El pragmatismo, una versión
Richard Rorty
El pragmatismo, una versión An A n tiau tia u tori to rita tari ris sm o en epistemología y ética
Lecci Leccio ones impartid tidas por el profeso esor Rorty en la Cá Cátedra Fer Ferrrater Mora ora de Pensa ensamiento Contem ontemporáneo, de la Univers versidad de Gi Girona, en juni unio de 1996 1996
Diseño cubierta: Nacho Soriano Traducción de J o an a n V e r g é s G i fr fr a
1 edic edició ión n: octu octubr bree 2000 © 2000: Cátedra Ferrater Mora de Pensamiento Contemporáneo Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo y propiedad de la traducción: © 2000: Editorial Ariel, S. A. Provena, 260 - 08008 Barcelona ISBN: 84-344-8757-8 Depósito legal: B. 35.180 - 2000 Impreso en España Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
PREFACIO Las lecciones de este libro intentan ofrecer un vislumbre de cómo sería la filosofía si nuestra cultura estuviera completamente secularizada, si desapareciese del todo la obediencia a una autoridad no humana. Una forma de expresar el contraste entre una cultura completamente secularizada y otra que no lo está del todo, es decir, que en esta última pervive todavía un sentido de lo sublime. Que tuviera lugar una secularización completa querría decir que existe un consenso general en la suficiencia de lo bello. Lo sublime es irrepresentable, indescriptible, inefa ble. Un ob obje jeto to o e s tad ta d o de c osas os as m e r a m e n te be bello llo,, en cambio, unifica una multiplicidad de una forma especialmente satisfactoria. Lo bello armoniza cosas finitas con cosas finitas. Lo sublime elude la finitud y, por lo tanto, también la unidad y la pluralidad. Contemplar lo bello es contemplar algo manejable, algo que consta de unas partes reconocibles como organizadas de una forma reconocible. Quedar asombrado por algo sublime es ser llevado m ás allá allá del reconocim iento y la la descripción. descripción. La sublimidad, a diferencia de la belleza, es moralmente ambigua. La Idea del Bien de Platón lo es de algo admirable en una medida sublime. La Idea cristiana de Pecado lo es de algo malo en una medida sublime. Lo atractivo del platonism plato nismoo y la Visi Visión ón Beatificante es el atracatrac tivo de algo precioso en una medida inexpresable, de silgo que ni Homero Hom ero ni Dante Dante pod podrían rían captura cap turarr nunca. Lo atractivo del Mal Radical es el atractivo de algo depravado en una medida inexpresable, de algo completamente distinto de cometer un simple error en el momento de tomar la
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decisión correcta. Es la voluntad deliberada de dar la espalda a Dios. Es inconcebible que alguien pueda hacer esto, cómo pudo ser que Satanás se rebelase. Pero igual de inconcebible es que alguien pueda ver el rostro de Dios y vivir. No N o tod to d a s las la s reli re ligg ion io n es n e c e s ita it a n la sub su b lim li m idad id ad,, p e ro la teología cristiana ortodoxa —el discurso religioso predominante en Occidente— siempre ha estado en contra de lo finitamente bello o feo, lo finitamente benévolo o per p ervv erso er so,, y a favo fa vorr de u n a d i s tan ta n c ia infi in finn ita it a e n tre tr e n o s o tros y el ser no humano que en vano procuramos imitar. Esta teología ha tomado prestado su imaginario del intento que realiza la filosofía griega por abstraerse de los propósitos humanos finitos. Los carpinteros y los pintores, los políticos y los mercaderes piensan en medios finitos para la realización de objetivos finitos. La filosofía, afirman los griegos, debe trascender estos objetivos. Las metáforas de luz pura y oscuridad abismal de la Repú Re públ blic icaa de Platón y la idea de un motor inmóvil del libro Lambda de la Meta M etafís física ica de Aristóteles suministran el material ma terial necesario necesario para pa ra u n a religión religión suplent suplente, e, una u na relireligión pensada para cubrir las necesidades de un determinado tipo de intelectual, en particular, el intelectual obsesionado por la pureza. Estos intelectuales no encuentran nada bueno en las religiones del pueblo, ya que su sentido de lo lo sublime sublime es demasiado dem asiado intenso como p ara queda qu edarr satisfecho con lo meramente bello; su necesidad de pureza es es demasiado grande como para p ara qu quedar edar satisfe satisfecha cha con los relatos de unos Olímpicos obsesionados por el sexo. Los castos Padres de la Iglesia Cristiana heredaron de estos intelectuales la idea de que la primera causa de las cosas debe ser inmaterial e infinita y que las bellezas del mundo material son a lo sumo símbolos de lo sublime inmaterial. Después de Galileo y Newton la filosofía dejó de ocu pa p a r s e d e la co cosm smoo logí lo gíaa y la l a s p r i m e r a s c au auss as y se c o n c e n tró en las ciencias naturales. Pero el giro epistemológico y subjetivista que Descartes impartió a la filosofía dio lugar a una versión nueva de lo Sublime. Ésta consistía
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en un vacío insalvable, infinito y abismal entre nuestra mentalidad pragmática o nuestros lenguajes de pacotilla y la Realidad Tal Como Es En Sí Misma. En La filosofía y el espejo de la naturaleza, defendí que toda la problemática de la filosofía moderna gira alrededor del intento imposible por salvar este vacío. El pathos de la epistemología es un pathos que nosotros mismos nos hemos creado marcándonos un objetivo inalcanzable, definiendo el sentido de la indagación como el logro de una descripción de la realidad que se sustenta sola con independencia de las necesidades e intereses humanos. La epistemología vuelve a poner en escena la narrativa cristiana ortodoxa sobre la imposibilidad de imitar a Dios por parte de un alma que sufre el lastre del Pecado Original; el intento imposible por parte de un ser condicionado de vivir de acuerdo con lo incondicionado. Este pathos vuelve a ponerse en funcionamiento cuando Kant niega el conocimiento a fin de hacer sitio a la fe moral; es decir, cuando nos dice que sólo podemos renunciar al intento irrealizable de conocer las cosas tal como son en sí mismas si, a continuación, estamos dis puestos a emprender otra tarea igual de irrealizable. Esta nueva tarea consiste en poner un yo empírico bajo el control de una exigencia moral incondicional: la exigencia de que ninguno de los componentes de este yo sirvan de motivo para la acción. «¡Deber, oh, nombre terrible y sublime!», exclama Kant, efectuando una reducción de las cosas bellas y feas de este mundo espaciotemporal a lo que Fichte llama «el material sensible de nuestro deber». Más adelante, esta versión moralista de lo sublime tomará aun la forma de una distancia infinita entre nosotros y lo Otro. En el trasfondo de estas lecciones —ocurre lo mismo con la mayor parte de la filosofía de este siglo— está la historia de Nietzsche sobre «Cómo el mundo verdadero acabó convirtiéndose en una fábula». Nietzsche cuenta un relato sobre cómo pasamos de Platón a Kant, para luego despertam os de una pesadilla que se apaga progresivamente y «encontramos con el desayuno y el retomo
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de la jovialidad». John Dewey contó un relato complementario sobre un despertar poskantiano y mostró de qué modo la Revolución Francesa ensanchó nuestro sentido de lo que es políticamente posible y dé qué modo la tecnología industrial ha ensanchado nuestro sentido de las nuevas posibilidades mundanas. Estos cambios, comenta Dewey, nos han hecho percatar de que está en nuestras manos el hacer que el futuro humano sea muy distinto de cómo fue en el pasado: nos ayudan a superar la idea filosófica según la cual podemos conocer nuestra propia naturaleza y nuestros propios límites. En los dos últimos siglos, ha sido posible describir la situación humana sin necesidad de referirse a una relación que mantenemos con algo inexpresablemente distinto de nosotros, y describirla, en cambio, trazando una oposición entre nuestros feos pasado y presente y el futuro más bello que tal vez vivirá nuestra descendencia. Las concepciones filosóficas que esbozo en estas lecciones proporcionan una forma de concebir la situación humana que renuncia a la eternidad y a la sublimidad limitándose enteramente a las cosas finitas (finitista). Estas lecciones tratan de esbozar qué resultaría de poner a un lado las versiones cosmológicas, epistemológicas y morales de lo sublime: Dios como primera causa inmaterial, la Realidad entendida como profundamente ajena a nuestra subjetividad epistémica, y la pureza moral conce bida como inasequible para nuestra condición de sujetos empíricos inherentemente pecadores. Sigo la sugerencia de Dewey de construir nuestras reflexiones políticas alrededor de nuestras esperanzas políticas: alrededor del proyecto de forjar unas instituciones y costumbres que embellezcan la finita y mortal vida humana. Con simultaneidad a Nietzsche, Dewey también nos insta a dar la espalda a la idea de la Realidad Tal Como Es En Sí Misma. Nietzsche vio en esta idea la expresión de la misma débilidad, del mismo deseo masoquista de doblegarse ante algo no humano que permitió la «moralidad de esclavo» del cristianismo. Dewey interpretó esta moralidad como un vestigio de la organización social del
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mundo antiguo basada en los artesanos y los sacerdotes. Nietzsche sostuvo que si pudiéramos deshacemos de la idea de un Mundo Verdadero, entonces también nos desharíamos de la idea de un Mundo de Apariencias. Dewey añadió que una de las cosas que podría contribuir a deshacemos de la oposición aparienciarealidad sería conce bir las creencias que llamamos «verdaderas» de un modo pragmático; es decir, concebirlas no tanto como representaciones de una naturaleza intrínseca de la realidad, cuanto como herramientas destinadas a ajustar unos medios para unos fines. Para Nietzsche y Dewey, la idea de que la Realidad tiene una naturaleza intrínseca que posiblemente el sentido común y la ciencia no conozcan jamás —la idea de que acaso nuestro conocimiento sólo sea conocimiento de apariencias— es un vestigio de la idea de que existe algo no humano con autoridad sobre nosotros. Las ideas de una autoridad no humana y de la búsqueda de sublimidad son consecuencia del rebajamiento de uno mismo. El pragmatismo, en cambio, afirma que no existe nada más aparte de lo condicionado: los seres humanos no pueden saber nada, aparte de las relaciones que mantienen entre sí y con el resto de seres finitos. Quedar satisfecho con la belleza querría decir renunciar a la búsqueda de lo infinito y conformarse con lo condicionado. Quien quedase satisfecho con esto, conseguiría ver la búsqueda de la verdad como una búsqueda de la felicidad humana antes que como la realización de un deseo que trasciende la simple felicidad. Desgraciadamente, sin embargo, Nietzsche combinó la hostilidad hacia los sacerdotes ascéticos con el menos precio hacia la democracia. Le repugnaba la idea de «los últimos hombres», la gente que se contenta con la felicidad humana ordinaria. Dewey está de acuerdo con Nietzsche en decir que deberíamos poner a un lado los ideales ascéticos, pero también deja claro su desacuerdo respecto a lo que éste piensa sobre la grandeza. Nietzsche tenía el temor de que si todos nos convertimos en ciudadanos felices de una utopía democrática, entonces no
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serán posibles las muestras de grandeza humana. Dewey no estaba interesado por la grandeza humana, salvo como medio para conseguir la mayor felicidad para el mayor número. En su opinión, los grandes hombres (los grandes poetas, los grandes científicos, los grandes pensadores) no fueron más que medios finitos para ulteriores objetivos finitos. Contribuyeron a poner a nuestro alcance nuevas formas de vida humana, más ricas, com plejas y alegres. A lo largo del siglo xx ha tenido lugar un conflicto entre aquellos secularistas que siguen a Nietzsche en su anhelo por encontrar una grandeza inconcebible como simple medio para un fin mayor, y aquellos otros secularistas que son pragmáticos y finitistas a la manera de Dewey. Heidegger es un ejemplo del primer caso. El primer Hei degger encontró en el profundo, abismal y sublime pensamiento de la muerte, así como en la oposición entre lo meramente óntico y lo ontológico de forma sublime, una forma de liberarse de lo que sólo es bello. El último Heidegger opuso la mera felicidad de los habitantes de una utopía pacífica y próspera que viven en un medio controlado tecnológicamente, a la grandeza espiritual resultante de la posesión de un sentido de la Verdad del Ser. En el caso de que Dewey hubiera leído el último Heidegger no habría visto nada de mido en Die Zeit des Weltbildes, o en la utopía tecnológica que éste describe y rechaza en Frage nach der Technik. Al contrario, de buena gana habría acogido un mundo de bella Gestelle, de bellos nuevos arreglos de lo humano y lo natural, nuevos arreglos diseñados para hacer posible que las vidas hum anas sean más ricas y plenas. Habermas, que sí ha leído el último Heidegger, se muestra igualmente indiferente respecto a la necesidad de algo más que la felicidad. Para estos dos pensadores, no existe nada más elevado o profundo que una sociedad democrática utópica; no existe nada más deseable que la paz y la prosperidad que la justicia social haría posible. Para este tipo de pensadores —aquellos que se contentan con la belleza—, el lugar adecuado para la subli-
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midad es la conciencia privada de los individuos. El sentido de la Presencia de Dios, así como el sentido del Mal Radical, quizá sobrevivan en el espacio interior de algunas mentes en concreto. Es probable que estas mentes sean justam ente las responsables de la producción de las grandes obras de la imaginación humana, de obras de arte impresionantes, por ejemplo. Con todo, para los filósofos como Dewey, Rawls y Habermas, la reflexión filosófica no debería ocuparse de estas obras, sino de crear una sociedad en la que haya sitio para todo tipo de formas de conciencia privada, tanto para las que tienen como para las que les falta un sentido de lo sublime. La idea heideggeriana de que la justicia y la felicidad no son suficientes sigue todavía en pie entre los intelectuales postheideggerianos. A veces toma la forma de la creencia según la cual la justicia y la felicidad son «tan necesarias como imposibles». Es frecuente encontrar esta expresión en la obra de Derrida, un escritor muy imaginativo que adopta la sublimidad y la inefabilidad como temas centrales de su pensamiento. Nociones similares a éstas aparecen en la obra de algunos escritores influidos por la noción de «el objeto sublime de deseo» de Lacan; especialmente, Slavoy Zizek. Lacan y Zizek entienden que el arte y la política giran alrededor de una inasequible, pero al mismo tiempo inolvidable, sublimidad, una sublimidad que la simple belleza de la paz, la prosperidad y la felicidad no podrá sustituir jamás. Desde el punto de vista de estas lecciones, tan peligroso es centrar la reflexión sobre el futuro humano alrededor del tema de la sublimidad como hacerlo alrededor de los temas de Dios, el Pecado o la Verdad. En mi opinión, la filosofía debería considerar la búsqueda de lo incondicionado, lo infinito, lo trascendente y lo sublime como una inclinación humana natural, una inclinación que Freud nos ha ayudado a comprender. Deberíamos concebir esta inclinación de la misma forma que Freud concibió la sublimación del deseo sexual, es decir, como una condición previa de algunos logros individuales sor prendentes. Lo que no podemos hacer es considerarla
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relevante para nuestras perspectivas públicas, culturales y sociopolíticas. Esto significa que deberíamos diferenciar la búsqueda de grandeza y sublimidad de la búsqueda de justicia y felicidad. La primera es opcional; la segunda no. Puede que el primer tipo de búsqueda sea necesario para satisfacer los deberes que tenemos para con nosotros mismos. El segundo tipo de búsqueda es necesario para los deberes que tenemos para con los demás. En las culturas religiosas se creía que además de estas dos clases de deberes, existían también unos deberes para con Dios. En la cultura completamente secularizada que anticipo no habrá deberes de esta última clase: las únicas obligaciones que tendremos serán respecto a nuestros semejantes y nuestras propias fantasías. De suerte que el único sitio que le va quedar a lo sublime será el reino de la imaginación personal, en la vida fantasiosa de aquellas personas que, gracias a su particular idiosincrasia, son capaces de realizar hitos inexplicables y sensacionales para el resto de la gente. Desde que sugerí la necesidad de diferenciar lo que es privado de lo que es público (en Contingencia, ironía y solidaridad), se me ha acusado de querer meter a cada uno de estos ámbitos en compartimentos herméticamente separados. Pero yo no deseo tal cosa. La utilidad para el discurso público de los últimos tiempos de algunos hitos imaginativos desvinculados de toda norma social es innegable. Si pensadores como Platón, Agustín o Kant y artistas como Dante, El Greco o Dostoevski'i no hubiesen aspirado a la sublimidad, ahora no dispondríamos de los bellos productos que resultaron de sus aspiraciones. Nuestras vidas serían menos variadas, y las formas de felicidad para las cuales podemos luchar, mucho más pobres. Pero esto no implica que debamos arreglar nuestras instituciones públicas de acuerdo con la búsqueda de la grandeza o la sublimidad. Una cosa que hemos aprendido de la historia de las culturas teocráticas y los estados religiosos casi teocráticos del siglo xx, es a no concebir las instituciones públi-
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cas como vehículos de grandeza. Antes bien, deberíamos concebirlas como intentos de maximizar la justicia y la felicidad mediante los recursos improvisados (representación proporcional, cortes constitucionales, el entramado caótico de asociaciones que llamamos «sociedad civil») que prometen cumplir esa función. No deberíamos esperar, ni tampoco querer, que nuestras instituciones públicas tuviesen una fundamentación filosófica firme, una conexión con la naturaleza de la Realidad o la Verdad. En lugar de creer que estas instituciones son ejempli ficaciones de verdades eternas, deberíamos pensar —de acuerdo con el espíritu de Dewey— que son unas herramientas que se justifican por el éxito que demuestran tener a la hora de realizar unas determinadas funciones. En lugar de verlas como ideas sobre la naturaleza de algo grande (la Sociedad, la Historia o la Humanidad), lo que deberíamos hacer es concebir los principios morales y políticos como abreviaciones de narrativas sobre exitosas utilizaciones de herramientas, como resúmenes de resultados de experimentos que han tenido éxito. Deberíamos ser tan suspicaces respecto al intento de fundamentar las propuestas políticas sobre grandes sistemas teóricos de la Naturaleza de la Modernidad, como lo somos respecto a los intentos de fundamentarlas sobre la Voluntad de Dios. *
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Espero que el contraste que acabo de esbozar entre belleza y sublimidad sirva al lector para tener una idea aproximada sobre qué cabe esperar de estas lecciones. Terminaré este prefacio siendo un poco más preciso sobre los temas que cubren. Estas diez lecciones pueden ser divididas en cinco grupos de dos lecciones cada uno. Las dos primeras se concentran en el tema de la filosofía de la religión. En ellas propongo entender el pragmatismo americano como un intento de mediar en la denominada «guerra entre la
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religión y la ciencia» que tanto condicionó una gran parte de la alta cultura del siglo xix. Más en concreto, considero el pragmatismo como el intento de lograr que el sentido de ciudadanía democrática desplace el sentido de obligación respecto a un poder no humano. La explicación que ofrezco del pensamiento de Dewey es una explicación sobre el intento de lograr que la participación en la política democrática realice la misma función espiritual que, en tiempos no tan esperanzadores, realizaba normalmente la participación en un culto religioso. El tema de la sustitución de las ideas de eternidad y sublimidad por las de tiempo y belleza se mantiene aún en el siguiente par de lecciones, pero ahora de una forma bastante distinta. En éstas critico la idea de Jürgen Habermas de que las afirmaciones son pretensiones de validez universal porque la considero un último e innecesario intento de preservar algo de la vieja tradición filosófica kantiana previa al pragmatismo. Entiendo que la explicación que ofrece Habermas sobre «un momento de incondicionalidad» constitutivo de todas las pretensiones de validez es un eco del intento de Kant y Husserl de hacer que la filosofía sea trascendental. En contraste con ello, yo ofrezco una explicación alternativa de la práctica lingüística que evita cualquier referencia a la universalidad o incondicionalidad y en la que las afirmaciones no tienen otro fin aparte de la utilidad conversacional. Con el tercer par de lecciones se pasa de hacer filosofía del lenguaje a hacer lo que se podría llamar, un tanto equivocadamente, metafísica. En la lección «Panrelacio nalismo» arguyo que la mayor parte de la mejor filosofía de los últimos tiempos puede ser vista como un intento de liberarse de las distinciones sustanciaaccidente y esenciaaccidente mediante la tesis de que nada puede tener una identidad de sí mismo, una naturaleza, con independencia de las relaciones que mantiene con el resto de las cosas. En ella defiendo que una cosa tiene tantas identidades como contextos relaciónales puede ocupar. Ello concuerda con otra idea que también suscribo (en un trabajo titulado «La indagación como recontextualiza
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ción» que publiqué hace años) y según la cual no existe «el contexto correcto» para leer un texto, clasificar una persona o explicar un suceso. Se debería decir, más bien, que existen tantos contextos como propósitos humanos. Por la misma razón, tampoco existe la correcta descripción de una cosa: tan sólo hay descripciones que, gracias a las relaciones que establecen con otras cosas, la sitúan en un contexto que satisface las distintas necesidades que tenemos en la actualidad. La segunda lección de este tercer grupo —«Contra la profundidad»— arguye que si nos hacemos panrelaciona listas entonces lo veremos todo, por decirlo así, en un único plano horizontal. No nos dedicaremos a buscar lo sublime a un nivel elevado o profundo por encima o por debajo de este plano. En lugar de esto, nos dedicaremos a cambiar las cosas de sitio, a disponerlas de un modo que sobresalgan las relaciones que mantienen con otras cosas, con la esperanza de hallar así modelos cada vez más útiles y, por tanto, más bellos. Desde esta perspectiva, los grandes logros intelectuales (las leyes de Newton, el sistema de Hegel) no difieren en categoría de los pequeños logros técnicos (conseguir que las piezas de un mueble se ajusten perfectamente; que los colores del paisaje de una acuarela armonicen entre sí; hallar un com promiso político razonable entre distintas partes en conflicto). La cuarta pareja de lecciones se ocupa del tema de la ética y la política y vuelve a ser antikantiana en el mensa je. Se basa en el intento de John Dewey de concebir la moralidad en términos finitistas, como una cuestión centrada más en la resolución de problemas que en la obligación de vivir conforme a algo que posee un nombre terri ble y sublime. Mi intención es trenzar la concepción de Dewey con la explicación neohumeana de la moralidad de Annette Baier y la filosofía política de Michael Walzer. Me parece que estos tres filósofos se complementan bellamente entre sí y nos ayudan a concebir la tarea moral como una cuestión de ampliación de nuestra comunidad moral, de ir incorporando más y más gente
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de distinto tipo en el uso que hacemos del término «nosotros». Desde este punto de vista, el progreso moral no es tanto u na cuestión de desarrollar una mayor obediencia a la ley, cuanto una cuestión de desarrollar una simpatía cada vez más amplia. No es tanto una cuestión de razón cuanto de sentimiento; como dice Baier, no es tanto una cuestión de principios cuanto de confianza. Las dos últimas lecciones no son tan generales ni ambiciosas como las ocho anteriores. Se ocupan del tra bajo de dos filósofos analíticos contemporáneos que han recibido la influencia de muchos de los filósofos que tam bién han ejercido una profunda influencia en mí (y de forma notable, Wilfrid Sellars y Donald Davidson). Me refiero a Robert Brandom y John McDowell. Ambos publicaron hace poco (en 1994) unos libros que están siendo ampliamente discutidos por los filósofos anglófo nos. Mi intención es mostrar los puntos que comparto con Brandom y mis desacuerdos con McDowell para así situar mis concepciones pragmatistas y deweyanas dentro de la escena filosófica del mundo anglófono contem poráneo. A mi entender, el libro de Brandom Making it Explicit y el libro de McDowell Mind and World son representativos de la mejor filosofía analítica que se puede hacer: es decir, de la filosofía analítica impregnada de conciencia histórica y consciente de las continuidades y discontinuidades que existen entre la filosofía griega, la filosofía moderna prekantiana y las últimas reacciones contra Kant. Ambos libros tienen una gran ambición y están excepcionalmente bien logrados. Por eso pensé que serían muy útiles como contraste a mi propia posición. Como estas lecciones comprenden un amplio abanico de temas y debates filosóficos, alguien podría estar tentado de pensar que aquí se ofrece un sistema filosófico. Pero los pragmatistas no deberían ofrecer sistemas. Si queremos ser coherentes con nuestra propia explicación del progreso filosófico, los pragmatistas deberíamos contentamos con ofrecer sugerencias sobre la manera de arreglar las cosas, de ajustar unas cosas con otras y de
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volver a ordenarlas según formas un poco más útiles. Eso espero haber hecho en estas lecciones. Considero que más que haber respondido alguna pregunta profunda o haber producido algún pensamiento elevado, lo que he hecho ha sido mover unas cuantas piezas en el tablero de ajedrez de la filosofía. *
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El profesor JosepMaria Terricabras, responsable de la Cátedra Ferrater Mora de Pensamiento Contemporáneo de la Universidad de Girona, no sólo me hizo el honor de invitarme a dar estas lecciones, sino que, además, tuvo la amabilidad de invitar como oyentes en el seminario a los profesores Brandom y McDowell, y a los filósofos David Hoy y Bjóm Ramberg, de los cuales he aprendido mucho. Estoy muy agradecido al profesor Terricabras y a sus colegas por su invitación. También querría agradecer a las personas que asistieron al seminario las inteligentes y sugestivas preguntas que me formularon, así como el espíritu generoso con el que recibieron mis intentos de promover la causa pragmatista. Bellagio, 22 de julio de 1997
R i c h a r d R o r t y
Pr i m e r a l e c c ió n
PRAGMATISMO Y RELIGIÓN 1.
Pecado y verdad
Voy a interpretar la objeción pragmatista a la idea que la verdad es una cuestión de correspondencia con la naturaleza intrínseca de la realidad de forma análoga a la crítica que la Ilustración hizo de la idea según la cual la moralidad es una cuestión de correspondencia con la voluntad de un Ser Divino. A mi parecer, la explicación pragmatista de la verdad y, más generalmente, su explicación antirepresentacionalista de la creencia constituye una protesta contra la idea de que los seres humanos deben humillarse ante algo no humano como la Voluntad de Dios o la Naturaleza Intrínseca de la Realidad. Así pues, voy a empezar desarrollando una analogía que, en mi opinión, ocupa un lugar central en el pensamiento de John Dewey: la analogía entre dejar de creer en el Pecado y dejar de creer que la Realidad tiene una naturaleza intrínseca. Dewey estaba convencido de que el encanto de la democracia —eso es, considerar que lo importante de la vida humana es la libre cooperación con nuestros congéneres a fin de mejorar nuestra situación— requiere de una versión de secularismo más completa que la que alcanzaron el racionalismo de la Ilustración o el positivismo decimonónico. Requiere que abandonemos cualquier autoridad que no provenga de un consenso con nuestros congéneres. El paradigma de sujeción a una tal autoridad es creer que uno se encuentra en estado de
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Pecado. Si desapareciese el sentido de Pecado, pensaba Dewey, también debería desaparecer el deber de buscar una correspondencia con el modo de ser de las cosas. En su lugar, una cultura democrática centraría sus esfuerzos en la búsqueda de un acuerdo no coercitivo con otros seres humanos respecto a qué creencias mantendrán y facilitarán proyectos de cooperación social. Para tener un sentido de Pecado no basta con quedar horrorizado por el modo como los seres humanos se tratan entre sí, o por la capacidad de maldad de uno mismo. Es necesario creer que existe un Ser ante el cual tenemos que humillamos. Este Ser da órdenes que tienen que ser obedecidas incluso cuando parecen arbitrarias o parece improbable que vayan a incrementar la felicidad humana. En el intento de adquisición de un sentido de Pecado ayuda mucho llegar a concebir como prohibido cierto tipo de prácticas sexuales o dietéticas, aunque éstas aparentemente no hagan daño a nadie. También es útil angustiarse con el pensamiento de si estaremos nom brando al Ser divino por el nombre que prefiere o no. Para poder tomarse realmente en serio la noción tradicional de Verdad como correspondencia, uno tiene que estar de acuerdo con Clough cuando éste dice: «me fortalece el alma saber/que, aunque perezca, la Verdad es así». Uno tiene que sentirse inquieto al leer lo que William James dice: «las ideas... se convierten en verdaderas sólo en la medida en que nos ayudan a entrar en unas relaciones satisfactorias con otras partes de nuestra experiencia». Los que vibran con las palabras de Clough conciben la Verdad —o, más concretamente, la Realidad como es en sí misma, el objeto representado con precisión por las proposiciones verdaderas— como una autoridad que debemos respetar. Pero para respetar debidamente la Verdad y la Realidad no basta con ajustar la conducta de uno a los cam bios del ambiente: resguardarse en caso que llueva, o evitar a los osos. Es necesario creer que la Realidad no es tan sólo una colección de cosas como la lluvia o los osos, sino algo que, por decirlo así, emerge por detrás de estas
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cosas, algo augusto y remoto. La mejor forma de penetrar este modo de pensar es convertirse en un escéptico epistemológico, empezar a preocuparse por la capacidad del lenguaje humano de representar la Realidad tal como es en sí misma, o por la cuestión de si estaremos llamando la Realidad por sus nombres adecuados o no. Preocu parse de este modo requiere tomarse en serio la cuestión de si nuestras descripciones no serán, al fin y al cabo, demasiado humanas, de si no puede ser que la Realidad (y, por consiguiente, tam bién la Verdad) nos quede demasiado lejos, más allá del alcance de las oraciones por medio de las cuales formulamos nuestras creencias. Tenemos que estar preparados para distinguir, al menos en principio, entre creencias que incorporan la Verdad y creencias que simplemente aumentan nuestras posibilidades de ser felices. Dewey estaba bastante dispuesto a decir de un acto depravado que es pecaminoso, o que las oraciones «2+2=5» y «El reinado de Isabel I terminó en 1623» son falsas de un modo absoluto, incondicional y eterno. Lo que no estaba dispuesto a decir, sin embargo, es que un poder distinto a nosotros ha prohibido la crueldad, o que estas oraciones falsas no consiguen representar con precisión cómo es la Realidad en sí misma. Veía mucho más claro que no debemos ser crueles que no que exista un Dios que nos haya prohibido serlo; veía mucho más claro que 2+2=4 que no que exista algún modo intrínseco de ser de las cosas «en sí mismas». En su opinión, tan innecesaria es la teoría que afirma que la verdad es correspondencia con la Realidad, como la que sostiene que la bondad moral es correspondencia con la Voluntad Divina. Para Dewey, ninguna de estas teorías añade nada a nuestro modo habitual, corriente y falible de distinguir el bien del mal y lo verdadero de lo falso. El auténtico pro blema, sin embargo, no consiste en esta inutilidad. Lo que más disgustaba a Dewey de la epistemología «realista» tradicional y de las creencias religiosas tradicionales es el desánimo que generan al decimos que alguien o
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algo tiene autoridad sobre nosotros. Nos dicen que existe Algo Inescrutable, algo que exige precedencia por encima de nuestros intentos cooperativos de evitar el dolor y obtener placer. Dewey, como James, era un utilitarista; o sea, opina ba que, al fin y al cabo, el único criterio moral o epistemológico que tenemos o necesitamos es el de si realizar una acción o sostener una creencia contribuirá o no, a la larga, a realizar una mayor felicidad humana. Concebía el progreso en relación a un incremento de nuestra dis posición a experimentar, a superar el pasado. Por eso tenía la esperanza de que aprenderíamos a considerar las creencias morales, filosóficas, religiosas y científicas con el mismo escepticismo con que Bentham estudió las leyes de Inglaterra: esperaba que cada nueva generación trataría de apañarse unas creencias más útiles, creencias que contribuirían a hacer su vida más rica, más llena y más feliz. 2. Pragmatismo clásico Sirva lo dicho hasta aquí como un enunciado introductorio del tema que iré desarrollando. Voy a retomarlo en breve desde otra perspectiva en clave freudiana. Pero, antes de esto, acaso fuera conveniente decir algo acerca de las semejanzas y diferencias, especialmente con res pecto a la religión, entre Dewey y los otros dos pragmatistas clásicos: Charles Sanders Peirce y William James. El pragmatismo tiene el pistoletazo de salida en la adopción por parte de Peirce de la definición de Alexan der Bain de creencia como regla o hábito de acción. Tomando esta definición como punto de partida, Peirce defendió que la función de la indagación no es representar la realidad, sino más bien capacitamos para actuar más eficazmente. Esto significa deshacerse de la «teoría del conocimiento como copia» que ha dominado en filosofía desde los tiempos de Descartes, y en especial de la idea de un autoconocimiento intuitivo, un conocimiento
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no mediado por signos. En tanto que uno de los primeros filósofos en decir que la habilidad de utilizar signos es esencial al pensamiento, Peirce fue un profeta de lo que Gustav Bergman llamó «el giro lingüístico en la filosofía». Al igual que otros filósofos idealistas del s. xix como T. H. Green o Josiah Royce, Peirce era antifundacionalis ta, coherentista y holista respecto a la visión de la naturaleza de la indagación. Sin embargo no concibió a Dios, como sí hicieron la mayoría de seguidores de Hegel, como una experiencia atemporal y omnicompren siva idéntica a la Realidad. Al contrario, en vez de eso, y como buen darwinista que era, Peirce concibió al universo en evolución. Su Dios es una deidad finita idéntica, en cierta manera, a un proceso evolutivo que él llama «el crecimiento de la Terceridad». Este raro término designa la unión gradual de todo con todo por medio de relaciones triádicas. De una forma más bien extraña y sin apenas argumentar, Peirce supone que todas las relaciones triádicas son relaciones de signos, y viceversa. Su filosofía del lenguaje está entretejida con una metafísica casi idealista. James y Dewey admiraban Peirce y compartían su opinión de que la filosofía tiene que adaptarse a Darwin. Pero acertaron en apenas prestar ninguna atención a su metafísica de la Terceridad. En lugar de eso, se concentraron en las profundas implicaciones anticartesianas del desarrollo que había realizado Peirce de la intuición anti representacionalista inicial de Bain. Y de este modo desarrollaron una teoría no representacionalista de la adquisición y contrastación de las creencias que culmina con la tesis de James según la cual: «“Lo verdadero”... es tan sólo lo conveniente para nuestro modo de pensar.» Tanto James como Dewey se proponían llevar a cabo la reconciliación de la filosofía con Darwin por medio de una concepción de la búsqueda humana de la verdad y del bien que pusiera a ésta en línea de continuidad con las actividades de los animales inferiores, concibiendo la evolución cultural en continuidad con la evolución biológica.
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Los tres fundadores del pragmatismo combinaron una visión darwiniana, naturalista de los seres humanos con una desconfianza hacia los problemas que la filosofía había heredado de Descartes, Hume y Kant. Los tres guardaban la esperanza de salvar la moral y los ideales religiosos del escepticismo positivista o empirista. Sin embargo, es importante no dejarse cegar por estas seme janzas o por el hecho de que se los trate siempre como perteneciendo a un único «movimiento», y percatarse de que los tres tenían preocupaciones muy distintas. Es pro bable que la idea de que existió un movimiento pragmatista surgiera de la necesidad chovinista de tener una filosofía americana. Lo mejor, creo, sería pensar en estos tres hombres como tres filósofos interesantes, casualmente americanos, que se influyeron perceptiblemente entre sí en sus respectivos trabajos, y no más aliados entre sí de lo que estuvieron, por ejemplo, Brentano, Husserl y Russell. Aunque se conocían y respetaban, los motivos que llevaron a cada uno a la filosofía eran muy distintos. Peirce se veía a sí mismo como un discípulo de Kant empeñado en mejorar la doctrina de las categorías y su concepción de la lógica. En tanto que matemático en activo y científico de laboratorio, Peirce mostraba más interés que James o Dewey hacia estas áreas de la cultura. James, por su lado, nunca se tomó demasiado en serio a Kant o Hegel, y estaba más interesado que Peirce o Dewey por la religión. Este último, en cambio, se hallaba profundamente influido por Hegel y siempre fue un antikantiano empedernido. La política y la educación, más que la ciencia o la religión, ocupaban el centro de su pensamiento. Peirce fue un brillante y críptico matemático polifacético, cuyos escritos se resisten a una sistematización coherente. Peirce se quejó de la apropiación por parte de James de sus ideas. Lo hizo por complejas razones relacionadas con su oscura e idiosincrática metafísica y, en particular, con su doctrina del «realismo escotista», la realidad de los universales, concebidos a veces como relaciones triádicas; a veces, como relacionessigno; a veces como potencialidades y, otras veces, como disposi-
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ciones. La verdad es que Peirce sentía más simpatía que James por el idealismo y tachaba el pragm atismo de éste de simplista y reduccionista. James mismo, sin embargo, concibió el pragmatismo como un modo de soslayar cualquier tipo de reduccionismo y como un ideal de tolerancia. Aunque consideraba que muchas disputas teológicas y metafísicas son, en el mejor de los casos, distintas muestras de la diversidad del temperamento humano, James confiaba en poder construir una alternativa al positivismo antireligioso y venerador de la ciencia de su tiempo. Citaba, con aprobación, la descripción que ofrece Giovanni Papini del pragmatismo «como un corredor en un hotel. Innumerables habitaciones se abren desde él. En una de ellas puede hallarse a un ateo escribiendo un libro; en la siguiente, alguien ora de rodillas y pide tener fe; en una tercera habitación un químico investiga las propiedades de un cuerpo... el corredor pertenece a todos ellos, y todos ellos tienen que pasar por él». Su idea era que la única forma de comunicación posible a través de las divisiones entre temperamentos, disciplinas académicas y escuelas filosóficas consiste en prestar atención a las implicaciones prácticas de las creencias. En particular, este prestar atención ofrece la única forma de mediación entre las afirmaciones de la religión y las afirmaciones de la ciencia. Dewey, en su primer periodo, intentó reconciliar a Hegel con el cristianismo evangelista. Aunque las referencias al cristianismo desaparecen casi del todo de sus escritos en tomo al año 1900, en un ensayo de 1903 sobre Emerson, Dewey aún esperaba con ilusión el desarrollo «de una filosofía que la religión no tenga porqué reprobar y que sea consciente de su amistad con la ciencia y el arte». El acento antipositivista del pragmatismo clásico fue, como mínimo, tan fuerte como su acento antimetafísico. Dewey nos instó a no hacer ninguna distinción clara entre la deliberación moral y las propuestas de cambio en las instituciones sociopolíticas, o en la educación. Con-
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cebía los cambios en la actitud personal, en las políticas públicas y en las estrategias de aculturación como tres aspectos interconectados del gradual desarrollo de comunidades cada vez más democráticas y más libres, y del mejor tipo de ser humano que se realizaría en tales comunidades. Todos los libros de Dewey están impregnados de la convicción típicamente decimonónica según la cual la historia (history) humana es la historia (story) de la expansión de la libertad humana. Por otro lado, tam bién es constante la esperanza de sustituir la concepción platónica del filósofo como «espectador del tiempo y la eternidad» por una concepción de la tarea del filósofo menos profesionalizada y más orientada a la política. Dewey creía que Kant, especialmente en su filosofía moral, había preservado tal concepción platónica. En La Reconstrucción de la filosofía (1920), Dewey escribió: «bajo el disfraz de estar tratando con la realidad última, la filosofía ha estado ocupándose de los preciosos valores insertos en las tradiciones sociales... ha surgido de un choque entre fines sociales y de un conflicto entre instituciones heredadas y tendencias contemporáneas incompatibles con ellas». Según Dewey, la tarea de la futura filosofía no es hallar nuevas soluciones a problemas tradicionales, sino aclarar «las ideas de la gente con respecto a las luchas sociales y morales de su tiempo». Esta concepción historicista de la filosofía, que se inspira en Hegel y que se parece a la concepción de Marx, ha provocado que, entre los filósofos analíticos, Dewey no gozara de tanta popularidad como Peirce o James. Su intensa preocupación por asuntos políticos y sociales locales americanos ha restringido el interés de su trabajo. Con todo, y esto es lo que voy a defender en estas lecciones, Dewey es el pragm atista clásico cuya obra, a la larga, nos puede ser de mayor utilidad. Independientemente de que Dewey pueda ser el más útil, mi parecer es que, de los tres pragmatistas clásicos, Peirce es quién lo es menos. Es cierto que escribió más que cualquiera de los otros dos y que tal vez fue el más «profesional» de los tres; pero a su pensamiento le falta
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enfoque y dirección. Los filósofos contemporáneos que se llaman a sí mismos «pragmatistas» tan sólo recogen una cosa de Peirce: el cambio que hizo al pasar de hablar de «experiencia» a hablar de «signos». Aunque, en realidad, en vez de hablar de «signos» hablan de «lenguaje», con lo cual excluyen del reino de los signos lo que Peirce llama ba «iconos» e «índices», y solamente consideran lo que él denominó «símbolos». No parece que sea un disparate decir que si Peirce no hubiera existido jamás, ello no habría afectado mucho el curso de la historia de la filosofía. Pues Frege hubiera realizado el giro lingüístico solo y sin ninguna ayuda. No obstante, algunos filósofos actuales, como por ejemplo Hilary Putnam o Jürgen Habermas, atribuyen a Peirce una im portancia que yo estimo exagerada. Los dos aceptan la definición de Peirce de «verdad» como aquello hacia lo cual la opinión está destinada a convergir al final de la investigación y también su definición de «realidad» como aquello que se cree que existe en tal punto de convergencia. En mi opinión, y por razones que expondré más adelante, esta noción de convergencia no es ni clara ni útil. De todos modos, la principal razón por la cual digo que Peirce es relativamente insignificante es que no se ocupó, como sí hicieron James y Dewey, del problema que dominó la filosofía de Kant y que late en el corazón del pensamiento decimonónico de todos los países occidentales: el problema de cómo reconciliar la ciencia y la religión, de cómo ser fiel a Newton y Darwin y al espíritu de Cristo al mismo tiempo. Este problema constituye el paradigma del tipo de conflicto entre viejos modos de hablar y nuevos desarrollos culturales cuya resolución Dewey veía como tarea principal de la filosofía. Durante sus primeros treinta años, lo más importante para Dewey fue la necesidad de reconciliar la ciencia y la religión; para James lo fue a lo largo de toda su vida. La discusión de este tem a por parte de Peirce, en cambio, se reduce a unas cuantas observaciones de carácter más bien vulgar, observaciones que representan la opinión
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común del pensamiento del s. xix. Lo encontramos diciendo, por ejemplo, que el conflicto manifiesto entre estas dos áreas de la cultura es resultado de «la estrechez de miras no filosófica de aquellos que velan por los misterios del culto». Asimismo rechaza la insinuación según la cual se va a ver «privado de la posibilidad de añadirse a la común alegría por la revelación de los principios iluminados de la religión que celebramos por Navidad y Pascua porque juzgo como indefendibles ciertas ideas metafísicas, lógicas y científicas que se han mezclado con aquéllos».1Y afirma que el único elemento distintivo del cristianism o es la idea de que el amor es la única ley,2 y su único ideal «es que todo el mundo se una en el vínculo del amor común a Dios realizado en el amor de cada hombre por su vecino».3Este es un modo anglófono bastante típico de seguir las directrices del libro de Kant La religión dentro de los límites de la sola razón. Equivale a decir que podemos defender una ética cristiana sin necesidad de sostener una teología cristiana y, por tanto, sin interferir con la cosmología newtoniana o con la explicación darwiniana del origen de las especies. A James y a Dewey, así como anteriormente a Nietzsche, este compromiso fácil les pareció demasiado fácil. Los tres se tomaron la religión mucho más en serio que Peirce. Peirce, que había sido educado según la doctrina epis copalista, afirmaba que ésta era la única religión posible para un «gentleman» y, por lo que sabemos, nunca sufrió ninguna crisis espiritual importante que se expresara en términos religiosos. James, por el contrario, fue educado por su excéntrico padre en una especie de mezcla peculiar de Sweden borg y Emerson. Aunque él y sus hermanos tuvieron la sensatez de no tomarse demasiado seriamente las peculiares ideas teológicas de su padre, en realidad, las expe riencias religiosas de éste le influyeron profundamente. 1. Peirce, Ch. S. (1958): Collected Papers of Charles Sanders Peirce, Cam bridge, Mass., Harvard University Press, vol. 6, sección 427. 2. Ibíd., sección 440-1. 3. Ibíd., sección 443.
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James sufrió el mismo tipo de crisis espirituales que habían afligido a Henry James, padre, y nunca estuvo seguro de si éstas tenían que ser descritas en términos psicológicos o bien en términos religiosos. Dewey fue el único de los tres que tuvo una formación religiosa realmente férrea, el único que, por decirlo así, vivió la religión con toda su furia. También fue el único que se la tragó con toda su fuerza. Su madre le inquiría una y otra vez «¿Te llevas bien con Jesús?» y todos sus biógrafos coinciden en señalar que el tardío resentimiento hacia la piedad incordiosa de su m adre constituye uno de los elementos centrales de la formación del pensamiento maduro de Dewey. A pesar del hecho de que James nunca tuvo que abandonar una ortodoxia impuesta en su juventud, la necesidad de situar a su padre en el mismo universo intelectual que habitaban aquellos amigos suyos más interesados por cuestiones científicas (como, por ejemplo, Peirce y Chauncey Wright) fue muy importante en la formación de su pensamiento. Sospecho que debemos la teoría pragmatista de la verdad a tal necesidad. Y eso porque el motivo de fondo de esta teoría es proporcionam os un modo de reconciliar la ciencia y la religión por medio de una visión que las considere, no como a dos sistemas rivales de representar la realidad, sino m ás bien como a dos modos no rivales de producir felicidad. En el caso de James, creo que su concepción antirepresenta cionalista del pensamiento y del lenguaje vino motivada por la comprensión del hecho de que la necesidad de elección entre representaciones rivales puede ser reem plazada por la tolerancia hacia una pluralidad de descripciones no rivales; descripciones que sirven a distintos propósitos y que tienen que ser evaluadas por su utilidad respecto a éstos y no por su «adecuación» con los objetos que se describen. Si el lema de James era tolerancia, el de Dewey era, como dije antes, antiautoritarismo. La reacción contra el sentido de pecado que había adquirido en su educación religiosa, condujo a Dewey a hacer campaña, a lo largo
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de toda su vida, contra la idea de que los seres humanos necesitan medirse a sí mismos en oposición a algo no humano. Dewey utilizó el término «democracia» para designar algo parecido a lo que Habermas quiere decir con el término «razón comunicativa». Para Dewey, esta noción resume la idea de que los seres humanos deberían regular sus acciones y creencias por la necesidad de unirse a otros seres humanos en proyectos de cooperación, y no por la necesidad de encontrarse en la correcta relación con respecto a algo no humano. Por eso se apropió de la teoría pragmática de la verdad de James. Quizá sea cierto que, de los tres, James será siempre el pragmatista que caerá más simpático y el más leído. Pero, para mí, el más imaginativo de todos fue Dewey. Fue él quien demostró tener una mayor conciencia histórica: supo aprender de Hegel cómo contar historias generales acerca de la relación del presente con el pasado humano. Las historias de Dewey son siempre relatos acerca del progreso que supone el paso de la necesidad de las comunidades humanas de contar con un poder no humano, a la comprensión del hecho de que todo lo que necesitan es, simplemente, tener fe en sí mismas; los suyos son relatos acerca de la sustitución de la autoridad por la fraternidad. Sus relatos acerca de la historia como el relato de la realización de una libertad cada vez mayor son relatos sobre cómo hemos perdido el sentido de pecado y la esperanza en otro mundo y hemos ido, gradualmente, adquiriendo la habilidad de hallar en la cooperación entre los seres mortales la misma significación espiritual que nuestros ante pasados hallaron en la relación con un ser inmortal. Su modo de aclarar «las ideas de los hombres respecto a las luchas morales y sociales de su tiempo» consiste en pedir a sus contemporáneos que consideren la posibilidad de que la cooperación cotidiana en la construcción de comunidades democráticas sea lo que proporcione todo aquello que juzgamos «elevado», todo aquello que antes quedaba reservado para los fines de semana.
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3. El pragm atismo com o una liberación del Primer Padre Antes de añadir nada más acerca del modo pragmatista de reconciliar religión y ciencia, querría hacer un excursus sobre Freud. La explicación freudiana del origen de la conciencia, del superego, es, en mi opinión, otra versión de la línea de pensamiento antiautoritario que inspiró a Dewey. La mejor forma de comprender la relación dialéctica, en la filosofía contemporánea, entre el pragmatismo y sus adversarios «realistas» es imaginándola como una falta de inteligibilidad recíproca entre dos tipos distintos de gente. El primero está formado por aquellos cuya máxima esperanza es la unión con algo que se encuentra más allá de lo humano, algo que es la fuente del superego y que tiene autoridad para liberar a uno de culpas y vergüenzas. El segundo tipo corresponde a aquellos cuya máxima esperanza consiste en realizar un futuro humano mejor por medio de la cooperación fraternal entre los seres humanos. Estos dos tipos de gente se prestan fácilmente a ser descritos en términos freudianos: son, por un lado, la gente aún sujeta a la necesidad de hacer alianzas con una figura autoritaria y, por otro, la gente que no se ve afectada po p o r tal ta l n e c e s ida id a d . Hans Blumenberg ha defendido que el Renacimiento fue un periodo en el cual tuvo lugar un giro de la eternidad hacia el porvenir (la situación de las futuras generaciones humanas). En mi opinión, en el área de la filosofía, este giro sólo llega a realizarse plenamente con el pra p ragg m a tis ti s m o . La d e s e tem te m a liz li z a c ión ió n de la e s p e ran ra n z a humana tuvo que aguardar cuatrocientos años antes de aparecer filosóficamente explícita. La tradición represen tacionalista que ha dominado en filosofía en estos cuatrocientos años añ os tenía te nía la esperanza de que que la investiga investigación ción nos iba a poner en contacto, si no con lo eterno, sí al menos con algo que, según expresión de Bemard Williams, «está ahí de todos modos», algo no perspectivo que queda qued a aparte de las las necesidades necesidades e intereses intereses humanos. hum anos.
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Los pragmatistas no creen que la indagación pueda po p o n e m o s e n c o n tac ta c to c o n u n a rea re a lid li d a d n o h u m a n a m á s de lo que lo hayamos podido estar nunca y, por consiguiente, según ellos la única cuestión importante es: ¿será mejor la vida humana, en el futuro, si adoptamos esta creencia, esta práctica, esta institución? E n Moisé Mo iséss y la religión m o n o teís te ísta ta,, el último libro que escribió y el más descabellado de todos, Freud nos ofrece una explicación del progreso humano que complementa la de Blumenberg. En él nos cuenta el relato de cómo la cooperación social emerge del parricidio, del asesinato del Primer Padre por parte de la primera banda de hermanos: Debe suponerse que, tras el parricidio, transcurrió un tiempo considerable en el que todos los hermanos se enzarzaron en disputas para quedarse con la herencia del padre. La comprensión de la peligrosidad e inutilidad de estas luchas, el recuerdo del acto de liberación acometido conjuntamente, y los vínculos emocionales que trabaron unos con otros durante el periodo de su expulsión termi nó por llevarlos a un acuerdo, una especie de contrato social. [Pero] en este periodo de «la alianza fraterna» perdu raba el recuerdo del padre. Se escogió un poderoso ani mal —al principio de todo, quizá, uno de los que también temían— para que sustituyera al padre... De un lado, se consideró que el tótem era el antepasado de sangre y el espíritu protector del clan y que debía ser adorado y pro tegido. De otro, se fijó la celebración de una fiesta en la que el tótem corría la misma suerte del primer padre. Era sacrificado y devorado en común por todos los hombres de la tribu ...4
Freud prosigue el relato con la afirmación de que el totemismo fue «la primera forma por medio de la cual la religión se manifestó en la historia» y sostiene que «el pr p r i m e r p a s o de d i s tan ta n c iam ia m ien ie n t o res re s p ecto ec to del tote to tem m ism is m o 4. Freud, S., ton, vol. 23, pp. 82-83.
The Standard Standard Edi Edition, ed. James Strachey, Nueva York, Nor
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fue la humanización del ser venerado». Esta humanización dio lugar, primero, a una diosamadre y, posteriormente, a un politeísmo de géneros diversos. El politeísmo fue sucedido por los grandes monoteísmos patriarcales gracias a un proceso que los falogocentristas llaman «purificación» y que Freud interpretaba como una recu pe p e r a c ión ió n de la v erd er d ad p s ico ic o h istó is tóri ricc a. E n e stas st as reli re ligi gion ones es,, el pa padre dre asesinado, si bien aho a hora ra se halla halla desterrado de la tierra al cielo, recupera el papel legítimo de aquél que exige obediencia incondicional. El platonism platonismo, o, podemos pod emos im ag aginar inar que dic dicee Freud, fue una versión despersonalizada de este tipo de monoteísmo, un intento ulterior de esta presunta purificación. En este tipo despersonalizado de monoteísmo, el modo de demostrar respeto hacia la figura despersonalizada del pa p a d r e n o es la o b ed edie ienn cia ci a , s ino in o el i n t e n t a r s e r idén id énti ticc o a él. Esto se logra renunciando a todo aquello que nos ale ja j a de él (co (c o m o p o r ejem ej empl plo, o, el espa es paci cio, o, el tie ti e m p o y el cuerpo). Como buenos hijos que somos aspiramos a identificamos, por decirlo así, con aquellos aspectos positivos, amables y generosos del padre, mientras que ignoramos aquellos otros violentos y volubles. El platonismo nos ofrece, por así decirlo, la forma de reproducir todo aquello que fue grande, bueno y admirable en nuestros pa p a d res re s , s in t e n e r q u e r e p r o d u c ir sus su s d e sag sa g rad ra d ab able less idio id io-sincrasias. Por P or medio de la purificación deseamos volve volverrnos idénticos con el aspecto que hubiera hubiera tenido nuestro pa p a d r e si h u b i e ra c o n seg se g u ido id o p o r tar ta r s e d e cen ce n tem te m e n te. te . La Idea del Bien es el Padre despojado de partes vergonzosas y pasiones. Para el pragmatista, la metafísica (en el sentido amplio de la palabra «metafísica» que Heidegger utiliza cuando dice que la metafísica es platonismo y que el pl p l a t o n ism is m o es m e t a fís fí s i c a ) es c o m o u n i n ten te n t o de a c e r carse a algo tan puro y bueno que no parece realmente humano, pero que, aun así, se parece suficientemente a un padre amoroso como para ser amado con todo el corazón y el alma. La fascinación por las matemáticas —el p a r a d i g m a d e lo q u e n o es n i v o lub lu b le n i a r b itr it r a r i o ,
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ni violento, de lo que incorporó anangke sin anangke sin dejar rastro de b ia — ia — p r o p o r c ion io n ó a P lató la tónn el m o d e lo p a r a este es te ser: se r: la forma de la figura del padre, por decirlo así, sin detalles superfluos. En realidad, el interés de Freud por Platón se limita ba b a casi ca si e n tera te ram m e n te a las la s d iscu is cusi sioo n es a c e r c a de E ros ro s y la androginia en El E l B an anqu quete ete.. Imaginemos, sin embargo, que hubiera prestado atención a la teoría de las ideas. De haberlo hecho creo que hubiera percibido en la veneración de la pura Idea del Padre el origen de la convicción según la cual el conocimiento y no el amor es la característica más propiamente humana. Porque Platón dispuso las cosas cosas de tal forma form a que el m ejor modo de complacer com placer al Padre fuese haciendo matemáticas o, en todo caso, física matemática. La convicción de la importancia del conocimiento recorre toda tod a la historia de lo lo que Derr D errida ida llama llama «la m etafísica de la presencia»: la historia de la búsqueda occidental de un punto inmóvil en un mundo cambiante; algo en lo que uno pueda confiar siempre; algo a lo cual uno pueda siempre volver; algo que, como dijo Derrida, esté «más allá del alcance de la obra». Aquellos que vibran con la afirmación de Aristóteles de que «todos los hombres hom bres desean po r naturaleza sabe saber» r» consideran co nsideran que el el modo de vida correcto del buen hijo consiste en la búsqueda de esta presencia tranquilizadora. Para poder consagrarse a la adquisición del conocimiento en tanto que opuesto a la opinión —para asir la estructura inmutable en oposición a la mera percepción de un contenido lleno de colores y mutable— uno debe creer que al acercamos pro p rogg r e s iva iv a m e n te a algo alg o c o m o la V erd er d ad o la R e a lid li d a d nos vamos limpiando y purificando de pecado y vergüenza. Cuando los adversarios del pragmatismo dicen que el pragmatismo no cree en la verdad, lo que quieren decir es que no llega a darse cuenta de la necesidad de tal acercamiento y que, por consiguiente, no es consciente de la necesidad de purificación. purificación. Los pragmatistas, pragm atistas, sugiere esta gente inclinada a la metafísica, son unos desvergonzados desvergonzados que sólo se deleitan en lo mutable y no
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pe p e r m a n e n te. te . S o n c o m o las la s m u jere je ress y los n iños iñ os:: n o p a r e ce que tengan superego, ni conciencia, ni espíritu alguno de seriedad. Según Blumenberg, con el tiempo, la repersonalización de Dios que tuvo lugar con el cristianismo terminó po p o r volverse volvers e c o n tra tr a sí m ism is m a. O cu curri rrióó cu cuan andd o O ck ckha ham m dedujo las consecuencias consecu encias voluntaristas volu ntaristas de la Alteri Alteridad dad Divi Divi-na y así, si no redujo el monoteísmo a un absurdo, sí que al menos lo hizo inútil para los intelectuales. El ockhamis mo hizo de la voluntad del Padre del Cielo algo tan inescrutable que provocó la ruptura de la relación entre su voluntad y nuestros deseos, entre nosotros y Él. Más que en alguien a quien poder acercarse, Dios terminó convirtiéndose en alguien que no admite ninguna otra relación que no sea la pura obediencia. Dejó de ser un posible objeto de contemplación y relación. Así pues, el redescu br b r im ien ie n to de P lató la tónn p o r p a r te de los h u m a n ista is tass del Renacimiento reprodujo el mismo movimiento de despersonalización y el mismo giro de la teología a la metafísica que Platón ya había realizado al ofrecer a los intelectuales paganos la Idea del Bien como una forma purificada de adoración. Dewey no leyó nunca Freud. De haberlo hecho, creo que habría aceptado la explicación que éste ofrece del pro p rocc e s o de m a d u rac ra c ión ió n de la h u m a n i d a d y q u e la h a b r í a utilizado para reforzar y complementar su propia historia sobre cómo llegó Occidente a superar los dualismos griegos en el transcurso de la invención de la tecnología y de las sociedades liberales modernas, dos invenciones que Dewey veía como formando parte del mismo movimiento antiautoritario. Habría considerado que las sucesivas descentralizaciones realizadas por Copémico, Darwin y el propio Freud fueron modos útiles de forzamos a abandonar la búsqueda de la salvación fuera de la comunidad y de obligamos, en cambio, a explorar las po p o s ibil ib ilid idaa d e s q ue n o s b r i n d a la co cooo p e rac ra c ión ió n soci so cial al.. E n pa p a rtic rt icuu lar, la r, cre cr e o q u e h u b i e r a p o d ido id o c o n c e b ir q u e las la s sociedades democráticas modernas se fundan sólo en la fraternidad; es decir, la fraternidad liberada del recuerdo
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de la autoridad paternal. Solamente el pragmatismo, hubiera podido decir Dewey, saca todo el provecho del pa p a rri rr i c i d io. io . Únicamente en un a sociedad democrática dem ocrática —podemos podemo s imaginar a Dewey diciendo— que se describa a sí misma en términos pragmatistas es total la negativa de aceptar cualquier autoridad que no sea la del consenso logrado po p o r m ed edio io d e u n a ind in d a g a c ión ió n libr li bre. e. Tan sólo só lo e n ton to n c e s es po p o s ible ib le r e a liz li z a r la f r a ter te r n i d a d q u e se e ntre nt revv io p o r p r im e ra vez cuando los hermanos mataron al primer padre. Las numerosas tentativas —acaecidas a lo largo de milenios, y que conforman la historia del monoteísmo y la metafísica— de hacer las paces con el espectro del padre asesinado, han retardado el momento de la consecución de esta fraternidad. Dewey pensaba que no se va a retardar más una vez consideremos que la autoridad de nuestro superego colectivo y de nuestro sentido colectivo de qué cuenta como abominación moral no es otra que la que proviene de la tradición, y una vez veamos que una tradición es algo que puede ser moldeado y revisado sin fin por sus seguidores. Espero que ahora se vea por qué esta serie de lecciones lleva por subtítulo «antiautoritarismo en epistemología y ética». Con «antiautoritarismo en ética» me refiero al desarrollo que acabo de describir: la actitud que entiende lo que calificamos de «abominación moral», no como una intuición intuición producida por po r una parte pa rte de nosotros nosotros que está en conexión con algo no humano y bueno, sino simplemente como un legado cultural revisable. Con «antiautoritarismo en epistemología» me refiero a la sustitución de la objetividad (donde, por objetividad se entiende un a relación relación privil privilegi egiada ada con un ser no hum hu m ano como Dios, la Realidad o la Verdad) por la idea de inter subjetividad en forma de consenso libre entre aquellos miembros miem bros lo suficie suficientemente ntemente curiosos como pa ra hacerse pre p regg u n tas ta s .
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La solución de James para reconciliar ciencia y religión
En esta última sección de la lección me propongo tratar una de las partes más criticadas de la obra de William James: su ensayo «The Will to Believe». En este ensayo, James sostiene que no es necesario reconciliar ciencia y religión, ya que, por decirlo así, es posible mantenerlas en compartimentos separados viéndolas como dos herramientas que satisfacen necesidades que no están en conflicto. Voy a intentar situar este argumento en el contexto del antirre presentacionalismo general de James. A la hora de entender a James es de gran ayuda recordar que no sólo dedicó el libro Pragmatismo a John Stuart Mili, sino que también repitió alguna de sus tesis más controvertidas. En «The Moral Philosopher and the Moral Life», James dice que «la única razón que puede haber para que un fenómeno deba existir es que tal fenómeno sea efectivamente deseado.»5 Sospecho que el eco de la frase más ridiculizada de el Utilitarismo de Mili es deliberado. Una de las convicciones más profundas de James era que para saber si es necesario estar de acuerdo o no con una afirmación solamente debemos preguntarnos a qué otras afirmaciones —«afirmaciones hechas realmente por alguna persona concreta»— afecta. No es necesario que preguntemos si es una afirmación «válida» o no. James deploraba el hecho que los filósofos hiciesen más caso a Kant que a Mili, y que aún pensasen que la validez de una afirmación cae como «de una dimensión sublime del ser que la ley moral habita, del mismo modo que de lo alto de los cielos estrellados cae sobre el acero de la aguja de la brújula la influencia del Polo.»6 La opinión de que no existe ninguna otra fuente de obligación aparte de las pretensiones de seres individuales sensibles conlleva la idea de que sólo tenemos responsabilidad hacia estos seres. La mayor parte de estos seres 5. James, W. (1979): The Will to Believe and other essays in popular philosophy, Cambridge, Mass., Harvard University Press, p. 149. 6. Ibíd., p. 148.
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individuales sensibles relevantes está compuesta por nuestros congéneres. Así pues, tenemos que dejar de hablar de responsabilidad hacia la Verdad o la Razón y pasar a hablar de responsabilidad hacia nuestros congéneres. La explicación de James de la verdad y el conocimiento consiste en una ética utilitarista de la creencia destinada a facilitar tal sustitución. Su punto de partida es, una vez más, la consideración de Peirce de la creencia como hábito de acción en vez de como representación. Una filosofía utilitarista de la religión no necesita preguntar si la creencia religiosa recoge algo verdadero. Le basta preguntar por el modo cómo las acciones de los creyentes religiosos hacen difícil la vida de otros seres humanos, y por la manera cómo podríamos satisfacer las necesidades que estas creencias satisfacen sin crear las mismas dificultades. La responsabilidad hacia la Verdad no es, para James, la responsabilidad de entender las cosas correctamente. Nuestra obligación de ser racionales se agota, más bien, con la obligación de tener en cuenta las dudas y objeciones de la otra gente con respecto a nuestras creencias. Esta visión de la racionalidad hace que sea natural decir, con James, que la verdad es «lo que nos vendría mejor de creer».7 Pero, claro, lo que es bueno de creer para una persona o grupo no será bueno para otra persona o grupo distinto. James nunca estuvo seguro de cómo evitar esta consecuencia contraintuitiva según la cual lo que es verdad para un a persona puede que no sea verdad para otra. Oscilaba entre la identificación que hace Peirce de la verdad como lo que se creería en condiciones ideales y la estrategia que sigue Dewey al soslayar el tema de la verdad y hablar en su lugar de justificación. Para el presente propósito, sin embargo— evaluar la concepción de la creencia religiosa que James ofreció en su ensayo «The Will to Believe»—, no es necesario que decida entre estas 7. James, W. (1979): Pragmatism, Cambridge, Mass., Harvard University Press, p. 42. {Pragmatismo: un nuevo nombre para algunos antiguos modos de pensar, Barcelona, Orbis, 1985.)
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dos estrategias. Pospongo para ulteriores lecciones lo que un pragmatista debería decir acerca de la verdad. Ahora tan sólo quiero considerar la cuestión de si el creyente religioso tiene ningún derecho en relación a su fe, de si tal fe entra o no en conflicto con sus responsabilidades intelectuales. Una consecuencia de la concepción utilitarista de James sobre la naturaleza de la obligación es que la obli gación de justificar las propias creencias sólo surge en el momento en que los hábitos de acción que uno tiene entran en conflicto con la satisfacción de las necesidades de los otros. En cuanto uno se ocupa de un proyecto privado esta obligación desaparece. La estrategia de fondo de la filosofía de la religión utilitarista/pragmatista de James es privatizar la religión. Esta privatización le permite inter pretar la supuesta tensión entre ciencia y religión como una ilusoria oposición entre esfuerzos cooperativos y proyectos privados. De acuerdo con la explicación pragmatista, el mejor modo de entender la investigación científica es considerarla como el intento de hallar una descripción única, unificada y coherente del mundo, la descripción que hace que sea más fácil predecir las consecuencias de los acontecimientos y de las acciones y que, por eso, representa el modo más sencillo de satisfacer determinados deseos humanos. Lo que el pragmatista quiere decir cuando sostiene que la «ciencia creacionista»8 es mala ciencia es que subordina estos deseos a otros deseos menos extendidos. Pero como los objetivos de la religión no son redugibles a la satisfacción de nuestra necesidad de predecir y controlar, no está nada claro que sea más necesaria una discusión entre la religión y la ciencia ortodoxa —de átomos y vacío— que una discusión entre ésta última y la literatura. Además, si a una relación personal con Dios no la acompañase la pretensión de cono8. La llamada «ciencia creacionista» es la supuesta «ciencia» que predi can los fundamentalistas protestantes en sustitución de la teoría de la evolución de Darwin. Su dogma básico consiste en afirmar que se puede demostrar cientí ficamente que la explicación que el Génesis ofrece de la Creación es verdadera.
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cimiento de la Voluntad Divina, entonces podría ser que no hubiera ningún conflicto entre la religión y la ética utilitarista. Una forma convenientemente privatizada de creencia religiosa no podría obligamos a defender unas determinadas creencias científicas y no otras, ni tampoco podría imponer a nadie de tener unas preferencias morales diferentes de las propias. Esta forma de creencia podría satisfacer la necesidad de uno sin amenazar de meterse con las necesidades de los otros y, por tanto, pasaría el test utilitarista. W. K. Clifford, el oponente que James se escoge en «The Will to Believe», piensa que tenemos un deber de buscar la verdad distinto del deber de buscar la felicidad. Su modo de describir tal deber no es concibiéndolo como un deber de entender correctamente la realidad sino, más bien, como el deber de no creer sin evidencia. James lo cita cuando dice: «si una creencia es aceptada en base a una evidencia insuficiente, el placer resultante es robado... Es pecaminoso porque es robado desafiando nuestro deber hacia la humanidad... Siempre, en cualquier sitio y, para cualquiera, es incorrecto creer algo en base a una evidencia insuficiente».9 Clifford nos pide que, además de ser sensibles a las necesidades humanas, también lo seamos a la «evidencia». De esta suerte, la cuestión entre James y Clifford viene a ser la siguiente: ¿es la evidencia algo que flota independientemente de los proyectos humanos o, más bien, la exigencia de evidencia es simplemente la exigencia que nos formulan otros seres humanos para que coo peremos en tales proyectos? La concepción según la cual las relaciones evidencíales tienen una forma de existencia independiente de los proyectos humanos aparece bajo distintos aspectos, de los cuales los más destacados son el realismo y el funda cionalismo. Los filósofos realistas afirman que la única fuente verdadera de evidencia es el mundo tal como es en sí mismo. Las objeciones pragmatistas al realismo 9.
James,
op. cit., 1979, p. 18.
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parten del supuesto que «...ni el más abstracto de nuestros ejercicios teóricos puede obviar el elemento humano. Todas nuestras categorías mentales, sin excepción, se han desarrollado gracias a su fertilidad para la vida, y deben la existencia a circunstancias históricas, del mismo modo que a ellas se la deben los nombres, los ver bos y los adjetivos con que se visten nuestros lengua jes». (ECR, 552. Cf. Nietzsche, La voluntad de poderío, sec. 514.) Si los pragmatistas están en lo cierto, entonces la única disputa entre ellos y los realistas es la cuestión de si la noción de «el mundo tal como es en sí mismo» es fructífera para la vida o no. La crítica de James a las teorías de la verdad como correspondencia es reducible al argumento según el cual la pretendida «adecuación» de una creencia a la naturaleza intrínseca de la realidad no añade nada importante para la práctica al hecho de que se acepta universalmente que ésta conduce a una acción provechosa. El fundacionalismo es la concepción epistemológica que pueden adoptar aquellos que suspenden el juicio con respecto a la tesis realista según la cual la realidad tiene una naturaleza intrínseca. Un fundacionalista solamente necesita sostener que cada creencia ocupa un lugar en un orden natural de razones transhistórico y transcultural, un orden que, con el tiempo, termina por hacer que el investigador llegue hasta una u otra «fuente última de evidencia».10 Distintos fundacionalistas ofrecen distintos candidatos para tales fuentes: por ejemplo, las Escrituras, la tradición, las ideas claras y distintas, la experiencia de los sentidos, el sentido común. Los pragmatistas se oponen al fundacionalismo por las mismas razones que se oponen al realismo. Para ellos, la respuesta a la cuestión de si las investigaciones siguen un orden natural de razones, o bien simplemente responden a las exigencias de 10. Véase el libro de Michael Williams, Unnatural Doubts, Oxford, Blackwell, 1993, p. 116: «...podemos caracterizar el fundacionalismo como aquel pun to de vista según el cual nuestras creencias, simplemente en virtud de ciertos ele mentos de su contenido, mantienen relaciones epistemológicas naturales y, por lo tanto, están incluidas entre los géneros epistemológicos naturales.»
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justificación predominante en nuestra cultura —al igual que la respuesta al problema de si encontramos o bien hacemos el mundo—, no puede tener ninguna relevancia de orden práctico. Pero la exigencia de evidencia de Clifford también puede ser formulada en forma minimalista, una forma que evita tanto el realismo como el fundacionalismo y que concede a James que la responsabilidad intelectual no es nada más que la responsabilidad hacia la gente junto a la cual uno se empeña en algo. En su forma minimalista, esta exigencia tan sólo presupone que el significado de un enunciado consiste en las relaciones inferen ciales que mantiene con otros enunciados. De acuerdo con este punto de vista, utilizar el lenguaje en que se formula la oración nos compromete a creer que una afirmación S es verdadera si, y sólo si, también creemos que un determinado número de afirmaciones que permiten una inferencia a S, y aún otras afirmaciones que pueden ser inferidas de S son verdaderas. El error de creer sin evidencia consiste, pues, en el error de pretender participar en un proyecto común y, al mismo tiempo, no estar de acuerdo en jugar según las reglas. Esta concepción del lenguaje quedó resumida en el eslogan positivista que dice que el significado de una afirmación es su método de verificación. Los positivistas sostenían que las oraciones utilizadas para expresar creencias religiosas no están conectadas con el resto del lenguaje según el procedimiento inferencial correcto, y de ahí que tan sólo puedan expresar pseudocreencias. Los positivistas, siendo fundacionalistas empiristas, equipararon «procedimiento inferencial correcto» a «apelación definitiva a la experiencia sensorial». Con todo, un neo positivista no fundacionalista podría todavía sugerir el siguiente dilema: si hay conexiones inferenciales, entonces tenemos el deber de argumentar; si no hay, entonces no estamos tratando con una creencia en absoluto. Así pues, incluso si desechamos la noción fundacionalista de «evidencia», la idea de Clifford puede aún ser reformulada en términos de la responsabilidad de argu
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mentar. Podemos resumir un a concepción minimalista de aspecto parecido a la de Clifford con la afirmación siguiente: tus emociones quizá sean cosa tuya, pero tus creencias son asunto de todos. No existe ningún procedimiento por medio del cual una persona religiosa pueda reclamar el derecho de creer como parte de un derecho general a la intimidad, porque la actividad de creer es inherente a un proyecto público; es decir, todos nosotros, en tanto que usuarios de un lenguaje, estamos en él con juntamente. Todos tenemos la responsabilidad m utua de evitar creer algo que no pueda ser justificado ante el resto de nosotros. Ser racional es someter las creencias de uno —todas las creencias— al juicio de sus semejantes. James se opone a esta concepción. En «The Will to Believe» arguye que existen opciones forzosas, vivas e importantes que no pueden ser tomadas por evidencia, opciones que, como dijo James, no pueden ser «tomadas en base a razones intelectuales». Por contra, la réplica característica de los que apoyan a Clifford consiste en afirmar que allá donde la evidencia y el argumento se presentan como inasequibles la responsabilidad intelectual exige que las opciones dejen de ser o vivas o forzosas. El investigador responsable, dicen, no se deja ver enfrentado a opciones del tipo que describe James. Cuando la evidencia y el argumento son inasequibles también lo es, piensan, la creencia o, al menos, la creencia responsable. Se pueden tener deseos, esperanzas y otros estados cognitivos de forma legítima sin evidencia —pueden convertirse en lo que James llamaba «nuestra naturaleza pasional»—; pero no creencias. En el reino de la creencia, qué opciones son vivas y forzosas no es un asunto privado. Nos enfrentamos a las mismas opciones; a cada uno se nos proponen los mismos candidatos a la verdad. Tan intelectualmente irresponsa ble es ignorar tales opciones, como resolver la situación entre estos candidatos a la verdad sin recorrer al argumento basado en el tipo de evidencia que los significados mismos de las palabras nos señalan como necesario para su apoyo.
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Es justamente esta sutil y clara distinción entre lo cognitivo y lo no cognitivo, entre la creencia y el deseo, el tipo de dualismo que, sin embargo, James necesita desdi bujar. De acuerdo con la explicación tradicional, el deseo no debería jugar ningún papel en la fijación de las creencias. Según la explicación pragmatista, en cambio, el único sentido de tener creencias es satisfacer los deseos. La tesis de que el pensar «tan sólo está ahí en interés de la conducta»11 es la versión que ofrece James de la tesis de Hume según la cual «la razón es, y tiene que ser, la esclava de las pasiones». La aceptación de cualquiera de estas tesis, hará que uno tenga los mismos motivos que James para dudar del antagonismo supuestamente necesario entre la ciencia y la religión. Porque, como dije anteriormente, estas dos áreas de la cultura parecen satisfacer dos clases distintas de deseos. La ciencia nos permite predecir y controlar, mientras que la religión nos ofrece una mayor esperanza y, de este modo, algo por lo que vivir. La pregunta «¿cuál de las dos descripciones del universo es verdad?» puede llegar a ser tan absurda como la pregunta «¿cuál es la explicación verdadera de la mesa: la del carpintero o la del físico de partículas?». Porque no hace falta contestar ninguna de estas preguntas si podemos diseñamos una estrategia que mantenga a cada una de estas explicaciones en su camino de modo que no moleste a la otra. Consideren la caracterización que hace James de la «hipótesis religiosa» como aquella que sostiene las tesis (1) «las mejores cosas son las cosas eternas...», y (2) «somos mejores si creemos [l]» .12 Por ahora, ignoraré la cuestión de si esto basta para caracterizar lo que la mayoría de gente religiosa cree. Solamente quiero subrayar que si hubieran pedido a James que especificase mejor la diferencia entre aceptar estas hipótesis (un estado «cognitivo») y confiar, simplemente, en la mayor esperanza (un estado «no cognitivo») —o que especificase la dife11. The Will to Believe, p. 92. 12. James, W., op.cit., 1979, pp. 29-30.
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rencia entre creer que las mejores cosas son las más eternas y complacerse en la idea que lo son— les habría podido responder perfectamente que tales diferencias no tienen prácticamente ninguna relevancia. ¿Qué importancia tiene —nos lo podemos imaginar preguntando— que a eso lo llames creencia, deseo o esperanza, una disposición de ánimo o un complejo de disposiciones, mientras tenga el mismo valor para dirigir la acción? Sabemos en qué consiste la fe religiosa, qué hace por la gente. La gente tiene derecho a ten er tal fe, como también tiene todo el derecho de enamorarse, de casarse precipitadamente y de seguir amando a pesar de los disgustos e inacabables decepciones. En todos estos casos, hace valer sus derechos lo que James llamaría «nuestra naturaleza pasional» y yo «nuestro derecho a la intimidad». Sugiero que reinterpretemos la distinción de James entre intelecto y pasión a fin de que coincida con la distinción entre lo público y lo privado, entre lo que precisa ser justificado ante los otros seres humanos y lo que no lo necesita. Una propuesta de negocios, por ejemplo, precisa de una justificación de este tipo, pero no así una propuesta de matrimonio, al menos en nuestra cultura democrática y romántica. Una ética como ésta defenderá la creencia religiosa diciendo, con Mili, que la única cosa que restringe nuestro derecho a la felicidad es el derecho de otros a poder buscar sin intromisiones su propia felicidad. Tal derecho a la felicidad incluye los derechos a la fe, a la esperanza y al amor, típicos estados intencionales que no precisan de justificación ante nuestros semejantes. Nuestras responsabilidades intelectuales se refieren a las res ponsabilidades de cooperar en proyectos comunes ideados para promover el bienestar general (proyectos como, por ejemplo, construir una ciencia unificada o un código mercantil uniforme) y no entrometerse en los proyectos privados de otros. En relación a estos últimos —proyectos tales como casarse o practicar una religión— no se plantea el problema de la responsabilidad intelectual. Los críticos de James interpretarán esta respuesta como el reconocimiento de que la religión no es una
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cuestión cognitiva y que su «derecho de creer» es un nombre impropio para «el derecho de anhelar», «el derecho de esperar» o «el derecho de confortarse en el pensamiento de que...», etc. Pero James no hace, ni tampoco debería hacer esta distinción. En vez de ello subraya que el impulso de trazar una línea bien clara entre lo cognitivo y lo no cognitivo, y entre las creencias y los deseos —incluso cuando esta explicación no es relevante para la explicación ni para la justificación de la conducta— es un residuo de la falsa creencia (por ser inútil) de que deberíamos embarcamos en dos tipos de búsqueda diferentes: por un lado, la búsqueda de la verdad y, por otro, la búsqueda de la felicidad. Solamente una creencia como ésta podría persuadim os de decir que amici socii, sed magis amica ventas (nuestros colegas son amigos nuestros, pero más amiga nuestra es la verdad). Ser profundamente antiautoritarista en la propia visión del conocimiento y la indagación significa no verse nunca tentado de decir algo así. Lo máximo que podemos decir es algo como amici socii, sed forse magis amici socii futuri (nuestros actuales colegas son amigos nuestros, pero quizá nuestros mejores amigos sean nuestros colegas del futuro).
S e g u n d a l e c c ió n
EL PRAGMATISMO COMO UN POLITEÍSMO ROMÁNTICO En 1911 apareció en París un libro titulado Un Romantisme Utilitaire: Étude sur le Mouvement Pragmatiste. Este era el primero de tres volúmenes que René Berthelot —un filósofo sorprendido por las semejanzas entre las concepciones de James, Nietzsche, Bergson, Poincaré y algunos modernistas católicos— escribía sobre el tema. Aunque a Berthelot le disgustaban y desconfiaba de estos pensadores, escribió sobre ellos con agudeza, energía y perspicacia. Remontó las raíces románticas del pragmatismo más allá de Emerson hasta Schelling y Hólderlin,1 y las raíces utilitaristas h asta el influjo de Darwin y Spencer.2 «En todas sus diversas formas», dijo Berthelot, «el pragmatismo se revela como un utilitarismo romántico: es ésta claramente su característica más original y también su vicio más íntimo y su más oculta debilidad».3 Probablemente Berthelot fuese el primero en utilizar la expresión «un pragmatista germánico» para referirse a 1. Berthelot, R., Un Romantisme Utilitaire: Étude sur le Mouvement Pragmatiste, volumen 1: Lepragmatisme chez Nietzsche et chez Poincaré, París, Alean, 1911, pp. 62-3. 2. Berthelot todavía llegó más allá de Darwin y Spencer, hasta Hume, a quien veía como «la transición entre la psicología utilitaria e intelectualista de Helvetius y la psicología vitalista del instinto que reencontramos en los escoce ses», e incluso hasta Lamarck, que era «la transición entre esta concepción vitalista de la biología y lo que podemos llamar el utilitarismo mecánico de Dar win». (Ibíd., p. 85.) 3. BertTielot, ibíd., p. 128.
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Nietzsche, y también fuese el primero en dar importancia al parecido entre la concepción de la verdad de Nietzsche y la de los pragmatistas americanos. El lugar donde este parecido —frecuentemente señalado desde entonces y de forma notable en un capítulo seminal del libro de Arthur Danto sobre Nietzsche— se manifiesta con mayor claridad es en La Gaya Ciencia. Allí Nietzsche afirma: «es que ni tan sólo tenemos un órgano para el conocimiento, para la “verdad”; “conocemos”... solamente en la medida en que este conocimiento puede ser útil para los intereses del rebaño humano».4 Encontramos esta misma concepción darwiniana detrás de la tesis de James según la cual «se piensa en interés de la conducta» y también detrás de su definición de verdad como «lo bueno con respecto al proceso de creer». Esta definición equivale a aceptar la tesis de Nietzsche según la cual, epistemológicamente, los seres humanos deberían ser concebidos como «animales listos». Las creencias deben ser juzgadas solamente por el criterio de si hacen que quien crea consiga o no lo que desea. James y Nietzsche hicieron por la palabra «verdadero» lo que John Stuart Mili había hecho por la palabra «correcto». Así como Mili sostuvo que no existía ningún motivo ético aparte del deseo de felicidad de los seres humanos, James y Nietzsche sostuvieron que no existe ninguna voluntad de verdad distinta de la voluntad de felicidad. Los tres filósofos piensan que térm inos trascendentales tales como «verdadero» y «correcto» adquieren su significado a través del uso, y que su único uso es la evaluación de los métodos que los humanos utilizan para lograr la felicidad. Nietzsche, por culpa de su habitual y arrogante ignorancia, no supo sacar provecho de Mili, no supo comprender la diferencia entre Mili y Bentham. James, que dedicó su primer tratado filosófico a la memoria de Mili, no sólo deseaba desenmascarar el pensamiento de éste de su acento benthaminiano, sino que también quería quitarle el acento coleridgeano. Tal acento explica por qué Mili escogió un epígrafe de Wilhelm 4.
La Gaya Ciencia, sección 354.
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von Humboldt para su libro Sobre la libertad : «El princi pio rector hacia el cual convergen todos los argumentos expuestos en estas páginas es la absoluta y esencial importancia del desarrollo humano en su más rica diversidad». Como utilitarista romántico que era, Mili deseaba evitar ser el reduccionista que aparentemente había sido Bentham, y quería defender la cultura secular contra la acusación habitual de ceguera hacia las cosas más elevadas. Esto le llevó, tal como ha señalado M. H. Abrams, a compartir la concepción de Amold según la cual la literatura podría ocupar el lugar del dogma. Abrams cita a Ale xander Baier cuando éste dice de Mili que «parecía entender la Poesía como una religión o, más bien, como la Religión y la Filosofía en Uno».5 Abrams cita una carta de Mili en la que éste afirma que «el nuevo utilitarismo» —el suyo en tanto que opuesto al de Bentham— concibe «la Poesía no solamente en paridad con, sino como condición necesaria para cualquier filosofía comprehensiva y verdadera».6 Abrams sostiene que tanto Mili como Amold, a pesar de sus diferencias, sacaron la misma lección de los románticos ingleses: que la poesía podría y debería cargar con «la inmensa responsabilidad de las funciones que un día realizaron los dogmas ya desacreditados de la religión y la filosofía religiosa».7 Entre estos dogmas ya desacreditados, Abrams incluye la tesis de que mientras que pueden haber muchos grandes poemas, sólo puede haber una religión verdadera, porque solamente existe un Dios verdadero. La Poesía no puede ocupar el lugar de una religión monoteísta, pero puede ser útil a los propósitos de una versión secularizada de politeísmo. Hacia al final de Las variedades de la experiencia religio sa, en un famoso pasaje, James recomienda una especie de politeísmo: 5. M. H. Abrams, The Mirror and the Lamp, London: Oxford University Press, 1971, pp. 334-335 (El espejo y la lámpara, Barcelona: Barral, 1975). 6. Abrams, citando una carta a Bulwer-Lytton, p. 333. 7. Ibíd., p. 335.
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Si a un Emerson se le obligase a ser un Wesley, o a un Moody a ser un Whitman, el total de la conciencia humana de lo divino se resentiría. Lo divino no puede designar ninguna cualidad singular; tiene que designar un grupo de cualidades; cualidades que hacen que los diferentes hombres que se convierten alternativamente en sus paladines puedan hallar misiones valiosas. Como cada actitud viene a ser una sílaba del mensaje total de la naturaleza humana, se requiere de cada uno de nosotros para letrear completamente el significado .8
El uso impreciso que hace aquí James de «lo divino» tiene como consecuencia que el término sea prácticamente equivalente a «lo ideal». En este pasaje James realiza para la teología lo que Mili hizo por la política cuando dijo que el objetivo de las instituciones sociales es «el desarrollo humano en su más rica diversidad». Existe un pasaje en Nietzsche de elogio del politeísmo que complementa lo que acabo de citar de James. En la sección 143 de La Gaya Ciencia, Nietzsche afirma que la moralidad —en el sentido amplio de la necesidad de aceptar leyes y costumbres obligatorias— implica «hostilidad contra el impulso de tener un ideal propio». Sin embargo, los presocráticos, dice, proporcionaron una salida a la individualidad permitiendo a los seres humanos «contem plar, en un mundo superior y distante, una pluralidad de normas: un dios no era concebido como la negación de otro dios, ni tampoco como una blasfemia contra él». De este modo, señala Nietzsche, «se permitió por prim era vez el lujo de los individuos; fue entonces cuando se honraron por primera vez los derechos de los individuos»; porque en el período del politeísmo presocrático «la libertad de espíritu y la multiplicidad del espíritu hum ano alcanzaron su primera forma preliminar: el poder de crear para nosotros mismos unos ojos propios y nuevos». Puedo resumir lo que he venido diciendo con una definición de «politeísmo» que abarca tanto a Nietzsche 8. James, W., The Varieties of Religious Experience, Cambridge Mass.: Har vard University Press, 1985, p. 384 Las ( variedades de laexperiencia religiosa, Bar celona: Península, 1994).
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como a James: alguien es politeísta si no cree que haya ningún objeto de conocimiento real o posible que permita conm ensurar y clasificar por orden todas las necesidades humanas. Así pues, de acuerdo con mi definición, la doctrina de Isaiah Berlín sobre los valores humanos incommensurables es un manifiesto politeísta. Para ser politeísta en este sentido no es necesario que haya personas no humanas con poder para intervenir en los asuntos humanos. Tan sólo es preciso desechar lo que Heidegger llamaba «la tradición ontoteológica». Esto es, la tradición según la cual deberíamos intentar hallar el sistema que lo conecta todo entre sí y que indicará a todos los seres humanos lo que tienen que hacer con sus vidas, siendo esto lo mismo p ara todos. El politeísmo, en el sentido en que lo he definido, es prácticamente coextensivo con el utilitarismo romántico. Porque cuando no queda ningún otro modo de ordenar las necesidades humanas que el de contraponer unas con otras, entonces lo único que cuenta es la felicidad humana y Sobre la libertad de Mili basta para proporcionamos todas las instrucciones éticas que precisamos. Los politeístas están de acuerdo con Mili y Amold en afirmar que, efectivamente, la poesía debería asumir el papel que la religión ha llevado a cabo hasta ahora en la formación de la vida de los individuos y que nada debería suplir la función de las iglesias. Los poetas son al politeísmo lo que los sacerdotes de una iglesia universal son al monoteísmo. De tal forma que es probable que una vez seamos politeístas no tan sólo nos apartemos de los sacerdotes, sino también de esos sustitutos de sacerdotes que son los metafisicos y los físicos. Un giro semejante, sin embargo, es compatible con dos clases de actitudes distintas hacia aquellos que todavía mantienen una fe monoteísta. Los podemos ver como los vio Nietzsche, o sea, ciegos, débiles, imbéciles. O bien podemos hacer como James y Dewey y considerar que esa gente está tan fascinada por el trabajo de un poeta en particular que no puede apreciar el trabajo de otros poetas. Podemos, como Nietzsche, ser agresivamente ateos, o bien podemos, como Dewey,
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concebir este ateísmo agresivo como una versión misma de monoteísmo, como teniendo «alguna cosa en común con el supematuralismo tradicional».9 •k ie ie
El contraste entre estas distintas actitudes con res pecto a la creencia religiosa va a ser el tema principal de lo que sigue a continuación. Pero antes quisiera tratar de resolver una dificultad que cualquier intento de meter a Nietzsche y a los pragmatistas americanos en un mismo saco debe afrontar, a saber, sus actitudes, dramáticamente opuestas, hacia la democracia. Nietzsche es utilitarista sólo en la medida en que considera que el hombre no persigue ningún otro objetivo que no sea el de la felicidad. No se interesa para nada por la mayor felicidad del mayor número; únicamente se interesa por la felicidad de algunos seres humanos excepcionales determinados —aquellos con la capacidad de ser sumamente felices—. A Nietzsche le parecía que la democracia —que él llamaba «cristianismo para el pueblo»— es una forma de trivializar la existencia humana. En contraste con esta opinión. James y Dewey dieron por sentada, como también había hecho Mili, la validez del ideal cristiano de fraternidad humana universal. Haciéndose eco de Mili, James escribió: «Considera cualquier demanda, por muy insignificante que sea, que cualquier criatura, por muy débil que sea, podría hacerte. ¿No tendría que ser deseada en virtud de ella mism a?»10 El utilitarismo romántico, el pragmatismo y el politeísmo son tan compatibles con el entusiasmo por la democracia como con el menosprecio por la democracia. El reproche que se le puede hacer a un filósofo que suscri be una teoría de la verdad pragmatista de no proporcionar ninguna razón para no ser un fascista está perfectamente 9. Dewey, John, A Common Faith, en The Later Works, vol. 9, Carbondale: Souther Illinois University Press, 1986, p. 36. 10. James, W., The Will to Believe and other essays in popular philosophy, Cambridge, Ma.: Harvard University Press, 1979, p. 149.
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justificado. Aunque tampoco puede ofrecer ninguna para serlo. En cuanto uno se convierte en politeísta, en el sentido que acabo de señalar, tiene que abandonar la idea de que la filosofía puede ayudamos a escoger entre la variedad de distintas deidades y formas de vida que se ofrecen. La elección entre entusiasmo y menosprecio por la democracia se convierte más en una elección entre, por ejemplo, Walt Whitman y Robinson Jeffers, que entre dos conjuntos rivales de argumentos filosóficos. Aquellos que encuentran moralmente ofensiva la identificación pragmatista de la verdad con lo que es bueno de creer acostumbran a decir que fue sobre todo Nietzsche, más que James o Dewey, quien sacó la inferencia correcta del abandono de la idea de un objeto de conocimiento que nos indica cómo ordenar las necesidades humanas. Los que conciben el pragmatismo como una especie de irracionalismo, y el iiracionalismo como un abrir las puertas al fascismo, aseguran que James y Dewey fueron unos ciegos al no ver las consecuencias antidem ocráticas de sus propias ideas y que, además, fueron unos ingenuos al creer posible ser un buen pragmatista y un buen demócrata al mismo tiempo. Tales críticos incurren en el mismo error que cometió Nietzsche. Creen que la idea cristiana de fraternidad es inseparable del platonismo. El platonismo, en este sentido, consiste en la idea de que la voluntad de verdad es distinta de la voluntad de felicidad; o, precisando un poco más, es la tesis de que los seres humanos se encuentran escindidos entre la búsqueda de una felicidad animal inferior y la búsqueda de una forma de felicidad más elevada y divina. Nietzsche creyó, erróneamente, que una vez desecháramos, con ayuda de Darwin, esta idea y nos acostumbrásemos a la idea de que simplemente somos unos animales listos, no tendríamos ningún motivo para desear la felicidad de todos los seres humanos. Quedó tan impresionado por el hecho de que los héroes homéricos hubieran visto el cristianismo como un absurdo que, a excepción de unos breves instantes, fue incapaz de concebir el cristianismo como la obra de unos poderosos
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poetas. Supuso que en cuanto la poesía desbancase a la religión como fuente de ideales, no habría ya lugar ni para el cristianismo ni para la democracia. Nietzsche hubiera hecho mejor preguntándose si es posible que la asociación del ideal cristiano de fraternidad humana —la idea de que para los cristianos no hay ni judíos ni griegos, y la noción relacionada con ésta de que la única ley es el amor— con el platonismo responda sólo a una asociación accidental. En realidad, este ideal hubiera podido salir adelante perfectamente sin el logo centrismo del Evangelio de San Juan y sin la desafortunada resolución de San Agustín según la cual Platón representa una prefiguración de la verdad cristiana. En otro mundo posible, algunos de los primeros cristianos hubieran podido anticipar la observación de James sobre Emerson y Wesley escribiendo «si el César fuera obligado a ser Cristo, el conjunto total de la conciencia hum ana de lo divino se resentiría». Un cristianismo meramente ético —el tipo de cristianismo que Jefferson y otros pensadores de la Ilustración elogiaban y que posteriormente propondrían los teólogos del evangelio social— quizá hubiera podido quitarse de encima el exclusivismo que caracterizó el judaismo y considerar a Jesús como una encamación entre otras de lo divino. De ser así, una vez separado el ideal de fraternidad humana de la pretensión de representar la voluntad de un Padre Celestial monopolista y omnipotente, la celebración de una ética del amor hubiese encontrado su lugar en el politeísmo tolerante del Imperio Romano. Si los cristianos simplemente hubieran predicado una moral y un evangelio social de este tipo, nunca se habrían molestado en elaborar una teología natural. Los cristianos del siglo trece no se habrían preocupado nunca por reconciliar las Escrituras con Aristóteles; los del siglo diecisiete no se habrían preocupado por si aquéllas podían ser puestas de acuerdo con Newton ni los del diecinueve por si podían ser reconciliadas con Darwin. Estos hipotéticos cristianos habrían tratado las Escrituras no
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como algo «no cognitivo», sino como algo útil para unos propósitos con respecto a los cuales ni Aristóteles, ni Newton, ni Darwin lo son. Pero las cosas fueron de otro modo y los cristianos continuaron obsesionados por la idea platónica de que la Verdad y el Bien son una y la misma cosa. Fue natural, por tanto, que al realizar la ciencia física algunos progresos, sus practicantes tuvieran que adoptar dicha retórica y que de este modo se desencadenase una guerra entre la ciencia y la teología, entre la Verdad Científica y la Fe Religiosa. El cristianismo no platónico y no exclusivista que acabo de esbozar tenía por objeto mostrar que no existe ninguna cadena de inferencias que vincule el ideal de fraternidad humana con el ideal de burlar un mundo de apariencias habitado por animales y pasar luego a un mundo real en el que seríamos como dioses. Platón indu jo mañosamente a Nietzsche y a los críticos contemporáneos de lo que se denomina «irracionalismo» a creer que a menos que exista un mundo real de este tipo no sabremos qué responder a Trasímaco y Calicles. Pero que no podamos responder sus cuestiones sólo significa que no existe ninguna premisa a la cual tengan que asentir por el mero hecho de ser seres racionales, usuarios de un lenguaje, y, a fortiori, no existe ninguna premisa que les pueda convencer de que deberían tratar a todos los demás seres humanos como a hermanos y hermanas. Un cristianismo concebido como un poema lleno de posibilidades, un poema entre muchos otros, puede ser socialmente tan útil como un cristianismo basado en la afirmación platónica de que Dios y la Verdad son términos intercambiables. "k
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Hasta aquí he estado tratando de hacer un poco más plausible la idea de Berthelot según la cual Nietzsche y los pragmatistas americanos forman parte de un mismo movimiento aduciendo que ninguno de estos últimos
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necesita inferir su devoción por la democracia de su pragmatismo. En otro lugar he defendido lo contrario a tal afirmación: que si existe alguna conexión inferencial entre la devoción por la democracia y la concepción anti representacionalista de la verdad y del conocimiento es porque ésta se ajusta mejor a los objetivos de aquélla que no las teorías representacionalistas. Pero ahora no voy a perseguir este tema. Ahora querría retomar la segunda gran diferencia entre Nietzsche, por un lado, y James y Dewey, por el otro: para Nietzsche, la creencia religiosa es moralmente vergonzosa; para James y Dewey, en cambio, no lo es. Primero voy a proponer seis tesis con la intención de esbozar una filosofía de la religión pragmatista. A continuación voy a tratar de relacionar estas tesis con lo que James y Dewey dijeron realmente acerca de la creencia en Dios. Y finalmente, defenderé mi propia versión del teísmo de Dewey contra algunas objeciones. 1) Una de las ventajas de la concepción antirepre sentacionalista de la creencia que James tomó de Bain y Peirce —la concepción según la cual las creencias son hábitos de acción— es que nos libera de la responsabilidad de au na r todas nuestras creencias en una sola visión del mundo. Si todas nuestras creencias forman parte de un único intento de representar un solo mundo, entonces todas ellas deben estar muy bien conectadas entre sí. Pero si son hábitos de acción, entonces, dado que los propósitos para los cuales la acción es útil pueden variar irreprochablemente, también pueden hacerlo los hábitos que desarrollamos para satisfacer tales propósitos. 2) El intento de Nietzsche de «ver la ciencia a través de la óptica del arte, y el arte a través de la vida» forma parte del mismo movimiento de pensamiento al que pertenece la sustitución de Amold y Mili de la religión por la poesía concebida como el complemento necesario de la ciencia. Los dos son intentos de ab rir más espacio al individuo, un espacio que no pueden proporcionar ni el
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monoteísmo ortodoxo ni el intento de la Ilustración de colocar la ciencia en el lugar de la religión como fuente de Verdad. Así pues, el intento de Tillich y otros de tratar la religión como si fuese poética y la poesía como si fuese religiosa y a ninguna de ellas como compitiendo con la ciencia va por buen camino. Ahora bien, para que sea convincente es preciso que desechemos la idea de que algunas partes de la cultura satisfacen más que otras nuestra necesidad de conocer la verdad. El utilitarismo romántico de los pragmatistas renuncia con firmeza a tal idea: si no hay otra voluntad de verdad aparte de la voluntad de felicidad, entonces no existe ningún modo de oponer lo cognitivo a lo no cognitivo, lo que es serio a lo que no lo es. 3) El pragmatismo, sin embargo, nos permite trazar otra distinción, una distinción que aprovecha parte del trabajo que previamente ha realizado la vieja distinción entre lo cognitivo y lo no cognitivo. Se trata de la nueva distinción entre proyectos de cooperación social y proyectos de autodesaiTollo individual. El primer tipo de proyecto precisa de un acuerdo intersubjetivo; el segundo no. La ciencia constituye el paradigma de proyecto de cooperación social. Es el proyecto de mejorar la situación del hombre mediante la consideración de cada observación posible y cada resultado experimental a fin de facilitar la realización de predicciones verdaderas. El arte romántico es un paradigma de proyecto de autodesarro 11o individual. La religión, si pudiera desvincularse tanto de la ciencia como de la moral —tanto del intento de predecir las consecuencias de nuestras acciones como del intento de ordenar las necesidades humanas—, podría ser vista como otro paradigma de este tipo. 4) La Idea de que deberíamos am ar la Verdad es, en gran medida, responsable de la idea según la cual la creencia religiosa es «intelectualmente irresponsable». Pero eso del amor a la Verdad no existe. Lo que suele designarse con este nombre es una mezcla del amor a
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conseguid un acuerdo intersubjectivo, el amor a dominar un intricado conjunto de datos, el amor a ganar discusiones y el amor a sintetizar pequeñas teorías en grandes teorías. El hecho de que no la apoye la evidencia no es nunca una objeción contra una creencia religiosa. La única objeción que se le puede formular es la de que se entromete en un proyecto cooperativo y social, atentando, de este modo, contra las enseñanzas de Sobre la liber tad. Tal intromisión no traiciona ningún tipo de responsabilidad hacia la Verdad o hacia la Razón, sino que traiciona la responsabilidad que uno tiene de cooperar con los demás seres humanos. 5) El intento de am ar la Verdad y concebirla como una y capaz de conmensurar y clasificar ordenadamente las necesidades humanas no es más que una versión secularizada de la esperanza religiosa tradicional de que nuestra lealtad a algo magnífico, poderoso y no humano va a persuadir a este ser poderoso para que se ponga de nuestra parte en caso de que tengamos que luchar contra otros. Nietzsche despreció semejante esperanza al inter pretar que era un signo de debilidad. Los pragmatistas que también son demócratas presentan otro tipo de objeción contra esta esperanza de lealtad al poder: la conci ben como una traición al ideal de fraternidad humana que la democracia ha heredado del cristianismo. Este ideal encuentra su expresión más clara en la doctrina, común a Mili y a James, de que se deberían satisfacer todas aquellas necesidades humanas que no causen la insatisfacción de un número excesivo de otras necesidades humanas. La objeción pragm atista a las formas trad icionales de religión no sostiene que éstas sean intelectual mente irresponsables porque ignoren los resultados de la ciencia natural. Al contrario, la objeción consiste en acusarlas de ser moralmente irresponsables, porque tratan de frustrar el proceso de alcanzar un consenso democrático respecto a cómo maximizar la felicidad.
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Paso ahora a tratar la cuestión de cómo concuerda la concepción de la creencia religiosa que acabo de exponer con las concepciones de James y Dewey. A James, me parece, no le habría gustado mucho. A Dewey, por el contrario, le hubiera podido quedar bien. Así pues, a continuación voy a defender la tesis de que A Common Faith, un libro de Dewey más bien poco ambicioso y débil, representa mejor el utilitarismo romántico, que tanto él como James aceptaron, que no la valiente y exuberante «Conclusión» que este último redactó para su libro Varie dades de la experiencia religiosa. En ese capítulo de Variedades, James afirma que «el eje en tomo al cual gira la vida religiosa... es el interés del individuo por su íntimo y privado destino personal». La ciencia, sin embargo, «al rechazar el punto de vista personal», nos ofrece una imagen de la naturaleza que «no presenta ninguna tendencia última distinguible hacia la que podamos tener simpatía». Los «movimientos de los átomos cósmicos son una especie de altemanza sin pro pósito, que se hace y se deshace, que no realiza ninguna historia propia ni deja tras de sí resultados».11 De acuerdo con la concepción que acabo de bosquejar. James tendría que haber continuado esta línea diciendo «somos libres de describir el universo de muy distintos modos. Hacerlo como movimiento continuo de átomos cósmicos es útil para el proyecto social de trabajar conjuntamente a fin de controlar nuestro entorno y mejorar así la situación del hombre. Pero esta descripción nos deja en total libertad para luego decir, por ejemplo, que los Cielos proclaman la gloria de Dios». A veces parece como si James fuera a seguir tal línea, como cuando, por ejemplo, cita con clara aprobación a Leuba, el filósofo de la religión: A Dios, ni se le conoce ni se le comprende: se le utili za: a veces como proveedor de alimento; a veces como soporte moral; a veces como amigo; a veces como objeto 11. James, W., op. cit., 1985, pp. 387-388.
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de amor. Si prueba ser útil, entonces la conciencia reli giosa ya no puede pedir más. ¿Dios existe, realmente? ¿De qué modo existe? ¿Qué es? Semejantes preguntas son irrelevantes. En último término, el fin de la religión no es Dios sino la vida, más vida, una vida más grande, más rica, más satisfactoria .12
Desafortunadamente, sin embargo, casi inmediatamente después de citar a Leuba, James dice que «el siguiente paso es ir más allá del punto de vista de la utilidad meramente subjetiva e indagar en el mismo contenido intelectual».13Y entonces añade que el material que ha recogido en Variedades proporciona evidencia empírica a favor de la hipótesis de «que la persona consciente forma un continuo con un yo más amplio a través del cual suceden experiencias redentoras». A eso lo llama «un contenido positivo de la experiencia religiosa que, a mi parecer, es literal y objetivamente verdadero en todo su alcance».14 De acuerdo con la concepción que vengo sugiriendo, sin embargo, esta pretensión de verdad literal y objetiva es superficial, superflua y no pragmática. James tendría que haberse contentado con el argumento de «The Will to Believe». Como yo lo leo, este ensayo sostiene que en nuestro tiempo libre, por decirlo de algún modo, tenemos el derecho de creer aquello que más nos plazca.15 Pero perdemos este derecho cuando, por ejemplo, nos com prometemos en un proyecto político o científico; porque en tales compromisos es necesario armonizar nuestras creencias —nuestros hábitos de acción— con las creencias de los demás. En nuestro tiempo libre, en cambio, nuestros hábitos de acción son asunto nuestro y de nadie más. Un politeísta romántico se regocija con lo que Nietzsche llamó «la libre espiritualidad y la múltiple espi12. Ibíd., p. 398. 13. Ibíd., p. 399. 14. Ibíd., p. 405. 15. Véase mi trabajo «Religious Faith, Intellectual Responsibility, and Romance», en Ruth-Anna Putnam, ed., The Cambridge Companion to William James, Cambridge: Cambridge U.P., 1996.
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ritualidad» de los individuos, y entiende que la única limitación a tal libertad y diversidad es la necesidad de no perjudicar a los demás. James vaciló en la cuestión de si lo que él llamaba «la hipótesis religiosa» era algo que debía ser adoptado en base a razones «pasionales» o en base a razones «intelectuales». Esta hipótesis sostiene que «las mejores cosas son las más eternas, las cosas que se solapan, las cosas del universo que, por así decirlo, arrojan la última piedra y dicen la últim a palabra».16En «The Will to Believe» esta hipótesis se propone como cualquier otra hipótesis que no puede ser aceptada o rechazada en base a razones intelectuales. En la «Conclusión» a Variedades, p or el contrario, James ha acumulado ya suficiente evidencia para la hipótesis de que «la existencia de Dios es la garantía de un orden ideal que se preservará perm anentem ente».17 En el mismo lugar también dice que el mínimo común denominador de las creencias religiosas es que «la solución [al problema que surge por la «sensación de que hay algo que no funciona bien en nuestro modo de ser»] es que nos salvemos de eso que no funciona bien estableciendo una relación adecuada con los poderes superiores».18Y luego vuelve a repetir que «la persona consciente forma un continuo con un yo más amplio del cual provienen experiencias redentoras».19 James no debería haber distinguido entre cuestiones que se resuelven por el intelecto y cuestiones que se resuelven por el sentimiento. Entonces no habría vacilado tanto. Lo que debería haber hecho es distinguir entre aquellos asuntos que uno tiene que resolver cooperativamente con los demás y aquellos asuntos que uno tiene todo el derecho de resolver por su cuenta; entre asuntos en los que el problema es conciliar nuestros hábitos de acción con los hábitos de acción de los demás y asuntos 16. James, W., The Will to Believe and other essays in popular philosophy, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1979, pp. 29-30. 17. James, op. cit., 1985, p. 407. 18. Ibíd., p. 400. 19. iBíd., p. 405.
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que son cosa nuestra. En este segundo caso, el problema es hacer que todos nuestros hábitos de acción formen un conjunto lo suficientemente coherente como para tener un carácter estable y coherente. Semejante carácter, sin embargo, no requiere ni el monoteísmo ni tampoco la creencia de que la Verdad es Una. Es compatible con la idea según la cual uno puede tener muchas necesidades distintas y que las creencias que nos ayudan a satisfacer un conjunto de necesidades pueden ser irrelevantes para, y no necesitan formar un conjunto coherente con, aquellas otras creencias que nos ayudan a satisfacer otro. Dewey supo evitar los errores que James había cometido en este terreno. En parte, eso se explica porque era mucho menos propenso que él a tener un sentimiento de culpa. Tras percatarse de que su madre le había hecho innecesariamente miserable haciéndole cargar con la creencia en el pecado original, consiguió dejar de pensar que, en palabras de James, «haya algo que no funciona bien en nuestro modo de ser». Dejó de creer que pudiéramos «salvamos de eso que no funciona bien estableciendo una relación adecuada con los poderes superiores». Pensó que eso que no funciona bien en nosotros hace simplemente referencia al hecho de que aún no hemos conseguido realizar el ideal cristiano de fraternidad, la sociedad no es todavía completamente democrática. Éste no es un problema que se tenga que solucionar estableciendo una relación adecuada con los poderes superiores, sino un problema de los hombres, que tiene que ser resuelto po r los hombres. El firme rechazo de Dewey a tener ningún tipo de trato con la noción de pecado original y su tendencia a sos pechar de cualquier cosa que se le pareciese están relacionados con la aversión que toda la vida sintió hacia la idea de autoridad, la idea de que cualquier cosa excepto las decisiones de una comunidad tiene autoridad sobre sus miembros. Donde quizá este espíritu antiautoritarista se muestra con más claridad es en su ensayo juvenil Christianity and Democracy sobre el cual, hace poco. Alan Ryan nos ha llamado la atención diciendo que no sola-
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mente constituye «una obra fascinante sino que además es fascinantemente valiente».20 En verdad que lo es. En 1892, las afirmaciones de que «Dios es esencialmente, y sólo es autorevelación» y de que «la revelación solamente es completa cuando los hombres la realizan», pronunciadas ante la Asociación de Estudiantes Cristianos de la Universidad de Michigan, debieron de parecer muy extrañas. El mismo Dewey aclaró qué quería decir con eso: Si Jesucristo hubiera hecho una afirmación absoluta, detallada y explícita sobre todos los hechos de la vida, tal afirmación no hubiese tenido ningún sentido —no habría sido revelación— hasta que los hombres hubieran empezado a realizar, en sus propias acciones, la verdad que proclama ba, hasta que ellos mismos la hubieran empezado a vivir.21
Esto equivale a decir que, incluso en el caso de que alguien o algo no humano te diga algo, el único modo del que dispones para averiguar si lo que te ha dicho es verdad, es comprobar si te proporciona el tipo de vida que deseas o no. El único procedimiento disponible es aplicar el test utilitarista de comprobar si la sugerencia en cuestión es «buena con respecto al proceso de creer» o no. Pero aun así, aunque se dé por sentado que lo que este ser no humano diga puede cambiarte la voluntad, el procedimiento para poner a prueba los nuevos deseos y esta supuesta verdad sigue siendo todavía el mismo: se viven, los pones a prueba en la vida cotidiana, y te fijas a ver si incrementan tu felicidad y la de los tuyos. Concretamente, lo que se ha visto que funciona es la idea cristiana de tomar la fraternidad y la igualdad como bases paira la organización social. Esta idea no solamente funciona como un mecanismo trasimaquiano para rehuir el dolor —lo que Rawls llama un mero modus vivendi — sino también como una fuente del tipo de transfiguración espiritual que el platonismo y la Iglesia cristiana nos han dicho que tendría que esperar a una futura intersección 20. Ryan, op. cit ., p. 102. 21. Dewey, John, The Early Works, vol. 3, Carbondale: Southern Illinois University Press, 1969, pp. 6-7.
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del tiempo con la eternidad. «La democracia —dice Dewey— no es ni una forma de gobierno ni una cuestión de conveniencia social, sino una metafísica de la relación del hombre y su experiencia con la naturaleza...»22 Obviamente, no se llama metafísica porque constituya una descripción precisa de la relación fundam ental de la realidad, sino porque si compartimos la opinión de Whitman acerca del modo cómo las gloriosas nuevas perspectivas de la democracia se extienden indefinidamente en el futuro, ya tenemos todo lo que los platónicos esperaban obtener de una descripción de ese tipo. Whitman ofrece lo que Tillich llamó «un símbolo de preocupación última», de algo que se puede amar con todo el corazón, mente y alma. El error de Platón, según Dewey, fue identificar el objeto fu ndamental de eros con algo único, atemporal, no humano, en vez de hacerlo con un panteón indefinidamente exten sible de logros temporales y transitorios, tanto naturales como culturales. Este error prestó ayuda y empuje al monoteísmo. Dewey comparte la opinión de Nietzsche de que «el monoteísmo, esta rígida consecuencia de la doctrina de que sólo existe una clase de persona normal —la fe en un dios normal, al lado del cual tan sólo hay pseu dodioses—, ha sido quizá el mayor peligro al que haya tenido que enfrentarse jamás la hum anidad».23 Cuando el cristianismo es desteologizado y tratado meramente como un evangelio social, adquiere entonces la ventaja que Nietzsche atribuía al politeísmo: hace que el logro humano más importante sea el de «creamos nuestros propios ojos», y que, por medio de ello, «se res peten los derechos de los individuos». Como dijo Dewey, «el gobierno, los negocios, el arte, la religión, todas las instituciones sociales tienen... el mismo propósito: liberar las capacidades de los individuos humanos... Su valor se determina por la medida en que educan a cada individuo Dewey, J., Maeterlinck’ s Philosophy of Life, en The Middle Works of John Dewey, vol. 6, Carbondale: Southern Illinois University Press, 1978. Dewey afirma que las únicas tres personas que han entendido este hecho sobre la demo cracia son Emerson, Whitman y Maeterlinck. 23. Nietzsche, E, La Gaya Ciencia, sección 143. 22.
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en su propia escala total de posibilidades».24 En una sociedad democrática, cada cual adora su propio símbolo personal de preocupación última, mientras ello no suponga entrometerse en la búsqueda de felicidad de sus conciudadanos. La única obligación que impone la ciudadanía democrática, la única excepción al compromiso democrático de respetar los derechos de los individuos es aceptar esta condición utilitarista que Mili formuló en Sobre la libertad. Eso significa que nadie está bajo la obligación de buscar la Verdad o de preocuparse más de lo que hiciera Sherlock Holmes por si la Tierra da vueltas alrededor del Sol o no. De este modo, las teorías científicas, así como las teorías teológicas y las teorías filosóficas, se convierten en herramientas opcionales destinadas a facilitar la realización de proyectos individuales o sociales. Y de esta suerte la ciencia pierde la posición que había heredado de los sacerdotes monoteístas, es decir, aquellos que rendían un tributo adecuado a la autoridad de algo «distinto de nosotros mismos». «Distinto de nosotros mismos» es una expresión que resuena como el repique de una campana a lo largo de todo el libro de Amold Literature and Dogma. Ello explicaría, en parte, que Dewey sintiera tanta aversión por Amold.25 En cuanto Dewey se hubo liberado de la influencia del calvinismo de su madre, no hubo ya nada de que desconfiase tanto como de la idea de que existe una autoridad no humana respecto a la cual los seres humanos deben su respeto. Dewey elogió la democracia porque veía en ella la única forma de «fe social y moral» que no «descansa sobre la idea de que la experiencia tiene que estar de alguna forma sujeta a algún tipo de control extemo: a alguna "autoridad” que supuestamente 24. Dewey, J., Reconstruction in Philosophy, en The Middle Works, Carbondale: Southern Illinois University Press, 1991, vol. 12, p. 186. 25. Véase A Common Faith, en The Later Works, Carbondale: Southern Illinois University Press, vol. 9, p. 36, y también el ensayo de juventud Poetry and Philosophy. En éste último, Dewey dice que «el origen de la queja que inspira las líneas de Amold es la conciencia del doble aislamiento del hombre: el aisla miento con respecto a la naturaleza y el aislamiento con respecto a sus seme jantes». ( The Éarly Works, vol. 3, p. 115.)
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existe fuera del pro ceso de exp erienc ia».26 Este pasaje, perteneciente a un ensayo de 1939, remite a otro frag mento escrito cuarenta y siete años antes. En Christianity and Democracy Dewey había dicho que «la única tesis del cristianismo es que Dios es la verdad; que, en tanto que verdad, Él es un amor que no oculta nada de sí mismo y que se revela completamente al hombre; que el hombre es uno con la verdad revelada de este modo, que más que revelársele a él, se le revela en él; él es su encarna ció n...».27 D ios, para Dewey, no es de ning un a form a Lo Absolutamente Otro de Kierkegaard. Por el contrario, es cualquier cosa que los humanos lleguen a ver a través de unos ojos que ellos mismos se han creado. Si se concibe el ateísmo como una forma de antimo noteísmo, entonces Dewey fue el ateo más agresivo que haya existido jamás. La idea de que Dios puede estar ocultando algo, de que puede haber algo distinto de n os o tros m ism os y que nuestro deber consiste en descubrir de qué se trata representaba para Dewey algo tan desagra dable como la idea de que Dios podría decirnos cuáles de nuestras necesidades tienen prioridad por encima de las demás. Dewey reservaba su temor reverencial para el uni verso como totalidad, o sea, la «comunidad de causas y consecuencias en la que, conjuntamente con los que todavía están por nacer, nos encontramos enredados». «La vida continuada de tal comunidad comprehensiva de seres —dijo— incluye todos los logros significativos del hombre en ciencia, en arte y en todas la buenas formas de relación y comunicación.» Observen la frase «conjuntamente con los que toda vía están por nacer» y el adjetivo «continuada». Tan gran de era la aversión que Dewey sentía por la eternidad y la estabilidad de que tanto se enorgullece el monoteísmo, 26. Dewey, J., Creative Democracy -The Task Before Us (1939). El pasaje citado se encuentra en Later Works, Carbondale: Southern Illinois University Press, vol. 14, p. 229. Dewey dice que aquí está «afirmando, brevemente, la fe democrática en los términos formales de una posición filosófica». 27. Dewey, J., Early Works, Carbondale: Southern Illinois University Press, 1971, vol. 4, p. 5.
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que nunca pudo referirse al universo como totalidad sin recordamos, al mismo tiempo, que el universo está aún evolucionando, experimentando, dando nuevas formas a los ojos con los que verse a sí mismo. La versión del panteísmo de Wordsworth significó mucho para Dewey, aunque todavía ejerció una influencia más importante la insistencia de Whitman en el porvenir. El panteísmo de Wordsworth nos libra de lo que Amold llamaba «hebreís mo» haciendo que sea imposible concebir, tal como dijo Dewey, «el drama del pecado y de la redención que se representa en el interior de la aislada y solitaria alma humana como una cosa de máxima importancia». Pero Whitman hace algo más. Nos dice que la naturaleza no hum ana encuentra su culminación en una comunidad de hombres libres, en la colaboración de éstos en el proyecto de construcción de una sociedad en la cual, como dijo Dewey, «la poesía y el sentimiento religioso serán las flores espontáneas de la vida».28 El Dios de Dewey, el sím bolo de lo que él llama «la unión de lo ideal y de lo real» son los Estados Unidos de América interpretados como un símbolo de apertura a la posibilidad jamás soñada de formas cada vez más diversas de felicidad humana. Mucho de lo que Dewey escribió es simplemente la repetición sin fin de un pasaje de «Democratic Vistas» en el que Whitman dice: América... como yo lo veo, encuentra su justificación y su éxito (¿quién se atreve todavía a reclamar el éxito?) casi enteramente en el futuro... Porque considero que nuestro Nuevo Mundo es mucho menos importante por lo que ha hecho, o por lo que es, que por los resultados venideros. *
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28. Dewey, J., Reconstruction in Philosophy, en The Middle Works, Carbondale: Illinois University Press, 1988, vol. 12, p. 201 (Dewey, La reconstrucción de la filosofía, Madrid: Aguilar, 1959).
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Hasta aquí el contraste entre James y Dewey y mi tesis de que Dewey es el mejor exponente de una correcta filosofía de la religión pragmatista. Voy a concluir esta lección con un intento de réplica a Alan Ryan, el más reciente crítico de Dewey. Ryan está de acuerdo con Sid ney Hook en que Dewey pretende llevar el término «Dios» demasiado lejos. Hacia al final de su discusión del tratamiento que hace Dewey de la religión, dice: Como ateo agresivo que soy, no estoy muy convenci do de que la utilidad de tales formas de hablar tenga nada que ver con su veracidad ; para decirlo sin ambages, alguien podría recriminar a Dewey que desee el valor social de la creencia religiosa sin estar dispuesto a pagar su precio epistemológico. Dicho con más delicadeza: podríamos preguntamos si es en realidad posible utilizar un vocabulario religioso sin el añadido de las creencias supematuralistas que Dewey desea dejar de lado.29
En algún otro lugar, Ryan refuerza esta última duda afirmando que Dewey «estaba simplemente equivocado con respecto a la actitud religiosa», porque no supo percatarse de que «el sentido de la finitud humana» y «la duda apropiada de uno mismo que recoge (y quizá trad uce) la doctrina del pecado original» se encuentran entre «las características más importantes de la creencia religiosa tradicional».30 A los pragmatistas comprometidos como yo, ni en sueños nos podría pasar por la cabeza distinguir entre la utilidad de un tipo de discurso y su verdad, ni se nos ocurriría nunca que una creencia pudiera venir con una etiqueta pegada indicando su precio epistemológico. Es lamentable, consideramos, que después de una difícil lectura de treinta y siete volúmenes, Ryan describa todavía la diferencia esencial entre Dewey y sus críticos del siguiente modo: 29. Ryan, A., John Dewey and the High lide of American Liberalism, Nue va York: W. W. Norton, 1995, p. 274. 30. Ibíd., p. 102.
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Aunque aprendamos a entender el mundo en una comuni dad y utilizando los recursos de una cultura, no podemos evitar preguntamos si nuestra interpretación del mundo es correcta o no... El hecho de que aprendamos a interpretar el mundo a tra vés de la pertinencia a una comunidad no resuelve aún el pro blema de saber si lo que decimos sobre el mundo es efectiva mente una descripción del mundo tal como es en realidad o, más bien, una proyección en masa de nuestras esperanzas, temores y lo que sea.31
A los que nos convence más Dewey que Ryan pensamos que la respuesta a esta última pregunta no puede tener ninguna relevancia de orden práctico y que, por consiguiente, no es preciso contestarla. La única formulación de la pregunta que aceptamos es la siguiente: ¿existe alguna otra comunidad, cultura o genio que dis ponga de una descripción del mundo que se adapte mejor a nuestros propósitos comunitarios o individuales? Pero esta discusión filosófica es irrelevante para la respuesta a la pregunta de Ryan sobre si «es posible utilizar un vocabulario religioso sin el añadido de las creencias supematuralistas que Dewey desea dejar de lado». A uno le vienen ganas de responder: no es que sólo sea posible; de hecho es así. Eso mismo hizo Dewey. Claro que, en realidad, Ryan no quiere decir «posible» sino «legítimo». Ryan cree que Dewey «estaba simplemente equivocado con respecto a la actitud religiosa»; y eso, no sólo porque no tuviera una opinión adecuada de la finitud humana o no dudara lo suficiente de sí mismo. Sospecho que Ryan piensa que, del mismo modo que no se puede jugar al ajedrez sin la reina, es probable que uno tampoco pueda tener una actitud religiosa sin creer que existe un poder distinto de nosotros mismos —un poder que ocupa un lugar en el mismo orden causal en que se hallan los cometas y los quarks— que fomenta la rectitud. La gran diferencia, sin embargo, entre la opinión de Ryan y la mía en relación a lo que es importante de la 31.
Ibíd., p. 361.
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religión es que, según él, para que una perspectiva determinada pueda ser llamada religiosa precisa de un sentimiento de pecado y de la necesaria inferioridad de lo finito y de lo humano con respecto a lo infinito y no humano. Yo, en cambio, considero que el cristianismo sigue un trayecto que va de una forma inicial de religión en la que las nociones de obediencia, pecado e inmortalidad son centrales a una forma en la que todas estas nociones han desaparecido completamente. Aunque nunca le haya sido muy fiel, la propuesta del cristianismo consiste en la idea de que la única forma de obediencia que Dios desea es que nos amemos los unos a los otros, que su veneración consista precisamente en el trato bondadoso de los unos hacia los otros y que la única recompensa que de todo ello esperemos sea que los demás hagan lo mismo. Si entendemos el mensaje cristiano de este modo, entonces es posible concebir el utilitarismo de Mili como una versión desteologizada del cristianismo. Cosa que podría parecer paradójica, ya que en el siglo xix el utilitarismo fue con frecuencia acusado por sus adversarios de constituir un credo impío, ateo y materialista. Los que tengan una concepción semejante del utilitarismo y del pragmatismo dirán que el religioso debería tener cuidado con los regalos de los pragmatistas. En particular, debería tener cuidado con la idea de James de que cada cual tiene el derecho de creer lo que más le plazca siempre y cuando ello no ponga en peligro ninguna iniciativa de cooperación con la cual esté ya comprometido. Sostienen que el utilitarismo es una concepción aceptable únicamente para alguien que ya es ateo, o al menos, para alguien que no tiene ningún tipo de sentimiento religioso, alguien con una concepción estrecha y limitada de las posibilidades humanas. Esta tesis, sin embargo, presupone que es esencial a la fe religiosa el someterse a algo no humano. En la medida en que la religión consista en semejante sumisión, acto que en ocasiones ha recibido el nombre de «el sacrifico del intelecto», entonces es verdad que nadie que sea religioso puede ser utilitarista o pragmatista. Mi opinión
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al respecto, sin embargo, es que una definición de religión como ésta es circular. Si la «fe religiosa» es definida tan estrictamente, de modo que consista en la negativa a tomar parte en iniciativas de cooperación tales como la investigación científica o la política democrática, debido a que ello podría ofender la conciencia personal, entonces es cierto que nadie puede tener tal fe y ser un utilitarista al mismo tiempo. Pero existen otras definiciones más amplias y plausi bles de «ser religioso». Por ejemplo, a veces se dice que, para los seguidores de Cristo, la única ley es el amor. De acuerdo con esta concepción del cristianismo, nada tiene precedencia por encima del deber de atender al vecino y considerar con amor sus necesidades. Las afirmaciones del credo y los actos de culto son cosas secundarias en com paración con esta obligación primordial. La esencia de la creencia cristiana no es la teología, porque la vida cristiana es una vida de servicio a los demás, porque únicamente semejante servicio cuenta como servicio a Dios. Llevar una vida de servicio a los demás significa ser cristiano y religioso en el sentido más completo de las palabras «cristiano» y «religioso». Quien descuide este servicio, no importa el número de sacramentos recibidos o las veces que haya profesado su fe, no será realmente un cristiano. Cuando se adopta una concepción del cristianismo como ésta entonces aparece la posibilidad de concebir el utilitarismo como una reformulación de la principal doctrina cristiana. Porque el utilitarismo sostiene que todos los seres humanos, quizá incluso todas las criaturas que sufren, se encuentran moralmente en condiciones de igualdad; que, en tanto no perjudiquen a los demás, todos ellos merecen por igual ver satisfechas sus necesidades. Tan sólo en una sociedad en la que, durante siglos, se ha estado diciendo que la voluntad de Dios es que los hom bres se traten con amor, que todos los hombres son hermanos y que el primer mandamiento es el amor, podía prosperar la actitud moral del igualitarismo que atraviesa las obrast de Mili y James. La idea de que todo el mundo —negro o blanco, macho o hembra, cristiano o pagano,
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sabio o estúpido— tiene unos derechos que merecen res peto y consideración es una idea que, en Europa y América, ha sido tradicionalmente defendida apelando a la corriente agapista de la tradición cristiana. Si de verdad se considera que el principio más im portante del cristianismo dice que el amor es la única ley que existe, entonces es verosímil describir el desarrollo histórico del cristianismo en términos del proceso por medio del cual el amor viene a sustituir al poder como atributo esencial de Dios. Un Dios de poder es una autoridad; un Dios de amor es un amigo. Quien crea que nuestra relación con Dios es una relación de temor reverencial, adoración y obediencia insistirá en los límites del utilitarismo y el pragmatismo: los límites que las órdenes de Dios han marcado. Si Dios ha ordenado que le adoremos bajo un nombre determinado y no otro, si nos ha mandado no tolerar la existencia de brujas, que las mujeres callen en las iglesias o prohibido que un hombre se acueste con otro hombre como se acuesta con una mujer, entonces no habrá ninguna consideración pragmatista o utilitarista con fuerza suficiente para persuadimos de lo contrario. Mientras los cristianos piensen que el deber de obediencia a Dios incluye algo más que el deber de servir al pró jimo, en vez de obedecer a un dios de amor obedecerán a un dios de poder. Desde este punto de vista, la tesis de Clifford de que tenemos una obligación hacia la verdad —de que la persecución de la verdad es algo distinto de la persecución de la felicidad humana— puede interpretarse como una versión de la idea religiosa según la cual debemos obediencia a un poder superior. La Verdad, considerada como correspondencia con una Naturaleza Intrínseca de la Realidad, es el equivalente secularizado del Dios de Poder. La ciencia, vista como la ve Clifford antes que como la ve James, constituye la versión ilustrada de la adoración a un dios de poder. Por el contrario, la insistencia de James en la idea de que la realidad no tiene ninguna naturaleza intrínseca que deba ser respetada sigue la corriente agapista del cristianismo. Al decir que nuestro deber hacia la verdad
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equivale al deber de respetar las necesidades de aquellas criaturas con las cuales tenemos que cooperar, los pragmatistas están siguiendo la línea de pensamiento del cristianismo que sostiene que la única ley es el amor. Imaginad que una fuente que no tenéis por humana os dice que todos los hombres son hermanos; imaginad que os dice que deberíais expandir vuestro intento de lograr vuestra propia felicidad y la felicidad de los vuestros y esforzaros por hacer felices a todos los seres humanos. Para Dewey es irrelevante que creáis que la fuente de semejante sugerencia no es humana. Habríais podido también oírla a un falso mesías o hallarla escrita anónimamente en una pared. Sea cual fuere su fuente de procedencia, esta sugerencia no tiene ninguna validez a menos que se la considere como una hipótesis, sea puesta a prueba y se compruebe que funciona. Lo que Dewey nos dice es que lo bueno de la doctrina cristiana según la cual el amor es la única ley no es el hecho de que sea proclamada desde arriba, sino el hecho de que funciona, de acuerdo con el criterio utilitarista. Ningún otro modo de vivir produce más felicidad que éste. Sería absurdo preguntarse si lo que hace Dewey es juzgar al cristianismo con criterios utilitaristas y pragmatistas, o si, por el contrario, juzga al utilitarismo y al pragmatismo con criterios cristianos. Hace ambas cosas a la vez y no ve ninguna necesidad de dar prioridad a un acto de juicio por encima del otro. Porque trata el cristianismo, el utilitarismo y el pragmatismo como formas distintas de hacer que los seres humanos se valgan por sí mismos, de conseguir que confíen más en ellos mismos que en la ayuda de algo no humano. Para él, representan tres formas distintas de tratar de sustituir obediencia por amor. Dewey concibe el cristianismo, no como un asunto de intercambio de veneración por la promesa de protección proveniente de un poder distinto de nosotros mismos, sino como una forma de liberamos para poder cam biar temor reverencial por amor y esperanza. Considera que el utilitarismo y el pragmatismo son dos formas distintas de liberamos de la idea de que existe algo no
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humano —sea esto la Voluntad misteriosa de Dios o la misteriosa Verdadera Naturaleza de la Realidad— que merece nuestro respeto por la simple razón de que es tan distinto de nosotros e indiferente a nuestras necesidades. Para Dewey, Lo Absolutamente Otro de Kierkegaard tiene más de demoníaco que de divino y su adoración es pura idolatría, una traición a todo aquello por lo que luchó Cristo. Puede que esta versión humanista del cristianismo parezca extraña porque no deja sitio a la doctrina que se halla más cerca del corazón de Kierkegaard: la doctrina del pecado. Nos cuesta tanto, a nosotros pecadores, percatamos de que estamos en pecado, dice Kierkegaard, que solamente la intervención de la Gracia nos lo puede hacer ver. Para Dewey, en cambio, no existen ni el pecado ni el mal radical. Dewey creía que un mal no es más que el nombre de un bien inferior, un bien descartado en el proceso de deliberación. El antiautoritarismo, que ocupó un papel central en la Ilustración, y del cual el anticlericalismo representó simplemente una de sus facetas, encuentra su última expresión en la sustitución de la idea de redención del pecado por la noción de cooperación fraternal característica del ideal de sociedad democrática. Los racionalistas ilustrados reemplazaron aquella idea teológica por la idea de una redención de la ignorancia mediante la ayuda de la Ciencia; la intención de Dewey y James, sin embargo, era quitarse también de encima esta última noción. Querían sustituir el contraste entre ignorancia y conocimiento por el contraste entre un conjunto menos útil y otro más útil de creencias. Para ellos no existía ningún objetivo llamado Verdad que debamos perseguir; el único fin que reconocieron fue el siempre huidizo objetivo de una felicidad humana aún mayor. El bosquejo que les acabo de ofrecer del intento de apropiación del cristianismo que realiza Dewey para satisfacer sus propósitos pragmáticos tenía por objeto replicar a la acusación de circularidad que formulan algunos contra la crítica pragmatista de la religión. A mi parecer, la única cuestión circular aquí es la cuestión de
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si nos encontramos o no en estado de Pecado, de si para nuestra salvación necesitamos o no confiar en algo no humano. Quien crea que la conciencia de pecado es esencial a la fe religiosa no encontrará ninguna utilidad en la forma que tienen James y Dewey de reconciliar ciencia y religión. Quien esté dispuesto, sin embargo, a utilizar el término «fe religiosa» en ambos casos, tanto para designar una religión de sumisión obediente a un poder no humano, como para designar una religión de amor entre los seres humanos, quizá vea en semejante proyecto de reconciliación algún que otro atractivo.
Te r c e r a y c u a r t a l e c c io n e s
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 1. ¿Es relevante para la política democrática el tema de la verdad? La cuestión de si existe algún conjunto de creencias o deseos comunes a todos los seres humanos tiene poco interés si no es en relación a una visión utópica e inclusi vista de la comunidad humana, la que se enorgullece más de los distintos tipos de gente a los cuales da la bienvenida que de la firmeza con que mantiene alejados a los extraños. La mayor parte de comunidades humanas son exclusivistas: su sentido de identidad y la imagen que tienen sus miembros de sí mismos dependen del orgullo de no pertenecer a un determinado tipo de gente: gente que adora a un dios equivocado, que come las comidas equivocadas, o que tiene unos deseos y creencias perversas y repelentes. Los filósofos no se molestarían en tratar de mostrar que determinados deseos y creencias están presentes en todas las sociedades, o se encuentran implícitos en algunas prácticas humanas ineludibles, si no guardaran la esperanza de probar que la existencia de tales creencias demuestra la posibilidad, o la obligación, de construir una comunidad inclusivista a nivel planetario. En esta lección utilizaré el término «política democrática» como sinónimo del intento de realizar semejante comunidad. El deseo de verdad, aseguran los filósofos interesados en la pfolítica democrática, es uno de esos deseos universales. En el pasado era típico que estos filósofos vincula
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sen la afirmación de que existe un acuerdo universal acerca de la suprema deseabilidad de la verdad con las premisas adicionales de que la verdad es correspondencia con la realidad y que la realidad tiene una naturaleza intrínseca (que hay, en palabras de Nelson Goodman, una Forma de Ser del Mundo). Tras aceptar estas tres premisas procedían a argumentar que la Verdad es Una y que el interés humano universal por la verdad proporciona suficientes motivos como para crear una comunidad inclusivista. Porque semejante comunidad sería la que mejor satisfaría nuestro deseo de descubrir la Verdad Una. Cuanta más verdad de este tipo saquemos a relucir, más cosas en común compartiremos y, por consiguiente, más tolerantes e inclusivistas seremos. La aparición, en los últimos cien años, de sociedades relativamente democráticas y tolerantes se atribuye al incremento de la racionalidad de los tiempos modernos, donde «racionalidad» denota el ejercicio de una facultad orientada a la verdad. Se dice a veces que «la razón precisa de» las tres premisas que acabo de mencionar. Pero tal afirmación suele ser tautológica, ya que los filósofos que la sostienen dan cuenta normalmente de su uso de la palabra «razón» enumerando precisamente esas tres premisas en tanto que «constitutivas de la idea misma de racionalidad». Los colegas que expresan alguna duda acerca de alguna de estas premisas son tildados por tales filósofos de «irracionalistas». Les atribuyen distintos grados de irracionalidad en función del número de premisas que niegan, o también, según el desinterés que muestren por la política democrática.1 1. Nietzsche es el paradigma de filósofo irracionalista porque no se inte resó nunca en lo más mínimo por la democracia, y porque se opuso tenazmen te a aceptar tales premisas. Sobre James suele pensarse que más que corrompi do, estaba confuso, ya que aunque rechazase dos de las tres premisas, se decla ró a favor de la democracia. Admitía que todos los hombres desean la verdad, pero también entendía como ininteligible la tesis de que la verdad consiste en la correspondencia con la realidad, y jugaba con la afirmación según la cual, dado que la realidad es maleable, la verdad es Múltiple. Habermas se opone con fir meza a tal idea; aunque coincide con James en que debemos abandonar la teo ría de la verdad como correspondencia. Por eso, los intransigentes que sostienen
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En la lección de hoy voy a considerar la posibilidad de defender una política democrática y negar, al mismo tiempo, cualquiera de las tres premisas enumeradas. Sostendré que la mejor forma de presentar aquello que los filósofos han descrito como deseo universal de verdad es describiéndolo como deseo universal de justificación.2La premisa fundamental de mi argumento es que no se puede tener por objeto, ni trabajar para conseguir algo a menos que pueda ser reconocido una vez se consigue. Una de las diferencias que hay entre verdad y justificación es la diferencia que existe entre lo que no se puede reconocer y lo que puede ser reconocido. Nunca sabremos con certeza si una determinada creencia es verdad o no. Pero sí podemos estar seguros de que nadie es capaz de formular una objeción residual en su contra y que, en cambio, todo el mundo coincide en defenderla. Hay, claro, lo que los lacanianos llaman objetos de deseo indefinibles, imposibles y sublimes. Pero el deseo de un objeto semejante no puede ser relevante para la política democrática.3 En mi opinión, la verdad es justaque dudar de la verdad como correspondencia es lo mismo que dudar de la exis tencia o, al menos, de la unidad de la Verdad, acusan a Habermas de ser un irra cionalista. Los straussianos, e incluso algún filósofo analítico como por ejemplo Searle, defienden la necesidad de afirmar todas esas tres premisas: renunciar a alguna de ellas equivaldría a situarse en una peligrosa pendiente: sería arries garse a terminar coincidiendo con Nietzsche. 2. Los lectores de mi artículo «Solidarity or Objectivity?» («Solidaridad y objetividad», en Objetividad, relativismo y verdad, Barcelona: Paidós, 1996) reco nocerán en esta línea de argumentación una variante de mi primera tesis según la cual debemos replantear nuestras ambiciones intelectuales en términos de las relaciones que mantenemos con los otros seres humanos, y no en términos de la relación que mantenemos con una realidad no humana. Como digo más adelan te, Apel y Habermas, si bien creen que voy demasiado lejos, tienden a estar de acuerdo con esta tesis. 3. Claro que la relevancia de lo sublime con respecto a lo político consti tuye todavía un motivo de disputa entre lacanianos como Zizek y sus adversa rios. Para abordar esos argumentos necesitaría más espacio del que tolera una nota a pie de página. He intentado respaldar mi tesis de irrelevancia en las pági nas de Contingency, Irony and Solidarity (Cambridge: Cambridge University Press, 1959; Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona: Paidós, 1991). En esas páginas discuto la diferencia que hay entre la búsqueda privada de la sublimi dad y la búsqueda pública de la bella reconciliación de intereses en conflicto. En el contexto actual, quizá baste decir que estoy de acuerdo con Habermas en que
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mente uno de tales objetos. Es, por decirlo así, tan sublime que uno no puede reconocerla ni tampoco tenerla por objeto. La justificación, en cambio, acaso sea sólo bella, en oposición a sublime; pero uno puede reconocerla y por consiguiente, trabajar sistemáticamente por conseguirla. Uno puede incluso, a veces, con suerte lograrla. Pero tal logro suele ser provisional, puesto que tarde o temprano aparecerán nuevas objeciones en contra de esa creencia justificada de forma provisional. La noción de verdad satisface, ciertamente, el anhelo de incondiciona lidad, el anhelo que lleva a los filósofos a insistir en que debemos evitar el «contextualismo» y el «relativismo». Pero tal anhelo no es sano en absoluto, porque el precio a pagar por la incondicionalidad es el de la irrelevancia práctica. Por consiguiente, creo que la cuestión de la verdad no puede ser relevante para la política democrática y que los filósofos interesados en esta política tendrían que olvidarse de la verdad y ceñirse al tema de la justificación. 2.
Habermas y la razón comunicativa
A continuación voy a intentar situar la concepción que defiendo en el panorama de las controversias filosóficas contemporáneas. Empezaré con unas cuantas observaciones acerca de Habermas. Habermas traza su conocida distinción entre razón centrada en el sujeto y razón comunicativa en conexión con su intento de identificar qué hay de útil para la política democrática en la noción filosófica tradicional de racionalidad. Desde mi punto de vista, Haberm as comete un error táctico al es la exaltación de un tipo de libertad imposible, inexpresable, «sublime» —un tipo de libertad no constituido por el poder— lo que impide que Foucault pueda reconocer los éxitos de los reformadores y comprometerse con una reflexión política seria sobre las posibilidades que se abren para las democracias del esta do del bienestar. Véase The Philosophical Discourse of Modemity, Cambridge, Mass.: MIT Press, 1987, pp. 290-291 (El discurso filosófico de la modernidad, Madrid: Taurus, 1989).
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intentar preservar la noción de incondicionalidad. Estoy de acuerdo con él en que tenemos que socializar y con vertir en lingüística la noción de razón concibiéndola como razón comunicativa;4 pero también considero necesario naturalizar la razón desechando su tesis de que «en los procesos factuales de comprensión mutua se levanta un momento de incondicionalidad ».5 Para Habermas, al igual que para Putnam, «la razón no puede ser naturalizada».6Ambos filósofos juzgan que es importante insistir en este punto a fin de evitar el relativismo que, en su opinión, sitúa la política democrática al mismo nivel que la política autoritaria. Los dos consideran importante poder decir que el primer tipo de política es más racional que el segundo. Yo, en cambio, no creo que sea posible llevar tan lejos la noción de «racionalidad» y, por consiguiente, sostengo que no deberíamos decir eso. Deberíamos reconocer que no disponemos de ningún terreno neutral desde el que podamos defender la política democrática frente a sus adversarios. Si no admitimos eso alguien podría acusamos justificadamente de estar tratando de introducir subrepticiamente nuestras propias prácticas sociales en la definición de algo universal e ineludible, en razón de estar ello presupuesto por las prácticas de todos y cada uno de los usuarios del lengua je. Sería más sincero y, por consiguiente mejor, afirmar que la política democrática puede apelar tan poco a tales presuposiciones como la política antidemocrática, pero que esto no la perjudica en nada. 4. Convertir en lingüística a la razón afirmando con Sellars y Davidson que no existen creencias ni deseos no lingüísticos equivale, automáticamente, a socializarla. Sellars y Davidson estarían completamente de acuerdo con Habermas en que «no existe ninguna razón pura que pueda ser revestida lingüística mente sólo de un modo secundario. La razón, por su misma naturaleza, se encuentra encamada en los contextos de acción comunicativa y en las estructu ras del mundo diario». (Philosophical Discourse of Modemity, p. 322.) 5. Ibíd., pp. 322-323. 6. Mi réplica a la crítica que hace Putnam (realizada en su ensayo de 1983 titulado «Why Reason Can't be Naturalized») de mi concepción está en el artículo «Solidanty or Objectivity» (reimpreso en Objectivity, Relativism and Truth)-, en «Putnam and Relativist Menace» (Journal of Philosophy, septiembre 1993) ensayé una réplica a sus ulteriores críticas (formuladas en Realism with a
Human Face).
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Habermas está de acuerdo con la crítica que los pos nietzscheanos formulan contra el «logocentrismo», especialmente con su negativa a aceptar que «la función lingüística de representación de estados de cosas sea el único monopolio hum ano».7 Yo también lo veo así, pero ampliaría la crítica del modo siguiente: tan sólo una atención excesiva a la función declarativa del lenguaje podría hacemos creer que, además de la justificación, la indagación tiene como objetivo algo llamado «verdad». Dicho en términos generales: solamente un exceso de atención a la función declarativa podría hacemos creer que la pretensión de validez universal es importante para la política democrática. Dicho de un modo aún más general: abandonar la idea logocéntrica según la cual el conoci miento es la característica más propiamente humana querría decir abrir espacio a la idea de que la característica de ciudadanía democrática puede jugar mejor seme jante papel. Esto último es lo que más debería enorgullecemos, y lo que debería ocupar un lugar central en nuestra imagen de nosotros mismos. En mi opinión, el intento habermasiano de redefinir «razón» tras determinar que «se ha agotado el paradigma de la filosofía de la conciencia»8—la tentativa de redes cribir la razón como completamente «comunicativa»— es poco radical. Es quedarse a medio camino entre pensar en términos de pretensiones de validez y pensar en tér7. Habermas, op. cit., p. 311. En la página 312 Habermas afirma que la mayor parte de la filosofía del lenguaje externa a la tradición del «acto de habla» de Austin-Searle, y en particular la «semántica de condiciones de verdad» de Donald Davidson, encarna la típica logocéntrica «fijación en la función del len guaje reflejadora de hechos.» Por el contrario yo creo que existe en la filosofía del lenguaje reciente una importante corriente que se escapa a tal acusación, y que el último trabajo de Davidson constituye un buen ejemplo de emancipación de semejante fijación. Véase, por ejemplo, su doctrina de la «triangulación» en «The Structure and Content of Truth», que ayuda a explicar por qué no se pue de separar la función declarativa de la comunicativa. Discuto esta doctrina más adelante. [En mi opinión, la aceptación de la tesis de Davidson hace innecesario postular lo que Habermas llama «“mundos" análogos al mundo de hechos... por relaciones interpersonales legítimamente reguladas y experiencias subjetivas atribuibles» (ibíd., p. 313). Pero tal desacuerdo es una cuestión secundaria que, en el presente contexto, no es necesario seguir explorando.] 8. Ibíd., p. 296.
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minos de prácticas justificatorias. Ese intento es quedarse a medio camino entre la idea griega de que los seres humanos son especiales porque pueden conocer (mientras que los animales pueden tan sólo arreglárselas para sobrevivir) y la idea de Dewey de que somos especiales porque somos capaces de hacemos cargo de nuestra pro pia evolución y conducim os en direcciones sin precedentes ni justificación en la historia o en la biología.9 Es verdad que esta última idea podría perder su atractivo en caso de ser doblada «en versión nietzschea na» e interpretada como una forma más de la misma voluntad de poder que encamaron los nazis. A mí, en cambio, me gustaría hacer que pareciera atractiva do blándola «en versión americana» e interpretándola como aquella idea común a Emerson y Whitman: la idea de una nueva comunidad que se crea a sí misma, unida no tanto por el conocimiento de unas mismas verdades cuanto por el hecho de compartir unas mismas esperanzas inclusivistas, generosas y democráticas. Que Haber mas y Apel desconfíen de la idea de autocreación comunal, de la idea de realizar un sueño que no encuentra justificación en ninguna pretensión de validez universal incondicional se debe a que la asocian, de forma automática, a Hitler. Esa idea suena mucho mejor, en cambio, en los oídos de una persona americana, puesto que la asocia de forma natural a Jefferson, W hitman y Dewey.10 La lec9. Como yo lo leo, Dewey simpatizaría con el énfasis que Castoriadis pone en la imaginación, que no en la razón, como motor de progreso moral. 10. Considérese la crítica de Habermas a Castoriadis: «no hay modo de ver cómo podemos transformar semejante demiúrgica puesta en escena de verda des históricas en un proyecto revolucionario apropiado para la práctica de indivi duos autónomos que se autorrealizan y actúan conscientemente» (Habermas, op. cit., p. 318). Mi reacción ante este comentario es decir que la historia de los Estados Unidos muestra cómo realizar tal transformación. Apel y Habermas tien den a pensar que la Revolución Americana se encuentra sólidamente fundamen tada en principios con pretensiones de validez universal del tipo que ellos aprue ban y que Jefferson expresó en la Declaración de Independencia (véase Apel, «Zurück zur Normalitát?», en Zerstórung des moralischen Selbstbewusstseins, Frankfurt a.M: Suhrkamp, 1988, p. 117). A ello yo replicaría que los Padres Fun dadores no fueron nada más que el tipo de demiurgos en los que Castoriadis piensa cuando habla de «la institución del imaginario social». La comunidad de «individuos autónomos que se autorrealizan y actúan conscientemente consa
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ción a sacar de todo ello es que semejante idea es neutral con respecto a Hitler y Jefferson. Quien desee disponer de principios neutrales en los que basarse a fin de poder escoger entre Hitler y Jefferson deberá encontrar un modo de sustituir las referencias ocasionales que realiza Jefferson a la ley natural y a las verdades políticas autoevidentes por una versión más actualizada del racionalismo de la Ilustración. Éste es el papel que Apel y Habermas asignan a la «ética discursiva». Por el contrario, la alternativa que yo vengo sugiriendo sólo parecerá atractiva si renunciamos a la esperanza de una ética discursiva y a los intentos de lograr una neutralidad semejante. Renunciar o no a tal esperanza, creo, es algo que debería ser determinado, al menos en parte, en base a la opinión que uno tenga acerca del argum ento de la autocontradicción performa tiva que se halla en el corazón de la ética discursiva. Para mí ese argumento es débil y poco convincente, pero también es cierto que no dispongo de nada mejor que ocupe su lugar. Y es justamente porque no dispongo de nada m ejor que me veo inclinado a rechazar la idea de principios neutrales y a preguntarme, en cambio, qué pueden hacer los filósofos para la política democrática, aparte de tratar de fundamentar la política sobre princi pios. A lo que respondo: pueden trabajar para sustituir conocimiento por esperanza, para que se considere que lo importante del ser humano no es tanto su capacidad de captar la verdad cuanto su capacidad de ser ciudadagrándose a tales principios; la comunidad que actualmente conocemos con el nombre de «pueblo americano» se formó, paulatinamente, en el curso del pro ceso (muy gradual, y, si no, pregúntenlo a cualquier afroamericano) de vivir según la imaginación de los Padres Fundadores. Así pues, cuando Habermas cri tica a Castoriadis por no reconocer «ninguna razón para revolucionar la socie dad reifícada, aparte de la resolución existencialista del “porque así lo queremos nosotros”», y pregunta «quién puede ser este “nosotros” del querer radical» sería justo responder que en 1776 el «nosotros» relevante no lo constituía el pueblo americano, sino Jefferson y el grupo de amigos, igual de imaginativos que él, que lo acompañaban. Cuando Habermas afirma que «Castoriadis se detiene allí donde había empezado Simmel: en la Lebensphilosophie», lo único que puedo responderle es que me alegro de unirme a Castoriadis en este punto.
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no de una democracia completa que todavía está por llegar. Eso no tiene nada que ver con una Letzbegründung, sino más bien con redescribir la humanidad y la historia de un modo tal que la democracia pueda aparecer como deseable. A quien dijese que eso, en vez de un «argumento» es mera «retórica» —como dice Apel— le replicaría que no es ni más ni menos retórico o argumentativo que el intento de mis adversarios de describir el discurso y la comunicación en unos términos que hacen parecer que la democracia está ligada a la naturaleza intrínseca de la humanidad. 3. Verdad y justificación Existen muchos usos de la palabra «verdadero». El único de ellos, sin embargo, que no puede ser eliminado con facilidad de nuestra práctica lingüística, es el uso de advertencia (cautionary use).n Tal es el uso que de ella hacemos cuando contrastamos verdad y justificación, y afirmamos que una creencia puede estar justificada pero no ser verdadera. Fuera de la filosofía este uso de advertencia es utilizado para contrastar audiencias poco informadas con audiencias mejor informadas y, más generalmente, para contrastar audiencias pasadas con audiencias futuras. En contextos no filosóficos, el sentido de contrastar justicación con verdad es, simplemente, recordarnos que pueden haber objeciones (a causa de la aparición de nuevos datos, nuevas hipótesis explicativas más ingeniosas, cambios en el vocabulario empleado para describir los objetos que se discuten) que no hayan advertido ninguna de las audiencias para las cuales la creencia en cuestión estaba hasta entonces justificada. Realizamos un gesto de este tipo hacia un futuro imprevisible cuan11. En relación a este punto, véanse las primeras páginas del capítulo «Pragmatism, Davidson and Truth» de Objectivity, Relativism and Truth. Los usos de «verdadero» que allí llamaba «de aval o apoyo» (endorsing use) y «de referencia divergente» (disquotational use) pueden ser fácilmente parafraseados en otros términos entre los cuales no se incluya la palabra «verdadero».
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do, por ejemplo, decimos que puede suceder perfectamente que del mismo modo que en la actualidad juzgamos como primitivas las creencias científicas y morales que un día sostuvieron los griegos, nuestros lejanos descendientes vean como primitivas las creencias científicas y morales que tenemos ahora. Mi premisa fundamental, la idea de que solamente podemos trabajar por lo que podríamos reconocer, es un corolario del principio de James que afirma que para que valga la pena discutir una diferencia ésta tiene que ser relevante en el orden práctico.12 En mi opinión, la única diferencia de este tipo que existe entre verdad y justificación es la diferencia entre viejas audiencias y nuevas audiencias. En consecuencia, entiendo que la actitud pragmatista adecuada hacia la verdad puede resumirse como sigue: es tan poco necesario tener una teoría filosófica sobre la naturaleza de la verdad, o sobre el significado de la palabra «verdadero», como tener una teoría filosófica sobre la naturaleza del peligro o sobre el significado de la palabra «peligro». La razón principal de que en nuestro lenguaje exista una palabra como «peligro» es advertir a la 12. Nos ha parecido que la transcripción del siguiente fragmento podría ayudar a entender mejor la formulación del principio de James que hace aquí Rorty: Supongamos que tenemos dos definiciones filosóficas, o proposiciones o máximas o como se las quiera llamar, que aparentemente se contradicen y que son objeto de discusión entre los hombres. Si suponiendo la verdad de una no es posible prever ninguna consecuencia práctica concebible para nadie en ningún momento o lugar, que sea distinta de lo que puede preverse si uno supone la verdad de la otra, en tal caso la diferencia entre las dos proposicio nes no es una verdadera diferencia; tan sólo es una distinción aparente y ver bal que no vale la pena discutir. Las dos fórmulas significan radicalmente la misma cosa, aunque expresado con palabras sumamente distintas. (James, «Philosophical Conceptions and Practical Results», en The Journal of Philosophy, Psychology and Scientific Methods, I, 1904.) La misma idea habría expresado Peirce en 1878, en un artículo que lleva por título «How to Make Our Ideas Clear»: «Vamos a considerar qué efectos prácticos pensamos que puede tener el objeto que nos incumbe. Pues bien, la totalidad de la concepción del objeto se constituye por medio de esta considera ción nuestra de sus efectos prácticos.» (Peirce, Ch. S., «How to Make Our Ideas Clear», Popular Science Monthly, núm. 13, pp. 286-302.) (N. del T.)
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gente: advertirla de que es imposible que haya previsto todas las consecuencias de las acciones que se propone llevar a cabo. Nosotros los pragmatistas, que pensamos que las creencias son hábitos de acción, creemos que el uso de advertencia de la palabra «verdadero», en vez de intentos de corresponder a la realidad, lo que simboliza es un tipo especial de peligro. La utilizamos para recordarnos a nosotros mismos de que otra gente, en circunstancias distintas —gente enfrentándose a audiencias futuras—, podría ser incapaz de justificar la creencia que hasta ahora hemos justificado con éxito ante todas las audiencias con las que nos hemos encontrado. Pero dada esta concepción pragmatista de la función de la palabra «verdadero», ¿qué ocurre entonces con la tesis de que todos los humanos desean la verdad? Esta tesis oscila entre la tesis que sostiene que todo el mundo desea justificar sus creencias ante algunos seres humanos, pero no necesariamente todos, y la que dice que todo el mundo desea que sus creencias sean verdad. La primera afirmación me parece irrecusable. La segunda, en cambio, me parece dudosa, a menos que no sea más que una formulación alternativa de la primera. Ello se debe a que la única interpretación que los pragmatistas podemos dar de esta segunda tesis es que todos los humanos están preocu pados por el peligro de que llegue un día en que exista una audiencia ante la cual no puedan justificar una creencia que actualmente consideran justificada. Ahora bien, cabe decir, en primer lugar, que los filósofos que esperan poder hacer relevante la noción de verdad para la política democrática no desean un mero fali bilismo. En segundo lugar, tal falibilismo no constituye, de hecho, una característica que posean todos los seres humanos: prevalece mucho más entre los habitantes de sociedades ricas, seguras, tolerantes e inclusivistas que en otros lugares; entre gente educada en la idea de que puede estar equivocada y que allá fuera hay gente que quizá no esté de acuerdo con nosotros que, de todos modos, es preciso tener en cuenta. Quien esté a favor de la democracia querrá también promover el falibilismo. Pero exis-
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ten otras formas de favorecerla aparte de ir dando vueltas a la diferencia entre el carácter condicional de la justificación y el carácter incondicional de la verdad. Uno puede, por ejemplo, insistir en el triste hecho de que muchas comunidades anteriores, presas de un sentimiento excesivo de seguridad en sí mismas, traicionaron sus propios intereses no prestando atención a las objeciones que les presentaban unas personas de fuera. Además, deberíamos distinguir entre falibilismo y escepticismo filosófico. El falibilismo no tiene nada que ver con la búsqueda de universalidad e incondicionali dad. El escepticismo sí. Normalmente, a menos que uno quede impresionado por el tipo de escepticismo que encontramos en las Meditaciones de Descartes, o sea, el tipo de escepticismo que afirma que basta la mera posi bilidad de error para frustrar las pretensiones de conocimiento, uno no se meterá en filosofía, al menos en los países anglófonos. No hay mucha gente que encuentre interesante este tipo de escepticismo. No es ése el caso, sin embargo, de los que se preguntan ¿existe algún procedimiento por medio del cual podamos cercioramos de no tener creencias que puedan parecer injustificables a los ojos de futuras audiencias? ¿Hay algún modo de asegurarse de que nuestras creencias son justificables ante cualquier audiencia? La diminuta m inoría que encuentra interesante seme jante cuestión está integrada, prácticamente en su totalidad, por profesores de filosofía y se divide en tres grupos: (1) escépticos como Stroud, que consideran que el argumento del sueño de Descartes es irrefutable: para los escépticos siempre hay la posibilidad de una audiencia, el yo futuro que se levanta del sueño, que no va a quedar satisfecha con ninguna de las justificaciones que le ofrezca nuestro yo actual, que posiblemente sueña; (2) funda cionalistas como Chisholm, según los cuales, aunque fuera cierto que soñamos, no podríamos estar equivocados con respecto a determinadas creencias; y (3) coherentistas como Sellars, que sostienen que «nuestras creencias están al alcance de cualquiera, pero no todas de golpe».
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Nosotros los pragmatistas, impresionados por la crítica de Peirce a Descartes, pensamos que tanto al escepticismo como al fundacionalismo les ha descarriado la imagen que interpreta las creencias como intentos de representar la realidad y la idea asociada a ella según la cual la verdad es una cuestión de correspondencia con la realidad. Y de esta suerte terminamos haciéndonos coherentistas.13 Ahora bien, los coherentistas estamos divididos por el problema de qué cabe decir, si es que cabe decir alguna cosa, sobre la verdad. Mi opinión es que, una vez explicamos la diferencia entre justificación y verdad por medio de aquella otra diferencia entre justifi cabilidad actual y justificabilidad futura, queda poco por decir. Por contra, algunos de mis compañeros coherentistas —Apel, Habermas y Putnam— piensan, como Peirce, que todavía quedan muchas cosas por decir, cosas importantes para la política democrática.14 13. Ser coherentista en este sentido no necesariamente significa ser tam bién coherentista con respecto a la teoría de la verdad. La negativa de Davidson a aceptar esta última calificación para su teoría, una calificación que anterior mente había aceptado, es un corolario de su tesis de que no puede haber ningu na definición del término «verdadero en L» para la variable L. La concepción actual de Davidson, con la cual he terminado estando de acuerdo, sostiene que «no deberíamos decir que la verdad es correspondencia, coherencia, asertabilidad garantizada, asertabilidad idealmente justificada, lo que se acuerda en una conversación con la gente adecuada, lo que la ciencia acaba sosteniendo, lo que da razón de la convergencia de la ciencia en teorías simples, o el éxito de nues tras creencias corrientes. En la medida en que el realismo y el antirrealismo dependan de una u otra de tales concepciones de la verdad, deberíamos negar nos a darles cualquier tipo de apoyo». («The Structure and Content of Truth», Journal of Philosophy, vol. 87, 1990, p. 309.) 14. Davidson también opina que todavía quedan cosas por decir, pero las cosas que él quiere decir son irrelevantes para la política, creo. En lo que viene a continuación, sigo básicamente a Davidson. Dejo para más tarde, de todos modos, la discusión de la tesis que éste presenta en la p. 326 de The Structure and Content of Truth y que dice: «el apuntalamiento conceptual de la compren sión es una teoría de la verdad», en un sentido de «teoría de la verdad» según el cual a cada lenguaje le corresponde una teoría de este tipo. Me parece que esta tesis es distinta de aquella otra, a la cual me remito más abajo, que dice que «la fuente última, tanto de la objetividad como de la comunicación» es lo que Davidson llama «triangulación». No veo por qué razón, aparte del respeto a la memoria de Tarski, tendríamos que describir una teoría que codifica los resul tados de semejante triangulación como una teoría de la verdad y no como una teoría que describe la conducta de un determinado grupo de seres humanos.
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«Validez universal» y «trascendencia contextual»
Putnam, Apel y Habermas recogen una idea de Peirce que yo rechazo: la idea de convergencia en la Verdad Una.15 Lejos de justificar tal convergencia en la concepción de que la realidad es Una y la verdad correspondencia con semejante Realidad Una, los peirceanos sostienen que la idea de convergencia se encuentra en el mismo interior de las presuposiciones del discurso. Los tres están de acuerdo en señalar que el principal motivo por el cual la razón no puede ser naturalizada es que la razón es normativa y las normas no pueden ser naturalizadas. Pero es posible dar cabida a lo normativo, dicen, sin tener que volver a la idea tradicional de un deber de correspondencia con la naturaleza intrínseca de la realidad. Podemos hacerlo prestando atención al carácter universalista de las presuposiciones idealizadoras del discurso. La ventaja de una estrategia como ésta es que deja de lado las cuestiones metaéticas relacionadas con el problema de si existe alguna realidad moral con la cual puedan esperar corresponderse nuestros juicios morales, del mismo modo que nuestra ciencia física espera supuestamente corresponderse con la realidad física.16 Putnam ha rechazado a veces la tesis de la convergencia (véase Realism with a Human Face, Cambridge Mass.: Harvard University Press, 1990, p. 171, acerca de Bemard Williams). Pero (como defiendo en mi «Putnam and the Relativist Menace») yo no veo cómo puede hacer concordar ese rechazo con su noción de «asertabilidad ideal». Desde mi punto de vista, la Verdad es Una solamente en el sentido de que si el proceso de desarrollar nuevas teorías y nue vos vocabularios se detiene, y se llega a un acuerdo sobre los objetivos que la creencia en cuestión debe realizar —es decir, hay un acuerdo acerca de las nece sidades que deben satisfacer las acciones dictadas por tal creencia— entonces se fraguará un consenso sobre cuáles de los candidatos que figuran en una lista finita cabe adoptar. No deberíamos confundir una generalización sociológica como ésta, sujeta a múltiples y obvias reservas, con un principio metafísico. Como muchos críticos han señalado (y de forma notable, Michael Williams), el problema de la idea de convergencia al final de la indagación consiste en la difi cultad de imaginar un momento en que se haga deseable dejar de desarrollar nuevas teorías y nuevos vocabularios. Como dice Davidson, el argumento de la «falacia naturalista» de Putnam es aplicable tanto a su teoría de la verdad en cuanto «aceptabilidad ideal» como a cualquier otra teoría de la verdad. 16. «La razón comunicativa se extiende por todo el espectro de preten siones de validez: las pretensiones de verdad proposicional, de sinceridad subje 15.
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Habermas afirma que toda pretensión de validez, además del papel estratégico que juega en algunas discusiones contextualmente limitadas, tiene «un momento trascendente de validez universal [que] hace volar por los aires cualquier tipo de provincialismo». Desde mi punto de vista, la única verdad que contiene semejante idea es que muchas pretensiones de validez son formuladas por personas que desearían defender sus afirmaciones ante audiencias distintas de aquella a la que se dirigen en la actualidad. (No ocurre lo mismo con todas las proposiciones de este tipo, como es obvio: los abogados, por ejemplo, son perfectamente conscientes de que sus afirmaciones deben ajustarse al débil contexto de una juris prudencia sumamente local). Pero una cosa es estar dis puesto a vérselas con audiencias nuevas y poco familiares, y otra muy distinta hacer volar por los aires cualquier tipo de provincialismo. A mi parecer, la doctrina de un «momento trascendente» de Habermas representa una encomiable disposición a intentar algo nuevo, pero también es una jactancia vacía. En según qué circunstancias, decir «voy a tratar de defender esto frente a quien sea» suele ser propio de una actitud encomiable. Pero decir «puedo defender esto con éxito frente a quien sea» es una tontería. Quizá haya alguien que pueda, claro, pero al decirlo su situación no será mejor que la de aquel campeón de pueblo que asegura poder vencer al campeón mundial. El único tipo de situación en el que uno podría decir tal cosa sería aquél en que ya se hubieran acordado por adelantado las reglas del juego argumentativo, como sucede, por ejemplo, en las matemáticas «normales» (en oposición a las «revolucionarias»). En la mayoría de los casos, sin embargo, incluyendo las pretensiones políticas y morales en las que Habermas está más interesado, esas reglas no existen. En el tipo de tiva y de corrección normativa.» (Habermas, Faktizitat und Geltung, Frankfurt a.M, Suhrkamp, 1993, p. 19) (Habermas, Facticidad y validez, Madrid: Trotta, 1998).
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casos que acabo de mencionar —en juzgados provinciales y en juegos de lenguaje tales como las matemáticas, regulados por convenciones precisas y explícitas— la noción de dependencia contextúa! tiene un sentido preciso. Pero no es así para la mayoría de afirmaciones. Lo mismo sucede con la noción de «validez universal». Para la mayoría de afirmaciones —«El mejor candidato es Clinton», «Alejandro fue anterior a César», «El oro es insolu ble en ácido clorhídrico» y parecidas— es difícil ver por qué debería uno preguntarse «¿depende mi afirmación del contexto, o es universal?». El hecho de ir a favor de una alternativa en vez de la otra no supone ninguna relevancia de orden práctico. Habermas sugiere una analogía de la distinción entre lo dependiente de contexto y lo universal que acaso parezca más relevante para la práctica. Es lo que él llama «la tensión entre facticidad y validez». Habermas considera que esta tensión constituye un problema filosófico central y asegura que ella es también la responsable de muchas de las dificultades que surgen al intentar teorizar la política dem ocrática.17 Para Habermas, una característica distintiva y valiosa de su teoría de la acción comunicativa es que «en sus conceptos fundamentales absorbe ya la tensión entre facticidad y validez».18 Cosa que consigue por medio de la distinción entre uso «estratégico» del discurso y «uso del lenguaje orientado hacia el logro de entendimiento».19 De tal suerte que es posible pensar que esta última distinción es justamente la distinción que estamos buscando, la que nos permitiría interpretar, de un modo relevante para la práctica, la distinción entre dependencia contextual y universalidad. Como yo lo veo, sin embargo, la distinción entre uso estratégico y uso no estratégico del lenguaje equivale simplemente a la distinción entre aquellos casos en los que lo que más nos preocupa es convencer a otros y aquellos casos en los que esperamos aprender algo. En el 17. 18. 19.
Ibíd.,p.2\. Ibíd., p. 24. Ibíd., p. 23.
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último conjunto de casos uno está predispuesto a ren un ciar a sus concepciones actuales si oye algo mejor. Los dos casos representan los dos extremos de un espectro: en uno de los extremos utilizamos todo tipo de trucos (mentir, omissio veri, suggestio falsi, etc.) con el propósito de convencer; en el otro, nos dirigimos a los otros de la misma forma que cuando hablamos con nosotros mismos de un modo natural, reflexivo y curioso. La mayoría de las veces nos movemos entre los dos extremos. Mi problema es que no veo que estos dos extremos tengan nada que ver con la distinción entre dependencia contextual y universalidad. La clase de conversación que tiene lugar al final de uno de tales extremos del espectro recibe tradicionalmente el nombre de «la búsqueda pura de la verdad». Pero yo no consigo ver qué tiene que ver esta clase de conversación con la universalidad o la incondicionalidad. Es «no estratégica» en el sentido de que en esa clase de conversaciones dejamos que las cosas sigan su curso. Pero es difícil creer que las afirmaciones que hacemos en tales conversaciones presuponen algo que no está presupuesto en las afirmaciones que realizamos al encontramos en el otro extremo del espectro. Habermas, no obstante, piensa que hasta que no reconozcamos que «las pretensiones de validez que se plantean hic et nunc y que aspiran al reconocimiento o a la aceptación intersubjetiva pueden superar también los criterios locales de toma de decisiones de sí/no», no conseguiremos damos cuenta de que «este momento trascendente solamente distingue aquellas prácticas de justificación orientadas a pretensiones de verdad de aquellas otras prácticas reguladas meramente por convención social».20 Este pasaje constituye un buen ejemplo de lo que, en mi opinión, supone el indeseable compromiso de Habermas con la logocéntrica distinción entre opinión y conocimiento, una distinción entre la pura obediencia al nomoi, incluido el tipo de nomoi que encontraríamos en una sociedad democrática utópica, y la cla20.
Ibíd., p. 31.
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se de relación physei con la realidad que proporciona la comprensión de la verdad. Para los deweyanos, las distinciones entre opinión y conocimiento y nomos y physis no son más que vestigios de la obsesión platónica por la clase de certeza que se encuentra en las matemáticas y, más en general, por la idea de que el universal, debido a que en cierto modo es eterno e incondicional, nos ofrece la posibilidad de alejamos de lo particular, temporal y condicionado. Interpreto que en este pasaje Habermas utiliza el término «prácticas de justificación orientadas a pretensiones de verdad» para referirse al extremo más bonito del espectro que anteriormente he descrito. Desde mi punto de vista, sin embargo, la verdad no tiene nada que ver con esto. Tales prácticas no trascienden la convención social. Al contrario, están reguladas por ciertas convenciones sociales determinadas: aquellas convenciones de una sociedad todavía más democrática, tolerante, acomodada, rica y diversa que la nuestra, una sociedad en la que el inclusivismo forma parte del sentido de la identidad moral de cada cual. En una sociedad como ésta todo el mundo está siempre dispuesto a dar la bienvenida a todo tipo de opiniones extrañas sobre cualquier tema. Son éstas, también, las convenciones que regulan determinados segmentos afortunados de la sociedad contem poránea, como por ejemplo los seminarios universitarios, las colonias de verano para intelectuales, etc.21 Quizá la mayor diferencia entre Habermas y yo sea que los pragmatistas como yo simpatizamos con los pensadores antimetafísicos, «posmodemos» que él critica cuando éstos sugieren que la idea de una distinción entre práctica social y lo que trasciende tal práctica constituye un vestigio de logocentrismo. Foucault y Dewey podrían estar de acuerdo en señalar que la indagación, independientemente de que sea siempre una 21. Por razones parecidas a las que nos ofrecen David Lewis y Quine, debería preferir utilizar el término «prácticas» en lugar del término «convencio nes»; pero aquí voy a usar ambos términos como sinónimos.
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cuestión de «poder» o no, nunca trasciende la práctica social. Los dos dirían que, del mismo modo que lo único que puede trascender una audiencia presente es una audiencia futura, lo único que puede trascender una práctica social es otra práctica social. Asimismo, lo único que puede trascender una estrategia discursiva es otra estrategia discursiva: aquella que tenga por objeto unos mejores fines. Puesto que no sé qué significa tenerla por objeto, no creo que «verdad» designe uno de tales fines. Sé perfectamente qué significa tener por objeto o aspirar a una mayor honestidad, una mayor caridad, paciencia, inclusividad, etc. Entiendo que la política democrática sirve a unos fines tan deseables y concretos como éstos. Pero en cambio no consigo ver de qué sirve añadir a nuestra lista de fines la «verdad», la «universalidad» o la «incondicionalidad»: no llego a ver qué cambios en nuestra conducta aportarían esas adiciones. Podría parecer que la diferencia entre Habermas y yo en este punto no tiene ninguna relevancia de orden práctico: los dos tenemos en mente las mismas utopías y estamos comprometidos con el mismo tipo de política democrática. Así pues, qué ganas de complicarse la vida con la pregunta ¿qué diferencia hay entre llamar a las prácticas de comunicación utópicas «orientadas a la verdad» o no hacerlo? ¿Para qué ponerse a discutir sutilerías acerca de la relevancia de la verdad para la política democrática? La razón de que Habermas piense que interrogarse en este sentido es relevante para la práctica y yo no radica en que él puede realizar un movimiento argumentativo que a mí me está vedado: acusar a los adversarios de incurrir en autocontradicción performativa. Habermas cree que todo aquel —yo incluso— que se mete en un argumento cualquiera está «inevitablemente suponiendo» «el discurso universal de una comunidad de interpretación ilimitada». Dice: «aun en el caso de que tales presu posiciones [las presuposiciones de la comunicación] tengan un contenido ideal que sólo puede ser realizado de forma aproximada, de facto, cualquier participante que afirme o niegue la verdad de una afirmación y desee
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tomar parte en la argumentación que tiene por objeto ju stificar tal pretensión de validez estará obligado a aceptarla s» .22 ¿Qué ocurre, sin embargo, con alguien (como ocurre con muchos administradores de universidades americanas) a quien irritan sobremanera las convenciones sociales de las mejores secciones de las mejores universidades, lugares en los que incluso las afirmaciones más paradójicas y m enos prometedoras son discutidas y en los que las feministas, los ateos, los homosexuales, los negros, etc., son considerados compañeros conversacionales y personas con la misma cualidad moral que nosotros? De acuerdo con la interpretación de Habermas que ofrezco, si esta persona da argumentos a favor de la sustitución de estas convenciones por otras convenciones más exclusivistas, entonces tal persona está contradiciéndose a sí misma. Yo, en cambio, no puedo replicar a ningún administrador americano que se está contradiciendo a sí mismo. Como máximo puedo tratar de persuadirle a favor de la tolerancia haciendo uso de los métodos normales de persuasión: ofreciendo ejemplos de cómo lo que hoy son trivialidades antaño fueron paradojas, de las contribuciones a la cultura que han realizado los negros, las mujeres, los homosexuales, los ateos, etc.23 El principal problema es saber si ha habido nunca nadie que se haya creído la acusación de estar cometiendo una autocontradicción performativa. Y, francamente, dudo que existan muchos casos claros de gente que se haya tomado tal acusación en serio. Si a un intolerante como el que acabo de bosquejar le decimos que está obligado a tener pretensiones de validez que superen su contexto y que tengan por objeto la verdad, es probable que nos responda que eso es justamente lo que está haciendo. Pero si le decimos que no puede tener tales pretensio22. Habermas, op. cit., 1993, p. 31. 23. No estoy seguro de qué pensarán Apel y Habermas al oírme decir tal cosa: si considerarán que estoy argumentando o si, por el contrario, pensarán que he renunciado a la argumentación y recaído en el adiestramiento estratégi co de la sensibilidad.
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nes y, al mismo tiempo, rechazar las paradojas y personas que rechaza, luego es probable que no nos entienda. Dirá que aquellos que proponen semejantes paradojas están demasiado locos como para discutir con ellos o discutirles nada, que las mujeres tienen una visión distorsionada de la realidad, y cosas por el estilo. Pensará que es irracional o inmoral, o las dos cosas al mismo tiempo, tomarse en serio tales paradojas.24 La verdad es que no veo tanta diferencia entre la reacción del intolerante contra Habermas y contra mí y las reacciones de Habermas y mías contra él. No consigo ver que haya nada parecido a una «razón comunicativa» que favorezca más nuestras reacciones que la suya. Ello se debe a que no veo por qué motivo el término «razón» no puede ser adoptado de la misma forma que los términos «libertad académica», «moralidad» o «pervertir»; asimismo tampoco comprendo cómo es posible que el cohe rentismo an ti fundación alista que com parto con Haber mas pueda dar cabida a un bloqueador de conversaciones, no relativizable y no recontextualizable como es la llamada «autocontradicción performativa». Lo que el intolerante y yo hacemos, y creo debemos hacer, cuando se nos dice que hemos violado un presupuesto de la 24. Los Burschenschaften austríacos decidieron que las personas de san gre judía, por mucho que llevaran colgada la graduación de oficial del empera dor o fueran estudiantes universitarios, no eran satisfaktionsfahig. De suerte que no era necesario aceptar los duelos a los que esas personas pudieran retar. Necesitamos una noción análoga a la de nicht satisfaktionsfahig para las deman das de justificación, para las invitaciones a participar en el diálogo. Joachim Schulte me ha sugerido la noción de nicht rechtfertigungsempfanglich, que suena bastante bien. Con independencia de cuál sea el término correcto, lo que yo quiero subrayar es que el intolerante exclusivista que tengo en mente no ve nin guna necesidad de justificar sus afirmaciones ante la clase equivocada de gente. Pero el intolerante no es el único que necesita una noción como Rechtfertigungsempfanglichkeit . Ninguno de nosotros se toma en serio a todas las audiencias; todos nosotros rechazamos las demandas de justificación que nos formulan algunas audiencias, considerándolas una pérdida de tiempo. (Piénsese en el caso de un médico que se niega a justificar su procedimiento ante un defensor del cristianismo científico, o ante un médico chino que basa su oficio en la acu puntura y en la moxibustión.) Como digo más adelante, la principal diferencia entre el intolerante y nosotros es que mientras que para él esas cuestiones son un asunto de descendencia racial, para nosotros son un asunto de creencias y deseos.
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comunicación es discutir acerca de los sentidos de los términos que se utilizan para a firm ar ese pretendido presupuesto: términos como «verdadero», «argumento», «razón», «comunicación», «dominación», etc.25 Con tiempo y un poco de suerte, esa discusión se transformará en una conversación mutuamente provechosa acerca de nuestras respectivas utopías, nuestras ideas sobre qué aspecto tendría la sociedad ideal que autorizaría una audiencia idealmente competente. Pero tal conversación no va a terminar con el reconocimiento, hecho de mala gana, por parte del intolerante de que él mismo se ha enredado en una contradicción. En el caso de que, mirabile dictu, lograra convencerle del valor de mi utopía, su reacción consistiría más en lamentar no haber tenido suficiente imaginación y curiosidad, que en lamentar no haber sabido reconocer sus propios presu puestos. 5.
Independencia del contexto sin convergencia: la concepción de Albrecht Wellmer
Estoy de acuerdo con Apel y Habermas en que Peirce tiene razón al pedirnos que hablemos del discurso en vez de la conciencia. Pero también creo que el único ideal que el discurso presupone es el de que seamos capaces de justificar nuestras creencias ante una audiencia compe tente. Como coherentista, considero que una vez conseguimos ponemos de acuerdo con los miembros de esa audiencia sobre qué tiene que hacerse, entonces ya no cabe preocuparse por nuestra relación con la realidad. Claro que todo depende de lo que se entienda por audiencia competente. A diferencia de Apel y Habermas, la lec25. Podría ocurrir que el intolerante no supiera cómo hacerlo; en tal caso, las convenciones locales que Habermas y yo compartimos sugieren que los filósofos deberían intervenir para ayudarle, ayudarle a construir sentidos para esos términos, sentidos que incorporen su concepción exclusivista, del mismo modo que la concepción inclusivista que Habermas y yo tenemos está incorpo rada en el uso que los dos hacemos de esos términos.
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ción que yo saco de Peirce es que los filósofos que nos interesamos por la política democrática deberíamos dejar en paz la verdad, aparcar esta discusión como un tema sublimemente indiscutible, y en su lugar pasar a considerar el problema de cómo persuadir a la gente para que amplíe las dimensiones de la audiencia que tiene por competente, para que incremente las dimensiones de la comunidad relevante de justificación. No es sólo que este último proyecto sea im portante para la política dem ocrática, sino que, en gran medida, la política democrática es tal proyecto. Apel y Habermas piensan que la exigencia de maxi mizar las dimensiones de esta comunidad está ya, por decirlo así, incorporada en la acción comunicativa. En ello recae el valor de su tesis de que toda afirmación reclama validez universal.26 Albrecht Wellmer, al igual que yo, rechaza el convergentismo que Apel y Habermas comparten con Putnam; por otro lado, acepta su tesis de que nuestras pretensiones de verdad «trascienden el contexto —local o cultural— en el que éstas son formuladas».27 Mi problema con Wellmer, Apel y Habermas es que no consigo ver qué fuerza pragmática tiene llamar «buen argumento» a un argumento que, como todos los argumentos, convence más a unos que a otros. Eso es como llamar «buena herramienta» a una herramienta que, como todas las herramientas, solamente es útil para unos fines en concreto. Imaginen que un cirujano, tras fracasar en el intento de cavar con un bisturí un túnel que le 26. Parece que la idea de hablar de validez universal en vez de verdad tie ne por objeto evitar la cuestión acerca de si los juicios éticos y estéticos tienen ningún valor de verdad. Semejante duda sólo se plantea entre los representacionalistas, es decir, entre aquellos que creen que para que un juicio sea verdad debe existir un objeto que lo «haga» verdadero. Los no representacionalistas, como Davidson o yo, e incluso algún casi-representacionalista como Putnam, nos contentamos con pensar que «El amor es mejor que el odio» es un candida to para el valor de verdad igual de bueno que «La energía es siempre igual a la masa por el cuadrado de la velocidad de la luz». 27. Cito la versión inglesa del trabajo de Wellmer «Truth, Contingency, and Modemity» que por ahora sólo ha aparecido en francés.
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sacaría de la celda en que está preso, dijese «a pesar de todo, es una buena herramienta». Imagínenlo ahora, tras intentar infructuosamente convencer a los guardias para que lo dejen salir a fin de poder volver a ocupar su cargo de líder de la resistencia, diciendo «a pesar de todo, éstos son buenos argumentos». Mi problema se intensifica al formularme la pregunta de si mis pretensiones de verdad «trascienden mi contexto cultural local». Como no puedo comprender qué significa aquí «trascendencia», no tengo claro si lo hacen o no. Y es que ni siquiera comprendo qué sentido tiene decir que mi afirmación «tiene una pretensión de verdad». Cuando creo que p, y formulo esa creencia afirmándola en el curso de una conversación, ¿estoy realmente haciendo una pretensión? ¿Qué valor tiene decir que estoy haciendo algo semejante? ¿Qué añade decir tal cosa a la afirmación de que —para decirlo con Peirce— estoy informando a mi interlocutor acerca de mis hábitos de acción e indicándole el modo de predecir y controlar mi futura conducta conversacional y no conversacional? En según qué situación, también podría ocurrir que en realidad le estuviera invitando a mostrar su desacuerdo conmigo contándome sus diferentes hábitos de acción; podría estar sugiriéndole que estoy preparado para razonar mi creencia; podría estar tratando de causarle buena impresión, y mil cosas más. Como nos recordó Austin, uno hace muchas cosas cuando hace una afirmación que puede ser interpretada como formando parte del toma y daca que establece con su interlocutor. Este toma y daca consiste, aproximadamente, en un ajustamiento recíproco de nuestra conducta, una coordinación estratégica de nuestra conducta que puede resultar mutuam ente provechosa. Obviamente, si tras afirmar p alguien me pregunta si creo que p es verdad, diré «sí, lo creo». Pero a continuación me preguntaré, con Wittgenstein, qué sentido tenía hacer esa pregunta. ¿Está poniendo en duda mi sinceridad? ¿Está expresando incredulidad respecto a mi capacidad de ofrecer razones a favor de mi creencia? Puedo
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tratar de desenmarañar un poco el asunto pidiéndole el motivo de su pregunta. Si a ello responde «tan sólo quería asegurarme de que estabas haciendo una pretensión de verdad que trasciende el contexto», me va a dejar desconcertado. ¿De qué quiere asegurarse, exactamente? ¿Qué representaría para mí realizar una afirmación dependiente del contexto? Evidentemente, en el sentido trivial de que una afirmación puede que no siempre sea una proposición, todas las afirmaciones dependen del contexto. ¿Qué significaría, sin embargo, para la proposición afirmada depender del contexto, en oposición al acto de habla que es dependiente del contexto? No comprendo cómo es que gente como Haberm as y Wellmer, que han renunciado a la teoría de la verdad como correspondencia y que, por tanto, no pueden distinguir entre la pretensión de informar sobre un hábito de acción y la pretensión de representar la realidad, pueden trazar tal distinción entre dependencia contextual e independencia contextual. La mejor explicación que se me ocurre es que creen, en palabras de Wellmer, que «siempre que hacemos una pretensión de verdad sobre la base de lo que consideramos unos buenos argumentos o una evidencia convincente, entendemos que las condiciones epistémicas imperantes aquí y ahora son ideales en el siguiente sentido: presuponemos que, en el futuro, no surgirá ningún argumento o evidencia que ponga en cuestión nuestra pretensión de verdad». O, como también dice Wellmer: «contar con que las razones y evidencias son convincentes significa excluir la posibilidad de que, con el tiempo, se demuestre que eran erróneas». Si eso es lo que conlleva hacer una pretensión de verdad que trasciende el contexto, entonces yo jamás he hecho ninguna. No sabría cómo excluir la posibilidad que Wellmer describe. Ni tampoco sabría cómo dar por sentado que, en el futuro, no aparecerán argumentos o evidencia que pondrán en duda mis creencias. Lo que yo quiero saber, confiando una vez más en el principio pragmatista fundamental que dice que cualquier diferencia tiene que ser relevante en el orden práctico, es si ese
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«excluir» y ese «dar por sentado» son cosas que puedo decidir hacer o no. En caso afirmativo, querré saber más detalles sobre el modo de realizarlas. En caso negativo, voy a considerarlas vanas. Otra manera de formular la observación que ahora me interesa hacer es preguntarse: ¿qué diferencia hay entre, por un lado, un metafísico partidario de una teoría de la verdad como correspondencia que me dice que, lo sepa o no, lo admita o no, mis enunciados equivalen automáticamente, me guste o no, a una pretensión de representar con precisión la realidad y, por otro lado, mis compañeros peirceanos que me aseguran que equivalen automáticamente, me guste o no, a una exclusión de posibilidades o a una presuposición sobre lo que nos depara el futuro? En ambos casos se me dice que estoy presuponiendo algo que, por más que reflexione, no consigo ver que crea. Ahora bien, es difícil distinguir la noción de «presuposición» de la noción de «redescripción de la persona A en el lenguaje de la persona B» cuando aquélla sirve también p ara creencias que niega con rotundidad la persona que presuntamente está presuponiendo. Si A es capaz de explicar con sus propios términos lo que está haciendo y por qué lo está haciendo, ¿qué derecho' tiene B de decir «No, lo que A está haciendo realmente es...»? En el caso en cuestión, nosotros los deweyanos creemos que disponemos de un procedimiento perfectamente válido de describir nuestra propia conducta —conducta que Habermas, por cierto, aprueba— evitando la utilización de términos como «universal», «incondicional» o «trascendencia». Me parece estar acorde con el espíritu de la crítica de Peirce a la «duda ficticia» de Descartes plantear la cuestión de si no estaremos tratando aquí también con nna «trascendencia ficticia», una especie de respuesta ficticia a la duda ficticia. La duda real, dijo Peirce, surge cuando uno prevé la aparición de un determinado problema si actúa de acuerdo con el hábito de acción que es la creencia. (Tal dificultad puede consistir, por ejemplo, en tener que dejar de afirmar ciertas proposiciones que son rele
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vantes y conflictivas al mismo tiempo.) Se da auténtica trascendencia, diría yo, cuando uno dice: «estoy preparado para justificar esta creencia, no sólo ante gente que comparte estas premisas conmigo, sino también ante mucha otra gente que no las comparte, pero con la cual sí comparto otras».28 La cuestión de si estoy preparado o no constituye un problema práctico concreto que resuelvo, por ejemplo, imaginando las distintas respuestas que tendrían otras audiencias ante mi afirmación de que p, y ante mi subsiguiente conducta. Claro que los experimentos mentales de este tipo tienen sus límites. No puedo figurarme estar defendiendo mi afirmación ante cualquier posible audiencia. Y eso, en primer lugar, porque normalmente soy capaz de imaginar audiencias ante las cuales consideraría absurdo tratar de justificar mi creencia. (Intenten defender sus creencias sobre la justicia ante unos neandertales, o ante unos guardias nazis; o intenten defender sus creencias sobre los quarks ante Aristóteles, o sus creencias sobre trigonometría ante un niño de tres años.) Y, en segundo lugar, porque un buen pragmatista no debería utilizar jamás la expresión «todos los posibles...». Un buen pragmatista no sabe cómo im aginar o cómo descubrir los límites de posibilidad de nada. En realidad, no puede ni figurarse qué sentido podría tener tratar de realizar tal hazaña. ¿Bajo qué circunstancias sería importante considerar la diferencia entre «todos los X en que puedo pensar» y «todos los X posibles»?29 ¿De 28. Imagínense a un abogado diciendo lo siguiente a un grupo de ejecu tivos de una multinacional y clientes suyos: «Me temo que mi informe se basa en un artículo corto, peculiar y curioso del Código Napoleónico. Por tanto, si bien éste es un caso fácil de ganar en Francia, Costa de Ivori y Louisiana, dudo que pueda hacer nada por ustedes en los tribunales de Gran Bretaña, Alemania, Ghana o Massachusetts, por ejemplo.» Tras lo cual, estos ejecutivos deciden con sultar a otro abogado, mejor que el primero, que les dice: «Puedo trascender (transcend) eso; dispongo de un argumento que funcionará en los tribunales de casi todos los países excepto Japón y Brunei.» 29. Alguien podría responder semejante pregunta diciendo que es impor tante en matemáticas. En matemáticas no nos limitamos a decir sólo que todos los triángulos euclidianos dibujados hasta ahora tienen unos ángulos interiores que en total suman 180 grados, sino que decimos que tal es el caso para todos
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qué modo podría ello suponer una diferencia relevante en el orden práctico? Llego por tanto a la conclusión que, para los pragmatistas al menos, no es posible distinguir como hace Wellmer entre afirmaciones dependientes del contexto y afirmaciones independientes del contexto. Como no se me ocurre nada mejor, creo que lo que deberíamos hacer ahora es preguntam os por qué Wellmer, Apel y Habermas piensan que vale la pena trazar esa distinción. La res puesta es, claro está, que quieren evitar el «relativismo» que supuestamente implica el contextualismo. Por tanto, a continuación paso a considerar lo que Wellmer llama «la antinomia de la verdad», el choque entre las intuiciones relativistas y las intuiciones absolutistas. 6.
¿Deben ser relativistas los pragmatistas?
Hacia el comienzo de su «Truth, Contingency and Modemity», Wellmer escribe lo siguiente: Si entre los miembros de distintas comunidades lin güísticas, científicas o culturales existe un desacuerdo irresoluble respecto a, por ejemplo, la posibilidad de jus tificar pretensiones de verdad, respecto a los criterios de argumentación o de soporte evidencial, ¿puedo aún supo ner que —en algún lugar— existen los modelos correctos, los criterios adecuados, en definitiva, que hay una verdad objetiva del asunto? ¿O en vez de ello debería pensar que la verdad es «relativa» a las culturas, a los lenguajes, a las comunidades, relativa incluso a las personas? Mientras que, por un lado, el relativismo (la segunda alternativa) los triángulos posibles. Con todo, como nos recuerda Wittgenstein en Observa ciones sobre los fundamentos de la matemática, el valor de que esta afirmación haya contemplado el reino de las posibilidades es sólo que ya no vamos a tratar de justificar determinadas afirmaciones ante cierta gente: nadie discute de geo metría euclidiana con gente que se obstina en conseguir la cuadratura del círculo y el doblamiento del cubo. Una vez desechamos, con Quine y Wittgens tein, las distinciones analítico-sintético y lenguaje-hecho, ya no podemos sentir nos igual de cómodos que antes con la distinción entre «todos los Xs posibles» y «todos los Xs que hasta ahora hemos concebido».
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parece ser inconsistente, por otro, el absolutismo (la pri mera alternativa) parece implicar presupuestos metafísicos. A esta situación la vamos a llamar la antinomia de la verdad. Sea bien mediante el intento de demostrar que el absolutismo no es necesariamente metafísico, o por medio del intento de demostrar que no es necesario que la crítica del absolutismo lleve al relativismo, en las últi mas décadas, en filosofía, se han llevado a cabo esfuerzos muy importantes a fin de resolver esta antinomia.
Mi problema con la antinomia de Wellmer es que no creo que negar la existencia de «los modelos correctos» deba llevar a nadie a sostener que la verdad (en tanto que opuesta a la justificación) es «relativa» a algo. En mi opinión, si no se creyera que la única razón que tenemos para justificar mutuamente nuestras creencias es que semejante justificación aumenta las probabilidades de que éstas sean verdad, nadie pensaría jamás que la crítica del absolutismo conduce al relativismo. No veo razón alguna para pensar que tal justificación aumenta las probabilidades de que nuestras creencias sean verdad. Pero ello tampoco me preocupa, puesto que no creo que nuestras prácticas de justificación precisen de ninguna justificación. Si tengo razón al decir que la única función indispensable de la palabra «verdadero» (o de cualquier otro término normativo indefinible, como por ejemplo «bueno» o «correcto») es advertir, alertar del peligro, señalar hacia unas situaciones imprevisibles (futuras audiencias, futuros dilemas morales, etc.), entonces no tiene mucho sentido preguntarse si la justificación conduce o no a la verdad. La justificación ante un número cada vez mayor de audiencias lleva a una reducción cada vez mayor del peligro de refutación y, de este modo, a una reducción cada vez mayor de la necesidad de tomar precauciones. («Si lograra convencer a ellos», solemos decimos, «entonces sería capaz de convencer a cualquiera».) Pero decir que la justificación conduce a la verdad es algo que sólo podría ser dicho si, de algún modo, pudiéramos proyectamos desde el nivel de lo condicionado hasta el nivel de lo incondicionado, desde el
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nivel de todas las audiencias imaginables hasta el nivel de todas las audiencias posibles. Una proyección de este tipo tiene algún sentido para alguien que crea en la convergencia. Porque creer en ella es concebir el espacio de razones como finito y estructurado, de modo que, cuantas más audiencias quedan satisfechas más y más miembros de un conjunto finito de posi bles objeciones van quedando descartados. Si uno es repre sentacionalista tenderá a concebir así el espacio de razones porque concebirá la realidad (o al menos la parte espacio temporal relevante para la mayor parte de los intereses humanos) como finita, como empujándonos fuera del error en dirección a la verdad, como produciendo en nosotros representaciones cada vez más precisas de ella y disuadiéndonos de las imprecisas.30 Pero si uno considera que el conocimiento no es correspondencia con la realidad, entonces es más difícil ser convergentista y concebir el espacio de razones como finito y estructurado. Mi opinión es que Wellmer desea proyectarse de lo condicionado (nuestras experiencias afortunadas al intentar justificar nuestras creencias) a lo incondicionado (la verdad). La gran diferencia entre él y yo es que yo res pondo a la pregunta «¿representan nuestros principios liberales y democráticos solamente uno de los muchos juegos de lenguaje político posibles?» con un «sí» incondicional. Para Wellmer, en cambio, «se puede justificar un “no” condicionado, y por justificación no quiero decir justificación para nosotros, sino justificación a secas». Es justamente la idea de «justificación a secas», creo, lo que provoca que Wellmer se comprometa con la tesis de que el espacio lógico del razonar es finito y estructurado. Por eso, yo le urgiría a abandonar esta última tesis por las mismas razones que él abandonaba el convergen tismo de Apel y Habermas. Pero, curiosamente, tales 30. Eso de que los objetos empujen hacia las verdades es una metáfora que suena mejor en física que en ética o estética. Por esa razón los representacionalistas son con frecuencia «antirrealistas» con relación a estas últimas dis ciplinas y, en cambio, reservan a las partículas elementales la función de hacer que las afirmaciones sean verdaderas, pues estas partículas parecen ser unos candidatos más aptos para empujar hacia la verdad que los valores.
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razones son casi las mismas razones que él ofrece para su «"no” condicionado». Estoy completamente de acuerdo con la idea central que Wellmer ofrece en defensa de su respuesta, a saber, que la idea misma de juegos de lenguaje incompatibles y recíprocamente ininteligibles es una ficción absurda y que, llegado el caso, los representantes de tradiciones y culturas distintas siempre encuentran el modo de hablar sobre sus diferencias.31 Estoy totalmente de acuerdo con Wellmer en que «la racionalidad —en cualquier sentido relevante del término— no puede terminarse en la frontera de juegos de lenguaje cerrados (puesto que no existe nada parecido)». Las discrepancias surgen cuando, después de un pu nto y coma, Wellmer finaliza la frase diciendo: «pero entonces la contextualidad etnocéntrica de toda argumentación es perfectamente compatible con el hecho de tener pretensiones de verdad que trascienden el contexto —local o cultural— en el que aparecen y en el cual pueden ser justificadas». Yo habría terminado la frase de otro modo: «pero entonces la contextualidad etnocéntrica de toda argumentación es perfectamente compatible con tener la pretensión de que una sociedad liberal y democrática pueda reunir, incluir, todo tipo de distintos ethnoi». Podríamos resumir el desacuerdo entre Wellmer y yo de la siguiente forma: los dos estamos de acuerdo en que una de las razones para preferir la democracia es que nos permite construir contextos de discusión cada vez mejores y mayores. Pero yo me detengo aquí y él, en cambio, prosigue. Él añade que semejante razón no sólo constituye una justificación para nosotros, sino que además es una «justificación a secas». Cree que «los principios democráticos y liberales de la modernidad» deberían, «pese a Rorty», ser «entendidos en sentido universalista». Mi problema, claro, es que yo no puedo entenderlos así. Los pragmatistas como yo somos incapaces de figu31. Ésta es la observación que hace Davidson en «The Very Idea of a Conceptual Scheme».
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ramos la manera de resolver la cuestión de si entendemos la justificación sólo como una «justificación para nosotros» o bien como «una justificación a secas». Para mí, eso es como tratar de resolver la cuestión de si pienso que mi bisturí u ordenador es «una buena herramienta para esta tarea» o bien creo que es «una buena herramienta, a secas». En este punto, sin embargo, uno podría imaginar a Wellmer replicando: «Pues peor para el pragmatismo. Cuando una concepción no te permite entender una distinción que todo el mundo comprende, es que debe haber algo equivocado en ella.» A lo cual yo contestaría: sólo tienes derecho a trazar tal distinción si puedes res paldarla con otra distinción entre lo que parecen buenas razones para nosotros y lo que parecen buenas razones para una especie de tribunal de la razón kantiana ahis tórico. Ahora bien, tú mismo te privaste de tal posibilidad al renunciar al convergentismo y, por consiguiente, al sustituto no metafísico de ese tribunal; es decir, la idealización llamada «situación comunicativa no distorsionada». Estoy de acuerdo con Wellmer en que «muy posiblemente las instituciones democráticas y liberales sean las únicas instituciones que pueden coexistir con un reconocimiento de la contingencia y, aun así, ser capaces de reproducir su propia legitimidad»; eso al menos si uno interpreta que «reproducir su propia legitimidad» significa algo parecido a «relacionar la concepción de la situación de los seres humanos en el universo con la práctica política». No creo, sin embargo, que el reconocimiento de la contingencia sirva de «justificación a secas» para la política democrática, puesto que no creo que realice lo que Wellmer asegura que efectúa, a saber, «destruir las bases intelectuales del dogmatismo, el fundacionalismo, el autoritarismo y la desigualdad legal y moral». Para mí el dogmatismo o la desigualdad no tienen «unas bases intelectuales». Un intolerante partidario de un trato desigual hacia los negros, las mujeres y los homosexuales en beneficio de los hombres blancos normales no
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tiene ninguna necesidad de apelar a la negación de la contingencia por medio de un a teoría metafísica sobre la verdadera naturaleza de los seres humanos. Podría hacerlo, ciertamente, pero también podría convertirse en pragmatista. Un intolerante puede decir lo mismo que yo (inspirándose en Nietzsche y Foucault): que el único problema real es el problema del poder, la cuestión de saber qué comunidad heredará la tierra, si la mía o la de mi adversario. La elección que hacemos de una comunidad para tal función se entreteje con la idea que tenemos sobre qué entendemos por audiencia competente.32 Por sí mismo, el hecho de que no haya juegos de lenguaje mutuamente ininteligibles no contribuye mucho a demostrar que las disputas entre racistas y antiracistas, entre demócratas y fascistas puedan ser resueltas sin recurrir a la fuerza. Los dos bandos pueden coincidir en afirmar que, a pesar de que entienden a la perfección lo que el otro dice y comparten puntos de vista en la mayoría de los temas (quizá incluso en el del reconocimiento de la contingencia), no parece posible llegar a un acuerdo en el caso en disputa. Parece pues que vamos a tener que arreglar las cosas a tiros —dicen al tiempo que desenfundan sus pistolas. Mi respuesta a la pregunta de Wellmer sobre si «los principios democráticos y liberales definen tan sólo uno de los muchos juegos de lenguaje político posibles» es «sí, si el valor de la pregunta consiste en preguntar si existe algo en la naturaleza del discurso que singularice ese juego». No puedo reconocerle otro valor a esa pregunta; además, creo que deberíamos conformamos con decir que no hay ninguna tesis filosófica sobre la contingencia o la verdad que pueda contribuir de forma decisi va a favor de la política democrática. 32. Desarrollo con más detenimiento este tema en «Putnam and the Relativist Menace», Journal of Philosophy, vol. 90, septiembre, 1993. En ese ar tículo arguyo que Putnam y yo compartimos la misma idea sobre qué debe con siderarse un buen argumento; a saber, aquél que satisface a una audiencia de liberales antiprohibicionistas como nosotros, y que mi concepción no es menos relativista que la suya, a pesar de mi explícito etnocentrismo.
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Con «decisiva» me refiero a lo que Apel y Habermas pretenden realizar: convencer al antidem ócrata de que ha incurrido en una autocontradicción performativa. Lo máximo que la insistencia en la contingencia puede hacer por la democracia es suministrar una idea controvertida más a favor de la democracia; asimismo, insistir, por ejemplo, en que sólo la raza aria se halla en sintonía con la naturaleza necesaria e intrínseca de las cosas puede tan sólo suministrar una idea controvertida más a favor de este otro bando. Es cierto que no puedo tom arme esta última idea en serio, pero tampoco creo que haya nada de autocontradictorio en la negativa del nazi a considerar mis opiniones seriamente. Podría ser, por consiguiente, que tuviéramos que desenfundar las pistolas. 7.
¿Unifican la razón las presuposiciones universalistas?
Yo no comparto la opinión de Habermas de que algunas disciplinas como la filosofía, la lingüística o la psicología evolutiva pueden hacer mucho por la política democrática. Concibo el desarrollo de las convenciones sociales que alegran tanto a Habermas como a mí como un mero y afortunado accidente. Aunque me gustaría pensar que estoy equivocado. Acaso Habermas tenga razón y el desarrollo gradual de esas convenciones ilustra verdaderamente un modelo universal de desarrollo filogénico u ontogénico: un modelo representado con fidelidad por la reconstrucción racional de competencias que ofrecen distintas ciencias humanas e ilustrado por la transición de sociedades «tradicionales» a sociedades modernas «racionalizadas».33 33. Tiendo a estar de acuerdo con Vincent Descombes (en el último capí tulo de su libro, The Barometer of Modem Reason, Nueva York, Oxford: Oxford University Press, 1993) en que la distinción de Weber responde a un uso injusto e interesado del término «racional». Con todo, estoy dispuesto a admitir que si Chomsky, Kohlberg y el resto sobreviven a la crítica actual, entonces sus afir maciones sugerirán que Weber no iba mal encaminado.
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Con todo, a diferencia de Habermas, a mí no me afectaría lo más mínimo si las propuestas actuales de las ciencias humanas fuesen retiradas: si, por ejemplo, una revolución conexionista en inteligencia artificial refutase las ideas universalistas de Chomsky sobre competencia comunicativa;34 si resultara que no se pueden reproducir los resultados empíricos de Piaget y Kohlberg, etc. No veo qué importancia podría tener que aquí hubiera o no un modelo universal. Me tiene sin cuidado que la política democrática sea o no la expresión de algo profundo, o que no exprese nada mejor que algunas esperanzas surgidas de ninguna parte que entraron en los cerebros de un grupo de gente notable que, por razones desconocidas, se hicieron populares. Habermas y Apel piensan que el camino de creación de una comunidad cosmopolita pasa por estudiar la naturaleza de algo llamado «racionalidad» que todos los humanos comparten, algo que en realidad se encuentra ya en su interior, pero que todavía no alcanzan a reconocer suficientemente. Por eso se deprimirían tanto si, con el tiempo, perdieran vigencia las propuestas de Chomsky, Kohlberg, etc. Supongan, en cambio, que decimos que todo a lo que esa racionalidad equivale —todo lo que distingue a los seres humanos de las otras especies animales— es reducible a la capacidad de usar el lenguaje y, en consecuencia, a la capacidad de tener actitudes preposicionales, deseos y creencias. Parece lógico añadir que tan 34. Quizá sea bueno subrayar que una de las presuposiciones de la comunicación que Habermas menciona —la atribución de significados idénticos a las expresiones— está en peligro por el argumento que Davidson ofrece en «A Nice Derangement of Epitaphs», según el cual las estrategias de interpretación holística dictadas por el principio de caridad hacen innecesaria esa atribución. El argumento de Davidson de que no existe nada semejante a un dominio del lenguaje en el sentido de una interiorización de un conjunto de convenciones sobre lo que las cosas significan armoniza perfectamente con la actual crítica «conexionista» al «cognitivismo» del MIT y, por tanto, al universalismo de Chomsky. Puede que lo que Habermas quiere decir con «atribución de significa dos idénticos» sea lo mismo que quiere decir Davidson con «ser caritativo»; si fuera así, como la caridad no es opcional tampoco lo sería esa atribución. Como es automática, nadie podría ser condenado por no actuar de acuerdo con ella. Por consiguiente, no podría servir de base para una acusación de autocontradicción performativa.
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po p o cas ca s r a z o n e s h ay p a r a e s p e rar ra r q ue tod to d o s los o rgan rg anis ism m os que comparten esa habilidad formarán una sola comunidad de justificación, como esperar que esa comunidad reúna a todos los organismos capaces de andar largos recorridos, permanecer monógamos o digerir vegetales. Si consideráramos que la capacidad de usar el lenguaje, como el pulgar prensil de la mano, no es más que uno de esos esos trucos que los organismos ha hann desarrollado pa para ra acrecentar sus posibilidades de sobrevivir, entonces no esperaríamos que la capacidad de comunicar cree una sola comunidad de justificación. Si combinamos este punto de vista darwiniano con una actitud holista hacia la intencionalidad y el uso del lenguaje presente en Wittgenstein y Davidson, entonces diremos que no existe uso del lenguaje sin justificación, que no existe capacidad de creer sin capacidad de argumentar qué creencias cabe tener. Pero eso no es lo mismo que decir que la capacidad de usar el lenguaje, de tener creencias y deseos implica el deseo de justificar las creencias de uno ante cualquier organismo organismo que encuentre y utilice un lenguaje. No es lo mismo que decir que cualquier usuario us uario del lenguaje que pase por po r la cal calle le va a ser tratado tratad o como miembro de una audiencia competente. Al contrario, las personas humanas normalmente se dividen en comunidades de justificación mutuamente sospechosas (grupos mutuamente exclusivos, pero no mutuamente ininteligibles) en función de la presencia o ausencia de un solapamiento suficiente de creencias y deseos. La principal fuente de conflicto entre comunidades humanas es la creencia de que no tengo por qué darte ningu nin guna na justificación de mis creencias creencias o molestarme mo lestarme a averiguar qué creencias alternativas puedes tener tú, pu p u e s to q u e eres er es u n infiel, infi el, u n ex extr tran anje jero ro,, u n a mujer mu jer,, u n niño, un esclavo, un pervertido, o un intocable. En definitiva, no eres «uno de nosotros», ni un ser humano realt el pa el para radi digm gmaa de los seres humanos, aquellos cuyas opiniones debemos tratar con respeto. La tradición filosófica ha intentado reducir la distancia entre las comunidades exclusivistas afirmando que,
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entre infieles y auténticos creyentes, entre señores y esclavos, entre hombres y mujeres, existe más solapamiento del que, en principio, podríamos pensar. Porque, como dijo dijo Aristó Aristóte tele les, s, todos los seres hu hum m ano anoss desean po porr natu na tu-raleza saber. Ese deseo reúne a los seres humanos en una comunidad universal de justificación. Para un pragmatista, sin embargo, este dictum dictum aristotélico está equivocado, pues pu es en enla laza za tre tr e s co cosa sass d isti is tinn tas ta s al m ism is m o tiem ti empo po:: la ne nece ce-sidad de relacionar con coherencia nuestras propias creencias, la necesidad del respeto de nuestros semejantes y la curiosidad. No N o s o tro tr o s los lo s p r a g m a tis ti s tas ta s o p ina in a m o s q ue si la ge gent ntee relaciona coherentemente sus creencias es porque no pu p u ed edee d e jar ja r de h acer ac erlo lo,, n o p o r q u e a m e la ve verd rdad ad.. N u eses tras mentes no pueden soportar la incoherencia más de lo que nuestros cerebros pueden soportar el sustrato neu roquímico que esté en su base. Así como nuestras redes neurales están presumiblemente condicionadas y, en parte, construidas por algo parecido a los algoritmos que los pro p rogg r a m a d o res re s de o r d e n a d o res re s u t iliz il izaa n en el p r o c e s a miento de información distribuido en paralelo, asimismo, nuestras mentes están condicionadas por la necesidad de enlazar nuestras creencias y deseos en un todo razonablem razon ablem ente perspic pers picuo uo.3 .355 Por Po r eso eso no podem po demos os «desear creer», o sea, creer lo que nos gusta independientemente de qué otras cosas creamos. Por esa razón, por ejemplo, nos es tan difícil mantener las creencias religiosas en un compartimiento separado del de las científicas y también 35. La noción noc ión «M «MIT IT»» de «competencia «competen cia comunicativa», comun icativa», asociada asocia da a Chomsky y Fodor, está siendo gradualmente desplazada, dentro del campo de la inteligencia artificial, por la concepción «conexionista» que sostienen aquellos que consideran que el cerebro no contiene diagramas de flujo de datos rígida mente implementados de la clase que construían los programadores «cognitivis tas». Los conexionistas sugieren que las únicas estructuras biológicamente uni versales del cerebro son unas estructuras que no pueden ser descritas en térmi nos de diagramas de flujo de datos etiquetados con los nombres de las «clases naturales» naturales» de las las cosas cosa s y las las palabras. palabras. Así pues, cae la noción noc ión de «competencia «comp etencia comunicativa», como aquello que tienen en común todas las comunidades lin güísticas humanas, dando paso a la noción de «suficientes conexiones neurales para que el organismo pueda ser programado como un usuario del lenguaje».
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po p o r ello n o s c u esta es ta tan ta n t o a isla is larr el res re s p e to h a c ia las la s ins in s titi tuciones democráticas del menosprecio hacia muchos (incluso la mayoría) de nuestros conciudadanos (en tanto que votantes). Por razones familiares desde Hegel, Mead y Davidson, la necesidad de relacionar coherentemente las pro pia p iass c ree re e n cias ci as n o p u e d e ser se r s e p a rad ra d a de la n e cesi ce sidd a d del respeto de nuestros semejantes. Nos es tan difícil tolerar el pensamiento de que nadie lleva bien el paso salvo nosotros, como tolerar el pensamiento de que creemos p creemos p y no/?. Necesitamos el respeto de nuestros semejantes po p o r q u e no p o d emo em o s c o n fia fi a r en n u e s tra tr a s p rop ro p ias ia s c ree re e n cias, ni podemos conservar nuestro autorrespeto si no estamos estamos h asta cierto cierto punto p unto seguro seguross de que nuestros interin terlocutores conversacionales están de acuerdo entre ellos respecto a ciertas proposiciones como «No está loco», «Es uno de nosotros», «Puede que tenga creencias extrañas en según qué temas, pero es razonable», etc. Esta interpenetración entre la necesidad de relacionar coherentemente las creencias entre ellas y la necesidad de relacionarlas coherentemente con las de la mayoría de nuestros semejantes es resultado del hecho de que, como dijo Wittgenstein, a fin de poder imaginar una forma de vida humana tenemos que imaginar no sólo un acuerdo en los significados sino también en los juicios. Davidson saca a relucir las consideraciones que respaldan la intuición de Wittgenstein: «La fuente última tanto de la objetividad como de la comunicación es el triángulo que pone en relación el hablante, el intérprete y el mundo, y determina así los contenidos del pensamiento y del habla.»3 habla .»366 Si nu estra es tra creencia creen cia no oc ocup upara ara un sitio en una red de creencias y deseos, entonces no sabríamos qué creer, ni tendríamos creencia alguna. Pero esa red tampoco existiría sin nuestra capacidad de aparear las características del entorno no humano que nos rodea con el asentimiento de otros hablantes a nuestras profe Donald Davidson, Davidson , «The «The Structure and Contení Conte ní o f Truth Truth», », Jo Journal of Philosophy, vol. 87, 1990, p. 325. 36.
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rencias, preferencias causadas por esas mismas características. La diferencia entre el uso que a Davidson y a mí nos gustaría hacer de la comprensión de Hegel y Mead de que nuestros yoes son por encima de todo dialógicos —de que no existe ningún núcleo privado sobre el que construir— y el uso que Apel y Habermas realizan de ella puede ser hecha explícita dando una ojeada a la frase immediatamente posterior a la que hace un momento cité de Davidson: «Dada esta fuente —dice Davidson— no existe sitio pa p a r a u n co conn cep ce p to rela re lati tivv iza iz a d o de ve verda rdad.» d.» Lo que Davidson quiere decir es que la única clase de filósofo que podría tomarse en serio la idea de que la verdad es relativa a un contexto, y en particular a una elección entre comunidades humanas, es la de aquel que cree que «estar en contacto con una comunidad humana» es opuesto a «estar en contacto con la realidad». La idea de Davidson de que no puede haber lenguaje sin triangulación apunta precisamente a la imposibilidad de trazar esa oposición. No es posible tener lenguaje o creencias sin estar en contacto con ambas cosas, con una comunidad humana y humana y con con una realidad no humana. No existe ninguna posibilidad de acuerdo sin verdad, ni de verdad sin acuerdo. La mayoría de nuestras creencias tienen que ser verdaderas, dice Davidson, porque atribuir a una persona creencias en su mayor parte falsas significaría que, o bien no hemos traducido bien sus señales y ruidos o bien que esa persona no tiene creencias de ningún tipo, que no habla en realidad ningú n ingúnn lenguaje. lenguaje. Por una un a razón razó n simil similar ar,, la mayoría de nuestras creencias también tienen que aparecer como justificadas ante los ojos de nuestros seme jan ja n tes: te s: de no s e r así, si n u e s tro tr o s sem se m ejan ej ante tess n o p u d i e r a n atribuim atribuim os una red en su mayor m ayor parte coherente de coherente de creencias y deseos, entonces tendrían que concluir que, o bien nos han entendido mal o bien no hablamos su lenguaje. La coherencia, la verdad y la comunidad se complementan; y ello no porque la verdad tenga que ser definida en términos de coherencia y no en términos de correspon-
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dencia, en términos de práctica social y no en términos de hacer frente a fuerzas no humanas, sino simplemente po p o r q u e a t r i b u i r u n a c ree re e n cia ci a es a t r i b u i r a u t o m á tic ti c a m e n te un lugar en un conjunto en gran parte coherente de creencias mayoritariamente verdaderas. Pero decir que sin comunidad no hay contacto, a través de la creencia y el deseo, con la realidad —ni verdad— no es aún decir nada acerca de los rasgos que po p o s ee la c o m u n ida id a d en c u esti es tióó n . P a r a los fines fin es da davi vids dso o nianos, una comunidad radicalmente exclusivista —com pu p u e s t a sólo só lo de sace sa cerd rdot otes es,, a ris ri s tóc tó c rat ra t a s , m ach ac h o s o b l a n cos— cos— es igual igual de de buena que cualqu cu alquier ier otro tipo tipo de comucom unidad. Ésa es la diferencia entre lo que Davidson cree po p o d e r o b t e n e r de la refl re flex exió iónn a c e rca rc a de la n a tur tu r a lez le z a de dell discurso y lo que Apel y Habermas creen poder sacarle. Estos últimos piensan que podemos aprender de ella algo más que la simple comprensión del hecho que sin justificación a los ojos de una comunidad no existen creencias, ni personas, ni verdad. Creen posible obtener de ella un argumento a favor del proyecto inclusivista, un argumento según el cual quien se oponga a este proyecto incurrirá en autocontradicciones performativas. Davidson, por el contrario, piensa que cualquier comunidad de justificación sirve para convertir a alguien en usuario del lenguaje o creyente, sin importar lo «distorsionada» que Apel y Habermas puedan considerar la comunicación en esa comunidad. Desde el punto de vista de Davidson, la filosofía del lenguaje se agota antes de llegar a los imperativos morales que conforman la «ética discursiva» de Apel y Habermas. Apel y Habermas articulan la necesidad de coherencia y justificación que exige el uso del lenguaje con el compromiso de lo que ellos llaman «validez universal». Tan sólo podemos actuar de acuerdo con este compromiso aspirando al tipo de comunicación libre de dominación que no puede darse darse mientras m ientras aún aú n haya comunidades hum hu m an anas as ex excl clus usiv ivis ista tas. s. Ni pa para ra Davidson Davidson ni pa para ra mí m í tiene función alguna la tesis de que cualquier acción comunicativa contiene una pretensión de validez universal, ya
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que para nosotros esta supuesta «presuposición» no juega ningún papel en la explicación de la conducta lingüística. Juega, ciertamente, un papel en la explicación de la conducta lingüística y no lingüística de una pequeña minoría de seres humanos, aquellos que pertenecen a la tradición inclusivista, universalista y liberal de la Ilustración europea. Pero esta tradición, trad ición, a la cual Davidson Davidson y yo estamos igual de vinculados que Apel y Habermas, no recibe ningún apoyo de la reflexión sobre el discurso como tal. Los usuarios del lenguaje que pertenecemos a esa tradición minoritaria somos moralmente superiores a aquellos que no pertenecen a ella, pero eso no implica que estos últimos sean menos coherentes que nosotros en su uso del lenguaje. Apel y Habermas invocan la presuposición de validez universal para pasar de la obligación de justificación a la disposición de someter las propias creencias a la inspección de todos y cada uno de los usuarios del lenguaje, incluyendo a esclavos, negros y mujeres. Ven el deseo de verdad, concebido como el deseo de pretender validez universal, como un deseo de justificación universal. Como yo lo veo, sin embargo, lo que estos dos filósofos hacen es inferir incorrectamente de «no podemos utilizar un lenguaje sin invocar un consenso en el interior de una comunidad de otros usuarios del lenguaje» la tesis de que «no podemos utilizar consistentemente un lenguaje sin extender antes esa comunidad a todos los usuarios del lenguaje». Esa inferencia es incorrecta, creo. Para mí, sólo la curiosidad puede puede realizar el papel que Aristóteles, Peirce, Apel y Habermas han asignado al deseo de conocimiento (y de verdad). Empleo este término para designar el afán de expandir los horizontes de investigación que uno tiene —en tod to d a s las la s á rea re a s de la lógi ló gica, ca, la é tic ti c a y la l a físic fís ica— a— a fin de abarcar nuevos datos, hipótesis, terminologías, etc. Semejante afán hace subir al mismo tren al cosmopolitismo y a la política democrática. Cuanta más curiosidad tengamos, más interés vamos a mostrar por hablar con
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extraños, infieles y con cualquier otra persona que pretenda saber algo que no sabemos, que pretenda estar en posesión de ciertas ideas que a nosotros jamás se nos ocurrieron. 8.
¿Comunicar o educar?
Quien crea que el deseo y la posesión tanto de la verdad como de la justificación son inseparables del uso del lenguaje y, al mismo tiempo, se resista a aceptar que uno pueda emplear ese deseo para acusar a los miembros de comunidades exclusivistas de cometer autocontradicción performativa, entenderá que las comunidades inclusivis tas se basan en procesos humanos contingentes tales como la nerviosa curiosidad de esos individuos excéntricos que llamamos «intelectuales»; el deseo de matrimonio más allá de los límites de la casta o la tribu que provoca el deseo erótico; la necesidad de comerciar más allá de tales límites debido a la escasez de sal o de oro en el propio territorio; la posesión de riqueza, seguridad, educación e independencia en suficiente medida como para que el autorrespeto ya no dependa más del hecho de form ar parte de una comunidad exclusivista (ya no dependa más, por ejemplo, de no ser un infiel, un esclavo o una mujer), etc. Acaso el incremento de comunicación entre comunidades anteriormente exclusivistas que estos procesos contingentes producen pueda, gradualmente, llegar a crear universalidad. Pero no veo en qué sentido podría ese incremento equivaler al reconocimiento de una universalidad previamente existente. Los filósofos que, como Habermas, se preocupan por las implicaciones antiilustradas de las concepciones que ellos llaman «contextualistas» ven en la noción de justificación, dado que esa noción es claramente relativa a un contexto, ya que uno se justifica ante una audiencia determinada, y la misma justificación no sirve para todas las audiencias, un peligro para el ideal de fraternidad humana. Habermas considera que el contextualismo es
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«sólo la otra cara del logocentrismo.»37 Según él, los contextualistas no son más que unos malos metafísicos enca prichados con la diversidad, y sostiene que «la prioridad metafísica de la unidad por encima de la pluralidad, y la prioridad contextualista de la pluralidad por encima de la unidad son cómplices secretos».38 Estoy de acuerdo con Habermas en que tan inútil es estimar la diversidad como la unidad. Pero estoy en desacuerdo con él respecto a la idea de que podemos emplear la pragmática de la comunicación para realizar con ella lo que los metafísicos esperaban realizar apelando al Uno plutiniano o a la estructura trascendental de la autoncon ciencia. Las razones de mi desacuerdo coinciden con las de Walzer, McCarthy, Benhabib, Wellmer y otros; razones muy bien resumidas en un artículo de Michael Kelly.39 Habermas sostiene que: la unidad de la razón sólo permanece perceptible en la pluralidad de sus voces, como la posibilidad de pasar en principio de un lenguaje a otro; un paso que, indepen dientemente de la frecuencia con que acontezca, es aún comprensible. Esta posibilidad de comprensión mutua, garantizada por el momento sólo de forma procedimental y realizada sólo transitoriamente, constituye el trasfondo para la diversidad existente de aquellos que se encuen tran, incluso cuando no consiguen entenderse entre sí.40
Estoy de acuerdo con Habermas —y en contra de Lyotard, Foucault y otros— en que no existen lenguajes inconmensurables; en que cualquier lenguaje es suscepti ble de ser aprendido por cualquiera capaz de usar otro lenguaje; en que Davidson está en lo cierto al denunciar la idea misma de esquema conceptual. Pero discrepo de 37. Habermas, Postmetaphysical Thinking, Cambridge Mass.: MIT Press, p. 50 (Pensamiento postmetafísico, Madrid: Taurus, 1990). 38. Ibíd., pp. 116-117. 39. «Maclntyre, Habermas and Philosophical Ethics», en Hermeneutics and Critical Theory in Ethics and Politics, ed. Michael Kelly, Cambridge, Mass.: MIT Press, 1990. 40. Postmetaphysical Thinking, p. 117.
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él sobre la relevancia que todo ello pueda tener para la utilidad de las nociones de «validez universal» y «verdad objetiva». Habermas opina que «lo que el hablante, aquí y ahora, en un contexto dado, afirma como válido, trasciende, de acuerdo con el sentido de su afirmación, todo criterio de validez meramente local y dependiente de contexto».41 Como antes dije, mi problem a es que no comprendo qué significa aquí «trasciende». Si lo que significa es que está pretendiendo decir algo verdadero, entonces la cuestión es saber qué diferencia hay entre decir que un enunciado S es verdadero y ofrecer, simplemente, una justificación diciendo «aquí tenéis mis razones para creer S». Para Habermas existe una diferencia importante. Según él, cuando alguien afirma S pretende decir la verdad, pretende representar la realidad, y esa realidad trasciende el contexto. «Con el concepto de realidad, al que necesariamente se refiere toda representación, presuponemos algo trascendente.»42 Habermas tiende a dar por sentado que las pretensiones de verdad son pretensiones de representar con exactitud y a sospechar de aquellos que, como Davidson y yo mismo, renuncian a la noción de representación lingüística. Por un lado, sigue los pasos de Sellars y, más que un escéptico o fundacionalista es un coherentista; por otro, empero, tiene dudas sobre el paso que yo deseo realizar del coherentismo al antirepresentacionalismo. Alaba más a Peirce que a Saussure por examinar «expresiones desde el punto de vista de su posible verdad y también desde el punto de vista de su comunicabilidad». A ello añade: desde la perspectiva de su capacidad de ser verdadera, una oración afirmativa se encuentra en relación epistémica con algo en el mundo: representa un estado de cosas. Al mismo tiempo, desde la perspectiva de su utilización en un acto comunicativo, se encuentra en relación con una posible interpretación por parte de un usuario del 41. 42.
Ibíd., p. 47. Ibíd., p. 103.
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lenguaje; es adecuada para la transmisión de informa ción.43
La concepción que yo defiendo, y que tomo de Davidson, propone olvidar la noción de «relación epistémica con algo en el mundo» y basamos simplemente en las relaciones causales corrientes que vinculan las preferencias con las condiciones ambientales de los emisores de tales proferencias. Según esta concepción, la idea de representación no añade nad a nuevo a la noción de transmisión de información. O, más exactamente, no añade nada a la noción de «tomar parte en la práctica discursiva de justificar las propias afirmaciones». Habermas considera que Putnam, como yo mismo, defiende una tercera postura en oposición a los metafísi cos de la unidad, por un lado, y a los entusiastas de la inconmensurabilidad, por el otro. Y define esa tercera postura como «el humanismo de aquellos que continúan la tradición kantiana buscando el modo de utilizar la filosofía del lenguaje para salvar un concepto de razón escéptico y postmetafísico».44 Cabe decir que las críticas de Putnam y Habermas a mi intento de hacer desaparecer un concepto de razón específicamente epistémico —el concepto según el cual sólo somos racionales si tratamos de representar fielmente la realidad— y reemplazarlo por el ideal puramente moral de la solidaridad son muy parecidas. Mi principal desacuerdo con Habermas y Putnam atañe a la cuestión de si las ideas regulativas de «comunicación no distorsionada» o «representación exacta de la realidad» pueden hacer algo más por los ideales de la Revolución Francesa de lo que puede la simple noción, dependiente del contexto, de «justificación». Algunas personas se preocupan por defender sus afirmaciones sólo ante determinada gente; otras se preocu pan, o aseguran preocuparse, por defender sus afirmaciones ante cualquiera. Y no estoy pensando aquí en la distinción entre discurso técnico especializado y discurso no 43. Ibíd., pp. 89-90. 44. Ibíd., p. 116.
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técnico. Me refiero más bien a la diferencia entre aquellas personas que desean defender sus concepciones ante esa gente que comparte con ellos determinados atributos —por ejemplo, la devoción a los ideales de la Revolución Francesa, o el hecho de pertenecer a la raza aria— y aquellas otras personas que dicen querer justificar su concepción ante cualquier usuario, real o posible, del lenguaje. Es cierto que hay gente que dice querer esto último. Pero yo no estoy tan seguro de que realmente lo quieran. ¿O es que pretend en justificar sus creencias ante usuarios del lenguaje de cuatro años de edad? Bueno, quizá lo pretendan, en el sentido de que les gustaría educar a esos niños de cuatro años en la apreciación de los argumentos a favor y en contra de las concepciones en cuestión. ¿Sostienen realmente la pretensión de justificar sus creencias ante individuos inteligentes pero con convicciones nazis, individuos que piensan que antes que nada uno debe averiguar si la concepción que se discute está corrompida o no por la ascendencia judía de sus inventores o defensores? Bueno, quizá lo pretendan, en el sentido de que les gustaría convertir a esos nazis en gente que dudase de la conveniencia de una Europa sin judíos y de la infalibilidad de Hitler; gente, por consiguiente, más dispuesta a escuchar los argumentos a favor de las posturas asociadas con los pensadores judíos. A mí me parece, sin embargo, que en ambos casos el mejor modo de describir lo que se quiere es decir no tanto que pretenden justificar su concepción ante cualquiera, cuanto que desean crear un a audiencia ante la cual dispondrían de la oportunidad de justificar esa concepción con éxito. Déjenme usar la distinción entre discutir con la gente y educar a la gente para abreviar la distinción que acabo de traza r entre proceder bajo la presunción de que la gente seguirá tus argumentos y proceder sabiendo que no está predispuesta a ello pero, aun así, mantener la esperanza de cam biarla para que lo esté. Si toda la educación fuese un asunto de argumentación esa distinción sería insostenible. Pero la mayor parte del proceso de educar no se basa en la argumentación, a menos que uno extien-
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da el alcance del término «argumento» más allá del reconocimiento intelectual. En particular, una parte muy importante de lo que es educar consiste simplemente en una apelación al sentimiento. Es verdad que la distinción entre esta apelación y un argumento es borrosa. No obstante, supongo que nadie dirá que hacer que un nazi empedernido vea películas sobre la apertura de los cam pos de concentración, o hacer que lea el Diario de Anna Frank, sea lo mismo que discutir (arguing) con él. Los que estamos interesados en la política democrática abrigamos tanto el ideal de fraternidad humana como la idea de una disponibilidad universal para la educación. Cuando se nos pregunta en qué tipo de educación pensamos, solemos responder que se trata de una educación basada en el pensamiento crítico, en la habilidad de discutir los pros y contras de cualquier concepción. Contraponemos pensamiento crítico a ideología y decimos que estamos en contra de la clase de educación ideológica que los nazis inculcaron a la joventud alemana. Es cierto, sin embargo, que de este modo nos ponemos a merced de la sugestión desdeñosa de Nietzsche según la cual lo que en realidad estamos haciendo es inculcar nuestra propia ideología en lugar de otra: la ideología de lo que él llamaba «socratis mo». La diferencia entre Habermas y yo es reducible a un desacuerdo sobre qué responder a Nietszche en este punto. Mi respuesta a Nietzsche consistiría en concederle que no hay ninguna forma no local, no contextual de trazar una distinción entre educación ideológica y educación no ideológica; y eso porque no hay nada en mi uso del término «razón» que no pueda ser sustituido por «la forma en que nosotros, liberales occidentales antiprohibicionistas, herederos de Sócrates y de la Revolución Francesa, nos comportamos». Estoy de acuerdo con Macln tyre y Michael Kelly en que todo razonar, tanto en física como en ética, está vinculado a la tradición. Según Habermas esta concesión es innecesaria y, en general, opina que uno puede evitar mi alegre etnocentris mo reflexionando sobre lo que él llama «estructura simétrica de perspectivas que toda situación de habla incorpo-
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ra».45 Y así es como la discrepancia entre Hab ermas y yo llega a su cúspide al discutir éste mi sugerimiento de abandonar las nociones de racionalidad y objetividad y debatir, en su lugar, qué clase de comunidad deseamos crear. Habermas parafrasea este sugerimiento diciendo que mi intención es tratar «la aspiración de objetividad» como «simplemente el deseo de máximo acuerdo intersubjetivo posible, a saber, el deseo de ampliar el referente 'para nosotros" a su máxima extensión posible». A continuación, parafraseando una de las críticas que me form ula Putnam, pregunta: «¿podemos dar razón de la posibilidad de crítica y autocrítica de prácticas de justificación establecidas si no consideramos la idea de la expansión de nuestro horizonte interpretado seriamente como una idea, si no relacionamos esta idea con la instersubjetividad de un acuerdo que permite justamente realizar la distinción entre lo que es corriente «para nosotros» y corriente «para ellos»?46 Habermas amplía este punto: La fusión de horizontes interpretativos... no equivale a una asimilación a «nosotros»; antes bien, tiene que sig nificar una convergencia de «nuestra» y «su» perspectiva dirigida por el aprendizaje, sin importar que «ellos» o «nosotros», o ambos tengan que reformular, en mayor o menor medida, las prácticas de justificación estableci das. Porque el aprendizaje en sí mismo no pertenece a ninguno de los dos, ni a nosotros ni a ellos; ambas partes están igualmente implicadas en él. Hasta en los procesos más complicados para alcanzar un acuerdo, todas las partes apelan al punto de referencia común de un posible consenso, aun cuando ese punto de referencia está pro yectado en cada caso desde sus respectivos contextos. Porque, aunque puedan ser interpretados de distintos modos y aplicados según criterios distintos, algunos con ceptos como verdad, racionalidad o justificación juegan siempre el mismo rol gramatical en todas las comunida des lingüísticas.47 45. 46. 47.
Ibíd.., p. 117. Ibíd., p. 138. Ibíd.
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El meollo de la discusión está, creo, en el desacuerdo sobre cuánta ayuda puede proporcionar a la política democrática lo que Habermas llama «gramática». Como dije antes, mi opinión es que nada de lo que podamos sacar de las gramáticas de «verdadero» y «racional» será distinto de lo que podamos sacar de una idea más bien débil de «justificación»: la idea que obtenemos al responder a la pregunta «¿dónde se encuentra la línea de separación entre conseguir, por medio de la persuasión, que la gente modifique su comportamiento —trabajando en sus creencias y deseos— y conseguirlo por otros medios?». A diferencia de Foucault y otros, yo sostengo que trazar una línea aquí no sólo es posible, sino que además es importante. No creo que ayude mucho generalizar el término «violencia» en la medida en que lo hizo Foucault. Sea lo que fuere lo que hacemos al obligar a un nazi a ver fotografías de los supervivientes de los campos de concentración, ello no es más violencia de lo que fue educar a las Juventudes Hitlerianas en la creencia de que los judíos eran unos parásitos sin ningún valor. El hecho de que la línea entre persuasión y violencia sea inevitablemente borrosa, sin embargo, origina problemas al tratar sobre la educación. Nuestra reticencia a afirmar que los nazis persuadieron a las Juventudes Hitlerianas se debe a que tenemos dos criterios de persuasión. El primer criterio consiste simplemente en utilizar pala bras en vez de bofetadas u otros métodos de presión física. Sería posible imaginar, distorsionando un poco la historia, que las Juventudes Hitlerianas fueron persuadidas en este sentido. El segundo criterio de persuasión significa, por ejemplo, no hacer leer el Der Stürmer a tus pro pios alumnos y abstenerse de decir cosas como «¡deja ya de hacer preguntas estúpidas acerca de si existe algún judío bueno, preguntas que me hacen dudar de tu conciencia y ascendencia aria; de no hacerlo, ten por seguro que el Reich encontrará un mejor uso para ti!». Respecto a un método antisocrático como éste, Habermas diría que no respeta las relaciones simétricas entre los participantes en el discurso. Habermas sin duda
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cree que hay algo en la gramática de «conceptos como verdad, racionalidad y justificación» que nos manda no usar métodos de esta clase. En principio Habermas concedería que el uso de esas palabras constituye un uso más del lenguaje, pero para explicar que tal uso es, por decirlo así, un uso no gramatical del lenguaje, necesita la categoría de «uso del lenguaje distorsionado» o «comunicación distorsionada». Immediatamente después del pasaje que acabo de citar sobre la gramática, Habermas afirma: Todos los lenguajes ofrecen la posibilidad de distin guir entre lo que es verdad y lo que nosotros creemos que es verdad. En la pragmática de todo uso lingüístico hay incoporada la suposición de un mundo objetivo común. Y las funciones del diálogo en cada situación de habla refuerzan la simetría entre las perspectivas participantes.
Un poco más adelante, añade: «De la posibilidad de alcanzar lingüísticamente un acuerdo, podemos obtener un concepto de razón situada como una voz dada en pretensiones de validez que son tanto dependientes del contexto como trascendentes.» A continuación, cita con aprobación a Putnam cuando éste dice: «la razón, en este sentido, es tanto inmanente (no puede encontrarse fuera de los juegos de lenguaje e instituciones concretos) como trascendente (una idea regulativa que empleamos para criticar la conducta de todas las actividades e instituciones)».48 En mi opinión, la idea regulativa que empleamos —nosotros los liberales antiprohibicionistas, herederos de la Ilustración, socráticos— con más frecuencia para criticar la conducta de determinados compañeros conversacionales consiste en decir que «necesitan la educación que les permitirá dejar atrás los miedos primitivos, los odios y las supersticiones». Tal fue el concepto que utili48. Estas tres últimas citas pertenecen a ibíd., pp. 138-139. El pasaje de Putnam corresponde a su ensayo «Why Reason Can't Be Naturalized», p. 228, en Reason, Truth and History, Cambridge: Cambridge University Press, 1989 {Razón, verdad e historia, Madrid: Tecnos, cop. 1988).
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zaron los vencedores ejércitos aliados al emprender la tarea de reeducar a los ciudadanos de la Alemania y del Japón ocupados. Ese mismo concepto utilizaron también los maestros de escuela americanos lectores de Dewey empeñados por hacer que sus alumnos pensasen «científicamente» y «racionalmente» sobre asuntos tales como el origen de las especies o la conducta sexual (es decir, que querían que leyeran a Darwin y a Freud sin repugnancia e incredulidad). Es el concepto que utilizamos yo y la mayoría de americanos que enseñamos humanidades o ciencias sociales en facultades y universidades, cuando esperamos que aquellos alumnos que llegaron siendo unos fanáticos fundamentalistas religiosos salgan de la facultad habiendo adquirido una perspectiva más parecida a la nuestra. ¿Qué relación existe entre esa idea y la idea regulativa de «razón» que Putnam considera trascendente y que Habermas cree poder encontrar en la gramática de conceptos ineliminables de nuestra descripción del proceso de realizar afirmaciones? La respuesta a esta pregunta dependerá del grado en que la reeducación de los nazis y fundamentalistas tenga algo que ver con la fusión de horizontes interpretativos y del grado que tenga que ver con la sustitución de tales horizontes. Los padres fundamentalistas de nuestros alumnos fundamentalistas opinan que todo el establishment liberal conspira contra ellos. Si hubiesen leído a Habermas dirían que la situación comunicativa característica de las aulas de los colegios americanos no es en absoluto menos Herrschaftsfrei que la que había en los campos de las Juventudes Hitlerianas. No obstante, hay algo en lo que estos padres aciertan, a saber, que cuando nosotros, profesores liberales, hablamos con nuestros alumnos fundamentalistas no nos sentimos más en una situación de comunicación simétrica de lo que se sienten los maestros de parvulario con sus alumnos. Un profesor de universidad tiene los mismos problemas que un maestro de parvulario a la hora de pensar que en su aula está teniendo lugar lo que Haber
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mas llama una «convergencia de "nuestra" y de "su” pers pectiva dirigida por el aprendizaje, sin im portar que "ellos" o "nosotros", o ambos, tengan que reformular, en mayor o menor medida, las prácticas de justificación establecidas».49 Cuando nosotros, profesores de universidad americanos, nos topamos con fundamentalistas religiosos no consideramos para nada la posibilidad de reformular nuestras propias prácticas de justificación para otorgar mayor peso a la autoridad de las Escrituras Cristianas. En vez de ello, hacemos cuanto está en nuestras manos para convencer a esos alumnos de las venta jas de la secularización. Hacemos que estudiantes homó fobos lean relatos en primera persona sobre qué significa crecer como homosexual por la misma razón que los maestros de escuela alemanes de la posguerra hacían leer El diario de Anna Frank a sus alumnos. Putnam y Habermas pueden replicar contra esto que nosotros los profesores hacemos cuanto podemos para ser socráticos, para que nuestra tarea de reeducación, secularización y liberalización tenga lugar mediante el intercambio conversacional. Esto vale hasta cierto punto, pero ¿qué decir de hacer leer libros como Black Boy, El diaño de Anna Frank o A Boys Life? Los padres racistas o fundamentalistas de nuestros alumnos opinan que en una verdadera democracia no se tendría que obligar a los alumnos a leer libros escritos por negros, judíos u homosexuales. Se quejarán de que sus hijos tengan que tragar a la fuerza esos libros. Lo único que se me ocurre como réplica a esa acusación es decir lo siguiente: «Para formar parte de nuestra sociedad democrática se requiere haber hecho ciertos méritos, méritos cada vez más rigurosos, ya que nosotros los liberales hemos hecho todo lo posible para aislar a racistas, machistas, homófobos y gente parecida. A fin de convertirte en ciudadano de nuestra sociedad, en participante de nuestra conversación, en alguien con quien podamos prever unir horizontes, debes ser educado para ello. Por tanto, iremos direc49.
Postmetaphysical Thinking, p. 138.
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tamente a desacreditarte a los ojos de tu hijo; trataremos de quitar toda dignidad a tu comunidad religiosa; trataremos de hacer que tus concepciones parezcan estúpidas más que discutibles. Por muy inclusivistas que seamos no estamos dispuestos a tolerar intolerancias como la tuya.» No tengo ningún inconveniente en ofrecer esta res puesta, pues no pretendo distinguir entre educación y conversación en base a algo distinto a mi lealtad a una comunidad determinada, a una comunidad cuyos intereses pedían en 1945 reeducar a las Juventudes Hitlerianas y que, en 1996, piden reeducar a los niños del suroeste de Virginia. No veo nada de Herrschaftsfrei en mi modo de tratar a alumnos fundamentalistas. Es más, creo que han tenido suerte al caer bajo la Herrschaft de gente como yo y poder rehuir así la de sus más bien aterradores y peligrosos padres. Para Putnam y Habermas, sin embargo, esos alumnos y el modo de tratarlos representan un problema. Tengo la impresión de ser tan provinciano y contextualista como esos profesores nazis que obligaban a leer Der Stürmer; la única diferencia es que yo sirvo a una mejor causa. Provengo de una mejor provincia. Me doy perfecta cuenta de que la comunicación libre de dominio es tan sólo un ideal regulativo inalcanzable a nivel práctico. Ahora bien, un ideal regulativo sin relevancia de orden práctico sirve de poco. Por eso pregunto: ¿existe alguna ética del discurso que me permita asignar los libros que deseo que lean mis alumnos sin hacer ningún tipo de referencia a las consideraciones etnocentris tas y locales a que normalmente recurriría para justificar mis prácticas pedagógicas? ¿Puede uno obtener una ética de esta clase de las nociones de «razón, verdad y justificación», o debe uno hacer trampa? ¿Puedo invocar nociones universalistas en defensa de mi actuación, en defensa de actuaciones locales? Al igual que Maclntyre, Benhabib, Kelly y otros, yo también opino que para que los universales puedan servir de algo uno tiene antes que introducir subrepticiamente cierto provincialismo. Creemos eso por las mismas razo-
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nes por las que Hegel creyó que uno tiene que introducir subrepticiamente cierto provincialismo —un poco de sustancia ética— en la noción kantiana de «obligación moral incondicional» antes de poder sacarle algún provecho. En particular, uno debe introducir una regla como la siguiente: «ninguna contribución aparente a la conversación puede ser rechazada por el simple motivo de que proviene de alguien que posee un atributo que puede variar con inde pendencia de sus opiniones; un atributo como, por ejem plo, ser judío, negro u homosexual». Llamo a esa regla «provinciana» porque quebranta las intuiciones de mucha gente que está fuera de la provincia en la que nosotros, herederos de la Ilustración, dirigimos las instituciones educativas.50 Quebranta lo que describirían como sus intuiciones morales. Yo, en cam bio, me resisto a admitir que sean intuiciones morales y preferiría llamarlas prejuicios repulsivos. Aunque no creo que haya nada en la gramática de los términos «intuición moral» y «prejuicio» que pueda ayudamos a llegar a un acuerdo en este punto. Tampoco lo hará una teoría de la racionalidad. 9.
¿Necesitamos una teoría de la racionalidad?
Anteriormente mencioné que Habermas cree que «el paradigma de la filosofía de la conciencia está agotado» y que «esos síntomas de agotamiento deberían ser disueltos en la transición hacia el paradigma de la comprensión mutua».51 Mi concepción sostiene que tam bién está ago50. Alguien podría tratar de justificar esta regla haciéndola derivar de la regla según la cual sólo la razón debería tener valor. Si eso significase «sólo el argumento debería tener valor» entonces sería necesario encontrar algún senti do en el que los argumentos fundados en la autoridad de las Escrituras Cristia nas no son realmente argumentos. ¿Pero es cierto que la gramática de concep tos como «razón» nos señala que al invocar la autoridad de la Biblia la razón queda distorsionada? Si es así, ¿queda también distorsionada por una Bildungsroman que despierta la pena y la compasión del lector relatándole qué significa descubrir con horror que uno sólo puede amar a personas del mismo sexo? 51. Habermas, op. cit., 1987, p. 296.
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tada la fecundidad de los temas que Weber sugirió, modernidad y racionalidad. Pienso que si dejáramos de hablar de una transición desde la tradición a la racionalidad; de preocupamos por no perder la racionalidad cayendo en el relativismo o el etnocentrismo; de contra poner lo dependiente del contexto a lo universal, entonces esos síntomas desaparecerían. Ello significaría abandonar explícitamente la esperanza de que la filosofía pueda estar por encima de la política, abandonar la irresoluble pregunta: «¿Cómo puede la filosofía hallar premisas políticamente neutrales, premisas que puedan ser justificadas ante cualquiera y a partir de las cuales sea posible inferir la obligación de seguir una política democrática?» Desechar esa cuestión nos permitiría reconocer, según la fórmula de Wellmer, que «los principios liberales y democráticos definen tan sólo un posible juego de lenguaje entre otros». Tal reconocimiento estaría en consonancia con la idea darwinia na de que el proyecto inclusivista no está más arraigado en algo mayor que él mismo de lo que lo están, por ejem plo, el proyecto de reemplazar la escritura ideográfica por la escritura alfabética, o el proyecto de representar en una superficie bidimensional figuras tridimensionales. Estas tres ideas fueron inmensamente fecundas, pero ninguna de ellas precisa de respaldo universalizador. Se hicieron valer por sí mismas.52 Si dejáramos de pensar en una filosofía que consigue ser tanto neutral como relevante políticamente, entonces podríamos empezar a form ulamos las siguientes preguntas: «Puesto que deseamos ser cada vez más inclusivistas, 52. Piénsese lo que dice Vasari con respecto al movimiento artístico que se inició con Giotto como una analogía de lo que dice Hegel con respecto a los movimientos inclusivistas que empezaron a surgir cuando la filosofía griega se unió al igualitarismo cristiano. El arte moderno nos ha preparado para que vea mos aquel movimiento como opcional, no como algo que deberíamos querer abandonar ahora que ya lo tenemos. Del mismo modo, en mi opinión, la filoso fía posnietzscheana nos ha ayudado a entender que si bien este segundo movi miento, el inclusivista, es opcional no existe ninguna razón para renunciar a él. «Opcional» se opone aquí a «destinado», en un sentido amplio de «destinado» que cubre la noción de Habermas sobre la tendencia universalista del desarrollo filogenético.
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¿cómo debería ser la retórica pública de nuestra sociedad? ¿En qué sentido debería ser distinta de la retórica pública de sociedades anteriores?» La respuesta que implícitamente propone Habermas es que deberíamos aprovechar toda una serie de ideas útiles de Kant sobre la conexión entre universalidad y obligación. Dewey por el contrario, tenía el propósito de ir más allá de Kant. Aunque habría coincidido plenamente con Habermas en que el vocabulario político de Aristóteles es incapaz de capturar el espíritu de la política democrática, a Dewey no le gustaba la distinción entre moralidad y prudencia que Habermas juzga esencial, y en este caso habría preferido a Aristóteles.53 Dewey creía que la noción kantiana de «obligación incondicional», al igual que la noción de incondicionalidad misma (y de universalidad, en la medida en que esta idea está acompañada implícitamente por la idea de necesidad incondicional54) no iban a sobrevivir a Darwin. Mientras que Habermas piensa que necesitamos «las ciencias reconstructivas diseñadas para comprender com petencias universales» a fin de escapar del «círculo her menéutico en que se hallan atrapadas las Geisteswissenschaften y las ciencias sociales interpretativas»55, Dewey no se sentía atrapado. Porque no veía ninguna necesidad de resolver la tensión entre facticidad y validez. Concebía esta tensión como una ficción filosófica, como el resultado de separar, sin que haya una buena razón (es decir, una 53. Véase Habermas, Moral Consciousness and Comunicative Action, p. 206: «En contraste con la posición neoaristotélica, la ética discursiva se opo ne enérgicamente a retroceder a un estadio del pensamiento anterior a Kant.» El contexto deja bien claro que lo que Habermas quiere decir es que sería un error renunciar a la distinción moralidad-prudencia que Aristóteles no hizo y Kant sí 0Conciencia moral y acción comunicativa, Barcelona: Península, 1985). 54. Claro que Dewey hubiera podido aceptar la distinción de Goodman entre necesidad nomológica y generalizaciones universales que son meramente accidentales; pero ello hubiera sido posible porque Goodman entiende la nomologicidad no como una característica del universo sino como una característica de la coherencia de nuestro vocabulario descriptivo. (En este punto, véase el comentario de Davidson a Goodman: «Emeroses by Other Ñames».) La necesi dad nomológica se predica de las cosas en tanto que descritas, no, como cree Aristóteles, en tanto kath’auto. 55. Habermas, Moral Consciousness and Communicative Action, p. 118.
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razón práctica) para hacerlo, dos partes de una situación y luego quejarse de que ya no se pueden volver a juntar. Para Dewey, todas las obligaciones son situacionales y condicionales. Por culpa de esta negativa a ser incondicional Dewey fue acusado de suscribir el «relativismo». Si «relativismo» significa, simplemente, fracasar en el intento de hallar un uso a la noción de «validez independiente del contexto», entonces esa acusación estaba totalmente justificada. Pero no hay nada que conduzca de ese fracaso a una incapacidad de comprometerse con la política democrática, a menos que uno piense que tal política requiere que neguemos —según fórmula de Wellmer— que «los principios liberales y democráticos definen tan sólo un posible juego de lenguaje entre otros». Para Dewey, el problema de la universalidad consiste justam ente en el problema de saber si la política democrática puede partir de una ratificación, más que de una negativa, de esa tesis. No creo que hablar de modernidad o razón pueda llevamos más lejos en el debate de esta cuestión. Prestar más atención a la gramática de palabras como «verdadero», «racional» y «argumento» no va a resolvemos la cuestión sobre qué debería haber hecho Hegel: si debería haber tratado el tema de la razón desarrollando una teoría de la razón comunicativa, o bien haber aparcado el tema y limitarse a politizar la filosofía. Tampoco resolverá la cuestión de determ inar si están en lo cierto esos filósofos como Annette Baier que sugieren olvidar a Kant y volver al intento de Hume de describir la razón en términos de sentimiento condicionado en vez de hacerlo en térm inos de obligación incondicionada.56 56. Baier describe a Hume como «el filósofo moral de la mujer» porque su tratamiento de la moral le sugiere que debemos reemplazar la noción de «obligación» por la noción de «confianza apropiada» como noción básica de la moral. En «Human Rights, Rationality and Sentimentality» (en On Human Rights: The 1993 OxfordAmnesty Lectures, ed. Susan Hurley and Stephen Shute, Nueva York: Basic Books, 1993, pp. 112-134) (De los derechos humanos: las con ferencias Oxford Amnesty de 1993, Madrid: Trotta, 1998) discuto esta idea con respecto a la tesis —que aquí reitero— de que en vez de presuponer la universa lidad lo que deberíamos hacer es crearla.
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Pero aun cuando tenga razón y no necesitemos ninguna teoría de la racionalidad, sí necesitamos, en cam bio, una narrativa sobre el proceso de maduración. En mi opinión, el desacuerdo más profundo entre Habermas y yo radica en la cuestión de determinar si la distinción entre lo incondicionado y lo condicionado, en general, y la distinción entre moralidad y prudencia, en particular, son un indicio de madurez o bien un estadio transitorio en el camino hacia la madurez. Uno de los muchos puntos en que Dewey coincide con Nietzsche es en pensar que se trata de esto último. Dewey consideraba que el deseo de universalidad, incondicionalidad y necesidad era indeseable porque nos aleja de los problemas prácticos de la política democrática y nos lleva al país de la teoría interminable. Kant y Habermas, en cambio, consideran que es un deseo deseable, un deseo que uno sólo comparte al llegar al más alto nivel de desarrollo m oral.57 En esta lección he intentado mostrar cómo se ven las cosas cuando situamos la política democrática en el contexto de la narrativa de maduración de Dewey. La verdad es que no puedo ofrecer nada que se parezca remotamente a un argumento definitivo, basado en premisas 57. Otro aspecto de estos dos relatos distintos sobre maduración son las distintas actitudes que cada uno promueve en la disputa entre Sócrates y los sofistas, y más generalmente en la distinción entre argumento y modos de per suasión que en la sección anterior describí como «educativos». Según Apel Dis ( kurs und Verantwortung, Frankfurt a.M: Suhrkamp, 1988, p. 353n) uno de los muchos errores que comete la concepción común a Gadamer, Rorty y Derrida es esta despreocupación por la incapacidad de conocer o reconocer «la diferencia entre, por un lado, el discurso argumentativo y, por el otro, el “discurso” en el sentido de negociación, propaganda o ficción poética». Y a ello añade que esa actitud señala «el fin de la filosofía». En mi opinión, lo que en realidad señala es un estadio en la posterior maduración de la filosofía: un estadio lejos de la ado ración del poder impregnada en la idea de que hay un poder llamado «razón» que vendrá en tu ayuda si sigues el ejemplo de Sócrates y haces explícitas tus definiciones y premisas. Cuando quien cuenta el relato es un deweyano, la idea de la filosofía como una strenge Wissencshaft , como una búsqueda de conoci miento, constituye ella misma un síntoma de inmadurez; los sofistas no estaban tan equivocados. Las acusaciones recíprocas de inmadurez que Habermas y yo nos hacemos mutuamente pueden parecer vacías y fáciles; sin embargo, expre san convicciones muy profundas sobre qué aspecto tiene la utopía y sobre qué progresos exige su proceso de realización.
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comúnmente aceptadas, a favor de esa narrativa. Lo mejor que podría hacer en una defensa ulterior de mi concepción sería contar un relato más completo, que abarcase más temas, para así mostrar qué aspecto cobra la filosofía europea posnietzschenana vista desde un ángulo deweyano en vez de universalista. (Algo que ya he intentado, en parte, en otro lugar.) Creo que la narración es un medio de persuasión perfectamente válido y que los libros de Habermas El discurso filosófico de la moderni dad y Dewey La búsqueda de la certeza representan dos muestras admirables del poder de las narrativas de maduración. Si yo prefiero la narrativa de Dewey no es porque piense que él ha comprendido la verdad y la racionalidad correctamente y Habermas incorrectamente. No creo que haya nada que entender correctamente o incorrectamente aquí. A este nivel de abstracción, conceptos tales como verdad, racionalidad o madurez pueden ser comprendidos de muy distintas maneras. Lo único que cuenta es qué forma de reformularlos será con el tiempo más útil para la política democrática. Como nos enseñó Wittgens tein, los conceptos son usos de palabras. Durante mucho tiempo, los filósofos han tratado de comprender los conceptos; lo importante, sin embargo, es cambiarlos para que sirvan mejor a nuestros propósitos. La conversión lingüística que llevan a cabo Habermas, Apel, Putnam y Wellmer constituye una propuesta sobre qué hacer para que sean más útiles. El naturalismo profundamente antikantiano de Dewey y Davidson constituye otra.
Qu in t a l e c c i ó n
PANRELACIONISMO Uno de los hechos destacables de la filosofía occidental contemporánea es que los filósofos no anglófonos apenas leen filosofía anglófona y al revés, los filósofos anglófono fonoss apenas apen as leen filosof filosofía ía no anglófona. anglófona. Y po porr ahor ah oraa nad n adaa parec pa recee ind in d ica ic a r qu quee este vacío vac ío e n tre tr e la d en enoo m ina in a d a «filosofía fía analítica» analítica» y la llamad llam adaa «filos «filosofí ofíaa continental» continen tal» vaya a llenarse. Cosa que lamento, pues creo que los trabajos más interesantes que se están llevando a cabo en estas dos tradiciones coinciden de forma importante. El llenar ese vacío podría originar un cambio de época; un cambio de época en el que los filósofos analíticos dejarían de pensar que si abandonamos la terminología kantiana estaremos pon p onie iend ndoo en pe pelig ligro ro el p roye ro yect ctoo po polít lític icoo de la Ilus Il ustr trac ació iónn . Por el momento, la conversación entre estas dos tradicioness filosóf ne filosófica icass está tipificada tipificad a por po r el el diálogo diálogo entre kantia k antiano noss (como el que hace poco publicó The The Journal o f Philosophy Philosophy entre Rawls Rawls y H ab aberm ermas).1 as).1 Lo que no se da es es u n diálod iálogo entre antikantianos analíticos como Baier o Davidson y antikantianos «continentales» como Lyotard y Derrida. Dejar de plantearse cuestiones modales tales como «¿necesar «¿necesario io o contingente?», contingente?», «¿trascendentalm «¿trascend entalmente ente o sólo sólo empíricamente empíricam ente real real?» ?»,, «¿incondiciona «¿incondicionall o meramente meram ente con con-dicional?» liberaría a la filosofía analítica de la tentación de tomarse en serio el debate realistaantirrealista. De este modo podría ponerse punto final a los continuos intentos de mantenerse en el realismo empírico soñando
TheJournal of Phil hilosophy, osophy, vol. 92, núm. 3, marzo, 1995 (Habermas, J. y 1. Debate sobre el liberalismo político, Barcelona: Paidós, 1998. (N. (N. del T.) Rawls, J., De
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versiones lingüísticas aún más estrafalarias del idealismo trascendental. Dejar de creer que formularse esas cuestiones modales constituye la única salvaguardia contra el irracionalismo opuesto a la Ilustración podría liberar a Habermas de la convicción de que Kant sigue siendo el filósofo oficial del liberalismo burgués. Esto le haría percatarse de que ahora que nosotros, liberales burgueses, tenemos a Dewey ya no necesitamos más a Kant. En esta lecc lección ión trataré de esbozar un modo de consideconsiderar los aspectos comunes a los filósofos que más admiro de ambos lados del vacío. Una forma de describir ese espacio común es decir que filósofos tan diferentes como Davidson y Derrida, Putnam y Latour, Brandom y Foucault son —a pes p esaa r de las de debil bilid idad ades es en qu quee incu in curr rren en de vez en c u a n do—, en general, panrelacionistas. Pensar que las cosas son como son en virtud de las relaciones relaciones que mantien man tienen en con co n las las demás cosas cosas —en —en línea con la tradició tradiciónn de las mónad mó nadas as que reflejan el universo de Leibniz y con la tradición de las entidades reales como nexos de aprehensiones de Whitehead— per p erm m ite it e a esos filósofos esca es capp a r de la infl in flue uenc ncia ia de los d u a lismos metafísicos que hemos heredado de los griegos: las distinciones entre esencia y accidente, sustancia y propiedad, apariencia y realidad. Tratan de sustituir las distintas imágenes del mundo construidas con la ayuda de esas oposiciones griegas por la imagen de un flujo de relaciones en cambio constante, relaciones cuyos términos son a su vez también disolubles en los nexos de otras nuevas relaciones.2 2. Es útil pensar pensa r que esa crítica de Whitehead a Aristóteles (una crítica que también se halla en otros filósofos de principios de siglo, como por ejemplo, Peirce y Russell, que trataron de formular una lógica sin sujeto ni predicado) es paralela a la crítica de Derrida al logocentrismo. La concepción de Derrida de las palabras como nodos de una red infinitamente flexible de relaciones con otras palabras recuerda mucho la explicación que presenta Whitehead en Process and and Re Reality (.Proceso y reali realidad, dad, Buenos Aires: Losada, 1956) de las coyunturas de hecho como constituidas por sus relaciones con todas las otras coyunturas de hecho. Sospecho que los historiadores de la filosofía verán al siglo xx como el período en el que distintos lenguajes filosóficos desarrollaron una especie de panrelacionismo neoleibniziano, un panrelacionismo que reformula la idea de Leibniz según la cual cada mónada no es más que todas las otras mónadas vistas desde un determinado punto de vista, y cada sustancia no es más que las relacio nes que mantiene con todas las demás sustancias.
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Una clara consecuencia de su panrelacionismo es que no distinguen entre propiedades intrínsecas, no relaciónales, y propiedades extrínsecas y relaciónales. Otra consecuencia es que no atribuyen función alguna a las distinciones modales, en especial, a la clase de distinción entre propiedades necesarias y propiedades contingentes que algunos esencialistas como Aristóteles o Kripke utilizan para trazar una línea de separación entre esencia y accidente, y que los kantianos utilizan para distinguir entre condiciones de posibilidad y condiciones de hecho. Por medio de la eliminación de la distinción de Leib niz entre lo físico y lo metafísico y de la eliminación de la distinción de Whitehead entre lo conceptual y las aprehensiones físicas, esos filósofos producen un panrelacionismo en el que, a excepción de alguna descripción en part pa rtic icul ular ar,, n ing in g u n a rela re lacc ión ió n n o es m ás esen es enci cial al a la co cosa sa que el resto de relaciones. Una clara ventaja del panrelacionismo es que permite desechar la distinción entre sujeto y objeto, o sea, la distinción entre aquellos elementos del conocimiento humano resultado de la aportación de la mente y aquellos otros elementos resultado de la aportación del mundo. Cosa que consigue afirmando que nada es lo que es bajo todas y cada una de sus descripciones; que la noción de lo que una cosa es en tanto que no descrita, con independencia de las relaciones que mantiene con las necesidades humanas y los intereses que han generado una u otra descripción, carece de sentido. En respuesta a esta idea se acusa al panrelacionismo de «idealismo», «lingüisticismo», «de perder contacto con el mundo». Tal como más adelante explicaré con más detalle, los panrelacionistas responden a esas acusaciones afirmando que aunque dejemos de describir el conocimiento sobre una cosa como una representación pr p r e c isa is a de su n a t u r a l e z a in t r í n s e c a y, de este es te m o d o , rompamos los vínculos representacionales con el mundo, no obstante todavía mantenemos vínculos causales. Cualquiera que conceda que el mundo dispone del po p o d e r c a u s a l de m o d ific if icaa r las la s d e s c rip ri p c ion io n e s q u e de él se
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realizan debería estar inmunizado contra las acusaciones de sujetivismo y relativismo. La mayoría de filósofos que he identificado como pa p a n rel re l a c ion io n ista is tass e s tarí ta ríaa n d isp is p u e s tos to s a acep ac epta tar, r, creo cr eo,, el siguiente argumento: puesto que una propiedad es sim ple p lem m e n te u n p red re d icad ic adoo h ipo ip o s tas ta s iad ia d o , n o ex exis iste tenn p r o p i e dades que no puedan ser capturadas por el lenguaje. La pre p redd ica ic a c ión ió n es u n a form fo rmaa de r e lac la c ion io n a r u n a s co cosa sass co conn otras, una forma de conectar unas partes del universo con otras partes del universo; o si quieren, es una forma de centrar la atención pública sobre unas determinadas redes de relaciones por encima de otras. Por consiguiente, todas las propiedades son hipóstasis de redes de relaciones. Es completamente indiferente que interpretemos esas relaciones en clave realista, como si ya estuvieran ahí antes de la invención de los predicados, o en clave antirrealista, como si empezaran a existir al tiempo que esas invenciones. Tal es el paradigma del tipo de cuestiones que los pragmatistas rechazan como irrelevante para la práctica y, por tanto, irrelevante tout court. Sospecho que la cuestión entre realistas y antirrealistas se origina en el imposible intento de la filosofía de combinar la metafísica aristotélica de sustanciaacciden te con la física corpuscular de leysuceso. En cuanto cobra validez una física como ésta se hace posible conce bi b i r p rop ro p ied ie d a d e s tale ta less co com m o la b o n d a d y la roje ro jezz en tér té r m i nos relaciónales; a uno le tienta considerar que la descripción de cualquier cosa debe tanto a los propósitos de la persona que la describe como la rojez debe al ojo del que mira. El atractivo del esencialismo aristotélico, sin embargo, nos tienta en la dirección opuesta. Nos tienta a seguir a Descartes en su división del universo en res cogitans y res extensa y extensa y a pensar que las dos sustancias, sujeto y objeto, luchan por el dominio sobre un tercero. Este tercero es identificado de diversas formas como experiencia, pensamiento, lenguaje o cultura. Cuando es identificado como cultura, encontramos a filósofos que la dividen por la mitad entre aquellas partes en las que el sujeto se impone (por ejemplo, el arte, la literatura y la
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política) pol ítica) y aq aquu ella el lass o tra tr a s e n las la s q u e el o bjet bj etoo g a n a (la p e r cepc cepció iónn sensorial de cualidades cualidade s prim arias —como cuando cuand o John Searle golpea con la mano el escritorio—, la medicina, las ciencias naturales). Una vez hecha esa división, uno empieza a tomar partido, con Heidegger y Gadamer, por po r ejemp eje mplo, lo, a favo fa vorr de qu quee la c u ltu lt u ra lite li tera rari riaa se lleve la palma, palm a, o b ien ie n , co conn C a m a p y Sear Se arle, le, a favo fa vorr de q ue se la lleve la cultura científica. En un estadio final, encontramos política cultural mezclada con política real, como cuando se nos dice que el respeto de las ciencias naturales impedirá la llegada al poder de los fascistas o, cuando, por el contrario, se nos dice que alentará a los tecnócratas a emplear el poder biológico. Los filósofos, empezando por hacer de árbitros en guerras culturales, toman partido rápidamente y participan en la controversia. Concibo el panrelacionismo como una forma de detener, media m ediante nte el abando aban dono no de la imagen imag en de la lucha luch a por p or el el control entre el sujeto y el objeto, el intento de dividir la cultura de este modo. Ser panrelacionista significa no emplear jamás los términos «objetivo» o «subjetivo», excepto en el contexto de una cultura especializada bien definida en la que uno puede distinguir entre la adhesión a los procedimientos responsables de que los expertos se po p o n g a n de a c u e rdo rd o y el rec re c h a z o a a d h e rirs ri rsee a ellos. TamTa m bié b iénn sign si gnif ific icaa n o p r e g u n t a r j a m á s si u n a d esc es c rip ri p c ión ió n n o es más adecuada que otra para el objeto en cuestión, a menos que uno pueda responder la pregunta «¿a qué pr p r o p ó s ito it o se s u p o n e qu quee sirve sir ve esa es a de desc scri ripc pció ión? n?», », h a b ida id a cuenta de que están excluidas las respuestas «para entender correctam ente el obj objet eto» o» o «para represen rep resentar tar con p recisión el objeto». Los panrelacionistas son pragmatistas po p o r q u e n o se t o m a n esas es as res re s p u e s tas ta s e n serio se rio.. E n real re alid idad ad,, les es imposible tomárselas en serio, porque explicar qué quiere decir «entender correctamente» o «representar con preci precisión» sión» supone con c onside siderar rar algunas algunas propiedades propiedade s de los objetos como esenciales y otras como accidentales. Un panrelacionista es, automáticamente, también un pra p ragg m a tis ti s ta. ta .
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Hasta aquí este largo e impreciso esbozo de qué quiero decir con panrelacionismo. Ahora querría sugerir cómo se ven las cosas desde un punto de vista panrela cionista. Este punto de vista consiste en considerarlo todo como si de un número se tratase. Lo interesante de los números, por lo que ahora me concierne, es justamente que sólo con muchas dificultades puede uno pensar que tengan una naturaleza intrínseca. Es difícil pensar en un número como teniendo un núcleo esencial envuelto en una penumbra de relaciones accidentales. Los números son un ejemplo excelente de algo difícil de describir en un lenguaje esencialista y sustancialista. Para ver mejor qué quiero decir formúlense la pregunta de cuál es la esencia del número 17, qué es en sí mismo, aparte de las relaciones que mantiene con los otros números. Lo que se pide es una descripción del 17 de clase distinta a las siguientes descripciones: menos que 22, más que 8, la suma de 6 y 11, la raíz cuadrada de 289, el cuadrado de 4,123105, la diferencia entre 1.678.922 y 1.678.905. Lo molesto de cada una de estas descripciones es que no parece que ninguna de ellas se acerque más al número 17 que las demás. Fastidioso en igual medida es que uno podría ofrecer un número infinito de descripciones distintas del 17, siendo todas ellas igualmente «accidentales» y «extrínsecas». No parece que ninguna de esas descripciones ofrezca una pista siquiera de la intrínseca diecisietidad del diecisiete, la característica única que hace que sea el número que justamente es. Por cuál de esas descripciones optamos es, obviamente, un asunto sobre qué propósito tenemos en mente, la situación particular responsable de que pensáramos en el 17 en prim er lugar. Quien desee ser esencialista con respecto al número 17 tiene que decir, en la jerga filosófica, que todas las muchas infinitas relaciones distintas que éste mantiene con muchos otros infinitos números son relaciones inter nas) o sea, que ninguna de estas relaciones podría ser distinta sin que el número 17 también cambiara. Así pues, mientras no se halle el mecanismo que genera todas las
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descripciones verdaderas del diecisiete y que especifica todas las relaciones que éste mantiene con todos los demás números, no parece que sea posible definir la esencia de la diecisietidad. Es verdad que los matemáticos son capaces de producir un mecanismo semejante axiomatizando la aritmética o reduciendo los números a conjuntos y axiomatizando la teoría de conjuntos. Ahora bien, seguro que si luego el matemático señala su pequeña y precisa serie de axiomas y exclama «¡contemplad la esencia del diecisiete!» nos sentiremos engañados. Como también son la esencia de 1, 2, 289 y 1.678.922, tendremos la impresión de que en esos axiomas hay bien poco de diecisietidad. Llegados a este punto, espero que vean que, inde pendientemente de cuáles sean las clases de cosas que quizá tengan una naturaleza intrínseca, los números no pertenecen a ellas. Pero además de eso los panrelacionis tas también sostienen que no vale la pena ser esencialis ta con respecto a mesas, estrellas, electrones, seres humanos, disciplinas académicas, instituciones sociales o cualquier otra cosa. Sugieren la idea de que estos objetos se parecen a los números en el siguiente sentido: que no hay nada a saber sobre ellos aparte de una urdimbre infinitamente grande y siempre expansible de relaciones con otros objetos. No tiene ningún sentido preguntarse por los térm inos de unas relaciones que no son a su vez relaciones, ya que cualquier cosa capaz de servir como término de una relación puede ser disuelta en otro conjunto de relaciones, y así continuamente. Se podría decir que existen relaciones arriba y abajo y en todas las direcciones; no llegaremos nunca a nada que a su vez no sea otro nexo de relaciones. El sistema de los números naturales ofrece un buen modelo del universo porque en él es obvio, y es obviamente inofensivo, que no existen términos de relaciones que a su vez no sean más que nuevos grupos de relaciones. Decir que todo son relaciones es un corolario de lo que Sellars llama «nominalismo psicológico», o sea, la
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doctrina según la cual de una cosa tan sólo se puede saber lo que se afirma de ella en las oraciones que la describen. Porque cualquier oración sobre un objeto es una descripción explícita o implícita de las relaciones que éste mantiene con uno o más objetos distintos. Por consiguiente, si no hay conocimiento directo, si no hay conocimiento que no tenga la forma de una actitud oracional, entonces todo lo que se puede conocer de una cosa son las relaciones que ésta mantiene con las demás cosas. Seguir insistiendo en que existe un ordo essendi no relacional distinto de un ordo cognoscendi relacional no hace más que recrear la cosa en sí kantiana. Efectuar este giro, en cambio, supone sustituir la nostalgia de inmediatez, la esperanza de salvación mediante poderes no humanos por las esperanzas utópicas de un futuro que el mismo ser humano se construye. Supone reinventar lo que Heidegger denominaba «la tradición ontoteológica», una tradición que enlaza Aristóteles con Kant y que precisa de las distinciones modales para sobrevivir. Para los nominalistas psicológicos ninguna descripción no es más descripción del objeto «real», en tanto que opuesto al objeto «aparente», que cualquier otra descripción; como tampoco ninguna descripción lo es, por así decirlo, de la relación del objeto consigo mismo, de la identidad con su propia esencia. Claro que entre estas descripciones algunas son mejores que otras. Este ser mejor, sin embargo, tiene que ver con el hecho de que son herram ientas más útiles, herram ientas que realizan algún objetivo humano mejor que sus descripciones rivales. Tanto desde un punto de vista filosófico como desde un punto de vista práctico, todos estos objetivos se encuentran en situación de igualdad. No existe ningún objetivo primordial llamado «descubrir la verdad» que tenga precedencia por encima de los demás. Como dije en una lección anterior, los pragmatistas no creemos que la finalidad de la indagación sea la verdad. La finalidad de la indagación es la utilidad, y existen tantas herramientas distintas y útiles como fines a realizar.
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Para m ostrar os trar con m ayor detalle detalle cómo se ve venn las las cosas desde una perspectiva panrelacionista, vuelvo a mi tesis de que los números constituyen un buen modelo para los objetos en general. El sentido común —o como mínimo el sentido común occidental— tiene problemas con esa afirmación porque parece contraintuitivo decir que los ob jetos jet os físico fís icoss y e s p a cio ci o tem te m p o rale ra less se disu di suel elve venn c omo om o los números en redes de relaciones. Nadie va a llorar su pérdida dida de realidad sustancial, independiente independ iente y autónoma autóno ma,, si la filosofía disuelve unos cuantos números en las relaciones que éstos mantienen con otros números. Pero la cosa cambia con las mesas, las estrellas y los electrones. En tales casos el sentido común tiende a atrincherarse y a decir que no pueden haber relaciones sin algo que relacionar. Si no hubiera una mesa sólida, sustancial, autónoma, en relación a ustedes, a mí y a la silla, por ejemplo; o si no estuviera compuesta de partículas sólidas, sustanciales y elementales, entonces no habría nada que relacionar y, por consiguiente, tampoco existirían relaciones. La réplica de los panrelacionistas a esta pequeña muestra de sentido común se parece mucho a la réplica que Berkeley hace a Locke cuando éste intenta distinguir entre cualidades primarias y cualidades secundarias: la réplica que Peirce menciona como la primera invocación del principio pragmatista según el cual toda diferencia tiene tiene que ser relevant relevantee en el orden práctico.3 La versión versión contemporánea y lingüística de la réplica de Berkeley dice así: todo lo que sabemos sobre esta mesa sólida y sustancial —sobre la cosa que se relaciona en tanto que opuesta a sus relaciones— es que algunas oraciones sobre ella son verdaderas. Por ejemplo, las siguientes: es rectangular; marrón; fea; elaborada a partir de un árbol; más pequeña que una casa; mayor que un ratón; menos bri b rill llaa n te q ue u n a estre es trell lla; a; etc. No es po posi sibl blee s a b e r n a d a 3. Véase la reseña que realiza Peirce de la edición edic ión que hace Frase de Ber keley; se encuentra reimpresa en el volumen 8 de los Collected ollected Papers Papers of Charles Sanders Peirce (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1958), especial mente las pp. 33-34, sección 8.33. Véase también el volumen 6, p. 328, sección 6.482.
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de un objeto salvo qué oraciones sobre él son verdaderas. En consecuencia, el argumento panrelacionista consiste en afirmar que, dado que todo lo que pueden hacer las oraciones es relacionar unos objetos con otros, cuando una oración describe un objeto lo que está haciendo es atribuirle, implícita o explícitamente explícitamente,, una u na propiedad prop iedad rela rela cional.4 cion al.4 Así pues, deberíam d eberíamos os reem ree m plaza pla zarr la imagen de dell lenguaje como un velo que se interpone entre los objetos y nosotros nos otros po porr la la imagen del lenguaje como una forma form a de conectar los objetos entre sí. En este punto, los esencialistas acostumbran a replicar que el nominalismo psicológico tiene que ser un error, que deberíamos recuperar lo que tiene de verdad el empirismo y no aceptar la idea de que el lenguaje nos pr p r o p o r c ion io n a el ú n ico ic o acce ac ceso so co cogn gnit itiv ivoo a los ob objet jetos os.. Sugieren que debemos tener un conocimiento prelingüís tico de los objetos, un conocimiento que el lenguaje no pu p u e d e capt ca ptar ar.. Ese Es e c o n o c imie im ienn to impi im pidd e, dice di cen, n, q u e la mesa, el número o el ser humano sean lo que ellos llaman «un simple constructo lingüístico». Llegados a este punto, y para ilustrar lo que quiere decir con conocimiento 4. Los nominalistas psicológicos psicológ icos conciben concib en las propiedades propiedades que normal mente reciben el nombre de «no relaciónales» (p. ej., «rojo» en oposición a «al lado izquierdo») como propiedades designadas por unos predicados que, por un motivo u otro, se consideran primitivos. La primitividad de un predicado, sin embargo, no es intrínseco al predicado, sino relativo a la forma de enseñar o mostrar un uso del mismo. La supuesta no relacionalidad de una propiedad designada por un predicado es relativa a una determinada forma de describir una determinada serie de objetos que poseen ese predicado. No es una caracte rística intrínseca de la propiedad. Una manera de formular la lección que nos enseñaron Saussure y Wittgenstein es decir que no existen predicados intrínse camente primitivos. Una manera de formular el corolario que concluyó Derrida es decir que todo predicado denota una propiedad, que no tiene sentido trazar una distinción entre predicados que tienen referencia y predicados que no tienen referencia (excepto por algún motivo práctico especial, como cuando uno emplea «¡pero si las brujas no existen!» como abreviación de todas las razones que apuntan a la inutilidad de organizar una cacería de brujas). Para una afirmación clara y contundente de la concepción antinominalista y antipragmatista, véase el libro de John Searle The Rediscovery Rediscovery of of the Mind, Cambridge, Mass.: MIT Press, 1992, p. 211. En él, Searle traza una oposición entre características intrínsecas del mundo —como por ejemplo las moléculas— y características relativas al observador —como que hoy haga un buen día para ir de picnic—, que para los pragmatistas equivale meramente a la preferencia de los objetivos humanos de los físicos por encima de los que van de picnic.
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no lingüístico, el esencialista, suele golpear la mesa con la mano y luego retirarla. De este modo espera demostrar haber adquirido un conocimiento, una especie de intimidad con la mesa que el lenguaje no consigue capturar. Y además sostiene que ese conocimiento de los intrínse cos poderes causales de causales de la mesa, su puro estar ahí, le ahí, le permite mantener el contacto con la realidad de una forma distinta de la del antiesencialista. Indiferente a la insinuación que le acusa de no estar en contacto con la realidad, realidad, el antiesencialista antiesenc ialista reitera que la mejor respuesta que recibirá quien desee saber qué es realmente, intrínsecamente, la mesa es «que los siguientes enunciados son verdaderos: es marrón, fea, hace daño al golpearla, uno puede tropezar con ella, se compone de átomos, etc., etc., etc.» etc.».. La capacidad capac idad de hace ha cerr daño, la solidez solidez y los poderes causales de la mesa están en perfecta harmonía con su fealdad y su cualidad de ser marrón. Así como descubrir la raíz cuadrada del 17 no hace que entremos en una relación más íntima con él, dar un gol pe a la m e sa tam ta m p o c o n o s a c e rca rc a m ás a su n a tur tu r a lez le z a intrínseca que mirarla o hablar de ella. Todo lo que ese golpearla o descomponerla en átomos hacen es ofrecernos la posibilidad de relacionar la mesa en cuestión con unas cuantas cosas más. No nos llevan del lenguaje al hecho, ni de la apariencia a la realidad, ni tampoco de una relación remota y desinteresada a una relación más inmediata e intensa. El sentido de este pequeño cambio es, una vez más, la negativa del panrelacionista a aceptar que sea posible distinguir un objeto del resto del universo, excepto en cuanto objeto objeto de un determinado determ inado conjunto de enunciados verdaderos. El panrelacionista sostiene, con Wittgenstein, que la ostensión funciona tan sólo con el telón de fondo de una práctica lingüística y que la identidad consigo misma de la cosa distinguida es relativa a su descripción.5 ción.5 Los Los panrelacionistas creen que la distinción distinción entre 5. Acerca Acerca de la importancia fundamental de esta idea wittgensteiniana, wittgensteinia na, véase Barry Alien, Truth in Philosophy, Cambridge: Harvard University Press, 1993.
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cosas relacionadas y relaciones no es más que una forma alternativa de diferenciar aquello de que hablamos de lo que decimos. Como dijo Whitehead, esta distinción no es más que una hipostatización de la relación entre el sujeto y el predicado lingüístico. Así como para la gente que no está familiarizada con adjetivos y verbos la preferencia de un nombre no transmite ninguna información, tampoco hay ninguna forma de transmitir información que no sea relacionando una cosa con otra. Una palabra sólo tiene significado, nos dicen con acierto las autoridades en el tema, en el contexto de una oración. Eso implica, sin embargo, no poder ir por detrás del lenguaje hasta llegar a una forma de conocimiento no lingüístico más inmediato sobre aquello de que hablamos. Un nombre sólo tiene un uso cuando establece vínculos con otras partes del discurso y un objeto sólo puede ser objeto de conocimiento en tanto que término de una relación. Los panrelacionistas entienden nuestra opinión de que podemos tener conocimiento de una cosa sin conocer las relaciones que ésta mantiene con las demás cosas como un reflejo de la diferencia entre estar seguro sobre unas relaciones evidentes, familiares, que se dan por sentado con respecto a esa cosa y no estar seguro sobre el resto de sus relaciones. El diecisiete, por ejemplo, empieza por ser la suma de diecisiete unidades, el número entre el dieciséis y el dieciocho, etc. Con sólo estos enunciados familiares ya pensamos que el diecisiete es una cosa que espera ser relacionada con otras cosas. Pero cuando se nos dice que el diecisiete también es la diferencia entre 1.678.922 y 1.678.905, en lugar de pensar que hemos descubierto algo acerca del diecisiete mismo, mismo , tendemos a creer que estamos ante una conexión remota y poco esencial entre este número y algo más. Sin embargo, si se nos presiona, nos vemos obligados a reconocer que la relación entre el 16 y el 17 no es ni más ni menos intrínseca que la relación entre éste y el 1.678.922. Con respecto a los números, no está nada claro qué significa el término «intrínseco». Nadie está realmente dispuesto a
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decir que, en el fondo de su corazón, el diecisiete se siente más cerca del 16 que de los demás números. Los panrelacionistas también sugieren desechar la cuestión de si la solidez de la mesa es más intrínseca a la mesa que su color, o qué es más intrínseco a la estrella polar, si su c o n s titu ti tucc i ó n a tóm tó m ica ic a o su p o sici si cióó n en la c o n stelación. Los antiesencialistas consideran que la cuestión acerca de si existen realmente cosas tales como las constelaciones o si, por el contrario, éstas son tan sólo ilusiones producidas por el hecho de que no podemos apreciar visualmente la distancia de las estrellas, es tan inapropiada como la cuestión acerca de si existen realmente cosas tales como los valores morales o si, por el contrario, éstos son meramente proyecciones de deseos humanos. Proponen desechar todas las cuestiones relativas al problema de determinar dónde termina la cosa y dónde empiezan las relaciones; dónde empieza la naturaleza intrínseca y dónde sus relaciones externas; dónde termina el núcleo esencial y dónde empieza su periferia accidental. A los pa p a n rela re lacc ion io n ista is tass les a g r a d a form fo rmul ular ar,, jun ju n to a W ittge itt gens ns tein, la pregunta de si un tablero de ajedrez es realmente una cosa, o bien sesenta y cuatro cosas; o preguntarse, con James, si la estrella de David es realmente un triángulo superpuesto a otro, o bien un hexágono rodeado por seis triángulos. La misma formulación de esta pregunta, pie p ienn san sa n , p o n e al d e s c u b iert ie rtoo su p rop ro p i a a b s u r d i d a d , su escaso interés. Interesan las cuestiones que cumplan el requisito de William James que exige que cualquier diferencia sea relevante [en el orden práctico]. Las demás cuestiones —cuestiones sobre el estatuto ontológico de las constelaciones o de los valores morales— son «meramente verbales» o, peor aún, «meramente filosóficas». A todo esto, el esencialismo residual del sentido común podría replicar que el panrelacionismo es una especie de idealismo lingüístico: una forma de sugerir que antes de que la gente hablara no había nada sobre qué hablar; que los objetos son artefactos del lenguaje. Pero con ello confunde la pregunta «¿de qué modo identificamos los objetos?» con la pregunta «¿son anteriores
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los objetos a la identificación que de ellos realizamos?». El antiesencialista no duda en absoluto de que hubo árboles y estrellas mucho antes que enunciados sobre ár bol b oles es y estr es trel ella las. s. El jueg ju egoo de len le n gu guaj ajee q ue jue ju e g a co conn las pa p a l a b r a s «árbole «árb oles» s» y «e «estr strella ellas» s» a sí lo a test te stig iguu a. P ero er o el hecho de que existieran antes no ofrece ninguna ayuda pa p a r a q u e ten te n g a s e n tid ti d o la p reg re g u n t a «¿qu «¿quéé son so n los lo s árb ár b o les le s y las estrellas aparte de las relaciones que mantienen con el resto de las cosas, aparte de los enunciados que sobre ellos formulamos?». Tampoco ayuda a que tenga sentido la tesis del escéptico que dice que los árboles y las estrellas tienen esencias intrínsecas, no relaciónales que, ¡ay!, quizá sean incomprensibles para nosotros. Para que esa tesis tenga un sentido claro necesitamos poder decir algo sobre q u é es eso incomprensible para nosotros, qué es eso de que se ve privado nuestro entidimiento. De no ser así vamos a quedar empantanados con la incognoscible cosa en sí kantiana. Conforme a un punto de vista pan relacionista, el lamento kantiano de que nos hallamos atrapados para siempre bajo un velo de subjetividad equivale a la inútil afirmación —por tautológica— de que una cosa que habíamos definido anteriormente como estando más allá del alcance de nuestro conocimiento se halla ahora, ¡ay!, más allá del alcance de nuestro conocimiento. La imagen que se hace el esencialista de la relación entre el lenguaje y el mundo le obliga a retroceder hasta la tesis de que el mundo es identificable con independencia del lenguaje. Por eso debe insistir tanto en que, al pri p rinn cip ci p io, io , co cono noce cem m os el m u n d o m e d i a n te u n e n c u e n tro tr o no lingüístico, golpeándolo, o dejando que unos cuantos fotones penetren nuestras retinas. Este encuentro inicial es un encuentro con el mundo en sí mismo, el mundo tal como es intrínsecamente. Pero al tratar de recuperar en el lenguaje lo que hemos aprendido en tal encuentro nuestro intento fracasa debido a que las oraciones de nuestro lenguaje se limitan a relacionar unas cosas con otras. Las oraciones «eso es marrón», «eso es cuadrado» o «eso es duro» nos comunican algo sobre cómo actúa
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nuestro sistema nervioso frente a las emanaciones procedentes de la vecindad del objeto. Oraciones como «está localizada en las siguientes coordenadas espaciotiempo» nos informan aún más claramente de lo que el esencialis ta, lleno de tristeza, llama «propiedades meramente relaciónales, meramente accidentales». Ante semejante callejón sin salida, el esencialista siente la tentación de pedir ayuda a la ciencia natural. Le tienta decir que una oración como «se compone de la siguiente clase de partículas elementales dispuestas de la siguiente forma» nos introduce a la realidad misma del objeto. La última línea defensiva de los filósofos esencia listas es creer que la ciencia física nos sustrae de nosotros mismos, del lenguaje, de nuestras necesidades y propósitos y nos conduce ante algo espléndidamente no humano y no relacional. Los esencialistas que se retiran a esta línea arguyen que los filósofos corpuscularistas del siglo xvn, como Hobbes y Boyle, tenían razón al distinguir entre aquellas características que están realmente en las cosas y aquellas otras de las que, para fines humanos, es útil decir que las cosas tienen. Para nosotros los antiesencialistas, las descripciones de objetos físicos realizadas en términos de partículas elementales son útiles de muy diversas formas, tantas como formas mediante las cuales la física de partículas puede contribuir a lograr nuevos avances tecnológicos o participa en las imaginativas redescripciones astrofísicas del universo como un todo. Pero ahí termina su única virtud. Para muchos filósofos esencialistas y científicos —que si no fuera por eso no se interesarían por la filosofía— semejante concepción pragmática de la física como criada de la tecnología y de la imaginación poética es ofensiva. Esta gente comparte la opinión de que la física de partículas —y en general, cualquier vocabulario científico podría servir en principio para formular explicaciones sobre cualquier tipo de fenómeno— constituye un claro ejemplo del tipo de verdad que el pragmatista no sabe reconocer. Este tipo de verdad no tiene nada que ver con la utilidad de una descripción para los propósitos
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humanos, sino más bien con una trascendencia respecto a aquello meramente humano. La física de partículas se ha convertido, por así decirlo, en el último bastión de la facultad griega de admiración, la idea de un encuentro con lo casi Absolutamente Otro.6 ¿Por qué parece que la física de partículas da un nuevo soplo de vida a la noción de «naturaleza intrínseca»? La respuesta, creo, tenemos que buscarla en el hecho de que el vocabulario de esta rama de la física parece pro porcionar un tipo especial de dominio y autoconfianza al ser capaz («en principio») de explicar la utilidad de todo el resto de descripciones además de la suya propia.7 Un psicofísico ideal vería los seres humanos como remolinos de partículas y podría explicar por qué esos organismos han desarrollado unos determinados hábitos lingüísticos; por qué han descrito el mundo como lo han hecho. Por consiguiente, parece como si este físico ideal pudiese considerar aquello que es útil para los seres humanos como algo en sí mismo explicable, subsumible, algo que podemos poner a cierta distancia y contemplar en pers pectiva. Cuando pensamos el universo en térm inos de dispersión e interacción de partículas, parece como si nos eleváramos por encima de nuestras necesidades humanas y nos las miráramos por encima del hombro. Parece que nos volvemos un poco más que humanos, pues parece que nos hemos alejado de nuestra propia humanidad y visto en el interior de una perspectiva no humana, en el interior del mayor contexto posible. Para nosotros los antiesencialistas, esta tentación de creer que viéndonos bajo el aspecto de partículas elementales eludimos nuestra finitud humana no es más que 6. Como ejemplos del tipo de glorificación de las partículas elementales que tengo en mente, véase el pasaje de John Searle que cito en la nota a pie de página núm. 4; véase también David Lewis, «Putnams Paradox», Australasian Journal of Philosophy, 1983. Discuto brevemente el artículo de Lewis en las pági nas 7 i ss. de Objectivity, Relativism and Truth. 7. En eso consiste, precisamente, según Williams, su atractivo. Véase Ethics and the Limits of Philosophy, Londres: Fontana Press, 1985, cap. 8, y la crítica que le hago en «Is Natural Science a Natural Kind?», en Objectivity, Rela
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otro intento de crear una divinidad —un dios de poder— para luego reclamar una parte de la vida divina. El pro blema con este tipo de intentos es que la necesidad de ser Dios no es sino otra necesidad humana más. O dicho de un modo más suave: el proyecto de considerar todas nuestras necesidades desde la perspectiva de alguien que no posee tales necesidades es sólo un proyecto humano más. Consideradas desde este ángulo, la ausencia estoica de pasión, la ausencia de voluntad zen, la Gelassenheit heideggeriana y la físicacomoconcepciónabsolutade larealidad no son más que otras tantas variaciones de un mismo proyecto: el proyecto de rehuir el tiempo y la casualidad.8 Nosotros los panrelacionistas, sin embargo, no podemos burlarnos de este proyecto. Porque, en contraste con nuestra capacidad política, a nuestra capacidad estrictamente filosófica no le está permitido burlarse de ningún proyecto humano, de ninguna forma de vida humana escogida, de ninguna descripción que sirva de ayuda en la vida de alguien. En particular, no deberíamos permitimos decir lo que acabo de decir, a saber, que adoptando esa concepción de la ciencia física parece que nos volvamos un poco más que humanos. Un panrelacionista no puede invocar la distinción aparienciarea lidad. No podemos decir que la concepción de la física de nuestro adversario está equivocada, que yerra en el juicio acerca de la naturaleza intrínseca de ésta, o que confunde lo que ella es en sí misma con algo accidental y no esencial. Desde nuestro punto de vista, la ciencia física, como el número 17, no posee ninguna naturaleza intrínseca. Al igual que el 17, la ciencia física es susceptible de ser descrita de infinitas formas, y ninguna de ellas corresponde a una descripción «interior». Imaginar que si nos descri bimos bajo un aspecto de eternidad, o bajo el aspecto de partículas elementales participaremos de la vida divina 8. Como dije en otro lugar, pienso que Derrida tiene mucha razón al con siderar que la renuncia heideggeriana no es más que otro intento de afiliarse al poder.
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no es ninguna ilusión o confusión: no es más que otro intento de satisfacer una necesidad hum ana más. Tampoco lo es pensar que, al fin, gracias a la ciencia física estamos en contacto con la naturaleza última de la realidad. La ciencia física es sencillamente otro proyecto humano más que, como todos los proyectos humanos, puede eclipsar la posibilidad de otros proyectos incompatibles con él. Los panrelacionistas tampoco podemos permitimos rehuir el problem a acusando a nuestros adversarios esencialistas de creer erróneamente haber «eludido la finitud humana» al refugiarse en una versión secularizada de una teología del poder. No es que la finitud humana represente la verdad última de este asunto, como si los seres humanos fuesen intrínsecamente finitos. Desde nuestro punto de vista, los seres humanos son aquello que hacen de sí mismos y resulta que una de las cosas que han querido ser es la divinidad, lo que Sartre llama un «ser en sí y para sí». Pero los panrelacionistas no podemos decir, con Sartre, que este intento representa una «pasión fútil». Para nosotros, los sistemas metafísicos de Aristóteles o Spinoza, o la fanática búsqueda de Kant de aquello incondicional no son ejercicios de "pasión fútil" como tampoco lo son los sistemas antime tafísicos de William James, Nietzsche o el mismo Sartre. No existe ninguna verdad ineludible que los metafísicos o los pragmatistas estén procurando evitar o captar, pues cualquier candidato a la verdad puede ser eludido mediante la elección de una descripción adecuada, o res paldado mediante otra elección semejante. ¿Pero qué decir de la proposición de Sartre que aca bo de presentar como doctrina panrelacionista, a saber, que «los seres humanos son aquello que hacen de sí mismos»? ¿Es verdadera esta proposición? Bueno, es verdadera en el mismo sentido en que son verdaderos los axiomas de la aritmética de Peano. Estos axiomas resumen las implicaciones del uso de un determinado vocabulario, a saber, el vocabulario de los números. Imaginen por un momento, sin embargo, que no tenemos ningún inte-
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rés en emplear este vocabulario. Imaginen que estamos dispuestos a renunciar a las ventajas del cálculo y el contar. Imaginen que, quizá por culpa de un miedo enfermizo a la tecnología, desean con ansiedad hablar un lenguaje en el que no se haga mención alguna al número 17. En ese caso, para ustedes esos axiomas no serían candidatos a la verdad, no tendrían ninguna relevancia para sus proyectos. Bien, pues eso mismo ocurre con la proposición de Sartre. Esa proposición resume una determinada concepción sobre qué clase de proyectos sería mejor realizar. Ahora bien, si sus propios proyectos son de carácter religioso o metafísico, si necesitan profundamente sentirse seguros en los brazos eternos de un dios de poder y, por tanto, están dispuestos a renunciar a las ventajas del tipo de política igualitaria y arte romántico cuyas implicaciones resume Sartre, entonces para ustedes la proposición de Sartre no constituirá un candidato aceptable a la verdad. Podrán decir que es falsa, si quieren; pero esa falsedad no será ciertam ente del mismo tipo que la falsedad de un candidato a la verdad que rechazamos tras someterlo a examen. Será, más bien, una cuestión de clara irrelevancia, una clara incapacidad para servir a sus pro pósitos. Poner una descripción sartriana ante un spino zista es como poner una mancha de bicicleta en manos de un minero, o como poner un metro en manos de un neurocirujano: por ser, no es ni candidata a ser útil.9 ¿Significa ello que no es posible una discusión argumentada entre Sartre y Spinoza? ¿Es imposible la comunicación entre Peano y los antitecnologistas? Aquí es muy importante que hablemos de «discusión argumentada» o bien de «comunicación». Puede darse comunicación y desacuerdo sin discusión argumentada. Eso es lo que, de hecho, ocurre con frecuencia: al percatamos de que somos incapaces de hallar premisas comunes; cuando no 9. La mejor explicación del contraste entre proposiciones candidatas y proposiciones no candidatas es la discusión de William James, en su famoso ensayo «The Will to Believe», sobre la diferencia entre opciones intelectuales «vivas» y opciones intelectuales «muertas».
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hay otro remedio que aceptar que tenemos opiniones distintas; cuando empezamos a hablar de «diferencias de gusto». La comunicación, en cambio, apenas requiere un acuerdo sobre qué herramientas emplear a fin de satisfacer unas necesidades comunes que compartimos. La discusión argumentada requiere estar de acuerdo sobre qué necesidades tienen prioridad. El lenguaje y el sentido común que tanto el spinozista como el sartriano comparten reflejan el hecho de que ambos necesitan comida, sexo, un tejado, libros y otras cosas, y que para conseguirlas se espabilan de un modo muy similar. Su incapacidad por discutir provechosamente acerca de cuestiones filosóficas refleja el hecho de que ninguno de los dos concede demasiada importancia a las necesidades particulares que han llevado al otro a filosofar. De forma similar, la incapacidad de dos pintores por llegar a un acuerdo sobre cómo pintar refleja el hecho de que ninguno de los dos concede demasiada importancia a la necesidades que han llevado al otro a ponerse delante de un caballete. Decir que esos desacuerdos son «meramente filosóficos» o «meramente artísticos» equivale a afirmar que cuando estas dos personas lleguen a un acuerdo para dejar a un lado la filosofía o la pintura, van a poder colaborar en proyectos comunes.10 Decir que, con todo, sus desacuerdos filosóficos o artísticos son profundos equivale a afirm ar que ninguno de los dos juzga central para su vida los proyectos del otro. Tal vez parezca que esta forma de plantear el asunto omite el hecho de que, a veces, hay sartrianos que se 10. No deberíamos pensar que esta analogía es una teoría «estética» de la naturaleza de la filosofía, como tampoco debemos pensar que es una teoría «filosófica» de la naturaleza de la pintura. A los pragmatistas no nos sirven de mucho las distinciones entre lo cognitivo, lo moral y lo estético. Mi intención no es mostrar que la filosofía es menos «cognitiva» de lo que se había creído; tan sólo quiero indicar la diferencia entre aquellas situaciones en las que existe un acuerdo suficiente sobre los fines como para hacer posible una discusión prove chosa acerca de los medios alternativos para lograrlos y aquellas otras situacio nes en las que tal acuerdo está ausente. Con todo, esa diferencia no es demasia do clara. Hay un espectro continuo de posibilidades entre la devoción incuestionada a unos fines comunes y la incapacidad de comprender cómo puede ser que el interlocutor esté tan loco de no compartir nuestros fines.
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vuelven spinozistas, católicos que se convierten al ateísmo, esencialistas que se vuelven antiesencialistas, metafí sicos que pasan a ser pragmatistas, y viceversa. Más en general, parece como si omitiese el hecho de que la gente cambia de proyectos de vida, que cambia precisamente aquellas partes de la imagen de sí misma a las que antes otorgaba más valor. La cuestión, sin embargo, es si esto ocurre nunca como resultado de una discusión argumen tada. Quizá ocurra así a veces, pero seguro que es la excepción. Normalmente, este tipo de conversiones sor prenden tanto a los amigos como a la misma persona convertida. Es típico que la frase «se ha convertido en una nueva persona; no lo reconocerías» signifique «ya no ve más el sentido, la relevancia o el interés de los argumentos que antes exponía al defender lo contrario». El sentido común, sin embargo, al igual que la filosofía griega, cree que estas conversiones deberían ocurrir mediante discusión. El sentido común espera que esas conversiones no sean como enamorarse repentinamente de alguien completamente distinto, sino más bien como llegar a reconocer la forma de la mente que uno tiene. El supuesto socrático de que las conversiones deseables son más una cuestión de autodescubrimiento que de auto transformación precisa de la doctrina platónica según la cual toda mente humana está configurada, en general, de la misma forma: la forma dada por el recuerdo de las Ideas. Entre filósofos posteriores esto termina por convertirse en la creencia en la «razón», concebida bien como la facultad que penetra en las apariencias hasta llegar a la verdad, o como un conjunto de verdades elementales que reposan en el fondo de cada uno de nosotros aguardando el momento en que la discusión las saque a relucir. En cualquiera de los dos casos, creer en la razón no es tan sólo creer que existe algo como la naturaleza humana, sino creer que esa naturaleza consiste en algo más que lo que tenemos en común con los animales y constituye algo propio. Este componente exclusivo de los seres humanos es el responsable de que seamos más conocedores que simples usuarios y que, de este modo,
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podamos ser convertidos por argumentación antes que vencidos por fuerzas irracionales. Los antiesencialistas, como es obvio, no creemos en esa facultad. Si los humanos no tienen una naturaleza intrínseca es porque no hay nada que tenga una naturaleza intrínseca. Nos llena de alegría, sin embargo, tener que admitir que los seres humanos son únicos en un sentido determinado: en el sentido en que se hallan realmente en un conjunto de relaciones con respecto a los demás objetos único en su especie. O más exactamente, tenemos que admitir que los seres humanos normales, adultos, debidamente socializados y entrenados se hallan en un conjunto de relaciones único. Este grupo de seres humanos está capacitado para usar el lenguaje y, por tanto, puede describir cosas. Por lo que sabemos, no existe nada semejante capaz de describir cosas. Los números, las fuerzas físicas, los unos pueden ser más grandes que los otros, pero no se describen entre sí como mayores o menores. Somos nosotros quienes los describimos así. Las plantas y los animales son capaces de interactuar, pero el éxito de estas interactuaciones no depende para nada de que los unos encuentren unas resdescripciones de los otros cada vez más provechosas. Nuestro éxito, en cambio, sí depende de ello. Darwin hizo que los esencialistas tuvieran dificultades en creer que los antropoides superiores adquirieron de repente un componente extra añadido llamado «razón» o «inteligencia», en lugar de más bien la clase de astucia que ya manifestaron los antropoides inferiores. Por esta razón, desde Darwin, los filósofos esencialistas tienden a hablar cada vez menos de «mente» y más de «lenguaje». Las palabras «signo», «símbolo», «lenguaje» y «discurso» se han convertido en las palabras filosóficas de moda de este siglo, del mismo modo que en el siglo pasado lo fueron «razón», «ciencia» y «mente».11 Efectivamente, el desarrollo de habilidades simbolizadoras es 11. Véase en De lagrammatologie (París: Minuit, 1967), p. 15, la discusión de Derrida acerca de la necesidad de hablar sobre el lenguaje y de que esta pala bra no se convierta en otra palabra de moda más.
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susceptible de recibir una explicación en términos de una astucia cada vez mayor. Pero aun así los filósofos esen cialistas han tendido a olvidar que su propia sustitución de «mente» por «lenguaje» tenía por objeto la reconciliación con Darwin y han continuado planteando sobre el lenguaje exactamente los mismos problemas que sus predecesores planteaban sobre la mente.12 Como dije al principio de esta lección, estos problemas surgen porque se concibe al lenguaje como un tercer elemento que se entromete entre el sujeto y el objeto formando una barrera que impide al conocimiento humano ver cómo son las cosas en sí mismas. Sin embargo, si queremos mantener la fe en Darwin, en lugar de pensar que la palabra «lenguaje» denomina una cosa que posee una naturaleza intrínseca propia, deberíamos concebirla como un modo de abreviar las distintas clases de complicadas interacciones que sólo los antropoides superiores mantienen con el resto del universo. Lo que distingue a esas interacciones es el uso de ruidos y señales que sirven para facilitar las actividades del grupo, como herramientas que sirven para coordinar la actividad de sus miembros. Las nuevas relaciones en que se hallan estos antro poides con respecto al resto de los objetos vienen no sólo indicadas por el uso que uno hace del signo X para dirigir la atención del grupo hacia el objeto A, sino también por el uso de una serie de signos destinados a dirigir la atención hacia A y que corresponden a la serie de distintos fines para los cuales A puede ser útil. De acuerdo con la jerga filosófica, uno podría decir que la conducta sólo se convierte propiamente en lingüística cuando los organismos empiezan a utilizar un metalenguaje semántico y adquieren la capacidad de emplear palabras en contextos intensionales.13 Dicho con mayor claridad, un a conducta 12. He tratado de extenderme en este punto en las pp. 257-266 de Philo sophy and the Mirror of Nature (Princeton, NJ: Princeton University Press, 1979) {Lafilosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid: Cátedra, 1995). 13. Véase Donald Davidson, «Rational Animáis», en Actions and Events: Perspectives on the Philosophy of Donald Davidson, ed. Emest LePore (Oxford: Blackwell, 1985), pp. 473-480.
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sólo es propiamente lingüística cuando se pueden decir cosas como «también se llama "Y”, pero para tus propósitos mejor que lo describas como un X», o «pese a que tienes todas la razones para decir que es un X, no es un X». Sólo entonces nos vemos en la necesidad de emplear nociones específicamente lingüísticas como «significado», «verdad», «referencia» o «descripción». Sólo entonces no es únicamente útil, sino casi indispensable, descri bir lo que hacen los antropoides como «querer decir A con X» o «creer falsamente que todos los A son B». Considerar el lenguaje de este modo, d arvinianam ente; considerar que en lugar de brindamos representaciones de los objetos, el lenguaje nos proporciona herramientas para hacerles frente, así como distintos juegos de herramientas para satisfacer diferentes fines, hace que sea difícil ser un esencialista. Porque entonces cuesta tomarse realmente en serio la idea de que una descripción de A pueda ser más «objetiva» o estar «más cerca de la naturaleza intrínseca de A» que cualquier otra descripción. La relación entre las herramientas y lo que éstas manipulan es simplemente un asunto de utilidad para un fin determinado, no una cuestión de «correspondencia». Tan cerca de la naturaleza humana se halla una sonda estomacal como un estetoscopio, y no menos cerca de la esencia de una aplicación eléctrica está un comprobador de voltaje que un destornillador. A menos que creamos, con Aristóteles, que una cosa es conocer y otra usar, y que existe un fin llamado «conocer la verdad» distinto del resto de los fines, no pensaremos que una de las descripciones de A es «más precisa» que otra sans phrase. Porque con la precisión, al igual que con la utilidad, de lo que se trata es de ajustar la relación de un objeto a otros objetos, lo importante es poner un objeto en un contexto provechoso. No se trata en absoluto de entender correctamente el objeto, en el sentido aristotélico de contem plar la cosa tal como es en sí misma, al margen de las relaciones que mantiene con las demás cosas. Del mismo modo que una descripción aristotélica del conocimiento humano no permite una comprensión dar
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winiana de cómo éste crece, una descripción evolucionista del desarrollo de la capacidad lingüística priva al pensamiento esencialista de toda base sólida posible. Observen, empero, que si ahora yo intentara convencerles de que la única forma objetivamente correcta de concebir el lenguaje es la darwiniana —y, por extensión, la forma deweyana, pragmatista, de entender la verdad— estaría siendo incoherente con mi propio panrelacionismo. Lo único que estoy autorizado a afirmar es que ésa es una forma útil de entenderlo, útil para unos determinados fines en particular. Todo lo que puedo pretender haber hecho en esta lección es haberles ofrecido una redescripción de la relación existente entre los seres humanos y el resto del universo. Esta redescripción, como cualquier otra redescripción, tiene que ser juzgada en función de su utilidad para un fin determinado. Por consiguiente, parece apropiado terminar esta lección volviendo a la cuestión siguiente: ¿por qué motivo piensa el antiesencialista que su descripción del conocimiento, de la investigación y de la cultura hum ana es una mejor herramienta que la descripción esencialista, aristotélica? He insinuado mi respuesta más de una vez. Pero quizá sea conveniente que ahora la haga explícita. Los pragmatistas consideran que el antiesencialismo tiene dos ventajas. La primera es que su adopción hace imposible formular la mayor parte de los problemas filosóficos tradicionales y aún más difícil provocar el tipo de guerras culturales en las que a los filósofos tanto agrada partici par. La segunda ventaja es que su adopción hace más fácil la adaptación a Darwin. Estoy de acuerdo con Dewey en que la función de la filosofía consiste en mediar entre las viejas formas de hablar, desarrolladas para cumplir con ciertas tareas de entonces, y las nuevas formas de hablar, desarrolladas en respuesta a las nuevas demandas. Como él dijo: Cuando se reconozca que bajo la apariencia de estar tratando con la realidad última, la filosofía ha estado ocupada con los preciados valores incrustados en las
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tradiciones sociales; cuando se reconozca que ha surgi, do de un choque entre fines sociales y de un conflicto entre instituciones heredadas y tendencias contemporáneas incompatibles, entonces se comprenderá que la tarea de la filosofía futura es aclarar las ideas de los hombres respecto a los conflictos morales y sociales de su tiempo.14 Ya casi nadie recuerda el conflicto social y moral que provocó la publicación del libro El origen del hombre de Darwin. Tengo la impresión, sin embargo, de que la filosofía todavía no se ha dado cuenta de lo que dijo Darwin; todavía no ha afrontado su desafío. Tengo la impresión de que todavía queda mucho por hacer a fin de reconciliar los preciados valores incrustados en nuestras tradiciones con lo que Darwin dijo acerca de nuestra relación con los animales. En mi opinión, los filósofos que han realizado la mayor aportación en esta tarea de reconciliación son Dewey y Davidson. Considerar su trabajo desde esta perspectiva nos brinda la oportunidad de establecer una comparación entre ellos y Hume y Kant. Éstos afrontaron la tarea de asimilar la Nueva Ciencia del siglo xvn al vocabulario moral que Europa había heredado de los estoicos y los cristianos. La solución de Hume consiste en equiparar, por un lado, la razón humana a la de los animales y, por otro, la moralidad humana a ese tipo de interés benevolente que los animales muestran hacia los otros miem bros de su especie. Hume fue un protopragmatista, pues, en el sentido en que una vez realizado esto, se desvanece la distinción entre conocer y hacer frente a la realidad. Como es bien sabido, sin embargo, la mayor parte de lectores —especialmente los alemanes— estimaron que el remedio de Hume era aún peor que la enfermedad. Según ellos, era preciso proteger el conocimiento humano, y en especial las pretensiones de verdad universal y necesaria, del peligro humeano. 14. Dewey, John, Reconstruction in Philosophy, en The Middle Works, Carbondale: Southern Illinois University Press, 1982, vol. 12, p. 94.
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Kant ofreció una solución alternativa que Hegel estimó aún demasiado escéptica, derrotista, humeana y protopragmática. Pero la mayoría de filósofos, menos ambiciosos que Hegel, han accedido a adoptar alguna forma de solución kantiana. Kant salvó la pretensión de incondicionalidad, en su modalidad de universal y necesaria, trazando un a distinción entre el esquema trascendental creadordelmundofenoménico y el contenido meramente fenoménico que rellena ese esquema. Immunizó nuestro vocabulario moral tradicional y, en particular la pretensión de estar bajo obligaciones morales incondicionales, parapetándolo tras un muro que separa lo moral y nouménico de lo fenoménico y empírico. Con la creación de tal sistema, Kant se ganó la más sincera gratitud de individuos, tales como el protagonista de la obra de Fichte El destino del hombre, que se hallaban aterrorizados por la idea de que su imagen de agentes morales no sobreviviría a la mecánica cor puscular. De este modo, Kant nos ayudó a aferramos a la idea de que existe algo incondicional y, por consiguiente, no relacional. Preservó las verdades universales y necesarias sintéticas a priori haciendo que el mundo de la mecánica corpuscular no fuera el mundo real. El mundo real es el mundo desde el que, a escondidas, por decirlo así, constituimos el mundo fenoménico, el mismo mundo en el que somos no empíricos, no pragmáticos, agentes morales. De esta suerte, Kant nos ayudó a aferramos a la idea de que entre nosotros y el resto de los animales existe una diferencia enorme. Para los animales —pobrecitos seres fenoménicos— todo es relativo y pragmático. Nosotros, en cambio, poseemos un lado trascendental y nouménico, un lado no sujeto a la relacionalidad. Por consiguiente, podemos albergar la esperanza de conocer la verdad en un sentido no baconiano de «conocer», un sentido en el que conocer es muy distinto de usar. Podemos esperar hacer lo correcto, en un sentido de correcto irreductible a la búsqueda de placer o a la gratificación de los instintos de benevolencia.
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Con Darwin, sin embargo, cada vez se hizo más difícil ser kantiano. En cuanto empezaron a efectuar experimentos con su propia imagen y a verse a sí mismos sencillamente como unos «animales listos», como había dicho Nietzsche, el ferviente admirador de Darwin,15 las personas encontraron muy difícil pensar que poseían un lado nouménico o trascendental. Más adelante, cuando se juntaron la teoría evolucionista de Darwin y la idea —insinuada primero por Herder y Humboldt, y discutida más tarde por Frege y Peirce— según la cual la característica propia del hombre es el lenguaje16y no la mente o la conciencia, la teoría evolucionista de Darwin hizo posible concebir toda la conducta humana —incluida esa especie de conducta «superior» que antes se interpretaba como la realización del deseo de conocer lo incondicionalmente verdadero y de hacer lo incondicionalmente correcto— en continuidad con la conducta animal. A diferencia del origen de la conciencia o del origen de esa facultad llamada «razón», capaz de llegar hasta la naturaleza intrínseca de las cosas, el origen del lenguaje es inteligible en términos naturalistas. En nuestras manos está la posibilidad de ofrecer lo que Locke llama «una explicación histórica y 15. En la lectura de este pasaje, Rorty matizó esta afirmación con el siguiente comentario: «Esto no es del todo cierto. Nietzsche siempre habla mal de Darwin. Aunque ello no impide que luego acepte sin ningún problema muchas de las cosas que Darwin afirma. Bueno, otro caso de la típica ingratitud nietzscheana.» (N. del T.) 16. Véase Manfred Frank, What is Neostructuralism, Minneapolis: Uni versity of Minnesota Press, 1984, p.217: «El giro filosófico consiste en el paso del paradigma filosófico de la conciencia al paradigma filosófico del signo.» El libro de Frank realiza una valiosa contribución al mostrar la continuidad entre la visión decimonónica de Herder y Humboldt sobre el lenguaje y la visión común a Derrida y Wittgenstein. En particular, la comparación que establece en la p. 129 entre la afirmación de Herder de que «nuestra razón se forma únicamen te por medio de ficciones» y la afirmación de Nietzsche, más famosa, según la cual el lenguaje es «un ejército ambulante de metáforas, metonimias y antropo morfismos» hace que nos percatemos de que el antiesencialismo es, como míni mo, tan antiguo como la idea de que no existe ningún lenguaje adámico y que los distintos lenguajes, el nuestro incluido, están al servicio de distintas necesi dades sociales. Leer a Frank hace que uno se plantee la pregunta de si la filoso fía occidental no habría podido ahorrarse un siglo de confusiones si Hegel hubiera seguido el ejemplo de Herder y, por tanto, hubiera aceptado hablar menos de Conocimiento Absoluto y más, en cambio, de necesidades sociales.
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clara» de cómo unos determinados animales lograron hablar. En contraste con ello, no podemos ofrecer ninguna explicación histórica y clara de cómo esos animales dejaron de hacer frente a la realidad y empezaron a representarla; mucho menos de cómo dejaron de ser unos seres meramente fenoménicos y empezaron a constituir el mundo fenoménico. Claro que también podemos amparamos en Kant e insistir en que la explicación de Darwin, como la de New ton, no es más que otro relato sobre fenómenos, y que los relatos trascendentales tienen precedencia sobre los relatos empíricos. Sospecho, sin embargo, y guardo la esperanza de que estos ciento y tantos años de ir absorbiendo y mejorando el relato empírico de Darwin habrán logrado que no podamos tomamos en serio ningún otro relato trascendental. En el transcurso de estos años hemos ido sustituyendo, paulatinamente, el intento de concebimos desde fuera del tiempo y la historia por la voluntad de construimos un futuro mejor, una sociedad democrática, utópica. El panrelacionismo es una expresión de este cambio. Estar dispuesto a pensar que la filosofía, más que ayudar a conocemos, ayuda a cambiamos, es otra.
Se x t a l e c c ió n
CONTRA LA PROFUNDIDAD Es típico que los panrelacionistas sean caracterizados por sus oponentes como aquellos filósofos que defienden la tesis de que muchas de las cosas que según el sentido común se encuentran o se descubren, en realidad, se hacen o se inventan. Así, cuando nuestros adversarios platónicos o kantianos se hartan de llamamos «relativistas» pasan a llamarnos «subjetivistas» o «constructivistas sociales». Según ellos, pretendemos haber descubierto que aquello que se suponía exterior, en realidad es interior a nosotros. Piensan que decimos que aquello que antes se creía objetivo ha resultado ser simplemente sub jetivo y que, de algún modo, las cosas empiezan a existir gracias al lenguaje. Pero nosotros los panrelacionistas no podemos aceptar esta forma de plantear el asunto. Si lo hiciéramos, nos meteríamos en graves dificultades. Si no ponemos en duda la distinción entre hacer y encontrar, damos pie a que nuestros adversarios nos formulen una peligrosa pregunta: ¿lo habéis descubierto, el sorprendente hecho de que aquello que se creía objetivo en realidad es subjetivo, o bien os lo habéis inventado? Si pretendemos haberlo descubierto, si mantenemos que es un hecho objetivo que la verdad sea subjetiva, entonces corremos el peligro de contradecimos. Si, por otro lado, afirmamos habérnoslo inventado, entonces parecerá que se trata de un mero capricho. Y, entonces, ¿por qué debería nadie tomarse en serio nuestra invención?
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Es importante que los panrelacionistas vayamos con cuidado en no utilizar jamás la distinción entre encontrar y hacer, entre descubrimiento e invención, excepto en algún contexto causal concreto. Por ejemplo, los panrelacionistas podemos aceptar perfectamente que las cuentas bancarias, a diferencia de las jirafas, son obra de los seres humanos. En este sentido, las cuentas bancarias son construcciones sociales y las jirafas, en cambio, no. Podemos admitir esto porque en este caso particular «¿encontrado o hecho?» es una cuestión empírica sencilla acerca de las relaciones causales entre los seres humanos y otras cosas. Lo que no podemos preguntar, sin embargo, es si la jirafatez se encuentra «en el mundo» o, por el contrario, es algo que nosotros imponemos al mundo. Tenemos que ser fieles hasta el fin al rechazo de Quine de la distinción entre cuestiones de hecho y cuestiones lingüísticas y al rechazo de Davidson de la distinción entre esquema y contenido. Ello significa abandonar la distinción entre «interior a nosotros» y «exterior a nosotros». Pero, además, también significa insistir en que no hay fórmula alguna mediante la cual el lenguaje pueda deshacerse del mundo, o al revés. Ello se debe a que la concepción panrelacionista de las cosas es, por así decirlo, bidi mensional. Ninguna relación entre cosas es más elevada o más profunda que cualquier otra relación, incluidas las descripciones lingüísticas del mundo. No existe dimensión alguna por encima o por debajo del lenguaje. Al no poder utilizar la noción de propiedades intrínsecas escondidas debajo de propiedades meramente relaciónales, los panrelacionistas sospechamos de todas las metáforas que hablen de profundidad. De igual modo, tampoco podemos conservar ninguna metáfora sobre cosas aisladas, más puras, más elevadas, cosas que pierden su pureza al aumentar sus relaciones con otras cosas cuando son ejem plificadas o descienden a otros reinos del ser. Es preciso renunciar a cualquier metáfora de verticalidad. Los panrelacionistas viven en un oscuro plano bidi mensional donde no hay certezas, ni paz, ni una consola-
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dora distinción entre un ordo essendi fijo y un ordo cognoscendi histórico y transitorio. La concepción panrela cionista hace caber estos dos órdenes en uno solo y niega que podamos interponemos entre el lenguaje y su objeto. La cuestión de si este plano será siempre tan oscuro y alterado como ahora por culpa de alarmas confusas no es un problema filosófico sino empírico. No es un problema sobre la condición humana —un tema sobre el que los panrelacionistas no tienen nada que decir—, sino un pro blema empírico sobre qué nos depara el futuro. Puede que un día, en el camino hacia ella, cese de oscurecerse la espléndida perspectiva democrática que Whitman entrevio; o quizá no. La desconfianza panrelacionista por las metáforas verticales tiene su origen en la comprensión del hecho de que no realizamos dos actividades: primero, hallar una propiedad ejemplificada y luego producir un predicado para referirse a esa propiedad. Tampoco sucede que nos inventemos primero un predicado y luego nos preguntemos si hace referencia a una propiedad o no. Decir que no podemos interponemos entre el lenguaje y su objeto equivale a decir que no podemos diferenciar entre hablar de una propiedad y utilizar un predicado. Esto significa que las propiedades no pueden existir en ningún lugar excepto, por decirlo así, en el mismo nivel de existencia que los predicados. No pueden haber propiedades profundas o cuestiones profundas. Sólo pueden haber predicados cuyo uso sea difícil de enseñar y cuestiones cuyo objetivo sea difícil de percibir. Una forma de producir el efecto de una tercera dimensión es exagerar la distinción entre usos difíciles y fáciles de predicados. Cuesta mucho trabajo hallar un uso para según qué predicados, por ejemplo, «transustan ciado», «proustiano», «rígidamente designado». Para según qué otros el uso se transmite de un modo natural y sin dificultades: por ejemplo «duro», «blando», «cadera», «cuadrado». Costó mucho trabajo encarrilar el juego de lenguaje que jugamos con «transustanciado»; no costaron tanto, en cambio, los que se juegan con «blando» y
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«cuadrado». Pero la dificultad de instituir y comunicar una práctica no es indicativa de nada que no sea ella misma; no es ninguna señal de que la nueva práctica nos conducirá a un plano de existencia que no habíamos ocu pado anteriorm ente. En particular, no confirma la suposición compartida por Locke, Quine y Kripke de que la ciencia física ahonda más en la realidad que el lenguaje corriente. Otra de las formas que utilizan los esencialistas para producir el efecto de profundidad es sacar partido del desafortunado sugerimiento de Sócrates de que incluso términos familiares y pertenecientes al sentido común, tales como «justo» y «piedoso», precisan de análisis y definición, que por debajo del uso de esos términos se esconde algo que si saliera a la luz podría ayudamos a corregir su uso. Sócrates no sugirió nada parecido para «duro» y «blando», como tampoco lo hizo para los términos griegos equivalentes de «cadera» y «cuadrado». Se limitó a hablar sobre términos de importancia sociopolí tica y consiguió convencer a Platón de que la filosofía sólo podría ser relevante en este sentido en el caso de que existiera algo profundo por descubrir, algo semejante a la naturaleza intrínseca de la justicia. Algunos filósofos, como Habermas, todavía invocan la memoria de Sócrates al defender que, a menos que los filósofos tengan algo profundo por descubrir —algo semejante a las condiciones trascendentales de la comunicación—, la crítica social quedará reducida a una mera «expresión irracional de preferencia». La idea nietzscheana de que Sócrates es el «vértice y el punto de inflexión de la civilización occidental» da en el blanco. Pues Sócrates, o como mínim o el Sócrates que nos presenta Platón, anunció que el conocimiento de algo profundo y poco familiar nos liberaría del oscuro mundo de la contingencia histórica. «“La virtud es conocimiento; todos los pecados se producen por ignorancia; sólo es feliz el virtuoso", estas tres formulaciones del optimismo —dijo Nietzsche— representan la muerte de la tragedia.» Conforme al punto de vista que defiendo en estas leccio-
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nes, el problema de estas formulaciones no es que liquidaran la tragedia de entre los griegos, sino que descarriaran el optimismo de los modernos. Lograron que éstos se desviaran de su propio interés —la política utópica— y se centraran en la posibilidad de rehuir la política abandonando la práctica po r la teoría. Un nietzscheano contemporáneo, Bemard Williams, está de acuerdo en que el socratismo representó un punto de inflexión y que la concepción que poseemos de nosotros mismos sufrió un cambio radical cuando Platón y Aristóteles sustituyeron el imprevisible destino y los caprichosos dioses por algo más estable y cognoscible. En Shame and Necessity, Williams sostiene que lo que distingue a Platón y Aristóteles de Sófocles y Tucídides es la creencia de los primeros en que «más allá de ciertas cosas que tienen la forma que los mismos seres humanos les han dado, hay [algo] intrínsecamente modelado conforme a los intereses humanos y, en particular, conforme a los intereses éticos de los seres hum anos».1 Platón observó que en la práctica social humana no hay nada lo suficientemente seguro y estable; por eso creó unos nuevos objetos de conocimiento que pretendían ser relevantes para esas prácticas y al tiempo trascenderlas, de tal suerte que uno sólo podía tener conocimiento de ellos mediante procedimientos que no dependiesen de tales prácticas. Tales objetos sólo podían hallarse en las alturas o en las profundidades. Tras Platón y Aristóteles, el universo se volvió tridimensional y el conocimiento teorético quedó identificado con el acceso a esa dimensión tridimensional. Fue entonces, precisamente, cuando se fraguó la creencia de que lo mejor que caracteriza al hombre es la capacidad de acceder a esa dimensión.
•k -k -k Las metáforas de profundidad tienden a fluctuar imprevisiblemente, ahora la una, ahora la otra, entre la 1. Williams, B., Press, 1993, p. 163.
Shame and Necessity, Berkeley: University of California
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profundidad y la altura. Actualmente, en filosofía analítica, la altura no está de moda, pero la profundidad sí. El empuje inicial de la filosofía analítica evitó tanto la altura como la profundidad aparentando un tono práctico y enérgico, el tono de alguien dispuesto a desechar tonterías y a enderezar el asunto. Pero cuando la reacción contra el verificacionismo ganó en intensidad la profundidad volvió a los escenarios. Lo hizo en forma de resistencia contra la idea de que podemos fundir los ordines cognoscendi et essendi en uno solo. Escritores como Nagel, Krip ke, Cavell y Stroud —y ahora, ¡ay!, incluso Putnam— están ayudando a que el término «problema profundo» vuelva a ser respetable. La razón de que el panrelacionismo no dé cabida a la noción de ordo essendi debe hallarse en su rechazo a la noción de una naturaleza intrínseca de las cosas distinta de la descripción que se hace de ellas. Los pragmatistas clásicos emprendieron el buen camino panrelacionista al sostener que los problemas tradicionales de la filosofía son verbales, en el sentido de que pueden ser resueltos por redescripción empleando otras herramientas lingüísticas. El verificacionismo positivista lógico del primer estadio de la filosofía analítica también iba por buen camino. El verificacionismo supuso un primer intento de reemplazar significado por uso, de sustituir el intento de mirar debajo de nuestras prácticas por una descripción de tales prácticas. El positivismo lógico y, más generalmente, la filosofía analítica anterior a Quine no se equivocó por ser verifica cionista, sino por ser analítica: al creer que existía algo como «el análisis correcto» de un concepto. «Análisis correcto» es una de las nociones sucesoras de la desafortunada noción socrática de «definición correcta». Los filósofos que se alegraban de negar que existiese algo como la correcta descripción de un objeto espaciotemporal quedaron fascinados por la idea de que sí existe el análisis correcto de un concepto. Creyeron que los conceptos son lo bastante distintos de esos objetos como para que sea posible la actividad no empírica llamada «análisis conceptual».
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Su práctica incorporaba una concepción esencialista y no pragmática de los conceptos; una concepción que sugiere, al igual que Sócrates, que el uso que efectuamos de un término no es autocorrectivo sino que representa el intento de vivir de acuerdo con una regla eterna ya fijada. Quine nos ayudó a echar abajo la distinción análisisdes cripción; el segundo Wittgenstein nos ayudó a comprender que, como mínimo, existen tantos análisis de un concepto como usos de la palabra correspondiente y que, en relación a éstos, no existe ningún criterio neutral de corrección de análisis. La llamada «paradoja del análisis» —el argumento según el cual, en cuanto un análisis produce un resultado sorprendente se condena a sí mismo a ser incorrecto— nunca fue resuelta. Se extinguió junto con la práctica de realizar análisis, y ello, en gran parte, como consecuencia de «Dos dogmas del empirismo» y de las Investigaciones filosóficas. La práctica de realizar análisis satisfacía la necesidad de profundizar de muchos de los primeros filósofos analíticos. Russell, que abandonó la lógica al dejar de creer que ésta pudiera ofrecer la única llave verdadera a los secretos del universo, escribió una reseña áspera y desdeñosa sobre las Investigaciones filosóficas. En ella, acusaba a Wittgenstein de haber perdido el sentido de la necesidad e importancia del trabajo filosófico. Por aquel entonces, en medio de la primera eclosión de entusiasmo witt gensteiniano, se creyó que Russell afirmaba eso porque era un mal perdedor. Pero pocas décadas después de la publicación de las Investigaciones, los filósofos ya comenzaron a preguntarse si Russell no tendría en el fondo razón. Porque empezaron a comprender que si Wittgenstein estaba en lo cierto, entonces la imagen del filósofo tenía que cambiar de un modo profundamente desconcertante. En particular, si Wittgenstein iba por buen camino, la distinción entre filosofía y crítica cultural —entre, por ejemplo, las Philosophische Untersuchungen y las Ver mischte Bemerkungen — perdería importancia. Dewey habría simpatizado con los intentos de borrar esta distin-
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ción. Pero el sentido de profesionalismo que Camap y Quine inculcaron en sus alumnos provocó que éstos no pudieran tolerar el pensamiento de que acaso estaban haciendo lo mismo que los profesores de literatura. Como resultado de la resistencia de los filósofos analíticos a seguir los ejemplos de Wittgenstein y Dewey, como ha escrito Putnam, «la filosofía analítica se ha convertido recientemente en el movimiento más prometafísico de la escena filosófica mundial».2 Entre los filósofos analíticos contemporáneos, Tho mas Nagel sobresale como el filósofo que defiende con más fuerza la verticalidad y critica con más ferocidad al último Wittgenstein. Nagel resume así el último traba jo de Wittgenstein: «decir que alguien está empleando correctamente o incorrectamente un concepto tiene sentido solamente con el trasfondo de la posibilidad de un acuerdo o desacuerdo identificable en juicios que em plean ese concepto». Para Nagel esta concepción es desastrosa, porque aceptarla significa limitar «aquello que hay o es verdadero» a lo que «podríamos descubrir, concebir o describir dentro de una cierta extensión del lenguaje humano».3 Nagel cree que «por pequeñas que sean las posibilidades de éxito, es preciso combinar el reconocimiento de nuestra contingencia, de nuestra finitud y de nuestro formar parte del mundo con una ambición de trascendencia».4 Renunciar a tal ambición y ceder a lo que Nagel llama «teorías metafilosóficas deflacionistas, como el positivismo o el pragmatismo» equivale a emprender «una rebelión contra el impulso filosófico mismo».5Al contrario que Nietsche, Heidegger y Dewey, que conciben este anhelo de verticalidad como un desarrollo histórico data ble, Nagel considera que las fuentes de la filosofía, este 2. Putnam, H., Renewing Philosophy, Cambridge, Mass.: Harvard Univer sity Press, 1992, p. 187 (Cómo renovar la filosofía, Madrid: Cátedra, 1994). 3. Nagel, T., The Viewfrom Nowhere, Nueva York y Oxford: Oxford Uni versity Press, 1986, pp. 105-106 ( Una visión de ningún lugar, México: FCE, 1996). 4. Ibíd., p. 9. 5. Ibíd., pp. 11-12.
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impulso incluido, son «preverbales y con frecuencia pre culturales». Para Nagel, la filosofía es vertical o no es. En una lección anterior hice mención de la concepción que posee Dewey de la filosofía como aquella tarea que tiene por objeto reconciliar las innovaciones lingüísticas más viejas y frecuentemente datables con aquellas otras más recientes; por ejemplo, reconciliar las descripciones de Aristóteles sobre el conocimiento con las descripciones de Newton sobre el objeto del conocimiento; o las descripciones cristianas sobre la fraternidad humana con la explicación darwiniana sobre el origen del hom bre. Para Dewey, deberíamos reemplazar la ambición filosófica de trascender por la esperanza política de reconciliar. Conforme a la concepción deweyana, un filósofo es como un mecánico: es alguien que moderniza unas viejas herramientas para adaptarlas a los nuevos usos. La concepción de la filosofía de Nagel es más dramática: considera que es filosóficamente fundamental «tratar de subir por encima y salir de nuestras propias mentes». «La filosofía —dice— es la infancia del intelecto y una cultura que quisiera pasar sin ella no crecería jamás.» En opinión de Dewey, en cambio, el intelecto no existe: tan sólo hay culturas y problemas. Según él, las metáforas de verticalidad platonicoaristotélicas fueron útiles en los primeros estadios de la cultura europea, pero resultaron perniciosas en los últimos. Dewey tiene un relato por contar sobre el proceso de maduración del pensamiento euro peo, pero no tiene ninguno que trate sobre la condición humana o la naturaleza del intelecto. Nagel saca a relucir la conexión entre su aversión al verificacionismo y la necesidad que siente de salir de su propia mente al decir: Sólo un verificacionista dogmático podría negar la posibilidad de formación de unos conceptos objetivos que alcanzan más allá de nuestra capacidad actual de aplicar los. El objetivo de llegar a una concepción del mundo cuyo centro no seamos nosotros precisa de la formación de tales conceptos. En la realización de este objetivo reci-
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bimos el soporte de una especie de optimismo intelectual: la creencia según la cual poseemos una capacidad ilimi tada de comprender lo que todavía no hemos concebido, capacidad que entra en funcionamiento en cuanto nos alejamos de la comprensión presente e intentamos alcan zar una concepción de orden superior que explique esta primera versión como una parte del mundo. Pero tam bién debemos admitir que, por más lejos que lleguemos, es probable que el mundo esté siempre más allá de nues tra capacidad de comprensión. Este reconocimiento, más potente que el simple rechazo del verificacionismo, sólo puede ser expresado mediante unos conceptos generales, cuya extensión no está limitada a lo que en principio podríamos saber.6
El paradigma de Nagel sobre cómo se emplea una concepción de orden superior para explicar una concepción de orden inferior como parte del mundo es el uso que hace Locke de la física corpuscular para explicar nuestro uso del vocabulario de los colores. El optimismo intelectual consiste en la esperanza de que cada vez dispondremos de más explicaciones «objetivas» sobre cómo nos comportamos y hablamos. En contraste con ello, los deweyanos conciben lo que Locke y la óptica psicológica realizaron no como una progresión vertical desde órdenes inferiores a órdenes superiores, o como una progresión desde una perspectiva interior a una perspectiva exterior, sino como la elaboración de una herramienta nueva que tiene por finalidad mejorar la situación humana. Eso mismo piensan frente a la tesis de Nagel de que deberíamos pasar del optimismo intelectual a la humildad, a la com prensión del hecho de que ninguna concepción de orden superior imaginable agotará el mundo, concibiéndola como el bosquejo de un juego de lenguaje nuevo que los hombres pueden hallar útil jugar. Aunque, claro, Nagel continuará pensando que ese modo de entender su sugerencia no es sino otra forma más de situar a los seres humanos en el centro, otra versión más del impulso defla cionista que condujo al verificacionismo. 6. Ibíd., p. 24.
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En mi opinión, lo más interesante del enfrentamiento entre Nagel, por un lado, y Dewey y Wittgenstein, por el otro, es que no se resuelve en virtud de un argumento o de la producción de nueva evidencia. Constituye un ejem plo magnífico de la habilidad de los filósofos por construirse una cáscara entorno a sí mismos mediante redescripciones comprehensivas de lo que ellos y sus rivales realizan; redescripciones lo suficientemente comprehensivas como para moldear prácticas lingüísticas que se nutren a sí mismas, prácticas capaces de ofrecer una redescripción de cualquier cosa, pero incapaces de ofrecer una respuesta a nada. El amplio y vivo interés que ha despertado la obra de Nagel, creo, se debe a que nadie como él ha sabido apreciar con tanto acierto las aplicaciones radicalmente pragmatistas y panrelacionistas del pensamiento del último Wittgenstein. Nagel, al contrario que otros filósofos «realistas» menos sutiles, como John Searle, se da cuenta de que la cuestión entre él y sus rivales no se resolverá mediante la argumentación y que esos rivales discrepan de él no porque sean estúpidos, que es lo que cree Searle, sino porque juegan un juego de lenguaje distinto que Nagel no está dispuesto a jugar. Uno de los pocos puntos en los que Nagel y yo coincidimos es en sostener que cada cual puede redescribir lo que el otro dice de forma tal que no sea posible ninguna réplica argumentativa. Todo lo más que podemos esperar es una experiencia de conversión, la superación de lo que actualmente representa una imposibilidad psicológica. Consideren la siguiente observación de Nagel: Si Wittgenstein está en lo cierto, entonces mi preten sión de poseer una idea significativa acerca de lo que está completamente fuera del alcance de nuestras mentes será insostenible. Pero no me queda otra alternativa, pues me resulta enteramente imposible —psicológicamente impo sible— aceptar la concepción de Wittgenstein.7 7. Ibíd., p. 107.
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Lo mejor que puede hacer Nagel a fin de aclarar qué significa estar psicológicamente incapacitado para aceptar la concepción de Wittgenstein es ofrecer un bosquejo de esa concepción platónica que no puede evitar creer. Primero parafrasea las observaciones de Wittgenstein sobre el seguir una regla: «nada en mi mente determina la infinita aplicación de ninguno de mis conceptos. Sim plemente los aplico, sin vacilar, de un modo determ inado». A lo que añade: A mi parecer, aceptar esto como final de la historia equivale a reconocer que cualquier pensamiento es una ilusión. Si nuestros pensamientos no tienen un alcance infinito en un sentido mucho más potente que el descrito, entonces ni siquiera el más mundano de nuestros pensa mientos es lo que pretende ser. Es como si un platonismo natural intentara hacer que cualquier otra forma de con cebir el mundo parezca falsa. En resumen, el ataque wittgensteiniano a los pensamientos trascendentes depende de una posición tan radical que socava incluso las más débiles pretensiones de trascendencia del menos filosófi co de los pensamientos. No puedo imaginarme qué que rría decir creer en esa postura, en oposición a suscribirla verbalmente.8
No obstante, Nagel podría estar de acuerdo en que gente como Wittgenstein, Dewey o yo no sólo podemos creer en ella, sino que además no podemos honestamente imaginamos cómo es posible que él crea que el menos filosófico de los pensamientos tiene ya pretensiones de trascendencia. Cuando Nagel afirma que la concepción que defienden los pragmatistas como yo «es una prueba de falta de humildad... un intento de achicar el universo», lo que hace es proporcionarnos nueva evidencia para la analogía que establezco entre perder el sentido de Pecado y renunciar a la teoría de la verdad como correspondencia. Aunque, por otro lado, también es verdad que mi analo8. Ibíd., p. 107.
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gía le sirve para afianzarse en su concepción de que los pragmatistas son incapaces de percibir en la cultura pasada la naturaleza invariable del intelecto humano, la diferencia entre un proceso histórico y datable como la secularización de Europa y un conjunto de intuiciones definitorias de la existencia humana. *
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Espero que con ello se vea por qué considero que Nagel es la cabeza más clara y el oponente más consistente del pragmatismo, del panrelacionismo y de cualquier otra corriente de la escena filosófica contemporánea que yo juzgo interesante. Ahora querría reforzar la tesis que formulé anteriormente, conforme a la cual Nagel nos ha mostrado los límites del argumento filosófico, mediante la revisión de un par de controversias representativas de la filosofía contemporánea, controversias en las que hallamos una y otra vez argumentos que no convencen ni admiten refutación por parte de los filósofos del otro bando. Es previsible que en ambas controversias Nagel y yo nos hallemos en bandos opuestos. Los dos ejemplos que ofreceré son a) la controversia en tomo a la tesis de Daniel Dennett de que los qualia, o «sensaciones puras»,9 no existen; y b) la controversia entre Barry Stroud y Michael Williams sobre si el escepticismo respecto a la existencia del mundo externo es natural o artificial; sobre si este escepticismo es producto de unas intuiciones transculturales ineludibles o bien es producto de un juego de lenguaje cartesiano, datable y prescindible. Intentaré demostrar que cada una de estas controversias es susceptible de ser provechosamente concebida como una controversia entre panrelacionistas y esencialistas, así como que es altamente improbable que exista argumento o prueba alguna que pueda conducir a su resolución. Cada una de estas controversias pertenece a esa clase de controversias en las que para que pueda 9.
«Sensaciones puras» es la traducción que aquí proponemos para
.) feels. (N. del T
raw
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darse un cambio de bando es preciso que acontezca una experiencia de conversión kuhniana. 1. ~Losqua.Ha Existe una clara relación entre el panrelacionismo y una concepción que Nagel encuentra increíble: la tesis de Daniel Dennett de que uno no debe preocuparse por qué aspecto tiene el ser aquello o lo otro, porque los quália no existen. Los argum entos de Dennett contra los qualia son verificacionistas, en el sentido de que sólo está dispuesto a reconocer que deberíamos atribuir sensaciones puras a algo cuando hacerlo pueda ser relevante para la explicación causal de la conducta de la cosa. Si los hombres morenos se enteraran alguna vez de que resulta que las mujeres pelirrojas no tienen qualia y que, por muy encantadoras que parezcan, en realidad son zombies, entonces (arguye Dennett, muy de acuerdo con el espíritu de William James) la cuestión de la presencia de sensaciones puras no parecería ser demasiado relevante. Según Dennett eso es de sentido común, y según Nagel ello es pro pio de un verificacionismo dogmático. Conforme a mi jerga, Dennett es un panrelacionista porque es un pragm atista.10 Es probable que el argumento más efectivo a favor de los qualia sea el relato de Frank Jackson sobre Mary la Científica del Color: la historia de una mujer ciega de nacimiento que adquiere toda la información «física» imaginable sobre la percepción del color y que, gracias a ello, recupera la visión. Jackson está convencido de que en cuanto recupera la visión, Mary aprendre algo que antes no sabía, a saber, qué aspecto tiene el azul, el rojo, etcétera. Dennett replica a Jackson poniendo en boca de Mary las siguientes palabras (en el artículo de Dennett, 10. Dennet no cree ser tan pragmatista como yo aseguro que es. Véase mi artículo «Holism, Intentionality, and the Ambition of Trascendence» en Dennett and his Critics: Demystifying Mind, ed. Bo Dahlbom (Oxfod: Blackwell, 1993), pp. 184-202, así como su respuesta en el mismo volumen.
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cuando Mary recupera la visión y ve que le han puesto delante un plátano azul, dice enfurecida «¡venga, no seáis bobos, los plátanos no son azules!»): Debes recordar que sé todo, absolutamente todo, lo que tú podrías llegar a saber nunca sobre las causas físi cas y los efectos de la visión del color... Ya había descrito, con toda suerte de detalles, qué impresión física produci ría en mi sistema nervioso un objeto amarillo o azul. Por consiguiente, conocía perfectamente qué pensamientos tendría [incluido el pensamiento «eso que me han puesto delante es un objeto azul»]. Así pues, la experiencia del azul no me sorprendió en lo más mínimo... Comprendo, no obstante, que te sea muy difícil imaginar que sea posi ble que yo sepa tanto sobre mis disposiciones reactivas que ello no me sorprenda en absoluto. [De todas formas] a todos nos cuesta imaginar las consecuencias de que haya alguien que lo sepa todo en absoluto acerca de la realidad física de las cosas.11
Cualquiera que dé clases de filosofía de la mente les podrá confirmar que al presentar ante sus estudiantes las respectivas historias de Jackson y Dennett sobre Mary, la clase suele dividirse —bastante uniformemente— entre aquellos que estiman la respuesta de Dennett como la más convincente y aquellos que no lo consideran así. Como dice Dennett, lo que Jackson y él hacen es poner en funcionamiento bombas de intuición distintas (¡intuition pumps). La bomba de Jackson atrae a la superficie todas las intuiciones esencialistas que nos indican qué es la experiencia del azul en sí misma, algo completamente distinto de la disposición a decir «eso es azul». La de Dennett atrae a la superficie todas las intuiciones que podrían hacemos inclinar por el verificacionismo y el panrelacionismo: aquellas que sugieren que conocer todas las causas y efectos de un suceso es saber todo lo que hay que saber de él; que conocer todas las conexiones inferenciales entre una oración y el resto de oraciones es 11. Dennett, D., Consciousness Explained, Boston: Little Brown and Company, 1991, cap.2, sec. 5 (La conciencia explicada, Barcelona: Paidós, 1995).
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saber todo lo que cabe saber sobre la referencia de las expresiones referidoras de la primera oración. Un ejem plo de las intuiciones que nos llevan en esta dirección es la afirmación de Dennett de que «si la vida de una criatura dependiera de meter en el mismo saco la luna, el queso azul y las bicicletas, estad seguros de que la Madre Naturaleza encontraría la form a de que la gente “viese esas cosas intuitivamente como la misma cosa"». Conforme al punto de vista compartido por Jackson y Nagel, mientras que la primera bomba saca a la superficie intuiciones auténticas, la otra sólo hace emerger fantasías filosóficas. Conforme al punto de vista panrelacionista ambas bombas succionan lo mismo; o sea, dis posiciones de respuesta lingüística. Los panrelacionistas estiman que aquello que sus adversarios llaman «intuición» no es más que una respuesta lingüística hecha instantáneamente y sin reflexionar. Por eso opinan que las controversias filosóficas surgen cuando una misma persona puede jugar dos juegos de lenguaje tales que de su familiaridad con ellos —es típico que uno de ellos sea nuevo y el otro viejo— resultan dos respuestas irreflexivas que colisionan entre sí. Las antinomias entorno de las cuales giran las discusiones filosóficas no son tensiones que se hayan formado en el interior de la mente humana, sino simplemente reflejo de la momentánea incapacidad para elegir entre una vieja y una nueva herramienta. La incapacidad para hallar un argumento que equivalga a algo más que a un simple manejar una u otra bomba de intuición es consecuencia del hecho de que cualquiera de las dos herramientas serviría igual de bien nuestros propósitos. Para reforzar lo que digo, permítanme mencionar un nuevo argumento a favor de los qualia, en este caso el argumento que presenta Peter Bieri. El artículo de Bieri, «Why is Consciousness Puzzling?» apareció en el volumen de trabajos llamado Conscious Experience que editó Thomas Metzinger. La mayoría de artículos de ese volumen sufren esquizofrenia: primero parten de la intuición de NagelJacksonSearleMcGuinn de que las sensaciones
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puras se nos aparecen en su total ipseidad y no pueden ser descritas. Pero a continuación, presos de un arrebato de optimismo científico, proceden a explorar la posibilidad de expresar lo inefable mediante la elaboración de una «ciencia unificada de la conciencia». En la introducción de Metzinger encontramos fervorosas expresiones de fe nageliana mezcladas con la seguridad de que la futura investigación en neurociencia resolverá lo que él llama «el problema de los qualia». «Muchos investigadores en neurociencia —dice Metzinger— se apresuran ahora a reconocer que [éste] constituye un problema verdaderamente profundo.»12 Obviamente, si este problema profundo fuera resuelto por medios neurocientíficos, entonces Mary la neurocientífica tendría aún mejores razones para no quedar sorprendida al recuperar la visión. Tener éxito en la resolución de este problema ayudaría a eliminar las intuiciones que fueron invocadas para su planteamiento. En una sección de su artículo llamada «Can the ques tion be dropped?», Bieri examina el sugerimiento, hecho al estilo de Dennett, según el cual «un fenómeno, un estado de cosas, sólo es enigmático con el trasfondo de ciertas expectativas sobre explicación y comprensión; expectativas que, como cualquier otra expectativa, pueden estar justificadas o no». Y luego, prosiguiendo en la misma vena pragmatista, se pregunta «¿no podríamos contentamos con lo que ya tenemos: covariabilidad, correlación de informes y estados neurales?». «La respuesta —afirma Bieri con rotundidad— es "no"». A menos que podamos ir más allá de la covariabilidad hasta «una comprensión de cómo el material o las propiedades funcionales del cerebro, o ambas cosas a la vez, hacen necesaria la emergencia de lo que sentimos 12. Metzinger, Conscious Experience, Padebom: Shoeningh Verlag, 1995, p. 27. Compárese con la afirmación de Metzinger de la p. 26: «hasta los mejores pensadores analíticos reconocen que el tema de la conciencia es una área teóri ca seria y prometedora». Nótese, sin embargo, que no es posible concebir la teo ría de los múltiple drafts de Dennett como una teoría elaborada a fin de resolver el problema en cuestión, pues ella misma se presenta más como una alternativa que como una explicación de la existencia de los qualia.
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—dice— no entenderem os cómo aquello que sentimos y experimentamos pueden ser factores causalmente eficaces de nuestra conducta». Bieri está dispuesto a conceder a Dennett que «con respecto a la causación y control de nuestra conducta, la conciencia... parece estar de más. Podría perfectamente no estar ahí: nuestra trayectoria en el mundo sería exactamente la misma». «Pero si ello fuera cierto —añade Bieri con unas palabras que también podría haber escrito Nagel— entonces la idea tan extendida de que cuando se trata de un acto y no de un mero suceso, controlamos nuestra conducta desde dentro»13, sería una ilusión. Bieri, al igual que Nagel, considera que la concepción de sus adversarios se aleja peligrosamente del sentido común; pero la única razón que ofrece al res pecto es que éstos no se dan cuenta de los presupuestos del sentido común. Aquí hallamos el mismo problema que discutí en relación con Habermas y Apel: ¿cómo convencer a la gente de que está presuponiendo algo que no cree? La respuesta de Dennett a la línea argumentativa de Bieri —respuesta que podríam os inferir de su libro sobre el problem a de la voluntad libre—14 sería recordar que Hume ya nos enseñó cómo pasar sin la idea de «desde dentro». Ello nos recuerda que el problema entre la compatibilidad de la voluntad libre y el determinismo es otra de aquellas cuestiones que todavía dividen a los filósofos en grupos que utilizan bombas de intuición distintas y que esa cuestión no está hoy más cerca de ser resuelta que lo estaba cuando Hume la planteó. La oposición interiorexterior es imprescindible para el vocabulario filosófico de Nagel: «la distinción internoexterno —dice— im pregna toda la vida hum ana».15 Por el contrario, para Dennett, esta distinción no realiza función alguna en ninguno de los juegos que él desearía jugar. (Como tampoco realiza función alguna en ninguno de 13. Ibíd., p. 54. 14. Denntett, D., Elbow Room: The Varieties of Free Will Worth Wanting, Cambridge, Mass.: MIT Press, 1984. 15. Nagel, op. cit., p. 6.
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los que Davidson querría jugar. Según Davidson, lo que engendró lo que él llama «el mito de la subjetividad» fue precisamente el intento de abrirse paso a través de la urdimbre relacional de causas y efectos y aislar algo del interior que pudiese variar independientemente de cualquier cosa del exterior; Davidson sugiere que lo interno no es sino todo lo que hay en el exterior; lo interno es simplemente lo no relacional.16 Según Davidson, en cuanto se abandone este intento desaparecerá también la distinción interiorexterior y la compatibilidad entre la voluntad libre y el determinismo será «intuitivamente» verosímil.) El argumento de Bieri me brinda la oportunidad de volver a la tesis que formulé al principio de esta lección de que los panrelacionistas, antes de desprenderse de las distinciones objetivosubjetivo y hechohallado deben desprenderse de la distinción interiorexterior. Apareé esta tesis con otra, a saber, que los panrelacionistas tam bién deberán desprenderse de la idea de que existe una dimensión en la que el lenguaje y el mundo pueden variar con independencia el uno del otro. Estas dos tesis están unidas del siguiente modo: cuando el dualismo cartesiano se hizo impopular, la noción cartesiana de hecho mental, concebido como aquel hecho capaz de variar con independencia de los hechos físicos —la noción que creó la intuición de que libertad y determinismo son incompatibles— se transformó en la tesis de que lenguaje y mundo, esquema y contenido pueden variar con independencia el uno del otro. El giro lingüístico sustituyó la mente o la realidad nouménica entendida como algo que se escapa de la urdimbre de relaciones 16. En «The Myth of the Subjective», Davidson critica a Fodor: «es ins tructivo encontrarse con el esfuerzo de convertir la psicología científica en una investigación de estados proposicionales internos detectables e identifícables independientemente de las relaciones con el resto del mundo, muy en la línea de aquellos filósofos de antaño que buscaban algo «dado a la experiencia» que no contuviera ninguna pista necesaria sobre qué ocurre en el exterior. El motivo de la investigación es en ambos casos similar: se cree que para tener unas bases sólidas para el conocimiento o la psicología es necesario algo interno en el sen tido de no relacional».
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que lo relaciona todo entre sí por el lenguaje. Este movimiento alardeó la esperanza a la que me refería anteriormente, de que quizá haya una actividad llamada «análisis conceptual» de género distinta de la descripción del uso de las palabras. En mi opinión, el parecido estructural entre el pro blema cuerpomente, el problema de la voluntad libre y el problema de si el lenguaje alcanzará nunca a describir el mundo tal como es en sí mismo, consiste en lo siguiente: en los tres casos, quien propone el problema señala algo que no es parte de la red causal normal, algo que se sale de la urdimbre de relaciones con la cual esperábamos poder entenderlo todo. En cada uno de estos casos, el panrelacionista sostiene que aquí no hay nada y que lo único que hemos hecho ha sido levantar una gran polvareda para que los filósofos puedan asegurar luego haber vislumbrado un problema profundo que esa polvareda justamente escondía. En todos estos casos, la réplica de sus adversarios esencialistas consiste en acusar a su adversario panrelacionista, pragmatista y antidualista, de tener una visión bidimensional de miras estrechas culpa ble de que confunda un hecho sencillo y llano por una invención lingüística. Estos adversarios se alegran de que les sea «psicológicamente imposible» adquirir este tipo de visión. Como sugerí al principio de esta lección, mi opinión es que la discusión sobre si la entidad en cuestión fue encontrada o hecha no conduce a ninguna parte. Todo lo que se puede discutir es si deberíamos jugar o no al juego en que se presenta el problema. Es obvio que al hablar así del asunto incurro en una petición de princi pio en las disputas contra Nagel y mis otros adversarios. Pero no veo que exista ninguna escapatoria metafilosófi ca que nos permita salir de este callejón sin salida dialéctico, puesto que los dos bandos tienen a su disposición metafilosofías igualmente comprehensivas. Volveré a ello tras considerar otro ejemplo de este tipo de calle jones sin salida.
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2. Stroud y Williams acerca del escepticismo En The Significance o f Philosophical Scepticism, Barry Stroud critica a aquellos que afirman que el escepticismo sobre la existencia del mundo externo es resultado de una teoría cartesiana obsoleta sobre el funcionamiento mental, una teoría que crea el pseudoproblema del «velo de ideas». Por eso elabora un argumento a favor del escepticismo que no menciona ni mentes ni ideas. Este argumento depende únicamente de la intuición de que «si podemos conocer algo del mundo que nos rodea, entonces también hemos de saber que no estamos soñando».17 Stroud también critica la idea pragmatista según la cual la única realidad que el argumento de Descartes hace imposible es una especie de extraña realidad inefa ble y nouménica, es decir, que este argumento deja intacto nuestro conocimiento del sentido común sobre el mundo. Stroud resume así esta línea argumentativa: «La "realidad" inaccesible que se nos niega... es sólo un artefacto de la investigación filosófica y sólo en cuanto artefacto filosófico puede llegar a interesamos.»18 Stroud insiste en que el escéptico no emplea «saber», «real» y «palabra» en ninguno de estos estilos filosóficos novedosos, y concluye que sin una demostración de que la investigación filosófica de Descartes difiere de nuestros juicios corrientes de un modo que impide que su conclusión negativa tenga la misma clase de significación que tienen conclusiones similares inferidas correctamente en la vida corriente, no podemos obtener consuelo alguno de la idea injustificada de que no nos preocupa, ni tendría que preocupamos, la realidad que, según prueba su investigación, no podemos conocer.
El escepticismo, dice Stroud, apela a «algo profundo de nuestra naturaleza»; no apela a algo extraño introdu17. Stroud, B., The Significance of Philosophical Scepticism, Oxford: Clarendon Press, 1984, p. 30. 18. Ibíd., p. 35.
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cido por las supercherías filosóficas. «Las fuentes de la exigencia de Descartes... iluminan algo de nuestra verdadera concepción del conocimiento.»19 En su respuesta a Stroud en Unnatural Doubts: Epis temological Realism and the Basis of Scepticism, Michael Williams pretende ofrecer justamente la demostración que Stroud estima imposible: la demostración de que existe una gran diferencia entre lo que hacen los que no son filósofos y lo que hace Descartes. Williams piensa que el indicio que señala la diferencia entre lo que la gente corriente hace y lo que hace Descartes consiste en «la sensibilidad por el contexto de las dudas escépticas y de las certezas cotidianas».20 Una vez comprendemos que cuando el escéptico se inventa un tema llamado «nuestra situación epistémica» lo que hace es crear un nuevo contexto de investigación, entonces podemos decir, con Williams, que el escéptico ha descu bierto, efectivamente, que «bajo las condiciones de la reflexión filosófica, no es posible el conocimiento». Aunque siempre nos resta el consuelo de pensar que este descubrimiento no prueba que «bajo las condiciones de la reflexión filosófica, no es posible generalmente el conocimiento».21 Williams afirma que el escéptico da por sentado el «realismo epistemológico», la doctrina de que existe una cosa llamada «conocimiento humano» que podemos investigar. En opinión de Williams, este tema se lo han inventado los filósofos; el efecto de profundidad es resultado de la perplejidad que produce en el hombre corriente la novedad de tal invención. «Las profundas demandas de nuestras formas de pensar corrientes sólo emergen a la superficie en el contexto de su [del escéptico] investigación extraordinaria sobre el estatus del conocimiento humano en general.»22 Williams arguye que no tenemos 19. Ibíd., p. 43. 20. Williams, M., Press, cop. 1996, p. 35. 21. Ibíd., p. XX. 22. Ibíd., p. 35.
Unnatural Doubts,
Princeton: Princeton University
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ninguna «verdadera concepción del conocimiento» que deba ser iluminada y que nadie, salvo el escéptico, necesita los términos «conocimiento humano», «nuestra posición epistémica» o «nuestra concepción de la realidad». Williams no pone en duda que la investigación extraordinaria del escéptico cree un contexto, un contexto en el que las dudas escépticas cobran sentido y en el cual, de hecho, éstas son irrefutables. Pero ello no impide que insista en que Stroud y los suyos nos deben un argumento de por qué es necesario crear ese contexto. Williams traza una distinción muy útil entre diagnosis teoréticas y diagnosis terapéuticas del escepticismo. Las terapéuticas sostienen que el escepticismo no tiene sentido porque se basa, de un modo u otro, en un mal uso de las palabras. Pero un panrelacionista no puede emplear esta estrategia terapéutica, puesto que cree que una cosa tiene sentido mientras uno le da un sentido. Por consiguiente Williams descarta esta estrategia y afirma que él «no acusará jamás a un escéptico de ser incoherente».23 En lugar de eso, «concederá que [los problemas del escéptico] son problemas de verdad, pero sólo dadas ciertas ideas teoréticas sobre el conocimiento y la justificación». Esto significa que debemos dejar de esperar «una refutación definitiva» del escéptico24 y contentamos con la crítica a su «teoría de la relación de la reflexión filosófica con la vida corriente».25 Esta crítica consiste en señalar que lo que hace una reflexión filosófica como la cartesiana no es liberamos del contexto, sino simplemente creamos un nuevo contexto, aparentemente absurdo. Casi al final del libro, Williams recapitula: Nunca he afirmado que de algún modo el escéptico no tenga razón, en el sentido de que, de acuerdo con los cri terios que insiste en aplicar, es cierto que jamás alcanza remos a saber nada del mundo. Mi idea siempre ha sido, sin embargo, que estos criterios no forman parte de la 23. 24. 25.
Ibíd., p. 37. Ibíd., p. 35. Ibíd., p. 35.
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condición humana, sino de un proyecto intelectual en concreto...26
La originalidad de Williams se hace patente en que no trata de hacer terapia ni cae en lo que él llama «un pragmatismo fanfarrón», la clase de pragmatismo que diría «no es preciso que repliquemos al escepticismo, dado que es indiferente que lo hagamos o no».27 Por el contrario, Williams reconoce que sería relevante el que trabajásemos o no dentro del contexto de la duda filosófica, pero a ello añade que Stroud todavía no ha proporcionado ninguna razón para hacerlo. Williams observa que, según muchos filósofos, el contexto donde trabaja Stroud ha sido creado por lo que Williams llama «la exigencia de objetividad»: «la exigencia de que el conocimiento que deseamos explicar sea el conocimiento de un mundo objetivo: un mundo que es como es independientemente de cómo nos parezca que es o de lo que estemos inclinados a creer sobre él».28 Es típico, dice, que estos filósofos «consideren la exigencia de objetividad como la fuente profunda de los problemas escépticos».29 Pienso que Williams es notablemente original al señalar que el único responsable de que se planteen este tipo de problemas es la «fatal interacción» entre la exigencia de objetividad y la «condición de totalidad». La condición de totalidad es la condición de que todo nuestro conocimiento sea examinado a un tiempo. Williams llama «contextualismo» a su alternativa al realismo epistemológico, la suposición cartesiana de que «el conocimiento humano» o «nuestro conocimiento del mundo externo» es un tema que puede ser convenientemente evaluado. Conforme a esta doctrina, «el estatuto epistémico de una proposición puede cambiar debido a factores situacionales, disciplinarios y demás factores contextualmente variables»; asimismo, «al margen de todas estas influencias, una proposición no posee ningún 26. 27. 28. 29.
Ibíd., p. 354. Ibíd., p. 12. Ibíd., p. 91. Ibíd.
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tipo de estatuto epistémico».30 Un contextualista niega, pues, lo que precisamente sostiene un realista epistemológico: que toda creencia, en virtud de su contenido, posea «una naturaleza epistémica inalienable que carga consigo allá donde vaya y que determina dónde ir a buscar su justificación».31 Williams resume la cuestión entre el contextualismo y el realismo epistemológico diciendo que el contextualismo «no se presenta como una respuesta directa y circular a una demanda de comprensión sin duda apremiante, sino como un desafío a justificar la presunción de que haya algo por entender».32 El escéptico crea semejante presunción mediante la suposición de que «el conocimiento experiencial es generalmente anterior al conocimiento del mundo». A lo que Williams responde que la única razón para entender así las cosas es que, de otro modo, no habría forma de evaluar nuestro conocimiento del mundo. Como él dice, «el fundacionalismo del escéptico, junto con el realismo [epistemológico] que éste encarna, representa un compromiso metafísico brutal».33 En mi opinión, Williams ha logrado mostrar que no es preciso estar de acuerdo con Stroud en que «es necesario m ostrar o explicar cómo es posible que conozcamos el mundo, dado que nuestras experiencias sensoriales son compatibles con nuestro simple soñar».34 Sólo podremos estar de acuerdo con Stroud si ya antes somos fundacio nalistas. Sólo juzgaremos este problema como apremiante si dividimos nuestras creencias en creencias sobre el mundo externo y creencias experienciales, y suponemos que las primeras deben ser inferidas de las segundas. Ahora bien, sólo podremos dividir nuestras creencias de este modo tras haber llegado a creer que existe lo que Descartes llamaba «un orden natural de razones»35 y tam 30. 31. 32. 33. 34. 35.
Ibíd., p. 119. Ibíd., p. 116. Ibíd., p. 119. Ibíd., p. 134. Stroud, op. cit., p. 13. Williams, op. cit., p. 117.
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bién, por tanto, un estatuto epistémico libre de contexto intrínseco al contenido de una creencia?6 De esta suerte, Williams ha demostrado que no basta con criticar el fun dacionalismo epistemológica o sustituir una epistemología fundacionalista por otra de coherentista. Sólo llegaremos al fondo de la cuestión preguntándonos cómo es posible que creamos en la existencia de una disciplina llamada «epistemología» o un tema llamado «conocimiento humano». Williams me ha convencido a mí, pero no a Stroud, y dudo que su libro llegue a tener algún impacto entre los filósofos que se unen a éste en la búsqueda de lo que tiene de profundo el escepticismo: filósofos como Stanley Cavell, Thompson Clarke y, cómo no, Nagel. Para éstos, la existencia de un tema llamado «conocimiento humano» es tan evidente como evidente es para Nagel, Searle, McGinn y Jackson la existencia de un tema llamado «experiencia conciente» (definido, bien por ostensión, bien circularm ente como «lo que les falta a los zom bies»). En su opinión, que la epistemología cartesiana goce de una naturaleza libre de contexto representa una ventaja; del mismo modo que, según ellos, también es una ventaja diferenciar el hecho de ver cómo es el azul de la disposición a decir de un objeto que es azul. Pues les parece que estos dos movimientos nos ayudan a centrarnos en un problema importante y profundo. Para nosotros los panrelacionistas, entender la des contextualización como una forma de centrarse en un tema es incurrir en una contradicción en los términos. Nosotros creemos que un tema sólo es pensable cuando ocupa un sitio en un conjunto específico de relaciones, al ser colocado en un contexto específico. Desde nuestro punto de vista, lo más destacable de la crítica de Williams a Stroud es la idea de que la epistemología genera un nuevo contexto, así como el reconocimiento de que podemos hacer que una cuestión —por muy 36. Ibíd., p. 121.
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intranscendente que pueda parecer al principio— tenga sentido creando un juego de lenguaje que le sirva de casa.37 *
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El reconocimiento que deben hacer los panrelacionistas contrasta con las tentativas llevadas a cabo por Cavell, Cora Diamond, James Conant y otros de resucitar la noción wittgensteiniana de «insensato». Los panrelacionistas apenas usan esta noción, o la de «confusión profunda», que consideran tan desafortunada como la noción de «problema profundo». En su opinión, el uso de la distinción sensato/insensato, que todavía aparece en las Investigaciones filosóficas, es un desgraciado vestigio de la ingenuidad juvenil tractariana de Wittgenstein. Conant desarrolla la tesis reciente de Putnam según la cual «el realismo metafísico» —la doctrina según la cual el lenguaje y el pensamiento pueden cambiar tanto, el uno con independencia del otro, que es posible que al final de la investigación, el primero no tenga ningún tipo de relación representacional con el otro— es ininteligible. Conant cita a Putnam cuando éste afirma: Si estamos de acuerdo en que decir «a veces logra mos comparar nuestro lenguaje y nuestro pensamiento con la realidad tal como es en sí misma» es ininteligible, entonces deberíamos percatamos de que también es inin teligible decir «es imposible que podamos saltar fuera y comparar nuestro pensamiento y nuestro lenguaje con el mundo».38 37. En la p. 55 del artículo antes mencionado, Bieri pone la pregunta «¿por qué existe algo en vez de la nada?» como ejemplo de «pregunta metafísica ociosa» que contrasta con la pregunta apropiada y poco ociosa acerca del origen de la conciencia. Mi propósito sería persuadirles de que la primera pregunta es susceptible de recibir un contexto, una función y una cierta urgencia con la mis ma facilidad que la segunda. Como ejemplo de un juego de lenguaje que adquie re todo ello véase Was ist Metaphysik?, de Heidegger. 38. Putnam, H., «The Question of Realism», en Words and Life, Cam bridge, Mass.: Harvard University Press, 1994, p. 299, citado por Conant en la p. XXIX de la introducción al mismo.
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Parafraseada por Conant, la concepción de Putnara sostiene que al afirmar esto último, como él mismo hizo en el pasado, «uno cede automáticamente a la jugada decisiva del juego de manos filosófico».39 Putnam considera que yo todavía sigo engañado por ese truco. Dice: Rorty pasa de concluir la ininteligibilidad del realis mo metafísico a defender un escepticismo con respecto a la posibilidad de representación tout court. Se nos deja con la conclusión de que no existe ningún modo metafísicamente inocente de decir que nuestras palabras en ver dad «representan cosas exteriores a nosotros».
Conant subraya que, antes que «ininteligible», yo prefiero usar «inútil» como bastón para golpear a aquellos que proponen la clase de concepciones que Putnam y yo criticamos: la noción de Bemard Williams de «concepción absoluta de la realidad», por ejemplo. Pero para Conant tal elección de armas es equivocada. Juicio que sostiene en base a dos razones. La primera es que no res pondo con claridad a la cuestión «inútil para qué». La segunda es más compleja y dice así: Si lo que el vocabulario del realista metafísico sacó a relucir (contrariamente a sus intenciones iniciales) es que en verdad no podemos realizar algo que nos gustaría rea lizar (y que tiene sentido pensar que podríamos realizar), entonces no es evidente que el hecho de sentir repugnan cia hacia esta idea constituya, en y por sí misma, una razón suficiente para rechazar el vocabulario que la hizo posible... Generalmente, el hecho de que pensemos que un determinado descubrimiento es molesto y opresivo no constituye una razón intelectual sostenible para no tener lo ya más en cuenta. Una razón de esta clase podría ser, en cambio, «su falta de utilidad» (sea lo que sea lo que ello signifique). No parece, sin embargo, que estemos discu tiendo sobre consideraciones de utilidad cuando Rorty procede a ofrecer razones de principio para sospechar del realismo metafísico... Rorty desea hallar un modo de 39. Ibíd., p. XXV.
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rechazar el realismo metafísico que no lo comprometa a sostener que éste es, en cierto modo, «confuso». Ahora tan sólo desea llegar a la conclusión —mediante una vaga ape lación a lo que nos ayuda a «arreglárnoslas mejor» (cope better )— de que, puesto que el vocabulario del realista metafísico nos obliga a entrar en la problemática del escéptico... lo mejor sería renunciar completamente a él.40
Conant tiene razón cuando afirma que yo no deseo afirmar que el realismo metafísico (o el escepticismo res pecto al mundo externo, o la doctrina de los qualia) es «en cierto modo “confuso”». Creo que deberíamos restringir este término a los casos en que nuestro interlocutor parece incapaz de presentar, para él mismo incluso, su concepción de forma coherente, una incapacidad anunciada ya por los repetidos fracasos a la hora de res ponder a ciertas cuestiones sencillas; la ambigüedad constante entre el sentido de términos que parecen muy distintos; la desconcertante incapacidad para comprender las objeciones, etc. A veces nos encontramos en situaciones de este tipo al tratar con niños o personas que sufren trastornos mentales. Bemard Williams, Stroud, Nagel y muchos otros filósofos afines al realismo metafísico no dan muestras de este tipo de incapacidad. Se muestran sutiles y fluidos en los movimientos lingüísticos y en el tratamiento de las cuestiones y objeciones que realizan. Sostener que están «confusos» sonaría extraño. Tampoco quiero decir que encuentre sus concepciones ininteligibles. En cuanto me lo propongo yo también puedo hablar sus pequeños y curiosos juegos de lenguaje. En realidad, a veces lo hago con finalidad pedagógica. Lo que desearía subrayar, sin embargo, es que no creo que sea una buena idea ponerse a jugar a esos juegos ahora. La razón de que haya presentado con cierta extensión la crítica de Michael Williams a Descartes y Stroud es que veo en ella la postura metafísica correcta a adoptar. Para 40. Ibíd., pp. XXX-XXXI.
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Williams, las concepciones de sus adversarios son com pletamente inteligibles; las objeciones que ofrece en contra de que éstas se conviertan en predominantes son de carácter práctico y no teorético. Decir, con Conant, que, puesto que es completamente inteligible, no podemos rechazar la postura de Descartes y Stroud por ser poco práctica u opresiva, supondría no haber comprendido a Williams. Conant pasa de afirmar que «el realismo metafísico es inteligible» a sostener que «sería intelectualmente indigno rechazar el descubrimiento realizado por el realista metafísico simplemente porque es considerado poco práctico u opresivo». «Descubrimiento», sin embargo, lo puede ser cualquier cosa que consideremos inteligible. La astrología, por ejemplo, es un juego de lenguaje divertido y fácil de aprender, pero mucha gente piensa que deberíamos «desecharla del todo». Y piensa eso porque no ve que tenga un sitio en la astronomía moderna, la medicina moderna, la moderna psiquiatría, etc. La razón de que yo desee abandonar las distinciones aparienciarealidad, esenciaaccidente, las nociones de «en sí mismo» y «correspondencia con la realidad» y todas las metáforas verticales en las que éstas se h a n apoyado es que no veo que tengan un sitio en la cultura que Whitman y Dewey esperaban levantar: una cultura en la que la esperanza por el futuro humano ocuparía el sitio que hasta entonces habría ocupado el conocimiento de cuestiones elevadas y profundas. Cuando digo «inútil» quiero decir, justamente, inútil para la construcción y mantenimiento de esta cultura. Por eso realizo grandes y estridentes generalizaciones históricas sobre las conexiones entre el sentido de Pecado y la concepción del conocimiento platónicoaristotélica. Por eso aplaudo a Dewey cuando éste prioriza la política por encima de la filo so fía y se pregunta: «¿qué clase de concepciones sobre los temas de la filosofía tradicional son apropiados p a r a la utopía de la futura democracia americana?; ¿cuál sería la mejor clase de juego de lenguaje que los intelectuales de esta utopía podrían jugar?».
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Como yo lo veo, la opinión de que nosotros los filósofos podemos dejar al descubierto profundas confusiones conceptuales, profundas y sutiles inentiligibilidades no es sino la resurrección de la idea prequineana equivocada según la cual los filósofos pueden realizar esa cosa un tanto misteriosa llamada «análisis conceptual». Creo que Wittgenstein nunca logró librarse completamente de esta noción, aunque es cierto que gracias a algunos pasa jes de sus Investigaciones filosóficas —mis preferidos— podemos ver por qué la noción de «análisis conceptual» no es una noción útil. Hasta hace poco creía que Putnam había conseguido librarse de ella. Ahora resulta que se mueve en la misma dirección que Cavell, un filósofo especializado en la profundidad y el cultivo de justamente aquellos fragmentos de Wittgenstein que, en mi opinión, deberíamos dejar marchitar. Con todo, todavía hay pendiente otra cuestión, una cuestión que prácticamente no tiene nada que ver con esto último, que Putnam plantea en la crítica que me dirige en su «The Question of Realism» y que Conant glosa en el mencionado ensayo. Se trata de la cuestión práctica de si mi antirrepresentacionalismo no estará excluyendo, junto con el sentido filosófico pernicioso de «representar», un sentido habitual e inocente que merece ser conservado. Ésta sí que me parece una buena cuestión, pues se enfrenta a un pro blema real: cuáles son las mejores medidas que deberíamos adoptar a fin de limpiar nuestra cultura de metáforas de verticalidad (o, como dice Derrida, para «decontruir la metafísica de la presencia»). Lo que a mí —a diferencia de Cavell, pero al igual que Putnam en un primer estadio de su carrera— me gustaría conseguir es impulsar nuestra cultura en una dirección en la que nadie pudiese siquiera recordar por qué razón alguien llegó a preocuparse alguna vez por las Otras Mentes o el Mundo Externo, y que ello se debiera no a que se considerara que esas cavilaciones son ininteligibles, sino a que pareciesen absurdas. Claro que tal vez Putnam y Conant tengan razón al sugerir que mis métodos, mi retórica y especialmente mi feroz antirrepresentacionalismo son contraproducentes.
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ÉTICA SIN OBLIGACIONES UNIVERSALES En esta lección me ocuparé de la distinción entre moralidad y prudencia. Tradicionalmente se traza esta distinción oponiendo obligaciones categóricas e incondicionales a obligaciones hipotéticas y condicionales. Obviamente, los pragmatistas pondrán en duda que haya nada incondicional, pues dudan de que exista o pueda existir nada no relacional. Por eso necesitan reinterp retar las distinciones entre m oralidad y prudencia, moralidad y conveniencia, y moralidad e interés propio independientemente de la noción de obligación incondicional. Dewey propuso reconstruir la distinción entre prudencia y moralidad en términos de la distinción entre relaciones sociales rutinarias y relaciones sociales no rutinarias. Consideró que «prudencia» formaba parte de la misma familia de conceptos que «hábito» y «costum bre». Estas tres palabras describen unos procedimientos habituales y relativamente poco controvertidos de adaptación de los grupos e individuos a las presiones y tensiones de su entorno humano y no humano. Es obvio que vigilar que no haya serpientes venenosas entre la hierba y confiar menos en los extraños que en los miembros de tu propia familia es ser prudente. «Prudencia», «conveniencia» y «eficacia» son tres términos que describen una adaptación rutinaria y no controvertida a las circunstancias. Por el contrario, la ley y la moralidad surgen al aparecer la controversia. Nos las inventamos cuando ya no podemos simplemente hacer lo que nos sale de forma
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natural, cuando la rutina ya no basta ni el hábito o la costumbre son suficientes. Estos recursos dejan de ser útiles cuando las necesidades del individuo empiezan a entrar en conflicto con las necesidades de su familia; cuando las necesidades de la familia de uno entran en conflicto con las de la familia vecina; o cuando las tensiones económicas empiezan a dividir la comunidad en clases opuestas; o cuando la comunidad tiene que ponerse de acuerdo con otra comunidad distinta. De acuerdo con Dewey, la distinción prudenciamoralidad, como la distinción entre costumbre y ley, es más una diferencia de grados que de géneros. Para los pragmatistas como Dewey, no existen diferencias de género entre lo útil y lo correcto. Como dijo él: «...Correcto es sólo un nombre abstracto para designar la multitud de exigencias concretas que los otros inculcan en nosotros y que, al vivir, estamos obligados a ten er en cuenta.»1 Los utilitaristas tenían razón al identificar lo moral con lo útil. (Aunque se equivocaron al intentar reducir la utilidad simplemente a obtener placer y evitar el dolor. Dewey coincide con Aristóteles en que la felicidad humana es irreducible a una mera acumulación de placeres). Desde un punto de vista kantiano, empero, tanto Aristóteles como Mili y Dewey están igualmente ciegos ante la verdadera naturaleza de la moralidad. Para los kantianos, identificar obligación moral con la necesidad de adaptar la conducta de uno a las necesidades del resto de seres humanos es cosa de ingenuos o depravados. A los kantianos les parece que Dewey ha confundido deber con interés propio, la intrínseca autoridad de la ley moral con la necesidad de negociar con aquellos adversarios que uno no puede vencer. Dewey estaba al tanto de esta crítica kantiana. He aquí uno de los pasajes en los que trata de ofrecer una respuesta: 1. Dewey, John, Human Nature and Conduct, en The Middle Works of John Dewey, volumen 14, Carbondale, Illinois: Southern Illinois University Press, humana y conducta, México: FCE, 1975). 1983, p. 224 Naturaleza (
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Se dice que la moral implica la subordinación del hecho a la consideración ideal, mientras que la concep ción que se acaba de presentar [la del mismo Dewey] hace de la moral algo secundario con respecto al puro hecho, lo que equivale a privarla de dignidad y jurisdic ción... Esta crítica se basa en una falsa distinción. Dice, en efecto, que o bien los criterios morales preceden a las costumbres y confieren a éstas su cualidad moral, o bien son subsiguientes y se desarrollan a partir de ellas y por lo tanto son unos subproductos accidentales. ¿Qué ocu rre, sin embargo, con el lenguaje?... El lenguaje surgió de un barboteo ininteligible, de unos movimientos instinti vos llamados gestos y de la presión de las circunstancias. Con todo, una vez empieza a existir, existe como lengua je y funciona como tal.2
Lo que la analogía de Dewey entre lenguaje y moralidad pretende destacar es que no hubo ningún momento decisivo en el que el lenguaje dejase de ser una serie de reacciones a la conducta de los demás y pasara a representar la realidad. De modo parecido, tampoco hubo ningún momento en el que el razonamiento práctico dejase de ser prudencial y se convirtiera específicamente en moral, en el que dejase de ser simplemente útil y empezara a tener autoridad. La réplica de Dewey contra aquellos que, al igual que Kant, consideran que la moralidad procede de una facultad específicamente humana llamada «razón» y que la prudencia es algo que compartimos con las bestias, consiste en decir que lo único específicamente humano es el lenguaje. Pero la historia del lenguaje es un relato deshilvanado de una complejidad gradualmente creciente. El relato sobre cómo pasamos de los gruñidos y codazos neandertales a los tratados filosóficos no es menos discontinuo que el relato sobre cómo pasamos de las ame bas a los antropoides. Ambos relatos pertenecen a un relato mayor. La evolución cultural toma el relieve de la evolución biológica sin que haya ruptura. Desde un pun2. Ibíd., pp. 56-57.
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to de vista evolucionista, la única diferencia entre los gruñidos y los tratados es la mayor complejidad de estos últimos. Con todo, la diferencia entre los animales que emplean el lenguaje y los que no; la diferencia entre aquellas culturas que se ocupan en deliberaciones morales, colectivas y conscientes y aquellas otras que no, continúa siendo igual de importante y evidente que siempre, sólo que ahora se trata de una diferencia de grado. De acuerdo con la concepción de Dewey, lo que han tratado de hacer esos filósofos que han trazado una clara distinción entre razón y experiencia, o entre moralidad y prudencia es convertir una importante diferencia de grado en una diferencia de género metafísico. Y de este modo, han terminado construyéndose para sí mismos unos pro blemas tan insolubles como artificiales. Dewey consideró que Kant, en su filosofía moral, adopta «la doctrina según la cual la esencia de la razón es la completa universalidad (y de ahí la necesidad y la inmutabilidad) con la seriedad de un profesor de lógica».3 Dewey interpretó que el intento kantiano de orientarse sobre qué hacer solamente a través de la idea de univer salizabilidad no ofrece una despreocupación por las consecuencias —algo, por otra parte, imposible—, sino más bien «una amplia concepción im parcial de las consecuencias». El imperativo categórico, dice Dewey, se limita a recomendar «el hábito de preguntamos cómo nos gustaría que se nos tratase en un caso semejante».4 Para Dewey, el intento de llegar más lejos y «disponer al momento de reglas establecidas a fin de resolver cualquier tipo de dificultad moral» «nació de la timidez y se nutrió del amor al prestigio autoritario». Sólo una tendencia al sadomasoquismo de este tipo, pensaba Dewey, «podía habernos llevado a creer que la ausencia de unos principios establecidos, inmutablemente fijados y universalmente aplicables equivale al caos moral».5 3. Ibíd., p. 168. 4. Ibíd., p. 169. 5. Ibíd.., p. 164. Annette Baier, en la p. 277 de su libro Moral Prejudices (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1993) cita la frase de Nietzsche
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Hasta aquí la crítica estándar de Dewey al tratamiento kantiano de la distinción entre moralidad y prudencia. Ahora querría pasar a otra distinción, a saber, la distinción entre razón y sentimiento, entre pensar y sentir. Ello me va a permitir relacionar el trabajo de Dewey con el trabajo de la filósofa norteamericana Annette Baier. Baier, una de las principales filósofas feministas de los EE.UU., toma como modelo a Hume, a quien elogia como el «filósofo moral de la mujer» por su disposición a considerar central para la conciencia moral el sentimiento y, de hecho, la sentimen talidad. También lo elogia por «desintelectualizar y dessantificar la empresa moral... presentándola como el equivalente humano de los distintos controles sociales que existen entre las poblaciones de animales o insectos».6 Aunque Baier no apela casi nunca a Dewey, y Dewey casi nunca discute la filosofía moral de Hume, estos tres filósofos, antikantianos militantes, se encuentran en el mismo bando en la mayor parte de discusiones. Los tres desconfían de la noción de «obligación moral». Dewey, Baier y Hume podrían coincidir con Nietzsche en que los griegos presocráticos no estaban sujetos a la «timidez» —al temor a tener que realizar elecciones difíciles— que indujo Platón a buscar la verdad moral inmutable. Los tres consideran que las circunstancias temporales de la vida humana son ya lo bastante difíciles como para que encima, y de una forma sadomasoquista, añadamos a ello obligaciones incondicionales e inmutables. Baier propone que sustituyamos como concepto central de nuestra moral la noción de «obligación» por la de «confianza apropiada». Dice:
que dice «el mal olor a sadomasoquismo, el hedor a sangre y tortura impregnan todavía el imperativo categórico». En este punto, creo, Dewey hubiera coincidido con Nietzsche y también habría estado de acuerdo con Baier cuando ésta afirma: «si de lo que se trata es de evitar las deficiencias de la mente y la perversidad del corazón que esta tra dición kantiana lleva consigo, entonces lo mejor sería que dejáramos de hacer aparentes elogios de respeto a Kant o a cualquier otro predicador de una piedad que consiste en reverenciar la fe de nuestros padres patriarcales» (p. 267). 6. Baier, op. cit., p. 147.
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No cabe la posibilidad de una teoría moral como algo más filosófico y menos comprometido que la deliberación moral y que no consista en un simple informe acerca de nuestras costumbres y formas de justificación, crítica, rebelión, conversión y toma de decisiones.7
Con unas palabras que resuenan a Dewey, Baier sostiene que «en filosofía moral, el malo es la tradición racionalista, obsesionada por la ley»,8 un a tradición que supone que «detrás de cada intuición moral descansa una regla universal».9 Esta tradición da por sentado que el intento de Hume de concebir el progreso moral como un progreso de sentimientos «no consigue dar cuenta de la obligación moral». Sin embargo, de acuerdo con las concepciones de Baier y Dewey, aquí no hay nada que explicar: la obligación moral no se obtiene de una naturaleza o de una fuente distinta de la tradición, el hábito o la costumbre. La moralidad no es más que una nueva y controvertida costumbre. Esta obligación especial que sentimos ed emplear el término «moral» no es más que la necesidad especial que sentimos de actuar de un modo relativamente poco corriente y no probado, de un modo que puede tener consecuencias imprevisibles y peligrosas. Esta percepción nuestra de que la prudencia no es heroica pero la moralidad sí lo es equivale al reconocimiento de que es más peligroso y arriesgado poner a prueba lo que hasta ahora no ha sido probado que realizar lo que a uno le sale de forma natural. Baier y Dewey están de acuerdo en que el principal error de la mayor parte de la filosofía moral tradicional es el mito del yo no relacional: un yo que puede existir sin preocuparse por los demás, un yo visto como un frío psicópata que es preciso reprimir para poder tener en cuenta las necesidades de la demás gente. Ésta es la imagen del yo que filósofos como Platón interpretaron en tér7. Baier, Annette, Press, 1985, p. 232. 8. Ibíd., p. 236. 9. Ibíd., p. 208.
Postures of Mind, Minneapolis, University of Minnesota
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minos de la división «razón»/«pasiones», una división que por desgracia Hume perpetuó en su conocida inversión de Platón en la tesis de que «la razón es y debería ser la esclava de las pasiones». Desde Platón, Occidente ha considerado que la distinción razón/pasión es paralela a la distinción entre lo universal y lo individual, y a la distinción entre actos desinteresados y actos egoístas. De esta suerte, las tradiciones religiosa, platónica y kantiana nos han cargado con la distinción entre un yo verdadero y un falso yo, entre un yo atento a lo que le dice la conciencia y un yo que sólo «está preocupado por su propio interés». Este último yo no llega a ser moral; es sólo prudencial. Tanto Baier como Dewey consideran que deberíamos desterrar esta noción de un yo frío, interesado, calculador y psicópata. Si fuéramos realmente así, la pregunta «¿por qué debo ser moral?» sería insoluble. Sólo sentimos la necesidad de castigamos, amedrentándonos ante los mandatos divinos o ante el tribunal kantiano de la razón pura práctica, cuando nos formamos una im agen como esta de nosotros mismos. Pero si seguimos el consejo pragmatista de ver cada cosa como constituida por las relaciones que mantiene con el resto de cosas, entonces es fácil detectar la falacia que, según Dewey, «transforma el hecho (evidente) de actuar como un yo en la ficción de actuar siempre para uno mismo».10 Mientras aceptemos lo que Dewey llamó «la creencia en el carácter fijo y sim ple del yo» seguiremos cayendo en esa falacia y pensando que el yo es un psicópata que debe ser reprimido. Dewey asoció esta creencia con el «dogma de los teólogos sobre la unidad y completud del alma».11 Pero también podía haberla asociado con el argumento del Fedón de Platón o con la doctrina kantiana según la cual el yo moral es un yo no empírico. Cuando hayamos desechado estas nociones de unidad y completud, entonces podremos decir, con Dewey, 10. 11.
Human Nature and Conduct, p. 95. Ibíd., p. 96.
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que «el yo (siempre que no se haya encerrado en un caparazón de rutina) está en proceso de hacerse, y cualquier yo puede incluir dentro de sí un número (indeterminado) de yoes inconsistentes y disposiciones no armonizadas».12 Esta noción de múltiples yoes inconsistentes constituye, como ha demostrado Donald Davidson, un buen modo de naturalizar y desmitificar la noción freu diana de inconsciente.13 Pero el vínculo m ás importante entre Freud y Dewey es esta idea que señala Baier: el papel de la familia y, en particular, del amor maternal en la creación de individuos no psicópatas, individuos que encuentran natural preocuparse por los demás. Baier sostiene, con unas palabras que podría haber escrito perfectamente Dewey, que «el equivalente secular de la fe en Dios... es la fe en la comunidad humana y en su proceder evolutivo, en las expectativas de múltiples ambiciones cognitivas y esperanzas morales».14 Pero esa fe, según Baier, se basa en la fe que la mayoría de nosotros tenemos en nuestros padres y hermanos. Baier ve en la confianza que mantiene unida una familia el modelo para una fe secular capaz de mantener unidas las sociedades modernas y pos tradicionales. Freud nos ayudó a percatamos de que sólo aparecen psicópatas —individuos cuya concepción de sí mismos no incluye consideración alguna de los demás— cuando faltan el amor de los padres y la confianza que este amor despierta en el niño. 12. Ibíd. 13. Véase Donald Davidson, «Paradoxes of Irrationality» en Philosophical Essays on Freud, ed. Richard Wollheim y James Hompkins, Cambridge: Cam bridge University Press, 1982. Marcia Cavell desarrolla y amplía la concepción de Davidson sobre Freud en The Psychoanalytic Mind: From Freud to Philosophy, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1993. Véase también el cap. 5 («The Divided Self») del libro de Michael Walzer Thick and Thin: Moral Argument at Home and Abroad (Notre Dame, Indiana: University of Notre Dame Press, 1994), prestando especial atención a la idea de Walzer según la cual «unos yoes divididos y densos precisan y son el producto de una sociedad pluralista densa y diferenciada» (p. 101); idea a la que Dewey habría dado su apoyo. En la p. 89, Walzer ofrece una instructiva y agresiva com paración entre las aproximaciones del filósofo y del psicoanalista a la división dentro del yo. 14. Baier, p. 293.
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Para ver qué desea Baier que tengamos en cuenta, considérese la siguiente pregunta: ¿tengo alguna obligación moral hacia mi madre, esposa, hijos? Los términos «moralidad» y «obligación» parecen inapropiados aquí, pues hacer lo que uno está obligado a hacer contrasta con lo que uno hace de forma natural, y para la mayoría de la gente responder a las necesidades de la familia es la cosa más natural del mundo. Ello es así porque la mayoría de nosotros nos definimos, al menos en parte, con respecto a los miembros de nuestra familia. Nuestras necesidades y las suyas en gran parte se solapan: no somos felices si ellos no lo son. Mientras nuestros hijos sufren hambre no deseamos hartamos; ello no sería natural. ¿Pero sería también inmoral? Decir esto suena un poco raro. Sólo estaríamos dispuestos a emplear ese término si nos halláramos con un padre patológicamente egoísta o con una madre o un padre con una concepción de sí mismos en la que los hijos no contaran para nada; o sea, la clase de persona que prevé la teoría de la decisión, alguien cuya identidad está constituida más por órdenes de preferencia que por la simpatía (fellow feeling ) . En contraste con ello, alguien podría sentir la obligación específicamente moral de privar a sus propios hijos y a sí mismo de una parte de la comida disponible porque ahí fuera hay gente que se muere de hambre. En este caso el «término» moral es apropiado porque esta exigencia es menos natural que la exigencia de alimentar a tus propios hijos. No está tan conectada con la idea de quién soy yo. Claro que el deseo de alimentar a extraños puede convertirse en un deseo tan estrechamente entrelazado con la concepción que uno tiene de sí mismo como el deseo de alimentar a la propia familia. El desarrollo moral del individuo, así como el progreso moral de la especie humana en general, es una cuestión de rehacer los individuos humanos a fin de ensanchar la variedad de relaciones que los constituyen. El límite ideal a este proceso de ensanchamiento es el yo que prevé la explicación cristiana y budista de la santidad: un yo ideal que sufre
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con intensidad el hambre y el dolor de cualquier ser humano (incluso de cualquier otro ser animal). Si este proceso llegara jamás a su término, entonces la palabra «moralidad» desaparecería del lenguaje, porque ya no habría ni la necesidad ni la manera de contrastar lo que se hace de forma natural con lo que se hace porque es moral. Todos tendríamos lo que Kant denominaba una «voluntad santa». En la medida en que nos identifiquemos con aquellos a quienes ayudamos o nos refiramos a ellos cuando nos contemos historias sobre quiénes somos; en la medida en que su relato sea tam bién el nuestro, el término «moral» se volverá cada vez más inapropiado.15 Parece bastante natural compartir cosas con un viejo amigo o con un vecino cercano, o con un socio con el que uno se entiende bien y que repentinamente se queda sin nada por culpa de una desgracia. No sería tan natural hacer lo mismo con alguien a quien hemos conocido casualmente o con alguien totalmente desconocido que también se encontrara en una situación desafortunada. En un mundo en el que el hambre es lo habitual, no parece que sea muy natural coger la comida de la boca de tus propios hijos para dársela a un desconocido con hambre y a sus hijos. Aunque si el desconocido y sus hijos están frente a tu puerta, quizá sientas la obligación de actuar así. Los términos «moral» y «obligación» son todavía más apropiados cuando se trata de privar a tus hijos de algo que desean para así poder enviar dinero a las víctimas del hambre de un país que nunca hemos conocido, personas que posiblemente encontraríamos repelentes si alguna vez diéramos con ellas, indivi 15. Aquí me inspiro en la muy ilustradora explicación que efectúa Daniel Dennett sobre el yo como «centro de gravedad narrativa» en su Consciousness Explained, Cambridge, Mass.: MIT Press, 1990 (Laconciencia explicada, Barcelo na: Paidós, 1995). En un artículo sobre Dennett he tratado de desarrollar el antiesencialismo que he expuesto especialmente en la lección quinta. En ese artículo sugiero que lo que es válido para los individuos también es válido para los objetos en general, y que un pragmatista debería concebir los objetos como centros de gravedad descriptiva. Véase «Holism, Intentionality and the Ambition of Transcendence» en Dennett and his Crides: Demystifying Mind, ed. Bo Dahlbom (Oxford: Blackwell, 1993), pp. 184-202.
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dúos que posiblemente no desearíamos como amigos o que no querríamos que se casaran con nuestros hijos; individuos que sólo nos llaman la atención porque alguien nos ha comunicado que sufren hambre. El cristianismo enseñó a Occidente a esperar con ilusión la llegada de un mundo en el que ya no habría personas así, un mundo en el que todos los hombres y mujeres serían hermanos y hermanas. En un mundo semejante, no sería propio hablar de «obligación». Cuando los filósofos morales de la tradición kantiana colocan el sentimiento al lado del prejuicio y nos dicen que, «desde un punto de vista estrictamente moral», no existe diferencia alguna entre tu propio hijo hambriento y cualquier otro niño hambriento del otro lado del mundo seleccionado al azar, lo que están haciendo es oponer este supuesto «punto de vista moral» con un punto de vista que ellos llaman «simple interés propio». La idea que hay detrás de este modo de hablar es que la moralidad y la obligación empiezan justamente allí donde termina el interés propio. El problema con este modo de hablar, sin embargo, como señala Dewey, es que los límites del yo son borrosos y flexibles. Por este motivo, los filósofos de esta tradición tratan de definir sus límites afirmando que el yo está constituido por un orden de preferencias; un orden que divide a la gente según el criterio que determina, por ejemplo, a quién preferiríamos alimentar primero. Y a continuación, o bien contrastan la obligación moral con la preferencia, o bien «subjetivi zan» los sentimientos de obligación moral concibiéndolos simplemente como otras preferencias. En ambos casos surgen dificultades. Si contrastamos obligación moral con preferencia aparecen problemas con respecto a la cuestión de la motivación moral: ¿qué sentido tiene, después de todo, afirmar que una persona actúa contra sus propias preferencias? Por otro lado, en cuanto abandonamos la distinción entre moralidad e interés propio y afirmamos que lo que llamamos «moralidad» no es más que el interés propio de aquellos que han sido aculturados de un modo determinado, entonces
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se nos acusa de «emotivismo», de no haber sabido apreciar la distinción kantiana entre dignidad y valor. La primera alternativa lleva a la pregunta que Platón trató de contestar: «¿por qué debo ser moral?». La segunda lleva a la cuestión «¿existe alguna diferencia entre, por un lado, preferir dar de comer a unos desconocidos hambrientos en lugar de dejarles morir de hambre y, por el otro, preferir un helado de vainilla en lugar de uno de chocolate?». La primera alternativa parece conducir a una metafísica dualista que divide el yo humano, y posiblemente todo el universo, en segmentos más elevados y segmentos menos elevados; la otra, en cambio, parece llevar a una abnegación general de nuestras aspiraciones por alcanzar algo «más elevado» que nuestra simple animalidad. A los pragmatistas se les suele retraer justamente esta abnegación. Se les mete en el mismo saco que a los reduccionistas, conductistas, sensualistas, nihilistas y otros personajes sospechosos. En mi opinión, la mejor defensa de que dispone el pragmatista para hacer frente a tal reproche es afirmar que él también posee una concepción de lo que nos diferencia de los animales, pero que esta concepción no implica una diferencia tan clara —una diferencia entre lo infinito y lo finito— como las distinciones de Kant entre dignidad y valor, lo incondicionado y lo condicionado, lo relacional y lo no relacional. Por el contrario, el pragmatista considera que lo que nos distinguede los animales es un grado mucho mayor de flexibilidad; en concreto, una flexibilidad mucho mayor con respecto a los límites del yo, al número total de relaciones que pueden confluir en la constitución de un yo humano. El pragmatista concibe el ideal de fraternidad humana, no como la imposición de algo no empírico por encima de lo empírico, o de algo no natural por encima de lo natural, sino, más bien, como la culminación de un proceso de adaptación, que además es un proceso de recreación, de la especie humana. Desde esta perspectiva, el progreso moral no tiene nada que ver con un incremento de la racionalidad o con una disminución gradual de la influencia del prejuicio y
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la superstición que nos permita percibir con mayor claridad nuestro deber moral. Tampoco tiene nada que ver con un incremento de la inteligencia, un aumento de la habilidad para inventarse cursos de acción que satisfagan simultáneamente muchas diversas demandas en conflicto. Alguien puede ser inteligente en este sentido sin necesidad de sentir demasiada simpatía (simpathy) por los demás. No es ni irracional ni estúpido restringir la comunidad moral a la que uno pertenece a un ámbito nacional, racial o de género. Pero sí es indeseable, moralmente indeseable. Por consiguiente, lo mejor es considerar que el progreso moral tiene que ver con una sensibilidad cada vez mayor, con una capacidad cada vez mayor para responder a las necesidades de una variedad cada vez más grande de gente y cosas. Los pragmatistas conciben el progreso hum ano no como el levantamiento progresivo del velo de apariencias que nos esconde la naturaleza intrínseca de la realidad, sino como la habilidad creciente de responder a las preocupaciones de unos grupos cada vez más grandes de gente, en especial de aquella gente capaz de realizar unas observaciones cada vez más precisas y unos experimentos cada vez más sofisticados. Asimismo, conciben el progreso moral como una cuestión de ser capaces de responder a las necesidades de unos grupos de gente cada vez más inclusivos. Ahora me gustaría perseguir un poco más esta analogía entre ciencia y moral. En lecciones anteriores sostuve que los pragmatistas entienden que la indagación científica, o cualquier otra indagación, no tiene por objeto la verdad sino la esperanza de obtener una mejor capacidad justificatoria, una mejor capacidad para hacer frente a las dudas sobre lo que decimos, reforzando lo que hemos dicho anteriormente o tomando la decisión de decir algo ligeramente distinto. El problema de tener por objeto la verdad es que, aunque de hecho se la alcance, uno no sabe nunca cuándo la alcanza. En cambio, uno puede tener por objeto sosegar cada vez más la duda. Análogamente, uno no puede tener por objeto «hacer lo que es correcto», porque nunca sabrá si ha dado en el clavo o
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no. Es posible que mucho después de que hayamos muerto, una gente mejor informada y más sofisticada que nosotros juzgue nuestra acción como un trágico error y considere que nuestras creencias científicas presuponían una cosmología obsoleta. Sin embargo, sí podemos tener por objeto una cada vez mayor sensibilidad al dolor y una cada vez mayor satisfacción de necesidades cada vez más diversas. Según los pragmatistas deberíamos reemplazar la idea de algo no humano que nos arrastra en un sentido determinado por la idea de que es preciso que cada vez haya más y más gente que se una a nuestra comunidad: la idea de tener en cuenta las necesidades, intereses y concepciones de más y más seres humanos distintos. De acuerdo con el punto de vista pragmatista, la capacidad justificatoria halla su recompensa en ella misma. No hay ninguna necesidad de preocuparse por si seremos recompensados o no con una especie de medalla inmaterial con las inscripciones «Verdad» o «Bondad Moral» gravadas en ella.16 La idea de una «perspectiva divina» a la que la ciencia se aproxima continuamente va de consuno con la idea de una «ley moral» a la que la costumbre social se aproxima continuamente en períodos de progreso moral. El pragmatista encuentra las ideas de «descubrir la naturaleza intrínseca de la realidad física» y «aclarar las obligaciones morales incondicionales que tenemos» igual de repugnantes porque presuponen la existencia de algo no relacional, de algo ajeno a las vicisitudes del tiempo y la historia, de algo que no se ve afectado por los cambios de intereses y necesidades de los hombres. Estas dos ideas, 16. A mi parecer, la noción de «pretensión de validez universal», tal como la utilizan Habermas y Apel, representa justamente la reclamación de una meda lla de esta índole y, por consiguiente, podemos prescindir de ella. Estoy de acuer do con Habermas en la conveniencia de sustituir «una razón centrada en el suje to» por lo que él llama «una razón comunicativa», pero considero su insistencia en la universalidad y su aversión por lo que él llama «contextualismo» y «relati vismo» como restos de una metafísica y de un período de pensamiento filosófi co en el que, aparentemente, la única alternativa a la inmersión en el contingen te status quo era la invocación de lo universal. Trato de desarrollar esta crítica a Habermas en el artículo «Sind Aussage Universelle Geltungsansprüche», Deuts che Zeitschrift fiir Philosophie, vol. 42, n. 6, 1994, pp. 975-988.
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piensa el pragmatista, deben ser reemplazadas por metáforas de amplitud antes que de altura o profundidad. El progreso científico es una cuestión de ir integrando más y más datos en una red coherente de creencias; de relacionar los datos del microscopio y del telescopio con los datos obtenidos a simple vista; de relacionar los datos que ha sacado a relucir un experimento con otros datos anteriormente esparcidos. No se trata de penetrar en las apariencias hasta alcanzar la realidad. El progreso moral, por su lado, tiene que ver con la posesión de un sentimiento de simpatía cada vez más amplio. No se trata de alzarse por encima de lo sentimental hasta alcanzar lo racional. Como tampoco se trata de sustituir la apelación a un tribunal local, inferior y corrupto por la apelación a un tribunal superior que administra una ley moral ahis tórica, no local y transcultural. Este cambio de metáforas de verticalidad por metáforas de horizontalidad encaja bien con el empeño de los pragmatistas por reemplazar las tradicionales distinciones de tipo por distinciones de grados de complejidad. Los pragmatistas sustituyen la idea de una teoría que descoyunta la realidad por la idea de una explicación lo más eficiente posible de una variedad de datos lo más amplia posible. Sustituyen la idea kantiana de Buena Voluntad por la idea de un ser humano afectuoso, sensi ble y comprensivo en grado máximo. No podemos tener por objeto estos grados máximos. Pero siempre podemos aspirar a lograr explicar cada vez más datos o a preocupamos por un número mayor de gente. Nadie puede pretender haber llegado al final de la indagación, sea ésta en física o en ética. Eso sería como pretender haber llegado al final de la evolución biológica, como pretender ser no sólo el último heredero de todas las eras anteriores sino además el ser en el que éstas esta ban destinadas a culminar. Análogamente, m ientras que no podemos tener por objeto la perfección, sí podemos aspirar a tomar en consideración más necesidades de la gente que antes.
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Hasta aquí he señalado, en unos términos muy generales, por qué el pragmatista desearía quitarse de encima la noción de «obligación moral incondicional». Ahora, con la esperanza de ser más concreto y gráfico, voy a centrarme en otro ejemplo de incondicionalidad: la noción de derechos humanos incondicionales. Se dice que estos derechos constituyen los límites inquebrantables de la deliberación política y moral. En la jurisprudencia norteamericana —tal como la interpreta, por ejemplo, Ronald Dworkin— los derechos «triunfan» por encima de cualquier clase de consideración de conveniencia social o eficacia.17 En la mayor parte del debate político se da por sentado que los derechos que, según los tribunales de los EE.UU., otorga la Constitución [americana], junto con aquellos derechos que la Declaración de Helsinki enumera, están más allá de cualquier debate. Son los motores inmóviles de la mayor parte de la política contem poránea. Desde un punto de vista pragmatista, la noción de «derechos humanos inalienables» es un eslogan ni mejor ni peor que aquel otro de «obediencia a la voluntad de Dios». Lo que hacemos al invocarlos como motores inmóviles es expresar en otras palabras que hemos tocado fondo, que hemos agotado todos los recursos argumentativos a nuestra disposición. Estos discursos sobre la voluntad de Dios o los derechos del hombre, al igual que esos otros sobre «el honor de la familia» o «la patria en peligro» no son unos objetivos demasiado adecuados para el análisis y la crítica filosóficas. El intento de ir a ver qué hay detrás de ellos no dará ningún fruto. Ninguna de esas nociones debería ser analizada, pues todas terminan por decir lo mismo: «Aquí me detengo: no puedo hacerle nada». Son menos razones para la acción que anuncios del hecho de que se ha estado meditando a fondo sobre el asunto y tomado una decisión. 17. Véase Dworkin, R., TakingRights Seriously, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1978 Los ( derechos en serio, Barcelona: Ariel, 1984). Para una crí tica de la tradición que Dworkin elogia, véase Mary Ann Glendon, Rights Talk: The Impoverishment of Political Discourse, Nueva York: The Free Press, 1991.
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Al preguntar cosas como «pero, ¿hay un Dios?» o «¿tienen los seres humanos esos derechos realmente?» la filosofía tradicional —según la cual la moral se basa en la metafísica— lleva esas nociones demasiado lejos. Tales preguntas presuponen que el progreso moral es, en parte, como mínimo, una cuestión de incrementar el conocimiento moral, el conocimiento de algo que no depende de nuestras prácticas sociales, algo como la voluntad de Dios o la naturaleza de la humanidad. Semejante idea, sin embargo, es vulnerable a la idea nietzscheana de que tanto Dios como los derechos humanos no son más que una superstición, una treta de los débiles para protegerse de los fuertes. M ientras que los metafísicos replican a Nietzsche que existe una base racional para la creencia en Dios o los derechos humanos, los pragmatistas res ponden que no hay nada malo en las tretas. Los pragmatistas pueden estar alegremente de acuerdo con Nietzsche en que sólo a los débiles —esa gente dominada por los valientes, fuertes y felices guerreros que él idolatra— se les podía haber ocurrido la idea de fraternidad humana. Para los pragmatistas, sin embargo, ello afecta tan poco la idea de derechos humanos como la fealdad de Sócrates afecta su explicación de la naturaleza del amor; o las pequeñas neurosis privadas de Freud afectan su explicación del amor; o los intereses teológicos y alquimistas de Newton afectan su mecánica; o el carácter moralm ente reprochable de Heidegger afecta su obra filosófica. Una vez desechemos la distinción entre razón y pasión tam bién dejaremos de discriminar una buena idea por culpa de sus orígenes sospechosos. En lugar de ser clasificadas por sus fuentes, las ideas serán clasificadas por su utilidad relativa. Para los pragmatistas la pelea entre Nietzsche y los metafísicos racionalistas no tiene ningún interés.18 Con18. Subrayo esta idea en «Human Rights, Rationality, and Sentimentality», incluido en Of Human Rights: Oxford Amnesty Lectures, 1993, ed. Susan Hurley y Steven Shute, Nueva York: Basic Books, 1993. En este artículo ofrezco una versión ampliada de la concepción de los derechos humanos que aquí estoy resumiendo.
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ceden a Nietzsche que referirse a los derechos humanos es sólo un modo práctico de resumir determinados aspectos de nuestras prácticas reales o propuestas. Análogamente, para el pragmatista, decir que la naturaleza intrínseca de la realidad consta de átomos y vacío equivale a decir que nuestras mejores explicaciones científicas interpretan el cambio macroestructural como resultado de un cambio microestructural. Afirmar que Dios desea que acojamos en casa a los extraños es un modo de decir que la hospitalidad es una de las virtudes de las que nuestra comunidad más se enorgullece. Decir que el res peto de los derechos humanos nos exigía intervenir para liberar a los judíos de las garras de los nazis, o a los bosnios musulmanes de las de los serbios es un modo de decir que de no haber intervenido nos hubiéramos sentido incómodos con nosotros mismos; de igual modo que saber que nuestros hijos, o los hijos del vecino sufren hambre mientras nosotros tenemos una mesa rebosante de comida nos quita el apetito. Hablar de derechos humanos es explicar nuestra actuación identificándonos con una comunidad de personas que piensan como nosotros: aquellos que hallan natural actuar de un modo determinado. A menudo, afirmaciones como las que acabo de hacer —del tipo «decir esto y lo otro es hacer aquello y lo otro»— son interpretadas en términos de la distinción aparienciarealidad. Los pensadores con inclinaciones metafísicas, obsesionados por la distinción entre conocimiento y opinión, o por la distinción entre razón y pasión, las califican de «irracionalistas» y «emotivistas». Los pragmatistas, por el contrario, no creen que esas afirmaciones digan nada sobre qué ocurre realmente: que aquello que parecía ser un hecho en realidad es un valor, o que aquello que parecía ser una cognición en realidad es una emoción. Más bien entienden que son recomendaciones prácticas acerca de qué hablar, sugerencias sobre el mejor modo de llevar una discusión sobre cuestiones morales. En el tema de los átomos, el pragmatista piensa que no deberíamos debatir la cuestión de si la microes
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tructura inobservable es una realidad o bien tan sólo una ficción útil. Asimismo, en el tema de los derechos humanos, el pragmatista piensa que no deberíamos debatir la cuestión de si éstos existieron siempre, aunque nadie los reconociese, o si son tan sólo unas construcciones sociales de una civilización influida por las doctrinas cristianas de la fraternidad humana y los ideales de la Revolución Francesa. Está claro que en un sentido de «construcción social» los derechos humanos son construcciones sociales, pero en ese mismo sentido también lo son los neu trines y las jirafas. De acuerdo con este sentido, una construcción social es simplemente el objeto intencional de un determinado conjunto de oraciones, oraciones empleadas en unas sociedades más que en otras. Todo lo que se necesita para que u na cosa sea un objeto es que se hable de ella de una forma razonablemente coherente. Pero no es necesario que todo el mundo hable de todas las formas posibles, ni, por lo tanto, que hable de todos los objetos. En cuanto abandonemos la idea de que la finalidad del discurso es representar con precisión la realidad dejaremos de interesamos por distinguir las construcciones sociales de las demás cosas, y nos limitaremos a discutir acerca de la utilidad de los constructos sociales alternativos. El otro único sentido de «construcción social» que se me ocurre es el que mencioné anteriormente: el sentido según el cual las cuentas corrientes son construcciones sociales pero las jirafas no. Aquí el criterio es solamente causal. Los factores causales que producen cuentas corrientes, a diferencia de los que producen jirafas, tienen que ver con las sociedades humanas. Este sentido no tiene aplicación alguna a la cuestión de los derechos humanos, pues ni el más ferviente de los realistas morales dispone de un relato causal que explique cómo empezaron éstos a existir. Discutir la utilidad de un conjunto de constructos sociales llamados «derechos humanos» es debatir la cuestión de si los juegos de lenguaje que las sociedades
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inclusivistas ponen en juego son mejores o peores que aquellos que ponen en juego las sociedades exclusivistas. No existe modo alguno de expresar un juicio acerca de estos juegos de lenguaje sin hacerlo al mismo tiempo de las sociedades en general. Por consiguiente, en vez de debatir el estatuto ontológico de los derechos humanos lo que uno debería hacer es debatir la cuestión de si las comunidades que fomentan la tolerancia de pequeñas e inofensivas desviaciones respecto a la normalidad son preferibles o no a aquellas otras comunidades cuya cohesión social depende de la conformidad con lo que es normal, de mantener a distancia a los extraños y de eliminar a los que tratan de pervertir a la juventud. Tal vez el mejor signo de progreso hacia una verdadera cultura de respeto de los derechos humanos sea el dejar de interferir en los planes de matrimonio de nuestros hijos por culpa de la nacionalidad, religión, raza o fortuna de la persona elegida, o porque ese matrimonio sería homosexual en lugar de heterosexual. Aquellos que desean encontrar unos fundamentos racionales y filosóficos para una cultura de respeto de los derechos humanos sostienen que lo que los seres humanos tienen en común supera en importancia a factores adventicios tales como la raza o la religión. Pero luego tienen problemas para explicar en qué consisten esos rasgos comunes. No basta con decir que todos com partim os una misma susceptibilidad hacia el dolor, pues no hay nada de propiamente hum ano en el dolor. Si todo lo que importara fuese el dolor, entonces tendría igual importancia proteger a los conejos de los zorros que proteger a los judíos de los nazis. Si uno acepta una explicación naturalista y darwiniana de los orígenes de la especie humana, entonces no sirve de nada sostener que todos poseemos en común una misma razón, pues de acuerdo con aquella explicación ser racional es sencillamente lo mismo que ser capaz de emplear un lenguaje. Pero existen muchos lenguajes, la mayoría de ellos exclusionistas. El lenguaje de los derechos humanos no es ni más ni menos característico de nuestra
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especie que los lenguajes que exigen pureza racial o religiosa.19 Los pragmatistas proponen abandonar, simplemente, el intento de hallar unos rasgos comunes. Creen que si nos concentramos en nuestra capacidad para hacer que las pequeñas cosas que nos separan parezcan insignificantes —comparándolas no con aquella gran cosa que nos une sino con otras pequeñas cosas—, entonces podremos acelerar el progreso moral. Nosotros, los pragmatistas, consideramos que el progreso moral se parece más a un proceso de ir cosiendo los retazos de un multicolor y elaborado quilt20 enorme que a lograr una visión más clara de algo verdadero y profundo. Aquí, como en cualquier otro lugar, antes que metáforas de altura y profundidad preferimos emplear metáforas de amplitud y extensión. Convencidos de que no existe ninguna sutil esencia humana que la filosofía pueda captar, nuestra estrategia consiste en no tratar de sustituir superficialidad por profundidad, ni tra tar de elevamos por encima de lo particular para alcanzar lo universal. Antes bien, lo que nos gustaría es poder minimizar una diferencia particular en un momento particular: la diferencia entre cristianos y musulmanes en un pueblo concreto de Bosnia; la diferencia entre negros y blancos en una determinada ciudad de Alabama; la diferencia entre gays y heterosexuales en una determinada congregación católica del Quebec. Nuestra esperanza es poder zurcir con mil pequeños puntos estos distintos grupos, invocar los mil pequeños rasgos que sus miembros comparten y no tener que apelar a un gran rasgo, su común humanidad. 19. En este punto vuelvo a estar de acuerdo con Habermas sobre el carácter lingüístico de la racionalidad. Pero, al contrario que él, yo intento emplear esta doctrina para demostrar que no es preciso pensar en términos uni versalistas. Su universalismo le prohíbe adoptar la concepción de los derechos humanos que ofrezco aquí. Ésta es antiuniversalista, en tanto que trata de disua dir cualquier intento de formular generalizaciones que comprendan todas las formas posible de existencia humana. La esperanza de un futuro humano mejor, hoy inimaginable, es la esperanza de que ninguna de las generalizaciones que actualmente podamos formular será adecuada para alcanzarlo. 20. Un quilt es un edredón hecho de muchos retazos sobrantes. (N. del T .)
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Esta imagen del progreso moral nos sitúa al otro lado de la idea kantiana según la cual la moralidad tiene que ver con la razón. Nosotros los pragm atistas simpatizamos más con la idea de Hume de que tiene que ver con el sentimiento. Si las posibilidades de elección se restringieran a estos dos candidatos elegiríamos a Hume. Aunque lo que realmente querríamos es rechazar la elección y desechar de un a vez por todas la vieja psicología griega de las facultades. Recomendamos abandonar la distinción entre dos fuentes de creencias y deseos que funcionan por separado. En lugar de trabajar dentro de los límites de esta distinción, que constantemente nos amenaza con la imagen de una división entre un yo verdadero y un yo aparente y falso, podemos volver a invocar la distinción entre presente y futuro. Más específicamente, podemos concebir el progreso intelectual y moral, no como un proceso de acercamiento a la Verdad, el Bien o lo Correcto, sino más bien como un incremento del poder imaginativo. La imaginación es la vanguardia de la evolución cultural, el poder que —en tiempos de paz y prosperidad— está en constante funcionamiento para que el futuro del hombre sea más rico que su pasado. La imaginación es la fuente de las nuevas imágenes científicas sobre el universo físico y también de las nuevas concepciones acerca de otras comunidades posi bles. Es lo que tenían en común Newton y Jesucristo, Freud y Marx: la capacidad de redescribir lo familiar en términos no familiares. Los primeros cristianos practicaron una redescripción de este tipo al explicar que la diferencia entre los judíos y los griegos no era tan im portante como se había creído. La practican actualmente las feministas, cuyas descripciones de la conducta sexual y del acuerdo matrimonial parecen tan extrañas a muchos hombres (y mujeres) como pareció extraña a los escribas y fariseos la indiferencia que mostró San Pablo por las distinciones judaicas tradicionales. Eso mismo ensayaron los Padres Fundadores de los EE.UU. al instar a la gente a verse no como cuáqueros de Pennsylvania o católicos de Mary
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land, sino como ciudadanos de una república federal, pluralista y tolerante. Eso mismo intentan hoy esos defensores apasionados de la unidad europea que mantienen la esperanza de que sus nietos se considerarán primero europeos y, en segundo lugar, franceses o alemanes. Pero otro ejemplo igualmente bueno de una redescripción de este tipo es la propuesta de Demócrito y Lucrecio de entender el m undo en términos de átomos que chocan entre sí; o la propuesta de Copémico de pensar que el sol está quieto. En una lección anterior sostuve que el pragmatismo se propone reemplazar conocimiento por esperanza. Espero que esta lección haya servido para aclarar qué quería decir con ello. La diferencia que existe entre la concepción griega y la concepción postdarwiniano deweyniana de la naturaleza humana es una diferencia entre encierro y apertura, entre la seguridad de lo que no cambia y el encanto del lanzarse a un proceso de cambio imprevisible como el que defendieron Whitman y White head. Esta apoteosis del futuro, esta disposición a sustituir certeza por imaginación y orgullo por curiosidad, echa abajo la distinción griega entre contemplación y acción. Dewey, vio en esta distinción el mayor íncubo que la vida intelectual de Occidente debe tratar de rehuir.21 El pragmatismo de Dewey, como ha dicho Hilary Putnam, consistió en «una insistencia constante en la supremacía del punto de vista del agente».22 En estas lecciones he 21. Dewey, J., Reconstruction in Philosophy, p. 179: «Cuando la concien cia de la ciencia esté completamente impregnada de la conciencia del valor humano, el mayor dualismo que hoy abruma la humanidad, la escisión entre, de un lado, lo material, lo mecánico, lo científico y, de otro, lo moral y lo ideal, desaparecerá.» Desde mi punto de vista, el trabajo de los filósofos postkuhnianos y de los historiadores y sociólogos de la ciencia ha colaborado en esta tarea de impregnación completa. Véase, por ejemplo, Steve Shapin y Simón Schaffer, Leviathan and the Air-Pump (Princeton: Princeton University Press, 1985) y Bru no Latour, We Have Never Been Modem (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1993). El libro de Latour defiende una tesis que habría recibido el total apoyo de Dewey, a saber, que la distinción entre un reino de la naturaleza «halla do» y un reino de la sociedad «hecho» está completamente equivocada. 22. Putnam, H., The Many Faces of Realism, La Salle, Illinois: Open mil caras del realismo, Barcelona: Paidós, 1994). ExamiCourt, 1987, p. 83 Las (
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estado interpretando esta supremacía como la prioridad de la esperanza de inventar nuevos modos de ser humano por encima de la necesidad de estabilidad, seguridad y orden.
no las diferencias entre mi versión del pragmatismo y las de Putnam en «Put nam and the Relativist Menace», Journal of Philosophy, vol. 90, n.° 9 (setiembre 1993), pp. 443-461.
Oc t a v a l e c c ió n
LA JUSTICIA COMO UNA LEALTAD MÁS AMPLIA Todos nosotros esperaríamos recibir ayuda si, en el caso de que nos persiguiera la policía, pidiésemos a nuestra familia que nos escondiera. La mayoría prestaría ayuda incluso sabiendo que nuestro hijo o padre es cul pable de un sórdido crimen. Muchos estaríamos dispuestos a cometer perjurio a fin de proporcionarle una falsa coartada. Con todo, si alguien inocente fuera condenado por culpa de nuestro perjurio, entonces a la mayoría de nosotros nos atormentaría un conflicto entre lealtad y justicia. Un conflicto de esta clase, sin embargo, sólo ocurrirá en la medida en que nos podamos identificar con la persona inocente que acabamos de perjudicar. Si esta persona resulta ser un vecino, el conflicto será probablemente intenso. Si es un extraño, especialmente si pertenece a una raza, clase o nación distinta de la nuestra, posiblemente no lo sea tanto. Es preciso que haya una cierta sensación de que él o ella es «uno de nosotros» para que uno puedaf empezar a sentirse atormentado por la duda de si ha hecho bien o mal al cometer perjurio. Por consiguiente, es posible que en lugar de describimos en una situación de tormento por culpa de un conflicto entre lealtad y justicia, sea igual de apropiado describirnos como hallándonos en un conflicto entre lealtades: entre, por un lado, la lealtad a la familia y, por otro, la lealtad a un grupo más amplio que incluye a la víctima del perjurio.
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Si las cosas se ponen feas, sin embargo, nuestra lealtad a estos grupos mayores se debilitará e incluso puede llegar a desaparecer. Entonces posiblemente excluyamos a personas que anteriormente habíamos considerado uno más de nosotros. Compartir la cena con gente pobre de la calle es algo natural y correcto en tiempos normales; pero quizá no lo sea en tiempos de hambre, cuando actuar así equivale a ser desleal a tu propia familia. Cuanto más feas están las cosas, más se estrechan los vínculos de lealtad con aquella gente cercana a nosotros, y más se aflojan los que mantenemos con el resto. Consideremos otro ejemplo de lealtades en expansión y contracción: nuestra actitud hacia otras especies. Hoy en día, la mayoría de nosotros estamos, como mínimo, medio convencidos de que los vegetarianos tienen algo de razón y que los animales tienen efectivamente algún tipo de derechos. Imaginemos, sin embargo, que resulta que las vacas o los canguros son portadores de una nueva mutación de un virus invariablemente letal para los hom bres, pero inofensivo para esas especies. Sospecho que, en esas circunstancias, todos estaríamos de acuerdo en restar importancia a las acusaciones de «especiocismo» (speciesism) y participaríamos en la necesaria masacre. La idea de justicia entre especies se habría convertido de repente en irrelevante, porque de no ser así las cosas se habrían puesto realmente feas y porque es prioritaria la lealtad a nuestra propia especie. En tales circunstancias, la lealtad a un comunidad más amplia —la de todas las criaturas vivientes del planeta— desaparecería rápidamente. Como último ejemplo, consideremos la difícil situación creada como resultado de la exportación acelerada de trabajo del Primer al Tercer Mundo. Es probable que, en el futuro, la media de ingresos de la mayor parte de familias norteamericanas y europeas siga una tendencia descendente. En gran medida, este descenso es atribuible, por ejemplo, al hecho de que los costes de contratar un trabajador en Tailandia son una décima parte inferiores a los costes de contratar otro en Ohio. Es común entre los
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ricos pensar que, dentro del marco internacional, el traba jo en Estados Unidos y Europa está demasiado bien remunerado. A veces, cuando alguien acusa a los hombres de negocio americanos de ser desleales a Estados Unidos por dejar sin trabajo a ciudades enteras de nuestro Rust Belt, éstos responden que en su escala de valores la justicia está por encima de la lealtad.1Arguyen que las necesidades de la humanidad en general tienen precedencia moral res pecto a las de sus conciudadanos y que, por consiguiente, están por encima de las lealtades nacionales. La justicia les exige actuar como ciudadanos del mundo. Consideren ahora la hipótesis verosímil de que las instituciones democráticas sólo son viables con el soporte de un bienestar económico alcanzable en el marco regional, pero inalcanzable en el marco mundial. Si esta hipótesis es correcta, entonces es muy probable que la democracia y la libertad en el Primer Mundo no sobrevivan a una mundialización general del mercado de traba jo. Las democracias ricas se enfrentan, por consiguiente, al dilema de perpetuar sus propias instituciones y tradiciones democráticas o bien tratar de un modo justo al Tercer Mundo. Para tratar con justicia al Tercer Mundo sería preciso exportar capital y trabajo hasta que todo quedase nivelado, hasta que un trabajador honrado que trabajara en una galería minera o con un ordenador ganase el mismo salario en Cincinatti o París que en una pequeña ciudad de Bostwana. Ahora bien, si hacemos esto, podría subrayar alguien persuasivamente, entonces no habrá ya más dinero para financiar bibliotecas públicas, o diarios, o redes de información competitivas, como tampoco será posible una educación humanista al alcance de todos, o ninguna de las instituciones necesarias para generar una opinión pública ilustrada y favorecer 1. Donald Fites, el director ejecutivo de la compañía de tractores Caterpi llar justificó el traslado de su compañía al extranjero diciendo: «como ser huma no, creo que lo que está pasando es positivo. No creo que sea muy realista que 250 americanos controlen la mayor parte del PIB mundial». Citado en Edward Luttwack, The Endangered American Dream, Nueva York: Simón and Shuster, 1993, p. 184.
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así la conservación de unos gobiernos más o menos democráticos. ¿Qué deben hacer pues, según esta hipótesis, las democracias ricas? ¿Ser leales a sí mismas y entre ellas mismas? ¿Seguir manteniendo para un tercio de la humanidad unas sociedades libres a costa de los dos tercios restantes? ¿O bien deben sacrificar las ventajas de la libertad política en pro de una justicia económica igualitaria? Estas cuestiones son paralelas a los problemas que deben afrontar los padres de una familia numerosa des pués de un holocausto nuclear. ¿Comparten la comida que han acumulado en el sótano con los vecinos, aunque entonces durará sólo un par de días? ¿O bien los mantienen a raya con la escopeta en mano? Ambos dilemas morales plantean el mismo problema: ¿qué deberíamos hacer: estrechar el círculo en pro de la lealtad o ensancharlo en pro de la justicia? *
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La verdad es que no tengo la menor idea sobre cuál es la respuesta correcta a estas cuestiones, ni tampoco sé qué deberían hacer unos padres en una situación seme jante, o qué puede hacer el Prim er Mundo. Si las he planteado ha sido sólo para fijar mejor una cuestión más abstracta y meramente filosófica: ¿qué es más adecuado, describir esos dilemas morales en términos de conflictos entre lealtad y justicia, o bien, como he sugerido anteriormente, hacerlo en términos de conflictos entre lealtades a unos grupos más pequeños y lealtades a unos gru pos más amplios? Esto equivale a preguntar: ¿sería una buena idea entender que «justicia» es el nombre que designa la lealtad a un determinado grupo muy amplio, a nuestro gru po actualm ente más amplio, en vez de pensar que designa algo distinto a la lealtad? ¿Sería posible reemplazar la noción de «justicia» por aquella otra de «lealtad a un gru po», el grupo de conciudadanos, la especie humana, o el grupo de todas las cosas vivientes? ¿Se perdería nada con esta sustitución?
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Probablemente, los filósofos morales que siguen siendo fieles a Kant pensarán que con ello se perdería mucho. Es propio de los kantianos hacer hincapié en la idea de que la justicia emana de la razón y que la lealtad lo hace del sentimiento. Sólo la razón, dicen, puede imponer obligaciones morales incondicionales y universales, y nuestra obligación de ser justos es de esta clase. Pertenece a un nivel distinto del de las relaciones afectivas que dan origen a la lealtad. El filósofo contemporáneo que más destaca por el modo kantiano de ver así las cosas es Jürgen Habermas. Habermas no está nada dispuesto a difuminar la línea de separación entre razón y sentimiento, o entre validez universal y consenso histórico. No ocurre lo mismo con aquellos filósofos contemporáneos que se alejan de Kant, bien en la dirección de Hume (como Annette Baier), en la dirección de Hegel (como Charles Taylor), o en la dirección de Aristóteles (como Alasdair Maclntyre). Michael Walzer se halla en el extremo opuesto a Habermas. Desconfía de términos como «razón» u «obligación moral universal». El núcleo de su nuevo libro Moralidad en el ámbito local e internacional lo constituye una propuesta de rechazo de una intuición central a Kant: la intuición de que «los hombres y las mujeres, en todas partes empiezan con alguna idea, o principio, o conjunto de ideas y principios en común que luego ela boran de muy distintas formas». Walzer cree que deberíamos invertir esta imagen de la moralidad como algo que «empieza siendo tenue (thin)» y que «se va condensando (thickening) con el tiempo». Dice lo siguiente: La moralidad es densa (thick) desde el principio, está culturalmente integrada y es completamente reso nante; sólo se revela en forma tenue (thinly) en casos especiales, cuando el lenguaje moral se dirige a unos propósitos especiales.2 2. Walzer, M., Thick and Thin: Moral Argument at Home and Abroad, Notre Dame: Notre Dame University Press, 194, p. 4. (Moralidad en el ámbito local e internacional, Madrid: Alianza, 1996.)
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La inversión de Walzer sugiere, aunque no implica, la visión neohumenana de la moralidad que Annette Baier esboza en Moral Prejudices. Según Baier, originariamente, la moralidad no es una obligación sino una relación de confianza recíproca entre miembros de un grupo cerrado como por ejemplo la familia o el clan. Comportarse moralmente es actuar de forma natural en el trato con los padres e hijos, o con los demás miembros del clan. Equivale a respetar la confianza que han depositado en nosotros. La obligación, en tanto que opuesta a la confianza, sólo sale a escena cuando la lealtad a un pequeño grupo choca con la lealtad a un grupo más amplio.3 Si las familias se confederan en tribus, o las tribus en naciones, entonces es posible que uno sienta la obligación de hacer lo que nunca haría de forma natural: dejar a los padres en la estacada para ir a la guerra, o legislar contra el propio pueblo haciendo uso de los poderes de administrador federal o juez. Lo que Kant describiría como un conflicto entre obligación moral y sentimiento, o entre razón y sentimiento, es en realidad, según una explicación no kantiana del asunto, un conflicto entre dos conjuntos de lealtades distintas. La idea de que existe una obligación moral universal de respetar la dignidad hum ana es reemplazada po r la idea de lealtad a un grupo muy amplio: la especie humana. La idea de que esta obligación se extiende más allá de la especie hasta comprender un grupo aún más grande se convierte en la idea de lealtad a todos aquellos que, como uno mismo, son susceptibles de experimentar dolor —incluso las vacas y los canguros—, o tal vez incluso a todos los seres vivos, incluidos los árboles. Podemos reformular esta concepción no kantiana de la moralidad afirmando que la identidad moral está determinada por el grupo o grupos con los que uno se identifica, el grupo o grupos con respecto a los cuales 3. La concepción de Baier se parece bastante a la que Wilfrid Sellars y Robert Brandom bosquejan en sus explicaciones, casi hegelianas, del progreso moral como la expansión de aquel círculo de seres que se incluyen en el «noso tros».
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uno es incapaz de ser desleal y quedarse tan tranquilo. De acuerdo con esta concepción, los dilemas morales no son el resultado de un conflicto entre razón y sentimiento, sino el resultado de un conflicto entre yoes alternativos! entre autodescripciones alternativas, entre modos alternativos de dar sentido a la vida. Los no kantianos no creen que tengamos un yo verdadero y central en virtud de nuestra pertenencia a la especie humana, un yo que responda a la llamada de la razón. En lugar de eso, pueden defender la idea de Daniel Dennett de que el yo es un centro de gravedad narrativa. En las sociedades no tradicionales, la mayoría de la gente dispone de algunas de estas narrativas y, por consiguiente, posee más de una identidad moral distinta. Esta pluralidad de identidades da cuenta del número y variedad de dilemas morales, filósofos morales y novelas psicológicas que aparecen en esas sociedades. El contraste que efectúa Walzer entre una moralidad densa y una moralidad tenue es, entre otras cosas, un contraste entre, por un lado, las historias detalladas y concretas que podemos contar acerca de nosotros mismos como miembros de un pequeño grupo; y, por el otro, la historia relativamente abstracta e imprecisa que podemos contar acerca de nosotros mismos como ciudadanos del mundo. Conocemos mejor nuestra familia que el pue blo, el pueblo que la nación, la nación que la humanidad en general, el ser humano que una simple criatura viviente. Podemos determinar mejor qué diferencias entre los individuos son moralmente relevantes al tratar con gente que podemos describir detalladamente (thickly) que al tratar con gente que tan sólo podemos describir ligeramente por encima (thinly). Por esta razón es preciso que al crecer los grupos la ley reemplace la costumbre y los principios abstractos reemplacen la phronesis. Por consiguiente, los kantianos se equivocan al concebir la phrone sis como algo que se condensa a partir de unos principios abstractos. Platón y Kant se descarriaron al pasar de la idea de que los principios abstractos están diseñados para triunfar sobre las lealtades locales y limitadas a la
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idea de que, de algún modo, los principios son anteriores a las lealtades y lo tenue es, de algún modo, anterior a lo denso. Uno puede alinear la distinción densotenue de Walzer con el contraste que Rawls establece entre un concep to compartido de justicia y diversas concepciones de la justicia en conflicto. Rawls describe este contraste del siguiente modo: ... el concepto de justicia, aplicado a una institución, sig nifica, pongamos por caso, que la institución no hace dis tinciones arbitrarias entre personas a la hora de asignar los derechos y los deberes básicos, y que sus reglas esta blecen un balance adecuado entre exigencias competiti vas... Mientras que una concepción incluye, además de eso, principios y criterios para decidir qué distinciones son arbitrarias y cuándo el balance entre exigencias com petitivas resulta adecuado. La gente puede llegar a poner se de acuerdo sobre el significado de justicia y, sin embargo, seguir discrepando al afirmar diferentes princi pios y criterios para decidir estos asuntos.4
Formulada en términos de Rawls, la idea de Walzer es que en primer lugar están las concepciones densas, «enteramente resonantes» de la justicia, junto con las distinciones relativas a qué gente es más importante y qué gente lo es menos. El concepto tenue y su máxima «no realices distinciones arbitrarias entre sujetos morales» se manifiesta de forma clara sólo en casos especiales. En tales casos, es frecuente que el concepto tenue se vuelva contra cualquiera de las concepciones densas de las que ha surgido y que lo haga en forma de preguntas críticas sobre la posible arbitrariedad de pensar que un grupo determinado de gente es más importante que otro. Pero ni Rawls ni Walzer creen que el despliegue del concepto tenue de justicia pueda, por sí solo, resolver ninguna de estas cuestiones críticas mediante un criterio 4. Rawls, John, Political Liberalism, Nueva York: Columbia University Press, 1993, p. 14w. (El liberalismo político, Barcelona: Crítica, 1996.)
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de arbitrariedad. No creen que sea posible realizar lo que Kant esperaba: solucionar los problemas morales a partir del análisis de conceptos morales. Dicho en la terminología que propongo: no podemos resolver los conflictos entre lealtades volviéndoles la cara y yendo derechos hacia algo categóricamente distinto de la lealtad, a saber, la obligación universal de actuar justamente. En consecuencia, debemos abandonar la idea kantiana según la cual la ley moral es pura en sus orígenes, pero siempre corre el peligro de quedar contaminada por aquellos sentimientos irracionales que introducen discriminaciones arbitrarias entre las personas. Debemos sustituirla por la idea hegelianomarxista de que, a lo sumo, esta supuesta ley moral es una cómoda abreviación de una red concreta de prácticas sociales. Ello supone contrariar a Haber mas cuando éste asegura que su «ética discursiva» expresa de modo manifiesto una presuposición trascendental del uso del lenguaje, y aceptar la crítica de que simplemente expresa las costumbres de las sociedades liberales contemporáneas.5 •k
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Ahora querría plantear la cuestión relativa a cómo describir los distintos dilemas morales con los que he empezado esta lección: si hacerlo como conflictos entre lealtad y justicia, o bien, más concretamente, como conflictos entre lealtades a grupos particulares. Piensen en las exigencias de reforma que formulan las sociedades liberales occidentales al resto del mundo: ¿son hechas en nombre de algo no meramente occidental —algo como la moralidad, la humanidad o la racionalidad—, o bien no son sino expresiones de lealtad a unas concepciones locales y occidentales de la justicia? 5. Este tipo de debate recorre gran parte de la filosofía contemporánea. Comparen, por ejemplo, el contraste de Walzer entre empezar siendo tenue y empezar siendo denso con el contraste entre la noción platónico-chomskyana de empezar con significados y luego descender al uso y la noción wittgensteiniano-davidsoniana de empezar primero con el uso y luego obtener el significa do para fines filosóficos o lexicográficos.
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Habermas diría que lo primero. Yo, por el contrario, diría que más bien se trata de lo segundo, pero que no por ello son peores o mejores. En lugar de decirse que el Occidente liberal es la parte del mundo mejor informada acerca de la racionalidad y la justicia, lo que se debería afirmar es que cuando Occidente formula exigencias de este tipo a las sociedades no liberales lo que está haciendo es simplemente ser fiel a sí mismo. En un trabajo reciente titulado «The Law of Peoples» («El derecho de gentes») Rawls trata la cuestión de si la concepción de la justicia que ha desarrollado en sus libros vale sólo para el Occidente liberal o si, por el contrario, es válida universalmente. A él le gustaría poder decir que es válida universalmente. De hecho, afirma que es importante evitar el «historicismo», que cree poder llegar a evitar si logra demostrar que es posible extender la concepción de la justicia que mejor conviene a una sociedad liberal hasta comprender otros tipos de sociedades mediante la formulación de lo que él llama «el derecho de gentes».6 En este trabajo, Rawls bosqueja una extensión del procedimiento constructivista que propuso en Una teoría de la justicia; una extensión que gracias a su persistencia en la distinción entre lo justo y lo bueno, nos permite abarcar bajo una misma ley a las sociedades liberales y a las sociedades no liberales. Ahora bien, de acuerdo con el desarrollo que efectúa Rawls de su propuesta constructivista resulta que esta ley se aplica solamente a gente razonable, en un sentido muy específico del término «razonable». Entre las condiciones que las sociedades no liberales deben cumplir para poder Rawls, J., «The Law of Peoples», en On Human Rights: The Oxford Amnesty Lectures, 1993, ed.Stephen Shute y Susan Hurley, Nueva York: Basic Books, 1993, p. 44. (De los derechos humanos: las Conferencias OxfordAmnesty de 1993, Madrid: Trotta, 1998.) La verdad es que no llego a ver por qué Rawls consi dera que el historicismo es indeseable. Hay pasajes de su obra, tanto al principio como ahora, en los que parece que vaya a unir su suerte a la de los historicistas. (Véase el pasaje citado en la nota 11 proveniente de su artículo «Reply to Habermas»). Hace unos años, en «The Priority of Democracy to Philosophy» —reimpre so en Objectivity, Relativismand Truth, Cambridge, 1991— defendí la posibilidad de una interpretación historicista de la metafilosofía de A Theory of Justice de Rawls. 6.
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«ser aceptadas por parte de las sociedades liberales como miembros reconocidos de una sociedad de gentes»7 está la siguiente: «su sistema de leyes debe estar dirigido por una concepción de la justicia del bien común [...] que considere imparcialmente lo que entiende no irrazona blemente como los intereses fundamentales de todos los miembros de la sociedad».8 Rawls considera que el cumplimiento de esta condición excluye la posibilidad de violación de los derechos humanos elementales.9 Estos derechos incluyen «al menos ciertos derechos mínimos a los medios de subsistencia y seguridad (el derecho a la vida), a la libertad (abolición del esclavismo, la servitud, las ocupaciones por la fuerza), a la propiedad (personal), además del derecho a la igualdad formal tal como está expresada en las reglas de la justicia natural (como, por ejemplo, que los casos similares deben ser tratados de modo similar)».10Cuando se le pide a Rawls que aclare qué quiere decir con la afirmación de que las sociedades no liberales admisibles no deben tener doctrinas filosóficas o religiosas irrazonables, éste glosa el término «irrazonable» diciendo que estas sociedades «deben admitir un cierto grado de libertad de conciencia y pensamiento, aunque estas libertades no valgan, en general, lo mismo para todos los miembros de la sociedad». En suma, la noción de Rawls sobre qué es razona ble limita la pertenencia a la sociedad de gentes a aquellas sociedades cuyas instituciones abarcan la mayor parte de lo que Occidente ha logrado con tanto esfuerzo en los dos últimos siglos desde la Ilustración. Desde mi punto de vista, Rawls no puede rechazar el historicismo e invocar al mismo tiempo esta noción de razonabilidad. Pues el efecto resultante de tal invocación es la incorporación en la concepción de la justicia implícita en el derecho de gentes de la mayor parte de las últimas determinaciones de Occidente sobre qué distincio7. Ibíd., p. 81. 8. Ibíd., p. 61. 9. Ibíd., p. 63. 10. Ibíd., p. 62.
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nes entre personas son arbitrarias. Las diferencias entre las distintas concepciones de la justicia, recuerden, son diferencias respecto a qué características de la gente son consideradas relevantes en la evaluación de sus exigencias en competencia. Es evidente que frases como «los casos similares deben ser tratados de modo similar» son lo suficientemente imprecisas como para hacer posible la aparición de argumentos a favor de ¿¿/¿similar el trato entre creyentes e infieles, hombres y mujeres, blancos y negros, o gays y heterosexuales. El margen que ofrecen es lo bastante grande como para que uno pueda defender que una discriminación de este tipo, realizada en base a estas diferencias, no es arbitraria. En el caso de que fuéramos a excluir de la sociedad de gentes a aquellas sociedades que impiden que los homosexuales infieles ocupen ciertos cargos, estas sociedades podrían replicar, con bastante razón, de que al excluirlas no apelamos a algo universal, sino a toda una serie de desarrollos muy recientes de Europa y América. Estoy de acuerdo con Habermas cuando dice: Lo que, en realidad, Rawls prejuzga con el concepto de «consenso entrecruzado» (overlappingconsensus) es la distinción entre la forma de conciencia moderna y la for ma de conciencia premodema, la distinción entre inter pretaciones «razonables» e interpretaciones «dogmáti cas» del mundo.
Discrepo, sin embargo, de Habermas, como creo que también haría Walzer, cuando añade que Rawls sólo puede defender la primacía de lo justo sobre lo bue no con la noción de un consenso entrecruzado si es ver dad que las concepciones del mundo posmetafísicas que se han vuelto reflexivas bajo las condiciones modernas son epistémicamente superiores a las concepciones del mundo fundamentalistas establecidas dogmáticamente; efectivamente, sólo puede defenderla si es posible trazar con total claridad una distinción de este tipo.
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Lo que quiere decir Habermas es que, para demostrar la superioridad del Occidente liberal, Rawls precisa de un argumento que parta de premisas válidas transcultural mente. Sin un argumento de este tipo, señala, «es inadmisible la descalificación de doctrinas "irrazonables” que no puedan arm onizar con el concepto “político” de la justicia propuesto».11 Estos pasajes dejan bien claro por qué Habermas y Walzer se hallan en dos extremos opuestos. Walzer da por sentado que no puede haber demostración alguna de la superioridad epistémica de la idea occidental de razona bilidad que no incurra en petición de principio. No existe ningún tribunal de la razón transcultural ante el cual pueda resolverse esta cuestión de la superioridad. Walzer presupone lo que Habermas llama «un contextualismo fuerte según el cual no existe ninguna “racionalidad”». De acuerdo con esta concepción, añade Habermas, «las “racionalidades” individuales están correlacionadas con distintas culturas, concepciones del mundo, tradiciones o formas de vida. Se concibe a cada una de ellas como internamente entretejida con una concepción particular del mundo».12 En mi opinión, la aproximación constructivista al derecho de gentes podría funcionar si Rawls adoptase lo que Habermas llama «un contextualismo fuerte». Esto Todas las citas de este párrafo proceden del libro de Habermas Justi ficadori and Application: Remarles on Discourse Ethics, Cambridge, Mass.: MIT Press, 193, p. 95. En este libro Habermas comenta el uso que realiza Rawls de «razonable» en escritos anteriores a «The Law of Peoples», que apareció con posteridad al libro de Habermas. Cuando escribí la presente lección todavía no se había producido el inter cambio de opiniones entre Rawls y Habermas publicado en The Journal of Phi losophy (vol. 92, núm. 3, marzo 1995). Este intercambio apenas trata la cuestión del historicismo vs. universalismo. Uno de los pocos lugares en que aparece es en la p. 179 de la «Reply to Habermas» de Rawls: «La justicia como equidad es sustantiva... en el sentido de que nace de y pertenece a la tradición del pensa miento liberal y a la mayor comunidad de la cultura política de las sociedades democráticas. Así pues, no llega a ser propiamente formal o verdaderamente universal y, por lo tanto, tampoco forma parte de las presuposiciones casi tras cendentales (como dice a veces Habermas) que establece la teoría de la acción comunicativa». 12. Ibíd. 11.
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querría decir dejar de intentar rehuir el historicismo y dejar de intentar proporcionar un argumento universalista para las concepciones occidentales más recientes sobre qué diferencias entre personas son arbitrarias. Para mí, el valor del libro de Walzer Moralidad el ámbito local e inter nacional reside precisamente en el hecho de que es explícito a la hora de dejar claro la necesidad de ello. La debilidad de la explicación de Rawls sobre lo que está haciendo proviene, en cambio, de una ambigüedad entre dos sentidos de universalismo. Cuando Rawls sostiene que «una doctrina constructivista liberal es universal en su alcance una vez queda ampliada con... un derecho de gentes»,13 no está afirmando que sea universal con res pecto a su validez. La noción de alcance universal se ajusta bien al constructivismo, pero no ocurre lo mismo con la noción de validez universal. Y esta última noción es la que justamente necesita Habermas. Por eso cree que necesitamos armamento filosófico realmente pesado, fabricado de acuerdo con el modelo kantiano; por eso insiste en la idea de que sólo las presuposiciones trascendentales de cualquier práctica comunicativa posible pueden realizar la tarea.14 En mi opinión, si Rawls quisiera ser fiel a su propio constructivismo debería estar de acuerdo con Walzer en que no es preciso realizar esta tarea. Rawls y Habermas, a diferencia de Walzer, invocan a menudo la noción de «razón». En el caso de Habermas, esta noción se halla siempre vinculada a la noción de validez libre de contexto. Con Rawls las cosas son más complicadas. Rawls distingue lo razonable de lo racional y utiliza este segundo concepto para designar el tipo de racionalidad de mediosfines que uno emplea en ingeniería o a la hora de elaborar un modus vivendi hobbesiano. 13. «The Law of Peoples», p. 46. 14. Desde mi punto de vista, la noción de validez universal es tan innece saria en epistemología como en filosofía moral. Defiendo esta tesis en «Sind Aussagen Universelle Geltungsansprüche?», Deutsche Zeitschrift für Philosophie, Band 42, 6/1994, pp. 975-988. Habermas y Apel opinan que mi concepción es paradójica y que, probablemente, generará autocontradicciones performativas.
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Pero Rawls suele invocar todavía una tercera noción, la de «razón práctica», como cuando dice que la autoridad de las doctrinas liberales constructivistas «reside en los principios y concepciones de la razón práctica».15 De ahí que alguien pueda pensar que si Rawls emplea este término kantiano es porque está de acuerdo con Kant y Habermas en que existe una facultad humana universalmente distribuida llamada razón práctica (que existe con anterioridad y funciona con independencia de la historia reciente de Occidente); una facultad que nos informa de qué distinciones entre personas son arbitrarias y cuáles no. Esta facultad desempeñaría la tarea, necesaria según Habermas, de detectar la validez moral transcultural. No creo, sin embargo, que Rawls pretenda nada de esto. De hecho, él mismo matiza que su constructivismo difiere de todas aquellas concepciones filosóficas que apelan a una fuente de autoridad y en las que «la universalidad de la doctrina es consecuencia directa de su fuente de autoridad». Y como ejemplos de fuentes de autoridad menciona «la razón (humana), o un reino independiente de valores morales, o alguna otra supuesta base de validez universal».16 Por consiguiente, me parece que debemos interpretar la frase «los principios y las concepciones de la razón práctica» como haciendo referencia a cualesquiera principios y concepciones a los que de hecho se llega en el curso de creación de una comunidad. Rawls subraya que crear una comunidad no es lo mismo que elaborar un modus vivendi, tarea que no requiere una razón práctica sino solamente una racionalidad de mediosfines. Un principio o una concepción pertenece a la razón práctica, en el sentido de Rawls, si apareció en el curso del proceso en el que la gente empezó siendo densa y luego se volvió tenue, desarrollando así un consenso entrecruzado y dando lugar al establecimiento de una comunidad moral más inclusiva. No pertenecería a ella, en cambio, si su aparición hubiera acae15. «The Law of Peoples», p. 46. 16. Ambas citas se hallan en ibíd., p. 45.
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cido bajo la amenaza de la fuerza. Para Rawls, por decirlo así, la razón práctica es más una cuestión de procedimiento que de sustancia; es más una cuestión de cómo acordamos qué hacer que de qué acordamos hacer. Esta definición de razón práctica sugiere que tal vez las diferencias entre las posturas de Rawls y Habermas sean sólo de carácter verbal, pues el intento mismo de Habermas de reemplazar una «razón centrada en el sujeto» por una «razón comunicativa» representa un paso adelante en la dirección de la sustitución del «qué» por el «cómo». El prim er tipo de razón es una fuente de verdad, de una verdad en cierta forma coherente con la mente humana. El segundo tipo de razón no es fuente de nada, sino simplemente la actividad de justificar afirmaciones ofreciendo argumentos en lugar de amenazas. Habermas, como Rawls, en vez de concentrarse como hicieron Platón y Kant en la diferencia entre las dos partes de la persona humana —la parte buena, racional y la sospechosa parte sensual o parte de las pasiones— se concentra en la diferencia entre persuasión y fuerza. Ambos querrían restar importancia a la noción de autoridad de la razón —la idea de que la razón es una facultad que promulga decretos— y sustituirla por la de racionalidad, entendida como aquello que está presente siempre que la gente se comunica, siempre que, en lugar de expresar amenazas, trata de justificar sus afirmaciones ante los demás. Los puntos en común entre Rawls y Habermas parecen ser todavía mayores a la luz de la aprobación que hace Rawls de la respuesta que ofrece Thomas Scanlon a la «pregunta fundamental de por qué debe uno interesarse en absoluto por la moralidad»: «tenemos un deseo básico de ser capaces de justificar nuestras acciones ante los demás con base a razones que ellos no podrían razonablemente rechazar; razonablemente, eso es, dado el deseo de hallar unos principios que otros, con una motivación parecida a la nuestra, no podrían razonablemente recha17.
Aquí cito del resumen que realiza Rawls de la concepción de Scanlon en Political Liberalism, p. 49 n.
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zar».17 Ello sugiere que tal vez ambos filósofos estarían de acuerdo con la siguiente afirmación: la única noción de racionalidad que necesitamos, al menos en filosofía moral y social, es la propia de una situación en la que la gente, en lugar de decir «tus propios intereses actuales te obligan a estar de acuerdo con nuestra propuesta», diría más bien algo como «tus propias creencias fundamentales, las que son centrales a tu propia identidad moral, sugieren que de berías estar de acuerdo con nuestra propuesta». Esta noción de racionalidad es susceptible de ser también parafraseada en la terminología de Walzer: existe racionalidad allí donde la gente entrevé la posibilidad de pasar de distintas densidades a un mismo grado de tenuidad. Apelar a los intereses antes que a las creencias es instar a un modus vivendi. Un buen ejemplo de ello es el discurso de los embajadores atenienses ante los ciudadanos de Melos caídos en desgracia tal como lo reporta Tucídides. Apelar a nuestras creencias permanentes además de a nuestros intereses actuales es sugerir que lo que configura nuestra presente identidad moral —nuestro denso y resonante complejo de creencias— puede hacer posible el desarrollo de una nueva y suplementaria identidad moral.18 Es sugerir que aquello que hace que seamos fieles a un grupo pequeño puede motivamos a coo perar en la construcción de un grupo más grande, un gru po con respecto al cual, con el tiempo, podem os llegar a ser tan o incluso más leales que con el primero. De acuerdo con esto, la diferencia que existe entre la presencia y la ausencia de racionalidad es la misma que existe entre una amenaza y una oferta, la oferta de una nueva identidad moral y, por consiguiente, de una nueva y más amplia lealtad, la lealtad a un grupo constituido por un acuerdo no coercitivo entre grupos más pequeños. A continuación, con la esperanza de minimizar aun más el contraste entre Habermas y Rawls y acercar 18. Walzer piensa que es una buena idea que la gente tenga muchas iden tidades morales distintas: «unos yoes divididos y densos son los productos carac terísticos y a la vez precisan de una sociedad pluralista, diferenciada y densa», Walzer, op. cit., p. 101.
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ambos a Walzer, querría sugerir un modo de concebir la racionalidad que puede ayudar a resolver el problema que antes planteé: el problema de saber si la justicia y la lealtad son dos clases de cosas distintas o si, por el contrario, las exigencias de la justicia son simplemente las exigencias correspondientes a una lealtad más amplia. Dije que este problema parecía reducirse a la cuestión de saber si la justicia y la lealtad tienen o no fuentes distintas: la razón y el sentimiento, respectivamente. Si esta segunda distinción desaparece entonces la primera no parecerá especialmente útil. Si con racionalidad queremos significar simplemente la clase de actividad que Walzer concibe como un proceso de atenuación —el tipo de proceso que, con suerte, consigue formular y poner en marcha un consenso entrecruzado—, entonces la idea según la cual la justicia tiene una fuente distinta a la de la lealtad dejará de parecer plausible.19 Ello es así porque, de acuerdo con esta explicación de racionalidad, ser racional y adquirir una lealtad más amplia no son más que dos descripciones de una misma actividad. Porque cualquier acuerdo no coercitivo entre individuos y grupos sobre qué hacer crea una forma de comunidad y, con suerte, además constituye el primer estadio en la expansión de los círculos de aquellos que cada parte del acuerdo consideraba anteriormente como «gente como nosotros». Así pues, empieza a disolverse la oposición entre argumento racional y sentimiento de simpatía (fellow-feeling). Porque el sentimiento de sim patía puede aparecer, y a menudo aparece, al percatarnos de que aquella gente contra la cual creíamos que debíamos combatir o emplear la fuerza es, en realidad, «razonable» en el sentido de Rawls. Resulta que es lo bastante parecida a nosotros como para ver la im portancia de actuar según el acuerdo alcanzado y transigir 19. Nótese que en el sentido semitécnico de Rawls, un consenso entre cruzado no es el resultado de descubrir que las distintas concepciones compre hensivas tienen en común unas determinadas doctrinas, sino que es algo que bien podía no haber ocurrido si los partidarios de esas concepciones no hubie sen empezado a tratar de cooperar.
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en las diferencias para así poder vivir en paz. Uno puede, al menos hasta cierto punto, confiar en esa gente. Desde este punto de vista, la distinción de Habermas entre un uso estratégico y un uso genuinamente comunicativo del lenguaje empieza a tom ar la apariencia de una diferencia entre distintas posiciones en un espectro, un espectro de grados de confianza. La propuesta que hace Baier de considerar como concepto fundamental de la moral la confianza en vez de la obligación tendría como efecto el hacer más borrosa la línea de separación entre los conceptos de manipulación retórica y validez genuina, el tipo de validez que busca argumento; una línea que, a mi parecer, Haber mas ha trazado con demasiada nitidez. Si dejásemos de concebir la razón como una fuente de autoridad y la con cebiéramos, simplemente, como el proceso de llegar a un acuerdo mediante la persuasión, entonces empezaría a desvanecerse el criterio platónico y la dicotomía kantiana entre razón y sentimiento. Se podría reemplazar tal dicotomía por un continuo de grados de entrecruzamiento de creencias y deseos.20 Cuando la gente, cuyas creencias y deseos no se entrecruzan lo suficiente, no se pone de acuerdo sobre algo, tiende a pensar que los otros están locos o, dicho más cortésmente, son irracionales. Por otro lado, cuando existe un notable entrecruzamiento, entonces es posible ponerse de acuerdo sobre la disensión y considerar que la otra gente pertenece a la clase de personas con quien uno podría vivir y, con el tiempo, la clase de personas con quien uno podría hacer amistad, casarse, etc.21 20. A mi parecer, Davidson ha demostrado que cualquier pareja de seres que emplee un lenguaje para comunicarse comparte una cantidad enorme de creencias y deseos. De este modo, ha demostrado la inconsistencia de creer que la gente puede vivir en mundos separados creados por las diferencias de cultura, estatus o fortuna. Siempre hay un entrecruzamiento inmenso, una inmensa reserva de creencias y deseos comunes a los que uno puede recurrir en caso de necesidad. El problema, claro está, es que ello no impide que puedan darse acu saciones de locura o maldad diabólica. De hecho, unas cuantas pocas desave nencias con respecto a determinados temas particularmente delicados (la fron tera entre dos territorios, el nombre del Dios Único y Verdadero) pueden dar ori gen a esas acusaciones y, con el tiempo, incluso a la violencia. 21. Estoy en deuda con Maiy Rorty por esta línea de argumentación sobre cómo reconciliar Habermas y Baier.
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Recomendar a la gente que sea racional es, según la perspectiva que ofrezco, sugerir simplemente que, en algún lugar entre las creencias y los deseos que se com parten quizá hayan recursos suficientes para lograr un acuerdo sobre cómo coexistir sin violencia. Sacar la conclusión de que alguien es irremisiblemente irracional no es lo mismo que percatarse de que no está empleando debidamente las facultades que Dios le otorgó. Equivale, más bien, a percatarse de que no parece compartir con nosotros una cantidad suficiente de creencias y deseos como para que pueda darse una conversación provechosa sobre el asunto que se debate. Llegamos, por consiguiente, aunque de mala gana, a la conclusión de que debemos dejar de intentar lograr que este individuo amplíe su identidad moral y conformamos con elaborar un modus vivendi que incluya tal vez la amenaza o incluso el uso de la fuerza. Quien dijera que el hecho de ser racional garantiza una resolución pacífica de los conflictos, que si un grupo de personas está dispuesto a razonar conjuntamente el tiempo suficiente «la fuerza del mejor argumento», como lo llam a Habermas, hará que se pongan de acuerdo,22 estaría recurriendo a una noción de racionalidad más fuerte y más kantiana. A mi modo de ver las cosas, esta noción más fuerte es bastante inútil. No veo qué sentido tiene decir que, en el caso de un holocausto nuclear, es más racional preferir a los vecinos que a la familia, o que es más racional tomar la decisión de equiparar los salarios de todo el mundo que decidir preservar las instituciones de las sociedades occidentales liberales. Cuando empleamos la palabra «racional» para elogiar la resolución que hemos tomado en la resolución de estos dilemas; o cuando empleamos la expresión «someterse a la fuerza del mejor argumento» para caracterizar el procedimiento que hemos utilizado a la hora de tomar una 22. Esta noción del «mejor argumento» ocupa un lugar central en la compresión de Habermas y Apel de la racionalidad. Realizo una crítica de esa noción en el artículo que cité antes en la nota 14.
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decisión, lo que en realidad estamos haciendo es simplemente echam os u n vano cumplido. Más aún, la idea de «mejor argumento» sólo tiene sentido si podemos identificar una relación de relevancia transcultural y natural que conecte las proposiciones entre sí formando algo parecido al «orden natural de razones» cartesiano. Sin este orden natural, los argumentos sólo pueden ser evaluados en función de su eficacia a la hora de producir acuerdos entre personas particulares o grupos. Pero esta noción de relevancia natural e intrínseca —relevancia no dictada por las necesidades de ninguna comunidad dada, sino por la razón hum ana como tal— no parece ser más útil o verosímil que la noción de un Dios a cuya voluntad uno puede recurrir a fin de resolver los conflictos entre las comunidades. No deja de ser, creo, más que una versión secularizada de esta última noción más primitiva. En el pasado, las sociedades no occidentales mostraron, con razón, escepticismo ante los conquistadores occidentales y sus explicaciones de que les invadían en obediencia de unos mandatos divinos. Más recientemente, han vuelto a dar muestras de escepticismo ante las sugerencias occidentales de que para ser más racionales deberían adoptar los modos occidentales. (Ian Hacking ha abreviado esta sugerencia con la expresión «Mi racional, tú Jane».23) De acuerdo con la concepción de racionalidad que recomiendo, ambas formas de escepticismo están igualmente justificadas. Pero con ello no niego que esas sociedades deberían adoptar los modos occidentales y renunciar, por ejemplo, a la esclavitud, practicar la tolerancia religiosa, permitir el acceso a la educación a las mujeres, aceptar matrimonios mixtos, tolerar la homosexualidad y la objeción de conciencia, etc. Como occidental leal que soy pienso que deberían hacer, efectivamente, todo esto. En realidad, 23. Traducimos así la fórmula «Me rational, you Jane» que, claro está, reproduce la peculiar forma de expresarse del popular héroe cinematográfico, Tarzán. (N. del T.)
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estoy de acuerdo con lo que Rawls considera razonable y con el tipo de sociedad que, en su opinión, deberíamos aceptar en cuanto miembros de una comunidad moral mundial. No obstante, creo que la retórica que los occidentales empleamos al tratar de hacer que todo el mundo se parezca más a nosotros mejoraría sustancialm ente si fuéramos más francamente etnocéntricos y menos declaradamente universalistas. Lo mejor sería decir lo siguiente: he aquí el aspecto que tenemos en Occidente tras abandonar el esclavismo, tras empezar a educar a las mujeres y separar la Iglesia del Estado, etc. Esto es lo que ocurrió tras empezar a tratar determinadas distinciones entre las personas como arbitrarias en lugar de hacerlo como distinciones cargadas de significación moral. Si hicierais lo mismo, los resultados quizá también os satisfarían. Decir eso parece preferible a decir algo como: mira cuánto hemos mejorado al conocer qué diferencias entre personas son arbitrarias y cuáles no; mira cuánto más raciona les somos ahora. Si los occidentales pudiésemos libramos de la idea de que nuestra pertinencia a la especie crea en nosotros toda una serie de obligaciones morales universales y reemplazarla por la idea de edificar una comunidad de confianza entre nosotros y los demás, entonces posiblemente nos sería más fácil convencer a los no occidentales de las ventajas de unirse a nuestra comunidad. Tal vez luego estaríamos mejor preparados para construir la clase de comunidad moral mundial que Rawls describe en «The Law of Peoples». Al igual que en anteriores ocasiones, al hacer esta sugerencia lo que estoy haciendo es insistir encarecidamente en la necesidad de separar el liberalismo ilustrado del racionalismo ilustrado. En mi opinión, renunciar al racionalismo residual que hemos heredado de la Ilustración es recomendable por muchas razones. Algunas de ellas son teóricas y tan sólo interesan a los profesores de filosofía, como por ejemplo la incompatibilidad manifiesta de la teoría de la verdad como correspondencia con una explicación natu-
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ralista del origen de la mente humana.24 Otras son de carácter práctico. Entre estas razones prácticas está que librarse de semejante retórica racionalista nos permitiría, a nosotros los occidentales, acercamos a los no occidentales no como quien pretende estar haciendo un mejor uso de una capacidad humana universal, sino como alguien que tiene una instructiva historia por contar.
24. Como reivindicación de la tesis de que esta teoría de la verdad es esencial para la «Tradición Racionalista Occidental», véase John Searle, «Rationality and Realism: What Difference Does It Make?», Daedelus, v. 122, n.° 4 (oto ño, 1992), pp. 55-84. Véase también la réplica que hago a Searle en «Does Academic Freedom Have Philosophical Presuppositions?», Academe, vol. 80, n.° 6 (noviembre-diciembre, 1994), pp. 52-63. En este artículo sostengo que lo mejor que podríamos hacer es desechar la noción de «comprender algo correctamen te» y que escritores como Dewey o Davidson nos han enseñado cómo preservar los beneficios del racionalismo occidental evitando los problemas que ha origi nado el intento de explicar esa noción.
N o v e n a l e c c ió n
¿QUEDA NADA VALIOSO POR SALVAR EN EL EMPIRISMO? Los trabajos de Sellars, Quine, Putnam y Davidson siguen la tradición pragmatista americana fundada por Peirce, James y Dewey. En estas dos últimas lecciones me gustaría concentrarme en Sellars y Davidson y relacionar su obra con el trabajo de dos filósofos a los que han influido en gran medida: Robert Brandom y John McDowell. Los libros Making it Explicit, de Robert Brandom, y Mind and World, de John McDowell fueron ambos publicados en 1994. Son unos libros innovadores y están siendo objeto de amplia discusión entre los filósofos anglófo nos. Este éxito se debe, en parte, al hecho de que ambos libros ayudan a sacar a la luz qué coincidencias existen en Sellars y Davidson, dos grandes críticos del empirismo que jamás discutieron entre sí. Sin embargo, a pesar de la deuda con Sellars y Davidson, estos dos libros son muy distintos. Brandom nos ayuda a contar una historia sobre el conocimiento de los objetos que apenas hace ninguna referencia a la experiencia. Más que criticar el empirismo lo que hace es dar por supuesto que Sellars se libró ya de él. El térm ino «experiencia» no aparece en el índice admirablemente completo del libro de 700 páginas de Brandom; porque ese término no forma parte de su vocabulario. El libro de McDowell, por el contrario, trata de defender el empirismo contra Sellars y Davidson, aceptando la mayor parte
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de sus premisas pero disintiendo sobre algunas de sus conclusiones. Es posible leer a Brandom como si estuviera realizando «el giro lingüístico» mediante una reform ulación del pragmatismo en unos términos tales que convierten en obsoleto lo que James y Dewey dijeron sobre la experiencia. Es posible leer a McDowell como si estuviera defendiendo la tesis de que no deberíamos permitir que los pragmatistas destierren el término «experiencia» del ámbito de la filosofía, pues el precio a pagar por esta desaparición es mucho más alto de lo que Sellars, Davidson y Brandom se figuran. La posibilidad de semejante desaparición plantea la cuestión sobre el lugar que ocupa el empirismo británico en la historia de la filosofía. Por lo general, se ha considerado que los pragmatistas americanos pertenecen a la misma tradición empírica que el llamado «empirismo lógico» de Russell, Camap y Ayer. Para muchos historiadores de la filosofía, la versión pragm atista del empirismo difiere de otras versiones empiristas solamente en que no es tan atomista en su descripción de lo dado perceptual mente. Sellars y Davidson, en cambio, consideran que defender a fondo los impulsos antidualistas y panrelacionistas que dieron lugar a las críticas de James y Dewey contra el atomismo psicológico de Hume y Mili conduce a una concepción mucho más radical, una concepción que ya no es en absoluto otra versión más del empirismo. Revisado a la luz del trabajo de estos dos hombres, ahora es posible contemplar el empirismo británico como una desafortunada distracción, un movimiento poco im portante y estrecho de miras cuyo único impacto en la filosofía contemporánea ha sido dejar tras sí un montón de tonterías. Aquellos a quienes Sellars y Davidson han convencido se preguntan ahora si los esfuerzos epistemológicometafísicos de Locke, Berkeley y Hume no nos habrán dejado también residuos (a excepción quizá del protopragmatismo que Berkeley formuló contra la desafortunada distinción de Locke entre cualidades primarias y cualidades secundarias). Uno puede leer a Sellars y a Davidson como diciendo que ese eslogan de
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Aristóteles que continuamente citan los empiristas, a saber, que «no hay nada e n el intelecto que n o ha ya pa sa do antes por los sentidos», representó una forma co m ple tamente errónea de describir la relación entre los objetos de conocim iento y nuestro conocim iento de ellos.
McDowell, sin embargo, pese a estar de acuerdo en que ese eslogan fue un error, piensa que corremos el peligro de terminar echando al niño con el agua sucia. Necesitamos recuperar la intuición que motivó a los empiristas. McDowell no está de acuerdo con la implícita sugerencia de Brandom de olvidamos, simplemente, de las impresiones de los sentidos y de otros presuntos contenidos mentales imposibles de identificar mediante juicios. La controversia entre McDowell y Brandom está despertando mucho interés entre los filósofos anglófonos, pues equivale a preguntamos si todavía puede servimos de nada la noción de «experiencia perceptual». Por un lado, Brandom piensa que esta noción nunca sirvió de mucho y sugiere ocupar su lugar con la noción de «juicios no inferenciales causados p or cambios en los estados fisiológicos de los órganos sensoriales». McDowell, por otro lado, entiende que semejante sustitución nos privaría de una importante intuición empirista, una intuición que, pese a haberla formulado mal, Locke y Aristóteles com partían. Brandom completa la crítica de Sellars al «Mito de lo Dado» demostrando que la noción de «representación precisa de la realidad objetiva» es susceptible de ser reconstruida en base al material que nos proporciona la comprensión de la noción «realizar correctas conexiones inferenciales entre afirmaciones». Completa el «giro lingüístico» demostrando que una vez comprendemos de qué modo los organismos vivos llegaron a emplear un vocabulario semántico y lógico, ya no es preciso ofrecer ninguna explicación adicional sobre cómo llegaron a tener mentes. Pues, según la concepción de Brandom, tener creencias y deseos no es más que jugar a un juego de lenguaje que despliega un vocabulario de este tipo.
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Aunque McDowell pone objeciones a las conclusiones de Brandom, también acepta muchas de sus premisas. No está de acuerdo con la idea de que uno puede reconstruir la noción de representación a partir de la noción de inferencia y estima que la explicación «inferencialista» brandomiana sobre los conceptos no funciona. Para McDowell, tan importante es aceptar la idea de Sellars de que una cosa sin estructura conceptual no puede justificar una creencia como insistir, pese a Sellars, en que las creencias pueden ser justificadas por sucesos mentales que no son juicios. De esta suerte, McDowell da nueva vida a la noción de «experiencia perceptual», arguyendo que, pese a estar estructurada conceptualmente, esta experiencia es distinta de la creencia que puede resultar de ella. El libro de McDowell es atrevido y original. Leerlo con el libro de Brandom al lado permite al lector hacerse una idea sobre la situación actual de la filosofía de la mente y la filosofía del lenguaje en el mundo anglófono. Una forma de describir esta situación consiste en decir que así como Sellars y Davidson emplean argumentos kantianos para superar los dogmas huméanos que todavía perviven en Russell y Ayer, Brandom y McDowell complementan los argumentos kantianos con otros argumentos hegelianos. La gran mayoría de filósofos anglófo nos aún no se toman a Hegel en serio. Pero la aparición de lo que Brandom y McDowell conocen como su «Escuela neohegeliana de Pittsburgh» tal vez les obligue a reconsiderar su postura. De hecho, esta escuela sostiene que la filosofía analítica todavía tiene que realizar el paso necesario del momento kantiano al momento hege liano. •k
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Empezaré la discusión de las tesis de Brandom y McDowell mencionando algunas de las doctrinas de Sellars y Davidson que yo y otros admiradores suyos encontramos más sugerentes.
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A Sellars quizá se le conozca sobre todo por la doctrina que llamó «nominalismo psicológico» y que formuló como sigue: ...todo conocimiento (awareness) de tipos, semejanzas, hechos, etc.; en breve, todo conocimiento de entidades abstractas —de hecho, incluso todo conocimiento de par ticulares— es un asunto lingüístico... En el proceso de adquisición del uso del lenguaje no se presupone el cono cimiento de estos tipos, semejanzas o hechos pertene cientes a una supuesta experiencia inmediata.1
El tratamiento que hace Sellars del tema de la conciencia en «El empirismo y la filosofía de lo mental» sigue las mismas líneas de discusión que Wittgenstein realiza en las Investigaciones filosóficas en relación con el tema de la sensación. Éste, cuando habla sobre las sensaciones privadas, sostiene que «una nada sería tan buena como un algo acerca del cual no se pudiese decir nada». La versión que hace Sellars de este eslogan es que cualquier diferencia que no pueda ser expresada en la conducta no constituye un a diferencia relevante. El pragmatismo que Sellars com parte con Wittgenstein puede ser resumido del siguiente modo: si alguien te hablara de cosas como «sensitividad» (sentience), «conciencia» o «qualia», cosas que no parecen estar en conexión con nada más, pero capaces de variar incluso cuando nada cambia, que parecen estar sólo externamente relacionadas con las demás cosas, no le prestes atención. O al menos no juzgues estos temas como asuntos que precisan de la dilucidación de los filósofos. El nominalismo psicológico de Sellars prepara el terreno para su tesis de que el discurso semántico es todo el discurso intencional que uno necesita. Porque, como dice Sellars, «las categorías de intencionalidad en el fondo son categorías semánticas que pertenecen a realizaciones verbales manifiestas».2El valor de esta tesis reside 1. Sellars, W., Science, Perceptionand Reality, Londres: Routledge, 1963, p. 160. (Ciencia, percepcióny realidad, Madrid: Tecnos, 1971.) 2. Sellars, op. cit., sec. 50.
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en que una vez comprendamos cómo empezamos a emplear un vocabulario metalingüístico para comentar y criticar nuestras realizaciones verbales manifiestas, tam bién comprenderemos cómo llegó a existir la intencionalidad. Es posible pensar que la intencionalidad, la capacidad de tener creencias y deseos, y la racionalidad, el intento autoconsciente de hacer más consistentes estas creencias y deseos, aparecieron en el curso del tiempo de la misma forma que las capacidades de mantenerse en pie y asir palos. Si aceptamos lo que Sellars afirm a en los pasajes que acabo de mencionar, no sólo seremos capaces de vincular la evolución cultural con la evolución biológica del modo como Dewey deseaba, sino que además podremos hacerlo de un modo mucho más perspicuo y convincente que él. Lo importante aquí es no hacer lo que una vez hizo Camap: tratar de ofrecer condiciones necesarias y suficientes para oraciones del tipo «la palabra "rojo", en castellano, se refiere a este color», o «esta oración en castellano trata de la unión de Castilla y León» describiendo el modo como estas oraciones son usadas por distintos grupos de hablantes relevantes. Lo que mueve a Sellars no es un impulso reduccionista, sino un impulso más bien terapéutico. La terapia consiste en decir lo siguiente: piensa en cómo se empezaron a emplear términos como «se refiere a» o «trata de» y con ello ya sabrás todo lo que necesitas saber sobre cómo las nociones de referencia, tratar de, o intencionalidad empezaron a existir. En esta ocasión, la analogía a trazar es con la palabra «dinero»: piensa en cómo la economía de trueque se transformó en una economía en la que se introdujo el uso de monedas de curso legal y créditos y con ello ya sabrás todo lo que necesitas saber sobre cómo apareció y en qué consiste el dinero. Aquí no hay misterio alguno sobre el que los filósofos puedan mostrar su perplejidad. Se desvanece la ilusión de profundidad, una ilusión causada, en este caso, por la idea de que lo único que no es problemático es aquello experimentable por medio de los sentidos.
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Como resultado de concentrarse en la intencionalidad antes que en la conciencia, la atención queda desviada de las impresiones sensoriales no oracionales —el tipo de cosa que podría ser la causa de que un loro o un hom bre gritara «¡Rojo!»— a las creencias y deseos —el tipo de cosa que uno expresa en oraciones completas—. Concentrarse en la conciencia lleva al problema que tiene intrigados a Nagel y a otros partidarios de la idea de los «qua lia»: saber hasta qué punto unas máquinas capaces de discriminar respuestas ante una variedad de estímulos son diferentes de los animales que también son capaces de ello. Para Nagel, hay una cosa llamada «conciencia» que unos animales como nosotros tenemos y que esas máquinas y zombies no tienen. Para Sellars, en cambio, no está nada claro que a las máquinas les falte nada, excepto flexibilidad y complejidad de conducta. Dicho de otro modo: prácticamente todos los filósofos, desde Aristóteles hasta Hegel y Dewey pasando por Locke, han supuesto que en los animales no humanos existe una especie de casi intencionalidad llamada «sensitividad» superior a la mera capacidad de responder dis criminadamente. Aquellos que lo han negado, como Descartes al sugerir que tal vez los animales no sean más que unas máquinas complejas, son considerados unos individuos poco compasivos con la situación de los perros, criaturas sin lenguaje pero con sentimientos. La objeción más común al nominalismo psicológico de Sellars es afirmar que los recién nacidos y los perros, aunque su conocimiento (awareness) no puede obviamente ser un «asunto lingüístico», se percatan del dolor y, por consiguiente, disponen de algún tipo de protoconciencia. Algunos filósofos, como por ejemplo Nagel y Searle, rechazan todavía el nominalismo psicológico por esta razón, porque no ha logrado hacer sitio a la sentitividad. McDowell acepta el nominalismo psicológico, pero su deseo es resucitar esta noción de sensitividad. Ahora bien, en casi el único pasaje del libro de Brandom en que se menciona la sensitividad se puede leer lo siguiente:
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Es posible que, descrito en el lenguaje de la fisiolo gía, lo que sentimos sea prácticamente indistinguible de lo que sienten las criaturas no discursivas. Pero nosotros no sólo sentimos, también percibimos. Es decir, nuestra respuesta diferenciada a la estimulación sensorial inclu ye un reconocimiento no inferencial de compromisos doxásticos llenos de contenido proposicional... Que nues tros primos mamíferos, nuestros antepasados primates y nuestros hijos recién nacidos —que son criaturas sintientes y con propósitos, pero no criaturas discursivas— per ciben y actúan es pensable sólo en sentido derivado [cur sivas añadidas]. Un intérprete podría explicar lo que estas criaturas hacen atribuyéndoles estados intenciona les llenos de contenido proposicional. Ahora bien, la comprensión que tendría el intérprete de estos conteni dos y de la significación de estos estados derivaría de su dominio de toda una serie de prácticas más ricas relacio nadas con el ofrecer y el pedir razones...3
Según la concepción de Brandom y Sellars, la única diferencia que existe entre unos animales complejos como los perros, o unas máquinas complejas como los ordenadores, por un lado, y unos animales simples como las amebas, o unas máquinas simples como los termostatos, por el otro, es que vale la pena describir a los primeros como teniendo creencias y deseos y a los segundos, en cambio, no. Uno puede explicar y prever mejor la conducta de los perros y los ordenadores con unas descripciones como esas que sin ellas. Por eso hacemos lo que Daniel Dennett llama «adoptar una postura intencional» hacia estas entidades de conducta más compleja. Por el contrario, no tiene mucho sentido adoptar una postura intencional hacia la ameba o el termostato; aunque tam bién podríamos hacerlo si quisiéramos. Los pragmatistas no se plantean este problema que parece tan importante a los ojos de Thomas Nagel y John Searle: «Sí, pero, ¿tienen realmente creencias y deseos los ordenadores?» Porque el problema de la utili3. Brandom, R., Making it Explicit, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1994, p. 276.
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dad de un vocabulario no es distinto del problema de la posesión real de las propiedades designadas por los términos descriptivos de este vocabulario. Los pragmatistas están de acuerdo con Wittgenstein en que no hay forma de ponerse entre el lenguaje y su objeto. La filosofía no puede responder a la pregunta: ¿está de acuerdo nuestro vocabulario con el modo de ser del mundo? Tan sólo puede responder a la siguiente pregunta: ¿existe algún modo de relacionar con claridad los distintos vocabularios que empleamos y, así, disolver los problemas filosóficos que parecen plantearse al pasar de un vocabulario a otro? Puesto que, en mi opinión, el nominalismo psicológico es una versión de la doctrina pragmatista que afirma que la verdad tiene que ver más con la utilidad de una creencia que con la relación entre partes del mundo y partes del lenguaje, para mí Sellars y Brandom son pragmatistas. Si nuestro conocimiento de las cosas es siempre un asunto lingüístico; si Sellars tiene razón al afirmar que no podemos verificar nuestro lenguaje confrontándolo con nuestro conocimiento no lingüístico, entonces la filosofía no podrá ser nunca nada más que una discusión sobre la utilidad de las creencias, la compatibilidad entre las creencias y, más en particular, sobre los distintos vocabularios en que estas creencias son formuladas. Aparte de la conveniencia para los fines humanos no existe ninguna otra autoridad que pueda ser invocada para legitim ar el uso de un vocabulario. No tenemos ninguna deuda con algo no humano. Brandom expresa esta misma idea cuando afirma que la tarea de la filosofía debe consistir en explicitar nuestras prácticas lingüísticas y no lingüísticas, y no en preocupamos por juzgarlas a la luz de unas normas exteriores a ellas. Para Brandom el argumento wittgenstei niano del regreso infinito contra la posibilidad de apelar a esas normas es fundamental para su posición metafilo sófica. «Las teorías pragmáticas sobre normas se distinguen de las teorías platónicas en que consideran que las normas fundamentales se hallan implícitas en las prácti
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cas, antes que explícitas en los principios.»4 La única for-
ma que tienen los seres humanos de superar sus propias prácticas es idearse unas prácticas mejores; y la mejor forma de juzgar estas nuevas prácticas es hacer referencia a las distintas ventajas que éstas suponen para los distintos fines humanos. Sostener que la tarea de la filosofía consiste más en hacer explícitas las prácticas humanas que en legitimarlas por medio de la referencia a algo superior a ellas, equivale a sostener que, más allá de su utilidad con respecto a esos fines, no existe ninguna autoridad a la que podamos apelar. ■&
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Hasta aquí, por el momento, Sellars y el nominalismo psicológico. Ahora, Davidson. La doctrina filosófica más sorprendente y fértil de Davidson es su tesis de que la mayor parte de nuestras creencias, la mayor parte de las creencias de cualquier usuario del lenguaje tienen que ser verdaderas. Ésta es también su doctrina más controvertida. Si ahora me detengo a considerarla es porque creo que el hecho de comentarla puede ser una buena forma de subrayar la contribución central de Davidson a la filosofía de la mente y del lenguaje: su insistencia en que la idea de «representación precisa de la realidad» es tan innecesaria como las nociones de «sensitividad», «experiencia» o «conciencia». Como yo le interpreto, Davidson realiza con respecto a la idea de representación lo mismo que Sellars realiza con respecto a la idea de experiencia. De la misma forma que Sellars se quita de encima el problema de «qué relación hay entre experiencia y conocimiento» sustituyendo las experiencias por creencias adquiridas no inferencial mente, Davidson se quita de encima el problema de «cómo sabemos que nuestro conocimiento representa con precisión la realidad» sustituyendo el concepto de creencias como representaciones por el concepto de creencias como aquellos estados que se atribuyen a las personas 4.
Ibíd., p. 23: cf. p. 77, p. 629.
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para explicar su conducta. Ambos movimientos terapéuticos recomiendan cambios en las prácticas lingüísticas de los filósofos y sugieren que no perderíamos nada con estos cambios, aparte, claro, del vínculo que teníamos con los problemas filosóficos tradicionales. En un ensayo titulado «A Coherence Theory of Truth and Knowledge»5Davidson afirma: una correcta comprensión del habla, las creencias, los deseos, las intenciones y demás actitudes preposicionales de una persona lleva a la conclusión de que la mayor par te de las creencias de una persona tienen que ser verdade ras y que, por consiguiente, es legítima la presunción de que cualquiera de ellas, si es coherente con la mayor parte del resto de creencias, también es verdadera.6
Todo ello queda resumido en su doctrina de que «la creencia es verídica en su naturaleza». Si entendemos que las creencias verdaderas representan con precisión algo que podría continuar siendo cómo es aun cuando jamás llegase a ser representado adecuadamente en ningún lenguaje humano, entonces esta tesis parecerá paradójica. Si, por el contrario, entendemos que las creencias son estados que uno atribuye a un organismo o a una máquina para explicar y prever su conducta, entonces vamos a estar de acuerdo con Davidson cuando éste afirma: por lo general, no podemos identificar, primero, las creen cias y significados y preguntar, luego, qué los causa. La causalidad juega un papel imprescindible a la hora de determinar el contenido de lo que decimos y creemos. Cualquiera puede llegar a reconocer este hecho adoptando, como hacemos nosotros, el punto de vista del intérprete.7
Adoptar este punto de vista equivale a interesarse por lo que la gente cree no porque deseemos valorar sus
Truth and Interpretation: Perspectives on the Philosophy of Donald Davidson, ed. LePore, Oxford: Blackwell, 1986, pp. 307-319. 6. Ibíd., p. 314. 7. Ibíd., p. 317. 5.
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creencias con respecto a lo que pretenden representar, sino porque queremos ocupamos de su conducta. Ocu pamos de su conducta puede querer decir descalificar las creencias de esta gente por no estar en consonancia con las nuestras y, por consiguiente, tratar esta gente de la misma forma que tratamos a los ignorantes e incultos. O puede querer decir mezclar sus creencias y las nuestras en el curso de una instructiva conversación. O, en el caso más interesante de todos, quizá signifique ser convertidos a una nueva Weltanschauung por aquellos con quienes hemos estado conversando, experimentar un cambio radical con relación a los fines que nos marcamos. El coherentismo de Davidson equivale a sostener que el decidirse por alguna de estas alternativas no es nunca un asunto de comparar las creencias de esta gente con algo que no son creencias, comprobando, así, la exactitud de su representación. Se trata, más bien, de ver hasta qué punto pueden ser coherentes los viejos y los nuevos candidatos a creencia. Dicho en términos de «prácticas sociales» —los términos preferidos por Brandom—: las decisiones sobre verdad o falsedad tienen siempre que ver con hacer que las prácticas sean cada vez más coherentes o con desarrollar nuevas prácticas. No precisan que las examinemos contrastándolas con una norma no implícita en alguna práctica alternativa, real o imaginada. Davidson está de acuerdo con Sellars en que es imposible que la búsqueda de la verdad pueda llevamos más allá de nuestras prácticas hasta lo que Sellars llama «un arché [principio] más allá del discurso». Esta búsqueda solamente puede ser la búsqueda de un discurso que funcione mejor que los discursos anteriores, un discurso que se halle vinculado a los discursos anteriores en virtud de que la mayoría de las creencias de cualquier participante en el discurso tienen que ser verdaderas.8 * * * 8. Vean la siguiente observación de Davidson de que no «entendemos la noción de verdad, tal como se aplica en el lenguaje, independientemente de la noción de traducción» («On the Very Idea of a Conceptual Scheme», en Inqui-
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Brandom querría añadir unos detalles al argumento de Davidson de que la comprensión de la distinción entre una creencia falsa y otra de verdadera «solamente puede surgir en el contexto de interpretación, que sólo él nos lleva a la idea de una verdad pública y objetiva».9 Brandom está de acuerdo con Davidson en que primero está la interpretación y luego la objetividad, en que la distinción misma entre acuerdo intersubjetivo y verdad objetiva no es más que uno de los artificios que empleamos para mejorar nuestras prácticas sociales. Con todo, también considera que los davidsonianos deben ser más tolerantes con nociones tales como «representación» o «correspondencia con la realidad». La actitud de Brandom hacia estas nociones es análoga a la actitud de McDowell hacia la noción de «experiencia». Así como McDowell considera que se puede defender el nominalismo psicológico y, al mismo tiempo, hallar que aún queda algo de verdadero e importante en el empirismo, Brandom considera que uno puede ser un buen pragmatista y davidsoniano y, al mismo tiempo, hallar que aún queda algo de verdadero en la teoría de la verdad como correspondencia y en la distinción entre realidad y apariencia. Tal es el hilo conductor del capítulo 8 de su libro, que lleva por título «La adscripción de actitudes preposicionales: la ruta social, desde el razonamiento hasta la representación». En este sentido, Brandom es a Davidson lo que McDowell a Sellars. Ambos creen que, por desgracia, sus distinguidos precursores cayeron en la tentación de echar al niño con el agua sucia de la bañera. Brandom desea ri es i nto Truth and I nterpretati on, Oxford: Clarendon Press, 1984, p. 194). (De la verdad y de la interpretación, Barcelona: Gedisa, 1995.) Y compárenla con la
siguiente afirmación de Sellars: «las afirmaciones semánticas del tipo TarskiCarnap no establecen relaciones entre elementos lingüísticos y elementos extralingüísticos» (Science and Metaphysics, Londres: Routledge & K. Paul, Nueva York: Humanities, 1969, p. 82), sino que, más bien relacionan unos elementos lingüísticos con los cuales estamos familiarizados, unos elementos de un len guaje que ya conocemos, con otros elementos lingüísticos. (Véase, también, «Empiricism and the Philosophy of Mind», sec. 31.) 9. Brandom, op. cit., pp. 152-153.
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recuperar el concepto de «representación»; McDowell el de «experiencia perceptual». Es natural, por consiguiente, que tanto Brandom como McDowell tengan sus dudas sobre mi versión del pragmatismo, una versión que se regocija en arrojar cuantas más cosas mejor de la tradición filosófica y que insiste en que los filósofos sólo cum plen con su función social al modificar las intuiciones, no al reconciliarlas. Brandom y McDowell me ven como una especie de enfant terrible ya mayor que está provocando que la asimilación de Sellars y Davidson sea innecesariamente difícil por culpa de una reformulación de sus concepciones innecesariamente contraintuitiva. * * * En lo que sigue, primero resumiré el tratamiento que realiza Brandom de la objetividad y la representación. Luego discutiré las ventajas respectivas de abandonar o preservar la noción de «representación». La concepción que tiene Davidson de la representación es simple y no parece tomarse la cosa demasiado en serio. Sostiene que «las creencias son verdaderas o falsas, pero no representan nada. Estaría bien deshacerse de las representaciones y con ellas de la teoría de la verdad como correspondencia, pues es la creencia de que existen representaciones lo que justamente suscita pensamientos relativistas».10 La concepción de Brandom es más compleja. Dice así: La principal tarea [del capítulo 8] consiste en explicar la dimensión representacional del pensamiento y del habla... El orden de explicación representacionalista, dominante desde el siglo diecisiete, presenta el contenido proposicional en términos representacionales desde el principio... Esta aproximación estará sujeta a objeciones si uno pretende que una explicación hecha en esos térmi nos le proporcione una comprensión independiente de lo Davidson, D., «The Myth of the Subjective», en Relativism: Interpretation and Confrontation, ed. M. Krausz, Notre Dame, Indianapolis: University of Notre Dame Press, 1989, pp. 165-166. («El mito de lo subjetivo», en Davidson, D., Mente, mundo y acción, Barcelona: Paidós/ICE-UAB, 1992.) 10.
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que se expresa en el uso declarativo de las oraciones, como si pudiésemos comprender las nociones de estados de cosas o condiciones de verdad con anterioridad a com prender el afirmar o el juzgar. La tradición representacionalista semántica encama una intuición innegable: cual quier cosa que sea proposicionalmente llena de contenido debe necesariamente poseer este aspecto representacional; de no poseerlo no podría ser reconocida como expre sando una proposición.11
Para comprender lo que dice aquí Brandom es im portante darse cuenta de que él no sostiene que llamar a una creencia verdadera sea describir una propiedad que posee la creencia. A fortiori, no es atribuir la propiedad de corresponder a la realidad. Brandom considera que «la metafísica clásica de las propiedades de verdad inter preta mal lo que hacemos al ratificar una afirm ación pensando que describimos la realidad de una forma especial».12 Según Brandom, decir que la afirmación de un compañero es «verdadera» equivale simplemente a ratificarla; no tiene nada que ver con decir algo sobre su relación con una realidad no lingüística. Así pues, Brandom puede estar perfectamente de acuerdo con Davidson en que la mayoría de nuestras creencias tienen que ser verdaderas, mientras ello signifique sencillamente que la traducción y la conversación requieren que los interlocutores ratifiquen la mayor parte de sus respectivas creencias (para no decir ya las suyas propias). Ésta es una aproximación completamente pragmatista al tema de las atribuciones de verdad. Con todo, Brandom piensa que semejante aproximación es compatible con decir que «los objetos y el mundo de los hechos que los comprende son como son independientemente de lo que se crea que son».13Tal afirmación parece estar reñida con la afirmación que hice en lecciones anteriores, a saber, que los pragmatistas son panrelacionistas en tanto que no creen que haya un modo de ser del mundo en sí 11. Brandom, op. cit., pp. 495-496. 12. Ibíd., p. 515. 13. Ibíd., pp. 594-595.
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mismo. Brandom considera que «el pensamiento y el habla nos ofrecen una aprehensión perspectiva de un mundo no perspectivo».14 Para Nietzsche, Dewey y Nel son Goodman todo son perspectivas; para Brandom, en cambio, parece haber algo más. Eso parece, pero quizá se trate de una ilusión. En realidad, Brandom jamás sugiere que la indagación vaya a convergir algún día con este mundo no perspectivo. Al contrario, subraya que todas y cada una de las comprensiones de este mundo tendrán carácter perspectivo, que estarán determinadas por algún conjunto históricamente contingente de necesidades e intereses humanos. Brandom no sostiene, pese a Goodman, que exista un Modo de Ser del Mundo. Lo que él sostiene es que algo parecido a una idea de esta especie es esencial para nuestras prácticas lingüísticas. Lo que Brandom hace, como él mismo reconoce, es reconstruir la objetividad e interpretarla más como un tipo de forma perspectiva que como un contenido no perspectivo. Lo que todos los discursos prácticos tienen en común es la diferencia entre lo que es objetivamente correcto según el concepto de aplicación y lo que simple mente se cree que es correcto, no lo que es correcto —o sea, la estructura, no el contenido—.15
Brandom —al igual que Davidson y en contraste con Peirce, Putnam y Habermas— no desea definir «verdadero» en términos epistémicos. Es decir, no lo define por referencia a lo «que tienen por verdadero todos los miem bros de una comunidad, o los expertos de una comunidad, o por referencia a lo que siempre van a considerar verdadero, o por lo que siempre considerarían verdadero bajo unas determ inadas condiciones ideales de indagación».16 Más adelante, añade: «no existe ninguna perspectiva a vista de pájaro por encima del combate entre afir14. 15. 16.
Ibíd., p. 594. Ibíd., p. 600. Ibíd.
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maciones en competencia desde la cual uno pueda identificar las afirmaciones que merecen triunfar, o desde la
cual uno pueda formular las condiciones necesarias y sufi cientes de un mérito semejante».17 Brandom está de acuerdo con Davidson en que deberíamos renunciar al intento de definir la palabra «verdadero». * * * La primera vez que leí su libro tuve la impresión de que Brandom estaba renunciando a un terreno ganado a duras penas procurando que las nociones de «representación», «hecho» y «hacer verdadero» volviesen a parecer respetables. Tuve esta impresión porque por aquel entonces me había acostumbrado al rechazo que realiza Davidson de todas estas nociones. Ahora ya no estoy tan seguro de ello, y más bien tiendo a creer que Brandom y Davidson están bastante de acuerdo sobre todos estos asuntos. Lo que sucede es que para decir prácticamente lo mismo emplean estrategias retóricas distintas. Ahora bien, la retórica es im portante, especialmente si uno considera —como yo— que la tradición pragmatista, más que aclarar los pequeños líos que han dejado tras de sí los grandes filósofos ya difuntos, lo que hace es tomar parte en un cambio histórico de alcance mundial de la imagen que la civilización europea y americana tiene de sí misma. Consideren el problema de si existe algo semejante a los hechos —lo que, con tono burlón, Strawson llamó «fragmentos de la realidad de forma oracional»— que hacen que las oraciones verdaderas sean verdaderas. Según Davidson, una de las grandes contribuciones de Tarski fue mostrar de qué modo podía uno evitar esta noción de hechos. Davidson no cree que haya ninguna necesidad de hablar de algún tipo de hacedor de verdad (truth-maker) y opina que ello más bien conduce a confusiones. Brandom, por el contrario, ve este tipo de discur 17.
Ibíd., p. 601, cursivas añadidas.
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so como completamente inofensivo y afirma cosas con una alegría tal que si las oyera Davidson se le pondrían los pelos de punta. Por ejemplo: Los hechos no lingüísticos podrían seguir práctica mente iguales como son, aun cuando nuestras prácticas discursivas fueran muy distintas (o estuviesen del todo ausentes), pues qué afirmaciones son verdaderas no depende del que las formulemos o no. Por el contrarío, si los hechos no lingüísticos fuesen otros nuestras prácticas discursivas no podrían seguir igual como son.18
Por otra parte, Davidson también cree que una buena razón para dejar de hablar de representación es que este tipo de discurso alienta a hablar de relativismo y, de este modo, a tratar de derrotar al relativista cultivando lo que filósofos como Michael Devitt y Crispin Wright llaman «nuestras intuiciones realistas»: la sensación de que estamos obligados a entender algo que está allá fuera, algo que existe independientemente de nuestras necesidades e intereses humanos, algo correc to. En una réplica aún por publicar a mis dudas sobre su libro, Brandom sostiene que «uno de los principales cometidos del [su] libro es de carácter antirrelativista: ofrecer una explicación sobre qué significa estar obligado a realizar afirmaciones correctas en respuesta a la pregunta sobre cómo son realmente las cosas y no estarlo, en cambio, con respecto a lo que todo el mundo o cualquiera considera que son». Y añade: «nuestro uso de las atribuciones de re de actitudes preposicionales» expresa nuestro compromiso no relativista con nuestra forma de hablar, siendo ésta una mejor forma de hablar sobre las cosas que existen realmente [como cuando decimos] «Ptolomeo afirmó de las trayectorias de las órbitas planetarias que eran consecuencia del movimiento de esferas crista linas». 18. Ibíd., p. 331.
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En mi opinión, la respuesta de Davidson a los pasajes de Brandom que acabo de citar sería un poco como sigue: Ciertamente, no deberíamos pensar que nuestras afirmaciones responden a cómo algunos o todo el mundo considera que son las cosas, pero tampoco deberíamos creer que responden a cómo son éstas realmente. La alternativa consiste en pensar que tratan de algo, pero que no responden a nada, ya sean opiniones o bien objetos. Todo lo que se necesita para la intencionalidad es el tratar de (aboutness). Lo que añade la desafortunada noción de representar a la inofensiva noción del tratar de es la idea del responder a las cosas. Esto es lo que distingue a los buenos inferencialistas como nosotros de los malos, los representacionistas. Porque mientras sostengamos que nuestras creencias responden ante algo vamos a querer saber más y más cosas sobre cómo funciona este res ponder, cuando la historia de la epistemología sugiere precisamente que hay bien poco por decir. El tratar de, al igual que la verdad, es indefinible, pero no por ello es peor. Por el contrario, «responder» y «representar» son metáforas que piden a gritos una nueva definición, una literalización. Bueno, quizá ésa no sería exactamente la respuesta de Davidson, pero, en todo caso, es la mía. En mi opinión, cuando dice que nos está ofreciendo una concepción no relativista, Brandom está realizando el mismo movimiento que hizo Kant al decir que él no era un escéptico sino un realista empírico. Pero muchos de sus lectores, incluido Hegel, decidieron que un idealista trascendental era justamente lo que hasta entonces había recibido el nombre de «escéptico». Brandom sostiene que él no es un relativista, aunque cree en una objetividad que es «más un tipo de forma perspectiva que no un contenido no perspectivo». Pero los lectores de Brandom, acostumbrados a emplear «relativista» como un término ofensivo, van a insistir en que ser un relativista consiste precisamente en negar la existencia de un contenido no perspectivo. El paso de «tratar de X» a «responder a X» es similar al paso que realiza Kant de «no ilusorio» a
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«empíricamente real», cambio que probó ser incapaz de proporcionar a los críticos la noción vigorosa de realidad que andaban pidiendo. Brandom desea pasar de la odiosa comparación hecha en atribuciones de re, como «él cree de una vaca que es un ciervo», a la tradicional distinción entre apariencia subjetiva y realidad objetiva. En mi opinión, lo único que nos ofrece esa odiosa comparación es una distinción entre unas herramientas mejores y otras peores a la hora de afrontar una determinada situación: la vaca, los planetas, o lo que sea. No nos ofrece, sin embargo, ninguna distinción entre unas descripciones más precisas y otras menos precisas de lo que es realmente la cosa, en el sentido de lo que es por sí misma independientemente de la utilidad de esas herramientas humanas para los fines humanos. Con todo, la gente interesada en el relativismo sólo va a quedar satisfecha con este último sentido de «lo que es realmente la cosa». Lo que Brandom llama «la distinción fundamental de perspectivas sociales entre las obligaciones que atribuimos a los demás y las que nosotros nos comprometemos a realizar» me sugiere la distinción entre las malas herramientas de los demás y nuestras buenas herramientas. Pero dudo que ella pueda suministramos ninguna distinción entre nuestro representar con precisión la realidad y su representarla con imprecisión. Puedo reformular mis dudas mediante la consideración de la descripción que realiza Brandom del «progreso intelectual» como un «proceso de llegar a realizar cada vez más afirmaciones verdaderas sobre las cosas que están realmente allá fuera, a punto para que uno hable de y piense en ellas». Para mí, el progreso intelectual se asemeja más bien a desarrollar cada vez mejores herramientas para fines cada vez mejores; mejores, claro está, según nuestra perspectiva. Filósofos como Searle, que encuentran intolerable la descripción de Kuhn del progreso científico, subrayan que sólo progresaremos intelectualmente si entramos en un proceso de aproximación continua a la forma de ser de las cosas en sí mismas. Es
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cierto que su perspectivismo impide a Brandom emplear la expresión «en sí mismas»; también es cierto que su «cada vez más afirmaciones verdaderas sobre las cosas que están realmente allá fuera» flirtea con algo como «perspectiva a vista de pájaro por encima del combate entre afirmaciones en competencia» que ha rechazado con anterioridad. En resumen, mi sospecha es que Brandom, al igual que Kant, se esfuerza demasiado por llegar a un acuerdo en una cuestión en la que no es posible alcanzar ninguno, y al final no resuelve nada. Cuando dice que «en cualquier práctica generadora de norm as conceptuales de disposición trascendente está Ínsita la preocupación de entender correctamente las cosas», los realistas agresivos como Searle interpretan «entender correctamente las cosas» de un modo determinado y los pragmatistas compasivos (sympathetic) como yo de otro. No es tan fácil verter vino nuevo en toneles viejos sin confundir al cliente. Mi intención es interpretar la tesis de que Copémico comprendió bien lo que Ptolomeo había comprendido mal en general, o la tesis de que San Pablo comprendió correctamente lo que Aristóteles había comprendido mal en general, como la afirmación de que Copémico y San Pablo servirán mejor a mis propósitos que Ptolomeo y Aristóteles. La gente interesada en la oposición realismo versus antirrealismo —como lo están en su mayoría los filósofos anglófonos—, sin embargo, se sentirá decepcionada si eso es todo lo que Brandom piensa sobre el asunto. Otro modo de formular la cuestión es volver a lo que anteriormente puse en boca de Davidson y decir que uno debería simplemente renunciar de una vez para siempre a formular este tipo de preguntas, evitando así tener que escoger entre responder a la gente y responder a algo que se halla más allá de la gente. Mientras siga planteándose esta elección, quien, como Brandom, niegue simplemente que la verdad pueda ser identificada con lo que la gente cree bajo unas determinadas condiciones contará ya como un defensor de la objetividad. El problema es que cuando Brandom añade que él identifica la verdad con la
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respuesta a algo que se halla más allá de la gente, los realistas como Searle siempre le pueden preguntar cómo sabe que está ofreciendo la respuesta correcta. La elección real se encuentra entre mantener o bien renunciar a las nociones de «responder» y «representar» (sin abandonar, de todos modos, las nociones de «sobre» (about) y «de» (of)). Mi argumento a favor de renunciar a ellas consiste en afirmar que estas nociones preservan una imagen de la relación entre la gente y lo que se halla más allá de la gente que en estas lecciones he venido calificando de «autoritaria» y que juzgo necesario denunciar. Desde mi punto de vista, la identificación que realiza Brandom del hecho de llamar a una afirmación «verdadera» con el hecho de ratificarla, y la negativa de Davidson a definir «verdadero» constituyen dos herramientas para persuadim os de que renunciemos a dicha imagen autoritaria. No obstante, también considero que algunos términos que Brandom persiste en emplear, como por ejemplo «comprender correctamente», «ser realmente» y «hacer verdadero», son unas herramientas que caerán en las manos del autoritarismo y que pueden ser utilizadas para fines reaccionarios. Cierto es que en la controversia entre autoritarios y antiautoritarios el corazón de Brandom está del lado que debe estar. Su insistencia en la idea de que la realidad no puede proporcionamos normas distintas de las que nosotros mismos desarrollamos lo deja bien claro. El problema, sin embargo, es que su retórica impide ver cómo está su corazón a todos aquellos que todavía añoran la capacidad de dar respuestas (answerability). •k "k ie
Para terminar haré unas cuantas observaciones acerca de un neologismo que Brandom se inventa para legitimar su uso de la palabra «hecho». Me refiero a la palabra «afirmable» (claimable). Las citas provienen de otro tra bajo que aún no se ha publicado («Vocabularies of Pragmatismo):
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... deberíamos distinguir entre dos sentidos de «afir mar». Por un lado está el acto de afirmar; por el otro, lo que se afirma (what is claimed). Lo que yo quiero decir es que los hechos son afirmaciones verdaderas (true claims) en el sentido de aquello que se afirma (en reali dad, de lo que es afirmable), antes que en el sentido de los actos de afirmar verdadero (true claimings). Con esta distinción sobre la mesa, no debería haber ningún problema en decir que los hechos hacen que las afirma ciones sean verdaderas, ya que hacen verdaderos los actos de afirmar. Este sentido de «hacer» no debería ser incomprensible, pues es inferencial. «La observación de Juan de que p es verdadera porque es un hecho que p» nos dice simplemente que la primera parte de la oración se sigue de la segunda...
Consideren el argumento según el cual aquello que hace que el opio adormezca a la gente es su virtud dormitiva. Aquí el sentido de «hacer» no debería ser incom prensible, pues es inferencial. «La observación del doctor de que el opio adormece a la gente porque tiene una virtud dormitiva» simplemente nos dice que la primera parte de la oración se sigue de la segunda. A mi parecer, a efectos explicativos la noción de afirmable es tan inútil como la noción de virtud dormitiva. A menos que se nos den algunos detalles acerca de su funcionamiento y composición no vamos a poder pensar que el término «virtud dormitiva» sirva para nada. No se vuelve útil simplemente porque a las oraciones que se refieren a ella podamos atribuirles una función inferencial. En mi opinión, la noción de «afirmable» no sirve para nada, excepto para fomentar una retórica que sugiere que la indagación humana «puede responder ante» algo, una retórica que me parece mejor evitar. Brandom subraya que negar que la existencia de los hechos y verdades de los fotones es mucho anterior a la aparición en el lenguaje del término «fotones» conduce a una paradoja. Ello se debe a la aparente razonabilidad de las siguientes inferencias:
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1) Hace cinco millones de años había fotones. 2) Era el caso que entonces había fotones. 3) Es verdad que era el caso que entonces había fotones. 4) Era, pues, verdad que entonces había fotones. Parece razonable. Pues bien, por muy paradójico que pueda parecer, los filósofos lo han negado. Es famosa la frase de Heidegger según la cual «antes de Newton, las leyes de Newton no eran ni verdaderas ni falsas». Y Brandom me cita cuando digo: «dado que la verdad es una propiedad de la oración, dado que la existencia de las oraciones depende de los vocabularios, y dado que los vocabularios son un producto del hombre, también son un producto del hombre las verdades». Sin embargo, como sugieren los ejemplos de Copér nico, Kant y Freud, a veces la paradoja es el pequeño precio que uno debe pagar por el progreso. Además, éste es un precio que el mismo Brandom está dispuesto a pagar —al menos a los ojos de Searle, Nagel y otros— cuando sigue a Sellars en su desentenderse de la sensitividad y negar que podamos afirmar que los perros y los bebés tengan creencias, «excepto en sentido derivado». No veo claro que la paradoja en que incurrimos Heidegger y yo sea más paradójica que la paradoja en la que mucha gente cree que Sellars y Brandom incurren al defender el nominalismo psicológico, la doctrina de que todo conocimiento es un asunto lingüístico. Estoy dispuesto a conceder que, en un sentido derivado de «hacer», a saber, en un sentido inferencial, los hechos hacen que las creencias sean verdaderas. El valor de decir que tal sentido es derivado y metafórico consiste en declinar la responsabilidad de dar más detalles acerca de cómo se realiza tal operación. De forma análoga, el valor de decir que los bebés y los perros sólo tienen creencias en un sentido derivado y metafórico de tener creencias, consiste en declinar la responsabilidad de explicar qué diferencias existen entre éstos y los termostatos. La referencia a estos sentidos derivados es
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algo siempre posible. Pero creo que deberíamos evitar esta estrategia aunque sólo sea porque podría parecer que nuestra intención al emplearlos es escondemos de las críticas. David Lewis dijo un vez que en filosofía de lo que se trata es de reunir intuiciones y luego hallar el modo de conservar tantas como sea posible. En mi opinión, de lo que se trata es de considerar que tanto las intuiciones como las acusaciones de caer en paradojas forman parte de la voz del pasado y que, además de eso, posiblemente no sean sino obstáculos para la creación de un futuro mejor. Es verdad que uno siempre debe prestar atención a la voz del pasado, pues la efectividad retórica depende de respetar decentemente las opiniones de la humanidad. Pero también es cierto que el progreso moral e intelectual sería algo imposible si a veces, en casos excepcionales, no fuera posible convencer a la gente de hacer caso omiso a las voces ancestrales.
DÉCIMA LECCIÓN
EL EMPIRISMO DE MCDOWELL (O SOBRE LA CAPACIDAD HUMANA DE RESPONDER ANTE EL MUNDO) Empezaré esta lección recordando algunas de las características más destacables del libro de McDowell Mind and World . Para ello me ayudaré de la nueva introducción que McDowell le ha escrito, y a la que voy a referirme frecuentemente. La noción central de McDowell es la noción de «capacidad de responder ante el mundo» (answerability to the worid): Para que el dirigirse al mundo de un estado o episo dio mental como el de una creencia o juicio tenga sentido necesitamos situar este estado o episodio en un contexto normativo. Una creencia o juicio de que las cosas son de tal y tal manera... tiene que ser una postura o punto de vista que se adopta correcta o incorrectamente en fun ción de si las cosas son efectivamente de tal y tal manera, o no... Semejante relación entre mente y mundo, pues, es normativa en el sentido de que el pensamiento que tiene por propósito el juicio o la fijación de la creencia es capaz de responder ante el mundo —ante cómo son las cosas— del hecho de que sea atribuida correctamente o no.1
Antes de proseguir, sin embargo, permítanme subrayar que McDowell realiza aquí algo que los críticos de la teoría 1. McDowell, J., Mind and World (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1996, pp. xi-xii).
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de la verdad como correspondencia siempre han criticado: concebir el juicio perceptual como modelo de todos los juicios. Sostener que la oración «Esto es rojo» «se dirige al mundo» o «responde ante el mundo» es algo verosímil de forma intuitiva. Pero estas expresiones no parecerán ser tan adecuadas si nuestro paradigma de creencia pasa a ser «debemos amamos los unos a los otros», «existen muchos cardinales transfinitos» o «Proust no fue más que un decadente pequeñoburgués». Otro modo de decir lo mismo es observar que existen vastas áreas de nuestra cultura en las que uno puede decir «una creencia o juicio de que las cosas son de tal y tal manera» es, ciertamente, «una postura o punto de vista que se adopta correcta o incorrectamente», pero en las que sería extraño decir «se adopta correcta o incorrectamente en función de si las cosas son efectivamente de tal y tal manera, o no». Tal vez alguien que tenga como paradigma de creencia o juicio las leyes de Newton no preste atención a la adición de esta última expresión. Pero si uno está describiendo creencias tales como «Blake es un mejor modelo de poeta que Byron» o «la filosofía de Heidegger es mejor que su política» entonces la hallará absurda. Es cierto que en arte, moral o política tenemos la pretensión de juzgar correctamente, pero hablar de un «dirigirse al mundo» y de cosas que «son, efectivamente, de tal y tal manera» es no decir nada.2 Esta cuestión recuerda las diferencias entre, por un lado, el tipo de filosofía anglófona que vuelve a Bacon y Locke y, por el otro, las distintas tradiciones filosóficas que ven el empirismo anglófono como un ejemplo nota ble de retraso cultural. Cuando los filósofos anglófonos 2. En este punto, claro está, la gente empieza a discutir sobre el «realis mo» de los juicios políticos, morales y artísticos. A mi parecer, el reciente predo minio de discusiones completamente absurdas acerca de cómo y cuándo puede uno hallar «una realidad efectiva» (fací of the matter) al respecto —discusiones en las que sus participantes jamás han sido capaces de mostrar qué diferencia de orden práctico supondría el que ganase uno u otro bando— constituye una bue na razón para desterrar el término «realidad efectiva» de la filosofía. Mi temor, sin embargo, es que la expresión «dirigirse al mundo» se convierta en popular y que ello aliente a prolongar estas tediosas controversias sobre «realismo».
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piensan en un logro cultural importante, en un triumfo del intelecto humano, por lo general, piensan en primer lugar en la ciencia física moderna, en la saga que une a Newton con GellMann. Los filósofos no anglófonos, por el contrario, son capaces de pensar, con la misma facilidad y en el mismo primer lugar, en la novela europea que va de Cervantes a Nabokov, o en la política socialista que va de Fourier a Helmut Schmidt. La razón de ello está en la mayor predisposición de estos últimos a seguir el consejo de Nietzsche de «mirar la ciencia a través de la óptica del arte, y el arte a través de la óptica de la vida». Aquellos filósofos que hagan caso de este consejo hallarán más atractivo el libro de Brandom que el de McDowell. Porque Brandom se contenta con considerar la normatividad, la posibilidad de corrección e incorrección, en términos de la capacidad de los seres humanos de res ponder los unos ante los otros. Como sugerí al final de la lección anterior, es probable que Brandom pueda decir todo lo que necesita decir sobre la objetividad, sobre la posibilidad de que por muy unánim e que sea un juicio éste puede estar equivocado, sin tener que hablar de «la capacidad de responder ante el mundo» o de un «dirigirse al mundo». La explicación que ofrece Brandom de la objetividad sirve tanto para las matem áticas como para la física. Se puede aplicar tanto a la crítica literaria como a la química. McDowell expresa claramente la primacía de la percepción y la ciencia natural al decir: Aun cuando consideremos que la capacidad de respon der ante el modo de ser de las cosas incluye algo más que la capacidad de responder ante el mundo empírico, con todo, parece correcto afirmar lo siguiente: dado que nuestra pre caria situación cognitiva consiste en hacer frente al mundo mediante la intuición sensible (por decirlo en términos kan tianos), nuestra reflexión acerca de la idea del dirigirse del pensamiento al modo cómo son las cosas debe empezar con la capacidad de responder ante el mundo empírico.3 3.
McDowell, J., Mind and World, p. xn.
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En discusiones sobre literatura o política parece un poco forzado sostener que nos hallamos en una situación cognitiva difícil. Y aún lo parece más decir que aquello que da origen a esta situación precaria es la necesidad de hacer frente al mundo mediante la intuición sensible. Cuando McDowell opta por emplear estos términos kantianos también está optando por unas metáforas visuales: las metáforas que Kant empleó para lamentarse de que no tengamos la facultad de intuición intelectual que Aristóteles había descrito con exagerado optimismo en el De Anima. Además de eso representa optar por la ciencia natural como paradigma de la indagación racional, opción kantiana que Hegel explícitamente repudia. Cuando pasamos de Kant a Hegel, el filósofo que Sellars describió como «el gran enemigo de lo inmediato», estas metáforas pierden gran parte de su atractivo. No nos debe extrañar, por tanto, que tales metáforas hayan incidido especialmente entre los filósofos anglófonos, pues éstos leen mucho más a Kant que a Hegel. Desde un punto de vista sellarsiano, davidsoniano, brandomiano o hegeliano, no existe ninguna necesidad de defender lo que McDowell considera «un empirismo mínimo»: la idea de que la experiencia debe constituir un tribunal que medie sobre el modo en que nuestro pensamiento puede responder ante la forma de ser de las cosas, pues así tiene que ser si es que debe mos tratarlo para nada como pensamiento.4
Para Sellars, Davidson y Brandom, además de con las personas, interactuamos constantemente con las cosas, y a través de sus efectos en nuestros órganos sensitivos interactuamos tanto con las cosas como con las personas. Pero ninguno de estos tres filósofos necesita la noción de experiencia como tribunal mediador. Les basta una explicación que considere que, en lugar de un «control racio nal », como lo llama McDowell, el control que ejerce el mundo sobre nuestras indagaciones es meramente cau4.
Ibíd.
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sal. Lo que McDowell dice de Davidson también es cierto de Sellars y Brandom: los tres opinan que «una relación meramente causal, no racional, entre el pensamiento y la realidad independiente bastará como interpretación de la idea según la cual el contenido empírico precisa de una fricción contra algo externo al pensamiento».5Que seme jante explicación no bastará es la primera premisa, casi indiscutida, del libro de McDowell. McDowell es un fiel lector de Sellars, Davidson y Brandom y tiene perfecta conciencia de las posibilidades de lo que él llama «un marco de la mente... que hace difícil concebir cómo podría la experiencia funcionar como un tribunal emisor de veredictos sobre el pensamiento».6 Según McDowell estos tres filósofos se han encaprichado tanto con la necesidad de rechazar el Mito de Lo Dado —de evitar la tradicional confusión del empirismo británico entre causa y justificación— que ahora están dispuestos a renunciar a las nociones de «dirigirse al mundo» y «capacidad de responder racionalmente ante el mundo». La explicación que ofrece McDowell sobre cómo estos tres desmitificadores filósofos incurrieron en el error parte de la distinción entre «espacio lógico de la naturaleza» y «espacio lógico de las razones». Define el prim ero como «el espacio lógico en el que se mueven las ciencias naturales, cuya concepción ha sido posible gracias a un desarrollo bien encarrilado y por sí mismo admirable del pensamiento moderno».7 McDowell em plea la expresión «el reino de la ley» como sinónimo de «el espació lógico de la naturaleza» y suele afirmar que el problema que surge tras el abandono del Mito de lo Dado es el problema de comprender la relación entre el reino de la ley y el reino de la razón. En opinión de McDowell, Sellars y Davidson están tan impresionados por la naturaleza que la física describe —el reino de la ley en cuanto reino de átomos y vacío— que se ven obligados a dar una explicación de la experiencia que 5. McDowell, J., op. cit., p. 68. 6. Ibíd., p. xii. 7. Ibíd., p. xv.
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«termina por incapacitarla para constituir inteligiblemente un tribunal». «En este sentido», dice McDowell, Sellars y Davidson son intercambiables. El ataque de Sellars a lo Dado... corresponde al ataque de Davidson a lo que él llama «el tercer dogma del empirismo»: el dua lismo de esquema conceptual y «contenido» empírico.8
Tanto Sellars como Davidson piensan que el hecho de adoptar el nominalismo psicológico y conseguir, así, evitar la confusión entre justificación y causa implica sostener que solamente una creencia puede justificar otra creencia y que sólo un juicio justifica otro juicio. Esto significa trazar una línea clara entre la experiencia en cuanto causa de la aparición de una justificación y la experiencia en cuanto algo por sí mismo justificador. Significa reinterpretar la noción de «experiencia» en cuanto capacidad de adquirir creencias de forma no inferencial como el resultado de unas transacciones causales con el mundo susceptibles de ser descritas en términos neurológicos. Uno podría tratar de reformular esta reinterpretación de «experiencia» como la tesis según la cual la única «confrontación» de los seres humanos con el mundo es del mismo tipo que la de los ordenadores. Los ordenadores están programados para responder a determinadas transacciones causales entre dispositivos de input entrando en unos determinados estados internos del programa. Los humanos nos programamos a nosotros mismos para res ponder a las transacciones causales que ocurren entre los centros superiores del cerebro y nuestros órganos sensitivos mediante la adquisición de determinadas disposiciones a realizar afirmaciones. Desde una perspectiva epistemológica, no existe ninguna diferencia interesante entre el estado interno de una máquina y nuestras disposiciones; ambos podrían recibir el nombre de «creencias» o «juicios». No hay ni más ni menos intencionalidad, dirección al mundo o racionalidad en un caso que en el otro. Las máquinas y nosotros somos susceptibles de ser descritos 8.
Ibíd., p. xvi.
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tanto en términos normativos de programación como en términos no normativos y de hardware. En ninguno de los dos casos surgen problemas de interficie entre el software y el hardware, entre lo intencional y lo no intencional, entre el espacio de las razones y el espacio de las leyes. McDowell considera que cuando Sellars, Davidson y Brandom renuncian a la idea de experiencia como tribunal también «renuncian al empirismo». Brandom y Sellars están de acuerdo con Davidson en que, como dice McDowell, «no podemos hacer que la experiencia siga siendo epistemológicamente significativa sin caer en el Mito de lo Dado».9 Pero McDowell no cree que tal renuncia al empirismo funcione. Pues, en su opinión, esa renuncia «hará que se vean las cuestiones filosóficas [tradicionales] como si debieran ser buenas cuestiones», de modo que, «en vez de ocurrir un exorcismo de la filosofía seguirá habiendo malestar filosófico».10 McDowell, al igual que yo, se considera a sí mismo como un filósofo terapéutico. Al igual que yo espera crear «un marco mental en el que ya no parezca que debamos enfrentamos a unos problemas que exigen que la filosofía vuelva a reunir sujeto y objeto».11 Los dos queremos «lograr el derecho intelectual de encogemos de hombros ante las preguntas del escéptico»12y el derecho de «renunciar a la obligación de tratar de responder a las preguntas características de la filosofía moderna». Pero McDowell, a diferencia de mí, cree que «en el aparente enfrentarse a semejante obligación parece haber en verdad una intuición buena». Por eso piensa que el empirismo que hemos echado por la puerta volverá a entrar por la ventana. En opinión de McDowell,
9. Ibíd., p. xvii. 10. Ibíd., p. 142n. En esta nota, más que criticar a Sellars o a Davidson,
McDowell se dedica a criticarme a mí. Pero lo que dice ahí también vale para ellos si uno los interpreta a mi modo: como diciendo que la renuncia al empi rismo va a abrirnos las puertas a una paz wittgensteiniana y la posibilidad de convertimos en unas buenas almas humanas capaces de apartamos, sin mala conciencia, de los problemas epistemológicos tradicionales. 11. Ibíd., p. 86. 12. Ibíd., p. 143.
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es posible «remontar algunas de las preocupaciones características de la filosofía moderna a una tensión entre dos fuerzas»: «por un lado, la atracción de un empirismo mínimo; por el otro, el hecho de que todo conocimiento (awareness) es un asunto lingüístico».13 De acuerdo con la concepción de McDowell, el giro lingüístico nos ayudó a ver que nada forma parte de un proceso de justificación sin tener una forma lingüística. Pero no nos liberó de la necesidad «de dar sentido al dirigirse al mundo del pensamiento empírico». «Mientras no podamos dar razón de los atractivos del empirismo», dice, la incoherencia del Mito de lo Dado va a ser «una fuente de continuo malestar filosófico». De acuerdo con mi concepción, el giro lingüístico en filosofía, el giro que hizo posible que Sellars concibiese la doctrina del nominalismo psicológico, consistió, justamente, en un apartarse de la idea de capacidad hum ana de res ponder ante el mundo. Estoy completamente de acuerdo con Heidegger en que existe una conexión directa entre la búsqueda de certeza cartesiana y la voluntad de poder nietzscheana. A mi modo de ver las cosas, la filosofía euro pea moderna viene a ser un intento de los seres humanos de arrebatar el poder a Dios; o dicho más plácidamente, viene a ser el intento de prescindir de la idea de capacidad humana de responder ante algo nohumano. También incluye lo que Heidegger deploró como «el olvido del ser». Aunque, para mí, al igual que para Nietzsche y Derrida, este olvido fue algo grande; como también constituyó un gran avance lo que Heidegger llama el «humanismo» de la filosofía moderna. Para mí, la necesidad de dirigirse al mundo no es más que un residuo de la necesidad de estar bajo una guía autoritaria, la necesidad contra la cual Nietzsche y sus compañeros pragmatistas se rebelaron. "k
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Sospecho que la parte más fructífera del debate que mantengo con McDowell son las distintas explicaciones 13. Ibíd,., p. xvi.
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que los dos ofrecemos de la génesis y desarrollo de la filosofía moderna. Pero antes de centrarme en esas explicaciones y nuestras distintas estrategias metafilosóficas necesito realizar un pequeño esbozo de la atrevida e ingeniosa solución de McDowell al dilema que, según él, se plantea con la polémica antiempirista de Sellars y Davidson. A este propósito, en lo que sigue discutiré tres nociones centrales al pensamiento de McDowell: 1) «el naturalismo pelado»; 2) «la segunda naturaleza»; 3) «la libertad racional». 1. Naturalismo descam ado Como anteriormente observé, según McDowell existe una clara dicotomía entre el reino de la naturaleza y el reino de la ley. Los naturalistas descamados son aquellos filósofos que niegan la existencia de tal dicotomía; son gente con un instinto reduccionista como el de Quine. A Quine le gustaría pensar que el lenguaje de la física goza de una especie de prioridad y que todo lo que no se ajusta a él debe ser considerado como una concesión a la conveniencia práctica, antes que como parte de una explicación sobre el modo real de ser de las cosas. A veces, como en el siguiente pasaje, McDowell refor mula su dicotomía entre ley y razón en términos de una dicotomía entre dos clases de inteligibilidad: La revolución científica moderna hizo posible una nueva y clara concepción del tipo característico de inteli gibilidad que las ciencias naturales nos permiten hallar en las cosas... Tenemos que diferenciar claramente entre la inteligibilidad de las ciencias naturales y la clase de inteligibilidad que una cosa adquiere al ser situada en un espacio lógico de razones. Ésta es una forma de afirmar la dicotomía entre espacios lógicos que el naturalismo descamado se niega a reconocer.14
Según McDowell, la gente como Quine (y a veces hasta incluso como Sellars) ha quedado tan impresionada 14.
Ibíd.., p. xix.
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por las ciencias naturales que, para ellos, sólo el prim er tipo de inteligibilidad es auténtica. En mi opinión, sin embargo, creo que sería importante, a la hora de discutir los logros de la revolución científica, trazar una distinción que McDowell no hace: deberíamos diferenciar la física de partículas, juntamente con todas aquellas disciplinas microestructurales de la ciencia natural próximas a ésta, de todo el resto de disci plinas de la ciencia natural. Por desgracia, muchos filósofos contemporáneos están igual de fascinados por la física de partículas que John Locke lo estaba por la mecánica corpuscular. En una ocasión Quine dijo que la razón por la cual la indeterminación de la traducción es distinta de la indeterminación de la teoría es que las distinciones en psicología, a diferencia de las distinciones en biología, no son relevantes para el movimiento de las partículas elementales. Para David Lewis todos los objetos del universo son artefactos apañados, a excepción de estas partículas elementales. El mismo Sellars tendía demasiado a describir la naturaleza en términos democristianos de «átomos y vacío» y a inventarse pseudoproblemas acerca del modo de reconciliar las imágenes «científica» y «manifiesta» de los seres humanos. A fin de guardarse de esta simple y reduccionista forma de concebir la naturaleza no humana, es útil recordar que la forma de inteligibilidad que comparten el cor puscularismo de Newton y la actual física de partículas no halla equivalente alguno en la geología de las placas tectónicas, p or ejemplo, o en las explicaciones de Darwin y Mengel sobre herencia genética y evolución. En estas áreas de la ciencia natural, en vez de una subsunción de sucesos a leyes, tenemos más bien historias y narraciones sobre la naturaleza. En mi opinión, pues, McDowell no debería aceptar la concepción naturalista descam ada de. que en ciencias naturales hay «una forma distintiva de inteligibilidad» consistente en relacionar sucesos por medio de leyes. Mejor sería reconocer que aquello que Davidson llama «leyes estrictas» constituye una excepción en ciencias
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naturales, algo que de ser posible es bueno tener, pero que difícilmente sea esencial a la explicación científica. Mejor sería pensar que «la ciencia natural», antes que un género natural es una colección de útiles artificios. Aunque lo mejor sería dejar de emplear expresiones como «formas de inteligibilidad», pues entonces ya no sería necesario preocuparse, como hace McDowell, por si «lo que experimentamos es externo [o no] al reino del tipo de inteligibilidad adecuado al significado».15 Quien esté fascinado por el tipo de ciencia natural que proporciona leyes bien estrictas tenderá a exagerar el contraste entre la naturaleza y la razón afirmando, con McDowell, que «el espacio lógico de razones» es sui generis. Yo, en cambio, defendería que, en realidad, éste no es ni más ni menos sui generis que los espacios lógicos de la argumentación política, la explicación biológica, el fútbol o la carpintería. Todos los juegos de lengua je son sui generis. Es decir, son irreductibles los unos a los otros, donde un test de «reductibilidad» consiste en algo así como el descubrimiento de unas condiciones materiales que relacionan unas determinadas afirmaciones hechas en un juego de lenguaje con otras hechas en otro juego. Ahora bien, semejante sentido de «sui gene ris» —el sentido en el que el béisbol es sui generis con respecto al fútbol, el jai alai, el baloncesto, el ajedrez o el póquer— es completamente estéril desde un punto de vista filosófico. Si nuestro propósito es proporcionar a la filosofía una paz wittgensteiniana, entonces deberíamos hacer como Dewey: intentar que todas las «dicotomías» filosóficas parezcan exageraciones del hecho banal de que herramientas distintas sirven para distintos propósitos. Deberíamos considerar que, desde un punto de vista filosófico, tan estéril es que no podamos utilizar simultáneamente un discurso sobre intenciones y otro sobre partículas, como que no podamos ju gar a béisbol y al jai alai al mismo tiempo. No deberíamos dejar que ésto nos 15.
McDowell,
op. cit., p. 72.
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haga interrogar, como le ocurre a McDowell, acerca del modo de «reconciliar el entendimiento y la sensibilidad, la razón y la naturaleza».16 Resumiendo: según McDowell, debemos mantener una gran dicotomía entre razón y naturaleza, entre ley y razón, cosa que no hacen los naturalistas descamados. En mi opinión, tanto los naturalistas descamados como McDowell se lían demasiado con estas dicotomías, que al final sólo sirven para generar nuevos pseudoproblemas. Y si se hacen un lío con ellas es porque, en vez de hablar de conveniencia, hablan de inteligibilidad. Según Quine, el único paradigma auténtico de inteligibilidad que existe es el de la física de partículas. Según McDowell, tenemos dos paradigmas. En mi opinión, lo mejor que podríamos hacer es quitamos de encim a para siempre la noción de «inteligibilidad»17 y reemplazarla por la noción de «técnicas de resolución de problemas». Lo que Demócrito, Newton y Dalton realizaron fue resolver algunos problemas mediante partículas y leyes. Darwin, Gibbon y Hegel resolvieron otros por medio de narraciones. Los carpinteros solucionan sus problemas mediante clavos y martillos; los soldados mediante pistolas. Los problemas de los filósofos tienen que ver con hallar el modo de impedir que las palabras empleadas por algunos de estos solucionadores de pro blemas sean un obstáculo para la utilización de otras palabras por parte de otros solucionadores de proble16. Ibíd., p. 108. 17. Otro modo de formular esta idea es decir que la inteligibilidad es barata: uno siempre puede hacerse con ella enseñando a la gente a hablar de un modo determinado. Que una concepción sea intuitiva, o una frase inteligible apenas dice nada acerca de su utilidad. En contraste con ello, consideren la afir mación de McDowell de que «la pura inteligibilidad de la idea [de apertura a los hechos] es suficiente» para sus propósitos (de hallar un término medio entre el naturalismo descamado y la renuncia al empirismo) (ibíd., p. 113). En su opi nión, la idea de que nuestro ser se abre a los hechos tiene una ventaja por lo que a «inteligibilidad» concierne con respecto a la idea de que «el hecho mismo se imprime en el perceptor». Con todo, cualquier circunstancia en la que las metá foras de transparencia parezcan más verosímiles que las metáforas de impresión se halla completamente en función de la retórica a la que uno se ha visto expues to anteriormente.
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mas. Y estos problemas no se plantean por culpa de dicotomías entre reinos del ser, sino por culpa de gente como Quine o Fichte, imperialistas culturales con delirios monoteístas de grandeza. 2.
Segunda naturaleza
De preocupamos, al igual que McDowell, por la cuestión de si existe algún tipo de control racional de la indagación humana por parte del mundo, en oposición a un control meramente causal, vamos a estar interesados en concentramos en la interficie entre el espacio de razones y el espacio de naturaleza y en encontrar algo que pueda ser descrito como hallándose en ambos espacios. Para dar cabida a ello tendremos que sostener lo que dice McDowell: «necesitamos no equiparar la idea misma de naturaleza con la idea de instanciaciones de conceptos que pertenecen al espacio lógico... en el que sale a la luz la inteligibilidad de tipo científiconatural». «Los seres humanos —añade McDowell— adquieren una segunda naturaleza, en parte, mediante la iniciación en el uso de capacidades conceptuales cuyas interrelacio nes pertenecen al espacio lógico de razones.» En otro lugar habla de la iniciación en una comunidad moral, y de cómo por medio de ésta uno adquiere un carácter moral. La adquisición de un carácter moral y de la capacidad de tener experiencias perceptivas constituyen dos ejemplos de «iniciación en el uso de capacidades conceptuales». Además, semejante iniciación forma parte del proceso normal de un ser humano en su camino hacia la madurez; por eso el espacio de razones, aunque ajeno al trazado de la naturaleza concebida como reino de la ley, no se aleja tanto de lo humano como el platonismo desenfrenado prevé. Si generalizamos el modo cómo Aristóteles conci be el moldeado del carácter ético, llegaremos a la noción
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de tener los ojos abiertos a las razones en general a tra vés de la adquisición de una segunda naturaleza. No se me ocurre ninguna expresión breve en, inglés que expre se esto, pero es lo que en filosofía alemana se conoce como Bildung.18
El tener los ojos abiertos a razones hace que uno pueda estar controlado racionalmente por el m undo y que, de este modo, tenga también la capacidad de hallarse en estados de dirección al mundo y de realizar juicios que pueden responder ante el mundo. También hace posible la libertad racional. Según McDowell, ninguna de estas dotaciones sería inteligible si describiéramos los encuentros que tenemos con el mundo por medio del aparato sensitivo empleando solamente aquellos términos que utilizan Sellars, Davidson y Brandom. Para estos tres filósofos, Bildung tiene que ver con relaciones intrahumanas: con adquirir la capacidad de interactuar con los demás seres humanos por medio del pedir y dar razones. Cuanto más gebildet somos, más complejas e interesantes son las razones que podemos dar y pedir. Pero ninguno de estos tres filósofos describe jamás el mundo como una especie de compañero conversacional que va ofreciendo candidatos a creencia, nominaciones que somos libres de aceptar o rechazar. El mundo nos inculca creencias por medio de la interacción causal entre el programa que hemos interiorizado en el proceso de llegar a ser gebildet y el estado de nuestros órganos sensoriales. De tal suerte que, ninguno de estos filósofos juzga conveniente describir Bildung como algo que nos abre los ojos a las razones para creer que nos ofrece el mundo no humano. Por el contrario, para McDowell es sumamente importante concebir el mundo como una especie de com pañero conversacional. Lo que él quiere es concebir la experiencia como una «apertura al mundo», o «apertura 18.
McDowell,
op. cit., p. 84.
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a la realidad»,19 en el mismo sentido de apertura en que una persona inclinada a la conversación está abierta a nuevas ideas. McDowell considera esencial no describir las ilusiones perceptuales (la ilusión MüllerLyon, por ejemplo, en la que si uno no presta atención no ve que la mujer que antes parecía estar sin cabeza, en realidad, lleva un bolsa negra en la cabeza, etc.) como causantes de que tengamos unas creencias verdaderas o falsas en función de nuestra programación, sino como presentando unos candidatos a creencia que podemos aceptar o rechazar libremente en función de nuestro grado de sofistifica ción intelectual. A McDowell le gusta hablar del mundo como si éste estuviera haciéndonos favores, fuera bueno con nosotros y se dignara a producir hechos. En un pasaje, por ejem plo, dice: Los hechos particulares que el mundo nos hace el favor de producir, en todas sus distintas modalidades cognitivas, modelan en realidad el espacio de razones como lo encontramos. El resultado termina siendo una especie de fusión entre la idea de espacio de razones como lo encontramos y la idea del mundo como se nos presenta. Claro que nuestros juicios son tan falibles res pecto a la forma del espacio de razones como lo encon tramos, como —cosa que viene a ser lo mismo— respec to a la forma del mundo como lo encontramos. Es decir, somos vulnerables a que el mundo nos traicione, y cuan do esto no ocurre estamos en deuda con él.20
Brandom, Sellars y Davidson, los tres pueden coincidir en que, por lo general, el espacio de razones que encontramos también es la forma del mundo. Como la mayoría de nuestras creencias tienen que ser verdaderas, no vemos qué sentido tendría sostener que posiblemente un gran abismo separa el mundo como lo describimos de ., p. 111. Ibíd McDowell, J., «Knowledge and the Intemal», Philosophy and Phenomenological Research, vol. 55, n.° 4, diciembre de 1995, p. 887. 19. 20.
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tal como es en realidad. Sin embargo, a diferencia de McDowell, estos tres filósofos consideran que el mundo no forma el espacio de razones «dignándose a producir hechos» para nosotros, sino ejerciendo sobre nosotros una presión causal bruta. Esta presión ambiental bruta es la responsable de los sucesivos estadios de las evoluciones biológica y cultural. Estos tres filósofos y McDowell están de acuerdo en que aquello que no puede utilizar palabras tampoco puede tener capacidades conceptuales. Pues tener una capacidad conceptual equivale justamente a ser capaz de emplear una palabra. Con todo, estos tres filósofos suponen que, como los bebés, los perros, los árboles y las piedras no utilizan palabras, no existe ninguna razón para pensar que el mundo no humano sea un compañero conversacional. Para McDowell, en cambio, las cosas no son tan simples. A su parecer, «las capacidades conceptuales... tal vez no sólo sean operativas en los juicios... quizá lo sean ya en las transacciones en la naturaleza constituidas por los impactos del mundo sobre las capacidades receptivas de un sujeto adecuado».21 McDowell está de acuerdo en que las rocas y las piedras no hablan; pero no acepta que éstas sean simplemente la causa de que emitamos juicios. Según McDowell, una apariencia perceptual es una petición que nos hace el mundo para que formulemos un juicio, petición que aunque tenga ya la forma conceptual de un juicio, todavía no constituye propiamente ningún juicio. Así pues, las piedras y los árboles nos ofrecen razones para tener creencias tomando prestada, por decirlo así, nuestra capacidad de usar palabras, una capacidad que no estaba a su disposición antes de que los humanos desarrollasen el lenguaje. Las «impresiones» de McDowell, sin embargo, no son ni los estados fisiológicos que producen creencias no inferenciales, ni tampoco estas creencias no inferenciales, sino algo entremedio: los componentes de la segunda naturaleza. Conforme a McDowell, 21.
McDowell, J., Mind and World, p. xx.
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en cuanto recordamos la segunda naturaleza, comprende mos que en las operaciones de la naturaleza pueden incluirse circunstancias cuyas descripciones las sitúan en un espacio lógico de razones, aunque éste sea un espacio lógico sui generis. Ello permite acomodar impresiones en la naturaleza sin amenazar el empirismo. Ahora no es posible realizar correctamente la inferencia desde la tesis de que recibir una impresión es una transacción en la naturaleza a la conclusión de Sellars y Davidson de que la idea de recibir una impresión tiene que ser extraña al espacio lógico en el que operan conceptos como el de capacidad de responder... Al recibir impresiones un sujeto puede quedar abierto a la realidad manifiesta de las cosas.22
3.
Libertad racional
Según McDowell, esta «sensibilidad a las razones» constituye una buena explicación de una noción de libertad. Pero luego añade que tal vez se produzca confusión filosófica con respecto a la cuestión sobre cómo encaja esta sensibilidad con el mundo natural. Los compatibilis tas huméanos como Davidson, Dennett y yo mismo —gente que desea disolver, en vez de resolver, el problema de la libertad y el determinismo— pensamos que, en cuanto nos demos cuenta de que las herramientas que empleamos para aplicar y modificar normas suelen ser distintas de las que empleamos para predecir lo que ocurrirá en el futuro, esa confusión debería desaparecer. No vemos la necesidad de hacer lo que McDowell llama «buscar una concepción de nuestra naturaleza que incluya la capacidad de hacerse eco de la estructura del espacio de razones».23 Para McDowell, sin embargo, las nociones de «libertad racional», «apertura al mundo» y «capacidad de res ponder ante el mundo» o bien se sostienen juntas o se hunden todas a la vez. Eso es lo que le ocurre a la noción 22. 23.
Ibíd. Ibíd., p. 109.
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de «espontaneidad», en el sentido kantiano de «espontaneidad del entendimiento». Con la noción de «contenido empírico» ocurre otro tanto. Según McDowell, Davidson no se percata de que lo único que consigue una explicación meramente causal de las respuestas que damos a lo no humano es amenazar a nuestros juicios empíricos con «el vacío» («vacío» en el sentido de falta de contenido): «si de lo que se trata es de evitar la amenaza del vacío, entonces necesitamos pensar que las intuiciones están relacionadas racionalmente con lo que deberíamos creer».24 Conforme a la idea de McDowell de «contenido», algunas palabras utilizadas para clasificar cosas visibles y tangibles —tales como «bruja», «teutón» o «flogisto»— en realidad carecen de contenido empírico. Son pseudo conceptos. Cuanto más aprendamos sobre el mundo, menos pseudoconceptos tendremos y más conceptos empíricos, llenos de contenido poseeremos. Con el progreso intelectual, nos abriremos más y más al mundo. El mundo llenará nuestras creencias con más y más contenido empírico, y de este modo, por decirlo así, llegará a decimos más cosas sobre él mismo.25 A Davidson, Sellars y Brandom no les sirve de nada esta oposición entre usos de palabras con contenido y usos sin contenido. Y ello porque, como buenos inferen cialistas y panrelacionistas, opinan que la única razón por la cual un concepto necesita tener un contenido es para que la palabra en cuestión funcione como nodo en un patrón de inferencias. Respecto a la posesión o carencia de contenido, no existe diferencia alguna entre las palabras de un hombre supersticioso de las cavernas y las palabras de un sofisticado físico. Mientras que McDowell pretende resucitar una nueva versión de la idea de Russell según la cual un término singular sin referencia 24. Ibíd., p. 68. 25. Los davidsonianos como yo entendemos el eslogan de Kant «los con ceptos sin intuiciones son vacíos» del siguiente modo: «aquella conducta lin güística que, al final, no es interpretada con respecto a su interacción causal con el entorno del hablante no es susceptible de interpretación alguna». Así pues, rechazamos las metáforas de completud y vacío en favor de las metáforas de relacionalidad y carencia de relacionalidad causal.
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no es más que un pseudotérmino singular, Davidson Sellars y Brandom sostienen que cualquier término singular con uso es igual de bueno que cualquier otro. Si la noción de «libertad racional» de McDowell no me sirve en absoluto es porque, tal como él la usa, está demasiado vinculada a otras nociones que tampoco me sirven de mucho; nociones tales como capacidad de res ponder o contenido. Así pues, interpreto «libertad racional» como «esta cosa curiosa» que, según McDowell, no tendríamos si Davidson tuviese razón cuando dice que «el vínculo que existe entre el pensamiento y la realidad independiente es sólo causal y no racional». En mi opinión, es difícil asociar este sentido de «libre» con el único sentido del término que interesaba a Hume, a saber, el sentido conforme al cual, si una pistola apunta a la cabeza de nuestro hijo, o nos hallamos bajo estado de hipnosis, entonces no somos libres, en el sentido de «libre» que invocamos al realizar una atribución de responsabilidad moral. Asimismo, considero igualmente difícil asociar aquel sentido con la tesis de Hegel de que la historia es el relato de una libertad cada vez mayor. En realidad, creo que es un sentido de «libertad» explícitamente kantiano: un sentido al podríamos renunciar perfectamente si, en vez de hablar de dicotomía entre distintas clases de inteligibilidad, estuviésemos dispuestos a hablar de técnicas para la resolución de problemas. * * * Hasta aquí las tres nociones de McDowell que he utilizado como soportes para explicar la forma en que éste soluciona su problema: el problema de cómo evitar a un tiempo el naturalismo descam ado y la concepción común a Sellars, Davidson y Brandom a favor de renunciar a la noción de «experiencia perceptual». Creo que la solución que ofrece McDowell es original con brillantez y está perfectamente lograda. Si lo que uno teme es perder de vista la noción de «experiencia perceptual», entonces McDowell es su hombre. Éste realiza una
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tarea espléndida de reconciliación entre giros comunes del habla tales como «una vislumbre del mundo», «apertura al mundo» o «capacidad de responder ante el mundo» y el rechazo de la confusión que se expresa en el Mito de lo Dado entre los conceptos de causa y justificación. En esta tarea de reconciliación lo que hace falta es precisamente su concepción de «segunda naturaleza». McDowell ha rehabilitado el empirismo. El problema, claro, es que yo no deseo semejante reconciliación o rehabilitación. En lugar de darles soporte filosófico, lo que se debería hacer es renunciar a todos estos giros comunes del habla que McDowell invoca. A mi parecer, no queda nada valioso por salvar en el empirismo. Pienso que salvar la noción de capacidad de responder ante el mundo es salvar una intuición que colisiona con el politeísmo romántico de Dewey. Es seguir figurándose «el mundo» como una autoridad no humana a la que debemos algún tipo de respeto. En Mind and World, al discutir mis concepciones, McDowell me cita cuando digo: «No parece haber ninguna razón evidente por la que el progreso del juego de lenguaje que jugamos tendría que tener nada que ver con la forma de ser del resto del mundo.» A lo que replica: «Todo el sentido de la idea de normas de indagación es que al seguirlas, deberían mejorar nuestras oportunidades de tener razón sobre cómo es el mundo.»26 Mi opinión es que semejante concepción sobre la función que realizan las normas de indagación nos hará retroceder otra vez a la distinción entre esquema y mundo, y a la idea de que el progreso de la indagación consiste en una «adecuación» cada vez mejor ajustada al mundo. Pero McDowell, que, por otro lado, acepta la crítica de Davidson a la distinción esquemacontenido, lo niega. «El mundo que aquí invoco —dice— no es el mundo que... [en opinión de Rorty] está perdido para bien... Es el m undo absolutamente corriente en el que hay piedras, la nieve es blanca, etc. Es aquel mundo corriente con el cual se 26.
Ibíd., p. 151.
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relaciona nuestro pensamiento de un modo tal que la separación de puntos de vista que efectúa Rorty hace que parezca misterioso, pues separa la relacionalidad al mundo de los contextos normativos necesarios para que tenga sentido la idea del estar relacionado —racionalmente— con algo.» Según McDowell, es mi propia concepción la que provoca que este problema sea apremiante y, por lo tanto, mi «negativa a tratarlos sólo puede ser un acto intencionado, un taparse las orejas deliberado.»27 Naturalmente, para mí lo que en realidad ocurre es que McDowell ha quedado seducido por el canto de sirenas del empirismo. El hecho de que yo esté sordo a este canto, más que el resultado de un acto intencionado perverso, constituye otro ejemplo de una virtud intelectual ganada a pulso. Con todo, también pienso que entre nosotros prácticamente no existe terreno común para debatir nuestros desacuerdos. En particular, no creo que pueda ser de ninguna ayuda una reformulación más rigurosa del asunto. Y lo creo así porque sencillamente no veo que sea más importante decir, con McDowell, que a menos que las apariencias perceptuales sean distintas de los juicios es probable que perdamos nuestra libertad kantiana que decir, con Brandom, que la libertad kantiana consiste, simplemente, en abstenerse de realizar una «afirmación deser» (is-claim) y limitarse a hacer una «afirmaciónde parece» (looks-claim). Los pragmatistas rústicos como yo siempre formulamos la misma pregunta que hacía William James: «¿qué relevancia de orden práctico se supone que tendrá esta curiosa y pequeña diferencia teórica?». Y, así, termino por preguntarme cómo podríamos relacionar este claro desacuerdo entre Brandom y McDowell sobre la cuestión de la naturaleza de las apariencias con las esperanzas culturales que originaron Kant y Hegel al escribir sus libros. Una de las lecciones que deberíamos haber aprendido de la revuelta contra el escolasticismo medieval es que cuando los filósofos empiezan a discutir sobre si 27.
Ibíd.
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existirá una tercera cosa intermedia entre otras dos cosas (la materia signata de Aquino, por ejemplo, un intermediario entre la materia primera y la forma sustancial) lo que están haciendo es mercadear significación cultural por rigor profesional. Ésa es la razón por la que tiendo a alejarme de los intentos de hacer formulaciones bien precisas del asunto y empiezo a hablar, en borrosos términos históricopsico analíticos, de la necesidad de conducir a la humanidad a una madurez completa mediante la renuncia de la feroz imagen de la figura del padre. Cuando cedo a esta tendencia utilizo una retórica concreta y empiezo a buscar, por ejemplo, los pasajes en los que McDowell ofrece su propia versión de la historia del mundo. Los lugares en los que tal versión se presenta de un modo más claro son su observación de que «nuestras ansiedades filosóficas se deben a nuestro comprensible apego al pensamiento del naturalismo moderno», y su propuesta de «trabajar para aflojar este apego».28 Cuando leo este pasaje me parece que aquí McDowell se está haciendo eco de unos pasajes parecidos de Gada mer y Charles Taylor, dos filósofos que también piensan que Aristóteles comprendió algo importante, algo que empezamos a perder de vista cuando la mecánica cor puscular provocó que el aristotelismo pareciese obsoleto. Leo a estos dos filósofos también a la luz de la observación que me hace McDowell al replicar que la mayor parte de mi obra se halla impregnada de «un tono darwinia no». Luego expande un poco este punto al decir que mi sospecha hacia las formas de hablar predarwinianas «refleja una aprobación claramente no pragmatista del vocabulario darwiniano, en cuanto único dispositivo lingüístico que realmente nos permite describir la realidad». Pero esto no es cierto. Rechazo con indignación la idea de que yo piense que Darwin nos permite describir mejor que nadie la realidad a nosotros los humanos. Ahora bien, si esta forma de describir los seres humanos 28. Ibíd.., p. 177.
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se complementa (como hacen Dewey y Dennett) con un relato sobre la evolución cultural, entonces sí que el con junto nos proporciona un artificio realm ente útil para impedir que la gente exagere acerca de determinadas dicotomías y que, por consiguiente, se generen problemas filosóficos. Insistiendo en la analogía entre desarrollar un nuevo órgano y desarrollar un nuevo vocabulario, entre contar relatos sobre cómo los elefantes llegaron a tener trompa y contar relatos sobre cómo Occidente llegó a poseer una física de partículas, nosotros, los neo darwinianos albergamos la esperanza de perfeccionar la imagen de uno mismo que los poetas románticos esbozaron y que Nietzsche y James llenaron parcialmente de contenido. En esta imagen, nuestra actitud hacia lo no humano se halla, como lamentó Heidegger, más cerca del dominio baconiano que de una actitud de respeto. Con la adopción de esta actitud los juicios científicos y perceptuales dejan de estar en el centro de interés del filósofo en favor de los juicios políticos y artísticos. Nietzsche, Ortega o Heidegger pasan a ser más interesantes que Moore, Car nap o Austin, por ejemplo. Y esto a mí me parece un gran logro.
ÍNDICE ONOMÁSTICO Abrams, M. H., 51,5 ln Agustín, San, 56 Alien, B.,149w Apel, K. O., 85-87, 81n, 85 n, 88n, 91, 92, 100, 101, 106, 108, 112, 113, 117-119, 136n,137,186, 214n, 238n, 244 n Aristóteles, 278,287,296 Amold, M., 51, 53, 67, 67n, 69 Austin, J. L., 102 Ayer, A. J., 250,252 Bacon,F.,276 Baier, Alexander, 51,139 Baier, Annette, 17, 18, 135, 135n, 205-209, 204rz-206n, 208n, 229-230, 230n,243, 243n Bain,A.,24,25,58 Ben-Habib, S., 121,131 Bentham, J., 24,50,51 Bergman, G., 25 Bergson, H., 49 Berkeley, G., 147,147 nf 250 Berlin, I., 53 Bieri, P., 184,186,187, \95n Blake, W., 276 Blumenberg, H., 33,34,37 Boyle, R., 153 Brandom, R., 18, 19, 140, 230n, 249-252, 255-257, 260-272, 256n, 261 n, 263 n
Brentano, F., 26 Bulwer-Lytton, E., 51n Byron, Lord, 276 Calióles, 57 Camap, R., 143,250,254,261 n Castoriadis, C., 85 n, 86 n Cavell, S., 174,194,195,199 Cervantes, M. de, 277 Chisholm, R. M., 90 Chomsky, N., 113, 112 n, 113n, 115 n Clarke, T., 194 Clifford, W. K., 42,4 4,45,74 Clough, A., 22 Conant, J., 195-199,195n Copémico, N., 37, 223, 269, 272 Dalton, J.,286 Dante, 7,14 Danto, A., 50 Darwin, Ch., 25, 29, 37, 41n, 49, 55-57, 129, 134, 160, 161, 163, 164, 166, 166n, 167,284,286,296 Davidson, D., 18, 83 n, 86n, 89 n, 91 n, 92n, 101 n, 109n, 113n, 114, 116-119, 116n, 121-123, 134n, 137, 139, 140, 161n, 164, 170, 187, 187n, 208, 208n, 243n, 247n, 249, 250, 258-267,
300
E L PRAGMATISMO, UNA VE RS IÓN
259n, 260 n, 262 n, 270,278281, 28 ln, 283, 284, 288, 289,291-294 Demócrito, 223,286 Dennett, D., 181-186, 182n, 183n,185n,231 Derrida, J., 13, 36, 136 n, 139, 140, 140w, 148n, 155w, 160n,166n Descartes, R., 8, 24, 26, 90, 91, 104,142,189,190,193,197, 198,255 Descombes, V., 112n Devitt, M., 266 Dewey, J., 10-17, 21-33, 37, 38, 40,53-55,54w,58,61,64-71, 65n-70n, 75-7 7,85,85 n, 86, 96,129,134-137,134w, 140, 163, 164, 164», 175-177, 179, 180, 201-208, 202n, 205w,208w,211,223,223«, 247n, 249, 250, 254, 255, 264 Diamond, C., 195 Dostoevskii, F., 14 Dworkin, R., 216,216 n Emerson, R. W., 27, 30, 49, 52, 56,66 n, 85 Fichte,J.G., 9,165,287 Foucault, M., 82w, 96,111,121, 127,140 Fodor, J., 115n Fourier, F. M. C., 277 Frege, G .,2 9 ,166 Freud, S., 13, 33-37, 34n, 129, 208, 208n, 217, 222, 272 Gadamer, H. G., 136 n, 143 Galileo, 8 Gell-Mann, M., 277
Gibbon, E., 286 Giotto, 133n Goodman, N., 80,134 n, 264 Greco, El, 14 Green,T.H.,25 Habermas, J., 12,13,16,82-86, 80 n, 81 n, 83n-86n, 91-101, 93 n, 98 n, 100n, 103, 104, 106, 108, 112, 113, 113n, 117-123, 121w, 125-132, 134, 132n-134n, 136, 136w, 137, 139, 139n, 140, 172, 186,229,233,234,236-241, 243,244 Hacking, I.,245 Hegel, G. W. F., 17, 25-28, 32, 116, 117, 132, 133h, 135, 165, 166n, 229, 252, 255, 267,278,293,295 Heidegger, M., 35,53,143,146, 176, 195m, 217, 272, 276, 282.297 Helvetius, C. A., 49n Herder, J. G., 166,166n Hobbes,Th., 153 Hólderlin, F., 49 Homero, 7 Hook, S., 70 Hoy, D., 19 Humboldt, W. von, 51, 166, 166n Hume, J., 26, 46, 135, 135n, 164,186,205-207,222,229, 250,293 Husserl, E., 16,26 Jackson,F., 182-184,194 James, H., 31, 182, 195, 259, 250.295.297 James, W., 22, 24-32, 39-48, 34 n, 39 n, 40 n, 42 n, 46 n, 49-
ÍND ICE ONOMÁSTICO
56, 58, 60-64, 70, 72-74, 76, 77, 52n, 54 n, 61n-63n, 88 Jeffers, R., 55,56 Jefferson, T., 56, 85, 86, 85n, 86 n Jesucristo, 65,222 Kant, I., 9,14,16,18,26,28-30 , 39,134-1 36,134n, 140,146, 156,164,165,167,203,204, 205n, 210, 212, 229-231, 233,239,240,267,269,272, 278,295, Kelly, M„ 121, 121n, 125, 131 Kierkegaard, S., 68,76 Kohlberg, L., 112», 113 Kripke,S„ 172,174 Kuhn, T., 268 Lacan, J., 13 Lamarck, J. B., 49 Latour, B., 223 n Leibniz, G. W„ 140, 140n,141 Leuba, J. H.,61,62 Lewis, D,, 96 n, 154n, 273, 284 Locke, J., 147, 166, 172, 178, 250,251,255,276,284 Lucrecio, 223 Luttwack, E., 221n Lyotard, J. F., 123 Maclntyre, A., 125, 131, 121n, 229 Maeterlinck, M., 66 n Manfred,F., 166n Marx, K„ 28,222 McCarthy, T. A., 123 McDowell, J., 18, 19, 255, 261, 262, 275-296, 275 n, 279n, 281n, 285n, 286n, 288n, 289n McGinn,C„ 184,194
301
Mead,G.H„ 116,117 Mendel, G., 284 Metzinger, Th., 1 84,1 85,185n Mili, J. S„ 39 ,47,50-54 ,58 ,67 , 72,73,202,250 Moody, W. V., 52 Moore, G. E., 297 Nabokov, V., 277 Nagel, Th., 174,176-182,176n, 184, 186, 186n, 188, 194, 197 Newton, I., 8,17,29 Nietzsche, F., 30, 43, 49, 49 n, 50, 52-58, 60, 62, 66, 66 n, 277,282,297 Ockham, G. de, 37 Ortega y Gasset, J., 297 Papini, G., 27 Peano, G., 156,157 Peirce, Ch. S., 24-26, 28-31, 30 n,40,5 8,88n, 91,92,100102,104,119,122,249,264 Piaget, J., 113 Platón, 7, 8, 14, 36, 37, 56, 57, 66, 172, 173, 205-207, 212, 231,240 Poincaré, H., 49,49n Ptolomeo, 266,269 Putnam, H., 29,62 n, 83,91,92, 101,123,126,128-131,137, 83n,92n,lOln, l l l n , 128n, 140,174,176,195,196,199, 176n,195n,2 23,223n, 249, 264 Quine, W. V. O., 96, 106, 170, 172-176,249,283,284,286, 287
302
E L PRAGMATISMO, UNA VER SIÓN
Ramberg, B., 19 Rawls, J., 13, 65, 139, 139n, 232, 232n, 234-242, 234n, 237n, 240n, 242n, 246 Royce, J., 25 Russell, B., 26 Ryan, A., 64, 70, 71, 65n, 70 n Sartre, J. R, 156,157,148n Saussure, E de, 122 Scanlon, Th., 24 0,240n Schaffer, S., 223 n Schelling, E W. J., 49 Schmidt, H., 277 Schulte, J., 99 n Searle, J., 81n, 84 n, 143, 148n, 154n, 179, 184, 194, 247n, 255, 258, 268, 270, 272, Sellars, W., 18, 83n, 90, 122, 145, 230n, 249-258, 253, 253 nt 260-262, 261 n, 272, 278-284, 281 n, 288, 291, 293 Shapin, S., 223 n Simmel, G., 86 n Sócrates, 125, 136n, 172, 175, 217 Spencer, H., 49,49n Spinoza, B., 156,157 Stroud, B., 90, 174, 181, 189194, 198n, 193 n, 197, 198 Swedenborg, E., 30
Tarski, A., 91 n, 261 n, 265 Taylor, Ch., 229,296 Tillich, P., 59,66 Tomás de Aquino, 296 Trasímaco, 57 Tucídides, 173,241 Vasari, G., 133n Walzer, M., 17,121,208n, 229232, 229n, 233n, 236, 238, 241,241n,242 Weber, M., 133,112n Wellmer, A., 100, 101, lOln, 103, 106-111, 133, 135, 137 Wesley, J., 52,56 Whitehead, A. N., 140, 140n, 141,150,223 Whitman, W., 52, 55, 66, 66n, 69, 85,171,198,223 Williams, M., 33, 92 n, 181, 189-194, 190n-194n, 197, 198 Williams, B.,92n, 173,196,197 Wittgenstein, L., 102, 106n, 114, 116, 137, 14 Snf 149, 151, 166n, 175, 176, 179, 180,195,199,253,257 Wollherim, R., 208n Wordsworth, W., 69 Wright,C., 31,266 Zizek, S., 13,81n
ÍNDICE
Prefacio......................................................................................
7
Pragmatismo y r e lig ió n ........................
21
1. Pecado y verdad............................................................... 2. Pragmatismo clá sic o ........................................................ 3. El pragmatismo como una liberación del Primer Padre 4. La solución de James para reconciliar ciencia y reli gión ...................................................................................
21
39
El pragmatismo como un politeísmo ro m á n tico ...........................................................................
49
P r im e ra le c c i ó n .
24
33
S e g u n d a le c c i ó n .
Tercera
y
c u a r t a le c c i o n e s .
Universalidad y verdad ...
1. ¿Es relevante para la política democrática el tema de la verdad?.......................................................................... 2. Habermas y la razón comunicativa ............................... 3. Verdad y ju stificació n...................................................... 4. «Validez universal» y «trascendencia contextual» . . . . 5. Independencia del contexto sin convergencia: la concep ción de Albrecht Wellm er ............................................... 6. ¿Deben ser relativistas los pragmatistas?....................... 7. ¿Unifican la razón las presuposiciones universalistas? 8. ¿Comunicar o educar? .................................................... 9. ¿Necesitamos una teoría de la racionalidad? ................
79
79 82 87 92 100
106 112 120 132