i. Introducción.
La humanidad solo después de haber pasado a través de mil errores en las cosas más esenciales para la vida y la libertad, y tras la molestia de sufrir los males llegados al extremo, se ven inducida a remediar los desórdenes que les oprimen y a reconocer las más notorias verdades. Las leyes que debieran ser pactos de hombres libres, no han sido más que el instrumento de las pasiones de unos pocos, o bien nacieron por la fortuita y pasajera necesidad. Las leyes no fueron dictadas por un frío examinador de la naturaleza humana que concentrase las acciones de una multitud de humanos en un punto y las considerase desde aquel punto de vista. Muy pocos han examinado y combatido la crueldad de las penas y la irregularidad de los procedimientos criminales. Montesquieu es uno de ellos, pero Beccaria toma pasos diferentes de este inmortal. Se plantea en esta introducción examinar y distinguir las diferentes clases de delitos y la manera de castigarlos ¿conllevaron un fin, fueron justos y útiles?, y, ¿cuáles serás las penas convenientes a esos delitos?... ii. Origen de las penas y derecho a castigar.
La multiplicación del humano agrupó a los primeros salvajes; los primeros grupos formaron necesariamente otros para resistir a aquellos, y así el estado de guerra se transportó del individuo a las naciones. Las leyes son las condiciones bajo las cuales hombres independientes y aislados se unieron en sociedad, hastiados de vivir en un continuo estado de guerra y de gozar de una libertad que resultaba inútil por la incertidumbre de conservarla. El humano sacrificó una parte de la libertad para gozar del resto de la misma con seguridad y tranquilidad. La suma de todas esas partes de libertad de los humanos sacrificadas al bien de cada uno constituye la soberanía de una nación, y el soberano es el depositario y administrador legítimo de ellas. Luego, se necesitaron motivos sensibles que bastasen para desviar el ánimo despótico de cada uno de los hombres de volver a sumergir en el antiguo caos las leyes de la sociedad; estos motivos sensibles son las penas establecidas contra los infractores de las leyes. Fue la necesidad lo que constriñó a los hombres a ceder parte de la propia libertad, pero nadie quiere poner de ella en el fondo público más que la mínima porción posible, la cual sea exclusiva y suficiente para inducir a los demás a que lo defiendan. La suma de estas mínimas porciones constituye el derecho a castigar. Las penas que sobrepasan la necesidad de conservar el depósito de un derecho, son por su naturaleza injustas.
Tanto más justas son las penas, es en tanto más sagrada e inviolable sea la seguridad y mayor la libertad que el soberano conserva a sus súbditos. iii. Consecuencias.
a. Sólo las leyes pueden decretar las penas sobre los delitos, y estas leyes sólo las dicta el legislador. No puede un magistrado bajo ningún pretexto aumentar alguna pena establecida a algún delincuente. b. El soberano sólo puede promulgar leyes generales que obliguen a todos, y nunca juzgar; debe imponer a un tercero que juzgue acerca de la veracidad de un hecho; entonces nace la necesidad de un magistrado que tenga sentencias inapelables y que consistan en meras afirmaciones o negaciones de hechos particulares al respecto de una norma. c. Si se llegara a probar que la atrocidad de las penas era por lo menos inútil, en tal caso sería contrario a las virtudes benéficas y también contrario a la justicia y a la naturaleza misma del contrato social. iv. Interpretación de las leyes.
d. La autoridad de interpretar las leyes penales no pueden residir en los jueces de lo criminal por la misma razón de que no son legisladores. Los jueces reciben las leyes de la sociedad viviente –por tanto no de los antepasados-, o del Soberano representante de ella. ¿Quién es el legítimo intérprete de la ley, el Soberano o el Juez? En todo delito debe hacerse el Juez un silogismo perfecto. La premisa mayor debe ser la ley general. La premisa menor debe ser la acción conforme o no a la ley. La consecuencia, es la libertad o la pena. Beccaria estima sumamente peligroso el axioma de recurrir a consultar al espíritu de la ley puesto que es un dique roto ante el torrente de las opiniones. El espíritu de la ley es el resultado de una buena o mala lógica de un juez en un determinado tiempo y circunstancia, de una buena o mala digestión; esto dependerá de muchas cosas, como por ejemplo la debilidad de quien sufre, sus relaciones con el ofendido, etc. Así, se apreciarían los mismos delitos castigados de diversa forma por un mismo tribunal en diversas oportunidades, por haber consultado no a la voz constante y fija de la ley, sino a la errabunda inestabilidad de las interpretaciones.
v. Oscuridad de las leyes.
Si la interpretación de las leyes es un mal, es evidente que lo es también la oscuridad que arrastra consigo necesariamente la interpretación. No le cabe duda a Beccaria que si los comunes tienen acceso al Código Penal, los delitos serán menos frecuentes, ya que no tiene duda de que la ignorancia y la falta de certeza respecto de las penas favorecen la elocuencia de las pasiones. Sin la escritura, una sociedad no adoptará nunca una forma estable de gobierno en que la fuerza sea un efecto del todo, y no de las partes, y en que las leyes inalterables a no ser por voluntad general, no se corrompan al pasar por el tamiz de los interesas particulares. La imprenta, entonces, resulta de suma utilidad. Hace al público y no a unos pocos depositarios de las santas leyes. Esto mismo, es causa de que veamos disminuidas las atrocidades de los delitos, en Europa. vi.- De la captura.
Un error contrario al fin social es dejar arbitrio al magistrado ejecutor de las leyes para aprisionar a un ciudadano. Como sólo la ley debe determinar los casos en que un hombre es digno de pena, entonces la ley determinará los indicios de un delito que merezca la custodia del reo. Las pruebas que sean suficientes para capturar a un ciudadano, deben estar establecidas por la ley y no por los jueces. Un hombre acusado de un delito, encarcelado y después absuelto no debiera llevar consigo nota alguna de infamia. En roma, las personas que pasaron por lo anterior descrito, podían hacer su vida normal y continuar con sus planes políticos. En la actualidad del libro no es así. vii. Indicios y formas de Juicios.
Cuando las pruebas de un hecho son dependientes la una de la otra, cuando los indicios no se prueban más que recíprocamente, cuantas más pruebas se aduzcan, tanto menor será la probabilidad del hecho, pues lo que haría que fallasen las pruebas antecedentes, hace que fallen las subsiguientes. Cuando las pruebas son independientes la una de la otra, cuando los indicios se prueban de otra m anera que por sí mismos, cuantas más pruebas se aducen, tanto mayor es la probabilidad del hecho, pues la falacia de una prueba no influye sobre la otra. La certeza que se exige para declarar a un hombre reo, es la que determina a todo hombre en las operaciones más importantes de la vida.
Las pruebas del delito se distinguen en PERFECTAS e IMPERFECTAS. PERFECTAS son a las que se excluye la posibilidad de que un individuo no sea reo. IMPERFECTAS, las que no excluyen la posibilidad de que un individuo no sea reo. De las pruebas PERFECTAS, aún una sola, es suficiente para la condena. De las IMPERFECTAS, se necesitan tantas cuantas basten para conformar una perfecta. De las pruebas IMPERFECTAS de que pueda el reo justificarse y no lo haga debidamente, pasan a ser PERFECTAS. Por eso se cree óptima la ley que establezca asesores al Juez principal, designados por suerte y no por elección. Donde haya leyes claras y precisas, el oficio de un Juez no consiste más que en verificar un hecho. Donde se trata de la libertad y de la suerte de un ciudadano, deben callar los sentimientos que inspira la desigualdad. En un Juicio no se hablan más que las leyes y la verdad. Los Juicios deben ser públicos, y también las pruebas del delito; con fin de que la opinión imponga un freno a la fuerza y a las pasiones, para que el pueblo sepa que no es esclavo y que se le defiende. viii. De los testigos.
Todo hombre razonable que tenga una cierta coordinación en sus ideas y cuyas sensaciones sean conformes a las de los demás hombres, puede ser testigo. La verdadera medida de su credibilidad no es más que el interés que tenga en decir o no la verdad. Las formalidades y las ceremonias son necesarias en la administración de la justicia para que nada se deje al arbitrio de la administración, porque dan idea al pueblo de un juicio estable y regular. La credibilidad de un testigo debe disminuir a proporción del odio, de la amistad o de las relaciones íntimas que medien entre él y el reo. Es necesario más de un testigo, pues mientras uno afirma y el otro niega, nada hay de cierto. La credibilidad de un testigo es tanto sensiblemente menor cuanto más aumenta la atrocidad de un delito o lo inverosímil de sus circunstancias. La credibilidad de un testigo es casi nula cuando se trate de un delito de palabras; porque el tono, el gesto, y todo lo que precede y sigue a las diferentes ideas que los hombres atributen a unas mismas palabras, alteran y modifican de tal manera los dichos de un hombre. Ahora, cuanto mayor número de circunstancias se aduzcan en prueba, mayores medios de justificarse se suministran al reo.
ix. Acusaciones secretas.
Está presente en muchas naciones estos hechos inevitables por la debilidad de la Constitución. Estas acusaciones secretas hacen a los hombres falsos y solapados. Todo el que pueda sospechar en otro un delator, ve en él un enemigo. Los hombres se acostumbran entonces a enmascarar sus sentimientos, y a fuerza de ocultarlos a los demás, llegan finalmente a ocultárselos a sí mismos. Beccaria cuestiona de sobremanera las acusaciones secretas. Se basa en Montesquieu, puesto que este ya ha dicho anteriormente que las acusaciones públicas son más conformes a la república que a la monarquía donde el sentimiento del bien público es debilísimo por la naturaleza misma del gobierno, y donde es óptima regla destinar comisarios que con carácter público acusen a los infractores de las leyes. Todo gobierno, republicano y monárquico, debe dar al calumniador la pena que le correspondería al acusado. x. Preguntas capciosas. Deposiciones.
Nuestras leyes proscriben las preguntas llamadas capciosas en los procesos, aquellas que según los doctores, preguntan sobre la especie cuando debieran interrogar sobre el género en las circunstancias de un delito, es decir, las preguntas que teniendo una inmediata conexión con el delito, sugieren al reo una respuesta inmediata. Si una pregunta especial hace confesar a un reo, los dolores lo harán mucho más fácilmente. Quien en el interrogatorio se obstine en no responder a las preguntas que se le hagan, merece una pena fijada por las leyes, pero esta pena no es necesaria cuando está fuera de duda que un acusado ha cometido tal delito; se transforma en pregunta inútil de la misma manera que es inútil la confesión del delito cuando otras pruebas justifican su culpabilidad. xi. De los juramentos.
Los criminales no respetan esta institución puesto que los hombres más sabios la han violado. Además, los asuntos del cielo (el juramento es ante dios) se rigen por leyes ciertamente diferentes de las que rigen los asuntos humanos. ¿para qué poner al hombre en la terrible disyuntiva de ofender a Dios o de contribuir a su propia ruina? La ley que obliga a semejante juramento está en definitiva mandando a ser mal cristiano, o a ser mártir. Es así, entonces como el Juramento deviene poco a poco en una simple formalidad, destruyéndose de ese modo la fuerza de los sentimientos religiosos.
La experiencia ha hecho ver que los juramentos son inútiles; cualquier juez puede ser testigo de que ningún juramento ha hecho jamás decir la verdad a ningún reo. xii. De la tortura.
Usada mientras se desarrolla el proceso; para que confiese un delito, o por las contradicciones, o para descubrir sus cómplices, o para saber otros delitos de los que es culpable y que no se les ha acusado. A un nombre no se puede llamarle CULPABLE sino hasta la sentencia del juez, ni tampoco la sociedad puede negar su protección pública hasta que se haya decidido que sí violó la ley. El DELITO es CIERTO o INCIERTO. Si es CIERTO sólo se debe aplicar la pena establecida por ley, y el tormento siempre será improcedente porque no sirve de nada la confesión del reo por ese medio. Si es INCIERTO, no se debe atormentar al inocente, puesto que el delito no está probado. El terror de otros hombres es el fin político de las penas, según Beccaria. Es importante que no quede impune ningún delito manifiesto, pero es inútil delatar a quien haya cometido un delito que está olvidado. No podemos confundir las relaciones, por tanto no podemos exigir que un hombre sea al mismo tiempo acusador y acusado. Con la tortura, el inocente sensible se declarará culpable si cree que con ello hará cesar el tormento. No así, el fuerte que resiste aun cuando es culpable, que al haber resistido es absuelto y declarado inocente por el magistrado. El resultado de la tortura es cuestión de cálculo; varía en cada hombre en proporción a su robustez y sensibilidad. Ahora bien, debemos aceptar que toda acción violenta confunde y hace desaparecer las menores diferencias de los objetos por las que en ocasiones se distingue lo verdadero de lo falso. Una consecuencia de la tortura es que al INOCENTE se le pone en peor condición que al reo, porque o bien confiesa el delito y se le condena, o bien se le declara inocente pero ha sufrido una pena indebida. También, se sigue que el CULPABLE tiene una posibilidad a favor; puesto que si resiste con firmeza la tortura, será absuelto como inocente. Por lo que el inocente sólo pierde, y el culpable sólo gana. Terminada la tortura y nuevamente ya en juicio, no vale la confesión hecha durante la tortura si no se ratifica con juramento después de cesada la misma. Si el reo no confirma el delito, se le vuelve a torturar. Entonces, sabemos que el primer motivo de tortura es hacer confesar al reo. Ahora, el segundo motivo se desarrolla cuando los supuestos culpables en su interrogatorio caen en contradicción. Lo cual no debe ser procedente puesto que a base del temor a la pena, la incertidumbre, la majestad del Juez, y
principalmente la ignorancia que es tan común entre inocentes y criminales, es demasiado fácil entrar en contradicciones. Ahora bien, el tercer motivo de tortura es para descubrir si el culpable de un delito A es también culpable de otros delitos B y C, diferentes del cual se le acusa. Un cuarto motivo es también cuando la tortura es usada para descubrir cómplices de su delito. El hombre que se acusa a si mismo, con mayor facilidad acusará a otros. Por t anto es impensable invocar la tortura para esto, además que es común y de conocimiento cultural que los cómplices huyen tras la captura de su compañero. Quinto motivo de tortura es la purgación de la infamia. Se creyó que el dolor limpia la infamia. Lo cual es ridículo puesto que el dolor es una sensación física, mientras que la infamia es una mera relación moral. Entonces, ya sabemos que la tortura se utiliza cuando; a. Se busca la confesión del reo. b. El acusado incurre en contradicciones en su interrogatorio. c. Se busca saber si es culpable de otros delitos distinto del cual se le acusa. d. Se busca saber los cómplices del delito. e. Se pretende limpiar la infamia. Las torturas tienen, de seguro, sus fuentes en ideas religiosas y espirituales. xiii. Procesos y prescripciones.
Se debe conceder al reo el tiempo y los medios oportunos para que se justifique; este tiempo debe ser breve por esencia de frenar los delitos, puesto que no debe perjudicar la prontitud de la pena. Las leyes deben fijar un cierto especio de tiempo, tanto para la defensa del reo como para las pruebas de los delitos. Beccaria distingue entre DELITOS ATROCES y DELITOS MENORES. Atroces son los que comienzan en el homicidio y comprende todos los posteriores crímenes. Los delitos atroces, no merecen prescripción por quien se da en fuga. Los delitos menores y oscuros deben quitar con la prescripción la incertidumbre de la suerte de un ciudadano. Estos delitos anteriormente distinguidos, se exigen que se regulen por principios diferentes. Idealmente, que en los DELITOS ATROCES disminuya el tiempo de la instructoria por el aumento de la probabilidad de la inocencia del reo, y debe aumentar el tiempo de la prescripción. En los DELITOS MENORES, que disminuya la probabilidad de inocencia del reo, pero debe aumentar el tiempo de la instructoria, y al disminuir el daño de la impunidad, debe disminuir también el tiempo de la prescripción.
xiv. Tentativas, cómplices, impunidad.
Las leyes debieran castigar la tentativa en algunos casos. Los cómplices no siempre actúan en el mismo grado, salvo cuando se tome un premio por ser el autor principal. La impunidad no debiera ser ofrecida para delatores, por avalar la traición y por resaltar la idea de debilidad de la ley del tribunal. En el caso del cómplice que delata el delito, no debiera quedar con premio de impunidad, sino que debiera ser desterrado. xv. Suavidad de las penas.
El fin de la pena NO ES el de atormentar y afligir a un ser sensible, ni el de deshacer un delito ya cometido. El fin de la pena SI ES el impedir al reo que realice nuevos daños a sus conciudadanos, y el de apartar a los demás de que los hagan iguales. Las penas y el método de infligirlas deben estar a proporción, para que se tenga el IMPACTO más eficaz y duradera en los ánimos de los hombres, y la menos ATORMENTADORA sobre el cuerpo del reo. Para que una pena consiga su efecto, basta que el mal de la pena supere al bien que nace del delito, y en ese exceso del mal debe calcularse la infalibilidad de la pena y la pérdida del bien que el delito produciría. De la crueldad de las pasiones encontramos dos conclusiones; a. que no es fácil guardar la proporción esencial entre delito y pena, y b. que la impunidad misma nace de la atrocidad de los suplicios. La grandeza de las penas debe ser relativa al Estado de la nación misma; deben ser más fuertes y sensibles los impactos sobre los ánimos endurecidos de un pueblo salido apenas del estado de salvajismo, pero a medida que los ánimos se suavizan en el estado de sociedad, crece la sensibilidad, y como consecuencia debe disminuir la intensidad de la pena. xvi. De la pena de Muerte.
¿Es útil y justa? La pena de muerte no es un Derecho; es una guerra de la nación con un ciudadano. La muerte de un ciudadano se cree necesaria sólo en dos motivos: a. cuando aún privado de libertad, tenga todavía tales relaciones y tal poder que interesa a la seguridad de la nación; cuando su existencia pueda producir una revolución peligrosa en la forma de gobierno establecida.
b. Cuando su muerte fuera el verdadero y único freno para retener a los demás de cometer delitos. La muerte de un ciudadano es necesaria cuando la nación recupera o pierde su libertad, o en tiempos de anarquía, pero en tiempos de tranquilo reinado de leyes no existe esta necesidad. La pena de muerte nunca persuadió a dejar de cometer el delito, según se ve en la experiencia de la Historia. No es la intensidad de la pena lo que produce el mayor efecto en el ánimo del hombre, sino la duración. La sensibilidad del humano se mueve más fácil y permanentemente por mínimos pero reiterados impactos que por un impulso fuerte pero pasajero. Verse reducido a una prolongada y mísera condición por cometer X hechos es más abrumador que la idea de la muerte que es una lejanía oscura. Es una regla general que las pasiones violentas sorprenden a los hombres, pero no por largo tiempo. En un gobierno libre y tranquilo los impactos deben ser más frecuentes que fuertes. La pena de muerte es un espectáculo y un objeto de compasión con mezcla de asco. Para que una pena sea justa no debe tener más que los grados de intensidad que basten para apartar a los hombres de los delitos. Si contraponemos la muerte y la esclavitud perpetua, es más dolorosa la esclavitud por la suma de momentos míseros que conlleva, además, la esclavitud asusta más a quien la ve que a quien la sufre; puesto que quien la ve considera toda la suma de los momentos desdichados y este se distrae de la infelicidad futura con la infelicidad del momento presente. Un criminal, al tener por sabida la pena de muerte, prefiere vivir el tiempo suficiente sin depositar un poco de su libertad a las leyes; vive libre de hacer lo que quiera, hasta que en un momento determinado y lejano obtenga la pena de muerte, que es momentánea. Pueden pasar años sin que sea llevado ante la justicia, entonces. Pero quien vea ante sus ojos un gran número de años e incluso el curso de la vida en los que habrá de pasar en la esclavitud y en e dolor a la vista de sus conciudadanos, piensa mil veces con incertidumbre el éxito de sus delitos y la brevedad de tiempo en que gozaría de sus frutos. Es absurdo que la ley que repudia el homicidio mande a cometer este mismo.
xvii. Destierro y confiscaciones.
Quien perturba la tranquilidad pública y quien no obedece las leyes debe ser excluido de la sociedad; debe ser desterrado. El destierro, debiera ser impuesto a quienes, acusados de un delito atroz están con una gran probabilidad pero no con certeza de ser reos. Para esto, es necesario un estatuto lo menos arbitrario y lo más preciso que sea posible. Ahora bien, el perder los bienes es una pena mayor que el destierro, por lo que debe haber en la ley una proporción entre los delitos y la pérdida de todos los bienes o la parte de estos. Se incurrirá en la pérdida de la totalidad cuando el destierro intimado por la ley sea tal que anule todas las relaciones existentes entre la sociedad y un ciudadano delincuente; los bienes precedentes del reo debieran pasar a sus legítimos sucesores, porque si no es así, se resalta, que las confiscaciones hacen sufrir al inocente la pena del culpable, y ponen a estos mismos inocentes en la desesperada necesidad de cometer delitos. xviii. Infamia.
La infamia es un signo de la desaprobación pública que priva al reo de la pública estimación y de la confianza de la patria. Ahora bien, es necesario que la infamia que la ley inflige sea la misma que nace de la relación entre las cosas. Las penas de infamia no deben ser demasiado frecuentes, porque los efectos de la frecuencia en las cosas debilitan la fuerza de la opinión. Tampoco la pena de infame debe caer sobre un gran número de personas de una sola vez, porque la infamia de muchos se resuelve con la infamia de nadie. xix. Prontitud de la Pena.
La pena, entre más pronta y próxima al delito cometido, más justa y provechosa será. Esta premisa además, eliminaría la incertidumbre del reo. La cárcel es la simple custodia de un ciudadano, y el rigor de esta no puede ser más que el necesario para impedir la fuga o para que no se oculten las pruebas de los delitos. El peso de la pena, como consecuencia de un delito debe ser lo más eficaz para los demás y lo menos dura que sea posible para quien la sufre. Ahora bien, la prontitud de la pena es útil porque cuanto menor sea el tiempo que medie entre el crimen y la pena, más fuerte y más duradera será en el ánimo del hombre la asociación de estas dos ideas: DELITO y PENA, una como CAUSA, y la otra como EFECTO necesario e indefectible. El largo retardo de la pena sólo produce el efecto de separar cada vez más esas dos ideas de delito y pena.
Debemos saber, que la conexión entre el crimen y la pena sea lo más conforme a la naturaleza del delito. xx. Certeza e infalibilidad de las penas.
Uno de los mayores frenos de los delitos es la INFABILIDAD de la pena, y por tanto, la vigilancia de los magistrados y la severidad de un juez inexorable acompañado de una legislación suave. Nunca la crueldad de la pena será un freno de los delitos. La certeza de un castigo producirá siempre una mayor impresión, que el temor de otro más terrible pero unido a la esperanza de la impunidad. Algunos quedan libres de la pena por un pequeño delito cuando este es perdonado por la parte ofendida. A medida que las penas se hagan más suaves, la clemencia y el perdón serán menos necesarios. xxi. Asilos.
Beccaria estima que hay dos cuestiones a examinar; a. Si los asilos son justos o no. En esto, es tajante al manifestar que los asilos invitan más a delinquir que lo que las penas disuaden. b. Si el pacto de entregarse las naciones a los reos recíprocamente es útil o no. Beccaria se excusa de no decidir si es útil o no. El lugar del delito es el lugar de la pena. xxii. De la talla.
Otra cuestión que se presenta, es saber si es útil o no poner precio a la cabeza de un hombre reconocido como reo, y armar el brazo de cada ciudadano para hacer de estos un verdugo. Quien tiene fuerza para defenderse, no trata de comprarla. Estos son usos de las naciones débiles, y sólo se siembra la desconfianza en los corazones. En vez de prevenir un delito, se está gatillando miles más. Las leyes que premian la traición y que provocan una guerra clandestina esparciendo la sospecha recíproca entre los ciudadanos, se oponen a esa tan necesaria unión de la moral y de la política, a la paz cual deberían los hombres su felicidad, y las naciones la paz, y el universo algún que otro mayor intervalo de tranquilidad y de reposo en los males que sobre él van y vienen. xxiii. Proporción entre los delitos y las penas.
Deben ser más fuertes los obstáculos que aparten a los hombres de los delitos; debe haber una proporción entre los delitos y las penas.
Si una pena igual castiga dos delitos que ofenden desigualmente a la sociedad, los hombres no encontrarán un más fuerte obstáculo para cometer el delito mayor, si a él encuentran unida una mayor ventaja. Si la geometría pudiera adaptarse a las infinitas y oscuras combinaciones de las acciones humanas, debería haber una escala correspondiente de penas, que descendiese de las más fuertes a las más débiles; si hubiese una escala exacta y universal de las penas y de lo delitos, tendríamos una probable y común medida de los grados de tiranía y de libertad, del fondo de humanidad o de malicia de las diversas naciones. xxiv. Medida de los delitos.
La verdadera medida de los delitos es el daño de la sociedad; erraron los que creyeron verdadera medida de los delitos la intención de quien los comete. En ocasiones, los hombres con la mejor intención hacen el mayor mal a la sociedad, y en otras ocasiones, con la peor voluntad hacen el mayor bien. Otros miden los delitos más por la dignidad de la persona ofendida que por su importancia respecto del bien público. Desde ya tendría mayor pena la injuria cometida contra el Rey que contra el méndigo. Algunos pensaron que la gravedad del pecado interviene en la medida de los delitos. En tal caso, podrían los hombres castigar cuando Dios perdona, y perdonar cuando Dios castiga. Si los hombres pueden estar en contradicción con el Omnipotente al ofenderlo, pueden estarlo también al castigar. xxv. División de los delitos.
Unos delitos destruyen inmediatamente la sociedad, o a quien la representa. Otros ofenden la seguridad particular de un ciudadano en su vida, en sus bienes o en su honor. Otros son acciones contrarias a lo que cada cual está obligado a hacer o no hacer con miras al bien público. Cualquier acción no comprendida entre los dos antedichos límites, no puede llamarse delito, o ser castigado como tal. Las pasiones de un siglo son el fundamento de la moral de los siglos siguientes; cambian con las revoluciones del tiempo. xxvi. Delitos de lesa majestad.
Los delitos de lesa majestad son los más dañosos, son los máximos delitos, los primeros. Estos delitos intentan la destrucción inmediata de la sociedad. No se puede penar a delitos menores con la intensidad de una pena de delito mayor.
xxvii. Delitos contra la seguridad de cada uno de los particulares. Violencias.
Después de los delitos de lesa majestad, vienen los delitos contrarios a la seguridad de cada uno de los particulares. A la violación del derecho de seguridad, no queda más que asignar alguna de las penas más considerables establecidas por las leyes. Caben aquí los delitos de atentados; a. contra las personas, b. contra el honor, c. contra los bienes. Los atentados contra la seguridad y la libertad de los ciudadanos son uno de los mayores delitos; asesinatos y hurtos; independiente de contra quien se ejerza –plebeyo, rey, magistrado-. No hay libertad allí donde las leyes permitan que en determinadas circunstancias el hombre deje de ser persona y se convierta en cosa. Las penas deben ser iguales para todas las personas [‘ciudadanos’] ; no es la medida de las penas la sensibilidad del reo, sino el daño público. xxviii. Injurias.
Las injurias personales y contrarias al honor, deben ser castigadas con la infamia. xxix. De los duelos.
Los duelos tuvieron su origen en la anarquía de las leyes; el hombre de honor se ve expuesto a convertirse en un ser meramente solitario, o convertirse en blanco de los insultos y de la infamia. La necesidad de estimación ajena es menos común en la plebe que en aquellos que por estar más elevados, se miran con más desconfianza y envidia. El mejor método de prevenir este delito es castigar al agresor, a quien dio ocasión al duelo, declarando inocente a quien sin culpa suya fue constreñido a defender lo que las leyes actuales no aseguran. xxx. Hurtos.
Los hurtos que no llevan unida la violencia, deben ser castigados con pena pecuniaria, porque quien trata de enriquecerse con lo ajeno, debe ser empobrecido de lo propio. Cuando el hurto lleve consigo violencia, la pena debe ser igualmente una mezcla de corporal y servil. Resulta evidente el desorden que nace de no distinguir las penas de los hurtos violentos de aquellas de los hurtos dolosos; estos delitos son de naturaleza diferente.
xxxi. Contrabandos.
Es un delito que ofende al soberano y a la nación; su pena no debe ser infamante, porque una vez cometido el delito, no produce infamia en la opinión pública ya que ningún ser sensible se interesa más que por los males que conoce, creen que no les afecta sino sólo al soberano. Este delito nace de la ley misma, por tanto, la tentación de hacer el contrabando y la facilidad de cometerlo crecen con la periferia que hay de custodiar y con la disminución del volumen de la mercancía. No hay que dejar impone el delito; hay contrabandos que afectan de tal modo a la naturaleza del tributo, que semejante delito merece una pena considerable, hasta la prisión misma, hasta la servidumbre conformes a la naturaleza del delito mismo. xxxii. De los deudores.
La buena fe de los contratos y la seguridad del comercio constriñen al legislador a asegurar a los acreedores las personas de los deudores fallidos. Es importante distinguir entre el fallido doloso y el fallido inocente. El primero debería ser castigado con la misma pena que se asigna a los falsificadores de monedas; porque falsificar dinero no es mayor delito que falsificar las obligaciones mismas. El fallido inocente que ha probado ante juez que la malicio o la desgracia humana lo han despojado de sus bienes no debiera ser sentenciado a prisión; habrá de ser su obligación inextinguible hasta el pago total, y no se le debe conceder sustraerse de ella sin el consentimiento de las partes interesadas. Acá se debe distinguir el dolo de la culpa grave, la grave de la leve, y esta última de la perfecta inocencia. Las distinciones de grave y leve deben ser fijadas por la ley ciega e imparcial. xxxiii. De la tranquilidad pública.
Entre los delitos de la tercera especie están los que perturban la tranquilidad pública y la quietud de los ciudadanos; tal como los estrépitos y las jaranas en las vías públicas y los sermones fanáticos. Medios eficaces para prevenir la peligrosa condensación de las pasiones populares son las iluminaciones, los guardias distribuidos por los barrios de la ciudad, los discursos de la religión reservados a los templos protegidos por la autoridad pública, las arengas en los parlamentos. Estos medios forman una rama principal de la vigilancia del magistrado que los franceses llaman pólice. El magistrado debe tener leyes establecidas en un código que circule entre las manos de todos los ciudadanos; todo ciudadano debe saber cuándo es culpable y cuando es inocente. xxxiv. Del ocio político.
Ocio político se llama al ocio de quien no contribuye a la sociedad ni con el trabajo ni con la riqueza. Las leyes deben definir cuál es el ocio que ha de castigarse.
xxxv. Del suicidio y de los emigrantes.
El suicidio es un delito que parece no poder admitir una pena propiamente dicha; recaería sobre los inocentes o sobre un cuerpo frío e insensible. Quien teme el dolor, obedece a las leyes, pero la muerte extingue en el cuerpo todas sus fuentes. El castigar un delito antes, sería castigar la voluntad de los hombres y no sus acciones. La prohibición misma de salir de un país aumenta en los nacionales el deseo de hacerlo, y es una advertencia a los extranjeros para que no entren en él. Está demostrado que la ley que aprisiona a los súbditos en su país es inútil e injusta, por lo tanto, lo será también la pena del suicidio; no es un delito ante los hombres ya que solo puede castigarse después de la muerte, y la pena en vez de recaer sobre el reo mismo, recae sobre su familia. xxxvi. Delitos de prueba difícil.
Hay algunos delitos frecuentes en la sociedad, y además, difíciles de probar; tales como el ADULTERIO, la PEDERASTÍA, y el INFANTICIDIO. El ADULTERIO toma su fuerza y su dirección en dos causas; a. las leyes variables de los hombres, y b. la fortísima atracción que impele a un sexo hacia el otro. Nace del abuso de una necesidad constante y universal en toda la humanidad. Se diferencia de otros delitos por tener su nacimiento en una necesidad natural, en vez de una necesidad momentánea. La fidelidad conyugal es siempre proporcionada al número y a la libertad de los matrimonios. Regla general; en todo delito que por su naturaleza debe quedar las más de las veces impune, la pena se convierte en un incentivo; es propiedad de nuestra imaginación que las dificultades, si no son invencibles o demasiado difíciles respecto de la pereza del ánimo de los hombres, excitan más vivamente la imaginación y magnifican el objeto, constriñendo a considerarlo bajo todos su aspectos, se adhiere más estrechamente a la parte placentera. La PEDERASTÍA, se funda menos en las necesidades del hombre aislado y libre, que en las pasiones del hombre sociable y esclavo. El INFANTICIDIO, es el efecto de una inevitable contradicción en que se ve puesta una persona que por debilidad o por violencia ha cedido al dilema entre la infamia y la muerte de un ser incapaz de sentir los males. Al indicar las fuentes de estos delitos, podemos notar consecuencias generales; no se puede llamar justa y necesaria la pena de un delito mientras la ley no haya empleado el mejor medio posible para prevenirlo.
xxxvii. De un género particular de delitos.
Beccaria no habla de los pecados, cuyas penas deben regirse por principios distintos de los de una limitada filosofía; Beccaria habla sobre los delitos que emanan de la naturaleza humana y del pacto social. xxxviii. Falsas ideas de utilidad.
Las falsas ideas de utilidad que se forman los legisladores, son fuente de errores y de injusticias. FALSA IDEA DE UTILIDAD es la que antepone los inconvenientes particulares al inconveniente general, la que manda a los sentimientos y no los excita; lo que dice a la lógica: “SIRVE”. La que sacrifica mil
ventajas reales por un inconveniente imaginario o de escasa importancia. Cuando se quita el fuego a los hombres porque incendia, o el agua porque inunda. Las leyes que prohíben llevar armas son leyes de esta índole. Estas leyes empeoran la condición de los asaltados, mejorando la de los asaltantes; no disminuyen los homicidios, sino que los aumentan ya que es mayor la confianza en asaltar a los inermes que a los armados. Se incurre en esto cuando se quiere dar a una multitud de seres sensibles la simetría y orden de que es susceptible la materia bruta e inanimada. xxxix. Del espíritu de familia.
Se consideró a la sociedad como una unión de familias, en vez de una unión de hombres. Debido a esto no era más que obvio que por el sentimiento del Jefe de Familia, el espíritu monárquico se introduciría poco a poco en la república misma. El espíritu de familia es un espíritu de detalle limitado a hechos pequeños. En la república de familias, los hijos continúan bajo la potestad del jefe mientras vive, y son constreñidos a esperar como consecuencia de su muerte una existencia que solo dependa de las leyes. Se trabaja para el bien de familia. En república de hombres la familia no es una subordinación de mando, sino de contrato. La primera inspira sujeción y temor, la segunda valor y libertad. Las sociedades tienen al igual que los cuerpos humanos, circunscritos sus límites y si crecen más allá de ellos, su economía se perturba necesariamente.
xl. Del fisco.
Hubo un tiempo en que casi todas las penas eran pecuniarias; los delitos de los hombres constituían el patrimonio del príncipe. Los atentados contra la seguridad pública eran objeto de lucro. El objeto de la pena era un litigio entre el fisco y el reo; un asunto civil, contencioso, privado y no público. El juez era un abogado del fisco. La confesión del delito era reconocerse deudor del fisco. La fase de prueba no es en favor de la debilidad del reo, sino en favor de los intereses que pudiera perder el fisco. Había un proceso ofensivo; no se podría declarar inocente sino hasta la sentencia del juez. Se contrapone al proceso informativo de la investigación indiferente del hecho. xli. Cómo se previenen los delitos.
Según Beccaria, es mejor prevenir los delitos que castigarlos; es el fin principal de toda buena legislación. Las leyes tienen que ser claras, sencillas y que toda la fuerza de la nación se concentre para defenderlas, y que ninguna parte de ella se empeñe en destruirlas. Quien tenga un alma sensible y eche una mirada sobre un código de leyes bien hechas y encuentre que no perdió más que la funesta libertad de hacer el mal a otros, se verá constreñido a bendecir el trono y a quien lo ocupa. Hicieron un gran bien a la humanidad aquellos primeros errores que poblaron la Tierra de falsas divinidades y que crearon un universo invisible regulador del nuestro. Se debe interesar al consejo ejecutor de las leyes más en la observancia que en la corrupción de ellas. Recompensar la virtud; Beccaria observa un silencio universal en las leyes actuales de todas las naciones. Pero, el más seguro y más difícil medio de prevenir los delitos, es el de PERFECCIONAR LA EDUCACIÓN. xlii. Conclusión.
PARA QUE CADA PENA NO SEA UNA VIOLENCIA DE UNO O DE MUCHOS CONTRA UN CIUDADANO PARTICULAR, DEBE SER ESENCIALMENTE PÚBLICA, PRONTA, NECESARIA, LA MÍNIMA DE LAS POSIBLES EN LAS CIRCUNASNCIAS DE QUE SE TRATE, PROPORCIONADA A LOS DELITOS Y DICTADA POR LAS LEYES.