GUSTAVE
THILS
SANTIDAD CRISTIANA COMPENDIO DE TEOLOGÍA ASCÉTICA
Segunda edición
EDICIONES SIGÚEME
GUSTAVE
THILS
SANTIDAD CRISTIANA COMPENDIO DE TEOLOGÍA ASCÉTICA
Segunda edición
EDICIONES
SIGÚEME
Apartado 332 SALAMANCA
1 962
Tradacción directa por MARÍA DOLORES LÓPEZ. Obra original belga: Sainttté Cbrítiennt, d e GUSTAVB THILS, publicada por Editions Lannoo, Tielt (Bélgica)
C O L E C C I Ó N
«LUX
ÍNDICE
GENERAL-
MUNDI» Págs.
5 INTRODUCCIÓN
13 PRIMERA PARTE
LA SANTIDAD CRISTIANA
Esta segunda edición ha sido ampliamente revisada por el Autor, el cual agradece a sus amigos de habla española la cordial acogida dispensada a esta obra. La adaptación de la bibliografía se debe al Instituto Sacerdotal Pío XII, de Valencia.
I. NATURALEZA Y DIMENSIONES 1. Aspecto dogmático 2. Aspecto moral 3. Las dos dimensiones de la santidad 4. Concepciones incompletas II.
N l H I L OBSTA!: El censor, FRANCISCO J. ALTES ESCRIBA, pbro.
III.
Barcelona, 19 d e noviembre de 1959 IMPRÍMASE:
20 23 25 30
CRITERIO Y CARACTERÍSTICAS 1. El criterio 2. Universalismo del llamamiento 3. Realización diferenciada 4. Errores y concepciones incompletas
34 39 43 50
FUNDAMENTOS Y TÍTULOS 1. El fundamento radical 2. Obligación universal 3. Títulos particulares
54 56 58
JUAN SERRA PUIG, Vicario General
SEGUNDA PARTE
Por mandato de Su Excia. Rvdma. ALEJANDRO PBCH, pbro., Canciller-Secretario
©
ES PROPIEDAD
MISTERIO CRISTIANO Y SANTIDAD I. ASIMILACIÓN A LA SANTÍSIMA 1. La vida trinitaria 2. El hombre, colaborador de Dios 3. El cristiano, semejante a Dios 4. Tres problemas
Ediciones Sigúeme
Núm. Registro SA -171
PRINTED IN SPAIN
Depósito legal: B. 10076 -1962 — Imprenta Altes, S, L., Earcelona
II.
TRINIDAD
UNION CON EL PADRE Y EL HIJO 1. Dios es Padre 2. Cristo, centro del orden cristiano 3. Filii in Filio 4. El orden temporal «cristiano»
67 71 73 77
82 84 86 91
Índice general
índice general Págs.
III. EL 1. 2. 3.
ESPÍRITU SANTO El Espíritu de Dios La humanidad espiritual La creación «espiritual»
96 98 103
IV. EL 1. 2. 3.
MUNDO CELESTIAL La Madre del Señor Los ángeles y la vida cristiana Los santos y la vida cristiana
105 113 115
V. LA 1. 2. 3. 4.
IGLESIA SANTA Y UNIVERSAL La Iglesia, pueblo de Dios La Iglesia, religión y liturgia La Iglesia y su testimonio doctrinal La Iglesia, comunidad apostólica
117 118 123 125
III.
IGLESIA Y LOS SACRAMENTOS DE LA FE Los sacramentos Los sacramentos de la iniciación cristiana El sacramento de la eucaristía El sacramento del orden El sacramento del matrimonio
132 140 145 151 165
VII. LA 1. 2. 3. 4. 5.
CRUZ Y LA GLORIA Muerte y resurrección de Cristo Sentido del pecado y redención El sentido cristiano del sufrimiento El misterio de la muerte El retorno del Señor y la vida eterna
179 184 189 194 199
LA VOCACIÓN PERSONAL 1. La vocación 2. Las gracias de estado
203 205
OBSTÁCULOS PARA LA SANTIFICACIÓN
II.
PECADO Dimensiones y clases La culpa original El pecado mortal El pecado venial Las imperfecciones
LAS CAUSAS DEL PECADO 1. El hombre 2. Satanás 3. El mundo y la sociedad 4. La tentación
REMISIÓN DE LOS PECADOS Arrepentimento y conversión La virtud de la penitencia Penitencias e indulgencias La obra sacramental
245 247 250 258
CUARTA PARTE
I. IA 1. 2. 3. 4. 5.
MORAL CRISTIANA La vida moral del cristiano Fuentes y factores de moralidad Acción divina y acción humana El «medio» de santificación Las virtudes «cristianas»
II. ORIENTACIONES CRISTIANAS EVANGÉLICAS 1. Seguir a Cristo 2. Disponibilidad y renunciamiento 3. Tome su cruz III. VIRTUDES CRISTIANAS FUNDAMENTALES 1. La humildad 2. Prudencia y sentido común 3. Tenacidad y perseverancia
265 271 278 281 287 291 294 299 303 307 311
IV. TENDENCIAS INNATAS E INSTINTIVAS 1. Tendencias relativas a la vida orgánica 315 2. Tendencias relativas a la conservación de la especie . . . 321 3. La afirmación de si mismo 328 4. La realización de una obra 333
TERCERA PARTE
I. EL 1. 2. 3. 4. 5.
IV. LA 1. 2. 3. 4.
237 239 242
MORAL Y VIRTUDES CRISTIANAS
VI. LA 1. 2. 3. 4. 5.
VIII.
I AS CONSECUENCIAS DEL PECADO 1. Las secuelas del pecado 2. Penas temporales. El purgatorio 3. Penas eternas. El infierno
211 213 216 220 222 224 226 231 233
V. VIRTUDES DE LA VIDA EN SOCIEDAD 1. Sociabilidad 2. Justicia y veracidad 3. Virtudes del orden social 4. Obedecer y mandar ^ VI. LA 1. 2. 3.
VIRTUD DE RELIGIÓN La religión La oración El día del Señor
342 345 350 356 364 370 374
índice general
índice general Págs.
VII. LA 1. 2. 3.
FE TEOLOGAL La virtud de la fe La fe y el mundo sobrenatural La fe y el mundo terreno
378 381 384
VIII. LA 1. 2. 3.
ESPERANZA CRISTIANA La esperanza Esperar en Dios Esperar el orden cristiano total
386 388 390
CARIDAD TEOLOGAL La caridad o ágape Caridad para con Dios La caridad para con el prójimo
393 397 401
IX,
LA 1. 2. 3.
Págs.
VII.
LA 1. 2. 3.
VIDA CRISTIANA MÍSTICA «CARACTERIZADA» Metamorfosis y purificaciones Formas concretas y etapas sucesivas Fenómenos particulares
VIII. PROBLEMAS DE CRECIMIENTO 1. Fervor y tibieza 2. Temperamentos escrupulosos 3. El discernimiento de las buenas inspiraciones
. 479 486 492
496 500 505
SEXTA PARTE
INSTRUMENTOS Y CONDICIONES DE SANTIDAD I. EL 1. 2. 3.
QUINTA PARTE
VIDA Y CRECIMIENTO I. EL EN 1. 2. 3. II.
CRECIMIENTO DE LA VIDA NOSOTROS Las «vías» de la vida espiritual Crecimiento de la gracia Los dones del Espíritu Santo
CRISTIANA
CRECIMIENTO TEOLOGAL EN EL PLANO 1. Conocimiento y conciencia 2. Amor y afecto
II. 409 412 416
SICOLÓGICO 421 426
III. CRECIMIENTO Y VOCACIÓN TEMPORAL 1. Progreso «cristiano» y tareas temporales 2. Caracteres de este crecimiento
430 433
IV. PRECEPTOS Y CONSEJOS 1. Naturaleza de los consejos 2. Crecimiento en la práctica de los consejos 3. Los consejos evangélicos
436 441 443
V. PROPTER REGNUM COELORUM 1. El martirio 2. La pobreza real 3. El don de la virginidad 4. La ofrenda de la «disposición de sí mismo»
449 452 457 461
VI. VIDA CRISTIANA MÍSTICA 1. Nociones preliminares 2. Caracteres generales 3. Mística y santidad
EJERCICIO DE LA MEDITACIÓN Y LA ORACIÓN Principios generales La meditación, esquema y métodos Formas de meditación y de oración
LOS AUXILIOS TRADICIONALES 1. El conocimiento de sí mismo 2. El director espiritual 3. Lecturas y estudios religiosos 4. Amistad, asociaciones, medios de vida y retiros . . . .
511 520 526
531 537 547 553
III. LOS DIFERENTES «REGÍMENES ESPIRITUALES» 1. Necesidad universal de un régimen de medios de santificación 562 2. El estado de perfección 566 3. Los estados de perfección 581 ÍNDICES
465 470 474
ÍNDICE DE CITAS BÍBLICAS ÍNDICE DE AUTORES ÍNDICE DE MATERIAS
595 598 602
INTRODUCCIÓN i SANTIDAD CRISTIANA Al elegir como título « S a n t i d a d C r i s t i a n a » hemos querido subrayar el centro de referencia de todo este libro: la santidad real según el ideal de Cristo, la santidad que se da a aquellos que practican heroicamente la caridad teologal, núcleo y resumen de toda la Ley cristiana, la verdadera santidad a los ojos de Dios y a los ojos de la Iglesia, de la que dan testimonio los procesos de canonización, la única santidad para todas las criaturas, cualquiera que sea su condición, la sola y única santidad para los seglares y para los monjes, para los sacerdotes y para los religiosos, para los ricos y para los pobres, para las personas cultivadas y para las que no poseen instrucción alguna. Los que son realmente santos en este mundo, en cualesquiera circunstancias, son, fundamental y eminentemente, hijos del Padre, hermanos de Cristo y espirituales en el Espíritu. Los que son realmente santos en este mundo, cualquiera que sea su estado, son, de la manera más absoluta y por excelencia, imagen del Señor, subditos del Reino, testigos de la ciudad celeste. Los que son realmente santos en este mundo, en cualquier género de vida, son los «perfectos» en el sentido radical y evangélico del término, la anticipación más auténticamente «escatológica» de la comunidad de los elegidos, la «alabanza» más alta de la Santísima Trinidad, la más bella joya del «esplendor» de la Iglesia. Se percibe el aliento de «realismo» y de «universalismo» que hemos tratado de dar a estas páginas, destinadas a todos los cristianos y que resumen a tal propósito las exigencias esenciales de la doctrina evangélica así como las orientaciones más arraigadas en la tradición eclesiástica. Porque «la santidad no es un privilegio concedido a unos y denegado a otros, sino el común destino y la obligación común a todos... Sed pues perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. Nadie ha de imaginar que este precepto va dirigido a un pequeño número de almas elegidas, y que a los demás les es lícito quedarse en
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Introducción
un grado inferior. El texto es claro, esta ley apremia a todos los hombres, sin excepción. Por otra parte la historia nos dice que los que han alcanzado las cimas de la perfección cristiana son personas de todas las edades y de todas las condiciones» (Pío XI, AAS, 15 [1923], 50 y 59). Todos son llamados a la santidad; todos pueden llegar a ser santos. Porque la santidad cristiana, que es una y única, es susceptible de realizarse de diversas maneras, incluso parcialmente divergentes, según las circunstancias de la vida de cada cual. El padre De Guibert, comparando la vida común conyugal y la vida comunitaria religiosa, lo hace notar oportunamente. «En más de un aspecto hallaremos grandes diferencias, no sólo en la práctica de la virtud, sino aún en el ideal de la misma, entre la forma de concebir la abnegación y renunciamiento en la vida conyugal y en la religiosa; la mutua caridad, por ejemplo, entre esposos, padres e hijos supone, necesariamente, afectos de ternura que no se encuentran con iguales tendencias por lo menos en la mutua caridad de los miembros de una familia religiosa... Por esta causa, a mi juicio, no puede proponerse pura y sencillamente el ideal de la vida religiosa como modelo (la cursiva es nuestra) ideal de la vida cristiana» (Lecciones de teología espiritual, p. 42). A través de estas notables divergencias en la realización se construye un mismo ideal, el de la caridad teologal. COMPENDIO DE TEOLOGÍA ASCÉTICA Un compendio puede limitarse a lo esencial: de aquí las dimensiones relativamente restringidas de este volumen, que aborda la mayor parte de los temas y de los problemas que conciernen a la vida espiritual y a la santidad cristiana. Un compendio de teología. La teología es la exposición crítica, profunda y sistemática de la revelación cristiana, tal como se ha desarrollado en la comunidad eclesiástica. Hemos intentado llenar todas estas condiciones. Hemos estudiado la santidad cristiana en sus fuentes bíblicas y a la luz de los escritos de los grandes maestros del espíritu; en la parte dogmática y en la exposición de las virtudes teologales recurrimos primordialmente a la Palabra de Dios. Pero nos hemos esforzado también por confrontar esta doctrina evangélica con los problemas que se plantean en la actualidad y con las tendencias que se han manifestado recientemente: de ahí algunas notas sobre el sentido del trabajo y del ocio, por ejemplo. Una bibliografía bastante abundante y reciente permitirá al lector completar sus conocimientos si así lo desea. De todo ello resulta
Introducción
15
una exposición «doctrinal» un poco árida a veces, pero que trata de responder a los requerimientos de los propios seglares,, a quienes, afortunadamente, no satisface ya cierto género de literatura espiritual. Ascética se deriva del vocablo griego askésis, que significa ejercicio, tanto en el sentido sicológico y moral tomo en sentido físico. Todos sabemos que la santidad cristiana comporta esfuerzos arduos y constantes. También se da el nombre de «ascetas», desde los primeros siglos de la Iglesia, a todos aquellos que emprenden de manera sistemática la lucha contra sus pasiones y el ejercicio de las virtudes cristianas. Este término se encuentra después en los escritos de los Padres y de todos los autores espirituales. Mística proviene del término mystés, que significa misterioso, secreto, tanto en sentido religioso como en sentido profano. La santidad, en efecto, nos pone en íntimo contacto con el «misterio» sobrenatural de que habla san Pablo. El término «mística», a lo largo de su historia, apunta siempre al «misterio divino» y muy secundariamente al ámbito de los «secretos de santificación». No podemos extendernos más sobre estos términos. Basta leer los artículos de los Diccionarios o las Introducciones de los tratados clásicos de teología ascética. Este compendio contiene la teología ascética. N o hemos añadido y mística porque las páginas consagradas a la mística cristiana son pocas. Pero no caben confusiones. Desde el primer capítulo hemos puesto de relieve la necesidad que tiene todo cristiano de llevar, en el centro de su vocación temporal, una vida teologal auténtica; y toda vida teologal implica un cierto grado de «consciencia». Pero esta «consciencia» no es necesariamente de «tipo contemplativo»; puede estar inmersa en el amor o en la acción-, por ello no aparece con frecuencia el término «contemplativo». Esta distinción, lejos de perjudicar a la más pura vida teologal, asegura, por el contrario, su expansión en todos los temperamentos. Es este, en nuestra opinión, un matiz importante, y que será explicado a su debido tiempo. Por lo demás, se hallará en este volumen el conjunto de materias que se tratan en los manuales de esta disciplina: la naturaleza, los criterios, los caracteres y los fundamentos de la santidad (primera parte), el misterio cristiano, con el habitual desarrollo de los grandes dogmas de la revelación (segunda parte), los obstáculos que se oponen a la santificación, como el pecado, sus causas, sus consecuencias, y los remedios cristianos (tercera parte), la moral cristiana, con la exposición de
16
Introducción
las diferentes virtudes morales y teologales [cuarta parte), el progreso y el crecimiento, según los diversos niveles de h vida cristiana con una referencia a los consejos evangélicos, a la vida mística y sus fases clásicas (Quinta parte), los instrumentos y las condiciones de la santidad: el ejercicio de la meditación y la oración, los auxilios tradicionales y los diversos estados de perfección (sexta parte). Tratados de espiritualidad t J . d e G u i b e r t , Lecciones de Teología espiritual (Razón y Fe, Madrid); A . R o y o M a r í n , Teología de la perfección cristiana (BAC, Madrid); J . A r i n t e r o , La evolución mística (BAC, Madrid); A . T a n q u e r e y , Compendio de Teología ascética y mística (Desclée, París); J . M a r t í n e z B a l i r a c h , Lecciones esquemáticas de espiritualidad (Sal terrae, Santander); P . C r i s ó g o n o , Compendio de ascética y mística (Ed. Revista de Espiritualidad, Madrid); L . H e r t l i n g , Theologia ascética (Gregoriana, Roma); R . G a r r i g o u - L a g r a n g e , Perfection chrétienne et contemplatíon (Vie Spirituelle, Saint-Maximin). Documentos y fuentes H . D e n z i n g e r , Enchiridion symbolorum (D.) (Herder, Barcelona) ; M . J . R o u e t d e J o u r n e l - J . D u t i l l e u l , Enchiridion asceticum (Herder, Barcelona); J . d e G u i b e r t , Documenta eccíesiastica christianae perfectionis studium spectania (Gregoriana, Roma). Enciclopedias Dictíonnaire de spirítualité ascétigue et myslic¡ue (D. Sp.), Beauchesne, París,- Dictíonnaire de théologie catholicjue (DTC), Letouzey et Ané, París,Dictíonnaire de la Bible. Supplément, París,- La enciclopedia del católico en el siglo XX, Casal i Valí, Andorra. Revistas Entre nosotros destacan: «Manresa», a cargo de la Compañía de Jesús, desde 1925; «Revista de espiritualidad», dirigida por los carmelitas descalzos, desde 1941,- «Teología espiritual», publicada por los dominicos en Valencia, desde 1957. A través de esta obra aparecerán constantemente citadas: «La vie spirituelle» («LVS»), con el «Suplément de la vie spirituelle» («Supl. LVS»), editadas por los dominicos,- «Revue d'ascétique et mystique» («RAM»), publicada por los jesuítas; y «Etudes carmélitaines», de los carmelitas. Resumen histórico-bibliográfico Recomendamos vivamente las páginas que los padres J. d e G u i b e r t y A. R o y o M a r í n dedican en sus obras respectivas a este tema. Merece una mención especial el volumen Estado actual de los estudios de teología espiritual (Flors, Barcelona), por la visión de conjunto actualizada de las principales escuelas de espiritualidad.
PRIMERA
LA S A N T I D A D
PARTE
CRISTIANA
I NATURALEZA Y DIMENSIONES
Al comenzar este capítulo hemos de precisar el punto de vista desde el que vamos a hablar de la «santidad cristiana». ¿Sería conveniente llegar a ella progresivamente, conducir al lector de grado en grado, hacia una concepción cada vez más completa de la «santidad» ? De este modo no se asusta al lector poniéndole inmediatamente ante la vista las exigencias extremas del ideal cristiano en su plenitud; pausadamente se le revela, una etapa tras otra, lo que ya está en condiciones de comprender mejor y de aceptar más fácilmente. O bien, por el contrario, ¿sería preferible describir, desde las primeras páginas, con sencillez, pero con toda claridad, el ideal propio de la santidad, en su plenitud? Este es el procedimiento que vamos a seguir. Tiene la ventaja de mostrar cómo es una vida cristiana plenamente desarrollada y nos ilustra con la mayor perfección posible sobre el camino a recorrer. Es como si hiciésemos admirar a los aficionados a la pintura cuadros de los grandes maestros; o como se muestran a los aprendices de fotógrafo fotografías perfectas. N o hay nada como la contemplación de una obra de arte para iluminar el estudio de las duras condiciones que pone el aprendizaje del arte. No obstante el sistema tiene un inconveniente: el lector pudiera desanimarse a las pocas páginas, al verse lejos, increíblemente lejos del ideal de santidad propuesto desde las primeras líneas. Ha de tener la humildad de aceptarse tal cual es, en los comienzos; ha de poseer la firmeza de ánimo necesaria para no tratar de quemar etapas y llegar en un mes allí donde los mejores llegan después de una vida entera de esfuerzos y victorias; ha de confiar en ese Dios que concede la gracia de descubrir el «camino» y nos ayuda a recorrerlo hasta el final. Los que viven en el campo saben bien que la primavera no viene antes de tiempo, ni el verano ni el otoño; saben también que de nada sirve irritarse ni agotarse trabajando: no irá la tierra más de prisa alrededor del sol. Seamos como ellos prudentes y pacientes
para dejar madurar en nosotros la acción de la gracia y de nuestros esfuerzos. Primeramente trataremos de explicar lo que es la santidad real y verdadera, lo que lleva consigo, lo que exige. Y señalaremos también las ideas inexactas o incompletas que suelen tenerse acerca de ella.
1. ASPECTO DOGMÁTICO DOCTRINA
Naturaleza y dimensiones
La santidad cristiana
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BÍBLICA
El pensamiento bíblico, en su conjunto, puede resumirse como sigue. Dios es el «santo» por excelencia. Es «tres veces santo» (Is. 6, 3). Y no hay santo semejante a Yahvé. El profeta Isaías ha sido el heraldo privilegiado de la santidad divina. Yahvé es santo porque está apartado de todo lo que es impuro, y es superior a todo lo común. El Nuevo Testamento va descubriendo progresivamente el misterio de la Santísima Trinidad. El Padre es santo, escribe san Juan (1 Jn. 2, 20; 3, 3). El Hijo es también «el santo» de Dios (Le. 1, 35), renegado por los judíos (Act. 3, 14). El Espíritu es el Espíritu Santo. Así pues la santidad sustancial es como la definición misma de Dios, como una manera de expresar la naturaleza y la vida divinas. De ello resulta que, teológicamente hablando, debemos llamar «santos» ante todo y sobre todo a quienes participan de esta santidad sustancial de Dios, y en la medida en que participan de ella. En este sentido la expresión «gracia santificante» es excelente: nos santificamos al recibir el don divino. Asimismo, en el Nuevo Testamento se llama «santos» a los cristianos: san Pablo se dirige a los «santos» de Roma, de Corinto, de Éfeso y de Filipos (Rom. 1, 7; 1 Cor. 1, 2; Ef. 1, 1; Fil. 1, 1). Los cristianos deben «subvenir a todas las necesidades de los santos» (Rom. 12, 13). Dios nos ha «hecho capaces de participar de la herencia de los santos» (Col. 1, 12). Él mismo ha sido elegido, aun siendo «el menor de todos los santos» (Ef. 3, 8). Va a Jerusalén «en servicio de los santos» (Rom. 15, 25); ruega y hace rogar «por todos los santos» (Ef. 6, 18). Espera el fin de los tiempos con «todos los santos» (1 Tes. 3, 13). Nunca se repetirá suficientemente que la santificación se realiza por el don trascendente de la santidad divina otorgado al hombre. Por el bautismo y la fe, condiciones fundamentales de la conversión y de la redención, los hombres son constituidos «santos», a imagen y semejanza de Dios.
2/
El «santo» cristiano, subsidiariamente, sólo tiene derecho a este nombre si responde en todo a las orientaciones concretas de la vida divina. El Señor «nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia» (Ef. 1, 4). Y el ministro de Dios ha de ser «justo y santo» (Tito 1, 8), a fin de que sea un instrumento «precioso», «santificado», para el Maestro (2 Tim. 2, 21). La santidad cristiana, en la doctrina revelada, implica la realización «encarnada» de la santidad, su traducción en la inteligencia, la voluntad, el carácter y los sentimientos, el cuerpo y la vida, hasta en los productos humanos de la cultura y de la sociedad. En todos los capítulos morales de la sagrada Escritura, siempre que tienen ocasión para ello, los autores sagrados despliegan la gama entera de las innumerables disposiciones de alma que se imponen a los bautizados y que constituyen en conjunto las virtudes cristianas. «Como conviene a santos», dice san Pablo (Ef. 5, 3). Estas virtudes, parcialmente constitutivas del estado de santidad, son la transposición humana de la santidad trascendente que se concede en el don de la gracia. El que posee los dos elementos puede ser llamado «santo» en el sentido cristiano y teológico de la palabra. TESTIMONIO
APOSTÓLICO
Si preguntásemos a los apóstoles qué ha de entenderse por un «santo» en el sentido cristiano de la palabra, y en grado eminente, nos responderían: el «santo» cristiano es aquel que vive la plenitud de la vida divina que ha recibido de Dios y que realiza a la perfección la vocación temporal a que ha sido llamado en este mundo. Tal «santo» es acabado, perfecto. No olvidéis, diría san Pablo, que sois una «nueva» criatura, un hombre «nuevo». Nuevo porque habéis nacido a una vida nueva y divina que es preciso desarrollar, alimentar y conducir a una plenitud cada vez mayor. Nuevos también porque, hijos de Dios por la vida divina, habréis de traducir e inscribir esta regeneración en la obra que a todo hombre incumbe llevar a cabo en la tierra. Estáis santificados por el don que os ha sido concedido por la Santidad misma: alimentad pues esta santidad sobrenatural y regulad vuestro comportamiento social para que éste sea irradiación visible de aquélla. La parte dogmática de las epístolas de san Pablo es una descripción de la realidad sobrenatural que da el Espíritu Santo a nuestras almas; y la parte parenética o moral con que finalizan las epístolas va detallando las repercusiones concretas que ha de tener esta
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La saniidad cristiana
vida nueva en cada uno de nosotros, en su espíritu, en su cuerpo, en su corazón, en su comportamiento social y en su vida cultural. Las mismas ideas podrían extraerse de los escritos de san Juan. Los hijos de Dios, escribe, participan de la luz eterna, de la santidad divina, del amor de Dios. Deben vivir, pues, en la luz, nutrir esta santidad sobrenatural, conservar en ellos este amor de Dios. Pero han de «andar» en la tierra como hijos de la luz, como fermentos de santidad y como testimonios de este amor. También hallamos en el Apóstol visiones apocalípticas, el llamamiento a una regeneración espiritual asombrosa, en la que Nicodemo no puede creer y que intenta vanamente imaginar. Este nuevo renacimiento desde arriba ha de penetrar al hombre todo, brillar en su inteligencia y en su corazón transfigurar su comportamiento, orientar sus actividades exteriores. El hijo de Dios ha de «andar» como cristiano, todo él, en todas sus dimensiones. UNA SOLA Y ÚNICA
SANTIDAD
La consecuencia inmediata de todo lo que antecede es que sólo hay una clase de «santidad» en el cristianismo. N o hay sino un solo Dios, un solo y mismo Espíritu, un solo y mismo Señor. Del mismo modo no hay más que una sola y misma «santidad» trascendente, participación de la santidad de Dios. Igualmente no existe sino un ideal esencial de santificación temporal, traducción terrena de la santidad sobrenatural de la gracia. Pueden existir grados diversos en el don de Dios. Pueden darse diversas respuestas por parte del hombre. Pero no hay dos o tres especies de santidad cristiana. No hay una santidad propia de los religiosos, otra de los sacerdotes y una tercera para los seglares piadosos. Las distinciones han de hacerse desde otro punto de vista. En todo caso en un nivel más superficial. Y siempre, a través de todas las formas y situaciones de vida, a través de todas las tendencias diversas dentro de la espiritualidad, habremos de respetar este primer dato capital y salvar la jerarquía de los valores. A . C o l u n g a , La perfección cristiana a la luz de la revelación, en «Teología espiritual», 1 (1957), 11-32; A . J . F e s t u g i é r e , La Sainteté, PUF, París; A . F o n c k , Perfection chrétienne, en DTC, 12, p. 1.219-1.251; H . M a r t i n , Désir de perfection, en D. Sp., 3, p. 592623; C . T r u h l a r , De notione totali perfectionis christianae, en «Gregorianum», 34 (1953), p. 252-261.
Naturaleza y dimensiones
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2. ASPECTO MORAL EL MANDAMIENTO
NUEVO
La plenitud de la Ley, escribe san Pablo, es la caridad. Cristo, antes de abandonar a los apóstoles le» recordó el man damiento por excelencia, el mandamiento «nuevo» del cristianismo. «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Y el segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo en el amor de Dios.» En el fondo no hay más que un mandamiento: vivir según la caridad. Ésta es el amor mismo de Dios, en el cual la criatura debe amar a Dios su Padre y a sus hermanos los hombres. Éste es el mandamiento nuevo. No en el sentido de que instaurase una novedad visible en el mundo. Ciertamente la era cristiana, inaugurada con el nacimiento del Mesías, inicia una época nueva y definitiva en la historia del mundo. Pero no es éste exactamente el sentido de la palabra «nuevo». Significa, a fin de cuentas, el mandamiento «cristiano por excelencia». Nuevo, es decir, característico del hombre «nuevo» que es el cristiano, después de su reconocimiento por el Altísimo. Nuevo, es decir, característico de la alianza y de la economía instauradas por Cristo y en las que la vida de Dios se comunica a los hombres «renovados» por la gracia. Nuevo, pues, con toda la grandeza de la «renovación» cristiana. Y Jesús continuaba: «En esto conocerán que sois mis discípulos» (Jn. 13, 35). Se percibe aquí toda la originalidad del cristianismo. Para Cristo, el desarrollo pleno es el desarrollo de la caridad teologal. No reside en la sabiduría de los filósofos, ni en la especulación intelectual como tal; no es simplemente la actividad social bienhechora como tal, ni el genio o el heroísmo humanos considerados en sí mismos. Cristo nos da su opinión y la opinión de Cristo no puede ser más que la «verdad». Si quiere marchar hacia su desarrollo total, auténtico y verdadero, el fiel cristiano debe vivir en su perfección el doble mandamiento de la caridad. Tal es el ideal absoluto al cual están subordinados todos los demás. LA CARIDAD
a) No tiene nada de sorprendente que debamos amar a Dios. ¡Pero que podamos amarle! El cristianismo es la única religión que tiene un Dios a la vez trascendente y tan próximo a sus criaturas. Pues Dios nos pide nuestro amor. A Pedro le decía Cristo: «Simón Pedro, ¿me amas?» Es la pregunta que
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La santidad cristiana
Naturaleza y dimensiones
hace a cada uno de sus fieles. Es la pregunta que hace a cada una de sus criaturas para santificarla. ¿Me amas? Y el Señor añade: «sobre todas las cosas»: ¡ con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas! Sabe muy bien que nuestra respuesta no será nunca tan perfecta y total. Pero quiere, de una vez para siempre, ponernos en presencia de exigencias absolutas y de llamadas radicales. ¿Por qué? Porque así es el cristianismo. Si Dios es verdaderamente «Dios», ¿cómo no iban a ser radicales sus llamamientos? Si Dios es «amable» por encima de todo lo que podamos imaginar, ¿cómo podría pedirnos que le amásemos «un poco» o simplemente «más» que a las criaturas? b) El segundo mandamiento es semejante al primero. Amarás a tu prójimo. El prójimo no es solamente el hermano de raza, el hermano de religión, el compañero de profesión. Sino que es todo hombre. El mandamiento es formal. Y Cristo ha dado el ejemplo más abrumador de este amor. Teóricamente hubiera podido asegurar la redención del mundo de diversas maneras: ha preferido elegir el sacrificio total de la Cruz. Porque el mayor testimonio de amor que puede darse es entregarse a la muerte por los amigos. Cristo ha amado a sus hermanos. Ha amado a su Iglesia y se ha entregado por ella, para que sea hermosa y perfecta en presencia de su Padre. Dándonos este ejemplo, Cristo ha querido darnos algo más que cuadros vivos, «emocionantes» y «admirables». Ha querido indicarnos el camino y enseñarnos el sentido de la caridad «cristiana». Ha querido que sigamos su ejemplo hasta donde nos sea posible.
ese acto simplemente recitado con los labios que no provoca ninguna repercusión íntima en el hombre, el acto de caridad, conscientemente hecho, está penetrado de una radical rectitud. Rectifica, «ordena», realiza, determina un ajuste perfecto. Por ello es importante recordar que el aqto de caridad es el acto realizador de toda santidad. Insistiremos en ello más adelante, cuando hablemos de los medios de santificación. Pero bueno será andar con cuidado. Suele decirse que la caridad es el «fin» y que todo lo demás son «medios». Esto es exacto, desde un cierto punto de vista. Pero la caridad es también el «medio» por el cual realizamos la vida cristiana, la vida de caridad con Dios y con el prójimo. La caridad tiene sus actos, y viviéndolos es como se llega a la santificación. b) Este amor total puede incluir o excluir los bienes creados. «El amor de caridad al que están llamados los seglares es un amor inclusivo de los bienes que constituyen la vocación humana (amor conyugal...). El amor de caridad al que están llamados los religiosos es un amor exclusivo de dichos bienes. Dios, Cristo, serán sus únicos amores. No es sólo la palabra total la que especifica la caridad y, por consiguiente, la vocación de los religiosos, sino también la palabra exclusivo. Todos los cristianos, por su bautismo, están llamados a la santidad, es decir, a amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con todo su espíritu. Se les pide una totalidad, por lo menos, como tendencia. Para los religiosos, en cambio, la caridad a la que están llamados no sólo debe ocupar poco a poco la totalidad de su corazón sino que únicamente ha de tener como objetivo a Dios» ( B . - M . C h e v i g n a r d , Le role du prétre dans Véveil des vocations, p. 36).
CARIDAD Y
SANTIDAD
a) Se comprende pues la frase del Apóstol: «La perfección de la ley es el amor». El cristiano, en virtud de su mismo nombre, se compromete a amar a Dios con un amor total, sobre todas las cosas. Tarea difícil y llena de exigencias. Cuando recita con atención su acto de caridad, cuando pronuncia las palabras: «sobre todas las cosas», todo cristiano siente inmediatamente en su alma, en la medida de su sinceridad, una llamada al orden, un reajuste conforme a Dios, una rectificación de sus tendencias, de sus ideas, de su vida. «Sobre todas las cosas», esto es, más que a mis gustos, mis deseos y mis comodidades: y el orden se establece en mí. «Sobre todas las cosas»: y los pormenores de la vida aparecen en la conciencia como iluminadas por un relámpago y «sub specie aeternitatis», como a la mirada de Dios mismo. A tales profundidades lleva el humilde acto de caridad. Completamente diferente de
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P h . D e l h a y e , La chanté, reine des vertus, en «LVS», 39 (1957), p. 135-170; B. M . C h e v i g n a r d , Le róíe du prétre dans Véveil des vocations, Cerf, París. 3. LAS DOS DIMENSIONES DE LA SANTIDAD VIDA TEOLOGAL Y VOCACIÓN
TEMPORAL
a) El «santo», según Cristo, ha de realizarse en dos dimensiones-, la vida teologal y la vocación temporal. Ha de llevar hasta el fin ambos aspectos si quiere ser «perfecto», santo. ¿Cómo podría «realizarse» plenamente si no es así? Se trata de la vida «cristiana» sencillamente. Esta vida es hondamente «mística» y auténticamente «temporal». El hombre nacido en la tierra, ciudadano de este mundo, pertenece también por su
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Naturaleza y dimensiones
«nuevo nacimiento» a otro mundo, del que ha de ser también un perfecto «ciudadano». En esquema pudiera decirse que el cristiano debe vivir en plenitud «dos» vidas a un tiempo, del mismo modo que forma parte de «dos» mundos a un tiempo. Tal es la condición compleja — no complicada — del cristiano. Es también una condición incómoda, fuente de inevitables tensiones. Pero es el fundamento mismo de su singular grandeza y la base de su optimismo. A estas dos «vidas», a estas dos «dimensiones» llamamos vida teologal y vocación temporal. Destaquemos la realidad de cada una de estas dos vidas. En primer lugar la vida teologal. Hay muchos cristianos que no admiten que esta vida teologal sea realmente una «vida» de la que hay que ocuparse, que puede alimentarse, que crece y se desarrolla. Y de hecho, la vida teologal no tiene en ellos sino un despliegue mínimo; no ocupa apenas lugar en su espíritu ni en su corazón; tampoco ven muy claro lo que significa «vida teologal». ¿Entonces? Si desean sinceramente saber hasta qué punto puede ser «viva» esta vida teologal cuando se ha desarrollado, que lean unas páginas de la vida mística de santa Teresa de Jesús, de san Juan de la Cruz, de santa Teresa del Niño Jesús o de otro santo que nos haya dejado un testimonio peculiar de la unión íntima con la Trinidad. Entonces tocarán de cerca todo el realismo de esta «vida teologal» que todo cristiano lleva en germen. Nada más diremos aquí de la «vida teologal». En cuanto a la vocación temporal, es fácil su comprensión para todos-, se trata de las tareas que nos corresponden a cada uno de nosotros, ya en el campo sagrado y eclesiástico, ya en los más diversos campos profanos. Al hablar de «vocación» queremos indicar que estas tareas son también, a su manera y sin perjuicio de su carácter temporal, llamada de Dios. b) Ambas «dimensiones» son esenciales para que la santidad sea cristiana. Podrá decirse que uno de los aspectos es «divino» y el otro «humano»; o que uno es «trascendente» y el otro «temporal»: estas alternativas son demasiado simples para ser exactas y adecuadas. Pero lo cierto es que no hay santo cristiano sin las dos. «Reconocemos —escribía el padre De Montcheuil —, de una parte, que el cristianismo tiene un valor en sí mismo, independientemente de sus repercusiones en las estructuras humanas, y de otra, que es absolutamente necesario preocuparse de estas repercusiones, si no queremos dejar que se desvanezca y quedarnos con una sombra de él. Estas dos orientaciones parecen tan esenciales a todo cristianismo profundo que nos negamos a reservarlas a dos categorías dis-
tintas de cristianos: queríamos, por el contrario, verlas reunidas en el católico de acción, o, siguiendo una expresión consagrada, en el militante, como también en el que se consagra con preferencia a la meditación y a la oración.» Presentando estas dos dimensiones como «esenciales» damos a este último término todo su valor. Nadie es «santo» ante Cristo si no vive en su plenitud la vida teologal y su vocación temporal. Y con esto no pretendemos decir que, de suyo, la realización de la vocación temporal sea tan noble, tan importante, tan sustancial como la participación en la vida trinitaria. Pero esta vocación temporal no es solamente «indispensable» o «necesaria» —como suele decirse actualmente a veces—: es «esencial».
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ALGUNOS
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TESTIMONIOS
Para demostrar que es ésta la doctrina de la espiritualidad cristiana aportamos como pruebas algunos testimonios recogidos en diversas escuelas de espiritualidad. Todos expresan, según la orientación que les es propia, la necesidad de ensanchar en nosotros las dos «dimensiones» constitutivas de la santidad cristiana. He aquí lo que pide santa Teresa de Jesús a sus hermanas, las carmelitas. Después de haberles recordado el celo de Elias por la gloria de Dios, el celo de santo Domingo y san Francisco por la salvación de las almas, continúa: «Esto quiero yo, mis hermanas, que procuremos alcanzar, y no para gozar, sino para tener estas fuerzas para servir, deseemos y nos ocupemos en la oración. No queramos ir por camino no andado que nos perderemos al mejor tiempo... creedme, Marta y María han de andar juntas para hospedar al Señor y tenerle simpre consigo, y no hacerle mal hospedaje, no dándole de comer. ¿Cómo se lo diera María, sentada siempre a los pies, si su hermana no le ayudara? ...Me diréis... que dijo (Le. 10, 42) que María había escogido la mejor parte. Y es que ya había hecho el oficio de Marta, regalando al Señor en lavarle los pies y limpiarlos con sus cabellos... Yo os digo, hermanas, que venía la mejor parte sobre hartos trabajos y mortificación, que aunque no fuera sino ver a su Maestro tan aborrecido era intolerable trabajo. ¡Pues los muchos que después pasó en la muerte del Señor! Tengo para mí que el no haber recibido martirio fue por haberle pasado en ver morir al Señor; y en los años que vivió, en verse ausente de Él, que serían de horrible tormento, se verá que no estaba siempre con regalo de contemplación a los pies del Señor» (Séptimas moradas, c. 4).
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San Francisco de Safes nos expone la misma doctrina. Escribiendo para Filotea —es decir, para todo fiel deseoso de progreso espiritual y no solamente para los clérigos y religiosos — recuerda el comportamiento de los niños: «Haz como los niños pequeños que con una de sus manos se agarran a su padre y con la otra cogen fresas o moras a lo largo de un seto. Pues asimismo, tratando y manejando los bienes de este mundo con una de tus manos, ten siempre con la otra la mano del Padre celestial, volviéndote de vez en cuando a Él, para ver si aprueba tus quehaceres y tus ocupaciones. Y guárdate sobre todo de dejar su mano y su protección, pensando en amontonar o recoger más; porque si te abandona no darás un paso sin caer de bruces. Quiero decir, Filotea, que cuando estés atareada con los quehaceres ordinarios, que no requieren una atención tan fija y tan absorbente, contemples más bien a Dios que a los quehaceres; y que cuando éstos son de tanta importancia que reclaman toda tu atención para estar bien hechos, mires a Dios de tiempo en tiempo, como hacen los que navegan en el mar» (Introducción a ía vida devola, III, c. 3). Representantes de dos espiritualidades aparentemente diferentes se hallan enteramente de acuerdo en proponer el sincronismo de la vida teologal y de la vocación temporal a todo el que pretende alcanzar la santidad cristiana. «Para san Ignacio — escribe el padre Peeters — la acción y la contemplación no son ni pueden ser dos corrientes alternativas, dos movimientos que se suceden a intervalos más o menos regulares. Siempre que el trabajo exterior, incluso si se hace por Dios, distrae de Dios y perturba la oración, o que ésta, excesivamente celosa de su deliciosa quietud, aparte de la acción, persiste un dualismo, índice de imperfección...» En cuanto a dom Chautard, escribe: «En el alma de un santo, la acción y la contemplación, fundadas en una armonía perfecta, dan a su vida una maravillosa unidad. Así, por ejemplo, san Bernardo fue el hombre más contemplativo y al mismo tiempo el más activo de su siglo, del cual hace este retrato admirable uno de sus contemporáneos: en él la contemplación y la acción marchaban tan de acuerdo que este santo parecía entregado a las obras exteriores y a la vez completamente absorto en la presencia y el amor de su Dios.» En lugar de hablar de contemplación y de acción — y para evitar ciertos inconvenientes de este vocabulario —, hemos dicho «vida teologal» y «vocación temporal»: las ideas son idénticas. Uno de los testimonios que más ilustran este ideal es el de sor María de la Encarnación. Sin duda todos los grandes
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maestros del espíritu han unido a una vida teologal intensa el cumplimiento perfecto de su vocación temporal. Pero la religiosa ursulina de Quebec ha relatado esta unión haciendo ver, de un modo impresionante, el carácter místico de sus dones espirituales y la naturaleza material y terrena de sus ocupaciones profesionales. Podrían citarse innumerables pasajes. «Habiendo llegado el alma a este estado —escribe—, le importa muy poco estar enredada en las ocupaciones o tranquila en la soledad. Todo es indiferente porque todo lo que la afecta, todo lo que la rodea, todo lo que le impresiona los sentidos, no le impide el gozo actual del amor. Se puede hablar de todo, se puede leer, escribir, trabajar y hacer lo que se quiera, y a pesar de todo permanece esta ocupación principal y el alma no cesa de estar unida a Dios. En la conversación y en el ruido del mundo, ella está en soledad junto a su esposo.» POSIBILIDAD
Pero, ¿es posible todo esto? Una vez más hemos de insistir en que nuestro propósito es describir la realización completa y plenaria de la «santidad»; es el mejor medio para saber cuál es el término ideal de nuestro esfuerzo. No hay que concluir por ello que se trata de llegar a vivir estas dos «vidas» y de cumplir activa y conscientemente con todas las exigencias de esta decisión de repente. Esto nos acarrearía una meningitis en breve plazo. Por otra parte es preciso conservar este ideal ante nuestros ojos. La «santidad» cristiana no puede ni podrá nunca adquirirse con descuentos. Todos los fieles que lo son verdaderamente tienen conciencia de que constituye un valor de difícil adquisición. Serían los primeros en desconfiar de una fórmula de «santidad sin esfuerzo», como la del «inglés sin esfuerzo». En realidad, la doble perspectiva — teologal y temporal — es realizable. Las madres saben por experiencia que pueden amar a sus hijos y al propio tiempo trabajar por ellos. No solamente trabajan por sus hijos; les aman y amándolos, se sacrifican por ellos. Nuestra sicología no es, pues, absolutamente refractaria al amor de Dios y del prójimo de un modo simultáneo. Además, todos los cristianos que se han propuesto la perfección saben también, por experiencia, que la presencia de Dios crece en ellos después de algunos años de esfuerzos, de gracia y de oración. Así, pues, es posible un cierto grado de progreso. Desde el cual se puede avanzar más aún. Alegrémonos al constatar, por experiencia personal, que es posible adelantar, y dejemos el resto al Señor.
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G . T h i 1 s , Trascendencia o Encarnación, Desclée de Brotnver, Bilbao; L . J . L e b r e t , Acción, marcha hacia Dios, Estela, Barcelona; L . P e e t e r s , Hacia la unión con Dios, Mensajero, Bilbao,- J . B. C h a u t a r d , El alma de todo apostolado, Dinor, San Sebastián; M . O l p h e - G a l l i a r d , Vie contemplative et vie active d'aprés Cassien, en «RAM», 11 (1935), p. 252-288.
santos ante Dios por y en su santidad. La gracia sobrenatural es un don gratuito. Hemos subrayado anteriormente el valor cualitativo de esta participación en la «santidad divina», que llamamos vida teologal. Pero esto no quiere decir que san Pablo llamase «santo» a un cristiano que se dejase llevar de la ira, que fuese perezoso, que no tuviese caridad e'n la vida social, aunque conservase en sí un mínimo de «gracia santificante» y por tanto de «santidad trascendente» divina. Estos cristianos, muchas veces, creen encontrar en la teología bíblica el fundamento de su noción de santidad. Efectivamente, recurrir a las fuentes bíblicas, si bien asegura a las doctrinas teológicas un rejuvenecimiento y una vitalidad nueva, tiene también algunos inconvenientes. Cuando el cristiano pregunta qué es la santidad, quiere saber qué hay que ser y hacer para llegar a «santo», más bien que saber, en rigor, cuál es el contenido doctrinal del término «sanctus» en la Biblia. No es exactamente lo mismo; en todo caso las dos cuestiones no coinciden por entero. En el caso que nos ocupa, es cierto que el término «sanctus» designa por lo general los bienes trascendentes de la santidad sobrenatural de Dios. En este caso, la definición bíblica del «santo» lleva consigo esencialmente la participación en la santidad trascendente de Dios. Pero si bien los autores inspirados tratan con menos frecuencia de los esfuerzos de la virtud y de la ascesis cristiana bajo el término «sanctus», no por ello dejan de acentuar su valor esencial cuando hablan de un «santo» en el sentido concreto, personal y total del término.
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4. CONCEPCIONES INCOMPLETAS
De las dos dimensiones esenciales de la santidad cristiana, una aparece como «don de Dios», teologal, incluso mística; la otra, hecha de iniciativas humanas, inmersa en la acción temporal, en el deber de estado profesional. Por tanto es difícil conceder la importancia exacta a que tiene derecho cada uno de estos elementos. Dificultosa teóricamente, en la práctica esta estimación es a veces errónea. Por ello querríamos dedicar unas palabras a hablar de ciertas concepciones incompletas. SANTIDAD RECIBIDA Y SANTIDAD
ADQUIRIDA
Las dos dimensiones de la santidad cristiana pueden presentarse en forma de binomio: santidad «dada» y santidad «adquirida». Ciertos cristianos acentúan demasiado exclusivamente ya el primero, ya el segundo de estos elementos. a) Para algunos la santidad es ante todo algo adquiridose «adquiere» la santidad mediante trabajos, esfuerzos, perseverancia. Es evidente que nadie se ha santificado sin subir una ruda y austera pendiente, llena de iniciativas y de proyectos. Es natural que algunos definan la santidad por lo más evidente de su intervención en esta obra espiritual. Es santa, para ellos, la vida de aquel que responde plenamente a su «vocación temporal»: ideas cristianas, sentimientos cristianos, ambiente cristiano, familia cristiana. Hemos hablado de este aspecto; incluso hemos insistido para que se vea en ello un constitutivo «esencial» de la santidad concreta y personal. Pero también es cierto que el cristiano es «santo», ante todo y sobre todo, porque, en la gracia santificante, se hace partícipe de la «santidad» trascendente de Dios. Cristianos excelentes no comprenden bien o no aceptan esto totalmente. Más arriba hemos mostrado toda la importancia de esta «santidad» sobrenatural. b) En antítesis con los cristianos de que acabamos de hablar, otros insisten exageradamente en el don de la «santidad sobrenatural» de Dios. Tal es, dicen, la pura esencia del cristianismo, el mensaje auténtico de la revelación: nosotros somos
ACCIÓN APOSTÓLICA Y CONTEMPLACIÓN
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RELIGIOSA
Las dos dimensiones de la santidad pueden presentarse igualmente bajo la forma de una alternativa: acción apostólica y contemplación religiosa. Ahora bien, es cierto que ambos elementos deben estar presentes, en un cierto grado, en toda vida santa. Los errores consistirán también aquí en insistir extremadamente en uno u otro de estos elementos. a) Para muchos cristianos activos y apostólicos, el verdadero santo de los «tiempos modernos» se identifica con bastante facilidad con el hombre de acción apostólica. La entrega visible e inmediata a los hombres es el testimonio más claro de caridad; y si nace de una intención desinteresada aparecerá como «santidad». Sin embargo la coincidencia no es perfecta. Esta desviación era manifiesta en varias de las respuestas dadas en 1945 a la encuesta realizada por «La vie spirituelle» sobre el tema:
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«¿Hacia qué tipo de santidad vamos?» El padre Pié, sacando las conclusiones (febrero de 1946), constataba que una necesidad de vida interior incontestable corría parejas con ciertas ideas falsas acerca de la propia significación de la acción. El defecto de los cristianos del siglo xix, decía, quizá haya sido practicar una vida de oración sin proyección apostólica eficaz. Pero la generación actual, creyendo hacer apostolado no realiza en muchos casos sino acción social, organización, propaganda, agitación. No basta construirse una idea de la santidad en función de la cualidad de su acción para que queden resueltos todos los problemas. La santidad cristiana exige, no solamente una actividad apostólica temporal, sino también y con toda certeza una vida teologal intensa, vivida «por ella misma», como elemento constitutivo de la santidad, y no vivida solamente «para la fecundidad de la acción apostólica», lo cual es algo completamente distinto. Habría, pues, que examinar y retocar ciertas nociones de la santidad. b) Por otra parte, la santidad no se mide tampoco por la cualidad de la vida contemplativa de tal o cual cristiano. Es necesario que exista una «vitalidad consciente» de la vida teologal inherente a toda santidad, lo hemos dicho y lo repetiremos muchas veces más para no olvidarlo. Pero esta «conciencia teologal» debe ser algo más que el misticismo. «Todo misticismo — escribe el padre Festugiére —, o todo estado místico, que se propusiese como fin único la complacencia en la belleza del objeto contemplado, hasta perderse en él; que tuviese por imperfección, bajo pretexto de que cualquier movimiento disociaría al sujeto del objeto, cualquier vuelta a la acción —quiero decir a una acción virtuosa, tendente al bien del objeto— me parece genéricamente distinto del cristianismo» (L'enfant d'Agricjente, p. 128). Esta conciencia teologal no lo es todo en la santidad. Los tratados de teología ascética y mística, al dar amplio espacio a las diversas oraciones y métodos de oración han desorientado quizá a los fieles en este ámbito. La «santidad» es compatible con una oración difícil, con una oración reducida a elementos muy sencillos, con una oración realmente ferviente, pero en un temperamento muy poco «contemplativo». Por otra parte, cierta forma elevada de contemplación no-cristiana o incluso cristiana puede darse unida a lagunas de carácter, de sicología que perjudican a la santidad. Tenemos entonces un cristiano muy desarrollado en un aspecto del cristianismo y menos aventajado en otro; pero que no es «santo» únicamente por ser verdaderamente «contemplativo».
Por esta razón preferimos hablar de «vida teologal consciente». Esta es, claro está, contemplativa, pero se evita la ambigüedad del término «contemplación».
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GRACIAS EXTRAORDINARIAS Y DEBERES DE ESTADO Las dos dimensiones de la santidad pueden presentarse, por último, bajo dos formas extremas que no son propiamente una alternativa, pero que creemos poder exponer en un mismo apartado: gracias extraordinarias y, por otra parte, deberes de estado temporal. Algunos fieles ligan estrechamente la santidad a las gracias extraordinarias; otros ven la santidad en el cumplimiento de los deberes de estado, pero entendiendo éstos de un modo demasiado restringido. Esto es lo que pasamos a desarrollar a continuación. a) Las gracias extraordinarias, en el sentido clásico de la expresión en las vidas de los santos, son revelaciones privadas, palabras escuchadas, visiones y el don de discernimiento de los espíritus, los fenómenos de levitación, de luminiscencia, etc. Siempre es posible exagerar la importancia de estos carismas en el juicio que se hace sobre la santidad de una persona. Ciertamente es indudable que cuando el Señor concede favores particulares de este orden a un cristiano, éste es por lo general, si no santo, al menos ferviente. Sin embargo hoy es quizá menor que en otros tiempos el riesgo de una apreciación desmesurada de estas «señales maravillosas» de los santos; la crítica ha demostrado que es preciso leer con discernimiento los relatos de los taumaturgos de la Edad Media, y la medicina ha desenmascarado justamente en ocasiones las supercherías de ciertos estados en apariencia extraordinarios. Pero existe otra forma de la misma exageración que sí pudiera afectarnos. Nuestra época, en mayor medida que otras, se mueve preferentemente en un mundo de valores supraracionales, de agudezas de intuición, de impulsos místicos de la fe y la trascendencia. Desde estas perspectivas hay una marcada disposición para «oír» al Señor; una preocupación por «irradiar» lo sobrenatural; una «espera» del milagro; es decir, estamos casi naturalmente esperando una señal particular de una Providencia personal en acción constante sobre este mundo. Puede haber en todo esto una forma mitigada de iluminismo; afecta principalmente a los fieles que se tienen por «privilegiados» y que hacen suyas las frases de san Pablo: «El hombre espiritual juzga de todo pero a él nadie puede juzgarle» o «el Espíritu todo lo escudriña, hasta las profun-
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didades de Dios» (1 Cor. 2). Los apóstoles no han negado nunca la autenticidad de los carismas extraordinarios, pero ha puesto orden en esta cuestión y con gran energía. b) En cuanto al deber de estado, de orden temporal, ¿no es el medio por excelencia de santificación? Y el camino más seguro hacia la santidad, ¿no es siempre el cumplimiento perfecto de los deberes de estado? Sin duda. A condición de entender este deber de estado en su integridad y no sólo en sus exigencias de orden temporal. Por deber de estado, en el sentido usual del término, se entiende los deberes que lleva consigo la vocación temporal. Ahora bien, hemos visto que el cristiano está llamado también a llevar una vida «teologal» en la fe, la esperanza y la caridad. Tiene la obligación de alimentar, desarrollar, ensanchar esta participación en la vida divina y trinitaria. Esto forma parte igualmente de sus obligaciones de «cristiano». Por tanto, o bien habremos de hablar de deber de estado en sentido total, incluyendo todas las obligaciones — de orden teologal y de orden temporal — a las cuales ha de responder el cristiano, o bien hablaremos de deber de estado, en el sentido de las tareas terrenas y temporales. En este caso habrá que añadir que el cristiano, además de este deber de estado, ha de preocuparse también del desarrollo de la vida teologal como tal. No hay coincidencia entre estas dos tareas. Y la experiencia muestra que estas precisiones no son inútiles. A . R a d e m a c h e r , Religión y vida, Atenas, Madrid; H . D limé r y , Las tres tentaciones del apostolado moderno, Fax, Madrid; J . B. C h a u t a r d , El alma de todo apostolado, Dinor, San Sebastián; A . P i é , L'action apostoUcfue, école de perfection, en «LVS», 38 (1956), p. 5-27; G . d e P i e r r e f e u , Américanisme, en D. Sp., 1, p. 475-488; Vers c\uel type de sainteté allons-nous?, en «LVS», 28 (1946); I . M e n n e s s i e r , Vie contemplative et vie active comparées, en «LVS», 18 (1936), p. 65-87, 129-145; H . M o n i e r - V i n a r d , Vie chrétienne et vie parfaite, en «RAM», 22 (1946), p. 97-116, 229-252; R. C a r p e n t i e r , Devoir d'état, en D. Sp., 3, p. 672-702; E. R a n w e z , Potir ou contre une spiritualité du devoir, en «Rev. Dioc. Namur.» (1953), p. 43-58.
II
CRITERIO Y CARACTERÍSTICAS 1. EL CRITERIO LA
CANONIZACIÓN
Existe una santidad cristiana cuya naturaleza está fijada por la Sagrada Escritura. En caso de discusión es ésta la fuente auténtica a la que hemos de recurrir. Pero poseemos también un criterio externo que permite determinar con autoridad y competencia si una persona es o no santa: la canonización. En efecto, todo proceso de canonización muestra, por su mera existencia, que la Iglesia sólo admite una perfección, y que esta perfección tiene una medida concreta: eí grado de heroicidad de las virtudes. La teología ascética da gran importancia a este ideal de perfección, que pudiera llamarse oficial; «tiene el estricto deber, si quiere ser teología, de tomar como norma este ideal de perfección» ( L . H e r t l i n g , D. Sp., 1, p. 84). En toda canonización la Iglesia da testimonio formal de la santidad heroica de la persona elevada a los altares; testimonio que está garantizado por Dios mismo, puesto que se requieren milagros para que se proceda a una beatificación o a una canonización. Dios es el juez único de toda santidad, y sólo Él decide manifestar ostensiblemente el esplendor de los elegidos. a) La canonización es un acto solemne de la Iglesia. Ésta, en un juicio en última instancia e irrevocable, inscribe en la lista de los santos a un cristiano que ha sido beatificado anteriormente. Por este acto declara que el «santo canonizado» está realmente en el cielo. Los santos «canonizados» no son necesariamente «los más grandes». Puede haber santos muy grandes no canonizados. Pero aquellas personas a quienes Dios ha concedido la gracia de las virtudes heroicas y el testimonio de los milagros pueden ser declaradas «santas» por un juicio auténtico de la Iglesia. b] Lo que nos interesa especialmente en el caso de la canonización no es la historia de esta institución, su evolución, sus condiciones canónicas en general. Sobre ello pueden hallarse artículos muy bien escritos en los diccionarios. Lo que tiene
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La santidad cristiana
importancia capital para nosotros es conocer el criterio de que se sirve la Iglesia para determinar la santidad real de uno de sus hijos. Así, la Iglesia, independientemente del testimonio que da Dios mediante los milagros —que cae fuera del alcance del propio cristiano — inquiere sobre la heroicidad de las virtudes. La pregunta, siempre repetida y a la cual se dará una respuesta minuciosa y sometida a una dura discusión, es la siguiente.- ¿Ha practicado las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad, y las virtudes cardinales, prudencia, justicia, fortaleza, templanza y las otras virtudes en grado heroico? A fin de cuentas no se nos pregunta: ¿Has sido emperador u obrero? ¿Fiel o pastor? ¿Seglar o monje? ¿Soltero o casado? No. Sino: ¿Has practicado en grado heroico las virtudes teologales y cardinales exigidas por tu situación en la vida? ' HEROICIDAD DE LAS VIRTUDES
a) Hay heroicidad en las virtudes cuando se practican las diferentes virtudes del estado propio de cada uno de una manera claramente superior a la de las personas llamadas virtuosas en el sentido usual de la palabra, y esto con puntualidad y perseverancia. Tal es la cuestión esencial planteada por los representantes de la Iglesia, cuando van a decidir si una persona determinada ha sido verdaderamente santa. Puntualidad y perseverancia son los caracteres' que definen la heroicidad, tal como se entiende hoy y concretamente desde el pontificado de Benedicto XV. El cardenal Verde, de la Congregación de Ritos, trabajó sobre los escritos de Benedicto XIV para precisar la noción de heroicidad que de ellos podía extraerse. El resultado de esta precisión fue propuesto con ocasión del decreto que proclamaba las virtudes del venerable Antonio Gianelli, en 1920. De ello resulta que la heroicidad consiste «en el cumplimiento fiel y constante de los deberes y oficios personales de cada uno» (AAS, 14 [1922], p. 23). 1 El examen comprende las tres virtudes teologales y las cuatro cardinales, debido al carácter práctico de esta división. En realidad este esquema sólo aparece en su forma estricta desde el proceso de san Buenaventura, en 1482. En los siglos anteriores bastaba con un repertorio de virtudes cristianas y así se decía, por ejemplo, de san Antonio: fue perfecto en la humildad, propicio a la misericordia, generoso sin medida, de una santa sencillez, loable en las vigilias, tenaz en los ayunos ( H e r t l i n g , 1. c, c. 82). Por otra parte, nunca se ha fijado de modo definitivo un esquema de santidad (l.c, c. 84). Lo importante es el carácter heroico de la práctica de las virtudes exigidas por nuestra situación en la vida, como hace ver la evolución de la idea de heroicidad en el siglo xx.
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Criterio y características
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Cumplimiento fiel de los deberes. Este cumplimiento para ser entendido en su significación plena lleva consigo la exclusión de toda imperfección deliberada; si no es así no podría hablarse de generosidad integral en el servicio de Dios y, evidentemente, la generosidad está comprendida en el heroísmo. Así, pues, «la santidad consiste propiamente én la conformidad con la voluntad divina expresada en un continuo y exacto cumplimiento de los deberes de estado de cada cual». Cumplimiento constante de los deberes. Y es tal vez en esta característica de constancia, de perseverancia, de continuidad, donde se manifiesta más claramente la «heroicidad» de las virtudes. Constancia en la exacta ejecución de lo que Pío XI llamó en una ocasión «ese terrible deber cotidiano». Perseverancia en la realización puntual de lo que la Providencia impone en cada segundo. Continuidad en el esfuerzo y en la orientación de la persona entera hacia lo que Dios quiere de ella. Aquí es donde la santidad revela mejor su origen sobrenatural y divino, su valor carismático de «milagro moral». Porque la perfecta observancia, decía Benedicto XV, «guardada durante largo tiempo de manera uniforme e invariable rebasa las condiciones de la naturaleza humana abandonada a sí misma. Ésta es inconstante y está sujeta a variaciones por múltiples razones» (AAS, 12 [1920], pp. 170-74). b) Es necesario comprender exactamente lo que se entiende por virtud heroica. No consiste ésta, como suele creerse, en ejercer las formas más elevadas de cada una de las virtudes cristianas. Es imposible practicar a la vez la vida de cartujo y la de misionero, la virginidad y la castidad matrimonial heroica, la pobreza efectiva y la liberalidad; esto puede suponerse a priori. La heroicidad consiste en vivir heroicamente el «centro» de cada virtud, «centro» que se determina en cada caso según unas circunstancias de vida concretas. En otros términos, cada forma de vida exige una cierta medida de cada una de las virtudes, secundum mensuram nostrae conditionis (1-2 q. 64), y es esta medida la que ha de pretenderse, la que ha de vivirse con puntualidad y perseverancia, esto es, «heroicamente». Es indispensable tener conciencia de esta precisión, a nuestro juicio, fundamental. UNIVERSALISMO
Y
DIFERENCIACIÓN
Percibimos ya las importantes consecuencias que se derivan de este punto de partida. a) En principio y en sí mismo considerado, el criterio de santidad por el examen de la heroicidad en las virtudes propias
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Criterio y características
de cada estado lleva consigo ciertas ventajas indiscutibles. Es el más útil de todos, puesto que se refiere a la santidad real, más allá de toda discusión y de todos los problemas relacionados con la definición de la perfección. Simplifica, puesto que expresa, de una manera clara y directa, el ideal de la santidad cristiana. Finalmente aclara ciertas características del cristianismo que deben recordarse a los cristianos de hoy: el universalismo de la llamada a la santidad y la diferenciación en su realización concreta. Universalismo del llamamiento. En efecto, la Iglesia no ha reservado a ningún grupo «privilegiado», a ninguna clase, a ningún particularismo, cualquiera que sea, el reconocimiento de la canonización. Todos son llamados a la santificación. Todos pueden llegar a ella: prueba de ello es la diversidad de los santos canonizados. Expresiones como «la santidad es para los sacerdotes», o «la santidad es para los conventos», son radicalmente falsas. Podríamos incluso preguntarnos cómo es posible que errores tan crasos estén tan extendidos, y que haya cristianos convencidos que los tengan por verdaderos. Diferencias en ¡a realización concreta. En efecto, si la santidad puede darse en todas las formas de vida, es evidente que implicará variantes y diferencias en su realización concreta, y que será preciso disociar la «santidad», en sí misma de las formas que tome en los estados de vida más diversos. «La heroicidad variará según estas circunstancias y las condiciones particulares creadas a cada uno por sus deberes propios que no son los mismos para todos, y adquiere mil matices conforme a las dificultades que nacen para cada uno de su temperamento, de los obstáculos con que tropieza, de las tareas que emprende, de la forma de vida que abraza. Lo cual quiere decir que es necesario considerar la vida de un Siervo de Dios en concreto y ver si ha respondido fielmente a lo que Dios pedía de él, en otros términos, a lo que era su deber, entendido en el sentido pleno de la palabra, y si lo ha hecho con exactitud, continuidad y constancia» ( G a b r i e l de Sainte M a r i e - M a d e l e i n e , Normes actuelles de la sainteté, p. 178). h) Que esta doctrina es importante salta a la vista. Es fundamental que todos los fieles sepan — y oigan repetir con regularidad— que el llamamiento a la santidad es universal. Doctrina, también, plenamente actual. En nuestro tiempo, todos los hombres adquieren la conciencia de ser una fuerza en el orden temporal: político, social, económico. El principio del humanismo, después de haberse expresado
en sectores determinados de la humanidad, ha acabado por pasar de la nobleza a la burguesía y de ésta a los medios obreros. Cada uno de nosotros tiene actualmente la certeza de estar llamado a un despliegue humano y temporal total, en el ámbito del espíritu y en el de las condiciones materiales. Por lo tanto sería doblemente sensible que el desarrollo cristiano completo —concretamente: la santidad— parezca estar ligado a ciertas categorías de privilegiados. Si la revelación nos hubiese anunciado tal particularismo sería necesario destacarlo y aun con más fuerza que nunca. Pero la verdad está en los antípodas de todo particularismo. Y por desgracia lo olvidamos con demasiada frecuencia. Es pues de una evidente actualidad enseñar que todos los hombres están llamados a la santidad. Hay que hablar de ello, con insistencia, pero sin hacer de la santidad una mercancía de saldo ni un ideal que puede alcanzarse sin esfuerzo: una cosa es el hecho, cosa distinta los medios y las condiciones necesarias. En esta hora en que cada uno se sabe con derecho a pretender un desarrollo humano completo, es indispensable saber asimismo que todo hombre es susceptible de un desarrollo cristiano pleno.
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B e n e d i c t o X I V , De Servorum Dei beatiflcatione eí Beaiorum canonisatione, Bolonia; G a b r i e l de S a i n t e Marie-Made1 e i n e , Normes actuelles de la sainteté, en Trouble et lumiére, en «Etudes Carmélitaines» (1949), p. 175-188; L . H e r t l i n g , Canonisation, en D. Sp., 2, p. 77-85.
2. UNIVERSALISMO DEL LLAMAMIENTO LAS ESCRITURAS
Todo hombre está llamado a la santidad. La historia de la Iglesia es testimonio de ello. Interroguemos en primer lugar a la iglesia del siglo í. Cristo, en sus predicaciones, propone a todos aquellos que quieren seguirle los misterios más elevados, ya sean sacerdotes o doctores de la ley o gentes sencillas del pueblo atraídas por sus milagros. Si hubiésemos de hablar de «predilecciones colectivas» tendríamos que referirnos a los que sufren, a los desamparados, a los humildes y a los pequeños, a los niños principalmente. A todos dice el Señor: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt. 5, 48). Y el sermón de la montaña es la carta del más elevado evangelismo.
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«Jesús — escribe un comentarista — nos propone expresamente que nos asemejemos al Padre celestial. Para señalar el contraste, elige la actitud opuesta a la de los publícanos y paganos que aman a quienes les aman, saludan a quienes son sus hermanos. Restringir la salvación a una categoría de personas es índice de una gran estrechez de espíritu. Es justamente lo que hacen los paganos... El Antiguo Testamento no había podido impulsar a sus adeptos hasta esta cumbre. De una sola vez y desde el primer día Jesús sitúa en ella a los suyos. Es realmente la cumbre de la caridad. Jesús puede acabar su obra. Las almas que han alcanzado esta cumbre reconocen a Dios por Padre. Perfectos en la caridad: sólo se trata de lograr esto, que, en realidad, contiene todo lo demás. Perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» ( L . P i r o t , Evangiíe selon saint Mathieu, en «La sainte Bible», t. 9, p. 71). La santidad del Padre asimilada de pronto a una caridad fraternal que rebasa las concepciones humanas y puede llegar hasta el heroísmo; ¿no es éste un mensaje muy nuevo y significativo para todos los hombres? Los Doce permanecen fieles al ideal de su Maestro. Predican el mensaje de santificación a todos y a todos- comunican el Espíritu santificador. Los Hechos de los apóstoles, ese libro que patentiza el espíritu apostólico tradicional, muestran que Pentecostés no vino a innovar nada en este plano, sino que en él se confirmó todo. Veinticinco años después, san Pablo recordará a los corintios que pocos de entre ellos pueden vanagloriarse de ser sabios, nobles o poderosos según la carne (1 Cor. 1,26-29) y que Dios ha elegido «la necedad del mundo» para confundir a los que creen ser algo en el mundo. Pero Pablo hubiese querido predicarles la más alta doctrina espiritual (1 Cor. 3, 1-3). Diez años más tarde el Apóstol de los gentiles desea a los efesios que sean «santos e inmaculados en la presencia de Dios» (1,4). Les desea que crezcan constantemente, en la medida de la plenitud de Cristo (4, 10 ss).
importante literatura espiritual, de un contenido exquisito. «Conocemos —escribe san Basilio a un soldado— a alguien que nos ha mostrado la posibilidad de observar la perfección de la caridad por Dios en la vida militar, y la necesidad de distinguir a un cristiano, no por sus vestidos, sino por las disposiciones de su alma» ( P . V i 11 e r , La spiritualité des premiers siécles, pp. 165-69). Por otra parte —dicho sea para no ignorar a la Edad Media, cuyo sacralismo se ha subrayado sin embargo repetidas veces — Dionisio Cartujano, además de las Doctrinas y Reglas de vida cristiana, en donde trata de cada uno de los estados en la vida, escribió diversos tratados sobre los deberes y la reforma de los obispos, de los arcedianos, de los canónigos, de los beneficiados, de los párrocos, de los estudiantes, de los novicios, de los profesos, de los nobles, de los gobernadores de ciudades y de los jueces, de los soldados, de las vírgenes, de las viudas, de los esposos, de los mercaderes. Como vemos no olvida a nadie. En la época moderna, desde el punto de vista que nos ocupa, un libro capital es la Introducción a la vida devota, de san Francisco de Sales. Es preciso entender bien esta vida devota. Es totalmente distinta de una piedad dulzona para uso de las gentes del mundo. Es, dice el obispo de Ginebra, la flor misma de la perfección. Enseñando a todos los que acababan de descubrirse «hombres» que podían convertirse en «santos» también, Francisco de Sales bautizaba el humanismo. Y no era el único en responder a esta preocupación. Si seguimos a H . B r é m o n d , este hecho no es excepcional. «Antes de san Francisco de Sales han existido centenares de introducciones a la vida devota que se dirigían a todo el mundo. Durante los últimos treinta años del siglo xvi y los primeros años del xvn, sacerdotes, religiosos, seglares, han traducido al francés todos los grandes místicos, desde san Dionisio a santa Teresa» (Histoire Utéraire du sentiment religieux en France, I, p. 19). He aquí lo que escribía el obispo de Ginebra. Es un error, «una herejía, pretender desterrar la vida devota de la compañía de los soldados, del taller de los artesanos, de la corte de los príncipes, del hogar de los esposos. Es cierto, Filotea, que la devoción puramente contemplativa, monástica y religiosa, no puede ejercerse dentro de esas vocaciones. Mas también existen, además de estas tres clases de devociones, otras varias, propias para perfeccionar a los que viven en estados seculares». Después precisa: «San José, Lidia y san Crispín
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LA TRADICIÓN
El mensaje de la tradición es el mismo; he aquí una pequeña muestra de ello. San Agustín ha escrito, dirigidas a los seglares, páginas tan adecuadas como las que el obispo de Ginebra dirigía a Filotea doce siglos después. Poseemos muchas cartas enviadas por los Padres y los Doctores a personas que vivían en el mundo y que ocupaban una determinada posición en el mundo. No se olvida a los militares: con respecto a ellos existe una
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La santidad
fueron perfectamente devotos en su taller. Santa Ana, santa Marta, santa Mónica, Aquila y Priscila en sus hogares. Cornelio, san Sebastián, san Mauricio, en las armas. Constantino, Helena, san Luis, san Eduardo en sus tronos. Sucede incluso que muchos han perdido la perfección en la soledad — que sin embargo es deseable para la perfección — y la han conservado en la multitud, que tan poco favorable parece a la perfección... Donde quiera que estemos podemos y debemos aspirar a la vida perfecta» (1. I, c. 3). El testimonio es claro. La santidad no es patrimonio de ningún grupo, de cualquier especie que sea. El llamamiento de Cristo es universal. Los resultados concretos han demostrado que se han dado en todas las formas de vida triunfos concretos. San Francisco de Sales nos lo recuerda. Todo pueden decirse: Yo, como los demás, estoy llamado a la santidad por Dios. LA IGLESIA
Criterio y
cristiana
ACTUAL
Mediante sus actos, con su doctrina, la Iglesia actual insiste —y podemos decir que con una energía inigualada — sobre el universalismo del llamamiento a la santidad cristiana. a] Los actos son las canonizaciones. Es evidente que los soberanos pontífices están especialmente preocupados por hacer llegar a los honores de la canonización a «santos» de toda condición, y de manera particular a los seglares, menos privilegiados en este sentido durante los siglos anteriores. Esta preocupación es un dato. Revela, mejor que las teorías, la posibilidad de la santidad para nosotros en cualquier puesto en el mundo. N o es extraño encontrar hoy, en respuesta a esta preocupación particular de la Iglesia de hoy, diversas colecciones que tienen por objeto recordar la vida de los «santos en el mundo». b) Las declaraciones teóricas tampoco faltan. Correspondió a Pío XI, con ocasión del tercer centenario de la muerte de san Francisco de Sales, destacar lo esencial del pensamiento cristiano. «San Francisco de Sales — decía el soberano pontífice — parece haber sido designado por Dios para refutar con los ejemplos de su vida y de su doctrina, un prejuicio ya común en su época y todavía extendido en nuestro días, a saber, que la verdadera santidad, conforme a las enseñanzas de la Iglesia católica, rebasa los alcances del esfuerzo humano, o por lo menos que es tan difícil de lograr que no concierne en modo alguno al común de los fieles, sino que conviene solamente a un pequeño número de personas dotadas de una rara energía y de un alma excepcionalmente elevada; que,
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además, esta santidad lleva consigo tantas dificultades y fatigas que es absolutamente incompatible con la situación de los hombres y mujeres que viven en el mundo» (AAS, 15 [1923], p. 51). Asimismo, continúa el soberano pontífice dirigiéndose al clero, «haréis comprender a los fieles que la santidad no es un privilegio concedido a unos y denegado a otros, sino el común destino y el deber común de todos — communem omnium sortem et commune officium—» (1. c , p. 59). En efecto, «la voluntad de Dios, ¿no hace que sea un deber tender a la santidad? La voluntad de Dios, dice san Pablo, es que seáis santos. Y el Señor mismo explica en estos términos cuál ha de ser esta santificación: Sed, pues, perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. Nadie ha de suponer que este precepto se dirige a un pequeño número de almas escogidas y que es lícito a las demás limitarse a un grado inferior de virtud. Esta ley •—• el texto es evidente — afecta absolutamente a todos los hombres, sin excepción alguna. Por otra parte la historia nos dice que los que han alcanzado las cimas de la perfección cristiana son personas de todas las edades y de todas las condiciones» ( P í o X I , 1. c , p. 50). Para ello san Francisco de Sales nos enseña a «elevarnos hacia el cielo poco a poco, a aletazos, al modo de las palomas si no podemos imitar el vuelo de las águilas, es decir, a tender a la santidad por la vía común si no somos llamados a una perfección especial (singularem)» (1. c , p. 55). Los medios son diferentes, pero la santidad es una y única. 3. REALIZACIÓN DIFERENCIADA EL PRINCIPIO
Veamos lo que entendemos por realización diferenciada de la santidad. Todos los hombres son llamados a la santidad, y un cierto número de ellos llegan a ella. Ahora bien, estos «santos» auténticos, aun canonizados, han vivido una «vocación temporal» muy diversa, desde la vida monástica hasta las oficinas de un banco o la cocina de una casa de campo. Esta diversidad de vocación temporal iba acompañada también de ciertos matices en la vida teologal, si bien aquí permanece intacta una profunda semejanza. A todo esto llamaremos «diferenciación» en la llamada a la santidad. Esta diferenciación, si queremos llevarla hasta el extremo nos conducirá a reconocer que existe incluso una forma especial de santidad para cada fiel en particular, del mismo modo que
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hay una vocación personal para cada uno. Pero sólo pueden describirse ciertas formas-tipo de santificación. Así podremos distinguir un tipo «acósmico», que se identifica con lo esencial de la vida monacal; un tipo sacerdotal, ligado a la recepción del sacramento del orden; un tipo laical, que representa al cristiano que vive en el mundo profano. Estos diferentes tipos-ideales de vida cristiana representan «espiritualidades» diferentes, que pueden a su vez ramificarse en otras muchas; también diremos unas palabras acerca de ellas. Lo esencial que hemos de retener de todo esto es el principio mismo de la diferenciación. Todos los que están canonizados son «santos» auténticamente; y sin embargo, cuan distintas son las notas dominantes de su vida interior teologal, y sobre todo, cuan diversas son sus ocupaciones temporales. Hay que distinguir, pues, con cuidado la «santidad» misma, de la forma que toma al concretarse en una persona. Esta distinción no suele hacerse, por lo menos no es tan usual como debiera ser para la mayoría de los fieles. Sucede incluso que la «forma» de santidad prevalezca, en la apreciación de las gentes, sobre la «santidad» efectiva, siendo así que la «santidad» real es evidentemente el valor de importancia definitiva.
prudencia de san Pablo que aconseja vivir en virginidad; tiene fe en la prudencia de Cristo que invita a dejarlo todo para seguirle...» ( O . L o 11 i n , 1. c , p. 35). Más adelante (quinta parte) haremos referencia a los móviles directamente teológicos que inspiran la elección de la vida monástica. N o obstante, aun viviendo «fuera del mundo», los monjes pueden interesarse vivamente por ciertos valores profanos. No todos deben hacerlo y hay ciertas vocaciones que conceden a las cosas terrenas indispensables el valor de un «simple medio» en el sentido estricto de la palabra; las criaturas no son nada, según su visión del mundo, al menos en el orden de las relaciones directas. Pero hay otros que se interesan por las artes o los estudios, y consideran estos valores en sí mismos, «tomándolos en serio» a pesar de lo que se ha dicho sobre ello. Para ellos el problema de la significación de lo «profano» es importante aunque vivan fuera del mundo. b) El tipo laical se caracteriza por el hecho de que trata de santificarse «en el mundo» y subsidiariamente en una «vocación temporal de orden profano». El «santo laico», en el sentido típico, vivirá en una situación «mundana». Se perfeccionará estando en el mundo, participando en las vicisitudes de aquí abajo, interviniendo en la evolución de la vida social y política, ayudando al progreso de la cultura o de las artes, operando en esas «nuevas dimensiones» que se han llamado «cósmicas». Y en este mundo responderá a una vocación profana y no sagrada. Vocación profana en la familia, en la enseñanza, en la industria, en las finanzas, en los trabajos domésticos. Al caracterizar así el «tipo laical», no queremos hablar dei laicado, en el sentido teológico ni mucho menos en sentido canónico. Simplemente hacemos alusión a un tipo de cristiano, deseoso de realizar un cristianismo pleno, «dentro» de estructuras terrenas y temporales. De ello resulta una «santidad» de un género también muy peculiar. c) Tomaremos también en un sentido muy general al tipo sacerdotal. Los hombres que viven en este mundo — e n una vida acósmica o en una vida laical — comprenden la necesidad de tener un «mediador» entre ellos y Dios. Estos mediadores están encargados normalmente de las ofrendas, de los sacrificios, del cuidado de los templos y de las cosas sagradas. Y su santidad estará impregnada de profundidad hierática y cultual; será en muchos aspectos, una excelente realización de la virtud de la religión. Tendrá también una fisonomía propia: no es la santidad monástica, no es la santidad laical.
TIPOS IDEALES
Existen, decíamos, diversos tipos ideales de vida cristiana y por lo tanto, de santidad cristiana: el tipo monástico, el tipo sacerdotal y el tipo laico. a) El tipo monástico es «acósmico», es decir, se caracteriza por el hecho de que se realiza fuera del mundo. «Vivir alejado de este mundo para encontrar a Dios, tal parece haber sido el móvil que pobló el desierto de almas enamoradas de la santidad en los tiempos apostólicos. Que esta separación del mundo tuviese lugar en una celda solitaria o en un grupo de celdas o, si se quiere, que el género de vida fuese eremítico o cenobítico, era cosa secundaria con respecto a la finalidad principal, vivir lejos de un ambiente secular, extraño, si no opuesto al ideal de perfección propuesto por Cristo» ( O . L o 11 i n , Considérations sur Vétat religieux, p. 34). La santidad «acósmica» y fuera del mundo se realiza, pues, en una especie de «extraterritorialidad», de la que la clausura es una señal característica; este hecho le da una fisonomía muy peculiar. Esta separación del mundo no es en modo alguno efecto de una falta de estimación, menos aún de un desprecio. «Se trata en realidad de una cuestión de preferencia, de elección, pero una elección dictada por la prudencia: el monje se apoya en la
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Definiendo así el tipo sacerdotal en general no pensamos en ningún sacerdocio en particular. El «sacerdote» en la religión judaica es, ante todo, sacrificador y mediador en el culto; en el cristianismo el sacerdote está encargado también de la verdad revelada y dirige la vida cristiana. Nuestro idioma no posee un término especial para designar las diferentes realizaciones del sacerdocio. Bástenos con la indicación de una mentalidad peculiar, una santidad con fisonomía específica.
ejemplo, vive en y con su comunidad local, en su sentido más vivo. El laico, en el mundo, si bien puede hacer abstracción de muchas de las «realidades cotidianas», habrá de captar, no obstante, agudamente, la significación «divina» de las cosas temporales. Así perfeccionará también su vida teologal de fe, bajo un aspecto que le es propio. Estos matices, estos aspectos pertenecen todos con autenticidad a una misma e idéntica fe teologal. Una misma virtud puede vivirse heroicamente y de manera diferente. La piedad en la escuela francesa implica unas características distintas de la piedad litúrgica de las abadías benedictinas. La pobreza de los cartujos y la de los religiosos y religiosas de tal o cual congregación suelen ser diferentes. En la caridad apostólica de las congregaciones llamadas activas, se dan todos los matices de los carismas especiales que han sido el privilegio de sus fundadores.
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PRACTICA CONCRETA DE LAS VIRTUDES En cada uno de estos tipos de cristianismo y de santidad, se viven los mismos elementos esenciales, pero de una manera particular, presentando una «forma» original o una «coloración» determinada. Es necesario subrayarlo. a) Todos los santos son mortificados. Esta mortificación se realiza según ciertos tipos generales tradicionales: alimentos, penitencia corporal, mortificación sicológica o interior, ocasiones de sacrificio y mortificación encontradas en el ejercicio del deber de estado. Pero qué diferencia de «form3» o de «coloración», por ejemplo, entre las mortificaciones inherentes al deber de estado. El monje pensará en todos los sacrificios que le exige la vida en comunidad; C. Marmion ha destacado especialmente este aspecto de la ascesis cenobítica. Una madre de familia podrá hallar en la vida familiar auténticas formas de mortificación. Un dirigente, en el medio en que le sitúa su cargo. Estas mortificaciones pueden todas transmutarse en actos de amor, en ofrendas. Hemos de saber que las «contrariedades» de un hogar son materia tan apta para la ofrenda como las mortificaciones que lleva consigo la vida monástica en comunidad. b) Lo mismo puede decirse de la vida de fe. Es evidente que todos los «candidatos a la santidad» deben llevar una vida de fe intensa, hasta el heroísmo. Asimismo es cierto que la fe será, para todos, una virtud teologal y que no puede haber virtudes teologales especiales para cada forma de vida. Pero la «forma» que tome esta vida teologal puede variar. El trapense, por ejemplo, por el hecho de haber renunciado al mundo, habrá de orientarse normalmente y con exclusividad hacia la realidad invisible sobrenatural; esto le bastará, esto debe bastarle. Incluso en lo que se refiere al misterio de la Iglesia, se orientará más bien hacia la belleza invisible e inmaculada de la esposa de Cristo. En una vocación sacerdotal, la fe estará orientada hacia el misterio de la redención y la historia de la salvación, según su realidad visible y humana: el sacerdote secular, por
LAS ESPIRITUALIDADES Así es como hemos llegado a hablar de espiritualidades. Existe una distinción entre la «santidad» propiamente dicha y la «forma» que puede tomar; esta distinción ha sido admitida siempre en teoría, pero no siempre se ha estudiado debidamente en la práctica. La situación puede resumirse como sigue. Los sacerdotes diocesanos solían tener la impresión de que la «forma» de santidad que se les proponía era a veces un simple «plagio» de la «forma religiosa» y no la «forma diocesana». Y los laicos pensaban que la «santidad» que se les predicaba era casi siempre un simple resumen de la «forma» religiosa o sacerdotal, más que la forma laical de la santidad. Entonces, para obtener algunos escritos que hablasen expresamente de la «coloración» de la santidad en los sacerdotes diocesanos, o en los laicos, se ha comenzado a pedir una «espiritualidad» de esto, de aquello, de aquello otro. Esta búsqueda de una «espiritualidad» significaba simplemente que tales fieles, tal grupo de fieles, deseaban que se les hablase de las verdades eternas, sí, pero teniendo en consideración las condiciones de su vida. Así hemos leído artículos, por ejemplo, sobre la espiritualidad de los scouts. ¿Es que los capellanes pretendían crear una nueva espiritualidad cristiana? Claro está que no. Pero acuñaban para sus chicos, según el ambiente del scoutismo y según los valores propios de éste, la espiritualidad cristiana tradicional. Se ha hablado de una «espiritualidad jocista», en la que se mostraba cómo la obra de redención del mundo se realizaba a través del trabajo cotidiano de cada cual,
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en las fraguas, en las fundiciones de acero, en los muelles. La redención era la misma, pero con armonías y formas tomadas de la condición de los jóvenes trabajadores. También se ha hecho cuestión de la espiritualidad del clero diocesano. Evidentemente, «a nadie se le ocurre construir a priori una espiritualidad original para uso de los sacerdotes que les aisle de la gran corriente de la Iglesia, que les encierre en "capillitas" por las cuales todos sabemos que los párrocos no tienen ninguna preferencia. ¿De qué se trata, pues? Se trata de saber si existen, para el clero diocesano, medios propios de participación en el misterio total de la Iglesia..., de poner de relieve los aspectos del patrimonio común que convienen al estado propio del clero diocesano. Lejos de pensar en construir a priori una teoría artificial, pedimos, por el contrario, que se tome conciencia una realidad cierta, que se penetre en la originalidad positiva del estado del clero diocesano, a fin de fundar, sobre la misma naturaleza de su vocación específica dentro de la Iglesia, una manera de promover su santidad y de ayudarle a cumplir mejor, dentro de la gran vida de la Iglesia, la misión que Je está espeáa]mente reservada...» (Morís. G u e r r y , en «La Maison-Dieu», 3 [1945], p. 81-82).
tidad, especialmente en la vida de los laicos. Esto supone, por parte de quien habla o predica, no pocas cualidades: ha de poder hacer abstracción de su propia espiritualidad; ha de ser capaz de discernir entre los elementos esenciales y permanentes de la espiritualidad cristiana y sus formas accidentales y adventicias; debe poseer una imaginación doctrinal lo bastante pujante para «reinterpretar» esos valores esenciales con arreglo a una u otra «forma»; ha de sentirse suficientemente libre para no jerarquizar todos los valores de santificación tomando como punto de referencia y nivel máximo su propia condición. b) El peligro — q u e existe— estaría en insistir exageradamente en la «forma» específica de las virtudes en los diferentes estados de vida, dejando en segundo plano los valores genéricos fundamentales, que constituyen su sustancia. El sacramento del matrimonio no es el único. Cristo no es exclusivamente Jesús artesano. La vida pública del Señor no es sino una parte de su existencia. Hemos de interesarnos por todos los sacramentos, por todos los misterios de su existencia. Hemos de recordar siempre las grandes realidades sobrenaturales: la Trinidad, la Redención, la Encarnación, la Iglesia, la Eucaristía, la fe, la caridad y la esperanza, en su significación más fundamental, estable e idéntica a través de todas las formas de espiritualidad. Existe un sólo Dios, un Cristo, una Iglesia, un evangelio. Si no nos movemos con la precaución debida, podríamos llegar a crear artificialmente lo que Mons. Guerry llama «capillitas», sin aliento de universalidad, sin apertura cordial y acogedora al mundo que las rodea, encerradas en la estrechez de sus propias fronteras. Este riesgo no es hipotético. Puede torcer las mejores intenciones. Se ha reprochado a ciertas obras de juventud que defendiesen «su espiritualidad» con un exclusivismo juvenil. Es inevitable que se cometan torpezas, siempre que nos esforcemos en que no se repitan.
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EN PRO O EN CONTRA DE LAS ESPIRITUALIDADES
¿Qué hemos de pensar de esta búsqueda, de esta demanda de espiritualidades? ¿Deben favorecerse estos intentos o contrarestar su desarrollo? a) En primer lugar, estos requerimientos, como tales, son perfectamente legítimos. Ponen de manifiesto ante todo el deseo de poseer una doctrina de santificación que tenga en cuenta seriamente — y no artificial o accidentalmente— la «forma» especial que las distintas virtudes cristianas — y el comportamiento cristiano en su conjunto — toman en una u otra situación en la vida. Tal es la significación primera y profunda de estos artículos y escritos que llevan por título: «La espiritualidad de...» Así es como hay que entenderlos, a pesar de ciertas inexactitudes, incluso ciertas exageraciones en la expresión. Sería pues inútil disertar doctamente sobre la «naturaleza» de una espiritualidad, la «unicidad» de la espiritualidad cristiana, etc. N o es ésta la cuestión. El término «espiritualidad» se ha utilizado en el sentido de que era necesario hablar de virtudes cristianas y de la general evolución de la santidad cristiana, no ya trasponiendo laboriosamente una «forma» de espiritualidad determinada, sino traduciendo la sustancia inmutable de la doctrina cristiana a las diferentes «formas» de san-
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Y. d e M o n t c h e u i l , Problemas de vida espiritual, Desclée de Brouwer, Bilbao; Y. M . J . C o n g a r , «Espiritualidad» y santificación de los laicos en el mundo, en Jalones para una teología del laicado, Estela, Barcelona; R . V o i 11 a u m e , En el corazón de las masas, Studium, Madrid; G . T h i l s , Naturaleza y espiritualidad del clero diocesano, Sigúeme, Salamanca; L. B o u y e r , Le sens de la vie sacerdotal, Desclée, Tournai; X X X, les adaptations de la vie religieuse, en «Supl. LVS», 5 (1948); L . M e y e r , Perfection chrétienne et vie solitaire, en «RAM», 9 (1933), p. 232-262.
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4. ERRORES Y CONCEPCIONES INCOMPLETAS
En el pensamiento de muchos cristianos existen errores sobre la manera de concebir la santidad. Destacaremos aquí algunos de ellos, lamentables de un modo especial por constituir un obstáculo a la buena voluntad de muchas personas: errores con respecto al criterio de la santidad, errores con respecto al universalismo del llamamiento a la santidad, errores con respecto a la diferenciación entre las formas de santidad. EL CRITERIO El criterio decisivo de la santidad real es el que nos propone la Iglesia cuando procede a una canonización, y no el hecho de hallarse en un estado de perfección. Hay ahí un equívoco que no es compartido por los religiosos ni los sacerdotes, pero que sí es aceptado por ciertos cristianos. Muchos son los testimonios que podrían aducirse acerca de este hecho. Ahora bien, no hay que confundir «estado perfecto» con «estado de perfección». «En la expresión estado perfecto se considera el estado ante Dios en el fuero interno. En la expresión estado de perfección se considera el estado ante la Iglesia en el fuero externo, desde el punto de vista de la colaboración que puede prestar al esplendor visible de la Iglesia, y por esta razón, al estado canónico de perfección le es necesaria una cierta "publicidad" que autentifique su existencia. Estas dos expresiones "estado perfecto" y "estado de perfección" no son intercambiables. Se puede ser perfecto sin vivir en un estado de perfección». ( C a r d . M e r c i e r , La vida interior). Al citar estas palabras queremos marcar la diferencia que existe entre las dos situaciones y evitar que, en virtud de una lamentable confusión, algunos cristianos saquen la conclusión indebida de que la santidad no tiene nada que ver con ellos. No podemos consentir que persista tal error, EL UNIVERSALISMO El carácter universal de la llamada a la santidad se ve afectado también por algunos errores. Todos son llamados a la santidad y todos pueden llegar a ser santos. N o obstante sucede a veces que se limita la llamada o la posibilidad de la santidad a unos grupos de personas determinados. Primeramente, es falso identificar «santos» y minorías selectas. En el mundo existen minorías: minorías del talento, del
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saber, de la posición social, del poder incluso. Estas minorías pueden ser santas, en un grado eminente. Reyes, señores, prelados, universitarios han sido objeto de canonización. Pero hay que evitar pasar de aquí a una especie de «moral de los señores», que desemboque en una «teología ascética de los señores». Estos campos no coinciden. «Los grandes genios tienen su imperio, su esplendor, su grandeza, su victoria, su brillo propio y no tienen ninguna necesidad de las grandezas carnales, con las que no tienen ninguna relación... Los santos tienen su imperio, su esplendor, su victoria, su magnificencia y no tienen ninguna necesidad de las grandezas carnales ni de las espirituales con las que no tienen ninguna relación...» ( P a s c a l , Pensamientos, 793). Quizá debería evitarse establecer delimitaciones tan radicales; pero los campos son totalmente distintos, y Pascal lo ha señalado acertadamente. Las minorías que el mundo considera como tales, incluso el mundo cristiano, no son necesariamente minorías a los ojos de Dios. Pero sería igualmente inexacto llamar «santos» a los miserables, a los abandonados, a los proletarios como tales. Es cierto que san Pablo hacía notar a los corintios que habían sido llamados, aunque no hubiese entre ellos muchos sabios ni nobles ni poderosos que puedan gloriarse de ser «algo». Es verdad también que la predicación evangélica primitiva fue recibida por unas gentes sencillas, ignorantes, humildes. Pero estas circunstancias no hacen al santo cristiano. Se puede rechazar lo que pudiera tener de santificante una pobreza, incluso involuntaria. Se puede soportar con amargura un abandono que otros considerarían como una gracia especialísima. Se puede ser poco inteligente y malvado a un tiempo. Los terrenos son distintos. Algunos dirán que los «miserables» son los preferidos del Señor. Y a éstos se les ha respondido que si los ricos y los poderosos no pueden entrar en el reino de los cielos fácilmente son los más dignos de compasión y es a ellos a quienes debe dirigirse primordialmente nuestra atención. LA REALIZACIÓN DIFERENCIADA Finalmente existen ciertos errores relativos a la realización diferenciada de la santidad verdadera. a) El término «santo» — bagios — según una antigua corriente de pensamiento, designa lo que está separado. Es santo el «lugar» donde se manifiesta lo divino, el templo de la divinidad; aún mejor, la parte más misteriosa de este templo, sede de una presencia trascendente a la que no podemos acercarnos. N o se considera directamente el valor moral. Así se tiende
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a hacer una oposición entre «santo» y «profano». «Santo» equivale a «sagrado». Ciertamente, en toda religión se hallarán personas, templos, objetos «reservados» al culto, sustraídos de todo uso profano, liberados de las tareas seculares y «consagrados» a la divinidad. El cristianismo comporta estos valores «religiosos» y «sacros» y todos los bienes correspondientes al culto. Tiene sus «clérigos» que están consagrados al Señor; sus sacramentos que confieren un «carácter», fundamento radical del culto cristiano. Se puede hablar de «santidad» para caracterizar a la virtud de «religión». Pero aquí empleamos el término «santidad» en el sentido más fundamental de santificación personal plena. Ahora bien, desde este punto de vista no basta ser «sacro» o estar «consagrado»; no basta la virtud de religión. Cristo, al proponer la santidad a todos los hombres, ha derribado los tabiques de los compartimientos estancos. La santidad efectiva no implica en manera alguna que haya de vivir en el mundo o fuera de él; no exige en manera alguna que se esté en el ámbito de lo sacro o en el de lo profano. Las categorías cristianas son otras, nuevas, universales; trascienden las divisiones y clasificaciones de este mundo, incluso en el ámbito de lo sacro. Un sacerdote cristiano es un «separado» y un «consagrado», pero no necesariamente un «santo» (a saber: heroico en sus virtudes). Un laico puede pasar su vida ocupado en las ciencias profanas o en actividades profanas, y ser un día canonizado. Tal es la santidad cristiana. b) Para otros, el «santo» es ante todo aquel que se retira del mundo y opta por un tipo de vida «acósmico». Si queremos santificarnos es preciso abandonar el mundo... Sin duda el mundo representa, junto a valores excelentes, ideas y ejemplos nocivos para la santificación; y se comprende que personas deseosas de asegurar su crecimiento espiritual hayan tomado la decisión de abandonarlo, con el fin de situarse en unas condiciones de vida más favorables al desarrollo de la gracia. Tal fue el origen del monacato y de toda la literatura relativa a esta institución cristiana. Los hechos y la historia explican que se haya dicho y escrito: «para santificarse es necesario abandonar el mundo». Encontramos un eco de esta manera de pensar en algunos autores espirituales, a decir verdad, escasos. Cuando nos hablan de la «verdadera» perfección cristiana o de la perfección cristiana «total», se refieren a la vida monástica en sentido estricto. Ahora bien, habida cuenta de las reservas indispensables que acabamos de señalar, el criterio que define la «verdadera» y «total» perfección cristiana es la perfección
en la caridad, la práctica heroica de las virtudes de nuestro estado y, en su caso, el sello de la canonización. Hay que evitar una desviación que sería lamentable para todos. c) Pudiera darse también — y se da con frecuencia — un exclusivismo «laical». Algunos cristianos que permanecen en el mundo piensan que la verdadera santidad sólo puede ser alcanzada por los laicos que viven valientemente en el mundo, ligados a causas temporales. Piensan que los monjes no practican la caridad y que no tienen ocasión de traducirla en actos «útiles» a los demás. Piensan que los religiosos gozan de una «seguridad» que les quita el mérito del hermoso riesgo de la fe. Les parece que los «sacerdotes» llevan una vida bastante burguesa y que su situación no es desdeñable. Estiman que el celibato suprime con demasiada facilidad las preocupaciones y fatigas propias de los padres y las madres de familia. En una palabra, no perciben ni la dimensión «teocéntrica» de la caridad, ni la eficacia de la oración, ni la importancia de los medios visibles y evangélicos de santificación. Su juicio es muy parcial. Les haría falta un poco de teología. Lejos de nosotros minimizar el ideal «laical»-, toda esta obra es testimonio de una preocupación por lo contrario. Pero el exclusivismo laical, cuando existe y en la medida en que existe, revela una falta de comprensión de unos valores cristianos, de la que el seglar será la primera víctima.
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III
FUNDAMENTOS Y TÍTULOS i. CONDICIÓN
EL FUNDAMENTO RADICAL
DE CRISTIANO
Todo cristiano está obligado a «tener voluntad de progresar» con regularidad. El fundamento radical de esta obligación es la condición misma de cristiano, es decir, el hecho de ser «criaturas nuevas» que participan de la vida divina por la «gracia» de Dios. Nunca se dirá suficientemente cómo, por medio de este don de la gracia, somos introducidos en una nueva vida que se llama «sobrenatural»; somos arrastrados en un movimiento divino de vida, de amor, de conciencia, de grandeza. Esta inserción en la vida divina es el verdadero fundamento de la constante llamada a crecer y a avanzar. Pues un principio de vida como es la gracia tiende necesariamente a un despliegue máximo. «Engendrados — dice san Pedro — de semilla no corruptible sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de Dios» ( 1 , 1 , 23). Esta semilla de regeneración exige un crecimiento en el Señor (1, 2, 2). El cristiano debe «crecer en la gracia y en el reconocimiento de nuestro Señor y salvador Jesucristo» (2, 3, 18). Despojados de toda maldad, como niños recién nacidos, los fíeles deben desear ardientemente la leche espiritual, para crecer en orden a la salvación (1, 2, 2). Deben alimentarse del Señor Jesús, para experimentar su dulzura. Este crecimiento tiene su raíz en la vida sobrenatural; ésta no puede ser «estática»; es «vida» «ascendente». El Padre nos atrae, Cristo nos llama. En uno de los más bellos pasajes de su evangelio escribe san Juan: «Nadie puede venir a mí si mi Padre no le atrae» (Jn. 6, 44). Esta frase la he leído y releído como tantas otras. ¿Por qué no he captado aún su profundo sentido? Porque el término que emplea el evangelista es nada menos que «enérgico». El verbo elkuein significa: tirar con cierta fuerza para desplazar un peso grande, como un barco, un carro.
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Cristo también nos llama. Con una llamada insistente, permanente. Con una invitación a crecer siempre en la unión con su vida. El género de existencia adoptado por el Salvador ¿no es, por sí mismo y silenciosamente, un gesto extremo de llamada y casi de súplica para que nos acerquemos más y más a Él? Por consiguiente, el título general, primero y esencial de santificación es nuestra condición sobrenatural, nuestro ser de cristianos. Todo esfuerzo de santificación es ante todo una respuesta a esta transformación interior, sustancia de nuestra santidad. Esta será siempre la vida cristiana totalmente desarrollada, acabada. El motivo primero, primordial, de nuestra santificación es que somos participantes de la santidad de Dios, y que esta participación exige un crecimiento y un desarrollo. Cuando nos preguntamos: ¿Por qué esforzarnos por crecer en santidad?, la respuesta primaria y universal es: «Porque somos cristianos.» Este es el punto de referencia radical al que hemos de volver siempre. No es porque seamos «cruzados», «legionarios», «terciarios»; ni porque seamos «sacerdotes» o «religiosos», sino ante todo y sobre todo porque somos «cristianos». Este título primero, primordial, más esencial que ningún otro, se impone a todos los cristianos: es universal. INICIACIÓN
CRISTIANA
En la vida cristiana normal, se nos concede la gracia santificante en el bautismo, en medio de ceremonias religiosas sacramentales; se ha podido decir con justo título que el bautismo es el fundamento radical de nuestra llamada a la santidad. Este es, en efecto, el sacramento de la justificación cristiana. Según el título de un sacramentario de las Galias, es el rito «ad christianum faciendum», para hacer un cristiano. Por el bautismo, la Iglesia, nuestra Madre, nos engendra a la vida de Cristo. El designio del plan de Dios sobre sus fieles, explica san Pablo, es que sean «conformes con la imagen de su Hijo», que estén marcados ortológicamente por una semejanza sobrenatural con el Verbo de Dios (Rom. 8, 29). Y esta semejanza radical de la justificación por el bautismo está orientada a un progreso permanente, hacia una conformidad cada vez más perfecto con la imagen del Hijo. El bautismo, además de conceder la gracia de la justificación, lleva consigo también un conjunto de ceremonias que representan ya un auténtico «compromiso» de santidad. Imaginemos el bautismo de un adulto, para mejor comprender la seriedad del vínculo del cristiano. El catecúmeno ha pedido
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La santidad cristiana
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ser recibido en la Iglesia. El sacerdote le invita a renunciar a Satanás y a sus obras; separación del pecado y de las tinieblas. Después, tras una profesión de fe, le signa en todo su cuerpo: «signo te totum...», para señalar que el ideal de Cristo ha de ser en lo sucesivo la norma de sus pasos y de su comportamiento. El sacerdote renueva sus exorcismos para garantizar con el sello de la Iglesia que el nuevo cristiano gozará de la protección de los «ciudadanos de Cristo» en lugar de estar sujeto a las tinieblas en las que reina Satanás. El sacerdote le bautiza, por último, haciéndole entrar así en la comunidad eclesial, donde encontrará a Cristo y al cristianismo entero. Este compromiso público del cristiano da a la recepción del bautismo un carácter de visibilidad, una especial magnificencia que, a los ojos del cristiano, refuerza la llamada a vivir según «la nobleza de su origen». Como generamente se bautiza a los hombres cuando son niños, no pueden ser conscientes, personales, todas las ceremonias del compromiso cristiano. Por ello se repiten años después, al mismo tiempo que la primera comunión: tal es la «profesión solemne de fe». En esta ocasión se renueva la pública promesa de vivir como cristiano, de renunciar a Satanás, de defender la fe cristiana. Los adolescentes se obligan a ello libre y conscientemente. Esta profesión solemne de fe es, creemos, más específica, más característica, que la comunión solemne que la acompaña. Confirma la iniciación cristiana inaugurada en el bautismo y todas las obligaciones contraídas en el momento de esa iniciación. Estas ceremonias deberían recobrar su sentido teológico más profundo y tener para los adolescentes un valor de compromiso y de adhesión mucho más firme.
de la Edad Media se han extendido ampliamente sobre ello. El problema era determinar exactamente lo que se «manda» obligatoriamente en tal precepto. ¿Están obligados a ser santos todos los cristianos? ¿Debe considerarse obligado todo cristiano a elegir de todas las posibilidades que se ofrecen a su actuación, la «más perfecta»? ¿Debe, para .responder a esta obligación, decidirse siempre por la obra «mejor»? No es esto lo que significa la «obligación» de amar a Dios por encima de todo lo demás. El precepto de la caridad, explican los autores espirituales y los teólogos, obliga a la manera de un fin, de un término. El cristiano está obligado pues a «marchar» hacia la santidad. Pero ¿cómo concebir esta «marcha hacia adelante»? Aquí se manifiestan las divergencias de opinión. Podemos, sin embargo, ceñirnos a la posición a un tiempo prudente y firme de san Francisco de Sales. La obligación consiste, no en haber llegado a la santidad, sino en cjuerer progresar con regularidad. Somos viajeros en la tierra: hemos pues de avanzar o, al menos, querer avanzar incesantemente. La obligación de servir a Dios y de progresar en su amor perdura hasta la muerte. Todo cristiano está obligado, no a mostrar heroicidad en el primer acto de caridad que realiza, sino a querer avanzar siempre un paso, un grado en la realización concreta de su ideal, en otros términos, a tender a practicar una caridad más perfecta de la que ha practicado antes. Para ser realistas añadamos que este avance progresivo en la realización de la santidad cristiana no debe concebirse como el trazado de una recta perfecta, como un cable tendido entre la tierra y el cielo. Se avanza con desviaciones y errores; pero la línea principal de la marcha traza un ascenso regular, emprendido con energía y lealtad, a la manera de los alpinistas que quieren alcanzar una cumbre. Esta obligación que incumbe al cristiano de querer seria y lealmente superar el punto en que se halla, explica el p a d r e M o n t c h e u i l , raras veces se expone con claridad. «No basta decir: quien no avanza acaba por retroceder y mucho; prácticamente es indispensable hacer esfuerzos por avanzar más y mejor. La obligación de progresar no es sólo una especie de "necesidad práctica" para quien teme retroceder; es más bien una "necesidad radical" y de principio para la vida cristiana. El crecimiento es algo que se impone al cristiano, siempre... El hecho de no querer progresar constituye ya en sí un pecado» e incluso un cierto «estado de pecado». Si alguno no quisiera amar a Dios más, dice santo Tomás, no cumpliría el precepto de la caridad.
A. G. Salamanca.
Martimort,
Los signos de ¡a nueva alianza, Sigúeme,
2. OBLIGACIÓN UNIVERSAL
Todo cristiano está llamado a la santidad. Pero ¿está obligado a ella? Son tan diferentes los dones de Dios. ¿Qué se entiende exactamente por obligación; e incluye ésta el deseo de una mayor perfección? ¿Obliga Cristo a los cristianos a ser santos, en el sentido de la santidad consumada del teleiosl EL PRECEPTO DE LA CARIDAD
La existencia de un precepto de caridad no ha sido negada nunca. Lo han recordado los Padres de la Iglesia. Los teólogos
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Esta obligación de ir más allá del grado alcanzado en el presente, impuesta por el cristianismo a todo fiel, es uno de sus rasgos esenciales. Es lo que hace de la religión cristiana una religión dinámica, elevada por encima de todas las demás. «Los sistemas religiosos que se han sucedido en el curso de los siglos solían aportar una moral superior a la de sus predecesores. Pero el cristianismo se sitúa en otro plano. Hacerse cristiano es aceptar la obligación de tender a lo mejor, de ir siempre más allá.» En cierto sentido podríamos decir que no hay nada tan «anticristiano» como no querer progresar. Sin este impulso dinámico no puede decirse realmente que se ha aceptado el mandamiento «nuevo» de la caridad según Cristo. En la encíclica que escribió con ocasión del tercer centenario de la muerte de san Francisco de Sales, decía P í o X I : «No hemos de pensar que el cuidado de perfección es privilegio de algunos elegidos y que los demás pueden contentarse con una vida de inferior calidad. Todos están obligados por la ley de la caridad, todos sin excepción» (AAS, 15 [1923], p. 50). Habremos de reconocer que el «tenentur omnes» contiene algo más que una simple llamada a la santidad.
en la plenitud de la caridad teologal, resumen de toda santidad. Puede llamarse «consagración», «entrega», «promesa»: lo importante no es el nombre sino lo que significa. Este compromiso contraído ante Dios crea un lazo estrecho con el Señor, lazo que, de suyo, parece definitivo. La posibilidad de tal compromiso está abierta a todo cristiano, cualesquiera que sean las circunstancias de su vida. En efecto, entre los santos canonizados hay cristianos de toda condición. Y sería paradójico que hubiesen ¡legado a la práctica de las virtudes en grado heroico sin alguna clase de «compromiso» personal con respecto a Dios. Esta vinculación interior tan importante — insistimos en ello — puede crearse en las más diversas «vocaciones». Hay cristianos que creen equivocadamente que está unida a tal o cual forma de vida, de modo indisoluble e incluso con exclusividad. N o hay nada de eso. Este compromiso, con su rigor y sus exigencias, de hecho puede existir lo mismo en las vocaciones temporales que en el sacerdocio, tanto en los institutos seculares como en las órdenes religiosas. Basta, como decíamos anteriormente, considerar la diversidad de los santos canonizados para convencerse de ello. La vida heroica de éstos es una garantía segura de que estaban vinculados a Dios, no sólo en principio, sino de una manera tan efectiva que han llegado realmente a ser santos. ¿Cabe algo más intenso que este compromiso «vivido»?
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Y. d e M o n t c h e u i l , La obligación de ser perfecto, en Problemas de vida espiritual, Desclée de Brouwer, Bilbao; C . T r u 1 h a r, Totalitas christianismi et debilitas christiani, en «Gregorianum», 37 (1956), p. 557-83.
3. TÍTULOS PARTICULARES
Por títulos entendemos los motivos que pueden tener ciertas personas o ciertos grupos de cristianos para tomar especialmente en serio el llamamiento universal a la santidad y la obligación de progresar. El título «general», primero y esencial está constituido por nuestra condición de cristianos (cf. § 1). En las páginas siguientes analizaremos los títulos particulares, es decir, los motivos especiales que pueden añadirse al título general de la gracia santificante, habida cuenta de la condición o de las obligaciones de cada uno en la vida y en la Iglesia. EL COMPROMISO
PERSONAL
El título particular más notable es el compromiso personal ante Dios. Se entiende por tal una decisión libre y consciente de seguir la llamada del Señor a la santidad. Este propósito bien determinado, interior y de orden moral (en el sentido de opuesto a jurídico) tiene por objeto el crecimiento efectivo
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LA PROFESIÓN
Todo cristiano puede «comprometerse» personalmente, interiormente, a crecer en santidad, decimos. Pero ciertos cristianos hacen profesión de tender a la santidad. Y esta profesión, como tal, constituye un título particular para reforzar el compromiso personal que implica. Es uno de los elementos constitutivos de los diversos estados de perfección: las órdenes religiosas, las congregaciones sin votos, los institutos seculares. La profesión religiosa, la entrega de un miembro de un instituto secular, es sobre todo de orden interior y moral (por oposición al orden jurídico). El verdadero miembro de una orden religiosa o de un instituto secular es aquel que, libre, conscientemente, hace profesión de ordenar su vida en función del propósito bien definido de marchar siempre hacia una máxima perfección. Si no conserva en su corazón el espíritu de esta decisión, si no estima habitualmente esta entrega más o menos solemne, renuncia a lo que debería caracterizarle y reniega de lo que le es propio en la comunidad cristiana. El «cómo» de esta
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ic.iliznción es secundario y ello explica la diversidad de las órdenes religiosas y de los institutos seculares. Pero el compromiso primario y radical es el «tender a la santidad». La profesión religiosa, los votos de un miembro de un instituto secular tienen también un aspecto exterior, público, eclesiástico. Porque la entrega se hace, no sólo en lo más íntimo de la conciencia y ante Dios, sino también de una forma pública, ante la comunidad eclesial, con una impronta casi oficial y el sello sagrado de la misma Iglesia. Este aspecto, desde el punto de vista del derecho canónico, es constitutivo formal del «estado de perfección», puesto que todos los cristianos pueden contraer el compromiso interior, incluso fuera de un «estado de perfección». Ésto nos lleva a dos importantes consideraciones. En primer lugar, si todos los cristianos pueden crear este vínculo interior, no puede hablarse de ello de tal modo que parezca estar reservado a los que viven en un «estado de perfección»: así lo hacen ciertos predicadores. De otra parte, si el compromiso «público» es el elemento específico del «estado de perfección», no debe insistirse en éste, en detrimento del compromiso interior: esto es lo que hacen los canonistas, incluso regulares. LOS CLÉRIGOS
Los clérigos, dice el derecho eclesiástico, están obligados a llevar una vida interior y exterior más santa que la de los laicos, y deben ser un ejemplo excelente por sus acciones honradas y virtuosas (canon 124). ¿Por qué? ¿Con qué título? «Por el orden sagrado, el sacerdote se encuentra destinado a los ministerios más dignos, donde sirve a Cristo en el sacramento del altar, lo cual requiere una santidad interior superior incluso a la que exige el estado religioso.» El régimen monacal, escribe Dionisio, debe seguir a las órdenes sacerdotales, y elevarse a las cosas divinas imitándolas. «Asimismo —prosigue santo Tomás —, el clérigo con órdenes sagradas peca más gravemente — en igualdad de condiciones —, si hace algo contrario a la santidad, que el religioso que no posee órdenes sagradas» (2-2 q. 184 a. 8, c). a) El título «sacerdotal» es ante todo de orden cultual El sacerdote está consagrado a los sacramentos, y es el único capaz de realizar la transustanciación. Por esto es por lo que habrá de ser «santo». Las llamadas que el Antiguo Testamento dirige a los ministros del templo son impresionantes: «Ellos ofrecen el incienso y el pan al Señor: y han de ser santos» (Lev. 21, 6). «Que sean
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santos, porque Yo soy santo; Yo, el Señor que los santifica». ¿No puede aplicarse a los sacerdotes lo que el Señor pedía a sus apóstoles: «Santifícalos en la verdad»? O resumir las exigencias de san Pablo a los que entonces le ayudaban en su ministerio: «Te amonesto que hagas revivir la gracia de Dios que hay en ti por la imposición de las manoá» (2 Tim. 1, 6). «Sé tú mismo un ejemplo de buenas obras, de integridad en la doctrina, de gravedad...» (Tito 2, 7). Sólo citaremos aquí dos invitaciones enérgicas y fervientes del pontifical. La primera está dirigida a los diáconos: «Sed resplandecientes, limpios, puros, castos, tal como corresponde a los ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios...» En cuanto al sacerdote, se le invita a vivir lo que realiza en el santo sacrificio de la misa: «¡Daos cuenta de lo que hacéis! Sed imitadores de lo que tenéis entre manos de tal suerte que, pues celebráis el misterio de la muerte del Señor, procuréis mortificar vuestro cuerpo de todo vicio y concupiscencia... Que el perfume de vuestra vida sea el placer de la Iglesia de Cristo.» Los soberanos pontífices, uno tras otro, han definido las exigencias del ministerio cultual sacerdotal. Pío X ha tratado de ellas en su Exbortatio ad cíerum cathoticum. Pío XI, en la encíclica Ad catholici sacerdotii. Pío XII, en la exhortación apostólica Menti Nostrae. Juan XXIII, en la encíclica Sacerdotii nostri primordia. Pío XI principalmente después de haber descrito la dignidad del sacerdocio, prosigue: «Es bien claro que tal dignidad por sí misma exige en quien está investido de ella una elevación de espíritu, una pureza de corazón, una santidad de vida correspondiente a la sublime dignidad y santidad de la profesión sacerdotal. Según hemos dicho, esto constituye al sacerdote mediador entre Dios y el hombre en representación y por mandato de Aquel que es "el único mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús". Debe, pues, aproximarse el sacerdote cuanto le sea posible a la perfección de Aquel de quien hace las veces» I. b) El sacerdote está ordenado también para la cura animarum, el apostolado. Y éste, en sus diversas formas, contiene una urgente llamada a la santidad. Ciertamente que algunos ministerios del culto son radicalmente independientes de la santidad real del sacerdote: Cristo no podía subordinar el don de la salvación a las disposiciones personales de sus ministros. Ex opere operato significa que la gracia viene de Cristo. Pero 1 Pío XI, El sacerdocio católico (Ad catholici Sacerdotii), Sigúeme, Salamanca, p. 30.
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Fundamentos y títuíos
dejando aparte este aspecto de la economía sacramental, es cierto que la santidad personal fecundiza la administración de los sacramentos, la predicación y el apostolado en general. ¿Cómo? En primer lugar, las cualidades sobrenaturales del sacerdote ejercen directamente su influencia sobre su ministerio, salvo disposiciones providenciales particulares. El sacerdote «santo» está más cerca de Cristo, más unido al cielo y, normalmente, su ministerio es más fecundo. Así lo demuestran los hechos y la hagiografía. Y si no podemos decir que la fecundidad apostólica sea exactamente proporcional a la santidad real — estamos en el misterio —, sí podemos afirmar que a una santidad mayor suele corresponder normalmente una fecundidad pastoral mayor. Por otra parte, la santidad interior, que brilla necesariamente en el comportamiento exterior y visible, favorece indirectamente el ministerio apostólico. Un sacerdote «piadoso» celebra el santo sacrificio, administra los sacramentos, reza su breviario, poniendo en ellos un mayor recogimiento y respeto. Un sacerdote santo dará a su predicación un acento de convicción y de fervor que no podría imitar el mejor orador. Y todas estas señales visibles son importantes para bien «disponer» a los fieles a la recepción de los sacramentos, a escuchar la palabra que vivifica. En suma, la santidad del sacerdote es fecunda, tanto por la influencia invisible de la gracia como por las repercusiones visibles de su comportamiento. Los consejos de santificación que da san Pablo a los que ha elegido como auxiliares se refieren generalmente al comportamiento exterior: «Ne vituperetur ministerium nostrum.» Él mismo recuerda cómo ha procurado siempre dar testimonio de una vida justa, santa, irreprochable (1 Tes. 2, 10). «Tú mismo muéstrate ejemplo de buenas obras, de integridad en la doctrina, de gravedad, de palabra sana e irreprensible, para que los adversarios se confundan, no teniendo nada malo que decir de nosotros» (Tito 2, 7-8). Ocúpate en la justicia, en la piedad, en la fe, en la caridad, aconseja a Timoteo, así como en la paciencia y la exhortación (1 Tim. 4, 12-16). «Los que reciben el sacramento del orden —escribirá más tarde santo Tomás — son puestos a la cabeza de los fieles; deben ser también los primeros en méritos de santidad» (Suppl. q. 35 a. 1 ad3). c) A pesar de ello, no reside ahí la explicación decisiva de la obligación de progresar. Imaginemos la posibilidad de que esta santidad no ejerciese influencia alguna sobre los hombres: la obligación no desaparece. Podríamos decir que es más radical. Depende del simple hecho de que el sacerdote, ligado a la obra
de la salvación del mundo, tiene consigo mismo la obligación de estar «adaptado», «proporcionado» a la tarea santificadora que ha aceptado. Existe una incoherencia interior si el «agente» no está al nivel de las actividades que realiza. Hay una ruptura de equilibrio, si el que existe, de un modo profesional, para la santificación, no se incluye a sí mismo en 'la finalidad que persigue. «Agere sequitur esse.» Así es como han de entenderse las llamadas que la revelación y todos los autores calificados dirigen al sacerdote invitándole a la perfección.
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LOS LAICOS
Finalmente existen otros títulos de santificación que, no por ser menos exigentes, menores si se quiere, carecen de verdadera importancia. a) Los cristianos poseen un título particular para desear la santidad según el lugar que ocupan en el mundo de las profesiones humanas. Pensemos en los padres, a quienes incumbe la dirección de la familia; en los maestros y las personas dedicadas a la enseñanza que tienen en sus manos la instrucción y la educación de los jóvenes, hasta su ingreso en la vida social; en los dirigentes políticos, económicos, industriales, o en los que están al frente de otras instituciones, y cuyo impulso y orientaciones generales ejercen una considerable influencia sobre todos los que de ellos dependen. Muchos cristianos ocupan un puesto de cierta importancia en un ámbito profano. Esto supuesto, todo jefe, toda persona que dirige una actividad, por el hecho mismo de su función, debe ser digno del papel que le toca desempeñar. Esta dignidad no se refiere solamente al orden profesional o técnico; sino que es también una dignidad de orden moral y religioso. Prueba de ello es que los «subditos» y los subordinados, cuando están descontentos de sus superiores se sienten doblemente desilusionados si éstos son cristianos. Se espera mucho de los «hombres»; se exige más aún de los «cristianos». Y es natural, pues todo bautizado encuentra en su cristianismo razones particulares para cumplir perfectamente con su deber. Los cristianos que tienen a su cargo un sector de la vida profana deben habituarse a encontrar en ello un motivo especial para responder a la llamada a la santidad que les dirige el Salvador. b) Los laicos cristianos desempeñan también por lo general una función en la vida eclesiástica. Unos se ocupan en obras que tienen por objeto la enseñanza de la religión: catequistas de las parroquias, profesores encargados de cursos de religión; personas que instruyen a los fieles y a los que quieren
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La santidad cristiana
volver a la Iglesia católica; todos aquellos, en suma, que participan en la misión cristiana de evangelización doctrinal. Otros se encargan de actividades y obras en torno al ministerio sacramental: obras eucarísticas, apostolado de la oración, preparación de ceremonias, congregaciones, etc.; aquí también la ayuda de los fieles puede ser muy variada. En resumen, el apostolado eclesiástico encuentra colaboradores y auxiliares entre los cristianos, desde la ayuda prestada a título privado y de manera ocasional por un feligrés de una parroquia hasta la colaboración de un grupo de personas que se comprometen a trabajar con el clero, debidamente autorizadas por la autoridad jerárquica. En todos estos casos existe una responsabilidad especial y por tanto un título particular para tomar más en serio la llamada a la santidad. Esta exigencia crece en la medida en que la actividad desarrollada es más importante por su naturaleza, más próxima a la actividad reservada al clero, más «eclesial» a causa de un cierto mandato oficial. No olvidemos lo que el papa P í o X I I escribía en la encíclica Mystici Corporis-. «Los Padres, cuando tratan de los ministerios, de las profesiones, de los estados, de las órdenes y de los oficios de la Iglesia, no tienen sólo ante los ojos a los que han sido iniciados en las sagradas órdenes; sino también a todos los que, habiendo abrazado los consejos evangélicos, llevan una vida de trabajo entre los hombres o escondida en el silencio, o bien se esfuerzan por unir ambas cosas según su profesión; y no menos a los que, aun viviendo en el siglo, se dedican con actividad a las obras de misericordia en favor de las almas o de los cuerpos, así como también a aquellos que viven unidos en casto matrimonio. Más aún, se ha de advertir que sobre todo en las presentes circunstancias, los padres y las madres de familia, y los padrinos y madrinas de bautismo y, especialmente, los seglares que prestan su cooperación a la jerarquía eclesiástica para dilatar el reino del divino Redentor, tienen en la sociedad un puesto de honor, aunque muchas veces humilde, y que también ellos, con el favor y ayuda de Dios pueden subir a la cumbre de la santidad, que nunca en la Iglesia ha de faltar, según las promesas de Cristo» 2 .
2 Pío XII, Eí cuerpo místico de Cristo (Mystici corporis), Sigúeme, Salamanca, n2 12.
SEGUNDA
PARTE
MISTERIO CRISTIANO Y SANTIDAD
I
ASIMILACIÓN A LA SANTÍSIMA TRINIDAD
1. LA VIDA TRINITARIA DIOS
Para comprender la santidad cristiana hay que remontarse hasta Dios. Seréis como dioses, dijo el tentador en el paraíso terrenal. Resumía con ello el deseo inconsciente de toda criatura. A fin de cuentas no se equivocaba. Pero estaba reservado a Dios introducirnos en la intimidad de su vida y conducirnos así a la fuente de nuestra grandeza y de nuestra inmortalidad-. A Dios nadie le ha visto jamás, dice Jesucristo. Pero su Hijo unigénito ha venido a este mundo para hablarnos claramente de Él. Dios es único: es el único Dios verdadero y no hay otro semejante a Él (1 Cor. 8, 4.6; Ef. 4, 6; 1 Tim. 2, 5). Inaccesible, Dios habita un templo luminoso que nadie puede alcanzar (í Tim. 6, 16). Sólo el Hijo, que vive en Él, puede comprenderle (Jn. 1, 18); sólo el Espíritu puede escudriñar las profundidades del misterio de Dios (1 Cor. 2, 10). Dios es acción, dinamismo. Es la vida (Ef. 4, 18). Es el Dios vivo (Hebr. 10, 3 1 ; 12, 22; 2 Cor. 3, 3; 6, 16). Es, por excelencia, un «poder», una dynamis, una «fuerza» (Rom. 1, 16; 1 Cor. 1, 18). Es el autor de la paz (1 Tes. 5, 2 3 ; Hebr. 13, 20). Es el Dios de la paz (Hebr. 13, 20; Rom. 16, 20; 2 Cor. 13, 11; Filip. 4, 9; Rom. 15, 33). Es el Amor. Es Caridad (1 Jn. 4, 8). TRINIDAD
Israel mantiene a lo largo de los siglos el monoteísmo más estricto; pero los autores del Nuevo Testamento dan testimonio en favor de la trinidad de personas, para emplear la expresión, a que conducirán rápidamente ulteriores precisiones. a) Dios, el Dios del Antiguo Testamento, ¿no es peculiarmente el Padre? La bondad eterna, la potencia creadora, la providencia infalible — características del Dios de Israel — se aplican especialmente al Padre de nuestro Señor Jesucristo. Dios es esencialmente Padre. Padre porque es el origen de todo,
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Asimilación a la Santísima Trinidad
en la Trinidad y en el mundo; todo viene efe tou Patrós, «del Padre». Padre también porque es bondad y misericordia. Pero ante todo, Padre de nuestro Señor Jesucristo (Rom. 15, 6). Y en Cristo y por asimilación a Cristo, podrán los cristianos llamarse «hijos» de un mismo «Padre»: filii in Filio. b) El Hijo de Dios es «propio Hijo» del Padre (Rom. 8, 32), dependiente esencialmente del Padre en su cualidad de Hijo y perteneciéndole por entero, dentro de la vida trinitaria (1 Cor. 11, 3). El Hijo de Dios es la imagen del Dios invisible (Col. 1, 15); es «la imagen de Dios» (2 Cor. 4, 4), «el esplendor de su gloria y la imagen misma de su sustancia» (Hebr. 1, 3). Porque Dios se manifiesta a los hombres por medio de su Hijo. Aquel que me ve, ve a mi Padre. El Hijo de Dios es, en fin, «el Hijo de su Amor» (Col. 1, 13), el Hijo bien amado (Ef. 1, 6). El Hijo es eterno: existe antes que todas las cosas (Col. 1, 15). Es el Señor de la gloria (1 Cor. 2, 8); en Él se hallan todos los tesoros de la sabiduría y de la divinidad, y la gloria de Dios resplandece en su figura (2 Cor. 3, 18). Es el poder y la sabiduría de Dios (1 Cor. 1, 24), porque Dios, que es dinamismo y poder se ha comunicado perfecta y adecuadamente a su Hijo. En suma, está por encima de todo, bendito por los siglos de los siglos: es Dios (Rom. 9, 5). Esta igualdad del Padre y el Hijo se subraya con frecuencia en el «y» de las salutaciones al comienzo de las epístolas. También se afirma directamente: Esperamos la manifestación gloriosa de nuestro Dios y salvador Jesucristo (Tito 2, 13-14; Fil. 2, 6). Así, resumiendo en Él todos los atributos de Dios, el Hijo se remonta al Padre, con toda la pujanza de su infinita igualdad: Christus autem Dei. c) Finalmente, existe desde toda la eternidad un Espíritu de Dios. Su acción sobre las criaturas nos revela parcialmente su naturaleza. Es en nosotros principio de vida y de resurrección en la gloria. Viene de Dios, pero también de Cristo. Posee, como el Hijo, la «virtud», la dynamis del Padre. Como Él participa de la sabiduría oculta en las profundidades de Dios (1 Cor. 2). San Juan destaca especialmente la «personalidad» del Espíritu. «Yo rogaré al Padre y os enviará otro Paráclito que estará con vosotros para siempre» (Jn. 14, 16); «El abogado, el Espíritu paráclito que mi Padre os enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho» (Jn. 14, 26). Se trata, pues, de un tercero, de una tercera Persona, de otro «abogado». «Procede» del Padre
escribe el evangelista: cuando venga el Paráclito que os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre (Jn. 15, 26). Ha recibido del Hijo el conocimiento de la verdad divina: «Él me glorificará porque tomará de lo mío» (Jn. 16, 14-15). Es este Espíritu el que renovará la faz de la tierra.
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VIDA
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TRINITARIA
La vida íntima de las tres personas, tal como aparece en el Nuevo Testamento, puede resumirse en estas cuatro palabras: conocimiento, amor, unión y gloria. «Todo cuanto tiene el Padre (de verdad) es mío. Por eso os he dicho que (el Espíritu de verdad) tomará de lo mío y os lo enseñará» (Jn. 16, 14-15): conocimiento que los tres poseen en común. También amor que les une: «Porque tú me has amado antes de la creación del mundo», dice el Verbo en su inolvidable oración sacerdotal (Jn. 17, 24), trasladándonos así con el pensamiento más allá de la creación, a la eternidad, en la que desde siempre, s¿ desarrolla el amor del Hijo por su Padre. La unión es el tema que preside el capítulo 17 del evangelio de san Juan: «Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti» (Jn. 17, 21). El Padre y el Hijo participan de una misma gloria, una misma magnificencia, un mismo esplendor: la divinidad (Jn. 17, 5). Nos vemos transportados al espectáculo eterno de la gloria divina compartida por las tres personas. Esta revelación de una vida de conocimiento, de amor y de omnipotencia manando en la gloria desde la eternidad nos ha sido dada por el Verbo de Dios encarnado. «Los griegos — escribe De Régnon — suelen enfocar la persona in recto y la naturaleza in oblicuo. En otros términos, su pensamiento recae primaria e inmediatamente sobre la persona y en ella penetra para hallar la naturaleza. Consideran la persona "en sí misma" y la naturaleza "en la persona". Por el contrario los escolásticos acostumbran a considerar la naturaleza in recto y la persona in oblicuo. Es decir, su pensamiento recae primera e inmediatamente sobre lo sustancial y a ello añaden la idea de subsistencia, como una determinación complementaria» (ítudes de théolocjie positive sur la Sainte Trinité, I, p. 143-45). Nota: Se ha planteado la cuestión de hasta qué punto es útil conocer lo poco que podamos presentir de la vida trinitaria. Si se entiende por «útil» lo que puede resolver un problema de carestía de vida o de alimentación deficiente, es evidente que la teología de la Santísima Trinidad no puede servirnos de ninguna ayuda. Si nos situamos en un punto de vista más
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general y presuponemos que Dios es verdaderamente aquel que tiene en sí la grandeza y la nobleza absolutas, entonces hay que responder que sí. En principio no es inútil conocer algunos sencillos datos sobre la vida interior de este Dios absolutamente perfecto y eterno: tales conocimientos, hemos de reconocerlo, tienen un valor infinitamente superior al de muchos otros a los que consagramos muchos años de nuestra vida. Además, este conocimiento nos permite orar «como es debido», dirigiéndonos a Dios tal cual es, al Padre misericordioso, al Hijo hecho hombre, al Espíritu de santificación. En la medida en que comprendamos que toda criatura está esencialmente referida a Dios, comprenderemos también que no es inútil ni banal poder dirigirnos a Él de una manera más perfecta en toda clase de oración. Podríamos añadir que, si el Señor se ha dado a conocer en la trinidad de personas, conviene que quienes pretenden «amar a Dios» y «servirle», le adoren y le alaben como Éí cjuiere ser adorado o impetrado; los hijos afectuosos hacen exactamente lo mismo con respecto a sus padres. Finalmente, no olvidemos que nuestra condición definitiva es la «glorificación eterna del alma y del cuerpo». Y esta glorificación es justamente el máximo desarrollo de la semejanza sobrenatural que tenemos con Dios. Conocerle un poco mejor es entrever lo que seremos eternamente: ¿no es ésta una labor muy «útil»? SUPLICA A LA SANTÍSIMA TRINIDAD
«Oh Dios, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente para establecerme en ti, inmóvil y apacible, como si ya mi alma estuviese en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz ni me haga salir de ti, oh mi Inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu misterio. »Oh Verbo eterno, palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida escuchándote, quiero hacerme totalmente ignorante para aprenderlo todo de ti. A través de todas las sombras, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero contemplarte siempre y permanecer bajo tu gran luz. »Oh fuego abrasador, Espíritu de amor, desciende sobre mí para que en mi alma se realice una como encarnación del Verbo; que yo sea para Él otra humanidad en la cual renueve todo su misterio. »Y tú, oh Padre, inclínate hacia tu pobre criatura, cúbrela con tu sombra, no veas en ella sino al bien amado en el que tienes todas tus complacencias...» (sor Isabel de la Santísima Trinidad).
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S a n t o T o m á s , 1 q. 27-43; M . S u h a r d , Dios, Iglesia y Sacerdocio, Rialp, Madrid; M . M . P h i l i p p o n , La Trinidad, clave de bóveda de los misterios cristianos, en «Teología espiritual», 2 (1958), p. 209-225; C . M a r m i ó n , La Trinidad en nuestra vida espiritual', Desclée de Brouwer, Bilbao,- M . M . P h i l i p p o n , La Trinidad en mi vida, Balmes, Barcelona; I s a b e l de l a S a n t í s i m a T r i n i d a d , Obras completas, Espiritualidad, Madrid; M . M . P h i l i p p o n , Doctrina espiritual de sor Isabel de la Trinidad, Desclée de Brouwer, Bilbao,- , J . L e c l e r c q , Diálogo del hombre y de Dios, Desclée de Brouwer, Bilbao,- T h . de R é g n o n , Etudes de théologie positive sur la Sainte Trinité, Retaux, París,- G . B a r y , Trinité dans l'Ecriture et la Tradition, en DTC, 15, p. 1.545-1.702.
2. EL HOMBRE, COLABORADOR DE DIOS ACTIVIDAD DE DIOS
a) Muestro Dios es el creador de todas ¡as cosas: «omnium artifex» (Sab. 7, 21). Es el que todo lo ha hecho, a quien pertenecen las profundidades de la tierra, las cimas de las montañas, el mar que es obra suya (Salm. 94, 4). Prestigiosa visión de su actividad inaudita la que Dios mismo se complace en darnos, en los discursos que pronuncia ante Job. ¿Dónde estabas tú cuando yo ponía los fundamentos de la tierra? ¿Quién determinó sus dimensiones? ¿Quién asentó su piedra angular? ¿Acaso has mandado tú a la mañana? ¿Has enseñado su lugar a la aurora? ¿Has bajado tú hasta las fuentes del mar? ¿Has penetrado en los escondrijos de la nieve? ¿Quién abre su camino a la inundación y sus sendas al rayo tonante? ¿Quién engendra las gotas del rocío, y la escarcha del cielo, quién la hace nacer? ¿Quién hace salir a su tiempo las constelaciones? (Job 38). Dios aparece así en la majestad del creador universal. Creador de las cosas* visibles e invisibles, como dice el credo de la misa. Providencia eterna de toda la creación. Manda y todo le obedece: «Dixit et facta sunt!» Esta presentación de la obra creadora del Señor y de su providencia es metafórica, ciertamente. Pero es verdadera y auténtica. Debemos admirar «la actividad» ejercida por Dios en todas sus criaturas, espirituales, humanas y materiales. N o hay ningún jefe de empresa, ningún jefe de ningún estado cuya actividad y cuya acción sean tan universales, tan totales, tan absolutas. En este sentido Dios es eminentemente activo •—más allá de todo lo que podamos imaginar y de modo distinto— y su obra es inmensa. Por inclinados que seamos a admirar su vida íntima, en la que nos ofrece una participación superabundante, no podemos dejar en segundo plano una parte
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auténtica de la revelación y de la realidad divina. Admiremos al Señor en su actividad universal y cósmica. Es el creador, es la providencia. b) Creado a imagen y semejanza de Dios, el hombre es capaz de participar en su actividad en este mundo. Santo Tomás ha escrito sobre esto una página digna de su humanismo (3 Contra gentes, c. 20-21). Los seres creados, nos dice, desean asemejarse a su creador en todo lo que le es propio. ¿En todo? Sí. Y por tanto, ¿también en la causalidad? Sí. Dios es acción y operación: una criatura se le asemeja en la medida en que actúa y se proyecta según la voluntad de Dios. Dios es una bondad que se comunica: una criatura se le asemeja en la medida en que le imita. Dios hace partícipes a todos los seres de sus riquezas.- los seres creados, para ser a su imagen, deben llevar a los demás auténticos valores. En suma, concluye con san Dionisio Areopagita, «omnium divinius est Dei cooperatorem esse»: lo más divino para una criatura es participar en la obra divina universal. Quizá podríamos desarrollar mejor este aspecto de la vida cristiana, principalmente en favor de aquellos cuya vocación consiste en dirigir, desarrollar o transformar el mundo. Su función, a veces muy importante, es insignificante con relación a la acción creadora y providencial del Señor. No tienen que avergonzarse de haber escogido a un Dios que tiene en sus manos la evolución general de los mundos, desde lo infinitamente pequeño hasta lo infinitamente grande. Pueden adorar a este Dios eminentemente activo, el Cristo todopoderoso, Pantocrátor. Y en la medida en que dirigen, desarrollan o transforman la creación según los designios de Dios, son realmente «colaboradores» del Señor.
Conocer, contemplar, ¿no son formas de una elevada acción intelectual? ¿Su carácter gratuito y su falta de proyección social inmediata es causa para rechazarlas, justamente cuando priva el juego y el deporte desinteresados? El cristiano, más que cualquier otra persona, ha de procurar el equilibrio entre pensamiento y vida. Perjudicaría a su progreso espiritual equivocándose sobre el sentido de los valores más fundamentales de la existencia humana.
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SABER DIVINO
Dios, además, conoce el mundo. Qué espectáculo tan misterioso e impresionante es este conocimiento de que goza el Señor. Participar de ese saber maravilloso. Tomar parte en este valor que está en Dios, ¿no es también transformarse, en cierta medida, en su imagen? No es inútil insistir en ello en nuestro tiempo. La transformación del mundo atrae el legítimo interés de muchos; ¿pero debe por ello oscurecer la belleza del conocimiento y de la contemplación del mundo? ¿No es igualmente «divino» conocer a imagen de Dios, contemplar la realidad como Él? ¿No deberíamos reaprender a apreciar las ciencias «puras», la contemplación serena, el ejercicio de la inteligencia teórica, en todas sus dimensiones y en todas sus formas ?
G . T h i 1 s , Teología de las realidades terrenas. Preludios, Desclée, Buenos Aires; P . C h a r l e s , La oración de todas las cosas, Desclée de Brouwer, Bilbao; C . T r u 1 h a r , Transformatio mundi et fuga mundi, en «Gregorianum», 38 (1957), p. 406-445; P . C h a r l e s , Créateur des cboses visibles, en «Nouv. Rev. Th.», 62 (1940), p. 261-279.
3. EL CRISTIANO SEMEJANTE A DIOS DIOS EN
NOSOTROS
Dios, dice la sagrada Escritura, habita en el corazón del hombre, que se hace así semejante a Él. ¿Qué se entiende por esta inhabitación de Dios en el hombre? a) Es bien conocido el solemne pasaje de la oración sacerdotal de Cristo: «Si alguno me ama, guardará mi palabra; el Padre le amará y vendremos a él y haremos nuestra morada en él» (Jn. 14, 23). Ciertamente Dios habitaba ya junto a Israel en el arca (Ex. 25, 8). El Mesías estuvo cerca de los que le rodeaban durante su vida mortal. Pero aquí se trata de una presencia nueva, de un don nuevo y''superior. Dios habita en nosotros. Nada hay tan maravilloso como esta respuesta al amor de los hombres. «La visita de las dos personas divinas... es una respuesta del afecto al afecto, un verdadero acto de amistad, principio que la inspira y del cual es signo. Nada se exige en punto a cultivo intelectual del espíritu, ni la tendencia a la contemplación, ni siquiera una ascesis peculiar; y si bien esta visita puede presentar en ciertas almas elegidas aspectos que son desconocidos para otras, también es verdad que Dios no viene para provocar el éxtasis o cualquier otra manifestación exterior: viene para habitar en el alma del que le ama» ( L a g r a n g e , Evangelio según san Juan). Se comprende que estas palabras de Cristo hayan llamado la atención de los cristianos de todas las épocas y aguijoneado su deseo de penetrar los designios del Redentor. ¿Cuál es pues esta presencia, esta inhabitación en nosotros? ¿Quién nos es presente de ese modo, el Espíritu Santo o las tres personas
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de la Santísima Trinidad? ¿Cuál es la eficacia y la fecundidad de esta presencia en nosotros? Cuestiones variadas que el corazón no podía dejar sin respuesta y a las que todos los doctores se han esforzado por dar una solución. b) ¿De qué presencia se trata? Los filósofos antiguos conocían ya la omnipresencia divina. Dios está presente en todo ser, cualquiera que sea. Le está presente en su poder, pues todas las cosas le están sometidas; por su esencia, porque es la causa y explicación de todo; por su omnisciencia, pues conoce todas las cosas. Así nos lo dice santo Tomás (1 q. 8 a. 3 c). Esta omnipresencia se verifica en todos los seres, tanto animados como inanimados. ¿Será ésta la respuesta del Verbo encarnado al amor de los creyentes? No. Hay más aún: un don reservado a los que aman a Dios. Conocemos también otra presencia, más espiritual, realizable únicamente en los seres dotados de razón: presencia por conocimiento y por amor. El árbol que yo conozco goza de una presencia real en mí, real pero interior, intencional; lo que ignoro no tiene en mí ninguna presencia. Del mismo modo estoy unido y ligado de un modo absolutamente original con el objeto de mi amor, especialmente en el momento en que yo realizo actos de amor. ¿Se trata aquí de una presencia semejante? ¿Presencia sicológica u «objetiva», como se la llama, parecida a la presencia en mí de un objeto conocido o amado, «tamquam cognitum in cognoscente et amatum in amante»? Esta hipótesis, defendida por ciertos teólogos, ¿explica la habitación divina en nosotros? Si Dios no está presente en nosotros, de la manera especial que nos ha prometido, sino cuando hace mos un acto de caridad, ¿podrá hablarse realmente de una habitación, de una morada? ¿Y cómo asegurar la gracia divina a los niños bautizados, antes de que puedan hacer un acto de fe o de caridad? Así, pues, se orienta en otra dirección la interpretación de la frase «y haremos nuestra morada en él» (Jn. 14, 23). La presencia divina es una unión de orden ontológico, se nos dice, esto es, una relación unitiva inmediata, de sustancia a sustancia, que se añade a la unión por causalidad eficiente. Presencia divina permanente, siempre actual, aunque no siempre actualizada por un acto de fe o de caridad. Cuando yo hago un acto de fe, aquel que está presente ontológicamente se hace presente sicológicamente. Entonces, «por oscuro e intermitente que sea, este acto convierte el estado de gracia en una unión poseída subjetivamente en la conciencia, que no es ya una unión ontológica impersonal». Considerando los escritos de
san Juan y de san Pablo, que anuncian oscuramente la presencia de Dios en el alma de quien le ama, parece que comprendemos mejor los textos expresándonos como acabamos de hacerlo.
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COMUNIÓN
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EN DIOS
La presencia de las tres Personas no es< una especie de yuxtaposición en el espacio; es una unión activa, eficaz. Dios se nos da para hacernos «deiformes», semejantes a Él, participantes de su vida, de su conciencia, de su amor, de su gloria. La inhabitación divina crea una especie de comunión de conocimiento. Dando su vida el Señor nos da lo que constituye su sustancia, el conocimiento que hay en Dios y con ello el conocimiento de todas las cosas según Dios. El Hijo de Dios ha venido a este mundo, dice san Juan, para darnos a conocer la verdad (1 Jn. 5, 20). Y san Pablo insiste: Las cosas de Dios nadie las conoce sino el Espíritu de Dios, y nosotros hemos recibido el Espíritu a fin de que conozcamos los dones que de Dios hemos recibido (1 Cor. 2, 12). Esta comunión en una misma conciencia divina, siempre latente en el cristiano, emerge algunas veces a la conciencia sicológica, sea en los místicos, sea en las gentes sencillas con profunda fe. Entonces se percibe su viva realidad. La inhabitación de las tres Personas crea también una comunidad de amor. El amor que el Padre tiene al Hijo es semejante al que manifiesta a los hombres. «Para que el mundo sepa que tú me has enviado, y que les has amado (a los hombres) como tú mismo me has amado» (Jn. 17^.23). Más aún, este amor del Padre es el mismo en el que Él ama al Hijo: «para que el amor con que me has amado esté en ellos» (Jn. 17, 26). El Hijo nos ama con el mismo amor que le viene del Padre: «Sicut Pater dilexit me, et ego dilexi vos» (Jn. 15, 9). Un mismo movimiento de afección une a las tres Personas de la Trinidad entre sí y las une al fiel cristiano. Y el mismo amor debe comunicarse a la comunidad humana: «Yo os doy un mandamiento nuevo, dice el Señor, que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn. 13, 34). La inhabitación de Dios en nosotros nos une también a la gloria de las tres Personas. El discurso que sigue a la cena lo expresa de un modo inefable: «Et ego — dice Cristo pensando en todos los futuros creyentes — claritatem quam dedisti mihi, dedi eis»: la gloria divina que tú me has dado, yo a mi vez la comunico a ellos (Jn. \7, 22). Hay que recordar que el término «gloria», en boca del Verbo encarnado significaba alabanza, honor, majestad y magnificencia., realeza, esplendor
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y brillantez, en suma, divinidad, la divinidad entera, pero en su más íntimo resplandor, en su perfección más esencial y más total: la que se manifestó en el Tabor y que se manifestará por toda la eternidad. Es esta «gloria» la que Cristo transmite a los creyentes todos. Brevemente, la presencia de Dios en cada uno de nosotros, realiza la comunión sobrenatural entre todos. «Sicut tu Pater in me et ego in te» (Jn. 17, 21). El Padre es uno con el Hijo y el Hijo uno con el Padre. El Padre está en el Hijo y el Verbo en el Padre. Esta unidad se prolonga en el cristiano, siempre semejante a sí misma; se extiende, por así decir, a toda la humanidad. «Ut omnes unum sint... Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, de suerte que ellos sean uno en nosotros.» Unidad de los fieles con las tres Personas, unidad de los cristianos entre sí a imagen de la unidad intratrinitaria.
b) Los teólogos de los primeros siglos, para hacerse comprender, se servían de dos imágenes muy sencillas y extraordinariamente útiles, incluso para las personas instruidas. Cuando se somete una barra de hierro al fuego, nos dicen, se pone resplandeciente, luminosa, al rojo vivo; adquiere de tal manera todas las cualidades del fuego que acabamos por no distinguirla de él. Y sin embargo es totalmente diferente. Así el don de la vida divina nos transforma interiormente, nos hace «semejantes» a Dios, o «deiformes». Pero seguimos siendo esencialmente distintos del Señor. También, prosiguen, puede compararse la obra de Dios a la del sello con que se marca una impronta en la cera. La cera se «conforma» perfectamente a la imagen, se «transforma» con arreglo al sello. Y sin embargo permanece absolutamente distinta de él. Así el hombre, sin convertirse en Dios, es «transformado» a su imagen y deviene semejante a Él.
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ACCIÓN
TRANSFIGURADORA
Lo anterior hará comprender por qué se ha llamado transfitjuradora a la presencia activa de Dios en nosotros. Unidos en la misma caridad y en la misma gloria, los cristianos, mejor, la comunidad cristiana se ha hecho en alguna manera semejante a Dios, «deiforme». a) Esta presencia es efectivamente como una actuación de nuestras facultades por aquel que es acto puro. Es una «cuasi-información» de nosotros mismos en el Espíritu del Hijo, que es la vida misma de Dios. Es una verdadera inserción del hombre en el movimiento de comunión intratrinitaria. Es una inmersión en la corriente de caridad que es la sustancia misma de Dios. Pudiéramos decir de ella lo que san Juan de la Cruz decía de la unión perfecta: «Y finalmente, todos los movimientos y operaciones e inclinaciones que antes el alma tenía del principio y fuerza de su vida natural, ya en esta unión son trocados en movimientos divinos, muertos a su operación e inclinación y vivos en Dios. Porque el alma, como ya verdadera hija de Dios, en todo es movida por el Espíritu de Dios... De manera que, según lo que está dicho, el entendimiento de esta alma es entendimiento de Dios y la voluntad suya es voluntad de Dios, y su memoria, memoria eterna de Dios, y su deleite, deleite de Dios. Y la sustancia de esta alma, aunque no es sustancia de Dios, porque no puede sustancialmente convertirse en Él, pero estando unida como aquí está con Éí y absorta en Él, es Dios por participación de Dios» (La llama de amor viva, canción II, verso 6).
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E. d e s P l a c e s , I . D a l m a i s , etc., Divinisation, en D. Sp., 4, p. 1.370-1.459 (en las diferentes escuelas de espiritualidad); P . G a 11 i e r , L'babitation en nous des trois divines Personnes, Roma; O . C a s e l , La véritable image de l'homme, Beyaert, Brujas.
4. TRES PROBLEMAS
-
,:
Hemos de hacer aquí un paréntesis para responder a tres cuestiones teológicas que tienen repercusiones importantes en la espiritualidad. La primera se refiere al don divino increado y al don creado, que juntos constituyen el «don divino»: ¿Cómo están unidos estos dones y, si podemos expresarnos así, cómo están organizados entre sí? La respuesta a esta cuestión dominará siempre nuestra piedad, puesto que se trata de la presencia de Dios en nuestras almas. El segundo problema es el siguiente: Cuando decimos que Dios está presente en nosotros y habita nuestras almas, ese trata de la Santísima Trinidad o de la persona del Espíritu Santo, o de cada una de las personas en particular? ¿Cómo hay que enfocar esta presencia «personal»? Finalmente, una tercera cuestión, en relación con la que precede: Cuando decimos que el Padre es creador o que el Espíritu es santificador, ¿qué valor puede o debe darse a estos atributos? ¿Es que el Espíritu no interviene en la creación, o el Padre no interviene en la santificación? ¿Hay, conforme a esta manera de hablar, pura y simple apropiación? Una vez más, la oración sacará considerables provechos de ciertas precisiones.
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DON INCREADO Y DON CREADO
Hemos hablado anteriormente de la presencia de la Santísima Trinidad en aquel que ama a Dios: primer don divino, don increado. También hemos hablado de la «transformación interior» que Dios realizaba en nosotros comunicándose, lo que se llama corrientemente gracia santificante y virtudes infusas: segundo don divino, don creado. ¿Cómo ha de concebirse la unión y la manera íntima de ordenarse estos dos dones — creado e increado — que constituyen en conjunto el «don divino» ? a) Estos dos dones divinos son, ciertamente, absolutamente diferentes, como Dios es distinto del hombre. Pero sería lamentable e inexacto separarlos. Debemos considerarlos en su unión, pues el don creado está en constante dependencia de la actividad transformadora del don increado. ¿Puede hablarse de una pared «soleada» si no es con referencia absoluta a la presencia «soleadora» del sol? Hay que considerar siempre los dos aspectos, en su unión vital. b) En cuanto a la manera como se ordenan estos dos dones, existen dos concepciones. La teoría de los griegos inspirada en san Pablo y en san Juan, ya desarrollada por Ireneo, Atanasio, Basilio, Cirilo de Alejandría, considera la presencia del Espíritu Santo en el alma como el elemento más importante de nuestra filiación divina. El don de Dios por medio de su Espíritu Santo es el constitutivo esencial y en cierta manera el todo de la gracia, de la cual el don creado es una condición correlativa. Porque la divina unión no puede ser real en el alma si no tiene una resonancia, a saber, esta modificación accidental del alma, fundamento real (en mí) de la relación de unión que nos liga a Dios. Así pues, la unión es el todo, del cual el don creado no es sino un elemento parcial, no anterior, sino simultáneo. En suma, el «ser de unión» que resulta en nosotros de la unión misma con Dios es un efecto que proviene del don increado al propio tiempo que una condición de la acción sobrenatural. Los escolásticos, atentos al hecho de que la gracia existe realmente en el alma de los niños bautizados, no por un «acto» — puesto que el niño no es capaz de realizar este acto consciente y libre— sino a la manera de un «habitas», han construido su doctrina de la gracia centrando todos los datos en torno al babilus o don creado. Han puesto de manifiesto su carácter vital, libre, humano. Han considerado todas sus dimensiones: la causa, que es el don increado; los efectos formales, como la presencia divina, la filiación adoptiva. Como vemos
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son los mismos elementos constitutivos del don total en la perspectiva griega, pero están centrados en torno al «habitas» creado por la gracia santificante. Para la piedad, es indiscutible que la visión de los griegosrepresenta indudables ventajas, por el hecho mismo de estar centrada firmemente en Dios mismo, en el don increado. TRINIDAD O ESPÍRITU SANTO Una vez admitida la presencia divina de orden ontológico, puede surgir una nueva cuestión: ¿De quién se trata? ¿Quién viene a habitar en el alma amante? ¿El Padre y el Hijo, como se deduciría estrictamente de Jn. 14, 23? Pero por otra parte la doctrina de san Juan y de san Pablo insiste también en la presencia especial del Espíritu Santo. ¿Es pues la tercera persona la que habita en nosotros? ¿ O las tres idénticamente? a) Un gran número de teólogos entienden el pasaje de san Juan en el sentido de ¡as tres personas en su unidad Nada nos autoriza — dicen — a hacer distinciones sin una necesidad clara. Viniendo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo el amor, el conocimiento, su fecundidad en nosotros puede atribuirse a las tres Personas, indistintamente. Éstas, además, operan en nosotros una transformación de naturaleza, que sólo puede venir de Dios. Todas las acciones ad extra son obra de la divinidad como tal. b) Algunos como Petau, Waffelaert, consideran una unión personal con el Espritu Santo, con la tercera persona. La segunda persona se unió hipostáticamente a una humanidad; de modo semejante, el justo tendría con la persona misma del Espíritu Santo una unión, una relación de un tipo especial, personal. Esta teoría nos lleva lejos de la precedente. Según ella, el Padre y el Hijo sólo nos son presentes por circuminsesión, viendo la unión personal exclusiva del Espíritu Santo. Y la función reservada al Espíritu en la santificación se convierte en una especie de cualidad personal propia, por la cual se distingue del Hijo y del Padre. c) ¿Existe un término medio? Los partidarios de la primera hipótesis conceden en el fondo que su doctrina es un poco rígida y que no integra suficientemente los matices de acción divina que señala la sagrada Escritura. N o obstante se niegan a seguir la hipótesis de la acción personal inmediata con el Espíritu Santo. Ahora bien, ¿no existe una hipótesis intermedia? La de De Régnon puede ser objeto de reflexión, pues sigue más de cerca el texto sagrado. Nuestra santificación, escribe, aunque producida por toda la Trinidad, establece sin
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Asimilación a la Santísima Trinidad
embargo entre nosotros y las personas divinas relaciones distintas que se designan con denominaciones diferentes. Somos hijos adoptivos del Padre; somos hermanos de Cristo, espirituales en el Espíritu. Todo esto ha de tomarse a la letra. «Nada de apropiación ni de acomodaticio en estos títulos de] cristiano. Esta tesis de la influencia personal y distinta de cada persona en el orden sobrenatural de nuestra santificación... ha de aceptarse en el sentido natural de las palabras... En el único estado sobrenatural, que proviene por entero de cada persona, adquirimos relaciones reales y realmente distintas con las tres personas realmente distintas del único Dios» (1. c , p. 552). Esta teoría parece tener más en cuenta los datos que recogemos en las fuentes de la tradición cristiana de los primeros siglos. Pero ¿cómo traducir esta influencia personal de cada persona en una única actividad santificadora y divinizadora? Aquí es donde se manifiesta la probable razón de ser de la insistencia de los escritos inspirados en la actividad santificadora del Espíritu Santo, si bien la santificación proviene de las tres personas. El Espíritu Santo es la acción santificante, energeia. Es Él quien, dejando su impronta en el alma como un sello, le comunica su propia forma. Pero esta forma es la imagen del Hijo de Dios, eikoon. El Hijo viene a habitar el alma, llevando consigo al Padre, del cual Él es también imagen, eikoon. Y no es esto sólo. La vida del alma está penetrada hasta tal punto de la vida divina por esta acción, que participa del movimiento de retorno al Padre para exclamar: Abba, Padre. En el Espíritu Santo, dice san Atanasio, «el Verbo glorifica a la criatura y haciéndola Dios, haciéndola Hijo, la conduce al Padre» ( D e R é g n o n , 1. c , p. 569). Esta manera de expresarse es quizá demasiado metafórica. No obstante es propia también de san Pablo y de san Juan. Es habitual entre los doctores griegos. Al propio tiempo parece tomar en consideración ciertas exigencias doctrinales que no han hallado solución aún en las otras concepciones sobre la presencia divina en el alma.
por tanto, de las tres personas, ¿hay simplemente «apropiación» de una cualidad de las tres a una de las personas, por ciertas razones aceptables aunque no esenciales? Así, si yo invoco a Dios Padre, «creador», «salvador», ¿corresponden estos atributos sólo al Padre o bien estrictamente al sólo y único Dios? Existe en efecto un principio teológico bien conocido, según el cual «cuantas veces la Santa Trinidad opera fuera de sí misma — ad extra — las tres personas obran según la única operación de su única naturaleza divina, per modum unius». En efecto, un acto dimanante de la «causalidad» divina tiene por principio la naturaleza divina, común a las tres personas. Así, por ejemplo, la adopción filial sería, al fin y al cabo, obra de la Santísima Trinidad como tal. Atribuirla al Padre sería simple apropiación. La visión desde este ángulo parece empobrecer la revelación del Nuevo Testamento. Los textos inspirados, al hablar de la acción del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en esta «obra externa» que es la santificación de los hombres, expresa ciertos matices que al parecer sacrifica la teoría de la apropiación. Ciertamente, las tres personas intervienen para darnos la vida divina, pero cada persona marca el don ofrecido según su propia personalidad. La gracia divina sería-, «fraternal» en cuanto participación en la vida del Hijo; «filial» en cuanto que en el Hijo viene del Padre; «espiritual» en cuanto que procura la semejanza con el Espíritu del Hijo y del Padre. Esta marca especial, esta coloración particular, si bien se determina con menos facilidad, salvaguarda bastante bien la riqueza de la revelación. Si esto es así, se hace necesario y legítimo dirigirnos de una manera particular al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Puesto que, en la unidad de la acción divina, las tres personas dan una «impronta» personal a su obra de santificación, justo será que los fieles, para expresar su reconocimiento, se dirijan también a cada una de las tres personas de la Trinidad. La oración encaja entonces en el movimiento exacto de la realidad. Responde a un aspecto auténtico de la economía divina. Ya no es «ilusoria» o «sin fundamento» como parecía serlo en el caso de la pura apropiación.
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LA APROPIACIÓN
La cuestión precedente respondía en parte a la tercera, más general, que está en relación con la teoría de la «apropiación» en teología, y especialmente en teología ascética. La cuestión es la siguiente: Cuando se atribuye a una persona de la Santísima Trinidad, con respecto a las «obras ad extra» o extra-trinitarias, lo que verdaderamente es de Dios mismo y,
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I. G. M e n é n d e z - R e i g a d a , Los dones del Espíritu Santo y la perfección cristiana, Madrid; M . L l a m e r a , La vida sobrenatural y la acción del Espíritu Santo, en «Revista española de Teología», 7 (1947), p. 423-431; P . G a 11 i e r , Le Saint Esprit en nous d'aprés les Peres grecs, Roma; K . T i 1 m a n n , El más bello acontecer, Sigúeme, Salamanca.
Unión con el Padre y el Hijo
II
UNION CON EL PADRE Y EL HIJO 1. DIOS ES PADRE DIOS ES PADRE
Dios, dicen los antiguos, es el principio, el comienzo, la fuente, la raíz de toda existencia, e incluso en la Trinidad. Es el Padre de la misericordia y el Dios de toda consolación (2 Cor. 1, 3). El Padre ve en el secreto de las almas y conoce todas nuestras necesidades (Mt. 6, 18.32). El Padre alimenta a los pájaros del cielo y a los lirios del campo, y sin su voluntad ni un gorrión caerá a tierra (Mt. 6, 26; 10, 29). Es el Padre de todos los hombres: de Él procede toda fam'ñia, en la tierra y en los cielos (Ef. 4, 6; 3, 15). Padre, Dios nos ha elegido antes de la constitución del mundo para que seamos santos e inmaculados en su presencia (Ef. 1, 4). En su amor, nos ha predestinado a ser hijos adoptivos suyos en Jesucristo (1 Jn. 4, 9). El plan del Padre es, en efecto, comunicarse por entero a su Hijo, y por Él a todos los hombres. El Hijo de Dios no es solamente el Hijo unigénito, el Hijo único (Jn. 1, 18); es también el «primogénito» de una multitud de hermanos (Rom. 8, 29); y en El nos ha bendecido con toda suerte de bendiciones espirituales (Ef. 1,3). El plan del Padre es enviar su Espíritu a nuestros corazones para exclamar allí: ¡Abba, Padre! (Gal. 4, 6). Seleccionando una serie de pasajes bíblicos podríamos proponer una bella letanía dirigida al Padre: Padre, que nos amaste y nos otorgaste una consolación eterna, una buena esperanza (2 Tes. 2, 16). Padre, que nos enviaste a tu Hijo Jesús, para que todo el que le vea y crea en Él tenga la vida eterna (Jn. 6, 40). Padre, que nos libraste del poder de las tinieblas y nos trasladaste al reino del Hijo de tu amor (Col. 1, 13). Padre, que nos has hecho capaces de participar de la herencia de los santos en el reino del Hijo de tu amor (Col. 1, 12).
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Padre, que nos has reengendrado a una viva esperanza por la resurrección de Jesucristo (1 Pedro 1, 3). Padre de las luces, de quien nos vienen todos los bienes (Sant. 1, 17). Padre de todos los hombres, que estás sobre todos, por todos y en todos (Ef. 4, 6). ESPIRITUALIDAD
De esta revelación bíblica surge una verdadera devoción al Padre. Se ha hablado incluso de una espiritualidad fundada sobre la devoción al Padre. Es ésta la extensión a todos los órdenes de la vida, del espíritu «filial» sobrenatural, tan fundamental en todo el pensamiento bíblico. Espiritualidad transida de confianza, de sencillez, de humildad y de silencio en la vida interior. Espiritualidad hecha también de fraternidad, de verdad, de universalidad en las relaciones con otro, en la familia, en la profesión, en la vida ciudadana y especialmente en la vida internacional. Porque Dios, que es Padre, hace lucir su sol sobre buenos y malvados, y hace caer la lluvia sobre justos e injustos (Mt. 5, 45). Espiritualidad que está formulada perfectamente en la oración dominical, la oración por excelencia, el padre-nuestro. Santa Teresa del Niño Jesús empezaba siempre la oración después de pronunciar estas dos palabras. Será prudente, no obstante, y aquí especialmente, recordar a los fieles que la paternidad divina ha de ser entendida con una fe muy realista y con un espíritu libre de todo antropomorfismo. Con una fe realista, porque Dios es verdaderamente «Padre»: nos lo ha mostrado de manera real enviando a su Hijo para rescatarnos, enviando a su Espíritu para santificarnos; este amor paternal no tiene nada de metafórico ni de puramente simbólico. Pero por otra parte, Dios no ejerce su paternidad como lo haría un «padre» en la tierra; no interviene de modo regular en el juego de las causas segundas; no hace «milagros» constantemente; no impedirá todos los accidentes y todas las desgracias. La fe en la providencia sobrenatural de Dios ha de compaginarse con una constatación realista de los hechos más ciertos. M . J . L a g r a n g e , La Paternité de Dieu, en «Rev. Bibl.», 15 (1908), p. 481-499; E. G u e r r y , Hacia el Padre, Pax, Bilbao.
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1. CRISTO, CENTRO DEL ORDEN CRISTIANO
Jesús es el Mesías esperado por Israel, el Cristo, el Hijo de Dios, enviado a la tierra; lleva una existencia que es anonadamiento (Fil. 2, 7) y renunciación, revestido de una carne semejante a la del pecado (Rom. 8, 3). Esta humanidad es real y verdadera: Cristo es judío, nacido de mujer, nacido bajo la ley (Gal. 4, 4; Rom. 9, 5), hijo de David según la carne (Rom. 1, 3), descendiente de Abraham y asegurado por las promesas (Gal. 3, 16). Ha venido a preparar a su comunidad para el reino mesiánico, pero no limitándose a Israel. En su universo no subsisten distinciones de raza, sociales ni de ninguna otra especie; todos los que son de Cristo constituyen la auténtica descendencia de Abraham (Gal. 3, 28; Rom. 3, 29; 4, 9). Cabeza de la nueva humanidad, Cristo es el nuevo Adán (Rom. 5, 14), el padre de la humanidad pneumática o «espiritual» (1 Cor. 15, 45), cabeza de su Iglesia, salvador de su cuerpo (1 Cor. 10, 17; 12, 27; Ef. 1, 23; 2, 15; 4, 1-16; Col. 1, 18), el dueño de los vivos y de los muertos, el Señor de todo lo creado (Rom. 1, 4; 14, 9; Fil. 2, 5 ss.). EL ORDEN
CRISTIANO
Jesucristo es el «centro» de lorden cristiano: es creador, es redentor, es mediador universal. a) En el último evangelio de la misa leemos todos los días: Todas las cosas han sido hechas por Él, y sin Él nada se hizo de cuanto ha sido hecho (Jn. 1, 3); no podemos imaginar una visión más grandiosa y majestuosa. San Pablo atribuye también al Verbo este señorío pleno sobre la creación-, «y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros también». Si esta rápida alusión de la primera epístola a los corintios (8, 6) apareciese aislada en el mensaje apostólico, sería comprensible que vacilásemos. Pero la epístola a los colosenses recoge el mismo tema, en una «estrofa» que figuraba quizá en la liturgia primitiva: «Todas las cosas del cielo y de la tierra fueron creadas por Él, las visibles y las invisibles» (Col. 1, 16). En Él han sido creadas todas las cosas como en el centro supremo de unidad, de armonía, de cohesión, que da sentido al mundo, que le da su valor y, por ende, su realidad, o, para emplear otra metáfora, como el hogar, donde se reúnen y se coordinan todos los hijos, todas las generaciones del universo. Si pudiésemos tener una visión instantánea del universo en su totalidad, pasado, presente y futuro,
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veríamos a todos los seres suspendidos ontológicamente en Cristo y sólo por Él definitivamente inteligibles. b) En Cristo son restauradas todas las cosas. «Ecce facta sunt omnia nova» (2 Cor. 5, 17): todo ha sido renovado. Cristo ha sujetado todas las cosas (Ef. 1, 22), para que Dios pueda vivificarlas todas (1 Tim. 6, 13). La finalidad del advenimiento de Cristo es ponerlo todo en orden, en Él; «instaurare omnia in Christo» (Ef. 1, 10), es decir, establecer la armonía de todas las cosas en Cristo, como principio de unidad, centro y ligadura viva del universo... Cristo puede ser principio de unión y de armonía universales porque siendo del mundo lo rebasa y porque el Universo tiende a Él como a su fin. Cristo es, en efecto, el primero, tanto en el orden de la redención como en el de la creación. Por ello precisamente el Señor tiene derecho a los homenajes y a las aclamaciones del universo entero. Al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre (Fil. 2, 10-11). En estos tres «estratos» del universo podemos ver perfectamente, con Lightfood, Huby y otros exegetas, a todos los seres creados, animados e inanimados, espirituales y materiales. La redención es igualmente universal y cósmica en todas sus fases, en sus comienzos laboriosos y en su consumación eterna, en el tiempo y en la eternidad. Es Cristo quien está en el núcleo de la antigua esperanza de Israel. Es Cristo quien ha descendido a los infiernos para llevar la «buena nueva» del «fin de los tiempos» a los justos de la Ley antigua. Es Cristo quien, en la cruz — semel, en una sola vez —, ha realizado la redención del mundo. Es Él, por último, quien devolverá este mundo a su Padre, después de haber vencido al mal, a Satanás y a la muerte. c) Podemos también considerar a Cristo como mediador por excelencia entre la Trinidad y la creación. La fe cristiana, se especifica toda ella en Cristo. Y gracias a esta mediación es fe trinitaria y comunión en la vida de las tres personas. ¿Cómo podría ser de otro modo? Su objeto es Cristo, en quien encontramos a las tres personas. Su fuente es también Cristo, en quien operan el Padre y el Espíritu. Su fin, Cristo, en quien se da y se revela el Dios trino. Nadie ha penetrado los cielos. Sólo el Unigénito sabe lo que hay in sinu Patris, y es Él, dice san Juan, quien ha venido para declarárnoslo (Jn. 1, 18). Por Él tenemos los unos y los otros el poder de acercarnos al Padre en un mismo Espíritu (Ef. 2, 18). Por Él también se vierte la vida divina sobre la humanidad y se refleja en el
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Unión con el Padre y el Hijo
mundo entero. Ha venido para que tengamos vida y para que la tengamos en abundancia. Se ha presentado, resplandeciente de verdad y de santidad: y de esta plenitud todos hemos recibido (Jn. 1, 16). Iluminados por la luz divina, reflejamos su esplendor y somos transformados a su imagen, gloria en gloria. «Nos vero omnes, revelata facie, gloriam Domini speculantes, in eamdem imaginem transformamur a claritate in claritatem, tamquam a Domini Spiritu» (2 Cor. 3, 18). Así se prepara, por la mediación del Señor, por su palabra viva y por sus gestos rituales, la nueva Jerusalén, construida con piedras vivas y rutilantes como joyas, «de viventibus saxis», talladas por el cincel y pulidas por la mano del divino artífice, «scalpri salubris ictibus et tunsione plurima Fabri polita malleo». Así se harán también los «cielos nuevos y la tierra nueva», gloriosos por el mismo esplendor de la gloria de los elegidos, y que llevan a cabo en toda criatura — en lo sucesivo admitida a la filiación divina (Rom. 8, 23) — la transfiguración gloriosa. Terminamos muchas de nuestras oraciones, litúrgicas y privadas, con un «per Dominum nostrum lesum Christum», por Jesucristo nuestro Señor. Quizá podríamos dar a estas palabras, dichas aprisa, porque son un final muy corriente, todo su sentido y alcance teológico. En la vida de oración, en la oración litúrgica eminentemente. Cristo es el mediador, el sumo sacerdote, la cabeza del cuerpo místico. Ya no estamos aisla dos; oramos en cuerpo, por la cabeza, Cristo.
de Cristo por el poder cultual; participación en el testimonio de Cristo por la irradiación doctrinal y personal: éstos son los aspectos de nuestra condición de cristianos que vamos a describir.
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I. Vidas de Jesucristo. — J . M . B o v e r , Vida de nuestro Señor Jesucristo, Borgiana, Barcelona; G . R i c c i o t t i , Vida de Jesucristo, Miracle, Barcelona,- D a n i e l - R o p s . , Jesús en su tiempo, Caralt, Barcelona ; R . G u a r d i n i, El Señor, Rialp, Madrid; J . G u i 11 o n , Jesús, Fax, Madrid; L . C e r f a u x , Jesucristo en san Pablo, Desclée de Brouwer, Bilbao. II. Orden cristiano. — J . A1 f a r o , Cristo, revelador del Padre, en «Gregorianum», 39 (1958), p. 222-270; K . A d a m , Cristo, nuestro hermano, Herder, Barcelona; C . M a r m i o n , Jesucristo en sus misterios, E. L. E., Barcelona; E. S a u r a s , El cuerpo místico de Cristo, BAC, Madrid. 3. F1LII IN FILIO
Los hombres son «cristianos», no sólo porque hacen profesión de la fe de Cristo, sino ante todo y sobre todo porque están configurados interiormente a imagen del Verbo encarnado, del Hijo de Dios. Son «hijos de Dios» por estar unidos al Hijo de Dios: filii in Filio. Participación en la santidad del Verbo por la gracia «filial»; participación en la consagración
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PARTICIPACIÓN EN LA SANTIDAD DEL VERBOt La gracia es una participación en la vida divina, y hemos visto que esta participación reviste un carácter especial, una «coloración» peculiar, considerada desde cada una de las tres Personas divinas. ¿Cómo es, considerada desde el Hijo? a) Los cristianos están unidos al Verbo encarnado, al «Hijo de Dios». Esta unión marca su fisonomía divina con un rasgo filial. N o son asimilados a Dios «de cualquier manera», pudiéramos decir; lo son, porque están configurados a imagen del Hijo de Dios (Rom. 8, 29). Hechos semejantes al Hijo, son hijos del Padre y están orientados hacia la Trinidad. Y el Padre ve en ellos, no una participación en la vida divina, «simplemente», si se nos permite expresarnos así, sino una semejanza con el Verbo mismo, su Hijo. ¿Hay que ir más lejos en este misterio? Porque es un misterio, indudablemente. Nuestra gracia es filial por semejanza con la filiación misma del Hijo de Dios, y ésta es uno de los elementos constitutivos del misterio por excelencia, el misterio de la Santísima Trinidad. Las modestas insinuaciones que pueden hacerse en este aspecto enriquecen incontestablemente nuestra vida espiritual teologal. Se ha escrito poco sobre la naturaleza de este carácter «filial». Es, señala M e r s c h , «una entidad de tipo único y especial», un «perfeccionamiento auténticamente inherente al alma y que es consecuencia- de nuestra unión a Cristo y al Hijo», «la prolongación en los miembros de la unión personal» realizada por Cristo, cabeza del cuerpo místico. Llegamos a ser, por gracia, lo que el Hijo es por naturaleza. La condición de «deiformes» nos es dada en la «filiación»: Théopoiesis por Uiopoiesis. «Sólo Él; exclusivamente Él es el Hijo. Pero nosotros estamos unidos a Él; lo que Él es en Él hemos de serlo nosotros también, pero nada más que por Él.» «Sobre la naturaleza de nuestro carácter filial habría que repetir aquí, pero adaptándolo, lo que se ha dicho del carácter filial de la humanidad de Cristo. Es una entidad de tipo único y especial: realidad intrínseca, pero que no existe sino por la acción de otro; perfeccionamiento, mutación absoluta y realmente inherente al alma que no es sino la consecuencia de una relación: la unión a Cristo y al Hijo...; perfeccionamiento que es la
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simple prolongación en los miembros de la unión personal entre el Padre y el Hijo, que es total en la cabeza, y que afecta a los miembros en la medida, exclusiva, pero inmensa, en que están unidos a la cabeza» (Filii in Filio, p. 700). b) Nuestra filiación en el Hijo se ha llamado adoptiva. Pero no pensemos que esta expresión tiene un alcance jurídico. La filiación es real, con la realidad misma de nuestra participación en la vida de Dios. Es la gracia misma, considerada en uno de sus aspectos. Se llama adoptiva por antítesis con respecto a la filiación del propio Cristo, hecho único y superior, filiación por excelencia, que se llama «natural». Pero es profundamente real. Por ella se nos establece en la condición de hijos, nos hacemos hijos del Padre. Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios, y lo seamos (1 Jn. 3, 1). Así pues no debemos dar nunca a la expresión «filiación adoptiva» el sentido inexacto de filiación legal, ficticia, jurídica. La adopción legal es una ficción. El hijo adoptivo es considerado por sus padres adoptivos "como si fuese" su hijo. La gracia de la adopción divina no es una ficción, no es una simple convención, es una realidad. Dios concede a los que tienen fe en su Verbo hecho hombre, la filiación divina, dice san Juan: «Dedit eis potestatem filios Dei fieri, his qui credunt in nomine eius. Esta filiación no es nominal, es efectiva: «Filii Dei nominamur et sumus.» Entramos en posesión de la naturaleza divina: «Divinae consortes naturae». La posesión de Dios en la gloria es nuestra herencia de derecho que poseemos en común con el Hijo único. c) Cada cristiano vive más o menos perfectamente la vida divina. El Padre halla, pues, en cada uno la imagen de su Hijo más o menos fiel. Existen así diferentes grados en la filiación, los grados de nuestra participación en la vida divina-, unos son con más perfección hermanos de Cristo y por tanto mejores hijos del Padre. Así nace una especie de gradación entre los fieles. Los más santos son «hijos de Dios y hermanos de Cristo» en grado eminente. Los menos buenos son todavía reflejos imperfectos de esta filiación. Orden de valores que Dios ve y le glorifica. Orden que puede ser distinto de las jerarquías visibles y temporales, sean políticas o eclesiásticas. Es ésta una perspectiva cierta de la visión real del orden cristiano. Debemos tener presente esta verdad cuando hayamos de hacer un juicio sobre los fieles; en otros términos, cuando hayamos de decidir si son buenos «cristianos». El nivel de vida cristiana ha de establecerse ante todo y sobre todo — no
exclusivamente — a partir del nivel de gracia, del nivel de vida «filial». Este nivel es indefinible y seguirá siendo siempre un misterio para nosotros: por ello la revelación aconseja prudentemente no «juzgar»: Dios juzgará, dice san Pablo (1 Cor. 4, 4). Cuando tengamos que hacer una valoración de esta clase, trataremos por lo menos de situarnos en el ángulo de visión de los valores primeros y fundamentales del cristianismo.
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PARTICIPACIÓN
EN LA CONSAGRACIÓN
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DE CRISTO
Participamos también en el estado de consagración de Cristo: esto concierne a la humanidad sagrada del Verbo hecho carne, y en ella hemos de pensar ahora. Por el hecho de la asombrosa e íntima unión que existe entre el Verbo de Dios y su humanidad, adquiere ésta una supremacía total en el orden de la creación. Teológicamente este misterio se llama unión hipostática. De ello resulta que Cristo es, pudiéramos decir, constitucionalmente, «mediador». Su humanidad ha de estar forzosamente consagrada y santificada, orientada a Dios por entero, totalmente dedicada a su culto. La unión hipostática realiza necesariamente la consagración mediadora, y por tanto sacerdotal, más íntima que puede suponerse. En suma, la humanidad del Verbo hecho carne posee, por su constitución misma, un poder de culto eminente, único y universal. a) El Hombre-Dios hubiera podido reservar para sí solo, exclusivamente, esta capacidad de rendir a Dios un culto eminentemente elevado y agradable. Pero ha querido que en este aspecto particular se le unan sus fieles. Ha querido que los cristianos rindan y ofrezcan valiosa y auténticamente de alguna manera la alabanza y la adoración, la oración y la satisfacción que brotan de su santa humanidad. Ha querido que su culto —• en el cual es Él el mediador por excelencia, y único — sea verdaderamente nuestro. En resumen, nos ha concedido la participación auténtica en su poder cultual. Éste es justamente el significado del «carácter sacramental» de que trata la doctrina de los sacramentos. Este «carácter», cuya existencia no se trata de establecer aquí ni de describir su naturaleza, es algo más que un simple «adorno»; es un «adorno», pero sobre todo una participación valiosa y auténtica en el poder cultual del Verbo encarnado. Esta participación en la capacidad cultual de Cristo —llamada carácter sacramental— se nos da en tres sacramentos: el bautismo, la confirmación y el orden. Entre los efectos de estos sacramentos se encuentran, como es sabido, el «carác-
Misterio cristiano y santidad
Unión con el Padre y el Hijo
ten». Carácter que siendo algo común, tiene también una diferencia real. Los tres sacramentos dan una participación en el poder cultual de Cristo, pero existen diferentes formas de participación. No es solamente una diferencia de grado, de más o menos. Sino una diferencia de forma, de tipo-, esto es, hay analogía. b) Así pues, puede afirmarse del bautizado, como del confirmado y sobre todo del sacerdote, que son otro Cristo. Participan todos, en cierta manera, de la capacidad cultual del Verbo hecho carne: y esta capacidad es, teológicamente, una asimilación al Verbo, una realidad del orden de la unión hipostática, una prolongación auténtica de la mediación de Jesús, una participación en el sacerdocio de Cristo. Pero esta participación se verifica según diversas formas; la semejanza es analógica.
instante. Ya es bastante difícil «juzgar» siempre según la fe de Cristo. El cristiano está así consagrado al pensamiento cristiano. Debe tomarlo como centro de su visión del mundo y de los hombres. Debe hacer irradiar en torno a él la verdad cristiana, única liberadora. Debe aplicarse o sí mismo las palabras de Cristo: ¿Acaso se pone la luz bajo el celemín? No, sino en el candelero, para que brille e ilumine a todos los que la rodean. Es éste un aspecto de su santidad, de su amor, de su ascesis. Todo cristiano ha de ser, en su puesto, la luz del mundo. b) Testimonio también uniéndose a la acción del Señor. Es inadmisible que un discípulo de Cristo no asuma ninguna forma de acción apostólica. Sin duda, en muchos casos, el círculo familiar o social inmediato constituirá el ámbito esencial de esta actividad; pero ¿no es esto, a veces, para una madre de familia numerosa, para un dirigente de una institución importante, una difusión muy amplia? Otros habrán de dedicar una parte de sus ratos libres a determinadas actividades en proporción a sus posibilidades. Algunos podrán ofrecer una forma de actividad tan oculta y tan eficaz a la vez como el sufrimiento, la oración, el deseo de acción. No somos verdaderos cristianos si esta participación en la acción de nuestro Señor y Maestro no significa nada para nosotros. Sería, pues, anormal que un cristiano, deseoso de progresar, no se plantease la cuestión de saber cómo puede colaborar a la obra de la redención. Es esencial a su profesión de fe cristiana. Ciertamente que las formas de acción son múltiples. Sería falso reducir el deber de acción del cristiano a tales obras concretas que se ejercen en tal región o en tal parroquia. Hay acción religiosa y acción apostólica. Hay obras de apostolado directo y otras cuya influencia es indirecta. Existen los puestos de primera fila y las tareas oscuras. Hay trabajos a largo plazo y actos presentes. Hay acción escrita y acción oral. Pero debe haber una «acción».
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DEL SEXOR
Cristo es también, en la tierra, el testigo por excelencia de la verdad y de la salvación. Sólo el Hijo ha podido contemplar la vida del Padre, dice san Juan (1, 18) y esto es lo que ha venido a decirnos. Ha descendido entre nosotros para dar testimonio de este mundo nuevo, el mundo «sobrenatural». Testimonio del Dios Hombre, rico con todo el conocimiento divino, fuerte con la potencia de Dios, brillante por las palabras de la sabiduría eterna. Testimonio encarnado en los gestos que curan, en los ritos que purifican, en los actos que proclaman que está ahí el dedo de Dios. Testimonio llevado hasta su suprema manifestación: la muerte por la salvación de los que ama. Aquí alcanza toda su fuerza y su realismo el sentido etimológico del término martyrein-. Cristo fue testigo hasta el martirio. a) Los verdaderos cristianos deben ser testigos en Cristo, testigos de su pensamiento, de su doctrina, de su evangelio. Sin esto, no son del todo cristianos. Todos, cualquiera que sea su condición, deben dar testimonio del ideal cristiano en su propia vida. Ya se trate de la vida de familia o de la comunidad sacerdotal, ya se trate de ocupaciones profanas o de deberes sacros, es posible dar testimonio de la verdad. El amor del Señor puede encontrar en todas partes un testimonio brillante. Asimismo la santidad de Cristo. Y también su castidad, su justicia, su bondad, su fuerza y su mansedumbre. La variedad de modos hace más atrayente el conjunto de este gran y universal testimonio doctrinal de los cristianos. Esto se llama «obrar según la fe cristiana»; tarea ardua, difícil, de cada
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K. A d a m , Jesucristo, Herder, Barcelona; C . M a r m i o n , Jesucristo, vMa del alma, E. L. E., Barcelona; A . G . M a r t i m o r t , los signos de la nueva alianza, Sigúeme, Salamanca; E. M e r s c h , Filii ín Filio, en «Nouv. Rev. Th.», 60 (1938), p. 551-582, 681-702, 809-830.
4. EL ORDEN TEMPORAL «CRISTIANO» La humanidad entera debe hacerse «filial» y acabamos de ver las múltiples facetas de esta unión con el Hijo de Dios.
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Llnión con el Padre y el Hijo
Pero, ¿toda la creación ha de llegar a ser filial en el Señor? ¿No lo exige así la visión total del orden cristiano? ¿No requiere una vida cristiana integral esta visión, tanto para alimentar su fe como para orientar exactamente su acción? Sin duda. Una creación «cristiana», en el sentido verdadero del término, implica esta auténtica transformación, a imagen de Cristo. Toda la creación debe participar de la «santidad» de Cristo y hacerse «filial». Es la creación la que, participando en la «consagración» de Cristo, se convierte en instrumento de culto del HombreDios. Es la creación visible la que, de manera real, participa del testimonio del Señor glorioso. El verdadero cristiano ha de tener conciencia de este universalismo, no sólo porque tiene la obligación de ensanchar las perspectivas de su fe, sino porque debe asegurar este testimonio cristiano de la creación toda.
interior de una civilización «cristiana», los menores hechos de la vida cotidiana, los trabajos de todos los días, participan de la eminente dignidad de la verdad evangélica; todos ellos reflejan su luz, la traducen a su lenguaje, reciben de ella un valor, alcanzan un sentido, merecen bien los esfuerzos que requieren porque poseen algo de esa Verdad suprema que es su realidad más perfecta y su más alto valor. b) Las sociedades humanas han de hacerse también «filiales», cristianas. ¿Qué son estas sociedades sino «unidades de orden» cuyos elementos constitutivos, base de su realidad, son los hombres mismos? ¿Qué son sino productos del hombre mismo? Las sociedades nacen de la actividad de los hombres, se alimentan de la vida de sus miembros, son transformadas por ellos, se desarrollan a través de sus iniciativas, a ellos deben su desaparición. Son en cierto modo un reflejo del hombre y de la humanidad. Por consiguiente, si existe una concepción del hombre, una antropología «cristiana», existirá también una concepción de la sociedad «cristiana». Nadie vacilará en admitir que existe una concepción cristiana del hombre: poseemos un humanismo bíblico, una teología del hombre. Por tanto, la renovación cristiana que al hombre afecta habrá de marcar sus productos sociales: familia, profesión, ciudad. Esta marca, para las sociedades, consiste simplemente en estar ordenadas, reguladas, orientadas según la voluntad y el pensamiento de Cristo. Cristo no es indiferente a que las sociedades estén o no ordenadas según los principios de su evangelio. Éste es ley para el individuo y la colectividad, ley para toda la creación. La santidad cristiana no puede hacer abstracción de este aspecto concreto del orden cristiano. c j ¿Puede hablarse también de hacer filial el cosmos? El mundo es imagen de Dios como el Hijo es imagen del Padre. Pero ¿cómo sería esta imagen en su plenitud si no estuviese unida a la «gloria» del Hijo de Dios? En la medida en que podemos disponer de algunos indicios sobre esta cuestión, ¿no nos llevan a estas perspectivas la sagrada Escritura y la teología? Siendo gloriosos los cuerpos de los elegidos, es casi natural que la materia misma, ya glorificada en los cuerpos, lo sea en su totalidad. En todo caso, es ésta la hipótesis más natural, más verosímil, por estar en mayor armonía con la orientación de toda la revelación. La faz de este mundo «cambiará» por una especie de transfiguración gloriosa. El cosmos será también, perfectamente, «imagen del Hijo» y por tanto «cristiano». Todo, absolutamente todo, se renueva en Cristo. Esta gloria es misteriosa. Estará asegurada por el Espíritu, cuya
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PARTICIPACIÓN EN LA SANTIDAD
DEL VERBO
¿Puede decirse que la creación participa de la santidad del Verbo? Hacer «filiales» la cultura y la civilización, en lo que tienen de exteriores al hombre, si podemos expresarnos así no es evidentemente infundirles la gracia santificante. Pero todas las cosas pueden ser restauradas en Cristo: «Omnia instaurare in Christo.» a) Lo que da a una cultura o a una civilización su unidad profunda es la idea central que la anima, una «concepción general» de la vida, del hombre, del espíritu. Esta «idea central» tiene una proyección universal. Está en el origen de la elección que hacemos dentro del conjunto de materiales útiles a la cultura; es el criterio del juicio de valor que formulamos en cuanto a sus elementos constitutivos. Es la verdad que, conscientemente o no, rige todos los actos intelectuales y culturales. Una idea central, decimos. Pero existen diversas ideas de este tipo. El materialismo filosófico es una de ellas, el espiritualismo cristiano es otra. Cuando se ha comprendido, una vez por todas, que la idea evangélica y cristiana, en lugar de estar situada junto a la vida puede convertirse en el principio de una revisión radical de la cultura y de los sistemas filosóficos, se ha comprendido lo que aquí se entiende por civilización cristiana y, por ende, «filial». Esta cultura estará, pues, en su intuición fundamental, como en sus productos menores — doctrinas, filosofías, tendencias de pensamiento, orientaciones intelectuales, alma de la civilización—, determinada, ordenada y regulada por la idea cristiana evangélica. Parafraseando lo que D a v e n s o n decía acerca de la cultura espiritualista en general, podríamos decir que, en el
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Misterio cristiano y santidad
Unión con el Padre y el Hijo
acción transformadora llegará, a través del alma y el cuerpo de los hombres, hasta la materia misma; per cjuamdam redundanliam, dicen los escolásticos: por una especie de reflejo. d) Pero ¿no podría esta gloria, si no esbozarse y coment a r , prefigurarse al menos en la tierra por la acción conjugada de la técnica y las artes? La naturaleza, dice Platón, puede adquirir el orden, la cualidad, la espiritualidad, la coherencia y la armonía. Ahora bien, la técnica, por lo que representa de más radical, da precisamente a la materia algunos reflejos de racionalidad, de espiritualidad e incluso de humanidad. ¿No podemos ver en ello el dibujo inhábil de la imagen filial con que el Espíritu la marcará un día definitivamente? Los valores que imprimen las artes en la materia tienen la misma finalidad, pero son quizá más sutiles; son como puros reflejos de la grandiosa belleza de Dios. Rayos de orden y de armonía; rayos divinos, en el esplendor prestigioso que caracteriza a toda obra bella; rayos también de humanidad, porque el arte está muy cerca del alma humana. ¿No sería justo decir, pues, que toda obra de arte, en la medida en que contiene un eco de la armonía celestial, en la medida en que transmite un reflejo de la gloria divina, en la medida en que encierra un ritmo análogo a la «medida» de Dios, preludia ya el advenimiento del mundo glorioso, imagen del Hijo en la materia? La santidad cristiana, para ser total, debe asumir estos valores y estas actividades en su visión del mundo, si no para participar siempre directamente en ellos, sí al menos para alimentar las perspectivas universales de su fe.
objetos de culto, unos consagrados, otros benditos; la creación está inmersa en el ámbito cultual cristiano. Por esto, en cierto sentido la Iglesia es un «sacramento»: asocia la creación inanimada a la obra de alabanza y redención, dentro de la complejidad de sus realidades sagradas y cultuales. b) Al llamar a las criaturas materiales a participar de la consagración de Cristo, el Señor les concede una dignidad religiosa, una nobleza sacra, por encima de lo que podemos imaginar. Son como la «representación misteriosa» de la santa humanidad del Verbo hecho carne en el mundo y en los siglos. Constituyen el aspecto cósmico del cuerpo místico de Cristo. Tienen por ello derecho a nuestro respeto y a nuestra estimación. N o en virtud de su propia materialidad: el agua del bautismo, el aceite de la confirmación, químicamente no tienen nada de particular, como el cuerpo del Señor no era químicamente diferente del nuestro. Pero estas criaturas han sido elegidas, escogidas por el Señor para ser, en un momento dado, el «medio» de expresar, visible y localmente, el gesto de su misericordia y el don de su gracia.
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PARTICIPACIÓN
EN LA CONSAGRACIÓN
DE CRISTO
Un sector de la creación participa asimismo de la consagración de Cristo; está incluida en el culto religioso del Hombre-Dios. a) En efecto, el orden de los sacramentos lleva consigo un aspecto visible. Es la palabra del sacerdote, es el gesto sacerdotal, el rito eclesiástico, el agua del bautismo, el crisma de la extremaunción, el pan y el vino de la eucaristía. La creación inanimada está llamada, pues, a entrar en la vida cultual del Dios Hombre. Con los sacramentos, los sacramentales desarrollan a su vez una serie de ritos, bendiciones, exorcismos y purificaciones visibles cuya significación última es completar la estructura de la religión visible eclesiástica. Tenemos también el conjunto simple y grandioso de todas las cosas creadas que son necesarias al culto cristiano oficial y auténtico: los templos, los
PARTICIPACIÓN EN EL TESTIMONIO
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DE CRISTO
Finalmente, la creación se asocia al gran testimonio cristiano. Se convierte así en un «signo» de lo sobrenatural. Es la larga serie de milagros que hacen brillar lo sobrenatural en la naturaleza. Es la obra de fecundidad misericordiosa de la comunidad cristiana, «signo» de la santidad de Dios. Es la obra de la caridad material, a veces heroica de ciertos cristianos, que expresa la inefable caridad de Dios. Es la Iglesia misma, con su unidad universal, su fecundidad y su santidad, su estabilidad y su firmeza, el gran «signo» presente a todos. Este testimonio toma todo su vigor de Cristo, como el testimonio humano? pero se extiende a toda la creación. Sería de lamentar que el cristiano, preocupado por progresar en la fe, en la esperanza y en la caridad, no percibiese esta venida del «Señor de la gloria» en toda la creación. G . T h i l s , Teología y realidad social, Dinor, San Sebastián,X X X , Pour le rayonnement de la charité, en «Lumen vitae», 9 (1954), p. 627-713; H . D a v e n s o n , les fondements d'une culture chrétienne, Bloud et Gay, París; O . C u l l m a n n , Christ et le temps, Delachaux et Niestlé, Neuchátel; L . M a l e v e z , La Philosophie chrétienne du progrés, en «Nouv. Rev. Th.», 59 (1937), p. 377-385.
El Espíritu Santo EL ESPÍRITU
III
EL ESPÍRITU SANTO 1. EL ESPÍRITU DE DIOS EL ESPÍRITU DE DIOS
Los autores inspirados de la antigua alianza conocían el Espíritu de Dios. Para ellos es, ante todo, una fuerza, un poder vital, un principio vivificador. Es, más exactamente, Dios mismo, en cuanto que se manifiesta en el hombre y en el universo para dar y conservar la vida. Cuando Dios envía su Espíritu son creadas todas las cosas y se renueva la faz de la tierra; sin Él todo muere y vuelve al polvo (Salm. 104, 29). El espíritu desciende a veces a la tierra y suscita los profetas, los «hombres de espíritu» (Os. 9, 7), dotándoles de carismas. Desciende también sobre todos los fieles, para conservar en ellos su «espíritu santo» (Salm. 51, 12-13). Es, en fin, el don mesiánico por excelencia, que descansará en el Mesías y será otorgado con efusión a toda su descendencia espiritual (Is. 11). El Nuevo Testamento dará al Espíritu del Señor y a su obra sobrenatural sobre nosotros su plena manifestación. c Cómo llamar a este Espíritu? Los Padres griegos han rivalizado en dar denominaciones. El Espíritu es «aguas vivas», recordando la palabra del Salvador: «Ríos de agua viva correrán en su seno. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en Él» (Jn. 7, 38). Es también «Chrisma», el crisma, denominación considerada como verdaderamente personal del Espíritu. «El Espíritu — dice san Atanasio — es llamado crisma o Chrisma y sello. Porque san Juan escribe: unctio — chrisma — quam accepistis ab eo manet in vobis» (Jn. 2, 27). El Espíritu es el «aliento del Hijo», prosigue san Atanasio; es el «olor» del Hijo. Es como un «vapor» que se elevase del agua y refrescase a aquellos que lo reciben. Es «acción viva» o energeia. La razón de ello es, explica Petau, que el Espíritu es como una omnipotencia eficiente y realizadora. Se le llama también dynamis, la potencia o virtud de Dios. Es la donación misma, el «don» por excelencia ofrecido a los hombres.
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SANTIFICADOR
¿Cómo podemos resumir lo que dice la Escritura sobre la acción del Espíritu? El hombre recibe el don mesiánico, el Espíritu prometido como sello de Dios en el bautismo, por la fe en Cristo. Cristo, por su resurrección, se }ia convertido en espíritu y espíritu vivificador. En otros términos, al acto de fe en Cristo glorioso responde la presencia del Espíritu en el bautizado. Éste se hace templo del Espíritu. El Espíritu es en él poder y vida. Mortifica nuestra carne y sus concupiscencias; libera de la servidumbre de la carne, del pecado y de la ley. Asegura nuestra santificación, nos engendra como hijos de Dios y nos constituye herederos del reino. El fruto de la vida del Espíritu en nosotros es nuestra vida «espiritual». El Espíritu hace activa nuestra fe, principalmente en la caridad fraterna, resumen de todos los mandamientos. El Espíritu produce en nosotros el fervor, la paz y la alegría. Bajo su influencia rogamos a Dios Padre. Él mismo ruega en nosotros. Fuente de verdad, Él nos revela también el orden querido por la sabiduría divina. Ya desde la tierra opera la glorificación de nuestra alma, transformándola a imagen de Cristo glorioso. Después realizará la resurrección gloriosa de nuestro cuerpo. En suma, el Espíritu es la garantía divina de nuestra justificación, de nuestra participación en la gloria, en los bienes de la herencia mesiánica. En el ámbito comunitario y eclesiástico, el primordial objetivo del Espíritu es promover, sostener, dirigir e intensificar el trabajo apostólico. Encerrados hasta entonces en el Cenáculo, los discípulos salen de allí bajo el impulso del Espíritu para predicar resueltamente al crucificado. Una nueva manifestación del Espíritu tiene por efecto hacerles proclamar abiertamente la palabra de Dios (Act. 4, 31; 6, 5). Esteban «lleno de fe y del Espíritu Santo», se entrega a ardientes predicaciones que nadie podía contradecir. Es también el Espíritu quien arrebata a Felipe, después de bautizar al Etíope, para enviarle a evangelizar. Pablo, a poco de ser bautizado y lleno del Espíritu Santo, emprende su valiente y heroica carrera. Es el Espíritu el que lanza a Pedro a la primera misión entre gentiles; Él también quien envía a Pablo y a Bernabé a la obra que les ha destinado. Todos los apóstoles actúan por y en el Espíritu, mostrando así cuál debe ser la actitud de todos los cristianos. Y. M . J. C o n g a r , Pentecostés, Estela, Barcelona; E. L e e n , Ei Espíritu Santo, Rialp, Madrid; M . E. B o i s s a r d , La révéíation. á,c VEsprit-Saint, en «Rev. Thom.», 55 (1955), p. 5-21.
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2. LA HUMANIDAD ESPIRITUAL ESPÍRITU Y CARME
a) Si el Espíritu de Dios se llama ptieuma, ¿qué significa el término espiriluat (pneumatikos) en los escritos inspirados? Es «espiritual», en el sentido más profundamente realista de la revelación divina, aquel que está bajo la influencia del Espíritu (Col. 1,9), aquel en cuya alma habita el Espíritu (1 Cor. 2, 12), aquel cuyo cuerpo está animado por el Espíritu (1 Cor. 15, 44), aquel cuyas obras vivifica el Espíritu (1 Cor. 2, 13), aquel cuya oración es pronunciada por el Espíritu que en él habita (Ef. 5, 19). El término espiritual ha de tomarse, pues, en su sentido propio; equivale a en el Espíritu Santo. Así, la vida espiritual, estrictamente hablando, es la vida en el Espíritu de Dios, la transfiguración real por el Espíritu de Dios. Sería difícil exagerar el realismo sobrenatural de esta verdad; su único equivalente es el realismo de la doctrina de la adopción filial de que gozamos en el Hijo de Dios. Así pues, es «espiritual», en el sentido auténticamente cristiano, el hombre que vive en la gracia del Espíritu, que está animado y vivificado por Él. En este sentido la gracia santificante nos «espiritualiza», y al espiritualizarnos nos hace «hermanos» de Cristo e «hijos» del Padre. La vida espiritual es esto exactamente. Es pues superior a la vida mental y consciente, por oposición a una vida exterior y más o menos material. Es superior a la vida interior en sentido estricto: puesto que los ritos visibles pueden ser fecundos por el Espíritu — los sacramentos, por ejemplo — tanto como la caridad interior más invisible. La vida espiritual es, hemos de añadir, cosa distinta de un espirüuatismo meramente humano, aunque sea muy noble y esté en armonía con la espiritualidad divina. El cristiano ha de ser «espiritualista» e «interior», pero «en el Espíritu de Dios». Ahí reside la originalidad divina de la espiritualidad cristiana: es indispensable que precisemos rectamente su grandeza. Por oposición al Espíritu, la literatura paulina nos habla de «carne». Es preciso comprender bien este término, que significa todo lo que es contrario al Espíritu. Son carnales, sin duda, los hombres que no observan la castidad o la continencia. Pero son carnales también los que no tienen en consideración la revelación del Espíritu en sus conciencias (2 Cor. 1, 12), los que tienen envidias y discordias (1 Cor. 3, 3), etc., en suma, todo pecado es «carne», pues contrarresta la marcha y el impulso del Espíritu.
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b) La antítesis teológica «carne-espíritu» es pues, muy diferente de la antítesis filosófica «espíritu-materia», con la cual se ha confundido a veces. El ideal de santidad cristiana no consiste en hacer crecer lo espiritual por oposición a la materia, de tal modo que la perfección exija eliminar totalmente la materia. Para el ideal cristiano, existen valores de! espíritu que son perfectamente carnales, en el sentido paulino del término: tales los demonios, la inteligencia humana que se encierra en sí misma y no acepta la revelación, la voluntad que fomenta la discordia, el alma privada de gracia santificante. Por otra parte, en el ideal cristiano, ciertas realidades materiales son auténticamente «espirituales», en el Espíritu: así la carne del Verbo hecho hombre, el cuerpo glorioso de los elegidos resucitados, la materia eucarística objeto de transustanciación, los valores temporales regulados y orientados según los deseos del Espíritu. En este sentido, el ideal de santidad cristiana consiste, no en suprimir la materia hasta el máximo, como pudiera creerse, sino en separarla del mal, en transfigurarla y en glorificarla finalmente. El ideal crisitano asegura a la materia la inmortalidad y la gloria eterna. PRESENCIA DEL ESPÍRITU
a) En primer lugar participamos de la vida misma del Espíritu. Cuando el Espíritu desciende sobre el hombre se constituye en «alma» de sus facultades superiores, las «actúa». Las potencias humanas, vivas con la gracia del Espíritu, quedan como «fecundadas» por Él, y por ende «espiritualizadas», en el sentido teológico del término. La gracia hace al hombre «deiforme»; es considerada como semejanza con el Espíritu de Dios, y se llama y es una «espiritualización». Todo lo que antes hemos dicho de la gracia debe aplicarse aquí, pero desde el punto de vista peculiar del Espíritu. Esta vida del Espíritu en nosotros hace a todo nuestro comportamiento «espiritual», exactamente como la gracia recibida del Hijo hace a nuestra existencia «filial». Es el «alma» de nuestra vida «espiritual»: siempre que actuamos estamos «en el Espíritu», del mismo modo que estamos en la «gracia, filial». Nuestra vida cristiana debe llamarse, en este sentido preciso, vida «espiritual». Y el cristianismo entero es un «esplritualismo» muy sobrenatural. Cuando la acción del Espíritu, a través de nuestros actos virtuosos, se ejerce de manera pujante y espontánea, impulsando de algún modo al fiel a una acción virtuosa, como la vela bajo el soplo de un viento favorable, nos hallamos bajo la moción de los «dones» del Espíritu.
Misterio cristiano y santidad
El Espíritu Santo
Tal es el aspecto fundamental y esencial de la «espiritualidad» de nuestra vida cristiana. Ya sea interior e invisible como la oración, eclesiástica y cultual como los sacramentos, visible y moral como la justicia y la verdad, ya se trate de la vida normal o de los milagros, la vida cristiana, en todos sus aspectos, se realiza siempre «in Spiritu Sancto». b) También participamos del Espíritu cuando somos los beneficiarios de una de sus manifestaciones características, los «frutos» del Espíritu. Por ellos entendemos una «manifestación» del Espíritu, dando al término manifestación el significado de un brote sobrenatural de la vida del Espíritu en nuestras almas —• manifestación interior — pero con una resonancia, una repercusión y una fructificación visible y resplandeciente en torno o nosotros, en el mundo. Estos frutos son muy numerosos. Las epístolas paulinas dan varias enumeraciones de ellos (Rom. 14, 17; Gal. 5, 22; Ef. 4, 2-5; 4, 32; 5, 2 y 9; Col. 3, 12-15). Concretamente, son: caridad, gozo espiritual, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad. Pero todos estos actos han de entenderse como «manifestaciones del Espíritu». «La noción etimológica de "fruto" en la Escritura corresponde a la de "producto" más que a la de fruición y gozo. El concepto de "fruto" dice relación a la unión fructuosa apostólica más que a la unión fruitiva contemplativa... El fruto del Espíritu Santo es un fruto que la persona espiritual lleva en sí, más bien que un fruto del que simplemente se goza» ( M . L e d r u s , Fruits du Saint Esprit, p. 717). En este sentido el fruto lleva consigo una fructificación interior abundante de vida teologal. Pero implica también necesariamente e incluso más formalmente una manifestación visible, una resonancia social, una «fructificación». Es ésta una «filantropía claramente inspirada por la caridad divina», al mismo tiempo que una «epifanía divina en la sociedad cristiana». Aquí, como siempre, el cristianismo, si es auténtico, aparece superabundando en vida interior y extendiéndose siempre en el mundo. c) Participamos en el Espíritu cuando nos hace donación de carismas. Desde sus orígenes la Iglesia se nos presenta como misterio, como sacramento, como asamblea, pero también como «acontecimiento». Si la obra de vida y de verdad del Espíritu de Cristo se realiza de modo ordenado y jerarquizado en la «institución» eclesiástica, puede también tener su expresión como un «acontecimiento» independientemente de los órganos jerárquicos — no contra la jerarquía ni fuera de sú
control— pues Cristo no se ha ligado de manera «exclusiva» a ninguna institución. En la Iglesia apostólica, por ejemplo, fueron los apóstoles y sus sustitutos, las personas enviadas por ellos y debidamente autorizadas, quienes llevaron a cabo la evangelizacióri; pero también es cierto que el Espíritu Santo, durante las reuniones, hacía donación de sus carismas a humildes fieles, concediéndoles así una «autoridad espiritual» indiscutible, pero no autónoma. Estas personalidades carismáticas — la epístola a los corintios da fe de ello (1 Cor. 14) — eran a veces causa de preocupación para los apóstoles; y éstos, si bien respetaron siempre las intervenciones del Espíritu, no obstante jamás toleraron que las reuniones de las comunidades cristianas se convirtiesen en focos de exaltación religiosa poco edificantes. El Espíritu, aun hoy, puede suscitar iniciativas, ideas, actos, a modo de carismas, para mayor gloria de la Iglesia. «Un mensaje recibido del cielo y transmitido a la Iglesia, la fuerza de una vida especialmente ejemplar y típica en una situación determinada, el descubrimiento de un nuevo aspecto de la fe y de la vida cristiana, una decisión histórica de alcance general e inspirada por el cielo, el impulso recibido de Dios para realizar en la vida pública de la Iglesia una obra determinada, todo esto puede considerarse como carismas inspirados por el Espíritu» ( K . R a h n e r , en «Nouv. Rev. Th.», 78 [1956], p. 9-10). El Espíritu es así la fuente de los diversos dones carismáticos, en todos los campos: enseñanza, culto, acción externa, proyección social. Hemos de discernirlos con prudencia, examinarlos a la luz de la fe, escucharlos con humildad y aceptarlos con agradecimiento. Estos carismas constituyen un fenómeno religioso peculiarmente delicado. Se manifiesta exteriormente con gran claridad, porque tienen justamente por finalidad edificar a los fieles y a la Iglesia.- así por ejemplo, un milagro en Lourdes. Si proceden verdaderamente del Espíritu poseen también una «autoridad» espiritual incontestable, una «potencia» espiritual segura, pero distinta de los poderes institucionales eclesiásticos: así por ejemplo, una revelación privada. Por otra parte, estos carismas se ejercen independientemente de toda consideración de orden jerárquico y pueden manifestarse en todos los fieles: «El Espíritu no se sujeta en la distribución de sus dones a norma alguna que el hombre pueda conocer y aplicar a su voluntad. Pobres, niños, mujeres, personas casadas, todos pueden recibir estos impulsos celestiaíes, ser los puntos de penetración de la acción permanente del Espíritu de Dios en su Iglesia»
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( K . R a li n c r , 1. c , p. 10). No nos toca a nosotros limitar la libertad del Señor. d) Participamos asimismo del Espíritu del Señor haciendo pasar sus orientaciones «espirituales» a nuestras facultades superiores conscientes: a nuestra libertad, a nuestra visión del mundo. El acto libre debe llevarse a cabo «en el Espíritu y según las orientaciones» dadas por Él. Es perfectamente razonable moderar nuestra libertad según las normas seguras y auténticas del Espíritu. Nuestro humanismo, hemos de reconocerlo francamente, no se desarrolla sino en sumisión perfecta a Dios: esto nos parece completamente racional. Nuestra visión del mundo debe modelarse sobre la del Espíritu de Dios. Es el Espíritu el que, por estar en Dios, conoce el pensamiento divino y nos lo comunica en la revelación. Para ser «espirituales», nuestras ideas y nuestras doctrinas no solamente habrán de desplegarse en nosotros cuando estamos en estado de gracia, sino también tendrán que modelarse y regirse por el pensamiento del Espíritu Santo. Algunos cristianos creen que basta con hallarse en estado de gracia, cualesquiera que sean las ideas que se tengan, y este error ha sido muy perjudicial para el propio cristianismo. El cristiano verdaderamente «espiritual» debe conformar su manera de pensar y de ver a la de Dios, tanto en el ámbito social como en el cultural.
M. L e d r u s , Fruits dú Saint-Esprit, en «LVS», 29 (1947), p. 714-735; A. V i a r d , Le fruit de VEsprit, en «LVS», 35 (1953), p. 451-470; X . D u c r o s , Charismes, en D. Sp., 2, p. 503-507.
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JERARQUÍA «ESPIRITUAL»
Así se constituye, a los ojos de Dios y de la fe una escaía cristiana de grandeza, cuya medida es el grado de espiritualidad. Cuanto más altos están los fieles, en lo más hondo del alma y en su comportamiento humano, en calidad «espiritual!», en valor «pneumático», en intensidad «en el Espíritu», más altos están en esta «jerarquía invisible», pero fundamental a los ojos del Señor. Nos importa tener ante la vista constantemente este orden espiritual. N o coincide necesariamente con el de las jerarquías temporales, ya sean profanas, como en el estado, o sagradas, como en la Iglesia. El catolicismo, justamente por proponer un ideal de santidad universal, no puede limitar su aplicación a ciertas categorías de personas. Vemos aquí una vez más la prueba cierta de ello. J . H u b y , La víe dans VEsprit d'aprés saint Paul (Rom. s), en «Rech Se. Reí.», 28 (1940), p. 5-39; J . G i b l e t , Les promesses de VEsprit et la mission des Apotres, en «Irénikon», 30 (1957), p. 5-43; P . G a l t i e r , Le Saint-Esprit en nous d'aprés íes Peres grecs, Gregoriana, Roma;'
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3. LA CREACIÓN «ESPÍRITUAL»
El hombre puede ser morada del Espíritu Santo, pero, cy la creación: las sociedades, las culturas, las civilizaciones, incluso el cosmos? Podemos responder sin vacilar: sí. ESPIRITUALIDAD DE LA CREACIÓN
En el Antiguo Testamento, el Espíritu de Dios se manifiesta ya visiblemente en la creación. En la época mesiánica, el Espíritu inspirará la justicia entre los hombres (Is. 11, 2). Difundirá la paz, de tal modo que no habrá ya más destrucción en todo su monte santo (Is. 11, 6-9). Será fuente de unión y de unidad y reunirá a los dispersos de Judá desde los cuatro extremos de la tierra (Is. 60, 1-10), y su venida se realizará con una fuerza renovadora: Porque, dice el Señor, voy a crear cielos nuevos y una tierra nueva (Is. 65, 17; 66, 11). Evidentemente son imágenes, pero preciosas, pues nos indican cómo concebían los autores inspirados la fuerza temporal y terrestre del Espíritu Santo. Tenemos, pues, un indicio de lo que hará por nosotros también, actualmente, en este mundo. El Nuevo Testamento nos proporciona asimismo preciosas indicaciones. El Espíritu es santidad: su propio nombre nos lo muestra. Santidad trascendente, claro está, pero santidad que resplandece igualmente en el mundo visible y que fructifica en concordia, en benevolencia, en justicia. ¿Diremos que estos frutos maduran solamente en lo más hondo del alma? Sería una ironía y un desconocimiento de los consejos morales de los evangelistas y los apóstoles. El Espíritu es unidad: porque los fieles son uno en el Espíritu. Él es quien da unidad a la Iglesia pero, ¿se trata únicamente de la Iglesia invisible? Y en la vida normal de la comunidad eclesiástica, ¿será sólo invisible la concordia? El Espíritu es también frente de universalidad y de catolicidad. Es fuente de «paz». Paz «trascendente y sobrenatural», sin duda; pero también orden y armonía íntima que se insertan en las cosas del Espíritu y en la creación material. Por esto, el cristiano, inspirándose en las orientaciones y directrices de la Iglesia, tiene el deber de plasmar los valores «espirituales» en la cultura, el pensamiento, la vida ciudadana, la familia, el círculo profesional. A todos los sectores puede
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Misterio cristiano y santidad
aportarse un poco de elevación espiritual, un poco de concordia, un poco de fraternidad universal, un poco del esplendor del cristianismo. En todos los medios podemos hacer crecer la justicia, la veracidad, la lealtad, la caridad, la templanza y la mansedumbre, la esperanza y la confianza, frutos del Espíritu. Ya se trate de ideas en curso, de pasiones colectivas, de tradiciones, de leyes o de instituciones, siempre es posible infundir en alguna medida los valores «espirituales» de que hemos hablado. La santidad cristiana no es completa si no se preocupa seriamente de esta infusión de «espiritualidad».
IV
EL MUNDO CELESTIAL 1. LA MADRE DEL SEÑOR
ESPIRITUALIDAD DEL COSMOS
¿Podemos ir aún más lejos y tomar al pie de la letra la frase: «Envía tu Espíritu y serán creados, y renovarás la faz de la tierra»? ¿Resulta que esta fuerza «espiritual» va a afectar a toda la creación, incluso a las cosas materiales? La liturgia de laudes en cuaresma lleva su audacia hasta exclamar: «La tierra y los mares, los astros y el universo son lavados en un río purificador», y ¡qué río! Una espiritualización, ante todo, que restablece una cierta armonía en el universo material; ésta será, al parecer, la labor de las artes y de la técnica. Espiritualización también y sobre todo, por la grandiosa sublimación del universo, por la transfiguración del mundo en la gloria. No nos faltan indicios. San Mateo habla de un «renacimiento del mundo» (Mt. 19, 28). San Pablo recuerda que «las apariencias» de este mundo pasan. El dogma de la resurrección de la carne realiza ya, al menos en el cuerpo humano, el misterio de la espiritualización de la materia. Y el Tabor nos ha dado un reflejo de ello y una como experiencia. En efecto, ¿qué sucedió en el Tabor cuando el cuerpo de Cristo apareció en la gloria? ¿Cómo es el cuerpo glorioso de Cristo resucitado? ¿Cómo es el cuerpo glorioso de la Virgen en la asunción? ¿Cómo serán los cuerpos de los elegidos según enseñan todos los catecismos: gloriosos, espirituales? ¿No es esto una transfiguración, «a imagen de Dios», de la materia? La revelación cristiana nos muestra suficientemente que la criatura material será asumida también en la economía «sobrenatural», que participará de la gloria de Dios. Sería lamentable que los cristianos, en su horizonte de verdades de fe, olvidasen esta parte tan grandiosa de su cristianismo. Ciertamente: «Envía tu Espíritu... y renovarás la faz de la tierra.» A . M . D u b a r l e , Le gémissement des cr¿atures dans l'ordre divin du cosmos, en «Rev. Se. Ph. Th.», 38 (1954), p. 445-465.
CONDICIÓN
PRIVILEGIADA
La revelación cristiana, en lo que tiene de más fundamental, concede a la Virgen María una «economía especial», o como diríamos actualmente, un «estatuto» teológico único y privilegiado. ¿Qué tiene esto de sorprendente? ¿No constituye la encarnación del Verbo de Dios el hecho capital de la historia de la humanidad? Un hecho único que ha introducido, para la fe cristiana, la novedad absoluta en el universo: «Cognoscite quoniam omnem novitatem attulit, semetipsum offerens.» Entonces, la Madre de Jesucristo, el instrumento elegido por el Padre para realizar la encarnación de su Hijo, la joven israelita que había de convertirse en madre del Señor, madre desde la anunciación del ángel hasta el momento en que Cristo mismo la confiaría al discípulo amado, la que vivió entre los doce y las primeras jerarquías de la Iglesia, la que recibió con ellos el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, ¿no gozará también de una «economía» especial, única, privilegiada en la obra de santificación de los cristianos? La economía de la anunciación, de la pasión, de Pentecostés, contiene en sí riquezas que la teología va precisando progresivamente. El afecto superabundante de que fue objeto la Madre del Señor —ella, la llena de gracia — se ha ido manifestando en el curso de los siglos, atrayendo fervientemente la piedad de los fieles. Ciertamente es «bendita entre todas las mujeres» (Le. 1, 28). El Todopoderoso ha hecho maravillas en ella (Le. 1, 49). Bienaventurada la proclamarán las generaciones, con toda justicia (Le. 1, 48). MATERNIDAD
María es la Madre del Señor. Ha sido elegida, entre todas las mujeres, por libre designio divino, para ser la «vía real» de la venida de Dios a este mundo con el fin de salvarle. Hemos de admirar la serena grandeza de la Madre del Señor.
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Misterio cristiano y santidad
¿Quién podrá dudar de esta grandeza? ¿Qué mujer no comprendería la sorpresa, el temor de Dios, la honda felicidad que sentiría María al conocer la elección de que había sido objeto? ¿Sería una virtud no apreciar, por un falso sentimiento de humildad, los dones y los beneficios de Dios? No fue ésta la actitud de la Virgen. Las palabras de su Magníficat son elocuentes. «Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu salta de gozo en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava, y por eso me llamarán bienaventurada todas las generaciones... Ha hecho en mí grandes cosas el Poderoso, cuyo nombre es santo» (Le. 1, 46-49). María es Madre del Salvador. Los privilegios de la Virgen están siempre en estrecha relación con la economía cristiana general. La Virgen no ha recibido dones «para sí misma», por decirlo así, como «un bello adorno». Su maternidad es un elemento de la economía de la redención. Hemos de considerarla siempre en relación con el «misterio cristiano». Su maternidad privilegiada es relativa a Dios; es un «don» del Padre; está destinada a inaugurar el misterio del Verbo hecho carne. María es la Madre de Dios. Este título de theotokos ha de ser bien entendido. Ha sido objeto de una intensa actividad teológica, pues era preciso evitar dos errores. «Uno, el que inquietaba a Nestorio, hacía de la Virgen la madre de Cristo según su divinidad; interpretación tanto más peligrosa, cuanto que la mitología dejaba flotar en la imaginación el recuerdo de una «madre de los dioses». Otro error, el de Nestorio, en contra del primero proscribía dicho título y no reconocía la verdad en él contenida: negar que la madre de Cristo es madre de Dios era negar que Cristo fuese Dios. El justo medio consistía en ver que la Virgen es madre de Dios por haber engendrado, según la humanidad, un Hijo que es personalmente Dios» ( R . L a u r e t i n , en Iniciación teológica, III, p. 209). MEDIACIÓN
María está unida al Señor en la obra de la salvación. Aceptó ser la Madre del Señor, del «Salvador». Ella vivía, sin duda, como su pueblo, en la esperanza de un reino temporal. Pero las gracias de que fue objeto en virtud de su maternidad hacen pensar legítimamente que ella percibiría en seguida la naturaleza de los designios divinos y los padecimientos que llevaríi consigo la redención del mundo. Simeón, un hombre justo y piadoso — y <
El mundo
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contradicción; y para que se descubran los pensamientos de muchos corazones, una espada atravesará tu alma» (Le. 2, 34-35). María se une a su Hijo, como lo habría hecho toda madre perfecta. Se une a Él por el amor, la esperanza, el celo interior, la oración continuada. Se une también a Él en virtud de la «función» orgánica que cumple en el cuerpo místico del Señor. En este sentido particular es corredentora y medianera, como veremos en seguida. María es corredentora y medianera, en virtud de la economía particular de que goza en el conjunto del misterio redentor. Sin duda, ateniéndonos a la letra, podríamos ver en todas las intervenciones de la Virgen una especie de condición sine c\ua non de la encarnación. Pero la vida cristiana, desde sus comienzos, le dio otra significación más amplia. La Madre de Cristo tenía un papel en la economía de la redención; Jesús había querido asociar a su Madre a la propia obra de salvación del mundo. Nada hay de anormal en ello, pues la Iglesia, los sacerdotes, los sacramentos representan también una forma de mediación orgánica que se inscribe perfectamente en la obra redentora según el designio de Cristo. María ha sido «llamada» también por Dios, «elegida» por Él, para cooperar en la obra de la salvación, pero fuera de la economía sacramental. Tal es el fundamento de los títulos tan elocuentes que el lirismo religioso del cristianismo le ha dado: medianera universal, omnipotentia supplex —todopoderosa en su súplica—, corredentora universal, reina de la gracia. ¿Quiere esto decir que puede restarse algo a la mediación de Cristo? ¿Supone renunciar a la doctrina paulina de «hay un sólo Dios y un sólo mediador entre Dios y los hombres, y éste es Cristo»? (1 Tim. 2, 5). Algunas veces el entusiasmo de la piedad católica podría inclinar a creerlo así; pero no afecta en nada a las posiciones teológicas fundamentales ni puede afectarlas. Como prueba de ello basta aquel pasaje de la encíclica del soberano pontífice anunciando, para clausurar el año santo, la creación de una nueva fiesta, la realeza de María. Era ciertamente el momento mejor escogido para marcar un hito en la piedad mariana. En este documento oficial se estipula perfectamente la significación teológica exacta del privilegio de la realeza de María. «Sólo Jesucristo, Dios y hombre, es Rey en sentido pleno, propio y absoluto. Pero María participa también de la dignidad real, si bien de manera moderada, tempéralo modo, y por analogía, en cuanto que es Madre de Cristo, ha cooperado con Él en la redención, en su lucha contra sus enemigos y en su victoria final sobre todos ellos».
SANTIDAD
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a] María es santa, santísima — «María sanctissima» — llena de gracia a los ojos de Dios. La piedad popular ha dado aquí libre curso a su lirismo. ¿Cómo podría sugerirse mejor la finura y la delicadeza de la santidad moral de la Virgen María? «Tota puíchra es, María.» Eres toda hermosa, i oh María! Se han propuesto todas las comparaciones; se ha acudido a toda una gama de calificativos. La idea central es siempre la misma: la Virgen es «Santa». Su santidad brilla de un extremo a otro de su existencia. Ya desde su concepción está exenta del pecado original en consideración a los méritos de Cristo: es, en un comienzo, inmaculada. Al final de su vida goza asimismo de la consumación de la plena santidad cristiana: la glorificación del alma y del cuerpo en los cielos: «Assumpta!» Inmaculada concepción y asunción: dos dogmas que casi se corresponden, fijando dos momentos capitales en la historia religiosa de una criatura humana, a la que Dios ha concedido la gracia de un santidad desarrollada visiblemente en todas sus misteriosas dimensiones. Esta santidad ha de entenderse también situándola en la economía del misterio cristiano. «El cuerpo de la revelación cristiana no contiene ninguna parte que sea pura ornamentación. Todo lo que nos propone está puesto al servicio de la "economía", es decir de la difusión de la gracia de Cristo. Cada una de las afirmaciones particulares encuentra su razón de ser y su función orgánica dentro de este misterio de la redención. Las "gracias personales" y los "privilegios" de la Virgen María han de considerarse, pues, desde esta perspectiva: el misterio cristiano, el vínculo con Cristo y con la humanidad de los justos; si se quiere, su significación sobrenatural social» ( G . P h i l i p s , en «Eph. Th. Lov.», 31 [1955], p. 101). ¿La inmaculada concepción? La definición dogmática dice que María fue preservada de toda culpa original «en atención a los méritos de Cristo, salvador del género humano». El sentido exacto de este privilegio es, por tanto, dar testimonio de la potestad universal de Cristo redentor, de suerte que todos los hombres crean en la eficacia de su obra. La asunción enseña a todos, con la sanción de la Iglesia, hasta dónde puede llegar la belleza interior de la gracia divina en su desarrollo pleno; constituye para la Iglesia y para los cristianos una firme garantía y una esperanza concreta. b) María es Madre y Virgen. Dios ha querido que la gracia de ser llamada a ser la Madre del Señor no privase
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a María de otra gloria, la de la virginidad. La maternidad divina tiene una función orgánica en la obra de la redención. La virginidad, en este misterio, tiene el valor de un signo de alcance escatológico, en el sentido de que instaura, en cierto modo, ya en la tierra, una realidad de orden definitivo — nec\ue nubent — como modelo y fermento de la vida cristiana común. La piedad cristiana yuxtapone sin dificultad sus invocaciones: Mater Christi, Mater Salvatoris, Virgo purissima, Virgo virginum. Los no creyentes verán en ello una contradicción inaceptable y tacharán de ingenuos a los creyentes. No importa. En este terreno tan delicado no es oportuno multiplicar los análisis y las precisiones. El cristiano sabe que no hay ninguna incompatibilidad. Advierte la armonía de ambas verdades en e! conjunto de la economía mariana. Confía en la antigua voz de la Tradición, favorable a la virginidad. Conoce los testimonios evidentes de los apócrifos. Continuará aclamando a la Madre del Salvador y a la Virgen María. SIGNIFICACIÓN
TEOLÓGICA DEL MISTERIO DE MARÍA
Para delimitar la significación propia de la Virgen María, Madre del Redentor, pudiéramos decir, que ella es, con respecto a Cristo, el testimonio más brillante de la obra de Dios en este mundo; y con respecto a los hombres, la más segura garantía de los valores cristianos; de tal suerte que, desde el punto de vista de la Iglesia ella es, por excelencia, signo y símbolo. á) El testimonio más brillante de la obra divina en este mundo. En efecto, jamás ha existido criatura alguna a quien Dios haya otorgado gracias tan diversas y tan íntimas. La nobleza de la intervención de María en la obra de la salvación, la delicadeza de los dones concedidos a María con tal fin, son índice de una atención permanente del poder, de la perfección divina. En este sentido es María el objeto privilegiado de la bondad del Padre que atrae a todos los hombres a la salvación. Es la criatura colmada por la potencia redentora del Verbo hecho carne, muerto por la salvación de todos. Recibió con profusión la eficiencia santificadora del Espíritu Santo que ha de dirigir hasta su consumación en la gloria la obra sobrenatural. Es el espejo menos inexacto de la belleza de Dios. b) María es ía más maravillosa garantía de la fe y de la esperanza de los hombres. Tal es la significación sobrenatural y social de la doctrina mariana. Los hombres han recibido a Cristo. Conocen sus milagros. Saben que son una mezcla más o menos confusa de luz y de tinieblas. Se les predica la buena nueva. Se les anuncia el cielo. Se les muestra Cristo
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resucitado. Pero ¿no es Cristo un «caso especial»? Es el Verbo de Dios. María, por di contrario, es enteramente «nuestra», humana. Y no obstante en ella se realizan los dones sobrenaturales, la santidad, la gloria del alma, la glorificación del cuerpo, la eternidad y la bienaventuranza. En este caso tenemos los hombres un signo importante, firme, sin réplica. Esto explica que el fervor de los fieles hacia la Virgen sea tan vibrante, tan popular, tan sentimental incluso; María es, totalmente, uno de los «nuestros», «entre todas las mujeres». Tal comportamiento, si se le examina bien, no supone intención alguna de disminuir a Cristo Jesús. Éste ocupa sicológicamente una zona intangible de superioridad absoluta. Él es, evidentemente, la fuente de todo. Pero el entusiasmo se dirige con más facilidad a la que, como nosotros, ha tenido que recibirlo todo : el espectáculo de su destino alimenta más directamente nuestra fe, nuestra esperanza. c) Para la Iglesia, María es como un prototipo de cristianismo perfecto. ¿No había de reconocerse la Iglesia en María? La Virgen coopera con todas sus fuerzas a la realización, en ella y en sus hermanos, de la obra de la salvación. También la Iglesia, con todas sus potestades, trata de asegurar a cada uno de sus fieles la gracia de santificación. En todos los aspectos de la vida de María y de la Iglesia podría hacerse a fondo este paralelismo. Pues la significación de una y de otra es asociarse a la actividad del Salvador, tomar parte en la redención del mundo, respondiendo para ello a los deseos del Espíritu. Mejor diríamos que ha de existir tal paralelismo entre las profundas intenciones que orientan toda la vida de María y los actos más esenciales y más vitales de nuestra santa Madre la Iglesia, Mediadora entre los hombres y Dios. á) Así pues, María es, para todos los cristianos, para cada uno de ellos y en todos los estados de vida, el ejemplo por excelencia. Es una criatura y sin embargo perfectamente cristiana. Es madre y virgen, consagrada a una familia y libre de lo que «separa» Ha vivido en el mundo, pero «ocupada» por entero en la obra de salvación de su Hijo. Es santa en grado tal que nunca será alcanzado, y que podrá servir de punto de referencia a toda alma cristiana ávida de progresos. En su vida espiritual ha franqueado todas las etapas que pueda recorrer un cristiano. En suma, es el «modelo perfecto» de santidad cristiana.
DEVOCIÓN MARIANA Por todo ello, nada más natural que el hecho de que María esté tan integrada en la piedad y en la devoción de los cristianos. a) La devoción a la Madre de Cristo es «esencial» en el cristianismo. La indiferencia con respecto" a la Madre del Salvador constituye una laguna en toda tarea de progreso espiritual. No podemos mutilar así el conjunto de la economía cristiana. Si Cristo ha querido dar a su Madre un puesto eminente en el orden cristiano, nosotros debemos simplemente someternos a ello. Indudablemente la devoción mariana ha adquirido en nuestra época una extensión y sobre todo una intensidad sin precedentes. Pero este desarrollo de la doctrina y de 'la piedad se ha visto siempre acompañado por signos y milagros —impronta divina y garantía sobrenatural—. ¿Podemos acaso negar razonablemente que existe una relación entre el hecho impresionante de Lourdes (1858) y la definición dogmática de la Inmaculada Concepción (1854)? En buena teología, esto nos invita a considerar favorablemente la evolución de la teología mariana, en sus líneas esenciales. Debemos respetar los gestos de Dios tanto como su palabra. b) Lo que se llama la verdadera devoción es una forma de devoción cuyo iniciador es san Grignon de Monfort. «La devoción, tal como la entiende Monfort — escribía el cardenal Mercier—, no es otra cosa que la donación total y filial de nosotros mismos a Dios y a su Cristo a través de María. Ésta es, enunciada brevemente, la "verdadera devoción a María". ¿Por qué pasar por María? ¿Por qué no ir directamente al propio Cristo? Porque tal es la voluntad de Dios y de su divino Hijo, Hijo eterno de Dios y, en el tiempo, Hijo de María» (La médiation universeííe, p. 15-16). Esta devoción se denomina también la «santa esclavitud». Esta denominación, prosigue el cardenal Mercier, «inspira recelo a los espíritus poco avisados. Yo confieso que a mí me chocó en un principio. Pero el esclavo consciente y voluntario es aquel que, desconfiando de su fuerza, solicita apoyarse en un brazo más vigoroso que el suyo para andar con paso más firme y seguro» (1. c , p. 22-23). Hay que observar una medida al expresar nuestra devoción, para evitar excesos verbales o doctrinales que sean una desviación de la verdadera teología mariana. Pero hemos de tomar en consideración las realidades más bien que las fórmulas.
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c) Los fieles deben conservar siempre la jerarquía de valores y evitar el peligro de «sentimentalismo superficial», como decía el cardenal Montini. Deben seguir la prudencia de la Iglesia, de la cual es testimonio lo siguiente. Con ocasión del congreso litúrgico reunido en Vicenza (Italia) en julio de 1954 — en pleno año mariano—, el papa Pío XII en el mensaje que envió a los congresistas por medio del cardenal Montini, entonces prosecretario de Estado, decía: «La liturgia no es solamente una cátedra de verdades doctrinales, es, también y ante todo, una escuela de santidad y el medio por excelencia para incorporar almas a Cristo. Hay que suponer pues, que los trabajos del congreso de Vicenza estarán especialmente orientados hacia esta finalidad concreta de la liturgia mariana y que así la piedad mariana, encauzada a sus fines auténticos, volverá a hallar su verdadero destino, a saber, ser la vía cjue nos dirige a Jesús, en virtud de la transformación más atenta y más amorosa del hombre viejo en el hombre de justicia y de santidad cristianas. Cualquier otra forma de devoción mariana que ignore este aspecto resulta necesariamente defectuosa y menos agradable a la Madre del cielo, cuyo principal deseo es nuestra renovación en la vida de su divino Hijo. Así pues, nuestra devoción mariana, en lugar de agotarse en un sentimentalismo superficial o en una búsqueda inquieta y egoísta de favores temporales, se verá marcada por estos rasgos de madurez y de profundidad que son garantía de una vida religiosa duradera y fecunda» («L'Osservatore romano», 12 julio 1954). R. L a u r e n t i n , La Virgen María, en Iniciación teológica, III, p. 191-251; G . A l a s t r u e y , Tratado de la Virgen Santísima, BAC, xMadrid; J . A . Al d a m a , Mariohgia, en Sacrae Tbeologiae Summa, III, BAC, Madrid; J . M . C a b o d e v i l l a , Señora nuestra, BAC, Madrid; F . S u á r e z , Nuestra Señora, Rialp, Madrid; J . G u i t t o n , La Virgen María, Rialp, Madrid; F . F . W i 11 a m , Vida de María, Herder, Barcelona,- E. N e u b e r t , María en la nostra intimitat, Ariel, Barcelona; J . M . C a b o d e v i l l a , Sábado, Sigúeme, Salamanca ,J . F a l g á s , Mariám de Judá, Sigúeme, Salamanca,- G . M . R o s c h i n i , La Madre de Dios, Ap. Prensa, Madrid; S. L . M . G . de M o n t f o r t , Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, Ap. Prensa, Madrid; C h . D i l l e n s c h n e i d e r , Le principe premier d'une théologie mariale organicjue, Alsatia, París,- Marie dans Véconomie de la creation renovée, Alsatia, París.
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1. LOS ANGELES Y LA VIDA CRISTIANA MISIÓN
La sagrada Escritura nos muestra inequívocamente la existencia de los ángeles. Si bien no nos da apenas ninguna precisión sobre su naturaleza, nos habla al menos de su papel y de su misión. Los ángeles son mediadores. Permanecen en presencia de la majestad divina. Son enviados a la tierra para cumplir la voluntad de Dios. «La multitud de los ejércitos celestes cantan gloria a Dios» (Navidad). Pero «al propio tiempo, lo más humilde de la tierra es objeto de su solicitud: Rafael fue a la ciudad de los medos, a buscar a Gabael para entregarle el recibo de su deuda y recibir la suma que éste debía a Tobías» (Tob. 9). No obstante, continúa dom Vonier, «las manifestaciones angélicas que nos da la Biblia no nos dicen nada personal sobre este o aquel ángel. De hecho existe una gran diversidad entre estos seres espirituales según la sagrada Escritura; hay unos más importantes, o que cumplen unas misiones de las que otros están excluidos. Pero no podemos decir que sepamosmucho de estos actores celestiales, mientras que los actores humanos como Moisés, Elias o Pablo, nos enseñan a sufrir, a amar, a admirar» (Les anejes, p. 14). ACCIÓN
La acción de los ángeles se manifiesta cerca de los hombres, tanto individualmente considerados como en la vida social. a) En primer lugar, ¿tiene cada hombre su ángel de la guarda"? Parece que es así. Recordemos que nuestro Señor, después de hablar del escándalo de los pequeños, concluía: «Sus ángeles ven de continuo en el cielo la faz de mi Padre» (Mt. 18, 10). Los pensadores cristianos han aducido muchas veces este texto en favor de la doctrina de los ángeles de la guarda. La Iglesia ha instituido además una fiesta litúrgica de los «ángeles de la guarda» y recomienda la devoción a estos espíritus protectores. Ellos vienen en nuestra ayuda, pero ¿cómo? No es seguro que se pueda descubrir su acción. Y sin embargo, la orientación del conjunto de nuestra vida depende en parte de ellos. Los ángeles pueden obrar sobre nuestra manera de juzgar, intervenir en nuestras decisiones morales, acercarnos a los valores sobrenaturales. Así, pues, podemos con razón y debemos apelar a ellos en los momentos más críticos de nuestra existencia. Hay cristianos que están seguros de
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haber sido salvados de una catástrofe material, de una ruina o de un accidente, gracias a los santos ángeles, hacia los cuales habían mostrado siempre ferviente devoción. b) ¿Protegen también los ángeles a las comunidades? Parece que sí. En una ocasión aparecen los ángeles en el Antiguo Testamento como defensores del pueblo hebreo (Dan. 10, 13-21). Pero la idea se ha mantenido en la tradición cristiana. Muchos Padres reconocen que un ángel preside el destino de las naciones. Suárez se plantea expresamente la cuestión siguiente: «Junto a los ángeles de la guarda, que protegen a los individuos, ¿existen otros con una misión que cumplir cerca de las comunidades, los reinos, las iglesias y sus pastores?» Y su respuesta es afirmativa. Asimismo muchas instituciones se han colocado bajo la protección expresa de un ángel o de un arcángel. Protectores de ciudades: San Miguel es patrono de la ciudad de Bruselas. Protectores de instituciones de enseñanza: Instituto de San Rafael. Protectores de instituciones de beneficencia: Instituto San Gabriel. Protectores de agrupaciones profesionales: san Rafael para los ferroviarios; san Gabriel para los carteros y los servicios de correos. c) Finalmente, los ángeles nos protegen contra los peligros que pueden suponer para nosotros la materia y el mundo. Las sumas de teología han explicado muchas veces que los ángeles están encargados de la dirección del mundo. Se ha dicho, con mayor unanimidad aún que los demonios ejercen un influjo considerable sobre la materia y sobre todo lo que es material, y que pueden así indirectamente, tentar a los hombres y perjudicar su evolución espiritual. Este influjo diabólico está contrarrestado por el papel benéfico de los buenos espíritus, de los ángeles. Su poder sobre las cosas materiales no puede ser inferior al de los demonios. Su ayuda no puede ser menos eficaz que la malicia diabólica. Así pues, invocamos con toda razón a los ángeles en las mil y una dificultades que encontramos en este mundo, dada nuestra condición terrena, corporal, material.
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3. LOS SANTOS Y LA VIDA CRISTIANA INTERCESIÓN
Sabemos que nuestros muertos, si dejan este mundo en la amistad de Dios, viven en el cielo desde el'momento en que están purificados de toda mancha. En este sentido todo elegido es un «santo». Pero algunos fieles que han vivido en la tierra de una manera peculiarmente ferviente son propuestos a los fieles como modelos e intercesores. ¿Es sorprendente que estos fieles tengan y puedan ejercer una cierta influencia en el campo de nuestra santificación? De ningún modo. Dado el fundamento general del cristianismo: la caridad y la unión de Cristo con los fieles, lo contrario parecería bien singular. Por esto, el cuito de tos santos, cuando está equilibrado, se impone a todo cristiano. La intercesión de los santos, ¿nos asegura el éxito? Nos hallamos en presencia del misterio de la voluntad divina y de la providencia. Al igual que nuestras oraciones, las de los santos no pueden considerarse como eficaces, automáticamente, aunque sean numerosas y constantes. La intercesión de los santos aparece siempre como una petición, una súplica, no un derecho y nunca un salvoconducto. El Señor recompensa muchas veces de manera asombrosa a los fieles que tienen una fe heroica y ardiente en la intercesión de los santos. También concede a ciertos santos que respondan ampliamente a las oraciones que les dirigen los cristianos. Así la «lluvia de rosas» de santa Teresa del Niño Jesús. Incluso puede conceder a ciertos santos una cierta «especialización» en los dones y beneficios que transmiten. ¿Por qué no? ¿Por qué limitar la bondad del Señor? ¿No mostró una variedad semejante en sus dones, durante su vida pública en la tierra? Si bien es necesario evitar todo antropomorfismo con respecto a Dios, no hemos de hacer por ello a Cristo menos «humano» de lo que Él mismo ha querido ser. EJEMPLO
Santo Tomás, q. 50-64; edición bilingüe, t. 2-3, BAC, Madrid; P . B e n o i s t d ' Á z y , Los ángeles en el gobierno divino, en Iniciación teológica, I, p. 661-676; J . D ü h r , Anges, en D. Sp., 1, 580-625 (bibliografía); A. V o n i e r , Les Anges, Spes, París; D o m P a u l , les anges gardiens, en «LVS», 28 (1946), p. 332-348.
Pero los santos tienen, para nosotros una significación ejemplar en el ámbito de la santidad. Son hombres, como nosotros. Han tenido defectos como nosotros. Han vivido en este mundo, en medio de trabas y obstáculos de todas clases, como nosotros. Algunos han sido preservados desde su infancia, pero otros han conocido la vida mundana con todos sus placeres. Y con todo han llegado al cielo. Mejor aún, todos han conseguido, más
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o menos rápidamente, vivir en grado heroico las virtudes de su vocación. Por ello constituyen un modelo, una llamada a nuestro destino, una incitación a progresar más y mejor, una prueba de que la santidad es posible, una señal del fin que nos espera. Ciertamente no todos los santos han vivido del mismo modo. No todos han practicado todas las formas de todas las virtudes. Pero todos han sido fervientes, heroicos. Ahí reside el punto capital que hay que considerar e imitar en la vida de los santos. La imitación material sería un error. Ellos no han imitado a todos los que les precedieron en el camino de la santidad. Pero sí les han imitado en su fervor y en su heroicidad; les han imitado en el progreso constante y decidido de su caridad. Y han obtenido como ellos por herencia la corona de la vida eterna. SAN JOSÉ Y SAN JUAN
BAUTISTA
Sería impropio hablar de «modas» en el culto de los santos; pero la historia nos muestra indiscutiblemente, ciertas fluctuaciones que la liturgia ha registrado y a veces sancionado. Así el santo precursor, san Juan Bautista ha sido objeto de veneración en tiempos pasados con más preferencia que en el siglo xx. Representa un resumen de la Antigua Alianza, designando con la mano a aquel que había de asegurar la salvación del mundo, el Mesías, Jesús de Nazaret. Actualmente se ha desarrollado el culto a san José. No faltan razones teológicas para apoyar esta veneración pues la providencia divina ha confiado a José la protección temporal del Salvador y de su Madre. Los cristianos guardaron siempre el recuerdo de esta función providencial. Pero el desarrollo pleno de la devoción data del siglo xix. Recientemente, con la institución de la fiesta de san José Obrero, el día primero de mayo, se ha manifestado nuevamente — c o m o decía dom Guéranger— el carácter providencial de esta difusión. R . G u a r d i n i , El sanio en nuestro tiempo, Guadarrama, Madrid; B. L l a m e r a , Teología de San José, BAC, Madrid; P . S é j o u r n é , Cuite des saints, en DTC, 14, 870-978; J . d e P u n i e t , Le cuite des saints, en «LVS», 19 (1937), p. 93-112; H . R o n d e t , Saint Joseph. Histoire et Tbéologie, en «Nouv. Rev. Th.», 75 (1953), p. 113-140.
V
LA IGLESIA SANTA Y UNIVERSAL El Señor nos llama a ser su pueblo, el nuevo Israel, la Iglesia. Esta dimensión eclesial de la santidad cristiana es esencial: hemos de comprenderla, realizarla, y ¿cómo? 1. LA IGLESIA, PUEBLO DE DIOS
Siendo muchos, escribe san Pablo, somos un sólo cuerpo en Cristo Jesús (Rom. 12, 5). El apóstol habla de una realidad altamente espiritual y sin embargo muy concreta. La imagen del «cuerpo» le permite destacar a la vez que la Iglesia es «una» en la pluralidad de sus miembros, orgánica en la diferenciación de sus ministerios, viva por la animación del Espíritu, visible y tangible en su condición terrestre y en su estatuto histórico. Para la generación de 1920-1940, especialmente, el ideal del «cuerpo místico» simboliza la importancia de todos los órganos y de todos los miembros de este cuerpo, su sinergia espiritual y apostólica, su natural y necesaria colaboración. En 1943, todo este movimiento de reflexión teológica recibió sanción solemne en la encíclica Mystici corporis Christi. La expresión cuerpo místico es el leitmotiv preferido de los fieles que están implicados en la acción, especialmente en una acción social. Por un movimiento pendular que se ha podido comprobar en muchas ocasiones, se ha puesto de manifiesto una cierta reacción, en parte saludable, en favor de la doctrina del «reino de Dios». ¿Y no es también la Iglesia la manifestación temporal del reino? Este reino es ante todo trascendente. Es el misterio sobrenatural presente en nuestras almas, sin que pueda hablarse por ello de encarnación. Es el don de Dios acogido en la fe. La espiritualidad montada sobre la doctrina del reino de Dios es la de la pura religión, de la vida sobrenatural en su trascendencia, de la fe en espera del milagro. Y esta espiritualidad es la que inspira el comportamiento de numerosos cristianos.
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La Iglesia santa y universal
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Hoy aparece también la Iglesia como el pueblo de Dios. Pueblo llamado a la fe por la promesa hecha a los patriarcas, pueblo al que se ha confiado la presencia del Señor y la obra del testimonio cristiano. Pueblo en marcha, en el que se manifiestan en el curso de los siglos los designios del Señor. Pueblo que prefigura y prepara, como instrumento de Dios, la Jerusalén celeste y la comunión de los santos en la gloria. Al hablar del «pueblo de Dios», los cristianos de hoy desean reafirmar que forman parte de la Iglesia — como un ciudadano forma parte de un pueblo — y que se sienten responsables, cada uno en su puesto, de la obra de la salvación, de su apostolado misionero, así como de su sacrificio de alabanza. Este pueblo canta la «elección» divina de que ha sido objeto. Proclama su respuesta a la fe. Forma una Iglesia, o comunidad de caridad y testimonio profético. Tal es el pueblo de Dios. El pueblo cristiano tiene un pastor por excelencia, Cristo. Tiene, también, por voluntad del Señor, un pastor visible encargado de asegurarle todo lo necesario para la vida y el crecimiento: en el ámbito de la Iglesia particular, es el obispo; en el ámbito de la Iglesia universal es el romano pontífice. Bajo la guía del pastor invisible y de sus pastores visibles, los fieles emprenderán la «subida del monte Carmelo»: porque «quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien os desprecia, a mí me desprecia», dice el Señor refiriéndose a quienes Él ha enviado (Le. 10, 16). Por esto los cristianos veneran con piedad filial a los que el Señor ha puesto como autoridad, como guías, como señal de salvación y de santidad. P í o X I I , ene. Mystici corporis, Sigúeme, Salamanca; L . C e r f a u x , La Iglesia en san Pablo, Desclée de Brouwer, Bilbao; C h . J o u r n e t , Teología de la Iglesia, Desclée de Brouwer, Bilbao; H . d e L u b a c , Meditación sobre la Iglesia, Desclée de Brouwer, Bilbao; H . C l é r i s s a c , El misterio de la Iglesia, Epesa, Madrid; Y. M . J . C o n g a r , Ensayos sobre el misterio de la Iglesia, Estela, Barcelona. 2. LA IGLESIA, RELIGIÓN Y LITURGIA RELIGIÓN
a) Cuando el Verbo hecho carne descendió entre nosotros instituyó una religión. Esta idea está generalizada y olvidada al propio tiempo. Generalizada porque nadie negaría que el cristianismo es una «religión». Olvidada porque el término «religión» está un poco gastado y no evoca suficientemente lo que debería significar. El cristianismo es una religión. La Iglesia, como tal, es realmente religión.
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b) Esta religión es «cristiana». También aquí el término desgraciadamente está un poco gastado. Es una religión cristiana, ciertamente, pues ha sido instituida por Cristo, en un día, de manera visible, en una región y en una época determinadas. Pero es «cristiana», ante todo porque realmente, y en cada instante, Cristo mismo es su cabeza, su 'centro, su fuente, todo. Es «cristiana» porque, como hecho religioso, es, por encima de todo, un acto de «Cristo». El Verbo hecho carne, en la gloria, ante la faz de su Padre, ofrece su persona y a todos los que en Él están, en un acto que prolonga la ofrenda única, definitiva y perpetua del calvario y de la resurrección. El Dios-Hombre, asumiéndonos, ruega, ofrece, adora, implora a su Padre. El Dios-Hombre intercede por nosotros, por todos los que están en Él, por su cuerpo místico. Nuestro cometido es participar activamente, personal y sacramentalmente en este misterio «cristiano». LITURGIA
a) Esta unión religiosa con Cristo se realiza en nuestra vida de fe, de esperanza y de caridad; más adelante volveremos a hablar de ello. Pero esta vida puede desarrollarse bien invisiblemente o bien mediante un rito, por un gesto visible, a través de la palabra hablada o incluso cantada. Cuando estos instrumentos visibles están ligados a la constitución esencial de la Iglesia; cuando poseen esa autenticidad eclesiástica fundamental que les da un valor singular; en suma, cuando pueden ser considerados realmente como sustitutivo de los gestos y las palabras del Verbo hecho carne, forman parte auténticamente e incluso constituyen el orden «litúrgico». La «liturgia» es esencialmente la religión del Verbo, pero canalizada de alguna manera en la religión visible de la Iglesia; es la religión del Verbo vertida en las estructuras de la Iglesia. Las formas mayores de estos gestos sagrados son los sacramentos, armadura de la Iglesia-liturgia. Las formas subsidiarias, de origen puramente eclesiástico, se llaman sacramentales. Es de extrema importancia que no perdamos de vista estas consideraciones fundamentales cuando tratemos de los diversos sacramentos y de los sacramentales. b) Es necesario dejar bien clara la significación real de la liturgia. No es esteticismo. Como tal se ha tomado. Y ciertas fervorosas oblatas o cuasi-oblatas benedictinas han dado motivos para ello. Todos hemos oído hablar de esas «bellas» misas de
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medianoche y de esas «admirables voces blancas», etc. Pero prosigamos. No es romanticismo. El movimiento litúrgico, en el siglo xix, se inicia en los círculos románticos. Chateaubriand ha celebrado la belleza del culto externo. Un cansancio del racionalismo había vaciado la religión de sus valores concretos. El romanticismo del siglo xx es totalmente distinto del que es propio del pasado siglo: pero algunas personas nacen con un siglo de retraso; el movimiento litúrgico no debe confiarse a ellas. La liturgia es algo más que historia o arqueología. El propio dom Guéranger, gran promotor del movimiento no se vio libre de este riesgo. Su deseo de volver a la Edad Media, pricipalmente, iba acompañado de la preferencia por otra época, en contraste con el tiempo en que vivía. Hay otras personas que se complacen en reconstituciones históricas o en precisiones arqueológicas; pero no reside en esto el valor de la liturgia. La liturgia es algo más que ritualismo y rubricismo. Desgraciadamente no faltan personas para quienes el elemento decisivo es el exacto cumplimiento de los ritos, y que sienten verdadera incomodidad física cuando no se observa un gesto a la perfección. Es importante la observación perfecta de las rúbricas, pero no veamos en ello lo esencial del movimiento litúrgico. Hay que dar, subrayémoslo, un sentido teológico a las rúbricas, en tanto en cuanto regulan la forma de la liturgia auténtica. Hemos de inclinarnos a favor de la liturgia porque ella constituye una dimensión fundamental de la religión: el culto del Verbo encarnado, en el cual nos es dado tomar parte, auténtica y orgánicamente, dentro de la Iglesia. En este sentido llamarse cristiano y declararse antilitúi gico constituye una contradicción de raíz. ¿Cómo podemos proclamarnos cristianos y negarnos a tomar parte en el culto del Dios-Hombre, tal como lo vive la Iglesia, su cuerpo? Esto no tendría sentido. Por ello, la vuelta a la liturgia coincide con la búsqueda de un cristianismo auténtico, verdadero. La liturgia, se ha dicho repetidas veces en nuestro siglo, es la fuente primaria del espíritu cristiano auténtico. Es la fuente imprescindible de la verdadera piedad católica. SANTIDAD
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LITURGIA
a) Hay una trabazón íntima entre santidad y liturgia. La santidad de cada cristiano es una santidad de miembro. La Iglesia, como organismo de salud, condiciona y alimenta la vida de cada uno. La santidad cristiana depende por
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tanto, en sus líneas fundamentales, del ritmo de la liturgia eclesial. La incidencia de la liturgia con la obra de la santificación es «estructural». Éste es el aspecto más importante de las relaciones entre santidad y liturgia. b) Subsidiariamente, la liturgia representa siempre y para siempre, un conjunto de valores considerables. Un valor, en primer lugar, de vida religiosa, puesto que nos hace participar activamente en la «religión» del cuerpo místico del Señor, a través de sus formas privilegiadas: los sacramentos y el sacrificio eucarístico que es su centro. San Pío X lo declaraba así en 1903: «Siendo nuestro más vivo deseo que el verdadero espíritu cristiano florezca de nuevo y se mantenga en todos los fieles, es necesario proveer ante todo a la santidad y a la dignidad del templo en que se reúnen los fieles precisamente para encontrar este espíritu en su fuente primera e indispensable, a saber, la participación activa en los misterios sacrosantos y en la oración pública y solemne de la Iglesia» (fiesta de santa Cecilia). Un valor de piedad eclesial y eclesiástica. Eclesial porque la liturgia es, por definición, oración de la Iglesia, en la Iglesia, para la Iglesia. El pueblo de Dios se «reúne» en «iglesia» para rendir al Padre el culto de alabanza y de adoración. El «sacerdocio real» actúa el poder cultual de su bautismo. Eclesiástico también porque el culto litúrgico es eminentemente jerárquico: los «ordenados» se distinguen claramente de los «bautizados». El orden que sigue el culto está fijado por la autoridad jerárquica. Nada es menos «anárquico» que la litúrgica católica. Valor, asimismo, de piedad visible. La encarnación nos ha hecho ver en forma visible y tangible el amor invisible que hay en Dios. La liturgia extiende al mundo y a los siglos el beneficio de esta «manifestación visible» del Hijo de Dios. Así es como hay que comprender la «visibilidad» de la liturgia. Como manifestaciones visibles del mundo sobrenatural, como una «epifanía» de las diferentes etapas de la historia de la salvación. Valor de enseñanza religiosa. La liturgia está hecha de textos de la sagrada Escritura. En ella se hallan las más bellas oraciones que el cristianismo ha alumbrado a lo largo de los siglos. Nos recuerda, uno tras otro, los sagrados misterios de la religión. Y para quienes no podrían sacar provecho de estos textos leídos y comentados, la liturgia enseña por métodos concretos: por imágenes y por el desarrollo de los signos sagrados, por el canto y la alabanza vocal, por los cuadros y las esculturas, por los gestos y los colores. Valor de ascesis, también. Celebrar todos los días la misa
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conventual, encuadrada en la totalidad del oficio divino, es un verdadero «ejercicio». Los cantos, las inclinaciones corporales, las genuflexiones, las lecturas, reclaman una atención continuada y obligan al cuerpo a someterse a ello. También supone una ascesis espiritual adaptarse al ciclo litúrgico, vivir al compás de las horas las líneas de pensamiento fijadas según el correr de los tiempos y de las fiestas litúrgicas. La liturgia es como una forma de ascesis ligada a la estructura propia del culto cristiano. Finalmente, valor de religión equilibrada. La vida de piedad por desarrollarse conforme a las posibilidades afectivas del nombre, tiene el peligro de desbordar un prudente equilibrio de doctrina, de manifestaciones. Las manifestaciones piadosas de una persona, si se dan aisladamente, corren el peligro de derivar hacia una cierta estrechez de doctrina y de culto, y con ello hacia un considerable empobrecimiento de la vida religiosa y de la vida cristiana. Se venera a un santo determinado, se observa tal práctica piadosa; se olvidan numerosos aspectos de la vida cultual e incluso del dogma cristiano; se olvidan muchas formas de piedad. La liturgia garantiza este equilibrio doctrinal, trayendo a la memoria anualmente, los grandes misterios del cristianismo. Garantiza el equilibrio afectivo, jerarquizando los misterios y las formas de su celebración. Rectifica el sentimiento religioso, subrayando con más fuerza los valores cultuales que son más importantes. En suma, la liturgia tiende a conformar nuestra piedad subjetiva con arreglo al orden sobrenatural real y objetivo. En este sentido es una fuente de equilibrio que no tiene igual.
también a una especie de «simbolismo» religioso, hecho juntamente de preocupación por el mundo y de nostalgia religiosa. Y la liturgia es toda ella «signo» por sus gestos y por sus ritos, por su despliegue de cantos y de colores, por la significación religiosa que da a las realidades más cotidianas: el pan, el vino, el agua. La generación actual desea, por último, poder manifestar «visiblemente» su cristianismo, a veces en vinculación con lo social, pero también otras veces sin esta vinculación que puede ser causa de división. En este último caso la liturgia se revela como un medio excelente. Visible y comunitaria, se opone al laicismo, al liberalismo, al respeto humano; religiosa y cultual, permite a todos los cristianos vivir codo con codo sin tener en cuenta las múltiples divergencias temporales, por legítimas que sean.
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ACTUALIDAD
El movimiento litúrgico incorpora actualmente ciertas corrientes de pensamiento propias de la generación presente. Esta generación es «comunitaria» o en todo caso ha recobrado el sentido de la comunidad. Y desea que las ceremonias religiosas sean verdaderamente lo que deberían ser, no un acto del sacerdote sólo, oficiando en presencia de laicos ocupados piadosamente en otra cosa, sino un acto de toda la comunidad de cristianos con el sacerdote y dirigida por el sacerdote; esto es la liturgia o debe volver a serlo. La generación actual desea un cristianismo «verdadero», desembarazado de toda suerte de cosas adventicias e incluso inconsistentes. Y la liturgia le ofrece precisamente una religión que por ser equilibrada y jerarquizada, le parece más viril, más objetiva, más «verdadera», en una palabra. La generación actual es sensible
O . C a s e l , El misterio del culto cristiano, Dinor, San Sebastián,G. M . B r a s ó , Liturgia y espiritualidad, Montserrat; C . V a g a g g i n i, El sentido teológico de la liturgia, BAC, Madrid.
3. LA IGLESIA Y SU TESTIMONIO DOCTRINAL
El Señor ha confiado a su Esposa un mensaje de alegría, la buena nueva: evancjelium. Le ha dejado no una sutil filosofía, sino las «palabras de salvación», las «verdades que engendran vida». Le ha ordenado predicar por todo el mundo el misterio religioso y levantar una parte del velo que oculta las realidades sobrenaturales. Estamos acostumbrados a las amplias perspectivas de la revelación cristiana; ya no nos sorprendemos demasiado. Pero reflexionemos brevemente sobre ello. El hombre, en todas las épocas, se ha sentido aislado, débil, pecador. Y en todas las épocas se ha planteado, en la medida de su desarrollo, las cuestiones últimas: ¿Qué somos? ¿De dónde venimos? Y aún más: ¿Adonde vamos? Pero, ¿dónde hallar la respuesta? Cristo ha venido para dárnosla. Todos los hombres están llamados a salvarse y no solamente algunos. Esta salvación es una gracia divina que hemos de «recibir» y que se realiza en una supervivencia eterna gloriosa para el hombre entero, cuerpo y espíritu. ¡Asombrosa, increíble perspectiva! Se comprende fácilmente que los racionalistas la rechacen como una locura; que los pusilánimes se escandalicen de ella. Es menos comprensible que los cristianos no se asombren. Esta, es sin embargo, la «buena nueva», en el sentido más radical de la palabra, el evangelio.
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MISIÓN
a) La Iglesia debe dar testimonio de la verdad de Cristo. La comunidad cristiana entera tiene por herencia este deber. Todo cristiano debe, pues, si quiere ser santo, asumir una parte de este importante deber. Todo cristiano ha de llevar en sí algo del celo que animaba a los profetas y a los apóstoles. En los primeros tiempos del cristianismo tanto los laicos cristianos como los apóstoles tomaban sobre sí la obligación de propagar la buena nueva. Los Hechos de los apóstoles mencionan a estos laicos entregados, activos. Un matrimonio, Priscilia y Aquila, habiendo escuchado la elocuencia de Apolo, un judío converso, pero constatando también ciertas lagunas en su información «le tomaron aparte y le expusieron más completamente el camino de Dios» (Hebr. 18, 26). Entre este matrimonio y nuestros catequistas laicos hay veinte siglos de distancia, a lo largo de los cuales han ido anunciando los laicos, privada o públicamente, en forma de predicación, de exhortación, de escritos o de debates, el mensaje del Señor. Si bien hay que mantener una distinción entre la Iglesia docente — en virtud del mandato de Cristo — y la Iglesia discente, sería inexacto hablar de una Iglesia activa y de una Iglesia pasiva, incluso en el terreno doctrinal. b) Pero el Señor ha confiado a algunas personas, «profesionaímente» el ministerio de la verdad cristiana. Les ha dado «autoridad» en este plano. Les ha concedido el poder de interpretar auténticamente y en su caso, infaliblemente, la fe cristiana. Les ha prometido que en tales momentos estará junto a ellos, para que no traicionen su verdadero pensamiento. ¿No es en este momento tan delicado cuando alcanza toda su importancia y todo su valor la garantía de la asistencia del Espíritu Santo? Desde el siglo primero, la comunidad cristiana ha reconocido una autoridad doctrinal: los fieles se dirigían a ella con toda confianza y les respondía en la seguridad plena de su condición. Este es el ministerio doctrinal, que es también y por esta razón, potestad de magisterio en la Iglesia de Cristo. TESTIMONIO
a) Las formas de presentación de esta buena nueva pueden ser muy variadas. En primer lugar, la proclamación y explicación de la palabra durante la asamblea cristiana: los fieles, miembros de la comunidad cristiana, encuentran en esta palabra, acogida debidamente, un alimento normal de santidad. Pero sería perjudicial para nuestro ideal de santidad cristiana,
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no considerar más que el sermón pronunciado en el pulpito el domingo, o la conversación de un cristiano con uno de sus amigos. El testimonio doctrinal es amplio como la vida misma. Aparece en nuestros gestos, en nuestras palabras. Se encarna en las ideas, en las filosofías y en las culturas. Se expresa en los libros, en las novelas, en las obras de teatro. Se ilustra en el cine y en la televisión. Todo el movimiento de pensamiento evangélico cristiano o anticristiano tiene una difusión sin límites. ¿Qué cristiano se atrevería a decir que no hay lugar para él en algún rincón de este vasto campo doctrinal? b) El cristiano confirmado, cuando habla, como cristiano y por serlo, con la intención de difundir el evangelio, goza de una fuerza espiritual, de una dynamis particular. Al expresarse en nombre de Cristo, se convierte en un signo, un eco de la voz del Verbo: su llamamiento se lleva a cabo en el alma del interlocutor, donde obra y habita el Espíritu. La «palabra» cristiana asegura así el encuentro del Espíritu del Señor con Él mismo: tal es su grandeza y su fragilidad. Esta seguridad en la ayuda divina no puede olvidar todas las exigencias humanas de la exposición perfecta de la palabra de Dios. El Espíritu de Cristo no está allí para compensar nuestras deficiencias, nuestra negligencia. Buena preparación natural, seria formación doctrinal, cultura teológica: tales son las condiciones indispensables para todo cristiano que desee tomar parte en la comunicación de la «buena nueva» al mundo. Y. M . J . C o n g a r , Los laicos y la función profética de la Iglesia, en Jalones para una teología del laicado, Estela, Barcelona; Si sou els meus testimonis, Estela, Barcelona; H . d e L u b a c , Catholicisme. Les aspects sociaux du dogme, Aubier, París. 4. LA IGLESIA, COMUNIDAD APOSTÓLICA
La Iglesia es, además, la manifestación brillante de obras y actividades de todo género, encarnando así la misión que le ha sido confiada por el Señor y Maestro. Cuando san Pablo se despide de los obispos y de los presbíteros de Asia Menor, les dice: Apacentad el rebaño que se os ha confiado (Act. 20, 28). En lenguaje moderno diríamos: Haced todo lo necesario para la vida «cristiana» de esta comunidad. Vida «cristiana» repito no vida «sobrenatural» solamente, ni vida «natural» como tal; sino vida sobrenatural en lo que tiene de más divino, y también el aspecto cristiano de todas las cosas, la incidencia
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de lo cristiano en todas las cosas. Éste es el ámbito de los que están encargados del ministerio de dirección de la comunidad cristiana. ACCIÓN UNIVERSAL Las dimensiones del apostolado eclesiástico son universales. Desgraciadamente ciertos cristianos no llegan a formarse una mentalidad tan amplia, tan católica, a la medida de la mentalidad de Cristo y de su Esposa. a) Es imposible sentirse penetrado del espíritu que animaba al Señor si no se es misionero, de corazón. El misterio de la «misión» es esencial a la Iglesia. Ésta es universal. Está destinada a perpetuar la religión visible y sacramental de Cristo en toda la superficie de la tierra, y en el centro de esta religión, el sacrificio eucarístico. La Iglesia ha de implantarse en todas partes para que todos los hombres puedan ofrecer al Padre el homenaje del Dios-Hombre, y todos puedan recibir, visible y ciertamente su bendición y su vida. Un santo indiferente a las misiones no es un santo verdadero. ¿No es característico que santa Teresa de Lisieux sea patrona de las misiones? La caridad cristiana, aun escondida tras los muros de un claustro, puede y debe estar animada del más puro universalismo cristiano, para ser verdaderamente caridad cristiana. b) No hay cristiano auténtico que no sienta el escándalo que constituye la desunión de las Iglesias cristianas. Todas son comunidades que reconocen a Cristo como Señor y Maestro; que se presentan todas como fieles discípulos de aquel que ha pronunciado por primera vez el «ut unum sint», que proclaman unánimemente que la Iglesia de Cristo debe ser una y reconocen en la falta de unidad un error y un mal; y que no llegan a ponerse de acuerdo. Este fracaso interior va acompañado de un escándalo para los no cristianos. ¿Dónde está el verdadero cristianismo?, preguntan quienes desean informarse sobre Cristo y su obra. ¿Hay que dirigirse a los metodistas, a los anglicanos, a los luteranos, a los reformados, a los católicos romanos? Es grande la perplejidad de quienes no conocen el cristianismo sino de un modo exterior y por ciertos contactos ocasionales. Un cristiano que se preocupe de la vitalidad de la Iglesia debe rogar por esta intención extremadamente importante de la Iglesia, debe interesarse en alguna medida por la unión de las comunidades cristianas, evitar las apreciaciones hechas a la ligera y las opiniones desprovistas de inquietud conciliadora. Debe desear ardientemente que se vuelva a la unidad.
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CATÓLICA
a) Dentro de la propia Iglesia existen una multiplicidad de actividades que se refieren a la vida estrictamente religiosa del catolicismo, actividades que tiene todas por objeto la expansión de la vida sacramental, la oraciqn, la conversión religiosa, los retiros y colectas, el apostolado religioso inmediato. La vida espiritual del cristiano necesita de estos recordatorios, de estas felices ocasiones, de estas beneficiosas renovaciones, de estas manifestaciones en que se afirman pública y solemnemente valores puramente sacros. Sería anormal que un cristiano que se cuidase de su progreso personal no percibiese la utilidad, incluso la necesidad humana de tales iniciativas. Sería singular que no encontrase ocasión de participar, siempre, claro está, en la medida de sus posibilidades concretas, para colaborar en la vida de su Iglesia. b) Existen también las actividades que podrían incluirse en la expresión «acción católica». Esta no es, de manera inmediata, religiosa: es necesario conservar el propósito definido y el objetivo formal de cada sector de la actividad apostólica. Los soberanos pontífices, desde hace más de un siglo han hecho notar que se manifestaba un cierto divorcio entre los valores cristianos (Dios, Cristo, el evangelio, la Iglesia) de un lado y las realidades temporales (el mundo, la cultura, la sociedad, los negocios) de otro. Tratando de reducir esta dualidad han incitado a los cristianos a concentrar su atención en este mundo más o menos separado de Dios, a fin de restablecer en él al Señor, su evangelio, su pensamiento. Se trata pues de una cierta «encarnación» de lo espiritual en el mundo a fin de «restaurar» en Cristo la parte más profana del orden del mundo. Por ello la acción católica se preocupa más formalmente del medio ambiente de las estructuras, que de las personas; es una porción determinada del conjunto del apostolado cristiano. Esta vez los «laicos» habrán de intervenir, pues por definición están destinados a santificarse «en el mundo» y «en las actividades profanas». CLERO Y LAICADO
Todas estas actividades son un campo de actuación para todos los miembros de la comunidad cristiana. No hay cristianos «pasivos». Todos están llamados a participar de algún modo en la obra de la Esposa de Cristo. No hay ideal de santidad que pueda separar de su horizonte el apostolado externo de la Iglesia. Ningún cristiano puede ser indiferente a la salvación
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del mundo. Todos los fieles están encargados, cada uno a su manera, de la obra de la Iglesia en el mundo. Son responsables. Cada uno lleva sobre sus hombros una pequeña parte de esta carga. Sin esta actitud sicológica no existe santidad cristiana auténtica y completa. El monje se retira del mundo, pero ruega y hace penitencia por él. Si no fuese así representaría un ideal griego de contemplación más que un ideal de vida teologal concebido según el espíritu de Cristo Jesús. La obra gigantesca de la Iglesia católica se realiza según un orden. Existe una autoridad de dirección, impuesta por Cristo: los primeros fieles distinguían perfectamente las cabezas de la comunidad y los miembros. Estas cabezas están designadas para regir, en nombre del Señor y conforme al espíritu del evangelio, a los fieles que se proclaman discípulos suyos. La jerarquía llama a todos los fieles a la acción. Confía a algunos de ellos una tarea concreta, una colaboración en el apostolado jerárquico. A veces concede incluso una especie de «mandato». Invita a todos los fieles a que asuman, en diversos grados, la verdadera dirección de las innumerables obras que traducen su misión en el mundo. El carácter jerárquico del apostolado de la Iglesia no está en contradicción con la necesidad de que cada uno de los fieles dirija, gobierne una parte de la obra a realizar, pero en su puesto y según su misión. Todos son responsables, cada uno en su puesto. Nada fácil es esta tarea. Ya hemos señalado algunas dificultades de una y otra parte. Los laicos se constituyen a veces con demasiada facilidad en jueces de lo que debe ser la doctrina de la Iglesia, la pastoral de la Iglesia, la pedagogía de los seminarios sin tomar en consideración todos los aspectos de los problemas que suscitan. De la acción católica se ha dicho: «La insuficiencia del clero sustituida por la suficiencia de los laicos.» La vida cristiana exige que se obre con modestia y buen juicio. Pero estas dos virtudes son igualmente necesarias a los clérigos que dirigen a los laicos. Las autoridades eclesiásticas deben recordar que su competencia doctrinal no es absoluta. Deben confiar en la dirección de los laicos, sinceramente y no «en apariencia». Deben saber discernir en las reacciones de los demás lo que hay en ellas de bueno, de verdadero o de reformable y no confundir prudencia y conservadurismo. Deben aceptar un verdadero «diálogo» con sus colaboradores. Así será la acción una ascesis excelente para todos: dará la razón a un adagio que es bastante audaz: «Acción, ruta de santidad.» En todo caso permitirá «crecer en santidad» en y por el apostolado.
Y. M . J . C o n g a r , Jalones para una teología del laicado, Estela, Barcelona; L . J . S u e n e n s , La Iglesia en estado de misión, Descleé de Brouwer, Bilbao; G . P h i l i p s , Misión de los seglares en la Iglesia, Dinor, San Sebastián,- R. A u b e r t , La Santa Sede y la unión de las Iglesias, Estela, Barcelona,- H . d e L u b a c , Le fondement théoíogicjue des missions, Seuil, París,- G . T h i l s , Histoire doctrínale du mouvement oecutnénicjue, Lovaina.
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5. LA MISA, CENTRO DE LA VIDA ECLESIÁSTICA LA MISA
Situémonos mentalmente en el Calvario, en el momento en que Cristo sacerdote se ofrece a sí mismo como víctima de un sacrificio cruento. Un profano no ve en este espectáculo más que el triste fin de un gran poeta que no fue tal vez sino un gran impostor como tantos otros que le habían precedido. El creyente, instruido en nuestros dogmas reconoce en este sacrificio un acto único, de alcance universal y perpetuo, expresión perfecta de la adoración, de la alabanza, de la expiación y de la súplica. Cristo es y sigue siendo por siempre el pontífice de la Nueva Alianza, el mediador único establecido para siempre en un acto sacrificial perfecto. «Por ser consumado vino a ser para todos los que le obedecen causa de salud eterna y declarado por Dios pontífice según el orden de Melquisedec (Hebr. 5, 9-10). «Con una sola oblación perfeccionó para siempre a los sacrificados» (Hebr. 10, 14). Es el cordero inmolado y glorificado que se levanta en los cielos en presencia de Dios, ante su trono, en la plenitud de su poder y cuya providencia universal dirige los destinos de la humanidad (Apoc. 5). La misa es el sacrificio de Cristo resucitado, pero hecho presente y visible en todo momento en un punto de la tierra. Es como una representación, bajo el signo sacramental —local y temporalmente— del único sacrificio redentor, el de Cristo. Él es, subraya el concilio de Trento, el único pontífice y la única víctima. ídem offerens eademcjue hostia, sola ratione offerendi diversa... Ecclesia, sacerdotum ministerio. La misa es un sacrificio verdadero, pero en referencia total al sacrificio único del único pontífice y la única víctima. La multiplicidad de las misas, la variedad de ritos, no puede hacernos perder de vista la unicidad y la identidad del sacerdote y la víctima. Los niveles son muy diferentes. La Iglesia está unida a Cristo como el cuerpo a la cabeza; pero queda diferenciada como la esposa del esposo. Así la misa puede ser y convertirse en
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«mi» misa y también el centro de «mi» vida religiosa. En una perspectiva más vasta, es el acto del Padre que reúne a sus hijos por la palabra y el sacrificio de su Hijo y les encamina hacia el término, en el que serán consumados en la unidad (Jn. 17, 23). La misa es el acto del Mediador glorioso hecho visible para un grupo de fieles reunidos en un lugar de la tierra, para que puedan tomar parte, en Cristo, en su vida de religión perfecta.
poseer, como bautizado in re, la capacidad, el poder de unirse al sacrificio único y perpetuo de su Cabeza. Esta es la grandeza «especial», exclusiva de quienes están en la Iglesia visible. Son «capaces» de rendir a Dios un culto perfecto, agradable, valioso, un culto «que valga la pena», pues ofrecen el sacrificio mismo del Hijo de Dios como un bien que les pertenece un poco por ser miembros del cuerpo místico de Cristo. Son capaces de glorificar, adorar, dar gracias a Dios y rezarle «como Él desea» pues llevan en sus manos la alabanza, la adoración, la oración y la acción de gracias del Dios-Hombre, porque son miembros de su cuerpo. La santa misa es justamente el momento más importante de nuestra vida de «miembros». La participación activa en la liturgia de la misa, con verdadero espíritu teologal, es de un profundo alcance santificador, ya que ella realiza, para un «miembro» de Cristo, la actividad central de su cuerpo, la Iglesia.
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UNION EN EL SACRIFICIO
¿Cómo unirse a Cristo mediador en la misa?, ¿cómo participar de la «religión» perfecta del Dios-Hombre? a) Unión «moral», podríamos responder en principio, como la que nos liga con el corazón y con el espíritu a un amigo, a un padre. Unión «teologal» también para el cristiano, pues sabe que participa realmente de la vida del Verbo, que está «injertado en Cristo como el sarmiento en la vid». La unión con Cristo sumo sacerdote es siempre y ante todo una unión «en la fe». Ya hemos insistido en este aspecto de nuestra vida sacramental. Nuestra «toma de contacto» con el mundo sobrenatural se realiza en y por la vida teologal — f e , esperanza y caridad —. Por lo que concierne a nuestra participación en los frutos de la pasión y del sacrificio del Señor, es conveniente traer a la memoria el pensamiento medieval. La pasión de Cristo es corporal, escribe santo Tomás, pero posee también una virtud espiritual; realiza sus efectos por un contacto espiritual, a saber, por la fe y el sacramento de la fe (3 q. 48 a. 6 ad 2). En efecto, dice él mismo más abajo «se entra en comunión con la pasión de Cristo por la fe, la caridad y los sacramentos de la fe» (3 q. 49 a. 5 c). Es que la «virtud de los sacramentos, ordenada a la remisión de los pecados, depende principalmente de la fe en la pasión de Cristo» (3 q. 62 a. 5 ad 2.) b) Unión «sacramental y litúrgica» asimismo. Porque la religión de Cristo, si es fundamentalmente teologal, es también realmente un gesto del Dios-Hombre, rito visible que se prolonga a través de su cuerpo místico. Sacramento de la fe, ciertamente, pero también y esencialmente sacramento. Por el bautismo el cristiano se hace miembro de la Iglesia y queda capacitado para tomar parte en la religión visible y perfecta de Cristo, su cabeza. Este privilegio es único. El no bautizado no lo posee. Se puede estar en gracia sin el bautismo de agua; pero no se es «miembro del cuerpo de Cristo» sin este rito de iniciación cristiana. El cristiano debería tener conciencia de
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J . A . J u n g m a n n , El sacrificio de la misa, BAC, Madrid; A. M . R o g u e t , La misa, Estela, Barcelona; G . C h e v r o t , Nuestra misa, Rialp, Madrid; C h . J o u r n e t , La misa, presencia del sacrificio de la cruz, Desclée de Brouwer, Bilbao; A . G . M a r t i m o r t , Los signos de la nueva alianza, Sigúeme, Salamanca; O . C a s e 1, Le Memorial du Seigneur. Les pensées fondamentales du Canon de la Messe, Cerf, París; M . d e l a T a i l l e , Escfuisse du mystére de la foi, Beauchesne, París,- E. M a s u r e , Le sacrifice du Corps mystic¡ue, Desclée, París,- XXX., La Messe, engagement de cbarité, en «La MaisonDieu», 24 (1950).
los
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LA IGLESIA Y LOS SACRAMENTOS DE LA FE 1. LOS SACRAMENTOS
No sin cierta aprensión, vamos a decir algo sobre los sacramentos en general. Porque sería preferible tratar de cada sacramento en particular, para respetar su carácter único y su realización original dentro del organismo sacramental. El bautismo, la penitencia, el matrimonio son sacramentos, puesto que verifican la definición general de «signo visible de la gracia invisible». Pero lo son de manera diversa, «analógica», dirían los teólogos. Como son plantas una encina y un rosal, como son animales un elefante y una hormiga; real, auténticamente, pero de diferente modo. No hemos de olvidar esto cuando se trate del organismo sacramental de la Iglesia. CRISTO Y LOS
SACRAMENTOS
Cada uno de los sacramentos es primeramente un acto de Cristo vivo. Cada vez que un sacerdote administra el bautismo o da la absolución, cada vez que un obispo confirma al bautizado u ordena sacerdotes, es el Señor resucitado y vivo quien obra y da la vida divina o los efectos sacramentales. Cada vez que un fiel asiste a la administración de un sacramento debe ver ante todo en el rito de la Iglesia y a través de todas las ceremonias este acto invisible de Cristo glorioso, este gesto salvador del Señor resucitado, esta palabra celestial del Verbo hecho hombre. a) En los sacramentos, en efecto, Dios es la causa principal, y el ministro la causa instrumental, i Causa principal! ¡Sólo Dios puede ser la fuente de la vida divina! Sólo Cristo puede ser la fuente de los poderes cultuales cristianos, como, por ejemplo, el poder de la transustanciación. Nada hay tan evidente. ¡Y es preciso que nuestra piedad y nuestra espiritualidad no se olviden de respetar estas evidencias! La Iglesia, el ministro del sacramento, el sacerdote, no son sino causa instrumental. Son instrumentos; son la visibilidad concreta que el
sacramentos
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Señor quiere dar a su gesto celestial; son la voz audible que el Verbo quiere dar a su palabra trascendente; son el rito religioso en el cual se opera el misterio de la alabanza y de la salvación. En todo sacramento, recordaba Pío XII, el que lo administra no es más que un simple instrumento de la mano de Dios. El hombre, ciertamente, hace algo también: realiza la ceremonia simbólica, pronuncia las palabras que expresan la gracia propia del sacramento. Pero el que produce esta gracia es Dios solamente: no se sirve del hombre sino como de un ministro que obra en su nombre, a semejanza del pincel de que se sirve el pintor para dibujar y dar color sobre el lienzo a la idea que está presente en su espíritu y en su arte. Dios es pues la causa principal. Obra por su propia virtud, mientras que el ministro no es más que una causa instrumental operando bajo la moción de Dios. b) Esta idea ha de tenerse muy presente, en la explicación de las ceremonias litúrgicas y en la predicación. Las fórmulas sacramentales se dicen con frecuencia en primera persona: yo te bautizo, yo te absuelvo. El ministro del sacramento es, en efecto, el representante «personal» de la Iglesia y de su «causalidad instrumental». Pero algunos fieles, al parecer, conceden a estas fórmulas un significado que rebasa el valor de instrumento y que es por tanto erróneo desde el punto de vista teológico. Es indispensable recordarles la presencia de Cristo resucitado en todos los ritos sacramentales. Asimismo, ciertos sacerdotes, cuando pronuncian las palabras de la consagración: «Este es mi cuerpo», olvidan dar a esta memoria «eficaz» de la institución de la cena su carácter histórico y entienden mi cuerpo en el sentido de su propio cuerpo, o algo por el estilo. Siendo así que, por el contrario, «en tales palabras vibra algo de la íntima convicción de que es Cristo quien obra y que su virtud es la que va a realizar la consagración por medio de las palabras de la transustanciación» ( J . A . J u n g m a n n , El sacrificio de la misa, p. 760). c) ¿Y no es el significado esencial de la expresión ex opere operato el que alguna vez ha hecho al cristianismo sospechoso de tender hacia la magia? En la magia, las palabras o los gestos tienen en sí mismos el poder de realizar ciertos efectos benéficos o maléficos y de dominar las fuerzas espirituales, a condición de decirlas o ejecutarlas perfectamente, de acuerdo con minuciosas prescripciones. En los sacramentos es Cristo cjuien obra. Y como nos ha prometido su intervención cuando realizamos ciertos actos («Id, bautizad en el nombre del Padre y del Hijo
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Los
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sacramentos
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y del Espíritu Santo», por ejemplo), nosotros nos preocupamos de respetar la voluntad del Maestro y administrar los sacramentos tal como Él lo ha prescrito. Esta preocupación por la prescripción y la exactitud en las palabras y en los gestos proviene, no de tendencias mágicas, sino de nuestra voluntad de realizar lo que Cristo nos ha pedido y de no poner en peligro, por nuestra negligencia, su promesa de intervención sobrenatural. El Señor no ha dicho: Haced cualquier gesto, pronunciad una palabra cualquiera y yo concederé mi gracia. Ha sido más concreto. A nosotros nos corresponde respetar su voluntad. Y aunque Cristo pueda obrar en un gesto deficiente, en una palabra defectuosa, en un ministro incapaz, no es menos cierto que, en buena doctrina, no podemos considerar como norma lo que se realiza a pesar de todos los inconvenientes, por la bondad de Cristo, a pesar de los defectos de los «instrumentos humanos», a pesar de los fallos de la «causa instrumental».
en sí mismos, en sus elementos constitutivos creados, visibles y eclesiásticos, participan en esta acción divina, intervienen en el gesto divino, unen su «acción» a la de Cristo. Esta participación se llama «causa instrumental». Causa, pero en dependencia radical de la «fuente» de toda vida divina y de todo poder cultual cristiano: el Verbo. No hemos1 de atribuir a los ritos, como tales, una causalidad que no corresponde y no puede corresponder más que a Cristo, a Dios. Dejando esto a salvo, enriquezcamos con cantos, música y belleza litúrgica toda manifestación visible del culto en la Iglesia. Algunos fieles rechazan todo despliegue de colores y de palabras para salvaguardar la pura trascendencia de la acción divina en el sacramento. Es necesario conservar el brillante despliegue, signo de la gloria del Señor. Pero hay que reparar en el doble significado paradoxal de todo signo: su riqueza puede cautivar la atención indebidamente.
IOS SACRAMENTOS
a) Los ritos sacramentales son esencialmente de orden cultual: todos los sacramentos son ritos cultuales eclesiásticos, repite santo Tomás. Tal vez podríamos reflexionar un poco más sobre ello. Recibir un sacramento es un acto profundamente religioso, cultual y eclesiástico. Esto aparece claro en la eucaristía. ¿Pero pensamos en ello al recibir el sacramento de la penitencia? Es éste el rito religioso de purificación por excelencia, del que eran imagen las purificaciones legales de Israel y cuyo paralelismo en los ritos de purificación de otras religiones deberíamos considerar. Este aspecto cultual eclesiástico es primordial en cada uno de los sacramentos y de los sacramentales cristianos. b) Los ritos sacramentales tienen dos orientaciones distintas. De un lado, «suben hacia Dios», para emplear una expresión bastante corriente y que nos da una imagen. Son ritos de alabanza y de adoración, de glorificación. El sacrificio eucarístico tiene un valor de oración y de alabanza hacia la santísima Trinidad. De otro lado «descienden a los hombres». Son portadores de la gracia de Dios, de la vida divina. Prolongan los actos por los cuales Cristo dio al mundo la redención; gestos de Cristo perdonando los pecados, gestos de Cristo derramando sus bendiciones, gestos de Cristo dando a sus apóstoles el pan convertido en su cuerpo y el vino convertido en su sangre. Este aspecto es el único que conocen la mayoría de los cristianos: los sacramentos, dicen, son los «canales de la gracia». Gertamente, pero son también otra cosa: son ritos de adora-
Y LA IGLESIA
a) La Iglesia, suele decirse, es el gran sacramento. Con ello se quiere expresar que la Iglesia — es decir, el pueblo cristiano, la jerarquía, los ritos religiosos y la vida cristiana— es un «signo», el signo por excelencia de la presencia del Señor entre nosotros. Como el templo era el lugar privilegiado de la presencia de Yahvé. En efecto, la Iglesia es la manifestación por excelencia del Señor, su epifanía permanente. Para la apologética es el signo levantado entre las naciones, que atrae las miradas de los que buscan la verdad. En este sentido amplio, es también la Iglesia el sacramento de la vida, de la alabanza y de la salvación. No obstante, el término sacramento se aplica formalmente a siete ritos concretos. Estos ritos son «de la Iglesia» en un sentido muy firme y muy teológico; merecen el calificativo de eclesiales y eclesiásticos. Eclesiásticos porque los sacramentos, y principalmente el bautismo y el orden, dan a la Iglesia su estructura orgánica y su configuración jerárquica. Eclesiales porque los sacramentos todos constituyen, en el sentido más profundo del término, el culto de alabanza y de salvación que es la religión de la Iglesia. Actos de Cristo, los sacramentos son, pues, también actos vitales de su cuerpo místico. b) En virtud de este estatuto eclesiológico eminente, se dice que los ritos sacramentales contienen o causan la gracia de la que son signos. Ello quiere decir ante todo que Cristo da su gracia y sus dones en y por medio de estos ritos. Los ritos
SACRAMENTOS
Y CULTO
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ción, de alabanza. No hav que olvidar nada de la doctrina cristiana. La santidad «cristiana» exige que vivamos profundamente el culto «cristiano». EFICACIA SACRAMENTAL a] Los ritos sacramentales operan lo que significan. Pero, ¿qué es lo que significan? Un don divino, ciertamente; pero muy diferente según la peculiaridad propia de cada sacramento. El bautismo borra la culpa original y nos introduce en la Iglesia. La confirmación nos hace defensores del cristianismo y nos asegura la fuerza del Espíritu. El orden tiene como efecto propio y primordial transmitir los poderes sacerdotales; asegura también a los ministros del Señor las gracias necesarias para cumplir con dignidad su ministerio. La penitencia concede la gracia del perdón. La extremaunción acaba la obra de la redención. El matrimonio santifica y hace sagrado el lazo conyugal y asegura la ayuda de Dios en la vida conyugal y matrimonial. La eucaristía perpetúa el sacrificio del Señor y nutre la unidad del cuerpo místico. Como vemos, cada sacramento nos transmite un don del Señor. Pero el don primero y propio no es siempre la «gracia santificante». Hay que respetar la naturaleza de cada sacramento. Algunos cristianos conocen muy deficientemente el lugar orgánico de cada sacramento en el conjunto del edificio sacramental y saben poco de la función y la actividad específica de cada sacramento. b) La eficacia de los sacramentos depende de Cristo: Él es quien da, actúa y efectúa lo que significa el «signo» sacramental. Pero el don de Cristo no se nos impone. Si excepcionalmente Cristo convirtió a un san Pablo con la fuerza de una gracia que todo lo arrastra, en general Él se ofrece a nuestra adhesión, requiere nuestra aceptación. Como la gracia, los sacramentos se reciben y deben recibirse en la fe. Sin duda, después de la reforma, la doctrina católica ha subrayado especialmente la eficacia «ex opere operato» — en virtud de la acción ejercida — y menos el «in fide» — en la fe — porque los protestantes habían minimizado la importancia del acto y lo habían dejado reducido todo a la fe. En realidad, si volvemos al pensamiento de santo Tomás, debemos decir-, la salvación es recibida en la fe, sea por medio del rito sacramental, sea aparte de este rito si no puede recibirse. Es, pues, la fe la que nos justifica. Pero la fe, en virtud de la voluntad de Cristo, toma cuerpo en un acto sacramental. «Los sacramentos son signos que dan testimonio de la fe por la que el hombre es justificado», escribe santo Tomás. «Sunt sacramenta quaedam
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protestantia fidem qua iustificatur homo» (3 q. 61 a. 4). En resumen, los frutos de la pasión del Salvador nos son concedidos, «per fidem vel per sacramenta fidei».- por la fe, con o sin sacramento. Es preciso que los cristianos vuelvan a esta doctrina fundamental. Deben «creer» en la pasión del Salvador, «creer» en la virtud del Señor resucitado, cuando realizan un acto sacramental. Éste es el comportamiento normal, normativo, para hablar con exactitud, es decir, el comportamiento que debe ser su «norma» de vida y de acción. Debemos recibir la gracia en la fe. Como adultos, moralmente se entiende, es como debemos vivir el culto cristiano. Y todas las ceremonias que rodean la administración de los sacramentos — oraciones, cantos, predicación — deben tender precisamente a que nuestra fe religiosa sea viva, ardiente, ferviente, totalmente «abierta» a la superabundante bondad de Dios. c j Esto servirá para comprender mejor un aspecto de la eficacia sacramental. Muchos fieles imaginan que la gracia sacramental posee una eficacia absoluta, decisiva; i un poco a la manera como ciertos anuncios presentan un producto con «éxito seguro»! ¡Y se extrañan de que la eucaristía y la penitencia no produzcan mejores resultados! ¡Pero si la gracia del Señor, con sacramento o sin él, está siempre «ofrecida» a nuestra adhesión creyente! ¡Si nuestra adhesión es mediocre, apagada, tibia, no podemos recibir el don del Señor en abundancia! ¡Si nuestra adhesión es ferviente, generosa, es de suponer que la gracia del Señor se imprimirá firmemente en nosotros! El sacramento nos garantiza que el Señor obra, que obra actualmente, que obra por medio de la Iglesia y su ministro, que esta acción es segura, privilegiada incluso con relación a la acción invisible en las almas fuera de los sacramentos. ¡Pero el sacramento no cambia el modo de obrar del Señor que se ofrece a nuestra libre adhesión! El sacramento no sustituye al fervor. ¡Y un alma mediocre tiene ocasión de perder, por un pecado venial o por la tibieza, los beneficios que le han sido dados en la comunión o en la absolución sacramental! Una revisión de nuestra mentalidad acerca de este punto podría tener excelentes resultados para la seriedad de nuestra vida espiritual. CARÁCTER SACRAMENTAL Y PODER CULTUAL Tres sacramentos hay que marcan al cristiano con un sello indeleble, que se llama «carácter sacramental». a) La teología cristiana entiende que el bautismo, la confirmación y el orden operan en nosotros un efecto sacramental
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persistente, cualquiera que sea nuestra disposición sicológica y moral. ¿Cuál es este efecto indeleble? Las discusiones antiguas, en la época del donatismo por ejemplo, han permitido concretar progresivamente su contenido. El bautizado queda bautizado, aunque viva como renegado durante algunos años. El sacerdote, igualmente, sigue siendo sacerdote, con el poder sacerdotal, aunque reniegue temporalmente de la fe. Las discusiones surgidas de las circunstancias históricas han permitido así percibir mejor que el «poder cultual» del bautizado, del ordenado y, sin duda, del confirmado, permanece en el hombre, a través de todas las fluctuaciones de la santidad moral. ¡Y es comprensible! La «religión» de Cristo, el «culto» del DiosHombre debe perpetuarse en este mundo, sin que se vea en peligro constantemente a causa de las flaquezas de sus ministros. ¿Qué dirían los fieles si un sacerdote culpable de pecado no pudiese administrar válidamente un bautismo? ¿Si un bautizado en estado de pecado contrajese un matrimonio inválido? ¿Si un obispo que estuviese en pecado no pudiera ordenar válidamente? En suma, si el «culto» cristiano, en sus fundamentos sacramentales, en su estructura sacramental, dependiese estrictamente de las disposiciones morales siempre fluctuantes e inseguras de los ministros del Señor llegaríamos a situaciones inextricables. Ya a priori esto parece difícilmente aceptable. Históricamente hablando, la Iglesia ha ido precisando este aspecto del orden sacramental. Esto es lo esencial de la doctrina del «carácter», sobre el cual no nos da ningún detalle la doctrina bíblica, es cierto. Pero está plenamente justificada una teología del «carácter sacramental». b) El carácter del bautismo, mejor, el poder cultual del bautizado, da en primer lugar la capacidad radical para recibir los efectos sacramentales de los demás sacramentos. Para apreciar la importancia de este efecto debemos recordar que, sin bautismo, no podemos recibir ningún otro beneficio sacramental. Un no bautizado puede recibir el sacramento del matrimonio, puede recibirlo incluso piadosamente, tal vez ignorante de que no está bautizado; pero no recibe ningún beneficio específico del sacramento. Un no bautizado puede recibir el sacramento del orden; de hecho —. salvo por voluntad extraordinaria de Dios, para quien todo es posible— no está ordenado, no es sacerdote. Un no bautizado puede asistir a la misa; puede participar en ella con su corazón y con su piedad; pero sólo el bautizado está habilitado para participar en ella como miembro de Cristo, capaz de ofrecer auténticamente a Dios, a través de las manos del sacerdote, el sacrificio de
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Cristo, víctima y sumo sacerdote. Este acto religioso, cultual por excelencia, no puede ser asumido por el no bautizado, aunque sea muy piadoso. ¿Estimamos suficientemente este beneficio sacramental del bautismo?, co lo ignoramos? c) El carácter del orden, o mejor, el poder cultual de los ordenados, representa una forma eminente de' participación en el poder cultual de Cristo. El sacerdote ha recibido el poder de la transustanciación: sus palabras hacen que el pan y el vino se conviertan en cuerpo y sangre de Cristo. Tiene la capacidad de administrar los sacramentos. ¿No es esto sumamente estimable? Este poder cultual descansa en el carácter del sacramento: una persona, aunque sea muy santa, si no está ordenada, no lo posee en modo alguno. d) ¿Y por qué no añadir unas palabras sobre el carácter sacramental de la confirmación ? El carácter, decíamos, nos hace participar del poder cultual de Cristo. Ahora bien, todo culto lleva consigo no sólo unos ritos, sino además una profesión de fe. Así, pues, del mismo modo que el bautismo nos hace capaces de una alabanza superior por estar unida a la del Señor, la confirmación nos hace capaces de una profesión de fe superior por estar unida a la del Dios-Hombre. La profesión de fe, la proclamación de la verdad y la santidad del cristiano, por parte de un «confirmado», son agradables a Dios, auténtica y realmente, porque su valor radical de «profesión» le viene dado por el Verbo, del cual el confirmado es, en este momento, el instrumento y la voz temporal. «Al confirmado y sólo a él corresponde así, de oficio, confesar su fe ante los enemigos del culto cristiano, y su confesión tiene un valor real, sagrado, objetivo, que no tendría la del meramente bautizado» ( C h . V . H é r i s , Le mystére du Christ, p. 89). Esta doctrina teológica —pues no otra cosa pretende ser— permite una mejor comprensión del sistema sacramental cristiano. A . G . M a r t i m o r t , los signos de \a nueva alianza, Sigúeme, Salamanca; A . M . R o g u e t , Los sacramentos en general, en Iniciación teológica, III, Herder, Barcelona; J. d e B a c i o c c h i , La vida sacramentaría de la Iglesia, Sigúeme, Salamanca; A . M . R o g u e t , los sacramentos, signos de vida, Estela, Barcelona; M . M . P h i l i p p o n , Los sacramentos en la vida cristiana, Plantín, Buenos Aires; E. W a l t e r , Fuentes de santificación, Herder, Barcelona; J . A . J u n g m a n n , Tal sacrificio de la misa, BAC, Madrid; J. D a n i é l o u , Bible et liturgie, Cerf, París.
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2. LOS SACRAMENTOS DE LA INICIACIÓN CRISTIANA
La antigua liturgia de las Galias, a propósito de los ritos preparatorios del bautismo, se expresa con un realismo lacónico: Estos ritos —dice— nos muestran «cómo se hace un cristiano»: ad christianum faciendum. Hacer un cristiano, éste es el propósito de la iniciación cristiana. EL BAUTISMO
a) «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mt. 28, 18-19). Bautizar es sumergir, y, por ello, purificar, santificar. «Con Él fuisteis sepultados en el bautismo, y con Él asimismo fuisteis resucitados por la fe en el poder de Dios, que le resucitó de entre los muertos» (Col. 2, 12). «... pero habéis sido lavados, santificados, habéis sido justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor. 6, 11). Los cristianos son purificados y santificados en la Iglesia. Con un mismo acto son introducidos en Cristo y en la Iglesia, donde hallan la luz y la santidad de vida. El baño del Espíritu nos renueva y nos hace nacer a una nueva vida. «Todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para constituir un solo cuerpo» (1 Cor. 12, 13). «Os exhorto... a andar... solícitos, a conservar la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz. Sólo hay un cuerpo y un Espíritu, como también una sola esperanza, la de vuestra vocación. Sólo un Señor, una fe, un bautismo...» (Ef. 4, 3-5). El bautismo nos arranca del influjo del reino de las tinieblas para introducirnos en el reino de la luz. Es el primer sacramento de la iniciación cristiana. b) El bautismo es portador de gracias diversas e inestimables. Por el bautismo nace el pueblo cristiano, la Iglesia. Por él se abre una «nueva» comunidad de caridad y santidad. En la Iglesia, somos incorporados al Salvador resucitado, de una manera total. En primer lugar, el Señor nos da su Espíritu, en el cual somos renovados espiritualmente, el cual nos constituye hermanos de Cristo por la participación en la vida misma de Dios: de ahí nuestra cualidad de Hijos de Dios. Con ello somos también purificados de todo pecado: pecado original, pecados personales, si los hay, y somos liberados de todo lo que comúnmente se llama la «pena» debida por nuestros pecados. La justificación es total, absoluta, plenaria. Pero el Señor nos une también al culto que Él rinde a Dios desde su huma-
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nidad santa y gloriosa; nos marca con el sello indeleble del bautismo. Finalmente, para que podamos vivir perfectamente como hijos de Dios, como hermanos de Cristo, como espirituales en el Espíritu, como miembros del cuerpo místico y en nuestra vocación temporal de bautizados, el Señor nos garantiza su ayuda, sus gracias actuales, durante nuestra existencia, cada vez que entre en juego nuestra calidad de bautizados. Se comprende que el teólogo, en presencia de esta superabundancia de bienes, ante esta asombrosa generosidad divina, diga y repita a todos los bautizados: «¡Cristiano, toma conciencia de tu dignidad!» Agnosce dignitatem tuam! La meditación sobre los ritos del bautismo será una de las mejores fuentes para el entendimiento religioso de nuestra condición cristiana. BAUTISMO Y PIEDAD
¿Hemos de extrañarnos, pues, de que florezcan en la Iglesia diversas formas de devoción al bautismo? a) En primer lugar, la celebración del aniversario del bautismo, del «nacimiento desde arriba y desde el Espíritu». Costumbre muy antigua, llamada en otro tiempo Annotinum Pascba, por celebrarse este aniversario en la Pascua, en cuya fecha solía administrarse. Pío XI, en una alocución pronunciada el día 1 de junio de 1930, aniversario de su bautismo, decía: «Qué buen día habéis elegido, hijos míos, para visitar al anciano padre de todos los cristianos... Ayer recibimos felicitaciones de todas las partes del mundo con ocasión del setenta y tres aniversario de nuestro nacimiento. Pero hoy es un aniversario mucho más importante. Es el aniversario de nuestro bautismo El día del bautismo, el día más grande de nuestra vida. Como será para vosotros el día de vuestro bautismo el día más grande de vuestra vida.» Después de lo cual, el santo padre recordó a los jóvenes de los patronatos de Roma los efectos de la iniciación cristiana. Los recuerdos del bautismo llevan la fecha de este día decisivo para nuestra vida. b) También, desde la antigüedad, el recuerdo del bautismo reaviva el compromiso en él contraído. Los padres recuerdan con frecuencia este pacto esencial de la vida cristiana. «Por la promesa de adherirse a Jesucristo, por la renuncia al mundo y al demonio, el bautizado celebra con Dios y ante la Iglesia un verdadero pacto, un contrato solemne, un concordato por el cual se compromete a una vida profunda, total y, por lo tanto, perfectamente cristiana. San Gregorio Nacianceno ha expresado en una fórmula vigorosa esta idea: «Para decirlo todo en una sola palabra, un pacto con Dios de vida nueva y sin mancha,
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así es como hay que entender el bautismo en su esencia y en su fuerza» ( R . D a e s c h l e r , Baptéme, en D. Sp v 1, 1.231). La renovación de las promesas del bautismo, que sugieren los libros de piedad del siglo xvn especialmente y que ha adquirido un relieve único y excelente en la vida cristiana actual, encuentra, pues, su raíz en la más auténtica tradición. A todos los cristianos beneficia esta renovación de las promesas del bautismo, incluso a los adultos. LA
CONFIRMACIÓN
a) El rito bautismal se perfecciona con otro rito, el que hoy llamamos confirmación. Los Hechos de los apóstoles contienen ya alusiones a ritos diferentes. Pedro y Juan bajan a Samaría y ruegan por los que «estaban bautizados solamente en el nombre del Señor» y a fin de que «reciban el Espíritu Santo». Imposición de las manos, unción con el crisma, este rito completa la iniciación cristiana haciendo al bautizado adulto en la vida cristiana. Recibir el Espíritu Santo. Los padres hablan de una efusión nueva, de una mayor plenitud, semejante a la que se derramó sobre los apóstoles el día de Pentecostés. Este don llenó a los apóstoles de fuerza, de la virtud del Espíritu. Predicaron con convicción, con audacia, con «seguridad en sí mismos», diríamos hoy. Su testimonio fue viril, animoso, perseverante, hasta el martirio. Ésta es la idea dominante de la gracia sacramental de la confirmación. b) En la confirmación, Cristo confiere, primeramente, una gracia de «fuerza». A semejanza de la potencia del Espíritu que invadió a los apóstoles el día de Pentecostés. Para captar el matiz de esta afirmación, hay que recordar que el Nuevo Testamento da algunas veces ei nombre de dynamis, fuerza, al Espíritu de Cristo resucitado. El término «dinamismo», un tanto profanado, recuerda su etimología. «Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros — dice Cristo —, seréis revestidos de su fuerza y seréis mis testigos.» Espíritu Santo y fuerza espiritual gozan de una equivalencia práctica. Y en virtud de esta equivalencia se ha llamado a la confirmación el sacramento del Espíritu Santo. De hecho el Espíritu habita en nosotros cuando estamos en gracia, y la Iglesia exige a sus hijos estar en gracia para recibir la confirmación. N o se recibe en ella el Espíritu como en el bautismo; sino como una forma de la presencia de este Espíritu, una gracia particular de este Espíritu, la dynamis, la «fuerza» cristiana, a semejanza de la que inundó
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un día a los apóstoles. La confirmación es el don de Pentecostés renovado en el curso de los tiempos. Esta fuerza santificadora del Espíritu se concede para «manifestar» el cristianismo, para dar testimonio doctrinal, para dar el testimonio supremo del martirio. Desde entonces se presiente fácilmente toda la importancia que encierra para la edificación del cuerpo místico de Cristo, el que los confirmados tomen a su cargo ser heraldos de la autoridad de Dios. Y en efecto comprobamos que los apóstoles, llenos del Espíritu Santo, predican, convierten, bautizan y hacen milagros. Los confirmados, asimismo, son responsables en lo sucesivo de la verdad cristiana y de la Iglesia de Cristo. De ahí la imagen tan conocida de «soldados de Cristo». Su testimonio es auténtico, primero porque es portador de la virtud del Espíritu; y además porque está como implicado en el testimonio de la Iglesia, por el carácter sacramental, del que hemos hablado anteriormente. Verdaderamente el confirmado es un «testigo» del Señor. Ojalá pudiesen todos los confirmados ser conscientes de ello en los momentos más decisivos de su vida profesional. c) Vemos por qué la confirmación perfecciona al cristiano. Es un verdadero sacramento de edad adulta, el sacramento de la virilidad espiritual. Esta expansión, esta firmeza que adquiere el joven, la da el Espíritu Santo con su gracia, espiritualmente, al alma confirmada. Adulto en la fe, el hombre necesita la virilidad espiritual: la confirmación se la asegura, sacramentalmente. Y esta virilidad se mostrará en su testimonio: en la vida familiar, profesional, cívica, en las ocupaciones profanas y, especialmente, en las obras apostólicas a las que prestará su concurso. Pero también aquí conviene recordar lo que hemos dicho de todos los sacramentos. La gracia del sacramento no borra todos los defectos de carácter, no suprime todos los fallos del temperamento, no sustituye al esfuerzo personal. Los «confirmados» pueden ser cobardes, tibios, temerosos, esclavos del respeto humano. Les está asegurada la ayuda del Espíritu, pero, salvo excepción, no se impone ineluctablemente. Toda gracia es «ofrecida» a la adhesión libre, incluso la gracia de la fuerza espiritual. N o hay que confundir, repetimos una vez más, la certidumbre de la ayuda divina que se nos da en todo sacramento, con el carácter irresistible y casi inevitable de esta ayuda. Podemos rechazar el socorro divino, nos venga con o sin rito sacramental, podemos ignorarlo, según nuestra disposición espiritual. Se nos propone la fuerza del Espíritu con la mansedumbre del Espíritu.
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EL SACERDOCIO DE LOS FIELES
«Los cristianos — dice san Pedro — son una raza privilegiada, una nación santa, un edificio espiritual, un sacerdocio real» (1 Pedro 2, 5-10). a) Se puede hablar del sacerdocio de ¡os fieles, a pesar de que se hayan producido abusos en la manera de utilizar esta expresión; pero, ¿cuál es el pensamiento del apóstol? Algunos estiman que se trata de un sacerdocio «exclusivamente espiritual y moral». Si se quiere encontrar un sentido litúrgico a la expresión han de buscarse otras razones. Otros admiten que se puede ir un poco más lejos. La expresión «sacerdocio real» «no debe expresar directa y primariamente la participación de los fieles en el culto eucarístico. Queda otro campo, muy amplio, para decir a los fieles que son reyes y sacerdotes. Cuando se trate de darles el sentido de su dignidad de cristianos, del honor de su bautismo, de sus obligaciones y del "servicio" religioso al que están llamados, nuestra fórmula estará maravillosamente colocada en su sitio.» Parece, pues, que puede darse un sentido litúrgico a esta expresión. El paralelismo con el antiguo Israel es claro y el sacerdocio israelita es ritual, especialmente en Éx. 10, 1-10. Se puede, pues, notar en la idea del sacerdocio de los fieles un matiz litúrgico propio de la religión del pueblo elegido de la Nueva Alianza. b) Recientemente los cristianos se han planteado el problema de saber qué derechos o incluso qué poderes, en la religión, en la Iglesia, les concede tal sacerdocio. Y su participación en el apostolado de los «sacerdotes» ha llevado a creer a algunos que ellos también eran «sacerdotes» en cierta medida. Pero hay ahí una cierta ambigüedad. Por ello, en lugar de hablar del «sacerdocio de los fieles», sería preferible sin duda hablar del «poder cultual del bautizado». Con anterioridad hemos indicado lo que lleva consigo el poder cultual. Recordemos que el cristiano posee, en el orden sacramental, un auténtico «poder cultual». Este poder es una participación del poder cultual del Verbo hecho hombre, real como el del sacerdote («ordenado»), pero sólo por analogía. Este «poder cultual» consiste en «recibir» los beneficios específicamente sacramentales, pero también en «obrar» sacramentalmente: la misa, el matrimonio, la profesión de fe. Los bautizados son, pues, algo más que «subditos» que «reciben»; tienen una cierta «facultad de obrar» en el ámbito del culto. Y parece que el estatuto sacramental del bautizado puede servir de paradigma y de indicación en los restantes campos de la vida y de la acción
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de la Iglesia. En otros términos, en el ámbito de la acción apostólica y de la evangelización doctrinal, el estatuto cristiano del bautizado podría ser semejante a lo que es en el ámbito sacramental y cultual. Éste es el aspecto más orgánico quizá del «puesto» del laicado en la Iglesia. Así se destaca a la vez el papel activo que puede jugar el bautizado en el culto de la Iglesia y la distinción neta que existe entre él y el ordenado, el sacerdote. A . G . M a r t i m o r t , los signos de la nueva alianza, Sigúeme, Salamanca; T h . C a m e l o t , El bautismo y la confirmación, en Iniciación teológica, III, Herder, Barcelona; A . H u e r g a , Espiritualidad bautismal, en «Teología espiritual», 3 (1959), p. 403-428; S . F u s t e r , El carácter de la confirmación y la participación de los fieles en el sacrificio cristiano, en «Teología espiritual», 4 (1960), p. 7-58; I . M . J . C o n g a r , Jalones para una teología del laicado, Estela, Barcelona.
3. EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA PRESENCIA EUCARISTICA
El sacrificio de la misa renueva sacramentalmente el sacrificio del Calvario. Durante la última cena «Jesús tomó pan y, bendiciéndolo, lo partió y dándoselo a los discípulos dijo: Tomad y comed, éste es mi cuerpo. Y tomando un cáliz y dando gracias se lo dio, diciendo: Bebed de él todos porque ésta es mi sangre del Nuevo Testamento que será derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt. 26, 26-28). La expresión es fuerte. Pero Cristo insiste: «En verdad os digo, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros» (Jn. 6, 53). La presencia eucarística fue a menudo piedra de escándalo. Y hay que reconocer que constituye un misterio religioso a la vez singular y sensacional. Hay algunos cristianos que perjudican a la Iglesia manteniendo representaciones infantiles sobre la presencia eucarística: imaginan a nuestro Señor deslizándose mal que bien e invisiblemente en las especies consagradas, o suponen que la sangre de Cristo se propaga por sus arterias. Otros, por reacción, se contentan con un «cierto simbolismo, en el sentido de que las especies consagradas no serían sino los signos eficaces de la presencia espiritual de Cristo y de su unión íntima con los miembros fieles» (ene. Humani generis). Hay algo más que un signo de presencia espiritual. Jesucristo está presente, con su divinidad y su humanidad. Pero está
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presente, no contenido. «Está presente en las especies de pan y de vino; no está, propiamente hablando, presente bajo las especies o íiculro de las especies. Por real que ella sea, su presencia es sacramental, es decir a modo de signo. Así como el pensamiento de un autor no disminuye o aumenta cuando se queman o se multiplican los ejemplares de su libro; y así como la música no se rompe ni se traslada cuando se rompe o se cambia de lugar un disco... tampoco Cristo disminuye cuando se consumen las sagradas formas ni aumenta cuando se consagran otras nuevas, ni se mueve cuando se transporta el copón» (Iniciación teológica, III, p. 425). Éste es el Cristo eucarístico al que podemos unirnos y que nos concede sus beneficios espirituales sobreabundantemente. Pero, ¿cuáles son estos beneficios? INCORPORACIÓN
A CRISTO
a) La eucaristía realiza nuestra incorporación a Cristo. El pan que partimos ¿no es una comunión en el cuerpo de Cristo? El cáliz que bendecimos ¿no es una comunión en la sangre de Cristo? Tal es la doctrina de san Pablo, que el apóstol recuerda a los corintios hacia el año 56 (1 Cor. 10, 16). Y san Juan insiste en las palabras de Cristo: «Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él. Así como... vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí (Jn. 6, 56-57). b) Esta unión de vida y de santidad se realiza con Cristo, con el Verbo hecho carne. E incluso viene particularmente de la humanidad de Cristo y se ejerce en nuestro cuerpo. Pero hay que entender bien esto. Así como el Señor durante su vida en Palestina daba la gracia divina con un gesto o con una palabra, así también en la eucaristía obra siempre por su humanidad. Por otra parte, la acción eucarística del Verbo hecho hombre afecta directamente al alma del fiel, pues se trata de acción de santidad y de vida divina; pero, a través del alma, esta acción apunta especialmente al cuerpo y sus facultades, preparándole de algún modo a la gloria de la resurrección, al esplendor del cuerpo de los elegidos. Esto significa concretamente para nosotros, en este mundo, que la eucaristía nos ayuda a someter perfectamente nuestro cuerpo a los deseos del Espíritu Santo. «La eucaristía nos une al cuerpo de Cristo: el cuerpo liberado por nosotros, sujeto de la gran transmutación del cuerpo de carne en cuerpo espiritual. Somos un cuerpo con Cristo y el resultado es que somos con Él un solo Espíritu.»
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c) El cuerpo eucarístico del Señor se nos da especialmente para hacer «espirituales» nuestros cuerpos, es decir, sometidos a los deseos del espíritu y preparados para la gloria resplandeciente de los cuerpos resucitados. Por eso los educadores aconsejan a los fieles que comulguen para permanecer puros de cuerpo y de espíritu. La eucaristía es el «pan y el vino que engendra vírgenes». Pero no es sólo esto. Y sería incluso imprudente presentar siempre la comunión como el remedio específico y eficaz para combatir las dificultades relativas a la castidad. La eucaristía es el sacramento de la unión a Cristo y a la Iglesia, su cuerpo místico, ante todo. Y por otra parte, la ayuda real que presta el sacramento puede verse contrarrestada por muchos obstáculos, como en todo sacramento. Aquellos a quienes la comunión se les ha presentado ante todo como remedio contra la impureza, cuando al cabo de los años comprueban que este remedio no es decisivo, corren el peligro de abandonar la recepción del sacramento, porque no han comprendido todas sus dimensiones y toda su grandeza. UNIDAD DE LA IGLESIA
La eucaristía es el sacramento de la unidad del cuerpo místico. «Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1 Cor. 10, 17). a) Unidad en la caridad fraterna. Porque el pan eucarístico, multiplicado y dado a los fieles, les reúne de alguna manera a todos en el acto de consumir una sola y misma víctima, en la unión al sólo y único Espíritu del Señor. «Como este pan partido, en otro tiempo esparcido en las montañas, ha sido reunido para convertirse en una sola cosa, así sea reunida tu Iglesia desde todos los extremos de la tierra, en tu reino.» Así cantaba el autor de la Doctrina de los doce apóstoles, en el siglo n. Así ha hablado toda la tradición cristiana. Un escolástico medieval llamaba a la eucaristía: «sacramentum unitatis ecclesiasticae». El concilio de Trento invita a los cristianos a reunirse «en este signo de unidad, este vínculo de caridad, este símbolo de concordia». La comunión, escribía Rábano Mauro, es «entre cristianos, como un pacto de vida común y de paz». Y la liturgia lo recuerda repetidas veces: «Ecclesiae tuae, quaesumus Domine, unitatis et pacis propitius dona concede, quae sub oblatis muneribus mystice designantur» (secreta de la misa del santísimo Sacramento). Son innumerables las citas que pudieran hacerse. b) No es, pues, casual que el Señor instituyese la eucaristía en el curso de la última cena, e insistiese sobre la impor-
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tancia de la caridad para con el prójimo, sobre el mandamiento nuevo, el mandamiento específico del cristianismo. La eucaristía es el sacramento que edifica el cuerpo místico. El que comulga se compromete, en virtud de este acto sacramental, a participar en la edificación del cuerpo místico, a reanimar la concordia y la unión entre los cristianos, sobre todo, a renovar el sentimiento de la unidad y de la comunidad de hermanos. La «piedad eucarística» y los «movimientos eucarísticos» deben tomar como objetivo específico de su espiritualidad la caridad entre los cristianos y la irradiación del amor fuera de la esfera de los bautizados. Este objetivo es bíblico y tiene un fundamento teológico. Es quizá el más específico de una espiritualidad eucarística bien entendida. EUCARISTÍA Y ESCATOLOGIA
«Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz anunciaréis la muerte del Señor hasta que Él venga» (1 Cor. 11, 26). a) Nos unimos al cuerpo de Cristo, cuerpo inmolado, pero también cuerpo resucitado. La humanidad gloriosa nos entrega las arras de la resurrección. Una auténtica teología ha de tener en cuenta este aspecto antropológico del sacramento de la eucaristía. Con el Cristo eucarístico, el cuerpo posee al Espíritu, garantía de resurrección y de inmortalidad. Los fieles han de alimentar su fe con esta verdad eucarística. Quizá podrían cantar con más atención el O sacrum convivium, tan conocido, cuando pone en los labios estas palabras: et futurae c(ioriae nobis picjnus datur, se nos da la prenda de la gloria futura. Quizá también, durante su acción de gracias, podrían recordar con más frecuencia que la eucaristía inserta en ellos un fermento de vida celestial. Después de comulgar, deberían sentir un poco más la nostalgia del cielo, el gusto por los valores supraterrenales, la esperanza de la vida definitiva. La eucaristía, sacramento de la unidad, inicia ya en la tierra misteriosamente un amplio movimiento espiritual para agrupar a los elegidos en una asamblea celestial destinada a cantar al Señor de la gloria. No por capricho hemos recordado el valor «escatológico» de la eucaristía. b) En este sentido ¿es preciso recordar la orientación y alcance del «viático» que se lleva a los enfermos? Los moribundos, más que todos los demás cristianos, deberían recibir la eucaristía, fermento y levadura de inmortalidad, manjar de la Pascua definitiva, fuerza para el trance decisivo y «remedio para la eternidad», como dice la oración que sigue a la comunión de los enfermos. El santo viático, llevado por un sacerdote en
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nombre de la Iglesia, garantiza la ayuda del Señor a un «miembro» de la asamblea cristiana, de camino ya hacia su glorioso destino. Los fieles deberían tener una conciencia más acusada de este deber postrero que han de cumplir con sus enfermos, con sus moribundos. Deberían también instruirse, antes de llegar a una edad avanzada, sobre el' sentido teológico del santo «viático». ¿No es toda la vida un tránsito hacia la eternidad? Y siendo así, ¿no vemos cómo se impone recibir la comunión, siempre, durante toda la vida e incluso con frecuencia? COMUNIÓN
ESPIRITUAL
Las recientes disposiciones sobre el ayuno eucarístico han facilitado enormemente a los cristianos la práctica de la comunión frecuente. N o obstante, no todos pueden ir a la iglesia y no todas las regiones gozan de suficiente número de sacerdotes. ¿Entonces? Aquí corresponde recordar la doctrina de la comunión espiritual. a) Practicar la comunión espiritual, a diferencia de la comunión sacramental, ¿qué quiere decir? Cuando no es posible, por las razones que sea, recibir sacramentalmente la eucaristía en las especies consagradas, queda la posibilidad de unirse espiritualmente a Cristo eucarístico, con las mismas disposiciones, los mismos sentimientos, el mismo espíritu de fe y de caridad fraterna. El concilio de Trento, resumiendo la doctrina de la comunión eucarística, dice así: «Hay tres maneras de comulgar: "sacramentaliter tantum", "spiritualiter tantum", "sacramentaliter et spiritualiter".» Es posible comulgar sólo sacramentalmente (recibir las especies, sin piedad, sin disposiciones de caridad); o sólo espiritualmente (con todos los sentimientos de piedad pero sin recibir las especies); finalmente, sacramental y espiritualmente (recibiendo las especies y con sentimientos de piedad, de caridad, de fe). La comunión debe ser siempre «espiritual», pero puede ser sólo espiritual, cuando no es posible acudir a la sagrada mesa. b) La práctica de la «comunión espiritual» es muy sencilla. Incluye todo lo que hacemos habitualmente cuando comulgamos con fervor y piedad, excepto la recepción de las especies eucarísticas. Puede hacerse en el tren o en el avión, en la fábrica o en la calle. El cristiano piensa en la santa misa que se celebra en su lugar de residencia o en cualquier parte del mundo. Se une de lejos al sacerdote y a la, comunidad que ofrece el santo sacrificio. Se une en especial a la víctima eucarística, a la procesión de los que se dirigen a la sagrada mesa,
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al banquete espiritual de los fieles fervorosos. Y con ellos se presenta ante el Padre eterno y, en Él, se une a sus hermanos, los miembros del cuerpo místico. En suma, alientan en él los mismos sentimientos que tendría si pudiese comulgar sacramentalmente: unión, adoración, alabanza, petición, satisfacción. c) La importancia de esta comunión espiritual se hace patente de manera especial en sus efectos. Los teólogos le reconocen una casi equivalencia con respecto a la comunión sacramental. Con ello percibimos el rango que la doctrina católica concede a la fe en la recepción de sacramentos. N o obstante, lo normal es la recepción «sacramental»; si Cristo ha instituido el sacramento es para que los fieles lo reciban real y visiblemente. La comunión «espiritual» no tiene valor sino en relación con la comunión sacramental. Sólo es verdaderamente sincera si el fiel comulga sacramentalmente cuando puede. Y, si bien puede ser más fecunda que la comunión sacramental, cuando el fiel que la hace es más ferviente, carece de ciertos efectos específicos, principalmente la participación personal en el culto visible y comunitario del cuerpo místico, así como los múltiples auxilios que las ceremonias sacramentales aportan al fiel devoto. Conclusión-. Sería conveniente pues recordar a los cristianos la práctica de la comunión espiritual. Bien explicada, no puede ir en detrimento de la comunión sacramental, siendo ésta norma de aquélla. Bien entendida, no puede dar lugar a una mentalidad protestante, puesto que la comunión espiritual está referida totalmente a la comunión sacramental. A todos los que han comprendido la posición central del sacrificio eucarístico en el cristianismo, la comunión espiritual puede darles el medio adecuado para participar en la eucaristía que se celebra en cada instante en algún punto del universo, para gloria de Dios y redención del mundo.
y hablarle cómodamente. En reacción, la avanzada del movimiento litúrgico ha repetido la necesidad de guardar un vínculo esencial entre sacrificio y comunión; la acción de gracias, se nos dice, está expresada en la poscomunión y debe continuar durante todo el día; es inútil, pues prolongar un diálogo privado más o menos distraído y más o menos desinteresado. Sin duda es posible tener en cuenta todas estas observaciones. Para la generalidad de los fieles, estos minutos que siguen a la comunión son ocasión de recogimiento, y la corta meditación que entonces hacen les ayudará a abrirse generosamente a los beneficios de la eucaristía y a prolongar durante todo el día los frutos del sacramento. Pero la «materia» de este recogimiento pudiera ser mejor: el texto de la poscomunión podría procurar un primer tema, la unión al sumo sacerdote eterno, a su sacrificio y a sus sentimientos debería ser una constante; la preocupación por la unidad y la caridad de los cristianos debería manifestarse siempre; los intereses de la Iglesia deberían tener sitio allí. En suma, renovando desde dentro la antigua «acción de gracias», se llegaría sin duda a un equilibrio excelente para todos los cristianos fieles a la sagrada comunión.
LA ACCIÓN DE GRACIAS
En el sacramento del orden, los «ordenados» reciben los poderes sagrados más específicos de la obra sacerdotal, y principalmente el de ser los instrumentos de la transustanciación, por la cual el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre del Señor. Pero la labor sacerdotal, tomada en su conjunto, desborda el campo de la obra eucarística e incluso sacramental. Sacerdotem oportet offerre, benedicere, praeesse, praedicare, et baptizare. El sacerdote debe ofrecer, bendecir, presidir, predicar y bautizar. Por ello este artículo tratará, no sólo del poder del orden, sino del sacerdote, en el sentido concreto, cristiano y habitual del término.
Los fieles que comulgan durante la misa acostumbran a recogerse unos instantes y dar gracias. Todo lo que hemos dicho sobre la recepción de la gracia sacramental nos muestra la necesita del fervor en la práctica de los sacramentos, y los minutos consagrados especialmente a Cristo eucarístico tienen, pues, su razón de ser y su importancia. Pero algunos fieles hacen de esta acción de gracias un ejercicio piadoso privado, separado de su unión íntima con el sacrificio de la misa; la comunión se ha convertido para ellos en el medio de tener a Dios dentro de sí, de conservarle en sí, «divino prisionero»
A . G . M a r t i m o r t , Los signos de la nueva alianza, Sigúeme, Salamanca; A . M . R o g u e t , La misa. Aproximación al misterio, Estela, Barcelona; A . G r a i l - A . M . R o g u e t , La eucaristía, en Iniciación teológica, III, Herder, Barcelona; J . S o l a n o , Textos eucaristicos primitivos, ed. bilingüe, BAC, Madrid; L. C e r f a u x , Jesucristo en san Pablo, Desclée de Brouwer, Bilbao.
4. EL SACRAMENTO DEL ORDEN
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EL BUEN PASTOR
Hallándose de paso en Mileto y sabiendo que iba a ser detenido en Jerusalén, san Pablo convoca a los «ancianos» de la comunidad, les dice unas palabras de despedida y les transmite su testamento espiritual. «) «Mirad por vosotros y por todo el rebaño, sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos para apacentar a la Iglesia de Dios, que Él adquirió con su sangre» (Act. 20, 28). Tal es la imagen primera del ideal que han de perseguir quienes se ponen exclusivamente al servicio de la Iglesia. Trabajar en el campo del Señor. Dar a las almas cristianas todo lo que les es necesario, en todo tiempo, cada día. Como el agricultor, que va todos los días a ver sus sembrados y les presta atención, cuidados y trabajos, en el momento preciso, «in tempore opportuno». Tal es el rasgo de la auténtica fisonomía del clero, la imagen que se desprende de las fuentes cristianas más antiguas, la sagrada Escritura, la liturgia. Y quizá debiéramos tener una cierta devoción hacia todos aquellos que, en los primeros tiempos, bajo los nombres diversos de presbíteros, obispos, ancianos, intendentes, jefes o celadores, han asegurado la dependencia de la jerarquía, sin doctrina ni teoría del sacerdocio, pero con la juventud ferviente de una epopeya que comenzaba y de una historia sagrada cuya apoteosis presentían. b) Asegurar a las comunidades nacientes todo lo que exige la vida cristiana. Y por lo tanto, sustentar en sí mismos el espíritu de estas funciones sacerdotales. Amor al culto y espíritu profundamente religioso: el sacerdote es hombre de Dios. Espíritu de ofrenda y de alabanza por medio del sacrificio de la misa y el breviario: el sacerdote en adoración ante la Trinidad. Espíritu de evangelización y esfuerzo por asegurar la presencia de la verdad cristiana en todas las esferas de la sociedad: Ay de mí si no evangelizo. Espíritu de paternidad, de dirección, de organización incluso dentro de la comunidad cristiana: «Pascite Ecclesiam Dei!» El sacerdote ha de saber presentarse a Dios en nombre de los hombres, en una especie de oración ascendente, y permanecer en su presencia, tendidas las manos para rogarle, adorarle, glorificarle, amarle y esperarle, en su nombre y en el de su pueblo. El sacerdote ha de saber también descender fácilmente a su comunidad y darle el pan de la verdad, el don de la gracia divina, la ayuda de su ministerio sacerdotal, el auxilio de su abnegación paternal. c j Finalmente, el alma del sacerdocio. Los libros inspirados, las cartas pastorales, principalmente las de san Pablo,
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insisten especialmente en las virtudes morales de los auxiliares de los apóstoles. Pero leamos también la segunda epístola a los corintios. ¿Cómo podrían los apóstoles ser verdaderos ministros de la Nueva Alianza, «non littera, sed spiritu», si no viven una vida interior ardiente, pujante? (2 Cor. 3, 6). ¿Cómo podrían llamar real a lo que es invisible sin una fe penetrante y viva? (2 Cor. 4, 18). Cómo hubiera podido Pedro responder al Señor, después de una triple pregunta: «Señor, tú conoces todas las cosas, tú sabes que te amo» (Jn. 21, 17). ¿Y no puede decirse lo mismo del propio san Juan, «el discípulo a quien Jesús amó con un amor de predilección»? Cómo explicar las exclamaciones entusiásticas de san Ignacio de Antioquía cuando era conducido al martirio: «Ahora es cuando empiezo a ser un verdadero discípulo. Que ninguna criatura, visible o invisible intente arrebatarme la posesión de Cristo... ¿De qué me serviría poseer el mundo entero? ¿Qué tengo yo que ver con los reinos de este mundo? Tengo por la mayor gloria morir por Cristo Jesús. Es a Él a quien yo busco, a este Jesús que ha muerto por nosotros.» Estos acentos nos revelan otro aspecto de la «vida apostólica», el alma de los sucesores de los ancianos y de los obispos. Y este elemento es constitutivo del apostolado cristiano. MISIÓN, SERVICIO Y PODERES
En todas las cosas es conveniente buscar los datos primarios, los impulsos originarios, para aclarar su significación. Volvamos pues a las fuentes que nos darán luz para comprender el sacerdocio instituido por Cristo, el sacerdocio cristiano. a) «Se me ha dado todo poder en la tierra y en el cielo: y yo os envío.» Después de pronunciar Cristo estas palabras decisivas, los doce se dispersaron por el mundo para anunciar la palabra de salvación. Auténticos enviados, tenían la misión de proseguir la obra del Señor, siendo testimonios suyos. Lo que constituye al apóstol, escriben los comentaristas de las epístolas paulinas, es el hecho de haber sido enviado, de haber recibido de Cristo una misión. En realidad, escribe uno de ellos, apóstol significa enviado de Jesucristo (2 Cor. 11, 13). El Mesías fue el enviado por excelencia. Los apóstoles fueron los enviados de Cristo y enviados de las iglesias (2 Cor. 8, 23). Los sacerdotes son enviados por la jerarquía y, concretamente, por los obispos de cada región. Ser enviados: ésta es su significación profunda, la fuente de su grandeza y su humilde razón de ser,
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la luz que les iluminará sobre el tono que han de dar a sus empresas y la orientación que han de dar a su vida. Enviados por ("risto. Enviados por las iglesias. b) Esta misión es, ante todo, un ministerio. Por cualquier Indo que la examinemos — s i se nos permite hablar así — encontramos la idea de servicio. Al servicio de Cristo, puesto que se trata de una misión asignada por Cristo. Al servicio de la Iglesia, puesto que se trata de ser apóstol de las iglesias. AI servicio del pueblo cristiano, puesto que el sacerdote ha sido elegido para «apacentar a la Iglesia de Dios». Ministerio y servicio. Esta es la sustancia misma de nuestra misión. Esta es la naturaleza de cada uno de los pequeños actos que constituyen, a fin de cuentas, la trama de nuestra existencia. El sacerdote está profesionalmente, por su «oficio», al servicio de Cristo, de su Iglesia, del pueblo cristiano. Podría resumirse en dos palabras: instrumentos y servidores. Instrumentos de Dios y de la Iglesia en la dispensación de los misterios de la salvación (1 Cor. 4, 1). Instrumentos en la realización de las obras de la Nueva Alianza (2 Cor. 3, 6). Servidores de todos. Servidores inútiles, pero indispensables a pesar de esto. Servidores a imagen de Jesús, que ha venido no para ser servido, sino para servir a los demás. Los sacerdotes conocen muy bien esos innumerables pasajes de la sagrada Escritura en que aparecen los términos «ministerium» o «servus». Pero estas simples palabras deben dar una más profunda orientación a su espiritualidad. c) ¿Cómo cumplir una misión si no tiene alguna autoridad, cómo servir a los demás si no se dispone de bienes para dar, cómo cumplir un ministerio si no se tiene ningún poder? Esto es evidente. Y a nadie puede extrañar que el sacerdote pueda gozar de alguna autoridad, que pueda disponer de bienes espirituales, que esté provisto de algunos poderes. El Señor dijo: Id..., enseñad..., bautizad..., haced esto en memoria mía... Todo lo que atareis será atado en el cielo, todo lo que desatareis será desatado en el cielo. Y la Iglesia jerárquica transmite estos poderes a cada sacerdote. Potestad de orden, con toda la obra cultual de los sacramentos; potestad de magisterio, con la sanción oficial de la Iglesia de Dios; potestad de jurisdicción, en la sociedad visible, que exige necesariamente la buena marcha del pueblo de Dios. Estos poderes son verdaderos, auténticos. Sería un error teológico ocultar su realidad. Pero sería igualmente erróneo falsear su significado: no están al servicio del honor de una persona, no están al servicio de la gloria de una familia, no están al servicio de ningún valor tem-
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poral: están, radicalmente, al servicio de Dios, de su Iglesia, del pueblo cristiano. DIRECCIÓN Y DOCTRINA El sacerdote es como el «padre» de la comunidad cristiana. Debe proveer a sus necesidades, debe prever, curar, instruir, reparar, corregir. a] El sacerdote es el «pastor» de la comunidad cristiana. Y la responsabilidad de los hombres que le están confiados es muy grave. Si Yahvé dejaba estallar su cólera contra los malos pastores de la Antigua Alianza, ¿qué dirá de los pastores mediocres, perezosos, incapaces, de la nueva economía? Lo que decíamos antes del difícil arte de mandar, encuentra un campo de aplicación inmediato en la vida pastoral. Cualidades de mando, cualidades sociales, pero según el espíritu del evangelio. No es preciso insistir en ello. A pesar de su carácter sociológico, la técnica y la organización pueden utilizarse en materia de apostolado. Ciertamente, hay algunas personas que exageran y acabarían por someter la obra de la salvación a las leyes de la sociología religiosa. Pero las técnicas, en su sitio, puestas al servicio de un apostolado «serio», «reflexivo» y «competente», pueden ser de gran ayuda. No somos naturalistas al afirmar que — «servatis servandis», claro está — el progreso en los métodos puede favorecer la comunicación de los bienes sobrenaturales. Muchas veces se ha lamentado en voz baja un retroceso local debido a una falta de orden y fallos en la organización. ¿Cómo se explican, si no, ciertos traslados o ciertos nombramientos eclesiásticos? Una cierta dureza pudiera ser eficaz, aun dentro de la sociedad eclesiástica, puesto que ésta implica un aspecto humano sometido a todos los determinismos de la vida social. Las conclusiones más técnicas de las encuestas de sociología religiosa constituyen una aportación valiosa al examen que deben realizar regularmente los pastores sobre la marcha de su ministerio y las cualidades de su acción. b) El sacerdote está al servicio de la verdad. Ha sido enviado para evangelizar-. «Vae mihi si non evangelizavero!» Debe dar testimonio valerosamente en favor de las doctrinas verdaderas y de los criterios sanos. «Ut testimonium perhibeam veritati!» Debe hablar cuando su deber se lo exige, cueste lo que cueste, aunque haya de perder la alegría de un éxito o la esperanza de una promoción. «Non possumus non loqui!» Ha de hacer que llegue a todas partes y a todos su palabra.
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«lte, docete omnes gentes!» Debe proclamar la verdad cristiana, contando con la fuerza del Espíritu más que con la capacidad de persuasión de su elocuencia. «Non in persuasibiíibus humanae sapientiae verbis», escribía san Pablo tras una pequeña decepción apostólica. Debe ser en su comportamiento, su persona, su vida, testigo del evangelio, a imagen de Cristo, el Maestro, que nos dijo un día: «Ego sum veritas.» Tal vez no estamos suficientemente convencidos de la influencia de la doctrina. Influencia natural, en primer lugar. Todos constatamos, cada día, el influjo que ejerció en cada época el pensamiento de los ideólogos: racionalistas, materialistas, evolucionistas, etc. Podemos palpar, en todos, la huella que han dejado libros que la mayoría no han leído siquiera. Y aun así nos cuesta gran trabajo participar en la difusión del pensamiento evangélico. ¿No habrá aquí una falta de reflexión? Influencia sobrenatural, también. Las palabras del evangelio son palabras de vida. Dichas por el sacerdote, son como un «sacramento», un signo de la gracia divina. Es Dios quien habla, por boca de su ministro; es Dios quien llega al alma y al corazón de quien escucha, en la medida de su docilidad espiritual. Toda la vida cristiana está centrada sobre la fe en Dios, ya a través de los ritos sacramentales, ya a través de la predicación de la palabra, ya a través de k unión personal a Dios. El evangelio es fuerza de Dios para la salud de todo el que cree (Rom. 1, 16). Una precisión teológica sobre el alcance «santificador» de la «palabra» podría ayudarnos a prepararla mejor, bien indirectamente, por el estudio, bien directamente cuando se trata de sermones. REDENCIÓN Y
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a) El sacerdote es ministro de la gracia del perdón, de la redención. Cristo ha venido «para la salvación del mundo» y ha instaurado ritos de purificación y de santidad para su religión. Como Cristo, el sacerdote es «salvador». Se ofrece a los hombres «ut vitam habeant et abundantius habeant.» Goza de una paternidad espiritual de orden superior. Desde el bautismo a la extremaunción, asegura a los discípulos de Cristo los bienes religiosos y sagrados de su religión. Está entregado profesionalmente a las cosas santas; y éstas exigen un comportamiento sagrado, incluso un poco hierático, y con el decoro que conviene a los misterios de la salvación. En las circunstancias menos favorables, como eran las de los campos de concentración, la actitud del sacerdote podía dar este sentido profundamente religioso al misterio de la salvación. Si el sacer-
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dote administrase religiosamente los sacramentos, si celebrase con respeto todas las ceremonias litúrgicas, algo cambiaría en la Iglesia: los fieles verían reafirmada su fe en las realidades sobrenaturales invisibles y los no creyentes se verían atraídos, a pesar suyo, hacia la fuente misteriosa de esta vida cultual. Pero para esto ¡ sería necesario tal dominio de' sí, tal renunciamiento, tanto fervor inteligente, en el clero del mundo entero! Sin embargo, el sacerdote no puede identificar «piedad» y «vida cristiana». La virtud de la religión no es la única virtud del cristianismo. Un «buen practicante» no es necesariamente un «buen cristiano». Sabemos el daño que tales ambigüedades han hecho al cristianismo. No sería justo que el sacerdote, confundiendo sacerdocio y potestad de orden, no se cuidase más que de la obra sagrada de los sacramentos. Su misión abarca toda la «vida cristiana» de su rebaño. b) La obra de ministerio cultual no se refiere solamente a la salvación de los hombres. El sacerdote representa también a la humanidad ante Dios a fin de ofrecerle el tributo de su adoración y de su alabanza, a fin de pedirle sus gracias y sus beneficios, a fin de implorarle humildemente que perdone nuestros pecados. La epístola a los hebreos se extiende sobre este aspecto del sacerdocio: «Constituitur in iis, quae sunt ad Deum, ut offerat dona et sacrificia pro peccatis» (Hebr. 5, 2). Esta función de alabanza y glorificación nos corresponde a nosotros; no es monopolio de los contemplativos. En el breviario decimos: «Venite, exultemus Domino, iubilemus Deo salutari nostro!» El sacrificio eucarístico que celebramos todos los días es verdaderamente un sacrificio, un gesto de adoración, de plegaria, de acción de gracias. Los sacramentos son, ante todo, ritos eclesiásticos de la religión cristiana. Los sacramentales desarrollan la letanía de sus consagraciones así como de sus bendiciones. El sacerdote está pues dedicado, por función y por oficio, a la obra de la religión. Debe sustentar en sí un espíritu de súplica y de acción de gracias. Podrá elevar a Dios una oración desinteresada y reunir a toda la creación en una explosión de gratitud profunda. Amará y comprenderá esta oración tranquila y serena que le une a su Dios. Sabrá hacer nacer en el corazón de los fieles el sentido de Dios, el sentido de la adoración. Es sorprendente oír a tantos fieles que afirman: Los sacerdotes nos ayudan realmente a recibir los beneficios de Dios, pero muy pocos parecen capaces de darnos el sentido de Dios. Y sin embargo somos nosotros los «mediadores» entre los hombres y Dios, y no solamente entre Dios y los hombres.
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Aún peor sería el sacerdote que no viese en la religión más que una institución social, un orden temporal, un «medio» de obtener gracias. Tal utilitarismo contradiría uno de los aspectos más esenciales de todo sacerdocio. LAS ETAPAS DEL SACERDOCIO Los obispos, cuando imponen las manos a los jóvenes que se ofrecen a ellos para servir a la Iglesia, aprovechan las ceremonias litúrgicas para recordarles el significado de sus actos, la seriedad de la vocación apostólica, las exigencias del sacerdocio. Los sacerdotes recordarán las palabras meditadas en otro tiempo, palabras sacramentales cuya virtud no se extingue jamás y cuya gracia debe reanimarse en el corazón de cada uno. a) El sacerdote es en primer lugar clérigo. Ha recibido al Señor, como la porción de su herencia. Al ingresar en la clerecía abandona el estado laico (laos) y se incorpora al clero (cleros), pequeño grupo de bautizados que el Señor se reserva para su servicio en la Iglesia. «Ab omni servitute saecularis habitus hos fámulos tuos emunda.» Sotana, tonsura, sobrepelliz, todos los gestos, todos los ritos evidencian un mismo y único propósito: una separación de las costumbres seculares, una consagración al Señor y a su obra, en suma, la entrada en un género de vida semejante al que eligió el Verbo hecho hombre. Y si interrogásemos al pontifical para arrancarle un último secreto, si le preguntásemos el móvil que inspira a estos jóvenes a dejar la vida secular para llevar un austero vestido, nos respondería, como los apóstoles, como los «viejos santos» de otro tiempo: el amor de Cristo. b) Paso a paso se van mostrando al aspirante al sacerdocio las funciones diversas que habrá de ejercer más tarde y las obligaciones que habrá de cumplir. Y si la función representada por las órdenes menores parece en ocasiones ficticia, el espíritu que marcan es espíritu sacerdotal. Los cuidados de la Iglesia deben preocupar a todo sacerdote digno de este nombre: «fidelissima cura in domo Dei... ne aliquid depereat!» Y numerosos párrocos ejercerán durante toda su vida el ostiariado: guardianes de la Iglesia, «ianitores Ecclesiae»; celadores fieles de día y de noche, «diebus et noctibus». En lenguaje moderno el lector se llamaría catequista oficial, que enseña en nombre de la Iglesia, de la jerarquía. Y el pontifical pide a sus ministros que lean la palabra de Dios de modo inteligible, «distincte et aperte», para ser verdaderamente fieles a su misión, «fideliter et atiente». Más aún, «liber laicorum vita clericorum», deben edificar al pueblo de Dios tanto con su ejemplo como con su
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palabra, «et agenda dicant, et dicta opere impleant!» Exorcista-. el sacerdote debe serlo también a lo largo de toda su vida. Por su sacerdocio estará en lucha incesante, profesional, pudiéramos decir, contra Satanás. Todos sus actos deben construir la ciudad de los elegidos y apartar al demonio, «ad abiiciendos daemones!» Con el signo de la cruz, con el agua bendita, dominará a Satanás, «daemonibus imperabitis!» Pero sabe también, por el evangelio y las vidas de los santos, cuan dura es la lucha contra estos enemigos del Señor. Finalmente como acólito, el sacerdote habrá de cuidar siempre las ceremonias litúrgicas; deberá ser siempre un signo de santidad y de caridad; una luz que guíe la vida de los fieles: «lumen quoque spirituale moribus praebeant»; un servidor fiel del culto cristiano: «ut illuminati vultu splendoris tui, fideliter tibi in sancta Ecclesia deserviant!» Y ya se esboza la espiritualidad de la ordenación: «Estote igitur solliciti in omni iustitia, bonitate et veritate, ut et vos et alios et Dei ecclesiam illuminetis. Tune enim in Dei sacrificio, digne vinum suggeretis et aquam, si vos ipsi Deo sacrificium, per castam vitam et bona opera oblati fueritis.» c) El subdiaconado deja en el alma un recuerdo emocionante e imperecedero. La tonsura era el adiós al mundo, con un entusiasmo juvenil y ardiente; aquí es el paso más maduro ya, más consciente del prosaísmo de la existencia clerical, más definitivo también, de quien renuncia en particular a todas las alegrías legítimas de la vida afectiva y familiar, para servir a la Iglesia por siempre, «in Ecclesiae ministerio semper esse mancipatos». El subdiaconado, como todas las órdenes, nos acerca al ministerio del Señor: «Videte cuius ministerium vobis traditur.» Se multiplican los signos de este progreso: el alba blanca, protección espiritual de toda la persona; el cíngulo, «ut omnis voluptas carnalis adstricta intelligatur»; el amito, «per quem designatur fructus bonorum operum»; la tunicela, «túnica iucunditatis et indumentum laetitiae»; el libro de las epístolas, por último, «Accipe potestatem legendi eas in ecclesia sancta Dei.» Hay que añadir que las recomendaciones ascéticas se suceden a un ritmo impresionante: asiduidad a la Iglesia, actividad vigilante, sobriedad de vida, pureza de costumbres, fidelidad en el cumplimiento del ministerio. Así, obedientes en palabras y en actos, podrán verdaderamente agradar a Dios, «ut Deo placeré possitis». d) Es lástima que el diaconado pierda un poco de su importancia por hallarse entre las impresionantes ceremonias del subdiaconado y la apoteosis sacerdotal de la ordenación. Y, sin
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embargo, «Diaconum enim oportet ministrare ad altare, baptizare et praedicare!» ¿No es esto bastante para caracterizar una vocación especial y constituir un título particular de voluntad de progreso? El diaconado, verdadero inicio del orden, está directamente vinculado al sacerdocio; y de esta relación con el presbiterado saca toda su grandeza. El diácono es también ministro normal, aunque extraordinario, de la eucaristía. Por misión y potestad propia puede bautizar. Puede y debe predicar, con una misión semejante a la del ordenado: «Concionandi facultas solis sacerdotibus vel diaconis fiat» (can. 1.342). Los diáconos son los oídos, la boca, el corazón y el alma de los obispos, con los cuales, por decirlo así, son uno; son oídos para hacerles saber las peticiones de los laicos y ser intermediarios entre ellos y él; su corazón, para subvenir a las necesidades de los pobres, de los enfermos, de todos aquellos que sufren necesidad. El diácono recibe la estola y la dalmática, con la potestad de leer los evangelios. Realización del orden levítico para la Nueva Alianza, cargado con el «onus diaconatus», podrá cumplir su tarea, en virtud de la fuerza del Espíritu: «Accipe Spiritum Sanctum ad robur!» e) Finalmente llega el día de la ordenación, el presbiterado: «dignitas presbiterii», dice el obispo, pero también «onus presbiterii». El obispo no puede bastarse en la tarea. Toma colaboradores instruidos, «providi cooperatores ordinis nostri»; se procura una ayuda, «ad eorum societatis et operis adiumentum». Las antiguas plegarias consecratorias del sacerdote y del diácono, en el pontifical, en el momento de la imposición de las manos, hablan poco de los poderes eucarísticos, '¡pero insisten repetidas veces en su cualidad de auxiliares subordinados al obispo. Éste es su gran título de gloria, su significación. Las ceremonias litúrgicas son más conocidas. Imposición de las manos, poder de celebrar, unción de las manos, imposición de la casulla, entrega de los instrumentos, poder de perdonar los pecados, promesa de obediencia. Es el sacerdocio con sus obligaciones, sus exigencias, su grandeza. Una nueva falange de levitas proseguirá la obra de la redención, renovada sin cesar. Así es desde los comienzos de la era cristiana y así será hasta el fin de los tiempos. El misterio de fe, «mysterium fidei», a pesar de todo, a pesar de su inverosimilitud, se prolonga. Ha bastado con una imposición de manos, cuya eficacia asegura la Iglesia, con su autoridad, y en lo sucesivo, el curso de la historia sagrada del pueblo de Dios. «Per istam unctionem
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et nostram benedictionem, ut quaecumque consecraverint consecrentur et sanctificentur!» CARÁCTER SACRAMENTAL Y GRACIAS SACRAMENTALES A través de la imposición de las manos y la unción, el ordenado recibe los efectos del sacramento 'del orden, principalmente el poder cultual propio del ordenado (el carácter) y la ayuda divina necesaria para realizar dignamente su ministerio (gracias sacramentales). «Sancta sánete tractare», dice el antiguo adagio de la espiritualidad. «Carácter directe et propinque disponit animam ad ea quae sunt divini cultus exsequenda. Et quia haec idoneae non fiunt nisi auxilio gratiae, divina largitas recipientibus caracterem largitur gratiam, per quam digne impleant ea ad quae deputantur» (3 q. 63 a. 4 ad 1). a) Hemos hablado ya del carácter en diversas ocasiones. Es una participación en el poder cultual que se halla en plenitud en el Dios-Hombre, Cristo, en virtud de la unión hipostática. Cuando un sacerdote realiza un acto cultual que depende del carácter del orden, Cristo asegura a este gesto una eficacia divina, le otorga un poder sobrehumano. En cada uno de los actos sacramentales que realiza, el sacerdote mueve infaliblemente la acción del Mediador eterno y rinde a la santísima Trinidad una alabanza siempre agradable, una adoración perfecta. b) Por gracias sacramentales se entiende la ayuda que Cristo ha prometido a sus «elegidos» para que cumplan las tareas de su ministerio. Ayuda purificadora, en primer lugar, que tiende a reparar las flaquezas y los defectos de nuestra pobre humanidad. Ayuda santificadora también, que tiende a valorar, en el sentido natural y sobrenatural del término, los bienes y los valores que ponemos al servicio del Señor. Las gracias sacramentales atacan la inercia y la tibieza, disipan las tinieblas de la inteligencia y la oscuridad de la imaginación, atenúan la frialdad del corazón y las torpezas de la acción. Realizan día tras día, en las almas sacerdotales, los deseos formulados por el obispo durante las ceremonias de la ordenación: una sabiduría celestial, «coelestis sapientia»; costumbres irreprochables, «probi mores»; rectitud y madurez en el juicio y en la vida, «probi et maturi in scientia similiter et opere»; la integridad de una vida casta, «in moribus vestris castae et sanctae vitae integritatem»; una manera de obrar consciente de la dignidad del ministerio sacerdotal, «agnoscite quod agitis»; la mortificación de los vicios y de los deseos carnales, «mortificare membra vestra a vitiis et concupiscentes
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ómnibus». Sea saludable vuestra predicación, prosigue el obispo, «sit doctrina vestra spiritualis medicina populo Dei»; que el perfume de vuestra vida sea un gozo para la Iglesia; «sit odor vitae vestrae delectamentum ecclesiae Christi»; que vuestra conducta sea el instrumento de la reforma moral del pueblo cristiano, «censuramque morum exemplo suae conversationis insinuent»; que resplandezca en vosotros la santidad bajo todas sus formas, «eluceat in eis totius forma iustitiae». Conservar el esplendor inmaculado y el brillo divino del sacerdocio, ésta será, para todos los que la reciban, la acción de la gracia sacramental del orden. EL CELIBATO
En el momento de recibir el subdiaconado, los ordenandos, invitados por el obispo, «Huc accedite», dan un paso hacia adelante: aceptan el celibato, «onus hodie ultro appetitis». a) El «paso» significa, en primer lugar, continencia perpetua, abstinencia definitiva de toda satisfacción legítima ligada a la generación humana. Pero sería un error grave no ver en ello más que esto. El «paso» significa que el sacerdote acepta el celibato, que acepta vivir «solo», lo cual implica una multitud de renuncias pequeñas que afectan al sacerdote en todas las edades y en todos los momentos de la existencia. Lazos afectuosos y llenos de encanto que pueden unir a los jóvenes en la primavera de su vida; amor más fuerte y más total que impulsa a los esposos a todas las formas de unión, desde las más carnales hasta las más espirituales; paternidad sin objeto, a veces penosa, para quien está destinado por la naturaleza a ser cabeza de una familia que llamaría «su» familia, con «su» mujer y «sus» hijos; fría soledad de los últimos años de la vida, que no conocerán la atmósfera de una casa patriarcal, ni el ruido de los nietos en vacaciones. Estas renuncias no son cosa de un instante: el afecto de los jóvenes enamorados les une constantemente; la vida conyugal es de cada instante; el sentimiento de la paternidad preocupa siempre, y el frío aislamiento físico de los últimos años se prolonga hasta el último día. b) Esto es lo que el celibato produce en nosotros, y hemos comenzado por esta descripción para evitar el posible reproche de idealismo o de irrealismo. Pero lo fundamental en el celibato es que el sacerdote «se hace a sí mismo eunuco por el reino de Dios». Hemos explicado esto al hablar de la virginidad como «don». El sacerdocio, de suyo, no implica necesariamente el celibato. Puede comprobarse que la vocación «pas-
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toral» no está ligada necesariamente a la «vocación al celibato». No obstante, la Iglesia latina, lo exige a sus sacerdotes. Les pide que den testimonio con ello de la grandeza singular del amor de Cristo y del valor de los bienes mesiánicos. La Iglesia quiere que, además del testimonio del culto y de la palabra, sus sacerdotes den testimonio carismático de la virginidad consagrada. Prefiere que sus sacerdotes «no estén divididos», para que los fieles encuentren en ellos una prueba del amor exclusivo al Señor y a su reino. Y también, subsidiariamente, para que los sacerdotes gocen de esa libertad de espíritu, de corazón y de cuerpo, que es condición verdadera de un apostolado vivido en plenitud. Conclusión-. Al sacerdote corresponde vivir así su celibato. Ha de ser, para todos los que preguntan por su significado, un signo, no de desprecio de la carne, sino de la voluntad de dar una prueba en favor de la grandeza y de la trascendencia absoluta del Señor, de su amor, de su obra. Pero esta prueba será muy frágil si no lleva consigo una cierta ascética. El celibato no debe ir acompañado de defectos característicos, como las manías, la dureza, el egoísmo, el mal humor, la suficiencia. Debe reducir al mínimo toda clase de formas de compensación, aun las honestas. El equilibrio del celibato constituye para cada cual un problema particular, que exige un estudio especial, si se quiere que sea perfecto. Y la extrema dificultad de este equilibrio exige, en caso de fracaso, una comprensión y una paciencia sin límites. EL BREVIARIO
El oficio divino, nacido de la antigua tradición de las oraciones de los apóstoles y de sus primeros sucesores, tomó su forma definitiva antes de la Edad Media. A lo largo del siglo xn, las diversas partes del oficio fueron reunidas en un pequeño volumen y ligeramente abreviadas: de ahí el nombre de breviarium que le ha quedado. a) Quizá sea sometido el breviario a transformaciones de estructura. Pero tendrá que seguir siendo siempre una oración. La Iglesia delega en sus ministros el ministerio de la alabanza, de la oración, de la petición y de la acción de gracias. En este momento son «la voz de la Iglesia». Y la Iglesia desea que este rezo sea verdaderamente oración. Ciertamente, «ad satisfaciendum substantiae praecepti ecclesiastici, non requiritur attentio spiritualis, nec litteralis, sed superficialis, qua attenditur ad verba, ne in eis erret», dicen los moralistas. Pero hay algo más que el mínimo requerido por la sustancia del precepto. Debemos
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revestir la persona de la Iglesia, «personam gerens Ecclesiae»; debemos unirnos a las intenciones del Señor, «in unione illius divinae intentionis qua Ipse in terris laudes Deo persolvisti». b) El oficio divino, acto de la Iglesia, es una oración universal. Se extiende al día y a la noche, a todo el universo. La oración de la Iglesia así organizada rodea a todo lo temporal, lo envuelve de religión, diciendo de este modo que todo es «relativo» a Dios y está «ordenado» a la eternidad. Por ello, el oficio divino debe ser la trama de nuestra jornada. Aunque no nos sea posible rezar las diferentes horas en el momento ideal — y la prudencia exige a menudo que no se espere el momento ideal —, siempre es posible situarse en espíritu en el momento del día correspondiente a la «hora» que se reza y ofrecer al Señor el sueño de la noche, el despertar en la aurora, la labor de la mañana, el descanso de mediodía, las actividades de la tarde, la vuelta a casa, el descanso de la noche. Antes del oficio divino, decía dom Columba Marmion, «después de hacer un acto de fe en Cristo, presente en mí por la gracia, me uno a Él en la alabanza que rinde a su Padre, le pido que glorifique a su santa Madre, a los santos, especialmente a los del día, y a mis santos patronos. Después me uno a Él como cabeza de la Iglesia, como pontífice supremo, para abogar por la causa de la Iglesia entera. A tal propósito, considero todo lo que encierra la tierra de necesidades y de miserias: los enfermos, los moribundos, los tentados, los desesperados, los pecadores, los afligidos. Tomo en mi corazón los dolores y las angustias, las esperanzas de cada alma. Dirijo también mi intención a las obras de celo emprendidas para gloria de Dios y salvación del mundo: misiones, predicaciones...» Como veremos, el universalismo de la oración se armoniza perfectamente con su carácter concreto e, incluso, local y particular. El sacerdote entregado a una obra, a una parroquia, habrá de dirigir sus miradas hacia estos enfermos, estos pecadores, estos apóstoles. ¿Por qué no orar por ellos con el breviario, rezado con atención y fervor? ¿Por qué no usar mejor de estas palabras sagradas para expresar una oración apostólica que hemos de tener en el fondo del corazón? Conclusión •. El breviario es un oficio y, a veces, una carga. Recémoslo inteligentemente: puesto que lo rezamos, aprovechemos todas las riquezas que contiene. Recémoslo piadosamente; «digne, attente, devote», como recuerdan los viejos adagios de la ascética cristiana. Ganaremos mucho reflexionando de vez en cuando sobre nuestra manera de rezar el «opus Dei».
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A. G . M a r t i m o r t , Los signos de la nueva alianza, Sigúeme, Salamanca; C . D i l l e n s c h n e i d e r , Teología y espiritualidad del sacerdocio, Sigúeme, Salamanca,- J . L é c u y e r , El sacerdocio en el misterio de Cristo, San Esteban, Salamanca; G . T h i l s , Naturaleza y espiritualidad dei clero diocesano, Sigúeme, Salamanca; M . S u h a r d , Dios, Iglesia, sacerdocio, Rialp, Madrid; Ritual de las sagradas órdenes, Sigúeme, Salamanca; C . S p i c , Espiritualidad sacerdotal según san Pablo, Desclée de Brouwer, Bilbao.
5. EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO MATRIMONIO
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La teología espiritual del matrimonio ha sufrido una extraña evolución a lo largo de los siglos. Unas palabras sobre ello podrían ayudar a comprender ciertos estados de espíritu que se dan aún hoy día. a) La antigüedad estuvo dominada en este punto, como en muchas cuestiones teológicas, por el agustinismo. Ahora bien, san Agustín era muy severo en su juicio sobre el aspecto «libido» del matrimonio. Veía en él un mal y un pecado. Y su opinión se mantuvo vigente hasta la Edad Media. «Los primeros escolásticos seguirán casi servilmente las ideas de san Agustín. Su doctrina pesó durante largo tiempo sobre la teología como una hipoteca de la cual los autores tardarían en liberarse. Poco a poco, sin embargo, se manifestaron algunas reacciones y la doctrina agustiniana quedó finalmente abandonada: los fenómenos fisiológicos de la sexualidad, incluido el placer sexual, fueron reconocidos como obra del Creador. Ello trajo consigo un cambio en la apreciación moral del placer sexual. Mientras que, en los primeros tiempos la sensación de voluptuosidad era considerada como pecado y según la mayor parte de los autores el acto conyugal no estaba nunca totalmente exento de pecado, por el contrario, ahora se iba considerando la satisfacción de los sentidos que acompaña a la actividad de las facultades sexuales como algo natural que puede consentirse sin que haya pecado. N o obstante ha sido necesaria una larga evolución de las ideas antes de llegar a esta convicción» ( A . J a n s s e n , en «Eph. Th. Lov.», 33 [1957], p. 736). b) De todos modos sería falso imaginar la Edad Media en función de la herencia doctrinal de san Agustín exclusivamente. Hay otros temas medievales que tienen un sonido más optimista y más encomiástico. El matrimonio ocupaba un lugar primordial en la sociedad medieval. Las personas casadas
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constituían un «orden». Y un orden fundado por Dios mismo, exclama Jacobo de Viterbo en 1225. Un franciscano de Baviera, Bertoldo de Ratisbona, declaró en un célebre sermón sobre los sacramentos: «Dios ha santificado el matrimonio, más que ningún otro orden del mundo, más que los hermanos descalzos, los hermanos predicadores o los monjes grises...» Y un dominico, hacia 1300, precisa: «La orden de los esposos tiene a Dios por abad.» Este lugar común está muy extendido en Francia y en Alemania a finales de la Edad Media. Toda la teoría medieval del «ordo» encuentra así una aplicación y confiere al matrimonio un status jurídico e institucional. Además, no se ingresa en un orden sino cuando se es digno de él y se entra con honestidad y por motivos honorables, para lograr la propia salvación y en servicio de la Iglesia. Toda la espiritualidad basada sobre «el honor de formar parte de un orden» encuentra aquí un excelente campo de aplicación. Y en ocasiones con un realismo lleno de sabor. Jacobo de Viterbo, por ejemplo, arremete contra los «matrimonios por dinero», por ser el dinero un motivo indigno de entrar en un orden. «El día de las bodas — dice — se deberían llevar a la iglesia, no a la novia, sino a su dinero y a sus vacas.» Y «no se trata de una fantasía verbal sin importancia. Nada evidencia mejor la tendencia de los predicadores populares, de los moralistas, a exaltar el estado de matrimonio, puesto que literalmente le colocan delante de la profesión religiosa» (ver D T C , 9, 2.180-2.182). c) Indudablemente, las personas casadas de nuestro siglo no piden tanto. Están dispuestos a reconocer que la condición de celibato consagrado es, de suyo, superior al estado de matrimonio. En otros términos, el conjunto de las condiciones que rodean y constituyen la existencia en el estado de celibato consagrado, comparado con el conjunto de condiciones que rodean y constituyen la existencia dentro del estado de matrimonio, es de suyo y por naturaleza — y no necesariamente en tal o cual caso, aunque sean numerosos— más apto para apartar los obstáculos que restan fervor a la caridad y más apto para valorar los auxilios habituales de una caridad eminente, hasta heroica. Están de acuerdo asimismo en reconocer que la santidad en el matrimonio no puede ser cosa fácil. La santidad no es fácil en ningún estado de vida. Es un triunfo raras veces logrado, aunque muchos puedan pretender llegar a ella hasta un cierto grado. Sería ridículo hablar a las personas casadas de la «perfección sin esfuerzo», como si fuera bastante dejarse llevar por el ritmo de las leyes del amor humano para entrar suavemente y sin cambio de nivel en las vías
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de la mística. Las personas casadas, más cerca de las realidades terrenas que los eclesiásticos, serían los primeros en reír de tales errores. Pero estiman que es justo que se les diga que la santidad verdadera puede darse dentro del matrimonio y que se les muestre qué han de hacer para llegar a ella, al menos hasta un cierto grado, y quizá heroicamente. Exigencia absolutamente legítima y que se ha presentado bajo el nombre de «espiritualidad del matrimonio». EL MISTERIO DEL AMOR a) Gran misterio es éste, dice san Pablo del matrimonio, pero entendido en Cristo y la Iglesia. Éste es tal vez el más sorprendente pasaje de la revelación cristiana sobre el sacramento. El matrimonio oculta una significación que no aparece a primera vista, contiene un misterio: es un símbolo y una imagen de la unión que existe entre Cristo y su Iglesia. Cristo ama a su Iglesia, se ofrece por ella para que sea inmaculada a los ojos de Dios, realizando así una unión santa y sobrenatural, indisoluble y definitiva, amorosa y fecunda, sacrificada hasta la muerte. Y el matrimonio cristiano debe ser imagen, figura suya. Corresponde a los esposos no traicionar este sentido profundo de su unión. Para todos, a los ojos de todos, deben amarse perfectamente, de una manera santa y sobrenatural, estable y fiel, afectuosa y fecunda, entregada hasta el extremo, para que se pueda ver siempre en ellos el símbolo de la unión entre Cristo y su Iglesia. «Este simbolismo del matrimonio, este sentido profundo que estaba oculto a los hombre y ha sido revelado por el Nuevo Testamento, es el misterio de que habla san Pablo. Gran misterio es éste. ( J . H u b y , Les Epítres de la captivité, p. 232-233). b) El matrimonio es un misterio de unión amorosa, en múltiples aspectos. Unión de los corazones, cuya perfección es menos fácil de lo que a primera vista parece. «El hombre está hecho para proteger y dirigir; la mujer para ofrecerse y sacrificarse. Él da mucho, pero ella se da más.» Unión de voluntades, diferentes en su naturaleza y cuya sinergia hay que asegurar. «La voluntad del hombre, que fácilmente se apasiona por un plan lógicamente concebido y pacientemente ejecutado, es diferente de la voluntad femenina, que es más intuitiva, más deseosa de correr para llegar al final, pero que también se desalienta antes.» Será preciso ayudarse mutuamente en los momentos difíciles. Unión de actividades. Cada uno de los cónyuges quiere que el otro comprenda sus trabajos y se interese por ellos, pero sólo hasta un cierto punto; a cada cual
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corresponde saber hasta dónde han de llegar su interés, su atención, sus preguntas. Unión de caracteres. Es necesario lograr la armonía, y no la uniformidad, a través de la diferencia de sicologías, a través de las cualidades de cada uno de los cónyuges, a pesar de sus inevitables defectos. Unión de gustos y de sensibilidad. El arte de armonizar los valores culturales imponderables, como el arte y la música, la lectura y el ambiente, los ocios y las distracciones, los viajes y las relaciones humanas. Unión de inteligencias. Porque son indispensables ciertas coincidencias, para lograr estabilidad en la unión afectiva. Lecturas y vida del espíritu, tono cultural del hogar, elección de amigos y espectáculos. Unión de cuerpos. La falta de armonía sexual es igualmente un defecto, defecto bastante frecuente, afirman los médicos, y cuyos efectos suelen ser catastróficos. La unión de los esposos exige que corrijan su inconsciencia, su incompetencia, su despreocupación en este aspecto, pues si no lo hacen corren el riesgo de llegar un día a la incomprensión y de ahí a la progresiva desunión. Unión de almas y de vida espiritual. Es posible, hasta cierto punto, hacer comunes el ideal, los sentimientos, la meditación, siempre que los esposos comiencen cuando son jóvenes. El equilibrio moral de ambos ganará en serenidad, en fuerza, en impulso. FECUNDIDAD Y DESARROLLO No vamos a entrar aquí en la discusión de los fines del matrimonio. Pero no podemos dejar de señalar los elementos que en ellos predominan: la fecundidad y el desarrollo de la personalidad. a] La fecundidad. Quizá es mejor hablar de maternidad y paternidad. Porque estos términos sugieren inmediatamente mayores valores humanos y sobrenaturales. ¿Es preciso repetir que el matrimonio y el amor exigen la fecundidad? Sea para el consentimiento del matrimonio, sea para el nacimiento de los hijos, «en cada una de estas colaboraciones, Dios esperará, para ejercer su omnipotencia creadora, a que vosotros digáis vuestro "sí"... No quiere trataros como instrumentos inertes o sin razón, como el pincel en la mano del pintor, más bien quiere que vosotros realicéis libremente el acto que Él espera para llevar a cabo su obra creadora y santificadora... Caminad, pues, prosigue Pío XII, dilectos hijos e hijas, delante del Creador, como preparadores escogidos de sus caminos, pero libres, íntimamente responsables; porque también de vosotros dependerá el que vengan al umbral de la vida aquellas "almas inocentes que nada saben", a las que el abrazo del amor infinito
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con tanta ansia desea sacar de la nada para hacerlas un día sus elegidos en la eterna felicidad del cielo» (alocución, 5-3-1941). Por consiguiente «abrazar el estado de matrimonio, usar constantemente de la facultad que le es propia y que no es lícita sino dentro de este estado y, por otra' parte, sustraerse siempre y deliberadamente, sin motivo grave, a su deber principal, sería pecar en contra del sentido mismo de la vida conyugal» (Pío XII, discurso, 21-10-1951, en «Ecclesia», 1 [1951], p. 489-490). b) El desarrollo de la personalidad. «Esta recíproca formación interior de los esposos, este cuidado asiduo de mutua perfección puede llamarse también, en cierto sentido muy verdadero, como enseña el Catecismo Romano, la causa y razón primera del matrimonio, con tal que el matrimonio no se tome estrictamente como una institución que tiene por fin procrear y educar convenientemente a los hijos, sino en un sentido más amplio, como comunión, costumbre y sociedad de toda la vida» (Pío XI, ene. Casti connubii, p. 30). Utilizar este texto pontificio en contra de la doctrina clásica de los fines del matrimonio sería tan abusivo como injusto el silenciarlo y privar al tema de una importante precisión. Por otra parte, cuando se habla de fines secundarios, los fieles deberían dar a la palabra «fin» todo su alcance teológico. Un «fin» ha de ser deseado, perseguido, obtenido, bajo pena de pecado. Tratar de desarrollar la personalidad es, pues, en sentido estricto, una obligación. Los esposos deben buscar los medios de asegurarla, deben utilizarlos, deben renovarlos y mejorarlos. Exactamente como en lo que concierne a la obligación de educar a sus hijos. Quizá este obrar de acuerdo con la teología moral pudiera tener repercusiones en la espiritualidad. MINISTROS Y EFECTO DEL SACRAMENTO a) Admitamos que, hacia 1900, la mayoría de los cristianos que se unían por el sacramento del matrimonio se hubieran asombrado de oír decir que ellos eran los «ministros» de este sacramento. Esta doctrina, que no siempre se ha enseñado con tanta claridad como hoy, a los jóvenes desposados les parece muy natural y además muy hermosa. Lo que hemos dicho del «poder cultual del bautizado» nos muestra cómo los fieles pueden llamarse realmente ministros de un sacramento. Es conveniente insistir en ello: así se aclara la importancia del sacramento del bautismo, fundamento de todos los sacramentos; así se destaca mejor el alcance de nuestra adhesión al
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cristianismo; por último, se subraya así un aspecto nuevo de la espiritualidad de los seglares. Pío XII explica esta función «ministerial» en una alocución a los esposos, el 5 de marzo de 1941. «En el gran sacramento del matrimonio, ¿cuál ha sido el instrumento con que Dios ha producido la gracia en vuestras almas? ¿Ha sido tal vez el sacerdote que os ha bendecido y unido en matrimonio? No... Sino que, ante su presencia, vosotros mismos habéis sido constituidos por Dios ministros del sacramento. De vosotros se ha servido Él para estrechar vuestra unión indisoluble e infundir en vuestras almas las gracias que os harán constantes y fíeles a vuestras nuevas obligaciones. ¡A qué gran honor y a qué dignidad os ha elevado! ¿No es verdad que parece como si el Señor hubiera querido que vosotros, ya desde el primer paso que habéis dado en el sacro altar después de la bendición del sacerdote, iniciaseis y prosiguieseis el oficio de cooperadores y de instrumnetos de sus obras, el camino de las cuales os ha abierto y santificado?» b) Y ¿cuál es el primer efecto de este ministerio sagrado de ambos cónyuges? El matrimonio, decimos, es un sacramento. Advertimos que se convierte en «santo» un valor «natural»; un contrato y unos lazos naturales se hacen sagrados, consagrados. Pero ¿qué es lo que se hace «sacramento», en definitiva? Lo que queda consagrado y se convierte en sacramento es primera y primordialmente «el acto de voluntad expresado exteriormente por el cual cada uno de los esposos entrega al otro, irrevocablemente, no sólo sus bienes, sino su persona y, al propio tiempo, acepta la entrega de su cónyuge, acto que recibe el nombre de consentimiento mutuo... Por consiguiente es el vínculo moral permanente que resulta de esta entrega personal, en otros términos, la relación mutua que en lo sucesivo une a los esposos, les asocia para toda la vida, perteneciéndose recíprocamente; esta relación es el estado de matrimonio» ( E . B o i s s a r d , Questions théolocjicjues sur le mariacje, p. 60). El consentimiento mutuo visible es el «sacramento» llamado por los teólogos «sacramentum tantum»: es signo, símbolo eficaz, rito visible. Pero este signo es la fuente del vínculo moral permanente que le asegura la duración, la persistencia en el tiempo, una especie de presencia que se alarga durante toda la vida de los dos cónyuges; los teólogos lo llaman «res et sacramentum». Pío XI insistía sobre este punto en su encíclica Casti connubii, citando a tal propósito estas conocidas palabras de san Roberto Belarmino: «Se puede considerar de dos
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maneras el sacramento del matrimonio: o mientras se celebra, o en cuanto permanece después de su celebración. Porque este sacramento es como la eucaristía, que no solamente es sacramento mientras se confecciona: pues mientras viven los cónyuges, su sociedad es siempre el sacramento de Cristo y de su Iglesia» (p. 95). LAS GRACIAS SACRAMENTALES El efecto primero del sacramento del matrimonio es consagrar la unión de los esposos y hacer de ella el símbolo de la unión de Cristo y de su Iglesia. Esta es ¡a gracia por excelencia, el don principal del sacramento. Este ideal, aunque elevado, es exigente. Pero el Señor ha prometido también su ayuda para hacer que la unión de los esposos sea verdaderamente «perfecta» — amorosa y fecunda, santa y sobrenatural, estable y fiel, sacrificada hasta la muerte —, para que sea un símbolo valioso de la unión de Cristo con su Iglesia. El sagrado vínculo matrimonial constituye permanentemente, a lo largo de toda la existencia, una petición de ayuda divina, mejor, una garantía auténtica de ayuda divina. El Señor ha instituido los sacramentos para que tengamos un signo inequívoco de su voluntad de ayudamos, y la Iglesia con su autoridad oficial nos confirma esta promesa de Cristo. Así, pues, los esposos pueden, a lo largo de toda su vida, hacer valer ante Cristo el vínculo sagrado que les une, lo mismo que el sacerdote puede hacer valer su ordenación. Esta ayuda de Cristo garantizada sacramentalmente se llama «gracia sacramental». a) Para precisar el alcance de las gracias sacramentales del sacramento del matrimonio es conveniente dar en primer lugar su significación general. Las gracias sacramentales pertenecen al orden de la redención y al orden de la vida cristiana. En otros términos, «reparan» lo que es deficiente y «alimentan» nuestra «vida» en Cristo. Reparación de las lagunas, defectos, flaquezas que dependen del pecado y de nuestra complejidad natural. Alimento en todas las dimensiones en que el cristiano es susceptible de desarrollo, bien en su vocación temporal, bien en la vida teologal. Hablar de «gracias sacramentales» significa, pues, que Cristo nos ayuda «reparando» nuestros defectos y «edificando en nosotros una existencia digna de su nombre». b) Cuando se trata de las gracias sacramentales del matrimonio, se debe aplicar la doctrina general de las «gracias sacramentales» al «conjunto de la vida matrimonial». En otros términos, la ayuda de Cristo consiste, en primer lugar, en
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«reparar» todo lo que hay en nosotros que pueda dañar al ideal cristiano del matrimonio y, después, en «edificar» todo lo que se refiere a la vida de los esposos, de los padres, en suma, todo lo que se deriva propia y específicamente del vínculo sacramental del matrimonio. Los fieles que deseen tener conciencia del alcance sacramental del matrimonio en sus vidas, deben comenzar por esta doctrina general. En el día de la boda, nuestro Señor dice a todos los esposos: «Desde ahora estáis unidos por un vínculo sagrado. Seguid adelante. Yo deseo que vuestra vida transcurra en la perfección. Y os ayudaré en todos los órdenes, en todas las necesidades, en todas las dificultades que derivan particular y específicamente de vuestra vocación al matrimonio.» Como el sacerdote apela a la ayuda de Cristo en todos los órdenes, en todas las actividades, en todas las dificultades propias y específicas de su vida sacerdotal. Como los padres están dispuestos a ayudar a sus hijos en todo lo que sea conveniente o necesario. Es imposible prever todo lo que habrá de hacerse. Pero los hijos, de antemano, tienen la seguridad de hallar en sus padres una verdadera ayuda, en todo lo que se refiere a su vida y su educación. Lo mismo puede decirse de los esposos con respecto al Señor. c) ¿Es necesario entrar en detalles, con peligro de empobrecer la teología espiritual del sacramento del matrimonio? Hemos de hacer entonces una distinción de sectores y repetir, en cada uno de ellos, el sentido de las gracias actuales. Así podemos distinguir: la sociedad conyugal, con todas sus dificultades y todo lo que asegura su desarrollo; después la vida familiar, con todo lo que la perjudica y todo lo que favorece su expansión. Pueden distinguirse asimismo los diferentes grupos (padres, hijos) dentro de la familia y sus distintas dimensiones (religiosa, apostólica, cultural, profesional, social y cívica). En resumen, dentro del ámbito de la vida de matrimonio, dentro del campo que abre la recepción del sacramento, pueden hacerse distinciones y divisiones, y determinar los obstáculos y los auxiliares. Las gracias sacramentales significan: Cristo se ha comprometido a ayudaros en todos los aspectos de la vida matrimonial, para apartar los obstáculos, corregir los errores, curar las flaquezas y, por otra parte, para perfeccionar las virtudes, desarrollar los dones, favorecer la consagración de la vida toda. Este es el procedimiento; el análisis deberá hacerlo cada matrimonio, en cada familia. d) Es conveniente sin duda insistir en la eficacia de las gracias sacramentales. Cristo no se compromete a prestar su
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ayuda con una eficacia decisiva y total. Fuera de los casos excepcionales, el Señor ofrece su gracia, sugiere una actitud, invita a tomar una decisión, conforta en el desaliento, ilumina en las tinieblas. Pero, ya venga «a título privado» o «en un sacramento», la ayuda divina no cambia de naturaleza, Cristo no cambia su manera de obrar. La ayuda divina puede encontrarse con fuerzas de todas clases, benéficas o diabólicas. En caso de pecado, las fuerzas del mal triunfan sobre la ayuda divina. Nunca debemos olvidar esto cuando se trate de la eficacia sacramental y de la influencia de los sacramentos en la vida cristiana. Será inútil quejarnos del escaso valor de la obra sacramental si nuestra capacidad de recepción es mediocre y nuestra disposición muy insegura. LA GRACIA Y LA CARNE
Toda la vida debe favorecer la expansión personal de los esposos y, por ende, cada uno de los actos que en su encadenamiento forman la trama de la vida, debe ser fuente de grandeza y de santidad. a) Esto se admite fácilmente con respecto a todos los valores espirituales y culturales de la vida conyugal. Pero cuando se trata de las manifestaciones físicas e incluso carnales del amor, comienzan a aparecer las discrepancias. Unos, impresionados por el carácter fisiológico de ciertos actos, los toleran como algo más o menos pecaminoso. Otros, por reacción, subliman los valores carnales hasta tal punto y utilizan tal vocabulario místico acerca de ellos que resulta desagradable oírles. Quizá es preferible mostrar simplemente cómo conviene juzgar sobre el valor moralmente bueno, honesto, sobrenatural, cristiano y meritorio de un acto y dejar para cada cual la aplicación a este terreno tan delicado. Para juzgar el valor «cristiano» y «sobrenatural» de un acto, no hay que considerar ante todo su fisonomía exterior y tangible, sino su significado moral. Ahora bien, para ser moralmente bueno, un acto debe estar «en orden» con la ley de Dios, dada positivamente o impresa en la naturaleza de las cosas. Cuando un acto es así moralmente bueno — considerado su objeto, sus circunstancias y su intención —, el goce que lo acompaña se encuentra igualmente justificado. De acuerdo con esto, todo acto que realiza ordenadamente los «fines del matrimonio», todo comportamiento que normalmente ha de preparar, rodear, acompañar o terminar la realización del acto, debe ser considerado como honesto, incluso obligatorio. Sin duda podrá haber en él mezcla de pasión, de egoísmo. Pero esta
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mezcla existe en todos los órdenes. No es peculiar del amor carnal. La hallamos en las manifestaciones de justicia, de caridad, de religión. Y hemos de intentar remediarla, en todas parles donde se produzca. Pero ¿por qué subrayar su existencia en un ámbito de la vida que es el que está precisamente más cerca del instinto? Un acto moralmente bueno y honesto, realizado por una persona que se halla en gracia, es ipso facto «sobrenatural» y «meritorio». Si participamos de la vida sobrenatural de Dios, todos nuestros actos «buenos» se ven elevados, sobrenaturalizados. Y todo acto «sobrenatural», al aumentar la vida divina en nosotros, nos hace más «espirituales» en el Espíritu, más «hermanos» de Cristo y mejores «hijos» de Dios. Son maneras diferentes de expresar una sola y misma cosa, un acto sobrenatural. En este sentido es teológicamente exacto decir que lo «carnal» (en el sentido fisiológico del término) puede ser «espiritual» (realizado en el Espíritu). Hace falta todo el realismo sobrenatural cristiano para dar sentido y valor a una verdad bastante paradógica a primera vista. b) Pero hay que añadir, no un atenuante, sino una consideración sobre la evolución total de la vida amorosa. Se ha hablado de «edades» del amor, como se ha hablado de «edades» de la vida apostólica. En efecto, al correr del tiempo el amor se va a perfeccionar. En primer lugar, el amor va a interiorizarse. A la emoción sensible, a la necesidad de la presencia, al deseo de proximidad, sucederá una ternura más profunda, una seguridad más radical, un amor de abnegación y de sacrificio. El amor, además, va a purificarse. A un cariño un poco egoísta, a una solicitud un poco acaparadora, a una necesidad de dominación o de posesión, va a suceder una alegría más altruista, una entrega más cariñosa, un servicio más desinteresado. Finalmente, el amor se va a sobrenaturalizar. A la multitud de valores de orden personal, sentimental, familiar, material, sucede una época en que la luz divina, siempre presente, va a crecer sin cesar en el espíritu y en el corazón, acabando por invadirlo todo en una serena claridad. Esta triple evolución marca la que deberá seguir, en particular, el amor sexual en el curso de la existencia de cada matrimonio: deberá interiorizarse, purificarse y sobrenaturalizarse siempre. A cada cual corresponde examinar sus condiciones. Esta evolución natural se acompaña de una evolución espiritual cuya orientación es la misma. Viviendo de la vida misma de Dios, el cristiano habrá de llevar una existencia amante y amorosa, junto con una cierta disponibilidad del alma, un
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cierto desprendimiento del espíritu. Y como la vida teologal debe, normalmente, ocupar cada vez más lugar en la vida del cristiano, al cabo de los años, los elementos sensibles del amor se encontrarán como transfigurados por la luz sobrenatural, trascendidos por la visión de la fe, afinados por el aliento de la caridad. En suma, ampliación de la vida teologal y transparencia consecutiva del amor carnal, tal es la evolución que se producirá ciertamente en la vida matrimonial de los esposos cristianos que progresan espiritualmente. Una vez más, a cada cual toca hacer su propio examen. ESPIRITUALIDAD DEL MATRIMONIO Son numerosos los trabajos publicados sobre la espiritualidad del matrimonio y los esposos no podrán ya decir que la inmensa literatura religiosa y espiritual de este siglo xx les olvide. Bastará, pues, señalar lo que puede significar una «espiritualidad del matrimonio», en su conjunto, teológicamente y sin ningún romanticismo. a) En primer lugar, es evidente que las realidades esenciales de la vida cristiana son las mismas para todo el mundo: no hay más que un Dios, un Señor y un Espíritu. No hay más que un bautismo y una eucaristía. Hay virtudes teologales y virtudes morales para todo el mundo, en cualquier estado y condición. Hay también un medio de santificación común a todos los fieles: la perfección de la vida teologal y la perfección de la vocación temporal, profana o sagrada. Hay asimismo «los medios» de santificación habituales que se imponen a todos, sacerdotes, religiosos, esposos: una cierta forma de mortificación y de ascética, una cierta forma de oración y de meditación, los sacramentos y la práctica de las virtudes, etc. En suma, hay un sólo cristianismo y una sola santidad cristiana: la caridad heroica. Y la misma pregunta general se hace en todo proceso de canonización, trátese de un monje, de una persona casada o de un obispo. N o existe un cristianismo especial para las personas casadas y otro para los monjes. Hay una sola santidad, que se ofrece a todos. b) En segundo lugar, es necesario plantear bien la cuestión de la espiritualidad en el matrimonio. En el fondo se trata de la «santidad en y por el matrimonio». Positivamente la santidad en el matrimonio consiste en: 1) desarrollar la vida teologal; 2) realizar la vocación temporal; 3) con una perfección más que habitual y una perseverancia tenaz, y esto, 4) en y por el matrimonio y todo lo que lleva consigo. Desarrollar la vida teologal: Hemos hablado extensamente sobre ello: es preciso
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vivir y desarrollar la conciencia teologal, la fe interior, la caridad, en suma, toda esta «vida interior» que está enraizada en la gracia, participación en la vida misma de Dios. Realizar ía vocación temporal: En este acto se trata de la sociedad conyugal, de la vida familiar, de la educación de los hijos, del medio profesional; se plantean multitud de problemas a propósito de estos diferentes sectores y, por tanto, hay multitud de virtudes a ejercer, desarrollar, enriquecer, y multitud de defectos a extirpar o corregir. Fidelidad y perseverancia-. La santidad implica un cierto heroísmo de la vida cristiana, y este heroísmo se caracteriza concretamente por dos notas: perfección en la ejecución de lo que llamamos vida teologal y vocación temporal, perseverancia y tenacidad para vivir perfectamente, día tras día, hasta el final. En y por el matrimonio .Porque la santidad es realizable en toda condición y estado y, por tanto, «en» el matrimonio. Todos los actos bien realizados, sean profanos o sagrados, pueden beneficiar a la verdadera santidad cristiana. c) De hecho, cuando hablan de la «espiritualidad del matrimonio», las personas casadas piden que se les presente la sola y única santidad cristiana, no según la forma que toma en la vida religiosa o en la vida sacerdotal, sino lo que debe tomar en la vida de un matrimonio, de una familia. En la primera parte hemos hablado acerca de la «diferenciación» de la santidad. Las prácticas de piedad, las virtudes, adquieren un matiz especial, forman un «tipo» peculiar, se realizan con arreglo a una «forma» original en la vida de familia. Es preciso hacerlo ver a las personas casadas. En primer lugar, para que perciban más claramente el alcance práctico y concreto del ideal cristiano. Después, para que vean cómo han de santificarse en y por su estado. Vayan aquí algunos ejemplos de esta forma especial, primero en lo que se refiere a la vida teologal, después, para la realización de la vocación temporal. VIDA TEOLOGAL Y VOCACIOM
TEMPORAL
La santidad en y por el matrimonio implica la realización heroica de la vida teologal y de la vocación temporal. Pero una y otra tomarán necesariamente una «coloración» especial, una forma particular, en resumen, su realización será diferenciada. a) Los esposos deben querer por sí misma la vida teologal; deben alimentarla, ejercerla. Amar, esperar, creer, son actos que tienen un valor en sí mismos. Dios es amor, conciencia, poder, vida del Espíritu. Y nosotros participamos de su vida por la gracia y las virtudes teologales que son floración suya.
Los
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Los esposos viven para Dios, según Dios, pero deben vivir en Dios y de Dios. Son cristianos y, por tanto, ciudadanos de dos mundos, viven dos vidas, una temporal y la otra celestial que es cualitativamente la misma vida de los elegidos. Pero esta vida teologal adquirirá en ellos una «coloración» diferente que la que toma en los cartujos o en los sacerdotes. La fe del cartujo se dirigirá a Dios, haciendo abstracción del mundo y de los valores temporales; la fe de los esposos les llevará también hacia Dios, pero para encontrar su mirada y ajustar a ella la suya, a fin de mirar la creación como Él, a fin de juzgar la vida como Él, a fin de estimar el dinero y el amor como Él, en suma, a fin de ver en Él y como Él todas las realidades religiosas y los valores de la vida de matrimonio. La caridad del cartujo se centrará sólo en Dios, en quien ciertamente encontrará la misericordia y la bondad que redimieron al mundo. Los esposos deben amar también a Dios, en sí mismo, por sí mismo. Pero una vez establecidos en Dios, se unirán a su amor por los hombres, al poder activo del Creador en el conocimiento y la dirección de las fuerzas de este mundo, a la bondad paternal de Dios para con las necesidades de sus «hijos», en suma, al amor de Dios por los hombres, a fin de poder, en Él y como Él, amarse entre sí, en la sociedad conyugal y familiar, con un amor que tiene la misma cualidad del amor humano de nuestro Señor Jesucristo. El monje espera a Dios, por sí mismo. Los esposos deben desarrollar también esta esperanza de Dios, de Dios mismo, como todo cristiano. Pero pueden esperar de Dios, con esperanza teologal, todos los bienes espirituales y materiales que son necesarios para la vida de una familia cristiana en este mundo. La esperanza de los bienes materiales puede ser perfectamente teologal. b) La vocación temporal consiste precisamente en la vida matrimonial; es fácil mostrar cómo las virtudes comunes a todos los cristianos toman una «forma» especial para los esposos. La prudencia exigirá de los esposos que reflexionen acerca de todos los aspectos de la vida familiar, para sacar de ella excelentes «medios» de santificación. Así como el sacerdote secular se dice: cómo administrar los sacramentos, visitar a los enfermos, enseñar el catecismo, predicar, etc., de manera que pueda santificarme «en» y «por» estos actos, los esposos habrán de examinar su propia vida y decir: cómo amarnos, ocuparnos de nuestros hijos, dirigir nuestro hogar, recibir a nuestros inivitados, etc., de tal manera que nos santifiquemos verdaderamente «en» y «por» estas actividades. Mortificación: El cartujo encontrará siempre una mortificación en la soledad. El monje
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podrá encontrar una mortificación y un sufrimiento en ciertas formas de vida común. Los esposos sufrirán a causa de los pequeños defectos que envenenan la vida de dos personas, sufrirán con los defectos inevitables de sus hijos, sufrirán los fracasos y desgracias de la existencia. La fidelidad significa cosas distintas para el sacerdote y para las personas casadas. El desprendimiento de los bienes temporales debe ser radical para todos; pero la dirección del hogar exige la posesión y uso de valores culturales auténticos, que no tienen nada que hacer en la celda de un cartujo. En resumen, hay que ejercer todas las virtudes, pero según una forma especial, adaptada a la vida matrimonial. Hay que evitar que las personas casadas tengan la impresión de que no practican ciertas virtudes porque no las practican «como» los sacerdotes o «como» los religiosos, cj Santidad, pues, con una jerarcjuía de valores diferente. Para todo hombre, casado o cartujo, la santidad significa la práctica heroica de la caridad y de todas las virtudes de su estado. Pero los diferentes estados imponen diferentes «medidas» de cada virtud. El trapense practicará necesariamente mayores mortificaciones voluntarias que los esposos. El cartujo tendrá necesariamente una casa más pobre que el padre de familia que ha de ocuparse del desarrollo cultural de sus miembros. La vida mundana de una familia estará más desarrollada, es de suponer, que la de un sacerdote o un religioso. Cada estado de vida impone una cierta «dosis» de cada una de las virtudes. La santidad no consiste en vivir la dosis «mayor» de cada virtud, sino de vivir perfectamente y con perseverancia «la» dosis particular que conviene a cada vida. El heroísmo no entra como el elemento más importante de la dosis, sino la perfección y la perseverancia con que se vive y se realiza «la» dosis que conviene a cada estado, a cada vocación temporal. P í o X I I , Casti connubií, Sigúeme, Salamanca; A . G . M a r t i m o r t , Los signos de la nueva alianza, Sigúeme, Salamanca,- A . M . H e n r y , £1 matrimonio, en Iniciación teológica, III, Herder, Barcelona; J . L e c l e r c q , El matrimonio cristiano, Rialp, Madrid; J . M . C a b o d e v i l l a , Hombre y mujer, BAC, Madrid; T h . D e h a u , Familia somos tres, Sigúeme, Salamanca,- C . M a s s a b k i , El sacramento del amor, Euramérica, Madrid; H . C a f f a r e l , Sobre el amor y la gracia, Euramérica, Madrid; Matrimonio, nuevas perspectivas, ELE, Barcelona; E. B o i s s a r d , Questions théologitfues sur le mariage, Cerf, París.
VII
LA CRUZ Y LA GLORIA El cristianismo es también el misterio de la vida y de la muerte, del sufrimiento y de la gloria, de la cruz y de la resurrección del Señor. Ser cristiano es tomar parte en este misterio central de la religión cristiana. 1. MUERTE Y RESURRECCIÓN DE CRISTO MUERTE Y RESURRECCIÓN
a) La muerte de Cristo es, según san Pablo, la pena del pecado. Muriendo en la cruz, Cristo ha cargado sobre sus hombros la pena infligida por Dios a causa del pecado, principalmente la muerte corporal (2 Cor. 5, 2 1 ; Rom. 4, 25; 5, 6-8; 8, 3.32). Esta muerte fue un acto de oblación total a Dios. Cristo no solamente ha sufrido su destino; lo ha vivido espontánea y amorosamente: su aceptación no es meramente pasiva. La muerte del Señor fue un sacrificio. Cristo es sacerdote y víctima de un sacrificio voluntario de expiación y de propiciación. Como víctima sufre y soporta; como sacerdote se ofrece y se entrega completamente a Dios (Gal. 1, 4 ; 2, 20; Ef. 5, 26; 5, 2; 1 Cor. 5, 7; 11, 25; Rom. 3, 25; 8, 3; Ef. 1, 7; 2, 13). Pero ¿qué representa la muerte voluntaria de Cristo? San Pablo la relaciona con la caridad-, caridad del Padre que nos envía a su Hijo; caridad de Cristo que se entrega por amor (Rom. 5, 8). La iniciativa parte de Dios (2 Cor. 5, 18-19). La muerte de Cristo es la grandiosa manifestación de la justicia salvadora de Dios, del poder de la redención que tiene su fuente en el amor del Padre. b) La muerte de Cristo no es un término, un fin; es la fase primera de una nueva economía, en la cual se ha modificado el sistema de relaciones entre Dios y el hombre. La piedra angular de esta nueva economía es Cristo crucificado y resucitado. La muerte proporciona el enlace, el paso de una alianza a otra; pero el punto culminante de esta economía es Cristo
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resucitado, vivo, glorioso. La resurrección constituye a Cristo en «poder y sabiduría de Dios para los que se salvan» (1 Cor. 1, 18.24). Es también garantía de nuestra justificación. Es el milagro por excelencia que hubiera debido abrir los ojos de todos los israelitas, el gran motivo de credibilidad de la fe cristiana. Expliquemos cada uno de estos tres aspectos. La resurrección es, para Cristo, el punto de partida de su exaltación, de su señorío espiritual. Su encarnación y su muerte fueron una humillación (2 Cor. 8, 9; Fil. 2 ) ; pero Dios le ha exaltado. Cristo ha entrado en una vida gloriosa, libre de toda solidaridad con el pecado y sus potencias (Rom. 6, 9 ss.). Tiene un nombre que está por encima de todo nombre (Fil. 2, 9). Está sentado a la derecha del Padre, como Señor de la gloria, dominando con toda su fuerza, vencedor de la muerte, cabeza de la Iglesia (1 Tes. 1, 10; 4, 16). Por su resurrección Cristo es el Hijo de Dios «poderoso» (Rom. 1,4). El segundo Adán puede enviar al mundo su espíritu vivificador. (1 Cor. 15, 45; 2 Cor. 3, 17). Para la humanidad la resurrección de Cristo es la manifestación esplendorosa de la salvación. El triunfo de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte no es individual, sino colectivo: triunfo del Cuerpo de la Iglesia, del cual es cabeza. En principio este misterio tiene lugar en el calvario, pero de hecho se va realizando a medida que se extiende y desarrolla la comunidad cristiana (1 Tes. 4, 14). Por último, la resurrección es el gran milagro de Cristo, el «signo» por excelencia de su divinidad. El Señor se presenta ante nosotros como legado divino encargado de implantar la «justicia» y de invitar a todos los hombres a optar definitivamente por el cristianismo. Pero, ccómo puede probar que no es un impostor y que es incluso superior a todos los jefes religiosos de todos los tiempos? Su vida entera transcurre realizando las «obras de Dios», que son también los «signos de Dios». Y al final de su paso por la tierra, la resurrección clausura la impresionante serie de sus maravillas de misericordia. Sólo Dios puede resucitar de entre los muertos a alguien: si Cristo ha resucitado, Dios está con Él, su religión es verdadera y segura, podemos seguir adelante con confianza,no puede engañarnos una caridad divina que se manifiesta de un modo tan brillante.
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PARTICIPACIÓN EN EL MISTERIO DE LA MUERTE Y DE LA RESURRECCIÓN
a) Llevamos «siempre en nuestro cuerpo la mortificación de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestro cuerpo» (2 Cor. 4, 10). Hemos de participar en el misterio de la muerte y de la resurrección * del Señor Jesús. San Pablo no separa estos dos aspectos, y para mostrar mejor su esfuerzo simultáneo en el alma cristiana, habla casi siempre de ambos y raramente del uno sin el otro. Tenemos en ello toda una lección. Estamos, dice san Pablo, «crucificados con Cristo» (Gal. 2, 19), muertos con Él, enterrados con Él (2 Tim. 2, 11; Rom. 6, 4; Col. 2, 13). Pero con una finalidad: pues seremos vivificados y resucitados con Él (Ef. 2, 5; Col. 2, 13), vivos con Él (Rom. 6, 8; 2 Tim. 1, 12), glorificados con Él (Rom. 8, 17), sentados con Él en el cielo (Ef. 2, 6), reinando con Él (2 Tim. 2, 12). La línea doctrinal es cierta, manifiesta, significativa. Estar unidos a Cristo supone, pues, asumir un programa de mortificación y de liberación. El hombre «exterior» ha de dar paso al hombre «interior». El hombre «nuevo» debe absorber al hombre «viejo»; el hombre «espiritual» debe transfigurar lo que en él hay de «carnal». El juego de las antítesis se prolonga, diverso en sus fórmulas, idéntico y uniforme en su significación real. Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y sus deseos. Si vivimos del Espíritu, dejémonos conducir por el Espíritu (Gal. 5, 24-25). N o os engañéis unos a otros, pues os habéis despojado del hombre viejo y sus costumbres y os habéis revestido del nuevo, que va renovándose a imagen de su Creador (Col. 3, 10). En suma, morir y vivir con Cristo es renunciar a todo lo que significa pecado —> muerte, odio, falsedad, tinieblas — y permanecer en gracia santificante que es vida, amor, verdad y luz. b) Esta participación en los misterios de Cristo se nos da, en la vía normal del cristianismo, por el bautismo, sacramento por excelencia de vida y de muerte, de inmersión y de recepción del Espíritu. El rito sacramental y los efectos del sacramento simbolizan perfectamente el misterio de Cristo crucificado y glorioso. Por otra parte, la Cena es el memorial por excelencia de la pasión de Cristo-Señor: «Haced esto en memoria mía», y una garantía de la gloria futura: «futurae gloriae nobis pignus datur». Nuestra unión a los misterios de Cristo es, pues, profundamente sacramental. Existe un aspecto colectivo de este misterio. A las comunidades carnales de la tierra sucederá la comunión de todos en el
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Espíritu. El resultado final de la restauración cristiana de todas las cosas es la nueva Jerusalén, la comunidad de los elegidos, una, universal, maravillosa y santa, iluminada eternamente por el Verbo. En la comunidad de esta ciudad gloriosa se consumará el misterio cristiano. El pecado quedará destruido, la muerte vencida. Sólo permanecerá la gloria en su triunfo. Los elegidos vivirán en paz y en alegría. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos (Apoc. 21, 4). Hay personas a quienes el Señor pide una semejanza externa con el misterio de su pasión y de su muerte. La espiritualidad del siglo primero estaba centrada en esta idea básica de que el cristiano, el discípulo de Cristo en el sentido pleno del término, es el «mártir». Esta era la cima de la santidad, o mejor, ésta era la forma más excelente de la imitación perfecta de Cristo. Todos los siglos han conocido persecuciones; cada época ha tenido sus mártires. Ellos dan el testimonio supremo, del que viven las generaciones cristianas y del que extraen lo mejor de su fe, de su certidumbre y de su dinamismo. c) La espiritualidad cristiana y la santidad cristiana implican, pues, una comprensión amante de estos misterios de Cristo y sobre todo una aceptación sincera de la dialéctica de la cruz y de la gloria. N o existe santidad cristiana sin unión con Cristo y no hay unión con Cristo sin unión al Salvador crucificado y al Señor de la gloria. ¿Es posible explicar la relación entre la cruz y la gloria, entre el sufrimiento y la resurrección? Parece que no, y siempre es aventurado definirla. Quizá es preferible insistir en la necesidad ineluctable de vivir el misterio de una y otra, en la oscuridad de la fe y la sumisión incondicionada a Cristo. El espíritu de esta participación aparece en todos los santos, cuando nos muestran algo de su consagración al amor misericordioso del Señor salvador. Santa Teresa de Lisieux, por ejemplo, lo manifestó en un «acto de ofrecimiento de mí misma como víctima en holocausto al amor misericordioso de Dios». Las últimas palabras son las siguientes.- «A fin de vivir en un acto de amor perfecto, me ofrezco como víctima en holocausto a vuesto amor misericordioso, suplicándoos que me consumáis sin cesar, dejando que se desborden en mi alma los raudales de ternura infinita que en Vos se encierran, y que yo me convierta en mártir de vuestro amor, ¡oh Dios mío! Que este martirio, después de prepararme para aparecer ante Vos, me haga morir al fin y que mi alma se lance sin demora en el eterno abrazo de vuestro amor misericordioso! Yo deseo, i oh mi bien Amado!, renovar esta ofrenda un infinito
número de veces, a cada latido de mi corazón, hasta que, desvanecidas las sombras, pueda expresaros mi amor cara a cara en la vida eterna.» Si no podemos seguir literalmente a la santa de Lisieux, podemos al menos pedir al Señor que crezcamos un poco en su espíritu.
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DEVOCIONES a) La unión a la Cruz del Señor ha tomado la forma de una devoción respecto a todo lo que atañe al hecho de la crucifixión. Veneración de los Santos Lugares, prolongada hasta nuestros días, en esas numerosas peregrinaciones a Tierra Santa que organizan las agencias de viajes durante la primavera. Pero también «peregrinaciones espirituales», para todos aquellos que no podían trasladarse a los lugares que presenciaron la pasión del Señor. Difundidas especialmente a partir del siglo xv, estas peregrinaciones en espíritu insistían especialmente en la unión a Cristo en su marcha dolorosa o en sus penosas caídas. La forma actual del Vía Crucis quedó fijada definitivamente en el siglo xvn, con sus 14 estaciones, destinadas a venerar las etapas de la Pasión de Cristo Jesús. «Estoy convencido, escribía dom Columba Marmion, de que, aparte de los sacramentos y de la Liturgia, no hay práctica más útil para nuestras almas que el Vía Crucis hecho con devoción» (Jesucristo en sus misterios, c. 14). b) Hemos de recordar también aquí la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Esta devoción es más amplia que la de la Cruz. Tiene por objeto directo el corazón de carne del Verbo, en cuanto símbolo natural del amor de Cristo hacia nosotros: amor de Jesús hombre, con toda la riqueza del amor de Dios. Pero, así como la Encarnación del Verbo se ha hecho Redención, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús ha tomado una forma de reparación e incluso de satisfacción, principalmente a partir de las apariciones del Señor a Santa Margarita María de Alacoque, en 1675. El matiz peculiar que ha caracterizado la devoción al Sagrado Corazón desde el siglo xvn está bien destacado en este pasaje citado con frecuencia, del relato de las apariciones privadas con que fue honrada la santa de Paray-le-Monial. «He aquí este corazón que tanto ha amado a los hombres, que nada ha ahorrado hasta agotarse y consumirse para demostrarles su amor, y en reconocimiento no recibe de la mayor parte sino ingratitud, por sus irreverencias y sus sacrilegios, y por la frialdad y desprecio que tienen para Mí en este sacramento de amor. Pero lo que me es más sensible es que me están
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consagrados los que me tratan así. Por esto te pido que el primer viernes después de la octava del Santísimo Sacramento sea dedicado a una fiesta particular para honrar a mi corazón, comulgando ese día y reparando su honor por medio de un acto de desagravio, para expiar las injurias que ha recibido durante el tiempo que ha estado expuesto en los altares.» Y la colecta de la nueva misa renueva la insistencia en la reparación: «Oh Dios, que en el corazón de tu Hijo, herido por nuestros pecados te dignas prodigarnos misericordiosamente los infinitos tesoros de tu amor: te pedimos nos concedas que ofreciéndole el devoto obsequio de nuestra piedad cumplamos también el deber de condigna reparación.» La devoción al Corazón de Cristo pone de relieve los dos temas centrales del cristianismo: ágape y redención, participación en el ágape y en la redención. Es conveniente destacar siempre este propósito esencial. Porque las imágenes del Sagrado Corazón han expresado la llamada de Cristo en una forma un tanto insulsa que ha acabado por resultar poco grata. De otra parte los teólogos no han estado muy inspirados al tratar de explicar la significación exacta de la «reparación» o de la «satisfacción»; indudablemente no es una cuestión sencilla. De ahí que se haya producido una cierta desafección de la devoción al Sagrado Corazón, que no hay que atribuir simplemente a la pérdida del «sentido del pecado» en las generaciones actuales.
aliento; pero no tiene el sentido del pecado, de la culpa, de la responsabilidad moral, de las sanciones morales. Y la vida ascética se resiente de ello, sobre todo en sus comienzos. ¿Cómo llegar a una cierta delicadeza de conciencia si no se tiene el sentido del pecado? ¿Cuáles son las causas de esta situación? a) Los que no tienen el «sentido del pecado», se ha dicho, no tienen tampoco el sentido de Dios. Esta afirmación es parcialmente exacta: el «sentido de Dios» es indispensable para que la culpa moral tenga una significación real. Para notar en uno mismo la ausencia de santidad hay que ser consciente de la santidad divina. Para sentirse pecador y culpable de una ofensa a Dios hay que creer en Él. En la medida en que disminuye la fe en Dios, decrece inevitablemente el sentido de la culpa, en la significación teológica del término. Se hablará de error, de desorden, de desequilibrio; se juzgará a las personas insensatas, «exageradas», sin modales, incorrectas. Pero no se hablará de pecado en el sentido en que nos lo ha hecho conocer la revelación cristiana. Para volver a hallar el sentido del pecado habrá que recuperar primero el sentido de Dios. b) La atenuación del «sentido del pecado» proviene en parte de que los hombres no se creen ya enteramente responsables de sus actos. Y en este sentido pierden por lo mismo el sentido de la virtud. Recientemente se ha estudiado de un modo científico el conjunto de elementos que ejercen una acción determinante sobre la voluntad, acción que se intenta medir y calcular en cifras. Se ha estudiado y se ha dicho que el «medio» determina al hombre, hasta en un sesenta por ciento y aún más; y no nos referimos a una escuela sociológica determinista, sino a ios datos de la sociología religiosa espiritualista. Se ha estudiado la influencia del organismo sobre el comportamiento moral en una serie de obras de sicofisiología, y se ha llegado a veces a comprobaciones asombrosas, siempre en el sentido de la disminución de la libertad en provecho de determinismos fisiológicos o biológicos. Se han estudiado las zonas más profundas del alma, y allí también se ha constatado que algunos reflejos, aparentemente conscientes y voluntarios estaban determinados por una serie de fenómenos subconscientes más o menos incoercibles como el retroceso. Se ha estudiado mejor la herencia y sus consecuencias. Además, los resultados de estos estudios han sido objeto de vulgarización de mil maneras, con los errores propios de la vulgarización: se cuentan las cosas más asombrosas, las más revolucionarias, simplificándolas y esquematizándolas.
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L. C e r f a u x , La resurrección de Cristo, en Jesucristo en san Pablo, Desclée de Brouwer, Bilbao; A. V o n i e r , La victoria de Cristo, Dinor, San Sebastián ¡ F . H o 11 z , La valeur sotériohgicfue de \a resurrection du Christ selon Saint Thomas, en «Eph. Th. Lov.», 29 (1953), p. 609-645; M . O l p h e - G a l l i a r d , Dévotion á la Croix, en D. Sp., 2, 2.606-2.623; M . J. P i c a r d , Chemin de Croix, en D. Sp., 2, 2.5772.606; P í o X I I , Haurieiis acjuas, Sigúeme, Salamanca.
2. SENTIDO DEL PECADO Y REDENCIÓN SENTIDO DEL PECADO
La generación actual tiene cualidades; tiene también defectos; suele decirse, que ha perdido el sentido del pecado. Demuestra ser más bien amoral; es incapaz de percibir lo que está bien y lo que está mal; es insensible a ciertas formas de desórdenes a los que no puede darse otro nombre que el de pecado. La generación actual tiene conciencia de su miseria, se complace en la desesperación, se deja vencer por el des-
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¿Cómo podría creer nuestra generación que es enteramente responsable de sus faltas y que puede realizar un acto «humano» con «pleno» conocimiento y consentimiento «pleno»? Un muchacho muy bueno, estudiante de medicina, decía a uno de sus compañeros: «Si yo soy honesto no es porque sea virtuoso, es cuestión de hormonas; si tuviese otro temperamento, probablemente no lo sería.» La limitación de la responsabilidad atenúa, pues, tanto el sentido de la virtud como el sentido del pecado. Ahora bien, como todos estos estudios encierran una parte de verdad incontestable, la teología del pecado sufre las consecuencias. Unos tratan aún de la responsabilidad en una forma simplista, inaceptable para personas más o menos conscientes de una evolución en esta materia. Y otros están tan impresionados por los factores determinantes que no perciben ya la presencia real de la libertad. c) El sentido del pecado se atenúa también porque los hombres de hoy están un poco ofuscados por el espectáculo ampliamente difundido de toda clase de placeres y un poco desengañados, incluso hastiados de los goces, bien relativos, que de ellos sacan. Desde el punto de vista de su «estado moral», esta situación crea un estado de ánimo tan alejado de la delicadeza de conciencia como de la malicia clara y acusada. Los bautizados del siglo xx lo ven y lo oyen todo desde que tienen doce o catorce años: esto les excita, pero les vacuna también; llegan a usar de las cosas prohibidas con menos entusiasmo de lo que pudiera creerse. ¿Cuál es la densidad moral de tales actos? N o se diga que las gentes de nuestra generación son peores que salvajes; son menos sanos, pero también menos brutales; la civilización reaviva el gusto del mal por medio de múltiples artificios, pero produce antes repugnancia y hastío por contraste con los otros bienes que pone de manifiesto. ¿Qué sucede con la verdadera culpabilidad moral en todo este mundo confuso? Los hombres de hoy se sienten débiles y hastiados, más que pecadores.
nuestro Señor se dirige a la mujer adúltera para decirle que Éi tampoco la condena, añade: «Vete y no vuelvas a pecar.» N o le dice: «No hay nada que hacer, es una cuestión de hormonas.» Todo el Nuevo Testamento es un testimonio cierto, indiscutible de la existencia del pecado en este mundo. Justamente para redimir los pecados se ha encarnado el Verbo de Dios y ha descendido entre nosotros. Ciertamente los múltiples determinismos a que nos hemos referido deben tomarse en serio: sería torpe e indigno atacarles y despreciarlos porque hagan compleja la culpabilidad y difícil la apreciación moral. Más valiera explicar con ellos la gran misericordia del Señor y su paciencia infinita hacia los hombres. Pero el pecado sigue siendo pecado. El hombre conserva responsabilidad suficiente para obrar «moralmente», para ser mejor, para pecar, para ser susceptible de sanción. El Nuevo Testamento es un testimonio directo, enérgico y seguro que nada puede eliminar. b) A través de los siglos, la Iglesia ha reaccionado siempre en contra de las teorías naturalistas o racionalistas que desembocaban en la negación del pecado. Al hacer esto, los doctores católicos no se movían por una especie de manía morbosa de ver el mal en todas partes, ni por una especie de pesimismo radical derivado de algún principio falso. Deseaban simplemente dar testimonio de la revelación cristiana y de las inequívocas afirmaciones del Señor. Porque el radical optimismo de la revelación no consiste en suprimir la verdadera culpa, sino en esperar de Dios una redención más amplia y más fuerte. Y si ciertas corrientes de pensamiento cristiano, principalmente de falsa raíz agustiniana, han marcado dentro de la Iglesia una línea un poco sombría, no podemos olvidar que la profunda orientación del pensamiento tradicional está iluminada por la gloria de la redención y la claridad de la gracia.
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EL PECADO
Las consideraciones precedentes son ciertas. Pero también es cierto que existe el pecado. Cristo ha hablado del pecado, en repetidas ocasiones. Conocía no obstante las dificultades en que se debaten los hombres y era infinitamente bueno y misericordioso. La parábola del hijo pródigo acaba diciendo: «Padre, perdóname porque he pecado», y no: «El medio en que he vivido me ha hecho lo que soy». Es esto lo que el Padre esperaba. Y cuando
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FUENTE DE SALVACIÓN
¿Cómo se nos ofrece el plan de la salvación, la economía de la redención? a)__ La fuente de toda redención no puede ser sino Dios. Sólo Él es fuente de vida divina. Él solo puede hacernos entrar en el reino de los cielos. Él solo posee los misterios de la salvación. La vida divina, que nos es dada para asegurar nuestra renovación sobrenatural, nos viene del Padre, a través del Hijo, en el Espíritu. Y por tanto, nuestro agradecimiento respetuoso ha de llegar al Padre a través del Hijo y en el Espíritu. Nuestro deseo de redención debe caracterizarse ante todo por esta actitud primera y esencial de nuestra alma.
Misterio cristiano y santidad
La cruz y la gloria
b) El Señor requiere la intervención, a veces importante, de sus criaturas, en el ministerio de la salvación, Cristo, mediador único por excelencia, ha querido que participemos en su obra universal. María, que ha vivido todas las fases de la vida de su Hijo, y que ha tomado parte en todos los misterios de su existencia, ha sido instituida «medianera», y «medianera todopoderosa». La Iglesia, pueblo de Dios en marcha en el mundo, con sus ordenados y sus bautizados, con sus sacramentos y sus ritos, participa también, institucionalmente, en la redención; ella también es medianera, por estar unida a Cristo mediador como el cuerpo a la cabeza. En suma, el Mediador único se ha asociado unos auxiliares, unos mediadores unidos a Él, ministros subalternos, para hacer visible en toda la tierra el misterio invisible de su amor redentor.
sociedad y el cosmos. Así pues, podemos considerar diferentes aspectos dentro de la obra de la redención del mundo. a) Se puede hablar de redención entendiendo por esta palabra únicamente la vida de la gracia divina sobrenatural. En efecto, ésta es esencialmente «reparadora»: nos restituye la elevación sobrenatural perdida por el pecado' de nuestros primeros padres. En este sentido, la redención es totalmente infusa, «puro don divino»: nadie, excepto Dios, puede darnos la vida divina. Ya hemos hablado extensamente de ello al tratar de la gracia. b) Se puede hablar también de redención en un sentido auténtico, pero subsidiario. La gracia nos exige un ajuste y una transformación humana-, enderezar nuestra voluntad libre, modificar nuestro pensamiento y nuestra concepción del mundo, restablecer el equilibrio de las potencias, restaurar la superioridad del espíritu sobre los sentidos, reajustar nuestro comportamiento al cristianismo, en resumen, restablecer el orden cristiano en todos los niveles de la existencia humana. En este caso, la redención atañe a valores creados. Exige tanto nuestra participación activa como la ayuda de la gracia divina. Aquí no se trata ya de dejar que el Señor haga lo que nosotros tenemos que realizar por propia decisión, con la voluntad libre que Él nos ha dado. Éste es el aspecto humano de la redención. Este aspecto es necesario para que la obra de la salvación alcance su dimensión universal y su objeto pleno.
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UNIVERSALISMO
La redención cristiana ha de considerarse en dimensiones universales. Los textos inspirados, las epístolas paulinas principalmente, la sitúan en unas perspectivas amplias, cósmicas. «Reuniendo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra, en Él» (Ef. 1, 10). La creación, herida por el pecado, ha de ser restaurada y restablecida en la situación querida por Dios, gracias a la mediación de su Hijo. En la vigilia de Navidad, el martirologio romano pone en boca del cantor este solemne anuncio: «...Jesucristo, Dios eterno, vino a consagrar este mundo con su misericordioso advenimiento...». En Él han de ser restauradas todas las cosas, como por Él han sido creadas todas. Así, pues, cuando los cristianos hablan de redención, deben considerar ante todo el espectáculo del universo, marcado con el pecado, cargado con el mal, pero animado siempre por una bondad natural fundamental y esperanzado en la ayuda sobrenatural de un Señor misericordioso. Las perspectivas de la fe son universales; son proporcionadas al mundo y al cosmos. La preocupación por la redención debe ser digna del orden universal de la salvación. La lucha apostólica contra el mal ha de emprenderse en una escala mundial, en la escala de la creación entera. Y la santidad cristiana se beneficia al enfocar así la obra de la gracia redentora. NIVELES DE APLICACIÓN
La redención del mundo por Dios se realiza en la creación entera. Tomará una forma diferente en cada una de las categorías de criaturas por ella renovadas: el alma, el cuerpo, la
O . C a s e l , Misterio de la cruz, Guadarrama, Madrid; L . f a u x , Jesucristo en san Pablo, Desclée de Brouwer, Bilbao.
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Cer-
3. EL SENTIDO CRISTIANO DEL SUFRIMIENTO
Nadie ha meditado el misterio de la cruz sin plantearse de uno u otro modo el problema del sentido cristiano del sufrimiento. ¿Y quién se atrevería a creerse capaz de responder? ¿UN
CASTIGO?
«¿Dónde estabas tú cuando yo colocaba los fundamentos de la tierra?», dice el Señor a Job, para disuadirle de plantearse el problema del mal (Job 38, 4). La revelación del Nuevo Testamento no es más explícita, salvo en ciertas vislumbres de orden práctico. a) El sufrimiento, ¿castigo de los pecados personales? En parte, sí. Son conocidos los dramas causados por el orgullo,
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La cruz y \a gloria
la envidia, la venganza, la lujuria: tenemos abundantes ejemplos diarios en la vida familiar, nacional e internacional. Pero los males, las miserias, los accidentes no pueden considerarse, normal y generalmente, como un castigo por los pecados personales. Esta idea estaba extendida entre los israelitas, cuando Cristo vivía entre ellos. Pero aludiendo a la matanza de galileos en el templo dice: «¿Creéis que esos galileos fueran más pecadores que los demás por haber sufrido estos padecimientos?» (Le. 13, 2-3). Otro ejemplo más adelante: «Y aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé, matándolos, ¿creéis que eran más pecadores que todos los otros, que moraban en Jerusalén? Os digo que no» (Le. 13, 4-5). Por lo tanto sería muy aventurado considerar los cataclismos, los accidentes, los desastres colectivos, como una consecuencia natural de los pecados personales de quienes son víctimas de ellos. Ciertamente puede suceder que Dios castigue el mal de modo visible y en la tierra. Pero no puede afirmarse, en general, que los males son, por naturaleza, un castigo de Dios. b) El sufrimiento, ¿castigo del pecado original? Ciertamente. El pecado original es el origen de todos los males; no es necesario insistir. Pero también aquí hay que evitar el simplismo de quienes lo atribuyen todo al pecado original y olvidan que muchas lagunas y deficiencias sólo se deben a la inercia de los hombres, que muchos males tienen remedio. Un ejemplo en el campo social, el pauperismo del siglo xix en ciertas comarcas subdesarrolladas. Otro ejemplo clarísimo en la vida física: el dolor en el parto. El discurso de Pío XII, de 8 de enero de 1956, es muy significativo y nos debe obligar a una reflexión teológica sobre las consecuencias del pecado original. «En el Génesis (3, 16) se lee: "Darás a luz en el dolor." Para entender bien estas palabras es necesario considerar la condena impuesta por Dios en el conjunto del contexto. Infligiendo este castigo a los primeros padres y a su descendencia, Dios no quiso impedir, ni ha impedido a los hombres, el investigar y utilizar todas las riquezas de la creación, hacer que la cultura progrese paso a paso; contribuir a que la vida de este mundo sea más soportable y hermosa,- suavizar el trabajo y la fatiga, el dolor, la enfermedad y la muerte; en una palabra, someter así la tierra (Gen. 1, 28). »Del mismo modo, castigando a Eva, Dios no quiso impedirle, y no ha impedido a las madres, el utilizar los medios apropiados para hacer el parto más fácil y menos doloroso. A las palabras de la Escritura no es necesario buscar una escapatoria; permanecen verdaderas en el sentido entendido y ex-
presado por el Creador; la maternidad dará mucho que sufrir a la madre. ¿De qué manera precisa ha concebido Dios este castigo, y cómo lo ejecutará? La Escritura no lo dice. Algunos pretenden que el parto fue en sus orígenes completamente sin dolor y que se hizo doloroso más tarde (tal vez a consecuencia de una interpretación errónea del juicio de Dios) merced a la auto — y hétero— sugestión, de las asociaciones arbitrarias, de los reflejos condicionados y a consecuencia del comportamiento equivocado de las parturientas; hasta aquí, sin embargo, estas afirmaciones, en su conjunto no han sido comprobadas. Por otra parte, puede ser verdad que un incorrecto comportamiento síquico o físico de las parturientas sea susceptible de aumentar mucho las dificultades del parto y las haya aumentado en realidad. »La ciencia y la técnica pueden, pues, servirse de las conclusiones de la sicología experimental, de la fisiología y de la ginecología (como en el método sicoprofilático) con el fin de eliminar las fuentes de errores y los reflejos condicionados dolorosos, y de hacer que el alumbramiento sea lo menos doloroso posible; la Escritura no lo prohibe» (en «Ecclesia», 1 11956], p. 36).
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CAUSAS NATURALES
a) En este mundo material existe un juego complejo y constante de determinismos. Sus actividades, sus coyunturas dan lugar a colisiones inevitables. En otros términos, cada persona en particular y el mundo en su conjunto constituye un mecanismo extraordinario pero extremadamente delicado y frágil, sujeto a entorpecimientos. Todos sabemos que cuanto más complicado es un mecanismo tanto más numerosas son las ocasiones de obstrucción o de interrupción; no puede utilizarse durante mucho tiempo sin hacer reparaciones, sin poner repuestos, etc. El cuerpo humano es un mecanismo enormemente complicado, sometido a desgaste, y ejerce una influencia indudable sobre nuestras decisiones libres y nuestro comportamiento moral. La máquina del mundo, en su totalidad, es también bastante intrincada; cada día nos convencemos más de ello. Por esto en los males que provienen del cosmos, de las máquinas, del organismo, hay que dar un gran margen a la complejidad natural de las cosas y a los inevitables obstáculos de sus determinismos. Además estos mecanismos son numerosos. El hombre los ha creado mediante sus descubrimientos, los dirige, los domina.
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b) Pero las fuerzas espirituales humanas también son limitadas, limitadas en sí mismas. Están sometidas a un retraso en los reflejos, a distracciones momentáneas, a debilidades pasajeras, a errores de apreciación y de juicio, y a tantos otros «entorpecimientos» prácticamente inevitables en un mundo excelente, pero «humano» y limitado. Ahora bien, cada uno de estos errores prácticamente inevitables puede dar origen a desgracias y desastres: un reflejo demasiado lento de un piloto, la distracción de un conductor, la pasajera debilidad de un trapecista, el error de un soldado, etc. Una vez más hemos de contar, simplemente, con nuestra condición de humanos. El orden del mundo, indudablemente, es bueno; pero nunca ha estado garantizado contra todo fallo: relojes que no se estropeen, cuerpo humano sin enfermedades, etc. La teología no ha aprobado jamás el optimismo absoluto. Por consiguiente podemos atribuir a causas naturales, sencillamente, una parte de los males y las desgracias temporales.
voca un incendio en el que perecen un padre de familia y tres hijos, cuando se produce una determinada enfermedad, un desastre, una defunción, ¿hay que ver en ello, necesariamente, como explicación esencial, una intervención particular de la providencia personal de Dios? A Dios le conocemos muy mal. Pero el evangelio nos dice que su Hijo ha venido al mundo para mostrárnoslo visiblemente. Y en la manera de obrar de Cristo se comprueba que sus intervenciones particulares tienden siempre a aliviar un mal, a curar a un enfermo, nunca a privar de la vista ni del oído a nadie. Así pues, trazar una teoría general del mal como «gracia escogida» parece muy aventurado. c) Pero es preciso que todos los fieles acojan todas sus miserias con un espíritu sobrenatural y cristiano, cualquiera que sea el origen de las mismas. Si vienen de Dios, nos corresponde sacar provecho de este castigo o de esta llamada al orden y dar gracias al Señor, tan lleno de misericordia y de cuidados para con nosotros. Si su origen es natural, hemos de recordar que somos criaturas humanas, que vivimos en un mundo complejo y frágil, cuyas dificultades, a veces brutales y penosas, hemos de aceptar con una actitud obediente, sumisa y religiosa, con respecto a su Creador, al que continuamos rindiendo nuestra adoración, nuestra confianza y nuestro amor. De este modo, cualquiera que sea la causa de los males hemos de hallar en ellos, de una manera u otra, la posibilidad de alimentar nuestra vida teologal, y de progresar en la obra de nuestra santificación. Todo sufrimiento es una «prueba de amor»: quienes lo aceptan dan una «prueba de amor». Esta actitud puede llegar a ser heroica en muchos casos que son, sin exageración alguna, trágicos y desoladores.
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ALCANCE SOBRENATURAL Males y miserias tienen al mismo tiempo una significación sobrenatural. También aquí hemos de concretar lo que por ello entendemos. a) Algunos cristianos pretenden descubrir en toda desgracia, cualquiera que sea, una especie de intención sobrenatural: es Dios quien me envía una prueba; es el diablo quien anda detrás de esto. Se sentirían humillados y resentidos por sufrir tales desgracias a causa de simples hechos triviales. Se preguntan: «¿Por qué?» Y suponen que siempre ha de haber una respuesta. Dios debe tener, en su providencia, algún misterioso designio. ¿Es esto exacto? Ciertamente que sí, en casos concretos. Dios puede enviarnos una penitencia para castigar nuestras faltas personales. Dios puede, por medio de un mal o de un accidente, darnos un «signo» de su presencia, una «conminación» de su autoridad, una «amenaza» para el futuro. Dios puede permitir que el demonio nos someta a una prueba para fortificar nuestra fe y nuestra paciencia. Estas desgracias son entonces auténticos beneficios. No obstante no es ésta la única explicación sobrenatural de todas nuestras miserias. b) Otros fieles van más lejos. Consideran todos los males como procedentes de Dios, como gracias de elección, puesto que vienen de Dios. ¿Es esto cierto? Indudablemente hay ciertas desgracias que son gracias especiales: acabamos de indicar algunos ejemplos. Pero cuando un cortocircuito pro-
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EL PADRENUESTRO Y EL SUFRIMIENTO Debemos pues acoger todos los males con un espíritu sobrenatural. ¡Pero esto requiere una fuerza/espiritual, una fe tan intensa, una valentía tan maravillosa...! Las desgracias no afectan únicamente a los cristianos heroicos. El Señor lo sabe muy bien. Nos ha recomendado que pidamos ayuda y que roguemos para que seamos todos capaces de soportar los males que pueden asaltarnos de improviso y trágicamente. ¿No es esto ío que dice el padrenuestro en sus últimas peticiones? A veces se traduce: «Y no nos hagas caer en la tentación.» ¿Acaso debemos rogar a Dios que no nos seduzca? No, puesto que «Dios no tienta a nadie» (Sant. 1, 13). ¿Entonces, qué? Sin duda hemos de remontarnos más. El término «tentación» no
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siempre ha tenido, en el lenguaje bíblico, el sentido de una incitación al mal. Significaba también una «prueba» divina. En este sentido fue «tentado» Job por Dios, es decir, Dios «probó» su virtud antes de recompensarle. La «tentación» en el Antiguo Testamento era más bien una ocasión externa de practicar la virtud, ocasión especialmente difícil, que conduce a una victoria tanto más gloriosa. Así es como Dios tentó a Abraham. Todo nos lleva a creer que Jesús «se ha atenido al concepto según su significación popular: nos hace pedir a Dios que nos evite pruebas demasiado duras, en las que nuestra capacidad de resistencia correría el peligro de ser inferior a las circunstancias y en que seríamos presa del demonio, siempre atento a aprovechar en contra de nosotros nuestras propias dificultades». Cuando la prueba es de tal naturaleza que nos resulta desconcertante, cuando muere un niño en un accidente banal, cuando muere un padre de familia y deja sin recursos a su mujer y a sus hijos, cuando un desastre asóla una comarca, entonces es cuando hay que rogar a Dios nuestro Padre: «Danos la fuerza necesaria para que nuestra fe no vacile en tales pruebas»: Et ne nos inducas in tentationem! P . L a í n E n t r a l g o , Hacia una teología cristiana de la enfermedad, en Fe, razón y psiquiatría moderna, E. L. E., Barcelona; F . C a p i t t e , L . C h a r l i e r , La soufjranee, valeur ebrétienne, Casterman, Tournai; M . N é d o n c e l l e , La souffrance. Essai de reflexión ebrétienne, Bloud et Gay, París.
4. EL MISTERIO DE LA MUERTE I UTO Y TINIEBLAS
Todos los hombres saben, y es una experiencia de las más comunes, que llegará su día. ¡Día de luto! ¿A qué negar el dolor real? Porque tendrá lugar una verdadera separación. Se quebrará el eje de una comunidad humana en este mundo. Se romperán lazos de afecto. Habrán desaparecido para siempre una presencia, una ayuda, un recurso, visibles, sin duda, pero reales. Ciertamente no es muy acertado hablar de «pérdida cruel e irreparable»; es exagerado no ver en la muerte más que este aspecto de duelo; pero no es necesario tampoco tomar una actitud de rigidez estoica ante ella, apelando a una ataraxia de un sobrenaturalismo que no siempre es cristiano. Jesús lloró ante la tumba de su amigo Lázaro (Jn. 11, 35). Y este versículo parece muy auténtico.
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a) Aspecto doloroso de la muerte. «La muerte es, en primer lugar, la consecuencia natural de la unión del alma y el cuerpo... Por lo mismo que el cuerpo es mortal, la unión sustancial del alma y el cuerpo ha de romperse un día, y cada uno de estos dos elementos seguirá su propio destino. Desde este punto de vista el hombre es naturalmente mortal» ( A . M i c h e l , Mort, en D T C , 10, 2.489). Sería por tanto inexacto concebir la muerte como consecuencia del pecado de nuestros primeros padres, «exclusivamente». La propia Biblia nos dice (Gen. 3, 19): «...hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido formado, ya que polvo eres y al polvo volverás.» Este pasaje, concluía W . Goossens, «presenta la muerte como consecuencia de la constitución del hombre a la vez que como castigo infligido a causa de la desobediencia» (L'Immortalité corporelle, dans Gen.. II 4b - III, en «Eph. Th. Lov.», 11 [1935], p. 735). b) La muerte es también consecuencia del pecado. El salario del pecado es la muerte, exclama san Pablo. En efecto, por el pecado nuestros primeros padres desperdiciaron el don que Dios les había concedido, el don de la inmortalidad. Inmortalidad espiritual, puesto que el pecado es la «muerte del alma». Pero también inmortalidad del cuerpo. «Al hombre le fue prometida la inmortalidad, pero con la condición de que no pecase. Por tanto se trataba de una "inmortalidad en potencia" como dicen los Padres, "poder no morir" (san Agustín) y "por gracia", no por naturaleza, como los ángeles, "no poder morir"; en resumen, una inmortalidad cuya realización futura estaba subordinada a una hipótesis que nunca sería realidad. De hecho este privilegio quedaría como una promesa ideal: una lección de cosas que mostraba desde el origen el ideal que se realizará efectivamente, pero en la eternidad, cuando cese el pecado y la flaqueza temporal» ( A . V e r r i é l e , Le surnafurel en nous et le peché originel, p. 150). ¿No es trágico perder una promesa semejante? c) En el fondo, ¿de dónde vienen el dolor originado por la realidad de la muerte?, ¿del cambio que supone? No, ya que más bien deberíamos alegrarnos de la transformación de un cuerpo terrestre en un cuerpo glorioso (1 Cor. 15, 53-54). Pero ese cambio no se realiza apacible y suavemente, permitiéndonos un contacto con los que quedan aquí abajo, algo así como le era dado a Cristo resucitado cuando se aparecía a los apóstoles. Para nosotros el cuerpo se convierte en ceniza; el cambio se realiza en medio de dolores, haciéndonos pensar más en la corruptibilidad del cuerpo que en la incorrupti-
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bilidad prometida a la resurrección. Además, existe temporalmente una ruptura con el «difunto»: su presencia ya sólo es espiritual, y sólo percibida a través de una gran visión de fe, que la mayoría no llegan a alcanzar. He aquí, sin duda, la pena peculiar de la muerte. LUZ Y ESPERANZA Y sin embargo el cristianismo nos habla de la muerte en términos que son luminosos y exultantes en grado sumo. «La vida se transforma, pero no se extingue», dice el prefacio de la misa de difuntos. El día de la muerte de los santos aparece en la liturgia como «dies natalis», el día de su nacimiento en el cielo. La muerte de la Virgen María es el «sueño» de María que asegura su «paso» al cielo. Dormitio et transitus. a) La muerte es, en efecto, la liberación de todo lo transitorio y efímero. Como la mariposa se despoja de su crisálida. Así, muchas de las realidades temporales resultan necesariamente anacrónicas, se ven rebasadas. Y se comporta heroicamente aquel que consigue participar en la alegría y en la luz de esta independencia radical de las criaturas. Pero entendámonos. Se trata de liberarnos de lo que es efímero y transitorio. La creación no será aniquilada y la hallaremos transfigurada en la vida eterna. La comunidad humana no se esfumará y continuaremos amando al prójimo en la vida eterna. La mariposa abandona su estado de crisálida; no abandona la vida, la existencia, la belleza. Mirando la muerte «desde arriba», si se nos permite hablar así, el hecho de la muerte ofrece al hombre ocasión de desarrollarse en múltiples dimensiones. El abandono del cuerpo material es una condición indispensable de actividad plena y creciente: la reasunción de un cuerpo espiritualizado permite al hombre fijar la forma de relaciones que guardará con todos los otros seres. Además, la muerte será el comienzo de una más perfecta unión con todo, un ensanchamiento de ambiente: la supremacía del espíritu sobre su propio cuerpo le facilitará la plenitud de sus dones de universalidad. En fin, correlativamente a la extensión de sus conocimientos, la conciencia conocerá también un fenómeno de profundización. Descubriéndose a sí mismo hasta su intimidad, el hombre descubrirá entonces sus relaciones constitutivas con el mundo, con los otros y, sobre todo, con Dios, creador y Padre. El padre Troisfontaines desarrolla estos aspectos en una obra que significativamente se titula Yo no muero... (Je ne meurs pas..J.
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b) La muerte es también el dies natalis del que habla la liturgia: nacimiento del fiel a la vida eterna en el reino de Dios. Después de la bajada de Cristo al limbo de los justos que vivieron bajo la antigua Ley, después del don del Espíritu, fortaleza de Dios, testimoniado por Pentecostés, el fiel redimido puede considerar el instante de la muerte como el momento de un nacimiento definitivo. La muerte puede llegar a ser como el momento totalizador de nuestra existencia de hombres libres, una prueba última y plena de nuestra libertad, el punto culminante de una vida encaminada hacia este desenlace decisivo, el último esfuerzo de la fe ardiente y de la esperanza en tensión hacia la bienaventuranza. Algunas veces es la cima del amor al prójimo, pues «nadie tiene mayor amor que este de dar la vida por sus amigos» (Jn. 15, 13). Es siempre el gesto decisivo del amor a Dios: quiero morir, dice san Pablo, y vivir con el Señor. La densidad de este momento o más bien de esta última fase de nuestra vida, habríamos de percibirla en la fe, a pesar y por encima del estado de degeneración y de lenta agonía que con tanta frecuencia vemos en los que mueren. A propósito de esto, se ha escrito mucho sobre el «último instante» de la vida humana; ¿qué sucede en el momento mismo de la muerte? Corresponde a los teólogos esbozar respuestas sabias y prudentes. ¿Quién ha asistido —hubiera podido decir el Señor a Job — al último instante espiritual de un moribundo? Pero en el terreno de lo espiritual parece que los escritos inspirados nos invitan a poner una confianza inquebrantable en la bondad y el poder de Cristo. Allí donde abundó el pecado, escribe san Pablo, sobreabundó la gracia (Rom. 5, 20). Esta es la nota dominante de la Nueva Alianza, para la humanidad entera. En cuanto a los destinos individuales, dejemos que los juzgue el Señor y sólo Él; porque Dios es nuestro juez. c) La muerte de un cristiano sólo adquiere su plena significación a través del misterio de la Iglesia. El fiel es «miembro», también en su tránsito. Deja esta Iglesia por la Iglesia del cielo. El «tránsito» de un cristiano es un acontecimiento que interesa a todo el pueblo de Dios, que le afecta, que le incumbe. Y la liturgia de los agonizantes, así como la de los difuntos, manifiesta esta «dimensión» eclesial de la muerte de un cristiano. d) Así, por la muerte, el cristiano llega a la identificación perfecta con su Señor, Cristo. Identificación con los sentimientos del Salvador en la cruz y en su pasión; por esto se leía en otro tiempo a los moribundos, el relato de la pasión. Identificación con la disposición íntima de Cristo en la cruz: «Padre, en
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rus manos encomiendo mi espíritu»; con la muerte del Señor del mundo: «Todo está consumado.» Pero identificación también con la esperanza de la resurrección y de la gloria eterna. ¿No era preciso que Cristo cumpliese las profecías y que entrase así en el reino de su Padre? Pues la semejanza con la muerte de Cristo determina e inaugura, de modo seguro y directo la semejanza con la gloria y el esplendor del Señor resucitado. Sí, sombras y tinieblas de la muerte del cristiano. Pero por encima de todo, luz y esperanza del nacimiento del cristiano en los cielos.
por ser de Cristo tiene un valor infinito. Pero en la aplicación de sus frutos ignoramos el comportamiento de Dios con respecto a cada alma» ( C h . - V . C h é r i s , Théologie des suffrages pour les morís, en «La Maison-Dieu», 44 [1955] p. 67). Los fieles suplican a Dios. Confían en su benevolencia. Están seguros de que responderá a sus peticiones. Tienen en É! una confianza sin límites, no en su propia capacidad de intercesión, sino en la soberana misericordia de su Señor.
EL CULTO DE LOS
DIFUNTOS
Santa y saludable idea es la de rogar por los muertos, para que se vean libres de sus pecados (2 Mac. 12, 46). El culto de los muertos data de los primeros siglos de la Iglesia. Los cristianos han manifestado siempre un cjran respeto por sus difuntos. ¿No ha sido su cuerpo el de un bautizado, de un creyente, el templo del Espíritu Santo? Dios ha prometido la resurrección gloriosa del cuerpo de los cristianos; sembrado en corrupción resucitará incorruptible y glorioso (1 Cor. 15, 42). La incineración se hace sospechosa cuando va acompañada de una doctrina materialista negadora del destino eterno. Se impone a los vivos el culto de los difuntos. ¿No es acaso en el misterio mismo de la economía cristiana, en Cristo y en su Iglesia, donde mejor se realizará el «encuentro espiritual» entre los que están a un lado y a otro del velo temporal que separa a los creyentes difuntos y a los fieles en vida? ¿No es en el templo de piedra donde mejor se verificará la comunión de los santos, término de la comunidad cristiana? ¿Y no es en el sacrificio del Salvador donde alcanzarán más eficacia los votos y los sufragios de los vivos ofrecidos por los que pasan por la purificación del purgatorio antes de presentarse ante Dios? Nadie se atrevería a dudar de que el sacrificio de la misa es de gran provecho para los difuntos, si se ha comprendido bien que la misa no es sino la representación de la cruz en un misterio sacramental. Con el mismo sacerdote y la misma víctima, nos recuerda el concilio de Trento. Toda salvación nos viene de Cristo, y la misa es el sacrificio de Cristo al que se unen los cristianos, viviendo de la vida de Cristo, presentando su ofrenda, uniéndose a su oración. «No podemos dudar de que el sacrificio de la misa sea de gran provecho para consuelo de las almas del purgatorio a las que especialmente se aplica... La misa se aplica a los difuntos a modo de sufragio; ofrece a Dios la inmolación de Cristo y de la Iglesia, y esta oblación,
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X X X , El misterio de la muerte y su celebración, Desclée de Brouwer, Bilbao,- X X X , Celebración cristiana de la muerte, Centro Past. Lit., Barcelona; A . F r a n k - D u q u e s n e , lo (fue te espera después de la muerte, Desclée de Brouwer, Bilbao; R. T r o i s f o n t a i n e s , La tnort, épreuve de l'amour, condition de la liberté, en «Cahiers Laénnec», 4 (1946), p. 6-21; J. S t a u d i n g e r , L'homme moderne devant le probíéme de l'au déla, Salvator, Mulhouse. 5. EL RETORNO DEL SEÑOR Y LA VIDA ETERNA
Vivimos con la «bienaventurada esperanza en la venida gloriosa del gran Dios y de nuestro salvador Cristo Jesús» (Tito 2, 13). Tras el «tiempo de la paciente perseverancia», después del «tiempo de la vigilancia» surgirá el alba del «día del Señor». Porque «nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo» (Filip. 3, 20). Esta perspectiva del cielo y de la eternidad no es un tema de sermón ni el sustento propio de gentes desengañadas del mundo. Es la expresión menor y deficiente de la realidad, de la plena realidad. Estamos en la tierra, como ciudadanos de este mundo, en una fase preparatoria, provisional. Somos por la gracia divina participantes ya de otro mundo, ciudadanos del cielo, donde viviremos la fase definitiva y eterna. En un cierto sentido, el orden definitivo, «la vida eterna», ha comenzado ya con la encarnación. Sólo el mundo habrá de cambiar: «porque pasará la apariencia de este mundo» (1 Cor. 7, 31). LA
BIENAVENTURANZA
El día del Señor será el día del juicio — hablaremos de esto a propósito del pecado — o el día de la gloria. Y los teólogos han subrayado que este día será el día de la bienaventuranza eterna. Bienaventuranza, y por tanto la plenitud de la dicha. Todos sabemos lo que representa un instante de felicidad completa: padres e hijos, esposos, amigos han vivido alguna vez estos momentos de alegría pura y total. Apenas podemos adivinar lo que será esta bienaventuranza. Y vale más no compararla ni siquiera con las alegrías terrenas más espirituales, pues el
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La cruz y la gloria
riesgo de error sería aún mayor. Recordemos ante todo que habrá, con toda seguridad, bienaventuranza, felicidad plena, en el más auténtico sentido, más allá de todo lo que podamos imaginar; porque seremos purificados en el purgatorio y transfigurados por la resurrección. Esta bienaventuranza, ¿es una especie de «visión» de Dios? ¿Es «visión» y «amor»? ¿Y por qué no también «poder» con Dios? Hemos de tener cuidado con toda concreción que pudiera hacer aparecer el cielo como desagradable. Los «activos» temen esta «contemplación sin fin», los «realizadores» sienten inquietud por este «amor beatífico eterno»; ¿por qué hemos de ensombrecer la imagen del cielo con estas consideraciones, que ocupan un lugar en teología, pero que los fieles deforman con una imaginación desbordante? El cielo es ciertamente beatitud total. Esta beatitud implica una «conciencia de Dios», puesto que somos seres dotados de espíritu. Implica evidentemente un «amor supremo», puesto que tenemos un corazón que se verá perfectamente colmado. Implica también una forma de acción, de realización, puesto que seremos «hombres», con cuerpo resucitado y alma gloriosa. Estaremos «unidos a Cristo», dicen los autores inspirados. Resucitaremos con Él, seremos glorificados con Él, reinaremos con Él en su gloria. El cielo es «ver a Dios», es «amar a Dios», es «ser semejante a Dios», es «estar unido a Dios», es «reinar con Dios». Cada una de estas expresiones sugiere, a su manera, un aspecto particular de nuestra bienaventuranza. Y aún cuando todas ellas sean deficientes — cómo podrían no serlo — bastará recordar una sola cosa: el cielo es felicidad en plenitud, no sólo en sí, sino para nosotros, para cada uno de nosotros.
Pero al propio tiempo llevaba una vida temporal, la de todo el mundo. Si la bienaventuranza fuese de esta clase, sería a la vez más celestial y más terrena de lo que suponemos nosotros generalmente. Más celestial porque no podemos expresar con palabras lo que será esta participación espiritual en la vida de Dios en la gloria. Más terrena porque esta vida en Dios podría ser perfectamente compatible con una actividad propia del cuerpo glorioso. ¡La bienaventuranza total sería así eminentemente «personal»! Lo que sabemos de la resurrección de los cuerpos nos confirma esta hipótesis. Siguiendo a san Pablo la dogmática cristiana dice a los fieles bautizados, a lo largo de los siglos, que nuestros cuerpos serán resucitados en incorrupción, en gloria, en poder, en espíritu (1 Cor. 15, 42-44). Esto significa que nuestros cuerpos estarán bajo el influjo total del Espíritu Santo, desde cualquier punto de vista que los consideremos, influjo que los catecismos traducen en cuatro caracteres: impasibilidad (carencia de dolores, de lesiones), claridad (como Cristo en el monte Tabor), agilidad (independencia de las condiciones espacio-temporales) y sutileza (transfiguración de la vida del espíritu y del cuerpo). ¿Pero implica esta espiritualización que seamos ciegos, sordos y mudos? Santo Tomás nos da un principio para responder. Los cuerpos serán impasibles, escribe; pero, ¿estarán privados de toda sensación? Ciertamente no, responde, porque entonces la vida corporal de los elegidos sería más semejante al sueño que a la vida; lo cual no está en consonancia con la perfección. Parece verosímil, continúa santo Tomás, que nuestros sentidos estarán en «acto», no sólo para favorecer la integridad de la naturaleza humana o para hacer justicia a la sabiduría divina solamente, sino porque tendrán su objeto propio, su actividad (Suppl. q. 82 a. 3 c; a. 4 c). Y ¿cuál es la razón última de este humanismo pleno? Cristo: «Sicut in Christo fuit» (Suppl. q. 82, a. 3 a d 4 ) . La bienaventuranza implica una plena vitalidad de todas las potencias glorificadas, y la resurrección hará posible este desarrollo total. Las actividades del alma no serán «molestadas» por las del cuerpo, como tampoco lo eran en Cristo. En esto especialmente hemos de guardarnos de fantasías: estamos en el misterio; pero el principio es válido y esto es lo esencial.
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EL CIELO
¿El cielo, plenitud de la felicidad? No todos los cristianos tienen esta certeza. Quizá es signo de su mediocridad o de su flaqueza. Pero quizá también hay una ignorancia de lo que «haremos en el cielo». Cuando se hace esta pregunta a los fieles, responden: «Conoceremos y amaremos a Dios en una felicidad absoluta, en una especie de éxtasis perfecto, en la fascinación eterna de la Santísima Trinidad.» Sin duda es bueno que la imagen que habitualmente se tiene del cielo sea la de la «bienaventuranza-éxtasis». Pero, ¿es exacta? ¿No podríamos elegir otro ángulo de visión para imaginar la eternidad? Cuando nuestro Señor vivía en la tierra, cuando discutía, bendecía, curaba, caminaba con sus discípulos, ¿no era el Verbo encarnado? Como Verbo de Dios vivía realmente la vida intratrinitaria.
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EL FIN DE LOS TIEMPOS
Estamos habituados a esta idea: el fin de los tiempos. Pero, ¿hemos reflexionado sobre ella? El tiempo no acaba en una
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Misterio cristiano y santidad
especie de desaparición misteriosa. Tampoco vuelve eternamente sobre sí mismo, en un movimiento cíclico constantemente renovado. Para el cristianismo hay un principio y habrá un fin. Desde la creación primera hasta la consumación final, a través de las resistencias de la materia y las resistencias, más graves, de la libertad creada, pasando por una serie de etapas, la principal de las cuales está marcada por la encarnación, se cumple un mismo designio divino... Circuitus Mi iam explosi sunt! El círculo infernal estalla. Los hechos no son ya simplemente fenómenos, son acontecimientos, actos. Incesantemente se opera algo nuevo. Hay una génesis, un crecimiento afectivo, una maduración del universo. El mundo, por tener un fin tiene un sentido, es decir una dirección a la vez que una significación. La humanidad entera es hija de Dios, y en un gran movimiento que persiste a través de la desconcertante variedad de sus gestos... se encamina hacia su Padre. Todos los «elegidos» de Dios se encaminan hacia la meta, la Jerusalén celeste, construida con piedras vivas y resplandecientes como diamantes, de viventibus saxis, talladas por el cincel y pulidas por la labor siempre renovada del obrero celestial: Scatpri salubris ictibus et tunsione plurima Fabri polita molleo. Cada uno de nosotros tiene un destino personal y trascendente. Pero todos somos también miembros del «pueblo de Dios». El cielo es también la consumación de este destino de la comunidad de los «santos». Es la «Iglesia» triunfante. Es la «fraternidad cristiana» llegada a su cumbre. Es el «pueblo de Dios» en la fase última de su redención. Es la «raza elegida» reunida para siempre. Es el «nuevo Israel» que ha llegado a la gloria de la nueva Alianza. Es el templo en el último grado de espiritualización. A decir verdad, en la ciudad celestial no hay templo. «La ciudad no había menester de sol ni de luna que la iluminasen, pues la gloria de Dios la iluminaba y su antorcha era el Cordero. Las naciones marcharán a su luz y los reyes de la tierra llevarán a ella su gloria... Y no habrá ya maldición alguna. Y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos les servirán y verán su rostro, y llevarán su nombre sobre la frente... Y reinarán por los siglos de los siglos» Apoc. 21, 23-24; 22, 3-5). A. M . H e n r y , La Parusía, en Iniciación teológica, III, p. 655 ss.: O . C u l l m a n n , Cbrist et le temps, Delachaux et Niestlé, Neuchátel.
VIII
LA VOCACIÓN PERSONAL
Entre las perspectivas del misterio cristiano hay que incluir lo que pudiéramos llamar la gracia de la vocación — de toda vocación— y las gracias de estado, que son su corolario teológico. 1. LA VOCACIÓN LA
VOCACIÓN
Entre católicos este término se emplea generalmente para hablar de la vocación sacerdotal y de la vocación religiosa. En realidad la Biblia habla de vocación al cristianismo: «aquellos a quienes Él ha llamado» son los que el Padre, en su caridad infinita, ha querido llamar a participar en el Espíritu. En la Biblia aparece también una llamada especial a algunos cristianos: llamada para el apostolado: «Ven, sigúeme, desde hoy serás pescador de hombres»; llamada a la continencia: «Si alguien tiene oídos para oír, que oiga.» Se habla también de vocación al matrimonio, si bien algunos manifiestan abiertamente su discrepancia con respecto a esta expresión. No obstante, situándonos en una perspectiva más amplia, ¿no puede hablarse legítimamente de una voluntad divina sobre cada uno de nosotros! ¿Al igual que existen tantos humanismos como destinos humanos temporales? «Cada hombre — escribe Congar — tiene una vocación, puesto que sobre cada uno está la voluntad de Dios ordenada a la ejecución de este designio. Esta voluntad puede manifestarse de forma particular, pero de ordinario se da a conocer por los gustos del propio temperamento, de educación, por las circunstancias de la vida, por la llamada que, expresa o tácitamente, le dirigen los otros hombres, etc. Hay que notar que fueron precisamente los religiosos predicadores, entiéndase los espirituales y los místicos, quienes formularon la idea de la vocación para cada cual en su circunstancia, y de la santificación en el deber de estado cum-
Misterio cristiano y santidad
La vocación personal
plido "en nombre de Dios", es decir, en obediencia amorosa a su santa voluntad» (Jalones..., p. 524-525). En efecto, la providencia divina ha querido por la realización progresiva del cuerpo místico que las tareas humanas se distribuyan conforme a diferentes oficios temporales o espirituales. La vida humana, explica santo Tomás, exige la división del trabajo: ha de haber agricultores y empresarios, y personas dedicadas a las funciones espirituales. Nadie se basta a sí mismo. Ahora bien, esta distribución de los diferentes servicios depende de la providencia divina. ¿Cómo? En el sentido de que la naturaleza y las cualidades de cada cual le orientan hacia una u otra profesión; y esta naturaleza, con sus acertadas diversidades nos viene de la providencia divina (Quaest. cfuodl. 7, 17). Escoger un oficio o una profesión es, pues, en este sentido, obedecer a Dios, seguir sus indicaciones. Y ejercer un oficio o una profesión es obrar «en nombre del Señor».
¿ O bien se rebajaría Dios al ser el creador de las cosas materiales? Así parece por la manera de hablar ciertos cristianos de las actividades profanas comparándolas con las obras formalmente eclesiásticas. Las actividades profanas son también «redentoras»; realizan una parte del orden «cristiano» total. Aseguran las orientaciones de Cristo y el influjo del Espíritu dentro del mundo no-eclesiástico. Son «cristianas» sin ser «sobrenaturales», como hemos explicado anteriormente. Los laicos deberían estar más convencidos de esto. Encontrarían en este descubrimiento una fuerza nueva y una orientación de vida. cj Pero las vocaciones están dominadas en toda su extensión por la vocación. Toda vocación tiene como origen la voluntad de Dios sobre cada uno de nosotros, y realizándola en la caridad aseguraremos nuestro destino sobrenatural. Al elegir la profesión que responde más adecuadamente a nuestras cualidades y nuestros talentos, explica santo Tomás, nos sometemos a la divina providencia (cf. Quaest cjuodl. 7, 17). En principio y ante todo nos santificamos, no porque estemos llamados a tal o cual condición o estado, sino porque hemos respondido a la llamada de Dios, sea cual fuere.
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LAS
VOCACIONES
Dentro de las vocaciones se ha hecho una distinción entre tareas «creacionales» y tareas «redentoras». Otros han hablado de «función adámica de creación» y «función crística de redención». Pueden también conservarse las viejas categorías y decir que en el orden cristiano histórico y único existen vocaciones «sagradas» y «profanas». a) Las vocaciones sagradas derivan su grandeza especial del hecho de ser la prolongación de las actividades cultuales del Verbo hecho carne. Se identifican bastante con la obra específica de la Iglesia: doctrina, ritos, dirección, santificación, oración. No hay que olvidar, sin embargo, que los bautizados ejercen también ciertas actividades cultuales y doctrinales, y tienen por tanto una vocación «sagrada», en menor grado, pero auténtica. Cuando dos jóvenes se unen en matrimonio ante el sacerdote, podrían llevar perfectamente una vestidura litúrgica; son los ministros del sacramento. Sería lamentable que olvidásemos al bautizado y al confirmado en el repertorio de tareas «sagradas» eclesiásticas; por el carácter, participan realmente del poder cultual del Verbo encarnado. b) Las vocaciones profanas están orientadas directamente a los valores terrenos: ciencia, sociedad, familia, industria, economía. Son, por decirlo así, «naturales». La grandeza de la vocación profana proviene de su objeto «creacional»: conocer o transformar el mundo. ¿No es esto grande? ¿No supone una cierta semejanza con el Creador omnisciente y todopoderoso?
SIGNIFICACIÓN
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TEOLÓGICA
¿Qué más podemos decir para hacer comprender la significación religiosa e incluso cristiana de toda profesión, de todo oficio? Hoy apenas se habla de esto — e n una época en que el trabajo profesional nos ocupa lo mejor de nuestro tiempo — y fueron los grandes teólogos escolásticos quienes sentaron las bases de esta doctrina. En primer lugar, significación «religiosa», puesto que toda vocación es una respuesta a la voluntad de la divina Providencia. Podemos decir con Herwegen: «Según la concepción católica, toda participación en el trabajo en este mundo, toda actividad cultural es una vocación querida por Dios y, en su ejercicio, una actividad religiosa, en el más amplio sentido. Estando la vida humana en su totalidad orientada a Dios, todo trabajo es servicio de Dios. Mientras se acepte esta idea es imposible oponer la civilización a la religión.» Asimismo significación «cristiana», pues toda vocación realiza una parte del orden de la redención cristiana, ya sea actuando los valores sobrenaturales en la Iglesia, ya sea actuando los valores profanos para hacerlos más «filiales», más «espirituales» y, por ende, más «cristianos». Pastoral de las vocaciones. Directorio, Sigúeme, Salamanca; Y. d e M o n t c h e u i l , Observaciones sobre la concepción católica de la voca-
Misterio cristiano y santidad
La vocación personal
ción, en Problemas de inda espiritual, Desclée de Brouwer, Bilbao; X X X , La vocación sacerdotal, Sigúeme, Salamanca; Y. M . J. C o n g a r , Vocación, en Jalones para una teología del lateado, p. 523-530, Estela, Barcelona; Por qué me hice sacerdote. Encuesta, Sigúeme, Salamanca,G . T h i l s - J . L a l o u p , Los jóvenes ante el sacerdocio, Desclée de Brouwer, Bilbao; O. V. S. Barcelona, ...Y El llama, Flors, Barcelona,D ' A , Le mystere de la vocation. Essai de théologie biblicjue, en «LVS», 38 (1956), p. 167-186; A . d e So r a s , Taches créatríces et taches rédemptrices, en «Masses ouvriéres», 7 (1951), p. 7-32.
Cristo ha cumplido a la perfección su misión temporal, sagrada y profana. No hay en El pecados ni flaquezas: «¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?» (Jn. 8, 46). Nadie se atreve a contestar. Jesús vive todo lo que nosotros podamos experimentar, excepto el pecado (Hebr. 4, 15). En todas las circunstancias da muestras de una caridad universal. Acoge con benevolencia a los pequeños y a los humildes. Su misericordia es infinita y su perdón llega a todos los que recurren a Él con confianza. Ante los «justos» de este mundo se manifiesta de un modo directo, intenso. En suma, trátese de actividades sagradas: la oración en el templo o la evangelización; de la vida social, familiar, civil, en toda su «vocación temporal», el Señor aparece siempre con una perfección de dignidad, de comportamiento, de realización, que constituye una maravilla de sencillez y de heroísmo. No poseemos nosotros un equilibrio perfecto como el de Cristo. Nuestro espíritu se encuentra a veces obnubilado y falseado; no ignoramos las traiciones y las veleidades de nuestra libertad; sabemos que nuestro cuerpo se deja llevar por la fuerza de sus instintos; sabemos que nuestro comportamiento exterior, tanto en el templo como en la vida social peca de negligencias, de distracciones, de imperfecciones. Y por todo ello necesitamos de la ayuda del Señor para cumplir con nuestro deber de estado: necesitamos las «gracias de estado».
Dios puede concedernos las gracias de estado por medio de un rito sacramental (gracias sacramentales) o bien independientemente de los sacramentos y de todo rito cultual. a] Cada sacramento es fuente de gracias de estado sacramentales, que nos fortalecen para que llevemos a cabo la obra para la cual ha sido instituido. Las gracias del bautismo nos auxilian en nuestra condición de cristianos, para todo lo que nos exige la condición de bautizados. La confirmación nos da fuerza y firmeza necesarias para la profesión de la fe. La eucaristía tiende a acrecentar la unidad y la caridad de los cristianos entre sí y con respecto al Señor. La penitencia asegura un remedio sobrenatural específico a las deficiencias que son causa de las faltas que confesamos. El orden ayuda al sacerdote para que desarrolle en sí la virtud de la religión y la veneración de los misterios sagrados; pone remedio a las imperfecciones que perjudican el ejercicio del sacerdocio y del apostolado, como la inercia, la tibieza, las faltas de tacto; en suma, todo el conjunto de la vida sacerdotal recibe sus beneficios. El matrimonio, elevado al orden de las realidades sagradas el consentimiento de los esposos, favorece la unión entre ellos, evita los motivos de discordia, da ánimo en los momentos difíciles, ilumina en la penosa tarea de la educación,- es decir, aporta una ayuda propia a las necesidades de la vida familiar en su totalidad. b) Pero no todas las actividades humanas caen directamente dentro del campo de los sacramentos; cha de negárseles por ello la ayuda de Cristo? Conocemos muy mal al Señor si así pensamos. Él garantiza su presencia efectiva en todos los estados, en todos los oficios, en todos los puestos, en todas las responsabilidades. Estados de vida regular o secular, oficios de orden material o espiritual, responsabilidades políticas, sociales, económicas o incluso filosóficas, cargos directivos o funciones humildes. Cristo a todas horas y en todas partes está cerca de los cristianos. La cabeza y los miembros son uno. No hay ningún sector que quede fuera del cuidado del Señor.
GRACIAS DE ESTADO
EFICACIA
Cuando Dios confía a alguien una misión delicada, cuando da una función a cumplir, cualquiera que sea, en la sociedad, en la cultura, en la Iglesia, concede al propio tiempo las gracias necesarias para cumplir tal deber: son las «gracias de estado». Son gracias, como toda ayuda que nos viene de Dios; gracias porque nos auxilian en el cumplimiento perfecto, puntual, de nuestro «deber de estado».
La gracia de estado es segura y juega un papel en nuestra vida, pero ¿es irresistible, decisiva, cualesquiera que sean nuestras disposiciones y nuestras cualidades? No. Las gracias de estado, como toda gracia actual, son un don, no una imposición; podemos aceptarlas y responder a ellas; podemos también rechazarlas y seguir adelante por nuestros propios medios. Aquí, como en todo, hay siempre un término medio.
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2. LAS GRACIAS DE ESTADO
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Misterio cristiano y santidad
a) Se peca por exceso creyendo que las gracias de estado son un remedio infalible y universal contra todas las desviaciones y todas las caídas. Hemos conocido casos en que algunas personas — con mandato oficial de la autoridad legítima — al actuar desde su cargo invocan sin cesar las gracias de estado para decidir, obrar, dar órdenes, sin tomarse el trabajo de reflexionar, consultar, documentarse. La gracia de estado es un auxilio seguro y específico; pero no suple nuestra pereza ni nuestros defectos, como tampoco puede llenar ciertas imperfecciones naturales: un defecto de pronunciación no desaparece por la gracia de estado. b) Por otra parte se puede pecar por defecto. El «naturalismo» de algunas personas les impide admitir que la ayuda divina puede también tener un papel en la buena marcha de la sociedad, en el ejercicio de una función, en la aceptación de una condición social. No han entendido del todo la total benevolencia del Señor hacia sus ovejas. Actualmente, como en otros tiempos, Cristo pasa entre nosotros haciendo el bien.
TERCERA
PARTE
OBSTÁCULOS PARA LA SANTIFICACIÓN
í EL PECADO 1. DIMENSIONES Y CLASES DIMENSIONES
DEL PECADO
El pecado es una especie de profanación personal, un gesto hostil hacia el Señor, un perjuicio para la comunidad cristiana, una ofensa a Dios. a) Una profanación personal. El fiel está «consagrado» por el bautismo: la gracia que recibe en él le «santifica». Toda falta contradice esta consagración fundamental; todo pecado detiene o quiebra el impulso de la santificación. Y como el fiel es un miembro de Cristo, se profana a sí mismo. b) Un gesto hostil hacia el Señor. El Padre ha enviado a su Hijo único para salvar al mundo. El Verbo hecho carne se ha entregado a sí mismo para redimir al mundo: hemos sido reconciliados por la muerte cruenta de Jesús. El Espíritu ha sido enviado para asegurar la obra de la santificación espiritual. Todo pecado, en el espíritu más que en la carne, deja burlada esta increíble condescendencia de Dios. c) Un perjuicio para la comunidad cristiana. En el orden de la gracia es imposible el aislacionismo. Somos uno en el Espíritu; formamos una unidad espiritual misteriosa, a la que se da el nombre de Comunión de los santos. El pecado atenúa la fortaleza interior, la dynamis de la gracia que hay en nosotros. El pecado afecta a veces visiblemente a los cristianos que son sus espectadores o sus víctimas. En todos sus aspectos es daño, destrucción. d) Todo pecado se comete contra Dios, ésta es su malicia principal. ¿Qué quiere decir esto? ¿Que quien peca se pone a atacar a Dios conscientemente, a blasfemar de él, a injuriarle? No. Pero hay, en todo pecado, una oposición a la voluntad divina que nos ha impuesto todos los mandamientos, una rebelión más o menos implícita contra la autoridad de Dios, una suficiencia orgullosa que nos hace tomar posición frente a Dios. Pecamos, pues, actuando contra Dios o contra
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El
Obstáculos para la santificación
su voluntad. Ciertamente, Dios no se ve «afectado» por nuestros pecados, no «siente» las consecuencias. El pecado no consiste en «afectar» a Dios como un boxeador deja K. O. a otro. Pero ¿quién se atrevería a decir que no «afecta» a Cristo? ASPECTOS DEL PECADO
El pecado es una realidad muy compleja y muy varia. No podemos olvidarlo haciéndonos una imagen simplista y falsa de toda la vida moral. a) El mundo humano es muy complejo. Es a la vez luz y tinieblas, amor y odio, verdad y mentira, vida y muerte. Hay en nosotros, en torno a nosotros, realidades y valores que no están bajo el influjo del Espíritu, a causa de su inercia y su pesadez nativas o a causa de su debilidad constitutiva, o a causa de su misma oposición a Dios. Nadie es enteramente bueno ni enteramente malo. Las antítesis bíblicas, como «luz y tinieblas», por su misma generalidad expresan acertadamente esta curiosa mezcla de bien y de mal que caracteriza al mundo de los hombres. b) El pecado es también muy vario. Podemos poner obstáculos al amor divino de muy diversas maneras. Nuestra complejidad natural, nuestro mismo cuerpo, son ya, desde el punto de vista real, un «obstáculo» a una perfecta espiritualización. La culpa original es una marca misteriosa y sombría, pero de un género totalmente distinto al de los pecados personales. El pecado mortal no es un pecado venial muy grande. En suma, es indispensable recordar lo que se ha llamado carácter «analógico» del pecado. Decimos pecado original, pecado mortal, pecado venial; pero sería un error creer que estos diferentes «pecados» son realidades del mismo tipo, de la misma especie, que no tienen entre sí más que una diferencia de grado. N o : hay analogía entre estas realidades pecaminosas: son «pecado» de muy diferente manera (1-1 q. 88 a. 1 ad 1). TIPOS DE PECADO
Y puesto que estamos en las consideraciones preliminares hagamos referencia brevemente a los diferentes tipos de pecado, tal como han sido sistematizados en teología.
pecado
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salvación y hacen imposible toda remisión. Así: la desesperación, la presunción, la obstinación en el error, la impenitencia, el odio a Dios. c) Por pecados (\ue claman venganza al cielo, las faltas que implican un aspecto especialmente repugnante, sobre todo desde el punto de vista de la fraternidad humana y de la caridad hacia el prójimo. Son concretamente: matar a los familiares próximos, oprimir a los pobres, oprimir a las viudas y huérfanos, robar el salario de los obreros, etc. d) Por último, por pecados ajenos se entiende un pecado que supone la cooperación a un acto malo realizado por otra persona. Esta cooperación puede darse evidentemente en todas las materias. Se realiza de diversos modos: aconsejando, ordenando, participando, dando su consentimiento, no impidiendo, etc. B. H a r i n g , V. V e r g r i e t e , Herder, Barcelona.
La ley de Cristo, I, p. 369-379, Herder, Barcelona; El pecado, en Iniciación teológica, II, p. 214-245,
2. LA CULPA ORIGINAL
El hombre nace tarado. Su naturaleza, dice la teología, no está corrompida ni destruida, sino herida. He aquí un primer handicap en la obra de santificación. «El pecado original es locura ante los hombres», dice Pascal. La culpa original constituye un admirable misterio. Los teólogos han escrito obras sobre el problema, pero son perfectamente conscientes de sus límites: ¿dónde van a buscar la aclaración cuando la revelación nos dice tan poca cosa? Este misterio explica la existencia y da cuenta de las flaquezas y aún de las miserias humanas. Tenemos, pues, buenas razones para aceptar la enseñanza común de la tradición teológica. San Pablo afirma que Adán es la fuente de la muerte y de la «culpa» para la humanidad entera, la causa de la servidumbre de la carne. Afirma también la transmisión del pecado y la explica por una especie de solidaridad misteriosa —-muy corriente en los sistemas religiosos antiguos, más difícil de percibir actualmente— en virtud de la cual todos somos uno en Adán como somos uno sobrenaturalmente en Cristo. Los vínculos de la generación natural nos unen a Adán; los vínculos de la regeneración sobrenatural nos unen a Cristo. «Sin embargo, san Pablo no dice explícitamente lo que dirán san Agustín y la Iglesia. ¿En qué consiste precisamente este pecado original?
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Obstáculos
para la santificación
¿Cómo se comunica? ¿Por qué se nos imputa? ¿En qué sentido se lince nuestro? ¿Hasta qué punto ha corrompido nuestra naturaleza? La tradición reflexionará sobre estas cuestiones y precisará la doctrina, desarrollando el germen doctrinal contenido en el Antiguo Testamento y sobre todo en san Pablo» (cf. DTC, 12, 316-317). ASPECTOS DEL PECADO ORIGINAL Los teólogos insisten actualmente en algunos aspectos de este pecado original. a) En primer lugar, no se puede concebir en nosotros como un «acto», sino más bien como un estado. De ahí la expresión «pecado de naturaleza». Por consiguiente, «no se puede hablar de responsabilidad estrictamente personal del niño: esta responsabilidad, con las consecuencias que entraña en este mundo y en la otra vida, la tiene sólo Adán, y él sólo tiene que arrepentirse de este pecado... Para los hijos de Adán no puede haber responsabilidad sino en un sentido muy amplio, en el sentido de que se encuentran englobados por solidaridad en una situación moral de culpa. Dios no puede castigar a los hombres como si fuesen personalmente responsables de esta situación. El pecado original no entra en la misma categoría que el pecado actual» (cf. D T C , 12, 593-594). b) Este «estado» supone: la privación de la justicia y de la santidad originales. Por justicia original se entiende el equilibrio pleno que resulta de una voluntad plenamente sometida al Señor y de unos sentidos enteramente dóciles al Espíritu. Este equilibrio está herido, afectado, perturbado. Por «santidad original» se entiende la participación en la vida divina por la gracia: sin este don divino, los hombres no viven en estado de amistad sobrenatural con Dios. Las diferentes escuelas teológicas discuten sobre la manera de definir formalmente la culpa original y sobre la forma de concebir el vínculo de unión que existe entre la privación de la justicia original y la privación de la santidad original. c) ¿Y los niños cjue mueren sin haber recibido el bautismo? Es indiscutible que dentro de la unidad del pensamiento católico existe una corriente agustiniana bastante pesimista; pero hoy se está de acuerdo en reconocer que ciertas expresiones en san Agustín fueron demasiado fuertes, a causa de su polémica con los pelagianos, naturalistas de aquella época. Es indiscutible también que las autoridades eclesiásticas varias veces han reprobado ciertos intentos teológicos de demostrar cómo los niños muertos sin bautismo podían perfectamente
El
pecado
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salvarse y entrar en el cielo. Pero, por otra parte, todos los teólogos están de acuerdo en reconocer que nos hallamos ante un misterio; todos admiten que la redención del Salvador no está necesariamente ligada a los ritos por Él instituidos; todos convendrán en que la gracia de Cristo ha sobreabundado allí donde había abundado la malicia de Adán. Los padres de un hijo que muere sin bautismo deben recurrir al Señor con confianza y serenidad: tampoco Él le «condenará». NATURALEZA HERIDA Como nuestro comportamiento con respecto a Dios y el clima de nuestra vida espiritual se ven considerablemente influenciados por nuestra concepción del hombre, es indispensable medir con exactitud la significación, el alcance y la importancia que damos a la culpa original. Estamos «heridos», condición menos favorable que la integridad pura y simple, pero muy preferible a la total corrupción. a) Menos favorable d¡ue la integridad pura y simple. Puede alegarse que una persona ha permanecido durante toda su juventud como un ejemplo de pureza, como un modelo de elevación moral: ¿es que no habrá contraído esta mancha original? De ahí a las corrientes filosóficas naturalistas u optimistas no hay más que un paso. ¿Entonces? Sin duda existen cristianos maravillosamente preservados. No han de atribuirse a la culpa original todas las miserias morales del hombre; existen otras causas, en nosotros y fuera de nosotros. El recurso puro y simple al pecado original sería ingenuo y demasiado cómodo. Pero hemos de reconocer también que, en general, la humanidad aparece «herida», privada de ese equilibrio que, de suyo, hubiera podido tener. La gracia de la redención nos ha dado la posibilidad de la salvación; nos ha dado la seguridad y la garantía del triunfo final. No nos ha garantizado la restauración pura y simple de nuestro equilibrio natural. b) Pero «herida» no significa «corrompida». Existen ciertas formas de pesimismo que, aunque se presenten bajo un aspecto religioso, no son verdaderamente cristianas. Aún dentro de la tradición doctrinal católica hay una antropología de tendencia pesimista, que tiene su origen en África, en parte en san Agustín, en la que se ha apoyado el pesimismo radical de la reforma protestante y que ha conservado cierto relieve en el jansenismo. Pero se trata de una corriente particular y en modo alguno predominante. Por lo demás, el dogma católico rechaza absolutamente la idea de «corrupción». Cree en la «restauración» sobrenatural, en el sentido de una renovación
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auténtica, no jurídica, ni exterior, ni aparente. Jamás ha aceptado el valor normativo de la corriente pesimista jansenista. La «herida» del hombre no le impide ser «rescatado». La alegría de la salvación domina la tristeza de la culpa: donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (Rom. 5). Conclusión: Estos datos no son simplemente teoría; tienen repercusiones inmediatas en la vida y en todos los sectores del conocimiento que afectan al hombre: sicología, pedagogía, sociología. Asimismo en la espiritualidad cristiana. Una concepción exacta de la culpa original matizará el esfuerzo de santificación. El eudemonismo moderado del cristianismo mantendrá a los fieles siempre vigilantes, pero en una radical alegría. La santidad cristiana se realizará a base de atención prudente y de esperanza triunfante. El esfuerzo de santificación estará siempre guiado por la necesidad de restablecer el equilibrio interrumpido, pero siempre reforzado también por la certidumbre de la supremacía de la gracia y de la victoria definitiva. La teología ascética y mística del cristianismo tendrá su eje en dos temas dominantes: un esfuerzo serio y prudente, una alegría profunda e inquebrantable. S. L y o n n e t , Le peché originel et l'exégése de Rom. 5, 12, en «Rech. Se. Reí.», 44 (1956), p. 63-84; A . L i g i e r , Pécbé et connaissance. Essai de théologie biblicjue sur le peché d'Adam et sur le peché du monde, Gregoriana, Roma; A . G a u d e l , Peché originel, en DTC, 12, 275-606.
3. EL PECADO MORTAL EL PECADO
MORTAL
Hay una cosa grave, sumamente grave, en el orden de la vida y de la santidad cristianas: el pecado mortal. Se puede discutir sobre cuándo hay exactamente pecado mortal, ser más o menos severo en su determinación, recordar que la conciencia personal es en definitiva la norma próxima de moralidad. Pero donde hay pecado «ad mortem» hay desorden radical, con todas sus consecuencias para el presente y para el futuro. Y comprendemos muy bien a las personas que dicen al Señor: Todo, antes que el pecado mortal. ¿Habla de pecado mortal la sagrada Escritura? No aparece en ella esta palabra, pero lo que dice es equivalente. «No os engañéis, dice san Pablo, ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros..., ni los ladrones, ni los avaros..., poseerán el
El
pecado
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reino de Dios» (1 Cor. 6, 9-10). El Señor recordó muchas veces que los malos serán castigados eternamente: no se castiga así a los que no han pecado gravemente. Toda la redención tiende a liberar al hombre de sus faltas — y en este caso se entiende, ante todo, las faltas que arrastran al hombre a su condenación eterna— para introducirle en el reino de la luz, de la santidad y de la verdadera felicidad. En suma, basta recordar la línea general de la historia de la salvación para darse cuenta de que negar la existencia o la posibilidad de faltas graves sería contradecir la revelación más evidente. LAS TRES CONDICIONES
a) Para que haya pecado mortal es necesario, en primer lugar, que haya materia grave. «Grave», no según el capricho o las ideas de cada cual, sino según la sagrada Escritura, la Iglesia, la razón humana iluminada por la fe. No podemos repetir aquí las explicaciones que dan los tratados de teología moral. En general, los autores insisten en que no se hable irreflexivamente de materia «grave». En este terreno no se puede decidir sin razones muy serias. No se puede hablar de pecado mortal hasta que no se tenga plena seguridad. Para concluir que un acto no es un pecado grave, dice san Alfonso María de Ligorio, basta que exista una verdadera posibilidad de que no sea así. Por el contrario, para afirmar que un acto es un pecado mortal, no basta una opinión probable o más probable, sino que hace falta una certeza. Algunos sacerdotes, y algunos padres también, se permiten decir que hay «materia grave» con una ligereza increíble, sin advertir que deforman la conciencia moral de quienes les están confiados. Por otra parte, hay numerosos fieles que no encuentran «materia grave» en nada; hasta tal punto se ha deformado o desdibujado su sentido moral cristiano. b) Una segunda condición es la advertencia plena o «conocimiento pleno». También aquí hemos de guardar un justo medio entre los dos extremos. Si se entiende por «advertencia plena» una lucidez perfecta y total con respecto a la moralidad de un acto, como pudiera tenerla un «espíritu», evidentemente no habrá nunca «pleno conocimiento». Esta condición debe tomarse en el sentido de un pleno conocimiento humano, a la medida del hombre. Por otra parte, es necesaria una conciencia suficiente para estimar que el fiel obra totalmente en contra de la voluntad de Dios. Esta conciencia no siempre es suficiente, por dos razones. En primer lugar, podemos estar semiinconscientes, o medio
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dormidos, en somnolencia, o bajo el influjo de un movimiento de pasión súbito y vehemente, o en una disposición tal que nos haga perder el dominio de la razón. En segundo lugar puede ser insuficiente nuestra conciencia moral de la gravedad de un acto. En este caso, la actividad en que pensamos, en su condición concreta, no parece tener gravedad mortal. Somos total y plenamente conscientes de lo que hacemos, pero lo que hacemos no aparece como pecado mortal. ¿No era éste el caso de aquel hombre de sesenta años que respondiendo a la suplica de su esposa enferma, la mató de dos tiros de revólver para librarla de sus padecimientos? Esto sucedía en Europa y en 1955. Este hombre ha sido absuelto por el tribunal: todo el mundo — incluso su párroco — estaba convencido de sus buenos sentimientos. Ahora bien, lo que ocurre en casos bastante raros puede suceder también, de manera más velada, en otras ocasiones dando los fieles una importancia tal a determinadas circunstancias que la gravedad «mortal» de un acto queda suprimida para ellos. c) El pecado mortal implica un pleno consentimiento. Aquí también es válido lo que hemos dicho acerca de los excesos que hay que evitar en lo que concierne a la «advertencia plena». Ño hemos de pensar en un acto de libertad de tipo angélico o demoníaco; nuestra libertad es humana. Pero ha de ser una libertad suficientemente clara para que pueda comprometernos totalmente. Pueden jugar aquí multitud de elementos más o menos determinantes. Ya hemos señalado algunos de ellos. Para juzgar rectamente es necesario tener mucha sangre fría y benevolencia. Es cierto que el hombre se halla sometido a mil influjos. No tenerlos en cuenta, sobre todo para afirmar que ha pecado mortalmente, es lanzarse con mucha ligereza a hacer juicios de valor ya de suyo muy delicados. Cuando se trata con un fiel que está generalmente bien dispuesto, se debe reflexionar antes de decidir que ha «consentido plenamente». En suma, hay que juzgar con «humanidad» sobre este pleno consentimiento «humano». PROBLEMAS El pecado mortal auténtico plantea indiscutiblemente algunos problemas. a) Algunas personas se preguntan si es capaz un ser humano de cometer un pecado mortal, en el sentido riguroso de la expresión. De un lado, dicen, somos limitados desde todos los puntos de vista: inteligencia más o menos clara, voluntad más o menos débil, materia del pecado siempre men-
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surable, en suma: el hombre no abandona nunca el terreno de lo finito, limitado. De otro lado, la pena del pecado es infinita, eterna, y por añadidura terrible más allá de lo que podamos imaginar. ¿Cómo esta pena va a ser «justa», es decir, proporcionada al pecado? No hay, no puede haber nunca proporción entre lo finito limitado y lo infinito. Todas estas consideraciones pueden ser exactas; en todo caso deben hacernos reflexionar y evitar que hablemos de pecados mortales — en plural — con una facilidad y un simplismo que acaban por quitarles su carácter más que grave. Pero en el campo teológico, de nada sirve partir de presuntas evidencias racionales para llegar a negar certezas reveladas. La sagrada Escritura nos muestra que habrá penas eternas, definitivas. Y esto nos lo certifica un Maestro que ha muerto para salvarnos. El hombre puede, pues, levantarse contra Dios; esta elección puede ser lo bastante firme para contrarrestar la llamada divina, y esta decisión puede hundir definitivamente al hombre, sin esperanza de revisión o de conversión. El caso de los demonios, ángeles caídos, nos ayuda a aclarar nuestras reflexiones sobre este punto: eran espíritus; han optado en contra de Dios; su acto es definitivo. La posibilidad del pecado mortal «en el sentido riguroso del término» nos lleva así a un descubrimiento, a saber: que el hombre, con su libre albedrío es una criatura extremadamente poderosa, capaz de chasquear a Dios, capaz de decidirse en contra de Él, y capaz de permanecer siempre en esta decisión que le opone a su Creador. El increíble poder del acto libre se manifiesta en forma extrema en este acto. La seriedad del destino humano puesto en nuestras manos se revela maravillosamente. La eternidad de las penas del infierno es la medida del poder espiritual dado con toda autenticidad a la criatura racional. b) Decíamos «pecado mortal en el sentido riguroso del término», no para insinuar que haya pecados mortales «verdaderos» y «falsos», sino para recordar que hemos de mirar muy de cerca antes de hablar de «pecado mortal». Éste supone que haya «materia grave», «plena advertencia» y «consentimiento pleno». Es preciso que nuestra conciencia personal, iluminada por normas objetivas, claro está, perciba la falta como grave, seriamente grave. Ahora bien, no siempre son capaces los fieles de hacer por sí mismos un juicio exacto de todos los elementos constitutivos de la falta grave. Muchos se contentan con algunas indicaciones concretas y retienen una lista de pecados mortales. Usualmente se compone esta lista de una serie de actos que suponen una materia grave (misa, pureza, robo,
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Obstáculos para la santificación
lesión) y realizados por la generalidad de los hombres con mala voluntad y lucidez suficiente. Pero estos actos no siempre son pecados mortales. Recordemos por ejemplo la preocupación angustiada de algunos niños, antes de la reciente legislación sobre el ayuno eucarístico; su temor de haber tragado una gota de agua al lavarse los dientes; sus esfuerzos por no romper la sagrada forma al separarla del paladar. ¿No hubiera sido mejor que estos niños se preocupasen primero de amar al «Niño Jesús»? J . B. M a n y a , Balmes, Barcelona.
De ratione peccati poenam aeternam inducentis,
4. EL PECADO VENIAL EL PECADO VENIAL
Por faltas veniales se entiende todo desorden moral que es de alguna manera incompleto: incompleto por la materia leve, por un consentimiento imperfecto, por una circunstancia que excusa, etc. Hay, pues, una gama de faltas veniales, desde la que se acerca a la simple imperfección a la que está bien próxima al pecado mortal. a) La falta venial deliberada es la más seria de todas las faltas veniales. Consiste en percibir perfectamente que un acto es más o menos malo y pasarlo por alto, puesto que no es un pecado mortal. La malicia de esta falta es la de todo desorden moral, si bien en medida venial. N o es necesario repetir aquí todo lo que hemos dicho del pecado en general: es rebelión, ingratitud, orgullo. Los efectos de la falta venial deliberada en la obra de santificación son múltiples, principalmente: a) Entorpece el movimiento de crecimiento y de fervor indispensable a todo esfuerzo de santificación. Entorpecimiento más o menos largo y más o menos grave. Retraso, si se prefiere, más o menos considerable; b) Predispone a una cierta relajación. Es como el primer paso y la inauguración de aquélla. Sin reacción especial no hay razón para que no sigamos en la pendiente. La falta venial deliberada aumenta el peso de nuestra naturaleza «herida» y nos lleva necesariamente hacia abajo. b) Las faltas veniales más o menos deliberadas deben ser consideradas con más benevolencia. En la medida en que no sean deliberadas no representan gran cosa en el orden de la moralidad y de la santidad. ¿Qué significa un pecado no deliberado? Hablando formalmente, nada en absoluto, al me-
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nos en el plano de la moralidad. Sería conveniente que los fieles un poco rigurosos recordasen este primer principio de la vida moral: la moralidad está ligada a la conciencia y a la libertad. No obstante, los desórdenes no culpables pueden introducir en nosotros unas disposiciones y unos mecanismos que un día podrán ser conscientes y culpables. En' este sentido sería imprudente no eliminar de nuestra vida ciertos comportamientos y reflejos de suyo amorales, pero susceptibles de arrastrarnos algún día a un acto francamente malo. LUCHA CONTRA EL PECADO VENIAL En el campo de la santificación, la lucha contra las faltas veniales tiene una importancia fundamental. Una falta, aun venial, es un mal moral. En ella se da todo lo que hemos dicho del pecado en general, aunque en una medida relativa. Un fiel que ama a su Señor y Salvador no puede aceptarla sin más. Especialmente el crecimiento en la santidad está siempre comprometido cuando permanecemos todavía ligados habituaímente a una falta venial deliberada-, cada término tiene su importancia. En este caso estamos «pegados» a la tierra. El hábito de la falta venial deliberada está lejos de ser inofensivo. Es el obstáculo más «clásico» que impide a los cristianos lanzarse gozosamente por el camino de la santidad. Los grandes espirituales del cristianismo han señalado con frecuencia la influencia paralizadora del hábito del pecado venial deliberado. «... Para venir el alma a unirse a Dios por amor y voluntad, ha de carecer primero de todo apetito de voluntad por mínimo que sea. Esto es, que advertida y conocidamente no consienta con la voluntad en imperfección, y venga a tener poder y libertad para poderlo hacer en advirtiendo. Y digo conocidamente, porque sin advertirlo ni entenderlo, y sin ser en su mano enteramente bien caerá en imperperfecciones y pecados veniales y en los apetitos naturales que habernos dicho... Mas de los apetitos voluntarios, aunque sean de cosas mínimas, como he dicho, basta uno para impedir... éstos no solamente impiden la divina unión, pero el ir adelante en la perfección. Estas imperfecciones habituales son como una costumbre de hablar mucho, un asimientillo a alguna cosa que nunca acaba de querer vencer, así como a persona, vestido, libro, celda, tal manera de comida y otras conversacioncillas y gustillos en querer gustar de las cosas, saber y oír, y otras semejantes. Cualquiera de estas imperfecciones en que tenga el alma asimiento y hábito, es tanto daño para poder crecer e ir adelante en la virtud que si cayese cada día en otras muchas
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imperfecciones y pecados veniales, que no proceden de ordinaria costumbre de alguna mala propiedad ordinaria, no le impedirían tanto, cuanto tener el alma asimiento a alguna cosa. Porque en tanto que le tuviere, excusado es poder ir el alma adelante en perfección, aunque la imperfección sea muy mínima. Porque eso me da que esté un ave asida a un hilo delgado que a un grueso; porque aunque sea delgado, asida se estará a él, como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar» (San Juan de la Cruz, Sabiduría del monte Carmelo, I, c. 11). J. A u m a n n , La teología del pecado venial, en «Teología espiritual», 2 (1958), p. 255-271.
5. LAS IMPERFECCIONES LAS IMPERFECCIONES
La cuestión de las imperfecciones interesa más directamente a los cristianos deseosos de santidad. En la práctica les parece bastante sencilla: hay que evitar las imperfecciones como se evitan los pecados. ¿Pero no les ocurrirá preguntarse si realmente están obligados a hacer esto o aquello? ¿Deben seguir lo que les parece una inspiración interior? ¿Deben considerar una determinada infracción como un «pecado», verdadero pecado, o no es más que una imperfección? El problema se planta, pues, casi inevitablemente. La respuesta no es tan sencilla y los teólogos moralistas no han llegado todavía a ponerse de acuerdo. ¿Quiere esto decir que se oponen completamente? No. Hay una convergencia notable, sobre todo cuando se examinan las cosas en sus circunstancias concretas, lo cual es fundamental. Las imperfecciones de que vamos a hablar no son las «transgresiones» involuntarias o indeliberadas de un mandamiento (una distracción en la oración), sino las llamadas imperfecciones morales positivas, a saber: «Si omittitur bonum melius quod, ómnibus perspectis, convincitur esse melius agenti, sive ex rei evidentia, sive ex interna instigatione Spiritus Sancti, sive ex declaratione auctoritatis legitimae, qualis habetur in eius praeceptis non obligantibus sub peccato; si ore data sint, sive contineantur in scriptis, ut puta in regulis religiosorum» (A. V e r m e e r s c h , Theologiae moralis principia, I, p. 413). Se trata pues de la omisión de un bien mejor y que aparece como tal al que obra, bien porque sea evidente, bien en virtud de una inspiración interior del Espíritu Santo, bien en virtud de declaraciones auténticas de la autoridad legítima.
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IMPERFECCIÓN O PECADO VENIAL
a) Algunos moralistas defienden la tesis de que una imperfección es cosa distinta de un pecado venial, porque, según ellos, ¿cómo puede haber pecado sin transgresión de una ley? Y en el caso de la imperfección no hay transgresión de ley, sólo omisión de un «bien mejor». Otros moralistas niegan esta distinción. No existe solamente la «moral de la ley», dicen, sino la moral de la «regla racional». El precepto no es la regla universal del bien; representa entre nuestras obligaciones morales una obligación de tipo especial, propia del precepto y no del consejo. Pero más allá de todo precepto y de todo consejo positivo, nuestra acción debe ser apreciada en función de nuestra naturaleza racional; lo que se realice, después de una consideración racional, será o el bien o el mal, simplemente. «Este bien representa en definitiva, el único deber; no lo mejor, sino el bien». Ciertamente, preferimos el razonamiento de cjuienes niegan ía distinción dentro de la moral, entre imperfección y pecado venial: el único problema es saber lo que, como seres racionales, hemos de hacer, y esto es simplemente el bien. En moral, esta posición parece más exacta. Y sin embargo, defenderíamos de buena gana la existencia de imperfecciones, pero únicamente desde lo que pudiéramos llamar perspectivas de orden sobrenatural. El orden sobrenatural está hecho del amor «sobreabundante» del Señor, amor que está por encima de toda ley, no solamente porque es infinito e inefable, sino porque tal es la naturaleza del amor. Desde estas perspectivas sobrenaturales parece perfectamente posible que el Señor pueda pedir una respuesta «más allá de lo requerido», sin hacer de esta petición una orden, sin que la negación sea pecado, aun cuando se advirtiera perfectamente que en concreto no es razonable negarse a ello. En el ámbito de la caridad sobrenatural, ¿no hay una libertad, una suprarracionalidad, una espontaneidad, tanto desde nuestro punto de vista como por parte de Dios, que permite pensar así? Se dirá que aún así, la razón decide en definitiva según las leyes de la caridad. ¿Pero no puede tener la caridad unas leyes que dominen a las de la razón, incluso en el orden humano? A menos que encontrásemos racional y justificásemos racionalmente el margen de irracionalidad del amor: entonces estaríamos de acuerdo. L . R a n w e z , Peché véniel ow imperfection, en «Nouv. Rev. Th.», 2 (1931), p. 114-135.
Las causas del pecado
II
LAS CAUSAS DEL PECADO
1. EL HOMBRE
El cristiano ha sido rescatado y tiene en sí las arras de la resurrección gloriosa. Pero sigue siendo hombre. Sigue siendo un complejo admirable de materia y espíritu. Y cuanto más nos alejamos de una sicología cartesiana que, en lugar de distinguirlos, separaba indebidamente el elemento constitutivo material y el elemento constitutivo espiritual del hombre, más profunda es nuestra admiración ante la complejidad del ser humano. Es fácil disertar sobre el equilibrio que debe y puede existir hasta un cierto punto entre el alma y el cuerpo. Pero cuando se leen unos cuantos artículos sobre los innumerables factores que influencian, desorganizan u organizan el equilibrio fisiológico, cuando se conocen las sorprendentes reacciones e impulsos del subconsciente y de la sicología, cuando se percibe mejor la conexión vital y real del hombre, resulta maravilloso encontrar en la humanidad un equilibrio y una estabilidad fundamental. COMPLEJIDAD
NATURAL
De ello se deduce que el hombre puede ser, en sí mismo, por decirlo así, una fuente de tentaciones. En sus instintos más vitales y más necesarios, con su aspecto biológico y subconsciente. En el modo de realizarse la unión de los elementos constitutivos de su ser. En la complejidad funcional de la fisiología humana. En la complejidad funcional de la vida sicológica. a) Todos los hombres llevan en sí los instintos vitales más fundamentales y más necesarios, como el de la conservación del individuo y el de la conservación de la especie. Estos instintos están inscritos en nuestra misma constitución; fermentan en cada uno de nosotros. Son el origen de una atracción hacia todo lo que pueda alimentar y hacia la unión de los sexos. Provocan en nosotros una especie de primer movimiento
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hacia su objeto, antes de que pueda intervenir la reflexión. Sin duda sería más sencillo poder desarraigar estos instintos; pero no es posible. Podemos dirigirlos y dominarlos, pero no suprimirlos ni reprimir su acción latente. b) Todos los hombres son también, constitutivamente, un complejo de materia y espíritu. Ahora bien, la unión de estos dos elementos no siempre es igualmente acertada. Algunos, por naturaleza, están dotados de un equilibrio maravilloso entre los sentidos y la razón, la libertad y las potencias. Pero otros, por decirlo así, están mal formados. ¿En los casos de locura, por ej., donde está la responsabilidad humana? Para ciertos temperamentos, dice san Pablo, no es aconsejable" el celibato, por ser muy ardientes. Otros nacen más o menos abúlicos. En suma, en todo hombre existen ciertas deformaciones constitutivas, que pueden ser mínimas y apenas perceptibles o impresionantes y trágicas, y que pueden ser, de diversas maneras, fuente de dificultades morales. c) Lo que acabamos de decir de la constitución del hombre puede aplicarse igualmente al funcionamiento de su vida biológica y sicológica. Trastornos de orden biológico pueden ser el origen de tentaciones, dificultades de malestar de orden moral. Asimismo, enfermedades o trastornos sicológicos — como la depresión mental — pueden ser peligrosos para el comportamiento moral del enfermo. Esto se manifiesta con claridad en los casos patológicos graves; ¿pero cuántos fieles no son, sin darse cuenta, casos patológicos menores? DÜAMA RELIGIOSO
A esto se añade que el hombre es el escenario de una lucha religiosa, cuyos actores son distintos de él, pero que tiene lugar en él, dentro de él, en su cuerpo y en su espíritu. a) La tara original afecta interiormente a toda su persona; es una herida. Los pecados voluntarios obran directamente sobre el complejo espiritual y sobre el complejo material, corporal. El «mundo», en lo que tiene de malo, influencia sus sentidos, su acción. El demonio es bastante poderoso en el mundo invisible y especialmente en la materia. b) Por otra parte, Cristo y el mundo celeste obran y actúan también realmente, con respecto al hombre, tan eficazmente como el demonio y el pecado. La gracia santificante le marca de un modo trascendente, pero que puede traducirse también al plano de la vida consciente y física. Las gracias llamadas «actuales» le vienen dadas como auxilios pasajeros. Así, pues, somos el punto de convergencia de una serie de
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Obstáculos para la santificación
ondas materiales — como un aparato de radio o de televisión — y somos igualmente el campo de batalla de influencias reales, que obran sobre nosotros y en nosotros. CONCLUSIÓN
Siendo así la condición humana, ¿qué podemos hacer? a) No podemos repetir de nuevo los mismos consejos generales de la ascética cristiana. Pero la consideración de nuestra naturaleza y de nuestra constitución, de la «máquina muy complicada y muy delicada» que somos, nos lleva a una conclusión. La preocupación por la santidad exige una vigilancia simple, tranquila, pero firme y constante. Simple, porque no hemos de hacernos la vida imposible, con exageradas precauciones que lo complican todo sin ayudarnos realmente. Tranquila, porque el progreso espiritual implica una serenidad fundamental constante. Firme, porque la «mordedura» de los instintos y del organismo es fuerte, marcada. Constante, porque el peso del cuerpo es permanente y no nos abandonará sino en el momento de la muerte. b) No obstante, en todo este mundo de las inclinaciones personales, naturales e instintivas, importa distinguir bien atracción y consentimiento. Todo lo que responde a nuestros instintos es «atracción» y debe ser «atracción» para todo fiel que esté bien constituido. Pero un dominio perfecto de sí debe llegar también a excluir todo «consentimiento». Hay fieles, sobre todo entre los que están deseosos de progreso, que suelen confundir atracción y consentimiento. Entonces, o bien se esfuerzan por suprimir toda atracción, esfuerzo vano e ilusorio; o bien se acusan de haber «consentido» cuando solamente han «sentido» o «presentido», error que se halla en el origen de muchos desalientos. R. B i o t , El cuerpo y el alma, Desclée de Brouwer, Bilbao, A. C a r r e í , La incógnita del hombre, Iberia, Barcelona; R. B i o t , C. B a u m g a r t n e r , Concupiscence, en D, Sp., 2, 1.334-1.373.
2. SATANÁS
SATANÁS
EXISTE
N o pocos bautizados se preguntan si el demonio, los ángeles malos existen realmente. ¿No son más bien una personificación de las fuerzas naturales maléficas que atacan a los hombres? Todas las religiones primitivas revelan una tendencia
Las causas del pecado
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a «animar» y «personificar» realidades sicológicas o fisiológicas. ¿No habría que entender así la Biblia? La teoría de los «géneros literarios» que ha permitido resolver muchas dificultades de tipo histórico, ¿no permitirá concluir un día que los espíritus de que hablan los libros sagrados no son más que un mito, o al menos no tienen más realidad que los árboles del paraíso? Podemos responder: No. Toda la tradición católica está de acuerdo en afirmar la existencia de espíritus, buenos y malos, en el mundo, y en reconocerles una intervención cerca de los hombres. Por lo menos, esto parece absolutamente seguro. Y esto basta para nuestro propósito en teología ascética. a) ¿Qué es Satanás y su obra en la sagrada Escritura? Si nos atenemos a la etimología, Satanás debe significar «adversario» y subsidiariamente «acusador». En hebreo, con artículo, Satanás se convierte en el adversario por excelencia. Es el diablo (Apoc. 20, 2). Es Beelzebub (Mt. 12, 24). Este Satanás del Antiguo Testamento es un personaje enigmático. Es una mala cabeza entre los hijos de Dios: «siempre en contra». Como Judas entre los doce. No se revela todavía como jefe de las potencias del mal... pero ya está en relación con las fuerzas del mal, va a buscarlas al corazón del desierto, sabe encontradas en el corazón de la mujer. Satanás fue «homicida desde el principio», dice san Juan, por alusión a la caída de nuestros primeros padres. Y desde entonces prosigue su obra de muerte espiritual. Es, dice san Pablo, el «tentador por excelencia» (1 Tes. 3, 5). Él es quien arrebata la semilla de salvación esparcida por el Hijo del hombre y quien echa cizaña en su campo (Me. 4, 15; Le. 8, 12). b) La teología concreta estos datos bíblicos. Las «potencias demoníacas» son, en primer lugar, los hombres hundidos en el pecado, poseídos por la malicia; la envidia les hace venenosos contra sus hermanos que continúan avanzando. Existen también masas más monstruosas que Rahab, mareas humanas como dragones furiosos, tales Nabucodonosor o Faraón, que se lanzan al asalto del pueblo de Dios. Existen también espíritus, libres de la traba de nuestro barro, creados para la luz, pero que la han rechazado; quisieran arrastrarnos a sus tinieblas. Éstas son las verdaderas potencias demoníacas. Individuos, sociedades, ángeles caídos, éste es el reino de Satanás, el reino de las tinieblas y de la muerte, la «ciudad del diablo», como dice san Agustín. Ante los ojos de la fe aparece así un gran espectáculo: la lucha espiritual e invisible a la que se entregan todos los espíritus fieles al verdadero Dios y todos los ángeles caídos que persiguen «por envidia» (Sab. 2, 24)
Obstáculos para la santificación
Las causas del pecado
a los hijos de Dios. La existencia de los hombres en este mundo se desenvuelve en medio de esta lucha fantástica.
en la que se lee-. «Que expulse de este lugar toda malicia diabólica.» La creencia popular en el demonio, en la que pululan multitud de supersticiones, de leyendas pueriles no comprobadas y no comprobables, contiene al menos un fondo de verdad.
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ACTÚA
Es conveniente insistir en la realidad y la actividad de las potencias diabólicas. a) ¿Hemos de recordar todos los posesos del evangelio? Jesús predica en Galilea y «echa los demonios». La primera vez en la sinagoga de Cafarnaúm. Había allí un hombre poseído por el espíritu impuro que comenzó a gritar diciendo: ¿Qué hay entre tú y nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? Te conozco, eres el Santo de Dios. Y Jesús le mandó: Calla y sal de él. Y el demonio, agitándole violentamente, dice san Marcos (1, 26), salió de él. En los evangelios hay decenas de relatos semejantes. El Señor prosigue su obra y da a sus discípulos la orden de echar los demonios. Jesús designa setenta y dos discípulos y los envía a predicar el reino de Dios; y vuelven llenos de alegría, diciendo-. «Señor, hasta los demonios se nos sometían en tu nombre», a lo cual les contesta Cristo: «Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo» (Le. 10, 17-20). ¿No es todo esto la prueba irrefutable de la actividad de la malos espíritus y de su influencia real sobre nosotros? b) Entonces, ¿cómo es que los demonios han desaparecido?, dirán algunos. No hay tal desaparición. Misioneros dignos de crédito nos cuentan historias demasiado macabras para ser simple fruto de una imaginación normal. En los países civilizados, la autoridad eclesiástica designa exorcistas y van todavía, en casos muy concretos, a echar al demonio «in nomine Domini». Existen círculos privados que tienen como un pacto con Satanás; y si bien puede haber exageración en este terreno tan poco conocido, sería ingenuo creer que la magia negra sea pura ficción. c) En este punto, como en todo lo que se refiere a los espíritus en general, es necesaria una gran circunspección. «No siendo general la acción diabólica —escribe J. de Tonquédec—, es difícil saber si tiene lugar aefuí y ahora. Sería insensato atribuir todas las miserias a la acción del demonio y, por consiguiente, atenerse a las oraciones y a los ritos religiosos para evitar todos los males y, por ejemplo, cuidar a los enfermos con remedios exclusivamente sobrenaturales.» Pero la Iglesia nos invita a precavernos contra la malicia del demonio y contra todos los males que puede ocasionarnos. Los endemoniados del evangelio eran sordos, mudos, maltratados. Y la bendición de los enfermos, hoy, comienza con una oración
SATANÁS Y LA CREACIÓN El influjo de Satanás se extiende a toda la creación, humana y material. a) Satanás ejerce su poder sobre los individuos, en el orden sicológico. La tentación del Génesis puede considerarse como el tipo más sugestivo de influencia diabólica-, seducción hábil, sugestión calculada, ofuscación y engaño, ilusiones y vanidad. Pero hay también las discordias y el odio, la idolatría y el materialismo, el egoísmo y la impudicia, los instintos y las pasiones. Esta acción, explican los teólogos, es ejercida por el demonio principalmente a través de las facultades sensibles del hombre: sentimiento, imaginación, pasiones; pero por medio de ellas ataca indirectamente a la voluntad y la inteligencia (1 q. 114 a. 3). ¿Por ello hay que atribuir al demonio todas las flaquezas humanas? No, nuestra flaqueza congénita sin intervención alguna puede jugarnos también malas pasadas: «Todos los pecados no se cometen por instigación del demonio — dice santo Tomás — ; algunos de ellos provienen de nuestro libre albedrío y de la debilidad de la carne» (ibid.). Pero ¿cómo no ver la mano del demonio en todo mal, puesto que él dirige todas las fuerzas del mal y todas las fuerzas anticristianas de este mundo? b) La oposición diabólica al reino de Dios es también colectiva e institucional. Satanás no actúa solamente en los individuos, sino también dentro y a través de los grupos, las sociedades, las instituciones. Las «realidades sociales» pueden ser poseídas por él y por él dirigidas lo mismo que las «realidades individuales». Nadie puede negar que ciertos grupos de hombres violentamente hostiles a toda religión son de inspiración directamente diabólica. Sería ingenuo ignorar estas cosas que son verdades ciertas. El diablo tiene sus agentes, sus militantes, sus éxitos colectivos. No obstante hemos de observar una extrema circunspección al aplicar estos principios a un círculo, a un grupo determinado. El mal raras veces existe en estado puro. c) Satanás es, por último, el dueño de la materia de una manera particular. Los escritores espirituales han señalado muchas veces la influencia que Satanás puede ejercer sobre la
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Las causas del pecado
creación material. La Iglesia ha multiplicado los exorcismos y las bendiciones para desprender a la naturaleza del influjo diabólico, para liberar a la creación de la posesión del demonio, y para asegurarla contra todos los ataques de Satanás, consagrándola a Dios y confiándola a sus ángeles. Los sacramentales y los ritos de la Iglesia nos repiten verdades que quizá no vivimos con mucha convicción. Pero todo el arte de Satanás, ¿no consiste en hacerse olvidar?
N . C o r t é , Satán, el adversario, Casal i Valí, Andorra,• J . d e T o n q u é d e c , Acción diabólica o enfermedad, Razón y Fe, Madrid.
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LUCHA CONTRA
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¿Qué podemos hacer nosotros contra la actividad del demonio? a) Hemos de acudir ante todo a Cristo y a sus ángeles. No es casual la especial devoción de los cristianos al signo de la Cruz; quizá deberían ser más y mejor conscientes de todo lo que contiene este signo de llamamiento, de espera, de fe y de confianza en la omnipotencia de la Santísima Trinidad. Y con Cristo, legiones de ángeles se levantarán para defender a los hijos de Dios. b) Por otra parte, la revelación nos enseña también que hay cierto género de demonio que no puede expulsarse más que con la oración. Conocemos la historia de los discípulos y su decepción cuando comunican al Señor que los demonios no les obedecían. «Y le dijo uno de la muchedumbre: Maestro, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu mudo, y dondequiera que se apodera de él, le derriba y le hace echar espumarajos y rechinar los dientes, y se queda rígido; y dije a tus discípulos que lo arrojasen, pero no han podido... Y viendo Jesús que se reunía mucha gente, mandó al espíritu impuro diciendo: Espíritu sordo y mudo, yo te lo mando, sal de él y no vuelvas a entrar más en él... Y entrado en casa, a solas le preguntaban los discípulos: ¿Por qué no hemos podido echarle nosotros? Y les contestó: Esta especie no puede ser expulsada por ningún medio si no es por la oración» (Me. 9, 17-29). c) Notemos, finalmente, que esta lucha, en el fondo, es una lucha triunfal: a pesar de la aspereza, desde un principio, es una lucha aureolada con la gloria del triunfo final. El apocalipsis nos describe a Satanás como una bestia fantástica, capaz de remover el universo entero, pero herida de muerte y con la señal del mal que la abatirá sin remisión e inevitablemente. Por Aquel que nos ha amado, somos vencedores por anticipado, y más que vencedores, «sobre-vencedores», podríamos traducir el grito de triunfo del apóstol (Rom. 8, 37).
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3. EL MUNDO Y LA SOCIEDAD EL MUNDO
El «mundo» es, para la Biblia, una realidad muy compleja. Unas veces es el mundo del mal y las tinieblas. Este mundo está condenado. Está en conflicto radical con el reino. Es tiniebla opuesta a la luz. Es mentira diabólica que contradice la gloria sustancial. Es la sede de las potencias de la tierra siendo así que nuestra ciudadanía es de los cielos. «¡Ay del mundo pollos escándalos!» (Mt. 18, 7). Con todo, quedarnos solamente con el aspecto peyorativo del mundo es olvidar una parte del mensaje bíblico y deformar la realidad. El mundo es también la creación que Dios juzgó «muy buena». Es la naturaleza humana, caída, ciertamente, pero no «corrompida», y radicalmente recta. Es el mundo rescatado por el Redentor y en el cual obra ya la virtud del Señor. Es el mundo de los cielos nuevos, cuya faz se renueva por el influjo pleno del Espíritu. Señalemos aquí especialmente la realidad del mundo de las tinieblas y del mal. Existe. Está en nosotros y en torno a nosotros. Este mundo está herido, a veces mortalmente herido. Está manchado por las faltas y los pecados de todas las generaciones. Se ve hostigado sin descanso por Satanás y sus agentes. Está trastornado por el desequilibrio que se transmite, desde el corazón de los hombres, a la cultura, a la vida social. El mundo para Israel, constituía todavía un peligro, porque en él se hallaba generalmente la idolatría y la voluptuosidad. Las perspectivas de la fe son más completas: pero ¿no es cierto que aún hoy, ha}' un «cierto» mundo que no respira más que irreligiosidad y vicio? LAS
INSTITUCIONES
El mundo, este mundo, son nuestras comunidades, nuestras instituciones, nuestras agrupaciones de hoy. El mundo estaba llamado a un destino glorioso. Pero este fin maravilloso no se ha logrado. El hombre, y con él y por él, las naciones y las familias, las profesiones y los medios de trabajo, las sociedades y los organismos de toda clase, han renegado de la nobleza de su origen. Hay familias y padres que, sistemáticamente o por negligencia, arrancan del corazón y del espíritu de sus hijos las
Obstáculos para la santificación
Las causas del pecado
manifestaciones más naturales del espíritu religioso, e impiden que se desarrolle en ellos el sentimiento de Dios. Estas familias son más o menos ateas, fanáticamente o por omisión. Hay escuelas e instituciones de enseñanza que, sistemáticamente o por omisión, difunden doctrinas ateas, slogans antireligiosos, morales arreligiosas. Es inútil citar nombres y países. Sí, es conveniente recordar el hecho y subrayar toda su importancia en la teología ascética. Existen agrupaciones y sociedades que niegan la fe, que combaten a Dios, que reniegan de toda religión, que atacan a toda Iglesia. Es mayor aún el número de los que ignoran a Dios, callan todo valor religioso, no se preocupan de ningún principio de moral. Aquí también se podrían citar testimonios autorizados. Hay cines que proyectan films destructores de todo sentimiento religioso y moral. Bibliotecas y círculos de escritores que están llenos de literatura insulsa, neutra, amoral, si no peor. Medios, círculos, clubs que irradian el más perfecto nihilismo religioso y la más absoluta indiferencia moral. En suma, existe un mundo separado de Dios, opuesto a Dios, un mundo «malo».
F . M . B r a u n , Le «monde» bon et mauuais de l'Evangile jobanmcfue, en «LVS», 35 (1953), p. 15-29, 580-598; G . T h i l s , Teología y realidad social, Dinor, San Sebastián; Y. C o n g a r , Culpabilité et responsabilité collective, en «La Vie Intel.» (1950), p. 259-284, 387-407.
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LOS CRISTIANOS Y EL MUNDO
Para reaccionar contra este mal, es conveniente sacudir la indiferencia de los fieles, ayudándoles a ver todos los perjuicios que ocasiona. a] En primer lugar, la mayoría de los fieles no son suficientemente conscientes de los estragos considerables causados por este mundo «malo». Algunos «se lamentan» de nuestro tiempo; pero estos lamentos no son muy eficaces. Pocos son los que miden seriamente la extensión del mal, de un modo científico y casi estadístico. Es necesario sacudir la ignorancia de muchos cristianos, de los mejores de ellos. El medio «malo» es muy activo. Corroe los sentimientos de los mejores. Aniquila los esfuerzos más puros. Envenena el espíritu y el criterio. b) Además, los fieles deben reaccionar contra una cierta inercia e indiferentismo social. No actúan por cobardía, por individualismo, por tibieza. Evidentemente es más fácil abstenerse. Por otra parte se encuentran múltiples razones para no actuar sobre los medios sociales. Semejante catolicismo carece de realismo y de celo. Carece de la vitalidad esencial que le es propia. Le falta el sentido de la responsabilidad. Si hay que evitar un intervencionismo intempestivo, no menos hay que temer una inercia culpable.
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4. LA TENTACIÓN LA
TENTACIÓN
a) No vamos a definir la tentación: todos el mundo sabe lo que es, todo el mundo la ha experimentado. Aparece bajo las formas más diversas: atracción, deseo, gana, repulsión, desagrado, lentitud, negligencia, precipitación. Afecta a todos los órdenes: deber de estado, pureza, orgullo, justicia. Se origina en nosotros o fuera de nosotros. Es auditiva, visual, corporal. En resumen, es múltiple y polimorfa. Pero representa en todo caso el inicio sicológico de una falta, el comienzo moral de un desequilibrio de vida, el cebo de una caída. El prototipo de la tentación lo tenemos en la historia de nuestros primeros padres (Gen. 1-3). Es un modelo de sicología de la tentación. b) Las tentaciones, cuando son numerosas o acuciantes, suelen provocar, precisamente en las personas deseosas de lograr la santidad, un malestar, una decepción, incluso el desaliento. Sin embargo la tentación es natural. Si Cristo nos manda que oremos para no dejarnos abatir por una prueba demasiado fuerte, quiere decir que la vida humana abunda en tales pruebas. Pero este desaliento puede ser también indicio de una cierta falta de realismo. El hombre es una máquina de muy delicado manejo; cualquier pequenez basta para estropearla. ¿Cómo puede extrañarnos que sufra tentaciones graves, aun cuando lleve una vida ascética continuada? En este caso suele decirse que esta extrañeza revela un fondo de soberbia, y que las tentaciones inclinan a la humildad. Esto puede ser cierto en parte. Pero es hacer mucho favor a esta extrañeza: nace de una falta de realismo, y la tentación debería inclinar el espíritu más bien a una verdad más concreta. ¿Somos menos buenos por sabernos aún muy sensibles a las dificultades, cuando nos creíamos ya establecidos en la santidad? Evitemos dar demasiada importancia a todas estas pequeñas miserias personales: agradezcamos a Dios sus pruebas, démosle gracias por haber triunfado, roguemos por el futuro; pero ante todo trabajemos y cumplamos en paz nuestro deber de estado, dejando a Dios el resto.
Obstáculos para la santificación
Las causas del pecado
LAS TRES FASES Los autores espirituales distinguen tres fases en la tentación: sugestión, delectación, consentimiento. a) La sugestión. Una idea se ofrece a nuestro espíritu. Nuestra imaginación recuerda un hecho, una persona. Esto es la sugestión: un acto más o menos malo aparece ante nosotros. Vemos que es posible. Somos conscientes de lo que representa. La sugestión, desde el punto de vista moral, no es aún pecado. Como tal es neutra. Seguramente sería mejor que no apareciese. Sería preferible que nuestro espíritu y nuestra imaginación fuesen tan íntegros como sea posible. Pero no está en nuestra mano detener la marcha normal y natural de nuestra imaginación o de nuestra inteligencia. b) La delectación. Todas las sugestiones pecaminosas tienen un aspecto «agradable» inevitablemente. El hombre, naturalmente, no siente atracción hacia lo que es positivamente «desagradable», a menos que sea un poco anormal. En este sentido, todas las sugestiones, en principio han de agradarnos, atraernos, en cierta medida. Evidentemente sería mejor que no sintiésemos, o sintiéramos lo menos posible, esta atracción. Pero en sí misma, esta atracción no es consentimiento. No pocas personas preocupadas por su integridad moral lo confunden; desde el momento en que se sienten llevadas como instintivamente hacia un mal sugerido, se creen malas. Pero ees que creen poder dominar toda su persona, a menos que sean santos en un día, hasta el subsuelo del instinto? Esto es una quimera. Sentir esta atracción por las «cosas» puede ser un signo de salud natural o una consecuencia de la concupiscencia. Pero por buenas razones, no hay que «consentir» en ella. Aquí es donde habría culpa moral.
¿Cuándo podemos decir que el consentimiento es casi inexistente? Habría que aplicar aquí todo lo que hemos dicho anteriormente de los factores que aumentan o disminuyen la intensidad del acto humano. Concretamente, cuando notamos que seguimos luchando y reaccionando, cuando nos sentimos disgustados por lo que ocurre, cuando nos 'oponemos vivamente a todas estas cosas, apenas puede haber consentimiento verdadero. Por otra parte cuando consentimos, pero con lentitud, despacio y con desviaciones, cuando vacilamos, seguimos, volvemos a vacilar, continuamos; o cuando nos «aprovechamos» de un acto malo sólo en un mínimo, no hay sino un cincuenta por ciento de malicia, pudiéramos decir, poniéndolo en cifras. El pleno consentimiento, si no ha de ser absoluto, como el de los espíritus, ha de ser verdadero desde el punto de vista humano. Hemos hablado de esto en páginas anteriores, al tratar del pecado mortal.
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c) Hay consentimiento en la medida en que se dice «sí» o «no», libre, conscientemente. Consentir implica, pues, que sicológicamente somos conscientes de aceptar la sugestión, de complacernos en la atracción. Evidentemente el consentimiento puede darse en un uno por ciento, en un cincuenta por ciento o en un ciento por ciento. Puede darse todos los grados de consentimiento. Y los matices de la vida moral se diversifican hasta el infinito. El caso de quien consiente por debilidad conservando en el fondo de su corazón un gran pesar por sentirse una vez más incapaz de resistir, es muy distinto del caso de quien «paladea» su placer dilatadamente. Hay grandes diferencias en el consentimiento. Y nuestro Señor sabrá distinguir perfectamente los matices de consentimiento o de repulsa.
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AYUDA SOBRENATURAL Las tentaciones son muy diversas; los remedios a ellas lo serán también. Damos a continuación algunos, de orden sobrenatural. a) La oración. El cristiano debe orar siempre. Pero aquí no se trata de señalar la oración como uno de los medios más generales de precaverse contra las miserias de la vida. El Señor ha hecho de la oración un medio específico de defensa contra los peligros que hay en nosotros y fuera de nosotros. «Velad y orad», ha dicho Cristo. La oración es un llamamiento a las fuerzas del bien, al propio tiempo que una salvaguarda de nuestra propia persona. Jesús nos ordena rezar para no sucumbir a la tentación. Sus discípulos, los cristianos, debemos aceptar sus directrices. ¿Quiere esto decir que está asegurado el éxito 5 c Que una oración desterrará definitivamente al tentador? Nadie ha pensado en ello. El Señor oró durante toda la noche que precedió a la elección de los doce; y sabemos que entre estos elegidos se encontraba Judas Iscariote. El discípulo no ha de ser superior al Maestro. Pero hemos de orar. b) Y velad. Es cierto que una vida humana simplemente equilibrada, y especialmente en el camino de la santidad, implica una atención vigilante. El hombre es débil por naturaleza. Es un eterno «convaleciente» en el orden de la santidad. Le es necesario velar para no correr un riesgo que sería fatal para él. Lo que constatamos en el campo de la salud física vale exactamente en el campo de la salud moral. Los buenos tratamientos
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Obstáculos para ía santificación
médicos son rápidos y enérgicos. Las reacciones contra las tentaciones deben serlo también. Rápidos para que la delectación no tenga tiempo para arraigar en nosotros. Enérgicos para atacar vigorosamente el desorden que apunta. Añadamos también: constantes o perseverantes. Un vigilante nocturno que pasara de cuando en cuando es una escasa garantía de seguridad. Una vigilancia esporádica no puede bastar a un ser que está amenazado en todo instante por el demonio o el mundo. Esta constancia es penosa, ardua: pero constituye uno de los elementos de la ascesis cristiana más fundamental. Sin ella comprometemos el progreso en la santidad. AUXILIOS NATURALES En el complejo ámbito de las tentaciones no podemos dejar a un lado los remedios naturales. a) En muchos casos, podrá ser de gran utilidad un poco de reflexión sobre la vida y sobre la conducta, reflexión que nos pondrá de relieve el carácter lamentable de nuestros pecados. ¿Por qué ser vanidoso? ¿Por qué envidiar a éste o a aquél? ¿Por qué arriesgar así la propia honorabilidad jugando, bebiendo? ¿Por qué esta reunión o este libro? Es indiscutible que la reflexión seria puede hacer que cada cual vea su propio error, su conducta ridicula a sus propios ojos y a los ojos de los demás. b) A veces resulta indispensable una higiene natural. El sistema nervioso debe encontrar diversiones normales, si no queremos que nos juegue malas pasadas. Ahora bien, en nuestros días, la mayoría de las personas tienen los nervios cansados, por el ritmo de la vida cotidiana al que se añaden toda suerte de trepidaciones. Los nervios débiles no son los más aptos para dirigir una vida moral equilibrada: es como un automóvil con la dirección torcida. Lo mismo puede decirse de la necesidad de templar los músculos mediante la gimnasia, el deporte, la natación, la buena respiración y simplemente la limpieza corporal. c) Finalmente, apuntemos alguna diversión buscada en las ocupaciones más diversas, aun las más profanas. Un niño deja de llorar en el momento en que algo le capta la atención. La naturaleza humana se repite. Una diversión puede ser una ayuda preciosa. Debe adaptarse a cada temperamento: música, radio, correspondencia, etc. Poco importa el objeto de la diversión: cuando ella nos permite permanecer fieles al Señor, goza de una motivación religiosa, expresa o implícita, que la eleva al rango de medio de santificación.
III
LAS CONSECUENCIAS DEL PECADO Bajo este título general, trataremos brevemente de las consecuencias del pecado y de las penas que lleva consigo en el orden de la salvación. Debe completarse este capítulo con lo que anteriormente hemos dicho sobre el pecado original y sus consecuencias. 1. LAS SECUELAS DEL PECADO SECUELAS NATURALES a) En el plano sicológico, todo pecado causa un daño. El pecado, en efecto, es un desorden, una ruptura del equilibrio: lo cual constituye siempre un perjuicio para la facultad afectada. Razonar mal perjudica el funcionamiento normal de la inteligencia; así, desde el punto de vista moral, el hecho de juzgar mal o apreciar mal perturba el mecanismo íntimo de un juicio recto y equitativo. Todas nuestras tendencias pueden verse afectadas en el movimiento natural que las impulsa. El sentido de la verdad puede resultar obnubilado; el sentimiento de la caridad atenuado; el sentido de lo justo, borrado; el gusto por la pureza puede alterarse, el deseo de veracidad puede disminuir, etc. Todas y cada una de nuestras tendencias más profundas pueden verse afectadas en su mecanismo más íntimo. Pero este mecanismo íntimo, ees naturalmente bueno? Sí. Está herido, pero no corrompido. Es radicalmente bueno. La naturaleza del hombre, pudiéramos decir, está «bien hecha». El hombre no es, constitutivamente, un monstruo. Por naturaleza, el hombre se orienta hacia los actos buenos y virtuosos; esta orientación es en él como un «bien natural» (1-2 q. 63 a. 1). Esto implica un optimismo radical con respecto al hombre: la antropología cristiana parece exigirlo así. b) El pecado es también un mal social, sería un engaño creer que pueda encerrarse en la sola conciencia y en la vida privada.
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Obstáculos para la santificación
Las consecuencias del pecado
Hay ciertos pecados que afectan a las comunidades humanas. Se puede pecar contra la familia, la sociedad civil, la comunidad de trabajo, las comunidades religiosas: ya tenemos una serie de faltas que afectan directamente a la sociedad. Se puede pecar por injusticia, contra la veracidad, contra la equidad, etc. Estas faltas conciernen «específicamente» al prójimo. Pero además toda falta perjudica a la sociedad, si bien se mira. El ser humano es personalmente individual y personalmente social: ambas cosas, indivisiblemente. La persona humana es esencialmente «relación con otro». No es una mónada aislada, encerrada en sí misma, autosuficiente. Lo que le afecta repercute finalmente en todo su comportamiento social y comunitario. El cristiano que tiene buen juicio, fuerza de voluntad, finura espiritual y deseos sanos, irradia necesariamente todas estas cualidades. Las orientaciones más privadas acaban por informar el comportamiento exterior y visible; los sentimientos más íntimos se reflejan siempre en la manera de vivir. Así también, todo pecado, por íntimo y privado que sea por naturaleza, acaba por manchar la corriente de nuestras palabras, de nuestros juicios, de nuestros deseos, de nuestros actos; perjudica a la sociedad.
cristiana. Contrarresta nuestra respuesta al mandato divino de crecer constantemente en santidad. Prepara e inaugura incluso un descenso, una degeneración y una caída grave ulterior. El pecado mortal da la muerte; la falta venial impide la vida.
SECUELAS
SOBRENATURALES
El pecado es sobre todo una destrucción de valores sobrenaturales. a) El pecado mortal, por definición, es la «muerte sobrenatural». Es un desprecio del don de la vida divina; y Dios se retira de su criatura: ésta ya no se halla en «estado de gracia». Ahora bien, perder esta participación sobrenatural en la vida de Dios es dejar de ser «sus hijos», es dejar de ser «hermanos de Cristo», es dejar de ser «espirituales en el Espíritu». Perder la vida divina es perder la caridad teologal, alma y forma de todas las virtudes. Perder la vida divina es, al mismo tiempo, privar a la comunidad cristiana del resplandor de santidad y de gloria con que debería brillar todo miembro del cuerpo del Señor. No podemos imaginar una destrucción más radical ni una catástrofe más trágica. Es la ruina de todos los valores sobrenaturales cuya belleza hemos mostrado con anterioridad. b) El pecado venial pertenece a otro orden de cosas. No arruina la vida sobrenatural en nosotros. Pero supone un daño de otra clase: detiene e impide el desarrollo de esta vida. Contradice radicalmente el movimiento íntimo de la «vida»
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P í o X I I , El parto sin dolor, discurso de 8-1-56, en «Ecclesia», 1 (1956), p. 33-37; C . B a u m g a r t n e r , Concupiscence, en D. Sp., 2, 1.343-1.373.
2. PENAS TEMPORALES. EL PURGATORIO FALTA Y
CASTIGO
Toda falta exige un cierto castigo. Todo desorden requiere una reparación. El castigo y la reparación pueden ser más o menos penosos. Uno y otra son penas por la falta. Uno y otra deben aceptarse lealmente y vivirse valientemente. En el orden sobrenatural la cuestión de las penas del pecado es bien misteriosa: quizá no comprendemos bien la solidaridad que une a los cristianos entre sí en Cristo. a) Mientras viva, el cristiano ha de aceptar el peso del castigo del pecado y la aspereza de su reparación moral. ¿Cuáles son las penas temporales del pecado? En ocasiones, el Señor ha castigado en este mundo: Moisés, después de unas palabras imprudentes (Núm. 20, 10-12), fue privado de entrar en la üerra prometida. Pero Cristo hizo notar también que el ciego de nacimiento no había pecado, ni tampoco sus padres, y que esta desgracia no podía considerarse como un castigo. En cuanto a la reparación, se nos impone siempre y lleva consigo dificultades. Restablecer el orden alterado nunca es sencillo; enderezar la voluntad no es nunca cosa de juego; restablecer el equilibrio exige fuerza y perseverancia. En resumen, toda reparación es más o menos penosa. b) Después de su muerte, el fiel, generalmente tiene que acabar una «purificación» comenzada en este mundo. No puede presentarse al banquete celestial si no va vestido con el alba inmaculada. Pena temporal, reparación interna, toda esta preparación última del elegido es obra del purgatorio. Hablaremos brevemente de ello. EL PURGATORIO En la sagrada Escritura no aparece la palabra purgatorio. Por otra parte conviene no hacer del purgatorio un lugar de
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Las consecuencias del pecado
castigo, al menos según la imagen que dan de él ciertas descripciones poéticas o incluso pastorales. Los escritos inspirados suponen la existencia de un estado intermedio entre la «vida terrena» y el «gozo del cielo», estado que se explica por la necesidad de una purificación completa del que ha de ser eternamente un elegido. El purgatorio no es otra cosa. San Pablo, respondiendo a los corintios (1 Cor. 3, 10-15), explica que «en su día el fuego lo revelará y probará cuál fue la obra de cada uno. Aquel cuya obra subsista recibirá el premio, y aquel cuya obra sea consumida sufrirá el daño; él, sin embargo, se salvará, pero como quien pasa por el fuego». No retengamos de este texto la alusión al fuego; es, aquí al menos, una metáfora que significa «el juicio». La idea capital es ésta: los que obran más o menos conscientes se salvarán, sí, pero después de una purificación bastante penosa, «como quien pasa por el fuego». La idea de una purificación completa de todo lo que no ha sido perfeccionado durante esta vida terrena, responde plenamente a lo que nuestra razón podía esperar como lógico y normal. Todo pensamiento espiritualista que reconoce la realidad de un «más allá» con una sanción definitiva, acepta un equivalente del purgatorio. El alma es inmortal, Dios es justo y todos los hombres religiosos no mueren en la misma perfección. ¿Entonces? La conclusión es clara. La revelación corrobora una exigencia de la razón humana.
antes de la parusía, hay que convenir que el fuego del purgatorio no prende sino en una sustancia espiritual. Además, señalan la necesidad de distinguir netamente la pena que se expresa con «el fuego del purgatorio» y la que evoca «el fuego del infierno»: estas dos penas son muy diferentes. Pero por otra parte nos invitan también a no minimizar la «pena» del purgatorio, cualquiera que sea. Espiritualizar el fuego no es suprimir la pena que evoca. Suprimir ciertas imágenes populares, no es negar una doctrina esencial. La pena de la purificación será muy dolorosa para todos-, para los fieles indiferentes, porque su «preparación» exigirá enormes transformaciones; para los fieles fervientes, porque apreciarán mejor aquello de lo que están privados temporalmente. c) No podemos olvidar lo que se ha llamado — quizá no muy acertadamente— las «alegrías» del purgatorio. Las almas de los fieles que mueren en estado de gracia no están allí únicamente para sufrir el dolor de la purificación. Son confirmadas en la gracia que poseían. Nada en el mundo puede ya impedirles llegar antes o después a la bienaventuranza eterna. Están seguras de salvarse, y la serenidad que engendra esta certidumbre está enraizada en lo más profundo de ellas mismas: nada puede arrebatársela. Escapan a toda angustia y al temor del infierno y de las penas eternas. El diablo no tiene ya ningún poder sobre ellas: se han librado de él para siempre. Esto debe dar a las almas del purgatorio una serenidad maravillosa e incluso, sí, una alegría profunda e incoercible.
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LA
PURIFICACIÓN
¿En qué consiste esta purificación del purgatorio? a) Consiste en primer lugar en un retraso de la unión beatifica, de la plena felicidad de los elegidos. No olvidemos que las almas del purgatorio están seguras de salvarse. Sienten, con toda la agudeza posible y con toda la lucidez que les es propia, el dolor de verse privadas del bien sumo, cuyo infinito valor entrevén mejor que nosotros. Sólo los que son capaces de apreciar un valor humano, sufren al verse privados de él. Cuando más se desea una cosa, mayor pena causa su ausencia; y las almas del purgatorio desean ardientemente la unión divina. Y cuanto más purificadas están, más intensamente la esperan y más sufren de estar privadas de ella, por su propia culpa (Supl. Appendix q. 2 a. 1). b) La tradición cristiana habla también del «fuego» deí purgatorio. Los teólogos, en esta materia, confiesan su ignorancia. Invitan a no pensar en este fuego como si «quemase» a las almas; a menos que se admita una resurrección corporal
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LA IGLESIA QUE SUFRE
Ya hemos recordado, a propósito del culto a los difuntos, que el cristiano ferviente no puede desinteresarse de sus hermanos de la Iglesia purgante. Ha podido aprovechar el ejemplo de su vida y de su muerte cristianas. Ha podido ver en su comportamiento la realización de virtudes diversas. La solidaridad sobrenatural que une a todos los fieles entre sí en Cristo explica su intento de ayudar a sus hermanos que sufren, según las dos formas tradicionales de la piedad cristiana. a) En primer lugar la oración por ¡os difuntos. Debemos rezar por los difuntos. Los espirituales de todos los tiempos nos han dado el ejemplo. La liturgia de la Iglesia nos lo recuerda, principalmente al comenzar el mes de noviembre. «Oh Dios, creador y redentor, concede a todos tus siervos la remisión de todos sus pecados, a fin de que obtengan, por nuestras humildes plegarias, el perdón que siempre desearon. Por Cristo nuestro Señor.» Esta oración es una petición, no un
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Obstáculos para la santificación
Las consecuencias del pecado
rito mágico. Pero el Señor no se negará a responder a las súplicas fervientes de sus fieles y de su Iglesia. b) En segundo lugar, las obras satisfactorias. Cristo Jesús es el mediador único, la fuente única de salvación y de vida sobrenatural. El cristiano respondiendo al llamamiento del Maestro, desea participar en su obra, mediante sus sufrimientos y con todo lo que hay de penoso en su vida. Todas las obras que llamamos «satisfactorias» no tienen sentido sino en la medida en que están unidas a la obra única de Cristo. Por nosotros mismos nada podemos, pero todo lo podemos en Aquel que nos conforta. El hombre no posee nada de que pueda gloriarse: toda nuestra glorificación está en Cristo, en quien vivimos, en quien nos movemos, en quien satisfacemos y todo esto por dignos frutos de penitencia, que toman de Él su valor, que Él ofrece al Padre y el Padre acepta por Él. Tal es el sentido que da el concilio de Trento a la satisfacción de la penitencia; los cristianos encontrarán en ella el profundo sentido de sus obras satisfactorias por los difuntos (D. 904).
eterno, un abismo de fuego, llantos y crujir de dientes. Imágenes, se dirá; pero no evocan precisamente las mismas ideas que festín, luz, gloria, vida.
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X X X , El misterio de la muerte y su celebración, Desclée de Brouwer, Bilbao; A . M i c h e 1, Los misterios del más allá, Dinor, San Sebastián; D . B o u l o g n e , Par-cela la mort, Cerf, París.
3. PENAS ETERNAS. EL INFIERNO EL INFIERNO
La revelación cristiana proclama la existencia de un castigo eterno infligido a los pecadores impenitentes, castigo que consiste en la privación de la unión beatífica y que se acompaña de una pena extremadamente dolorosa, evocada con comparaciones realmente terribles. «Si no hiciereis penitencia todos igualmente pereceréis» (Le. 13, 5). «¿No sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios?» (1 Cor. 6, 9). Estos reprobos serán privados de la unión beatífica: «Apartaos de mí, malditos» (Mt. 15, 41). El convidado que no vista el traje de bodas será echado a las tinieblas exteriores. San Juan, después de describir la ciudad gloriosa, la Jerusalén celeste, añade: «Y los cobardes, los infieles, los abominables, los homicidas, los deshonestos, los fornicadores, los hechiceros, los idólatras y todos los embusteros tendrán su parte en el estanque, que arde con fuego y azufre, que es la segunda muerte» (Apoc. 21, 8). En cuanto a la pena eterna, es un fuego inextinguible, un gusano que roe, un tormento
ETERNIDAD Estas penas terribles son eternas. a) La existencia del infierno nos espanta; su eternidad les parece a muchos difícilmente aceptable. Siempre ha sido así. En el siglo ni Orígenes esbozó un sistema llamado «apocatástasis», según el cual el mundo de los espíritus llegaría finalmente a una restauración universal. Otros han propuesto una teoría por la cual los fieles castigados conservan la posibilidad de arrepentirse, y de hecho, tarde o temprano se unirán al Señor en la gloria. Algunos han trazado un sistema de mitigación progresiva de las penas, sin llegar a su supresión total. Así, pues, no sólo en el siglo xx se ha hecho problema de la eternidad del infierno. b) Y sin embargo, la revelación cristiana repite muy a menudo la palabra eterno. «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el demonio y sus ángeles... E irán al suplicio eterno» (Mt. 15, 41-46). «Mejor te será entrar manco o cojo en la vida (eterna) que con los dos pies ser arrojado en la gehenna, donde ni el gusano muere ni el fuego se apaga» (Me. 9, 43-48). «Y el humo de su tormento subirá por los siglos de los siglos» (Apoc. 14, 11). Para no aceptar el sentido claro de estas afirmaciones sería necesario tener razones muy particulares que no se han expuesto todavía con éxito. c) Para ayudar a los creyentes a aceptar este dogma espantoso, los apologetas cristianos se han esforzado por mostrar el porqué, la razón. Algunos han desarrollado el siguiente silogismo: El pecado es un mal infinito. Merece, pues, un castigo infinito. Ahora bien, lo infinito en intensidad no puede aplicarse al hombre. Así, pues, se impone lo infinito en duración. Este razonamiento ha sido objeto de crítica por parte de los pensadores católicos menos sospechosos de imprudencia. Otros hacen notar que si el infierno es eterno es porque la voluntad de] condenado está determinada definitivamente. La inmutabilidad de la decisión humana final tiene como corolario la eternidad de la pena a sufrir. El problema consiste entonces en saber por qué la decisión libre del hombre es definitiva, irreformable. El hecho de los ángeles y los demonios, en todo caso, es semejante y puede orientar la reflexión. Como vemos, la razón humana no ha encontrado aún la explicación última de la
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Obstáculos para la santificación
eternidad del infierno; pero quizá esta misma laguna es una atención de la misericordia divina. PENAS DEL INFIERNO El infierno consiste en la pena de daño y la pena de sentido. a) Pena de daño. El hombre por naturaleza está destinado a la unión sobrenatural beatífica. Y por un gesto libre insensato, el condenado establece en lo más profundo de su ser una contradicción radical, ontológica. Se decide contra el Bien verdadero, se decide contra la unión divina. Por consiguiente se priva de la felicidad reservada a los elegidos. Es, pues, el remordimiento supremo y la desesperación más profunda. Es la ceguera voluntaria de los juicios de valor y de las apreciaciones fundamentales. Es la obstinación en el mal y quizá el odio eterno a Dios. Los condenados son, consciente, libre y definitivamente, el revés de lo que su naturaleza y la gracia esperaban, esencial, radicalmente. b) Vena de sentido. Es el fuego y las llamas del infierno. ¿Qué fuego? Nadie lo sabe, responde san Agustín. Fuego «analógico», se dice hoy, para evitar hacer de él una metáfora y conservarle una objetividad real. ¿Y cómo afecta a las «almas» solas? Las respuestas de los grandes escolásticos son diversas, pero coinciden en un punto: hemos de evitar considerar este fuego como algo semejante al fuego material que conocemos. Entonces, ¿este fuego ataca materialmente a los cuerpos de los condenados? Y ¿cómo? Quienes no tienen tiempo para estudiar un poco a fondo el pensamiento de los teólogos deben ser prudentes y reservados. Pero sea como fuere, la pena será grave, terrible, definitiva. J . B u j a n d a , Teología del más allá, Razón y Fe, Madrid; H . R o n d e t , Les peines de l'enter, en «Nouv. Rev. Theol.», 67 (1940), p. 415-423; X X X , L'Enter, Cerf, París; A. M i c h e l , Mitigation des peines de la vie future, en DTC, 10, 1.997-2.009; P . L u m b r e r a s , Una doctrina inadmisible del infierno, en «Cien. Tom.», 51 (1935), p. 116123; E. S a u r a s , La misericordia de Dios y los condenados..., en «Cien. Tom.», 52 (1935), p. 5-39; J . M . D a l m a u , Del gran número de los (fue se salvan y de la mitigación de las penas del infierno, en «Est. Ecl.», 14 (1935), p. 376-379.
IV
LA REMISIÓN DE LOS PECADOS 1. ARREPENTIMIENTO Y CONVERSIÓN ARREPENTIMIENTO La conversión y el arrepentimiento es la meianoia bíblica. Juan Bautista predica el bautismo de la metanoia, del arrepentimiento. Este sentimiento, que exterioriza el bautismo en el Jordán acompañado de una confesión de culpabilidad, no vale solamente para el pasado: este arrepentimiento ha de dar frutos; un cambio radical, si no en las circunstancias externas de h vida, al menos en los modos de comportamiento, es la garantía del cambio interior operado en el fondo del alma. Y Jesús recoge las palabras del Bautista, como tema de sus primeras predicaciones: «Cumplido es el tiempo, el reino de Dios está cerca, arrepentios y creed en el evangelio» (Me. 1,15). En una de sus últimas recomendaciones, el Salvador recuerda a los apóstoles que deben predicar la penitencia y la remisión de los pecados (Le. 24, 47). Al acabar Pedro su primer discurso, los oyentes preguntan: «¿Qué hemos de hacer?» A lo cual responde el apóstol: «Arrepentios y bautizaos en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados» (Act. 1, 37-39). Éste es el tema general del primer sermón oficial del apóstol san Pedro; éste fue sin duda el tema principal de muchos sermones y discursos pronunciados por los doce en sus viajes apostólicos. Nuevos profetas de la Alianza definitiva, los ministros de Cristo llaman a todos los que desean ser sus discípulos, a una renovación interior completa, a la metanoia espiritual. Renovación llena de confianza, ciertamente. Renovación sobre la que se extiende la misericordia sobreabundante del Salvador. Pero renovación radical, sincera, auténtica, decisiva. CONVERSIÓN El pecado supone una conversión por nuestra parte. Esta conversión, para ser cristiana, implica que aceptemos confor-
Obstáculos para la santificación
La remisión de los pecados
marnos a la voluntad de Cristo en el modo de recibir la reconciliación. ¿Cómo vamos a hablar de conversión «cristiana» si no aceptamos las indicaciones e incluso los mandatos del Señor en esta materia? Pues ¿qué nos exige Cristo? a) Para Cristo la purificación es, en primer lugar, un acto interior de unión a Dios. Este acto será un acto de caridad, de esperanza, un acto de fe, de adoración, una oración, poco importa. Este acto puede e incluso debe ir acompañado de un rito visible sacramental, el sacramento de la penitencia, el sacramento de la extremaunción. Pero siempre hay, en la base de la conversión, un acto libre, una elección, una decisión. Y ¿quién se atreverá a negar que no hemos de proseguir la «conversión» durante toda nuestra existencia temporal? b) En el caso del pecado mortal, nuestro Señor quiere que pasemos por su sacramento. Es Él mismo, Hombre y Dios, quien nos absuelve, atendiendo a nuestro arrepentimiento, por medio del ministerio del sacerdote. Cristo exige de nosotros un arrepentimiento sincero y proporcionado a nuestras fuerzas, no la certidumbre absoluta de no recaer jamás. Él perfecciona nuestra contrición-. Él hace lo demás, por decirlo así, aunque esta expresión es demasiado simple para expresar todo lo que significa el adagio teológico «ex attrito fit contrito». Si no nos es posible, por un motivo grave, determinado por la teología moral, acudir inmediatamente a un confesor, podemos recobrar el estado de gracia por un acto de caridad perfecta, que incluya el deseo de recibir el sacramento de la penitencia en cuanto sea posible hacerlo. La caridad perfecta ha de entenderse evitando dos excesos. No puede concebirse en el sentido de un acto de caridad tan perfecto como pudiera serlo un acto de caridad de la Virgen o de un santo; si fuese así casi ningún fiel podría hacer un acto de caridad perfecta. Por otra parte, hace falta algo más que una simple buena voluntad; es necesaria una disposición fundamental, un verdadero amor de Dios, por sí mismo, añaden los teólogos; es necesario un acto libre, sincero, no necesariamente sentido, ni fácil. Y esto es posible. c) El pecado venial puede someterse también a la acción purificadora del sacramento de la penitencia. Es conveniente que así sea, para una vida deseosa de perfección. La disciplina actual de la Iglesia favorece cada día más las confesiones llamadas «de devoción». Sin duda no son absolutamente indispensables, puesto que el penitente no tiene más que pecados veniales. Pero es bueno pedir a Cristo la ayuda de las gracias sacramentales para liberarnos de las mil imperfecciones y faltas leves
de la existencia cotidiana. No obstante, sería un error creer que las faltas veniales sólo se reparan por el sacramento. Un acto de virtud, una oración, un acto de religión teologal, pueden reparar el desorden causado por el pecado venial. Debe instruirse a los fieles sobre esto, para que «reparen» por sí mismos — por decirlo así — excusándose ante Dios, • corrigiéndose en un acto de caridad o de piedad, renovando su entrega al Señor, reafirmando su intención de seguir a Cristo.
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E. A m a n n , Pénitence-Repentir, en DTC, 12, 722-748; H. P i n a r d d e la B o u l l a y e , Conversión, en D. Sp., 2, 2.251-2.264.
2. LA VIRTUD DE LA PENITENCIA LA
PENITENCIA
a) La penitencia es una virtud cristiana. La practicamos cuando decimos a Dios: «Señor, he pecado contra ti, lo sé, me pesa verdaderamente. Detesto este pecado. Siento lo que he hecho. Estoy decidido a enmendarme. Porque tú solo eres el maestro, tú solo eres la perfecta santidad. Yo no tengo más que obedecerte, aceptar tus leyes, seguir tus orientaciones, someterme a tus preceptos.» La penitencia cristiana está matizada además de un sentimiento filial. El Dios a quien hemos desobedecido por el pecado es un Dios paternal, un Padre; es bondad y misericordia, y no única y exclusivamente maestro y juez. De ahí el aspecto de confianza filial que debe informar siempre a la penitencia y a las penitencias de los discípulos de Cristo. b) La penitencia presenta diversos aspectos: a) la conciencia de haber pecado, de haber realizado un acto, interno o externo, en oposición a la voluntad divina y a los preceptos del Señor; b) el arrepentimiento propiamente dicho, también llamado contrición, es el dolor íntimo, la tristeza verdadera que sentimos por nuestros pecados; c) el propósito de la enmienda y de huir de las ocasiones de pecar; porque un verdadero arrepentimiento ha de ir acompañado necesariamente de una resolución sincera; el verdadero arrepentimiento busca los medios de no volver a cometer faltas, sin poder excluir, claro está una recaída posterior, debido a la debilidad humana; d) el deseo de reparar, en cierta medida, y según nuestras posibilidades, el mal que hemos cometido; un deseo de equidad exige casi naturalmente esta preocupación por reparar.
248 MOTIVOS
Obstáculos para la santificación DE LA
PENITENCIA
Razones diversas nos ayudan a practicar la virtud de la penitencia. a) En primer lugar, nuestra unión misteriosa con Cristo por la gracia. Es discutible la significación exacta que conviene dar al sufrimiento redentor de Cristo. Pero un hecho es cierto: Cristo es salvador y redentor. Ha querido pasar por los sufrimientos de la agonía y de la cruz. Nos ha dejado la eucaristía como memorial de su pasión y ha declarado que su sangre fue derramada en «remisión de los pecados». Los discípulos saben que están unidos a su Maestro. Conocen aquellas palabras del Apóstol: «Cumplo en mi cuerpo lo que falta a la pasión de Cristo.» No pueden creerse dispensados de imitar al Señor en su obra de redención. La penitencia es algo «natural» para un discípulo de Cristo. b) El cristiano sabe también que está unido a los demás hombres en Cristo y en el Espíritu. El cuerpo místico, la comunión de los santos, no son simples fórmulas. Ahora bien, cuando un miembro del cuerpo sufre, todos los demás sufren las repercusiones. Cuando un miembro del cuerpo peca, los restantes sienten en sí la disminución de santidad y de gracia. Reparar las propias faltas, hacer penitencia, se convierte así en una especie de deber social sobrenatural. Es preciso obtener de Dios para los demás la «vitalidad íntima» de que les ha privado nuestro pecado. Es preciso volver a ser un fermento de vida cristiana y dejar de ser un fermento de corrupción. En suma, la penitencia es algo «natural» para todo cristiano que se siente parte de la comunidad cristiana. c) El cristiano sabe también que aun cuando la falta queda borrada y perdonada, quedan ciertas penas temporales que hay que purgar. El desequilibrio que provoca en nosotros todo pecado constituye ya un serio castigo, que nos afectará hasta que hayamos asegurado nuestro equilibrio moral: tarea excepcionalmente penosa. En virtud de una equidad sobrenatural se añade a ella la necesidad de una cierta penalidad, una cierta satisfacción, cuya justificación humana radical presentimos, aunque no podamos explicitar todo su misterio. Los grandes espirituales del cristianismo han admitido y cumplido siempre, en unanimidad, esta «pena de satisfacción» por sus menores pecados. Esto basta, podemos decir, para que los fieles menos fervorosos acepten seguir su ejemplo, aunque no perciban la justificación «racional» de esta ascética.
La remisión de los pecados
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PENITENCIA Y REPARACIÓN
a) Algunos cristianos han comprendido mejor el sentido y la necesidad de la penitencia, incluso, en ciertos casos, hasta hacer de la penitencia su ministerio especial en la Iglesia. Conscientes de sus faltas, arrepentidos y deseosos de reparación viven una parte de su existencia en auténtico espíritu de penitencia. En la vida de la Iglesia cristiana ocupan un puesto importante las obras y las agrupaciones con un ideal acusado de reparación. Diversas congregaciones religiosas acogen en su seno a las personas llamadas a una vocación especial en el cuerpo místico: las religiosas reparadoras, los religiosos trapenses, por ejemplo, orientan su vida entera hacia la cruz redentora y las obras de reparación. Nunca debemos decir: «Dios no pide esto.» La redención cristiana fue realizada en la Cruz. Las «vocaciones» redentoras representan un valor indispensable en una Iglesia así rescatada por su Fundador y Señor. b) La penitencia debe ser especialmente «natural» a los sacerdotes y a todos aquellos que están unidos al Verbo hecho carne en la redención. N o basta participar en el ministerio del Señor; es preciso además aceptar y vivir el espíritu de este ministerio. Ahora bien, Cristo ha querido una redención dolorosa y difícil. Los sacerdotes no pueden olvidar o dejar a un lado este aspecto de su espiritualidad. Ello forma parte, en cierta medida, de su vocación, de su vida, de su acción. No representa para ellos una especie de fervor «por añadidura». Es conveniente hacer examen de conciencia con relativa frecuencia, sobre la preocupación por la penitencia apostólica, casi pudiéramos decir «penitencia funcional». c) Recordemos aquí las revelaciones privadas relativas al corazón de Cristo. La idea de reparación amorosa posee en ellas un lugar muy destacado. La insistencia de Cristo en estas revelaciones, la continuidad de esta insistencia en el curso de las diversas revelaciones privadas que conocemos y a las que podemos dar crédito, no puede dejarnos indiferentes o escépticos. El espíritu de expiación y reparación ha predominado siempre en el culto al sagrado Corazón de Jesús. Lo cual está perfectamente de acuerdo con el origen, la naturaleza, las virtudes y las industrias propias de esta devoción, según el testimonio de la costumbre y la tradición, la sagrada liturgia y las actas de los soberanos pontífices. Cuando Cristo se apareció a santa Margarita María, al tiempo que declaraba la inmensidad de su amor, se quejaba tristemente de las graves injurias de que es objeto por parte de los hombres ingratos. Si pudieran
Obstáculos para ¡a santificación
La remisión de los pecados
grabarse en todas las almas piadosas sin que las borrase jamás el olvido, las palabras que Él dijo entonces a la santa: «He aquí este corazón que tanto ha amado a los hombres, que les ha colmado de todos los bienes y que, en agradecimiento a esta bondad infinita no recibe más que olvido, negligencias, ultrajes, incluso de aquellos que le deberían mayor amor.» Para borrar todas estas faltas indicó varios medios, y entre ellos recomendó, como particularmente agradables a Él, acercarse a la sagrada mesa en espíritu de expiación (comunión reparadora) y recitar en el mismo espíritu de reparación oraciones y súplicas durante toda una hora (hora santa). El lector se preguntará quizá cómo pueden consolar a Cristo estos ritos expiatorios, si Él ejerce en los cielos su realeza beatífica. San Agustín respondería: «Basta amar para sentir lo que yo digo.»
de nosotros mismos para acabarla. En suma, por el hecho de ser difícil de realizar, un acto exige del fiel un esfuerzo especial, que puede valerle de Cristo un suplemento de valor sobrenatural. La dificultad, en todo caso, no puede buscarse por sí misma como si ella constituyese un bien absoluto. b) La historia de la ascética marca una evolución característica en la concepción de la penitencia. De un modo esquemático y general, se advierte que en los siglos que preceden al Renacimiento, la ascética cristiana destacaba la penitencia corporal, mientras que en época más reciente, adquiere un relieve especial la penitencia de carácter espiritual y sicológico. Las maceraciones que nos relata la hagiografía nos parecen, quizá equivocadamente, más adecuadas a una edad primitiva y no suscitan hoy gran admiración, mientras que el desgaste que causa una entrega apostólica total nos parece mejor y mucho más admirable. Esta evolución es un hecho. En general no constituye necesariamente un retroceso. Debemos tomar conciencia del valor penitencial de muchas actividades de orden sicológico, voluntario, intelectual; volveremos sobre esto. Pero debemos estimar también ciertas formas, menores si se quiere, de ascética corporal cuya aportación propia y específica es insustituible.
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X X X , Pénítence et pénitenees. L'insertion de notre ascése dans le plan rédempteur, Cahiers Roseraie, Lumen Vitae, Bruselas,- P . R é g a m e y , La «componction du coeur» chez les Peres de l'Eijlise, en «Supl. LVS» (1935), p. 1-16; 65-83; J . d e G u i b e r t , La componction du coeur, en «RAM», 10 (1934), p. 225-240; números 55 y 56 de «La Maison-Dieu»; P í o X I , encíclica Miserentissimus Redemptor, del 16-6-1944.
3. PENITENCIAS E INDULGENCIAS LAS PENITENCIAS
Existe un conjunto de obras y actos que poseen un valor de penitencia, en virtud de su penosa realización. a) Hemos de señalar que el valor cristiano de todo acto proviene esencialmente del grado de gracia santificante de cada cual. Esto quiere decir, hablando de un modo menos cuantitativo, que el valor sobrenatural de los actos de cada cristiano depende esencialmente de la cualidad de su semejanza sobrenatural con Dios. En los grandes espirituales del cristianismo, en nuestra Señora sobre todo, en los que viven la vida de la gracia en grado eminente, todos los actos virtuosos tienen un «valor sobrenatural» eminente y por tanto un valor de corredención singular. No es, pues, la «dificultad» de un acto lo que asegura, ante todo, su cualidad de cristiano y su valor sobrenatural, fundamental. Por otra parte, no es menos cierto que el carácter penoso y difícil de un acto puede tener también repercusiones sobre su valor. Si una iniciativa es difícil, necesitamos normalmente más amor para tomarla, más fuerza para realizarla, un mayor olvido
PENITENCIA
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DE NECESIDAD
Las obras de penitencia son múltiples; algunas de ellas se nos imponen necesaria e ineluctablemente. a) Así, el deber de estado, en el sentido más amplio del término: obligaciones religiosas y ascéticas de nuestro estado cristiano, obligaciones de la vida familiar, profesional y de la vida de relación en general. El deber de estado implica numerosas prestaciones poco agradables. Ni siquiera escaparía a ellas la persona que pudiera fijar todas las ocupaciones de su existencia; por lo tanto es imposible que decidamos sobre todas las cosas que nos rodean. Las obligaciones religiosas nunca pueden ser fáciles. Los deberes de la ascética cristiana son necesariamente austeros. La vida conyugal y la vida familiar va inevitablemente acompañada de momentos duros y dolorosos. Las ocupaciones profesionales son áridas muchas veces. En suma, el cumplimiento serio del deber de estado tiene un aspecto penoso, difícil, que constituye una penitencia inevitable de gran valor. b) Las circunstancias nos imponen también dificultades particulares, de las cuales podemos sacar innumerables penitencias. Tales son los dolores físicos, las enfermedades y los sufrimientos, que nos afectan corporalmente, unos más, otros
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menos, pero todos de un modo cierto. Tales son, sobre todo, los sufrimientos morales que padecemos a lo largo de toda nuestra existencia: la muerte de los padres o de seres queridos, fracasos y adversidades en la vida profesional, decepciones y límites de la vida conyugal, preocupaciones y disgustos de la vida familiar, inseguridad y desgracias, coyunturas económicas difíciles, etc. En suma, nunca nos falta materia de penitencia, aun independientemente de nuestra voluntad; tal es la condición humana y la consecuencia de la delicada complejidad de toda la creación.
ciertamente, pero su eficacia propia es indispensable e insustituible.
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PENITENCIAS DE LIBRE ELECCIÓN Existen también las obras de penitencia que pudiéramos llamar de libre elección. a) Estas obras, a pesar de las apariencias, son menos importantes que las inherentes a la condición humana. Al decir esto, excluimos las penitencias practicadas por aquellos cristianos cuya vocación consiste en unirse a los sufrimientos de Cristo, como ciertos religiosos, sacerdotes, etc.; en este caso la penitencia forma parte, en cierto sentido, del deber de estado. En general, la penitencia de libre elección es menos importante. Así pues, vale más que los padres procuren antes la penitencia inherente a una vida familiar perfectamente ordenada en lugar de lanzarse apresuradamente a practicar penitencias que caen fuera de este deber de estado, como por ejemplo, determinadas oraciones, determinadas obras. Vale más que los trabajadores, intelectuales o manuales, hagan penitencia cumpliendo perfectamente sus obligaciones profesionales, en lugar de buscar la penitencia en un acto de beneficencia, en alguna prestación particular, etc. Vale más que las personas consagradas busquen la penitencia en la perfección de las actividades religiosas o apostólicas que les incumben, y en segundo lugar, en penitencias incluso corporales de libre elección. b) Por otra parte, la penitencia de libre elección — y en este sentido «extraordinaria», es decir, que se sale de la vida ordinaria — reviste una utilidad cierta e insustituible. Provoca un choque sicológico especial, original. Sacude la negligencia, por su carácter «extraordinario». Despierta la caridad por ser precisamente de «libre elección». Juiciosamente elegida puede ayudarnos mucho. Sería incomprensible que un cristiano deseoso de crecer en santidad no percibiese las ventajas propias y específicas de esas pequeñas penitencias así elegidas. Su importancia con relación a las otras penitencias es subsidiaria,
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PENITENCIA DE LOS SENTIDOS INTERIORES Las penitencias pueden afectar a los sentidos interiores: inteligencia, libertad, imaginación y todos 'los movimientos internos. a) Es raro que la inteligencia sea «perfecta». Nuestra vida intelectual puede ser mediocre y a veces nula: excitarla, vivificarla, es una excelente penitencia. Nuestra vida intelectual puede ser deficiente: incapacidad de síntesis, incapacidad de profundizar o superficialidad, incapacidad de universalizar o estrechez, etc. Reformar estos defectos funcionales y perfeccionar el instrumento de conocimiento que poseemos es asimismo una excelente penitencia. Nuestra vida intelectual puede tener un contenido desequilibrado: conocer los menores detalles del deporte o del cine e ignorar casi todo lo que concierne a la religión y la salvación; restablecer este equilibrio es una excelente penitencia. Los juicios de nuestra inteligencia pueden ser inexactos, hasta falsos, por falta de perspectivas humanas y cristianas: reformar nuestros juicios, adquirir una visión del mundo que esté de acuerdo con Cristo es una excelente penitencia. En suma, el perfeccionamiento de toda nuestra vida intelectual y doctrinal, tanto desde el punto de vista humano como desde el punto de vista cristiano, nos proporciona abundante materia de penitencia. b) Podemos someter la libertad a la misma labor dura y austera. Los abúlicos podrán seguir un tratamiento sicológico y moral, que resultará fastidioso y penoso, como todo tratamiento. Los fantásticos hallarán una excelente penitencia en la represión de sus exageraciones, en la moderación de sus extravagancias, en la ponderación y la prudencia. Las personas duras y tajantes tendrán muchas ocasiones, en sus palabras, en sus juicios, en su comportamiento, para practicar el dominio de sí mismo por medio de la comprensión, la amabilidad, la paciencia. Los fieles que defienden «la independencia absoluta de la personalidad» podrán aceptar, con gran provecho suyo, el control de las autoridades a quienes están sujetos y de las personas que les rodean. He aquí algunos ejemplos de excelentes formas de penitencia interior de la libertad: como vemos, no siempre hay que reducir la penitencia a la lucha contra ciertos pecados. c) También la imaginación puede ser objeto de un enérgico tratamiento de perfección, que implica como contrapartida
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Obstáculos para la santificación
un aspecto penitencial. Los que carecen de imaginación pueden esforzarse por despertarla, enriquecerla, embellecerla: estas cuestiones han sido estudiadas por especialistas. Aquellos otros cuya imaginación es ridicula y fantástica, podrán dominarla, fijarla: excelente penitencia. Y los que tienen una imaginación deshonesta, turbada por recuerdos o deseos inmorales, encontrarán una amplia materia para ejercitar la penitencia interior. A) Finalmente, penitencia de todos los movimientos interiores que caracterizan los pecados capitales. Calmar los impulsos de la soberbia; moderar el arribismo de la ambición; suprimir los mil detalles de la vanidad. Alegrarse del bien de los demás en lugar de envidiarles; aceptar de buen grado que otro posea o adquiera lo que tenemos nosotros, en lugar de sentir celos; transformar una competencia en una sana emulación. Ser paciente y no irritarnos aun cuando tengamos razón; desterrar todo sentimiento de rencor, borrar todo espíritu de venganza. Suprimir algunos deseos y preocupaciones en los afectos legítimos; moderar los deseos en lo concerniente a la intimidad de la vida conyugal. Organizar nuestro tiempo en lugar de ser juguetes de las circunstancias; tratar de seguir un orden del día, incluso cuando no tenemos gusto para nada. Habría, pues, para cada pecado una penitencia específica. Cada cual debe reflexionar sobre ello y hacer las aplicaciones convenientes. PENITENCIA DE LOS SENTIDOS EXTERIORES Hay también penitencias que afectan a los sentidos exteriores: el cuerpo, los ojos, la palabra. a) El cuerpo es un elemento constitutivo de la persona humana y ésta es toda su grandeza. Pero es también una fuente de desequilibrio y de pecados: y ésta es su flaqueza. La penitencia que afecta al cuerpo puede ser penal: se castiga con el instrumento del pecado. Ésta pena debe ser también medicinal: importa restablecer el orden de nuestras potencias vitales. Penitencia por privación de ciertos bienes legítimos. Penitencia en el comportamiento, en la manera de sentarse, en el tiempo dedicado al sueño, en la aceptación de las enfermedades, en la actitud hacia el frío o el calor, en la manera de alimentarse, etc. La santidad cristiana implica siempre alguna pequeña mortificación de este tipo. O también penitencias — más o menos importantes — que uno puede infligirse con la ayuda de los medios tradicionales: disciplinas, cilicios, cadenillas. No se los puede condenar porque sí. Son útiles en todas las etapas de la vida espiritual: a los
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pecadores, como reacción frente a las tentaciones fuertes; a los proficientes, para que se vean libres del peligro dei estancamiento o de la tibieza; a los mejores, para participar mejor en la caridad sufriente de Cristo redentor. Pero estas penitencias no deben buscarse ni antes ni en lugar de las que comporta el deber del propio estado. Y como' los hombres del siglo xx tienen los nervios muy extenuados por el ritmo de la existencia, normalmente habrán de usarse durante un período corto y con discreción. b) Penitencia de los ojos. Todo el mundo sabe por experiencia que los ojos acumulan fácilmente gran número de cosas que un día serán tentaciones. Sin duda las costumbres pueden modificar las reacciones. Sin duda el hábito puede aminorar la atracción de ciertas cosas. Pero las costumbres y el hábito no suprimen jamás los deseos ligados a nuestros instintos más profundos, el instinto de la conservación de la especie a través del amor y de la vida sexual, el de la conservación del individuo, el de la propiedad y posesión. Es preferible no «devorar con los ojos» lo que no podemos normalmente poseer. c) Penitencia de la palabra. Somos sociables por naturaleza, y por naturaleza también tendemos a comunicar con los demás y «hablar» con ellos. Pero el apóstol nos dice que la lengua es un azote que nadie puede dominar ni detener (Sant. 3, 8). Todos pecamos con la palabra. Es bueno ejercitar en contrapartida la penitencia de la palabra. Aprender a callar. Saber dominar el deseo de charlar. Cortar una conversación que no es caritativa ni verdadera, que es trivial. Acabar una conversación ociosa, vana, inútil. O bien, los taciturnos, tomar parte en un diálogo, salir de un mutismo asocial: esto es también una penitencia. A cada cual corresponde ver qué es lo que debe hacer. &) Penitencia del oído. Estamos demasiado hundidos en el ruido y la confusión de la vida exterior. Nuestro equilibrio sobrenatural, moral, síquico y nervioso sufre las repercusiones. Esto es un desorden: se impone la penitencia. Hay que saber buscar algunas horas de silencio. Hay que interrumpir la música incesante de la radio. Hay que dominar el frenesí del ruido de los motores sin silenciador. Hay que evitar esas interminables fiestas ruidosas y aturdidoras. Como hay que sufrir a veces, por penitencia, el ruido de los motores, los gritos y llantos de los niños, resistir la baraúnda de las fábricas, etc. Penitencia del oído, bien «moderna».
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LAS INDULGENCIAS.
NATURALEZA
La cuestión de las indulgencias, se relaciona con este capítulo, consagrado a las obras de penitencia y expiación. Por indulgencia se entiende la remisión de una pena temporal debida por los pecados cuya falta ha sido ya perdonada. Esta remisión, que es valiosa a los ojos de Dios, es concedida por la autoridad eclesiástica, en virtud de las inmensas riquezas sobrenaturales del cuerpo místico. Se realiza por modo de absolución cuando se trata de personas en vida, y por modo de sufragio o de petición cuando se trata de difuntos (canon 911). a) Para comprender la naturaleza de las indulgencias hay que referirse a la historia de la disciplina penitencial de la Iglesia antigua. El pecador que había cometido faltas graves se veía separado temporalmente de la comunidad cristiana. Durante este tiempo debía realizar obras expiatorias, en ocasiones muy duras y muy largas: ayunar durante cuarenta días, rezar largas oraciones durante 100 días, entregarse a una penitencia determinada durante 300 días, etc. Era demasiado largo y se hacían necesarias algunas formas de conciliación. A veces los obispos concedían una «remisión» o amnistía religiosa. Algunos confesores daban «cédulas de paz» con la misma finalidad. Más tarde se hicieron obras «equivalentes»: rezar los 144 salmos, por ejemplo, en lugar de una penitencia de 100 días; una oración en lugar de 10 días de ayuno; una limosna en lugar de 40 días de abstinencia, etc. Como vemos, la sustitución va acompañada de una mitigación de la pena. La práctica de las indulgencias está basada en la solidaridad existente entre todos los fieles en la comunión de los santos, en la riqueza sobrenatural que posee un cuerpo cuya cabeza es Cristo. Los apóstoles y sus sucesores han recibido de Cristo el poder de atar y desatar, expresión cuya formulación, muy general, puede aplicarse en particular a la remisión de las penas temporales debidas por los pecados. b) El alcance concreto de las indulgencias es, pues, el siguiente. Cuando se habla de una indulgencia de 50 días, de 100 días, de 300 días, de 7 años y 7 cuarentenas, quiere decirse que la Iglesia, en virtud de su poder y gracias a las riquezas sobrenaturales inagotables del cuerpo místico, perdona realmente a quien dice una oración determinada o realiza una obra determinada, una pena equivalente a la antigua prestación de 50 días, de 100 días, etc., de una obra expiatoria. Para la doctrina católica hay, pues, una verdadera remisión — y no solamente una conmutación de penas — y esta remisión es válida
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a los ojos de Dios, puesto que el Señor ha concedido a su Iglesia el poder de atar y desatar. Sucede a veces que los fieles creen que las indulgencias de 50, 100, 300 días significan que mediante una determinada oración se les perdonan 50, 100, 300 días de purgatorio. Sería preferible decir que las indulgencias por los difuntos pueden procurarles la remisión de las penas temporales del purgatorio, que el Señor misericordioso concedería, según se cree, en respuesta a 50, 100, 300 días de obras expiatorias diversas, tal como estaban fijadas en la antigüedad cristiana. LAS INDULGENCIAS.
APLICACIÓN
a) Las indulgencias pueden concederse a los vivos y a los muertos, pero de manera distinta. Cuando se aplican a personas en vida, ^suponen una verdadera «absolución» de penas, lo mismo que el sacramento de la penitencia es una verdadera «absolución» de la falta. Si se reconoce la potestad de la Iglesia, esta doctrina es perfectamente aceptable. Indudablemente, no hay proporción entre la pequeña oración que nosotros rezamos y la remisión de las penas temporales; pero esta desproporción es característica de todas las actividades sacramentales; nada hay que esté en proporción con el don de la gracia. Por otra parte, cuando las indulgencias se aplican a los difuntos, lo son «per modum sufragii», por modo de petición. Sería pues inexacto ver en ellas una especie de remedio mágico para acortar 100 ó 300 días la estancia de las almas en el purgatorio. b) Las indulgencias pueden ser totales o parciales, según que constituyan una remisión total o parcial de las penas temporales debidas por nuestros pecados. En la apreciación de esta remisión total o parcial hay diversidad de opiniones. Unos estiman que la adquisición de indulgencias, sobre todo de indulgencias plenarias, es muy difícil. Y sin duda supone cierta presunción creerse liberado de las penas temporales por una prestación religiosa mediocre. No obstante, esta remisión no depende únicamente de nosotros; es como un regalo que hace la Iglesia en virtud de su potestad de jurisdicción y gracias a las riquezas del cuerpo místico. No podemos olvidar esta consideración fundamental. Otras personas recurren a las indulgencias de un modo algo simplista. Las indulgencias nos valdrán ciertamente la remisión de las penas pasadas. Pero si no nos apartamos del pecado, se nos imputarán nuevas penas a causa de nuevas faltas. Conclusión-. En la práctica es preciso evitar dos excesos. Las indulgencias son un don religioso; hay que recibirlo con
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La remisión de ios pecados
agradecimiento a la liberalidad sobreabundante del Señor. Como miembros del cuerpo místico encontramos en las indulgencias una nueva forma de la benevolencia sin límites de Cristo. Debemos pues, tener en gran estima las indulgencias: «omnes magni faciant indulgentias» (canon 911). Pero han de evitarse ciertos abusos que existieron indiscutiblemente en el momento de la reforma, principalmente en la manera de presentar la eficacia de las indulgencias. No conocemos bien el misterio de la comunión de los santos, no sabemos muy bien cómo nos apropiamos las riquezas sobrenaturales del Salvador, conocemos menos aún la influencia de nuestras oraciones para la purificación de los difuntos. Aquí de un modo especial se impone una sana moderación y el respeto al misterio.
b) La eucaristía supone igualmente un aspecto de reparación. Sin duda el sacrificio de la misa es una obra de alabanza, de adoración, de acción de gracias. Sin duda este sacramento es una comida de la comunidad, una garantía de la resurrección futura, un alimento de la caridad del cuerpo rnístico. N o olvidemos la significación múltiple de la eucaristía. Pero es también el centro de la redención. La misa es el sacrificio del cuerpo y la sangre de Cristo: cuerpo entregado por la salvación del mundo; sangre derramada por la remisión de los pecados. En el curso de la misa, el sacerdote y los asistentes rezan el Confíteor. Toda la comunidad reunida manifiesta así su voluntad de participar dignamente en la renovación del misterio del Calvario. Quizá deberíamos subrayar este acto de arrepentimiento y de contrición. Generalmente pasa desapercibido. Un monaguillo lo murmura o lo lee torpemente en nombre de una comunidad sicológicamente ausente. Sin embargo, es un sacramental muy hermoso del que podríamos sacar gran provecho espiritual. c) Por su parte, la extremaunción, sacramento de consuelo moral y aún físico, puede también perdonar los pecados. Perdona, dicen los teólogos, los pecados mortales que no han podido ser borrados por la recepción normal del sacramento de la penitencia. Perdona los pecados veniales. Perdona las penas temporales debidas por los pecados, conforme al fervor de las disposiciones habituales del fiel. Es un rito sacramental misterioso, incluso para los teólogos. Todos aquellos fieles que han comprendido el sentido de la muerte, deberían recibir la extremaunción a tiempo y con plena conciencia.
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P . G a l t i e r , Satisfaction, en DTC, 14, 1.129-1.210; n i n , Induícfences, en DTC, 7, 1.594-1.636.
E.
Mag-
4. LA OBRA SACRAMENTAL
La redención tiene por fin «restaurar» el orden perturbado por el pecado. La gracia cristiana, que nos hace participar en la vida misma de Dios, realiza también en nosotros esta obra de reparación y renovación. Esta gracia, dada en respuesta a nuestra fe, puede llegarnos por medio de los ritos sacramentales. Todos los sacramentos son, cada uno a su manera, fuerzas de «restauración» sobrenatural. Su gracia es también «medicinal». Y este aspecto particular de su eficacia se halla en todos los ritos eclesiásticos a veces muy sensiblemente, como en los sacramentos del bautismo y de la penitencia, a veces de un modo subsidiario, pero real, como en el orden o en el matrimonio. IOS SACRAMENTOS
Y LA REMISIÓN DE LOS PECADOS
a) Así, el bautismo, al introducirnos en la Iglesia perdona todos los pecados y todas las penas de ellos derivadas. Debemos apreciar con gratitud la plenitud de la redención bautismal. El bautizado es, realmente, un «hombre nuevo». Es «sumergido» en el baño de la regeneración espiritual. Ya no hay tara original, aunque se haga sentir todavía la rotura de nuestro equilibrio profundo. Ya no hay pecados personales; esto para los adultos que reciben el bautismo. Ya no hay penas debidas por los pecados, cualesquiera que sean. Se comprende que en otros tiempos los catecúmenos tardasen mucho en bautizarse: al menos habían comprendido la amplitud de la obra regeneradora del bautismo.
EL SACRAMENTO
DE LA
PENITENCIA
Pero es el sacramento de la penitencia el que ha sido instituido especialmente para restaurar la vida espiritual de los cristianos. a) El sacramento de la penitencia pertenece esencialmente a la economía cristiana. La tradición cristiana lo considera como un segundo bautismo, una segunda tabla de salvación. Toda su eficacia proviene de los actos de Cristo, y actualiza la misión y los poderes que la Iglesia recibió de su fundador para transmitir la gracia al mundo. La paz con la Iglesia es condición de la comunión en la vida divina: existe una relación esencial entre la penitencia eclesial y la salvación de Cristo. Los ritos y los gestos de la obra sacramental están cargados de la fuerza de la pasión de Cristo y animados por el Espíritu. b) La Iglesia, por el ministerio del sacerdote, ejerce una
La remisión de ios pecados
tarea delicada con respecto al pecador: juzgar del pecado, imponer una satisfacción expiatoria. En el rito sacramental, el sacerdote actualiza así un doble poder que le ha sido conferido por Cristo. Y sólo así se va a consumar la reconciliación con la Iglesia y con el Señor. La penitencia es un segundo bautismo, pero un «baptismus laboriosus», un bautismo doloroso, trabajoso, que supone una participación real en las sufrimientos de Cristo en su pasión. Pero el sacerdote no sólo juzga e impone la penitencia: absuelve y reconcilia sacramentalmente. La absolución que pronuncia el sacerdote no es solamente una declaración de perdón. Es una verdadera y auténtica reconciliación en nombre del Señor. Está sellada con toda la autoridad de la Iglesia de Cristo. c) Esta armadura sacramental, y por tanto eclesial, de la penitencia no debe hacer olvidar la aportación personal que se exige al pecador arrepentido. Es «ley fundamental de la economía de la salvación, que la justificación de un hombre consciente y libre supone siempre un compromiso personal, un consentimiento libre. Esta ley se cumple de manera especial en cada sacramento. En el sacramento de la penitencia, como en el matrimonio, la aportación personal es parte constitutiva de la realidad sacramental. Sin una participación libre y consciente del hombre, no hay en estas dos materias realidad sacramental, sacramento... El pecador arrepentido obtiene los frutos de la pasión de Cristo puesto que participa en estos sufrimientos expiando sus faltas bajo la guía y con la ayuda de la Iglesia» ( P . A n c i a u x , Le sacrement de la pénitence, p. 320). LA
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Obstáculos para la santificación
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CONTRICIÓN
En el sacramento de la penitencia se distinguen diferentes actos, en primer lugar, la contrición. a) La contrición es dolor del alma. El pecador detesta el pecado que ha cometido contra Dios, con el firme propósito de no volver a caer en él. Esta contrición no es solamente un acto de virtud; es también «una parte del sacramento de la penitencia». Pues si toda gracia viene de Dios y no puede venir más que de Él, también es cierto que ninguna gracia nos vendrá si no la pedimos, sin nuestra aceptación, sin una preparación indispensable, sin una libre acogida. Además, la reconciliación implica que el pecador quiere verdaderamente cambiar su manera de vivir; y esto exige también una decisión libre, un gesto personal de reforma. b) Esta contrición puede ser más o menos intensa, más o menos profunda. El fiel mediocre tendrá para sus faltas
veniales una contrición mediocre también: le falta delicadeza de conciencia. Por el contrario, el cristiano más avanzado en santidad sentirá vivamente el dolor por una falta venial deliberada: ama demasiado al Señor para aceptar fácilmente los desórdenes menores o imperfecciones. «La realidad y el valor de una conversión, la sinceridad y la profundidad de la contrición se manifiestan en la realización concreta de la conversión, en la perfección del arrepentimiento por la expiación, en la rectificación efectiva de la voluntad dentro de una vida ordenada» ( P . A n c i a u x , 1. c , p. 451). c) La contrición puede ser perfecta o imperfecta. Es perfecta cuando brota del amor a Dios por Él mismo. Ciertamente, el «motivo» es determinante en la contrición perfecta, pero hay que considerar también otros elementos. En primer lugar, una cierta intensidad en el dolor por haber pecado, intensidad que ha de estar en proporción con la recuperación de la gracia y de la caridad. Además, la caridad perfecta se «consuma» en el rito sacramental, y adquiere así toda su dimensión eclesial. Por último, y ante todo, la contrición se llama perfecta, según el pensamiento de santo Tomás, porque se acompaña de la justificación. Esta justificación o reconciliación de la gracia hace que nuestra condición sea formalmente «perfecta» o consumada ( P . A n c i a u x , 1. c , p. 445). Sería conveniente que los cristianos supieran que pueden tener la contrición perfecta, punto de unión eminente de la penitencia y la caridad. LA CONFESIÓN
La penitencia sacramental comprende también la confesión de los pecados. a) En las perspectivas de la revelación, un verdadero arrepentimiento debe ser «cristiano», a saber, sometido a las indicaciones de Cristo y de su Iglesia/ y la Iglesia exige del pecador la «confesión» de los pecados. La penitencia interior se perfecciona en la voluntad de penitencia exterior eclesiástica. La contrición supone la voluntad de someterse a la penitencia eclesial para que el pecado quede destruido. No es normal para un miembro del cuerpo místico de Cristo, disociar su contrición personal y el rito de penitencia instituido por Cristo. Esta confesión es, por otra parte, de un modo actual, la gran «penitencia» impuesta al fiel que se une al sacramento de la reconciliación. b) La confesión misma debe ser «cristiana», es decir, inspirada en Cristo. Hay que insistir sobre las faltas más opuestas a Cristo: faltas de amor a Dios y de amor al prójimo. Hay que
Obstáculos para la santificación
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insistir en los aspectos que más desagradan a Cristo: suficiencia, soberbia, fariseísmo. Hay que estar animado de los sentimientos que Cristo pide: sencillez en el arrepentimiento, confianza filial. En suma, la confesión es algo más que una memoria completa y exacta del número y la especie de cada falta; es el acto vivo del hijo arrepentido que vuelve a su Padre. c) Para algunos fieles la confesión consiste en repetir durante toda su vida un estribillo compuesto en la época de la primera comunión, con algunas variantes. De ahí un tedio muy comprensible, de ahí también una rutina que perjudica al verdadero arrepentimiento. Cuando hacemos confesiones de devoción, en las que no tenemos sino faltas veniales, convendría destacar una falta que nos aflija realmente: una palabra dura, un gesto desagradable, un mal sentimiento, una mentira, una infidelidad, etc., y continuar con un acto de pesar por todas las demás faltas. La cualidad debe prevalecer siempre. LA
SATISFACCIÓN
Finalmente, el sacramento de la penitencia lleva consigo también, una satisfacción. a) En primer lugar, conviene que los fieles aprecien en su justo valor la pequeña penitencia sacramental que se les impone. Generalmente es benigna, más que una penitencia expiatoria, es una «indulgencia». Pero es eclesial y sacramental. Es un complemento del rito sagrado y por ello posee una nobleza peculiar. b) Por otra parte, para que haya «penitencia» quizá fuese conveniente evitar la uniformidad de las tres avemarias o de los cinco padrenuestros. Cada penitente tiene sus defectos y sus dificultades. Cada penitente podría cumplir una penitencia adaptada a sus faltas y a su situación: un acto de caridad hacia una determinada persona, un acto de justicia en una materia concreta, un juicio favorable con respecto a las personas a quienes hemos lesionado, una rectificación cuando hay mentira o fraude, etc. En este terreno podrían hacerse progresos. E incluso cuando se imponen como penitencia algunas oraciones, ¿por qué no tener en cuenta el nivel cultural de los fieles? A muchos de ellos, hoy, se les podría imponer la lectura de una parte del evangelio, o de una epístola, o unas páginas de una obra de espiritualidad. En esta materia, el sacerdote ha de hacer hoy un esfuerzo mayor que en otros tiempos. A. G. M a r t i m o r t , Salamanca; P . A n c i a u x , Nauwelaerts, Lovaina.
Los signos de la nueva alianza, Sigúeme, La tbéohgie du sacrement de la Pén'itence,
CUARTA
PARTE
MORAL Y VIRTUDES
CRISTIANAS
I
LA MORAL CRISTIANA
1. LA VIDA MORAL DEL CRISTIANO ACTOS HUMANOS
El acto que santifica, evidentemente no puede ser más que un acto «humano» y «moral» en el sentido estricto de estas palabras. La digestión, como acto biológico, no es «santifica dora». ¿Qué se entiende exactamente por acto «humano» y de dónde proviene su valor? a) Los actos humanos son aquellos que el hombre domina, por la conciencia y la libertad. En la medida en que ciertos actos están sometidos a determinismo y no dependen en modo alguno de la libertad del hombre, no puede hablarse de «moralidad». Estos actos caen fuera del campo de la moralidad: no afectan para nada al plano de la santificación. Quizá no sea inútil recordar este aspecto de la santificación cristiana. No es común que los fieles estén perfectamente formados en esta materia, Su modo de enfocar la moral cristiana y la moral a secas, resulta a veces un tanto simple e inexacto. Hacen una lista de actos buenos y otra de actos malos, sin tener en cuenta la dosis de conciencia y de libertad que haya en estos actos. Consideran normalmente buenos los anotados en la primera lista y, los de la segunda, normalmente malos. Moral imperfecta, que identifica la «vida moral» con ciertos gestos o actuaciones. Moral empequeñecida, que olvida la verdadera «moralidad» y se contenta con el cumplimiento «más o menos humano» de algunas obligaciones. El acto que cuenta en una vida moral y santa es, pues, el acto libre. Es libre aquel acto del que el hombre se siente dueño. Hemos de librarnos de una vez para siempre de una concepción tribial de la libertad. La libertad, suele decirse, es hacer «lo que quiero y tal como lo quiero». Se puede entender así la libertad. Pero no aquí, ni en las obras de moral que estudian la vida humana. Libertad es, para nosotros, la facultad de decidirse,
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La moral cristiana
Moral y virtudes cristianas
de determinarse. El hombre libre sabe y siente que es verdaderamente dueño de sus actos. Se siente capaz de asumir una responsabilidad. Tiene conciencia de poder obrar o no, según decida. El hombre advierte la grandeza inaudita y casi sobrehumana de tal facultad. ¿Hay cosa más «divina», podríamos decir, que un acto «libre»? Esta libertad se ve afectada por innumerables factores. Cada uno de ellos puede aumentar o disminuir la libertad radical e influenciar así nuestro celo interior. Más adelante volveremos sobre ello. Nuestra libertad es, en suma, una libertad «humana» b) El único acto verdaderamente provechoso es aquel que se halla en perfecta conformidad con la ley divina y mi destino personal. Todos los demás impiden el verdadero desarrollo, contradicen el destino personal y perjudican la auténtica proyección de nuestra vida. Nuestro modo de obrar debe ser no solamente «libre» sino bien orientado, conforme a la ley de Dios y a nuestro destino personal. Esta orientación ha de ser objeto de juicio, de reflexión, de meditación. Hemos de conocer nuestro destino, los medios idóneos para alcanzarlo. Como el artista ha de representarse lo que quiere tallar en un bloque de mármol y conocer los mejores instrumentos utilizables para su propósito. Ahora bien, no siempre es fácil determinar exactamente la naturaleza de este destino y de esta vocación personales. No siempre es fácil descubrir, entre todos los medios de santificación que la Iglesia propone a los bautizados, los que mejor convienen a nuestro temperamento, a nuestra condición en la vida. Tenemos aquí una amplia materia de estudio, de reflexión, de concreción. Nuestra condición es aún más compleja que la del artista. Éste ha fijado su ideal; una vez determinado, ya no cambia. Para nosotros, el ideal de santificación está siempre en crecimiento. Evoluciona hacia un grado superior. Hemos de responder cada vez con más perfección a una voluntad divina cuyos designios no siempre se nos manifiestan con claridad. Hemos de realizar una imagen cada día más perfecta de la santidad cristiana. Así pues, ¿cuál es la línea de desarrollo de este ideal en crecimiento? ¿Cuáles son los nuevos medios utilizados en tal crecimiento? ¿Cómo podríamos responder a estas preguntas sin una seria reflexión, sin una preparación? El cristiano debe permanecer en estado de alerta. No puede contentarse con una elección definitiva. Su vida evoluciona, ya para mejorar ya para empeorar. Para decirlo de un modo total, el cristiano «vive»; pero eseremos capaces de apreciar todo el peso de la palabra «vivir»?
MORAL TOTAL Y
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PERSONAL
La moral apunta ante todo a una orientación profunda de la vida, a fin de ponerla de acuerdo con esta vocación personal, con la voluntad de Dios. a] Orientación profunda de toda una vida y no solamente concreción ocasional en ciertos actos. Toda nuestra existencia debe estar bajo el control de una norma de conducta determinada. Toda la vida, todas sus situaciones deben estar orientadas según Dios y según el Señor. Los fieles que deseen crecer en santidad deben evitar los cortes, las clasificaciones, los fraccionamientos. Errarían al reducir la moral cristiana a tales o cuales actos. Y percibirán por el contrario toda la grandeza y también las exigencias de una vida dominada por la voluntad de orientarse por entero conforme al Señor. b) Vocación personal. Por ella entendemos la voluntad de Dios tal como se expresa en la naturaleza humana de una persona determinada y con arreglo a la condición de esta persona en la vida. La vocación- salvaguarda o, mejor dicho, consuma la verdadera originalidad que, a los ojos de Dios, posee toda criatura. Si yo hablo de que una violeta se abre a la luz, entiendo tal apertura como el desarrollo de la violeta en cuanto ser vivo, planta, dicotiledónea, es decir, el desarrollo de la violeta como tal. Si hablo de la santificación de Pedro o de Juan, con ello quiero decir su santificación como hombre, como seglar, como Pedro o Juan. La frase «vocación personal» resume todos los elementos esenciales. La santidad es ia conformidad de toda una vida con la vocación personal. Por eso, si bien es interesante considerar lo que hacen los demás con vistas a una sana emulación, sería una insensatez tratar de imitarles por completo. Cada flor debe ser con perfección «ella misma»: su ser pleno y acabado lo encuentra en la perfecta ordenación de todos sus actos a su destino providencial. Asimismo cada persona, con su destino concreto, sus cualidades concretas, su temperamento, su profesión, su vida teologal propia, ha de tender a desarrollarse totalmente. Es «moral» todo lo que es «conforme» a ese desarrollo pleno. Es «inmoral» todo lo que está en desacuerdo con él. MORAL POSITIVA Y
DINÁMICA
a) Efectivamente, una verdadera moral debe orientarnos positivamente hacia ei bien. «La materia principal de la moral no son los pecados, ni siquiera la jerarquía de las obligaciones simplemente, es la marcha del hombre salvado y transformado
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Moral y virtudes cristianas
por la gracia, en la comunidad cristiana, hacia la unión definitiva con Dios en el plan divino definitivamente acabado. La moral cristiana no es una moral de mínimos, de fronteras entre el bien y el mal, es una moral de la perfección, una moral de la caridad que debe crecer sin límites». Indudablemente es indispensable, en la teoría y en la práctica, fijar la naturaleza y los límites del mal y del pecado; en este sentido nada puede añadirse ni quitarse a la teología. Pero ¿no es cierto que la idea de moral podría hacerse más «exaltante», más positiva, más centrada en el desarrollo de la persona humana, más preocupada por las virtudes y el crecimiento de la vida? «Moralizar» a alguien: sabemos lo que esto significa. «Seguir cursos de moral»: sabemos lo que puede esperarse de ellos. ¿No habría algún medio de transformar este modo de pensar? b) La moral es dinámica. Conforme crece el hombre en santidad, los medios de santificación habrán de ser más escogidos, más perfeccionados, más delicados, más finos. Porque lo que sirve para el desarrollo de un cristiano más o menos mediocre, no puede bastar a otro que se halle más avanzado en el camino de la santificación. Las exigencias de la moral crecen a medida que nos acercamos más a Dios. El principio sigue siendo válido: es «moral» lo que conviene a mi desarrollo conforme a Dios, y es «inmoral» lo que lo contrarresta. Pero lo que conviene a un santo es «más fuerte» que lo que conviene a un principiante. San Pablo hablaba ya de un alimento que los corintios no podían soportar. Por tanto la moral de cada cual es dinámica, creciente. Lo que ayer era bueno, por estar conforme con mi estado de ayer, no es hoy suficientemente «bueno», dados los progresos registrados entre ayer y hoy. Es lo que sucede con algunos ejercicios de gimnasia, que resultan demasiado sencillos para un atleta que está más adelantado: hay que hacer ejercicios cada día más «duros», y son éstos los únicos capaces de ponernos en disposición de recibir un don divino superior. Estamos muy lejos de los catálogos de virtudes o de faltas hechos de una vez para siempre. La vida moral crece constante ^ mente, como la agilidad del atleta. ¿Puede concebirse un atleta que hiciese una lista definitiva de ejercicios buenos y malos? Lo mismo sucede con la moral, y por tanto con la santidad. El cristiano está siempre «en ruta», «en marcha», hacia un más y un mejor. Y debe hacerse de la moral y de la santificación una idea «dinámica». El ejemplo de la vida y de los ejercicios físicos podrá ser una buena ayuda para él. La comparación es de san Pablo.
La moral cristiana MORAL
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CRISTIANA
La moral cristiana no es sólo una especie de moral natural vivida «para» Cristo o «por» cristianos. Consiste en vivir como Él porque estamos en Él. En obrar como Él porque estamos enraizados ontológicamente en Él. Por ello puede hablarse en sentido riguroso de moral «cristiana», de santidad «cristiana», de virtudes «cristianas», de sacramentos «cristianos». Los mandamientos nos ayudan a asemejarnos al modelo auténtico del hombre perfecto, Cristo Jesús. Las virtudes nos disponen interiormente a su imagen, para que nos inclinemos a obrar bien en todo. Los siete sacramentos nos unen a Él en su culto. ¿Cómo iba a ser de otro modo, puesto que Cristo es la fuente, el modelo y el fin de todo acto virtuoso y de toda actividad ritual sacramental? a) Cristo es la fuente de toda la moral, de toda la santidad cristiana. Es el origen de todo don y de toda gracia. «Sin mí, nada podéis hacer.» Es la fuente del elemento infuso de toda virtud; no es necesario decirlo, puesto que este elemento es puro don. Es la fuente del elemento adquirido de nuestras virtudes, en el sentido de que nos ayuda por su gracia, sus luces, sus sugestiones, sus ejemplos. Cristo es la vid y nosotros los sarmientos: toda nuestra vida la recibimos de la savia divina. Cristo es la cabeza de un cuerpo cuyos miembros somos nosotros. Cristo es el alfa, el principio. Es la gracia por excelencia y «de su plenitud todos hemos recibido» (Jn. 1, 16). «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn. 15, 5). b) Cristo es también el modelo de la espiritualidad y de la santidad cristianas. «Os he dado ejemplo», dice a los apóstoles durante la sagrada cena, para que también vosotros obréis como yo. Cristo se ha presentado ante nosotros para hacernos ver en su naturaleza humana la perfección invisible de Dios. Así, para ser perfectos como el Padre celestial es perfecto, no tenemos más que contemplar e imitar al Hijo. En Él veremos lo que significa, para una humanidad, la santidad invisible de Dios. Ejemplo intuitivo. Sin el ejemplo concreto del Verbo hecho carne hubiéramos podido extraviarnos fácilmente. ¿Cómo hubiésemos «imaginado» la caridad de Dios? Quizá de una manera cerebral; siendo así que el Señor se mostró siempre tan bueno y acogedor. Quizá de un modo un tanto altanero y alejado de los pecadores, mientras que Jesús habló y comió con ellos; y se le reprochó. De una manera demasiado intelectualista o demasiado pragmática. El Señor nos ha dado una
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La moral cristiana
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doctrina de salvación y un ejemplo de sacrificio hasta la muerte por sus amigos. Lo mismo puede decirse de todas las virtudes,, de la fe, la esperanza, la paciencia y la justicia, la templanza y la sociabilidad. Los hombres, en la persona de los apóstoles, han tenido la dicha de ver, escuchar, tocar al Verbo de vida que descendió entre nosotros. Pero hay también otro modo más interno de comprender que Cristo es nuestro modelo. Modelo de nuestro comportamiento, Cristo nos «conforma» interior y sicológicamente a su imagen espiritual. Cada virtud es una disposición estable que nos «ajusta» en un sector u otro de la vida según las indicaciones del evangelio. Pero cada «ajuste» de este tipo, cada perfeccionamiento virtuoso nos acerca a Cristo; en el fondo, nos hace íntimamente semejantes a Él, que estaba perfectamente «encajado». Y así también nos asemejamos a Cristo por una semejanza sicológica y moral. Más exactamente: el Verbo encarnado es nuestro modelo, en virtud de nuestra participación ontológica en la vida divina, de nuestra «filiación» adoptiva. Y hay también una semejanza con la vida del Verbo de Dios. Y en el orden sacramental — como explicamos antes — el carácter nos asemeja al Verbo hecho carne al hacernos participar de su poder cultual. En suma, todos los elementos constitutivos de la moral y de la santidad cristiana nos «conforman» al Señor y nos asemejan a su imagen espiritual, interior. c) Unas palabras sobre la finalidad cristiana de toda moral y de toda santidad cristiana. Todo bautizado desea que crezca en él la «semejanza» radical que recibió en el bautismo, porque la comunidad cristiana entera está llamada a formar finalmente la Jerusalén celeste: La Iglesia se dirige a su «fin», hacia el término. Cada acto de virtud, cada acto sacramental está ordenado, en última instancia, a la constitución del orden cristiano definitivo: «para la perfección consumada de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del grupo de Cristo, hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, cual varones perfectos, a la medida de la medida de la plenitud de Cristo» (Ef. 4, 12-13). La moral cristiana no puede ser abstracta, puramente de principios. Nos ofrece una Persona para que la imitemos: Cristo. Es más que un sistema doctrinal; es imitación de un HombreDios. Es más que un imperativo que nos llega del exterior; es el desarrollo progresivo de la «semilla divina» depositada en nosotros por el Espíritu, como don de vida filial. Es más que una lista de prohibiciones; es una orientación de toda la vida hacia
un fin enormemente positivo: nuestra «conformación» Cristo.
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con
P í o X I I , La conciencia es un santuario... (23-3-1952), en «Ecclesia», 1 (1952), p. 371-373; S a n t o T o m á s , 1-2 q.6-21; ed. bilingüe, IV, BAC, Madrid; J . D u b o i s , los actos humanos, en Iniciación teológica, II, Herder, Barcelona, p. 91-142; B. H a r i n g , La ley de Cristo, I, Herder, Barcelona; J . L e c l e r c q , La enseñanza de la moral cristiana, Desclée de Broirwer, Bilbao.
2. FUENTES Y FACTORES DE MORALIDAD FUENTES DE
MORALIDAD
Quizá no sea inútil recordar aquí brevemente las «fuentes de la moralidad», es decir, los elementos que hemos de tener en cuenta porque constituyen el valor moral de un acto o de un modo de obrar. a) El primer elemento es el objeto mismo de una acción. Este objeto es lo que se alcanza directamente con un acto. Así el objeto del acto de justicia es «dar a alguien lo que es suyo»; el objeto del acto de religión, «rendir culto a Dios». Decir «objeto» no equivale a decir «algo material». El objeto va declarado en el verbo que lo expresa: comer, amar, alabar, ayudar. Como estamos en el terreno moral, se trata aquí del objeto tal como aparece a la conciencia y a mi apreciación de las cosas. Este es un primer elemento que interviene en el valor de mi acto. Para que un acto sea bueno es preciso que su objeto esté conforme a lo que requiere el desarrollo que me ha determinado la ley de Dios. bj Hemos de considerar también la intención que preside un acto. Este elemento es muy importante. La cualidad de la intención caracteriza especialmente al acto y le da su valor moral propio. Por ello, en toda vida moral sana, y por tanto, en la labor de santificación, la purificación de la intención adquiere gran importancia. Se trata de eliminar todo lo posible las intenciones menos buenas, interesadas, ambiguas, vulgares, inútiles, y asegurar a nuestros actos intenciones elevadas, desinteresadas, nobles, cristianas. Este ideal no se alcanza de una vez para siempre. Puede ser objeto de frecuentes rectificaciones. Cada cual notará perfectamente los adelantos en esta «purificación», es decir, en esta rectificación de las intenciones interiores, del «fin» que perseguimos.
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La moral cristiana
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c) Por último están las circunstancias que condicionan nuestros actos; ellas pueden también hacerlos buenos o malos. En primer lugar, la persona, el sujeto de la acción. Un sacerdote no puede obrar del mismo modo que un seglar. Un extraño no puede actuar con unos niños como lo haría su padre. Hay determinados actos que corresponden a la vida de uno y no de otro. En moral, algunas veces es imposible declarar que tal o cual cosa no es conveniente, sin añadir «para tal persona». Esta circunstancia es importante. El juicio que debo hacer sobre el valor de un acto depende a veces de lo que «yo» soy. Otra circunstancia, la cantidad. Hay muchas maneras de comer y de beber. En muchos casos este elemento es decisivo para la calificación moral de una acción. ¿Y la cualidad? Robar es malo; robar a un pobre es odioso. Robar el dinero «destinado a los pobres» es igualmente detestable. Son circunstancias, pero transforman notablemente un mismo acto, robar. ¿Y el lugar? Divertirse en una Iglesia es particularmente deplorable. ¿Y el cómo ? Se puede odiar con mayor o menor intensidad. Se puede cooperar a un robo más o menos directamente. Hay muchas maneras de obrar y de intervenir en lo bueno o lo malo. Por último están las personas que nos ven o nos ayudan, los que nos rodean, los iv^trumentos que utilizamos, los medios que empleamos. Estas circunstancias pueden ser determinantes del valor moral de un acto. FACTORES GENERALES La cualidad moral de nuestros actos depende también, en cierta medida, de diversos factores. a) El carácter y el temperamento. El temperamento y el carácter de un individuo juegan un importante papel en el conjunto de sus decisiones y de su comportamiento. Influyen sobre la cualidad «moral» de un acto, sobre su grado de conciencia, sobre su libertad. En la medida en que un hombre «posee» un temperamento concreto está «determinado» por él, de alguna manera. Podemos «liberarnos» de nosotros mismos y de nuestras más profundas tendencias, pero no podemos desembarazarnos definitiva y totalmente de ellas. Si rechazamos lo que es natural vuelve a nosotros con más fuerza. Esto es válido para todos los hombres en general. Se aplica especialmente en el caso de tendencias muy marcadas, de orden sicofisiológico. Son conocidas las consecuencias de las afecciones del hígado en la paciencia o en la cólera. Santo Tomás escribía que la estructura corporal dispone más o menos a los hombres a la práctica de tal o cual virtud; así tendrán unos disposición
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natural para la ciencia, otros para la templanza, otros para la fortaleza (1-2 q. 63 a. 1). Este pasaje de la Suma Teológica debería citarse entero. b) La herencia. Sería vano y ridículo ver en todo la influencia de lo hereditario. Pero se han podido constatar sus huellas en determinados medios y en las familias. La medicina conoce enfermedades que son casi con toda seguridad hereditarias. Los sicólogos actuales dan una importancia especial a la fase de existencia prenatal del ser humano. En todo esto hay que evitar dos exageraciones. Ver la herencia en todo y por tanto referir exclusivamente la responsabilidad de los actos buenos o malos de un individuo a la estructura orgánica de su cuerpo o a sus orígenes. O bien negarse a considerar seriamente la parte de influencia determinante que la herencia puede hacer pesar sobre la vida moral de un hombre. Las disposiciones hereditarias constituyen como propensiones naturales, tendencias innatas, cuya orientación afecta a todo el complejo de nuestros actos. Ahora bien, se heredan cosas buenas y malas. Una familia buena y sana durante generaciones, verá probablemente desarrollarse en ella hijos buenos y sanos, o por lo menos con más probabilidades que en un medio de tarados. Las excepciones no invalidan el alcance general de estas comprobaciones. Los actos «morales» pueden verse impedidos o facilitados. El crecimiento o la degeneración moral tienen una dirección, en cierta medida preformada ya desde el nacimiento. c) El medio educativo y social. La educación del sentido moral y de la responsabilidad, varía de una familia a otra, de un medio a otro. De ello resulta a veces una enorme diferencia en la madurez moral de ciertos adultos o de ciertos niños. El crecimiento y la regresión moral sufren las repercusiones de este factor. N o hemos de esperar, salvo excepción, una gran finura moral de los trogloditas, aunque la barbarie sea a veces más moral que la civilización. En cambio nos maravillamos de ver, en ciertos medios, la pequeña obra maestra que ha hecho una madre educando el sentido moral de sus hijos. No pueden dejarse a un lado estos factores. Con frecuencia son ellos, más que los libros y manuales, quienes engendran en nosotros cierta jerarquía de valores morales. Forman parte de las condiciones indispensables de la tarea de la santificación cristiana. LA IGNORANCIA La ignorancia desempeña una importante función en nuestra vida moral.
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La moral cristiana
Moral y virtudes cristianas
a) Los hombres son, con escasas excepciones, buenos moralistas, pero a su manera. Conocen, por supuesto, los diez mandamientos, pero los «entienden» a su modo. N o siempre advierten con claridad la malicia o el valor de un acto. No siempre tienen una idea exacta de la jerarquía de valores en el terreno del bien o del mal. Y además, no teniendo mucho tiempo para ocuparse detenidamente de los problemas de la moral, se construyen rápidamente un sistema de moral propio, según sus ideas, sus impresiones, sus experiencias y los elementos que recuerdan de su educación cristiana. De hecho, y reflexionando sobre ello, la existencia en todo hombre de un «pequeño sistema de moral» personal constituye un considerable problema. Porque en el juicio sobre el valor moral de una persona habrá de tenerse en cuenta el «pequeño sistema de moral», elaborado de un modo imperfecto, pero con bastante buena fe. De ello resultan una serie de errores en la apreciación de los hombres y de sus acciones. Es indispensable, pues, en el camino de la santidad, que procuremos enfocar rectamente nuestro «sistema de moral cristiana». Hemos de estudiar especialmente las «líneas fundamentales de la moral cristiana evangélica», buscar la doctrina exacta de Cristo sobre los mandamientos y las virtudes, determinar lo que pensaba Cristo de la importancia relativa de las diferentes virtudes, revisar y perfeccionar, por un contacto asiduo con las fuentes, nuestro sistema de moral. b] La ignorancia puede afectar también a un acto particular. Por ejemplo, con respecto al prójimo. Creemos estar bien informados cuando no lo estamos por completo. Estimamos tener buenas razones para interpretar sus intenciones y no estamos al corriente de un detalle que transforma notablemente la perspectiva de conjunto. Hablamos distraídamente delante de una persona que se servirá de lo que ha oído para perjudicar a otro. En suma, en todo acto humano, se nos pueden escapar muchos aspectos, tanto más cuanto que raras veces tenemos ocasión de informarnos exactamente y por completo. El ritmo de la vida no nos permite este lujo, reservado a los inspectores de policía y a los detectives, y tampoco ellos pueden saber siempre toda la verdad. Todo lo que acabamos de decir con respecto al prójimo puede aplicarse a todos los aspectos de la moral. Todo comportamiento moral corre el riesgo de ser más o menos perfecto, con mayor o menor responsabilidad. Para progresar en santidad hemos de esforzarnos, pues, en conocer bien todas las facetas de nuestra vida moral, a fin de no dar margen a la ignorancia o al azar.
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c) En este terreno hay que ser activo y sincero. No basta apelar a la ignorancia y excusarse. Existe ciertamente una ignorancia que se llama invencible-, puede darse incluso en la persona que hace todo lo posible por conocer su deber, utilizando los medios que tiene a su disposición y poniendo todo el cuidado que merecen las cosas serias del mismo orden. Exigir más sería hacer la vida imposible y dar paso a toda clase de escrúpulos: esto sería contrario a la propia moral. Pero existe también una ignorancia culpable. Es muy cómodo no saber nada cuando no se hace ningún esfuerzo por informarse normalmente. Es muy cómodo afectar ignorancia cuando nos damos cuenta en nuestro fuero interno de la decisión que hemos de tomar si queremos obrar lealmente. No está bien. Se trata de negligencia y de cobardía más que de ignorancia. Para crecer en santidad hemos de esforzarnos normal y seriamente, pero sin ansiedad ni angustia, por conocer los diferentes aspectos de nuestro deber. IOS HÁBITOS
Por último, ¿qué hemos de pensar de los hábitos en relación con la tarea y la obra de santificación, de progreso espiritual? a) La posibilidad de adquirir «hábitos» es un beneficio para nosotros.- nos hacemos inconscientes de un cierto número de actos — como «andar» — para permitir a nuestras facultades superiores que se ocupen en cosas más importantes, menos «utilitarias». Por otra parte nuestro comportamiento humano — aun en las actuaciones más importantes — está sometido en gran parte a la ley del hábito: nadie puede tener conciencia constantemente de todos sus pasos. Esto se comprueba tanto en el afecto filial como en los actos de culto. No hemos de deducir por ello que el ideal es vivir en la inconsciencia. Por el contrario, es extremadamente importante para la obra de la santificación, reducir los automatismos que no sean de tipo utilitario y avivar en nosotros la conciencia de lo que somos y de lo que hacemos. El hombre debe estar «en acto», en la medida de lo posible. Debe vivir consciente y libremente. No se trata de ser culto o erudito. Se puede tener, sin cultura, una elevada conciencia en el orden de la mora! y de la santidad. Ambas, que son dinamismo y empuje, están en el extremo opuesto de lo que hay de formalista, de congelado, de sin sentido en los hábitos. b) Cuando analizamos detalladamente nuestra vida, constatamos que hemos adquirido una serie de hábitos, buenos o malos, que podrían ser objeto de una pequeña encuesta.
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Una persona tiene el hábito de madrugar y de ir a misa todos los días, lo que para otra sería un esfuerzo sobrehumano. Un obrero jura sin darse cuenta, mientras que tales expresiones no salen nunca de labios de un amigo suyo. Hay que analizar esta situación. Los hábitos perjudiciales pueden ser objeto de una consideración especial, si es necesario. Los hábitos buenos deben «reanimarse» de vez en cuando, para que no caigan en el formalismo, en las prácticas externas exclusivamente. Y lo que todavía no se ha convertido en hábito debe ser objeto de nuestra atención constante, para que, poco a poco, llegue a ser como una «segunda naturaleza». c) Adquirir un hábito, y ¿cómo? La respuesta usual es que el hábito se adquiere mediante una repetición de actos. Esto es cierto, pero no del todo. La vida de los alumnos en nuestros colegios nos muestra que la repetición de ciertos actos, incluso de buen grado, durante todo un curso, no deja en ellos más que una huella muy leve que no puede llamarse hábito. Las oraciones rezadas por muchos colegiales durante todo el curso son totalmente abandonadas durante las vacaciones. Desde luego es necesaria una repetición de actos; pero es necesaria también una finalidad, una perspectiva que nos atraiga, un tipo de perfección a realizar, un ideal que fascine el espíritu, reavive la voluntad, reanime el entusiasmo. Este ideal, estas convicciones profundas son condición indispensable para la formación de hábitos. Y quizá fuese mejor, en lugar de hablar simplemente de «formación de hábitos», hablar de la «realización de un ideal dentro de hábitos sólidos». d) Pero, hacen notar algunos, si adquirimos firmes hábitos de santidad estaremos más sólidamente establecidos en la virtud, y la santidad será menos difícil; por lo tanto tendremos menos méritos. Entonces, ¿por qué no concluir que es indispensable para una vida en «crecimiento» pecar con frecuencia para evitar la formación de hábitos de santidad? Se advierte que hay aquí un error. Ciertamente los hábitos disminuyen ¡as dificultades. El santo hace oración con más facilidad que nosotros, y la caridad le resulta más sencilla que a nosotros. Pero su vida toda se sitúa en una santidad muy elevada, y es ésta la norma primera del mérito. El mérito se mide por nuestro estado de gracia. Cuanto más alto es el nivel de la gracia, tanto más alto es el valor sobrenatural —• «meritorio» — de nuestros actos,, cualesquiera que sean. El acto más pequeño del Dios-Hombre poseía un valor sin límites. El menor acto de los «santos» tiene una densidad sobrenatural muy superior a la de nuestros actos «difíciles», en virtud del «nivel» de vida sobrenatural del que
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los realiza. Cometemos, pues, un error al valorar el «mérito», por encima de todo, en función de la dificultad de nuestros actos. Olvidamos que nuestro valor sobrenatural es esencialmente un don de Dios, y que nuestra grandeza sobrenatural es esencialmente una grandeza recibida. LA MORAL DE SITUACIÓN Al tratar de todos los factores subjetivos que condicionan la vida moral, no hemos de olvidar el valor normativo de las leyes objetivas que regulan nuestra existencia. Los tratados más conocidos de la teología clásica han afirmado siempre que la norma próxima de nuestra vida moral es el juicio práctico que formulamos nosotros mismos. Y la moral tradicional ha consagrado siempre un capítulo a las fuentes de la moralidad, entre las cuales se cuentan las circunstancias, subsidiaria pero real y eficazmente. Ahora bien, estas circunstancias reflejan bastante bien la «condición humana». Pero si bien hay numerosos cristianos «medios» que van retrasados con respecto a este punto de vista, otros, recientemente, han exagerado el papel de la condición humana, dentro de un sistema comúnmente llamado «moral de situación». «Los autores que siguen este sistema afirman que la decisiva y última norma de obrar no es el orden objetivo recto, determinado por la ley natural y conocido con certeza por la misma, sino cierto juicio íntimo y luz peculiar de la mente de cada individuo, pero cuyo medio viene él a conocer, en cada situación concreta, lo que ha de hacer. Por tanto, la última decisión del hombre, según ellos, no depende, como lo enseña la ética objetiva en los autores más eminentes, de la aplicación de la ley objetiva a cada caso particular, atendidas y ponderadas las peculiares circunstancias de la «situación» según las reglas de la prudencia, sino de aquel inmediato e interno juicio. Tal juicio, al menos en muchos casos, no se regula por ninguna norma objetiva extrínseca al hombre e independiente de su persuasión subjetiva, sino que se basta plenamente a sí mismo» (instrucción del santo Oficio sobre la «moral de situación»). P í o X I I , los límites morales de los médicos..., en «Ecclesia», 2 (1952), p. 341-345; Santo Oficio, Instrucción sobre la moral de situación, en «Ecclesia», 1 (1956), p. 418; A . P i é , Iniciación teológica, II, Hender, Barcelona, p. 145-171; X X X , El culpable ¿es un enfermo o un pecador?, Desclée de Brouwer, Bilbao; J . F u c h s , Morale tbéolocjicjue et morale de situation, en «Nouv. Rev. Th.», 76 (1954), p. 1.073-1.085; 78 (1956), p. 798-8-18. •
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3. ACCIÓN DIVINA Y ACCIÓN HUMANA ACTO DE DIOS Y ACTO DEL HOMBRE
a) La obra de santificación comporta algunos aspectos paradójicos. Ningún acto puede afectarme, engrandecerme o rebajarme, santificarme o degradarme, si no es verdaderamente mió. Por otra parte, la santidad, por ser sustancialmente de orden sobrenatural y trascendente, debe ser y sólo puede ser divina. Si no es así, no hay santidad, al menos no hay santidad cristiana. La sagrada Escritura nos lo recuerda. Sin mí, nada podéis hacer. Sois servidores inútiles. Es Dios quien da el aumento en gracia. Pero también nos dice: A cada cual se dará según sus obras. Siervo bueno y fiel, por haber sido fiel en lo poco te constituiré sobre lo mucho. La «parte» de Dios es absoluta, esencial. La gloria del «santo», en el cielo, en la resurrección, toda la gloria que transfigura su alma y por repercusión su cuerpo, haciéndole espiritual (1 Cor. 15), es sobrenatural; no puede ser sino don de Dios. Todos los actos de bienaventuranza de los elegidos están «amasados», animados, vivificados y transfigurados por el don inmenso de la vida divina. Don esencial, cuya grandeza y riqueza hemos de medir. Porque se nos ofrece ya en la tierra. Nuestros actos son perfectamente cristianos, sobrenaturales o meritorios, porque están animados y vivificados, invisible y misteriosamente, por el Espíritu de Dios. Nuestra vida definitiva ha comenzado ya. Existe una continuidad entre la vida de los santos o elegidos en el cielo y la que vivieron como fieles y peregrinos en la tierra. Pero la «parte» del hombre está también determinada. El acto que santifica es mío, real y auténticamente. Soy yo el recompensado por toda la eternidad; soy yo quien recibe el castigo eternamente. Dios no nos santifica sin nosotros. No nos da su gracia si no nos abrimos a ella; no nos la conserva si no vivimos dentro del orden que exige su llamada. b) ¿Cuál es la relación existente entre estas dos actividades. entre la parte que corresponde a Dios y la que toca al hombre? Se ha discutido sobre esto desde hace siglos y unas cuantas líneas no bastan para dar la solución al problema. Podemos situarnos en diferentes ángulos de visión, todos legítimos; y desde cada uno de ellos la respuesta formulada acusará ligeras diferencias.
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En cierto sentido es verdad que la parte del hombre es condición de la santificación. Dios no concede la gracia de la santidad, normalmente, sin que el hombre se prepare a ello y se abra a la gracia, no solamente en apariencia, sino en todas las dimensiones de su existencia concreta. Desde el punto de vista de la obra santificadora, la parte que corresponde al hombre es como la materia que Dios anima, vivifica, transfigura. Es algo más que un simple acondicionamiento. La «materia» de un acto forma parte integrante de éste; los escolásticos hablarían de «causa material». La condición permanece extrínseca, Así, pues, cuanto más densa es la materia humana presentada a Dios mayor será la obra de santificación. Un objeto de gran tamaño recibe del sol más iluminación que una migaja. Desde el ángulo de la persona que se santifica, hay más. Cuando se dice que un «santo» no discute, no odia, no hiere a nadie, permanece casto o se molesta en ayudar a los demás, pensamos en una serie de conductas que no son «sobrenaturales» o trascendentes, sino naturales, terrenas, sociales. Ahora bien, estas conductas son esenciales al santo cristiano. Éste, esencialmente, participa de la santidad sustancial de Dios y, también esencialmente, refleja esta santidad en su comportamiento sicológico y físico. Estos dos aspectos son «constitutivos esenciales», aunque de diferente naturaleza y cualidad. A la manera como son esenciales al hombre dos principios — alma y cuerpo — de distinta naturaleza y de desigual importancia. Al fijar el sentido de nuestra intervención personal no se disminuye en nada la aportación inaudita e inapreciable de Dios a la obra de nuestra santificación. EL MÉRITO
a) El Señor dará a cada cual según sus obras. La revelación cristiana nos habla de una sanción diferente para los buenos y para los malos. San Pablo nos habla de recompensa y premio (1 Cor, 3, 8 y 14). Pone en relación la recompensa con el trabajo (1 Cor. 3, 8). Nos enseña que el sufrimiento soportado por Dios nos prepara un incalculable grado de gloria eterna, mientras que la injusticia recibe su castigo (2 Cor. 4, 17; Col. 3, 25). La doctrina del mérito está, pues, profundamente enraizada en el mensaje cristiano. Indudablemente, el término «mérito» no es bíblico. Es Tertuliano, quien, si no lo crea, al menos lo utiliza por primera vez. Tertuliano lo emplea con naturalidad para expresar el título
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subjetivo que motiva por nuestra parte la diversidad de las sanciones divinas. N o obstante, «todos los historiadores están de acuerdo en destacar el espíritu jurídico que inspira la teología de Tertuliano y que su lenguaje refleja... El derecho a la remuneración se traduce para Tertuliano en categorías jurídicas, casi comerciales» ( J . R i v i e r e , Mérite, en D T C , 10, 620-621). Es conveniente abstraer el término «mérito» de este «contexto jurídico y comercial». La idea de mérito es delicada. Nuestras obras santas, aun considerando que están enriquecidas por la gracia, no pueden llamarse, en rigor y absolutamente, meritorias; merecen secundum d¡uid, escribe santo Tomás (1-2 q. 114 a. 1); no crean entre Dios y nosotros el orden de la estricta justicia; efectivamente, ¿puede debernos, en rigor, cosa alguna, Aquel de quien hemos recibido, como puro beneficio, la facultad de hacerle deudor con relación a nosotros? En resumen, «el justo no merece, en sentido estricto: la relación entre la gracia y la gloria, bien entendida, no se deja reducir a simples categorías jurídicas; hablemos más bien de una ordenación divina interior a las cosas, de un comienzo real, de un verdadero devenir del cielo, de su lenta maduración en el alma del justo y partiendo también... de una exigencia ontológica de su realización» (L . M a 1 e v e z , en «Eph. Th. Lov.», 18 [1942], p. 71). El germen de gloria depositado en nosotros tiende a un desarrollo total y pleno: ésta es la base de la doctrina del mérito. Nunca debería hablarse del mérito sin releer atentamente a santo Tomás (1-2 q. 114 a. 1-3). b) Por lo que se refiere a la práctica, recordemos en primer lugar que Cristo y san Pablo no excluyen de las perspectivas de la fe cristiana el temor al infierno y la esperanza del cielo. Estos móviles son buenos, a veces pueden ser indispensables. Pero no son los mejores ni los principales. La revelación evoca el cielo y el infierno especialmente por su significación dogmática, y no solamente como sanción de nuestras obras. Cuando aparecen como móviles de la esperanza y del temor lo son de modo subsidiario, tienen un papel de añadidura. Toda la vida moral, por otra parte, se nos ofrece, no como un «medio» para llegar al cielo, sino como una «consecuencia» de la salvación recibida de Dios. Más aún, a medida que el cristiano crece en la gracia divina y se acerca más a Cristo, participa más en el total desinterés del Señor, se une más intensamente a la pura liberalidad de la providencia. De tal modo que, en la cima de la santidad, la perfección del ágape se une a la pura gratuidad. Este es el cristianismo.
c) Hemos de evitar, pues, ciertos errores. Algunos cristianos, en su manera de hablar de los «méritos», muestran tener una idea de la vida sobrenatural demasiado cuantitativa, matemática casi. Ahora bien, la «vida» sobrenatural es esencialmente cualitativa y dinámica. N o se trata de «acumular méritos», sino de recibir de Dios una participación más perfecta en su vida. Sería necesario acentuar este aspecto cualitativo de la vida divina en nosotros, en lugar de quedarnos en un modo de pensar y de hablar meramente cuantitativo. La preocupación por una espiritualidad «cualitativa» redundaría en provecho de nuestra vida cristiana. Además, los cristianos deben tener presente que nuestro tiempo gusta de la idea de actividad gratuita, «no remunerada». Hace treinta años, suele decirse, las gentes eran más abnegadas, pero muchas veces se tenía demasiado en cuenta el «rendimiento» de esta abnegación en el cielo. Actualmente algunas personas no cristianas son capaces de obrar desinteresadamente, sin provecho personal. Sería desastroso que una imagen inexacta de la doctrina del mérito les diese de rechazo una imagen inexacta y «comercial» de toda la espiritualidad cristiana.
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M . F . B e r r o u a r d , he mérite et les epitres de St. Paul, en «Istina» J . R i vi e r e , Mérite, en DTC, 10, Désinteréssement, en D. Sp., 3, 550-591; grandeur de l'histoire, en «Eph. Th. Lov.»,
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dans les évangiles synopticfues (1956), p. 191-209, 313-332; 574-785; E. B o u l a r a n d , L . M a 1 e v e z , Misére et 18 (1942), p. 65-90.
4. EL «MEDIO» DE SANTIFICACIÓN
Dios es la fuente de toda santidad. Sin embargo, no nos santifica si nosotros no queremos, ya que el pecado consiste en rechazar su benevolencia. Por tanto, espera de nosotros un acto de aceptación, de conformidad; un acto humano en el que quisiéramos detenernos un instante. Un acto humano, en cada momento, es todo lo que poseemos para «crecer en santidad». Por este acto y en este acto, en cada instante, nos «hacemos» más o menos santos o más o menos malos. Todo acto, en sí mismo, me engrandece o me rebaja. Todo acto me transforma, necesariamente. El acto bueno y sobrenatural es, pues, el «medio» por excelencia para crecer en santidad. ¿Quiere esto decir que en nosotros todo es «interesado», como concluyen algunos, para probar que el des-
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interés es mera ilusión? Una cosa es la resultante de todo acto sobre el que lo realiza y otra muy distinta la búsqueda operante de un interés personal o colectivo. El «desinterés» auténtico no puede sino «engrandecerme» también de una manera auténtica. No hay aquí ninguna contradicción.
«medio» de amar es hacer un acto de amor. El único medio de esperar es hacer un acto de esperanza: Señor, espero en ti. Son valores reales en sí mismos; son el ejercicio de la vida teologal. b) Lo que acabamos de decir es fundamental. La caridad, suele decirse, es la meta, el fin. Para alcanzar este fin hay que elegir los mejores medios. Estos medios son los consejos y los preceptos. Bien. Puede defenderse esta posición. Pero no hace justicia, como es debido, con la energía necesaria, a la primacía absoluta de los actos — interiores y exteriores — de esta caridad. Cristo no ha dicho simplemente: La caridad es la meta, el fin-, buscad los medios para alcanzarlo. Él ha dicho: Amad a Dios y a vuestro prójimo. Estos son los dos mandamientos que encierran a todos los demás. Esto es lo que debe tener la primacía en el espíritu de todos los cristianos, cualquiera que sea su condición. La cuestión primordial del cristianismo es que todos los bautizados vivan plenamente y practiquen la caridad teologal.
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LA CARIDAD ES EL «MEDIO» DE SANTIFICACIÓN Así, la afirmación de que la caridad es el «medio de santificación» es exacta. En efecto, ¿cuál es el «mandamiento» por excelencia? Amar a Dios en sí mismo, por una parte, y por otra al prójimo. Hallamos los dos niveles: vida teologal auténtica, que hay que vivir en sí misma y para sí misma; vocación temporal en el orden cristiano del mundo. Por vida teologal entendemos, repitámoslo, toda la gama de actos que afectan directamente a la vitalidad de nuestra participación en la vida misma de Dios: amor, reconocimiento, unión consciente, esperanza, fe, remordimientos, etc. Por vida temporal entendemos el conjunto de actos que afectan a nuestra tarea temporal social, cultural, familiar, eclesiástica, etc. Así vivida, en todas sus dimensiones, la caridad es «santidad'». ¿Qué más podríamos hacer? a) La caridad teologal, decíamos, posee sus actos propios, respecto a Dios y sus actos propios respecto al prójimo y a sí mismo. Esto puede parecer bastante banal y evidente; y sin embargo creemos que debemos insistir en ello. La caridad tiene sus actos, y si los realizamos a la perfección, somos santos. Una persona que pasase su vida realizando estos actos de vida teologal y desplegándolos en un enriquecimiento maravilloso de vitalidad interior sobrenatural, y que, al propio tiempo, se pusiera al servicio de los demás en toda la gama de actividades sociales, familiares, profesionales, cívicas, etc., que caen dentro del campo de su vocación temporal, ¿cómo no iba a ser «santo»? El repertorio de estos actos de caridad recubre enteramente todo el horizonte de la vida del cristiano. La caridad lo es todo en la santidad. En ella se encierra toda la Ley. Es completa y acabada. Puede constituir una vía sencilla de perfección, a condición de que se comprenda en todas sus dimensiones. Pero, ¿cuáles son estas dimensiones? La caridad para con Dios y para con el prójimo poseen ambas sus actos interiores y exteriores. Actos que la teología moral llama «elícitos», en el sentido de que son resultado de la propia vida teologal, por oposición a los actos «imperados», que son producidos por otras virtudes, como por ejemplo, la justicia, si bien, en definitiva están sometidos a la caridad. Los actos «elícitos» de la vida teologal son la inmediata expresión de la vida cristiana. El único
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MÉTODOS DE VIDA ESPIRITUAL En este sentido y así entendidos, ciertos «métodos de vida espiritual» resultan perfectos y sencillos a la vez; así, la santificación del momento presente, el deber de estado, la conformidad con la voluntad de Dios, el santo abandono. a) Algunos fieles simplifican sus esfuerzos de progreso y hablan de la santificación del momento presente. Y es una gran verdad. ¿Qué poseemos en efecto, sino el momento presente? Este momento es el acto santificador del que hablábamos anteriormente. Asegurar la santificación del momento presente es asegurar la santidad. A estos fieles bastará recordarles que para ser santo y santificador, este momento presente implica un fervor teologal siempre renovado, unido a un cumplimiento exacto de la misión temporal que nos ha sido adjudicada. b) Muy parecida a ésta es la doctrina de la santificación por el deber de estado. El «momento presente» aparece como «deber que nos viene de Dios». Es muy conveniente para los fieles atenerse a este ideal, extremadamente exigente. Realizado a la perfección, conduce a una santidad auténtica, quizá un tanto fría. Suele entenderse este «deber de estado» como la realización puntual y perfecta de la vocación temporal y terrena. Ahora bien, como hemos hecho notar antes, este deber de estado temporal ha de ir acompañado de otro «deber de estado», de orden sobrenatural, a saber, la vida teologal. Lo que nos santifica es el conjunto de este doble deber de estado. Sólo así podrá hablarse de santificación por el deber de estado.
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c) Igualmente sólida y exigente es la santificación por conformidad con la voluntad de Dios. «Toda la pretensión de quien comienza oración — dice santa Teresa de Jesús — (y no se os olvide esto, que importa mucho), ha de ser trabajar y determinarse y disponerse, con cuantas diligencias pueda, a hacer conformar su voluntad con la de Dios; y... estad muy ciertas que en esto consiste toda la mayor perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual» (El castillo interior, Moradas, II, 1, 8). Dios nos da a conocer su voluntad, en primer lugar por medio de normas y doctrinas bien claras y definidas para todos: los mandamientos de Dios y de la Iglesia, la doctrina revelada, los compromisos personales, las inspiraciones individuales claras, en suma, todo lo que habitualmente se llama «voluntad de signo». Dios nos da también a conocer su voluntad por medio de los acontecimientos que nos envía: es lo que se llama «voluntad de beneplácito». No podemos extendernos aquí sobre este método extraordinariamente seguro: deben leerse las excelentes páginas que le consagran los autores espirituales, especialmente san Francisco de Sales (Tratado de amor de Dios, 1. 8). d) Por último, con un matiz de crescendo, señalemos el método del santo abandono. Este método implica dos elementos fundamentales. En primer lugar una perfecta independencia de todo lo creado, en atención a la soberanía absoluta de la voluntad divina. A esto se llama «santa indiferencia»; pero el término «indiferencia» expresa la singular energía de una voluntad que, dueña por entero de sí misma, en la plenitud de su libre arbitrio, reúne todas sus fuerzas para concentrarlas en Dios y su santa voluntad, y con esta intención, no se deja emocionar por criatura alguna, por cautivadora o repugnante que sea. La indiferencia no es, pues, inercia o apatía. Segundo elemento: una entrega total y amorosa de nuestra voluntad en manos de la providencia. El fiel se halla habitualmente en un estado de espera serena de la voluntad de Dios, y cuando ésta se hace manifiesta, reacciona con un consentimiento filial, con una gozosa aquiescencia.
tuyen una vida, importa elegir ciertos «medios». Aquí el término «medios», en plural, designa todo lo que puede ser útil para asegurar una vida ascendente. Estos medios son — cito sin orden — la Biblia y los libros de doctrina espiritual, la vida común, la dirección espiritual, la recepción de sacramentos, los ejercicios, las obras de beneficencia, etc. Irhporta distinguir con precisión el «medio» en el sentido radical del término, y los «medios», que son instrumentos, más o menos perfectos, al servicio del medio primero y absoluto. Existe el peligro de confundir los medios con el medio. Algunos cristianos desplazan ligeramente el punto de aplicación de sus esfuerzos. Estiman que han realizado lo máximo cuando han practicado la serie de medios propuestos como aptos para santificar, cuando lo que deberían preguntarse en última instancia es si estos medios les llevan de hecho a «amar con más fervor» a Dios y al prójimo. Si no es así, estos medios pierden su significación primera. Así puede suceder, aun siendo medios excelentes; una pobreza real que hiciese desagradable a la persona que la practica o un celibato que llevase a la neurastenia pierden gran parte de su significación real; porque todo es «para la caridad». Con mayor razón existen medios más comunes, como las devociones, peregrinaciones, etc. No han de rechazarse estos medios; más vale una pequeña influencia que nada. Lo mejor puede ser, también aquí, enemigo del bien. Y antes de «liquidar» un medio que parezca ineficaz, hay que considerarlo atentamente. b) Estos medios, de los que hablaremos detalladamente a lo largo de este libro, se llaman «medios generales» de santidad. Como no existe sino una y única santidad cristiana, los «medios generales» son exactamente los mismos para todos, sacerdotes o seglares, padres de familia o monjes. Ser santo, para el sacerdote, el monje o el seglar es vivir plenamente la gracia divina. Es parecerse a Cristo, es conformarse a la santidad esencial de un mismo Padre, gracias a la obra de un solo y mismo Espíritu. La santidad cristiana exige necesariamente a todos una vida de oración, una cierta dosis de mortificación, la práctica asidua del deber de estado, la recepción de sacramentos, la lectura de autores y maestros de espiritualidad, etc. En este terreno, en el plano de los medios generales, no pueden hacerse distinciones entre clases o grupos. También errarían los fieles si pensasen que la meditación no es para ellos, bajo pretexto de que los sacerdotes y los religiosos meditan. Los fieles y el clero secular errarían si estimasen que los «consejos» no son para ellos, por ser «patri-
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«.MEDIO» Y «MEDIOS» a) El medio de santificación, en sentido radical y primario. es un acto perfecto realizado por una persona determinada en unas circunstancias de vida determinadas. El medio de santidad es, en lo esencial, todo acto heroico de virtud realizado por cada cual según su vocación. Pero para asegurar la existencia de este acto o, más bien, de la sucesión de actos que consti-
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monio» de los estados de perfección. Esto es confundir los «medios generales» de santidad con «una aplicación concreta» a un estado de vida determinado. Cada cual, como veremos, ha de hacerse, necesariamente, un régimen de medios de santidad, según su estado de vida. Estos «medios generales» de origen evangélico o eclesiástico, se proponen a todos los fieles y todos deben hacerlos suyos. Existe un modo ambiguo de hablar de las «buenas obras» y de las «obras de supererogación»: oración, ayuno, limosna. Muchos fieles consideran que estas obras están «reservadas» a quienes tienen «tiempo para entregarse a largas oraciones», «dinero para hacer limosnas», «ocasión de acudir a la Iglesia para recibir los sacramentos» y «suficientes ocios para poder ayunar». Como estas obras se recomiendan especialmente como medios excelentes de santificación, terminan por concluir que la santidad está reservada a algunos seres privilegiados, los que tienen «tiempo» y «dinero». Desde la misma visión equivocada, los fieles que «permanecen mucho tiempo en la iglesia», «que comulgan con regularidad», que «dan limosna», creen a veces con gran facilidad que practicando las obras de supererogación son santos necesariamente. Ambas mentalidades pueden darse, con grave perjuicio para unos y para otros. Bueno será recordar a todos la caridad teologal, resumen de todas las obras y de todos los medios, sin minimizar por ello la aportación real de todas estas obras supererogatorias, ni desdeñar ningún medio, por humilde que sea. Un esfuerzo por «volver a centrar» el ideal exacto de la santidad cristiana es imprescindible pero sin desdeñar medios excelentes en sí mismos, siempre que se advierta su verdadero alcance. «Cada cual — escribe san Francisco de Sales — se hace una perfección a su modo: unos la ponen en la austeridad de los vestidos, otros en la de los alimentos, en la limosna, en la frecuentación de sacramentos, en la oración, en cierta especie de contemplación pasiva y supereminente, otros en esas gracias extraordinarias que se llaman dones gratuitos; y todos se equivocan, tomando los efectos por la causa, lo accesorio por lo principal y, con frecuencia, la sombra por el cuerpo. Para mí no sé ni conozco otra perfección que amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a mí mismo».
J . T o n n e a u , Le devoir, en spiritualité, en D. Sp., 3, 659-672; F . M . C a t h e r i n e t , Conformité a la volonté de Dieu, en D. Sp., 2, 1.4421.469; M . V i l l e r , P . P o u r r a t , Abandon. Véritable. Faux, en D. Sp., 1, 2-49.
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S a n t o T o m á s , 2-2 q. 23-46; ed. bilingüe, VII, BAC, Madrid; G . G i 11 e m a n , Primacía de la caridad en teología moral, Desclée de Brouwer, Bilbao,- V. L e h o d e y , El santo abandono, Casáis, Barcelona; P h . D e l h a y e , La cbarité, reine des vertus, en «Supl. LVS», 10 (1957), p. 135-170; R. C a r p e n t i e r , Devoir d'état, en D. Sp., 3, 672-702;
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5. LAS VIRTUDES «CRISTIANAS» VIRTUD Y VIRTUDES
a) Las virtudes no son «cosas» que se adquieren, se conservan y a veces se pierden. La virtud es una cualidad de la persona humana. Los hombres están más o menos «dispuestos», «preparados», en los diferentes sectores de la existencia. De ahí que estar «bien dispuesto» sea ser «virtuoso» y, por lo tanto, tener una virtud. La virtud es esencialmente una manera de ser, un modo de estar de la persona. Este carácter personal, vivo, de la virtud es el que hemos de tener presente en el pensamiento cuando leemos la definición clásica: «Virtud es una disposición estable y firme que afecta al hombre y le inclina a obrar bien en un sector determinado de la vida.» b) El número de virtudes se fija de diversas maneras. Todos hemos oído hablar de la justicia, de la templanza, de la religión, de la obediencia. ¿Hemos de pasar revista, en el esfuerzo por la perfección, a las trescientas virtudes que han podido enumerarse en los tratados escolásticos? Sí y no. Lo que hemos de retener ante todo es que el hombre debe ser «virtuoso» con respecto a todo el ámbito de la vida, con relación a todos los sectores de la existencia. De modo subsidiario, podrá dividirse la existencia en cuatro o en trescientos sectores: cada una de las disposiciones especiales del hombre relativas a cada uno de estos sectores será una «virtud». Si se distinguen cuatro, su ámbito de aplicación será muy amplio; si se distinguen trescientas, los campos de acción serán más reducidos, más concretos. Lo importante no es tener cuatro virtudes de área muy amplia o trescientas de área restringida: lo importante es que todos los hombres estén bien dispuestos con relación a todo el ámbito de la vida y de la existencia. Tal es la finalidad a perseguir para lograr la santidad cristiana. c) En toda virtud cristiana hay un aspecto que puede considerarse adquirido y otro que se llama infuso. El elemento adquirido depende esencialmente de nuestro interés y de nuestra perseverancia: hemos de utilizar todos los medios a nuestro alcance para crecer y mejorar. Por infuso se entiende lo que nos es dado por Dios en el orden estrictamente sobrenatural;
Moral y virtudes cristianas
La moral cristiana
el hombre no tiene ningún derecho a lo que es «gracia» o don gracioso del Señor. A) Hemos dicho lo que es una virtud, lo que significa el número de virtudes, y que es preciso distinguir en ellas un aspecto adquirido y un aspecto infuso. Estas indicaciones, en su generalidad, valen para las virtudes llamadas teologales y para las virtudes llamadas morales. Así pues, podemos llamar a unas y otras «virtudes». Pero dicho esto, conviene subrayar que las virtudes teologales y las virtudes morales pertenecen a géneros muy diferentes. Las virtudes teologales y las morales realizan de manera distinta la noción general de virtud: «Disposición estable que ordena al hombre en un sector determinado de la vida cristiana.» Su aspecto «infuso» tiene un carácter peculiar, y lo mismo ocurre con el «adquirido». Poner ambas clases de virtudes en el mismo plano, como dos series de valores homogéneos, sería tener una idea equivocada de la realidad cristiana. Vamos a ver por qué es así.
Pero las virtudes teologales llevan consigo también un aspecto «adquirido»; sería sorprendente que nos llegasen del cielo sin la menor condición por nuestra parte. En primer lugar hemos de estar «abiertos» a la gracia del Señor. No sólo de labios afuera, por una oración más o menos convencida. Sino por una espera real del don divino. Por la disponibilidad y la acogida. Por la preparación de las ideas y de los sentimientos, para que no pongan obstáculos a la vida de Cristo. Por el comportamiento y los actos, para que no impidamos la venida del Señor. Tarea inmensa y exigente a la que hemos de consagrar toda nuestra atención. Después hemos de «inspirarnos» en la gracia del Señor. Inspirarnos, es decir, esforzarnos en pensar como Él, tener sus intenciones y sus miras, intervenir como Él lo hubiese hecho en la vida de las sociedades y en la civilización. En suma, esforzarnos por estar animados y dirigidos en toda nuestra existencia por las indicaciones de Dios. Por último, podemos también, en cierta manera, «entrenarnos» en la vida teologal. Acostumbrarnos a decirle al Señor que le amamos, que amamos al prójimo, que le aguardamos en la esperanza, que nos unimos a Él en la aprensión de la fe. Este «entrenamiento» de nosotros mismos, en el misterio de la fe, pero con la convicción de la verdad del cristianismo, puede sernos de gran ayuda.
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VIRTUDES TEOLOGALES a) Por nuestra participación en la vida divina nos hacemos «espirituales» y, con ello, «hermanos de Cristo» e «hijos del Padre». Esta transformación nos introduce en la vida divina, nos «empalma», por decirlo así, en la corriente de la vida divina, nos «eleva» al plano de lo sobrenatural. Participamos de ella, no sólo con el alma, sino con nuestras potencias de conocer, de amar, de vivir. Si se quiere, nuestra inteligencia, nuestra voluntad, nuestras facultades espirituales, se ven arrastradas en esta corriente. Animadas, fecundadas por el Espíritu de Dios, se capacitan para hacer actos «deiformes», para unirse vital y lealmente a la conciencia que Dios tiene de sí mismo y del mundo, al amor que une a las tres personas de la Santísima Trinidad y se desborda sobre la humanidad, en suma, para entrar en convivencia con Dios. Nuestras facultades, ya «capaces» de hacer actos «deiformes», se hallan «preparadas para la vida teologal». Pero estar «preparado para» significa «tener una virtud». Tales son las llamadas virtudes teologales. Tal es la vida teologal. b) Por tanto, las virtudes teologales, inserción de la vida de la gracia en nuestras facultades espirituales, son radicalmente un don de la benevolencia divina. Dios nos hace hijos suyos por pura benevolencia. La vida teologal es la expresión de esta vida en nosotros. En este sentido, las virtudes teologales son formalmente «sobrenaturales» e «infusas». Como la gracia santificante. N o hay lugar a dudas.
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VIRTUDES MORALES a) Comparado con el conjunto de las virtudes teologales el conjunto de las virtudes morales representa algo muy diferente. Las virtudes teologales son como la floración de la vida divina en nuestras facultades espirituales; y perder la gracia santificante es perder también las virtudes teologales vivas. Ahora bien, hemos podido comprobar que un hombre privado de la gracia santificante puede ser justo, moderado en ios placeres, obediente, etc., y estamos ya en el campo de las virtudes morales. Éstas conciernen al hombre como tal. Ya habían sido estudiadas y clasificadas antes de la venida de Cristo. Son por lo tanto, si se quiere, «naturales», han de ser «adquiridas» principalmente con nuestro esfuerzo. b) Hemos de adquirir las virtudes morales. Con toda la técnica y el arte exigidos para formar a un hombre, reformar un carácter, orientar y dirigir un temperamento. Suele suceder que los fieles, por contar a justo título con la ayuda de la gracia, disminuyen los esfuerzos que deberían desplegar por sí mismos. Se engañan. La gracia les ayudará. Pero normalmente no remplazará su voluntad, no paliará su inercia. No su-
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plirá la actividad del sicólogo, del médico, del moralista o del sacerdote. Nos corresponde a nosotros trabajar seriamente, con inteligencia y perseverancia, auxiliándonos con todos los medios humanos que están a nuestra disposición. Entonces, ¿no hay nada de infuso en las virtudes morales? Sí. Para ser verdaderamente «cristianas», las virtudes morales han de ser ejercitadas por un «cristiano», hijo de Dios por la gracia. Por esta razón, los actos de justicia, de obediencia, de templanza, que realizamos, adquieren un valor «sobrenatural». Se ven elevados al orden sobrenatural. Pero la materia propia del acto sigue siendo la misma: pagar una deuda de 2.000 pesetas es siempre el mismo acto, siendo cristiano o no siéndolo. cj Suele hablarse de cuatro virtudes morales-, prudencia, justicia, fortaleza y templanza. En este caso se divide la existencia humana en cuatro sectores. Preparar nuestra inteligencia para juzgar rectamente en función del fin cristiano del hombre: es la virtud de la prudencia (no la «prudencia» en el sentido usual); regular todos los instintos, dominándolos: templanza; regular la energía de la acción y de la voluntad: fortaleza; regular las relaciones que tenemos con Dios y con el prójimo: justicia. Estas virtudes, llamadas «morales», porque regulan las «costumbres humanas» son objeto de otras subdivisiones indispensables. Adquirir las virtudes morales es esforzarse por ordenar toda la existencia humana con arreglo a la fe. La clasificación de las virtudes morales en cuatro sectores: prudencia, justicia, fortaleza y templanza se llama clasificación sistemática. Existen otros criterios de clasificación. En las páginas que siguen trataremos de tener en cuenta los datos de la sagrada Escritura. La virtud de la religión es evidentemente fundamental; es rica en vida teologal; hablaremos de ella en un capítulo especial. Entre las demás virtudes morales pondremos en primer plano la humildad, tal como exige la revelación. Trataremos de la justicia subrayando las virtudes del orden y de la vida social. S a n t o T o m á s , 1-2 q. 55-70; ed. bilingüe, V, BAC, Madrid; A. I. M e n n e s s i e r , los hábitos y virtudes, en Iniciación teológica, II, Herder, Barcelona, p. 175-211; A . M i c h e l , Vertu, en DTC, 15, 2.739-2.799.
II
ORIENTACIONES CRISTIANAS EVANGÉLICAS
1. SEGUIR A CRISTO
El cristiano es discípulo de Cristo: se compromete a seguir al Maestro. Seguir a Cristo, como las multitudes que le buscaban en Palestina, para escuchar su palabra, y más aún, para ver sus milagros y beneficiarse de ellos. Aquellos buenos israelitas no sabían muy bien lo que les costaría seguir al Señor «hasta el fin». Pero ¿lo sabemos nosotros exactamente? Por lo menos podemos aprovechar la experiencia de veinte siglos de cristianismo. Sabemos con más o menos claridad que «seguir a Cristo» puede llevarnos muy lejos, hasta el martirio, hasta la santidad. En todo caso el cristiano, si quiere serlo de verdad, ha de tener sus ojos fijos en el Señor: «Como el siervo tiene los ojos fijos en su Señor...», cantaba el salmista. ORIGINALIDAD
DE LA OPCIÓN
CRISTIANA
Quizá no percibimos con suficiente claridad todo lo que hay de nuevo, de original en nuestra posibilidad de seguir a Cristo, en el llamamiento que Él nos hace. a) En la época en que fue predicado el evangelio de Cristo, la sabiduría cristiana se hallaba enfrentada con otras tres sabidurías que proponían cada una su sistema propio de santificación, su fórmula de salvación. Para el judaismo, la salvación y la santidad están reservadas a los israelitas que realizan puntualmente las «obras de la Ley». Para el helenismo, salvación e inmortalidad son patrimonio exclusivo de los «sabios» que perseveran en la contemplación asidua de la divinidad inmortal. En cuanto a las religiones con misterios, revelan que el nombre iniciado, fiel en someterse a ciertos ritos, adquiere una virtud divina. Ahora bien, para el cristianismo, la salvación es ante todo «don de Dios». Ha de ser «recibido» del Señor, con toda la fuerza activa de una aceptación libre y consciente. Y Cristo ofrece este don a todos los hombres, sin partícula-
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Orientaciones cristianas evangélicas
rismos de raza, de capacidad intelectual, de iniciación: ¡ a todos los hombres de buena voluntad! b) Las sabidurías filosóficas, que nos ofrecen hoy su alimento doctrinal, llevan un nombre más abstracto: materialismo, positivismo, teísmo, panteísmo. Las que son verdaderamente «espiritualistas» representan un reflejo bienhechor de la luz plena. Son «religiosas» en un sentido amplio pero real. Y ¡cómo cambiaría el mundo si todos los hombres venerasen sinceramente a su Dios, si respetasen la pureza de su alma, si esperasen una vida eterna ultraterrena! No podemos desestimar estas filosofías por el solo hecho de que sean incompletas. c) Las religiones actuales hacen también oír su voz. El budismo, el hinduismo, el islam, hacen estimar la calidad de su ideal. Hemos de considerar estos hechos religiosos inmensos con un sentimiento de respeto. Cuatro quintas partes de la población total del globo encuentra en ellos una respuesta a su espera de salvación, una razón para esperar, un punto de apoyo en la existencia, la garantía de una vida superior, una señal de Dios, un medio de vida religiosa. ¿Nos atreveríamos a afirmar que Cristo, el verdadero Señor, no se sirve muchas veces de estos medios imperfectos para unir a Él las criaturas que ha rescatado y para concederles la única bienaventuranza de la gloria del cielo?
todo lo demás. Esta falta de asombro y de admiración que lamentamos en todos aquellos a quienes la vida ha cuidado y privilegiado, perjudica un tanto a la frescura de nuestra profesión de fe cristiana, a la alegría de nuestra adhesión a Cristo, al gozo de nuestra vida interior. Y a veces hay que esperar a los cincuenta años para redescubrir' la densidad de doctrina de un sencillo «catecismo cristiano».
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LLAMADA A LA SALVACIÓN
En el movimiento universal de las civilizaciones y las religiones, hay un punto histórico y geográfico que tiene para nosotros un interés primordial: el nacimiento del Verbo hecho hombre. Cristo es el profeta por excelencia, enviado por el Señor para anunciar al mundo la verdad absoluta. Cristo es el Mesías por excelencia que ha habitado entre nosotros para concedernos la vida «en plenitud». El cristianismo es la «religión por excelencia», la que realiza adecuadamente los designios del Espíritu. Y nuestra fe nos parece razonable porque tantos milagros y sucesos maravillosos constituyen un indudable «signo de Dios». Todos conocemos la «religión de Cristo» desde nuestra infancia. Esto es quizá, al propio tiempo, una ventaja inmensa y un pequeño inconveniente, porque no somos bastante conscientes de la originalidad del mensaje cristiano. Éste no es para nosotros una «revelación», en el sentido profano del término. No es ya la «buena nueva» anunciada a un mundo que no sabe cómo salir de las tinieblas. N o es ya la «perla preciosa» cuyo valor descubrimos y por la cual estamos dispuestos a abandonar
LLAMADA A LA SANTIDAD a) La llamada del Maestro es una llamada a la salvación, pero también, y ante todo, una llamada a la santidad. «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.» Esta llamada universal, que está por encima de todas las diferencias de lugar, de tiempo y de condición, está lanzada, desde hace veinte siglos, a todo hombre que nace en este mundo. La salvación y la santidad, que es su fruto perfecto, serán ofrecidas a los hombres de un extremo a otro de la tierra, cantamos en la epifanía. Seguir a Cristo es escuchar su doble y único y nuevo mandamiento: Amarás al Señor, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Y el segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo. Ley plenaria de la Nueva Alianza, a la que el Señor nos pide que nos unamos. Norma perfecta de la vida santa, a la cual el Maestro nos pide a todos que nos sometamos. Seguir a Cristo, ser su discípulo, es vivir plenamente en la caridad teologal, según todas sus dimensiones. Tal es la llamada primera y esencial del Maestro. bj Seguir a Cristo, después de haber escuchado y comprendido su llamada, es dar una respuesta personal, total, siempre abierta al futuro, siempre vivificada interiormente. Respuesta personal. El evangelio ignora las distinciones sutiles — y por otra parte necesarias — entre adhesión intelectual y consentimiento de la voluntad. Es Nicodemo, personalmente, quien se hace hijo de Dios y lleva en sí la garantía del don divino y de la santidad. Tendrá que seguir a Cristo personalmente, con un acto de hombre, acto libre y espontáneo, acto maduro y consciente. Es la persona toda del fiel la que debe a Cristo una auténtica promesa. Respuesta total, por consiguiente. Porque seguir a Cristo, al Maestro, es seguirle paso a paso, renovar en nuestras almas la adoración llena de amor que tenía para su Padre, imitar en nuestro modo de obrar las atenciones que tenía para con sus hermanos, los hombres; es rogar y trabajar en comunión con Él; es aceptar en todas las cosas y en nosotros mismos, total-
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Orientaciones cristianas evangélicas
mente, las consecuencias de nuestra elección y la conformidad con el Maestro. Respuesta siempre abierta al futuro. Arraigada en un primer compromiso, nuestra respuesta continúa siendo profunda y radical, englobando en su gesto inicial todos los actos cristianos que seguirán, todo el crecimiento que operará la gracia en nosotros, gozosamente lanzada hacia las perspectivas desconocidas de las futuras exigencias del Señor. Si permanecen fieles, los cristianos verán cómo, siguiendo a Cristo, tomarán la vía sobrenatural de un desarrollo misterioso y cómo, en cada recodo, aparecerán ante ellos nuevas perspectivas de crecimiento. Por último, respuesta vivificada sin cesar desde dentro. Es como un manar íntimo de la caridad, siempre alerta, siempre en emoción espiritual. Manantial de caridad que se nutre del ágape que desciende del Padre de las misericordias. Manantial que es el primer momento de la vida del cristiano, y que debería ser su propia respiración, como el primer movimiento de todos sus actos, de cada uno de sus pasos cotidianos.
otra persona y a cualquier otra consideración. Pero esta «exigencia», por muy legítima que sea, no es tan fácil de vivir y de practicar. Lleva consigo una especie de independencia radical con respecto a todo lo que no es Dios, una verdadera y auténtica disponibilidad de todo aquello que Dios pudiera pedir. Tal es la disposición que se exige al cristiano'que desea «vivir» su cristianismo y elevarlo a la plenitud de la santidad. Es indispensable tomar conciencia de lo que significa, primeramente en sentido sicológico, este estado de independencia radical. b) No es exactamente el «renunciamiento a todo». No podemos renunciar a nuestro cuerpo, a nuestro espíritu, a nuestra inteligencia, a nuestras cualidades y dones, i No podemos renunciar a ser! No podemos renunciar a decir y creer que dos y dos son cuatro. Pero sí podemos ser radicalmente «independientes» de todas las cosas creadas, es decir, sin apego «final» a ellas, sin lazo «radical» con ellas, sin «arraigo» profundo en ellas. Esta independencia es un hecho, tanto interior y moral como real y físico. Un hombre puede poseer tres casas y ser verdaderamente independiente, estar «desligado» de ellas; y un pobre, por sus deseos, que no puede reprimir, puede ser muy «dependiente» de las riquezas que desea, puede estar muy «apegado». Se trata de una «libertad» radical, pero consciente, querida y sentida, a veces dolorosamente. c) No es tampoco indiferencia. Podemos vivir en una cierta indiferencia hacia todo lo creado, para acostumbrarnos a esta «independencia» radical de que hablamos. Pero la indiferencia puede implicar cierta ausencia de interés. Y no podemos dejar de sentir interés por las criaturas de Dios; no glorificamos a Dios si no le alabamos en las obras de sus manos. Es necesario que sintamos asimismo interés por nuestra vocación en este mundo; es una manifestación de la voluntad de Dios. Pero este interés ha de ir acompañado de una «independencia» radical. Pues el Señor puede pedirnos que «renunciemos» a un bien, que cambiemos de género de vida o de profesión. En este momento es cuando podremos apreciar de verdad si unimos al interés por nuestra misión y nuestra función, esta «independencia» radical con respecto a todas las cosas. A fin de cuentas, Dios es el dueño absoluto de toda la creación. d) Esta «independencia de lo creado», en el fondo es una disponibilidad amante, perfecta contrapartida de nuestra «dependencia amante» con respecto al Señor. El cristiano «sigue» al Señor, le da la primacía absoluta a que tiene derecho. En consecuencia, debe ser serenamente «independiente» de todo lo que no es Dios o Cristo. Esta «independencia de lo
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B . H a r i n g , la ley de Cristo, 11, Herder, Barcelona, p. 29 s. ¡ G . T h i l s , Cristianismos y cristianismo, Desclée de Brouwer, Bilbao,F . K ó n i g , Cristo y las religiones de la tierra, BAC, Madrid; J . D a n i e l o u , Dios y nosotros, Taurus, Madrid; R. G i r a u l t , Per un catolicisme evangélic, Estela, Barcelona,- H . P i n a r d d e l a B o u l l a y e , Conversión, en D. Sp., 2, 2.224-2.265; E. M e e r s c h , Morale et corps mysticjue, Desclée, París.
2. DISPONIBILIDAD Y RENUNCIAMIENTO
Todos los cristianos conocen este pasaje de san Mateo: «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mt. 10, 37). Esta frase, que aparece aquí expresada probablemente en su forma más antigua (cf. Le. 14, 26), es «una de las más fuertes y más bellas del evangelio. Ella sola puede explicar muchas cosas en la vida de los cristianos... Hay que ser Dios para ponerse así, en nuestro corazón, por encima de todo lo demás» ( L . P i r o t , La sainte Bibíe, IX p. 134 B). INDEPENDENCIA
RADICAL
a) A decir verdad, no hay aquí ninguna exigencia exorbitante. El Señor es Dios y maestro: tiene derecho a que nosotros le consideremos, a Él y a sus directrices, antes que a ninguna
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creado» está, pues, íntimamente ligada al ágape. Está toda ella inspirada por la caridad, explicada por la caridad, justificada por la caridad. El ágape nos sitúa en el plano de lo divino y nuestra independencia es, así, esencialmente «escatológica» y «trascendente». Trascendente y casi teologal, puesto que es el reverso de la caridad. Escatológica, porque inicia, no la renuncia al mundo, sino el equilibrio perfecto de que gozaremos en la otra vida, cuando nuestra relación con respecto a Dios y al mundo renovado sea perfecta y acabada, en virtud del dominio que tendrá sobre nosotros el Espíritu del Señor. e) La sicología de esta «independencia» radical se traduce en el tema bíblico de nuestra situación de peregrinos. Somos como peregrinos en este mundo. El peregrino pasa por las ciudades y los pueblos: «Pasa...» Así pasamos nosotros por la tierra. Talante de nómadas, de «viajeros». El viajero de verdad no carga con cosas inútiles, lleva consigo la menor cantidad posible de objetos, conserva su libertad de movimientos y elige su itinerario. Así debería ser todo cristiano con respecto a los bienes de este mundo. Nunca instalado, nunca atado a las instituciones, siempre «en marcha». Indudablemente la sicología cristiana no se reduce a la sicología del peregrino. Es preciso evitar exageraciones que suelen ser más estéticas que bíblicas. No hay que confundir el placer de la evasión con la huida de la encarnación. Pero el cristianismo no está ni puede estar nunca «instalado», sobre todo en lo que concierne a nuestras relaciones religiosas con el Señor.
a todo lo demás. Renuncia dolorosa en ocasiones, pero necesaria. a) La vocación cristiana, que todos los bautizados poseen en común, exige ya una importante elección, origen de una renuncia muy concreta. Hacerse cristiano es aceptar la existencia de un mundo sobrenatural, adherirse a una visión del mundo y de la vida, someterse a una moral establecida por el evangelio del Señor. Como cristianos renunciamos a toda doctrina sobre la vida, el hombre y el mundo que esté en contradicción con la dogmática de la revelación; renunciamos a toda moral humana que no esté inspirada en los preceptos del Señor y de su Iglesia; renunciamos a vivir fuera de esta concepción del mundo y de esta disciplina moral. En este sentido hay una renuncia cristiana. Sería ilusorio negarlo o hacer creer que el cristiano no se compromete a algo más que el que no siente ninguna «angustia metafísica». La decisión del cristiano es concreta, determinada y exigente. Implica una renuncia a todo lo que se opone al Señor o está en desacuerdo con Él. Si recorremos la lista de los mandamientos de Dios y de la Iglesia, en toda su amplitud, tendremos una indicación esquemática y muy general, pero auténtica, de las renuncia a que se compromete el cristiano. Para justificarse, no debe minimizar la importancia de esta elección, sino mostrar que es perfectamente racional y legítima, puesto que se apoya en signos divinos inequívocos. b) El cristiano posee también una vocación personal temporal. Esta misión constituye una «elección» determinada y concreta: en la vida familiar o en el celibato, en una profesión profana o en las órdenes sagradas, en el mundo filosófico o económico, según la multiplicidad de sectores y de funciones personales. Esta elección es también fuente de verdaderas renuncias. No se pueden vivir a un tiempo todas las formas de vida temporal y social; se tienen unas obligaciones temporales y no otras. Elección y renuncia son inseparables también en el caso de la vocación temporal. El padre de familia habrá de desarrollar unas cualidades distintas de las del cartujo para realizar la única vía de la caridad perfecta de Cristo. El hombre de estado tendrá que vivir unas virtudes morales diferentes de las del humilde párroco de aldea para llegar a la santidad. Y en correlación con estas obligaciones, unos y otros se verán afectados por determinadas renuncias. El padre de familia envidiará en algunas ocasiones el silencio del cartujo, y éste podrá sentir alguna vez la falta de un hogar. El hombre
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RENUNCIA La independencia de lo creado es universal, no sólo en su objeto, sino desde el punto de vista de las personas que están llamadas a ello: todos los seguidores de Cristo deben vivir, según la capacidad de cada cual, esta plena disponibilidad. La «renuncia», en el sentido en que preferimos tomarla aquí, es algo más concreto. Se impone también a todos los fieles, pero no necesariamente del mismo modo ni según las mismas formas. Todos tendrán que renunciar a muchas cosas, pero no necesariamente a las mismas cosas. La razón de que así sea es que la renuncia en cierto modo es la contrapartida de la vocación. Existe una vocación cristiana genérica de cada uno de nosotros en este mundo. Y existen también vocaciones diferenciadas. Podemos decir incluso que cada persona posee una «vocación» particular, con todo su dinamismo progresivo. Ahora bien, realizar una vocación es «elegir», y elegir es renunciar
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de estado lamentará estar hundido en compromisos políticos inevitables, y el párroco deseará promulgar una ley que tendría repercusiones favorables en la vida cristiana de sus feligreses. Elegir es renunciar.
renuncia es «negativa». ¿A qué nos conduce la renuncia: a todo lo que está en contradicción con nuestra vocación cristiana y temporal? A hacernos más y mejores «cristianos», a que respondamos mejor a la idea y a la imagen que Dios — s i se nos permite hablar así — tiene de nosotros y de nuestra existencia. Un artista que tiene en su mente un tipo o un ideal, se esfuerza por plasmarlo en un bloque de mármol. Hace saltar trozos, y esto puede parecer «negativo»; «suprime» algo, pero precisamente suprimiendo ese algo es como realiza su ideal. Cuando un artista añade o quita un poco de arcilla para formar la imagen de una cabeza o un busto, su acción de añadir o quitar es eminentemente «positiva»: construye la obra de arte. N o hemos de detenernos ante el hecho material de renunciar. El problema consiste en saber cuál es el ideal que hemos de realizar, cuál es la imagen que hemos de tallar en nosotros mismos. Esta elección puede ser objeto de grave reflexión: ¿por qué elegir un ideal y no otro? Pero una vez justificada la elección de un ideal concreto, todo lo que se haga por alcanzarlo es eminentemente positivo, ya sea suprimir lo que sobra o añadir lo que falta. Lo que pide el evangelio no puede destruir el ideal cristiano.
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CRECIMIENTO Estas renuncias consecutivas, ya en la vocación al cristianismo, ya en la vocación temporal, no han de considerarse como algo fijo, calculado de una vez para siempre. Tienden a desarrollarse. Los cristianos han de manifestar su vitalidad siempre despierta, su preocupación constante de renovación y de reforma personal. La vida cristiana, en cualquier bautizado, está sometida a un proceso de crecimiento y evolución: tiende a la santidad. Por consiguiente, a cada grado de progreso en la caridad corresponde un nuevo o ulterior grado de renuncia. Quien elige la «vida de la gracia» renuncia a todo pecado mortal; quien elige el crecimiento firme y regular renuncia a todo «pecado venial deliberado», y así sucesivamente. Esto puede aplicarse a cada una de las virtudes cristianas; todo crecimiento en ellas implica un aumento en la renuncia correlativa. La vocación temporal del cristiano puede estar sometida igualmente a transformaciones y cambios: se revisa la ejecución de las tareas profesionales y familiares, se modifica el sistema de relaciones mundanas, se renueva la concepción de las actividades parroquiales, etc. Aparecen otras virtudes que hay que ejercitar, y se hacen necesarias otras renuncias, por el simple juego de las correlaciones naturales. A un joven matrimonio le nace un hijo: nuevas obligaciones, nuevas renuncias; como consecuencia de una enfermedad o de una defunción, se producen cambios en una situación determinada: nuevas virtudes a ejercitar, nuevas renuncias correlativas. Cambio de situación profesional: hay que adquirir una nueva preparación, nuevas cualidades, nuevas renuncias. La renuncia cristiana no está nunca acabada, es renovable a tenor de las circunstancias que concurren en la vocación temporal de cada uno. Hemos de conservar una gran ductilidad en nuestro esfuerzo de santificación y no creer nunca que hemos llegado a la «fórmula definitiva» o al «régimen definitivo de santificación». Esto sería contrario a la propia ley de vida. CARÁCTER POSITIVO Toda renuncia es algo positivo. Cuántos cristianos hay que se engañan diciendo o dejando que otros digan que la
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S a n J u a n d e l a C r u z , Subida del Monte Carmelo, I, 13, 4; 13, 11; S a n A g u s t í n , De civitate Dei, 1.14, c. 28; A . R o y o , Teología de la perfección cristiana, BAC, Madrid, p. 387-393; S . L y o n n e t , Liberté du chrétien et loi de l'Esprit scelon S. Paul, en «Christus», 1 (1954), p. 6-27; R. D a e s c h l e r , J . d e G u i b e r t , Abnégation. Histoire, doctrine, en D. Sp., 1, 67-110; R. L. O e c h s l i n , G . B a r d y , H . M a r t i n , Dépouillement, en D. Sp., 3, 455-502 (historia).
3. TOME SU CRUZ...
Quien no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí (Mt. 10, 38). El Señor, al pronunciar estas palabras firmes y claras no se dirigía a los trapenses; explicaba a los candidatos al cristianismo las condiciones de su nueva vida. LA CRUZ La expresión «llevar su cruz» «era conocida y hablaba vivamente a la imaginación de un pueblo en el que los grandes delincuentes eran condenados a "llevar su cruz" hasta el lugar donde habían de ser crucificados. Pero la metáfora "tomar su cruz" para expresar que se acepta el sufrimiento es desconocida en la literatura judía. Esta figura prestigiosa es una invención
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de Jesús, y es punzante pensar que es un crucificado, sabedor de su propio destino, quien la ha inventado» ( L . P i r o t , La sainle Bible, IX, p. 135 A). El Señor no ha presentado nunca el cristianismo como cosa fácil; por el contrario, siempre lo ha marcado con la cruz. Con mayor razón, la santidad, plenitud del cristianismo, estará ligada a la cruz. a) La cruz de Cristo puede entenderse, en primer lugar, como mortificación. Por ella entendemos, en estas páginas, las diversas restricciones que se imponen al cristiano, como a todos los hombres, si quiere vivir y vivir bien. La existencia de un cierto desequilibrio en nosotros está admitida por todos los sabios de todas las épocas, excepto algunos naturalistas. Este desequilibrio, en la revelación cristiana, se explica, por una parte, por el pecado original y por las consecuencias de los pecados personales de que somos culpables. Es necesario, a manera de contrapeso, controlar las tendencias espontáneas y los movimientos primarios, para que no sean desatinados, viciados, malos. Y puesto que la vida humana toda está marcada por una flaqueza congénita, puesto que la naturaleza humana está «herida» y debilitada, es preciso mantener un esfuerzo de control, de corrección, de enderezamiento, de refuerzo. Ésta es la idea general de la «mortificación» de tipo «preventivo». Dado que el hombre sufre los efectos de su naturaleza caída, la mortificación endereza lo que está viciado; y ha de ejercitarse constantemente contra el mal. Como cada hombre, el cristiano debe vigilar: Vigilate. Ha de ser más animoso que ningún hombre, porque el enderezamiento que se espera de él ha de ser digno de un hijo de Dios, de una persona «deiforme». b) La cruz de Cristo es también una expresión de penitencia por la remisión de los pecados. ¿Qué relación existe entre la penitencia hecha por amor y el perdón de los pecados? Los teólogos no han podido aclarar todavía este misterioso ámbito de la comunión de los santos y este aspecto poco explicado de la vida y la revivificación del cuerpo místico. Pero aunque no se ha explicitado el «cómo», el «hecho» es cierto. La tradición cristiana, desde Cristo hasta el último santo canonizado, atestiguan la necesidad y la fecundidad de la penitencia cristiana. No hay un solo espiritual, en ninguna época, que contradiga esta afirmación. ¿Hay que pensar que los mejores cristianos estaban equivocados, desde los comienzos del cristianismo? Difícilmente puede aceptarse. Es preferible pensar que los cristianos menos «santos» no han abierto aún sus ojos a los valores cristianos, y que su caridad no ha alcan-
zado todavía las sutilezas que harían comprender el sentido redentor de la «cruz». En todo caso, la «penitencia» forma parte de la vida cristiana y de la santidad. No hay santidad sin penitencia. Las formas pueden cambiar de una persona a otra; pero la penitencia ha de ser querida, aceptada, vivida. «Quien no toma su cruz y viene en pos de mí, tío puede ser mi discípulo.»
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SIGNIFICACIÓN
La santidad cristiana implica sufrimiento, «cruz». a) Aunque no podemos dar una explicación total de ello, podemos asegurar que no hay en el cristianismo ninguna forma de áolorismo o amor al sufrimiento por sí mismo. Los cristianos no son enfermos mentales. Los santos que han manifestado con más claridad la vocación de la cruz y de la penitencia no eran anormales; incluso han dado señales frecuentes de una clarividencia asombrosa, de prudencia temporal y de moderación en sus consejos a otra persona. N o pretendían sufrir por sufrir, ni menos aún por sentirse sufrir. Nunca han aconsejado el sufrimiento por sí mismo, y hubiesen sido los primeros en intervenir si se hubiesen encontrado con cristianos ardientes, bien intencionados, pero mal inspirados en este orden. Por otra parte, podemos estar seguros, por anticipado, de que la cruz ha de ponerse en relación con el amor y la caridad. Dentro del cristianismo es imposible concebirlo de otro modo. La vida teologal es la medula de la vida cristiana: la cruz ha de encontrar en ella su justificación. La vida teologal es la que ha de dar a la cruz todo su alcance sobrenatural y todo su valor. Los evangelios nos dan algunas indicaciones sobre esta relación; no podemos perderlas de vista cuando hablemos de la cruz. N o hay mayor prueba de amor que dar la vida por aquellos a quienes se ama, dice Cristo hablando del buen pastor. EÍ buen pastor da la vida por sus ovejas, mientras que el mercenario huye y abandona el rebaño. El buen pastor da su vida, voluntariamente, sin que se le fuerce a ello (Jn. 10, 11-18). Si Cristo da su vida, cumbre y resumen de la cruz que ha aceptado, lo hace por caridad hacia sus ovejas, por caridad para con aquellos que ama. b) ¿Podemos interpretar un poco este lazo que une la caridad y la cruz, acudiendo a lo que vemos a nuestro alrededor? Cuando una madre ama a su hijo, su abnegación por él no tiene límites. Sin duda no se le exige el heroísmo en todo instante. Pero ¿hay un solo hijo cuya vida no haya motivado
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Moral y virtudes cristianas
alguna vez sacrificios difíciles, dolorosos? ¿Hay un solo amor maternal que no se haya visto obligado a trabajos tan penosos como una cruz: cuidados, ayuda, noches en vela, etc.? Por otra parte, considerando el amor en la persona que ama, ¿existe una madre cuyo amor interior no haya sido nunca «doliente»? Cuando un niño está enfermo, cuando un hijo se porta mal, cuando muere el esposo, cuando la miseria se hace sentir, una madre sufre interiormente en la misma medida en que ama. Esta trabazón interna ¿no puede iluminarnos un poco sobre la caridad cristiana? Finalmente, cuando queremos probar, a nosotros mismos o a otra persona, la intensidad de nuestro amor, ¿no buscamos algo penoso, difícil, incluso doloroso? La madre que se priva de lo necesario para «probar» su amor. La muchacha que abandona a sus padres para «probar» que ama a su novio y que todo lo que espera de la vida es él. El niño que da todos sus ahorros a un pobre, todo lo que posee. El sacerdote que reduce sus gastos para poder dar más. Aquí aparece la cruz como el testimonio de un amor extremo. Siendo el cristianismo la religión de la caridad, siendo la santidad la plenitud de esta caridad, es lógico que la cruz encuentre en esta caridad su auténtica y última significación. P . R é g a m e y , La cruz del cristiano, Rialp, Madrid; E. L e e n , ¿Por cjué la cruz?, Rialp, Madrid; R. G a r r i g o u - L a g r a n g e , L'amour de Dieu et la croix de Jesús, Cerf, París,- X X X , L'ascése cbrétienne et Vbomme contemporain, Cerf, París.
III
VIRTUDES CRISTIANAS FUNDAMENTALES 1. LA HUMILDAD HUMILDAD
CRISTIANA
a) La humildad consiste ante todo en estimarnos en nuestro justo valor! somos algo, poca cosa y pecadores. Hay en la humildad un aspecto de verdad, pero con una insistencia sobre la pequenez del hombre y su flaqueza congénita. La humildad se comprende mejor cuando se enfrenta al hombre con la grandeza y la santidad de Dios. Desde este punto de vista — que es el de la virtud de la humildad — no somos casi nada, y a veces una miserable y minúscula nada. Ante la majestad y la perfección divinas, nos sentimos muy pequeños y muy pecadores. Los santos, con su elevado sentimiento de Dios, de su grandeza y de su santidad, se han considerado llenos de miserias. Cuanto mejor comprendemos lo que es Dios, más insignificantes nos sentimos, más horribles, más despreciables en su presencia. b) La humildad cristiana lleva consigo, además, un matiz de intensidad en el reconocimiento de su miseria. Ha suscitado a lo largo de los siglos, en determinados cristianos, una conciencia de su nada y de su miseria hasta extremos que la razón humana consideraría normalmente exagerados, si no existiese el ejemplo de Cristo y de los santos, siempre presentes para impedirnos juzgar apresuradamente. Si el término no fuese un tanto peyorativo, diríamos que los santos acentúan con cierta «complacencia» su miserable condición. Entonces, ¿hemos de someternos a su opinión o discutir sin tenerla en cuenta? Indudablemente es preferible atenerse al pensamiento de Cristo y de los santos que a las luces de nuestra razón. c) Ciertos santos han practicado incluso formas extremas de humildad. Imitaban al máximo la humillación del Verbo hecho hombre en su condición temporal. No hemos de seguirlos necesariamente en todo. Cada cual tiene su vocación especial, aun dentro del campo de la santidad. A algunos les toca vivir
Mora! y virtudes cristianas
Virtudes cristianas fundamentales
de una manera típica y característica la virtud de la humildad; otros deben sobresalir en la abnegación pastoral, en la penitencia o en la castidad. Estos casos de humildad extrema son para nosotros un signo, una llamada, una indicación.
Dios, cómo no desear la humildad cuando se quiere seguir a Cristo? Por el contrario, la acción provoca un despliegue de fuerzas al servicio de ciertas causas o de un gran ideadla humildad la purifica desde su origen, le da una mayor perfección y una eficacia más completa.
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SIGNIFICACIÓN El Señor ha insistido sobre la humildad. El cristianismo es «don» absoluto, y la disposición fundamental más indispensable para «recibirle» es reconocerse «indigente» y pobre. «A los hambrientos llenó de bienes y a los ricos los despidió vacíos» (Le. 1, 53). La exigencia de humildad es, en el fondo, una forma de la benevolencia de Dios para con nosotros. Dios exige en nosotros las disposiciones indispensables a quien quiere recibir, y en abundancia, el don de la santidad. La historia de la humanidad muestra el daño que ha ocasionado al hombre, a su perfección y a su salvación, el orgullo espiritual. Cuanto mejor conocemos nuestra indigencia, más sed sentimos del don divino. a) No hablemos apresuradamente de alienación y de moral de negatividad. La búsqueda de la humildad no significa renegar de uno mismo. Mas bien forma parte de una fundamental voluntad de vivir. Se inserta en un esfuerzo de desarrollo personal máximo: la santidad. Pero este esfuerzo se hace como discípulos de Cristo, conforme a las recomendaciones del Señor y según los ejemplos que nos da su vida. ¿Y no tenemos todos derecho a seguir a un maestro y conformarnos a una sabiduría que, después de todo, no carece de fundamentos? b) La búsqueda de la humildad no debe conducirnos tampoco a una parálisis en la acción. Es cierto que hay pusilánimes que se tienen por humildes. Por qué negarlo. Siempre y en todos sitios habrá errores. Es cierto también que hay personas temerosas que pecan por omisión queriendo evitar toda responsabilidad por orgullo. Pero los grandes «humildes» del cristianismo fueron también grandes «realizadores». La humildad de santa Teresa de Jesús no ponía obstáculos a su animoso esfuerzo de reforma del Carmelo. La humildad de santa Teresa del Niño Jesús no le impedía desear la perfección. Los ejemplos podrían multiplicarse. c) En realidad, humildad y acción no se hallan situadas en el mismo plano. Lo olvidamos con demasiada facilidad. La humildad se manifiesta ante todo en la zona de la vida teologal, allí donde la criatura pecadora encuentra a su Dios y a su Maestro Jesucristo. ¿Cómo no ser humilde en presencia de
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PRACTICA a) El ejercicio de la humildad consistirá de hecho en conocerse a sí mismo. Algunos prefieren considerarse pequeños y pecadores. Tanto mejor. Pero habrán de tener en cuenta que no se glorifica a Dios ignorando los dones que efectivamente nos ha concedido. Otros están convencidos de la abundancia de sus talentos. Muy bien. Siempre que no cierren los ojos a sus pecados, a su limitación, a su miseria. b) Después, y sobre todo, habremos de tomar conciencia de la grandeza y la santidad divinas. Éste es el verdadero criterio de nuestros juicios y el origen de nuestras impresiones. Cuanto más sintamos la grandeza de Dios, más pequeños nos sentiremos nosotros. Ya cuando conocemos las dimensiones astronómicas de los planetas y de las estrellas, tenemos la sensación de ser minúsculos. Y se trata solamente del universo físico. En presencia de Dios la impresión es infinitamente más honda. Nos demuestra que podemos progresar «infinitamente» en nuestra tendencia a la humildad. Esta tarea no finaliza jamás. Nunca sentiremos con suficiente profundidad la grandeza y la santidad de Dios. Siempre podremos notar más señaladamente la diferencia que existe entre Él y nosotros. En ciertos momentos privilegiados también nosotros nos sentiremos inclinados a decir al Señor: ¡Al lado de lo que tú eres, cuan pequeño y miserable me siento! Es preferible esto a las muestras un poco artificiales de anonadamiento y de desprecio, muestras que suenan a falso cuando no las hace un gran santo. La humildad, cuando se expresa, ha de ser auténtica. Si no llegamos a comprender que no somos nada, digámoslo al Señor. Esto significará simplemente, no que la humildad no sea una virtud del siglo xx, sino que no somos suficientemente conscientes de lo que Dios es, para hacernos conscientes de lo que somos nosotros. PECADOS
No somos naturalmente «humildes» y todos pecamos por falta de humildad. a) La falta más grave consiste en no reconocer, en principio o de hecho, que somos, con relación a Dios, muy poca
Moral y virtudes cristianas
Virtudes cristianas fundamentales
cosa, casi nada, y pecadores. Esta falta nos lleva insensiblemente a considerarnos como jueces de todo acontecimiento, norma de todo bien, criterio de toda verdad. Indudablemente pocas son las personas lo suficientemente candidas para declarar, expresamente, que son Dios: se les tomaría por locos. Pero son menos raras las personas que obran y se conducen como si lo fuesen; y esto es más grave. b) También se peca contra la humildad por olvidar que los dones verdaderos que poseemos son ante todo fruto de la bondad divina. Es Dios quien nos da la naturaleza. Es Dios quien, por medio de su Hijo, nos da la gracia y la sobrenaturaleza. Cuanto mayores son los talentos naturales que poseemos, más íntima es la participación sobrenatural en la vida de Dios y más obligación tenemos de reconocer nuestra deuda. Mayor sería también nuestra falta si nos atribuyésemos lo que hemos recibido. c) Por último, se puede pecar por exageración. Mostramos cuidadosamente las cualidades que poseemos. Incluso hacemos valer con habilidad lagunas que son auténticos defectos. Minimizamos las deficiencias, cuando son graves. Destacamos los detalles que nos benefician. En suma, trazamos un cuadro de nosotros mismos que, sin ser inexacto, es falso por el sentido, el lugar, el valor que atribuimos, respectivamente, al lado bueno de nuestra persona y al que no lo es tanto.
d) La presunción se caracteriza por la voluntad de emprender trabajos que están más allá de nuestras posibilidades. Problemas intelectuales que rebasan la capacidad de nuestra inteligencia. Tareas excesivamente difíciles para nuestras facultades, para nuestra imaginación. Riesgos demasiado grandes para nuestra resistencia moral. Empresas superiores a nuestra resistencia física o nerviosa. e) La complacencia en sí mismo es un defecto de las personas que tienen tiempo — o se lo toman — para considerar favorablemente y de buena gana lo que son, lo que han hecho, lo que les ha sucedido; y todo esto sin necesidad, por vanagloria y con cierto placer estético. «Cuando pienso en mí mismo no me siento muy orgulloso, pero cuando me comparo...»
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FORMAS
Estas faltas contra la humildad pueden revestir diferentes formas, como el orgullo, la vanidad, la ambición, la presunción, la complacencia de sí mismo. a) El orgullo, en sentido estricto, es un amor desordenado de nosotros mismos, de nuestro valer, de nuestras cualidades, y una estima exagerada de nuestra persona. El orgullo es en cierto modo idolatría a sí mismo. b) La vanidad consiste en conceder exagerada importancia a múltiples detalles, especialmente exteriores y aparentes, que no tienen en modo alguno el valor que se les da. Se trata de colores y tonos, de apariencia externa o de vestidos, de peinados o de belleza física, de habladurías y de renombre. c) La ambición comienza allí donde se hace desordenado e inaceptable el deseo de honores, de autoridad, de poder, de una condición superior o que como tal se considera. El desorden proviene del hecho de que se pretende esta condición superior por sí misma, o sin méritos, o sin tener las cualidades requeridas.
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REMEDIOS
La ausencia de humildad ha de combatirse enérgicamente. Especialmente mostrando lo ridicula que es, haciendo ver la falta de sentido de tal comportamiento. Una rectificación de tipo intelectual puede provocar cambios estables, si no decisivos. Debemos reflexionar sobre lo que somos por nosotros mismos, sobre nuestra capacidad, sobre nuestro saber. Debemos situarnos de nuevo en las perspectivas reales totales — c o m o un actor en el cine— para que se manifieste mejor nuestra verdadera «condición». Debemos tener plena conciencia de nuestras limitaciones físicas, intelectuales, morales. Pero para esto no es necesario forzar la nota. El confesor que dice a su penitente: «Recuerda que eres un gusano», se expone a hacer reír en lugar de curar. Quien asegure a una persona con verdaderas dotes que carece de cualidades, evidentemente perderá crédito. No se trata de negar la verdad, sino de apreciar sus dimensiones reales. B. H á r i n g , Le tey de Cristo, I, Herder, Barcelona, p. 581-593; J . B o f i 11, Humildad ontológica, humildad personal, humildad social, en «Cristiandad», 7 (1950), p. 108-119; C h . B e a u d e n o m , Formación en la humildad, Subirana, Barcelona,- C . S p i c q , La simplicité dans VA. et le N. T., en «Rev. Se. Ph. Th.», 17 (1933), p. 5-26; J. d e G u i b e r t , Humilité et verité, en «RAM», 1 (1924), p. 217-232; C . M a r m i o n , Vhumilité, en «LVS», 4 (1922), p. 177-203, 257-291. 2. PRUDENCIA Y SENTIDO COMÚN PRUDENCIA
CRISTIANA
a) El «sentido común» es una cierta habilidad de la inteligencia. Quien lo tiene conoce la finalidad de un proyecto,
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Virtudes cristianas fundamentales
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aprecia los medios adecuados, recurre a los instrumentos proporcionados, estima con exactitud las medidas, el tiempo, las posibilidades. Orientado al ñn que se propone, puede prever, ordenar, coordinar, acabar. No pierde el hilo conductor. Ha llegado al final. Cuando los moralistas hablan de la «prudencia», entienden algo semejante, pero con respecto a la vida humana. Vivir como hombres es un arte. Existe una finura moral que permite discernir lo humano de lo que no lo es. Hay un juicio recto que concierne a lo que me conviene o no me conviene. En cuanto a la prudencia «cristiana», es una manera de pensar, de juzgar, de apreciar, de decidir, que tiene en cuenta el saber revelado, el ideal cristiano. Y ¿no encontramos siempre al fina! de éste la santificación? El criterio íntimo de esta prudencia es evidentemente la caridad. ¿Qué otra cosa podría ser en el cristianismo? El ágape decidirá en los actos y en los movimientos, en la elección de la vocación temporal y en las decisiones graves, en las elecciones de poca importancia y en las de carácter vital. El criterio último es el Espíritu Santo. Él es, personalmetne, como la conciencia de Dios. Es la fuente divina de todo discernimiento espiritual. Es el consejero por excelencia de todo bautizado. La prudencia cristiana se enraiza así en la vida teologal, de donde saca su norma más afinada y más delicada. b) Esta «prudencia» ha sido predicada por Cristo. Cuántas veces no ha reprochado a los discípulos y a los fieles su preocupación por lo inmediato, lo temporal, lo terrestre, lo tangible, olvidando el término, la meta, el fin. Sed prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas (Mt. 10, 16). El adagio era conocido de los israelitas: tener habilidad para salir de apuros, como las serpientes, conservando intacto el candor leal de las palomas. En materia moral, los fieles, si tienen sentido común cristiano, no aparecerán a los ojos del mundo como gentes «hábiles». Queda el problema de saber, a fin de cuentas, quién es el más astuto, el más inteligente. ¿Dónde está la verdadera sabiduría? ¿Quién puede asegurar que juzga con exactitud las cosas de este mundo: Cristo o nosotros? Puede discutirse nuestra elección religiosa en favor del cristianismo, pero una vez decidida tal elección, no se nos podrá reprochar que sigamos al Señor en su manera de juzgar, de apreciar, de elegir, de decidir.
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PRACTICA aj El ejercicio de esta prudencia implicará en primer lugar que cuidemos de poner siempre ante los ojos el fin auténtico de todo: la santidad. En este sentido pueden sernos de indiscutible ayuda ciertas frases tajantes: «La mayor gloria de Dios», «¿Qué has venido a hacer en este mundo?», «¿Qué aprovecha para la eternidad?», y muchas otras. También nos servirá de ayuda la meditación de los grandes horizontes de nuestra fe. Asimismo la meditación de las postrimerías: no para llenarnos de temor, sino para ayudarnos a juzgar rectamente. Algunos estudios sobre la finalidad de la vida humana y cristiana pueden ser buenos auxiliares. Siempre que la fe mantenga en nuestro ánimo el fin último de la existencia. b) Percibiendo el fin con mayor o menor claridad y de manera más o menos permanente, la prudencia cristiana tendrá que inquirir los medios. ¿Cómo podré santificarme, dada mi vocación, mis ocupaciones, mi estado de vida, mis talentos y mis defectos? ¿Cuáles son los medios de santificación? ¿Cuáles son los más adecuados para mí? ¿Cómo adquirirlos? ¿Cómo coordinarlos? ¿Cómo asegurar su utilización? ¿Cómo controlarme? ¿Cómo apreciar objetivamente los resultados? Con una buena memoria, buen sentido, un poco de sagacidad, circunspección y cierta flexibilidad intelectual, podremos acostumbrarnos a «juzgar» en todas las cosas de una manera «prudente», es decir, sin perder de vista el fin a alcanzar, la santificación. c) Para practicar la «prudencia cristiana» acerquémonos a los santos, nuestros modelos auténticos. Ser «prudente» es ver la realidad tal como ellos la veían, no como nosotros la entendemos. Es amar lo que amaban, apreciar lo que estimaban, gustar lo que hacía sus delicias, desear lo que poseían, tender a lo que les atraía, admirar lo que les fascinaba. Pues la finura suprema de juicio es captar la infinita distancia que separa lo definitivo de lo transitorio. La habilidad intelectual decisiva es fijar instintivamente los mejores instrumentos de santificación. La sabiduría más profunda es la que nos es dada por el Espíritu (1 Cor. 2). La verdadera lucidez es la de los que son puros y todo lo ven a través de Dios. DIMENSIONES DE LA PRUDENCIA El juicio cristiano no afecta sólo al individuo. La luz de la fe se extiende a toda realidad humana, a las sociedades, a la cultura, al mundo; habrá también por lo tanto un juicio
Moral y virtudes cristianas
Virtudes cristianas fundamentales
sano y exacto sobre la manera de obrar del cristiano en el mundo y para el mundo. La visión del mundo según la fe no es puramente «especulativa». Produce sus frutos en la acción sobre el mundo. «Las ideas y las opiniones en curso, las teorías y las ideologías, los acontecimientos de orden general que constituyen la historia de una nación, del universo y de la Iglesia, las mil circunstancias de importancia notable y mínima que forman la trama de nuestra vida, debemos acostumbrarnos a medirlas conforme a las pautas de la fe, es decir, considerándolas en relación con Dios.» La teología nos recuerda siempre esta necesidad de juzgar rectamente sobre el fin sobrenatural de la familia, de la vida ciudadana, de la profesión, de las bellas artes, de la cultura. Hay una prudencia sobrenatural, «familiar», «civil», «profesional», «cultural». Estos valores tienen una función providencial; hay que conocerla y conservarla; hay que suprimir lo que se desvía de ella, restaurar lo que es deficiente, ampliar lo que la asegura.
mente se le escapa. En algunos casos la acepta, pero prácticamente es inoperante. Regula su conducta, sus intrigas, sus esperanzas, según la duración prevista de su vida: todo se dirige al éxito temporal. Hace abstracción de la eternidad, y su mayor deseo es entrar en ella sin padecer el dolor de arrancarse con plena conciencia de los bienes de este mundo. El cristiano, en la medida en que piensa y obra según la «prudencia del mundo», no puede pensar en la santidad. Se halla en medio de un océano tumultuoso, sin brújula. Y frente al mundo, que ha llegado a parecerle inofensivo, ha perdido todo sabor de renovación y de redención.
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SABIDURÍA DEL
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S a n t o T o m á s , 2-2 q. 47-56; ed. bilingüe, VIII, BAC, Madrid; A . R a u 1 i n , La prudencia, en Iniciación teológica, II, Herder, Barcelona; J . L e c l e r c q - J . P i e p e r , Déla vida serena, Rialp, Madrid; H . D . N o b l e , Prudence, en DTC, 14, 1.023-1.076; E . L a j e u n i e , L'object principal de la vigilance, en «LVS», 9 (1927), p. 487497; R. C a r p e n t i e r , Conscience, en D. Sp., 2, 1.548-1.575; G . T h i b o n , Le riscfue au service de la prudence, en «Etudes Carmélitaines» (1939), p. 47-70; X X X , Prudence cbrétienne, Cerf, París.
MUNDO
Existe un pecado fundamental contra esta «prudencia de Dios»: pensar, obrar y juzgar según la «sabiduría del mundo». Para ésta el juicio cristiano es una locura (1 Cor. 1, 14). a) Es posible que haya en nosotros algo del espíritu del mundo. El mundo opina que tal libro es delicioso, y nosotros afirmamos que está muy bien. El mundo prefiere las proezas extraordinarias al humilde deber de estado cumplido cada día, y nosotros mostramos admiración con él. El mundo se siente atraído por el talento brillante más que por la virtud escondida, y nosotros compartimos su ilusorio entusiasmo. El mundo se ve envuelto en pasiones y nosotros seguimos sus movimientos imprudentes. Defiende privilegios infundados de grupo o de casta y nosotros le imitamos lamentablemente. Vierte sobre todas las cosas una apreciación vulgar, y nosotros olvidamos revisar sus afirmaciones con arreglo al pensamiento de Cristo. b) Tenemos el peligro de juzgar según los criterios del mundo. El mundo juzga según la tierra. De ella toma sus móviles y sus razones. Sus reacciones se producen en torno a valores transitorios que acaricia como si fuesen definitivos. El mundo juzga en función de lo que se ve. Lo tangible le impresiona, lo palpable le interesa, la belleza sensible le cautiva. El mundo sobrenatural es para él un valor de segundo plano, nebuloso, difuminado y sin consistencia. El mundo juzga en función del tiempo. La perspectiva de la eternidad práctica-
3. TENACIDAD Y PERSEVERANCIA FORTALEZA
CRISTIANA
a) El conjunto de la vida moral y especialmente el esfuerzo de santificación no son cosa fácil. La «subida del monte Carmelo» es dura, áspera, austera. Para escalarla son necesarias una serie de disposiciones-, virilidad, audacia, fuerza, agresividad incluso, perseverancia, constancia, resistencia. A todas ellas las agrupamos bajo el título general de «tenacidad y perseverancia». La espiritualidad cristiana no se baña en agua de rosas. En el cristiano auténtico no hay nada de ese espíritu timorato, medroso, que se queja de la aspereza de esta vida. La «fortaleza» nos incita a seguir adelante en la obra de la vida cristiana y de la santificación, a través de todas las dificultades, y a llegar hasta el final. Supone todo un repertorio de matices y de aspectos que hacen de ella una virtud eminentemente simpática. Aquel que toma realmente «el toro por las astas» y «quiere» progresar, necesita energía, agilidad e incluso una cierta agresividad contra los obstáculos con que tropezará en su camino. Debe «atreverse» a actuar: audacia perfectamente cristiana y absolutamente necesaria. Debe proseguir con paciencia y constancia la obra emprendida: continuar durante un día no es difícil, pero un mes tras otro, un
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Virtudes cristianas fundamentales
año tras otro, a lo largo de toda la vida sí que lo es. El factor «tiempo» es una de las dimensiones más pesadas y penosas de la obra de la santificación. El propio martirio, ¿no es más fácil, dicen algunos, que la larga peregrinación de la subida del Carmelo? La fortaleza implica que sepamos «no cejar», esperar sin cansarnos, superar toda clase de contrariedades, aceptar las fatigas y los retrocesos, sufrir, si es necesario, las burlas y las calumnias, soportar la incomprensión y las amenazas. b) Cristo nos ha dado ejemplo de fortaleza «cristiana». Dios se hace hombre, semejante en todo a nosotros, salvo en el pecado. Hubiera podido comenzar inmediatamente su vida pública, pero no apresura nada. Hubiera podido pulverizarlo todo con sus milagros, y no rompe nada. Hubiera podido convencer a sus discípulos con una sola palabra; acepta por el contrario la lenta maduración de la preparación apostólica. Hubiera podido llamar a ejércitos de ángeles que le defendiesen; se entrega en señal de extrema caridad. Hubiera podido confundir a los que le interrogaban, y calla. Esta es la fortaleza. Porque cuando es preciso hacerlo, el Señor obra con energía. Expulsa a los vendedores del templo. Les echa en cara a los fariseos su hipocresía y la estigmatiza en términos poco académicos. Reivindica los títulos que le pertenecen: «Sum etenim.» i Yo soy, en efecto, el rey de los judíos! San Pablo se ha manifestado como el apóstol que se mantiene firme en todas las dificultades y todos los peligros: golpes, azotes, lapidaciones, naufragios, ladrones, falsos hermanos, fatiga, trabajos, hambre, desnudez (2 Cor. 11, 26-27). Pero su fuerza está en el Señor. Y hoy, los innumerables cristianos perseguidos, condenados, maltratados, desterrados, ¿no dan ejemplo de paciencia, de perseverancia, de tenacidad, de valentía, en la fortaleza de Cristo? ¿Somos nosotros tan heroicos al lado de estos gigantes del crisitanismo?
b) La virtud de la fortaleza encuentra también un campo para su ejercicio en las tareas temporales. N o son precisas muchas explicaciones para comprender que hace falta tenacidad para vivir en el mundo conforme al cristianismo durante toda nuestra vida. La vocación cristiana nos llama a un esfuerzo permanente para mejorar el cumplimiento de 'nuestro deber de estado, nuestra vida familiar, nuestro trabajo profesional, toda suerte de actividades. ¿Qué vamos a encontrar a cada instante? Contrariedades, porque vivimos «de modo distinto» que otras personas; obstáculos, porque el medio en que vivimos no es creyente; oposiciones, porque las autoridades son anticristianas o antirreligiosas; vejaciones a causa de la religión, etc. Tales dificultades las encontramos en nosotros mismos como en los demás; son de orden financiero, de orden material, de orden intelectual, de orden moral. ¿Hemos de continuar? Vivir como cristianos es «difícil» y «trabajoso» para todos: la tenacidad y la perseverancia son absolutamente indispensables. c] Y lo son tanto más cuanto que el cristianismo es y será siempre objeto de persecuciones. El ideal cristiano, en su conjunto, es un ideal muy elevado; y los que lo profesan se hallan expuestos a críticas y a observaciones hirientes. Cristo nos ha advertido que la Iglesia sufriría persecuciones en el curso del tiempo, a veces abiertamente, otras veces de un modo solapado, pero siempre reales. La lucha religiosa e institucional de Satanás y el infierno contra Cristo y su obra no es un mito: la revelación nos la predice y la describe ya. «Tener contrariedades» por causa de nuestro ideal cristiano es una cosa natural. Quien no las tuviese por tal causa sería o bien una excepción, o bien un cristiano más bien tibio. Es evidente que, si no molestamos a nadie, si hemos perdido toda «significación», se nos aceptará fácilmente en todas partes. Pero no adoptemos los cristianos una actitud de perseguidos. Si el ideal cristiano nos proporciona disgustos, también la fe nos ayuda a percibir su valor y su alcance. Como los apóstoles, debemos sentirnos contentos de poder sufrir un poco por nuestra fe.
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PUNTOS DE APLICACIÓN
La tenacidad y la perseverancia encuentran puntos de aplicación en la vida de cada día. a) En primer lugar, la vida teologal. Vivir esta vida supone un ánimo poco usual, valor para adentrarse en un mundo misterioso y sobrenatural, impulso para volver a empezar cada día, paciencia para esperar que Dios se haga sentir un poco, firmeza ante las emboscadas que se alzan en el oscuro camino de la fe, fuerza para renovar incesantemente nuestra caridad. Quienes piensan lo contrario deberían practicarlo durante algún tiempo; esta experiencia les serviría de excelente orientación.
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EJERCICIO
a) La virtud de la fortaleza, en su primer grado, supone la aceptación de las dificultades que acompañan a la vida cristiana: aceptar nuestra propia flaqueza y nuestra miseria; es difícil aceptarse. Aceptar las incomprensiones de los demás. La fortaleza nos ayudará también a «emprender» la difícil subida hacia la santificación; con decisión, energía, buen ánimo, porque el camino es largo, y habrá que abandonar progresiva-
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mente todo lo que nos está de acuerdo con Dios. En fin, tendremos que seguir adelante, día tras día, tranquila, pacientemente, volviendo a empezar sin descanso. b) Si queremos un grado más, pidamos al Señor que nos ilumine sobre las cosas difíciles y penosas que podríamos realizar para Él. Esta vez tomamos la iniciativa de «pedir» al Señor tareas «ásperas y penosas». Es la aventura espiritual y cristiana, con toda su austeridad y sus posibles privaciones, como la de los que intentan el ascenso al Himalaya. c) También hay fortaleza y energía en la aceptación de un régimen de vida espiritual. El orden del día que se hace un cristiano, el régimen que acepta un joven matrimonio, el estatuto de un instituto secular, las reglas de una orden religiosa constituyen un conjunto de compromisos que son un gesto de fortaleza, de constancia, de valor muy señalado. A) En la cumbre de la fortaleza está el martirio, testimonio por excelencia de la fortaleza cristiana. La antigüedad ha hecho del martirio su tipo de santidad, el «seguir a Cristo» por excelencia. Los cristianos han aspirado al martirio. Santa Teresa de Jesús abandonó la casa paterna con tal finalidad. Con menos romanticismo, el apostolado seglar en ciertas regiones está abocado al martirio. A. G a u t h i e r , La fortaleza, en Iniciación teológica, II, Herder, Barcelona, p. 713-747; G . d e L a r i g a u d i e , Buscando a Dios, Sigúeme, Salamanca; N . J u n g , Respect bumain, en DTC, 13, 2.4622.466; A . M a r c , Assurance et risijue, en «RAM», 22 (1946), p. 3-43,
TENDENCIAS INNATAS E INSTINTIVAS
Las virtudes morales tienen como finalidad ordenar la vida humana. Ahora bien, ésta lleva consigo, fundamentalmente, una serie de tendencias innatas e instintivas que han sido objeto de innumerables estudios desde hace cincuenta años. Resultado de ello es una descripción de las tendencias profundas mucho más detallada y mucho más concreta que aquella otra a la que nos han acostumbrado ciertas exposiciones demasiado esquemáticas de las virtudes morales. Al propio tiempo se revela la amplitud del campo interno a que ha de aplicarse la regulación de las virtudes morales: templanza, fortaleza, justicia, prudencia. La precisión sistemática se verá disminuida, pero se ganará en utilidad ascética. Por lo demás, estas tendencias innatas serán clasificadas según un procedimiento absolutamente clásico: tendencias relativas a la afirmación de sí mismo y tendencias relativas a la realización de una obra. Estas tendencias instintivas son por definición innatas, están preformadas en nosotros, ligadas a nuestra misma constitución. Por tanto, habremos de evitar, en general, reprimirlas del todo y, sobre todo, torpemente. Habremos de conducirlas con prudencia, orientarlas sabiamente, racionalizarlas y someterlas al conjunto de la propia vocación y hacerlas flexibles para que obedezcan a las exigencias del ideal evangélico y cristiano. Todo esto es lo que llamamos «regulación» o «ajuste». El problema delicado es el siguiente. Nos hallamos en presencia de dos datos igualmente exigentes: la tendencia instintiva, inscrita en el organismo, se nos impone físicamente; por otra parte nos llegan las llamadas de la revelación, de Cristo, con todo el peso de su autoridad divina. El encuentro de estas dos fuerzas, para operar en armonía, requiere buen pulso, prudencia, firmeza.
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1. TENDENCIAS RELATIVAS A LA VIDA ORGÁNICA INSTINTO
DE
NUTRICIÓN
Entre los instintos orgánicos hay algunos que no nos interesan apenas desde el punto de vista espiritual, como el instinto de respiración, el de locomoción, el de equilibrio. Pero hay otros que ocupan un lugar tradicional en la teología ascética: así el instinto de nutrición. La nutrición comprende todo lo que se refiere al hambre y la sed, la distinción entre el valor alimenticio y la calidad de los diferentes artículos, los reflejos espontáneos y casi orgánicos como chupar, masticar, beber. Todos estos actos pueden ser «domesticados», sometidos a la regulación de nuestra razón, limitados por motivos específicos de nuestra fe cristiana. La especial insistencia en la moderación y en la templanza es una nota dominante en la historia de la ascesis cristiana. Ésta coincide, por otra parte, con las conclusiones de la medicina: el hombre, en general, come demasiado, chupa demasiado, roe demasiado, bebe demasiadas cosas inútiles. La sobriedad modera nuestra inclinación a comer y beber. La providencia nos ha dado un instinto de conservación y le ha añadido un estimulante: el sentido del gusto. Para el hombre, el problema consiste en alimentarse «racionalmente». La sobriedad tiene ventajas de orden temporal: la salud gana con ella, el espíritu se siente ligero, las disposiciones son más sanas, más frescas. La sobriedad se aviene mejor con el influjo creciente del Espíritu sobre el que pretende santificarse. Nadie estará en desacuerdo. Concuerda también con una cierta simplificación de la vida que puede comprobarse actualmente. Se viaja en automóvil, pero se dejan las comidas abundantes por el pic-nic campestre. ¿No es mejor así? AYUNO
Y
ABSTINENCIA
a) Una forma «ascética» de la sobriedad, muy conocida, es el ayuno. Frente a los que rechazan en absoluto la idea del ayuno podríamos argüir que los llamados «excesos» en este orden son menos frecuentes que los excesos de gula y embriaguez. Los sabios recomiendan el ayuno a todo aquel que quiere llegar a una mayor interioridad; retengamos al menos este indicio favorable a la moderación. El ayuno apaga un poco la concupiscencia de la carne. «Sine Cerere et Baccho — escribe san Jerónimo— friget Venus». Sin comida y sin bebida la
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sensualidad se enfría. El ayuno permite llevar más fácilmente una vida interior unida a Dios y al mundo celestial; el ayuno libera de la pesantez de la materia; todos podemos comprobarlo por propia experiencia. El ayuno, finalmente, limpia de pecado y apoya la obra de la redención: este demonio no se echa fuera sino con oración y ayuno, dice la 'sagrada Escritura. Los fieles comenzarán por practicar los «ayunos» prescritos por la Iglesia, y en el espíritu en que están prescritos. El mejor resumen de este espíritu es el prefacio de Cuaresma: «...que con el ayuno corporal reprimes los vicios, elevas el alma, das la virtud y los premios.» Después tratarán de practicar la sobriedad, regulando las horas de las comidas, evitando lo que es abundante, esmerado y refinado, al menos de manera habitual y por lo que respecta a sí mismos. También podrán cuidar de la cantidad de alimento que toman. Cada cual habrá de encontrar un equilibrio personal, según sus condiciones físicas. N o es cierto que «cuanto menos se come es mejor». En los países de baja alimentación se dan muchas enfermedades; no es esto lo que quiere el cristianismo. La juventud debe alimentarse bien; tendrá muchas otras ocasiones de observar la templanza. La extenuación, por sí misma, no es virtuosa; puede conducir a crisis instintivas de defensa y de autoconservación; el «medio» no puede convertirse en «fin». Pero ¿el peligro está ahí? Todos podemos hacer un esfuerzo por consolidar en nosotros el sentido de la sobriedad, sin temer la extenuación. b) La abstinencia de carne es otra forma de la sobriedad. Se comprende su sentido profundo: la carne, por sí misma, está considerada como más «carnal» que otros platos. Abstenerse de ella es una privación, al menos en general. La Iglesia ha legislado y concretado porque hay que precisar cuando escuchan millones de personas. En realidad hay muchos cristianos que detestan la carne; otros son vegetarianos y les va muy bien. Los que echan de menos la carne no deben hacer de la abstinencia un drama. Y los que no la comen tendrán otras ocasiones de practicar la sobriedad. Lo importante es, ante todo, salvar el espíritu de abstinencia. La Iglesia nos la impone, maternalmente, como una forma de moderación en el uso del gusto, en las cosas materiales. Por tanto, pedir caviar, rodaballo o incluso langosta, etc., para sustituir al filete con patatas no es permanecer dentro del espíritu de la abstinencia, por mucho que se observe la letra. En esos días la Iglesia pide que se ejercite la sobriedad, la moderación, ante todo. Quizá fuera mejor que pidiese una mortificación sensible: tabaco, alcohol, carne o televisión, a elección. Pero esto no depende de nosotros.
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Moral y virtudes cristianas
SIGNIFICACIÓN CRISTIANA DEL AYUNO Y LA ABSTINENCIA
El ayuno y la abstinencia, para el cristiano, no pueden separarse de la caridad fraterna. Si un cristiano se priva de algo es para darlo a sus hermanos y dar testimonio con ello de su amor a Dios. En un discurso pronunciado en 1950, Pío XII hablaba de la mortificación cristiana en estos términos: «Lo que sustraiga a la vanidad, el cristiano lo dará a la caridad y subvendrá misericordiosamente a la Iglesia de los pobres. Así lo hacían los fieles de la Iglesia primitiva: alimentaban las fuentes de !a caridad con el ayuno y abstinencia de las cosas permitidas» (AAS, 42 [1950], p. 787). En efecto, existe una larga tradición que aparece, por ejemplo, en san Agustín. El obispo de Hipona censura a aquel que «bajo las apariencias de la abstinencia, busca solamente cambiar la forma de sus placeres más que suprimirlos. Buscar alimentos caros por no comer carne y bebidas raras por no beber vino, ¿no es acaso servir los intereses del placer con pretexto de una falsa mortificación de la carne?» Entonces, ¿qué hacer? «No creas que basta el ayuno — responde san Agustín —, el ayuno te mortifica, pero no alimenta a tu hermano. Tus privaciones serán fecundas si muestras largueza con otro (fructuosae erunt angustiae tuae, si alteri praestiteris latitudinem). Ciertamente, tú has privado a tu cuerpo. Pero ¿a quién darás aquello de lo cual te has privado? ¿Dónde pondrás lo que has rehusado? ¿A cuántos pobres podría alimentar la comida que no hemos tomado hoy? Ayuna, pues, de tal suerte que por haber comido otro en tu lugar, te alegres, como si hubieras comido: entonces tu gesto lo aprobará Dios» (ML 38, 1.040; 36, 482). Las privaciones que nos imponen el ayuno y la abstinencia son «cristianas» si ayudan también materialmente a aliviar al prójimo indigente. El viernes, no basta pensar en «comer de vigilia» sino también en «hacer comer al prójimo». Hacia el año 128, un publicista, Arístides, expone al emperador Adriano la manera de vivir de los cristianos: «Cuando hay un pobre entre ellos que tiene necesidad de ser socorrido, ayunan durante dos o tres días y acostumbran a enviarle los alimentos que tenían preparados para ellos» (Apología, 15, 7). Sería quizá beneficioso para nosotros recordar la significación cristiana de nuestras privaciones.
TENDENCIAS
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SUBSIDIARIAS
Hay otras tendencias instintivas, si bien secundarias, que pueden ser de alguna importancia. a) Son instintivas las actitudes de exploración de nuestros órganos de los sentidos. Como toda facultad, nuestros sentidos existen en función de su objeto, y es natural' e instintivo que el ojo trate de ver, el oído de oír, que las manos quieran tocar, que el paladar desee gustar, etc. Para su vida moral, el cristiano habrá de encauzar estas inclinaciones de los sentidos. Éstos, ciertamente, deben aprender a «explorar» y por ende a desarrollarse, formarse, aguzarse: aprender a admirar lo bello, a escuchar lo que nos concierne legítimamente, a servirse de las manos con habilidad y oportunidad, etc. Pero con entero conocimiento: en cada edad hay cosas que no deben ofrecerse a la exploración de los ojos, a la atención de los oídos, al arte del tacto. En el progreso de la santidad cristiana los fieles pueden ir más lejos. Conservando siempre vivas estas fuerzas exploradoras, podrán sacrificar el ejercicio de una o de otra, «por el reino de Dios», para dar testimonio de la total trascendencia del reino, como lo haría un sabio para consagrarse por entero a la ciencia. De ahí la posible privación de mil espectáculos, lecturas, viajes, etc. De ahí también el posible abandono de mil cosas hermosas, agradables para el oído, como conferencias, conciertos, etc. De ahí también la supresión de mil muestras de afecto o de amistad, caricias, etc. Esta supresión no supone una desvalorización, sino una renuncia a un valor auténtico — es preciso que haya valor para que haya renuncia— para dar testimonio de la primacía absoluta de los valores trascendentes. b) El sueño, desde el punto de vista del organismo no es en modo alguno un tiempo inútil y perdido. Responde a un instinto de defensa contra los excesos peligrosos de actividad y es, por tanto, una fuente de equilibrio. La moral cristiana ha visto en él un problema. Ciertos cristianos, por su voluntad de eficiencia o por su abnegación, se arriesgan a no someterse a este proceso físico de equilibrio; carecen en ocasiones de la humildad necesaria para detener en ellos, durante el tiempo necesario, la marcha de la acción. Pero hay otros, y mucho más numerosos, que prefieren asegurarse un margen de equilibrio físico, prolongando el sueño — y mejor aún el descanso sin sueño— más allá de las necesidades orgánicas. Toda la historia de la ascética cristiana nos
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Tendencias innatas e instintivas
muestra la preocupación de los maestros de la vida espiritual por reducir a un mínimo esta función necesaria. Y las órdenes penitentes hallan en ello una materia de mortificación. La tendencia del «cristianismo» se inclina, pues, en sentido de una reducción. No obstante, en nuestro tiempo no sería tan acertado buscar en esta dirección una materia general de mortificación. Los hombres del siglo xx tienen el sistema nervioso tan gastado por el ritmo de la existencia, por las sacudidas y el ruido, la velocidad, las complejidades administrativas, sus propias diversiones, que el sueño les es cada día más indispensable para recuperar el equilibrio de sus nervios, en mayor o menor medida y a partir de él, el de su comportamiento. En general será mejor aconsejar una ascética que consista en asegurar un sueño que sea un verdadero descanso (sin tener la radio conectada), y en eliminar las interminables veladas inútiles. He aquí excelentes «virtudes morales» mucho más difíciles que otras de las que se habla mucho. c) Por último, notamos entre las tendencias instintivas del organismo el ejercicio muscular espontáneo, la expansión, los juegos que liberan fuerza física. Existe en nosotros, naturalmente, una reserva de violencia muscular que hay que reconocer y a la cual hay que dar una forma de expansión. Es una «virtud moral» asegurar esta forma de equilibrio personal: mediante el juego, el deporte, el paseo, el trabajo manual, etc. Cada uno habrá de examinarse, analizar su temperamento, para saber cuál es su necesidad instintiva de expansión nerviosa: esto depende de cada cual, según su edad, sus circunstancias. Si no se descubre un escape normal, este exceso de fuerza corre el peligro de transformarse en nerviosismo, en cólera, en susceptibilidad, en impureza. Por otra parte, será importante pasar revista a las formas de ejercicio muscular auténticas y las que no lo son, las que convienen a tal persona y las que no le convienen de ningún modo. Hay deportes que exigen una gran resistencia física y otros que son más ligeros, liberación por choque (romper algún objeto) y liberación por cambio total de actividad: estudio y pesca, trabajo de oficina y alpinismo, etc.
a) Los moralistas de todos los tiempos han tratado de la gula intelectual. Porque puede darse también la gula en el terreno del espíritu, de los conocimientos, de la ciencia. Hemos de moderarla. Tal es la función de la «estudiosidad». Ella mantiene el justo medio entre la pereza, de una parte, y el exceso de curiosidad intelectual, de otra. Nos ayuda'a trabajar seriamente, con cuidado e interés, pero tranquila, apacible, razonablemente, conforme a nuestros medios, conforme a nuestra salud. b) Existe también una cjula espiritual que puede constituir un error para muchos cristianos. Esta gula es tan mala como las otras; su única ventaja es ser de orden «espiritual». Busca los sentimientos que provocan ciertas lecturas piadosas, el placer de leer lo que causa emoción e incluso lágrimas, la alegría sensible que se siente al tomar parte en ceremonias con música e incienso. En suma, es un pecado minúsculo de algunas personas piadosas. Se les perdonará fácilmente: el peligro no reside generalmente en este tipo de gula. c) Existe asimismo una forma de gula de placeres más o menos estéticos. Hay personas que se complacen incansablemente oyendo música. Devoran novelas apasionadamente. No se separan de la pantalla de la televisión. Hay un hambre de cine, de semanarios, de competiciones deportivas. La santificación se resiente de ello. Hay que escoger. En medio de un torbellino de esta suerte no es posible mantenerse y hacer crecer la vida teologal. Hay que «dominar» el uso de estas cosas que son buenas. Aún más, el cristianismo nos pide que escatimemos un poco estos valores excelentes, pero no indispensables, en favor de otros valores, como el sacrificio por el prójimo, el culto a Dios. La norma del cristianismo rebasa siempre un poco lo estrictamente necesario. A cada cual corresponde juzgar, según su vocación y su amor.
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GULA
La sobriedad, el dominio de sí, la «moderación», calman y equilibran felizmente toda forma de gula, no sólo la glotonería, sino la gula en sus formas más refinadas y más espirituales.
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P . L a f é t e u r , La templanza, en Iniciación teológica, II, Herder, Barcelona, p. 749-813; F . M u g n i e r , Abstinence, en D. Sp., 11, 112-133; A . C a b a s s u t , Curiosité, en D. Sp., 2, 2.654-2.661; L . J . C a l l e n s , Le sens spirituel du repos, en «LVS», 31 (1949), p. 178-194; D . G o r c e , Corps, D. Sp., 2, 2.338-2.378; A . G u i l l a u m e , Jeúne et charité dans l'tglise latine des origines au XII siécle, SOS, París, 2. TENDENCIAS RELATIVAS A LA CONSERVACIÓN DE LA ESPECIE
Estas tendencias no se refieren solamente al campo sexual estrictamente considerado; rigen, en parte, las relaciones exis-
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•Moral y virtudes cristianas
tentes entre los dos sexos, se insinúan en las relaciones que tienen entre sí los miembros de una misma familia, las personas que conviven en algún sector de la educación. CASTIDAD Más adelante trataremos de la continencia perfecta o celibato, don de Dios que posee una significación teológica especial. Aquí nos proponemos examinar la virtud de la castidad, es decir, la virtud que regula el comportamiento del cristiano ante los goces sensuales o sexuales. a) La virtud de la castidad no tiene como finalidad «suprimir» los placeres sensuales o sexuales, sino regular su goce. Estos placeres poseen una bondad intrínseca, siempre que las circunstancias y las condiciones sean las debidas. En otros términos, los goces sensuales y sexuales son en sí mismos honestos, buenos. Para un bautizado, son cristianos, meritorios. Pero, al igual que debe regularse la utilización de los alimentos conforme a las normas de la razón y de la fe, también estos placeres sensuales y sexuales han de someterse a regulación. Se posee la virtud de la castidad en la medida en que se tiene la costumbre de «dosificar» y ordenar el uso legítimo de estos goces, según las normas objetivas de la moralidad. b] De intento decimos goces «sensuales» y «sexuales». Hay un campo de lo sensible, un campo de lo sensual y un campo de lo sexual. Estos campos, aunque están a veces unidos, deben ser diferenciados, so pena de no poder delimitar lo que se entiende por materia grave en teología. El campo de lo sensible se refiere a los cinco sentidos-, pueden aplicarse a cualquier objeto, principalmente al cuerpo. El placer «sexual» en sentido estricto concierne propiamente al goce completo que acompaña normalmente a las relaciones conyugales, es decir, el orgasmo y todo lo que está en íntima relación con él. Sobre este punto, bastante delicado de fijar, pueden consultarse los manuales de teología. Entre el placer «sexual» estrictamente considerado y el placer «sensible» antes definido existe un placer que es más «físico», por decirlo así, que el «sensible», sin identificarse con el placer «sexual» propiamente dicho: puede llamársele «sensual». N o se trata de determinar zonas del cuerpo más o menos sensuales: esto depende de cada cual, de los diferentes estados de civilización, de las costumbres. Conviene, pues, distinguir diferentes tipos de goces, fijando los dos tipos extremos y manteniendo en medio de ellos la zona de lo «sensual».
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EN EL CELIBATO La castidad, moderadora de los placeres sexuales y de los goces sensuales, concierne en primer lugar a los solteros. a) Primeramente en el campo de lo sexual. N o puede haber para ellos goce sexual. Provocar voluntariamente el orgasmo constituye materia grave. La malicia de este hecho reside, no directamente en la pérdida seminal inútil (la propia naturaleza se encarga de ello generalmente), ni de la delectación venérea en sí misma (ésta tiene el valor moral del acto a que va unida), sino en el carácter desordenado del acto mismo, a saber, la actividad completa del aparato genital fuera del estado normal de matrimonio y por tanto fuera del contexto que da sentido pleno a la sexualidad humana. Actividad: no conforme al matrimonio, sino animada por deseos que hacen de ella un acto «análogo» al coito normal. Del aparato genital: se excluyen diversos fenómenos que pueden ser sensuales, incluso en relación con los órganos genitales, pero sin constituir «uso de los órganos genitales» estrictamente hablando. Uso «completo» •. esto supone la erección voluptuosa de los órganos genitales, la excitación de las diversas zonas del aparato genital con aportación o acumulación de secreciones glandulares, en fin, el orgasmo o cumbre de la excitación neurogenital. b) Los solteros deben evitar también las diversas formas de «sensualidad» que pueden afectar al cuerpo, aunque no constituyan necesariamente, de suyo, materia grave. La razón para ello está, en primer lugar, en el carácter sensual que tienen, en hipótesis, estas manifestaciones. No son necesarias. Tienen en sí mismas, en potencia, algo de carnales, de demasiado físicas y corporales. Por tal motivo deben evitarse. Hay además una razón fundamental de prudencia. El campo de la sensualidad es, de hecho, el más resbaladizo, el más orientado hacia goces muy intensos e incluso sexuales en sentido estricto. Las manifestaciones sensuales, sin una razón valiosa o simplemente por debilidad, deben combatirse igualmente por simple prudencia. Finalmente, el equilibrio peculiar del celibato implica una vigilancia especial allí donde es más fácil el desequilibrio, teniendo en cuenta la complejidad de la naturaleza humana, las secuelas del pecado original y nuestras faltas personales. Así, pues, se impone naturalmente una atención especial e incluso ciertas restricciones. EN EL MATRIMONIO La castidad aparece de modo diferente en la vida conyugal. Consiste en regular razonablemente y cristianamente el con-
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Moral y virtudes
Tendencias
cristianas
junto de goces que lleva consigo la vida matrimonial. Al decir «regular» no queremos decir «disminuir», sino «ordenar» con arreglo a normas objetivas. a) La vida conyugal implica en primer lugar un conjunto de manifestaciones de orden amoroso, sensible y sensual. Estas manifestaciones, para tener sentido, deben lograr su razón de ser principal: ser verdaderas pruebas de amor y de afecto, de ayuda y de protección, de confianza y de abandono. Su equilibrio depende del temperamento, del carácter, de la edad de ambos cónyuges: es imposible, y sería un tanto ridículo, fijar normas concretas y determinadas. Puede haber desorden por exceso, cuando tales manifestaciones son demasiado tumultuosas, demasiado repetidas, demasiado refinadas, demasiado centrales en la vida, atendiendo a lo que podrían y deberían ser para una determinada pareja humana. Puede haber también desorden por insuficiencia cuando estas manifestaciones no sean espontáneas, no sean tan frecuentes, tan renovadas, atendiendo a lo que legítimamente desea uno u otro de los cónyuges. b) La castidad matrimonial supone también la regulación de los goces sexuales con arreglo al conjunto de normas de la moral cristiana. Esta ve en la procreación la finalidad específica del matrimonio; sólo en la institución matrimonial y familiar encuentra la procreación su contexto humano indispensable. Pero la naturaleza racional del hombre implica que este fin sea querido y vivido según las exigencias del verdadero amor y sea así una fuente de proyección personal para los cónyuges. Una vez más sería conveniente acudir aquí a santo Tomás. c) Dentro de la vida conyugal hay que considerar una aportación particular del cristianismo. La evolución general de la vida amorosa de los dos cónyuges debe sufrir una cierta inflexión por el hecho de ser cristianos. El cristianismo conduce a todos los bautizados hacia el estado definitivo de elegidos, donde ya no existirá vida sexual. Desde esta perspectiva, el crecimiento de la gracia santificante en el alma de los esposos bautizados requiere, en cierta medida, una forma de liberación de la carne más señalada que la que nos pide la mera razón. No se trata en modo alguno de desprecio, ni de oposición, ni de frialdad. Pero los bautizados están ya encauzados en un orden que lleva necesariamente a la vida gloriosa espiritual. Poseen en ellos un fermento de vida eterna. Por ello habrán de introducir en su vida amorosa auténtica una cierta independencia íntima, un cierto desprendimiento del alma, que les permita el desarrollo de la vida teologal, primero, y después dar cuenta de su «paso» por la tierra hacia el estado de los elegidos.
AUXILIARES
DE LA
innatas e
instintivas
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CASTIDAD
a) Han de utilizarse todos los medios habituales para ayudar al ejercicio de esta virtud. Hay algunos específicos. como la mortificación voluntaria en los placeres sensibles, ciertas restricciones en las alegrías familiares legítimas, la supresión pura y simple de una actividad o una diversión que ocasiona habitualmente dificultades. Estos medios son diferentes para cada persona; pero cada cual, en la medida en que desee crecer en santidad, deberá analizar la cuestión y determinar cuál puede ser el régimen adecuado para él. Hay medios generales, como la oración, los sacramentos. La súplica insistente no quedará sin respuesta. Los sacramentos, eucaristía y penitencia, ayudan a los cristianos a mantenerse firmes. N o obstante debemos evitar hacer creer que la oración y los sacramentos son los medios «decisivos» para lograr el éxito. Esto suele decirse en los centros de educación de los jóvenes. Y, después de cinco o seis años, al constatar que estos medios no conducen a la victoria, estos jóvenes los abandonan. La religión ha estado centrada, en ocasiones excesivamente, sobre la castidad y su victoria, con la consecuencia de que, si no se logra vencer en este terreno, toda la religión sufre repercusiones. Y estos fracasos no son tan raros. Sería indispensable recordar a los jóvenes que han de adorar a Dios y ofrecerle el sacrificio eucarístico, aunque la comunión no impida todas las caídas. b) La virtud de la castidad se beneficiará también de un estilo de vida un poco austero en todos los órdenes. Quienes no están habituados a negarse nada, quienes conceden a sus caprichos todo lo que les piden, quienes no resisten a las tentaciones de la gula, quienes soportan mal el trabajo, estarán menos dispuestos que otros a resistir las dificultades que suscita el cuerpo. Sería extraño que no fuese así. En estos casos, las faltas contra la castidad son expresión de un estado de ánimo habitualmente débil y mediocre. Pero el estilo de vida «muelle» no es el único que favorece las faltas contra la castidad. Las gentes que viven una vida «austera», en el campo o en la montaña, no son por ello necesariamente puras; pueden llevar incluso una vida muy «naturista». Cuando hablamos de un «estilo de vida austero» nos referimos a una auteridad moral, interior, hecha de voluntad, de dominio de sí mismo. c) La castidad exige también una cierta vigilancia sobre nuestros sentidos interiores y exteriores. Aquí también, según el temperamento de cada uno. La vida moderna, si bien ade-
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lanta el momento en que surgen las dificultades en este aspecto, también provoca antes el «hastío». El pecador, por su mismo pecado, extingue en parte el ardor de la pasión. En todos los casos se impone a cada cual un cierto grado de vigilancia. En primer lugar, la imaginación y la inteligencia. Si se acumula en la imaginación un material «excitante» renovado, se debilitará la resistencia a las dificultades más considerables para la castidad. En este sentido es corriente el pecado a causa de la lectura de ciertos libros, de determinadas revistas. N o es necesario insistir en ello. Quienes desean ser sinceros y tienden a la santidad, saben lo que es perjudicial para ellos, directa o indirectamente. Después están los ojos, solicitados por los carteles, los semanarios ilustrados, los cines y la televisión, si no por las personas que quieren atraer la atención sobre ellas. «Muchos se ven seducidos por su hermosura, y ésta enciende como un fuego la pasión», dice sabiamente el Eclasiástico (9, 8). Lo que hoy no nos afecta, puede perjudicarnos en otro momento: vale más abstenerse. Ya almacenamos suficiente material dudoso, a pesar nuestro. Hemos de vigiliar de un modo especial el sentido del tacto. Está más cerca de la sensualidad que los demás. Está más cerca de la manifestación concreta, sentida. Sin duda alguna, las costumbres pueden acrecentar o disminuir el peligro, y los más audaces en este sentido no son siempre los menos puros. No obstante, a todos es necesaria una reserva. Es una habilidad que no hará mal a nadie y salvará siempre el buen tono de las relaciones. Ciertas formas de gazmoñería pueden resultar ridiculas, pero el peligro no siempre viene de este lado. d) Finalmente, es preciso conservar el ánimo a través de todas las circunstancias. El mayor peligro que acecha al cristiano en el ámbito de la castidad es tal vez el desaliento. Algunas personas pueden llegar a dominar en general los movimientos interiores o exteriores. Pero otras — t a n t o en el celibato como en el matrimonio— están torpemente sometidas a este profundo instinto. En ciertos casos parecen estar bajo el influjo de un determinismo radical que, si no impide la libertad en todos los actos, hace difícil una resistencia prolongada y triunfante. De ahí que se dé en ellos un sentimiento de fatalismo y de fracaso que les debilita. Si están generalmente «bien dispuestos», si pueden afirmar que, en conjunto, orientan hacia Dios su vida, pueden estar seguros de que el Señor tendrá en cuenta su estado de ánimo radical. El Señor, que es buen moralista, sabrá ver hasta dónde
llega el instinto, hasta dónde nuestra fragilidad y hasta dónde nuestra malicia. A ellos corresponde seguir adelante y volver siempre a empezar. El peor peligro, en el campo de la santificación, es dejarse dominar por una impresión de fatalidad, abandonar progresivamente todos los intentos, por desaliento, y contentarse con una vida mediocre, con el pretexto de que es imposible progresar. Es éste un grave error; los directores espirituales deben hacer todo lo posible por evitarlo.
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PROBLEMAS CONEXOS En el mismo orden de ideas existen sentimientos que son como armónicos del instinto sexual, y que aparecen en todo lo que rodea o corona la actividad sexual: el encuentro de los dos sexos, el instinto paternal o maternal, el instinto de educación y de paternidad. a) El encuentro de ¡os dos sexos tiene su origen radical en el instinto sexual. En principio debería redundar en ventajas para ambas partes: es la ocasión para que ambos desarrollen sus cualidades específicas, para revelarse ante otro. Todo este proceso no se verifica sin ciertas perturbaciones y actuaciones desordenadas. N o podemos negarlo. Pero sí analizar con cuidado si el impedir estas perturbaciones, suprimiendo el trato entre ambos sexos, no es causa de otra serie de trastornos tan graves o más graves que aquéllos. Un repliegue sobre sí mismo, una desviación de sentimientos de tipo homoafectivo, etc., sólo dejarán en la vida lamentables secuelas. Corresponde al educador dosificar juiciosamente y decidir según cada caso. Pero un trato bueno y sano, en determinadas ocasiones, entre ambos sexos, permitirá poner a prueba la resistencia, la delicadeza de sentimientos, el dominio de sí mismo, la comprensión hacia los demás, la cortesía, y tal vez incluso la paciencia. b) En el amor maternal, en el instinto de la paternidad, hay algo de innato, preformado. Esto no disminuye en nada la nobleza de la abnegación, pero nos aclara ciertas situaciones. El instinto de los padres ¿está adaptado exactamente, por naturaleza, al fin de la educación cristiana? Hay algunos padres que pecan por defecto, no ocupándose apenas de sus hijos y de su educación: el instinto puede ser medianamente activo y restar abnegación. Otros pecan por exceso: importunan a sus hijos y más tarde se aferran a ellos cuando están en edad de contraer matrimonio; el instinto sigue dominando. En suma, todos los «modos» de amor paterno y materno deben ser estudiados, revisados quizá, equilibrados.
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c) El instinto de padres, sobre todo cuando carece de expansión — el hijo y la familia —, puede fermentar en la paternidad espiritual, en la paternidad intelectual de los educadores. Bien porque no nazcan hijos en el matrimonio o bien porque se trate de solteros. En el celo del educador puede darse una mezcla bastante compleja, y que no tiene nada de vergonzoso», pero que ha de considerarse cara a cara y aceptarse tal como es. Dentro de los límites convenientes, el intinto paternal y su acción no son perjudiciales. Pero la función de «maestro» doctrinal y, más aún, la función de «director espiritual» pueden resentirse. Si el instinto interviene en exceso, el maestro o el consejero caerán en los mismos defectos que los padres que no dominan y subliman su tendencia instintiva; se «apegarán» a sus discípulos y dirigidos en lugar de enseñarles a ser independientes. La regulación cristiana podrá llevarse a efecto fácilmente con fortaleza, buen sentido, desinterés, templanza.
rápidos progresos hechos en los inventos no les han dado tiempo a acostumbrarse a un estado de civilización que se renueva con demasiada velocidad. La personalidad humana podría afirmarse de manera maravillosa frente a la máquina si estuviese bien formada moralmente. b) El esfuerzo para vencer la resistencia que opone el cuerpo aparece aún en las mil maneras en que nos medimos con la fuerza de nuestro cuerpo, para someterlo a nuestro mando del modo más total. Ejemplo de ello son los ejercicios físicos cada vez más difíciles, las demostraciones deportivas cada día más asombrosas, las proezas del alpinismo. El hombre sigue tratando de vencer al máximo la resistencia que le ofrece su propio cuerpo en la velocidad, la destreza, la fatiga. En el fondo de este esfuerzo hay un ideal humano muy elevado de dominio de la voluntad sobre la materia y su inercia. Pero puede haber también orgullo y presunción al querer forzar el cuerpo más allá de sus posibilidades reales, diferentes para cada cual. Moderar este instinto de dominio corporal es una virtud moral. La audacia es un riesgo que no carece de belleza, pero también es hermoso aceptarse lealmente tal como se es. El «ajuste» cristiano de este instinto daría lugar a la práctica de muchas virtudes. c) Otra forma de poner a prueba la fuerza física: el comportamiento con respecto a las cosas, las plantas, los animales. Estamos ante una planta, podemos mirarla, cambiarla de lugar, ayudarla a crecer, destruirla: la dominamos siempre. Los niños en su trato con los animales los acarician, les ordenan, les pegan, les maltratan incluso: experimentan su autoridad sobre el mundo animal. El sentimiento de este dominio es excelente: ayuda al hombre a conocerse a sí mismo. Pero son numerosas sus desviaciones: complacencia exagerada en este dominio, hasta la destrucción de una planta, hasta maltratar a los animales. También aquí será indispensable una regulación moral: moderación, suavidad, calma, dominio de sí mismo.
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S a n t o T o m á s , 2-2 q. 151-156; ed. bilingüe, X, BAC, Madrid: J. M . C a b o d e v i l l a , Hombre y mujer, BAC, Madrid; D . v o n H i l d e b r a n d , Pureza y virginidad, Desclée de Brouwer, Bilbao¡ F r . C h a r m o t , El amor humano. De la infancia al matrimonio, Pax, Bilbao,- J . d e la V a i s s i é r e , El pudor instintivo, Razón y Fe, Madrid; A . P i é , La vertu de chasteté, en «Supl. LVS», 9 (1956), p. 5-43.
3. LA AFIRMACIÓN DE SI MISMO EL MUNDO FÍSICO
La personalidad moral se desarrolla mediante la afirmación de sí mismo: afirmar la fuerza, la eficacia, primeramente con respecto al mundo físico. a) La forma más general de este instinto es quizá la lucha ardiente que el hombre libra con la mácjuina en todas las épocas de su vida. Una vida moral equilibrada exigiría que la máquina estuviese al servicio del hombre. ¿Al servicio del hombre? En primer lugar desde un punto de vista utilitario: la máquina debe ser un «instrumento» que centuplique las posibilidades naturales de nuestros sentidos. Después, desde un punto de vista desinteresado, la máquina es para el hombre un medio de expresar su fuerza, su destreza, su maestría, en una palabra, su superioridad. En realidad el hombre no es perfectamente dueño de la máquina. Lo demuestra en su modo de conducir un automóvil. Lo que sucede es que los cristianos no han comprendido todavía que existe una jerarquía de valores; los
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EL MEDIO SOCIAL La personalidad moral se afirma en el medio ambiente social; aquí muy especialmente será necesario hacer el «ajuste» moral. a) En primer lugar, tendencia instintiva a atraer la atención del medio social sobre uno mismo. Una propaganda bien dirigida, por ejemplo, le anima a una acción, le da el optimismo necesario para ir adelante en la vida, le asegura un cierto control de los resultados obtenidos, le muestra la utilidad de
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los esfuerzos realizados: cosas todas excelentes y exigidas por el equilibrio humano. Quien no sobresale en nada o no es notado en nada, corre el peligro de abandonarse, de no cultivar sus talentos, de quedarse en una apagada medianía, para su desgracia y la de los que le rodean. Son raras las personas que pueden obrar solas, por el valor de la acción en sí misma. Pero este instinto, por ser necesario, como toda necesidad vital, se ejerce a veces de un modo desordenado. Para llamar la atención buscamos cincuenta formas de originalidad más o menos acertadas: en las ideas, en las palabras, en el tono de voz, en el vestir, en la moda, en nuestros modales, etc. Vanidad y fanfarronería son en muchos casos una reacción instintiva y vital de los débiles que, incapaces de hacerse notar de otro modo — o situados en un medio social deficiente que no repara en ellos —, sienten que caerían en la inercia, la atonía, la neurastenia. Moderación, buen juicio, humildad y fortaleza conducirán al equilibrio. b) La afirmación frente al medio social se ejerce también por una tendencia instintiva de comparación, de emulación. De ahí que sean naturales todas las formas de competición para triunfar ante un público. Competiciones individuales para «marcar» nuestro paso por el medio social que nos rodea. Competiciones de equipos en el plano regional o nacional. La comparación y la emulación son cosas instintivas, buenas en principio. El desarrollo de la humanidad depende de ellas en buena medida. Pero por estar ligado a ellas el instinto, son frecuentes las desviaciones. Es la emulación para dominar y no por la sana utilidad del estímulo. Es la rivalidad que deriva en discordia. Es la envidia y los celos que envenenan las relaciones humanas. Es la deslealtad y la astucia en los medios para asegurar un triunfo. Es la vanidad y el despotismo después de la victoria. Es la ruina y el rencor en caso de inferioridad. En suma, este instinto, que es excelente en el fondo, necesita una regulación moral adecuada, fruto de la acción conjugada de muchas virtudes. Hay que llegar a un clima de sana emulación, caracterizada por el juego limpio, la lealtad, la deportividad, el dominio de sí mismo. c) La afirmación de sí mismo ante los demás supone también el instinto de apropiación, de posesión. Una manera de afirmarse ante los demás es poseer y poder ostentar todos los bienes que se poseen. Esta tendencia es útil, conduce a la acción, al trabajo, al progreso. Estimula a la mayoría de las personas e incluso a todos los hombres. El que renuncia a poseer por sí mismo procura muchas veces la prosperidad del grupo
o de la institución de que forma parte. Este instinto ha de estar muy controlado. Puede suceder que se intente la apropiación «por todos los medios». Es posible caer en la ostentación infantil de innumerables objetos. A veces es una vena de coleccionista. O la incapacidad física para deshacerse, por humanidad y liberalidad, de una cosa, dándola a personas menos favorecidas. O incluso la avaricia y la pasión de conservar. Con un mayor desprendimiento de los bienes de este mundo, con más preocupación por los demás, más moderación, más sentido común también, se llegará a dominar y a regular este instinto.
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EL TREN DE VIDA
La afirmación de sí mismo, considerada bajo forma colectiva o comunitaria, se plasma en un conjunto de manifestaciones que se conocen con un nombre: el tren de vida. a) El espíritu cristiano ha recomendado siempre la sencillez, la modestia, la moderación, la discreción, la reserva. Este espíritu es el que debe prevalecer en la pública manifestación de la riqueza, en el modo de vida y el comportamiento general, así como en la vida individual. Recordemos la parábola del rico Epulón: «Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino y celebraba cada día banquetes suntuosos» (Le. 16, 19). Insensato, dice el Señor, esta misma noche te pedirán el alma; y todo lo que has acumulado, ¿para quién será? (Le. 12, 20). El cristiano debe vivir modesta, sencillamente, sin ostentación, sin pompas inútiles, sin vanidad. La insensibilidad del rico Epulón es mucho más repugnante porque conocía la miseria de los pobres que a su puerta deseaban saciarse con los restos de su banquete. También nosotros actualmente conocemos bien la miseria que afecta al mundo entero. Los cuadros, diagramas y estadísticas nos ponen al corriente de la «miseria en el mundo»: 1. Problema del hambre: dos tercios de la humanidad (1.600 millones) tienen una alimentación deficiente, y 30 millones mueren de hambre todos los años. 2. Problema de la vivienda: en Asia hay cien millones de familias que tienen una vivienda excesivamente pequeña, insalubre. Un ejemplo: en Bombay, el treinta por ciento de las viviendas tienen sólo una habitación que ha de albergar por término medio a cuatro personas. 3. La salud: en el Japón hay tres millones de tuberculosos en un total de 85 millones de habitantes. 4. La cultura: en varios países de Hispanoamérica, una cuarta parte de la población es analfabeta. Por lo tanto
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sería indigno vivir de tal modo que olvidásemos la condición real de millones de nuestros hermanos. Esta llamada cristiana a la sencillez encuentra un eco innegable en el hombre moderno. La generación actual muestra preferencias por la vida sencilla e incluso ruda, por la frescura y la aspereza de la existencia concreta. Si exige en su vida diaria confort y facilidades de toda clase, el hombre moderno gusta también de escapar durante algunas semanas de una civilización sobresaturada de bienes y de «cosas». Protegido por la «seguridad» social, aspira a gustar las alegrías de la aventura, los riesgos del explorador, los profundos encantos de la naturaleza. Todo un sector de la juventud vibra ante estos valores. Está dispuesta a crearse un modo de vida de inspiración cristiana. Hemos de perdonarle que reaccione un tanto brutalmente frente a lo que flama, con cierto desprecio, espíritu burgués. Sería imperdonable presentarles un cristianismo acomodado, suntuoso, recargado como un salón de burgueses de «fin de siglo». b) Esta sencillez de costumbres, ¿a qué cosas ha de aplicarse? A todo lo que constituye el tren de vida, claro está. La decoración de nuestro hogar, la manera de vestir, el lujo de ciertas adquisiciones, la búsqueda exagerada de lo que causa impresión, el carácter imponente de los edificios, la suntuosidad de las recepciones, el despilfarro de bienes inútiles, la vanidad de las compras, la fastuosidad en las diversiones, los gastos desproporcionados en viajes, refinamientos lujosos en el descanso, etc. La vida profana puede ganar mucho con esta simplificación. El cristiano, si verdaderamente quiere conducir hacia la santidad a su hogar, a su familia, a su medio, deberá hacer reinar allí la sobriedad, la modestia del evangelio. Sus reuniones y sus recepciones irán marcadas con el sello de esta sencillez tan atractiva. Buscará las distracciones más adecuadas. Preferirá un estilo de vida despojado de toda vanidad. Se contentará con una comida abundante, sana, pero sin condimentos inútiles. Decorará su casa con gusto, pero sin dorados ni oropeles. Si posee objetos de valor tendrá la elegancia de poner de relieve su calidad estética y no su precio. Si goza de muchos bienes, será para él motivo de alegría que los demás disfruten de ellos todo lo posible. En suma, estará inspirado por la mentalidad de Cristo. También la vida eclesiástica debe estar inspirada por el cristianismo. Los sacerdotes y religiosos, más aún que los fieles, deben simplificar su modo de vivir. En toda recepción
deben poner una nota de modestia. Su mobiliario no puede ser rico ni exagerado. Sus casas no pueden respirar la atmósfera burguesa de tiempos pasados. Las instituciones, como tales, deben «irradiar» espíritu cristiano, como los individuos. Las iglesias no perderían nada evitando toda ornamentación recargada e inútil. En resumen, no basta ser1 sacerdote o religioso para tener por este hecho un tren de vida cristiano. A todos se impone un examen de conciencia.
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J . L a l o u p , J. N é l i s , Hombres y máquinas, Dinor, San Sebastián; J . L e c l e r c q , El cristiano ante el dinero, Casal y Valí, Andorra,N . J u n g , Résped humain, en DTC, 13, 2.462-2.466.
4. LA REALIZACIÓN DE UNA OBRA
El hombre instintivamente, en virtud de todas las facultades que le enriquecen, tiende a proyectarse a sí mismo en una obra. Ya de manera desinteresada, en la obra de arte. Ya en el juego, por el solo motivo de exhibirse visiblemente. Ya en un sentido más bien útil, no utilitario, en el trabajo. OBRAS DEL HOMBRE
a) El juego es para el hombre la expresión más pura de sí mismo, la manifestación más trascendente de la acción por la satisfacción de la acción. La persona toda se pone en movimiento, se da toda entera, por la brillante manifestación de esta actividad, por la belleza que tiene la entrega de uno mismo. Reducir el juego a una forma de diversión para los niños sería desvalorizarlo. Un humanismo vivo verá más bien en él una de las más elevadas formas de expresión de sí mismo. Y el cristiano está obligado consigo mismo a tener en cuenta esta doctrina. Necesita de ella más que nadie porque le permitirá adivinar lo que podría ser la felicidad corporal en el cielo. La bienaventuranza no es ni puede ser una supresión de toda actividad; requiere una actuación de nuestras tendencias, con pleno desinterés, como en el juego. b) El arle es por lo general más comprensible para nosotros. Produce frutos tangibles: un cuadro, una sinfonía, una escultura. Todo cristiano debe apreciar su belleza. Una cosa es no poder consagrarse profesionalmente a una actividad artística, o no poder dedicar a ella unas horas, y otra cosa muy distinta es ser incapaz de apreciar, estimar, amar la nobleza humana y el humanismo del arte. Sería muy de lamentar que
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los fieles deseosos de perfección revelasen al propio tiempo una especie de inferioridad humana. A fin de cuentas, ello no les impedirá ser santos. Pero sería más hermoso y más perfecto que se santificasen siendo capaces de apreciar las artes y la belleza. c) El trabajo, en sentido amplio, tiende también a la realización de una obra. No se define por el salario o los honorarios; no se explica ante todo por la necesidad de vivir y la intención de ganar dinero. Responde a la necesidad instintiva que hay en todo hombre de realizar una obra. En él se traduce asimismo la necesidad que tienen los hombres de prestarse mutua ayuda con la obra de sus manos; tal es el sentido social del trabajo. Teológicamente hablando, responde a una misión de colaboración con Dios y su providencia creadora: imprimir una huella humana en la materia para ennoblecerla. Todo esto es lo que debemos respetar ante todo en el trabajo. Y debe respetarlo el propio trabajador, que debería revisar su concepción del trabajo, y los que lo organizan, pues tienen la obligación de someterse a las leyes internas y a la significación última de las obras humanas. Los cristianos, trabajadores todos en un sentido u otro, no pueden yuxtaponer una piedad religiosa a un laicismo en el trabajo profesional.
b) Por otra parte, el trabajo, como tal, no es en absoluto «vulgar», indigno de lo que es noble y elevado. Es ésta una concepción helénica y no cristiana del trabajo. Para el sabio helenístico, la perfección se resume en la «theoria», la contemplación, con un matiz muy pronunciado de especulación y de introversión. En el polo opuesto se sitúa la «praxis», el trabajo, que no es sino un mal, la suerte más o menos despreciable de la masa de los hombres. «Los primeros alejandrinos cristianos estaban demasiado prendados del ideal de la "gnosis" para permanecer insensibles a este sueño aristocrático.» En ciertos círculos cristianos se dio un ideal en el que las categorías griegas habían causado una desviación. Pero los padres de la Iglesia restablecieron el equilibrio, y Gregorio Nacianceno escribió estas palabras, nuevas para el helenismo.- la especulación es una cosa excelente, es cierto, pero también lo es el trabajo (Orat. 14, 4). Evitemos también nosotros toda apreciación del trabajo y del trabajador que presentara resabios de helenismo. Con fecha 15 de noviembre de 1961, la sagrada Penitenciaría apostólica enriqueció con indulgencias el ofrecimiento del trabajo a Dios (cf. «Ecclesia», 2 [1961], p. 1.523). c) Positivamente, el trabajo es una obra de creación y una obra de redención. Obra creadora, es decir, que debe ponerse en armoniosa conexión con la acción divina del Creador y de la providencia. La noción inicial del valor absoluto de todo trabajo humano viene dada a los hombres y a los pueblos por la fe en un Dios creador que, después de la creación del hombre, entra en el reposo del séptimo día, dejando al hombre proseguir la realización del plan eterno de la creación. Hemos hablado de ello al describir nuestra semejanza con Dios como creador. Una obra redentora. También el cosmos está llamado a ser «filial» y «espiritual». Y ya desde el mundo, el hombre puede introducir en él, por medio del arte o la técnica, algunos preludios o prefiguraciones de esta renovación a la que tiende. Esto se realiza por el trabajo y la labor del hombre. El hombre «modela la arcilla del mundo para grabar en ella, en la unidad de una sola y misma imagen, sus propios rasgos y los de Dios». ¿Qué otra imagen que la de Dios podría reproducir o destruir en lo que toca el hijo de Dios? «Estando la vida humana en su totalidad orientada hacia Dios, todo trabajo es servicio a Dios. Mientras domine esta idea, es imposible oponer civilización y religión.»
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SIGNIFICACIÓN CRISTIANA DEL TRABAJO ¿Cuál es la significación cristiana del trabajo? ¿Es éste consecuencia del pecado original exclusivamente? ¿Es una vocación que invita al hombre a colaborar con Dios? ¿Es una fatalidad o una llamada? ¿Es un «dios», una «cosa» o un «bien»? Son muchos los autores católicos que han abordado el tema; no puede acusarse al pensamiento cristiano de ausente en este campo. a) En primer lugar evitemos presentar el trabajo como consecuencia exclusiva del pecado original. Es falso pretender que, sin este pecado, el hombre no hubiera tenido que trabajar en este mundo, como si el trabajo por definición no fuese más que una pena, una expiación, un sufrimiento. Hemos de recordar, para los que se atienen a la letra del relato bíblico de la creación, que Dios puso al hombre en el jardín del Edén «para trabajar» (Gen. 2, 15), y esto antes de que hubiese pecado original. A veces se ha atribuido por entero al pecado de nuestros primeros padres la existencia del trabajo. Pero razones de orden exegético y teológico exigen de los cristianos una mayor precisión y circunspección al explicar el lado penoso del trabajo por la sola culpa de Adán.
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DEFECTOS Y PECADOS
En contra de la vocación al trabajo hay muchas negativas, muchos defectos que combatir: ausencia de trabajo o pereza, concepciones falsas y no cristianas del trabajo, exceso de trabajo. a) Si el hombre es, por naturaleza, un complejo de facultades, de fuentes de actividad, la pereza es, literalmente, antinatural, inaceptable. Ataca a la vitalidad misma de lo humano. Anula su más íntima energía. El perezoso por vicio es un subhombre, «verdadero parásito, vive a expensas de los demás, en la medida en que puede hacerlo. Manso y resignado cuando no se le molesta, se convierte en agresivo y malvado cuando se le quiere sacar de su inercia». ¿Es extraño que la tradición cristiana incluya la pereza entre los «pecados capitales» ? La pereza es a la vez negligencia, ociosidad, inercia, entumecimiento, indolencia. Se extiende a toda clase de actividades: pereza intelectual y en el estudio, pereza material y en el esfuerzo físico, pereza en la tarea profesional y en el deber de estado, pereza en la oración y en los deberes religiosos *. Al decir esto nos referimos a la pereza viciosa. Porque hay algunas formas de pereza que están ligadas a ciertos defectos físicos y su tratamiento corresponde al médico. Ésta es una de las cuestiones en las que habría que distinguir con más profundidad de lo que hasta ahora se ha hecho, entre lo moral y lo físico; puede haber falta, puede haber mal estado de salud. Cuando se enfrenten con un perezoso, los consejeros espirituales deberán preguntarse siempre si no entra en juego la salud; pero los dirigidos deberán preguntarse más bien sobre su grado de buena voluntad. b) Otra falta: divulgar una concepción anticristiana del trabajo. La gravedad de esta falta reside en el hecho de que la concepción del trabajo da sentido a la tarea cotidiana del hombre y a una situación general de civilización. No se puede trazar a la ligera una doctrina del trabajo. Sobre todo no se puede, en una vida cristiana verdadera, descuidar este aspecto de la perfección. El cristiano debe ser, también aquí, la luz del mundo, en su puesto, en su obra personal. En él descansa, en cierta medida, la predicación de la verdad cristiana. Ahora bien, existen numerosos errores acerca de esta cuestión. El error de 1 En este ultimo caso se habla de acidia, especie de embotamiento espiritual que impide toda actividad santiflcadora, todo esfuerzo interior, toda oración prolongada, todo ejercicio un poco laborioso, y que desemboca necesariamente en la tibieza.
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quienes, como los sabios helénicos, desprecian el trabajo y a los trabajadores. El error de aquellos católicos que ven en el trabajo sobre todo la pena expiatoria de la culpa original: si hemos de desconfiar de quienes niegan prácticamente ja existencia del pecado original, hemos de defendernos también de los que se sirven de él para explicar y justificar toda situación material lamentable. Unos y otros son peligrosos para la fe cristiana. Finalmente, el error de los que tienen la pasión del poder humano y, obsesionados por la eterna nostalgia de hacerse dioses, se sirven del trabajo para destronar al Señor. «Se ha visto al diablo detrás de la máquina», escribe Spengler, y no sin razón. Para algunos la máquina significa el destronamiento de Dios. Ella entrega la santa causalidad divina al hombre, que la pone en movimiento, silenciosa, irresistiblemente, y con una especie de omnisciencia profética. Indudablemente es exagerado proclamar que «la máquina es diabólica»; pero es cierto que algunos hombres han creído encontrar en ella un arma contra Dios. c) Hay falta también, cuando, en el comportamiento observado con relación al trabajo, no se respeta la jerarquía de valores, y sobre todo cuando no se respeta al hombre y al hijo de Dios. ¿Podemos considerar como cristiana la conducta de quienes hacen trabajar a las mujeres y a los niños de 10 a 12 horas diarias, en un clima material y moral detestable? Muchas veces se ha trazado el proceso del maquinismo capitalista liberal y se han censurado sus excesos. ¿Podemos considerar cristiano el espíritu del stajanovismo? El hombre con un rendimiento máximo se ha convertido en una especie de ideal: situación más grave aún. ¿Pueden aprobarse siquiera los numerosos excesos de actividad profesional, aun cuando su móvil no sea el deseo de honores y riquezas? ¡Cuántas veces encontramos hombres de negocios, dirigentes, banqueros, industriales, empresarios «hundidos hasta el cuello» en su profesión! El engranaje de los negocios es implacable. Estas personas aspiran a rehacerse un poco en una «tregua» espiritual o siquiera intelectual: pero ¡cómo encontrar el tiempo necesario! Hay en esto una falta de equilibrio humano. El hombre y su destino han de tener la primacía, incluso a costa de una determinada producción o de una determinada eficiencia. Todo trabajo ha de ser siempre «humano»; es obra de un «hijo de Dios» y debe ser digna de tal nombre.
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EL TIEMPO LIBRE
Una vida de trabajo supone también horas libres, no sólo para el descanso, indispensable, sino un tiempo libre necesario para la proyección de la personalidad humana. El tiempo libre puede dedicarse a dos aspectos de la existencia humana: el descanso y la cultura. El tiempo libre dedicado al descanso y a la diversión es necesario para el trabajador que hay en el hombre; le asegura una contrapartida de sus tareas profesionales y con ello un mayor equilibrio. El tiempo libre dedicado a la cultura y al perfeccionamiento moral es necesario al trabajador como hombre y, como cristiano, le asegura el tiempo que exige un desarrollo normal y un progreso espiritual. Esta doble misión de las horas libres debe acentuarse, pues el tiempo dedicado a actividades no profesionales se hace cada día más importante. a] El problema del tiempo libre es correlativo al del trabajo y exige un ajuste con la obra de la santificación. Las horas libres no son un período de improductividad y de diversión: acompañan al trabajo y forman con él la vida «activa» del hombre en el mundo. Esta vida, en cada uno de sus momentos — trabajo y ocio —, es cristiana. La importancia del problema de los ratos libres crece cada día a medida que aumenta y se extiende el tiempo consagrado al descanso y al desarrollo humano. El arte de bien emplear estos ratos se hace muy necesario. Hay que santificarse tan perfectamente durante los días de descanso como durante los de trabajo. Tanto en los paseos de las vacaciones y en la lectura formativa como en las ocupaciones profesionales hay que mantener y prodigar la misma y única caridad. ¿Pensamos en ello suficientemente? Y ¿pensamos en ello con naturalidad? ¿Es Dios Señor de nuestras horas libres como de nuestras horas de trabajo? ¿Procuramos santificar nuestro ocio como nuestro trabajo? Tal es el aspecto ascético de la cuestión. b) La obra de la santificación exige que examinemos nuestros ratos libres. ¿De cuánto tiempo libre dispongo? ¿Cuáles son las distracciones que constituyen realmente un descanso para mí? ¿Cuáles son las que mejor me ayudan a desarrollar mi personalidad? ¿Cuál es la «medida» de descanso físico, de placer estético, de distracciones, más adecuada para mí? Hay que estudiar, pues, una especie de «régimen de horas libres», fijarlo y seguirlo. Los trabajadores manuales habrán de enriquecer su espíritu, su gusto, su sentido religioso. Los trabajadores intelectuales tomarán contacto con la naturaleza, con lo
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concreto, con las ocupaciones de tipo manual, con las obras apostólicas. La armonía general de la vida humana forma parte del esfuerzo hacia la perfección. DEFECTOS1 Y PECADOS
En este terreno, como en todos los demás, podemos pecar por exceso y por defecto. Por exceso. Es normal, salvo en casos muy especiales, pasar mucho tiempo en el cine, leer de un tirón novela tras novela, entregarse durante horas al deporte, tomar vacaciones muy prolongadas, en suma, hacer que predominen en la vida los «descansos» sobre el trabajo. La santidad no puede avenirse con una vida semejante. Las tareas superiores, apostólicas, científicas o filantrópicas son demasiado numerosas para que pasemos el tiempo libre en un despreocupado disfrute egocéntrico de cada minuto. Hemos de ser capaces de renunciar en ocasiones a los excelentes valores de las distracciones. La norma cristiana rebasa siempre un poco lo estrictamente necesario. Corresponde a cada cual juzgar, según su vocación, su tiempo y a veces su fervor. En cada etapa de nuestro desarrollo espiritual hay que descubrir un nuevo equilibrio. Por defecto. Hay algunas personas que no se reservan un momento de «descanso». Para ellos no hay una hora libre. Ciertamente es mejor trabajar demasiado que descansar demasiado. Y determinadas personas pueden estimar que su deber es no perder ni un solo minuto: esto es asunto de una vocación particular. Pero normalmente, cada cual debe asegurarse un mínimum de verdadero descanso. Será una manera inmejorable de reconocer y aceptar las propias limitaciones, de conservar el sentido de la relatividad de todas las cosas. Hay toda una ascesis en el arte de tomar las vacaciones, de descansar durante un fin de semana, de elegir las verdaderas distracciones. En el cristianismo todo redunda en provecho de quien ama a Dios. P í o X I I , Concepto cristiano del turismo, en «Ecclesia», 1 (1952), p. 397-398; El deporte y la educación física, en «Ecclesia», 2 (1952), p. 565568; Miranda prorsus, en «Ecclesia», 2 (1957), p. 1.093-1.103; P . T e r m e s , El trabajo según la Biblia, Seminario, Barcelona; J . T o d o l í , Teología del trabajo, en «Rev. Esp. TeoU, 12 (1952), p. 568 s. ; M . - D . C h e n u , Hacia una teología del trabajo, Estela, Barcelona,- R. L u d m a n n , Cine, fe y moral, Rialp, Madrid; J . H u i z i n g a , Homo ludens. Essai sur la fonction sociales du jeu, Gallimard, París; P . M . L é o n a r d , Art et spiritualité, en D. Sp., 1, 899-934; H . B e r g s o n , Le tire. Essai sur la signification du comicjue, PUF, París.
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Morai y virtudes cristianas MANSEDUMBRE
Afirmación de sí mismo o realización de una obra. Pero podemos encontrar un osbtáculo, la ira. Por «ira», pecado capital, entendemos un movimiento de reacción enérgica, provocado por una contrariedad de tipo físico o moral. a) ¿Quiere esto decir que sea necesariamente mala? No. Recordemos la cólera de Cristo contra los vendedores instalados en el templo: cólera provocada por el disgusto ante el abandono de los hombres y llena de amor por la hermosura de la casa de Dios. Para saber si es legítima consideremos en la ira su objeto, su intención, su manifestación. ¿Es justa en su objeto? Es lógico que los padres se enfaden si el hijo es perezoso, caerían en falta si no reaccionasen ante estas negligencias. Esto es lo que se entiende por objeto justo. ¿Es buena en su intención? Podemos enfadarnos por amor a la justicia, por deseos de hacer un favor y corregir. Pero no por mal carácter (si somos inferiores) o por deseo de hacer sentir con dureza nuestra autoridad (si somos superiores). Por lo general, podrá purificarse, rectificar esta intención, como en todas las iniciativas humanas. Finalmente, ¿es moderada la ira en su manifestación? Los padres pueden tener razones para enfadarse, pero su cólera debe estar en proporción con la falta. Muchas veces ocurre que la ira está en relación, no con la falta cometida, sino con nuestro estado de ánimo, con nuestro deseo de acabar, con el disgusto que hemos recibido. En este caso nuestro acto está parcialmente viciado. b) La ira es un pecado capital. Es origen de muchos males y de muchos defectos. N o es necesario citar a filósofos o a sabios. En cualquier medio familiar hemos asistido a situaciones en que la atmósfera se pone tensa y la ira estalla; de ello se siguen incomprensiones, discusiones, descontento, revanchas, rencores, desalientos. En la vida de las naciones hemos conocido conflictos internacionales que comprometen la vida y la existencia de tantas y tantas personas, causados, en parte, por desacuerdos personales, movimientos irreflexivos. La santidad se resiente de estos movimientos de cólera. La ira, explica san Gregorio, nos hace pecar a menudo contra la prudencia y la moderación, contra esa amabilidad que hace agradable la vida social, contra la justicia y el reconocimiento pacífico de los derechos de otros, contra la serenidad interior, indispensable a la vida teologal. c) Los remedios son múltiples. En primer lugar está la costumbre de reflexionar unos instantes cuando creemos nece-
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sario enfadarnos: este momento será eficaz en muchas ocasiones. Después, podríamos también decidir mantener, suceda lo que suceda, un tono apacible y mesurado. Las más duras observaciones pueden hacerse con calma y cortesía; no pierden nada de su energía, al contrario. Por último sería conveniente que las personas que son objeto de nuestra ira sepan bien que ésta no es consecuencia de nuestro temperamento, sino que viene requerida por las circunstancias. Todo el mundo — y los niños más que los demás, quizá — capta inmediatamente la diferencia existente entre la ira demasiado «natural» y la voluntaria, que se sufre porque es necesaria. d) Hemos de decir aquí unas palabras sobre Ta mansedumbre. Para ser verdaderamente manso se ha de poseer una fortaleza y un dominio de sí mismo extraordinarios. La benignidad, escribe san Jerónimo, es una virtud suave, amable, tranquila, de lenguaje manso, de costumbres afables, aleación feliz de todas las cualidades. La bondad está muy próxima a ella, pues también pretende agradar; pero se distingue por ser menos agraciada y tener un aspecto más severo; está pronta a hacer el bien y a prestar ayuda, pero sin esa gracia, esa suavidad que gana los corazones. Para ser manso es preciso ser muy dueño de sí y de los propios sentimientos, soportarse con alegría y soportar a los demás con paciencia, sin presiones ni artificios, amable, tranquilamente. La mansedumbre supone una radical independencia con respecto a todo aquello que no sea la caridad hacia otro. Esta virtud asegura a nuestra vida un clima de serenidad y de paz espiritual. M . V i l l e r , Colére, en D. Sp., 2, 1.053-1.077; C . S p i c q , Bénignité, mansuétude, douceur, clémence, en «Rev. Bibl.», 54 (1947), p. 321-339.
Virtudes de la vida en sociedad
V VIRTUDES DE LA VIDA EN SOCIEDAD 1. SOCIABILIDAD Las virtudes morales pueden encauzar igualmente un conjunto de tendencias relativas al orden: la necesidad de agruparse, la simpatía, la vida en común. INSTINTO DE GRUPO La necesidad espontánea de agrupación aparece en todas las edades de la vida. Instintivamente, los hombres temen la soledad, al menos el aislamiento. Gustan de hallarse juntos, sentirse unidos a otros, vivir en comunidades espontáneas u orgánicas, como actores o espectadores. La naturaleza del hombre es sociable. Su equilibrio le pide normalmente — salvo una vocación especial — que viva en medio de los demás, con los demás. Pero esto puede desembocar en el instinto gregario del individuo que olvida y prefiere olvidar su personalidad para dejarse absorber por la vida colectiva. De ello resulta una pasividad indigna de un hombre, acompañada de pereza en la reflexión personal, inercia en las decisiones, una disminución de fuerza y de energía conscientemente aceptada. La vida común de los cristianos puede encerrar este tipo de defectos. Todo superior deberá cuidar de ello, pues corre el riesgo de dejar a sus subordinados en el infantilismo en lugar de la obediencia. La vida profana está llena de estas influencias exageradas de lo colectivo, que son despersonalizadoras. Una sana ascética exige que el cristiano sea capaz de aislarse un tanto para entrar dentro de sí, reflexionar, decidir, vivir como adulto. La educación debe, por definición, hacer capaz al niño de prescindir de sus tutores y de sus educadores. La decisión, la personalidad, la energía, la tenacidad y tantas otras virtudes morales encontrarán aquí un amplio campo de ejercicio. INSTINTO DE SIMPATÍA Este instinto ¡nos es tan natural! Por él se entiende la amistad, la actitud afectuosa y benévola, la participación afec-
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tiva en los estados de ánimo que nos unen a otra persona. a) Los hombres que viven en sociedad deben practicar la amistad en grados diversos. La amistad es una forma de afecto mutua y consciente. Puede ser muy concreta o muy generalizada. Aquí nos referimos a la «virtud» que inclina a los hombres que viven en sociedad a sentir esta estima mutua y consciente que da a la vida un encanto y un sabor agradable. Hay personas que rinden culto a la amistad. b) A falta de amistad en sentido estricto, pudiera practicarse por lo menos la virtud de la afabilidad, que consiste en hacer «agradable» la vida en sociedad. En efecto, dicen los moralistas, siendo el hombre un animal social, conviene que viva con los otros deíectabiliter. Esta afabilidad estará especialmente atenta a una serie de detalles exteriores: atenciones, prevenciones, cuidados, etc. Y para que estas manifestaciones hagan la vida realmente «deleitable» han de revelar un mínimo de sentimientos interiores; nada es tan desagradable como sentirse objeto de atenciones en las que todo indica su carácter exterior y formal. La santificación no exige que nuestra afabilidad sea artificial. La caridad teológica manda amar en Dios a un prójimo que vemos en Dios, pero sin rechazar o desdeñar los valores humanos auténticos. Illa oportet faceré, haec non omiltere. c) Más profunda es la simpatía. Estamos como absortos en otro y vivimos de sus propios sentimientos. Esta participación es extraordinariamente importante para comprender a los demás y para ayudarles comprendiéndoles. La simpatía permite que hagamos «sentir» a otra persona que nos ponemos en su lugar, que vivimos lo que tiene dentro de sí, que «simpatizamos» con ella en toda la profundidad del término. Estas cualidades son inestimables en toda vida social un poco refinada, en la educación, en el afecto conguyal, en la dirección de las almas. Sin ellas no se puede dar a estas tareas toda su finura y todo su sabor. Ciertamente la simpatía en ocasiones se resuelve en inhibición. Quien tiene el don de la comprensión se encuentra desarmado cuando ha de tomar decisiones firmes, tomar una resolución difícil, mover la voluntad con la energía de la decisión. «Cuando comprendemos algo nos lo explicamos, y cuando nos lo explicamos ya no juzgamos.» A la finura de intuición y a la sabiduría humana de la comprensión habrá que unir la firmeza un poco impersonal y un poco fría de la decisión.
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Moral y virtudes cristianas
FRUTOS DE LA CARIDAD
La vida en comunidad se favorece notablemente por la jovialidad, el agradecimiento y la cortesía, frutos exquisitos de la caridad. a) Es una maravilla vivir en compañía de una persona naturalmente alegre y sociable, animada de una alegría desbordante y atractiva. N o todos poseen este temperamento. Los que carecen de él nunca llegarán a obtener los mismos resultados. Pero todos deben esforzarse por remediarlo. El cristianismo no es la religión de las personas desagradables, ariscas, taciturnas. Un santo triste es un triste santo. Un santo artificialmente jovial es un santo insoportable. Una auténtica expresión de serenidad y de alegría: ése es el ideal. Ya la tradición moral más venerable habla de la virtud de la eutrapelia, que consiste en saber poner entusiasmo, alegría y gozo en la vida común, en torno a una mesa, en las reuniones, en las comidas. Habremos de cuidar este clima de jovialidad especialmente en nuestra sociedad racionalizada a ultranza. Deberían ponerse de moda otra vez los bufones. No por mera diversión, sino en virtud de una necesidad biológica y sicológica que resulta de un ritmo de vida, de trabajo, de administración. Cada día es más indispensable que el espíritu se ensanche con la alegría. Los que tienen la responsabilidad de una familia, de un grupo, de unas escuelas, de un colegio, han de pensar en asegurar la alegría y la animación del ambiente y de la vida común. Y los que poseen estos dones no pueden ponerlos bajo el celemín. b) El agradecimiento es una de las virtudes que elevan y ennoblecen la vida en sociedad. Nos inclina a testimoniar nuestra gratitud a todos aquellos de quienes hemos recibido algo. Enseña a decir «gracias», oralmente o por correspondencia. Enseña a reconocer los beneficios: ciertos cristianos, principalmente estudiantes y jóvenes, no se dan cuenta de todo lo que reciben, creen que todo se les debe y olvidan con facilidad mostrar su agradecimiento. El agradecimiento se las ingenia para descubrir formas de gratitud. Gratitud para con los padres, celebrando ciertos días, con pequeñas cosas y sorpresas. Gratitud de los esposos entre sí, pues ambos reciben mucho. Gratitud entre superiores e inferiores. Es necesario sentirlo de corazón, pero también con gestos, con palabras. La ingratitud hacia los hombres es un mal presagio para el cristiano que quiere progresar: ¿cómo va a estar agradecido a Dios? c) La cortesía, ¿será una virtud? Nuestra época reacciona contra el formalismo de los siglos pasados: sin duda ya no hay un niño que acabe las cartas a sus padres con la firma precedida
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de fórmulas de cortesía de parte de «su más indigno y más humilde servidor». Pero su estilo se ha hecho tal vez demasiado telegráfico y demasiado «realista» en las peticiones formuladas, lo cual no es bueno. El conjunto de la vida es semejante al estilo epistolar: la reacción contra el formalismo puede con ver tirse en una ausencia de formas simplemente.' Y esto no es una cualidad. La democratización de todas las cosas, al introducir un sano realismo en la vida, tendría que garantizar también la finura, la cortesía, las deferencias, el trato social, las atenciones, una cierta nobleza, los buenos modales, el estilo, qué sé yo. Es ésta una excelente escuela de ascética. El verdadero entusiasmo no exige en modo alguno abandono, vulgaridad, grosería, incompetencia para el trato social. Los educadores pueden lograr un justo equilibrio. Los moralistas mostrarán todas las virtudes que esto supone. Salvo vocación especial, vale más un santo capaz de presentarse y obrar correctamente. Y un verdadero santo posee siempre una caridad tal que halla inmediatamente el gesto oportuno. Pero no todos somos santos. S a n t o T o m á s , 2-2 q. 101-122; ed. bilingüe, IX, BAC, Madrid; M . J . G e r l a n d , Virtudes sociales, en Iniciación teológica, II, Herder, Barcelona, p. 685-712; B. H á r i n g , La ley de Cristo, II, Herder, Barcelona, p. 40-42; L . - J . L e b r e t , Dimensiones de la caridad, Herder, Barcelona; G. V a n s t e e n b e r g h e n , Amitié humaine. Amitié cbrétienne, en D. Sp., 1, 500-529; Hospitalité ct chanté, en «LVS», 34 (1952).
2. JUSTICIA Y VERACIDAD
La vida social no puede mantenerse sin un mínimo de justicia, de honradez, de veracidad. Sería impropio que los cristianos proclamasen públicamente su deseo de santificación y descuidasen ciertas obligaciones que exige la más estricta justicia. Esta virtud nos inclina a dar a los demás lo que es suyo. Es preciso aceptarla; es preciso tener su espíritu, tanto en lo que respecta a los bienes materiales como a los espirituales. BIENES MATERIALES
a) ¿Puede santificarse un hombre siendo banquero, hombre de negocios, comerciante, industrial? Los problemas de justicia son muy complejos actualmente. Hoy no son válidos los sencillos ejemplos utilizados en otros tiempos. ¿Quién puede conocer, quién puede, sobre todo, dirigir el juego de la demanda, del riesgo, del interés? Los cristianos deseosos de santificación han de destacarse no por su inge-
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nuidad o su candor, sino por su corrección, su lealtad, su palabra, su rectitud, su claridad. Si bien en determinadas situaciones puede darse la duda y una complejidad inexplicable, en otras se sabe con exactitud lo que es justo, razonable, exagerado. El banquero Jágen fue un místico. Es significativo este pasaje de la encíclica Divini Redemptoris, en la que Pío XI condenaba el comunismo ateo. Hemos deplorado muchas veces, decía el Papa, esta incoherencia, esta discontinuidad de la vida cristiana «pues algunos, mientras son aparentemente fieles al cumplimiento de sus deberes religiosos, luego, en el campo del trabajo, o del comercio, o de la profesión, o de la industria, o en el empleo, por un deplorable desdoblamiento de conciencia, llevan una vida demasiado disconforme con las claras normas de la justicia y de la caridad cristiana, dando así grave escándalo a los débiles y ofreciendo a los malos fácil pretexto para desacreditar a la Iglesia misma». b) Las normas de la justicia se aplican también al campo de las obras y de la beneficencia. Sustraer dinero no puede justificarse en absoluto, aunque las sumas así recogidas se empleen en socorrer a los pobres o en otra finalidad, por loable que sea. No pagar las deudas es, por lo menos, inaceptable, aunque el dinero se haya empleado en construir un salón de actos o en ayudar a los demás. No pueden guardarse los objetos prestados, y conviene de vez en cuando dar una vuelta por nuestro piso y por nuestra biblioteca. El dinero que se nos ha dado para una finalidad concreta no podemos destinarlo a otra, aunque sea más conveniente. En suma, la ascética cristiana debe ir acompañada de una preocupación muy viva por la justicia estricta. Las personas «piadosas» o «devotas», por estar menos ligadas que otras a los bienes materiales, no deben olvidar los más elementales deberes de justicia.
complaciéndose en esta función, exagerando, insistiendo, prolongando las averiguaciones y las pesquisas molestas, como obran cual si hacen uso de todo lo que saben. En otras circunstancias que no sean éstas, por lo general, es vano preocuparse de este mundo misterioso que es la conciencia de los demás, es inútil tratar de juzgarla y, sobre todo, es ilusorio creer que penetramos su complejidad; y es más censurable aún fijar su valor: Deus est c¡ui iudicat. Dios se reserva este juicio. b) A todos los que tienen una responsabilidad social se les plantea el problema del secreto profesional. Padres, sacerdotes, gobernantes, deben aprender a callar y a respetar el secreto que se les ha confiado. El secreto no es algo «que se dice en voz baja a todo el mundo». Los padres han de tener cuidado para no hacer perder a sus hijos la confianza total e ingenua que tienen en ellos; y faltarían a su deber si decepcionasen a sus hijos ya mayores suponiendo que éstos sigan abriéndoles su corazón. Los eclesiásticos deben poner especial atención en no revelar por distracción ni siquiera detalles triviales; harían disminuir así la confianza que debe tenerse en ellos. En este terreno vale más pecar de poco hablador que hablar de más, ni siquiera una vez. Los médicos, los abogados, los dirigentes en general, deben evitar honradamente ocuparse de asuntos privados — ni aun con sus esposas — y no servirse nunca de lo que saben con fines interesados o con mala fe. Para la buena marcha de la comunidad humana es indispensable que reine la confianza entre hermanos y que se pueda contar con el secreto absoluto. c) Evitemos también las injusticias comunes, agrupadas desde hace mucho tiempo bajo la denominación de maledicencia, calumnia. La maledicencia, por definición, concierne a la manifestación de hechos reales desfavorables al prójimo. Pero la malicia consiste en darlos a conocer sin ninguna necesidad. Indudablemente, en casos concretos, puede ser útil y aún obligatorio señalar ciertos errores graves a las personas responsables de determinadas instituciones o sociedades. Pero, aun en tales casos, hay que obrar según las normas de Cristo: hablar primero con la persona en cuestión y advertirla seriamente; si no se corrige, procurar que le hablen y adviertan otros; finalmente prevenir a sus superiores que serán quienes tengan que tomar una decisión. La calumnia es más grave: se refiere a hechos ficticios, inexactos, exagerados; en suma, entera o parcialmente falsos. En este caso la malicia, aun mezclada de imprudencia, es grave.
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BIENES ESPIRITUALES
a) Entre los bienes espirituales está la reputación y el honor del prójimo. Estos bienes han de ser respetados. Si juzgamos que una persona no merece elogios, al menos abstengámonos de hablar de ella de una manera irreflexiva, inútil o injusta. Evitemos las injusticias interiores: sospechas injustificadas, juicios temerarios, desconfianzas infundadas, interpretaciones de móviles profundos. Sin duda los padres, los superiores, las autoridades, por su función, pueden verse obligados a opinar sobre el comportamiento o la manera de obrar de sus inferiores o subordinados. El deber les obliga a reflexionar, a juzgar, a informarse sobre ello. Pero obrarían mal
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N o puede concebirse una persona que desee la perfección y que caiga en calumnias graves sobre el prójimo. Si se ha permitido calumnias ligeras, sabrá rectificar sus palabras, restablecer la reputación del prójimo, reparar los perjuicios causados por sus mentiras. Es mucho más difícil restablecer una reputación que mancharla.
«no decir la verdad a quienes tienen derecho a saberla, y con relación a determinadas circunstancias». Si alguien hace una pregunta indiscreta, en el sentido estricto de la palabra, no hay por qué contestarle, y se puede obrar de tal manera que no pueda adivinar la respuesta en nuestra reacción. Pudiera suceder también que algunas personas, profundamente veraces, se hiciesen tan severas que no comprendieran lo que se ha llamado la mentira jocosa-, es bastante común, en la vida social, «lanzar una bola», hacer creer pasajeramente tal o cual cosa; siempre que se haga con delicadeza y que se diga la verdad más o menos rápidamente. Desear la santificación no excluye la participación en tales bromas, al contrario.
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VERDAD Y MENTIRA a) La veracidad nos invita a expresar sencilla y sinceramente lo que verdaderamente pensamos. Es a la vez verdad, rectitud, franqueza, sencillez. La vida social está iluminada tanto por la veracidad como por la justicia. Un rostro cuyos ojos no dicen la verdad no es ya la expresión del alma, es una máscara. Los cristianos, sobre todo los que hablan de santificación, deben ser «veraces» por respeto a las palabras que emplean, por respeto a su inteligencia, por respeto a sus labios y a su palabra, por respeto a sí mismos y a los que les escuchan y les creen. No deben simular la virtud, la santidad; vale más que aparezcan tal como son. N o deben disimular su malicia, para aprovecharse de una reputación o incluso de ventajas materiales. No deben merecer el reproche de hipocresía que Cristo lanzó a los fariseos. «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, que os parecéis a sepulcros blanqueados, hermosos por fuera, pero dentro llenos de huesos de muertos y de toda suerte de inmundicias. Así también vosotros, por fuera parecéis justos, mas por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad» (Mt. 23, 27-28). No deben mentir. Cuando una persona tiene derecho a conocer la verdad y nos interroga, ¿por qué no responder simplemente la verdad? Es raro que se mienta por el placer de mentir y de falsear el sentido de las palabras y de los gestos. Se miente por salir de apuros en una situación que no nos favorece. Se miente por despertar interés y llamar la atención de otros. En resumen, la mayoría de las mentiras son en realidad pecados contra la humildad y la fortaleza. Hemos de estudiar el origen de nuestras mentiras para conocer su exacta significación. b) Algunas veces puede resultar difícil el ejercicio de la veracidad. Algunas personas estiman que la franqueza les obliga a decir la verdad, incluso cuando se les pregunta sin motivo, sin razón, por un abuso de derecho o contando con su ingenuidad. Esto es un error. Mentir no es solamente «no decir la verdad», sino
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SENTIDO DE LA JUSTICIA Es muy difícil respetar la justicia en todos los órdenes. La complejidad de las cosas hace que prevalezca el punto de vista técnico en las cuestiones materiales; nuestras conversaciones, innumerables e indispensables, contienen muchos «arañazos» e incluso injusticias. ¿Somos conscientes de estas faltas? ¿Qué podemos hacer? a) En primer lugar, conservar en nosotros el espíritu de justicia, el deseo de obrar rectamente en todo, la voluntad de no engañar al prójimo, la preocupación de no perjudicarle en su nombre, en su obra, en su reputación. Las injusticias cínicas de hombres de negocios sin conciencia son brutales, pero los chismes hipócritas de personas piadosas son pérfidos: unos y otros han de redescubrir el sentido de los derechos del prójimo. ¡Es tan fácil ser tendencioso! Y sobre todo con «buena intención». b) También es preciso reparar. Zaqueo prometió al Señor dar una parte importante de lo que había adquirido injustamente. Patronos y obreros, tocados por la gracia, han reconocido públicamente sus culpas. Hemos de saber excusarnos por haber pronunciado palabras demasiado duras y malintencionadas. Hemos de saber restablecer una reputación. Debemos hacer notar las cualidades de una persona con preferencia a sus defectos. En ciertos casos se impone una reparación pública si la injusticia ha sido pública. A fin de cuentas, la justicia se beneficiará de una auténtica caridad fraterna. ¿Cómo vamos a ser injustos con aquellos a quienes tratamos de amar como a Cristo y en Cristo? A menos que nos engañemos sobre esta misma caridad, lo cual no es imposible. Portémonos con los demás como con «hermanos muy amados»-, ¿es éste nuestro estado de ánimo real en
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nuestros negocios y en nuestras conversaciones? La justicia es mucho más fácil de realizar en un clima de verdadera caridad fraterna.
En cuanto a la esposa, tendrá siempre, aun en los momentos más difíciles, una acogida cariñosa y sonriente para su marido; hará agradable y alegre el hogar; se mostrará activa y diligente,prodigará a su esposo su amor y sus cuidados; evitará contrariarle inútilmente a propósito de sus defectos, sus fracasos profesionales, sus amistades; permanecerá siempre joven, bonita y tal como a él le gusta que sea; en suma, obrará de tal modo que su marido esté orgulloso de ella y sea feliz en su compañía. El cristianismo no suprime ninguna de estas obligaciones; las acentúa, las recuerda, les da un sentido religioso profundo y las anima con la gracia para espiritualizarlas.
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B . H á r i n g, La ley de Cristo, II, Herder, Barcelona, p. 507-564; A. G i r a r d , J . T o n n e a u , La justicia, en Iniciación teológica, II, Herder, Barcelona, p. 551-646; J . T o n n e a u , La propriété, en DTC, 14, 757-846. 3. VIRTUDES DEL ORDEN SOCIAL
El orden social se entiende aquí como el conjunto de relaciones que unen a los hombres, según su grado en la jerarquía: padres e hijos, profesores y alumnos, dueños y servidores, patronos y obreros, autoridades civiles y ciudadanos, autoridades eclesiásticas y fieles. Unos y otros, cada cual en su condición, tienen obligaciones específicas que responden a virtudes específicas. Los superiores y los inferiores, como tales, deben practicar ciertas virtudes. Y quizá es más difícil ser «perfecto» superior que subordinado «perfecto». En todo caso la responsabilidad del superior es muy grande y está obligado consigo mismo, tanto o más que el inferior, a cuidar de su perfección. ESPOSO Y ESPOSA
El esposo y la esposa constituyen la sociedad conyugal; están obligados mutuamente, tanto por estricta justicia como por afecto. a) Se deben uno a otro-, su tiempo, sus ocupaciones y su trabajo, sus cuidados y sus preocupaciones, sus esperanzas y sus intenciones, su religión y su piedad, su cultura y su saber, su ternura y su cuerpo. Deben ayudarse mutuamente en el amor, en la formación, en la religión, en la existencia toda, en el fin último. Deben conocerse cada día mejor, perfeccionarse uno y otro, renovar la armonía que les une. b) A estos deberes mutuos y recíprocos se unen otros que corresponden específicamente a cada cónyuge. El marido debe «comprender» a su esposa; amarla con ternura y con tacto; animarla y alabarla en su actividad; guiarla y protegerla contra todo lo que le inspire temor; hacerle compartir sus preocupaciones y sus intenciones; renovar su afecto con flores, una sorpresa, un regalo; evitar las comparaciones que le son desfavorables; sobre todo evitar toda fricción, todo desgaste en la vida común, por todos los medios que puede descubrir la imaginación de un esposo amante.
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PADRES E HIJOS
Los miembros de una familia sólo pueden santificarse viviendo su paternidad, su maternidad, su condición de hijos, con toda perfección: y esto es más largo y costoso de lo que suele creerse. a) Los padres deben amar a sus hijos, con amor verdadero e interior; amor que se manifiesta en los cuidados, las preocupaciones, la educación; amor «ordenado», razonado y razonable, sin excesos, sin cansancio ni disminución, sin preferencias ni prejuicios. Han de amar a sus hijos en todas las fases de su educación corporal, dándoles lo necesario a la vida y al sustento; pero infundiéndoles al propio tiempo el sentido cristiano de la vida, de la alimentación, de los bienes materiales, de la salud, del cuerpo. Deben amar a sus hijos en todos los aspectos de su progreso espiritual, procurándoles educación intelectual según su condición, siguiendo con delicadeza y atención su evolución moral, orientando con tacto el desarrollo de su temperamento según la originalidad de cada uno, corrigiéndoles con mesura y valentía, siempre de modo inteligente. Sobre todo, les darán siempre el ejemplo a que tienen derecho y que será la mejor de las lecciones. Los padres cristianos no pueden ser santos si no se esfuerzan por cumplir estos deberes. Han de estudiarlos y examinarlos en su aspecto doctrinal, hablando y discutiendo sobre ellos, entre sí o con personas competentes. Los cumplirán en la medida de sus posibilidades. Aceptarán las imperfecciones de su acción y los fracasos, a veces penosos, que se producirán por influencias que no pueden eliminarse completamente. Por último habrán de aceptar la disminución de su autoridad, como tal, a medida que los niños se hagan adultos, a pesar del dolor afectivo que pueda derivarse de ello.
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b) Los hijos, por su parte, no pueden santificarse sin vivir perfectamente su condición de hijos. Ésta varía según la edad, pero será siempre, en lo fundamental, la misma. Deben honrar a sus padres con un amor sincero y filial, un amor agradecido y que se manifiesta en mil atenciones, un amor abnegado y ferviente. Les respetarán como es debido, en el corazón y en la mente, en las palabras y en la manera de conversar con ellos, en sus cartas, en el modo de hablar de ellos y de actuar con respecto a ellos. Han de obedecerles, puesto que los padres tienen la obligación impuesta por Dios de llevar a término su educación. Indudablemente cuando son mayores la situación cambia. Los adolescentes y los jóvenes pueden comprobar que sus padres tienen defectos, como todo el mundo y como ellos mismos. Estos defectos no hacen perder a los padres el derecho al amor y al respeto de sus hijos: la enorme suma de bienes que les han dado no está compensada nunca por unas imperfecciones humanas — salvo en rarísimas excepciones —. Si bien la obligación de obedecer — en sentido estricto — disminuye progresivamente, los hijos deben someterse en todo lo que concierne a la organización de la casa, a la dirección de la familia y a los deberes propios de quienes viven bajo el techo familiar. Por otra parte los hijos deben ayudar a sus padres: ayuda material en caso necesario; ayuda corporal si quedan imposibilitados para valerse por sí mismos; ayuda espiritual si están enfermos o en peligro de muerte. Tales muestras de gratitud y de caridad se imponen a todos los hijos cristianos: el deseo de santificación no puede existir sin ellas. Incluso se darán situaciones en que las necesidades serán tales que se transformará la orientación de la vida. MAESTROS Y
ALUMNOS
Las relaciones entre maestros y alumnos tienen un fundamento serio, sagrado. La escuela cumple una función confiada naturalmente a los padres, función tan compleja y amplia que sólo puede llevarse a cabo a través de organismos especializados y personas con una larga preparación para tal fin. De ella se derivan ciertos deberes, tanto para los maestros como para los alumnos, deberes que constituirán una parte del programa de santificación de cada cual. a) Los maestros deben tener y conservar la competencia pedagógica y doctrinal exigida por la misión de enseñanza que se les ha confiado. Si están remunerados es una obligación de justicia. Pecarían, pues, como los padres, si fuesen negligentes
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en el ejercicio de su misión. Deben prepararse seriamente, cuidar sus explicaciones, controlar los estudios, ayudar y animar a los estudiantes, negarse a aprobar a los que no están capacitados. Y como en la enseñanza influye también el medio ambiente, los educadores deben dar a sus discípulos el ejemplo de una vida profesional seriamente concebida y de una vida personal irreprochable. b) Por su parte, los alumnos deben tener con respecto a sus maestros una actitud semejante — no idéntica — a la que tienen hacia sus padres. Esta actitud varía también según la edad de los estudiantes, como sucede en la familia. Lleva consigo ciertas formas de reverencia, de obediencia, de respeto, de docilidad, en el campo de los estudios y de la formación que los padres han encomendado a los maestros. Si no obrasen así, los alumnos pecarían de insolencia, de insubordinación, de irreverencia, de pereza. No pueden santificarse sin tener en cuenta su condición de estudiantes. AUTORIDADES
Y
SUBORDINADOS
Entre las autoridades civiles y religiosas y sus subditos se da un problema del mismo tipo. a) Las autoridades están obligadas a procurar el «bien común» de sus subditos, dentro de los límites de su competencia respectiva. Deben respetar lealmente tales límites. Deben elevarse simpre al plano de los intereses generales de sus subordinados, por encima de todo particularismo y partidismo. Esta preocupación por el bien común se manifiesta de diversos modos. Las autoridades deben evitar, en la medida de lo posible, los peligros y los males. Deben cuidar de dotar a las instituciones y a los organismos que están bajo su dirección, de personas capaces, íntegras, rectas y dignas. Deben ejercer todos sus actos de dirección y de administración con una preocupación permanente por la justicia y la equidad, sin acepción de personas. Una autoridad, cualquiera que sea, no puede pensar seriamente en la santidad, sin considerar seriamente también este aspecto fundamental y de extrema importancia de la vida concreta. No puede hacer un examen detallado de sus ejercicios espirituales y contentarse con considerar globalmente su comportamiento como autoridad. Esto sería comprender muy mal la vida y la perfección cristianas. b) Los subordinados, por su parte, deben a la autoridad legítima sinceros testimonios de su sumisión. Las autoridades tienen derecho, dentro de los límites de sus atribuciones, a exigir obediencia y disciplina real, concreta. Las leyes y decretos
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están hechos para someterse a ellos, dentro de los límites de su naturaleza y según las formas en que exigen esta sumisión; no pueden considerarse como dejados al buen juicio de cada cual. Las autoridades tienen derecho también, cada una conforme a su título, a la reverencia, al respeto. Hemos de ser muy prudentes con todo lo que pudiera dañar a este respecto: ironía, caricaturas, frases, cuentos. Las autoridades pueden exigir también un cierto número de prestaciones, que constituyen la participación de cada uno de nosotros en el bien del todo. Citemos por vía de ejemplo, en la vida ciudadana, el pago de los impuestos. EMPRESARIOS Y OBREROS
Entre empresarios y obreros, en el sentido amplio del término, existen relaciones que deben ser objeto de reflexión y de un examen especial. a) Los empresarios deben asegurar a los trabajadores el salario justo. La historia social, de 1850 a 1950, muestra suficientemente que los empresarios «cristianos» no han tenido siempre en cuenta o con la necesaria precisión el carácter «cristiano» de esta obligación. Algunos han creído muy cómodamente que en la vida religiosa y parroquial se encontraban todas las virtudes cristianas. Los empresarios deben velar también por el estado de lo que se llama el «medio» de trabajo. Éste debe ser sano, limpio, salubre, seguro, tanto desde el punto de vista de la salud física, como desde el punto de vista de la salud moral. Es falso creer que el empresario cristiano puede desinteresarse de este problema. b) El empleado u obrero está obligado a prestar un trabajo esmerado, concienzudo, acabado, excelente. Si no lo hace así, es responsable de los daños y perjuicios que de ello se deriven para la empresa en que presta sus servicios. Las negligencias en el trabajo, en el cuidado del material, en el acabado de una pieza no pueden compaginarse con una verdadera preocupación por la santidad personal. El empleado u obrero, por otra parte, debe abstenerse de todo lo que indirectamente pueda constituir un perjuicio para quienes son sus jefes. Debe respetar las condiciones del contrato. No puede detener el trabajo cuando esto suponga un prejuicio. No puede usar de fuerza ni de violencia, ni de huelga sin razón legítima. Ciertamente muchas de sus obligaciones están hoy concretadas en la ley; pero se imponen antes que la ley y en virtud del orden de la comunidad del trabajo.
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PROFESIONES LIBERALES
Nos referimos aquí en particular a los abogados, los médicos, los arquitectos y los contratistas, los ingenieros y otras profesiones con título universitario. Por el hecho de su preparación prolonga.da y costosa, los titulados universitarios exigen a sus clientes unos honorarios bastante elevados. Pero tienen, a su vez, numerosos deberes que cumplir, expuestos con todo detalle en los tratados de deontología. No pueden hablar de perfección cristiana si olvidan los problemas de deontología, si no se instruyen sobre sus obligaciones, si no cuidan de mantener su competencia profesional, si no cumplen bien las funciones que han aceptado, si fijan indebidamente la tasa de sus honorarios. Como los patronos o los eclesiásticos, los abogados, los médicos, pueden caer en los «defectos» propios de su profesión. El deseo de perfección debe llevarles a examinar su naturaleza, sus causas, sus remedios. En cuanto a los que solicitan los servicios de las personas de profesión liberal, deberán tener hacia ellos la actitud adecuada. N o pueden tratarles de «injustos» sin una razón valiosa. N o pueden considerarles como gentes interesadas y negligentes, sin distinción. Deben pagarles sus honorarios, sin esperar años enteros para hacerlo. Deben respetar un poco su vida personal y su vida familiar, y no importunarles a deshora con cosas sin importancia. Deben respetar los usos y costumbres de la región en todo lo que concierne a su trabajo. Todos los defectos no están siempre del lado de los médicos y de los abogados. Los cristianos — incluso y sobre todo si son «piadosos» — no olvidarán prestar atención de cuando en cuando a este sector de la vida cristiana. J u a n X X I I I , encíclica Mater et Magistra, Sigúeme, Salamanca; X X X , Breviario de Pastoral social, Rialp, Madrid; A . D . S e r t i l l a n g e s , Deberes, Desclée de Brouwer, Bilbao,- M . R i q u e t , El cristiano ante el poder, Desclée de Brouwer, Bilbao; J . L e c l e r c q , La familia, Herder, Barcelona; J . M . C a b o d e v i l l a , Hombre y mujer, BAC, Madrid; T h . D e h a u , Familia somos tres, Sigúeme, Salamanca; J . M . d e B u c k , El silencio de un adolescente, Sigúeme, Salamanca; Ese hijo vuestro, Desclée de Brouwer, Bilbao,- J . M . O r a i s o n , Amor o violencia, Sigúeme, Salamanca; La unión de los esposos, Razón y Fe, Madrid; E. W e l t y , Catecismo social, Herder, Barcelona,- G . T h i b o n , Sobre el amor humano, Patmos, Madrid; J . U r t e a g a , Dios y los hijos, Rialp, Madrid; A . B r i d e , Tyrannie, en DTC, 15, 1.948-1.988; M . E c k, Autorité et liberté entre parents et enfants, entre epoux, en «Etudes», 293 (1957), p. 186-200; 295 (1958), p. 17-32.
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4. OBEDECER Y MANDAR
El haz de relaciones sociales exige numerosas virtudes, entre las cuales no es la menor la caridad fraterna. En este capítulo quisiéramos destacar en particular el arte de obedecer y de mandar. OBEDIENCIA a) La obediencia, en sentido estricto, es una virtud cristiana. Cristo nos ha dado ejemplo: «Y les estaba sumiso» (Le. 1, 51). Obedecer, asentir a una orden por ser orden. Se trata, pues, de una orden o de un precepto, lo cual supone un superior que obra en calidad de superior. Se trata también, de realización o de ejecución propiamente dicha, no de obediencia mental. Pero esta orden puede formularse en términos expresos o ser «tácita o interpretativa», cuando el inferior tiene conciencia de la voluntad preceptiva del superior, aunque éste no haya dicho nada de un modo expreso. No es preciso añadir que se supone que el superior lo es legítimamente y que manda dentro de la esfera de su autoridad, de lo contrario sus órdenes carecerían de toda fuerza preceptiva. Por tanto, la desobediencia, igualmente en sentido estricto, lleva consigo una especie de desafío a la autoridad como tal, una negativa a reconocer como tal a un superior; ésta es su malicia específica. b) Cuando hablamos de obediencia en un sentido más amplio, añadimos a la obediencia estricta ciertos matices de respeto, de piedad filial o religiosa incluso, de deferencia, de docilidad, de estima, de homenaje, de consideración, etc. Estos valores afectan no solamente a la ejecución del precepto, sino también al estado de ánimo del que obedece, a su inteligencia, a su libre arbitrio. Y se habla incluso de obediencia de pensamiento, de obediencia ciega, expresiones que exigen una explicación seria y precisa para ser aceptadas. En la realidad cotidiana, sería lamentable reducir las relaciones entre superior e inferior a la obediencia en sentido estricto; casi toda la vida se desenvuelve bajo el signo de la autoridad, es cierto, pero sin que esta autoridad formule constantemente una orden expresa, como superior, en nombre de tal autoridad. c) Sería asimismo lamentable que el superior no distinguiese la obediencia de las otras virtudes que están en conexión con ella; ello supondría deformar la conciencia de sus subordinados y mantenerles en el infantilismo o en un clima de seudoobediencia. ¿Por qué hablar de obediencia cuando se
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trata de docilidad? La docilidad es una virtud particular. Lleva consigo una cierta flexibilidad para dejarse «enseñar», primeramente en el orden de la verdad, en el de la acción más tarde. La docilidad posee un valor propio: hay que ser prudente, inteligente, estar dotado de buen juicio y madurez, para ser «dócil» en el más auténtico sentido de la palabra. Pero no se trata de obediencia o de desobediencia. No hemos de apelar a la autoridad en todas las cosas, y menos allí donde no se trata de autoridad en sentido estricto, con el fin de no transformar una falta de docilidad en una desobediencia formal. ORIGEN Y FUNDAMENTO a) «Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores, que no hay autoridad sino por Dios y las que hay por Dios han sido ordenadas, de suerte que quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se atraen sobre sí la condenación» (Rom. 13, 1-2). Ciertamente, san Pablo no resuelve aquí los problemas particulares que suscitarán a lo largo de los siglos la conducta de los príncipes, el movimiento sindicalista, etc. Pero sí subraya la raíz divina de toda autoridad. «El hombre está hecho para vivir en sociedad; es una exigencia de su naturaleza, por tanto, divina. Por consiguiente será natural y agradable a Dios todo lo que contribuya a establecer un orden social. El poder, en cualquiera de sus formas, es un elemento esencial de tal orden social. Por tanto es de origen divino. Y todo poder de hecho, en tanto que cumpla su función, debe considerarse como querido y dispuesto por Dios. El poder, aun estando en manos de extranjeros, si permanece dentro de sus límites, es legítimo; y tiene derecho al respeto y a la sumisión de los individuos» (La sainte Bible, XI, p. 140). Ya sean las autoridades de derecho natural, ya sean de derecho divino positivo, todos los subordinados pueden, al buscar el origen del poder, hallar a Dios mismo y, con ello, agudizar su fe, vivificar su confianza, precisar su caridad, i El espíritu sobrenatural no consiste en no fijarse en la persona del superior para ver a Dios en él, o a veces «a su lado»! Ni en hacer caso omiso del superior. El verdadero espíritu sobrenatural ve al superior tal como aparece concretamente, con sus cualidades y sus defectos, y considera su persona en su significación profunda: la disposición divina. De este modo, toda obediencia puede convertirse en fe teologal. Y toda obediencia puede teñirse de religiosidad.
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VALOR MORAL a) La obediencia debe enriquecernos con su don específico y propio, que es habituarnos a ejecutar las órdenes de un superior. El superior, como tal, puede darnos órdenes, en sentido estricto; y como inferiores hemos de obedecerlas, ejecutarlas. Nadie puede garantizar que el superior sea santo o perfecto. Nadie puede garantizar que el superior esté mejor informado o sea más competente que su subordinado. Es, pues, lamentable y muy peligroso exigir obediencia en nombre de la santidad o del saber de un superior. Esto es cambiar el objeto formal. Es acostumbrar a faltar a la obediencia, sustituyendo el motivo formal de la obediencia — la orden del superior como tal — por otros motivos que no son del caso. Al obedecer porque «el superior es santo o está mejor enterado», el subordinado escamotea el verdadero sentido de la obediencia, e ignora su objeto propio. Tal obediencia no es verdadera obediencia ni verdaderamente sobrenatural, cualesquiera que sean las apariencias. Es de desear que el superior sea eminente, incluso en santidad. Es verosímil que el superior está informado en la medida de sus posibilidades. Hay una presunción a favor del juicio de conjunto que el superior hace de una situación o de un hecho. Pero no está ahí el motivo formal de la obediencia; no es esto lo que hay que ver en el superior cuando se obedece. El primer fin sobrenatural de la obediencia debe ser enseñarnos a ejecutar las órdenes de un superior, a obedecer. b) Una vez adquirida esta costumbre, la obediencia, como todo comportamiento humano, puede vivificar en nosotros numerosas virtudes. Al reconocer la fuente divina de toda autoridad, hacemos revivir la fe teologal y la visión cristiana del mundo. Actuando laboriosamente para obedecer las órdenes que recibimos e interpretándolas en la fe, damos testimonio a Dios de la firmeza de nuestro amor. Advirtiendo que toda autoridad viene de Dios damos a la obediencia el matiz religioso que siempre debería tener. Haciendo a nuestro cuerpo dócil a las órdenes de otro, le hacemos sufrir una ascesis poco común. Sometiéndonos a órdenes y preceptos nos es posible intensificar en nosotros la humildad y la modestia. Podríamos seguir apuntando las consecuencias que produce la obediencia, reales pero subsidiarias. La prudencia, la fortaleza, la caridad, todas las virtudes pueden, en un determinado sentido, beneficiarse de la obediencia. N o por azar ocupa la obediencia un lugar notable en el conjunto de la espiritualidad cristiana.
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VALOR HUMANO Rectamente considerada parece que la obediencia es un verdadero valor humano. Obedecer es probar de una manera tangible que se tiene el sentido del orden de las cosas, tal como Dios lo ha querido. Es un acto perfectamente humano, voluntariamente sometido al orden providencial del mundo. Es un acto positivo, pues nos hace participar activamente en la buena marcha de la vida social. Es un acto plenamente personal, porque me permite «realizarme» como órgano diferenciado del orden. Es el acto de un espíritu amplio y lo bastante pujante para elevarse al nivel del bien común en lugar de juzgar en función de intereses particulares. Es un acto que deja toda la libertad a las iniciativas, a condición de que se tomen en el sector correspondiente, como conviene a un universo ordenado. Es un acto perfectamente inteligente y consciente, puesto que en la ejecución de un trabajo está inmersa nuestra concepción del orden, de nuestra misión, de la autoridad. Corresponde a los superiores velar por este valor humano de la obediencia. La obediencia está al servicio del superior como tal y no al servicio de intereses privados y personales. No puede conducir a la inercia, al infantilismo, al desaliento. Debe conservar su relación esencial con el bien común. Debe compaginarse con la iniciativa y los riesgos que ésta lleva consigo. Y la valía de los individuos encuentra así su aplicación a la vida pública. Es bueno que haya una «opinión pública». La Iglesia es un cuerpo viviente —decía Pío XII a los periodistas católicos en febrero de 1950—> y a su vida le faltaría algo si la opinión pública no tuviese medios para expresarse libremente. Si careciese de esto habría que censurar por igual a pastores y fieles. El ARTE DE MANDAR Obedecer es difícil en ocasiones; mandar es difícil siempre. Y es curioso encontrar tantos libros sobre la virtud de la obediencia y tan pocos sobre la virtud y el arte de mandar. Sin embargo, los superiores han de ser también virtuosos. La «prudencia», en el sentido teológico del término, es quizá la virtud específica de la persona constituida en autoridad. Esta persona necesita ante todo de ese criterio y ese discernimiento indispensables a la buena marcha de una institución. El arte de tener siempre a la vista la finalidad humana y última de una empresa. El arte de descubrir los medios y los actos
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que llevarán a ella. El arte de orientar todas las cosas hacia un bien común determinado. Reflexionar y prever, organizar y mandar, coordinar y controlar, tales son los deberes de «prudencia» que tiene el que está encargado de una misión de autoridad. Un superior, en la medida en que tiende al progreso espiritual, se esfuerza por conocer exactamente el sector que tiene a su cargo. Reflexiona sobre las situaciones de hecho, constata los hechos, se documenta, juzga, busca las causas de un fallo y los remedios que hay que poner a ello, registra los resultados útiles y los recuerda. Capaz de un esfuerzo de inspección e imaginación, el superior debe saber adonde va y adonde lleva a los demás. Sus directrices son claras y firmes, flexibles y realizables; aseguran la continuidad y la armonía de los esfuerzos comunes. El superior ha de ser capaz de trazar un cuadro de la situación poniendo a cada uno en su sitio. Debe suscitar las colaboraciones que se ignoran y formar las que son necesarias. Debe asignar funciones, hacer progresar a unos, desplazar a otros, variar las misiones y agradecer sus servicios a los que han cumplido su función. Nunca forzará la mano, pero hará sus proposiciones con autoridad y, en caso necesario, sabrá hacerla valer. Evitará pedir colaboración cuando sea demasiado tarde, cuando ya los subordinados están desanimados y resignados a la abstención, a causa de los errores y faltas repetidas que puede cometer un superior incompetente.
espontánea, más conquistadora incluso. Es sacar provecho de las ideas enunciadas por otro, de sus observaciones y de su experiencia. Es perfeccionar constantemente el impulso que ha de venir del centro de responsabilidad. El superior no puede aceptar cualquier proposición ni decir «no» a priori, debe pasar todas las cosas por el tamiz de una sabiduría sobrenatural y guardar lo válido para la misión que tiene encargada. Queda entonces la función más delicada quizá, a la vez que la más indispensable: el control. Dar a los subordinados la posibilidad real de regular por sí mismos los asuntos de su competencia, pero velar para que la orientación general vaya de acuerdo con las directrices dadas y resulte en bien de todos, es una tarea muy difícil. En cierto modo hay que estar presente en todas partes, sin dispersarse. Es preciso considerarlo todo sin contener o cortar las iniciativas. Es preciso darse cuenta del trabajo prestado, sin que el control llegue a ser desconfianza. Es preciso saber formar, explicando, aconsejando, felicitando. El control debería ser universal, competente, imparcial y oportuno. Guardar un justo medio entre la continuidad fatigosa y el retraso que hace inútil la acción, saber deslizar una apreciación o una rectificación, sin que quede una impresión de reproche, ¿no es ésta una manera de obrar «virtuosa» para todo superior?
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JEFE Y COLABORADORES
El superior, como todo jefe, trabaja en ecjuipo, con colaboradores. Por medio de órdenes claras y de acuerdos concretos, comunica a sus auxiliares la inteligencia de una función, el sentido de una misión, sobre todo en lo que se refiere a tareas ingratas pero necesarias. Por otra parte, abre un amplio campo a la iniciativa, a fin de lograr el entusiasmo en el trabajo y el gusto por la acción, en lugar de justificar la pasividad de unos y la indiferencia de otros. Su función es, pues, no ser el único que actúa, ni dispersar las más variadas fuerzas, sino asegurar un trabajo en colaboración, llevando las iniciativas individuales y centrífugas a una fecunda coordinación dentro de unos límites. El esuerzo de coordinación es uno de los más arduos. Coordinar es poner en relación los proyectos y armonizar las actividades con miras a un fin conocido y perseguido. Es alentar el espíritu común, que hace la labor menos austera, más
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CONEXAS
Existe una obediencia en sentido amplio, rica en virtudes con ella relacionadas; pero el arte de mandar posee también su sentido amplio, que requiere asimismo el ejercicio de otras virtudes además de la «prudencia» del jefe. a) En el orden de la inteligencia y de las facultades con ella emparentadas, ¿qué exigiríamos de un superior? Que posea capacidad de trabajo intelectual, amplitud de miras, energía espiritual. Que sea capaz de concebir otras cosas además de las que ve, y que no se resigne a una situación aportando a ella engañosos paliativos. Que mire más lejos que los demás, a fin de señalarles el camino. Que sienta horror de las fórmulas capciosas y de las alabanzas que aturden. El superior debería ser implacablemente realista; bastante dócil para no forzar los hechos, pero bastante enérgico también para dirigirlos cuando ello es posible. Debería seguir con atención los movimientos del medio en que se halla; tener siempre ante los ojos las grandes líneas de su acción, conservar intacta la flexibilidad de sus decisiones, readaptar sin trastornos las instituciones existentes, para que logren su razón de ser auténtica. Debería
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tener un claro sentido de la medida, de las posibilidades y de las oportunidades. b) El arte de mandar tiene también virtudes con él relacionadas en el dominio de las facultades voluntarias y del temperamento. Es preferible que un superior sea valiente, emprendedor, perseverante. Debería tener iniciativa suficiente para renovar el aspecto de una institución y soportar animosamente las responsabilidades; pero también la fortaleza suficiente para abandonar una empresa hermosa y excelente, que resulta ser inadecuada al fin que se pretende. El superior debe reanimar con regularidad esa voluntad de hierro que manda a la atención, que agudiza el esfuerzo, que examina el repertorio de medios a elegir, activa la decisión, sostiene la ejecución hasta el final. Examina con calma, con madurez, despacio, pero sin confundir sabiduría con lentitud: la verdadera prudencia ha de ser a veces muy rápida. Rechaza todo lo que respira pesimismo, escepticismo, objecionismo. Sus profundas convicciones mantienen y alimentan un inmenso deseo de perfeccionamiento y de desarrollo. Cree firmemente en la posibilidad de progresar y mejorar. Es tenaz e insiste siempre y a pesar de todo. Procede con orden y selectividad en su obrar; no se pierde en detalles que no son asunto suyo. Sabe distraerse, hacer provisión de aire y de energía y conserva la cabeza serena. c) Por su propia función, el superior está obligado inevitablemente a entrar en contacto con su medio, con sus subordinados, principalmente con sus colaboradores. En estas relaciones sociales será agradablemente optimista y estará siempre de buen humor, aun en los momentos difíciles, sin sonrisa beatífica ni perezosa serenidad. Irradiará entusiasmo por su convicción comunicativa. Tendrá buen carácter, será paciente y sin rencores, sin frialdad ni desdén. Por dondequiera que pase infundirá un espíritu de verdadera y seria actividad. Tendrá discreción y respetará la personalidad ajena. Permanecerá siempre y en todas partes el mismo, sin rudeza, pero sinceramente. Evitará lo que le desacreditaría y descartará todo gesto que esté en contradicción con los principios que defienda.
todo lo que manda es ejecutado con prontitud y en la medida de sus deseos; como todos los que están a sus órdenes le colman de alabanzas cuando obra bien, pero no oponen ninguna crítica a sus acciones reprensibles; como casi siempre le elogian en aquello que deberían censurar; sucede que, seducida por estas bajezas, su alma se hincha de presunción y, rodeado exteriormente de aplausos sin reserva, queda vacío interiormente de verdad. Ignorante de sí mismo se apoya en la opinión de otro, y cree ser tal como le aprecian por fuera y no tal como debería juzgarse interiormente. Desprecia a los que le están sometidos, olvida que son sus iguales en el orden de la naturaleza y se imagina haber dejado atrás, por los méritos de su vida, a quienes tiene debajo de sí en virtud de la atribución del poder. Se vanagloria de aventajar en sabiduría a aquellos a quienes sabe inferiores en poder. Se instala en su propia opinión como en una especie de pedestal» (Regla pastoral). Era preferible, por cortesía, comenzar por los defectos que pone de relieve un pastor en los medios eclesiásticos. Pudiéramos también recoger otros defectos que señalan los ciudadanos en las autoridades civiles. En la prensa actual, entre todas las quejas lanzadas contra los gobiernos que se van sucediendo, ha de haber una parte de verdad: favoritismo, nombramientos partidistas, ventajas personales derivadas de una situación oficial, negligencias graves, etc. Y sin duda también aquí el deseo de ocupar los puestos de mando no se explica exclusivamente por el deseo de «servir al bien común». Las autoridades, cualesquiera que sean, tienen una buena materia de examen de conciencia profesional.
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ALGUNOS
DEFECTOS
Es muy delicado describir los defectos de los superiores. Comencemos por citar algunos reproches dirigidos por san Gregorio Magno a los superiores eclesiásticos y religiosos de su época. «En ocasiones, el pastor, por hallarse establecido en dignidad por encima de los demás, se llena de pensamientos de orgullo. Como todas las cosas están a su disposición; como
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P í o X I I , La prensa católica y la opinión pública, en «Ecdesia», 1 (1950), p. 201-203; s a n G r e g o r i o M a g n o , Regla pastoral, en Obras, BAC, Madrid; K. R a n h e r , La libertad de palabra en la Iglesia, Criterio, Buenos Aires; M . L l a m e r a , La crisis actual de obediencia y las razones tradicionales e ignacianas de su necesidad, en «Teología espiritual», 1 (1957), p. 417-452; 2 (1958), p. 41-42; J . B. R a u s , De sacrae obedientiae virtute et voto, Vitte, París; A . V a 1 e n s i n , Motes sur plusieurs points concernant l'obéissance, en «RAM», 6 (1926), p. 173188; P . G a l t i e r , Obéissance juscfu'á la mort, en «RAM», 1 (1920), p. 113-149.
La virtud de la religión
VI
LA VIRTUD DE LA RELIGIÓN 1. LA RELIGIÓN
Adorarás al Señor tu Dios y a Él solo servirás. La revelación divina ha repetido desde Moisés al apocalipsis la trascendencia absoluta de Dios, creador, maestro y salvador. Dios es Dios. Nosotros somos sus criaturas. En nosotros y a nuestro alrededor, todo proclama nuestra esencial dependencia. «Quid habes quod non accepisti?» —¿qué tienes que no hayas recibido?— (1 Cor. 4, 3). El hombre es como una gota de agua en la mano del Señor. La lectura del Antiguo Testamento podría educarnos perfectamente en la virtud de la religión, en el sentido de la religión. Las apariciones terribles de Yahvé, entre truenos y relámpagos, valiéndose de un lenguaje apocalíptico, suscitan en nosotros los sentimientos que deberíamos tener siempre ante la majestad y la grandeza de Dios. No basta ser «partidario de la religión cristiana», ni «tener religión»; necesitamos un «sentido» de lo religioso, un «comportamiento» religioso, una «actitud» religiosa. Sin esto no hay virtud de religión. LA ACTITUD
RELIGIOSA
a) La actitud religiosa, en cuanto que es un acto persona], es compleja: sentimiento de dependencia, sentimiento de grandeza y de majestad, certidumbre de una eficiencia divina misteriosa. Expliquémonos. Sentimiento de dependencia esencial. El hombre tiene conciencia de ser algo de Dios; siente el imperio divino sobre todo lo que es y sobre todo lo que hace. Se sabe y se siente en presencia de un absoluto que le domina en su infinita amplitud. Después, sentimiento de grandeza y majestad. Es un sentimiento de temor análogo al que se experimenta ante un espectáculo grandioso, el mar furioso, las montañas con aristas cortadas a pico, el cielo tormentoso y centelleante, el eco del trueno en las montañas. Es una mezcla de estupor, de terror y de vértigo. Naturalmente, el hombre se
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inclina y se prosterna, sin comprender, en adoración. Finalmente, certidumbre de una eficiencia misteriosa. El Ser supremo obra en el universo y dirige los acontecimientos. Su intervención está oculta a los hombres; sigue unos caminos que nos desconciertan porque no podemos preverlos. No podemos resistir ni retroceder. Deseamos esta intervención y al propio tiempo la tememos, porque conocemos su poder sin adivinar sus designios. Éste es el clima sicológico de la actitud religiosa. b) La actitud religiosa tiene dimensiones universales. El sentido religioso está íntimamente ligado a la dependencia radical de la criatura. Así pues, todo lo que es criatura debe rendir un culto al Señor. La humanidad, la historia humana, el cosmos, están y deben estar en perfecta referencia al Creador. La humanidad tiene una finalidad religiosa esencial. La colectividad humana universal posee una orientación más alta que la que resulta de su misión terrena. Un lazo sagrado y trascendente la religa a Dios. Y la Iglesia, precisamente, debe ser un lugar de reunión, el punto de encuentro de la humanidad con la santísima Trinidad. La historia humana es también religiosa: no es más que el desarrollo de la humanidad en el tiempo. Más allá de los progresos temporales y visibles corre otra historia, más profunda y definitiva, verdadero drama religioso, amplio como la humanidad e inmenso como la sucesión de los siglos, drama cuyos actores y comparsas son todos los hombres. Y el fermento de esta historia profunda de la humanidad no es otro que el Espíritu de Cristo. La creación, en su aspecto cósmico, debe «orar» también. Nacida de la acción inefable del Todopoderoso, la creación encierra en sí una intensa fuerza que la remonta hacia Él. La creación material tiene las promesas inesperadas de la incorruptibilidad y de la eternidad: en una doble dependencia, tiende con doble energía a encontrar de nuevo a Aquel de quien todo lo ha recibido (Rom. 8, 19-22). RELIGIÓN VISIBLE Y
COMUNITARIA
a) El acto de religión debe ser eminentemente personal, interior, consciente, humano. Esto parece tan evidente que no vale la pena insistir en ello. Pero algunos quieren saber cuál puede ser la significación real del aspecto exterior y visible de ciertos actos de religión. ¿Es útil este aspecto? ¿Añade algo? ¿Es deseable o debe eliminarse en cuanto sea posible? La manifestación exterior del sentimiento íntimo de religión se impone al hombre, primeramente y ante todo por ser esencialmente visible e invisible, alma y cuerpo, un «yo con el prójimo en el mundo», si se quiere. Tomando la expresión
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antigua, el hombre es un pequeño mundo, un «microcosmos»; representa el mundo material y el espiritual. Por esta razón le son «naturales» y «necesarias» ciertas formas de culto. Por otra parte, ¿recordamos con frecuencia la significación más general de los actos externos en la vida humana? Sin duda alguna, hay actitudes externas que son puro formalismo e incluso hipocresía, hay comportamientos visibles que no representan apenas nada consciente, profundamente sentido. Pero la exteriorización de un acto puede ser también favorable a los sentimientos interiores: refuerza su significación, aumenta su intensidad, prolonga su duración, facilita su renovación, sostiene su autenticidad. En suma, sería muy simplista considerar como inútil toda manifestación exterior de la religión. b) Las manifestaciones externas de la religión pueden ser individuales. Pero las comunidades humanas, como tales, ¿tienen que rendir también algún culto comunitario al Señor? ¿Las familias? ¿Los estados? ¿Las comunidades de trabajo? Estas «sociedades» no tienen una existencia semejante a la de un organismo vivo e individualizado. Pero toda sociedad es una especie de «unidad de orden»: realiza una disposición, una ordenación de sus miembros que, en su estructura y en su acción, supone algo «más» que la simple yuxtaposición de los individuos que la constituyen. Este «más» es el lazo que une a los miembros entre sí; es la acción conjugada y orgánica del conjunto. ¿Por qué no habían de ofrecer las comunidades humanas, en virtud de este «más ser», el homenaje de su adoración y de su agradecimiento a Dios y a Cristo? La «santidad» de la familia requiere este agradecimiento «familiar», y la Iglesia ha favorecido la consagración de las familias a Cristo y a su Madre. La perfección de una nación — si está integrada principalmente por personas bautizadas — exige un reconocimiento oficial y nacional de la superioridad de Cristo. La virtud de la religión debe, pues, brotar de todo lo que tiene alguna forma de «realidad», pues toda realidad depende radicalmente de su Creador. COMPROMISOS
Y VOTOS
a) La tradición cristiana conoce una forma de religión consistente en prometer a Dios libre y conscientemente una cosa cjue sea posible y mejor. Promesa, con el valor de una obligación que se impone uno mismo bajo pena de pecado; es más que una resolución o una decisión que se toma en un retiro espiritual. Hecha a Dios: el voto, en sentido estricto, siendo un acto de religión, se hace sólo a Dios. Así pues, en
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sentido propio, no se hacen votos a la Virgen ni a los santos: la obligación del voto se contrae con Dios. El objeto del voto ha de ser posible, evidentemente; si no lo es, no podemos obligarnos a ello. Debe ser también mejor que su contrario. El voto es, pues, una forma general de «devoción». El cristiano, especialmente el cristiano que siente y' desea practicar la virtud de la religión, puede consagrar a Dios, «por devoción a Él», diversos actos de justicia, de templanza, de caridad. b) En el epígrafe de este párrafo hemos puesto intencionadamente «compromisos y votos». En este ámbito reina actualmente una libertad de vocabulario bastante grande. Los institutos seculares prefieren hablar de «promesas» o de «compromisos», de «juramento» o de «consagración». Estos términos se emplean en los documentos oficiales que regulan su estatuto jurídico. Habremos de tener ,en cuenta ante todo el contenido real de estos compromisos, más que el nombre que se les da. Si hay una promesa obligatoria, hecha a Dios, de un bien mejor y posible, existe lo esencial, cualquiera que sea el nombre que se le dé. Sería lamentable e incluso erróneo no valorar un «compromiso» o una «consagración» simplemente porque no se le da el nombre de «voto». Tan lamentable y erróneo como identificar toda clase de promesas con un verdadero voto, una auténtica consagración. c) El voto no está reservado a una categoría de fieles. Es uno de los numerosos auxiliares que la tradición cristiana propone a todos los cristianos que pretenden santificarse. Cada cual, en el campo que prefiera, puede «prometer a Dios un acto posible y mejor que su contrario», con la intención de honrar particularmente la majestad divina por medio de esta «atención» especial, por medio de este «lazo» o «compromiso» concreto. Los fieles se ligan con voto de un modo temporal y con el consejo de su confesor, en el campo de la castidad, de la abnegación, de la mortificación, del desprendimiento, de la obediencia. Estos cristianos tienen generalmente un sentido de la «devoción» y de la «religión» más acusado que los demás. Por lo general son más «devotos», despojando a este término de todo sentido peyorativo. Por ello se inclinan voluntariamente hacia una u otra forma de la virtud de la religión y encuentran en ello un alimento sustancial para su vida interior. á) ¿Es bueno, deseable, hacer voto sobre determinados actos? Sí, responde la tradición eclesiástica en la voz de uno de sus más eminentes representantes. En primer lugar, un acto «consagrado» reviste una nobleza nueva-, está prescrito por la virtud de la religión y, de este modo, cualquiera que sea, se
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convierte en un acto de culto divino. Además, quien consagra una parte de sus actividades a Dios, demuestra su deseo de someter al Señor no sólo un acto concreto, sino la fuente de donde proceden todos los actos «consagrados». Cuando, por ejemplo, se hace a Dios el voto de dedicarse a un campo de apostolado, toda la orientación apostólica interior que tiende a este sector concreto está teñida de religión y de culto. Finalmente, por el voto, la voluntad halla un nuevo medio de afirmarse en el bien, en las circunstancias presentes y en las que puedan producirse posteriormente. Este aumento de firmeza y de estabilidad hace el acto más perfecto, del mismo modo que la obstinación en el mal incrementa la malicia de un acto (2-2 q. 88 a. 6). La Iglesia ha reconocido oficialmente la excelencia de la práctica de los votos. Principalmente ha sellado con «votos públicos» la profesión de los consejos evangélicos de castidad, obediencia y pobreza. Más adelante volveremos sobre ello. PECADOS CONTRA
LA RELIGIÓN
a) El pecado más grave contra la virtud de la religión es no comprender ni reconocer nuestra total y esencial dependencia de Dios. Esto es olvidar, pasar por alto, renegar prácticamente de nuestra condición de criaturas y de que Dios es Dios. Es vivir como si no existiese Él, norma primera y última de la vida, norma a la cual debe referir sus actos toda criatura. Es vivir como si no fuese Él la fuente de toda existencia y el origen de toda realidad. Hay cristianos que no perciben apenas esta esencial dependencia con relación a Cristo. Hay creyentes que no «sienten» casi nunca que todo lo que tienen lo deben a Dios. ¿Cómo podrían practicar la virtud de la religión? Todos los actos de religión y de culto han de parecerles superfluos, aburridos, inútiles. Tendrían que descubrir esta esencial dependencia del Creador, que es su dimensión fundamental. b) Otro pecado contra la religión: no orar. En él caen muchos cristianos. N o niegan la necesidad de la oración. No se plantean tampoco el problema de la eficacia de la oración. Pero no oran nunca o casi nunca. Dejan inactiva, sin ejercicio, la vida divina que ha entrado en ellos con el bautismo. No piensan en ampliar y desarrollar en ellos esta «convivencia» con Dios que corresponde a los hijos del Padre celestial. Apenas vivifican las perspectivas sobrenaturales de la fe, apenas agudizan su sentimiento y su deseo de la venida del Señor, apenas manifiestan a Dios su amor. Descuidan, de manera «habitual», su vida «interior». Pero ees siquiera «vida»?
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c) Ignorar y aun transgredir el orden y la jerarefuia en nuestras manifestaciones de religión es una falta contra la religión, contra el culto debido a Dios. Estrictamente hablando, religión es el culto que se da a Dios. Es preciso, pues, marcar convenientemente la infinita distancia que existe entre los actos de culto que tienen a Dios por objeto y el conjunto de actos piadosos que dirigimos a los santos, a la Virgen. La verdad dogmática ha de ser respetada también, diríamos sobre todo, en la vida litúrgica. Ahora bien, ciertos cristianos no respetan debidamente la jerarquía de valores de religión; a veces incluso la falsean. Una cosa es poner una confianza peculiar en el poder de intercesión de la Virgen o de un santo, y otra muy distinta, descentrar la vida religiosa en su totalidad, desquiciar el orden interno de los valores sagrados. d) El pecado contra la religión puede revestir diversas formas que los manuales clasifican con toda meticulosidad: Tenemos, en primer lugar, el sacrilegio, que implica una falta de reverencia y consiste en una profanación de las personas, cosas o lugares sagrados. Todos sabemos que hay una malicia especial en pegar a un sacerdote como tal, en robar un cáliz, en alborotar en una iglesia. Los fieles, sobre todo los que están más en contacto con la vida de la Iglesia y con su culto, pueden caer en negligencias en este punto, olvidando el decoro que debería envolver todo lo relativo al culto divino. Señalemos finalmente, para recordarlas, las innumerables formas de superstición, vanas creencias, adivinación, observancias engañosas, etc. Las personas piadosas, por estar especialmente sensibilizadas a todo lo que se refiere a la religión, pueden añadir a sus prácticas cultuales ciertas excrecencias que son simple superstición. Por otra parte, las personas no creyentes suelen hallar en los misterios de la parasicología un sustento para sus facultades, privadas de un alimento verdaderamente «religioso», es decir, «en relación con Dios». El sentimiento religioso de los primeros debería ser más «puro»; el de los segundos, más «verdadero». Por lo demás, unos y otros deben reconocer el poder de ciertas fuerzas naturales que vienen siendo objeto actualmente de un estudio cada día más serio e incluso científico. S a n t o T o m á s , 2-2 q.80-100; ed. bilingüe, IX, BAC, Madrid; A. I. M e n n e s s i e r , La virtud de la religión, en Iniciación teológica, II, Herder, Barcelona, p. 647-684; B. H á r i n g , La ley de Cristo, I, p. 680 s., 774-795, 830-842; R. O m e z , ¿Supranormal o sobrenatural?, Casal y Valí, Andorra.
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1. LA ORACIÓN
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LA ORACIÓN
a) El cristiano participa de la vida misma de Dios. Desde el momento en que esta convivencia con Dios se hace un poco consciente, aflora a nuestra conciencia sicológica, podemos decir que hay oración. La oración es «una elevación del alma a Dios»; asimismo pudiéramos decir «una toma de conciencia de lo que el hombre es y de lo que él vive por la gracia». Esta es, en efecto, la verdadera oración, profundamente teologal, fruto de la vida divina en nosotros: el hijo de Dios unido a su Padre y Señor. En este sentido, orar es algo sencillo, natural. Pero hay muchos cristianos que no se sienten llamados a sustentar su vida teologal. No se dan cuenta de que vivir como cristianos es creer, amar, esperar en Dios. Para ellos todo ejercicio de este orden les parece fuera de lugar, poco indicado, superfluo en todo caso, reservado a los contemplativos, en principio. De ahí a estimar que la «oración teologal» es inútil no hay más que un paso. Si vuelven a hallar el sentido de la verdadera vida y santidad cristianas, habrán hallado lo esencial: la oración teologal no será ya «inútil» para ellos ni desprovista de significado. b) La materia, la trama de que está hecha la oración teologal es la fe, el amor, la esperanza. Al hacer oración reconocemos el dominio soberano de Dios sobre nosotros, «hacemos justicia» a su suprema majestad; por esta razón, la virtud de religión puede clasificarse entre las virtudes «morales»; surge de la «justicia», pero su materia es «teologal». Hago oración cuando digo: «Dios mío, creo en ti, tengo confianza en ti, te amo o por lo menos quisiera hacerlo tan perfectamente como debiera.» Diciendo esto una y mil veces, repitiéndolo de diversas maneras, haciendo de ello un estado de ánimo, alimentamos nuestra «convivencia» teologal con Dios y realizamos un aspecto de nuestra condición de cristianos. En resumen, aunque sea una virtud «moral», la religión puede ser hondamente «teologal». Profundamente unitaria en su raíz teologal, la oración reviste las más variadas expresiones. Hay oraciones que brotan de una emoción dramática: así la del pecador que llama a su Salvador. «De profundis clamavi ad te, Domine! Pater, peccavi contra te.» El cristiano, aun estando en pecado grave, debe continuar haciendo oración, más que los otros incluso. El hecho
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de ser infiel a uno o dos mandamientos no implica que se hayan de abandonar los restantes. Es un gran error dejar de orar por no hallarse en estado de gracia; un error teológico y práctico. La sagrada Escritura destaca especialmente el valor de las llamadas angustiosas que dirige el pecador a su Padre, a aquel Padre que todos los días se dirigía a la colina más alta para ver si regresaba su hijo. Junto con la oración teologal, la oración del pecador parece especialmente agradable al Señor. Y su respuesta vendrá muy pronto, porque hay mayor alegría en el cielo por un pecador que se convierta, que por cien justos que perseveren. SENTIMIENTOS
RELIGIOSOS
La oración cristiana se abre a diversos sentimientos •. la glorificación, la alabanza, los honores, la acción de gracias, el sacrificio y los ofrecimientos, la adoración. Su multiplicidad revela las diversas formas de nuestra dependencia con respecto a Dios. Cristo nos ha enseñado estas formas en el «padrenuestro». a) La adoración es, estrictamente hablando, la veneración profunda que se debe sólo a Dios. Da testimonio de la excelencia absoluta del Señor y de nuestra absoluta sumisión. Ya sea adoración interna o externa, ésta es su finalidad. Adorarás al Señor tu Dios y sólo a Él. Esta fue la oración de sor Isabel de la santísima Trinidad: i Oh Dios mío, Trinidad que adoro! b) La glorificación. Toda criatura está en dependencia esencial del Señor: está toda ella orientada hacia Él, su principio y su fin, alfa y omega de todas las cosas. Reconocer esto es glorificar a Dios. La glorificación se expresa «formalmente» en un acto consciente y libre: por eso los instrumentos de la glorificación divina son los ángeles o los hombres. A ellos corresponde cantar las alabanzas del Señor, como en el Gloria de la misa. Gloria a Dios en las alturas. Como en el tedeum: «Te Deum laudamus, te Dominum confitemur.» Pero también la creación, con todas las bellezas que contiene, proclama a su manera la gloria del Creador. En este sentido se habla de una glorificación «ontológica» : consiste en dar gloria a Dios, no por un acto consciente, sino simplemente en tanto que se es. c) La alabanza divina. Cuando el hombre se vuelve, no a Dios mismo, sino a su obra, a su creación, y descubre todas sus maravillas, no puede por menos de cantar las «alabanzas» de este Creador extraordinario. Te alabo, Señor, que has hecho el sol, la luna y las estrellas... Alabanza que brota del corazón del hombre; alabanza que se expresa vocalmente en una pie-
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La virtud de ía religión
Moral y virtudes cristianas
garia oral o cantada. Todo ello forma la singular alabanza de la humanidad. d) La acción de gracias. Es decir, la gratitud hacia el Señor, de quien lo hemos recibido todo. Él es la fuente de todos los bienes que tenemos a nuestro cuidado, de todos los beneficios de que somos colmados. ¿Cómo no mostrarle nuestro agradecimiento? Te damos gracias, oh Padre santo, por tu santo nombre que has hecho habitar en nuestros corazones, por el conocimiento, la fe y la inmortalidad que nos has revelado por medio de Jesús, tu servidor. ¡Demos gracias al Señor porque es bueno! ¡Porque su misericordia es eterna! e) Ofrecimiento. Se entiende por oblación todo aquello que se ofrece para que sirva al culto divino. En la liturgia se glorifica al Padre de la manera más hermosa, puesto que la Iglesia le ofrece el homenaje de su Hijo. También los fieles, desde los orígenes del cristianismo, han querido intervenir en estos actos cultuales con ofrendas de naturaleza diversa, pero de idéntica significación fundamental. Esta idea es universal, representa un impulso natural de las almas nobles. En los comienzos del mundo, Caín ofrece los productos de la tierra en oblación a Yahvé, y Abel le hace ofrenda de las primeras crías de su ganado y de los más hermosos ejemplares (Gen. 4, 3). La Ley antigua vivió bajo el régimen religioso de la ofrenda de las primicias; ¿no podría aplicarse a nuestras actividades modernas: primicias de los productos manufacturados, primicias de los instrumentos profesionales, primicias de los salarios y de los honorarios? f) La petición. Interesada en apariencia — y de hecho muchas veces lo es —, la petición es, en el fondo, una manera de reconocer la omnipotencia divina; por tanto es un acto de religión. ¿No nos ha enseñado Cristo a pedir nuestro pan de cada día y la liberación de los males que pueden asaltarnos? ¿No ha implorado a su Padre para que conceda a su Iglesia la perseverancia en la concordia y la unidad? ¿No ha invocado a su Padre antes de sus milagros? Ciertamente que toda nuestra religión no ha de consistir en recordar que Dios existe cuando tenemos un favor que pedirle: como sentido religioso esto sería muy pobre. Pero se equivocan quienes, en ciertos medios cristianos más selectos, desdeñan estas súplicas que brotan de un corazón sencillo y confiado. La parábola del fariseo y del publican© conserva todo su valor para los fieles de hoy.
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FORMAS DIVERSAS La oración puede tomar formas diversas: interna o externa, privada o colectiva, espontánea o positivamente establecida, litúrgica o no litúrgica. a) La oración litúrgica es la oración del Hombre-Dios. Procede de Él, sacerdote único y eterno, definitivamente en presencia del Padre, y ofreciéndole, con el gesto de su humanidad glorificada, la alabanza y la súplica de la humanidad. Cristo es, dirán los teólogos, la «causa principal» de toda la liturgia. Sus actos, suprema y divinamente agradables a Dios no son realizados aisladamente. El Verbo es la cabeza del cuerpo místico. Sus miembros, por estar unidos a Él orgánicamente, toman parte en su oración y en sus gestos religiosos. b) Hay oración litúrgica y oración no litúrgica. ¿Han de oponerse estas dos formas de oración? De ninguna manera. Los actos estrictamente litúrgicos no constituyen toda la vida de oración de los miembros del cuerpo místico. Hay determinados actos de piedad que tienen como «fuente principal» nuestro corazón, nuestros sentimientos de religión. Los realizamos en Cristo — «in Christo Iesu», diría san Pablo —, pero no proceden del Hombre-Dios como tal. Poseen realmente un valor muy grande y no tienen nada de secundario, de supererogatorio. La liturgia asegura la estabilidad, el equilibrio, pero puede hacerse rígida, formalista, estereotipada. La oración individual es espontánea, libre, adaptada, manifestación de los diversos temperamentos y de múltiples circunstancias, pero puede resultar estrecha en sus intenciones, exagerada en sus manifestaciones. Hay que vigilar una y otra y vivificarlas sin descanso. DIFICULTAD PARA ORAR Algunos cristianos encuentran dificultades para orar cuando la oración es simplemente adoración, alabanza, admiración, en suma, cuando esta oración sube hacia el Señor y se detiene en Él, por Él, sin más. Olvidan que Dios es el absoluto y que los actos que se dirigen a Él, tienen en Él su entera justificación. Aceptan la existencia de personas contemplativas, porque éstas, dicen, pueden obtener con su oración la conversión de los pecadores. Y no se equivocan al pensar así. Pero no comprenden el fundamento de las oraciones que acaban en Dios. Están en un error. Olvidan su contingencia y que sólo Él es absoluto. La oración que se acaba en Él es, a fin de cuentas, mucho más aceptable que la que espera de Él un bien a cambio.
Moral y virtudes cristianas
La virtud de la religión
No por ello es desdeñable la oración de petición: es buena, es cristiana; es asimismo una prueba de dependencia y de confianza. Pero la oración que sube hacia Dios se basta a sí misma. Sin una clara visión del teocentrismo de la religión, ¿cómo podríamos enfocar rectamente la santificación y la santidad?
consumación de la gloria, cuando venga el Señor glorioso. En aquella hora será total y definitivo el triunfo sobre el pecado, el demonio y la muerte. Participando en el sacrificio de la misa, los fieles de Cristo proclaman que esperan su venida. Y participando en el banquete eucarístico, se aseguran las arras de la inmortalidad: «pignus futurae gloriae». El domingo «anuncia y anticipa en cierto modo, la venida gloriosa del Resucitado, cuando vuelva a celebrar con los elegidos la pascua eterna. Así abierto a la eternidad, el domingo es el "sacramento" de una nueva era, introducida en el mundo por el misterio redentor, la era de la gracia. En la doctrina de los Padres se evocaba este aspecto de la espiritualidad dominical en la denominación de "octavo día"» ( J . G a i l l a r d , Dimanche, p. 976-977).
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P í o X I I , Mediator Dei, Sigúeme, Salamanca; Discurso a los miembros del Apostolado de la oración, en «Ecclesia», 1 (1943), p. 129-130; A. H a m m a n n , Oraciones de los primeros cristianos, Rialp, Madrid; R. G u a r d i n i , Oraciones teológicas, Guadarrama, Madrid; A. C a r r e l , La oración, CYS, Madrid; B. B r o , Enséñanos a orar, Sigúeme, Salamanca; M . Q u o i s t , Oraciones para rezar por la calle, Sigúeme, Salamanca; X X X , Priez sans césse, en «La Maison-Dieu», 64 (1960); P . P h i l i p p e , La príére d'adoration et de louange, en «LVS», 26 (1944), p. 491-584. 3. EL DÍA DEL SEÑOR
El domingo es el «día del Señor». Los antiguos hablaban del «día señorial» — dominical, de dominicas, del Señor —, como nosotros hablaríamos de «jornada mariana». ¿Por qué es el domingo el día por excelencia del Señor Jesús? SIGNIFICACIÓN
TEOLÓGICA
La Iglesia nos invita a unirnos en el domingo a la vida actual del Señor resucitado. a) El día del Señor es, ante todo, el «día de la resurrección». Y para respetar perfectamente el orden de las cosas, hubiéramos debido hablar del domingo después de haber evocado la resurrección de Jesús. Desde la antigüedad el domingo es el «memorial de la resurrección». Y como la resurrección resume el misterio cristiano, la misa dominical puede ser el centro de nuestra vida. De ahí la tonalidad pascual que reviste en la liturgia la celebración del misterio dominical. El cristiano vuelve a ver, cada semana, las fases de la existencia de su Maestro, y especialmente la fase culminante de la cruz y de la gloria. A partir del siglo vi se manifiesta una tendencia a hacer también del domingo una fiesta de la santísima Trinidad. La anexión del tema trinitario al tema cristológico se extiende a todas las liturgias, tanto la de rito bizantino como la de rito romano. La vida teologal es esencialmente trinitaria; no es, pues, extraño que, en la celebración del domingo, el misterio del Mediador, se haya abierto al misterio de la Trinidad. b) Enraizado en el misterio de la resurrección, el domingo adquiere uñ alcance escatolócjico. Nos orienta hacia la
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VALOR RELIGIOSO
Desde estas perspectivas, esbozadas muy imperfectamente, el carácter religioso del domingo adquiere todo su relieve. a) El domingo es un día consagrado al Señor. Está reservado a Dios y a su culto. Está reservado a la vida «religiosa», como los restantes días de la semana están dedicados a tareas «profanas». Este aspecto del misterio dominical es esencial. Es válido para cualquier criatura que se pone en presencia de su Creador; y de hecho, toda religión posee su calendario litúrgico y sus días feriados. Pero es también cristiano, pues el culto que se celebra todos los domingos es el del Verbo hecho carne, el culto a Cristo resucitado. Y el decálogo prescribía la santificación del séptimo día. El cristiano debe, pues, «santificar» el domingo, hacer de él un «día consagrado a la religión, a Dios, a Cristo». Nos referimos especialmente al cristiano hundido en actividades terrenas y profanas. El equilibrio de su vocación le exige esta ordenación de la semana y esta organización de su tiempo. Actualmente, dada la importancia creciente que se concede a los días feriados, se hace más grave la obligación de consagrar a Dios una parte importante de «tiempo». Es comprensible que obreros extenuados aprovechen unas horas de descanso para «recuperarse» y asegurar a su organismo un mínimo de expansión. Pero no siempre es este el caso, y la evolución de la civilización tiende a aumentar el tiempo de descanso. La obligación de consagrar un día al Señor pesa sobre nosotros con más fuerza. b) La comunidad cultual que constituye la Iglesia, la asamblea de los fieles, consagra a Dios esta jornada. La celebración
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La virtud de la religión
del misterio dominical está confiada al nuevo Israel. En este sentido el domingo es un día de la Iglesia. Todos los cristianos, bautizados y ordenados, integran esta asamblea cultual, cada cual ocupando su puesto y cumpliendo su función. La Iglesia se pone en presencia del Padre y ofrece, por medio de las manos de los sacerdotes, el sacrificio mismo de Cristo, cabeza del cuerpo místico. En la comunión eucarística, renueva sacramentalmente la unidad que debe florecer en una comunidad de «hermanos». Del culto extrae la fuerza para irradiar hacia afuera esta caridad apostólica; numerosos y recientes estudios han señalado este lazo íntimo, muy fuerte en la antigüedad, entre liturgia y caridad fraterna; el verdadero culto se abre al apostolado. En la vida común del culto puede mostrar también el sentido de las distracciones y el descanso que ocuparán una parte del «día del Señor». En consecuencia, el cristiano debe dar al domingo esta nota «comunitaria». Nunca puede vivir su religión de una manera individual, pero menos aún el domingo. En este día las comunidades naturales y las no naturales, familias y agrupaciones, se funden en un solo pueblo cristiano, establecido en una región determinada. La Iglesia de Dios que reside en Corinto, en Roma, en Bruselas o en Tarragona, se constituye todas las semanas en asamblea cultual. Sin hacer de estas consideraciones la base de un cierto «clericalismo parroquial», podemos ver en ellas, al menos, el fundamento de una teología del culto parroquial dominical.
equilibrio humano. Este tiempo, cuando es muy breve, se dedica únicamente al reposo y a las distracciones que procuran al hombre un recreo tónico e indispensable. Pero sucede que las horas libres permiten al hombre algo más que un mero descanso indispensable. Le ofrecen una ocasión para entregarse a actividades humanas o humanistas, en un sentido muy amplio. El problema de las horas libres se convierte en un verdadero problema moral, y rebasa con mucho actualmente el del «descanso dominical». b) Para asegurar este tiempo del Señor y este descanso del hombre, el cristianismo ha reaccionado siempre en contra de quienes, incluso en domingo, continuaban trabajando, en contradicción con el ideal y el precepto del «descanso dominical». De ahí una legislación, cuya historia es larga, agitada y no ha terminado todavía. La idea rectora de esta legislación es, evidentemente, proteger la significación profunda del domingo, día consagrado al Señor y día también dedicado a recuperar el equilibrio humano. Se exceptúan en principio todas aquellas actividades, aun las que suponen un trabajo penoso, que resultan indispensables, dado el estado actual de la civilización y la forma actual de organización de la vida pública y la industria: nadie piensa en que cese el trabajo de las enfermeras en los hospitales, ni la vigilancia de determinadas máquinas. Los restantes trabajos humanos se agrupan en dos categorías-, trabajos serviles, prohibidos, y trabajos liberales, permitidos. Ahora bien, este procedimiento encuentra dificultades de aplicación hoy día. El minero y el obrero, después de haber estado viviendo en medio del polvo durante una semana, se sienten felices el domingo ocupándose en arreglar su huerto: excelente expansión; pero más de dos horas son ya sospechosas. Un profesor puede escribir a máquina un artículo durante la mañana del domingo: no es un trabajo servil. Las excepciones hechas por los moralistas a la regla de los trabajos serviles demuestran que existe un cierto malestar. Para salvaguardar la finalidad de la norma y las intenciones del legislador, será necesario quizá remontarse al principio que ha presidido la clasificación en trabajos serviles y liberales. Porque, en el ejemplo que hemos dado, el profesor no respeta más que el obrero o el minero, el espíritu del «día del Señor». Pero esto es de la competencia de la autoridad eclesiástica.
EL DESCANSO DEL SEfiOR
«Y concluida la obra que había hecho, descansó Dios en el séptimo día de cuanto hiciera» (Gen. 2, 2). Los cristianos no han olvidado este versículo del Génesis e imitan de buena gana al Señor en este punto. a) En la espiritualidad cristiana el domingo fue considerado siempre como un día de descanso, en oposición a los días de «trabajo». Día religioso, el domingo aparece también como «día del hombre», día del equilibrio humano. Todos conocemos la expresión «descanso dominical». Desde la más remota antigüedad, los documentos eclesiásticos dan testimonio de esta idea: los cristianos deben descansar el domingo, pero este reposo no ha de interpretarse de un modo tan estricto y tan formalista como en el judaismo. Por lo tanto, conviene liberarse durante un cierto tiempo de las ocupaciones profesionales, no sólo para consagrar una parte exclusivamente al Señor, sino además para recuperar el
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B. H a r i n g , La ley de Cristo, I, Herder, Barcelona, p. 844-866; R. G u a r d i n i , El domingo, ayer, hoy y siempre, Guadarrama, Madrid; J. G a i l l a r d , Dimanche, en D. Sp., 3, 948-982; X X X , Dimanche et célébration chrétienne, en «La Maison-Dieu», 9 (1947).
La fe teologal
VII LA FE TEOLOGAL
1. LA VIRTUD DE LA FE ACTO DE FE El concepto paulino de la fe encierra todo un «conjunto de elementos sicológicos diversos: deseo, confianza, obediencia, referidos, como a su centro, a esa confianza que nuestro espíritu pone en Dios o en Cristo, la cual define primordialmente la fe, pero no agota su riqueza» (DTC, 8, 2.063). Es indispensable que recordemos la maravillosa complejidad de la pistis del Nuevo Testamento. Si es legítimo distinguir la función de las diferentes facultades en la vida teologal, es bueno también, sobre todo cuando se trata de la vida cristiana, que tomemos conciencia de la densidad multiforme de la virtud de la fe. La fe es la adhesión firme a la persona de Cristo, el Maestro y Señor. «Quotquot receperunt eum.» Hay que «recibirle» Es una confianza inquebrantable en su poder. «Modicae fidei, quare dubitasti?» ¿Por qué temer? Es un recurso permanente a su inagotable misericordia. «Fides tua te salvam fecit.» Tu fe te ha salvado. Es la sumisión a la palabra de Dios: «Auditus fidei.» Es la experiencia de la vida divina en nosotros: El Espíritu os llevará a la verdad total. Es la confianza que ponemos en el Señor: Pedid con toda confianza (Sant. 1, 6). Creer en Dios —escribe el padre Prat—, no es solamente creer en su existencia, sino descansar en Él como en un apoyo inquebrantable, refugiarse en Él como en un abrigo seguro, tender a Él como a un fin supremo. FE Y GRACIA La fe teologal, considerada en nosotros, es una participación en la vida divina; como ésta, es conciencia, conocimiento, aprehensión, percepción. Para santo Tomás, la fe nos asimila al conocimiento divino, nos sitúa en Dios y, desde Él, consideramos todas las cosas como a través de los ojos de Dios
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mismo. «Asimilación al conocimiento divino en cuanto que por la fe infusa nos adherimos a la Verdad primera por sí misma y, una vez insertos en el conocimiento divino, lo vemos todo como con el ojo de Dios» (In Boeth. de Trinitate q. 3 a, 1). Casi imaginamos un niño escalando una montaña con su padre y allí, a su lado, mirando con sus gemelos, 'contemplando el paisaje como él lo ve. La fe es más íntima que esto. Es la propia vida divina la que se nos comunica, es la mirada interior de Dios la que se nos da, y nuestros ojos se abren asombrados a la realidad desde esta mirada. El fundamento último de la fe es, pues, simplemente, la participación en la vida divina. El cristiano es hombre «nuevo», criatura «nueva» y, por tanto, «nueva» inteligencia de las cosas, «nueva» visión de la realidad, tanto creada como divina. Esta renovación «ontológica» de la inteligencia hace al cristiano capaz de conocer como Dios conoce. «Instalado», pudiéramos decir, en el conocimiento divino — «ita innixi divina cognitione» —, puede ver las cosas como con el ojo de Dios «tanquam in oculo Dei». San Pablo habla de la sabiduría que hay en Dios, en misterio, sabiduría que nadie posee sino el Espíritu mismo de Dios, que lo escudriña todo, hasta las profundidades de Dios. Este Espíritu nos ha sido dado y nos hace conocer el misterio de Dios, dándonos así una sabiduría «nueva», la que hay en Dios (1 Cor. 1). CARACTERES a) Esta «fe» divina, en su raíz sobrenatural, es oscura. «Non contemplantibus nobis quae videntur, sed quae non videntur...» (2 Cor. 4, 18). Creer es ver lo invisible, es saber en el misterio de la noche. Creer es una «oscura certeza». Cuando se habla de la luz de la fe, algunos fieles imaginan que van a ver dibujarse en la imaginación, como en un sueño muy claro, los rasgos de Dios. Profundo error, pues Dios es invisible. La luz de la fe debe compararse más bien a una «evidencia no imaginativa». Por ejemplo, cuando yo digo: « 7 X 8 = 56», estoy «seguro», absolutamente seguro, más seguro que si lo viese con mis propios ojos; esta certeza es poderosa, total, pero no tiene nada de visual. En el caso de la fe hay certidumbre total, pero sin ninguna «visión» espiritual o intelectual; creo porque Dios me lo dice. Por esto se dice que la fe es «oscura». Pero, ¿cómo distinguir entonces la fe de la ilusión? La estructura de nuestras facultades, bajo el influjo divino, se asemeja un tanto a los arquetipos que los sicólogos nos atribuyen.
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Estas estructuras profundas de orden humano no siempre afloran y, cuando se manifiestan a la conciencia, lo hacen con frecuencia en una semioscuridad y envueltas las demás tendencias. Aunque procede de Dios y, por tanto, de la pura trascendencia, la estructura de la fe infusa puede también manifestarse de cuando en cuando. A veces incluso estalla en la vida de los místicos, y es difícil pretender que todos ellos eran perfectos impostores. En los místicos la acción divina produce en cierto modo una explosión. Lo sobrenatural «hace irrupción» en la historia. Y a esta luz nos es posible juzgar de las restantes manifestaciones de fe, en claroscuro, como tienen lugar en los humildes, en las buenas gentes, irreductibles en su fe, profundos en su sabiduría cristiana, a pesar de la impropiedad de su lenguaje y de la inexperiencia de su pensamiento. La forma en que una madre creyente, aun en medio de sus desgracias, reconoce y declara que «Dios es bueno», sólo se comprende sabiendo que Dios mismo la ayuda a comprender «divinamente» los azares de esta vida temporal. b) La «fe divina» es firme, fuerte. De una firmeza sobrenatural. Firmeza que íe viene de su propia raíz, la vida divina, de la cual recibe, a falta de una claridad interior imposible, la fuerza, la convicción íntima, una seguridad absolutamente original. La firmeza de la fe no se basa, pues, en argumentos o en pruebas. Viene del interior. Es Dios quien interviene en nosotros para insertarnos en su conocimiento. Dios nos fija en Él, nos ancla en su verdad, nos estabiliza en lo verdadero. Así arraigados en la verdad suma, ¿cómo no hemos de poseer una íntima firmeza? Como árboles enraizados en la tierra, que ninguna tormenta puede arrancar. Ahí reside la fuente de la perseverancia de los mártires durante las persecuciones. Ahí se encuentra el fundamento de la fe común de los fieles de la Iglesia entera. ¿Por qué no reflexionar un poco sobre ello? ' S a n t o T o m á s , 2-2 q. 1-16; ed. bilingüe, Vil, BAC, Madrid; P . A . L i é g é , La fe, en Iniciación teológica, II, Herder, Barcelona, p. 369-408; J . L e c l e r c q , El problema de la je en ¡os medios intelectuales del siglo XX, Desclée de Brouwer; M-. N i c o l a u , Sicología y pedagogía de la fe, Razón y Fe, Madrid; R. G u a r d i n i , Sobre la vida de fe, Rialp, Madrid; R. A u b e r t , Le probléme de Vade de foi. Données traditionnelles eX controverses récents, Warny, Lovaina. 1 La fe de que hemos hablado hasta ahora es la fe «viva», animada por la gracia; la fe, en el sentido de la Sagrada Escritura. Se plantea un problema teológico en el hecho de que los fieles, en pecado mortal, conserven la fe, incluso la fe teologal. Sobre este punto pueden consultarse los tratados teológicos De virtutibus infusis.
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2. LA FE Y EL MUNDO SOBRENATURAL LA REVELACIÓN
La realidad que nos pone de manifiesto la fe está expresada en la revelación. La fe revela, es decir, «levanta una punta del velo» permitiéndonos descubrir otro mundo, invisible, trascendente. Aparece ante nosotros una «dimensión» enteramente nueva, más inaudita que la «dimensión» descubierta por Einstein. De ahí el asombro de unos y el escándalo de otros. Creer es aceptar la existencia y la realidad de otro mundo, sobrenatural y sobrehumano. Es admitir que formamos parte de él. Es sostener que esta participación invisible y misteriosa es lo más importante de nuestra existencia, la perla preciosa por la cual vale la pena abandonar todo lo demás. No hemos de extrañarnos de que quienes han comprendido bien lo que es «creer» vacilen; tan inesperada es la perspectiva que nos abre la revelación. La revelación es el «dato revelado», ciertamente. Pero no debemos entender este dato de un modo demasiado material, como podría sugerir la imagen clásica del «depósito de la revelación». Este depósito es la expresión escrita o hablada de la revelación, es decir, de un Dios que se revela. Es la manifestación de la palabra viva y eficaz. Palabra eterna pronunciada por el Dios tres veces santo. Palabra intemporal expresada por el Hijo de Dios hecho hombre. Palabra de vida recibida en la fe e inscrita de manera humana en la teología cristiana. El dato ha de conducirnos a la palabra de Dios, a la persona que habla, al acto de esta persona. ¿Qué más podemos añadir para hacer comprender lo que es una fe «activa» y «viva»? EL OBJETO DE LA FE
¿Cuál es el objeto de la fe? ¿Una doctrina? ¿Una persona? Es todo esto a la vez. a) La fe tiene por objeto una doctrina, las verdades de la doctrina cristiana, los dogmas de la revelación, el mensaje de salvación, las palabras de vida eterna: verba v'üae. Esta doctrina es asimismo una concepción de la vida, del hombre, del mundo. Es «un renacimiento de la inteligencia, ensanchada y profundizada, un principio de interpretación del mundo y de la vida». Es un sistema doctrinal, que nos da el «punto de vista de Dios» — que es la «verdad» — sobre toda cosa y todo pensamiento.
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b) La fe tiene por objeto también la realidad sobrenatural. La revelación ha venido a levantar el velo de una parte de la realidad oculta a los ojos del hombre. Nos ha hecho conocer las realidades de otro mundo. Nos ha introducido en un ámbito misterioso pero existente, auténtico. Nos ha puesto en contacto con toda la «economía» cristiana. Nos ha hecho ciudadanos de un reino que es algo muy distinto de una vana ilusión. El acto del creyente, dice santo Tomás, no se termina en la verdad enunciada, sino en la cosa. «Actus credentis non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem. Non enim formamus enuntiabilia, nisi ut per ea de rebus cognitionem habemus, sicut in scientia, ita et in fide» (2-2 q. 1 a. 2 ad2). c] Fundamentalmente, la fe tiene por objeto una persona. La realidad sobrenatural es la Trinidad, las personas divinas, la persona sagrada de nuestro Señor. Nosotros damos nuestra adhesión a la verdad transmitida por Cristo pero a fin de cuentas confiamos en la persona de Cristo (2-2 q. 2 a. 1). Los estudios bíblicos muestran que el objeto central de la fe cristiana es el «Dios salvador». Creer es aceptar a Cristo y, con Él, su doctrina, sus sacramentos, sus mandamientos, todo el cristianismo. De ahí proviene sin duda la fuerza del viejo adagio escolástico: Credere Deum, credere Deo, credere in Deum. Creer en Dios, porque Dios es el objeto mismo de nuestra fe y en relación con Él percibimos todo lo demás. Creer a Dios, porque Él es el motivo de nuestra creencia en todo. Creer con la fe puesta en Dios, porque Dios es también nuestro fin último hacia el cual vamos y al cual buscamos.
en su realidad espiritual. No es «lejano» sino «trascendente», a pesar de su proximidad esencial. Dios no es «oscuro», pero su fulgurante pureza espiritual deslumhra los ojos que no están hechos a su medida. b) Es pecado contra la fe no dar importancia a esta unión con Dios, que permite adivinar lo que es la vida divina. Pues si Dios es Dios, ¿cómo ignorar el hecho de estar insertos en su vida, de participar de su luz, de su conocimiento, de su pensamiento? Y sobre todo, ¿cómo permanecer indiferentes a las revelaciones que hemos recibido sobre su vida misma, sobre las tres Personas, sobre Él mismo? ¿Todo esto no significa nada, ni siquiera para los bautizados que se dicen «cristianos»? Hemos de hacer una revisión radical. Dios es el centro y el todo de todas las cosas. A nosotros nos corresponde «descubrir» o «redescubrir», en sentido estricto, esta sencilla verdad. Leamos aquellas páginas del Antiguo Testamento en que Yahvé concluye diciendo: «Quia ego sum Dominus.» Porque yo soy el Señor. c) Todo esto es muy hermoso, pero ¿es cierto? Todas estas realidades son invisibles. Nuestros ojos no las alcanzan. ¿Entonces? Cristo, una vez más, nos ayudará a aceptar nuestra misteriosa condición de cristianos. Recordemos a Jesús de Nazaret. Vivió de una manera sencilla, semejante a la nuestra en todo, excepto en el pecado. Nada le distinguía de los demás, aun durante su vida pública. ¿No es éste el hijo de José? ¿Cómo ha podido aprender las Escrituras? Esto era lo que los ojos veían. Y sin embargo nosotros sabemos que este Jesús era el Verbo hecho hombre. Como Verbo de Dios vivía la vida intratrinitaria. Era Dios, en sus menores gestos. Ni un sólo acto había en él que no fuese divino. Si este Jesús de Nazaret era realmente Dios, aunque invisiblemente, ¿cómo no admitir que la unión con Cristo nos transfigura asimismo real e invisiblemente? Si el Verbo estaba realmente en Cristo sin que nadie se diese cuenta de ello, ¿por qué no puede estar en nosotros la luz de la fe sin que nuestros ojos puedan verla? Para reafirmar nuestra fe en la realidad invisible, reflexionemos en la condición del Verbo hecho hombre, en la «vida interior» de Cristo Jesús.
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VIDA DE FE
a] Vivir la fe es vivir esta realidad sobrenatural comunicada por la gracia. ¿Cómo? Por nuestra parte, recordándola, vivificándola, haciéndola más profunda, enriqueciéndola con nuevos datos sacados de las fuentes de la revelación, actualizándola cada vez más, haciendo de ella como una segunda naturaleza... De tal modo que nos habituemos a movernos en ese otro mundo, a sentirnos «en casa» en la ciudad de Dios, a comportarnos como «ciudadanos» de los cielos. Esta vitalidad no es vana. No es cometido exclusivo de los contemplativos. Es el don otorgado a todos los cristianos, la «buena nueva» ofrecida a todos, la «sabiduría del Espíritu» revelada a los llamados por Dios a la gracia del cristianismo. El Dios que nos salva es Padre, Hijo y Espíritu. No es «abstracto» como oímos decir algunas veces, sino «invisible»
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E. S u h a r d , Dios, Iglesia y Sacerdocio, Rialp, Madrid; X X X , Testimonios de la je, Rialp, Madrid; P . M i c h a l ó n , La foi recontre de Dieu et engagement envers Dieu, en «Nouv. Rev. Th.», 75 (1953), p. 587-600.
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3. LA FE Y EL MUNDO TERRENO HISTORIA DE LA SALVACIÓN
El mundo sobrenatural es, además, el plan de la salvación. Es «el plan redentor en su realización temporal. Son los secretos ocultos en los consejos divinos; el peso inmenso de gloria que ha de recompensar nuestras tribulaciones de un instante; las cosas que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni ha sentido nunca el corazón del hombre. Es el enigma abrumador del mal asolando la raza humana, para ser al fin vencido, en los predestinados, por la superabundancia de la gracia de Cristo. Es Dios, encerrando a todos los hombres en la desobediencia para tener de todos misericordia (Rom. 11, 32). Es el sentido de la historia de Israel, figura y preparación de la verdadera alianza. Es el misterio del repudio de la raza elegida y el injerto del olivo silvestre en el tronco salido de Abraham. Es la llamada a los dos pueblos — judíos y gentiles — en un solo cuerpo con Cristo, que, destruyendo en su carne toda enemistad, reconcilia el cielo y la tierra, los hombres y Dios». Cristo constituye el centro de toda esta sabiduría; Cristo, pacificando todas las cosas en la sangre de su Cruz ( J . d e F i n a n c e , La Sophia chez Saint Paul, en «Rech. Se. Reí.», 13 [1935], p. 414-415). PLANOS DE REALIZACIÓN
El plan de la redención se desarrolla en perspectivas inmensas: las dos fases sucesivas del tiempo y la eternidad, los dos planos superpuestos de la tierra y del cielo. a) Hemos de situarnos en estas perspectivas para apreciar cada parte en su justo valor. ¡Asombroso espectáculo! Miríadas de seres buenos o malos que van y vienen en el mundo de los hombres y en presencia de Dios. Esos millones de elegidos o de condenados, salidos de las generaciones que nos han precedido, y cuya acción pesa sobre el destino de la humanidad actual, con todo su peso de santidad o de malicia. Estos dos o tres mil millones de personas que están aún en marcha hacia su destino, en un maravilloso reflejo de gloria o de bajeza. Este cosmos formidable, creado en el Verbo y que espera con impaciencia la adopción definitiva de los hijos de Dios en la gloria. b) Y en la tierra tenemos la historia providencial de nuestro mundo. Esta epopeya fantástica que ha comenzado en la remota edad de nuestros antepasados los trogloditas y antropoides. Esta asombrosa providencia que elige un pueblo, no
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mejor que los demás, pero que será portador de los preparativos mesiánicos. Ese minuto único en que el Verbo se ha hecho carne, fijando en Él el centro de la historia humana. Estas perspectivas cósmicas de la Jerusalén celestial, maravillosa, universal, brillante, resplandeciente con la clara luz del Verbo glorioso. c) A través de la fe vemos también los valores temporales conforme a la mirada de Dios. El Señor es creador, tan auténtica y tan divinamente como es redentor. En la eficacia de su palabra eterna conoce las cosas, las estima, las valora. Por medio de la fe, nuestros ojos se habitúan a contemplar lo temporal como Él lo ve, a escuchar el susurro de las realidades terrenas tal como Él lo percibe, a apreciarlas como Él las juzga. Ahora bien, Dios ve en estas realidades valores auténticos: son «sus criaturas». «Et vidit quia erat valde bonum.» Y Dios vio que todo aquello era bueno. De ahí la importancia de una cierta teología dogmática de las realidades terrenas que podría alimentar un aspecto de la vida de fe de los cristianos, diciéndoles lo que representan los valores temporales a los ojos del Señor (cf. M . Q u o i s t , Si supiéramos contemplar la vida..., en Oraciones para rezar por la calle, p. 33-37). INCREDULIDAD
El pecado capital contra la fe, desde este punto de vista, es ignorar, teórica y prácticamente, esta visión de la realidad conforme a Dios. No «ver» nada de esta historia gigantesca de la salvación redentora. No «ver» nada de este avanzar de la civilización, siguiendo las mismas fases de la historia cristiana. Algunos creyentes no «ven» nada en absoluto de esta realidad «revelada». Tienen fe, es decir, están dispuestos a creer todo lo que la Iglesia les propone. Fe demasiado implícita para una verdadera santidad. ¿Cómo podrá influenciar sus ideas, determinar sus actos, orientar su vida temporal? Ahí reside el pecado. Pecado mucho más serio que una pequeña vacilación, producida por la ignorancia más que por una verdadera duda o que una reacción en contra de una verdad que se estima inaceptable. Para avanzar en el camino de la santidad, estudiemos los defectos de nuestra fe. M . Q u o i s t , Oraciones para rezar por la calle, Sigúeme, Salamanca; J . H u b y , Etude sur la connaissance de foi dans saint Jean, en Le discurs aprés la cene, Beauchesne, París.
La esperanza cristiana
VIII LA ESPERANZA CRISTIANA
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«argumentan non apparentium» (Hebr. 11, 2). El corazón del cristiano se halla simultáneamente en la alegría de una posesión realmente comenzada, en la tensión íntima de un crecimiento siempre posible, hasta el infinito, y en una especie de angustia, provocada por el hecho de que la realización de su espera es un misterio, sobre el cual no tiene sino una ligera vislumbre: «in aenigmate». Vivir la esperanza cristiana es sentir todo esto a la vez, de un modo real. CARACTERES
1. LA ESPERANZA ESPERANZA CRISTIANA Nuestra esperanza es Cristo (1 Tim. 1, 1). Él es el objeto de la espera mesiánica de Israel. Él, con el reino de la restauración y de la reconciliación. Él, con su reino perfecto sobre la creación entera. Porque esperar al Salvador es esperar también la realización de su obra, primero aquí abajo, en la sombra y el misterio, después en el triunfo definitivo y total. a) La vida cristiana es una gozosa esperanza de salvación. La primera epístola de san Pedro nos refleja este luminoso futuro. Porque el objeto de la esperanza es la herencia celestial (1 Pedro 1, 4), es la salud (1, 10). Para san Pedro, escribe el padre Bonnetain, la esperanza es el centro de gravedad de toda la vida sobrenatural. El bautismo nos regenera «a una viva esperanza» (1, 3). El elemento característico del cristianismo, del que siempre hemos de estar dispuestos a rendir cuentas, es la esperanza (3, 15). Los profetas hubiesen querido participar de la salvación cuyo misterio escrutaban (1, 10). El rasgo más notable que señala el apóstol en las esposas de los patriarcas es que «esperaban en Dios» (3, 5). Y en el apocalipsis san Juan nos invita a contemplar con él, largamente, la próxima «revelación» del Señor, la parusía. Así nos muestra la sustancia misma de nuestra esperanza cristiana y la manifestación misteriosa de su objeto. El cristiano es, esencialmente, un ser que espera. b) ¿Es la esperanza una espera de lo que no tenemos? No exactamente. Desde la Encarnación, el objeto de la esperanza es a la vez presente y futuro. Poseemos ya la garantía real de esta esperanza, puesto que participamos de la vida divina: «substantia rerum sperandarum» (Hebr. 11, 1). Tenemos, dice san Pablo, las primicias del espíritu. Lo que esperamos es, pues, no lo que no tenemos, sino más bien lo que no tenemos «en plenitud» y, sobre todo, lo que no «vemos»:
a) La esperanza cristiana, abocada hacia el Señor y la consumación triunfal de su reino, va acompañada habitualmente del vivo sentimiento de la caducidad de las cosas de aquí abajo. «Praeterit figura huius mundi»: la faz y el aspecto de este mundo han de pasar (1 Cor. 7, 31). «Toda carne es como el heno y toda su gloria como la flor del heno: secóse el heno y cayó la flor, pero la palabra del Señor permanece para siempre» (1 Pedro 1, 24-25). Los cristianos no están hechos para instalarse en el mundo tal como hoy es. Son «peregrinos», casi extranjeros (1 Pedro 1, 17-18). Se hallan en viaje, viatores. Pasan: transitus. Su morada definitiva está fijada en los nuevos cielos y en la tierra nueva: de ahí el clima general de su vida. b) La esperanza cristiana está animada por la perseverancia, por la constancia a través de las dificultades de todo orden que contrarrestan la santidad cristiana, a pesar del lastre que lleva la vida para quien quiere elevarla constantemente hacia las cumbres del cristianismo. La esperanza, si tiene alas, ha de llevar una carga, a veces muy pesada, de obstáculos, de contradiciones, hasta de persecuciones. Los cristianos necesitan la «perseverancia en la esperanza». La sagrada Escritura nos recuerda con mucha frecuencia esta cualidad de la esperanza. No siempre es triunfante, al contrario. El matiz más señalado en la revelación es el de la lucha, de las tribulaciones, de las persecuciones. La esperanza será, para cada uno de nosotros, la energía para enfrentarnos con una vida difícil, incómoda, penosa. Como una luz colocada en la cima de una montaña que es preciso escalar. Como una seguridad definitiva que se nos da en medio de una existencia que es un combate. c) Pero esta esperanza es fuerte, firme, inquebrantable. Está enraizada en el triunfo del Señor; y éste es, desde ahora, definitivo. El Salvador es bueno y benévolo. Es infinitamente poderoso. Es la imagen de la misericordia del Padre, y su palabra es eficaz. Nos ha dado la posesión real, pero en germen, de la vida eterna. ¿No ha de ser inquebrantable nuestra espe-
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ranza? ¿Qué es lo que podría «desarraigarnos» de Cristo? ¿Cuál es el mal, la miseria, la persecución, el desastre, que pudiera afectarnos tan radicalmente como el don de las primicias del espíritu y arrebatarnos nuestra esperanza? Nada puede llegarnos a este centro privilegiado de nuestra vida cristiana. Ahí somos invulnerables. Como la mujer del apocalipsis, retirada en un lugar desierto donde el demonio no tiene ningún poder. Esto es lo que hace a los cristianos «intratables», en el sentido más profundamente sobrenatural del término. Esta es la fuente de su resistencia hasta el martirio.
se preguntaban —.y podían legítimamente preguntárselo—. si el pequeño que acariciaban no sería tal vez el enviado del Señor. Cuando Simeón hubo recibido la nueva del nacimiento del Mesías, cuando lo hubo visto con sus propios ojos, pronunció su Nunc dimittis! ¡Había visto al Salvador! ¡Qué más podía esperar de la tierra!
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S a n t o T o m á s , 2-2 q. 17-22; ed. bilingüe, VII, BAC, Madrid; B. H a r i n g , La ley de Cristo, I, Herder, Barcelona, p. 642-653; T . d e O r b i s o , Los motivos de la esperanza cristiana en san Pablo, en «Estudios bíblicos» (1945), p. 61-83, 197-210; B. O l i v i e r , Esperanza, en Iniciación teológica, II, Herder, Barcelona, p. 410-456; J . P i e p e r , Sobre la esperanza, Rialp, Madrid.
2. ESPERAR EN DIOS DIOS Y SU CRISTO
a) Nuestra esperanza está dirigida ante todo a Dios. Es teologal. Esperar es aguardar a Dios, aguardar a Cristo. Es aguardar a «alguien». Todos sabemos lo que es esperar una visita agradable. Estamos en estado de alerta, a la escucha. Tal es el estado sicológico de los cristianos que «esperan» verdaderamente. Como el centinela desea la llegada de la aurora. El Señor que «viene» es salvador, redentor. La espera del cristiano es, pues, ansiosa y confiada a un tiempo. Brota de un alma consciente de su miseria y de su pecado, pero segura también de que el que ha de venir es lo bastante bueno y fuerte para salvarla: «Esurientes implevit bonis.» «De profundis clamavi ad Te Domine!» b) ¿La esperanza en Cristo? Tenemos el más bello ejemplo de ella en la espera de Israel. Para el cristiano, Israel representa ante todo dos grandes valores permanentes: la fe monoteísta y la esperanza en un Mesías salvador. Y esta espera era viva. En cada levantamiento popular el corazón del israelita religioso latía de esperanza: ¿no sería la hora del cumplimiento de la voluntad divina? Cada vez se dibujaba ante sus ojos la imagen de un reino mesiánico, concebido de manera demasiado nacional, ciertamente, pero penetrado de fuerza salvadora. Y todas las mujeres de Israel, cuando llegaban a ser madres
TESTIMONIOS
a) La literatura del Antiguo Testamento nos ha dejado numerosos testimonios de la esperanza, sobre todo en los escritos de los profetas. He aquí que el Señor va a venir, clamaban los heraldos de la revelación divina. ¡He aquí que se acerca el «día del Señor»! ¡Día de salvación y día de ira! ¡Día de juicio y día de reconciliación! ¡El tiempo está cerca! ¡Viene la salud! Toda la historia de Israel está cruzada por estas voces esperanzadas, por estas llamadas resonantes. Los salmos cantan perfectamente la confianza del pueblo que espera la salvación. Todos los cristianos conocen el famoso salmo 129: «De profundis clamavi!» Pongo mi esperanza en el Señor, en su palabra confía mi alma. Israel espera al Señor como esperaba la liberación del cautiverio de Babilonia. Así debería ser nuestra esperanza. b) Estos clamores proféticos, estas invocaciones de los salmos, son también nuestras. La liturgia de adviento ha recogido lo esencial en su ciclo anual, haciendo revivir en realidad y en misterio el objeto central de la esperanza del mundo: el Cristo de la promesa, el Cristo histórico en su vida terrestre, el Cristo místico en su reino, su Iglesia y sus miembros, el Cristo eterno en la gloria de la Jerusalén celeste. La liturgia pone ante nuestros ojos las más fascinantes páginas de nuestra religión. La esperanza de Abraham, padre de la promesa. La esperanza de Juan Bautista, suscitada por Yahvé para anunciar al Mesías: Ecce acjnus Dei! La esperanza de María que resume en sí misma la espera más viva de Israel y que preludia la esperanza más dilatada del nuevo Israel. María es nuestra Señora de la Esperanza, de la buena esperanza. Se leen y releen en el misal y en el breviario estas plegarias exaltadas que no pueden mentir. PECADOS
a) El gran pecado contra la esperanza es no esperar nada en absoluto. Ni Dios, ni Cristo, ni el fin de los tiempos, ni la parusía, ni el día del Señor glorioso y triunfante. Existen bautizados para quienes estas realidades apenas tienen valor. Todo
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La esperanza cristiana
lo más, «saben» que son unas verdades cristianas cuya existencia deben conocer y que han de aceptar y creer. Pero ¿«esperar», «confiar»? Sería interesante hacer una encuesta sobre este punto en círculos cristianos. Sin duda es comprensible que nadie desee morir inmediatamente; es un reflejo normal que testimonia nuestra voluntad de vivir. Pero es la idea misma de «vivir» la que necesitaría quizá de cierta puntualización. Entonces los cristianos ¿esperan todavía? b) Un grave pecado contra la esperanza es desesperar de todo y no tener confianza en Cristo. ¡Nuestra esperanza, el Salvador! Las apariencias temporales pueden ser confusas, los males que nos rodean pueden sobrepasar todo lo previsible. Es más cierto aún que el Señor y Salvador del mundo ha triunfado radicalmente del mal y de la muerte. Cristo ha manifestado su amor hasta morir de muerte dolorosa y cruenta en una cruz, queriendo dar así un testimonio extremo a quienes llamaba sus amigos. Este «hecho» capital en la historia del mundo tiene un alcance más radical, rigurosamente hablando, que todos los demás hechos. Desesperar de la existencia y del sentido de la vida, cuando se tiene un Señor como el nuestro, es un grave error, un pecado capital contra la esperanza cristiana.
Los cristianos viven así en la historia general de la salvación y en la historia general del mundo. Saben, por la fe, que el mundo temporal tiende a hacerse más «espiritual» y más «filial». Saben que su acción visible y temporal, si es «espiritual», es una colaboración con Cristo en pro del orden cristiano definitivo. Y por ello en la realización de su vocación temporal, profana o sagrada, pueden sentirse impulsados por una esperanza incoercible. No hay ninguna filosofía del trabajo, ninguna religión tampoco, que dé a la vida humana tal fuerza, tal aliento. Verdaderamente la esperanza es la virtud de la acción.
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T h . S u a v e t , Pregáries d'esperanca, Estela, Barcelona; M . C a r ro u g e s , La crise de l'espérance théologale dans la littérature prométhéenne actuelle, en «LVS», 31 (1949), p. 372-388; D o m L e f é b v r e , Spiritualité de l'Avent, en D. Sp., 1, 1.165-1.175.
3. ESPERAR EL ORDEN CRISTIANO TOTAL EL ORDEN
CRISTIANO
Aguardamos, esperamos al Salvador divino. A Él, pero con su obra entera, la historia de la salvación, el orden cristiano: el Salvador del mundo se revelará con toda perfección en la restauración plenaria del mundo. En otros términos, esperamos la purificación y la transfiguración del orden entero del mundo: las personas, las cosas, el cosmos. Desde Cristo es imposible esperar en Dios sin esperar al mismo tiempo, en Él y con Él, la instauración de su reino universal. Desde la encarnación, toda la ciudad de Dios se ha convertido, en Cristo, en ei objeto de la esperanza teologal. El cristiano puede y debe esperar el establecimiento del reino del Salvador en la tierra, en su prefiguración temporal, en sus preludios misteriosos, en su plena realización.
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MEDIOS DE SALVACIÓN
Esperando al Salvador y la salvación, el cristiano, en una misma confianza, espera también los medios necesarios y útiles. Una misma y única esperanza se dirige a la persona, a la obra y a los instrumentos de esta economía. Esperamos todo el conjunto de medios espirituales y sobrenaturales•.el don de la vida divina, el don del aumento de la gracia, la ayuda múltiple que el Señor nos ha prometido. Esperamos también en la Iglesia, mediadora del Señor en la obra de la salvación, con su doctrina de vida, su segura dirección de la humanidad despreocupada. La Iglesia es también objeto de nuestra esperanza teologal. Pero esperamos asimismo el pan que ha de ayudarnos a vivir, el trabajo que ha de permitirnos existir, el techo que nos ha de servir de abrigo y de protección, y las mil y una cosas materiales que condicionan necesariamente nuestra existencia. El Señor nos ha dicho que pidamos «el pan nuestro de cada día». Vemos, pues, que hay esperanza no sólo en el sentido de que los medios esperados son «sobrenaturales» o «espirituales», sino en el sentido y en la medida en que estos medios son necesarios o útiles a la obra de la salvación del hombre, de la humanidad y del mundo entero. Es este lazo íntimo, más o menos estrecho, con el objeto directo de la esperanza, el que hace teologal la esperanza de los bienes materiales. PECADOS
Contra este aspecto de la esperanza cristiana hay dos pecados, dos clases de pecadores. Los que no perciben en absoluto en la historia del mundo esta marcha hacia adelante del orden total cristiano. Privados de esta visión de fe, estos cristianos pierden el mejor impulso para la acción, el de la esperanza. Actúan en el mundo, actúan según los preceptos cristianos, pero no «esperan» trabajando, no «esperan» la realización del orden cristiano en su plenitud.
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Hay otros, que llevan una excesiva carga de esperanza terrena y temporal, vacía de toda esperanza cristiana y trascendente, y que muy fácilmente sustituye a esta última. Tienen, ciertamente, una esperanza terrena, que podría preparar la esperanza teologal. Viven, guiados por unos filósofos de la historia, entusiasmados por un ideal y un fin. Avanzan atentamente y su vida adquiere un sentido muy respetable, pero incompleto para los bautizados. ¿Quienes son los hombres que no tienen, más o menos conscientemente, su pequeña filosofía de la acción y de la historia? ¿Su «sentido» de la vida y de la acción? Pero cuando estas esperanzas terrenas descartan o sustituyen, inconscientemente o no, a la esperanza cristiana, se convierten en malas, pecaminosas y destructoras de la esperanza teologal. H . U r s v o n B a l t h a s a r , El cristiano y la angustia, Guadarrama, Madrid; C h . M o e l l e r , Literatura del siglo XX y cristianismo. III. La esperanza humana, Gredos, Madrid; P . L a í n E n t r a 1 g o , La espera y la esperanza, Rev. Occidente, Madrid; A. M . C a r r é , Esperance et désespoir, Cerf, París,- J . H e o n , Esperance théologale adulte, en «Masses Ouvriéres», 10 (1954), p. 33-42; R. V e r n a y , Découragement, en D. Sp., 3, 58-65.
IX
LA CARIDAD TEOLOGAL
1. LA CARIDAD O ÁGAPE EL ÁGAPE EN DIOS
Dios es amor, ágape. ¿Es ésta la mejor definición de Dios, la más fundamental? Las enseñanzas de san Juan sobre el amor son de una «elevación difícil de alcanzar y, sin embargo, de un realismo irreprochable». a) Este amor es una elección consciente. Dios conoce desde la eternidad las perspectivas que nos ha concedido vivir. Desde la eternidad decide que su caridad se traduzca en un mundo creado y que esta criatura reciba el don trascendente de la vida trinitaria. Este «amor» es una elección, y no tiene nada que ver con un amor general y abstracto. Es universal porque abarca a la humanidad toda. Es también singular porque contempla a cada persona en particular: asegura a cada una su originalidad, su diferencia específica; predestina a cada una a ser una imagen única del Hijo de su amor y a cumplir una función única en medio de sus hermanos... Este amor es, finalmente, una vocación: es él quien nos llama al ser, a la vida, a la caridad... Conocimiento, elección, vocación, tres actos que se integran en el misterio único del amor. Nosotros hemos de tomar conciencia de este amor, de esta elección, de esta llamada. Somos conocidos, elegidos, llamados. N o nos maravillamos suficientemente de las atenciones de que somos objeto. b) El ágape divino es activo, radiante-, ¡creación, elevación, redención, glorificación! A los que ha conocido de antemano, Dios les destina a la gracia; a los que ha destinado, les llama; a los que ha llamado les santifica y a los que ha santificado les glorifica radicalmente (Rom. 8). Los sinónimos bíblicos del amor son todos radiantes: luz, vida, gloria. Como el sol, Dios no puede menos de iluminar todo lo que permanece en su presencia. El amor de Dios es «generosidad» infinita, super^ abundancia de vida y de misericordia. Es fuente de vida para el alma, vida que brota con valor de eternidad. Es un amor
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Moral y virtudes cristianas
creador de una comunidad universal de hermanos. Es el origen de una comunión humana definitiva y gloriosa, cuando todo en nosotros sea Dios. c) El ágape divino es un don-, tal es su característica radical. El hombre, por sí mismo, por muy grande que sea su libertad, no puede siquiera asomarse a este ámbito de la vida divina. El hombre, caído y sujeto a la culpa original, siente además todo el peso de la miseria que es su carga en este mundo. Nada hay en el hombre que merezca este don divino. Toda filosofía que ha llevado muy lejos la teoría de las posibilidades humanas, ha caído inmediatamente en el caos o en la desesperación. La caridad que salva es un «don». No somos nosotros quienes hemos amado a Dios; es Él quien nos ha amado y ha enviado a su Hijo en expiación de nuestros pecados (1 Jn. 4, 10). Dios prueba su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros (Rom. 5, 8). Tenemos que apreciar mejor este inestimable don de Dios. Le somos deudores en todo. Nuestro destino de gloria depende de su bondad providente. Nuestra redención es obra de su benevolencia. Nuestra regeneración moral por el sacramento de la penitencia es obra de su misericordia. Lo recibimos todo y en cada instante. Nuestro agradecimiento debiera ser tan constante como el don, tan hondo como grande es el beneficio. d) El don de Dios en el ágape es de una perfecta espontaneidad, de una total gratuidad. ¿No es la creación fruto de su «libérrimo consilio»? (I Concilio Vaticano, D. 1.783). ¿No es la redención libremente aceptada por el Hijo de Dios? El amor tiene su razón en Dios mismo, en el misterio de la Trinidad. En este sentido, sin duda, podemos decir que el amor de Dios no es «motivado». Y la expresión «inmotivado» nos parece muy tímida y muy estrecha para caracterizar el ágape. «Decir «inmotivación» es quedarnos en el plano de los motivos y de lo racional, siquiera sea para negar la motivación. Y hemos de trascender el plano en que sitúa esta oposición. El ágape está en el plano del misterio donde ya no cuentan estas categorías; el ágape es el misterio de un don creador y redentor, un don personal dirigido a una libertad personal. Posee una inteligibilidad propia que no niega, pero sí rebasa la inteligibilidad racional; y esta inteligibilidad sólo puede lograrse en la fe, cuyo principio y cuya luz es el amor, lazo esencial de la pistis y el ágape» ( J . M o u r o u x , en «La Vie Intel.» Ti946], p. 30-31).
La caridad teologal EL ÁGAPE EN
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NOSOTROS
Este amor que está en Dios, nos ha sido dado por el Espíritu. Pero ¿qué es la caridad en nosotros? Es ágape también, puesto que es una participación en el ágape mismo de Dios. Pues Dios es amor, dice san Juan, y el que vive en amor permanente en Dios y Dios en él (1 Jn. 4, 16). El cristiano es, pues, «el que vive en el ágape»; puede definirse como «el que permanece en el amor». ¿Por qué asombrarnos de que la caridad revista en nosotros las mismas características del ágape divino? a) El amor del cristiano será predilección. Al final de un estudio sobre el ágape en los escritos del Antiguo Testamento, el padre Spicq estima poder decir: «Ágape no debería traducirse por "amor", término equívoco y demasiado cargado de sentimentalismo. "Caridad" sería más adecuado, pero está demasiado marcado por la aportación cristiana. "Predilección" quizá sea el mejor equivalente, precisando que no se trata de una afección instintiva ni menos de una emoción, sino de una elección deliberada. Cuando Yahvé pide a Israel que le ame, entiende esta adhesión como una predilección exclusiva. Se trata de decidirse por Yahvé abandonando a los ídolos, y de escucharle sólo a Él. Tales eran las exigencias de Yahvé para con su pueblo, Israel. Los cristianos no han de ser menos ardientes, menos "comprometidos" con respecto a su Dios y a sus hermanos» ( C . S p i c q , Ágape. Prolégoménes..., p. 210). b) El amor cristiano es asimismo activo: da pruebas de su autenticidad. En la lengua clásica, ágape significa una actitud de benevolencia, un amor que se traduce en gestos de liberalidad y en signos de autenticidad, que se expresa en actos exteriores de fervor y de entrega. El Antiguo Testamento conoce también este amor: para la esposa del Cantar de los Cantares, el amor es fuerte como la muerte, poderoso como un ejército; este amor es activo, generoso, deseoso de dar pruebas. Y, en el Nuevo Testamento, Cristo repite que el amor exige la observancia de los mandamientos; que el amor se prueba por el sacrificio de todas las cosas, hasta la muerte. Nuestro ágape debe estar siempre deseoso de dar a Dios y a nuestros hermanos signos de su autenticidad. c) Nuestra caridad ha de ser, a imagen del ágape divino, gratuita, desinteresada. El ágape está hecho para amar, como la inteligencia para pensar y la libertad para escoger. Sus gestos y sus actos han de estar marcados por un cierto exceso, una cierta superabundancia, como el ágape divino. Es lógico que
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sea suprarracional y desborde lo que la razón filosófica pudiera esperar de él. Ya se trate de nuestro amor a Dios, ya de nuestro amor al prójimo, esta espontaneidad deberá manifestarse siempre, imperturbablemente. La medida del amor a Dios, dicen los espirituales, es amarle sin medida, Y la medida del amor al prójimo, explica Cristo, es ir hasta el final. Todo nos exige que nuestra caridad muestre ese hermoso «desinterés» gratuito y espontáneo. a) El ágape cristiano es profundamente religioso. Lo es por su objeto, puesto que realiza la unión de la criatura con su creador. El ágape está transido de veneración, de deferencia y de religión. N o podemos ignorar este matiz de «respeto» que caracteriza al ágape en los escritos bíblicos e incluso en los profanos. En la lengua clásica, escribe el padre Spicq, ágape es un amor lúcido, todo impregnado de estima y de respeto por las cualidades de aquel a quien se ama: se le admira, se le aclama e incluso se le venera. Hallaremos este matiz en todas las formas de la verdadera caridad: veneración, adoración en el amor a Dios; estima y respeto en el amor al prójimo (1. c , p. 196). CARIDAD Y ÁGAPE
Para conocer lo que es la caridad estudiemos el ágape. Pues así es como se le llama en la Biblia. El ágape, en efecto, es «el valor primero del cristianismo, que trasciende a todos los demás y es fuente de todos ellos. Este ágape es, esencialmente, no un amor que desea (eros), sino un amor que da, que se da hasta el sacrificio, que es totalmente gratuito, y al que nunca podrá motivar nada que no sea él mismo. Un amor que es Dios mismo y que revela a Dios, que transforma el universo e inaugura el mundo nuevo, el hombre nuevo, el nuevo reino del Señor. Un amor que, por definición, se inclina hacia los desheredados, los pecadores, los que están "lejos de Dios", para salvarles, y que es un escándalo y una locura para el hombre carnal. Un amor que se desborda como un río de vida sobre los seres humanos, arrastrándoles a amarse como Dios les ama y a vivir todos unidos en una comunión fraterna, signo y fruto de la unión con Dios. Trascendencia radical, primacía absoluta, omnipotencia creadora del ágape» ( J . M o u r o u x , 1. c , p. 28). Esta es la profunda significación de la caridad teologal. Es ágape, don de Dios, descendido del cielo y que me «transforma» a imagen del amor divino. El cristiano, inserto de algún modo en este ágape, o viviendo y permaneciendo en él, se volverá hacia Dios y hacia los hombres y el mundo.
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B. H á r i n g , La ley de Cristo, I, Herder, Barcelona, p. 656-676; B . 0 1 i v i e r , La caridad, en Iniciación teológica, II, Herder, Barcelona, p. 457-518; G . G i l l e m a n , La primacía de la caridad en teología moral, Desclée de Brouwer, Bilbao,- C . S p i c q , Ágape dans le Nouveau Testament, I, Gabalda, París (bibliografía exhaustiva, p. 317-324); C . S p i c q , Ágape. Prolégoménes a une étude de la tbéologie néo-testamentaire, Ñauwealerts, Lovaina,- J . M o u r o u x , Erós et Apapé, en «La Vie Intel.», 4 (1946), p. 23-53; F . P r a t , M . V i l l e r , Charité, en D.Sp., 2, 507-691.
2. CARIDAD PARA CON DIOS
Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Amar a Dios se convierte así en un verdadero mandamiento, el mandamiento cristiano por excelencia, el mandamiento «nuevo». Sería más verosímil que se nos dijese: Sois admitidos al raro privilegio de amar a Dios. Porque el amor divino rebasa infinitamente el nivel del hombre. No se trata de un amor de igual a igual, sino de un amor en máxima desigualdad. Lo cual no quiere decir lejanía, pues Dios está infinitamente cerca de nosotros, sino trascendencia. Esta desigualdad no va en menoscabo de la fuerza de unión de tal amor: al contrario. El don del ser infinitamente superior es tan absoluto que no puede encontrarse nada semejante. Y la aceptación rendida del hombre reviste una sumisión tan radical y una plenitud tan intensa que no podrá encontrar otra forma superior. La Antigua Alianza, la Nueva Alianza, son las expresiones religiosas de este amor de predilección divina que llama al fiel cristiano a un reconocimiento amante y privilegiado. AMOR DE DIOS
a) En la caridad teologal hacia Dios, amamos a Dios como Él se ama a sí mismo, en sí mismo y por encima de todas las cosas. Lo que caracteriza a esta virtud, en primer lugar, es que tiene a Dios por objeto: amo a «Dios». Como objeto. Tan directamente como un hijo ama a su madre y un esposo a su esposa. Puede parecer superfluo insistir en ello, y sin embargo es necesario hacerlo. Hay algunos cristianos que entienden por «amor a Dios» el hecho de rechazar todo pecado grave contra Dios. Este comportamiento supone un amor radical a Dios, un amor eficaz y efectivo, puesto que rechaza el pecado grave. Pero puede suceder que se ponga el acento en evitar el pecado grave por
Moral y virtudes cristianas
La caridad teologal
amor a Dios, más que en amar a Dios y por ello evitar el pecado grave. Hay aquí una diferencia sicológica real e importante. Otros entienden por amor a Dios el hecho de trabajar y vivir por Dios. Dios es, en este caso, la razón última de su actividad, el móvil profundo de su obrar, el ser a quien se ofrecen todos los actos. Ciertamente Dios es el fin último de toda vida. Obrar en todo «por Él» implica indiscutiblemente que le consideremos como «objeto» de nuestra dilección. Pero todos conocemos personas que están al frente de determinadas obras, que pretenden obrar «por» Dios y que, sin embargo, no tienen «presente» al Señor, directamente, en su conciencia, en su fe y en su amor. Ser el móvil primero y último, y ser objeto permanente de este amor, no son estados de ánimo equivalentes. Es curioso que nos resulte tan difícil hacer de Dios pura y simplemente el término de un acto de caridad, el objeto de un acto de dilección. Esto no está reservado a los contemplativos. Es el primero de los mandamientos: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas»; ésta es la ley fundamental, la carta de todo discípulo de Cristo. b) Pero lo que caracteriza mejor aún la caridad teologal para con Dios es la condición del cjue ama, del sujeto amante. Porque, a fin de cuentas, un filósofo religioso puede amar directamente al Dios de su metafísica y vivir una verdadera vida contemplativa. Pero su condición de «sujeto amante» es totalmente diferente. En el caso de la caridad teologal, el que ama ha recibido el ágape, participación en el amor de Dios; «vive» en este amor divino participado; «permanece», como dice san Juan, en este ágape divino. Y su acto de amor, en lugar de ser un acto de «hombre» simplemente, es un acto «deiforme», es decir, un acto animado, transfigurado por el ágape, vivificado, fecundado por él: en suma, un acto de «hijo de Dios». Todo esto apenas lo «sentimos»; pero la diferencia es capital. La caridad teologal es el florecer de la vida divina en nosotros. Si no es así no hay caridad teologal. Y es esto lo que Cristo nos pide. Cuando nos dice que todo el evangelio se resume en la caridad, habla de esta caridad y no de otra.
deseo o «eros». Con nuestra inclinación sobrenatural, participación en el ágape divino: nuestra dilección o ágape. a) Con nuestro «eros». En efecto, dice san Pablo: «quiero ser desatado de esta carne y verme con Cristo» (Fil. 1, 23). El hombre es un ser creado: no podría dejar de desear el ideal de la belleza y de la perfección. Este deseo no tiene nada de egoísta ni de interesado: es la expresión más radical de su condición de criatura, la traducción más espontánea de su dependencia total con respeto a Aquel que lo es todo. Este deseo esencial de la criatura — dirigido y animado por el ágape — es parte integrante del movimiento general de caridad hacia Dios. Así eran los apóstoles; así pueden ser los cristianos más santos. b) Con nuestro «ágape», sobre todo. ¿Cómo dudar ahora? Toda la doctrina de san Juan está llena de afirmaciones semejantes. Amamos a Dios permaneciendo en el ágape. Como si amásemos a Dios con el mismo amor con que Él se ama. Esta es la grandeza de nuestra elevación sobrenatural. San Juan habla de los que «aman a Dios» (1 Jn. 4, 19.21). «Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman», dice san Pablo (Rom. 8, 28). «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas.»
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EROS Y ÁGAPE
Viviendo en el ágape divino, encontramos a Dios. Situados en él y permaneciendo en él, entramos en contacto con el Padre. Y vamos hacia Él con todo nuestro ser. Con nuestra inclinación natural hacia todo lo que es bueno y bello: nuestro
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FORMAS DE CARIDAD
El amor a Dios brota en mil manifestaciones que no agotan su energía y su amplitud universal. ¿No se manifiesta también el amor humano en múltiples formas? a) En primer lugar está la dilección. Decir a Dios que le amamos, que somos conscientes de todo lo que Él es, y permanecer después, silenciosa y respetuosamente, en esta dilección apacible. Como el amor silencioso de una madre por su hijo. b) Existe también el amor llamado de complacencia. Recordamos la sabiduría, la bondad, la misericordia, el poder, la gloria de la santísima Trinidad. En un alma noble, esta evocación no puede menos de causar alegría y contento. Amor de complacencia en las riquezas inagotables de la vida divina. ¿No siente una madre este amor de complacencia cuando contempla a sus hijos? c) Amor de benevolencia. ¿Qué podemos desear nosotros a Dios? Nada. Pero el amor conoce, sin embargo, esos deseos tan vivos y tan sin objeto. Cuando se ama verdaderamente, se desea ardientemente el mayor bien para aquel a quien se ama; semejante es nuestro amor a Dios. Es uno de esos hermosos gestos de impotencia que revelan una suma dilección. Lo que
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importa, tanto a nosotros como a Dios, no es el efecto de esta benevolencia, sino su significación íntima. d) Este amor para con el Verbo hecho hombre se convierte a veces en compasión. El Verbo ha sufrido por la redención de los hombres. Libremente ha elegido este testimonio supremo de amor. Los cristianos desean participar en este gesto singular. Desean decir una y otra vez a Cristo que le acompañan, le siguen, le comprenden y están «con Él». Reacción natural del verdadero amor; está en el origen de nuestros gestos humanos más emocionantes. No digamos apresuradamente que estas muestras de amor son inútiles y que no añaden nada a Dios. No se trata de añadir nada a Dios, sino de amarle. El amor, aun en el nivel humano, ¿se contenta acaso con amar, simplemente? Estamos llamados a vivir en comunión con Dios; esta comunión implica dilección; vivamos, pues, esta dilección, como podamos. Esto basta. PECADO
¿Cuál será el gran pecado contra la «caridad para con Dios»? ¿Es el odio? No parece serlo. Podemos tomar al pie de la letra la famosa admonición de san Juan al ángel de la Iglesia de Laodicea: «Conozco tus obras y que no eres ni frío ni caliente. Ojalá fueses frío o caliente, mas porque eres tibio y no eres ni frío ni caliente estoy para vomitarte de mi boca» (Apoc. 3, 15-16). La antítesis del ágape es la indiferencia, la desatención. Quien más gravemente peca contra el amor divino es aquel «para quien Dios no cuenta», que no se cuida de Él, que vive como si no existiese, que no se interesa por Él, que no concede atención alguna a su persona o a su religión. Este es el gran pecado contra el amor divino. Aun humanamente hablando es comprensible. Quien ama prefiere el odio a la indiferencia, a la falta total de atención. Odiar, por lo menos es una manera de mostrar un cierto interés y de conceder cierta importancia. ¿Pero ignorar fría y tranquilamente a alguien...? S a n F r a n c i s c o d e S a l e s , Tratado de amor de Dios, en Obras selectas, II, BAC, Madrid; S a n t a T e r e s a d e l N i ñ o J e s ú s , Nueva historia de un alma, El Monte Carmelo, Burgos; J . d e G u i b e r t , Cbarité parfaite et désir de Dieu, en «RAM», 2 (1926), p. 225-250.
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3. LA CARIDAD PARA CON EL PRÓJIMO
«Carísimos, escribe san Juan, si de esta manera nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos unos'a otros... El que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn. 4, 11, 20). El ágape divino nos mueve a amar al prójimo, a nuestros hermanos. En su himno a la caridad, superior a todos los carismas y animadora de todas las virtudes (1 Cor. 13), san Pablo acentúa marcadamente y de modo casi exclusivo el amor al prójimo. «No es siquiera una cuestión de primacía. Leyendo el texto ingenuamente no encontramos ningún versículo que oriente el ágape hacia Dios» ( C . S p i c q , en «Eph. Th. Lov.», 31 [1955], p. 365). ¿No es el segundo mandamiento semejante al primero? Y si no nos basta una doctrina tan clara, contemplemos al Señor, al Dios hecho hombre, en sus actos, en sus milagros, en su pasión. En esta caridad fraterna — concluye — se conocerá que sois mis discípulos, que sois cristianos (Jn. 15). AMAR AL PRÓJIMO
El amor al prójimo debe ser auténtico. Es necesario amar al prójimo. Yo os he amado (Jn. 15, 9). Mi Padre os ama (Jn. 16, 27). Amaos los unos a los otros (Jn. 15, 12). a) El prójimo no es un medio de aumentar nuestros méritos. Sin duda todo acto de caridad fraterna nos engrandece, pero el prójimo no es un «medio». Es algo más que un «medio» de practicar el mandamiento del Señor. Un «medio» apenas tiene interés por sí mismo. El «hijo de Dios» es más que un «medio». El ágape de Dios desciende realmente sobre la criatura, abarcando todo su valor como criatura y su grandeza de hijo de Dios. b) Amar con amor teologal no consiste tampoco exclusivamente en interesarse por el alma del prójimo. Podemos cuidar cuerpos de los desgraciados en un acto de pura caridad teologal. Podemos interesarnos por el alma del prójimo en un acto de densidad teologal imperfecta, incluso con un interés no teologal. Un acto es teologal no porque su objeto sea invisible o inmaterial, sino en virtud de su origen divino y de la mirada de fe con que se lleva a cabo. c) Amar con amor teologal, ¿es amar a Dios en el prójimo? Esta fórmula es ambigua, a mi juicio. Si equivale a decir: «un acto es teologal en virtud del origen divino del ágape y de la
mirada de la fe dirigida sobre la comunidad de los hijos de Dios», puede aceptarse. Pero puede significar también que, sicológicamente, se intenta no «ver» al prójimo, sino ver en él algo distinto, «Dios». ¿Debe ser así? Indudablemente es legítimo vivir el primer mandamiento con exclusividad, en el caso de una vocación monástica, por ejemplo. Y comprendemos perfectamente que los cristianos consagrados a Dios «en cuanto que es distinto del mundo», como los trapenses, vivan solamente este primer mandamiento, incluso en sus contactos ocasionales con personas que les visitan, familiares, etc., estas relaciones son para ellos completamente accidentales, innecesarias. Pero no sería tan normal que una persona que vive en el mundo o una persona consagrada al apostolado no viva auténticamente, el segundo mandamiento, que es semejante al primero —pero distinto, con todo, puesto que nuestro Señor dice: «el segundo» —, amando al prójimo auténtica, realmente. Jesús amaba a Lázaro, a Marta, a María. Jesús amaba a sus discípulos. No creo que ningún pasaje bíblico permita decir que Jesús amaba «a su Padre» en Lázaro; veía «a su Padre» al mirar a sus discípulos. No es sustituyendo sicológicamente a «Dios» por el «prójimo» como se hace la caridad formalmente «teologal». AMOR
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TEOLOGAL
Es al prójimo realmente, en cuerpo y alma, a quien debemos amar. Y este amor fraterno será verdaderamente «teologal» si tiene su origen en el ágape y si se practica con la mirada de la fe. a) Si nace del ágape divino. Ello se refiere al sujeto que ama. Para ser teologal, la caridad para con el prójimo ha de brotar del ágape divino que hemos recibido, en el que «permanecemos» y «vivimos». Por el don del Espíritu participamos en el amor divino, somos transfigurados en este amor y de este amor nuestro «sobrenaturalizado» ha de proceder nuestro gesto de caridad hacia cualquiera de nuestros hermanos. Se ha dicho que «amamos al prójimo en Dios». b) Si se practica con la mirada de la fe. Y esto concierne al objeto amado. Hemos de mirar a nuestro prójimo, quienquiera que sea, con los ojos de la fe. Esto no quiere decir que hayamos de ver algo distinto a él. Hemos de verle tal como es concretamente, cuerpo y alma, pero conforme a la significación que tiene para Dios, diríamos, conforme a la definición que posee para el Señor. Debemos ver al prójimo «entero», no en el nivel fenomenológico, como «materia en el espacio», no
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en el nivel filosófico, como «animal racional», sino en el nivel de Cristo, donde es «miembro de Cristo», «hijo de Dios», «espiritual en el Espíritu». La fe no implica que veamos en el prójimo otra cosa que no sea él mismo, pero sí que lo veamos de un modo distinto del modo como vemos con los ojos del cuerpo. c) Todo el problema concreto que se plantea a la ascética cristiana consiste en realizar el «sicut dilexi vos»: que este amor al prójimo sea «como» el de Cristo. Rico en generosidad, como el ágape divino, y extendiéndose en principio a todos, como el sol luce sobre justos e injustos. Jerarquizado y ordenado, como lo estaba en el alma de Cristo, puesto que somos «cristianos». Purificado y radicalmente independiente — no indiferente—, como debía serlo en nuestro Señor. Transfigurado interiormente, como debía estarlo en el corazón de Jesús. En suma, «sicut» dilexi vos: «como» Él nos ha amado. La caridad de Cristo es universal: Ha muerto por todos los hombres. Es afectuosa: Pasó entre nosotros haciendo el bien. Es discreta: Que vuestra mano derecha ignore lo que hace la izquierda. Es compasiva: Vio la multitud que le seguía y tuvo piedad de ella. Es generosa: Les amó hasta el fin. Es imperturbable: Vete en paz. Debemos aprender a amar como Cristo. Ahí reside el grave y difícil problema del ejercicio de la as.cética cristiana. Problema permanente, porque jamás llegaremos en este mundo a esa estabilidad maravillosa que caracteriza a los elegidos. FORMAS
La caridad para con el prójimo puede revestir formas variadas, todo cristiano lo sabe. Pero quizá algunas formas no son suficientemente estimadas en determinados círculos cristianos. a) La caridad invisible. La que se ejerce a través de la oración, de la mortificación, de los sufrimientos ofrecidos al Señor, del mismo silencio. Por lo general los cristianos no aprecian en su justa medida estos medios de ayudar espiritualmente al prójimo. No recuerdan las palabras del Señor: Este demonio no se vence sino por la oración y la penitencia. Antes de emitir un juicio sobre los que trabajan así invisiblemente por la redención del mundo, deberían releer los evangelios y meditar sobre el ejemplo de Cristo muriendo en la cruz. b) La caridad intelectual. Entre los servicios que podemos prestar a la humanidad hay uno de orden intelectual, doctrinal. Los cristianos reconocen su importancia, pero no es frecuente que vean en él una prueba de verdadera «caridad». Esta actitud
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es tanto más sorprendente cuanto que, por otra parte, advierten con claridad las consecuencias incalculables que pueden tener determinadas doctrinas y ciertos principios de vida. La influencia vital de la caridad intelectual es generalmente indirecta,y los fieles no encuentran en ella el gesto inmediato y visible que prefieren. c) La caridad colectiva. En este caso se trata de una acción visible y social. Los cristianos están de acuerdo sobre la importancia de los esfuerzos comunes, de los intentos de conciliación entre los países, de los trabajos destinados a mejorar las condiciones de paz, de las leyes que tienden a establecer una justicia más perfecta en una nación, etc. Pero no siempre perciben que una vida consagrada así a una obra colectiva puede ser eminentemente «caritativa». La caridad fraterna, para ellos, se asimila más bien a la acción «individual», a la ayuda concreta prestada a unas personas; en menor medida a las instituciones, a las leyes, a los grupos y a las estructuras. Esto es un error. Sería lamentable que por no apreciar en su justo valor ciertas formas auténticas e importantes de caridad con respecto al prójimo, los cristianos no asumiesen los puestos y las funciones que les darían ocasión de practicarla en una forma superior. PECADOS
A pesar de nuestra buena voluntad, pecamos contra la caridad para con el prójimo. Quisiéramos destacar aquí algunas de estas deficiencias. a) Uno de los mayores pecados contra el prójimo consiste en un género de egocentrismo que nos hace totalmente mdiferentes hacia el prójimo. En este caso, los «otros», su existencia, su situación, su destino, sus alegrías y sus penas, todo esto es «inexistente», carece de interés; no se le presta atención alguna. El individuo se ocupa únicamente de sí mismo, de su conveniencia, de sus ventajas: y su proyección se detiene en su contorno inmediato. Nada hay tan detestable como este egocentrismo; nada hay tampoco tan anticristiano. Hoy conocemos mejor que nunca la vida de la humanidad, de esos millones de seres humanos: sabemos que el sesenta por ciento de ellos están mal alimentados; sabemos que tantos carecen de una vivienda en condiciones mínimas, que tantos son analfabetos, que tantos están sin trabajo. ¿Es posible que haya aún cristianos que se encierren en sí mismos, cuando precisamente el cristianismo pregona universalismo y caridad? Tales cristianos, si existen,
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y en la medida en que son egocéntricos, sólo tienen de cristianos el nombre. b) Otro pecado es el escándalo. Pero no restrinjamos su sentido para restringir al propio tiempo el área del pecado. El «escándalo» es la piedra con la que se tropieza y que hace caer: No pongas ante el ciego tropiezos para'hacerle caer, dice el Levítico (19, 14). Escándalo es todo lo que supone ocasión de pecado. Dar escándalo es incitar a la impureza con nuestras palabras, con nuestras invitaciones, con nuestro comportamiento, con lecturas o con imágenes. Este pecado es grave: «Y al que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino y le arrojaran al fondo del mar» (Mt. 18, 6). Pero considerar únicamente como escándalo lo que es causa de pecado de impureza es restringir demasiado el ámbito del escándalo. La vida cristiana tiene una amplitud mucho mayor. Se puede ser causa de escándalo en todas las virtudes. Los padres que no practican la religión, ni la caridad, ni la justicia, crean un ambiente familiar que es «escándalo permanente» para los hijos. Los libros y los espectáculos que destilan amor al lucro, indiferencia religiosa, una concepción física del amor, etc., son «piedra de escándalo» para millones de lectores y de espectadores. Las discusiones y las luchas entre cristianos de todas las tendencias son un escándalo a los ojos de los no cristianos. Todos somos más o menos «escandalosos»; todos pecamos por ser causa, para otros, de faltas contra el Señor. Tomar conciencia de ello es el principio de la enmienda. c) Entre las clases de pecado contra la caridad está también la desunión, la discordia. Ambas niegan formalmente la unidad íntima y sobrenatural de toda la cristiandad, e incluso la unidad espiritual de toda la humanidad. Están las pequeñas discusiones privadas, pero también las ásperas discrepancias entre grupos y sociedades, los odios de razas que se mantienen pese a todo, las guerras locales y los conflictos armados internacionales. Cualquiera que sea la justa razón de estos desacuerdos personajes e incluso de ciertas guerras, unos y otras, por sí mismos, van en contra de la humanidad y del cristianismo. Son muy frecuentes y están muy extendidos. Las familias son a menudo escenario de disputas que se prolongan, se endurecen, se eternizan. Los países refuerzan enemistades históricas con argumentos sin valor alguno. Los grupos sociales dejan de lado ¡o que puede llevarles a una mutua comprensión. Los grupos raciales rechazan violentamente las posibilidades de acercamiento. Las comunidades religiosas dan muchas veces
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Moral y virtudes cristianas
el espectáculo de un comportamiento poco cristiano en sus discusiones y debates. ¿Nos atreveríamos a decir que son necesarias estas divergencias temporales? Todos los esfuerzos de los cristianos deben tender a la concordia y, principalmente, en favor de la paz y en contra de la guerra. Es imposible ser cristiano y no desear ardientemente el entendimiento entre las naciones y los pueblos. Es imposible ser discípulo del Señor y no reaccionar con todas nuestras fuerzas frente a la guerra y todo lo que la ocasiona. El «bien de la paz» es un fruto del Espíritu. Paz del alma, ciertamente, pero también paz de los hombres. La Santa Sede ha multiplicado sus llamadas a la paz. Se han creado movimientos internacionales, bajo la protección especial de la jerarquía eclesiástica, como «Pax Christi». Varios países han aceptado ya el estatuto jurídico de la objeción de conciencia, lo cual nos dice, sin comentarios, que la guerra es un mal y que los propios estados asumen la protección de aquellos que quieren, desde ahora y cualquiera que sean las circunstancias, vivir al pie de la letra el «no matarás». El valor «profético» de los objetores de conciencia está reconocido. Pero la moral de guerra no ha desaparecido por ello. El cristiano debe sentir en sí una especie de nostalgia de la paz, no por cobardía o por fantasía sino por humanidad y fraternidad cristianas. P í o X I I , ene. Meminisse iuvant, en «Ecclesia», 2 (1958), p. 89-92: A. C o l u n g a , El amor y la misericordia hacia el prójimo, en «Teología espiritual», 3 (1959), p. 445-460; B. H á r i n g , La ley de Cristo, II, Herder, Barcelona, p. 34-40, 184-189; J. M . G r a n e r o , Sobre ta moralidad de las guerras modernas, en «Razón y Fe», 145 (1952), p. 341360; C . S p i c q , L'agapé de 1 Cor. 13, en «Eph. Th. Lov.», 31 (1955), p. 357-370; J . P u y b a u d e t , La charité fraternelle est-elle théologale, en «RAM», 24 (1948), p. 117-134; X X X , L'aumóne, en «LVS», 39 (1957), p. 227-329; ver los diversos mensajes de Navidad de P í o X I I .
QUINTA
VIDA Y
PARTE
CRECIMIENTO
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EL CRECIMIENTO DE LA VIDA CRISTIANA EN NOSOTROS El cristiano pertenece a dos mundos. Es ciudadano de los cielos y tiene acceso al estado definitivo de la nueva alianza. Es también ciudadano de este mundo, nacido de las fuerzas temporales. Evoluciona, cambia, se perfecciona, o bien decae por el pecado y la inercia. En las páginas que siguen examinaremos los múltiples aspectos de este maravilloso crecimiento de la santidad cristiana. 1. LAS «VÍAS» DE LA VIDA ESPIRITUAL
El principio del crecimiento en la vida espiritual se traduce, en la tradición cristiana más antigua, por la doctrina de las «vías» de la vida espiritual. Y numerosos tratados de teología ascética y mística están ordenados en función de estas diferentes «etapas»; o al menos encontramos, en la disposición general de las materias que en ellos se tratan, una cierta influencia del esquema tradicional. LAS TRES «VÍAS»
Esta división en «vías» aparece, en los autores clásicos, de dos maneras: a) Algunos padres de la Iglesia y otros autores eclesiásticos caracterizan cada una de las etapas de la santificación por una virtud cristiana peculiar. Así, en el primer grado se sirve a Dios por temor; en el segundo, por esperanza y en espera de una recompensa; en el tercero, por caridad y amor. Esta división, por simple que parezca, no es del todo rechazable. Permitirá a cada cual fijar la situación general de su talla espiritual. b) Otros autores, y no los menos importantes, como san Agustín o san Bernardo, caracterizan las etapas de la santificación por los progresos de la virtud de caridad. Así hablan de la caridad de los principiantes, de lá caridad de los que progresan,
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Vida y crecimiento
Crecimiento de ía vida cristiana
de la caridad de los avanzados, de la caridad de los perfectos. Cada etapa representa, pues, un cierto estado de la caridad. A fin de cuentas, este estado coincide casi siempre con el de una determinada virtud: hay caridad por temor, caridad por esperanza, caridad por Dios mismo y, finalmente, el desinterés perfecto. c) Hay otros autores que distinguen las «vías» por la actividad fundamental o el propósito principal que representan. Se habla entonces de la vía purgativa, de la vía iluminativa, de la vía unitiva. El primer grado se refiere a la purificación del alma por los medios adecuados: los fundamentos de la santidad cristiana, oposición al pecado y lucha contra las tentaciones, expiación de los pecados y mortificación, práctica de los ejercicios espirituales y recepción de los sacramentos. El segundo grado, la vía iluminativa, concierne al progreso en la virtud, por imitación de Cristo, que es luz y vida: se estudian las vías de la oración, las virtudes y especialmente la caridad, el conjunto de ejercicios aptos para acrecentar el fervor e impedir la tibieza. Finalmente, el tercer grado, la vía unitiva, se identifica en gran medida con la vida «mística». Está integrada por oraciones superiores y místicas, dones del Espíritu Santo y diversos problemas que se plantean en esta fase de la vida de santificación.
la iluminativa: entre los principiantes o los adelantados, y dando a estas categorías una importancia exagerada. Otro inconveniente es que, caracterizadas estas categorías especialmente por el grado de meditación o de oración, el fiel y, sobre todo, el sacerdote o el religioso suelen creer que el progreso en la santificación coincide exactamente con el progreso en la oración. Por ejemplo, un sacerdote muy bueno, que viva ardientemente la caridad teologal, pero que no posea ese matiz contemplativo que algunas personas poseen por temperamento o gracia, se creerá menos cerca de la vía unitiva que otro, a su misma altura, pero para quien la oración constituye un ejercicio más fácil, gracias a su temperamento. El cristiano que vive en el mundo pensará, a simple vista, que todos estos capítulos de la vía unitiva no son para él. Son inconvenientes, se ha comprobado, que repercuten sobre la concepción misma de la santidad. «Demuestra la experiencia no corresponder siempre el grado de oración con el grado de virtud, y que por su temperamento, educación o hábito, hay gentes que se detienen mucho tiempo en la práctica de la oración discursiva o afectiva, aun estando unidas íntima y habitualmente con Dios; y que hay otras, de alma más intuitiva y de corazón más afectuoso, que hacen muy a su gusto oración de simplicidad sin haber llegado al grado de virtud que exige la vida unitiva» ( A . T a n q u e r e y , Compendio de teología ascética y mística, n2 632). Una vida de oración superior puede darse, pues, en una «santidad inferior», y viceversa. Es importante que los fieles adviertan claramente que lo esencial de la santidad es la perfección en la «vida teologal» y en la «encarnación temporal». Conclusión: En los capítulos siguientes, en lugar de describir las tres «vías» con las actividades y ejercicios que las caracterizan, hemos seguido un procedimiento distinto, pero que conduce a una doctrina idéntica. En lugar de tres «etapas», intentamos describir la línea de la evolución, partiendo de un comienzo y desarrollándose hasta el fin; en resumen, hemos optado por la imagen de la «curva» o del gráfico. Por otra parte, trataremos de «describir», en el sentido dogmático de la palabra, lo que representa esta curva en la vida de la gracia, en la evolución sicológica «intelectual y voluntaria» y, finalmente, en el perfeccionamiento de la actividad temporal de la vocación. Quizá podamos responder así a una exigencia contemporánea; se pretende saber, no sólo lo que es preciso «hacer», sino también cuál es el «sentido» de la acción: esto es, sq valor y su dirección.
VENTAJAS E
INCONVENIENTES
a) Presentar la tarea de la santificación bajo la forma de etapas, de «vías», tiene la gran ventaja de recordar siempre, aun de manera inconsciente, que el crecimiento es la ley natural de la santidad. No es posible resistir al movimiento ascendente de una obra así orientada hacia las «cimas» de la santidad cristiana. Por otra parte, cada una de las vías se caracteriza por una serie de elementos que ayudan indiscutiblemente al lector a regular mejor el orden de sus ocupaciones, de sus ejercicios espirituales, de sus esfuerzos. Cada una de estas vías lleva consigo la descripción de un programa de vida que los fieles emprenderán desde el grado en que se encuentren. b) No obstante, tal manera de presentar esta doctrina tiene algunos inconvenientes. A pesar de las advertencias de los autores, a pesar de su cuidado en recordar que estas tres «vías» no tienen nada de absoluto ni de matemático, que las etapas no están determinadas por límites fijos, que la vida se va haciendo a través de avances y retrocesos, el lector se inclina con gran facilidad a situarse, bien en la vida purgativa, bien en
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R . G a r r i g o u - L a g r a n g e , Las tres vías, Poliglota, Barcelona; J. M a r t í n e z B e l i r a c h , Lecciones esquemáticas de espiritualidad, Sal Terrae, Santander, p. 253-272; R. B e l l a r m i n , Enfance et maturité spiriiuelk, en «LVS», 34 (1952), p. 227-334 (bibliografía); A. A n c e l , Les «degrés de la vie spirituelle» d'aprés le P. Chevrier, en «LVS», 17 (1935), p. 45-64; L. J . C a l l e n s , Un probléme du progres spirituel, en «LVS», 32 (1950), p. 154-177; A . G e l i n , L'invitation biblicjue au progres, en «LVS», 37 (1955), p. 451-460.
corazones y anima la creación para espiritualizarla cada día más. Crecer, porque la Iglesia es un misterio de crecimiento cualitativo y de progreso espiritual. c) La gracia está llamada a crecer. Por «gracia» entendemos aquí la totalidad de la vida divina en nosotros. Gracia santificante, virtudes teologales infusas, virtudes morales infusas, dones del Espíritu Santo. Es, en una palabra, nuestra participación en la vida divina. Ahora bien, esta participación puede ser más o menos intensa, más o menos íntima: una es la participación en la gracia del pecador que acaba de confesar faltas graves y otra la que transfiguraba el alma de los grandes santos. En este dominio de la gracia hay diversos grados de participación. d) Nadie puede extrañarse de que podamos participar de la vida divina en formas diversas. Dios es libre y generoso en sus dones. Ha dado el mismo jornal al que fue contratado en la hora undécima y al que había trabajado toda la mañana (Mt. 20, 1, 15): con ello quería decir, no que el patrono pueda obrar a su capricho, sino que cuando Dios da, no hemos de pedirle cuentas de ¡a distribución de sus dones. La parábola no pretende otra cosa que mostrar la liberalidad superabundante del Señor. Pueden existir, pues, diferentes grados de participación en la vida divina, simplemente porque el Señor lo ha querido así. e) Por otra parte, las obras del hombre pueden ser más o menos fervientes, y nuestro Señor nos ha prometido dar a cada cual según sus obras. En virtud de esta promesa, podemos creer fundadamente que la gracia crece en proporción con el fervor de nuestra vida. Hemos hablado de ello anteriormente. También desde este punto de vista parece incontestable el hecho del aumento de la gracia.
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2. CRECIMIENTO DE LA GRACIA VIDA Y CRECIMIENTO
a) Toda vida es crecimiento y progreso o retroceso y degeneración. No podemos imaginar una vida inmóvil, ni la vida intelectual, ni la vida artística, ni la vida deportiva. ¿Por qué iba a ser una excepción la vida espiritual? Cuando un hombre no crece o no se desarrolla, muy pronto queda anquilosado, paralizado; es un mal, un perjuicio, un defecto. Cuando la vida espiritual es tibia, está estancada, no progresa, contradice las leyes fundamentales de toda vida. ¿Cuál es h razón profunda de esto? El dinamismo propio de nuestras facultades y capacidades para obrar: inteligencia, sentimiento, voluntad, pero también gracia santificante. Nuestras facultades, por su propia naturaleza, tienden a entrar en acción, a abrirse, a desarrollarse. Es la ley íntima de su ser. Es la razón de su existencia. Por consiguiente el cristiano debe estar convencido de que está, esencialmente, en movimiento. Tiene que vivir, crecer, desarrollarse en la vida espiritual. Debe interesarse por las leyes de este crecimiento. Debe conocer sus condiciones normales de desarrollo. Ha de mantener sus ojos fijos en el fin a alcanzar, como el viajero. Una «vida cristiana» sin crecimiento es una contradicción en los términos. Los bautizados ¿están convencidos de esto? b) El cristianismo, en todas sus dimensiones, es una llamada al crecimiento. La palabra del Señor «crece y se multiplica» (Act. 12, 24). Los cristianos deben «crecer eri gracia y en conocimiento» en su salvador Jesucristo (1 Pedro 3, 18). Los fieles deben «crecer en candad» llegando a aquel que es su cabeza, Cristo (Ef. 4, 15). En todas las buenas obras, deben crecer «en el conocimiento de Dios» (Col. 1, 10). Crecer, pues el Padre nos atrae a sí y esparce sobre nosotros los rayos de su caridad eterna. Crecer, porque Cristo nos da la vida en abundancia creciente y nos envía para elevar más y más el mundo que nos rodea. Crecer, porque el Espíritu fermenta en nuestros
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EL MODO
Pero ¿cómo comprender semejante crecimiento? ¿Cuál es su naturaleza? La dificultad de responder a esta pregunta es explicable, pues estamos habituados a considerar crecimientos de naturaleza cuantitativa, mensurables con un instrumento, como el calor, la velocidad, la subida del agua, etc. Conocemos también crecimientos de tipo cualitativo, como mejorar el carácter, fortalecer tal o cual virtud, desarrollar la inteligencia; pero con frecuencia nos contentamos en este caso con comprobar los efectos de este progreso, sin determinar su naturaleza. Ahora bien, en el caso de la gracia se trata de un crecimiento cualitativo invisible, sobrenatural. La gracia es una participación en la vida de Dios. Es, como decíamos antes,
Vida y crecimiento
Crecimiento de la vida cristiana
una actuación misteriosa en nuestra alma, una inserción de nuestras facultades en la corriente de la vida trinitaria, una asunción en el flujo de la caridad, una cuasi-información de nosotros mismos por Dios. ¿Qué puede significar el término «crecimiento» cuando se trata de una participación vital, de una actuación, de una cuasi-información? Esta cuasi-información está en crecimiento. ¿Qué quiere esto decir? Partamos de una comparación. ¿Qué sucede cuando una persona está obsesionada u obcecada? Esta disposición sicológica «obsesionante» se inscribe en ella cada vez con mayor intensidad, la transforma más y más profundamente, la estructura cada. vez con más fuerza. Los teólogos hablan de un crecimiento en intensidad —• «incrementum intensivum» —. La «semejanza espiritual» con Dios, realizada en nosotros, aumenta: somos más semejantes a Él. También puede un discípulo, en el nivel intelectual o moral, ganar en semejanza con su maestro, cualitativamente. La «actuación», la «animación»\ de nuestra alma por Dios, se hace más radical, más fuerte, en su misma línea. Nuestra participación en la vida divina es cada vez más íntima, más intensa, más delicada. Llegamos a ser más perfectamente «hijos de Dios», más plenamente «hermanos de Cristo», más totalmente «espirituales en el Espíritu», más completamente «miembros del cuerpo de Cristo».
perfecciona. Surge una vislumbre un poco más significativa, con una atracción más viva, más pronunciada. Se establece una determinación más clara, sin que haya una mayor precisión en el dibujo de los contornos: la nitidez viene de la tendencia que es más firme, no de la visión directa. En todo se afirma una creciente firmeza, a causa del influjo más poderoso del Fin sobre nosotros. b) En la caridad teologal, este influjo se manifiesta también con más energía. El ágape divino se hace más abundante. Fermenta en el alma con una intensidad siempre en aumento. Anima la espontaneidad amante que ha germinado en nosotros en el momento de su venida. Reaviva el deseo de una unión cada día más intensa con el Señor. Aumenta sin cesar la irradiación sobrenatural que de ella resulta. Tiende a multiplicar sin cansarse los testimonios de afecto, a hacerlos más íntimos y más universales. Profundiza en el sentimiento de la majestad de Dios cuya alianza santificadora percibimos con mayor claridad. Intensifica el sentimiento de la unión con el Señor y de su proximidad, haciendo brillar con más intensidad el esplendor de su santidad inmaculada. En suma, todas las cualidades del ágape y todos sus efectos se ven amplificados, profundizados, intensificados, elevados a una finura y una calidad que sólo quienes lo experimentan pueden apreciarlo. c) El alma experimenta en lo sucesivo una superabundancia de vida. «Es un inmenso arranque. Es un impulso irresistible que la lanza a las más enormes empresas. Una exaltación tranquila de todas sus facultades le hace ver las cosas en toda su amplitud y, por débil que sea, actuar con energía. Pero sobre todo ve las cosas sencillamente, y esta sencillez, que se percibe también en sus palabras y en su comportamiento, la guía a través de complicaciones que ella no parece percibir. Una ciencia innata, o más bien una inocencia adquirida, le sugiere inmediatamente el paso útil, el acto decisivo, la frase sin réplica. Sin embargo, el esfuerzo sigue siendo indispensable y, asimismo, la paciencia y la perseverancia. Pero vienen por sí solos, se despliegan en un alma a la vez actuante y "actuada" en la que la libertad coincide con la actividad divina» ( H . B e r g s o n , Les deux sources de la moraíe et de la religión,
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VIDA TEOLOGAL
Este «crecimiento intensivo» se traduce en la propia vida teologal. a) La fe teologal, en su aspecto de virtud infusa, puede crecer y desarrollarse. En efecto, la fe alcanza su objeto como se alcanza un valor, un bien que nos atrae. La adhesión de la fe está pues «en tensión» hacia Dios, fin sobrenatural de nuestra vida. El asentimiento de la fe es «unitivo»; y cuanto más semejantes a Dios nos hacemos, más «sabemos» como Dios. Ciertamente, este conocimiento es mediato•.la vida divina es conocida, no directamente, pudiéramos decir, en sí misma, como cuando vemos un objeto; conocemos la vida divina como tendencia prefigurada en la tendencia misma del acto de fe, como sabemos, al ver a tal persona que sigue una dirección, que va a tal sitio, a casa de un amigo, sin ver directamente a tal amigo. El conocimiento es oscuro y confuso; porque Dios no se da todavía de un modo pleno a nuestra facultad de conocer. En este nivel sobrenatural hay, pues, posibilidad de crecimiento. Cuando el «don» divino aumenta, lo que sabemos de Dios, mediata y oscuramente, a través de la tendencia hacia nuestro fin, mejora y se
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p. 248).
También la vida interior del cristiano, en el curso de la jornada, se siente transformada. Se ve iluminada por este afecto interior, por este estrecho lazo con la fuente de toda luz, radiante por el contacto con el Espíritu de gozo, rica por su unión al Señor, generoso en bondad y misericordia. Pero esta
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Crecimiento de la vida cristiana
Vida y crecimiento
vida interior raras veces se lleva a término en este mundo, Al cristiano le corresponde sostenerse con tesón: el Señor proseguirá su obra. M . d e la T a i l l e , Actuation créée par Acte Incréé, en «Rech. Se. Reí.», 16 (1928), p. 253-268; F . de L a n v e r s i n , Accroissement des vertus, en D. Sp., 1, 137-166.
3. LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO
El crecimiento de la acción divina en nosotros puede señalarse por la actividad de los «dones» del Espíritu Santo. NATURALEZA Y ACCIÓN
(
a) Son muy escasos los datos escriturarios e incluso patrísticos que poseemos sobre estos dones. Los cristianos han oído hablar de ellos, principalmente con ocasión de la confirmación. Saben que estos dones significan la efusión del Espíritu Santo en el alma de los justos. Pero los teólogos, precisamente por la ausencia de datos tradicionales, no pueden determinar su naturaleza de manera apodíctica. No obstante, a través de las diversas opiniones, aparece una unidad de base, suficiente para nuestro propósito. Por medio de sus dones, el Espíritu ayuda al fiel a conformarse más perfectamente a Cristo; le da una mejor disposición para los actos difíciles, hasta heroicos; modela el alma y la hace más dócil para obrar bajo el influjo directo de la potencia divina; guía al cristiano según una norma más fina que la de la razón iluminada por la fe, a saber, según el Espíritu. Estos son los temas esenciales de la doctrina teológica de los dones del Espíritu Santo. b) Podemos, pues, decir, sin temor a equivocarnos, que el cristiano, cuando obra bajo la influencia de los dones del Espíritu Santo, se muestra más dócil a sus sugestiones, más sumiso a su impulso, más propicio a su dirección, de tal modo que los actos realizados en este estado son más «provocados» por el Espíritu que por nuestra propia iniciativa. Una persona que es buena naturalmente, a veces se ve como «empujada» a ayudar al prójimo, «llevada» a hacer una buena acción. El Espíritu Santo, siempre presente en nosotros, manifiesta su poder sobre nosotros «arrastrándonos», en cierta manera, al ejercicio de un determinado acto de virtud. En esos momentos, de tal manera estamos bajo su influjo poderoso y dinámico, que nos sentimos «receptivos» y «actuados» más que «activos». Estos «movi-
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mientos» interiores del Espíritu son verdaderamente «dones», manifestaciones del don por excelencia que es el Espíritu de Dios. c) Es indispensable que los fieles adviertan claramente la diferencia que existe entre los «dones» y las «virtudes». Algunos hablan de tres niveles de vida espiritual: virtudes morales, virtudes teologales, dones del Espíritu Santo; como si estos tres niveles representasen distintos campos de acción. Esta concepción es inadecuada. Las virtudes morales y teologales cubren por sí solas todos los sectores de la vida cristiana. Los dones constituyen más bien una «manera de obrar», dentro del campo de las virtudes morales y teologales. Son cosas diferentes. Cuando un cristiano es humilde, paciente, amable, obediente, devoto, etc., en virtud del impulso que se da a sí mismo — con ayuda de la gracia, claro está —, se hablará de virtudes. Cuando el fiel es humilde, paciente, amable, obediente, etc., en virtud del impulso fuerte y decisivo del Espíritu, se hablará de dones del Espíritu Santo. Éstos, según la teoría teológica que seguimos, constituyen, pues, un modo de obrar que puede verificarse en los actos de cada una de las virtudes, y no una «operación» particular diferente de la de las virtudes '. ÁREA DE INFLUENCIA a) La moción del Espíritu que hemos llamado «don» puede ejercerse en cualquier campo de la vida cristiana: en todo el ámbito de ¡as virtudes teologales y morales. Podemos sentirnos «arrastrados» a realizar un acto de caridad, de fe, de esperanza, de templanza, de fortaleza, de castidad. Cualquier cosa que podamos desear por nuestra iniciativa propia y por nuestro esfuerzo propio, dentro de la vida cristiana, podemos realizarla gracias a esta moción predominante del Espíritu en nosotros. Por eso, hoy se está de acuerdo en afirmar que el número 1 «No hay lugar, por tanto, para hablar de actos obrados por los dones en oposición a los actos debidos a las virtudes, sino, en todo caso, de actos obrados por la sola virtud, v. gr. de caridad, y de actos provenientes de la misma virtud, pero con mayor perfección, gracias a la ayuda del don de sabiduría» y gracias, también, a la fuerza propia del Espíritu Santo. «Nada hay por encima de la caridad, y no cabe, por consiguiente, imaginar que existan actos del don de sabiduría superiores al de caridad; pero se concibe muy bien un acto de caridad más perfecto gracias a las inspiraciones que, merced al don, se han recibido con mayor docilidad. En este sentido se ha de entender la expresión que los dones nos ayudan «ad actus altiores», es decir, a actos más elevados que los ejercitados con la sola virtud» ( J . d e G u i b e r t , lecciones de teología espiritual p. 291-292).
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Vida y crecimiento
siete, para los dones, ha de tomarse en el sentido de pleroma, de plenitud, de totalidad: «siete», es decir, en todos los sectores. Hay que perdonar setenta veces siete, es decir siempre. Cuando hablamos de los dones del Espíritu, debemos pensar ante todo en el ámbito «entero» de la vida cristiana, antes de fijarnos en un don determinado. b) Hablando más concretamente, puede haber un don de caridad, un don de fe, un don de esperanza, un don de religión, un don de humildad, un don de entendimiento o de consejo, un don de obediencia, un don de templanza, un don de castidad. Tal es el sentido de plenitud del número siete. Los cristianos que deseen ponerse bajo el influjo determinante del Espíritu Santo, pueden invocarle en cualquier aspecto de la vida cristiana. Más aún, así como cada cristiano puede representar más especialmente, por vocación o por voluntad providencial, un atributo divino o una virtud del Señor —recordemos la vida de los santos —, es verosímil que la moción decisiva del Espíritu se ejerza en cada cual precisamente en el sentido de este destino providencial. Yo supongo que san Benito Labre gozaba del «don» de pobreza, san Vicente de Paúl, del «don» de piedad, etc. No hay por qué restringir el campo de acción ilimitado del Espíritu, en grave perjuicio de los mismos fieles. LOS SIETE DONES
a) Ciertos dones han sido estudiados en particular por los teólogos, en conexión con un pasaje de Isaías que anunciaba el «reposo» del Espíritu y de sus dones sobre el Señor. El texto de la Vulgata habla de siete dones; el texto hebreo nos da seis. No es esto problema. Este texto no fija definitivamente la manera de obrar del Espíritu Santo en las almas. El Espíritu no ha prometido intervenir sólo en estos siete aspectos. Por otra parte, la tradición teológica ha ampliado el área de estos siete dones, precisamente para hacerla coincidir con la de las virtudes teologales y morales. El don de sabiduría se une a la caridad, el don de temor de Dios a la esperanza, los dones de entendimiento y de ciencia a la virtud de fe, el don de fortaleza a la virtud del mismo nombre, el don de piedad a la virtud de religión, el don de consejo a la virtud de prudencia. Como vemos la coincidencia de campos de aplicación es bien marcada.
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Este es el texto según el griego: «... sobre Él reposará el espíritu de Yahvé, espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de entendimiento, de temor y de piedad» (Is. 11,2-3). Como el término hebreo yir'ah se repite dos veces, en la traducción griega de los setenta se ha traducido por dos palabras diferentes: eusebeia (piedad) y phobos (temor); de ahí los siete dones. Este grupo ha de ponerse en relación con las listas de frutos del Espíritu Santo y de bienaventuranzas que nos da el Nuevo Testamento. b) Cada uno de estos dones ha sido definido y explicado en los libros de espiritualidad. Nos contentaremos con dar aquí su significación fundamental, pues creemos más importante insistir sobre la significación esencial del «don» del Espíritu. El don de entendimiento, relacionado con frecuencia con la virtud de fe, consiste en una intuición penetrante de las realidades divinas. N o se trata, sin duda, de un conocimiento inmediato de los misterios; sino de un modo de conocer directo, agudo, semejante a la intuición, a la simple ojeada. Su aplicación a las verdades de fe es obvia y no exige una explicación particular. El don de ciencia —también en conexión con la virtud de f e — se orienta más bien a un modo de conocimiento discursivo, es decir, por «discurso», por razonamiento. Por razonamiento se pasa de la consideración de la naturaleza a la proclamación de la grandeza de Dios; de tales acontecimientos se pasa a la afirmación de la providencia divina. El «razonamiento» es frecuente en la teología y en la espiritualidad. El don de sabiduría —unido a la virtud de la caridad — se refiere a los principios últimos de la fe, para juzgar y apreciar todas las realidades sobrenaturales o cristianas. Aquel que está unido al Espíritu de Dios puede juzgar de todo lo celestial, puede apreciar en su justo valor toda la realidad del mundo divino y cristiano. En la epístola primera a los corintios, capítulo 1, hallamos las más bellas páginas de la sagrada Escritura sobre la sabiduría del mundo y la de Dios. El don de consejo —> ligado a la prudencia y discernimiento — ayuda al hombre cuando reflexiona, delibera, consulta o aconseja sobre el auténtico punto de vista cristiano que ha de adoptarse en el orden de la doctrina o en el dominio de la acción. El Espíritu marca así con su influjo el campo de
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la virtud de prudencia, de capital importancia en el sistema de las virtudes cristianas. El don de piedad — relativo a la virtud de religión — nos ayuda en todo lo que se refiere a la oración. Nos hace percibir de manera especial el valor «filial» de la oración. Porque con el Espíritu clamamos: «Abba», Pater! (Rom. 8, 15). El don de fortaleza — que sanciona los actos de la virtud de fortaleza— indica la intervención del Espíritu en las empresas arduas y difíciles, en las resistencias heroicas, en las decisiones radicales, en el ámbito de la vida sobrenatural y cristiana. El don de temor de Dios, finalmente, está en conexión con la virtud de la esperanza, porque apunta al «temor filial». Hemos de pensar un poco en la «veneración llena de respeto» que caracteriza al ágape. Nos ayuda a poner, en toda nuestra vida sobrenatural, ese matiz de veneración que deben tener los hijos hacia un Padre lleno de amor, que es Dios. J . A . A1 d a m a , los dones del Espíritu Santo. Problemas y controversias en la actual teología de los dones, en «Revista española de teología», 9 (1949), p. 3-30; L u c i n i o d e l S a n t í s i m o S a c r a m e n t o , los dones del Espíritu Santo en la vida espiritual, en «Revista española de teología», 5 (1946), p. 550-560; J. A r i n t e r o , Cuestiones místicas, BAC, Madrid, p. 413 s. ; V . R o d r í g u e z , Cuándo es donal la moción divina en el alma, en «Teología espiritual», 2 (1958), p. 59-81; 4 (1956), p. 237-269; G . B a r d y , Dons du Saint-Esprit, en D. Sp., 3, 1.579-1.641; A . G a r d e i l , Dons du Saint-Esprit, en DTC, 4, 1.7281.781; J . d e G u i b e r t , Les dons du Saint-Esprit. La cjuestion théologíc¡ue, en «RAM», 9 (1933), p. 3-26; J. L e c u y e r , Docilité au SaintEsprit, en D. Sp., 1.471-1.497.
II
CRECIMIENTO TEOLOGAL EN EL PLANO SICOLÓGICO La vida teologal en nosotros, como toda vida, es susceptible de una cierta maduración, de un cierto desarrollo sicológico. Éste supone fases o etapas por las cuales han de pasar todos los que desean la santidad, cualquiera que sea su estado de vida. La vida divina comporta una cierta «conciencia» y un cierto «movimiento» hacia los valores divinos; en suma, un aspecto «aprehensivo», que suele referirse a la virtud de la fe, y un aspecto «tendencial», en conexión con la caridad y la esperanza. Estos dos aspectos están unidos en la unidad radical de la persona humana. Sólo los distinguiremos por razones de orden práctico. Pero no por hablar del aspecto aprehensivo y del aspecto tendencial hemos de creer que esta vida se reduce al ejercicio de dos facultades. Por el contrario, desde el punto de partida hemos de recordar que el crecimiento espiritual se ejerce y se realiza en todas las dimensiones de nuestra vida sicológica. Si ésta es conciencia y amor, es también temor, espera, libertad, esperanza, impulso, angustia, admiración, asombro, afectividad, etc. En suma, lejos de empobrecer la vida sicológica, hemos de ampliar al máximo sus manifestaciones. 1. CONOCIMIENTO Y CONCIENCIA VERDADES DE FE
a) La vida teologal supone, en primer lugar, un contenido doctrinal, lo que se llama la fe, la doctrina de vida. El cristiano vive de la meditación de este contenido y de los valores doctrinales que extrae de él. En principio «meditar» es leer ciertos pasajes de la Biblia, de la Imitación de Cristo, del misal, de libros de espiritualidad. Después, reflexionar sobre el alcance de estos principios, deteniéndonos unos instantes, considerar su fundamento y su valor, examinar las consecuencias que tienen para la vida en general y para «mi» vida en particular.
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A continuación, se ora un instante y se reanuda la lectura, la reflexión, las aplicaciones. Así aparece al principio, en la vida cotidiana de los cristianos deseosos de progreso espiritual, el elemento doctrinal de la vida teologal. Este elemento es esencial e indispensable,la revelación divina es, si no comprensible, sí al menos concreta y determinada; no es algo vago y confuso. Este elemento doctrinal está siempre presente, aun cuando pase a segundo plano en el momento en que la vida teologal comienza a ampliarse. Debe alimentarse y renovarse siempre: de ahí la preparación a la meditación de los principiantes y la lectura para todos en general. Sería un error creer que el elemento doctrinal está reservado a los que empiezan; si bien se presenta en forma diferente conforme avanzamos en la vida teologal, si bien aparece transfigurado por la propia realidad divina, sigue estando presente, sigue siendo activo, necesario, en todas las fases de la vida interior. b) Este elemento que nutre la conciencia del cristiano a lo largo de su existencia puede presentar diferentes formas. Está en primer Jugar ía doctrina, las ideas, los principios, Jas verdades reveladas o incluso, simplemente, la moral natural y la teodicea: todo esto es examinado, estudiado, aplicado. Está también la imaginación. El cristiano se representa la vida del Señor en este mundo, su nacimiento, su vida oculta, su vida pública, su pasión y su resurrección; la Virgen, los apóstoles, los profetas y los mártires; incluso los seres invisibles, ángeles y demonios. Finalmente está la memoria doctrinal e imaginativa y todo lo que reanima en nosotros pensamientos que maduraron en otro tiempo e imágenes que en otras ocasiones movieron nuestro corazón y nuestra voluntad. DESCUBRIMIENTO DE DIOS
a) Si prosigue constante y cuidadosamente este esfuerzo de vida interior, el cristiano percibirá de cuando en cuando que la totalidad de esta vida no puede reducirse a principios, imágenes, recuerdos. Éstos son, a fin de cuentas, el «yo». Son todavía humanos. Me orientan esencialmente hacia «otro», ciertamente, pero yo los considero excesivamente en función de mi «yo». Ahora bien, poco a poco nos damos cuenta de que hay otra cosa, más alta y mejor, infinitamente mejor. Estas verdades son ante todo la formulación de una «realidad»; éstas imágenes hacen visible a «alguien»; estos recuerdos me ponen en contacto con una «persona». En resumen, vamos tomando conciencia de que, a través de estas múltiples repre-
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sentaciones humanas, es preciso entrar en contacto con la única realidad divina, con Dios. Esto es algo que, en principio, todos los cristianos saben. Todos los niños rezan al «Niño Jesús» y no sólo a su imagen. Todos los cristianos, a lo largo del día, se ponen «en presencia de Dios». En su meditación de la mañana se dirigen a Dios, le piden su ayuda, le dan gracias, se encomiendan a Él. Y todo esto implica tener presente el sentimiento de la realidad de Dios. Pero lo que «sabemos» adquiere cada vez mayor «realidad». b) Este es un paso importante a una vida teologal más perfecta. Supone un como «descubrimiento» de lo que ya sabíamos. Supone como un «shock» sicológico, que «imprime» con fuerza en nosotros el sentimiento de la «realidad» sobrenatural y divina. Supone a manera de una «revelación», en el sentido más general y natural del término (como cuando decimos: Esto fue para mí una verdadera revelación; conocía ya a este actor o a este artista, pero, con todo, su actuación fue para mí una revelación). Es algo que se conocía ya y que sin embargo se «descubre». Algo que deja en nosotros una «impresión» inoJvidabJe y profunda, semejante —• si se nos permite la comparación, que puede ser útil aquí — a la que se produce en el corazón de los jóvenes que acaban de descubrir, a veces súbitamente, la compañera de su existencia: un muchacho había salido muchas veces con una muchacha, la conocía muy bien, había charlado a menudo con ella; pero de repente, la estima y la quiere en una nueva luz, desconocida para él hasta entonces. c) Este «shock» del «descubrimiento» de Dios realmente presente es muy importante en la evolución de la vida teologal en su conjunto. A partir de este momento, todos los elementos humanos, verdades, imágenes, recuerdos, pierden su interés y su atractivo. Es lo «real» lo que ocupa progresivamente el primer plano de la oración, aunque estemos distraídos, aunque recorramos los renglones de un misal, aunque escuchemos cantar un salmo. A través de estos textos y de estas ideas se formula la «realidad», se canta a «alguien», se recitan las grandezas de Cristo, del Padre o del Espíritu. La realidad divina, cuya imagen estuvo inscrita hasta entonces como en filigrama en el contexto de la meditación, se destaca, se ilumina, se agranda y domina toda la visión, como sucede en el cine. Es ésta una gracia de elección. Los que perseveran la reciben siempre. Los que están bien orientados por sus directores espirituales se hallan mejor preparados que otros.
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Vida y crecimiento
METAMORFOSIS Y CRISIS
a) Este paso no se opera sin dificultades, sin trabajo. Se trata de una especie de metamorfosis para nuestra vida consciente de fe, como la oruga ha de pesar, para ser mariposa, por la fase de la crisálida. Es necesario, pues, abandonar ciertos valores o, al menos, ponerlos en segundo plano, no concederles más que una importancia subsidiaria. Quizá parezca fácil abandonar toda imagen de Cristo o toda imaginación relativa a las realidades divinas. Puede parecer muy hermoso descubrir que las «verdades» no son la «realidad», sino el apoyo para alcanzar la realidad invisible. Pero a veces el cristiano tiene la impresión de perder pie; sus sentidos no descansan en nada que esté en proporción con ellos; el espíritu tampoco: es la noche de los sentidos y del espíritu. Y aun en la noche que conocemos nos movemos con precaución, porque sabemos por experiencia que podemos tropezar contra un árbol o un muro y, aunque no vemos nada, al menos tenemos la certeza de que hay cerca de nosotros cosas reales, y que basta con extender las manos para tocarlas. En cambio, en la vida teologal, superamos las imágenes y las ideas para dejar a la facultad de lo real orientarse, en la gracia, hacia una realidad sobrenatural, invisible. En esta noche es lo «invisible» lo que se hace presente. b) El cristiano se convencerá, con toda seguridad, de que no sufre una ilusión. Si Dios existe, como lo muestra la teodicea, no puede ser más que un absoluto real, invisible y presente. Y para entrar en contacto con un absoluto real y presente, hay que dejar atrás, necesariamente, las ideas, las imágenes o los recuerdos. Si bien es cierto que llegamos a Dios por nuestras facultades y sus actos, Dios mismo se sitúa más allá, lo sabemos muy bien. Está más allá de las verdades que a Él se refieren; más allá de las imágenes que nos lo hacen concreto; más allá de los recuerdos que nos lo hacen presente. En este sentido, la metamorfosis de nuestra vida teologal no puede parecemos sino un progreso, una mutación necesaria e indispensable. Porque lo que importa a nuestra vida teologal es ser «teologal», tan abundantemente, tan puramente como sea posible. Se trata, pues, de orientarnos sicológicamente rebasando los elementos humanos, aunque sea por ellos y en ellos como entramos en contacto con Dios. Es necesario que se marchite la flor y que se desvanezca su aroma para que nazca y madure el fruto; es sensible para la flor, pero lo que importa es el fruto. Y si es triste ver cómo se marchita una flor, es mucho más triste asistir a una desvalorización radical de todos los elemen-
Crecimiento teologal en el plano sicológico
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tos humanos que dominaban nuestra vida teologal cuando estábamos en los comienzos. c) Esta es la ascética de la vida teologal. Es así y hemos de vivirla tal como es. Para ella, verdades, imágenes y recuerdos no son sino medios para llegar a la realidad de la cual son expresión; deben hacerse tan diáfanos, tan transparentes como sea posible ante la grandeza de la realidad que nos apuntan; deben ser puros signos de Dios y dejar sitio en nuestros corazones a Lo que significan; no puede ser en modo alguno una pantalla entre Dios y nosotros; no pueden ser en modo alguno un obstáculo, una traba, cualquiera que sea su belleza intrínseca. ¿EXPERIENCIA DE LO
SOBRENATURAL?
Este contacto divino, ¿se imprime en la conciencia sicológica? N o podemos reanudar aquí la discusión sobre la «experiencia de lo sobrenatural». En esta materia los teólogos se mueven con una gran prudencia. Desconfían de ciertos grupos de «iluminados» que han aparecido a lo largo de los siglos desde la venida de Cristo. Desconfían también de ciertos filósofos que reducen toda la vida sobrenatural a un género de sentimiento sicológico simplemente humano. Desconfían asimismo de los fieles que creen tener una «experiencia espiritual» o «sienten que Dios está con ellos». De ahí vienen sus reservas. No obstante se han escrito algunas obras sobre la «experiencia cristiana», con tanta sagacidad como moderación; y no por los excesos de unos y otros hemos de abandonar una parte importante de la realidad religiosa cristiana. Tener una cierta «conciencia» de Dios es ciertamente privilegio de la vida mística. Los místicos, suele decirse, tienen una cuasi-experiencia de la presencia de Dios. Son conscientes de la realidad divina, presente a ellos. Ahora bien, la vida mística está en continuidad con la vida de la fe, aunque presente características y formas especiales. Por ello no hemos de extrañarnos de que los fieles, en la medida en que tienen una vida de fe, puedan percibir algo de esta realidad divina con la cual están en contacto, misteriosa pero realmente. Y los hechos parecen confirmar esta hipótesis. La fe del cristiano, cuando es viva y profunda, no da necesariamente un conocimiento claro de muchos dogmas o verdades teológicas; pero da un certero sentimiento y un saber profundo acerca de las realidades centrales de nuestra religión: la misericordia divina, la santidad de Dios, la providencia del Señor. Este conocimiento es inmediato, sin inferencias, sin razonamiento. El cristiano, simplemente, «sabe», pero amplia., intensa y profundamente... Todos los que
Vida y crecimiento
Crecitniento teologal en el plano sicológico
viven intensamente la vida teologal, sin ningún don especial de vida mística, pueden dar un modesto pero seguro testimonio de ello. Conclusión: La vida interior del cristiano, no sólo durante la oración cotidiana, sino en todas tas actividades, a lo largo de todo el día, se hará más sencilla, más directa, más inmediatamente consciente de la presencia real de Alguien. Esta vida interior se hará a un tiempo más confusa y más pujante; fuente de luz habitual pero sin precisión dogmática expresable; fuente de prudencia y de agudo discernimiento, pero sin justificación crítica; fuente de fuerza y de intensidad; más serena y más acuciante a la vez, más tranquila y más exigente, más sintética y más rica, más unificada y más plena. Si permanecemos fieles a ella, el Señor nos llevará más lejos aún.
mientos; es su alcance humano «creado». Cuestión de matices y de acentos, es verdad, pero es así.
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R. G a r r i g o u - L a g r a n g e , «LVS», 17 (1955), p. 138-150.
L'esprit de foi et son progrés, en
2. AMOR Y AFECTO VALORES AFECTIVOS
a] La vida teologal lleva consigo un conjunto de valores de orden tendencial y afectivo, para los cuales no se ha hallado aún un vocabulario apropiado, o al menos un vocabulario que no se preste a algunas críticas. Se trata concretamente de actos que expresan el amor, la benevolencia, la esperanza, el deseo del bien, el temor al mal, la tristeza y la compasión, la admiración y el entusiasmo por el Señor y por su obra. La vida teologal es «vida», y vida de un «hombre»; es normal que toda la gama de sentimientos que existen en nosotros tomen una forma sobrenatural. b) Este conjunto de valores, en los comienzos de la evolución espiritual, se presenta bajo su aspecto humano y en su multiplicidad, sin exclusivismos. Obramos por Dios. Tememos el pecado. Ayudamos al prójimo. Nos dedicamos a determinadas obras. Nos compadecemos de los sufrimientos del Señor. Sentimos haber ofendido a Dios. La vitalidad teologal es pues múltiple y esta diversidad caracteriza al comportamiento sicológico. Además, en todos estos sentimientos prevalece el aspecto humano. Lo que vivimos es «nuestra» compasión, «nuestro» temor, «nuestro» deseo, «nuestro» entusiasmo y «nuestra» esperanza; es la materia humana de que están hechos estos senti-
DESCUBRIMIENTO
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DE DIOS
a) Aquí se reproducirá el mismo fenómeno descrito antes con referencia al conocimiento teologal. To'dos estos sentimientos, todos estos entusiasmos, un buen día me resultan demasiado «míos», demasiado «yo mismo». Yo amo a Dios, espero en Cristo, admiro la majestad divina; pero es preciso que los «yo amo», «yo espero» y «yo admiro» pierdan su primacía concreta y vital y sean remplazados por «Dios», «Cristo», «Señor». Hay que cambiar de sitio el acento. El objetivo debe invadir el campo de la conciencia amorosa, hasta el punto de que el sujeto se olvide de sí mismo. De una multiplicidad de actos aún demasiado humanos es preciso pasar al acto de la caridad, único y rico en todos los valores objetivos que nos unen a Dios en persona. b) Aquí se sitúa el «shock» de que hablábamos antes. En un momento dado percibimos que Dios es Dios. Nos quedamos absortos ante la infinitud de todo lo que representa y es. Sentimos la absoluta desproporción entre Él y todo lo que no es Él, sencillamente. Expresiones como: «Mi Dios y mi todo», de san Francisco de Asís, o: «Todo y nada», de la escuela española, revelan felizmente este «descubrimiento». Es claro que el cristiano ama a Dios sobre todas las cosas, y lo repite desde que aprendió el acto de caridad. Pero sentir este vínculo amoroso, único y exclusivo, total y libremente consentido; entregar el corazón y el espíritu, con el radical frescor de las personas que han descubierto su amor y se comprometen mutuamente, esto puede ser algo «nuevo» en la vida teologal. c) Este «descubrimiento» del Dios amor es indispensable, capital, en el curso de la evolución de la vida interior de todo cristiano. A partir de este momento, los sentimientos humanos, cualesquiera que sean, se sitúan en un plano secundario. Es éste un logro definitivo. Ningún ser aparecerá nunca más amable, más perfecto, más hermoso que el Señor, tal como se manifiesta en el «descubrimiento», en la «revelación», en los comienzos de una experiencia espiritual. En lo sucesivo nada podrá colmar nuestra espera humana; ninguna alegría será lo bastante total para destronar al Señor. Esta impresión es definitiva. Transforma todas las perspectivas de nuestra vida. Claro está que habrá de pasar mucho tiempo aún para que, desde lo más hondo del alma, esta impresión llegue a todos los niveles de nuestra vida humana, para transfigurarla por entero. Podrán
Vida y crecimiento
Crecimiento teologal en el plano sicológico
darse debilidades y cobardías. Pero ya no será posible volver a la indiferencia y a la mediocridad inconscientes. El «descubrimiento» del amor divino no podrá nunca borrarse por completo, aunque se vea recubierto de infidelidades sin número. Existe, permanece, trabaja, fermenta. Y el gran problema de la vida interior, en el curso de los años sucesivos, será permitirle impregnar progresivamente toda nuestra conducta.
de una pedagogía, para determinar si verdaderamente amamos a Dios sobre todas las cosas. Es muy eficaz como ejercicio, temporalmente, aun habiendo de prolongar este ejercicio durante años y reanudarlo con regularidad para controlar la sinceridad de nuestra vida afectiva. Hemos de ser capaces de sentirnos felices sólo con Dios, por decirlo así; sólo entonces estaremos seguros de que nuestro amor a Dios, «en medio del mundo», es auténtico y probado. Pero hemos de tener en cuenta que el mundo existe, que es un bien y que es necesario saber volver a él y redescubrirlo conforme a su valor propio y con ojos transfigurados, como san Francisco de Asís, por ejemplo. Hacer abstracción de todo lo creado constituye, o bien una vocación particular dentro de la Iglesia, o bien un procedimiento pedagógico de extremada importancia, pero no definitivo. Conclusión: El afecto del fiel hacia Dios es «teologal» en sentido estricto. Es el mismo ágape divino, del cual participamos, y en el cual amamos a Dios y, en Él y con Él, a los demás, al mundo. La caridad teologal es, pues, «deiforme». Es peculiarmente viva. Es consciente también. Hay en ella una conciencia de ser amado por Dios, de estar en contacto con Él. Una seguridad profunda y firme de estar pendientes de su ayuda.
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METAMORFOSIS
Y CRISIS
Este paso no se produce sin crisis, crisis que pueden tomar dos formas cuya prescripción esquemática damos a continuación. a] En algunos casos es el desgarramiento sensible, doloroso. Hemos descubierto lo que representa Dios en un momento de fascinación y de admiración que deja en nosotros una huella definitiva. Y resulta imposible no sentir los efectos en cada recodo sicológico de la vida. El amor de las criaturas, de la familia, del arte, de los niños, del deber de estado, va a ir siempre acompañado de una comparación con Dios, con el cielo, con el infinito. Imposible escapar del todo a esta comparación. Ella nos da a cada instante la medida de todo lo creado, porque nos pone en relación con la realidad increada. De lo cual se deriva, en todo nuestro vivir y en medio de los más altos valores, una especie de insatisfacción fundamental, con frecuencia penosa, nunca agradable. No es que sea mala, puesto que expresa perfectamente la complejidad real de la condición humana. Pero no por ello es menos incómoda y dolorosa. b) Otras veces la crisis se manifiesta por una repulsa absoluta de todo lo creado, de toda alegría temporal. La solución de la crisis se opera aquí por la supresión, al menos en el plano sicológico, de uno de los términos que causan la tensión. En lo sucesivo, sólo Dios cuenta: sólo Él es la realidad por excelencia. Todo lo que no es Dios no cuenta para nada; la creación es como «no ser», tamcjuam non ens, dice el propio santo Tomás. No podemos vivir fuera de este mundo, pero podemos negarle toda significación, todo valor y, por tanto, todo interés real, todo amor verdadero. Podemos incluso testimoniar a los demás todas las señales efectivas de atención y de abnegación, pero sin entregarle nuestro corazón. Este está en otro lugar; el acto interior de afecto está radicado única, total y exclusivamente en Dios. Esta actitud asegura la simplificación de la existencia en el plano sicológico. Puede ser extremadamente útil, a la manera
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R . G a r r i g o u - L a g r a n g e , L'augmentation de la charité et les actes imparfaits, en «LVS», 7 (1925), p. 321-334; A . G u i l l a m o n t , A. L e f é v r e , Cor. Coráis affectus, en D. Sp., 2, 2.278-2.307.
Crecimiento y vocación temporal
III CRECIMIENTO Y VOCACIÓN TEMPORAL
La santidad requiere también la realización de una tarea temporal. Para unos esta tarea será de orden profano, para otros será de orden sacro. Pero, en uno y otro caso, lo que importa es vivir «cristianamente» esta vocación temporal y llegar a la mayor perfección en su realización. El fiel, el religioso, el sacerdote, no pueden santificarse sin tomar en serio el perfeccionamiento de esta parte sustancial de su existencia. Cada cual en sus circunstancias, debe elevar el valor de su trabajo y de su tarea temporal. El religioso, aun de clausura, ha de perfeccionar progresivamente sus ocupaciones; el sacerdote, su apostolado y su ministerio cultual; el cristiano ha de esforzarse en hacer perfecta su vida familiar, su profesión, su vida pública. Este problema se nos plantea a todos. Pero, ¿cómo fijar la ley de crecimiento de este perfeccionamiento, de este progreso en las tareas temporales? 1. PROGRESO «CRISTIANO» Y TAREAS TEMPORALES ORIENTACIÓN GENERAL Los dos términos de este movimiento de perfección nos son más o menos conocidos. a) En el punto de partida está el mundo tal como lo conocemos y experimentamos, con su luz y sus tinieblas, sus gérmenes de muerte y su fuente de vida. En el punto de llegada, la revelación nos anuncia un mundo en el cual la luz habrá triunfado definitivamente, la vida habrá destruido toda muerte, la gloria habrá aniquilado toda corrupción, el Espíritu estará en nosotros en plenitud. En aquella hora, la paternidad de Dios se extenderá sobre todas las criaturas con una perfección total, el influjo del Verbo hecho hombre se ejercerá sobre el mundo de una manera perfecta y la espiritualización con que el Espíritu animará todas las cosas será completa y acabada. El mundo será perfectamente «espiritual» y, por tanto, perfectamente
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«fraternal» y de ahí perfectamente «filial». Hacer más «cristiano» al mundo actual es hacerle, desde ahora, más «espiritual». El término es distinto; la actividad, la misma. b) Hemos explicado ya la significación del término «espiritual», aplicado a la transformación temporal de la creación. Recordémosla brevemente. La influencia del Espíritu Santo, según los datos bíblicos, se manifiesta en valores de unidad orgánica, de universalidad, de santidad, de paz, de poder. Unidad trascendente de la gracia, pero también unidad de la vida terrena, concordia, entendimiento entre los pueblos, esfuerzos por la unión y la mutua ayuda. La Biblia no dice a los cristianos que puedan luchar unos con otros siempre que estén unidos en la gracia sobrenatural. Universalidad trascendente y sobrenatural, ciertamente, pero también sentimientos de sincera fraternidad universal, respetando todos los particularismos inherentes a la comunidad humana. Santidad «dada» desde arriba, pero que ha de manifestarse en los actos llevados a cabo en este mundo, cualesquiera que sean. Paz en lo más hondo del alma, pero también en las relaciones interhumanas, entre las naciones. En suma, la vida espiritual exige una «expresión temporal» que haga al mundo más «cristiano». ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DE UN MEDIO TEMPORAL Es imposible describir en concreto, para cada institución, lo que exigiría una «espiritualidad» completa. Pero sí es posible fijar el carácter que han de tener los elementos constitutivos de toda institución. a) Toda institución es un entramado de ideas y doctrinas que dan a los espíritus una cierta manera de ver y juzgar, antes de preocuparse de revisar críticamente sus afirmaciones. Los libros, los discursos, los periódicos, los cines, las conversaciones, sobre todo, son los órganos permanentes y eficaces de difusión de teorías y de concepciones. Ahora bien, ¿coinciden estos factores con el pensamiento de Cristo? ¿Están de acuerdo con el evangelio y las epístolas del Apóstol? ¿Guardan identidad con lo que nos inspira, en la fe, el Espíritu Santo? Con respecto a este contorno doctrinal tenemos una enorme labor a realizar y a renovar, día tras día, para reparar el mal constante que produce Satanás y las ideologías no cristianas, materialistas, ateas. b) Toda institución supone una trama de elementos afectivos: ambiciones personales, afectos colectivos, odios de grupos o de castas, prejuicios sentimentales arraigados como una segunda naturaleza, hostilidades tradicionales, pasiones calladas o violentas. Conocemos la fuerza de todos estos sentimientos;
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el mundo está guiado por ellos tanto o más que por las ideas. Ahora bien, ¿son todos los fieles tal como desea nuestro Señor? ¿Están todos en armonía con los designios del Espíritu? ¿Obran todos de acuerdo con las palabras del evangelio, con los consejos de los apóstoles? Tarea enorme ésta también, que abarca los repliegues más secretos y más inconscientes de nuestra vida y que hay que recomenzar constantemente, a causa de nuestra inestabilidad y nuestra flaqueza. PUNTOS DE APLICACIÓN
a) Estas indicaciones pueden encontrar un punto de aplicación tanto en los medios eclesiásticos o religiosos como en los profanos y laicos. Unos y otros — p o r diferente que sea su naturaleza— deben ser cada día más «espirituales» y más «cristianos». Desde este punto de vista, un medio «sagrado» no es siempre ni necesariamente «cristiano»; un medio «profano» no es siempre ni necesariamente «no cristiano». Un medio familiar es una realidad de tipo profano, pero si su ordenación interna está por entero sometida al Señor será perfectamente «cristiano» y «espiritual». Por otra parte — s e nos excusará por tomar un ejemplo desfavorable —, una congregación de damas piadosas, siendo una «obra pía», no es de suyo ni necesariamente «cristiana» ni «espiritual», si estas damas no están impregnadas suficientemente de la caridad del Señor y de la discreción del Espíritu. Lo mismo puede suceder en las comunidades eclesiásticas o religiosas. b) Como vemos, para ser «cristianos» y «espirituales», las instituciones profanas — familias, ciudades, agrupaciones — no han de convertirse en capillas. Es éste un error de perspectiva: se confunde «cristiano» con «sagrado». Pero es preciso que la perfección propia de estos medios humanos se realice teniendo en cuenta las indicaciones del Señor, en sumisión a las directrices del Espíritu. De tal suerte que su regulación interna, en todos sus aspectos, esté de acuerdo plenamente con la voluntad de Dios. Se trata, pues, ante todo, de «ordenar» lo profano hacia Dios y no de «sustituirlo» por realidades religiosas o sagradas. Su perfección no reside ahí. El ideal de progreso «espiritual» en la vocación temporal respeta la consistencia propia del mundo profano, pero le hace responder a su destino providencial. G . T h i 1 s , Teología de las realidades terrenas, Desclée, Buenos Aires; L . M a í e v e z , Philosophie cbrétienne du progrés, en «Nouv Rev. Th.», 59 (1937), p. 377-385.
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2. CARACTERES DE ESTE CRECIMIENTO NIVELES
a) La realización de nuestra vocación temporal nos pone en contacto con otros hombres que pueden no aceptar el catolicismo como ideal religioso. En este plano, la «espiritualización» sobre la base del cristianismo podrá constituir ya un importante progreso. Si todos los «cristianos» pudieran entenderse para regular el estatuto habitual de las familias, de la vida ciudadana, de los medios profesionales y obreros, sobre la base del evangelio y de la moral cristiana, la obra de la penetración del Espíritu en este mundo experimentaría un notable avance. Y ¿quién puede pretender que no es posible un acuerdo sobre estas cuestiones entre todos los que invocan a Cristo, leen la sagrada Escritura y ruegan por la unidad, la caridad, la justicia y el reinado de Dios en este mundo? b) Pero hay más. Algunos hombres no reconocen más que las verdades religiosas alcanzables por la razón. Siendo refractarios a toda religión revelada, se someterían no obstante de buen grado a los mandamientos del derecho natural y de una religión natural. Este fundamento de acción temporal no puede desestimarse. Si, por vía de ejemplo, en un país creyente y teísta, las instituciones, las comunidades humanas y las ciudades, las familias y los centros educativos, reconociesen a Dios, creador y dueño soberano del mundo y de la vida, ¿no redundaría en gloria para Él? ¿Por qué no podrían las gentes ponerse de acuerdo por lo menos sobre el texto del padrenuestro? VISIBILIDAD
a) La redención del mundo ha de traducirse y crecer necesariamente de una manera visible. Por naturaleza, es tanto exterior y pública como interna y privada. «Bajo pretexto de defender a la Iglesia del riesgo de desviarse a la esfera de lo temporal, una consigna, lanzada hace ya algunos lustros, continúa acreditándose en el mundo: la vuelta a lo "espiritual puro". Y por ello se entiende confinar a la Iglesia al campo de la enseñanza estrictamente dogmática, al ofrecimiento del santo sacrificio, la administración de los sacramentos, negarle toda incursión, todo derecho a mirar siquiera en la vida pública, toda intervención en el orden civil y social... Tal vivisección es simplemente anticatólica... La consigna debe ser, por el contrario: por la fe, por Cristo, en la medida de lo posible,
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resenda, allí donde estén en juego intereses vitales o se delileyes que afectan al culto de Dios, al matrimonio, a la familia, a la escuela, al orden social, en todos los lugares en donde se forja la educación, el alma del pueblo. Y desgraciadamente, hemos de deplorar muchas veces la ausencia de organizaciones católicas» (Pío XII, «Ecclesia», 1 [1947], p. 313-315). b) Dicho esto, hay que distinguir la visibilidad legítima de cualquier otra. Hay mil maneras de manifestación visible en el mundo. El cristiano puede manifestarse visiblemente ordenando, dirigiendo, insinuando, sugiriendo, señalando, ayudando. Su mediación visible, su testimonio visible, pueden ser más o menos delicados, importantes o masivos. Toda visibilidad no es necesariamente una visibilidad que se impone. Hay una visibilidad humilde y una visibilidad demasiado brillante. Una visibilidad modesta y una visibilidad de palacio. Una visibilidad evangélica y una visibilidad de hombre de negocios. A nosotros nos toca ver cuál es la visibilidad evangélica, la de Cristo, la de los apóstoles y la de los grandes espirituales cristianos. En toda obra apostólica hay una parte de técnica y de propaganda: pero ¿hasta dónde hemos de llegar? Hay clericalismo de todas clases: en la elección de los medios, en el ejercicio del culto, en las relaciones que se mantienen. Todo avance en la visibilidad no supone un «progreso del cristianismo». Al igual que toda «disminución de visibilidad» necesariamente no es tampoco un progreso del cristianismo: ¿qué queda de la parroquia de san Juan en Éfeso o de san Agustín en Hipona? El bien no hace ruido, es cierto; pero la ausencia de bien tampoco. c) ¿Se trata de una nueva Edad Media? Sí y no. Sí, si por ello se entiende un esfuerzo por plasmar los valores eternos del cristianismo en una civilización siempre en evolución y siempre en marcha. El mundo, en efecto, está sometido a constantes transformaciones, en virtud de un movimiento irreversible de investigaciones y aplicaciones; y en este mundo siempre «nuevo» es donde hay que plasmar y trasponer de un modo nuevo los valores permanentes y espirituales de unidad, universalidad, de paz y de santidad. No, si por ello se entiende que sería posible constituir un día una cristiandad definitivamente establecida sobre estructuras políticas, económicas y sociales; porque las estructuras temporales están siempre en movimiento. No, menos aún, si se entiende por ello volver a ciertas formas medievales de autoritarismo eclesiástico, al cual se ha dado justamente el nombre de «clericalismo», aunque hubiese también en esta época manifestaciones inequívocas de cesaropapismo.
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NORMAS DE ACCIÓN
El cristiano, para crecer en santidad, deberá participar también en el crecimiento de la obra del Verbo hecho hombre en este mundo. N o puede sustraerse a esta tarea: ha de ser necesariamente activo en un medio familiar, social, cultural, en su trabajo, en su país. Con cada uno de sus actos aporta algo de las orientaciones del Espíritu o quizá también algo de las orientaciones de la materia, del mal y del demonio. Algunas normas generales permitirán regular este aspecto de nuestra santificación: podrán servir de ayuda para un examen de conciencia sobre nuestro pasado, nos ayudarán a encauzar nuestra acción presente en el mundo y, finalmente, nos darán una teoría general del sentido auténticamente cristiano del progreso y de la historia. a] «Espiritualizar» al mundo en evolución — «espiritualizar», en el sentido que precisamos anteriormente — es cooperar con Cristo y el Espíritu Santo en la actividad que Dios ejerce sobre el mundo temporal como tal, profano y sagrado. Este acto es, pues, «cristiano» en un sentido peculiar, pero auténtico, sin ser necesariamente «sobrenatural». Cuando un fiel en estado de gracia realiza tal actividad, ésta se ordena al fin último del hombre, es «sobrenatural». En este caso es «cristiana» en el sentido pleno del término. b) Los valores de «espiritualidad» aportados al mundo en evolución, incluso por medio de un acto no «sobrenatural», son un progreso real y auténtico. Un orden político de paz, realizado por una persona que no se halla en estado de gracia es un progreso real. Representa la expresión terrena de los bienes del Espíritu por alguien que, desgraciadamente, está privado de ellos. Los progresos reales pueden aprovecharse para fines malos o para fines buenos. ¿Hemos de desestimarlos por eso?, ¿o evitarlos? Parece que no. Dios no se ha abstenido de crear a los hombres, sabiendo que iban a pecar. Hubiera podido contentarse con crear piedras. El radical optimismo del cristianismo nos permite seguir adelante y esperar con más confianza que desconfianza el comportamiento de los hombres. cj Por otra parte, renunciar a dar al mundo en evolución fermentos de «espiritualidad» es negarse a colaborar con Cristo y el Espíritu Santo en el ámbito temporal, profano y sagrado. Esta colaboración puede ejercerse en diferentes formas: directamente, los que actúan «en el mundo»; indirectamente, los que oran «por la salvación del mundo». Pero siendo un hecho irreversible la evolución temporal, abstenerse o renunciar es oponerse y perjudicar.
Preceptos y consejos
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PRECEPTOS Y CONSEJOS 1. NATURALEZA DE LOS CONSEJOS
Estas páginas afectan a todos los cristianos. En esta materia, bastante espinosa por cierto, reinan ideas incompletas, incluso inexactas. Una buena monografía histórica no ha aparecido todavía. Nos atendremos, pues, a las indicaciones que nos hacen los autores consagrados y, principalmente, san Francisco de Sales. La distinción entre preceptos y consejos y, por lo tanto, la definición del consejo, escribe J. de Guibert, puede entenderse de dos maneras '. Esta distinción es especialmente importante para todos los fieles. DOBLE ACEPCIÓN
a) El consejo puede ser considerado, en primer lugar, como «un acto bueno, al que no estamos obligados ni siquiera bajo pena de pecado venial». Por ejemplo: tengo obligación de perdonar al enemigo que me ha ofendido y no negarle los actos ordinarios de caridad; pero puedo, además de ello, prestarle señalados servicios que podría también omitir sin el menor pecado: éste es el consejo, dado por nuestro Señor y repetido por san Pablo, de hacer bien a nuestros enemigos: Mt. 5, 38-48; Le. 6, 27-36 ( J . d e G u i b e r t , p. 182). Esta concepción ha sido ampliamente desarrollada por san Francisco de Sales, «el mandamiento expresa una voluntad muy clara y apremiante por parte del que ordena; pero el conscejo nos muestra solamente una voluntad de deseo. El mandamiento nos obliga; el consejo nos incita. El mandamiento hace culpables a los transgresores; el consejo hace sólo menos loables a quienes no lo siguen. Los que violan los mandamientos merecen ser condenados; los que desatienden los consejos merecen solamente una 1 Las citas de J . d e G u i b e r t en este capítulo proceden de la obra Lecciones de teología espiritual. Razón y Fe, Madrid, p. 181-190, y las de s a n F r a n c i s c o d e S a l e s están tomadas de su Tratado del Amor de Dios, 1. 8 c. 6-9 (Obras selectas, BAC, Madrid).
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menor gloría» (1. 8, c. 6). Hay diferencias entre mandar y reco. mendar. En todos ios sectores de la vida cristiana —ya se trate de las virtudes teologales o de las morales —, existe una zona que es objeto de mandamiento y de precepto y otra, situada más lejos, que es objeto de recomendación y de consejo. La santidad cristiana podría fragmentarse en veinte o cien virtudes: caridad, justicia, templanza, hospitalidad, religión, etc. Ahora bien, la práctica de estas virtudes se nos impone bajo precepto hasta un cierto nivel: estamos obligados a ser caritativos, justos, hospitalarios, etc., hasta un cierto nivel, bajo pena de pecado. Pero la práctica de estas mismas virtudes se nos recomienda también bajo la forma de un consejo, más allá del nivel de los preceptos: se nos recomienda un cierto grado de caridad, de templanza, de hospitalidad, de religión. Es posible llevar una existencia dominada por el deseo de conformarse únicamente a los «preceptos» en todos los sectores: esta vida se situará entonces en el nivel de los «preceptos», sicológica y espiritualmente. Asimismo es posible llevar una existencia dominada por el deseo de conformarse también a las «recomendaciones» y a los «consejos» en todos los sectores en que lo permite la condición de vida de cada uno: esta vida se situará al nivel de los «consejos», sicológica y espiritualmente. b) En segundo lugar, puede entenderse por consejo «un medio, una práctica especial, sin la cual se puede llegar al más alto grado de perfección, pero que, sin embargo, ayuda mucho en esta ascensión, apartando los obstáculos notables que la hacen, si no imposible, sí mucho más difícil. Así los tres consejos de pobreza voluntaria, castidad perfecta, obediencia espontánea» ( J . d e G u i b e r t , p. 182). Encontramos aquí los consejos tradicionalmente llamados evangélicos. Estrictamente hablando, «no son los únicos consejos que hallamos en el evangelio relativos a la práctica de las virtudes morales: sólo en el sermón de la montaña tenemos numerosos consejos relativos a la paciencia, a la humildad, a la oración. Pero en la síntesis doctrinal que se ha hecho clásica desde el siglo xin, aparecen como consejos evangélicos por excelencia los tres de pobreza, castidad y obediencia» ( J . ¿c G u i b e r t , p. 186). No obstante será conveniente hacer examen sobre los restantes consejos evangélicos que no son los «consejos por excelencia»; debemos vivir de una manera «evangélica», según todas las exigencias expresas del evangelio.
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CONSEJOS Y SANTIDAD ¿Son necesarios los consejos para la santidad? La respuesta será diferente según se considere la primera o la segunda acepción de los consejos. a) Dentro de la primera acepción, respondemos sí. No puede ser santo quien se ejercita en las virtudes únicamente en el nivel de los «preceptos», quien no está dispuesto a seguir las «recomendaciones» y los «consejos» del Señor. La santidad supone el ejercicio ferviente, heroico incluso, de las virtudes. Este ejercicio implica, pues, un nivel superior al de los mandamientos. ¿Tan singular es esto en un cristiano? ¿Quién puede reprochar a un bautizado que siga a Cristo lo más lejos posible? ¿Quién se extrañará de que un discípulo de Cristo se decida a seguir a su divino Maestro hasta en sus consejos? ¿Acaso no es lo contrario lo que debería extrañarnos? ¿No sería normal que oyéramos decir: Si ése es discípulo de Cristo, cómo se contenta deliberadamente con los preceptos? ¿Por qué no confía enteramente en su cabeza, que es Dios? ¿Por qué pone tales límites a su adhesión? Cuando un verdadero discípulo sigue a un maestro, en el campo artístico, en la investigación científica, en el entrenamiento deportivo, ¿no manifiesta un mayor entusiasmo? ¿Se contenta con las órdenes expresadas formalmente? No existe santidad sin la práctica de las virtudes cristianas por encima del nivel «obligatorio», sin entrar en la zona de lo «recomendado» y «aconsejado». Esto es válido para todos los cristianos, cualquiera que sea su condición. En cada estado, sin duda, la caridad determina los «consejos» susceptibles de llevarse a la práctica. Pero una vez fijado este criterio han de practicarse los consejos. La doctrina espiritual de los consejos tiene importancia para todos los cristianos. b) El consejo, tomado en su segunda acepción, ¿es necesario para la santidad? Estrictamente hablando, podemos responder: no. Todos los autores están de acuerdo en reconocer que los tres consejos evangélicos son «medios extremadamente eficaces y que, sin embargo, no son indispensables, no son medios sin los cuales sea imposible la más alta santidad... Por preciosa que sea la ayuda que aporta la práctica efectiva de estos tres consejos en la tendencia a la perfección, no es una ayuda que no pueda ser sustituida por ninguna otra: la Iglesia nos lo afirma solemnemente al canonizar y beatificar a multitud de siervos de Dios que no han practicado ninguno de estos tres consejos... No existe un vínculo de necesidad entre
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los tres consejos evangélicos y la perfección cristiana» ( J . d e G u i b e r t , p. 186-187). Hemos subrayado esta verdad, porque hay muchos fieles que se creen dispensados de tender a la perfección, por el hecho de no estar llamados a la práctica efectiva de los tres consejos evangélicos. La santidad les parece estar reservada a aquellos que han hecho profesión de seguir los consejos evangélicos. Este error explica, por una parte, la vida espiritual mediocre de ciertos cristianos. De otra parte, es preciso conservar el valor eminente de los tres consejos. Éstos apartan los principales obstáculos opuestos al esfuerzo hacia la santidad personal o, «para hablar con exactitud, son, por su propia naturaleza, aptos para mantenerlos apartados». La eficacia de estos consejos «para hacer la vía de la perfección más fácil, más segura, más rápida, reside en el hecho de que, con su práctica, se eliminan los tres mayores obstáculos al predominio de la caridad en nosotros: apego a las riquezas y demás bienes de la vida presente, pasiones sensuales, orgullo, amor a los honores y a la independencia» ( J . d e G u i b e r t , p. 186). CONSEJOS Y CARIDAD En todo caso — y esto es indispensable para comprender la naturaleza del consejo — y en cualquiera de las dos acepciones que se considere, los consejos están en relación directa con la caridad teologal. «La perfección — dice santo Tomás — consiste esencialmente en los preceptos; secundariamente implica los consejos, pero a manera de instrumentos y medios. Mas todos los consejos, como todos los preceptos, están ordenados a la caridad» (2-2 q. 184 a. 3). Tener el sentido y el espíritu de los consejos es, pues, reavivar en nosotros mismos la conciencia de esta relación fundamental que une a los consejos con la caridad teologal. Quien decide vivir en el nivel de los consejos, debe considerar ante todo que los consejos expresan una predilección particular y que eliminan todo lo que pueda dañar a la caridad. Quien decide seguir un consejo determinado y no otro, ha de justificarse igualmente en virtud del orden superior de la caridad teologal. Quien goza practicando un consejo debe fundar este gozo en el hecho de que su práctica favorece la expansión de la caridad. Y quien practica uno de los consejos, materialmente, sin que la caridad teologal se haga por ello más ferviente, priva a esta prática de lo esencial de su significación cristiana. Hay que juzgar los consejos en función de la caridad.
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La caridad teologal es así la norma última de la práctica efectiva e incluso afectiva de los consejos. El término «norma» ha de entenderse en su sentido más amplio y absoluto. La caridad da a todos los consejos su valor y su alcance espiritual fundamental. La caridad determina el clima en que deben practicarse los consejos. La caridad establece el fin y el objeto de la práctica de los consejos. La caridad determina los consejos que deben practicarse y los que no pueden practicarse. La caridad indica el grado en que se impone la práctica de un consejo, conforme al estado de cada cual. La caridad determina cuándo ha de abandonarse la práctica de un consejo, debido a un cambio de circunstancias. La caridad es, en fin, la medida de la cualidad de una existencia vivida al nivel de los consejos. Dios — escribe san Francisco de Sales — «no quiere que cada uno de nosotros observe todos los consejos, sino sólo aquellos que son convenientes, según la diversidad de las personas, de las épocas, de las ocasiones y de las fuerzas, tal como lo requiere la caridad: porque es ella la que, como reina de todas las virtudes, de todos los mandamientos, de todos los consejos y, en suma, de todas las leyes y de todas las acciones cristianas, les da a todos su rango, su orden, su tiempo y su valor» (1.8, c. 6). Hemos de insistir en ello: rango, tiempo, valor. Algunos ejemplos: «Si tu padre o tu madre tienen verdadera necesidad de tu asistencia para vivir, no es tiempo de practicar el consejo de retirarse a un monasterio: porque la caridad te ordena que vayas a cumplir el mandamiento de honrar, servir, ayudar y socorrer a tu padre y a tu madre.» Otro ejemplo: «Tú eres un príncipe, cuya posteridad ha de conservar en paz a los subditos de la corona que te pertenece y asegurarles contra la tiranía, la sedición y la guerra civil: la ocasión de tan grande bien te obliga a tener sucesores legítimos en un santo matrimonio. Sacrificar la castidad al bien público en favor de la caridad, no es perderla, o al menos, es perderla castamente.» Otro ejemplo: «¿Tienes una salud débil, inconstante, que necesita de muchos cuidados? No te cargues voluntariamente con la pobreza efectiva; porque te lo prohibe la caridad. La caridad no sólo no permite a los padres de familia que vendan todos sus bienes para darlos a los pobres, sino que les ordena reunir honestamente lo que exige la educación y el sustento de la mujer, de los hijos y de los servidores; como también ordena a los reyes y a los príncipes que tengan tesoros, procedentes de un justo ahorro y no de tiránicas maquinaciones, que podrán utilizarse frente a los enemigos visibles» (1. 8, c. 6).
Sigue un principio general: «Los consejos están dados todos para la perfección del pueblo cristiano, pero no para la de cada cristiano en particular... No todos pueden, es decir, no a todos conviene observar todos los consejos, pues, dados en favor de la caridad, es ella la que sirve de norma y medida para la ejecución de éstos» (1. 8, c. 6). Todos los fieles, en todos los estados de vida, deben ocuparse ante todo del fervor de la caridad.
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S a n t o T o m á s , 2-2 q. 184; ed. bilingüe, X, BAC, Madrid; A . I. M e n n e s s i e r , Conseils évanaélicfues, en D. Sp., 2, 1.592-1.609; J . D a n i é 1 o u , Les conseils évangélicfues et les aspirations des jeunes, en «LVS», 30 (1948), p. 660-674; J . G . B e r t h i e r , De la perfection cbrétienne et de la perfection relit}ieuse d'aprés saint Thomas d'Acjuin et saint Frangois de Sales, París.
2. CRECIMIENTO EN LA PRACTICA DE LOS CONSEJOS
Volvamos, para mayor claridad, a la distinción hecha entre los consejos considerados como recomendación del Señor y los tres consejos evangélicos en particular. PRIMERA ACEPCIÓN a) Los consejos — e n el primer sentido— se imponen a todos los fieles deseosos de santificación y son evidentemente susceptibles de crecimiento y de desarrollo. En cada virtud llega un momento en que se rebasa el nivel de los preceptos para llegar al de los consejos. Pero una vez alcanzado este nivel, nada impide crecer cada día más. Esta posibilidad de crecimiento está restringida en sus manifestaciones visibles, ciertamente, porque estamos necesariamente limitados por las condiciones concretas de la existencia terrena. Pero la posibilidad de crecimiento es ilimitada en cuanto a refinamiento interior y sobrenatural, puesto que responde a una participación cada vez más íntima en la vida de Dios. San Francisco de Sales destaca acertadamente la posibilidad de crecimiento en el espíritu y en el ejercicio de estos consejos. «Hay diversos grados de perfección en los "consejos". Así sucede con el consejo de la limosna. Prestar a los pobres, aparte de la mayor necesidad, es el primer grado del consejo de la limosna; y un grado más alto es darles, más alto aún darlo todo y finalmente, el más alto, dar la propia persona consagrándola al servicio de los pobres» (1. 8, c. 6). Esto por lo que
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refiere a los posibilidades visibles. Pero éstas son restringidas. Entonces entra en juego el fervor invisible: la atención que se presta a los pobres, la amabilidad con que se les da o con que se da uno a ellos, el interés en serles útil, la delicadeza en la manera de intervenir. Y este ejemplo podría extenderse a los consejos de oración, de hospitalidad, de perdón de las injurias, de pobreza, que nos da el evangelio. b) Es importante que los fieles recuerden que es posible crecer en la práctica efectiva y afectiva de las recomendaciones evangélicas del Señor. Desde el primer tímido ensayo en el ejercicio de una virtud hasta los progresos infinitos en el conjunto de las virtudes, la conformidad de nuestra vida con la de Jesucristo es siempre perfectible. En el nivel de los consejos hay mil grados que recorrer. Las posibilidades están abiertas. Los fieles han de intentar avanzar en un terreno, un poco más en otro, aún más en un tercero, temporalmente en un cuarto, y así sucesivamente. Cada una de las virtudes, en un cierto nivel, es objeto de consejo y susceptible de crecimiento continuo. Los fieles han de recordar principalmente que no se trata aquí en modo alguno de «todo» o «nada». Un cristiano puede faltar a un precepto, contentarse con otro, vivir un poco un consejo, y practicar intensamente otro. Puede faltar a la castidad, practicar el consejo de hospitalidad y visitar a los pobres con una abnegación heroica. La vida cristiana es a la vez tan compleja, tan vasta y tan múltiple. Puede darse otro cristiano que practique el consejo de pobreza, peque por acritud o suficiencia, no ayude al prójimo. Cada uno de nosotros debe llegar hasta donde le sea posible, de acuerdo con sus circunstancias, de tal manera que viva cada día más como «discípulo» auténtico del único y verdadero maestro, Cristo Jesús.
o menos estrechas según los diferentes estados de perfección. Y «no siempre es el grado de fervor el que establece estas diferencias: pueden venir determinadas por la diversidad de los fines, de los ministerios». En cuanto a la obediencia, depende de las reglas y las constituciones de cada instituto o congregación; siendo sustancialmente la misma, puede tener diferentes objetos. b) Estos consejos son, además, susceptibles de crecimiento y de progreso. En primer lugar, progresos visibles y materiales. La castidad perfecta puede ser, exteriormente, más atenta sin gazmoñería, más fina sin tensión, más prudente sin angustia, más perfecta y más serena a la vez. La pobreza puede perfeccionarse también materialmente. Limitándose más a lo necesario, sin perjudicar a la función; eliminando mejor lo inútil, sin perder la libertad de espíritu; evitando mejor la adquisición de bienes, sin complicar la existencia. La obediencia puede perfeccionarse, haciéndose más dócil sin infantilismo, más pronta sin mecanizarse, más atenta sin convertirse en maniática, más solícita sin llegar a ser insoportable, etc. El progreso puede percibirse aun visible y externamente. También se hará notar invisible e interiormente. Viviendo mejor, en la fe, en sentido profundo de la caridad teologal, que debe animar la práctica de los consejos. ¿Ocurre así? Viviendo mejor, en la fe, el sentido propio de cada consejo, «propter regnum coelorum», para dar testimonio del valor singular de la «perla preciosa» del reino de Dios. Alimentando la práctica de los consejos con la significación peculiar de cada uno de ellos. Animando la práctica de los consejos con la tensión propia de la esperanza escatológica. Vivificando esta práctica con los designios de la caridad redentora y apostólica. Las posibilidades son ilimitadas. Cada cual debe seguir la llamada interior de su vocación, las líneas fundamentales de su espiritualidad, las intenciones particulares que más le atraigan.
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SEGUNDA ACEPCIÓN En el segundo sentido, los consejos se concretan en los tres consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. Es necesario que expliquemos sus grados y sus posibilidades de crecimiento. a) En primer lugar, estos consejos son susceptibles de revestir diversos grados. Si en el consejo de virginidad no aparecen estos grados prácticamente, las diferencias son claras en lo que concierne a la materia de la obediencia y más aún a la materia de la pobreza. Suele imaginarse que los consejos atañen a una materia fija y medida de una vez para siempre. La materia de la pobreza es muy diversa. El voto de pobreza puede tener una extensión variable e impone obligaciones más
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3. LOS CONSEJOS EVANGÉLICOS Quisiéramos añadir aquí unas indicaciones complementarias sobre su significación de conjunto. MULTIPLICIDAD a) La sagrada Escritura nos revela múltiples consejos. El sermón de la montaña encierra varios. Consejos que atañen a la oración, al perdón de las ofensas, a la hospitalidad, al ayu-
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no y la mortificación, a las riquezas. «El Salvador, en su venida a este mundo, declara su voluntad sobre varias cosas por modo de mandamiento, y sobre varias otras la expresa solamente por modo de deseo: pues alabó mucho la castidad, la pobreza, la obediencia y la resignación perfecta, la abnegación, la viudez, el ayuno, la oración ordinaria; y lo que dijo de la castidad, lo dijo asimismo de todos los demás consejos» (1. 8, c. 9). Consejos evangélicos son también la limosna, la soledad del retiro, devolver bien por mal: «No estáis obligados a buscar a quien os ha ofendido, pues a él corresponde reportarse y venir a vosotros para daros satisfacción, puesto que os ha hecho injuria y ultraje. Pero, no obstante, Teótimo, ve y haz lo que el Salvador te aconseja, llámale al bien, devuélvele bien por mal...» (1. 8, c. 9). Consejo es también consagrar ciertos actos al Señor: «No estáis obligados a hacer voto, pero haced sin embargo algunos, aconsejados por vuestro director espiritual, para vuestro progreso en el amor divino» (1. 8, c. 9). Consejo es la hospitalidad: «La hospitalidad, aparte de la necesidad extrema, es un consejo. Su primer grado es recibir al extranjero. Pero un grado más alto es salir a los caminos para encontrarle, como hacía Abraham. Y más alto aún, habitar en lugares peligrosos para acoger, servir y ayudar a los que pasan por allí, en lo cual sobresalió ese gran santo que es san Bernardo de Mentón...» (1- 8, c. 9). Finalmente, visitar a los enfermos: «Visitar a los enfermos que no se hallan en extrema necesidad es una caridad loable. Servirles es aún mejor. Pero dedicarse a ellos, a su servicio: tal es el grado excelente de este consejo» (1. 8, c. 9). b) He aquí otra lista de consejos evangélicos que nos da un teólogo de finales del siglo xix. «Para mostrar — dice — que los consejos particulares — y es por aquí por donde hay que comenzar — están al alcance de todos los fieles, basta enumerar algunos de los más conocidos. Estos medios de perfección son muy numerosos. Practicará realmente los consejos evangélicos particulares, quien hace bien a su prójimo cuando no está obligado a ello por las normas de la caridad; quien ora con frecuencia; quien acude con asiduidad a los oficios religiosos; quien ayuna de cuando en cuando; quien hace limosnas sin andar sobrado; quien vive en desprendimiento de las riquezas que posee; quien evita las ocasiones que pueden inspirarle amor al mundo y exponerle siquiera de lejos al pecado; quien frecuenta los sacramentos y acepta, para mayor bien de su alma, una dirección espiritual; quien se guarda del espíritu del mundo y desprecia
sus vanidades; quien ama la soledad y el retiro. Es también vivir según los consejos evangélicos particulares: sufrir con paciencia las injurias; amar a los enemigos absteniéndose de toda acritud hacia ellos y de toda justa represalia exterior, como sería la demanda de una reparación de la ofensa recibida; someterse en la prueba y en la adversidad; tratar de no cometer ninguna falta venial; reprimir inmediatamente los menores movimientos desordenados de las pasiones; alimentar el alma con los misterios de nuestra fe: en una palabra, entregarse a un gran número de prácticas parecidas cuya omisión no se opone a los preceptos secundarios, sino al principal en cuanto nos impone el progreso en el santo amor utilizando los medios propios para hacerlo realidad» ( J . G . B e r t h i e r , o. c , II, p. 133-134). Sin duda, hoy se darían ejemplos matizados por la actualidad y sacados de la vida familiar o profesional. Pero los fieles pueden hacer fácilmente la transposición. c) Sería conveniente y útil para todos los cristianos recordar oportunamente la multiplicidad de los consejos evangélicos. Es indudable que, como explicaremos a continuación, los tres consejos cubren un enorme ámbito de la vida cristiana, al menos si se comprenden en todas sus dimensiones. Pero, ¿ocurre así? A los que viven en un estado de perfección, un pequeño examen podrá hacerles descubrir algún sector susceptible de perfección. En cuanto a los demás cristianos, comprobarán que ciertos consejos — e n el sentido de medios particulares de santificación — les son perfectamente accesibles, como la visita a los enfermos, la hospitalidad, la oración, la limosna, el perdón de las ofensas, etc. Y un pequeño examen de conciencia podrá asimismo hacerles ver con mayor claridad la posibilidad de introducir en su vida unos medios de santificación expresamente recomendados por nuestro Señor.
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CLASIFICACIÓN En la impresionante serie de recomendaciones y consejos del Señor, los autores espirituales distinguen los consejos «generales» y los restantes, denominados «particulares». a) Los consejos «generales» son los de castidad, pobreza y obediencia. Por el primero, el fiel se desliga de las ataduras de la carne y de las pasiones sensuales. Por el segundo se desliga de las riquezas y de los bienes exteriores de la vida presente. Por el tercero se libera de las trabas del orgullo, del espíritu de independencia, de la indisciplina de la voluntad. Estos tres consejos se oponen así perfectamente a la triple concupiscencia humana: la concupiscencia de los ojos, la concupis-
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cencia de la carne y soberbia, según una exégesis tradicional, pero parcialmente inexacta de 1 Jn. 2, 16. El ámbito de la vida moral que cubren estos consejos es en efecto considerable. b) Estos consejos generales son considerados también como el resumen de todos los demás, particulares y subsidiarios. Éstos, nos explican, apuntan a un acto especial, a un sacrificio particular. Pero de hecho están implicados en la práctica de los tres grandes consejos generales. «Los generales se denominan así porque resumen todos los renunciamientos y desprendimientos que el hombre puede hacer en este mundo con el fin de lograr un mayor amor divino; y por ello, los consejos particulares que apuntan a un sacrificio especial están comprendidos y encerrados en ellos... Podemos considerar, pues, los tres consejos generales como la síntesis y el compendio de todos los demás. Todo el mal que hemos de evitar, todo el bien que hemos de procurar dentro de cualquier consejo, entra necesariamente en el ámbito de los consejos generales» ( B e r t h i e r , o. c , II, p. 14-15). c) Los tres consejos abarcan un ámbito considerable de la vida cristiana. Este carácter de síntesis se manifiesta más aún en el consejo de obediencia, el cual, en cierto sentido, contiene a todos los demás (2-2 q. 186 a. 8). Pero nunca será inútil descender de la síntesis al análisis, recorrer los diferentes consejos particulares contenidos en los generales, apreciar su valor propio y su interés específico. Nuestra naturaleza orgánica no siempre es suficientemente armoniosa ni magnánima para que nos contentemos exclusivamente con comportamientos generales. Los consejos de hospitalidad, de perdón de las ofensas, de limosna, etc., poseen su grandeza y su dificultad propias, y es conveniente vivirlos en «particular».
de un modo menos concreto; no todos los teólogos se contentan con el «Ven, sigúeme», lanzado por el Señor a sus discípulos. b) Si bien la pobreza, la castidad y la obediencia pueden constituir un grupo de consejos, sería lamentable perder de vista la diferencia y la originalidad de cada uno de ellos. Se aconseja la castidad, pero se presenta como un don o un carisma: quien pueda entender, entienda. Pero, con este carisma o sin él, se trata de desear la perfección de la caridad y la santidad. La pobreza es un consejo cuya práctica efectiva aparece como indispensable a quien quiere santificarse, en la medida de lo posible; pero, ¿es preciso aceptar al pie de la letra las palabras bíblicas? El consejo de obediencia, que sugiere la raíz misma de la vida cristiana toda, queda inconcreto en la sagrada Escritura; los maestros de la vida cenobítica lo han precisado notablemente. ¿Es casual que Pío XII, en su discurso del 8 de diciembre de 1950, hablase de la ley de obediencia abrazada por amor a Cristo, que fue, durante mil quinientos años, el fundamento del edificio de la santidad? Cada uno de estos tres consejos, en todo caso, posee un valor original, particular, con su significación teológica propia, y constituye una aportación sui generis a la obra de la santificación. c) Sería conveniente que los que practican efectivamente los consejos evangélicos o alguno de ellos, bien a título privado, bien por un voto público, guardasen un contacto permanente con la significación bíblica y original de estos consejos. Las precisiones posteriores, las concreciones necesarias y las aplicaciones diversas no pueden enturbiar la intención primera que ha presidido su origen.
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ORIGEN
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Estos tres consejos son llamados «evangélicos» en virtud de su raigambre bíblica. a) «... Y hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por el reino de los cielos. El que pueda entender que entienda» (Mt. 19, 12): así se caracteriza la condición especial de los que se comprometen a la continencia perfecta. Por otra parte, según san Mateo, el Señor propuso a un joven rico que se despojase de todas sus riquezas para seguirle, gesto que representaría, para Él, el ideal acabado del cristianismo — teleios — y una señal para todos los discípulos del Maestro (Mt. 19, 21). Por último — lo demostraremos más adelante —, el consejo de obediencia se enraiza asimismo en la revelación evangélica, aunque
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R. G r a f , Au service du Seigneur. Le sens projond des voeux et conseiís évangélicjues, París.
Propier recjnum coelorum
V PROPTER REGNUM COELORUM
La historia de la espiritualidad cristiana nos muestra cristianos fervientes y fieles mediocres. En la Iglesia militante hay santos y pecadores. Entre las.pruebas de fervor, la más absoluta y más completa es la de la santidad. ¿Podemos imaginar algo que sea superior o siquiera igual a este gran triunfo de la vida cristiana plenamente vivida? Los santos son los testimonios por excelencia de la ciudad de Dios. La santidad «real» es el valor «escatológico» primordial. Este testimonio no es exclusivo de nadie; puede darse en toda condición de vida. Este testimonio por excelencia de la vida cristiana es el objeto de todo este libro; aquí concretamente intentamos tratar más bien de una serie de «gestos» cristianos, de alternativas que, con su contenido y por sus consecuencias, constituyen una proclamación vibrante de la trascendencia singular del Señor y de su reino. Estos gestos expresan permanentemente la superioridad incomparable de los valores trascendentes del reino de Dios. Propier recjnum coelorum. N o hemos hallado otro título que mejor sugiriese su profunda significación teológica. Para proclamar con la mayor radicalidad posible la superioridad incomparable de la unión definitiva con Cristo, se confiesa su grandeza hasta aceptar perder la vida temporal. Para destacar con máximo vigor el valor inigualable de los bienes del reino de Dios, se abandonan todos los bienes de este mundo. Para proclamar con extremada energía la supremacía total del amor del Señor, se rehusan los bienes auténticos de la vida matrimonial. Para señalar la necesidad de buscar por encima de toda la voluntad de Dios, se acepta el control de la propia libertad por un intermediario humano autorizado. Estos «gestos», por todo lo que significan, rompen con todo y son un «signo» manifiesto de la primacía radical del Señor, de su vida, de sus bienes, de su reino. Con todo rigor terminológico pueden pretender la cualidad de «valores escatológicos»: instauran realmente, desde este mundo, ciertas condiciones de existencia de la vida ultraterrena.
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Durante la exposición que viene a continuación puede orientarnos y sostener nuestra reflexión una imagen bíblica: la «margarita preciosa» (Mt. 13, 45-46). Hoy diríamos: El reino de los cielos es semejante a un descubrimiento inestimable; quien lo ha hecho, vende todos sus bienes para poder continuar sus experimentos; se niega a casarse antes de haber dado fin a sus investigaciones, no toma sus vacaciones y se encierra en su laboratorio para llegar a su meta; en suma, nada cuenta para él más que su descubrimiento. ¿Quiere esto decir que desprecia todo lo demás? De ninguna manera. Pero no quiere ni pensar en ello, mostrando así el interés sumo que pone en su descubrimiento. Lo mismo sucede con el reino de Dios.
1. EL MARTIRIO IDEAL DEL MARTIRIO a) El discípulo no tendrá mejor trato que el Maestro, dijo nuestro Señor. En efecto, desde los primeros tiempos de la Iglesia, el cristianismo ha tenido sus mártires. Y si bien ha de evitarse exagerar el número de ellos sin un fundamento histórico suficiente, sería injusto ignorar el testimonio de la sangre, dado por tantos cristianos, desde la lapidación del diácono Esteban. Actualmente aún tiene mártires el cristianismo: más numerosos quizá que los de la Iglesia primitiva. Es increíble comprobar que a pesar de saber en todo instante lo que ocurre en el planeta, casi nunca pensamos en los centenares de hombres que llevan una existencia de prisioneros, porque quieren permanecer inquebrantablemente fieles a la Iglesia. Así será siempre. La Iglesia es militante. Su mensaje es duro: provoca una reacción sin piedad por parte de quienes tienen el espíritu de Satanás y del mundo. El apocalipsis nos anuncia que esto durará hasta el fin de los tiempos. El ideal del martirio ha tenido siempre, no solamente un lugar privilegiado, sino el lugar preferente en la historia de la espiritualidad cristiana. Este ideal «anima toda la espiritualidad de los primeros siglos. No hay ningún otro que haya tenido ni más extensión ni mayor fecundidad. Incluso cuando cesaron las persecuciones, cuando -se hicieron más raras las ocasiones de sufrir martirio, éste continuó siendo lo que había sido para los cristianos primitivos, la perfección misma» ( M . V i 11 e r La spiritualité des premiers siécles cbrétiens, p. 15). Así no
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Propter regnum coelorum
nos sorprenderá leer páginas como las que escribiera el obispo sirio, Ignacio de Antioquía, páginas que forman parte de toda antología de espiritualidad cristiana: «Os lo suplico, ahorradme una benevolencia intempestiva. Dejadme ser pasto de las fieras: por ellas me será dado llegar a Dios. Soy trigo de Dios y he de ser molido por los dientes de las fieras para convertirme en el pan inmaculado de Cristo... Cuando el mundo ya no vea siquiera mi cuerpo seré un verdadero discípulo de Cristo. Rogad a Cristo que se digne hacer de mí, por los dientes de las fieras, una víctima de Dios. Por favor, dejadme hacer; yo sé lo que me conviene. Ahora es cuando empiezo a ser un verdadero discípulo. Que ninguna criatura visible o invisible trate arrebatarme la posesión de Cristo. ¿De qué me serviría poseer el mundo entero? ¿Qué tengo yo que ver con los reinos de este mundo?... Es a Él a quien yo busco, a ese Jesús que ha muerto por nosotros. Por favor, hermanos, dejadme, no me impidáis nacer a la vida... Dejadme llegar a la verdadera luz... Permitidme imitar la pasión de mi Dios... Mis pasiones terrenas han sido crucificadas y ya no hay en mí interés por las cosas materiales; sólo hay un "agua viva" que murmura dentro de mí y me dice: "¡Ven al Padre!"» (carta a los romanos, 4-7).
no se les impida morir en Cristo. ¿Es posible proclamar de una manera más exaltada que esta vida terrena, con todos sus valores, es muy poca cosa comparada con el Señor glorificado en los cielos? «Propter regnum coelorum.»
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ESPIRITUALIDAD DEL MARTIRIO ¿Por qué se situaba así el martirio en la cumbre de los testimonios de caridad? Porque se veía en él la manera más adecuada de imitar al Señor y de estar realmente unido a Él. a) Imitar al Señor. Cristo, al morir en la cruz, ha dado el testimonio supremo de su caridad hacia nosotros. Ofreciendo a su vez el testimonio supremo de la muerte por Cristo, los mártires son los perfectos imitadores de la verdadera caridad cristiana. Tal es el pensamiento de los primeros siglos del cristianismo. San Policarpo escribía a los filipenses, que habían acogido a los cristianos llevados al martirio: «He participado, en nuestro Señor Jesucristo, del gozo que habéis tenido al acoger a las imágenes de la verdadera caridad y escoltar a los cautivos cargados con esos hierros venerables que son las diademas de los verdaderos elegidos de Dios» (1, 1). La coincidencia es notable y aparece con frecuencia. b) Estar unido al Señor. Sin duda los confesores que sufren por su fe están unidos a Cristo en la cruz. Pero los mártires están unidos a Cristo en el sentido de que, por la muerte, se reúnen con Él verdadera y directamente. Éste es el término de la vida y de la santidad cristiana. Y por ello los mártires están ya en el gozo de la bienaventuranza. Por ello suplican que
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MARTIRIO POR EQUIVALENCIA a) El ideal del martirio, hasta tal punto era el ideal supremo de la espiritualidad antigua, que representaba el criterio y la medida de todo ideal de santidad. Es mártir por equivalencia el que se retira al desierto y pasa allí su existencia. Mártir por equivalencia el que «sostiene con paciencia el combate verdaderamente olímpico de la castidad». Mártir por equivalencia el que se esfuerza con constancia por combatir sus vicios y adquirir la virtud. «Aunque no estemos ya sometidos a persecución — dice san Gregorio — podemos adquirir aún el mérito del martirio en tiempo de paz; porque si no doblamos la cabeza bajo la espada del verdugo, llevamos la espada espiritual en nuestra alma a fin de suprimir los deseos carnales.» Mártir también por equivalencia el que pasa su vida haciendo penitencia para reparar sus pecados. En suma, junto al «martirio rojo» de la sangre, hay, en la historia hagiográfica de las regiones celtas, el «martirio blanco» de la castidad, el «martirio gris» de la penitencia. b) Todos los cristianos están llamados a este martirio por equivalencia: deben recordar alguna vez esta verdad de perogrullo de que son «discípulos» de Cristo. Nuestra condición en la vida no interviene aquí. Entre los cristianos perseguidos en la actualidad y los mártires de nuestro tiempo se cuentan religiosos, sacerdotes, seglares: todos han dado el testimonio de su sangre. El martirio por equivalencia es toda forma de vida seriamente ordenada en función de la santificación; y también esto es realizable en todas las circunstancias. Los fieles no deben, pues, considerar la espiritualidad del martirio como un ideal que no les concierne: ¿no son «discípulos» de Cristo? ¿Y será el discípulo superior al Maestro? ¿No están llamados de una manera o de otra, al testimonio supremo? ¿Y acaso no es excelente realización de este testimonio la sencilla perfección de la vida cotidiana? c) Tal vez encontremos también, en este ideal del martirio, una indicación sobre la forma en que debemos enfocar la muerte, sobre la forma como deberíamos realizar este acto de caridad, último, decisivo, total. En efecto, dentro del conjunto de las perspectivas Cristianas, la muerte constituye una especie de etapa. Etapa fundamental, puesto que en aquel
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momento se toma una decisión total que compromete sin remisión toda la eternidad. Pero etapa no obstante, puesto que la muerte acaba un período de preparación e inaugura la fase definitiva de la gloria eterna o de la eterna condenación. Este instante total y totalizador debería ser también un instante de suprema caridad, yendo hasta la libre donación de la vida temporal, en el gozo de la inauguración de nuestra condición definitiva.
colectas para satisfacer las necesidades de las comunidades menos favorecidas. b) En la comunidad primitiva descrita en los Hechos de los Apóstoles, la pobreza es una forma de la caridad fraterna. Los primeros «hermanos», aislados, desplazados, en espera de la parusía, se ayudan mutuamente con todos 'sus medios, en un clima teologal. Renuncian voluntariamente a la propiedad privada en favor de sus «hermanos». Su pobreza no es querida por sí misma, al parecer, en su simple desnudez; está condicionada por la vida de la comunidad. Es una consecuencia de las necesidades comunes, más que un ideal perseguido por sí mismo. Tampoco hay renunciamiento sistemático a los bienes de este mundo: los «hermanos» venden sus bienes, cuando y porque la comunidad necesita dinero. c) El ideal de pobreza de los sinópticos — con sus matices — es diferente. Aquí se puede hablar propiamente de un ideal de pobreza por sí misma. La pobreza es un valor cuasireligioso. Está en íntima relación con el reino de Dios. Se concreta en la miseria del pueblo. Para éste, influenciado por una corriente de pensamiento judaico, la riqueza está afectada por una consideración esencialmente peyorativa; el pobre, por contraste, es el verdadero objeto de la promesa y de la misericordia divinas; es el justo, el piadoso. Además, entre las gentes humildes de Palestina, fieles a su origen nómada, se da una corriente hostil a toda civilización material, que significa para ellos el paganismo, el materialismo. Cuando Israel, a lo largo de su historia, entra en contacto con los civilizados, encuentra a un tiempo los ídolos, la prostitución y las riquezas. Protegerse de ellas equivale a permanecer siendo el pueblo de Dios, pueblo fiel, religioso, pobre. Esta llamada a la pobreza es completamente distinta. Conclusión •. N o es fácil hacer la síntesis de. estos diferentes ideales de pobreza, unificando los datos de la teología naciente, teniendo en cuenta el género literario profético de los sinópticos, así como el temperamento y las ideas de quienes recibieron por primera vez la predicación de la revelación. Sea de ello lo que fuere, el sermón de la montaña señala claramente la intención del Señor: el reino de Dios — y la santidad, si se quiere— es el valor esencial y fundamental, la «margarita preciosa». A esto es a lo que hemos de tender con todas nuestras fuerzas. N o se puede servir a dos señores. En ello hemos de poner la máxima «seriedad». Todo el mundo no vale sino lo que puede significar en relación con el bien supremo, el reino. Y éste ha de buscarse, en todo caso, en un ambiente de pobreza
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Padres apostólicos, BAC, Madrid; P . A l l a r d , El martirio, Fax, Madrid; M . V i l l e r , Mariyrc et perfection, en «RAM», 1 (1925), p. 105-142.
2. LA POBREZA REAL POBREZA
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En el cristianismo existe un acto de pobreza real y efectiva, un signo de real y profunda vinculación a Cristo solamente, a su persona, a su reino. Pero cuando consultamos la revelación cristiana para precisar en qué consiste exactamente este acto de pobreza, encontramos algunas distinciones. En la sagrada Escritura aparecen tres comportamientos, con diferentes matices: el de san Pablo, el de la comunidad primitiva, el de los evangelistas. ¿Cuáles son estas actitudes y cuál es la síntesis del pensamiento bíblico a este respecto? a) En San Pablo la idea de pobreza está relativamente poco acentuada. Pablo constata que entre los cristianos hay no pocos pobres (1 Cor. 1, 26; 2 Cor. 8, 2). Conoce y recuerda el ejemplo de Jesús, que se hace pobre siendo rico (2 Cor. 8, 9) y que se anonada, viviendo una vida humilde que llama a la imitación (Filip. 2, 5-10). Pero no parece que esta imitación haya de ser material, como si el cristiano hubiese de adoptar necesariamente la pobreza efectiva, la situación de mendigo. La reacción teológica de Pablo no es la de un israelita, para quien la riqueza, Mammón, es digna de maldición y está sometida a Satanás. Su reacción es más bien helenística: la riqueza es un valor humano, sin matiz peyorativo; se trata, pues, de subordinarla al ideal cristiano. Como toda criatura abandonada a sí misma, no cuenta apenas; pero puede y debe servir principalmente para el ejercicio de la caridad. El propio Pablo mantiene a este propósito una total independencia: no se lamenta cuando no tiene nada y usa cristianamente de los bienes cuando los posee. Por lo demás, trabaja, vive de su salario y organiza
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efectiva: los ricos, en la medida de lo posible, deben despojarse de sus bienes. El que quiere adquirir la perla o el tesoro celestial, vende todo cuanto posee. El propio Cristo ha querido vivir una existencia de «pobre»: sencilla, sin gran preocupación por las cosas materiales, yendo de ciudad en ciudad, recibiendo limosnas. En suma, fue un «pobre de su época y de su región».
de esta familia no puede montarse sobre la «pobreza efectiva» y que, en consecuencia, habrá de acentuarse el esfuerzo por la «independencia de espíritu» con respecto a los bienes temporales. Por otra parte, los verdaderos «pobres» no pueden tampoco vivir todas las formas de virtudes cristianas: ¿cómo podrían ayudar monetariamente a sus herrrianos en la necesidad? Realizan un tipo de santidad peculiar, pero en el cual, el ideal de pobreza, si es comprendido y aceptado en el sentido evangélico, puede reproducirse realmente. Asimismo, las comunidades religiosas, en la medida en que están dedicadas a obras exteriores de enseñanza o de ayuda pastoral, no pueden vivir la pobreza efectiva tal como la hemos descrito. Existen, explica santo Tomás, diversos grados de pobreza: «Las órdenes consagradas a las obras corporales de la vida activa poseen normalmente una cierta abundancia de riquezas comunes. Las órdenes consagradas a la vida contemplativa pueden contentarse con bienes menos importantes, excepto en el caso de que hayan de practicar, directa o indirectamente, la hospitalidad o el servicio a los pobres» (2-2 q. 188 a. 7 c). Los religiosos dedicados al estudio y a la enseñanza poseen generalmente una biblioteca y otros instrumentos de trabajo que constituyen una auténtica riqueza. Por último, la mayor parte de las congregaciones ocupan propiedades cuyas proporciones, instalación, parques, no representan ya la condición de pobres. Sucede que, en efecto, tanto para las comunidades religiosas como para las personas que viven en el mundo, la norma última es la caridad y la norma secundaria es su vocación particular. La pobreza efectiva entra en ella como un elemento que ha de encajar en el conjunto. De ahí la diversa importancia que se le concede, para respetar los imperativos más fundamentales de la caridad teologal (2-2 q. 188 a. 7 c). N o obstante, en todos los sectores de la existencia que no requieren el uso de valores que puedan llamarse, con toda sinceridad, riquezas temporales, es preciso mantener el ideal del evangelio, en el sentido efectivo del término: una vida de pobre — n o de miserable —• según la época y la región. Y a veces incluso sin tener demasiado en cuenta el tiempo y el lugar.
POBREZA EFECTIVA a) El gesto de fervor «propter regnum coelorum» de que hablábamos al principio de este capítulo lleva consigo la pobreza efectiva. Es posible — de un modo individual o dentro de una comunidad — no ocuparse prácticamente de los bienes terrenos y de todo lo que a ellos se refiere, y llevar una existencia de «pobres», con arreglo a las circunstancias de determinada época y país, con todas sus consecuencias. Se trata de manifestar la importancia singular de los otros bienes: los bienes del reino. Éste parece ser el ideal del gesto evangélico. Es realizable en diversas condiciones de vida, tanto en la secular como en la monástica, si bien lo es de modo diferente, aun dentro de la vida religiosa. b) Es posible ir más allá de este gesto ya tan radical. Entonces se trataría más bien de una «vocación» particular. Puede haber una llamada especial a la pobreza, hasta la abyección y la miseria. Dios puede desear una señal impresionante, excepcional, de la importancia de los valores mesiánicos y de la vanidad de todo lo que no es el reino. Una vocación como la del padre De Foucauld puede estar entre ellas. Y hemos de considerarlas con el respeto que merece todo signo de Dios, toda señal profética de su Espíritu. c) Habitualmente los cristianos viven más acá de este ideal, porque su condición y su estado — profano o sagrado — no les permiten recoger todos los «signos» del reino que se les proponen. Sucede que, en efecto — y ya lo hemos dicho antes, al hablar de los consejos —, el testimonio supremo decisivo es el de la caridad plena. Esta es la «norma» de todas las diversas y múltiples iniciativas que se imponen a cada cual, según su diferente estado. Así — para empezar por los seglares —, es evidente que un padre de familia numerosa que desee dar a sus hijos una formación universitaria no podrá vivir exactamente como una familia «pobre» de su región. Los diversos instrumentos de cultura, necesarios para la formación humana y universitaria de los hijos, representan ya un capital considerable. En este caso vale más decir simplemente que el equilibrio de conjunto
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ASPECTOS DE LA POBREZA Todo lo anterior da idea de los múltiples matices que contiene habitualmente el término general de «pobreza». Lo hemos entendido siempre en el sentido del género de vida efectivamente pobre, que ha llevado en todos los tiempos el pueblo, las gentes humildes.
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a) Pobreza no significa miseria. Ésta no puede aceptarse nunca. Ni para ningún hombre. Ni siquiera para personas excepcionales. La vocación a la extrema pobreza es cosa distinta de la «miseria», aunque exteriormente se asemeje en diversos puntos. b) Pobre no quiere decir sucio o de mal gusto. La vivienda pobre de una familia humilde puede estar muy limpia y arreglada con cierto gusto. Sería demasiada comodidad satisfacer la obligación de la pobreza descuidando la limpieza y la estética. c) Pobre no quiere decir poco costoso. Un castillo adquirido «por muy poco precio» sigue siendo un castillo y no una vivienda pobre, y un «espléndido aparato de televisión» recibido gratuitamente sigue siendo un objeto que el «pobre» medio no conoce todavía. Asimismo, un pobre «alquila» una casano puede «poseer», aunque a fin de cuentas la «posesión» suponga en muchos casos economía; el verdadero pobre no siempre puede hacer verdaderas economías comprando cosas buenas y definitivas. d) Existe, pues, una pobreza privada y una pobreza común. Los individuos deben adoptar el género de vida del «pobre», pero también deben hacerlo las comunidades y las instituciones. En primer lugar porque lo exigido por Cristo concierne tanto a la institución y a la comunidad como tales, como al individuo que forma parte de ellas. Y además, porque «la posesión, incluso común, de bienes superabundantes, muebles o inmuebles, es un obstáculo a la perfección» (2-2 q. 188 a. 7 c). Estos bienes deben reducirse a un mínimo indispensable para la obtención del fin propio de cada orden o comunidad, pero siempre según el espíritu fundamental que debe caracterizar a toda comunidad religiosa como tal, con las particularidades propias de su vocación. Es necesario cuidar de que los miembros de las comunidades, que han renunciado a la apropiación «personal», no se ocupen demasiado del crecimiento material «común», convirtiendo en ideal colectivo el defecto personal que corrige la pobreza evangélica. e Finalmente, hay que distinguir entre pobreza y renuncia a ¡a apropiación. Acabamos de utilizar esta expresión. Y, en efecto, lo que se llama «pobreza» en la vida religiosa suele ser en gran parte — las diferencias de una congregación a otra son grandes— «renuncia a la apropiación». ¿Qué significa realmente el voto de pobreza? «El voto solemne de pobreza sacrifica el derecho de propiedad, despoja de todos los bienes personales e impide su adquisición... El voto simple permite
que subsista en mayor o menor grado el derecho de poseer y de adquirir, pero prohibe todo acto de propiedad, aun respecto a los bienes personales.» Ahora bien, ¿qué es el acto de propiedad sino la disposición independiente de un bien temporal? ¿Y qué es el derecho de propiedad sino la facultad de poseer o de adquirir en propiedad un bien temporal cualquiera? Como vemos, el contenido del voto de pobreza religiosa es, más que la privación real de bienes temporales, la renuncia a la titularidad de derechos humanos o a la disposición de ciertos bienes. Un religioso puede recibir habitualmente todo lo que es indispensable o verdaderamente útil a su misión: no ha de estar necesariamente privado de ello; pero está incapacitado para poseer o usar libremente de estos bienes. Es ésta una actitud muy austera. Sería preferible, pues, tanto para nosotros como para los no creyentes, llamar a las cosas por su nombre, con la mayor exactitud posible. Tanto más cuanto que, actualmente, el pobre medio se considera perfectamente «colmado» cuando puede usar de todos los bienes que le son necesarios, aunque estos bienes no le pertenezcan; y cuando tiene asegurado este uso no se considera «pobre».
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J . L . G o r é , Désappropriatíon, en D. Sp., 3, 518-529; B o u y e r , P . O l p h é - G a l l i a r d , La pauvreté, Problémes de la religieuse d'aujourd'hui, Cerf, París ; A . A n c e l , La pobreza del sacerdote, Euramérica, Madrid. 3. EL DON DE LA VIRGINIDAD VIRGINIDAD
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La virginidad puede ser también un testimonio eminente de fervor «¡propter regnum coelorum!» a) La revelación nos presenta la virginidad como un don. Ciertamente, todo lo que nos viene de Dios puede considerarse como un don, incluso nuestra humanidad. Pero se trata en este caso de un don que lleva en sí una señal, una especie de carisma. Hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales «por el reino de los cielos», dice san Mateo. N o todos lo comprenden. El don no es para todos. Pero quien ha recibido el llamamiento debe seguirlo. ¿Y el motivo? Por el reino de los cielos: es inaugurar ya la vida del reino; es participar de ella por adelantado. La virginidad nos sitúa en los tiempos definitivos y escatológicos. Nos hace vivir en este mundo un aspecto del estado celestial, una vida cualitativamente semejante a la
Vida y crecimienio
Propter regnum coelorum
de la gloria. Pero es un don: quien pueda entender, entienda. Y san Pablo dice a su vez: «Yo quisiera que todo el mundo fuese como yo», con un fondo de parusía que da la exacta dimensión a su deseo. b) El celibato así descrito por el pensamiento cristiano es el celibato consagrado y no la simple «ausencia de matrimonio». Es el celibato «por el reino de los cielos». Es el celibato, «para no estar dividido». El apóstol, después del Señor, ha establecido el gran principio que da su verdadero sentido al celibato y a la virginidad; escribe el padre A11 o : «El amor de Dios, el servicio de Dios, la santificación más fácil del cuerpo y del espíritu. N o habla en absoluto de una superioridad natural del celibato sobre el matrimonio; no recomienda un celibato abrazado para vivir con más tranquilidad, replegado egoístamente sobre sí mismo y huyendo cobardemente del servicio a la familia y a la sociedad. La grandeza de la virginidad es totalmente sobrenatural y no existe realmente sino cuando se abraza este estado por superabundancia del amor divino, incluyendo el amor al prójimo, a cuyo amor y servicio la persona llamada teme no dejar un campo bastante libre y bastante amplio, si restringe su libertad, aun con los vínculos más legítimos y más necesarios a la humanidad. Ninguna otra intención podría justificar el abandono de las obligaciones ordinarias» (Premiére epítre aux corinthiens, p. 183). Todos los autores, todos los exegetas, están de acuerdo en este punto fundamental: se trata del «celibato consagrado», de una «consagración al Señor realizada en la virginidad». N o podemos atribuir al simple hecho de no contraer matrimonio, todo lo que se ha dicho del valor eminente del celibato en la Iglesia. c) El celibato consagrado se halla, pues, en el extremo opuesto de la huida de las miserias de este siglo. Algunos fieles no ven en él más que cobardía. Y citan a san Pablo: «...pero tendréis así que estar sometidos a las tribulaciones de la carne, que quisiera yo ahorraros» (1 Cor. 7, 28). De esto a considerar el celibato como el estado propio de aquellos que temen al mundo y a la vida, que se desembarazan de los deberes que incumben a todo hombre, que prefieren su comodidad a las complicaciones de la familia, que viven sin preocupaciones mientras los padres de familia están llenos de cargas, no hay más que un paso. El error es más corriente de lo que pensamos. En descargo de los fieles que así yerran, hemos de reconocer que en muchos casos los que han elegido el celibato se han «instalado» en él tan cómodamente y han reducido de tal modo sus inconvenientes — aun muy honestamente —, que el valor
de singularidad y de «señal» de este celibato ha perdido mucho de su fuerza. El celibato consagrado se convierte entonces en un estado seguro y honesto de personas respetables que ejercen una profesión útil a la sociedad; no proclama ya la primacía singular de la vida del reino con relación a todos los bienes legítimos de este mundo.
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SIGNIFICACIÓN FUNDAMENTAL a] El sentido profundo del celibato consiste ante todo, como se expresa en los textos bíblicos, en inaugurar ya en este mundo un aspecto de la condición definitiva del hombre glorificado. «Son eunucos... por el reino de los cielos.» Tal es la grandeza intrínseca y eminente de la virginidad consagrada: un fragmento de la condición definitiva del hombre transfigurado en la gloria. La virginidad verifica ya, en cierto sentido, el influjo del Espíritu del Señor, tal como se manifestará cuando los cuerpos de los creyentes sean «espirituales». Es, pues, un preludio, un comienzo de la vida de los elegidos en la gloria. ¿Qué podría existir más allá del estado definitivo? El don de la virginidad es como una llamada lanzada por Dios en medio de los fieles, llamada que sólo algunos pueden entender y a la cual sólo algunos pueden responder; llamada que les lleva a manifestar en este mundo, en un aspecto concreto, un preludio de la vida «angélica» a la cual son llamados todos los elegidos en la gloria eterna. Si queremos comprender el alcance de la virginidad es necesario considerar el estado definitivo de la humanidad cuando ya no haya matrimonios ni parentescos en la gloria corporal incorruptible. El Señor invita a determinados fieles a vivir desde este mundo este aspecto de la vida celestial, como signo de la trascendencia total del reino de los cielos. Al renunciar a los bienes del matrimonio, el que acepta la «virginidad» proclama la primacía absoluta del reino de los cielos. Es, pues, para los que no han recibido este don, un signo de lo que será la fase final de su desarrollo, una invitación a acercarse a ella poco a poco, un ejemplo de la que lleva consigo el progreso espiritual. b) El problema que pudiera plantearse no es tanto saber si el celibato consagrado es superior al matrimonio — que es por naturaleza transitorio — como saber si es legítimo y deseable vivir ya, desde este mundo, esta vida definitiva. Cristo y la tradición cristiana responden: Sí. La virginidad, como la pobreza verdadera, como la cruz, son modos diferentes de afirmar, con toda la fuerza de nuestra persona, la importancia sin igual de los bienes mesiánicos del Espíritu. Se abandona todo por la
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Propter regnum coelorum
«margarita preciosa», todo. Este testimonio primordial es fundamental en la virginidad; debe aceptarse y vivirse precisamente para dar este testimonio. No se trata de despreciar el matrimonio, sino de proclamar la significación «inconmensurable» de los valores sobrenaturales del Espíritu. Por ella se renuncia a los bienes del matrimonio, como a los bienes temporales de las riquezas, como a la vida cómoda y fácil: no hay en ello desprecio alguno por estos valores, sino afirmación positiva del valor de otros bienes, los del reino, cuya singularidad y excelencia se pretende mostrar. Ésta es su finalidad. Un celibato consagrado que no se viva con esta finalidad y que no dé testimonio de ella está mal comprendido y corre el riesgo de vaciarse parcialmente de su sustancia doctrinal. c) Siendo esto así, algunos fieles se han preguntado si actualmente no sería preferible que los fieles viviesen el celibato consagrado «en el mundo», sin que éste estuviese vinculado al clero o a una comunidad religiosa. En estos casos el celibato puede explicarse aparentemente por razones de culto o de apostolado ante todo: el religioso lo observa — dicen los que sólo se fijan en lo externo y superficial — porque está obligado a ello por sus constituciones, el sacerdote diocesano lo practica porque se lo exige la Iglesia. El celibato consagrado, vivido en el mundo — sin estas razones, interpretadas de manera muy incompleta—, podría más fácilmente —dicen — sorprender, intrigar, suscitar preguntas, provocar explicaciones y, a fin de cuentas, responder a su misión de dar testimonio del Señor y del reino. En efecto, el «impacto» podría ser más claro, dado el modo como se comprende en ocasiones el celibato tradicional; pero ¿podríamos enseñar a los fieles a interpretarlo bien?
b) El celibato, por otra parte, encuentra también un complemento de su significación en la vida apostólica. Es imposible separar la caridad para con Dios de la caridad para con el prójimo: un impulso total hacia el Señor se prolonga necesariamente en el deseo de «salvar». Por ello el celibato representa la libertad de acción y de corazón necesaria para'darse más intensamente a los demás en las actividades apostólicas. Dentro del apostolado constituye también una garantía de nuestro desinterés y de nuestra abnegación total. Sin embargo, sería un error no ver en el celibato consagrado más que una condición más favorable a la facilidad o incluso a la fecundidad del ministerio apostólico. Conclusión.- El don de Cristo no es universal: «Qui potest capere capiat.» Algunos perciben la invitación del Señor, advierten que esta llamada se dirige personalmente a ellos; en tal caso han de seguirla y avanzar. Poco importa que resulte fácil por poseer un equilibrio físico notable o difícil a causa de la fuerza de un organismo que nos recuerda con regularidad la pujanza de los instintos: hay que seguirla, avanzar y vivir como «eunucos... por el reino de los cielos». En cuanto a los fieles que no son llamados, deben proseguir sus esfuerzos en la vida espiritual según su vocación, en el matrimonio o en una vida de celibato no consagrado. El ideal último es el mismo para todos: la perfección de la caridad. Pero habrá de realizarse en otra «condición» distinta del testimonio propio de la virginidad consagrada. Todos están llamados a la santidad en la caridad plena; algunos son destinados a un género de vida especial, al estado de virginidad consagrada.
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VALORES
SUBSIDIARIOS
Finalmente, y sin perder nada de las perspectivas fundamentales que lo explican, la virginidad o el celibato consagrado representan a nuestros ojos valores espirituales auténticos. a) El celibato, en este sentido, es un valor de culto y de oración. Se acostumbra a «reservar» objetos, cálices, templos, para usarlos en los actos de la vida religiosa. Se sustraen a todo uso profano. Se les «consagra» a una obra sagrada. Así sucede con las «personas» consagradas al Señor. Algunos fieles escuchan esta llamada a consagrarse al Señor para la oración, para la adoración y la alabanza, para el culto. No quieren estar «divididos». Quieren que su vida suba en un solo impulso hacia el Señor. De ahí el «celibato».
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P í o X I I , ene. Sacra virginitas, Sigúeme, Salamanca; Grandeza del estado de viudez..., en «Ecclesia», 2 (1957), p. 1.121-1.123; D . v o n H i l d e b r a n d , Pureza y virginidad, Desclée de Brouwer, Bilbao; J . M . P e r r i n , ha virginidad, Patmos, Madrid; W . B e r t r a m s , £1 celibato del sacerdote, Mensajero, Bilbao; P . A l i o , Premiére epitre aux corintbiens, Gabalda, París.
4. LA OFRENDA DE LA «DISPOSICIÓN DE SI MISMO»
La santidad cristiana se ha definido alguna vez como la «perfecta conformidad con la voluntad divina». Este ideal de «conformidad perfecta con la voluntad divina» es tan antiguo como la revelación cristiana. «Quae placita sunt ei fació semper.» Yo hago siempre la voluntad de mi Padre. Éste es también
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el leil-moliv de todos los verdaderos cristianos. Los autores espirituales han consagrado muchas páginas a este ideal. Lo enfocan desde diferentes puntos de vista: conformidad con la voluntad divina, santo abandono a la providencia divina, conformidad con los deseos de Dios. Determinan también los diferentes «grados» de esta conformidad, tomada como sinónimo de santidad. Finalmente precisan las ventajas espirituales que de ella pueden obtener quienes se comprometen a seguirla con constancia. Dentro del cristianismo existe una abundante literatura espiritual dedicada a este modo de concebir la santificación.
que fije él mismo lo que hemos de hacer, en general y en detalle, hic et nunc-, que nos ordene lo que hemos de ejecutar? ¿No podemos fijarnos un régimen semejante para toda la vida? Sin duda al obrar así sacrifico una forma de libertad y de movimiento, declino la libre disposición de mis facultades y de mis iniciativas. Pero lo hago porque estoy seguro de que esta limitación es, de suyo y en virtud de su propia estructura, más apta para permitirme conocer la voluntad de Dios y más apta para ayudarme a conformarme a ella por entero. Esto es lo esencial, la «margarita preciosa». El resto tiene menos importancia: puedo no despreciarlo, pero sí sacrificarlo, como los bienes temporales, como los bienes del matrimonio: propter recjnum coelorum. Es ésta una nueva manera de proclamar que los bienes sobrenaturales están más allá de toda proporción con los bienes de este mundo, cualesquiera que sean.
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BÚSQUEDA DE UN CRITERIO
Así también el gran esfuerzo de quienes desean crecer en santidad consiste en determinar la voluntad concreta y actual de Dios acerca de ellos. ¿Qué quiere Dios de mí, hic et nunc?, se preguntan. ¿Cómo puedo conocer esta voluntad concreta? ¿Quién me dará el criterio que permita discernirla con certeza y con exactitud? a) La doctrina espiritual del «discernimiento de espíritus», responde a esta pregunta. Pero aun después de haber examinado estas normas y estas reglas, podemos preguntarnos si no nos engañamos, si somos objetivos en las interpretaciones, si somos buenos jueces. Y quisiéramos poseer un criterio distinto de nosotros mismos, visible y oíble-, una persona. Es tan natural este recurrir a otro. Parece exigirlo, no la inercia, sino la flaqueza propia de todo hombre. Se practica en todos los órdenes. No ha de extrañarnos, pues, hallarlo también en el campo de la espiritualidad cristiana: una persona discreta podrá indicarme, mejor que yo mismo, cuál es exacta y ciertamente, hic et nunc, la voluntad de Dios con respecto a mí mismo. El «consejero espiritual» es la respuesta más antigua y más normal dada a este deseo de conocer perfecta y ciertamente la voluntad de Dios. Los eremitas más antiguos y los ascetas gustaban de recibir los consejos y las indicaciones de un maestro de vida espiritual. Y damas romanas, soldados, mantenían relaciones epistolares con los padres de la antigüedad, como los fieles de los siglos xvi-xvn con san Francisco de Sales. b) Pero la intervención del consejero moral sólo puede ser ocasional; es demasiado general; aparece bajo la forma de consejo, de sugerencia. ¿No puede existir otra forma que nos asegure el conocimiento de la voluntad de Dios y su conformidad con ella? ¿No podemos someternos personalmente a un director de manera estable y duradera? ¿No podemos pedirle
SIGNIFICACIÓN
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TEOLÓGICA
a) Buscar ante todo el medio más seguro de conformar la propia voluntad a la divina, expresada en los preceptos, en los consejos, las inspiraciones, las promesas: tal es el profundo sentido de la ofrenda de la libre disposición de uno mismo. Esta intención debe presidir los medios empleados para llegar a ella, desde la dirección espiritual simple hasta la dirección más estructurada que proporciona una comunidad religiosa, con sus reglas, sus constituciones, su autoridad y sus superiores, sus cuadros y sus tradiciones. Este gesto es, repitámoslo, un testimonio absoluto del valor singular del reino de Dios, al que se sacrifica todo. Porque en definitiva este sacrificio se hace ante Dios mismo y su santa voluntad, ofreciéndole la libre disposición de las facultades, de los actos, de los movimientos, de uno mismo. b) Subsidiariamente, el hecho de pasar por un «tercero» para conocer la voluntad de Dios y para mejor responder a ella, representa también un conjunto de actos virtuosos, que los autores espirituales han descrito con una gran finura. Acto de prudencia, en el sentido más teológico del término: perfecta adecuación de los medios al fin. Acto de humildad, en la sumisión tan radical a una dirección tan concreta. Acto de confianza y de fe, puesto que debemos pasar por un «tercero» para llegar a la voluntad de Dios. Acto de obediencia también, en el sentido más amplio del término, pues la obediencia, en sus diferentes formas, fija exactamente los puntos de aplicación y los límites de nuestro compromiso. Pero este notable conjunto de valores subsidiarios no debe hacer olvidar el testi-
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Vida y crecimiento
monio esencial de esta ofrenda de la libre disposición de uno mismo, establecida con precisión, en una forma definitiva. c) La ofrenda de la «libre disposición de uno mismo», así entendida, es muy distinta de una dimisión humana. N o se trata de evitar la preocupación de asumir la responsabilidad de decidir cuál es la voluntad de Dios. N o es cuestión de soslayar las dificultades de una vida humana adulta, autónoma, verdaderamente emancipada. No es cuestión de pasividad, de abulia, de espíritu gregario, de infantilismo, de comportamiento primitivo. Estos peligros existen. Puede suceder que sean éstos los motivos por los que eligen la obediencia algunas personas. En este caso, y en la medida en que sea así, se equivocan y no comprenden lo que se les pide. Deberá llamárseles al orden, pues su actitud da testimonio en contra de la importancia de lo sobrenatural. APLICACIÓN
UNIVERSAL
Este gesto de ofrecimiento pueden realizarlo todos y en todos los órdenes, tanto en el orden profano como en el sagrado. a) Todos. Cualquier persona, en cualquier estado, puede procurar la ayuda de un «tercero» para lograr conocer con un máximo de seguridad la voluntad de Dios. b) En todos los órdenes. Podemos sacrificar la libre disposición de nuestro dinero: es un aspecto de la pobreza por renuncia a la apropiación, ya se viva en comunidad o por cuenta propia. Podemos sacrificar nuestros actos libres en materia de viajes, desplazamientos, etc.; es un aspecto de la austeridad de vida que todos podemos practicar. Podemos sacrificar el ejercicio de la libertad propia en el campo de las ocupaciones temporales, en el orden del día a seguir, etc.; es un aspecto de la obediencia — en sentido estricto —, realizable tanto individualmente como dentro de una comunidad. Son, pues, muy numerosos los órdenes a los que puede aplicarse la ofrenda de la libre disposición de uno mismo — con todo lo que tiene de atractiva y agradable—, hecha a Dios para proclamar que la «margarita preciosa» es infinitamente superior a todos los bienes, incluso al bien de la disposición de uno mismo. M . L l a m e r a , La crisis actual de espiritual», 1 (1957), p. 417-453; 2 (1958), Obéissance et liberté, en «LVS», 34 (1952), La portee du voeu d'obéissance, en «LVS»,
ía p. p. 34
obediencia..., en «Teología 11-43; T h . C a m e l o t , 154-168; P . P h i l i p p e , (1952), p. 509-524.
VI
VIDA CRISTIANA MÍSTICA
En primer lugar unas palabras para explicar el título de este capítulo. Muchas veces se ha tratado la vida mística al mismo tiempo que la contemplación. A pesar de que este procedimiento didáctico no carece de fundamento, deriva de él un malentendido en el ánimo de los lectores: «vida» mística se identifica exclusivamente, para muchos, con «contemplación» mística. De ahí a creer que la vida mística sólo afecta a los fieles que gozan de dones de contemplación, no hay más que un paso. Entre los santos canonizados hay algunos que han vivido una «vida cristiana mística» sin recorrer todos los grados de los estados místicos conocidos. Todos los autores espirituales tienen conocimiento de esto; pero los fieles —cosa singular — piensan de manera diferente. Aquí vamos a hablar simplemente de la «vida cristiana» con su raíz teologal y sus tareas temporales, y trataremos de definir lo que la hace «mística», sea en modesta, aunque real, medida, sea con plena abundancia de dones y de carismas. ¿Qué es lo esencial de la «vida cristiana mística» del banquero Jágen, de una madre de familia, de una hermanita de los pobres, de un cura de Ars? En el capítulo siguiente examinaremos la vida mística «caracterizada» con sus grados y sus etapas clásicas.
1. NOCIONES PRELIMINARES ELEMENTOS CONSTITUTIVOS
ESENCIALES
En primer lugar algunas datos fundamentales e indispensables. a) El cristianismo, se ha dicho con toda exactitud, es radicalmente míslico. Vivir como cristianos, hemos explicado anteriormente, es participar de la vida misma de Dios y realizar nuestra tarea temporal según sus indicaciones. Todo cristiano comprenderá sin dificultad que esta «participación» en la vida
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Vida cristiana mística
divina es, por naturaleza, un germen de vida mística. ¿Qué puede haber más místico que la vida de Dios? ¿En qué otra mística podemos desear enraizamos? ¿Qué otra fuente de mística podríamos esperar? Y, por otra parte, ¿cómo puede un cristiano decir que está en gracia y negar que se halla en el camino de la vida cristiana mística? Ciertamente que hay mística y mística. Pero lo esencial será siempre, indiscutiblemente, la participación en la vida de Dios. Todo cristiano posee el fundamento de toda mística sobrenatural. b) Este fundamento divino puede darse en un fiel que sea aún física o moralmente un niño; en este caso no puede hablarse aún de mística cristiana. Ésta exige, en general, el sentimiento de presencia inmediata de Dios. La vida mística implica, pues, en primer lugar, una cierta forma de conciencia: un sentimiento de presencia, una convicción íntima, una certeza oscura, una evidencia interior, una «intuición», dirán algunos, o incluso una «cuasi-experiencia» de lo divino. Esta conciencia lleva a una presencia inmediata de Dios, de ahí los términos: contacto, intuición, evidencia, experiencia, empleados con todos los matices y todas las precisiones que dan los autores espirituales. Y el objeto de esta conciencia: el Ser trascendente, el Señor y Maestro del orden sobrenatural, el Dios que es caridad. cj Este «sentimiento de presencia inmediata» se manifiesta en la vida teologal de fe, esperanza y caridad. Muchos fieles han podido vivirlo en determinados momentos de su existencia, muy breve, pero muy realmente. Unos después de la comunión. Otros durante una visita al santísimo sacramento. Otros con ocasión de una ceremonia litúrgica, de una ordenación, de una consagración. Otros, en la soledad de su morada, en la alegría, en el sufrimiento, en la muerte de un ser querido. Si bien hemos de evitar hablar a la ligera de mística, también conviene no desdeñar ciertas formas menores y transitorias de la verdadera y auténtica mística cristiana. No obstante, para poder hablar de vida mística, es necesario que este sentimiento se haga habitual. La «presencia inmediata de Dios» debe ser usual, fácilmente encontrada, mantenida en el curso de la existencia cotidiana, recuperada desde el momento en que despierta la mente, renovada sencilla y alegremente, aun en medio de las tinieblas de la aridez de la fe. d) Por último, para que la vida cristiana alcance el nivel «místico» es preciso que este «sentimiento habitual de presencia inmediata» sea predominante. Esto significa que, en la totalidad de la vida cristiana —vida teologal y vocación temporal—, sin desatender las tareas terrenas, el sentimiento interior ha de
ser más denso, más rico, más desarrollado que las ocupaciones y las actividades temporales, tanto sagradas como profanas. El cristiano sigue siendo el mismo, aparentemente. Trabaja como antes, anda como todo el mundo, come y descansa. Pero el germen de que hablábamos antes se ha desarrollado en él: se ha enriquecido, ha tomado consistencia en' toda su sicología, ocupa por entero el campo de su conciencia, se despliega y se renueva constantemente de acuerdo con las leyes de la vida teologal, se convierte en la «perla preciosa» que capta verdaderamente el interés primordial, constituye el centro de atención, anima el fuego de la vida más íntima y más intensa, se «dilata» espiritualmente más y más. Como consecuencia de ello, todas las ocupaciones del espíritu o del corazón, todas las tareas, sacras o profanas, si bien conservan su puesto y su función, se hallan sin embargo como descentradas y trasladadas a la periferia de la existencia-, una luz íntima, siempre creciente, las deia en la penumbra; casi desaparecen ante la manifestación del esplendor divino; en suma, encuentran sus verdaderas proporciones a los ojos de Dios y quedan despojadas de los atractivos que las hacían demasiado seductoras. Sentimiento de presencia inmediata, habitual, predominante, esto es lo que llamaremos de ahora en adelante «nivel místico de la vida cristiana». No nos atreveremos a decir que muchos cristianos lo hayan alcanzado. Pero algunos están en la vía de esta presencia predominante. A veces la vida les ayuda a ello y Dios les bendice como Él sabe hacerlo. Entre la presencia en «germen» y la presencia «predominante» hay muchas etapas y muchos grados. Cada cristiano habrá de examinarse desde este punto de vista. Todos pueden avanzar un grado. Cada cual debe hacer lo que pueda y el Señor le ayudará generosamente.
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TIPO CONTEMPLATIVO Y TIPO ACTIVO
Estas indicaciones exigen algunas precisiones indispensables. El nivel místico de la vida cristiana puede presentarse en formas diversas según los diferentes temperamentos. Suele describirse el tipo contemplativo porque en ciertos aspectos es privilegiado. Las naturalezas contemplativas están mejor preparadas que otras a vivir en el sentimiento de la presencia inmediata de lo divino. Pero los temperamentos menos contemplativos, hasta los muy «activos» pueden permanecer, a su manera, en la presencia inmediata del Señor. Vida teologal consciente no es sinónimo de contemplación. Existe una conciencia auténtica de Dios que está como integrada en la misma acción, seme-
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Vida cristiana mística
jante a la del niño que saborea una fruta comiéndola. Hay una conciencia de Dios cuyo carácter habitual está hecho de renovaciones discontinuas, más que de una atención continuada. La conciencia teologal puede darse perfectamente, pero de manera menos aparente y menos marcada, en todos los temperamentos. Una comparación con el orden temporal: el que sufre un dolor de muelas tiene perfecta conciencia de este dolor a lo largo del día, durante sus trabajos o sus lecturas. Esta conciencia es auténtica y actual, pero no es «contemplativa». Por el contrario el joven poeta que acaba de presenciar una hermosa puesta de sol, la recuerda y tiene conciencia de ella de una manera más bien contemplativa. La «conciencia del Dios presente» puede realizarse según diferentes formas; cada cristiano debería preguntarse: ¿cuál es la forma que responde a mi temperamento? Sería lamentable concluir que existe una imposibilidad connatural para alcanzar el nivel místico de la vida cristiana, por la sola razón de haber confundido «conciencia» con «contemplación». La sicología de las profundidades del alma revela la gran variedad de la conciencia humana. Santa Teresa no espera encontrar en todas las carmelitas una naturaleza «contemplativa». En el Camino de perfección (c. 17), nos dice: «... Es cosa que importa mucho entender que no a todos lleva Dios por un camino, y por ventura el que le pareciere va por muy más bajo, está más alto en los ojos del Señor. Así que no porque en esta casa todas traten de oración han de ser todas contemplativas. Es imposible y será gran desconsolación para la que no lo es, no entender esta verdad, que esto es cosa que lo da Dios; y pues no es necesario para la salvación ni nos lo pide de apremio ni piense se pedirá a nadie; que por eso no dejará de ser muy perfecta si hace lo que queda dicho.» Si santa Teresa no espera de todas sus hermanas que vivan como contemplativas para santificarse, a fortiori, indudablemente, no lo espera tampoco de todos los fieles. Es imposible, diría; no podemos esperar umversalmente lo que es don particular de Dios.
tratados de teología mística. Se especifica por los tipos de oración que caracterizan a las etapas: unión de quietud, unión plena, unión extática, unión transformante. Esta forma es, al parecer, carismática, en el sentido de que estas uniones místicas son un beneficio de Dios, beneficios que no se miden necesariamente ni adecuadamente por la santidad de los beneficiarios. Hablaremos de ello en el capítulo siguiente. b) Pero este desarrollo puede tomar igualmente una forma confusa, oscura, poco favorable a las largas descripciones, pero no menos real. Sin poseer nada de «notable», puede seguir las etapas, muy definidas, de la forma caracterizada. En este sentido el conocimiento de la forma caracterizada de la vida cristiana mística es útil a todos, al menos en lo que se refiere a la evolución general y a la línea de desarrollo en ella representada: unión del libre albedrío, unión de todas las potencias, enajenación de los sentidos, vínculo definitivo. Por esta razón, la lectura de obras de místicos podrá ser útil a todos los fieles que aspiren al progreso espiritual. N o se detengan ante formas extremas ni ante fenómenos sorprendentes. Sigan la línea de la evolución íntima y teologal de la vida cristiana; esto nos enriquece a todos.
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FORMA CARACTERIZADA
Y FORMA
CONFUSA
La vida cristiana, en el nivel místico — vivida por un temperamento «contemplativo» o por uno «activo» —, lleva consigo un desarrollo. Ahora bien, éste puede revestir dos formas: caracterizada y confusa. a) En primer lugar una forma bien caracterizada. Está minuciosamente descrita en todos los escritos místicos y en los
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UNIVERSALISMO
De todo lo que precede se deduce que la «vida mística», como tal, no está ligada a ninguna forma de vida. Puede darse en todos los estados. Puede germinar en todos los tipos de profesión. Implica, sin duda, condiciones de desarrollo duras y austeras — insistiremos en ello más adelante —•, pero no exige una vocación determinada. Como la gracia santificante, que es su fundamento, puede florecer en medio de todas las tareas temporales. Un hijo piadoso y trabajador, una madre de familia, un obrero, el sacerdote y el religioso pueden aspirar a ella. La vida «interior» trasciende las condiciones temporales y puede hacerse independiente de las diferenciaciones de este mundo. Es un error, pues, afirmar que el «nivel místico de la vida cristiana» está reservado a los privilegiados o a los que están consagrados al Señor. Los hechos se encargan de responder: en torno nuestro, en todos los estados, hay cristianos que viven íntimamente unidos al Señor. Y la Iglesia, con las canonizaciones, ha garantizado el valor de su testimonio. A. S t o l z , Teología de la mística, Patmos, Madrid; M . L l a me r a, El problema místico y los principios de la vida espiritual, en «Teología espiritual», 1 (1957), p. 33-71; T h . M e r t o n , Semillas de contemplación, Ed. Sudamericana, Buenos Aires; C . T r u h l a r , De ex-
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¡iniciilia myslica, Gregoriana, Roma,- L. R e y p e n s , Ame. Fond, puisstimcs el slructure d'aprés íes mystítjues, en D. Sp., 1, 433-469; A . L e o na n i , Rcchcrchcs phénoménoh^ic¡ues autour de Vexpérience mysticjue, en «Supl. LVS», 5 (1952), p. 430-494.
2. CARACTERES GENERALES
Quisiéramos esbozar ahora una descripción de la vida cristiana mística en lo que tiene de esencial, ya se realice según el tipo contemplativo, ya según el activo, ya aparezca en su forma más caracterizada o en la más oscura. PRIMACÍA DE LO TEOLOGAL Primacía desde el punto de vista de las actividades y primacía desde el punto de vista de la sicología. a) Por primacía de lo teologal entendemos, en primer lugar, lo opuesto a la vocación temporal. Con anterioridad hemos explicado estas dos expresiones, escogidas de intento para designar los dos elementos constitutivos de la vida cristiana y de la santidad. Generalmente nos preocupamos sobre todo por lo referente a la vocación temporal; ésta tiene la primacía, de hecho, sobre la vida teologal. Los padres se preocupan por su hogar, los obreros y artesanos se interesan por su profesión, los dirigentes por su función social, el clero por sus obras. Todos saben perfectamente que la vida teologal, participación de la vida de Dios, es un bien que sobrepasa a todos los demás. Le dan una primacía de estimación, de juicio, teórica. Pero la vocación temporal goza de una primacía de hecho, vital, práctica. Ahora bien, para alcanzar el nivel místico de la vida cristiana, es preciso dar a la vida teologal la primacía práctica y de hecho. Ha de ser el centro de nuestras preocupaciones. Hemos de alimentarla, cuidarla, mantenerla, protegerla, en toda la medida de nuestras posibilidades. Debe recibir un tratamiento de predilección. Debe acaparar nuestro espíritu, como la perla preciosa cautiva al que la ha descubierto. Debe ocupar nuestra vida, como ocupa la vida de un sabio el descubrimiento sensacional a que le han llevado sus investigaciones. Sin duda la santidad es la recompensa de los que desarrollan las dos dimenisones de la vida cristiana. Pero en el nivel pre-místico, la vocación temporal es para nosotros lo esencial y nos ocupa mucho más que el crecimiento en la gracia. En el nivel místico se descubre que la vida teologal es realmente
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el núcleo de todo, aunque exija, como complemento y como garantía de autenticidad, el perfeccionamiento de la vocación temporal. Los puntos de vista son diferentes: el segundo es superior y constituye el término de nuestra evolución espiritual. b) A medida que el fiel progrese en la vida cristiana, asistirá a una dilatación sicológica de su coheiencia teologal. El cristiano sabía ya que Dios «es» el comienzo, el fin y el todo de la vida cristiana. Pero en adelante Dios se convierte en el todo de la vida interior. Su santidad, su esplendor, su luz, su amor, su vida, llenan más y más el campo de nuestra conciencia interior. El sabio está «lleno de sus trabajos», el deportista «lleno de sus proezas», el místico está «lleno de Dios». La fe se mueve en el mundo sobrenatural, cuyas dimensiones cósmicas se dibujan cada vez mejor y cuyo influjo va en aumento. La esperanza penetra hasta el centro de la Jerusalén celeste, atraída por su luz. La caridad universal del Señor se extiende, sólo igualada por la infinita misericordia de su amor. Toda esta vida, que antes era un germen sin fuerza, sin brillo, es ahora como un mar que invade, como un celo devorador, como un fluir sin interrupción. N o sabemos qué imágenes utilizar para describir lo que todo cristiano adivina. Una madre puede estar toda ella impregnada de su amor maternal; el místico puede estar todo él impregnado de su amor teologal. c j Correlativamente se produce una especie de regresión del campo sicológico que ocupa la vocación temporal. Ésta, repitámoslo, conserva todo su valor santificante como deber de estado. El místico debe cuidarla y perfeccionarla más que el cristiano no místico. Pero el espíritu y el corazón, ocupados como están por Dios, no pueden dedicarle sino una parte restringida. El amor de la madre será igualmente verdadero, intenso y tierno; pero su corazón estará ocupado por el amor misericordioso de nuestro Señor. El trabajo exigirá siempre la atención, los cuidados, el acabado necesario, pero el espíritu no podrá menos de admirar intensamente la maravillosa obra del Creador universal en el cosmos y en el cielo. El sacerdote continuará practicando puntualmente el ejercicio de su ministerio; pero su mediación íntima será un contacto asiduo con la fuente de todo bien y de toda bendición. El religioso proseguirá una vida atenta a respetar la letra de sus constituciones y el espíritu de su instituto; pero estará unido por encima de todo al Maestro único de la vida que rebasa a toda institución humana y a todo valor temporal.
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ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DE ESTA PRIMACÍA ¿Cómo aparece la primacía creciente de la vida teologal? a) Primeramente, el fiel tendrá la impresión de que en adelante 50/0 la vida teologal constituye un problema de vida espiritual. La santidad auténtica implica sin duda un perfeccionamiento regular y progresivo del deber de estado temporal. Pero éste, limitado por el espacio y el tiempo, no puede ser siempre revisado y reexaminado. Al correr de los años, los padres conocen sus obligaciones y están habituados a ellas, los trabajadores y los patronos saben lo que corresponde hacer a cada cual, los sacerdotes conocen los deberes de la vida pastoral, los religiosos saben lo que exigen sus votos. Si hay que enfrentarse con nuevas situaciones, la experiencia ha enseñado a adivinar, sin demasiadas dificultades, la solución adecuada. Y si no hemos perfeccionado el deber de estado temporal, la flexibilidad adquirida en el cumplimiento nos ayuda con sus reflejos. Por el contrario, en la vida teologal, siempre es posible progresar. Dios puede ser la vida de nuestra alma, cada día más y mejor. Siendo infinito, Dios puede perfeccionar infinitamente nuestra participación en su vida. Aquí no hay ningún límite de tiempo, de espacio, ningún límite de ninguna clase, puesto que se trata de Dios. Por ello el crecimiento de la vida teologal se convierte en lo esencial de nuestras preocupaciones, aunque la perfección de la vocación temporal siga siendo esencial a nuestra santificación.
se resume en una palabra amorosa, se levanta en un vuelo hacia el Señor misericordioso. El proceso de síntesis, de una riqueza sobrenatural inagotable, se realiza poco a poco y ha de darse en una vida cristiana que haya logrado el nivel místico. Cada cual puede examinarse sobre este rJunto. Cada cual constatará que, de hecho, cuando es fiel y perseverante, se manifiesta en él una cierta simplificación mínima. Se halla mejor dispuesto a repetir un tema de fe que le interesa y que se enriquece cada día con su modesta meditación. Vuelve con más espontaneidad al mismo acto de caridad, que resplandece con los mil motivos con que la oración lo anima cada día. Al terminar la oración, permanece unos segundos en una simple mirada espiritual hacia el Padre, en un acto de abandono amoroso en las manos de la providencia, en un acto de aceptación simple y total de la voluntad de Dios, en un acto de alabanza o de adoración sin respuesta. Esta es la vía. El término está al otro extremo. ¿Por qué no tratar de acercarse a él cuanto sea posible? ¿Quién sabe lo que nos reserva el Señor? d) Todo este proceso requiere evidentemente el don de la gracia y la intervención de nuestra voluntad. No obstante, la marcha hacia el nivel místico de la vida cristiana manifiesta una intervención progresiva de Dios mismo. El cristiano — l a madre en su hogar, el hombre en su trabajo, el sacerdote en su ministerio — adquiere un estado de ánimo habitual con relación a su progreso espiritual: un alma que se dispone al don divino infuso, una especie de espera confiada, una esperanza llena de gratitud, una oración liberada de pensamientos propios, una serenidad que permite al Espíritu manifestarse de la manera más delicada. Sin abandonar sus ocupaciones temporales, el fiel se esfuerza por «escuchar» mejor al Señor cuando le habla al corazón; tratará de responder a las inspiraciones del Espíritu; despojará su alma, en lo más hondo, de toda preocupación temporal, para que pueda estar pronta a recibir los dones de Dios. Vivirá más y más esta verdad, afirmada desde siempre: lo sobrenatural es un «don», es «gracia», es liberalidad «gratuita», es «iniciativa de Dios», es «predilección divina». Y su alma se comportará con la sencillez y delicadeza que corresponden a las verdades más elementales de nuestra fe. Más aún, cuando la vida cristiana pasa al nivel místico, es Dios cjuien toma la iniciativa. El fiel ha llegado a la fase en que la acción de los dones del Espíritu Santo se marca con toda su fuerza y su energía. Le resulta normal, si no usual, sentirse como llevado por la gracia, a la manera como nos
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b) Considerada en sí misma, la vida teologal manifiesta también una progresiva interiorización. La gracia, decíamos, es un influjo de Dios sobre nosotros, una actuación de nosotros mismos, una cuasi-información de nuestras facultades. El conocimiento de la fe, sin aumentar en datos explícitos crece en profundidad, en iluminación espiritual, en admiración del espíritu. La atracción del amor, sin ser más clara, se hace cada vez más fuerte, más estrecha, más unificadora, más radical y más inefable a la vez. Las expresiones de los grandes espirituales se hacen cada vez más fuertes: la unión entre dos seres espirituales, libres, amantes, es mayor. c) La vida teologal adcjuiere también una rica simplicidad. A la multiplicidad de ideas, de imágenes, de sentimientos que caracteriza los comienzos, sucede progresivamente una simplicidad de la mirada interior, la simplicidad del amor. Toda la riqueza de la fe se ordena, se unifica en Dios o en el DiosHombre, se condensa en una perfección rica y profunda. Toda la riqueza de sentimientos se funde en una única atracción,
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sentimos arrastrados por una ola o, para tomar un ejemplo más interior, a la manera como un buen impulso surge del corazón de una persona buena: espontáneamente, «naturalmente», casi sin esfuerzo, bajo la influencia de un poder misterioso. En este momento el Espíritu de Dios se ha convertido en su guía, principio de su vida y de sus movimientos, sabiduría y fuerza de su existencia.
gunta siguiendo a san Juan de la Cruz (Subida del monte Carmelo, 1. 2, c. 13-14). Estos signos son, en primer lugar, una cierta desgana de todo lo que representa la «meditación», como estadio de la vida cristiana. La fe y la caridad comienzan a cansarse de las ideas numerosas y bellas, de las imágenes que conmueven, de los múltiples sentimientos que alimentaban la oración. Todo este material más o menos humano, más o menos perfecto, ya no satisface. Antes los fieles eran felices con estas ideas que les exaltaban, con estas decisiones firmes, de estos recuerdos reconfortantes; ahora el atractivo de estos valores disminuye, su brillo se empaña, las flores comienzan a marchitarse: es porque el fruto va a nacer y a madurar. Al mismo tiempo el alma se complace «en esta amorosa o pacífica asistencia, sin obrar nada con las potencias — memoria, entendimiento, voluntad—; así pues antes es verdad decir que se obra en ella, y que está obrada la inteligencia y sabor, que no que obre ella alguna cosa, sino solamente tener advertida el alma con amor a Dios, sin querer sentir ni ver nada más que dejarse llevar de Dios». En suma, la realidad divina, objeto de la vida teologal, se impone progresivamente en nosotros, como la imagen cinematográfica que desde una apariencia en miniatura, se dilata y se ilumina hasta cubrir toda la pantalla y sustituir a la antigua imagen.
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S a n t a T e r e s a d e J e s ú s , Castillo interior o moradas, en Obras completas, II, BAC, Madrid; V. L e h o d e y , Los caminos de la oración mental, ELE, Barcelona; R . d e M a u m i g n y , La práctica de la oración mental, Razón y Fe, Madrid; A . S t o l z , Teología de la mística, Patmos, Madrid. 3. MÍSTICA Y SANTIDAD
La vida cristiana mística ¿es necesaria a una auténtica santidad? Y en consecuencia, ¿están llamados todos los cristianos a una vida mística? N o podemos responder a esta pregunta sin distinguir la vida mística «caracterizada» y la vida mística «confusa». VIDA MÍSTICA CONFUSA a] Es cierto que la santidad, toda santidad cristiana, exige, junto con el cumplimiento perfecto de nuestra vocación temporal, un desarrollo pleno de la vida teologal: fe, esperanza y caridad. Ahora bien, este desarrollo teologal implica necesariamente una cierta «conciencia» de Dios, tina cierta «continuidad» de este estado de alma e incluso un cierto «predominio» de esta vida, aunque sea de un modo efectivo y voluntario. En este sentido es evidente que la santidad verdadera supone siempre y necesariamente un cierto grado de vida mística, al menos en su forma oscura, confusa. Es curioso que los fieles se asusten ante esta afirmación, como si el hecho de ser, en cierta manera, místico, constituyese un delito o una tarea. Pues ¿cómo se representan a nuestro Señor durante su vida en la tierra? ¿Cómo imaginan a nuestra Señora en este mundo? ¿Y qué es lo que hacen cuando meditan sobre el misterio de la santísima Trinidad, sobre la vida de Dios mismo? La gracia es, por naturaleza, semilla de vida mística. b) ¿Cuáles son los signos que permiten saber cuándo un fiel se acerca a esta fase de desarrollo teologal que puede llamarse verdaderamente místico? Responderemos a esta pre-
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DEBERES Y OBLIGACIONES Los fieles cuya vida interior en evolución se orienta hacia el nivel místico, tienen el deber de organizarse en función de esta evolución. a) En primer lugar, examinarán cuidadosamente la elección de un director espiritual bueno y competente en estas materias. La evolución de su vida teologal se hace cada día más delicada. Es difícil percibir exactamente las vías de la providencia. La elección de un consejero competente está más indicada que nunca. Competente ante todo. Ciertamente lo mejor es tener un director que esté llamado asimismo a la vida mística, aunque las formas de esta vida sean diferentes en cada persona. Pero también interesa una competencia teórica. «... Mi opinión ha sido siempre, y será, que cualquier cristiano procure tratar con quien las tenga buenas (letras), si puede, y mientras más mejor; y los que van por camino de oración tienen de esto mayor necesidad, y mientras más espirituales, más. Y no se engañe con decir que letrados sin oración no son para quien la tiene. Y he tratado hartos... Tengo para mí que persona de
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oración que trate con letrados, si ella no se quiere engañar, no la engañará el demonio con ilusiones, porque creo temen en gran manera las letras humildes y virtuosas y saben serán descubiertos y saldrán con pérdida.» Santa Teresa insiste varias veces acerca de esto. b) Los fieles llamados a una vida cristiana mística deberán también, en la medida de lo posible, reservar un tiempo a la oración, a la plegaria, a la serenidad espiritual. Durante el día, la madre de familia, el trabajador, el industrial, el religioso o el sacerdote deberán interrumpir sus ocupaciones temporales y dejar tiempo al Espíritu para que se haga oír según su voluntad. Toda obra de santificación exige de nosotros, momentos de paz espiritual y de renovación teologal. Pero aquí se trata, además, de responder a la voluntad divina que nos introduce en la vida mística; hemos de ser especialmente dóciles. c) Finalmente, los fieles a quienes se da este privilegio habrán de estar atentos, más que otros, a sus deberes cotidianos, a sus obligaciones habituales, a las virtudes más sencillas, una conducta cristiana auténtica, a las mortificaciones y a la penitencia. La vida mística no dispensa de las tareas humildes del cristianismo. La cumbre de la vida cristiana no es el estado místico, por caracterizado que sea, sino la más alta caridad teologal.
«Santa era santa Marta, aunque no dicen era contemplativa; pues ¿qué más queréis que poder llegar a ser como esta bienaventurada, que mereció tener a Cristo nuestro Señor tantas veces en su casa y darle de comer y servirle y comer a su mesa? Si se estuviera como la Magdalena, embebida, no hubiera quien diera de comer a este divino huésped. Pues pensar que es esta congregación la casa de santa Marta y que ha de haber de todo» (Camino de perfección, c. 17). Santa Teresa ha descrito en numerosas ocasiones la belleza y la fecundidad espirituales de la vida cristiana contemplativa, pero distingue perfectamente de ella la santidad. Es conveniente recordarlo para evitar que se identifique la subida hacia la santidad y la subida hacia la contemplación. La norma de la santidad no está determinada por el grado de contemplación — con o sin carismas —, sino por la perfección de la caridad teologal.
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VIDA MÍSTICA CARACTERIZADA a) La santidad cristiana no exige esencialmente una vida mística de tipo «caracterizado», con sus fases de uniones sucesivas, ni siquiera una vida mística «contemplativa», como suponemos que se da en el Carmelo, por ejemplo. Dom Lehodey, uno de los maestros de la oración, escribe. «La contemplación mística no es ni la perfección misma ni un medio indispensable para llegar a ella, puesto que Dios la da a quien quiere; y en cambio, todos estamos llamados a ser perfectos. "Santos hay en el cielo — dice san Francisco de Sales — que jamás tuvieron éxtasis o arrebatamiento de contemplación, ni jamás en la oración otro privilegio que el de la devoción y fervor." Santa Teresa, no obstante ensalzar las ventajas de la contempalción, enseña que sin ella nos podemos salvar, ser muy perfectos y aun sobrepujar a los contemplativos en méritos, porque todo nuestro bien y nuestra perfección más sublime consisten en la perfecta conformidad de nuestra voluntad con la de Dios; tal es el completo desarrollo del amor divino» (Los caminos de ¡a oración mental, p. 299).
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ILUSIONES Y VALOR REAL La vida mística, como toda vida afectiva o intelectual, tiene sus errores y sus ilusiones, su grandeza y su fecundidad. a) La vida mística puede ser causa de diversas ilusiones. Ilusión de creer que se avanza en la santidad. Ilusión de esperar fenómenos extraordinarios, como revelaciones, voces interiores, gracias milagrosas, como se cuenta en las vidas de santos. Ilusión de pensar que los dones místicos se conceden definitivamente y que prácticamente protegen de todo pecado. Ilusión de esperar un gozo supremo — como es la bienaventuranza —, siendo así que los sufrimientos siguen siendo igualmente profundos. Ilusión de creer que lo sobrenatural sustituye a las obligaciones naturales y temporales indispensables. Ilusión de poner la «contemplación», como tal, por encima del deber de estado. Ilusión de creerse constantemente guiado por el Espíritu Santo, de un modo directo y personal. En este sentido se comprende fácilmente el consejo de santa Teresa de Jesús: «... Siempre de estas cosas hay que temer hasta ir entendiendo el espíritu. Y digo que siempre es lo mejor a los principios deshacérsele; porque si es Dios, es más ayuda para ir adelante, y antes crece cuando es probado.» b) Dicho esto hemos de destacar la grandeza y la fecundidad de la vida cristiana mística. En primer lugar su grandeza. En efecto, la vida cristiana mística es el desarrollo completo de la vida teologal. Hace brillar en este mundo la realidad del mundo sobrenatural. Se desarrolla en virtud de la iniciativa del Señor y de su Espíritu. Esto basta para fijar definitivamente su fundamento y su gran-
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deza. Ya se trate de la vida mística presente confusamente en todos los santos, ya se trate de la vida mística «caracterizada», que es un don especial, hallamos siempre en ella el dedo de Dios. Los cristianos deben revisar sus ideas a este respecto y apreciar las cosas como Cristo las aprecia. Esta vida mística es además fecunda y eficaz. Todo desarrollo completo de la vida teologal constituye, por sí mismo, un foco de fuerza sobrenatural en el cuerpo místico. Cuando juzgamos sobre la eficacia de una vida, hemos de cuidar de hacerlo exactamente, a la manera de Cristo, y no conforme a nuestros criterios demasiado humanos. Ciertamente hay algunos cristianos que apelan con gran facilidad a la «influencia invisible sobrenatural» cuando les falta la «influencia visible». Pero sería igualmente erróneo olvidar la realidad de la influencia sobrenatural ejercida invisiblemente por los grandes espirituales del cristianismo. Bergson ha descrito muy bien este aspecto creador y activo de la vida mística. Estudiando como filósofo a un gran espiritual cristiano, constata que su amor a Dios es en él una fuerza operante. «Porque el amor que le consume no es simplemente el amor de un hombre por Dios, es el amor de Dios por todos los hombres. A través de Dios, por Dios, ama a toda la humanidad con un amor divino... identificado con el amor de Dios por su obra — amor que lo ha hecho todo —, confiaría a quien pudiera interrogarle el secreto de su creación... Quisiera, con la ayuda de Dios, perfeccionar la creación de la especie humana y hacer de la humanidad lo que hubiese sido inmediatamente si hubiera podido constituirse sin ayuda del hombre mismo...» (Les áeux sources de la moraíe et de la religión, p. 249-251). S a n J u a n d e l a C r u z , Vida y obras completas, BAC, Madrid; J . d e G u i b e r t , L'appeí a ía contemplation infuses tradition et opinions, en «RAM», 3 (1927), p. 225-248, 327-360; I . H a u s h e r r , Contemplation et sainteté. Une remarcable mise au point de Philoxéne de Mabboug, en «RAM», 9 (1933), p. 171-195; A. M . G o i c h o n , La vie contemphtíve est-elle possible dans le monde?, Deselle, París.
VII
LA VIDA CRISTIANA MÍSTICA «CARACTERIZADA»
La vida cristiana, vivida en el nivel místico, está sujeta a un desarrollo, con diversas metamorfosis; a veces se dan en ella fenómenos más o menos extraordinarios. Quisiéramos describir ahora la naturaleza y las etapas de esta vida mística «caracterizada», es decir, marcada por etapas claras y bien conocidas a través de la tradición de los grandes espirituales cristianos. No obstante, la lectura de las páginas que siguen puede ser útil a todos, porque todos los fieles cuya vida cristiana se desarrolla en el nivel místico pasan por las mismas fases, de una manera oscura, confusa, transitoria quizá, pero real. La línea general de evolución de la vida teologal es, a pesar de las apariencias, la misma para todos.
1. METAMORFOSIS Y PURIFICACIONES
El nivel místico de la vida cristiana no puede alcanzarse sin que afecten a nuestra vida interior profundas modificaciones. Para llegar a esta unión predominante, casi habitual y sobre todo muy pura, muy «espiritual», en la cual toma Dios la iniciativa de nuestro crecimiento sobrenatural, hemos de despojarnos de todo lo que suponga un obstáculo a la acción divina. En suma, debemos quedar decantados, purificados. Purificaciones que son tanto más duras cuanto más elevado y definitivo sea el resultado. PURIFICACIONES SENSIBLES Y ESPIRITUALES
a) Esta decantación afecta primeramente a todos los elementos de orden sensible. Cuando examinamos de cerca nuestra vida cristiana comprobamos hasta qué punto está mezclada con elementos humanos «sensibles» de todo género, a veces muy legítimos, pero más o menos indispensables. Es la imaginación, que nos ayuda representándonos al Señor, a su Madre,
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a los santos. Es el gozo que nos inunda cuando crece en nosotros el amor a Dios. Es el entusiasmo que nos arrastra al apostolado. Es la alegría de la familia cristiana bien orientada, de los hijos virtuosos. Es la satisfacción de la práctica de las virtudes, del deber de estado cumplido, de una conciencia limpia y clara, de una vida que progresa en la santidad. Todos estos elementos son buenos, legítimos, favorables al crecimiento espiritual hasta un grado determinado; pero no son aún exclusivamente y en «estado puro» el Señor, «su» gozo infuso, «su» felicidad gratuitamente comunicada, «su» entusiasmo en la fuerza del Espíritu. Todo lo que constituía un «valor sensible», en el sentido más general y más legítimo del término, pronto comienza a perder frescor y colorido. Como se marchitan las flores para dejar que el fruto se desarrolle. Se percibe el aspecto humano, limitado, insuficiente, precario, de las imágenes que hasta entonces suscitaban emoción. Las ideas y las doctrinas se revelan en todo su contenido terreno, imperfecto, inadecuado, incluso peligroso, pues lo real está por encima de ellas y, en todo caso, es algo distinto. Los sentimientos de felicidad y entusiasmo aparecen como aleatorios, toscos, frágiles, vanos. Indudablemente sabemos que hay un progreso hacia la meta a alcanzar. Pero todo lo que nos ayudaba, todo lo que atraía, todo lo que nos impulsaba en el orden sensible, se vuelve insípido, apagado, tedioso, insuficiente, pobre; como consecuencia de elio nos encontramos un tanto desorientados, sufrimos por estas pérdidas sucesivas, lamentamos no tener nada sensible adonde asirnos: parece que nos ajamos un poco, como la flor, antes de que aparezca el fruto. b) Pero existen también elementos no sensibles, valores espirituales, que pueden perjudicar a la pureza absoluta de la vida teologal. El espíritu posee también su complejidad, su gravedad congénita, su relativa opacidad. La soberbia ensombrece nuestra inteligencia, la ambición se desliza en los actos más legítimos, la vanidad deja su huella en nuestra conducta; nuestros proyectos se ven afectados por la lentitud; no siempre respetamos la jerarquía de intereses y valores. Hay también móviles demasiado humanos, ideales no decantados todavía, intenciones que no son absolutamente puras, objetivos ligeramente egocéntricos. La propia vida teologal puede verse empañada en su visión de fe, vacilante en el aliento de la esperanza, un tanto fría en la corriente de la caridad. El fiel, con la gracia de Dios, percibe todo esto. Teme reconocer sus imperfecciones y teme también, de otro modo, corregirlas. Es penoso abrir los
ojos a todos los móviles humanos que nos influyen; es igualmente penoso privarse de la ayuda y del contento que nos dan, pese a todo. De ahí que la labor de purificación del espíritu sea exigente, larga. El fiel percibe todo esto y sufre por ello. Sufrimiento de la inteligencia que tiene conciencia perfecta de todos sus defectos, y aún se ponen más de relieve en presencia de la santidad de Dios. Sin embargo, con ellos posee algo humano; porque Dios no se ha comunicado todavía. Es la inquietud, el temor, la obsesión del engaño, la angustia y el miedo. Sufrimiento del amor también. El corazón es perfectamente consciente de las cosas, incluso legítimas, que todavía le atraen. Advierte su carácter precario, vano; reconoce su inanidad. Pero tiene que asirse a algo, amar algo. Y Dios no se ha confiado aún. De ahí que se produzca el desaliento por cansancio, la parálisis por ausencia de amor, la desesperación de no amar suficientemente y ser incapaz de manifestarlo.
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RESULTADOS
¿Adonde conduce esta labor de purificación progresiva de todo lo humano? ¿A la nada absoluta? N o , esto no sería cristiano. Nuestra mística es cristiana. a) La pureza absoluta no es el vacío absoluto, sino la ricjueza divina misma, santa, inmaculada, perfecta. Lo que ha de lograr la purificación es quitar las motas de polvo que manchan el inmaculado esplendor de la vida teologal, su absoluta transparencia, su integridad total. La purificación apunta a una vida teologal plena, totalmente libre de lo que pudiera afectarla, de un modo u otro. Esto no es el vacío, sino el respeto a la riqueza divina. N o es ni siquiera el vacío de todo lo cfue no es Dios o la vida divina. La purificación no puede suprimir al hombre, sus facultades, sus tendencias, su naturaleza. El cristiano conserva las ideas, los recuerdos, las esperanzas de su vocación temporal: «Y así no ha de dejar el hombre de pensar y acordarse de lo que debe hacer y saber, que como no haya afecciones de propiedad no le harán daño» (San Juan de la Cruz, Subida del monte Carmelo, 1. 3, c. 14). b) Para un cristiano, estar purificado es haber llegado a una perfecta disponibilidad y, al propio tiempo, esperarlo todo del Señor. Esta es la purificación que se pide y se exige. La transfiguración teologal, con el completo desarrollo que alcanza en el nivel místico, es un don de Dios. El fiel debe esperarlo todo de Él, cuando Él quiera, como Él quiera, en la
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forma que Él decida. Puede ser inmediatamente o después de veinticinco años, progresiva o súbitamente, gozosa o penosamente, sin pruebas temporales o en medio de las más difíciles tentaciones, en la paz o en las angustias de la fe. Todo esto lleva consigo la purificación última. En realidad, el Señor se manifiesta de manera diferente a cada cual; el fiel debe esperar, aceptar, creer, dar gracias, en todas las dimensiones de esta última purificación.
de la perfección, que no estaba en más que en dar un buen vuelo y acabar de quebrar aquel hilo de asimiento o quitar aquella pesada remora del apetito» (san Juan de la Cruz, Subida del monte Carmelo, 1. 1, c. 11). Este hilo es «un solo apetito desordenado, aun en materia venial», una costumbre sin importancia que no se acaba de desarraigar, una falta' sensible a la que permanecemos atados, i Un hilo! Un solo cordón basta para mantener en tierra al globo cautivo.
ESFUERZOS PERSONALES DE PURIFICACIÓN
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Pero, ¿cómo llegar a esta entera disponibilidad? ¿Qué hacer para realizar la tarea que el Señor exige de nosotros? ¿Cómo participar en la labor de purificación? a) A nosotros nos toca, en primer lugar, lograr la pureza de intención de que tratan todos los autores espirituales. Todos los fieles saben que, rectificando la intención, son más conscientes de sus desviaciones; todos saben igualmente que es austero, penoso y duro reformar lo que reconocemos como egoísta y malo. Rectificar la intención de nuestros actos y de nuestros intentos es someternos a una ascética extremadamente exigente. Todos pueden ejercitarse en ello: en casa, en el trabajo, en la calle y en los salones, en privado y en público; la práctica de la rectificación de la intención es muy purificadora. b) En segundo lugar, mantener en nosotros una gran delicadeza moral. Esta delicadeza está hecha de temor filial, de afecto solícito, de atención amorosa hacia Dios. El fiel, como un amigo cariñoso, como un niño lleno de ternura, está deseoso de agradar en todo a Cristo, su hermano, a Dios, su padre. Quiere evitar por encima de todo desagradarle en nada. Conocemos algunas personas que se comportan así con el prójimo, de un modo natural. Así deberían ser todos los fieles con respecto a Dios. Esta delicadeza es serena y apacible; es muy distinta de los escrúpulos angustiosos, de la minuciosidad un poco maniática, de la rigorista preocupación del deber por el deber. c) Finalmente, para prepararse a la unión profunda con el Señor, el fiel tendrá que cortar todos los lazos, por leves que sean, que le ligan aún, y pese a todo, a una imperfección determinada. «Y así es lástima ver algunas almas, como unas ricas naos cargadas de riquezas, de obras y ejercicios espirituales, virtudes y mercedes que Dios les hace, y por no tener ánimo para acabar con algún gustillo o asimiento o afición (que todo es uno), nunca irán adelante ni llegarán al puerto
Junto a los esfuerzos personales desplegados en nuestra reforma, los hechos y acontecimientos, independientes de nuestra voluntad, vienen en nuestra ayuda para hacernos dóciles, para purificarnos, decantarnos y madurarnos para la vida, incluso para la vida cristiana. a) Primeramente, los sufrimientos físicos, los achaques, las enfermedades. Es raro no padecer alguna miseria física. Hijos o padres enfermos, obreros que sufren accidentes, heridas, accidentes de tráfico, sin contar las desgracias más graves, más definitivas, más desconsoladoras. De todo ello puede derivarse una cierta madurez. Las personas que han sufrido son más maduras; caen mejor en la cuenta de la relatividad de los bienes temporales; aprecian más exactamente la superioridad de las cualidades morales. Comprenden mejor a los demás; son más pacientes, más apacibles, más serenas; la enfermedad las ha liberado de mil defectos comunes a los hombres. Han tenido tiempo de reflexionar sobre el sentido de la vida, sobre la inestabilidad de la salud y de los bienes de este mundo, sobre el valor de los actos y de los proyectos humanos, sobre el precio del tiempo de que disponemos en este mundo. Han adquirido una sabiduría que prepara acertadamente el camino a la purificación de la vida teologal. b) Más purificadoras aún son las miserias morales y los sufrimientos morales. Las decepciones que sufren los que aman les enseñan, y bien pronto en ocasiones, la precariedad de los afectos, los límites de nuestra naturaleza. La inestabilidad de los amigos y de las personas en quienes creíamos poder confiar nos revela, a veces con crueldad, que no hay que contar demasiado con las criaturas y que es preciso fijar en Dios solo nuestra última esperanza. Los mil sufrimientos padecidos por los padres que son verdaderamente «educadores», al ver los altibajos de sus hijos, dejan en ellos su impronta y maduran más juveniles entusiasmos. La conciencia de la propia limitación en lo intelectual, en la cultura, en las cualidades profe-
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sionales, en las oportunidades de la existencia, puede llevar paulatinamente a la medida, a la moderación y a la reflexión sobre las condiciones de este mundo y las de la otra vida. Sin contar los sufrimientos que han de llegar necesariamente algún día, muerte de seres queridos, fracasos, las grandes pruebas de la vida. c) Estas fuentes de purificación son, sin duda, muy humanas, a veces muy materiales. Pero sus resultados pueden ser muy espirituales y muy sobrenaturales. Una larga enfermedad puede acercarnos a Dios tanto como la meditación y tan profundamente como ésta. Un amor que tropieza con la incomprensión o la repulsa puede desligarnos del influjo de las criaturas tanto como las meditaciones sobre la humildad y la inanidad del mundo. Las consecuencias de una mala acción pueden provocar sentimientos tan auténticos como el arrepentimiento de la confesión sacramental. En suma, el progreso en la vida cristiana y sobrenatural depende a veces de hechos físicos, de sucesos humanos, siempre que se acepten como es debido. Sería un error creer — y es lo que sucede a algunos fieles piadosos y asiduos a los ejercicios espirituales — que sólo los medios sobrenaturales pueden producir resultados sobrenaturales. En esta idea hay que hacer distinciones y reservas importantes.
a) En primer lugar hay una purificación que está naturalmente vinculada al crecimiento. La crisálida es el residuo necesario de la transformación de la oruga en mariposa. En la vida teologal este residuo está hecho de todos los elementos humanos que nos ayudaban a unirnos con el Señor en la fe o en la caridad. En sus primeros pasos en la vía de la santificación, el fiel se interesa por las doctrinas de santidad, por los ejemplos de los santos, por las imágenes de los lugares santos, por las ideas y las formas mentales por medio de las cuales nos unimos a Dios. Pero poco a poco — estamos en los comienzos de la transformación — siente que todo esto no es Dios. Estos medios empiezan a pesarle, puesto que no son el término divino. Estos auxiliares creados parecen más bien un velo que oculta la luz divina. Todo esto podía ayudarle, puede ayudarle todavía, pero nada de ello es Dios y puede ocultar a Dios. Los pétalos de las flores son muy bellos, pero si no se marchitan, ¿cómo podrá madurar el fruto? Y es el fruto lo que esperamos. Es, pues, normal que, a través de un proceso natural de maduración, lleguemos a purificarnos de todos estos «medios», o mejor, a desear que estos auxiliares creados sean «puros medios» en el perfecto sentido de la expresión. El «puro medio» se ha convertido en algo tan transparente que ni se advierte. Como quisiéramos que fuesen los cristales de las gafas. Esto supone, para todo el contenido humano de la vida teologal, una importante «purificación», tanto por la amplitud de los elementos a que se aplica, como por la perfección misma de la transparencia que se quiere lograr. b) Dios puede tomar la iniciativa en estas «purificaciones» de los sentidos y del espíritu. Cuando la vida cristiana se eleva al nivel místico, es frecuente que el Señor intervenga en esta maduración teologal y sobrenatural. Entonces la tarea adquiere una fuerza y una eficacia asombrosas, pero también una dureza y una austeridad terribles. La diferencia que existe entre la caricia de una madre y el masaje enérgico que tritura los músculos. Los místicos que han tenido este «terrible privilegio» hablan de esta labor divina en términos que nos parecen excesivos, pero que nos aseguran ser exactos, y tenemos motivos para creerles. Es, nos dicen, la aridez total, una repugnancia universal de lo sensible, un desierto sombrío y desolador. El espíritu está vacío, todo interés ha desaparecido, toda doctrina produce tedio. Es una ausencia total de consolación, de gozo, de tranquilidad. No hay ningún celo, ningún entusiasmo. Tinieblas en la fe, inercia en la esperanza, sequedad en el amor. Escrúpulos
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La purificación progresiva de nuestras vidas se opera también por la maduración espiritual de nuestra propia vida teologal. Ésta, en efecto, como toda vida, puede y debe crecer; y este crecimiento obedece a ciertas leyes, bastante conocidas, gracias a la descripción que de ellas hacen los grandes místicos cristianos. Este «crecimiento de la vida teologal» es lo que denominamos aquí «maduración espiritual», porque el término maduración, vinculado a la imagen del fruto que madura, sugiere adecuadamente lo que tiene lugar en nosotros. La vida teologal «madura», como un fruto, adquiriendo la talla, la firmeza, el sabor, el perfume de lo que está acabado. Esta maduración lleva consigo diversas vicisitudes, períodos de profunda transformación, durante los cuales la vida teologal está sujeta a una especie de «muda» espiritual, de la que sale renovada en apariencia, aunque fundamentalmente es la misma. Ahora bien, toda muda implica que se abandone la antigua apariencia: la serpiente cambia de piel, la mariposa deja la crisálida. La vida cristiana, para llegar al nivel místico, sigue la ley de toda vida.
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y angustias. Una luz divina que nos hace ver con nitidez nuestras miserias, nuestros pecados, nuestra cobardía. La meditación no sirve de ayuda, la oración cansa. La oración vocal no basta. Estas penas del espíritu son como «fuego devorador», como «torturas» que crucifican. Y, además, es imposible saber cuánto durará este estado: «La purgación del sentido se prolonga más o menos con su cortejo de penas y tentaciones; "pero el tiempo que tengan al alma en este ayuno y penitencia del sentido, cuanto sea, no es cosa cierta el decirlo; porque esto va medio por la voluntad de Dios, conforme a los más o menos que tiene cada uno de imperfección que purgar; y también depende de la mayor o menor fidelidad con que se corresponde"» ( V . L e h o d e y , Los caminos de la oración mental, p. 230). Conclusión: Los grandes autores espirituales han descrito prolijamente estas purificaciones «recibidas» de Dios (y llamadas por esta razón «pasivas», por oposición a las «activas», en las que tomamos nosotros la iniciativa), sea en los sentidos, sea en el espíritu. E. S t e i n , La ciencia de la cruz, Dinor, San Sebastián,- H . M a r t i n , Désohtion, en D. Sp., 3, 631-645; H . M a r t i n , Déréíiction, en D. Sp., 3, p. 504-517; R. D a e s c h l e r , Aridité, en D. Sp., 1, 845-855; L . L o c h e t , Purifications apostoUcjues, en «LVS», 33 (1951), p. 572-604.
2. FORMAS CONCRETAS Y ETAPAS SUCESIVAS
La vida mística, cuando es «caracterizada», se desarrolla pasando por etapas bien definidas — al menos en lo que concierne a sus elementos generales—., cada una de las cuales supone un progreso con respecto a la anterior. Es lo que llamaremos los «grados» de la vida mística. Suelen considerarse cuatro grados. Recordemos de pasada que se trata de la vida mística vivida en la realización de la vocación temporal de cada cual: sacerdote, religioso, madre de familia, obrero, empleado. El núcleo teologal va a madurar pasando por las crisis de crecimiento y dando el fruto, mientras se desarrollan actividades temporales. Pasadas las metamorfosis de la purificación, se va a establecer una unión serena y firme, en medio de una existencia temporal. Describimos ahora brevemente y con la mayor sencillez posible las cuatro etapas clásicas, los cuatro grados que describen usualmente los autores espirituales.
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SUMISIÓN DEL LIBRE ALBEDRÍO
Primer grado. Dios tiene cautivo nuestro libre albedrío, dejando una relativa independencia a las demás facultades: entendimiento, imaginación, memoria, actividades diversas. a) Lo que caracteriza a este estado sobrenatural es que el cristiano se siente sujeto a Dios por el Ubre albedrío, mientras siguen su camino las restantes facultades. Es como si, a pesar suyo, fuese un niño al que su madre levanta y toma en brazos; se siente cogido y sujeto, pero es capaz de moverse y de menearse. El anzuelo divino se ha clavado en lo más hondo dei alma, en el libre albedrío; nos retiene. El fiel se siente cogido, ligado, como en la raíz de sus facultades superiores. Esta sujeción a Dios es gozo espiritual. Y un gozo que puede tomar las más variadas formas. Los autores espirituales dan descripciones detalladas. Es la oración silenciosa, inundada de felicidad. Es un «dulce coloquio en una deliciosa intimidad». Es un asombro admirativo y lleno de fervor. Es una unión desbordante de suavidad. Es un impulso hacia Dios para acercarse a su amor. Es una embriaguez espiritual que nos «angeliza», como dice san Francisco de Sales (Tratado del amor de Dios, 1. 6, c. 6). b) Las demás facultades conservan su independencia: no están vinculadas directamente; pero sufren la repercusión de la venida del Señor en el libre albedrío. Quedan iluminadas por la claridad divina que afecta a lo más hondo del alma. Participan, en mayor o menor medida, del gozo de la voluntad. Por lo demás, no están afectadas directamente por el influjo divino. «Las otras potencias, memoria, entendimiento e imaginación, aun cuando se recogen y entran más o menos en un dulce reposo, no se pierden sin embargo, no están fijas en Dios, ni suspendidas. Conservan su libertad; solamente la voluntad está unida por amor; ella es la sola cautiva sin entender cómo y sin hallarse aún del todo abismada en Dios, como le sucederá más adelante» ( V . L e h o d e y , L05 caminos de la oración mental, p. 267). c) ¿Y la vocación temporal de la madre de familia, del obrero, del director, del coadjutor? En algunas ocasiones, escribe santa Teresa, «está el alma que no se querría bullir ni menear, gozando en aquel ocio santo de María; en esta oración puede también ser Marta. Así que está casi obrando juntamente en vida activa y contemplativa, y entender en obras de caridad y negocios que convengan a su estado y leer, aunque no del todo están señores de sí y entienden bien que está la mejor
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parte del alma en otro cabo. Es como si estuviésemos hablando con uno y por otra parte nos hablase otra persona, que ni bien estaremos en lo uno ni en lo otro» (Vida, c. 17). Conclusión.- A este estado se le llama habitualmente «quietud». Dios nos cautiva y la voluntad le recibe y «descansa» en unión amorosa y muy viva. En cuanto a las otras facultades, en lugar de tomar distintas iniciativas, deben acostumbrarse a experimentar el don divino. N o es preciso decir que toda la germinación teologal que esta «quietud» implica, está en el extremo opuesto a la inercia, la somnolencia, el dolce jar niente.
tuales —oración, misa, adoración—. Cuando se halla en este período de la vida espiritual, el fiel acostumbra a reservar a Dios un rato considerable de oración, y será en este momento, sin duda, cuando Dios le manifieste su gracia. Santa Teresa, a pesar de los grandes elogios que prodiga a la unión de amor, prefiere la unión de voluntad: es esta unión la que' ella ha deseado durante toda su vida y ha pedido siempre a nuestro Señor, nos dice. La oración de unión es el camino más rápido para llevarnos a ella, puesto que, en efecto, Dios mismo en esos instantes nos transforma, nos purifica, nos anima y nos transfigura; pero no es el único. Puede llegarse también con esfuerzo, tiempo y trabajo, tan auténticamente como por la gracia del Señor, amorosa y rápida. Conclusión .• Los autores suelen llamar a este estado «unión plena», pues todas las potencias y facultades son cautivadas por Dios. Corresponde a lo que santa Teresa llama las moradas quintas.
SUMISIÓN DE TODAS LAS FACULTADES
Segundo grado. Ahora ya no es sólo el libre albedrío el que está como «colgado» de Dios, sino todas las facultades: memoria, inteligencia, imaginación, voluntad. En el primer grado «la voluntad está cautiva, sin estar del todo abismada en Dios. Esto supone que la luz divina se ha apoderado de la parte superior del espíritu; las otras potencias pueden ser alcanzadas por la acción mística separadamente y de un modo imperfecto, sin perderse ni suspenderse, quedando libres. Aquí, por el contrario, se hallan todas simultáneamente cautivas y plenamente ocupadas en Dios» ( V . L e h o d e y , o. c , p. 280). En suma, todas las potencias están sometidas y, naturalmente, sólo Dios se manifiesta en ellas y las ocupa por entero. a) Las facultades están como cautivas, atadas, sujetas a Dios. Su actividad habitual se ve interrumpida. Los autores espirituales caracterizan este estado diciendo que «las facultades están cautivas», el entendimiento está «sobrecogido y estupefacto». Es imposible cualquier distracción. Como consecuencia de ello, desde el punto de vista de las cosas de la tierra, «están completamente dormidas». Prácticamente no pueden ejercerse. Desde el punto de vista de lo que reciben de Dios, por el contrario, se hallan en un rapto, una luz pura y penetrante, una «posesión íntima y suave». De hecho las facultades no son siquiera conscientes de lo que les sucede — como cuando soñamos despiertos —, sólo más tarde un examen reflexivo permite enfrentarse con la situación de la que se acaba de salir. Esta unión nunca dura mucho tiempo: normalmente, dice santa Teresa, el espacio de un avemaria y, en casos extremos, durante la oración, todo lo más una media hora. b) Durante esta unión, las actividades temporales resultan enormemente difíciles. Cuando su duración es la de un avemaria, no supone gran trastorno. Por otra parte, el segundo grado es concedido por Dios en el curso de prácticas espiri-
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Y ÉXTASIS
Tercer grado. ¿Puede haber algo más que la unión de todas las potencias? Sí, si consideramos la intensidad de la unión y las circunstancias que la acompañan. En efecto, en el tercer grado la unión es más viva y más poderosa, la luz que engendra nos aclara mejor el mundo sobrenatural, la fuerza amorosa que suscita es mayor, el gozo del arrobamiento es más total y, sobre todo, la certidumbre de la presencia de Dios alcanza una firmeza desconocida hasta entonces. De ello se sigue que la enajenación de los sentidos es más patente y la unión del alma a Dios experimenta nuevas formas. a) La enajenación de los sentidos es más clara. «En estos arrobamientos parece que el alma no anima ya al cuerpo; siéntese muy sensiblemente disminuir el calor natural; se enfrían las manos y el cuerpo de manera que no parece tiene alma. El arrobamiento va acortando la respiración, de tal modo que algunas veces no entiende si respira aún. Queda como muerto, sin poder nada por sí; las manos heladas y a veces extendidas como unos palos; y al cuerpo, si le toma en pie el arrobamiento, así se queda o de rodillas. Si a veces se conserva el uso de los otros sentidos por algunos momentos, no se puede, sin embargo, proferir una palabra. Generalmente no se pierde el sentimiento — santa Teresa lo conservaba de tal modo que se veía elevada sobre la tierra—, bien que no se puede hacer nada de sí. Cuanto a lo exterior, no se deja de entender y oír cosa como de lejos; pero, cuando sube el arrobamiento a su más
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alto grado, entonces no se ve, ni se oye, ni se siente» ( V . L e h o d e y , o. c , p. 289). Esta enajenación de los sentidos es aún un signo de imperfección. Proviene de que los sentidos no son todavía ni bastante puros ni bastante fuertes para soportar la acción divina sin desfallecer; «esta gloriosa debilidad» tenderá a hacerse más rara y a desaparecer, a medida que estén mejor preparados para recibir las operaciones de la gracia. Así «los bienaventurados en el cielo tienen el libre y perfecto uso de sus sentidos. La santísima Virgen, más alzada en contemplación que todos los ángeles y santos juntos, no tenía arrobamientos, nuestro Señor Jesucristo gozaba de la visión beatífica sin éxtasis» (o. c , p. 288). b) La unión con Dios conoce nuevas formas. Según santa Teresa, Dios concede entonces al alma una conciencia tal de las realidades sobrenaturales, que habla de «secretos celestiales», de «visiones imaginativas que no puede referir», de «visiones mentales que no puede formular». Esta unión es tan intensa, que mucho tiempo después, durante varios días, la vida interior permanece como quebrantada, bajo el choque y la impronta de la gracia que acaba de recibir. Esta unión es fuente de rápidos progresos en la santidad. El cristiano percibe mejor lo que es la «vida divina», capta mejor la precariedad de las cosas de este mundo, no puede olvidar la atracción divina que ha vivido en esos momentos, está dispuesto a tomar decisiones heroicas. Sin esto, ¿podríamos hablar de verdaderos éxtasis? c) Este grado de unión constituye un beneficio divino singular. Pero no lodos lo reciben. Algunos santos han disfrutado de él en abundancia. «Nada o casi nada de esto leemos, por el contrario, en las vidas de otros grandes siervos de Dios; ninguno de estos divinos favores encontramos en la de san Vicente de Paúl y muy pocos en la de san Francisco de Sales. ¿Acaso no los habían probado o es que pusieron todo cuidado en ocultarlos? No lo sabemos. La perfección no consiste en estos favores místicos, sino en la perfecta caridad, que se descubre por medio de la perfecta obediencia y conformidad a la voluntad divina; para llegar a ella hay que morir a nosotros mismos por la humildad y la abnegación; si nos conducen a tal fin las oraciones místicas con poderosa eficacia, no son el único camino» (o. c , p. 291). Conclusión: Este tercer grado suele denominarse «unión extática»/ no porque se manifiesten en él muchos «éxtasis» — éstos son fenómenos particulares —, sino porque la enajenación de los sentidos que en esta unión se produce constituye
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una especie de estado extático. Corresponde a las moradas sextas en las doctrina espiritual de santa Teresa de Jesús. UNION PERMANENTE Y TRANSFORMANTE Cuarto grado. ¿Hay más todavía? Todos los espirituales responden afirmativamente. La última etapa consiste esencialmente en fijar de modo definitivo y estable la unión que hasta ahora se manifestaba como transitoria. En las etapas precedentes, Dios ha ido apoderándose sucesivamente del ápice de la voluntad, de todas las facultades, incluso del cuerpo; pero estos momentos eran bastante breves y en todo caso pasajeros. En adelante el ser entero quedará sometido de un modo definitivo, permanente. El alma está de tal manera afincada en esta unión, que desaparece la impresión de estar cautiva: Dios la posee tan definitivamente que desaparece la sensación de influjo que dejaban las uniones transitorias. a) El carácter definitivo de esta unión se expresa en todos los espirituales con el vocabulario de los esponsales y del matrimonio. De ahí el nombre de «matrimonio espiritual» dado a este cuarto grado. La expresión designa perfectamente una unión íntima, amorosa, recíproca, fecunda y, sobre todo, definitiva. Santa Teresa describe con abundancia de detalles la «ceremonia» de este compromiso mutuo entre Cristo y el fiel, fuente de unión permanente e indisoluble. b) El carácter transficjurador de esta unión se traduce en otra expresión utilizada para designarla: «unión transformante». Vemos así el efecto peculiar de esta gracia mística. Puede expresarse simplemente como sigue. La gracia santificante nos hace participar realmente en la vida divina y nos hace «deiformes», pero nosotros apenas experimentamos este estado, no lo vivimos de manera consciente. En la unión transformante, el fiel vive esta condición «deiforme», experimenta esta transfiguración sobrenatural, es consciente del cambio que se ha realizado en él, participa verdaderamente de la densidad de conciencia y de amor que hay en Dios; y así habla de efluvios, de olas, de claridades, de heridas. Éste es el efecto de la unión transformante: la transformación sobrenatural existía ya; ahora es vivida y experimentada en el sentido más profundo de estos términos. c) Como todo estado definitivo, esta unión se caracteriza también por la paz, la serenidad. Los «arrebatos impetuosos» son remplazados por una «tranquila posesión». La voluntad de glorificar a Dios es insaciable, pero no impaciente. El deseo de estar definitivamente unido al Señor es inmenso, pero se
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acomoda al servicio de Dios en este mundo y a toda colaboración en su obra. La luz espiritual que recibe el entendimiento es inefable, pero no impide totalmente las ocupaciones externas. «Haciendo las obras de Marta, gusta el alma del reposo de María con más facilidad que antes; siempre que piensa en ello goza de la compañía de su Esposo: y cuando se descuida, Él mismo la despierta» (o. c, p. 296). S a n t a T e r e s a d e J e s ú s , Castillo interior o moradas, en Obras completas, II, BAC, Madrid; V. L e h o d e y , los caminos de la oración mental, ELE, Barcelona; J. L e b r e t o n , Contemplation dans la Bible, en D. Sp., 2, 1.645-1.716; X X X , Contemplation. Ecoles de spiritualité, en D. Sp., 2, 1.716-2.193; L. d e G r a n d m a i s o n , Sur la forme faible de l'oraison de simplicité, en «RAM» (1920), p. 47-49; H . P i n a r d d e l a B o u l l a y e , L'oraison dijfuse, en «RAM», 24 (1948), p. 31-59; G a b r i e l d e S t e . M a r i e - M a d e l e i n e , Le probléme de la contemplation unitive, en «Etudes Carmélitaines» (1947), p. 5-53, 245-277; P . P o u r r a t , Affections. Spiritualité affective, en D. Sp., 1, 235-246.
3. FENÓMENOS PARTICULARES
Elevada al nivel místico, la vida cristiana es objeto a veces de ciertos fenómenos particulares, extraordinarios. Son éstos, dones divinos destinados más bien a manifestar en el mundo las realidades sobrenaturales invisibles. No son esenciales a la vida mística, cuyas fases pueden recorrerse sin que se produzca ninguno de estos fenómenos. No son necesarios a fortiori a la santidad, cuyo criterio es diferente: la perfección de la caridad teologal. Recordaremos algunos de estos fenómenos, los más conocidos de la mayoría de los cristianos. FENÓMENOS
INTERIORES
En primer lugar, ciertos fenómenos llamados «interiores». a) Las revelaciones privadas. Todos los cristianos conocen la revelación «pública», es decir, la palabra de Dios, escrita o transmitida oralmente, y que constituye el depósito de la revelación, cerrado a la muerte del último apóstol. Pero en el curso de los siglos, el Señor ha querido favorecer a algunos fieles con su venida y hablarles de los misterios de la religión, del culto de su Iglesia. Estas revelaciones se llaman privadas. No por ello hay que pensar que carecen de interés: El Señor puede perfectamente desear que en una época dada se destaque una doctrina determinada o una forma de piedad cultual en la Iglesia universal. No obstante una revelación «privada» no es
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la revelación «pública»: ha de estar garantizada por el magisterio de la Iglesia. Y el asentimiento que le debemos no es la «fe divina» con que respondemos a la revelación pública; según los términos del propio Benedicto XIV, es un «asentimiento de fe humana». Estas revelaciones privadas son carismas muy respetables. Una vez garantizados por la Iglesia, la piedad prudente nos obliga a darles nuestra adhesión. Los autores espirituales explican extensamente las normas cfue permiten discernir las verdaderas revelaciones privadas de una serie de manifestaciones sicológicas más o menos admisibles. En la práctica han de evitarse los dos comportamientos extremos. Algunos rechazan categóricamente toda revelación privada no viendo en ella sino ilusiones, estados neuróticos, etc., siendo así que nada impide a nuestro Señor comunicarnos como le plazca, algo de los misterios sobrenaturales, ni precisarnos en privado algún punto del culto del cual es cabeza. Por otra parte, en ciertas épocas, las llamadas revelaciones privadas se multiplican de manera insólita; aunque doctrinalmente no haya error en ellas, no han de aceptarse sin una seria garantía. «Siempre de estas cosas hay que temer hasta ir entendiendo el espíritu. Y digo que siempre es lo mejor a los principios deshacérseles, porque si es de Dios, es más ayuda para ir adelante, y antes crece cuando es probado» (Moradas sextas, c 3, p. 3). b) Estas revelaciones van acompañadas a menudo de visiones. Visiones «corporales» durante las cuales los ojos del cuerpo perciben una forma que se presenta o parece presentarse a nosotros. Decimos «parece presentarse»: en efecto, o bien una forma exterior se presenta verdaderamente, fuera de nosotros, o bien un cambio de orden sobrenatural en la retina puede hacer ver físicamente sin que una forma se halle exteriormente presente. Visiones «imaginativas» cuando percibimos una forma en virtud de una transformación que afecta a nuestra imaginación. Como en un sueño. Pero aquí, la visión es de origen sobrenatural. Por último visiones «intelectuales», cuando se manifiestan a la manera de una presencia cuasi-física, pero de contornos indefinidos. Los grandes místicos, como santa Teresa, san Juan de la Cruz y tantos otros, refieren las visiones que han tenido principalmente en sus éxtasis. Sus testimonios son a la vez tan impresionantes y tan coincidentes, tan formales y tan desinteresados, que no pueden ponerse en duda. Por otra parte el número de seudovisionarios es tal que es necesario guardar la más rigurosa prudencia. Las personas piadosas, sobre todo
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si son hipernerviosas, que están muy agotadas y deseosas de presenciar maravillas, no merecen en principio que se les dé crédito sino con muchas reservas. cj Hay también palabras y voces. Palabras «auriculares», bien porque una persona nos dirija la palabra realmente, bien porque nuestro oído se transforme desde el interior y «oiga», incontestablemente. Palabras «imaginativas», semejantes a las que oímos en los sueños, pero cuyo origen es sobrenatural. Palabras «intelectuales» finalmente, que son como revelaciones más o menos «dichas» a la inteligencia. Desde san Pablo hasta los místicos actuales es constante el testimonio de la existencia de estas «palabras inefables»; y no puede negarse la posibilidad de que se produzcan en ciertos casos. Estas palabras son, a fin de cuentas, una señal de la unión más y más íntima que existe entre el místico y Dios. Aparecen generalmente después del climax del éxtasis, cuando éste disminuye en intensidad. A estos fenómenos han de aplicarse las normas de discernimiento que da santa Teresa para las revelaciones privadas. Hay demasiadas personas piadosas que escuchan una «voz» que les habla.
Pero de suyo no hay nada que pruebe, a priori, la imposibilidad de tales fenómenos. c) Efluvios luminosos. Dios permite en ocasiones que la persona por Él favorecida se vea rodeada por un aura luminosa o coronada por una especie de aureola. Pensamos inmediatamente en la transfiguración de Cristo tal como nos la cuentan los evangelistas. Nada impide que los cuerpos de los fieles dotados de carismas gocen también de un cierto resplandor sobrenatural, como el que está prometido al cuerpo glorioso. La literatura hagiográfica oriental ha subrayado especialmente este aspecto de los dones místicos. Las circunstancias determinarán si debe dárseles crédito en cada caso concreto. d) Muchas veces ha sucedido que, al hacer el reconocimiento del cuerpo de un beato, se desprenda del ataúd un perfume agradable. No tenemos ninguna razón para sospechar de la buena fe de las personas que nos garantizan la verdad de este hecho. Lo mismo que no podemos fijar a Dios los límites de sus intervenciones extraordinarias. La prudencia de la Iglesia en estas cuestiones es para nosotros una garantía de la autenticidad de los hechos reconocidos.
FENÓMENOS
J . G . A r i n t e r o , Cuestiones místicas, BAC, Madrid; H. T h u r s to n , los fenómenos físicos del misticismo, Dinor, San Sebastián; J . M . E s c á m e z , La teología y ios epifenómenos religiosos, en «Teología espiritual», 1 (1957), p. 115-123.
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EXTERNOS
a) La estigmatización es la impresión de las llagas sagradas de Cristo en las manos, en los pies, en el costado y, a veces, en la frente. Estos estigmas aparecen súbitamente. A veces desaparecen y se repiten con una periodicidad más o menos fija, coincidiendo con los días consagrados a la memoria de los sufrimientos del Salvador. En otros casos, el fiel queda marcado de modo duradero. Testimonio carismático de los sufrimientos del Verbo hecho hombre, estos estigmas van acompañados siempre de dolores padecidos en unión a la pasión de Cristo. En algunos casos sangran las llagas. Los remedios de la medicina son insuficientes para suprimirlas. La Iglesia se ha mostrado siempre muy desconfiada acerca de estos carismas, pues se han descubierto supercherías. Pero no sería justo no ver en ellos más que superchería. b) La levitación es otro fenómeno sobrenatural, probado también de manera incontestable. El cuerpo parece hacerse perfectamente ágil y sutil, se eleva sobre el suelo, se mantiene elevado e incluso se desplana y va por los aires. Uno de lew «especialistas» de este don carismático es san José de Gupertino, de quien se cuentan las cosas más asombrosas. En los procesos de canonización o de beatificación no se recogen los casos de levitación salvo cuando son absolutamente seguros.
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Problemas de crecimiento
VIO
PROBLEMAS DE CRECIMIENTO El cristiano que, decididamente, se esfuerza por crecer en la vida cristiana, llega en ella a momentos difíciles, hasta penosos. El alma delicada se pregunta muchas veces si sus actos son puros y perfectos, pero ¿no es escrupulosa? El fiel que ama a Dios se pregunta si debe seguir esta inspiración o aquella otra, pero eviene de Dios? De aquí el problema de los escrúpulos y el del discernimiento de las buenas inspiraciones que serán objeto de este capítulo. 1. FERVOR Y TIBIEZA FERVOR
a) El fervor es el estado de alma característico de quien desea ardiente y decididamente crecer en santidad. No hay crecimiento para las almas apagadas, mediocres, tibias. El fervor es un arranque, un impulso interior, un resorte íntimo, que «lanza» al cristiano, anima su vida, le da «aliento», como en una competición deportiva. Es muy fácil aquí la comparación con el orden humano. Cuando decimos de una persona que es «ferviente» de la música o del fútbol, no nos referimos al oyente ocasional de un concierto mundano o al tranquilo espectador que encuentra divertido ver a veintidós muchachos dando patadas a un balón de cuero. Las personas fervientes manifiestan una especie de «efervescencia», en el sentido literal del término, un ardor, «un gusto vivo y un deseo», una vitalidad siempre renovada. Basta que se hable de música y se atrae la atención, prende el interés, la memoria adquiere repentinamente una rara fidelidad, se crean y se organizan proyectos como por encanto; somos «fervientes» y «ardientes». El esfuerzo por la santidad implica también un estado de alma de este tipo, incluso sicológicamente. ¿Suele decirse así? Pero, ¿cómo se explica este fervor? En los ejemplos citados, la música o el fútbol son considerados como valores, y valores muy altos. Si carecemos de fervor habremos de encontrar,
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redescubrir — o descubrir por primera vez —, el singular valor de la santidad cristiana. Este descubrimiento es algo interior, sin duda; no nos pone aún en disposición de recibir la gracia; no nos hace vivir virtuosamente, pero es indispensable. A propósito de este valor podríamos recordar las palabras del evangelio relativas al «reino de Dios». Es la «perla preciosa»; para adquirirla, el aficionado lo vende todo, lo abandona todo; porque nada puede compararse a este bien supremo. ¿Hemos hecho alguna vez este descubrimiento? bj Este fervor ha de darse en todos los fieles, cualquiera que sea su condición y su estado. Es imperdonable e injustificable ligar el fervor a unas determinadas condiciones de existencia. La profesión se elige conforme a las exigencias de nuestro temperamento, de nuestro medio, de acuerdo con nuestras posibilidades; y considerando el mundo en su totalidad, es evidente que todas las condiciones posibles deban estar en ella representadas. Pero la santidad se propone a todos y es realizable en todas partes, al menos en todo estado de vida que no sea esencialmente malo en sí mismo. El fervor debe ser atributo de todos los que pretenden seriamente ser santos: en el matrimonio como en el celibato, en el sacerdocio como en la vida laica, en el estado religioso como en el ministerio diocesano, en la fábrica como en el convento. GENEROSIDAD
a) Junto con el fervor, la generosidad. Toda gran obra exige un corazón noble y generoso. No podemos pensar en una santidad sin generosidad. Desear la santidad sin grandeza de alma es un engaño, ya seamos seglares, religiosos o sacerdotes. Hemos, pues, de evitar reducir el tema de la generosidad a un determinado estado de vida, exclusivamente, y como algo natural. bj Esta confusión no parece que sea mera hipótesis, puesto que la sagrada Congregación de asuntos eclesiásticos extraordinarios, en una carta de 13 de julio de 1952, transmitió al obispo de Namur, por medio de la nunciatura apostólica de Bruselas, una nota de la que extraemos dos pasajes significativos. Así, comprobamos la necesidad de precisar el lugar de la generosidad. Estas explicaciones, dadas in recto al clero secular, valen — servatis sewandis — para seglares también. «Cuando se dice que un sacerdote que quiere tender a la perfección debe hacerse religioso o, por lo menos, ser miembro de un instituto secular; cuando a un muchacho que vacila entre el sacerdocio secular y la entrada en religión se le responde
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que es una cuestión de generosidad; cuando se asegura que quien se decide por el clero secular no es lo bastante generoso para entregarse al servicio de Dios; cuando a un muchacho que vacila en este sentido se cree no poder aconsejarle que entre en el seminario en lugar de entrar en religión; si algunos llegan hasta afirmar que la Iglesia tolera el clero secular como un mal menor, pero que el ideal sería que todos los sacerdotes fuesen religiosos: existe un mal entendido y una equivocada aplicación de la alocución del santo Padre de 8 de diciembre de 1950 (AAS, 43 [1961], 26-36). Los obispos hacen uso de su derecho si se oponen a una propaganda de reclutamiento por parte de las sociedades religiosas que tenga fundamentos teóricos inexactos y susceptibles de inducir a error, que, en la práctica sea al menos poco leal, y si le trazan, por decisión administrativa, justos y firmes límites... »No es pues la perfección del individuo la que está en discusión. Ésta se mide por el grado de amor, de "caridad teológica", que en él se realiza. El criterio de la intensidad y de la pureza del amor es, según las palabras del Maestro, el cumplimiento de la voluntad de Dios. El individuo es personalmente ante Dios tanto más perfecto cuanto más perfectamente cumple la voluntad divina. En esto poco importa el estado en que vive, que sea seglar o eclesiástico y, para el sacerdote, que sea secular o regular. »De ello se sigue que no sería justo decir que el sacerdote secular, en lo que concierne a su santidad personal, esté menos llamado a la perfección que el sacerdote regular; o bien, que la decisión de un muchacho por la vocación sacerdotal secular sea determinación a una menor perfección personal que si hubiese elegido el sacerdocio en el estado religioso. Puede suceder que sea así; puede suceder igualmente que la elección que hace una persona de un estado distinto del estado de perfección venga dada por un mayor amor de Dios y por un espíritu más elevado de sacrificio que la elección del estado religioso por otra persona» (texto completo en «Ecclesia», 1 [1952], p. 483).
impulsos de abnegación, apaga toda la vida de la religión. Esta enfermedad espiritual tiene un diagnóstico fácil, gracias a ciertos síntomas inequívocos. En primer lugar una cierta relajación teórica: los criterios son amplios, demasiado amplios, las apreciaciones se dulcifican y se inspiran en puntos de vista más bien mundanos; el sentido del pecado se difumina; el espíritu de reparación se oscurece casi por completo. Después se insinúa progresivamente una relajación práctica-, el deber de estado se reduce al mínimo o a prestaciones que agradan naturalmente; los deberes familiares se abandonan al impulso del momento, los deberes religiosos se vacían de caridad. Por último, y éste es un síntoma peculiar, la vida moral se reduce cada vez más a fijar el límite entre el pecado mortal y el venial, para las diferentes virtudes, con la intención, más o menos confesada, de ir tan lejos como sea posible, pero sin franquear la línea de demarcación. b) La causa más típica de la languidez espiritual es la aceptación habitual del pecado venial consciente. Quien no «se preocupa de los pecados veniales» se sitúa necesariamente en un nivel espiritual «mediocre»-, elige la tibieza. Los fieles que «viven» verdaderamente su vocación sobrenatural pueden ser débiles, incluso pecar gravemente algunas veces; pero luchan, se levantan, jamás se acostumbran en la tibieza. En tanto que los «tibios» se instalan conscientemente en una mediocridad calculada: sin pecado grave, porque las consecuencias son bastante enojosas a pesar de todo; y sin fervor tampoco, porque el fervor exige una vitalidad que molesta también; por tanto, en una «áurea mediocritas», una dorada medianía. Recordemos el apocalipsis y las imprecaciones del Señor contra ciertas comunidades cristianas de Asia. «Tengo contra ti, dice a la Iglesia de Éfeso, que dejaste tu primera caridad. Considera, pues, en dónde has caído, y arrepiéntete, y practica las obras primeras» (Apoc. 2, 4-5). Léanse los reproches dirigidos a la Iglesia de Laodicea: «Conozco tus obras y que no eres ni frío ni caliente. Ojalá fueras frío o caliente, mas porque eres tibio... estoy para vomitarte de mi boca... Ten, pues, celo y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo» (Apoc. 3, 15-20).
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TIBIEZA a) La tibieza, por el contrario, es una especie de entumecimiento y de languidez espirituales. Se caracteriza por una falta de impulso, de energíja. N o consiste en un determinado acto reprensible, sino en un estado de alma, una actitud moral, un comportamiento interior, que afecta a todos los actos y a todos los movimientos. Paraliza nuestra delicadeza espiritual, pone trabas al vuelo de la caridad, ahoga poco a poco los
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REMEDIOS ¿Remedios para la tibieza? Pueden darse muchos. Todo ejercicio espiritual puede ayudarnos a salir de ella. a) Pero señalemos en primer lugar: un poco de mortificación física extraordinaria. No se trata de muchas ni muy gran-
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des mortificaciones, sino de algo físico y no habitual. Esto sacude nuestro entorpecimiento, siquiera por el efecto sicológico que produce. Esto nos despierta un poco, al menos cuando se trata de tibieza y no de acidia, que es una fase penosa del progreso en la fe. Para sacudir nuestro entumecimiento hay que acudir a veces a la penitencia; la experiencia muestra su eficacia y esto basta. b) Por otra parte, un buen recogimiento nos ayudará también a recobrar la energía espiritual. Al decir «un buen recogimiento» nos referimos a un día de verdadera reflexión, voluntariamente dedicado a ello, a fin de considerar sinceramente la situación, para tomar una buena decisión. Hay muchos retiros que pierden su sentido y su valor por falta de autenticidad, de deseo de cambiar, de voluntad de progreso. Mientras que un simple reajuste, serio y decidido es muy beneficioso. c) Finalmente, Dios viene a veces en nuestra ayuda por medio de un acontecimiento imprevisto. Con frecuencia es necesaria una buena sacudida: una enfermedad, por ejemplo, que pone de repente al alma cara a la eternidad, o bien la pérdida de seres queridos, reveses de fortuna, una humillación pública y, en general, todo lo que opera en nosotros un desprendimiento saludable y nos hace sentir de cerca la inanidad de las criaturas, de los bienes temporales, de los placeres. Muchas veces estos acontecimientos, por dolorosos que sean, constituyen una gracia especial, concedida por Dios en su amor misericordioso. Si es comprendida y aceptada como tal por el que la recibe, será el principio de una vida nueva, el comienzo de una transformación radical.
mente o tienden al exceso. Después de algunos años el sistema nervioso sufre las consecuencias y, a veces, por mucho tiempo. a) Así se explican ciertas formas benignas o graves de neurastenia-, dolores de cabeza, insomnios, fatiga general, falta de apetito, etc.; este estado de salud plantea problemas a quien desea meditar, mortificarse, progresar. A veces es conveniente seguir un tratamiento médico, y el director habrá de buscar un régimen espiritual adecuado al estado nervioso. b) Hay también ideas fijas, incluso obsesiones. Sin duda las personas que las sufren son culpables de ello, inconscientemente. Salvo casos excepcionales y muy tristes, quienes se ven afectados por estas ideas fijas han cometido exageraciones, excesos, han descuidado el descanso o la distracción, tienen una falsa idea de la ascética. Pero el hecho existe. Ideas fijas absurdas, ganas de blasfemar cuando se está en una iglesia, ganas de reír cuando se debe callar y otras «incoherencias» que se advierten perfectamente, pero que no se consiguen dominar y llegan a hacer dudar de la legitimidad del «esfuerzo» de santificación. ¿Puede fatigarse más —porque este esfuerzo es fatigoso — una persona que tiene ya los nervios debilitados? c) La histeria. No se trata aquí tampoco de casos extremos, sino de histéricos en un 10 ó un 15 por ciento. Se revelan por ciertos síntomas: una susceptibilidad exagerada, un poco de autosugestión, una inconstancia asombrosa, manifestaciones externas fuera de tono, errores e imaginaciones fantásticas, inspiraciones más o menos místicas, etc. No puede pedirse a estas personas un régimen de vida que exacerbe aún más sus nervios y su excitabilidad.
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LOS ESCRÚPULOS J . M a c A v o y , Crises afjectives et spirituelíes, en D. Sp., 2, 2.537-2.556; J . d e G u i b e r t , Médiocrité spiritueííe, en «RAM», 11 (1935), p. 113-131; G . B a r d y , Acedía, en D. Sp., 1, 166-169.
2. TEMPERAMENTOS ESCRUPULOSOS ANOMALÍAS
SICOLÓGICAS
La vida moral y los aotps de santificación resultan muchas veces ásperos y difíciles a causa de ciertas anomalías sicológicas más o menos graves, pero que no pueden ignorarse o dejar a un lado. Entre las personas que desean la santificación hay muchas que no se adaptan fácilmente, se fatigan exagerada-
Por último, los escrúpulos, de los que vamos a hablar con más detenimiento. a) Los escrúpulos son, sobre todo, una enfermedad de la voluntad. El escrupuloso es buen moralista y tiene una gran lucidez cuando se trata de los demás. Muchas veces puede razonar serenamente sobre su propio caso. Pero incluso cuando ve claro, no tiene fuerza de voluntad para imponerse una solución. Actúa y vive como si esta solución no fuese buena, y acertada. Continúa ansioso, no siempre especulativamente, pero sí prácticamente, en la vida y en los actos. De ahí los sufrimientos, las ansiedades, las fatigas, a veces mínimas y a veces intolerables y extremadamente penosas. De una manera esquemática puede decirse que el escrúpulo es «el temor infundado de haber pecado». Se teme haber pecado sin conseguir
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liberarse de esta impresión que es profunda, tenaz. Y sin embargo este temor es infundado; con frecuencia el escrupuloso lo sabe muy bien. Sabe, teóricamente, que este temor es irrazonado, sin fundamento. Pero sigue dentro de él, en tensión, le inquieta, le enerva, le asalta una y otra vez y le impide tener paz. b) Hay que distinguir cuidadosamente el escrúpulo de la conciencia delicada. Ésta implica la preocupación de agradar en todo al Señor, el deseo de evitar en absoluto toda falta venial y toda imperfección. La conciencia delicada es, pues, un poco inquieta, como lo es el niño que no quiere disgustar a su madre; pero esta inquietud está llena de amor y de atención filial. Una conciencia delicada teme el pecado, como un hijo teme entristecer a sus padres, pero este temor nace del deseo de agradar en todas las cosas. En suma, si bien la conciencia «delicada» puede presentar estados de alma con las mismas características que presenta el escrúpulo, la naturaleza íntima de estos estados de alma es completamente diferente. Y la delicadeza de conciencia puede ser compatible con una paz y una serenidad perfectas. CAMPO DE APLICACIÓN
a) En concreto se constata que el escrúpulo se da con frecuencia en el terreno de la castidad. Si se curasen los escrúpulos de esta clase, el número de éstos disminuiría considerablemente. El que es escrupuloso en materia de castidad se ve perseguido por la idea obsesiva de que ha pecado contra la pureza. En primer lugar esta materia le asusta. El pecado mortal está en todas partes. Sus educadores le han descrito este vicio de un modo tan terrible que no podrá olvidar nunca su horror. O bien siente una especie de repulsión y de temor físicos con respecto a este terreno misterioso y peligroso. En resumen, sea por su educación, sea por su naturaleza, siente aprensión, tiene miedo. Por otra parte el campo de la castidad — del pudor a la impureza— es tan amplio y tan vario que es casi imposible no encontrarle en todas partes de algún modo. Los ojos no pueden apartarse de todo y de todos. Es imposible no leer nada; aun en los anuncios de los periódicos puede hallarse materia de pecado. Los exámenes de conciencia, por el recuerdo, reavivan pensamientos e imaginaciones. En resumen, si todo lo que cae dsntro del campo del pudor y de la pureza suscita ipso facto un sobresalto de temor y, por tanto, de pensamiento, de atracción, de consentimiento, dirá el escrupuloso, la situación se hace absolutamente inextricable. Y de hecho, para los escrupulosos de este tipo, la vida puede resultar
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más que difícil. No mirar nada, no leer nada, no tocar nada... y sería preciso no pensar, no imaginar; lo que es igual a no vivir. Éste es el caso de muchas personas y es un sufrimiento enormemente doloroso, más allá de lo que podamos imaginar. b) No obstante, el escrúpulo puede ser más universal y referirse al conjunto de la vida moral. O puede también afectar a un sector de la vida moral: por ejemplo, los ejercicios de la virtud de la religión, porque conciernen a Dios. Entonces el escrúpulo es una especie de ansiedad generalizada. El mal, por estar más difuso, no es menos acuciante. Es la «necesidad de vivir» la que al fin y al cabo obliga casi al enfermo a desembarazarse de estas molestias; pero reaparecen a la primera ocasión. Felizmente en ciertos períodos las dificultades disminuyen; parece que la situación se aclara un poco, del mismo modo que a un tiempo lluvioso y cubierto suceden días hermosos. Estas beneficiosas escampadas permiten al «enfermo» respirar un poco; pero no siempre son duraderas. Y así va pasando la vida. La situación mejora en algunas ocasiones, principalmente cuando los nervios están descansados. Pero, ¿pueden estarlo verdaderamente en estos casos? O bien empeora cuando las dificultades o contrariedades de la vida provocan una fatiga nerviosa más acusada. R.EMEDIOS
a) ¿Remedios? En primer lugar, el escrupuloso habrá de asegurar un descanso a sus nervios, tan completo como sea posible. Es esta la condición «sine qua non», para poder dominar progresivamente su debilidad voluntaria y síquica. Nervios en reposo. Deberá evitar, pues, todo excesivo cansancio, alejar toda contrariedad que le deje abatido, todo trabajo que sea agotador para su cerebro. Los escrupulosos no suelen aceptar este consejo: es demasiado simple y no lo bastante «intelectual» o «sobrenatural». Las circunstancias de su vida pueden impedirles tomarse el tiempo requerido para asegurar un reposo tan perfecto. En tal caso deben hacer todo lo que puedan para lograrlo. b) En segundo lugar, el escrupuloso habrá de confiar por entero en una persona. Este «por entero» debería subrayarse no una sino diez veces. La confianza, o es total, o es perfectamente inútil. El escrupuloso que va de una persona a otra está perdido. El confesor que acepta una confianza no «entera» pierde su tiempo y se lo hace perder al penitente. Debe permitir una vez que se exponga con detalle la situación. Y cuando se dice «una vez» puede ser una vez al año, siempre que
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sicológicamente, para el penitente, esto sea excepcional y no habitual. Debe negarse a oír explicaciones y comentarios: el confesor los conoce de sobra. Este rigor extremo en pro de la eficacia y para mayor bien del escrupuloso es absolutamente necesario. Puede ser de gran ayuda para el penitente, atenuando paulatinamente su mal, como podrá comprobarse de seis en seis meses, con altibajos, evidentemente, y sin pensar en la posibilidad de una completa curación, que raras veces es posible. Lo importante es que la vida del escrupuloso sea «viable». c) Para ayudar al escrupuloso en su vida cotidiana, el confesor habrá de darle una norma de conducta. Esta norma debe ser muy sencilla, muy certera. Se formulará con preferencia en forma negativa: Mientras no haya ejecutado tal acto externo, cierto, etc., debe usted comulgar sin confesión. La fórmula negativa permite que la regla sea clara, sencilla, concreta, sobre todo cuando el escrúpulo afecta a una o dos materias determinadas. Finalmente, la regla, a fin de ser clara y concreta, podrá ser un poco audaz y pasar por alto ciertos hechos o movimientos que, en un determinado «enfermo» y en un momento concreto, no serán falta grave. ¿Por qué abrumarle más con una serie de restricciones? El remedio perdería fuerza, si no toda su eficacia. d) Por lo demás, debe recordarse al escrupuloso que la santidad es tan posible para él como para los demás, siempre que cumpla, por caridad hacia Dios y el prójimo, los deberes de su estado, tranquila, cuidadosamente. La santificación por la perfección en los actos del momento presente. La santificación conforme al cristianismo sencillo y práctico, si podemos expresarnos así, de Santiago y san Mateo. No es el momento de las síntesis paulinas ni de las visiones de san Juan. No es conveniente tamooco insistir sobre el lado bueno de los escrúpulos, como medios de humillarse y de purificarse, etc. Esto es muy cierto; pero vale más evitar pensar demasiado en lo que, a fin de cuentas, es una «dificultad mecánica» sin la cual puede pasar. J . D . C o r c o r á n , Análisis tomístico y cura de la escrupulosidad, en «Teología espiritual», 2 (1958), p. 43-59; A . S n o e c k , La pastoraie du scrupule, en «Nouv. Rev. Th.», 79 (1957), p. 371-387, 478-493; L . B. G e i g e r , N . M a i l l o u x , , La théologie du scrupule. La pastoraie des scrupuleux, en «Supl. LVS»,V9 (1956), p. 400-439.
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3. EL DISCERNIMIENTO DE LAS BUENAS INSPIRACIONES
El esfuerzo que supone el crecimiento hace surgir inevitablemente una pregunta: ¿Cómo saber que esto es mejor que aquello? ¿Cómo discernir las verdaderas inspiraciones de las sugestiones de mi imaginación? ¿Cómo salir de dudas? A este problema suele darse el nombre de «discernimiento de los espíritus». La expresión es antigua y no cuadra a la mentalidad moderna, que puede ver en ella una alusión al esperitismo. ¿Se trata simplemente de saber si nuestras inspiraciones vienen «de los espíritus buenos o de los malos», es decir, de Dios, de los ángeles, del demonio, del mundo o de nosotros mismos? Esto preocupa necesariamente a quienes desean progresar, «obrar mejor», «someterse a la voluntad de Dios». Desde la antigüedad, los autores espirituales, como Casiano, san Bernardo, santo Tomás, san Ignacio, san Francisco de Sales, han propuesto ciertas reglas que permiten — en la medida de nuestras posibilidades y medios — distinguir las «buenas inspiraciones» de las que son engañosas o simplemente malas. CRITERIOS GENERALES
a) En los casos importantes es bastante fácil discernir lo que procede de los «buenos espíritus» y lo que viene de los «malos espíritus». Cuando sentimos la atracción del pecado sabemos muy bien de dónde viene la inspiración. Y cuando nos sentimos inclinados a observar los mandamientos, a someternos a Dios, etc., conocemos sobradamente la fuente de esta disposición. El buen espíritu es suave, pacífico, tranquilo, modesto, humilde, verdadero y leal, amigo de la concordia y de la unión, paciente y enérgico a la vez, activo y apostólico. En cuanto al espíritu maligno, escribe san Francisco de Sales, «es turbulento, áspero, inquieto, y los que siguen sus sugestiones... son testarudos, orgullosos, entrometidos y enredadores, que bajo pretexto de celo lo trastuecan todo, censuran a todo el mundo, reprenden a uno, critican a otro; son gentes sin compostura, sin condescendencia, que no soportan nada, que se dejan llevar de las pasiones del amor propio pretendiendo que obran con celo de la gloria de Dios» (Tratado del amor de Dios, 1. 8, c. 12). bj En cuanto a las cosas pecjueñas, no es conveniente conceder mucho tiempo a reflexiones o vacilaciones. Hay que decidirse, por la mejor de nuestras posibilidades, y después obrar con cuidado y con caridad. Las tergiversaciones, cuando
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la diferencia entre dos posibilidades es mínima, serían un mal y un obstáculo a la santificación. «En los actos menudos de todos los días, dice san Francisco de Sales, en los que la falta no tiene consecuencias ni es irreparable, ¿qué necesidad hay de estar preocupado, vigilante, ocupado en hacer consultas inoportunas? ¿Para qué voy a gastar tiempo en saber si Dios prefiere que rece el rosario o el oficio parvo... que vaya al hospital a visitar a los enfermos o a las vísperas, que vaya al sermón o a una iglesia en donde puedo ganar indulgencias...? Es preciso ir de buena fe y sin sutilezas, en tales casos; y como dice san Basilio, hacer libremente lo que nos parezca bueno, para no cansar nuestro espíritu, perder el tiempo y ponernos en peligro de inquietud, escrúpulo y superstición (Tratado del amor de Dios, 1. 8, c. 14).
ayuda a decantarnos, a despojarnos de nosotros mismos para no tener sino a Dios, en la oscuridad de la fe. No perturba la serenidad radical, en el fondo de nuestra alma, fundada en la confianza en Dios. No perjudica a nuestro deber profesional o apostólico. Aparece claramente como una prueba saludable, como un castigo merecido por nuestros pecados, como una llamada al orden que proviene de Dios para nuestro bien.
CONSOLACIÓN
Y DESOLACIÓN
a) Las personas fervientes son objeto, en ocasiones, de lo que se ha denominado consolaciones espirituales. ¿Provienen del buen espíritu o del maligno? Hemos de desconfiar de ellas cuando nos retienen más que el Señor, cuando nos hacen importantes a nuestros propíos ojos, cuando les damos un significado desproporcionado, cuando halagan nuestra vanidad, cuando hacemos de ellas el objeto de nuestras preocupaciones e indagaciones. Pero pueden ser excelentes y venirnos de la bondad divina: entonces aparecen sin que las busquemos e incluso cuando las tememos, favorecen la caridad y el cumplimiento del deber de estado, avivan nuestra gratitud hacia Dios, van acompañadas de paz y de serenidad espiritual. Viniendo del cielo, estas consolaciones son para nosotros un signo de Dios, que nos da una anticipación de lo que será la bienaventuranza, tras el período sombrío y oscuro por el que habremos de pasar muy pronto: en este momento, en la oscuridad de la fe, el recuerdo de la luz recibida en otro tiempo nos alentará a someternos y perseverar. b) Puede suceder también que atravesemos un período de desolación espiritual. Ésta puede proceder igualmente de Dios o del demonio. Es mala cuando nos entristece y nos desalienta hasta el punto de descuidar nuestras prácticas, nuestras resoluciones, nuestro deber de estado. O cuando embrolla nuestro espíritu, haciéndonos escrupulosos, vanamente inquietos, complicados, retorcidos. O cuando nos deja en un estado de postración que nos impide orar, trabajar, cumplir nuestro deber con celo: «por sus frutos la reconoceréis». Pero la desolación espiritual puede venir de la gracia. Y entonces nos
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CRITERIO ULTIMO
Las decisiones de la vida moral y de la santidad son tomadas, en definitiva, por la conciencia personal. Así, pues, debemos afinarla y hacerla tan delicada y tan sumisa como sea posible a la acción del buen espíritu, y tan refractaria y fuerte como sea posible a la acción del espíritu maligno. Por ello, cuanto mayor sea nuestra docilidad a la mano de Dios, más sencilla será la elección, porque estaremos más «sensibilizados» a la acción del Espíritu. Pero si nuestra vida no está inclinada y sometida habitualmente a Dios, no seremos sensibles ni captaremos las leves señales de los deseos y las llamadas divinas. Los cristianos deseosos de progreso habrán de afinar sobrenaturalmente su conciencia, si quieren resolver con más facilidad los problemas relativos a la orientación concreta de cada uno de los actos de su vida. Para controlar y regular este criterio personal, tienen indicaciones objetivas: los preceptos generales de la Iglesia y sus directrices en materia de vida moral y de santificación; un «buen espíritu» no sugiere nada que esté en oposición con los deseos de la Iglesia de Cristo. Además, cada cual, cuando sea necesario, utilizará el control espiritual de su director o de su confesor; éste puede cumplir con precisión el papel de arbitro en la elección y en la decisión que se ha de tomar. «Cuando Dios lanza inspiraciones a un corazón — dice san Francisco de Sales —, la primera que infunde es la de la obediencia» (Tratado de amor de Dios, 1. 8, c. 13). J . G u i l l e t , G . B a r d y , Discernement des esprits, en D. Sp., 3, 1.222-1.291; W . D i r k s , Comment reconnaitre ce efue Dieu attend de moi?, en «Supl. LVS», 4 (1951), p. 243-270; L . P o u l l i e r , Consoíation spiritueWe, en D. Sp., 2, 1.617-1.634; H . M a r t i n , Désoíation en D. Sp., 3, 631-645.
SEXTA
PARTE
INSTRUMENTOS Y CONDICIONES DE S A N T I D A D
I
EL EJERCICIO DE LA MEDITACIÓN Y LA ORACIÓN Al hablar de la naturaleza de la santidad, hemos insistido sobre la necesidad de desarrollar todos sus aspectos: la vida teologal, participación en la vida de Dios, y la vocación temporal, participación en la vida de este mundo. En este capítulo quisiéramos examinar uno de los medios indispensables para asegurar la vitalidad de esta vida teologal: el ejercicio de la meditación y la oración. Si queremos hacer más o menos «actual», más o menos «consciente», la vida teologal a lo largo del día, es indispensable que la vivamos por algún tiempo, como un ejercicio. La vivimos con exclusividad durante un lapso de tiempo, a fin de conservar suficientemente su espíritu durante las actividades cotidianas. Consideraremos, pues, la oración y la meditación solamente en su aspecto de «ejercicio», como «medio» para llegar al «fin» perseguido, a saber, asegurar la vitalidad teologal durante todo el día. Es evidente que este ejercicio de oración, por el hecho de implicar actos de religión, de caridad y de fe, puede ser considerado como oración teolgal, y ya dijimos en la primera parte que la vida teologal es un constitutivo esencial de la vida cristiana y de la santidad cristiana. Pero existe también un ejercicio de vida teologal que es lo que aquí estudiamos. 1. PRINCIPIOS GENERALES NECESIDAD
El ejercicio de la meditación y la oración es absolutamente necesario. a) Esta necesidad se basa en muchas razones. La meditación nos habitúa a la reflexión religiosa y nos permite conocer el pensamiento divino. Nos ilumina sobre nosotros mismos y especialmente sobre nuestra vida interior. Nos muestra el valor de las virtudes cristianas y la belleza de la santidad. Nos hace ver la malicia del pecado y los medios de evitarlo. Proporciona un alimento a nuestra fe y a nuestra caridad.
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Instrumentos y condiciones de santidad
Fortalece la voluntad dándole móviles de acción y ejemplos a imitar. Prepara en nosotros el desarrollo de la vida teologal y un cierto grado de vida mística. Todos los autores espirituales señalan insistentemente las ventajas del ejercicio regular de la oración. b) Dicho esto, quisiéramos insistir sobre un motivo fundamental relativamente fácil de proponer. Si la vida cristiana supone el desarrollo de la vida teologal de fe, de caridad y de esperanza, si la santidad cristiana implica llevar este desarrollo a una fase de auténtica plenitud, es evidente que el ejercicio de la oración se impone indiscutiblemente como uno de los medios más específicos para asegurar el mantenimiento y desarrollo de esta vida teologal. He aquí en unas palabras la razón que parece primera y principal. ¿Cuándo se ha visto un santo canonizado que no haya vivido de manera «actual» — es decir, consciente y mantenida a través de sus actividades habituales — la fe, la caridad, el sentimiento de Dios? Ahora bien, esto no nos lo da la naturaleza. Nuestro progreso espiritual implica un crecimiento lento y laborioso, con frecuencia árido y misterioso, en la vida teologal. Y ¿no son los actos de fe, de caridad y de esperanza, esto es, el ejercicio sistemático y regular de la vida teologal, el medio específico para asegurar este progreso? No decimos que la contemplación es el medio mejor para llegar a la santidad, sino que el ejercicio de la vida teologal es el medio específico por excelencia para asegurar la «vitalidad teologal», uno de los constitutivos esenciales de la santidad cristiana. c) La finalidad de este ejercicio es asegurar el mantenimiento y el progreso de la vida teologal, dejando que Dios haga lo demás, si le place, por medio de carismas particulares. Pero ¿para qué? ¿Es para hacernos unos «contemplativos»? Sí y no. «No» si por ello se entiende que estos ejercicios nos llevarán poco a poco a seguir otra vía distinta de la que hemos elegido, haciéndonos cambiar de estado y entrar en religión. Esto puede suceder, pero no se trata de ello: el progreso en el ejercicio de la vida teologal no ha de conducirnos necesariamente a un convento de contemplativos. Pero hay un «sí». La vida y la santidad cristiana tienen un aspecto de vitalidad teologal en crecimiento. Esta vida teologal puede llamarse «contemplación», porque es vida consciente de amor y de unión con Dios. Si entendemos así el término «contemplativo», el ejercicio de la vida teologal ha de llevarnos evidentemente a más «contemplación». Un cristianismo que careciese de este elemento constitutivo no sería ya cristianismo.
La meditación y la oración
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NATURALEZA
Para comprender la naturaleza del ejercicio de la oración basta recordar su razón de ser. ¿Qué es lo que pretendemos? Asegurar y mantener en nuestra existencia la vitalidad teologal. ¿Qué entendemos por vitalidad teologal? Hacer que persista en nosotros, de una manera más o menos consciente, la fe en Dios y la visión sobrenatural del mundo y de las cosas, el ágape que nos constituye en Dios y en Él nos hace amar al prójimo, la esperanza y la espera del orden definitivo, en el que estamos ya establecidos por la gracia, etc., en suma, todo lo que se llama «vida teologal». Por lo tanto, la naturaleza de este ejercicio habrá de ser, en lo posible y ante todo, el ejercicio de las virtudes teologales. Este es el núcleoy el centro, lo esencial de esta oración. Amar a Dios y, con El y en Él, a nuestro prójimo. Creer en Dios y, con Él y en El, en el mundo sobrenatural y en la significación divina de toda la creación. Esperar a Dios y, con Él y en Él, la consumación de todas las cosas, ya inauguradas en este mundo, y que durará eternamente, cuando Dios sea todo en todos. b) Precisemos lo que entendemos por vida teologal. No se trata de ver sólo a Dios, sino de «movernos divina y no humanamente, en la realidad total», cuyo centro es evidentemente Dios. Existe un matiz de considerable importancia. Movernos divina y no humanamente en la realidad toda, por la caridad en todas sus dimensiones, por la fe según todas sus perspectivas, por la esperanza a través de todas sus fases. Tal es el objeto «total» de la vida teologal: Dios antes que todo, pero también, en su sitio, las criaturas; ya lo hemos señalado al tratar de cada virtud en particular. Hemos de destacar la importancia de este enfoque; asegura la armonía de dos corrientes divergentes que se manifiestan entre los fieles: la «contemplación de Dios solamente» y la «preparación para la caridad hacia el prójimo». Estos dos aspectos no se excluyen; están orgánicamente relacionados en la vida teologal. Se puede vivir uno u otro aspecto, evidentemente. Pero doctrinal y realmente ambos son esenciales. POSIBILIDAD
¿Puede todo fiel un poco fervoroso, realizar este ejercicio de las virtudes teologales? Ciertamente que sí. a) En primer lugar, por lo que respecta a Dios. Cada uno de nosotros ha tenido que percibir en sí, a lo largo de su vida, la huella de Dios. Dios se presenta a nosotros de maneras diver-
Instrumentos y condiciones de santidad
La meditación y la oración
sas: para unos es Cristo en la eucaristía, para otros es Señor crucificado, en otro el Espíritu de Pentecostés, para otros el Padre misericordioso, para otros el dueño del universo. Pues Dios nunca se nos hace presente sino bajo un aspecto de su inagotable riqueza. No obstante, con ello tenemos una forma auténtica de vida teologal. No hemos de vivir necesariamente todos los atributos de Dios. Al contrario. Cada cual ha recibido la revelación de una verdad especial. A cada cual corresponde conocer bien este don y hacerlo madurar por medio de la meditación, de lecturas apropiadas, de la oración. Por este sesgo concreto entrará en unión teologal con Dios. Hay vida teologal desde el momento en que estamos unidos a Dios sobrenaturalmente, cualquiera que sea la forma concreta de esta unión. Todo el mundo, sin distinción, puede llegar a ella. b) La vida teologal, decíamos, abarca también la creación, en la fe, la caridad, la esperanza. También aquí cada fiel puede vivificar el don peculiar que ha recibido. «Ver la creación a través de Dios» será, para cada cual, ver en ella «la imagen filial del Padre», o bien «la gran fraternidad en Cristo», o bien «la realidad espiritual en el Espíritu», o también «la presa que hay que arrancar al influjo diabólico»: ¡hay tantos y tantos aspectos de la fe auténticamente teologal vuelta hacia la creación! De igual modo, la caridad orientada a la creación será, para cada cual, «orientar este mundo hacia el Padre», o bien «amar este mundo y restaurarle en unión con Cristo Redentor», o bien «cooperar en la espiritualización del universo», o incluso «infundir en el mundo las orientaciones cristianas». Son muy diversos los aspectos, pero todos pueden ser fuente de un acto teologal perfecto para cada uno de nosotros, y esto es lo esencial.
Si estamos obligados a vivir en el mundo de los negocios, de una manera agitada y accidentada, nos es necesaria una oración prolongada más que al que vive en un claustro, en silencio, religiosamente. Éste es, al parecer, el criterio primero de la duración del ejercicio de oración que no es indispensable. b) En realidad, cuando reflexionamos con calma sobre lo anterior — sin pensar demasiado en las consecuencias que deberíamos sacar para nosotros mismos —, vemos la necesidad de que los fieles, en general, deberían adoptar un tiempo considerable de oración. ¿Un cuarto de hora? ¿Piensas que será bastante para mantener y desarrollar en ti la vida teologal? ¿Media hora? ¿Crees que esto te permitirá conservar activa y desarrollar en ti la vida teologal? ¿Tres cuartos de hora? Como vemos, la respuesta depende de cada cual, según las circunstancias, y habrá de revisarse cuando estas circunstancias cambien. Pero un tiempo bastante largo de meditación y de oración es una condición sine c¡ua non de progreso espiritual para todos los fieles, cualesquiera que sean.
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DURACIÓN
Suele preguntarse cuál debe ser la duración del ejercicio de oración. a) El tiempo de duración depende, en el fondo, de la finalidad que se pretenda alcanzar. Queremos asegurar el mantenimiento y el desarrollo de la vida teologal. Este mantenimiento y este desarrollo pueden venirnos de otras fuentes: las pruebas o los sufrimientos hacen madurar a quienes los aceptan. Pero el ejercicio de la oración es el medio específico por excelencia. ¿Cuánto tiempo debe durar? Esto dependerá de cada cual, de su temperamento, de su género de vida, de su grado de perfección en la vida cristiana. Cuanto más lejos se está de la santidad, se impone lógicamente una mayor duración.
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DISTRACCIONES
Las distracciones son uno de los problemas típicos de los que meditan. Son, por otra parte, un problema general de toda la vida cristiana. Es importante distinguir dos clases de distracciones, unas que son un signo de imperfección, otras que son un indicio de progreso. a) Las distracciones, en buena parte, son un signo de imperfección. Somos distraídos porque estamos todavía más ligados a todo lo creado que a Dios mismo. Somos distraídos porque nuestra imaginación está demasiado llena de cosas corrientes y de imágenes familiares; porque nuestro espíritu está demasiado vinculado a sus numerosas preocupaciones, aun legítimas y propias del deber de estado; porque nuestros sentimientos están todavía demasiado penetrados de ternura, de temor o de desprecio, según los casos; en suma, porque nuestra vida temporal es todavía demasiado acaparadora y no llegamos a desprendernos de ella para hacer subir a la superficie de nuestra conciencia el recuerdo de Dios, nuestro padre y nuestro salvador. El remedio, al menos el remedio parcial, consistirá en sujetar un poco la imaginación; volver a la oración en el momento en que nos damos cuenta de que estamos distraídos otra vez; fijar nuestro espíritu por medio de una expresión, un punto de referencia, una imagen que asegure por un tiempo su estabilidad; preparar convenientemente el esquema o los puntos
Instrumentos y condiciones de santidad
La meditación y la oración
de meditación, para evitar desde el principio toda vaguedad. El remedio excelente — pero que sólo puede adquirirse al cabo de años de progreso — es ser «cautivado» por el Señor, a tal punto que nos cueste trabajo abandonarle. Cuando estamos muy unidos a alguien, cuando leemos una novela apasionante, cuando escuchamos un fragmento de música que nos gusta, no estamos distraídos, al contrario. Las distracciones de este tipo desaparecerán, pues, cuando seamos santos. Entre tanto hemos de evitarlas como mejor podamos, a fuerza de empeño y de buena voluntad. b) Existe un tipo de distracción que, aunque debe evitarse también,, es sin embargo un indicio de nuestro progreso espiritual. En efecto, la vida teologal en progreso pasa de la multiplicidad de las consideraciones intelectuales y de los afectos a la simple fe en la presencia real y amante del Dios invisible. Ahora bien, nos distraemos con menos facilidad cuando tenemos la imaginación ocupada con nuestras ideas, nuestras imágenes y nuestras adoraciones, que cuando simplemente hacemos un acto de fe amorosa en Dios invisible. En este caso hay un progreso en la oración. Pero, humanamente, perdemos pie: nuestras facultades no tienen nada a qué asirse, ni una idea, ni una imagen, ni un afecto. Estamos en lo sobrehumano. De ahí, naturalmente, que experimentemos cierta dificultad en permanecer mucho tiempo en esta simple visión de fe, e inevitablemente, nos distraemos. Este tipo de distracción no ha de asustarnos. Es casi inseparable del proceso de interioridad de una vida teologal que se fija en Dios invisible realmente presente. Es conveniente distinguir ambos tipos de distracción, no para evitar las primeras y acostumbrarse a las segundas, sino para entender su diferente significado en la evolución general de nuestra vida.
gratas, que formará como un esquema de la meditación. Las posibilidades son innumerables. Lo importante es concretar unos puntos, para no abandonar la orientación general de la meditación al azar de las circunstancias y de las disposiciones personales. ¿Hemos de esforzarnos por «meditar sin libro»? Hay algunos fieles que dan mucha importancia al hecho de meditar sin libro. Si su actitud indica el deseo de abandonar la frase de la «simple lectura» por la de la «simple oración», es comprensible; quizá en ciertas comunidades sería conveniente no obligar a los miembros a la meditación leída. Pero en los demás casos, ¿qué importa tener delante un libro abierto? No nos molesta cuando cerramos los ojos y, si estamos distraídos, nos ofrece una palabra, un signo, que bastarán para volver a ponernos en contacto con el Señor presente. El valor de la oración mental no puede depender de la ausencia de un libro de meditación. b) La mejor «preparación remota» de la meditación es conservar habitualmente un cierto recogimiento en lo más hondo del alma, una cierta serenidad radical en medio de las idas y venidas cotidianas. Se trata más bien de un clima de vida, con todo lo que la palabra «clima» tiene de positivo y de rico: una fe habitual en la providencia, el sentimiento de Dios más o menos vivo, la independencia radical de todo lo creado, un abandono auténtico en las manos del Señor, un matiz de adoración y de alabanza. Cuando un cristiano se mueve y vive en este clima le será más fácil la meditación. Este clima no tiene su razón de ser únicamente en la meditación, como si toda la vida humana debiera regularse en función de una «meditación» perfecta. No; este clima facilita y favorece un ejercicio que tiene como fin precisamente desarrollar la vida teologal en el alma. Este clima es deseable siempre. Es el clima normal de la vida teologal. Es de importancia para toda la vida y la obra de santificación. Lo recordamos aquí porque conviene peculiarmente al ejercicio formal de esta vida teologal.
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PREPARACIÓN
REMOTA
La meditación, como tal, supone una preparación llamada remota. a) Ésta consiste, en primer lugar, en preparar un poco la «materia» que servirá de sustancia al ejercicio. Esta preparación doctrinal suele hacerse, por lo general, con ayuda de un libro. Puede hacerse leyendo de antemano un pasaje de los evangelios o de las epístolas, señalando con una indicación minúscula los puntos a considerar al día siguiente. Puede hacerse subrayando ciertas ideas que nos han impresionado leyendo un libro de teología o una obra de espiritualidad. Podemos también hacer nosotros mismos una ficha, acudiendo a ideas que nos son
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MEDITACIÓN Y ORACIÓN
¿Ejercicio de meditación o ejercicio de oración? En el conjunto de la vida cristiana, la evolución de la vida teologal tiene su historia y sus fases. La participación en la vida divina es un don, cuya maduración sigue determinadas leyes. Estas leyes han sido descritas anteriormente: en el punto de partida hay multiplicidad de ideas y sentimientos, con una insistencia
Instrumentos y condiciones de santidad
La meditación y la oración
en su aspecto humano; en la fase final hay unicidad sintética de fe y amor, con una insistencia en el aspecto divino. Esta evolución afecta a toda la vida cristiana y se refleja en la manera de vivir «unido a Dios» durante todo el día. Ahora bien, es evidente que el ejercicio de la vida teologal seguirá la misma curva. En su fase inicial se le dará el nombre de «meditación». En su fase final se le llamará «oración». Esta distinción nos designa dos «cosas» enteramente diferentes: se trata de un mismo ejercicio de la vida teologal, bien en sus comienzos, bien en su madurez. Además, estas dos fases no se dan necesariamente en estado puro. En toda meditación, aun en la más inicial, hay unos instantes de verdadera oración, cuando se adora a Dios mismo presente en la fe. Y la oración más teocéntrica se ve rodeada siempre de lecturas y de reflexiones que corresponden a lo que llamamos «meditación». Nada más lamentable que cortar en dos «trozos» esta vida teologal cuyo desarrollo lleva consigo, como toda vida, metamorfosis y transformaciones, pero no renovaciones completas. Con estas restricciones hemos de leer lo que nos dicen los autores espirituales de la «meditación» y de la «oración».
práctica, realista, técnica. El temperamento interviene aquí innegablemente. Hemos de resignarnos, no podemos hacer otra cosa. Lo «teologal» se infiltrará con más dificultades en un temperamento determinado, pero «con más dificultad» no quiere decir «con menos eficacia», con menos autenticidad. Las personas a quienes resulta fácil no deben suponer que «viven mejor su ejercicio teologal» que aquellas otras a quienes resulta penoso: es algo muy distinto. A los primeros corresponde evitar las ilusiones, a los segundos no dejarse ganar por el desaliento. cj Por último y sobre todo, son muchos los fieles que creen que la meditación o la oración son un sueño y una ilusión. No llegan a convencerse de la «realidad» de la «vida» interior y sobrenatural. Una comparación nos ayudará a comprenderlo. Las personas que gozan de una cierta vida cultural, que estiman el pensamiento, la belleza, la virtud, la investigación científica, han hallado con toda seguridad, a lo largo de su existencia, personas para quienes estos valores no significaban prácticamente nada: la acción visible, la vida exterior, el hallazgo técnico o la proeza deportiva, todo esto es «sólido y real», lo demás, dicen, no es más que ilusión y nada. No vamos a demostrar aquí que los valores interiores, intelectuales, morales, estéticos son auténticos y superiores. Pero existe otro aspecto interior de la existencia humana, aspecto no sólo interior e invisible, sino además sobrenatural. Son muchos los grandes espirituales del cristianismo e incluso de las religiones espiritualistas que viven en este nivel, y su testimonio concuerda: ese mundo es real. Ahora bien, hay muchos fieles que se encuentran con respecto a él como un boxeador podría estar con respecto a los valores estéticos: no creen en él o creen muy poco. Ésta es quizá la dificultad radical más grave, que obstaculiza evidentemente el ejercicio de la meditación y de la oración. Cuando los fieles han comprendido la realidad y el valor de la «unión teologal con el Señor y con el mundo», se ha dado un gran paso hacia adelante.
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DIFICULTADES El ejercicio de la oración no resulta fácil para todos los fieles. a) En primer lugar está la dificultad con que tropiezan algunos al querer vivir una determinada forma de vida teologal cuando es otra la que les conviene. Una persona se imagina que la vida teologal debe estar tejida de doctrina paulina, como la espiritualidad de sor Isabel de la Trinidad, y fracasa totalmente en su intento. Esta dificultad proviene, pues, de un mal conocimiento de sí mismo y de los dones que Dios ha concedido en esta materia. Este fiel que quería vivir la «forma» trinitaria paulina que convenía a sor Isabel de la Trinidad, estaba tal vez destinado a vivir en la caridad hecha de compasión por el corazón de Cristo que sufre, otra «forma» pero igualmente «teologal». ¿Cuál es nuestra «forma» de vida teologal? b) En segundo lugar, nuestro temperamento puede favorecer o no el ejercicio de la oración y hacerlo más o menos agradable. Una persona que se encuentra a gusto en el mundo de lo invisible y que manifiesta cierta tendencia a la contemplación — en el sentido más general y más profundo del término—, tendrá más facilidad para ejercitarse en la vida teologal que aquella otra que posee una naturaleza positiva,
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V. L e h o d e y , los caminos de la oración mental, ELE, Barcelona,- R. d e M a u m i g n y , La práctica de la oración mental, Razón y Fe; M . B r o , Enséñanos a orar, Sigúeme, Salamanca; E. B o y l a n , Dificultades de la oración mental, Pannos, Madrid; M . L e k e u x , El arte de orar, Herder, Barcelona; P . C h a r l e s , La oración de todas las cosas, Desclée de Brouwer, Bilbao,- M . Q u o i s t , Oraciones para rezar por la calle, Sigúeme, Salamanca; A . R o y o , Teología de la perfección cristiana, BAC, Madrid, p. 584-631; R. V e r n y , Distraction, en D. Sp., 3, 1.347-1.363.
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2. LA MEDITACIÓN, ESQUEMA Y MÉTODOS
El ejercicio de la vida teologal llamado meditación es una forma de oración organizada en la que domina la multiplicidad de actos y sentimientos, considerados sobre todo en su aspecto humano. Daremos primeramente el esquema general. PREPARACIÓN a) La preparación consiste ante todo en abstraerse de todas las ocupaciones profanas que reclaman lo mejor de nuestras fuerzas físicas y de nuestra atención sicológica, para ponernos en un estado de tranquilidad interior, de serenidad sobrenatural, de atención religiosa. Esto puede exigir ya cierto tiempo, puesto que no podemos desligarnos de una preocupación como se detiene una máquina. Claro está que, más adelante, cuando la unión con Dios sea un poco habitual, será más fácil la «puesta en marcha». Pero en la fase inicial todo está por hacer. b) La preparación consiste también, una vez lograda esta serenidad, en ponernos en la presencia del Dios vivo. Momento muy importante para quien ha comprendido que la meditación debe ir convirtiéndose en oración en sentido estricto. Cuando haya «oración» nos veremos como situados inmediatamente en esta presencia divina. Así, pues, desde el principio hemos de cuidar especialmente este acto de presencia de Dios. Sería necesario incluso que, en la medida de lo posible, esta presencia se mantuviese a lo largo de todas las consideraciones que van a surgir, pues el progreso de nuestra vida interior y su madurez deberán orientarse en esta dirección. Si este momento de preparación de vez en cuando nos resultase fácil y fortalecedor, no tengamos reparo alguno en detenernos en él tanto tiempo como podamos. Algunos fieles sufren la tentación de pasar rápidamente por la «preparación» y tienen prisa por llegar al «cuerpo» de la meditación; pero olvidan que este «cuerpo» de la meditación debe convertirse progresivamente en oración de simple presencia, de simple contemplación y de «convivencia» con el Señor. Como está un niño junto a su madre, sin más. N o hemos de perder nunca de vista la meta a alcanzar. CUERPO DE LA MEDITACIÓN El cuerpo de la meditación se compone de consideraciones, afectos, aplicaciones y resoluciones.
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a) Por consideraciones se entiende una especie de reflexión sobre ciertas verdades reveladas, concienzudamente examinadas para comprenderlas bien, penetrar su sentido, captar sus fundamentos, medir su alcance para la vida. Estas verdades se ofrecen a nuestro espíritu durante la meditación e intervienen con mayor o menor intensidad, ocupando así una parte del tiempo que dedicamos a este ejercicio. Tales consideraciones pueden ser puramente doctrinales: textos bíblicos, un pasaje del misal, una verdad teológica, una frase que hemos leído en un libro de lectura espiritual o el conjunto de datos preparados en un «libro de meditación». Otras veces las consideraciones serán de orden imaginativo: nos representamos la cueva de Belén, la vida de Cristo en Nazaret, la vida de los discípulos con el Mesías, la pasión o la resurrección, la manera de vivir de los primeros cristianos según los Hechos de los apóstoles, la vida de un santo o de un mártir, etc. También aquí poseemos todo un «material» de verdades que formarán en parte la trama de nuestra meditación. Un momento importante en estas consideraciones es cuando, después de haber examinado una y otra vez las ideas y las imágenes, llegamos, sin intentarlo a veces, a una simple visión de fe teologal: esto es un germen de oración. bj Por afectos se entiende otro aspecto de la meditación. Las consideraciones de que acabamos de hablar se hallan unidas necesariamente a diversos «sentimientos»: amor al Verbo hecho hombre, afecto por su Madre, agradecimiento por lo que ha hecho en favor nuestro y deseo de mostrarle de alguna manera nuestra gratitud, arrepentimiento por haberle ofendido tantas veces, entusiasmo por su obra y la de su Iglesia, temor de no hacer bastantes cosas por Él, etc. Pueden multiplicarse los ejemplos. Estos «sentimientos» son muy importantes para el cuerpo de la meditación. Pues, muchas veces, el germen de la oración comienza a desarrollarse dentro de un sentimiento de amor o de adoración. Una atenta consideración de Cristo en el pesebre puede conducir a una mirada de fe y de confianza muy simple y muy teologal: germen de oración. El recuerdo de todos los testimonios de amor extremo del Señor puede llevarnos a un instante de gratitud desinteresada que nos haga olvidar todo lo que somos para trasladarnos de alguna manera a Jesucristo: germen de oración. c) Las aplicaciones a la vida son necesarias, indispensables. Hay en nuestra vida tantos defectos y pecados. Hay numerosas incomprensiones del mundo sobrenatural, faltas de
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La meditación y la oración
lógica de las que ni siquiera tenemos conciencia, flaquezas que no nos impresionan, pecados que ignoramos pura y simplemente. Carecemos tan a menudo del fervor en la caridad, del ardor en la entrega, de la constancia en el deber de estado, de la confianza en la providencia. Las consideraciones, la reflexión, los principios de que está entretejida la meditación, son ocasión para nosotros de exámenes de conciencia, de ajustes, de cambios indispensables. Estas aplicaciones son tanto más necesarias cuanto que no podemos esperar progresos de la vida teologal «sola», por decirlo así. La «vida teologal» no puede madurar con facilidad y desarrollarse en una persona que conserva mil defectos, que continúa pecando venialmente sin inquietarse por ello. En realidad, el crecimiento en santidad debe realizarse sincrónicamente en todos los elementos que constituyen nuestra vida. Debe darse un crecimiento — al menos un esfuerzo y una voluntad sincera de progresar— más o menos simultáneo en todos los sectores. Nos engañamos a nosotros mismos si no nos preocupamos al mismo tiempo de todos los aspectos de la santidad cristiana. Pues un retraso o una negligencia en un sector constituye un perjuicio y un obstáculo para los demás. Es toda la «persona» del cristiano la que ha de «subir» a la vez, armoniosamente, si no logrando todos los cambios necesarios, sí al menos deseándolos todos con la misma sinceridad y trabajando con el mismo ardor.
E incluso, si estamos verdaderamente dispuestos a cambiar lo que está mal y es deplorable en nuestra existencia, podemos preocuparnos menos de tomar muchas o pocas resoluciones. La meditación, en la medida en que se hace oración, es fuente de una «fuerza» profunda, de una «constancia» sobrenatural, de una «atención» espiritual, que nos ayudarán, según nuestras necesidades, a hacer efectivas las decisiones tomadas en todos los aspectos. Cuando un fiel saca de la oración esta fuerza, esta atención, esta firmeza, ha recibido lo mejor que puede esperar y no debe inquietarse demasiado por no tomar con regularidad decisiones, «resoluciones» o una «resolución» después de cada meditación. b) Por último, la conclusión de la meditación. Conviene terminar la meditación como se termina toda actividad cristiana. Cuando un niño ha obtenido de su madre que le siente sobre sus rodillas, tranquilamente, durante unos minutos, antes de dejarla, tiende simplemente una mirada hacia ella, en la que se expresan el reconocimiento, la gratitud, el afecto, la promesa de serle obediente, etc. Es normal que, al salir de esta oración peculiar que es la meditación, mostremos algo semejante a lo que se lee en la mirada del niño. Y al igual que la madre prefiere esta mirada tan expresiva de su hijo a todas las consideraciones que pueda hacerle una persona muy educada al acabar una velada agradable, el Señor sin duda preferirá una mirada de fe muy sencilla y amorosa que, resumiendo las múltiples consideraciones que deben quedar hechas, expresará además que éstas son incapaces de traducir los sentimientos inefables del corazón.
RESOLUCIONES Y
CONCLUSIÓN
a) Esto nos lleva directamente a las resoluciones. Las aplicaciones pueden ser teóricas; permiten ver todo lo que requiere un cambio en nuestro ideal o en nuestro comportamiento. Las «resoluciones» son la primera fase de un cambio real, de una transformación efectuada. Expresan, concreta, simple, claramente, lo que Vamos a traducir en la vida, en consideración a la meditación de la mañana. En todo caso, es preferible que estas resoluciones no sean muy numerosas: ya nos cuesta bastante recordar la que hemos tomado aunque sea una sola. Por otra parte, estas resoluciones no deben ser diferentes cada día; acabaríamos por olvidarlas y dejarlas. Es conveniente mantener durante un cierto tiempo una resolución general, pero eligiendo cada día una aplicación concreta de esta resolución general. Así la ventaja que lleva consigo una cierta diversidad no perjudicará a la mayor ventaja de una continuidad en el esfuerzo.
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MÉTODO Y MÉTODOS
Acabamos de dar un esquema general de la meditación. Este esquema, puesto de relieve por un santo o un doctor, relacionado con una espiritualidad particular, se convierte en un método. a) La idea de meditación «metódica» en sentido estricto data del renacimiento. Es cierto que los santos han dado siempre consejos diversos sobre los medios de llegar a ella: hallamos excelentes ejemplos en Casiano, san Juan Clímaco y los principales escritores espirituales. No obstante, hasta el siglo xv no se elaboraron los métodos propiamente dichos. Encontramos una exposición de los mismos en el «Rosetum» de Juan de Mauburnus y en los autores benedictinos de la época. San Ignacio, en sus Ejercicios, da varios métodos de meditación, concretos y muy variados. Santa Teresa describe mejor que nadie
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La meditación y la oración
los diversos tipos de oración y sus discípulos trazan las reglas de una oración metódica. San Francisco de Sales señala un método de oración a Filotea, y la escuela francesa del siglo xvn tendrá muy pronto el suyo, que Olier y Tronson perfeccionan y que se llama hoy el método de san Sulpicio ( A . T a n q u e r e y , Compendio de teología ascética y mística, número 665-666). Damos a continuación algunos ejemplos. b) En el «Ejercicio de las potencias del alma», san Ignacio propone el siguiente método: en primer lugar una preparación «remota», que consiste en combatir el orgullo y la vanidad, evitar el pecado, practicar las virtudes y preocuparse del recogimiento del alma. La preparación «próxima» se resume así: reflexionar la víspera por la noche sobre un tema de meditación, pensar en este tema al despertar, ponerse en presencia de Dios por la fe y, después, arrodillarse y meditar. La meditación comenzará por una adoración, un oración preparatoria y los dos preludios: el primero, llamado composición de lugar, fijará la imaginación mediante objetos sensibles, o la inteligencia mediante alguna representación mental; el segundo consiste en pedir la gracia especial y el fruto particular de la meditación que se va a comenzar. El cuerpo o centro de la meditación supone el ejercicio de las tres potencias: memoria, entendimiento y voluntad. La memoria: Se recuerda el tema objeto de la meditación, como en el primer preludio, pero punto por punto y en detalle. El entendimiento: Se reflexiona sobre el tema de manera precisa, examinando lo esencial de una idea, los antecedentes de un hecho,Jas consecuencias de un acto, los motivos y los móviles de una acción, las aplicaciones concretas que se han de hacer, los obstáculos que aparecerán en la realización, etc. La voluntad: En el curso de la meditación brotarán del corazón diversos afectos, sobre todo al final; entonces es cuando habrán de precisarse resoluciones prácticas. A modo de conclusión podrá resumirse la meditación y terminar con un coloquio con el Señor o los santos. c) El método llamado de san Sulpicio, que tiene como idea matriz «la religión del Verbo hecho carne», fue elaborado por Bérulle, Condren, Olier y los grandes representantes de esta espiritualidad. Puede resumirse como sigue. La preparación «remota» consiste en evitar el pecado, practicar la virtud y procurar un cierto recogimiento. La preparación «próxima» se concreta en determinar los puntos de la oración, la noche anterior, conservar el recogimiento, pensar en el tema desde el comienzo del día. El principio de la meditación: ponerse en presencia de Dios por medio de la fe, humillarse ante Él,
reconociendo los pecados (confíteor), e implorar la ayuda y la luz del Espíritu Santo. El primer punto es la adoración o «Jesús ante los ojos»: hay que considerar a nuestro Señor o a un santo, recordar sus sentimientos, sus palabras o sus actos, presentarle sentimientos de adoración, de admiración, de amor, de gozo o de compasión y, finalmente, convencerse de la conveniencia de imitar sus actos o sus virtudes. El segundo punto, la comunión o «Jesús en el corazón»: se reflexiona sobre uno mismo y sobre el propio pasado, se renueva la contrición, se formulan propósitos mejores para el porvenir, se pide a Dios la virtud que ha sido objeto de la meditación, se confían al Señor los amigos y la santa Iglesia. Tercer punto, la cooperación o «Jesús en las manos»: se toma una resolución particular y concreta, y se renueva la resolución del examen particular. A modo de conclusión, se agradecen a Dios las gracias concedidas, se pide disculpa por las distracciones, se encomiendan las resoluciones, se forma un «ramillete espiritual» (una idea que ha resultado especialmente grata) y se confía el día a la Virgen María: «Sub tuum praesidium». d) Un tercer esquema, propuesto recientemente. La preparación «remota» es un desprendimiento habitual de los bienes creados y una atención a Dios. La preparación «próxima» consiste en recoger nuestro espíritu a fin de orientar todas nuestras potencias hacia Dios, alimentando nuestra inteligencia con lo que puede ayudarla a ello — principalmente la sagrada Escritura— y ayudando a nuestra voluntad para que suba hasta Él. El cuerpo de la oración se compone de tres fases, más o menos disociables. En primer lugar, escuchar al Señor: leer un texto preparado, pero para escuchar al Señor hablando, y esperar. Después, hablar al Señor: brevemente, con pocas palabras, sin prisa, para expresarle nuestros sentimientos y nuestras esperanzas, nuestras penas y nuestro amor. Por último permanecer en silencio, cerca de Dios: vivir en Él, estar junto a Él, sin más. Estas tres actitudes, escuchar al Señor, hablarle y callar, implican la conciencia de la presencia de Dios y pueden terminar perfectamente en un acto de entrega amorosa y confiada en su misericordia.
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A . R o y o , Teología de la perfección cristiana, BAC, Madrid, p. 584631; J. d e G u i b e r t , L'emploie de méthode dans la vie spirituelle, en «RAM», 1 (1925), p. 159-179; L . B. G e i ge r , De Yoraison et des méthodes d'oraison, en «RAM», 31 (1955), p. 337-363; J . M a r é c h a i , Application des sens, en D. Sp., 1, 810-828.
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3. FORMAS DE MEDITACIÓN Y DE ORACIÓN
El ejercicio de la vida teologal realizado por medio de la meditación o de la oración puede presentarse bajo diferentes formas, sobre las cuales es conveniente decir algunas palabras. Lo importante es hacer oración. Y las circunstancias, el temperamento, la fatiga o el frescor de espíritu pueden acomodarse mucho mejor a una u otra forma. He aquí algunas de ellas, de las cuales pueden darse numerosas variantes: la oración vocal meditada, la lectura meditada, la imaginación meditativa, el ejercicio de la presencia de Dios, la oración afectiva y la oración de simplicidad. ORACIÓN
VOCAL
Se trata de una oración vocal meditada. Ya hemos dicho con anterioridad que sería un error confundir «vida teologal» con «oración mental», como si el carácter de «teologal» de una oración dependiese de su carácter «mental». Puede haber una oración mental no teologal y puede haber una oración vocal perfectamente teologal. Es indispensable insistir en ello, para que los cristianos que por temperamento tienen mayor facilidad para la oración vocal, no se crean por ello en la incapacidad natural de desarrollar su vida teologal como es debido. Ciertos autores, escribía un maestro en oración, llegan a presentar la,oración mental como absolutamente necesaria a la perfección y moralmente necesaria a la salvación... A pesar de todo, su sentir nos parece un poco severo. «Tampoco para la perfección es indispensable la meditación; almas hay que la han alcanzado con la oración vocal bien hecha» ( V . L e h o d e y , o. c , p. 154). N o hemos de deducir de aquí que la oración mental no es provechosa. Pero lo que debe preocuparnos ante todo es el carácter «teologal» de la oración, a saber, el ejercicio de la fe, de la caridad y de la esperanza. Santa Teresa dice a este propósito: «...Sé que muchas personas, rezando vocalmente... las levanta Dios, sin entender ellas cómo, a subida contemplación. Conozco una persona que nunca pudo tener sino oración vocal, y asida a ésta lo tenía todo; y si no rezaba íbasele el entendimiento tan perdido que no lo podía sufrir. Mas tal tengamos todas la mental. En ciertos paternóster, que rezaba a las veces que el Señor derramó sangre se estaba, y en poco más rezando, algunas horas. Vino una vez a mí muy acongojada, que no sabía tener oración
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mental ni podía contemplar, sino rezar vocalmente. Pregúntele qué rezaba, y vi que, asida al paternóster tenía pura contemplación y la levantaba el Señor a juntarla consigo en unión; y bien se parecía en sus obras recibir tan grandes mercedes, porque gastaba muy bien su vida» (Camino de perfección, c. 30). LECTURA
MEDITADA
Quizá descuidamos demasiado este ejercicio, por preocuparnos más bien de la oración «mental» que de la oración «teologal». La lectura meditada consiste en tomar la sagrada Escritura, la «Imitación de Cristo», una obra espiritual bastante densa. Se recorren unas líneas, las suficientes, para alimentar nuestra vida teologal. Se reflexiona sobre ellas, se penetra su sentido, se hace un examen personal, se dan gracias a Dios, se le rinde adoración y alabanza: en resumen, este breve pasaje se hace objeto de todos los actos que caracterizan habitualmente la meditación. Después, en el momento en que la atención comienza a separarse del pasaje y su contenido, se continúa la lectura; un nuevo pasaje, siempre breve, será el punto de partida de una nueva fase de la meditación. Todos los fieles pueden hacer esta lectura meditada. En este caso tendrá gran importancia la elección del libro que nos va a proporcionar la materia de nuestra meditación. Debe ser denso y sólido, animado de verdadera y auténtica espiritualidad, lleno de la savia de la vida interior cristiana. Habrá que eliminar los escritos superficiales, los ensayos que caen dentro de la cultura religiosa, los escritos insulsos y aquellos otros en los que reina el sentimentalismo doctrinal. El Nuevo Testamento es particularmente indicado: cada versículo de los evangelios, de las cartas de san Juan, de las cartas paulinas constituyen un alimento seguro y constante que nutrirá la vida teologal. También la «Imitación de Cristo», las obras doctrinales de los grandes místicos del cristianismo, constituyen excelente materia para la lectura meditada. N o todos los fieles tienen, en sí mismos, la materia indispensable para la meditación; no todos han de sacar de su propio fondo las ideas o los sentimientos que formarán la trama de la oración. ¿Por qué no tomar de los buenos autores estos alimentos «condensados»? La lectura, dice santa Teresa, por corta que sea, es muy necesaria a las personas que no pueden «obrar con el entendimiento», y puede servirles «en lugar de la oración mental que no pueden tener».
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APLICACIÓN DE LOS SENTIDOS Aplicación de los sentidos y de las facultades humanas. San Ignacio ha descrito esta forma de oración. Mediante la «composición de lugar», el fiel pone ante sí el objeto de la meditación. Así, por ejemplo, tengo que meditar sobre Jesús en la cruz: imaginaré que estoy en el monte Calvario; allí veré a Cristo cubierto de heridas, sangrante, atado al madero de su suplicio. Si el objeto no es sensible, por ejemplo, cuando se medita sobre el pecado, podremos representarnos nuestra propia alma, encerrada en este cuerpo mortal como en una estrecha prisión, condenada a vivir con él entre brutos animales. Esto coincide prácticamente con el ejercicio de la memoria. Después la aplicación de la inteligencia. Cuando la memoria haya representado al espíritu el tema objeto de la meditación, se pasará a los actos del entendimiento. La tarea de esta facultad consiste en hacer reflexiones sobre las verdades propuestas por la memoria, aplicarlas al alma y a sus necesidades, sacar las consecuencias prácticas, pesar los motivos de nuestras resoluciones, considerar cómo hemos conformado hasta entonces nuestra conducta a las verdades que meditamos. Finalmente, la aplicación de la voluntad. El primer deber de la voluntad es excitar afectos piadosos, producir ciertos movimientos del alma, ejercer interiormente los actos de determinadas virtudes. El segundo deber es tomar buenas resoluciones para el futuro. Este punto es tan esencial para san Ignacio que si no se toman resoluciones se descuida la finalidad principal de la meditación. De este modo se considera la materia de la meditación en todos sus aspectos y en todas sus fases. PRESENCIA DE DIOS El ejercicio de la presencia de Dios. El cristiano puede también hacer de su meditación el medio de hacer más viva en él la conciencia de la presencia de Dios. En Él vivimos, nos movemos y somos (Act. 17, 28). Dios está presente naturalmente a todo ser, como creador, como providencia, con esa omnipresencia que pertenece a la causa de todo. Dios nos es presente también sobrenaturalmente, puesto que participamos de la vida divina y somos «hijos del Padre», «hermanos del Hijo» y «espirituales en el Espíritu». Por consiguiente, podemos ejercitarnos en la unión con Dios, «viendo a Dios en los demás». O asimismo, podemos examinar los atributos divinos y considerar la participación de los mismos en todas las criaturas. Este ejercicio de la pre-
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sencia divina es importante para el fiel que desee progresar. Es un elemento esencial de la oración teologal. Se refiere formalmente al núcleo de la oración. Constituye, pues, una forma excelente de meditación. ORACIÓN AFECTIVA Se denomina así una oración que se sitúa entre la meditación y la oración, en el sentido definido anteriormente. Las consideraciones doctrinales y los afectos son menos numerosos, están más sintetizados, y gran parte del tiempo transcurre en una unión tranquila y sencilla, amorosa y filial, con Dios. En todo caso, no hay que considerar la oración afectiva como un tipo especial y muy caracterizado, sino más bien como una forma intermedia de oración, unas veces más cerca de la meditación, otras muy próxima a la oración en sentido estricto. Este estado intermedio se explica fácilmente por la evolución espiritual de quienes meditan con devoción y fervor. Después de algún tiempo, o de algunos años, han ido acumulando un abundante alimento de su fe, en virtud de sus lecturas espirituales, de sus estudios teológicos, de sus oraciones; además, la meditación regular les ha habituado a estar junto a Dios en un amoroso agradecimiento, en adoración religiosa, en admiración de la grandeza divina. No es de extrañar que estos cristianos, poco a poco, puedan emplear el tiempo que consagran a la oración en recoger los frutos de la labor precedente: una frase, una idea, un acto de caridad, y se hallan simplemente unidos a Dios en la fe llena de amor. Esto es lo esencial de la oración afectiva. En este momento de la evolución espiritual es importante conservar un punto determinado que suscite el interés, y enriquecerlo mediante lecturas y reflexiones. ¿Qué quiere esto decir? Cada cual se siente especialmente atraído por un aspecto del misterio cristiano: el Padre de las misericordias, el Espíritu santificador, el Verbo hecho carne, la pasión del Señor, la presencia eucarística. Estos diferentes misterios no ocupan el centro de la vida espiritual durante toda la existencia, pero sí permanecen allí durante algunos meses, incluso años. Es importante que conozcamos este centro de interés y es igualmente importante enriquecerlo con lecturas y estudios teológicos adecuados. Este misterio privilegiado será la materia «central» de la oración afectiva; a su luz se verán los demás misterios, en torno a él se centrarán los restantes conocimientos. El fiel que ha recibido del Señor como centro de interés, durante un año, el misterio de la pasión, que ha estudiado su
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significación teológica, que ha revivido todas sus fases históricas, que ha permanecido junto al Señor agonizante, puede evidentemente llegar a la oración afectiva sobre esta materia teologal concreta; quizá no le suceda lo mismo con los demás misterios cristianos. ORACIÓN DE SIMPLICIDAD Finalmente la oración de simplicidad. Así se llama a la vida teologal que ha llegado al estado de síntesis, rica, amorosa, perfectamente unificada y simplificada. Antes de llegar a este estado, el fiel se veía en la necesidad de variar de vez en cuando los misterios que meditaba, los sentimientos que expresaba. Después, esta multiplicidad y esta variedad se hicieron fatigosas y desaparecieron en parte. En el grado de que hablamos, prácticamente han sido sustituidas por la unidad, la síntesis, la simplicidad. Cuando esta oración de simplicidad es perfecta, el fiel está «activa» y «simplemente» en presencia del Señor. Este estado se manifiesta a veces en una simple mirada de fe fija en un misterio divino (de ahí el nombre de «oración de simple mirada»). A veces es un estado de silencio y de recogimiento, pero muy activo en su vitalidad teologal simple (de ahí los nombres de «oración de recogimiento activo» u «oración de reposo activo»). Como vemos, las fórmulas son diferentes, pero designan siempre un acto simple y totalizador de vida teologal. Y esto es lo esencial. Esta simplicidad totalizadora en el fiel (el sujeto) se acompaña con frecuencia de una cierta indeterminación en la representación del misterio vivido (objeto). Sucede muchas veces que el misterio divino que fija la atención amorosa del fiel se presenta de una manera general, y por tanto indefinida. Como percibiríamos un cuadro iluminado sólo un instante y que pretendiéramos captar en su generalidad. Se ve un conjunto, se graba en la conciencia, la visión es general e indefinida, pues no se considera ningún detalle en sí mismo y por sí mismo. En el estado de simplicidad orante sucede con frecuencia estar en presencia del Señor, de Dios, del Amor, de la misma manera general, imprecisa. Pero no hay que confundir este estado con la ausencia de riquezas doctrinales que caracteriza a los principiantes: existe un conocimiento general e indeterminado que no corresponde en absoluto a la síntesis totalizadora de la oración de simplicidad.
II
LOS AUXILIOS TRADICIONALES 1. EL CONOCIMIENTO DE SI MISMO
Nos conocemos poco y, a veces incluso, nos conocemos mal. Las cualidades que registramos en nosotros mismos son expresadas en términos bastante generales y no siempre adecuados: nos creemos altruistas, generosos, justos; pero estas palabras, suponiendo que sean las más características, pueden expresar tantas formas de altruismo, de generosidad, de equidad. Por lo que se refiere a nuestros defectos no somos más exactos: nos estimamos egoístas, falsos, cobardes, mentirosos, impuros; pero hay tantos modos de ser egoísta, cobarde, falso o impuro. A fortiori, ignoramos muchas veces la explicación interna y profunda de estas cualidades o defectos, su significación real en la orientación de nuestra vida, su importancia relativa en el conjunto de nuestra conducta. En suma, somos pobres en este aspecto; podemos citar grandes categorías de virtudes y de vicios — nos son útiles en la confesión —, pero ignoramos los diversos términos que explican exactamente las variedades de cualidades y defectos. Es lo mismo que sucede con las plantas: reconocemos las rosas, las anémonas, pero existen muy diversas variedades y cada una lleva un nombre distinto y concreto. De ahí la utilidad general del conocimiento de la teología ascética. UTILIDAD
El conocimiento de sí mismo es muy útil, nadie lo ignora. Los sabios de la antigüedad pagana recomendaban ya este ejercicio a todos los que deseaban avanzar en el camino del dominio de sí y de la sabiduría humana. El «conócete a ti mismo» es un adagio clásico. a) Es útil, en primer lugar, para conocer la orientación general que debemos dar a nuestra vida y, concretamente, nuestra vocación. Nuestra vocación particular se llama «providencial», no porque Dios nos la dé a conocer por algún medio
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extraordinario, sino porque nos la manifiesta a través de los dones y cualidades que ha puesto en nosotros, en nuestra naturaleza y en nuestra condición humana. Ahora bien, las «oficinas de orientación profesional», muy extendidas en la actualidad, permiten comprobar que no pocos hombres siguen una profesión que no está en la línea de su aptitud natural. Asimismo, la teología ascética y el director espiritual constituyen una especie de «oficina de orientación» hacia la santidad. Muchos cristianos la buscan, pero de una manera bastante empírica, y sin exacto conocimiento de sus propias posibilidades. El lector recordará que al definir la santidad, hemos insistido en la diversidad de sus formas. ¿Cómo conocer el «tipo» especial que nos conviene, sin un serio conocimiento de toda nuestra condición natural y sobrenatural? b) Esta utilidad del conocimiento de sí mismo se manifiesta también en el esfuerzo emprendido para crecer en la virtud y combatir nuestros defectos. El horticultor conoce la naturaleza de cada planta, las etapas de su crecimiento y lo que conviene a cada una de ellas; gracias a ello puede ayudarlas perfectamente a germinar y a crecer. Lo mismo sucede en el ámbito de la vida cristiana. El crecimiento supone que hagamos un inventario bastante preciso y completo de lo que poseemos en el punto de partida — lo que nos favorece y lo que nos perjudica —, para que podamos deducir la ley de la evolución de nuestras cualidades y nuestros defectos, y lo que exige cada etapa de desarrollo. ¿Hemos hecho seriamente alguna vez este inventario? ¿Volvemos a hacerlo con ocasión de un retiro anual, o simplemente dedicando a ello una tarde una vez al año? ¿Hemos anotado el estado de desarrollo de nuestras virtudes, alguna vez, con precisión, como un oficial de estado mayor determina la posición de sus tropas día tras día? Sin duda, intensificando fundamentalmente nuestra vida teologal, todo lo demás tiende a corregirse; ya lo hemos dicho y lo diremos repetidas veces. Pero conviene precisar este esfuerzo. Por el contrario, los temperamentos escrupulosos no pueden hacer este inventario con demasiada minuciosidad; acabarían por ocuparse únicamente de sí mismos y se perderían en detalles perjudiciales y triviales. Respetando estas reservas, sería muy beneficioso precisar nuestro conocimiento de nosotros mismos y trazar el cuadro de nuestro esfuerzo de crecimiento progresivo en la santidad cristiana. cj Utilidad, finalmente, para todos aquellos que son de alguna manera responsables de la formación moral y religiosa de los demás; los padres y los educadores principalmente, los
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religiosos y los sacerdotes que tienen a su cargo la dirección de las almas, especialmente. Este conocimiento, para todos los que acabamos de nombrar, les viene exigido por su «profesión», por el deber de educación cristiana, que les incumbe por diferentes títulos. Los padres y los educadores raras veces son competentes en este terreno. Muchos de ellos se preparan de una manera bastante empírica y ocasional para su papel de padres, en general: parecen bastarles algunos principios y su pequeña experiencia. En principio son muy pocos los «competentes» en el arte de la formación moral y religiosa del niño. Está muy bien contar con el instinto maternal; pero esto no dispensa de documentarse sobre las leyes de la formación. En cuanto a los sacerdotes y a los que tienen almas a su cuidado, se hallan bien preparados por cursos de moral y espiritualidad que han recibido durante sus años de formación teológica. Pero pudieran descuidar el desarrollo y la precisión de estas nociones generales. Se espera de ellos que sean «especialistas» de la cara animarum, y esta espera no es injustificada. Ahora bien, al igual que los padres se contentan a menudo con su instinto paternal y maternal, puede haber ciertos sacerdotes que estimen que son suficientes los «conocimientos generales»: es asimismo un error. Hoy tenemos muchas obras excelentes que nos permiten perfeccionarnos en este arte tan delicado que consiste en ayudar a otro a conocerse y comprenderse. INVENTARIO
El inventario de nuestras disposiciones naturales, temperamento y carácter, no es cosa fácil. En primer lugar, nuestro conocimiento del alma humana es aún bastante imperfecto. Por otra parte, es imposible desarrollar este punto en un solo volumen que ha de tratar de todo lo que concierne a la teología ascética. Así, desde el punto de vista intelectual, el espíritu puede ser falso, geométrico, superficial, idealista, lógico, estrecho, crítico, polifacético o exacto, matizado, realista, amplio, constructivo, sintético... La voluntad puede ser tenaz o débil, afectiva o racional, emotiva o reflexiva, fuerte o frágil, rápida o lenta... Y lo mismo sucede con la imaginación, la memoria, la atención. Son innumerables los libros de sicología o de pedagogía que han descrito estas diferencias, que necesariamente la experiencia nos hace conocer. Pero quizá olvidamos con demasiada facilidad que estas diferencias, notables y llenas de consecuencias, son naturales. Las facultades superiores no son idénticas, fabricadas en serie,
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como todos los automóviles de un mismo modelo. Estas facultades son constitutivamente diferentes. Nos será pues de gran utilidad conocerlas mejor. CARÁCTER El conjunto de rasgos naturales característicos de un hombre se llama precisamente «carácter». A lo largo de nuestro siglo se han estudiado muy bien los diversos caracteres y, en especial, las distintas clasificaciones en las que era deseable o preferible agruparlos. Los libros de espiritualidad, cuando llegan a este punto, suelen remitir a los libros técnicos. EXAMEN DE CONCIENCIA Se llama así al balance relativo al conjunto de la vida cristiana. Se hace sobre la vida cristiana y sobre el esfuerzo por la santificación en general. Puede tomar dos formas características, examen general y examen particular. a) El examen general es una especie de inventario general de nuestra vida y nuestra ascética cristianas. Tiene como objeto nuestras disposiciones generales, nuestros gustos y nuestras inclinaciones, los problemas fundamentales de nuestra vida, las fases decisivas de nuestra existencia, las cuestiones generales que nos preocupan, las decisiones generales que hemos de tomar. b) El examen particular se hace, o bien en un tiempo determinado, como el examen que se hace al final del día, o bien sobre una virtud o defecto en particular, se habla de «punto particular». Ambas formas tienen su importancia. Es conveniente, al acabar el día, dar una ojeada general sobre el tiempo transcurrido. Así lo hacen los buenos comerciantes, simplemente por la prosperidad de sus negocios. Con mayor razón nosotros podemos consagrar unos minutos a reflexionar, repasando nuestras actividades cotidianas. Por otra parte, puede ser también de gran utilidad examinarse alguna vez particularmente de un defecto, un acto de virtud, un ejercicio, un «punto particular». Si durante el período que acaba de transcurrir hemos comprobado, por ejemplo, negligencias en la oración, dificultades en la caridad hacia determinada persona, olvido de la mortificación, etc., bueno es que, sin escrúpulos y sin una exagerada insistencia, prestemos atención a este punto concreto, para guardar una especial prudencia o estar más prevenidos.
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PRACTICA DEL EXAMEN La práctica del examen de conciencia, general o particular, requiere algunas observaciones. a) Podemos resumir como sigue las condiciones que señalan los autores espirituales: 1. Hemos de ponernos en presencia de Dios y de la propia conciencia, para encontrarnos a la vez en la luz más auténtica, en las disposiciones más sinceras, en la más sana serenidad; presencia de Dios que, como suele decirse, se debe prolongar a lo largo del examen para evitar que éste no derive en un simple celo de introspección, de inspiración más o menos religiosa. 2. Después, y con este espíritu, hay que hacer el balance de lo que está bien y lo que está mal; incluso deberíamos destacar lo que es bueno, virtuoso, excelente, más que lo malo, defectuoso, deplorable. Muchas veces los fieles se contentan con señalar sus faltas y, lo que es más grave, son más capaces de reconocer sus defectos que de advertir sus buenas cualidades y dones. 3. Hemos de examinar después lo que podemos hacer y desarrollar dentro de lo bueno y cómo es posible combatir y disminuir el daño que supone lo defectuoso. Esto rebasa el simple balance e implica un examen de las propias posibilidades y unos proyectos. 4. Finalmente, hemos de dar gracias a Dios por su ayuda y su gracia, pedirle perdón por nuestras deficiencias, implorar su gracia para que nos ayude en nuestro sincero esfuerzo y confiarle nuestras decisiones y resoluciones. Es evidente que este esquema tiene una importancia secundaria con respecto al examen mismo. Pero conviene insistir en ello; este balance constituye realmente un verdadero «ejercicio espiritual». b) Existen dos procedimientos para llegar al conocimiento de uno mismo. Preguntar a los demás qué piensan de nosotros y estudiarnos con su ayuda, o bien entrar dentro de nosotros mismos y «examinar nuestra conciencia» como suele decirse. 1. Primeramente, preguntar a tos demás. Este procedimiento es quizá el más eficaz para gran parte de nuestras actividades: ejercicios de piedad, caridad para con el prójimo y vida social, carácter y vida exterior, actividades profesionales y vida de familia. En todos estos aspectos hablamos de los demás con una finura de observación que no tenemos para con nosotros mismos; y debe ocurrir lo mismo a los demás con respecto a nosotros. Indudablemente este procedimiento ha de utilizarse con prudencia, buen juicio y discernimiento. Dentro de la tradición ascética se ha desarrollado bajo la forma de corrección fraterna. En la actualidad muchos fieles estarían
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dispuestos a suscribirla. Los padres, los hermanos y hermanas, los amigos, las personas a quienes tratamos habitualmente en nuestras ocupaciones profesionales, podrían sernos de gran ayuda, en muchos casos mejor que el director espiritual, a quien no vemos sino de una manera esporádica y generalmente en las mismas circunstancias. 1. Por otra parte, y ante todo, el balance espiritual hemos de hacerlo por propia reflexión sobre nosotros mismos. En este caso nos es posible confrontar la realidad que somos con el ideal cristiano y sacar las consecuencias adecuadas sobre nuestro valor. cj El examen de conciencia necesita la ayuda de la imaginación para renovarse siempre. La mayoría de los esquemas de examen de conciencia hasta estos últimos tiempos eran más bien incompletos, en el sentido de que no sugerían más que una parte de los defectos habituales. Consecuencia de ello era que el fiel podía creerse un buen cristiano aunque pecase — pero no contra una norma escrita — contra las mismas virtudes. ¿Amamos a Dios, en sí mismo y por sí mismo? ¿Esperamos la vida eterna? ¿Creemos en la realidad de los valores sobrenaturales? ¿Se acusan los padres de no saber educar a sus hijos? ¿Se acusan los automovilistas «locos» de ser un peligro constante para la vida de sus semejantes? ¿Se acusan los novelistas y directores de cine de deformar la jerarquía de valores de la vida humana? ¿Se acusan de negligencias y de lentitud en los trámites los empleados de la administración? ¿Se acusan los maridos de no esforzarse por mantener la alegría y el afecto en el hogar? ¿Y las esposas de no hacer nada porque su casa sea un lugar agradable? ¿Se acusan los pobres de ser envidiosos y difíciles a veces? ¿Y los obreros de su incompetencia profesional y de su incuria en la perfección de su trabajo? ¿Se acusan los profesores de no preparar sus clases y de no renovar sus conocimientos? ¿Se acusan los superiores de sus abusos de autoridad, de tener acepción de personas? Existe actualmente un intento de «rejuvenecer» el examen de conciencia; el esfuerzo hacia la santidad se vería muy favorecido. A . R o l d a n , Introducción a la ascética diferencial, Razón y Fe, Madrid; I . K l u g , Las profundidades del alma, Religión y cultura; Madrid; A . C a r r e l , La incógnita del hombre, Iberia, Barcelona,- X X X , El hombre nuevo, Desclée de Brouwer, Bilbao; J . L e b r e t - T . S u a v e t , Rejovenir l'examen de consciénce, Estela, Barcelona.
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2. EL DIRECTOR ESPIRITUAL ESPIRITUALIDAD Y DIRECCIÓN
En toda tarea que implique una competencia especial y un esfuerzo sostenido, es conveniente ponerse bajo el control de un «maestro»: éste podrá iluminarnos y ayudarnos en cada momento de la evolución, ya se trate de investigaciones científicas, de trabajos artísticos o de la vida cristiana. Tal es la significación general de la institución, tan antigua como el cristianismo, que suele llamarse dirección espiritual. a) La historia de la vida monástica nos enseña que los jóvenes cenobitas se dejaban guiar por una persona de más edad, sabia y santa, con experiencia de la vida cristiana y de la tarea de la santificación, para que les controlase, les beneficiase con sus enseñanzas y les alentase en el momento de la prueba. Casiano trata de ello repetidas veces en su Libro áe las Instituciones y en sus Conferencias. Juan Clímaco repite los mismos consejos a los jóvenes monjes de Oriente, en La escaía del paraíso. Poseemos innumerables cartas de dirección de todos los padres y escritores eclesiásticos, dirigidas a sacerdotes, monjes, soldados, madres de familia, viudas. Se han publicado recopilaciones de cartas de san Agustín, de san Jerónimo, de san Francisco de Sales. Las casas de formación de los clérigos — noviciados o seminarios — insisten con toda razón sobre la importancia de la persona del «rector spiritus». Y entre los seglares es más frecuente que en otros tiempos recurrir a la ayuda de un sacerdote que se ha escogido como «consejero moral». b) La historia de la espiritualidad cristiana muestra también que esta función de «director espiritual» no es atributo exclusivo de los sacerdotes. Corresponde también a todos los que toman parte de alguna manera en la educación cristiana de tos bautizados. Los padres son «consejeros espirituales» por naturaleza y designación; a ellos corresponde la primera educación de los hijos para la santificación. Todo lo que vamos a decir les concierne igualmente en la medida de su responsabilidad natural. Los educadores, en general, no pueden desatender tampoco este elemento esencial de la misión que les está confiada. Todo educador, tanto seglar como eclesiástico, puede ser un maravilloso «consejero moral» para muchos jóvenes. Y en determinados problemas, más relacionados con la vida en el mundo, su opinión podrá penetrar más profunda-
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mente que la de un sacerdote o un religioso. Por su parte, los religiosos no sacerdotes y las religiosas pueden intervenir acertadamente en esta función de «guías» para los que les están confiados. Esta ayuda va desde la orientación general dada a un grupo, hasta la opinión personal y las conversaciones privadas. Por último, de manera profesional y total, el sacerdote está designado para ejercer las múltiples formas de la «dirección espiritual»; esto corresponde a su misión más formal y más hermosa. DIRECCIÓN ESPIRITUAL Antes de seguir adelante, recordemos la significación esencial de la «dirección espiritual». ¿Qué significa «dirección» y qué indica «espiritual»? a) El término «dirección» ha de entenderse en su verdadero sentido. No quiere decir que el director manda, rige, dirige en todo, organiza la vida cristiana del que recurre a él como un director de una fábrica dirige a sus obreros, como un director de un colegio regula todo el engranaje de la enseñanza. Si el término «dirección» hace pensar conscientemente o no en una actividad semejante a la de un gerente de una empresa, está mal entendido. Significa más bien que un «maestro» en cosas de la vida cristiana ilumina y aconseja, ayuda y anima al dirigido. Y el ideal de la «dirección espiritual» — como el ideal de toda educación familiar, escolar, etc. — es ser útil. De hecho la ayuda del consejero moral será siempre de utilidad, porque puede suponerse que su experiencia de la vida cristiana será siempre superior a la del dirigido. Pero vemos la significación de su ayuda: el dirigido debe convertirse en adulto lo más rápidamente posible, hacerse sui iuris y por lo tanto relativamente independiente. No se le debe mantener en un estado de dependencia que derivaría en seguida en una forma de infantilismo o de abulia. Más adelante volveremos sobre esto para tratar de las cualidades de directores y dirigidos; baste aquí llamar la atención sobre el sentido restringido que ha de darse a la palabra «dirección». b) ¿Y la palabra «espiritual»? Hemos de darle también todo su alcance entendiéndola rectamente. El director espiritual debe ayudar a su dirigido en todos los aspectos de la vida y de la santidad cristianas. Ahora bien, puede haber error por defecto y por exceso. 1. Por defecto, obrando como si la dirección espiritual se refiriese casi exclusivamente a los ejercicios de piedad y la virtud de religión. Hay directores que, después de haber propuesto la meditación, la misa y la comu-
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nión diarias, la confesión semanal y algunos otros ejercicios piadosos, empiezan a preguntarse qué más podrían exigir a sus virtuosos penitentes. En realidad deberían orientar a sus dirigidos en todas las virtudes de la vida cristiana total, tanto en su aspecto social y profano, como sagrado e individual. ¡Hay tantas y tantas virtudes que afectan a la vida familiar, profesional, social, cívica, intelectual y cultural del bautizado! Necesitan ser aclaradas y explicadas. Forman parte de la santidad cristiana. El sacerdote, después de recordar globalmente que es necesario cumplir con exactitud el deber de estado, no ha de encontrarse como desarmado, incapaz de explicitar, de aplicar, de dar ejemplos y de iluminar. 2. Por otra parte — éste es el exceso —, este interés verdadero por la vida cristiana debe limitarse a iluminar y ayudar dentro del ámbito de las virtudes cristianas. El director espiritual no ha de intervenir en la organización de la familia ni inmiscuirse en problemas profesionales. Su ayuda es doctrinal, afecta a la formación cristiana de la disposición interior de donde deben salir las decisiones y los cambios de vida. LA FINALIDAD La finalidad de la dirección espiritual es múltiple; se dirige principalmente a iluminar, alentar y controlar. a) Iluminar. Es sorprendente la idea de la santificación y de la santidad que tienen muchos cristianos. Es muy raro que los fieles tengan ocasión de seguir un ciclo de estudios religiosos completo; sus conocimientos suelen ser fragmentarios, parciales, dependientes de los pocos libros que han leído o de los pocos sermones que han escuchado. Pero raras veces se logra una visión sintética, en el sentido más modesto de la expresión. Es muy raro también que los fieles posean un criterio seguro sobre la importancia relativa de los medios de santificación. Muchas veces dan mucha importancia a un ejercicio secundario y no estiman valores que merecerían toda su atención. Esta jerarquía de valores, difícil de adquirir, es sin embargo de sumo interés. Además, carecen por lo general del conocimiento preciso de cada uno de los elementos del ideal cristiano. Tiene que ser así: son muy pocos los fieles que tienen tiempo y oportunidades de profundizar en los dogmas fundamentales de la revelación cristiana. También en esta materia podrá intervenir provechosamente el director. Finalmente no es frecuente que los fieles conozcan perfectamente las leyes generales de la evolución de la vida y la santidad cristianas. Esto exige una cierta competencia teológica que normalmente
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no pueden tener, por múltiples razones. Es conveniente que tomen consejo sobre este punto en especial. b) Atentar. El esfuerzo por la santificación debe estar bien orientado. Pero también debe proseguirse con tenacidad, firmeza y perseverancia. Por ello, los fieles necesitan muchas veces que se les aliente. Para emprender con generosidad la ruda «subida del Carmelo». Para aceptar la mortificación o la penitencia que necesariamente implica el «camino de la perfección». Para mantenerse firmes en los períodos de sequedad espiritual y de aridez, inevitables en el curso del desarrollo de la vida interior. Para calmar los impulsos irreflexivos, moderar los apetitos espirituales prematuros, modificar los proyectos intempestivos o ilusorios. Para renovar sus impulsos cuando aparece el cansancio y una cierta acidia bien conocida de los directores espirituales. Para redescubrir la belleza de su ideal, la grandeza de la santidad cristiana, la atracción de Cristo, su maestro, el premio maravilloso que les está destinado. Algunos fieles necesitan ante todo este socorro de orden espiritual y afectivo; a otros les bastará con una ayuda doctrinal y de principios. Cada fiel es un mundo aparte: el director espiritual debe saber lo que conviene a cada cual. c) Controlar. El director espiritual debe controlar también con regularidad —frecuentemente o n o — a su dirigido. Control de orden doctrinal, relativo a sus ideas sobre la vida sobrenatural, sobre sus «lecturas espirituales», sobre sus temas de meditación, sobre sus estudios teológicos, sobre su conocimiento de la Biblia, etc. Control también del esfuerzo desplegado, de las decisiones tomadas con respecto a determinados cambios en la vida familiar, profesional, de los «puntos especiales» elegidos en la reforma del carácter, de la mortificación introducida en la existencia diaria, de la perseverancia en el atento cumplimiento de la ascética cristiana, de la preocupación constante de perfeccionar el amor de Dios y la caridad para con el prójimo, etc. Este control podrá tomar una forma más o menos estricta y sistemática, según los diferentes dirigidos y también según los diferentes directores. Pero debe existir en alguna medida para que la dirección sea útil y eficaz. Así quedarán asegurados, en el lento camino hacia la santificación, la llamada al orden, el punto de referencia necesario, el contraste indispensable a toda empresa de larga duración.
a) Competencia. Debe ser ésta la primera de las cualidades que precisa tener un director espiritual. Debe ser tan competente como sea posible en las cosas que se refieren a la tarea de la santificación. Sobre ello se citan las enérgicas palabras de santa Teresa de Jesús: «Y aunque para esto parece que no son menester letras, mi opinión ha sido' siempre, y será, que cualquier cristiano procure tratar con quien las tenga buenas, si puede, y mientras más mejor... Y no se engañe con decir que letrados sin oración no son para quien la tiene. Yo he tratado hartos, porque de unos años acá lo he más procurado con la mayor necesidad, y siempre fui amiga de ellos...» (Vida, c. 13). Y san Juan de la Cruz nos dice: «... Porque algunos confesores y padres espirituales, por no tener luz y experiencias de estos caminos, antes suelen impedir y hacer daño a semejantes almas que ayudarlas al camino, hechos semejantes a los edificadores de Babilonia...» (Subida del monte Carmelo, prólogo). b) Criterio. Por ello entendemos el equilibrio en el modo de fijar una meta a alcanzar, en el arte de elegir los medios, en el sentido de la proporción y de la medida — que no es la medianía, pues para algunas personas la «medida» es ser «heroicos» —, en la finura para considerar el conjunto de circunstancias concretas que condicionan nuestros actos. Hay personas de una asombrosa «sabiduría práctica» en el ámbito de lo religioso; algunas madres cristianas nos desconciertan con su juicio claro y prudente. Este buen juicio se refiere tanto a lo natural como a lo sobrenatural. Existe un don natural de buen juicio que es útil a todo el mundo, en todas las condiciones y estados. Algunas personas lo poseen, pero hay otras desprovistas de él, lo que supondrá un inconveniente para la «dirección» espiritual. Los educadores que no lo posean deberán evitar inmiscuirse en la «dirección»; será conveniente que maduren sus «consejos» y que no se aparten de los caminos clásicos y seguros. Otras personas podrán llevar una dirección admirable y ayudar a numerosos dirigidos: sería excelente que pudieran entregarse a ello de manera especial y dedicarle buena parte de su tiempo. Pero esto no es bastante. En materia de santificación cristiana han de determinarse fines y medios de crecer en santidad. En este ámbito hay leyes que dependen pura y simplemente de la voluntad de Dios. El criterio «cristiano» debe estar inspirado en normas «espirituales» y representar realmente la voluntad del «Espíritu de Dios», los deseos del Señor respecto de tal o cual persona. La agudeza sobrenatural, la madurez cris-
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CUALIDADES DEL DIRECTOR La función de director espiritual supone ciertas cualidades específicas.
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liana, determinarán la cualidad del criterio del director espiritual: padres, educadores, sacerdotes. Cuanto más unidos estén a Dios, más dóciles serán a la gracia del Espíritu y mejor comprenderán los caminos del Señor y las condiciones concretas de la santidad. c) Experiencia y madurez espirituales. En todos los terrenos donde se hallan en juego el arte, la competencia y la técnica, es muy útil tener un «maestro» en el que se pueda encontrar algo del ideal propio, que él conoce por experiencia, del cual vive y al cual encarna en toda su persona. Ya se trate de estudios, del laboratorio o de la artesanía, no hay nada que sustituya a las palabras, los actos, los reflejos y las reacciones del «maestro». Lo mismo sucede en la vida cristiana y la evolución de la tarea de la santificación. El contacto personal con alguien — padres, educadores, sacerdotes y religiosos — que realiza y personifica el ideal de la santidad cristiana, que posee un conocimiento vivido acerca de ella, que ha logrado ya una verdadera madurez espiritual, es un beneficio inestimable. El «consejero espiritual» debería tener en esto una superioridad vital sobre su «dirigido». Por lo menos debería haber, si no vivido, al menos presentido lo que debe ser la «subida del Carmelo» y la «llama de amor viva», para no correr el peligro de orientar mal a quien se dirige a él. á) Paciencia afectuosa. Entre las cualidades morales del director, señalamos ante todo una paciencia afectuosa, a toda prueba. Tendrá que dedicar largas horas a esas conversaciones personales que acaban por ser monótonas, a fuerza de ser todas parecidas, y fastidiosas, a fuerza de repetirse. Tendrá que esperar al dirigido, escucharle cuando éste esté mejor dispuesto a hablar, hablar cuando éste desee instruirse, soportar las lentitudes y los retrocesos en la generosidad, no adelantar la hora del Señor y estar pronto a aprovechar la gracia cuando pasa. Tendrá también que poner en práctica el difícil arte de callar, de comprender lo que apenas se expresa, interpretar lo que se expone mal, de seguir un pensamiento que no tiene el necesario rigor lógico y de sacar algo en claro de una persona que se conoce mal y se expresa peor aún. Paciencia afectuosa, decíamos. Una benevolencia que no desaparece jamás, que se hace sentir aun en los momentos en que la firmeza exige palabras enérgicas, que se deja adivinar en la manera de reprender o censurar. Una benevolencia que debe ser inagotable, nunca escatimada, radicalmente inextirpable, a imagen de la paciencia del Señor hacia nosotros. Una benevolencia espontánea, que no tiene nada de condescen-
diente, que no mira desde arriba, que nunca juzga, que no condena jamás, que está siempre dispuesta a perdonar, a imagen del Señor de las misericordias. e) Firmeza paternal. Un director que no fuese firme haría mejor no ocupándose normalmente de dirección espiritual. Por firmeza se entiende la cualidad que distingue a quien sabe lo que puede pedir, se atiene a ello, lo recuerda y ayuda a realizarlo. En efecto, al cabo de algún tiempo, el director conoce un poco a su dirigido. Sabe que puede exigirle un determinado esfuerzo y que puede esperar un resultado concreto. Es en este ámbito de lo posible y realizable donde ha de ser firme, fuerte, tenaz. En un coro o una orquesta, el director sabe muy bien lo que puede esperar de cada cual, y esto se lo exigirá con firmeza. La firmeza consiste, pues, más que en «empujar» a un dirigido siempre que se tiene ocasión, en «mantener con perseverancia» lo que se le ha pedido porque es capaz de darlo. Esta firmeza debe ser paternal. Esto significa una bondad, tal como debería tenerla un padre digno de tal nombre. Supone una autoridad que se trasluce más bien en la manera tranquila de ser firme sin estridencias, que en declaraciones de principio. Implica la «bondad» fundamental y natural que quisiéramos encontrar en todos los hombres, pero que ciertos caracteres no poseerán probablemente nunca. Está presidida ante todo por la idea de obrar por el bien del dirigido y, por este bien, se está dispuesto a todo lo que sea necesario — insistir, reprender, sugerir, ordenar— según las circunstancias. f) Discreción. Esto parece evidente y, sin embargo, hemos de insistir en ella. El sacerdote está tan habituado a las confidencias y estas confidencias son casi siempre tan semejantes, tan poco características de una persona en particular, que el sentido de la discreción disminuye y se atenúa involuntariamente. Por parte del director esto constituye una falta profesional; pues todo dirigido supone que puede contar al menos con la discreción del sacerdote. Hay también un error sicológico: ¿cómo podrá conservar el dirigido la apertura total que se le exige si comprueba que su director no es discreto, aunque se trate de materias en que no es imprescindible la discreción? Es preferible pecar de demasiado discreto que de lo contrario. La confianza se destruye por muy poca cosa. Y esto es válido también para los padres y educadores laicos. Oyéndoles hablar de sus hijos o de sus discípulos, pensaríamos que el deber de discreción — y el pecado de indiscreción — están reservados a los sacerdotes y a los médicos. Es éste uno de esos esquemas clásicos. Pues toda persona, en
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la medida en que, por naturaleza o por elección, es consejero moral, debe aceptar al propio tiempo las obligaciones y las exigencias. Y Dios quiera que estos superiores no se sirvan de las confidencias con fines de disciplina o con cualquier otro motivo. ¿Cómo podrían contar con la confianza de una persona? DEFECTOS DEL DIRECTOR
El «consejero» espiritual no es perfecto; su dirigido tampoco. Hay ciertos defectos que pueden perjudicar a la dirección espiritual. Así, la falta de competencia, la ausencia de criterio, la inexperiencia espiritual, la inconstancia y la dureza de carácter. Pero aquí nos limitaremos a unos cuantos puntos especiales. a) Falta de constancia. La dirección implica una influencia «duradera» y que será eficaz precisamente en virtud de la continuidad y de la regularidad de los esfuerzos realizados para hacer la voluntad divina. Es éste un elemento fundamental en la dirección. Ahora bien, el consejero puede no obrar así: por olvido, por el número de sus ocupaciones profesionales, por ligereza en esta materia, poco importa. Pero si no tiene un mínimum de constancia, de estabilidad y de regularidad indispensable, su dirigido sufrirá las consecuencias, necesariamente. b) Falta de autoridad. El «consejero» puede llegar a serlo de tal modo que pierda toda autoridad moral auténtica y no «dirija» en absoluto; más bien se ve «dirigido». Una cosa es mantener el contacto con un dirigido al que sabemos que no podemos pedirle demasiado, y otra cosa muy distinta convertirse en un instrumento ilusorio y en el fondo ridículo de los deseos del dirigido, de sus caprichos, de sus fantasías y hasta de su mediocridad consciente. En este caso, la «dirección espiritual» pierde todo significado y no puede sino ir en detrimento de ambos y del cristianismo. c) Naturalismo. A fuerza de ver a las mismas personas, puede suceder que nos habituemos poco a poco a recibirlas como a un miembro de la familia. El trato se hace más sencillo, más fácil, pero también más natural, lleno de mil cosas de la vida corriente. Y el tiempo pasa sin que se llegue a tratar seria y cuidadosamente de la vida y de la santificación. Es difícil conservar un justo medio entre una organización del tiempo tan exagerada que el dirigido se sienta considerado «sub ratione christiani reduplicative ut sic», y una capacidad de acogida natural no dominada en demasía para asegurar lo esencial de la dirección.
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OBLIGACIONES DEL DIRIGIDO
El «dirigido» tiene asimismo obligaciones que cumplir, cualidades necesarias: confianza total, docilidad viril. a) Confianza total. Es la condición indispensable. Si visitamos a un médico sin una total confianza/ su intervención corre el peligro de ser desacertada. Pero elegir un director espiritual sin confiar totalmente en él es todavía peor; en tal caso sería preferible no tener dirección espiritual; al menos la situación sería clara y neta. Tener un director implica, pues, que sicológicamente, no estamos «solos»; hemos confiado en alguien; somos «transparentes» al menos para una persona, de tal manera que ella nos ayude a avanzar. Quien no esté dispuesto a esta plena apertura de su corazón no debería hablar de su «director espiritual». Y el «director» que no esté convencido de tener la confianza de su dirigido debería poner las cosas en su lugar y en todo caso impedir que se viva en un engaño. San Francisco de Sales insistía mucho sobre esta apertura del corazón. b) Esta confianza total es normal, puesto que se deja y debe dejarse una libertad total en la elección del director espiritual. La historia de la espiritualidad cristiana nos muestra la creciente preocupación de la autoridad eclesiástica por asegurar la libertad en la elección de confesores y directores espirituales. Los padres, educadores y los superiores, especialmente, deben proteger esta libertad; y si razones de peso les obligan a oponerse a la preferencia de quienes dependen de ellos, al menos deben asegurar la libertad en la elección de un nuevo director. Habrán de ser suficientemente desinteresados y desprendidos para no buscar sino el bien de sus subordinados. Y este bien requiere que haya en este punto una persona autorizada y competente en la que ellos tengan entera confianza. cj La docilidad implica por parte del dirigido una disposición de alma consistente en saber escuchar, tratar de comprender, querer plegarse a los consejos juiciosos y desinteresados que se le dan. El dirigido sólo podrá obtener de la dirección espiritual el beneficio deseable si posee \una dosis considerable de docilidad. Esta docilidad, entiéndase bien, se impone, no porque se haya decidido obedecer a un hombre, sino porque se ha pedido la ayuda de un «maestro» para mejor conocer la voluntad del Señor. Dirigido y director deben, juntos, determinar lo que Dios desea y espera. En definitiva, nuestra docilidad profunda hemos de mostrarla con respecto al Señor.
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Ciertas personas carecen de lo que es necesario para ser dóciles. No saben escuchar-, hablan mucho, con el pretexto de poner al corriente al director; se extienden sobre multitud de detalles inútiles, sin tener la menor compasión del tiempo y la memoria de su director; pasan de una cuestión a otra, sin «acabar» nada y sin tener siquiera, a juzgar por las apariencias, el menor deseo de examinar algo más a fondo. No intentan comprender. Su conversación parece ser una necesidad biológica y sicológica más que un medio de conocimiento y comprensión; apenas hacen ningún esfuerzo para captar un punto de vista nuevo o una nueva manera de ver las cosas; su inteligencia jamás parece despierta. Por último, no son flexibles; carecen de la plasticidad radical indispensable para los cambios y transformaciones; no tienen el sentido de la «perfectibilidad» que les permitiera reformar su conducta en un punto determinado; están ya como encajados en un comportamiento determinado, establecidos en una manera de juzgar y de vivir. La docilidad les resulta, inevitablemente, muy penosa. d) Pero esta docilidad ha de ser viril. N o puede ser en modo alguno infantilismo. El dirigido es el gran responsable de toda la obra de santificación. Se trata de su vida. Es él quien debe esforzarse por conocer la voluntad de Dios y quien ha de intentar responder a ella. Es su conciencia la que decide, en definitiva, lo que ha de hacer, «hic et nunc». Es él quien tiene que obrar, vivir, con plena responsabilidad. La docilidad no debe hacer olvidar estas perspectivas, ni poner al «director de conciencia» en el centro de la obra de santificación, cuando no es sino el apoyo, el guía. La docilidad no puede confundirse con la abulia: hay personas que no llegan nunca a decidir una cosa por sí mismas; apelan a un director espiritual que las sustituya y les evite el esfuerzo de decisión personal; su pretendida docilidad no es más que abulia disfrazada de virtud. La docilidad no puede confundirse tampoco con la inercia: hay personas que jamás hacen un esfuerzo para pensar o reflexionar por sí mismas; apelan a un director espiritual porque es más fácil hacer hablar a otro que leer, estudiar o reflexionar por sí mismas: su pretendida docilidad no es sino pereza intelectual disfrazada de virtud. Hay personas que no llegan nunca a ser «adultos»: prefieren quedarse en la tranquilidad de los niños, ignorar los problemas inevitables de la vida, abstraerse de las responsabilidades complicadas de la existencia; su pretendida docilidad no es más que infantilismo. Al director corresponde saber qué hay detrás de la «docilidad» de su dirigido.
X X X , La dirección espiritual, Flors, Barcelona; X X X , Temas de dirección espiritual, Flors, Barcelona; E. H e r n á n d e z , Guiones para un cursillo práctico de dirección espiritual, Sal terrae, Santander; X X X , Dirección espiritual y sicología, Desclée de Brouwer, Bilbao,- J . P . S c h a 11 e r , Dirección espiritual y medicina moderna, Sigúeme, Salamanca.
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3. LECTURAS Y ESTUDIOS RELIGIOSOS
Nuestra época se caracteriza por una profundidad y una generalización de la cultura; todos los hombres, poco a poco, llegan a entrar en contacto con los valores de la civilización, y algunos progresan asombrosamente en todos los sectores de la ciencia. Ahora bien, hay muchos cristianos que no se preocupan de poner su cultura religiosa al nivel de este progreso general. Por todo saber tienen lo que se les ha exigido en sus estudios de enseñanza media y, a veces, ni siquiera eso. Es triste constatar este desajuste. Es lamentable para la vida cristiana. Sería incluso inaceptable en los cristianos que se toman en serio la tarea de la santificación. Vamos a detenernos un momento en este último aspecto de la cultura religiosa y teológica. LA SAGRADA
ESCRITURA
En esta tarea daremos la primacía a la lectura de la sagrada Escritura, el libro de la revelación cristiana. Desde hace veinte años se ha escrito mucho sobre la lectura de la Biblia. Nadie puede decir que carecemos de orientaciones y de indicaciones muy útiles. a) La sagrada Escritura ocupa un lugar privilegiado en el tesoro doctrinal de la Iglesia. Es la revelación escrita. Es la palabra de Dios expresada en lenguaje humano. Es la voz del Señor que se hace oír todavía y siempre a través del texto sagrado. En efecto, «Dios ha hablado» y «Dios habla». Estamos tan habituados a este hecho insólito que ya no experimentamos admiración ni agradecimiento. Y quizá por esto no nos preocupamos ya de tener una Biblia, de leerla, de recurrir a ella: en ella está, sin embargo, la palabra de Dios. Ciertamente los cristianos poseen también otros medios para entrar en contacto con la palabra del Señor. La predicación y la evangelización son realmente el instrumento del Señor: los sacerdotes son los ministros del Señor y los dispensadores de los misterios de la salvación. Poseemos también una liturgia en la que están engastados los más bellos pasajes de los libros inspirados y que nos los presenta, siguiendo el orden de los
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misterios cristianos, de la encarnación a Pentecostés y la consumación de la vida de la Iglesia. La asamblea litúrgica, a lo largo de la cual se proclama la palabra de Dios, es una ocasión «privilegiada» de contacto entre el creyente y esta palabra. Poseemos un arte religioso que ha esculpido en la piedra o cincelado en la madera las escenas más dogmáticas y más simbólicas de la sagrada Escritura: los pórticos y las vidrieras, las sillerías y los retablos nos instruyen sobradamente. Pero el libro por excelencia es la fuente más espiritual de este contacto con la palabra de Dios o, mejor, con Dios que ha hablado y que habla todavía. b) En realidad, si bien una minoría católica cada vez más numerosa es aficionada a la Biblia, la gran masa de cristianos, en muchas regiones del mundo, viven bastante alejados de ella. «Aquí — escribía un sacerdote — los católicos no leen o leen muy poco la Biblia. Son muy escasos los hogares que poseen en todo o en parte la sagrada Escritura. La masa de "los buenos" no la conocen prácticamente. Los intelectuales no piensan siquiera en poner una Biblia en los estantes de su biblioteca, menos aún en leerla asiduamente. No sería muy larga la lista de las bibliotecas parroquiales donde figura un ejemplar de la Biblia. En muchas parroquias no hay otra que la del párroco y, muchas veces, cubierta de polvo.» La situación está cambiando. En determinados círculos, la piedad bíblica llega a convertirse en una «moda». Cada país tiene sus características propias. Pero, en general, no puede decirse que los católicos rindan culto exagerado a los escritos inspirados. c) Una de las razones principales de este alejamiento reside en la reacción de la Iglesia contra la interpretación privada de los escritos inspirados, tal como ha sido predicada pollos protestantes. Y ello ha dejado en el ánimo de las poblaciones católicas como un temor instintivo hacia la Biblia. El propio término, Biblia, se les hacía sospechoso. Por otra parte no hay que hacerse ilusiones sobre «la lectura de la Biblia» en la Edad Media o durante el antiguo régimen. El número de analfabetos era tal, que no podía pensarse en la lectura individual de los libros santos. ¿Desde cuándo es posible, concretamente, para la totalidad de los cristianos, comprar y leer los escritos inspirados? En todo caso, actualmente el movimiento bíblico católico es floreciente. En 1920 escribía Benedicto XV en la encíclica Spiritus ParaclituS: «Por nuestra parte, no cesamos de exhortar a todos los fieles a que reserven cada día un tiempo para leer los libros santos, especialmente los evangelios, los Hechos de los
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apóstoles y las epístolas, para extraer de ellos la savia y la energía espiritual de que han de vivir.» Y se conceden numerosas indulgencias a los cristianos que dediquen con regularidad algún tiempo a la lectura de los libros santos. LA LECTURA DE LA BIBLIA
Sin pretender hacer una introducción a la lectura de la Biblia, quisiéramos recordar dos condiciones necesarias para lograr fruto de la lectura de los libros santos. a) En primer lugar, nunca se debe comenzar la lectura de un libro de la Biblia sin haber leído unas líneas de introducción, especialmente para informarse sobre el género literario del escrito de que se trate, sobre todo en los del Antiguo Testamento. Cuántos fieles han abierto el Antiguo Testamento al azar y han sufrido una decepción al hallarse en presencia de largos relatos históricos o jurídicos, a veces fastidiosos, hasta poco edificantes; en cuanto a los libros sapienciales, no les daban más que una sabiduría muy mediana y muy común. ¿Entonces? La revelación divina es progresiva y se inserta en una trama histórica profana. Sobre esta trama, como en filigrana, se inscriben los más bellos rasgos de la revelación divina: el monoteísmo riguroso: «Adorarás a un solo Dios», la providencia divina que rige los acontecimientos en el mundo, la espera del Mesías y la confianza en la salvación. Estos temas fundamentales aparecen ante nosotros, si estamos prevenidos y atentos, como los temas musicales de una sinfonía. b) En segundo lugar, y esto vale para todos los libros de la Biblia, hemos de leerlos como «palabra de Dios». Dios ha hablado, sin duda, pero su palabra permanece, es siempre actual y siempre viva. Las palabras y las frases que leemos «hablan» aún hoy a los hombres de nuestro tiempo. A condición de que escuchen atentamente, de que guarden silencio respetuosamnete y acepten las orientaciones de la palabra del Señor. En suma, el texto bíblico es el intérprete por medio del cual, hoy todavía y siempre, Dios habla a la humanidad para revelarle los misterios de la salvación y el sentido de la vida. MAESTROS DE DOCTRINA
ESPIRITUAL
a) Después de la sagrada Escritura, nuestras lecturas deberían dar la primacía a los escritos de los grandes espirituales del cristianismo. Son los grandes maestros en la santidad cristiana. Han vivido y escrito, experimentado y explicado el misterio de la santificación en la medida en que los hombres pueden
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expresar adecuadamente algo sobre esta materia. Nada puede sustituir a la fuerza del ejemplo de sus vidas y a la competencia de sus doctrinas. N o darles la preferencia en nuestra elección es perjudicarnos a nosotros mismos. Deben hallarse en una biblioteca espiritual antes que cualquier otro tipo de obras religiosas. Pero existe el peligro, suele decirse, de creer que se ha llegado al mismo grado de santidad que el místico cuyas obras se leen. Puede ser. Pero más valiera formar bien a los fieles para la lectura prudente de las obras místicas que prohibirles que las lean para evitar el orgullo o la ambición. A los fieles de buen sentido que no están en ese caso, se les puede decir que probablemente no les están reservados los hechos extraordinarios, que los sentimientos elevados cuya exposición van a leer les rebasan, que deben seguir la línea de evolución teologal más bien que detenerse en los dones gratuitos, que deben buscar la íntima imitación y no la posesión de carismas. Vale más preparar así a los mejores de entre los cristianos, que privarles de estos dinámicos testimonios que brotan del corazón de quienes han vivido intensamente el fervor teologal. bj Junto a los «grandes maestros» de la santidad cristiana hay otros, los pequeños maestros si se quiere. Tales son los documentos de vida cristiana que nos ofrecen en todas las épocas los mejores cristianos. Tal vez están más cerca de nosotros que los grandes místicos. Es bueno leerlos, meditarlos, extraer la medula, separar lo esencial. ¿No es siempre conveniente aprovechar la experiencia y la sabiduría de «maestros», en todos los campos? Una biblioteca cristiana que no se enriqueciera de vez en cuando con una de estas obras, no sería una buena biblioteca y denotaría una extraña ausencia de interés en su propietario. c) Finalmente, dentro de esta literatura espiritual, debe reservarse un lugar a la hagiografía, a las vidas de santos. En otros tiempos se prefería a los santos que lo eran desde su nacimiento y que habían hecho numerosos milagros porque se pretendía quedar edificado con su ejemplo. Actualmente se prefiere más bien un santo humano, incluso imperfecto hasta el fin de sus días y privado del carisma de los milagros: es un cambio de sensibilidad, con sus ventajas de realismo y también sus inconvenientes. Pero conviene, de vez en cuando, dejar la doctrina, incluso la doctrina de vida, para mirar a alguien, seguirle con los ojos de su comportamiento exterior, recibir indicaciones concretas sobre el amor al prójimo y la mortificación, leer sus retrocesos y sus dificultades en las virtudes de
todos los días, comprobar algunos de sus pequeños defectos o algunas de sus imperfecciones. En suma, necesitamos a veces ver, tocar, entrar en contacto con el comportamiento interior de un cristiano como nosotros. Las «vidas de santos» ocupan un lugar insustituible en el conjunto de nuestras riquezas espirituales.
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LA TEOLOGÍA En ocasiones sentiremos la necesidad de profundizar en un punto concreto de doctrina. a) Puede plantearse la cuestión de unos «estudios teológicos», en el sentido modesto del término. Así, después de haber meditado sobre el amor del corazón de Cristo, nos preguntaremos quizá: pero ¿qué significa exactamente este símbolo del corazón de Cristo? Sobre la eucaristía: ¿qué se entiende en definitiva por «presencia sacramental»? A propósito de la Virgen: ¿qué hay debajo de la frase «mediación universal»? Y de Dios Padre-, ¿cómo entender esta paternidad? O bien-, ¿cuándo se puede hablar de «caridad teologal»? ¿Cómo se prueba la eficacia de la penitencia? Existen, pues, según las circunstancias, mil preguntas que necesariamente se plantean. Estas preguntas exigen la lectura y el estudio que pudiéramos llamar «teológico»: teología dogmática si se trata de los misterios de la revelación; teología moral si se trata de las orientaciones radicales de la vida cristiana; teología ascética si se trata más específicamente de la santificación cristiana. Cuanto más avanza un fiel en el camino de la perfección, aparecen más problemas que requieren ciertos estudios teológicos. b) La santidad cristiana implica también que manifestemos en el mundo la marca del Espíritu, según nuestra vocación personal. Ahora bien, ¿cómo conocer este deber inherente a nuestra santidad, cómo saber lo que hemos de hacer en este mundo sin alguna lectura y reflexión teológica? ¿Cómo actuar en y sobre el mundo profano o profesional, si no conocemos la tarea que hay que realizar, el valor teológico de las realidades temporales, el sentido cristiano de la profesión y del trabajo, etc.? He aquí todo un sector que exige precisiones doctrinales teológicas. c) Actualmente existe una importante corriente favorable al desarrollo de los estudios teológicos en círculos cada vez menos restringidos. Hubo un tiempo en que se podía decir que la teología era una especialidad de casta. Actualmente se intenta lograr que las enseñanzas esenciales de la teología cristiana estén al alcance de grupos de fieles cada día más
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amplios. Se hacen introducciones, eliminando todo exceso de datos técnicos, que comunican la medula de una síntesis dogmática, sacramental o moral. Los institutos de ciencia religiosa enseñan en sus cursos lo esencial de la revelación. En muchos centros se organizan reuniones de estudios teológicos, para llenar una laguna que se hace sentir cada vez con más fuerza. Ahora bien, no se trata únicamente de «conocimientos» religiosos. Los asistentes a estos cursos, los participantes en estas reuniones, saben muy bien por experiencia que su vida sobrenatural teologal se beneficia a veces de manera asombrosa de estas lecciones sobre la sagrada Escritura, sobre Cristo, sobre la gracia, sobre la Iglesia, sobre la escatología. Los cristianos deben tomar parte unánimemente en este movimiento de cultura teológica.
en la santificación. Aquí especialmente, la calidad es la ley de ese esfuerzo. Lo importante es comprender mejor, penetrar más en la fe. Una página que responde precisamente a lo que nosotros necesitamos puede tener más valor que diez libros. Un excursus oportuno en una lección espiritual puede ser más aclarador que diez sermones. Una precisión'en un problema teológico puede asegurar la orientación definitiva de toda una vida. Aquí debemos decir: «Non multa, sed multum», como los antiguos predicadores de ejercicios. Problemas serios: desterremos las curiosidades teológicas, las complicaciones inútiles, las minucias de todo tipo, para adquirir el conocimiento de lo esencial. Mentalidad seria: desterremos la vana curiosidad, los entretenimientos dialécticos, los intereses superficiales, la pereza espiritual. Trabajo serio: desterremos las lecturas apresuradas, las indagaciones dispersas, y aseguremos la calidad del método, el peso de la reflexión, la solidez de las conclusiones. La vida cristiana, la santidad cristiana, nada gana con un enriquecimiento que no sea «serio».
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DISPOSICIONES
¿Con qué disposiciones hemos de acercarnos a la lectura y a los estudios religiosos? Cada forma de lectura y de estudio requiere un estado de ánimo peculiar; y la lectura del capítulo 17 del evangelio de san Juan se hará en un clima diferente al de las discusiones teológicas sobre las condiciones que habrá de llenar la caridad para con el prójimo para poder llamarse «teologal». Pero a través de todas estas formas de enriquecimiento se imponen unas constantes. Recordemos dos de ellas. a) Primeramente, la intención profunda sobrenatural. En la sagrada Escritura, en el tratado de teología, en el manual o en la autobiografía hemos de buscar un «alimento» para la vida teologal, una luz que nos ilumine en nuestro esfuerzo por la santificación. Es admisible un sano pragmatismo espiritual. Los fieles no han de entregarse habitualmente a la exégesis bíblica por el placer de la investigación científica, ni a la teología por simple gozo de la inteligencia. Un profundo designio les domina y transfigura su trabajo: la santidad. Pero deben emprender su tarea conforme a todas las reglas del arte. Una buena exégesis hecha por sí misma, un estudio teológico emprendido por sí mismo, darán en definitiva los mejores resultados para el enriquecimiento doctrinal sobrenatural de quien los hace. N o hay contradicción alguna entre un deseo de doctrina vital y un trabajo técnicamente perfecto. b) Una segunda disposición que queremos señalar es la seriedad de la labor de lectura o de estudio. No se trata de haber leído, de haber acabado un libro, de haber hecho un trabajo chapucero. Se trata de enriquecernos doctrinalmente, de una manera real, auténtica, duradera, para nuestro progreso
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T . M a e r t e n s , La Biblia, paso a paso, Marova, Madrid; Profesores de Salamanca, Biblia comentada, BAC, Madrid; Profesores S. J., La sagrada Escritura, BAC, Madrid; para la lectura de los Padres: las obras publicadas en la BAC, y en las colecciones Excelsa y NebÜ; como modelos de «vidas de santos» véanse: H . U r s v o n B a l t h a s a r , Teresa de Lisieux, Herder, Barcelona; J. M . J a v i e r r e , Pío X, Flors, Barcelona.
4. AMISTAD, ASOCIACIONES, MEDIOS DE VIDA Y RETIROS
Nuestro esfuerzo por progresar puede encontrar en los que nos rodean una ayuda eficaz y, por lo general, indispensable. La historia de la espiritualidad cristiana nos da abundantes testimonios del lugar que ocupan la amistad y las instituciones. Los grandes espirituales del cristianismo, desde los padres hasta san Francisco de Sales, han cultivado profundas amístales espirituales; todos han hallado en ellas ayuda y beneficios. Por otra parte la Iglesia ha visto nacer en su seno las más diversas formas de grupos y de asociaciones que tienden a la santificación de sus miembros: monacato cenobítico, canónigos regulares, clero regular, terceras órdenes, pías uniones y congregaciones. Todos los fieles conocen las diversas formas de asociaciones que existen en torno a ellos y que les separan más o menos de la vida profana para someterles a la influencia
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de un ambiente privilegiado. Pero los medios naturales — familia, escuela, medio de trabajo, vida pública— deben favorecer igualmente el desarrollo cristiano de quienes forman parte de ellos necesariamente, inevitablemente. Sin caer en un exagerado optimismo sobre la posibilidad de mejorar indefinidamente los medios naturales de vida, ¿no debemos condenar el fácil pesimismo de quienes se desinteresan de ellos? Cuanto más reducido es el medio natural, más realizable es la transformación; y hay ciertos medios familiares que son maravillosamente «cristianos». AMISTAD ESPIRITUAL La forma primera y la más natural de ayudarnos mutuamente es la amistad. a) Entre los auxiliares de nuestra labor de santificación, una amistad sólida y sana constituye uno de los mejores medios. Una amistad, sin estar estructurada como un grupo o una asociación, rebasa con mucho la «confraternidad» de los miembros de un grupo, en fuerza, en intensidad y en influencia. El fiel que se esfuerza por crecer en el Señor, si cuenta con la comprensión y la ayuda de un amigo, posee el mayor triunfo que pueda desear. «Un amigo fiel es poderoso protector, el que le encuentra halla un tesoro. Nada vale tanto como un amigo fiel; su precio es incalculable» (Eccli. 6, 14-15). N o es necesario multiplicar las citas de la sagrada Escritura; la experiencia de cada cual confirma la sabiduría del Eclesiástico. b) Un verdadero amigo, en efecto, es para nosotros una garantía de verdad y de consuelo. Nos dice lo que nos falta y lo que nos perjudica, francamente, en estilo directo, de modo desinteresado, amistosamente y sin riesgo de herirnos, porque es un amigo. Nos ayuda también porque nos comprende con medias palabras; conoce nuestros problemas, los modos de ayudarnos y animarnos, tendrá paciencia y esperará que las circunstancias sean mejores. Nos ayuda sobre todo, por el simple hecho de que sabemos que puede y sabe ayudarnos. Así escribe san Francisco de Sales: «Si vuestra mutua y recíproca comunicación se hace de caridad, de devoción, de perfección cristiana, vuestra amistad será preciosa. Será excelente porque viene de Dios, excelente porque su vínculo es Dios, excelente porque tiende a Dios, excelente porque durará eternamente en Dios. Oh, qué bueno es amar en la tierra como se ama en el cielo y aprender a amarse mutuamente como nos amaremos eternamente» (Introducción a ¡a vida devota, p. 3, c. 17-22). c) Por consiguiente, la amistad espiritual es, en principio,
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una CO5ÍJ excelente. Los fieles deben estar íntimamente convencidos de ello: la soledad y el aislamiento no son una especie de «grado» superior de la santidad, al menos normalmente y salvo vocación especial. Hay que dejar nacer y desarrollarse amistades de este tipo, teniendo en cuenta los beneficios que pueden suponer para quienes las mantienen.' Hay que evitar toda ironía o burla relativa a ellas, aunque presenten algunos aspectos menos favorables; ¿no sucede así con toda iniciativa humana delicada? Lo que es superfluo para unos puede resultar muy provechoso para otros. FALSAS AMISTADES Dicho esto, también es cierto que toda amistad espiritual puede ser imperfecta e incluso puede degenerar. a) Puede tener una orientación imperfecta. Sería sorprendente a priori, que dos fieles deseosos de perfeccionarse, lograsen inmediatamente una amistad espiritual perfecta a los ojos de todos. ¿Hay algo perfecto en este mundo? ¿Y no sería más prudente, en lugar de hacer notar los defectos de esa amistad, sumar las ventajas y los inconvenientes que lleva consigo? Una amistad espiritual puede ser a veces demasiado entusiasta, un poco ingenua, con un matiz de exclusividad, un poco de sentimentalismo. Pero la falta de una amistad puede producir cierta amargura, una introversión, una íntima insatisfacción. ¿Es mejor esto? En esta materia debe buscarse el equilibrio más conveniente para cada cual y no destacar exclusivamente los defectos visibles y los inconvenientes menores, aunque puedan suponer una pequeña molestia para la vida común. b) La amistad espiritual puede también degenerar. Entonces la cuestión de la santificación pasa a segundo plano. Las conversaciones se alargan en la medida de la inutilidad espiritual de su objeto. Los elementos humanos ocupan un puesto predominante en las charlas. Los amigos advierten en seguida esta degeneración: o bien uno de ellos no se dejará engañar, o bien jugarán ambos a la amistad espiritual; pero esto no durará mucho tiempo. En este caso es preciso romper por una temporada, volver a empezar depurando, o abandonar definitivamente un camino que se revela perjudicial. En todos los autores espirituales encontramos páginas de gran agudeza sicológica sobre las amistades sensibles y dudosas. VENTAJAS DE LAS ASOCIACIONES Como la amistad, las «comunidades» pueden ser una excelente ayuda para la vida cristiana. Entre las ventajas que repre-
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sentan pueden citarse: la precisión del ideal y de los medios de santificación, un cierto compromiso personal, una ayuda institucional. a) Precisión del ideal y de los medios de santificación. Cada grupo o asociación trata de responder a una finalidad peculiar o a una determinada condición de vida. Hay asociaciones de sacerdotes, de matrimonios jóvenes, etc. Cada una de ellas — puede comprobarse en los escritos, los retiros, las revistas o el reglamento por el que se rigen — estudia, analiza, de todas maneras, el ideal de sus miembros. Además se determinan y proponen ciertos «medios» de santificación, por considerar los dirigentes de la asociación, que eran los más adecuados a la finalidad que se persigue y al género de vida de sus miembros. Así, una asociación de sacerdotes precisará el tiempo de la oración, el mínimum de pobreza, etc.; otra, para seglares, determinará unas obligaciones respecto a un retiro, unos ejercicios, un tiempo de lectura piadosa, etc. Estas determinaciones son indispensables para todos. Cada fiel debería reflexionar sobre su ideal y establecer una especie de régimen de medios de santificación. La asociación ayuda a sus miembros a hacer esta importante labor espiritual. bj Un compromiso personal. Los miembros de todo grupo que tiende a la santificación se ligan con respecto a los medios particulares que se les proponen; es ésta una ventaja indudable, y que lo será siempre, mientras este compromiso sea vivo, vivido. Además, es un compromiso que se contrae con otros; es un compromiso de «miembro»; su carácter común constituye una ayuda mutua y representa igualmente un auténtico valor de «medio» de santificación. cj Finalmente, una ayuda institucional. Quien entra a formar parte como miembro de un grupo que tiende a la santificación, puede beneficiarse también de las diversas ventajas ligadas a la institución que le recibe: un boletín que viene a recordarle de vez en cuando el ideal; un retiro que reúne a los miembros; una reunión en la que cada uno de ellos refresca sus convicciones o simplemente se expansiona un poco entre personas más conocidas; en suma, la asociación, como institución, puede aportar su tributo a nuestro esfuerzo de perfección y crecimiento. d) Estas ventajas «comunitarias» se encuentran en grado superior en las órdenes, las congregaciones, los institutos seculares. La precisión del ideal y los medios se llevan hasta la codificación. El compromiso personal reviste un carácter religioso y eclesiástico que le da una fuerza y una solemnidad
especiales. La ayuda institucional está representada por un establecimiento o una casa central, núcleo de una red administrativa y educadora bien organizada, y que da una base temporal estable a la obra de santificación. Ésta es una de las ventajas de los diversos estados de perfección.
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INCONVENIENTES DE LAS ASOCIACIONES Todo grupo, aun estando orientado a la santificación de sus miembros, puede presentar defectos e inconvenientes reales, que sería preciso evitar en la medida de lo posible. a) En primer lugar, el grupo separa de los que no forman parte de él. Es la consecuencia inevitable de la labor específica que persiguen sus miembros, la condición normal de un esfuerzo común eficaz. Pero esta «separación» puede tener sus inconvenientes cuando hay que vivir y tratar a otras personas que no forman parte de una comunidad de piedad o de apostolado. Se favorece muchas veces a los miembros, simplemente porque son de los «nuestros». Se les confían con preferencia determinadas tareas porque son del grupo. Se les perdonan más fácilmente los errores, por la misma razón. Debilidad corriente, muy humana, pero lamentable. Y estas desviaciones son especialmente perjudiciales e incluso desagradables cuando se trata de grupos destinados a promover la santidad cristiana. En efecto, en este caso, los medios de santificación se convierten, en cierta medida, en fuente de ventajas temporales y humanas, que están exactamente en el lado opuesto del progreso sobrenatural de humildad, de olvido de sí mismo, de fraternidad, de justicia. Todo grupo dedicado a la santificación — desde la simple cofradía hasta las órdenes religiosas — debe hacer examen de conciencia sobre este punto, con cierta regularidad, y este examen lo harán mejor quienes no forman parte de esas asociaciones. b) Por otra parte, el hecho de pertenecer a una comunidad de santificación tiene como consecuencia que sus miembros sean «clasificados» entre los que se comprometen o hacen profesión de un determinado ideal. Esto supone una ayuda y un recordatorio, como hemos dicho. Pero puede ser también, y lo es a veces, un sustituto del esfuerzo y de la ascética. Se saca provecho del ideal común que persigue la institución de manera más o menos pública, pero sin vivir personalmente las exigencias concretas que lleva consigo. De este modo, los miembros se elevan espiritualmente, y sin gran esfuerzo. Quienes forman parte de una comunidad deben hacer examen de conciencia, pero esta vez de una manera muy personal y muy sincera.
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Ciertamente que estos inconvenientes son menores que las ventajas a que se oponen, pero hemos de tener la valentía de hacerles frente y eliminarlos en lo posible.
bautizados, a través de todas las vicisitudes terrenas, deben orientarse hacia su destino definitivo. c) Los medios, ¿responden de hecho a su destino providencial? Algunas familias son verdaderamente un lugar de desarrollo a la vez humano y sobrenatural, «cristiano», en el sentido total de la palabra. Ayudan a conocer la realidad terrena y abren el espíritu a la grandeza del Creador. Hacen admirar la naturaleza sin oscurecer por ello la belleza de los cielos. Cristo no es en ellas una especie de complemento necesario en algunas grandes ocasiones de la vida, sino el «Señor» y el «Dios». Esto no obstante, hay otros muchos medios perjudiciales, «ambientes» infectos y desorientados desde su origen, hogares totalmente indiferentes, si no amorales, fábricas y oficinas poco recomendables, escuelas aconfesionales o expresamente antirreligiosas. Todos estos medios naturales conforman la «vida» de los bautizados según un modelo que no es el de Cristo. Los cristianos responsables de estas comunidades naturales tienen el grave deber de conciencia de preocuparse del problema permanente de su ajuste al cristianismo, de su purificación, de su redención, de su espiritualización. Tal es su vocación terrena, elemento esencial de la santidad.
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MEDIOS DE VIDA El cristiano vive en la comunidad de sus semejantes, los hombres «en marcha» hacia la meta, los «viatores». En la familia: padre, madre, hermanos y hermanas. En la comunidad educadora: alumnos y profesores, estudiantes y maestros. En la comunidad de trabajo: las fábricas y las oficinas. En la comunidad nacional con sus conciudadanos. Medios naturales donde se desenvuelve su vida. a) Estas comunidades naturales son un dato fundamental en la vida de la mayoría de los hombres; determinan en gran medida su pensar y su obrar. «Los bretones, los alsacianos y los flamencos que vienen a establecerse en París — escribía un sacerdote — pierden aquí la fe, en gran número y rápidamente.» Y otro, amigo de la paradoja, señalaba que «en las regiones montañosas, conforme gana en altura la industria, desciende la fe». Es frecuente oír decir: es su familia, su ambiente, son sus compañías los que lo han cambiado; no es ni sombra de lo que era; el medio que ha frecuentado le ha desfigurado totalmente. Muchos conversos han reconocido que debían su cambio de vida al hecho de haber entrado en contacto más íntimo con una «familia cristiana», con un «ambiente cristiano»; les había impresionado la diferencia radical entre estos medios y aquellos otros de los que ellos procedían. Indudablemente hay que evitar el peligro de un cierto «determinismo social». El hombre es libre y apto para defenderse, en todas partes. Pero los hechos están ahí y nos muestran, incluso con cifras, la influencia del medio. Se ha hablado de un sesenta por ciento y más aún. b) Todos estos medios, principalmente la familia, tienen una función providencial. Función simplemente humana, en primer lugar. N o podemos detenernos en este punto, pues no nos toca a nosotros describirlo. Pero sí lo recordamos, porque la santidad cristiana exige imperiosamente su realización cuidadosa. Función sobrenatural asimismo, porque estos medios han de permitir a los «hijos de Dios» cumplir su destino definitivo. La familia es el techo y el hogar donde un niño encontrará un apoyo para su debilidad, afecto, cuidados. Es también el sitio donde su inteligencia y su corazón, desde que despiertan, se volverán a la verdadera luz y al amor primero. Lo mismo ocunfe con todos los medios naturales, porque los
DOS ERRORES Varios son los peligros que acechan a quienes están convencidos de la importancia espiritual de los ambientes en que se vive. Señalemos dos de ellos. a) Primeramente, el ambiente debe colaborar a la independencia y autonomía de la voluntad, y no ahogarla poco a poco para formar robots cristianos. Pues el valor moral de un hombre se mide en definitiva por su decisión moral personal. El don amoroso de Dios es libre, incondicionado; y Dios espera de los que creen en Él una respuesta amorosa y libre. Un acto que no es libre pierde lo esencial de su valor humano. El medio debe ayudar a quien le pide auxilio porque conoce su propia debilidad; debe iluminar a quien apela a su luz porque ha comprobado su ceguera; pero no puede anular a quien debe decidir, elegir y optar. Los medios educativos en especial T— familia, instituciones religiosas — deberán velar por la formación de cristianos «personales». b) Por otra parte, no hay que confundir el ambiente «cristiano» con el «piadoso». Cuando se habla de la importancia de los medios en que se vive para la santificación, ciertos cristianos se representan inmediatamente la imagen de una familia, de una escuela, de una fábrica incluso, «en donde
instrumentos y condiciones de santidad
Los auxilios iradicionaíes
se reza». Ciertamente, la virtud de religión y la posibilidad de ejercerla son un aspecto del medio «cristiano». Pero el cristianismo rebasa la virtud de religión. El medio «cristiano» es aquel en el cual se hace posible el desarrollo cristiano total, e incluso se ve auxiliado por el pensamiento y el apoyo discreto que orientan a quienes viven en él. Y el desarrollo cristiano es la caridad y la fe, la profesión y la familia, el descanso y las diversiones. No podemos admitir que se llame «cristiano» a un medio que no practicase más que un aspecto del cristianismo y no siempre acertadamente.
c) En realidad, el medio concreto para entrar dentro de sí apaciblemente consiste en tomar parte en un breve retiro o en unos ejercicios espirituales prolongados. Son conocidas las ventajas de los ejercicios. El cristiano se halla fuera de su medio habitual y de sus obligaciones inevitables. Se.halla sumido en una atmósfera religiosa y seria durante un cierto tiempo. Un sacerdote experimentado nos ha conducido a través de los temas de la fe que especialmente nos convienen. Los ejercicios de piedad se cumplen con más regularidad, sin precipitación, con perfección. Y si estamos realmente bien dispuestos, una resolución concreta y práctica, pero bien elegida, prolongará durante los meses siguientes el fruto de lo que un esfuerzo seriamente hecho y la luz divina nos habrán hecho descubrir. Dentro de esta clase de retiros es clásica la obra de san Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, obra recomendada en repetidas ocasiones por los soberanos pontífices y especialmente por Pío XI en la constitución apostólica Summorum pontificum, de 15 de julio de 1922. «Convencido de que los ejercicios espirituales practicados siguiendo la disciplina de san Ignacio son de los más poderosos para triunfar de las terribles dificultades en las que se debate actualmente la sociedad humana; habiendo comprobado que hoy, como en otras épocas, madura en los ejercicios una abundante cosecha de virtudes, tanto entre las comunidades religiosas y los sacerdotes seculares — lo que es particularmente digno de señalarse—, como entre los seglares y aun entre los obreros; Nos deseamos fervientemente ver extenderse más y más la práctica de estos ejercicios espirituales, ver cómo se multiplican y prosperan en todas partes estas casas religiosas donde se retiran los fieles, bien un mes entero, bien ocho días, o menos aún, para entregarse a una especie de gimnasia de la vida cristiana» (cf. encíclica Mens Nostra, 20-12-1929). Sin duda la forma ignaciana de los ejercicios espirituales no es la única. Los santos de la era patrística tenían su método y algunos modernos han tratado de renovar el género. Pero el principio que los informa ha conservado una importancia considerable a través de la historia de la espiritualidad, importancia que no podrán ignorar sin imprudencia los candidatos a la perfección.
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RETIROS Y EJERCICIOS ESPIRITUALES
a) El silencio es fuente del recogimiento y de la virtud. ¿Necesitan los hombres del siglo xx que se les expliquen detalladamente los beneficios y las ventajas del silencio? Los más ávidos de hundirse en el ruido son los primeros en reconocerlo. Los que por exigencias profesionales están obligados a vivir en medio del estruendo de las máquinas están dispuestos también a dar fe de ello. Necesitamos el silencio como necesitamos el aire y la frescura. Silencio exterior, escapando al ruido de las máquinas, de los gritos, del tráfago de la administración y de las responsabilidades, de los teléfonos y de las visitas inacabables, de las invitaciones y de las diversiones. Quien no sintiese la necesidad del silencio demostraría estar en el camino de la degeneración humana. Silencio interior también, y mucho más difícil de lograr. Silencio de la imaginación, que continúa trayéndonos las imágenes y las preocupaciones que hemos dejado a un lado. Silencio de la memoria, que nos persigue con recuerdos inútiles u obsesivos y, en todo caso, nefastos para la serenidad. Ahora bien, no se dominan fácilmente estas dos facultades. Los santos ermitaños de la antigüedad y los que todavía hoy siguen sus huellas nos cuentan cómo llevan el mundo en ellos y con ellos. b] Pero ¿cómo asegurarse un tiempo de silencio fructuoso? En principio, siempre es posible encontrar un momento de tranquilidad. Cuando deseamos acabar un trabajo que nos interesa, siempre hallamos tiempo y ocasión para hacerlo; pero el trabajo de progreso espiritual, ¿nos interesa suficientemente? No hay ningún estado de vida en que no sea posible lograr de vez en cuando unas horas de recogimiento. En las vidas profesionales más agobiadas, en las existencias entregadas a labores familiares absorbentes, los fieles habrán de esforzarse a pesar de todo por dejar un espacio al silencio. Es ésta una forma de ascética específica de las vocaciones profanas.
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Los diferentes «regímenes espirituales'»
III
LOS DIFERENTES «REGÍMENES ESPIRITUALES» 1. NECESIDAD UNIVERSAL DE UN RÉGIMEN DE MEDIOS DE SANTIFICACIÓN EL RÉGIMEN
ESPIRITUAL
a) Todo fiel que emprende seriamente la dura pendiente de la ascética se ve obligado a organizar para su propio provecho un conjunto de medios de santificación. Decide meditar con regularidad durante un tiempo determinado; examina la posibilidad concreta de unirse al sacrificio eucarístico; se obliga a un mínimum de vida sacramental; dedica un cierto tiempo al estudio de la religión; se esfuerza por conocer la significación cristiana de su vida profesional; determina las condiciones de una vida familiar santificadora que enriquezca su vida cultural y su vida teologal. En suma, pasa revista a los diferentes medios de santificación, tradicionales o nuevos, que todos los fieles pueden perfectamente utilizar y adoptar; establece un «conjunto» de medios según su condición y estado y su voluntad firme de santificación; se fija así un «régimen de medios de santificación», como se fija un enfermo un «régimen» alimenticio con arreglo a su estado de salud y a su constitución. b) Adoptar un régimen de santificación es una necesidad absoluta, es señal de una voluntad auténtica y de un esfuerzo serio de santificación. No es posible progresar si no nos decidimos por uno u otro régimen. Los fieles deberían preguntarse en qué situación se encuentran con respecto a este problema. ¿Han pensado alguna vez en establecer semejante régimen? ¿Han pensado en establecerlo tras larga y madura reflexión, como un médico consciente fija un régimen para un convaleciente? ¿Han perseverado en esta tarea, readaptando su régimen a las diversas situaciones que crea la vida, con esa flexibilidad realmente considerable que exigen tales transformaciones? Es éste un elemento importante, especialmente para aquellos que desean crecer en santidad «en el mundo». Deben, personalmente, buscar, construir, mantener y sobre todo adap-
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tar una y otra vez este régimen a los cambios de toda clase que les sobrevienen. Necesitan tener para ello una firmeza de ánimo singular y una tenacidad admirable. La santificación «en el mundo» lo exige imperiosamente. cj La historia de la espiritualidad cristiana atestigua la utilidad y aun la necesidad de un «régimen de medios de santificación», para todos aquellos que pretenden seguir a Cristo con decisión. Los apóstoles invitaban a los primeros cristianos, según la tradición judaica, a dirigirse al templo con cierta periodicidad, a celebrar las fiestas del Señor, a vivir modestamente, a hacer penitencia por sus pecados. Adherirse al cristianismo significaba adoptar una visión del mundo, un comportamiento social, un estilo de vida, condiciones de santificación. Los padres de la Iglesia y los escritores eclesiásticos han aconsejado siempre a sus penitentes que ordenasen su existencia en función de su santificación. Cuando se reunían grupos de fieles con un ideal semejante establecían de común acuerdo una especie de régimen tipo, al que todos daban su asentimiento y que constituía el fundamento de su adhesión particular. Lo mismo sucedía — «servatis servandis» — en el monacato, entre los miembros de las órdenes religiosas y de las «terceras órdenes» que se les unían: todas las formas de asociación religiosa representan un tipo de régimen espiritual más o menos definido, más o menos severo. RÉGIMEN ESPIRITUAL Y MEDIOS DE
SANTIFICACIÓN
En las páginas anteriores hemos señalado algunos medios de santificación. Pero el fiel que desee verdaderamente progresar no se contentará con escoger apresuradamente los medios que se citan habitualmente. Se tomará tiempo para reflexionar sobre ellos seriamente. Volverá a poner ante sus ojos el ideal de la santidad cristiana, tanto en su aspecto teologal como en su alcance temporal. Después, a esta luz, fijará los diferentes medios o auxiliares que pueden serle útiles, necesarios. Y formará con ellos un régimen con el mismo cuidado con que un médico establece un régimen para su enfermo. Pero ¿cómo? a) Este régimen se compondrá, ante todo, de una serie de valores estrictamente religiosos. Así el sacrificio de la misa con la sagrada comunión; se reflexionará al propio tiempo sobre la manera de unirse «espiritualmente» al sacrificio eucarístico cuando no se puede estar presente físicamente. Así la oración en sus diferentes formas: oraciones de la mañana y de la tarde, meditación y oración propiamente dicha, lecturas religiosas o
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Instrumentos y condiciones de santidad
los diferentes «regímenes espirituales»
teológicas, piedad mariana y devociones, etc. Así el sacramento de la penitencia y la práctica de la contrición interior; los medios internos de penitencia y reparación; la mortificación y la austeridad general de vida según las orientaciones del evangelio. Hay también auxilios generales: una forma determinada de dirección espiritual que hay que descubrir, fijar y practicar; un examen de conciencia sobre la totalidad de la vida cristiana, cualquiera que sea el nombre que se dé a este examen; una reflexión sobre el modo «cristiano» de vivir en el matrimonio, en la familia, en la profesión, las distracciones y las vacaciones. b) Para reflexionar sobre todo esto, se procurará conocer con exactitud el conjunto de los «medios» de santificación. Es sorprendente comprobar hasta qué punto es escaso el conocimiento de los fieles en esta materia. De ello se deriva un empobrecimiento correlativo en el régimen espiritual que se imponen. Sin embargo, hay tantos medios de santificación y son tan variadas sus formas. Hay tantas maneras de orar, de meditar, tantas formas de agrupación y asociación, tantas formas de dirección. Generalmente los fieles se atienen a unos cuantos medios. Si logran resultados, todo va bien. Si no es así, viene el escepticismo, el abandono; descontentos de lo que conocen se quejan de los propios medios. Esta forma de meditación no les sirve: deducen la inutilidad de la meditación. Este director no les ayuda: deducen que la dirección no sirve para nada. Esta asociación les ha decepcionado.desconfían de todo grupo. Estos fieles deberían ampliar sus horizontes, procurar un conocimiento más profundo y, finalmente, tener la sabiduría de aceptar que en este mundo nada es perfecto y que hemos de contentarnos con el máximum posible. c) En la elección de los medios de santificación no podemos atenernos exclusivamente a los medios llamados religiosos, eclesiásticos o incluso sobrenaturales. Los directores espirituales deberán cuidar de no limitarse a este grupo de medios. Para santificar la vida conyugal será conveniente, por ejemplo, proponer como ejercicio ser paciente durante un día entero. Para despertar y perfeccionar la vida familiar, habrá que sugerir la necesidad de «sentarse» durante una hora o dos cada mes, o cuidar durante una semana tan perfectamente como sea posible la educación de los hijos. En el plano de las tareas profesionales, será conveniente fijar un ejercicio consistente en trabajar durante media jornada con una conciencia profesional tan perfecta conp sea posible, etc. Y habrá que fijar también
un día de asueto, un fin de semana, una salida, para hacer un ejercicio de descanso cristiano perfecto. La razón de todo esto es la siguiente: el régimen de los medios de santificación debe conducir al desarrollo de toda la vida cristiana, en su dimensión teologal y en su vocación temporal: es necesario que el régimen que se establezca comprenda unos medios «proporcionados» a esta doble finalidad, ya sean naturales o sobrenaturales.
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COMPROMISOS DE LA CARIDAD DEVOTA a) Hemos hablado ya de la significación general de los votos y de los compromisos de la vida cristiana. Pero existen ciertas formas de compromiso y de voto que queremos destacar aquí a causa de su perfección y de su calidad. Estas formas afectan a un objeto excelente y muy elevado: el abandono total, lo más perfecto, el deseo de participar en los sufrimientos de Cristo. Sitúan al fiel en un estado permanente y definitivo. En suma, constituyen espléndidos testimonios de devoción y de caridad, o mejor, de caridad devota. b) Tres son los votos o compromisos que representan una forma perfecta de esta consagración de uno mismo a Dios. El voto o compromiso de /o más perfecto, también llamado «teresiano», consiste en hacer siempre, al menos en las cosas de cierta importancia, lo que personalmente se estima más agradable al Señor y puede llamarse por ello «más perfecto». El voto o compromiso de abandono, consiste en la plena y total donación de uno mismo a Dios, en todo lo que concierne al pasado, al presente y al porvenir, de tal modo que el fiel queda libre de cualquier otra preocupación que no sea Dios. Se llama «voto heroico» a una forma de este compromiso, por el cual se renuncia al fruto de todas las satisfacciones personales, para que sean aplicadas a las ánimas del purgatorio. Este voto suscita muchos problemas de orden estrictamente teológico que no podemos tratar aquí. Finalmente, el voto de víctima o de hostia, lleva consigo por lo general, la decisión de pedir a Dios, aun fuera de las vías ordinarias de la providencia, la posibilidad y la ocasión de sufrir, en el cuerpo, en el espíritu, en el corazón, padecimientos superiores a los que sufre normalmente un ser humano, en unión con la pasión de Cristo. No hay que confundir este voto con el de «lo más perfecto», hecho con intención de reparación y expiación.
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Instrumentos y condiciones de santidad Los diferentes «regímenes espirituales»
PRACTICA
a) Tales compromisos no pueden hacerse a la ligera, sin pedir consejo. Exigen que el cristiano que los hace tenga ya una experiencia larga y madura de la vida sobrenatural. No pueden contraerse en un momento de entusiasmo. Salvo rarísimas excepciones no deben hacerlos personas demasiado jóvenes. Solo pueden contraerlos las personas que de hecho, los viven ya habitualmente antes del voto. b) Por otra parte, estos votos pueden hacerse en todos los estados de vida. Todo cristiano ferviente puede decidir elegir siempre lo que es más perfecto dentro de las virtudes propias de su estado. Todo cristiano puede abandonar al Señor toda su persona y todo lo que significa a los ojos de Dios. En todos los estados de la vida podemos ofrecernos como víctimas en unión a la pasión de Cristo. La hagiografía nos muestra que estos gestos de fervor los han tenido monjes, sacerdotes, seglares. R . P l u s , Voeux, en DAFC, 4, 1.924-1.930; G. F o c h , Programóte spírituel, en «RAM», 7 (1931), p. 257-348; J . L e c l e r c q , Disciplina, en D. Sp., 3, 1.291-1.302; E. G a m b a r i , Directoires spiritueís, en D.Sp., 3, 1.216-1.222.
2. EL ESTADO DE PERFECCIÓN
El estado de perfección es un estado de vida permanente consagrado a la búsqueda de la perfección. Se caracteriza por diversos elementos: a) un compromiso personal y definitivo; b) la práctica de los tres consejos evangélicos — a veces con voto —, con arreglo a las concreciones estipuladas en unas constituciones; c) una forma de «vida común» fijada en cada caso; d) la sanción de la Iglesia, elemento formal de la constitución de todo estado de perfección. Considerado en todos los elementos que lo integran, con su estabilidad de vida, con sus compromisos, con sus tres consejos, con su vida común, el estado de perfección es una situación que, como tal, se presenta como un «medio de perfección». E incluso el medio por excelencia, puesto que por naturaleza es el más propio para apartar el mayor número de obstáculos que perjudican al fervor de la caridad en el cristiano que tiende a la santidad. Al decir «medio» nos situamos únicamente desde el punto de vista del fin que se persigue. Porque el estado de perfección, por los actos y las opciones que le caracterizan, posee un valor
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propio y una verdadera consistencia. La consagración de uno mismo, los votos y las promesas, el testimonio de fervor contenido en la vida de los consejos, en bloque y en detalle, tienen su riqueza propia, su significación religiosa, su alcance sobrenatural. Ya hemos hablado de ello. Su valor como «medio» no expresa más que un aspecto de la realidad de un estado de perfección. COMPROMISO El estado de perfección lleva consigo, en primer lugar, un compromiso. a) El estado de perfección se constituye formalmente por la aprobación de la Iglesia. Esta aprobación es necesaria y «constitutiva». El compromiso tiene un valor jurídico y canónico, valor que le es específico además. Pero preferimos considerar aquí su aspecto «santificador». Ese compromiso significa, ante todo, un acto libre de consagración de sí mismo al Señor y a su obra. Representa una entrega personal y amorosa a Dios, hecha ante la Iglesia. El fiel que se hace miembro de un estado de perfección manifiesta que quiere consagrarse a Dios, entregarse a Dios. Más aún, toda su vida ha de llevar la marca de esta consagración, puesto que ha hecho precisamente profesión pública de ella. Tal es la nobleza de la vocación a los estados de perfección y también la grave responsabilidad que pesa sobre los llamados, frente al mundo y al siglo. b) No es éste un compromiso vago. Se hace por y en los tres consejos de castidad perfecta, de pobreza y de obediencia para tender a la perfección en la caridad. De ello deriva una doble precisión. En primer lugar, por hipótesis, se tiende a la perfección de la caridad por la via de los consejos, que son de suyo los mejores medios. Se puede tender igualmente a la perfección fuera de la vía de los tres consejos, como lo haría un laico casado que permanece en el mundo, por ejemplo; los tres consejos no son, de suyo, necesarios para la santidad. En segundo lugar, estos consejos vienen concretados en las reglas y constituciones. Se practican los consejos «tal como están definidos» en las reglas de la comunidad de la que se entra a formar parte. Éstas fijan, con todas las concreciones exigidas, los límites concretos de la virginidad, la pobreza y la obediencia. El miembro de un estado de perfección, al consagrarse por medio de los consejos así concretados, debe tener en cuenta ante todo, para su propia vida, que está en la vía de los consejos simplemente. Las concreciones que hacen las reglas, aun-
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que indispensable para que el compromiso sea válido y claro, pueden llevar a restringir de alguna manera la amplitud de la consagración personal: cuanto más se precisa la materia de los consejos, más se precisa también lo que no es materia y, por tanto, lo que no es objeto de compromiso. Al preferir la vía de los tres consejos a cualquier otra, todo miembro de un estado de perfección se establece en esos tres grandes sectores de la vida y, por lo tanto, en la totalidad de la vida, al nivel de los consejos. Es toda el área de la vida cristiana la que ha de elevarse al nivel de los consejos, ha de estar inspirada en el «propter regnum coelorum», en el «qui potest capere capiat», en el «melius facit» y en todas las expresiones bíblicas que deben animar la práctica de los consejos. Precisar la materia de los consejos es indispensable; igualmente indispensable es extender el espíritu de los consejos a la totalidad de nuestro comportamiento. c) Este compromiso se contrae con arreglo a una determinada forma exterior. En las órdenes religiosas y congregaciones, los miembros hacen votos públicos, solemnes si se trata de órdenes, simples si se trata de congregaciones. En las sociedades de vida común, los miembros no emiten votos públicos, por lo que no son considerados como religiosos, y su pertenencia a estas sociedades no les constituye en «estado religioso». En los institutos seculares, la profesión de los tres consejos, hecha ante Dios, es sancionada con un voto, un juramento, una promesa o una consagración que obliga en conciencia. De esta variedad de formas exteriores no puede concluirse absolutamente nada respecto a la consagración personal, íntima y libre. Ésta puede ser total y definitiva, tanto bajo la forma de juramento como bajo la forma de voto público. d) La diversidad de formas de contraer este compromiso puede considerarse desde el punto de vista de \a Iglesia y su aprobación. La sanción eclesiástica puede ser más o menos señalada. Los votos «públicos», junto con la vida común, constituyen a la persona que los emite en un estado de perfección canónicamente consagrado y reconocido. La vida en común, sin votos, determina el estado de perfección canónica de las «sociedades de vida común». Y en los institutos seculares, el voto que sella el compromiso de los miembros, aunque no público, fija no obstante a los que lo emiten en un estado canónico de perfección. En las restantes formas de compromiso hay «aprobación jurídica» y no estatuto canónico.
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CASTIDAD PERFECTA
El estado de perfección supone el consejo de castidad perfecta. Ya hemos descrito el contenido positivo de este don y su alcance escatológico: «propter regnum coelorum». Así es como debe interpretarse ante todo. Y así es como deben vivirlo todos los miembros de los estados de perfección. a) La castidad perfecta es un (¡esto de amor a Dios extraordinario, un testimonio singular de caridad. Expresa una opción decisiva, que lleva en sí un sentido teocéntrico radical. Manifiesta la voluntad de consagración de los valores más frágiles del hombre sólo a Dios. Anteriormente hemos señalado marcadamente este aspecto de la castidad perfecta. Los miembros de los estados de perfección han de mostrar, pues, que su castidad perfecta es y quiere ser un testimonio singular de amor hacia el Señor. Antes, me atrevería a decir, que un testimonio en favor de la virtud de la castidad. Antes que un sacrificio en favor de nuestra libertad apostólica. Antes que un testimonio de lealtad y desinterés para los fieles que consideran nuestro estado de vida. Antes que un gesto de equilibrio y de dominio de sí. Antes que una especie de ideal de sabio y de maestro de sabiduría. Los miembros de un estado de perfección en que no apareciese la castidad perfecta —por la razón que fuere — como un signo sin igual de caridad hacia Dios, no darían a la Iglesia y a los fieles el testimonio que necesitan todos de manera especial, dada la fuerza del instinto carnal y la dificultad de elevarse hacia el amor de Dios mismo. ¿Quiere esto decir que hemos de identificar castidad perfecta y amor total del Señor? Creemos que no. Todos los cristianos deben llegan a amar a Dios totalmente: unos fuera de la vía de los consejos y de la castidad perfecta, y esto es posible; otros en y por la vía de los consejos, y esto es «mejor». Todos los laicos canonizados han dado un testimonio pleno de amor a Dios, tomando la palabra pleno en su sentido más propio, puesto que significa la santidad real y personal que hace a los elegidos; y sin embargo, este amor pleno no incluía todos los consejos. Es, pues, un amor pleno a Dios que no va acompañado de la práctica de los tres consejos. No imaginen los fieles que el amor pleno es monopolio de los que viven en un estado de perfección. El amor total de Dios puede incluir o excluir los bienes terrenos, permaneciendo perfectamente total. b) El consejo de castidad perfecta no tiene todo su sentido sino para los espíritus acostumbrados a las perspectivas revé-
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Indas sobre el destino del hombre, que se realiza en dos fases: la fase de «viatores» o viajeros y la fase de «comprehensores» o «llegados a la meta». Los miembros de un estado de perfección han recibido el don de descubrir estas perspectivas; han comprendido lo que es el estado definitivo de los elegidos; han sabido que el Señor desea que ciertos fieles vivan ya desde este mundo un aspecto de este estado definitivo, la castidad perfecta; han medido sus fuerzas y sus posibilidades nativas; y han respondido al Señor que estaban dispuestos a ser estos fieles, sencilla, firmemente, sin creerse por esto superiores en caridad a los demás, sino para ser un signo de la vida definitiva y un auxilio para los que están en camino. Los que han hecho voto de castidad perfecta deben dar testimonio de su valor de anticipación. Los miembros de los estados de perfección no han de aparecer como personas que practican una virtud, la de castidad, con la mayor perfección posible y que temen, ante todo, lo que pudiera empañarla. Deberían aparecer más bien como «nombres» semejantes a todos los nombres por naturaleza, pero que han leído los evangelios, que han comprendido las enseñanzas de Cristo y que, ayudados por la gracia y un temperamento equilibrado, deciden simplemente vivir una existencia de anticipación en el plano de los bienes de los sentidos: para ser un signo de los valores trascendentes y una ayuda para sus hermanos. Los miembros de un estado de perfección que no diesen tal significación a su vida de castidad perfecta, primeramente en teoría y en sus exposiciones doctrinales, en la práctica de su vida cotidiana después, privarían al mundo del más específico testimonio de su compromiso. Su disciplina de vida, sus esfuerzos por espiritualizar totalmente sus potencias de afección, están al servicio de este testimonio. CONSEJO DE POBREZA
El estado de perfección supone también el consejo de pobreza. a) El consejo de pobreza implica ante todo la pobreza real, tal como se propone en la sagrada Escritura. Antes hemos visto que los escritos inspirados expresan diversos aspectos de la pobreza: el tono de las epístolas paulinas no es el de los Hechos de los apóstoles ni e¡ de los sinópticos. El «vende cuanto tienes y ven y sigúeme» de san Lucas ha de entenderse a la luz del comportamiento general del Señor: debe interpretarse también teniendo en cuenta el estilo literario de estas perícopas. No se crea que pretendemos dulcificar el llamamiento
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evangélico. Pero sí es preciso fijar el contenido exacto de la llamada a la perfección cristiana en la pobreza real: no es tan fácil como parece a primera vista. Un punto parece incontestable, y esto es lo esencial: la pobreza que se aconseja ha de ser real. Y en función de ella y no solamente en función de un desprendimiento espiritual hemos de situarnos' para extraer su significación con respecto a los miembros de los estados de perfección. b) El desprendimiento real de los bienes de este mundo debe expresar, repitámoslo, una estima singular de los bienes sobrenaturales, celestiales, escatológicos. Estos bienes son la perla preciosa por cuya obtención estamos dispuestos a deshacernos de todos nuestros bienes. Son el gran descubrimiento por el que se abandona y se vende todo cuanto se posee. En suma, este desprendimiento debe ser, ante todo, un testimonio del valor y la trascendencia sin igual de Dios y de los bienes del reino. Incluso cuando la pobreza tiende a remediar al prójimo, incluso cuando es caridad para con nuestros hermanos, lleva en sí un espíritu teologal, un sabor de trascendencia sobrenatural, que son su explicación última. Los miembros de un estado de perfección deberían enfocar así el consejo de pobreza real. No como una simplificación de la existencia. Ni como un ideal de economía y moderación. Ni como una sabiduría que enseña a contentarse con poco. Ni como un espiritualismo un poco desdeñoso de los bienes temporales. Ni solamente como un medio de socorrer a los desposeídos aunque tal caridad puede tener evidentemente un valor teologal. Sino específicamente, como un gesto de abandono de todos los bienes a los que se aficionan generalmente los hombres, para mostrarles que es posible apegarse a otra cosa, a otros bienes, bienes invisibles pero reales, bienes sobrenaturales y auténticos, el «bien» sumo, Dios. Los miembros de los estados de perfección tienen obligación de dar a su pobreza real este valor de signo, puesto que se definen por la profesión pública del consejo de pobreza; hacen profesión de ser signos de vinculación a los bienes mesiánicos. c) Este testimonio ha de ser personal. Y los que viven en estado de perfección, cada cual según el ideal propio de su instituto, viven pobremente por lo que se refiere a los bienes que les afectan personalmente, en su vida privada. Deberían mostrar de vez en cuando a los escépticos cuan poco es lo que tienen en realidad. Pero estas personas son miembros de una institución, con un estatuto canónico. Esta institución, como tal, debe dar el mismo testimonio; debe ser también, como tal
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institución, un signo de desprendimiento radical, un reconocimiento de la trascendencia absoluta de los dones mesiánicos. Ahora bien, la institución comprende la casa central, los conventos, las salas de visitas, las capillas, los refectorios y también los jardines, los coches, las máquinas fotográficas y los proyectores, etc. Toda esta serie de cosas debería ser objeto de profundo examen. La pobreza real se manifiesta menos en la institución. Y es la institución precisamente la que, por naturaleza, es pública, visible, aparente. El testimonio de la pobreza real debe ser, en la medida de lo posible, tanto institucional como privado. d) El ámbito y la materia de la pobreza no son idénticos en todos los estados de perfección. «¿A qué renuncia un religioso por el voto de pobreza? No es posible dar una respuesta general a esta cuestión, porque el voto de pobreza tiene mayor o menor extensión e impone obligaciones más o menos estrictas según la diversidad de religiones, congregaciones, etc. Y no siempre es el mayor o menor fervor el que establece estas diferencias: pueden venir exigidas por la diferencia de ministerios, etc.» ( P . C o t e l , Catéchisme des voeux, p. 33). A partir de este texto, quisiéramos subrayar dos aspectos de la pobreza en los estados de perfección. Las reglas o constituciones fijan la materia concreta de la pobreza. En sentido estricto, se trata de los bienes temporales, es decir, «todo objeto material estimable en dinero», como los bienes personales, el producto del trabajo, las donaciones y regalos. Las reglas y constituciones concretan así la forma de compromiso que se exige al miembro del instituto. El voto solemne suprime el derecho de propiedad; hace incapaz de adquirir: todo acto de propiedad sería nulo. El voto simple no suprime el derecho de propiedad: se pueden poseer bienes personales, pero no se puede gozar de ellos con plena independencia. Así, pues, cada instituto determina la forma de compromiso para sus miembros. Ya hemos advertido que el consejo de pobreza, tal como se presenta bajo la forma canónica en los estados de perfección, afecta especialmente al derecho de propiedad (adquirir bienes y disponer de ellos libremente) o al acto de propiedad (disponer de un bien libremente). La pobreza, así entendida, es muy especialmente una «desapropiación», que va siempre acompañada de un cierto grado de pobreza privada y, a menudo, de un cierto grado de pobreza colectiva. Este desposeimiento es un sacrificio de la libertad, tanto o más quizá que una privación de algunos bienes. Porque el hecho de pertenecer
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a una institución garantiza al religioso el disfrute de las cosas que le son necesarias. Pero le está prohibido usar de ellas cuando y como quiera, libremente. Ahora bien, cuando se habla de pobreza, los fieles entienden la privación real de ciertos bienes, útiles o inútiles. N o consideran la «propiedad colectiva» como verdadera pobreza. Les basta generalmente «utilizar» los bienes que les son necesarios, pero sin reivindicar la propiedad. Alquilan un piso y no se sienten desgraciados por no ser los propietarios de él. Quizá sería conveniente, sobre todo en la actualidad, distinguir mejor entre pobreza y desapropiación, indicar los sacrificios de una y otra: sería muy provechosa la precisión en esta materia. CONSEJO DE OBEDIENCIA
El estado de perfección implica el consejo de obediencia. a) Cristo se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz. «Yo hago siempre la voluntad de mi padre», dice el Señor. La virtud de la obediencia a Dios es fundamental en la revelación. Toda virtud, sin duda, puede considerarse en definitiva como un acto de ofrecimiento obediente al Señor. Pero aquí se trata del consejo evangélico de obediencia, concretamente. Éste se nos muestra siempre, de hecho, en la forma que tiene en los estados de perfección, con las concreciones que se le han hecho en el curso del tiempo, con los complementos de origen eclesiástico que lo han perfeccionado. Pero no es fácil fijar con exactitud el contenido de la obediencia como «consejo evangélico» en sentido estricto. Esta falta de exactitud es sensible para todos; los miembros de los estados de perfección deben vivificar su consejo de obediencia volviendo a su fuente evangélica; y los que no forman parte de un estado de perfección tal vez podrían practicar este consejo evangélico en lo que tiene de sustancial, por decirlo así, y por lo tanto, tal como se presentaba antes de que la Iglesia lo determinase. Los autores ascéticos se detienen muy poco en este problema. La mayoría de ellos se contentan con describir el consejo de obediencia tal como se propone actualmente, con todas sus concreciones y complementos. Señalan su raíz escrituraria, puesto que es un consejo evangélico, pero sin ser muy convincentes. Tenemos el «veni, sequere me» de Mt. 19, 2 1 ; pero hay que reconocer que es muy general y poco específico; diferentes teólogos se niegan a atenerse a ello ( J . B . R a u s , De sacrae obedientiae virtute et voto, p. 138-139). Tenemos también el «Quae placita sunt ei fació semper» o el «Christus factus est obediens usque ad mortem, mortem autem crucis»:
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pero no hay acuerdo sobre el alcance exacto de estos textos, desde el punto de vista de un «consejo evangélico de obediencia». Poco satisfecho con estas explicaciones, en su opinión insuficientes, el padre Vermeersch definía lo «esencial de la obediencia religiosa»: «Una sumisión pública a la jerarquía eclesiástica, incluso en lo que concierne a la disciplina perfectionis, sea común o general, sea especial, a saber, adaptada al género de vida particular adoptado por cada cual» ( J . B . R a u s , o. c , p. 140). En efecto, dice, debemos escuchar a la Iglesia también en lo que concierne a la perfección y, principalmente, a los consejos. La misión del «Docete omnes gentes...» se extiende a la perfección y a los consejos. La declaración «Qui vos audit me audit...» se aplica también a las cosas de la santidad. La obediencia integral a la Iglesia en el campo de la disciplina perfectionis constituye, para Vermeersch, un «consejo» «evangélico» de «obediencia». Éste, así definido, puede practicarse en todo género de vida J . b) ¡En todo género de vida! Es esto quizá lo que caracteriza todos los intentos de fijar el contenido evangélico del consejo de obediencia. Estos intentos están de acuerdo, al menos, en separar parcialmente la obediencia de su estatuto «institucional» y relacionarla con la caridad, con la pobreza o con otra virtud, haciéndola así susceptible de ser practicada fuera de una institución o de una comunidad. He aquí una de las numerosas referencias que pueden servir de apoyo a esta constatación. «La vera et sancta obedientia es una expresión que hay que destacar (en san Francisco de Asís). Se refiere siempre a la obediencia evangélica, a la caridad, su «hermana», y consiste esencialmente en la sumisión a todos. 1 «Essentia obedientiae religiosae, iuxta opinionem a Vermeersch propositam, in hoc sita est ut aliquis publica quadam ratione se subüciat hierarchiae ecclesiasticae, in iis quoque quae disciplinam perfectionis spectant, sive haec generalis sit sive specialis, accomodata scilicet ad genus vitae singulare ab unoquoque electum. Itaque Ecclesia per suos ministros potest etiam religiosum dirigere in suis studiis perfectionis, idque reputatur ad ipsam essentiam obedientiae pertinere... Hanc quidem iam a primordiis religionis christianae colebant anachoretae et ascetici viri. Deinde vero, vigente vita coenobitica rationem habuit obedientia paulo diversam a primitiva sua forma,- coenobitae enim et monachi potestad subiiciebantur domesticae et quasi paternae praepositorum specialium, qui iurisdictionem quoque decursu temporum adepti sunt. Priorem tamen formam religiosi non ex toto abiecerunt, cum horum obedientia per se Ecclesiae hierarchiam respiciat» ( J . B . R a u s , o. c , p. 140-141). Los estudios reunidos en L'obéissance et ía religieuse d'aujourd'hui (Cerf, París), por su riqueza y su diversidad de acentuación son un nuevo índice de la complejidad de la cuestión.
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En esto se distingue de la obediencia simple que se refiere a la obediencia jurídica al Papa y a los ministros...» (L'obéissance et ¡a religieuse d'aujourd'hui, p. 43). Para los miembros de un estado de perfección, la cuestión se simplifica por estar concretado el consejo en las reglas y constituciones. El objeto obligatorio del poder de autoridad de los superiores reside en todas sus manifestaciones formales de voluntad, expresadas como tales en virtud de la obediencia consagrada. Esta manifestación se concreta en la regla y en las órdenes y preceptos. Pero hemos de entender bien el carácter obligatorio de la regla e incluso de las órdenes y preceptos. La regla, en la mayoría de los institutos, no obliga por sí misma bajo pena de pecado-, sin embargo deben consultarse tratados de vida religiosa antes de sacar de este principio general verdadero conclusiones que deformen su sentido. Las órdenes y preceptos, cuando se formulan «en virtud de la santa obediencia», implican la obligación estricta del compromiso: es la forma más enérgica de mandato y se aconseja a los superiores que se sirvan de ella muy raramente y con sabia discreción. Por lo demás pueden consultarse las obras que tratan de esta materia más detalladamente. c] La obediencia en sentido estricto, cuando se la considera en sus elementos específicos, consiste en asentir a las órdenes de un superior porque vienen de un superior. Al decir asentir, entendemos ambas cosas, la obediencia de ejecución y el acto interior de voluntad que la acompaña. El acto interior se impone siempre, puesto que se trata de una obediencia humana, libre, consciente, «virtuosa», en una palabra. Y este acto interior se verá enriquecido con la fuerza, la alegría y todos los matices que provienen de las mil virtudes relacionadas con la obediencia. La ejecución — acto exterior — es evidentemente indispensable en la obediencia, puesto que a ella tiende el precepto o la orden superior que manda. La ejecución deberá ser no sólo pronta y entera, sino inteligente y seriamente realizada. Por mandar se entiende el acto de un superior que impone, como superior, una tarea a una persona que le está subordinada, a la que se dirige como subordinado. Así pues, quedan fuera de esta consideración todos los restantes modos en que un superior puede dirigirse a un inferior, como los consejos, los deseos, las sugerencias, las peticiones, etc. En todos estos casos, el superior no actúa como superior, y las tareas que aconseja, desea, sugiere o pide afectan a virtudes especiales, como la docilidad, la observancia, etc. Éstas son
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auténticas virtudes, verdaderas disposiciones íntimas de obrar bien y que se imponen a todos los fieles al igual que la obediencia. Sería preferible no emplear el término obediencia con demasiada facilidad más allá del área exacta de su campo. Se trata del superior. La naturaleza de esta autoridad puede ser diversa. Existen superiores de derecho natural, especialmente en las sociedades naturales, como la familia y la sociedad civil, y en las que dependen de la libre elección humana. Existen superiores por derecho divino, como en la jerarquía eclesiástica, el poder de jurisdicción de la Iglesia. El poder llamado «dominante» es propio de los superiores religiosos y responde al voto de obediencia. Cada uno de estos poderes posee unos límites determinados, más allá de los cuales no hay ya poder, ni el superior es tal superior. Se trata finalmente del superior como tal. El objeto formal, el motivo propio de la obediencia, es la autoridad del superior: se obedece al superior porque es superior. La razón nos hace ver el fundamento de la existencia de superiores en toda comunidad. La fe nos muestra en el superior terreno legítimo, un órgano del orden humano querido por Dios, bien a través de la naturaleza de las criaturas, bien en virtud de una institución divinopositiva. Así, no es difícil elevarnos hasta Dios y obedecer con un espíritu de fe perfecto. Pero la obediencia no consiste — ya lo hemos explicado — en ejecutar la voluntad de un superior porque es más sabio o más santo, más perfecto que el inferior. Presentar la obediencia bajo este aspecto sería orientarla mal y minarla sin ninguna consideración. VIDA
COMÚN
El estado de perfección supone también una cierta vida común. Esta vida común la entendemos, aquí, no desde todos los aspectos comunitarios que posee una orden religiosa, un instituto secular, con el mismo título que una diócesis o una asociación sacerdotal, sino en el sentido peculiar que se le da cuando se hace de ella un elemento constitutivo del estado de perfección. La Iglesia señala así, públicamente, la importancia de la comunidad para la obra de la santidad cristiana. a) La «vida común» no siempre posee la misma significación profunda. En la vida cenobítica, por ejemplo, la abadía benedictina desempeña un papel extremadamente amplio e importante, e «informa» la vida cristiana de sus miembros, tanto en la santidad personal como en la irradiación apostólica. En la Compañía de Jesús, y por supuesto para muchos clérigos regulares, «la vida en común ha nacido del apostolado y para
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el apostolado. Es este carácter de sociedad con un fin que rebasa el bien común de sus miembros lo que marca la novedad de la orden fundada por san Ignacio de Loyola y lo que domina su estructura original. Asimismo veremos que la observancia de la vida conventual no tiene allí el valor específico que le atribuía el ideal cenobítico primitivo. La propia expresión "vida común" no tiene en sus constituciones el sentido comunitario que le había dado la tradición monástica y que ha consagrado en nuestros días el código de derecho canónico» (La vie commune, p. 61). Para los institutos seculares, que son un auténtico estado de perfección, esta exigencia puede reducirse a lo puramente «formal». «La vida común, en el sentido formal, es la incorporación o inscripción de una persona a una sociedad, a un organismo. La vida común en el sentido material, por el contrario, es la vida bajo el mismo techo, con las mismas personas, los mismos ejercicios, las mismas observancias, etc. Los institutos seculares tienen esta incorporación de los miembros a la sociedad; tienen, pues, lo que constituye la esencia de la vida común. Les falta solamente, la vida común, en sentido material, regulada por el derecho canónico: es decir, la habitación en la misma casa, las comidas en común, los mismos ejercicios de piedad, etc.» (o. c , p. 265). No obstante, los institutos seculares deben poseer una o más casas centrales y, por lo tanto, uno de los elementos de la vida común en sentido material. Y esto basta para el estado de perfección. Por lo demás, la vida común dependerá del ideal propio de cada orden o instituto, y será tanto más perfecta cuando abarque, no el mayor número de manifestaciones, sino todas aquellas que respondan adecuadamente a la finalidad general que persigue esa orden o ese instituto. b) La vida común, en sentido estricto, es fuente de considerables beneficios. En el ámbito espiritual, florece naturalmente en comunidad litúrgica para los actos centrales de la vida cristiana: el sacrificio eucarístico, el «opus Dei». Supone un conjunto de ejercicios comunes cuya parte esencial está fijada por el derecho canónico (ce. 595, 610). Asegura un orden de vida religiosa, la predicación y las lecturas, un control y una ayuda fraterna para la piedad; proporciona un conjunto de ejemplos vivos de la virtud de religión y de la práctica puntual de las obligaciones de la vida religiosa. En el ámbito doctrinal es también muy ventajosa, y ¿quién es la persona que lleve una vida común y no tenga responsabilidad doctrinal, actualmente? La vida común proporciona N
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una buena biblioteca, con numerosas revistas, salas de lectura, estudios teológicos. Asegura un ambiente que normalmente será, en ocasiones o con frecuencia, centro de discusiones, reflexiones, trabajos, de los que se beneficiarán todos los miembros, con facilidad e incluso sin tener personalmente un espíritu de investigación o afición a la ciencia. En el ámbito de la acción apostólica, no es necesario insistir en sus beneficios. La vida común permite organizar importantes obras cuya continuidad queda garantizada. Hace más fáciles los planes propuestos, las iniciativas que exigen la colaboración de talentos diversos. Facilita las sugerencias, las comparaciones y las críticas. Garantiza también el consuelo en los fracasos, el apoyo en el desaliento. Finalmente, en toda vida común existe un aspecto material y económico. De ahí una mejor organización de los bienes, una especialización en las tareas de orden material, una liberación de las fuerzas para las ocupaciones directamente apostólicas, una reglamentación de las comidas y los recreos en favor de la edificación común. c j Por otra parte, la vida común, como toda agrupación, debe vigilar las desviaciones y las imperfecciones, casi inevitables. Primeramente, los peligros generales y comunes: conservadurismo, con hipertrofia de detalles; separación que se desarrolla en espíritu de casta; incapacidad de auténtica colaboración con los otros; mezquindad en la manera de defender el ideal; incomprensión del ideal de otro, etc. En segundo lugar, los fracasos parciales de la vida común, en detrimento de la vida de santificación. «Un ambiente de desengaño, una vida de comunidad poco generosa, una falta continua de comprensión, malintencionada a veces, de temperamentos opuestos y mezquinos, pueden desarmar a los más animosos e impedir, al menos a los ojos de los hombres, el esplendor total de una santidad auténtica ( J . B e y e r , Les instituts séculiers, p. 150). Es inútil extendernos en estas descripciones un poco deprimentes. Por último, hay un grupo de defectos, quizá más graves, que son como una trasposición al piano colectivo de tendencias menos virtuosas de las que el individuo se ha desembarazado. Así: humildad personal y orgullo o ambición con respecto a la comunidad a la que pertenece; evangelismo en el comportamiento privado y voluntad de dominación en todo lo que se refiere al grupo; pobreza y desprendimiento individuales y esfuerzos y artificios para enriquecer a la institución; des-
interés personal y propaganda sostenida para las realizaciones de la comunidad; en fin — y bajo un determinado punto de vista—, preocupación por la obediencia universal y esfuerzos sostenidos para aumentar todas las formas de exención. Esta ley de trasposición parece ser más fuerte cuanto más totalmente se ha despojado el fiel de los bienes personales y privados.
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LOS MEJORES MEDIOS
Los diversos medios de santificación tienen evidentemente distinto valor y variada importancia. Los tres consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia son considerados como los mejores, en la literatura ascética. Con justo título, a condición de hacer las indispensables distinciones. a) Los tres consejos son considerados como los mejores medios, porque son por naturaleza los más adecuados para apartar los principales obstáculos que se oponen a nuestro esfuerzo de santificación personal. «El estado de perfección se llama así y es tal, porque, por medio de los tres consejos evangélicos, aparta los obstáculos principales al esfuerzo por la santidad personal o, para hablar más exactamente, porque, por su naturaleza, es apto para mantenerlos apartados» (nota de la sagrada Congregación de asuntos ecles. extraord., en «Ecclesia», 2 [1952], p. 483). En efecto, hay tres tendencias de la vida humana que pueden llamarse verdaderamente fundamentales. En primer lugar la tendencia hacia los bienes y los goces sensibles y corporales-, atracción del amor humano, atracción de la vida sexual, atracción de la vida familiar y del hogar, atracción de todo lo que halaga los sentidos de modo especial. Es éste uno de los sectores más importantes de toda vida humana. En segundo lugar, la tendencia hacia la adquisición de bienes temporales y su posesión: instinto de propiedad, deseo de aumentar las propias riquezas, necesidad de conservar, apego a las posesiones, etc. Esta tendencia cubre también un amplio sector de la vida humana. Por último, la tendencia a la independencia del espíritu, a la libre disposición de los actos, a la libertad de decidir, de cambiar, de moverse. ¿No es éste también un elemento radical de nuestra vida? Ahora bien, los tres consejos afectan por su naturaleza a estas tres tendencias y en favor de nuestro crecimiento en caridad. La castidad perfecta suprime definitivamente el amor sexual y sensual — y todo lo que con él se relaciona —, para que el hombre no esté dividido, ni en el cuerpo ni en el
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afecto. La pobreza resuelve de raíz el problema de la posesión, fijando a quien la practica en un estado concreto de desapropiación y de pobreza real. La obediencia-consejo detiene de una vez para siempre los movimientos de independencia, sometiendo toda la vida de quien la practica a una autoridad directa y universal. Hemos de reconocer que medios tan radicales son, por naturaleza, los más apropiados para apartar los obstáculos principales con que tropezamos en nuestro esfuerzo por la santidad personal. b) Pero no se puede hablar de «los mejores» medios sin hacer algunas distinciones indispensables. — Los consejos no son los medios mejores en el sentido de que nada sería objetivamente mejor que un acto de pobreza real, de virginidad o de obediencia religiosa. En este sentido ¿qué medio puede haber mejor que la santa misa y la comunión eucarística? Hay actos «particulares» que son objetivamente superiores, mejores, más perfectos. — No son necesariamente los mejores desde el punto de vista de cada uno de ¡os fieles considerado individualmente. El individuo es personalmente tanto más perfecto ante Dios cuanto más perfectamente cumple la voluntad divina. Para esto poco importa el estado en que viva, que sea laico o eclesiástico, secular o regular. — No son los mejores en el sentido de que conduzcan de hecho y con certeza a la santidad; sino porque, por naturaleza, son aptos para mantener apartados los obstáculos... Que este estado realice en la vida del religioso individual sus virtualidades, que conduzca efectivamente a la santidad, no viene dado por el hecho mismo de abrazar el estado de perfección; esto depende del esfuerzo personal del que lo abraza, de la medida en que, cooperando a la gracia divina, actúa en su vida los consejos evangélicos. — No son los mejores en el sentido de que sean aptos para apartar todos los obstáculos. Se trata de los obstáculos «principales». En efecto, los tres consejos cubren tres grandes sectores de la vida cristiana; y hemos señalado la amplitud de su extensión. Pero es preciso evitar las síntesis fáciles que hacen de los tres consejos la solución de todos los obstáculos: digamos mejor los obstáculos «principales». Remitimos aquí a lo dicho sobre los consejos. c) Los tres consejos, por ser, en el sentido indicado, los mejores medios, son llamados a veces los medios más adecuados, los más apropiados e, incluso, los «más perfectos». Esta última fórmula es muy aceptable, siempre que se le dé el
mismo sentido que se ha dado a la expresión «los mejores». Ahora bien, en las obras de espiritualidad, la expresión «los más perfectos» o simplemente «perfectos» es con frecuencia ambigua. Los autores se deslizan desde el punto de vista de la lucha contra los obstáculos a los actos esenciales de la vida teologal. En esta materia debería hacerse un esfuerzo para lograr una mayor precisión; sería muy útil, tanto a los miembros de los estados de perfección, como a los fieles que desean la perfección sin seguir la vía de los tres consejos evangélicos.
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A . G u t i é r r e z , Doctrina generaíis theologica et iuridica de statu perfectionis evangeíicae et comparatio inter eiusdem diversos gradus, en «Comm. pro Relig.» (1949), p. 61-120; J . B. R a u s , De sacrae obedientiae virtute et voto, Vitte, París; X X X , La vie commune, Cerf, París; J . B e y e r , Íes instituís séculiers, Desdée, Brujas; R. C a r p e n t i e r , Testigos de la ciudad de Dios-, Desclée de Brouwer, Bilbao; S. C a ñ á i s , Los institutos seculares, Rialp, Madrid; J . L e c l e r c q , La vocación religiosa, Dinor, San Sebastián; C . M a r m i o n , Jesucristo, ideal del monje, ELE, Barcelona.
3. LOS ESTADOS DE PERFECCIÓN IOS ESTADOS DE PERFECCIÓN
Existen actualmente tres estados de perfección: los institutos religiosos, las sociedades de vida común y los institutos seculares. Pero no siempre fue así, como lo muestra la historia de los estados de perfección, para gloria de la vitalidad de la Iglesia. ¿Cuál es la situación desde la promulgación del código de derecho canónico en 1918? Seguimos a J . B e y e r , Les instituts séculiers, p. 314-315). a) En primer lugar, el estado de perfección plenamente acabado. «Para que esta profesión pública y solemne de la santidad no corra el peligro de verse abocada al fracaso, la Iglesia, con un rigor creciente, no quiso reconocer este estado canónico de perfección sino en las sociedades fundadas y reguladas por ella, a saber, en las «religiones» (can. 448, 1) cuya forma y ordenación general había fijado por su magisterio, tras maduro examen...» Sin embargo, el sentido del término «religión» es muy amplio hoy día. En los siglos pasados hubo muchas discusiones sobre las condiciones esenciales del estado religioso estricto. En 1918, el código, «acabando sabiamente la obra comenzada por León XIII, de feliz memoria, en su inmortal constitución Conditae a Christo, admite las congregaciones de votos simples entre las religiones propiamente dichas».
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b) Hubo más aún. «La Iglesia, tan amplia de espíritu y de corazón, juzgó conveniente, en un gesto maternal, añadir a la legislación de los religiosos un título sucinto que fue como un complemento muy oportuno. En este título (tit. 17, 1. 2), la Iglesia quiso asimilar plenamente al estado canónico de perfección las demás sociedades, muy meritorias ante ella misma — y en muchos casos también ante la sociedad civil —. Sociedades desprovistas, es cierto, de diversas propiedades jurídicas necesarias para constituir el estado canónico completo de perfección, como por ejemplo, los votos públicos (can. 488, 1 y 7; 487), pero que, sin embargo, consideradas por sus otras cualidades como pertenecientes a la sustancia de la vida de perfección, tienen con las verdaderas religiones, una estrecha semejanza y parentesco.» Este es el segundo estado canónico de perfección, el de las «sociedades de vida común». c) Por último, desde 1947 existe un tercer estado de perfección, el de los Institutos secutares. «No se trata aquí de todas las agrupaciones que buscan la perfección cristiana en el siglo, solamente de aquellas que, en su constitución interna, en la ordenación jerárquica de su gobierno, en la entrega plena y libre de todo otro vínculo que exigen de sus miembros propiamente dichos, en la profesión de los consejos evangélicos, en su manera de ejercer los ministerios y el apostolado, se acercan más a lo que constituye la sustancia de los estados canónicos de perfección y especialmente de las sociedades sin votos públicos (tit. 17), aunque adopten otras formas de vida exterior distintas de la comunidad religiosa.» Conclusión: Como vemos, las instituciones de la Iglesia evolucionan a lo largo de los siglos; de época en época se suceden las adaptaciones conforme a las indicaciones de la providencia y a las necesidades de las almas. Al estado de perfección de otro tiempo, exclusivo de los monjes y de los religiosos monacales en el sentido más riguroso, se añade finalmente hoy un estado de perfección vivido en el mundo por laicos consagrados. La linea general de la evolución es clara. «El Señor, infinitamente bueno, que ha invitado siempre a todos los fieles, sin acepción de personas, al ejercicio de la perfección, ha querido, en un designio admirable de su divina providencia, que aun en medio de este mundo tan corrompido prosperen, sobre todo en nuestros días, numerosos grupos de almas elegidas que, no contentas con arder en el celo de su perfección individual, han podido descubrir permaneciendo en el mundo, para responder a una llamada particular de Dios, nuevas y muy acertadas formas de asociación, especialmente adaptadas a las
necesidades actuales y que les permiten vivir una vida muy adecuada al logro de la perfección cristiana.» Consideraremos ahora cada estado de perfección en particular: los institutos religiosos, las sociedades de vida común, los institutos seculares.
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INSTITUTOS RELIGIOSOS a) El instituto religioso — donde se vive la vida religiosa en el sentido técnico del término —. tiene por finalidad lograr la perfección evangélica. Esta primera finalidad está asegurada por medio de los tres consejos evangélicos. Cada uno de los miembros hace profesión de su práctica. Este compromiso se convierte en voto y adquiere así un valor de religión. Este voto es público: es reconocido como tal y recibido por la Iglesia, que le concede efectos canónicos especiales. El compromiso de los miembros es definitivo y establece a éstos en una cierta «estabilidad» indispensable a un estado de vida canónicamente reconocido. Por último, la Iglesia exige también de los religiosos la vida común, con todos sus aspectos comunitarios; pero puede reducirse a ciertos elementos formales que disminuyen considerablemente su contenido concreto. Estos elementos constitutivos esenciales parecen, así enumerados, bastante austeros. Pero cuando se viven en una comunidad concreta, cuando se imagina a cada uno de los miembros de los institutos religiosos realizar día tras día el estatuto que ha aceptado, se comprende el gran testimonio que representa en la Iglesia y para la Iglesia la vida religiosa. O más bien es un haz de testimonios: el compromiso, el voto, la castidad perfecta, la pobreza real, la obediencia plena, la vida común permanente y estable, para gloria del Señor del mundo y para bien de toda su Iglesia. b) La identidad esencial de todos los institutos religiosos se acompaña de una maravillosa diversidad en su fisonomía concreta y su realización visible. En primer lugar en virtud de la evolución histórica de las propias «religiones». En otro tiempo, sólo la vida de los monjes y los religiosos monacales se consideraba como vida «religiosa» propiamente dicha. Pero durante la Edad Media se desarrollaron las órdenes mendicantes. En el siglo xvi lo hicieron los clérigos regulares. En 1918 el código de derecho canónico reconocía las congregaciones de votos simples como institutos religiosos. Así, a medida que se reducía a sus elementos esenciales el contenido de la vida religiosa, aumentaba la diversidad.
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Variedad también en virtud de la universalidad de la llamada a la perfección. La perfección se realiza de diferentes maneras, tanto para las instituciones como para los individuos. Unos prefieren la oración, el culto litúrgico en todo su desarrollo. Otros destacan la penitencia y la mortificación del Señor. Otros dedican su atención a la predicación y la evangelizados Otros se especializan en la enseñanza; otros en las obras de caridad corporal y temporal. La perfección cristiana de la caridad perfecta halla su bien en todas las dimensiones. El corazón de Cristo irradia una bondad universal, adaptada a todos. No debemos, pues, extrañarnos de encontrar una innumerable multitud de grupos, diversos en sus elementos aparentes y que, sin embargo, realizan con toda autenticidad los elementos esenciales de la vida religiosa. SOCIEDADES DE VIDA
COMÚN
El segundo estado de perfección es el de las sociedades de vida común o sociedades «sin votos». Se las conoce sobre todo por sus realizaciones concretas. Son los paúles, los sacerdotes del oratorio, los padres blancos, las hijas de la caridad o hermanas de san Vicente de Paúl. a) Las sociedades de vida común tienen un estatuto canónico en la Iglesia. Tienden a la perfección evangélica por medio de los tres consejos evangélicos. Los miembros de estas sociedades, si bien no hacen votos públicos, se comprometen por votos privados, con juramento, con promesa. Estos compromisos son reconocidos por la Iglesia y han de ser aceptados por su delegado. El ideal de las sociedades de vida común está presidido por el deseo de conservar una gran agilidad en la acción dentro de las labores apostólicas; de ahí una menor concreción de las prescripciones impuestas. Por eso, las determinaciones sobre la pobreza, por ejemplo, son menos rigurosas; algunas sociedades dejan a sus miembros una cierta disposición de sus rentas y también la carga de su equipo personal. Por otra parte, les es más fácil unirse a los fieles que trabajan en el mismo apostolado, e incluso mantener una colaboración permanente con ellos. b) Las sociedades sin votos públicos, suele decirse, pueden ser consideradas como «imitadoras de la vida religiosa». Y en realidad los medios generales de santificación en ellas utilizados son los mismos que se emplean en la vida religiosa. Pero ¡éstos son también los medios generales de todos los cristianos! Es imposible inventar nuevos medios de santificación, inéditos, cada vez que se constituye un estado de perfección nuevo.
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No ha de ser, pues, la primera esta referencia a la vida religiosa. Los medios generales de santificación del cristianismo han de referirse ante todo a Cristo y a su evangelio. Éste es su primer punto de referencia. Asimismo, cuando se compara el estado de perfección de las sociedades sin votos públicos con el de la 'vida religiosa, el primero es menos completo, menos acabado en el orden de los medios. Pero esto no puede llevar a ninguna deducción sobre generosidad de sus miembros, ni sobre su deseo de perfección ni sobre su santidad real. El padre Cotel, hablando de las diversas formas de pobreza que se dan dentro de la vida religiosa, subrayaba ya que el «voto de pobreza tiene mayor o menor extensión e impone obligaciones más o menos estrechas según la diversidad de las religiones. Y no siempre es el mayor o menor fervor el que establece estas diferencias; pueden venir exigidas por la diferencia de fines, de ministerios, etc.». Las sociedades sin votos públicos han aplicado, pues, simplemente, de manera más radical, un principio que se verifica también hasta un cierto grado en los diferentes institutos religiosos. INSTITUTOS
SECULARES: ORIGEN.
INSTITUCIÓN
En 1947 se constituyó un nuevo estado de perfección: los institutos seculares. Por ser menos conocidos, debido a su reciente institución, los consideraremos un poco más detenidamente. a) Siempre hubo fieles que consagraron su vida al apostolado en el mundo y que querían llegar así a la santidad. Hubo siempre también grupos de fieles que compartían este ideal y se unían a fin de seguirlo con más intensidad. Pero desde el siglo xix estos grupos y sociedades dieron pruebas de un propósito cada vez más serio en la manera de organizarse para lograr la santificación de sus miembros. Estos seguían en el mundo como «laicos», se consagraban íntegramente al apostolado; y su institución o grupo empleaba todos los medios de santificación legados por la tradición eclesiástica a todos los fieles. León XIII, en un decreto de alcance limitado pero de gran significación, aprobó estas asociaciones que se encaminaban a «"practicar fielmente en el siglo los consejos evangélicos y a cumplir con mayor libertad los oficios de caridad que la corrupción de los tiempos impide o hace difícil a las familias religiosas". Estas sociedades, señalaba el soberano pontífice, han sido elogiadas más de una vez por la santa sede, como verdaderas congregaciones religiosas» ( J . B e y e r , o. c , p. 316).
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Pero esto no ero sino un primer paso. En 1947 apareció la constitución Próvida Mater. El papa Pío XII hacía constar en ella que las antiguas asociaciones elogiadas por León XIII habían dado muestras de su valor. Es posible, pues, mantener en el mundo y en el apostolado un deseo de santidad perfectamente definido. Es posible consagrarse al Señor estricta y eficazmente en el siglo y en las obras apostólicas «seculares». Desde entonces los institutos seculares —nombre genérico dado en lo sucesivo a estas asociaciones — están reconocidos por la Iglesia. Constituyen un tercer estado de perfección: el de los seglares o los clérigos que persiguen en el mundo el esfuerzo de la santificación. «En opinión de los canonistas, la constitución Provida Mater quedará como uno de los documentos más importantes del pontificado de Pío XII. N o sin razón puede comparársela con la constitución ConditaC a Christo, por la que León XIII aprobaba definitivamente las congregaciones religiosas de votos simples. Esta constitución clausuraba una larga controversia doctrinal. Al aprobar los institutos seculares, Pío XII toma una decisión más importante aún y abre el debate sobre los fundamentos de la vida religiosa y de los estados de perfección evangélica» ( J . B e y e r , o. c , p. 71-72). b) El instituto secular queda, pues, constituido oficialmente: «Las sociedades clericales o laicales cuyos miembros, para adquirir la perfección cristiana y ejercer plenamente el apostolado, profesan en el siglo los consejos evangélicos, para que se distingan convenientemente de las otras asociaciones comunes de fieles, recibirán como nombre propio el de "institutos seculares"» (Provida Mater, art. 1). Estos institutos no son, pues, ni órdenes religiosas, ni congregaciones religiosas, ni sociedades de vida común. Por otra parte deben distinguirse convenientemente de otras asociaciones comunes de fieles. Poseen, en virtud de la voluntad de la propia Iglesia, una naturaleza y un estatuto particulares, se rigen por un derecho propio que corresponde a esta naturaleza particular. Tienen una significación original en la vida de la Iglesia. INSTITUTOS
SECULARES: ESTATUTO
CANÓNICO
a) Los institutos seculares son un «estado de perfección». Constituyen un nuevo tipo de estado de perfección reconocido por la Iglesia de ahora en adelante. «Los institutos seculares, por la plena consagración al servicio de Dios y de las almas, que sus miembros, aun permaneciendo en el siglo, profesan con la
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aprobación de la Iglesia, y por la interna ordenación jerárquica interdiocesana y universal, que en diversos grados pueden tener en virtud de la constitución apostólica Provida Mater Eccíesia, se encuentran con pleno derecho entre los estados de perfección jurídicamente ordenados y reconocidos por la Iglesia» (Primo feliciter, 5). Por eso estos institutos dependen de la sagrada congregación de religiosos, que tiene a su cargo los estados canónicos de perfección. En esta ocasión se ha planteado el problema de saber si no sería oportuno llamar en lo sucesivo a esta congregación: «congregación de los estados de perfección». bj Por todo ello, los miembros de los institutos seculares son verdaderamente «consagrados». Laicos consagrados, sacerdotes consagrados. Este término conviene perfectamente a todos los miembros de todos los estados de perfección, en virtud de su compromiso visible a practicar los consejos evangélicos. Consagrados, pero en el mundo. Aquí penetra todo el universalismo de la santidad cristiana. La canonización de seglares había demostrado que era posible en el mundo la santidad personal; ahora un estado de perfección consagra la condición de vida secular. Se trastornan ciertas alternativas — como «en el mundo» y «fuera del mundo» —, pero ¿no será en provecho de una verdad superior? ¿Es muy deseable conservar la oposición entre «secular» y «consagrado»? Y ¿no podemos ver un progreso teológico en la reducción de esta antinomia? c) No es posible tratar aquí de todo lo que supone el estado de perfección de los institutos seculares. Señalaremos las condiciones canónicas que conciernen a la consagración personal, la profesión de tender a la santidad, la vida común, en los «miembros» propiamente dichos. Se prevé, en efecto, que pueden existir «miembros» en el sentido amplio de la palabra, incorporados a la asociación (instrucción Cum Sanctissimus, n2 7 a). Los miembros propiamente dichos deben hacer profesión ante Dios del celibato y de la castidad perfecta. Esta profesión deberá estar sancionada por un voto, un juramento, una consagración en conciencia. Harán el voto o la promesa de obediencia. Así ligados por un vínculo estable, totalmente consagrados a Dios y al apostolado, estarán bajo la dependencia y la guía moralmente continua de sus superiores. Harán el voto o la promesa de pobreza; por ella pierden el libre uso de los bienes temporales, pero conservarán un uso limitado y definido por las prescripciones de las constituciones. Quedarán unidos a su instituto por un vínculo estable, mutuo y pleno. Estable no excluye que pueda ser temporal. Mutuo y
Instrumentos y condiciones de santidad
Los diferentes «regímenes esp¡nttuilr\*
pleno, de suerte que el compromiso del miembro sea total con respecto al instituto y recíprocamente. N o se exige la vida común de los miembros; incluso está positivamente excluida. Pero se exige la erección de una o varias casas centrales para la formación y retiros y administración central de los institutos.
b) Los institutos se llaman «seculares» y los doi itmiMitit* oficiales insisten mucho en este epíteto: «Y en la oulm.u Ion tanto general como particular de todos los institutos se In di' tener siempre presente que debe resplandecer bien patente en todos ellos el propio y peculiar carácter de estos instituios, es decir, el secular, en el cual radica toda' la razón de su existencia» (Primo feliciter, 2). No se puede ser más claro ni más absoluto. Pero el motu propio explica los diferentes aspectos de este carácter «secular». Son seculares, en primer lugar, porque el estado de perfección que forman con todos sus elementos constitutivos se vive en el siglo. «No ha de faltar nada de lo que toca a la plena profesión de la perfección cristiana, sólidamente asentada en los consejos evangélicos, pero la perfección se ha de ejercer y profesar en el "siglo" y, por tanto, conviene que se adapte a la vida secular en todo lo que sea lícito y pueda compaginarse con los trabajos y deberes de la perfección» (Primo feliciter, 2). Son seculares porque ejercen su apostolado en el siglo. El apostolado, decíamos, puede vivirse de manera visible o invisible, fuera del mundo y en el mundo. Santa Teresa del Niño Jesús es patrona de las misiones. Los institutos seculares, sin perder nada del más intenso espíritu apostólico, apuntan específicamente al apostolado en el siglo. En virtud de su estatuto pueden ejercer actividades «en lugares, tiempos o circunstancias prohibidos o inaccesibles a los sacerdotes y religiosos» (Provida Mater, n- 10). Pero éstas son circunstancias especiales. Los institutos poseen una significación general y universal: los «seglares» y los «clérigos» se «consagran» al apostolado «en el mundo». Y es éste un punto que quizá debiera destacarse en primer lugar. Por último, ejercen su apostolado por medio del siglo. Sin duda no se omite, ni se omitirá, ningún medio, pero se acentúa especialmente que estos institutos actúan «desde el siglo y, por consiguiente, en las profesiones, actividades, formas, lugares, circunstancias correspondientes a esta condición secular» (Primo feliciter, 2). Esto convendrá especialmente a los seglares consagrados de los institutos, más que a los sacerdotes. La cuestión de los institutos seculares, ¿no habrá sido considerada muy especialmente desde el punto de vista de los seglares? Los clérigos, en efecto, por su condición de tales, no pueden utilizar todos los medios seculares. No era posible llevar más lejos la lógica de la «secularidad» característica de los institutos seculares.
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INSTITUTOS SECULARES-. APOSTOLADO Y SIGLO a) Los institutos seculares están totalmente consagrados al apostolado. «Toda la vida de los socios de los institutos seculares, consagrada a Dios por la profesión de perfección, debe reflejarse en el apostolado... Este apostolado que abarca toda la vida, suele sentirse tan profunda y sinceramente en todo momento en los institutos que por obra y designio de la divina providencia parece que la sed y el celo de las almas no sólo les ha dado felizmente la ocasión de consagrar la vida, sino que, en gran parte, les ha impuesto su propio estilo y forma» (Primo (eliciier, 2). La característica principal, al parecer, no es el hecho de tomar parte en el apostolado de la Iglesia; todos los estados de perfección participan en él y algunos en actividades misioneras. Pero el instituto secular da una primacía máxima al apostolado en la organización misma de los Institutos y de todo lo que forma su estructura. La vida religiosa, en virtud de su constitución y también en virtud de su raíz histórica, conserva la tendencia a no admitir las necesidades concretas del apostolado secular, sino en la medida en que se integran en la organización religiosa como tal. Y ésta, aun en el caso de que esté notablemente preadaptada, por decirlo así, al apostolado secular — como sucede en los clérigos regulares y las sociedades de vida común —, conserva una primacía de elección, de decisión, de organización. La preadaptación de la vida religiosa se ha decidido para poder hacer sitio a las actividades apostólicas. En el caso de los institutos seculares, el elemento capital y el punto de referencia es más bien el apostolado. En función del apostolado se realizarán en concreto las exigencias esenciales del estado de perfección. En función del apostolado se organizará la vida común, la vida de los consejos. Aun cuando existe una coincidencia entre una congregación religiosa «activa» y un instituto secular, en las manifestaciones apostólicas y las exigencias de santidad, se da entre ambos una diferencia fundamental en el punto de referencia «último», el apostolado. Y esto transforma considerablemente sus perspectivas generales y su significación general dentro de la Iglesia.
M
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Instrumentos y condiciones de santidad
ESTADO DE PERFECCIÓN COMPLETO O PERFECTO
Es imposible evitar ciertas comparaciones. Y a veces son muy delicadas. Así ocurre con los diversos estados de perfección. 1. a) ¿Puede ser un estado de perfección más completo que otro? Parece que es un hecho innegable. Puede ser más o menos completo en materia de consejos: hemos recordado la diversidad que reina en materia de pobreza, por ejemplo. Puede ser más o menos completo en la sanción canónica que acompaña al compromiso: hay una gradación entre promesa, juramento, voto simple, voto público. Puede ser más o menos completo desde el punto de vista de la aceptación por la Iglesia: estatuto canónico es superior a la simple aprobación. Puede ser más o menos completo desde el punto de vista de la vida común, que es absoluta entre los monjes y se reduce a una relación en los institutos seculares. Para establecer una comparación entre los tres estados de perfección, sería necesario distinguir los diferentes elementos constitutivos del estado de perfección, sin olvidar su importancia relativa. b) Se puede plantear también este problema dentro de cada estado de perfección, entre religiosos o entre institutos seculares. Así por ejemplo, las diferentes órdenes y congregaciones que forman parte actualmente del estado religioso son muy diversas. Dentro de él encontramos las más antiguas órdenes monásticas y las congregaciones más recientes de votos simples. También dentro de cada uno de estos grupos cabe preguntarse cuál es el más completo como estado de perfección. Y aquí también será conveniente distinguir la materia de los consejos, la naturaleza del compromiso, la forma de aceptación de la Iglesia, los elementos de la vida común. Aplicando así, dentro de la vida religiosa, los criterios empleados en la comparación de los diversos estados de perfección entre sí, podremos concluir, al parecer, que la vida religiosa cisterciense es más completa que la de una congregación religiosa. 2. ¿Puede decirse, por la misma razón, que un estado de perfección es «más perfecto»? En otros términos, ¿podemos decir que un estado de perfección es «más perfecto» por el mero hecho de ser «más completo»? Algunos autores pasan de una expresión a otra. Ahora bien, no se puede dar una respuesta sin hacer distinciones, pues «perfecto» puede entenderse desde diferentes puntos de vista. a) La «perfección» de un estado puede entenderse en el sentido de que cada uno de sus elementos constitutivos se
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realiza según la forma extrema de sus posibilidades: por ejemplo, pobreza real absoluta, voto público, estado canónico, vida común material permanente, etc. Cada elemento del estado de perfección puede considerarse, en su línea y en su género, conforme a su forma máxima. La «perfección» de un estado de perfección puede tomarse también como la perfección de su adaptación ai fin de todo instituto, a saber, la santidad. En este caso el estado de perfección es considerado como «medio», y los tres «conjuntos de medios» que son los tres estados de perfección, pueden estar, objetivamente, mejor o peor adaptados al logro de la perfección (cf. 2-2 q. 188 a. 6). b) Dentro de cada estado de perfección puede decirse también que un determinado instituto es «más perfecto» porque posee una finalidad particular objetivamente más perfecta. Al menos ésta es la conclusión de santoTomás (2-2 q. 188 a. 6). Asimismo, pueden compararse dos institutos desde el punto de vista de la perfección, en cuanto que uno u otro está mejor adaptado en su estructura a la consecución de un determinado fin particular (cf. 2-2 q. 188 a. 6). Pero sería inexacto considerar como menos perfecto a un instituto por el hecho de que pertenezca a un estado de perfección menos completo. Así, la forma general de los institutos seculares es bastante indeterminada, en todo caso menos determinada que la de los institutos religiosos. Pero un instituto secular en particular puede haber precisado sus condiciones indeterminadas de manera más rigurosa y más plena que un instituto religioso. No hay que confundir la indeterminación de un estado con la imperfección de un instituto concreto. S. C a ñ á i s , los institutos seculares, Rialp, Madrid; J . M . P e r r i n , Consécration á Dieu et présence au monde. Les instituts séculiers, Desclée, París; J . B e y e r , Les instituts séculiers, Desclée, Brujas; X X X , Les instituts séculiers, en «Supl. LVS» (1959), p. 371-456.
ÍNDICES
ÍNDICE DE CITAS BÍBLICAS
Génesis 1, 3: 1, 28: 2, 2 : 2, 15: 3, 16: 3, 19: 4, 3:
233 190 376 334 190 195 372
Éxodo 10, 1-10: 25, 28:
Isah 35 6 30: 11 11, 2: 11, 2-3: 11, 6-9: 60, 1-10: 65, 17: 66 22:
20 96 103 419 103 103 103 103
144 73
Daniel 10, 13-21:
114
Levítico 19, 14: 21, 6:
405 60
239
Tobías 9: 2-
113 Macabeos
12, 46: /ob
198
38: 38, 4 :
71 189
Sflímos 51, 12-13: 94, 4 : 104, 29: 129:
96
tAütcn
Números 20, 10-12:
Oseas 9, 7:
96 71 96 389
Sabiduría 2, 24: 7, 2 1 :
227 71
Ecíesiástico 6, 14-15: 9, 8:
554 326
5, 5, 6, 6, 10, 10, 10, 10, 12, 13, 18, 18, 18, 19, 19, 19, 20, 20, 23, 25, 25, 26, 28,
38-48: 436 45: 83 18.32 82 26: 82 16: 308 29: 82 37: 294 38: 299 24: 227 449 45-46: 7: 231 10: 113 16: 405 12: 446 21: 446 573 104 28: 1: 413 15: 413 27-28: 348 14: 242 41-46: 243 26-28: 145 18-19: 140
Marcos 1, 15:
245
1, 26 : 4, 15 : 9, 43-48:
228 227 243
Lucas 1, 28 : 1, 35 : 1, 46-49: 1, 48 : 1, 49 : 1, 51 : 1, 53 : 2, 25 : 2, 34-35: 6, 27-36: 8, 12: 10, 16 : 10, 17-20: 10, 42 : 12,' 20 13, 2-3 : 13, 4-5 : 13-, 5: 14, 26 16, 19 24, 47 Juan 1, 1, 1, 2, 6, 6, 6, 6, 7, 8, 10, li, 13, 13, 14, 14,
105 20 1U6 105 105 356 304 106 107 436 227 118 228 27 331 190 190 242 294 331 245
3: 84 16 86 269 18 67 82 85 90 27 96 40 82 44 54 53 145 56-57: 146 38 96 46 206 l i - 18: 301 35 194 34: 75 35: 23 16: 68 23: 73 74 79
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índice de autores Chéris, Ch. V.: 199 Chevignard, B. M . : 25 Chevrot, G.: 131 Daeschler, R.: 142 299 486 Dalmais, I.: 77 Dalmau, J. M . : 244 Daniélou, J.: 139 294 441 Davenson, H . : 92 95 Dehau, Th.: 178 355 Delhaye, Ph.: 25 286 Denzinger, H.: 16 Dillenschneider, Ch.: 112 165 Dionisio Cartujano: 41 Dirks, W . : 507 Dubarle, A. M . : 104 Dubois, J.: 271 Ducros, X.: 103 Dühr, J.: 114 Dutilleul, J.: 16
ÍNDICE DE AUTORES A, D ' : 206 Adam, K.: 86 91 Agustín, San: 195 250 299 318 409 537 Alastruey, G.: 112 Aldama, J. A.: 112 420 Alfaro, J. : 86 Aliará, P.: 452 Alio, P.: 458 461 Amann, E.: 247 Ancel, A.: 412 457 Anciaux, P . : 260 261 262 Arintero, J.: 16 420 495 Arístides: 318 Atanasio, San: 78 96 Aubert, R. : 129 380 Aumann, J. : 222 Baciocchi, J. de: 139 Balthasar, H. U. von: 392 553 Bardy, G.: 71 299 420 500 507 Baumgartner, C.: 226 239 Basilio, San: 41 78 Beaudenom, Ch.: 307 Bellarmin, R.: 412 Belarmino, Card. R.: 170-171 Benedicto XIV: 36 39 493 Benedicto XV: 36 37 548 Benoist d'Azy, P . : 114 Bergson, H.: 339 415 478 Bernardo, San: 409 505 Berrouard, M. F.: 281 Berthier, J. G.: 441 445 446 Bertoldo de Ratisbona: 166 Bertrams, W . : 461 Bérulle, Card. de: 524 Beyer, J.: 578 581 585 586 591 Biot, R.: 226 Boflll, J.: 307 Boissard, E.: 178 Boissard, M. E.: 97 170 Boularand, E.: 281 Boulogne, Ch. D . : 242 Bouyer, L.: 49 457
Bover, J. M : 86 Boylan, E.: 519 Brasó, G. M : 123 Braun, F. M . : 233 Brémond, H.: 41 Bride, A.: 355 Bro, B.: 374 519 Buck, J. M. de: 355 Bujanda, J.: 244 Cabassut, A.: 321 Cabodevilla, J. M . : 112 178 355 Caffarel, H.: 178 Callens, L. J. : 321 412 Camelot, Th.: 145 464 Cañáis, S.: 581 591 Carré, A. M . : 392 Carrel, A.: 226 374 536 Capitte, F.-. 194 Carpentier, R.: 34 286 311 Carrouges, M . : 390 Casel, O . : 77 123 131 189 Casiano: 505 523 537 Catherinet, F. M . : 287 Cerfaux, L.: 86 118 151 184 Cirilo de Alejandría, San: 78 Clerissac, H.: 118 Condren, M : 524 Congar, Y. M. J.: 49 97 118 129 145 203-204 206 233 Corcorán, J. D.: 504 Corté, N . : 231 Cotel, P.: 572 585 Colunga, A.: 22 406 Cullmann, O . : 95 202 Crisógono, P . : 16 Charles, P.: 73 519 Charlier, L.-. 194 Charmot, Fr.: 328 Chateaubriand: 120 Chautard, J. B.: 28 30 34 Chenu, M. D . : 339
328
Eck, M . : 355 Escámez, J. M . : 495
581
Falgás, J.: 112 Festugiére, A. J.: 22 32 Finance, J. de: 384 Foch, G.: 566 Fonck, A.: 22 Francisco de Asís, San: 427 429 Francisco de Sales, San: 28 41 42 57 284 286 400 436 440 441 444 487 505 506 507 537 545 553 554 Franck-Duquesne, A.: 199 Fuchs, J.: 277 Fuster, S.: 145
189
125
Gabriel de Santa María Magdalena: 38 39 492 Gaillard, J.: 375 377 Galtier, P . : 77 81 102 258 363 Gambari, E.: 566 Gardeil, A.: 420 Garrigou-Lagrange, R.: 16 302 412 426 429 Gaudel, A.: 216 Gauthier, A.: 314 Geiger, L. B.: 504 525 Gelin, A.: 412 Gerland, M. J. : 345 Gíblet, J.: 102 Gilleman, G.: 286 397 Girard, A.: 350
Girault, R.: 294 Goichon, A. M.: 478 Goossens, W . : 195 Gorce, D . : 321 Goré, J. L.: 457 Graf, R.: 447 Grail, A.: 151 Grandmaison, L. de: 492 Granero, J. M . : 406 Gregorio Magno, San: 212 362-363 Gregorio Nacianceno, San: 335 Grignon de Montfort, San L. 111 112 Guardini, R.: 86 116 374 377 Guéranger, P . : 120 Guerry, E.: 48 49 83 Guibert, J. de: 14 16 250 299 400 417 420 436 437 439 500 525 Guillaume, A.: 321 Guillet, J.: 507 Guitton, J.: 86 Gutiérrez, A.: 581
599
340 141 M.: 380 307 478
Hammann, A.: 374 Haring, B.: 213 271 294 307 345 350 369 377 388 397 406 Hausherr, I.: 478 Henry, A. M.: 178 202 Heon, J.: 392 Héris, Ch. V.: 139 Hernández, E.: 547 Hertling, L.: 16 35 36 39 Herwegen, I.: 205 Hildebrand, D. von: 328 461 Holtz, F.: 184 Huby, J.: 85 102 167 Huerga, A.: 145 Huizinga, J.: 339 Ignacio de Antioquía, San: 450 Ignacio de Loyola, San: 505 523 561 Isabel de la Trinidad, Sor: 70 71 371 Janssen, A.: 165 Javierre, J. M . : 553 Jerónimo, San: 316 537 Journet, Ch.: 118 131 Juan Clímaco, San: 523 537 Juan de la Cruz, San: 26 76 222 299 475 478 481 483 493 541
600
Índice de autores
Juan de Mauburnus: 523 Juan XXIII: 61 355 Jung, N . : 314 333 Jungmann, J. A.: 131 133 139 Kempis, T. de: 527 Klug, I.: 536 Konig, F.: 294 Laféteui*, P . : 321 Lagrange, M. J.: 73 83 Lain Entralgo, P . : 194 392 Lajeunie, E.: 311 Laloup, J.: 206 333 Laversin, F. de: 416 Larigaudie, G. de: 314 Laurentin, R.: 106 112 Lebret, L. J.: 30 345 536 Lebreton, J.: 492 Leclercq, J.: 71 178 271 311 333 355 380 566 581 Lécuyer, J.: 165 420 Ledrus, M.: 100 103 Leen, E.: 97 302 Lefebvre, G.: 390 Lefévre, A.: 470 Lehodey, V.: 286 474 486 487 488 489-490 492 519 526 Lekeux, M.: 519 León XIII: 581 585 586 Léonard, A.: 470 Léonard, P. M.: 339 Liégé, P. A.: 380 Lightfood: 85 Ligier, A.: 216 Lochet, L.: 486 Lottin, O . : 44 45 Lubac, H. de: 118 125 129 Lucinio del Santísimo Sacramento: 420 Ludmann, R.: 339 Lumbreras, P.: 244 Lyonnet, S.: 216 299 Llamera, B.: 116 Llamera, M . : 81 363 464 469 Mac Avoy, J.: 500 Maertens, T.: 553 Magnin, E.: 258 Mailloux, N . : 504 Malévez L.: 95 280 281 432 Manya, J. B.: 220 Marc, A.: 314 Maréchal, J.: 525
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Margarita María de Alacoque, Santa: 183 249 María de la Encarnación, Sor: 28 Marmion, C.: 46 71 86 91 164 183 307 581 Martimort, A. G.: 56 91 131 139 145 151 165 178 262 Martin, K : 22 299 486 507 Martínez Belirach, J.: 16 412 Massabki, C.: 178 Masure, E.: 131 Maumigny, R. de: 474 519 Menéndez-Reigada, I. G.: 81 Mennessier, A. I.: 34 290 369 441 Mercier, Card. D. J.: 50 Mersch, E.: 87 91 294 Merton, Th.: 469 Meyer, L.: 49 Michalon, P.: 383 Michel, A.: 195 242 244 290 Moeller, Ch.: 392 Monier-Vinard, H.: 34 Montcheuil, Y. de: 49 57 58 205 Mouroux, J.: 394 396 397 Mugnier, F.: 321 Nédoncelle, M.: 194 Nélis, J.: 333 Neubert, E.: 112 Nicolau, M.: 380 Noble, H. D.: 311 Oechslin, R. L.: 299 OHer, M . : 524 Olivier, B.: 388 397 Olphe-Gaillard, M . : 30 184 457 Omez, R. : 369 Oraison, J. M . : 355 Orbiso, T. de: 388 Orígenes: 243 Pascal, B.: 51 Paul, D . : 114 Peeters, L.: 28 30 Perrín, J. M . : 461 591 Petau, D . : 79 Philippe, P . : 374 464 Philippon, M. M.: 71 139 Philips, G.: 108 129 Picard, M. J.: 184 Pieper, J. : 311 388 Pierrefeu, G. de: 34 Pínard de la Boullaye, H.: 247 294 492 Pío X, San: 121
índice de autores Pío XI: 14 37 42 43 58 61 141 170 250 345 561 Pío XII: 61 64 112 118 133 145 168 169 170 178 184 190-191 239 271 277 318 339 359 363 374 406 434 447 461 586 588 589 Pirot, L.: 40 294 300 357 Places, E. des: 77 Pié, A.: 32 34 277 328 Plus, R.: 566 Policarpo, San: 450 Poullier, L.: 507 Pourrat, P.: 287 492 Prat, F.: 397 Puniet, J. de: 116 Puybaudet, J.: 406 Quoist, M . : 374 385 519 Rademacher, A.-. 34 Rahner, K. : 101 102 363 Ranwez, E.: 34 Ranwez, L.-. 223 Raulin, A.: 311 Raus, J. B.: 363 573 574-575 581 Régamey, P . : 250 302 Régnon, Th. de: 69 71 79 80 Reypens, L.: 470 Riccioti, G.: 86 Riquet, M . : 355 Riviére, J. : 280 281 Rodríguez, V.: 420 Roguet, A. M . : 131 139 151 Roldan, A.: 536 Rondet, H . : 116 244 Rops, D . : 86 Roschini, G. M.-. 112 Rouét de Journel, M. J.: 16 Royo, A.: 16 299 519 525 Sauras, E.: 86 244 Schaller, J. P.: 547 Séjaurné, P . : 116 Sertillanges, A. D.: 355 Snoeck, A.: 504 Solano, J.: 151 Soras, A. de: 206 Spicq, C : 165 307 341 395 396 397 401 406 Staudinger, J.: 199 Stein, E.: 486 Stolz, A.: 469 474 Suárez, Fed.: 112
601
Suárez, Fr.: 114 Suavet, Th.: 390 536 Suenens, Card. L. J.: 129 Suhard, Card. M.: 71 165 383 Taille, M. de la: 131 416 Tanquerey, A.': 16 411 Termes, P.: 339 Teresa de Jesús, Santa: 26 27 284 304 314 468 474 476 477 487488 489 491 492 493 494 523 526-527 541 Teresa del Niño Jesús, Santa: 26 83 115 182-183 304 400 Thibon, G.: 311 Thils, G.: 30 49 73 95 129 165 206 233 294 432 Thurston, H.: 495 Tilmann, K.: 81 Todolí, J.: 339 Tomás de Aquino, Santo: 37 60 62 71 72 74 114 130 136-137 161 201 204 205 212 229 237 240 271 273 280 286 290 311 324 328 345 368 369 378-379 380 382 388 439 441 446 455 456 505 591 Tonneau, J.: 287 350 Tonquédech, J. de: 228 231 Troisfontaines, R.: 1% 199 Tronson, M . : 524 Truhlar, C : 22, 58 73 469 Urteaga, J.: 355 Vagaggini, C.: 123 Vaissiére, J. de la: 328 Valensin, A.: 363 Vansteenberghe, G.: 345 Verde, Card. A.: 36 Vergriete, V.: 213 Vermeersch, A.: 222 574 Vernay, R.: 392 519 Verriéle, A.: 195 Viard, A.: 103 Viller, M . : 41 287 341 397 449 452 Voillaume, R.: 49 Vonier, A.: 113 114 184 Waffelaert, G. J.: 79 Walter, E.: 139 Welty, E.: 355 Willam, F. M . : 112
índice de materias Eucaristía: 145 Eutrapelia: 344 Examen de conciencia: 534 Ejercicios espirituales: 560 Extremaunción: 259
ÍNDICE DE MATERIAS Abstinencia: 316 Acción de gracias: 150 372 Adoración: 157 371 Afabilidad: 343 Afirmación de sí mismo: 328 Ágape: 393 Agradecimiento: 344 Alabanza: 157 371 Ambición: 306 Amistad: 343 553 Angeles: 113 Aplicación de sentidos: 528 Apostolado: 31 125 Ascesis: 15 Asociaciones piadosas: 555 Autoridades: 356 Avaricia: 331 Ayuno: 316 Bautismo: 140 Benevolencia: 399 Bienaventuranza: 199 Breviario: 163 Calumnia, 347 Canonización: 35 50 Carácter: 87 137 Caridad: 23 56 147 246 282 301 393 415 439 565 Carismas: 100 492 Castidad: 147 322 569 Castigo: 239 Celibato: 162 323 457 Cielo: 200 Compasión, 400 Complacencia: 399 Complacencia en sí mismo: 307 Compromiso: 58 141 366 556 565 Comunión espiritual: 149 Confesión: 259 Confianza: 545 Confirmación: 142 Conformidad con la voluntad de Dios: 284
Conocimiento de sí mismo: 531 Consejero espiritual: 475 537 Consejos: 436 567 Consentimiento: 234 Consolaciones espirituales: 506 Contemplación: 31 467 Contrición: 260 Conversión: 245 Crecimiento: 409 Crisis: 424 Cristianismo: 291 Cruz: 299 Cura a n i m a r a n : 61 Deber de estado: 33 Demoníacos: 228 Desaprobación: 456 572 Descanso: 319 Desesperación: 391 Desolación: 506 Diaconado: 159 Difuntos: 194 241 257 Dios: 67 211 364 Dirección espiritual: 537 Discernimiento de espíritus: 505 Discordia: 405 Disponibilidad: 294 Distracciones: 515 Docilidad: 357 545 Domingo: 374 Dones del Espíritu Santo: 416 Empresarios: 354 Emulación: 330 Eros: 398 Escatología: 199 Escándalo: 405 Escrúpulos: 500 Esperanza: 386 Espiritualidades: 48 Estado de perfección: 566 Estigmatización: 494 Estudios espirituales: 547 Eternidad: 242
Familia: 350 Fe: 378 Fenómenos extraordinarios: 33 492 Fervor: 496 Filiación divina: 86 Fin de los tiempos: 201 Fortaleza: 311 Frutos del Espíritu Santo: 100 Fuego: 240 Generosidad: 497 Glorificación: 371 Gracia de estado: 161 171 206 Gracia santificante: 73 78 412 Guerra: 406 Gula: 320 Hagiografía: 550 Herencia: 273 Higiene natural: 236 Histeria: 501 Humildad: 303 Indiferencia: 294 Indulgencias: 256 Infierno: 242 Inspiraciones: 505 Instinto: 315 321 Instituto religioso: 583 Instituto secular: 585 Ira: 340 Jesucristo: 84 Justicia: 345 Laicado: 45 63 127 204 Lectura: 547 Lectura meditada: 527 Levitación: 494 Liturgia: 118 Maestros: 352 Maestros de espiritualidad: 549 Maledicencia: 347 Males y sufrimientos: 189 Mandar: 359 Mansedumbre: 341 María: 105
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Martirio: 314 449 Materia grave: 217 Matrimonio: 165 Matrimonio espiritual: 491 Medios de santificación: 281 566 579 Meditación: 511 Mentira: 348 Mérito: 279 Métodos de oración: 523 Misa: 129 Misiones: 126 Mística: 15 465 Moral: 265 Moralidad: 271 Mortificación: 300 Muerte: 194 Mundo: 231 Neurastenia: 501 Obediencia: 356 Obras satisfactorias: 242 Obras serviles: 377 Obreros: 354 Obsesiones: 501 Oración: 370 526 Ordenes menores: 158 Orgullo: 306 Padre: 82 Paz: 406 Pecado: 211 Penitencia: 247 Penitencias: 250 Pereza: 336 Perseverancia: 311 Plena advertencia: 217 Pleno consentimiento: 218 Pobreza: 452 570 Poder cultual: 137 Preceptos: 436 Predilección: 395 Presbiterado: 160 Presencia de Dios: 528 Presunción: 307 Profesión de perfección: 59 Profesiones liberales: 355 Prudencia: 307 Purgatorio: 239 Recogimiento: 517 Regímenes espirituales: 562
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Índice de materias
Religión: 364 Renuncia: 294 Reparación: 184 Resurrección: 179 Retiros: 560 Revelaciones privadas: 492 Sacerdocio: 151 Sacerdocio de los fieles: 144 Sacramentos: 132 Sagrada Escritura: 547 Santidad: 20 Santos: 115 Satanás: 226 Satisfacción: 262 Secreto profesional: 347 Sentidos: 319 424 Silencio: 560 Simpatía: 342 Sobriedad: 315 Sociabilidad: 343 Sociedades de vida común: 584 Subdiaconado: 159 Subordinados: 353 Sufrimiento: 189 Superior: 359 Superstición: 369
Temperamento: 272 518 Tendencias innatas: 315 Tentación: 233 Tibieza: 496 Tiempo libre: 338 Tonsura: 158 Trabajo: 334 Trinidad: 67 Unión de las iglesias: 126 Unión de los sexos: 327 Unión mística: 491 Universalismo: 39 Vanidad: 306 Veracidad: 348 Vía crucis: 183 Vía de la vida espiritual: 409 Vida común: 576 Vigilancia: 235 Virginidad: 457 Virtud: 287 Visiones: 493 Vocación: 203 Vocación temporal: 25 203 Votos: 366 565 566