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Transformaciones en el Gobierno de la Seguridad Ciudadana Implicancias para la Formación Policial en la República Argentina
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El contexto de emergencia de la cuestión de la Seguridad Ciudadana Durante la segunda mitad de la década de los noventa, el problema de la seguridad emergió, en nuestro país, como un tema político central q ue cuestionó la capacidad del Estado de cumplir con algunas de las funciones que le son propias, tales como la resolución de conflictos, la promoción de la convivencia ciudadana, la prevención del delito y la reducción de la violencia, entre otros. La aparición de esta problemática en la agenda pública, y como tema de preocupación social, es el resultado de procesos con múltiples causas. Estas son complejas y aún objeto de un debate más bien incipiente, en los ámbitos académicos y políticos de nuestro país. En el campo criminológico internacional, en cambio, existe cierto consenso respecto de que cualquier conjunto de actividades delictivas, así como sus modificaciones cuantitativas y cualitativas, son producto de la vinculación de tres conjuntos de procesos interdependientes –que se detallan más adelante– con complejidades, especificidades y escalas propias, por lo que es posible transponer estos desarrollos para comprender el fenómeno en nuestro país. La especificidad del fenómeno no se limita a las particularidades de cada nación, sino que en un mismo país tiene características locales, e incluso territoriales, dentro de una misma ciudad, tanto en lo que hace al contexto social inmediato en que se desarrolla como a la familia de delitos de que se trate. Esto obliga a utilizar y transponer con precaución las herramientas analíticas necesarias para comprender el fenómeno. Por eso, para evitar las generalizaciones sociológicas al utilizar teorías e investigaciones desarrolladas en otros ámbitos, debe prestarse atención a la manera en la que las variables generales se articulan de manera singular con variables tales como: subcultura de los grupos involucrados, etarias, de clase, étnicas, de género, geográficas, urbanísticas, etc., y en períodos históricos y situaciones económicas y políticas determinadas. Esto no implica oponerse a las generalizaciones empíricas, sino que solo son posibles en el marco de órdenes sociales particulares referidos a grupos también particulares, y que las teorías encuentran su resolución en sociedades y ámbitos territoriales específicos. Y esto es así incluso para ca da tipo de delito, por lo que, en cualquier caso, es necesario analizar e l desarrollo en el tiempo de las acciones y definiciones de los infractores en su interacción con las reacciones y definiciones de los agentes de control, ambas en su vinculación con los contextos sociales en las que acontecen. Es con estas precauciones metodológicas que deben leerse las tendencias aquí presentadas. Primero, el conjunto de procesos sociales (económicos, culturales y políticos) * El presente artículo, a cargo del Lic. Enrique Font, es una versión preliminar que resume el trabajo de los talleres regionales realizados en el marco del Programa Nacional de Educación, Capacitación y Actualización Profesional de Cuerpos Policiales y Fuerzas de Seguridad (PRONACAP). Aquí se presentan los principales
núcleos conceptuales que orientan las activiaddes del PRONACAP en materia de educación policial.
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por los cuales se acumulan condiciones de posibilidad p ara que ciertos sujetos queden situados como potenciales infractores de la ley penal. Segundo, la conformación de estructuras de oportunidades delictivas que permiten que determinadas ilegalidades y formas de victimización (y no otras) sean llevadas a cabo por los potenciales infractores socialmente producidos. Y, finalmente, el desarrollo de la interacción existente entre esos dos fenómenos y las respuestas de las agencias supuestamente dedicadas a prevenirlos, o controlarlos, y las reacciones de otros actores sociales. Entre estas tienen particular relevancia las representaciones en los medios masivos de comunicación, tanto del hecho delictivo en sí, como de las respuestas y reacciones que genera. En lo referido a los procesos de producción social de potenciales infractores y víctimas han tenido influencia significativa varias cuestiones. Por una parte, los procesos muy intensos de empobrecimiento, desafiliación, y aumento de la inequidad económica y de acceso a bienes sociales (como el empleo, la salud, la educación, la vivienda, etc.) y de consumo. Por otro, la desarticulación del tejido social, las crisis en los sistemas de participación política, y un creciente individualismo producto de los cambios culturales, todos ellos agudizados en la década de los noventa. Estos procesos no impactaron de manera similar en la sociedad en su conjunto, sino que fueron experimentados y vivenciados de manera diferencial según los principales ejes sociales de edad, género, étnico, nivel de ingresos, clase, lugar de residencia, etc. Tanto el impacto material diferencial como las distintas percepciones de injusticia de la situación, combinados con el creciente individualismo cultural, propiciaron, en toda la escala social, contextos en los que no eran viables alternativas no delictivas, o eran menos atractivas para confrontar las tensiones estructurales, y satisfacer aspiraciones culturales obstaculizadas materialmente. Dicho esto, no debe pasarse por alto que tanto las tensiones estructurales, así como los obstáculos para concretar aspiraciones culturales, y la percepción de injusticia de la situación, resultan, particularmente, más intensas en los contextos sociales donde la privación material y la desarticulación del tejido social son más acentuadas. En lo referido a las estructuras de oportunidades delictivas, durante este período se evidencia el agravamiento de la criminalidad de los poderosos (delitos complejos, criminalidad económica, corrupción, crimen organizado) ante la inercia, impotencia y connivencia de las agencias estatales encargadas de su control, que da lugar a una mayor complejidad de las modalidades y organizaciones delictivas que, a su vez, generan estructuras de oportunidades
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Más aún, hay estrechas vinculaciones entre las estructuras de oportunidades que propician la criminalidad de los poderosos y las que dan lugar a la criminalidad de los débiles.
para las modalidades más simples de las que se nutren (como el delito callejero). No existe criminalidad de los débiles (por ejemplo: robos cometidos por jóvenes en una situación de extrema vulnerabilidad contra víctimas más o menos vulnerables), como tampoco criminalidad de los poderosos (por ejemplo: contrabando de armas o drogas, o trata de personas) sin el sustento de una estructura de oportunidades delictivas que las posibilite, y sin la producción social de potenciales infractores y víctimas. Más aún, hay estrechas vinculaciones entre las estructuras de oportunidades que propician la criminalidad de los poderosos y las que dan lugar a la criminalidad de los débiles. No debe perderse de vista que la totalidad de los componentes del fenómeno criminal en sí no son un dato dado de antemano, sino que se engendran en las propias interacciones, con las mismas respuestas o reacciones de los distintos actores que, supuestamente, deben prevenirlo, controlarlo o protegerse de él. En este sentido, la sobrerrepresentación de hombres jóvenes pobres residentes en las áreas más degradadas de las ciudades como autores de delitos contra la propiedad (con distintos grados de violencia) es tanto producto del funcionamiento selectivo de las agencias del sistema penal, como de ser sujetos sometidos a las tensiones materiales y culturales más intensas, y que residen en contextos donde han emergido estructuras de oportunidades criminales más bien precarias, o donde existe acceso a los niveles menos calificados y más vulnerables de economías delictivas complejas. Por su parte, las interacciones entre los infractores socialmente producidos y las agencias del sistema penal, y otros actores, que reaccionan ante los hechos de los primeros no se resuelven en un momento dado, sino que tienen un desarrollo temporal, que ha ido modificando (en general, amplificando) las acciones de unos, y las reacciones de los otros. A su vez, tanto el delito y sus causas como las reacciones que en torno a este se producen son objeto de diversas formas de interpretación y representación, en los medios masivos de comunicación. Estas representaciones, si bien en algunos casos suelen esclarecer los fenómenos, en muchos otros los mistifican o sobredimensionan, y generan climas que alientan reacciones inapropiadas y contraproducentes por parte de los mecanismos de control (con la consiguiente
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Con el aumento de la criminalidad, comenzó a consolidarse, en nuestro país, una tendencia observable también en otras sociedades, que consiste en la aparición de nuevos actores, gubernamentales y no gubernamentales, con voluntad de participar en los procesos de producción de Seguridad Ciudadana.
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amplificación del problema), y una sensación de temor que, para buena parte de la sociedad, es desproporcionada en relación con el riesgo de victimización efectivo en que se encuentra.
La pluralización de actores y racionalidades en el gobierno de la seguridad
En este escenario, de manera gradual y superpuesta con el aumento de la criminalidad, comenzó a consolidarse, en nuestro país, una tendencia observable también en otras sociedades, que consiste en la aparición de nuevos actores, gubernamentales y no gubernamentales, con voluntad de participar en los procesos de producción de Seguridad Ciudadana. Esta tendencia, contradictoria y volátil en tanto convive con procesos de inflación de la legislación penal y de las respuestas punitivas y coercitivas, es conocida como “pluralización” o “multiplicación” de actores en el campo de la seguridad. La consolidación de esta tendencia plantea un conjunto de nuevas oportunidades, en tanto involucra a actores que promueven nuevas finalidades, racionalidades, y modos de intervención. Pero también plantea nuevos desafíos en términos de justicia, equidad y derechos humanos tanto a las agencias del sistema penal, especialmente a la policía, como a las políticas públicas de seguridad en general. Coadyuvando a esta tendencia, pueden identificarse una serie de fuerzas o fenómenos. Entre los de incidencia más significativa se encuentra la reconfiguración del Estado en Argentina, iniciada en el período 1976-83, e intensificada en la década de los noventa. Dicha reconfiguración resulta de la alineación con los procesos de globalización y las tendencias a nivel re gional e internacional, y la consiguiente promoción de políticas de desconcentración, desregulación, descentralización, y flexibilización. En definitiva, se trata de un fuerte corrimiento del Estado de la esfera pública a nivel nacional. Corrimiento que también se evidenció en lo que hace a la función pública de promoción de la Seguridad Ciudadana, entendida como parte del bie-
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nestar común, y en el debilitamiento del rol de regulación estatal en el campo de la seguridad. Igualmente significativa fue la incidencia del aumento cuantitativo y las transformaciones cualitativas de la violencia interpersonal, y de los delitos contra la propiedad en las grandes ciudades, y de la nueva distribución social y territorial diferencial de la victimización resultante , durante la década del noventa y los primeros años de 2000. Por un lado, la emergencia de niveles de victimización de los sectores medios y altos, no experimentados en períodos anteriores. Por otro, un aumento diferencial intenso de la victimización sufrida por los sectores populares, agravada, a su vez, por las intervenciones militarizadas, represivas y discriminatorias de las agencias del sistema penal. Por ejemplo, la zona sur de la Ciudad de Buenos Aires –en la que se encuentran los Centros de Gestión y Participación (CGP) 3, 4, 5 y 8– concentra al 30,7% de la población de la Ciudad , y al 60,2% de la población con necesidades básicas insatisfechas, y a parte importante de los delitos, tanto los registrados como los que no necesariamente fueron de nunciados. El delito más grave es, sin lugar a dudas, el homicidio. La zona sur fue sede del 36,3% (62 hechos) de los homicidios dolosos ocurridos en la Ciudad durante el 2002, y del 35,9% (51 hechos) de los ocurridos en el 2003 (según datos del Sistema Nacional de Información Criminal, SNIC, de la Dirección Nacional de Política Criminal, Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación. Los datos relativos a la zona sur corresponden a los delitos ocurridos en jurisdicción de las comisarias 24º, 26º,28º, 30º, 32º, 34º, 36º, 48º y 52º. El CGP 3 es el que tiene el porcentaje más alto de población con necesidades básicas insatisfechas (21,7%), cuando el nivel correspondiente al total de la Ciudad es 7,6%. Por otra parte, los CGP 4 y 8 están entre los que tienen los porcentajes más altos de nacimientos con bajo peso (más de 8%), en tanto los CGP 3, 5 y 8 tienen las más altas tasas de mortalidad infantil (más de 10 por cada 1000 nacidos vivos) 2. Estas modificaciones de los procesos de victimización intensifican la división del espacio urbano y rural en territorios protegidos y desprotegidos, en base a variables de percepciones de inseguridad (más allá del mayor o menor ajuste entre las percepciones y el riesgo efectivo de victimización). También se incrementa el temor al delito y las percepciones de inseguridad, y la cuestión pasa a figurar entre los primeros lugares en la agenda de preocupaciones sociales y, en muchos casos, deja en evidencia la inhabilidad de las respuestas tradicionales del sistema penal para satisfacer la demanda colectiva e individual de seguridad. 2
(Fuente: AAVV. Más derechos, más seguridad, más seguridad, más derechos , 2004. pag. 3).
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En lo referido al sistema penal, en los últimos años de la década del noventa, los cuestionamientos al rol, estrategias operativas, organización institucional, manejo y control democrático de las fuerzas de seguridad y policiales propiciaron la implementación de distintas iniciativas de reforma o democratización de estas instituciones o, cuanto menos, de segmentos de ellas (como, por ejemplo, mecanismos de control interno y formación). En mucha menor medida, algunas de estas reformas se ensayaron, también, en otras instituciones del sistema penal. La emergencia de estas iniciativas es atribuible tanto a las crecientes dudas sobre la efectividad para producir seguridad de las estrategias policiales tradicionales como a los diversos cambios emergentes en el más amplio espectro de los procesos de democratización, impulsados, inicialmente, por los organismos d e derechos humanos y las organizaciones de familiares de víctimas de violencia policial y, más recientemente, desde ámbitos estatales. Dichas reformas han sido y son impulsadas con distinta suerte y énfasis en varias jurisdicciones, y están sujetas a una dinámica de avances y retrocesos. Esta dinámica resulta, según los casos, de las dificultades que las reformas enfrentan para consolidarse como políticas de estado, de las resistencias encontradas para su implementación dentro y fuera de las instituciones, de la carencia de pericia y de presupuestos adecuados para llevarlas adelante, etc. En cualquier caso, los procesos de reforma contribuyeron a erosionar la percepción de que la utilización de tecnologías coercitivas y punitivas por parte de la policía (y demás agencias del sistema penal) constituye el único y más eficaz mecanismo para producir seguridad. Esto permitió ampliar el debate respecto de la necesidad de abordajes con racionalidades diversas, y de la necesidad de participación de otros actores capaces de desarrollarlos, para propiciar, así, la tendencia a la pluralización. En el contexto argentino, la expresión más clara de pluralización, y la que en orden cronológico se manifiesta inicialmente, es la privatización de funciones de seguridad como resultado de la expansión y diversificación de servicios de la industria de la seguridad privada. La noción de “industria de la seguridad privada” comprende tanto al sector de actividad basado en la utilización intensiva de recursos humanos (agencias de seguridad, vigilancia e investigaciones), como al basado en la utilización intensiva de medios técnicos (circuitos cerrados de televisión, alarmas, detectores y tecnologías de detección y vigilancia, en definitiva, hardware más o menos sofisticado), e, incluso, a la combinación de ambos. Se trata de actores privados que persiguen fines de lucro, mediante la prestación comercial de servicios consistentes
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en garantizar órdenes establecidos por sus clientes (que pueden o no estar alineados con los órdenes promovidos por el Estado). En este sentido, la privatización en el campo de la seguridad se vincula, y coincide temporalmente, con procesos similares de privatización en áreas tales como la educación, la salud y el sistema provisional, si bien asume características propias. La privatización no se limita únicamente a las situaciones más obvias en las que la provisión de seguridad es asumida por un ente no estatal especializado, y que persigue fines de lucro (como una agencia de seguridad privada), sino también a situaciones en las que la función de seguridad es asignada a individuos, o entes no estatales y no especializados, y de manera complementaria, a las funciones que le son propias y específicas. Por ejemplo, cuando al capataz de una obra, o al recepcionista de un sanatorio u hospital, o al empleado de una empresa de servicios de limpieza se los responsabiliza por aspectos directa y explícitamente vinculados con cuestiones de seguridad en los ámbitos en los que se desempeñan. En menor proporción, y en un segundo momento, la promoción de estrategias de “seguridad comunitaria” expresan la tendencia de pluralización de actores. El desarrollo de estas estrategias en la Arge ntina ha sido sumamente variado y escasamente evaluado, por lo que solo puede agrupársela s porque involucran o apelan a un actor definido como “comunidad”. Como era esperable, las estrategias comunitarias también predisponen a las propias instituciones policiales (y, en menor medida, a las fuerzas de seguridad nacionales) a la promoción de iniciativas denominadas de “policía comunitaria”. Estas iniciativas, a veces impulsadas desde las instituciones policiales, y otras, desde los ámbitos políticos, son tan variadas y poco evaluadas como las de seguridad comunitaria, y tienen en común con estas y entre sí, solamente la siempre problemática y ambigua apelación al actor “comunidad”. En un tercer momento, comienzan a formularse iniciativas específicas que reconocen la multicausalidad del fenómeno delictivo y que, en consecuencia, promueven estrategias de prevención integrada no punitivas, multiagenciales y coordinadas, con la participación de agencias de los tres niveles estatales, y actores de la sociedad civil. El Plan Nacional de Prevención del Delito, de la Dirección Nacional de Política Criminal (presentado inicialmente en el 2000) es el programa más acabado y representativo de este tipo de estrategias. Estas iniciativas propician la pluralización de actores en tanto involucran, entre otras, a instituciones sociales, culturales, educativas, de empleo y de desarrollo local, tanto estatales como de la sociedad civil, y que operan con racionalidades, fines y medios distintos al de las agencias del sistema penal.
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En un cuarto momento, emergen las políticas impulsadas desde varios gobiernos locales que, según los casos, promueven intervenciones de desarrollo social local, de construcción de ciudadanía, de resolución alternativa de conflictos, pasando por estrategias de prevención situacional (diseño urbano, cámaras de seguridad en el espacio público). En algunos casos, avanzan hasta el establecimiento de cuerpos especializados diseñados y equipados para garantizar la convivencia en el espacio público local (como es el caso de las Guardias Urbanas de las ciudades de Rosario y Buenos Aires). En otros, crean reparticiones dentro de la estructura de gobierno que desarrollan programas expresamente dirigidos a abordar cuestiones de seguridad y convivencia, como parte de sus políticas sociales y de desarrollo local, como es el caso del Municipio de Morón, entre otros. En un quinto momento, y en mucha menor medida, puede mencionarse la incipiente implementación y desarrollo de varias iniciativas participativas, colaborativas o autogestionadas de resolución de conflictos y reducción de la violencia, mediante la utilización de métodos alternativos, informales y legos, y versiones de modelos de justicia restaurativa. Estas iniciativas son impulsadas, por lo general, por ONGs, universidades, organizaciones barriales o de base, y, habitualmente, se desarrollan en pequeña escala, de manera informal o como proyectos piloto. A diferencia de lo que ocurre en otros países de Latinoamérica, este tipo de abordajes no han sido aún ni auspiciados ni promovidos desde agencias públicas, ni aparecen, toda vía, en el menú de las políticas públicas de Seguridad Ciudadana. Sin embargo, dado e l auge que están teniendo en varios países de la región, y el hecho de que su adopción es propiciada por el PNUD, el BID y agencias de cooperación internacional de varios países, permite inferir que esta forma de pluralización se extenderá, en alguna medida, también en la Argentina.
El Estado ante el fenómeno de pluralización
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El reconocimiento del proceso de pluralización de actores, en el ca mpo de la Seguridad Ciudadana, genera oportunidades al permitir el desar rollo de intervenciones con prácticas potencialmente innovadoras, respecto de las que caracterizan a las intervenciones tradicionales desde el sistema penal. Sin embargo, también engendra nuevos desafíos. En el caso de los Estados, el desafío de la promoción y regulación de los procesos de pluralización –que implican cierto nivel de (re)asignación de funciones y re sponsabilidades a instituciones de la sociedad civil– conlleva el dilema de reconocer, en
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alguna medida, sus limitaciones para alcanzar los niveles esperados de seguridad, y erosiona, así, el mito del “control soberano del delito”. Estudios recientes muestran cómo los estados buscan despejar este dilema propiciando dos líneas de políticas de seguridad “volátiles y contradictorias”. En los últimos veinte años, el desarrollo de políticas contradictorias y volátiles ha sido frecuente tanto en la jurisdicción nacional como en las provinciales. En una de estas líneas, los Estados abordan el dilema promoviendo iniciativas que buscan “responsabilizar” o “corresponsabilizar” a otros en la gestión de la seguridad, promoviendo, auspiciando y regulando el proceso de pluralización. Particularmente, los Estados buscan actuar de manera indirecta a través de una serie de entidades no estatales, lo que les permite renegociar cuáles deberían ser sus funciones y objetivos, y cuáles, los de la esfera no estatal en este nuevo esquema. En este sentido, el movimiento de “seguridad comunitaria” constituye la expresión icónica de “acción a distancia” en la que el Estado continúa estableciendo el marco de a cción y la dirección de las políticas, a la vez que delega las funciones de ejecución a otras entidades no estatales. Al promover, por ejemplo, la pluralización a través de la “seguridad comunitaria”, el Estado busca asociar a sus fines, y estimular, la acción de agencias privadas y de individuos. Esto lo hace a través de diversas iniciativas tendientes a generar conciencia, y crear sentido de la responsabilidad, buscando la participación ciudadana o, incluso, brindando apoyo o promoviendo y sosteniendo mecanismos de participación (los llamados foros o juntas de seguridad comunitaria) con el fin de que lleven a cabo proyectos de prevención del delito en consonancia con las políticas estatales. En esta línea, estratégicamente hablando, al menos en principio, la pluralización materializa el deseo de tomar distancia respecto de las nociones de detección, aprehensión y castigo, y encaminarse hacia la noción de ‘prevención’. Implica, por parte del Estado, reconocer que la seguridad requiere estrategias que busquen prevenir los delitos y reducir las condiciones que los hacen posible, y relativiza, así, la dependencia del efecto disuasivo del castigo como principal estrategia de control del delito. Esto ha acrecentado el renovado énfasis en la noción de “prevención”, la que, por su parte, también ha ido avanzando por dos caminos frecuentemente contradictorios. Esquematizando, prevención puede entenderse, por un lado, como una intervención sobre los aspectos espacial y temporal del delito, dirigida a dificultar las oportunidades para su comisión por parte de un actor racional idealizado, que mide costos y beneficios. En la racionalidad propia
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de estas estrategias, todos los componentes estructurales y biográficos de la causalidad son abandonados. Por otro lado, justamente, la prevención se piensa como el abordaje de las condiciones sociales (culturales, económicas y políticas) que generan condiciones por las que algunos sujetos son producidos como potenciales infractores, o se encuentran situados en contextos en los que las alternativas no delictivas no están presentes, o son menos atractivas. En ocasiones infrecuentes, estas estrategias resultan efectivamente combinadas en lo que se denomina la “prevención integrada”, aunque el costo y la complejidad propios de las segundas hacen que las intervenciones terminen privilegiando las primeras. En cualquier caso, lo que evidencian las racionalidades de ambas políticas de prevención es un distanciamiento expreso respecto de la mentalidad de prevención que descansa en la amenaza del uso de la coerción y de la detección, aprehensión y castigo como elementos de disuasión. La segunda manera o línea en la que los Estados abordan el dilema del mito del control soberano del delito es, en cierta medida, contradictoria con la anterior. Es frecuente que cuando un Estado confronta niveles crecientes de delito, o crisis políticas generadas por las percepciones sociales de inseguridad, o pánicos morales, recurra a respuestas punitivas o coercitivas, alineadas con la retórica de la “guerra al delito”. A la “fuerza” del delito, ese “enemigo interno”, se le puede y debe oponer una fuerza equivalente para doblegarlo. Puede tratarse de un aumento en el número de policías, en una ampliación de sus poderes legales, en la utilización de estrategias militarizadas (como la saturación territorial, o el aumento de detenciones sin orden judicial), el debilitamiento de las garantías del de bido proceso (como dificultar las excarcelaciones), la compra de armas, etc. Este tipo de respuestas tienen cierta efectividad para disipar coyunturalmente, y en el muy corto plazo, crisis políticas, en tanto reflejan un aspecto profundamente arraigado de nuestra cultura, y que forma parte del sentido común tanto público como de la policía y del sistema penal en general. Esta resignificación del mito del control soberano del delito –la idea de que el Estado puede hacer algo con el delito a través de sus aparatos coercitivos– es contradictoria con la promoción de los procesos de plura lización, como es el caso de la seguridad comunitaria o la prevención situacional, social e integrada, y refleja una “negación histérica” del propio Estado respecto de sus limitaciones. Tanto la respuesta punitiva como la “negación histérica” son parte de la mentalidad del castigo que subyace en las estrategias y prá cticas hegemónicas de las políticas de seguridad que persisten hasta el día de hoy.
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La importación de modelos de seguridad
Los científicos sociales han insistido mucho sobre la importancia de ser moderadamente optimistas acerca de la utilidad y el porvenir de los nuevos modelos e innovaciones orientados a aumentar la efectividad y la profundización de la democracia en el gobierno de la Seguridad Ciudadana.
Otro desafío asociado, tanto a los procesos de pluralización en seguridad como a las iniciativas de reforma o democratización de las agencias estatales (especialmente la policía), lo constituye la “importación” de modelos a tales fines. Es frecuente que los modelos estratégicos y organizacionales de gobierno de la Seguridad Ciudadana sean ‘exportados’ de los países centrales, y adoptados por países que buscan remodelar sus sistemas de justicia criminal con fines democráticos. Este ‘comercio internacional’, del cual participan activamente los organismos multilaterales y las agencias de cooperación internacional, supone la existencia de mercancías o ‘productos’ intelectuales en forma de entrenamiento, reestructuración organizacional, mejoras tecnológicas, gobierno de la seguridad comunitaria, e, incluso, de manera subyacente, teorías criminológicas. Los científicos sociales han insistido mucho sobre la importancia de ser moderadamente optimistas acerca de la utilidad y el porvenir de los nuevos modelos e innovaciones orientados a aumentar la efectividad y la profundización de la democracia en el gobierno de la Seguridad Ciudadana. Por ejemplo, diversos estudios han mostrado que el “gobierno comunitario de la seguridad” no es siempre la mejor manera de profundizar prácticas democráticas de gobierno de la seguridad. Esto sin negar que el modelo “correcto” puede ofrecer un marco de referencia para resolver problemas locales, de maneras que acentúan el conocimiento local y la capacidad para enfrentar profundos problemas sociales, tal como lo previó Herman Goldestein, el intelectual pionero en el área de gobierno de la seguridad comunitaria. Pero, si se reconoce que existe el riesgo de que el modelo “incorrecto” profundice, por ejemplo, las tendencias punitivas, selectivas y excluyentes ya existentes en una comunidad dada, y en las agencias del sistema penal. Por eso, el desarrollo de innovaciones prudentes y sostenibles resulta, entonces, de una complejidad notable, más aún, cuando dichas innovaciones son transferidas a otros contextos. Asimismo, al cuestionar la atracción “universal” o transnacional que
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ejercen ciertas y particulares innovaciones producidas en los contextos anglosajones (lugares de donde provienen buena parte de los modelos “importados”), algunos expertos advierten sobre cierta “ahistoricidad” en la escolástica norteamericana (y en sentido más amplio, en la inglesa), que se ve reflejada en una indiferencia general hacia un único contexto legal, cultural y organizacional en el gobierno de la seguridad y, más generalmente, en la justicia criminal en los contextos extranjeros. De este modo, asumir que las ideas, políticas y programas producidos en estas sociedades pueden ser fácilmente trasplantadas a otros contextos nacionales, por no hablar de contextos locales, corre el riesgo de ser etnocéntrica en su ignorancia de las diversas condiciones estructurales que modelan la implementación y, fundamentalmente, la adaptación cultural. Además, se ha observado que las condiciones estructurales y culturales específicas de los países “receptores” pueden resultar en impedimentos para la efectiva implementación de paquetes de reformas importados. O, incluso, producir efectos contraproducentes. Por ejemplo, como han notado varios expertos, se pueden encontrar obstáculos en forma de recursos insuficientes, falta de confianza en los asesores, o en los receptores de las tra nsferencias de conocimientos, así como también, resistencia cultural, caracterizada por hábitos y prácticas que resultan ser mucho más resistentes de lo previsto. Esto no implica un rechazo a la utilización de modelos inspirados en otros contextos –de hecho, ni nuestros modelos institucionales de policía, ni el sistema penal vigente son invenciones autóctonas–, sino que demanda una utilización adecuada de ellos. Requiere estar atento a las dificultades y riesgos vinculados a las agendas transnacionales para la reconfiguración del gobierno de la Seguridad Ciudadana, especialmente, de aquellas que muestran ingenuidad en cuanto a que las innovaciones, desarrolladas en determinado tiempo y lugar, puedan ser transferidas, adaptadas y sostenibles, y en concordancia con imperativos particulares. La utilización adecuada exige una reconfiguración y transposición de los modelos que le permita, a la innovación en cuestión, adquirir un sentido local, al mismo tiempo que se preservan los elementos deseables de las tendencias globales. Para hacer posible dicha reconfiguración, resulta esencial desarrollar la adaptación tomando dos direcciones. Primero, tener un acercamiento empírico, y por ende, pluralista a las transformaciones, esto es, un acercamiento que reconozca la multiplicidad de actores y organizaciones que contribuyen, de varias maneras, al gobierno de la Seguridad Ciudadana. Segundo, realizar un acercamiento “a medida” a la cuestión, es decir, un acercamiento
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basado en el reconocimiento de la relación iterativa entre ideas globales y las innovaciones locales.
Emergencia del concepto de Seguridad Ciudadana En el marco de estas transformaciones, en nuestro país, al igual que en el resto de América Latina, tanto desde instituciones gubernamentales como desde ONGs, se acuña el término “seguridad ciudadana” para referirse a este conjunto de cuestiones, tanto en lo que hace al problema en sí como al ámbito de las políticas donde deben producirse mejoras y soluciones. Por un lado, el nuevo concepto de Seguridad Ciudadana viene a desplazar, progresivamente, una concepción de seguridad centrada, principalmente, en las amenazas al Estado o régimen político (“seguridad nacional”) hacia otra, donde los conflictos referidos al orden público, social y político toman centralidad. Este fenómeno no es solamente producido en el ámbito de la seguridad, sino que es, en parte, reflejo de los procesos más abarcadores de democratización ocurridos en América Latina. Por otro, y en términos más estrictos, el concepto de Seguridad Ciudadana viene a sustituir, haciéndola más abarcadora, a la noción de prevención y control del delito que prevalecía en la literatura sociopolítica de la región, así como en las políticas de las instituciones estatales. En este último sentido, el nuevo concepto de Seguridad Ciudadana amplía su alcance a áreas descuidadas en el concepto de prevención del delito, y se extiende positivamente sobre el abordaje de situaciones que, sin configurar eventos delictivos, resultan definidas como causantes de malestar, daño o perturbación a reglas de convivencia ciudadana, y a un amplio conjunto de otros derechos. En ocasiones, como ocurre en el paradigma de la “seguridad humana”, resulta tan amplio este conjunto de derechos, que los límites de la definición se diluyen. En el mismo sentido, implica, también, un reconocimiento explícito de que la Seguridad Ciudadana constituye una condición necesaria para el desarrollo sostenible, cuyo déficit afecta a la gobernabilidad democrática, y al desarrollo económico y social. Sin embargo, la noción de Seguridad Ciudadana, ya sea en la literatura sociopolítica como en su formulación como programa gubernamental, sigue siendo tan ambigua y problemática de definir como lo era la anterior noción de prevención del delito. Esta complejidad de la definición originaria de prevención se refiere a los referentes sustantivos de lo que debe ser objeto de prevención, a sus actores, y a las medidas específicas adecuadas para
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lograr la reducción de las distintas formas de delito. Al ampliar el campo, en la nueva definición de Seguridad Ciudadana no solo ocurre que las ambigüedades del concepto anterior no se han despejado, sino que se han amplificado al incorporar ahora, además de las definiciones de delitos, la aún más problemática e imprecisa afectación de reglas de convivencia. Estas ambigüedades y límites, muchas veces difusos, demandan realizar definiciones que explícitamente delimiten el campo de intervención. Para esto, primero es necesario conceptualizar a la seguridad como proceso social, para luego explicitar una definición valorativa de la misma.
La seguridad como proceso social
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Definida de manera descriptiva, y como proceso social que se construye a partir de consensos y conflictos, a veces intensos, “seguridad” refiere a actividades de control y mantenimiento del orden. Orden, en este sentido, connota una prescripción respecto de “la manera en que las cosas o la s acciones deben ser o estar organizadas”, qué conductas permitidas y cuále s proscriptas, para lograr un medio seguro 3. Esta prescripción, que se utiliza para determinar “la manera de hacer las cosas”, puede estar formalizada en un conjunto de normas (como la legislación estatal), o no ser más que un implícito sentido compartido de orden de un colectivo determinado. Lo que es común a todas las prescripciones es que son producto de algún tipo de negociación política y que, casi siempre, reflejan algunos intereses mejor que otros, y que, en su establecimiento, siempre producen y conllevan oposiciones y resistencias de distinta naturaleza e intensidad. Se trata de procesos de ordenamiento o regulación mediante los cuales se a punta a propiciar rutinas seguras de la vida cotidiana. En este sentido, hablamos de “un campo de lucha y conflicto, entre y dentro del Estado, y de este con grupos de interés privado ( que incluyen asociaciones económicas) y actores de la sociedad civil (por eje mplo, comunidades territoriales, o de intereses, u ONGs,), sobre la división de la autoridad y las responsabilidades en la construcción y protección de rutinas seguras de la vida cotidiana”. Se trata de redes de mecanismos reguladores que se entrecruzan, cuya función declarada es, precisamente, la consecución de niveles de orden y tranquilidad razonables. A partir de estos desarrollos conceptuales, podemos definir a la seguridad, o más precisamente, a los procesos de su producción, como la garantía de un orden determinado, o de una manera de hacer las cosas, por parte de 3
Según el Diccionario de la Real Academia Española, “seguridad” es la cualidad de ‘seguro’. “Seguro”, a su vez, significa ‘no expuesto a daño o peligro’; ‘que no falla’; ‘que ha de producirse o realizarse indefectiblemente’; ‘sabido con certeza’; ‘sin riesgos’; se aplica a la persona o cosa en que se puede confiar. En un sentido amplio de la
palabra, “seguridad” designa la condición de encontrarse fuera de peligro real o potencial, de sentirse a salvo, protegido, sin miedo.
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El Estado no es el único ente con capacidad y voluntad de funcionar como garantizador de órdenes determinados, ni el único con poder para definirlos.
un ente con capacidad y voluntad expresa de garantizarlo mediante estrategias simbólicas e instrumentales, dentro de un dominio espaciotemporal. Se trata de actores o garantes que buscan explícitamente promover la seguridad. El Estado ha sido, y continúa siendo, el principal garante de la seguridad, y esta responsabilidad está habitualmente expresada en su Constitución, y demás leyes. Pero hay muchos otros garantes: puede tratarse de actores comerciales, como los que conforman la industria de la seguridad privada, o colectividades más o menos informales, como un foro vecinal de seguridad, o un barrio privado, o centro comercial, o campus universitario. Por lo general, estos entes buscan coordinar sus actividades entre sí y conforman redes de seguridad, como, por ejemplo: cuando residentes de un barrio conforman un Foro de Seguridad e interactúan con la policía, y otras agencias estatales, habitualmente locales. Esta concepción permite superar la tradicional reducción de la producción de seguridad a una actividad excluyente del Estado (preponderantemente a través de una agencia específica, especializada y profesionalizada, como la policía), dirigida a promover el orden, la paz y la tranquilidad, en el marco de la soberanía estatal. Sin desconocer que, tanto instrumental como simbólicamente, el Estado sigue siendo uno de los principales garantes, y espacio de definición de órdenes, los desarrollos sociales y teóricos de los últimos treinta años han puesto en evidencia que este no es el único ente con capacidad y voluntad de funcionar como garantizador de órdenes determinados, ni el único con poder para definirlos. Esto en tanto otros entes buscan definir, establecer y mantener determinados órdenes, que consideran deseables o necesarios para su funcionamiento e intereses. En estos casos se sirven de una gran variedad de medios e instituciones para la consecución de esos fines. Y tanto los órdenes y los medios para garantizarlos pueden, a veces, coincidir con los estatales y establecer relaciones de cooperación implícita o explícita, tomar áreas de vacancia tácita o expresa, o entrar en contraposición y conflicto con las estatales. Esta definición de producción de seguridad permite construir tipos ideales para distinguir diferentes formas y modalida des de producción de seguridad. Por ejemplo, cuando el orden que se pretende garantizar ha sido establecido mediante la promulgación de reglas y normas que promueven una determinada forma de conducirse, por parte de
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los poderes del Estado legitimados para ello, y el ente garantizador es una, o varias, agencias del Estado, nos encontramos ante el caso de la producción estatal de seguridad. Cuando el orden que se pretende garantizar ha sido determinado por entes no estatales (en sintonía, o no, con el Estado), y cuando la función de garantizarlo es asumida, primariamente, por un ente no estatal especializado que persigue fines de lucro (por ejemplo: vigilancia de un centro comercial por parte de una agencia de seguridad privada), o por individuos o entes no especializados, a quienes se le agrega esta función a las que les son propias y específicas (por ejemplo: el capataz de una fábrica, o un recepcionista en un sanatorio) nos encontramos ante un caso de seguridad privada. Cuando el orden a garantizar, y los medios para ello, son definidos por individuos, de manera colectiva, u organizaciones de la sociedad civil, y quienes poseen la función de garantizarlo no persiguen fines de lucro, nos encontramos ante el caso de la seguridad comunitaria (ya sea que “comunidad” se refiera a la pertenencia a un espacio territorial común, o que se compartan intereses comunes). Estas caracterizaciones son tipos ideales dado que, en la práctica, tanto la responsabilidad como el gobierno de los procesos de producción de seguridad resultan compartidos, a partir del consenso y del conflicto entre entes públicos y privados, entre especializados o no, e involucra, en distinto grado, a los particulares y a colectividades geográficas, o de intereses y, en ocasiones, excede los propios límites del Estado-Nación. Esta conceptualización de producción de seguridad permite observar que el ente garantizador no es el único elemento de análisis relevante, sino que también es necesario establecer, por ejemplo: las definiciones de orden con las que el ente opera, la forma (generalmente conflictiva) en que este es construido, las tecnologías seleccionadas para garantizarlo, la forma de selección y de institucionalización de dichos medios, los fines perseguidos, los grados de racionalización de éstos y las prácticas de seguridad resultantes. “Tecnologías” se refiere a los métodos en los que se basan o promueven los distintos programas de seguridad. Una tecnología frecuente es la amenaza, o la aplicación, de un castigo para lograr el apego a determinados órdenes establecidos. Las “tecnologías” se correlacionan con las “racionalidades”, o “mentalidades”, que son las que establecen cómo se definen y abordan “las maneras deseables de hacer las cosas”. Las mentalidades proveen el marco que hace posible el desarrollo y la puesta en práctica de las tecnologías, y hacen, incluso, que las definiciones de órdenes y las tecnologías se puedan pensar y llevar a cabo. La puesta en práctica de los medios, en miras a los fines establecidos, requiere de una infraestructura que la haga
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posible, esto es, una institución. Finalmente, la combinación de todos los elementos anteriores es la que resulta en la producción de determinadas prácticas de seguridad. Cuando todos estos elementos, y sus combinaciones específicas, resultan relevados y analizados pueden caracterizarse distintos dispositivos, o formas de seguridad en forma más fiable.
Concepto valorativo de seguridad A la anterior definición, puramente descriptiva, del proceso social de construcción de órdenes y maneras de garantizarlo resulta necesario adicionarle un aspecto valorativo. Este aspecto valorativo debe explicitar qué tipos de órdenes, racionalidades y medios para su construcción son incluidos y priorizados, y cuales, excluidos. Este aspecto valorativo debe expresar una concepción de seguridad democrática, y por ende, inclusiva, pluralista y que reconoce el conflicto, propia de un Estado de derecho. De allí la opción de “Seguridad Ciudadana” (en oposición al par “seguridad pública-orden público”, y “seguridad interior”) que supone, no ya una constatación simple de adecuación de conductas a normas, sino una valoración compleja del conflicto entre los derechos de las personas, como inherentes a las mismas, y a la protección de tales derechos como premisa indispensable de su pleno ejercicio. Esta concepción coincide con la establecida en la Ley de Seguridad Interior, en la que “seguridad” se define como: “la situación de hecho basada en el derecho en la cual se encuentran resguardadas la libertad, la vida y el patrimonio de los habitantes, sus derechos y garantías y la plena vigencia de las instituciones del sistema representativo, republicano y federal que establece la Constitución Nacional (Art. 2 Ley 24.059).” Por ende, los bienes a proteger de los riesgos que los afecten, o menoscaben son los derechos y las libertades, y no “el orden” o la “seguridad” per se. Y las “maneras de hacer las cosas”, y las acciones a promover son las que garanticen la protección de esos derechos y libertades de las personas, y reduzcan los riesgos de su afectación, reconociendo siempre que se trata de un campo complejo de conflictos. La referencia a ciudadanía de la definición “seguridad ciudadana” no se limita a la ciudadanía política o civil como estatus político, sino a su sentido más abarcador de ciudadanía social, vinculada con el proceso de inclusión progresiva, y de ejercicio de derechos colectivos por parte de la sociedad.
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El Ministro del Interior dispuso, a través de la Secretaría Ejecutiva del Consejo de Seguridad Interior, reunir información, y realizar un conjunto de estudios diagnósticos acerca de los sistemas de formación policial.
El Estado como principal garante de la Seguridad Ciudadana
Tanto las definiciones descriptiva y valorativa del proceso de gobierno de la seguridad, como el contexto sociopolítico en el que se evidencian las diversas tendencias de pluralización muestran que el Estado, en sus tres niveles, resulta el actor primordial y de mayor peso. Esta preeminencia está dada tanto en lo que hace a la esfera material, como a la simbólica en el campo del gobierno de la seguridad. Por su parte, dentro del Estado, la policía y las fuerzas de seguridad constituyen los actores más relevantes en lo que hace a los aspectos tanto instrumentales como simbólicos. En lo instrumental, la preeminencia es resultado, entre otros factores, de: funciones específicas y mandato legal, la cantidad de personal, el equipamiento, la distribución territorial, el acceso diferencial a la información criminal y el uso legítimo de la coerción. Y en lo simbólico, dado que es el principal agente estatal que tiene la potestad legal de uso de la coerción, y capacidad para limitar derechos, incluso el de la vida, mediante el uso de la fuerza letal en situaciones excepcionales y rigurosamente regladas. Más aún, dada la centralidad de la policía en los procesos de detección, aprehensión, enjuiciamiento y condena, la institución es percibida como la articuladora del castigo, como mecanismo de disuasión. Y, como indicamos anteriormente, la idea de la fuerza disuasiva del castigo, más allá de su influencia instrumental en la producción de seguridad, refleja un aspecto profundamente arraigado de nuestra cultura.
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El Consejo de Seguridad Interior y la formación policial Sin embargo, esta preeminencia en el campo de la seguridad del Estado en general, y de la policía y fuerzas de seguridad en particular, no se refleja en el desarrollo institucional de sus agencias, ni en la formación de sus integrantes, las que requieren ser redefinidas y reconfiguradas para poder responder a los desafíos actuales. Esta brecha es particularmente notoria en lo que hace la formación de los sujetos que desempeñen funciones en el campo
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de los Cuerpos Policiales y las F uerzas de Seguridad. Crear una propuesta que establezca una formación básica policial mínima y común en todo el país. Elaborar, junto con la Secretaría de Educación, del Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación un “Documento Base para la Organización Curricular de una Tecnicatura en Seguridad Pública/Ciudadana, con validez nacional acordada en el Consejo Federal de Educación”. Favorecer, a través de la formación continua, el desarrollo profesional del personal que ya integra los Cuerpos Policiales y Fuerzas de Seguridad. Propiciar que el personal en servicio obtenga las certificaciones y titulaciones, con validez oficial, que en cada jurisdicción otorgan los Institutos que se ocupan de la Formación Policial. Promover, como requisito de ingreso a la formación policial, el nivel secundario completo. Favorecer que el personal de los Cuerpos Policiales y Fuerzas de Seguridad complete el nivel secundario (Nivel de escolaridad obligatoria). Propiciar la formación pedagógica de instructores y docentes, y la formación en gestión curricular e institucional de directivos, en acciones acreditadas por el Sistema Educativo Nacional. Promover el Desarrollo Institucional de los Institutos que tienen a su cargo la Formación Policial. O
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