Richard Rorty Una ética para laicos Presentación de Gianni Vattimo
Traducido por Luciano Padilla López
Del mismo autor
Cuidar la libertad: entrevistas sobre política y filosofía, Madrid, 2005 Filosofía y futuro, Barcelona, 2002 Verdad y progreso. Escritos filosóficos, Barcelona, 2000 Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, 1996 Consecuencias del pragmatismo, Madrid, 1995 La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid, 1989
Primera edición impresa, 2009 Primera edición digital (ePub), 2011 ©Katz Editores Charlone 216 C1427BXF-Buenos Aires Fernán González, 59 Bajo A 28009 Madrid www.katzeditores.com Título de la edición original: Un’etica per i laici ©2008, Bollati Boringhieri editore, Turín ISBN edición impresa: 978-84-96859-59-3 ISBN edición digital (ePub): 978-84-96859-96-8 1. Ensayo Filosófico. I. Padilla López, Luciano, trad. CDD 190 El contenido intelectual de esta obra se encuentra protegido por diversas leyes y tratados internacionales que prohíben la reproducción íntegra o extractada, realizada por cualquier procedimiento, que no cuente con la autorización expresa del editor. Diseño de colección: tholön kunst Hecho el depósito que marca la ley 11.723.
Índice
Cubierta y páginas preliminares Una ética para laicos
Una ética para laicos
GIANNI VATTIMO:
Conocí a Richard Rorty el año 1979 en Milwakee, donde habían
organizado una conferencia acerca de la posmodernidad; entre otros, participaban también Ihab Hassan, pensador egipcio que escribió libros sobre el tema, y Hans-Georg Gadamer, el maestro de la hermenéutica del siglo XX, quien murió en 2002 a los 102 años. Por mi parte, me sentía algo incómodo frente a Rorty porque, además de ser mayor que yo –aunque por poco–, acababa de ganar un importante premio por su libro Philosophy and the mirror of nature (Princeton University Press, 1979),[1] y por tanto era el estadounidense de gran prestigio en el simposio. Después de darle una ojeada a mi ponencia, me pidió que lo dejara leerla; yo no conocía su libro, que por lo demás había salido ese año, ni, mucho menos, él conocía los míos; pero advertimos que decíamos cosas parecidas. A partir de ese momento nació una gran amistad y, en cuanto a mí, también cierto devoto respeto. Ya entonces Rorty estaba anticipando una corriente postanalítica de la filosofía anglosajona que (la resumo brevemente, para que se entienda el sentido de su trabajo) se fundaba sobre la idea de que los tres grandes pensadores del siglo XX fueron John Dewey, Ludwig Wittgenstein y Martin Heidegger. Ahora bien, si situar a Dewey junto a Wittgenstein podría parecer audaz, ciertamente situarlos a los dos junto a Heidegger resultaba escandaloso, pero también creativo. No toda la filosofía estadounidense de los años posteriores se convirtió a una forma de pragmatismo hermenéutico, pero indudablemente se acercó cada vez más –por intermedio de tantos de sus representantes actualmente muy conocidos aun en Europa, como es el caso de Robert Brandom– a ciertas tesis de la filosofía europea sustancialmente inspiradas en la hermenéutica. Les ahorro en este momento la clase sobre la hermenéutica; pero, para resumir, la idea era: en la filosofía del siglo XX llegó a su ocaso aquel sueño cuyo final Husserl ya había anunciado: Ausgeträumt, el sueño de la filosofía como ciencia rigurosa que todavía era característico, ora del positivismo, ora de
la fenomenología, a un lado y a otro de la Mancha, si no del Atlántico. Existía la idea de que la filosofía debía ser una buena representación de la realidad, o bien una buena representación de los modos en que nos representamos la realidad. El libro que Rorty me regaló personalmente en Milwakee, publicado unos años más tarde en italiano con el título La filosofia e lo specchio della natura (Bompiani, 1986) –con una introducción mía escrita junto con el autorizado colega wittgensteineano Diego Marconi– afirmaba, en suma, que durante muchos siglos la filosofía se había preocupado por aportar las garantías de que la representación que nos hacemos de la realidad es fiel. El espejo significaba que la filosofía debía ayudar a reflejar fielmente la Naturaleza ya fuese orientando a la ciencia –si queremos valernos de las palabras de Kant–, ya mostrando simplemente las estructuras básicas conforme a las cuales reflejamos la Naturaleza. Sin embargo, para Rorty todo eso era en realidad un sueño metafísico, como ya había dicho Heidegger: era la idea de que la esencia de nuestro estar en el mundo consistía en contemplar la verdad objetiva y luego, más allá de todo, observarla. Recordemos que en italiano [y también en castellano] “observar” puede significar tanto mirar una cosa para descubrir cómo está hecha cuanto seguir, respetar, como sucede en el caso de “observar una ley”. Si así lo queremos, la tradición metafísica europea estaba ligada a la idea de que, si se observan las cosas tal como están, también se aprende a observar las normas. Sin embargo, como ya señalaba Hume, filósofo anglosajón, por lo demás, las normas no pueden obtenerse de los datos. Si alguien es algo, lo es. Si no lo es y se le dice que debe serlo, hay que explicarle por qué debe serlo. “¡Sé hombre!” es algo que suele decirme quien quiere mandarme a la guerra, pero también debería explicarme por qué debería yo ir a la guerra. ¿Qué motivaba que el planteo de Rorty se refiriera a grandes autores como Wittgenstein y, ante todo, como Dewey? La respuesta: Dewey es el fundador del pragmatismo. Rorty retoma el pragmatismo de Wittgenstein, que durante el segundo período de su pensamiento inventó los juegos lingüísticos: cada sector de nuestra existencia habla un lenguaje; y la verdad o la falsedad o, de todos modos, la razonabilidad de una proposición dependen de las reglas del lenguaje en que se la enuncia. Sería como en el dicho italiano: coi santi in chiesa, coi fanti in taverna [en la iglesia con los santos, en la taberna con los siervos]. Si uno va a la taberna cantando himnos marianos, probablemente lo echen en
medio de la risa general; y lo mismo sucederá si uno canta canciones guarras, de fonda, en el coro de la iglesia. Este planteo trasladaba entonces el problema de la verdad observacional a un horizonte que ya no era el de mirar cómo van las cosas, sino el de accionar sobre la realidad. El pragmatismo no significaba sólo “es verdadero aquello que funciona” sino también “estamos en el mundo no para mirar cómo marchan las cosas sino para producir, para hacer, para transformar la realidad”. ¿En procura de qué? ¿Y por qué llega a suceder eso? Si alguien se enferma, y se le explica que está enfermo porque sus huesos se están desgastando, ¿será feliz? No, a menos que también pueda dársele la droga que lo cura. En ese caso, saber la verdad le sirve para una finalidad, para intentar no ser demasiado infeliz. Éste es, en palabras insuficientes, el pragmatismo del discurso de Rorty. ¿Por qué concuerda con los hermenéuticos y con Heidegger? Porque Heidegger es aquel que también dijo que la existencia es proyecto y que toda filosofía –toda pretensión de validez, no digamos de verdad– está fundada sobre una factible puesta en común (condivisibilità) del proyecto que propone. Por lo demás, yo mismo me volví haragán, y ya no leo ningún libro de filosofía que pretenda decirme cómo marchan las cosas: quiero que desde el comienzo exprese en qué quiere hacer que se transformen. Si no propone un proyecto que me interese, tal vez lo lea porque debo reseñarlo, pero ciertamente no porque tenga curiosidad por saber cómo marchan las cosas según ese libro. Resumiría las argumentaciones rortyanas –a las cuales doy una inflexión levemente distinta a la que él les asigna– diciendo que en el ’900 la filosofía pasó de la idea de verdad a la idea de caridad: el valor supremo es la concordancia con los demás. Se objetará: “¿Cómo nos ponemos de acuerdo, si no sabemos cómo van las cosas?”. Decimos que sabemos qué rumbo llevan cuando nos pusimos de acuerdo, o bien cuando sobre la base de una serie de premisas, requisitos y aun de métodos compartidos que heredamos de la historia alcanzamos un punto en que estamos de acuerdo, estamos satisfechos, y ya no nos preguntamos unos a otros: “¿Pero qué es eso que estás diciendo?”. Éste es un modo de dar la razón a Rorty y a muchos maestros suyos, a nuestro amigo en común Gadamer, en tantos sentidos inclusive a Jacques Derrida y también a Jürgen Habermas, porque pese a que últimamente haya empezado a hablar de naturaleza humana, ganándose el aplauso de las altas jerarquías vaticanas –al menos en ese punto específico–, en realidad piensa que la racionalidad de un discurso consiste en su presentabilidad decente a los
demás. Nunca podría decir en este lugar cosas que no resultaran decentes para ustedes; luego se discutiría si son plausibles o no, pero lo esencial es, una vez más, no tanto la correspondencia con los datos de hecho –el espejo de la naturaleza– cuanto la búsqueda compartida de la felicidad, la concordancia y, si se desea, también la caridad. RICHARD RORTY:
El tema del que hablaré es “espiritualidad y secularismo”.
Benedicto XVI se lamentó de que cada vez resulte más difícil para la Iglesia decir en qué cree. Muy pronto, afirma el papa, no se estará ya en condiciones de afirmar que la homosexualidad constituye, como enseña la Iglesia católica, un desorden objetivo en la estructura de la existencia humana. La predicción del papa podría hacerse realidad. Ya en estos días, en el campus de mi universidad condenar la homosexualidad o tratar el deseo homosexual como perverso o como cierta forma de inmoralidad sería considerado una expresión vejatoria, de malevolente intolerancia. El papa está justificado cuando sugiere que la presión por parte de una opinión pública ultrajada podría llevar a que la Iglesia se llamara a silencio respecto de la homosexualidad. Espero que sus temores se confirmen, y que pronto sea esto lo que suceda: según creo, la condena de la homosexualidad llevó a una gran infelicidad humana innecesaria. La actitud de la Iglesia redujo significativamente la felicidad humana. La controversia acerca de la homosexualidad hace surgir una pregunta esencial a propósito de la índole de la moralidad: ¿tiene razón la Iglesia cuando afirma que existe una suerte de estructura de la existencia humana que puede funcionar como punto de referencia moral, o bien nosotros, en cuanto seres humanos, no tenemos otras obligaciones morales que la de ir alternativamente ayudándonos a cumplir nuestros deseos, alcanzando con ello la máxima felicidad posible? Concuerdo con John Stuart Mill, el gran filósofo utilitarista, en que es ésta la única obligación moral que tenemos. Obviamente, la Iglesia sostiene que opiniones como la de Stuart Mill reducen al ser humano al rango de un animal; pero los filósofos como yo piensan que el utilitarismo nos exalta, ofreciéndonos un ideal moral estimulante. El utilitarismo lleva a esfuerzos heroicos y altruistas en pro de la justicia social, esfuerzos perfectamente compatibles con la afirmación de que no hay estructura alguna de la existencia humana. El filósofo George Santayana afirmó que la superstición es la confusión de un
ideal con el poder, es creer que cualquier ideal debe estar en cierto modo fundado sobre algo ya existente, sobre algo trascendente que postula este ideal ante nosotros. Lo que el papa define como estructura de la existencia humana es un ejemplo de este tipo de entidad trascendente. Santayana sostenía, y yo concuerdo con él, que la única fuente de ideales morales es la imaginación humana; confiaba en que finalmente los seres humanos abandonarían la idea de que los ideales morales deberían fundarse sobre algo más amplio que los ideales mismos, confiaba en que comenzarían a pensar en todos estos ideales como creaciones humanas y que no sentirían las consecuencias de ellos. La aserción de Santayana acerca de que la imaginación es un manantial suficientemente bueno para un ideal lo llevó a afirmar que religión y poesía son idénticas en su esencia. Utilizó el término poesía en sentido lato, entendiendo por ella el producto de la imaginación, y el término religión en sentido igualmente lato, e incluyó en éste el idealismo político y las aspiraciones orientadas a volver radicalmente distinta y mejor que antes la vida de una comunidad. Santayana afirmó que cuando la poesía interviene en la vida es llamada religión; y que la religión, cuando simplemente sobreviene sobre la vida, parece no ser otra cosa que poesía. Afirmaba que ni poesía ni religión debían ser consideradas instrumentos para hablarnos de algo que ya es real. Deberíamos dejar de pensar en aquello que un ideal pretende de nosotros e interrogarnos acerca de la índole de nuestras obligaciones para ser fieles al ideal. Dedicarse a un ideal moral es como dedicarse a otro ser humano. Cuando nos enamoramos de otra persona, no nos interrogamos acerca del origen o la índole de nuestro empeño por cuidar del bienestar de esa persona. Es igualmente inútil hacerlo cuando nos enamoramos de un ideal. Gran parte de la filosofía occidental es, como la teología cristiana, un intento por ponernos en contacto con algo más grande que nosotros. Entonces, aceptar la opinión de Santayana, como lo hago yo, significa rechazar la tradición que Heidegger definía como ontoteología; significa dejar de plantearse ya sea preguntas metafísicas acerca del fundamento o del origen de nuestros ideales, ya preguntas epistemológicas acerca de cómo uno puede estar seguro de haber elegido el ideal correcto. Retomemos la analogía que cité anteriormente: es estúpido pedir una prueba del hecho de que aquellos a quienes amamos son las mejores personas posibles de las que podríamos enamorarnos. Pero obviamente podemos
desenamorarnos de una persona por habernos enamorado de otra. De modo análogo, podemos abandonar un ideal porque ya empezamos a anhelar otro. Lo que no podemos hacer, en cambio, es optar entre dos personas o entre dos ideales haciendo referencia a criterios neutrales. Por ejemplo, cuando se trata de la conversión a partir de una forma atea en dirección a una forma religiosa de espiritualidad o desde una forma religiosa hacia una forma atea, es inútil buscar una demostración del hecho de que uno se orientó en el sentido correcto. Con todo, la otra tradición teológica, estigmatizada como superstición por Santayana, insiste en que se debe plantear preguntas metafísicas y epistemológicas acerca de nuestros ideales, y también en que nuestro deber es seguir la huellas de Platón. La corriente de pensamiento que comenzó con Sócrates y Platón sostiene que lanzarse simplemente a la concreción de un proyecto equivale a volverse una criatura de voluntad ciega, bestial antes que humana, y en nada mejora esa voluntad no pensante definir ese proyecto como plasmación de un ideal. Este modo de pensar platónico encuentra expresión en una de las afirmaciones del pontífice que se cita con mayor frecuencia. En una homilía pronunciada antes de su elección para el solio pontificio, el cardenal Ratzinger dijo que tener hoy una fe clara basada sobre el credo de Cristo, sobre el credo de la Iglesia, suele rotularse como fundamentalismo, mientras que el relativismo –esto es, el dejarse llevar de un sitio a otro como por obra del viento– parece ser la única actitud capaz de afrontar los tiempos modernos. Él afirma que estamos construyendo una dictadura del relativismo que no reconoce cosa alguna como definitiva, y cuyo objetivo final consiste únicamente en el propio ego y en sus deseos. Los filósofos como Santayana y Stuart Mill rechazan, en efecto, reconocer cosa alguna como definitiva, porque consideran que el objeto de cualquier especulación filosófica o culto religioso es producto de la imaginación humana. Un día ese objeto podría ser suplantado por otro mejor. No hay un final para este proceso de sustitución, no existe un punto en que sea factible la pretensión de haber encontrado la idea justa, y haberlo hecho de manera definitiva. No hay nada ya existente con lo cual hubieran de intentar corresponderse nuestras convicciones morales. Aquella costumbre, que con desconsuelo el papa define como relativista, de dejarse llevar de un sitio al otro como por obra del viento es en cambio
considerada por filósofos como yo la apertura a nuevas posibilidades, la disponibilidad para tomar en consideración todas las sugerencias acerca de aquello que podría aumentar la felicidad humana. Creemos que estar abiertos a un cambio de doctrina es el único modo de evitar los males del pasado. Hasta ahora delineé la controversia entre estas dos posturas opuestas a propósito de la naturaleza de la moralidad. Ahora querría concentrarme en los términos fundamentalismo y relativismo, generalmente utilizados como peyorativos. Con el término fundamentalismo a menudo uno se refiere a una invocación absurdamente acrítica de los textos de las Escrituras. No obstante ello, nadie podría hacer una acusación de ese tenor a un teólogo refinado como Benedicto XVI. Suele utilizarse el término relativismo para definir la tesis, absurda en idéntica medida, de que cualquier convicción moral es buena, exactamente como las demás. Pero ésa es una tesis que ningún filósofo intentó defender. Se puede atribuir, no obstante, un significado útil y respetable al término fundamentalismo, simplemente usándolo para designar la tesis –propuesta por la Iglesia– de que los ideales sólo son válidos si están fundados sobre la realidad. De modo análogo, también el término relativismo adoptará un significado útil y respetable si se lo define simplemente como negación del fundamentalismo. Si nos atenemos a esta definición, los relativistas son sólo aquellos para quienes estaríamos mejor sin conceptos como obligaciones morales incondicionadas fundadas sobre la estructura de la existencia humana. En 1996, cuando todavía era cardenal, el papa escribió que el relativismo parece ser el fundamento filosófico de la democracia. Según Ratzinger, los filósofos relativistas definen su doctrina positivamente, sobre la base de los conceptos de tolerancia, epistemología dialéctica y libertad: esta última se vería limitada al afirmar que una sola verdad es relativa para todos. Ratzinger resumía el planteo de los relativistas de esta manera: Se dice que la democracia se basa sobre el principio de que nadie pretende saber qué camino seguir. Obtiene su fuerza de todos los modos que sucesivamente se reconocen como intentos fragmentarios de mejora, intentos por llegar a un acuerdo mediante el diálogo. Se dice que la sociedad libre es una sociedad relativista. Sólo bajo esta condición puede permanecer libre y flexible. La actitud filosófica que el cardenal describe en este fragmento es compartida
por Stuart Mill, Dewey y Habermas. Estos tres filósofos sugieren pensar la verdad como aquello que se impone en el libre mercado de las ideas antes que como correlato de una realidad que los precede –Vattimo resumió ese punto de vista en su presentación– y consideran que las sociedades democráticas se fundan sobre la idea de que nada es sagrado, porque puede discutirse acerca de cualquier cosa. El cardenal Ratzinger toma en consideración el hecho de que el relativismo no carece de recursos intelectuales, y admite que no se lo puede liquidar con ligereza, y con palabras que podrían haber escandalizado a Pío IX afirma que en el terreno de la política la visión relativista es en gran parte veraz; la opinión política individual no existe. Lo que es relativo, la construcción de una vida en común y libremente ordenada para el hombre, no puede ser absoluto. El futuro Benedicto XVI sostiene que precisamente pensar que podría serlo fue el error del marxismo y de la teología política. Con todo, en su opinión, aun en el reino de la política uno no puede apañárselas con el relativismo absoluto. Hay cosas inaceptables que nunca podrán volverse justas, como por ejemplo dar muerte a personas inocentes y negar a los individuos el derecho a ser tratados como seres humanos y a vivir una vida que sea adecuada para ellos. Hay cosas justas que nunca podrán volverse inaceptables. En el reino de la política y de la sociedad no puede negarse al relativismo, pues, cierta legitimidad. El problema deriva, para Ratzinger, de que el relativismo se ve como algo ilimitado. Según el cardenal, la necesidad de poner límites al relativismo demuestra que toda vez que la política promete ser redentora promete demasiado; toda vez que la política pretende hacer el trabajo de Dios se vuelve no divina, sino diabólica. Los relativistas como yo concordamos en que el derrumbe del marxismo nos ayudó a comprender por qué la política no debería intentar ser redentora. Y no porque se tenga a disposición otro tipo de redención, aquella que los católicos creen factible encontrar en la Iglesia, sino porque la redención siempre fue –ya desde el principio– una mala idea. Los hombres necesitan que se los haga más felices, no que se los redima, porque no son seres degradados, almas inmateriales apresadas en cuerpos materiales, almas inocentes corrompidas por el pecado original. Son, tal como sostenía Friedrich Nietzsche, animales inteligentes. Inteligentes porque, a diferencia de otros animales, aprendieron cómo colaborar unos con los otros para del mejor modo hacer realidad sus deseos. A lo largo de la historia, nosotros, animales inteligentes, hemos adquirido nuevos deseos y nos hemos
diferenciado mucho de nuestros antepasados animales. De hecho, nuestra inteligencia no sólo nos permitió adecuar los medios a nuestros fines, sino también imaginar nuevos fines, elegir nuevos ideales. Al caracterizar los efectos del enfriamiento del sol, Nietzsche describió: “Y así los animales inteligentes tuvieron que morir”. Habría hecho mejor escribiendo: “Y así los animales valientes, imaginativos, idealistas, proclives a mejorar como personas, tuvieron que morir”.[2] La vocación de redención presupone diferenciar entre la parte inferior del alma, mortal, y la superior, espiritual, inmortal. La redención es aquello que sucede cuando la parte superior triunfa por sobre la inferior, cuando la razón vence a la pasión o cuando la gracia derrota al pecado. En gran parte de la tradición ontoteológica, la distinción entre parte inferior y parte superior del alma está estructurada como distinción entre la parte que se contenta con su finitud y aquella que anhela lo infinito. Según Ratzinger, el motivo por el cual la fe todavía tiene una esperanza es que se corresponde con la naturaleza del hombre. El hombre es equilibrado de modo tanto más generoso de lo que Kant o varios filósofos poskantianos consideraban o –mejor aun– le permitían ser. La aspiración a lo infinito está viva e inagotable dentro del hombre. Por ende –concluye–, sólo el Dios que se volvió Él mismo finito para destruir nuestra finitud y llevarnos a los amplios espacios de su infinitud puede redimirnos. Fue Platón quien fundó la tradición a la que adhiere el papa, vinculando la idea de inmortalidad con las de inmaterialidad e infinitud. El alma inmaterial, cuya verdadera sede es el mundo inmaterial, un día habitará los amplios espacios de su infinitud, se volverá inmune a los desastres que inevitablemente conmocionan a cualquier ser meramente espaciotemporal, meramente finito. Suele decirse que a quienes disienten con Platón –como los filósofos a que hice referencia y yo mismo– les falta el sentido de lo espiritual. Si por espiritualidad se entiende una aspiración a lo infinito, esta acusación está perfectamente justificada; pero si en cambio se considera la espiritualidad en sentido elevado de nuevas posibilidades que se abren a los seres finitos, entonces no lo es. La diferencia entre estos dos significados del término espiritualidad es la diferencia entre tener la esperanza de trascender la finitud y tener la esperanza de un mundo donde los seres humanos lleven vidas largamente más felices que aquellas que viven en la actualidad. A los antiguos materialistas como Epicuro les faltaba ese tipo de esperanza.
Eran incapaces de concebir semejante idealismo moral, incapaces de alcanzar esa elevación espiritual que se volvió posible para los europeos y los estadounidenses de las revoluciones democráticas del siglo XVIII. Desde entonces, surgió una forma de espiritualidad que rechaza la posibilidad de la santidad, que rechaza el perfeccionamiento de la vida de un individuo y se acerca a la posibilidad de perfeccionar, en cambio, la sociedad humana, y que es ampliamente cristiana en su inspiración inicial. El idealismo político de los tiempos modernos no necesita y no ve utilidad alguna en la idea de que existe algo por encima de aquello que el cardenal Ratzinger definió como el ego y sus deseos; no sólo el ego del individuo, sino el de todos los seres humanos. La diferencia entre las dos visiones de la moralidad que discutí hasta ahora está bien ejemplificada por el choque entre la desdeñosa referencia del papa al ego y a sus deseos y mi pasaje preferido del filósofo estadounidense William James, quien escribió lo siguiente: Toda aserción de hecho crea, en cierto modo, una obligación. Tomemos un requerimiento cualquiera, por pequeño que fuese, que una criatura, por más débil que fuese, podría hacer: ¿no debería estar satisfecha por el bien de su alma? Si no, demostremos por qué no. El único tipo posible de prueba que aducir sería la exhibición de otra criatura, que debería hacer un requerimiento en sentido opuesto. Para Stuart Mill, Dewey, Habermas y los demás filósofos de la democracia social la respuesta a la pregunta “¿son malos algunos deseos humanos?” es “no, pero algunos deseos ponen un palo entre las ruedas de nuestro proyecto de maximizar la satisfacción completa del deseo”. Por ejemplo, mi deseo de que mis hijos tengan más para comer que los hijos de mis vecinos no es intrínsecamente malvado, pero ese deseo no debería hacerse realidad. No existe un deseo intrínsecamente malvado, sólo existen deseos que subordinar a otros en pro de la equidad. Para quienes adoptan el ideal utilitarista de maximización de la felicidad, el progreso moral consiste en ampliar la franja de personas cuyos deseos tomar en consideración. Todo estriba en hacer lo que el filósofo estadounidense contemporáneo Peter Singer define como “ampliar el círculo del nosotros”, aumentar la cantidad de personas que consideramos parte de nuestro grupo. El ejemplo más obvio de esta ampliación es el cambio que se produjo cuando
los ricos empezaron a considerar a los pobres como conciudadanos suyos, antes que personas cuyo lugar en la vida había sido decretado por Dios. Los ricos debieron dejar de pensar que en comparación con sus propios hijos los niños más desvalidos estaban destinados en cierto modo a tener vidas menos felices. Sólo cuando llegaron a esa coyuntura pudieron empezar a considerar riqueza y pobreza como instituciones sociales modificables, antes que como partes de un orden inmutable. Otro ejemplo obvio de la ampliación del círculo del nosotros es el reciente éxito, parcial pero estimulante, del feminismo. Recientemente, los hombres se mostraron más dispuestos a ponerse en el lugar de las mujeres. Otro ejemplo es la mayor disponibilidad por parte de los heterosexuales a ponerse en el lugar de los homosexuales, a imaginar cómo debe de ser oír que a uno le digan que el amor que siente por otra persona es una perversión repugnante. A modo de conclusión, me gustaría plantear la pregunta de cómo se puede decidir la opción entre la tesis de James –cualquier deseo tiene derecho a volverse realidad a condición de que no interfiera con la concreción de otros deseos– y la de quienes consideran intrínsecamente malos ciertas acciones y ciertos deseos. Por ejemplo, ¿cómo elegir entre aquellos que consideran absurda la prohibición de la sodomía, exactamente tan absurda como la prohibición de comer frutos de mar, y aquellos que en cambio consideran que la sodomía es una perturbación objetiva en la estructura de la existencia humana? Los filósofos como yo no creemos que simplemente pensando y comprometiéndonos en reflexiones filosóficas estemos en condiciones de resolver asuntos como el recién planteado. Según nuestra perspectiva, Stuart Mill tiene una visión de la sociedad ideal y el papa tiene otra; y no podemos elegir entre las dos si tomamos como base principios filosóficos, ya que nuestra selección entre principios alternativos está determinada por nuestras preferencias respecto�de los futuros posibles para la humanidad. La filosofía no impone límites al uso de la imaginación: es un producto ulterior de la imaginación. En comparación con la filosofía, la historia no es de mayor ayuda, en la medida en que puede ser leída� según demasiadas modalidades distintas. En muchos de sus escritos el papa sugirió que la necesidad de considerar que nuestras obligaciones morales son algo impuesto por una ley moral eternamente fija fue demostrada por la experiencia histórica del fascismo y del comunismo. Obviamente, sus opositores sacan provecho de los horrores
cometidos por la Iglesia católica para llegar a la conclusión contraria: mientras el papa acusa al relativismo de haber llevado a Auschwitz y a los gulags, sus opositores acusan al fundamentalismo de haber justificado la práctica de quemar vivos a los homosexuales. Si se considera a la filosofía como un llamado a la razón, y a la historia como un llamado a la experiencia, entonces podría recapitularse lo que dije hasta ahora con una afirmación: ni la razón ni la experiencia pueden hacer mucho para ayudarnos a decidir si estamos de acuerdo con Benedicto XVI o con Santayana, James, Stuart Mill y Habermas. No hay tribunal de apelaciones neutral que pueda ayudar en la elección entre estas dos descripciones de la situación humana; cada uno de ellos inspiró muchos actos de heroísmo moral. Según la perspectiva del papa, los seres humanos deben permanecer fieles a lo que él define como “experiencia humana común de contacto con la verdad que es más grande que nosotros”. Desde la perspectiva relativista nunca hubo ni habrá una verdad más grande que nosotros. La idea misma de una verdad de ese tipo es la confusión de los ideales con el poder. En opinión de los relativistas como yo, la lucha entre relativismo y fundamentalismo es la que se da entre dos grandes productos de la imaginación humana. Es la competencia, no entre una visión que se corresponde con la realidad y otra que no, sino entre dos poemas visionarios: uno ofrece una visión de ascenso vertical hacia algo más grande que lo meramente humano, el otro una visión de progreso horizontal hacia un amor cooperativo común a escala planetaria.
DEBATE
PREGUNTA DEL PÚBLICO:
Querría preguntarle si en su modo de pensar debe
incluirse o no el misticismo. ¿Existe o no un sentido verdadero del misticismo, o bien algo trascendente, en su planteo?
RORTY:
Pienso que los místicos, como los poetas, se cuentan entre los mayores
genios imaginativos que contribuyeron al progreso moral e intelectual de los seres humanos. El aspecto en que disentimos es en la convicción de que el misticismo puede ser un modo para ponerse en contacto con lo trascendente. Por mi parte, veo que la experiencia mística es un modo de superar los límites de la lengua que se habla y llegar a la creación de un nuevo lenguaje, que a su vez lleva al progreso moral e intelectual. PREGUNTA:
No es mi voluntad desempeñar a priori el papel de absolutista; pero
querría plantear un par de cuestiones. Porque si bien es cierto que usar la palabra relativismo a propósito de todo un conjunto de posiciones significa simplificar, también es cierto lo contrario: aun usar la palabra absolutismo es una simplificación. Visto que Rorty es estadounidense, querría preguntarle: ¿qué significa hoy en los Estados Unidos adoptar una posición de carácter político que no sea absolutista? Pienso que no hay afirmación más absolutista que aquella que hace la democracia estadounidense cuando pretende situarse por encima de la filosofía y más allá de la filosofía. La democracia, en mi opinión, no puede pretender ser nada más que una forma de civilidad por completo transitoria. Sin embargo, eso no sucede en los Estados Unidos. Los Estados Unidos tampoco quieren que eso suceda en Europa, en Medio Oriente o en el resto del mundo. Creo que esa posición es más absolutista que la de Ratzinger. Una pregunta acerca de la historia: ¿es posible renunciar plenamente a la objetividad? Comprendo que haya algo hacia lo cual siempre debe tenderse pero nunca puede alcanzarse; de todos modos, da la sensación de que en ese tipo de posiciones hay una renuncia a priori con respecto a la voz de Dios. La historiografía se vuelve, así, expresión de imaginación y de voluntad de poderío, en todo lugar y momento. RORTY: No establecí un conflicto entre relativismo y absolutismo, sino más bien entre relativismo y fundamentalismo –definido este último como el creer que los ideales deben fundarse sobre algo que sea ya real, y el relativismo como la negación de esa aserción– porque coincido con el hecho de que no hay diferencia alguna entre el papa y los filósofos como yo cuando se trata de la fuerza de nuestras convicciones políticas. Si hay voluntad de formularlo de ese modo, puede decirse que ambas partes creemos en los absolutos. El papa cree en absolutos distintos a aquellos en que
creemos los filósofos como yo. Reconozco, por ende, que todos cuantos tienen convicciones morales son absolutistas exactamente como los demás; pero querría agregar que ése no es el punto en torno del cual discuten los filósofos. Más bien discuten acerca de la pregunta de si necesitamos o no la metafísica, si necesitamos o no la teología, si necesitamos una representación del mundo que ya tenga en sí los ideales que querríamos postular como en trance de ser. En cuanto concierne a la democracia social –en el sentido que se da a esta noción en los Estados Unidos–, creo que sus defensores, como Dewey, dirían que ella no es de por sí un absoluto, sino sencillamente el mejor medio que fuimos capaces de imaginar hasta este momento en procura de alcanzar la máxima felicidad posible para los seres humanos. En épocas pasadas teníamos otras ideas de qué podría haber llevado a la máxima felicidad humana. Hoy pensamos que es la democracia; mañana podría ser algún otro medio. El único absoluto en circulación sigue siendo la felicidad humana. No sabemos cuáles podrían ser las características de la sociedad ideal: podría no ser siquiera una sociedad democrática. Mil años atrás considerábamos que sería una civilización cristiana y católica. Pero podría revelarse una sociedad no cristiana y no católica, y tal vez tampoco se revelaría como una sociedad democrática. Con todo, si los seres humanos pudieran discutir libremente sobre cómo volverse en lo sucesivo más felices, sería de todos modos una sociedad ideal. PREGUNTA:
¿No le parece difícil aceptar lisa y llanamente que un deseo sea más
o menos siempre lícito con tal de que esté en consonancia con el de los demás? ¿No le parece que la masificación de los deseos sólo es aceptable conforme a la óptica cristiana del “ama a tu prójimo como a ti mismo”? RORTY:
Pienso que el ideal de una sociedad en que todos aman a todos de
igual modo o del modo en que se aman a sí mismos es un ideal imposible. El ideal de una sociedad en que todos tienen suficiente respeto por los demás como para no presumir que uno de sus deseos es intrínsecamente malvado es, en cambio, un ideal posible. Y el segundo ideal es aquel que, por medio del crecimiento de la democracia social y de la tolerancia, hemos plasmado gradualmente en los dos últimos siglos. PREGUNTA:
Me parece que el problema reside precisamente en la relación de
tres entre relativismo, absolutismo y fundamentalismo. Es muy acertado decir que todas y cada una de las verdades es relativa al contexto en que se expresa; pero también es verdadero, no obstante, que la verdad sólo tiene sentido si es total, universal, completa, sólo si está al servicio de la verdad total. Si trasladamos esa idea del plano teórico al ético, resulta evidente que el único punto de vista contra el cual acometer y al cual condenar es precisamente el de quien sólo quiere su propia felicidad individual o la de su propio grupo, y excluye la ajena. Lo mejor es, por tanto, querer la felicidad de todos. Pero querer el máximo de felicidad personal y a la vez la felicidad de todos seguramente es imposible: es realizable sólo en una dimensión trascendente. En este mundo debemos, por cierto, obrar como para que en cierto modo convivan ambas cosas; por ello no podemos excluir a los homosexuales, no podemos excluir a las mujeres, no podemos excluir a los pobres: todos deben ser tomados en consideración. No obstante ello, toda vez que la salvaguarda de la felicidad de algunos pusiera en riesgo la supervivencia de la humanidad, resulta evidente que habría de privilegiarse un tipo de opción que evitase la destrucción de todos, aun en desmedro de la felicidad de algunos. En definitiva, la solución que fusiona ambos aspectos –el máximo de la felicidad de cada cual con la totalidad de la felicidad de todos– no puede ser de este mundo. Podemos concebir sólo una dimensión otra, esto es, trascendente. RORTY:
Me parece que ambas nociones, la de verdad universal y la de
dimensión trascendente, son expresión de la esperanza de que en la realidad haya junto a nosotros algo más grande y más poderoso, que trabaje en nuestro beneficio y simpatice con nuestros objetivos. La religión es la expresión tradicional de esa creencia. Cuando en Occidente la política secularizada sustituyó paulatinamente a la teocrática se volvió cada vez más posible sustituir la esperanza de que hubiera algo poderoso de nuestro lado con la mera esperanza de que los seres humanos podrían hacer determinadas cosas y de que podrían colaborar libremente según ciertas modalidades. Pienso en la filosofía común a Stuart Mill, Dewey y Habermas como en una filosofía que dice: Ahora que ya hemos secularizado la política, volvámosla también no
metafísica; dejemos de lado hasta las modalidades seculares con que intentamos garantizarnos a nosotros mismos que existe algo grande y poderoso junto a nosotros, intentemos avanzar simplemente para confiar en la colaboración sucesiva, antes que por la esperanza de alcanzar la verdad universal o de entrar en contacto con lo trascendente. PREGUNTA:
¿Es posible y auspiciable, a su criterio, un regreso desde el
catolicismo, desde el islamismo, desde el judaísmo a ese arquetipo de hombre laico que era Ulises, quien, dotado no de inteligencia contemplativa, de nous, sino de inteligencia ejecutora, metis, se hacía cargo de los problemas y los resolvía ut Deus non esset; volver, por tanto, a un laicismo ya presente en el mundo clásico? RORTY:
No pienso que podamos volver atrás: ni al secularismo de Ulises ni a la
época de Mahoma ni a la de Jesucristo, tampoco a la de Abraham. Sabemos mucho más que cada uno de estos profetas y héroes y visionarios. Hemos madurado más experiencia que aquella con que contaban ellos. No estamos más cerca que ellos de una verdad universal, de algo trascendente: somos sencillamente más expertos, más capaces de comprender qué cosas podrían causar el mal y qué cosas podrían causar el bien. Por consiguiente, no creo que sea cuestión de un regreso, sino que antes bien consiste en un intento permanente por diferenciar aun más el futuro respecto del pasado. PREGUNTA:
Dos fábulas muy breves a modo de objeción. La primera es ésta:
por azar doy con una isla en que hay un millón de personas que gustan de comer a quienes nunca comieron a algún otro, por tanto gustan de comerme a mí, que no soy caníbal. Ellos son tanto más felices si me comen; pero yo no soy igualmente feliz. Es mi felicidad individual contra la de un millón. ¿Qué base puedo tomar para oponerme? Segunda fábula: imaginemos que hay otra isla, donde a las personas en verdad les gusta mucho hacer la guerra. Su felicidad consiste en ser prepotentes. Digamos que es la isla de Hobbes y de Freud, como para saber de qué hablamos. Y la inclusión de ellos consiste en hacer la guerra uno contra el otro. ¿Cómo nos las arreglamos con la felicidad? ¿Puede la felicidad de cada cual ser la regla correcta para hacer que esa sociedad avance? Hobbes no estaría muy de acuerdo.
RORTY:
Pienso que las preguntas “¿con qué fundamento deberían ellos no
comerme?” y “¿con qué fundamento les demostramos que no deberían ser brutales con relación a nosotros?” son expresión de la convicción platónica de que en lo profundo del corazón de todo ser humano existe un punto de referencia moral, fijo, independientemente del modo en que ese ser humano fue criado, independientemente de su cultura y de su tradición. Considero que no tenemos motivo alguno para creerlo. Una vez abandonada la idea de que por el mero hecho de ser humanos conocemos algo a que podamos apelar, estaríamos contentos de no ser ya fundamentalistas. Coincidiremos en que no tenemos modo de convencer a las personas que viven en esa isla de no hacer aquello para lo cual fueron instruidas, aquello que hacen por tradición. En su naturaleza humana no hay cosa alguna a la que hacer un llamamiento, porque los seres humanos no tienen una naturaleza, no existe naturaleza alguna de la existencia humana. Simplemente existen los diversos modos en que los seres humanos se reunieron formando una sociedad y establecieron sus propias tradiciones. Algunas de estas tradiciones hicieron mucho más felices a los seres humanos; otras los hicieron mucho más infelices. PREGUNTA:
Recientemente asistí a una conferencia del profesor Michel Onfray,
ateo. Resumo la conferencia: Dios no existe y Jesús es su hijo. El profesor Onfray es feliz sólo si hace esa afirmación. Me gustaría contar con un comentario suyo acerca de esa posición. RORTY:
Me parece que hubo muchos intentos, por parte de los pensadores
cristianos, de trazar diferencias entre la religión véterotestamentaria del poder y la neotestamentaria del amor, de afirmar que la historia del cristianismo es la gradual subsunción del poder en el amor, o la gradual sustitución –como principal atributo de lo divino– del poder con el amor. El libro de Gianni Vattimo Credere di credere (Garzanti, 1996)[3] me parece una de las mejores expresiones recientes, por lo menos entre aquellas que leí, de ese intento por repensar el mensaje cristiano. En el libro ya no se plantea la pregunta de si Dios tiene poder sobre nosotros, porque Vattimo interpreta la doctrina cristiana de la encarnación como cesión por parte de Dios de todo su poder al hombre; como cesión, por parte del padre, de todo su poder al hijo. Me parece una lectura muy comprensiva del cristianismo. PREGUNTA:
Usted nos explica que ni razón ni experiencia ayudan a optar entre
una perspectiva trascendentalista y una inmanentista. ¿Pero eso quiere decir que en cierto modo debemos resignarnos al hecho de que en el mundo cada uno conserva la superstición que tiene, o bien hay un punto de inspección –que luego es el cotejo, el conflicto, es decir, la vida de una democracia– en que decimos “no, es preferible esta perspectiva a otras”? RORTY: Sí. Considero que ésta es la aplicación. Obviamente, la lectura de la historia y de la filosofía influye sobre cuál de las grandes visiones del mundo se nos concede; pero al final creo que deberíamos apartarnos de la idea de que la filosofía o la historia constituyen un tribunal de apelación neutral en el que pueda decidirse quién tiene razón: nosotros o nuestros amigos atraídos por una visión alternativa. Gradualmente vamos elaborando una forma de vida social en que ateos y cristianos pueden coexistir en la misma arena política. Trescientos años atrás ello habría sido considerado imposible; pero lo hicimos realidad. Era un gran proyecto imaginativo, reveló ser un proyecto exitoso: espero que podamos seguir llevándolo adelante, de modo que se vuelva un modelo para el futuro rumbo del progreso moral. VATTIMO:
Me parece muy difundida la idea de que cada uno de nosotros, a fin
de cuentas, conserva sus convicciones. Pero entre la verdad definitiva, total, y el “todo vale” –everything goes– hay una esfera intermedia. Y precisamente la experiencia y la historia pueden proporcionarnos una suerte de argumentos retóricos ad homines. Cuando alguien me dice “prefiero los Beatles a Beethoven”, ¿qué puedo hacer? Sólo puedo intentar convencerlo: “Podemos oír juntos este tema, oye qué banal es este acorde”, etc. Más que eso no puedo hacer. En la historia y en la experiencia encuentro argumentos retóricos más que argumentos demostrativos. No sé si Rorty está de acuerdo. RORTY:
Sí, no pretendo decir que la experiencia histórica, leer la historia, leer
la literatura, leer la filosofía, hablar con los amigos, seguir a una formación política sea inútil, que sea sólo cuestión de preferencia arbitraria. Lo que pretendo decir es que ya deberíamos dejar –y coincido contigo– de presentar una antítesis entre verdad universal necesaria y preferencia arbitraria; y en cambio deberíamos afirmar que no se toman decisiones importantes como resultado de un ejercicio de preferencia arbitraria, o bien mediante el fundamento garantizado en la verdad universal. En algún lado siempre estamos
a medio camino. Turín, 21 de septiembre de 2005
[1] Trad esp.: La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid, Cátedra, 1989. [2] La cita de Nietzsche corresponde a “Acerca del pathos de la moral”. [N. del T.]. [3] Trad. esp.: Creer que se cree, Buenos Aires, Paidós, 1997.