Emiliano Jiménez Hernández
LAS CONFESIONES DE JEREMIAS
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PRESENTACION Invierno del año 604. El rey Yoyaquim, sentado cómodamente en su casa de invierno, caldeada por un brasero, manda a Yehudí que le lea el rollo que Jeremías ha dictado a Baruc. Yehudí comienza la lectura en voz alta ante el rey y ante todos los jefes, que en pie rodean al rey. Leídas tres o cuatro páginas, el rey las rasga con el cortaplumas y las echa al fuego del brasero. Elnatán, Delaías y Guemarías suplican al rey que no queme el rollo, pero no les hace el más mínimo caso. Sigue, con absoluta indiferencia, rasgando las páginas y echándolas al fuego hasta terminar con todo el rollo en el brasero. Yoyaquim cree que es posible reducir a cenizas la palabra de Dios consignada a su profeta. Pero la palabra de Dios arde y no se quema. Más bien se aviva con el fuego. Jeremías toma otro rollo, lo da a Baruc y éste escribe, al dictado de Jeremías, todas las palabras que ha quemado Yoyaquim e, incluso, añade otras muchas del mismo tenor. Son Dios, Jeremías y Baruc quienes quienes deciden deciden escribir de nuevo nuevo las palabras del rollo. Pues el libro de Jeremías es un rollo escrito a tres voces, unidas entre sí en perfecta armonía. Dios pone su palabra en la boca de Jeremías. Jeremías, en su misma persona, es palabra de Dios. Y Baruc, el fiel secretario, nos narra el eco de la palabra de Dios en el corazón de Jeremías. La palabra de Dios cae sobre Jeremías con todo su peso. El profeta desea a veces deshacerse de ella, acallarla, pero la palabra es un fuego que le arde en las entrañas. Y, cuando calla la palabra de Dios, el corazón se le hiela. Es más elocuente el silencio de Dios que su voz potente. Con la palabra y con el silencio de Dios, Jeremías habla, grita, se estr estrem emec ecee y asom asombr braa a sus sus oyen oyente tes. s. Y Baru Barucc anot anotaa con con doci docili lida dad d las las sens sensac acio ione nes, s, sentimientos, dudas y protestas del profeta. Es su secretario, introducido en lo más secreto de la misión y vida de Jeremías. Baruc no abandona nunca a Jeremías; vive a su sombra, le sigue a todas partes, recogiendo el eco de cada una de sus palabras. Día a día, con asombro, maravillado unas veces y perplejo otras, anota lo que el profeta dice o hace; así hasta narrar la última jornada en que Jeremías experimenta su muerte interior, su muerte como profeta. La palabra de Dios es una irrupción irresistible. Cuando Dios pone su palabra en la boca del profeta, éste no puede no hablar, aunque esa palabra sea fuego que devora al pueblo, como leños secos (5,14). Pero esa palabra es, primero, fuego para el mismo profeta. Al tener que anunciar, contra sus mismos deseos, un porvenir cargado de violencia, Jeremías desea atajar ese torrente de maldiciones que escapa de su boca. Pero no puede no vomitar la lava que arde en sus entrañas. La palabra le penetra, le invade, le domina; es luz y fuego, que quema y alumbra. Brota a borbotones, saltando con imágenes vibrantes, con convicción interior acuciante, cargada del drama íntimo del mismo profeta. Dios le habla y, a través de él, habla a los demás destinatarios. Jeremías no es sólo cauce de la palabra: es el primer destinatario de ella. La palabra se hace carne en su ser y, de su interior, brota viva y cálida. Al resonar en su corazón, lo zarandea y lo hace fuente del mensaje. Entre Dios y el pueblo, el profeta se siente casi descoyuntado. El es palabra de Dios. El único punto de apoyo en la vida de Jeremías, su fuerza y su debilidad, es la palabra que Dios le comunica personalmente, cuando quiere y como quiere, sin que el profeta pueda negarse a proclamarla. Es una palabra que se asemeja a veces al rugido del león (Am 1,2), pero en ocasiones es también "gozo y alegría íntima" (15,16). Palabra normalmente imprevista e inmediata, pero que también, en momentos cruciales, se retrasa (42,1-7). Palabra
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PRESENTACION Invierno del año 604. El rey Yoyaquim, sentado cómodamente en su casa de invierno, caldeada por un brasero, manda a Yehudí que le lea el rollo que Jeremías ha dictado a Baruc. Yehudí comienza la lectura en voz alta ante el rey y ante todos los jefes, que en pie rodean al rey. Leídas tres o cuatro páginas, el rey las rasga con el cortaplumas y las echa al fuego del brasero. Elnatán, Delaías y Guemarías suplican al rey que no queme el rollo, pero no les hace el más mínimo caso. Sigue, con absoluta indiferencia, rasgando las páginas y echándolas al fuego hasta terminar con todo el rollo en el brasero. Yoyaquim cree que es posible reducir a cenizas la palabra de Dios consignada a su profeta. Pero la palabra de Dios arde y no se quema. Más bien se aviva con el fuego. Jeremías toma otro rollo, lo da a Baruc y éste escribe, al dictado de Jeremías, todas las palabras que ha quemado Yoyaquim e, incluso, añade otras muchas del mismo tenor. Son Dios, Jeremías y Baruc quienes quienes deciden deciden escribir de nuevo nuevo las palabras del rollo. Pues el libro de Jeremías es un rollo escrito a tres voces, unidas entre sí en perfecta armonía. Dios pone su palabra en la boca de Jeremías. Jeremías, en su misma persona, es palabra de Dios. Y Baruc, el fiel secretario, nos narra el eco de la palabra de Dios en el corazón de Jeremías. La palabra de Dios cae sobre Jeremías con todo su peso. El profeta desea a veces deshacerse de ella, acallarla, pero la palabra es un fuego que le arde en las entrañas. Y, cuando calla la palabra de Dios, el corazón se le hiela. Es más elocuente el silencio de Dios que su voz potente. Con la palabra y con el silencio de Dios, Jeremías habla, grita, se estr estrem emec ecee y asom asombr braa a sus sus oyen oyente tes. s. Y Baru Barucc anot anotaa con con doci docili lida dad d las las sens sensac acio ione nes, s, sentimientos, dudas y protestas del profeta. Es su secretario, introducido en lo más secreto de la misión y vida de Jeremías. Baruc no abandona nunca a Jeremías; vive a su sombra, le sigue a todas partes, recogiendo el eco de cada una de sus palabras. Día a día, con asombro, maravillado unas veces y perplejo otras, anota lo que el profeta dice o hace; así hasta narrar la última jornada en que Jeremías experimenta su muerte interior, su muerte como profeta. La palabra de Dios es una irrupción irresistible. Cuando Dios pone su palabra en la boca del profeta, éste no puede no hablar, aunque esa palabra sea fuego que devora al pueblo, como leños secos (5,14). Pero esa palabra es, primero, fuego para el mismo profeta. Al tener que anunciar, contra sus mismos deseos, un porvenir cargado de violencia, Jeremías desea atajar ese torrente de maldiciones que escapa de su boca. Pero no puede no vomitar la lava que arde en sus entrañas. La palabra le penetra, le invade, le domina; es luz y fuego, que quema y alumbra. Brota a borbotones, saltando con imágenes vibrantes, con convicción interior acuciante, cargada del drama íntimo del mismo profeta. Dios le habla y, a través de él, habla a los demás destinatarios. Jeremías no es sólo cauce de la palabra: es el primer destinatario de ella. La palabra se hace carne en su ser y, de su interior, brota viva y cálida. Al resonar en su corazón, lo zarandea y lo hace fuente del mensaje. Entre Dios y el pueblo, el profeta se siente casi descoyuntado. El es palabra de Dios. El único punto de apoyo en la vida de Jeremías, su fuerza y su debilidad, es la palabra que Dios le comunica personalmente, cuando quiere y como quiere, sin que el profeta pueda negarse a proclamarla. Es una palabra que se asemeja a veces al rugido del león (Am 1,2), pero en ocasiones es también "gozo y alegría íntima" (15,16). Palabra normalmente imprevista e inmediata, pero que también, en momentos cruciales, se retrasa (42,1-7). Palabra
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dura y exigente en muchos casos, pero que se convierte en un "fuego ardiente e incontenible encerrado en los huesos" (20,9). La palabra de Dios le llega a Jeremías a través de la vida, en los hechos cotidianos, en las personas que le rodean y en los acontecimientos, acontecimientos, pequeños pequeños o grandes, que ocurren ocurren ante sus ojos. Le hablan las manos del alfarero que rompen una vasija inútil; habla la rama de almendro, que vigila atenta el despuntar de la primavera para florecer; le hablan los cestos de higos y las botas asirias o babilonias que pisan con estrépito. En la palabra de la historia descubre el profeta la palabra de Dios, Señor de la historia. Jeremías, en la palabra escrita de su secretario, sigue hablándonos hoy. Nadie logrará reducir su voz a cenizas. ¡Su palabra es palabra de Dios! Cuando Moisés rompió las tablas de la Ley, Ley, Dios Dios le encom encomend endó ó escribi escribirlas rlas de nuevo. nuevo. Cuando Cuando Yoyaqu Yoyaquim im quemó quemó el rollo rollo de Jeremías, Dios le hizo escribirlo otra vez. La palabra de Dios es eterna. Cuando sale de su boca no vuelve a El vacía. Queda viva, cortante como espada de doble filo, hasta cumplir su tarea. "Se agosta la hierba, se marchita la flor, pero la palabra de Dios permanece por siempre" (Is 40,8). "¿No es mi palabra fuego o martillo que tritura la piedra?" (23,29). La palabra de Jeremías sigue hoy viva. Es tan actual como en su primer momento, desde el 626 al 585 antes de Cristo. Fue aquella una época de grandes grandes cambios en el cuadro cuadro político de Oriente. Durante la vida de Jeremías caen las potencias de Egipto y Asiria, mientras mientras emerge una nueva: Babilonia. Babilonia. La vida de Jeremías se extiende extiende desde momentos de esplendor, al comienzo del reinado de Josías, hasta el trágico instante en que el último rey de Judá, Sedecías, contempla impotente cómo degüellan en su presencia a sus hijos, antes de que a él le arranquen los ojos, lo carguen de cadenas, lo destierren a Babilonia y lo encierren de por vida (52,10-11). Hoy, en nuestros nuestros días, cae el muro de Berlín y se desmembra la potencia rusa. Y no sólo eso; hoy asistimos a la caída de todas las potencias particulares, mientras surge la "aldea global", que unifica a todos bajo la potencia de la informática. Las alianzas, que nos han precedido, se hacen dudosas, cargadas de inseguridad. El hombre, abrumado de información, no sabe a donde dirigir la mirada, donde buscar un refugio o apoyo para su vida. La incertidumbre abruma a la humanidad. El hombre científico y técnico se siente prisionero de sus mismas máquinas. El presente nos agobia a veces con su inseguridad y los problemas que nos plantea. En medio de la duda y la ignorancia, el hombre recurre, cuando es posible, a soluciones lógicas y técnicas. técnicas. Pero en la vida personal, personal, las soluciones soluciones frías y desencarnad desencarnadas as no logran logran superar las incertidumbres de la vida. Hoy más que nunca el hombre necesita una palabra que no le llegue congelada por los cables de internet. A este hombre de hoy, perdido en la gran ciudad, solo en medio del tráfico, mudo y aturdido por infinidad de imágenes, Dios dirige su palabra; y con su palabra Dios nos busca. Con su palabra desea caldear el corazón aterido del hombre. Dios no nos deja a la intemperie, se nos revela y revela sus planes mediante sus amigos: "¿Puedo ocultarle a Abraham lo que pienso hacer?" (Gn 18,17). Lo mismo nos testimonia el profeta Amós: "No hará cosa el Señor sin revelar su plan a sus siervos los profetas" (Am 3,7). Jeremías, el profeta atormentado como nosotros, es una palabra de Dios para nuestra vida. Nuestro drama se ha hecho carne en él y nos llega con toda su elocuencia y calor. Así dice el Señor: "Yo pongo mis palabras en tu boca" (1,10). Por la boca de Jeremías nos alcanza la palabra de Dios. Dios nos habla desde dentro, desde el corazón del profeta. El corazón del profeta "es una acequia en manos de Dios; la dirige a donde quiere" (Pr 21,1). Es Dios mismo quien ha deseado que se escribiera su palabra, para que quedara constancia de
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sus promesas: "Escribe en un libro todas las palabras que te he dicho, porque llegarán días en que cambiaré la suerte de mi pueblo, Israel y Judá" (30,3). La palabra profética nos llega hoy cumplida en Jesucristo. La luz de su gloria envuelve las múltiples palabras de Jeremías para iluminarlas con nueva luz y darlas su sentido pleno. En mi intento de escrutar la vida de Jeremías he trazado una línea cronológica, que va de capítulo en capítulo. Pero, dentro de cada capítulo, la línea se hace curva o circular. El presente de cada hora, en la experiencia de Jeremías, se carga con las vivencias del pasado y con el futuro anticipado en forma de promesa y esperanza. El memorial de lo vivido y la certeza de lo esperado choca con la oscuridad de los acontecimientos. Pero sólo esta palabra, acogida y guardada con fe en la fidelidad de Dios a sus promesas, libera de la clausura del presente. El hoy de cada día sólo se ilumina con la fe y la esperanza, actualizando el pasado y el futuro. De la fe y la esperanza brota el amor que hace del momento actual un kairós de gracia
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1. DE LA SOLEDAD AL TORBELLINO DE LA HISTORIA 1. LA SOLEDAD APACIBLE DE ANATOT En un día, que la historia no recoge, del año 650, Jilquías da vueltas, agitado, en torno a su casa de Anatot. A su mujer le han llegado los dolores del parto. Afuera, el padre espera el alumbramiento. De pronto alguien le da la noticia, que le llena de alegría: "¡Un varón!". Exultante, exclama: Jeremías (Yahveh exalta) es su nombre. Jeremías nace, pues, en Anatot, tranquila aldea situada a unos seis kilómetros al nordeste de Jerusalén, camino del desierto. Pertenece a la tribu de Benjamín, del reino de Judá. La palabra de Dios es una palabra histórica, datable en la historia, dentro del calendario y de la genealogía de una familia. Jeremías la recibe en un momento preciso y en un lugar bien determinado. Las fechas de su misión abarcan del 627 al 585 antes de Cristo. Jeremías es hijo de Jilquías, "de los sacerdotes residentes en Anatot". Es probable que su ascendencia se remonte a Abiatar, el sacerdote desterrado por Salomón a Anatot: "Dijo el rey al sacerdote Abiatar: 'Vete a Anatot, a tus tierras, porque eres reo de muerte, pero no quiero hacerte morir hoy porque llevaste el arca de mi Señor Yahveh en presencia de mi padre David y te afligiste con todas las aflicciones de mi padre'.Y expulsó Salomón a Abiatar del sacerdocio de Yahveh cumpliendo la palabra que Yahveh pronunció contra la casa de Elí en Silo" (1Re 2,26-27), por haber apoyado el partido de Adonías. Anatot es una ciudad levítica (Jos 21,18). Pero Jeremías, aunque descendiente de familia sacerdotal, nunca actuó como sacerdote. Sin embargo, cuando llegue a Jerusalén encontrará la oposición de los sacerdotes de Jerusalén, poco condescendientes con los sirvientes de los santuarios locales. Jeremías choca con la hostilidad de los sacerdotes descendientes del sacerdote Sadoc (c. 20), que llegan a procesarle (26,7s). Jeremías está visceralmente apegado a su aldea de campesinos. No es un hombre de ciudad ni lo será nunca, a pesar de su larga estancia en Jerusalén. Nunca olvidará su pertenencia a Anatot ni sus vínculos con su familia (32,1-15). Jeremías pasa toda su juventud en el campo que posee su familia (c. 32;37,12), donde aprende a observar a las personas y las cosas. Su predicación posterior refleja ese contacto cotidiano con la tierra, su atención a las estaciones y al correr del tiempo. Se pasea por el huerto y los campos de Anatot. Espía la llegada de la primavera en el almendro. Aprende el tiempo de migración de las cigüeñas, las tórtolas, las golondrinas y las grullas (8,7). Conoce las costumbres de la perdiz (17,11), el valor del agua para las personas, para los animales y para la tierra (14,3-6). Sabe el cuidado que hay que tener con la cisterna para que no pierda el agua (2,13). Ha visto plantar viñas, con la esperanza de fruto que pone en ellas el labrador (2,21). Se entretiene en hacer espantapájaros, que coloca en el pepinar (10,5). Se siente envuelto por la fuerza del huracán, que se lleva todo por delante (30,23)... Todas estas imágenes, que recogen sus ojos durante su juventud apacible, aflorarán más tarde del fondo de su memoria, para revestir de poesía los oráculos que recibe de Dios. Pues este hombre, observador y delicado, que disfruta con las cosas más sencillas, es el que Dios llama al ministerio profético. Baruc escribe, como título del libro: "Palabras de Jeremías, hijo de Jilquías, de los sacerdotes de Anatot, en la tierra de Benjamín, a quien fue dirigida la palabra de Yahveh en tiempo de Josías, hijo de Amón, rey de Judá, en el año trece de su reinado, y después en
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tiempo de Yoyaquim, hijo de Josías, rey de Judá, hasta cumplirse el año undécimo de Sedecías, hijo de Josías, rey de Judá, o sea, hasta la deportación de Jerusalén en el mes quinto" (1,1-3).
2. DESDE EL SENO MATERNO Jeremías y Baruc están escondidos, ellos saben dónde, pues Dios les ocultó de los ojos de Seraías y Selemías, enviados por el rey a prenderles (36,19.26). En el escondite le llega a Jeremías la orden de Dios: -Toma otro rollo y escribe en él todas las palabras que había en el primer rollo, quemado por Yoyaquim, rey de Judá (36,28). Jeremías toma otro rollo y se lo entrega a Baruc, para que escriba en él, a su dictado, todas las palabras del rollo anterior. Pero Baruc, que ha vivido a la sombra de Jeremías todos estos años, ha proclamado en voz alta por dos veces las palabras de Jeremías y conoce todas las peripecias de la vida del profeta, no espera a que Jeremías le dicte. Copia lo que Jeremías le dicta y lo que se salta. Anota las palabras y también los hechos, los dichos y los sentimientos de Jeremías. Narra las intervenciones de Dios y el eco de la palabra de Dios en su profeta. Baruc, el fiel secretario, se ha identificado de tal modo con Jeremías que pasa sin darse cuenta de la primera a la tercera persona. En medio de una frase de Jeremías se mete él a hablar de Jeremías. Jeremías cierra los ojos y evoca el comienzo de su misión: -Josías tenía ocho años cuando comenzó a reinar en Judá. Y el año octavo de su reinado comenzó a buscar al Dios de su padre David. Cuatro años más tarde, en el 627, al cumplir veinte años de edad, empezó a purificar Jerusalén y Judá de los ídolos introducidos por su padre Manasés. Se derribaron en su presencia los altares de los Baales, hizo arrancar los altares de aromas que había sobre ellos y rompió cipos, imágenes e ídolos fundidos, reduciéndolos a polvo. Dios contemplaba complacido el ardor demoledor del rey Josías. Pero sabía que no bastaba la demolición externa de los ídolos. El deseaba la demolición de la idolatría en el corazón de los hijos de su pueblo. Y mientras Jeremías calla, luchando por vencer la resistencia a hablar de sí, Baruc sigue escribiendo: -Por ello, en el mismo año, Dios se presentó en Anatot a llamar a Jeremías para esa misión. Para ella le había elegido desde antes de formarlo en el seno de su madre. Dios le conoce y le ama desde siempre; le ha consagrado, separado para él y para el pueblo, antes de que lo supiera y, menos aún, lo deseara. Jeremías, con un desahogo colmado de nostalgia, abre sus labios: -Todo comenzó a primeros de abril. Los campos de Anatot se desperezaban del letargo del invierno. Habían cesado las lluvias y el sol comenzaba a fermentar las semillas que esperaban su calor bajo la tierra. Yo, como los demás campesinos, salí temprano al campo montado sobre un asno. El aire se sentía fresco, pero de la tierra subía un vapor que preanunciaba un buen día. Entre los rebuznos de los asnos y los cantos de los campesinos, mi alma se sentía contenta, inundada de la gracia de la primavera, apenas comenzada. A media mañana, sudoroso, me senté a descansar un poco bajo el almendro. Allí "me fue dirigida la palabra de Dios" (1,4).
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Al hacer memoria de la aparición de Dios en su vida, su primer encuentro con la palabra, Jeremías lo revive, se le hace presente Dios, que le envuelve y le conmueve con la misma fuerza de la primera vez. Jeremías entra dentro de sí, cierra ojos y labios. Pero Baruc sigue escribiendo. Es Dios quien se presenta a Jeremías. El primer paso lo da Dios, que va en busca de Jeremías, lo envuelve con su presencia, lo arropa con su gloria y lo seduce con su palabra. La llamada de Dios precede a la espera humana. Jeremías, en el momento de su vocación, no espera ni desea siquiera encontrar a Dios. Es Dios, el Dios vivo, quien se presenta de improviso, súbitamente, antes de que Jeremías lo aguarde o solicite su venida. Dios lo llama, lo capta y lo arrolla en su corriente de amor a los hombres. Jeremías ni busca ni desea ser profeta. La vocación es contraria a su voluntad. Esta experiencia inicial es constante en toda la vida de Jeremías. Jeremías no realiza ninguna ceremonia para recibir una revelación. La inspiración le llega sin que ponga nada de su parte. Repentinamente es llamado a escuchar la voz de Dios. La profecía es una vocación, un acto de elección. Por ello, Jeremías nunca dispone de Dios a su capricho. Ninguna súplica o solicitación puede obligar a Dios a revelarse. Cuando se le presenten a Jeremías situaciones de suma urgencia, llamará a Dios, pero no tiene garantizada la respuesta de Dios. Dios a veces responde con el silencio, que marca su libertad e independencia incluso de su profeta (42,6-7). Ni una larga intimidad, ni una ferviente oración aseguran el diálogo entre Dios y el profeta. La vida de Jeremías está sembrada de cortes y vacíos, de gritos en soledad y silencios de Dios. Nunca puede forzar a Dios a manifestarse. Dios es Dios y no un ídolo a disposición de su creador. Jeremías, en el largo itinerario de su fe, pasa por muchas pruebas hasta conocer a Dios como Dios. La aparición de Dios es siempre inesperada como en el primer momento. Dios se manifiesta como una tormenta que estalla en pleno cielo de verano y sorprende al hombre en descampado: "La palabra de Dios me vino... durante veinticinco años" (25,3). Cuando sus ásperas palabras provocan a los oyentes hasta el punto de querer matarlo, Jeremías no tiene otra defensa que decir: "El Señor me ha enviado" (26,1), "en verdad, el Señor me envió a vosotros para que dijese todas estas palabras a vuestros oídos" (26,15). No es su mente la que ha ideado el mensaje, sino que a él se le ha impuesto. Las palabras de su boca son un acontecimiento; no ha llegado a formularlas mediante un proceso de su mente, sino que las ha recibido: "Aconteció", repite Jeremías. El acontecimiento profético se imprime en él como algo que proviene exclusivamente de la voluntad e iniciativa de Dios. El no puede controlar o producir la inspiración: "La palabra de Dios me vino" (1,9). Jeremías corta sus reflexiones y las de Baruc, evocando la primera palabra que le llegó del Señor: -Antes de formarte en el seno materno te conocía, y antes de que nacieras te consagré y te destiné como profeta de las naciones (1,5). Desde el principio, la iniciativa es totalmente de Dios, que elige a Jeremías, lo busca y le nombra su profeta. Conocer, por parte de Dios, equivale a elegir y separar para la misión a la que le consagra. Dios no pregunta como en el momento de la vocación de Isaías: "¿A quién mandaré? ¿Quién quiere ser mi mensajero?" (Is 6,8). Dios simplemente revela a Jeremías lo que hace mucho tiempo ha decidido. Ante su sorpresa, Dios le desvela la
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vocación y la misión. En el diálogo entre Dios y Jeremías, Dios habla el primero para afirmar que conoce desde antiguo a Jeremías, incluso desde antes de ser concebido en el seno de su madre. Este conocimiento entraña una elección. Dios conoce ya lo que desea hacer, cuando el hombre no es aún capaz de captar su llamada (Cf Sal 139,13-16; Rm 8,29).
3. PRIMER COMBATE ANTE LA LLAMADA La palabra de Dios provoca una sacudida en lo más íntimo de su elegido. Se remueve todo lo que lleva inscrito en sus células. Dios pone la mano sobre Jeremías, lo aferra y pone en trance toda su vida. Jeremías, concebido para ser profeta, no se siente atraído por esta misión. El profeta es el hombre de la palabra y él se siente inepto, incapaz de predicar. Jeremías, elegido por Dios como profeta, es un escándalo para sí mismo. La mano de Dios sobre él le transforma en otro hombre. El, amante de la vida del campo, se siente arrancado de su familia, de su ambiente, de sus condiciones de vida, de su temperamento. Es arrojado de todo lo que es su vida a otro lugar. Queda substraído a su propio yo; transformado, no se conoce a sí mismo. Se ve como la contradicción de su propio ser. Dice lo que jamás ha pensado decir y anuncia lo que siempre ha tenido miedo de decir. Su existencia es la paradoja de su ser. No importa. Es arrastrado con su cuerpo frágil, con su espíritu apenas despierto, portador de un mensaje gigantesco. Para llevar el tesoro de su palabra, Dios elige un vaso de barro, lo pequeño y frágil. Los ojos de Jeremías se alzan en un interrogante cada vez mayor hasta abrir sus labios, que expresan el susto y la incapacidad: -¡Ah, Señor Yahveh!, mira que no sé hablar, que soy un muchacho (1,6). Como Moisés, siente miedo ante la misión, se considera incapaz e impreparado. Pero Dios no admite excusas y encomienda a su mensajero la tarea más difícil: transmitir su palabra en unos años cruciales y trágicos de la historia de Judá. Dios ya contaba con su debilidad; le ha formado en el seno de su madre para esa misión. Dios, como respuesta, confirma la elección, aceptándolo así como él confiesa que es. Y me dijo Yahveh: -No digas: "Soy un muchacho", pues adondequiera que yo te envíe irás, y todo lo que te mande dirás. No les tengas miedo, que yo estoy contigo para salvarte (1,7-8). El pueblo de Dios, acampado en las faldas del Sinaí, sintió el temblor de la montaña ante la voz de Dios. Jeremías no ve temblar ninguna montaña, pero sí siente cómo los relámpagos de la presencia de Dios recorren su ser. Como el estallido de un trueno, la llamada de Dios le estremece por dentro. Su luz muestra toda la impotencia y fragilidad humana hecha temblor. La palabra de Dios suena como en el Sinaí: "¡Yo soy! ¡Aquí estoy Yo!". La promesa es escueta; ofrece la presencia y compañía personal de Dios: -Yo estoy contigo.
4. SIGNO DE LA LLAMADA La presencia de Dios se concretiza en una palabra operante. En la experiencia de Jeremías no hay visión, sino audición. Pero Dios le da un signo de su elección y de su presencia; el signo deja al profeta con la certeza de la llamada, con la experiencia del cambio radical de su vida, aunque aparentemente todo parezca igual. Sintiéndose el mismo pero no lo mismo, le nace la necesidad profunda de una transformación. La propia incapacidad, sentida
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cada vez con más fuerza, le convence de que no puede ser otra cosa que mero instrumento en las manos de Dios. Esto le lleva a lanzarse en los brazos de Dios; desligado de sus apoyos y seguridades, se abre a la voluntad de Dios; en adelante sólo desea identificarse con El. La misión se le impone como el único objetivo de su existencia. Se queda sin vida propia; es todo para aquellos a quienes es enviado. Jeremías queda marcado por la palabra de Dios que escucha y por la palabra que Dios pone en su boca: -Mira, yo pongo mi palabra en tu boca (1,9). Esta palabra evoca aquella dicha a Moisés, anunciando un profeta futuro: "Yo pondré mi palabra en su boca" (Dt 18,18). Jeremías es "el profeta semejante a Moisés". De hecho, la vocación de Jeremías sigue el rastro de la llamada de Moisés, el profeta que tampoco sabía hablar y a quien el Señor dijo: "Yo estaré en tu boca y te diré lo que tienes que decir" (Ex 3,12). Con Jeremías Dios hace lo mismo: toca con su mano la boca y lo constituye su profeta. Con su mano sobre Jeremías, Dios vence todas sus resistencias, abatiendo los muros de autodefensa que el temor a la misión levanta en su espíritu. La vocación profética funda la existencia de Jeremías y abarca toda su vida. Más tarde Jeremías confiesa que se ha sentido "forzado por la mano de Dios" (15,17). En su debilidad, que nunca desaparece, el ministerio que se le ha confiado le abruma como una carga demasiado pesada. A la queja de Jeremías Dios responde con una orden: "donde yo te envíe, irás; y dirás todo lo que te mande decir" (1,7). El mandato de Dios es categórico y eficaz. Su palabra es portadora de fuerza: "No tengas miedo, que yo estoy contigo para salvarte". Dios alarga su mano y toca la boca de Jeremías. El gesto de Dios es sacramental, consagra el órgano de la palabra: -Mira, pongo mis palabras en tu boca. Desde hoy te doy autoridad contra las gentes y sobre los reinos para extirpar y destruir, para perder y derrocar, para reconstruir y plantar (1,10). El gesto y la palabra se hacen eficaces. Jeremías ejercerá su ministerio ante las naciones con las que se roza Israel: Egipto, Asiria, Babilonia, Moab... De temperamento afectivo y tímido, de natural retraído y solitario, dulce y tranquilo, Jeremías se mantuvo firme y enérgico en su misión. Pero fue tan amarga la misión, tan contraria a sus sentimientos, que muchas veces protestará ante Dios por haberle obligado a llevar una carga superior a sus fuerzas. Dios le sostuvo en su tarea de "destruir y arrancar, arruinar y asolar" antes de "edificar y plantar". Fue durante toda su existencia un signo de contradicción, objeto de burlas e irrisión (20,7-9). Pero Dios fue su refugio y fortaleza (16,19). Poro la lucha interior de Jeremías, vencida por Dios en este momento, reaparecerá constantemente a lo largo de su vida. Jeremías está enamorado de su tierra; ama a su país; lo conoce y describe con la pasión de un enamorado. La contemplación de la naturaleza ha llenado hasta ahora sus días. Su memoria está llena de imágenes del campo, de plantas, aves y animales... Y ahora el Señor le envía a anunciar que esa tierra será destruida, asolada como un desierto. Su corazón se debate entre lo que ama y lo que Dios le pide. Seducido por su tierra y por el Señor, su vida transcurrirá con el alma en vilo. Emotivo y espontáneo en sus reacciones pasará fácilmente de la exaltación al desánimo y cantará, pero sobre todo gritará sus dudas, sus desilusiones, y hasta su desesperación.
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5. LA FUERZA DEL ENVIO Dios irrumpe en la vida de Jeremías y se apodera de ella. La vocación y experiencia ininterrumpida de Dios hace que deba estar siempre a disposición de Dios, en cualquier momento y para cualquier mensaje. A la llamada sigue el envío. El profeta no es sólo un llamado a entrar en la intimidad de Dios, sino también un enviado por Dios. Al profeta, mensajero de Dios, la palabra le hace recorrer un largo camino; le arranca de su seguridad y le pone a disposición de quien le envía y de aquellos a quienes es enviado: -Donde te mande, irás (1,7). Al que Dios elige, le arranca de su tierra y le atrae hacia sí, le lleva tras él. A quien Dios aferra, no pertenece ya más que a Dios, sin tiempo más que para su designio. Dios ama a su elegido con un amor celoso; no tolera a su lado otros amores o intereses. La cercanía a la fuente de la palabra le hace sentirse existencialmente injertado en ella; tiene la seguridad inconmovible de poseer la palabra de Dios. La voluntad de Dios se convierte en su voluntad; el designio de Dios es su designio; toda su persona entra al servicio de los planes de Dios. Su vida es vida de obediencia. La palabra de Dios configura toda su vida. Aunque chirríen sus huesos y se estremezcan sus entrañas no puede respirar fuera de la misión. La presencia de Dios no significa instalación bajo sus alas, sino vuelo sobre ellas. El Señor se acerca, aferra al hombre y pasa; arranca al hombre de sus raíces, de su suelo, de sus seguridades y le hace salir de su mundo y de sí mismo. Como Abraham deja la llanura de Caldea, como los hebreos dejan el valle del Nilo, así Jeremías es arrancado de los campos de Anatot, donde ha pasado su infancia y adolescencia. Su vida es el puente que une la distancia que hay entre Dios, que le envía, y el pueblo, al que es enviado. La distancia no es sólo ni principalmente geográfica, sino existencial. Israel se ha alejado mucho de Dios. Desde Dios, que habla y envía a Jeremías, hasta el pueblo, al que es enviado, hay toda la distancia que ha creado el pecado. Jeremías ha de descender hasta el pecado de Israel y experimentar en su carne todo su peso. El rechazo de Dios lo siente en su piel, como rechazo de su mensaje y de su persona. Entre Dios y el pueblo, Jeremías sufre el dolor de Dios y el dolor del pueblo. La palabra que lleva será un fuego que arde en sus huesos. El celo por Dios y la compasión del pueblo le desgarrarán el alma, dividido hasta la locura. Jeremías recibe del pueblo el mismo trato que Dios: abandono, desprecio, mofa y escarnio; y, al mismo tiempo, al ser intercesor del pueblo ante Dios, recibe de Dios lo mismo que el pueblo merece. La vocación de Dios provoca en el interior de Jeremías un doble sentimiento. Por una parte, es una experiencia de extrañeza, de exclusión, de distanciamiento de todos lo demás. Por otra parte, se siente ligado totalmente a los demás. Entra en sí, hasta sentirse solo, aislado de todos, pero se siente circundado, hasta invadido, por el drama de los demás. Separado de la comunidad para ser todo de la comunidad. Todo de Dios, todo de los demás. Parece que vive solitario, en sí mismo, pero en realidad ha sido totalmente vaciado de sí, como puente por donde Dios pasa a los hombres y los hombres llegan a Dios. Su vida es el arco vacío, elevado, que une las dos laderas, sin apoyo en sí mismo. Consciente de la elección divina en función del pueblo, se siente obligado a ejecutar acciones y a proclamar palabras, que le son sugeridas por Dios, aunque sepa que sus oyentes no las quieren escuchar y que, al rechazar la palabra de otro, le van a rechazar a él. Jeremías vive de la palabra de Dios y le toca la misma suerte de la palabra.
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6. A DISPOSICION DE LA PALABRA RECIBIDA La distancia entre Dios y el pueblo tiene la medida de la soledad en que transcurre la vida de Jeremías. El despojamiento de sí mismo, le hace solidario de Dios y del pueblo. La palabra, que lleva en sus labios, no es su palabra: "Así dice el Señor", repetirá cada vez que abra su boca. Sus pensamientos no cuentan. Puede rumiarlos en su interior, pero no proclamarlos en voz alta. Sólo ante Dios puede gritarlos en la oración, sabiendo que, al final, Dios se saldrá con la suya, pues El es Dios y siempre tiene razón: -Lo que yo te mande, lo dirás (1,7.17). La respuesta que espera la palabra de Dios es que se repita esa misma palabra, es decir, dejarla resonar en el interior y, luego, dejarla salir por la boca como eco. Así el profeta es profeta de Dios: recibe en sí mismo la palabra y la transmite, habla en nombre de Dios. El diálogo interior se prolonga en diálogo exterior, sembrando la palabra de Dios en el mundo. Esto no hace del profeta un simple disco de repetición. El corazón del profeta sirve de caja de resonancia y da un tono propio a la palabra, que se ha hecho carne en él antes de llegar a los demás. Es un peso cargado primero sobre sí antes de cargarlo sobre los demás. Es un fuego, que quema las entrañas del profeta, antes de incendiar con él al mundo. Así la palabra recibida es la palabra transmitida, pero cargada de la experiencia del profeta. Escuchar la palabra de Dios es obedecerla. Entra por el oído, pero busca el corazón, para realizarse en la vida. La palabra, que sale de la boca de Dios, es una semilla, que no vuelve a él vacía; una vez sembrada, echa raíces y germina. Es una palabra creadora. Cuando menos se lo espera, el Señor "despierta su oído" para que escuche su palabra. La misión no se reduce a un momento aislado, sino que se prolonga a lo largo de toda la vida; al profeta no le queda un reducto mínimo en el que refugiarse "lejos de la mirada de Dios". Ni en lo hondo del océano se libra Jonás de la presencia de Dios y de su palabra. La palabra de Dios no es revelación de una idea, sino la revelación de Dios mismo. Jeremías no conoce, tras la palabra de Dios, nuevas verdades, conoce a Dios. Y conocer es entrar en comunión de amor con Dios, ser seducido, enamorado, entrar en simpatía con El. Es gozar y padecer con Dios. El conocer es participar de la intimidad de Dios como dos esposos que se conocen íntimamente. Esta experiencia es tan real que Jeremías no puede eludirla. Está tan seguro de la llamada de Dios que, aunque le cueste la vida, no puede dudar de ella. La convicción es tan absoluta que le dará fuerza para oponerse a reyes, sacerdotes y falsos profetas, arriesgando su vida. Entre Dios y Jeremías se da un encuentro, que es abrazo entre dos amantes, combate cuerpo a cuerpo; Jeremías vive la experiencia de estar atrapado por Dios como un pájaro caído en la trampa, según la expresión de Amós (Am 3,5) o como él mismo, evocando el cuerpo a cuerpo de Jacob en el Yaboc (Gn 32,28-31), se expresa: -Me has seducido, Yahveh, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido (20,7).
7. SAL DE TU TIERRA Jeremías se siente realmente poseído por Dios. La irrupción de la palabra en su vida ha creado un vínculo indisoluble entre él y Dios. Pelea y abrazo amoroso son el símbolo que describe su encuentro con Dios. La llamada de Dios es desgarradora. La profecía hiere y el
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primer herido es el profeta. Antes de difundirse, irritando a los hombres, la profecía, alojada en el corazón del profeta, lo roe por dentro. Su propia vida está amenazada por el mensaje que lleva consigo. Las primeras palabras de Jeremías afectaron a su aldea y a su familia de Anatot con el consiguiente odio suscitado contra él (11,21-23). Antes de anunciar la ruina de Judá, anuncia su propia ruina, al quedarse sin parientes, sin amigos, sin el afecto de su aldea natal. ¡Se siente nacido para la maldición! Aquel seno materno en el que fue santificado debería haber sido su tumba; no ha salido de él más que para herir a la tierra entera y, en primer lugar, para herirse a sí mismo y a las personas queridas (15,10;20,14). Este desgarrón de la primera llamada atraviesa toda su existencia de parte a parte. Siempre vemos en él dos Jeremías: el de sus tendencias personales y el "otro", aquel en el que ha sido transformado por la llamada. Los dos recorren los caminos enzarzados en una lucha despiadada, porque son antitéticos. El niño sensible ha sido transformado en una ciudad fuerte, en una columna de hierro, en una muralla de bronce (1,18). Su carácter sensible, desbordante y ávido de amor, que vibra al recordar a su padre y a su madre, que ama a su pueblo con amor apasionado y se complace en cantar con todas las fibras y acentos líricos el amor conyugal que liga a Dios con Israel... convive con el "otro" Jeremías que odia todo lo que ama: familia, amigos, Jerusalén y pueblo. El amor queda desarraigado en él. Por su misión se siente como arrancado del amor humano, alejado de toda simpatía y afecto humano. Arrancado del amor paterno no gozará del amor conyugal o filial: "No tomes mujer ni tengas hijos ni hijas" (16,1). Morirá solo, sin el consuelo de una lágrima. Por donde pasa suscita desconfianza, oposición: -¡Todos me maldicen! (15,10). Ser heraldo de Dios y llevar su palabra es su gloria y su miseria. Como portador de la palabra de Dios participa de su potencia. Pero ahí radica también su impotencia, pues no dispone de ningún otro medio para suscitar la fe y la obediencia a sus palabras. Lo que proclama puede ser acogido o rechazado y él no puede hacer nada para evitarlo. Para transmitir la palabra de Dios es menester estar siempre listo: -Tú, por tu parte, ciñe tus lomos (1,17). El mensajero es un itinerante, sin poder sentarse nunca: "te alzarás y les dirás todo lo que yo te mande". Aquellos a quienes es enviado no aceptan su palabra; por eso no puede establecerse entre ellos; es extranjero para todos. Con frecuencia, tras el anuncio, tiene que huir, refugiarse en la soledad, para volver a alzarse de nuevo y salvar la distancia que lo separa de los hombres. Siempre entre dos fuegos: Dios y los hombres a quienes es enviado. Si ceja en su misión le espera el más sobrecogedor de los espantos: el espanto con que Dios le aterra. Y si permanece fiel a la misión, de entre los oyentes surgirán sus perseguidores. Pero entonces cuenta con la promesa de Dios: -No desmayes ante ellos y no te haré yo desmayar; pues, por mi parte, mira que hoy te he convertido en plaza fuerte, en pilar de hierro, en muralla de bronce frente a toda esta tierra, así se trate de los reyes de Judá como de sus jefes, de sus sacerdotes o del pueblo de la tierra. Te harán la guerra, mas no podrán contigo, pues yo estoy contigo para salvarte (1,17-18). Jeremías seguirá durante toda su vida sintiendo su debilidad, necesitado de la fuerza de Dios. Dios no le quita sus miedos ni le engaña con falsas seguridades. No le promete triunfos o descanso. Lo único que le promete es que sus adversarios no "podrán con él". No
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ha sido elegido para cosechar éxitos o victorias. Le basta con saber que el Señor le salvará de la muerte. En los duros momentos no aparecerá Dios dándole el triunfo, pero sí la perseverancia; no victorias, pero sí la supervivencia, le salvará de la muerte. Jeremías, como plaza fuerte o muralla de bronce, es llamado por Dios a un combate. Es equipado para la lucha de la fe. La elección de Dios le coloca frente a toda idolatría, frente a toda desfiguración de Dios, frente a reyes, sacerdotes y profetas que se desvían y desvían al pueblo de la fe en el único Dios. Jeremías mismo, en su persona, será a veces el campo de batalla, con sus titubeos, sus miedos, sus deseos de huir de Dios. La lucha por Dios es lucha con Dios, como aliado que mantiene la alianza y desea la fidelidad a ella. La alianza con el Dios celoso es incompatible con cualquier otra alianza. Ni Egipto ni Asiria son una ayuda válida. Sólo en Dios hay esperanza. Poner la confianza en cualquier otra fuerza es una traición, un adulterio fragante. Y si Dios no combate contra un pueblo, que ataca a Israel, hay que renunciar a combatir. La voluntad de Dios es el sometimiento a ese pueblo. Con Dios o contra Dios.
8. RAMA DE ALMENDRO Dios se le revela a Jeremías en la historia y no en los sentimientos interiores. Frecuentemente no coinciden, más aún, se oponen sus sentimientos y la palabra revelada que tiene que comunicar. El es el primero que siente el rechazo, el deseo de acallar la palabra que se le impone. Y, vencido por la palabra, la proclama, la pregona, como voz de otro, pero implicado vitalmente en el anuncio. La misma misión cambia al profeta; Dios, al poner su palabra en labios de Jeremías, va modelando su corazón. La intimidad con Dios le va identificando con él. Pero Dios es siempre una sorpresa; su profeta jamás se acostumbra a su misión; nunca llega a considerar la palabra divina como una creación de su espíritu. La palabra irrumpe en él desde fuera, tantas veces en forma, al menos aparentemente, contradictoria. Su palabra le suena siempre nueva y extraña, como agua surgida directamente del manantial. Siempre procede del querer vivo de Dios; jamás es palabra aprendida o repetida. La palabra de Dios será en cada caso como la irrupción de un volcán; Jeremías la sentirá dentro de sí como lava que se abre paso desde su interior hasta salir por sus labios abiertos. Engastado entre la llamada y el envío está el mensaje que el profeta ha de anunciar. Dios se lo muestra con dos imágenes plásticas para que la palabra, que ha de anunciar, penetre toda su persona. Jeremías oye y ve cuanto ha de transmitir con su boca y con su vida. Aunque Jeremías proteste y diga que no sabe hablar, es un gran poeta, con sus irrupciones líricas y sus símbolos e imágenes sugestivas. Baruc ya conoce las visiones, pero ahora cede la palabra a Jeremías y él se limita a transcribir. El Señor me dirigió la palabra: -¿Qué ves, Jeremías? Respondí: -Veo una rama de almendro (1,11). Visión y palabra están relacionadas entre sí, aunque hay una gran diferencia entre ellas. La visión, para no desviar al hombre, necesita de la palabra. No cabe una visión auténtica que contradiga la palabra. La visión refuerza la palabra, crea el ambiente para escuchar la palabra, es su marco o acompañamiento, aunque no sea su garantía segura. Se da
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una línea divisoria entre los visionarios y los profetas de la palabra. Jeremías es preguntado por sus visiones y Dios le dice que ha visto bien, pero el sentido de la visión sólo es descifrado cuando Dios, con su palabra, se lo descubre. En la visión el yo del profeta es capaz de describir, comprender lo que tiene ante los ojos, pero no es capaz de conocer su sentido. El sentido se ilumina cuando calla el yo del profeta y es Dios quien habla. La visión no es más que el prólogo que prepara a escuchar la palabra de Dios. Sólo la palabra desvela el misterio. Y me dijo el Señor: -Bien has visto. Pues así estoy yo, alerta a mi palabra para cumplirla (1,12). En primer lugar Jeremías ve una rama de almendro -almendro en hebreo suena como vigilante (shaqed suena igual que shoqed)-. Lo que Jeremías ve es, pues, un almendro que acecha los primeros signos de la primavera para ser el primero en florecer, adelantándose a los demás árboles, aún sumidos en el letargo del invierno al despuntar la primavera. Así Dios está vigilando a su pueblo, para intervenir en el momento oportuno. Dios, puntual en el ritmo de la creación, está también atento al proceso de la historia. El, que se encarga de hacer florecer el almendro, se encarga también de hacer fructificar su palabra en su momento justo. Dios está atento a su palabra para cumplirla.
9. LA OLLA HIRVIENDO La palabra de Dios confiada a Jeremías es una palabra eficaz, ya que Dios vela por su cumplimiento. Y su intervención es ya inminente. La segunda imagen expresa el sentido de la intervención de Dios. Jeremías sigue su narración. De nuevo me dirigió el Señor su palabra: -¿Qué ves? Le respondí: -Veo una olla hirviendo que se vuelca de norte a sur. Y me dijo Yahveh: -Desde el norte se derramará la desgracia sobre todos los habitantes del país. Porque voy a llamar a todos los reinos del norte y vendrán a instalarse a las mismas puertas de Jerusalén, en torno a las murallas y frente a los poblados de Judá (1,13-15). La olla hirviente, que se vuelca de norte a sur, es una señal del futuro que se acerca a Israel. La olla hierve en el norte, donde Babilonia arde con deseos de conquistar el mundo; se vuelca hacia el sur y abrasará a Israel. La idolatría de los habitantes de Judá y de Jerusalén justifica el fuego que se acerca: -Me abandonaron para incensar a dioses extraños y adorar la obra de sus manos (1,16). Es la ira de Dios que se derrama sobre su pueblo. La visión, que desvela a Jeremías el mensaje, se hace, primero, realidad en su vida. Comienza por quemarlo a él. Se siente llamado a anunciar el hundimiento del barco en el que él navega: -Tú, por tú parte, te apretarás la cintura, te alzarás... y no desmayarás ante ellos, que te
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harán la guerra, pero no podrán contigo, pues yo estoy contigo para salvarte (1,17). Cuando Cuando arrecia arrecia fuera fuera la persecu persecució ción, n, surgen surgen dentro dentro los miedos miedos,, que que parali paralizan zan el corazón. Jeremías es invitado por Dios a superar ese miedo confiando en la promesa de su presencia junto a él. Si falla en esa confianza, se acrecentarán esos miedos, pues Dios mismo los atizará. Este es el drama de toda su misión, que no puede eludir, pues Dios le ha dicho: -Yo vigilo mi palabra. Mientras Mientras mantenga mantenga la confianza confianza en Dios, Jeremías será una fortaleza inconquistable, inconquistable, una muralla insuperable, una columna inamovible. Caerá la ciudad de Jerusalén, abrirán brechas en sus murallas, derribarán las columnas del templo, pero él resistirá resis tirá todo ataque sin desfallecer.
10. EN EL TORBELLINO DE LA HISTORIA Baruc, ahora, al escribir el rollo por segunda vez, sabe más de lo que conocía Jeremías al recibir la palabra de Dios. Puede escribir la historia que ha confirmado la palabra que Dios confió a Jeremías. Jeremías, hombre solitario y tímido, se siente obligado a participar en la historia de su época, envuelto en la guerra que, durante cuarenta años, llena de sangre todo el tablero meridional, dando la vuelta al equilibrio de compromisos políticos de las grandes potencias. Jeremías, enemigo de la guerra, se halla en medio de ella durante toda su actividad profética. La "olla hirviente" marca toda su vida y misión. El poderoso imperio asirio está a punto de hundirse. Senaquerib y Asurbanipal se presentan aún como grandes reyes. Con ellos el imperio asirio llega a su pleno apogeo. Egipto no logra inclinar la balanza de fuerzas a su favor. No ha sonado aún la hora del cambio radical, pero ya se avecina. Senaquerib y Asurbanipal han reprimido con su puño de hierro los intentos de independencia de Babilonia, pero sus sucesores no tienen su misma energía. Al final del reinado de Asurbanipal aparecen en el imperio asirio los primeros síntomas de debilidad. El dominio asirio en Egipto es frágil; las conquistas que allí se han hecho no tienen porvenir. Los egipcios están a punto de recobrar su independencia. Bajo Psamético, Egipto recompone su unidad y empieza su expansión hacia Palestina. El año 640 el faraón pone sitio a la ciudad de Asdod y termina tomándola algo más tarde. En ese mismo año 640 se da un giro en la vida del reino de Judá. Muere el impío rey Manasés, que se había dedicado a deshacer sistemáticamente la reforma religiosa emprendida por su padre, el piadoso Ezequías. Manasés persiguió a los fieles a Yahveh, introduciendo en el templo, templo, como su abuelo abuelo Ajaz, los cultos cultos asirios asirios (2Re (2Re 21,16) 21,16).. Durante Durante su reinado reinado se restauraron todos los altares en los altos. Manasés fue un dócil vasallo de Nínive y ayudó a Asurbanipal en su campaña contra Egipto. Su hijo Amón, que le sucede, sigue la misma conducta, pero es asesinado a los pocos meses de subir al trono, ya que los oficiales de la corte conspiraron contra él (2Re 21,19-23) y lo mataron en su palacio. Este asesinato supone la existencia en la corte de Judá de un grupo favorable a Egipto y contrario a Asiria. El despertar de Egipto y su política expansionista favorece esta revuelta en medio de la corte de Judá. A los judíos, en su revuelta contra Asiria, se unen otros pueblos árabes y las ciudades de Acco y Tiro. La reacción asiria fue violenta y los árabes fueron derrotados en las cercanías de Damasco. Los otros reinos tuvieron que someterse y acallar sus deseos de independencia.
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Este es el momento en que Josías es nombrado rey tras la muerte de su padre. La cercanía de las tropas asirias obliga a Josías (o a los funcionarios del rey) a dar signos concretos de fidelidad a Asiria como, por ejemplo, la ejecución de los asesinos de Amón. Así Josías evitó toda acción punitiva contra Judá de parte de Asiria. En el 630 Asurbanipal deja el poder a su hijo Asur-etil-ilani (630-623), aunque él sigue reinando en Babilonia hasta el 627, en que muere. A partir de entonces los acontecimientos se precipitan. Josías es muy joven cuando sube al trono. trono. No cuenta más que ocho años (2Re 22,1). Durante su minoría de edad, el reino de Judá está en manos de los funcionarios, de los que el profeta Sofonías traza un retrato no muy elogioso: "los príncipes visten vestido extranjero, saltan por encima del umbral (rito filisteo), llenan la Casa de su Señor de violencia y de fraude; en medio de ella, son leones rugientes, lobos de la tarde, que no dejan un hueso para la mañana" mañana" (So 1,8-9; 1,8-9;3,3 3,3-4) -4).. Diez Diez años años más tarde, tarde, en el 630, 630, la situación situación evoluci evoluciona ona favorablemente para todos los que sueñan con sacudirse el yugo asirio. Josías tiene dieciocho años y toma en sus manos las riendas del poder (2Cro 34,3). La rápida declinación del poder e influencia de Asiria facilitó las cosas para quienes aborrecían la idolatría de Manasés. Josías inaugura la reforma religiosa que marca una época en la historia de Israel. Jeremías colabora con su predic predicació ación n en esta reforma reforma (11,1(11,1-14) 14),, que comport comportaa la supresi supresión ón de todos todos los santuarios santuarios sincretistas, sincretistas, que pululaban pululaban en el país; todo el culto se centraliza centraliza en el templo de Jerusalén. Jerusalén. Durante las obras de reparación reparación del templo, se descubre el rollo de la Ley. Ley. Fiel al libro de la Ley, Josías intenta, en primer lugar, la erradicación total de los cultos extranjeros. Los cultos cultos solares y astrales astrales de origen mesopotámico mesopotámico habían habían sido importado importadoss a Judá con el domini dominio o asirio. asirio. Y con estos estaban estaban también también los cultos cultos locales locales canane cananeos, os, admitido admitidoss y reconocidos por Manasés. Todos ellos fueron destruidos (2Re 23,4ss). Más tarde, constatando la poca eficacia de la reforma, Jeremías fustigó con redoblada fuerza la infidelidad de Judá. Josías también aprovechó el debilitamiento de Asiria para liberar a su pueblo de la dependencia política de ella. Ya en el año 626, el año de la llamada de Jeremías, las tropas asirias se muestran incapaces de reprimir a las hordas escitas que devastan la costa oriental de Asiria. Babilonia, ese mismo año, se despierta de su largo sueño. La muerte de Asurbanipal, quien, al igual que sus predecesores, gobernaba también Babilonia, fue una señal para la revuelta de los babilonios, que habían estado por mucho tiempo sometidos a Asiria y estaban ansiosos por recuperar su independencia y restaurar en sus ciudades el prestigio y la gloria de tiempos pasados. Cuando la hegemonía de Asiria llegó a su fin, el liderazgo de los pueblos pasó a Babilonia. Sus ejércitos, el año 615, derrotan a los asirios en Arafa. Por su parte, los medos se apoderan de Asur un año después. Medos y Babilonios, con un enlace matrimonial, unen sus fuerzas e infligen nuevas derrotas a Asiria, llegando a sitiar a Nínive el año 612. En el asedio de Nínive muere el sucesor de Asurbanipal y Nínive cae bajo el dominio de Babilonia. Los habitantes de Nínive son pasados a espada, las riquezas de la gran ciudad saqueadas y, finalmente, Nínive es arrasada. El reinado de Asiria desapareció de la historia y su pueblo dejó de existir. Desde el cenit de su poder se precipitó en el abismo. Babilonia se alzó con el poder y Josías le había ayudado en sus planes de destruir Asiria. Por otro lado, Egipto, quien dos generaciones antes había sido el blanco de la agresión de Asiria, ahora, en el momento de su agonía mortal, era el único aliado que le quedaba. Egipto, temeroso del poder cada vez mayor de Babilonia, había ayudado a Asiria contra Babilonia y sus aliados. Al mismo tiempo Egipto comenzó a alimentar la idea de reconquistar Palestina y Siria, que durante cierto tiempo le habían pertenecido. El faraón Neco II (609593) marchó a Palestina. Josías, independizado de Asiria, trató de frenar a los egipcios. El
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encuentro ocurrió el año 609 cerca de Meguido y terminó en tragedia para Judá. Josías murió y su ejército ejército retornó a Jerusalén, donde se proclamó rey a su hijo Joacaz. Joacaz. Al faraón Neco II, que se consideraba señor de Judá, no le agradó el nuevo rey y lo deportó a Egipto. En su lugar colocó en el trono a su hermano Yoyaquim. Como vasallo de Egipto, Yoyaquim aceptó pagar un impuesto a Egipto. Había terminado la independencia independencia de Judá. Con Con la caíd caídaa de Asiri Asiria, a, sus sus vasal vasallo loss sinti sintiero eron n un gran gran aliv alivio io.. La brut brutal alid idad ad de Asurbanipal había suscitado el odio de todos. Durante décadas Asiria había saqueado a todos los pueblos a su alcance. Donde se conocía el nombre de Asurbanipal, se le execraba. Ahora, Nínive, la ciudad triunfante, que decía de sí: s í: "Yo soy y fuera de mí no hay ninguna", estaba desolada como un desierto: "Todo aquel que pasa junto a ella silba y menea su puño" (So 2,15; 2,15; Cf Na 3,1ss). 3,1ss). El profeta profeta Nahúm se hace eco de la alegrí alegríaa desbor desbordad dadaa que que sacudió sacudió Jerusalén al caer la ciudad de Nínive: "Mirad, viene ya por las montañas el mensajero de la buena nueva, el que comunica la paz. ¡Celebra ¡Cele bra tus fiestas, fie stas, Judá!" (Na 2,1). Pero esta alegría se disipa bien pronto. Tras el breve dominio egipcio, surge en el norte el nuevo imperio babilonio, en sustitución del imperio asirio. Gracias a Nabucodonosor, Babilonia se impone con toda su fuerza. Sofonías, un poco anterior a Jeremías, ve a Yahveh descendiendo en medio de la tempestad y del huracán: "Cercano está el gran día de Yahveh, cercano, y llega velozmente. ¡Ya se oye el ruido del día de Yahveh y hasta el más valiente dará gritos de espanto!" (So 1,14) Jeremías recibe su vocación en el momento en que llega a cumplimiento ese "día de Yahveh". Dios, vigilante como el almendro, está en vela, esperando el momento de dar cumplimiento a su palabra. Y el momento se hace inminente. Jeremías, constituido centinela de la casa de Dios, es invitado a entrar en el torbellino del día que llega. Ha sonado la hora de dejar la apacible aldea de Anatot. Ya no es tiempo de contemplar las cigüeñas, las grullas, las golondrinas, que vuelven fielmente en la época de su migración (8,7); pasó el tiempo de recrearse mirando la nieve que nunca abandona la cima del Líbano (18,14). Es la hora de subir a Israel, que es lo contrario de las cigüeñas, las grullas, las golondrinas y la nieve. Israel no se acuerda de volver a su Dios, se ha apartado de El: "Mi pueblo me ha olvidado a mí hace ya mucho tiempo" (2,32), "me ha abandonado, me ha vuelto la espalda" (15,6). Más aún, Israel se ha sublevado: "Ya hace mucho tiempo que ha quebrantado el yugo, ha roto las coyundas y ha dicho: No quiero servir " (2,20). Jeremías, amante de la paz y tranquilidad de Anatot, se ve envuelto en medio de todos estos vaivenes de la política. Le tocó asistir al colapso nacional de Judá. Pero la llamada de Jeremías tiene una dimensión universal. Dios saca a Jeremías de la minúscula aldea natal y también de la pequeñez de Judá. La misión de Jeremías desborda los límites de su patria, aunque se centre en ella. Su voz ha de alcanzar a las otras naciones, que que los hebreos califican como paganas: "Ha sido constituido profeta de las naciones" (1,4). Desde el principio Dios manifiesta a Jeremías el marco de la historia en que se desenvolverá su vida: -Desde el norte se iniciará el desastre sobre todos los moradores de esta tierra. Porque en seguida voy a llamar a todas las familias del norte y vendrán a instalarse frente a las mismas puertas de Jerusalén, en torno a sus murallas, y frente a todas las ciudades de Judá, a las que yo he sentenciado por toda su malicia: por haberme dejado a mí para ofrecer incienso a otros dioses, y adorar la obra de sus propias manos (1,14-16).
2. ¡VUELVE, VIRGEN ISRAEL!
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1. EL REINO DEL NORTE Baruc nos ha ofrecido el marco histórico de la vida de Jeremías, anticipando algunos acontecimientos. Nos ha presentado la situación política de las naciones con las que se relaciona el pequeño reino de Judá. Mientras Jeremías vive en paz en Anatot se produce el hundimiento del imperio asirio, que ha dominado los últimos años el Oriente Próximo. Desde la cúspide del poder se precipitó en la ruina más completa. La otra gran potencia, Egipto, despierta entonces de su sopor y comienza a irrumpir hacia el norte. El primer país que alcanza es Judá, que se ve envuelto en la lucha milenaria de las dos grandes potencias, que siempre ambicionan el dominio sobre el territorio intermedio, es decir, el pasillo estrecho y alargado de Palestina. Finalmente, Jeremías verá la ascensión paulatina del nuevo imperio babilonio, que implicará toda su vida y su misión, así como la desaparición del reino de David. Pero esto llegará más tarde. Ahora Jeremías está inaugurando su ministerio. Revestido de la fuerza de Dios sale de Anatot y se encamina hacia el Reino del norte. La tribu de Benjamín, en los confines de Judá, mantuvo siempre una gran vinculación con las tribus del norte. Jeremías, desde pequeño, escucha y guarda en su memoria las tradiciones de Israel; se ha conmovido con la historia de Raquel y de Efraín (31,15-18); conoce mejor las tradiciones del santuario de Silo (7,14;26,6) que las tradiciones típicas de Judá, como la elección divina de Jerusalén y de la dinastía davídica. Antes de ir a Jerusalén, Jeremías, por sus raíces benjaminitas, está preocupado por el porvenir de Israel, en el reino del norte. A él dirige su primera predicación, en la que se nota la influencia de la predicación de Oseas, el gran profeta del Israel del norte. El rey Josías le ha abierto las puertas de Israel. Con la liberación del yugo asirio, Josías puede llevar a cabo la reforma de Judá, que alcanza también a Israel. Josías extiende su dominio hasta Betel (2Re 23,4.15) y quizás hasta Samaría (2Re 23,19). Josías contó para ello con el apoyo de los refugiados del norte, que habitaban en Jerusalén y en sus alrededores. Desde el 722, el Reino de Israel había desaparecido como tal reino; pero, a pesar de que los asirios habían desplazado a su población, una parte del antiguo reino seguía viviendo en el país, transformado en provincias asirias. La reforma de Josías se extendió, pues, hasta el reino del Norte: "Derribó el altar de Betel y el santuario construido por Jeroboán, hijo de Nabat, con el que hizo pecar a Israel. Lo trituró hasta reducirlo a polvo y quemó la estela... Josías hizo desaparecer también todas las ermitas de los altozanos que había en las poblaciones de Samaría, construidas por los reyes de Israel para irritar al Señor; hizo con ellas lo mismo que en Betel" (2Re 23,15-20). Jeremías, al comienzo de su ministerio, recibe el encargo de predicar a las tribus del norte un mensaje de conversión y de perdón. Yahveh me dijo en tiempos del rey Josías: -¿Has visto lo que hizo Israel, la apóstata? Andaba sobre cualquier monte elevado y bajo cualquier árbol frondoso, fornicando allí. En vista de lo que había hecho, le dije: "No vuelvas a mí". Y no volvió (3,6-7). Pero me dijo Yahveh: -Anda y pregona estas palabras al Norte: Vuelve, Israel apóstata; no estará airado mi semblante contra vosotros, porque soy piadoso y no guardo rencor para siempre. Tan sólo reconoce tu culpa, pues te rebelaste contra Yahveh, tu Dios, prodigaste tu amor a extraños bajo todo árbol frondoso, y no escuchaste mi voz (3,12-13). El reino del norte siempre sufrió la tentación de los cultos cananeos. Elías luchó y
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sufrió persecuciones constantes por oponerse a ellos (1Re 18ss) y lo mismo el profeta Oseas. Más tarde, a partir del 720, cuando los asirios conquistaron Samaría y deportaron 27.290 samaritanos, habitaron allí numerosos extranjeros, llevados para sustituir a los desterrados. Esto condujo a la difusión del sincretismo religioso (2Re 17,24-41), que implicaba el abandono de Dios, cambiando la fuente de aguas vivas por cisternas agrietadas (2,13), con la consecuencia de un profundo desánimo en el corazón de los israelitas. Un turista, que llega a Samaría, la capital del reino del Norte desde el siglo IX, se encuentra con una ciudad importante, cargada de lujo. Seguramente se siente admirado de su riqueza, de sus espléndidos palacios construidos con piedras sillares. Los edificios están repletos de objetos artísticos, caros y lujosos. El profeta, en cambio, contempla la ciudad con otros ojos. Ante los lechos de marfil, los divanes, los instrumentos musicales, los perfumes exóticos, las provisiones de vinos exquisitos, y todo lo que permite una vida cómoda, ve los palacios repletos de "violencia y robos". Así Amós nos desvela el transfondo de mentira y violencia criminal, que esconden los palacios de Samaría. También a Jeremías Dios le ha afinado el oído para percibir lo que otros no llegan a captar. Por debajo de la sabiduría, el poder y la riqueza, Jeremías descubre la vanidad que las sustenta: -No se gloríe el sabio en su sabiduría, ni el poderoso se gloríe de su fuerza, ni el rico se gloríe de su riqueza; en esto se gloríe el que se gloríe: en comprenderme y conocerme, porque yo soy el Señor, que hago bondad, justicia y rectitud en la tierra y en estas cosas me deleito (9,22-23). Jeremías está, como centinela de la casa de Dios, siempre en vela. La humareda del incienso o la fragancia de los rezos no le adormecen ni le ocultan la maldad que esconden: "¿A qué traerme incienso de Sabá y canela fina de país remoto? Ni vuestros holocaustos me son gratos, ni vuestros sacrificios me complacen" (6,20). Jeremías sintoniza con Dios, pues es Dios quien le abre el oído y los ojos: "Yahveh me lo hizo saber y me enteré de ello" (11,18). Su mirada descubre las grietas ocultas del mundo y de las acciones del hombre: -Miré a la tierra, y he aquí que era un caos; a los cielos, y faltaba su luz. Miré a los montes, y estaban temblando, y todos los cerros trepidaban. Miré, y he aquí que no había un alma, y todas las aves del cielo se habían volado. Miré, y he aquí que el vergel era yermo, y todas las ciudades estaban arrasadas delante de Yahveh y del ardor de su ira (4,23-26).
2. NOSTALGIA DEL PRIMER AMOR Camino de Samaría, Dios abre su corazón a Jeremías: "Mi pueblo me ha abandonado". El lamento de Dios se graba en el corazón de Jeremías y de él brota con pasión, una y otra vez: "Así dice el Señor". Y en adelante ya no se sabe si es Dios o es Jeremías quien se desahoga: -Recuerdo tu cariño de joven, tu amor de novia, cuando me seguías por el desierto, por tierra yerma (2,2). El amor inicial no se olvida. Israel era sagrada para el Señor, primicia de su cosecha. Con nostalgia evoca Jeremías los primeros amores, cuando Dios protegía a Israel en su marcha por el desierto, defendiéndolo de todos sus enemigos, e Israel seguía el camino que Dios le marcaba, sin desviarse a derecha ni izquierda. Era el tiempo de los esponsales, cuando no había baales ni otra seguridad más que el Señor. La nostalgia se hace lamento: -¿Qué delito encontraron en mí vuestros padres para alejarse de mí? (2,5).
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Dios sigue volcando su corazón en el oído de Jeremías: "En la tierra, que yo les di, siguieron vaciedades y se quedaron vacíos. En sus apuros buscaron apoyo en los ídolos en vez de buscarme a mí y preguntar: ¿dónde está Dios?". Dios, en su paciencia incansable, ha respetado siempre su alianza, a pesar de todas las infidelidades de su pueblo. Dios no comprende la reacción de Israel: -¿Por qué dice mi pueblo: "Nosotros nos vamos; no volveremos a ti"? (2,31). Jeremías, en las calles y plazas, deja que sus labios transmitan el eco que la palabra dolida de Dios ha dejado en su interior: -El nos sacó de Egipto y nos condujo por el desierto, por estepas y barrancos, tierra sedienta y sombría, tierra que nadie atraviesa, que el hombre no habita (2,6). Sí, dice el Señor: -Yo os conduje a un país de huertos, para que comieseis sus buenos frutos; pero entrasteis y contaminasteis mi tierra, hicisteis abominable mi heredad (2,7). Jeremías es invitado a proclamar a los oídos de Israel sus infidelidades. Pero, al abrir sus labios, se encuentra con la palabra que Dios pone en ellos. Y lo que Dios siente es una nostalgia inmensa por el tiempo del primer amor. Evoca la época del desierto cuando Israel, en la soledad de la estepa, sin la infiltración de los cultos cananeos, se dejaba amar y respondía con fidelidad, entregándose virginalmente a la solicitud de su Dios, esperándolo todo de él. ¡Con cuanta ilusión le seguía por aquella tierra yerma, donde nada se siembra! Entonces no le importaba a Israel arrostrar las fatigas del camino por seguir a su amado. La presencia amorosa de Dios era palpable para ellos. El culto de Israel brotaba de su corazón agradecido y enamorado; era un culto lleno de simplicidad, espontáneo, sin ritualismos. Era el coloquio ininterrumpido, sin ninguna interferencia, del esposo y la esposa. El pasado de amor y de felicidad contrasta con el presente de destrucción, no porque Dios se haya cansado de Israel, sino porque Israel ha oscurecido lo que era luminoso. El pasado es evocado en el versículo de apertura con imágenes nupciales, llenas de pasión y ternura, y de un tinte de melancolía.
Jeremías, refrescada la memoria por la palabra de Dios, evoca el éxodo, el tiempo vivido en total precariedad, pero en el amor. Dios y su pueblo caminaban juntos por una tierra sin sembrar, sin fruto alguno, sin agua y, sin embargo, a Israel no le faltaba nada, pues Dios pensaba y se encargaba de darle todo. Israel era la "primicia" de Dios. Las primicias son lo más fresco que brota de la tierra en primavera. Eran entregadas a los sacerdotes en un rito exultante de agradecimiento a Dios, que hace germinar la vida de la muerte del invierno. Así las primicias de las plantas eran santas (Lv 19,23-24). Eso era Israel para Dios, la primicia, el fruto más fresco y precioso de la tierra; era fruto de oblación protegido por Dios como su porción sagrada. Y lo mismo que quien viola las pri micias, no entregándolas a los sacerdotes, comete un sacrilegio, así era quien tocaba a Israel; era como si hubiese tocado a Dios: -Consagrado a Yahveh estaba Israel, primicias de su cosecha. Quien osaba comer de ella, lo pagaba (2,3).
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La añoranza de Dios se hace pleito en los oídos de Jeremías. Dios no se presenta como juez, sino como la parte ofendida, que reclama una explicación por la ofensa recibida. ¿A qué obedece la infidelidad de su esposa? ¿Qué ha encontrado en él para abandonarlo por las vaciedades, por lo que no es nada, por los ídolos que no pueden ayudar porque son hueros? ¡Así se han hecho vanos ellos! ¡Sacerdotes, pastores y profetas, que yo di a mi pueblo, me lo han descarriado! ¡Se ocupan del culto, pero no buscan a Dios! ¿Cómo ha podido Israel olvidarse de todo lo que he hecho por él? Jeremías, voz de Dios, grita a todo pulmón: -¿Qué encontraron vuestros padres en mí de torcido para alejarse de mi vera? (2,5). La conducta de Israel es inexplicable. Dios mismo se sorprende. El no ha sido, en la historia de amor con Israel, tan hosco como para que Israel huya de él como si fuera un lugar inhóspito y tenebroso. ¡Vaya generación la vuestra! Atended a la palabra de Yahveh: -¿Fui yo un desierto para Israel o una tierra tenebrosa? ¿Por qué, entonces, dice mi pueblo: "¡Somos libres! No vendremos más a ti" (2,31). Es algo tan inexplicable como el que una doncella olvidara sus galas y adornos, que le dan prestancia ante los hombres. ¿No es acaso Yahveh el adorno de Israel, lo que le hace ser estimado por las naciones? La mujeres, hasta las más pobres, no se desprenden de las joyas de valor que han recibido en herencia ni siquiera en la mayor necesidad. Ellas forman parte de su persona. Israel, en cambio, se ha olvidado de su adorno y de su ceñidor, que es Yahveh: -¿Se olvida la doncella de su aderezo, la novia de su cinturón? Pues mi pueblo sí que me ha olvidado por días sin número (2,32). Esta evocación del pasado de amor conmueve las entrañas de Dios, que sigue amando a Israel y añorando el tiempo del primer amor. Jeremías contempla a Dios debatiéndose en su interior; ve a Dios que llora, se lamenta y hasta se encoleriza. Así dice Yahveh: -Yo os traje a la tierra de vergel, para comer su fruto y su bien. Llegasteis y ensuciasteis mi tierra, y pusisteis mi heredad asquerosa (2,5-7). Con la evocación de la historia de Dios con Israel, Jeremías recuerda al pueblo su profesión de fe, los himnos que cantan todos los días, con los que hacen presentes los tiempos primeros de seguimiento fiel y obediente a Dios. El juicio se ha hecho necesario. Dios pone un pleito a su pueblo: -Seguiré pleiteando con vosotros y hasta con los hijos de vuestros hijos litigaré (2,9). Dios toma como testigos a las naciones extranjeras, invitando a hacer una visita a los pueblos paganos del oriente y del occidente, para ver si algún pueblo ha cambiado jamás de dios: -Pasad a las islas de los Kittim y mirad, enviad a Quedar quien investigue a fondo, a ver si aconteció que las gentes cambiaran de dios, ¡aunque aquéllos no son dioses! Pues mi pueblo ha trocado su Gloria por el Inútil (2,10-11).
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Israel ha huido de Dios (2,14-16.19), "desde siempre ha roto el yugo" (2,22-25), ha sido infiel a la alianza (2,26-28), "pues cuantas son tus ciudades, otros tantos son tus dioses" (2,29-35). Israel se ha atenido a Egipto y a Asiria, olvidando a su Dios, que no cesa en repetir su lamento: -Mi pueblo me ha abandonado por días sin número. El amor celoso de Dios se siente herido y se desahoga: -Ya no os concederé más misericordia (16,13).
3. LAS CISTERNAS AGRIETADAS Todo el pueblo se ha dejado arrastrar a la idolatría. Los sacerdotes se ocupan del culto y, sin embargo, no buscan a Dios, no se preguntan ya "¿Dónde está Yahveh?" (2,6); los doctores de la ley no le reconocen; los profetas, en vez de profetizar en nombre de Yahveh, lo hacen en nombre de Baal; y los pastores se rebelan contra Dios, desoyendo a sus enviados. Israel, todo él, ha abandonado a su Dios, lo ha engañado. Israel, esposa del Señor, le debe fidelidad absoluta; al adorar a los ídolos, de leña y piedra (2,27), se ha hecho infiel, adúltera (3,1). Peor aún, contando con el amor de Dios, se siente fuerte y segura en su infidelidad (3,5). La falsa conversión, interesada e insincera, agrava el pecado (3,10). El Señor se presenta a pleitear contra Israel, que ha superado en maldad a los demás pueblos, que jamás cambian de dios, y eso que sus dioses no son nada: -Doble mal ha hecho mi pueblo: Me dejaron a mí, manantial de aguas vivas, para cavarse cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua (2,13). Al abandonar a Yahveh, el pueblo ha cambiado el manantial de aguas vivas, que sacia realmente la sed del hombre, por las aguas que no sacian; cada día es necesario ir en su búsqueda, de Baal en Baal, pues son inútiles para saciar la sed de Dios que hay en el corazón humano. Jeremías proclama la palabra con firmeza, pues responde al anhelo profundo del hombre. Pero, al manifestar la estupidez del corazón humano, su misión se eriza de amenazas. Jeremías contrapone un manantial de agua viva a una cisterna rota y fangosa. En una tierra árida y agostada, la frescura del agua, que mana y fluye de un manantial como el de Jericó o el del oasis de Engadí, es, más que un tesoro, un milagro. Todos su alrededores están abrasados y en medio de la aridez se alza una franja de frescura verde, fruto del milagro de la fuente. Las cisternas, en cambio, aunque sean importantes para los animales y para los hombres, se agrietan y pierden el agua o permiten las infiltraciones de fango y sus aguas ya no son potables, llegando hasta volverse venenosas. Increíblemente, el pueblo ha abandonado la fuente de agua viva por las cisternas agrietadas: -¡Pasmaos, cielos, de ello, erizaos y espantaos! (2,12). Israel se ha perdido, dejando al Señor, para correr detrás de espejismos. Al abandonar su gloria, se ha labrado su ruina: -¿No te ha sucedido todo esto por haber dejado a Yahveh, tu Dios, que te guiaba en tu camino? Y entonces, ¿por qué corres hacia Egipto para beber las aguas del Nilo?, o ¿ por qué
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corres hacia Asiria para beber las aguas del Eúfrates? (2,17-18). Jeremías muestra a Israel el contraste de su situación actual, entregado como siervo a los ídolos, y el estado de plena libertad, como hijo, en que se hallaba al ser elegido por Dios en el desierto. Entonces era lo "santo de Yahveh", las "primicias" entre todos los pueblos, objeto de las complacencias de Dios. Ahora, por sus idolatrías, se ha convertido en esclavo de todas las naciones. Israel, por vocación, no es siervo y, mucho menos, siervo nacido en casa, sin esperanza de liberación (Ex 21,4), sino el hijo primogénito de Dios (Ex 4,22). Pero ahora ha perdido la libertad. ¿Cómo es qué ahora se ha vuelto presa de leones que rugen contra él?: -¿Es un esclavo Israel, o nació siervo? Pues ¿cómo es que ha servido de botín? Contra él rugen leones con gran estruendo y dejan su país hecho una desolación, sus ciudades incendiadas, sin habitantes. Hasta los hijos de Nof y de Tafnis te han rapado el cráneo. ¿No te ha sucedido esto por haber dejado a Yahveh, tu Dios, que te guiaba en tu camino? (2,14-17). Jeremías, con su estilo poético y apasionado, desvela la ingratitud de Israel y la tragedia del pecado. Una vez que Dios ha abandonado a Israel, éste continúa en su pecado. Este es el verdadero castigo: -Tus iniquidades te castigan, tus infidelidades te condenan (2,19). Israel nació libre, de Sara y no de Agar. Su nacimiento como pueblo fue en la libertad y para libertad. Aceptando la exclusiva soberanía del Señor, tenía garantizada su libertad frente al asalto de las naciones, agresoras como leones. En el momento en que hace alianza con ellas, queda a merced de esas potencias, que actúan con impulsos de ferocidad animal, explotando y destruyendo. La infidelidad de Israel es ya vieja, ha formado una costra. Toda su historia ha sido una constante rebelión contra Dios. Dios le plantó como viña preciosa, seleccionando los mejores esquejes, esperando que diera buenos frutos, pero se han degenerado, convirtiéndose en sarmientos de vid ajena; sólo ha dado frutos de apostasía, injusticia e infidelidad. La voz del profeta se hace interpelación: -Oh tú, que rompiste desde siempre el yugo y, sacudiendo las coyundas, decías: "¡No serviré!", tú, prostituta que te prostituías sobre todo otero prominente y bajo todo árbol frondoso. Yo te había plantado cepa selecta, toda entera de simiente legítima. Pues ¿cómo te has mudado en sarmiento de vid bastarda? (2,20-21). Dios siente deseos de quitarse de encima el lastre de ese fardo inútil en que se ha convertido Israel (23,33). Israel es su viña, que trasplantó de Egipto, la viña de sus cuidados, pero, al prostitiuirse, Dios decide abandonarla al saqueo de los viandantes: -Arrancad sus sarmientos, porque no pertenecen a Yahveh (5,10). Pero, apenas lo piensa, le duele el corazón. El exilio del pueblo es su propio exilio: -He dejado mi casa, he abandonado mi heredad (12,7). Sin embargo, la obcecación de Israel es tan enorme, está tan sucia que ni siquiera es capaz de reconocerlo. ¿Cómo podrá ser lavada?:
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-Por más que te laves con salitre y te des cantidad de lejía, se te nota la culpa en mi presencia (2,22. Conocedor de la naturaleza y del hombre, Jeremías traza el diagnóstico del corazón humano. En él hay obstinación, rapiña, mentira, calumnia e injusticia con el prójimo: -En tus mismas haldas hay manchas de sangre de pobres inocentes: no los sorprendiste abriendo un boquete en la pared (2,34). 1 El abandono de Dios ha provocado el deterioro de las relaciones entre los miembros de un mismo pueblo. Este pueblo cree que encontrará ayuda en las naciones extrajeras, Egipto o Asiria; pone su confianza en sus dioses, pierde el apoyo de su único Dios y experimenta el mal, que gangrena toda la vida del pueblo. Jeremías, auscultando el corazón, contempla la hondura del mal. El hombre ha descendido por debajo de las aves: -Aún la cigüeña en el cielo conoce su tiempo, la tórtola, la golondrina, la grulla vuelven puntualmente a su hora; pero mi pueblo no comprende el mandato del Señor (8,7). A diferencia de las aves del cielo, que obedecen instintivamente el plan fijado por Dios, el hombre no sabe reconocerlo y, menos, obedecerlo. La insensatez del corazón humano le ha colocado por debajo de la naturaleza misma: -Yo puse la arena como frontera del mar, límite perpetuo que no traspasa; hierve impotente, mugen sus olas, pero no lo traspasan. En cambio, este pueblo es duro y rebelde de corazón, y se marcha lejos; no piensan "debemos respetar al Señor, nuestro Dios, que envía las lluvias tempranas y tardías en su sazón y conserva las semanas justas para nuestra siega". Vuestras culpas han trastornado el orbe, vuestros pecados os dejan sin lluvia (5,22-25). Los elementos de este mundo, el mar o la lluvia, obedecen a sus propias leyes, pero el hombre, en vez de sacar una enseñanza de esta experiencia que tiene continuamente ante sus ojos, observa una conducta incomprensible en sus relaciones con Dios. Aprovechando la ocasión de una sequía, Jeremías se esfuerza en hacer reflexionar a sus oyentes a partir de lo que ellos viven para llevarlos a reconocer a Dios. Jeremías recuerda el orden de la naturaleza: ¿Desaparece alguna vez la nieve del alto Líbano?, ¿se van a secar de pronto las fuentes de los ríos? Dios ha establecido un orden en la creación, pero el pueblo se niega a reconocer que Dios está actuando en la historia. Si abriera los ojos y contemplara las obras de Dios tendría que poner un poco de orden en su propia vida. Es muy honda la raíz del pecado de Israel, lo mismo que el de Judá: -El pecado de Judá está escrito con punzón de hierro, con punta de diamante está grabado en la tabla del corazón y en los salientes de los altares (17,1). Como no funciona el corazón, órgano de la reflexión, el pueblo no ve y no entiende. Los sentidos, sin el corazón que los ilumine, son inútiles. Sin el corazón adherido a Dios, el hombre no puede encontrar el camino de su vida. Dios debe intervenir en el corazón para que el hombre vuelva a ser fiel y pueda obedecer a su plan. El pecado del pueblo aflora desde el corazón a la piel; inútil lavar la piel; si no se cambia el corazón, nada podrá borrar sus 1 Matar a un ladrón en el momento en que estaba abriendo el boquete en la pared era una excusa aceptada por la ley (Ex 22,1).
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manchas: -¿Puede un etíope cambiar de piel o una pantera de pelaje? Igual vosotros: ¿podréis enmendaros, habituados al mal? (13,23).
4. CAMELLA LIVIANA Jeremías no adormece al pueblo con palabras sublimes. Le interpela, le implica con un lenguaje directo y provocativo. Al pueblo, que se ilude confiando en su fuerza, idolatrándose a sí mismo o postrándose ante los ídolos de las naciones, Jeremías le denuncia sirviéndose de una imagen intencionalmente vulgar, para hacerle ver hasta qué punto se ha degradado. Jeremías compara al pueblo con una camella en celo, que no puede frenar su ardor. Se la ata y rompe las sogas y va errando ansiosa en busca del macho, guiada por sus instintos irresistibles: -¿Cómo te atreves a decir: "No estoy manchada; no he ido en pos de los Baales?".¡Mira tu rastro en el Valle! Reconoce lo que has hecho, camella liviana, que trenza sus derroteros, irrumpe en el desierto y en puro celo se bebe los vientos: su estro, ¿quién lo calmará? Cualquiera que la busca la topa, ¡bien acompañada la encuentra! Guarda tu pie de la descalcez y tu garganta de la sed. Pero tú dices: "No hay remedio: me gustan los extranjeros, y tras ellos iré" (2,23-25). La camella vaga por el desierto aspirando el olor del macho, que no tarda en encontrarla. Jeremías se vuelve a Israel y apuntándolo con el dedo le reprocha: tú estás siempre en celo, siempre ansiosa de gozar, de poseer, de engrandecerte. Siempre deseosa de seguir a los ídolos, abandonando a Dios, el esposo de los comienzos. ¿Será posible purificarse de tales adulterios? Dios está celoso e irrit ado: -Que te enseñe tu propio daño, que tus apostasías te escarmienten; mira y reconoce que es malo y amargo dejar a Yahveh, tu Dios, y no temblar ante mí (2,19). La denuncia del pecado es la preocupación honda de Jeremías. Reconocer el pecado es el primer paso para ponerse en el camino de la conversión. Para ello, Jeremías se sirve de toda la fuerza de imágenes de su fantasía. Una imagen se engarza con otra en una sucesión continua. De la imagen del yugo roto y de las correas sueltas, símbolo de la negativa a servir a Dios, pasa a la imagen de la viña, luego a la de la lejía. Sus imágenes, más que iluminar o resplandecer, queman. Compara al pueblo con una camella liviana y con un ladrón sorprendido "in fraganti". La confusión y el deshonor es patente. En tiempo de bienestar, Israel dice a la piedra o al leño: "Tú me engendraste", y luego, cuando le sobreviene una desgracia o adversidad, se vuelve a Yahveh y le dice: "Alzate y sálvanos". El pueblo, que constantemente se muestra infiel, abandona a Dios, le olvida, le da la espalda, se prostituye sirviendo a otros dioses, no haciendo otra cosa que darle celos y provocar su ira, pero ante la desventura pide a Dios que le salve. Con ironía cargada de melancolía Dios le responde: -¿Dónde están tus dioses, los que tú mismo te hiciste? ¡Que se levanten ellos, a ver si te salvan en tiempo de desgracia! Pues cuantas son tus ciudades, otros tantos son tus dioses (2,28). Y lo peor de todo es que, a pesar de sus crímenes, Israel se obstina en negar su culpa. Presume de su inocencia. Es más, el pueblo cita las calamidades sufridas para acusar a Dios
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por enviarlas, faltando a sus promesas: "Soy inocente; basta ya de ira contra mí". Tal acusación acusación incapacita a Israel para comprender comprender el sentido sentido de los hechos. Acusando Acusando a Dios, el pueblo no ve que con las desgracias Dios busca la corrección saludable. El pueblo las ve como simple castigo y, de este modo, se obstina en el mal (2,30;5,3). El Señor, airado le responde: -Pues bien, aquí estoy para discutir contigo lo que has dicho: "No he pecado" (2,35). Jeremías no habla de sublimidades, de los problemas eternos del ser y devenir de la historia, sino que grita contra los atropellos de la vida diaria. Levanta su voz escandalizada contra el engaño en los negocios, la explotación de los pobres, la hipocresía de los piadosos, la falsedad de los jueces. Son las minucias de todos los telediarios, que, para la sensibilidad de Jeremías, son un golpe para la humanidad, una amenaza continua para el mundo. Para Jerem Jeremía íass lo que que a nosot nosotro ross nos nos parec parecen en epis episod odio ioss sin sin mayor mayor trans transce cend nden enci ciaa asume asumen n proporciones cósmicas: -¡Asombraos, oh cielos, de esto, erizaos y pasmaos! (2,12). Jeremías habla como si el cielo fuera a desplomarse porque Israel ha sido infiel a Dios Dios.. Las Las pala palabr bras as de Jerem Jeremía íass son son una una erup erupci ción ón de emoc emocio ione ness viol violen enta tass frent frentee a la insensibilidad del hombre. No puede silenciar su conciencia ante el mal. Dios le abre los ojos desmesuradamente a la maldad del pecado. Es la voz que Dios presta a los que sufren las consecuencias del mal. Todo lo que tenga relación con el hombre es cuestión de vida o muerte para Dios y para su profeta. El amor de Dios por el hombre es tan profundo que el mal enciende su ira. La palabra del profeta es siempre un acontecimiento oral. Jeremías dicta sus palabras a Baruc, pero no para que sus palabras sean leídas, sino escuchadas. La lectura no rompe las barreras de la mente, no alcanza el corazón. Baruc pone por escrito las palabras de Jeremías Jer emías para proclamarlas. "Escuchad la palabra del Señor", es el grito de todo profeta. La palabra resuena y llega por el oído al corazón. El profeta "pregona por las calles, en las plazas levanta la voz; grita en lo más concurrido de la ciudad y pregona en las plazas públicas" (Pr 1,20s).
5. RETORNO DEL HIJO PRODIGO Ante la situación actual de traición a Dios, Jeremías no se desespera. La situación puede cambiar, la infidelidad puede cesar con una conversión interior; siete veces repite Jeremías en el capítulo tercero la palabra retorno; es lo que Dios desea y espera de Israel. Todo el capítulo es como un soliloquio de Dios, como un sueño en el que aflora su esperanza de que Israel se arrepienta y vuelva a él. Dios acusa a su pueblo de adulterio. Aunque sea anormal, contrario a la ley (Dt 24) que un hombre vuelva a tomar a la mujer que ha profanado el matrimonio con la separación (3,1), el amor de Dios es capaz de superar la ley, llevándola a su perfección, que es el amor. Pero Dios, en sus cavilaciones, se pregunta: ¿Se atreverá a retornar Israel después de todo lo que ha hecho? El está dispuesto a perdonar todas sus iniquidades y a acogerla de nuevo: -"Supongamos que un marido despide a su mujer; ella se va de su lado y es de otro homb hombre, re, ¿pod ¿podrá rá volv volver er a él? él? ¿no ¿no sería sería como como una una tier tierra ra manc mancha hada da?" ?" Pues Pues bien bien,, tú has has fornicado con muchos compañeros, ¡y vas a volver a mí! Alza los ojos a los calveros y mira: ¿en dónde no fuiste gozada? A la vera de los caminos te sentabas para ellos, como el árabe en
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el desierto, y manchaste la tierra con tus fornicaciones y malicia (3,1-2). Por la memoria de Dios pasan detalladamente las prostituciones de Israel. La esposa infiel ha subido a todos los collados, a todos los "lugares altos" donde se alzan los santuarios locales. Se ha sentado al acecho de amantes como una meretriz; como los beduinos de la estepa, ha esperado el paso de los caminantes desprevenidos para robarles. Israel no sólo se entrega a los amantes que la buscan, sino que va en busca de ellos. En su obstinación ha perdido todo pudor; camina con la frente de prostituta bien alta, sin si n avergonzarse, sin que el sonrojo suba a sus mejillas. En su insolencia, ya ni se ruboriza y hasta tiene el atrevimiento de seguir invocándome: "¡Padre mío, tú eres el esposo de mi juventud!" (3,4). En vano la he privado de la lluvias primeras de otoño para la sementera o las tardías de primavera para la maduración de los cereales; el castigo no le ha hecho cambiar de conducta. Hasta la tierra se avergüenza de las obscenidades de Israel y se siente manchada: -Por esto se suspendieron las lloviznas de otoño, y faltó lluvia tardía; pero tú tenías rostro de mujer descarada, rehusaste avergonzarte y volver a mí (3,3). Las consecu consecuenc encias ias son eviden evidentes. tes. La esplénd espléndida ida tierra tierra de fértile fértiless huerto huertoss ha sido sido devastada; en contraste con el amor y cariño de los primeros tiempos, ahora Israel sufre amargura y tristeza. La consecuencias del pecado son una palabra de Dios para el pecador. Es el recurso pedagógico de un Padre que no puede no amar a su hijo y le atrae hacia sí con cariños y con la experiencia amarga del alejarse de él: -Tu maldad te escarmienta, tu apostasía te enseña: Mira y aprende que es malo y amargo abandonar al Señor, tu Dios. Dios recuerda las palabras que un tiempo tiempo le decía Israel, palabras que ha continuad continuado o repitiendo con los labios en el culto, mientras en la vida le seguía traicionando: -"¿Tendrá -"¿Tendrá rencor para siempre?, siempre?, ¿lo guardará guardará hasta el fin?". Ahí tienes cómo hablas, mientras te obstinas en cometer todo el mal que puedes (3,5). Dios termina su reflexión expresando su deseo de volver a abrazar a su amada, al pueblo: -Yo pensaba: pensaba: "Sí, te tendré tendré como a un hijo y te daré una tierra espléndida, espléndida, flor de las naciones". Y añadí: "Me llamaréis Padre y no os apartaréis de mí". Pues bien, como engaña una mujer a su compañero, así me ha engañado la casa de Israel (3,19-20). Dios despierta de su sueño y escucha a lo lejos voces, el eco de un lamento, el grito de la plegaria de Israel. Dios lo siente como signo de conversión y se alegra y los invita a volver a él. Para animarlos les grita que vuelvan: -Oid, se oyen voces sobre los calveros, el llanto afligido de los hijos de Israel, que torcieron su camino, olvidados de Yahveh, su Dios. Volved, hijos apóstatas; yo os curaré de vuestras apostasías (3,21-22). Israel escucha la llamada de Dios y se presenta ante él. Efectivamente, el pueblo responde con una vuelta personal, antes de la vuelta geográfica. Si Dios los ha alcanzado, se les ha presentado con su palabra, ellos pueden presentarse ante él sin recorrer un largo
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camino; así es de inmediata la respuesta. La conversión y confesión comienza en el corazón, en el ámbito personal. Desde esta nueva cercanía de Dios, Israel puede mirar hacia atrás, reconocer la vaciedad de los ídolos y romper con ellos: -Aquí nos tienes de vuelta a ti, porque tú, Yahveh, eres nuestro Dios. ¡Eran mentira los altos, la barahúnda de los montes! ¡Por Yahveh, nuestro Dios, se salva Israel! (3,22-23). Israel hace subir su petición de perdón al padre, cuyo amor ha traicionado. Los acontecimientos le han obligado a ver su ingratitud. Confiesa su culpa, reconoce en el culto que ha ido por malos caminos: -La ignominia se comió la herencia de nuestros padres desde nuestra mocedad: sus oveja ovejass y vaca vacas, s, hijo hijoss e hijas hijas.. Nos Nos acost acostam amos os sobr sobree nuest nuestra ra verg vergüe üenz nzaa y nos nos cubr cubree la confusión, ya que contra Yahveh, nuestro Dios, hemos pecado nosotros y nuestros padres, desde nuestra mocedad hasta hoy, y no escuchamos la voz de Yahveh, nuestro Dios (3,2325). Con esta confesión, Dios puede concederlos el regreso y la salvación (4,1-2). El padre siempre acoge al hijo pródigo que vuelve a él. El arca era el lugar de la presencia de Dios; en el futuro toda la nación adquiere esta función: estará llena de la presencia de Dios. Pero Dios exige a Israel, después de su infidelidad, la certeza de una fidelidad sin fallos, una conversión que sea "circuncisión del corazón". Sin la conversión del corazón es como si sembraran en un barbecho sin roturar: -Roturad el barbecho y no sembréis sobre cardos, no sea que, a la vista de vuestras malas acciones, se encienda mi furor, arda y no haya quien lo apague (4,3-4).
6. EDIFICAR Y PLANTAR El mensaje de Jeremías es, desde el principio, un mensaje de muerte y resurrección. La gran requisitoria de Dios contra su pueblo entra en la perspectiva del amor y la fidelidad. Por la elección, el pueblo ha quedado consagrado a Dios. Jeremías le anuncia que Dios suscitará un vástago a David, que impondrá el derecho y la justicia (23,5-6). Dios recreará al hombre, infundiéndole su ley en el corazón. Entonces conocerán a Dios y su vida será radicalmente nueva (31,31-34). Pero, antes de evocar el retorno, Jeremías se detiene en los gritos de miseria de Jacob humillado. Asiste, oye y ve los gritos y gestos de quien da a luz: -Gritos estremecedores oímos: ¡Pánico, y no paz! Id a preguntar ¿da a luz el varón? Entonces ¿por qué veo a todo varón con las manos en las caderas, como la que da a luz, con la cara demudada y macilenta? ¡Ay! Aquel día será grande, sin semejante, tiempo de angustia para Jacob; pero de ella quedará salvo (30,5-7). Jeremías asiste a un parto doloroso, oye gritos de terror, pero, como todo parto, se diri dirige ge al alum alumbr bram amie ient nto o de una una nuev nuevaa vida vida.. Cont Contem empl plaa a los los homb hombre ress sumi sumido doss en convulsiones, con las manos en los lomos, demudados y amarillos sus rostros de tanto pujar para dar a luz. Israel llega a la alegría de la liberación a través de los dolores del parto. Dios está rompiendo el yugo; la salvación consiste en desatar las correas, en pasar de la esclavitud a la libertad: -Aquel -Aquel día romperé romperé el yugo yugo de tu cuello y soltaré tus coyundas; coyundas; ya no servirás más a
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los extranjeros, sino que Israel servirá a Yahveh, su Dios, y a David, el rey que yo les suscitaré. No temas, pues, siervo mío Jacob, ni desmayes, Israel, mira que yo acudo a salvarte desde lejos y a tu linaje del cautiverio; Jacob volverá y descansará, reposará en paz, pues contigo estoy yo para salvarte. Acabaré con todas las naciones entre las cuales te dispersé, pero a ti no te acabaré, aunque sí te corregiré como conviene, ya que no te dejaré impune (30,8-11). Jeremías describe la situación presente mostrando la herida, que el Señor se propone curar. Primero diagnostica que la dolencia es incurable. Ni Israel ni sus amantes pueden hacer nada para sanarla. Israel es un enfermo solo y abandonado. Luego el Señor analiza las causas de la dolencia y justifica su intervención con el castigo saludable. Busca la curación interna de Israel, por el arrepentimiento y la conversión. Y como la herida es incurable, sólo por gracia puede sanar. Dios será el médico que cure las llagas. Dios va a intervenir. La curación será completa, milagrosa. Porque así dice Yahveh: -Tu quebranto es irremediable, incurable tu herida. Estás desahuciado; no hay cura para tu herida, no hay remedio para tu dolencia. Tus amantes te olvidaron, ni preguntan por tu salud. Porque te herí con herida de enemigo, con castigo de hombre cruel, porque son enormes tus pecados te traté así. ¿Por qué te quejas de tu dolencia? ¡No hay remedio para ella! No obstante, los que te devoran, serán devorados; y tus opresores irán al cautiverio; tus despojadores serán despojados, y a tus saqueadores los entregaré al saqueo. Sí te aliviaré y te curaré de tus llagas. Te llamaban "La Repudiada", "Sión de quien nadie se preocupa", pues yo cambiaré tu suerte (30,12-17). Jeremías anuncia la liberación a través de la prueba; la curación mediante la herida. Se avecina una catástrofe universal que afectará a todos, pero de muy distinta manera: para los paganos será sentencia de aniquilación, para los israelitas será castigo saludable, purificación y salvación. El tono caluroso de este discurso da aliento al pueblo. Tras el profundo diagnóstico del pecado de Israel, Jeremías no se queda de brazos cruzados. Quiere la curación del pueblo. Si denuncia la ruptura entre Dios y el pueblo es para invitar al pueblo a convertirse, a volver sus pasos hacia Dios, que no se ha quedado indiferente ante el mal de su pueblo, sino que le ha buscado a él, le ha sacado de su casa y le ha enviado a buscar al pueblo desviado. ¿No es a El donde conviene volver la mirada? ¿No se levanta el que cayó? ¿No vuelve el que se fue? (8,4). El Señor espera a Israel y le llama: -Si quieres volver, Israel, vuelve a mí; si apartas de mí tus execraciones, no irás errante (4,1). Jeremías no ha ido a Israel para condenarlo, sino para mostrarle el camino de vuelta a Dios. Yahveh quiere el corazón de Israel. Y ese corazón, para ser de Dios, no sólo tiene que ser doblegado por la adversidad, sino que ha de convertirse a Dios. Y eso es lo que no quiere Israel: "Se han negado a convertirse" (5,3). No se trata de plegarse exteriormente a las exigencias de un Dios celoso; no se trata de adherirse a una doctrina, ni siquiera consiste en practicar con minuciosidad las buenas obras que se derivan de ella. La conversión se da en el interior; en el corazón está la raíz de todo auténtico cambio de vida. Es lo que predica Jeremías: -Circuncidad el prepucio de vuestro corazón (4,4). Purifica tu corazón del mal para que puedas salvarte (4,14).
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La conversión es una muerte y una resurrección: la muerte del corazón perverso y el renacer de un corazón fiel. Por eso Jeremías pide con impaciencia la muerte del corazón viejo y del pueblo viejo, para acelerar el momento en que despunte la aurora de la resurrección. Jeremías oye ya los himnos y cantos de acción de gracias a Dios, en medio de los festejos de júbilo. Así dice Yahveh: -Yo haré volver a los cautivos de las tiendas de Jacob y me apiadaré de sus moradas; sobre su montículo de ruinas será reedificada la ciudad y el alcázar será restablecido como era antes. Allí resonarán himnos y cantos de gente en fiesta; los multiplicaré y no menguarán, los honraré y no serán despreciados, sus hijos serán como antes, comunidad estable ante mí, pues yo visitaré a todos sus opresores (30,18-20). Sobre las ruinas, Dios restablece las tiendas de Jacob. Dios desea restablecer la vida peregrinante de Israel por el desierto, cuando habitaba en tiendas bajo su continua protección, sin ningún recurso humano, pero totalmente confiado a los cuidados de su Salvador. La población, diezmada en la guerra y la deportación, volverá a crecer, formando una gran asamblea ante el Señor, a quien eleva cantos de alabanza, al renovar la alianza: -Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios (30,22).
7. ¡VUELVE, VIRGEN ISRAEL! Jeremías ve renacer la esperanza con la renovación de la alianza, que recrea la unidad de todas las tribus: -En aquel tiempo seré el Dios de todas las tribus de Israel y ellas serán mi pueblo (31,1). La repatriación, fruto del amor eterno de Dios, será un nuevo éxodo y una peregrinación a Sión, inaugurando una era de alegría y bienestar: -El pueblo escapado de la espada alcanzó favor en el desierto: Israel camina a su descanso, el Señor se le apareció desde lejos. Con amor eterno te amé, por eso prolongué mi lealtad; te reconstruiré y quedarás reconstruida, capital de Israel (31,2-3). El Señor anuncia la reconstrucción de la capital de Israel, que volverá a plantar sus antiguas viñas, a recoger sus frutos con bailes y cantos: -De nuevo saldrás enjoyada a bailar con panderos en corros; de nuevo plantarás viñas en los montes de Samaría, y los que las plantan las cosecharán (31,4-5). Para llegar a la alegría de la restauración, Israel necesita pasar por la experiencia fundamental del éxodo, donde descubrirá de nuevo el amor entrañable de Dios. Hay que pasar por la sed para descubrir el valor vital del agua, sentirse al límite de la existencia para gustar el amor paternal de Dios. En la prueba, Israel se despojará de sus pretensiones, volviendo a la simplicidad del desierto, donde experimentaba los cuidados amorosos de Dios en la precariedad de cada día. En el retorno por el desierto, Dios, con solicitud de padre, les guía personalmente, llevándoles por los senderos que pasan por los oasis y pozos que jalonan la ruta de la estepa:
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-Gran asamblea vuelve acá. Con lloro vienen y con súplicas los devuelvo, los llevo a arroyos de agua por camino llano, para que no tropiecen. Porque yo soy para Israel un padre, y Efraím es mi primogénito (31,9). Jeremías contempla a Israel e imagina al pueblo repitiendo su experiencia original. Rodeado de la bondad de Dios, que lo amparó en el desierto, Israel camina hacia su descanso, descubriendo en el retorno el amor que Dios le tiene. Las imágenes se multiplican en los labios de Jeremías para describir esta restauración: la construcción y el matrimonio se realizarán en las montañas de Samaría y de Efraím. Jeremías, contemplando la imagen del retorno, ve al Señor que aparece de lejos y abre su corazón a Israel. Así dice Yahveh: -Con amor eterno te he amado: por eso he mantenido mi fidelidad para contigo. Volveré a edificarte y serás reedificada, virgen de Israel; de nuevo tendrás el adorno de tus adufes y saldrás a bailar entre gentes en fiesta (31,2-4). Por haber considerado a Dios como un desierto (2,31), Israel se ha vuelto un desierto (3,2); ahora debe pasar de nuevo por la situación del desierto, donde pueda descubrir la fidelidad de Dios. Pero el caminar por el desierto no será un vagar a la ventura, sino una peregrinación a la casa del Señor, un marchar entre cantos hacia Sión. Jeremías participa del gozo, viendo realizarse su vocación de "edificar y plantar", edificar la capital de Israel y plantar la viña del Señor. Contempla a Israel, la esposa de Yahveh, que se viste de fiesta para festejar a su Salvador, y no para cortejar a su amantes. Ya ve el día en que los centinelas, que espían el despuntar del alba (Sal 130,6), dan el grito que despierta a los peregrinos, invitándolos a subir a Jerusalén para las fiestas, y oye el canto de los peregrinos al acercarse a Sión: -Llega el día en que griten los centinelas en la montaña de Efraím: ¡Levantaos y subamos a Sión, adonde Yahveh, nuestro Dios! (31,6). Jeremías describe la procesión sobre la vía del retorno. Llevan todos a sus espaldas tanto sufrimiento -destrucción, exilio, llanto, la muerte de hijos o parientes-, se sienten débiles, pero delante de ellos va el Padre, que les salva y les regenera: -Mirad, yo los traigo del país del norte, y los recojo de los confines de la tierra. Entre ellos, van el ciego y el cojo, la preñada y la parida. Gran asamblea vuelve acá (31,8). Jeremías ahora deja de mirar al pueblo y contempla a Dios emocionado; hace silencio y percibe el soliloquio de Dios: "¿No es Efraím mi hijo predilecto, mi niño mimado? Siempre que lo reprendo, siento piedad de él, se me conmueven las entrañas por él y cedo a la compasión" (31,20). Las entrañas maternas (rachamin) de Dios se conmueven al ver volver a sus hijos pecadores, muertos, que necesitan nacer de nuevo. Dios les acoge en su seno y les hace renacer a una vida nueva. Ha llegado la hora de emprender el camino del retorno, es preciso marcar bien las sendas para no extraviar el camino. La virgen Israel, a la hora de volver a encontrarse con el esposo, se siente vacilante. Parece que se ha acostumbrado a su vida de viuda en el exilio; tiene sus miembros entumecidos. Jeremías, boca de Dios, eleva su voz llamando a Israel. Puede volver y experimentar este prodigio del amor de Dios: -Vuelve, virgen de Israel, vuelve a tus ciudades. ¿Hasta cuándo darás rodeos, doncella
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vagabunda? (31,21. El caminar se hace danza, en cuya rueda todos se sienten envueltos: -Vendrán con aclamaciones a la cima de Sión y acudirán hacia los bienes de Yahveh: trigo, mosto y aceite virgen, crías de ovejas y de vacas; serán como huerto regado, no volverán a estar macilentos. Entonces se alegrará la doncella en el baile, los mozos y los viejos juntos; cambiaré su duelo en regocijo, les consolaré y alegraré de su tristeza; alimentaré a los sacerdotes con enjundia y mi pueblo se saciará de mis bienes (31,12-14). Dios invita a Judá a alegrarse por la vuelta de Israel, la hermana pródiga dispersada hasta los extremos del mundo. Así dice Yahveh: -Gritad jubilosos por Jacob, regocijaos por la capital de las naciones; pregonadlo, alabad y decid: "Yahveh ¡ha salvado a su pueblo, al Resto de Israel!". Yo los traigo del país del norte, los recojo de los confines de la tierra (31,7-8). Entre los que regresan van las preñadas y las paridas (31,9), que sintetizan el dolor y la fecundidad del retorno. La preñez dificulta el caminar, pero es prenda de futuro; el parto, con sus dolores, frena el camino, pero lo acelera con el gozo de la nueva vida. Estas mujeres llevan dentro de sí el resto, la nueva asamblea del Señor. Dios, contemplando a las madres de Israel, se conmueve en su paternidad y exclama: ¡Efraím es mi primogénito! Dios es fiel a su palabra (Gn 48,8-20). Judá no puede considerar a Israel como pagano, aunque se haya contaminado viviendo entre extranjeros; es hijo de Dios, su hijo primogénito. El Señor, buen Pastor, no ha abandonado a su rebaño a merced del lobo rapaz; ha arrancado a Israel de las fauces de Asiria. Dios, no sólo invita a Judá a unirse al canto de alabanza de Israel. Es tal su gozo que desea que la noticia de su amor salvador salte las fronteras de Palestina y alcance a todas las naciones: -Escuchad, naciones, la palabra de Yahveh, anunciadla en las islas remotas: "El que dispersó a Israel lo reunirá y lo guardará como un pastor a su rebaño". Porque Yahveh ha rescatado a Jacob, redimiéndolo de la mano de otro más fuerte (31,10-11). Las palabras de consuelo chocan con la amarga realidad, simbolizada en la figura de Raquel, que llora a sus hijos muertos. Ella, que se quedó a medio camino, sin llegar a la tierra, ve pasar a sus hijos y se fija en los que faltan, en los que han muerto en el exilio y no llegarán a la tierra; se levanta de la tumba como plañidera y deja oír su llanto inconsolable: -En Ramá se escuchan ayes, lloro amarguísimo. Es Raquel que llora inconsolable a sus hijos porque ya no existen (31,15). Pero Jeremías no se arredra por ello y anuncia su verdad capital. Pues así dice el Señor: -Reprime tus sollozos, enjuga tus lágrimas, tu trabajo será pagado, volverán del país enemigo. Hay esperanza de un porvenir, volverán los hijos a la patria (31,16). El Señor responde personalmente a Raquel: sus hijos, "su salario, fruto del vientre" (Sal (31,15-20), volverán a la patria. Las mujeres encinta, que marchan en la caravana, llevan
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en su seno la esperanza futura. La acción creadora de Dios llevará a cabo este nuevo nacimiento. Frente a la situación desgraciada a que había llegado Israel, en la que las mujeres no daban a luz y los hombres, queriendo suplirlas, intentaban lo imposible (30,6), Dios da la vuelta a esta imagen y hace que la salvación vuelva por la mujer que dará a luz a un pueblo (31,22). Hay esperanza para los hijos de Raquel. Si confiesan sus pecados, iniciando así su conversión, el amor de Dios se desborda en cariño para Efraín; el corazón le da un vuelco, como si la ternura lo pillara desprevenido y lo avasallase. Nuestro Dios es un Dios rico en amor, más dispuesto al perdón que al castigo. Se le conmueven las entrañas ante la confesión de su hijo pródigo: -Estoy escuchando el lamento de Efraín: Me has corregido y he escarmentado como novillo indómito; conviérteme y me convertiré, que tú eres el Señor, mi Dios; si me alejé, después me arrepentí y, al comprenderlo, me di golpes de pecho; me sentía avergonzado de soportar el oprobio de mi juventud (31,18-19). No resiste más el corazón de Dios: -¡Si es mi hijo querido, Efraín, mi niño, mi encanto! Cada vez que lo reprendo me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión (31,20).
8. LA NUEVA ALIANZA Si leemos la historia futura de Israel, en todo el Antiguo Testamento, no aparece en parte alguna que los israelitas del norte, deportados el año 722, volvieran a la patria . Israel no aceptó el anuncio de Jeremías que incluía una llamada a convertirse a Dios. Pero la palabra de Dios es fiel y se cumple. cumple. Jeremías, heraldo de Dios, anuncia anuncia algo más que el regreso a la patria y una vida nueva y feliz. Jeremías tiene sus ojos iluminados puestos en el futuro, en la gran obra que Dios va a realizar. Es la gran promesa que anuncia a Israel: -He aquí que vienen días en que yo pactaré con la casa de Israel una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarles de Egipto. Ellos rompieron mi alianza y yo hice estrago en ellos. En esta alianza, que yo pacte con la casa de Israel, pondré mi ley en su interior y la escribiré sobre sus corazones. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Cuando yo perdone su culpa, no volveré a acordarme de su pecado (31,31-34). La alianza que anuncia es nueva, la última y definitiva. La ley, como expresión de la voluntad de Dios, no queda suprimida, sino que es incorporada a la intimidad del hombre, de modo que éste pueda vivirla espontáneamente. La antigua alianza había sido escrita sobre tablas de piedra; obligaba obligaba al hombre hombre desde fuera; la nueva será escrita en las tablas de carne del corazón. Dios no quiere volver a perder a su amada; conoce la fragilidad del hombre y no desea vivir sin él; no quiere que se vuelva a alejar de su lado. La gracia suplanta a la ley. Si el hombre la acoge en la fe, la gracia penetra todo su ser. Ya no será necesaria la instrucción, porque el conocimiento de Dios se les dará a todos, pequeños y grandes. Conocer es amar. El perdón de Dios es el punto de arranque a rranque de la nueva alianza, don gratuito de Dios a un pueblo cuyo pecado ha llevado a que su corazón malvado sea incurable. Sólo el perdón de Dios puede sanarlo. Estas palabras, que anuncian la salvación, están destinadas a una generación futura. Por eso Dios manda a Jeremías que las escriba en un rollo y las conserve. Siendo promesas de
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dichas, sólo su cumplimiento las acreditará como palabra de Dios (28,9). Un día no muy lejano, en vísperas de la tragedia final de Judá, estas promesas dirigidas ahora a Israel, serán válidas también para Judá. Los dos reinos, hermanados en la desgracia, compartirán en común la salvación. Así dice Yahveh el Dios de Israel: -Escribe todas las palabras que te he hablado en un libro. Pues he aquí que vienen días en que haré tornar a los cautivos cautivos de mi pueblo, Israel y Judá, y les haré volver a la tierra que di a sus padres en posesión (30,1-3). En ese tiempo futuro, cambiará desde su fundamento mismo la relación de Dios con su pueblo y la del pueblo con Dios. Será fruto del perdón que Dios concederá a su pueblo. Sobre la base del perdón, hasta el olvido del pecado, comenzará una era nueva de la historia de la salvación. La alianza será totalmente nueva, distinta de la alianza sellada en el Sinaí. En el Sinaí Dios reveló su voluntad puesta por escrito ante el pueblo como una exigencia. Israel naufragó en ella. Nada se exigirá en la nueva alianza. Dios escribirá su voluntad en el corazón del nuevo pueblo. pueblo. La voluntad voluntad de Dios será la voluntad del pueblo, pueblo, pues será inscrita inscrita en sus corazones y no algo exterior. Cuando Jesús, en la última cena con sus discípulos, recoja las palabras de Jeremías, la profecía se hará realidad (1Cor 11,25; Lc 22,20). Es el comienzo c omienzo de la nueva era, del nuevo pueblo, de la nueva alianza, fundada sobre el perdón, sobre "la sangre derramada para el perdón de los pecados". Dios, Señor de la historia, es el Creador. Puede recrear todo: -Yahveh crea una novedad en la tierra: la mujer abraza al varón (31,22). Dios devuelve a la infiel Israel a la situación primordial, al paraíso de antes del pecado. Con el pecado la mujer siente la apetencia del varón, pero éste le impone su dominio. En la nueva creación, hombre y mujer se abrazarán en el amor y su abrazo conyugal será fecundo. Sión será madre de todos los pueblos. Jeremías, al terminar de proclamar su mensaje, viviendo ya su realidad, se despierta y le parece que sale de un sueño maravilloso. Lo mismo sienten los que vuelven del destierro: "Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar" (Sal 126,1). Le parece un sueño, no porque sea irreal, sino por ser tan maravilloso (31,26).
3. PREDICACION A JUDA 1. VUELTA A JERUSALÉN Ocho años tenía Jeremías cuando murió el cruel e impío rey Manasés, que "derramó ríos de sangre inocente, de forma que inundó Jerusalén de punta a cabo" (2Re 21,16) y reconstruyó todos los lugares de culto idolátrico que había destruido su padre Ezequías. Manasés ha gobernado en Jerusalén durante cincuenta y cinco años, siguiendo una política de amistad con Asiria. Su muerte abrió un período de crisis en Judá. Su sucesor, Amón, es asesinado a los dos años. A su muerte es nombrado rey su hijo, Josías, que sólo cuenta ocho años de edad (2Re 21). Durante el reinado de Josías cambia por completo la situación interior
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y exterior. Asiria se va debilitando a grandes pasos. Esto permite a Josías consolidar su reinado reinado con indepe independe ndencia ncia,, favore favorecien ciendo do una prosper prosperida idad d crecien creciente te y la gran gran reforma reforma religiosa. Josías no acepta la herencia religiosa que le ha legado su abuelo Manasés. Hacia el 632 comienza la reforma que culmina diez años más tarde con el descubrimiento del Libro de la Ley. Josías dicta medidas para la purificación del culto y para la restauración de la Pascua (2Re 23; 2Cro 34-35). Mientr Mientras as Judá Judá vive vive este períod período o de prosper prosperida idad, d, la situac situación ión intern internacio acional nal se va nublando. Medos y babilonios están decididos a acabar con Asiria. Este despertar de la potencia de Babilonia suscita la preocupación de Egipto, que constata que el nuevo enemigo es más peligroso que Asiria, su adversario tradicional. Asiria y Egipto se han ido disputando alternativamente la hegemonía del cuerno oriental de la Medialuna fértil. Pero ahora, ante el peligro, se unen. El faraón Necao decide ir en ayuda de Asiria, atacada por el ejército babilonio. Para llegar a Nínive, cercada por Babilonia, la armada egipcia debe atravesar Palestina, es decir, el reino de Judá. Josías le sale al encuentro para impedir su paso. Necao se ve obligado a luchar contra el ejército de Josías. Este retraso hace que Necao no llegue a tiempo con su ayuda a Asiria. Nínive cae en manos de Babilonia. La gran potencia de Asiria, que había deportado a Israel y dominado a Judá durante un siglo, desaparece de la historia. Pero Judá no puede celebrarlo; el año 609 muere Josías en la batalla de Meguido, cerca del monte Carmelo (2Re 23,29s). Judá llora la muerte de Josías, uno de los pocos reyes justos que Israel ha tenido tenido en su historia. Con su muerte se pone fin al breve período período de esplendor esplendor de Judá. La reforma de Josías no pudo alcanzar profundidad. Con su muerte quedó paralizada y se terminó el ciclo de relativa paz, que había disfrutado Judá durante unos veinte años. El libro de la Ley recién encontrado (2Re 22,8), según el cual Josías llevó a cabo su reforma, se convirtió pronto en una posesión de la que Judá alardea. Los sacerdotes lo interpretan y modifican a su arbitrio; y lo más grave es que, en lugar de poner la confianza en el Dios vivo, la ponen en la Ley y ya no se toman en serio al enviado de Dios. Una fe legalista lleva a olvidar a Dios, por la idolatría de su misma ley. A la muerte de Josías, el pueblo pone en el trono de Judá a Joacaz, que recibe la unción y es proclamado rey en lugar de su padre (2Re 23,30). Joacaz desea continuar la obra de su padre, con su oposición tanto a Asiria como a Egipto. Pero a los tres meses es destituido por el faraón Necao y conducido a Riblá, junto al Orontes, donde se encuentra el cuartel general del faraón. Jeremías con este motivo pronuncia unas trágicas palabras:
-No lloréis al muerto (Josías) ni plañáis por él: llorad por el que se va, porque jamás volverá ni verá su patria. Pues así dice Yahveh respecto a Joacaz, hijo de Josías, rey de Judá y sucesor de su padre Josías en el reino, el cual salió de este lugar: No volverá más aquí, sino que en el lugar a donde le deportaron, allí mismo morirá, y no verá jamás este país (22,1012). Tratado como prisionero, Joacaz es conducido a Egipto, donde muere (2Re 23,34; 2Cro 36,3-4; Jr 22,10-12). La reforma de Josías no pudo seguir adelante. El faraón se siente señor de Palestina y, para afirmar su dominio, establece el sucesor de Josías. Habiendo eliminado a Joacaz, que se oponía a su política, Necao impuso como rey de Judá a Eliecín, hijo de Josías y hermano de Joacaz, que recibió como nombre de coronación c oronación el de Yoyaquim; es el gran adversario de Jeremías (2Re 23,34). Yoyaquim se muestra favorable a Egipto y
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gobierna en Judá como vasallo del faraón, obligado a pagarle tributo (2Re 23,33.35; 2Cro 36,3). Vasallo de Egipto, no por eso está seguro el reino de Judá, ya que las tropas egipcias, que Necao ha dejado en el territorio asirio, son atacadas por los babilonios bajo el mando de Nabucodonosor. En Karkemis, en el verano del 605, Nabucodonosor obtiene una gran victoria sobre los egipcios (46,2-12) y persigue a las tropas del faraón hasta la provincia de Jama, ocupando Riblá, ciudad que ha estado durante varios años bajo el dominio de Egipto. Yoyaquim, al principio, goza de una cierta autonomía. Pero, ante el avance irresistible de Babilonia, Egipto abandona cada día más a su súbdito a su propio destino. Al sentirse más libre, Yoyaquim da inicio a su sueño nacionalista. Aparte sus abusos de poder, fomenta en el pueblo ilusiones de grandeza y de gloria. Ilude al pueblo afirmando que es capaz de controlar al rey de Babilonia si llega a presentarlos batalla. Jeremías tiene la dura misión de deshacer este sueño. Por ello es odiado a muerte por Yoyaquim, a quien Jeremías apunta con el dedo, denunciando sus mentiras, violencias e injusticias contra los débiles: -¡Oíd la palabra de Yahveh, casa de David! Así dice Yahveh: Haced justicia cada mañana, y salvad al oprimido de mano del opresor, so pena de que brote como fuego mi cólera, y arda y no haya quien la apague, a causa de vuestras malas acciones (21,11-12). Con la subida de Yoyaquim al trono comenzó el calvario de Jeremías. Jeremías levanta la voz contra la arrogancia y ostentación de los potentes, que se burlan de la miseria del pueblo: -¡Ay del que edifica su casa con injusticia y sus pisos inicuamente! Hace trabajar a su prójimo de balde, sin pagarle su salario. Se dice: Voy a edificarme una casa espaciosa y pisos ventilados, para lo que abre sus correspondientes ventanas; pone paneles de cedro y los pinta de rojo. ¿Eres acaso rey por ser un apasionado del cedro? Si tu padre comía y bebía y le fue bien fue porque hizo justicia al indigente. ¿No es eso conocerme- dice el Señor? Pero tú, en cambio, sólo tienes ojos y corazón para el lucro y para derramar sangre inocente, para el abuso y la opresión. Por tanto, así dice Yahveh respecto a Yoyaquim, hijo de Josías, rey de Judá: No plañirán por él, diciendo: ¡Ay hermano mío!, ¡ay hermana mía!; no plañirán por él, diciendo: ¡Ay Señor!, ¡ay Majestad! El entierro de un borrico será el suyo: arrastrado y tirado fuera de las puertas de Jerusalén (22,13-19). Jeremías pagará caro el atrevimiento del insulto. Anunciar que el cadáver del rey será tratado como una carroña de animal, sin ser sepultado, sin funerales, es lo peor que se puede decir de una persona. Jeremías, animado por su sed de justicia, arriesga la vida por anunciar al Señor. ¿Qué es conocer al Señor? Conocer al Señor es reconocerlo, aceptándolo con todas sus consecuencias. Yoyaquim, hijo del piadoso y justo Josías, rey de Israel y heredero de la promesa divina, debería conocer al Señor por herencia, educación y elección. Debería reconocer al Señor que habita al lado de su palacio, en el templo santo. Su vida de déspota, que sólo busca el propio interés, le asemeja a un animal; ha tratado a los demás como asnos de carga, morirá y yacerá como un asno, arrojado fuera de la ciudad. Nadie le llorará. Al fervor inicial de la reforma siguen, pues, unos años de enfriamiento religioso, en los que Jeremías interviene denunciando las injusticias, el afán de lucro y la falsedad de la fe sustituida por el simple ritualismo. Es un período de rápida decadencia. El pueblo camina hacia su fin. Los que deberían servir al pueblo de guías, sacerdotes (8,10;23,11), sabios (8,8-
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9;9,22-23) y, sobre todo, los profetas (8,10;14,13-14;23,9-40) malgastan energías manteniendo la ilusión de que todo va bien (8,11). Todos desaparecerán en medio de la tormenta, arrastrando con ellos a la nación (18,1-8).
2. LAS DOS HERMANAS Jeremías ha pasado de Israel a Judá. Israel y Judá son dos hermanas; son los dos reinos que se separaron a la muerte de Salomón. 2 Dios se desahoga con su profeta. Con ser tan culpable Israel, en comparación con Judá es casi inocente. Judá no aprendió nada de la experiencia de Israel, enviado al destierro por sus idolatrías. Dios la entregó a sus enemigos, a los asirios, que la llevaron a la cautividad. Judá lo oyó y no escarmentó; se dio también a la idolatría con más frenesí que su hermana. Adulteró con la piedra y el leño, dando culto a los ídolos de piedra y de madera. Así ha contaminado la tierra, heredad de Dios. Hipócritamente sigue mostrándose vinculada a él, como si él no conociera sus orgías. Jeremías transmite a Judá la palabra de Dios. Yahveh me dijo en tiempos del rey Josías: -¿Has visto lo que hizo Israel, la apóstata? Andaba ella sobre cualquier monte elevado y bajo cualquier árbol frondoso, fornicando allí. En vista de ello, dije: "No vuelvas a mí". Y no volvió. Vio eso su hermana Judá, la pérfida; vio que a causa de todas las fornicaciones de Israel, la apóstata, yo la había despedido dándole su carta de divorcio; pero no hizo caso su hermana Judá, la pérfida, sino que fue y fornicó también ella, tanto que por su liviandad manchó la tierra; fornicó con la piedra y con el leño. Judá, la pérfida, no se volvió a mí de todo corazón, sino engañosamente. Más justa se ha manifestado Israel, la apóstata, que Judá, la pérfida (3,6-11). Jeremías, tras anunciar la conversión y el retorno del exilio a Israel, se dirige a Judá. La vuelta al Señor implicará la reconciliación de Israel con Judá. Juntas peregrinarán a Sión a visitar al Señor: "¡Es de día!", gritarán los centinelas en la sierra de Efraín. "En pie, a Sión, vamos a visitar el Señor, nuestro Dios". La fraternidad, la falta de envidias y antiguos rencores son parte esencial del anuncio.
3. ALARMA EN JUDA Sin embargo, a su llegada a Jerusalén, Jeremías cambia de tono. Comienza a anunciar la catástrofe que va a causar el exterminador de los pueblos. En sus confesiones, Jeremías nos permite vislumbrar el reflejo del amor y de la ira que siente por Judá. La simpatía con Dios despierta el tono correspondiente en el corazón de su profeta. Por un lado, Jeremías siente un pesar inconsolable por el destino del pueblo; la angustia que espera al pueblo es su angustia. Pero hay momentos en que desea abandonar al pueblo. Su amor ardiente al pueblo se halla envuelto por un sentimiento más fuerte. Lo que Dios siente por Israel es lo que su corazón experimenta con violencia. Judá era preciosa a sus ojos en cuanto pueblo de Dios, amada de Dios. Si Dios se encoleriza y la rechaza, la ira llena el corazón de Jeremías: ¿Qué es Judá sin Dios? Sin Dios Judá es sal desvirtuada, que se arroja para ser pisada. El amor y el odio se confunden en el corazón de Jeremías. Dios pone "sus palabras en boca" de Jeremías y éstas salen de dentro de él como un grito de urgencia. Jeremías se siente espectador alucinado y conmovido de lo que Dios le muestra. Ante la invasión arrolladora, los pobladores del campo recogen sus cuatro cosas y buscan refugio en las plazas fortificadas, en especial en Jerusalén, que les parece inexpugnable. Es el grito de alarma, que brota de los labios de Jeremías: 2La imagen de las dos hermanas la recoge y amplía Ezequiel: 23,1-27.
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-Anunciadlo en Judá y que se oiga en Jerusalén. Tañed el cuerno por el país, pregonad a voz en grito: ¡Juntaos, vamos a las plazas fuertes! ¡Izad la bandera hacia Sión! ¡Escapad, no os paréis! Porque yo traigo del norte una calamidad y una gran desgracia. Se ha levantado el león de su guarida, y el devorador de naciones se ha puesto en marcha: salió de su lugar para dejar la tierra desolada. Tus ciudades quedarán arrasadas, sin habitantes (4,5-7). En las espesuras de las márgenes del Jordán abundan los leones. El pasajero incauto se ve atacado de sobresalto. Jeremías quiere alertar al pueblo ante el asalto inminente del enemigo, que ha salido del norte. Pues, ante el asombro general de reyes, profetas y sacerdotes (4,9), la borrasca lo arrasará todo. Dios abre el oído de Jeremías y, alucinado, siente los carros que se agitan con ruido de trueno; pero, al mismo tiempo, le parece que los ejércitos vienen volando como una nube o como un huracán del desierto que se abate contra la ciudad: -Un viento ardiente viene de las dunas del desierto, camino de la capital de mi pueblo, no para beldar, ni para limpiar. Es un viento huracanado, que viene de mi parte, pues ahora me toca a mí alegar mis razones contra ellos. Vedle avanzar como una nube; sus carros, como un huracán; y sus caballos, más ligeros que águilas.¡Ay de nosotros, estamos perdidos! (4,1113). Jeremías conoce el viento que sopla en la era para aventar la paja, separándola del trigo, pero ahora el viento aterrador no distingue inocentes de culpables, arrastrando a todos. Jeremías, reflejando la ansiedad del momento, ve la desbandada del pueblo ante el ejército enemigo, que cae como un enjambre sobre Judá: -Al ruido de jinetes y flecheros huye toda la ciudad. Se meten por los bosques y trepan por las peñas. Toda ciudad queda abandonada, sin quedar en ellas habitantes. Y tú, asolada, ¿qué vas a hacer? Aunque te vistas de grana, aunque te enjoyes con joyel de oro, aunque te pintes con polvos los ojos, en vano te hermoseas, te han rechazado tus amantes: ¡sólo buscan tu muerte! (4,29-30). Entonces Jeremías oye una voz como de parturienta, gritos como de primeriza; es la voz de la hija de Sión, que extiende sus palmas gimiendo: -¡Ay, pobre de mí, que mi alma desfallece a manos de asesinos! (4,31). El alma sensible de Jeremías se estremece ante el sufrimiento. En medio de las palabras más duras, que anuncian la destrucción inminente, se le hiela el corazón por lo que espera a su pueblo. Conmovido, al contemplar a Jerusalén desesperada de dolor, como mujer en parto, que extiende las manos pidiendo auxilio, Jeremías se alza ante Dios en defensa del pueblo: -¡Ay, Señor Yahveh! ¡Cómo has engañado a este pueblo y a Jerusalén, prometiéndole paz, cuando tenemos la espada al cuello! (4,10) Sin embargo, el anuncio, que Dios pone en boca de Jeremías, no es más que la manifestación de su juicio, buscando que Jerusalén purifique su corazón corrompido, ya que la calamidad que le acecha es el fruto de su rebeldía contra Dios: -Limpia de malicia tu corazón, Jerusalén, para que seas salva. ¿Hasta cuándo durarán en ti tus pensamientos torcidos? Una voz avisa desde Dan y da la mala nueva desde la sierra
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de Efraím. Pregonad: "¡Los gentiles! ¡Ya están aquí!"; hacedlo oír en Jerusalén. Los enemigos vienen de tierra lejana y dan voces contra las ciudades de Judá. Como guardas de campo se han puesto en torno ella, porque se rebelaron contra mí. Tu proceder y acciones te acarrearon esto; la desgracia te ha penetrado hasta el corazón porque te rebelaste contra mí (4,14-18). Dan es la ciudad más al norte del país y el monte de Efraím está al norte de Jerusalén, en la ruta del invasor. La rapidez de las tropas es arrolladora. Apenas llegan las noticias desde la frontera norte de Dan y ya otro mensajero trae la noticia de que el enemigo ha acampado en el monte de Efraím, a las puertas de Jerusalén. Conmovido hasta las entrañas, Jeremías se estremece ante la destrucción de Jerusalén y de Judá. La ira, al destruir Judá y Jerusalén, lugar de la presencia de Dios, deshace la creación. -¡Mis entrañas, mis entrañas!, ¡me duelen las entretelas del corazón, se me salta el corazón del pecho! No callaré, porque mi alma ha oído sones de cuerno, el estrépito del combate. Se anuncia golpe sobre golpe, porque es saqueada toda la tierra. En un punto son saqueadas mis tiendas, y en un cerrar de ojos mis toldos (4,19-21). Jeremías contempla en su espíritu cómo las murallas se pliegan como tiendas ante el empuje de los invasores. No ofrecen ninguna defensa. Sólo Dios podría salvar. Por eso le brota el grito: "¿Hasta cuándo?". Pero Dios rechaza la protesta o súplica de Jeremías. Dios acusa al pueblo de insensato, falto de sabiduría, pues no le reconoce en los acontecimientos, no escarmienta con las desgracias. Sólo es sabio para el mal: -Mi pueblo es insensato. A mí no me reconocen. Criaturas necias son, carecen de sabiduría. Son sabios para lo malo e ignorantes para el bien (4,22). Jeremías sabe que Dios tiene razón, pero ama a su pueblo y no puede evitar el lamento ante la desolación que ven sus ojos iluminados. No sabe a dónde dirigir la mirada: -Miro a la tierra, y es un caos; a los cielos, y están sin luz. Miro a los montes, y están temblando; a los cerros y trepidan. Miro, y no hay hombres, y todas las aves del cielo han volado. Miro, y el vergel es un yermo, las ciudades han sido arrasadas por el ardor de la ira de Yahveh (4,23-26). Jeremías cree que a Sión no le queda más que sucumbir gritando bajo los golpes de sus asesinos. Dios le responde que el castigo realmente es inevitable, está decretado y no se volverá atrás; pero la destrucción no será total. La oscuridad del cielo no será la tiniebla del caos, sino el luto por la desgracia. Porque así dice Yahveh: -La tierra quedará desolada, aunque no acabaré con ella. La tierra se vestirá de luto y los cielos se oscurecerán; pues he tomado mi decisión y no me pesa: no me volveré atrás (4,27-28). Baruc, a la luz de momentos futuros, que él ya conoce, nos describe los sentimientos de Jeremías. El amor de Jeremías a Israel es tan grande como su corazón. Pero el pueblo no entiende ese amor, que denuncia el pecado como único camino de salvación. Más bien el pueblo se siente agraviado e insultado por la predicación de Jeremías y lo acusa de malvado, como si él fuera el culpable del desastre que predice. Todos le maldicen (15,10-11). Profundamente herido, Jeremías protesta ante Dios de su inocencia y de su amor al pueblo.
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La palabra de amenaza no nace de su corazón. Es Dios quien la pone en sus labios: -Recuerda cuando yo me ponía en tu presencia para hablar en bien de ellos, para apartar tu cólera de ellos (18,20). Este es el drama de Jeremías, colocado entre Dios y el pueblo, intercediendo ante Dios por el pueblo e implorando ante el pueblo por Dios.
4. RECORRED LAS CALLES DE JERUSALÉN Dios, como Jeremías, quiere salvar a su pueblo amado. Es un juez parcial; su corazón se inclina a favor del reo. Se acuerda de la intercesión de Abraham en favor de Sodoma (Gn 18) y encarga a Jeremías que recorra con Baruc las calles de Jerusalén, a ver si encuentran al menos uno que se mantenga fiel a la alianza, para perdonar por él a todo el pueblo: -Recorred las calles de Jerusalén, mirad bien y enteraos; buscad por sus plazas, a ver si topáis con alguno que practique la justicia, que busque la verdad, y yo pueda perdonarla (5,1). Jeremías, con toda su pasión por salvar al pueblo, recorre calles y plazas. Rebusca en la viña del Señor a ver si, entre la masa de rebeldes y obstinados, hay alguno dispuesto a convertirse. Pero no encuentra a nadie, ni pequeño ni anciano, que desee enderezar su vida por el camino de la conversión. Dios, con sus castigos, busca refinar, purificar al pueblo: "Yo los depuraré y los probaré; pues ¿qué otra cosa puedo hacer por la hija de mi pueblo?" (9,6). Sin embargo, Jeremías descubre con asombro que el pueblo se ha hecho insensible al dolor. Dios esperaba que el pueblo lo buscara en la angustia, pero no ha sido así: -Les heriste, mas no acusaron el golpe; acabaste con ellos, pero no quisieron aprender. Endurecieron sus caras más que peñascos, rehusaron convertirse (5,3). Dios mismo lo lamenta: -En vano golpeé a vuestros hijos, pues no aprendieron. La espada ha devorado a vuestros profetas, como el león cuando estraga (2,30). La palabra de Dios, tan clara para Jeremías, es ininteligible para el pueblo. La voz atronadora de Dios hace temblar los cielos y la tierra, pero su pueblo ante ella se queda indiferente; su corazón está pesado, inerte, no reacciona. La palabra de Dios es como fuego y martillo que hace pedazos la roca (23,29), pero el pueblo permanece imperturbable. Jeremías siente que la palabra le arde en los huesos (21,9), pero los corazones de sus oyentes son de hielo, a prueba de fuego. Con pena constata Jeremías que el pueblo "tiene ojos y no ve, tiene oídos y no oye", porque "su corazón es terco y rebelde" (5,23). En la terquedad del corazón está la raíz del pecado. La fuente del mal no se encuentra en la pasión, en el corazón palpitante, sino más bien en la dureza e insensibilidad del corazón. Nada les importan los golpes de advertencia que Dios les envía. El pueblo, hasta en el momento de jurar por el nombre de Dios, es falso, insincero. Todos cometen el delito de perjurio, no son fieles a sus palabras. Esto es un insulto a los ojos de Dios, que busca, ante todo, la fidelidad. Jeremías vuelve con la respuesta: -Si bien dicen: "¡Por vida de Yahveh!", juran en falso, y tus ojos, ¡oh Yahveh!, ¿no son para la verdad? Endurecida su cara como roca, rehúsan convertirse (5,2-3).
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Jeremías decide continuar la investigación. En su primera salida ha encontrado a la gente del pueblo. Piensa que los desvaríos del pueblo quizás se deban a su ignorancia. Se decía a sí mismo: -Naturalmente, el vulgo es necio, pues ignora el camino de Yahveh, el precepto de su Dios. Voy a acudir a los grandes y a hablar con ellos, porque ésos conocen el camino de Yahveh, el precepto de su Dios (5,4-5). Ahora quiere ir en busca de los jefes, de los que no tienen excusa si no viven en conformidad con la alianza, pues ellos sí conocen el camino del Señor. Pero la decepción de Jeremías es total. Los jefes encabezan la rebelión, desviando al pueblo. Todos han roto el yugo del amor de Dios. La conclusión de Jeremías es descorazonadora: -Todos a una han quebrado el yugo y arrancado las coyundas (5,5). Y la conclusión de Dios, tras verificar la desquiciada conducta del pueblo, es aún más descorazonadora. De su corazón se desprende el desahogo de una pena infinita: -Por eso los herirá el león de la selva, los destrozará el lobo de los desiertos, el leopardo acechará sus ciudades: todo el que salga de ellas será despedazado. Porque son muchas sus rebeldías y graves sus apostasías (5,6). Dios se olvida de la presencia de Jeremías y, hundido en su tristeza, entra dentro de su corazón y dialoga con su pueblo, como si quisiera evitar lo inevitable: -Después de comprobar todo esto, ¿cómo te voy a perdonar? Tus hijos me dejaron y juraron por el no-dios. Yo los sacié, y ellos se hicieron adúlteros, yendo en tropel a los burdeles. Son caballos lustrosos y lascivos: cada cual relincha por la mujer de su prójimo. ¿Y de esto no pediré cuentas?, ¿de un pueblo como éste no se vengará mi alma? (5,7-9). Jeremías, con los ojos en el futuro, invita a Jerusalén, a subir a la cumbre del Líbano para ver a sus amantes marchando al destierro, mientras ella, esposa infiel, queda solitaria, esperando los dolores de un parto estéril (4,31). Los falsos profetas te han seducido con sus engaños, apartándote de tu Dios. Ellos te sedujeron apacentando a tus jefes con el viento de sus mentiras. Juntos irán al destierro. Y tú, Jerusalén, por haberte enamorado de los falsos profetas, sufrirás los dolores: -Sube al Líbano y clama, da voces en Basán y grita desde Abarim, porque todos tus amantes han sido quebrantados. Te hablé en tu prosperidad y dijiste: "No oigo". Tal ha sido tu conducta desde tu mocedad, nunca oíste mi voz. A todos tus pastores les pastoreará el viento, y tus amantes irán cautivos. Entonces te avergonzarás y sonrojarás de tu malicia. Tú, que te asentabas en el Líbano, que anidabas en los cedros, ¡cómo suspirarás, cuando te lleguen los dolores, el trance como de parto! (22,20-23).
5. COMO JAULA LLENA DE PAJAROS Yahveh, traicionado, se vengará de la obstinación de sus hijos, que no quieren creer en las desgracias con que se les amenaza; ¿es posible el perdón ante tal ingratitud? ¿es posible dejar impune un pecado tan grave? A Dios no le queda más remedio que soltar a los
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ángeles vengadores. Va a someter a su heredad a una poda radical, aunque impone un límite en la ejecución de la pena. Arrancarán los sarmientos, pero sin descepar la vid: -Escalad sus murallas, destruid, mas no acabéis con ella. Cortad sus sarmientos porque no son de Yahveh. Porque me engañaron, la casa de Judá y la casa de Israel. Renegaron de Yahveh, diciendo: "¡El no cuenta!, ¡no nos sobrevendrá daño alguno, no veremos espada ni hambre! Y en cuanto a sus profetas, el viento se los lleve, pues carecen de Palabra" (5,10-13). El profeta, hombre del espíritu, boca de Dios, es despreciado: sus palabras son consideradas puro viento. Ese viento del espíritu se convierte en fuego devorador. Dios conoce el cuchicheo de las gentes, que añaden al pecado de apostasía el de presunción. Con insolencia se burlan de las palabras de los profetas y se creen seguros, pensando que Dios no se ocupa de ellos. Jeremías, que ha asistido en silencio al juicio de Dios, ahora recibe el encargo de salir de nuevo a las calles y plazas a proclamar la sentencia. Así dice Yahveh, el Dios Sebaot: -Por haber dicho ellos tal palabra, yo pongo las mías en tu boca como fuego, que consumirá a este pueblo como leños (5,14). Jeremías sale con la palabra que Dios pone en su boca y que le quema hasta la médula de los huesos: -Casa de Israel, voy a traer contra vosotros una nación de muy lejos, una nación que no mengua, nación antiquísima, nación cuya lengua ignoras y no entiendes lo que habla; cuyo carcaj es como tumba abierta: todos son guerreros. Comerá tu mies y tu pan, comerá a tus hijos e hijas, comerá tus ovejas y vacas, comerá tus viñas e higueras; destruirá con la espada las plazas fuertes en que confías. Pero en los días aquellos todavía no acabaré con vosotros (5,15-18). Jeremías, esperando aún la conversión del pueblo, sigue un día y otro proclamando por calles y plazas la sentencia. Espera que el pueblo le pregunte: "¿por qué nos hace esto el Señor, nuestro Dios?", para poder llamarles a conversión, respondiéndoles: -Como le abandonasteis para servir a dioses extranjeros dentro de vuestro país, así serviréis a dioses extranjeros en tierra extraña (5,19). En el pecado está ya su pena. Cuando Jeremías ve al pueblo, que le rodea, alza la voz y les grita el oráculo del Señor: -Escucha, pueblo necio e insensato, que tienes ojos y no ves, oídos y no oyes: ¿A mí no me teméis?, ¿delante de mí no tembláis? Yo puse la arena por límite al mar, frontera eterna, que no traspasa. Se agita, mas no lo logra; mugen sus olas, pero no lo traspasan. En cambio, este pueblo tiene un corazón duro y rebelde: traiciona hasta el fin (5,21-23). La necedad del pueblo consiste en no comprender lo que está viviendo. El pueblo, insensato y ciego, cuenta con la regularidad de las lluvias y, cuando le falla ese orden, por la sequía, invoca a los ídolos, en vez de ver en la sequía una palabra de Dios, que gobierna y domina hasta las olas del mar:
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-No se les ocurre decir: "temamos a Yahveh, nuestro Dios, que envía a su tiempo las lluvias tempranas y las tardías y nos garantiza las semanas que regulan la siega". Vuestras culpas y pecados trastornan el orden y os privan de la lluvia. Porque hay en mi pueblo malhechores que preparan la red y montan como cazadores celada ¡para atrapar hombres! Como jaula llena de aves, así están sus casas llenas de fraudes. Así es como se engrandecen y enriquecen, engordan y prosperan. Rebosan de malas acciones. No juzgan la causa del huérfano ni defienden el derecho de los pobres (5,23-28). La cosecha de Palestina depende de ese doble ciclo de lluvias, las tempranas en otoño, necesarias para la sementera, y las tardías de primavera, necesarias para la maduración de las espigas antes de la recolección en el estío. Pero el pecado ha trastornado todo. Jeremías, tras la enumeración de los pecados del pueblo, repite la sentencia de Dios: -¿Y de esto no pediré cuentas?, ¿de un pueblo como éste no se vengará mi alma? Algo pasmoso y horrendo sucede en la tierra: los profetas profetizan con mentira, y los sacerdotes dominan por la fuerza. Y mi pueblo lo prefiere así. ¿A dónde vais a parar? (5,29-31). Jeremías, en sintonía con los sentimientos de Dios, desea abandonar la morada de Israel y buscar una posada en el desierto, es decir, un albergue de peregrinos. El pueblo ha abandonado a Dios, ahora el Señor abandona a su pueblo. El pueblo no lo reconoce como su Dios, él los abandona a la obra de sus manos: -¡Quién me diese en el desierto una posada de caminantes, para poder dejar a mi pueblo y alejarme de su compañía! Porque todos ellos son adúlteros, un hatajo de traidores que tienden su lengua como un arco. Es la mentira, y no la verdad, lo que prevalece en esta tierra. Van de mal en peor, y a Yahveh desconocen (9,1-2). Al no reconocer a Dios, Israel no reconoce a los hermanos. La lengua se convierte en arma y la mentira en instrumento de poder: -¡Que cada cual se guarde de su prójimo!, ¡desconfiad del hermano!, porque todo hermano pone la zancadilla, y todo prójimo propala la calumnia. Se engañan unos a otros, no dicen la verdad; han avezado sus lenguas a mentir, se han pervertido, incapaces de convertirse. Fraude sobre fraude, engaño tras engaño, se niegan a reconocer a Yahveh (9,3-5). El Señor no puede permanecer indiferente ante la falsedad que corroe al pueblo. Por tanto, así dice Yahveh Sebaot: -Yo mismo voy a refinarlos y a probarlos; pues, ¿cómo desentenderme de la hija de mi pueblo? Su lengua es saeta mortífera; las palabras de su boca, embusteras. Saludan con la paz al prójimo, pero por dentro le traman asechanzas (9,6-7). Jerusalén está encaramada sobre una cima, circundada por una valle, que la abraza. Amparada en su altura, se siente inexpugnable y no tiene miedo. Pero Dios tiene recursos para alcanzarla. En torno al monte puede incendiarse un bosque y alcanzar con sus llamas a la ciudad. En Jerusalén hay un bosque del Líbano en palacio, con sus salas de madera, en las que puede prender el foco inicial del incendio. La presunción será abatida y el lujo será el punto vulnerable: -Mira que va por ti, población del Valle, Roca del Llano, por vosotros que decís:
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¿Quién se nos echará encima? ¿quién penetrará en nuestras moradas?Yo os visitaré según el fruto de vuestras acciones. Prenderé fuego al bosque y devorará todos sus alrededores (21,1314).
6. COMO EL POZO MANA AGUA, JUDA MANA MALDAD Jeremías contempla anticipadamente el desenlace. Su imaginación evoca con viveza la invasión devastadora que viene del norte. Los que antes se refugiaban en la capital, como el lugar más seguro, ahora huyen de ella, como del sitio más amenazado. La hermosa pradera de Jerusalén es hollada y estropeada. Su lujo refinado atrae la codicia de los invasores: -Escapad, hijos de Benjamín, de Jerusalén, tocad el cuerno en Técoa e izad la bandera sobre Bet Hakkérem, porque asoma por el norte la desgracia, una ruina enorme. ¿Acaso te comparas a una deliciosa pradera, hija de Sión? Pues a ella vienen pastores con sus rebaños, han montado las tiendas en derredor y cada cual apacienta su manada (6,1-3). Jeremías ve llegar a los invasores, que caen, ávidos de botín, sobre Jerusalén. Ante el pánico, Jeremías piensa en primer lugar en sus compatriotas, los benjaminitas, refugiados en Jerusalén, y les invita a huir hacia el sur y el oeste, hacia Técoa y Bet Hakkérem, pues el enemigo viene del norte. Luego Jeremías contempla a Dios como rey que ordena a su vasallo declarar la guerra y como general del ejército que da órdenes para el asedio. Es Dios quien ordena la guerra, para vengarse de la iniquidad de su pueblo, de la corrupción generalizada que reina en Jerusalén, pues "como mana un pozo sus aguas, así mana ella su maldad": -¡Declaradle la guerra santa! ¡En pie y subamos contra ella a mediodía! ¡Ay de nosotros, que el día va cayendo, y se alargan las sombras de la tarde! ¡Pues arriba y subamos de noche a destruir sus alcázares! Pues así dice Yahveh Sebaot: ¡Talad sus árboles y alzad contra Jerusalén una empalizada! Es la ciudad visitada por la ira. Todo el mundo se atropella en su interior. Como mana un pozo aguas, así mana ella su malicia. ¡Atropello!, ¡despojo!, se oye decir en ella; ante mí de continuo heridas y golpes (6,4-7). De repente el Señor se interrumpe. La amenaza es aún evitable; su anuncio es una llamada a conversión: -Aprende, Jerusalén, no sea que se despegue mi alma de ti y te convierta en desolación, en tierra despoblada (6,8). Dios dialoga con Jeremías y le encomienda rebuscar de nuevo en su viña para ver si encuentra algún racimo sano y poder, gracias al resto fiel, fruto auténtico del Señor, perdonar a la viña. Es el rebusco que sigue a la cosecha, después de haber podado los sarmientos podridos (5,10): -Busca en el resto de Israel, rebusca como en una cepa; vuelve, como el vendimiador, a pasar tu mano por los pámpanos (6,9). Jeremías rebusca entre los pámpanos y no encuentra ni un justo. Descorazonado, se dice que es inútil seguir buscando. Nadie responde a su palabra; se la toman a burla: -¿A quién hablaré que me oiga? ¿A quién voy a avisar? Su oído es incircunciso, son incapaces de entender (6,10).
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Ni el culto, ni el templo, ni la ley o la sabiduría sirven ya. Al faltar la conversión interior, las palabras, oraciones o promesas resultan falsas. Dios, que escucha el interior del corazón, descubre la falsedad. El pueblo se ha vuelto más necio que las aves. Así dice Yahveh: -Los que caen, ¿no se levantan?; y si uno se extravía, ¿no se vuelve? Pues, ¿por qué este pueblo de Jerusalén sigue apostatando ininterrumpidamente? Se aferran a la mentira, rehúsan convertirse. He escuchado atentamente: no dicen la verdad. Nadie deplora su maldad diciendo: "¿Qué he hecho?". Todos vuelven a sus extravíos como caballo que irrumpe en la batalla (8,4-6). El pueblo se siente sabio por poseer el libro de la ley. Pero si los escribas emplean su pericia en falsificarla, ¿de qué sirve la ley? La ley sirve para cerrar el oído a la palabra. Por boca de Jeremías irrumpe la palabra para desenmascarar la fals ificación: -¿Cómo decís: "Somos sabios, poseemos la Ley de Yahveh?, cuando es bien cierto que el cálamo mentiroso de los escribas la ha cambiado en mentira? Pues los sabios se avergonzarán, se espantarán y caerán prisioneros. Han rechazado la palabra de Yahveh, ¿de qué les servirá su sabiduría? Por eso yo daré sus mujeres a otros, sus campos a nuevos amos, porque desde el más chico al más grande todos andan buscando su provecho; desde el profeta hasta el sacerdote, todos se dedican al fraude. Con ligereza pretenden curar la herida de la hija de mi pueblo, diciendo: "¡Paz, paz!", cuando no hay paz. ¿Se avergüenzan de las abominaciones que cometen? ¡Ni se avergüenzan ni conocen el sonrojo! Por tanto caerán con los que cayeren; tropezarán cuando les visite (8,8-12). La palabra de Yahveh, que Jeremías proclama, se ha vuelto oprobio para el pueblo: no les agrada escucharla; sus oídos se han vuelto insensibles a ella. Todos prefieren oír a quienes les dicen: "Todo marcha bien, todo va muy bien". Del primero al último sólo buscan medrar; profetas y sacerdotes se dedican al fraude, pretendiendo curar por encima las heridas del pueblo. Ninguno siente la mínima vergüenza o sonrojo por sus abominaciones. Jeremías ya no puede contener la ira que le invade. La palabra de Dios, que amenaza al pueblo, le ha penetrado hasta los huesos. Jeremías desea descargarla como lluvia torrencial que se desborda sobre toda la ciudad culpable, sin distinguir edad, sexo ni condición social (6,1115). Dios, que escruta el corazón de Jeremías, intenta poner un dique a su ira, pues pronunciar su sentencia de condena es como provocar su ejecución. Dios le suplica que haga un nuevo intento antes de decretar el castigo. Jeremías, sin ninguna esperanza, vuelve al pueblo con la palabra de Dios. Así dice Yahveh: -Paraos en los caminos y mirad, preguntad por los senderos antiguos: ¿cuál es el camino bueno?, caminad por él y encontraréis sosiego para vuestras almas. Pero ellos responden: -No queremos caminar (6,16-17). Los hijos son como sus padres, cuando el Señor les puso centinelas, que gritaban: "¡Atención al toque de cuerno!", y ellos dijeron: "No nos interesa". El pueblo se niega a comprender esta llamada a conversión, único camino para conjurar la calamidad que se avecina. Los sacrificios y el culto falsificado no sirven para nada. Dios deja que sobrevengan sobre el pueblo las consecuencias de su conducta:
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-Por tanto, oíd, naciones, y conoce, asamblea, lo que va a pasar; oye, tierra: Yo traigo contra este pueblo una desgracia, como fruto de sus pensamientos, porque no atendieron a mis razones y rechazaron mi Ley. ¿A qué traerme incienso de Sabá y canela fina de país remoto? Ni vuestros holocaustos me son gratos, ni vuestros sacrificios me complacen. Por tanto, pondré a este pueblo tropiezos y tropezarán en ellos; padres e hijos, vecinos y amigos perecerán juntos (6,18-21). Jeremías recibe aún el encargo de quebrantar, con el fuego, la dura masa del pueblo, para ver si queda en su interior algún núcleo que pueda salvarse. Magnifica imagen del fuelle jadeante y de la fuerza purificadora de la llama. Dios trabaja en su pueblo mediante sus enviados. Intenta hasta lo último. Pero es inútil. Dios tiene que desechar a su pueblo: -Jadeó el fuelle, el plomo se consumió en el fuego. En vano fundió el fundidor: la ganga no se desprendió. Serán llamados "plata de deshecho", porque Yahveh los desechó (6,27-30). La conclusión de estos discursos nos introduce en el corazón del mensaje de Jeremías: no hay nada que pueda purificar a este pueblo de sus impurezas. El profeta examina y prueba en nombre de Dios. Como un crisol, con su palabra ardiente, demuestra que el pueblo no es oro ni plata, sino bronce y hierro, o plata de deshecho. Sometido a la prueba del fuego, no deja más que escorias inservibles. En sus recorridos por las calles de Jerusalén, Jeremías contempla a una juventud que alegremente se entrega a los juegos, inconsciente de la gravedad de la hora presente (15,17) y, poseído del amor, desahoga su alma, dejando salir sus sentimientos más íntimos. Apasionado por el amor a Dios, traicionado por Israel, Jeremías condena al pueblo con una vehemencia aterradora, pero en su propio corazón hay un caudal inagotable de ternura y sensibilidad hacia los demás. Advierte e implora a Israel que vuelva a Dios y se salve de la destrucción, pero, como el pueblo no le hace caso, se siente inundado en sus propias lágrimas. La raíz de la angustia de Jeremías está en que debe condenar a aquellos a quienes ama. Viendo llegar la catástrofe y al enemigo que mataba hombres, mujeres y niños sin piedad, el profeta descubre que la agonía es mayor de lo que su corazón puede soportar: -Mi dolor es incurable, el corazón me falla; mi corazón está herido por la herida de la hija de mi pueblo amado. Yo estoy contristado, el espanto se ha apoderado de mí. ¿No hay bálsamo en Galaad?, ¿no quedan médicos allí? Pues ¿cómo es que no llega el remedio para la hija de mi pueblo? ¡Quién convirtiera mi cabeza en llanto, mis ojos en manantial de lágrimas para llorar día y noche a los muertos de la hija de mi pueblo! (8,18-23). Jeremías no logra borrar de su mente la imagen del ejército invasor. Le ve avanzar armado de arcos y flechas. Los guerreros marchan a caballo, sembrando el terror a su paso. Su crueldad, al caer sobre la hija de Sión, estremece de ternura y compasión sus entrañas. Aunque en un momento de despecho ha pedido a Dios que derrame sobre el pueblo su fuego devorador, no puede por menos de implorar a la amada hija de Sión: -Hija de mi pueblo, cíñete de sayal y de ceniza, haz por ti misma un duelo de hijo único, una endecha amarguísima, porque en seguida viene el saqueador sobre nosotros. Jeremías no se excluye de la desgracia. El se siente unido al pueblo; la desgracia del
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pueblo es su fracaso y su desgracia. Si Judá reconociese su pecado e hiciese penitencia, el Señor frenaría el ímpetu del ejército enemigo. Pero no hay esperanza. Jeremías da rienda suelta a sus lágrimas en duelo por la hija de Sión: -¿Quien tendrá compasión de ti, Jerusalén, y quien se entristecerá por ti? ¿Quién se desviará para preguntar por tu bienestar? (15,5). La verdad es que la situación ha llegado a tal punto que a Judá no le sirven ya los sabios, sino las plañideras, que entonen endechas sobre los montes y elegías en las dehesas de la estepa. Montes y dehesas se han quedado agostadas; nadie transita por ellas; ni siquiera se oyen ya los mugidos del ganado; las bestias y las aves se han escapado. Los poblados de Judá, arrasados, se quedan deshabitados y Jerusalén es un cúmulo de escombros, guarida de chacales. ¿Quién es el sabio que lo entienda? ¿Quién puede explicar por qué el país se ve abrasado como un desierto que nadie transita? (9,9-11). Jeremías, con dolor, escucha la respuesta de Dios: -Es que han abandonado mi Ley que yo les propuse, y no han escuchado mi voz ni la han seguido; sino que han ido en pos de la inclinación de sus corazones tercos, en pos de los Baales que sus padres les enseñaron. Por eso, voy a dar de comer a este pueblo ajenjo y les voy a dar de beber agua emponzoñada. Les voy a dispersar entre las naciones desconocidas de ellos y de sus padres, y enviaré detrás de ellos la espada hasta exterminarlos (9,12-15). Dios añade a una plaga otra aún mayor; a la sequía sigue la guerra. Si para la primera buscan el auxilio de Baal, señor de la lluvia, ¿a quién recurrirán para librarse de la segunda? Por recurrir a Baal, buscando en él comida y bebida, Dios les dará ajenjo como comida y agua envenenada como bebida. Es la experiencia del destierro. Y como para un funeral no se llama al médico, sino al encargado de las honras fúnebres, ahora a Judá le ha llegado el tiempo de llamar a las plañideras. Sí, que busque Judá plañideras expertas para que enseñen a todos a plañir, pues la muerte invadirá todas las casas. Toda la población ha de aprender las expresiones de duelo. Así habla Yahveh Sebaot: -¡Hala! Llamad a las plañideras, que vengan: mandad por las más hábiles, que vengan. ¡Pronto! que entonen por nosotros una lamentación. Dejen caer lágrimas nuestros ojos, y nuestros párpados den curso al llanto. Sí, se oye una lamentación en Sión: ¡Ay, que somos saqueados!, ¡qué vergüenza tan grande, se nos obliga a dejar nuestra tierra, han derruido nuestros hogares! Oíd, pues, mujeres, la palabra de la boca de Yahveh: Enseñad a vuestras hijas esta lamentación, y las unas a las otras esta elegía: La muerte ha trepado por nuestras ventanas, ha entrado en nuestros palacios, barriendo de la calle al chiquillo y a los mozos de las plazas. Los cadáveres humanos yacen como boñigas por el campo, como manojos detrás del segador, y no hay quien los recoja (9,16-21).
7. LOS CANTAROS ESTRELLADOS Jeremías entra en la taberna y ve sobre una mesa muchos vasos llenos de vino. Sin decir una palabra, con un manotazo arroja todos los vasos al suelo, derramando el vino y rompiendo los vasos. Derramar el vino en la tierra y romper los recipientes es el signo del juicio de Dios, que destruirá a Jerusalén y a sus habitantes. Ante la extrañeza de todos, buscada por Jeremías, él puede decirles lo que Dios ha ensayado con él: -Diles este refrán: "Todo cántaro se puede llenar de vino". Ellos te dirán: "¿No
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sabemos de sobra que todo cántaro se puede llenar de vino?" Entonces les dices: Pues así dice Yahveh: Yo mismo llenaré de borrachera a los habitantes de esta tierra, a los reyes sucesores de David en el trono, a los sacerdotes y profetas y a todos los habitantes de Jerusalén, y los estrellaré, a cada uno contra su hermano, padres contra hijos, sin que piedad, compasión y lástima me impidan destruirlos (13,12-14). Los hombres, semejantes a cántaros, se van llenando de vino hasta los bordes, se emborrachan y comienzan a tambalearse, a chocar unos con otros hasta quebrarse y acabar ruidosamente en cascotes. Es la visión que Dios pone ante los ojos de Jeremías y él escenifica ante el pueblo. La escena la repetirá también referida a las naciones (25,15-29; 48,26; 51,39.57). A pesar del refrán, Dios concede un último plazo para la penitencia. La luz es el tiempo de gracia, que pasa inflexiblemente como el día. Es preciso aprovecharla y dar gloria a Dios mientras es de día. Dar gloria a Dios es reconocer su grandeza y confesar el propio pecado: -Oíd y escuchad, no seáis altaneros, que habla Yahveh. Dad gloria a Yahveh, vuestro Dios, antes de que oscurezca, antes de que tropiecen vuestros pies en la sierra oscura, y él convierta en negrura la luz que esperáis, trocándola en densa tiniebla. Y si no escucháis, mi alma llorará en silencio vuestro orgullo, mis ojos se desharán en lágrimas, cuando vaya cautiva la grey de Yahveh (13,15-17). Ante la incomprensión del pueblo, que no escucha la palabra de su enviado, Dios desea abandonar a su pueblo y marcharse lejos de él. El pueblo dejará de ser el pueblo de Dios (12,7). Jeremías, fiel intérprete de la pedagogía divina, desea abrir los ojos del pueblo. Pero el pueblo ha endurecido tanto el corazón que no entiende ni el significado de los golpes que recibe. Con ellos se endurece aún más. Peor aún, acusan a Dios de sus desgracias: "El Señor, nuestro Dios, nos deja morir, nos da a beber agua envenenada" (8,14). Y hasta se mofan de él: -¿No está Dios en Sión, no está allí su rey? Pasó la cosecha, se acabó el verano, y no hemos recibido auxilio (8,19-20). Jeremías les anuncia que aún les queda tiempo para llorar humildemente sus pecados. Al desaprovechar ese último plazo, les llegará el momento de otro llanto, el llanto ante lo irremediable. Jeremías llorará por el fracaso de su predicación (9,17). Y Dios mismo se pregunta qué más puede hacer frente a un mal tan profundamente arraigado en el corazón del hombre (9,6-8). No puede ocultar su amor por su viña (12,10). Pero, a medida que pasa el tiempo, se hace ineludible el castigo. Dios no vacila en la sentencia contra Jerusalén: -Esta es tu suerte, mi paga por tu rebelión, porque te olvidaste de mí (15,5-6). En el corazón de Jeremías se alza el amor a su pueblo y alza la voz hacia Dios. Pero Dios prohíbe a su profeta que interceda por el pueblo (11,14; 7,16-20;14,11). Dios, en adelante, se mostrará sordo a las llamadas de su pueblo, sean cuales fueren la vehemencia de sus lamentaciones (14,2-9.17-22) y la categoría de sus intercesores (15,1-2). La muerte de Judá está ya decidida sin remedio: -Recoge tus enseres y sal, tú, ciudad sitiada: porque así dice Yahveh: Voy a ondear a
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los moradores del país -¡esta vez va de veras!- y les apremiaré de modo que den conmigo. ¡Ay de mí, que desgracia! ¡me duele la herida! Y yo que decía: "es un sufrimiento, pero me lo aguantaré". Mi tienda ha sido saqueada, y todos mis tensores arrancados. Mis hijos me han sido quitados y no existen. No hay quien despliegue ya mi tienda ni quien levante mis toldos. Los pastores han sido torpes y no han buscado a Yahveh; por eso no obraron cuerdamente, y toda su grey se dispersa. ¡Se oye un rumor! ¡ya llega!: un gran estrépito del país del norte, para trocar las ciudades de Judá en desolación, en guarida de chacales (10,17-22). Dios se ha cansado de su pueblo. No soporta verlo en su casa: -¿Qué hace mi amada en mi Casa? Su obrar, ¿no es pura doblez? ¿Es que los votos y la carne consagrada harán pasar de ti tu desgracia, para que te regocijes? Yahveh te había llamado "Olivo frondoso, lozano, de fruto hermoso", pero con gran estrépito le ha prendido fuego y se han quemado sus guías. Yahveh Sebaot, que te plantó, te ha sentenciado, dada la maldad que ha cometido la casa de Israel y la casa de Judá, exasperándome por incensar a Baal (11,15-17).
8. AVANZA LA HORA DE LA IRA Los días son muchos y se repiten. El Señor invita a Jeremías a recordar al pueblo la alianza sellada en el Sinaí. Dios prometió entregar al pueblo una tierra privilegiada. El Señor cumplió su promesa y les dio esa tierra donde hasta el día de hoy habitan. Desde que Dios se comprometió con juramento a mantener la alianza ha sido fiel a ella, recordando a Israel las exigencias de fidelidad. En la renovación periódica de la alianza y mediante los profetas ha recordado al pueblo las bendiciones y maldiciones de las cláusulas del pacto. El ha cumplido la promesa y va a cumplir ahora la amenaza, pues el pueblo ha roto la alianza. Y me dijo Yahveh: Pregona todas estas palabras por las ciudades de Judá y por las calles de Jerusalén: -Escuchad los términos de la alianza y cumplidlos. Yo se lo encarecí a vuestros padres el día en que les hice subir de Egipto, y hasta la fecha he insistido en mis advertencias: ¡Escuchad mi voz! Ellos no escucharon ni aplicaron el oído, sino que cada uno procedió según la terquedad de su corazón endurecido. Por eso he aplicado contra ellos todos los términos de dicha alianza que les mandé cumplir y no lo hicieron (11,6-8). Y añadió Yahveh: -Judá y los habitantes de Jerusalén se han conjurado para reincidir en las culpas de sus antepasados, que rehusaron escuchar mis palabras; se han ido en pos de otros dioses para servirles; Israel y Juda han violado la alianza, que pacté con sus padres (11,9-10). Jeremías recibe el encargo de anunciar en nombre de Dios la calamidad: -Por eso, yo les mandaré una calamidad que no podrán rehuir; aunque me griten, no les oiré. ¡Que las ciudades de Judá y los moradores de Jerusalén vayan y que se quejen a los dioses a quienes inciensan!; pero no les salvarán en la hora de su desgracia (11,9-12). Jeremías se cansa de recorrer calles y plazas con la misma palabra. Y, cuando vuelve a casa o donde pasa la noche (¿por qué no nos has dicho, Baruc, dónde pasáis la noche?), las horas de angustia se alargan como la sombra. Las noches son largas y el terror anunciado durante el día se abate sobre el profeta. Jeremías no es el profeta de la ira. A él le molesta más que a nadie. Pero le toca vivir en una época de ira. El ve llegar su hora y eleva su lamento:
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-Eleva una lamentación sobre los altos cerros, pues el Señor ha rechazado y abandonado a la generación objeto de su ira (7,29). Porque ve avanzar el reloj hacia ese momento tremendo, lanza al pueblo una palabra aterradora como no lo había hecho ningún otro profeta. Jeremías acusa a su generación de provocar o excitar la ira de Dios: -Los hijos de Israel y los hijos de Judá no hicieron más que provocarme e irritarme con las obras de sus manos. La ciudad ha excitado mi ira y mi cólera desde que la construyeron hasta hoy (32,30-31). La respuesta es despiadada y repetida: -He aquí, mi ira y mi cólera se derramarán en este lugar, sobre hombres y bestias, sobre los árboles del campo y los frutos del suelo; arderá y no se apagará (7,20). Ante la ruina inevitable de su pueblo, a Jeremías no le queda más que gemir desesperadamente y a solas (8,18-23), ya que le está prohibido compartir las alegrías y las penas de las gentes que proclama condenadas (16,1-9). Pero Jeremías anuncia la ira de Dios, no como quien contempla un torbellino, sino como quien está en medio de su vorágine: -¡Mirad, he aquí la tormenta de Yahveh! Su ira ha estallado, un torbellino remolinea sobre la cabeza de los malvados. No se apaciguará la ira de Yahveh hasta que ejecute y realice los designios de su corazón. En días futuros os percataréis de ello (23,19-20).
4. PREDICACION SOBRE EL TEMPLO 1. LA GRAN SEQUIA La personalidad cordial y melancólica de Jeremías se evidencia en su fuerza intercesora a favor del pueblo. Jeremías, colocado entre Dios y el pueblo, combate con irresistible fuerza contra Dios a favor del pueblo. Jeremías confiesa las culpas del pueblo, "nuestras culpas" y "las culpas de nuestros padres". El se incluye como pecador entre los pecadores y como tal se coloca e increpa a Dios, intercediendo por el pueblo. En tiempos de una gran sequía, Jeremías contempla la naturaleza agostada y eleva su súplica a Dios. Quiere salvar las cosas, que ve languidecer. Con plasticidad escenifica la sequía, que ha abrasado la tierra y las gargantas de hombres y animales. El se hace voz de los seres que, en su resecura, no pueden cantar ni susurrar a Dios su oración. En su palabra, Jeremías eleva a Dios el grito callado de los seres de la creación: -Judá está de luto, desfallecen sus ciudades; están sórdidas de tierra, y Jerusalén lanza
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su alarido al cielo. Los nobles mandan a sus pequeños por agua: llegan a los aljibes y no la encuentran, vuelven con sus cántaros vacíos. Confundidos y avergonzados, se cubren la cabeza. El suelo está consternado por la falta de lluvia en la tierra. Confusos andan los labriegos, se han cubierto la cabeza. Hasta la cierva pare y abandona sus crías en el campo, porque no hay pastos. Los onagros se paran sobre los calveros, aspiran el aire como chacales, tienen los ojos consumidos por falta de hierba (14,1-6). Los poblados de Judá hacen duelo y, por encima de todos, se levanta el grito de Jerusalén. Los nobles buscan agua en vano y los labradores esperan en vano la lluvia. La cierva y el asno salvaje se hermanan. Jeremías hace del duelo una plegaria penitencial; el llanto de todos se hace en su boca intercesión compasiva. El pueblo, ciertamente, no tiene méritos que presentar a Dios: -Si nuestras culpas nos acusan, Señor, intervén por amor a tu nombre, pues son muchas nuestras rebeldías, hemos pecado contra ti (14,7). Los animales buscan un poco de alivio aspirando el aire, abriendo sus gargantas abrasadas. Sus ojos languidecen de debilidad, agotados de buscar un hilo de hierba verde. La creación entera gime junto con los hombres, como si los seres participaran del pecado de los hombres: -Aunque nuestras culpas atesten contra nosotros, ¡oh esperanza de Israel, Yahveh, Salvador suyo en tiempo de angustia!, ¿por qué has de ser como forastero en la tierra, o como viajero que se tumba para hacer noche? ¿Por qué has de ser como un pasmado, como un valiente incapaz de ayudar? Pues tú estás entre nosotros, Yahveh, y se nos llama por tu nombre, ¡no te deshagas de nosotros! (14,7-9). Se nos llama con tu nombre, somos tus hijos, llevamos tu apellido: -¡No nos abandones! Señor, si somos tus hijos, el pueblo de tu heredad, ¿cómo es que estás entre nosotros como un extranjero, como un forastero que pasa una sola noche y luego se le olvida? Y si tú eres nuestro Dios, ¿por qué pareces un pasmado, incapaz de salvarnos de la tragedia que nos ha caído encima? La osadía de Jeremías es la expresión de su intimidad con Dios y de su amor apasionado a Israel y a su tierra. Por la elección de Jerusalén, el Señor habita en medio de su pueblo. Si el Señor está en medio de la ciudad, en su casa, ¿cómo es que se comporta igual que un viajero que se hospeda una noche sin preocuparse de los asuntos del pueblo? Y con toda su fama de Dios potente y salvador, ¿cómo ahora se porta como un hombre aturdido, como un soldado incapaz de vencer? Dios no puede desentenderse de su pueblo, pues su fama y su gloria están en juego, ya que el pueblo lleva su nombre. Dios no acepta los razonamientos de Jeremías. Si él está en medio del pueblo, ¿por qué el pueblo no se mantiene firme, sino que van y vienen, mueven constantemente sus pies para visitar a los santuarios ajenos o para firmar alianzas con otros pueblos. El, en realidad, no se desentiende del pueblo. Está bien atento a su vida; pero lo único que ve son los crímenes y pecados del pueblo. Así dice Yahveh de este pueblo:
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-¡Cómo les gusta vagabundear! No contienen sus pies. Pero Yahveh no se complace en ellos: ahora se va a acordar de su culpa y a castigar su pecado (14,10). Dios niega la gracia. Es la hora de la sentencia. Por ello no sólo no acepta la petición de Jeremías, sino que le prohíbe interceder por el pueblo. Y me dijo Yahveh: -No intercedas en favor de este pueblo. Aunque ayunen, no escucharé su clamoreo; y aunque ofrezcan holocaustos y ofrendas, no me complacerán; con espada, con hambre y con peste voy a acabarlos (14,11-12). Sin embargo, Jeremías insiste aún y busca un atenuante como excusa del pecado del pueblo. La culpa la tienen los falsos profetas: -¡Ah, Señor Yahveh! Mira que los profetas les dicen: No veréis espada, ni tendréis hambre, sino que os daré paz segura en este lugar (14,13). Dios rechaza el recurso de Jeremías. Si el pueblo escucha y sigue a los falsos profetas es porque le gusta creerles. Los profetas prometen venturas y el pueblo las cree de buena gana. Los profetas son artistas del engaño, llegando a creerse ellos mismos sus embustes, y el pueblo se siente halagado con sus fantasías. Las maldades de unos y otros, profetas y oyentes, se derramarán sobre sus cabezas. El embuste se vuelve contra los profetas, la maldad contra el pueblo. Si bien los profetas embusteros serán los primeros en pagar la culpa, tras ellos irán quienes han dado crédito a sus mentiras. Y me dijo Yahveh: -Mentira profetizan esos profetas en mi nombre. Yo no les he enviado ni les he mandado, ni les he hablado; visiones mentirosas, augurios fútiles y delirios de sus corazones es lo que dan por profecía. Por tanto, los profetas que profetizan en mi nombre sin que yo les haya enviado y que dicen: "No habrá espada ni hambre en este país", a espada y con hambre serán rematados, y el pueblo al que profetizan yacerá derribado por las calles de Jerusalén, a causa del hambre y de la espada, y no habrá sepulturero para ellos ni para sus mujeres, sus hijos y sus hijas; pues volcaré sobre ellos sus maldades (14,14-16). Y ahí está Jeremías, totalmente solo entre los clamores del pueblo y la ira de Dios. Su lamentación es incontenible. Echar al pueblo de la presencia de Dios es arrojarle a la muerte, porque el vivir del pueblo es vivir con Dios; lejos de Dios no hay vida. La salida de la presencia de Dios es el comienzo del cautiverio y de la muerte. Ante la negativa de Dios a su intercesión, Jeremías, dolorido, rompe en llanto frente a la visión de Jerusalén, doncella hermosa y mancillada. Su llanto se vuelve grito desesperado de intercesión. No pudiendo contenerse, entre lágrimas, derrama su súplica apasionada. Confiesa el pecado del pueblo, incluyéndose en él, pero, sobre todo, aduce los argumentos definitivos para mover el corazón de Dios: su nombre, su fama personal, su trono y su alianza están en juego: -Mis ojos se deshacen en lágrimas, noche y día, sin parar, por la terrible desgracia de la doncella de mi pueblo, por su herida incurable. Si salgo al campo encuentro heridos de espada; y si entro en la ciudad, encuentro desfallecidos de hambre. Profetas y sacerdotes andan errantes por el país y nada saben. ¿Es que has desechado a Judá? ¿o acaso se ha hastiado tu alma de Sión? ¿Por qué nos has herido y no tenemos cura? Esperábamos paz, y no hubo bien alguno; al tiempo de la cura sobreviene el miedo. Reconocemos, Yahveh,
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nuestras maldades, la culpa de nuestros padres; hemos pecado contra ti. Por amor de tu nombre no deshonres el trono de tu Gloria. Recuerda y no anules tu alianza con nosotros. ¿Hay entre las vanidades de los gentiles uno que haga llover? ¿o acaso los cielos sueltan por sí mismos la llovizna? ¿No eres tú mismo, oh Yahveh, Dios nuestro, quien hace todas estas cosas? ¡Nosotros esperamos en ti! (14,17-22). Con inusitada resolución, el Señor rechaza la intercesión y dicta su sentencia condenatoria: -Aunque se me pongan delante Moisés y Samuel, no se conmoverá mi alma por este pueblo. Echales de mi presencia y que salgan. Y si te preguntan: "¿A dónde salimos?", les dices de mi parte: El destinado a la muerte, a la muerte; el destinado a la espada, a la espada; el destinado al hambre, al hambre, y el destinado al cautiverio, al cautiverio. Haré que se encarguen de ellos cuatro géneros de males: la espada para degollar, los perros para despedazar, las aves del cielo para devorar y las bestias de la tierra para destrozar. Los convertiré en espantajo para todos los reinos de la tierra (15,1-4).
2. MAS TORPES QUE LA CIGÜEÑA O LA GOLONDRINA Desde el comienzo del reinado de Yoyaquim, alrededor del 605, todos los oráculos pronunciados por Jeremías tienen una nota común (8,4-10,25). Su tono es el de una lamentación. ¿Cómo es que el pueblo de Dios ha caído de este modo? Es algo incomprensible. Que a lo largo del camino uno se salga por un momento de él es explicable, pero que todo el camino sea extravío, ya no se comprende (8,4-5), como no puede comprenderse que entre tantos apóstatas no haya uno que recapacite: -Nadie deplora su maldad, diciendo: ¿Qué he hecho? (8,6). Dios se lamenta al ver a su pueblo, que ha perdido hasta el instinto que guía a los animales: -Hasta la cigüeña en el cielo conoce su estación, y la tórtola, la golondrina o la grulla observan la época de sus migraciones, pero mi pueblo ignora el camino de Dios (8,7). Dios ha sembrado a Israel como viña escogida y quiere cosechar sus frutos, pero se encuentra con una higuera estéril: -No hay racimos en la vid, ni higos en la higuera (8,13). Se lamenta también el pueblo. Jeremías, compenetrado con su gente, que sufre de hambre, hace suya la lamentación del pueblo: -La siega pasó, el verano acabó, pero nosotros no estamos a salvo (8,20). El pueblo sufre como un herido grave al que ningún médico puede aliviar el dolor, ya que no hay medicina para esa herida. En medio de la tortura se alza el lamento como un grito prolongado, como una elegía anticipada por los muertos: -¿No hay bálsamo en Galaad? ¿No quedan médicos allí? Pues, ¿cómo es que no llega el remedio para la hija de mi pueblo? ¡Quien convirtiera mi cabeza en llanto, mis ojos en manantial de lágrimas para llorar día y noche a los muertos de la hija de mi pueblo! (8,22-
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23). El reino de la mentira, de la traición y la calumnia entre hermanos llena la tierra (9,18). Jeremías contempla al país y lo ve desierto; los campos están desolados, sin hierba, ni ganados ni pájaros: "Sobre los montes llanto y lamento, y en las dehesas del desierto una elegía, porque han sido incendiadas; nadie pasa por allí, y no se oyen los mugidos del ganado. Hasta las aves del cielo y las bestias del campo han huido, todas han escapado" (9,9). ¿Por qué se ha llegado a esta situación?: -¿Por qué el país se ha perdido, incendiado como desierto donde no pasa nadie? (9,11). La respuesta no puede ser otra. Ahí queda como advertencia para siempre. Es palabra de Dios: -Porque han abandonado la Ley que yo les di y no han escuchado mi voz ni la han seguido, sino que han ido tras la inclinación de sus tercos corazones (9,12-15). Jeremías, en forma impresionante, hace una profecía en forma de elegía por los muertos, entonada sobre los que aún viven, con lo que se convierte en un anuncio de lo que está por suceder. Invocando a las plañideras, la elegía se hace coral; el llanto de las plañideras provoca las lágrimas de los presentes (9,16-19). La muerte, personificada, aparece como un ladrón: -La muerte ha trepado por nuestras ventanas, ha entrado en nuestros palacios, barriendo de la calle al chiquillo y a los mozos de las plazas. Los cadáveres humanos yacen como boñigas por el campo, como manojos detrás del segador, y no hay quien los recoja (9,20-21). La muerte irrumpe a mano armada en medio de la vida. Tras la muerte está la mano de Dios, que cumple su sentencia contra su pueblo. Y Jeremías, ese hombre tímido y dolido, tiene que entonar en medio de los vivos esta elegía por los muertos. También él figura entre esos cuyos ojos son anegados en llanto: -Dejen caer lágrimas nuestros ojos y nuestros párpados den curso al llanto (9,17). Del corazón de Jeremías brota un grito exhausto: -¡Ay de mí, por mi quebranto! ¡Me duele la herida! (10,19). La herida de Jeremías es la herida de Sión y la herida de Dios, que se lamenta: -Mi tienda ha sido saqueada, desolada, pues me han quitado los hijos, no queda ninguno (10,20). Jeremías se siente trastornado al contemplar la idolatría que reina en Jerusalén. La religión se ha vuelto loca. No lleva a adorar a Dios ni a amar a los hombres; humilla a los hombres y desprecia al único Dios. La astrología y toda clase de magia astral ha invadido al pueblo de Dios, que se ha contagiado de la conducta de los otros pueblos: -Casa de Israel, escucha la palabra que Yahveh os dirige: No imitéis el proceder de los
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gentiles, no os asusten los signos celestes que asustan a los paganos. ¡Que se espanten de ellos los gentiles! (10,2). Frente a los ídolos, que ni ven ni oyen ni sirven para nada, nuestro Dios posee el poder y la sabiduría. Por ello, Dios se queja de la apostasía de su pueblo. Y, tras la irrupción del juicio, los que quedan se lamentan también y se vuelven con sus lamentos hacia Aquel de quien se apartaron. Jeremías, por mandato de Dios, sigue pregonando por las ciudades de Judá y por las calles de Jerusalén los términos de la alianza que Dios selló con los patriarcas. Alianza que Dios selló con un juramento y por ello sigue siendo válida (11,1-6). El pasado se desborda en el presente como una llamada al pueblo a dar culto exclusivamente a Dios (11,9), un culto sincero, que brote del corazón y se manifieste en toda la vida. Después que el pueblo ha abandonado a Dios y su palabra, ya no puede confiar en nadie. Este es el signo evidente del alejamiento de Dios (9,3-4).
3. DISCURSO CONTRA EL TEMPLO La predicación de Jeremías contra el templo es un acontecimiento crucial en su vida. Jeremías se enfrenta a la confianza idolátrica del pueblo en el templo. Este duro enfrentamiento con la mentalidad oficial estuvo a punto de costarle la vida. Estamos en el año 609, "al comienzo del reinado de Yoyaquim" (26,1). El momento es grave. El rey Josías, en quien el pueblo había puesto tantas esperanzas, ha muerto en la batalla de Meguido. Su sucesor, Joacaz, sólo reina tres meses, pues al cabo de ese tiempo los egipcios lo destronan y deportan, nombrando rey a su hermano, el cruel Yoyaquim. En estos momentos de tensión e incertidumbre, el pueblo pone su confianza en "el templo del Señor". Creen que el templo garantiza la seguridad de Jerusalén. Jeremías tira por tierra tales esperanzas, basadas "en razones que no valen nada". Los judíos conciben el templo como una cueva de ladrones, en la que pueden refugiarse después de robar, asesinar y cometer adulterio. Dios no puede tolerar algo semejante. Dios no se siente ligado a un lugar sino a un pueblo que vive en fidelidad a la alianza. Por eso, si el pueblo no cambia, el destino del templo de Jerusalén será idéntico al del antiguo templo de Silo, el más importante en la época de los Jueces, que terminó borrado de la historia. Las relaciones entre Dios y el pueblo se encuentran falseadas por la confianza ilusoria puesta en el templo, la ley y el culto, de los que esperan todo, sin contar con Dios. En el templo, Dios hace habitar su nombre. La presencia del templo en Jerusalén les parece a muchos la garantía intangible de las salvación y del porvenir del pueblo. Las palabras tranquilizadoras de algunos profetas se apoyan en la existencia de este lugar santo que domina toda la ciudad de Jerusalén. Jeremías hace tambalear esta seguridad, poniendo en discusión esta fácil confianza. ¿De qué sirve acudir al templo que lleva el nombre de Dios si luego no se cumple su voluntad expresada en el Decálogo? Si la vida no concuerda con lo celebrado en el templo, el templo es un engaño y Dios lo destruirá. El templo no es una realidad mágica; todo su valor radica en la presencia personal de Dios, que busca una relación personal del hombre con él. La confianza ilusoria que rodea el templo no agrada a Dios: -Vuestros holocaustos no me agradan, vuestros sacrificios no me son gratos (6,20). Por ello, al principio del reinado de Yoyaquim, hijo de Josías, rey de Judá, fue dirigida a Jeremías esta palabra de Yahveh:
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-Ponte en el patio del templo y habla a todas las ciudades de Judá, que vienen a adorar en la Casa de Yahveh; diles todas las palabras que yo te he dicho, sin omitir ninguna (26,1-2). Jeremías, en cumplimiento de la palabra recibida, se coloca a la entrada del templo e interpela a los que llegan para el culto. Ellos creen que el culto les permite expiar ritualmente los pecados; de este modo, el culto les permite seguir cometiéndolos. La visita periódica, institucionalizada, al templo sirve para restablecer las relaciones con Dios. Se puede, luego, seguir pecando hasta la próxima celebración. Por otra parte, el pueblo se entusiasma con el templo, su orgullo nacional, donde encuentra su seguridad. Jeremías, denunciando la falsedad de esta creencia, arroja contra el culto y el templo la palabra de Dios. Es una palabra escandalosa, que busca minar las falsas ilusiones y hasta los muros del templo. Jeremías, circundado de sacerdotes, profetas, magistrados y del pueblo entero, grita a todos: al templo se viene a convertirse, no a cubrir los pecados con ritos y ceremonias. Jeremías lleva en su corazón la confianza que Dios le ha infundido: -Puede que oigan y cada uno se convierta de su mal camino y yo pueda arrepentirme del mal que estoy pensando hacerles por la maldad de sus obras. Les dirás, pues: Si no me oís para andar según mi Ley que os propuse, oyendo las palabras de mis siervos los profetas que yo os envío asiduamente, entonces haré con esta Casa como con Silo, y entregaré esta ciudad a la maldición de todas las gentes de la tierra (26,3-6). Los hombres no pueden ahogar el llanto de los oprimidos con el sonido de los himnos, ni sobornar a Dios con fiestas, asambleas, ofrendas y ritos. Así dice Yahveh, el Dios de Israel: -Mejorad de conducta y de obras y yo haré que os quedéis en este lugar. No confiéis en palabras engañosas, repitiendo: "¡Templo de Yahveh, Templo de Yahveh, Templo de Yahveh es éste!". Pero si mejoráis realmente vuestra conducta y obras, si realmente hacéis justicia mutua y no oprimís al forastero, al huérfano y a la viuda y no vertéis sangre inocente en este lugar, ni andáis en pos de otros dioses para vuestro daño, entonces yo me quedaré con vosotros en este lugar, en la tierra que di a vuestros padres desde siempre y para siempre (7,37). Para el pueblo, la religión era el templo, el sacerdocio, el incienso, por lo que repite: "Templo del Señor, Templo del Señor, Templo del Señor". Jeremías llama a esta piedad fraude e ilusión. Ante los oídos escandalizados de los que van al templo, exclama: -Confiáis en palabras mentirosas, que no sirven de nada (7,8). El culto precedido o seguido de actos viles es un absurdo. Jeremías pone en discusión la invulnerabilidad del santuario; la presencia de Yahveh en su morada está ligada a la observancia por parte de Israel de la alianza. Jeremías propone las condiciones para que Dios siga habitando con su pueblo en el templo. Pues el Señor puede marcharse del templo y dejarlo, junto con el pueblo, a merced de sí mismo. El templo está en el centro de la tierra de Israel; la tierra, pues, comparte la misma suerte del templo: si Dios abandona el templo, abandona también la tierra (6,7). El templo sin Dios queda vacío, reducido a un ídolo. Dios no está en el templo cuando le buscan para que les ayude a hacer el mal. Jeremías subraya el doble aspecto del Decálogo: fidelidad a Dios y práctica de la justicia: -Robáis, matáis, adulteráis, juráis en falso, incensáis a Baal y seguís a otros dioses que
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no conocíais y luego venís y os paráis ante mí en esta Casa llamada por mi nombre y decís: "¡Estamos salvados!", para seguir haciendo todas esas abominaciones (7,9-10). Dios no salva para fomentar el mal. El templo no es lugar de refugio para bandidos; no es el lugar seguro para planear impunemente violencias y atropellos contra los inocentes: -¿Creéis que es una cueva de bandidos esta Casa que lleva mi nombre? (7,11). Jeremías, voz de Dios, grita con toda su fuerza: Vuestra vida se ha dividido en dos ámbitos. En uno hacéis lo que os place: seguís vuestros impulsos, codicias y miedos, y vivís como si los mandamientos de Dios no existiesen. En el otro, sois piadosos, proclamáis vuestras oraciones y con ellas creéis aseguraros el botín que os hicisteis en el primer ámbito. El templo es para vosotros lo mismo que para los bandidos su guarida. Pero, con eso, vilipendiáis la Casa de Dios, despreciándolo a El mismo. El divorcio entre culto y vida es el signo que descubre al profeta la falsedad del culto. Ese culto no está dirigido a Dios, sino a un ídolo, a una imagen falsa, vacía e interesada de Dios, creada por el mismo hombre para su uso y consumo. La imagen tallada o esculpida no es más idolátrica que la imagen que se forma de Dios la mente humana. El culto a una imagen no conduce al Dios verdadero, sino que aleja de El, lo irrita. Dios quiere "fidelidad y no sacrificios; conocimiento de Dios y no holocaustos" (Os 6,6). El pueblo, en cambio, desea congraciarse con Dios en el lugar y tiempo de la celebración, pero se niega a aceptar el camino de Dios en su existencia. La falsa imagen de Dios, que los sacerdotes dan al pueblo, aleja a Dios de ellos. Dios busca al hombre y no la ofrenda de sus cosas. Jeremías revela la raíz del mal: el hombre "sigue sus planes, la maldad de su corazón". El camino que Dios le indica, el de la obediencia a su voluntad, le resulta poco atractivo. Pretende usar sus propios métodos, el culto, para ganarse a Dios. Pero con ello solo logra "dar la espalda al Señor": -Añadid vuestros holocaustos a vuestros sacrificios y comeos la carne; pues cuando saqué a vuestros padres de Egipto no les ordené ni hablé de holocaustos ni de sacrificios. Esta fue la orden que les di: Obedecedme, caminad por el camino que os señalo y os irá bien . Pero no escucharon ni prestaron oído, seguían sus planes, la maldad de su corazón obstinado, dándome la espalda y no la cara (7,21-24). Jeremías, como habían hecho los demás profetas desde Samuel, se enfrenta a quienes la estima del culto les lleva a desobedecer a Dios: "¿Acaso se complace el Señor en los sacrificios y holocaustos como en que se obedezca su palabra? Obedecer vale más que el sacrificio, la fidelidad más que la grasa de carneros" (1S 15,22). El hombre tiene siempre la tentación de buscar su propio camino para agradar a Dios en vez de escuchar la voz de Dios y seguir los caminos que El le marca. El culto, que responde al deseo humano de apropiarse de Dios para seguir los propios caminos en la vida, es uno de los engaños constantes del hombre, que el profeta está llamado a desenmascarar. No el que dice "Señor, Señor" agrada a Dios, sino el que hace su voluntad. Buscar a Dios en el lugar sagrado, durante los tiempos sagrados, con actos rituales, realizados por los ministros del culto, no es lo que Dios desea, sino el culto en espíritu y verdad, el culto espiritual de una vida en fidelidad a su voluntad. Dios ha abandonado a su pueblo. Se acabaron las esperanzas depositadas en el templo. Que los sacerdotes y el pueblo, en la coronación del rey Yoyaquim, celebren la inviolabilidad de Jerusalén y de su templo. Que vociferen hasta quedar roncos: "¡Santuario de Yahveh! ¡Santuario de Yahveh! ¡Santuario de Yahveh!". Con sus gritos no hacen más que
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aturdirse. Sus palabras son palabras vanas, mentirosas, su fe carece de fundamento: -Trataré a este templo como al de Silo y haré de esta ciudad una maldición para todas las naciones de la tierra (26,6). Jeremías, en nombre de Dios, invita al pueblo a recordar lo que Dios hizo con el templo de Silo, que también llevaba su nombre. Dios abandonó la tienda en que habitaba con Israel. Así hará con el templo de Jerusalén, pues los habitantes de Judá no son mejores que los de Israel: -Andad, id a mi templo de Silo, donde aposenté mi nombre antiguamente, y ved lo que hice con él ante la maldad de Israel, mi pueblo. Pues ahora, por haber hecho vosotros tales acciones por más que os hablé continuamente y no me oísteis, os llamé, mas no respondisteis, yo haré con la Casa que lleva mi nombre, en la que confiáis, y con el lugar que di a vuestros padres y a vosotros, lo mismo que hice con Silo: os echaré de mi presencia como eché a vuestros hermanos, la descendencia de Efraím (7,12-15). Dios se siente decepcionado. El nunca pidió al pueblo ofrendas ni sacrificios, sino obediencia y reconocimiento de él como único Dios. El pueblo le quiso tributar el honor de los sacrificios; en ellos una parte de las víctimas era quemada en su honor. Ahora, con sarcasmo, les dispensa de ese don humeante, les regala toda la carne, ya que los sacrificios "son vuestros": -Añadid vuestros holocaustos a vuestros sacrificios y comeos la carne (7,21). La presencia del pueblo en el templo no agrada a Dios, más bien le hiere el corazón: -¿Qué hace mi amada en mi Casa? Su obrar, ¿no es pura doblez? ¿Los votos y la carne consagrada te librarán de tu desgracia, para que lo celebres con aclamaciones de júbilo? (11,15). La sentencia de Dios es firme y no vale interponer ante él la súplica de gracia por parte de Jeremías, ni seguir presentándole un culto vacío, depravado por las malas intenciones, ni apelar a la elección: -Y tú no intercedas por este pueblo, no eleves plegaria ni oración por ellos, porque no te escucharé cuando clames a mí en su desgracia (11,14). En los momentos de crisis, al margen del culto, queda una posibilidad de salvación: la intercesión de un mediador. Moisés se interpuso entre el pueblo y Dios, cuando éste quiso destruirlo, y Dios aceptó su intercesión (Ex 32). Pero ahora, ante la idolatría del pueblo, Dios prohíbe a Jeremías interceder por él. Ante los ojos sorprendidos de Jeremías, el Señor le hace recordar lo que ha visto en sus recorridos por las calles y plazas de la ciudad: -¿Es que no ves lo que ellos hacen en las ciudades de Judá y por las calles de Jerusalén? Los hijos recogen leña, los padres prenden fuego, las mujeres amasan tortas para ofrecerlas a la Reina de los cielos, y para irritarme hacen libaciones a dioses extranjeros (7, 17-18). Dios no está dispuesto a frenar su cólera. La ira de Dios, como un diluvio de fuego,
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acabará con todo: -¿Pero es a mí a quien irritan o más bien a sí mismos para su confusión? Por eso, mi ira y mi cólera se derraman sobre este lugar, sobre hombres y ganados, sobre los árboles del campo y sobre el fruto del suelo; arden y no se apagarán (7,19-20).
4. JEREMÍAS, JUZGADO Y ABSUELTO Hablar, en las puertas mismas del santuario, contra el templo, que los judíos han convertido en prenda de salvación sin preocuparse para nada de la verdadera conversión, supone un atrevimiento escandaloso. Jeremías, con sus palabras, hiere los oídos de los oyentes, provoca su cólera de tal modo que a duras penas escapa de la muerte. Es el momento en que comienzan sus tribulaciones. Su requisitoria suscitó una especie de motín popular y sólo pudo salvar su vida gracias a la intervención de los magistrados relacionados con la reforma deuteronómica. Jeremías, desvalido, apoyado únicamente en el poder de la palabra, está en medio de los sacerdotes, profetas, magistrados y pueblo. El solo se enfrenta a quienes le acusan de blasfemo por hablar contra el templo. Los sacerdotes reclaman para él la pena capital; los profetas, funcionarios del templo y del rey, apoyan a los sacerdotes, asegurando que el templo goza de la inviolabilidad que le confiere la promesa de Dios. La palabra de Dios garantiza la permanencia del templo; una profecía que aparta de Dios no puede ser verdadera, ni provenir de él; el oráculo contra el templo no puede ser auténtico. A ellos se opone Jeremías proclamando que sólo la fidelidad a la alianza es la garantía de la permanencia del templo. El templo no goza de la garantía absoluta de Dios, sino de la garantía condicionada a la conducta del pueblo. Jeremías tiene la osadía de proclamar esta palabra en el atrio mismo del templo, ante la boca del león, ante los sacerdotes, a quienes nada les cuesta amotinar al pueblo congregado en el templo. El pueblo al que se enfrenta Jeremías es la gente que ha ido al templo para asistir al culto. Son personas piadosas y temerosas de Dios. Al escuchar a Jeremías se sienten espantadas. No podía ser de otra manera. Su irritación contra Jeremías que, con tono despectivo y chirriante, estorba su camino hacia el culto, es comprensible. Las gentes, en su irritación, se lanzan contra Jeremías y exigen su castigo inmediato. Ante la reacción de los visitantes del templo, los sacerdotes, servidores de Dios, se ponen de parte del pueblo contra Jeremías. Si Jeremías salva la vida no es gracias a los que debían pastorear al pueblo buscando la fidelidad y el servicio de Dios. Ellos prefieren su seguridad y los beneficios del templo al honor de Dios. Los sacerdotes no sólo toleran el levantamiento del pueblo, sino que lo fomentan. Jeremías salva la vida gracias a los servidores del rey que lo protegen de las iras del pueblo. El templo y el palacio real están cercanos. Cuando se amotinó todo el pueblo en torno a Jeremías en la Casa de Yahveh, los funcionarios reales, avisados, suben de la casa del rey a la Casa de Yahveh, y se sientan a la entrada de la Puerta Nueva de la Casa de Yahveh. Ante los magistrados reales se abre un proceso formal contra Jeremías. Hay dos grupos que se enfrentan: por un lado, los sacerdotes y profetas, junto con el pueblo, que acusan a Jeremías y maquinan su muerte; y por otro, los funcionarios reales, que habían apoyado al rey Josías en su reforma. Sacerdotes, profetas y pueblo sentencian unánimes a Jeremías: -¡Eres reo de muerte! ¿Por qué has profetizado en nombre de Yahveh, diciendo:
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"Como Silo quedará esta Casa, y esta ciudad será arrasada, sin quedar habitante"? (26,9). La palabra de Jeremías contra el templo es tan dura de oír que hace dudar de la autenticidad del envío del profeta por Dios. Jeremías rebate con energía frente a sus acusadores: -El Señor me ha enviado a profetizar todo lo que habéis oído contra este templo y esta ciudad. Porque ciertamente me ha enviado el Señor a vosotros (26,12.15). La profecía de Jeremías ha sido condicionada; los sacerdotes y profetas, en la acusación, suprimen la condición. En cambio, consideran un agravante el que lo haya dicho "en nombre de Dios", arrogándose una autoridad que no posee, usando el nombre de Dios en falso. Los sacerdotes y profetas, dirigiéndose a los jefes y a todo el pueblo, repiten: -¡Este hombre merece la muerte, por haber profetizado contra esta ciudad, como habéis oído con vuestros propios oídos! (26,11) La acusación se centra en la ciudad, pasando por alto la mención del templo. El pueblo es llamado a testimoniar la veracidad de la acusación. Jeremías no prueba su inocencia, sino que da testimonio de que Dios le ha enviado. Dijo Jeremías a todos los jefes y al pueblo: -Yahveh me ha enviado a profetizar sobre esta Casa y esta ciudad todo lo que habéis oído. Ahora bien, mejorad vuestros caminos y vuestras obras y oíd la voz de Yahveh, vuestro Dios, y se arrepentirá Yahveh del mal que ha pronunciado contra vosotros. En cuanto a mí, aquí me tenéis en vuestras manos: haced conmigo como mejor y más acertado os parezca. Empero, sabed de fijo que si me matáis vosotros a mí, sangre inocente cargaréis sobre vosotros y sobre esta ciudad y sus moradores, porque en verdad Yahveh me ha enviado a vosotros para pronunciar en vuestros oídos todas estas palabras (26,13-15). Jeremías aprovecha para repetir el anuncio: si se convierten, el Señor no cumplirá su amenaza. Si lo condenan, incurrirán en un nuevo crimen. El nuevo delito no mejorará la situación, pues todos serían reos de su sangre. Jeremías domina con su serenidad y mansedumbre. El ha sido enviado con autoridad sobre pueblos y reyes; está indefenso y seguro; en su debilidad reside su fuerza. Con la certeza de sentirse enviado por Dios se siente "muralla de bronce", "plaza fuerte" inexpugnable. El está en sus manos, pueden hacer de él cuanto quieran, pero la palabra que ha proclamado es palabra de Dios. Su firmeza y, sobre todo, la entrega desinteresada impresionan a los magistrados y también al pueblo. Sacerdotes y profetas quedan solos contra Jeremías. Dijeron los jefes y todo el pueblo a los sacerdotes y profetas: -Este hombre no merece sentencia de muerte, porque nos ha hablado en nombre de Yahveh, nuestro Dios (26,16). En el proceso se recuerdan unas palabras del profeta Miqueas, pronunciadas cien años antes, que seguían vivas en el pueblo, transmitidas de padres a hijos. Eran unas palabras tan graves como las de Jeremías; por ello, se grabaron tan hondo en el pueblo que no las olvidó: -Miqueas profetizaba en tiempos de Ezequías, rey de Judá: Sión será un campo que se ara, Jerusalén se hará un montón de ruinas, y el monte de la Casa un otero salvaje (26,18).
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En defensa de la vida de Jeremías, se preguntan: -Por ventura, ¿Ezequías, rey de Judá, y todo Judá mataron a Miqueas?, ¿no temieron a Yahveh y lo aplacaron y Yahveh se arrepintió del daño con que les había amenazado? Nosotros, en cambio, nos estamos haciendo mucho daño a nosotros mismos (26,19). Judá conoce la amenaza de los profetas contra los santuarios del Norte: Betel, Guilgal, Berseba, Dan. Lugares de culto despreciados y condenados, "pues sólo servían para satisfacer el gusto personal de los israelitas y no para encontrar a Dios. Pero Jeremías aplica la misma medida con Jerusalén, como un siglo antes había hecho Miqueas, anunciando que el monte del templo quedaría reducido a un montón de ruinas (Mi 3,12). Jeremías recuerda a Judá que sigue en pie la amenaza. La casa de Dios se ha transformado en una cueva de bandidos, donde ladrones, adúlteros, idólatras y asesinos se refugian para ponerse a salvo. Como Dios destruyó el antiguo santuario de Silo, a causa de la maldad de su pueblo, puede destruir el templo de Jerusalén, si no se convierten.3 Es en la historia donde Dios actúa, se revela, se encuentra con el hombre; y en la historia es donde el hombre responde a Dios con el culto espiritual que le agrada (Rm 12,1). También el profeta Amós escandalizó en su tiempo a los israelitas, denunciando la idolatría o falsa confianza puesta en la experiencia del Exodo. El que Dios liberara a Israel de la esclavitud de Egipto no era una garantía absoluta de libertad para todos los israelitas. Si uno se sale de la Alianza con Dios, ¿de qué le sirve la experiencia de liberación del pueblo? (Am 9,7). Las confesiones de fe son palabras vacías cuando no se vive de acuerdo con ellas. El divorcio entre fe y vida es manifestación clara de idolatría. Con palabras de Jesús en el Evangelio: "No todo el que me dice: ¡Señor, Señor ! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre del cielo" (Mt 7,21). El profeta, con los ojos de Dios, descubre la idolatría donde los demás ven un signo de piedad. Precisamente el hombre piadoso es el que más peligro corre de configurar a Dios según una imagen de su fantasía. Es fácil descubrir la idolatría que contradice el primer mandamiento; es también fácil descubrir la idolatría en la confianza que el pueblo pone en las grandes potencias de Egipto y Asiria o en el dinero. Pero hay otra idolatría más sutil, que contradice el segundo mandamiento: la prohibición de hacerse imágenes de Dios. Esta prohibición quiere impedir la manipulación de Dios. Cuando uno se hace una imagen pretende con ella poner a Dios a su servicio, manipularlo. Por ello, si concede lo que se pide, se le premia ofreciéndole incienso y ofrendas. Si niega sus dones, se le castiga privándole de todo ello. La falsa confianza de los judíos en el templo o en el día del Señor reflejan ese intento de manipular a Dios. Con la evocación de Miqueas y del rey Ezequías, que vio liberada la ciudad de Jerusalén del asedio de Senaquerib (Mi 3,9-12), se calma la furia del pueblo y Jeremías es absuelto: "Entonces Ajicam, hijo de Safán, defendió a Jeremías, impidiendo entregarlo en manos del pueblo para matarlo" (26,24). Con una tranquilidad, que sólo puede venir de quien le ha constituido "muralla de bronce", Jeremías cumple su misión incluso en aquellos momentos de sumo riesgo para su 3 "Dios no habita en edificios construidos por hombres", repetirá Esteban y su frase sonará a blasfemia (Hch 7,48). Ni en el monte Garizim ni en Jerusalén se da a Dios el culto en espíritu y verdad, anuncia Jesús a la samaritana (Jn 4,21-24).
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vida. Se olvida de su persona y, pensando en aquella masa de personas apiñadas en torno a él, que desean despedazarlo, les anuncia el mensaje de Dios, el único que puede salvarlos. Y mientras cumple su misión no sólo recuerda a Miqueas, a quien el pueblo no mató, sino también a alguien más cercano, a Urías, a quien Yoyaquim persiguió y tuvo que huir a Egipto, donde los esbirros del rey lo apresaron. Arrestado, lo llevaron ante Yoyaquim, que le hizo ajusticiar. Baruc ha consignado para siempre el relato del martirio del profeta Urías: "También hubo otro profeta, que profetizó en nombre de Yahveh, Urías, hijo de Semaías de Quiryat Yearim. El profetizó contra esta ciudad y contra esta tierra enteramente lo mismo que Jeremías. El rey Yoyaquim y todos sus grandes señores y jefes oyeron sus palabras, y el rey lo buscó para matarlo. Se enteró Urías, tuvo miedo y huyó a Egipto. Pero el rey Yoyaquim envió a Elnatán, hijo de Akbor, y a otros con él, a Egipto, y sacaron a Urías de Egipto y lo trajeron al rey Yoyaquim, quien lo acuchilló y echó su cadáver a la fosa común" (26,20-23).
5. OLLA HIRVIENDO Hay un hilo conductor que recorre toda la vida y actividad de Jeremías. Este hilo es la oposición que encontró durante todo su ministerio y la fidelidad del profeta a su misión, hasta el punto de poner su vida en peligro por Dios. El drama de Jeremías es que tiene que pagar con su propia persona, de forma que el mensaje y el mensajero resultan inseparables. Y Dios aparece como aquel que sufre a través del profeta. La "pasión" de Jeremías es la "pasión de Dios", que ve rechazada su palabra transmitida por Jeremías. Lo mismo que el templo, también es una ilusión la posesión de la ley (8,8-9). El pueblo se cree sabio porque posee la ley, la que se puso por escrito bajo el reinado de Ezequías y que fue aplicada por el rey Josías. Pero, a los ojos de Jeremías, si la ley escrita es simplemente un texto de donde se saca una seguridad tranquila, sin que afecte la vida, no es más que una mentira. Los que se creen sabios no tardarán en verse confundidos por haber despreciado la palabra de Dios. Su pecado consiste en no haber descubierto la palabra de Dios como principio de vida a través del texto escrito de la ley. No han descubierto esa palabra de Dios, que Jeremías ha experimentado íntimamente y por la que sufre. Para que la ley no sea una ilusión, tiene que transformarse en palabra viva en el corazón. Israel es la viña amada de Dios. A ella se acerca esperando los frutos de sus obras y no encuentra más que hojas mustias: -Quisiera recoger de ellos alguna cosa pero no hay racimos en la vid ni higos en la higuera, y están mustias sus hojas (8,13). Jeremías en principio vio con buenos ojos la reforma de Josías. De los cinco reyes con que coincide, Jeremías sólo habla bien de Josías (22,15s). La familia de Safán, una de las mayores promotoras de la reforma (2Re 22,8-14), mantuvo muy buenas relaciones con Jeremías y lo libró incluso de la muerte en diversas ocasiones (26,24; 29,3;36,11-19; 39,14; 40,5-5). En la lucha contra la idolatría, el profeta vio el cumplimiento de sus más profundos deseos. Sólo que el resultado le pareció insuficiente y Jeremías se desilusionó de los resultados de la reforma, por lo que tenía de superficial y engañosa. Su voz se alza dura y crítica, enfrentándose a quienes, para defenderse, invocan la Ley de Dios, que creen poseer. Jeremías les replica: -¿Por qué decís: "Somos sabios y poseemos la Ley de Dios?", si la ha falsificado el
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cálamo mentiroso de los escribas. Los sabios se avergonzarán, serán abatidos y caerán prisioneros. Han desechado la palabra de Dios, ¿de qué les servirá su sabiduría ? (8,8-9). ¿De qué sirve tener la Ley si los escribas, con sus interpretaciones, la dan la vuelta, haciéndola perder su fuerza original? Han rechazado la palabra viva de Dios al convertir la Ley en propiedad suya, interpretada según su gusto y capricho. Jeremías alza su voz en nombre de Dios, que confunde a los sabios: -¿Quien es el sabio que lo entienda? (9,11) No se alabe el sabio por su sabiduría; el que se alabe que lo haga en ser sensato y conocerme, porque yo soy Yahveh, que hago merced, derecho y justicia sobre la tierra. Quien se alaba a sí mismo es necio; mejor sería alabar y gloriarse en las grandes obras de Dios. Está es la sabiduría de Jeremías, quien está con la vista fija en el pueblo, pero con el oído atento a Dios. Vive con el pueblo, pero está frente a la presencia de Dios (15,19), participando "en el consejo del Señor" (23,19). Por ello, al hablar ni prueba ni discute sus afirmaciones; él las ha oído en el consejo celestial. El es un testigo y sus palabras un testimonio. En su palabra el Dios invisible se hace audible. Con la mirada atenta al pueblo y el oído inclinado hacia Dios, Jeremías se halla en medio de la tensión entre Dios y el pueblo. En presencia de Dios toma el partido del pueblo y ante el pueblo toma el partido de Dios. Los sentimientos de indignación y de odio predominan durante aquellos años. Jeremías, sin embargo, contempla los acontecimientos como consecuencia inevitable de la rebeldía religiosa del pueblo, especialmente de las autoridades. Lo que parece una exageración no es más que una penetración más profunda, pues Jeremías ve el mundo desde la perspectiva de Dios. Lo que ocurre en Israel es más grave de lo que el ojo humano puede vislumbrar. En la historia de Israel se vive el drama de Dios, que desea salvar a todos los hombres. Dios, ante la abominación, violencia y falsedad del mundo, elige un pueblo para, a partir de él, transformar el mundo entero. El fracaso de Israel, "profanando mi tierra, haciendo de mi heredad una abominación", es el fracaso del designio de Dios sobre toda la humanidad. Por ello Jeremías, que oye la voz de Dios, grita como si todos los demás estuvieran sordos; él, que siente sobre su vida la presencia de Dios, actúa como si todos los demás estuvieran ciegos. Desea hacer palpable esa presencia de Dios, de la que él no puede librarse. Su palabra es un grito en la noche. Cuando el mundo está tranquilo y dormido, él siente la explosión de los cielos. Aunque no le escuchen él tiene que seguir gritando "que es malo y amargo olvidar a Dios" (2,19). La gente puede ser sorda a sus admoniciones, pero no puede permanecer insensible a su presencia. Como dirá el Señor a Ezequiel: "Escuchen o no, sabrán que hubo un profeta entre ellos" (Ez 2,5). Con fidelidad, durante veintitrés años, permanece Jeremías repitiendo la palabra de Dios sin ser escuchado: "Desde el año trece de Josías, hijo de Amón, rey de Judá, hasta este día, durante veintitrés años Yahveh me ha dirigido su palabra y os la he comunicado puntualmente, pero no habéis oído. También os envió Yahveh puntualmente a todos sus siervos los profetas, y tampoco les oísteis cuando os decían: que se vuelva cada uno de su mal camino y de sus malas acciones, y volverá al solar que os dio Yahveh a vosotros y a vuestros padres, desde siempre y para siempre. Pero no me habéis oído -oráculo de Yahveh - de suerte que me provocasteis con las hechuras de vuestras manos, para vuestro mal" (25,3-7).
6. OPOSICION DE LAS GENTES DE ANATOT
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De este tiempo es la llamada primera confesión de Jeremías (11,18-12,6) relativa a las disensiones con su familia de Anatot. La familia sacerdotal de Jeremías fue una de las primeras víctimas de la reforma que él predicaba. Al empezar a reinar Yoyaquim aprovecharon la ocasión para tomar la revancha. Jeremías apela al juicio de Dios con fórmulas de los salmos (Cf Sal 7 y 17). El carácter injusto de los ataques, que sufre, le lleva a abordar por primera vez el tema del éxito escandaloso de los malvados. Jeremías es un joven atormentado, lleno de incertidumbres, de miedos y dudas. Investido por la palabra de Dios sigue siempre siendo él. Envuelto en el torbellino de la palabra se siente como arrastrado y perseguido por esa realidad de gracia que lleva sobre sí, pero sin liberarlo de su libertad, sino afirmándola cada día más. Dios en ciertos momentos se retira, como las olas se alejan por un momento de la playa, para que tome conciencia de esa libertad, que ha sido sacudida, pero no aniquilada. Como las olas, Dios se retira, pero sigue cerca del litoral, pronto para una nueva embestida. Jeremías es bañado y sacudido, se alza agotado y sin fuerzas cuando Dios se aleja. Es el drama que vive con Dios, pero este drama deja también su resaca en las relaciones de Jeremías con los demás. Jeremías apoya la reforma de Josías. El rey, en su lucha contra la idolatría, ha centrado el culto en Jerusalén: un único sacrificio, un solo templo. Desde todo Israel los peregrinos han de concurrir al templo de Jerusalén para celebrar en él las fiestas. La reacción de los sacerdotes de los santuarios locales no es difícil imaginarla. Han perdido su fuente de ingresos y su autoridad. Jeremías es "hijo de Jilquías, de los sacerdotes de Anatot" (1,1). El apoyo de Jeremías a la reforma de Josías provoca, naturalmente, la persecución de sus paisanos de Anatot, familia sacerdotal que se siente perjudicada con la centralización del culto. En torno a Jeremías se forma un ambiente gélido de intrigas y amenazas. Jeremías percibe algo, pero no puede imaginar hasta dónde llegan en su deseo de arrancarle de entre los vivos. Es un deshonor para sus paisanos. Dios mismo le advierte: -Yahveh me lo hizo saber, y me enteré de ello (11,18). A raíz del discurso del Templo, sus paisanos organizan un complot para deshacerse de él. Pero no es sólo entre sus paisanos donde Jeremías se siente amenazado. Son muchos los que se oponen a la reforma y se alzan contra Jeremías. Jeremías resulta un pariente molesto y hasta peligroso, por lo que también sus familiares se alinean contra él. Primero comienzan a desacreditarlo con calumnias a sus espaldas, mientras ante él fingen halagos. La inocente ingenuidad del joven profeta no se da cuenta de la oposición creciente que se alza contra él hasta que Dios se lo manifiesta: -Incluso tus hermanos y la casa de tu padre, ésos también te traicionan y calumnian a tus espaldas. No te fíes de ellos aunque te digan hermosas palabras (12,6). Jeremías descubre la gravedad de su situación en diálogo con Dios, su único confidente: -Entonces me descubriste, Yahveh, sus maquinaciones. Y yo que estaba como cordero manso llevado al matadero, sin saber que contra mí tramaban maquinaciones: "¡Cortemos el árbol en su vigor, arranquémoslo de la tierra de los vivos y que su nombre no vuelva a mentarse!" (11,19).
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Jeremías descubre cada día más su fragilidad. Ha sido constituido "muralla de bronce", pero no puede enfrentarse a sus enemigos con sus fuerzas; sólo es fuerte porque "Dios está con él". Sin Dios sería desarraigado de la tierra sin que quedase memoria de él. Desaparecería hasta su apellido. Al Señor, que escruta los corazones y descubre lo que a él se le oculta, confía su causa: -¡Oh Yahveh Sebaot, juez justo, que escrutas los riñones y el corazón!, vea yo tu venganza contra ellos, porque a ti he encomendado mi causa. Tú me conoces, Yahveh; me has visto y has comprobado que mi corazón está contigo. Llévatelos como ovejas al matadero, y conságralos para el día de la matanza (11,20;12,3). Las maquinaciones secretas de sus hermanos le duelen a Jeremías en el alma. Es como un rayo sobre su cabeza, que le estremece los cimientos de su ser y de su misión. La ira de Jeremías deja de ser la ira de Dios: -¡Véngame de mis perseguidores! (15,15). Los perseguidores hacen peligrar la predicación de Dios. Jeremías pierde la paciencia. Ya no desea la conversión, sino la aniquilación de sus enemigos. De sus labios brota la ira suya, personal. Dios debe corregirle y llamarle a conversión. Yahveh le dice: -Si te vuelves por que yo te haga volver, estarás en mi presencia; y si sacas lo precioso de lo vil, serás como mi boca. Que ellos se vuelvan a ti, y no tú a ellos (15,19). Más allá de toda indignación e imprecaciones, Jeremías no puede olvidar que Israel, como creación y propiedad de Dios, no está llamado a la muerte, sino a la vida. Así dice Yahveh, el que establece el sol para alumbrar el día, y el ciclo de la luna y las estrellas para alumbrar la noche, el que agita el mar y hace bramar sus olas, cuyo nombre es Yahveh Sebaot: -Cuando fallen estas leyes en mi presencia, entonces la estirpe de Israel dejará de ser mi pueblo en mi presencia. Si pueden medirse los cielos por arriba y sondearse las bases de la tierra por abajo, entonces yo renegaré del linaje de Israel por todo cuanto ha hecho (31,3537). Y, como si a Jeremías le costara creerlo, Dios insiste: -He aquí que yo haré volver a los cautivos de las tiendas de Jacob, compadecido de sus mansiones; sobre su montículo de ruinas será reedificada la ciudad y el alcázar será restablecido tal como era (30,18). Sin embargo, Dios acoge la súplica de Jeremías y sale garante de su vida. Dios le hará justicia. En efecto, así dice Yahveh contra los habitantes de Anatot, que buscan mi muerte, diciéndome: "No profetices en nombre de Yahveh si no quieres morir": -He aquí que yo les voy a visitar. Sus mozos morirán a espada, sus hijos e hijas morirán de hambre, y no quedará resto de ellos cuando yo traiga la desgracia a los de Anatot, el año en que sean visitados (11,21-23). De todos modos, a Jeremías le queda una duda por resolver. Injustamente perseguido, experimenta en sí mismo la suerte del pueblo. Mientras plantea a Dios su problema personal,
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lo amplía a todo el pueblo, amenazado por las potencias enemigas e injustas. ¿Por qué planta el Señor y hace prosperar las malas hierbas?: -Tu llevas la razón, Yahveh, cuando discuto contigo; no obstante, voy a tratar contigo un caso de justicia. ¿Por qué tienen suerte los impíos y son felices los traidores? Los plantas y enseguida arraigan, crecen y dan fruto (12,1-2). Jeremías se enfrenta a Dios mismo y le pregunta cómo es que permite el absurdo de la historia: ¿Cómo es que los malvados prosperan? ¿Cómo es que los traidores viven tranquilos? Y no sólo los malvados, alejados de Dios; Jeremías le advierte a Dios que ya no se puede fiar ni de los que tienen a todas horas su nombre en los labios: -Cerca estás tú de sus bocas, pero lejos de sus corazones, pues dicen: "Dios no ve nuestros senderos" (12,2). Jeremías se siente cercado por las insidias de todos, que le espían como cazadores que tienden una red, esperando que caiga en ella: -Entonces dijeron: "Venid y tramemos un plan contra Jeremías, porque no va a faltarle la ley al sacerdote, el consejo al sabio, ni al profeta la palabra. Venid e hirámosle en la lengua: no hagamos caso de sus palabras". Hazme caso tú, Yahveh, y oye lo que dicen mis contrincantes. ¿Es que se paga mal por bien? ¡Porque me han cavado una fosa! Recuerda cuando yo me ponía en tu presencia para interceder por ellos, para apartar tu cólera de ellos (18,18-20). Dios se niega a aceptar el planteamiento de la cuestión y se limita a cuestionar la capacidad de Jeremías para comprender el problema: -Si corriendo con los de a pie te cansas, ¿cómo competirás con los de a caballo? Y si en tierra abierta te sientes inseguro, ¿qué harás entre el boscaje del Jordán? (12,5). La respuesta de Dios no deja satisfecho a Jeremías; le parece una amistosa evasiva. Dios, sin dejar el lenguaje simbólico, trata de desvelar el misterio. El ha entregado al pueblo de Israel una tierra como heredad; a su vez, se ha reservado a los israelitas como heredad y propiedad suya personal. Israel es como una tierra donde Dios habita y trabaja. Israel es la viña del Señor, su gozo y su amor. Es como su animal domesticado, objeto de su cariño. La viña, a merced de pastores desaprensivos, que parecen bandidos más que pastores, ha sido pisoteada y ha quedado desolada; el animal domesticado se ha vuelto feroz y salvaje; el toro, engordado, da coces contra Dios (Dt 32,15). A Dios no le queda más remedio que deshacerse de él y darlo a los buitres, que revolotean oliendo la carnaza: -He abandonado mi casa y desechado mi heredad, he entregado el cariño de mi alma en manos enemigas. Porque mi heredad se había vuelto contra mí como un león en la selva: me acosaba con sus rugidos; por eso la aborrecí. ¿Es por ventura un pájaro pinto mi heredad? Las rapaces merodean sobre ella. ¡Andad, juntaos, fieras todas del campo: id al yantar! Entre tantos pastores destrozaron mi viña, hollaron mi heredad, trocaron mi mejor campo en un yermo desolado. La convirtieron en desolación lamentable, en inculta para mí. Totalmente desolado está todo el país porque no hay allí nadie que lo lamente. Sobre todos los calveros del desierto han venido saqueadores, de un cabo al otro de la tierra no hay refugio para alma viviente. Sembraron trigo y cosecharon espinos, se afanaron en balde. ¡Qué vergüenza de
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cosecha!, por causa de la ira ardiente de Yahveh (12,7-13). Jeremías no puede olvidar que ha sido llamado a arrancar para poder luego construir. Esto ilumina su problema personal, el problema de Israel y el de todas las naciones. Dios, que ha plantado a Israel en la tierra prometida, a causa de sus pecados lo arranca por medio de los pueblos extranjeros. Pasado un tiempo, Dios volverá a plantar a su pueblo en su heredad. Los extranjeros, que en un momento son instrumento de la sentencia de Dios, si se convierten a él, serán incorporados a Israel, reconstruidos en medio de la heredad de Dios; si no se convierten, serán radicalmente arrancados. De este modo, el destierro de Israel es a la vez expiación de su culpa y misión para los paganos. Así dice Yahveh: -En cuanto a todos los malos vecinos que han tocado la heredad que yo regalé a mi pueblo Israel, yo los arrancaré de su solar, y a la casa de Judá la arrancaré de en medio de ellos. Después de haberlos arrancado, volveré a compadecerme de ellos y les haré retornar, cada cual a su heredad y a su tierra. Y entonces, si de veras aprenden el camino de mi pueblo, jurando por mi Nombre: "¡Por vida de Yahveh!" -lo mismo que ellos enseñan a mi pueblo a jurar por Baal-, se establecerán en medio de mi pueblo. Pero a la nación que no obedezca, la arrancaré y la destruiré para siempre (12,14-17).
5. LLAMADAS A CONVERSION 1. LA JARRA DE LOZA Jeremías evoca ante el pueblo la imagen de Dios que, como alfarero, modela al hombre del barro de la tierra (Gn 2,7). Jeremías es enviado al taller del alfarero a contemplar su trabajo. Ante el actuar del alfarero, Jeremías contempla la situación histórica del momento. De lo cotidiano se eleva a los designios de Dios sobre el hombre y sobre la historia. Naturalmente hay una diferencia fundamental entre la imagen y la aplicación. Dios es el alfarero y el hombre es el barro en sus manos, pero un barro libre y responsable de su conducta. El alfarero deshace la vasija que le sale mal y con el mismo barro hace otra. El hombre es invitado por Dios a transformar lo que él mismo ha deformado. Dios es soberano, decide cómo ha de ser la obra diseñada por él, pero depende del hombre el que la voluntad de Dios se plasme en su vida. El barro humano tiene capacidad para dejarse moldear y para oponer resistencia al modelado de Dios. Si el barro, el hombre, se resiste pertinazmente a cambiar, entonces Dios se verá obligado a desechar totalmente el barro. Dios desea modelar al hombre con su palabra y no con la fuerza. Esta es la palabra que Dios dirige a Jeremías: -Levántate y baja al taller del alfarero, que allí te comunicaré mi palabra (18,1). Jeremías baja a la alfarería. Centenares de veces ha pasado Jeremías por la casa del alfarero, que trabaja al torno sus vasijas. Es un artesano atento a su tarea, cuyos dedos a veces
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se impacientan y entonces tira el barro, que se muestra rebelde a sus deseos. Pero Jeremías en esta ocasión va a casa del alfarero con otros ojos. Lo ve girar la rueda, moldear la arcilla, mover la cabeza descontento, tirar el cacharro y comenzar de nuevo. Jeremías contempla lo mismo que otros curiosos, pero capta una realidad, invisible para los ojos ordinarios. Para Jeremías la acción del alfarero se convierte en revelación de la acción de Dios. La mano del alfarero toma proporciones inauditas; es la mano misma de Dios. Y su gesto de impaciencia es la impaciencia de Dios. Y el barro es Israel, es la humanidad, tantas veces rebelde, que no se deja modelar según los deseos de Dios, que le habla a Jeremías en estos términos: -¿No puedo hacer yo con vosotros, casa de Israel, lo mismo que este alfarero? Como el barro está en la mano del alfarero, así estáis vosotros en mi mano, casa de Israel (18,6). Al entrar en casa del alfarero, Jeremías se contenta con mirar. No es él el alfarero, sino el que contempla con ojos atentos. La contemplación le lleva a descubrir la habilidad con que el alfarero modela (alfarero en hebreo significa "el que modela") el barro y cómo vuelve a ponerlo en el torno cuando la vasija no responde a sus deseos. Mientras contempla este gesto artesanal, se le iluminan los ojos del corazón y descubre la solicitud con que Dios modela sus obras y la libertad de acción respecto a su pueblo, obra de sus manos. Dios puede actuar con su pueblo con la misma libertad con que el alfarero actúa con el barro. Así dice el Señor: -Yo modelo contra vosotros la desgracia y medito contra vosotros un plan (18,11). Jeremías recuerda su vocación de profeta para "destruir y demoler" y para "edificar y plantar". Primero dirige al pueblo la amenaza, de la que puede librarse por la conversión; después anuncia la promesa, que puede frustrar la perversión. Dios no está ligado en absoluto con lo que hizo en el pasado. Puede destruir a su pueblo y llamar a otro a ocupar su lugar: -De pronto me refiero a un pueblo o reino y hablo de arrancar, derrocar y perder; pero si ese pueblo al que hablé se vuelve atrás de su maldad, yo también desisto del mal que pensaba hacerle. Y de pronto me refiero a un pueblo o un reino y hablo de edificar y plantar; pero si ese pueblo, desoyendo mi voz, hace lo que repruebo, entonces yo también desisto del bien que había decidido hacerle (18,7-10). Dios, alfarero del hombre, es también alfarero de la historia, pues él controla y dirige todos los acontecimientos, incluso los desgraciados. Pero Dios puede cambiar sus planes si el hombre cambia su conducta. La conversión del pueblo frustra sus planes de destrucción. El pueblo, cambiando sus planes malvados, puede hacer que Dios cambie los suyos funestos; pero si el pueblo se obstina en sus planes, entonces hace que Dios cumpla los suyos. Ahora Dios encomienda a Jeremías que aplique el principio a la gente de Judá y a los habitantes de Jerusalén: -Yo, el alfarero, estoy modelando una desgracia y estoy ideando un plan contra vosotros. Que se vuelva cada uno de su mal camino; mejorad vuestra conducta y acciones (18,11). Dios lee el pensamiento que se dibuja en los labios de Jeremías, antes de que llegue a pronunciarlo: -Pero van a decir: "Es inútil; iremos en pos de nuestros pensamientos y cada uno de
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nosotros hará conforme a la terquedad de su mal corazón" (18,12). Dios sabe que Jeremías tiene razón. Por ello, en vista de que el pueblo se obstina en sus planes malvados, encomienda a Jeremías que proclame la sentencia condenatoria. La nieve es fiel al Líbano, pues alejada de él se derrite; sólo en su altura se conserva. También el agua, que fluye, necesita mantenerse unida a la fuente si no quiere secarse y agotarse. El Señor es el manantial de agua viva; si Judá se aleja de El no puede subsistir. Por tanto, así dice Yahveh: -Vamos, preguntad entre las naciones quién oyó algo semejante ¡Bien fea cosa ha hecho la virgen de Israel! ¿Abandona acaso la nieve la peña excelsa del Líbano? ¿se cortan las aguas que fluyen frescas desde la fuente? Pues bien, mi pueblo me ha olvidado e inciensa a la Nada. Han tropezado en sus caminos de siempre, para irse por trochas y caminos no trillados, trocando su tierra en desolación, en eterna rechifla: todo el que pase se asombrará de ella y meneará la cabeza. Como viento solano los esparciré ante el enemigo. En el día del infortunio les mostraré la espalda y no la cara (18,13-17). Jeremías, no obstante los pensamientos que cruzan su mente, no cree que el mal sea inevitable. Sobre la ceguera del hombre está el prodigio de la conversión, el pasillo abierto a través del cual el hombre puede volver a Dios. Jeremías recuerda la palabra anunciada a Israel, al comienzo de su misión, cuando Dios le dijo: "Anda y pregona estas palabras al Norte y di: Vuelve, Israel apóstata; no estará airado mi semblante contra vosotros, porque soy piadoso y no guardo rencor para siempre. Tan sólo reconoce tu culpa y volved, hijos apóstatas, porque yo soy vuestro Señor" (3,11-14). Es cierto que Judá ha superado la maldad de su hermana, pero Jeremías le dirige la misma invitación a volver al Señor, aunque su llamada choca con la terquedad de su corazón. Añorando sus paseos por el campo de Anatot, recuerda las jaulas de pájaros y en ellas ve encerrados a los habitantes de Judá: -En mi pueblo hay malhechores que preparan la red como cazadores y montan trampas para atrapar hombres. Como jaula llena de aves, así están sus casas llenas de fraudes (5,26-27). A Jeremías le enferma la ostentación de Jerusalén. La culpa del pueblo le duele hasta penetrar en la médula de los huesos. Mientras da vueltas en torno a las murallas siente cómo se tambalean y sus habitantes no se dan cuenta. Están ciegos con su confianza vana en el Señor. Es cierto que a Dios le resulta difícil tratar con dureza a su pueblo. Intenta por todos los medios purificarlos, para no tener que infligirle el castigo. Por ello, Jeremías urge al pueblo a convertirse, clama, llora, se lamenta, pero lo abandonan con su alma llena de espanto. En nombre de Yahveh grita: -Mirad, un pueblo viene del norte, una gran nación se despierta de los confines de la tierra. Blanden arco y lanza, son crueles y sin entrañas. Su voz brama como el mar, avanzan a caballo, ordenados como un solo hombre para la guerra contra ti, hija de Sión (6,22-23). Jeremías, situado entre Dios y el pueblo, habla a uno y otro. A Dios le dice: -Oímos su fama, flaquean nuestras manos, nos asaltan angustias y espasmos de parturienta (6,24).
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Y, volviéndose al pueblo, aconseja: -No salgáis al campo, no vayáis por el camino, que el enemigo lleva espada y siembra terror por doquier. Hija de mi pueblo, cíñete de sayal y revuélcate en ceniza, haz por ti misma el duelo de hijo único, una endecha amarguísima, porque llega de repente sobre nosotros el saqueador (6,25-26). Y, dirigiéndose a Jeremías, el Señor prosigue: -A ti te puse en mi pueblo como inquisidor sagaz para que examinaras y probaras su conducta. Todos ellos son rebeldes y andan propalando calumnias; todos son bronce y hierro de mala calidad, "plata de desecho" (6,22-30).
2. LA JARRA DE LOZA ROTA La predicación de Jeremías es una continua llamada a conversión. Dios está descontento de Judá y de Jerusalén; se trata de un pueblo pecador (9,1-10). Nadie permanece fiel al Señor (c. 5-6). Por eso Jeremías invita al pueblo a convertirse en todas las formas imaginables (7,3; 25,3-6; 36,7). Pero para Jeremías los principales culpables de esta situación son las personas importantes (5,5), el rey (21,11-12; 22,13-19), los falsos profetas (14,13-16; 23,9-32) y los sacerdotes (6,13; 23,11). Por culpa de ellos, Jerusalén será como una vasija que se rompe. El Señor ordena a Jeremías: -Vete a comprar una jarra de loza y, acompañado de algunos ancianos del pueblo y algunos sacerdotes, sal al valle de Ben Hinnom, a la Puerta de los Cascotes (19,1-2). La acción sólo añade fuerza a la palabra del profeta. El efecto en los oyentes es mayor. La acción simbólica se realiza ante testigos, en un sitio impresionante cubierto de castotes. La futura ruina se hace plástica. Después de romper la jarra, Jeremías pronuncia uno de sus más sombríos oráculos. Tiene de fondo el Valle de Ben Hinnom, donde se ofrecían sacrificios humanos en honor de una divinidad, bien en forma ritual, sin llegar a quemarlos, haciéndolos pasar rápidamente por las llamas de una hoguera, o quemándoles realmente. Jeremías se enfrenta con el significado profundo y atroz del rito. Dios no es un Dios de muertos, que se complazca en la ofrenda de víctimas humanas. Detesta a los cananeos que las ofrecen (Lv 18,21; Dt 20,2). El lugar preferido para estas prácticas fue el Valle de Ben Hinnom. Dos delitos abominables tienen lugar: el culto a dioses extranjeros y el derramamiento de sangre inocente. Desde lo hondo del Valle ensangrentado sube el humo de carne humana quemada, contaminando toda la ciudad. El Señor no puede tolerar tal ignominia y responde con un castigo similar al delito: por inmolar a su hijos, se comerán a sus hijos; por el culto idolátrico, toda la ciudad quedará contaminada; la ciudad entera se convertirá en un cementerio. Quienes lo vean o a quienes se lo cuenten les zumbarán los oídos. Dios se lo hace sentir a Jeremías para que lo transmita al pueblo: -Yo traeré sobre este lugar una catástrofe, que a todo el que la oiga le zumbarán los oídos. Porque me han abandonado, han hecho extraño este lugar, sacrificando en él a otros dioses, que ni ellos ni sus padres conocían. Los reyes de Judá han llenado este lugar de sangre de inocentes, construyendo altos de Baal para quemar a sus hijos en el fuego, en holocausto a Baal, cosa que no les mandé ni les dije ni me pasó por las mientes. Por tanto, vienen días en que no se llamará más valle Tófet ni valle de Ben Hinnom, sino "Valle de la Matanza" (19,36).
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Atónito, Jeremías escucha al Señor, que sigue hablando: -Y se harán enterramientos en Tófet, hasta que falte sitio para enterrar. Así haré con este lugar y con sus habitantes, hasta dejar a esta ciudad lo mismo que Tófet: las casas de Jerusalén y las de los reyes de Judá serán como Tófet, una inmundicia; así haré con todas las casas en cuyas azoteas incensaron a toda la tropa celeste y libaron libaciones a otros dioses (19,11-13). Ante esta la palabra, Jeremías invita a Jerusalén a cortarse la melena en signo de luto: -Córtate la melena y tírala, entona por los calveros una elegía; Yahveh ha desechado y repudiado a la generación objeto de su cólera. Los cadáveres de este pueblo servirán de comida a las aves del cielo y a las bestias de la tierra, sin que haya quien las espante (7,2933). El castigo consistirá en una matanza de vivos, en una profanación de cadáveres que no reciben sepultura y de huesos que son desenterrados (8,1-3). Estas serán las consecuencias de una conducta que no quiso respetar la vida, disfrazando con el nombre de sacrificio lo que era un asesinato. Desaparecerá hasta el comienzo gozoso de la vida: -En las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén no se oirá más el canto del novio ni el canto de la novia, porque toda la tierra quedará desolada (7,34). La profanación del templo, ofreciendo en él sacrificios a dioses extranjeros, que ni ellos ni sus padres conocían, es un sacrilegio intolerable. La ciudad entera, convertida en cementerio, lugar impuro, quedará contaminada por los cadáveres que quedarán en ella sin enterrar. Fuego y muerte se unirán en el corazón de la ciudad como foco de contaminación: -Vaciaré la prudencia de Judá y Jerusalén a causa de este lugar; les haré caer a espada ante sus enemigos por mano de los que busquen su muerte; daré sus cadáveres por comida a las aves del cielo y a las bestias de la tierra, y convertiré esta ciudad en desolación y en rechifla; todo el que pase a su vera se quedará atónito y silbará a la vista de sus heridas. Les haré comer la carne de sus hijos y la carne de sus hijas; cada uno comerá la carne de su prójimo en el aprieto y la estrechez con que les estrecharán sus enemigos, que buscan su muerte (19,7-9). La ciudad se convertirá en un horno. El Señor mismo da el significado de la acción simbólica: -Rompe el jarro a la vista de los hombres que van contigo y diles de mi parte: Así quebrantaré yo a este pueblo y a esta ciudad, como quien rompe un cacharro de alfarería, que ya no tiene arreglo (19,10-11). Terminada la acción simbólica, Jeremías se traslada al sitio más público, al atrio del templo, para hacer resonar la palabra que Yahveh dirige a los reyes de Judá y a los habitantes de Jerusalén: -Yo traeré sobre esta ciudad y su comarca todas la calamidades que he pronunciado contra ella, porque ha atiesado su cerviz, desoyendo mis palabras (19,14-15).
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Al repetir la palabra de Dios en el atrio del templo, Jeremías es apaleado por el inspector del templo, el sacerdote Pasjur, y encerrado en el calabozo (19,14-20,2). Jeremías es golpeado y tratado como un delincuente: una profunda humillación ante los suyos. En la lamentación que sigue a este relato le oímos: -La palabra de Yahveh ha sido para mí oprobio y befa continua (20,8). A la mañana siguiente, puesto en libertad, Jeremías anuncia a Pasjur el castigo divino (20,3-6). Jeremías y Pasjur se enfrentan entre sí. Pasjur detenta el poder y actúa; Jeremías tiene la palabra y predice los acontecimientos. Pasjur mete en la cárcel a Jeremías; Dios castigará a Pasjur, predice Jeremías. Jeremías va a la cárcel y queda en el cepo durante una noche; Pasjur irá a Babilonia con todos los demás. Jeremías sale a la mañana siguiente; Pasjur morirá en Babilonia. Es la suerte contrapuesta del verdadero y del falso profeta. Durante todo su ministerio Jeremías se vio obstaculizado por los falsos profetas; el poderoso sacerdote Pasjur es uno de ellos y emplea sus atribuciones para impedir que en el recinto por él custodiado resuene la palabra de Dios. Los dos protagonistas no están solos; en torno a ellos se mueven un círculo de amigos y otro más amplio de enemigos. Los amigos de Pasjur son obviamente enemigos de Jeremías. Pero Dios está con su profeta. Destierro y espada darán cuenta de los rebeldes. El que cerraba la casa de Dios a la palabra de Dios tendrá que ir al destierro con toda su casa. La espada del rey de Babilonia será la ejecutora de la sentencia. La profecía se cumplió durante la primera deportación. Pasjur no sólo fue desterrado a Babilonia, sino que allí fue enterrado.
3. NI TE CASES NI LLORES NI TE ALEGRES Jeremías repite insistentemente que esta situación, intolerable para Dios, atrae inevitablemente el castigo. Pero Jeremías habla no sólo con la boca, sino con toda su vida. Después de luchar con Dios, reclamando su función de intercesor por el pueblo, Jeremías es privado de toda expresión de solidaridad con el pueblo. Para representar al vivo el desvío del pueblo, Dios le pide que reprima su alegría y hasta su compasión por el pueblo. Esta vez la acción simbólica consiste en no hacer. El no hacer ciertas cosas, que todos hacen, es una palabra elocuente, que atrae la atención más que mil palabras o acciones. No casarse, en un ambiente totalmente ajeno al celibato, resulta desconcertante. El celibato se hace un interrogante cargado de significación. Como, igualmente, resulta chocante, incluso ofensivo, no acudir a dar el pésame por un difunto o no participar en el banquete que ofrece un amigo. Y esas tres cosas son las que Dios manda a Jeremías: "No te cases, no tengas hijos en este lugar", "no entres en casa donde haya duelo, no vayas al duelo, no les des el pésame", "ni entres en la casa donde se celebra un banquete para comer y beber con los comensales". Y cada orden va acompañada de una explicación, con un matiz particular que explica la tragedia futura de Judá. En Israel el celibato era una vergüenza. No engendrar hijos era permanecer como un tronco muerto o una rama seca, sin dejar memoria detrás de sí y sin colaborar, mediante los hijos, en la continuación de la historia de la salvación, que culminaría en el Mesías, el fruto bendito de Israel. La estéril se consideraba fuera de la bendición de Dios, que bendice a Adán y Eva con el don de crecer y multiplicarse, y bendice a Abraham con la promesa de una
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descendencia numerosa como las estrellas del cielo. No hay maldición que supere a la esterilidad. La ley permitía repudiar sin más a la esposa estéril. El eunuco y el impotente eran, igualmente, considerados como un despojo del pueblo. Y esto es lo que Dios ordena a Jeremías: - No tomes mujer ni tengas hijos ni hijas en este lugar (16,1). Este mandato del celibato sacude la sensibilidad y la vida toda de Jeremías. El, tímido y sentimental, era una persona llamada a casarse, no sólo por seguir la tradición de Israel, sino por su necesidad de una compañía, ya que su vida transcurre en la soledad más fría y total, al ser rechazado por todos. Una mujer le hubiese consolado y sostenido en su vocación. Pero Jeremías es una palabra de Dios para Israel. En él, Dios anticipa lo que se va a verificar en el pueblo: -Así dice Yahveh a los hijos e hijas nacidos en este lugar, a las madres que los dieron a luz y a los padres que los engendraron en esta tierra: morirán de muerte cruel, no serán plañidos ni sepultados. Se volverán estiércol sobre la haz del suelo. Con espada y hambre serán acabados, y sus cadáveres serán pasto para las aves del cielo y las bestias de la tierra (16,2-4). El celibato de Jeremías es el signo de la muerte que espera a Israel. En aquel día sólo habrá muertos, viudos y viudas, padres sin hijos e hijos sin padre. Por las calles no se oirá el canto, la voz del esposo y de la esposa. Sobre Jerusalén se extenderá un sudario de silencio y de muerte. Aquel día no habrá fiestas ni nadie que llore a los muertos. Sí, así dice Yahveh: -No entres en casa de duelo, ni vayas a plañir, ni les consueles; pues he retirado de este pueblo mi paz, mi misericordia y compasión. Morirán en esta tierra grandes y pequeños, no serán sepultados ni nadie les plañirá, ni por ellos se harán incisiones ni se raparán el pelo; nadie asistirá al banquete fúnebre para dar el pésame por el muerto, ni les darán a beber la copa del consuelo por el padre o por la madre (16,5-7) . Tampoco puede participar en los banquetes de fiesta: -Y en casa de convite tampoco entres a sentarte con los comensales a comer y beber. Porque yo haré cesar en este lugar la voz alegre, la voz gozosa, el canto del novio y el canto de la novia (16,8-9). No sólo la boca de Jeremías está al servicio de Dios, sino que toda su vida es una palabra de Dios. Dios le formó, desde antes de ser concebido, como profeta. Y no se trata de representar acciones simbólicas, sino de vivir en carne viva lo que Dios hace con el pueblo. Pero, aunque su ser ha sido constituido por Dios para esta misión, Jeremías sigue siendo Jeremías. Ante cada orden de Dios, siente como si se le desgarrara la carne. El dolor le penetra y se exacerba en su corazón. La pasión amorosa por su pueblo no le permite callarse ante la amenaza de Dios. Le discute la prohibición de interceder por el pueblo. ¿No es acaso la intercesión una prerrogativa propia del profeta? Dios tiene que razonarle su orden; ha plantado a su pueblo como vid o higuera, espera fruto de él; pero por más que busca y rebusca sólo halla hojas secas: -Quisiera recoger de ellos alguna cosa pero no hay racimos en la vid ni higos en la higuera, y están mustias sus hojas. Les entregaré a quien les despoje (8,13).
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Al Señor no se le esconden los pecados del pueblo; tampoco al enemigo, hábil cazador o pescador, se le escapará la pieza. La rastreará hasta los escondrijos de las peñas: -Enviaré a muchos pescadores y los pescarán. Y después enviaré a muchos cazadores y los cazarán por montes y valles, y hasta en los resquicios de las peñas. Porque mis ojos están puestos sobre todos sus caminos: no se me ocultan, ni se esconde su culpa de mis ojos. Les pagaré el doble por sus culpas y pecados, porque profanaron mi tierra con la carroña de sus monstruos abominables, y llenaron de sus abominaciones mi heredad (16,16-18). El pueblo, ante la condena que les anuncia Jeremías, pregunta la razón de tal castigo tan pesado. Jeremías, recordando el pecado de los padres, les hace ver cómo ellos les han superado en maldad. Han destronado a Dios de su corazón para colocar en él sus propios criterios y deseos. En vez de seguir la voz de Dios, caminan tras el impulso de su pervertido corazón. Las mismas imágenes de Dios que fabrica su mente no son más que proyección engañosa de sus deseos malvados. Como ahora siguen a los falsos dioses inventados por su mente, serán desterrados a servir a los dioses falsos inventados por otros. La esclavitud externa delatará la esclavitud interna en que ellos mismos se han precipitado. Tú les dirás: -Esto os sucede porque vuestros padres me abandonaron y se fueron tras otros dioses, sirviéndoles y adorándolos. A mí me abandonaron y no guardaron mi Ley. Y vosotros sois peor que vuestros padres, cada uno sigue la maldad de su corazón obstinado, sin escucharme a mí. Yo os echaré lejos de esta tierra, a otra desconocida para vosotros y para vuestros padres; allí serviréis a otros dioses día y noche, pues no os otorgaré el perdón (16,11-13). Jeremías permaneció célibe y realmente no participó en duelos ni banquetes. El mismo se confiesa un solitario. La vida del profeta es un símbolo, una palabra de Dios para el pueblo. Jeremías se ve forzado a reprimir la compasión por el pueblo para representar al vivo el alejamiento de Dios. Dios, imponiéndole la renuncia al matrimonio y a la familia, la renuncia a llorar en los funerales y a gozar en los banquetes de boda, modela su vida en forma de oráculo viviente. Dios se distancia de su pueblo y Jeremías lo muestra, apartándose de todas las expresiones de vida del pueblo. En el fondo, Dios se distancia por amor, buscando la conversión y salvación del pueblo y, en lo hondo, Jeremías en su soledad, apartado del pueblo, acrecienta su amor al pueblo. Las renuncias impuestas le llevan a abrazar a todos en su amor y compasión, sin agotarlas en una familia o en unos acontecimientos incidentales.
4. PERDIZ QUE EMPOLLA HUEVOS AJENOS El pueblo pregunta al profeta "¿qué pecado hemos cometido contra el Señor?". Jeremías puede responderles que el pecado lo llevan grabado dentro de ellos a punzón de hierro candente. A las tablas de piedra en que Dios escribió su ley, Jeremías opone las tablas del corazón, pero lo que llevan escrito en ellas no es la ley de Dios, sino sus infidelidades al Señor. Desde dentro les domina y guía el pecado: -El pecado de Judá está escrito con buril de hierro; con punta de diamante está grabado en la tabla de su corazón y en los cuernos de sus altares, para memoria de sus hijos: sus altares y sus cipos junto a árboles frondosos, sobre oteros altos, en mi monte y en el campo (17,1-2).
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El Señor, para borrar el pecado arraigado en el corazón, encenderá el fuego de su ira: -Entregaré al pillaje tus riquezas y todos tus tesoros, en pago por todos tus pecados de los altos en todas tus fronteras. Tendrás que deshacerte de la heredad que yo te di; y te haré esclavo de tus enemigos en un país que no conoces, porque ha saltado el fuego de mi ira y arderá para siempre (17,3-4). Jeremías encomienda a Baruc que enseñe al pueblo un salmo, que lleva escrito, fruto de su oración y experiencia sapiencial. En él contrapone las falsas esperanzas del hombre, que confía en el hombre o en las riquezas, con la esperanza de quien confía en el Señor. El pueblo sólo puede arraigar en la tierra confiando en Dios: -Maldito quien confía en el hombre y hace de la carne su apoyo, apartando de Yahveh su corazón. Será como el tamarisco en la Arabá, no llegará a ver la lluvia. Vivirá en los sitios quemados del desierto, en saladar inhabitable. Pero, ¡bendito quien confía en Yahveh, pues Yahveh no defraudará su confianza! Será como árbol plantado a orillas del agua, arraigado junto a la corriente. No temerá cuando llegue el bochorno, su follaje seguirá frondoso; en año de sequía no se inquieta ni deja de dar fruto (17,5-8). Para fiarse de otro hay que conocer sus intenciones e intereses. Pero, ¿quién puede desentrañar lo que se oculta en el corazón del hombre? Sólo Dios penetra a fondo en el corazón humano. Jeremías ha descubierto que no puede fiarse ni siquiera de sus familiares. Más aún, ¿puede el hombre fiarse de su propio corazón? También el propio corazón es retorcido: -El corazón es lo más retorcido, no tiene arreglo: ¿quién lo conoce? Yo, Yahveh, exploro el corazón y pruebo los riñones, para dar a cada cual según su camino, según el fruto de sus obras (17,9-10). Y si el corazón nos traiciona, más falsas son aún las riquezas, que nos abandonan a mitad de la vida, como la perdiz abandona a los polluelos que le nacen de huevos de otras aves: -Perdiz que incuba huevos que no ha puesto es el que acumula riquezas con injusticia: en la mitad de sus días lo abandonan y a la postre él resulta un necio (17,11). Jeremías termina su salmo con una nota de esperanza, teñida de tristeza. Hay esperanza para quien confía en el Señor y se gloría sólo en él, pero fracasan los que abandonan al Señor, manantial de agua viva: -Trono de Gloria, excelso desde el principio, es el lugar de nuestro santuario. Tú, Yahveh, eres la esperanza de Israel; los que te abandonan serán avergonzados, y los que se apartan de ti serán escritos en el polvo, por haber abandonado a Yahveh, el manantial de aguas vivas (17,12-13). El pueblo no piensa en dar frutos de conversión a Dios, sino en salvar su vida: -¿Por qué nos quedamos tranquilos? ¡Juntémonos, vayamos a las plazas fuertes para morir allí, pues Yahveh, nuestro Dios, nos deja morir, nos da a beber agua envenenada, porque hemos pecado contra Yahveh! Esperábamos paz, y no hubo bienestar alguno; al
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tiempo de la cura se presenta el miedo. Desde Dan se escucha el resuello de los caballos. Al relincho sonoro de los corceles retiembla la tierra toda. Vendrán y devorarán el país y sus bienes, la ciudad y sus habitantes (8,14-16). De nada le servirá al pueblo refugiarse en las plazas fuertes; Dios enviará allí serpientes venenosas que le picarán mortalmente (8,17). Jeremías no puede contener su pena y apela a la presencia del Señor en Sión como protección hasta de sus amenazas: -El dolor me abruma, me falla el corazón, al oírles de todos los rincones del país el grito lastimero de la hija de Sión : ¿No está Yahveh en Sión?, ¿no mora ya en ella su Rey? (8,18-19). Dios responde con otra pregunta: -¿Por qué me irritan con sus ídolos, con esas vanidades traídas del extranjero? (8,19). Dios se queja de que el pueblo no da frutos, y el pueblo le devuelve la queja diciendo que él no les ha mandado la lluvia saludable. Por eso han recurrido a los ídolos. Es inútil, no hay posibilidad de reconciliación. Jeremías, aunque le esté prohibido interceder, no por eso deja de elevar su lamento (8,23). También Dios une su propio lamento al llanto de Jeremías. El pueblo lo ha abandonado, ahora él abandona a su pueblo, se queda sin morada en la tierra (9,1-2).
5. DIOS TIENE CORAZON Toda idea o imagen de Dios puede convertirse fácilmente en sucedáneo de Dios, en un ídolo. La idea que uno se forma de Dios puede conciliarse con la ausencia total del Dios vivo. Jeremías no tiene ninguna idea de Dios. Para él Dios es abrumadoramente real, está presente en su vida. No habla de él como si estuviera ausente. Vive como testigo de su palabra, impresionado por sus palabras. Los atributos de Dios no son teorías, conceptos, sino desafíos, mandatos, empujones. Jeremías más que ideas sobre Dios nos revela las actitudes de Dios. La presencia y sentimientos de Dios se le muestran ligados a su vida en las manifestaciones de la historia. Experimenta la palabra como una manifestación viviente de Dios, que zarandea su existencia. Jeremías conoce a Dios en su vinculación con él. Se ve afectado por las reacciones de Dios en la historia, es partícipe de la pasión de Dios por los hombres. La relación con Dios es íntima y total, afecta su vida personal y sus relaciones con los demás. Los acontecimientos de la historia y las acciones humanas despiertan en Jeremías alegría o tristeza, gozo o ira, según lo que provoquen en el corazón de Dios. Por ello Jeremías nos presenta a Dios implicado en la historia y vida del mundo. A Dios le conmueven, le afligen, le alegran los hechos que ocurren en la tierra. Dios no está lejano, ni es impasible; nunca es indiferente a la situación del hombre. Dios habla, ama, se irrita y llora por la suerte de su pueblo. Dios no es apático, sino simpático. El pecado, el sufrimiento del hombre le tocan el corazón. El pecado no es sólo el fracaso del hombre, sino también la frustración de Dios. El hombre no es sólo imagen de Dios, sino también su continua preocupación. La alianza de Dios con su pueblo es una alianza esponsal. El Dios, que Jeremías anuncia al pueblo, no es el absolutamente Otro, sino el Dios cercano, solícito y preocupado por el
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hombre. Es un Dios de compasión. Si el hombre no es capaz de superar la distancia que le separa de Dios, Dios sí puede vencer esa distancia y encontrarse con el hombre en la bondad y el perdón. La misión de Jeremías es, por ello, una invitación a la conversión, pues Dios es rico en perdón. Jeremías se lo ha anunciado a Israel (3,14) y se lo anuncia a Judá: -Pondré en ellos mi vista y los devolveré a este país, los reconstruiré para no derrocarlos y los plantaré para no arrancarlos. Les daré corazón para conocerme, pues yo soy Yahveh; ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios, pues volverán a mí con todo su corazón (24,6-7). Dios tiene corazón y busca el corazón del hombre. Le produce náusea la tibieza. Con la fantasía de su profeta quiere suscitar la maravilla y el asombro. La sorpresa de sus intervenciones desean ser sorpresa para el hombre, adormecido por la rutina. Dios está siempre en pascua, nunca inmóvil. Y llama al hombre a salir de sí mismo, de sus instalaciones, para ponerse en camino tras él. Con este lenguaje Jeremías no transfiere a Dios características humanas. En ningún lugar de la Biblia se habla del hombre como misericordioso, lleno de gracia y bondad, lento a la ira, rico en perdón, que mantiene su amor hasta la milésima generación. Se trata de una percepción genuina de la relación de Dios con el hombre más que de una proyección en Dios de rasgos humanos. Jeremías celebra el amor eterno de Dios, mientras proclama el pecado de presunción del hombre, el escándalo de la idolatría y, por ello, la seriedad de la ira de Dios: -Yahveh es el Dios vivo y el Rey eterno. Cuando se irrita, tiembla la tierra, y las naciones no aguantan su indignación (10,10). Dios no puede permanecer indiferente ante el mal, porque el mal es malo. Lo que el hombre se hace a sí mismo o a los demás conmueve las entrañas de Dios y no puede dejar al hombre instalado en el mal. Ante el mal se despierta la cólera divina. Un Dios sonriendo indiferente ante lo horrible del pecado es inconcebible para Jeremías. Sólo la conversión del hombre puede frenar el enojo de Dios: -Enmendad vuestros caminos y vuestras acciones, escuchad la voz de Yahveh, vuestro Dios, y Yahveh se arrepentirá de las amenazas que ha pronunciado contra vosotros (26,13). Es algo que Jeremías no se cansa de repetir (7,5-7; 18,11). La cólera de Dios no es una tormenta ciega que busca suscitar el espanto. Jeremías nos revela el corazón de Dios. Dios no se complace en desatar su enojo: -Yo soy Yahveh, que establezco sobre la tierra la bondad, el derecho y la justicia, porque me deleito en ellas (9,23). -Me regocijaré haciéndoles el bien. Los plantaré en esta tierra firmemente, con todo mi corazón y con toda mi alma (32,41). Como Dios se complace en la bondad hecha por el hombre, así se deleita en hacerla él. Sólo la maldad del hombre enciende su ira. Sobre las ruinas de Jerusalén, después de su devastación, la palabra de Dios se alzará casi pidiendo disculpas: -¿Por qué te quejas de tu herida? Irremediable es tu sufrimiento; por tu gran culpa, por ser enormes tus pecados te he hecho esto (30,15).
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Por ello la ira dura un momento, mientras que su amor perdura eternamente (31,3). Una y otra vez Jeremías repite que el amor de Dios es eterno (33,11), cosa que nunca dice de la ira. Cuando el piadoso israelita pregunta si Dios va a estar enojado por siempre (3,5), la respuesta es que sólo hasta que el pecador se convierta a él: "no estará airado mi semblante contra vosotros, porque soy piadoso y no guardo rencor para siempre" (3,12). "Pues el Señor no desecha para siempre, sino que, si aflige, tendrá compasión según la abundancia de su amor" (Lm 3,31-32). Por ello Jeremías puede orar en favor del pueblo: -Aunque nuestras iniquidades testifiquen contra nosotros, actúa Señor, por amor de tu nombre (14,7).
6. EL CORAZON DE JEREMIAS Jeremías no es el frío transmisor de la palabra oída. La palabra, al recibirla, le convulsiona, le seduce, le vence, le alegra, le colma de ira. No sirve a la palabra de Dios mediante una apropiación mental, sino por medio de la armonía de su ser con la voluntad de Dios. La comunicación de Dios suscita en él la simpatía con Dios. Siente lo que Dios siente. En su predicación refleja el amor apasionado de Dios con todas sus manifestaciones de piedad, cariño, celos y enojos. Por ello, quienes rechazan la palabra de Dios, rechazan también al profeta, identificado con la palabra que anuncia. Dios no espera del hombre únicamente que crea en él, sino que le ame con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Corazón, alma y fuerzas del profeta están implicas en su misión. El profeta no es un sabio, sino un amante seducido, ligado a Dios. La pasión de Dios está en él, le conmueve. La palabra de Dios en su boca no es el calmado fluir de lo que ha acumulado en largas reflexiones. La palabra de Dios sale de su boca como un rayo, que le atraviesa y estremece totalmente. Cae en él como una tormenta, que abruma su vida interior, sus pensamientos, sentimientos, deseos y esperanzas. La palabra se adueña de su corazón y de su mente. La palabra le da, por ello, la fuerza de actuar contra todo el mundo. La parresía es el fruto de la palabra, que vence toda la debilidad o cobardía del profeta. Con frecuencia sus palabras se asemejan al trueno. La sacudida que ha recibido de Dios le impulsa a un desbordamiento de todas sus emociones. El profeta es extraño para quien le contempla desde fuera, sin sentirse implicado en sus oráculos. No cabe tener una mera conciencia intelectual de un sufrimiento o de una alegría. Eso sería como contemplar un baile sin oír la música que mueve los pies a su ritmo. La armonía de Jeremías con Dios le identifica con el sentir de Dios. Abierto a la presencia de Dios, Dios le empapa y se confunde con su enviado. Jeremías, en sintonía con Dios, lleva en sí mismo lo que está aconteciendo en Dios. Al sintonizar la longitud de onda de Dios, el diálogo se traduce en la simpatía, en padecer lo que Dios padece y alegrarse con lo que alegra a Dios. ¿Habla Dios o habla Jeremías cuando se intercambian la primera y la tercera persona en un mismo texto?: -Yahveh Sebaot, que te plantó, te ha sentenciado, por la maldad que han cometido la casa de Israel y la casa de Judá, exasperándome al quemar incienso en honor de Baal (11,17). Esta simpatía con Dios explica el celo de Jeremías, que le lleva a arriesgar la vida por transmitir el mensaje de Dios o a alejarse del pueblo a quien ama intensamente. El lazo de comunión con Dios rompe todos los otros lazos.
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Esta identificación con Dios no es fruto de la piedad del profeta. Es fruto simplemente de la vocación recibida. Es la llamada de Dios la que le arranca de su ambiente y le coloca en la órbita de Dios. Y no es que el profeta deje de ser él mismo, con sus manías y debilidades. No dispone de la profecía a su antojo. Jeremías debe ser llamado para responder, debe recibir la palabra para transmitirla, necesita la orden para cumplirla. La comunión de Jeremías con Dios, su experiencia y sufrimiento en sintonía con las preocupaciones y aflicciones de Dios respecto al mundo, suponen un abandono total que no puede ser fruto de su deseo, sino obra de quien le consagró como profeta desde antes de ser concebido en el seno de su madre. En esta consagración, Jeremías recibió el ser propio de profeta. Así Jeremías acopla su corazón al corazón de Dios. La amargas palabras, que proclama, buscan conmover al pueblo para que se arrepienta. Sólo desea llevarlos a la conversión, reavivar el amor. En el alma de Jeremías se entrechocan el amor y la ira de Dios. El dolor de su alma surge al darse cuenta de los efectos de la ira en el pueblo y en Dios. Le sacude el alma ver el desastre que la ira puede causar en el pueblo; pero le sacude, y más, el dolor que la ira causa en el corazón de Dios. La ira en Dios es dolor, desilusión ante la infidelidad del pueblo. Jeremías, cogido por el doble amor al pueblo y a Dios, quiere evitar la ruina del pueblo y la perturbación de Dios; sólo la contrición puede evitarlo. Jeremías está transido por lo que Dios siente y por lo que el pueblo provoca.
7. EL CINTURON DE LINO Dios modela el corazón de Jeremías según su corazón. Con la experiencia del cinturón de lino, Dios hace partícipe a Jeremías de sus mismos sentimientos. La acción se desarrolla en tres etapas. La primera comienza con la orden de Dios: -Ve, cómprate un cinturón de lino y póntelo a la cintura; que no lo toque el agua (13,1). Jeremías lo compra y se lo ciñe a la cintura. La segunda etapa se abre con una nueva orden: -Coge el cinturón comprado, que llevas ceñido, marcha al río Eufrates y escóndelo allí entre las hendiduras de una roca (13,4). Jeremías hace lo que le ordena el Señor. Y, pasados muchos días, tiene lugar la tercera etapa. El Señor le ordena de nuevo: -Vuelve al Eufrates y recoge el cinturón que te mandé esconder (13,6). Jeremías va al Eufrates, cava donde había escondido el cinturón y lo recoge. Al hacerlo, advierte que la humedad del río lo ha podrido; ha quedado inservible (13,7). Tras la acción llega la palabra que da el significado, comenzando por el final: -Lo mismo desgastaré el orgullo de Judá y el orgullo desmedido de Jerusalén. Serán como ese cinturón inservible (13,9). Al principio el cinturón es nuevo; con el hecho de colocárselo en la cintura se reconoce su valor. Con el tiempo, al roce de las aguas, se ha gastado, se ha hecho inservible.
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¿Por qué se ha elegido como signo el cinturón?: -Como se adhiere el cinturón a la cintura del hombre, así me ceñí a judíos e israelitas para que fueran mi pueblo, mi gloria y mi honor, pero ellos no me oyeron (13,11). Lo mismo que el cinturón se adhiere a la cintura del hombre, así Dios se había adherido a toda la casa de Judá y a toda la casa de Israel para que fuera su pueblo. Dios deseaba establecer una relación íntima y sólida con el pueblo, pero éste no le escuchó, aunque reiteradamente le invitaba a adherirse a él por la fidelidad a su palabra (Dt 10,20; 11,22; 13,5; 30,20). Y ¿por qué Jeremías tiene que ir hasta el Eufrates a esconder en sus aguas el cinturón? Porque allí irán deportados los judíos, allí el pueblo quedará gastado e inservible como el cinturón. Con la historia del cinturón de lino, Dios no sólo permite a Jeremías ver el castigo del pueblo, sino percibir lo que el pueblo significa para él. Dios le hace llevar ceñido el cinturón durante un tiempo para que tome conciencia de la íntima unión de Dios con Israel, para que la experimente en sus lomos. Como Oseas en su experiencia matrimonial, Jeremías es llevado a experimentar el pesar de Dios al tener que dejar que se pudra algo que le es íntimamente precioso. Este entrar en comunión con Dios, padecer con él, destroza el corazón de Jeremías: -Se me quebranta el corazón en mis adentros, se estremecen todos mis huesos; soy como un borracho, como un hombre vencido por el vino, a causa de Yahveh y de sus santas palabras (23,9). Dios convulsiona todo el ser de Jeremías, al introducirlo en su corazón. La ira de Dios le ha intoxica, se siente realmente mareado. Para su alma sensible, ser profeta de la ira de Dios es vivir en una estridencia continua. En las noches de insomnio, en la mente de Jeremías, aflorando del corazón, se agolpan las imágenes y preguntas de los oráculos proclamados durante el día. Y Dios, -¿con insomnio también?-, participa en el combate de Jeremías. Jeremías se siente perplejo. Dios le desconcierta con su actuación; le pone en crisis todas sus certezas. El proclama continuamente que la justicia de Dios se revela en los acontecimientos de la historia, que el Señor es un juez justo que da a cada uno según sus acciones (17,10), que la justicia de Dios no descansa hasta alcanzar a los malvados. Esta certeza le da fortaleza en su misión. Sin embargo, la experiencia y la observación de lo que tiene todos los días ante los ojos, le hace tambalear esta seguridad. Con frecuencia le es difícil sostener lo que debe proclamar. El interrogante, que se levanta en su interior, no es el por qué sufren los justos, ya que no encuentra ninguno que lo sea realmente, sino más bien por qué prosperan los malvados. Dios parece que se burla de su profeta: si no entiendes lo que has visto, ¿cómo comprenderás lo que te tocará enfrentar? ¡Cuántas veces tendré que repetirte: "Si con los de a pie corriste y te cansaron, ¿cómo competirás con los de a caballo? Y si en tierra abierta te sientes inseguro, ¿qué harás entre el boscaje del Jordán?" (12,5). A Dios le preocupa la suerte de su amada infiel y desborda ante Jeremías las inquietudes de su corazón: -Si un hombre repudia a su mujer, ella se separa y se casa con otro, ¿puede ser tomada otra vez por su primer marido?, ¿no está esa mujer infamada? (3,1).
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Jeremías se asombra con sólo imaginar consumada la ruptura y se pregunta: -¿Ya no está Yahveh en Sión? Su rey, ¿no está ya allí? (8,19). Y Dios, con el corazón sangrándole, le responde siempre con el mismo lamento: -La casa de Israel y la casa de Judá han roto mi alianza, que yo había concluido con sus padres (11,10). Y Jeremías, enviado a transmitir este mensaje de parte de Dios, con dolor inmenso, llora sobre la soledad a la que es condenada Judá. Los recuerdos de otros tiempos, que ya no volverán a florecer, se agolpan en su mente; con nostalgia evoca las bodas radiantes del Señor con su pueblo (2,2). Aquellos días, Israel, el pueblo no dividido, era las delicias de su Dios, su heredad, una plantación sobre la que nadie hubiera osado poner su mano (2,3). Más aún, como Yahveh era la gloria de su pueblo (2,11), también Israel era la gloria de Dios. Dios le eligió como su hijo predilecto y se gozó de esta elección. Pero Dios esperaba que se dirigiera a El como un hijo. En sus soliloquios, Jeremías escucha el desahogo de Dios: -Yo pensaba: Me llamarás mi padre y ya no te alejarás de mí (3,19). Pero Israel se dirige a los ídolos de madera o de piedra y les dice: -Tú eres mi padre (2,27). Israel se ha privado a sí mismo de la intimidad con Dios. Nuevo Adán, se ha cerrado a sí mismo las puertas del jardín, en donde Dios le prodigaba la vida y sus cariños. ¿No era Yahveh para él como una fuente inagotable (2,13; 17,13)? Se han acabado los días apacibles y alegres. Han desaparecido las noches de paz y los rumores que repueblan los hogares: -Haré desaparecer el rumor de la muela y la luz de la lámpara (25,10). Han muerto también las ceremonias, cuyo esplendor llenaba de asombro la infancia de Jeremías. Se han acabado las peregrinaciones, las acciones de gracias, las danzas al compás del tamboril. La muerte está a punto de tragarse en su sombra fría hasta los cuerpos que sólo aspiraban a gozar de la vida: -La muerte ha escalado por nuestras ventanas, ha penetrado en nuestros palacios, segando a los niños por las calles, a los jóvenes en las plazas (9,20). Y, cuando se levante el áspero viento de oriente, dispersando como granos de arena a los sobrevivientes de la matanza, dejando en manos del vencedor sus casas, sus campos, sus viñas (6,12), ¿no se parecerán al moribundo que ve escaparse de sus manos desfallecidas todo lo que ha atesorado, poseído y amado en la tierra? Y la dura servidumbre en un país desconocido, donde todo, los hombres y las cosas, les será hostil, viviendo lejos de Yahveh, en adelante indiferente a su suerte, ¿no será comparable a la triste condición de los muertos en el sheol? La naturaleza misma se volverá rebelde con el pueblo rebelde. No llegarán las lluvias a su debido tiempo; no caerán esas gotas de abril que esperan las mieses dispuestas a levantarse (3,3), las zarzas las ahogarán y los campesinos se desesperarán, llenos de vergüenza al contemplar su exigua cosecha (12,13). ¿Cómo podrá ser de otra manera si todo
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el país está manchado por la abominaciones de Israel (12,13), contaminado con sus "prostituciones y sus crímenes" (3,2), manchado por los cadáveres impuros que lo cubren (9,21)? La tierra vomita con horror a los que antes alimentaba, y las ciudades, viudas de sus habitantes (2,15), serán para siempre un montón de escombros, un desierto que servirá de guarida a los chacales (9,10). Y, aún suponiendo que algunas aldeas sean respetadas, la gente no se atreverá ya a salir de ellas por miedo a que les devoren las fieras -lobos, panteras y leones-, que se atreverán a acercarse hasta las primeras casas (5,6). No habrá, naturalmente, rebaños, ni habrá tampoco caza (9,9). Nada podrá consolar a Israel de la pérdida de Dios, pues, una vez perdido a Dios, también la tierra buena le negará su amistad. Tendrá que andar errante por un suelo enlutado, bajo un cielo implacablemente sombrío (4,28). Por todas partes, el pie tropezará con "las montañas de la noche" (13,16). Todo volverá al caos primitivo: -He mirado a la tierra: era un caos; y a los cielos: estaban sin luz. He mirado a los montes: retemblaban, y todas las colinas se estremecían. He mirado: no quedaba un alma; todos los pájaros del cielo habían huido. He mirado: el campo era un desierto y todas las ciudades estaban destruidas (4,23-26). Cuando la mano de Yahveh mantenía en pie a Israel, sostenía también todo el universo a su alrededor. Pero al perder a Dios, se pierde todo. Jeremías constata la perversión incurable de Israel. "Todos se lanzan a su perversa carrera" (8,6). En los momentos de apuro, recurren a Dios, pero sin cambiar de vida: "Dios está cerca de su boca, pero muy lejos de su corazón" (12,2). ¿De qué sirve invocar el nombre tres veces santo, si los sentimientos del corazón desmienten lo que pronuncian los labios? No dejan de jurar por Yahveh, pero no lo hacen "con verdad" (4,2). Palabras y gestos no significan nada, pues no nacen del interior. Israel invoca a Dios, pero es sordo a su voz: "Su oído está incircunciso, no pueden escuchar" (6,10). Después de ofrecer en el templo sus sacrificios, se creen ya en paz con Dios; pero sus obras no responden a su culto: "Su frente es dura como la roca" (5,3). Sin vergüenza alguna, caminan en la doblez. En el mismo instante en que con la boca dicen piadosamente a Dios: "¡Padre mío!", su pie se hunde más profundamente en el crimen: "Así hablas, pero sigues cometiendo las maldades que puedes" (3,5). "¿Crees que se te podrá limpiar de tu maldad?" (11,15). ¿Es Dios o es su profeta el que se debate en su interior? Yahveh mismo aplasta la última esperanza: -Aunque te laves con potasa y gastes lejía en abundancia, la mancha de tu iniquidad aún quedaría ante mí (2,22). El pecado repetido se ha convertido en una especie de piel inmutable adherida al cuerpo. Jeremías está dotado del poder de una palabra que no es suya, pero no es un micrófono. La palabra de Dios sangra en su corazón, sacudiendo las fibras más íntimas de su persona. Su misión es transmitir las palabras que Dios pone en su boca, pero esas palabras no llegan desde Jeremías a los oyentes sin haber antes herido su persona. En el profeta se encarna la palabra con toda la fuerza de Dios y con toda la debilidad humana. Jeremías es oyente antes que proclamador de la palabra. Y con mucha frecuencia se siente impelido a proclamar lo opuesto de lo que ansía su corazón. Pero, después del fracaso de su predicación, Jeremías confirma la sentencia de Dios: -¿Puede un etíope cambiar su piel, o un leopardo sus manchas? Y vosotros, habituados al mal, ¿podréis hacer el bien? (13,23).
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6. LA COPA DE VERTIDO 1. CONTRA EGIPTO Desde su vocación, Jeremías recibe "autoridad sobre las naciones y los reinos" (1,10). Dios, que le ha constituido su mensajero, es Señor de la historia. Su dominio no se limita a su pueblo Israel. Abarca toda la tierra. A los profetas, fuera del caso de Jonás, Dios no les encargó el anuncio de la salvación a otras naciones. Pero sí la misión de anunciar a su pueblo su dominio sobre los pueblos. Las sentencias contra las naciones son anuncios de salvación para Israel. Su Dios no dejará impunes a los pueblos por sus violencias. Pero los pueblos son también un instrumento de Dios en su juicio sobre Israel infiel. De esta forma Dios actúa en el corazón de la historia. Jeremías llama a Israel a reconocer esta acción de Dios en los acontecimientos históricos en que se ve envuelto, aunque sean dolorosos. La acción de Dios va mucho más allá de los límites de Israel. Las naciones que oprimen a Israel están también sometidas a Dios. El oscuro enigma de la historia con sus grandezas y decadencias, opresiones y vasallajes, Jeremías lo describe con una imagen expresiva: Dios da a beber a las naciones una copa "para que sientan vértigo y enloquezcan". Con esta imagen aclara un hecho que se repite en la historia de los imperios: la caída desde la cima de su grandeza. La ruina de las naciones, por debajo de tantas causas más o menos explicables, son atribuidas a Dios. Si Dios es el Señor de la historia, él es quien ensalza a un imperio y quien le derrumba. El orgullo y la violencia marcan la embriaguez que les lleva al hundimiento. Israel no puede hacerse ilusiones aliándose con los potentes, sino aceptando la palabra que Dios le da mediante los profetas y los acontecimientos que le envía. El faraón Necao, en el año 609, avanza hacia el norte para ayudar a Asiria, que se
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tambalea. Arrolla al rey Josías, que ha salido a su encuentro cerca de Meguido, pero el faraón no alcanza su objetivo. Jeremías describe la derrota del faraón en la ribera del Eufrates y el derrumbamiento de sus potentes fuerzas. En el año 605 se da una cambio en la balanza del poder. El faraón egipcio quiere extender su dominio más allá del Eufrates. Reúne un gran ejército y llega a Karkemis, sin encontrar oposición. Nabucodonosor, el hijo de Nabopolasar, le presenta batalla y logra una victoria aplastante. El faraón queda deshecho y su ejército huye en la confusión, perseguido por el ejército babilonio. Nabucodonosor hubiera podido invadir todo Egipto si no le hubiera llegado la noticia de la muerte repentina de su padre, que le obliga a retornar a Babilonia. Jeremías describe con ironía el orgullo de Egipto, que se cree invencible, y el pánico que se apodera de los más valientes de sus soldados. Los gritos de dolor se mezclan con las burlas sarcásticas de las naciones. En el momento de la partida, se oyen las voces de mando del general egipcio a su caballería, que hace alarde de su armadura: -Preparad escudo y adarga, y avanzad a la batalla; ensillad los caballos; a montar, jinetes; poneos los cascos, pulid las lanzas, vestíos las corazas (46,3). Pero en seguida se cruza la voz de Dios y de Jeremías, contemplando de antemano el momento de la derrota y de la huida: -¿Qué es lo que veo? Están aterrados, sus soldados se baten en retirada; derrotados, huyen corriendo a la desbandada sin dar la cara, cercados de pavor (46,4-5). Un coro de voces canta la elegía por el imperio egipcio derrotado: -"No huirá el ligero, ni escapará el valiente", decían. Al norte, a la orilla del Eufrates, tropezaron y cayeron. ¿Quién es ése que sube como el Nilo y encrespa sus aguas como los ríos? ¿Quién es ese que dice: "subiré e inundaré la tierra, destruiré ciudades y a sus habitantes?". Subid, caballos; enfureceos, carros, y avancen los valientes de Kus y de Put que manejan el escudo, y los lidios que manejan el arco (46,6-9). Los egipcios, que se prometen una campaña triunfal, van derechos al matadero, donde Dios los atrae con el cebo de la arrogancia. La elegía se transforma en himno a la victoria del Señor de la historia: -Ese día es para el Señor de los ejércitos día de venganza contra sus enemigos. La espada se ceba, se sacia, chorrea sangre, porque el Señor de los ejércitos celebra un banquete en el norte, a orillas del Eufrates (46,10). La caída de Egipto, que aparece en la figura de una doncella herida que en vano se aplica medicinas, es un espectáculo ejemplar para las naciones: -Sube a Galaad y recoge bálsamo, virgen, hija de Egipto; en vano multiplicas las curas: tu herida no se cierra. Las naciones se han enterado de tu humillación, pues tu alarido llena la tierra, porque valiente contra valiente tropezaron, juntos cayeron ambos (46,11-12). La historia, dando un salto de años en la palabra de Jeremías, se traslada del Eufrates al Nilo, cuando Nabucodonosor llega a sus márgenes para invadir Egipto. El Nilo, emblema de la fecundidad de Egipto, se vuelve amenaza por la soberbia del faraón, que aspira al
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dominio universal de la tierra. Con una serie de imágenes, Jeremías presenta al invasor de Egipto: tábanos sobre los novillos, serpientes silbadoras, leñadores, langosta: -Novilla hermosa era Egipto: un tábano del norte vino sobre ella. También los mercenarios que había en ella eran novillos de engorde. Pues también ellos volvieron la cara, huyeron juntos, sin pararse, cuando les sobrevino el día de su infortunio, el tiempo de su castigo. Se oye una voz como de serpiente que silba, mientras en torno suyo avanzan los ejércitos, como leñadores que la acometen con sus hachas y talan su selva, que era impenetrable; eran más numerosos que la langosta, no se les podía contar. Han puesto en vergüenza a la hija de Egipto, que ha sido entregada al pueblo del norte (46,20-23). La irrupción del norte es como un torrente que se desborda. Los que han vivido sometidos al faraón se sienten conmovidos; también él ha sido ahora alcanzado: -¿Cómo es que ha huido tu buey Apis y ha sido derribado tu forzudo? Yahveh lo empujó y cayó (46,15). Judá queda aturdida por estos hechos. Yoyaquim transfiere su lealtad a Nabucodonosor y se convierte en su vasallo. Pero Yoyaquim, en su interior, está convencido de que la seguridad de Judá se halla unida al destino de Egipto. Por ello está decidido a sacudirse el yugo babilonio. Como él piensan muchos de los ciudadanos principales. La única voz que se eleva en contra es la de Jeremías, que anuncia que ésa es una locura suicida, pues Nabucodonosor ha sido designado por Dios para llevar a cabo su voluntad; Judá, así como otras muchas tierras, caerá bajo sus manos (25,15;27,6). Es inútil resistir. Quienes pongan su confianza en Egipto serán avergonzados como lo fueron quienes confiaron antes en Asiria. Así dice Yahveh Sebaot: -Mirad, una desgracia se propaga de nación a nación, y una gran tormenta surge del fin del mundo. En aquel día las víctimas de Yahveh llenarán la tierra de cabo a cabo; no se les plañirá ni recogerá, ni serán sepultados: se volverán estiércol sobre la haz de la tierra. Ululad, pastores, y clamad; revolcaos, mayorales, porque os ha llegado el día de la matanza y caeréis como corderos escogidos. No habrá salida para los pastores ni escapatoria para los mayorales. Se oye el grito de los pastores, el ulular de los mayorales, porque Yahveh devasta su pastizal, y sus moradas son aniquiladas por la ardiente cólera de Yahveh. Hasta el león deja su cubil, porque la tierra se ha convertido en desolación por el incendio de su ira irresistible (25,3238). Antes de este final, que nos describen los ojos iluminados de Jeremías, el 15 de agosto del año 605 Nabucodonosor tiene que volver aprisa a Babilonia donde acaba de morir su padre Nabopolasar. Al llegar a Babilonia, el 7 de diciembre, es reconocido como rey por todo el país. Coronado rey, vuelve a Asiria y la recorre victoriosamente. Con un enorme botín regresa a Babilonia en abril del 604 para celebrar la fiesta del año nuevo. Pasada la fiesta vuelve a Siria-Palestina y recibe el tributo de los reyes del país. A finales de año marcha contra Ascalón y se apodera de la ciudad y de su rey. En este momento de agitación, durante el invierno,Yoyaquim quema el rollo de Jeremías (36,22). Pero, el rey de Judá, vasallo de Egipto, tiene que convertirse a la fuerza en vasallo de Babilonia durante tres años (2Re 24,1), entre el 603 y el 601. En el 601, Nabucodonosor, que sabe que Egipto no ha renunciado a su soberanía sobre Siria-Palestina y que incita a sus antiguos vasallos a la revuelta, decide enfrentarse
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directamente con el ejército del faraón. La batalla es dura, pero la victoria le corresponde a Egipto, que llega a apoderarse incluso de Gaza (47,1). En Jerusalén surge entonces la enorme esperanza de ver al faraón emprendiendo una campaña contra el norte. Yoyaquim deja de pagar a Nabucodonosor el tributo anual, signo de vasallaje. El año 600, el rey de Judá se rebela contra la autoridad de Babilonia y pone todas sus esperanzas en Egipto a pesar de las advertencias de Jeremías. Yoyaquim, haciendo caso omiso de las palabras de Jeremías, sigue los impulsos de su corazón. Nabucodonosor, aunque ocupado en otras partes, no tiene la menor intención de tolerar este hecho. Hasta el momento en que pueda actuar personalmente, incita para que asolen la tierra de Judá a hordas nómadas dedicadas al pillaje y amigas de Babilonia (35,11; 2R 24,2). Y apenas puede, en el año 597, se presenta en persona al frente del ejército para sitiar Jerusalén. Antes de cumplir su propósito, en el mes de diciembre del 598, muere el rey Yoyaquim de muerte violenta (22,19; 36,30) y le sucede su hijo, el joven Joaquín, de dieciocho años. Este, al ver que la situación es insostenible, decide rendirse antes de que Nabucodonosor ataque.
2. CONTRA OTRAS NACIONES Jeremías nunca se muestra favorable a Egipto. La salvación no puede venir de ese reino, repite una y otra vez. Y lo paradójico será ver a Jeremías obligado a marchar a Egipto y terminar allí sus días. Pero la copa de vértigo alcanza también a otras naciones. Subiendo desde Egipto por el litoral, encontramos las ciudades filisteas y fenicias, a quienes llega el turno de beber la copa drogada. Igual que un turbión, que todo lo arranca, Nabucodonosor se precipita desde el norte sobre el país filisteo, que no tiene salvación. El enemigo fuerte de Israel es ahora arrollado, sus ciudades son destruidas: -Mirad las aguas que crecen en el norte y se hacen torrente en crecida; inunda la tierra y cuanto la llena, la ciudad y a los que moran en ella (47,2). Al oír el estrépito de los cascos de los corceles y el fragor de las ruedas se levanta un lamento: -¡Ay, espada de Yahveh! ¿Cuando vas a descansar? Recógete en tu vaina, date reposo y calla (47, 6). Y el profeta responde: -¿Cómo va a estarse quieta, si Yahveh la mandó? En Ascalón y el litoral marítimo, allá la citó (47, 7). Jeremías ve a Dios actuando en la historia. Dios ha preparado el yugo de Babilonia no sólo para Israel, sino también para los pueblos limítrofes. Entre estos pueblos, arrasados por el torrente de Babilonia, está Moab, el enemigo permanente de Israel. En forma de visión intensa y enigmática se ve un movimiento inundante; se escuchan gritos y el estruendo bélico (48, 2-3). La espada obedece sólo a su soberano, el Señor: -Huid, poneos a salvo, como onagros del desierto. Por poner tu confianza en tus obras y en tus tesoros, también tú eres tomada; Kemós será desterrado con sus sacerdotes y jefes.
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Viene el devastador a cada pueblo, y ni una ciudad se salva. Queda desolado el valle y es asolada la meseta. Dad alas a Moab, porque ha de salir volando, pues sus ciudades se volverán una desolación, sin nadie que las habite (48, 6-9). La palabra no oculta la satisfacción de Israel al ver aniquilado a su vecino hostil, pero vibra también en ella un rasgo humano. El oráculo contra Moab, país famoso por sus viñedos, desarrolla con vigor la imagen del vino de solera: -Moab reposó desde joven, tranquila sobre sus heces: no la trasvasaron de una vasija a otra, no fue al destierro; así conservó su sabor y no alteró su aroma. Pero llegará el día en que despacharé tinajeros que la trasvasen: vaciarán sus vasijas y sus odres reventarán (48, 11-12). Apartada de las rutas internacionales más importantes, Moab no ha sufrido deportaciones ni cambios importantes. Ha conservado el aroma de su identidad no mezclada, aumentando, como el vino, los grados de su soberbia. El destierro, con su dispersión, curará a Moab de sus pretensiones. Pero lo grave es que las vasijas, que dan solera al vino, serán quebradas y el aroma primitivo ya jamás será recuperado. El ejército enemigo avanza, se acerca, avanza y llega. -Avanza el destructor de Moab, se acerca la catástrofe, su desgracia se apresura: lloradla todos sus vecinos y los que respetáis su fama. Baja de tu solio, siéntate en el yermo, población de Diblón, que avanza contra ti el devastador de Moab, para destruir tus fortalezas (48,14-17). El avance es incontenible, salta de ciudad en ciudad (48,18ss). La soberbia, el orgullo desmedido, la vanidad, presunción y engreimiento de Moab, como desafío al Señor, al burlarse de su pueblo Israel, termina en tal borrachera que la hace revolcarse en su vomito. Todos se burlan de ella. Se acabaron para Moab la alegría y las fiestas de vendimia: -Emborrachadla, porque desafió al Señor. Moab se revolcará en su vómito, y se burlarán de ella... Dejad las ciudades, habitad entre peñas, habitantes de Moab, como palomas que anidan en las simas. Más que se lloró a Yazer se llorará por ti, ¡oh viña de Sibmá! Tus sarmientos se extendían hasta el mar y llegaban hasta Yazer. Sobre tu cosecha y sobre tu vendimia se abatió el saqueador; cesaron la alegría y el alborozo del Carmelo y del país de Moab; he acabado con el vino de tus lagares, no se oirá ya el canto alegre del pisador, ya no se oirán cantos (48,26-33). La misma suerte corre Ammón, que ocupó el territorio de Gad cuando esta tribu fue deportada en los años 732\721. Israel posee la tierra prometida como heredad recibida de Dios y transmitida por herencia. Pero, cuando los asirios destruyeron el reino de Israel, los ammonitas aprovecharon el momento para expandirse hacia el norte, penetrando en la heredad de Dios. Dios reclama ahora su propiedad y los herederos legítimos volverán a poseer la tierra. Ammón se cree inmune a todo ataque enemigo, seguro de sí mismo. El profeta le dice: -¿Por qué te jactas de tu valle, criatura independiente, confiada en tus tesoros, que repites: "¿Quién llegará hasta mí?" (49,1). Milkom, el dios ammonita, es derrotado junto con su pueblo:
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-Milkom va al destierro con sus sacerdotes y sus fieles (49,3). En su lucha contra la idolatría, ver a los dioses de los pueblos vecinos, no sólo incapaces de salvar a los que confían en ellos, sino incapaces de salvarse a sí mismos, es una forma de mostrar su inutilidad. Tomar consigo una escultura cuando se huye es un signo elocuente de su impotencia. Y lo que anuncia Jeremías se cumple. Nabucodonosor conquista Moab y Ammón cinco años después de la destrucción de Jerusalén. El fin de esos pueblos selló el fin de sus dioses. Siguen sentencias sobre Edom, Damasco, Quedar y Jasor, Elam y también Babilonia (c. 50-51).
Edom es el reino al sur de Judá. Según la tradición desciende de Esaú, el hermano de Jacob. Es famosa por el cultivo de la sabiduría. Pero, frente al juicio de Dios, la sabiduría humana se desconcierta y sólo sabe salvarse huyendo. Así dice Yahveh Sebaot: -¿No queda ya sabiduría en Temán? ¿Pereció la prudencia de los entendidos, se evaporó su sabiduría? Huid, dad media vuelta, buscad una morada bajo tierra, moradores de Dedán, porque envío a Esaú su infortunio, ha llegado la hora de su visita (49,7-8). Ha llegado la hora de la vendimia. El Señor no deja ni un racimo para el rebusco. Los alcázares de Edom son altos como nidos de águila, pero otra águila se abate sobre ellos; lo alto de sus torres cae con tal estruendo que se oye desde lejos. Todos sus sistemas de defensas fracasan frente al Señor. Los escondrijos de sus montes y valles profundos no le ocultan del Señor, pues los desnuda de toda su vegetación; sus pastores no resisten al león y sus soldados se vuelven tímidas mujeres. Dios pone al descubierto todas sus falsas seguridades: -Si te invadieran vendimiadores, dejarían rebuscos. Si vinieran ladrones nocturnos, sólo dañarían hasta donde les bastase. Pero soy yo quien desnudo a Esaú, descubro sus secretos y no podrá seguir oculto. Está destruido su linaje, su familia y sus vecinos. Los que no tenían por qué beber la copa la han bebido, ¿y tú vas a quedar impune? No, la beberás (49,9-12).
Siria, con su capital, Damasco, se estremece con la noticia de la llegada del enemigo. He aquí la palabra dirigida a Damasco: -Avergonzadas están Jamat y Arpad, porque han oído una noticia terrible: su corazón tiembla de espanto, como el mar que no se puede calmar. Flaqueó Damasco, dio la vuelta para huir y la sobrecogieron escalofríos; la acometieron dolores y espasmos como a parturienta. ¡Cómo! ¿Fue abandonada la ciudad celebrada, la villa de mi contento? Sus jóvenes escogidos caen en sus plazas, todos sus guerreros perecerán aquel día. Prenderé fuego a la muralla de Damasco, que consumirá los alcázares de Ben Hadad (49, 23-27). Tras Siria, sigue Quedar y los reinos de Jasor. Quedar representa el desierto oriental. Sus habitantes son beduinos, nómadas o seminómadas, que viven en campamentos cercados. Su riqueza es el ganado: camellos y rebaños. Esa riqueza será entregada al saqueo. Aunque su movilidad les defiende, serán dispersados. Así dice Yahveh: -Alzaos, subid a Quedar y saquead a los hijos de oriente. Sus tiendas y rebaños serán tomados; sus toldos y todo su ajuar y sus camellos les serán arrebatados, y a ellos se les llamará "Terror por doquier". Huid, emigrad lejos, buscad morada en refugios bajo tierra, moradores de Jasor, porque Nabucodonosor, rey de Babilonia, ha tomado una decisión, ha
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trazado un plan contra vosotros: Alzaos, subid contra la nación pacífica que vive confiada. Ni puertas ni cerrojos tiene, y viven en aislamiento. Sus camellos serán objeto del pillaje y el tropel de sus ganados un rico botín; esparciré a todo viento a los que se afeitan las sienes. Jasor será guarida de chacales, desolación sempiterna; nadie se asentará allí ni residirá hombre alguno (49,28-33). La misma suerte toca a Elam. Elam es el reino vecino de Babilonia, famoso por sus arqueros. Poco después del 597, Babilonia tuvo que enfrentarse con serios problemas en sus fronteras de oriente y se vio obligada a emprender una campaña contra Elam. Entre el 595\594 estalla un motín en Babilonia, en el que están implicados algunos militares. También algunos desterrados, impulsados por ciertos profetas, se implican en la revuelta. Llega la noticia a Jerusalén. Jeremías les escribe una carta invitándolos a instalarse en Babilonia y a no hacer caso de los falsos profetas (29,1-10). Algunos de esos profetas serán ejecutados por Nabucodonosor (29,15.21-23). La rebelión interna de Babilonia fue duramente castigada, pero en Jerusalén despertó ciertas esperanzas de independencia. Algunos comenzaron a mirar a Egipto. El Señor descarga sobre Elam su ira ineludible. Así dice Yahveh Sebaot: -Yo romperé el arco de Elam, primicia de su fuerza; traeré sobre Elam los cuatro vientos desde los cuatro cabos de los cielos; los esparciré a todos los vientos, y no habrá nación a donde no lleguen los arrojados de Elam. Haré desmayar a Elam ante sus enemigos y ante los que buscan su muerte; descargaré sobre ellos una desgracia, el ardor de mi ira, y soltaré tras ellos la espada hasta acabarlos. Pondré mi trono en Elam y haré desaparecer de allí al rey y a los jefes. Luego, en días futuros, haré volver a los cautivos de Elam (49,34-38).
3. JEREMIAS BEBE LA COPA HASTA LAS HECES Jeremías participa de la ira de Dios: "Estoy lleno de la ira del Señor" (6,11), exclama con toda su alma. Está colmado de una pasión llameante. Sólo esta intensidad emocional le da fuerzas para proclamar los mensajes amenazantes de Dios. Los oráculos contra las naciones los pronuncia ante Israel. El quiere apasionar al pueblo, ponerlo en sintonía con Dios. Sin embargo, se encuentra con oídos sordos, tapados: -¿A quiénes que me oigan voy a hablar y avisar? Su oído es incircunciso y no pueden entender. La palabra de Yahveh se les ha vuelto oprobio: no les agrada (6,10). Frente a la indiferencia del pueblo, Jeremías se llena hasta el tope de la ira de Dios. No la puede reprimir ni contener dentro de sus huesos y, por ello, la derrama sobre los inocentes "niños de las calles y sobre las reuniones de jóvenes": -También yo estoy lleno de la ira de Yahveh y cansado de retenerla. La verteré sobre el niño de la calle y sobre el grupo de muchachos. Caerán presos también el hombre y la mujer, el viejo y la anciana. Pasarán a otros sus casas, campos y mujeres, cuando extienda yo mi mano sobre los habitantes de esta tierra -oráculo de Yahveh- (6,11-12). En esta confesión se entrevé la agitación y inquietud apasionada con que Jeremías ejerce su misión. Estar lleno de la ira de Dios es sentir con Dios, simpatizar con sus sentimientos y sufrir con él, aunque esto le enemiste con todos: -No me senté en peña de gente alegre ni me divertí: por obra tuya, me senté solitario, porque me llenaste de tu ira (15,17).
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La copa de ira, que Dios pone en sus manos para embriagar a las naciones (25,15-29), emborracha también a Jeremías. La palabra de Dios le arde en el corazón (20,9); la ira de Dios actúa en él como fuego, no contenerla dentro. Jeremías necesita un escape; cuanto más trata de reprimirla, su llama lo quema más interiormente, como una fiebre que le explota en las sienes. La identificación con Dios es más fuerte que su voluntad. La pasión interior tiene más fuerza que sus deseos personales. Después de percibir el sentimiento de Dios en sus lomos, no puede resistir su fuego. Y Dios le ha mandado ceñirse los lomos con el cinturón de lino para que en su carne sienta lo que El siente por su pueblo. Jeremías no tiene un lugar fijo. Es una trompeta que suena en la plaza, en el palacio o el atrio del Templo; resuena en todas las capas del pueblo; despierta a Judá que duerme tranquila en el vicio; la sacude, para que vuelva a vivir en fidelidad la alianza con Dios. Un día se coloca a la puerta de Benjamín, por donde entran y salen los reyes. Y desde ella va, de puerta en puerta, repitiendo el mensaje de Dios sobre el sábado (17,19). Las puertas registran y simbolizan toda la vida ciudadana; el entrar y salir es la síntesis de todos sus movimientos. Así dice Yahveh: -Guardaos de llevar carga en día de sábado y meterla por las puertas de Jerusalén. No saquéis tampoco carga de vuestras casas en sábado, ni hagáis trabajo alguno, antes bien santificad el sábado como mandé a vuestros padres, mas no oyeron ni aplicaron el oído, sino que atiesaron su cerviz sin oír ni aprender. Si me hacéis caso y no metéis carga por las puertas de esta ciudad en sábado y santificáis el sábado sin realizar en él trabajo alguno, entrarán por las puertas de esta ciudad reyes que se sienten sobre el trono de David y esta ciudad durará por siempre. Y vendrán de las ciudades de Judá, de los aledaños de Jerusalén, del país de Benjamín, de la Tierra Baja, de la Sierra y del Négueb a traer holocaustos, sacrificios, oblaciones e incienso, en acción de gracias a la Casa de Yahveh. Pero, si no me oís, entonces prenderé fuego a sus puertas y consumirá los palacios de Jerusalén y no se apagará (17, 21-27). Llevar cargas pesadas recuerda la esclavitud, y el sábado es expresión de la libertad. Santificar el sábado es reconocer su carácter sagrado, como tiempo substraído al trabajo utilitario para dedicarlo al Señor. Jeremías repite este mensaje en las puertas mismas del palacio real de Judá, donde se desenvuelve la vida de la ciudad. A palacio acude la gente a resolver sus pleitos judiciales. "En el palacio de David se encontraban los tribunales de justicia" (Sal 122,5). Cruzar las puertas de palacio significa, para el rey y la corte, ejercer su autoridad y, para el pueblo, garantía de sus derechos. La justicia sustenta el palacio y el trono: "su trono se afianza en la justicia" (Pr 16,12). Sin justicia, el palacio es un lujo inútil. David había sabido escuchar al profeta Natán que lo acusaba (2S 12). Jeremías se presenta con el mismo coraje. Yahveh le dijo: Baja a la casa real de Judá y pronuncias allí estas palabras: -Oye la palabra de Yahveh, tú, rey de Judá, que ocupas el trono de David, y tus servidores y pueblo, que entran por estas puertas: Practicad el derecho y la justicia, liberad al oprimido de manos del opresor; no atropelléis al forastero, al huérfano y a la viuda; no hagáis violencia ni derraméis sangre inocente en este lugar. Si ponéis en práctica esta palabra, seguirán entrando por las puertas de esta casa reyes sucesores de David en el trono, montados en carros y caballos, acompañados de sus servidores y de su pueblo. Mas si no oís estas palabras, juro por mí mismo que esta casa se convertirá en ruinas (22,1-5). Jeremías promete o amenaza, según se cumpla o no la justicia de Dios. Pero, en
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realidad, queda sólo la amenaza, pues Yoyaquim ha atropellado la justicia desde el comienzo de su reinado. El bosque del palacio, con sus artesonados de cedro del Líbano, será abatido por el fuego, pues así dice Yahveh respecto a la casa real de Judá: -Galaad eras tú para mí, cumbre del Líbano: pero ¡te trocaré en desierto, en ciudades deshabitadas! Consagraré contra ti a quienes te destruyan, ¡cada uno con sus hachas! Talarán lo selecto de tus cedros y lo arrojarán al fuego (22,6-7). De muchos pueblos llegarán y se preguntarán: "¿Por qué trató así el Señor a esta gran ciudad? Jeremías les da la respuesta: -Porque abandonaron la alianza del Señor, su Dios, y sirvieron y adoraron a dioses extranjeros (22,8-9).
4. PALABRAS CONTRA LOS REYES En la forma actual del libro de Jeremías las palabras sobre los dirigentes están recopiladas en los c. 21-24. Los dirigentes son los reyes, los sacerdotes o los profetas. A veces se refiere a las tres categorías juntas y entonces les llama pastores. También a ellos está destinada la copa de la ira de Dios. La colección comienza, como introducción, con la respuesta de Jeremías a la petición del rey Sedecías: -Consulta de nuestra parte a Yahveh, porque el rey de Babilonia, Nabucodonosor, nos ataca. A ver si nos hace Yahveh un milagro de los suyos y aquel se retira de nosotros (21,2). Jeremías le responde en nombre de Dios: -Mira, yo hago rebotar las armas que tenéis en las manos. Yo voy a batirme contra vosotros... Y tras ello entregaré al rey de Judá en manos de Nabucodonosor (21,4-7). Colocadas al comienzo de la colección, estas palabras nos muestran cómo todas las palabras que el profeta pronuncia en nombre de Dios fueron confirmadas en la historia. Dios no dejó por mentiroso a su enviado. Jeremías ha recibido el encargo de advertir a la casa de David, es decir, a la dinastía reinante de Judá, que el rey está para que las cosas marchen según la justicia. Y si el rey se aparta de este camino, existe una instancia superior, de cuya ira abrasadora el profeta de Dios advierte al rey de Judá: -¡Oíd la palabra de Yahveh, casa de David! Así dice Yahveh: Haced justicia cada mañana, y salvad al oprimido de mano del opresor, si no queréis que mi cólera brote como fuego, arda y no haya quien la apague (21,11-12). Jeremías rechaza la falsa seguridad de los jefes de Jerusalén, que se creen inexpugnables en sus riscos: -Mira que va por ti, Roca del Llano, que dices: ¿Quién nos meterá miedo? ¿Quién se nos echará encima? Pues yo os visitaré y os castigaré según el fruto de vuestras acciones: prenderé fuego al bosque y consumirá todos sus alrededores (21,13-14). En Israel, el pueblo de la alianza, solamente Dios es rey. Dios acepta que se proclame rey a una persona de carne y hueso, pero no que detente el poder absoluto. La forma de
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gobernar no puede tener otra finalidad que encarnar el reinado de Dios. El rey sólo es un signo, un símbolo del verdadero rey. Si el rey olvida este papel está rechazando a Dios. El profeta está ahí para denunciarlo. Jeremías no puede callar ante ellos, aunque le persigan. La copa de la ira de Dios alcanza a los reyes que, en su arrogancia, suplantan a Dios y oprimen con violencia a los pequeños. El primero en beber de la copa es Joacaz . Josías ha caído en la batalla de Meguido. En Jerusalén resuenan los lamentos por su rey muerto. Un hijo de Josías, Joacaz, es elevado al trono. Tres meses reina Joacaz. El faraón Necao interviene e invita al joven rey a ir al campamento de Riblá (2Re 23,33-34). Lo apresa y envía a Egipto. Allí muere Joacaz sin volver a ver su patria. Cuando Jeremías pronuncia su palabra, el destino del rey está sellado, aún antes de que se hayan apagado los lamentos por el rey muerto: -No lloréis al muerto ni plañáis por él, llorad, llorad por el que se va, porque jamás volverá ni verá su patria; morirá en el país de su destierro (22,10). En lugar de Joacaz, el faraón coloca en el trono a su hermano, Yoyaquim, hijo también de Josías (2R 23,34). Su suerte será aún peor que la de Joacaz. Jeremías le anuncia una muerte violenta y la profanación de su cadáver.Yoyaquim, sin importarle la penosa situación del pueblo, decide la construcción de un nuevo palacio. Sólo puede permitirse ese lujo haciendo trabajar de balde a los obreros, en contra de lo prescrito por Dios: "No explotarás al jornalero pobre y necesitado, sea hermano tuyo o emigrante que vive en tu tierra. Cada día le darás su jornal, antes de que se ponga el sol, porque pasa necesidad y está pendiente del salario" (Dt 24,14-15). Yoyaquim no concibe la realeza como un servicio a los débiles, sino como un rivalizar en lujo, aunque cometiendo toda clase de injusticias e incluso derramando sangre inocente. Jeremías se alza contra él, contraponiendo las actitudes del rey con las de su padre Josías. La actitud de Yoyaquim es una trampa en la que caerá prisionero. A pesar de todo su afán, de todos sus proyectos, del dinero robado y de la sangre derramada, Jeremías le asegura que todo le irá mal. Sólo encontrará odio y rencor. Si no se porta con el pueblo como rey, el pueblo no lo tratará como rey en el momento de la muerte. El que pretendía sobresalir en cedros y lujos, acabará arrastrado como un asno: -Entierro de asno será el suyo, arrastrado y tirado fuera de las puertas de la ciudad (22,19). La razón de tan terrible castigo son los lamentos que el rey provoca en el pueblo: -¡Hay del que edifica su casa sin justicia y sus pisos sin equidad! Se sirve de su prójimo de balde, sin pagarle su salario (22,13-14). Jeremías se enfrenta, en un diálogo amenazador, con el rey: - ¿Acaso crees que eres rey por tu pasión por el cedro? Tu padre, ¿no comía y bebía? La pregunta queda sin respuesta y Jeremías responde: -Comía y bebía, pero también hizo justicia y equidad. Jeremías traduce la insolencia de Yoyaquim en las respuestas que pone en sus labios: -Pues mejor para él.
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- Juzgó la causa del indigente y del pobre. - Pues mejor. Y Dios entra en el diálogo como juez justo y defensor de los pobres: -¿No es esto conocerme? Y Jeremías como acusador apostrofa al rey: -Pero tus ojos y tu corazón no están orientados más que al lucro. En su escenificación, Jeremías introduce la voz del pueblo que acusa al rey: -¡Y a la sangre inocente! - Para verterla. -¡Y al atropello y la opresión! -Para hacer tú lo mismo. Jeremías concluye proclamando la sentencia de Dios: -Por tanto, así dice Yahveh respecto a Yoyaquim, rey de Judá: No plañirán por él: "¡Ay hermano mío!"; no plañirán por él: "¡Ay Señor!, ¡ay su Majestad!". El entierro de un asno será el suyo: arrastrado y tirado fuera de las puertas de Jerusalén (22,13-19). A la muerte de Yoyaquim, sube al trono Joaquín, con sólo dieciocho años. Al comienzo de su reinado, los babilonios asedian Jerusalén y tiene lugar la primera deportación. Joaquín reinó solamente tres meses (2Re 24,8ss). Se rindió ante Nabucodonosor para evitar mayores desgracias, fue depuesto y llevado cautivo con la reina madre a Babilonia en el primer exilio (587), exactamente como se lo había anunciado Jeremías: -Aunque fueras el sello de mi mano derecha, te arrancaría y te entregaría en manos de tus enemigos. Te arrojaré a ti y a tu madre, que te concibió, a otra tierra donde no nacisteis y allí moriréis (22,24-26). Los supervivientes a esta deportación se sienten consternados y se preguntan: -¿Es Joaquín un trasto despreciable, un cacharro roto? ¿Quizás un objeto inútil? ¿Por qué han sido arrojados él y su prole y echados a una tierra que no conocían? (22,28). Entonces Jeremías, remedando a los falsos profetas, clama: -¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Oye la palabra de Yahveh! (22,30). Es inútil que pongan su esperanza en la Tierra. Ningún descendiente de Yoyaquim volverá a subir jamás al trono de Jerusalén (22,30).
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Joaquín, según el juicio del libro de los Reyes, "hizo lo que el Señor reprueba". Con juramento solemne lo rechaza el Señor. El sello es algo muy personal, signo de la autoridad e instrumento de su ejercicio. Aunque Joaquín sea un rey elegido y un instrumento de Dios, no es un anillo con sello personal. Y aun cuando lo fuera, Dios se desprendería de él y se lo daría a otro. Dios se lo quita de su mano derecha y lo entrega en manos de Nabucodonosor: -Yo te pondré en manos de los que buscan tu muerte, en manos de los que te atemorizan: en manos de Nabucodonosor, rey de Babilonia, y en manos de los caldeos; y no volverás a la tierra a donde anhelas volver (22,24.27). Dios responde a la pregunta de los supervivientes anunciando que Joaquín será inscrito en el registro del pueblo como "estéril", sin prole: no será anillo en la gran cadena de la promesa dinástica. Joaquín no tendrá un hijo como sucesor en el trono, como ya había anunciado Jeremías a Yoyaquim: "no tendrás descendiente en el trono de David" (36,30). En la persona de su hijo se consuma el anuncio. Así dice Yahveh: -Inscribid a este hombre: "Un sin hijos, un fracasado en la vida"; porque ninguno de su descendencia tendrá la suerte de sentarse en el trono de David para reinar en Judá (22,2930). Jeremías dirige otro breve oráculo al rey Joaquín y a la reina madre, que parten al destierro sin dignidad real, acompañados de numerosos ciudadanos. Di al rey y a la Gran Dama: -Sentaos en el suelo, porque se os ha caído de la cabeza la diadema real (13,18). Con el rey van los responsables de Jerusalén. Jerusalén, rebaño del Señor, se queda sin pastores. Ellos, educados para dirigir al pueblo, van a la esclavitud con sus tobillos encadenados: -Las ciudades del Négueb están cercadas, no hay quien abra el cerco. Todo Judá es deportado en masa. Alza tus ojos, Jerusalén, y mira a los que vienen del norte. ¿Dónde está la grey que se te encomendó, tus preciosas ovejas? ¿Qué dirás cuando te visiten con autoridad? Pues tú sólo les enseñabas a hacerte caricias. ¿No te acometerán dolores como de parturienta? Pero acaso digas en tus adentros: "¿Por qué me ocurren estas cosas?". Por tu gran culpa alzan tus faldas y fuerzan tus tobillos (13,19-22). El Señor los dispersa como tamo arrebatado por el viento del desierto: -Por eso os esparcí como tamo arrebatado por el viento de la estepa. Esa es tu suerte, mi paga por tus rebeliones, porque me olvidaste y confiaste en la mentira. Por ello también yo he levantado tus faldas sobre tu rostro, y ha quedado al descubierto tu indecencia: tus adulterios y tus relinchos, la bajeza de tu prostitución. Sobre los altos y en las llanuras he visto tus monstruos abominables. ¡Ay de ti, Jerusalén, que no estás pura! ¿Hasta cuándo todavía...? (13,24-27). Los primeros deportados han partido el año 597 (13,22), pero Jerusalén aún está en pie (13, 23). Jeremías lanza un llamamiento a la lamentación, dirigido a los que se han librado y que de nuevo se consideran seguros, confiando en la tierra (13, 20). Aún aguardan terribles dolores (13,23). Para regirles, Nabucodonosor sustituye a Joaquín por Matanías, tercer hijo de Josías, cambiándole el nombre por el de Sedecías.
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5. PALABRAS A LOS PASTORES La vida de Israel, centrada en la monarquía, se resume en la persona del rey, pastor del pueblo. El rey reviste, por la unción sagrada, un doble carácter: es el representante de Dios en la tierra y el portavoz del pueblo ante Dios. Es él quien, en nombre de todos, da gracias en los días de alegría de la nación; es él quien, en los días de angustia o de llanto, recita las lamentaciones públicas. El rey hace suyas hambre, escasez, epidemias, guerras, las pruebas del pueblo. Cuando se dirige a Dios, es la voz de Israel, encargado de expresar su gratitud, de solicitar la protección divina o de interceder por la nación desventurada o culpable. Además, como jefe del pueblo, tiene que gobernar en la fe y en la justicia. Según "haga lo que es recto o lo que está mal a los ojos de Dios", es recompensado o castigado, tanto en su persona como en su pueblo. Esta misión del rey, poco a poco, la va asumiendo el profeta, mensajero de la palabra de Dios. A Jeremías le toca realizar el ministerio de representante del pueblo ante Dios y ser voz de Dios para el pueblo. El profeta de Anatot carga sobre sí todos los sufrimientos del pueblo: "Por la herida de los hijos de mi pueblo estoy herido, angustiado, me invade el espanto" (8,21). Cuando gime y llora, lo hace en nombre de la nación entera: "Mis ojos se derriten en lágrimas, noche y día, sin descanso, por la inmensa herida que quebranta a la virgen, hija de mi pueblo" (14,17). Experimenta personalmente el dolor de su pueblo: -¡Ay, mis entrañas, mis entrañas! ¡Cómo sufro! ¡Entretelas de mi corazón! Mi corazón me golpea; ya no puedo callarme, porque he oído el sonido del clarín, el clamor de guerra (4,19). Heraldo de Yahveh, se ve obligado a lanzar contra Judá las amenazas más terribles; pero, por una especie de desdoblamiento, es al mismo tiempo oyente y mensajero; en el implacable veredicto que dictan sus labios, él escucha, con el corazón agarrotado, su propia condenación: -Si no escucháis este aviso, mi alma llorará en secreto por vuestro orgullo; y mis ojos verterán lágrimas, porque el rebaño de Yahveh es conducido al cautiverio (13,17). Intérprete de la angustia de Israel, que es su propia angustia, Jeremías se sitúa espontáneamente como intercesor. Se siente abogado de Israel. Hasta los mismos reyes, que antes ejercían como intercesores del pueblo, se presentan a suplicarle que implore piedad a Dios para el pueblo. Sedecías le suplica: -Ruega por nosotros a Yahveh, nuestro Dios (37,3). Jeremías considera el deber de intercesor como inherente a su misión y se lo dice a Dios: -Recuerda cómo me he presentado ante ti para hablarte en favor suyo y alejar de ellos tu furor (18,20). Lo hace incluso cuando se trata de un enemigo:
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-Oh sí, Yahveh, ¿no te he servido cuidadosamente? ¿No he intercedido ante ti por mi enemigo en el tiempo de la desgracia y de la angustia? (15,11). Y aunque Dios le repita que en adelante toda su intercesión será inútil, él insiste en sus súplicas. Dios le dice: -Y tú no intercedas en favor de este pueblo, no eleves por ellos súplicas ni oraciones; no insistas ante mí, pues yo no te escucharé (7,16). Sin embargo, Jeremías, con humildad y convicción, sigue presentando su intercesión por el pueblo. La plegaria cordial, sin testigos, le brota del interior. Desde el fondo del alma sube en su simplicidad y sinceridad hasta Dios: -Bien sé, oh Dios, que el camino del hombre no está en sus manos y que no depende del hombre que camina enderezar sus pasos. Castígame, oh Dios, pero con justa medida y no según tu cólera, no sea que me aniquiles (10,23-24). Jeremías está tan vinculado con Israel que compartirá todas sus pruebas, incluida la muerte. La conversión de Israel se da en primer lugar en su profeta, a quien le toca pasar por el crisol de todas las pruebas del pueblo. El es un signo, una palabra de Dios para el pueblo. En su vida está abierto el camino de conversión, que Dios ofrece a todo el pueblo. El es la levadura que Dios mezcla con la masa para que todo el pueblo fermente y llegue a la experiencia renovada de la nueva alianza. Pero, en contraste con esta actitud, de sus labios brota un amargo ¡ay! por los pastores que "dejan perderse y desparramarse las ovejas". Son palabras que acusan a todas las personas que dirigen a Judá, por no desempeñar fielmente su ministerio. Jeremías les recuerda que el rebaño no es propiedad de los pastores, sino de Dios, ante quien son responsables como encargados. Dios les tomará cuentas de la dispersión de las ovejas: -¡Ay de los pastores que dejan perderse y desparramarse las ovejas de mis pastos! Pues así dice Yahveh, el Dios de Israel, tocante a los pastores que apacientan a mi pueblo: Vosotros habéis dispersado mis ovejas, las empujasteis y no las atendisteis. Mirad que voy a pasaros revista por vuestras malas obras (23,1-2). Dios, por tratarse de su rebaño, interviene. El mismo reunirá a las ovejas dispersas y las reunirá de nuevo en sus praderas. El las expulsó, sabe dónde se encuentra cada una "en todos los países" (23,3). Una vez devueltas a su tierra, Dios pondrá nuevos pastores para regir al pueblo. Dios tiene puestos sus ojos en un rey justo del linaje de David para los tiempos futuros: -Mirad que vienen días en que suscitaré a David un Germen justo. Reinará como rey prudente, y administrará el derecho y la justicia en la tierra. En sus días estará a salvo Judá, e Israel vivirá en paz. Y le llamarán: "Yahveh, justicia nuestra" (23,5-6). A esta promesa se ligan unas palabras de salvación que prometen el retorno del exilio: -Mirad que vienen días en que no se dirá más: "¡Por vida de Yahveh, que subió a los hijos de Israel de Egipto!", sino: "¡Por vida de Yahveh, que subió la estirpe de Israel de tierras del norte y de todas las tierras a donde los arrojó!", y habitarán en su propio suelo (23,7-8).
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El destierro será el arranque de un nuevo éxodo, tan importante que impondrá un cambio en la confesión de fe de Israel (16,14-15). Cuando Dios, como Señor de la historia, rescate a Israel de sus opresores, hasta los paganos descubrirán la vaciedad de los ídolos y confesarán la grandeza del Dios de Israel: -¡Oh Yahveh, mi fuerza y mi fortaleza, mi refugio en el día de apuro! A ti vendrán las gentes de los confines de la tierra y dirán: ¡Mentira recibieron en herencia nuestros padres, vanidad y cosas sin provecho! ¿Podrá hacerse el hombre dioses para sí? ¡No son dioses! Por tanto, yo les haré conocer mi mano y mi poder, y sabrán que mi nombre es Yahveh (16,1921). Al lado del rey están los sacerdotes, empeñados a veces en sustituir a Dios en lugar de guiar al pueblo hacia Dios. Jeremías se enfrenta duramente con ellos. Los sacerdotes son atacados, no por el hecho de ser sacerdotes, sino porque no lo son. La vida de Pasjur en el templo de Jerusalén reproduce la actitud de Amasías en Betel. El enfrentamiento de Jeremías con Pasjur es el mismo de Amós con Amasías. Amasías confiesa abiertamente que él no está al servicio de Dios, sino del rey; según él, Betel, la casa de Dios, es una casa real (Am 7,13). Amasías, según sus propias afirmaciones, ha sustituido la voluntad de Dios por la del rey. Ha profanado el sacerdocio con el sacrilegio de su actuación sacerdotal. A Jeremías le toca vivir la misma situación en Jerusalén. Pasjur ha hecho del templo una cueva de bandidos, el lugar de cita de todos los especuladores, lugar de fornicación e idolatría; allí se adora al sol, dando la espalda al Santo de los santos; se llora a Tammuz, se elevan súplicas a la Reina del cielo; se celebran todos los ritos de oriente y todas las viejas liturgias cananeas; no faltan las orgías ni los sacrificios humanos (c. 7). El templo de Jerusalén, con este caos de paganismo y de libertinaje, sigue siendo para Pasjur y su casta sacerdotal el templo del Dios de Israel. El nombre del Dios único resuena en medio de todo aquello que le es radicalmente opuesto. "Templo de Yahveh" (7,4) es la continua invocación sacrílega en labios de Pasjur. No es la fe en Dios la que suscita la invocación, sino el interés político. El templo encarna las tradiciones nacionales. Con la invocación del templo, Pasjur quiere sostener las esperanzas del pueblo. Su presencia en el templo es signo de prestigio y de confianza. Cuando aparece en el horizonte la amenaza de Asiria o la de Babilonia, la consigna "Templo de Yahveh" adquiere todo un valor político. Es el emblema de la victoria y de la paz. Se trata de la más burda utilización de la fe al servicio del poder. En nombre del "Templo de Yahveh" mueven los reyes y sus funcionarios al pueblo. Pasjur, como Amasías, no sirve a Dios, sino a los intereses del rey. La oposición de Jeremías a los reyes se dirige igualmente a los sacerdotes, por ser falsos sacerdotes. La violencia de Jeremías va dirigida contra sus abusos y negligencias. Se declaran sacerdotes de Yahveh y no hacen más que parodiar y tergiversar su palabra. Están al acecho de beneficios personales, sin que les pase por la mente preguntar: "¿Dónde está Dios?" (2,8). Sólo buscan a los hombres que les alimentan. Tal es la masa de sacerdotes, que hormiguean por el templo en torno a Pasjur, a los que se enfrenta Jeremías. El, de familia sacerdotal, no ejerce nunca el sacerdocio y hasta se le prohíbe la entrada al templo, pero reclama a los sacerdotes que lo sean de verdad, que enseñen al pueblo la Torá con su palabra y con su vida en vez de pisotearla con sus ritos vacíos y rutinarios y su conducta contraria a la palabra de Dios. Jeremías, alejado del templo, pero obediente hasta la muerte a la palabra de Dios, es una provocación continua para los sacerdotes. El espacio sagrado no puede encerrar a Dios; ni los ritos pueden cerrar o abrir su boca. Dios se comunica a Jeremías fuera del recinto del
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templo y al margen de sus ritos. Y no es que Jeremías se oponga a la celebración de los ritos, pero sí se opone a los ritos mecánicos, atrofiados, que no renuevan la alianza con Dios en la vida. El divorcio entre culto y vida manifiesta la vaciedad e inutilidad del culto. Ni el templo ni el culto son necesarios para mantener la alianza con Dios. Dios puede arrancar a su pueblo de la tierra y privarlo del templo, pero no puede renunciar a la alianza que ha sellado con él. Por su amor al pueblo, por la alianza sellada con él, Dios ama al templo y se complace en las celebraciones del templo. Fuera del amor y de la alianza, la gloria de Dios sale de él (Ez 1,24.33). Cuando el pueblo ponga su confianza en Dios y no en un espacio sagrado, la gloria de Dios volverá a llenar el templo. Cuando el templo está en pie, el templo manifiesta el gozo de Dios con su pueblo. Cuando está destruido manifiesta su tristeza. Pero no es suficiente que el templo esté en pie, sino que signifique el amor conyugal que viven Dios e Israel.
6. PALABRAS A LOS PROFETAS Jeremías no es el único profeta que habla en nombre de Dios. Hay, junto a él, otros que reivindican el carisma de profetas: Urías (26,20-24), Ananías (c. 28), Acab y Sedecías (29,21) y otros muchos a quienes cita el mismo Jeremías, sin que conozcamos sus nombres (23,9-40;14,13). Jeremías, al comienzo, no tiene ningún deseo de distinguirse de los demás profetas (28,6-9); no se cree único ni tiene la intención de calificar a priori a los otros como "falsos profetas". No tiene aún ningún criterio para distinguir al falso profeta del verdadero y, mucho menos, para privilegiar su propio mensaje en relación al de los otros, que defienden con igual convicción que él la llamada divina. El contacto con estos profetas, sin embargo, provoca en Jeremías una fuerte crisis en su vocación profética. Esta crisis le lleva a desahogarse con Dios. Si él es el inspirador del mensaje, ¿por qué no concuerdan sus mensajeros? Si es él quien le ha llamado y enviado, poniendo su palabra en su boca, ¿por qué es el único que proclama el mensaje de destrucción mientras los demás pueden anunciar vaticinios halagadores? Si es él quien le ha delegado como su boca, ¿por qué le toca sufrir el rechazo de quienes deberían alegrarse sintiéndole colega suyo? Jeremías no esconde a Dios su desconcierto. Está convencido de haber entendido fielmente la palabra que Dios le ha confiado; la ha comido (15,16), la ha transmitido con toda sinceridad (17,16), ¿por qué entonces, en medio de los demás profetas, se siente solitario, desadaptado, como eterno rebelde? Dios no le da respuesta alguna a sus inquietudes profundas y así sus sufrimientos se agravan cada día (12,5); no le queda otro remedio que seguir en solitario su camino (15,19-21), haciendo más provocante su palabra (15,19). ¿Y los otros profetas? El Señor no les ha enviado (14,14-16), son unos impostores (23,16). Para disipar sus dudas, Jeremías no tiene razones convincentes, sino sólo la absurda certeza de que a él realmente Dios le habla. El primer enemigo del profeta de Dios es el falso profeta, que siempre ha sido un lazo para Israel (Dt 13). Los falsos profetas anuncian sueños, visiones, deseos mentirosos; la fuente de inspiración es su propio corazón, pues el Señor no les ha enviado ni hablado. Siempre anuncian lo que les conviene, lo que el pueblo quiere escuchar; con ello anclan al pueblo en falsas seguridades, lo confirman en el pecado. En definitiva, predican la rebelión contra Dios, impidiendo la conversión. Como quieren agradar a los hombres, conducen al pueblo a la ruina. Amantes del vino, de la inmoralidad, de la violencia, de la mentira y del soborno se visten de profetas, pero son lobos disfrazados de ovejas. La más encarnada lucha del enviado de Dios consiste en desenmascar a estos falsos profetas que desprestigian la misma misión del profeta. Con sus adulaciones y anuncios de paz, los falsos profetas escalan fácilmente los puestos cercanos al poder, son bien aceptados por los gobernantes y también
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por el pueblo, que prefiere el engaño consolador a la verdad que denuncia su vida. El falso profeta anuncia rutinariamente los consabidos dogmas, a menudo falsificados: predica un Dios bonachón, propenso a fáciles misericordias sentimentales. El falso profeta, habiendo recibido promesas condicionales, las convierte en certezas absolutas. En ellas proyecta sus quimeras como si ya fueran realidad. Vive de ilusiones y alimenta al pueblo con falsas esperanzas. Frente a la agresividad de los verdaderos profetas, impopulares porque denuncian sin paliativos el pecado y sus consecuencias, el falso profeta se instala en la religión tradicional, repartiendo tranquilizantes. El deseo de triunfo, de ser aceptado, el miedo al rechazo, la dependencia del rey y la seducción de las masas hacen del falso profeta un esclavo, que se engaña a sí mismo antes de engañar al pueblo. El falso profeta, haciendo compromisos con Dios y con el pueblo, termina perdiendo a Dios y al pueblo. Tiene brazos y pies de plomo, no arriesga jamás su vida, no es mártir, testigo personal de sus anuncios; no sabe ni puede interceder por el pueblo pecador, perdiendo la vida por la fidelidad a Dios y a su alianza con el pueblo. Si ve venir al lobo, huye, sin importarle otra cosa más que salvar su vida. Con frecuencia la monarquía misma inaugura un profetismo de palacio, en condición servil a los intereses del monarca, a cambio de la subsistencia diaria. Los "profetas del rey" son los agentes más eficaces para imponer la voluntad real. Los falsos profetas contradicen la esencia del profetismo al convertirse en "profetas profesionales". A Jeremías le toca luchar contra estos falsos profetas, para arrancarles la máscara con que se presentan ante reyes y pueblo. Para ello cuenta con la fuerza del envío de Dios: -Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte (1,19). Las palabras de Jeremías no son reflexiones o consejos, son ataques que destrozan la ilusión de falsa seguridad; desafían toda posible evasión, ponen en tela de juicio toda prudencia o imparcialidad. Son una llamada a la fe desnuda y firme sin compromisos de ningún tipo. Jeremías no deja espacio para la indiferencia o la imparcialidad. Golpea, lastima, provoca. Su alegato se acepta o se rechaza. Se le acepta o se le ataca. No caben términos medios. La palabra de Dios, que Jeremías siente en sus huesos, es fuego y martillo: -¿No quema mi palabra como fuego, y como un martillo golpea la piedra? (23,29). Con ella Jeremías abrasa la escoria de los falsos profetas y les golpea hasta triturarlos. Pero, al mismo tiempo, ese fuego se hace en él experiencia personal. En su interior, la palabra es fuego devorador e inquietante. La prueba de la falsedad de esos profetas, a los que se enfrenta, es que ellos no sienten el efecto de la palabra en sus vidas, como él siente que hace estallar su alma en pedazos. La palabra lo empapa, le hace una sola cosa con ella; es el gozo y la alegría de su corazón (15,16), es su oprobio y su gloria, es su vida. Emprenderla con hombres, que hablan y actúan en nombre de Dios, es la tarea más difícil que le toca a Jeremías, que se siente sobrecogido por el poderío del mal sobre el pueblo de Dios. Pero aún le horroriza más el que ni sacerdotes ni profetas se enfrenten a ese poder: -Tanto el profeta como el sacerdote se han vuelto impíos (23,11). Jeremías siente celo y dolor por la palabra santa de Dios, que él vive y pronuncia y que los falsos profetas adulteran e invalidan. Hasta la tierra hace duelo por la infidelidad de los profetas, que provocan la infidelidad del pueblo:
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-Se me partió el corazón en mis adentros, se estremecieron todos mis huesos, me quedé como un borracho, a quien le domina el vino, por causa de Yahveh y de sus santas palabras. El país está lleno de fornicadores; sus caminos son perversos y su poder un continuo abuso. Tanto el profeta como el sacerdote se han vuelto impíos; en mi misma Casa topé con su maldad -oráculo de Yahveh-. Por tanto su camino será su despeñadero: empujados, caerán en la sima. Enviaré sobre ellos una calamidad, al tiempo de su visita (23,9-12). La acusación se eleva de tono, al comparar a los profetas de Judá con los profetas del reino del norte. Los profetas del norte extraviaron al pueblo, los de Judá impiden la conversión. Samaría y Jerusalén, capitales de los dos reinos, son como Sodoma y Gomorra. El Señor alimentará a estos falsos profetas con ajenjo y veneno: -En los profetas de Samaría he observado una ineptitud... Mas en los profetas de Jerusalén he observado una monstruosidad: adulterar y proceder con falsía, dando la mano a los malhechores, sin que ninguno se convierta de su malicia. Se han vuelto como Sodoma, y los habitantes de la ciudad como Gomorra (23,13-15). Los profetas de Jerusalén son peores que los profetas del norte, sobre los que vino el juicio. Tales profetas impiden la conversión, pues no hacen más que anunciar salvación y venturas para el pueblo. Así dice Yahveh Sebaot: -No escuchéis las palabras de los profetas que os profetizan. Os están embaucando. Os cuentan sus propias fantasías, no cosa de boca de Yahveh (23,16). Dios, como rey soberano, convoca el consejo de su corte, invitando a Jeremías a participar en él, para que pueda transmitir fielmente lo decidido: -¿Quién asistió al consejo de Yahveh, vio y oyó su palabra?, ¿quién escuchó mi palabra y la oyó? Mira, Yahveh desata una tormenta, un torbellino que remolinea sobre la cabeza de los malvados. La ira de Yahveh no se apaciguará hasta que ejecute los designios de su corazón. En días futuros os percataréis de ello. Yo no envié a esos profetas, y ellos corrían. No les hablé, y ellos profetizaban. Si hubieran asistido a mi consejo, anunciarían mis palabras a mi pueblo, para que se convirtiese de su mal camino y de sus malas acciones (23,18-22). Esto muestra su falsedad. Dicen lo que se inventan; Dios no los ha enviado. Con sus palabras hueras, los falsos profetas hacen de Dios un "Dios de cerca", un Dios del que se puede disponer, pues se pone al servicio de los deseos y caprichos de los hombres. El "Dios de lejos" no tolera ser utilizado, no admite que lo citen a juicio. Jamás será lo que los hombres quieren hacer de él. Los falsos profetas son, con sus mentiras, cómplices de los malvados, llevando al pueblo incluso a olvidarse de Dios. El Señor les replica: -¿Soy yo sólo un Dios de cerca y no soy un Dios de lejos? (23,23). Si el profeta necesita ser invitado a asistir al consejo de Dios para enterarse, Dios no necesita acudir a los escondrijos de los falsos profetas para enterarse de lo que maquinan, pues está presente en todas partes y no sólo en el templo. Ni la lejanía ni el ocultamiento impiden al Señor ver y saber lo que ocurre. El itinerario de Dios en la historia no coincide con lo que imaginan los falsos profetas. Dios conduce la historia a través de un laberinto de
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contradicciones aparentes. Su plan está entretejido con más hilos de los que puede imaginar el hombre. Lo que sucede y lo que está por suceder, a los ojos del hombre a veces está separado por siglos; a los ojos de Dios, en cambio, son una misma cosa. La oscuridad de la historia esconde una luz para quien la mira con los ojos de Dios: -¿Soy yo un Dios sólo de cerca y no soy Dios de lejos? ¿O se esconderá alguno en escondite donde yo no le vea? ¿No lleno yo los cielos y la tierra? (23,23-24). La paciencia de Dios no se compagina con las impaciencias humanas. Sólo al final se aclara el sentido de los hechos. Jeremías tiene que negar la autenticidad de las revelaciones de los falsos profetas, que se presentan como enviados de Dios y, de este modo, mienten en nombre de Dios, desacreditándolo. Apelan a sus sueños: -Profetizan falsamente diciendo: ¡He tenido un sueño! ¡He tenido un sueño! (23, 25). Jeremías les replica: -¿Qué tiene que ver la paja con el grano? (23, 26). Con sus sentencias, por ellos mismos imaginadas, embaucan al pueblo y así ensombrecen el nombre de Yahveh, Dios vivo. Adormecen la conciencia del pueblo en su alejamiento de Dios. Jeremías expresa su terrible desconcierto al comparar la conducta de los falsos profetas con el testimonio de la palabra de Dios que lleva dentro. Por abusar de la palabra, que es luz, los profetas son condenados a la oscuridad (23,12). La seguridad que prometen al malvado no puede "venir de la boca de Dios" (23,17). No puede venir de Dios el sueño que lleva a renegar de él: -¿Hasta cuándo seguirán estos profetas profetizando embustes y las fantasías de su corazón? Con los sueños que se cuentan unos a otros pretenden hacer olvidar mi nombre a mi pueblo, como lo olvidaron sus padres a causa de Baal? El profeta que tenga un sueño, que lo cuente; y el que tenga mi palabra, que la diga fielmente (23,25-28). La palabra de Dios es fuego, en primer lugar para el profeta, que la siente dentro de sí como un incendio (20,9). Sólo si le abrasa puede, luego, transmitirla a los demás con la fuerza de un martillo que tritura la roca. Así lo hace Jeremías: -¿No es mi palabra fuego y un martillo que tritura la piedra? Pues bien, aquí estoy yo contra los profetas que se roban unos a otros mis palabras. Aquí estoy yo contra los profetas que usan su lengua para emitir oráculos. Aquí estoy yo contra los profetas que cuentan falsos sueños y hacen errar a mi pueblo con sus falsedades y con su presunción. Yo ni les he enviado ni dado órdenes, no son de ningún provecho para este pueblo (23,29-32). Dios, que nunca pierde el buen humor, le dice a Jeremías: -Cuando te consulte este pueblo -un profeta o un sacerdote-: "¿Cuál es la carga de Yahveh?", les dirás: Vosotros sois la carga, y yo voy a dejaros en el suelo (23,33-40). Jeremías lo recordará más tarde. En tiempos de aprieto, probablemente durante el cerco de Jerusalén, vienen a Jeremías pidiéndole que consulte a Dios y dé un poco de luz a su sombrío panorama (21,1-2). Jeremías les responde: ¿Queréis un oráculo? Helo aquí: vosotros sois mi oráculo, mi carga (massah significa oráculo y carga), la carga que Dios llevaba hasta
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el presente, pero que ahora va a arrojar. Dios arroja lejos de sí la carga de su pueblo infiel. El castigo de los falsos profetas es que su oráculo mentiroso resulta verdadero al revés. Y me dijo Yahveh: -Mentira profetizan esos profetas en mi nombre. Yo no les he enviado ni dado instrucciones, ni les he hablado. Visión mentirosa, augurio fútil y delirio de sus corazones os dan por profecía. Por tanto, los profetas que profetizan en mi nombre, sin haberles enviado yo, y que dicen: "no habrá espada ni hambre en este país", con espada y con hambre serán rematados, y el pueblo al que profetizan yacerá derribado por las calles de Jerusalén, por causa del hambre y de la espada, y no habrá sepulturero para ellos ni para sus mujeres, sus hijos y sus hijas; pues volcaré sobre ellos mismos su maldad (14,14-16). Jeremías desea proteger al pueblo de los profetas que le adormecen con sus anuncios de falsas seguridades (14,13;4,10). Pero el pueblo no le escucha; le agrada más escuchar a los profetas que le halagan los oídos. Y Jeremías sigue gritando que Dios desea que el hombre vuelva a él de corazón. El anuncio de un desastre no es más que el preludio del anuncio de la salvación. Dios ama al hombre y Jeremías lo sabe. Y se revuelve contra todo el que deja al hombre en su inconsciencia, lejos de Dios. El amor a Dios, privado de los hombres, y el amor a los hombres, privados de Dios, es lo que hace que Jeremías se levante furioso contra los falsos profetas, que traicionan a Dios y al pueblo.
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7. QUEMA DEL ROLLO 1. MOLINO DETENIDO Baruc hace una recapitulación de los veintitrés años del ministerio de Jeremías. En ella constata que la predicación de Jeremías, como la de los profetas anteriores, ha sido un fracaso. El pueblo está maduro para el castigo. Dios enviará a su siervo Nabucodonosor, ya que Israel no ha querido acoger a los profetas, siervos de Dios. El pueblo ha respondido con contumacia a la insistencia solícita de Dios. Dios apaga la lámpara de su luz y deja a Israel a oscuras; detiene el molino, donde ha preparado el pan para el pueblo. Ahora experimentarán el hambre. El año cuarto de Yoyaquim, hijo de Josías, rey de Judá, o sea, el año primero de Nabucodonosor, rey de Babilonia, Jeremías recibió esta palabra para todo el pueblo de Judá y él la pronunció ante todo el pueblo de Judá y ante toda la población de Jerusalén: -Desde el año trece de Josías, hijo de Amón, rey de Judá, hasta este día, durante veintitrés años me ha sido dirigida la palabra de Yahveh y os la he comunicado puntualmente, pero no habéis escuchado. También os ha enviado Yahveh a todos sus siervos los profetas, y tampoco quisisteis escucharles ni prestarles oído. Os decían: "Que se convierta cada uno de su mal camino y de sus malas acciones, y volveréis al solar que Yahveh os dio, a vosotros y a vuestros padres, desde siempre y para siempre". Pero no les habéis escuchado-oráculo de Yahveh- provocándome con las obras de vuestras manos, para vuestro mal. Por eso, yo mando a buscar a todos los pueblos del norte y a mi siervo Nabucodonosor, rey de Babilonia; los traeré contra esta tierra, contra sus habitantes y contra las gentes de los alrededores; los anatematizaré y los convertiré en espanto, burla y ruina eterna. Haré cesar toda voz de gozo y voz de alegría, la voz del novio y la voz de la novia, el ruido del molino y la luz de la candela (25,1-10). Aunque la amenaza de Babilonia es muy seria, el rey Yoyaquim no está dispuesto a someterse. Su resistencia se ve favorecida por el hecho de que, en el año 604, Nabucodonosor, al recibir la noticia de la muerte de su padre, abandona la campaña contra Siria y vuelve a Babilonia. Jeremías, que había anunciado la invasión, pasa por falso profeta ante el pueblo. Pero su mensaje no cambia: el Señor entregará Jerusalén en manos de los
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enemigos si no cambia de conducta. Para exhortar a la conversión dicta a su secretario Baruc las antiguas profecías y las últimas palabras recibidas del Señor, a fin de que las lea en el templo.
2. REDACCION Y LECTURA DEL VOLUMEN El enfrentamiento de Jeremías con el rey Yoyaquim alcanza su punto culminante en diciembre del 605, cuando Yoyaquim quema el volumen dictado por Jeremías a Baruc y manda luego apresar al profeta y a su secretario. En este contexto, Jeremías pronuncia un oráculo en el que condena a Yoyaquim y a su descendencia de forma definitiva. Así dice el Señor a Yoyaquim, rey de Judá: -No tendrá descendiente en el trono de David; su cadáver quedará expuesto al calor del día y al frío de la noche. Castigaré sus crímenes en él, en su descendencia y en sus siervos (36,30-31). Nabucodonosor, apenas coronado rey de Babilonia, un año después de la batalla de Karkemis, marcha contra Jerusalén y amenaza con derrumbarla. Pero el rápido sometimiento de Yoyaquim evita lo peor. Todos respiran. Naturalmente esto fue un motivo más para no tomar muy en serio los anuncios hechos por Jeremías. Judá ha logrado escapar del peligro. Jeremías, que ve más lejos, tiene que actuar y reavivar en el pueblo el anuncio del juicio de Dios en toda su plenitud (36,1-4). La ocasión propicia se la brinda un ayuno proclamado para todo el pueblo (36, 9). Dios ordena a Jeremías que escriba en un rollo todas las palabras que ha recibido de él. La palabra, denunciando el pecado, busca suscitar la conversión para que Dios pueda otorgar el perdón. Con precisión de secretario, anota Baruc: Aconteció que en el año cuarto de Yoyaquim, hijo de Josías, rey de Judá, fue dirigida esta palabra a Jeremías de parte de Yahveh: -Toma un rollo y escribe en él todas las palabras que te he dicho sobre Judá y Jerusalén y sobre todas las naciones, desde la fecha en que comencé a hablarte, siendo rey Josías, hasta hoy. A ver si la casa de Judá se entera de todo el mal que he pensado hacerle y se convierte cada uno de su mal camino, para que yo pueda perdonar sus culpas y pecados (36,1-3). Jeremías llama a Baruc, hijo de Nerías, y le dicta, para que escriba, todas las palabras que Yahveh le ha comunicado. La palabra de Dios es fundamentalmente una palabra hablada, proclamada. Pero, dado que a Jeremías se le ha prohibido presentarse en el templo, Dios no permite que la palabra sea encadenada y manda a Jeremías que la escriba; pero aún escrita, se destina a la proclamación inmediata. En un mismo día el texto fue proclamado tres veces, dos por Baruc y una por Yehudí. Una vez escrita, un día de ayuno público es el día elegido para su proclamación. Es un día propicio, no sólo para encontrar al pueblo reunido en el templo, sino para encontrarlo con una actitud abierta a escuchar, favorable al mensaje de conversión. Jeremías ordena a Baruc: -Yo estoy detenido y no puedo entrar en el templo. Así que, vete tú, y lees en voz alta el rollo en que has escrito al dictado mío las palabras de Yahveh, de modo que las oiga el pueblo y todos los de Judá que vienen de sus ciudades a la Casa de Yahveh con motivo del día de ayuno. A ver si presentan sus súplicas a Yahveh y se vuelve cada uno de su mal camino; porque grande es la ira y el furor que ha expresado Yahveh contra este pueblo (36,67).
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Baruc obedece sin discutir y cumple la arriesgada misión que, sin muchas aclaraciones, le encomienda Jeremías. En el atrio superior, a la entrada de la puerta Nueva del templo, en presencia de todo el pueblo, Baruc lee las palabras que Jeremías le ha dictado y él ha escrito con tinta en el rollo (36,8-10). La proclamación de la palabra de Dios suscita diversas reacciones. Un grupo de oyentes la escucha y se conmueve con ella. Otros se asustan y corren a informar a los dignatarios, reunidos en sesión en el palacio real. Los dignatarios convocan a Baruc a su presencia para que les lea el rollo. Le dicen: -Siéntate y léelo ante nosotros. Baruc lo lee ante ellos. Cuando oyen el contenido, se asustan, y se dicen unos a otros: -Tenemos que comunicar todo esto al rey. Y a Baruc le preguntan: -Dinos cómo escribiste todo esto. Baruc les responde: -Jeremías iba pronunciando estas palabras y yo las iba escribiendo con tinta en el rollo. Algunos dignatarios, favorables al profeta, pero preocupados por las reacciones del rey, aconsejan a Baruc que se esconda junto con Jeremías: -Vete y escóndete con Jeremías, y que nadie sepa dónde estáis. Entonces, después de guardar el rollo en la habitación de Eisama, el secretario, se dirigieron al atrio real y comunicaron al rey de palabra todo el asunto (36,11-21) La palabra va ascendiendo, como la marea del mar, hasta alcanzar al rey. Es el mes de diciembre. El rey está sentado en su habitación de invierno junto a un brasero encendido. Yoyaquim, informado del asunto, manda buscar el rollo y ordena que se lo lean. La palabra de Dios ha superado todas las trabas y llega hasta el rey. Las palabras de Jeremías son leídas por tercera vez, ahora ante el monarca no ya por Baruc, que se halla escondido junto con Jeremías por consejo de los principales, quienes vuelven así a salvar una vez más la vida a Jeremías. Las palabras de Jeremías, leídas en voz alta por una voz neutral, como si se tratase de las actas de un proceso, resuenan ante el rey, que se llena de ira. Pero el rey finge indiferencia y desprecio. Cada fragmento leído lo rompe con su cortaplumas y lo arroja al fuego. Baruc nos trasmite la descripción de lo ocurrido con la viveza de un testigo presencial, que iría al escondite de Jeremías y Baruc a contarles lo sucedido, pues no todos estaban de acuerdo con la actuación del rey. Algunos se espantaron hasta lo más íntimo de su ser por lo ocurrido: -El rey estaba sentado en la casa de invierno, -era en el mes noveno-, con un brasero delante encendido. Y así que Yehudí había leído tres hojas o cuatro, él las rasgaba con el cortaplumas del escriba y las echaba al fuego del brasero, hasta terminar con todo el rollo en el fuego del brasero. Ni se asustaron ni se rasgaron los vestidos el rey ni ninguno de sus siervos que oían todas estas cosas, y por más que Elnatán, Delaías y Guemarías suplicaron el
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rey que no quemara el rollo, no les hizo caso (36, 22-25). La quema del rollo por parte del rey significa su negativa a escuchar la palabra de Dios. El contraste entre Yoyaquim y Josías es evidente. En el reinado de Josías se descubrió el rollo de la Ley (2Re 22,3-13). Ahora Yoyaquim se encuentra con otro rollo con las palabras que Dios ha dado a Jeremías. En ambos casos hay una primera lectura ante los funcionarios reales, hecha en un caso por Safán (2R 22,8) y en el otro por Baruc (Jr 36,1415). La reacción de los oyentes es completamente distinta. Josías, al escuchar las palabras del rollo, rasga sus vestiduras (2Re 22,11.19) y confiesa a los dignatarios que le rodean: "El Señor está enfurecido contra nosotros porque nuestros padres no obedecieron los mandatos de este libro cumpliendo lo prescrito en él" (2Re 22,13). Después de consultar a la profetisa Fulda, Josías emprende una serie de medidas para obedecer a las palabras que le han leído (2Re 23,4-14). Por el contrario, si bien algunos funcionarios del rey Yoyaquim se conmovieron al escuchar la lectura de Baruc (36,16), no ocurre lo mismo con el rey y el conjunto de sus dignatarios: -Ni el rey ni sus ministros se asustaron al oír las palabras del libro ni se rasgaron sus vestiduras (36, 24). El rey aparece frío e impasible frente a todos. La palabra, cortada en pedazos, se va quemando en un lento martirio; pero renace de las cenizas, viva y potente. Es el contraste entre la palabra de Dios y el rey de Judá. La palabra sale de lo escondido, donde se encuentra Jeremías, y resuena en el templo y en el palacio. Como la palabra es su profeta. Jeremías también se quema día a día, fracasa hasta el final, pero renace transformado en palabra viva y eterna. Y como Jeremías será la Palabra en persona, Jesucristo, triunfadora de la muerte. La desaparición del rollo en el fuego significa de manera simbólica la anulación de todas las palabras de Jeremías. Es como si él no hubiera hablado. Ha gastado su vida en vano. Se puede sospechar lo doloroso del hecho para Jeremías. Pero quizás más que el fracaso personal, Jeremías debió sentir la acción del rey como un fracaso del mismo Dios. Pero Yoyaquim, con aquel acto, no logra quemar la palabra de Dios, sino que acababa de firmar la ruina de su casa, de su reino y de su país. La palabra de Dios no está encadenada, vuelve a sonar con toda su eficacia (36,28); es una palabra viva e infalible (36,30-31). Dios tiene la última palabra en este desafío del rey. El rey quema el rollo, pero el Señor dirige de nuevo la palabra a Jeremías: -Toma otro rollo y escribe en él todas las cosas que antes había en el primer rollo, quemado por Yoyaquim, rey de Judá. Y a Yoyaquim, rey de Judá, le dices: Tú has quemado el rollo, diciendo: "¿Por qué has escrito en él que vendrá sin falta el rey de Babilonia y destruirá esta tierra y se llevará cautivos de ella a hombres y bestias?". Por eso, así dice Yahveh a Yoyaquim, rey de Judá: No tendrá quien le suceda en el trono de David y su propio cadáver yacerá tirado expuesto al calor del día y al frío de la noche. Yo castigaré sus culpas en él, en su descendencia y en sus siervos, y traeré sobre ellos, sobre los habitantes de Jerusalén y sobre los hombres de Judá todo el mal con que les amenacé, sin que me hicieran caso (36,28-31). Una vez reducido a cenizas el rollo, el rey intenta eliminar también al profeta, que ha tenido la osadía de escribir tales palabras. La orden del rey de encarcelar a Jeremías y a su secretario cayó en el vacío. No fueron encontrados (36, 26). Jeremías tomó otro rollo y se lo
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entregó a Baruc para que escribiese en él, a su dictado, todas las palabras del libro quemado. Y se añadieron otras muchas palabras semejantes (36,32). Se quema el rollo, pero no la palabra de Dios, que sigue viva y ardiente más que el fuego.
3. CONTRASTE ENTRE JUDA Y LOS RECABITAS Más tarde, a finales del reinado de Yoyaquim, en el momento en que los habitantes del campo acuden a buscar refugio en Jerusalén, huyendo del ejército de Babilonia, Jeremías, por orden de Dios, convoca al grupo de los recabitas en una sala del templo de Jerusalén y les pide que beban del vino que ha echado en unas copas. Los recabitas se niegan a beber invocando su fidelidad a los principios que les impuso su antepasado Yonadab, hijo de Recab. En efecto, los recabitas constituyen un grupo, cuyo estilo de vida obedece a las reglas propias de los seminómadas y se niegan, por convicción religiosa, a aceptar las costumbres de la vida de la ciudad. Fundado hacia el año 840 por Yonadab (2Re 10,15-24), este grupo profundamente yavista se muestra reacio a la vida de los sedentarios, que supone a su juicio graves peligros para su fe. Al presentar este ejemplo, Jeremías no está proponiendo a los judíos que acepten el estilo de vida de los recabitas, sino que desea ponerlos como ejemplo de obediencia a la palabra y a las prescripciones de sus antepasados. Partiendo del ejemplo de los recabitas, Jeremías resalta el contraste de los judíos, infieles a la palabra recibida de Dios. En nombre de Dios, Jeremías apostrofa a los judíos: -¿No aprenderéis la lección que os invita a escuchar mis palabras? Se cumple la palabra de Yonadab, hijo de Recab, que prohibió a sus hijos beber vino, y no han bebido hasta la fecha, por obediencia a su padre. En cambio yo -dice el Señor- me afano en hablaros a vosotros y no me escucháis. Sin cesar os envié a mis siervos los profetas a deciros: Volved de vuestro mal camino, mejorad vuestras acciones y no andéis en pos de otros dioses para servirles y así os quedaréis en la tierra que os di a vosotros y a vuestros padres. Pero no prestasteis oído ni me hicisteis caso. Realmente, los hijos de Yonadab, hijo de Recab, observan los mandatos que les dio su padre, pero este pueblo no me hace caso. Por eso, yo haré caer sobre Judá y sobre los habitantes de Jerusalén todas las amenazas que he pronunciado contra ellos, porque les hablé y no me escucharon, les llamé y no me respondieron (35,13-17). Los recabitas, en cambio, reciben la promesa de que permanecerán en su tierra. A la casa de los recabitas dice el Señor, Dios de Israel: -Por haber hecho caso del precepto de vuestro padre Yonadab, no faltará a Yonadab, hijo de Recab, quien siga en mi presencia, a mi servicio todos los días (35, 8-19).
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8. CONFESIONES 1. ¿POR QUÉ, SEÑOR? La vida de Jeremías está llena de preguntas: "¿Por qué, Señor?, ¿hasta cuándo? Toda su existencia transcurre bajo la acción de Dios, "forzado por su mano". Las dificultades que encuentra en su vida son debidas a su vocación. Al principio Jeremías culpa de su fracaso a los hombres (11,18-23); luego lo achaca a los hombres y a Dios (15,10-21), para terminar enfrentándose únicamente con Dios (20,7-9). En el momento de plena desesperación, maldice a la vida misma (20,14-18). Dios, al llamar a Jeremías para anunciar su palabra, convierte su vida en palabra viva en medio del pueblo. Esto supone la renuncia más radical: no tiene vida propia, ni familia, ni participación en gozos y dolores de los suyos. Pero esta renuncia le deja libre para participar y vivir íntegramente con su pueblo en una dimensión más alta y más profunda, en la cercanía abrasadora de Dios. Jeremías, alejado del templo y de sus ritos, afina su lengua, descubriendo unas modulaciones muy poco convencionales. Su diálogo con Dios se hace personal y directo. El eco de su oración, expresión de sus sentimientos ante la misión que Dios le ha confiado, lo encontramos en las llamadas confesiones. Jeremías no vacila en plantear ante Dios sus preguntas, incertidumbre y cansancio. Se trata del más vivo testimonio de su experiencia creyente. Cada una de las "confesiones de Jeremías" está precedida de un encargo de Dios. Como ya hemos visto, sus familiares (12,6) y los habitantes de Anatot, su patria natal, conspiran contra él e intentan matarlo (11,19.21) porque, profetizando en nombre del Señor, critica la institución oficial. En este caso, las dificultades le vienen de los hombres. Dios está de parte de su profeta y le revela los planes homicidas que han maquinado a sus espaldas (11,18). La persecución llega a ser mortal. Así, al menos, la ve Jeremías. Ya han cavado la
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fosa para sepultarlo; el golpe en la lengua es un golpe homicida, porque sólo con la muerte lograrán acallarlo. A Jeremías, que no desea ni puede hacerse justicia por sí mismo, sólo le queda apelar al Señor, que le prometió estar con él contra sus enemigos. Estos enemigos quieren acallar la lengua que denuncia y no se dan cuenta de que esa es la única lengua intercesora que les queda. Ellos mismos están cortando la rama del árbol que les sostiene. Pues bien, ya que así lo quieren, esa lengua se convierte en lengua acusadora, que pide la pena de muerte que se merecen: -Recuerda cuando yo me ponía en tu presencia para interceder por ellos, para apartar tu cólera de ellos. Ahora, entrega sus hijos al hambre y desángralos a filo de espada; queden sus mujeres viudas y sin hijos, mueran sus varones asesinados y sus muchachos acuchillados en el combate. Que se oigan gritos en sus casas, cuando caiga sobre ellos el pillaje repentino, pues han cavado una fosa para prenderme, y han escondido trampas para mis pies. Yahveh, tú conoces su plan de muerte contra mí. ¡No disimules su culpa, no borres de tu presencia su pecado! ¡Caigan ante ti, descarga en ellos tu ira! (18,20-23). Dios no puede alegar, ante la petición de Jeremías, que ignora los lazos que han tendido a su enviado, pues él conoce el plan homicida. Los enemigos no necesitan de Jeremías, porque cuentan con quienes les prestan mejores servicios: el sacerdote siempre dispuesto a darles la instrucción tranquilizadora; el sabio dispuesto a ofrecer sus consejos razonables y prudentes; y el profeta dispuesto a profetizar según los deseos de los oyentes. Jeremías, en cambio, es una palabra siempre inoportuna y molesta. Incluso sus familiares le abandonan (12,6). Jeremías está totalmente solo en ese camino por donde Dios le lleva. En la soledad de la decepción, de la angustia, de la irritación y del dolor es donde Dios le espera. Esta soledad, tan cruel para su sensibilidad, lo arroja por entero en la intimidad de Dios. ¿Hacia quién se volverá sino hacia Aquel que le conduce? ¿En dónde encontrará consuelo y aliento su corazón necesitado de amor? A Dios le conduce su experiencia de despojamiento humano. No le queda más confidente que el mismo Dios. Así comienza a vivir ese culto personal y espiritual que predica. La oración de Jeremías nace del contraste entre la afirmación de la fe: "Dios es justo" y la experiencia repetida de la prosperidad de los malvados. De ahí el doloroso grito que brota de sus labios: ¿Por qué? Los malvados, según lo que aparece ante los ojos, disfrutan de la bendición de Dios, sin que reconozcan a Dios como fuente de su prosperidad. En realidad Dios no ocupa ningún lugar en su vida, como Jeremías apostrofa a Dios: -Tú estás cerca de sus labios, pero lejos de su corazón (12,2). Dios está en la superficie de su existencia, pero no en lo íntimo de su ser. En contraste con ellos, Jeremías apela a la mirada de Dios sobre su propio corazón, ya que está convencido de que sirve a Dios. En justicia, Dios debe intervenir en su favor, pues los malvados se dicen: -Dios no ve nuestro actuar. La respuesta de Dios es desconcertante (12,5). Al ¿por qué? de Jeremías contesta con nuevas preguntas. Y, como si se burlara de Jeremías, le anuncia que aún no le ha llegado lo peor. Le esperan pruebas más duras. La imagen de la carrera de los infantes con la de los jinetes, la oposición entre un país tranquilo y la jungla del Jordán, sugieren que lo peor aún no ha llegado. En su intimidad, Jeremías, quizás sin entender, recoge la respuesta de Dios.
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Acepta el sufrimiento que le acarreará la misma misión profética. Cuanto más anhela rechazar su vocación, más agarrado por ella se siente. Permanece cautivo de la palabra de Dios, sin posibilidad de escapar de ella. Una vez ligado a Dios, su suerte es la de Dios. Caminarán juntos, inseparables hasta el martirio. De todos modos ante la reacción de Jeremías, atormentado al ver que Dios permite vivir y armar sus trampas a quienes quieren deshacerse de su enviado (12,1-3), Dios escucha su deseo de venganza (11,20) y le promete un castigo ejemplar (18,22-23). En su primer desconcierto, Dios le anima a seguir adelante. Al profeta le queda aún mucho camino por recorrer antes de captar el fondo de los planes de Dios. Dios, en su pedagogía, se acomoda a su elegido y le trata con condescendencia.
2. FORZADO POR TU MANO La segunda confesión (15,10-21) es una llamada al juicio de Dios, según el esquema de los salmos de este género. Jeremías comienza proclamando que la hostilidad de que es víctima no tiene justificación alguna. Las amenazas que profiere contra el pueblo no son obra de una malevolencia personal, ya que se contenta con transmitir fielmente la palabra de Dios. Por ello, se cree con derecho a protestar ante ese Dios, al que tan fielmente sirve. El paroxismo del dolor le lleva a pensar que quizás Dios lo ha engañado, que puede ser que toda su experiencia profética ha sido falsa, que tal vez ha sido objeto de un lamentable espejismo: -Forzado por tu mano me senté solitario, porque me llenaste de tu ira. ¿Por qué ha resultado mi penar perpetuo, y mi herida irremediable, rebelde a la medicina? ¡Ay! ¿Serás tú para mí como un espejismo, aguas no verdaderas? (15,17-18). Jeremías teme ser un juguete en las manos de Dios. Desde lo más íntimo de su espíritu le brota el deseo de conservar al menos un mínimo espacio de libertad, un tiempo para él, un ámbito en que él pueda decidir su vida, ser él mismo. Su yo se resiste a morir. Anhela un tiempo y un espacio en que pueda quitarse de encima el carisma de profeta, ser sólo él, con su miseria y su grandeza, pero sólo suya. Desde el principio sintió la repulsa de la vocación, pero Dios le obligó, no con la fuerza o la violencia, sino cogiéndolo de la mano. La mano potente de Dios no se ha levantado ya de él. Desde entonces sus labios sólo han podido decir "no" hacia dentro, pero hacia fuera sólo han podido proclamar las palabras que Dios ponía en ellos. Desde entonces quedaron abiertos para siempre a la profecía, a la palabra de otro. Si intentaba callarla, esconderla dentro, se volvía fuego en su interior, que tenía que vomitar como un volcán arroja la lava. ¡Cuantas veces ha intentado acallarla!: -Yo me decía: no hablaré más en su nombre, pero no podía (20,8-9). Jeremías se halla aprisionado entre su libertad y el poder de la palabra. Cuando la palabra se apodera de él, busca expresión y resonancia, pujando desde sus entrañas como un feto vivo que necesita salir a la luz. De ello se queja. Jeremías se queja del mensaje que Dios le encomienda: anunciar violencia y opresión. Pero vocación y mensaje van íntimamente unidos. Por eso, de lo que protesta es de Dios lo ha elegido. Su deseo, que le vuelve cada día (me decía), es olvidarse de Dios, no hablar más en su nombre. Cada día se lo propone; pero no puede. Dios es en su interior un fuego devorador, imposible de contener. Aunque Jeremías ya no sea un muchacho ingenuo, Dios lo sigue seduciendo, forzando, obligándolo a proclamar su palabra. Dios no le habla desde fuera. Es una palabra interior, "encerrada en los huesos". La presencia de Dios es más íntima que su misma conciencia. El no es un
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instrumento, un altavoz, una grabadora que transmite fríamente la palabra de Dios. Oye la voz de Dios en su oído, la siente en su corazón y la proclama con sus labios. Su corazón no permanece inalterado ante la palabra, como acusa al pueblo: "Tú estás cerca en sus bocas y lejos de su corazón" (12,2). Jeremías lleva marcado a fuego el Shemá que recita: "Ama a Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas". Dios no quiere palabras piadosas ni acciones buenas; quiere el corazón: llama al hombre a "lavar" el corazón (4,14), a circuncidar el "prepucio" del corazón (4,4); desea que el hombre se vuelva a él de todo corazón (3,10), "me buscaréis y me encontraréis cuando me busquéis con todo vuestro corazón" (29,13). La nueva alianza será escrita en los mismos corazones (31,31-34). Jeremías no concibe una fe ritualista ni una vida de cumplimiento frío de unas normas. Jeremías, desesperado y herido, se lamenta ante Dios. Son lamentos del elegido de Dios, como aparecen en tantos salmos. Pero en Jeremías cobran una fuerza singular; nos dejan mudos y sacuden los cimientos de la fe como un terremoto. Son las quejas del profeta elegido por Dios para dirigir su última llamada al pueblo antes de la catástrofe. Incomprendido, escarnecido y reputado sospechoso, se mantendrá sobre el barco hasta su hundimiento. El encarna en su persona el mensaje que anuncia. Y lo que anuncia es terrible. El, signo del pueblo, permanece solo (16,1-13), sin mujer, sin hijos, sin ningún apoyo humano donde descansar. Siervo de Dios, carga sobre sí todas las dolencias que anuncia. En Jeremías comienza el camino oculto de Dios hacia el hombre a través del sufrimiento. Jeremías, en su itinerario de fe, ha de pasar por la muerte a la vida. Inseparable del viejo Israel, Dios le pide cuentas de sus errores y pecados, como si él fuera el responsable de ellos. Pero, al mismo tiempo, Jeremías es el profeta de Dios, la presencia de Dios, cuyo amor no se deja vencer por el pecado, sino que de lo vil saca lo precioso. Jeremías es aislado, separado del pueblo. La elección lleva siempre, necesariamente, un alejamiento, una separación. Jeremías es el suelo virgen de la nueva creación, que Dios saca de la muerte, de la nada del pecado. Esta soledad es dolorosa como el desgarramiento de una rama: -Bajo tu mano, me senté solitario, nunca me senté en peña de burlones (15,17). Yahveh no quiere que Jeremías se asocie a los regocijos ni a los duelos de Israel. Jeremías no debe alegrarse con los alegres ni condolerse con los tristes. ¿Por qué participar en ellos, cuando el espectro de la muerte está detrás de ese pueblo? ¿Para qué entrar en una casa en donde se celebra un duelo, si Dios ha retirado de Judá su paz, su favor y su misericordia? (16,5). ¿Para qué penetrar en una casa en donde "se hace fiesta", si Yahveh ha decidido hacer cesar "los cantos de júbilo y alegría"? (16,8). ¿Para qué incluso "casarse y tener hijos e hijas", si "van a morir de mala muerte, sin que se les llore ni tengan sepultura"? (16,2-4). Pero Jeremías se siente "lleno del furor de Yahveh y cansado de contenerlo" (6,11). Su vida le parece inútil. El no lo creía cuando Yahveh se lo predijo: -Tú les dirás todas estas cosas, pero no te escucharán; los llamarás y no responderán. La fidelidad ha muerto, ha desaparecido de su boca (7,27-28). Ahora la realidad se le impone, al experimentar la ingratitud con que el pueblo responde a sus desvelos: -¿Acaso se responde mal por bien? (18,20).
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La soledad, que Dios le impone y que él busca por fidelidad a Dios, se la imponen sus mismos conciudadanos, que se apartan de él como de un apestado. En su cara le escupen: -¿Dónde está la palabra de Yahveh? (17,15). La palabra de Yahveh es para ellos objeto de irrisión (6,10). Y Jeremías, transmisor de esa palabra, no es más que objeto de burla y escarnio (20,8). La palabra de vida y de amor, que Jeremías va sembrando a manos llenas, no hace más que suscitar odio y discordia. Y, además, si Dios no hace caso de su intercesión ni le deja siquiera interceder, ¿vale la pena seguir la misión de profeta? Por otro lado, sus oráculos son amenazas repetidas, sin dar cabida al consuelo. Siempre prediciendo desgracias y enemistándose con todos. Y, si esto fuera poco, Dios le ha hecho ya saber que todo será en vano, que el pueblo no se convertirá, que le llegará el castigo final. ¿Para qué seguir predicando? ¿Para agravar la culpa y precipitar la desgracia? Si los falsos profetas no libran al pueblo, al menos le consuelan por un momento, y son estimados, porque transmiten dulces mentiras. El, en cambio, no puede dar rienda suelta a su fantasía, porque está en poder de Dios y siente sobre sí su mano potente. Entre sollozos, Jeremías evoca el momento de su vocación bajo el almendro de Anatot. El Señor le reveló su elección desde antes de su concepción; ¿por qué tuvo que engendrarme mi madre, si iba a ser arrebatado de sus cuidados? Jeremías, sensible como un niño, en la misión se volvió contencioso, impaciente, irascible. La gente por la que oraba se volvían sus enemigos. El, que nunca se inmiscuyó en los pleitos de los prestamistas, tiene más pleitos que ellos: -¡Ay de mí, madre mía, que me engendraste hombre de pleitos y discordia para todo el país. Todos me maldicen. Todos los que eran mis amigos acechan mi traspié (15,10). El pleito continuo de su vida llama en causa a Dios, que le ha tomado a su servicio. Sin que tenga nada de que pueda quejarse contra él, lo ha maltratado a todas horas. Y tampoco se merece los malos tratos de los enemigos personales que se ha ido granjeando: -Di, Yahveh, si no te he servido bien: intercedí ante ti por mis enemigos en el tiempo de su mal y de su apuro (15,11). Todo se debe a la extraña conducta de Dios, pues, a fuerza de ser paciente con los malvados, deja sufrir y perecer a los inocentes. El no va a hacerse justicia por su mano, toca a Dios defenderlo, ya que todo le viene por servirle a él: -Tú lo sabes. Yahveh, acuérdate de mí, visítame y véngame de mis perseguidores. No dejes que por alargarse tu ira sea yo arrebatado. Sábelo: he soportado por ti el oprobio (15,15). En su desvalimiento añora los años de paz, las celebraciones de Anatot. ¡Cómo le gustaba orar en el templo con la comunidad! Allí se reunían los hijos de Israel para estar ante Dios, mientras elevaban a El los cantos de alabanza al son de los instrumentos. Pero ahora se le prohíbe hasta entrar en el templo. Sentado en soledad, recogido en su corazón, eleva su súplica a Dios, súplica ansiosa de enfermo y perseguido. Y en la oración Jeremías cede la iniciativa a Dios, confesando su propia impotencia. Yahveh, en respuesta, le dicta las
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condiciones para una renovación de su vocación (15,19-21). Y él, tras su acusación a Dios, desahogado y calmado por Dios, confiesa que el Señor es su única alabanza. Escuchada la voz de Dios, confía que él cumpla la promesa que le hizo el día de su vocación. Para afrontar esta misión, Dios le dijo: -Tú, cíñete los lomos, ponte en pie y diles todo lo que yo te mande. No desmayes ante ellos, no sea que yo te haga desmayar delante de ellos (1,17). Ceñidos los lomos con la fuerza de Dios, Jeremías emprendió su tarea de demolición. Logró ofender, enfadar y hasta alarmar a sus contemporáneos. Increpó a reyes, sacerdotes y profetas, insultó al pueblo, increpándole por lo que más reverenciaba. Con fortaleza soportó toda clase de ataques e insultos. Pero su interior no se volvió insensible. La indignación que fluía de él, la angustia que contagiaba, le penetraron tan íntimamente que sus oyentes la confundieron con la antipatía y odio al pueblo. Le acusaron de recrearse en el desastre que anunciaba por anticipado, como si lo deseara. Era tal su identificación con Dios que los oráculos de Dios parecían suyos. A él, que amaba entrañablemente al pueblo hasta arriesgar su vida por salvarlo, lo tacharon de enemigo del pueblo. Su alma, dolorida por el mensaje que anunciaba, era golpeada más duramente aún por la calumnia, por la difamación. Nadie podía leer su corazón, sino sólo escuchar sus palabras. Sólo el Señor sabía la verdad de su combate interior: -Cúrame, Yahveh, y quedaré curado; sálvame, y quedaré a salvo, pues tú eres mi alabanza. Mira que ellos me repiten: "¿Dónde está la palabra de Yahveh? ¡Que venga!". Yo nunca te apremié a hacerles daño; no he anhelado el día irremediable; tú sabes lo que ha salido de mis labios, lo tienes ante tu rostro (17,14-16).
3. ¿SERAS TU PARA MI COMO UN ESPEJISMO? En la soledad de su escondite, cada noche se repite esta experiencia. Jeremías, como el siervo inocente y perseguido, experimenta la oposición de los hombres y el abandono de Dios. Acusa a su madre, por haberlo engendrado como hombre de pleitos y contiendas; acusa a sus oyentes, porque lo maldicen y persiguen. Y acusa a Dios, porque lo ha abandonado: -¿Serás tú para mí como un espejismo, como aguas imaginadas? (15,18). Jeremías está solo. Y su soledad es todo lo contrario de la soledad de un asceta. ¡Cuánto le hubiera gustado frecuentar ambientes apacibles! Su soledad le ha sido impuesta y no se acomoda a ella. Dios le ha ido a buscar para hacerlo mensajero de su ira. Algo que contradice su ser y su carácter. Por ello se encabrita; pues, aunque Dios le ha constituido mensajero de su cólera, él sigue siendo plenamente el hombre que anhela calor, amor y alegrías. Con nostalgia evoca los principios de su ministerio, cuando fue enviado a anunciar la restauración de Israel, cuando con ilusión de neófito se entregó a su misión. Pero aquel gozo inicial se cambió muy pronto en terrible soledad, sin poder convivir con nadie. Las palabras que devoraba gozosamente le fueron llenando por dentro de la cólera de Dios, que él tenía que derramar sobre el pueblo. Se ha vuelto un hombre molesto y contagioso: -Se presentaban tus palabras y yo las devoraba; tu palabra era mí gozo y la alegría de mi corazón, porque me llamaban por tu nombre, Yahveh, Dios Sebaot (15,16).
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Jeremías durante toda su vida sigue siendo un hombre tímido y sentimental, lleno y necesitado de ternura. Su carácter le inclina a la mansedumbre, sólo le gustan las relaciones apacibles, tiene necesidad de sentir la simpatía y el afecto de los demás. Pero la dureza del mensaje que le toca transmitir le hace un solitario. Se aflige y lamenta constantemente; sus ojos son un manantial de lágrimas (8,23). Solidario de Dios y del pueblo, se siente descoyuntado, como si le tiraran de los brazos en dirección opuesta. Se le desgarra el corazón: -¿Por qué mi dolor no tiene fin? ¿Por qué mi herida es incurable? (15,18). De nuevo la oración se carga de todas las imágenes y recuerdos de su vida en el campo de Anatot: "Están cavando una fosa para mí" (18,20), "han ocultado lazos a mis pies", como yo hacía para cazar a las bestias del campo o las aves que se comían las semillas del huerto. Contra sus perseguidores desahoga ante Dios su corazón: -¡Entrega, pues, sus hijos al hambre, abandónalos a merced de la espada! ¡Queden sus mujeres sin hijos ni maridos! (18,21). La imprecación resulta violenta. El castigo tiene que venir. La palabra ha de cumplirse. Dios escucha en silencio el desahogo de Jeremías. Cuando, finalmente, calla, Dios le responde, sin darle explicaciones, reiterando su llamada. Dios no se escandaliza de las acusaciones de su profeta. Le reitera la vocación, dándole confianza y exigiéndole fidelidad a la misión. Su amor al pueblo no consiste en que él se convierta a ellos y se extravíe con ellos, sino en llamarles a conversión con su palabra y con su vida. Para ser "boca de Dios" necesita el crisol de las pruebas, para ser metal refinado, sin mezcla de ganga o escoria. Si busca el aplauso del pueblo se hará como los falsos profetas. No puede olvidar que su boca está consagrada a Dios. Al elegido de Dios no le está permitido, después de haber puesto la mano en el arado, mirar para atrás, medir el camino recorrido. Sólo importa lo que está por delante, mirar a lo que viene, a la nueva actuación de Dios. Dios se lo ha dicho a Jeremías: -Si te vuelves porque yo te haga volver, estarás en mi presencia; y si sacas lo precioso de lo vil, serás como mi boca. Que ellos se vuelvan a ti, y no tú a ellos (15,19). Dios reaparece, pero no se sitúa en el mismo plano de Jeremías. No viene a consolarlo ni a vengarse de sus enemigos, sino a acusarlo. El Señor no acepta su actitud, porque Jeremías confunde lo precioso con la escoria. Sólo admite un tipo de gozo y alegría, un tipo de presencia de Dios, una forma de ejercer su ministerio. En el fondo le preocupa más su situación personal, sentirse a gusto, aceptado (la escoria) que el mensaje de Dios (lo precioso). Por eso debe convertirse. Si lo hace, Dios le mantendrá a su servicio. Apoyadoen Dios, será invulnerable, pues contará con la fuerza que Dios le ha prometido en su elección y le vuelve a repetir: -He aquí que yo te constituyo en este día como ciudad fortificada, como columna de hierro, como muro de bronce, frente a todo el país; frente a los reyes de Judá y sus príncipes, sus sacerdotes y el pueblo del país (1,8;15,20). Pase lo que pase, no tendrá nada que temer de nadie; cuando ante él se levanten los enemigos de la palabra de Dios, Yahveh los reducirá a la impotencia, lo mismo que en el pasado aplastó a las naciones delante de Israel:
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-Yahveh está conmigo como héroe potente; caerán derrotados mis adversarios (20,11). Tiene segura la victoria: -Lucharán contra ti, mas no te vencerán, pues yo estaré contigo para salvarte. Te salvaré de mano de los malvados y te rescataré del puño de esos rabiosos (15,20-21). Pero la certeza de la victoria no garantiza el triunfo de cada batalla. En el combate diario, Jeremías se siente pusilánime. Su debilidad sigue igual que el primer día. El espanto que sintió el día de la llamada inicial se acrecienta cada día. Realmente no sabe hablar si Dios no pone la palabra en su boca. Hasta que Dios no le da una palabra, Jeremías se queda mudo (28,12). A veces necesita diez días para responder a una consulta que ya han hecho (42,7). De todos modos, la promesa de Dios es paradójica, ya que, al renovar la vocación de Jeremías, Dios le ofrece seguir en medio de las persecuciones y dificultades. Los enemigos seguirán luchando contra él. Pero a Jeremías le basta saber que Dios no es "un espejismo", sino que se mantiene a su lado para librarlo y salvarlo, aunque le haga entrar en la muerte, en la persecución, en el ultraje. Jeremías ha superado su crisis de fe. Dios ha bajado con él al abismo de su depresión. Puede, exhausto y maltrecho, volver a creer que Dios le ha hecho muralla de bronce inexpugnable. Sin embargo aún le quedan pasos que dar en su conocimiento de Dios. No está curado del todo su corazón. De nuevo eleva sus quejas, partiendo de la misma situación. Los enemigos le acechan, merodean en torno a él. Son continuas sus mofas e ironías. No tiene un momento de descanso. Y todo se debe a su misión: ser mensajero de Dios: -La palabra de Yahveh es para mí oprobio y befa cotidiana (20, 8). No aguanta más, quiere arrojar de sí tan pesada carga. Yo decía: -No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su nombre (20,9). Se lo dice una y otra vez para poder dormir, pero es inútil: -Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente prendido en mis huesos, y aunque intentaba ahogarlo, no podía. La palabra de Dios tiene que llegar a los hombres; el elegido no logra arrancarse esa palabra que lleva adherida a sí como su piel, más hondo aún, pues ha prendido en sus huesos. Cuando se presenta la palabra, Jeremías la devora (15,16). Quiere acallar la palabra y no puede vivir sin ella. La palabra es su vida y su gozo. Es la tensión de su vida: tironeado de acá para allá entre la palabra de Dios, que le acarrea oprobio y vergüenza, y esa misma palabra que le calma y da fuerzas para seguir viviendo. Es una palabra que quema como fuego, que golpea como un martillo que pulveriza las rocas, pero al mismo tiempo le testifica que Dios está con él: -Yahveh está conmigo como campeón potente. Mis perseguidores tropezarán impotentes; se avergonzarán y sentirán confusión eterna, inolvidable (21,11).
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Ahora el grito de Jeremías no nace del deseo de venganza personal, sino como defensa de Dios y de su palabra. Si se queja y sufre, lo hace para defender su honor de profeta íntimamente implicado en el honor de Dios. La oración es un combate con sus calmas y embates. En ella encuentra la paz, aceptando entrar en la paciencia de Dios frente a los que se niegan a escuchar la palabra. Abandonando su causa en manos de Dios, se siente libre y respira: -¡Dichoso el hombre que confía en Yahveh, que en Dios pone su confianza! (17,7). Jeremías encuentra en los salmos el ritual de su vida, pero su oración no es ritual, sino personal y viva. Los salmos se cargan de toda su experiencia existencial: -¡Maldito el hombre que confía en el hombre, y hace de la carne su apoyo, y de Yahveh aparta su corazón! Será como el tamarisco en la Arabá, y no verá venir el bien. Vive en los sitios quemados del desierto, en saladar inhabitable. ¡Bendito el hombre que confía en Yahveh, pues Yahveh no defraudará su confianza! Será como árbol plantado a orillas del agua, arraigado junto a la corriente. No temerá cuando venga el calor; su follaje seguirá frondoso; en año de sequía no se inquieta ni deja de dar fruto (17,5-8). Serenado, en su soledad, afloran con sus resonancias profundas los cantos de sus primeros fervores. Y, aunque esté solo, canta los salmos de acción de gracias que entonaban, junto al altar, los desgraciados liberados de sus males. La lamentación comienza con un grito de dolor y concluye invitando a todos los pobres a cantar al Señor: -Cantad a Yahveh, alabad a Yahveh, porque él libra el alma del pobre de la mano de los malvados (20,13).
4 ¡MALDITO EL DIA EN QUE NACI! La cuarta confesión (20,7-18) posee una intensidad dramática. Comienza según el plan de un salmo de lamentación, para terminar en un himno de acción de gracias. Desde el principio entramos ya en el drama que vive Jeremías; confiesa su resistencia a transmitir un mensaje que lo convierte en blanco del odio universal. Una y otra vez, Jeremías se plantea el problema de su vocación. Ante los repetidos fracasos, mira hacia atrás. A la luz de su situación actual se ve como una muchacha inocente e ingenua, de la que Dios, en vez de respetar su ingenuidad, se ha aprovechado, "seduciéndola", "forzándola". Igual que la muchacha seducida, Jeremías sólo encuentra sonrisas y burlas de los demás; lleva por todas partes el peso de la deshonra. Marcado por su debilidad, Jeremías se siente seducido por Dios y, bajo su fuerza, grita la palabra de Dios. Es acusado de falsedad, le llaman "desmoralizador y pájaro de mal agüero" y, por ello, le persiguen a muerte. Entonces, se abre ante Dios con toda su sinceridad y rebeldía, a semejanza de Job. Esta última lamentación ( es un gemido, como cuando un enfermo estalla por no poder soportar sus dolores. Jeremías maldice el día de su nacimiento: -¿Por qué he salido del vientre materno para no ver más que pena y aflicción, y consumir mis días en la vergüenza? (20,18). Dios, palabra encendida, fuego devorador, sigue purificando a Jeremías, quemando toda la escoria que envuelve el oro de su experiencia de Dios. Jeremías no se fija ya en Dios
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ni en los hombres; se cierra en sí mismo, enfrentado con el absurdo de su existencia, "para pasar trabajos y fatigas y acabar mis días derrotado". La única salida que le queda es maldecir y desearse no haber nacido. ¿Dónde está Dios durante todos estos gritos? Jeremías no siente su voz ni siquiera en su interior. El silencio de Dios es total. Ni consuelo, ni reproche. Dios respeta la libertad de su elegido; no le fuerza ni seduce. Como un junco, zarandeado por los fracasos, Jeremías pide la muerte. Los agudos sufrimientos que le acarrea su misión se han vuelto un peso que le abruma. El conocimiento profético, comunicado por la palabra de Dios, violenta todo su ser. Su ministerio es un combate continuo cuerpo a cuerpo con Dios. Dios se apodera de él; su palabra cae sobre él como una mano potente y siempre vencedora. Durante meses ha estado recorriendo las calles de Jerusalén con un yugo sobre el cuello. Esa es la imagen de su vocación. Toda su vida transcurre en un continuo doblar la cerviz. Es una persona vencida por el peso de su misión. Su vida se resume en dos momentos: el de la lucha y el de la obediencia tras la derrota. Dios sale siempre vencedor y a él le toca someterse a su voluntad. La lucha es exaltante, pues Dios lucha con la violencia del amor, de la seducción. Jeremías se siente, en primer lugar, seducido. Dios, con halagos y ternuras, le arrancó su consentimiento. Pero luego le raptó con violencia. Su llamada a ser profeta fue más que una invitación. A la rendición voluntaria del primer momento, siguió la violencia, que le arrastra y no le deja desligarse de la misión. Siempre le toca condescender con la fuerza abrumadora de Dios. La atracción seductora se mezcla con la presión, el encanto con la fuerza. La aceptación termina siendo una capitulación forzada. A la alegría y deleite de cada palabra sigue luego el oprobio y la hostilidad que provoca. Sí, Dios es su única confianza. Jeremías lo recita y lo cree: -¡Oh Yahveh, juez justo, que escrutas los riñones y el corazón!, vea yo tu venganza contra ellos, porque a ti he encomendado mi causa. Cantad a Yahveh, alabad a Yahveh, porque ha salvado la vida del pobre de manos de los malhechores (20,12-13). Pero su corazón sigue sangrando y el grito de su aflicción se hace maldición: -¡Maldito el día en que nací!¡Maldito el día que me dio a luz mi madre! ¡Maldito aquel que felicitó a mi padre diciendo: "Te ha nacido un hijo varón", y le llenó de alegría! ¡El hombre aquel sea semejante a las ciudades que destruyó Yahveh sin que le pesara! ¡Que escuche alaridos de mañana y gritos de ataque al mediodía! ¿Por qué no me hizo morir en el vientre? Hubiese sido mi madre mi sepulcro, con seno preñado eternamente ¿Para qué salí del seno para ver pena y aflicción, y consumir mis días en la vergüenza? (20,14-18). Esta polaridad de emociones marcan la vida de Jeremías. Del pozo de la agonía pasa a la cima de la alegría; se siente llevado por la ira divina y por la compasión. Los labios que imploran misericordia pronuncian oráculos tremendos de destrucción contra los que hacen que el pueblo no acepte la palabra de Dios. Le persigue la misión encomendada por Dios desde el principio: "desarraigar, derribar, destruir y arruinar", pero también "edificar y plantar" (1,10). Esta contradicción se halla unificada en él. Pero su alma a veces se siente dislocada, atrapada por dos corrientes opuestas. Por ello, a veces, explota. En medio de su angustia y desesperación, Jeremías evoca constantemente su dulce aldea de Anatot. Con nostalgia vuelve al seno materno. Su padre, en el momento del parto, sale de casa y espera afuera a que le den la noticia del nacimiento. Jeremías ve llegar hasta
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donde está su padre a uno que le da la buena noticia con una exclamación de gozo: "¡Un varón!", colmando de alegría a su padre. Jeremías despierta de la ensoñación: ¿Qué buena noticia? ¡Maldito aquel día! ¡Y maldito el hombre que dio la noticia! Y vuelto a Dios, le grita: -¡Me has seducido, Yahveh, y me dejé seducir! Por eso la victoria de Dios es un tormento: -¡Me has agarrado y me has podido! (20,7). Jeremías acusa a Dios por su violencia, pero sobre todo por la decepción de su amor. Jeremías ya conoce las consecuencias que tiene para su vida la misión encomendada y aceptada; ya no se hace ninguna ilusión. La misión le ha hecho objeto de burlas continuas. Y si se burlan de él es sólo por la palabra de la que se le ha hecho portador (20,8), que implica la denuncia del pecado del pueblo. Y si intenta zafarse de la misión divina, la voluntad de Dios se apodera de él como un fuego devorador. Jeremías se agarra a Dios y combate con él, como Jacob en el vado del Yaboc. En el combate se oye el cuchicheo de los adversarios y de los amigos (20,10), pero el combate concluye con la victoria de ambos contendientes. La victoria de Dios es dejarse vencer por su elegido. Y la victoria de Jeremías no es más que el reconocimiento de la fuerza de Dios y saber que puede contar con ella. Jeremías termina su oración arrojándose en los brazos de Dios, poniendo en él su confianza. Dios es su única esperanza (20,11). La palabra de Dios se enciende en su interior como fuego abrasador; arde en su corazón, donde está librando la batalla. Dios con su palabra busca la libertad de Jeremías. Su forcejeo es un cuerpo a cuerpo con Dios. Cuanto más quiere alejarse de Dios más fuerte se aprieta contra él; en definitiva, más se une a él. Lo siente hasta en los huesos. El sufrimiento, el aislamiento, la soledad ayudan a destilar el corazón de Jeremías, mondando su interior. La oración, que brota del dolor, despoja de toda escoria la misión de Jeremías y la hace luminosa y transparente. El dolor duele, pero es necesario como el crisol para purificar la vida y la misión del profeta. Jeremías, golpeado por el dolor, llorará no por sí mismo, sino por los hijos de Israel: -¡Quién convirtiera mi cabeza en llanto, mis ojos en manantial de lágrimas para llorar día y noche a los muertos de la hija de mi pueblo! (8,23). Jeremías no defiende ya sus intereses, sino que lucha por la supervivencia del pueblo. Y cuando vea que todos sus intentos de persuasión son inútiles, pues el pueblo no escucha su palabra, recurrirá al remedio extremo: rogar por la destrucción de los enemigos de modo que el pueblo se salve (11,20;12,3;15,15;17,18;18,21). Pero nada extraño tiene que a veces sufra la tentación de abandonarlo todo: -¡Quién me diese en el desierto una posada de caminantes, para poder dejar a mi pueblo y alejarme de su compañía! (9,1). Jeremías ha sido encarcelado y flagelado. Se siente rechazado por todos, arrojado al abismo, humillado. Pasjur, sacerdote y superintendente del templo, lo tortura. Jeremías, agredido y humillado, se deja poseer por la desesperación. Su corazón estalla y maldice una y otra vez el día en que el Señor llegó a su vida y lo consagró como profeta suyo. Desde
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entonces he sido la irrisión cotidiana: "todos me remedan" (20,7), pues cada vez que hablo es para clamar: "¡Atropello!", y para gritar: "¡Expolio!". La palabra de Yahveh ha sido para mí oprobio y befa cotidiana (20,8). Te aprovechaste de mi juventud; en mi inexperiencia, me sedujiste, me rodeaste de tus palabras y no supe resistirte; me dejé corromper. Me tomaste para realizar tus proyectos. Pero yo soy libre, tomaré la libertad que me arrebataste. Ahora que conozco tus designios, no hablaré más en tu nombre, no haré más el profeta, me retiraré a mi vida privada; seré uno como los demás. Una y otra vez se lo dice a sí mismo y se lo grita a Dios, que le escucha sin escandalizarse ni inmutarse. Este es su problema y salvación: grita ante Dios. Ante el fracaso de su misión, Jeremías considera que la muerte habría sido preferible a todo lo que le toca padecer: -¡Oh, ¿por qué no me mató en el vientre? Habría sido mi madre mi sepulcro, su seno preñado eternamente (20,17). Con este grito de desolación acaba esta última confesión sin que ninguna respuesta de Dios venga a restablecer la confianza de su profeta. Dios respeta el dolor y calla. Jeremías con su grito sincero ha desahogado su corazón y prosigue la misión que Dios le ha confiado. Hundido bajo la carga, que Dios le ha impuesto, con sólo abrir su corazón a Dios se ha sentido aliviado. Otro descendiente de Benjamín gritará a Dios reiteradamente y recibirá la única respuesta posible y apaciguadora: "Te basta mi gracia" (2Cor 12,9). También Jeremías, que está ante Dios en oración, recitando salmos, confiesa: -Yahveh está conmigo, cual campeón poderoso. Cantad a Yahveh, alabad a Yahveh, porque salva la vida del pobre de las manos de los malhechores (20, 11-13).
4. PALABRAS A BARUC Baruc es la persona de confianza de Jeremías. Fiel secretario, le sigue en todo momento y es partícipe de todas las pruebas, persecuciones y escarnios del profeta. En un cierto momento Baruc, cansado y desesperado, se lamenta: -¡Ay de mí! El Señor añade penas a mi dolor; estoy cansado de gemir y no encuentro reposo (45,3). Baruc atraviesa una crisis semejante a las muchas de Jeremías. La actuación de Dios es siempre sorprendente, extraña hasta para el mismo profeta. "¿Por qué prospera el camino de los impíos? ¿Por qué tienen paz los hombres malvados?", es la pregunta que Baruc y Jeremías hacen a Dios. Agobiados, anhelan la intervención de Dios, y Dios no actúa, o lo hace de forma contraria a lo esperado. La historia es la piedra de tropiezo para la fe en Dios. En la historia se da el gran escándalo, que hace tropezar en el camino hacia El. Pero, sorprendentemente, es la misma historia la que afianza la fe de los profetas. Con sus vicisitudes, su lentitud agobiante en ciertos momentos, sus cambios repentinos en otros, aparece a los ojos del elegido de Dios como el lugar de su acción. Nada escapa a sus manos. El es el Señor de la historia. La superación del escándalo sólo es posible dentro de una perspectiva amplia de la historia, cuando el profeta inserta su propio destino dentro del plan de Dios. Es la respuesta que Jeremías, después de aprender la lección, da a su secretario Baruc en nombre de Dios. Jeremías le transmite un mensaje que refleja la experiencia de su vida. En el momento en que
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Dios arranca lo plantado, destruye lo que ha construido, Baruc no puede pedir milagros para sí. Cuando cae Jerusalén y sus habitantes son deportados a Babilonia, el elegido de Dios debe participar e insertar su vida en los planes de Dios. Si Dios sufre, contemplando la deportación de sus hijos, ¿puede su profeta quedar indiferente, vivir en la alegría? Que se contente con salvar su vida "como un despojo" (45,5). Lo que importa no es el gozo personal, sino la experiencia de la pasión de Dios, a quien arrebatan sus hijos queridos. Si el pueblo se obceca y peca, Dios sufre las consecuencias del pecado, viendo a los hijos alejarse de casa. El profeta, ¿no participará de esta pasión? El profeta no es elegido para gozar de Dios, sino para ser mensajero de Dios en favor de los hombres. Jeremías reprende a Baruc, contraponiendo la situación de Baruc con la de Dios. Así dice el Señor: -Mira, lo que yo he construido, lo destruyo; lo que yo he plantado, lo arranco. ¡Y tú andas buscando grandezas para ti! ¡No las busques, porque yo he de enviar desgracias para todo ser vivo! (45,4-5). Dios está a punto de destruir su obra y su pueblo. Para eso ha llamado a Jeremías: "para arrasar y destruir" (1,10). Jeremías es un hombre combatido, que experimenta el cansancio y el desánimo. Puesto en el mismo vórtice de la tormenta destructora de Dios, se lamenta y protesta más aún que su secretario. Comprende muy bien a Baruc cercado de tensiones. Pero Jeremías, que ha vivido y superado la misma crisis de Baruc, repite a su secretario lo que se dice cada día a sí mismo para seguir en su misión. ¿Cómo tú, Baruc, puedes pedir para ti una vida tranquila y cómoda, cuando Dios está a punto de derribar lo que en años ha edificado? Pero Baruc sabe, pues lo ha escrito, que Jeremías ha sido enviado a anunciar no sólo destrucción, sino también a "edificar y plantar". Dios tampoco lo ha olvidado y, tras el reproche, a Baruc le llega el anuncio consolador: -Tú salvarás tu vida como un botín a dondequiera que vayas (45,5). Dios hace a Baruc partícipe de su dolor, pero no desea su muerte, sino que, a través del sufrimiento, experimente la vida. Su vida será arrebatada a la muerte, como un botín de victoria. No será una vida en paz como la sueña Baruc. El "a dondequiera que vayas" ya le está anunciando una vida errante, sin posible instalación. Pero será una vida protegida por las alas de Dios. Baruc es el "bendito", como proclama su nombre: bendecido por Dios. Dios está destruyendo su obra, pero está también poniendo los cimientos de un nuevo edificio. Baruc puede consolarse. Su dolor no es inútil, aunque quede escondido bajo tierra como los cimientos. Dios le ha unido para siempre a Jeremías. Y en Jeremías, el sufrimiento se engarza con la palabra que anuncia. Vive el derrumbamiento de su pueblo, anunciándolo y padeciéndolo en su carne. Al anunciar el asalto enemigo contra Jerusalén lo padece en todo su ser: -¡Mis entrañas, mis entrañas! ¡Me duelen las entretelas del corazón, se me salta el corazón del pecho! No callaré, porque mi alma ha oído sones de cuerno, el clamor del combate (4,19). Al anunciar la ruina de Jerusalén, experimenta en sus huesos las consecuencias:
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-El dolor me acomete, el corazón me falla. Me duele el quebranto de la hija de mi pueblo; estoy abrumado, el pánico se apodera de mí. ¡Quién conviertiera mi cabeza en llanto, mis ojos en manantial de lágrimas para llorar día y noche a los muertos de la hija de mi pueblo! (8,18-23). Jeremías padece con el pueblo que sufre. Pertenece a su pueblo doliente. Apresado, golpeado, metido en el calabozo, arrojado a la cisterna, sintiéndose abandonado y desamparado de Dios, Jeremías se asocia al sufrimiento de Dios, obligado a destruir su obra para recrearla nueva. La misión de intercesor no es algo extrínseco, sino que implica toda su vida, llevado al matadero como un manso cordero (11,19). Y no se trata de sufrimientos imaginarios debidos a una sensibilidad demasiado viva y melancólica. Ahí está la historia para confirmarlo: le ponen en el cepo, lo arrojan a una cisterna, lo ponen bajo guardia y acechan la ocasión para asesinarle... Y en medio de estas pruebas, sufridas en la carne, Jeremías sufre el tormento del espíritu, las pruebas del corazón. Sentirse solidario de un pueblo pecador, sin poder hacer nada para que se convierta. A pesar de su inocencia, se siente condenado a compartir la suerte de los culpables. Peor aún que los culpables. Es arrestado por error y encadenado con los cautivos que van deportados a Babilonia. Pero no irá a Babilonia. Eso sería un consuelo, pues allí se encontraría con el "pequeño resto", que es la esperanza de salvación del mañana. Nabusardán, el oficial de Nabucodonosor, lo separa del grupo de deportados y lo despide, dejándolo en libertad. Dios lo devuelve al seno del pueblo moribundo, para vincularlo más estrechamente con él. Juan, hijo de Carej, le obliga a huir con él a Egipto. Quizás no lo han encadenado, pero eran más pesadas las cadenas de su opresión interior. Lo conducen al último lugar donde hubiera querido refugiarse y con el grupo condenado a muerte en todos sus oráculos. Elegido por Dios, no dispone de su vida. Otros le ciñen y le llevan donde él no quiere ir, condenado a hacerse una sola cosa con los pecadores, corriendo la suerte de ellos. Como ellos participa de sus tentaciones. En su angustia, le acucia el deseo de liberarse de esa vida de tormento, que le asocia a una nación engangrenada, de la que la llamada de Dios y su fe le habían apartado. Chirriando, al no encajar en donde le colocan, su corazón deja escapar sus deseos escondidos e imposibles: abandonar al pueblo (9,1) y a Dios mismo, que es quien le ha uncido al pueblo (20,9). Pero, como Jacob en el Yaboc, desfallecido por el combate de toda la noche, Jeremías se rinde y confiesa: -Has sido más fuerte que yo; me has podido (20,7). Vencido por Dios, Jeremías sale vencedor de sí mismo: -Tú, Yahveh, me conoces; pruebas mi corazón y ves que está contigo (12,3). En lo secreto, en lo hondo, muy por debajo del manantial de sus protestas, el corazón de Jeremías susurra: -¡Tú, oh Dios, eres mi gloria! (17,14). En lo más íntimo de su ser, bajo el tumulto de sentimientos, tras el griterío de las voces, el corazón se alegra y vive de la palabra de Dios: -Tu palabra es mi delicia, la alegría de mi corazón (15,16).
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El itinerario de la fe atraviesa el túnel de la noche y se abre a la mañana del encuentro con Dios como Dios. Jeremías, elegido de Dios, es el vínculo de unión entre un mundo en ocaso y el nuevo mundo que va a nacer. El Israel de la antigua alianza ha entrado en la noche y Jeremías vive esa noche, pero no para quedarse en ella, sino para anunciar el día de la nueva y eterna alianza. Jeremías ha sido llamado y enviado "para arrancar y destruir..., para edificar y plantar" (1,10). Jeremías recorre el itinerario de la fe, como Abraham, como Israel, caminando bajo la mano de Dios por el valle oscuro de lo desconocido por donde Dios lo lleva. Para él, como para todo elegido, el misterio de Dios es insondable, impenetrable para la mente humana. Fiado de Dios, escrutando los atisbos que deja entrever en una palabra o en un acontecimiento, Jeremías sigue caminando sin detenerse. Detenerse, instalarse, es corromperse. Dios, Señor de la historia, está siempre en pascua. Al hombre, que quiere seguirle, le toca vivir en un éxodo permanente. La meta existe, pero Jeremías no la conoce. Sólo tiene ante sus ojos el momento oscuro de su presente, la promesa que Dios le hizo al momento de la llamada -"Yo estaré contigo"-, y la esperanza de salvación fundada en la fidelidad innamovible de Dios. Así le toca caminar de etapa en etapa, sin saber cuál será el siguiente paso que le espera. En lo más intenso del sufrimiento, Jeremías ora. En el momento en el que él mismo se siente despojado de toda libertad e iniciativa, Jeremías se enfrenta a Dios, elevando ante él su voz. La profecía es una palabra no suya, palabra que le es puesta en los labios y que no puede ni eludir ni cambiar. Pero, en la oración, Jeremías pone todo el calor de su alma irritada. Ya no dice lo que tiene que decir, sino lo que quiere decir. La oración es la espontaneidad frente a la obligación de la profecía. La oración de Jeremías no es ni de alabanza, ni de acción de gracias, sino que es una oración que brota de su angustia frente a lo que no se explica. Parece más una discusión que una oración. Es la palabra del hombre frente a la palabra de Dios. En ese cara a cara se da la oración de Jeremías. Pero ese luchar con Dios y ser vencido por Dios es lo que le hace experimentar que Dios está con él, que su vida no está a la deriva en absoluta soledad. Dios mantiene su palabra: "Yo estaré contigo". El reproche más grave que Jeremías hace a los sacerdotes es que no se pregunten: "¿Dónde está Dios?" (2,6). La oración auténtica, la que brota del corazón, no es ritualista, sino un grito ante la sensación de ausencia de Dios. La lejanía de Dios, que el absurdo de los hechos suscita en el hombre, es el ámbito de la oración personal y viva. Es el grito que responde al mismo grito de Dios cuando el hombre se le oculta, alejándose de él: "¿Dónde estás?" (Gn 3,9). Dios llama al hombre porque acaba de perderlo. Dios ha creado al hombre para comunicarse con él. Sin la voz del hombre, Dios experimenta su silencio como abandono. El hombre de fe vive la misma experiencia. La oración de Jeremías no nace de la presencia de Dios, sino de su lejanía. Pero la oración trae de nuevo a Dios y Jeremías puede entrar en los acontecimientos contando con él.
5. LAMENTACIONES DE DIOS Jeremías asiste "al consejo de Dios", pero al mismo tiempo se exaspera por su lejanía misteriosa. Dios es su fuerza, su fortaleza y refugio (16,19), pero hay momentos en que Dios parece "un hombre confundido, que no puede salvar" (14,9). Jeremías a veces canta la alegría de ser "llamado por el nombre de Dios" (15,16) y otras veces clama: "¡No seas mi espanto!" (17,17). En ocasiones sostiene: "El Señor está conmigo como un guerrero formidable, no me
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vencerán mis enemigos" (20,11) y otras exclama: "¿Serás para mí como un espejismo?" (15,18). La vida de Jeremías es una paradoja continua. Denuncia sin cesar el pecado del pueblo y anuncia los castigos terribles que le aguardan, pero cuando éstos sobrevienen se queda estupefacto, asombrado, incapaz de justificar plenamente la medida del sufrimiento (2,14). La protesta de Jeremías obliga a Dios a disculparse por haber abandonado a su pueblo (8,19). A las lamentaciones de Jeremías se unen la lamentaciones de Dios. Dios hace duelo por su propiedad asolada (12,7-13), por el "cariño de su alma" que ha de abandonar porque se ha vuelto contra él "como león rugiente, que le acosa con sus rugidos" (12,7-8), obligándole a castigarlo. Las palabras de amor y de odio se entrecruzan. Dios lamenta la destrucción que se ha hecho inevitable. El amor de Dios a Israel es una de las certezas de Jeremías: -Te he amado con amor eterno, por tanto he mantenido mi fidelidad (31,2-3). Dios e Israel se encontraron en el amor. Dios no olvida y añora el cariño de Israel joven, el amor de su noviazgo, cuando le seguía por el desierto, consagrado totalmente a él (2,1-3). E, incluso después del fracaso de aquel amor, la voz de Dios declara sin cesar: "Yo soy un padre para Israel, y Efraím es mi primogénito" (31,9). Como esposo se unió Dios a Israel (31,32). Por eso le duele la infidelidad de su pueblo: -Como engaña una mujer a su esposo, así me ha engañado la casa de Israel (3,20). Dios se debate en su interior, ¿podrá acoger de nuevo a Israel tras su infidelidad? (3,12). Su juicio se transforma en lamentación: -Tú me has abandonado, me has vuelto la espalda y te has ido (15,6). El castigo que se avecina se torna en mirada doliente de Dios: -He dejado sin hijos a mi pueblo. Les he hecho más viudas que la arena de los mares (15,7-8). El abandono del pueblo le parece a Dios tan antinatural como si el Sirión perdiese su nieve o los grandes ríos se quedasen secos (18,14-15). Dios vive su drama interno. En su corazón lleva grabada la voz de Abraham en favor de Sodoma y su respuesta: "Si hubiera en la ciudad diez justos no la destruiría" (Gn 18,32). Ahora que se trata de Judá, ¿no haría lo mismo? Eso y mucho más: "Buscad en su plazas, a ver si encontráis un hombre, uno que obre la justicia, y yo la perdonaría (5,1). Pero si no queda ni un justo, ¿cómo podrá Dios dejar a su pueblo hundido en la maldad? (5,7-9). Judá era la esperanza de Dios, pero esa esperanza ha quedado frustrada. Se han alejado de él para seguir y adorar "la obra de sus manos" (1,16). El dolor y la decepción de Dios resuenan en el corazón de Jeremías, partícipe del mismo sufrimiento. Jeremías oye conmovido y hace suyo el interrogante de Dios: -¿Qué encontraban vuestros padres en mí de torcido, que se alejaron de mi vera, y yendo en pos de la vanidad se hicieron vanos? (2,5). Con cuanta ternura contenida e impotente contempla el Señor a "su pueblo querido":
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-Mi pueblo es necio: A mí no me conocen. Son hijos insensatos, sin entendimiento, sabios para lo malo e ignorantes para el bien (4,22). Son necios, insensatos, se dejan desviar: -Mi pueblo es como oveja perdida (50,6). La angustia de Dios supera a la ira. El golpe que asesta a la hija de Sión le duele más a él que a ella. Llora, pueblo mío, también por mí, es la súplica de Dios: -Hija de mi pueblo, cíñete de sayal y revuélcate en ceniza, haz por ti misma un duelo de hijo único, un duelo amargo, porque viene el saqueador sobre nosotros (6,26). A Dios le duele derruir lo que ha edificado, arrancar lo que ha plantado (45,4). Su pesar no tiene límites; vuelve a manifestarse una y otra vez: -Dejé mi casa, abandoné mi heredad, entregué el cariño de mi alma en manos de sus enemigos. ¿Es por ventura un pájaro pinto mi heredad? Las rapaces merodean sobre ella. Entre muchos pastores destruyeron mi viña, hollaron mi heredad, trocaron mi mejor campo en un yermo desolado. La convirtieron en desolación lamentable, inculta para mí (12,7-13). El dolor de Israel aflige a Dios, que se siente un extraño en su tierra, en el mundo. La oración de Jeremías: "¡Sálvanos, Señor!", no sólo se refiere a la salvación de Israel, sino que implica también el destino de Dios en relación a Israel. ¿Cómo volver a rehacer los lazos rotos entre Dios e Israel? Increíblemente, Israel se ha desligado de Dios y Dios se siente rechazado, dolorido y ofendido: -¿Fui yo un desierto para Israel o una tierra yerma? ¿Por qué, entonces, mi pueblo me dice: "¡Somos libres! No vendremos más a ti?". ¿Se olvida la doncella de sus adornos, la novia de sus ceñidores? Pues mi pueblo sí que me ha olvidado (2,31-32). El Señor, que habita en medio de su pueblo, ha abandonado su morada. Pero si Israel deja de ser su casa, ¿qué lugar le queda a Dios en el mundo? No, Dios no puede dejar a su pueblo; seguirá entre ellos aunque sea como un extraño, como un caminante siempre en camino sin tener donde reclinar la cabeza, como le dice Jeremías: -¡Oh esperanza de Israel, Yahveh, Salvador suyo en tiempo de angustia! ¿Por qué has de ser cual forastero en la tierra, o cual viajero que se tumba para hacer noche? Pues tú estás entre nosotros, Yahveh, y por tu Nombre se nos llama, ¡no te deshagas de nosotros! (14,8-9). Ante la calamidad y la muerte que "extermina a los niños de las calles y a las jóvenes de las plazas" (9,20), Dios insta al pueblo a "llorar y lamentarse" (9,9) por Israel y también por él: -Llamad a las plañideras, que vengan: mandad por las más hábiles, que vengan. ¡Pronto! que entonen por nosotros una lamentación. Dejen caer lágrimas nuestros ojos, y nuestros párpados den curso al llanto (9,16). Dios se siente ligado a su pueblo como una faja a la cintura:
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-Porque así como se pega la faja a la cintura así hice que se apegara a mí la casa de Judá, de modo que fuera mi pueblo, mi morada, mi gloria y mi honor (13,11).
9. DE UN ASEDIO A OTRO ASEDIO 1. JEREMÍAS SALE DE LA CLANDESTINIDAD Nabucodonosor, cansado de las provocaciones de Yoyaquim, decide acabar con él. Pero antes de llegar a Judá, Yoyaquim muere de muerte violenta. Su hijo Joaquín, de dieciocho años sube al trono. Pero Joaquín sólo reina durante tres meses. Nabucodonosor, rey de Babilonia, llega a Jerusalén y la cerca. Este asedio dura poco más de un mes y acaba el 16 de marzo del año 597. Joaquín se rinde al rey de Babilonia. Gracias a esta rendición, el rey es tratado como prisionero con una suerte mejor que la que tocará después a Sedecías. Joaquín, con su madre, sus ministros, generales y funcionarios, es deportado a Babilonia (2Re 24,1012). Con él son deportados los personajes importantes y los artesanos capaces de trabajar el metal, unos siete mil hombres, junto con sus familias, y un botín enorme. Tras la deportación del rey Joaquín, Nabucodonosor establece en Jerusalén un rey a su gusto, Matanías, tío del rey destronado e hijo de Josías. Es otro joven, de veintiún años, que recibe en su coronación el nombre de Sedecías (2Re 24,17). Vasallo de Babilonia, presta juramento de fidelidad a Nabucodonosor (2Cro 36,13). La situación es desoladora; se ha perdido parte del territorio de Judá, especialmente el Négueb; la mayor parte de las ciudades han quedado asoladas por la guerra. Esta situación aconseja que Judá "sea un reino humilde, que no se ensoberbezca" (Ez 17,14). Pero ocurre lo contrario. Los funcionarios que rodean a Sedecías, completamente inexpertos, pues los consejeros del rey Joaquín han sido desterrados con él, están completamente ciegos ante la realidad del momento. Sedecías ni puede ni sabe imponerse. Rey a los 21 años, tiene buenas intenciones, busca el consejo de Jeremías en los momentos críticos, pero no es capaz de resistir a los funcionarios que le rodean. Débil, no sigue las indicaciones de Jeremías sino que se deja arrastrar por sus dignatarios y por el pueblo deseoso de sacudirse el yugo de Babilonia. La solución es fatal. Sedecías, más por cobardía que por convicción, llevará a Jerusalén y a sus habitantes a la ruina total. Con la rendición de Jerusalén, en el año 597, acaba para Jeremías la experiencia de clandestinidad. Libre, emprende de nuevo su actividad profética hasta el asedio final de Jerusalén en el año 588. Pero no concluye el drama de Jeremías. Nabucodonosor, como "siervo de Yahveh" (27,6; 25,9), se convierte en el amo al que Judá tiene que someterse. En
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adelante no cabe esperar nada de Jerusalén; es hacia los desterrados de Babilonia hacia donde hay que mirar, ya que sólo allí radica la esperanza de resurrección. Israel, el pequeño pueblo de Dios, vive en medio de las grandes potencias que dominan sucesivamente el mundo e imponen su ley de forma ineludible. Asiria, Egipto, Babilonia, Persia, Grecia, Roma, dominan sucesivamente al pueblo de Dios. Los profetas, atentos a la actuación de Dios en la historia, escuchan antes que nadie "las botas que pisan con estrépito" y contemplan "los mantos manchados de sangre" (Is 9,4). Ellos son testigos de esas invasiones que Joel compara con plagas de langosta (Jl 2,2-10). Los profetas se interrogan, lo mismo que el pueblo, ¿cómo conciliar el amor de Dios con la desolación y muerte que provocan las potencias invasoras? Ellos no tienen una respuesta aprendida. En cada situación, Dios les da una respuesta al interrogante de siempre. En el siglo IX, Salmanasar III sube al trono de Asiria. Pretende adueñarse de los reinos circundantes, pero su deseo de expansión no tiene éxito. Los reyes de Damasco, Jamat e Israel consiguen frenar sus ímpetus en la batalla de Qarqar y alejar momentáneamente el peligro. Pero, un siglo más tarde, Tiglatpileser revoluciona la técnica de la guerra; en los carros de combate sustituye las ruedas de seis radios por las de ocho, más resistentes; emplea caballos de repuesto, que permiten mayor rapidez y facilidad de movimientos; provee a los jinetes de coraza y a la infantería de botas. En pocos años Asiria extiende su dominio desde el Golfo Pérsico hasta el Mediterráneo. Tras su demostración de fuerza, somete a los pueblos dominados al pago anual de impuestos. Si alguno intenta una conspiración contra Asiria, las tropas imperiales intervienen, destituyen al monarca y colocan en su puesto a otro que sea más adicto; al mismo tiempo aumentan los impuestos. Y, si no escarmientan y vuelven a intentar una nueva conspiración, intervienen de nuevo las tropas, todo el país queda anexionado a Asiria y se deporta a gran número de los habitantes para evitar nuevas revueltas. Tanto Israel como Judá fueron víctimas del dominio de Asiria. Israel, el reino del Norte, pasa por las tres fases: pago de tributos en tiempo de Manajén (2Re 15,19-20), pérdida de territorios con Pécaj (2Re 15,29) y, finalmente, pérdida de la independencia y deportación durante el reinado de Oseas (2Re 17,4-6). Judá, el reino del Sur, sale mejor parado. En un primer momento, el rey Ajaz logra congraciarse a Tiglatpileser buscando su apoyo contra pueblos enemigos. Obtiene su apoyo, aunque sea a un precio muy alto (2Re 16,8). A partir de ese momento, Judá queda obligada a pagar un tributo anual a Asiria. Ezequías, hijo de Ajaz, aprovechando la muerte de Sargón II, se rebela contra Asiria. Pero el nuevo emperador, Senaquerib, invade el territorio de Judá, conquista la mayor parte de sus fortalezas, asedia Jerusalén y se lleva un enorme botín (2Re 18,13-16). El largo reinado de Manasés, bajo el que nace Jeremías, se halla bajo esta situación. Asiria sigue expandiéndose. Las tropas de Asurbanipal llegan a la primera catarata del Nilo y someten a Egipto. Pero el punto culminante del poder de Asiria señala el comienzo de su decadencia. Asiria es incapaz de gobernar su vasto Imperio. En Babilonia se está fraguando el derrocamiento de la gran potencia. Efectivamente, el año 612 cae Nínive, capital de Asiria, y el 610 cae Jarán, su último baluarte. El dominio de Asiria sobre Judá dura un siglo. Con su caída, Judá respira y el rey Josías puede emprender la reforma religiosa del pueblo de Dios.4
4Cf la descripción del ejército asirio (Is 5,26-29), el orgullo de Asiria (Is 10,5-16), su castigo (Is 30,27-33), el asedio y destrucción de Nínive (Na 2,2-14;3,1-19).
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La caída de Nínive y Jarán, con la consiguiente desaparición del Imperio asirio, da paso a una nueva potencia: Babilonia. Para Judá supone la experiencia más trágica de toda su historia. El año 586, Jerusalén es conquistada, destruyen sus murallas, incendian el templo, el pueblo es deportado y desaparece la monarquía. Aparentemente, todos los pilares de la fe de Israel caen por tierra. Pero esta "siembra entre lágrimas" se convertirá en una "cosecha entre cantares". La historia les enseñará a no perder nunca la esperanza de una restauración, unida a una honda conversión del corazón. Jeremías es el profeta de esta época, junto con Habacuc. Jeremías acepta la historia como historia de Dios. Acepta y condena a Babilonia. Babilonia es el instrumento del castigo de Dios. Jeremías no contempla los hechos como resultado de simples causas políticas o militares. Los interpreta como decisión divina de castigar a su pueblo, que se niega durante años a obedecer a Dios. Nabucodonosor es presentado como un "siervo" de Dios, que cumple sus planes. La amenaza, tantas veces repetida, llega a su cumplimiento. El enemigo, como olla hirviente, está ya en camino para sitiar a la ciudad santa. Jeremías, en nombre de Dios, proclama que la liberación es el destierro: -Recoge tus haberes y sal, oh tú, que estás sitiada, porque así dice Yahveh: Voy a lanzar con la honda a los moradores del país -¡esta vez va de veras!- y les cercaré de modo que caigan prisioneros (10,17-18). El Señor, como un lanzador de honda, coloca en el cuero de su honda a su pueblo, lo voltea y lo lanza a gran distancia. La honda del Señor es Nabucodonosor: -¡Se oye un rumor! ¡ya llega!: llega con gran estrépito del país del norte, para trocar las ciudades de Judá en desolación, en guarida de chacales (10,22). La ciudad, desprotegida, pues sus pastores son unos mercenarios que no saben guiar ni proteger al pueblo, se lamenta al contemplar su suerte: -¡Ay de mí, qué desgracia! ¡me duele la herida! Y yo que decía es un sufrimiento más, me lo aguantaré. Mi tienda es saqueada, y todos mis tensores arrancados. Me arrancan a mis hijos y no queda ninguno. No hay quien despliegue ya mi tienda ni quien sujete mis toldos. Los pastores han sido torpes y no han buscado a Yahveh; no obraron cuerdamente, y toda su grey es dispersada (10,19). Jeremías, antes de que suceda, oye el grito angustioso de la ciudad y suplica al Señor que reprima su ira y, si no puede librar a Judá del castigo, que lo haga con medida: -Yo sé, Yahveh, que no depende del hombre su camino, pues no es de quien anda enderezar su paso. Corrígenos, Yahveh, pero con tino, no con tu ira, no sea que nos hagas quedar en pocos. Vierte tu cólera sobre las naciones que no te reconocen, sobre los linajes que no invocan tu nombre. Porque han devorado a Jacob hasta consumirlo, lo han devorado y han desolado su mansión (10,23-25). También Dios deja oír su elegía por Jerusalén. La situación es merecida, pero es triste. Y lo más doloroso es que ni con ello aprende Judá. Dios se confiesa autor de la desgracia. Y le duele que, después de haber golpeado tan duramente a su pueblo, no haya servido de nada:
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-He dejado sin hijos a mi pueblo, le he destruido, y no se convirtieron de sus caminos. Yo les he hecho más viudas que la arena de los mares. He traído sobre las madres de los jóvenes guerreros al saqueador en pleno mediodía. He hecho caer sobre ellos sobresalto y alarma; la madre de siete hijos exhalaba el alma, se le ponía el sol siendo aún de día y quedaba abochornada. Y lo que quedaba de ellos lo entregué a la espada de sus enemigos (15,5-9). Los once años (597-587) del reinado de Sedecías se caracterizan por la constante pérdida del poder de Judá y por los esfuerzos de Jeremías para impedir el desastre que se avecina. Sedecías es súbdito de Nabucodonosor. Pero los patriotas de Judá, como los de los reinos vecinos igualmente sometidos a Babilonia, claman por una revuelta, animados por los adivinos y falsos profetas, quienes anuncian que el exilio y la dominación de Babilonia están a punto de terminar. También Egipto, al sur, continúa soplando sobre las brasas, excitando a estos pequeños reinos a liberarse del yugo de Babilonia. Los oficiales de Jerusalén son entusiastas de esta idea. Sedecías escucha a Jeremías y a los oficiales que le rodean en la corte; es el doble juego de su debilidad. Jeremías, jugando con el nombre del rey (Sedecías significa "justicia del Señor"), denuncia esta actuación del rey: -Mirad que llegan días -oráculo de Yahveh- en que suscitaré a David un Germen justo. Reinará como rey prudente y administrará el derecho y la justicia en la tierra. En sus días estará a salvo Judá, e Israel vivirá en paz. Y le llamarán: "Yahveh, justicia nuestra" (23,5-6). Ahora tenemos un rey que se llama "Justicia de Yahveh", pero lo que significa su nombre lo realizará el rey futuro, el rey esperado, el Mesías, que se llamará y será realmente "Yahveh, nuestra justicia".
2. EL YUGO SOBRE EL CUELLO Sedecías ha sido nombrado rey por Nabucodonosor, que le ha obligado a sellar bajo juramento un pacto de vasallaje. Con el reino de Judá, Babilonia ha sometido a otros reinos vecinos, obligándolos también a pagar el tributo de vasallaje. Todos ellos espían un momento de debilidad del imperio babilonio para sacudirse ese yugo. El faraón Necao muere el año 594. Le sustituye en el trono de Egipto su hijo Psamético II. Con motivo de la muerte de Necao, el cuarto año del reinado de Sedecías, los reyes de Edom, Moab, Amón, Tiro y Sidón envían emisarios a Jerusalén para organizar una conjuración contra Babilonia (27,3). A Jeremías no le pasa inadvertida esa propuesta descabellada, que sólo puede servir para suscitar una represión violenta por parte de Nabucodonosor. Dios, Señor de la historia, ilumina los ojos de Jer emías y le envía a deshacer las vanas esperanzas, con que el rey, los sacerdotes, los profetas de palacio y algunos ministros de la corte engañan al pueblo. Jeremías, convencido de que Dios ha entregado todos estos territorios a Nabucodonosor, considera inútil y suicida rebelarse contra los planes divinos. La sumisión a Babilonia es la única respuesta posible a la voluntad de Dios. Jeremías repite su mensaje: Esta es la hora de Nabucodonosor, a quien Dios ha elegido como siervo ejecutor de sus designios. La voluntad de Dios es la sumisión a Babilonia. Esa sumisión es la única forma de subsistir (27,1-11). A un pueblo, que cierra el oído a la palabra, Jeremías le habla con gestos, que atraen
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la atención de los oyentes. Los gestos visualizan lo que las palabras enuncian. Así la palabra entra por los ojos y prepara el oído a la explicación que desvela el sentido de la acción. La acción simbólica, realizada siempre por orden de Dios, revela sus planes e invita al hombre a aceptarlos. Hechos y palabra se compenetran. El sentido de los hechos se esclarece en la palabra. El gesto se convierte en palabra en acción. La palabra proclama, actualiza el hecho ininterrumpidamente. El hecho externo se hace interior al escuchar la palabra que lo proclama. Jeremías recibe, pues, el encargo de mostrar la palabra de Dios en su misma carne, en su propio cuerpo. Son palabras tan decisivas que no basta que las diga: os inclinaréis bajo el yugo de Babilonia. Una y otra vez ha de mostrarlo. Irá por las calles de Jerusalén con un yugo sobre sus hombros, recibiendo las burlas y el odio que provoca con esa señal. El Señor le dice: -Hazte unas coyundas y un yugo y póntelo sobre el cuello (27,2). Jeremías habla en primer lugar a los emisarios de los países extranjeros; luego se dirige a Sedecías, rey de Judá y, finalmente, a los sacerdotes y al pueblo. El nuevo potentado de turno, Nabucodonosor, es un representante de Dios, por ello Jeremías invita a reconocer el domino de Babilonia sin ninguna resistencia. No propone la capitulación, sino una lectura de fe: al pueblo, que ha roto la alianza, no le queda más salida que aceptar el juicio de Dios; lo contrario es retrasar la hora de la conversión y de la renovación de la alianza. El paso por la muerte es inevitable. Con el yugo sobre el cuello, Jeremías proclama ante los embajadores: -Así dice Yahveh Sebaot, el Dios de Israel: Diréis a vuestros señores: Yo hice la tierra, el hombre y las bestias que hay sobre la faz de la tierra, con mi gran poder y mi tenso brazo, y la doy a quien me place. Ahora yo pongo todos estos países en manos de mi siervo Nabucodonosor, rey de Babilonia, y también le doy los animales del campo para que le sirvan. Todas las naciones le servirán a él, a su hijo y al hijo de su hijo, hasta que llegue también el turno a su propio país y le reduzcan a servidumbre muchas naciones y reyes grandes. Así, pues, a las naciones y reinos que no sometan su cuello al yugo del rey de Babilonia, los visitaré con la espada, el hambre y la peste, hasta acabarlos. Vosotros, pues, no escuchéis a vuestros profetas, adivinos, soñadores, magos ni hechiceros que os dicen: "No serviréis al rey de Babilonia", porque os profetizan embustes para alejaros de vuestro suelo, para que yo os arroje y perezcáis. Pero a la nación que someta su cuello al yugo de Babilonia y le sirva, yo la dejaré tranquila en su suelo, para que lo cultive y habite en él (27,4-11). Jeremías argumenta con detenimiento su consigna. El Dios, en cuyo nombre les habla, es el que hizo la tierra con su gran poder. Como Creador de la tierra, Dios tiene dominio sobre las naciones y concede todos los países a quien quiere; ahora, a Nabucodonosor, rey de Babilonia, "su siervo". La fe en Dios Creador implica el señorío universal de Dios y fundamenta la sumisión a Nabucodonosor como voluntad divina. Jeremías repite la misma advertencia al rey Sedecías, así como a los sacerdotes influidos por las embusteras prediccionones de los falsos profetas: -Someted vuestros cuellos al yugo del rey de Babilonia y servidle a él y a su pueblo y viviréis. ¿A qué morir tú y tu pueblo por la espada, el hambre y la peste, como ha amenazado Yahveh a aquella nación que no sirva al rey de Babilonia? (27,12).
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Jeremías está empeñado en apartar al rey del influjo de los falsos profetas: -¡No oigáis las palabras de los profetas que os dicen: "No seréis vasallos del rey de Babilonia", porque os profetizan falsedades, pues yo no les he enviado, aunque falsamente profeticen en mi nombre (27,12-15). Los profetas de venturas acaban de pronunciar una buena nueva: los objetos del Templo, llevados a Babilonia, volverán pronto a Jerusalén. Y Jeremías, con el yugo sobre el cuello, les replica una vez más, ahora dirigiéndose al pueblo y a los sacerdotes: -No escuchéis las palabras de vuestros profetas que os profetizan diciendo "que el ajuar de la Casa de Yahveh va a ser devuelto de Babilonia en seguida". No les oigáis, porque es cosa falsa lo que os anuncian. No les hagáis caso. Servid al rey de Babilonia y quedaréis con vida. Porque esta ciudad ha de quedar arrasada (27,16-17). Una vez más los profetas de venturas despiertan esperanzas falaces. Una vez más sacan al pueblo de la realidad (27,18-22). El yugo de Jeremías se lo restriega en los ojos. Jeremías se pasea con el yugo sobre el cuello para que a todos les entre por los ojos que el poder pertenece, sin discusión posible, a Nabucodonosor, a quien Dios ha hecho "siervo" suyo, para llevar adelante sus planes (27,6). Por tanto, la sumisión es el único medio de salvación.
3. JEREMIAS Y ANANIAS Durante los diez años, que cubren el arco de asedio a asedio, no cambia la actitud de Jeremías; para él cualquier forma de resistencia a Nabucodonosor es contraproducente. Esta posición le vale la acusación de traidor. La posición invariable de Jeremías contrasta con las esperanzas nacionalistas, estimuladas por los profetas de la corte. Jeremías se opone a los profetas, adivinos y magos que están al servicio de los reyes de las naciones vecinas. Pero también se opone a los profetas de la corte de Sedecías, que alimentan las mismas esperanzas. Ananías se enfrenta a Jeremías en una de las confrontaciones más dramáticas de toda la historia de los profetas. La acción simbólica del yugo excita la atención y presenta plásticamente el oráculo de Dios. Los profetas de venturas anuncian a voz en cuello: -Muy pronto recobraremos de Babilonia el ajuar del templo (27,16). Jeremías les replica ante el pueblo: -Si son profetas y tienen la palabra del Señor, que intercedan al Señor para que no se lleven a Babilonia el resto del ajuar del templo y del palacio real de Jerusalén (27,18). Uno de estos profetas, Ananías de Gabaón va más lejos en sus anuncios de venturas. Ananías es un "profeta de la corte", que concibe su ministerio como un incensar al rey mediante oráculos que confirman la voluntad del soberano. Ananías no soporta ni el gesto ni la palabra de Jeremías. En medio de la calle se le enfrenta con violencia, le arranca el yugo y lo rompe, tapando la boca a Jeremías. También Ananías refuerza su profecía con un gesto. Al destruir la señal que lleva Jeremías, aclara su gesto con la palabra:
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-Yo he quebrado el yugo del rey de Babilonia (28,2). Ananías introduce sus palabras con la misma fórmula que tantas veces ha usado Jeremías: -Así dice el Señor de los ejércitos, el Dios de Israel (28,2). Pero aún sabe más; se atreve a fijar la fecha de la liberación: -Dentro de dos años completos, yo haré devolver a este lugar todos los objetos de la Casa de Yahveh; y a Joaquín, hijo de Yoyaquim, rey de Judá, y a todos los deportados de Judá que han ido a Babilonia yo los haré volver a este lugar (28,3-4). La situación de Jeremías en este momento es una de las más penosas de su vida. No tiene nada que decir. "Y Jeremías se fue por su camino" (28,11). Jeremías se queda mudo; sin saber qué responder, se aleja. Parece que, en el momento en que más necesita el apoyo divino, Dios le deja solo. Jeremías se aleja, tentado quizás por un momento en dar la razón a Ananías. ¿Por qué no pasarse al bando de todos en lugar de estar siempre él solo contra todos? ¿Acaso no desea también él lo que proclama Ananías? Mientras se aleja, susurra entre dientes: -¡Amén, así haga Yahveh! Que confirme la palabra que has profetizado, devolviendo de Babilonia a este lugar los objetos de la Casa de Yahveh, y a todos los deportados (28,6). El pueblo con los sacerdotes asisten al duelo de los dos profetas, pues estas palabras se dicen en el atrio del templo (28,5). Jeremías no puede eludirlas. Jeremías reconoce sencillamente que el deseo que hay detrás de las palabras de Ananías y que está en el corazón de cuantos escuchan es también su deseo. ¡Si Dios lo hiciera! Pero no puede engañar a la gente. Jeremías, que ama de verdad al pueblo, querría ver cumplida la profecía de Ananías, pero no al precio de una perversión sin conversión. Entre dientes, sigue murmurando: -Profetas hubo antes de mí y de ti desde siempre, que profetizaron a muchos países y a grandes reinos la guerra, el mal y la peste. Pero si un profeta profetiza la paz, sólo cuando se cumple la palabra del profeta se reconoce que de verdad le había enviado Yahveh (28,7-9). El profeta, con su palabra, mete en la historia una semilla. Si su palabra es verdadera esa palabra germinará y se cumplirá mostrando el fruto de la verdad. Jeremías se aleja. Pero Dios no le concede tregua; no le permite engañarse. Dios interviene y le hace volver sobre sus pasos. Y, como verdadero profeta, ya no habla entre dientes ni expresa lo que su corazón desea, sino que grita la palabra que Dios pone en sus labios: -Yugo de madera has roto, pero yo lo reemplazaré por yugo de hierro. Porque así dice Yahveh Sebaot, el Dios de Israel: Yugo de hierro he puesto sobre el cuello de estas naciones para que sirvan a Nabucodonosor, rey de Babilonia (28,14). Tales palabras caen sobre el pueblo como un jarro de agua fría. Y a Ananías le anuncia que ese mismo año morirá: -Escúchame, Ananías; Yahveh no te ha enviado, y tú induces a este pueblo a una
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falsa confianza. Por eso, así dice Yahveh: Yo te arrojaré de la superficie de la tierra. Este año morirás, por haber predicado la rebelión contra Yahveh (28,15-16). Y Baruc concluye: -Y murió el profeta Ananías aquel mismo año en el mes séptimo (28,17). Ananías murió aquel año. Y no es que el profeta sea un adivino. Su misión no es adivinar el futuro, sino interpretar el presente. Pero quien sabe leer con agudeza el presente, prevee el futuro. En cambio, quien no sabe leer los signos de los tiempos en que vive, tampoco puede afrontar el futuro; ni lo prevee ni se provee de los medios para salirle al encuentro. Jeremías, seguro de ser enviado de Dios, espera que Dios cumpla su palabra y no la de Ananías. Jeremías, lejos de creer que Nabucodonosor devolverá los utensilios del templo, anuncia una deportación peor que la primera. La sumisión a Babilonia, que predica Jeremías, se debe a que no hay nada que esperar. Jerusalén no puede convertirse, ya que se obstina en una actitud que le conduce a la muerte (34,8-35,19). No hay porvenir más que para los desterrados. Al negarse a seguir las órdenes de Dios, Jerusalén está definitivamente abocada a la muerte. Frente a este mundo condenado sin apelación, Jeremías ve surgir otro nuevo, todavía en gestación, del lado de los cautivos en Babilonia. Para Jeremías la profecía es una carga. Esa es la garantía de su autenticidad. En sus oráculos no se busca a sí mismo, no saca de ellos más que burlas y persecuciones. En sus anuncios arriesga su vida. Es lo contrario de los profetas de mentiras, que profetizan sin que Dios les haya enviado, que imaginan y fabrican visiones y mensajes. Los falsos profetas son profetas de sí mismos, no han sido seducidos, arrancados de su yo. Siguen actuando con autonomía. Les basta con consultar el propio corazón, dejar curso libre a su imaginación, para anunciar una profecía. Para Jeremías nunca es así. La profecía no le realiza, le es impuesta desde fuera, ni la desea ni la busca, sino que la mano de Dios se la pone en los labios como un peso. No es cómodo ni agradable anunciar la desgracia, pero es lo que Dios le manda decir, es lo único que puede llevar al pueblo a la conversión. También a él le gustaría halagar los oídos de sus oyentes con palabras de paz y felicidad, pero sería un engaño, les instalaría en su pecado y, ciertamente, no es ese el deseo de Dios y no se lo permite por más que a veces lo desee. La profecía engañosa es estéril aunque recree los oídos de los oyentes, aunque el pueblo la escuche con agrado: el pueblo fácilmente cree lo que desea (28,15). Las dos caras del encargo recibido en el momento de la vocación -"destruir y construir"- expresan el modo de actuar de la palabra de Dios, cuyo mensajero es Jeremías. En ambos casos es una palabra que realiza algo. La palabra de Dios no es una enseñanza, una doctrina, sino un acontecimiento vivo. Unas veces produce "gozo y alegría", mientras que en otras situaciones es "como un martillo que tritura la piedra". Destruye y construye. Es la vivencia de Jeremías. Y desde su experiencia se enfrenta con los falsos profetas. Cuando Ananías pronuncia palabras consoladoras y Jeremías tiene que aclarar que tales palabras no proceden de Dios, no es porque sean palabras que anuncian salvación. También a Jeremías Dios le encomendó palabras de salvación (32,15). El solo contenido no decide si tal palabra procede de Dios o no. Sin embargo, la palabra de Dios se distingue de la que no procede de él como el trigo de la paja, como el ensueño de la realidad (23,28). Jeremías, está preparado para morir por la palabra; no puede callar. Es la fuerza irresistible de la palabra la que mueve sus labios.
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4. LOS DOS CESTOS DE HIGOS Sedecías sube al trono el año 597. En ese momento se debate un grave problema religioso: el de los desterrados. La deportación ha causado profundo impacto en el pueblo. Resulta evidente que Dios no defiende a su pueblo de manera incondicional. Pero esta verdad, tan dura para un judío, se intenta suavizarla con una respuesta que no es más que una falsa escapatoria: los desterrados no constituyen el verdadero pueblo de Dios; son los culpables de la situación precedente, los incrédulos e impíos, con los que el Señor ha cortado. Por el contrario, los que permanecen en Jerusalén y Judá son los buenos, aquellos en los que Dios se complace. Jeremías se alza contra esta interpretación, tan simplista como injusta. Es cierto que la deportación plantea un problema. En el reino del norte ya sucedió una desgracia similar. Al ser destruido Israel como reino, unos israelitas fueron al destierro, otros se quedaron en el país, donde se mezclaron con los advenedizos; algunos se refugiaron en Judá, donde se incorporaron de nuevo al pueblo de Dios. Ahora que Nabucodonosor ha desterrado a las autoridades y a las clases altas, ¿quienes son el pueblo elegido de Dios? Algunos razonan según sus categorías, pensando que los desterrados han sido expulsados por Dios porque eran culpables y han recibido lo merecido por sus pecados; ellos han sido desgajados del pueblo de Dios. Los que han quedado en Judá son la clase baja y humilde, que no eran culpables y, por ello, Dios les ha dejado viviendo cerca de él. Dios ilumina a Jeremías y le hace ver las consecuencias de este juicio comparativo entre buenos y malos. Puede llevar a la falsa confianza, apelando a la elección y al culto. Contra semejante actitud, Dios se presenta a Jeremías con la visión de los dos cestos de higos. Los higos son del mismo árbol o de la misma cosecha; iguales son los dos cestos y ambos han sido presentados al Señor. Unos son apetitosos y otros no hay quien los coma. El Señor ahora identifica a quien se refiere cada cesto con la sentencia paradójica: los buenos son los desterrados. Ellos han recibido un castigo saludable, por el que podrán reconocer sus culpas y abrirse, con la conversión, a la misericordia de Dios. Sólo ellos volverán en un éxodo más glorioso que el primero (23,8). Dios los ha escogido, como antes eligió a los esclavos de Egipto. Sólo se pone una condición: "convertirse de corazón". En cambio, los que se consideran buenos son incapaces de convertirse. Por ello son rechazados, vivan en la dispersión, en Egipto o en la patria. Los refugiados en Egipto serán como los que han quedado en la patria. El nuevo éxodo no partirá de Egipto, sino de Babilonia. Yahveh presenta a Jeremías, delante del templo, dos cestos de higos, como símbolo de aquellos dos pueblos, de los que uno será llamado a desaparecer y el otro a renacer con un corazón nuevo para una alianza nueva (24,7). Dios le señala el destino de las dos partes separadas del pueblo: los exilados a Babilonia y los que han quedado en Jerusalén bajo el mando de Sedecías. Una vez más Jeremías ha de decir lo contrario de lo que cree el pueblo de Jerusalén: la parte destinada a la perdición no es precisamente la que se halla en el exilio, sino los que se han salvado de él y se han quedado en Jerusalén. Así dice Yahveh: -Como por estos higos buenos, así me interesaré yo por los desterrados de Judá, que yo eché de este lugar al país de los caldeos. Pondré la vista en ellos para su bien, los devolveré a este país, los reconstruiré para no derrocarlos y los plantaré para no arrancarlos. Les daré corazón para conocerme, pues yo soy Yahveh, y ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios, pues volverán a mí con todo su corazón (24,5-7). Con los otros ocurre lo contrario:
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-Igual que a los higos malos, que no se pueden comer de malos, así haré al rey Sedecías, a sus principales y al resto de Jerusalén, que han quedado en este país y a los que residan en el país de Egipto. Haré de ellos espanto de todos los reinos de la tierra, oprobio y ejemplo; serán tema de burla y maldición por donde los empuje. Daré suelta entre ellos a la espada, al hambre y a la peste, hasta que sean acabados de sobre la tierra que di a ellos y a sus padres (24,8-10). ¿Por qué esta distinción y este juicio? Los judíos que viven en Judá se sienten seguros por el simple hecho de estar en la tierra de Israel. Según ellos, los desterrados no gozan de la presencia de Dios, puesto que están en tierra extranjera. Sólo ellos, que han quedado en Judá, gozan de los dones de Dios. ¡Curiosa concepción de Dios y de su acción, en donde se atribuye a la presencia física en la tierra un valor mágico! Jeremías rechaza la certidumbre falsa de sus oyentes y hace tambalear sus pretendidos privilegios, afirmando que Dios no abandona a los desterrados y se interesa por ellos. Jeremías lo repetirá con las mismas palabras en su carta a los desterrados (29,15-19). Esta historia de los cestos de higos pone punto final a las palabras dedicadas a los dirigentes. Apunta sobre todo a Sedecías, a quien también iban dirigidas las primeras palabras de los oráculos sobre los reyes, pastores y profetas. Son palabras dirigidas al último rey. Así dice el Señor: -Las armas que empuñáis en el combate se las pasaré al rey de Babilonia y a los caldeos, que os asedian fuera de la muralla, y que reuniré en medio de esta ciudad. Yo en persona lucharé contra vosotros, con mano extendida y brazo fuerte, con ira, cólera y furia. Heriré a los habitantes de esta ciudad, hombres y animales, y morirán en una grave epidemia. Después, a Sedecías, rey de Judá, a sus ministros y a los que sobrevivan en la ciudad a la peste, la espada y el hambre los entregaré en manos de Nabucodonosor, y en manos de sus enemigos, que buscan su muerte. El los pasará a filo de espada sin piedad, sin respetos ni compasión (21,1-7) El porvenir, pues, pertenece a los desterrados y no a los que se quedan en Jerusalén. Pero, para ello, también los desterrados han de renunciar a sus sueños de retornar al antiguo reino. No se puede mirar hacia atrás, tal como sugieren algunos profetas y adivinos (29,8-9). Yahveh no realizará su plan de paz sino después de setenta años (29,10), cuando haya sido definitivamente liquidado todo recuerdo del pasado, con la desaparición de las dos primeras generaciones.
5. ESPANTAPAJAROS DE PEPINAR Jeremías despide a los desterrados con un aviso que les permita salvar lo más importante: su fe exclusiva en Dios. La victoria del emperador de Babilonia parece demostrar la superioridad de sus dioses; además, faltándoles el culto al Señor en tierra extranjera, el pueblo puede sentirse atraído por el esplendor de las ceremonias religiosas de sus nuevos señores. Jeremías les inculca, deseando que lo lleven grabado en su corazón, que los ídolos son hechura de manos humanas, mientras que el Señor ha hecho cielo y tierra. Se dirige a ellos con el título de Israel, pueblo elegido de Dios, al que siguen perteneciendo, aunque se hallen lejos de la tierra de Israel: -Israelitas, escuchad la palabra que Yahveh os dirige: No imitéis el proceder de los
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gentiles, ni os asusten los signos celestes que asustan a los gentiles. Porque las costumbres de los gentiles son vanidad: Corta un madero del bosque, lo trabaja el maestro que lo cortó con el hacha, lo embellece con plata y oro, lo sujeta con clavos y a martillazos para que no se menee. Son como espantajos de pepinar, que ni hablan. Tienen que ser transportados, porque no andan. No les tengáis miedo, que no hacen ni bien ni mal. No hay como tú, Yahveh; grande eres tú, y grande tu Nombre en poderío. ¿Quién no te temerá, Rey de las naciones? Porque a ti se te debe eso. Porque entre todos los sabios de las naciones y entre todos sus reinos no hay nadie como tú. Todos a la par son estúpidos y necios: lección de madera la que dan los ídolos. Plata laminada, importada de Tarsis, y oro de Ofir, hechura de maestro y de manos de platero, revestido de púrpura violeta y escarlata: todos son obra de artistas. Pero Yahveh es el Dios verdadero; es el Dios vivo y el Rey eterno. Cuando se irrita, tiembla la tierra, y no aguantan las naciones su indignación. En cambio, los dioses, que no hicieron el cielo ni la tierra, desaparecerán de la tierra y de debajo del cielo (10,1-11). De un golpe Jeremías reduce todos los temores y toda la confianza depositada en los ídolos. Lo que atemoriza a los paganos es nada, obra de mano del hombre. ¿Por qué temer y venerar a algo que necesita ser sujetado con clavos para que no caiga por tierra? Los ídolos son algo tan muerto y falso como un espantapájaros en un pepinar. Frente a la vaciedad o falsedad de los ídolos, Jeremías les inculca la fe y confianza en el Señor, que posee el poder y la sabiduría: -El es quien hizo la tierra con su poder, el que estableció el orbe con su saber, y con su inteligencia expandió los cielos. Cuando da voces, retumban las aguas de los cielos, y hace subir las nubes desde el extremo de la tierra. Con los relámpagos desata la lluvia y saca el viento de sus depósitos. El hombre con su saber se embrutece, el platero con su ídolo fracasa, porque sus estatuas son una mentira y no hay espíritu en ellas. Son vanidad, cosa ridícula; al tiempo de su visita perecerán. No es así la Porción de Jacob, pues él es el plasmador del universo e Israel es su heredad; Yahveh Sebaot es su nombre (10,12-16; 51,15-19). El saber embrutece al hombre cuando lo emplea en la falsificación, como la fabricación de ídolos, pues se rebaja y se somete a la obra de sus manos. El ídolo desacredita al orfebre, porque, en vez de probar su destreza, delata su insensatez. Consume sus energías en lo que nada vale. El Señor ha elegido a Israel como su heredad, es su propiedad personal. Israel es invitado así a elegir a Dios, excluyendo la vaciedad de los ídolos.
6. CARTA A LOS DESTERRADOS Jeremías escribe además dos cartas a los desterrados, advirtiéndoles que, contra lo que anuncian los falsos profetas, el destierro será largo; no deben alentar falsas esperanzas, sino llevar la vida más normal posible, aceptando su situación. La carta de Jeremías la llevan Elasa, hijo de Safán, y Guemarías, hijo de Jilquías, enviados por el rey Sedecías a Babilonia (29,3). Jeremías invita a los deportados a instalarse en tierra extranjera, pues no cree en un cambio rápido de la situación. En la carta Jeremías escribe: -Edificad casas y habitadlas; plantad huertos y comed de sus frutos; tomad mujeres y engendrad hijos e hijas; casad a vuestros hijos y dad vuestras hijos a maridos para que den a luz hijos e hijas (29,5-6).
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Es una palabra de Dios, que considera a los desterrados como su pueblo. Dios quiere la vida y desea que la vida de los desterrados siga en el país extranjero. Han de continuar la vida, la familia y el trabajo. Cada hijo que nazca en Babilonia será un acto de confianza en Dios, que les asegura un futuro. "Construir y edificar" es la segunda parte de la vocación de Jeremías (1,10). Con esta invitación, Jeremías, que ha proclamado tantos oráculos de destrucción, está cumpliendo la misión del tiempo presente. Construir para habitar y plantar para comer los frutos son ya una bendición, germen de la futura salvación. Y lo más asombroso es que Jeremías les invita a orar por el país donde han sido deportados, por el país enemigo, cuyos habitantes adoran a otros dioses. Por primera vez el pueblo de Dios es invitado a interceder por sus enemigos: -Procurad el bien de la ciudad a donde os he deportado y orad por ella a Yahveh, porque su prosperidad será la vuestra (29,7). Jeremías, finalmente, llama a los desterrados, lo mismo que a los que han quedado en Judá, a no confiar en los profetas que hay entre ellos. En nombre de Dios declara que no han sido enviados por él (29,8-9), por más que ellos digan: -El Señor nos ha nombrado profetas en Babilonia (29,15). Sus promesas son puros sueños de su fantasía con los que intentan halagar a sus oyentes. Dios tiene un plazo fijado. Cuando llegue el momento previsto, Dios realizará una salvación superior a la del primer éxodo. Pues así dice Yahveh: -Al cumplir setenta años en Babilonia, yo os visitaré y cumpliré con vosotros mi promesa de traeros de nuevo a este lugar; yo conozco mis designios sobre vosotros, designios de paz, no de desgracia, de daros un porvenir de esperanza. Me invocaréis, vendréis a rogarme, y yo os escucharé. Me buscaréis y me encontraréis cuando me busquéis de todo corazón; me dejaré encontrar de vosotros; devolveré vuestros cautivos, os recogeré de todas las naciones y lugares a donde os arrojé y os haré tornar al sitio de donde os desterré (29,1014). Jeremías, luego, anuncia que Ajab y Sedecías, que se tienen por profetas, serán entregados "al rey de Babilonia, que les ajusticiará en vuestra presencia": -Así dice Yahveh, el Dios de Israel, sobre Ajab, hijo de Colaías, y sobre Sedecías, hijo de Maasías, que os profetizan falsamente en mi nombre: Yo los entregaré en manos de Nabucodonosor, rey de Babilonia; él los herirá ante vuestros ojos, y de ellos los deportados de Judá, que se encuentran en Babilonia, tomarán esta maldición: "Te trate Yahveh como a Sedecías y a Ajab, a quienes asó al fuego el rey de Babilonia", porque obraron con fatuidad en Jerusalén, cometieron adulterio con las mujeres de sus prójimos y fingieron pronunciar en mi nombre palabras que yo no les mandé. Yo lo sé y soy testigo -dice Yahveh- (29,21-23). Como consecuencia de su carta a los desterrados, Jeremías se atrae los reproches de un tal Semaías, najlamita, un desterrado, que despacha cartas en su propio nombre a todo el pueblo de Jerusalén, a Sofonías, hijo del sacerdote Maasías y a todos los sacerdotes, diciendo: -Yahveh te ha nombrado sucesor del sacerdote Yehoyadá como inspector de la Casa de Yahveh. A todos los locos y seudoprofetas tú los debes meter en el cepo y en el calabozo. Entonces, ¿por qué no has sancionado a Jeremías de Anatot que se hace pasar por profeta?
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Porque nos ha enviado a Babilonia una carta en la que dice: "Es para largo. Edificad casas y habitadlas; plantad huertos y comed su fruto" (29,26-28). El sacerdote Sofonías lee esta carta al profeta Jeremías. Entonces Jeremías recibe esta palabra de Yahveh: Envía este mensaje a todos los deportados: -Así dice Yahveh Yahveh respect respecto o a Semaías Semaías,, el najlam najlamita ita,, por habero habeross profeti profetizad zado o sin haberle yo enviado, inspirándoos una falsa seguridad. Por eso, yo voy a visitar a Semaías, el najlamita, y a su descendencia. No habrá en ella ninguno que se siente en medio de este pueblo ni que vea el bien que yo daré a mi pueblo, porque predicó la desobediencia a Yahveh (29,29-32).
7. EL ROLLO ARROJADO AL EUFRATES La reunió reunión n de los mensajero mensajeross reales reales de Edom, Edom, Moab, Moab, Amón, Tiro y Sidón Sidón con Sedecías no desembocó en ninguna decisión, pues Egipto se negó a intervenir por estar ocupado en otros lugares. El único resultado de la asamblea fue poner a Sedecías en una situació situación n delicad delicadaa ante ante Nabuco Nabucodon donoso osor. r. Sedecí Sedecías as sigue sigue a Jeremí Jeremías as y rechaza rechaza la idea idea de rebelarse. rebelarse. Pero no es suficiente. Tiene que dar explicaciones explicaciones de su conducta. Para ello envía dele delega gado doss a Babi Babilo loni niaa (51, (51,59 59;2 ;29, 9,3) 3).. Este Este viaj viajee a Babi Babilo loni niaa term termin inaa en un acto acto de sometimiento y fidelidad a Nabucodonosor. Aprovechando este viaje, Jeremías escribe un roll rollo o cont contra ra Babi Babilo loni nia, a, enca encarg rgan ando do a Seray Serayas, as, hijo hijo de Nería Nerías, s, que que ejecu ejecute te una una acció acción n simbólica. La palabra de Dios tiene una fuerza creadora. Dios habla y lo que dice se cumple. Palabra y hecho son una misma realidad. No es una palabra que hay que entender, sino una palabra que crea algo nuevo. Jeremías es elegido e legido para "arrancar y arrasar, arrasa r, edificar y plantar" (1,10). Y el único medio que tiene para realizar esta misión es la palabra que Dios pone en su boca. La debilidad de la palabra tiene la fuerza del fuego o del martillo que tritura la piedra (23,29). Es capaz de vencer toda resistencia u oposición. Con esta palabra, envía a Seraías, hermano de Baruc, a Babilonia. Al llegar a Babilonia, por encargo de Jeremías, debe atar una piedra al rollo de oráculos contra la ciudad y tirarlo al Eufrates para expresar cómo "se hundirá Babilonia, sin levantarse, por las desgracias que mando contra ella". Seraías, aunque esté solo, antes de arrojar el rollo al río, debe proclamar las palabras en él escritas (51,59-64). Dios lleva adelante su plan de destruir todo el imperio de Babilonia, no sólo y principalmente con una palabra escrita, sino mediante la proclamación de la palabra, aunque sea en la soledad absoluta. La palabra de Dios, que anuncia un acontecimiento, queda sembrada en la historia como un germen que a su tiempo dará fruto en su cumplimiento. Jeremías dijo a Seraías: -Cuando llegues a Babilonia, busca un sitio y proclama en voz alta todas estas palabras: "Yahveh, tú has amenazado destruir destr uir este lugar, sin dejar en él habitante alguno, ni hombres ni animales, animales, convirtiéndolo en desolación por siempre". Luego, cuando cuando acabes de leer en voz alta el rollo, le atas una piedra y lo arrojas al Eufrates, diciendo: "Así se hundirá Babilonia y no se recobrará del mal que yo mismo voy a traer sobre ella" (51,61-64). Con Con este este gest gesto, o, Jerem Jeremías ías,, en el mism mismo o mome moment nto o que que pide pide el some sometim timien iento to a Babilonia, Babilonia, está anunciando anunciando su destrucción. destrucción. Para Jeremías Jeremías lo importante importante no es aceptar aceptar o no a Babilonia, sino aceptar los planes de Dios. Babilonia, como cualquier otra potencia, está abocada a la ruina desde el mismo momento en que comienza a imponer su ley. Babilonia
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tiene una misión que cumplir y luego desaparecerá. Por voluntad de Dios aparece y por esa misma voluntad desaparece. Así dice el Señor: -Pasados los setenta años, pediré cuentas al rey de Babilonia y a su nación de todas sus culpas, y convertiré el país de los caldeos en desierto perpetuo. Cumpliré en su país todas las amenazas pronunciadas contra él. Ellos, a su vez, serán sometidos a muchas naciones y a reyes poderosos; les pagaré sus acciones, las obras de sus manos (25,12-14).
8. MALDICION DE BABILONIA Jeremías no se contenta con la acción simbólica encomendada a Seraías con la nota escrita que le entrega. Con palabras cargadas de fuerza describe la destrucción de Babilonia. Judá ha colmado la medida de su pecado. Dios le dará a beber la copa de vértigo: -Yo mismo llenaré de embriaguez embriaguez a todos los habitantes habitantes de este país, a los reyes que se sientan en el trono de David, a los sacerdotes, a los profetas y a todos los habitantes de Jerusalén. Los estrellaré al uno contra el otro, a los padres contra los hijos, sin misericordia ni perdón (13,13-14). Primero la da a beber a Jerusalén y a todo Judá. Luego, Jeremías, como heraldo de Dios, congrega a las naciones para dictar y ejecutar sobre ellas la sentencia de Dios. Dios les entrega la copa de vino drogado, que las emborracha antes de ser ejecutadas por la espada. Humilladas y tambaleantes por el vino, recibirán el golpe de gracia de la espada. Así me ha dicho Yahveh: -Toma de mi mano esta copa de vino drogado y házsela beber a todas las naciones a las que te envíe; beberán, beberán, trompicarán trompicarán y enloquecerá enloquecerán n ante la espada que voy a soltar en medio de ellas (25,15-16). La copa pasa de nación en nación. Si Dios castiga a su pueblo, ¿cómo no va a castigar a los enemigos de su pueblo? Así les dice Yahveh Sebaot, el Dios de Israel: -Bebed, emborrachaos, vomitad, caed para no levantaros ante la espada que yo suelto entre vosotras (25,27) Y si rehúsan tomar la copa de la mano de Jeremías para beber, Yahveh les dice: -Tenéis que beber sin falta, porque si comencé el castigo por la ciudad que lleva mi nombre, ¿vais a quedar vosotras impunes? No, no quedaréis impunes, porque yo llamo a la espada contra todos los habitantes de la tierra (25,29). Y no sólo la espada, sino que Dios se sirve para realizar sus designios de toda la creación, como Señor de la historia y del mundo. La desgracia se va desplazando para alcanzar a todos los habitantes del mundo. Un clamor ensordecedor, como rugido de león, o la voz del huracán, se va difundiendo de nación en nación: -Yahveh ruge desde lo alto, clama desde su santa morada, ruge contra su aprisco, grita como los lagareros contra todos los habitantes de la tierra; su eco llega hasta el confín de la tierra. Porque Yahveh pleitea con las naciones y enjuicia a toda criatura, y a los culpables los entrega a la espada (25,30-31).
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Desatada la cólera, ya no se detiene. Así dice Yahveh Sebaot: -Mirad la catástrofe que se propaga de nación a nación, una gran tormenta surge del fin del mundo. En aquel día las víctimas de Yahveh llenarán la tierra de cabo a cabo; no serán plañidos ni recogidos ni sepultados, sino que se volverán estiércol sobre la haz de la tierra. Ululad, pastores, y clamad; revolcaos, mayorales, porque os ha llegado el día de la matanza y caeréis como corderos escogidos. No hay evasión posible para los pastores ni escapatoria para los mayorales. Se oye el grito de los pastores, el ulular de los mayorales, porque Yahveh devasta su pastizal, y son aniquiladas las estancias más seguras por la ardiente cólera de Yahveh. El león ha dejado su cubil, porque la tierra se ha convertido en desolación por el incendio devastador de su ardiente cólera (25,32-38). Babilonia ha sido la copa de vértigo con que Dios ha emborrachado a tantas naciones, hasta hacerlas tambalearse y caer. Ahora le llega el turno a Babilonia. Babilonia ha sido instrumento de castigo, verdugo enviado por Dios, pero se propasó en sus funciones y ahora le llega a ella el momento de su sentencia. Dios anuncia el castigo al verdugo de los pueblos. Babilonia se ha convertido en el símbolo de la gran ciudad hostil al Señor (Ap 17-18): -Babilonia era en la mano de Yahveh copa de oro que embriagaba toda la tierra. De su vino bebieron las naciones hasta enloquecer. De pronto cayó Babilonia y se rompió. Gemid por ella, traed bálsamo para sus heridas, a ver si sana. Hemos curado a Babilonia, pero no ha sanado, dejadla y vayamos, cada cual a su tierra; su condena llega a los cielos, se eleva hasta las nubes. Yahveh hace patente nuestra justicia; venid y subamos a Sión y cantemos las obras de Yahveh, nuestro Dios (51,7-10). El hombre siempre es tentado a adorar el poder. En el fondo cree que siempre prevalece la fuerza. fuerz a. El esplendor y el poder de los reyes ciegan al pueblo. Los profetas tienen que enfrentarse constantemente con esta idolatría del poder. Jeremías muestra cómo el poder asola, arruina y mata (4,7): "Su carrera es el mal, su poder es lo no recto" (23,10). El poder fácilmente lleva al engreimiento, que crece en la medida en que se le alimenta, sin que quede nunca saciado. La espada es, ante todo, símbolo de honor y gloria. Los profetas, en cambio, ven en ella una abominación, símbolo de la enfatuación de los poderosos y de quienes ponen su confianza en ellos (51,7). El corazón de Dios, en cambio, se abre a los humildes, a los pequeños, a los vencidos, a aquellos a quienes nadie estima: "Sí; haré que tengas alivio, de tus llagas te curaré, porque te llamaron 'La Repudiada', 'Sión de la que nadie se preocupa'" (30,17). Dios, Señor de la historia, abarca con su mirada el escenario completo del tiempo y del espacio. Contempla la caída de la capital imperial, al mismo tiempo que ve a Israel salir libre, en marcha hacia Sión. El "enemigo del norte" será alcanzado por otro enemigo del norte, norte, a quien Dios cede el turno. turno. Babel es el lugar de la dispersión, dispersión, mientras que Sión es el centro de unidad. A Sión vuelven los dos reinos, Israel y Judá; unidos en la desgracia común, con la salvación de Dios se unen entre sí en el monte Sión, como un sólo pueblo para siempre. siempre. En Babel, en cambio, Marduk, Marduk, dios de Babilonia, Babilonia, se queda consternad consternado; o; el que se hacía llamar Bel, señor, está confuso. Todos los ídolos, ante la victoria de Dios, se ven consternados por la derrota. Es la gran noticia que alegrará a todas las naciones: -Anunciadlo, pregonadlo entre las gentes, alzad la bandera, hacedlo oír; no lo calléis; decid: decid: "Babilonia "Babilonia ha sido tomada, Bel está confuso, Marduk desmayado, desmayado, desmayados desmayados están
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sus ídolos, sus imágenes consternadas". Porque desde el norte se abalanza sobre ella un pueblo que asolará su territorio hasta que no quede en ella un habitante, pues hombres y animales huirán desbandados. En aquellos días y en aquella hora vendrán juntos los hijos de Israel y los hijos de Judá llorando y buscando a Yahveh, su Dios. Preguntan por el camino de Sión y allá se dirigen: "Venid y aliémonos a Yahveh con pacto eterno, irrevocable" (50,2-5). Los israelitas son el rebaño de Dios, extraviados por culpa de sus pastores. Dios, pastor de Israel, sale a recoger a sus ovejas, que no han dejado de pertenecerle, como pensaban sus enemigos. El Señor rescata lo que es suyo, arrebatándolo de lobos y ladrones: -Mi pueblo era un rebaño de ovejas perdidas. Sus pastores las descarriaron, extraviándolas por los montes. De monte en collado andaban, olvidando su aprisco. Cualquiera que les topaba las devoraba, y sus rivales decían: "No cometemos ningún delito, puesto que ellos pecaron contra Yahveh, ¡el pas tizal de justicia y la esperanza de sus padres!" (50,6-7). El destierro parecía un repudio o abandono de parte de Dios. Israel, lejos de su tierra, parece una viuda abandonada e indefensa. Pero eso es falso; si Dios ha abandonado a su pueblo, ha sido sólo por un momento, porque sigue amando a su esposa y preocupándose por ella (51,5). Dios, que un día invitó a su pueblo a huir de Jerusalén, le invita ahora a salir de Babilonia: -Huid de Babilonia, salid del país de los caldeos, como machos cabríos al frente del rebaño. Porque yo hago que despierte y suba contra Babilonia una alianza de grandes naciones del norte, que se organizarán contra ella y la tomarán. Sus saetas, de valiente experto, no volverán de vacío. Entonces Caldea será saqueada y los saqueadores se hartarán (50,8-10). Babilonia, en el momento en que Serayas está sembrando esta palabra, se entrega a los festejos de sus victorias, brincando como una novilla, relinchando como caballos, pero ya está decretada su ruina: -Aunque festejéis y gocéis, depredadores de mi heredad, aunque deis corcovos como novilla en la dehesa, y relinchéis como corceles, vuestra madre quedará avergonzada, abochornada la que os dio a luz, convertida en la última de las naciones, en desierto y paramera (50,11-12). La cólera de Dios ya está en marcha, organizando a los arqueros para el cerco de Babilonia. "Avanzan contra ella los caballos como langostas erizadas" (51,27): -Por la cólera de Yahveh quedará despoblada, desolada toda ella. Los que pasen a la vera de Babilonia quedarán atónitos y silbaran al ver tantas heridas. Arqueros, cercad a Babilonia, tirad contra ella, no escatiméis las flechas pues ha pecado contra Yahveh. Lanzad el alarido en torno a ella. Ella tiende su mano. Fallaron sus cimientos, se derrumbaron sus muros. Es la venganza de Yahveh. Tomad venganza de ella: lo que hizo, hacédselo a ella. Estirpad de Babilonia al sembrador y al que maneja la hoz al tiempo de la siega. Ante la espada irresistible, enfile cada uno hacia su pueblo, hacia su propia tierra (50,13-16). Se derrumban los muros de Babel y desaparecen el sembrador y el segador; los que edificaban y los que plantaban son derribados y arrancados, cumpliéndose una vez más la
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misión de Jeremías. También se cumplirá para Israel la segunda parte; Dios les edificará y les plantará, perdonando sus pecados y firmando una alianza nueva con su pueblo rescatado: -Rebaño disperso era Israel; leones lo ahuyentaron: primero lo devoró el rey de Asiria y después lo quebrantó Nabucodonosor, rey de Babilonia. Por tanto, así dice Yahveh, el Dios de Israel: Yo visito al rey de Babilonia y su territorio, lo mismo que visité al rey de Asiria. Y devolveré a Israel a sus pastizal, y pacerá en el Carmelo y en Basán, y se saciará en la montaña de Efraím y en Galaad. En aquellos días y en aquella hora, se buscará la culpa de Israel y no aparecerá; el pecado de Judá y no se hallará, porque seré piadoso con el resto que deje con vida (50,17-20). Terminada la tarea, Dios rompe el instrumento de que se ha valido. Babilonia ha servido para castigar el pecado de Judá; concluida su misión, es quebrada y arrancada del suelo. Ha caído en la trampa de su confianza en sí misma, en el lazo de su crueldad y arrogancia hasta desafiar a Dios. Le ha llegado el día y la hora de rendir cuentas. Dios se venga de sus atrocidades, pagándole sus obras con la misma paga: haciéndole lo que ella hizo con los demás (50,21-30). Ante su insolencia, Dios acepta el desafío y se presenta: -Aquí estoy contra ti, "Insolencia", ha llegado tu día, la hora de rendir cuentas. Tropezará "Insolencia" y caerá, sin tener quien la levante. Prenderé fuego a sus ciudades, y devorará todos sus contornos. Así dice Yahveh Sebaot: los hijos de Israel y los hijos de Judá sufrían juntos la opresión, sus cautivadores los retenían, se negaban a soltarlos. Pero su Redentor es fuerte, se llama Yahveh Sebaot. El defenderá su causa hasta hacer temblar la tierra y estremecerse a los habitantes de Babilonia (50,31-34). La espada destruirá todo lo que hacía que Babilonia se sintiera grande: el poder político, el saber técnico, el poderío militar, la fertilidad de la tierra, las riquezas acumuladas y la abundancia de ídolos (50,35-43): -Como león que sube del boscaje del Jordán hacia el pastizal siempre verde, en un instante les haré salir huyendo de allí, para colocar a quien me plazca. Porque ¿quién como yo?, ¿quién me desafía?, ¿Quién es el pastor que aguante en mi presencia? Así pues, oíd la decisión que he tomado contra Babel y contra el país de los caldeos. Juro que hasta las crías de los rebaños les serán arrebatadas, y sus pastizales quedarán desolados. Al estruendo de su caída retumba la tierra, y las naciones escuchan sus gritos (50,44-46). A Babilonia, la era donde se trillaban, oprimían y pisoteaban los cautivos, le ha llegado la hora de la siega, la hora de ser arrasada: -Babilonia se convertirá en escombros, guarida de chacales, tema de pasmo y rechifla, sin ningún habitante. Rugen a coro como leones, gruñen como cachorros de leona. En sus festines les serviré su bebida y les embriagaré para que celebren una orgía y duerman un sueño eterno del que no despertarán (51,37-39). Israel, en cambio, tiene una cita con Dios en Sión, para celebrar su salvación con una liturgia de alabanza y acción de gracias en el corazón de la patria: -Yahveh nos ha hecho justicia; vamos a Sión y cantemos las hazañas de Yahveh, nuestro Dios (51,10).
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Una vez que Serayas termina de proclamar en voz alta estos oráculos en el corazón del imperio, como su hermano leyó el rollo en el templo, corazón de Judá, arroja el pergamino atado a una piedra al Eufrates, el río de Babilonia, fuente de fecundidad, madre de todos los canales de la capital. Con el pergamino, que baja al fondo de las aguas, se hunde Babilonia. Jeremías escribe este oráculo, anunciando la destrucción de Babilonia, en el momento mismo en que pide el sometimiento a Babilonia. Mientras Babilonia se muestra como una potencia invencible, Jeremías ya describe el ase dio y asalto de Babilonia (50,41-43). Jeremías sabe que Dios se sirve de Babilonia para juzgar a su pueblo, pero no aprueba su arrogancia ni permitirá el triunfo definitivo de su poder opresor. Babilonia, ahora martillo y espada de Dios para castigar el pecado de su pueblo, será pronto sometida al martillo y a la espada del juicio de Dios. Así dice Yahveh Sebaot: -¡Espada contra los caldeos y contra los habitantes de Babilonia, contra sus jefes y contra sus sabios! ¡Espada contra sus adivinos, que pasen por necios! ¡Espada contra sus valientes, que se desmayen! ¡Espada contra sus caballos y carros, contra la turba de gentes que hay en ella, que se vuelvan como mujeres! ¡Espada contra sus tesoros, que sean saqueados! ¡Espada contra sus canales, que se sequen, porque es una tierra de ídolos, que pierde la cabeza por sus espantajos! Por eso, en ella habitarán las hienas con los chacales y las avestruces, y nunca jamás será habitada ni poblada por siglos y siglos (50,35-39).
9. DIOS, SEÑOR DE LA HISTORIA El año 605 marca una hora de Dios. Es un año histórico. La derrota del faraón egipcio en la batalla de Karkemis asegura la hegemonía de Babilonia. Nabucodonosor se cree entonces el gran señor del mundo. En realidad, es "el siervo" de Dios, verdadero soberano de la historia. Nabucodonosor se arroga el poder, se siente el protagonista y comete crímenes y más crímenes. El Señor de la historia le devolverá el castigo cuando llegue el tiempo determinado. Dios tiene preparada la copa de vértigo para emborrachar a Babilonia. Jeremías es testigo de una de las épocas más duras de Israel. El país camina irremediablemente hacia su ruina. La catástrofe no puede eludirse. Jeremías está convencido de la inutilidad de toda resistencia frente al coloso de Babilonia, que avanza pisoteando todos los reinos de los alrededores. Las convicciones contrarias no son más que pretensiones temerarias o ambiciones perversas. Es de Dios, y no de los hombres, de donde cabe esperar la salvación. Los profetas de la paz y de la felicidad no son enviados de Dios. Con sus ilusiones de que todo va bien alejan al pueblo de la conversión a Dios, que es lo único que le importa a Jeremías. Jeremías, que comprende que la desgracia está decretada por Dios, desearía impedir que Jerusalén se defendiera de Babilonia. Pero, igual que está seguro de la caída de Jerusalén, Jeremías alberga la certeza de la redención de Israel. Dios es más potente que todas las potencias de este mundo. El centro de la historia no se encuentra en Asiria, que ha caído, ni en Egipto, que se halla debilitado, pero tampoco en Babilonia, que ahora emerge con toda su fuerza. Asiria, Egipto y Babilonia no son más que criaturas sometidas a Dios. La victoria final es de Dios y de su pueblo. La vida del pueblo elegido está vinculada a Dios, que le ha elegido y se ha unido en alianza con él. El vínculo que une a Dios con su pueblo no se afloja con la caída, sino que se estrecha con más fuerza. Dios es fiel a su alianza. La caída de Israel se ha hecho necesaria, pero no para su desaparición, sino para su recreación. La caída queda integrada en el marco de la alianza; es
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el camino de salvación para Israel como pueblo de Dios. Desde lo más profundo del hundimiento de Judá se oye el grito de Dios: "¡Buscadme a mí y viviréis!" (Am 5,4). Escuchar a Dios, aunque sea pasando por Babilonia, es el camino de la vida. Así dice Yahveh: -Yo pongo ante vosotros el camino de la vida y el camino de la muerte: El que se quede en esta ciudad, morirá de espada, de hambre y de peste. El que salga y caiga en manos de los caldeos, que os cercan, vivirá (21,8-9). Paradójicamente, la vida está en alejarse, en huir de Jerusalén; y la muerte está en quedarse aferrado a Jerusalén. Seguir a Dios y no confiar en el lugar es el camino de la vida. El que lo pierde todo por Dios encuentra la vida. El camino de la vida o de la muerte lo traza Dios. La voluntad de Dios, aunque pase por la muerte, es el único camino que lleva a la vida. Jeremías asiste a la ruina de Jerusalén, al incendio del templo, al derrumbamiento de Judá. En su propia existencia se llega al punto más bajo de la historia de Israel. Jeremías, en el transcurso de su misión, ve cómo desaparecen cinco reyes. Ninguno de ellos muere de muerte natural; los cinco sucumben por la violencia de Jerusalén. Dos de ellos, Josías y su hijo Yoyaquim, mueren acribillados de flechas en el campo de batalla. Los otros tres, Joacaz, Joaquín y Sedecías, hijos o nietos de Josías, mueren en las prisiones de la deportación. Los cinco reyes están unidos por parentesco y por la tragedia de su desenlace, aunque no tengan mucho parecido en su carácter y conducta. Josías es un modelo de piedad; Yoyaquim está podrido de vicios y pecados. Unos son orgullosos y autoritarios; otros, débiles, indecisos y volubles. Unos gozan de años suficientes en su reinado; otros sólo reinan por tres meses, sin que les dé apenas tiempo para darse cuenta de que son reyes. Como suben, caen y son desposeídos del poder. La historia se burla de sus diferencias; los aplasta a todos. Los cinco quedan unidos por el final común. Jerusalén, por su situación geográfica, era el tapón entre los bloques rivales: Egipto al sur y Babilonia al norte. Jerusalén, con sus reyes, se inclina unas veces ante uno y otras ante el otro. Pero siempre se coloca del lado peor. El apoyo a uno y otro no les salva de la desgracia. Morir en Egipto o en Babilonia no cambia mucho. Y con cada uno de los cinco reyes se va perdiendo un trozo de Israel hasta que, con Sedecías, se llegue al derrumbamiento total ante Nabucodonosor. Con tonalidades de una tristeza inmensa, Jeremías describe la destrucción de Jerusalén que se hace más próxima cada día: -Los convertiré en espantajo para todos los reinos de la tierra, por culpa de Manasés, hijo de Ezequías, rey de Judá, por lo que hizo en Jerusalén. ¿Quién te tendrá lástima, Jerusalén? ¿quién meneará la cabeza por ti? ¿quién se desviará para preguntar por ti? Tú me abandonaste -oráculo de Yahveh-, me diste la espalda. Pues yo extiendo mi mano sobre ti y te destruyo. Estoy cansado de apiadarme y voy a aventarte con el bieldo en las puertas del país (15,4-7). Jeremías, desde su misma vocación, ve esta catástrofe, la anuncia y la prepara. Jeremías la va esculpiendo ante el pueblo en sus detalles. La escenifica en sus gestos proféticos. Jeremías oye el ruido que arman los flecheros y los caballos enemigos penetrando en Jerusalén (4,29). Durante varios meses se pasea por las calles de Jerusalén con un yugo en sus espaldas (28). La espada, el fuego, la esclavitud, la deportación, la muerte son palabras que no desaparecen de sus labios. Jeremías se quedará en Jerusalén hasta el último momento, cautivo de su profecía y encadenado por los hombres. Desde su encadenamiento no ceja en su
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anuncio: la vida está en huir, en abandonar Jerusalén. Es tan amarga la experiencia de rechazo que Jeremías ha encontrado en su predicación, ve tan podrida la existencia de Jerusalén, que la salvación sólo puede encontrarse en abandonarla. Al rey Sedecías, con su diplomacia tortuosa, a sus militares ambiciosos, a sus funcionarios venales, a los falsos profetas de la paz, a los sacerdotes ritualistas, de piedad hipócrita, al pueblo que grita como los lobos, Jeremías les presenta una sola salida: Dios. Ser leal y heroico, ser patriota, amar a Jerusalén, no consiste en armarse y defenderla; no consiste en buscar alianzas con Egipto o Asiria para salvarla de Babilonia. La única salvación está en Dios, aunque parezca pasar por cobardes o por traidores. El carga con estos insultos por fidelidad a la palabra de Dios. Pero nadie le escucha. El rollo de los oráculos contra las naciones se cierra con la gigantesca maldición contra Babilonia. Entre la ruina de Jerusalén y la caída de Babilonia, la imagen de Babel crece, convirtiéndose en antagonista del Señor. Supera su papel de "siervo" sumiso del Señor, de instrumento fiel de sus designios y desafía al Señor de la historia. Su ruina se cuece en sus mismas entrañas. Del norte vienen medos y persas confundiendo y derribando a los dioses babilonios. Jeremías no deseaba el triunfo de Babilonia, sino la aceptación del designio de Dios. Babilonia no era más que el martillo en las manos de Dios para llevar a cabo su juicio contra Judá. Cumplida su misión, Dios, como árbitro de la historia, se deshace de ella: -Un martillo eras tú para mí, un arma de guerra: contigo machaqué naciones, contigo destruí reinos, contigo machaqué caballo y caballero, contigo machaqué el carro y a quien lo monta, contigo machaqué a hombre y mujer, contigo machaqué al viejo y al muchacho, contigo machaqué al joven y a la doncella, contigo machaqué al pastor y su hato, contigo machaqué al labrador y su yunta, contigo machaqué a gobernadores y magistrados. Pero yo haré que Babilonia y todos los habitantes de Caldea paguen todo el daño que hicieron a Sión ante vuestros ojos. Aquí estoy en contra tuya, montaña destructora, que exterminaste toda la tierra. Extenderé contra ti mi mano, te haré rodar peñas abajo y te convertiré en montaña quemada. No sacarán de ti piedra angular ni piedra de cimientos, porque serás desolación por siempre (51,20-26). En diálogo directo con Babilonia, Dios le anuncia su ruina, por haber robado la heredad de Dios, el pueblo y la tierra de su propiedad. Babilonia pasa de la hegemonía mundial a ser la última, menos que nación, un desierto deshabitado (50,10-16). La noticia llega hasta Jerusalén. El desafío de Babilonia había sido contra Dios y contra su templo; en el monte del templo se proclama la venganza del Señor: -¡Ay, se ha partido y quebrado el martillo de toda la tierra! ¡Babilonia se ha convertido en espanto de las naciones! Babilonia, te puse un lazo y quedaste atrapada sin darte cuenta; te han sorprendido y has sido capturada, porque retaste a Yahveh. Yahveh ha abierto su arsenal y ha sacado las armas de su ira. El Señor, Yahveh Sebaot, tiene una tarea en el país de los caldeos: "Venid a ella desde el confín de la tierra y abrid sus almacenes; haced con ellos gavillas y dadlas al anatema sin dejar ni rastro. Acuchillad sus bueyes, que bajen al matadero. ¡Ay de ellos, que llegó su día, la hora de su castigo!". ¡Oíd la voces de los escapados de Babilonia que anuncian en Sión la venganza de Yahveh, nuestro Dios, la venganza de su santuario! (50,23-28). Dios en persona se alza contra la insolencia de Babilonia (50,31-32). Dios lanza su viento destructor contra la gran nación (51,1). El Señor defiende a su esposa:
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-No ha enviudado Israel ni Judá de su Dios (51,5). De nuevo se pueden entonar himnos en Jerusalén, celebrando la victoria del Señor: -Yahveh nos ha hecho justicia; subamos a Sión y cantemos las hazañas de Yahveh, nuestro Dios (51,7-10).
10. DURANTE EL ASEDIO 1. JEREMIAS Y SEDECIAS Los primeros años de Sedecías transcurren con relativa calma. Pero en el 588 se niega a pagar el tributo a Babilonia y Nabucodonosor le declara la guerra. En el último acto del drama, en la escena de la historia, se destacan dos figuras: el profeta y el rey. La fuerza del rey y la impotencia del profeta intercambian sus papeles. Sedecías está prisionero de su corte y atrapado por los acontecimientos; Jeremías, encadenado, se siente libre para proclamar la palabra de Dios frente al silencio de los falsos profetas. El representante del poder tropieza lastimosamente en sus últimos pasos y el inerme profeta persevera incólume entre la muchedumbre de los abatidos. Las horas de Jerusalén están contadas. En el año 587, diez años después de la primera deportación, se cierra de manera definitiva el ciclo de la monarquía de Judá y de Israel. Durante estos años, Jeremías tiene dos focos de atención: los desterrados y los que quedan en Jerusalén. Ambos grupos deben aceptar que Dios ha entregado el poder a un rey pagano y extranjero. Para los desterrados esto equivale a renunciar a la esperanza de un pronto retorno. Para los habitantes de Judá y Jerusalén equivale a renunciar a la independencia, sometiéndose a Babilonia. Esta es la manera de aceptar la voluntad de Dios (27,5-11). Pero Judá sigue mirando hacia Egipto, esperando que el faraón venga en su ayuda contra Babilonia. El faraón Psamético II muere el 589. En Jerusalén ponen sus esperanzas en su sucesor Hofra. Jeremías implora en vano la obediencia a Nabucodonosor, a quien Dios ha transferido el gobierno del mundo (37,11ss). Haciendo caso omiso a las advertencias de Jeremías, Sedecías se inclina hacia sus oficiales principales y hacia el clamor del pueblo. Da el paso insensato de rebelarse contra el rey de Babilonia (2Re 24,20; Jr 52,3). Nabucodonosor había hecho un pacto con Sedecías y éste lo había aceptado con un voto imprecatorio. Ahora Sedecías rompe el pacto y su voto (2Cro 36,13; Ez 17,13-21); renuncia a su lealtad a Nabucodonosor y envía embajadores a Egipto para buscar su apoyo. La reacción de Babilonia contra este acto de insubordinación no se hizo esperar. Nabucodonosor, con su ejército, se presentó al instante, sitió Jerusalén y ocupó el resto del país. El mes de diciembre del 589 Nabucodonosor parte decidido a acabar con Jerusalén. Nabuzaradán, general de Nabucodonosor, marcha sobre Jerusalén. Primero conquista, una tras otra, las ciudades de Judá. Todo el territorio de Judá es invadido. Sólo se mantienen las fortalezas se Azeca y Laquis. Jeremías anuncia al rey que la ciudad caerá, pero el rey salvará
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la vida y llevará un destierro aceptable si sigue ahora la palabra de Dios. Ante la ciudad sitiada, Sedecías se siente preocupado por la catástrofe que ha provocado, y que ya no tiene remedio humano. Sólo Dios podría evitarla con un milagro. Mediante Pasjur, hijo de Malaquías, y Sofonías, hijo de Masías, suplica a Jeremías: -Consulta de nuestra parte a Yahveh, porque el rey de Babilonia, Nabucodonosor, nos ataca. A ver si nos hace Yahveh un milagro de los suyos, y aquél se retira de nosotros (21,2). Jeremías, en nombre de Dios, les responde lo contrario de lo que el rey y su corte esperan. Ellos buscan un milagro, pero la respuesta es dura, denunciando la arrogancia y presunción de la petición. Dios mismo se ha pasado a los caldeos; les entrega las armas y los conduce a la conquista. No es Nabucodonosor el protagonista de la historia, sino Dios que se sirve de él para realizar sus planes. Jeremías dice a los emisarios. Así diréis a Sedecías: -Yo hago rebotar las armas que tenéis en las manos y con las que os batís contra el rey de Babilonia y contra los caldeos, que cercan la muralla y entrarán en medio de esta ciudad. Yo en persona me batiré contra vosotros con mano fuerte y tenso brazo, con ira, con cólera y con encono grande. Heriré a los habitantes de esta ciudad, hombres y animales; morirán en una grave epidemia. Y, después, al rey de Judá, Sedecías, a sus siervos y al pueblo, que sobreviva en esta ciudad a la peste, a la espada y al hambre, los entregaré en manos de Nabucodonosor, rey de Babilonia, y en manos de sus enemigos, que buscan su muerte. El los pasará a filo de espada, sin clemencia, sin respetos ni lástima (21,3-7). Y, a la respuesta para el rey, Jeremías añade una palabra para el pueblo y las tropas de Jerusalén, invitándoles a desertar para salvar su vida. Así dice Yahveh: -Yo os pongo delante el camino de la vida y el camino de la muerte. Los que se queden en esta ciudad, morirán de espada, de hambre y de peste. Los que salgan y se entreguen a los caldeos, que os cercan, vivirán, y eso saldrán ganando. Porque me he fijado en esta ciudad para su mal y no para su bien: será entregada al rey de Babilonia, que la incendiará (21,8-10). Jeremías, durante el asedio de la ciudad, a lo largo de los meses que precedieron a la caída de Jerusalén, proclama sin tregua y sin lugar a equívocos, con su actitud, con sus respuestas a las consultas del rey5 y con su predicación al pueblo que todo intento de defender Jerusalén con las propias armas o con el apoyo egipcio es contrario a la voluntad de Dios. En estas últimas horas, las palabras de Jeremías resuenan como una voz solitaria e impotente, nacida del deseo de evitar que el pueblo se precipite en el abismo. Mientras el ejército del rey de Babilonia lucha contra Jerusalén y contra Laquis y 5 Durante el asedio, Jeremías repite, por cinco veces, al rey Sedecías su posición: nada de resistencia. La única posibilidad de sobrevivir, tanto para él como para Jerusalén, es rendirse a los caldeos. La primera vez (21,1-10), el rey pide a Jeremías que consulte por él a Yahveh, con la vana pretensión de obtener un milagro. Pasjur es el enviado real a Jeremías, arrestado por un sacerdote también llamado Pasjur (20,1-6). Luego el mismo Jeremías va en busca de Sedecías para repetir la consigna divina (34,1-7). Sedecías, por su parte, envía una nueva delegación (37,3-10) a pedir al profeta que ore a Dios en su favor. La respuesta no se hace esperar: se marchará de nuevo el ejército egipcio que ha acudido en ayuda de los sitiados. Y cuando el ejército de Babilonia vuelve a atacar a la ciudad, Sedecías ordena llamar en secreto a Jeremías (37,17-20), pues quiere conocer la decisión de Yahveh. La respuesta es que será entregado en manos del rey de Babilonia (37,17). Y l a última vez que le busca (38,14-27), el rey escucha de sus labios la suerte que le espera a él y a quienes siguen resistiendo (38,21-23).
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Azeca, las otras dos plazas fuertes que aún subsisten, Jeremías vuelve a presentarse ante Sedecías para repetirle que Dios ha entregado Jerusalén en manos de Nabucodonosor para que la incendie. Le anuncia además su suerte personal: irá al destierro, pero no morirá a filo de espada; su muerte será natural y tendrá ritos fúnebres. En comparación con Yoyaquim, él tendrá una familia y un pueblo que lo lloren como rey. Dios le envía a decir a Sedecías, rey de Judá: -Yo entrego esta ciudad en manos del rey de Babilonia, para que la incendie. Tú no escaparás de su mano, sino que sin falta serás capturado y caerás en sus manos: tus ojos verán los ojos del rey de Babilonia, su boca hablará a tu boca y tú irás a Babilonia. Sin embargo, escucha una palabra de Yahveh, oh Sedecías, rey de Judá: No morirás a espada. Morirás en paz. Y, como se quemaron perfumes por tus padres, los reyes que te precedieron, así los quemarán por ti. Te harán duelo, plañendo "¡Ay, señor!" (34,2-5). La demanda de Jeremías de rendirse ante el rey de Babilonia molesta a los devotos y fanáticos de Jerusalén. ¡Rendir la ciudad santa a un conquistador pagano! La palabra de Jeremías cae en oídos sordos. El pueblo se mantiene en pie, oponiendo resistencia al ejército invasor, creyendo que así como Dios libró a Jerusalén del rey asirio Senaquerib, la librará ahora de Nabucodonosor.
2. PRESO EN EL ATRIO DE LA GUARDIA A finales del año 588 ocurre algo que parece quitar la razón a Jeremías: el faraón Hofra decide acudir en auxilio de Sedecías con un fuerte ejército. La noticia llega a Jerusalén y los babilonios se ven obligados a levantar provisionalmente el sitio de la ciudad (27,5). Se retiran de Jerusalén, para atacar al ejército egipcio, al que vencen, llegando hasta las fronteras de Egipto. Después el general babilonio se entretiene en asediar a Laquis y Azeca antes de volver al asedio de Jerusalén. Esta tardanza hace nacer el optimismo entre los habitantes de Jerusalén. La ciudad respira; por todas partes estalla el júbilo. Pero Sedecías no se fía mucho de este súbito cambio. Envía mensajeros a Jeremías, pidiéndole que consulte a Dios sobre la situación. La respuesta de Jeremías es apabullante: -Mira, las fuerzas del Faraón, que han salido en vuestro socorro, se volverán a su tierra de Egipto, y los caldeos volverán a atacar esta ciudad, la tomarán y la incendiarán. No os hagáis ilusiones pensando que los caldeos levantan el cerco y se marchan, porque no se marchan. Y aunque derrotaseis a todas las fuerzas de los caldeos que os atacan y sólo les quedaran hombres acribillados, se levantaría cada cual en su tienda e incendiarían esta ciudad (37,7-10). Al comienzo del asedio, Jeremías había anunciado a Sedecías una suerte llevadera si aceptaba rendirse a los babilonios (34,1-7). Pero su posición se radicaliza ante un hecho escandaloso. Apretados por el asedio, los judíos hacen un gesto de conversión. El rey Sedecías convoca a los notables del pueblo en el templo y juran dejar en libertad a sus esclavos. La manumisión se llevó a cabo. Pero en cuanto se retiró Nabucodonosor, volvieron a esclavizarlos. Después de haber prometido liberar a sus esclavos, en conformidad con lo dispuesto en el libro de la Ley del Señor (Dt 15,12-18), los habitantes de Judá se vuelven atrás, sin tener en cuenta lo decidido en presencia de Yahveh. Las imprecaciones, que figuran en el ritual de la alianza, caerán inexorablemente sobre los que han renegado de la palabra jurada (34,8-22). Para Jeremías esto era el colmo de la contumacia y del mal corazón del pueblo. Jeremías eleva su voz duramente contra esta violación del juramento hecho. En ese
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momento, cuando también él es un preso, vuelve a entrar en liza en favor de los desvalidos y anuncia la palabra de Dios: -Vosotros os habíais convertido haciendo lo que yo apruebo, proclamando cada uno la liberación de su prójimo y habíais hecho un pacto ante mí, en el templo que lleva mi nombre. Pero después habéis cambiado, habéis profanado mi nombre, cada cual ha vuelto a tomar al esclavo y a la esclava que había dejado libres y los ha sometido de nuevo a esclavitud. Por eso yo proclamo contra vosotros la libertad de la espada, de la peste y del hambre y os doy por espantajo de todos los reinos de la tierra (34,15-17). El pecado es un sacrilegio, pues el pacto se había hecho en el templo, invocando el nombre de Dios como garante; al quebrantar el pacto han profanado su nombre santo. Dios, que tiene el poder de sujetar y cohibir las plagas, las libera para que se lancen a la destrucción: -A los que quebrantaron mi pacto no cumpliendo los términos del acuerdo que firmaron en mi presencia, los trataré como al becerro que cortaron en dos para pasar entre las dos mitades. A los jefes de Judá y de Jerusalén, a los eunucos, a los sacerdotes y a todo el pueblo de la tierra, que han pasado por entre las mitades del becerro, los entregaré en manos de sus enemigos, que los persiguen a muerte, y sus cadáveres serán pasto de las aves del cielo y de las bestias de la tierra. Y a Sedecías, rey de Judá, y a sus jefes los entregaré en manos de sus enemigos, que buscan su muerte: en manos del ejército del rey de Babilonia que se ha retirado de vosotros. Yo los he mandado y los volveré a traer sobre esta ciudad, para que la ataquen, la tomen y la prendan fuego. Y las ciudades de Judá quedarán desoladas y sin habitantes (34,18-22). Por aquellos días de respiro, al levantar Nabucodonosor el cerco de Jerusalén, Jeremías desea ir a su tierra para un asunto familiar. Pero en el momento de cruzar una de las puertas de la ciudad es apresado bajo la acusación de pasarse a los caldeos: -¿Con que te pasas a los caldeos? Responde Jeremías: -Falso. No me paso a los caldeos (37,11-14). Pero los dignatarios del rey no le creen. Lo azotan y lo encarcelan en casa de Jonatán, el escribano, convertida en prisión. Allí, en el calabozo del sótano Jeremías pasa mucho tiempo. Pocas semanas después es confirmado lo dicho por Jeremías. En efecto, en la primavera del 587 la tropas egipcias son derrotadas y se reanuda el asedio de Jerusalén, que caerá en el mes de julio. El rey hace que traigan a Jeremías en secreto a su palacio y le interroga: -¿Hay algo de parte de Yahveh?. El profeta le contesta lo mismo de siempre: -Lo hay. Serás entregado en manos del rey de Babilonia (37,17).
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Y añade Jeremías: -¿Qué delito he cometido contra ti o tus ministros o contra este pueblo para que se me encierre en la prisión? (37,18). Sedecías ordena que saquen a Jeremías del calabozo; en lo sucesivo es custudiado en el patio de la guardia, aligerando su prisión. Sedecías ordena que le den una hogaza de pan al día, mientras haya pan en la ciudad (37,21). Jeremías se alimenta de sus pruebas y sufrimientos. Pero en la prueba, preso en el atrio de la guardia, Dios le visita en el sueño. El dolor del alma no se calma con el sueño. Las lágrimas y lamentos le siguen atormentando. Le penetran la mente los ayes y lloros amargos de Raquel, que se deshace en lágrimas por sus hijos, que ya no existen. Jeremías une su llanto al de Raquel. No hay consuelo para él. Pero el sueño, con su lógica, salta de una escena a otra. La voz de Dios suplanta a la de Raquel. Y Dios le dice: -Reprime el llanto, tus hijos volverán, hay esperanza para el futuro, los hijos volverán a su tierra (31,15-17). El oráculo, que Jeremías pronunció al comienzo de su ministerio a los israelitas del norte, aflora en este momento, en que Judá vive la suerte de Israel; se actualiza la palabra de Dios: -Yo os traeré del país del norte, os recogeré de los confines de la tierra (31,8). Y Jeremías contempla a la gran asamblea que vuelve del exilio: entre ellos caminan el ciego y el cojo, la preñada y la parida. El Señor, complacido, le sigue hablando: -Con lloro partieron y con consuelos los devuelvo, los llevo a arroyos de agua por camino llano, en que no tropiecen (31,9). Jeremías, en el sueño, quiere correr a acogerlos y tropieza con el cepo y las cadenas con que le tienen atado. Así despierta del sueño. Pero no es decepción lo que experimenta. El sueño no ha sido una vana ilusión, sino una visita de Dios. Con una alegría indecible, Jeremías confiesa: -En esto me desperté y vi que mi sueño era sabroso para mí (31,26). La alegría para Jeremías no ha sido más que un sueño. Es la alegría de la mañana, de ese mañana que Jeremías no llegó a conocer, cuya aurora ni llegó a contemplar, pero que le dio la certeza, la firme esperanza de que llegaría. La noche ha llegado a su abismo más profundo. Jerusalén cae en la más absoluta desolación. Ha llegado la medianoche. Las horas se encaminan ya hacia el amanecer. Cumplida la primera parte de su misión -"destruir y derrocar"- se abre paso la segunda -"edificar y plantar"-. Tras el desastre se pone en marcha la salvación. La nada se ablanda y se dispone a dejar brotar la nueva creación. La muerte hace posible la resurrección.
3. COMPRA DEL CAMPO
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Jeremías está en la prisión. La noche es oscura, le rodean las sombras de la muerte. Las murallas de Jerusalén han dejado abierta una brecha a los asaltantes; los arietes chocan contra las puertas y su sordo ruido se extiende por las calles, donde la gente, llena de espanto y hambre, se amontona, en espera del último asalto para poder finalmente morir. Jeremías, en cambio, no espera la muerte. Tiene ya sus ojos en el futuro. Con esperanza recibe a su primo Janamel y le compra el campo de Anatot. Con todas las precauciones, Jeremías sella y guarda el contrato en un cántaro de arcilla. No sabe Jeremías cuántos años deberá conservarse el documento, pero está seguro que "se comprarán casas y campos y viñas en esta tierra" (32,15). Jeremías no puede dudarlo, pues es Dios quien le ha enviado a Janamel y Jeremías sabe que la palabra de Dios, aunque parezca a todas luces absurda, se cumplirá. La palabra derriba lo imposible. La palabra acepta todas las dificultades, todos los obstáculos y barreras y las barre por medio de la esperanza. La palabra rompe todos lo aprisionamientos del tiempo y borra todas las distancias. Dos acontecimientos separados por años, la deportación y el retorno, coinciden, se encuentran unidos, se hacen simultáneos. El dolor y la alegría se amasan en la esperanza. Esta esperanza no sería más que una ilusión o pura obstinación si Jeremías no lo hubiera escuchado de la boca misma de Dios. El poder creador y salvador de Dios pulveriza el absurdo y saca la vida de la muerte. Nabucodonosor, el martillo que cae sobre Judá, la maza gigante que aplasta, el blasfemo potente que se enfrenta al Dios de Israel, cae en las redes de Dios y se transforma en su siervo, en su instrumento para llevar a cabo la obra de recreación de Israel. El templo, lugar de la presencia de Dios para todos sus fieles, la monarquía de David, encarnación de la voluntad de Dios en la historia, la misma tierra que mana leche y miel, prometida y dada a los amigos de Dios, todo se derrumba, todo es reducido a cenizas. Pero Dios vive y es un Dios de vivos. Su pueblo lo pierde todo, pero resucitará de las cenizas. Y es que Dios está en su templo, en su tierra y está lejos del templo, lejos de la tierra: -¿Soy yo un Dios de cerca y no soy un Dios de lejos? (23,23). El país y el templo pueden desaparecer, pero la alianza de Dios subsiste. Nos encontramos en el año 587, durante el asedio final de Jerusalén. Jeremías sabe que todo está perdido. Los pasos del ejército se sienten ya tras las murallas de Jerusalén. Anatot, como las demás poblaciones cercanas a Jerusalén, ha sido conquistada. Muchos de sus habitantes buscan refugiarse en la ciudad. La tierra ha perdido todo valor. En estos momentos tan difíciles, cuando todo parece abocado al fracaso absoluto, Jeremías tiene una de las experiencias más importantes de su vida. Su primo Janamel se presenta en el atrio de la guardia y le dice: -Ea, cómprame el campo de Anatot, que cae en territorio de Benjamín, porque a ti te corresponde el derecho de adquisición; a ti te toca el rescate. Cómpramelo (32,8). Es la cosa más absurda para un hombre que lleva años anunciando la catástrofe y el destierro; es la peor inversión en un momento de crisis. Sin embargo, Jeremías ve en ello la voluntad de Dios, comprende que Dios le está hablando a través de su primo. Jeremías tiene los ojos limpios para ver la mano de Dios, para escuchar su voz, en los sucesos de su vida. Nos dice: -Y yo reconocí en ello una palabra de Yahveh (32,8).
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De forma solemne, ante testigos, con doble contrato, uno sellado y otro abierto, lleva a cabo la compra, según él mismo nos describe: Y compré a Janamel, hijo de mi tío, el campo que está en Anatot. Le pesé la plata: diecisiete siclos de plata. Lo apunté en la escritura, lo sellé, aduje testigos y pesé la plata en la balanza. Luego tomé la escritura de la compra, el documento sellado según ley y la copia abierta, y pasé la escritura de la compra a Baruc, hijo de Nerías, a vista de mi primo Janamel y de los testigos firmantes en la escritura de la compra, y a vista de todos los judíos presentes en el patio de la guardia di a Baruc este encargo: -Toma estas escrituras: la escritura de compra, el documento sellado y la copia abierta, y las pones en un cántaro de arcilla para que duren mucho tiempo (32,9-14). Jeremías firma el contrato fiado del Señor, aún antes de comprender el significado del gesto. Lo absurdo del acto es la clave de su sentido. A efectos legales inmediatos, de nada sirve la compra y todos los detalles jurídicos; a efectos proféticos es un admirable gesto de esperanza en el futuro. La jarra de barro, en que se guarda el contrato, es una prenda que Dios otorga como garantía de salvación. La tierra, no obstante las circunstancias actuales, sigue siendo del pueblo de Dios; es la tierra prometida a los padres para siempre. La compra del campo es un mensaje de Dios lleno de esperanza, a pesar de las circunstancias actuales: -Se comprarán campos, casas y huertos en esta tierra, de la que decís que está desolada, porque cambiará su suerte (32,15). Por eso Jeremías insiste con Baruc: -Toma estos contratos, el sellado y el abierto, y mételos en una jarra de loza, para que se conserven muchos años. Porque así dice el Señor, Dios de Israel: Todavía se comprará casas y campos y huertos en esta tierra (32,43-44). La compra del campo es una escena espléndida montada por Dios. Es una escenificación cargada de ironía. Cada actor tiene su papel bien determinado, con sus palabras y sus gestos precisos. Janamel tiene que decir: "Compra mi campo". Jeremías debe responder: "Lo acepto". El escriba está sentado para levantar el acta de la compraventa; no faltan los testigos para firmarla. Y finalmente Dios saca la lección de la fábula: "¡Esperad!". La ironía está en el contraste de la escena con todo lo que está ocurriendo en la vida de los actores y en los alrededores, donde se grita la desesperación. Jeremías, en medio de la representación, siente el contraste y, antes de que Dios aclare el significado de toda la escena, se levanta y eleva ante Dios una larga plegaria, donde desafía a Dios a tomar la situación en serio. En su oración pide a Dios que explique lo inexplicable. El hecho es una palabra de esperanza en el momento en que todos están desesperados. Cuando todos se engañan con falsas ilusiones, Jeremías les desilusiona; ahora que todos están desesperados, él les invita a confiar en la fidelidad de Dios. De todos modos, Jeremías, después de obedecer, eleva su oración a Dios y le pide explicaciones: -¡Ay, Señor Yahveh! Tú hiciste los cielos y la tierra con tu gran poder y tenso brazo, nada es imposible para ti, que eres fiel por mil generaciones y cobras la culpa de los padres a los hijos que les suceden. Dios grande y fuerte, cuyo nombre es Yahveh Sebaot, grande en designios y rico en acciones, cuyos ojos están atentos a lo pasos de los hombres, para dar a cada uno según su conducta y el fruto de sus obras. Tú has obrado señales y portentos en Egipto, en Israel y en la humanidad entera, y te has hecho un nombre, que aún hoy perdura.
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Sacaste a tu pueblo Israel de Egipto con señales y prodigios y con mano fuerte y tenso brazo y con gran terror. Les diste esta tierra, que habías jurado dar a sus padres: tierra que mana leche y miel. Entraron en ella y la poseyeron, pero no hicieron caso de tu voz, ni anduvieron conforme a tus leyes: nada de lo que les mandaste hacer hicieron; por eso les enviaste esta calamidad. Mira, los terraplenes llegan hasta la ciudad para tomarla y la ciudad está ya a merced de los caldeos que la atacan con la espada, el hambre y la peste. Lo que habías dicho, ha sido, y tú mismo lo estás viendo. ¡Y precisamente tú, oh Señor Yahveh me dices: "Cómprate el campo y aduce testigos", mientras la ciudad cae en manos de los caldeos! (32,17-25). Dios acoge la oración de Jeremías y responde, justificando la situación presente y anunciando su promesa de salvación futura, cuando renueve la alianza con su pueblo y le dé un corazón nuevo para que no vuelva a frustarse: -Yo soy Yahveh, el Dios de toda carne, ¿hay algo imposible para mi? Pues yo pongo esta ciudad en manos de los caldeos y en manos de Nabucodonosor, rey de Babilonia, para que la tome. Los caldeos que la atacan entrarán en esta ciudad y la prenderán fuego. La incendiarán junto con las casas en cuyas terrazas se incensaba a Baal y se hacían libaciones a otros dioses para provocarme. Porque los hijos de Israel y los hijos de Judá no han hecho desde sus mocedades otra cosa sino lo que me disgusta. Los hijos de Israel no ha hecho sino irritarme con las obras de sus manos. Esta ciudad, desde el día en que la edificaron hasta hoy, no ha hecho más que provocar mi ira y mi cólera. La quitaré de mi presencia, por toda la maldad que cometen los hijos de Israel y los hijos de Judá, irritándome todos ellos, sus reyes, sus jefes, sus sacerdotes y profetas, los hombres de Judá y los habitantes de Jerusalén. Me dan la espalda, y no la cara. Yo les adoctrinaba asiduamente, mas ellos no han querido aprender la lección, sino que ponían sus monstruos abominables en la Casa que llaman por mi nombre, profanándola. Fraguaron los altos de Baal que hay en el Valle de Ben Hinnom, para pasar por el fuego a sus hijos e hijas en honor del Moloc, cosa que no les mandé ni me pasó por las mientes. Con semejantes abominaciones hicieron pecar a Judá. Sin embargo, yo los reuniré de todos los países a donde los disperse en mi ira, en mi furor y gran enojo. Los haré volver a este lugar y vivirán en paz. Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios. Les daré un corazón nuevo y un camino nuevo, para que respeten toda vida, para su bien y el de sus hijos. Haré con ellos una alianza nueva y no cesaré de hacerles bien. Les plantaré de verdad en esta tierra, con todo mi corazón y con toda mi alma. Se comprarán campos en esta tierra de la que vosotros decís que es una desolación. Se comprarán campos con dinero, anotándose en escritura, sellándose y llamando testigos, tanto en la tierra de Benjamín como en los contornos de Jerusalén, en las ciudades de Judá, en las de la montaña, en las de la tierra baja y en las del Négueb, pues haré tornar a sus cautivos (32,28-44). Dios contesta a la oración de Jeremías con el anuncio de la esperanza futura. La respuesta de Dios es la que hace a Jeremías franquear interiormente la catástrofe. Hay esperanza para el pueblo de Dios. La destrucción no es la última palabra. Hay un porvenir abierto. La promesa queda sellada ante testigos. Ninguno de los peligros, que corrió su vida, hizo vacilar al tímido Jeremías en el anuncio de la aniquilación de todo lo viejo. Toda resistencia impide y retrasa la hora del resurgir. Si no se acepta la derrota, no habrá restauración posible. ¿Acaso se echa el vino nuevo en odres viejos? Para renacer hay que morir antes. Pero el renacer es tan cierto como el morir. Es el significado de los dos cestos de higos, ante los cuales Jeremías tanto ha meditado. El primero no contiene más que higos estropeados: son los habitantes de Judá, los
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que se quedarán en el lugar, que se engañan imaginando ser los beneficiarios de las promesas de la alianza, pero que en realidad no son más que un mundo caduco. En el segundo, los higos están sanos: son los deportados, los que ya no forman parte del mundo condenado, porque recibirán un corazón nuevo; ellos tienen derecho a esperarlo todo del porvenir: -Como se mira con agrado a estos higos buenos, así miraré yo favorablemente a los desterrados de Judá, a quienes arrojo de este lugar al país de los caldeos. Volveré a ellos mis ojos y los haré regresar a esta tierra; los restableceré y no los volveré a destruir; los plantaré para no arrancarlos ya. Y les daré un corazón para que conozcan que yo soy Yahveh; serán mi pueblo y yo seré su Dios, porque se convertirán a mí de todo corazón (24,5-7). La renovación será tanto más radical cuanto mayor haya sido la destrucción: -Cifraré mi gozo en hacerles bien; los plantaré sólidamente en esta tierra, con todo mi corazón y con toda mi alma. Como he traído sobre este pueblo toda esta desventura, así también traeré sobre ellos toda la ventura que les prometo (32,41-42). Yahveh reunirá en un rebaño nuevo las ovejas dispersas. Las conducirá otra vez a sus praderas y suscitará pastores que cuiden de ellas: -No sufrirán más temor ni angustia, ni se volverá a perder ninguna (23,3-4). Dios, que puede destruirlo todo, puede también hacer resurgir todo de la nada (32,27). Jeremías vive la tragedia de la caída de Judá desde la perspectiva de Dios. Mira los hechos con los ojos de Dios. Para él no cuenta el sometimiento a Nabucodonosor, sino la aceptación de la voluntad de Dios. Vive la "aflicción bajo la vara de la ira de Dios". Nunca pierde la certeza del amor de Dios a su pueblo, que sobrepasa con mucho a su ira. Por ello puede anunciar: -He aquí que llegan días -oráculo de Yahveh- en que sembraré en Israel y en Judá simiente de hombres y de ganados. Como vigilé sobre ellos para extirpar, destruir, arruinar, perder y dañar, así vigilaré sobre ellos para reconstruir y plantar (31,26-27). Jeremías nunca ha olvidado las palabras primeras de Dios el día que le llamó bajo el almendro del campo de Anatot: "para destruir y arrancar..., para edificar y plantar" (1,10). Jeremías, desde las cenizas del templo, puede levantar los ojos y contemplar la asamblea que el Señor reunirá sobre la cumbre de Sión. Así dice Yahveh: -Yo hago volver a los cautivos de las tiendas de Jacob, compadecido de sus moradas; sobre su montículo de ruinas será reedificada la ciudad y su alcázar será restablecido tal como era. Resonarán allí himnos y cantos de gente alegre; los multiplicaré y no menguarán, los honraré y no serán despreciados. Serán sus hijos como antes, asamblea en pie ante mí; yo visitaré a todos sus opresores. Será su soberano uno de ellos, su jefe saldrá de entre ellos, y le haré acercarse y llegar hasta mí, porque ¿quién es el que se jugaría la vida por llegar hasta mí? Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios (30,18-22). Y Jeremías, voz de Dios, sigue anunciando: -Vendrán entre aclamaciones a la cima de Sión, acudirán al regalo de Yahveh: trigo, mosto y aceite virgen, crías de ovejas y vacas; serán como huerto regado, no volverán a estar
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macilentos. Entonces juntos se alegrarán en el baile la doncella, los mozos y los viejos; cambiaré su duelo en regocijo, les consolaré y alegraré de su tristeza (31,12-13). El templo, la ciudad santa, la dinastía de David pueden desaparecer. Pero Dios sigue siendo fiel a su designio. ¿No ha mantenido Jeremías la intimidad con Dios fuera del templo, de donde ha sido expulsado? ¿Acaso Dios es prisionero de un territorio? Jeremías ha aconsejado a los desterrados que se instalen en Babilonia, como si tuvieran que quedarse en ella, y que busquen allí a Dios: -Pedid por la prosperidad de la nación adonde yo os he deportado y rogad a Yahveh por ella, porque su prosperidad es la vuestra. Entonces, cuando me invoquéis y me dirijáis vuestras súplicas, yo os escucharé. Me buscaréis y me hallaréis, porque me habréis buscado de todo corazón. Yo me dejaré encontrar por vosotros (29,7-14). El pueblo nuevo, el que busca a Dios con un corazón nuevo, no tendrá que pagar por las culpas de los padres: -En aquellos días, no se dirá ya: Los padres comieron agraces, y los dientes de los hijos sufren dentera, sino que cada cual morirá por su propia iniquidad. El que coma agraces sufrirá la dentera (31,29-30). Sin embargo, Jeremías conoce muy bien la radical imposibilidad que tiene el hombre de darse a sí mismo ese corazón nuevo. El corazón de piedra, que lleva en su pecho, es demasiado duro para ser sensible a la acción de Dios. Es, pues, necesario, que Dios mismo cree ese corazón que "conozca que yo soy Yahveh" (24,7). En ese corazón Dios podrá grabar su ley: -Meteré mi ley en su interior, la escribiré en su corazón, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. No tendrán ya que instruirse mutuamente, diciéndose unos a otros: ¡Conoced a Yahveh!, sino que me conocerán todos, desde el más pequeño hasta el mayor (31,33-34). Jeremías concibe la conversión como una nueva creación, con una alianza nueva y eterna, sellada en el corazón de un Israel transfigurado. Así habla Yahveh, el que establece el sol para alumbrar el día, la luna y las estrellas para alumbrar la noche, el que agita el mar y hace bramar sus olas, cuyo nombre es "Yahveh de los ejércitos": -Si dejan de valer aquellas leyes ante mí, entonces la casa de Israel dejará también de ser una nación ante mí para siempre (31,35-36). Aún durante su confinamiento en el patio de la guardia, durante el asedio de Jerusalén, Jeremías sigue proclamando: Así dice Yahveh: -En este lugar, del que vosotros decís que está abandonado, sin personas ni ganados; en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén, ahora desoladas, sin hombres ni ganados, aún se oirá la voz de gozo y de alegría, la voz del novio y la voz de la novia, la voz de cuantos traigan sacrificios de alabanza a la Casa de Yahveh, cantando: "Alabad a Yahveh Sebaot, porque es bueno Yahveh, porque es eterno su amor", pues haré tornar a los cautivos del país y volverán a ser como antes (33,10-11).
4. EN EL FONDO DE LA CISTERNA
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Jeremías no cesa de proclamar su mensaje. Anuncia la caída de la ciudad y aconseja abandonarla, para evitar el desastre completo, pues todos los que queden en la ciudad morirán. Los oficiales Sefatías, hijo de Mattán, Guedalías, hijo de Pasjur, hijo de Malkiyías, no quieren ni oír semejantes cosas y solicitan del rey la muerte de Jeremías: -Muera ese hombre, porque está desmoralizando a los guerreros que quedan en esta ciudad y a toda la plebe, diciéndoles tales cosas. Ese hombre no busca en absoluto el bien del pueblo, sino su desgracia (38,4). Los ministros piensan que son ellos quienes saben lo que conviene al pueblo; para evitar la desgracia de todo el pueblo, hay que sacrificar la vida de un hombre (38,4; Jn 11,50;18,14). El rey, impotente ante sus ministros, cede y les dice: -Ahí le tenéis en vuestras manos, pues nada podría el rey contra vosotros (38,5). Ellos se apoderan de Jeremías y lo echan a la cisterna de Malkiyías, príncipe real, que hay en el patio de la guardia, descolgando a Jeremías con sogas. En el pozo no hay agua, sino fango, y Jeremías se hunde en el fango (38,6). Es como una condena a muerte lenta. En vano Jeremías se defiende contra ellos. Lo azotan y arrojan a la cisterna. Sigue su prisión "donde pasó mucho tiempo" (37,11-16). Jeremías tiene tiempo para rememorar toda su existencia. Mientras se hunde en el barro, ora a Dios y le grita desde la angustia de su alma. Las fuerzas se le consumen en el fango y de su alma brotan las terribles imprecaciones que no se habían borrado con el paso del tiempo. Es una oración amarga e increíble. El tedio y el miedo concentrado intensifican el momento presente, trasformando desde él la vida entera desde su "vocación en el vientre de su madre". Desde el fondo del pozo, desde la amargura de su alma, Jeremías se enfrenta con Dios, que le sedujo y lo ha abandonado. Le sedujo, hasta prohibirle otros amores de esposa e hijos, para ser todo para él. Jeremías, joven ingenuo, se dejó seducir por sus bellas promesas y, sin embargo, ¿qué ha sido de ellas? Ahora se encuentra abandonado de Dios, la gente se burla de él, sus rivales se ensañan contra él y sólo piensan en consumar su violencia. Y la causa de todo es su fidelidad a la palabra de Dios, la que con tanto amor devoraba. Le penetraba de tal modo que quedaba preñado de ella, la sentía en su interior pujando hasta que la daba a luz, proclamándola. Pero ahora esa palabra lo está devorando: -Escucho el cuchicheo de la gente: "¡Cerco de pavor!", ¡denunciémosle! ¡delatémosle!. Todos aquellos, con quienes me saludaba, están acechando un traspiés mío: ¡A ver si se distrae, y le podremos, y tomaremos venganza de él! (20,10). Hundido en el fondo de la cisterna, por la mente de Jeremías pasa el film de su vida. Le han podido sus enemigos, Dios lo ha abandonado, su actividad es un fracaso, su vocación un engaño, más valía no haber nacido. Nada tiene sentido, su existencia no ha valido la pena. El fracaso y angustia presentes contagian y corroen todo el tiempo vivido, anulando gozos y alegrías. Jeremías no se controla y deja escapar de su alma la gran imprecación: -¡Maldito el día en que nací! ¡Maldito el día que me dio a luz mi madre! ¡Maldito aquel que felicitó a mi padre, diciéndole: "Te ha nacido un hijo varón", y le llenó de alegría! Sea el hombre aquel semejante a las ciudades que destruyó Yahveh sin que le pesara, y escuche alaridos de mañana y gritos de ataque al mediodía (20,14-16).
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Es significativo que sea un extranjero, influyente en palacio y de fácil acceso al rey, quien interceda por Jeremías. Ebedmélec el kusita, eunuco de la casa del rey, oye que han metido a Jeremías en la cisterna. Cuando El rey está sentado en la puerta de Benjamín, Ebedmélec sale de palacio y le dice: -Oh Rey, mi señor, está mal cuanto esos hombres han hecho con el profeta Jeremías, arrojándole a la cisterna. Total lo mismo se iba a morir de hambre, pues no quedan ya víveres en la ciudad (38,7-9). Ebedmélec se atreve a acusar a personajes importantes de la corte. El rey autoriza a Ebedmélec para que le saque de la cisterna antes de que muera (38,10). Ebedmélec toma a su mando tres hombres, entra en el ropero de palacio, coge tiras y trapos y los descuelga con la soga hasta el fondo de la cisterna, gritando a Jeremías: -Colócate los trapos en los sobacos, por debajo de la soga (38,12). Jeremías lo hace así y entonces tiran de Jeremías con las sogas y lo sacan de la cisterna. Dios no es sordo al grito de su profeta. Inesperadamente interviene mediante Ebedmélec y libera a Jeremías, sacándolo de la fosa de la muerte, a punto ya de cerrarse sobre él. Jeremías, eleva sus ojos al cielo y concluye su oración, alabando a Dios por su victoria: -Yahveh está conmigo como potente campeón. Mis perseguidores tropezarán impotentes; se avergonzarán de su imprudencia, su confusión será eterna, inolvidable. ¡Oh Yahveh Sebaot, juez justo, que escrutas los riñones y el corazón!, vea yo tu venganza contra ellos, porque a ti encomendé mi causa (20,11-13). Por medio de Ebedmélec, Dios cumple su promesa a Jeremías: "no te podrán". Lo arranca del cieno, aunque sólo sea una liberación parcial, pues el rey no se atreve a romper sus propias ataduras para liberarse de sus ministros. Jeremías se queda en el patio de la guardia. El aislamiento de Jeremías sigue siendo completo. Se ve solo contra todo el mundo. Es objeto de burla para todos. Su misión le ha expuesto al sarcasmo, al desprecio, al odio y, finalmente, a las torturas y a la muerte. Desde el primer momento, sin que él se diera cuenta cabal de ello, al encomendarle la misión, Dios le colocó en lucha contra todos: -Mira que hoy te he convertido en plaza fuerte, en muralla de bronce, frente a toda la tierra, frente a los reyes de Judá y sus jefes, frente a los sacerdotes y al pueblo de la tierra (1,18). Esta enumeración se fue verificando al pie de la letra. Jeremías tuvo que romper con su familia, con sus amigos de Anatot, que le perseguían con sus calumnias, hasta intentar matarlo con sus propias manos. En Jerusalén choca con los reyes, con los príncipes, con los profetas, con los sacerdotes, con el pueblo. Todo lo que los otros profetas sufrieron cayó junto sobre él. Miqueas se vio abofeteado por un falso profeta; Amós fue insultado por un sacerdote; Jeremías fue a la vez abofeteado e insultado por el sacerdote Pasjur y por el falso profeta Ananías. Elías se vio obligado a vivir en la clandestinidad; Miqueas fue condenado a prisión; Zacarías sentenciado a muerte. Jeremías, de los cuarenta años de su misión profética, pasa unos veinte en prisión; prisión en todos sus aspectos: la celda del detenido sospechoso, el calabozo del traidor, las cadenas del criminal, condenado a un trozo de pan seco y a un
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jarro de agua y, al fin, la cisterna del condenado a muerte, metido en un hoyo donde se hunde en el fango hasta la cintura y de donde sólo le sacan cuando ya está a punto de morir. Casi otros diez años los pasa en la clandestinidad. Sólo gracias a la protección de un noble de Jerusalén puede librarse de la muerte que correspondió al desventurado profeta Urías. Jeremías es un escándalo para todo el pueblo. La cisterna fangosa es el símbolo elocuente de la muerte en que se hundirá sin remedio Judá. La imagen, recogida en tantos salmos, que Jeremías ha recitado, se hace realidad. La raíz y fundamento de la existencia de Israel es el hecho de haber sido liberado de la esclavitud de Egipto. Por ello ha recibido una legislación en defensa de la libertad de todos los israelitas, como hermanos (34,14). Si no saben vivir en casa como pueblo libre, serán esclavos de un pueblo extranjero. Jeremías, con la compra del campo de un familiar, ha liberado un trozo de tierra para que quede en la familia. En cambio, la clase alta de Jerusalén esclaviza de nuevo a los que acababa de conceder la libertad y, así, anticipa su futuro inmediato, su esclavitud. Jeremías, izado con sogas de la cisterna, queda en el patio de la guardia (38,13). Y todavía se encontrarán, una última vez, Jeremías y el rey Sedecías. Es la última ocasión de decidir la suerte del pueblo y la suya propia. Pero el rey no está a la altura del momento. Lo elude, preocupado por su miedo mezquino a los ministros. En secreto, el rey llama a Jeremías. Está dominado por la angustia y la indecisión. Quiere un oráculo y lo teme, espera y duda que sea favorable; quiere seguir la palabra de Jeremías, la palabra de Dios, pero sólo hasta cierto punto. El rey Sedecías manda que le traigan al profeta Jeremías a la entrada tercera de la Casa de Yahveh. Y el rey dice a Jeremías: -Quiero preguntarte una cosa: no me ocultes nada (38,14). Jeremías, antes de proclamar la palabra de Dios, intenta conducir al rey a la sinceridad necesaria para escuchar. Quiere conjurar de antemano las posibles reacciones contrarias a la palabra de Dios. Jeremías le dice: -Si te soy sincero, seguro que me matarás; y aunque te aconseje, no me escucharás (38,15). El rey responde a la primera parte: no matará al profeta. Pero no responde a la segunda: seguir su consejo. Jura por el Dios vivo en favor de la vida de Jeremías. Sólo que todo se hace en secreto, como esclavo del miedo a la muerte. El rey Sedecías jura a Jeremías: -Por vida de Yahveh, y por la vida que nos ha dado, que no te haré morir ni te entregaré en manos de estos hombres que buscan tu muerte (38,16). Y, por última vez, Jeremías pone ante el rey la alternativa de elegir entre dos posibilidades: entregarse a los generales de Nabucodonosor o correr personalmente la peor de las suertes: -Así dice Yahveh, el Dios Sebaot, el Dios de Israel: Si te entregas a los generales del rey de Babilonia, vivirás tú mismo y esta ciudad no será incendiada: tanto tú como los tuyos viviréis. Pero si no te entregas a los generales del rey de Babilonia, esta ciudad será entregada en manos de los caldeos e incendiada, y tú no escaparás de sus manos (38,17). Jeremías repite lo ya dicho en otras ocasiones. Sedecías, en el fondo, cree que
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Jeremías tiene razón, pero el miedo le atenaza. Teme más a los judíos que a los caldeos. Así lo confiesa: -Tengo miedo de que me entreguen a los judíos que se han pasado a los caldeos y éstos hagan mofa de mí (38,18). Jeremías intenta exorcizar sus miedos con una palabra decidida: -No te entregarán. ¡Ea!, escucha la voz de Yahveh en esto que te digo y te irá bien, y salvarás la vida. Pero si rehúsas rendirte, todas las mujeres que permanezcan en la casa del rey de Judá serán entregadas a los jefes del rey de Babilonia, e irán diciendo: "Te empujaron y pudieron contigo tus buenos amigos. Se hundieron en el lodo tus pies, todos se echaron atrás". A todas tus mujeres y a tus hijos los entregarán a los caldeos, y tú no escaparás de ellos, sino que caerás en manos del rey de Babilonia, que incendiará esta ciudad (38,20-23). El rey despide a Jeremías, refugiándose en la oscuridad culpable de su miedo. Ofrece a Jeremías la vida a cambio de su silencio: -Que nadie sepa nada de esto y no morirás. Si los jefes se enteran de que he estado hablando contigo y vienen a preguntarte: "Cuéntanos qué has dicho al rey y qué te ha dicho él, no nos lo ocultes y así no te mataremos", tú les dirás: "He pedido al rey la gracia de que no se me devuelva a casa de Jonatán a morir allí" (38,24-26). Jeremías vuelve a su prisión, dejando al rey encerrado en el círculo de su miedo a la muerte. En efecto, los jefes se presentan ante Jeremías y le interrogan, y él les responde conforme a lo que le ha mandado el rey. Y Baruc anota: "y ellos quedaron satisfechos, porque no se sabía nada de lo hablado". Así Jeremías sigue en el patio de la guardia, hasta el día en que sea tomada Jerusalén (38,27-28).
5. CAIDA DE JERUSALEN Desde este momento, los sucesos se precipitan. El cinco de enero del 587 había comenzado el asedio de Jerusalén. El ejército de Nabucodonosor acampó frente a ella y construyó torres de asalto a su alrededor (52,4). El hambre apretó en la ciudad y no había pan para la población (52,6). En julio se abre la primera brecha en la muralla. Tras año y medio de resistencia, la capital se rinde el 19 de julio del 586 (39,1-3). En el mes de agosto Jerusalén es destruida. Los conquistadores la saquean y la incendian. El templo de Salomón arde en llamas. Jeremías es ahora, en el momento de la aflicción, la voz del pueblo: -¡Ay de mí, qué desgracia! ¡me duele la herida! Mi tienda ha sido saqueada, y todos mis tensores arrancados. Se han ido los hijos y no queda ni uno. No hay quien despliegue ya mi tienda ni quien sujete mis toldos (10,19-20). El contraste entre Sedecías y Jeremías es impresionante. Mientras Sedecías, que quiere vivir a toda costa, camina hacia una muerte segura por no confiar en la palabra de Dios, Jeremías, que ha entregado su vida a servir a Dios, en fidelidad a su palabra, saldrá sano y salvo del ataque a Jerusalén. Sedecías y los jefes militares, en el momento de confusión, huyen por una brecha de la muralla, pero son capturados en la llanura de Jericó y llevados a presencia de Nabucodonosor, cuya corte está en Riblá, junto al Orontes (52,7-9). Nabucodonosor entabla contra Sedecías un consejo de guerra, manda ejecutar a los hijos de
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Sedecías ante sus ojos y a un gran número de los personajes principales de Jerusalén. A Sedecías lo ciega y destierra a Babilonia. Jerusalén es sometida al pillaje. Un mes más tarde tiene lugar el incendio del templo, del palacio real y de las casas; las murallas de Jerusalén son derruidas y se produce la segunda deportación (52,12ss). En cuanto a la plebe, a los que no tenían nada, los deja allí y pueden vivir entre las ruinas (39,8-10).Sobre estos acontecimientos del día de la caída de Jerusalén, Baruc escribe esta crónica: -El año noveno de Sedecías, rey de Judá, el décimo mes, vino Nabucodonosor, rey de Babilonia, con todo su ejército contra Jerusalén, y la sitiaron. El año undécimo de Sedecías, el cuarto mes, el nueve del mes, abrieron una brecha en la ciudad y entraron los generales del rey de Babilonia y se instalaron en la Puerta Central. Al verles, Sedecías, rey de Judá, y sus guerreros huyeron de la ciudad, saliendo de noche camino del parque del rey, por la puerta que está entre los dos muros, y huyeron por el camino de la Arabá. Las tropas caldeas les persiguieron y, dando alcance a Sedecías en los llanos de Jericó, le prendieron y le subieron a Riblá, en tierra de Jamat, donde Nabucodonosor, rey de Babilonia, lo sometió a juicio. Y el rey de Babilonia degolló a los hijos de Sedecías en Riblá a la vista de éste; luego el rey de Babilonia degolló a toda la aristocracia de Judá y, habiendo cegado los ojos a Sedecías, le ató con doble cadena de bronce para llevárselo a Babilonia. Los caldeos incendiaron la casa del rey y las casas del pueblo y demolieron los muros de Jerusalén; en cuanto al resto del pueblo, que quedaba en la ciudad, a los desertores que se habían pasado a él y a los artesanos restantes, Nebuzaradán, jefe de la guardia, los deportó a Babilonia. En cuanto a la plebe baja, los que no tienen nada, les dejó en tierra de Judá, y aquel día les dio viñas y parcelas de campo (39,1-10). También en el apéndice al libro de Jeremías se narra, casi con las mismas palabras, la caída de Jerusalén, como cumplimiento de lo que había anunciado Jeremías (52,6-14; 2Re 25,4-7). Era el día noveno del mes de Av del año 586. Aún hoy los hebreos recuerdan esa fecha y celebran una liturgia de lamentaciones y ayuno por la destrucción del templo de Salomón. Jeremías no sintió ninguna alegría con el cumplimiento de su profecía. Se sintió siervo inútil. Hubiera deseado salvar a todos. Pero nadie le escuchó. Si le hubiesen escuchado hubiese sobrevivido la nación y el templo; no se hubieran derramado tantas lágrimas como se han derramado a lo largo de los siglos. Pero él fue el único que comprendió los signos de los tiempos, mientras el pueblo permaneció ciego y sordo a su palabra. Pero esa palabra de Jeremías sigue hoy resonando, esperando un oído que la escuche y un corazón que la acoja.
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11. TRAS LA CAIDA DE JERUSALEN 1. JEREMIAS EN LIBERTAD El 19 de julio del año 586, tras abrir brecha en las murallas, los generales babilonios entran en Jerusalén y dividen al pueblo en tres grupos: los que quedarán en libertad, los que serán deportados y los que deben ser juzgados personalmente por Nabucodonosor. Pero el drama de Jerusalén no acaba aquí. En agosto, un mes después, llega Nebuzaradán y ordena el incendio de la ciudad. Antes recogen todos los objetos de metal y los funden para llevárselos a Babilonia. Todos los objetos del culto de oro y plata son llevados al país del vencedor. El templo y el palacio real son arrasados; las murallas son abatidas. Jerusalén recibe el trato de las ciudades rebeldes, ya que su rey ha sido infiel a su juramento de vasallaje. Un nuevo grupo de judíos -832 personas- es deportado (2Re 25), engrosando las filas de los que marcharon al exilio de Babilonia el 597. Lo han perdido todo: la tierra prometida, la ciudad santa, el templo, la independencia. Ni siquiera les queda la esperanza del retorno o la seguridad de ser el pueblo elegido y amado por Dios. Entre los deportados va un muchacho, que poco después recibirá la vocación profética y devolverá la esperanza a los desterrados: Ezequiel. Jeremías vive la toma de la ciudad como preso en el patio de la guardia. Entre los babilonios se había oído de él y de su actividad en favor de la entrega de la ciudad. Saben que Jeremías ha sido partidario de la rendición y se muestran benévolos con él. Nabucodonosor da una orden especial a Nebuzaradán, jefe de la guardia: -Tómalo y mira por él; no le hagas daño alguno, sino trátalo como él te diga (39,12). Nebuzaradán y los generales del rey de Babilonia envían a sacar a Jeremías, y se lo entregan a Godolías, hijo de Ajicam, hijo de Safán, para que lo lleve a su casa y habite en medio del pueblo. Pero, por un descuido, en la confusión de esos días, Jeremías vuelve a ser encadenado y llevado con la columna de prisioneros que están siendo deportados a Babilonia. Ya en Ramá repara en él un oficial de la guardia personal y lo libera. El oficial le invita a elegir libremente: ir con él a Babilonia, quedarse en el país o ir a donde quiera. Tras estas palabras, el oficial despide a Jeremías con un obsequio, ayudas de camino y algo más: unas palabras de agradecimiento como nunca había encontrado el profeta en su propio pueblo: -Tu Dios, Yahveh, había predicho esta desgracia para este lugar, y lo ha cumplido. Yahveh ha hecho conforme había anunciado. Y esto os ha sucedido porque pecasteis contra Yahveh y no oísteis su voz. Pero ahora yo te suelto las esposas de tus muñecas. Si quieres venir conmigo a Babilonia, vente, y yo miraré por ti. Pero si no quieres venir conmigo a Babilonia, déjalo. Mira, tienes toda la tierra delante de ti; puedes ir a donde te parezca bien (40,2-4). Aún no había dado media vuelta cuando el oficial le llamo y dijo: Si prefieres vivir
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con Godolías, hijo de Ajicam, hijo de Safán (2Re 25,22), a quien el rey de Babilonia ha nombrado gobernador de Judá, quédate a vivir con él entre tu gente. En suma, vete adonde mejor te acomode (40,5). Jeremías decide marcharse con Godolías a Mispá. Godolías, perteneciente a una familia de funcionarios reales (26,24; 2Re 22,8-12), ha sido favorable a la sumisión, lo mismo que Jeremías. El padre de Godolías (26,24) y su tío Gamatías (36,25) habían apoyado anteriormente a Jeremías y sostenido el mensaje que predicaba en nombre de Dios. Por ello Godolías no es deportado y Nabucodonosor lo coloca al frente de los judíos. Jeremías decide quedarse a su lado en vez de acompañar a los deportados. Desea vivir entre el resto del pueblo que ha quedado en el país (40,6), la gente sin importancia, que ni ha merecido la pena llevar al cautiverio. Según el Midrash el Señor dice a Jeremías (40,1): O tú vas a Babilonia con ellos y Yo me quedo aquí o, al contrario, tú te quedas aquí y Yo voy a Babilonia con ellos. Jeremías le responde: Señor, si yo voy con ellos, ¿de qué les servirá? Con ellos debe ir su Creador, porque sólo El les puede ser útil. Por ello Jeremías elige quedarse con Godolías.
2. LAMENTACIONES POR JERUSALEN El apéndice del libro de Jeremías (c. 52), con datos del segundo libro de los reyes y noticias propias, nos hace la descripción nostálgica y detallada del saqueo del templo (52,1723). La visión trágica concluye con una nota de esperanza: después de treinta y siete años de prisión, el último rey de la dinastía de David obtiene en Babilonia la libertad, la gracia, un trono más alto y vestidos reales (52,31-34). Las Lamentaciones, sin ser de Jeremías, respiran su espíritu y tienen como fondo la situación que Jeremías describe a la caída de Jerusalén. Con que fervor ora Jeremías al Señor por el pueblo mientras Babilonia asedia Jerusalén (14,20-21). Jeremías no es capaz de creérselo. Que Dios inflija un duro castigo al pueblo, que le ha traicionado hasta lo inimaginable, Jeremías lo entiende y lo acepta, pero no le cabe en la cabeza y menos en el corazón que Dios abandone a su pueblo. Desde el hondón de su espíritu se dirige al corazón de Dios y le interroga: -¿Es que has desechado definitivamente a Judá? ¿o acaso se ha hastiado tu alma de Sión? ¿Por qué nos has herido de modo que no tengamos cura? (14,19). La liturgia sinagogal ha proclamado las Lamentaciones en la celebración conmemorativa de la destrucción del templo. La primera Lamentación comienza con una pregunta que sube hasta el cielo y se precipita hasta la tierra sin respuesta: -¡¿Cómo?! Es un interrogante que eleva también el salmista con sus variantes: "¿Por qué? ¿Hasta cuándo?". Se trata del lamento, de la oración hecha de preguntas entre sollozos. Es una lamentación personal y comunitaria; cada orante siente el dolor punzante en su corazón; y la nación entera, con una única voz coral, eleva el llanto común. Es el llanto que resuena desde Jerusalén hasta los canales de Babilonia, donde los desterrados "nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión; en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras guitarras. Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar; nuestros opresores a divertirlos: 'Cantadnos un cantar de
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Sión'. ¡Cómo cantar un cantar del Señor en tierra extranjera! Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha; que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías" (Sal 137). En la Lamentaciones, compuestas según el arte del acróstico alfabético, se unen las 22 letras del alfabeto, con todas las palabras posibles, para llorar la suerte de Jerusalén, la ciudad solitaria, como una viuda: -¡Cómo, ay, yace solitaria la Ciudad populosa! Como una viuda se ha quedado la grande entre las naciones (Lm 1,1). Se repite, luego, constantemente el estribillo: -Llora que llora por la noche, y las lágrimas surcan sus mejillas. No hay uno entre todos sus amantes que la consuele. Todos sus amigos la han traicionado, ¡se le han trocado en enemigos! (1,2). "Ninguno la consuela" (1,9.16.17.21), porque Dios la ha abandonado; Dios se ha vuelto un extraño, un extranjero. Este grito, aunque Israel crea que nadie lo escucha, en realidad llega al oído de Dios. Cuando se cumpla el tiempo mandará a su siervo con la respuesta: -Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios (Is 40,1). La imagen de Jerusalén arrasada conmueve a todo el que contempla sus ruinas, que no puede por menos que exclamar, sobrecogido de angustia: ¿Cómo ha sido posible? ¿Por qué nos ha sucedido esto? ¿Qué sentido tiene esto? Y, sin encontrar respuesta, da rienda suelta a su llanto: -Judá marchó al destierro, en postración y en extrema servidumbre. Sentada entre las naciones, no encuentra sosiego. La alcanzaron sus perseguidores y la cercaron entre angosturas. Las calzadas de Sión están de luto; nadie viene a las solemnidades. Todas sus puertas están en ruinas, gimen sus sacerdotes, afligidas están sus vírgenes, ¡y ella misma sumida en amargura! Sus adversarios la han vencido, han triunfado sus enemigos, porque Yahveh la ha afligido por sus muchos delitos. Sus niños han partido al cautiverio delante del adversario. La hija de Sión ha perdido todo su esplendor. Sus príncipes, como ciervos que no encuentran pasto, caminan sin fuerzas, empujados por la espalda. Jerusalén recuerda sus días de miseria y tribulación, cuando su pueblo sucumbía a manos del adversario, sin que nadie viniera en su ayuda. Los adversarios la miraban, riéndose de su ruina. Mucho ha pecado Jerusalén, por eso se ha hecho cosa impura. Todos los que la honraban la desprecian, porque han visto su desnudez; y ella misma gime y se vuelve de espaldas. Su inmundicia se pega a su ropa; no pensó ella en su fin, ¡y ha caído asombrosamente! No hay quien la consuele. "¡Mira, Yahveh, mi miseria, que el enemigo se agiganta!". El adversario ha echado mano a todos sus tesoros; ha visto ella a las gentes entrar en su santuario, aquellos de quienes tú ordenaste: "¡No entrarán en tu asamblea!". El pueblo entero gime buscando pan; dan sus tesoros a cambio de alimento, por recobrar la vida. "Mira, Yahveh, y contempla qué envilecida estoy" (Lm 1,3-11). Ante el lamento de sus hijos, Jerusalén misma eleva su llanto y recuerda los días fatales. Sión, viuda, confiesa que no ha sido Babilonia quien la ha aniquilado, sino el Señor, que ha inaugurado sobre ella el gran día de su juicio. El Señor ha entrado en ella como un
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vendimiador y la ha vareado con furia. En el tino ha pisado sus racimos hasta arrancarla toda la sangre de sus hijos. Sión da una respuesta al "¿cómo?" de cuantos la contemplan; confiesa que han sido sus pecados la causa de su desolación: -Vosotros, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante al dolor que me atormenta, con el que Yahveh me ha herido el día de su ardiente cólera. Ha lanzado fuego de lo alto, lo ha metido en mis huesos. Ante mis pies ha tendido una red, me ha tirado hacia atrás; me ha dejado desolada, todo el día dolorida. Yahveh me ha ligado el yugo de mis delitos, entrelazados por su mano. Colocado sobre mi cuello el yugo doblega mi vigor. El Señor me ha dejado a merced de ellos, ¡ya no puedo tenerme! El Señor ha desechado a todos mis valientes de en medio de mí. Ha convocado un consejo contra mí para acabar con mis jóvenes. El Señor ha pisado en el lagar a la virgen hija de Judá. Por esto lloro yo; mis ojos, mis ojos se deshacen en agua, porque está lejos de mí el consolador que reanime mi alma. Mis hijos están desolados, porque ha ganado el enemigo. Sión tiende sus manos: ¡no hay quien la consuele! Ha mandado Yahveh contra Jacob sus adversarios por doquier; Jerusalén se ha hecho cosa impura en medio de ellos. Justo, justo es Yahveh, porque yo he sido indócil a sus órdenes. Escuchad, pues, pueblos todos, y mirad mi dolor. Mis doncellas y mis jóvenes han ido al cautiverio. He llamado a mis amantes: ellos me han traicionado. Mis sacerdotes y mis ancianos han expirado en la ciudad, mientras se buscaban alimento para recobrar la vida. ¡Mira, Yahveh, que estoy en angustias! ¡Me hierven las entrañas, el corazón se me retuerce dentro, pues he sido muy rebelde! Afuera, la espada priva de hijos, en casa es como la muerte. ¡Oye cómo gimo: no hay quien me consuele! Todos mis enemigos, enterados de mi mal, se alegran de lo que tú has hecho. ¡Haz que llegue el Día que tienes anunciado, para que sean como yo! ¡Llegue ante ti toda su maldad, y trátalos como a mí me trataste por todos mis delitos! Pues son muchos mis gemidos, y languidece mi corazón (Lm 1,12-22). La segunda Lamentación repite la confesión de fe en Dios como Señor de la historia: es él quien ha destruido la ciudad (Lm 2,1-9) y la causa han sido nuestros pecados (Lm 2,1018). Pero en esta segunda Lamentación aflora algo nuevo: la súplica al Señor para que tenga misericordia: -¡En pie, lanza un grito en la noche, cuando comienza la ronda; derrama como agua tu corazón ante el rostro del Señor, alza tus manos hacia él por la vida de tus pequeñuelos que desfallecen de hambre por las esquinas de todas las calles! Mira, Yahveh, y considera: ¿a quién has tratado de esta suerte? ¿Tenían las mujeres que comer sus frutos, a sus niños de pecho? ¿Tenían que ser asesinados en el santuario del Señor sacerdote y profeta? Por tierra yacen en las calles niños y ancianos; mis vírgenes y mis jóvenes cayeron a cuchillo; ¡has matado en el día de tu cólera, has inmolado sin piedad! Congregaste, como para una fiesta, los terrores que me cercan; el día de tu ira, oh Yahveh, nadie pudo salvarse ni escapar. A los que yo había criado y alimentado, mi enemigo los exterminó (Lm 2,19-22). En la tercera Lamentación se da un paso más. Se invita a examinar la propia conducta y a volver al Señor, elevando a él el corazón y las manos. El Señor, para no escuchar el grito que sube a él, se ha envuelto en una cortina de nube. El grito ha de rasgar la nube: -Examinemos nuestros caminos, escudriñémoslos, y convirtámonos a Yahveh. Alcemos nuestro corazón y nuestras manos a Dios que está en los cielos. Nosotros hemos sido rebeldes y traidores: ¡Tú no has perdonado! Envuelto en cólera nos has perseguido y matado sin piedad; te has arropado en una nube para que no te alcace la oración (Lm 3,4044).
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En una apelación directa a Dios, se le invita a salir de su ocultamiento tras la nube para escuchar el grito de dolor: -Invoqué tu Nombre, Yahveh, desde lo hondo de la fosa. Oye mi grito, no cierres tu oído a mi oración que pide ayuda. Tú te acercaste el día en que te invocaba y me dijiste: "¡No temas!". Tú defendiste, Señor, mi causa y salvaste mi vida. Has visto, Yahveh, la injusticia que me hacen: ¡lleva tú mi juicio! Has visto su venganza, sus planes contra mí, has oído sus insultos, Yahveh, lo que dicen los labios de mis agresores, lo que todo el día traman contra mí. Estén sentados o en pie, vigílalos, pues yo soy la copla de ellos (3,55-63). La cuarta Lamentación parece ser la narración de un superviviente de la catástrofe, que no logra quitarse de sus ojos las escenas que ha contemplado: -¡Ay, como se ha deslucido el oro, se ha alterado el oro más puro! ¡Ay!, las piedras sagradas están esparcidas por las esquinas de todas las calles. Los hijos de Sión, más valiosos que oro fino, ¡ay!, son considerados cacharros de arcilla, obra de manos de alfarero (Lm 4,12). Y ¿cómo puede olvidar la escena de los niños buscando el pecho sin leche de la madre cuando los chacales sacian con tal abundancia a sus hijos?: -Hasta los chacales desnudan la teta y dan de mamar a sus cachorros; en cambio, la hija de mi pueblo se ha vuelto cruel como las avestruces del desierto. La lengua del niño de pecho se pega de sed al paladar; los pequeñuelos piden pan y no hay quien se lo reparta (Lm 4,3-4). La misma suerte de los niños corrían los jóvenes: -Sus nazireos eran más limpios que la nieve, más blancos que la leche; su cuerpo era más rojo que corales, un zafiro su figura. Ahora está su semblante más oscuro que el hollín, no se les reconoce por las calles. Su piel está pegada a sus huesos, seca como madera (Lm 4,7-8) . El momento del asedio, cuando se moría de hambre, se carga de todo el horror, hasta considerar afortunados a los muertos a espada: -Más dichosos son los muertos a cuchillo que los muertos de hambre, que, extenuados, sucumben por falta de los frutos de los campos. Las mismas manos de tiernas mujeres cocieron a sus hijos, triste alimento para ellas en la ruina de la hija de mi pueblo (Lm 4,9-10). Sacerdotes y profetas, culpables de la sangre derramada, ahora se ven ensangrentados, manchados con su propia sangre, impuros: -¡Por los pecados de sus profetas, por las culpas de sus sacerdotes, que derramaron en medio de ella sangre de justos! Titubeaban por las calles como ciegos, manchados de sangre, sin que nadie pudiera tocar sus vestiduras. "¡Apartaos! ¡Un impuro!", gritaban, "¡Apartaos, apartaos! ¡No tocar!". Huían errantes y fugitivos; entre las naciones se decía: "¡No seguirán de huéspedes aquí!". El Rostro de Yahveh los dispersó, no volverá a mirarlos. No hubo
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respeto para los sacerdotes, ni piedad para los ancianos (Lm 4,13-16). Pero al final se alza, para borrar todo este horror, el anuncio de la esperanza y del perdón: -¡Regocíjate, exulta, hija de Edom, que habitas en el país de Us! ¡También a ti te llegará la copa: te embriagarás y te desnudarás! ¡Se ha borrado tu culpa, hija de Sión, no seguirás en el destierro! ¡Examinará tu culpa, hija de Edom, y pondrá al desnudo tus pecados! (Lm 4,21-22). Es la súplica humilde de la quinta Lamentación, que pide al Señor que renueve a su pueblo, repitiendo los prodigios antiguos: -Mas tú, Yahveh, eres rey por siempre, tu trono dura de generación en generación. ¿Por qué has de olvidarnos para siempre, por qué nos abandonarás por toda la vida? ¡Señor, haznos volver a ti y volveremos! Renueva los días pasados, si es que no nos has desechado totalmente, irritado contra nosotros sin medida (Lm 5,19-22).
3. OBLIGADO A MARCHAR A EGIPTO Jeremías se queda, pues, a vivir en Judá entre los pobres y maltrechos. La vida comienza de nuevo. Muchos fugitivos regresan y se ponen a las órdenes de Godolías. Tras los horrores de la guerra, el país se ve favorecido por una buena cosecha. Pero los padecimientos no acaban aquí. Nabucodonosor ha puesto a Godolías como gobernador de Judá. Reside en Mispá, pequeña aldea de Judá a unos diez kilómetros al norte de Jerusalén (2Re 25,23), donde reúne a todos los que han aceptado el yugo babilonio, o sea, los que desean seguir cultivando la tierra y ocupando las aldeas que rodean la ciudad. Pero, en octubre de ese mismo año, uno de esos fugitivos, por nombre Ismael y de linaje real, vuelve de Ammón con diez hombres; trae la intención de ponerse a sí mismo como señor del país. Ataca por sorpresa y mata a Godolías, a muchos de los judíos que están con él en Atalaya y a algunos caldeos que se han quedado allí (41,1-3). Ismael intenta llevarse consigo a territorio ammonita todo lo que ha quedado con vida. Pero Juan, hijo de Carej, y los capitanes que con él habían huído de Nabucodonosor al campo, al enterarse de que el rey de Babilonia ha dejado un resto en Judá y que les ha nombrado como gobernador a Godolías, van a verlo a Atalaya, para ponerse a sus órdenes (40,11-14). Al enterarse del crimen cometido por Ismael, reúnen toda su tropa y marchan a combatir contra Ismael. Le dan alcance en Gabaón. Al verles, la gente que Ismael llevaba cautiva se pasa a ellos, escapando de Ismael, quien a duras penas logra salvar la vida, huyendo con ocho de sus fieles al país ammonita. Juan y sus capitanes rescatan al resto del pueblo. Sin regresar a Mispá, por miedo a las represalias de Nabucodonosor, por la muerte de Godolías y de las princesas reales que Nebuzaradán le había entregado en custodia, Juan y el grupo de judíos liberado de Ismael, soldados, mujeres, niños y eunucos, emprenden la marcha hacia el sur con la intención de huir a Egipto, lejos de los caldeos (41,16-18). Pero al llegar cerca de Belén hacen un alto y los oficiales descubren a Jeremías en el grupo de prisioneros. En esos momentos de incertidumbre se llegan a Jeremías con el ruego de que pregunte a Dios cuál es el camino que han de emprender. Jeremías es el profeta, el hombre de la palabra. Es terrible poseer la palabra y, aún
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más terrible, quedarse sin la palabra, cuando ésta le abandona (42,7). La palabra es la razón de su vida, que le aleja de todos y, al mismo tiempo, le sumerge en el corazón de todos los acontecimientos. La palabra llena su vida, la vacía de todo lo que no sea ella, le aísla de los demás y le sumerge en todos los problemas de los demás. Pero el profeta, hombre de la palabra, no dispone de ella como de un objeto, ni le viene cuando quiere o la necesita, como ahora, cuando la gente, despavorida consulta a Dios a través de él. El caso es grave, porque se temen nuevas represalias de parte de Babilonia. No hay tiempo que perder. Sin embargo, Jeremías tarda diez días en recibir la palabra de Dios. Cuando le llega, el pueblo no está ya dispuesto a escucharla; ya ha decidido la huida a Egipto. Al descubrir a Jeremías, se llegaron a él todos los jefes de las fuerzas, Yojanán, hijo de Carej, Azarías, hijo de Hosaías y el pueblo en masa, del chico al grande, y le dijeron: -Acepta nuestra demanda y ruega Yahveh, tu Dios, por nosotros, por todo este resto, pues hemos quedado pocos de muchos que éramos, como tus ojos están viendo. Que Yahveh, tu Dios, nos indique el camino que hemos de seguir y lo que hemos de hacer (42,1-3). Los capitanes quieren que Jeremías les indique el camino que deben seguir. Jeremías acepta la petición de marcarles, no sólo el camino en sentido geográfico, sino el camino de Dios, la conducta que Dios desea que siga el pequeño resto. Por ello les responde: -Ahora mismo me pongo a rogar a Yahveh, vuestro Dios, según me pedís, y sea cual fuere la respuesta de Yahveh para vosotros, os la declararé sin ocultaros nada (42,4). Los capitanes se sienten dispuestos a obedecer a Dios. Dicen a Jeremías: -Yahveh sea testigo veraz y fiel contra nosotros si no actuamos conforme al mensaje que Yahveh, tu Dios, te dé para nosotros. Sea grata o sea ingrata, nosotros oiremos la voz de Yahveh, nuestro Dios, a quien te enviamos, pues siempre nos va bien cuando oímos su voz (42,5-6). En diez días no tiene nada que responder. Y diez días de espera en aquellas circunstancias son muchos días, algo interminable y enervante. Finalmente, a los diez días, recibe la respuesta de Dios. Llama a todos y les comunica la palabra de Dios: -Si os quedáis a vivir en esta tierra, yo os edificaré y no os destruiré, os plantaré y no os arrancaré (42,9). Dios se mantiene fiel a las promesas hechas a Jeremías el día de su vocación. Si se quedan en la tierra, Dios "les construirá y no les destruirá", "les plantará y no les arrancará". Dios estará con ellos, no tienen por qué temer. Jeremías, que "está en medio del pueblo" como oráculo vivo, como mediador de la bendición de Dios, se la ofrece al pueblo, pero con una condición: que se queden a vivir en esta tierra. De lo contrario, si desobedecen a Dios y se empeñan en ir a Egipto, confiando en su protección y en sus riquezas, en vez de poner la confianza en Dios, perderán la bendición y experimentarán la maldición: - Pero si decís: "No nos quedamos en este país, -desoyendo la voz de Yahveh, vuestro Dios-, sino que iremos al país de Egipto, donde no veamos guerra ni oigamos toque de cuerno, ni tengamos hambre de pan, y allí nos quedaremos", en ese caso, escucha la palabra de Yahveh, resto de Judá: Si os empeñáis en dirigiros rumbo a Egipto, para residir allí como
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refugiados, entonces la espada que teméis os alcanzará en Egipto, y el hambre que tanto os asusta, allí os irá pisando los talones; y allí, en Egipto mismo, moriréis. Todos los que enderecen rumbo a Egipto como refugiados morirán por la espada, por el hambre y por la peste; no quedará superviviente. Porque así dice Yahveh Sebaot, el Dios de Israel: Como se vertió mi ira y mi cólera sobre los habitantes de Jerusalén, así se verterá contra vosotros si vais a Egipto. Seréis tema de imprecación y asombro, de maldición y oprobio, y no volveréis a ver este lugar (42,13-18). Jeremías contempla el rostro de sus oyentes y, con toda la fuerza del amor de Dios, casi les suplica: -Esto os dice Yahveh, resto de Judá: "No vayáis a Egipto". Sabedlo bien, porque yo os atestiguo hoy que os estáis engañando a vosotros mismos, pues me habéis enviado a Yahveh, vuestro Dios, pidiéndome: "Ruega por nosotros a Yahveh, nuestro Dios, y cuanto diga Yahveh, nuestro Dios, nos lo declaras, que lo haremos" (42,19-20). Los jefes, en los diez días de espera, ya han decidido ir a Egipto y llevar con ellos al pequeño resto. Jeremías, clavando la mirada en los capitanes, que ocupan ahora el puesto de los falsos profetas, les apostrofa: -Yo os lo he declarado hoy, pero no hacéis caso de Yahveh, vuestro Dios, en nada de cuanto me ha enviado a deciros. Por tanto, podéis estar seguros de que moriréis por la espada, el hambre y la peste en aquel lugar adonde deseáis refugiaros (42,21-22). Cuando Jeremías termina de comunicar las palabras del Señor, su Dios, toman la palabra Azarías y Juan, quienes con insolencia dicen a Jeremías: -Estás mintiendo. No es Yahveh, nuestro Dios, quien te ha encargado decir: "No vayáis a Egipto a vivir allí". Sino que Baruc te azuza contra nosotros, para entregarnos en manos de los caldeos, para que nos maten o nos deporten a Babilonia (43,2-3). Los jefes repiten la actitud de Sedecías y sus ministros (37,2). Ellos, con su negativa a obedecer a Dios, rompiendo el solemne juramento que han hecho, precipitan la desgracia. Por su culpa se cumplirá lo anunciado por Jeremías con la visión de los dos cestos de higos. El resto, que ha quedado en Palestina, congregado en torno a Godolías, se ve forzado a abandonar la patria camino de Egipto. Los desterrados a Babilonia volverán en un nuevo éxodo; los que van a Egipto es como si desanduvieran la historia, anulando la liberación de la esclavitud y la alianza con Dios. Jeremías y su secretario Baruc también son arrastrados hacia Egipto (43,7). Una vez más las gentes se niegan a escuchar la palabra de Jeremías. No creen que haya pasado el peligro de Babilonia. El miedo les empuja a huir. Jeremías marcha a Egipto contra su voluntad. Volver a Egipto es como desandar la historia y volver a los comienzos. Es buscar la salvación en la huida de Dios en busca de la protección humana. El pueblo, que ha pedido a Jeremías que consulte a Dios, no acepta la respuesta divina. Eligiendo, contra la voluntad de Dios, refugiarse en Egipto, el pueblo ha elegido la muerte (42,21-22). Unido a la desgracia de su pueblo, Jeremías le sigue hasta la muerte (43,4-7). En Egipto desaparece, mártir de su misión. Al cumplirse la palabra de Dios, se cumplirá su tarea y desaparecerá.
4. LAS PIEDRAS DE TAFNIS
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El grupo de judíos que, huyendo de Nabucodonosor llega a Egipto, se establece en Tafnis, donde Jeremías anuncia a los fugitivos que en Egipto no burlarán el poder de Babilonia; Nabucodonosor penetrará en el país del Nilo. Acontecimiento que se produjo entre el 568\567. Lo han hecho en contra de lo ordenado por Dios a través de Jeremías. Pero en Egipto se creen seguros. Entonces Jeremías, que sigue siendo profeta de Dios, recibe esta orden: -Coge unas piedras grandes y entiérralas en el cemento del pavimento que está a la entrada del palacio del faraón en Tafnis, en presencia de los judíos. Y les dirás: Así dice el Señor, Dios de Israel: Yo mandaré a buscar a Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi siervo, y colocaré su trono sobre estas piedras que he enterrado, y plantará su trono sobre ellas. Vendrá y herirá a Egipto (43,8-11). Se trata de una acción simbólica, realizada y explicada ante testigos. Jeremías pone los cimientos sólidos para el trono de Nabucodonosor, el siervo de Dios, que invadirá Egipto. Por mano de Nabucodonosor, Dios condena y destruye los dioses egipcios, en los que los judíos han buscado su seguridad: -Vendrá y prenderá fuego a los templos de los dioses de Egipto. Despiojará a Egipto como despioja un pastor su zalea, y saldrá de allí victorioso. Romperá los cipos de Bet Semes que hay en Egipto, y abrasará los templos de los dioses egipcios (43,12-13). Jeremías hace un recuento de las calamidades que el Señor ha enviado sobre Jerusalén y sobre las ciudades de Judá, por haberle irritado al dar culto a otros dioses. Dios se lo reprochó siempre por sus profetas y nunca hicieron caso a sus amenazas. Tampoco ahora, después de la desgracia sufrida, se han arrepentido. No han escarmentado. En Egipto, los fugitivos comienzan a sacrificar a la Reina de los Cielos, a ofrecerle libaciones (44,1-10). Jeremías, hasta el final, se enfrenta a ellos, proclamando la palabra de Dios, la misma palabra que recibió el día de su vocación bajo el almendro de Anatot. Así dice el Señor, Dios de Israel: -Mirad que yo os vigilo para mal, para raer a todo Judá. Echaré mano al resto de Judá, que se empeñó en encaminarse rumbo a Egipto, para residir allí como refugiados; todos ellos serán acabados en Egipto por la espada y por el hambre. Desde el chico al grande morirán por la espada y por el hambre, y serán tema de imprecación y asombro, de maldición y oprobio. Visitaré a los que viven en Egipto, lo mismo que visité a Jerusalén: con la espada, el hambre y la peste. No quedará superviviente del resto de Judá, que vino a refugiarse en Egipto, ni uno volverá a la tierra de Judá, adonde se prometen volver para quedarse allí (44,11-14). Con estas palabras termina el ministerio de Jeremías. A partir de este momento se pierde su rastro. Se pierden del todo sus huellas. Jeremías, incomprendido y perseguido, encarcelado, maltratado y arrastrado contra su voluntad a Egipto, termina sus días en una tierra lejana, donde muere, y nadie conserva el recuerdo de su tumba. Vivió solo y murió solo. Esta soledad no era fruto de su carácter ni de sus deseos. Fue una soledad impuesta por la palabra de Dios, que le asaltaba, le llenaba, le atormentaba y le imponía una fidelidad y adhesión total, hasta no dejarle espacio para otra compañía. La vuelta a Egipto es la negación de la historia de la salvación, que comenzó con el éxodo de Egipto. El pueblo, que prometió en el Sinaí obedecer a Dios, ahora se niega a
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obedecerlo (44,16); en vez de "hacer cuanto dice el Señor", ahora proclaman: "haremos cuanto hemos prometido" a la reina del cielo ( 44,17). El nombre de Yahveh, revelado a Moisés, se deja de pronunciar en Egipto. Dios mismo lo retira de la boca de su pueblo infiel (44,26). Borrada la invocación del nombre de Dios de los labios, queda viva la palabra para cumplirse en su momento. Aunque quemen el rollo, aunque s e queme el profeta en su misión, aunque el nombre de Dios ya no se oiga, su palabra permanece y se cumple (44,29). Jeremías sufre el abandono de Dios. Dios le ha arrancado de la tierra y le ha dejado en manos de los que huyen a Egipto, donde no hay esperanza de regeneración. Pero aún en Egipto sigue siendo profeta de Dios. Sus últimas profecías (43,8-13;44) van dirigidas a aquellos judíos a los que no ha enseñado nada la catástrofe de Jerusalén. Siguen siendo idólatras y blasfemos contra Dios. Jeremías sigue repitiendo sus anuncios de desgracias, lo mismo que ha estado haciendo durante cuarenta años en Jerusalén. La confirmación de este nuevo anuncio no podrá verla con sus propios ojos. Muere con la misma sed de siempre. Hasta el final sigue avanzando con Dios, en la noche, en el silencio, en la soledad, por un camino estrecho, al pie de las murallas gigantescas, sin un solo resquicio por donde se cuele el sol, sin puertas, sin salidas... En la noche opaca de Egipto, Jeremías puede ver sólo mirando al pasado, al momento en que Dios se le presentó en el huerto de Anatot y le preguntó: "¿Qué estás viendo, Jeremías? Veo una rama de almendro. Y me dijo Yahveh: has visto bien, pues así soy yo, atento a mi palabra para cumplirla" (1,11-12). En toda su vida Jeremías no ha visto más que una rama de almendro. Pero ha visto bien. Es el testimonio de Dios. Jeremías, a través del reflejo de la rama de almendro, ha penetrado en su significado, ha alcanzado la luz. Por veinte años vio Jeremías florecer el almendro en su aldea natal; y por veinte veces aquel florecer fue para él un signo seguro de la primavera. Nunca falló el signo. Ahora, en el invierno de Egipto, Dios sigue atento, vigilando el curso de la historia. Por debajo de la muerte se puede escuchar la vida que puja con urgencia, desde la tierra a la raíz, de la raíz al tronco, del tronco a la hoja, de la hoja a la flor, de la flor al fruto. Dios tiene su tiempo para hacer madurar su palabra. Pero ninguna de las palabras puestas en la boca de Jeremías ha caído en el vacío. Llegará el momento de su germinar. El almendro nunca se engañó ni dejó de ver llegar la primavera. Si se ha cumplido la visión de la olla sobre las brasas, derramándose desde el norte, se cumplirá también la visión del almendro.
5. LA SALVACION QUE VIENE En Egipto, Jeremías desaparece de la historia. Según la tradición judía, fue lapidado por sus compatriotas, a los que recriminaba su pésima conducta. Ha terminado su misión y la Escritura no narra la historia del profeta, sino la historia de salvación. Lo importante es Dios y su palabra. Y la palabra de Dios, transmitida por Jeremías, siguió germinando en Egipto, en Judá y en Babilonia, creciendo hasta formar el Libro de Jeremías . Jeremías recibe el encargo de Dios de dejar por escrito, como testimonio de sus designios, el anuncio de la salvación futura: -Escribe todas las palabras que te he hablado en un libro, pues he aquí que vienen días en que haré tornar a los cautivos de mi pueblo (30,1-3). Es una palabra de salvación, que Dios no quiere que se olvide nunca. Sobre Jerusalén y Judá pesa el juicio aniquilador de Dios, pero Dios mira a lo lejos y consigna por escrito la visión. No termina la historia. Habrá un futuro de paz y felicidad.
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Jeremías comenzó su ministerio anunciando la restauración del reino del norte. Dios le encomendó que pusiera por escrito su mensaje de salvación, "porque llegarán días en que cambiaré la suerte de mi pueblo, Israel y Judá, y los haré volver a la tierra que di en posesión a sus padres". Ahora, que se ha consumado la destrucción de Judá, Jeremías desempolva los papeles y lee aplicado a Judá el mensaje que antes había dirigido a Israel. Los dos reinos hermanados en la desgracia compartirán una misma salvación. Jeremías anuncia la salvación a través de la prueba, la curación a través de la herida. La vuelta será extraordinaria, obra de la potencia de Dios, siempre fiel a su pueblo: -Llegará el día en que griten los centinelas en la montaña de Efraín: ¡En pie, subamos a Sión, a visitar a Yahveh, nuestro Dios. Pues así dice Yahveh: Gritad jubilosos por Jacob, alegraos por la capital de las naciones; hacedlo oír, alabad y decid: ¡Ha salvado Yahveh a su pueblo, al resto de Israel! Yo os traeré del país del norte, os recogeré de los confines de la tierra. Retornarán el ciego y el cojo, la preñada y la parida. Volverá una gran asamblea. Porque yo soy para Israel un padre y Efraín es mi primogénito (31,6-9). Jeremías comenzó su ministerio al tiempo de la reforma de Josías. Fue un tiempo en que el pueblo volvió, de manera consciente y decidida, al Dios de sus padres, a un culto purificado, a una nueva y gozosa aceptación de la alianza. La temprana muerte del rey Josías y la grave derrota en Meguido derrumbó esta nueva era. La confianza en Dios sufrió un grave quebranto. Al pueblo y a sus dirigentes les pareció que la reforma y la vuelta a Dios de nada les había servido. Les pareció que Dios se había apartado de ellos o que ya no pudiese ayudar a su pueblo en la lucha con las grandes potencias. Con la caída de Jerusalén se derrumbó del todo la confianza en Dios. ¿Qué es lo que podía oponer Jeremías a esta lectura de la historia? Jeremías martillea una y otra vez: "¡Vosotros sois quienes habéis abandonado a Dios!". No es Dios quien se ha alejado del pueblo, sino el pueblo de él. Así Jeremías, con su llamada a conversión, quiere levantar un puente que una el pasado y el futuro. La catástrofe no es un fallo de Dios, no prueba que Dios haya muerto. La conversión a él puede suscitar de nuevo la esperanza de una recreación del pueblo. Con el hundimiento de Jerusalén no ha terminado la historia de la salvación. Dios es capaz de sacar la vida de la muerte. El anuncio de salvación es luminoso, irrumpe y colma de alegría. En Judá, ahora arruinada, volverán a verse todas las expresiones de alegría: amor, fecundidad, familia; se oirán los cantos de los salmos, alabando la bondad de Dios. Así dice Yahveh: -Yo mismo les traeré su alivio y su medicina. Los curaré y les descubriré una corona de paz y felicidad. Haré volver a los cautivos de Judá y a los cautivos de Israel y los reedificaré como en el pasado, los purificaré y perdonaré todas las culpas que cometieron contra mí. Jerusalén será título de alegría, de alabanza y honor para mí y para todas las naciones de la tierra que oigan contar el bien que les voy a hacer. Se sorprenderán de tanta bondad y paz como voy a concederles. Pues se oirá de nuevo en este lugar la voz de gozo y de alegría, el canto del novio y el canto de la novia, la voz de cuantos traigan sacrificios de alabanza a la Casa de Yahveh, cantando: "Alabad a Yahveh, porque es bueno, porque es eterno su amor. (33,6-11). El lugar, ahora arruinado, se volverá a poblar de ganados: -En las ciudades de la Montaña y de la tierra Baja, en las del Négueb y en la tierra de Benjamín, en los alrededores de Jerusalén y en las ciudades de Judá, volverá a haber majadas
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de pastores que recojan a las ovejas (33,13). El Señor, en aquellos días, suscitará a David un vástago legítimo, que establecerá la justicia y el derecho. Jerusalén entonces será realmente Jerusalén, ciudad donde reina la paz; todos la llamarán: "Señor-nuestra-justicia": -Cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días suscitaré a David un Germen justo, que hará justicia y derecho en la tierra. Judá estará a salvo y en Jerusalén se vivirá en paz. La llamarán: "Yahveh, justicia nuestra". No le faltará a David quien se siente en el trono de Israel; y a los sacerdotes y levitas no les faltará quien eleve holocaustos, queme incienso de oblación y haga sacrificio cada día en mi presencia (33,1418). Dios sella sus promesas con un doble juramento. El primero se refiere a la promesa que garantiza un sucesor a la dinastía davídica y estabilidad al sacerdocio. Así dice Yahveh: -Si puede romperse mi alianza con el día y con la noche, de suerte que no haya día o noche a su debido tiempo, también se rompería mi alianza con David, mi siervo, de suerte que le falte un hijo que reine sobre su trono, y la alianza con los sacerdotes y levitas, mis servidores. Como es incontable el ejército de los cielos e incalculable la arena del mar, así multiplicaré la descendencia de mi siervo David y de los levitas que me sirven (33,20-22). El segundo juramento se refiere a los dos reinos, por tanto tiempo separados y ahora unidos en la desgracia común. Dios, que rige con solicitud y fidelidad el cielo y la tierra, la noche y el día, es el Señor de la historia y mantiene su fidelidad a su pueblo, que "en aquel día" será recreado (rahamim) en unidad. Vino a Jeremías la palabra de Yahveh: -¿No oyes lo que dice este pueblo?: "Los dos linajes que Yahveh había elegido, los ha rechazado". Así menosprecian a mi pueblo y no lo tienen por nación. Pues bien, si no he creado el día y la noche, ni he establecido las leyes de los cielos y la tierra, en ese caso también rechazaré el linaje de Jacob y de mi siervo David, para no escoger más de su linaje a quienes imperen sobre el linaje de Abraham, Isaac y Jacob, cuando haga tornar a sus cautivos y les tenga misericordia (33,23-26). El problema más grave con que se ha encontrado Jeremías ha sido la falta del sentimiento de culpa. Judá, ante sus abominaciones, no sentía ninguna vergüenza. Se atrevía a decir: "Soy inocente". El Señor no ha dejado de proclamar: -Yo te juzgaré por decir: no he pecado (2,35). Israel se había habituado a vivir en el pecado, sin ruborizarse por nada (6,15;8,12). Jeremías ha increpado, suplicado, implorado: -Sólo reconoce tu culpa, que te has rebelado contra el Señor tu Dios (3,13). Jeremías, incluyéndose a sí mismo, ha pedido al pueblo: -Acostémonos en nuestra vergüenza, que nos cubra nuestra propia confusión, ya que hemos pecado contra Yahveh, nuestro Dios, nosotros y nuestros padres (3,25).
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Jeremías sabe que la enfermedad no se encuentra en la obras, sino en la "terquedad de sus corazones"6. El corazón es lo que Dios quiere y donde dirige su mirada: -Yo, Yahveh, escruto el corazón y pruebo los riñones, para dar a cada cual según su camino, según el fruto de sus obras (17,10). Durante sus cuarenta años de ministerio, Jeremías ha llegado a la conclusión de que el "corazón es engañoso", "está viciado". El hombre, "acostumbrado a hacer el mal", es incapaz de curar la enfermedad de su corazón. El, como profeta, puede dar una palabra nueva, pero no un corazón nuevo. Es Dios quien puede "dar un corazón para conocerle, pues él es Dios" (24,7). Dios dará un corazón nuevo y con ese corazón hará una alianza nueva: -Mirad que vienen días en que yo pactaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto, que ellos rompieron y yo hice estrago en ellos. Esta será la alianza que yo pactaré con la casa de Israel: pondré mi Ley en su interior, la escribiré en sus corazones, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo (31,31-33). El imperio de Babilonia pasará, pero la alianza de Dios con Israel durará por siempre. Llegará el día en que los hijos de Israel y de Judá irán juntos en busca de Yahveh, su Dios: -Vamos a unirnos a Yahveh con alianza eterna, irrevocable. (50,4-5). La misión de Jeremías, después de tanto destruir y arrancar, termina edificando y plantando la promesa de una alianza nueva. Esta alianza nueva no significa sólo el perdón del pecado, sino la transformación radical de Israel. Dios dará a su pueblo "un corazón y un camino" y sellará una alianza que será eterna (32,39-40), que nunca será violada (50,40). Dios, Señor de la historia, mantiene su fidelidad con Israel. Dispersos por todas las naciones, él les hará retornar a Jerusalén. El se encargará de que algunos, un resto, retornen a Sión. El número será reducido: "uno de una ciudad, dos de una familia", pero ese germen mantendrá viva la esperanza. Dios suscitará para ellos pastores "según su corazón", que los apacentarán sabiamente: -Os iré recogiendo uno a uno de cada ciudad, dos de cada familia, y os traeré a Sión. Os pondré pastores según mi corazón que os den pasto de conocimiento y prudencia (3,1415). Después del retorno, Israel tuvo como excelentes pastores a Zorobabel, a Esdras y Nehemías. Pero todos ellos no eran más que figura del Buen Pastor, el Mesías. "En aquellos días", cuando llegue el Mesías, Israel se multiplicará hasta constituir una comunidad numerosa. Entonces no será necesaria el arca, signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. No sentirán nostalgia de ella ni necesitarán las tablas de la ley, ni el templo, pues Dios llenará con su presencia los corazones de sus fieles, donde llevarán escrita la nueva ley. Toda la ciudad será llamada "trono de Yahveh". Y hacia la nueva Jerusalén confluirán todos los pueblos: -Y luego, cuando crezcáis y fructifiquéis en la tierra, no se hablará más del arca de la alianza de Yahveh, no se acordarán de ella ni la añorarán; ni se mencionará ni se construirá 6 3,17; 7,24; 9,13; 11,8; 13,10; 14,14; 16,12; 18,12; 23,17.
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otra. En aquel tiempo llamarán a Jerusalén "Trono de Yahveh", y acudirán a ella todas las naciones, porque Jerusalén llevará el nombre de Yahveh, sin seguir más la dureza de sus corazones. En aquellos días la casa de Judá irá a reunirse con la casa de Israel, y juntas vendrán desde las tierras del norte a la tierra que di en herencia a vuestros padres (3,16-18). San Juan dice en el Apocalipsis (21,23) que la nueva Jerusalén no tendrá templo, ni necesitará del sol ni de la luna, porque Dios y el Cordero harán sus veces para los bienaventurados.
EPÍLOGO
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Jeremías tiene ante sus ojos toda la historia de salvación. Contempla cómo termina lo que comenzó con la liberación de Israel del dominio egipcio. En su palabra aparece el contraste entre el comienzo y el fin al que le toca asistir. Aduce con detalle los hechos salvíficos que hicieron surgir a Israel como pueblo de Dios (2,1-13). Dios ha conducido a su pueblo desde la esclavitud, a través del desierto, a la tierra de vergel. Es la cepa selecta que Dios ha trasplantado (2,21). Dios, mediante Moisés, libera de Egipto a un puñado de esclavos. En una inmensa caravana los conduce, a lo largo de cuarenta años, por el desierto. En el Sinaí hace alianza con ellos, constituyéndolos su pueblo. Con Josué al frente, Dios les concede el don de la conquista de Canaán. David, el rey según el corazón de Dios, ve reunidas las doce tribus bajo su mando. El pueblo de Dios se instala, se organiza y prospera. Es una nación pequeña, sin duda, apresada por las tenazas de otros imperios potentes, pero que lleva en su seno la promesa de Dios de permanecer para siempre. Dios ha firmado una alianza con su pueblo y Dios es fiel. La situación geográfica de Israel, en el rincón occidental del Creciente Fértil, lo convierte en lugar de tránsito, en pasillo obligado de todos los conquistadores. Está, pues, constantemente expuesto a ser pisoteado por los ejércitos que ambicionan el dominio del mundo. Israel sirve de cobijo para defenderse de los atacantes o de base para iniciar nuevas operaciones de conquista. Colocado entre los imperios que se fueron sucediendo en Mesopotamia y en Egipto, nunca se vio indemne de su poder de expansión. Pueblo minúsculo, se vio envuelto en el juego de las potencias ávidas de dominio, de recursos inmensos y con un gran dominio del arte de la guerra. Por ello, su condición era siempre precaria e inestable. Siempre a merced de las convulsiones de la última potencia que despertaba. Un siglo después del reinado de David, Israel comenzó a vislumbrar la amenaza que suponía su posición estratégica en el tablero de la tierra. Las tropas de Salmanasar III se presentan repentinamente en Siria. Las tropas asirias arrasan todo lo que hallan a su paso hasta llegar a las orillas del Nilo, en donde se hundieron irremediablemente. Unos años más tarde, Samaría, la capital de Israel, el reino del norte, sucumbe. Judá le sobrevive durante casi siglo y medio. Pero, al derrumbarse el gigante asirio, se levanta Babilonia. Y Jerusalén, que no ha aprendido la lección de Samaría, atrae con sus intrigas la tempestad que la llevará a convertirse en un montón de escombros. También a Judá le llega la hora de la cautividad, que parece el fin de su historia. Sin embargo, a pesar de todos los fracasos y pruebas, mientras se van sucediendo los grandes imperios, el pequeño pueblo de Israel subsiste. Es el pueblo del Dios fiel a sus elegidos. Los designios de Dios con su pueblo siguen inconmovibles. Son ciertamente más grandes y de otro orden que el establecimiento del reinado de David, que la duración de su monarquía, que la inviolabiliadad del templo, que la prosperidad material de una tierra... La elección de Dios estaba orientada a preparar otro reino, que se extenderá por el universo entero y será fermento de salvación para toda la humanidad. La situación geográfica, que no permite a Israel vivir replegado sobre sí mismo, sirve maravillosamente a los designios de Dios. Palestina es una encrucijada abierta a la humanidad en camino hacia su unidad. Y las desgracias de Israel, que le sacuden continuamente, sirven de crisol para mantener puro el tesoro espiritual que lleva en su seno. Incluso su dispersión contribuye a
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difundir la promesa divina de salvación. Junto a los hechos salvíficos entran en juego, dentro de la historia de Israel, las rebeliones a la palabra de Dios: "Cuando os saqué de Egipto lo que os mandé fue esto: Escuchad mi voz" (7,22s). Israel desairó una y otra vez a Dios y a sus profetas (5,12-13; 6,10.17; 7,25s). Jeremías está convencido de que cuanto acontece está ligado a la actuación de Dios. La palabra y la acción de Dios realizan la historia. Pero la respuesta del pueblo, en hechos y palabras, también pertenecen a la historia. La historia es historia de Dios con su pueblo; pero Dios se toma tan en serio la respuesta del pueblo que ésta se convierte en factor esencial del discurrir histórico. La desobediencia, la apostasía del pueblo pesa tanto que hace necesario el castigo de Dios. Dios se toma tan en serio los pecados del pueblo que moviliza a las potencias exteriores para corregir el camino equivocado de su pueblo. A pesar de sus infidelidades, rebeldías y humillaciones, la mano de Dios no se aparta de Israel. Por más oprimido que se encuentre, Israel sigue viviendo. Y, para vivir, necesita agarrar y estrechar la mano de Dios. La palabra de los profetas le hacen comprender la alternativa de su existencia: escoger entre la vida y la muerte, entre la desaparición, a que se condena abandonando a Dios, o la vida si se mantiene en fidelidad a Dios, apoyado únicamente en él. Mientras agoniza Israel, la palabra de Dios resuena en la voz de los profetas. A la palabra de condena de Amós sigue la llamada tierna de Oseas, donde resuena la queja amorosa del amor ultrajado. En el corazón de la nación prostituida, el profeta despierta el recuerdo del idilio vivido en medio del desierto. La esposa infiel ha roto aquella unión maravillosa, pero Dios recrea de nuevo el matrimonio, pues su paciencia y amor son eternos. En el momento en que Jerusalén vive la misma suerte de Samaría y el designio de Dios parece concluir en un fracaso total, Dios se alza con su palabra creadora. Isaías es su heraldo. Yahveh está en medio de ti, Jerusalén. El llena el templo con su gloria. El universo puede convulsionarse; pero es vano el tumulto de las naciones que suben al asalto de Sión. Israel puede fiarse de su Dios y atravesar el túnel bajo su protección. Nada tendrá que temer, pues la prueba desemboca en la luz salvadora de una creación nueva. La prueba es inevitable; para alcanzar a Dios tres veces santo es necesaria la purificación. Israel no puede instalarse en una vida fácil. La promesa del rey que gobernará a Israel con su Espíritu exige la purificación del pueblo contaminado. Pero la misión de Israel cobra un aspecto más dramático después de Isaías. No se trata solamente de atravesar una dura prueba para llegar al triunfo. Se trata de pasar a la vida por la muerte. Israel ha de entrar en la muerte para experimentar la resurrección. Es el anuncio que Dios confía a Jeremías. Israel ha de morir, no como las demás potencias, que desaparecen con sus dioses, barridos por el soplo del nuevo imperio de turno. Israel muere, pero su Dios no muere. Su Dios vive para resucitar a su pueblo transfigurado. Jeremías anuncia el decreto inmutable e incomprensible: el reino de Judá está condenado a muerte, la santa ciudad será arrasada y el mismo templo destruido. El pecado del viejo Israel, que ha rechazado la mano de Dios, no puede subsistir. Dios no quiere una conversión a medias, un cambio superficial de conducta. Dios busca un corazón totalmente fiel. El hombre es incapaz de darse este corazón enteramente fiel a Dios. Así, pues, el viejo Israel tiene que morir para que Dios cree un Israel nuevo, de corazón dócil y fiel. El verdadero culto que Dios desea prescindirá del templo, de la ciudad santa, del rey, del sacerdote, pues será un culto interior y personal, un culto en espíritu y verdad.
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En las orillas del Eufrates se formará el Israel nuevo, renacido según el corazón de Dios. Ezequiel, el joven deportado, es ahora el profeta elegido para seguir manteniendo viva la Palabra de Dios. Jeremías, símbolo de la muerte de Israel, ha quedado muerto en Egipto. Ezequiel, símbolo de la nueva generación de los desterrados, verá caer a Babilonia y a Israel liberado de sus cadenas. Ezequiel anunciará la llegada del reino nuevo de Dios. Sus ojos de profeta, iluminados por Dios, ven a lo lejos el gran misterio de los huesos secos que se levantan y caminan penetrados por el espíritu de Dios. La palabra de Dios, que un día llamó al ser a la creación entera, llama ahora a los muertos para que resuciten de la muerte. Cuando todas las esperanzas se desvanecen y todo el engreimiento se hace pedazos, el hombre comienza a añorar lo que tanto ha despreciado. En la oscuridad, Dios se hace más claro y se siente más cercano. Cuando se abandonan todas las pretensiones se comienza a sentir el peso de la culpa. Es más fácil volver desde una distancia extrema que desde la complacencia de una buena conciencia. Dios golpea y restaura, hiere y cura, "arranca y destruye para plantar y reconstruir" (1,10). Jeremías, de fracaso en fracaso, se mantuvo fiel a su misión de transmitir la palabra de Dios. Hasta el final (43,2) sufrió la experiencia del rechazo de esta palabra por parte de sus oyentes. La fidelidad de Jeremías es la encarnación de la fidelidad de Dios en este mundo. En la persona de Jeremías, Dios se reviste de "la forma de hombre" y anuncia la venida de Otro profeta más grande que todos los demás profetas, el cual mantendrá su fidelidad a la palabra hasta la muerte en cruz (Flp 2,8). Jeremías es su figura. Su persona y su palabra anuncian que la victoria germina de la derrota, que de la muerte nace la vida; a través de los dolores de parto germina la nueva vida; con su muerte el grano de trigo da fruto.
INDICE
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PRESENTACION
3
1. DE LA SOLEDAD AL TORBELLINO DE LA HISTORIA 7 1. La soledad apacible de Anatot 7 -2. Desde el seno materno 8 -3. Primer combate ante la llamada 10 -4. Signo de la llamada 11 - 5. La fuerza del envío 12 - 6. A disposición de la palabra recibida 13 - 7. Sal de tu tierra 14 - 8. Rama de almendro 15 - 9. La olla hirviendo 17 - 10. En el torbellino de la historia 18.
2. ¡VUELVE, VIRGEN ISRAEL!
21
1. El reino del Norte 21 - 2. Nostalgia del primer amor 22 - 3. Las cisternas agrietadas 25 - 4. Camella liviana 28 - 5. Retorno del hijo pródigo 30 - 6. Edificar y plantar 32 -7. ¡Vuelve, virgen Israel! 34 - 8. La nueva alianza 37 .
3 PREDICACION EN JUDA
39
1. Vuelta a Jerusalén 39 - 2. Las dos hermanas 41 - 3. Alarma en Judá 42 - 4. Recorred las calles de Jerusalén 44 - 5. Como jaula llena de pájaros 46 - 6. Como el pozo mana agua, Judá mana maldad 48 - 7. Los cántaros estrellados 52 - 8. Avanza la hora de la ira 54.
4. PREDICACION SOBRE EL TEMPLO
57
1. La gran sequía 57 - 2. Más torpes que la cigüeña o la golondrina 59 - 3. Discurso contra el templo 62 - 4. Jeremías, juzgado y absuelto 66 - 5. Olla hirviendo 68 - 6. Oposición de las gentes de Anatot 71.
5. LLAMADAS A CONVERSION
75
1. La jarra de loza 75 - 2. La jarra de loza rota 77 - 3. Ni te cases, ni llores ni te alegres 80 - 4. Perdiz que empolla huevos ajenos 82 - 5. Dios tiene corazón 84 - 6. El corazón de Jeremías 86 - 7. El cinturón de lino 87 .
6. LA COPA DE VERTIGO 91 1. Contra Egipto 91 - 2. Contra otras naciones 94 - 3. Jeremías bebe la copa hasta las heces 97 - 4. Palabras contra los reyes 99 - 5. Palabras a los pastores 103 - 6. Palabras a los profetas 106 .
7. QUEMA DEL ROLLO 111 1. Molino detenido 111 - 2. Redacción y lectura del volumen 111 - 3. Contraste entre Judá y los recabitas 114.
8. CONFESIONES 117 1. ¿Por qué, Señor? 117 - 2. Forzado por tu mano 119 - 3. ¿Serás tú para mí como un espejismo? 122 - 4. ¡Maldito el día en que nací! 125 - 4. Palabras a Baruc 128 - 5. Lamentaciones de Dios 132.
9. DE UN ASEDIO A OTRO ASEDIO 135 1. Jeremías sale de la clandestinidad 135 - 2. El yugo sobre el cuello 138 - 3. Jeremías y Ananías 140 - 4. Los dos cestos de higos 143 - 5. Espantapájaros de pepinar 144 - 6. Carta a los desterrados 145 - El rollo arrojado al Eufrates 147 - 8. Maldición de Babilonia 148 - 9. Dios, Señor de la historia 152.
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10. DURANTE EL ASEDIO 157 1. Jeremías y Sedecías 157 - 2. Preso en el atrio de la guardia 159 - 3. Compra del campo 161 - 4. En el fondo de la cisterna 167 - 5. Caída de Jerusalén 171.
11. TRAS LA CAIDA DE JERUSALEN 173 1. Jeremías en libertad 173 - 2. Lamentaciones por Jerusalén 174 - 3. Obligado a marchar a Egipto 178 - 4. Las piedras de Tafnis 181 - 5. La salvación que viene 182.
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