Poemas
A los enmudecidos Ah, la locura de la gran ciudad cuando al anochecer, junto a los negros muros, se levantan los árboles deformes y a través de la máscara de plata se asoma el genio del mal; la luz con látigos que atraen ahuyenta pétrea noche. Oh, el hundido repique de las campanas del crepúsculo. Ramera que entre escalofríos alumbra una criatura muerta. La ira de Dios con rabia azota la frente de los poseídos, epidemia purpúrea, hambre que rompe verdes ojos. Ah, la odiosa carcajada del oro. Pero una humanidad más silenciosa sangra en oscura cueva forjando con metales duros el rostro redentor. Versión de Helmut Pfeiffer
A un muerto prematuro Oh, él ángel negro, que furtivo salió del interior del árbol, cuando éramos dulces compañeros de juego en la tarde, al borde de la fuente azulada. Nuestro paso era sereno, los ojos redondos en la frescura parda del otoño. Oh, la dulzura púrpura de las estrellas. Pero aquel bajó los pétreos escalones de Mönschberg con una sonrisa azul, y en la extraña crisálida de su más tranquila infancia murió. En el jardín quedó el rostro plateado del amigo atento en el follaje o en las antiguas rocas. El alma cantó la muerte, la verde corrupción de la carne, e imperó el murmullo del bosque, la queja febril del animal. Siempre tañían desde torres las azules campanas de la tarde. Llegó la hora en que aquel vio sombras en el sol púrpura, veladuras de podredumbre en el ramaje desnudo; en la tarde, cuando en el muro crepuscular cantó el mirlo, y el espíritu del muerto prematuramente apareció silencioso en la alcoba. Oh, la sangre que fluye de la garganta del dios, flor azul; oh, las lágrimas ardientes lloradas en la noche. Nube dorada y tiempo. En solitario recinto hospedas con frecuencia al muerto. Y caminas en diálogo íntimo bajo los olmos bordeando el verde río. Versión de Helmut Pfeiffer
Al niño Elis Elis, cuando el mirlo llame en el oscuro bosque será tu ocaso. Tus labios beben frescura en la pedregosa fuente azul. Cuando tu frente sangre suavemente olvida las antiguas leyendas y el oscuro augurio del vuelo de los pájaros. Pues tus leves pasos se adentran en la noche cargada con los púrpuras racimos de la vid; mientras el azul hace más bello el movimiento de tus brazos. Se escucha un espino, allá donde vuelan tus dos ojos de luna. Ah, hace cuánto tiempo que eres de la muerte. Tu cuerpo es un jacinto donde un monje sumerge sus dedos de cera. Y una cueva sombría es nuestro silencio de la que a veces surge un apacible animal. Deja caer lento los pesados párpados. Sobre tus sienes gotea un oscuro rocío, el último oro de las estrellas extinguidas. Versión de Helmut Pfeiffer
Alma de noche Furtivo desciende de los negros bosques un venado azul, el alma. Es de noche y sobre los escalones musgosos se ve una fuente blanca. La sangre y un grupo de armas antiguas murmuran en el valle de los pinos. La luna brilla siempre en parajes derruidos; embriagada por venenos oscuros, máscara de plata inclinada sobre el sueño de los pastores; cabeza abandonada en silencio por sus sagas. Oh, abre ella sus frías manos bajo arcos de piedra mientras lento sube un dorado verano a la ciega ventana y toda la noche se oyen sobre el verde los pasos de la danzarina, y la voz de la lechuza que llama al ebrio en púrpura tristeza. Versión de Helmut Pfeiffer
Anif Recuerdo: gaviotas deslizándose sobre un oscuro cielo de melancolía masculina. Sosegado habitas tú a la sombra del fresno otoñal, y absorto en las formas de la colina desciendes por el verde río cuando reina la tarde, melodioso amor: apaciblemente te busca el oscuro venado, y un hombre rosado. Ebria de viento azul roza la frente el follaje agonizante mientras recuerdas el rostro adusto de la madre; Oh, cómo se hunde todo en lo oscuro; las lúgubres habitaciones y los viejos utensilios de los ancestros conmueven el pecho del extranjero, Oh, signos y estrellas. Grande es la culpa del que ha nacido. Ay, dorados escalofríos de la muerte, cuando el alma sueña flores más frescas. Siempre grita en las ramas desnudas el ave nocturna. Al paso de la luna suena un viento helado en los muros de la aldea. Versión de Helmut Pfeiffer
Canción de Kaspar Hauser Para Bessie Loos Amaba el sol que purpúreo bajaba la colina, los caminos del bosque, el negro pájaro cantor y la alegría de lo verde. Serio era su vivir a la sombra del árbol y puro su rostro. Dios habló como una suave llama a su corazón: ¡Hombre! La ciudad halló su paso silencioso en el atardecer; pronunció la oscura queja de su boca: soñaba ser un jinete. Pero le seguían animal y arbusto, la casa y el jardín de blancos hombres y su asesino lo asediaba. Primavera y verano y el hermoso otoño del justo, su paso silencioso ante la alcoba sombría de los soñadores. De noche permanecía solo con su estrella. Miró caer la nieve sobre el desnudo ramaje y la sombra del asesino en la penumbra del zaguán. Entonces rodó la cabeza plateada del no nacido aún. Versión de Helmut Pfeiffer
Canto del solitario Armonía es el vuelo de los pájaros. Los verdes bosques se reúnen al atardecer en las cabañas silenciosas; los prados cristalinos del corzo. La oscuridad calma el murmullo del arroyo, sentimos las sombras húmedas y las flores del verano que susurran al viento. Anochece la frente del hombre pensativo. Y una lámpara de bondad se enciende en su corazón, en la paz de su cena; pues consagrados el vino y el pan por la mano de Dios, el hermano quiere descansar de espinosos senderos y callado te mira con sus ojos nocturnos. Ah, morar en el intenso azul de la noche. El amoroso silencio de la alcoba envuelve la sombra de los ancianos, los martirios púrpuras, el llanto de una gran que en el nieto solitario muere con piedad. Pues siempre despierta más radiante de sus negros minutos la locura, el hombre abatido en los umbrales de piedra poderosamente es cubierto por el fresco azul y por el luminoso declinar del otoño, la casa silenciosa, las leyendas del bosque, medida y ley y senda lunar de los que mueren. Versión de Helmut Pfeiffer
Crepúsculo en el alma Silenciosa va a dar al lindero del bosque una bestia oscura; en el cerro acaba quedo el viento de la tarde, enmudece en su queja el mirlo, y blandas flautas del otoño callan entre los juncos. En una negra nube navegas ebrio de amapolas la alberca de la noche, el cielo de los astros. Aún resuena la voz de luna de la hermana en la noche del alma. Versión de Luis Arántegui
De profundis Existe un campo de rastrojos donde cae una lluvia negra. Existe un árbol pardo que se alza solitario. Existe un viento que susurra entre chozas vacías. Qué atardecer tan triste. A la orilla de la aldea la dulce huérfana recoge escasas espigas. Sus ojos redondos y dorados recorren el crepúsculo y su seno anhela al esposo celestial. De regreso al hogar unos pastores hallaron el dulce cuerpo descompuesto en el espino. Una sombra soy lejos de oscuras aldeas. El silencio de Dios bebí en la fuente del bosque. Sobre mi frente golpeó un frío metal. Arañas buscan mi corazón. Hay una luz que se extinguió en mi boca. De noche me encontré en un páramo, colmado de deshechos y de polvo de estrellas. En los avellanos tintinearon ángeles cristalinos. Versión de Helmut Pfeiffer
Decadencia Al atardecer cuando tocan a paz las campanas, Sigo de las aves el maravilloso vuelo Que en largas bandadas como devotos peregrinos Desaparecen en las claras vastedades del otoño. Deambulando a través de umbrosos patios Sueño yo en sus lúcidos presagios, Y siento que de las sabias horas no podré apartarme. Así prosigo, por sobre nubes, tras sus viajes. He aquí que un hálito me hace temblar ante las ruinas. El mirlo clama entre las ramas deshojadas. Oscilan las rojas vides entre rejas herrumbrosas. Entretanto como un corro mortal de pálidos infantes En torno al oscuro borde de pozos en descomposición. Se inclinan ante el viento, enteleridas, azules ramas. Versión de Walter Hoefler
En la oscuridad La primavera azul silencia el alma. Bajo el húmedo ramaje del poniente se hundió estremecida la frente de los amantes. Oh, la cruz verdecida. En diálogo oscuro se reconocieron hombre y mujer. Junto al muro desnudo camina con sus estrellas el solitario. Sobre los senderos del bosque en claro de luna reinó el desenfreno de cacerías olvidadas; la mirada de lo azul irrumpe de la roca derruida. Versión de Helmut Pfeiffer
Extraña primavera Profunda luz. Las doce. En duro suelo me abriga el sueño aquella vieja roca. Tres ángeles detienen, suave, el vuelo. Extraños ríen con extraña boca. Baña los campos la fundida nieve. Premonitoria es esta primavera, y de aquel abedul se adentra, leve, en frío lago larga cabellera. Veloz acerca el ala hermosa nube, cintas azules en el cielo brillan... Risueño en ellas mi mirar detuve. Los ángeles piadosos se arrodillan. De un pájaro encantado se levanta muy claro y fuerte el trino de metal y lúcido, yo escucho lo que canta: ¡Tu dicha no, tu muerte sí, mortal! Versión de Ángela Becker
Grodek Por la tarde resuenan en los bosques otoñales las mortíferas armas, y en las llanuras áureas y en los lagos azules rueda el sol más oscuro. La noche abraza a los guerreros moribundos, irrumpe el lamento salvaje de sus bocas quebradas. Pero silenciosas en la pradera, rojas nubes que un dios airado habita convocan la sangre derramada, la frialdad lunar; y todos los caminos desembocan en negra podredumbre. Bajo el dorado ramaje de la noche y las estrellas vaga la sombra de la hermana por el bosque silencioso saludando las almas de los héroes, las cabezas sangrantes. Y en el cañaveral suenan las oscuras flautas del otoño. Oh, qué soberbio duelo, con altares de bronce; un terrible dolor nutre hoy la ardiente llama del espíritu, por los nietos que no han nacido aún. Versión de Helmut Pfeiffer
Melancolía Sombras azuladas y esos ojos oscuros que al pasar me miran hondamente. El sonido del otoño se acompaña con guitarras y en el jardín se disuelve su ceniza impura. Las pesadumbres sombrías de la muerte preparan sus delicadas manos. De pechos opulentos beben descarnados labios y en la piel dorada del niño solar ondulan húmedos sus rizos. Versión de Helmut Pfeiffer
Mi corazón en el ocaso Al atardecer se oye el grito de los murciélagos. Dos caballos negros saltan en la pradera. El arce rojo murmura. El caminante encuentra el hostal en el camino. Magnífico es el vino joven con las nueces. Magnífico tambalearse ebrio en el bosque crepuscular . A través del oscuro follaje suenan campanas dolorosas. Ya sobre el rostro gotea el rocío. Versión de Helmut Pfeiffer
Para el joven Elis
(otra versión(
Elis, el reclamo del mirlo en el bosque negro señala tu ocaso. Tus labios beben la frescura de la fuente azul en el roquedal. Deja que tu frente sangre quedamente remotas leyendas y los oscuros indicios del vuelo de las aves. Sin embargo marchas con leve paso por la noche repleta de colgantes racimos purpúreos. Y es cada vez más bello el moverse de tus brazos en el azul Donde hace oír sus sones un zarzal allí están tus ojos lunares. Oh, cuánto tiempo hace, Elis, que estás muerto. Tu cuerpo es un jacinto en el que hunde un monje sus dedos de cera. Nuestro mutismo, es una negra caverna, de la que a veces sale un manso animal, que cierra lentamente sus pesados párpados. Corren gotas de un negro rocío por tus sienes El oro final de estrellas que se extinguen. Versión de Aldo Pellegrini
Pasión Cuando Orfeo tañe la lira plateada llora un muerto en el jardín de la tarde, ¿quién eres tú que yaces bajo los altos árboles? Murmura su lamento el cañaveral en otoño. El estanque azul se pierde bajo el verdor de los árboles siguiendo la sombra de la hermana; oscuro amor de una estirpe salvaje, que huye del día en sus ruedas de oro. Noche serena. Bajo sombríos abetos mezclaron su sangre dos lobos petrificados en un abrazo; murió la nube sobre el sendero dorado, paciencia y silencio de la infancia. Aparece el tierno cadáver junto al estanque de Tritón adormecido en sus cabellos de jacinto. ¡Que al fin se quiebre la fría cabeza! Pues siempre prosigue un animal azul, acechante en la penumbra de los árboles, vigilando estos negros caminos, conmovido por su música nocturna, por su dulce delirio; o por el oscuro éxtasis que vibra sus cadencias a los helados pies de la penitente en la ciudad de piedra. Versión de Helmut Pfeiffer
Primavera del alma Grito en el sueño, por calles oscuras avanza el viento, del ramaje aflora el azul primaveral, el rocío púrpura de la noche adviene y alrededor se apagan las estrellas. Verde amanece el río, plateados son los paseos antiguos y las torres de la ciudad. Ah, la suave embriaguez de la barca que se desliza y el oscuro cantar del mirlo en jardines de la infancia. Ya se aclara el rosado velo. Las aguas murmuran ceremoniosas. Ah, las húmedas sombras de la pradera, el animal que avanza; intenso verdor, los ramajes floridos tocan la frente cristalina; vívido balanceo de la barca. El sol murmura sobre las nubes rosadas de la colina. Grande es el silencio de los abetos, las graves sombras en el río. ¡Pureza! ¡Pureza! ¿Dónde están las terribles veredas de la muerte, del gris silencio pétreo, las rocas nocturnas y las inquietas sombras? Radiante abismo del sol. Hermana, cuando te encontré en el claro solitario del bosque era mediodía y vasto el silencio del animal; blanca estabas bajo una encina silvestre y florecía plateado el espino. Poderosa la muerte y la llama que canta en el corazón. Oscuras aguas rodean el juego de los peces. Hora de la desolación, silenciosa vista del sol. Es un ser extraño el alma en la tierra. Sagradamente anochece el azul sobre el bosque abatido y repica una sombría campana en la aldea; compañía apacible. Sobre los pálidos párpados del muerto florece el mirto silencioso. Suaves suenan las aguas al declinar la tarde y en la orilla verdea con intensidad la hierba, fulgor en el viento rosado; el dulce canto del hermano en la colina crepuscular. Versión de Helmut Pfeiffer
Queja Sueño y muerte, águilas de tiniebla, rondan rumor de noche esa frente: a la dorada imagen del hombre parece engullir la ola helada de lo eterno. En arrecifes estremecedores púrpura el cuerpo zozobra. Y se alza la oscura voz en su queja de la mar. Hermana en turbulenta pesadumbre, mira una barca de angustia sumirse entre estrellas en el callado rostro de la noche. Versión de José Luis Arántegui
Quietud y silencio Pastores enterraron al sol en el desnudo bosque. Un pescador sacó en su delicada red a la luna del lago helado. En el azul cristal habita el hombre pálido, la mejilla apoyada en sus estrellas; o inclina la cabeza en sueño purpúreo. Siempre inquieta al contemplador el negro vuelo de los pájaros que en el azul sagrado de las flores piensa en el cercano silencio del olvido, en ángeles extintos. De nuevo oscurece la frente en rocas lunares; y radiante surge la hermana en otoño y negra podredumbre. Versión de Helmut Pfeiffer
Revelación y caída Extraños son los caminos nocturnos del hombre. Cuando iba sonámbulo por las habitaciones de piedra y en cada una ardía un silencioso candil, un candelabro de cobre, y cuando preso del frío entré en el lecho, reapareció en la cabecera la sombra negra de la extranjera, y en silencio oculté mi rostro en las lentas manos. El jacinto florecía azul en la ventana y llegó al labio púrpura de mi aliento la antigua oración; de sus párpados cayeron lágrimas de cristal lloradas por la amargura del mundo. En esta hora la muerte de mi padre hizo de mí el hijo blanco. En azules sobresaltos bajó de la colina el viento de la noche, el oscuro lamento de la madre que moría, y vi el negro infierno en mi corazón; minuto de radiante mutismo. Suave surgió del muro blanqueado con cal un rostro indescriptible -un joven moribundo-, la belleza de una estirpe que regresa a sus padres. Blancura de luna, el frío de la piedra envolvió la sien desvelada, sonaron los pasos de las sombras sobre erosionadas gradas, un rosado tumulto en el pequeño jardín. Silencioso estaba sentado en una taberna abandonada bajo vigas ahumadas, solo ante el vino; un cadáver rutilante inclinado sobre la oscuridad y un cordero muerto a mis pies. De un corrupto azul salió la sombra pálida de mi hermana y así habló su boca ensangrentada: Hiere, espina negra. Ah, todavía resuenan las tormentas desatadas en mis brazos plateados. Sangre, corre de mis pies lunares, floreciendo sobre los senderos nocturnos, donde la rata salta gritando. Iluminad, estrellas mis arqueadas cejas; para que el corazón palpite suave en la noche. Irrumpió en la casa una sombra roja con espada flameante, huyó con su frente de nieve. Oh muerte amarga. Y una voz oscura habló dentro de mí: He roto la nuca a mi caballo negro en el bosque nocturno, porque de sus purpúreos ojos brotaba la demencia; las sombras de los olmos, la risa azul del manantial y la frescura negra de la noche cayeron sobre mí cuando levanté como cazador salvaje una lanza de nieve. En un infierno de piedra murió mi rostro. Cayó brillando una gota de sangre en el vino del solitario; y cuando lo bebí sabía más amargo que la adormidera. Una nube profunda envolvió mi cabeza, las lágrimas de cristal de ángeles condenados. Delicadamente fluyó la sangre de la plateada herida de la hermana y una lluvia de fuego cayó sobre mí. Por el lindero del bosque deseaba caminar, como alguien sombrío que ha dejado caer de sus mudas manos el velo solar, y al atravesar llorando la colina de la tarde levanta los párpados hacia la ciudad de piedra; como un animal que se siente tranquilo en la paz del viejo árbol; oh, esta cabeza inquieta acechando en la penumbra, esos pasos que corren dudosos buscando la nube azul en la colina, persiguiendo también implacables constelaciones. A un lado escolta el corzo la siembra verde, silenciosa compañía de los musgosos caminos del bosque. Las cabañas de los campesinos se han cerrado en su mutismo, y atemoriza en la negra calma del viento la queja azul del torrente. Pero cuando descendí por el sendero de piedras, me asaltó la locura y grité fuerte en la noche; y cuando con mis dedos plateados me incliné sobre las aguas silenciosas vi que mi rostro me había
abandonado. Y la voz blanca me dijo: ¡Mátate! Con un suspiro se levantó en mí la sombra de un niño y me observó radiante con ojos cristalinos: entonces caí llorando bajo los árboles y la poderosa bóveda de estrellas. Sobresaltado caminar por el caótico sendero de piedras, lejano de los caseríos de la tarde, viendo rebaños que regresan; en la distancia pasta el sol del ocaso en la pradera de cristal y su canto salvaje es conmovedor; el solitario grito del pájaro extraviándose en la paz azul. Pero dulcemente vienes tú en la noche, mientras yo vigilo sobre la colina o cuando el delirio se desata en la tempestad de la primavera, y con nubes cada vez más sombrías vela mi cabeza muerta la tristeza. Mi alma nocturna es horrorizada por fantasmales relámpagos; tus manos desgarradoras se ensañan sobre mi pecho de aliento entrecortado. Cuando penetré en la penumbra del jardín y se había apartado de mí la negra presencia del mal, me rodeó la calma del jacinto de la noche; y atravesé el estanque apacible en una barca ondulada mientras una dulce paz conmovió mi frente de piedra. Atónito descansé bajo los viejos sauces y estaba el cielo azul muy alto colmado de estrellas; y cuando me perdí en su contemplación murieron la angustia y el dolor en lo más profundo de mí; y la sombra azul del niño se levantó radiante en la oscuridad, dulce canto. Entonces se elevó con alas de luna sobre el verdor de las cimas, por encima de los peñascos cristalinos, la blanca imagen de la hermana. Con suelas plateadas descendí los espinosos escalones y entré en la alcoba blanqueada con cal. Ardía allí un candil silencioso y escondí calladamente mi cabeza en las sábanas purpúreas; y la tierra arrojó un cadáver infantil, una figura lunar que salió lentamente de mi sombra, precipitándose con los brazos quebrados de piedra en piedra, cayendo como nieve en copos. Versión de Helmut Pfeiffer
Salmo A Karl Kraus Hay una luz que el viento ha extinguido. Hay una taberna que en la tarde un ebrio abandona. Hay una viña quemada y negra. con agujeros llenos de arañas. Hay un cuarto que han blanqueado con leche. El demente ha muerto. Hay una isla de los mares del sur para recibir al dios del sol. Tocan los tambores. Los hombres ejecutan danzas de guerra. Las mujeres contonean las caderas entre enredaderas y flores de fuego, cuando el mar canta. Oh nuestro paraíso perdido. Las ninfas han abandonado los bosques de oro. Sepultan al extranjero. Comienza entonces una lluvia ígnea. El hijo de Pan surge bajo la apariencia de un peón caminero, que duerme al mediodía sobre la tierra ardiente. Hay niñas en un patio con vestiditos de una pobreza desgarradora. Hay salas colmadas de acordes y sonatas. Hay sombras que se abrazan ante un espejo ciego. En las ventanas del hospital se calientan los convalecientes. Un barco blanco remonta el canal cargado con epidemias sangrientas. La hermana extranjera surge de nuevo en los malos sueños de alguien. Versión de Helmut Pfeiffer
Siete cantos a la muerte Azulada muere la primavera; bajo sedientos árboles, camina un ser oscuro en el ocaso escuchando la dulce queja del mirlo. Silenciosa aparece la noche, con un venado sangrante que se abate lentamente en la colina. La húmeda brisa mece la rama del manzano en flor, se desata plateado lo que estuvo unido, muriendo con ojos nocturnos; estrellas que caen; dulce canto de la infancia. Iluminado bajó el durmiente por el bosque negro, murmuraba una fuente azul en la distancia cuando él levantó sus pálidos párpados sobre su rostro de nieve. La luna espantó un rojo animal de su guarida, y el oscuro lamento de las mujeres murió en suspiros. Radiante levantó sus manos hacia su estrella el blanco forastero; y silencioso abandona un muerto la casa derruida. Oh la imagen corrupta del hombre; fundida con fríos metales, noche y espanto de bosques sumergidos y el ardor del animal solitario; quietud de las corrientes del alma. La barca sombría lo llevó por cauces fulgurantes, llenos de estrellas púrpuras, y se inclinó apacible sobre él la verde rama, como una blanca amapola desde sus nubes de plata. Tendida en el bosque de avellanos juega con sus estrellas. El estudiante, quizá un doble, la sigue con la vista desde la ventana. Detrás de él está su hermano muerto, o tal vez baja por la vieja escalera de caracol. A la sombra de los pardos castaños palidece la figura del joven novicio. El jardín está en el ocaso. En el claustro revolotean murciélagos. Los hijos del portero dejan de jugar
y buscan el oro del cielo. Acordes finales de un cuarteto. La pequeña ciega corre temblando por el camino y después su sombra va a tientas por muros fríos, rodeada de cuentos y leyendas sagradas. Hay un navío vacío que al atardecer desciende por el negro canal. En las tinieblas del viejo asilo caen ruinas humanas. Los huérfanos yacen muertos junto al muro del jardín. De alcobas en penumbra surgen ángeles con alas manchadas de barro. Gotean gusanos de sus párpados amarillentos. La plaza de la iglesia es sombría y silenciosa como en los días de la infancia. Sobre pies de plata se deslizan antiguas vidas y las sombras de los condenados descienden hacia las aguas suspirantes. En su tumba juega el mago blanco con sus serpientes. Silenciosos sobre el calvario se abren los dorados ojos de Dios. Versión de Helmut Pfeiffer
Sonia La tarde reina en el viejo jardín; la vida de Sonia, calma azul. Migran aves silvestres; calma del desnudo árbol de otoño. El girasol se inclina suavemente sobre la blanca vida de Sonia. La herida roja indescifrable condena a existir en oscuros recintos, donde azules campanas resuenan. El paso de Sonia y su dulce sosiego. Contempla al animal que muere un y la calma del desnudo árbol de otoño. Brilla el sol de días antiguos sobre las cejas blancas de Sonia, la nieve humedece sus mejillas y la espesura de sus cejas. Versión de Helmut Pfeiffer
Transfiguración Cuando cae la tarde un rostro azul te abandona furtivo. Un pájaro canta en el tamarindo. Un monje apacible junta sus manos ya muertas. Un ángel blanco visita a María. Una corona nocturna de violetas, trigo y uvas purpúreas es el año de quien contempla. A tus pies se abren los sepulcros de los muertos, cuando posas la frente en tus manos plateadas. Silenciosa habita en tu boca la luna otoñal, sombrío es el canto ebrio del opio; flor azul que suena quedamente en piedras amarillas. Versión de Helmut Pfeiffer
Verano Al atardecer calla el lamento del pájaro en el bosque. Se inclina la mies, la roja amapola. Una negra tormenta amenaza sobre la colina. El antiguo canto del grillo perece en el campo. Ya no se mueve el follaje del castaño. En la escalera de caracol susurra tu vestido. En silencio alumbra el candil en la habitación oscura; una mano plateada la apaga. Quietud del viento, noche sin estrellas. Versión de Helmut Pfeiffer