partir del decreto de Guerra a Muerte, la lucha de los patriotas es presentada como un acto de resistencia contra un ocupante ex tranjero, contra el colonialista; los criollos, por su origen ame ricano, mefecen un tratamiento distinto al peninsular, conside rado como un invasor: Españoles y canarios, contad con la muer te, aún siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de Venezuela. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables. La unión de Simón Bolívar con el caudillo de Oriente, San tiago Nariño, se traduce en una serie de rápidas victorias sobre Monteverde; en agosto de 1813 los patriotas se apoderan de Ca racas. El Cabildo de la ciudad otorga a Bolívar el título de Li bertador y lo inviste de la autoridad suprema. Los contraataques de Monteverde no tuvieron éxito, y se vio obligado a refugiarse en Puerto Cabello, para retornar a España en 1814. Organizada una segunda república, esta vez centralizada en torno a Bolívar, unificadas las fuerzas revolucionarias y los peninsulares en reti rada, la independencia venezolana parecía consolidarse. Pero las acciones militares de reanudaron. Del lado realista, unido a Monteverde, combatía un caudillo de los Llanos, el asturiano José Tomás Boves. El gobierno de la primera república había promulgado, en 1811, la Ordenanza de los Llanos, en un intento de consolidar la propiedad privada y obligar al registro de los lla neros como trabajadores en alguna hacienda, las tensiones laten tes en una sociedad de dominadores y explotados afloraron en tonces con violencia. Cuando Boves comenzó a formar su ejér cito, la nueva reglamentación proporcionó uno de los motivos
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para atacar una república gobernada por los propietarios de ha ciendas. La divisa de Boves era: guerra a los blancos y reparto de sus propiedades entre indios y pardos. Se desencadenó una verdadera guerra social, y esas temibles montoneras, de hom bres semidesnudos y armados con lanzas, arrasaban todo a su paso. Las victorias se alternaban en uno y otro bando: Boves, unido a los jefes realistas Cajigal y Ceballos, avanza hacia Ca racas. Ceballos derrota a Nariño en la llanura del Arao, y Bolí var a Cajigal en Carabobo, pero en La Puerta, los patriotas su fren un descalabro ante las huestes de Boves. Desplazado a Bar celona, derrotado en Arangua, Bolívar se retiró finalmente a Cartagena. Mientras Boves arrasa Caracas, algunos caudillos pa triotas continúan la resistencia, entre ellos Manuel Piar y Fran cisco Bermúdez. No obstante, Boves y Morales les producen un descalabro en la Sabana del Salado, y luego en Urica; pero en ese encuentro el asturiano encuentra la muerte. Boves, en lucha contra los patriotas, había puesto en acción las fuerzas que derro taron a la segunda república, pero dio comienzo a una guerra de clases que haría ya inviable el retorno al orden colonial. En 1814, la causa de la independencia inicia un repliegue, pa ralelo al sufrido por la España liberal con el retorno de Fernan do vil. Mientras restaura el absolutismo en todo su vigor, el mo narca español prepara una expedición militar destinada a recu perar el dominio de las regiones americanas liberadas. Diez mil quinientos soldados en cuarenta y dos transportes y dieciocho na vios de guerra, al mando del general Pablo Morillo, un militar de sólida experiencia, zarparon de Cádiz en febrero de 1814. El propósito de Morillo es recuperar Nueva Granada, y luego de to mar Santa María —no sin un largo asedio— avanza por el río Magdalena, donde una exitosa campaña coloca la región en su poder. Si en Isla Margarita se mostró clemente con los prisione ros, en Caracas y Nueva Granada numerosos patriotas fueron castigados con prisión y la confiscación de bienes, que se hizo ex tensiva a muchos que no habían participado en acción alguna. Otros fueron fusilados, como los patriotas granadinos Camilo Torres, José de Caldas y Carlos Montúfar. lira un cambio drás tico de actitud y en nada favorecía a la causa realista. En mayo de 1815 Bolívar llegaba a la isla de Jamaica. Allí
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intentó atraer el interés británico en favor de la independencia de Venezuela, al tiempo que realizaba gestiones para reunir hombres y volver a la lucha. El documento conocido como Car ta de Jamaica es un lúcido examen sobre la revolución independentista hispanoamericana, un resumen de las ideas de Bolívar, y un manifiesto destinado a despertar la atención de las poten cias europeas sobre el destino de un continente donde, afirma, 16 millones de americanos defienden sus derechos o están opri midos por la nación española. Reclama la unidad, para formar de todo el Nuevo Mundo una sola nación', la unidad era necesa ria además, para culminar con éxito la conquista de la indepen dencia. Bolívar, que habla en nombre de los mantuanos y la bur guesía comercial caraqueña, analiza la posición de los criollos en el proceso de la independencia: un intento de controlar el poder combatiendo a los peninsulares, pero sin desatar la temida revo lución social en .los estratos inferiores. Puesto que no obtuvo la esperada ayuda británica, el Libertador se dirigió a Haití, donde Alejandro Petion, que por entonces gobernaba la república, lo recibió y le brindó su apoyo para liberar Venezuela. Se trataba de una importante contribución a cambio del compromiso de eli minar le esclavitud de los negros en las regiones liberadas. Desde Haití, Bolívar se dirigió a los cayos, donde se reunió con otros caudillos de la revolución: Nariño, Bermúdez, Briceño Méndez, Carlos Soublette, Antonio Zea y el escocés Mac Gregor. Designado jefe de la expedición, Bolívar desembarcó en Isla Margarita, y luego en Campano. La fuerza de 600 hom bres de apoderó de Ocumare y Maracay en julio de 1816, pero tan sólo para ser derrotados poco más tarde por los realistas. Nuevamente en Haití, rehizo sus tropas y en diciembre tocaba tierra firme; allí tomo contacto con grupos patriotas que comba tían al norte de Venezuela. Las operaciones se dividieron, y de jando a Nariño en su zona, el Libertador penetró hacia el Ori noco. Las actitudes de Morillo, disolviendo los ejércitos llane ros, decidido a confiar tan sólo en su ejército, tuvieron el efecto de desplazar esa masa combatiente hada las filas patriotas. Una carta del Libertador así lo reconoce: Los actuales defensores de la inde pendencia son los mismos partidarios de Boves, unidos ya con los blancos criolbs. A partir de entonces Bolívar se convierte en per
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sonaje admirado por los llaneros: las fuerzas patriotas adquieren mayor potencial con esos hombres surgidos de las profundida des de los Llanos, y por la incorporación de los negros, emanci pados por un decreto del Libertador en 1816. En julio de 1817 Angostura, sobre el Orinoco, caía en manos de los revoluciona rios. Se convertiría en los hechos en capital de la república ve nezolana; era una ciudad estratégica, con fácil acceso a diversas vías fluviales, y a los Llanos de Venezuela y Nueva Granada. La derrota, sin embargo, aguardaba una vez más a Simón Bo lívar. Mientras Páez y sus llaneros ponían sitio a San Fernando, el mes de marzo de 1818 las tropas del Libertador eran disper sadas de nuevo en La Puerta. R etirado hacia Calabozo, aque jado por la fiebre de los Llanos, navegó por el Orinoco hasta llegar a Angostura. Poco antes había convocado un Congreso; ahora debería presidirlo en plena crisis. Pero ese espíritu indo mable, que hizo escribir a Morillo en 1820: El es la revolución, no cedió ante las dificultades. En enero de 1819 se reunía el Con greso de Angostura; en él dará forma a uno de sus proyectos de mayor alcance: la creación de la Gran Colombia, integrada por Nueva Granada y Venezuela en un solo país. Para ello, aún de bía derrotar a Morillo y liberar casi toda la vasta región que as piraba a unificar. Finalmente, Bolívar fue nombrado presidente de la repúbli ca por el Congreso, pero delegó la jefatura de gobierno en A n tonio Zea y se dirigió al encuentro de José Antonio Páez, a ori llas del río Arauca; un batallón de legionarios ingleses marchaba a su lado. Evitaron un choque frontal con las fuerzas de Morillo y esperaron la llegada de la estación de las lluvias, una ayuda efi caz por su capacidad paralizadora para un ejército como el rea lista, cercano a los seis mil hombres. No dudaron, sin embargo en desarrollar acciones parciales, e incluso alguna de mayor en vergadura, como el combate librado por Páez y sus llaneros en las Queseras del Medio. Este revés hizo que Morillo regresara a Calabozo. La lluvia llegó, por fin, y con ella las dificultades para todos, pero Bolívar, con la legión británica, los llaneros y los je fes patriotas con sus diversas fuerzas, logró por fin reunirse con Santander en las estribaciones de los Andes. Era el mes de junio de 1819; a comienzos d d mes siguiente
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cruzaban las cumbres nevadas por su vertiente más difícil, el Paso de Pisba, en una acción calculada para sorprender a los realistas en Nueva Granada. Las muertes fueron numerosas durante esa impresionante escalada narrada por Daniel O ’Leary en sus Me morias. Pero el 7 de julio el ejército patriota, diezmado, sin pro visiones y sin cabalgaduras, llegaba al pueblecito indio de Sicha, al otro lado de la cordillera. A partir de allí debían enfrentarse al general español José María Barreiro, pero lo batieron en Gameza, y decisivamente en Pantano de Vargas. El 5 de agosto los patriotas ocupaban la ciudad de Tunja; la batalla de Boyacá es decisiva y el virrey Sámano huye dejando en poder de Bolívar y sus hombres la ciudad de Santa Fe de Bogotá, donde entran el 10 de agosto de 1819. Culminada la campaña de Nueva Grana da, el Libertador nombró presidente a Santander y un mes más tarde se encaminaba a Venezuela. Nuevamente en Angostura,, en diciembre de 1819 reúne un Congreso para cfictar la Ley Fundamental de la República de Co lombia; el nuevo país se dividiría en tres grandes provincias: Ve nezuela, Cundinamarca y Güito. A su vez, el Congreso designó a Bolívar como presidente provisional de Colombia, a Santan der para Cundinamarca, y a Germán Roscio para Venezuela. Las decisiones serían anunciadas en El Correo del Orinoco', con todo, la Gran Colombia quedaría materializada formalmente en el Congreso de Cúcuta, reunido en 1821. Entretanto, el cam biante espectro político de España actuó esta vez en favor de los patriotas. El pronunciamiento de Riego en 1820 paralizó la ex pedición que debía dirigirse hacia América. El restablecimiento de la Constitución liberal de Cádiz decidió al gobierno peninsu lar a establecer negociaciones con los patriotas. Era evidente el fracaso de la expedición de Morillo, cuyas fuerzas ahora debían ceder terreno. El cese de las hostilidades se firmó en Trujillo en noviembre de 1820.
La crisis de Nueva Granada La división, tan subrayada por Simón Bolívar en su discurso de 1812 en Cartagena, comenzó con el acto mismo de la convo
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catoria al Congreso en 1810. Algunas provincias enviaron repre sentantes, otras actuaron de forma independiente; una de ellas fue Cartagena, que convocó su propio Congreso en Medellín y proclamó el federalismo. Bogotá, entretanto, creó el Estado de Cundinamarca, que sería presidido por Antonio Nariño en 1811. Su gobierno, republicano y centralista, provocó la resistencia de varias provincias y éstas decidieron crear, con Tunja como capi tal, la Federación de las Provincias de Nueva Granada, cuyo pre sidente sería Camilo Torres. El sistema federal se imponía, y el propio Congreso de Bogotá abandonó la ciudad y renegó del cen tralismo. Nariño, abandonado por sus propios capitanes, con templó cómo sus adversarios políticos sitiaban Santa Fe de Bo gotá. En los hechos, esta lucha fratricida entre federales y cen tralistas revelaba la hondura de los intereses regionales, cuyo do minio defendían a ultranza los núcleos señoriales de cada pro vincia. Aunque se logró conciliar la paz, la vida de las jóvenes repúblicas tocaba a su fin. En julio de 1813 Cundinamarca de claró su independencia de España y derogó la constitución cen tralista que la regía desde 1811. Pero Santa Marta, un bastión contrarrevolucionario donde se afirmaron los realistas, recibió refuerzos desde Cuba y logró contener el embate de las fuerzas enviadas por Cartagena en 1812. Este hecho provocó cambios en la Junta: Manuel Rodríguez Torices fue nombrado Dictador y el oficial francés Labatut asumió el mando de las tropas. En enero de 1813, los realistas se veían obligados a refugiarse en Portobelo. No obstante, los españoles consiguieron recobrarse, consoli daron sus posiciones en el río Magdalena, aislaron Cartagena, y con las tropas conducidas por Juan Sámano amenazaron Bogotá desde el sur. Nariño, que obtuvo una primera victoria en Popayán, sería luego derrotado en Pasto; en esa acción cayó prisio nero para ser luego remitido a Cádiz, donde permaneció cautivo hasta 1820. Entretanto, el virrey del Perú, José Fernando de Abascal, aplastaba el movimiento insurrecto. Como ya se ha se ñalado, el intento de Bolívar, a instancias de Camilo Torres, cul minó en desastre: su incursión sobre el bajo Magdalena y los pro pósitos de liberar Santa Marta tan sólo cosecharon fracasos, en tanto Cartagena se resistía a aceptar su autoridad. I I año 1814
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clausuraba una etapa de la revolución colombiana con la recon quista realista. Como había advertido ya Simón Bolívar, en su Manifiesto de Cartagena en 1812: Nuestra división, y no las ar mas españolas, nos tornó a la esclavitud. La marcha de Morillo sobre Santa Marta y la caída de Cartagena, prepararon el cami no para que los realistas hicieran su entrada en Bogotá. Pronto el hinterland neogranadino estuvo bajo control del ejército rea lista, excepto algunas zonas donde la resistencia proseguía, ali mentada por guerrillas aisladas. Durante varios años, y hasta el cruce de los Andes por las tropas del Libertador, la región se con vertiría en centro de abastecimiento para el ejército realista.
La independencia en el Río de la Plata Si la transferancia del poder se había realizado sin derramar sangre, no se hicieron esperar las dificultades para la Junta de Mayo. Una línea de oposición, donde las autoridades locales re conocían al Consejo de Regencia instalado en Cádiz, se confor maba desde el Alto Perú, y continuaba por Paraguay, Córdoba y Montevideo. Santiago de Liniers, desde Córdoba, inició, a su vez, una campaña para combatir el movimiento revolucionario criollo. Era necesario legitimar la actuación de la Junta por el re conocimiento de las provincias del interior, pues de ello depen día la vitalidad del movimiento emancipador, y los patriotas de sarrollan entonces una serie de campañas militares. Liniers fue derrotado y fusilado en Cabeza del Tigre por un ejército coman dado por Castelli y Balcarce, que se enfrentó nuevamente en Suipacha con los realistas, liberando Potosí. Pero se trataba de un triunfo precario, dada la cercanía del poderoso foco españolista peruano. Paraguay, donde los prime ros síntomas inquietantes de la existencia de un grupo revolucio nario se manifestaron en 1809, juró, sin embargo, obediencia al Consejo de Regencia. Su resistencia frente a las autoridades de Buenos Aires se afianzó luego de la victoria del gobernador Ber nardo de Velasco sobre las fuerzas de Manuel Belgrano el mes de enero de 1811. La política de Buenos Aires, que pretendía eri girse en continuadora de la dominación colonial sobre el resto
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del hinterland, sufrió así un duro revés. Mientras tanto, los pa raguayos se movían en actitudes de apariencia contradictoria: en verdad, se oponían a la política centralizadora de la Junta de Mayo, no a la libertad, y ese mismo año Velasco sería depuesto en Asunción por un movimiento independentista criollo. El Triunvirato que se hizo con el poder fue sustituido por una Junta presidida por dos terratenientes: Antonio Yegros y Pe dro Juan Caballero, además del doctor Gaspar Rodríguez de Francia. Las gestiones de Buenos Aires para que la región acep tara su autoridad culminaron en el fracaso, y en octubre de 1813 un Congreso reunido en Asunción proclamaba la república, adoptando el Consulado como forma de gobierno. Un año más tarde se convocaba un nuevo Congreso que elegía como Dicta dor, por un plazo de cinco años, a Gaspar Rodríguez de Fran cia. Este sería nominado Dictador Perpetuo dos años más tarde, y mientras sometía a los estancieros, clase dominante tradicio nal, creaba en Paraguay un sistema de explotación de la tierra que recordaba vagamente al desarrollado por los jesuítas, pues to que el Estado controlaba toda la producción económica y el comercio. Por otra parte, sumergió el país en un aislamiento que tuvo repercusiones en las posibilidades de intercambio y gravitó en la sociedad. En la primer etapa de la revolución, el gobierno de Buenos Aires se encontró comprometido en dos frentes de lucha desde 1810: el Alto Perú, donde su ejército, vencedor en Suipacha, ex perimentó la derrota de Huaqui frente a los realistas, y la Banda Oriental, donde Montevideo, plaza fuerte y puerto privilegiado, se había convertido en reducto realista. La conducción del pro ceso revolucionario generaba nuevos problemas. Como José Luis Romero señaló con lucidez, los criollos ilustrados habían comen zado la revolución, pero la dinámica del proceso obligó a contar con los sectores sociales de provincias: Estos grupos respondie ron al llamado y acudieron a incorporarse al movimiento; mas ya para entonces el grupo porteño había sentado los principios fu n damentales del régimen político-social, y las masas no se sintie ron interpretadas por ese sistema que, como era natural, otorga ba la hegemonía a los grupos cultos de formación europea. Si en la Banda Oriental el sector urbano de Montevideo man
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tuvo su adhesión al Consejo de Regencia, en parte por la pre sencia de las autoridades virreinales, pero también a la espera de cosechar beneficios como puerto de tránsito hacia el interior de la región, en el medio rural crecía el malestar contra las au toridades españolas. La escasez de recursos de la plaza crearía nuevos problemas, cuando Elío intentó imponer un tributo a las poblaciones. Con el mismo fin se promulgó un bando del Go bernador Joaquín de Soria, en agosto de 1810, que exigía a los hacendados la regularización de la propiedad de sus tierras; una decisión que volcó muchos estancieros en las filas patriotas. Por otra parte, la Junta de Buenos Aires, logra la adhesión de José Artigas, quien prestaba servicio en la Compañía de Blandengues de la Frontera, cuerpo creado para reprimir el contrabando y pa cificar la campaña. Se incorporaba así a la revolución un hom bre de gran influencia en la región. En febrero de 1811 tiene lugar en Mercedes, cerca del río Uruguay, el denominado Grito de Asencio, que propaga la insurreción. Las fuerzas revolucionarias de la Banda Oriental se ar ticulan en la formación de milicias de paisanos, encabezadas por caudillos locales. Era lo que Artigas llamaba el ejército nuevo, integrado por los distintos estratos de la sociedad rural: peque ñas hacendados, campesinos, gauchos, peonas rurales, indios y esclavos fugados. Los motivos más diversos unificaban estas vo luntades, que conformaban una fuerza heterogénea por su arma mento. Sin duda los hacendados esperaban liberarse definitiva mente de las exacciones de la administración y de las trabas del monopolio; los paisanos, los gauchos, los negros esclavos, los in dios, expresaban antiguos resentimientos; los curas y los letra dos que se incorporaron a las filas artiguistas —la élite ilustra da— reivindicaban el derecho de los pueblos a ejercer su sobe ranía y escoger un sistema de gobierno. Una campaña tan rápida como efectiva dio la victoria, en una serie de encuentros armados, a las fuerzas conducidas por Arti gas. El 18 de mayo de 1811, luego de vencer a los realistas en la decisiva batalla de Las Piedras, en las proximidades de Mon tevideo, los revolucionarios cercaban la ciudad. El control del medio rural quedaba, en la Banda Oriental, en manos de Arti gas. Aunque el virrey Elío, en posesión del Apostadero naval do
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minaba aún el estuario del Plata. La revolución de Mayo podía dedicarse ahora, a consolidar su posición en Alto Perú. Los problemas internos de la Junta de Mayo comenzaban a salir a la superficie, y se sumaban a la resistencia de las provin cias. El radical sector morenista cobró fuerza en la primera épo ca de la Junta. Su postura ante los contrarrevolucionarios queda de manifiesto en su Plan de Operaciones. Durante su período como secretario de la Junta fue fusilado Liniers; en enero de 1811 fue creado un Comité de Seguridad Pública, al estilo de la Revolución francesa. Pero la falta de entendimiento con el gru po de Saavedra precipitó su renuncia; le fue confiada entonces una misión diplomática en Londres hacia donde partió en marzo de 1811, sin llegar a destino, ya que durante su viaje por mar so brevino su muerte repentina. No obstante, cuando Saavedra marchó hacia el norte con la misión de reorganizar los restos del derrotado ejército revolucio nario, se produjo la caída de la Junta Grande, que había incorpo rado en su seno a los diputados provinciales, sustituida por un Triunvirato, cuyo cerebro era Bernardino Rivadavia, uno de los políticos más hábiles del programa liberal. Ante la ofensiva desa tada por el general español Manuel Goyeneche sobre Tucumán, al frente del ejército del Perú, y el bloqueo de Buenos Aires por la escuadra del Apostadero naval de Montevideo, el Triunvirato aceleró la firma de un armisticio con Elío. Entre tanto, Portugal invadía laB'anda Oriental, pretextando el auxilio a los españoles situados en la plaza fuerte de Montevideo. En las filas artiguistas, la noticia del armisticio en octubre de 1811, provocó malestar; los habitantes de la campaña oriental se sintieron abandonados a su suerte por una decisión para la que no habían sido consultados. La consecuencia sería una emigra ción en masa, en la que participan las dos terceras partes de la población, siguiendo a su ejército. Esta masiva incorporación de familias enteras, que abandonaban sus tierras y sus hogares, al tiempo de consolidar la autoridad de Artigas agregó una enor me complejidad a las operaciones del ejército en marcha. En 1835, fray Monterroso afirmaba que la oposición al armisticio no fue el voto de un hombre, sino de un pueblo. Dos hechos inme diatos se derivaron de esa coyuntura: el enrarecimiento de las re
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laciones con el gobierno de Buenos Aires y la definición política del pueblo que había seguido al exilio al ejército artiguista. En 1812, no obstante, los acontecimientos en Buenos Aires experi mentan un nuevo giro. En enero, a instancias de Bernardo de Monteagudo, se crea una Sociedad Patriótica y Literaria, foco ra dical en homenaje a Mariano Moreno, que conspira contra el Triunvirato. En el mes de marzo, en una fragata inglesa, llegan varios mi litares, entre ellos José de San Martín y Carlos de Alvear; ha bían luchado en España, y en viaje a Londres fueron iniciados por Miranda en la logia Gran Reunión Americana. Con Mon teagudo formarán en el Plata la Logia Lautaro. Hacia el mes de junio se tuvo noticia de la jura de la Constitución de Cádiz; el sector contrarrevolucionario encabezado por Martín de Alzaga intentó un golpe de mano, pero fue descubierto y ejecutado con una treintena de conjurados, en tanto otros eran desterrados. Entretanto, Manuel Bejarano sustituía a Pueyrredón, y en sep tiembre, pese a las órdenes de emprender la retirada, remitidas por Rivadavia, derrotaba a las fuerzas realistas en Tucumán. Esta coyuntura causó la caída del primer Triunvirato. En el programa de los hombres de 1812, que formaban este segundo Triunvirato, figuraba la convocatoria a una Asamblea General Constituyente de las Provincias Unidas, que debería contar con delegados provinciales. Esta comenzó a trabajar en enero de 1813. Hasta el momento, los hombres de Mayo no habían decla rado la independencia. Para designar delegados y decidir las ins trucciones que éstos llevarían a la Asamblea, Artigas convoca un congreso de los pueblos. Finalmente, se aprueban como princi pios básicos la independencia absoluta de España, el sistema de gobierno republicano, la confederación y la autonomía provin cial. Prohibición, además, de imponer derechos sobre artículos importados de una provincia a otra, y de otorgar preferencia a los puertos de una provincia sobre ios de otra. Era un intento claro de eliminar todo mecanismo que privilegiara a los comer ciantes de Buenos Aires. Pero, como ha señalado Halperin Donghi, la Logia Lautaro, que entonces controlaba el poder, se proponía asegurar la con fluencia plena de la revolución rioplatense en la más vasta revo
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lución hispanoamericana, republicana e independentista. Y asi mismo, tiende a identificar la supervivencia de la revolución con la conquista y conservación del poder en manos de un determi nado grupo político. Y ese núcleo estaba conformado por la oli garquía porteña. Así las cosas, la Asamblea Constituyente re chazó a los diputados de la Banda Oriental, desconociendo la le gitimidad de sus poderes; en realidad, un paso en falso para la política del Triunvirato, puesto que los representantes llegaban poseyendo el mandato obtenido por una elección libre y so berana. Incluso la Asamblea postergó la declaración de independen cia, un postulado político de Artigas y del grupo de Monteagudo. Decretó la libertad de vientres, pero no la extinción de la es clavitud; derogó los títulos nobiliarios, los mayorazgos, abolió el tributo, la mita, las encomiendas, el yanaconazgo y declaró a los indios iguales en derechos a los ciudadanos. Los preceptos rusonianos y los Derechos del Hombre eran seguidos, en este aspec to, puntualmente. Sin embargo, tampoco redactó una Constitu ción, con lo que el nuevo Estado no cobraba forma institucio nal. El segundo Triunvirato fue también desplazado, en enero de 1814, esta vez por un Dictador Supremo de las Provincias Uni das, cuya elección recayó en Gervasio Posadas, un hombre del grupo alvearista. La unidad se mostraba difícil de alcanzar, no sólo por las dificultades externas, sino por las contradicciones in ternas de la revolución. San Martín, enviado por el segundo triunvirato para auxiliar al maltrecho ejército del Norte, amenazado por las tropas pe ruanas de! general Pezuela, emprendió la tarea de frenar al ene migo. Por un lado, intentó disciplinar el ejército; por otro, acu dió a jefes como Manuel Dorrego y Martín Güemes, cuyos gau chos practicaron el sistema de guerrillas contra los realistas. Los refuerzos esperados por San Martín no llegaban, y éste se retiró enfermo a Córdoba. En tales circunstancias, Buenos Aires, cuya política centralista era rechazada por las provincias, carecía de fuerzas para llevar la guerra al norte. El panorama en Europa era poco alentador. El retorno de Fernando vil sería seguido de un intento de acercamiento con la monarquía española por par te del Directorio, en tanto se enviaba también un representante
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a Londres para solicitar la protección de Inglaterra. Ambas ges tiones se demostrarían inútiles. Además, pronto llegaron al-Plata las noticias de la expedi ción de reconquista que se preparaba en España, en principio destinada allí, aunque luego se dirigió a Venezuela. Un año des pués de su nombramiento, Posadas renunció para ser sustituido por Alvear. Entretanto, la influencia del artiguismo se extiende por el Litoral y el federalismo recibe la adhesión de varias pro vincias. La idea política que permitía a cada región asumir su so beranía, era bien recibida por los caudillos locales y se comple mentaba con un fuerte sentido económico, pues pretendía rom per el monopolio de Buenos Aires. Así, Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe, Misiones, e incluso Córdoba, se integran en la Liga Fe deral que designará a José Artigas Protector de los Pueblos Libres. Desatada la represión contra el Litoral, considerado zona re belde por parte de Posadas, quien calificó a Artigas de traidor, los cambios en el gobierno de Buenos Aires hicieron disminuir las tensiones. Montevideo fue entregado por los españoles a las fuerzas de Alvear’ cuando hicieron abandono de la plaza. Los acontecimientos posteriores, renuncia de Posadas, situación di fícil de Alvear, apoyado por la Logia Lautao, pero cuestionado por las provincias y parte del ejército, ante la inminencia de la expedición española, decidió entregar la plaza de Monte video a las fuerzas de Artigas en febrero de 1815. Finalmente, la rebelión de Alvarez Thomas, en Fontezuelas, en nombre del Ejército Liberador, puso de relieve el aislamiento de Alvear, y precipitó su caída. Luego de un breve período de reajuste de fuerzas, Alvarez Thomas fue designado Director de Estado in terino, y se convocaba el Congreso de Tucumán. Por un lado se inauguraba el gobierno del Directorio, y ante la renuncia de Alvarez Thomas en abril de 1816, sería finalmen te nombrado Juan Martín de Pueyrredon; por otro, comenzaba a reunirse un Congreso con escasa representatividad, ya que no estaban presentes las provincias que-integraban la Liga Federal. El 9 de julio de 1816 los delegados declaraban independientes del poder español a las Provincias Unidas de Sudamérica. Este fue el único acuerdo que obtuvo el consenso nacional. En enero
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de 1817, una expedición militar, comandada por José de San Martín, cruzaba la cordillera de los Andes para ayudar a Chile en su lucha por la liberación. San Martín había proyectado esta operación como paso necesario para impedir la expansión de los ejércitos realistas desde el Perú. Trasladado a Buenos Aires dada la situación militar en la re gión, el Congreso aprobó en 1819 una Constitución que daba for ma a un sistema centralista, y privilegiaba a esta ciudad. Recha zada por las provincias, los caudillos regionales dieron comienzo a la creación de repúblicas independientes, entre las que se con taban Santa Fe, Tucumán, Córdoba, La Rioja y Entre Ríos. En viado por Buenos Aires contra los federales, Rondeau fue derro tado en la batalla de Cepeda, y el Directorio se vio obligado a concertar el Pacto del Pilar, eí 23 de febrero de 1820. En los he chos, las lanzas de los caudillos provinciales encabezados por R a mírez, llegaron hasta las cercanías de Buenos Aires* La antigua capital del virreinato quedaba aislada en sus proyectos. Con Mar tín Rodríguez como gobernador de la ciudad, y Bernardino Rivadavia en el ministerio de Gobierno, se iniciaba en 1821 una nueva etapa de la revolución rioplatense. Una guerra tan prolongada no podía menos que dañar el po tencial económico de la Banda Oriental. La explotación ganade ra había sido aniquilada, los peones rurales se incorporaron a la lucha, y el retorno de la paz encontraba una población sumida en la miseria. Y esta situación propiciará desacuerdos inevitables entre el Jefe de los orientales, instalado en su cuartel de Purifi cación, y los hombres de negocios parapetados en el Cabildo de Montevideo, cuando llegue el momento de adoptar medidas ex cepcionales. Tampofco fueron bien recibidas por este núcleo, que esperaba resarcirse con rapidez de las pérdidas de la guerra, su resuelta actitud para impedir la especulación con los abasteci mientos de la población y el ejército, o con la deuda pública y los gastos estatales. Pero la instancia más crítica fue sin duda, aquella en que se trató de reconstruir la economía rural por la aplicación de medidas que le enfrentarían con los intereses del poderoso núcleo de los hacendados. Pautas cuidadosamente elaboradas habían producido un ins trumento clave para la política social del artiguismo: el Regla
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mentó Provisorio de la Provincia Oriental para el fomento de la Campaña y la Seguridad de sus Hacendados, de 10 de septiem bre de 1815. A través de él se intenta m ejorar la suerte de los sectores marginados del mundo rural y, a la vez, disminuir el po der del gran latifundio. Se determinan las normas para la distri bución de la tierra: los terrenos repartibles son todos aquellos de emigrados, malos europeos o peones americanos... los negros li bres, los zambos de esta clase, los indios y criollos pobres, todos podrán ser agraciados en suerte de estancia si con su trabajo y hombría de bien propenden a la felicidad de la provincia. Una po lítica de subdivisión de la tierra que apuntaba a la justicia social, pero también a recuperar la economía de la provincia, basada en la ganadería y la agricultura. Claro es que el Reglamento lle vaba implícita también una finalidad política, dirigida a la am pliación de la base social del artiguismo y a consolidar la revo lución. Mezcla de ideales rusonianos y visión de las facetas más duras de la realidad en la región, los planes del gobierno artiguista estaban destinados a producir hondas transformaciones en la estructura económicosocial del país independiente. La iniciativa tiene como adversario tenaz a la burguesía crio lla, que pasará a la oposición al aplicarse el Reglamento y, pese a que existió una efectiva ocupación de tierras por los beneficia rios, la política agraria del artiguismo no logrará imponerse. Los sectores urbanos lesionados en sus intereses por el gobierno de la revolución conspiraban; también el Directorio desde Buenos Aires lanza una ofensiva para liquidar a este obstinado enemigo del centralismo, en tanto se negocia secretamente la invasión portuguesa de la Banda Oriental. No serán tampoco favorables los sucesos que tienen lugar en el ámbito de la Liga Federal, don de la autoridad del Protector disminuye a medida que le resulta adversa la suerte en su provincia, y Ramírez se prepara a reco ger la sucesión. Cuando Portugal invade el territorio, utilizando para ello tropas veteranas en la lucha contra Napoleón, ha co menzado la crisis del artiguismo. Pese a ello, la resistencia se pro longa casi cuatro años. Artigas sufre sucesivas derrotas, la más severa en Tacuarembó, y más tarde sobre las costas del Paraná. Se dirige entonces al Paraguay, donde solicita asilo a Gaspar Ro dríguez de Francia. Luego será internado en el interior del país,
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donde morirá en el exilio. Si el general portugués Carlos Fede rico Lecor entra en la plaza de Montevideo, y recibe las llaves de la ciudad de manos de una burguesía que espera, con Portu gal, un mejor horizonte para sus negocios, las zonas rurales sólo podrán ser pacificadas después de ün extenso período de lucha. Comenzaba, en la Banda Oriental, la etapa de dominación portuguesa.
Chile: de la Patria Vieja a O ’Higgins Una vez instalada la Junta, la situación de los chilenos era comprometida. La naturaleza dotaba al territorio de cierto gra do de aislamiento, proporcionado por la cordillera de los Andes al este y el océano Pacífico al oeste, completados en el norte por el desierto salitrero de Atacama. Pero esto mismo llevaba en sí cierto grado de debilidad en la situación revolucionaria, puesto que la ayuda desdé las regiones dominadas por los patriotas de bía enfrentar el obstáculo de las cumbres nevadas, en tanto que las fuerzas españolas, que dominaban Perú, tenían un acceso más fácil hacia los rebeldes chilenos. Al sur, los indios araucanos, que habían detenido a los españoles en la frontera del Bío-Bío, tam bién se defendían de cualquier penetración de los criollos. La po blación, difícil de estimar, osciló entre el medio millón de per sonas y las ochocientas mil, según las fuentes. De todos modos, habría que sumar a estas cifras alrededor de quinientos mil in dios al sur del país. Los mestizos eran una capa social numero sa, pues constituían más de la mitad de la población; los negros esclavos, en cambio, no superaban los cinco mil. En cierto modo, en Chile existían dos países perfectamente delimitados: el indí gena, al sur del Bío-Bío, y el criollo al norte. Era éste un pro blema de difícil solución, que afectará a la.sociedad independien te hasta la segunda mitad del siglo XIX. Entre las ciudades, poco numerosas, sobresalían Santiago, Valparaíso y Concepción. La explotación minera, la hacienda agrícola y ganadera —sobre todo las situadas en el valle central y en poder de una minoritaria aris tocracia rural— , junto con el comercio, labraron la fortuna de mu chas familias de la clase alta criolla, en tanto que la gran mayo
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ría de mestizos trabajaba cómo labriegos, peones zafrales, o en los yacimientos mineros. El peligro de las castas, casi inexistente, facilitó la cohesión de una oligarquía criolla que aspiraba a sacudirse la presión me tropolitana y expandir por su cuenta la economía del país. To dos los documentos que circularon en la época expresaban con claridad el punto de vista criollo, que tenía en fray Camilo Henríquez y Juan Egaña sus voceros más evidentes. La creación de un ejército de milicianos, integrado por unos mil quinientos hom bres, si no aseguraba el éxito de la revolución, sí demostraba una voluntad de asumir su defensa; sumado al Plan de Gobierno elaborado por Juan Egaña, los independentistas chilenos entra ban en una vía de no retorno. La Patria Vieja comenzaba su an dadura, y los criollos convocaron delegados de todas las provin cias para instalar un Congreso Constituyente. Pero mientras los sectores más radicales alentaban la idea de una definitiva inde pendencia, los conservadores, en abril de 1811, preparaban un golpe de mano para recobrar el poder y devolverlo a los penin sulares. El intento fracasó y los criollos fusilaron al coronel To más de Figueroa, líder del movimiento. Juan Martínez de R o zas, el dirigente más radical del gobierno criollo, había evitado el triunfo del golpe de Estado, y presionaba para dar comienzo al Congreso. No obstante, la coyuntura revelaba la existencia de tres fuerzas en pugna: los radicales, los realistas y los modera dos. Los últimos trataron de forzar una representación mayoritaria para Santiago, un hecho que finalmente dividió a los pa triotas, puesto que Rozas y sus radicales se retiraron, e instala ron en Concepción una Junta Provincial independentista. Era el momento de los hermanos Carrera. Uno de ellos, José Miguel, había regresado a Chile después de prestar servicios en España durante la guerra contra Napoleón. Sería uno de los pri meros caudillos de la revolución, surgido, como en muchas re giones hispanoamericanas durante la guerra independentista, de las filas de la milicia. La ineficacia y las vacilaciones de la Junta ante problemas de extrema gravedad, causados por el desacuer do entre las tendencias que en ella se debatían, habían generado un vacío de poder. José Miguel Carrera, secundado por sus par tidarios, tomó el cuartel de la fortaleza e impuso al Congreso
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una serie de condiciones. En noviembre de 1811 designó una nueva Junta de tres miembros: Gaspar Martí por la provincia de Coquimbo, de reciente creación, Martínez de Rozas por Con cepción, y él mismo por Santiago. Pero Martínez de Rozas se re sistía al pretorianismo de Carrera y no aceptó el nombramiento; su lugar sería ocupado por otro militar: Bernardo O ’Higgins. El acuerdo duró poco tiempo: Martín y O ’Higgins renunciaron y Carrera disolvió el Congreso al mismo tiempo que concentraba el poder en su persona. El caudillo gozaba de prestigio popular y anunció algunas re formas que, por su corte radical, aunque no vulneraban la es tructura económica y, por tanto, la hegemonía de unas clases al tas de cuyo seno él mismo procedia, fueron rechazadas por los moderados. También se le resistían iviarunez de- Rpzas y su gru po radical desde Concepción, por lo que resolvió desterrarlo. Pero durante el período de Carrera la revolución experimentó un giro ideológico radical, por la enorme difusión de las publi caciones periódicas. Este proceso fue captado, en muchos de sus aspectos, por fray Camilo Henríquez desde el periódico La A u rora de Chile. En verdad, la Patria Vieja se caracterizó, espe cialmente en el período de Carrera, por la proliferación de ma nifiestos, la expansión del periodismo, la celebración de las se siones de la Junta a puertas abiertas, la divulgación del presu puesto del Estado y los intentos de llevar la instrucción pública a capas más amplias de la población. También se intentó limitar la influencia de la Iglesia y emprender un reordenamiento admi nistrativo. Si durante algún tiempo la pertenencia de Carrera a la oligarquía criolla tranquilizó a los terratenientes, el giro po pulista de la revolución pronto alarmó a muchos de ellos. La lu cha de facciones en torno al gobierno de Chile era cada vez más aguda. En los hechos, se enfrentaban intereses locales, represen tados por los líderes independentistas de la aristocracia criolla. Las propuestas radicales de José Miguel Carrera, secundado por los propietarios mineros, amenazaban con una distribución de tierras entre los inquilinos situados en las extensas propiedades de la oligarquía terrateniente y conectaba con las aspiraciones de la masa de mestizos —trabajadores rurales, peones y arrieros— , que constituían la mayoría de su base social. Bernardo O ’Hig-
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gins, en cambio, reflejaba entonces los intereses de la aristocra cia terrateniente, productora de cereales y ganadería, defensora del libre comercio que la acercaba al mercado mundial por el in tercambio con Gran Bretaña y otros países, incluidos los Esta dos Unidos. Esto convertía el antagonismo entre O ’Higgins y Carrera en una pugna interoligárquica por el poder. La hegemonía de Carrera fue puesta a prueba por el virrey del Perú, Abascal, con el envío de fuerzas expedicionarias des tinadas a someter a los insurrectos del sur. En 1813, las fuerzas realistas invadían Chile; Carrera partió hacia el norte, pero su . intento de frenar el avance español culminó en derrota. Las fuer zas del almirante Antonio Pareja encontraron aliados en los con servadores chilenos de las regiones de Concepción y Valdivia, y aunque las fuerzas patriotas se consolidaron en el río Maulé, no lograron contener a sus enemigos. Bernardo O ’Higgins, sin duda con mejores dotes militares que Carrera, acudió a desalojar a los realistas de sus posiciones y consiguió liberar la zona del Maulé y del Itata. Estos episodios deterioraron el prestigio de Carrera, y determinaron su desalojo del poder, pero a corto plazo tam bién O’Higgins sería obligado a retroceder y los españoles avan zaron apoderándose de Valdivia, Talcahuano, Concepción y amenazaron la capital. José Miguel Carrera había caído prisio nero en Talca, y a este hecho siguió la victoria sobre los patrio tas en Cancha Rayada, pero O ’Higgins pudo establecer un en clave en el Maulé, dividiendo a los realistas. En mayo de 1814 se firmó el tratado de Lircay; los criollos se comprometían a re conocer la soberanía de Fernando VII, y las tropas españolas de bían retirarse hacia el norte. Sin embargo, el virrey del Perú re chazó el tratado. Entretanto, los hermanos Carrera habían logrado fugarse y retornaron a Santiago, donde Miguel retomó el poder. La tre gua fue rota por Abascal con el envío de una nueva expedición, esta vez al mando del coronel Mariano Osorio, quien derrotó a O’Higgins en Rancagua, pero no sin fuerte resistencia. En octu bre, los realistas entraban en Santiago y comenzó una feroz re presión, al tiempo que se intentaba una recuperación cabal de las instituciones del Antiguo Régimen. Osorio y, sobre todo su sustituto, Marcó del Pont, lograrían con sus vejaciones a los na
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tivos, como en otras regiones reconquistadas por las fuerzas rea listas, inclinar a muchos criollos vacilantes hacia la causa revo lucionaria. La Patria Vieja se derrum baba, mientras O ’Higgins y José Miguel Carrera se veían obligados a cruzar los Andes en busca del asilo argentino. Pero la fosa abierta entre criollos y pe ninsulares se había tornado ya insalvable. En enero de 1817, el ejército encabezado por San Martín co menzaba el cruce de los Andes. Estaba dividido en varias colum nas, que se encontrarían a comienzos de febrero en la cuesta de Chacabuco. Marcó del Pont, alertado del avance de los patrio tas, no acertó a tomar medidas ante una operación cuya trayec toria desconocía con exactitud. Entretanto, el ejército sanmartiniano se incrementaba con voluntarios chilenos, y contaba ya con unos cinco mil hombres. En febrero, la victoria de los patriotas en la llanura de Chacabuco obligó a los realistas a efectuar un repliegue hacia Talcahuano, una estratégica base naval. Santia go recibió con entusiasmo al ejército libertador. A San Martín le fue ofrecido el cargo de Director Supremo, que rehusó, y éste recayó entonces en Bernardo O'Higgins. Mientras, el argentino se dirigía hacia Buenos Aires, para preparar la segunda etapa de su plan: la marcha sobre Lima, el poderoso bastión realista. A su regreso, junto con el Director Supremo dieron a conocer en Santiago el Acta de declaración de la Independencia chilena. No obstante, las autoridades peruanas no habían abandonado aún sus proyectos de someter a Chile. Las fuerzas españolistas, co mandadas por Osorio y Ordóñez, cruzaron el río Maulé y en mar zo de 1818 batieron a los patriotas en Cancha Rayada. Pese a todo, el gran organizador que era San Martín, logró rehacer rá pidamente sus dispersas tropas y, aprovechando la indecisión de las fuerzas españolistas, derrotarlas en la decisiva batalla de Maipú. Fue a la vez providencial, pues los enemigos estaban ya en las proximidades de Santiago. Esta acción, diría San Martín, de cidió la suerte de América. El territorio chileno quedaba libera do, y los jefes encargados de la reconquista se retiraron al Perú. San Martín se dirigió nuevamente a Buenos Aires para comple tar sus planes de asaltar la frontera peruana, que coincidirían con la marcha hacia el sur de las fuerzas de Bolívar. Bernardo O ’Higgins asumió el cargo de Director Supremo de
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Chile como líder máximo de la revolución. Llegaba al poder lue go del período regresivo impuesto por Marcó del Pont, sucesor del general Osorio en el interregno español que se desarrolló en tre la Patria Vieja y la batalla de Maipú. Desde 1817 a 1823, en tonces, O ’Higgins presidiría los destinos de Chile independien te, con un gobierno personalista caracterizado por dos etapas. Durante la primera, gozó del respaldo de la mayoría de las cla ses altas y de los sectores populares; durante ese lapso intentó realizar ciertas reformas en la estructura social. La declaración de O ’Higgins afirmando que detestaba la aristocracia, parece quedar confirmada con su decreto para abolir los mayorazgos a mediados de 1818 y la orden de retirar los escudos nobiliarios de los portales de las casas, por considerarlos incompatibles con una república liberal. En verdad, la aristocracia chilena estaba representada por una escasa docena de títulos nobiliarios, pero resistió denodada mente como clase unas medidas que intuía precursoras de otras más profundas. Y su antagonismo contra el Director Supremo será definitivo cuando éste decrete un impuesto directo sobre la propiedad rural. El gobierno destinó, asimismo, esfuerzos a otros aspectos como la extensión del sector educativo y la inmigración, necesaria para el desarrollo del país. Para lo último, Juan Egaña fue un colaborador eficaz, pero el tema de la colonización era todavía prematuro en un territorio que no podía ofrecer seguri dades al inmigrante. En el plano social combatió el alcoholismo y erradicó fiestas como las peleas de gallos y las corridas de to ros por considerarlas sangrientas. Estimuló el desarrollo urbano, y muy pronto Santiago, Valparaíso y Concepción exhibieron im portantes transformaciones edilicias, y mejoras en el alumbrado y el pavimento. También culminó una obra —el canal del Maipo— iniciada durante el período colonial. Pe.ro la gestión eco nómica del gobierno, confiada a José Amonio Rodríguez Aldea, designado ministro de Finanzas en 1820, tuvo efectos negativos para la administración. Los comerciantes se enfrentaron con el ministro, y desde algunos sectores fue acusado, al parecer con bastantes razones, de utilizar el cargo para enriquecerse con la especulación. La oligarquía chilena hostigó a O ’Higgins, al mismo tiempo
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que la Iglesia, recelosa de un gobierno que decretaba la libertad de conciencia, controlaba sus actividades, y colocaba parcelas de la enseñanza en los cabildos, obligados a abrir escuelas. Pero también existían opositores en el exterior. Uno de ellos era José Miguel Carrera, que desde Montevideo, donde había encontra do asilo, estimulaba una propaganda contraria al Director Su premo. Cuando Carrera pasó a Buenos Aires, ejerció una fuerte influencia en ciertos grupos radicales chilenos, y éstos intenta ron desestabilizar el gobierno señalando la presencia de varios extranjeros —sobre todo argentinos— en la administración, y re celando de la conocida pertenencia de O ’Higgins a la Logia Lau taro. En 1818 José Miguel Carrera era asesinado en Argentina, y sus hermanos Luis y Juan José, fusilados en Mendoza. Fue un aspecto que arrojó sombras sobre el gobierno de O ’Higgins, por las sospechas que recayeron sobre su actuación en los hechos. Y para sus adversarios las dudas se convirtieron en certezas, cuan do el popular guerrillero independentista Manuel Rodríguez, después de movilizar a sus partidarios para pedir un Cabildo abierto en Santiago, fue capturado, trasladado a Quillota y ase sinado en el camino. La oposición crecía, y en julio de 1822, O ’Higgins disolvió el Congreso, donde anidaban fuertes resisten cias a su gestión, y convocó una Convención. Pero no pudo re sistirse a imponer sus ideas en el estatuto provisional aprobado. La Constitución no sólo instauraba un ejecutivo fuerte, sino que también demostraba desconfianza hacia el ejercicio de la volun tad popular. Al hecho de haber intervenido directamente en las elecciones, se sumó el que O ’Higgins pretendiese continuar como Director Supremo durante el período dé seis años previsto por los nuevos comicios. El descontento crecía entre la población, sobre todo en las provincias del sur, una región que no conseguía superar su po breza; en el ejército existía temor al cese de pagos por una ha cienda que evidenciaba un preocupante marasmo, y también por que el estado de guerra parecía eternizarse, como consecuencia de la continua amenaza de una invasión realista desde el Perú. Por otra parte, las provincias estimaban que esta constitución centralista estaba dirigida a limitar sus autonomías. La coyuntu ra tenía suficientes ingredientes para hacer aflorar una reacción
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violenta contra el gobierno, y asi ocurrió. El general Ramón Frei ré, Intendente de Concepción, y militar de la Patria Vieja, re chazó el acatamiento de la recién aprobada Constitución. Era una ruptura con el poder central que tuvo en el norte la adhesión de Coquimbo; otras provincias las siguieron, mientras en Santiago los pasquines en los muros reclamaban una asamblea popular. Entretanto, San Martín, de regreso desde el Perú, rehusó inter venir en un problema interno, y con él Thomas Cochrane, el es cocés que había dirigido la escuadra del Pacífico. Enero de 1823 marcaba el término del gobierno de O ’Higgins. El día 28 de ese mismo mes se vio forzado a transferir el poder a una Junta Na cional, integrada por Agustín Eyzaguirre, José Miguel Infante, Mariano Egaña y Fernando Errazúriz. Cuando seis meses más tarde se embarcó rumbo al Perú, ya no regresaría al país por cuya independencia había combatido.
BIBLIOGRAFIA
La producción historiográfica sobre el período de la independencia, copiosa hasta la década de los años cincuenta, se ha reducido sensiblemente en los países latinoamericanos, desplazada por temáticas más próximas a la actualidad. Exis te, no obstante, un significativo número de obras que ofrecen nuevos enfoques, sobre la base de renovadas investigaciones. Junto a ellas, algunos trabajos ante riores mantienen toda su vigencia. Para la independencia mexicana: Cue Canovas, Agustín, Historia social y económica de México. La revolución de independencia y México independiente hasta 1854, México, 1954; Flores Caballero, Romeo, R., La contrarrevolución en la independencia. Los españoles en la vida política, económica y social de Méxi co (1804-1838), México, 1973; González Navarro, Moisés, El pensamiento p o lítico de Lucas Alamán, M éxico, 1952; Hamill, Hugh M ., The Hidalgo Revolt: Prelude to Mexican Independence, Gainesville, 1966; GARCIA RUIZ, Alfonso, ' Ideario de H idalgo, M éxico, 1955; Florescano, Enrique, Precios del m aíz y cri sis agrícolas en México (1708-1810), M éxico, 1969; VlLLORO, Luis, La revolu ción de independencia, M éxico, 1953; Teresa De Mier, Fray Servando, Idea rio político (Prólogo, notas y cronología de Edmundo O'Gorman), M éxico, 1944; Morelos y Pavón, José María, Documentos, Morelia, 1965. Sobre Venezuela, pueden consultarse, además de Brito Figueroa, Federi co, Historia económica y social... (cit. en el cap. I); Parra-Perez, Caraccio-
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Capitulo V LA INDEPENDENCIA, 1820-1830
Los nuevos Estados en el Río de la Plata
A
partir de 1820, con el ejército de San Martín en Perú, y Chile independiente, Buenos Aires podía comenzar a organizar el Es tado revolucionario. Pero el rechazo de la Constitución de 1819 por las provincias, así como la derrota en la batalla de Cepeda y el Pacto Federal que puso fin al conflicto, colocaban a los hom bres del Directorio en una difícil posición. El paseo de las hues tes federales, las temidas montoneras, por las calles de la ex-capital del virreinato, fue un espectáculo insólito para los porte ños; pero deberían acostumbrarse a él, pues la historia de la con solidación nacional depararía momentos similares en el futuro. Finalizada la etapa independentista, se abría el período de en frentamiento entre los partidarios del sistema federal y los cen tralistas, que serían denominados unitarios. Entre los hombre de Buenos Aires reinaba confusión y agitación política, que pro piciaron algunos intentos de reacción ante los federales. Juan Ra món Balcarce primero, y Carlos de Alvear luego, intentaron ha cerse con el poder. La pugna entre los adversarios del gobierno, encabezados por Manuel Dorrego y su Partido Popular, y los directoriales, lide rados por Manuel Rodríguez, cabeza dirigente del Partido de' Orden, culminó en el acceso de este último al poder. El apoyo militar de los llamados Colorados del Monte, que dirigía Juan Manuel de Rosas, fue decisivo para m antener a Rodríguez en su puesto. En poco tiempo emergía de nuevo la amenaza de guerra civil entre Buenos Aires y las fuerzas federales de provincias, en cabezadas por Estanislao López, caudillo de Santa he. Se logró.
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no obstante, concertar la paz con López, no así con Francisco Ra mírez, que había creado la República Entrerriana. Pero en el de sarrollo de las hostilidades abiertas con Buenos Aires y que en frentó a las provincias entre sí, en julio de 1821 encontró la muer te el caudillo de Entre Ríos. Mientras tanto, Buenos Aires re construía laboriosamente su hegemonía, e intentaba remontar una coyuntura adversa, donde el marasmo financiero era una nota destacada y el comercio exigía severas medidas para reco brar su importancia. Con el regreso de su misión en Europa, revestido del presti gio de haber estado en contacto con prestigiosas figuras de su tiempo, Rivadavia se encontró encumbrado al cargo de ministro de Gobierno. El inicial proyecto de formalizar un Estado inte grado por todas las provincias había quedado, en definitiva, des dibujado por la situación regional imperante. En los hechos, es tas aspiraciones habían sido desplazadas por una lucha entre pro vincias, que destruyó la unidad, y creó en su lugar un equilibrio inestable sobre la base de pactos. Era el fracaso de las propues tas de los hombres de Mayo, pero Rivadavia supo sacar partido de esa instancia histórica y desarrollar la potencialidad que a Buenos Aires le brindaba su puerto, tradicional destino desde ul tramar. Esto le permitía disponer de las rentas de aduana, y la finalización de la guerra propició la expansión ganadera, incre mentando el número de cabezas en las haciendas. Los numero sos representantes de firmas comerciales inglesas ya instalados en la ciudad acrecentaron la exportación y la importación de mer cancías. La burguesía comercial se recuperó en torno a la acti vidad portuaria, pero ahora los nativos habían sido desplazados por británicos que, no sólo controlaban las importaciones, sino que dominaban los circuitos de comercialización y las finanzas. La tierra se convirtió en el refugio de las fortunas criollas. La oligarquía, si perdió pie en el comercio con el exterior, por cuyo dominio tanto había luchado durante el período colonial, mantuvo la hegemonía sobre la producción ganadera, por la con centración en su poder de estancias cada vez más extensas. Bue nos Aires reemplaza, en la exportación de cueros con destino a Gran Bretaña, a una Provincia Oriental en poder de Portugal pri mero y luego de Brasil, y a un Litoral que intentaba recuperarse
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de los estragos que las prolongadas contiendas producían. Para ello fue necesario ampliar el territorio ganadero, y este •proyecto cristalizó a expensas de los indios. En 1824 Martín Ro dríguez, bajo la influencia de las ideas que Rivadavia cosechara en su estancia europea, puso en marcha la primera Cafnpaña del desierto. Los preliminares habían comenzado con la fundación de Tandil el año a n te ria ; en 1825 se libraba una guerra contra los indios que intentaban recuperar sus territorios, hasta expul sarlos hacia la cordillera. Entretanto, Juan Manuel de Rosas con solidaba esa frontera implantando una serie de fuertes militares hasta las orillas del Atlántico. Se trataba de una frontera con flictiva, sin embargo, como lo revelan los relatos de José H er nández, en su Martín Fierro, cincuenta años más tarde. Rivada via era el hombre llamado a estimular el poderío de esa nueva clase terrateniente que era la base de la producción exportable de Buenos Aires. De tal modo, las enormes extensiones del territorio arreba tado a los indígenas fueron entregadas en enfiteusis —un sistema de arrendamiento a largo plazo de la tierra pública mediante el pago de un canon— a los ganaderos, pero los mayores benefi ciarios fueron, sin duda, aquellos que rodeaban a Rivadavia. En definitiva, la ley de enfiteusis estimuló la formación de latifun dios aún más extensos concentrados en grandes familias terrate nientes y de comerciantes, como los Anchorena o los Santa Co loma. La producción ganadera exigía la pacificación de las áreas rurales y mano de obra, de manera que los decretos exigiendo a los habitantes de la extensa campaña argentina la papeleta de conchabo, que sólo podían firmar los propietarios de estancias, tenían un doble propósito. Por un lado, proporcionar trabajado res a los ganaderos; por otro, pacificar la zona rural. La caren cia de este certificado puso a los gauchos en peligro de ser en viados a una frontera en perpetua lucha con el indio. Rivadavia transformó la Junta de Representantes de la Pro vincia de Buenos Aires en una Junta Constituyente. Era un in tento de otorgar al gobierno de Buenos Aires una fisonomía aproximable a los modelos europeos. Decretó una ley de amnis tía. creó una serie de sociedades científicas y literarias, como la Sociedad Literaria, la Sociedad de Música y la de Ciencias Exac
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tas; decretó la creación de la Universidad de Buenos Aires; ini ció una reforma militar —aunque el propósito real era deshacer se de los oficiales desafectos al gobierno— ; e inició una serie de levas para erradicar de la ciudad y la zona rural los elementos considerados indeseables. Cuando abordó la reforma religiosa, creció la oposición, amparada en una campaña de defensa de la Iglesia que incluso Mariano Moreno había procurado evitar al decidir la publicación del Contrato Social. En 1822 crearía una institución que, si bien imprescindible para la modernización del Estados nacionales en Hispanoamérica, sus condiciones fueron leoninas, puesto que los intermediarios percibían el treinta por mismo tiempo, al promediar el año obtuvo un préstamo por un millón de libras de la banca Baring Brothers. Como todos los concedidos por los británicos a los exangües Estados nacionales en Hispanoamérica, las condiciones fueron leoninas, puesto que los intermediarios percibían el treinta por ciento de comisión, y la casa Baring imponía gravosas condicio nes. Finalmente, según los decretos del gobierno, la deuda pú blica quedaba garantizada por las propiedades muebles e inmue bles de la Provincia. El Congreso Constituyente inició sus sesio nes en diciembre de 1824, con la concurrencia de las provincias, dadas las garantías ofrecidas por Buenos Aires, bajo el gobierno de Juan Gregorio Las Heras. En el mes de enero, quedaría san cionada la denominada Ley Fundamental; se confiaba proviso riamente el Poder Ejecutivo de la Nación a Buenos Aires, mien tras se concertaba una carta constitucional acorde con los inte reses de todo el territorio. Entretanto, Rivadavia emprendía otro viaje a Londres. En 1823 Carlos de Alvear y Tomás de Iriarte viajaron a Lon dres primero y Estados Unidos más tarde, con el objetivo de ob tener el reconocimiento de ambas potencias para la independen cia argentina. El momento era propicio; la revolución liberal de Riego había paralizado una expedición de reconquista cuya pers pectiva no pareció atraer a los propios oficiales que debían diri girla; el Trienio Liberal debía enfrentarse, a su vez, a la inva sión de los Cien Mil Hijos de San Luis propiciada por la Santa Alianza. La Declaración del presidente de los Estados Unidos, James Monroe, en 1823, y la serie de misiones británicas a dis
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tintas regiones hispanoamericanas, auguraban cambios positivos para los países recién independizados. La política internacional por un lado, y la decisiva victoria de los patriotas en Ayacucho, el 9 de diciembre de 1824, por otro, decidieron al gobierno bri tánico. Ese mismo mes, Lord Canning puso en conocimiento de las cancillerías europeas que Gran Bretaña reconocía la indepen dencia de los nuevos Estados de Hispanoamérica. En 1825 la re gión del Río de la Plata se vería sacudida por la acción de un gru po de patriotas que combate, en la Banda Oriental, por liberar la provincia de poder de Brasil. Al finalizar ese mismo año, Rivadavia, el ideólogo de los cambios modernizadores regresaba nuevamente desde Europa. Desde 1821 hasta 1824 había puesto en marcha su proyecto como ministro de Gobierno; todo su diseño estaba apoyado en la producción ganadera para acelerar una entrada satisfactoria en el mercado mundial, al tiempo que intentaba crear los mecanis mos financieros imprescindibles y fomentar una inmigración que no llegó entonces a cristalizar. Los límites de su propuesta esta ban señalados por la guerra y los desacuerdos con las provincias, por lo que su desarrollo no superó las fronteras de la región con trolada por Bueqos Aires. Pero cuando el Congreso Constitu yente finalizó su labor, surgía un Estado que sería denominado Provincias Unidas del Río de la Plata, regido por una Constitu ción centralista. Rivadavia sería designado presidente desde comienzos de 1826, y su primer problema fue la guerra con Brasil, que si trans curría con la derrota de los enemigos en tierra, sobre todo por la acción, en la Banda Oriental, de los ejércitos comandados por Lavalleja y Oribe, desde el mar la escuadra brasileña bloqueaba con bastante eficacia el puerto de Buenos Aires, pese a los es fuerzos de la flotilla de William Brown por defender el estuario del Río de la Plata. Los gastos de la guerra se unieron a la crisis financiera provocada por el declive de la actividad comercial. Esta situación no sólo causó una demora en los pagos del em préstito concertado con la casa Baring Brothers, sino que el Es tado recurrió, en su asfixia económica, al recién creado Banco Nacional. El descenso de las exportaciones agravó la tensión, ya latente, con sectores de hacendados que estimaban demasiado
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gravosos los impuestos del gobierno unitario. Pero la crisis final del gobierno Rivadavia tendría un detonante en su gestión cen tralista, que le opondría a los caudillos provinciales. En 1827 se alineaban frente a Buenos Aires: Córdoba, enca bezada por Bustos; La Rioja, dirigida por Juan Facundo Quiroga, seguida por Catamarca; y Santiago del Estero, comandada por Ibarra. Rechazaban el proyecto unitario y su Constitución. Por consiguiente, Rivadavia decidió evitar una nueva guerra ci vil y dimitió. El sistema rivadaviano se derrumbó con él: el Con greso se disolvió, fue restablecida la Junta de Representantes de la Provincia, y ésta encomendó al mando a Manuel Dorrego. Pese a sus esfuerzos por controlar el caos financiero y buscar un consenso entre Buenos Aires y las provincias, fue derribado a su vez por un movimiento militar que tenía como jefe al general Juan Lavalle, y fusilado en diciembre de 1828. La inestabilidad política imperante abrió un vacío de poder. Juan Manuel de Ro sas, que había defendido a Dorrego, encontró un aliado en Es tanislao López, el caudillo de Santa Fe, y derrotó a Lavalle, quien buscó refugio en Montevideo. En 1829, Rosas, un hacen dado de la provincia de Buenos Aires investido de un enorme prestigio popular, asumía el cargo de gobernador, con faculta des extraordinarias. En la Banda Oriental, la década de los años veinte se inicia bajo el dominio portugués. Lecor, que supo rodearse de una se rie de aliados entre los comerciantes y las clases altas de Mon tevideo, intentó consolidar la anexión del territorio convocando un denominado Congreso Cisplatino, que tuvo lugar al prome diar el año 1821. La coyuntura surgida en España en 1820 tuvo también su repercusión en Portugal, y las Cortes lusitanas, do minadas por los liberales, exigieron el retorno de Juan VI, al tiempo de crear expectativas entre los habitantes de la Banda Oriental, como consecuencia de los cambios políticos experimen tados en la Península Ibérica. Entretanto, se producía la inde pendencia de Brasil, proclamada por Pedro I en el Grito de Ipiranga. Los patriotas de Montevideo iniciaron entonces un movi miento revolucionario plasmado en el Cabildo, pero desbarata do por las tropas de Lecor. La conspiración fue desde entonces la fórmula empleada por los residentes, y surpin n m enripiad se
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creta denominada Los Caballeros Orientales, que estableció co nexiones con los patriotas exiliados en Buenos Aires, destinadas a recaudar fondos y preparar la expulsión de las tropas ocu pantes. No había sido ajeno a esta reacción el dominio que los por tugueses habían ejercido sobre el comercio de Montevideo, frus trando las expectativas de la burguesía mercantil local y la oli garquía ganadera, ambas configuradas alrededor del puerto ex portador. En verdad, se había instalado una estructura neocolonial, beneficiaría del núcleo comercial conformado por británi cos y portugueses, en tanto que los nativos debían soportar los gastos de las fuerzas de ocupación. No sólo se extraía ganado por la frontera con destino a Brasil, amenazando agotar las exis tencias de vacunos en la provincia, sino que también la propie dad de la tierra comenzaba a cambiar de manos en favor de un crecido número de portugueses. En Buenos Aires, un importante sector de saladeristas y ex portadores favoreció los proyectos de independencia de los hom bres de Montevideo, puesto que la Banda Oriental era una im portante reserva ganadera cuya posesión interesaba recobrar. Por consiguiente, fue posible financiar la llamada Cruzada Li bertadora; una expedición integrada por treinta y tres hombres cuyo mando estaba confiado a Juan Antonio Lavalleja. Esta atra vesó el río Uruguay y penetró en la Banda Oriental el 19 de abril de 1825. Se reunirían con otros caudillos, como Fructuoso Rive ra, para dar comienzo a una campaña contra la dominación bra sileña. Con el apoyo de la masa rural obtienen las decisivas vic torias de Rincón y de Sarandí. Dueños de la región litoral y de una extensa parte del interior, institucionalizan la revolución. Será creado un Gobierno Provisorio, y éste decreta la convoca toria de una Sala de Representantes de la Provincia Oriental, que celebrará sus sesiones en la villa de La Florida. En sus reu niones cobrarán forma las llamadas Leyes Fundamentales: ley de independencia, ley del pabellón nacional y ley de unión de la Provincia Oriental a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Al aceptar esta incorporación, las Provincias Unidas del Río de la Plata entraron en guerra contra Brasil, como era lógico. El conflicto, que desarrolla su fase más aguda cnlrc 1825 y
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1827, comenzaba a ser prolongado y costoso para todos; Ingla terra, cuya mediación fue solicitada, arriesgaba intereses comer ciales y financieros en la región comprendida por las partes en lucha, y envió como negociador a Lord John Ponsomby. Des pués de trabajosas gestiones entre los implicados en el conflicto, durante las cuales el avance de las tropas conducidas por Rivera se apodera de las Misiones Orientales en territorio brasileño, se llegó a la firma, en 1828, de la Convención Preliminar de Paz. Un territorio ambicionado por las dos grandes fuerzas de la re gión no podía quedar en poder de ninguna de ellas sin augurar futuros nuevos enfrentamientos armados; por otra parte, los ha bitantes de la Banda Oriental habían pasado de su inicial voca ción autonómica, manifiesta ya en el período artiguista, a las as piraciones de independencia. Gran Bretaña apoyó esa solución y el nuevo Estado promulgaba, en 1830, la Constitución que daba nacimiento a la República Oriental del Uruguay.
Chile: la construcción del Estado El pleito entre O ’Higgins y los carrerinos había tenido lugar mientras el país consolidaba su independencia. Una vez desapa recido el peligro de un ataque realista, el desplazamiento de O’Higgins por Freire anunciaba una nueva etapa en la historia de Chile, pero de ninguna manera un eclipse de los enfrenta mientos por el poder. La confrontación entre centralistas y fe derales se agudizaba por la existencia de una clase dominante di vidida, pese a que se mostró capaz de concertar alianzas a la hora de derribar a O ’Higgins. Los grupos en discordia tenían visos de partido político. Uno de ellos, el liberal, había nacido con la in dependencia, y lo integraban diversos sectores sociales; los fede rales surgieron en la etapa de formación de los nuevos gobier nos, en oposición a los intentos centralistas; los estanqueros emergen durante el período dej general Freire y tenían como lí der a Diego Portales. Su denominación procedía de que Porta les, un joven hombre de negocios, había obtenido del Estado el monopolio del estanco del tabaco naipes en 1824, pero sus fra
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casos comerciales hicieron que el gobierno le retirara la con cesión. El partido de los estanqueros terminaría por unirse a la aris tocracia agraria, poder económico tradicional en Chile, y forma ría parte del sector denominado pelucones, en oposición a los p i piólos, el núcleo liberal que abogaba por la reforma de la orga nización social. Su propuesta política era una ampliación de los derechos, la extensión de los principios democráticos, de la edu cación, y la abolición de privilegios, entre ellos los de la Iglesia. Sobre este complejo panorama de tendencias debía gobernar R a món Freire, un liberal que intentaba diferenciarse de la última etapa de O’Higgins, señalada por el autoritarismo. Pero su vo luntad conciliadora no encontró eco, y el Congreso preparó una nueva Constitución que tuvo como teórico y redactor a Juan Egaña. Era fuertemente conservadora y pese a la resistencia de la minoría liberal, fue promulgada en diciembre de 1823. Pero sus tintes moralistas y la severa censura a que sometía la vida de los ciudadanos fueron causa de su breve vigencia: en noviembre de 1824 el Congreso se reunía para redactar otra carta cons titucional. Entretanto, las provincias desarrollaron sus gobiernos auto nómicos, y establecían asambleas; tal fue el caso de Concepción en 1825, seguida poco después por Coquimbo. En Santiago, ante la inoperancia del Congreso para dar forma a una nueva Cons titución, Freire aceptó gobernar con el auxjüo de una Junta. En verdad, la desconfianza de las provincias para con Santiago, ciu dad que veían dominada por la oligarquía tradicional, heredera de la dominación colonial, estimulaba los sentimientos federalis tas. La inestabilidad política obligó a que Freire asumiera pode res y escogiera como asesor a Miguel Infante, un decidido par tidario del sistema federal. El Director Supremo emprendió una campaña contra los realistas para desalojarlos de Chiloé, y al derrotar finalmente al general español Quintanilla, alma de la re sistencia colonial en la zona, regresó a Santiago, convocó un nue vo Congreso y presentó su dimisión. Con la retirada de Ramón Freire, en 1826, comenzó para Chi le una serie de cambios en el poder, que se iniciaron con la pre sidencia de Manuel Blanco Escalada, que duró tres meses; el si-
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guíente jefe de gobierno fue Agustín Eyzaguirre, también por un corto período. Freire debió retornar aún para sofocar una in tentona militar a comienzos de 1827, tan sólo para depositar el mando en su vicepresidente, el general Francisco Antonio Pin to. Los liberales accedieron al control del gobierno, en tanto Pin to, en un breve tiempo transcurrido entre 1827 y 1829, trataba de reorganizar el país. Una de sus medidas fue suspender el ino perante Congreso, convocar otro para redactar una nueva Cons titución, e intentar algunas reformas. En 1828 se ponía en vigor la nueva carta institucional, en cuya redacción había sido deci sivo el español José Joaquín de Mora: en ella se establecía el sis tema federal de gobierno, se abolían los mayorazgos, se estable cía la libertad de imprenta y de reunión, la división de poderes quedaba sólidamente determinada, al tiempo que se daba forma a la estructura judicial. La religión católica era declarada oficial, pero se decretaba la libertad de conciencia. Las reacciones no se hicieron esperar. El federalismo, caro a los núcleos señoriales de provincias, no fue aceptado por los po derosos sectores de Santiago que deseaban retener la centraliza ción; la supresión de los mayorazgos ya había sido resistida en la época de O ’Higgins, y la aristocracia terrateniente, que de fendía estos privilegios como signo de predominio social, no per donó al gobierno de Pinto la renovación del ataque a sus inte reses. Por otra parte, el clima político del período se había ca racterizado por un violento lenguaje anti-aristocrático y anti-clerical, que estimuló la reacción de los conservadores. Pero el cli ma de inestabilidad política no permitía mitigar las erosiones que producía la penuria financiera y la crisis de las exportaciones. Con todo, las elecciones de 1829 demostraron un auge del par tido liberal, y el presidente fue reelegido. Pero una coalición con servadora —los pelucones, los seguidores de O ’Higgins, y los es tanqueros— , alentaron una sublevación del general Joaquín Prie to desde la provincia de Concepción. El gobierno contó con el apoyo del general Freire, quien defendió la legalidad liberal, pero en febrero de 1830 la capital caía bajo el control de los pe lucones, dirigidos ahora por Diego Portales, quienes instalaron una Junta. Un mes más tarde, en la llanura de Lircay, el ejérci to liberal se enfrentaba a los insurrectos. La victoria del general
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Prieto clausuró por un largo período los gobiernos liberales. Los conservadores actuaron de prisa. Invalidaron lo resuelto por el Congreso anterior, e introdujeron sus propias reformas. Su triunfo significaba, para los liberales, la continuidad de la or ganización económicosocial surgida de la época colonial, con to dos sus valores. Comerciantes y terratenientes confiaron a Por tales la defensa de los intereses del bloque conservador. El pe ríodo del federalismo radical llegaba a su fin, y se imponía el cen tralismo. El general Joaquín Prieto, candidato de Diego Porta les, accede a la presidencia en 1831; la Constitución de 1833 se convertiría en la expresión del nuevo régimen.
La liberación de Perú En Perú se concentraba el grueso del ejército español de América del Sur, una fuerza cuya eficacia, como demostró en su momento, le permitía recobrar algunas de las regiones liberadas. Los dos centros de mayor importancia eran: Lima, centro co mercial estratégico del comercio y circundada de extensos lati fundios, y Cuzco, un lugar estratégico, centro neurálgico de co municaciones, donde’ existían continuos intercambios comercia les. La población peruana apenas superaba el millón de habitan tes, con una minoría de blancos —alrededor del 12 por 100— , sesenta por ciento de indígenas, un 24 por 100 de mestizos y un cuatro por ciento de negros esclavos. Con una aristocracia crio lla aferrada a la explotación de haciendas y plantaciones, vincu lada al comercio con la metrópoli, la minería, e insertada en los cargos públicos, que derivaba su fortuna de la dominación de un campesinado indígena, resultaba natural su fuerte tendencia con servadora. Por otra parte, las rebeliones indígenas de los años ochenta, en especial la de Tupac Amaru, introdujeron un fuerte temor en las clases dominantes. El virrey José Fernando de Abascal supo conceder privilegios a ciertos sectores criollos, para mantener pacificado el imprescindible bastión realista que repre sentaba Perú. No debe olvidarse que desde allí se organizarían las expediciones militares en contra de los revolucionarios de otras regiones.
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Pese a todo, desde 1811 existieron rebeliones que, aunque rá pidamente reprimidas, fueron instigadas por algunos líderes independentistas locales. Sin duda la que cobró mayor virulencia fue la organizada por los hermanos José y Vicente Angulo y el curaca mestizo Mateo García Pumacahua, que en 1814 se exten dió, desde el Cuzco, hasta otras ciudades como Arequipa, Ayacucho y La Paz. A esta rebelión se unieron intelectuales como el poeta Mariano Melgar, que sería luego fusilado por los realis tas, y fray Mariano José de Arce. Las ciudades que habían sido capturadas por los insurrectos con fuerzas mal armadas y peor equipadas, fueron recobradas por las tropas del virrey Abascal. Pero no sería éste el único movimiento contra la presencia espa ñola, y en algunos valles y montañas comienzan a florecer, entre 1815 y 1816, las acciones republicanas que decretaban territorio libre su región, guiadas por un caudillo. Instaladas en un ámbito que se extiende por Oruro, Santa Cruz y Salta, las guerrillas go zan del apoyo de los mestizos e indígenas de las poblaciones lo cales. Las guerrillas, algunas veces encabezadas por curas loca les, como el padre Ildefonso de las Muñecas, o Vicente Camargo, fueron poco a poco exterminadas en sucesivas acciones del ejército realista y sus líderes ejecutados. Pese a todo, la oposi ción rebrota y cuando el general Lamadrid, oficial del ejército patriota de Tucumán llega a Tarija en 1817, lo apoyan grupos guerrilleros. Cuando San Martín inicia su campaña para liberar Perú, las fuerzas del virrey La Serna, que había sustituido a Abascal, se encontrarán en una situación difícil. Las fuerzas de Bolívar, des de el norte, y las de San Martín desde el sur, convergían sobre la fortaleza peruana, encerrando a los españoles en una gigan tesca pinza que produciría, a corto plazo, la derrota final del Im perio. En este período muchos de los criollos, incluso conserva dores, pensaron que era posible una transferencia del poder des de la metrópoli, preservando sin cambios la estructura económicosocial. Por otra parte, el talante moderado de San Martín hizo posible que algunos miembros de la oligarquía peruana, como el marqués de Torre Tagle, contemplaran la posibilidad de colabo rar con él, si se producía su ya esperada conquista de la ciudad de Lima. La expédición para liberar Perú había sido planificada
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con tiempo, y en 1820 se emprende la travesía. La campaña ten dría eficacia si la flota comandada por el almirante británico, Thomas Cochrane, conseguía vencer la escuadra española del Pa cífico. Para ello, se contaba con siete navios de guerra y dieci séis transportes, adquiridos por el gobierno chileno en Gran Bre taña y los Estados Unidos. Los combatientes sumaban en total unos cuatro mil cuatrocientos hombres. En febrero de ese mis mo año, los patriotas capturaban la base naval de Valdivia y a partir de ese momento el control marítimo quedaba asegurado para la causa criolla. En Perú, los veinticinco mil efectivos del ejército del virrey Joaquín de la Pezuela, el más poderoso de España en América del Sur, debía enfrentar, disperso en varias regiones, el violento rebrote insurreccional que surgía en muchas localidades. En se tiembre, José de San Martín desembarcaba sin dificultad en Pa racas y su ejército se dividía en secciones. Las Heras tomaba Pis co, otros capitanes se internaban en la sierra, o ingresaban al va lle del Jauja. El sur de Perú se declaraba independiente, y Pe zuela no sólo se enfrentaba al problema militar, sino también se encontraba en una situación política inestable como consecuen cia del triunfo liberal después de la revolución de Riego. Ejercía el mando sobre unos oficiales ideológicamente divididos en libe rales y serviles, por sus adhesiones a los partidos peninsulares. La coyuntura forzó el comienzo de negociaciones con San M ar tín, que había establecido una base en Huara, luego de desem barcar tropas al norte de Lima. Fracasado el intento de acuerdo entre ambos jefes, que se realizó en Punchauca, los patriotas es trecharon su cerco sobre la ciudad de Lima, por lo que La Serna la abandonó el mes de julio de 1821 para situarse en la sierra. De este modo, San Martín pudo entrar en Lima sin derramar san gre y el 28 de julio, reunido el Cabildo Abierto, proclamaba la independencia de Perú. El 3 de agosto aceptaba el gobierno, y era investido con el título de Protector del Perú. La declaración de independencia invocaba, sin embargo, más una voluntad que una realidad, todavía no cristalizada, pues el poderoso ejército español estaba aún intacto, y aguardaba su oportunidad estratégicamente situado en las montañas que do minaban la ciudad. Pese a todo, los acontecimientos por el mo-
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mentó eran favorables. En setiembre El Callao caía en poder de los patriotas, y se sumaba al ejército criollo un núcleo de perua nos capitaneados por el general José de La Mar. Pero pronto afloraron las dificultades. El clero de Lima trabajaba silenciosa mente contra los independentistas; las arcas de la administración se hallaban exhaustas; una vez consolidado el dominio de la ciu dad por los criollos, surgieron las reyertas y las ambiciones, y és tas se hicieron más ásperas cuando se trató de discutir la estruc tura política del nuevo Estado independiente. La fórmula de la monarquía parlamentaria, o en su defecto un Estado fuertemen te centralizado, era la idea propuesta por San Martín, y le sig nificó el respaldo de Torre Tagle y algunos conservadores de la ex-capital virreinal. Otras discusiones giraron en torno a la adop ción de la forma centralizada de gobierno, o del federalismo, si guiendo el modelo proporcionado por Estados Unidos. Desde luego, los sectores más radicales apostaban por la total exten sión de los principios democráticos a los habitantes del país fren te a los conservadores, que aspiraban a mantener incólume la es tructura social. Una polémica de tal magnitud e intensidad no dejó indemne a San Martín, y la concentración de poderes que implicaba su tí tulo de Protector del Perú despertó una virulenta reacción en los republicanos, que acusaron al jefe independentista de ejercer una monarquía simulada. Por lo demás, la inexcusable debilidad de crear la Orden del Sol —una influencia de la Legión de Ho nor napoleónica— , y la admisión de los títulos de Castilla como títulos de nobleza, en un Perú recién independizado, donde se enfrentaban con dureza liberales y conservadores, sirvió para crear un estado de ánimo adverso para con su presencia en mu chos peruanos. Nadie ignoraba, además, que había enviado una misión en gira europea con el cometido de obtener el reconoci miento de la independencia y ofrecer la monarquía de Perú a un príncipe alemán, o británico, que debía gobernar un país regido por una constitución liberal. Sin embargo, en agosto de 1821 de cretaba que nadie nacería esclavo en el Perú, dando así un paso hacia la abolición de la esclavitud; también eliminó el tributo in dio y suprimió la mita y el servicio obligatorio. Poco después, anun ciaba que los españoles solteros debían abandonar el país, al tiem
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po que se confiscaban las propiedades que les perteneciesen. Eran medidas radicales que parecían contradecir unas prefe rencias políticas moderadas y su tendencia a un gobierno monár quico. En consecuencia, muchos contemporáneos las atribuían a la influencia de Bernardo de Monteagudo. Los nativos comen zaron entonces a recordar que San Martín era un extranjero, al igual que la mayoría de sus oficiales. En los hechos, los oposi tores no atacaban a San Martín, inexpugnable por ahora debido a su bien ganado prestigio. Pero éste había conformado un equi po de gobierno integrado por Hipólito Unanue en el Ministerio de Finanzas, Juan García del Río en Asuntos Exteriores, y Ber nardo de Monteagudo en el Ministerio de Guerra. Monteagudo utilizó su ascendencia sobre la intelectualidad peruana para crear una Sociedad Patriótica, al estilo de las constituidas en Buenos Aires y Venezuela. Pero en ésta se mezclaron los liberales radi cales y los monárquicos, una demostración del giro que había ex perimentado la postura ideológica de este personaje, que en 1812 figuraba en el ala jacobina de la Revolución de Mayo. Por con siguiente, el gobierno de San Martín se encontraba situado en tre dos fuerzas: el encono de los hacendados, mineros y planta dores, despojados de su autoridad sobre los indígenas y amena zados por una inminente crisis financiera, a la vez que era obje to de la oposición liberal, cuyos integrantes rechazaban la pers pectiva de una monarquía. La actividad política, destinada a organizar sobre bases sóli das el nuevo Estado, hizo que San Martín dedicara escasa aten ción al desarrollo de la campaña militar definitiva. Sin duda, obraban negativamente las noticias recibidas desde Buenos Ai res, pues ponían en conocimiento del Protector que no podía im perar ya auxilios militares. Pero los españoles, permanentemen te acosados por las guerrillas que operaban desde la región cen tral, actuaban sin cautela política contra los criollos. Confisca ciones y fusilamientos caracterizaron una actuación que, también aquí, terminó por alinear a los peruanos de las zonas no libera das aún, en las filas de los partidarios de una rápida indepen dencia. No obstante, la inmovilidad de San Martín, la diversi dad de intereses que animaba a los focos de resistencia, e inclu so el antagonismo de muchas comunidades indígenas para con
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los criollos, impedían emprender acciones importantes. En mayo de 1822, el ejército bolivariano llegaba a territorio del actual Ecuador, y Antonio José de Sucre vencía a los realistas en la ba talla de Pichincha. Mientras la oposición política al Protector se intensificaba en Perú, éste se dirigió a entrevistarse con Simón Bolívar en Guayaquil. Era el momento esperado por la oposición. El peruano José Faustino Sánchez Carrión atacaba satíricamente los planes mo nárquicos; Torre Tagle, a cargo del gobierno, se vio desbordado por la marea liberal, y un motín destituía a Monteagudo. Cuan do el Protector regresó a Lima, encontró un ambiente de crispación política y de animadversión hacia su persona. Había es tallado una conspiración encabezada por el líder liberal, deán Luna Pizarro, y sus enemigos habían convocado un Congreso. En la sesión del 20 de setiembre, San Martín entregó sus pode res y se embarcó con destino a Valparaíso.
La Gran Colombia En Angostura, Simón Bolívar había declarado: La reunión de Nueva Granada y Venezuela es el único objeto que me he pro puesto desde mis primeras armas: es el voto de los ciudadanos de ambos países y es la garantía de la libertad de la América del Sur. Morillo se había embarcado con destino a España, y la guerra parecía finalizada, pero Miguel de la Torre, que había quedado al mando de las fuerzas realistas, recomenzó las hostilidades. La victoria de Carabobo permitirá al Libertador entrar nuevamente en Caracas; los llaneros habían jugado, en esa batalla, un papel decisivo. Los españoles se vieron empujados hacia Puerto Cabe llo mientras se extinguían los últimos focos realistas. En tanto, Santander consolidaba posiciones al vencer a su vez en Nueva Granada. Mientras, en Cúcuta el Congreso comenzaba sus se siones, ratificaba la Constitución presentada por Bolívar en An gostura y quedaba establecido el sistema centralizado inspirado en las ideas del Libertador. Sin embargo, se introducen signifi cativas modificaciones en el texto, que limitan algunas propues tas, e incluso se pospone la liberación de los esclavos. En Cúcu-
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ta, hará profesión de su fe democrática: Yo soy el hijo de la guerra; el hombre que los combates han elevado a la magistratu ra... Esta espada no puede servir de nada el día de la paz, y éste debe ser el último de mi poder, porque así lo he jurado para mí, porque lo he prometido solemnemente a Colombia y porque no puede haber república donde el pueblo no esté seguro de sus pro pias facultades... Yo quiero ser un ciudadano libre para que otros lo sean. Prefiero el título de ciudadano al de Libertador. No obstante, todavía el foco españolista en Perú, y la pre sencia realista en Quito, comprometían la estabilidad de Colom bia y exigían nuevos esfuerzos. Bolívar comenzó entonces la cam paña del sur, y se apoderó del puerto de Guayaquil, un enclave importante para la continuidad de la lucha por la independen cia. Si bien los peruanos aspiraban a m antener Guayaquil en su dominio, en primer término el Utis Possietis Juri, por el cual Co lombia declara a Quito parte de su territorio al heredar las fron teras existentes en la época colonial, y las razones estratégicas, puesto que la posesión de Guayaquil dotaba de mayor protec ción a los Estados recién liberados, afirmaron la decisión de Bo lívar. Sucre había proporcionado, desde el mar, ayuda a los re volucionarios de la región frente al general español Aymerich, y logró batir a los realistas, aunque sin conseguir desalojarlos. Se rían las tropas enviadas por San Martín, al mando del general Andrés Santa Cruz, las que permitieron defender la costa. Sucre obtendrá, posteriormente, la victoria de Pichincha, seguida de otras que abrirán a los patriotas el acceso a Quito. Bolívar, por su parte, después de cruzar la cordillera, avanzaba por los valles del Magdalena y alcanzó la victoria de Bomboná sobre los rea listas en abril de 1822. Poco después, no sin grandes pérdidas, obtenía la capitulación de Pasto, y Quito quedaba incorporada a la Gran Colombia. En Guayaquil se produciría el encuentro histórico de los dos grandes conductores de las campañas continentales. San Martín, militar antes que político, era consciente de su debilidad en Perú, donde la oposición a su persona cobraba fuerza, y del escaso res paldo que podía esperar de su base original de operaciones: el Río de la Plata. Bolívar, en cambio, estaba en la cúspide de su prestigio político, y podía esperar refuerzos militares desde la
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Gran Colombia. El Protector abandonó Guayaquil con la pro mesa de ofrecer su respaldo a la guerra de independencia, pero en los hechos dejaba la culminación de la campaña en manos del Libertador, puesto que pronto se vio obligado a abandonar Perú. Sus planes para desalojar a los españoles en Alto Perú queda ron, además, truncados por la derrota que los generales Valdez y Canterac infligieron a los criollos desembarcados en Arica. En tretanto, en Perú, era designado presidente el general José de la Riva Agüero. Pertenecía a una familia aristocrática, pero sus po siciones independentistas le habían ocasionado la deportación por los españoles. Su campaña contra los realistas en 1823, no sólo fracasó, sino que éstos, al contraatacar, recuperaron la ciu dad de Lima, por lo que el Congreso debió retirarse a Trujillo. Los españoles, con todo, continuaban divididos y Olañeta, un ab solutista convencido, se levantó contra el virrey La Serna, que junto a Canterac y Valdez acataban las órdenes del gobierno li beral vigente en España, y se atrincheró en el Alto Perú. Bolívar no dejó escapar la ocasión; cruzó los Andes y el 6 de agosto de 1824, una vez reunido con el resto de sus hombres, con fiando a Sucre el mando de la caballería, libra el importante en cuentro de Junín, venciendo a Canterac. La caballería española quedó prácticamente anulada, pese a lo cual el ejército peninsu lar no había sufrido todavía un golpe definitivo. Pero los patrio tas tenían bajo su dominio la fértil zona del Jauja. Poco después, Bolívar entraba en Lima, nuevamente abandonada por los rea listas por razones estratégicas. Sucre, que había tomado pose sión de la ciudad en el mes de julio, instaló a Torre Tagle en el gobierno siguiendo instrucciones del Libertador, pero Riva Agüero desde Trujillo reivindicaba sus derechos. En poco tiem po, Lima se encontró sumida otra vez en la anarquía y la lucha de facciones. El 9 de diciembre de ese mismo año, las fuerzas de Sucre, y las comandadas por los españoles La Serna y Can terac, se enfrentaban en el valle de Ayacucho. Con la victoria de los patriotas quedaba consumada la independencia de Hispa noamérica. Cuando el Libertador llegaba a Lima, lo hacía una ciudad donde imperaban las contiendas políticas entre distintas facciones, arruinada por el caos financiero, y sus habitantes so metidos a empréstitos forzosos para sostener la guerra. En fe
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brero de 1825, los peruanos solicitaban a Bolívar que se hiciera cargo del gobierno, y era nombrado Libertador del Perú, al tiem po que se le brindaban poderes extraordinarios. No obstante, quedaba aún el Alto Perú, donde Olañeta con tinuaba sosteniendo un foco españolista. En febrero de 1814, ha bía proclamado la vigencia de la monarquía absoluta en Chuquisaca, ante unos núcleos independentistas todavía demasiado en debles para resistir la acción de su ejército. Cuando a Sucre le fue encomendada por Simón Bolívar la liberación de la región, a medida que avanzaban sus tropas se producían deserciones en las filas del «jefe español que debilitaron sus fuerzas, pero cedió terreno combatiendo siempre, hasta que resultó muerto en el en cuentro de Tumusla. Mientras Cochabamba y La Paz se unían a la causa revolucionaria, Sucre continuó su avance e hizo su en trada en Potosí. En febrero de 1825, quedaba proclamada, de he cho, la independencia del Alto Perú, y los criollos presionaron a Sucre para que convocara un Congreso. En verdad, las clases altas regionales estaban dispuestas a asumir la independencia aprovechando la coyuntura, y querían evitar quedar bajo el dominio de las Provincias Unidas. Para su desarrollo contaban con la región minera y sus conexiones en el comercio del Pacífico. Bolívar no estuvo de acuerdo con el Ma riscal de Ayacucho en el tema del Congreso, pues deseaba evi tar un litigio con las Provincias Unidas del Río de la Plata ppr el Utis Possidetis Juri. Pero el gobierno de Rivadavia tenía en tonces en el horizonte la guerra contra Brasil, e hizo saber que dejaría a la región altoperuana resolver según la voluntad de sus habitantes. Por consiguiente, fue declarada por el Congreso altoperuano la independencia de las provincias, en tanto que soli citaban del Libertador la redacción de una Constitución. Sería una carta fundamental que, en la búsqueda de un sistema equi librado capaz de reducir los riesgos de la tiranía, a la vez que fre nar la anarquía, instalaba un poder ejecutivo fuerte y proponía un presidente vitalicio. Así lo haría saber el Libertador en el Mensaje al Congreso de Bolivia: Legisladores, Vuestro deber os llama a resistir el choque de dos monstruos enemigos que recípro camente se combaten, y ambos os atacarán a la vez: la tiranía y la anarquía forman un inmenso océano de opresión. Sus palabras
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revelaban la experiencia recogida durante su vida política, pero tal proyecto constitucional no podía menos que enajenarle la vo luntad de los espíritus liberales y fue, por supuesto, utilizado por sus enemigos a la hora de cuestionarlo. En agosto de 1825 se de cidió que el nombre de la república sería Bolivia, en honor al Li bertador, y en mayo del año siguiente quedaba aceptada la Cons titución propuesta por él. Sucre sería elegido primer presidente del nuevo país. Mientras Bolívar proyectaba ampliar la Gran Colombia y crear la Confederación de los Andes, que pensaba conformar con las actuales repúblicas de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia, naciones de cuyo nacimiento había sido artífice, iniciaba asimismo las gestiones para convocar el Congreso de Pa namá: Este Congreso —afirmaba— parece destinado a formar la liga más vasta, o más extraordinaria, o más fuerte que ha apare cido hasta el día sobre la tierra. Desde la Carta de Jamaica, la idea de una unidad continental está presente; con el tiempo ésta cobra formas definidas. Bolívar, como muchos revolucionarios de su tiempo, conce bía la lucha por la independencia como un combate entre la li bertad y el absolutismo. Una alianza de los pueblos de Hispa noamérica en Panamá, era el escollo necesario para cualquier in tento de reconquista español, incluso si éste era respaldado por la Santa Alianza. Se trataba de un programa ambicioso, llamado a reunificar, a escala continental, los Estados hispanoamericanos sobre la idea de la confederación. Pero la propuesta teórica del Libertador acariciaba propósitos más amplios, como extender la liberación a Cuba y Puerto Rico. Comportaba unos designios que no suscitaron entusiasmo en Estados Unidos, que albergaba am biciones sobre la región. Tampoco eran recibidos sin recelo por las potencias europeas. El Congreso de Panamá no cosechó los resultados que parecía ofrecer. El ritmo de desarrollo histórico de otras regiones del continente no seguía el paso de la Gran Co lombia, que hasta el momento había logrado consolidar su uni dad interna; en muchos países todavía se hacían esfuerzos para consolidar las instituciones. Pronto la Gran Colombia comenzaá, a su vez, a desmoronarse por dentro desde su mismo interior. En Perú, la presencia del Libertador comenzó a ser hostili
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zada por unos habitantes que habían aceptado a regañadientes su proyecto constitucional, por el cual era acusado de buscar per petuarse en el poder. También resultaba molesta, a los criollos locales, la existencia de tropas colombianas y de asesores vene zolanos en torno a la figura presidencial. En 1826, los aconteci mientos de Venezuela obligaron a Bolívar a abandonar Perú, y designó presidente del Consejo de Ministros al general Andrés Santa Cruz. Algunos efectivos colombianos continuaban en Lima, pero en 1827, continuamente hostigados, protagonizaron un amotinamiento y fue resuelto su regreso. Santa Cruz, mien tras tanto, dejaba hacer al Congreso, que rechazó la Constitu ción bolivariana, y comenzó a redactar una sustitutiva. Espera ba consolidarse en el poder como líder de sus compatriotas; pero olvidó que él mismo era un general de Bolívar, y los diputados decidieron sustituirlo por el general La Mar. Pero no sólo en Perú está a la espera de su aqsencia una oligarquía que aspira al asalto del poder; en Bolivia, Sucre será el blanco de las intrigas peruanas y una clase gobernante local, pese a que le trajo la li bertad, lo considera extranjero. En la Gran Colombia los cho ques entre Páez y Santander son cada vez más frecuentes y el lla nero se subleva interpretando un separatismo venezolano que tiene bases reales. Por lo demás, si bien Santander era un hábil administrador, en la presidencia que ejercía en ausencia de Bolívar la necesaria reorganización del país, justo con los costos de los ejércitos bolivarianos, le obligaron a restablecer cargas fiscales muy impo pulares. Fue en este período cuando Colombia solicitó y obtuvo un empréstito financiero de Gran Bretaña. Además, Santander tenía sus propias ideas acerca del liberalismo, que provocó fuer tes roces con los partidarios de la constitución de Cúcuta, y, por supuesto, su centralismo lo enfrentó a los siempre radicales federalistas. Pero si la Gran Colombia, el sueño más acariciado por el Li bertador, había cristalizado finalmente por sus infatigables es fuerzos, era la persona de quien les había dado, al fin, la inde pendencia, el nexo de unión entre Nueva Granada, Venezuela y Ecuador. Porque sus economías, los intereses que éstas habían generado, y las estructuras sociales, tendían a disgregarlas, l ’o-
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seían sentimientos regionalistas consolidados durante el aisla miento colonial, favorecido por la geografía, que ahora estimu laban unos caudillos locales surgidos de la independencia; sus economías, si podían llegar a ser complementarias, por el mo mento separaban a las tres naciones, y sus estructuras sociales producían clases dirigentes cuyos intereses eran difícilmente con ciliables en el marasmo económico y financiero de unos países comprometidos en la guerra. De tal modo, cuando Bolívar re gresó de Perú, debió ajustar algunas diferencias surgidas en tor no a Santander, y luego abordar la sublevación de José Antonio Páez, que había fijado cuartel general en Valencia, y comenza do sus hostilidades contra Bogotá, decidido a separar a Vene zuela del resto de la Gran Colombia. El Congreso confiere nue vamente plenos poderes al Libertador, y logró un acuerdo con el jefe de los Llanos. No obstante, las tensiones, cada vez más fuertes, terminarían por aflorar incontenibles. Se reúne, en 1828, lá Convención de Ocaña, para reformar la carta política que re gía a Colombia, y mientras Sucre era herido en Chuquisaca du rante un atentado contra su persona, en Bogotá se produce una intentona contra la vida de Bolívar en la que aparece involucra do Santander, finalmente enviado al destierro. Los dos años siguientes consumarán el separatismo: en 1829 se produce la escisión de Venezuela, y en 1830, cuando el Liber tador ha renunciado definitivamente a la presidencia, y comien za a prepararse el retorno de Santander, Ecuador escogía tam bién la vía de la separación. La amplia región de América del Sur para la que Bolívar había consolidado la independencia, es taba ahora balcanizada en cinco Estados. Era la nueva realidad que imperaba en Hispanoamérica. Entretanto, las crisis que ha bían revelado el creciente progreso de la enfermedad de Bolí var, culminaron en su muerte, el 17 de diciembre de 1830.
México: del Imperio a la Federación Apagados los últimos focos de resistencia en el sur de Nueva España, la revolución independentista parecía, en la región, ca recer de estímulos para un nuevo estallido. En los hechos, la se
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gunda fase de unas insurrecciones iniciadas con gran vigor en 1810, fue tardía en relación con el resto de la América española. A los temores que en las clases altas mexicanas había desperta do la irrupción de las masas indias conducidas por Hidalgo pri mero y Morelos después, sucedió, luego de la muerte de este úl timo, un período durante el cual la administración del virreinato cobró confianza en una estabilidad prolongada; el orden, en esa región, parecía mejor asegurado que en un Perú bien defendido pero rodeado, al fin, de zonas donde los patriotas habían conso lidado la independencia. Existía, sin embargo, un factor inquietante para las conser vadoras élites terratenientes y mineras: la irrupción de un movi miento liberal en España que, pese a caer derrotado por el re greso de Fernando VII, demostró poseer suficientes energías y fortaleza ideológica como para sobrevivir a las persecuciones del absolutismo y renacer de sus cenizas en 1820, instalar unas nue vas Cortes y consagrar una monarquía parlamentaria. Si en to das las regiones de Hispanoamérica el liberalismo de Cádiz en contró entre criollos y peninsulares partidarios, pero también ad versarios, en Nueva España los conservadores tuvieron motivos para mostrarse alarmados; en especial los miembros de una Igle sia considerada como el mayor terrateniente del virreinato. Esta situación produjo un fenómeno excepcional: liberales y conser vadores coincidieron, en 1820, en pensar que había llegado la hora de la independencia, pero las razones eran distintas. La extinción final de la resistencia guerrillera fue confiada por el virrey Ruiz de Apodaca a Agustín de Iturbide. Se había distinguido, desde 1810, por su ardor en combatir a los rebel des, una fidelidad que lo llevó a la comandancia militar de Guanajuato y Michoacán, en 1815, y más tarde posibilitó que Apo daca lo nombrara comandante del ejército del sur. Hijo de co merciante español, que era también propietario de haciendas, y de madre criolla, formaba parte de una familia de gozaba de for tuna económica y posición social en el ámbito de una región don de la Iglesia imponía su fuerte presencia en la vida cotidiana. Por consiguiente, no por su nacimiento y educación, sino debido también a la fuerte influencia de un clero conservador, pueden explicarse en buena medida las actitudes adoptadas por Iturbide
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a través del período transcurrido entre los años 1810 y 1820. Pero se trataba de un observador atento, y no dejó de per cibir el gradual cambio que se producía en la visión del mundo de las clases altas criollas. Una vez erradicada la amenaza de las insurrecciones indígenas la marcha hacia la independencia era ya visible, y ésta, paulatinamente se haría inevitable, como advir tiera Humboldt en los primeros años del siglo. Mientras en 1820 conducía la campaña destinada a destruir el sólido centro in surrecto dirigido por Vicente Guerrero en el sur, Iturbide pre paró su plan de independencia; un proyecto que, si bien incluía un acuerdo con el líder rebelde, no seguiría las pautas trazadas por los conductores del primer movimiento emancipador. Luego de algunas conversaciones logró concertar con Guerrero un acuerdo para llevar a Nueva España hacia la independencia. Sin duda, también existía entonces una inclinación de los sec tores tradicionalistas hacia una actitud emancipadora; ésta res pondía a un estímulo que procedía de la metrópoli, donde se ha bía restablecido la vigencia de la Constitución de Cádiz tras el levantamiento de Riego. Las Cortes comenzaron su andadura en 1820 expulsando a la Compañía de Jesús y confiscando sus pro piedades; continuaron con la anulación de los privilegios y fue ros eclesiásticos; elaboraron una reforma religiosa y confiscaron propiedades inmobiliarias de varias órdenes; suprimieron los ma yorazgos y el fuero militar de las milicias. Las medidas fueron extendidas al territorio de la América española, y tanto la pode rosa Iglesia de Nueva España como las clases dominantes crio llas se sintieron amenazadas por unas disposiciones que, sin duda, se presentaban más drásticas que las tomadas en 1812, y dotadas de mayor dinamismo. La presencia de Ruiz de Apocada a la cabeza del virreinato obligaba, por otra parte, a obedecer las medidas liberales decididas en la metrópoli. Por consiguien te, cuando Agustín de Iturbide proclamó el Plan de Iguala, en marzo de 1821, ofrecía una salida a la inquietud que invadía a los sectores afectados por las reformas del Trienio Liberal. El programa elaborado por Iturbide era apropiado a la co yuntura, pues interpretaba los deseos de independencia larga mente acariciados por los núcleos liberales de Nueva España, a la vez que ofrecía razonables garantías a la Iglesia y a los con
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servadores. Su llamamiento era a los americanos, pero incluía: bajo ese nombre no sólo a los nacidos en América, sino también a los europeos, africanos y asiáticos que viven aquí. Era un men saje al amplio espectro social de la colonia, complementando por las denominadas Tres Garantías. Estas eran: la religión, que ofrecía seguridades a la Iglesia Católica, la independencia, y la unión, que proponía trato igualitario para los nacidos en Amé rica o en Europa. Se trataba de ganar adhesiones de los diferen tes núcleos que conformaban la sociedad colonial, y pronto el Ejército de las Tres Garantías, como se denominó al de Iturbide, concitó incluso el apoyo de algunos oficiales que, desertando de las filas del ejército realista encargadas de combatir a los rebel des, se sumaron a las fuerzas emancipadoras. El éxito de Iturbide fue extraordinario. Las provincias se unieron a la propuesta independentista, y mientras Valladolid re cibía con honores al jefe de la revolución, el general Bravo si tiaba la ciudad de Puebla. Tan sólo seis meses transcurrieron an tes de que los patriotas dominaran casi todo el territorio, excep to México y los puertos de Acapulco y Veracruz. Los realistas se debatían en la confusión, entre los intentos de resistencia del virrey Apocada y las recriminaciones de los oficiales partidarios del absolutismo que, impotentes ante los fracasos militares, ter minaron por amotinarse en julio de 1821. El general O ’Donoju enviado por la metrópoli como nuevo virrey para ampliar el sis tema constitucional en Nueva España, creía encontrar rápido apoyo a su cometido, pero se encontró con una situación ya con solidada. Se propuso entonces la conciliación con Iturbide, y fi nalmente ambos firmaron el llamado Tratado de Córdoba, en agosto de ese mismo año. Por este documento se reconocía la independencia de Méxi co, y la aplicación del Plan de Iguala, al tiempo que se preveía la instalación de una monarquía constitucional. Pero su muerte le impidió convertirse en portador del acuerdo. En tanto, las Cortes rehusaban, en España, aprobar lo tratado entre ambos je fes. En setiembre de 1821 Iturbide entraba en la ciudad de Méxi co a la cabeza de sus tropas e instalaba una Junta Provisional, cuya composición revelaba una fuerte influencia del clero y las clases dominantes, por lo que pronto demostró su talante con
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servador. Proclamada el Acta de Independencia del Imperio Mexicano, era necesario nombrar un emperador. En mayo de 1822, Iturbide era coronado en la catedral de México con el nom bre de Agustín I. Su reinado tendría corta vigencia. La economía presentaba un declive generalizado: la produc ción minera había caído, no sólo por la guerra, sino ante la ca rencia del azogue que le llegaba de la metrópoli; la economía de plantación, afectada por el conflicto, entraba en crisis. Tan sólo la agricultura pudo m antener cierto nivel de rendimiento. Iturbide acudió a la reducción del impuesto a las ventas procurando atenuar las protestas de los comerciantes, pero ello incrementó el caos financiero existente, y lo convirtió en colapso, debido al descenso de los ingresos fiscales. Entretanto, la deuda nacional aumentaba velozmente, sobre todo por el recurso a los emprés titos y al endeudamiento externo con las casas londinenses. Por lo demás, si las propuestas de Iturbide mencionaban la igualdad, ésta no era real para las clases bajas. No existió ningún atisbo de cambio social o intento de modificar las injustas estructuras que oprimían a indios y mestizos. Pese a todo, el clero jugaba un importante papel en la tarea de tranquilizar a unas masas fer vientemente católicas. En el mismo año de su acceso al poder, era ya visible en el Congreso la oposición republicana al empe rador; entre sus adversarios se contaba fray Servando Teresa de Mier, que había regresado de su exilio en Londres. A su vez, las clases dominantes no perdonaban al hijo del comerciante su en cumbramiento al título imperial. En diciembre de 1822, el general Antonio López de Santa Anna, un guerrero de la independencia, se sublevó, proclamó la república en Veracruz, y a su movimiento se unió Guadalupe Victoria. Derrotados en Jalapa por las fuerzas del gobierno, San ta Anna continuó, sin embargo, su resistencia en Veracruz. Pero al comenzar 1823, otra insurrección, que tuvo como protagonis ta al general José Antonio Echavarri, del mando gubernamen tal, se unió a Santa Anna, Negrete y otros jefes, y dieron a co nocer el Plan de Casa Mata, situando la soberanía en la Asam blea Nacional Representativa. Iturbide, derrotado y con sus ad versarios políticos decididos a entrar en la ciudad de México, re
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solvió abdicar el 19 de marzo de 1823, para dirigirse a Italia con su familia. Los revolucionarios instalaron un Gobierno Provisional, que integraron Victoria, Negrete y Bravo, convocaron el Congreso, y éste declaró nulo el acto de asunción del poder militar por Iturbide. Los republicanos estaban ahora en el poder, y depositaron en los delegados la tarea de redactar una Constitución. Mientras se elaboraba el nuevo estatuto, Iturbide, que se encontraba en Londres, regresó con la intención de maniobrar para su retorno al poder, pero fue detenido, condenado a muerte y fusilado en julio de 1824. En octubre era promulgada la nueva Constitución mexicana. Establecía el sistema federal de gobierno, y si bien te nía como modelo la vigente en los Estados Unidos, lo cierto es que se acoplaba bastante bien a unos regionalismos imperantes en México desde la época colonial. Daba forma a diecinueve Es tados y les otorgaba sus propios gobernadores y asambleas; di vidía los poderes en ejecutivo, legislativo y judicial, y creaba la figura de un presidente acompañado de un vicepresidente. Pero se diferenciaba de otras Constituciones federales de His panoamérica en su fuerte tono conservador. No tocaba los fue ros de Iglesia y la milicia, no se pronunciaba sobre los títulos de nobleza, y proclamaba que la religión de la Nación mexicana era católica. Se convertía así, en un acuerdo de transición entre tradicionalistas y liberales, que no podría perdurar. Existía, por lo demás, una angustiosa situación económica que demandaba so luciones a corto plazo, y la república federal se embarcó, a su vez, en la contratación de empréstitos: uno con Goldschmitt and Company, y otro con Barclay and Company, ambos en 1824. Por lo demás, cobraba forma una pugna en el ámbito político entre centralismos y federalismos, impulsado por logias masónicas cu yos ritos procedían de Escocia y de Estados Unidos. Los esco ceses, que apoyaban la centralización del Estado, y los yorquinos, partidarios del sistema federal. La agitación política cobró, en algunos períodos, relieves mi litares. El hecho de que los centralistas incluyeran sectores que demostraron simpatías hacia España, y el temor a conspiracio nes de peninsulares, produjo una actitud ant¡-española que de sembocó en una oleada de expulsiones, sobre todo durante la
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presidencia de Guadalupe Victoria. Y para los más radicales, es tas sospechas quedaron confirmadas en el intento de invasión es pañola en 1829, con un desembarco en Tampico desbaratado por la energía del general Santa Anna. La debilidad del Estado fe deral comenzaba a ponerse de manifiesto. En 1828, Guerrero re husó dar validez a los resultados electorales y se hizo con el po der por medio de una insurrección ; la serie de acciones militares que siguieron, derribaron a su ministro de finanzas, Lorenzo Zabala, y al iniciarse el año 1830, el vicepresidente, Anastasio Bus tamante, se encumbró a su vez en el poder mediante un golpe de Estado.
La Federación Centroamericana Los sucesos de México precipitaron la independencia de Centroamérica. Desde 1818, Bustamante era sustituido por Carlos Urrutia. En 1820, éste puso en vigencia la Constitución liberal de 1812, convocó elecciones provinciales y resultó vencedor el partido españolista. En los hechos, la apertura de Urrutia pre cipitó la agitación política y afloraron las posiciones liberales, pero en marzo de 1821 fue designado el brigadier Gabino Gainza, quien ante la presión de los criollos liberales, estimulados por las noticias de la proclamación del Plan de Iguala, y los prime ros triunfos de los revolucionarios mexicanos, iniciaron un mo vimiento destinado a obtener la independencia. Guatemala siem pre había estado vinculada a Nueva España, y no podía menos que conmoverse ante unos acontecimientos que se desarrollaban entonces. Gainza detectó las tensiones políticas y ante la presión tic los criollos, que podían desencadenar una revuelta de los es tratos inferiores de la sociedad, decidió convocar una Junta que culminó en la proclamación de la independencia. En los hechos, era una independencia pactada. Pero surgió un nuevo problema, centrado en el sistema de gobierno, para el cual Guatemala proponía un centralismo que implicaba la con tinuidad de su hegemonía colonial; por otra parte, algunas pro vincias, entre ellas Costa Rica y Nicaragua, reclamaban una au tonomía que iría a desembocar, finalmente, en su adhesión al fe
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deralismo. Iturbide, que ambicionaba incorporar Centroamérica al Imperio mexicano, encontró aliados en la clase dirigente de la región. No sólo obró en favor de la anexión sino que la pre sión militar que Iturbide ejercía en la frontera de Guatemala, junto a la pobreza de las provincias, precipitó las decisiones y la Junta, luego de una consulta a las mismas, se manifestó en favor de ingresar en el Imperio, aceptando las garantías del Plan de Iguala. Pero la caída de Iturbide creó una nueva situación. Vicente Fisiola, de origen mexicano, y designado por el emperador como jefe político del territorio centroamericano, resolvió convocar un Congreso a efectos de que se pronunciara sobre el futuro de la antigua Capitanía General de Guatemala. Convertido en Asam blea general constituyente, proclamó la independencia absoluta de las Provincias Unidas de América Central, una confederación integrada por Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Honduras y Costa Rica. Se decretó la división en tres poderes, la existencia de Congresos para cada provincia y el ejecutivo quedó a cargo de un triunvirato. También se dispuso la emancipación de los es clavos. El salvadoreño Manuel José Arce fue su primer presi dente. El federalismo se imponía, pero los intereses regionales destruyeron la unidad, tal como había anunciado, poco antes, José Cecilio del Valle, uno de los inspiradores del proceso unio nista. La vida independiente, sin embargo, conoció una agita ción política inusitada; la oposición entre liberales (fiebres) y serviles, hizo más agudos los conflictos regionales que afloraron con intensidad. El general Francisco M orazán, presidente desde 1830, gobernó la República Federal de Centroamérica has ta su desintegración en 1838. Pero las diferencias que enfrenta ron a los caudillos regionales, y los choques entre centralistas y federales, hacían imposible todo plan estabilizador.
Desde 1810, los países hispanoamericanos habían hecho es fuerzos para conseguir su independencia de la metrópoli. Los Es tados recién formalizados, sin embargo, tuvieron que salvar no sólo aquellos escollos surgidos durante las guerras de la emanci pación, sino también los que surgían duranlc la construcción de
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la nación independiente. La desintegración de antiguas unidades regionales, agrupadas por decisiones de la Corona, pero no siem pre como respuesta a la realidad, no puede resultar un hecho sor prendente. Desde cada región los reductos económicos y socia les consolidados defienden sus privilegios. El acceso a la eman cipación implica, entonces, hacer frente a estos problemas y a los que surgen sobre la marcha; desarrollar unas economías arra sadas por luchas prolongadas, integrar a la vida civil a unos cau dillos militares surgidos del seno de la revolución, y poner en práctica los proyectos destinados a una modernización impres cindible para el progreso de las sociedades independientes. Se trataba de un desafío hasta entonces inédito para los hombres lla mados a dirigir los gobierno^ de las nuevas repúblicas.
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TEXTOS Y DOCUMENTOS
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ARA gobernar bien es indispenInform é del Intendente sab,e el conocer a ]os hombres y José de Abalos, 1781 jos pa(ses qUe habitan y no es fácil que la España pueda enviar virreyes, go bernadores ni otros magistrados que sean buenos y tengan este conocimiento, pues para adquirirlo es necesario que pase largo tiempo y que en el ínterin se ejecuten considerables desaciertos, según ha estado y está sucediendo con perjudiciales resultas. La mayor parte de los sujetos que han sido destinados desde la conquista para los virreinatos, gobiernos, plazas de audiencia, ministerios de Real Hacienda y demás manejos subalternos lo han hecho y hacen con el deseo y la mira de enriquecerse, y es axioma común desde el más pequeño hasta el más grande el que no ha surcado los mares por sólo mudar de temperamento, de que han dimanado y dimanan inmensidad de perjuicios y por consecuencia continuas quejas y recursos que, fundados o infun dados, no puede averiguarse su verdad con certeza, siendo lo más natural hacerse las mayores injusticias y quedar impunes los delitos, mirándose como preciso el que cada día vaya el mal en aumento y que a proporción de lo que crezcan estos países, sean más excesivos los desórdenes y que exasperados los ánimos de los habitantes se aumente en ellos el encono o la diferencia que les es natural, pues todos los americanos tienen o nace con ellos una aversión y ojeriza grande a los españoles en común, pero más particularmente a los que vienen con empleos principales por parecerles que les corresponden a ellos de justicia y que los que los obtienen se los usurpan, a que debe añadirse que los es pañoles que contraen matrimonio y avecindad en estos países son peores que los mismos naturales, con la circunstancia de que considerándose ya una vez establecidos y casados, con las mis mas inclinaciones que los americanos, se hacen más de temer porque los europeos son más profundos en su modo de pensar.
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La España misma dentro de su recinto no puede conseguir, aún con las inmediaciones del Trono, los sujetos de circunstan cias correspondientes al desempeño de sus respectivos ministe rios como lo acredita la experiencia en los que continuamente se separan o castigan y, si esto sucede casi a la vista lince de V. M. ya se deja inferir la imposibilidad moral de que para dominios tan extendidos puedan encontrarse, conocerse y elegirse tales y tantos como se necesitan, concurriendo sobre todo esto el que la diferencia de los climas tiene un poderoso influjo para la va riación de las costumbres, y la lejanía de la Metrópoli hace tam bién el que los constituidos en los empleos se envanezcan y pa sen con facilidad a la libertad y al despotismo y todo es preciso que resulte en aumentar en estos habitadores el espíritu de la in dependencia que por instantes crece en ellos, pues p.or una par te su natural desafección a la España y por otra la dificultad de ocupar los primeros puestos y la de que en las injusticias y agra vios no les es fácil llevar con prontitud sus gemidos a los oídos del Trono para el desagravio, es preciso ardan impacientes en el fuego de la venganza y reviente la mina del arrojo e intrepidez del primero que se les declarase cabeza para proteger la sedi ción. Infortunio que tanto más amenaza cuanto más vayan ad quiriendo incremento y población estas regiones y que tanto más debe precaverse cuanto es constante que la soberanía más afian zada debe temer con sobresalto y susto cualquier descontento de los súbditos que en sus propias fuerzas o en los recursos de la desesperación encuentre medios para librarse de lo que les opri me [...]. No son pocos por desgracia los casos que comprueban esta verdad y bien de cerca estamos viendo uno para este mismo con tinente, que deja sobrados rastros para la lástima y el lamento en la sublevación de los Estados Unidos de la América Septen trional que miramos ya en vísperas de quedar separados del do minio inglés. Y si no ha sido posible a la Gran Bretaña reducir a su yugo esta parte del Norte, hallándose cercana bastantemen te a la Metrópoli, ¡qué prudencia humana podrá dejar de temer muy arriesgada igual tragedia en los asombrosos y extendidos do minios de la España en estas Indias! (En: Carlos E. Muñoz Oráa, Dos temas de Historia Americana, Mérida, Venezuela, 1967).
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EJO aparte el dictamen de algu nos políticos tanto nacionales Anuida, 1783. como extranjeros, del cual no me se(Fragmentos) paro, en que han dicho que el dominio español en las américas no puede ser muy duradero, fundado en que las posesiones tan distantes de sus metrópolis jamás se han conser vado largo tiempo. En el de aquellas colonias ocurren aún ma yores motivos, a saber: la dificultad de socorrerlas desde Euro pa cuando la necesidad lo exige; el gobierno temporal de virre yes y gobernadores que la mayor parte van con el mismo objeto de enriquecerse; las injusticias que algunos hacen a aquellos in felices habitantes; la distancia de la soberanía y del tribunal su premo donde han de acudir a exponer sus quejas; los años que se pasan sin obtener resolución; las vejaciones y venganzas que mientras tanto experimentan de aquellos jefes; la dificultad de descubrir la verdad a tan larga distancia y el influjo que dichos jefes tienen no sólo en el país con motivo de su mando sino tam bién en España de donde son naturales. Todas estas circunstan cias, si bien se mira, contribuyen a que aquellos naturales no es tén contentos y que aspiren a la independencia, siempre que se les presente ocasión favorable. Dejando esto aparte, como he dicho, me ceñiré al punto del día que es el recelo de que la nueva potencia formada en un país donde no hay otra que pueda contener sus proyectos, nos ha de incomodar cuando se halle en disposición de hacerlo. Esta repú blica federativa ha nacido, digámoslo así, pigmea, porque la han formado y dado el ser dos potencias como son España y Francia, auxiliándola con sus fuerzas para hacerla independien te. Mañana será gigante, conforme vaya consolidando su cons titución y después un coloso irresistible en aquellas regiones. En este estado se olvidará de los beneficios que ha recibido de am bas potencias y no pensará más que en su engrandecimiento [...]. Estos, Señor, no son temores vanos, sino un pronóstico ver dadero de lo que ha de suceder infaliblemente dentro de algu nos años, si antes no hay un trastorno mayor en las américas. Este modo de pensar está fundado en lo que ha sucedido en to dos tiempos con la nación que empie/a a engrandecerse. I.a con
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dición humana es la misma en todas partes y todos los climas. El que tiene poder y facilidad de adquirirlo no lo desprecia, y supuesta esta verdad, ¿cómo es posible que las colonias ameri canas cuando se vean en estado de poder conquistar el reino de México se contengan y nos dejen en pacífica posesión de aquel país? No es esto creíble y así la sana política dicta que con tiem po se precavan los males que pueden sobrevivir. Este asunto ha llamado mi atención desde que firmé la Paz de París como ple nipotenciario de V. M. y con arreglo a su voluntad real e ins trucciones. Después de las más prolijas reflexiones que me han dictado mis conocimientos políticos y militares y de más deteni do examen sobre una materia tan importante, juzgo que el úni co medio de evitar tan grave pérdida y tal vez otras mayores es el que contiene el plan siguiente: Que V. M. se desprenda de todas las posesiones del conti nente de América, quedándose únicamente con las Islas de Cuba y Puerto Rico en la parte septentrional y algunas que más con vengan en la meridional, con el fin de que ellas sirvan de escala o depósito para el comercio español. Para verificarse este vasto pensamiento de un modo conve niente a la España se deben colocar tres infantes en América: el uno de rey de México, el otro del Perú y el otro de lo restante de Tierra Firme, tomando V. M. el título de Emperador. Las condiciones de esta grande cesión pueden consistir en que los tros soberanos y sus sucesores reconocerán a V. M. y a los príncipes que en adelante ocupen el trono español por suprema cabeza de familia. (En: Carlos E. Muñoz Oráa, Dos temas de Historia Americana, Mérida, Venezuela, 1967).
ESDE que los hombres comenza ron a unirse en sociedad para su más grande bien, nosotros somos los únicos a quienes el gobierno obliga a comprar lo que necesitamos a los pre cios más altos, y a vender nuestras producciones a los precios más bajos. Para que esta violencia tuviese el suceso más completo nos han
Juan Pablo Viscardo: Carta a los españoles americanos, 1792. (Fragmentos)
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cerrado, como en una ciudad sitiada, todos los caminos por don de las otras naciones pudieran darnos a precios moderados y por cambios equitativos, las cosas que nos son necesarias. Los im puestos del gobierno, las gratificaciones al ministerio, la avaricia de los mercaderes, autorizados a ejercer de concierto el más de senfrenado monopolio, caminando todas en la misma línea, y la necesidad haciéndose sentir: el comprador no tiene elección. Y como para suplir nuestras necesidades esta tiranía mercantil po dría forzarnos a usar de nuestra industria, el gobierno se encar gó de encadenarla [...]. ¡Qué diferencia no hay entre aquella situación momentánea de los españoles y la nuestra de tres siglos acá! Privados de to das las ventajas del gobierno, no hemos experimentado de su parte sino los más horribles desórdenes y los más graves vicios. Sin esperanza de obtener jamás ni una protección inmediata, ni una pronta justicia a la distancia de dos a tres mil leguas; sin re cursos para reclamarla, hemos sido entregados al orgullo, a la iu justicia, a la rapacidad de los ministros, tan avaros, por lo mi nos, como los favoritos de Carlos V. Implacables para con unas gentes que no conoce y que miran como extranjeras, procuran solamente satisfacer su codicia con la perfecta seguridad de que su conducta inicua será impune o ignorada del soberano. El sa crificio hecho a la España de nuestros más preciosos intereses, ha sido el mérito con que todos ellos pretenden honrarse para excusar las injusticias con que nos acaban. Pero la miseria en que la España misma ha caído, prueba que aquellos hombres no han conocido jamás los verdaderos intereses de la nación, y que han procurado solamente cubrir con este pretexto sus procedi mientos vergonzosos; y el suceso ha demostrado que nunca la in justicia produce frutos sólidos. A fin de que nada faltase a nues tra ruina y a nuestra ignominiosa servidumbre, la indigencia, la avaricia y la ambición han suministrado siempre a la España un enjambre de aventureros, que pasan a la América resueltos a desquitarse allí con nuestra sustancia de lo que han pagado para obtener sus empleos. La manera de indemnizarse de la ausencia de su patria, de sus penas y de sus peligros, es haciéndonos to dos los males posibles. Renovando todos los días aquellas esce nas de horrores que hicieron desaparecer pueblos enteros, cuyo
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único delito fue su flaqueza, convierten el resplandor de la más grande conquista en una mancha ignominiosa para el nombre español. Así es que, después de satisfacer al robo, paliado con el nom bre de comercio, a las exacciones del gobierno en pago de sus insignes beneficios, y a los ricos salarios de la multitud innume rable de extranjeros que, bajo diferente denominación en Espa ña y América, se hartan fastuosamente de nuestros bienes, lo que nos queda es el objeto continuo de las asechanzas de tantos orgullosos tiranos, cuya rapacidad no conoce otro término que el que quieren imponerle su insolvencia y la certidumbre de la impunidad. Así, mientras que en la corte, en los ejércitos, en los tribunales de la monarquía, se derraman las riquezas y los ho nores a extranjeros de todas las naciones, nosotros sólo somos declarados indignos de ellos e incapaces de ocupar aún en nues tra propia patria unos empleos que en rigor nos pertenecen ex clusivamente. Así la gloria, que costó tantas penas a nuestros pa dres, es para nosotros una herencia de ignominia y con nuestros tesoros inmensos no hemos comprado sino miseria y esclavitud... No hay ya pretexto para excusar nuestra apatía si sufrimos más largo tiempo las vejaciones; que nos destruyan: se dirá con razón que nuestra cobardía las merece. Nuestros descendientes nos llenarán de imprecaciones amargas cuando mordiendo el fre no de la esclavitud que habrán heredado, se acordaren del mo mento en que para ser libres no era menester sino el quererlo. Este momento ha llegado, aconsejémosle con todos los sen timientos de una preciosa gratitud, y por pocos esfuerzos que ha damos, la sabia libertad, don precioso del cielo, acompañada de todas las virtudes y seguida de la prosperidad, comenzará su rei no en el Nuevo Mundo y la tiranía será inmediatamente ex terminada. Animados de un motivo tan grande y tan justo, podemos con confianza dirigirnos al principio eterno del orden y de la justi cia, implorar en nuestras humildes oraciones su divina asisten cia, y con la esperanza de ser oídos, consolarnos de antemano de nuestras desgracias. Este glorioso triunfo será completo y costará poco a la hu manidad. La flaqueza del único enemigo interesado en oponerse
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a ella, no le permite emplear la fuerza abierta sin acelerar su rui na total. Su principal apoyo está en las riquezas que nosotros le damos; que éstas le sean rehusadas, que ellas sirvan a nuestra de fensa y entonces su rabia es impotente. Nuestra causa, por otra parte, es tan justa, tan favorable al género humano, que no es posible hallar entre las otras naciones ninguna que se cargue de la infamia de combatirnos o que renunciando a sus intereses per sonales, ose contradecir los deseos generales en favor de nuestra libertad. El español sabio y virtuoso, que gime en silencio la opresión de su patria, aplaudirá en su corazón nuestra empresa. Se verá renacer la gloria nacional de un imperio inmenso, con vertido en asilo seguro para todos los españoles, que además de la hospitalidad fraternal que siempre han hallado allí podrán res pirar libremente bajo las leyes de la razón y de la justicia. (En: Pensamiento político de la emancipación (1790-1825), Prólogo de José Luis Romero, Caracas, 1977).
_ . ~, T 7 N todas las pragmáticas y órdenes Proclama a los ' si se examinan con del gobierno, habitantes libres de la . cuidado, no se observa más que dolo America española. y engañ0 , no se advierte otro objeto, (Fragmento) _____ q U e e ¡ ¿ g empobrecernos, dividirnos, ~~ envilecernos y esclavizarnos; en todas las provincias, aseguran estos tiranos, no tienen otro fin, ni se dirigen a otra cosa, que a proporcionar nos nuestro mejor bienestar, y hacer nuestra felicidad. Ahora bien: ¿dónde está esta felicidad tan decantada? ¿En qué parte se encuentra este bien? ¿Quién lo disfruta? ¿En qué provincia se halla? ¿Acaso no están todas tiranizadas igualmente? ¿No ge mimos todos bajo el yugo cruel de la opresión? ¿No encontra mos en cada audiencia, en cada gobernador, comandante, corre gidor, alcalde, o teniente, en lugar de un padre que nos defien da y proteja, un hombre malvado, corrompido, que vende la jus ticia, oprime al inocente y sacrifica al pueblo? En cada intenden te en cada administrador, ¿no tenemos un enemigo el más for-
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midable, alerta siempre para ver cómo nos ha de sobrecargar de más tributos, y estancar más efectos y producciones? Con tanto impuesto, con tanta alcabala, con tanta traba ¿no se halla la agri cultura perdida, el comercio arruinado? A pesar de la gran fer tilidad de nuestras provincias ¿puede alguno vivir? Todo el fruto de nuestras propiedades, de nuestra industria, y de nuestro tra bajo, ¿no se lo lleva el Rey y sus empleados? ¿Habrá alguno que pueda negar unas verdades tan constantes como públicas? Ade más, ¿no se ha puesto el mayor cuidado en que permanezcamos en la más crasa ignorancia, y en llenarnos de las más perjudicia les preocupaciones? Lejos de fomentar la buena formación de nuestras costumbres ¿no han procurado por todos los medios po sibles la corrupción de ellas? Todos nuestros empleos, todas las plazas eclesiásticas ¿no se confieren a extraños? Los hijos de la Patria ¿somos atendidos para cosa alguna? Nuestros fueros y pri vilegios ¿se nos han guardado? ¿Podemos manifestar libremente nuestros pensamientos e ideas? ¿Nos es permitido reclamar nues tros derechos? ¿Nos es lícito decir la verdad? Nada de esto: nada nos es permitido, nada nos es lícito, sino el más profundo silen cio, la obediencia más ciega, la ignorancia más estúpida. ¿Puede llegar a más el exceso de la tiranía y del despotismo? Confiésese que nuestra suerte es más desgraciada que la del esclavo más mí sero: que somos, y hemos sido siempre tratados, bajo la domi nación de los reyes, no como hombres, sino peor que bestias. Ello es cierto, que nos han envilecido de tal modo, que nos han hecho perder, hasta la idea de la dignidad de nuestro ser. El orbe entero es testigo de circunstancias de la Europa presentan la oca sión más favorable para recuperar nuestra libertad, no puedo me nos de daros este consejo tan conforme a vuestros deseos, y a vuestro mejor bienestar. (Tomado de: Pedro Grases, La conspi ración de Gual y España y el ideario de la independencia, Cara cas, 1949).
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NTRE los h ocuparían el segundo lugar los por Humboldt 1802 blancos, si no se hubiese de atender sino al número de ellos. Divídense en blancos nacidos en Europa, y en des cendientes de europeos nacidos en las colonias españolas de la América o en las islas asiáticas. A los primeros se da el nombre de chapetones o de gachupines, a los segundos', el de criollos. Los naturales de las islas Canarias, a quienes se designa generalmente con la denominación de isleños y que son los capataces de las haciendas, se consideran como eu ropeos. Las leyes españolas conceden unos mismos derechos a todos los blancos; pero los encargados de la ejecución de las le yes buscan todos los medios de destruir una igualdad que ofen de el orgullo europeo. El gobierno, desconfiando de los criollos, da los empleos importantes exclusivamente a naturales de la Es paña antigua; y aun de algunos años a esta parte se disponía en Madrid de los empleos más pequeños en la administración de aduanas o del tabaco. En una época en que todo concurría a aflo jar los resortes del estado, hizo la venalidad espantosos progre sos: las más veces no era una política suspicaz y desconfiada, sino el mero interés pecuniario el que distribuía todos los empleos en tre los europeos. De aquí han resultado mil motivos de celos y de odio perpetuo entre los chapetones y los criollos. El más mi serable europeo, sin educación y sin cultivo de su entendimien to, se cree superior a los blancos nacidos en el nuevo continen te; y sabe que con la protección de sus compatriotas, y en una de tantas casualidades como ocurren en parajes donde se adquie re la fortuna tan rápidamente como se destruye, puede algún día llegar a puestos cuyo acceso está casi cerrado a los nacidos en el país, por más que éstos se distingan en saber y en calidades mo rales. Los criollos prefieren que se les llame americanos; y des de la paz de Versalles, y especialmente después de 1789, se les oye decir muchas veces con orgullo: «Yo no soy español, soy americano»; palabras que descubren los síntomas de un antiguo resentimiento. Delante de la ley, todo criollo blanco es español; pero el abuso de las leyes, la falsa dirección del gobierno colo nial, el ejemplo de los estados confederados de la América sep J
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tentrional, y el influjo de las opiniones del siglo, han aflojado los vínculos que en otro tiempo unían más íntimamente a los es pañoles criollos con los españoles europeos. Una sabia adminis tración podrá restablecer la armonía, calmar las pasiones y re sentimientos, y conservar acaso aún por mucho tiempo la unión entre los miembros de una misma familia tan grande y esparcida en Europa y en la América, desde la costa de los patagones has ta el norte de la California. (Tomado de: A. von Humboldt, En sayo político sobre la Nueva España, México, 1973).
REG UNTA: ¿Cuál de estos go biernos es el mejor para que los Cristiano de José Amor hombres sean libres y felices? de la Patria Respuesta: El gobierno despótico es mil veces peor que la peste misma, es la ignominia, es la afrenta de los hombres esclavos y envilecidos que lo sufren y permiten. El gobierno monárquico o de un rey que obedece a la ley y a la constitución es un yugo menos pesado; pero que pesa de masiado sobre los miserables mortales. El sabio autor de la na turaleza, el Dios Omnipotente, Padre compasivo de todos los hombres, lo reprobó como perjudicial y ruinoso a la humanidad en el capítulo VIII del libro I.° de los Reyes por las fundadas y sólidas razones que allí expuso su infinita sabiduría, cuya verdad nos ha hecho conocer la experiencia de todos los siglos muy a pesar nuestro y de todos los jnortales. El gobierno republicano, el democrático en que manda el pueblo por medio de sus representantes o diputados que elige, es el único que conserva la dignidad y majestad del pueblo, es el que más acerca, y el que menos aparta a los hombres de la primitiva igualdad que los ha creado el Dios Omnipotente, es el menos expuesto a los horrores del despotismo y de la arbitrarie dad, es el más suave, el más moderado, el más libre y es, por consiguiente, el mejor para hacer felices a los vivientes raciona les. [...]
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Pregunta: ¿Y cuál es el partido que dicen tomar las Américas en las presentes circunstancias para cimentar su dicha y felicidad? Respuesta: La España misma se halla llena de traidores es pañoles que han consultado más a sus intereses particulares que al bien de la patria. Los virreyes, los presidentes y los goberna dores, os entregarán vilmente a los franceses, si creen, como no lo dudan, que por estos medios infames han de conservar su au toridad, sus empleos, sus honores y rentas. Con este designio ocultan la verdad de las cosas y sucesos, y quieren que seáis cria turas mudas, estúpidas, a quienes no se ha permitido hablar, pen sar ni discurrir. Los malvados maturrangos y marineros tratan con el mismo designio de adormecer vuestra vigilancia, llenando papelitos con relaciones falsas de triunfos quiméricos. Los euro peos de noble origen y de juicio que residen entre nosotros como nuestros hermanos, ellos mismos se ríen de estas estratagemas ridiculas. Ya el tiempo urge, carísimos hermanos: tomad vuestras me didas antes de que llegue aquel caso, o que seáis la víctima de una invasión extranjera a que tal vez abrirán el paso vuestros mandatarios o gobernadores. Chilenos ilustres y libres, ya no existe el déspota inepto que os atropellaba: su despotismo y sus perfidias han recordado vuestra energía y patriotismo. Sus viles satélites, consejeros y coadjutores desaparecerán como el humo en el momento en que habléis y les hagáis entender por la pri mera vez que sois hombres libres. Convocad, carísimos hermanos, un Cabildo Abierto, forma do por vosotros mismos én caso necesario, y allí hablad, acor dad y decidid de vuestra suerte futura con la energía y dignidad de hombres libres: haced lo que han hecho en Buenos Aires; for mad desde luego una Junta Provisional que se encargue del man do superior, y convocad los diputados del reino para que hagan la Constitución y su dicha: el Congreso General, la representa ción nacional de todas las provincias de la América Meridional residirá donde acuerden todas. La división, la falta de acuerdo y de unión, es mil veces peor que la pérdida de la mitad de vues tros derechos: con ella los perderíais todos. Observad que el Ca nadá y la Nueva Escocia cargan el yugo ingles que los oprime porque no supieron resolverse a tiempo, poique n<> supieron re
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solverse contra los gobernadores que los oprimían y hoy miran con envidia y con despecho a las demás provincias bostonesas y a sus habitantes, gozando de todas las ventajas de una libertad honesta; los ven elevados a la alta dignidad de hombres libres e independientes, los ven ricos, poderosos y felices. (En: Ricardo Donoso, El Catecismo Político Cristiano, Santiago, 1943).
” 7 X I o tenemos una Constitución, y Sobre las m i ie l J ^ | s¡n e||a es quimérica la felicidad Congreso p o r reunirse, qUe se nos prometa. ¿Pero tocará al Congreso su formación? ¿La América podrá establecer una Constitución fir me, digna de ser reconocida por las demás naciones, mientras viva el Sr. D. Fernando VII, a quien reconoce por monarca? Si sostenemos este derecho, ¿podrá una parte de la América por medio de sus legítimos representantes establecer el sistema legal del que carece, y que necesita con tan ta urgencia?, o ¿deberá esperar una nueva asamblea, en que toda la América se dé leyes a sí misma, o convenga en aquella divi sión de territorios que la naturaleza misma ha preparado? Si nuestra asamblea se considera autorizada para reglar la Consti tución de las provincias que representa, ¿será tiempo oportuno de realizarla, apenas se congregue? ¿Comprometerá esta obra los deberes de nuestro vasallaje? ¿O la circunstancia de hallarse el Rey cautivo armará a los pueblos de un poder legítimo, para suplir una Constitución que él mismo no podría negarles? [...]. Pero si el Congreso se redujese al único empeño de elegir per sonas que subrogasen el Gobierno antiguo, habría puesto un tér mino muy estrecho a las esperanzas, que justamente se han for mado de su convocación. La ratificación de la Junta Provisional pudo conseguirse por el consentimiento tácito de las provincias que le sucediese; y también por actos positivos con que cada pue blo pudo manifestar su voluntad, sin las dificultades consiguien tes al nombramiento y remisión de sus diputados. La reunión de éstos concentra una representación legítima de todos los pue
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blos, constituye un órgano seguro de su voluntad, y sus decisio nes, en cuanto no desmienta la intención de sus representados, llevan el sello sagrado de la verdadera soberanía de estas regio nes. Así pues revestida esta respetable asamblea de un poder a todas luces soberano, dejaría defectuosa su obra si se redujese a elegir gobernantes, sin fijarles la constitución y forma de su gobierno. La absoluta ignorancia del derecho público en que hemos vi vido, ha hecho nacer ideas equívocas acerca de los sublimes prin cipios del gobierno, y graduando las cosas por su brillo, se ha creído generalmente el soberano de una nación, al que la gober naba a su arbitrio. Yo me lisonjeo, que dentro de poco tiempo serán familiares a todos los paisanos ciertos conocimientos que la tiranía había desterrado; entretanto, debo reglar por ellos mis exposiciones, y decir francamente, que la verdadera soberanía de un pueblo nunca ha consistido en la voluntad general del mis mo; que siendo la soberanía indivisible e inalienable, nunca ha podido ser propiedad de un hombre solo; y que mientras que los gobernados no revistan el carácter de un grupo de esclavos, o de una majada de carneros, los gobernantes no pueden revestir otro que el de ejecutores y ministros de las leyes que la voluntad ge neral ha establecido. De aquí es, que siempre que los pueblos han logrado mani festar su voluntad general, han quedado en suspenso todos los poderes que antes los regían; y siendo todos los hombres de una sociedad, partes de esa voluntad, han quedado envueltos en ella misma, y empeñados a la observancia de lo que ella dispuso, por la confianza que inspira, haber concurrido cada uno a la dispo sición; y por el deber que impone a cada uno, lo que resolvieron todos unánimemente. Cuando Luis XVI reunió en Versalles la asamblea nacional, no fue con el objeto de establecer la sólida felicidad del reino, sino para que la nación buscase por sí misma los remedios que los ministros no podían encontrar, para llenar el crecido déficit de aquel erario; sin embargo, apenas se vieron juntos los representantes, aunque perseguidos por los déspotas que siempre escuchan con susto la voz de los pueblos, dieron principio a sus augustas funciones con el juramento sagrado de no separarse jamás, mientras la Constitución del reino y la re
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generación del orden público no quedasen completamente esta blecidas y afirmadas. (En: Mariano Moreno, Escritos Políticos y Económicos, Buenos Aires, 1961).
odos los hombres tienen una in clinación invencible a la solicitud Rodríguez de Francia en (je su felicidad, y la formación de las el Congreso, 1811 sociedades y establecimientos de los gobiernos no han sido con otro obje to, que el de conseguirlo mediante la reunión de sus esfuerzos. La naturaleza no ha criado a los hom bres esencialmente sujetos al yugo perpetuo de ninguna autori dad civil; antes bien, hizo a todos iguales y libres de pleno derecho. Si cedieron su natural independencia creando sus jefes y ma gistrados y sometiéndose a ellos para los fines de su propia feli cidad y seguridad, esta autoridad debe considerarse devuelta, o más bien permanente en el pueblo, siempre que esos mismos fi nes lo exijan. Lo contrario sería destructivo de la sociedad mis ma y contra la intención general de los mismos que la habían es tablecido. Las armas y la fuerza pueden muy bien sofocar y te ner como ahogados estos derechos, pero no extinguirlos; porque los derechos naturales son imprescriptibles, especialmente por unos medios violentos y opresivos. Todo hombre nace libre, y la historia de todos los tiempos siempre probará que sólo vive violentamente sujeto, mientras que su debilidad no le permite entrar a gozar los derechos de aquella independencia con que le dotó el Ser Supremo al tiempo mismo de su creación. Aún son más urgentes las circunstancias en que nos hallamos. La soberanía ha desaparecido en la nación. No hay un tribunal que cierta e indubitablemente pueda considerarse como el órga no o representante de la autoridad suprema. Por eso muchas y grandes provincias han tomado el arbitrio de constituirse y go bernarse por sí mismas; otras se consideran en un estado vaci lante, o de próxima agitación; y su incertidumbre y situación que presagia una casi general convulsión. [...].
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En todo caso, estamos prontos y resignados a conformarnos con la voluntad general, lisonjeándonos que este Congreso dará ese ejemplo de cordura y circunspección, haciendo un uso justo, moderado y prudente, de esta preciosa libertad en que se le cons tituye; pero de tal modo que puesta la patria a cubierto de toda oculta asechanza y de los tiros de la arbitrariedad y despotismo, se ponga en estado de ser verdadera y perfectamente feliz. (En: Pensamiento político de la emancipación, Prólogo de José Luis Romero, Caracas, 1977).
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Hidalgo sobre tierras y por ej presente mando a los jueces y esclavos, 1810 justicias del distrito de esta capital, que inmediatamente procedan a la re caudación de las rentas vencidas hasta el día, por los arrendatarios de las tierras pertenecientes a las co munidades de los naturales, para que enterándolas en la caja na cional, se entreguen a los referidos naturales las tierras para su cultivo, sin que para lo sucesivo puedan arrendarse, pues es mi voluntad que su goce sea únicamente de los naturales en sus res pectivos pueblos. Dado en mi cuartel general de Guadalajara, a 5 de diciembre de 1810. [...] D. Miguel Hidalgo y Costilla, generalísimo de América, etc. Desde el feliz momento en que la valerosa nación americana tomó las armas para sacudir el yugo, que por espacio de cerca de tres siglos la tenía oprimida, uno de sus principales objetos fue extinguir tantas gabelas con que no podía adelantar su for tuna; mas como en las críticas circunstancias del día no se pue dan dictar las providencias adecuadas a aquel fin, por la necesi dad de reales que tiene el reino para los costos de guerra, se atiende por ahora a poner el remedio en lo que más urgente por las declaraciones siguientes. Primera: Oue lodos los dueños de esclavos deberán darles la libertad dentro del término de diez días, so pena de m uerte, que se les aplicara por transgresión de
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este artículo. Segunda: Que cese para lo sucesivo la contribución de tributos, respecto de las castas que lo pagaban, y toda exac ción que a los indios se les exigía. Tercera: Que en todos los ne gocios judiciales, documentos, escrituras y actuaciones, se haga uso de papel común, quedando abolido el del sellado. Cuarta: Que todo aquel que tenga instrucción en el beneficio de la pól vora, pueda labrarla sin más pensión que la de preferir al go bierno en la ventas para el uso de sus ejércitos, quedando igual mente libres todos los simples de que se compone. Y para que llegue a noticia de todos, y tenga su debido cumplimiento, man do que se publique por bando en esta capital, y demás ciudades, villas y lugares conquistados, remitiéndose el competente núme ro de ejemplares a los tribunales, jueces y demás personas a quie nes corresponda su inteligencia y observancia. Dado en la ciu dad de Guadalajara, a 6 de diciembre de 1810. (En: Pensamien to político de la emancipación. Prólogo de José Luis Romero, Ca racas, 1977.)
a América, condenada por más de tres siglos a no tener otra existencia que la de servir a aumentar ~ la preponderancia política de España, sin la menor influencia ni participación en su grandeza, hubiera llegando por el orden de unos sucesos en que no ha tenido otra parte que el sufrimiento, a ser el garante del desorden, corrupción y conquista que ha desorganizado a la nación conquistadora, si el instinto de la propia seguridad no hu biese dictado a los americanos que había llegado el momento de obrar, para coger el fruto de trescientos años de inacción y de paciencia. Si el descubrimiento del Nuevo Mundo fue uno de los acon tecimientos más interesantes a la especie humana, no lo será me nos la regeneración de este mismo mundo degradado desde en tonces por la opresión y la servidumbre. La América, levantán dose del polvo y las cadenas, y sin pasar por las gradaciones po
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líticas de las naciones, va a conquistar por su tumo al antiguo mundo, sin inundarlo, esclavizarlo, ni embrutecerlo. La revolu ción más útil al género humano será la de América cuando, cons tituida y gobernada por sí misma, abra los brazos para recibir a los pueblos de Europa, hollados por la política, ahuyentados por la guerra y acosados por el furor de todas las pasiones; sedientos entonces de paz y de tranquilidad, atravesarán el océano los ha bitantes del otro hemisferio, sin la ferocidad ni la perfidia de los héroes del siglo XVI; como amigos, y no como tiranos; como me nesterosos,‘y no como señores; no para destruir, sino para edi ficar; no como tigres, sino como hombres que, horrorizados de nuestras antiguas desgracias, y enseñados con las suyas, no con vertirán su razón en un instinto maléfico (...) (...) En Europa, el choque y la fermentación de las opinio nes, el trastorno y desprecio de las leyes, la profanación de los derechos que ligaban el Estado, el lujo de las Cortes, la miseria de los campos, el abandono de los talleres, el triunfo del vicio y la opresión de la virtud; en América, el aumento de la pobla ción, las necesidades creadas fuera de ella, el desarrollo de la agricultura en un suelo nuevo y vigoroso, el germen de la indus tria bajo un clima benéfico, los elementos de la ciencias en una organización privilegiada, la disposición para un comercio rico y próspero y la robustez de una adolescencia política, todo, todo aceleraba los progresos del mal en un mundo, y los progresos del bien en el otro. (En: Pensamiento político venezolano del si glo XIX. Textos para su estudio, Caracas, 1960.)
_ 0(j 0 españ0]t|Ue no conSpjre con. Simón Bolívar! Decreto X tra la tiranía en favor de la justa de Guerra a muerte , causa por los medios más activos y efi1813 caces, será tenido por enemigo y castigado como traidor a la patria, y por consecuencia será irremisiblemente pasado por las armas. Por el contrario, se concede un indulto ge neral y absoluto a los que pasen a nuestro ejercito con sus armas o sin ellas; a los que presten sus auxilios a los buenos cuidada-
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nos que se están esforzando por sacudir el yugo de la tiranía. Se conservarán en sus empleos y destinos a los oficiales de guerra y magistrados civiles que proclamen el Gobierno de Venezuela V se unan a nosotros; en una palabra, los españoles que hagan señalados servicios al Estado serán reputados y tratados como americanos. Y vosotros, americanos, que el error o la perfidia os ha ex traviado de la senda de la justicia, sabed que vuestros hermanos os perdonan y lamentan sinceramente vuestros descarríos, en la íntima persuasión de qüe vosotros no podéis ser culpables y que sólo la ceguedad e ignorancia en que os han tenido hasta el pre sente los autores de vuestros crímenes, han podido induciros a ellos. No temáis la espada que viene a vengaros y a cortar los lazos ignominiosos con que os ligan a su suerte vuestros verdu gos. Contad con una inmunidad absoluta en vuestro honor, vida y propiedades; el solo título de Americanos será vuestra garan tía y salvaguardia. Nuestras armas han venido a protegeros, y no se emplearán jamás contra uno solo de nuestros hermanos. Esta amnistía se extiende hasta los mismos traidores que más recientemente hayan cometido actos de felonía; y será tan reli giosamente cumplida que ninguna razón, causa o pretexto será suficiente para obligarnos a quebrantar nuestra oferta, por gran des y extraordinarios que sean los motivos que nos déis para ex citar nuestra animadversión. Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indileí entes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables. (En: Decretos del Libertador, t. I, Caracas, 1983).
• X T L Congreso de Anahu A c ta d e Independencia J 1 , mamente instalado en la ciudad de Chilpancmgo, 1813 Chilpancingo de la América Septentrional por las provincias de ella, declara solemnemente a presencia del Señor Dios, árbitro moderador de los imperios y autor de la so ciedad, que los da y los quita según los designios inexcrutables
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de su providencia, que por las presentes circunstancias tic la Eu ropa, ha recobrado el ejercicio de su soberanía usurpado; que en tal concepto, queda rota para siempre jamás y disuelta la de pendencia del trono español; que es árbitro para establecer las leyes que le convengan, para el mejor arreglo y felicidad inte rior, para hacer la guerra y paz y establecer alianzas con los mo narcas y repúblicas del antiguo continente, no menos que para celebrar concordatos con el Sumo Pontífice romano, para el ré gimen de la iglesia católica, apostólica, romana, y mandar em bajadores y cónsules, que no profesa ni reconoce otra religión, más que la católica, ni permitirá ni tolerará el uso público ni se creto de otra alguna; que protegerá con todo su poder y velará sobre la pureza de la fe y de sus dogmas y conservación de los cuerpos regulares. Declara por reo de alta traición a todo el que se oponga directa o indirectamente a su independencia, ya pro tegiendo a los europeos opresores, de obra, palabra, o por es crito; ya negándose a contribuir con los gastos, subsidios y pen siones para continuar la guerra, hasta que su independencia sea reconocida por las naciones extranjeras; reservándose el Congre so presentar a ellas, por medio de una nota ministerial que cir culará por todos los gabinetes, el manifiesto de sus quejas y jus ticia de esta resolución, reconocida ya por la Europa misma. (En: Pensamiento político de la emancipación, Prólogo de José Luis Romero, Caracas, 1977).
X la suerte futura del Nuevo Mun do, establecer principios sobre su po lítica y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se pudo prever cuando el género humano se hallaba en su infancia, rodeado de tanta incertidumbre, ignorancia y error, cuál sería el régimen que abrazaría para su conservación? ¿Quién se habría atrevido a decir: tal nación será república o monarquía, ésta será pequeña, aquélla grande? En mi concepto, ésta es la imagen de
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nuestra situación. Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil. Yo considero el estado actual de la América, como cuando desplomado el Imperio Romano cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus inte reses y situación o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones; con esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros america nos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallamos en el caso más ex traordinario y complicado; no obstante que es una especie de adi vinación indicar cuál será el resultado de la línea de política que la América siga, me atrevo a aventurar algunas conjeturas, que, desde luego, caracterizo de arbitrarias, dictadas por un deseo ra cional y no por un raciocinio probable. La posición de los moradores del hemisferio americano ha sido, por siglos, puramente pasiva: su existencia política era nula. Nosotros estábamos en un grado todavía más bajo de la servi dumbre, y por lo mismo con más dificultad para elevarnos al goce de la libertad. Permítame Vd. estas consideraciones para es tablecer la cuestión. Los estados son esclavos por la naturaleza tic su constitución o por el abuso de ella. Luego un pueblo es esclavo cuando el gobierno, por su esencia o por sus vicios, hue lla y usurpa los derechos del ciudadano o súbdito. Aplicando es tos principios, hallaremos que la América no sólo estaba priva da de su libertad, sino también de la tiranía activa y dominante. Me explicaré. En las administraciones absolutas no se recono cen límites en el ejercicio de las facultades gubernativas: la vo luntad del gran sultán, kan, bey y demás soberanos despóticos, es la ley suprema y ésta es casi arbitrariamente ejecutada por los bajaes, kanes y sátrapas subalternos de la Turquía y Persia, que
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tienen organizada una opresión de que participan los súbditos en razón de la autoridad que se les confía. A ellos está encargada la administración civil, militar y política, de rentas y la religión. Pero al fin son persas los jefes de Ispahan, son turcos los visires del-Gran Señor, son tártaros los sultanes de la Tartaria. La Chi na no envía a buscar mandatarios militares y letrados al país de Gengis Kan, que la conquistó, a pesar de que los actuales chinos son descendientes directos de los subyugados por los ascendien tes de los presentes tártaros. (...) Los americanos, en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo, y cuando más, el de simples consumidores; y aun esta parte coartada con res tricciones chocantes: tales son las prohibiciones del cultivo de frutos de Europa, el estanco de las producciones que el Rey mo nopoliza, el impedimento de las fábricas que la misma Península no posee, los privilegios exclusivos del comercio hasta de los ob jetos de primera necesidad, las trabas entre provincias y provin cias americanas, para que no se traten, entiendan, ni negocien; en fin, ¿quiere usted saber cuál es nuestro destino? los campos para cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el al godón, las llanuras solitarias para criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las entrañas de la tierra para ex cavar el oro que no puede saciar a esa nación avarienta. (...) Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riqueza que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del go bierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mun do sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo, y menos deseo una monar quía universal de América, porque este proyecto, sin ser útil, es también imposible. Los abusos que actualmente existen no se re formarían y nuestra regeneración sería infructuosa. Los estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paterna les que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra. La metrópoli, por ejemplo, sería México, que es la única que pueda serlo por su poder íntrinseco, sin el cual 110 hay metí ('»po li. Supongamos que fuese el istmo de Panamá, punto céntrico
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para todos los extremos de este vasto continente, ¿no continua rían éstos en la languidez y aun en el desorden actual? Para que un solo gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos los re sortes de la prosperidad pública, corrija, ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo, sería necesario que tuviese las facultades de un Dios, y cuando menos las luces y virtudes de todos los hombres. El espíritu de partido que, al presente, agita a nuestros esta dos se encendería entonces con mayor encono, hallándose au sente la fuente del poder, que únicamente puede reprimirlo. Además los magnates de las capitales no sufrirían la preponde rancia de los metropolitanos, a quienes considerarían como a otros tantos tiranos: sus celos llegarían hasta el punto de com parar a éstos con los odiosos españoles. En fin, una monarquía semejante sería un coloso disforme, que su propio peso desplo maría a la menor convulsión. (En: Simón Bolívar, Doctrina del Libertador, Caracas, 1976).
6.° Por ahora el señor alcalde provisional y demás subalternos se dedicarán a fomentar con brazos útiles la población de la campaña. Para ello revisará cada uno, en sus respectivas jurisdicciones, los terrenos disponibles; y los sujetos dignos de esta gracia, con prevención, que los más infelices serán los más privilegiados. En consecuencia los negros libres, los zambos de esta clase, los in dios y los criollos pobres, todos podrán ser agraciados con suer te de estancia, si con su trabajo y hombría de bien propenden a su felicidad, y a la de la Provincia. 7.° Serán igualmente agraciadas las viudas pobres si tuvie ren hijos. Serán igualmente preferidos los casados a los ameri canos solteros y éstos a cualquier extranjero. 8. Los solicitantes se apersonarán al señor alcalde provin cial, o los subalternos de los partidos, donde eligieron el terreno para su población. Estos darán su informe al señor alcalde pro vincial y éste al gobierno de Montevideo de quien obtendrán la José Artigas: ^ Reglamento Provisorio de la Provincia Oriental, 1815
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legitimación de la donación, y la marca que debe distinguir las haciendas del interesado en lo sucesivo. Para ello al tiempo de pedir la gracia se informará si el solicitante tiene o no marca: si la tiene será archivada en el libro de marcar, y de no, se le dará en la forma acostumbrada. 9." El M. I. cabildo gobernador de Montevideo despachará estos rescriptos en la forma que estime más conveniente. Ellos y las marcas serán dados graciosamente, y se obligará al regidor, encargado de propios de ciudad, lleve una razón exacta de estas donaciones de la Provincia. 10.“ Los agraciados serán puestos en posesión desde el mo mento que se haga la denuncia por el señor alcalde provincial, o por cualquiera de los subalternos de éste. 11.“ Después de la posesión serán obligados los agraciados por el señor alcalde provincial, o demás subalternos a formar un rancho y dos corrales en el término preciso de dos meses, los que cumplidos, si se advierte omisión, se les reconvendrá para que lo efectúen en un mes más, el cual cumplido, si se advierte la misma negligencia, será aquel terreno donado a otro vecino más laborioso y benéfico a la Provincia. 12.“ Los terrenos repartibles, son todos aquellos de emigra dos, malos europeos y peores americanos que hasta la fecha no se hallan indultados por el jefe de la Provincia para poseer sus antiguas propiedades. 13.“ Serán igualmente repartibles todos aquellos terrenos que desde el año 1810, hasta el de 1815, en que entraron los orientales a la plaza de Montevideo, hayan sido vendidos, o do nados por el gobierno de ella. 14.“ En esta clase de terrenos habría la excepción siguiente: si fueran donados o vendidos a orientales o a extraños; si a los primeros, se les donará una suerte de estancia conforme al pre sente Reglamento; si a los segundos, todo es disponible en la for ma dicha. 15." Para repartir los terrenos de europeos y malos ame ricanos se tendrá presente si éstos son casados, o solteros. De éstos todo es disponible. De aquéllos se atenderá al número de sus hijos, y con concepto a que éstos no sean perjudicados se les dejará lo bastante para que puedan mantenerse en lo su
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cesivo, siendo el resto disponible, si tuvieran demasiado terreno. 16.° La demarcación de los terrenos agraciables será legua y media de frente, y dos de fondo, en la inteligencia que puede hacerse más o menos extensiva la demarcación, según la locali dad del terreno, en el cual siempre se proporcionarán aguadas, y si lo permite el lugar, linderos fijos; quedando al celo de los comisionados, economizar el terreno en lo posible, y evitar en lo sucesivo desavenencias entre vecinos. (En: José Artigas. Con ductor rioplatense. 1811-1820, Introducción y selección de Ro berto Ares Pons, México, 1979).
cuanto esta ilustre y gloriosa capital ha declarado, así por meProclama de ¿¡q ^ ]as pers0nas visibles, como por Indepei encía del Perú ej voto y aclamación general del público, su voluntad decidida por su in dependencia, y ser colocada en el alto grado de los pueblos libres, quedando notado en el tiempo de su existencia por el día más grande y glorioso el domingo quince del presente mes, en que las personas más respetables suscribie ron el Acta de su libertad, que confirmó el pueblo por voz co mún en medio del júbilo; por tanto, ciudadanos, mi corazón, que nada apetece más que vuestra gloria, y a la cual consagro mis afa nes ha determinado que el sábado inmediato veintiocho se pro clame vuestra feliz independencia y el primer paso que dais a la libertad de los pueblos soberanos, en todos los lugares públicos en que en otro tiempo se os anunciaba la continuación de vues tras tristes y pesadas cadenas. Y para que se haga con la solem nidad correspondiente, espero que este noble vecindario autori ce el augusto acto de la Jura, concurriendo a él; que adorne e ilumine sus casas en las noches del viernes, sábado y domingo para que con las demostraciones de júbilo se den al mundo los más fuertes testimonios del interés con que la ilustre capital del Perú celebra el día primero de su independencia y el de su in corporación a la gran familia americana. (En: Pensamiento p o lítico de la emancipación, cit.).