El Museo en Escena. Escena. Política y Cultura en América Latina -Introducción
La memoria como construcción política Por Américo Castilla
Los museos son artefactos tecnológicos producidos por las culturas más diversas. A su vez, la cultura es una suma de acciones y estados que requiere de personas que la hagan circular, lo que muchas veces resulta en una política explícita o implícita. A continuación intentaremos relacionar estos términos, justificar a la política cultural como un eje central de las políticas públicas y descifrar los paradigmas del museo preexistente y lo que puede entreverse como su futuro. La cultura tiene como materia propia a la producción y transmisión social de identidades y significados. También comprende el modo de vida de distintos grupos humanos, sus hábitos, convenciones, códigos de comportamiento, su vestimenta, cocina, idiomas, artes, ciencia, tecnología, religión, rituales o tradiciones. Como puede verse, la cultura es tanto el medio como el mensaje y está lejos de esa imagen vulgarizada y decorativa a la que la sociedad podría recurrir una vez que ha resuelto sus necesidades básicas. Por el contrario, la cultura es esa necesidad básica que aporta significado a toda la actividad social. Las herramientas de la cultura le permiten evaluar el pasado y planear el futuro de nuestras sociedades. Siendo esto así, es extraño que los gobiernos no discutan suficientemente sus alcances, y que sean escasos los recursos asignados para cumplir su misión. Durante muchos años se creyó que el progreso de las sociedades estaba ligado solamente a la producción y el empleo pero progresivamente los organismos de financiamiento internacional han debido admitir que el concepto de “desarrollo económico” es insuficiente como meta para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, y otros términos, como el de “capital social” tienden a registrarse asiduamente en sus informes (Yúdice, (Yúdice, 2002). Quedó penosamente demostrado demostrado que el efecto derrame de riqueza no se produce por una mayor actividad económica en la cima de la pirámide y que el mejoramiento de la calidad de vida de la sociedad requiere un planeamiento más amplio, y no sólo económico. económico. Para ello, la cultura cumple una función irremplazable como generadora de valor. Cuando nos referimos a la cultura para denotar la producción y la transmisión social de valores y significado, la conexión entre esta y el planeamiento se vuelve más evidente y permite formular un modelo teórico con estructuras más eficaces. En ese sentido, los modernos requerimientos de consulta, consenso y participación de las comunidades afectadas en el trámite de planeamiento de las políticas de gobierno se refieren, quiérase o no, a la acción cultural; esta concentra un vasto rango de conceptos que de otro modo se tratan desordenadamente, tales como bienestar, capacidad, cohesión, compromiso, pertenencia o singularidad. Todas estas expresiones de valor son debatidas en sesiones de planeamiento sin lograr un modelo que las integre intelectual y operativamente. El concepto de cultura provee esas herramientas intelectuales en tanto congrega los medios con los cuales las comunidades expresan sus valores, por lo que resulta más adecuado
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idear por esa vía las formas de integración de la expresión pública en los procesos de planificación (Hawkes, 2004). Conceptualizaciones tan amplias como la expresada en el párrafo anterior tienen sin embargo sus desventajas al momento de diseñar políticas precisas. La debilidad institucional para abordar las problemáticas que sirvan a la expresión, recepción y discusión de los valores en juego, constituye el principal desafío. La experiencia demuestra que ante tan amplio espectro la acción política tiende a desdibujarse detrás de enunciados voluntaristas, ampulosos e inabarcables que procuran ocultar su debilidad formal. La consecuencia tiende a ser la inacción o el armado de grandes esqueletos burocráticos que son disueltos o ignorados por el siguiente administrador. En muchos casos, y ante la obligación política de alcanzar notoriedad en la acción, se vuelve a fórmulas ya transitadas: la promoción de espectáculos que ya cuentan con aceptación social y por ende con una demanda de mercado más o menos establecida, y en el mejor de los casos el impulso de otras expresiones artísticas menos convencionales. Como podemos comprobar, una reducción de las políticas públicas a esta variable simplemente intenta evadir el problema y desperdicia su oportunidad de incidir en los planes a más largo plazo.. Esa apreciación negativa no desmerece el potencial de una planificación institucional eficaz de la cultura, y el análisis del campo de los museos es quizá uno de los más fértiles por el material con el cual se trabaja. En sus colecciones se encuentran las evidencias materiales de todos los enunciados que componen el cuerpo de la cultura, sus indicios y sus marcas. A partir la producción intelectual, sensorial y comunicacional que elaboremos con ellos, pondremos en escena los procesos culturales de que se trate e induciremos a la interpretación de sus posibles significados. Esta última conclusión nos lleva a considerar el discurso de los museos, al que no debe confundirse con los objetos o con el conjunto de las colecciones que lo integren. Esos objetos, como si se tratara de reliquias, pueden adquirir estado sacro como suma de las reverencias y rituales que se les dedican, pero no significan ni comunican ese estado por sí, sino que requieren de la reflexión crítica que les permita acceder al intercambio de experiencias con el eventual visitante. Por lo general debemos lamentar que la aparente sacralidad del objeto (el sable del Libertador, el bastón presidencial, el cuadro de altísimo valor económico, el fósil del megaterio) no es por sí un punto de partida que invite a la interrogación, sino más bien el punto de llegada de un prejuicio que no espera sino más actos de reverencia por parte del espectador. Como se comprobará de la lectura de algunos de los siguientes capítulos, ese discurso y esas reverencias formaban parte del repertorio de los primeros museos, aunque moderado por la intención educativa que se esperaba como resultado de esos ejercicios. En verdad, en sus comienzos, los museos demostraron hasta qué punto podían ser constitutivos de un proyecto mayor, diríamos que de una utopía política, que muchas veces se enfrentaba con la realidad de una sociedad civil aún lejos de adoptarla como propia. Así como los museos europeos para exaltar su poderío se apropiaban de objetos que ya tenían un significado legitimado como cultural, de pasadas civilizaciones de Roma, Egipto o Persia, los primeros museos de nuestra región intentaron legitimar su existencia con colecciones de restos paleontológicos, arqueológicos o simplemente exóticos de su mismo país o de donde pudieran obtenerse, los cuales eran trasladados a la metrópolis –Buenos Aires, Ciudad de México o Rio de Janeiro a modo de ejemplo–
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para ser exhibidos ante la admiración del sector de la sociedad que más importaba: la de los pares en esa misma metrópolis y en todo caso la de los cenáculos científicos europeos. El resto del territorio, y sus habitantes, eran vistos más bien como proveedores de algunos de esos bienes. Esa voluntad política constitutiva de la república, o al menos del predominio de la clase dirigente que se reconocía con la misión de instaurarla, se hizo evidente hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX, pero fue perdiendo claridad en la medida en que la sociedad se tornó más compleja y las demandas sociales de un número mayor de habitantes prefiguraron nuevas y más variadas prioridades. Esos inicios sin embargo, fueron los que habilitaron una historización de la sociedad y su memoria aparente, con sus batallas y predominios de clase, que se mantiene hasta el presente en muchos de los museos de la región. La concepción del museo como repositorio de bienes y aparentes valores que estarían yaciendo en ellos como los reyes egipcios en sus tumbas, tiene su explicación en los orígenes del museo europeo, el cual también estuvo fundado en contradicciones. Si bien el mérito de estos últimos estuvo en facilitar el acceso más amplio a las colecciones antes sólo reservadas a ciertos nobles, los museos intentaron construir un propio proyecto político en torno a ellos. Ese proyecto se formuló vagamente como educativo, pero en realidad lo que se proponía al grueso de la población era una adhesión pasiva y despolitizada a la construcción de poder que allí se ponía en escena. La tensión entre los principios que se dicen cumplir y la efectiva acción de los museos, marca la crisis de cambio insaciable que estos requieren. Por un lado la retórica de los museos invariablemente indica que está abierto para todos los habitantes y que expresa y educa acerca de las distintas características de la población y sus hallazgos, por el otro pareciera disciplinar a un conjunto diferenciado de personas en torno a un comportamiento hegemónico a la vez que excluye a determinados sectores y evita mencionar procesos conflictivos de la sociedad. Así como Foucault observaba que las formas modernas de gobierno se registran en la emergencia de nuevas tecnologías guiadas a la regulación de la conducta de los individuos y las poblaciones – la prisión, el hospital y el asilo, por ejemplo – (Foucault, 1992) los museos parecen convivir en el tiempo con un doble discurso similar. La prisión se dice que sirve para reformar la conducta de los internos cuando en realidad todos sabemos que lo que efectivamente hace es quitar a esas personas del medio social al que transgreden. Algunos autores (Crimp, 1987) continúan ese razonamiento hasta indicar que los museos habrían servido para encapsular contenidos tal como lo hacen las prisiones. Algunos museos, aún hoy, parecen darle la razón. La disociación entre una idea del pasado y la sociedad del presente e incluso del futuro es la que los museos podrían tomar como tema central. Sin duda es una zona de conflicto, y por ello tanto más rica y con mayor potencial narrativo. Para ello es indispensable tomar conciencia de cuál es la misión de cada museo e incorporar un pensamiento crítico en todas sus áreas, adoptar técnicas contemporáneas de resolución de problemas, tener conciencia de las innovaciones informáticas al servicio de la comunicación, y de la importancia cívica que cumple cada institución en su particular entorno físico y temático.
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En su mayoría, los museos del siglo XX se caracterizaron por proveer una información unidireccional y la voz institucional no tuvo posibilidad de ser confrontada, mientras que los nuevos prototipos propician múltiples voces e interpretaciones. El foco estaba puesto en la presentación de los objetos y no se tenía en cuenta suficientemente a la recepción, mientras que hoy el compromiso y la experiencia del público resultan fundamentales. Conforme al viejo paradigma, los museos y sus directivos actuaban de un modo independiente y tomaban decisiones unipersonales. Contemporáneamente se valora globalmente a la coparticipación y la colaboración múltiple en la toma de decisiones. Raramente un museo del siglo XX tomaba en cuenta seriamente a la sociedad en que estaba inserto, y aprovechaba acabadamente sus iniciativas. Hoy esa inserción y sus respuestas a las necesidades de esa sociedad específica son valoradas prioritariamente (IMLS, 2009). El Pasado. La apropiación de la historia como fuente de disputa La función social a la que nos referimos en los párrafos anteriores no es novedosa, sino que por el contrario está íntimamente ligada a la apertura de los primeros museos al público, particularmente en América, como lo describe Podgorny con referencia al despampanante despliegue de Benatti, promotor del espacio social y recreativo como ámbito fundamental para atraer a los visitantes. El interés comercial competía con el interés científico y ciertamente también con el deseo de predominio social de aquellos a cargo de los operativos escénicos. Si hubiéramos de redactar sin hipocresía la misión de esas primeras instituciones americanas, no podríamos dejar de lado las características mencionadas pero, desde el punto de vista institucional y político, esa misión tendría que reflejar prioritariamente el conflicto cultural del momento: la transición del período colonial a la construcción republicana. Las colecciones en tiempos coloniales reflejaban el interés por clasificar las riquezas naturales exportables al viejo mundo como promesa de mayores riquezas. La idea del museo como agrupamiento de objetos en razón de sus similitudes formales y apariencias exóticas, propia del gabinete de curiosidades europeo, pronto varió hacia la clasificación por sus diferencias, la oposición de tipologías y las estrictas taxonomías científicas de la época. Mientras duró la colonia los envíos a Europa de especímenes eran constantes y aún después, cuando los científicos viajeros eran contratados por los estados republicanos, ellos duplicaban los documentos con sus hallazgos y dejaban unos a su comitente local para enviar otros a la metrópolis europea. Los regulares viajes de Aimé Bonpland desde la Provincia argentina de Corrientes, adonde estuvo radicado y donde está sepultado, a Montevideo, para enviar documentación al Jardín de Plantas de Paris (Perez Acosta, 1942), facilitan hoy una consulta mucho más completa en aquel archivo que sus desperdigados documentos, en parte análogos, de ese naturalista, conservados casi por azar en el Museo de Farmacología de la Universidad de Buenos Aires. Si bien la apropiación de ejemplares destacados de bienes materiales presagiaba la disposición de una abundancia y variedad de recursos naturales, la precariedad de los edificios que alojaron las primeras colecciones no servía de gran resguardo. La inminente independencia de la colonia hizo que muchos de esos sitios fueran abandonados, y los principales repositorios creados por disposiciones legales de las nuevas naciones o no llegaron a instalarse o lo fueron tan solo décadas más tarde. Esos bienes materiales estaban constituidos primariamente por ejemplares botánicos y minerales, pero también por ejemplares paleontológicos y arqueológicos que permitían
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elaborar hipótesis de otro orden, como la de pensar que el primer hombre era original de esta región del planeta. La colección de obras artísticas europeas, las imágenes elaboradas por los artistas viajeros o por los primeros artistas nativos, contribuyeron a construir un capital simbólico que modeló la imagen, cierta o deliberadamente exótica, de la región. Las universidades del nuevo continente, como lo señala Lopes en su capítulo, fueron las instituciones que más favorecieron la creación de los primeros museos a partir de la instalación de sus gabinetes científicos, y en algunos casos como el de México o Perú, incluyeron el propósito político de señalar los orígenes culturales previos a la conquista ibérica. De todos modos, el abandono acompañó siempre, tarde o temprano, a las heroicidades fundantes de los museos en América Latina. Los escasos recursos y la competencia entre los distintos museos o instituciones afines para obtener el favor del estado (Podgorny y Lopes, 2008), un juego en el que por lo general pierden todos, marcó el pasado pero caracteriza también el presente de muchos de los museos públicos en la región. A la disputa por los bienes materiales o simbólicos, por los fondos para el mantenimiento de los edificios o para cumplir con la programación o acrecentar el acervo, se sumó la discusión por los criterios de autoridad. Malosetti Costa advierte en su capítulo que el guión inicial del Museo Histórico Nacional de Argentina siguió estrictamente la historia escrita por el General Bartolomé Mitre acerca del papel de los héroes y los acontecimientos de la independencia. Si bien este antecedente es comprobable, con las particularidades de cada caso, en todos los museos históricos de la región, también nos advierte acerca de la necesidad de modificar el criterio inicial de autoridad militar para interpretar los tiempos que corren. El antiguo paradigma, además de contradecir los propósitos contemporáneos de construcción ciudadana, nos expone ante un procedimiento vertical de enunciación del discurso que hoy está desactualizado como método de comunicación y difícilmente pueda atraer la atención y la participación del público. Esta observación, que resulta aparente en los museos históricos no lo es tanto en los museos de arte. Sin embargo, el discurso artístico no es neutro y participa de la disputa por la hegemonía del pensamiento y por la construcción de poder de quien propone la interpretación del significado, sea este el propietario del museo, el curador, el diseñador o el educador a cargo de la exposición. Los objetos en primer plano: Educación y evidencia material La función pedagógica inicial de los museos se continuó en el tiempo, sólo que tanto el contenido de los valores a transmitir como el destinatario al que estuvo dedicado ese empeño tuvieron importantes variaciones. De uno u otro modo, la atención se centró en un comienzo en determinados objetos materiales, los cuales debían ejemplificar la información a transmitir. Una de las novedades a comunicar a los pobladores locales y a los del mundo, era que la región era rica en recursos naturales, lo que les permitiría comerciar internacionalmente en plano de igualdad y de tal modo abastecerse de otra categoría de bienes, los simbólicos, organizados en torno a las nuevas instituciones republicanas, tales como los propios museos, escuelas, teatros y bibliotecas que los identificarían como naciones independientes. La lectura de los debates parlamentarios de la época demuestra que no se consideraba suficiente la administración de la extracción y venta de riquezas para conformar un país, sino que el proyecto de nación requería que las instituciones políticas complementaran sus funciones con las de la cultura. Ese era el ejemplo que nos daba Francia y también el proyecto cívico más
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cercano de los Estados Unidos de América. El aprendizaje que las nuevas generaciones hicieran acerca de la naturaleza que se estimaba pródiga, y la funcionalidad de esos bienes físicos, permitiría hacer también de los pobladores futuros ciudadanos. Ese plan político justificaba plenamente la existencia de los museos, que apuntaban a ejercer su influencia hacia dos extremos: el de la instrucción de los niños por un lado y el de la ejemplaridad institucional, en una sociedad que buscaba integrar a los inmigrantes, por el otro. Las “cajas enciclopédicas” con contenidos materiales europeos a que hace alusión Garcia, intentaban resumir esa información para la población escolar y, no sin polémicas, se reemplazaron luego por ejemplos de los productos propios del país. Esta especie de museo ambulante privilegiaba la experiencia táctil, experimental y comparativa, aunque siempre sirviendo como apoyo a la educación formal. El proyecto de expandir el uso de las cajas pero centralizar su organización desde un museo escolar central nos habla de una preocupación funcional pero también fundante del modelo educativo republicano. Los ejemplares naturales más diversos, recopilados por escolares, eran entregados muchas veces para su estudio a los científicos. Un ejemplo notable, previo a la difusión del concepto de patrimonio inmaterial, fue la colección de folklore recopilada en 1921 por los maestros de las escuelas primarias argentinas instala das en las provincias. Esa colección contiene los documentos manuscritos hasta entonces dispersos de prosa, verso y música que constituía el acervo del folklore argentino. Los maestros debían recoger en la forma más ordenada y fiel dicho material y remitirlo al inspector nacional del que dependiesen. La colección resultante es única en tanto relevamiento sistemático de tradiciones populares y la más importante de este tipo (INAPL, 2009). Aquellas iniciativas ciertamente complejas de promoción de la educación por medio de museos escolares muchas veces terminaron en ruinas y otras vinieron a suplantarlas. Los dos ejemplos contemporáneos chilenos que presenta García-Huidobro Budge ciertamente pueden contribuir a la discusión. El Museo Artequin de reproducciones de obras de arte resulta polémico desde el enunciado de su objetivo: “...transmitir los valores y significaciones del arte...”, sumado a que la herramienta para hacerlo son obras que ya han sido consagradas y sobradamente estudiadas como tales. El peligro de enfrentarse a códigos ya “significados” y probablemente clausurados limitaría gravemente la “creación de significados”, más propia de los enunciados de las teorías constructivistas de la educación que promovería el museo. Sin embargo, las evaluaciones educativas realizadas demostrarían que el talento de los educadores habría podido superar ese y otros tremendos escollos conceptuales, como el de “restaurar y transmitir al visitante el aura (Benjaminiana) atrofiada” que menciona García Huidobro. El otro ejemplo citado, el de los museos interactivos de ciencia, tiene más ejemplos en el mundo y constituiría una forma contemporánea de reemplazar a las antiguas cajas enciclopédicas. Su virtud más destacada es la participación que promueve, lo que alejaría el riesgo del tedio del visitante, aunque no siempre favorece la concentración. Ambas experiencias reemplazan a los antiguos gabinetes escolares y promueven la participación espacial con los objetos de estudio, una característica más acorde con la dinámica actual, pero también con el hábito de zapping de los visitantes. Los museos no son la institución ideal para adquirir información. No reemplazan ni a los libros ni tampoco a las herramientas que ofrece el Internet. Reunen en cambio otras
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condiciones, como la experiencia espacial que mencionamos, que aquellos vehículos de aprendizaje no tienen. Los visitantes, sobre todo las nuevas generaciones, tienen una alfabetización digital avanzada que les permite hacerse de información sobre los contenidos del museo con anterioridad a la visita. Lo que sí puede hacer un museo es permitirle cotejar sus conocimientos con los de otras fuentes, ponerlos a prueba, inspirar el interés y la curiosidad por los modos de pensar de otras personas y cuestionar sus esquemas preexistentes (Randi Korn, 2004). Todo ello puede hoy hacerse mediante recursos dramático-escénicos, lumínicos o digitales que promuevan el diálogo con lo exhibido en el museo desde la afectividad del visitante. Las categorías cognitivas, sociales o propias del aprendizaje del visitante pueden hoy destacarse desde una multiplicidad de estímulos que tomen en cuenta sus también múltiples tipos de inteligencia (Gardner, 2005). También debemos tener en cuenta que el museo no sólo está dirigido a los escolares, algo que los educadores tienden a olvidar. Los museos que logran direccionar estas experiencias a distintos y diferenciados segmentos de público corren con una significativa ventaja de lograr acertar con su estrategia de comunicación. Mientras debatimos las nuevas formas de orientar el museo hacia los visitantes, en algunos medios intelectuales se da por concluida esa discusión y se aprontan a definir las herramientas que vinculen a la educación con los procedimientos propios de las redes sociales virtuales (Gurian, 2007). Términos tales como “neo-aprendizaje” o “edupunk”, preocupan a los investigadores de la educación que propician la producción par a par entre (no) educadores y (no) alumnos, que podría trasponerse a (no) curadores y (no) visitantes. Esos investigadores se califican como inmigrantes digitales generacionales en camino a ordenar los sistemas de participación con los usuarios digitales nativos (Primavera, 49). Posiblemente cuando sean estos últimos los que organicen los sistemas de educación, y no parece faltar en realidad mucho para que esto suceda, una nueva revolución tendrá lugar en las instituciones que tienen, como los museos, la misión de establecer vínculos de este orden del conocimiento. Por lo pronto, la legitimación del discurso unidireccional del curador está cuestionada ya hoy y el potencial de la digitalización puesta a intercambiar los roles de autoridad entre el emisor y el receptor del mensaje, es también una realidad evidente. El Futuro. Política y Museos Los actores culturales por lo general se sitúan en un ángulo opuesto a las burocracias de gobierno y sólo están dispuestos a participar de los diseños gubernamentales en tanto puedan reconocer que un par forma parte de esa entidad de gobierno. Como mencionamos, eso no era inusual en los orígenes de los museos en tanto era reducida la elite social que diseñó tanto las instituciones políticas como las culturales. Si bien hubo instancias en que la oposición fue absoluta, y el caso más extremo puede comprobarse durante los largos períodos de dictaduras militares, comunes a casi toda la región, también hubo otras en que fueron posibles alianzas de distinto orden entre política y cultura. Al día de hoy, sin que se revierta totalmente la tendencia, es mucho mayor la participación de esos actores en tareas públicas específica s. De todos modos, la política de gobierno, buena o mala, existente o ausente, siempre fue y es un referente para el accionar de los productores culturales. Todo acto político que afecte a la cultura tiene la particularidad de provocar una adhesión -crítica o no- y la consiguiente acción, o bien una oposición, que también genera una acción. Las épocas dictatoriales provocaron desastres pero también memorables acciones culturales de los artistas, por reacción (Giunta, 2009). Esto nos permite afirmar que la acción y aún la
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inacción de gobierno no son neutras sino que pueden interpretarse como afirmaciones políticas de consecuencias y reacciones muchas veces inmediatas por parte de los actores culturales y sus instituciones. Entre el abandono de los museos y la gestión proactiva de ellos en reconocimiento de su potencial, las políticas gubernamentales de los países de la región han descripto un arco cultural del que dan cuenta los siguientes capítulos. Mientras desde Venezuela llegan noticias preocupantes de la actuación centralizadora de la Fundación Nacional de los Museos, Navarro Rojas observa el impasse de los museos públicos de Centroamérica por su mal diseño administrativo, la escasa capacitación de sus recursos humanos y por ende el descuido de un patrimonio excepcional. Las falencias señaladas no son privativas de esa región, pero ciertamente son museos con dificultad para despegar hacia metas más ambiciosas de reconversión de sus funciones. Sin embargo, algunas exposiciones itinerantes recientes ofrecen señales esperanzadoras. Organizadas en Guatemala por el Instituto Internacional de Aprendizaje para la Reconciliación Social -IIARS- orientado a enfrentarse con los problemas de segregación racial y promover la reconciliación, la exposición: “Porqué estamos como estamos” pone en cuestión uno de los temas políticos clave con relación a los museos. Estos pueden ser custodios de piezas de jade excepcionales como en Costa Rica, interpretar sitios únicos como Copán en Honduras o la ciudad patrimonial nicaragüense de León, o la guatemalteca de Antigua, pero sería deseable que al hacerlo se propusiesen actuar también como ámbitos de construcción de ciudadanía. La idea de patrimonio cultural excede en mucho la noción antigua de riqueza o belleza para incorporar otras interpretaciones del término “excepcional” tan caro a las declaraciones de la UNESCO, y estas características son muchas veces apenas evidentes bajo el peso de las desigualdades y el dolor de las contiendas mortales de la que son víctimas los descendientes de esos constructores de patrimonio. Los museos no solo tratan del pasado sino, como dijéramos, plantean hipótesis acerca de la disociación entre ese pasado y la sociedad del presente. La exposición itinerante que mencionamos obra como reacción crítica frente a lo no dicho explícitamente por los órganos de gobierno. Las exigencias que reclaman la memoria y la reparación social vinculadas a las situaciones de represión o guerra, tienen en los museos un ámbito natural de expresión. El conflicto armado, del modo en que se registra en Colombia, se vincula según López Rosas con una memoria de confrontaciones violentas previas que se extienden hasta el presente. El modo en que los museos sean capaces de expresar esas tensiones justificará su existencia. El autor ejemplifica los acercamientos institucionales, particularmente desde el Sistema de Museos de la Universidad Nacional de Colombia, a esa compleja realidad política. La inclusión en este volumen de un caso de estudio como el de la declaración de la cosmovisión Kallawaya, en Bolivia, como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO (2003), y sus consecuencias posteriores, pone en discusión varios temas que hacen a la interpretación actual del concepto de patrimonio y sus vínculos con la política tanto interna como internacional. Losa señala las consecuencias de una declaración que pone en foco a las dificultades de los terapeutas kallawayas y que fuera vista como un éxito político de los funcionarios bolivianos. En ese mismo año se declaró a la Quebrada de Humahuaca en la provincia de Jujuy, Argentina, como patrimonio de la Humanidad y las consecuencias posteriores
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son aún hoy muy complejas de gobernar pues el descontrolado boom turístico catapultó los precios de la tierra y amenazó con desalojar a algunas comunidades de sus propiedades ancestrales. Los problemas de posesión de tierras y la desigualdad social no pueden atribuirse a la declaratoria, que tan solo estimula vías consensuadas de administración y protección de un paisaje cultural único, pero sin duda ese acontecimiento precipitó la necesidad de negociar políticamente intereses en conflicto entre partes con poderes muy disímiles. El conocimiento herbolario y médico de los kallawayas proviene de siglos atrás y, como observa Losa, es un proceso colectivo de construcción patrimonial que solo hoy es interpretado como tal. Al hacerlo se habilita un ámbito público de discusión con todos los riesgos que ello implica, pero también con los beneficios de la publicidad de los intereses en juego. Los museos son los espacios donde tales litigios pueden tener la oportunidad de exhibirse, y debatirse, dinámica y participativamente. El patrimonio que ellos resguardan puede tomar de ese modo una dimensión mucho más relevante. Algunos hitos históricos muestran a las claras la relación entre política gubernamental y museos. México marcó un rumbo singular en los años sesenta cuando expresó mediante políticas públicas precisas cuál era su visión de Estado. Con referencia al Museo Nacional de Antropología reinaugurado en 1964, el presidente Adolfo López Mateos, citado por Rosas Mantecón, dijo: “Quiero que, al salir del museo, el mexicano se sienta orgulloso de ser mexicano”. Es una expresión eficaz de la misión del museo, aunque ciertamente desactualizada por restrictiva, que a muchos museólogos les costaría idear de un modo tan sintético. Nos recuerda a la misión del Centro de la Constitución Nacional de Filadelfia en las palabras de su director y fundador Joseph Torsella: “Entre como visitante, salga como ciudadano”. Los museos pueden evitar que esas frases sean solo expresión de buenos deseos. Ellos pueden disponer de precisas herramientas de comunicación para lograrlo, pero también es necesario que tomen en cuenta, por encima de los objetos que custodian, al conglomerado social del que se nutren y al cual se dirigen con sus nuevas propuestas. Las fuentes autóctonas sirvieron al proyecto político mexicano tanto como los muralistas, que con sus contenidos sociales y reivindicativos propusieron una plástica original que caracterizó a las artes visuales mexicanas y fue legitimada como tal en los centros de poder. No obstante, Schmilchuk señala cómo el apoyo oficial al muralismo demoró por décadas la aceptación de otras corrientes artísticas y por ende la consolidación de museos que las hicieran visibles. Afortunadamente los museos transformadores no se adaptan al gusto y a la demanda de mercado sino que confían en su potencial para crear un nuevo público. Esa fue la propuesta del Museo de Arte Moderno de México, impulsor de las nuevas tendencias y receptor de ideas innovadoras. Las políticas de aproximación a los Estados Unidos, país ya consolidado en el liderazgo de esas tendencias, estuvieron en la mira de los estrategas culturales regionales de la época como Gamboa en México y Romero Brest en Argentina (Giunta, 2008). Ambos intentaron incorporar la producción artística innovadora, con las particularidades de la región, dentro de los cánones y exitosos mercados del norte aunque con resultados magros. Los museos de arte presentan una paradoja. Son comparativamente los que más toman en cuenta al presente y al mismo tiempo los más renuentes a exhibir los contextos de las obras exhibidas o a abrir a un público amplio la comprensión de sus complejos significados. Los museos de ciencia o históricos, bien o mal, con destreza o torpeza,
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tienen cualidades narrativas a modo de guión, mientras que los de arte prescinden por lo general de ellas y descansan en todo caso en los departamentos educativos para que elaboren narrativas que están ausentes en el cuerpo de la exhibición. A la vez, son los más influenciados por los valores de mercado y por ende los más susceptibles de comportarse como aportadores de servicios de entretenimiento masivo. La arquitectura atractiva es hoy, como lo señala García Canclini, casi una condición del espectáculo que brindan los más exitosos y hace que arquitectos y empresarios asuman una autoridad inédita. Esos museos ofrecen una experiencia espacial que cumple con muchas de las características de entretenimiento que demanda el visitante, pero a la vez se despreocupan por hacer evidentes sus significados últimos. El tiempo de la autonomía del arte, si existió no perdura. Escobar aboga por la contextualización de las exposiciones artísticas a partir del colapso de su supuesta autonomía. El arte, especialmente el actual, requiere de la colaboración de otros campos del conocimiento y admite la incorporación de un componente antes considerado sacrílego: el arte popular, así como convive con las formas a veces sagradas y otras utilitarias que provienen de la simbología indígena, como lo demuestra el Museo del Barro, del Paraguay. De cualquier modo, el arte contemporáneo está asociado en el imaginario colectivo con la novedad y la invención, dos palabras que el mercado encuentra indispensables y en cuya superficie las jóvenes generaciones prefieren navegar. Ese complejo entramado de aspiraciones de híper modernidad es el que los museos de arte contemporáneo pretenden representar y al que adhieren y estimulan algunos gobiernos progresistas y empresarios con aspiraciones de futuro. Tal el caso de las múltiples inauguraciones recientes de museos de arte con aportes privados y públicos en distintas ciudades del Brasil. Del modo en que lo presenta Motta, pareciera que aquellos museos de arte que efectivamente prosperan son los que responden a una necesidad previamente discutida y programada por las comunidades artísticas locales. En cambio, nos señala la fragilidad de aquellos creados por el impulso más bien solitario de los benefactores privados. El trabajo de consolidación institucional de los museos en estas últimas décadas favoreció a la política de promoción de las artes, que en Brasil es uno de los modos más exitosos de presentar al país en el exterior. En sentido contrario, en otras regiones se crearon museos regionales de arte contemporáneo a fin estar al día, o para hacer un corte y evitar exhibir el arte considerado moderno por dubitables fuentes de prestigios locales, pero los hábitos y formas de gestión reiteran en algunos casos las de los avejentados museos de bellas artes de comienzos del siglo XX. Las identidades provisorias hoy muy discutidas, a la cual se ha referido numerosas veces García Canclini (2001) y que Escobar denomina “giro identitario”, contradicen aquellas propuestas de consolidación del cuerpo social tras una única identidad de nación que justificaba la creación de los museos. La variedad de identidades que agrupan a sectores de la sociedad actual (tribus urbanas, comunidades virtuales en base a sub-identidades determinadas, afinidades de clase, históricas, étnicas, sexuales, religiosas, etc.) aspiran a tener su representación social en un mundo en que los partidos políticos y las iglesias son insuficientes para abarcarlas. Los museos son ámbitos apropiados para darles participación, del modo como los artistas han hecho de los museos de arte su institución legitimadora. En suma, el museo del siglo XXI tiene su razón de ser en la aplicación de valores y actitudes que tomen en cuenta los desafíos de la mundialización y la modernidad. La sujeción a fórmulas del pasado puede ser que aún contribuya a conservar valiosos
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objetos para las futuras generaciones, pero aquellos museos que tan solo sobrevivan al tiempo sin modificarse, ofrecerán una institucionalidad débil y alejada del centro de las discusiones culturales. Resulta curioso comprobar que para expresar una abstracción identitaria como el concepto de nación, fuese necesario en el pasado acumular objetos materiales y por el contrario, para interactuar con un público que reúne una diversidad precisa de identidades, el museo del siglo XXI tiende a prescindir de la centralidad de esos objetos. En el futuro es posible que ambos términos se relativicen en un intercambio más equilibrado entre sujetos y donde los museos cumplan objetivos más ligados a los procesos sociales que les dan sentido.
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