1. Oración del predicador Señor Jesucristo, haz que con deseo ardiente me precipite a escuchar la Palabra de Dios, y haz que no rechace a los que ya se han acercado; haz que sepa estar junto a las aguas, no dentro de las aguas de la vanagloria; que suba a la navecilla de la obediencia y que baje a tierra por la humildad; que lave las redes del deseo de la predicación y de las buenas obras de toda avaricia, vanagloria y adulación; que sepa repararlas mediante la armonía de las sentencias; que las seque con la claridad; que las recoja por cautela y no por pereza; que no las rasgue por las divisiones; que aleje de la tierra la nave de la religión y permanezca descansando en ella. Haz que enseñe a los demás con el ejemplo; que sepa alternar la contemplación y la acción; que sepa conducir a los demás a la profundidad de la contemplación mediante la predicación de la religión. Que lance las redes en tu palabra y no en la tiniebla del pecado y de la ignorancia de tal forma que pueda capturar obras vivas; que en las aguas de las tribulaciones pueda llenar mis redes de la abundancia de tu presencia y de tus consuelos de modo que el alma reviente de admiración y busque ayudar al prójimo, especialmente a los más necesitados. Que llene las naves de obediencia y de paciencia y que por la humildad me prosterne ante las rodillas de Jesús y que, una vez arribado de este mundo a la tierra de los vivientes, pueda yo recibir los premios eternos. Amén. San Alberto Magno. Liturgia de las Horas. Propio O.P., pp. 1814-1815.
2. Para antes de enseñar, escribir o predicar Creador inefable, que en los tesoros de tu sabiduría has establecido tras jerarquías de ángeles, y las has colocado sobre el cielo empíreo con orden admirable y has dispuesto admirablemente todas las partes del universo. Tú, pues, que eres considerado verdadera fuente de la luz, y principio eminentísimo de la sabiduría, dígnate infundir un rayo de tu claridad en las tinieblas de mi inteligencia, alejando de mí las dos clases de tinieblas con las que he nacido: la del pecado y la de la ignorancia.
Tú, que sueltas las lenguas de los niños, prepara mi lengua e infunde la gracia de tu bendición en mis labios. Concédeme la agudeza para entender, la capacidad para asimilar, el modo y la facilidad para aprender, la sutileza para interpretar y la gracia abundante para hablar. Instruye el comienzo, dirige el desarrollo, completa la conclusión. Tú, que eres verdadero Dios y verdadero hombre, y que vives y reinas por los siglos de los siglos. Santo Tomás de Aquino. Liturgia de las Horas. Propio O.P., pp. 1819-1820.
3. En la hora undécima de la vida del Predicador Señor Jesucristo, que me llamaste a la primera hora de la mañana a tu viña, pues me has conducido desde mi juventud para trabajar en la religión por el premio de la vida eterna; cuando todo se haya consumado y ya en el juicio final premies las acciones, ¿qué me darás a mí que estuve todo el día ocioso, no ya en la plaza del mundo sino en la misma viña de la religión? Oh Señor, que no mides nuestras acciones con el peso público sino con la balanza del santuario, haz que al menos caiga en la cuenta y me convierta en la hora undécima y que no sea hallado envidioso porque tú eres bueno. Amén. San Alberto Magno. Liturgia de las Horas. Propio O.P., pp. 1815.
¿Quid sit praedicatio? praedicatio?
José Luis Gago de Val, OP
Hay muchas posibilidades diferentes de aplicar la palabra predicación. Se predica en el templo, en la celebración litúrgica y fuera de ella. Se predica en salas de conferencias, en grandes manifestaciones e incluso en plazas y calles. Se predica por radio y televisión, etc. Dentro de esta falta de precisión en la terminología hay algo que se puede afirmar con certeza: la predicación es el anuncio de la palabra de Dios.”
En la literatura paleocristiana, la palabra predicar conserva siempre el sentido de “proclamación del mensaje cristiano”. Con un estudioso de la teología de la predicación – Domenico Grasso, “Teología de la predicación”, Ediciones Sígueme, Salamanca 1968)- la definimos como “la proclamación del misterio de la salvación, hecha por Dios mismo a través de sus enviados, en orden a la fe y a la conversión y para el crecimiento de la vida cristiana”.
En otro lugar de su obra “Teología de la predicación” afirma: “la predicación es un acontecimiento: el encuentro con Dios. La historia de cada hombre no es tal, hasta que Dios no entra en ella obligándole a una elección. El encuentro entre Cristo y cada hombre acontece en la predicación antes que en los sacramentos" .
La predicación es vehículo de la gracia y, en particular, de esta gracia fundamental que es la fe. De ahí su preeminencia entre los ministerios de la Iglesia. El propio Grasso asegura que la predicación es más importante que las obras de caridad arguyendo por el dato, recogido en el libro de los Hechos de los apóstoles, de la elección de los siete diáconos, pues...”no es razonable que nosotros abandonemos abando nemos el ministerio de la palabra de Dios, dijeron, para servir a las mesas" . (Hech 6,2). Más importante, insiste, que la administración de los sacramentos, incluido el bautismo: Jesucristo, consciente de que el Padre le ha enviado a predicar el reino de Dios (Lc 4, 43) deja en manos de sus apóstoles la administración del bautismo de penitencia. San Pablo hará lo propio y, para justificar su proceder reservándose la predicación, recurre al mandato de Jesucristo: “Que no me envió Cristo a bautizar, sino a evangelizar”. evan gelizar”. (1 Cor 1, 17).
Probablemente hay que buscar, en el ejemplo de Cristo y de san Pablo, la causa de que los obispos de los primeros tiempos se reservaran para sí el ministerio de la palabra y no permitieran ejercerlo a los simples sacerdotes, sino en época muy tardía. En África fue san Agustín el primer presbítero a quien se le permitió predicar; el hecho llamó tanto la atención, que el papa Celestino escribió a los obispos de Italia para que no imitasen este “mal ejemplo”. No obstante, en el Concilio de Arlés (813) aparece por primera vez el mandato de que los párrocos prediquen en sus parroquias. Aquí es obligado mencionar a Diego de Acebedo, obispo de Osma y Domingo de Guzmán, por entonces canónigo regular de su cabildo. Año 1205: primer contacto con cátaros y valdenses en el mediodía francés, inicio de una nueva etapa que se inaugura con la fundación, en Prulla, Francia, de una casa llamada “santa predicación”;desde allí, con la aprobación sucesiva de Honorio III e Inocencio III, surgirán los frailes predicadores “para consagraros – les escribirá el primero de ellos-a la predicación de la palabra de Dios, propagando por el mundo el nombre de Nuestro Señor Jesucristo”. El IV Concilio de Letrán (1215) extenderá la experiencia recuperada por los frailes predicadores. Pero la cosa empezó en Galilea... Es frecuente encontrar en el evangelio la expresión “Jesús pasaba predicando el evangelio del Reino”; y ése es el encargo que dejó a los suyos: ”Id por todo el mundo y proclamad la buena noticia a toda criatura”. Desde los apóstoles Pedro y Pablo, la historia de la Iglesia es la historia de la predicación, de la evangelización, de la proclamación del evangelio. José Luis GAGO DE VAL; Del orador sagrado al comunicador cristiano, 1ª Asamblea de Predicación, 2006. Predicar: transmitir la mirada de Dios o ayudar a mirar al mundo como Dios lo mira
Fr. Felicísimo Martínez
Personalizar el mensaje no es, ni mucho menos, transmitir la propia experiencia subjetiva, la propia ideología, las propias opiniones, la propia mirada…, aunque
sea sobre los misterios más divinos y las realidades más sagradas. Lo que hay que transmitir es la mirada de Dios sobre la humanidad, sobre la historia, sobre este mundo. Eso sí, se trata de transmitir la mirada de Dios una vez asimilada por la propia experiencia personal y de transmitirla con la mayor fidelidad posible. El único lenguaje que tenemos para hablar de Dios y de la salvación, para predicar, es el lenguaje humano; la única experiencia que tenemos para experimentar a Dios es la experiencia humana. Ciertamente, se trata de una
experiencia humana que se ve transformada, convertida, transfigurada… cuando se siente tocada por la mirada y el amor de Dios, cuando ha sido pasada por el tamiz de la fe. El cristianismo no es en principio un mensaje que ha de ser creído, sino una experiencia de fe que deviene mensaje; luego, ese mensaje explícito ofrece una nueva posibilidad de experiencia de vida a otros que lo oyen desde su experiencia de vida (Schillebeeckx) (In the Company…, 128).
Nos sirve para aclararnos aquella metáfora del Éxodo: “sólo verás mi espalda”. Moisés le pidió a Yahvéh: Déjame ver tu rostro. Y obtuvo esta respuesta: Mi rostro no podrás verlo, pues no puede verme el hombre y seguir viviendo… Tú te colocarás sobre la peñ a… Al pasar mi gloria te cubriré con mi mano hasta que yo ha ya pasado. Luego apartaré mi mano, “para que veas mis espaldas; pero mi rostro ro stro no se puede ver” (Ex 33, 18-23).
Es todo una metáfora de lo que queremos decir cuando decimos que Dios quiere que miremos con sus ojos. A nuestro hermano Pedro Meca le escuché una vez una exégesis de este pasaje muy alegórica, pero muy sugerente. Lo que la Escritura quiere decir es que, para mirar en la dirección de Dios -y para caminar en su misma dirección-, tenemos que situarnos a la espalda de Dios. Lo cual no es lo mismo, por supuesto, que echarnos a Dios a la espalda o ignorarlo, como solía decir U. Von Balthasar. A veces tenemos que enfrentarnos a Dios, como Job, para interpelarle o para dejarnos interpelar por su mirada. Pero debemos tener en cuenta que cuando miramos a Dios de frente, miramos exactamente en la dirección contraria a la que El mira. Por eso, solemos ver al mundo al revés, en negativo, con mirada no creyente. Si queremos ver al mundo con su mirada, tenemos que colocarnos a su espalda. Sólo así podemos mirarlo como Dios lo mira. (Esta es la imagen que nos ofrecen tantos padres y madres cuando están enseñando a sus hijos e hijas a mirar el mundo: los colocan sobre sus hombros y les indican en la dirección que deben mirar; o se colocan detrás de ellos y les indican los objetos y la dirección en la que deben mirar. Así padres e hijos miran con la misma perspectiva). Si consiguiéramos mirar así al mundo, a las personas, a la sociedad, sería una mirada auténticamente creyente y la convivencia, por supuesto, sería mucho más fácil y más pacífica. Esta mirada de fe es la que debe transmitir la predicación cristiana: es, en definitiva, la mirada de Dios, pero hecha propia; no es la mirada propia atribuida a Dios. Esta mirada de fe es, en definitiva, un don de Dios, una gracia, una obra del Espíritu Santo. Por eso, como dice Humberto de Romanis, el Espíritu Santo es el verdadero Maestro de los predicadores. Dice Humberto que es difícil predicar bien, en primer lugar, a causa del Maestro de la predicación, que es el Espíritu Santo, y que pocos tienen (p. 51). Esa mirada de fe y amor es la experiencia teologal que sustenta la verdadera predicación cristiana. Pero ciertamente esta experiencia sólo nos es dada a base de mucha oración y contemplación, perforando con la luz de la fe y con el don del amor las capas de la realidad. Esa es la experiencia que personaliza el mensaje cristiano. Esa es la experiencia que nos habilita para ser verdaderos creyentes, testigos de la mirada de Dios, verdaderos predicadores. En realidad, la predicación tiene como objetivo primario anunciar al Dios que nos mira bondadosamente y nos ama. Pero también tiene como objetivo ayudar a experimentar esa mirada bondadosa y ese amor salvífico de Dios a toda persona, a toda la humanidad, a toda la creación. Y, para ello, es absolutamente necesario haber experimentado en propia carne esa mirada bondadosa y ese amor salvífico, haber experimentado a un Dios que nos tiene de su mano, dirige nuestras vidas, les tiene asignado un sentido y un destino salvador (In the Company…, 44). Es absolutamente necesario personalizar el mensaje an tes de anunciarlo y mientras se anuncia.
La personalización del mensaje exige del predicador que su experiencia le permita situarlo en su historia personal y comunitaria, y en la historia personal y comunitaria de los oyentes. La personalización del mensaje consiste en detectar su esencial vinculación con la vida de cada día. El verdadero predicador debe atinar con ese hueco de la realidad y de la historia personal y comunitaria en el que encaja perfectamente el mensaje que anuncia. Debe atinar con ese campo de la experiencia humana, de la vida de las personas y de las comunidades, que se ve iluminado cuando cae sobre él la Palabra de Dios. A esto se lo llama juntar mensaje cristiano y experiencia humana, o personalizar en la experiencia humana el mensaje cristiano. El predicador debe traer la Palabra a la vida contemporánea (In the Company of Preacher, 7). Es la sencilla pero pertinente pregunta que nunca debería olvidar el predicador: ¿Qué nos dice aquí y ahora la Palabra de Dios? Colocado el mensaje cristiano en el corazón de la vida y de la experiencia humana, se convierte en palabra iluminadora de la vida y de la realidad, en palabra animadora de la persona y de la comunidad, en palabra sanadora en medio de las crisis y las heridas, en palabra denunciadora de las zonas oscuras y pecadoras de la historia humana. Una predicación así requiere una atención especial a los signos de los tiempos. La personalización del mensaje no se logra mejor cuando nos encerramos en nuestras experiencias subjetivas; se logra mejor cuando nos enfrentamos con la realidad, cuando la experimentamos y nos dejamos interrogar por ella. Requiere una espiritualidad o una mística de ojos abiertos, una experiencia teologal capaz de mirar al mundo de frente. Garantizado este sentido de la realidad, el predicador debe ahondar en la experiencia humana, en el alma humana, en la experiencia propia y ajena. “!Qué será de los pobres pecadores!”, exclamaba Domingo de Guzmán. “ Qué será de esta pobre humanidad!”, deberá exclamar el predicador de hoy. La predicación del
testigo implicado o la personalización del mensaje sólo puede nacer desde el corazón de la compasión. Felicísimo MARTÍNEZ; Predicación y personalización del mensaje (Espiritualidad personal y comunitaria del Predicador), 1ª Asamblea de Predicación, 2006. 1. da su predicación”. (p. 70). 2. “No conviene comenzar a predicar antes predicar antes de recibir los bienes que vienen del Espíritu” (p. 77ss.). Pero algunos “no predican porque están siempre preparándose para predicar”. (p. 88). 3. Conviene predicar donde hay más necesidad. “¿De qué sirve estar siempre predicando a religiosos, religiosas y gente piadosa, que no necesitan tanto y dejar de lado a los que más necesitan?” (p. 103). 4. Y no conviene salir a predicar solamente para huir de la disciplina del claustro, como niños que se fugan del colegio (cap. 7, e.). 5. Humberto de Romanis habla de “predicar fuera de la predicación” (cap. 7, 3). Y se refiere a la conversación informal y familiar (cap. 7, 3 , a. 1…).Dice: Una conversación familiar es más fructuosa que un sermón general, porque la persona se siente aludida y porque las palabras familiares penetran con mayor familiaridad “como flechas disparadas a su objetivo” (152). Sin duda, Humberto conocía bien a los frailes y dominaba el ministerio de la predicación. Felicísimo MARTÍNEZ; Predicación y personalización del mensaje (Espiritualidad personal y comunitaria del Predicador), 1ª Asamblea de Predicación, 2006. De la dificultad de este sagrado ministerio
Fr. Luis de Granada O.P.
1. Mas como naturalmente suceda que nada hay
sublime y grande en las cosas, que deje de ser arduo y dificultoso; es ciertamente tan difícil este sagrado oficio, si se ejercita útil y rectamente, cuanto tiene de digno y provechoso. Porque , siendo el principal oficio del Predicador , no solo sustentar a los buenos con el pábulo de la doctrina, sino apartar a los malos de sus pecados y vicios: y no solo estimular a los que ya corren ,sino animar a correr a los perezosos y dormidos; y finalmente no solo conservar a los vivos con el ministerio de la doctrina en la vida de la gracia, sino también resucitar con el mismo ministerio a los muertos en el pecado; ¿qué cosa puede haber más ardua, que este cuidado y esta empresa? Lidian a la verdad contra esto las fuerzas, y poder de la naturaleza caída, e infecta con la podre del pecado original, propensa siempre a los vicios: milita también la costumbre depravada, por no decir, envejecida de muchos y cuya fuerza es tan grande, que, como Seneca decía, no son suficientes todas las armas de la Filosofía, para sacar del corazón una peste tan arraigada. 2 ¿Pues qué diré del mundo dado todo al demonio?
¿Qué referiré de las malas compañías, malos ejemplos y consejos, injurias, afrentas, engaños, y lisonjas de los malvados, entre quienes forzosamente se ha de vivir ? ¿Con qué palabras podré yo declarar las fuerzas, las asechanzas de aquella antigua serpiente, y las tentaciones y varios ardides, que tiene para dañar? ¿Acaso no está bastantemente comprobada la verdad de lo que está escrito en el libro de Job: Aplicando su mano poderosa , esto es, la de Dios, fue sacada sa cada la Culebra enroscada? Porque, ¿qué otra mano que la de un Dios omnipotente era bastante para sacar fuera esta enroscada culebra, que con las vueltas de su cola aprieta, y ahoga las almas de los pecadores? Mientras que el fuerte armado guarda su atrio ó zaguán, si no viene otro más fuerte que él, que lo desarme y reparta sus despojos; es indecible cuan sosegadamente guarda él su puerta y retiene sus presos: pues de tal suerte cierra y obstruye todos los sentidos y resquicios, por donde pueda entrarles alguna luz, que por un cierto modo recóndito y prodigioso, viendo no vean, y oyendo no oigan, ni entiendan. 3 Ni nos embaraza poco la condición de una y otra fortuna, o adversa, o prospera: pues mientras que aquella
aflige mucho, no entienden los hombres, sino lo que puede aliviar su pobreza y trabajo: como sucedió a los hijos de Israel, oprimidos en Egipto, que no quisieron oír de la boca de Moisés las palabras del Señor, por la angustia de los trabajos que los oprimían. Mas luego que el aire de la fortuna comienza a soplar favorable, y viene todo a pedir de boca, se llenan de suerte los estrechos espacios del corazón humano, que se hace sordo a casi todo lo demás. Así lo experimentó y expuso San Agustín por estas palabras: Cuando yo contemplo a los amadores de este siglo, no sé , quando la predicación puede ser oportuna para curar sus almas, porque cuando tienen como prósperas las cosas de este mundo, menosprecian con su soberbia los avisos saludables, oyéndolos como cuentos de viejas; pero cuando los aprietan las adversidades, mas presto procuran salir de donde entonces se angustian que tomar remedio para curarse. 4 En suma, para decir mucho en pocas palabras, es tan ardua y difícil empresa reducir al hombre de la esclavitud
de la culpa a la libertad venturosa de la gracia, que llega a decir San Gregorio : Si atentamente consideramos las
cosas invisibles, consta ciertamente , que es mayor milagro convertir a un pecador por medio de la predicación y oración, que resucitar a un muerto. Por estas razones y autoridades fácilmente podrá entender el Predicador, cuan grave negocio se le ha confiado , y cuan pesada carga se impuso sobre sus hombros: y así con cuanto anhelo debe procurar no solo aplicar un ánimo, y un estudio correspondiente a esta dificultad, sino también, y aun mucho más, con que piedad, respeto, y humildad, debe portarse con Dios: para que la Bondad y Providencia divina, que casi todas las cosas hace por medio de causas segundas, quiera servirse de él, como de instrumento apto para obra tan grande. Y de aquí comprenderá también, si no busca su gloria, sino la de su Señor , y la salud de las almas, cuanto más debe adelantar este negocio con oraciones, que con sermones: más con lágrimas, que con letras: más con lamentos, que con palabras: y más con ejemplos de virtudes, que con las reglas de los Retóricos. GRANADA, Fray Luis de; Los seis libros de la Rhetorica ecclesiatica o de la manera de d e predicar , escritos en latín por el V.P. Maestro Fr. Luis de Granada, G ranada, vertidos en español […], Barcelona, Imprenta de Juan Solís y
Bernardo Pla, 1778, Libro 1º, Cap. IV, pp.19-20. De la pureza y rectitud de intención en el Predicador 1. También hay en esta empresa otra dificultad, acaso no menor, y que no necesita menos de celestial ayuda y
favor, es a saber, la rectitud y pureza de intención que debe tener el Predicador en el uso de su ministerio. Quiero decir, que olvidado de si, de sus comodidades y de su honor, ponga fija su mira en la gloria de Dios y salvación de las almas: atienda solamente a aquella, búsquela, piense en ella, téngala siempre delante de sus ojos, y jamás aparte de ella el pensamiento, para pensar en sí mismo. Porque es cosa indigna, que cuando se trata de la gloria del omnipotente Dios, y de la salud, o muerte eterna de las almas, despreciando el hombre cosas de tanta importancia, en que consiste la suma de las cosas, cuide de su pundonor, y sienta más, que peligre esta vana inútil aura del remorcillo popular, si por desgracia su oración es menos agradable al auditorio, que la gloria de Dios, y la salvación de las almas. 2. ¿Pero quién habrá tan enamorado de si, olvidado de Dios, que si
conoce que predomina en su ánimo esta ambición, no se avergüence de una deformidad tan fea, cual es el desprecio de Dios? Armenia matrona clarísima, como refiere Francisco Senense, volviendo a su casa de un convite del Rey Cyro, alabando todos su hermosura, y preguntándola su marido que la había parecido respondió: Yo jamás, mi querido esposo, aparté de ti mis ojos, y así ignoro cuál sea la hermosura de marido ajeno. Pues si esta mujer pensaba que era gravísimo delito poner los ojos en otro que en su marido, aunque fuese un Rey, cuanto más detestable será, cuando se trata de la gloria de Dios y de la felicidad eterna de los hombres, pospuestas éstas totalmente, andar solícitos por aquella honrilla, que se desvanece más presto que la sombra? Cuando el Profeta Eliseo envió su criado con el báculo a resucitar a un niño, le mandó que, puestas faldas en cinta acudiese corriendo allá con la mayor velocidad que pudiese, sin detenerse a saludar, ni responder a los que encontrase en el camino; con lo cual dio a entender que, aquellos a quienes Dios encomienda el cuidado de resucitar las almas muertas por el pecado, con el báculo de la severidad divina y virtud de las palabras evangélicas, deben con tantas veras entregarse a la importancia de este ministerio, que olvidados de todo respeto humano, en esto solo piensen, en esto mediten los días y las noches; ni por dependencia alguna de este mundo se abstenga de esta ocupación: para que a la grandeza del ministerio corresponda el cuidado y diligencia del ministro. Porque si un Padre fuese corriendo a llamar al médico para una hija que estuviese pariendo y en peligro, por la dificultad del parto; ¿por ventura en este lance podría estarse mirando los juegos del pueblo o algunas farsas semejantes o poner su
atención en estas cosas? Siendo pues de nuestra obligación, no salvar los cuerpos humanos de algún riesgo, sino las almas redimidas con la preciosa sangre de Jesucristo, sacándolas de la garganta misma de la muerte, para restituirlas a inmortal vida, ¿qué cosa puede haber más perversa y detestable que, el que constituido un hombre en tan alto empleo, vuelva aun los ojos al humo de una vanísima gloria? 3. Esta deformidad de hacer un hombre su negocio, cuando Dios le encarga el suyo, desdice tanto de toda buena
razón, que apenas hay términos para poder explicarla; y esto no obstante es dificultosísimo no incurrir en ella. Porque la pureza y rectitud de intención, que se pide en el Predicador Evangélico tiene un poderosísimo enemigo entrañado en lo íntimo del hombre, que la está combatiendo, cual es el apetito de la honra y de la propia excelencia, afecto tan vehemente en muchos, que el innato amor de la vida y la propensión al carnal comercio que, como dicen los Teólogos , reina entre las demás pasiones de la naturaleza corrompida, y a este tenor los otros deseos, se rinden a la ambición de la honra y de la gloria. Porque ¿cuántos vemos cada día exponer al mayor riesgo su vida, siendo así que no hay en lo humano cosa tan amable al hombre, y aun buscar la muerte, por no padecer algún detrimento en su honra? ¿Cuántos hay que contienen puros a sus cuerpos, no tanto por temor de Dios, cuanto por miedo de su deshonra? Ni son necesarias muchas razones para explicar la fuerza y tiranía de este exorbitante afecto. Póngase el hombre a su vista los acaecimientos de todos los tiempos: considere todas las ruinas del orbe terráqueo: contemple las guerras que Alejandro Magno, Julio Cesar, y otros Reyes y Emperadores, así de Romanos como de otras naciones han emprendido: mire también los duelos que vemos cada día entre los hombres y comprenderá fácilmente que casi todas estas llamas nacieron del fuego de esta ambición. Y si fía poco de testimonios extraños , mírese a si por dentro, escudriñe sus pasiones, y a poca costa reconocerá, cuanta es la fuerza de esta calentura. 4. Esta podredumbre pues del linaje humano corrompe en extremo la pureza de la intención que, como dijimos,
es necesaria para desempeñar bien este encargo: pues este afecto es tanto más vehemente, cuanto la honra y gloria es mayor, y a mas se extiende y comunica; y la fama de un gran Predicador no se ciñe a los límites de la Ciudad en que vive, sino que vuela hasta las naciones y reinos extraños. Así oímos que en Roma o en Milán hay un Predicador muy excelente, que en la facultad de orar aventaja muchísimo a los demás. Ni ésta es fama de fuerzas de cuerpo y fortaleza en que también no pocos brutos nos exceden mucho, ni tampoco es gloria de riquezas o hermosura, que es frágil y pasajera, sino de ingenio, de destreza, de elocuencia, de noble erudición, y aun de bondad que debe brillar en el sermón de un excelente Predicador. Cuya gloria cuanto es más digna y aventajada, tanto nuestro deseo, sediento de gloria, se arrebata y precipita tras él con más ardor. 5. Pero ¿qué diré del miedo de la ignominia, que de tal suerte preocupa los entendimientos de algunos al
principio del sermón, que hasta los miembros del cuerpo se les descoyuntan, y tiemblan las rodillas al ir a predicar, ni hay forma de poder sacudir de si este miedo? ¿De dónde procede esta pasión tan cobarde, sino del miedo y riesgo de la afrenta, a que entonces se exponen los Oradores? ¿Y de dónde nace este tan gran temor de la ignominia sino del desordenado amor de la gloria? Un entendimiento pues embarazado y llano de estos dos afectos, ¿qué lugar dejará en el ánimo para que, dando de mano a todo lo demás, enteramente se ocupe en la gloria de Dios y salvación de las almas? Claro está pues, que no es fácil guardar esta pureza de intención en el ejercicio de este empleo, si el Predicador no procura alcanzarla de Dios como un don suyo raro y singular, con muchas lágrimas, muchas oraciones y méritos de virtudes. 6. Y no piense que, practicando esto con cuidado y diligencia, está
totalmente libre del riesgo de esta mancha, porque en esta parte siempre ha de tener a sí por sospechoso. Pues como sabiamente dice San Gregorio: Engañase las más veces el entendimiento y finge en las
buenas obras amar lo que no ama, y respeto de la gloria mundana, finge aborrecer lo que estima. 7. Pero muchos predicadores, y especialmente los jóvenes, se guardan tan poco de evitar este peligro, que ni aun
siquiera le conocen. Porque así como en muchas regiones el torpe vicio de la embriaguez no se tiene ya por vicio ni por afrenta, por haberle quitado el horror la costumbre depravada de los hombres, así es tan familiar y natural a muchos de los Predicadores esta vanagloria que apenas reparan en ella, ni aun la tienen por pecado. Más los que agitados del temor de Dios escrudiñan con diligente y maduro examen a sí mismos, y todos los senos de su conciencia, sin dejar nada en su interior que no registren, viven muy medrosos de este riesgo. Años pasados tuve muy estrecha amistad con un Predicador, varón piadoso que, como me refirió él mismo, cuando empezó a predicar preveía poco, al modo de otros, el peligro de esta vanidad. Mas como andando el tiempo abrió más los ojos y consideró en sí mismo lo que antes dijimos, quedó tan atemorizado y confuso que pensó en abandonar del todo el empleo del predicar y se abstuvo de él por mucho tiempo. Pero luego que, precisado de la obediencia, volvió a emprenderlo, procuraba con grandísimo cuidado fortalecerse de muchas maneras, y con muchas oraciones contra este común enemigo de los Predicadores. He dicho brevemente lo que convendría decirse con más extensión para amonestar a los Ministros de la Divina palabra, velen sobre este riesgo ocultísimo, en una cosa que es la más precisa de todas, para desempeñar este oficio. Pues, como toda la razón de las cosas ordenadas a cierto fin, debe tomarse del mismo fin: claramente se infiere, que mal constituido este, queda destituido lo demás de orden, razón y también de merecimiento. De la bondad y costumbres del predicador
Fray Luis de Granada
1. Ahora comencemos ya a examinar las consecuencias de lo que hemos dicho. Primeramente , si tal es la
dignidad y majestad de este Oficio, que tiene por su Príncipe y Autor al mismo Hijo de Dios , y el Predicador es su enviado en la tierra: ¿cuál convendrá , que sea la pureza e integridad del que es destinado para tan alto empleo? Verdaderamente ni la naturaleza de las cosas sufre, que se obscurezca la vida del Orador en el esplendor de tan alta dignidad; sino que se requiere, que anden a porfía la limpieza a integridad de la vida con la dignidad del ministerio. Por lo que enviando el Señor al Profeta Jeremías a corregir las malas costumbres de su Pueblo, le santificó, estando aun escondido en el vientre de su Madre, y antes de salir a luz. Y así mismo purificó los labios de Isaías de toda mancha de impureza y de pecado, por medio de un Querubín , que fue volando hacia él, con el fuego celestial que este tomó del Altar de Dios , para que como idóneo ministro suyo reprehendiera los vicios de un pueblo malvado y rebelde. ¿Qué diré de los Apóstoles, a quienes en el día de Pentecostés llenó el Señor de tanta gracia del divino Espíritu, para formarlos buenos maestros de la doctrina evangélica? ¿Qué de Pablo, a quien no solo llenó del propio Espíritu, si que le levantó hasta el tercer Cielo, para que aprendiera entre los Ángeles lo que después había de enseñar entre los hombre?
2. Pero me parece, que todavía excede a todos estos
ejemplos el no haber emprendido el mismo Hijo de Dios este oficio de enseñar, antes de prepararse con ayunos de 40 días , con oraciones, y con el retiro del desierto: no porque él hubiera menester tal disposición, siendo fuente de pureza y sabiduría, sino para que los Doctores de la Iglesia aprendieran con este ejemplo la pureza e inocencia de vida, con que deberían disponerse , para ejercer este celestial empleo. Porque sabía aquel Soberano Maestro, cuanto mas eficaces serían para conciliarse la fe, y ordenar la vida de los hombres, los ejemplos ilustres de virtudes, que las palabras cultas y limadas. Por lo que después de haber llamado el mismo Señor a los Predicadores, antorcha puesta sobre el candelero para alumbrar a cuantos viviesen en la casa de la Iglesia, añade inmediatamente: De tal modo resplandezca vuestra luz en presencia de los hombres, que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen á vuestro Padre, que está en los Cielos (Mt 5). Con cuyas palabras claramente manifestó, cuanto mas ilustrarían la gloria de Dios esclarecidas obras de virtudes, que palabras selectas y limadas. Lo que también declara aquella profecía de Isaías: Y serán llamados en ella los valientes de la justicia , plantel del Señor para glorificarle (Is 61). Y a la verdad, ¿qué cosa puede manifestar mas el esplendor de la divina gloria, que la hermosura y constancia de la vida de un varón justo, de un fiel Ministro de Dios, perfecto y ejemplar? 3. Finalmente, si traemos a la memoria los anales y aumentos de la Iglesia , hallaremos que se ha aumentado y
enriquecido mucho mas con los ejemplos de los hombres santos que con las palabras de los sabios. ¿De cuantos Monjes , que vivían en la tierra como Ángeles, fue Padre el rudo Antonio? Por él se dicen aquellas palabras de San Agustín: Levántense los indoctos, y nos arrebatan el Cielo; y nosotros con nuestra ciencia nos estamos aquí revolcando en la carne y en la sangre (Lib. 8 Confesiones). ¿Qué diré también de Francisco, que sin letras puso en el Paraíso de la Iglesia tantos planteles de virtudes, mas con ejemplos de santidad, que con elegantes palabras? ¿Qué de aquel Simeón llamado el Estilita , cuya vida escribió su coetáneo y familiar amigo Theodoreto, quien destituido de todas letras y puesto sobre una columna, convirtió a innumerables de la idolatría a la Fe de Christo con los ejemplos de su admirable vida? También Santa Catalina de Sena, vecina a nuestros tiempos, con ser mujer y sin letras, convirtió a tantos de una vida desreglada a la piedad y justicia, que cuatro Confesores, que de continuo la asistían con permiso del Sumo Pontífice Gregorio XI, apenas tenían tiempo para reposar, oyendo estas confesiones de aquellos, que la Santa reducía al amor de la virtud y justicia , mas con el esplendor de su vida , que con su doctrina. 4. He dicho brevemente esto, no por deprimir en modo alguno el don de la doctrina; sino para que entienda el
piadoso Predicador, cuanto le importa , que su vida sea inculpable y pura. Lo cual en pocas palabras comprendió Séneca cuando escribiendo a su Lucilo, dijo: Haz elección de tal Maestro, que mas te admires al verle, que al oírle. Por eso Lactancio Firmiano dice: «Quien da documentos de bien vivir, no debe dejar senda abierta a excusa alguna, imponiendo a los hombres la necesidad de obedecer, no con violencia, sino por vergüenza. Y ¿cómo podrá precaver las excusas de los discípulos, si quien enseña no hace lo que enseña, yendo delante y dando la mano al que le ha de seguir? Ciertamente no pueden tener duración las cosas que uno enseña, sino las practica primero: porque la naturaleza de los hombres, propensa a los vicios, quiere hacer ver que no solo tiene
licencia sino también razón para pecar». San Pablo (omitiendo los demás compañeros suyos en este ministerio) obró de suerte que mas de una vez se proponía a si mismo por ejemplo a la imitación de los Fieles a quienes enseñaba la palabra de la vida, pues dice en un lugar: Hermanos , mis imitadores, como yo también lo soy de Christo. GRANADA, Fray Luis de; Los seis libros de la Rhetorica ecclesiatica o de la manera de predicar predi car , escritos en latín por el V.P. Maestro Fr. Luis de Granada, G ranada, vertidos en español […], Barcelona, Imprenta de Juan Solís y
Bernardo Pla, 1778, Libro 1º, Cap. IV, pp.19-20.