T R O T T A M I N I M A
Antonio Madrid. La política y la justicia del sufrimiento
Min.
La política y la justicia del sufrimiento
La política y la justicia del sufrimiento Antonio Madrid
MINIMA TROTTA
MINIMA TROTTA © Antonio Madrid, 2010 © Editorial Trotta, S.A., 2010, 2012 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail:
[email protected] Url: http:\\www.trotta.es
ISBN (edición digital pdf): 978-84-9879-323-9
CONTENIDO
Introducción .......................................................................
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1. La construcción social del sufrimiento ............................ 2. Política y dolor............................................................... 3. La justicia del sufrimiento ..............................................
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Epílogo...............................................................................
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Índice general .....................................................................
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INTRODUCCIÓN
El sufrimiento puede volvernos ciegos, mudos y sordos
He escrito innumerables veces esta presentación y siempre me topo con la misma dificultad: lo inefable del sufrimiento, aquello que no se puede explicar con palabras, la percepción del límite1. Las limitaciones del lenguaje para hablar de un fenómeno que puede llegar a abarcar la totalidad de la condición humana. No en vano se utiliza el silencio —es decir, la suspensión del lenguaje— y expresiones como ‘no tengo palabras’ —que recogen la inadecuación del lenguaje— o ‘no sabes por lo que estoy pasando’ —los límites en la comunicabilidad del sufrimiento— cuando se está ante determinadas experiencias de dolor: aquellas que dejan sin palabras y hacen callar: La conciencia que tengo de lo inmenso de mi desventura, no admite las quejas. Todo lo he perdido: soy un tronco que siente y sufre2.
A estas limitaciones del lenguaje se unen los muros que rodean en no pocas ocasiones la percepción intelectual y moral de la vida personal y colectiva. Blas de Otero lo expresó de esta forma: 1. Hice una primera aproximación en «La cultura contemporánea del sufrimiento»: El vuelo de Ícaro 2-3 (2002), pp. 217-236. 2. Leopardi en Cantos, Orbis-Origen, Barcelona, 1982.
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Quiero encontrar, ando buscando la causa del sufrimiento. La causa a secas del sufrimiento a veces mojado en sangre, en lágrimas, y en seco muchas más. La causa de las causas de las cosas horribles que nos pasan a los hombres. [...] Pero, del sufrimiento, como el primer día: mudos y flagelados a doble columna. Es horrible. («Encuesta», en Poesía con nombres)
Y junto a esta percepción del límite, la voluntad, la necesidad radical, de hablar acerca de lo que hacemos con el sufrimiento. A primera vista puede parecer que con el sufrimiento de la gente no se hace nada; que cada cual sufre y con esto ya tiene bastante. Nada más alejado de la realidad que construyen colectivamente los seres humanos. Piénsese, por ejemplo, qué se hace con el sufrimiento de las mujeres maltratadas, con los miles de trabajadores que sufren siniestros laborales, con las situaciones de padecimiento de los enfermos mentales y sus entornos familiares, con una parte importante de las personas inmigrantes, con los que no pueden acceder a una vivienda digna, con los torturados, con las miles de muertes en accidentes de circulación, con los muertos y heridos en conflictos bélicos, con las personas que enferman por causas evitables, con las víctimas de los terrorismos, con el padecimiento de los vencidos, con las víctimas de violencias miles, con los explotados y los seres considerados superfluos... la lista está abierta. Se trata de la horrible realidad de la que hablaba Blas de Otero. El punto de partida para intentar comprender lo que hacemos con el sufrimiento es considerarlo como un interrogante personal y colectivo de primer orden. Este interrogante, ya sea en su formulación más desnuda o en su presentación más alambicada, plantea una cuestión central: qué hacer. Es decir, qué respuesta dar ante el sufrimiento, en el bien entendido de que el silencio y el abandono también constituyen una respuesta. Pues bien, teniendo este interrogante como trasfondo, este libro trata de cómo el derecho y la política abordan la cuestión 10
del sufrimiento humano. Para abordar esta cuestión se ha dividido el texto en tres partes. La primera —«La perspectiva del sufrimiento»— ofrece algunos instrumentos que ayudan a pensar el sufrimiento más allá del conocimiento que cada persona tiene sobre su propio sufrimiento y sobre el sufrimiento ajeno. También explica qué relevancia tiene tomar el sufrimiento como perspectiva de estudio. El sufrimiento nos sitúa en el precipicio. Posiblemente no haya más remedio que aceptar la existencia de este precipicio y situarse en él para llegar a comprender la condición sufriente del ser humano. La segunda parte del texto está dedicada a la relación entre política y dolor. Y la tercera a la relación entre derecho y dolor. Tanto el derecho como la política cumplen una condición en relación con el sufrimiento de las personas. Ambos crean y recrean respuestas al interrogante social y personal que es la experiencia del dolor. Cualquier modelo político y jurídico puede ser visto desde esta perspectiva: ofrece —también recoge— criterios acerca de lo que hay que hacer con el sufrimiento, y en no pocas ocasiones los impone. De esta forma, el sufrimiento queda situado en el núcleo del derecho y de la política. Mi propósito inicial era centrarme exclusivamente en la tercera cuestión: la relación entre derecho y dolor. Me interesaba estudiar cómo representaba el derecho la experiencia del dolor y qué categorías se habían construido históricamente para abordarlo. Supongo que desde hacía tiempo sabía sin saberlo que el derecho trabaja con el sufrimiento humano. Al estudiar esta relación entre derecho y dolor se hizo necesario introducir cuestiones más generales que arrojaran luz sobre la representación jurídica del sufrimiento. Lo que a través del derecho hacemos con el sufrimiento no puede ser explicado al margen del quehacer social ya que el mismo derecho es una manifestación de ese quehacer. Ahora bien, no se ha de confundir el derecho con el quehacer magmático de la sociedad. El derecho es un quehacer específico dotado de poder que absorbe y reelabora al mismo tiempo mecanismos para dar respuesta a la cuestión de 11
qué hacer con el sufrimiento. A pesar de que el adanismo autoproclamado de los saberes jurídicos dominantes dificulte en muchas ocasiones el reconocimiento de los fundamentos sociales, culturales y políticos del derecho, es preciso comprender que lo que el derecho hace con el sufrimiento pertenece al quehacer social del que forma parte. El sufrimiento constituye un interrogante individual y colectivo. Es sin duda un interrogante primario inseparable de la conciencia humana. Si se acepta esta premisa, se comprende fácilmente la relevancia de estudiar cómo el derecho y la política abordan el sufrimiento de la gente. Esta perspectiva de estudio supone acercarse al derecho y a la política en tanto que discurso-y-práctica que tiene efectos en la vida de las personas. De igual forma, la reflexión sobre lo que hacemos con el sufrimiento se enriquece si tiene en cuenta los instrumentos jurídico-políticos mediante los que se aborda —alimentándolo e intensificándolo en ocasiones— el sufrimiento de la gente. No es usual hablar del derecho en relación con el sufrimiento. La tendencia a la asepsia —característica muy propia de nuestra sociedad— y a la engañosa neutralización política del derecho dificulta esta tarea. Pero ¿acaso el derecho penal o el derecho de daños no tratan con el sufrimiento de la gente? ¿Cómo entender si no el concepto de ‘daño moral’, el de ‘sanción penal’ o el concepto de ‘víctima’? ¿Qué noción nos formamos de las cárceles si las situamos al margen del sufrimiento? ¿Qué relación existe entre los derechos a la vivienda, a la salud, a la seguridad laboral... y el sufrimiento de la gente?, o ¿cómo explicar la relación entre el derecho y las situaciones y estructuras que generan enfermedad, violencia, explotación o pobreza? Aquí se sostiene que si no se comprende la relación entre sufrimiento y derecho es imposible entender qué es el derecho. Lo mismo sucede con la política. El sufrimiento, en tanto que experiencia personal y colectiva esencial, se halla en las raíces de la política. Al igual que el derecho, la política representa el sufrimiento, lo clasifica, establece criterios de 12
respuesta y configura la toma de decisiones que acaban afectando a la vida de las personas. La cuestión será ver cómo los elementos políticos se amasan con las experiencias de sufrimiento de las personas. Cuando se analizan las respuestas políticas y jurídicas dadas al sufrimiento se aprecia que las personas no son reconocidas de igual forma en sus padecimientos. Lo que marca la diferencia es en buena medida la posición social que ocupa cada persona en un contexto histórico dado y el grupo al que pertenece. Hay sufrimientos que cuentan y hay sufrimientos que no cuentan. Es decir, hay personas cuyos sufrimientos cuentan y hay personas cuyos sufrimientos no cuentan. El sufrimiento de los grupos sociales hegemónicos tiende a ocupar el centro de la política, mientras que el sufrimiento de los grupos sociales subalternos queda situado en sus arrabales. Unos administran mayores y mejores recursos de protección, mientras que los otros quedan más expuestos ante el sufrimiento y las causas del mismo. La aspiración universalista contenida en los derechos humanos, pese a ser irrenunciable, es el recordatorio contemporáneo de un fracaso. El principio del igual valor de la vida de los seres humanos y, por tanto, del igual reconocimiento de las personas con independencia de su raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política, origen nacional o social, posición económica, orientación sexual, nacimiento o cualquier otra condición, no ha conseguido en términos reales desplazar una máxima de historia política y jurídica de la humanidad: no importa tanto el tipo de sufrimiento como quién o quiénes lo sufren. Por ello es importante insistir en que al sufrimiento hay que ponerle nombre, cara, ojos, lugar y fecha. El interrogante que es el sufrimiento posee también una dimensión moral insoslayable. Simone de Beauvoir expresó en un breve diálogo esta cuestión: — Lo sé, ya no crees en nada [...] — Eso no es totalmente cierto. — ¿En qué crees?
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— En el sufrimiento de la gente, y que es abominable. Es necesario hacer todo lo posible por suprimirlo. A decir verdad, ninguna otra cosa me parece importante3.
La lucha por otro mundo mejor que el que tenemos ha de hacer las cuentas necesariamente con una cuestión fundamental: la enorme cantidad de sufrimiento evitable que se impone a las personas. Explotación, hambre, guerras, enfermedades, violencias sin fin, destrucción del medio ambiente... están en el origen del sufrimiento al que se somete a millones de personas. Constituye una superstición inaceptable la creencia en que el mundo mejorará por sí mismo, que el mañana será mejor que el presente o que el pasado. Hay que llevar a la plaza pública el sufrimiento impuesto a las personas y que frecuentemente queda apartado en sus márgenes. Presentar el sufrimiento como una cuestión estrictamente privada llevaría a ocultar las relaciones existentes entre los padecimientos personales y las estructuras que los originan. Las transformaciones políticas requieren transformaciones cognitivas. En ocasiones esto supondrá dar visibilidad al sufrimiento, en otras, encontrar las palabras adecuadas o transformar las representaciones hegemónicas que se hacen de él. Para ello hay que apostar por el inconformismo político y moral frente a las relaciones de explotación y dominación que generan sufrimiento. Inconformismo que no está desligado del sentimiento de vergüenza: Cuando los hombres sufren injustamente —me decía a mí mismo— es el sino de aquellos que son testigos de su sufrimiento avergonzarse de ello4.
En una época en la que las preguntas se centran más sobre las consecuencias que sobre las causas, hay que defender la capacidad moral y política de preguntar e identificar las 3. «La edad de la discreción», en La mujer rota, Círculo de Lectores, Barcelona, 1993, pp. 70-71. 4. J. M. Coetzee, Esperando a los bárbaros, Mondadori, Barcelona, 2003, p. 202.
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causas de lo que hacemos con el sufrimiento. También hay que atreverse a mirar la indolencia con la que habitualmente se trata el sufrimiento ajeno y frente al que se intentan establecer barreras de protección, ya que, como se sabe, hay sufrimientos que contaminan. Es preciso ampliar el terreno de la política y para ello hay que interrogarse colectivamente acerca de la existencia social del sufrimiento. Esto supone ampliar la política como interrogante y dar respuesta acerca de cómo vivimos y cómo queremos vivir. Sobre estas cuestiones, y algunas más, tratan estas páginas. Lo que empieza siendo un intento personal se convierte al final en un esfuerzo compartido. Quiero agradecer la colaboración y las observaciones que me han prestado compañeros y personas cercanas, en particular: Marta Bueno Salinas, Juan Ramón Capella Hernández, José Antonio Estévez Araujo, Antonio Giménez Merino, José Luis Gordillo, Antonia Pérez Gigante, José María Royo Arpón y José Antonio Younis Hernández. Ellos han mejorado el texto final y en algún caso lo han hecho posible.
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1 LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL DEL SUFRIMIENTO
La cuestión del sufrimiento es inagotable. Reflexionar sobre él equivale a tratar con uno de los aspectos de la existencia humana más inabarcable y al mismo tiempo más cierto. Desde un principio los seres humanos se han dotado de elementos materiales e intelectuales con los que intentar paliar y controlar el sufrimiento. Los saberes y quehaceres humanos han dado muestra en su evolución de la realidad contradictoria del sufrimiento: por una parte el intento de protegerse frente a él, por otra la utilización del mismo como estrategia de actuación. La historia del siglo XX y lo que llevamos del XXI muestra dramáticamente estos dos aspectos de la relación con el sufrimiento. La Declaración universal de derechos humanos o los saberes científico-tecnológicos puestos al servicio de la mejora de las condiciones de vida de las personas intentan poner freno al sufrimiento. Sin embargo, las dos guerras mundiales, la pléyade de conflictos e intervenciones bélicas habidas, el mantenimiento de las estructuras de explotación y dominación que se alimentan del padecimiento y generan nuevos sufrimientos, o el desarrollo y utilización de armas de destrucción masiva nos hablan de la aceptación y búsqueda del sufrimiento impuesto como estrategia de actuación. El sufrimiento es uno de los condicionantes primigenios del ser humano, aspecto que comparte con el resto de animales. Si por un momento fuésemos capaces de despojarnos de las capas culturales que hemos ido acumulando históri17
camente, el sufrimiento —y por tanto la capacidad de sentir dolor— seguiría apareciendo en nuestra primera humanidad. Lo mismo ocurriría si simplificáramos la complejidad del cerebro humano en una regresión evolutiva. Sentir dolor aparecería como una función cerebral básica y primigenia, como ocurre en el resto de animales. El carácter magmático de la cuestión del sufrimiento obliga a elegir el punto de vista desde el que se va a trabajar. Aquí se ha escogido una perspectiva de estudio que intenta facilitar la comprensión de los aspectos políticos y jurídicos del sufrimiento. Para ello se ha tomado un camino poco tradicional en los estudios jurídicos y políticos: poner en relación el sufrimiento, en tanto que fenómeno social al tiempo que personal, con el derecho y la política entendidos como elaboraciones sociales. Esta primera parte del libro se centra en cuatro cuestiones básicas que guardan relación con las otras dos partes dedicadas a la política y al derecho. Se parte de una precisión terminológica: a qué se llama ‘dolor’ y a qué nos referimos cuando hablamos de ‘sufrimiento’. Hecha esta precisión se explica que el sufrimiento es una experiencia rodeada de lenguaje. Si bien es cierto que a nivel biológico el dolor depende de la estructura genética, en los seres humanos dolor y lenguaje están íntimamente unidos. En el segundo apartado se presenta el sufrimiento como un motor de la reflexión, del filosofar sobre la propia existencia y sobre el mundo en el que se vive. La base de esta relación entre el sufrimiento y el filosofar hay que buscarla en un aspecto fundamental de la experiencia del dolor: el sufrimiento como interpelación. En el ser humano esta interpelación tiene una base natural y cultural al mismo tiempo. La dotación neuro-fisiológica del ser humano, que es la base de la sensación de dolor, se combina con elaboraciones culturales propias de cada sociedad y cada contexto histórico. Una parte de las respuestas dadas a este interrogante que es el sufrimiento responde a mecanismos neuronales que generan respuestas automáticas: retirar la mano del fuego, la contracción de los músculos faciales, evitar un golpe o es18
quivar un zapato lanzado desde el público, por ejemplo. Sin embargo, gran parte de las respuestas han sido elaboradas culturalmente y se aprenden socialmente, de forma que el sufrimiento humano queda amasado en las elaboraciones culturales. El sufrimiento es al mismo tiempo un aspecto natural y cultural de la existencia humana y de la vida en sociedad. En este mismo apartado se plantea otra cuestión directamente relacionada: el sufrimiento como fuente de conocimiento. Tanto la vivencia del dolor como la reflexión sobre la misma aportan un conocimiento sobre el propio cuerpo y su existencia y también sobre el mundo que nos hemos dado. Desde este punto de vista el sufrimiento es fuente de conocimiento. Esto no equivale a ver en el sufrimiento un camino de perfeccionamiento y de sabiduría como han sostenido distintas tradiciones filosóficas y religiosas. Frente a esta concepción, aquí se adopta una posición crítica: el sufrimiento per se no hace a las personas ni más sabias ni más virtuosas. El tercer apartado presenta el sufrimiento inmerso en el quehacer social. Para hablar de ello desde una perspectiva suficientemente amplia me he centrado en algunos de los sentidos del verbo «hacer». Es una forma de abrir el campo de discusión y mostrar distintas operaciones materiales e intelectuales que configuran lo que hacemos con el sufrimiento. Esta forma de proceder ayuda a mostrar cómo los aspectos socio-culturales absorben los componentes naturales del sufrimiento. Al pensar inicialmente la dimensión socio-cultural del sufrimiento hay que resolver un problema no menor. Si el sufrimiento es una experiencia personal —es la persona quien sufre—, y al mismo tiempo esta experiencia tiene existencia social: ¿cómo explicar la relación entre lo personal y lo social?, ¿cómo hablar del sufrimiento sin caer en el reduccionismo de lo personal separado de lo social? Para avanzar en esta cuestión he considerado fructífera la utilización de tres conceptos que permiten explicar la permeabilidad de la experiencia del dolor: contexto, trasfondo y habitus. El último apunte de esta perspectiva del sufrimiento está dedicado a la consideración de la vulnerabilidad del ser humano y a la distribución del sufrimiento. Uno de los rasgos 19
que tienen en común todas las personas es que son vulnerables. Todas las personas pueden ser heridas y probablemente lo serán de una forma u otra a lo largo de su vida. De igual modo todas las personas son sujetos de necesidades: hidratarse, nutrirse, ser cuidado, protegerse... En un doble sentido, todas las personas pueden ser dañadas y todas están sujetas a unas necesidades básicas inaplazables. Ahora bien, la realidad humana indica que, pese a ser igualmente vulnerables, las personas se ven desigualmente dañadas. Esta desigual vulneración a la que quedan sometidas las personas responde a múltiples factores: económico-productivos, comerciales, sanitarios, bélicos, religiosos, culturales... y también responden en muchas ocasiones a factores políticos y jurídicos que lejos de limitar y aliviar la vulnerabilidad de la persona actúan como instrumentos de vulneración. Se cierra este último apartado con una alusión a la distribución del sufrimiento. Buena parte del sufrimiento que soportan las personas no es fruto del azar, sino que hay que explicarlo a partir de los contextos en los que somos. Hay un sufrimiento que es inevitable: el ser mortal o el desconsuelo ante la pérdida de un ser querido, por ejemplo. Sin embargo hay otro que es infligido y que se origina en la organización de la vida en común y se distribuye socialmente. En este curioso reparto ni a todas las personas les toca la misma cantidad, ni todas las personas tienen a su disposición los mismos mecanismos para protegerse y recuperarse. Es por tanto preciso identificar qué factores configuran los contextos en los que el sufrimiento tiene lugar y ver cómo actuán. Ya se anticipa que los sistemas económico-productivos, así como las herramientas político-jurídicas que les acompañan, actúan de hecho como mecanismos de distribución del sufrimiento. Se ha dicho que pensar desde el dolor de las víctimas produce una verdadera revolución ética1. En este libro no se ha optado por hablar desde los ojos de la víctima, aunque sin duda esta perspectiva se halla en la trastienda del texto. Se 1. J. M. Mardones y R. Mate (eds.), La ética ante las víctimas, Anthropos, Barcelona, 2003, p. 7.
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ha preferido plantear de forma abierta la perspectiva del sufrimiento, asumiendo desde un principio que esta perspectiva puede contribuir a desvelar cómo está organizada la vida en común de las personas y permitir cuestionarnos si podemos y queremos organizarla de otra forma. 1.1. Dolor y lenguaje Los términos ‘dolor’ y ‘sufrimiento’ son utilizados frecuentemente como sinónimos. No obstante, en este libro se ha introducido una distinción entre estos términos. Cuando se hable de ‘dolor’ se estará haciendo referencia a la base neurofisiológica2 de este fenómeno que es el dolor. Es a partir de su dotación biológica como los seres humanos sienten determinados estímulos como sensaciones desagradables3 e incluso intensamente lastimosas. Es a esto a lo que se llama ‘dolor’. Los seres humanos, al igual que otros animales, estamos dotados de mecanismos preorganizados que proporcionan en la interacción con el mundo sensaciones de dolor y de placer. Estos mecanismos están orientados originariamente a la autoconservación y actúan como poderosos condicionantes de las relaciones sociales4. La Asociación internacional para el estudio del dolor define el dolor como una experiencia sensorial y emocional desagradable que está asociada a un daño tisular real o potencial o que queda descrita en estos términos5. Esta definición 2. P. D. Wall y R. Melzack, Textbook of Pain, Churchill Livingstone, Edinburgh, 1999. 3. De esta forma se habla del dolor en l’Enclopédie de Diderot i d’Alembert. Puede consultarse en http://diderot.alembert.free.fr/, voz «Douleur». 4. Vid. «Medios para la supervivencia», en A. R. Damasio, El error de Descartes. La emoción, la razón y el cerebro humano, Crítica, Barcelona, 1996, pp. 239-245; S. Pinker, «Las múltiples raíces de nuestro sufrimiento», en Tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana, Paidós, Barcelona, 2003, pp. 355-394. 5. www.iasp-pain.org. Vid. D. C. Turk y Akiko Okifuji, «Pain Terms and Taxonomies of Pain», en J. D. Loeser (ed.), Bonica’s Management of Pain, Lippincott Williams & Wilkins, Philadelphia, 32001, pp. 17-25.
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cumple las expectativas médicas ya que permite identificar la base orgánica del dolor. Sin embargo, ha de ser complementada para poder dar cuenta de qué factores inciden en la elaboración de esa experiencia y cómo se construye socialmente la vivencia del dolor. Es en este sentido como se utiliza aquí el término ‘sufrimiento’ para hacer referencia a la vivencia del dolor. La formación etimológica del verbo ‘sufrir’ contiene ya esta amplitud semántica de la que se acaba de hablar. El verbo ‘sufrir’ se forma a partir de la unión del prefijo sub más la raíz griega phero que significa ‘llevar’. Su equivalente latino fue utilizado con los sentidos de: colocar, poner debajo, someter, presentar, pagar las costas de un proceso, soportar, sostener, resistir, aguantar...6. Esta etimología permite entender el verbo ‘sufrir’ como llevar, arrastrar, soportar una carga. ‘Cada cual lleva su cruz’, se dice dentro de la tradición cristiana. Y si ‘sufrir’ da nombre a la acción de cargar, ‘sufrimiento’ es el nombre que recibe esta carga. El sufrimiento es una experiencia física y psíquica del dolor que forma parte de la condición humana7. Este ‘formar parte’ se configura en un doble nivel: de un lado, la estructura neurológica del ser humano8 transmite estímulos originados en la interacción de la persona con su medio que son percibidos como dolor —es decir, genera unas sensaciones a las que denominamos ‘dolor’—; del otro, pero en íntima relación con la estructura biológica9, la construcción 6. A. Blánquez Fraile, Diccionario Latino-Español, Sopena, Barcelona, 1985, p. 1521. 7. Vid. D. Le Breton, Antropología del dolor, Seix Barral, Barcelona, 1999; M.-J. del Vecchio Good, P. E. Brodwin, B. J. Good y A. Kleinman, Pain as Human Experience: An Anthropological Perspective, University of California Press, Berkeley, 1992. Para tener una visión histórica de la evolución de las concepciones del dolor y de su tratamiento médico hasta mediados del siglo XX, vid. R. Rey, Histoire de la douleur, La Découverte, Paris, 1993. 8. M. Schwob, La douleur. Un exposé pour comprende. Un essai pour réfléchir, Flammarion, Paris, 1994. 9. Maturana y Varela argumentan que toda experiencia cognoscitiva está enraizada en la estructura biológica del que conoce, siendo esta unión
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de la experiencia del dolor está condicionada por el medio cultural en el que se socializa la persona. La comprensión del sufrimiento desde la interdependencia de estos dos niveles, el biológico-fisiológico y el cultural, hace afirmar que la experiencia del dolor —el sufrimiento— es un hecho íntimo y relacional impregnado de cultura10. Un aspecto de esta impregnación cultural es la relación entre el dolor —en tanto que sensación generada a nivel neurofisiológico— y el lenguaje. Pensemos por un momento en una expresión aparentemente tan sencilla como ‘me duele’, utilizada en un acto comunicativo. El uso de esta expresión requiere la preexistencia de un registro —basado en palabras o en gestos corporales— compartido socialmente que ponga en relación la información procesada y generada por el cerebro con las formas de hablar acerca de la sensación de dolor. Aprender a hablar supone expresamente aprender a manejar estas relaciones. Veamos esta cuestión que es básica para reflexionar acerca de lo que hacemos con el sufrimiento. La base neurofisiológica del dolor es un elemento dado al lenguaje. La sensación de dolor no deriva de la voluntad humana, por más que el ser humano pueda provocar y provocarse dolor. Puedo colocar la mano encima del fuego, pero no puedo evitar sentir dolor al quemarme11. De la misma forma que la división celular no depende de mi voluntad, la sensación de dolor que experimento responde a mecanismos neurofisiológicos predeterminados. Todos los seres humanos —y también el resto de animales— poseen estos mecanismos vitales. Pese a las diferencias existentes entre los individuos, que hacen variar la sensibilidad ante el dolor de unas personas a otras, compartimos las mismas dotaciones neurofisiológicas que nos convierten en seres sufrientes. Sin indisoluble (H. Maturana y F. Varela, El árbol del conocimiento. Las bases biológicas del conocimiento humano, Debate, Madrid, 1993, pp. 12-28). 10. D. Le Breton, Antropología del dolor, Seix Barral, Barcelona, 1999, p. 10. 11. Existen algunas raras patologías como la insensibilidad congénita al dolor (CIPA) que hacen que quien la padece no pueda sentir dolor. Esta patología supone un grave riesgo para la vida de la persona.
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embargo, no se puede decir lo mismo respecto de las desiguales bases culturales, económicas, jurídicas y políticas del sufrimiento de la gente. Las experiencias humanas no son experiencias desnudas. Conocer la base neurofisiológica del dolor nos da una información necesaria que ha de ser completada. Se ha de tener en cuenta que con el lenguaje se aprenden los conceptos —incluido el de ‘dolor’12— y se aprende a establecer juegos entre ellos. Se aprende a relacionarlos. Pero entiéndase bien, no se aprende la sensación dolorosa —lo que me hace retirar la mano del fuego—: se aprenden los significados asociados a ella que tienen sentido en un lenguaje dado. La comprensión del sufrimiento tiene una seria limitación en la dificultad de explicar en profundidad la interacción entre los sustratos biológicos y los sustratos culturales: entre cerebro y mente, entre la base neurofisiológica del dolor y la base cultural del sufrimiento. Aun admitiendo que es un error separar las operaciones más refinadas de la mente de la estructura y funcionamiento de su sustrato orgánico —el cerebro—, todavía existen dificultades para explicar cómo el cerebro produce la mente. Ante esta limitación de los modelos explicativos existentes, hay que optar por la prudencia: Para comprender de forma satisfactoria el cerebro que fabrica la mente humana y el comportamiento humano es necesario tener en cuenta su contexto social y cultural. Y esto hace que la empresa sea verdaderamente intimidatoria13.
A esto mismo se refería Wittgenstein cuando hablaba de sentimiento de la insuperabilidad del abismo entre la conciencia y los procesos en el cerebro14. Es cierto, ha mejorado 12. L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, UNAM-Crítica, Barcelona, 2002, § I 384, p. 285. 13. A. R. Damasio, El error de Descartes, cit., p. 239. 14. L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, cit., § I 412, p. 299. En el mismo sentido, pero siguiendo un camino distinto, E. O. Wilson, Consilience. La unidad del conocimiento, Círculo de Lectores, Barcelona, 1999, p. 171.
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notablemente el conocimiento acerca del funcionamiento de nuestro sistema cerebral, pero todavía no somos capaces de explicar plenamente cómo el cerebro produce la mente y cómo ésta influye en aquél. El lenguaje que utilizamos, también el lenguaje jurídico y político, contiene concepciones del mundo. Y dentro de esta concepción del mundo, encontramos la noción de dolor. Es decir, encontramos elaboraciones acerca de una información proporcionada imperativamente por nuestro cuerpo. También hallamos elaboraciones sobre experiencias y situaciones de sufrimiento ajenas. Decía Wittgenstein que «imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida», y que «hablar el lenguaje forma parte de una actividad o de una forma de vida»15. Las personas recibimos, elaboramos, compartimos y transmitimos ideas y actitudes en torno al dolor. No se trata sólo de palabras: son entonaciones, gestos, insinuaciones, conexiones, expectativas, previsiones, seguridades e inseguridades... Los usos políticos y jurídicos del lenguaje también cumplen estas funciones y contienen por tanto concepciones, entre otras cosas, acerca de qué es el sufrimiento y qué hay que hacer con él. Es en el lenguaje como se confiere sentido al mundo, se clasifican las cosas, se crean estructuras y compresiones institucionalizadas, se construyen modelos16, se generan sentidos compartidos aplicables a las experiencias del grupo y de sus miembros, se moldea el pensamiento y, en definitiva, se forman conceptos acerca de la realidad17, también acerca del sufrimiento. El estudio del lenguaje utilizado18 —el que utilizamos o podemos escuchar en conversaciones, medios de comunica15. L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, cit., § I 19, p. 31 y § I 23, p. 39. 16. S. Romaine, El lenguaje en la sociedad. Una introducción a la sociolingüística, Ariel, Barcelona, 1996, p. 42. 17. S. Pinker, El instinto del lenguaje. Cómo crea el lenguaje la mente, Alianza, Madrid, 1999. 18. P. Bourdieu, ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos, Akal, Madrid, 1985.
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ción, discursos, manuales, sentencias, leyes, instrucciones...— permite adentrarse en la relación existente entre el dolor y el lenguaje. Lo que se ve a primera vista es el uso cotidiano que hacemos del lenguaje especializado —por ejemplo el de los jueces cuando actúan en el tribunal o redactan una sentencia— y el uso del lenguaje común —el que esos mismos jueces utilizan cuando están en su casa19—. Si se da un paso más, se aprecia que estos lenguajes son creados y sustentados institucionalmente y surten efectos en contextos determinados. Por ejemplo, para pasar del ‘sufro porque a mi hijo lo han atropellado» a una sentencia en la que se establezca una indemnización por el daño moral que he sufrido, hay un enorme recorrido repleto de operaciones institucionalizadas en las que del lenguaje común se pasa a un lenguaje especializado expresado en normas jurídicas, criterios de interpretación, conceptos jurídicos, doctrinas, lenguaje técnico utilizado en los tribunales, informes periciales... Si se analiza cualquier experiencia de dolor socialmente dada, se aprecia que la operación más elemental —el ‘me duele’ del que se partía unas páginas atrás— se combina con una pléyade de construcciones lingüísticas que son parte de lo que socialmente se hace con el dolor. Sólo atendiendo a estos registros combinados del lenguaje se pueden crear y comprender frases como éstas: ‘Todo por la Patria’; ‘la letra con sangre entra y la labor con dolor’; ‘Son circunstancias agravantes: 5.ª Aumentar deliberadamente e inhumanamente el sufrimiento de la víctima, causando a ésta padecimientos innecesarios para la ejecución del delito’20; ‘Falleció en París el pasado día 5 de mayo. La dirección y el personal de las empresas del Grupo Danone en España (Danone, S.A., Font Vella-Lanjarón y Lu Biscuits, S.A.) se unen al dolor de la familia y expresan su testimonio de admiración, fidelidad y respeto a su persona’21. 19. Vid. W. Benjamin, «El problema de la sociología del lenguaje», en Imaginación y sociedad. Iluminaciones I, Taurus, Madrid, 1998, pp. 157-194. 20. Art. 22.5 del Código Penal; vid. también 139.3 del mismo Código. 21. Necrológica publicada en prensa.
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En cada uno de estos ejemplos, la experiencia de dolor queda enmarcada en un contexto más amplio que excede con mucho lo que estrictamente es la experiencia neurofisiológica del dolor. En el primer ejemplo, el ‘Todo por la Patria’ que se puede leer en la puerta de los cuarteles engloba los padecimientos pasados, presentes y futuros del militar —y, hay que decir, de la población civil por extensión bélica—. También supone obediencia, entrega, sacrificio... al servicio de un bien considerado supremo: la Patria. Esta idea es profundamente religiosa al enlazar la materialidad del sufrimiento con la trascendencia de la Patria. Los himnos patrióticos en su apelación al deber de morir y de matar22 —se recomienda hacer una consulta rápida de los mismos en internet— surgen como auténticos cantos religiosos que recuerdan lo que las Patrias esperan de sus súbditos y de sus enemigos: sufrimiento. En la tradicción occidental, la Iglesia católica tomó de las órdenes de caballería la figura del soldado mártir: el cruzado al servicio de la Patria celestial. Si mártir era quien moría en defensa de Dios, durante el siglo XIII la corona del martirio comenzó a extenderse a las víctimas de la guerra del estado secular23. Patria celestial y Patria terrenal compartían intereses. De esta forma, el lema ‘Todo por la Patria’ condensa una multiplicidad de fenómenos sociales que se configuran mediante la articulación de sus referencias culturales, políticas, religiosas, económicas y jurídicas, siendo una de sus bases materiales el sufrimiento de la gente. La expresión ‘la letra con sangre entra’ ha condensado históricamente un criterio pedagógico, al tiempo que una creencia social. Se creía, y así se enseñaba, que el castigo corporal utilizado como correctivo podía contribuir a que la persona mejorara su aprendizaje, por no hablar de la obediencia. El dolor infligido por el maestro en forma de bofe22. E. Galeano, Espejos. Una historia casi universal, Siglo XXI, Madrid, 2008, p. 171. 23. E. H. Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval, Alianza, Madrid, p. 235.
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tada, capón con sello o sin sello, cachete, golpe de regla o vara... recibía la justificación derivada de un complejo sistema cultural en el que este criterio tuvo también sus expresiones en el ámbito familiar, militar y jurídico, especialmente en el ámbito punitivo y administrativo. Como se verá en la tercera parte de este libro, esta creencia sigue cumpliendo funciones prácticas, por lo que se puede afirmar que pervive en la sociedad contemporánea y en algunos ámbitos como el punitivo ha recuperado terreno. El artículo del Código penal citado establece un agravante que ha de ser tenido en cuenta al establecer las sanciones penales: el ensañamiento. Se considera que quien aumenta deliberada e inhumanamente el sufrimiento de la víctima ha de ser penado en mayor medida que quien no lo causa, aunque el resultado final sea el mismo. La cuestión que interpretar en cada caso concreto es cuándo se da ensañamiento. Es decir, cuando tiene lugar este incremento deliberado e inhumano del sufrimiento. El cuarto ejemplo propuesto corresponde a una necrológica publicada en un diario con motivo de la muerte de un empresario. En este caso, la dirección y el personal —distinción interesante en una necrológica— hacen público su pesar por el fallecimiento de, según el caso, su compañero y jefe, así como su admiración y fidelidad a la persona del fallecido. Esta última cuestión se presta a distintas interpretaciones: ¿fidelidad al fallecido o al apellido familiar del fallecido?, ¿fidelidad a quien muere o a sus herederos? Los obituarios expresan una de las operaciones singulares del manejo social de la muerte y, en consecuencia, del padecimiento que puede acarrear. Usar el lenguaje y obtener los objetivos buscados mediante el uso del lenguaje no son la misma cosa. Por ejemplo, ni todos los ‘sufro’ ni todas las lamentaciones provocan los mismos efectos. Para ver por qué sucede esto hay que prestar atención a la posición que cada persona ocupa en los juegos del lenguaje. Si se acepta la metáfora del ‘juego’ para pensar el lenguaje, lo relevante no sólo es reconocer las reglas del juego o las jugadas hechas por los distintos jugadores, también tiene gran 28
importancia ver cómo se configuran los terrenos en los que se desarrollan los juegos comunicativos y las distintas posiciones que ocupan los jugadores en estos terrenos. Los juegos del lenguaje a los que pertenecen las formas de hablar del dolor corresponden a contextos políticos, económicos, jurídicos, religiosos y culturales en los cuales las personas ocupan posiciones diferenciadas. Si se atiende a esta perspectiva, se observa que los diferentes grupos sociales hablan de forma distinta acerca del dolor y se reconocen en esas distintas formas de hablar24. De igual modo, las distintas formas de hablar conllevan efectos desiguales. Estos hechos —la distinta eficacia alcanzada mediante los juegos del lenguaje y las distintas posiciones de los jugadores— no pueden ser explicados convincentemente a partir de una estricta visión interna al propio lenguaje. Para explicar estos hechos se ha de tener en cuenta que tanto la forma como la materia del discurso «depende[n] de la posición social del locutor, posición que rige el acceso que éste pueda tener a la lengua de la institución, a la palabra oficial, ortodoxa, legítima»25. Para explicar qué es lo que hace que el lenguaje sea eficaz, es decir, para explicar cómo se obtienen los resultados buscados mediante el uso del lenguaje, no basta con identificar las diferentes formas de argumentación, la retórica o la estilística, hay que comprender también las relaciones entre las características del discurso, quién lo pronuncia y la institución que autoriza a utilizarlas26. Es ésta una cuestión importante que tener en cuenta, ya que el lenguaje jurídico-político es un ejemplo de lenguaje institucionalizado, de palabra oficial, ortodoxa y autolegitimada dotada de poder. Por ello tiene importancia estudiar en qué contextos se genera y utiliza este lenguaje, al tiempo que se reflexiona sobre las distintas posiciones que en ellos ocupan las perso24. P. Bourdieu ha insistido en la importancia de atender a la naturaleza social de la lengua como uno de sus rasgos constitutivos (¿Qué significa hablar?, cit.). 25. Ibid., p. 69. 26. Ibid., p. 71, también 67, 69 y 73.
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nas y cómo los procesos de institucionalización contribuyen a situarlos en estas posiciones. Los efectos prácticos de estas cuestiones se observan al analizar las dificultades de personas y grupos sociales en el acceso a los derechos y a las instituciones que han de facilitar su materialización; al visitar los juzgados y observar el comportamiento de las distintas personas que intervienen o al preguntar a unas personas y otras qué esperan de la resolución judicial de conflictos en los que quedan pillados —¿por qué será que algunos grupos sociales muestran confianza en el derecho mientras que otros lo perciben como un instrumento ajeno y sospechoso?—. Quiere esto decir que la persona interesada en reflexionar acerca de cómo el derecho y la política abordan la cuestión del sufrimiento, ha de estar atenta al lenguaje utilizado, tanto en su versión declarativa —un texto legal o un discurso, por ejemplo—, como en su versión práctica —los resultados realmente obtenidos: el encarcelamiento de una persona o la protección de un derecho, por ejemplo. El caso de la palabra ‘accidente’ Los siniestros laborales o los ocurridos con motivo de la circulación de vehículos a motor son referidos comúnmente como ‘accidentes’. Si se pone en relación este uso de la palabra con los contextos que configuran hoy el mundo laboral y el tráfico rodado se observa que su uso, que se pretende aséptico, encubre lo que puede ser calificado como tragedia. La palabra ‘accidente’ evoca inicialmente la idea de lo imprevisible, lo azaroso o fortuito. Sin embargo, no es cierto que la siniestralidad laboral, como la de circulación de vehículos a motor, responda siempre y en todo caso a esta imprevisibilidad, azar o mala fortuna. El uso de este término para referirse a los siniestros y, en consecuencia, al sufrimiento generado —heridos, muertos, lesionados, relaciones truncadas...— dificulta la visualización de los nexos existentes entre las causas y los efectos, tiende a normalizar lo que debería ser considerado y tratado como anormal, como inaceptable27. 27. R. Díaz-Salazar, «Accidentes de trabajo en España: la construcción social de la normalidad», en Trabajadores precarios. El proletariado del siglo XXI, Hoac, Madrid, 22004, pp. 137-146.
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Este uso del lenguaje prima el resultado al tiempo que oscurece la causa al situarla en el terreno del azar, de lo imprevisible o de la mala suerte. En el campo laboral, por ejemplo, hay que hablar de las condiciones en las que se dan las subcontrataciones y su incidencia en las condiciones laborales, de la planificación extenuante del trabajo, de la falta de formación o de la precariedad de una gran cantidad de contrataciones. En el ámbito de la circulación no se puede obviar, junto a la responsabilidad individual, la responsabilidad de las empresas automovilísticas, de la industria publicitaria y de las decisiones gubernamentales al apostar por los modelos de transporte. En 2007 murieron en siniestro laboral 1.167 personas (826 durante la jornada de trabajo y 341 in itinere —ir o volver del trabajo—). Por sexo, 1.079 hombres y 88 mujeres. Ese mismo año hubo 1.010.459 accidentes leves y 10.441 accidentes graves. El sector de la construcción fue el que más accidentes y fallecimientos registró. La antigüedad en el puesto de trabajo no superaba el año en el caso de 373 muertes. Del total de fallecidos, 557 tenían contratos temporales28. Los muertos en accidente de circulación durante el 2004 fueron 4.741 y 138.383 las personas heridas. En 2005, fallecieron 4.442 personas y 132.809 resultaron heridas (de ellas, 21.859 gravemente —más de 24 horas de hospitalización—). En 2006 fueron 4.104 las personas muertas, 21.382 heridos graves y 122.068 heridos leves, por esta causa29. En 2008, fallecieron 3.100 personas y 130.947 resultaron heridas. De 1980 a 2006 murieron 149.253 personas en siniestro vial y 2.134.849 resultaron heridas graves (se ha de tener en cuenta que estos datos son incompletos ya que sólo se computa estadísticamente como muerto en accidente de circulación quien fallece en el siniestro o durante los treinta días siguientes al accidente). Estas cifras son sin duda impresionantes y más lo eran años atrás. En 1991, por ejemplo, fueron 8.836 las personas que perdie28. Fuente:
. Para datos 2008: . Actualización en . 29. Anuario Estadístico de Accidentes 2006, Ministerio del Interior, Dirección General de Tráfico. Actualización en .
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ron la vida de esta forma30. Los siniestros de circulación son la principal causa de muerte de la población española menor de 39 años. Los datos contenidos en el Libro Blanco sobre la política europea de transporte en el horizonte 201031, publicado a finales de 2001, son los siguientes: desde 1970 hasta 2001, los muertos en accidente de circulación fueron 1.640.000 personas en la Unión Europea. La previsión hecha entonces indicaba que una de cada tres personas sufriría daños a consecuencia de un accidente. Este uso encubridor de la palabra ‘accidente’ también se ha extendido a importantes ámbitos de pensamiento. John Rawls, uno de los filósofos más influyentes en el último tercio del siglo XX, sostuvo que la justicia como equidad «se centra en la desigualdades en las perspectivas de vida de los ciudadanos [...] en la medida en que esas perspectivas se ven afectadas por tres clases de contingencias: a) su clase social de origen [...], b) sus dotaciones innatas, c) su buena o mala fortuna, o buena o mala suerte, en el transcurso de su vida (cómo se ven afectados por la enfermedad o los accidentes y, digamos, por los períodos de desempleo involuntario y el declive económico regional)»32. La asociación entre las ideas de ‘tener mala suerte’ y ‘tener accidentes’ encierra un problema: presentar los accidentes como cuestión del azar, de la mala suerte, como algo imprevisible. Es cierto que el azar interviene en la causación de determinados daños, pero esto no es extensible de forma genérica a los accidentes laborales, los accidentes de tráfico, de petroleros, de centrales nucleares... De lo contrario, los trabajadores de la construcción o los transportistas serían personas con muy mala suerte. Como también lo serían los campesinos hindúes o chinos obligados a abandonar sus tierras o los habitantes de las ciudades que en un porcentaje nada despreciable van a desarrollar un cáncer debido a la insalubridad del aire que respiran. Esta deriva lingüística podría llevar al extremo de afirmar que cada año bastantes inmigrantes —especialmente los que tienen mala suerte— perecen en accidentes marítimos. El uso de la palabra ‘accidente’ para referirse a las realidades mencionadas es una muestra de cómo aceptamos de forma rutina30. Para ver la evolución y estudios comparados entre países de la Unión Europea: Care (UE database, EU road accidents database), . 31. Bruselas, 12 de septiembre de 2001, pp. 71-72. 32. La justicia como equidad. Una reformulación, Paidós, Barcelona, 2002, pp. 87-88, también pp. 113 y 227-228.
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ria los siniestros —y de rondón sus causas— y cómo adaptamos nuestro razonamiento a estas rutinas33 y a los contextos que las generan. El uso del concepto de accidente ha de ser muy restrictivo, especialmente en una época como la actual en la que se incrementan los riesgos a los que queda expuesta la población.
1.2. El sufrimiento como interrogante El sufrimiento es un interrogante que exige respuesta. Tal vez sea el primer interrogante, el primer aviso de la conciencia del propio yo. Este interrogante es individual al tiempo que colectivo ya que plantea una cuestión pública: qué hacer con el sufrimiento de la gente, a quiénes se pueden imponer dolor y por qué causas, qué hacer cuando alguién ha sido dañado, ¿hay que diferenciar entre el sufrimiento que experimenta un miembro de la comunidad y el que padece un extraño?, ¿qué explicación dar al dolor?... Estas cuestiones son complejas ya que el dolor permea el conjunto de las relaciones comunitarias y a su vez es permeado por éstas. La dimension colectiva del sufrimiento no responde a la suma de sufrimientos individuales, sino a la construcción pública del mismo. El sufrimiento, en tanto que fenómeno biológicocultural, se sitúa al mismo tiempo en la dimensión personal y en la dimensión colectiva. La experiencia del dolor impulsa la reflexión acerca de las cuestiones básicas de la existencia humana y de la vida en sociedad. En un origen esta reflexión viene impuesta, como se ha explicado en el apartado anterior, por nuestra propia estructuración biológica. Al ser el dolor una sensación desagradable con la que es difícil convivir —y en casos extremos, imposible—, la propia estructuración de esta sensación plantea un interrogante: ¿qué hacer para ponerle fin o para apaciguarla? Comportamientos reflejos como retirar la mano del fuego responden a mecanismos innatos orientados a esta 33. D. Bloor, Conocimiento e imaginario social, Gedisa, Barcelona, 1998, pp. 214-215.
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función. Por ello, hoy retiramos la mano del fuego con la misma inmediatez con la que lo comenzaron a hacer nuestros antepasados más remotos. Si este mecanismo se ha mantenido, evidentemente no ha sucedido lo mismo con los instrumentos materiales e intelectuales que los seres humanos han creado para dar respuesta a esta pregunta. La pregunta de qué hacer ante el dolor es la primera pregunta en la vivencia de esta experiencia y sólo secundariamente se plantea la cuestión referente al porqué del dolor. Es la insoslayabilidad de esta experiencia la que obliga a plantearse el porqué, sea la respuesta que se dé a esta pregunta del tipo que sea. Ante el dolor de muelas la persona busca cómo rebajar la intensidad de su padecimiento, sólo como vía para resolver ese problema tomará urgencia en conocer el porqué de su dolor. El dolor, junto a la necesidad a la que está ligado, es uno de los modos en los que la vida se deja sentir34. La pregunta qué es el sufrimiento pertenece en su raíz material a las necesidades básicas que tenemos los seres humanos: comida, bebida, abrigo y protección. La no satisfacción de estas necesidades, así como de otras que se podrían plantear, constituye una carencia material que el ser humano tenderá a vivir en forma de sufrimiento. Una de las reflexiones que la humanidad se ha planteado y se plantea en relación con la experiencia del dolor es si del sufrimiento se puede aprender algo. Existe una larga tradición que ha visto en la experiencia del dolor y en la reflexión sobre la misma una fuente privilegiada de conocimiento. El sufrimiento sería un camino de aprendizaje y perfección, al tiempo que una fuente de conocimiento para quien supiera entenderlo. El punto de partida de esta tradición es una de las primigenias aspiraciones de la humanidad: liberarse del yugo del mal. Para Sócrates el filosofar aparece como un proceso tendendente a la liberación de los males humanos35. Este punto de partida pragmático dio paso posteriormente a 34. H. Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993, p. 129. 35. Platón, Fedón, 82d/84b, Aguilar, Madrid, 1972.
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la preocupación gnoseológica: qué se puede aprender del sufrimiento, qué muestra el sufrimiento acerca de la condición humana. Según esta tradición, la vivencia del dolor desvelaría la auténtica esencia de la condición humana, revelaría el destino de la persona, impondría la realidad sobre la apariencia, enseñaría a la persona cosas que de otra forma no puede aprender. Llevada a su extremo esta comprensión, el sufrimiento quedaría ligado a la sabiduría, a la autenticidad y a la clarividencia. Ludwig Feuerbach exaltó esta tradición. Su aportación tuvo la originalidad de desmarcarse de las explicaciones religiosas que como la del cristianismo eran hegemónicas en la construcción social del sufrimiento36. En lo que más nos interesa ahora, Feuerbach consideró el dolor como el auténtico motor del filosofar. Frente a los engaños de la razón, entendió que el momento del dolor era el momento de la verdad, el instante en el que el individuo hallaba aquello que es común al resto de la humanidad: En cualquier dolor tuyo, festeja el género el triunfo de su exclusiva realidad; las dolorosas lamentaciones del enfermo y los últimos suspiros del moribundo, con los que se aleja de la existencia, son los cantos de victoria del género, con los que festeja su realidad y vencedor dominio sobre las manifestaciones singulares. En tus dolores y suspiros hay más filosofía y razón que en toda tu inteligencia; en efecto, tú filosofas solamente cuando suspiras y gritas de dolor; los únicos sonidos de verdad que salen de ti son los tonos del dolor, pues la esencia, el género, lo común absolutamente perfecto, cuya realidad tú niegas en tu inteligencia, la afirmas y confirmas con tus dolores; éstos y tus suspiros son los únicos argumentos ontológicos que tú das de la existencia de un Dios. De todos los tiempos, los únicos auditorios de filosofía que existen son los hospitales y lazaretos37.
36. Puede verse L. Feuerbach, La esencia del cristianismo, Trotta, Madrid, 42009. 37. L. Feuerbach, Pensamientos sobre muerte e inmortalidad, Alianza, Madrid, 1993, p. 170. S. Zweig recogió la misma idea: «Ahora veo que en el
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La condición sufriente del ser humano es innegable; es uno de los aspectos irreductibles de la condición humana. Sin embargo, entre esto y la conversión del sufrimiento en una fuente de verdad y sabiduría hay un salto demasiado grande, mortal diría. Sin duda el sufrimiento puede ser un motor del filosofar, de la reflexión que la persona hace sobre sí misma y su entorno, pero ni es el único impulsor ni siempre es el que permite recorrer un camino más fecundo. De otra forma sería aconsejable recomendar a los estudiantes de Filosofía o de Medicina que se familiarizaran vivencialmente con el dolor. ¿Por qué no se puede hallar más verdad en el placer que en el dolor, por qué un buen vino no puede transmitir más verdad acerca del mundo que un dolor de cabeza, por qué el placer sexual debería enseñar menos que una desgracia? La experiencia del dolor puede mostrar aspectos excepcionales de la existencia: la vivencia del propio cuerpo, la efusión de emociones, la angustia, la reacción del entorno social ante el fenómeno del sufrimiento... Sin embargo, que esto se produzca no es garantía de que la persona que sufre o que observa el sufrimiento ajeno vaya a adquirir mayor conocimiento, ni siquiera mayor conciencia acerca de la fragilidad humana y la maldad en el mundo. El conocimiento que se obtiene mediante el sufrimiento puede ser un conocimiento destructivo, puede alterar e incluso anular la potencialidad moral y afectiva de la persona. El sufrimiento puede volvernos ciegos, mudos y sordos. Tampoco se puede afirmar que el sufrimiento per se provoque humildad y piedad en los seres sufrientes. El sufrimiento puede embrutecer sin remedio. J. Glenn Gray fue uno de tantos soldados que participó en la segunda guerra mundial. Finalizada la guerra reflexionó sobre su experiencia en el combate. Intentaba de esta forma comprender y superar las experiencias traumáticas que había vivido. Sostuvo que dolor hay más sabiduría y verdad que en toda la serenidad de los sabios. Todo lo que sé lo he aprendido de los desdichados, y todo lo que he visto lo he contemplado a través de la mirada de los seres torturados, de los ojos del hermano eterno» (Los ojos del hermano eterno, Acantilado, Barcelona, 2002, p. 64).
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el paso por el infierno de la guerra le había enseñado que el sufrimiento tenía un poder muy limitado para expiar y purificar y que en el mejor de los casos no suele dejar rastro ni para el bien ni para el mal38. Se trata para la mayoría de un sufrimiento inútil que muestra la sinrazón humana. Pero de este sufrimiento no se ha aprendido nada, como mostró el periodo de la guerra fría, los continuos enfrentamientos bélicos ocurridos en terceros países y como muestran los conflictos bélicos actuales. La guerra sigue siendo una constante en la historia de la humanidad y todo el sufrimiento que acarrea no ha sido capaz de hacer ni más sabias ni más bondadosas a las personas ni a sus gobernantes. No parece razonable pues la comprensión apriorística del sufrimiento como una vía de perfeccionamiento personal y colectivo. Otro tópico quebradizo que ha de ser revisado es el que sostiene que el sufrimiento hermana, que el sufrimiento genera vínculos de solidaridad. Esta supuesta hermandad sólo sería, como máximo, una parte de la realidad. La otra parte de esta realidad es que el sufrimiento está presente en el conflicto, la venganza, la guerra y la discordia. Para que el sufrimiento genere solidaridad entre los seres sufrientes se han de dar unas circunstancias materiales, culturales, económicas y políticas que puedan utilizar el sufrimiento compartido como catalizador. Para que el sufrimiento hermane, los seres sufrientes se han de reconocer unidos en una misma experiencia colectiva, han de compartir objetivos e ideología y han de sentirse igualados en sus sufrimientos. Curiosamente, este proceso se intensifica cuando se identifica a un enemigo como causante del sufrimiento colectivo. Se produce entonces una separación entre nuestro sufrimiento y el sufrimiento de los otros, el de los enemigos. Para entender el interrogante que es el sufrimiento hay que preguntarse no sólo qué puedo conocer de mi sufrimiento, sino qué puedo conocer del sufrimiento ajeno. Creo que en este punto hay dos limitaciones que han de ser tenidas en 38. J. Glenn Gray, Guerreros. Reflexiones del hombre en la batalla, Inédita, Barcelona, 2004, p. 232.
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cuenta: tenemos un conocimiento aproximado del sufrimiento ajeno y los códigos comunicativos e identificativos que poseemos son incapaces de abarcar todos los aspectos del sufrimiento. Schopenhauer, uno de los filósofos que más atención ha prestado a la cuestión del sufrimiento39, afirmaba que conocemos el sufrimiento ajeno desde nuestro propio sufrimiento y que es ese conocimiento el que nos mueve a las buenas acciones40. Este planteamiento asume una conexión entre el ‘conocer’ y el ‘hacer virtuoso’ que debe ser comentada. La relación entre la experiencia personal del dolor y las experiencias ajenas es una relación mediada: puede sustentar tanto la venganza como el perdón, la crueldad como la compasión. Conocer el sufrimiento humano sólo indica que el hacer puede estar orientado por este conocimiento, no que la acción va a ser de un tipo o de otro. El conocimiento puede contribuir tanto a la piedad, entendida como la virtud de los que se saben poseedores de idéntica dignidad41, como a la impiedad. Se podría admitir que quien no haya tenido contacto con la desdicha difícilmente podrá entenderla; sin embargo, difícilmente se podría sostener que entiende la desdicha todo aquel que ha tenido contacto con ella. El conocimiento de la desdicha, de sus causas, efectos y razones de ser, no se adquiere por ósmosis. Las experiencias del dolor quedan fácilmente impregnadas de distorsiones y apaños ideológicos. Para que los sentidos del ser humano funcionen con normalidad se requiere que la persona esté libre de dolor, de otra forma el cuerpo irritado se vuelve sobre sí mismo42, recibe de forma 39. En El mundo como voluntad y representación (2 vols., Trotta, Madrid, 22009 y 32009), recoge buena parte de su reflexión centrada en una idea: el dolor es la esencia de la vida. También, El dolor del mundo y el consuelo de la religión, Aldebarán, Madrid, 1998. Vid. A. I. Rábade Obradó, Conciencia y dolor. Schopenhauer y la crisis de la Modernidad, Trotta, Madrid, 1995. 40. A. Schopenhauer, Metafísica de las costumbres, Trotta, Madrid, 2001, p. 153. También en El mundo como voluntad y representación, cit., p. 289. 41. A. Arteta, La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha, Paidós, Barcelona, 1996, p. 216, vid. también p. 246. 42. H. Arendt, La condición humana, cit., p. 123.
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distorsionada lo que se le da. Siempre se ha de tener presente —como mínimo para conjurar un prejuicio intelectualista que puede falsear la realidad de la condición humana— que el sufrimiento puede embrutecer de tal forma a las personas y a las comunidades que limite su conocimiento al estrictamente preciso para asegurarse la existencia, por brutal que ésta pueda ser. Hay por tanto que establecer una triple matización desde el punto de vista gnoseológico acerca del sufrimiento como fuente de conocimiento. La primera indica que si bien el dolor puede ser fuente de conocimiento, también lo pueden ser otras experiencias: el placer, por ejemplo. En segundo lugar, se ha de tener presente que no existen experiencias humanas puras. El sufrimiento, en tanto que experiencia elaborada personal y socialmente, es una experiencia mediada, contaminada, como lo son todas las experiencias humanas. En tercer lugar, la tendencia a presentar la experiencia del dolor como una experiencia auténtica está relacionada con un efecto del dolor: puede llegar a desplazar a cualquier otra experiencia que viva la persona, convirtiéndose en el polo de atracción de sus recursos emocionales. De igual forma que el sueño hace que no tenga noción presente de lo que ocurre a mi alrededor, el dolor puede adueñarse de la experiencia física y psíquica de la persona. Pero cuando se produce esta situación se está precisamente en una consecuencia del dolor que limita tremendamente la capacidad de conocimiento. El pensamiento de una persona bajo las emociones desencadenadas por el dolor tiende a ser más limitado racionalmente que el pensamiento de una persona que se encuentre libre de su opresión. Y pese a todo esto, como ya se ha dicho, el dolor muestra a la persona aspectos únicos de su existencia y de la condición humana. 1.3. Lo que hacemos con el sufrimiento El dolor nunca es sólo dolor. El sufrimiento, entendido como experiencia del dolor, está inmerso en el quehacer social o, 39
dicho con de otra forma, lo que se hace con el sufrimiento constituye una práctica presente en cualquier modelo de sociedad. Hacemos múltiples cosas con el dolor. Aparentemente son sencillas, pero si se observan con detenimiento se aprecia su tremenda complejidad. Escribir o leer una poesía que habla de la pérdida del ser querido, acudir a un curandero en busca de un remedio milagroso, discutir y poder decidir cómo quiero morir, acudir al hospital, buscar un analgésico eficaz, ordenar la tortura, condenar a una persona a veinte años de cárcel, retratar los horrores de la guerra y la violencia, escuchar el relato de una víctima de maltratos... Diariamente hacemos cosas con el sufrimiento, rutinariamente aprendemos y enseñamos a hacer cosas con el sufrimiento. El estudio de lo que hacemos con el sufrimiento consiste principalmente en la comprensión de los contextos en los que el sufrimiento tiene lugar. No existe dolor en el vacío, el sufrimiento tiene lugar en contextos determinados. Rafael Sánchez Ferlosio lo exclamaba de esta forma: Señor, ¡tan uniforme, tan impasible, tan lisa, tan blanca, tan vacía, tan silenciosa, como era la nada, y tuvo que ocurrírsete organizar este tinglado horrendo, estrepitoso, incomprensible y lleno de dolor!43.
El sufrimiento siempre tiene lugar en un contexto sociohistóricamente dado en el que se amalgama lo biológico y lo cultural. Si se quiere comprender lo que hacemos con el sufrimiento hay que preguntarse en qué contexto tiene lu43. Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Destino, Barcelona, 1993, p. 51. En la primera mitología el dolor aparece como hijo de la Noche, hija de Caos. La Noche engendró, entre otros, al odioso Moro (destino de la muerte), a la negra Cer (diosa de la muerte violenta en batalla) y a Tánato (muerte natural y también violenta). También engendró a la Miseria dolorosa, a Némesis (venganza), a la Vejez funesta, y a Eris (discordia). Ésta, a su vez, engendró al Trabajo penoso, al Hambre, a los Dolores lacrimosos, a las Refriegas, los Combates, las Matanzas y los Homicidios (Hesiodo, Teogonía, Losada, Buenos Aires, 2005, §§ 120-125 y 210-230).
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gar no ya el sufrimiento en abstracto, sino las experiencias concretas del dolor. El contexto se asimila a la tela del cuadro en la que queda fijada la pintura. Al mirar un cuadro se percibe una imagen global, sólo si se mira con detenimiento se advierten las técnicas utilizadas por el pintor. La imagen global que se percibe es el resultado de la combinación —en ocasiones genial— de muchos elementos, aunque a primera vista el espectador no sea consciente de ello. Algo similar ocurre con el sufrimiento. Éste está inmerso en las prácticas sociales, las cuales incorporan ideas, técnicas, doctrinas, expectativas, creencias, normas, costumbres, conocimientos... De forma que al estudiar con cierta profundidad una práctica social se pueden identificar las ideas, las normas, las creencias... insertadas en esa práctica. Veamos un ejemplo. Desde el siglo XIV hasta el XVI se dio en Francia una figura jurídica que hoy resulta llamativa44: el juramento bajo los dolores del parto como prueba de paternidad del hijo nacido fuera del matrimonio. En una época en la que el parto ocasionaba en no pocas ocasiones la muerte de la madre, se daba valor de prueba al juramento que la mujer soltera hacía bajo los dolores del parto señalando quién era el padre de la criatura. Con el tiempo esta figura se volvió más exigente, y ya no bastaba con jurar una vez, había que hacerlo tres veces. Esta singular figura se fundamentaba en dos creencias: que el dolor hace decir la verdad —creencia también presente en las ordalías45, los tormentos judiciales46 y, en parte, en las torturas que se siguen practicando— y que nadie se arriesgaría a jurar en falso en peligro 44. V. Demars-Sions, «La doleur, sérum de vérité: l’utilisation du serment dans les douleurs de l’accouchement pour la preuve de la paternité naturelle dans l’ancien droit», en B. Durand, J. Poirier y J.-P. Royer, La douleur et le Droit, PUF, Paris, 1997, pp. 265-276. 45. A. Iglesia Ferreirós, «El proceso del conde Bera y el problema de las ordalías»: Anuario de Historia del Derecho español 51 (1981), pp. 1-221. 46. San Isidoro de Sevilla, Etimologías, BAC, Madrid, 2004, libro V, apartado 27. P. Fiorelli, La tortura giudiziaria nel diritto comune, 2 vols., Giuffrè, Milano, 1953.
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de muerte. Esta segunda creencia sólo se podía dar en sociedades fuertemente religiosas, ya que era la creencia religiosa la que establecía que jurar en falso era un pecado mortal que se pagaba con la condenación eterna. Estas creencias y prácticas tenían presencia en la vida social y eran sustentadas por las instituciones religiosas, políticas, jurídicas y científicas de la época. Se configura de esta forma el contexto en el que tenían lugar los dolores del parto. Los contextos del sufrimiento son mares procelosos: frecuentemente son espacios en los que surge la discusión y la confrontación entre distintas posturas teóricas y prácticas que ofrecen respuestas variadas a la pregunta acerca de qué hacer con el sufrimiento. Don Quijote y Sancho representan dos concepciones contrapuestas acerca del sufrimiento. Tras el lastimoso encuentro de don Quijote y Sancho con los gigantes, Cervantes nos cuenta lo siguiente: [Sancho a don Quijote:] ... pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y deber ser del molimiento de la caída. —Así es la verdad —respondió don Quijote—; y si no me quejo del dolor es porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella. —Si eso es así, no tengo yo que replicar —respondió Sancho—; pero sabe Dios si yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le doliera. De mí sé decir que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros andantes eso del no quejarse. No se dejó de reír don Quijote de la simplicidad de su escudero; y así, le declaró que podía muy bien quejarse como y cuando quisiese, sin gana o con ella; que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de caballería [...]47.
A don Quijote le dolían los golpes como a cualquier otro. Lo que varía es cómo se representa las cosas que le suceden, qué posición ocupa en el mundo, cuáles son sus metas, su 47. Edición a cargo de J. Jay Allen, Cátedra, Madrid, 2001, vol. I, p. 148.
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condición de caballero andante y el seguimiento fiel de la orden de caballería. Es el conjunto de estos factores lo que lleva a don Quijote a distinguir entre lo que él ha de hacer y lo que Sancho puede hacer. Una vez visto que todo quehacer tiene lugar y responde a un contexto determinado, es conveniente precisar qué se quiere decir cuando se utiliza una expresión tan vaga como lo que hacemos. Para mostrar los aspectos fundamentales de este hacer se presentan distintas acepciones de este verbo que expresan diferentes maniobras mediante las que se maneja personal y socialmente el sufrimiento. De las más de veinte acepciones que en castellano presenta este verbo, las que mejor se ajustan a la reflexión que se plantea son las cinco siguientes: I. Causar, ocasionar; II. Fabricar, formar una cosa dándole la figura, norma y traza que debe tener; III. Dar el ser intelectual; formar algo con la imaginación o concebirlo en ella; IV. Habituar, acostumbrar; V. Usado como neutro o con el pronombre se —hacerse—, seguido de artículo o solamente de voz expresiva de alguna cualidad, fingirse uno lo que no es. I. El primer sentido —causar, ocasionar— se refiere a la relación entre la causa y el efecto: ‘me hace sufrir’, ‘hago sufrir’. Este uso del verbo señala la existencia de una correspondencia entre una situación, hecho o acción y el resultado que se experimenta en forma de ‘dolor’. Este uso del verbo ‘hacer’ expresa por tanto la relación causal. II-III. El segundo y tercer sentido del verbo ‘hacer’ —fabricar y dar el ser intelectual, respectivamente— están íntimamente unidos: en ellos se relaciona el aspecto material del sufrimiento con su aspecto ideal. Como ya se ha visto anteriormente, el sufrimiento se explica a partir de la configuración bio-fisiológica del cuerpo humano. Somos seres programados para sentir dolor. Ahora bien, la identificación de la base natural del dolor no explica por sí misma la segunda acepción del verbo hacer —fabricar, dar forma a una cosa—. La programación natural en el ser humano es insuficiente para explicar 43
cómo fabricamos el sufrimiento, cómo damos forma al dolor. Piénsese por ejemplo en figuras como la mortificación —práctica según la cual se pueden domar las pasiones castigando el cuerpo—, las penas corporales —incluida la prisión—, las tradiciones funerarias, el sacrificio, los castigos, el duelo o la legislación en materia de prevención de riesgos laborales. En todos estos ejemplos se da forma al dolor. Para entender qué hacemos con el sufrimiento desde esta perspectiva de fabricar hay que combinar la base bio-fisiológica del sufrimiento con su base cultural —también llamada aquí aspecto ideal del sufrimiento—. A partir de esta combinación es posible explicar por qué las personas y las comunidades, pese a compartir la misma dotación biológica, fabrican de formas distintas sus experiencias de dolor48. Más adelante se explicará cómo las comunidades ‘normalizan’ el sufrimiento. Por ahora, basta con precisar que la fabricación del sufrimiento es un proceso eminentemente cultural en el que está presente la base natural de la experiencia del dolor. IV. La cuarta acepción —‘habituar, acostumbrar’—, se aprecia en expresiones como ‘está hecho al dolor’. Esta expresión se nutre de los sentidos del verbo ‘hacer’ comentados anteriormente. Para poder decir de alguien que está o que no está hecho al dolor, se precisa la previa configuración y normalización de las experiencias de dolor. Ha de existir un modelo idealizado de referencia que permita diferenciar a las personas que están hechas al dolor de las personas que no lo están. Si se toma el ejemplo del boxeador, se podrá decir que está hecho a los golpes o que estos golpes forman parte de su aprendizaje, porque preexiste una normalización de las experiencias de dolor propias del pugilismo. Hacerse al dolor supone, pues, aprehender una determinada cultura del dolor. 48. El antropólogo Mark Zborowski expuso las diferencias culturales en la construcción del dolor en su libro People in pain. Este estudio y otros similares fueron ampliamente comentados por D. Morris en La cultura del dolor, Andrés Bello, Santiago de Chile, 1994.
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Loïc Wacquant explica en Entre las cuerdas49 su experiencia como aprendiz de boxeador. Durante tres años acudió regularmente a un gimnasio con la intención de aprender a boxear y poder celebrar algún combate oficial, como finalmente hizo. Explica cómo su cuerpo y su mente tuvieron que aprender una nueva relación con el sufrimiento. El interés de su narración radica precisamente en que se auto-analiza en tanto que cuerpo-mente que se fabrica, que se configura, que adquiere una cultura específica del dolor —la del púgil—, que normaliza el dolor derivado de la práctica del boxeo: la nariz rota, los ojos inflamados, la manos doloridas, el ayuno, los gestos que el cuerpo memoriza, la queja del cuerpo que se resiente, el reconocimiento por parte de sus compañeros de gimnasio cuando supera su iniciación en el dolor... Con este experimento, Wacquant confirmaba en carne propia cómo la aprehensión de una cultura tiene lugar mediante la participación en procesos externos e internos a la persona que crean sistemas de estructuras establemente inscritas en las cosas y en los cuerpos50. Lo más curioso de este hacerse al dolor es que se aprehenden técnicas corporales que enseñan a utilizar el cuerpo51. Entre las funciones que cumplen estas técnicas corporales está la de enseñar qué hacer con el dolor. Dado que las técnicas corporales surgen en un espacio concreto —el deporte, la educación, la posición social o el trabajo, por ejemplo— cada técnica corporal aporta elementos en relación con el espacio en el que se ha originado. Estas técnicas forman parte de lo adquirido por la persona, de su habitus52. Pierre Bourdieu ha explicado que el habi49. Entre las cuerdas: cuadernos de un aprendiz de boxeador, Siglo XXI, Buenos Aires, 2006. 50. P. Bourdieu, La dominación masculina, Anagrama, Barcelona, 2000, p. 57. 51. Sobre esta cuestión, M. Mauss, «Concepto de la técnica corporal», así como otros artículos que se pueden encontrar en el apartado «Técnicas y movimientos corporales», en Sociología y antropología, Tecnos, Madrid, 1991, pp. 337-343. 52. M. Mauss ya utiliza esta expresión en el texto citado «Concepto de la técnica corporal», p. 340.
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tus es un producto de los condicionamientos impuestos a las personas53, incluidas las condiciones materiales de existencia54. El habitus que posee cada persona y que comparte con otras contiene esquemas de pensamiento y de acción55. Se trata de disposiciones adquiridas socialmente que se ajustan a las condiciones objetivas de vida de las que son producto. Esta noción tiene importancia porque ayuda a explicar cómo los contextos en los que somos —también en los que se sufre— configuran las prácticas y las vivencias de las personas, cómo las personas quedamos impregnadas de elementos que se hallan presentes en lo que hacemos con el dolor. A su vez, la noción de habitus recoge la permeabilidad de la sociabilidad humana. El ser humano interioriza elementos que inicialmente son externos a él —en esto consiste su culturización—, pero también exterioriza elementos que son internos a él —en esto consiste el hacer humano—. Se da una interiorización de la exterioridad y una exteriorización de la interioridad56. El habitus puede verse como una estructura o un conjunto de estructuras que reúnen una doble condición: son estructuradas al tiempo que estructurantes, se nos presentan como ya dadas al mismo tiempo que intervienen en la configuración de lo que será. El hacerse al dolor que protagonizan las personas y los colectivos tiene un doble componente —uno ideal y otro corporal— que se muestra en una relación indisoluble, como tan bien explica Wacquant a partir de su aprendizaje del boxeo. Si el cuerpo es el lugar del sufrimiento, es relevante tomar conciencia de las diversas formas en que las personas se relacionan con su cuerpo: la manera de tratarlo, cuidarlo, nutrirlo, mantenerlo, exponerlo, curarlo o utilizarlo como instrumento. En esto se aprecia uno de los aspectos más pro53. P. Bourdieu, La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, Taurus, Madrid, 1998, pp. 379-381. 54. P. Bourdieu, La distinción, cit., pp. 210 y 212. 55. Ibid., p. 430. 56. A. García Inda, «Introducción. La razón del derecho: entre habitus y campo», en P. Bourdieu, Poder, Derecho y clases sociales, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2000, pp. 9-60.
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fundos del habitus: que lejos de responder a una libre opción de la persona, refleja —con excepciones que se pueden plantear— las condiciones en las que se desarrolla su vida. Esta noción de habitus que ayuda a explicar cómo hemos adquirido socialmente una parte de los elementos que nos configuran como somos puede ser completada con otra que le es muy cercana: la de trasfondo. Esta noción ha sido utilizada por John Searle para explicar, al igual que hiciera Bourdieu, qué subyace a nuestras prácticas sociales. Mientras que Bourdieu tomó la sociología como su principal campo de trabajo, Searle aborda el quehacer humano desde la perspectiva de la filosofía del lenguaje. Searle plantea que hay rasgos —trasfondo profundo— que son comunes a todos los seres humanos57, mientras que otros tienen que ver con prácticas locales58. Los seres humanos, por ejemplo, poseen la capacidad de habla, pero no todos hablan la misma lengua. De igual forma, los seres humanos experimentan dolor, pero lo que se hace con él cambia en función de una multiplicidad de factores. El trasfondo, visto desde la perspectiva de la persona, consiste en «capacidades mentales, disposiciones, posturas, modos de comportarse, saber cómo, savoir faire»59. Puede ser pensado como ‘aquello que damos por hecho’60, aquello que aparece presupuesto, aquello que no cuestionamos porque aparece como lo más normal. Por eso, el trasfondo refleja más un ‘saber cómo hacer las cosas’, que un ‘saber cómo son las cosas’. En la vida diaria hacemos cosas que dan el resultado esperado, aunque muchas veces no sepamos bien cómo funcionan los mecanismos mediante los que con57. Sobre esta cuestión puede leerse a E. O. Wilson, Consilience. La unidad del conocimiento, Círculo, Barcelona, 1999, en especial los capítulos 7 y 8: «De los genes a la cultura» y «La eficacia de la cultura humana». 58. J. R. Searle, El redescubrimiento de la mente, Crítica, Barcelona, 1996, p. 199, en el capítulo 8: «Conciencia, intencionalidad y trasfondo», pp. 181-201. 59. J. R. Searle, El redescubrimiento de la mente, cit., p. 201. 60. J. R Searle y M. Soler, Lenguaje y ciencias sociales. Diálogo entre John Searle y CREA, El Roure, Barcelona, 2004, p. 70.
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seguimos el resultado querido. Que un analfabeto informático consiga enviar un e-mail depende más de ‘saber cómo hacer las cosas’ que de ‘saber cómo son las cosas’. Ya se elija la palabra habitus o expresiones como ‘modos de hacer’, ‘saber cómo’ o ‘disposición a’, es importante percibir que las personas, además de formar parte de un orden social —que es también político, cultural, económico y tecnológico—, somos la encarnación pensante y actuante de este mismo orden. V. La última acepción del verbo hacer que se presenta —fingir uno lo que no es— participa de todos los sentidos anteriores. Expresiones como hacerse la víctima o hacerse el mártir son utilizadas para referirse a una persona que simula ser lo que no es. Este hacerse sólo será posible en relación con una construcción socio-cultural concreta del sufrimiento. Sólo hay posibilidad de engaño si previamente existe un modelo de referencia. ‘X’ no se puede hacer la víctima si previamente no maneja el concepto de víctima y aprende su presentación en sociedad. En la tradición religiosa, la expresión hacerse el mártir adquiere sentido a partir de una concepción preexistente del ‘martirio’ que distingue entre aquellos sufrimientos que son merecedores de los honores del martirio61 y aquellos otros que no son reconocidos como tales. Es en base a esta distinción que se fundamentan los juicios de diferenciación entre lo auténtico —la auténtica víctima, el martirio verdadero— y lo simulado —la falsa víctima, el falso martirio—. La distinción entre lo auténtico y el engaño. Este uso del verbo hacer —fingir uno lo que no es— permite ver una cuestión muy interesante. Se finge ante un auditorio con la intención de convencerle y alcanzar un objetivo determinado. Es este auditorio el que reconoce la veracidad o la simulación del sufrimiento. Es decir, el auditorio —sea el que sea— actúa como juez del sufrimiento que se le presenta: lo examina, valora y atribuye efectos, pudiendo ser 61. Véase S. de la Vorágine, La leyenda dorada, Alianza, Madrid, 1982.
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éstos positivos —compasión, solidaridad, premios...— pero también negativos —rechazo, silenciamiento, castigo... Las cinco acepciones del verbo ‘hacer’ que han sido comentadas, así como las combinaciones entre ellas, precisan un poco más qué se quiere decir cuando se usa la expresión ‘lo que hacemos con el sufrimiento’. 1.3.1. Un ejemplo: la conversión del sufrimiento en sacrificio El sacrificio es una de las formas culturales dotadas de sentido que históricamente ha adoptado la interacción social del dolor. El término ‘sacrificio’ posee varios significados que pueden ser englobados en dos grandes grupos semánticos: uno referente a la divinidad —ofrenda a una deidad en señal de homenaje o expiación— y otro referente a la convivencia humana —acto de abnegación inspirado por el cariño—. Originariamente la noción de ‘sacrificio’ aparece ligada a lo sagrado62. El sacrificio —sacrum + facere— convierte en sagrado el objeto sacrificado. Este hacer sagrado lo ofrendado domina el sentido primario del sacrificio. Expresa una relación de la persona con la divinidad63 a la que se hacen ofrendas y se dirigen peticiones. La realización del sacrificio engloba dos operaciones que se dan conjuntamente: se hace sagrado la cosa o el acto sacrificado, al tiempo que supone la occisión de lo sagrado64. Se produce la metamorfosis de aquello que es objeto de sacrificio. Esta operación mágica posibilita que el sufrimiento 62. E. Benveniste, Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Taurus, Madrid, 1983, pp. 371-76; J. Vidal, «Sacrificio», en P. Poupard, Diccionario de las religiones, Herder, Barcelona, 1987, pp. 1561-1565. 63. J. Moltmann, El dios crucificado. La cruz de Cristo como base y crítica de toda teología cristiana, Sígueme, Salamanca, 1977, p. 65. Moltmann ve en el sentido original de los sacrificios la creación de una «comunión original festiva» entre dador y receptor. 64. C. Levi, Miedo a la libertad, Alfons el Magnànim, Valencia, 1996, p. 25.
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adquiera carácter sagrado en la medida en que se convierte en objeto de sacrificio. La conversión del sufrimiento en sacrificio adquirió pronto funciones curativas. Partenio de Nicea —escritor griego del siglo I— recogió65 narraciones de autores anteriores acerca de una fiesta singular: las Targelias. Eran éstas unas fiestas que celebraban los milesios poco antes de la primavera. Un día antes de su celebración tenía lugar un curioso rito en el curso del cual un hombre —el pharmakós— era paseado alrededor de la ciudad cubierto de ramas verdes y, posteriormente, expulsado e, incluso, lapidado. La función del pharmakós, en tanto que víctima, consistía en absorber el mal y alejarlo de la ciudad. La etimología de pharmakus se refiere tanto a quien prepara medicamentos y venenos, como a quien se ofrecía —o era forzado— en las calamidades públicas como víctima expiatoria66. El pharmakós griego, a diferencia de otras visiones salvíficas del sufrimiento como la cristiana, no es un dios, ni su sacrificio genera una deuda para el pueblo que se beneficia del sacrificio. Inicialmente el sufrimiento era explicado a partir de la creencia en espíritus malignos que provocaban dolor y en dioses ofendidos que causaban padecimientos. De esta explicación inicial se pasó a creer que mediante determinados sufrimientos la persona podía adquirir fuerzas mágicas sobrehumanas. El paso siguiente fue la aparición de los ritos de redención: el sufrimiento del dios como instrumento salvífico. El cristianismo, al igual que otras culturas religiosas anteriores, se presentó como un culto de redención. El dios sufriente muere y resucita, y así asegura a los creyentes la vuelta de la felicidad en este mundo o la seguridad de la felicidad 65. Sufrimientos de amor, Gredos, Madrid, 1981, p. 159. 66. E. Karabélias, «La peine dans Athenes classique», en AA.VV., La peine, Recueils de la société Jean Bodin, t. LV, Bruxelles, 1991, pp. 79-80; R. Girard, La violencia y lo sagrado, Anagrama, Barcelona, 1983, pp. 17, 102 ss., 246 ss.; M. Grass, «Citté grecque et lapidation», en AA.VV., Châtiment dans la cité. Supplices corporels et peine de mort dans le monde antique, École Française de Rome, 1984, pp. 78 ss.
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en el más allá67. Este sentido modificaba las construcciones culturales en torno al sufrimiento, ya que al sufrimiento se le daba un sentido que en su origen le era completamente ajeno68. En la tradición cristiana el paradigma del sacrificio es la figura de Jesús, anunciado en las antiguas escrituras mediante la figura del Siervo sufriente69. Esta figura teologal reunía las siguientes características. En primer lugar, los padecimientos y la propia vida se convierten en sacrificio. En segundo lugar, el sacrificio tiene un carácter expiatorio, ya que se ofrece por la salvación de otros, compensando una culpa original mediante el sufrimiento: ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz y con sus cardenales hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahvéh descargó sobre él la culpa de todos nosotros70.
En tercer lugar, el siervo inocente acepta el sacrificio, dándose a sí mismo en expiación. Por último, este sacrificio es construido históricamente en la tradición cristiana como prueba de amor71 que genera una deuda impagable. De esta 67. M. Weber, Sociología de la religión, Istmo, Madrid, 1997, p. 335. 68. Ibid., p. 337. 69. Isaías 42, 1-9; 49, 1-6; 50, 4-11; 52, 13-53, 12. La figura del Siervo sufriente es interpretada de forma distinta en la tradición hebrea y en la tradición cristiana. El cristianismo dio a la expiación vicaria —Cristo carga con la Cruz, siendo el Resucitado el Crucificado— un peso que no tenía en la tradición hebrea (cf. S. Natoli, L’esperienza del dolore, cit., p. 234; P. Franquesa, Sufrimiento. Biblia, teología y ascética, Barcelona, 2000). 70. Isaias 53, 4-6. 71. B. Pascal, «Oración para pedir a Dios el buen uso de las enfermedades», en Pensamientos sobre la religión y otros asuntos, Iberia, Barcelona, 1960, pp. 221-231. Una visión muy distinta a la de Pascal, algo anterior y más moderna, es la de Montaigne. Pascal choca frontalmente con él. En «Pensamientos sobre la elocuencia y el estilo», en Pensamientos sobre la religión y otros asuntos, cit., dice de Montaigne que no piensa sino en morir cobarde y muellemente (pp. 273 ss.).
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forma, el sufrimiento de la divinidad convertido en sacrificio adquiere el valor de don inadmisible que obliga al otro en una deuda infinita y no elegida, dando origen a una relación gravosa72 que no puede ser compensada. Parsifal El mito de Parsifal se remonta a los relatos medievales que combinan fuentes orales y escritas en torno a la creencia en el Santo Grial y a la figura del rey Arturo. Wagner recogió estos elementos en su ópera Parsifal que se estrenó en 1882, un año antes de su muerte. Amfortas, jefe de la comunidad del Santo Grial, ha caído en pecado. Como mandaban los criterios de la época, los brazos de una mujer le han facilitado la caída. En una singular lucha, un mago enemigo le ha causado una herida que le provoca un gran dolor sin que pueda hallar remedio. En su herida se suman los dolores físicos y los dolores espirituales: ha perdido su pureza al sucumbir ante la tentación carnal. Para su dolor sólo hay dos salidas: la muerte, que pide a las espadas de sus compañeros, o ser salvado por el ‘necio puro’. Parsifal es este ‘necio puro’ que se hace sabio mediante la compasión. No es la razón lo que le permite comprender el sufrimiento y el destino de Amfortas, sino la compasión. Nietzsche vio en el Parsifal una conversión piadosa de Wagner73. Su percepción heroica del sufrimiento era incompatible con la mística de Parsifal.
La institucionalización del primer cristianismo desarrolló una pedagogía del sufrimiento que entroncaba lo social con lo espiritual de la forma siguiente. A través de la institución de la Cruz, al sufrimiento se le ofrecía un sentido: la expiación por las propias culpas —el mal compensa al mal— y, en su caso, 72. Resulta llamativa la inmodestia de aquellos que, cual divinidades, entregan su sufrimiento por la salvación del mundo. La lección de modestia del tantrismo acerca del sacrificio es insuperable: no eres tan importante como para que tu sufrimiento pueda salvar a nadie (M. Yourcenar, ¿Qué? La eternidad, Alfaguara, Madrid, 1990, p. 70). Algún papa reciente podría haber tomado nota de esta forma de relacionarse con la divinidad y con su propio sufrimiento. 73. Fr. Nietzsche, Ecce Homo. Cómo se llega a ser lo que se es, Alianza, Madrid, 1998, pp. 94-95.
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la expiación por los pecados del mundo74, unido todo esto al cumplimiento de la voluntad divina. Al ser la persona sacrificada el objeto del sacrificio —cual imitador de Cristo— se interioriza corporal y espiritualmente el nexo sacrificial75. Este planteamiento sufrió importantes transformaciones en buena parte debido al rechazo de la exaltación del sufrimiento y las trampas de tal exaltación. Sin embargo, la figura del sacrificio mantiene un poder de atracción atávica que sigue presente en la construcción social del sufrimiento. El carácter religioso del sacrificio —incluso en una sociedad laica— atraviesa el terreno social. Mediante normas sociales —cuando no jurídicas— se establece qué sufrimientos han de ser valorados, reconocidos y sacralizados, quiénes quedan obligados a sacrificarse y se espera de ellos que así se comporten, quiénes han de ser los destinatarios del sacrificio y en qué ha de consistir el mismo. Convertido en sacrificio, el sufrimiento adquiere la condición de don, de un don sagrado, que posee capacidad para generar y reproducir vinculaciones sociales. Hay sacrificios que ateniéndose a una normatividad preexistente —social y/o jurídica— pueden ser exigidos: por ejemplo en la relación entre padres e hijos76, entre esposos, en función del desempeño de una determinada profesión77, 74. Se suele citar la carta de Pablo a los Romanos como texto de referencia acerca del carácter salvífico del sufrimiento. Frente a esta interpretación del sufrimiento, J. Sobrino, Jesucristo liberador. Lectura histórico-teológica de Jesús de Nazaret, Madrid, Trotta, 42001. Cuestiona que el Nuevo Testamento identificara sufrimiento con salvación, y que Dios tuviese que pagar a alguien un rescate oneroso. 75. Vid. D. Bakan, Enfermedad, dolor, sacrificio. Hacia una psicología del sufrimiento, FCE, México, 1979, pp. 134-135. 76. Pueden verse las siguientes sentencias de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo: STS 4999/2004, de 12 de julio; STS 5931/2003, de 2 de octubre; STS 7658/1996, de 31 de diciembre. 77. En el caso de la profesión militar, la Ley 85/1978, de 28 de diciembre, de Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas, que según su artículo 1 constituye la «regla moral de la Institución Militar», se expresa de esta forma: «El espíritu que anima a la Institución Militar se refuerza con los símbolos transmitidos por la Historia. Los símbolos fortalecen la voluntad, exaltan los sentimientos e impulsan al sacrificio» (art. 17); «Tendrá presente que el valor,
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o en relación con las patrias en periodo de guerra. En estos casos exigibles, el sacrificio es esperable y su ausencia conlleva un reproche que puede ser social y/o jurídico. Junto a los sacrificios exigibles se encuentran los sacrificios supererogatorios: los que van más allá de lo exigible, aquellos que rompen el cálculo hecho y alteran las expectativas socialmente establecidas. El sufrimiento metamorfoseado en sacrificio contiene un elemento excedentario, no calculable y difícilmente medible, que entronca con el sentido de lo trascendente y que es difícilmente comprensible desde los criterios de una razón práctica, jurídica y contractual78. Es un ejemplo de lo que hacemos con las experiencias del dolor. 1.4. El sufrimiento como hecho social institucionalizado Es común hablar del ‘sufrimiento de la víctima’, del ‘sufrimiento del enfermo’, del ‘sufrimiento de los allegados ante la muerte de un familiar’, del ‘sufrimiento compartido’... Las palabras del sufrimiento —aquéllas que en una lengua dada se utilizan para hablar de las experiencias del dolor— expresan la necesidad social de dar nombre a una experiencia que es reconocida y sentida por las personas, al tiempo que socialmente ha de ser comunicable, manejable, cosificable, tratable. Esto sólo se consigue socialmente mediante los procesos de institucionalización. El sufrimiento tiene una existencia prontitud en la obediencia y grande exactitud en el servicio son objetos a los que nunca ha de faltar, aunque exijan sacrificios y aun la misma vida en defensa de la Patria» (art. 27); «En el combate todos, y en especial los mandos, concentrarán su atención y esfuerzo en el cumplimiento de su misión con plena entrega, sacrificio y energía. Al caer el último jefe, el combatiente más apto tomará el mando y proseguirá la lucha» (art. 123); «De su abnegación y espíritu de sacrificio dependerá en buena parte la eficacia de su unidad, buque o aeronave. Esta gran responsabilidad deberá servirle de estímulo continuo para no limitarse a hacer lo preciso de su obligación» (art. 152). 78. C. Levi, Miedo a la libertad, cit., p. 25. Vid. también R. Sennet, Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, Alianza, Madrid, 1997, p. 400, entre otras.
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social institucionalizada y lo que hacemos con el sufrimiento es un hacer institucionalizado. Es por tanto éste un quehacer que responde a normas y expectativas sostenidas socialmente. Esto supone que, salvo situaciones extraordinarias que nos sitúan temporalmente en el caos, la vivencia social del sufrimiento sea una vivencia ordenada. No se trata de una opción elegida por la humanidad sino de una consecuencia derivada de su esencia cultural. Ahora bien, el carácter instituido del sufrimiento no es capaz de impedir el exceso que en casos extremos llega a ser el sufrimiento. Hay vivencias tan intensas que ponen patas arriba los mecanismos mediante los cuales se intenta normalizar el sufrimiento. Este exceso se aprecia en aquellos sufrimientos que rompen cualquier significación preexistente, cualquier medida recomendada y esperable. Es el terreno de la desesperación, de la locura, del horror, del mal absoluto. Cuando esto ocurre, se dice que ‘sólo existe el dolor’, que ‘soy dolor’... o simplemente desaparece la palabra. La persona queda absorbida por su dolor. Este carácter excesivo y desbordante del sufrimiento plantea una paradoja: la experiencia del dolor no es una experiencia desnuda —al estar amasada culturalmente— y sin embargo el sufrimiento extremo puede desnudar a la persona y, de hecho, en ocasiones así ocurre. Pese a ello, el sufrimiento tiene una existencia social institucionalizada. Imaginemos por un momento un mundo algo distinto al que conocemos. Tomemos como ejemplo una sociedad imaginaria. Samuel Butler hizo una propuesta a este respecto en la novela Erewhon (1872). En ella narró sus aventuras en una tierra imaginaria en la que la enfermedad era considerada un grave delito y una inmoralidad: En aquel país, cuando un hombre cae enfermo, sufre alguna indisposición, o ve su salud quebrantada de cualquier forma antes de llegar a los setenta años de edad, debe comparecer ante un jurado formado por sus convecinos; y si su culpabilidad queda demostrada, es objeto de público escarnio y se le condena más o menos severamente según el caso. Las enfermedades se subdividen en delitos y faltas...
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En esta sociedad imaginaria, las personas respondían por sus dolencias ante instituciones como el «Tribunal de los Lutos y las Desgracias» y los enfermos considerados culpables eran encarcelados. Los jueces estaban convencidos de que la única manera de impedir que la debilidad y la enfermedad se extendieran y causasen estragos era imponiendo castigos a los débiles y a los enfermos, «y de que los sufrimientos infligidos en esa ocasión al acusado evitarían, en último término, sufrimientos diez veces mayores a sus conciudadanos, gracias a la aparente severidad del momento». Los contextos del mundo erewhoniano poseen rasgos propios que lo diferencian de otros mundos posibles. Sus habitantes se reconocen entre sí en comportamientos, manifestaciones, pensamientos, gustos, lenguajes, temores... participan de un mundo instituido que comparten. Sin embargo, este mundo es extraño para el narrador, que no entiende cómo funciona ni qué reglas lo rigen. Para poder explicar por qué el sufrimiento es un hecho social institucionalizado hay que diferenciar en primer lugar los usos objetivo y subjetivo de la palabra ‘dolor’. Del dolor se puede hablar en sentido subjetivo (‘me duele’) y en sentido objetivo (‘la quemadura de primer grado provoca un fuerte dolor’). La distinción entre el uso subjetivo y el uso objetivo se complementa aquí, en segundo lugar, con la diferenciación entre el sentido epistémico del término ‘dolor’ y su sentido ontológico. El sentido epistémico se preocupa por el conocimiento del dolor, mientras que el sentido ontológico se preocupa del ser del dolor. A este respecto, John Searle plantea una línea de reflexión que a mi entender resulta provechosa. Al preguntarse cómo se construye la realidad social, entiende que, en sentido ontológico —el ser de las cosas—, los predicados ‘objetivo’ y ‘subjetivo’ son predicados de entidades y tipos de entidades, e imputan modos de existencia79. Mientras que en sentido epistémico —el conocimiento de las cosas—, los predicados ‘objetivo’ 79. J. R. Searle, La construcción de la realidad social, Paidós, Barcelona, 1997, p. 27.
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y ‘subjetivo’ son predicados de juicios acerca de los modos de existencia. Si se sigue esta argumentación se puede afirmar que en sentido ontológico el dolor es una entidad subjetiva, ya que su modo de existencia depende de que sea sentido por los sujetos —las piedras no sienten y por tanto no sufren—. El dolor se experimenta en primera persona, incluso cuando esta experiencia personal esté provocada por la percepción que ‘yo’ tengo del dolor del ‘otro’. Es el ‘yo’ el sujeto de sufrimiento. Siendo esto así, ¿cuándo decimos que hablamos objetivamente del dolor? ¿Cómo podemos hablar de lo que conocemos acerca de acontecimientos que tienen un modo subjetivo de existencia? La respuesta es ésta: cuando alguien dice ‘me duele la espalda’ está informando acerca de un hecho que es, como ya se ha dicho, ontológicamente subjetivo pero epistémicamente objetivo, ya que su modo de existencia no depende de ninguna perspectiva, actitud y opinión por parte de los observadores80. Pero qué ocurre si ante mi afirmación ‘tengo dolor de espalda’ el observador me contesta que estoy confundido, que lo que yo tengo es una ligera molestia de la que me preocupo en exceso y que si lo reconsidero me daré cuenta de que ‘no tengo dolor’. Puede que me convenza. En todo caso no cambia la subjetividad del dolor, pero sí se ven afectados los elementos sociales con los que trabaja la subjetividad. Una anécdota psiquiátrica Por circunstancias que no vienen al caso, pude seguir la siguiente historia. Roberto y su compañera Eva fueron ingresados en una clínica mental. Tanto uno como otro presentaban un comportamiento anormal: utilizaban productos químicos para abrasarse el bello de las axilas, cabeza y genitales. Al parecer, unos diminutos seres alienígenos vivían en estas zonas y la única forma de librarse de ellos era utilizar la táctica de tierra quemada: abrasar cualquier zona pilosa en la que pudieran cobijarse. 80. Ibid., pp. 27-28.
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Se les trató médicamente y pasó el tiempo. Un momento antes de que le dieran el alta le pregunté a Roberto por sus relaciones con los diminutos extraterrestres: Sigo en contacto con ellos —dijo—, pero si lo digo no me dejan salir de aquí —concluyó—. Roberto había aprendido a moderarse en atención a la presión que recibía de la institución en la que se hallaba. También corrigió su lenguaje. Tenía la costumbre de soltar cada poco ‘me cago en Dios’, sin saber que otro paciente, más fornido y veterano que él, creía ser Dios. El resultado fue una divina bofetada que encajó como pudo. Roberto adquirió de golpe una habilidad social: supo qué podía decir y qué debía callar.
Hecha la distinción entre el uso ontológico y el epistemológico del término dolor, se plantea, en tercer lugar, otra cuestión: si el dolor es ontológicamente subjetivo cabe preguntarse si el dolor es una representación, entendiendo por ‘representación’ la forma que la persona tiene de acceder a los rasgos del mundo. Searle contesta a esta cuestión distinguiendo entre representaciones y estados mentales. Considera que los dolores son estados mentales, pero no representaciones: «[P]ueden ser independientes de la representación, pero no independientes de la mente»81. Es decir, el dolor está asociado a la disposición neurobiológica de la mente antes que a las representaciones que sobre el dolor podamos hacer. El dolor es, pues, un fenómeno dado aunque no se diera lenguaje ni institución alguna. Esto no es más que decir que el dolor es un hecho bruto. Otra forma de expresarlo: el dolor es un hecho natural, tan natural como lo es para el chimpancé herido o para el perro apaleado. Sin embargo, sabemos que por más que podamos reconocer el dolor como un hecho bruto es al mismo tiempo un hecho social. ¿Pero cómo un hecho bruto como el dolor pasa a ser un hecho social? Para contestar a esta pregunta, en cuarto lugar, hay que explicar brevemente la articulación entre los hechos brutos, los hechos sociales y los hechos institucionales82. Para 81. Ibid., p. 161. 82. Sigo aquí el tratamiento hecho por J. R. Searle, Actos de habla. Ensayo de filosofía del lenguaje, Cátedra, Madrid, 1990. Acerca del concep-
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Searle «Los hechos brutos necesitan de la institución del lenguaje para que podamos enunciarlos, pero los hechos brutos mismos existen independientemente del lenguaje o de cualquier otra institución»83. Si se piensa en un mineral se aprecia que la palabra ‘mineral’ y el contexto comunicativo en el que actúa dependen de la institución del lenguaje. Sin embargo, la estructuración en cristales de los minerales, sus distintas formas de estructuración, su existencia, no dependen de institución alguna, por más que los términos ‘estructura’ o ‘mineral’ sólo tengan sentido dentro del lenguaje. Con el dolor ocurre lo mismo. En tanto que hecho bruto —físico y biológico— existe aunque no se dé lenguaje ni institución alguna. Por tanto, el dolor, en tanto que hecho bruto, es un fenómeno dado. De la misma forma que la muerte es un destino cierto e inevitable para todo ser vivo. A diferencia de los hechos brutos, los ‘hechos sociales’ requieren intencionalidad colectiva84, es decir, se requiere que se compartan, por ejemplo, creencias, deseos e intenciones. Esta intencionalidad colectiva y compartida supone que la actitud que adoptamos respecto de un fenómeno concreto es parcialmente constitutiva de ese fenómeno en cuestión85. Por ejemplo, entre una procesión de Semana Santa y una manifestación hay similitudes y diferencias, y una de las diferencias es la distinta intención colectiva de los participantes. Si en una manifestación se montara una plataforma llevada en andas a modo de paso procesional, esto no convertiría a la manifestación en una procesión, ni a los manifestantes en costaleros. Los hechos institucionales son un tipo de hechos sociales86. Requieren la existencia de instituciones humanas especiales para su misma existencia. El lenguaje es una de esas instituciones. Una indemnización, una condena de privación to de institución utilizado por este autor, «What is an institution»: Journal of Institutional Economics 1 (2005), pp. 1-22. 83. J. R. Searle, La construcción de la realidad social, cit., p. 45. 84. Ibid., p. 44. 85. Ibid., p. 51. 86. Ibid., p. 44.
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de libertad, el héroe, el entierro, el cementerio, la pena de muerte, la tortura... son hechos institucionales ya que precisan de la existencia de instituciones para que puedan existir: sin tribunales, jueces y leyes... no hay indemnización ni condenas judiciales. Por más que en su raíz neuro-fisiológica el dolor sea un hecho bruto, en su dimensión social el dolor es un hecho institucionalizado. Y son los mútliples procesos y mecanismos de institucionalización los que acaban constituyendo el ser social del sufrimiento. Pues bien, la política y el derecho son mecanismos de institucionalización del dolor. Al hablar de hechos institucionalizados o de procesos de institucionalización se toma como base el término ‘institución’. Si algo caracteriza a este término es la amplitud de referencias que presenta87. Pero ocurre que siendo ésta una de sus ventajas, es al mismo tiempo fuente de una de las principales insatisfacciones que genera. El término ‘institución’ es utilizado frecuentemente como un comodín. En el terreno jurídico, la noción de ‘institución’ ha tenido acotaciones precisas. Maurice Hauriou, inicia La teoría de la institución y de la fundación (Ensayo de vitalismo social) (1925), presentando la institución con estas palabras: «Las instituciones representan en el derecho, como en la historia, la categoría de la duración, de la continuidad y de lo real; la operación de su fundación constituye el fundamento jurídico de la sociedad y del Estado»88. Otro jurista en cuya obra la noción de institución ocupó un lugar central fue Santi Romano. En El ordenamiento jurídico, Romano objeta a Hauriou que éste reduzca el concepto de institución a aquella clase de organizaciones que han alcanzado ya un cierto grado de desarrollo y de perfección89. Según Romano, institu87. Puede verse N. Abercrombie, Clase, estructura y conocimiento, Península, Barcelona, 1982. En este texto comenta las aportaciones de A. Schutz, P. L. Berger y Th. Luckmann. 88. M. Hauriou, La Teoría de la Institución y de la Fundación (Ensayo de vitalismo social), Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1968, p. 31. 89. S. Romano, El ordenamiento jurídico, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1963, p. 119.
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ción es todo ente o cuerpo social90 que reúne características como: existencia objetiva y concreta, existencia exterior y visible, es manifestación de la socialidad humana, posee individualidad propia, es delimitada y permanente, al tiempo que es una organización social91. La institución es por sí misma una organización, una máquina con objetivos estructurados92 que ordena el tiempo y el espacio en el que se da. Frente a la contingencia que caracteriza el actuar humano, la institución aporta determinación, estabilidad y objetividad. Las instituciones —también las que tienen que ver con el sufrimiento— son mecanismos de organización-ordenación social. Se sitúan y actúan entre la contingencia de lo humano y la estabilidad93. Esta forma de hablar de la ‘institución’ coincide con el enfoque institucionalista en ciencias sociales que concibe la institución como un sistema de reglas que regula la conducta de una colectividad. Muchos de los rasgos apuntados con anterioridad también son admitidos comúnmente por la antropología al designar con el término ‘institución’ todo aquello que en una sociedad toma la forma de un dispositivo organizado tendente al funcionamiento o a la reproducción de esa sociedad, y que resulta de una voluntad original —acto de instituir— y de una adhesión, al menos tácita, a su supuesta legitimidad94. Dentro de la amplitud de referencias que evoca el término ‘institución’ y sus derivados, aquí se llama la atención sobre lo siguiente. La ‘institucionalización del sufrimiento’ presupone la existencia de un mundo ya configurado que socializa a las personas en un determinado quehacer social. Surge en este punto una cuestión delicada que puede pasar fácilmente desapercibida. Las instituciones pueden ser vis90. Ibid., p. 122. 91. Ibid., p. 128. 92. G. Guarino, L’uomo-istituzione, Laterza, Roma-Bari, 2005, pp. 99 y 114, entre otras. 93. F. Ciaramelli, Istituciones y normas, Trotta, Madrid, 2009. 94. P. Bonte y M. Izard, Diccionario de Etnología y Antropología, Akal, Madrid, 2005, p. 392.
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tas como elementos externos a las personas. Según este modelo, una cosa sería, por ejemplo, la institución de la cárcel, del hospital o del psiquiátrico... y otra distinta sería cómo la persona —ya sea preso, juez, enfermo, médico o simple miembro de la sociedad que ha creado y mantiene esa institución— vive esa institución. Frente a esta posición que establece una separación nítida entre lo externo y lo interno a la persona —entre lo social y lo personal—, la relación de los miembros de una sociedad con las instituciones que en ella se dan puede ser planteada de otra forma: atendiendo a la interdependencia entre lo interno y lo externo, entre lo autónomo y lo heterónomo. Esta segunda postura plantea que las instituciones impregnan constantemente al ser humano desde su nacimiento95. No se dice que las instituciones rodeen a la persona, sino que la impregnan. Esto significa que las instituciones poseen una doble naturaleza social: en relación con las personas son externas e internas al mismo tiempo ya que interiorizamos aspectos de las instituciones en las que somos96. Al plantear que lo que se hace con el sufrimiento es un hacer institucionalizado surge una duda: ¿qué queda institucionalizado, el sufrimiento o los mecanismos sociales, culturales, jurídicos, religiosos, políticos... que se ocupan de las experiencias del dolor de las personas? ¿Qué queda institucionalizado, la figura del médico o el dolor del enfermo, el verdugo o el padecimiento del reo? La respuesta es que tanto una cosa como la otra. O, mejor dicho, es a través de la pluralidad de mecanismos existentes como el sufrimiento queda institucionalizado en tanto que experiencia con existencia personal y social. Las instituciones son las solidificaciones temporales del magma social. La institucionalización del sufrimiento no ha de ser vista como la fijación ad eternum de las previsiones, implicaciones y criterios acerca de qué hacer con el sufrimiento. Tampoco ha de ser visto como la petrificación de lo 95. C. Castoriadis, «Poder, política y autonomía», en El mundo fragmentado, Nordan Comunidad, Montevideo, 1990, pp. 69 ss. 96. M. Douglas, Cómo piensan las instituciones, Alianza, Madrid, 1996.
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que en una sociedad dada el sentido común dominante señala que hay que hacer con el sufrimiento. Que las instituciones tiendan a la rigidez, y que las sociedades —especialmente las tradicionales— conserven cuidadosamente la mayor parte de sus instituciones, no ha de impedir plantear que las instituciones se hallan sometidas a cambios. 1.5. La vulnerabilidad del ser humano y la desigual distribución del sufrimiento La vulnerabilidad es un rasgo esencial de la condición humana. La raíz etimológica del término ‘vulnerable’ expresa la noción de herida, golpe, daño... ya sea dado o recibido. Que el ser humano sea vulnerable remite siempre a la misma idea: puede ser dañado, puede quedar herido, sufre. En el caso opuesto estaríamos ante la noción de lo invulnerable: aquello que no puede ser dañado. Schopenhauer afirmaba que «Lo único que nos es dado originaria e inmediatamente es la carencia, esto es, el dolor»97. Consideraba que el ser humano es esencialmente un ser doliente, un homo patiens. Los seres humanos pueden ser dañados por causas naturales: un terremoto, un tifón, la erupción de un volcán... Y también pueden ser dañados por causas atribuibles al quehacer humano en cualquiera de sus manifestaciones: sociales, militares, políticas, científico-tecnológicas, económicas, religiosas, culturales o jurídicas. Si se comparan las causas naturales con las humanas, el resultado es apabullante: la acción y la creación humanas son las principales fuentes del padecimiento humano. Todos los seres humanos son naturalmente vulnerables ante la enfermedad, la pobreza, la tortura, la contaminación química del aire o la explotación. Desde este punto de vista existe una cierta igualación natural de los seres humanos. Ahora bien, las personas se hallan desigualmente expuestas 97. A. Schopenhauer, La metafísica de las costumbres, Trotta, Madrid, 2001, p. 63.
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ante estos generadores de sufrimiento y resultan desigualmente dañadas98. No nos sirve por tanto la imagen milenarista del juicio final en la que se produce la mítica igualación: el rey y el plebeyo —el rico y el pobre— despojados de sus vestimentas y privilegios terrenales se presentan ante el juez supremo. Que cualquier persona pueda enfermar, padecer pobreza, ser torturada o explotada, no ha de confundirse con la situación real en la que viven las personas. Siendo semejante la vulnerabilidad biológica de las personas, la vulneración a la que se ven sometidas a lo largo de su vida es tremendamente desigual. Puede darse una igualación temporal en el dolor pero tal igualación en términos generales tan sólo es temporal. La exposición a la vulneración y la disposición de mecanismos de protección frente a ella son tremendamente desiguales. Hay personas cuyos cuerpos —los de los obreros, los del lumpemproletariado, los de buena parte de las mujeres y los de los que ocupan posiciones subsidiarias principalmente— sufren de lleno el cansancio, los siniestros de trabajo, los golpes, la mala alimentación, el maltrato, la desatención, la inseguridad... Se encuentran en la primera línea, son cuerpos expuestos, mientras que otras clases sociales pueden colocar entre sus cuerpos y la adversidad bienes materiales y culturales que les preservan, así como personas a las que se les paga para servirlos y mantenerlos99. La balsa de la Medusa En el verano de 1816, la fragata francesa La Medusa se dirigía hacia Senegal. En ella viajaban autoridades, científicos, soldados y colonos. La embarcación encalló en un banco de arena y tuvo que ser evacua98. Vid., por ejemplo, el Informe sobre la salud en el mundo 2008. La atención primaria de salud. Más necesaria que nunca, OMS, Ginebra (se puede consultar en ). Vid. también R. Wilkinson, Las desigualdades perjudican. Jerarquías, salud y evolución humana, Crítica, Barcelona, 2001; J. Benach y C. Muntaner, Aprender a mirar la salud. Cómo la desigualdad daña nuestra salud, El Viejo Topo, Barcelona, 2005. 99. A. Farge, Efusión y tormento. El relato de los cuerpos. Historia del pueblo en el siglo XVIII, Katz, Buenos Aires, 2008, pp. 18 y 173.
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da. Los pasajeros privilegiados —autoridades civiles y mandos— ocuparon los botes disponibles; para el resto del pasaje —149 personas según unas fuentes, 152 según otras— se construyó una balsa que debía ser arrastrada por los botes. Al poco de iniciarse esta maniobra, la balsa es dejada a la deriva por decisión de los mandos y la autoridades civiles y sus ocupantes quedan abandonados a su suerte. Sobrevivieron doce personas. Según se supo después por el testimonio de un superviviente, los pasajeros recurrieron al canibalismo para intentar sobrevivir.
Théodore Géricault reflejó estos hechos en el cuadro Le radeau de la Méduse —1818/1819—. Las circunstancias políticas del momento —con Luis XVIII regresaban los borbones— convirtieron este hecho en un escándalo político y una cuestión de Estado. Más allá de esto, lo ocurrido en La Medusa muestra cómo las estructuras existentes y las relaciones de poder a las que responden hacen que las personas sean desigualmente vulneradas.
Para una parte de la humanidad su tarea diaria principal es sobrevivir, es decir, atender las exigencias perentorias de su biología humana y evitar los riesgos y daños que amenazan su existencia100. El modelo económico-cultural hegemó100. Vid. Z. Bauman, Vidas desperdiciadas. La Modernidad y sus parias, Paidós, Barcelona, 2005.
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nico tiende a percibir estas vidas como vidas superfluas101, suprimibles, innecesarias e inútiles, cuando no sospechosas y peligrosas102. No parece que la crisis económica mundial que hoy se vive ni las soluciones que se han pergeñado vayan a alterar esta circunstancia, bien puede pasar que se intensifiquen sus dramáticas condiciones de vida. Pensar hoy la vulnerabilidad y los mecanismos de vulneración exige percibir la aparición de riesgos globalizados y sus efectos sobre la población mundial. El desarrollo de los procesos de globalización ha generado contextos que provocan o pueden provocar daños globales: calentamiento del planeta, contaminación química del aire y del agua o destrucción de la biodiversidad, por citar algunos. Este proceso en marcha provoca lo que puede ser visto como una globalización de la vulnerabilidad. Sin embargo, la realidad de este proceso no ha de impedir visualizar dos cuestiones fundamentales: la desigual incidencia territorial y social de los riesgos globalizados y de los mecanismos de protección frente a ellos —en aquellos casos en que existan— y, en segundo lugar —lo que es consecuencia de lo primero—, la desigual vulneración de las personas y de los grupos sociales. Ambas cuestiones quedan comprendidas en lo que podemos llamar la desigual globalización, entendiendo por desigual tanto las desigualdades existentes en el inicio del proceso histórico de globalización, como la reproducción y ampliación de las mismas. La desigual globalización conlleva una desigual distribución de riesgos, daños y sufrimientos103. De la misma forma que se da una distribución de bienes en cualquier modelo de organización económico-social, también se da una distribución de riesgos, daños y sufrimientos. En las condiciones actuales esta distribución supone dos cosas: la desigual ex101. Fr. Engels ya introdujo la categoría de ‘población superflua’ en La situación de la clase obrera en Inglaterra, OME 6, Crítica, Barcelona, 1978, p. 341, entre otras. 102. Vid. D. Garland, La cultura del control. Crimen y orden social en la sociedad contemporánea, Gedisa, Barcelona, 2005. 103. J. A. López Cerezo y J. L. Luján, Ciencia y política del riesgo, Alianza, Madrid, 2000, p. 28.
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posición de las personas frente a estos riesgos y, al mismo tiempo, el desigual acceso a los mecanismos de prevención, protección y reparación de los daños. El verbo ‘distribuir’ significa en su acepción literal: «dividir una cosa entre varios, designando lo que a cada uno corresponde, según voluntad, conveniencia, regla o derecho». En este sentido podría resultar inadecuado hablar de una distribución del sufrimiento, ya que parecería que existe una cantidad ‘x’ de sufrimiento que se divide entre varios. Para no caer en este error, es preferible entender la distribución en una doble acepción: es un presupuesto de los modelos de estructuración económico-productiva, político-jurídica y socio-cultural de las sociedades y es, a su vez, una consecuencia del funcionamiento de estos modelos104. Dicho de otra forma, la generación y/o prevención del sufrimiento al que queda expuesta la gente es un presupuesto y una consecuencia de los modelos de organización social. Pongamos como ejemplo histórico la sociedad esclavista para precisar qué se quiere decir cuando se habla de la distribución del sufrimiento. El régimen esclavista de producción, y sus revestimientos jurídicos, políticos, culturales, económicos e ideológicos, suponen que una parte de la población se beneficia de la explotación a la que queda sometida la población esclava. En buena medida, este beneficio significa que la parte de la población beneficiada se protege respecto de las causas potenciales y reales de sufrimiento derivadas de los procesos productivos: agotamiento, enfermedades, daños corporales, muerte prematura, abusos, denigración... Los sufrimientos impuestos a unos suponen habitualmente que otros posean el privilegio —en ocasiones convertidos en derechos— de evitar que esos sufrimientos —o las causas potenciales de los mismos— recaigan sobre ellos. La exposición 104. Sobre la distribución de las enfermedades entre la población, vid. P. Farmer, «Una realidad horriblemente interesante»: mientras tanto 90 (2004), pp. 45-52; Íd., «On Suffering and Structural Violence», en A. Kleinman, V. Das y M. Lock (eds.), Social Suffering, University of California Press, Berkeley, 1997, pp. 261-283.
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de unos se justifica, explícita o implícitamente, mediante la preservación de otros. La institución de la esclavitud presenta históricamente aspectos económico-productivos —el esclavo queda obligado a trabajar para su amo—, político-jurídicos —se regula jurídicamente la figura del esclavo, su propiedad y estatus y se le sitúa en los arrabales de la sociedad política— y socio-culturales —el esclavo y su padecimiento ocupan una posición social subsidiaria—. La desigual distribución del sufrimiento en el modelo esclavista guarda una relación de coherencia con la nula relevancia social de su sufrimiento. Tanto la desigual distribución como el trato desigual del sufrimiento son un presupuesto y una consecuencia de la sociedad esclavista. El modelo esclavista muestra con claridad la relación entre la organización del trabajo y la distribución del sufrimiento. Si se acepta que la organización de la producción determina la organización de la distribución, el sufrimiento infligido también resulta distribuido mediante la organización de las estructuras económico-productivas105. En esta relación, la organización del trabajo y de sus condiciones de realización se convierte en un mecanismo esencial de distribución social del sufrimiento. El dolor es un factor ligado al trabajo106. La propia etimología de la palabra trabajo da noticia de ello. Esta palabra deriva de tripalium: estructura de tres pies que permitía inmovilizar los caballos y otros animales para herrarlos, castrarlos o curarlos. Posteriormente también dio nombre a un potro de tortura107. Con todo, la naturaleza del trabajo es ambivalente108: comporta esfuerzo y en ocasiones dolor, 105. K. Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, Siglo XXI, Madrid, 1972, pp. 15-16. 106. Vid. Chr. Dejours, Trabajo y sufrimiento. Cuando la injusticia se hace banal, Modus Laborandi, Madrid, 2009. 107. Ph. Laburthe-Tolra, Etnología y Antropología, Akal, Tres Cantos, 1998, p. 234. 108. J. Rodríguez Guerra, La transformación de la sociedad salarial y la centralidad del trabajo, Talasa, Madrid, 2006, p. 10.
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daño y muerte, y al mismo tiempo es creativo. Ocupa el centro de la vida social, pese a las transformaciones habidas en el último tercio del siglo XX109. Históricamente las distintas culturas del trabajo se han caracterizado por incorporar como un elemento más la cultura del sufrimiento. Esta cultura se entronca en los procesos de socialización y, en este sentido, desborda la mera adquisición de competencias técnicas mediante el aprendizaje de un oficio. Se trata de culturas del sufrimiento funcionales a los modelos de organización del trabajo. Por ejemplo, la cultura obrera ha tenido tradicionalmente como cuestión de orgullo y signo de excelencia personal y de resistencia y fuerza, el hecho de no haber faltado al trabajo a pesar de las duras circunstancias del trabajo y de la vida110. O el exponerse insensatamente a riesgos como muestra de virilidad. Se trata ciertamente de una adaptación de la persona y su cuerpo a las condiciones de trabajo, pero también se trata de una comunión cultural con un grupo de referencia en la que el trabajo es un elemento central. Trabajo, sufrimiento y orden económico-productivo En el Estado español, en 2006 murieron unas 16.000 personas a consecuencia de enfermedades laborales. Se estima que el 9% de los trabajadores y el 13% de las trabajadoras padecen algún tipo de dolencia relacionada con el trabajo. Destacan las alteraciones osteomusculares y las mentales111. Las enfermedades y los siniestros laborales forman parte del orden económico-productivo y tienen una clara incidencia social. Pueden ser considerados como costes pero también como resulta109. R. Castel, La metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado, Paidós, Barcelona, 1999. 110. D. Le Breton, Antropología del dolor, Seix Barral, Barcelona, 1999, pp. 165-167. 111. A. M. García, R. Gadea y V. López, Impacto de las enfermedades de origen laboral en España, Instituto Sindical de Trabajo, Ambiente y Salud (ISTAS), Madrid, 2007. Puede consultarse en . Actualización de datos en .
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do del modelo productivo. Los sistemas contables actualmente utilizados dan cuenta de los días de trabajo perdidos, de las indemnizaciones pagadas cuando el trabajador enferma o sufre un siniestro laboral. También podrían recoger el padecimiento experimentado por el trabajador. En los últimos años, la Agencia europea para la seguridad y la salud en el trabajo112 ha desarrollado instrumentos de evaluación de los costes de los siniestros laborales que toman en cuenta el padecimiento de los trabajadores y su entorno familiar. Esta metodología se aplicó en un estudio que se dio a conocer a principios de 2009 en el que se analizaron los costes de los siniestros laborales que tuvieron lugar en Cataluña en 2007. En este estudio se plantearon dos cuestiones: quién asume los costes del siniestro —empresa, trabajador o sociedad— y el tipo de coste —pérdida de ingresos a largo plazo, costes asociados al mantenimiento de la producción, costes sanitarios, costes de administración y costes del dolor y del sufrimiento. Los datos que se manejaron a partir de la valorización del dolor y del sufrimiento de los trabajadores indicaron que los costes de los siniestros laborales se distribuían de la siguiente forma: 63% trabajadores, 30% sociedad, 7% empresa. En cuanto a la distribución de los costes según la tipología de los siniestros, el 58% corresponden al dolor y el sufrimiento de los trabajadores, el 18% al mantenimiento de la producción, el 15% a la pérdida de beneficios a largo plazo y 9% a gastos sanitarios113.
La expresión ‘distribución del sufrimiento’ también hace referencia a la asignación de recursos para afrontar las situaciones que generan o pueden generar sufrimiento. De esta forma, cualquier modelo social distribuye entre sus miembros los recursos disponibles para prevenir daños y, en su caso, dar respuesta a daños ya producidos. En esta faceta de la distribución del sufrimiento, las dos preguntas básicas a plantear son: qué recursos existen y quiénes son los destinatarios de los mismos. En el modelo de Estado social, esta 112. . 113. .
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distribución se debe hacer —otra cosa es que se haga— mayormente mediante la estructura de los derechos sociales y el funcionamiento de su aparato público-asistencial. Buena parte de los derechos actualmente reconocidos en los textos constitucionales, así como los procesos históricos que han permitido su conquista, guardan una estrecha relación con el sufrimiento al que está sometida la población. La genealogía de los derechos recoge en términos históricos las luchas contra el sufrimiento infligido. La presencia del Estado en la vivencia del dolor —salvados los conflictos bélicos generalizados— halló su máxima expresión en el modelo de Estado asistencial desarrollado durante la segunda mitad del siglo XX. En esta época el Estado incorpora un mayor número de padecimientos reales y potenciales en su programación política y jurídica. Esta expansión se hizo por agregación de nuevas funciones y ampliación de las ya existentes. El Estado mantuvo su actuación penal y su poder militar —incrementando exponencialmente durante el período de la guerra fría— y amplió su presencia en el campo laboral y en el campo social: sanidad, educación y protección, básicamente. La crisis de este modelo estatal a partir de finales de los años setenta supuso la quiebra de una parte de los mecanismos de intervención y el debilitamiento de la ideología política que los inspiraban. La gestión de la crisis económica actual ha de marcar la dimensión social del futuro modelo de Estado. Está por ver si éste tomará como uno de sus objetivos fundamentales la protección de la población o bien optará por estructuras potenciadoras de las desigualdades que incrementan la vulnerabilidad de una parte de la población. En este sentido, la perspectiva de la vulnerabilidad permite preguntarse en qué medida las estructuras económicopolíticas-jurídicas protegen al ser humano o lo hacen más vulnerable, en qué medida se previene y protege a la población o se criminalizan las personas que se encuentran en una situación concreta de vulnerabilidad114. De esta forma, 114. Se puede consultar L. Wacquant, Punir les pauvres. Le nouveau gouvernement de l’insécurité sociale, Agon, Paris, 2004.
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es posible estudiar si la aplicación de un modelo económico, político y jurídico dado incrementa o reduce la vulnerabilidad de las personas. Joseph E. Stiglitz, en El malestar en la globalización lo ha expresado en estos términos: Aunque nadie estaba satisfecho con el sufrimiento que acompañaba a los programas del FMI, dentro del Fondo simplemente se suponía que todo el dolor provocado era parte necesaria de algo que los países debían experimentar para llegar a ser una exitosa economía de mercado, y que las medidas lograrían de hecho mitigar el sufrimiento de los países a largo plazo. Algún dolor era indudablemente necesario, pero a mi juicio el padecido por los países en desarrollo en el proceso de globalización y desarrollo orientado por el FMI y las organizaciones económicas internacionales fue muy superior al necesario115.
115. El malestar en la globalización, Taurus, Madrid, 102004, p. 17.
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2 POLÍTICA Y DOLOR
Organizar políticamente una sociedad supone, entre otras cosas, ordenar la existencia social del dolor. Ciertamente tanto la teoría como la filosofía política no han planteado tradicionalmente así la cuestión. Se ha hecho de forma indirecta, ya que el dolor entra en el escenario político de la mano de otras figuras: Estado, soberanía, sanción, ciudadanía, amigo, enemigo, guerra, educación, defensa, orden, memoria... Diríase que en el terreno político el dolor no tiene entidad propia ya que queda incorporado en las instituciones y los conflictos en los cuales es amasado políticamente. Planteemos por un momento un entretenimiento. En el juego infomático SimCity se puede construir virtualmente una ciudad. Supongamos que hemos de cuidarnos no sólo de diseñar calles, viviendas, comercios, fábricas, fuentes de energía, transportes..., sino que también hemos de pensar su organización política. Si nos guiamos por la que hasta el momento ha sido la realidad histórica del poder político, nuestro diseño tendrá aproximadamente los siguientes elementos. Deberemos pensar en un poder organizado sobre un territorio que ejerce dominio sobre una población. Este poder va a ser un poder especializado y diferenciado que utiliza la fuerza combinada con otros elementos para ejercer su dominación y mantener su capacidad de control. Aparece así una primera y esencial relación con el dolor. El orden político se impone y mantiene entre otras cosas mediante la amenaza de la fuerza 73
y mediante la utilización de la misma. Es decir, mediante la posibilidad real de causar un daño. Siguiendo con esta ciudad imaginaria, crearemos unas normas respaldadas por la capacidad coactiva del poder político y una ideología que contribuya a que las personas obedezcan estas normas y acepten la imposición de sanciones a quienes las contravengan. Habrá que establecer mecanismos de distribución de la riqueza disponible y del trabajo que hay que realizar para conseguir satisfacer las necesidades más básicas. También tendremos que pensar qué va a hacer el poder político constituido en caso de que nuestra ciudad entre en guerra con otra, qué se va a hacer con las personas que enfermen ya sea por causa natural o por imposibilidad de satisfacer las necesidades más básicas. En esta lista de cosas no podremos olvidarnos de establecer criterios para resolver los conflictos que se produzcan entre los habitantes de la ciudad y entre éstos y el poder establecido. También habrá que pensar en la educación de los habitantes y qué memoria guardar de aquéllos que se sacrificaron por defender la ciudad. Es posible que en nuestra simulación de ciudad coloquemos algún monumento o placa conmemorativa para celebrar y ayudar a recordar a nuestros héroes. Las ciudades de piedra y carne los tienen. Si la ciudad fuera creciendo tendríamos que ampliar el listado de cuestiones políticas a resolver. SimCity permite instalar fábricas y elegir su grado de contaminación, modelos de obtención de energía, sistemas de transporte... simula los elementos que condicionan esencialmente cómo vivimos. Según sea el modelo de ciudad que hemos organizado estaremos poniendo en mayor o menor peligro la salud de sus habitantes: enfermedades que van a desarrollar, causas más habituales de muerte y calidad de vida que van a poder tener. El ejemplo de la versión política del SimCity aquí utilizada es una caricatura que no pretende más que introducir una visión amplia de la relación entre política y dolor en la que se pueda entender cómo el dolor interroga a la acción política y, al mismo tiempo, cómo el dolor es utilizado como un instrumento político. El funcionamiento de los modelos 74
políticos y de las decisiones políticas incide en el sufrimiento de la gente, puede imponerlo e intensificarlo, pero también puede prevenirlo y aliviarlo. Ésta es precisamente una de las cuestiones más relevantes de la política. Para tratar esta cuestión he elegido combinar la perspectiva teórica con la perspectiva práctica. El análisis político puede centrarse en la realidad de una sociedad determinada de forma que se estudien las bases materiales y la configuración del poder político, su distribución social, los instrumentos de dominación utilizados, las ideologías generadas... Esta visión de la política como un estado de cosas dado históricamente, se completa en esta segunda parte del libro con el análisis de algunos relatos políticos en los que el dolor aparece como un elemento asociado a las principales instituciones políticas. Al combinar estas dos perspectivas se presta atención a la política en tanto que práctica y en tanto que discurso teórico que busca alcanzar efectos prácticos justificando o criticando la realidad existente. 2.1. La política del sufrimiento Todo orden político contiene una ordenación del sufrimiento. Tanto da que se hable de un orden realmente existente, como de un orden pretendido o inventado. En cualquier modelo posible, el sufrimiento queda inscrito en la ordenación política de las sociedades y se convierte en una cuestión política de primer orden. Si se acepta, como señalaba Hannah Arendt, que la política nace en el «Entre-los-hombres» y «se establece como relación»1, es inevitable que la política aborde el sufrimiento ya que la existencia social del sufrimiento es relacional. Además de estar presente en la vida en común de las personas, el sufrimiento se convierte en objeto de la política en la medida en que plantea interrogantes centrales que afectan al desarrollo de la vida en sociedad. 1. H. Arendt, ¿Qué es la política?, Paidós-ICE UAB, Barcelona, 1997, p. 46.
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El sufrimiento posee un carácter fundante en la historia política de los pueblos. Cada régimen político reserva un lugar privilegiado para sus héroes, salvadores o mártires —también para sus enemigos más encarnizados—. Desde las primeras narraciones políticas ha sido así. El sufrimiento que cuenta, el que adquiere carácter fundante, es aquél con el que se identifican los miembros de la comunidad o bien aquel que un grupo dominante propone, difunde e impone como referente político. Se establece de esta forma una relación de distinción, identificación y validación, que actúa como relación de solidaridad política entre el sufrimiento fundante y la situación vital de la comunidad2. Las ciudades, con los nombres de sus calles y los monumentos erigidos, así como los libros de historia recogen múltiples muestras de este carácter fundante del sufrimiento. En Barcelona, junto a la iglesia de Santa María del Mar se encuentra el Fossar de les Moreres, en recuerdo de aquellos que murieron luchando contra las tropas de Felipe V en 1714. Una placa reza lo siguiente: «Als màrtirs de 1714: Al Fossar de les Moreres no s’hi enterra cap traïdor, fins perdent nostres banderes, serà l’urna del honor»3. El sufrimiento adquiere un carácter fundante cuando se le atribuye este rasgo al situarlo en los fundamentos simbólicos de un orden político. La importancia de esta construcción política radica en que el sufrimiento, además de ser utilizado como germinador, funciona como elemento aglutinante que trasciende la materialidad del dolor. Desempeña en este sentido una función religiosa que en determinadas circunstancias históricas se impregna de confesionalidad. Cuando esto sucede, el sufrimiento se convierte en un referente colectivo que es mantenido vivo en el recuerdo. Monumentos, libros, 2. A. Negri (Job: la fuerza del esclavo, Paidós, Barcelona, 2003, pp. 161-162) explica que el dolor es el fundamento democrático de la sociedad política, mientras que el temor es el fundamento del sistema autoritario. 3. «A los mártires de 1714: En el cementerio de las Moreras no se entierra ningún traidor, aun perdiendo nuestras banderas, será la urna del honor», poema de Frederic Soler.
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películas, canciones, exposiciones, poemas, piezas teatrales, plazas y calles, fiestas y discursos... alimentan y actualizan este recuerdo. Estos sufrimientos se construyen políticamente como sacrificios que potencialmente obligan a quienes se reconocen en ellos. No se trata sólo de la emulación de los comportamientos erigidos en referentes políticos, sino también de la activación de una estructura obligacional para con ellos que puede ser ambigua o precisa en función de cuáles sean los intereses en juego. Al conmemorar su sufrimiento se ensalza su sacrificio al tiempo que se mantiene la actualidad del orden político instituido a partir de ese sufrimiento. Por ello, los cambios de regímenes políticos suelen conllevar cambios en los nombres de las calles, aparición y desaparición de estatuas, corrección de libros, reescritura de biografías..., es decir, la sustitución de unos sufrimientos fundantes por otros. La pugna cultural y política en torno a la memoria actuante del sufrimiento. La ordenación política del sufrimiento supone la permanencia de su recuerdo en el espacio y en el tiempo. Arendt sostenía que los conceptos de ‘espacio público’ y ‘espacio político’ no eran intercambiables. Para ella el espacio público sólo llega a ser político cuando se establece en una ciudad, «cuando se liga a un sitio concreto que sobreviva tanto a las gestas memorables como a los nombres de sus autores, y los transmita a la posteridad en la sucesión de las generaciones»4. De esta forma, las ciudades, en tanto que espacios públicos al tiempo que políticos, conservan lugares en los que pervive el recuerdo, ya convertido en símbolo, del sufrimiento. El nomenclátor de cualquier ciudad recoge el tejer y destejer de su historia5. 4. H. Arendt, ¿Qué es la política?, cit., p. 74. 5. En el caso de Barcelona, algunas de sus calles llevan nombres como: ‘Plaça de les heroïnes de Girona’ —en recuerdo de una compañía formada por mujeres que participó en la defensa de Gerona contra el sitio de Napoleón en 1809—; ‘Carrer dels Herois del Bruc’ —también con motivo de la guerra del francés—; ‘Carrer del Tinent Flomesta’ —murió en 1921 en Marruecos, defendiendo el monte Abarrán. Herido de muerte inutilizó
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El sufrimiento fundante es en gran medida un sufrimiento vicario. Unos sufren en lugar de otros. Unos dan la vida por otros. Unos se reconocen en el sufrimiento de otros. Este rasgo es consustancial al carácter relacional de la política. Que el sufrimiento sea en gran medida vicario, lleva a reconocer que existe un sufrimiento compartido en el que también participa la comunidad. Sin este compartir y este reconocer, que implica la existencia de un imaginario en común prolongado en el tiempo y en el espacio, el sufrimiento pierde su carácter fundante. La elección de unos determinados padecimientos como fundamento del orden político exige la negación de otros muchos sufrimientos que contradicen los intereses del grupo dominante. En las construcciones políticas es habitual encontrar unos sufrimientos que cuentan junto a otros que son despreciados. Frente a los sufrimientos que fundan un orden político quedan situados los sufrimientos de quienes ocupan posiciones subalternas, los hundidos. De esta forma, por ejemplo, durante décadas se silenció la existencia de campos de concentración en la España franquista6 y sólo en la última década ha sido posible un deficiente debate público sobre lo que supuso la represión y la opresión franquista. Sacar a la luz los sufrimientos habidos posee una fuerza política radical ya que cuestiona no sólo el régimen político instituido, sino fundamentalmente las relaciones de poder establecidas entre los vencedores y los vencidos, entre quienes se beneficiaron del régimen político y quienes lo padecieron. Debatir públicamente sobre ello exige en parte poner patas arriba el bosque ideológico mediante el que se justifica día a día el padecimiento de los vencidos y la gloria de los vencedores. Marguerite Duras lanzaba la siguiente acusación al finalizar la segunda guerra mundial: las piezas de artillería para que no pudieran ser utilizadas por el enemigo. Fue condecorado póstumamente con la Orden de San Fernando de 2.ª clase Laureada— (puede consultarse en ). 6. Véase, J. Rodrigo, Cautivos. Campos de concentración en la España franquista, 1936-1947, Crítica, Barcelona, 2005.
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El tres de abril De Gaulle dijo esta frase criminal: «Los días de llanto pertenecen al pasado. Los días de gloria han vuelto». [...] De Gaulle no habla de los campos de concentración, es extraordinario ver hasta qué punto no habla de ellos, hasta qué punto muestra una clarísima aversión a integrar el dolor del pueblo en la victoria, y todo por temor a desvalorizar su propio papel. [...] De Gaulle ha decretado luto nacional por la muerte de Roosevelt. Hay que tratar a América con tiento. Francia llevará luto por Roosevelt. El luto por el pueblo no se lleva7.
A principio de septiembre de 2002 le preguntaron al entonces primer ministro británico, Toni Blair, si estaba dispuesto a enviar tropas a Irak para «pagar el precio de la sangre» que exigía el mantenimiento de las estrechas relaciones entre Estados Unidos y Gran Bretaña. Contestó que sí8. Otro tanto debió pensar el por entonces presidente del gobierno español, José María Aznar. Se confirmaba una vez más una constante histórica: unos pocos deciden sobre la sangre de muchos. Unos gestionan el sufrimiento de otros, ya sean estos otros vistos como amigos, ya sean vistos como enemigos. Voltaire abre su Tratado sobre la tolerancia narrando el proceso y suplicio de Pierre Calas, acusado de haber estrangulado y ahorcado a su propio hijo. Pierre era protestante en una ciudad católica —Toulouse— en la que se continuaba celebrando en 1763 con una procesión y fuegos artificiales el día en que, dos siglos antes, habían dado muerte a cuatro mil herejes. Voltaire partía de este juicio para hablar del fanatismo y de la intolerancia que lleva a ajusticiar a un inocente. El relato recoge los mimbres políticos, jurídicos y religiosos con los que se construyó el suplicio de Pierre Calas. 7. El dolor, Plaza y Janés, Barcelona, 1985, pp. 41-43. 8. Uno de los periodistas que con mayor claridad analiza y denuncia la responsabilidad de los gobiernos occidentales en los desastres de Irak, Afganistán, Palestina y Líbano es R. Fisk (La era del guerrero, Destino, Barcelona, 2008).
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Lo mismo ocurre en el caso Dreyfus que tan bien documentara y defendiera Émile Zola9. A finales del XIX, el capitán Dreyfus, de origen judío, es acusado de espionaje. El juicio se convierte en un proceso irregular que finaliza en una condena de degradación y deportación. Al cabo de un tiempo se supo que Dreyfus era inocente. Pese a ello, su restitución tardó en producirse. El antisemitismo y el nacionalismo, junto a una razón de Estado depravada, fueron los factores que alimentaron el padecimiento de este inocente y de su familia, al tiempo que dividieron a la sociedad francesa entre los que daban apoyo a lo que Dreyfus representaba y aquellos que exigían el mantenimiento de su condena. El caso de Calas o el de Dreyfus —así como muchos otros que se pueden proponer10— muestran claramente cómo inciden los elementos políticos en el ser social del sufrimiento, hasta el punto de que el sufrimiento de Dreyfus o de Calas pierden peso como narración de una historia personal al quedar engullido en la fuerza colectiva de la acción política. La presencia del Estado en la vivencia del dolor ha sido una constante histórica que se ha movido entre dos principios: el de agresión y el de protección. El poder político organizado actúa históricamente como una fuente de sufrimiento para aquellos que son sancionados, eliminados, perseguidos, sometidos o explotados. Una de las características del soberano es su capacidad para causar dolor. En tanto que soberano, en la defensa de su hegemonía utiliza su capacidad para dañar a quienes tratan de subvertir el orden impuesto, al tiempo que crea instrumentos de legitimación de este uso de la fuerza. Al mismo tiempo, el poder político organizado ejerce y/o dice ejercer funciones de protección para una parte —mayor o menor— de la población. De una forma u otra, y en ocasiones mediante la combinación de la agresión y la protección, el poder político estatal ha constituido his9. ¡Yo acuso! La verdad en marcha, Curso, Barcelona, 1998. 10. Vid. por ejemplo, el vídeo De nens, de Joaquim Jordà, o La espalda del mundo, con guión de Elías Querejeta, Fernando León de Aranoa y Javier Corcuera y dirigida por este último.
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tóricamente un marco de expectativas —terrible en muchas ocasiones11— para una parte importante de las experiencias de dolor de la gente. Hay dos operaciones profundamente políticas que están en la base de la gestión del sufrimiento: la distinción y la validación —o invalidación— del sufrimiento de las personas. El estudio de estos mecanismos y de su relevancia puede hacerse sobre un número prácticamente inagotable de casos. Aquí se propone uno: el tratamiento dado a las personas que sufrieron a consecuencia de la guerra civil española. Ante este enunciado, una respuesta rápida sería: «todos sufrieron». De aceptar esta respuesta como cierre de la cuestión se estaría omitiendo una cuestión central: cómo se distinguió entre los sufrimientos de los que defendieron una causa u otra, y qué sufrimientos quedaron validados y cuáles invalidados. ¿Quiénes recibieron pensiones, honores y cargos? ¿Quiénes fueron encarcelados, silenciados y reprimidos? La constante histórica es la misma: los vencedores se adueñan del sufrimiento de la gente, ya sea para rendirle honores o para incrementarlo mediante la represión. Así de primario. Mientras unos ocupan el centro, otros son expulsados a los arrabales de la política. Las personas y los grupos sociales que ocupan los arrabales del escenario socio-económico son precisamente los mismos grupos que ven cómo sus padecimientos son marginados a las afueras de la organización política. Esta expulsión a los arrabales indica que, vistos desde la perspectiva del grupo social hegemónico, a determinados sufrimientos se les confiere un ínfimo reconocimiento político. Era el caso de la percepción del dolor de los negros por parte de la cultura blanca dominante en los Estados del Sur estadounidenses12 y es el caso de la percepción que los vencedores imponen sobre el sufrimiento de los vencidos. 11. Vid., como ejemplo documental, Y. Ternon, El Estado criminal. Los genocidios en el siglo XX, Península, Barcelona, 1995. 12. D. Morris, La cultura del dolor, Andrés Bello, Santiago de Chile, 1994, p. 44.
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Tienen razón quienes afirman que hay muertos de primera, de segunda, de tercera... La muerte iguala biológicamente a las personas, pero no las iguala políticamente. Lo mismo sucede con el sufrimiento. Hay padecimientos que son reconocidos y valorados, mientras que otros —que incluso pueden tener un origen y una objetivación similares— son silenciados y despreciados. Esto indica que la suerte social y política —también jurídica— de los sufrimientos de los vencedores nunca ha sido la misma que la de los vencidos. La memoria histórica del sufrimiento —la memoria del dolor— que han soportado las personas es una cuestión política irrenunciable. El poder instituido, sea del signo que sea, trata de negar y hacer olvidar aquellos sufrimientos que le incomodan, así como las preguntas sobre los mismos. Interrogarse acerca de las causas del sufrimiento de la gente y sobre qué se ha hecho con su sufrimiento suele ser considerado incómodo, cuando no peligroso, ya que desvela las condiciones en que transcurre la vida. La existencia de una comunidad política exige la identificación de sus miembros, la identificación del nosotros. La cuestión que aquí se plantea es en qué medida el sufrimiento ha de ser uno de los elementos a tener en cuenta en la construcción del nosotros que forma la comunidad política. Richard Rorty concibe la solidaridad como la capacidad de percibir que las diferencias tradicionales —de tribu, religión, raza, etc.— carecen de importancia cuando se las compara con las similitudes referentes al dolor y la humillación. Según esto, la percepción de esta semejanza en la vulnerabilidad permitiría considerar incluidas en la categoría de nosotros a personas muy diferentes de nosotros13. Tal como expondré, esta perspectiva es necesaria, pero insuficiente. Cuando se habla del nosotros se ha de precisar si se habla en sentido universal —el nosotros formado por todos los seres humanos— o en sentido restringido. En este segundo sentido, hay que precisar de qué nosotros se está hablando: el nosotros formado por los seguidores de una determinada 13. Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1991, p. 210.
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confesión religiosa, el formado por los nacionales de un país, por los que tienen una determinada orientación sexual, el formado por las mujeres o los hombres... Hay muchos nosotros posibles. La propuesta universalista es precisamente eso, una propuesta, en ningún caso es la descripción de un estado de cosas. Es importante en tanto que propone hacia dónde caminar. Pero si se ha de tomar en serio y se quiere que pueda tener resultados, ha de ser contrastada con los procesos históricos protagonizados por la humanidad. Los procesos psicosociales observables indican que la pretensión universalista del igual reconocimiento del dolor y la humillación se cumple raras veces en términos reales. Lejos de abrir la comunidad, el dolor la cierra, la restringe, remarca quién pertenece a ella y quién es extraño. Es cierto que el dolor se halla en la base material y espiritual de las comunidades, pero hasta el momento no hemos sido capaces de fundamentar en términos reales la universalidad en el sufrimiento, como tampoco hemos sido capaces de construir una universalidad de deberes: una Declaración universal de deberes humanos, por ejemplo. Ante una situación de dolor, quienes comparten la misma situación tienden a establecer vínculos de solidaridad que en ocasiones cumplen funciones de defensa, autoayuda e incluso supervivencia. En Muertos sin sepultura14, Jean-Paul Sartre sitúa a sus personajes en una celda en espera de ser torturados. A medida que son torturados se establece una unión entre los torturados de la que se excluye a aquellos que no lo han sido. En este caso, el nosotros se construye a partir de la experiencia del dolor y no desde la capacidad de reconocer el sufrimiento o la posibilidad de sufrir. Precisamente esta capacidad de reconocer es la que lleva no a incluir, sino a excluir del grupo al que no ha sido torturado. Correr o no correr la misma suerte, estar expuesto o no al dolor y a la humillación, son cuestiones ineludibles que acercan la reflexión a la realidad de los procesos materiales 14. Muertos sin sepultura, Alianza, Madrid, 1983.
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e ideales mediante los que se configuran y mantiene unidas las comunidades. La posición de Rorty es necesaria pero insuficiente. Si, como he sostenido, el sufrimiento ha de ser pensado en su relacionalidad, al elegir el punto de vista desde el que hablar de la relación entre sufrimiento y solidaridad hay que tener en cuenta que como mínimo puede haber dos perspectivas desde las que plantear el reconocimiento del sufrimiento: el punto de vista de quien se halla en una posición hegemónica y el punto de vista de quien se halla en situación de exclusión. La posición de quien mira el naufragio y la posición de quien está en el naufragio. Colocar la capacidad de reconocer el sufrimiento al que quedan expuestas las personas como centro de la solidaridad es necesario, pero insuficiente. Esta capacidad ha de tener un contenido político. Ha de partir de la realidad sufriente de la humanidad y no de una posición ideal que escamotee el análisis de las causas del sufrimiento que unos hombres imponen a otros. Las personas se hallan en situación de desigualdad, en posiciones asimétricas15, lo que obliga a incluir en la dimensión política de la solidaridad la realidad de las desigualdades existentes, el desigual sufrimiento derivado de las condiciones de vida a las que se ven sometidas las personas. Por ello, la perspectiva desde la que construir un concepto político de solidaridad debería incluir preferentemente la causa de los excluidos y no la referencia de los privilegiados. De no introducirse esta perspectiva y plantearse su dimensión política transformadora, la noción de solidaridad sólo servirá para reproducir las relaciones de poder ya existentes. Dicho con otros términos, extenderá, en el mejor de los casos, el paternalismo político sobre aquella población que queda excluida del nosotros.
15. R. Mate, La razón de los vencidos, Anthropos, Barcelona, 1991, p. 21, entre otras.
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2.2. Lo que se hace con el sufrimiento pertenece a las raíces de la vida en común Lo que se hace con el sufrimiento posee una dimensión política insoslayable desde el momento en que aspectos determinantes de la vida en común se hallan organizados políticamente. Las personas poseen experiencias de lo que individual y colectivamente, en un contexto socio-histórico preciso, llamamos ‘dolor’. Estas experiencias tienen una dimensión íntima-personal al tiempo que social. Pertenecen inexcusablemente a la esfera personal, al tiempo que pertenecen también a la esfera social. La convivencia de la persona con el dolor, lejos de ser un ejercicio libre, es en gran medida una experiencia pautada. El dolor tiene su propia gramática16 colectiva y personal. En su dimensión colectiva contiene signos y significados que se generan y reconocen socialmente —un rostro contraído y triste, un andar lento y pesado, una voz apagada y sin pulso, el luto, el llanto desconsolado...—. En su dimensión personal, cada cual se apropia de esta gramática mediante los procesos de socialización y hace uso de la misma según sus circunstancias y su carácter. Veamos una representación pictórica de la dimensión colectiva y personal del sufrimiento y qué supone pensarlo desde esta doble dimensión. Caravaggio representa en esta obra —principios del siglo XVII— al sacamuelas haciendo su trabajo. Otros pintores han prestado atención a este mismo tema. En todos los casos se explica lo mismo. En la pintura de Caravaggio, el sufrido personaje podría contar —una vez se hubiera repuesto— que hace unos días sintió un fuerte dolor de muelas que le mortificaba día y noche; que probó un remedio casero con poco éxito, y no sabiendo qué más hacer, decidió acudir al sacamuelas. No fue por gusto, sino por una dolorosa necesidad. Éste le hurgó en la boca para arrancarle la muela que le do16. S. Natoli, L’esperienza del dolore. Le forme del patire nella cultura occidentale, Feltrinelli, Milano, 71995, p. 14.
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lía. La experiencia fue tan tremenda que ya no sabía qué le provocaba más dolor: si la muela o los empeños del dentista. Es de pensar que nunca olvidará esta experiencia. Temerá, probablemente, su próximo encuentro con el matasanos. El resto de personajes, con la excepción del sacamuelas, observan y forman parte de la escena. Ninguno pierde ripio, ni siquiera el niño. Cada cual tendrá sus motivos para mirar y sus reflexiones que hacer: ¿Por qué prestan tanta atención? ¿Qué están viendo en ese hombre atormentado? ¿Tal vez la anciana desdentada recuerda sus propios encuentros con el sacamuelas? ¿Puede ser que el personaje de la derecha, en actitud reflexiva, piense cuán vulnerables somos las personas ya que una simple muela nos pone en tal situación? El herrerodentista agarra con su mano izquierda el hombro del sufriente que expresa en su cuerpo y en su gesto el dolor que sufre: los músculos del cuello tensados, la mano izquierda abierta como queriendo decir ¡basta ya! y la derecha apretando el brazo de la butaca en la que está sentado. La composición puede ser mirada como una representación de la dimensión personal al tiempo que social del dolor. La imagen permite hacerse una idea de lo que se hace con el sufrimiento, en este caso con el dolor de muelas que tenía 86
nuestro doliente personaje a principios del siglo XVII. A partir de la representación de Caravaggio, se pueden formular preguntas que ayuden a comprender lo que se hacía con el dolor de muelas en esta época. Algunas de las preguntas posibles serían éstas: ¿Qué técnicas de extracción aprendió el sacamuelas? ¿Dónde las aprendió? ¿Qué herramientas utiliza, además de las tenazas? ¿Cuánto cobra por extracción? ¿Puede reclamar judicialmente el sufriente si el sacamuelas le extrae una pieza sana? ¿Cómo espera el grupo que se comporte el doliente impaciente durante la extracción? ¿Puede gritar cuanto quiera y soltar improperios a diestro y siniestro repasando lo divino y lo humano o se espera de él que se contenga mostrando su dominio del dolor? ¿Qué le dirán sus acompañantes con más buena intención que acierto?... En todo caso, los interrogantes que se formulen sobre lo que hacemos con el sufrimiento son interrogantes acerca de aspectos del contexto en el que el sufrimiento tiene lugar, ya sean estos aspectos culturales, religiosos, psicológicos, médicos, tecnológicos, económicos... o políticos y jurídicos. El sacamuelas, su impaciente y los espectadores se comportan siguiendo pautas preestablecidas. Visto desde esta perspectiva, Caravaggio reflejó una escena social: lo que se hacía con el dolor de muelas. Y al hacerlo recogió el criterio normativo de lo que hay que hacer existente en su contexto histórico. Esto supone que lo que se hace con el sufrimiento posee una dimensión normativa y organizativa que ha de ser tenida en cuenta. Si se repasan los dichos populares sobre dientes y sacamuelas se aprecia que contienen —además de creencias— indicaciones de lo que hay que hacer: «El amigo y el diente, aunque duelan, sufrirlos hasta la muerte», «Quitar diente y dolor no es ningún primor», «Más vale un diente que un diamante», «No comas caliente, no perderás el diente», «El dolor de la muela, no le sana la vihuela» o «Quien le duela la muela, que se vaya al barbero»17, como hizo nuestro personaje. 17. Estos y otros refranes se encuentran en el Refranero general ideológico español, compilado por L. Martínez Kleiser, Hernando, Madrid, 1989, pp. 197-198.
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Imaginemos que el cuadro de Caravaggio pudo gravar la conversación entre el sacamuelas y su impaciente. Este cuadro hablante podría haber recogido una conversación que, mucho tiempo después, tuvo otro dentista, Rubicundo Loachamín18 con su cliente: —¿Te duele? —preguntaba. Los pacientes, aferrándose a los costados del sillón, respondían abriendo desmesuradamente los ojos y sudando a mares. Algunos pretendían retirar de sus bocas las manos insolentes del dentista y responderle con la justa puteada, pero sus intenciones chocaban con los brazos fuertes y con la voz autoritaria del odontólogo. —¡Quieto, carajo! ¡Quita las manos! Ya sé que duele. ¿Y de quién es la culpa? ¿A ver? ¿Mía? ¡Del gobierno! Mételo bien en la mollera. El Gobierno tiene la culpa de que tengas los dientes podridos. El Gobierno es culpable de que duela. Los afligidos asentían entonces cerrando los ojos o con leves movimientos de cabeza.
Rubicundo Loachamín, salvadas las distancias geográficas y temporales, es descendiente del sacamuelas de Caravaggio. Pese al tiempo transcurrido no había mejorado sensiblemente su material y sus técnicas. Eso sí, tenía la capacidad de hallar un responsable último de la mala salud dental de sus clientes: el Gobierno19. En ocasiones, algún paciente se ponía bravo y Loachamín le tenía que llamar al orden: —Compórtate como hombre, cojudo. Ya sé que duele y te he dicho de quién es la culpa. ¡Qué me vienes a mí con bravatas! Siéntate tranquilo y demuestra que tienes bien puestos los huevos. 18. L. Sepúlveda, Un viejo que leía novelas de amor, Tusquets, Barcelona, 121994, pp. 13 ss. 19. Todavía hoy la salud dental sigue siendo una muestra de la estratificación social. Los altos precios de los servicios odontológicos y la reducida cobertura pública, sumado a los malos hábitos alimenticios e higiénicos, hacen que la mala salud dental siga siendo una manifestación de la situación de pobreza en la que vive una parte de la población. Las bocas todavía dicen mucho acerca de la clase social a la que pertenecen las personas.
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No sabemos qué discurso utilizaba en el caso de las mujeres, pero sí queda claro el criterio al que se tenían que ajustar los hombres: no quejarse en público, soportar ese dolor, comportarse como un hombre. Loachamín se remite a ese lugar común de la cultura masculina del dolor. En este ambiente, y con estas coordenadas culturales, cuenta Sepúlveda que un montaraz se apostó con sus compañeros de andanzas que se dejaría sacar todos los dientes, uno por uno y sin quejarse. Estaban haciendo una competición de hombría. Al final de la carnicería, desdentado y con la cara hinchada hasta la orejas, el montuvio mostró una expresión de triunfo horripilante al dividir las ganancias con el dentista.
Había ganado la apuesta. Había demostrado su hombría. Este relato encierra elementos que han sido propios —y en parte todavía lo son— de una cultura masculina del dolor: aparentar públicamente que se está por encima del dolor, no quejarse —por lo menos en presencia de hombres—, no darle importancia, medirse con otros hombres en pruebas de valor y de resistencia. Una expresión normativa de esta cultura es la máxima los hombres no lloran, que marca un criterio de comportamiento social al mismo tiempo que actúa, una vez interiorizado, como una norma de comportamiento e identificación con el modelo masculino. La vida en común, en tanto que realidad dada y en tanto que resultado de un proceso intencional organizativo, encauza necesariamente el dolor. Y lo hace a partir de las necesidades inaplazables que experimentan los seres humanos. La satisfacción grupal de estas necesidades cuya privación origina dolor fuerza a establecer relaciones de colaboración e interdependencia. En esto consiste precisamente el primer sustrato material de la vida en común. El encauzamiento del dolor es para los seres humanos un proceso cultural. Cada cultura ha originado históricamente diferentes instituciones que han sido el resultado de múltiples procesos de sedimentación de prácticas sociales y creencias 89
ancestrales. Así ha ocurrido, por ejemplo, con las instituciones surgidas en torno a la muerte20. Siendo uno el hecho —la muerte de la persona—, el tratamiento social que recibe varía significativamente de una cultura a otra. Estos procesos de sedimentación condicionan tanto la vivencia personal, siempre considerada como vivencia en un contexto social dado, como las respuestas sociales ante las experiencias de sufrimiento. Cada sociedad se solidariza con unas formas de sufrimiento y rechaza otras, aprecia unas manifestaciones de dolor y menosprecia otras. Estos mecanismos de ordenación y distinción —la gramática del dolor ha sido llamada antes— señalan al ser sufriente y a sus espectadores en qué forma les está permitido y les es conveniente mostrar su sufrimiento a los demás. También cómo hay que construir la experiencia del dolor. Cada cultura ha generado sus máscaras sociales del dolor. El uso de estas máscaras forma parte de las habilidades culturales que crean todas las sociedades y transmiten a sus miembros. Mediante ellas el individuo intenta salir de su aislamiento y comunicar su sufrimiento21. En este sentido, Nigel Barley comentaba que a la antropología no le interesa tanto cómo se exterioriza el dolor en una sociedad, sino mediante qué mecanismos las personas quedan obligadas a sentir lo que se debe22. Dicho de otro modo, la exteriorización del dolor es la superficie de un conglomerado de elementos instituidos —ya dados— que configuran y condicionan el ser social del sufrimiento. 2.3. El sufrimiento es relacional Ya se ha dicho que la experiencia del dolor posee una dimensión personal al tiempo que social y que lo que se hace con él pertenece a las raíces de la vida en común. Y en apartados 20. Vid. N. Barley, Bailando sobre la tumba. Encuentros con la muerte, Anagrama, Barcelona, 2000. 21. S. Natoli, L’esperienza del dolore, cit., p. 12. 22. N. Barley, Bailando sobre la tumba, cit., p. 32.
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anteriores se ha dejado caer que el sufrimiento posee una dimensión relacional. Ahora se da un paso más al proponer pensar el sufrimiento desde la perspectiva relacional en un intento por mostrar cómo se articulan los aspectos personales y sociales del sufrimiento. Veamos un ejemplo histórico para explicar qué se quiere decir cuando se afirma que el sufrimiento es relacional.
El tormento del agua, al igual que otros tormentos, fue admitido históricamente como prueba judicial. Se vertía agua sobre la cara del interrogado para que no pudiera respirar. No se piense que esto se hacía al margen de la ley. Se trataba de una actuación institucionalizada que mediante el ‘tormento’ buscaba hallar la verdad. El tribunal, los operarios y sus distintas funciones, las imágenes que presiden el acto, las creencias acerca de cómo torciendo al reo —el término ‘tormento’ tiene su raíz en torqueo: torcer, retorcer, doblar, estrujar— se llega a la verdad, el padecimiento y el llanto pidiendo clemencia... todo ello está presente en la relacionalidad del sufrimiento. Y lo está, 91
como mínimo, de dos formas básicas. En primer lugar, la experiencia del dolor es inseparable de las relaciones que las personas mantienen entre sí. En el caso propuesto, el sufrimiento forma parte de las relaciones de poder entre el tribunal y el reo, entre los verdugos y el reo cuyo cuerpo queda relegado a posición de cuerpo sometido. En segundo lugar, el sufrimiento infligido al reo —el término ‘reo’ tiene su raíz en res: cosa, objeto— ha de ser explicado a partir de la conjugación de los distintos elementos que configuran el contexto en el que ese sufrimiento en concreto tiene lugar: la regulación del funcionamiento del tribunal, el proceso establecido, las creencias incorporadas en las normas aplicadas o las concepciones religiosas dominantes... por citar algunos de los elementos que en su conjugación dieron origen a la figura del tormento del agua. La perspectiva de la relacionalidad se fija en el entre: entre persona y animal, entre persona y persona, entre siervo y amo, entre hombre y mujer, entre inmigrante y Estado, entre profesor y alumno, entre administrador y administrado... También el derecho y la política responden a esta relacionalidad ya que es precisamente de relaciones de lo que hablan y contribuyen a crear relaciones y a determinar aspectos de las mismas. Ciertamente la relacionalidad puede ser vista como una característica de la acción humana. Desde este punto de vista podría decirse que de nada sirve plantear la relacionalidad del derecho y de la política —o del sufrimiento— ya que la relacionalidad es una característica del quehacer humano. Habría que dar por buena esta crítica en el caso de que quien la formulara hubiera tomado consciencia —de forma especial en relación con el derecho— de por lo menos dos cuestiones fundamentales: el peligro del fotograma y la amplitud del entre. Cuando vemos una película, lo que se nos presenta es una sucesión de imágenes. Éstas pueden tener sentido en sí mismas —como lo tiene una fotografía o un cuadro—, sin embargo, los fotogramas adquieren y contribuyen a crear otro sentido en la medida en que son precedidos y sucedidos por otras imágenes hasta configurar la película. El peligro del foto92
grama consiste en dar por bueno un hábito de pensamiento y de percepción que atiende a algunas imágenes y prescinde del sentido que adquiere la secuencia y la sucesión de secuencias. Se hace pasar una parte por el todo sin explicar qué relaciones de interdependencia existen entre las imágenes seleccionadas. Se dejan de percibir y de mostrar las relaciones realmente existentes. La segunda prevención atiende a la amplitud del entre. La especialización de los saberes y de sus ubicaciones académicas conlleva en no pocas ocasiones una actitud acomodaticia y defensiva que limita la reflexión sobre las relaciones sociales. Ante esta limitación se ha recomendado transversalidad y complementariedad entre disciplinas. Sin embargo, este deseo está lejos de alcanzarse. Predomina una mal entendida autosuficiencia intelectual que segmenta y empobrece la reflexión sobre la relacionalidad tanto del derecho como de la política23. La explicación de lo que hacemos con el sufrimiento en términos jurídico-políticos requiere estar abierto a la continua construcción y reconstrucción de la relacionalidad. Las imágenes fijas —una ley, una sentencia, un acuerdo— son necesarias pero no suficientes para explicar qué papel juegan los instrumentos político-jurídicos en lo que ocurre entre las personas. Por ello en este texto hay un empeño en la apelación a lo que se hace, entendiendo que esto responde a una dinámica fluyente que se institucionaliza pero no queda reducida a las instituciones. La percepción de la relacionalidad del sufrimiento permite establecer un terreno de trabajo fructífero que, por un lado, escape del personalismo reduccionista en el que pue23. El proceso de convergencia europea de la universidad española (proceso de Bolonia) ha mostrado durante la elaboración de los nuevos planes docentes las enormes reticencias de los académicos a trabajar interdisciplinarmente, cuando no el desprecio a otros saberes que se descartan por inútiles, no porque se los conozca, sino por simples y puros prejuicios que empobrecen el panorama universitario. Más que el resultado de un debate científico, muchos de los nuevos planes docentes son el resultado de los equilibrios —o desequlibrios— de poder académico.
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de incurrir la reflexión sobre el dolor —tratar el sufrimiento como asunto privado—, y, por el otro, evite la disolución del pensamiento sobre el sufrimiento en un bochinche en el que es difícil identificar un rostro, un cuerpo, una herida o un grito, así como las causas del sufrimiento impuesto. Es la nuestra una época en la que se identifican algunos efectos y se tienden a ocultar las causas de los mismos. La relacionalidad del sufrimiento plantea la existencia de interacciones entre cómo cada persona experimenta sus experiencias de dolor y cómo el sufrimiento, en sus distintas manifestaciones, es construido socialmente. Por ‘construcción social del sufrimiento’ se entiende dos cosas: la existencia de estructuras de distinto tipo que provocan sufrimiento —estructuras económicas, sociales, culturales, políticas y jurídicas— y, al mismo tiempo, el tratamiento que las sociedades dan al sufrimiento. Sólo mediante un proceso de abstracción es posible separar el tratamiento social del sufrimiento de las estructuras de distinto orden mediante las cuales se organizan las sociedades, ya que las distintas estructuras identificables se caracterizan por contener indicaciones acerca de lo que se ha de hacer con el sufrimiento. Los protagonistas del tormento del agua representado más arriba seguían criterios ya establecidos. Lo que ocurre en esa sala responde a un orden prefijado. Se trata de un hacer institucionalizado, organizado, previsible, conectado con otras actuaciones también institucionalizadas. Si se piensa en cuáles son las fuentes del sufrimiento humano se pueden identificar causas naturales y causas humanas. Luigi Ferrajoli ha hablado de dolore subito —aquel que tiene causas naturales— y dolore inflitto —aquel que deriva de intervenciones humanas, se trata de un dolor agregado24. 24. L. Ferrajoli, «Diritto e dolore», en I. Rivera, H. C. Silveira, E. Bodelón y A. Recasens (coords.), Contornos y pliegues del Derecho. Homenaje a Roberto Bergalli, Anthropos, Barcelona, 2006, pp. 54-59. Vid. también S. Natoli, «Dal potere caritatovole al Welfare State», en AA.VV., Nuove frontiere del diritto. Dialoghi su giustizia e verità, Dedalo, Bari, 2001, pp. 129-140.
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Sigmund Freud identificaba tres fuentes de sufrimiento: el cuerpo propio, que destinado a la ruina y a la disolución no puede prescindir del dolor y la angustia como señales de alarma; el mundo exterior, que puede abatir sus furias sobre nosotros con fuerzas hiperpotentes, despiadadas y destructoras y los vínculos con otros seres humanos25.
Sea cual sea su causa, el sufrimiento se construye relacionalmente. Azouz Begag, sociólogo francés hijo de padres argelinos, explica en El niño del Chaâba26 la vivencia en un barrio de chabolas en la periferia de una gran ciudad francesa. Parte de su narración se centra en su circuncisión: el rito mediante el cual sale de la infancia. Un rito de paso o de institución27 en el que el dolor juega un papel importante. Cuenta Begag que en su circuncisión, mientras las mujeres reunidas para la ocasión entonaban cánticos tradicionales, su padre repetía: mi hijo es un hombre y no llora. Begag da noticia del dolor que sintió y lo explica como un precio pagado. En su contexto, el precio no corresponde sólo al ingreso en el mundo de los adultos, sino que principalmente él lo explica como el precio que ha de pagar para ser reconocido como árabe. Por ello, cuando sus compañeros de barrio le recriminaban que jugaba con franceses y le decían que no era árabe, que sólo lo aparentaba, él contestaba: «... me he ganado mi título de árabe. Ya he dado lo que tenía que dar». La relacionalidad del sufrimiento exige su comunicación y su identificación. Para ello las sociedades crean códigos comunicativos e identificativos que sus miembros aprenden a utilizar. Estos códigos están formados por elementos verbales28, corporales y materiales. Sin embargo, dichos códigos 25. El malestar de la cultura, Círculo de Lectores, Barcelona, 1998, p. 44. 26. Ediciones del Bronce, Barcelona, 2001. 27. P. Bourdieu prefería hablar de ritos de institución en vez de ritos de paso («Ritos de institución», en ¿Qué significa hablar?, cit., pp. 78-86). 28. Un interesante análisis del código comunicativo médico-quirúrgico se encuentra en C. Pera, El cuerpo herido. Un diccionario filosófico de la cirugía, Acantilado, Barcelona, 2003.
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afrontan dos limitaciones que difícilmente pueden ser superadas. En primer lugar, hay aspectos vivenciales del dolor que se conocen a través de la experiencia, siendo improbable que dos personas elaboren de forma idéntica su sufrimiento29. Lo máximo que se puede decir es que las experiencias de distintas personas son comparables y, en su caso, parecidas, pero no idénticas. La pretensión de identificar la experiencia personal del dolor con las experiencias ajenas encierra una falacia: pensar que dos personas distintas pueden tener experiencias de dolor idénticas. Esta falacia cumple una función consoladora ya que trata de tranquilizar a la persona en la soledad irremediable de su sufrimiento: «En el esfuerzo, en el dolor, en el sufrimiento, encontramos en estado puro lo definitivo que constituye la tragedia de la soledad»30. En segundo lugar, hay aspectos del sufrimiento que no logran ser expresados mediante los códigos comunicativos existentes: se trata de la inefabilidad del sufrimiento —lo que con palabras no se puede decir—. Psamético, rey de Egipto, viendo cómo su hija iba a ser hecha esclava y su hijo ajusticiado, se mantuvo impasible, «mas habiendo divisado a uno de sus criados llevado entre los cautivos púsose a golpear la cabeza y a mostrar extremo duelo». Al preguntarle cómo era posible que se conmoviera tanto por la desgracia de su criado y no por la de sus hijos, contestó que sólo el segundo infortunio podía significarse con lágrimas, mientras que la desgracia de sus hijos superaba con mucho todo medio de poder expresarlo31. Oscar Wilde expresó la misma idea con 29. Sobre esta cuestión, J. Searle, «Situar de nuevo la conciencia en el cerebro. Réplica a Philosophical Foundations of Neuroscience, de Bennett y Hacker», en M. Bennett, D. Dennet, P. Hacker y J. Searle, La naturaleza de la conciencia. Cerebro, mente y lenguaje, Paidós, Barcelona, 2008, pp. 142-144. 30. E. Lévinas, El tiempo y el otro, Paidós, Barcelona, 1993, p. 109. Rilke lo decía de esta forma: «... en el fondo, y precisamente en las cosas más profundas e importantes, estamos indeciblemente solos...», en Cartas a un joven poeta, trad. de José M.ª Valverde, Alianza, Madrid, 1984, p. 40. 31. M. de Montaigne, Ensayos I, Cátedra, Madrid, 1985, p. 44.
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estas palabras: «Lo que sufrí entonces y aún sigo sufriendo es algo que ni la pluma puede escribir ni el papel reflejar»32. Los códigos comunitavios e identificativos existentes son limitados en su comunicación del sufrimiento. Las expresiones ‘tú ya sabes lo que es pasar por eso’ o, dicho en negativo, ‘no tienes ni idea de lo que estoy pasando’ apelan a las vivencias como premisa comunicativa profunda y eficaz, admitiendo que hay aspectos del sufrimiento que sólo se conocen si se ha vivido una situación idéntica o similar. A esto se refiere Michel del Castillo cuando narra su vivencia en un campo de concentración: Nadie que no las haya conocido puede saber lo que eran aquellas noches; nadie puede saber, a menos de haberlo experimentado, lo que se siente al ver al jefe de barracón acercarse al camastro con una lista en la mano; nadie sabe lo que es esperar a cada segundo la muerte33.
Esta limitación comunicativa ha sido uno de los motores que ha incitado en distintas épocas la búsqueda de nuevos lenguajes y formas expresivas. Aun así, el sufrimiento sigue presentando aspectos inenarrables que suelen favorecer la atribución de sentidos transcendentes, ya sean éstos religiosos confesionales o laicos. 2.4. La normalización del sufrimiento Las sociedades normalizan el sufrimiento. Por ‘normalizar’ se entiende dos cosas: ‘regularizar o poner en buen orden lo que no lo estaba’ y ‘hacer que una cosa sea normal’. Se trata de dos significados interdependientes: al regularizar —al dar normas— se establece normativamente qué se considera normal. Aquello que es considerado normal se impone como 32. O. Wilde, De profundis, Fontamara, Barcelona, 1982, p. 49. 33. Tanguy, Historia de un niño de hoy, Ikusager, Vitoria, 1999, p. 87. A esta cuestión también se ha referido A. Arteta al comentar la noción de «malheur» en Simone Weil (La compasión. Antología de una virtud bajo sospecha, Paidós, Barcelona, 1996, p. 193).
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un modelo a seguir. Lo anormal es lo que se escapa o transgrede las normalidades existentes. La normalización del sufrimiento, como la de otros hechos institucionales, supone dos cosas al mismo tiempo: la existencia de normas que establecen criterios de comportamiento —qué hacer, cómo comportarse— y la existencia de prácticas sociales que se ajustan o no a estas normas. Se trata, pues, de un concepto —el de normalización— que pone en relación la norma con la práctica social. Los órdenes normativos realmente vividos se articulan entre el nivel de lo que ‘se hace’ y el nivel de lo que ‘se ha de hacer’ y entre estos dos niveles se produce una relación de retro-alimentación. Lo que ‘se hace’ —la práctica social— contiene y transmite un ‘se ha de hacer’ y, al mismo tiempo, este último condiciona y se materializa en lo que ‘se hace’. Por este encadenamiento, para entender cómo se configuran y actúan los órdenes normativos en una sociedad dada, se ha de atender tanto a lo que ‘se hace’ como expresión y fuente de normas como a la noción normativa de lo ‘se ha de hacer’. La percepción de la relación entre norma y práctica social ayuda a explicar cuándo una institución tiene fuerza social y cuándo la pierde. Por ‘fuerza social’ se entiende la adecuación entre las normas y las acciones observadas por las personas. Por ejemplo, la institución de la virginidad de la mujer, entendida como prohibición de mantener relaciones sexuales prematrimoniales, ha perdido claramente fuerza social en las sociedades contemporáneas. Sin embargo sigue mostrando gran fuerza social en las comunidades gitanas contemporáneas. La fuerza social de las instituciones se origina y se expande en la medida en que las personas actúan de forma coherente con las normas. Cada acción conforme a la norma actúa como una fuerza que sostiene ya sea la misma norma ya sea el orden del que la norma forma parte34. La actuación contraria a una norma —la acción política de desobediencia35, por 34. G. Guarino, L’uomo-istituzione, Laterza, Roma-Bari, 2005, p. 20. 35. Vid. J. A. Estévez Araujo, La Constitución como proceso y la desobediencia civil, Trotta, Madrid, 1994.
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ejemplo— merma su fuerza social y puede otorgar fuerza a otra nueva ya existente o que comienza a configurarse. La transformación de las prácticas sociales sigue esta dinámica. Si ‘normalizar’ consiste en someter a normas, ‘lo normalizado’ sirve a su vez de norma o modelo para nuevas ‘normalizaciones’. El criterio normativo de ‘lo normal’ se asemeja a la unidad de medición métrica. El ‘metro’ se utiliza diariamente de forma eficaz como unidad de medición, sin necesidad de estar recordando —ni siquiera de saber— que el ‘metro’ se obtuvo dividiendo en diez millones de partes iguales la longitud calculada para el cuadrante de meridiano que pasa por París. Al criterio de ‘lo normal’ le sucede lo mismo: se utiliza, actúa y regula los comportamientos, sin necesidad de tener presente cómo se gestó, ni qué motivos lo impulsaron. La normalización del sufrimiento encuentra múltiples expresiones. Se normalizan las formas en que el sufrimiento se muestra a los ojos de los demás36, la actuación del chamán o del médico, el castigo, la mortificación, la intervención del verdugo, la bofetada, el azote o el capón como instrumento de corrección, la idea de sacrificio, la noción de daño moral, la privación de libertad como sanción penal... Estas normalizaciones establecen una parte del ser social del sufrimiento. Se dice ‘una parte’ por entender, como ya se ha explicado, que el sufrimiento no es gobernable en la totalidad de sus aspectos. No lo es para la persona y tampoco lo es para la colectividad, ya que el sufrimiento posee un carácter desbordante que puede rebasar —y de hecho en casos extraordinarios así sucede— las normalizaciones actuantes. Cada comunidad establece normativamente conductas que son normales para sus miembros. La sociedad espera de cada uno de sus miembros un tipo de conducta que considera normal, es decir, que se ajuste a unos criterios de comportamiento esperables37, normalizados. 36. S. Sontag, Ante el dolor de los demás, Alfaguara, Madrid, 2003. 37. H. Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993, p. 51.
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La cultura, entendida como un conjunto de mecanismos de control que gobierna la conducta a través de planes, recetas, fórmulas, reglas o instrucciones38, tiende a normalizar la experiencia del dolor. Estos mecanismos de gobierno no pueden ser vistos exclusivamente como elementos externos a la persona —como heteronomía—, son también elementos interiorizados que quedan insertos en las conductas gobernadas. Tal es la fuerza de este mecanismo de aprehensión condicionada que llega a experimentarse en forma de deseo: deseo de actuar en la forma esperada, desear lo que dentro de un modelo social es necesario que la persona haga. En estos casos la ordenación social sigue un proceso sutil: la coacción externa queda reemplazada por la compulsión interna. La persona cumple la expectativa que sobre ella se ha fijado39. El ser social del sufrimiento queda gobernado por estos ‘planes, recetas, fórmulas, reglas o instrucciones’. Ello supone que los modelos de organización social asumen inevitablemente la ordenación del sufrimiento. Los elementos normativos mediante los que se normaliza el sufrimiento son también elementos mediante los que se organiza una sociedad y, al mismo tiempo, estos elementos aportan sentido a las experiencias de dolor. Son tres funciones que pese a ser diferenciables se hallan combinadas: organizar normalizando sentidos. Las sociedades son esencialmente estructuras organizadas. La normalización del sufrimiento forma parte del proceso de organización social ya que organizar supone entre otras cosas responder a preguntas como las siguientes: ¿qué hacer con el sufrimiento?; ¿qué hacer, por ejemplo, con quien ha matado o lesionado a otro?; ¿qué debe hacer la esposa a la 38. C. Geertz, La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona, 1987, p. 51. 39. E. Fromm, «Individual and Social Origins of Neurosis», recogido por D. Riesman, N. Glazer y R. Denney, La muchedumbre solitaria, Paidós, Barcelona, 1981, p. 18. Cincuenta años después R. Sennet escribió La corrupción del carácter. Los mecanismos personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Anagrama, Barcelona, 2000. Sennet retoma en este libro aportaciones que ya se hicieron en La muchedumbre solitaria.
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muerte de su marido? En el momento en que se da respuesta —sea la que sea— a esta pregunta ya se está ante una normalización de las experiencias del dolor. Las respuestas que triunfan son aquellas que se practican socialmente. Aquellas que adquieren fuerza social. Y sólo lo hacen mientras animan tales prácticas sociales. Las distintas normalizaciones del sufrimiento colisionan frecuentemente entre sí. Sólo sería posible la armonía entre ellas en sistemas sociales simples de tamaño reducido en los que la inmensa mayoría de sus miembros compartiesen los mismos intereses e ideologías. En los sistemas sociales complejos, el choque entre las distintas normalizaciones del sufrimiento —y su pugna por condicionar la práctica social— es inevitable. Este choque entre normalizaciones responde en ocasiones a la disparidad existente entre las diversas lógicas normativas seguidas por los distintos motores de normalización. Desde el punto de vista de un observador del quehacer social, lo que se hace puede ser comprendido como expresión y fuente de normalidad. La expresión coloquial «allá donde fueres haz lo que vieres» expresa esta idea. Ahora bien, si se combina esta observación con la reflexión acerca de cuáles son los ámbitos que disponen de una lógica de actuación propia y generan normalizaciones, es posible pensar los ámbitos jurídico-políticos, científico-técnicos, económicos, éticos y religiosos como productores de normalización. Los choques entre normalizaciones se producen tanto en el espacio propio de un mismo ámbito, como entre normalizaciones pertenecientes a ámbitos distintos. Por ejemplo, la oficialidad católica condena el suicidio, sin embargo hay corrientes de pensamiento que lo admiten como una opción ética40. Otro ejemplo: la ley española prohíbe el castigo físico —incluida 40. Entre otras, D. Hume, Sobre el suicidio y otros ensayos, Alianza, Madrid, 1988; P. Singer, Repensar la vida y la muerte: el derrumbe de nuestra ética tradicional, Paidós, Barcelona, 1997, y Desacralizar la vida humana: ensayos sobre ética, Cátedra, Madrid, 2003; M. Boladeras, El derecho a no sufrir, Los Libros del Lince, Barcelona, 2009.
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la bofetada— como medio de corrección de los menores. Sin embargo, la bofetada mantiene en el ámbito familiar una parte de su fuerza social. Por el contrario, en las escuelas ha sido prácticamente eliminada. El caso de la bofetada El 6 de diciembre de 2006 María le preguntó a su hijo David, de diez años, si había hecho los deberes. El niño le respondió que sí. Al comprobar la madre que su hijo le había mentido, le riñó. David reaccionó lanzándole una zapatilla a su madre y huyendo para encerrarse en el baño. La madre consiguió abrir la puerta del baño y, al entrar, agarró al niño por el cuello y le abofeteó. A consecuencia de la bofetada el niño se golpeó contra el lavabo. Este golpe le provocó una hemorragia nasal. Además de esto, el niño presentaba un hematoma en el cuello. Al día siguiente, el menor llegó al colegio y el profesor, al ver su estado, le llevó al ambulatorio del pueblo. Allí, un médico lo examinó y realizó un parte de lesiones por malos tratos. La madre fue denunciada. Una vez celebrado el juicio fue condenada inicialmente a 45 días de prisión y a 1 año de alejamiento de su hijo. Durante el juicio David se negó a declarar contra su madre. Los vecinos convocaron manifestaciones contra esta decisión judicial y se produjo una viva discusión sobre este caso en concreto y, en general, sobre la utilización de la bofetada como mecanismo de corrección. En 2005, el Centro de Investigaciones Sociológicas realizó una encuesta sobre ‘Actitudes y opiniones sobre la infancia’. Incluyó en ella una pregunta acerca de la utilización del ‘cachete’ y el ‘azote’. El 59,9 % de los encuestados estaban de acuerdo con la afirmación: «Un cachete o azote a tiempo evita mayores problemas»; el 60,1 % aceptaba que «A los niños hay que enseñarles a obedecer desde pequeños, aunque sea con castigos». En la encuesta también se preguntó si es mejor premiar los comportamientos adecuados que dar un cachete: el 79,2 % estuvo de acuerdo con esta afirmación.
Las normalizaciones del sufrimiento se hallan inmersas en sistemas normalizadores que exceden la figura del sufrimiento. Las normas que indican qué hacer con el dolor se conectan con otras normas que regulan diversos aspectos del quehacer social. Las normalizaciones del sufrimiento no han 102
de ser vistas como islas, sino como partes de un entramado organizativo en el que adquieren sentido y desarrollan funciones. Por ejemplo, la norma expresada en la máxima ‘los hombres no lloran’ carece de sentido si no se analiza como un aspecto de la regulación de la masculinidad en la sociedad patriarcal que contiene evidentemente más elementos que la relación del hombre con el dolor. O acontecimientos sociales ritualizados —como un entierro, las ceremonias de homenaje a los héroes de la patria o los funerales de Estado— en los que el sufrimiento pasa a formar parte del rito mismo, siendo el sentido del rito y la función que cumple más amplios que lo estrictamente referido al fenómeno de la experiencia del dolor. Las normalizaciones contienen sentidos que impregnan las experiencias de dolor41. Los elementos normativos no se construyen al margen de estas aportaciones, sino que las incorporan. Por ello los elementos normativos son elementos de sentido y con sentido que transmiten una visión del mundo. La lengua yoruba, por ejemplo, carece de un término para nombrar el estado físico-psíquico al que en castellano llamamos ‘depresión’ o ‘ansiedad’42. La normalización del sufrimiento, tanto en su dimensión organizativa como en la significativa, actúa como instrumento de control social. Cada comunidad presenta particularidades en su normalización del sufrimiento que la diferencian de otras comunidades. Estas normalizaciones actúan como instrumentos que refuerzan el control y el orden social. En
41. Para ver las diferencias entre la forma de entender y afrontar el dolor de la cultura griega y la cultura judeo-cristiana, vid. S. Natoli, L’esperienza del dolore, cit. En el mismo sentido, E. López Castellón, «El pecado original y los paraísos imposibles», en F. Duque (ed.), El mal: irradiación y fascinación, Universidad de Murcia/Serbal, Barcelona, 1993, p. 27. Para una distinción entre el ámbito rural —occidente asturiano, años setenta— y el urbano, M. Cátedra, «El enfermo ante la enfermedad y la muerte»: Política y Sociedad 35 (2000), pp. 101-113. 42. P. Pérez Sales y R. Lucena, «Duelo: una perspectiva transcultural más allá del rito: la construcción social del sentimiento de dolor»: Psiquiatría pública 12/3 (2000), p. 260.
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la literatura española una de las piezas que mejor ha recogido este factor es La casa de Bernarda Alba. El control sobre las mujeres, el ambiente opresivo, la mentira impuesta como verdad, la obligación del duelo y de la escenificación del dolerse como es debido quedan plasmadas en esta obra. Ciertamente, las normalizaciones pueden ser alteradas y transformadas —y así ha sido históricamente—, pero pese a sus modificaciones, no se ha de olvidar que la gestión del sufrimiento humano ocupa una posición estratégica en el control social43. Las normalizaciones del sufrimiento son mutables e históricamente su modificación ha ocupado una parte importante de la labor cultural y política de las propuestas emancipatorias. Desmontar aquellas normalizaciones que forman parte de las estructuras de explotación y dominación ha sido y es una tarea política de primera magnitud. El movimiento obrero, el movimiento feminista, el movimiento pacifista o el movimiento ecologista han realizado aportaciones importantísimas en este sentido. Cualquiera de estos movimientos ha elaborado reinterpretaciones del sufrimiento y de sus causas que han alentado prácticas transformadoras. El movimiento altermundista recoge segmentos de estas tradiciones y se enfrenta al reto de hacer sus propias aportaciones a una cuestión no resuelta que se incrementa terriblemente: el sufrimiento impuesto. 2.5. La aportación de sentido al sufrimiento El sufrimiento es un fenómeno impregnado de sentido, por más que en términos vivenciales hallemos en el sufrimiento uno de los sinsentidos de la experiencia humana. Visto como un hecho bruto, el dolor es una señal de alarma del sistema neurobiológico. Éste es el único sentido natural del dolor ya que la persona está programada biológicamente para experimentar dolor. Como ya se ha dicho, este sentido natural se 43. M. Douglas, Símbolos naturales, Alianza, Madrid, 1978, p. 131.
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amalgama con otros sentidos elaborados culturalmente. Esta combinación entre la base natural del dolor y su elaboración cultural supone que el verdadero problema que plantea el sufrimiento no es qué sentido tiene, sino qué sentido se le da44. Sin esta aportación cultural de sentido, el dolor nunca habría ido más allá de una poderosa señal de alarma con capacidad para condicionar el comportamiento. Iván Illich, el personaje creado por Lev Tolstoi, se lamentaba no tanto del dolor físico que experimentaba incesantemente debido a una grave enfermedad, como de la pena que sentía por no hallarle sentido a su sufrimiento: ¿Cómo es posible que la vida fuera tan carente de sentido, tan repugnante? Y si realmente fuera así, ¿para qué morir y morir sufriendo? [...] ¡No hay explicación! Dolor, muerte... ¿Para qué?45.
Los sentidos aportados a las experiencias del dolor se originan en el entramado formado por ámbitos instituidos más amplios que el de la propia experiencia del dolor. De nuevo el dolor parece alejarse del centro de la escena ya que adquiere sentido en la medida en que queda inscrito en la enfermedad, el castigo, la guerra, la venganza, la penitencia, el infierno, la salvación, el trabajo, la muerte, la tortura, la solidaridad, la compasión, el patriarcado, el terrorismo, el sometimiento, la educación, el sacrificio... Es decir, el dolor adquiere sentido en la medida en que se halla inmerso en un contexto que le proporciona sentido. Los sentidos del dolor se construyen en relación con algo: una idea, una necesidad, una expectativa o cualquier otra figura que funcione como explicación y/o justificación de la experiencia concreta del dolor46. Estos sentidos forman parte 44. V. E. Frankl no estaría de acuerdo con esta afirmación. Él afirmaba que el sentido no se otorga, ni se crea, sino que se encuentra, El hombre doliente. Fundamentos antropológicos de la psicoterapia, Herder, Barcelona, 1987, p. 18, entre otras. 45. La muerte de Ivan Illich, Orbis, Barcelona, 1988. 46. Tesoro de la Lengua Castellana o Española [1611], Turner, Madrid, 1977, p. 331, y para el término ‘mudas’, p. 817.
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de las cosmovisiones mediante las que se interpreta el mundo y desde el momento en que son efectivos y no aparecen como un mero relato sin consecuencias prácticas, pasan a ser sentidos dominantes compartidos socialmente47. Si el sufrimiento fuera un fenómeno aislado carecería de sentido cultural, sería como una pieza de un juego que no se sabe dónde colocar. Como no es así, los significados aportados a las experiencias de dolor tienden a mantener relaciones de coherencia entre sí, y entre éstos y otros significados con los que interactúan. De la misma forma que las experiencias de las personas no son frascos de cristal herméticamente cerrados —por más que el estudioso pueda realizar tantos ejercicios de disección y clasificación como quiera y le permitan las herramientas teóricas y metodológicas que estén a su alcance—, los significados presentes en las experiencias tampoco pueden ser atomizados; antes al contrario, hay que verlos entretejiéndose con otros significados con los que comparten escenario. Veamos un ejemplo. La defensa del honor por medio del duelo ha sido históricamente un medio de defensa pública de un valor esencial en las sociedades tradicionales: el honor de los señores. Entre señores las afrentas al honor se debían satisfacer mediante el duelo, incluso aunque hubiera prohibición legal o eclesiástica al respecto. Sin embargo, cuando un plebeyo ponía en duda el honor de un señor, no se le retaba —no se le podía retar—, sino que se le contestaba mediante el castigo48 administrado a través de las autoridades jurídicas. Haberlo hecho de otra forma habría sido incoherente con el conjunto de significados existentes que establecían claras diferencias de consideración y trato entre los señores y los plebeyos. Si el señor hubiera retado al plebeyo, o hubiera aceptado su reto, se habría colocado en igual posición que éste. 47. Vid. C. Castoriadis, «La institución de la sociedad y de la religión», en Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Gedisa, Barcelona, 1995, pp. 177-192. 48. J. A. Maravall, Poder, honor y élites en el siglo XVII, Siglo XXI, Madrid, 1979, p. 135.
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Idéntica razón presidió históricamente la utilización de distintos medios de castigo y distintas penas corporales en atención a la posición social de los ajusticiados49. Los miembros de la nobleza, la aristocracia y el clero eran ejecutados de forma distinta a como se ajusticiaba al pueblo llano. No hacer esta distinción habría sido incoherente con los criterios culturales, políticos, jurídicos y religiosos dominantes en esas épocas50. Iván Illich, el personaje creado por Tolstoi, se pregunta acerca del sentido de su sufrimiento en un contexto, el del cambio del siglo XIX al XX, que anunciaba una de las transformaciones centrales que se desarrolló durante del siglo XX: la mediación científico-técnica en la experiencia del dolor. A Iván Illich no le sosiegan las explicaciones del sacerdote que diligentemente le visita, como tampoco halla respuesta en el saber del médico. Tolstoi muestra con toda su crudeza el interrogante del sufrimiento en un cambio de época que anunciaba el declive de la religión como fuente de sentido y el auge del saber científico-técnico que transformaría profundamente el ser social del sufrimiento. Junto al mantenimiento del sufrimiento impuesto como una premisa al tiempo que consecuencia de las estructuras de explotación a nivel estatal e internacional, durante el siglo XX se suceden en un breve periodo de tiempo dos guerras mundiales, seguidas hasta hoy de numerosas guerras y actuaciones militares. A esto hay que añadir la extensión de las mediaciones científico-tecnológicas que han posibilitado una capacidad destructiva desconocida en la historia de la humanidad, a la vez que han permitido que sobre todo las sociedades y los grupos sociales bienestantes alivien el peso del dolor vinculado a la enfermedad. 49. L. Puppi hizo una selección excelente de las representaciones en cuadros y grabados de las distintas penas que se aplicaban a las personas según su condición y el delito cometido. Se ha consultado la versión francesa: Les supplices dans l’art. Cérémonial des exécutions capitales et iconographie du martyre dans l’art européen du XIIe au XIXe siècle, Larousse, Paris, 1991. 50. Puede consultarse a modo de ejemplo, J. de D. Domenech, L’espectacle de la pena de mort, La Campana, Barcelona, 2007.
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La expansión de estas fuerzas volvió a poner sobre la mesa la cuestión del sufrimiento: ¿qué hacer con él?, ¿cómo plantear la relación de la persona y la colectividad con el dolor? El tratamiento de las respuestas elaboradas durante el siglo XX daría para varios libros. Aquí se ha prestado atención a dos planteamientos de los que se da noticia: el dolorismo y la visión heroica del sufrimiento, como expresiones de tradiciones históricas que reaccionaron ante las transformaciones que se estaban produciendo. En el caso de la visión heroica del sufrimiento la cuestión de fondo es la justificación de la guerra —y en el caso concreto que se verá, la justificación del nazismo. 2.5.1. Le Dolorisme Entre la primera y la segunda guerra mundial tuvo un cierto predicamento en Francia una corriente que escogió el nombre de Dolorisme. Julien Teppe fue su principal impulsor51. Esta corriente de pensamiento reivindicó el dolor como experiencia capaz de mejorar las facultades psicológicas y morales de los seres humanos. Tomó elementos de distintas tradiciones —estoica, católica y existencialista, preferentemente—, mezclándolos en una amalgama que presenta referentes religiosos, políticos, estéticos, médicos y filosóficos. Para el dolorismo, el rasgo característico de la condición humana es el padecimiento y no la salud. Proponía pensar la sociedad desde la perspectiva del que sufre, del enfermo, en vez de hacerlo desde la mirada de la persona sana. Adoptó el siguiente lema: «... sufrir no es morir un poco, sino vivir dos veces»52. En un planteamiento excesivamente ingenuo sostenía que la visión, la experiencia e incluso la imaginación del dolor tienen la capacidad de mejorar a las personas, incluso de evitar guerras ante la contemplación de los desastres que acarrean. Con esta idea proponían que los estudiantes visitaran 51. Apologie pour l’anormal ou Manifeste de dolorisme [1935], J. Vrin, Paris, 1973. 52. Ibid., p. 83.
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obligatoriamente los hospitales para que se familiarizaran con la enfermedad y lo que ella significa53. Con igual contundencia sostenían que el dolor, lejos de ser egocéntrico, favorece que el paciente reconozca el sufrimiento de todos los que penan54. El Dolorisme planteaba que en la enfermedad —en la forma de vivirla— se podía hallar el remedio a males personales y sociales. Esta corriente compendiaba elementos ya anunciados en el período de entreguerras. El tema a debate seguía siendo la relación de la persona y la sociedad con el dolor. A los protagonistas habituales del debate —teólogos, médicos, filósofos, escritores— se sumaron los nuevos especialistas que veían confirmadas académicamente sus disciplinas: psicólogos, antropólogos y sociólogos, principalmente. La segunda guerra mundial se extendió como un periodo de sufrimiento inmenso. Como ocurre en épocas de intenso padecimiento, se afrontó de nuevo una cuestión que es permanente: ¿qué hacer con el sufrimiento?, ¿qué ha de hacer la persona y la sociedad que vive esta experiencia? Las obras que afrontaron esta cuestión en esta época fueron escritas en la cárcel o se vieron influenciadas por esta vivencia, por la guerra o por la experiencia en el campo de concentración. Entre otros puede leerse a Primo Levi55, Viktor Frankl o Jean Amèry56. Uno de estos autores fue Frederik Jacobus Johannes Buytendijk (1887-1974), estudioso holandés de miras amplias que cultivó el campo de la fisiología, la etnología y la psicología. Encarcelado en Holanda durante la primera parte de la segunda guerra mundial escribió un texto que se publicaría en 1951 con el título El dolor. Fenomenología. Psicología. Metafísica57. Buytendijk centra su obra en la pérdida de sentido del sufrimiento en la sociedad occidental. Si Teppe consideraba más fructífera la perspectiva del enfermo 53. Ibid., p. 19. 54. Ibid., p. 59. 55. Los hundidos y los salvados, Muchnik, Barcelona, 1995. 56. Mas allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, Pre-Textos, Valencia, 2001. 57. El dolor, Revista de Occidente, Madrid, 1958.
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que la del sano para pensar el dolor como experiencia central de la vida, Buytendijk hablaba directamente de la algofobia desarrollada por la cultura burguesa: [...] la actitud «burguesa» frente al dolor ha eliminado el verdadero problema del dolor, la pregunta por la esencia y el sentido del sufrimiento físico... En la imagen que el «burgués» tiene de sí mismo, falta el rasgo doloroso de la vulnerabilidad. Sabe muy bien que puede padecer dolores, pero le falta la conciencia de estar siempre a merced de la posibilidad del sufrimiento físico. Con ello, el «bourgeois» pierde una característica del ser del hombre58.
En su opinión, el sufrimiento que viene dado es la esencia de la existencia empírica humana. El dolor es la piedra de toque para lo que hay en el hombre de auténtico y más profundo59. Frente al dolor recomienda el heroísmo pasivo. Aceptar el sufrimiento sin resistencia como forma de vivir en plenitud el estado aflictivo y de esta forma superarlo60. Imbuido de un pensamiento comunitarista al tiempo que profundamente religioso, Buytendijk plantea el sacrificio del propio bienestar como una forma de liberación. En el contexto de guerra en el que escribió este libro, su pensamiento se muestra funcional a las exigencias de la misma guerra: el sacrificio en aras de un interés superior. Para él, que alguien luche y sea herido o muerto por la Patria da sentido a su sufrimiento, situándolo por encima del carácter, temperamento o destino del individuo. Su convicción religiosa le lleva a proponer la resignación cristiana al estilo agustiniano como receta frente al sufrimiento: «el camino del feliz sufrimiento y de la salvación del sufrimiento que se realiza en el sufrimiento mismo por el amor misericordioso de Dios: el camino real de la cruz»61.
58. 59. 60. 61.
Ibid., p. 23. Ibid., p. 198. Ibid., p. 229. Ibid., p. 245.
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Este autor detectó el problema que supone la crisis del sentido que tradicionalmente se había dado al dolor e intentó recuperar uno de los elementos que habían quebrado: el sentido religioso, el sacrificialismo tradicional que autores como Blaise Pascal ya habían defendido. 2.5.2. La visión heroica del dolor Tal vez el máximo exponente de la visión heroica del dolor en el periodo de entreguerras haya sido el escritor Ernst Jünger. Interesa mostrar esta construcción del sufrimiento por ver cómo se entrelaza con el contexto cultural y político de la Alemania nazi. También tiene interés seguir el proceso intelectual y experiencial que llevó a este autor a reconsiderar su concepción del sufrimiento. Con diecinueve años, Jünger se alistó voluntariamente para participar entusiastamente en la primera guerra mundial. Durante el periodo de entreguerras, su pensamiento fue apreciado por el nazismo, aunque él se fue distanciando progresivamente de los postulados y propósitos nazis. Este proceso puede seguirse en sus memorias62. En la concepción de Jünger sobre el sufrimiento se distinguen dos etapas: la de la primera guerra mundial y la de la segunda guerra mundial. Si en su juventud justifica el sacrificio de los soldados y postula su heroísmo, durante la segunda guerra mundial modificará esta concepción. En 1942, siendo capitán en el París ocupado, comienza a expresar que más importante que la gloria de las armas y la gloria del espíritu es el sufrimiento de las personas que le rodean63. Esta modificación en su percepción coincidió con el inicio de la derrota alemana y con la previsión de las consecuencias que podía acarrear. Durante la primera guerra mundial y en el período de entreguerras Jünger queda atrapado en el pensamiento bélico 62. Radiaciones, 3 vols., Tusquets, Barcelona, 1989-1992-1995, en especial vols. I y II. 63. Ibid. I, p. 332, también pp. 441-442.
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aristocrático. La aristocracia que defiende es la excelencia del intelecto y del espíritu. Comentará: «... mientras que en los círculos inferiores de la vida el dolor posee una fuerza caótica, cuando entra en contacto con el ser elevado y noble adquiere figura»64. Jünger adopta el modelo del guerrero como figura central de su proposición. Muerte, Fuego, Sangre y Tierra son términos básicos en sus escritos de esta época. En 1932 publica El trabajador65. En esta obra el guerrero queda subsumido en la figura del trabajador. Presenta al nuevo trabajador como el actor heroico que se sacrificará para hacer posible la nueva ‘aurora’ de Alemania. La visión heroica del sufrimiento siempre cuenta con la noción de sacrificio que convierte en virtud. Este sacrificio ha de ser aceptado por la persona y en la visión aristocrática se establece desde algún ente rector: un dirigente, una idea suprema o una divinidad. Por esto, Jünger afirmaba que la más honda felicidad del ser humano consistía en ser sacrificado, siendo su expresión más significativa la ofrenda de sangre66; y que el arte supremo de mandar consistía en señalar metas que fueran dignas del sacrificio67. Estas metas debían ser fijadas por el Reich, en tanto que ente supremo que dirigiría el resurgir de Alemania. En 1934 publica Sobre el dolor. En esta obra Jünger reafirma la centralidad del dolor en la condición humana. Considera que la experiencia del dolor —en tanto que experiencia a la que estamos predestinados y en última instancia es inevitable68— es la experiencia fundamental del ser humano, la que desvela lo más íntimo de la persona y abre el mundo a su conocimiento. Al igual que hicieran otros autores, percibe la influencia de la mediación científico-técnica en aspectos centrales de la vida social. En su caso, al igual que hiciera
64. Ibid., pp. 101-102. 65. El trabajador, Tusquets, Barcelona, 21993. 66. Ibid., p. 42. 67. Ibid., p. 76. 68. Sobre el dolor, seguido de La movilización total y Fuego y movimiento, cit., pp. 15 y 18.
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el dolorismo, entiende que la potencia del mundo técnico69, unido al desarrollo de un cierto bienestar, provocaba que el dolor fuera desalojado del centro social. Lejos de ver esto como un avance, lo consideraba un retroceso. Jünger pensaba que se estaba pasando de un mundo donde todavía el héroe tenía sentido, a un mundo indolente sin héroes ni aristócratas dominado por el sentimentalismo. Mientras el mundo heroico en el que se enmarca Jünger trata de incluir el dolor en la vida y disponer ésta de tal forma que en todo tiempo se halle pertrechada para el encuentro con el dolor, la concepción sentimental trataría de expulsar el dolor y excluirlo de la vida70. La concepción heroica del sufrimiento fue utilizada en la construcción cultural del nazismo. También ha estado presente en los totalitarismos de distinto pelaje. Se trata de un modelo cerrado, holístico, que justifica cualquier sufrimiento en aras de un fin trascendente: el bien de la patria, el destino histórico, la obediencia al líder... Es característico del carácter autoritario difundir la idea según la cual hay que sufrir sin lamentarse y no se ha de fomentar el coraje para poner fin al sufrimiento o por lo menos disminuirlo: «El heroísmo propio del carácter autoritario no está en cambiar su destino, sino en someterse a él»71. Dado que el sufrimiento es relacional, como ya se ha explicado, el modelo heroico del nazismo hubo de proporcionar alguna explicación al sufrimiento de las víctimas y, más en concreto, desactivar la resistencia y la mala conciencia que podía surgir ante las acciones de exterminio. En cada caso concreto se crearon mecanismos psicológicos que justificaban el padecimiento infligido. A los miembros de las SS se les educaba en un modelo psicológico según el cual el dolor de sus víctimas —judíos, gitanos, comunistas y socialistas, religiosos, homosexuales...— era mucho menor que el dolor que ellos mismos tenían que afrontar al ejecu69. Ibid., pp. 38, 56 ss. 70. Ibid., p. 34. 71. E. Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Barcelona, 1986, p. 172.
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tar una tarea histórica como aquella72. Uno se hacía grande soportando el sufrimiento ajeno. Se invertía de esta forma la relación verdugo-víctima, al ser el sacrificio importante el del verdugo y no el de la víctima. Pese a esta educación, que encerraba el intento por conseguir numerosos verdugos orgullosos y comprometidos con la tarea histórica que se les encomendaba, algunos miembros de las SS destinados a liquidar a los judíos de un tiro en la nuca padecieron trastornos de salud y algunos se negaron a hacerlo. Para evitar el inconveniente que planteaba este mecanismo psíquico de resistencia y para lograr mayor eficacia se pusieron en marcha mecanismos de extermino al por mayor73 supuestamente más asépticos. El nazismo propagó una cultura heroica del dolor que se extendía a todos los ámbitos de la vida social: menor utilización de anestesias, no utilización de analgésicos durante el parto, el dolor como prueba de autenticidad y de valía, nada valioso se creaba sin dolor... por tanto no había que renunciar ni evitar el dolor. Pese a ello, en términos de salud pública no se puede decir que los ciudadanos del Tercer Reich gozaran de mejor salud que sus predecesores o que sus contemporáneos de otros países74. Ante la exaltación del dolor y la utilización política de la concepción heroica del sufrimiento hay que recordar lo que comentaba Adorno en relación con la actuación de los mecanismos de dominación: es característico de ellos impedir el conocimiento de los sufrimientos que provoca75. A lo que hay que añadir: y justificar la desigual valoración de los padecimientos habidos. 72. Vid. H. Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Lumen, Barcelona, 2003, pp. 154-155. 73. Vid. el comentario que hace al respecto E. Jünger, Radiaciones II, cit., p. 162. 74. R. Grunberger, Historia social del Tercer Reich, Ariel, Barcelona, 2007, p. 243. 75. Minima moralia. Reflexiones desde la vida dañada, Taurus, Madrid, 1997, p. 60. Vid. B. Ouattara, Adorno, une éthique de la souffrance, L’Harmattan, Paris, 2004.
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2.5.3. Accidente sin trascendencia: un cambio de época Robert Musil inicia su libro El hombre sin atributos con la narración aparentemente anodina de «Accidente sin trascendencia». En un hermoso día de agosto de 1913 una pareja presencia el resultado de un accidente: al parecer un camión ha atropellado a un hombre. En un primer momento la señora se siente indispuesta tal vez como efecto de la conmiseración que siente por el atropellado. Su acompañante le explica que los camiones llevan unos frenos que tardan en parar el vehículo, dando a entender que tal vez la causa del accidente haya sido un problema técnico. Al oír esto la señora se sintió aliviada. No llegaba a entender qué significaba eso de los frenos, ni le interesaba, se conformaba con saber que de alguna forma se podía reparar aquel siniestro «y que se trataba de un problema técnico que no era de su incumbencia». Al poco oyeron la sirena de la ambulancia, todos respiraron hondo, «experimentando la satisfacción de sentirse tan diligentemente auxiliados». Musil añadió a esta narración un dato estadístico que ponía el contrapunto al alivio que acaba de expresar la señora: según las estadísticas americanas, en Estados Unidos se registraban cada año 190.000 muertos y 450.000 heridos en accidentes de circulación. El proceso de tecnologización de la vida social fue descrito y criticado profusamente conforme avanzaba el siglo XX. La experiencia del dolor ha quedado insertada progresivamente en el horizonte de la dimensión científico-tecnológica76, de forma que, a diferencia de lo que ocurrió en épocas anteriores, en buena parte de las sociedades técnológicamente más avanzadas el dolor ha pasado a ser considerado y a ser tratado como un problema técnico. Los observadores críticos de este proceso señalaron que las respuestas que se estaban dando a los interrogantes planteados por la experiencia del dolor suponían una alienación 76. S. Natoli, L’esperienza del dolore. Le forme del patire nella cultura occidentale, cit., p. 266.
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personal y social. Iván Illich —uno de los autores más seguidos en los años setenta sobre esta cuestión y que coincide en el nombre con el personaje creado por Tolstoi— exponía que la cultura médica moderna había transformado el dolor, la enfermedad y la muerte en accidentes para los que había que buscar tratamiento médico. Desde su punto de vista, la medicina desarrollada durante la segunda mitad del siglo XX hacía que las experiencias del dolor fueran crecientemente extrañas a las personas, ya que el tratamiento técnico que ofrecía chocaba frontalmente con lo que había sido tradicionalmente la aportación de sentido cultural a estas experiencias77. Decía: El dolor ha sido expropiado médicamente78. El avance imparable de la mediación técnico-química hace que el manejo y el saber sobre el dolor pasen a ser competencias de los especialistas. La gente, decía Illich, desaprende a aceptar el sufrimiento como parte inevitable de su enfrentamiento consciente con la realidad y llega a interpretar cada dolor como un indicador de su necesidad de atención médica79. Al mismo tiempo, la expansión de la tutela médica disminuía la responsabilidad de las personas hacia el dolor ajeno y hacia su propio dolor. Illich explicaba esta transformación como una consecuencia del desarrollo de la sociedad industrial y consumista. Veía en este proceso una intencionalidad: el control físico e ideológico sobre la población. Consideraba que la sociedad industrial no podía funcionar sin proporcionar a sus miembros muchas oportunidades de ser diagnosticados víctimas de una enfermedad sustantiva. Cuanto más tratamiento cree la gente que necesita, menos puede rebelarse contra el crecimiento industrial80. El retrato crítico de Illich contiene trazos que permiten explicar parcialmente la experiencia contemporánea del sufrimiento en las sociedades occidentales. La hegemonía téc77. I. Illich, Némesis médica. La expropiación de la salud, Barral, Barcelona, 1975, pp. 115-116. 78. Ibid., p. 138. 79. Ibid., p. 119. En el mismo sentido, S. Tubert, Mujeres sin sombra. Maternidad y tecnología, Siglo XXI, Madrid, 1991, pp. 19 ss. 80. I. Illich, Némesis médica, cit., p. 152.
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nica y cultural del proceso de medicalización, el surgimiento de nuevos sentidos para el sufrimiento y el debilitamiento de sentidos culturales anteriores, el peso de la industria médica y farmacéutica... son elementos presentes en la cultura contemporánea del dolor. Pese al tono apocalíptico y precipitado que toma en ocasiones, las observaciones de este autor son relevantes y algunas de ellas han sido corroboradas por otros autores81. No obstante esto, Illich comete el error de elevar a totalidad lo que es una parte de la explicación que cabe dar a la experiencia contemporánea del sufrimiento. Simone de Beauvoir dedicó su libro Una muerte muy dulce82 a exponer y reflexionar sobre la muerte, utilizando como hilo conductor la muerte de su madre. En los años sesenta la muerte y el dolor comenzaban a estar fuertemente medicalizados83. Beauvoir explica este proceso al tiempo que reproduce las discusiones con su hermana acerca de qué tratamientos médicos había que facilitarle a su madre enferma de cáncer y cuáles era preferible ahorrarle. Al exponer sus razonamientos y sentimientos, Beauvoir presenta unos sentidos de la vida, del sufrimiento, de la muerte, de los deberes respecto de los seres que van a morir... que son coherentes entre sí. Sin embargo, estos sentidos chocan con los que mantiene su hermana —de creencias católicas— y con los que defienden los médicos que se encargan de su madre. En este caso se trata de una confron81. Por ejemplo, N. Elias, La soledad de los moribundos, FCE, México, 1987; Ph. Ariès, El hombre ante la muerte, Taurus, Madrid, 1983; Á. Martínez Hernáez, «La mercantilización de los estados de ánimo. El consumo de antidepresivos y las nuevas biopolíticas de la aflicciones»: Política y Sociedad 43 (2006), pp. 43-56, entre otros. 82. De esta misma autora puede verse también La ceremonia del adiós, Edhasa, Barcelona, 2001. 83. I. Baszanger trabajó en Inventing Pain Medicine. From the Laboratory to the Clinic (Rutgers University Press, London, 1998) la evolución en la percepción y el tratamiento clínico del dolor. Esta socióloga francesa pone de manifiesto la mala administración de analgésicos y la deficiente formación en el tratamiento del dolor de los estudiantes de medicina. Acerca del incremento en la prescripción y venta de analgésicos en Francia en el periodo 1998-2004 ver el Livre blanc de la Douleur, , capítulo 3, a cargo de P. Queneau, pp. 41 ss.
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tación que influye en la toma de una decisión: aplicar tratamientos agresivos o abandonarlos por inútiles. En contra de la postura que había mantenido, Beauvoir acaba aceptando que a su madre le practiquen una operación que será inútil, pero que como ella temía le causará mayor sufrimiento: [...] vencida por la moral social, había renegado de mi propia moral. «No, me dijo Sartre, fue vencida por la técnica: era fatal». En efecto. Uno se halla inmerso en un engranaje y es impotente ante el diagnóstico de los especialistas, sus previsiones y sus decisiones. El enfermo se ha convertido en propiedad de ellos: ¿quién es capaz de quitárselo?84.
Beauvoir plantea uno de los temas centrales del siglo XX: la preterición del sentido85, la dificultad de abordar el interrogante acerca del sentido del sufrimiento. La pregunta por el sentido permanece abierta, pero ha de hacer las cuentas con un elemento irrenunciable: la mediación técnico-científica que desatiende la cuestión del sentido, entre otras cosas porque sus instrumentos de trabajo no tienen como finalidad prioritaria dar respuesta a este interrogante fundamental. Al preguntarle al médico por qué interviene dolorosamente si no hay nada que hacer, el médico le contesta: «Hago lo que debo hacer». Lo que Beauvoir percibía como un tormento, el médico lo consideraba como el cumplimiento de un deber86. Si el médico del que habla Beauvoir puede decir sinceramente «hago lo que debo hacer» es porque preexiste un código de actuación con el que se identifica que le dicta cómo debe comportarse, a la vez que legitima su actuación. El «hago lo que debo hacer» se aguanta, salvo excepciones, porque una mayoría observa el mismo código de conducta y, 84. Edhasa, Barcelona, 1989, pp. 79-80. Cuando hoy se nos pregunta cómo nos gustaría morir, la respuesta es clara: las personas quieren morir sin dolor y a ser posible durmiendo, acompañadas por sus seres queridos y en su hogar. Vid. M. Marí-Klose y J. de Miguel, «El canon de la muerte»: Política y sociedad 35 (2000), pp. 115-143. 85. Vid. R. Safranski, Un maestro de Alemania. Martin Heidegger y su tiempo, Tusquets, Barcelona, 1997, p. 52; vid. también pp. 187 y 190. 86. Una muerte muy dulce, cit., pp. 36 y 73.
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en consecuencia, los sentidos en él contenidos. Como ya se ha dicho anteriormente, ‘lo que se hace’ contiene habitualmente la noción de ‘lo que se ha de hacer’, incluso en los casos de simulación. Cuando vemos a un nadador avanzar en el agua asistimos a un hecho aparentemente simple: la acción de nadar y el resultado de esta acción. Sin embargo, los movimientos precisos, el ritmo de los brazos, el giro del cuello, el ángulo de penetración de la cabeza en el agua, la respiración... responde al aprendizaje adquirido durante el entrenamiento. Mediante el ejercicio repetido de movimientos se pretende básicamente que el nadador interiorice una técnica corporal que le permita la mayor eficacia en sus movimientos. Esta adquisición de técnica corporal constituye un proceso de corporeización —de aprendizaje corporal— del deber ser. Una y otra vez el entrenador corrige al nadador los defectos de sus movimientos. Visto de esta forma, la contemplación de ‘lo que hace’ un nadador es en sí misma la contemplación de cómo la educación en ‘lo que se ha de hacer’ llega a transformarse en ‘lo que se hace’. Y en este ‘lo que se hace’ hay ya contenido aquel ‘lo que se ha de hacer’ que inicialmente era externo al niño que se tiró por primera vez a la piscina con la única intención de no hundirse. Esta característica de los órdenes normativos practicados —lo que se hace contiene un ‘se ha de hacer’— está unida a una segunda característica que se deriva de esta primera: ‘lo que se hace’ supone la recreación de las normalizaciones preexistentes. El nadador que repite una y otra vez los movimientos aprendidos recrea las normalizaciones sobre las que su entrenador tanto ha insistido. Cuando esto sucede, es decir, cuando el nadador ya es capaz de recrear por sí mismo los movimientos concretos, incluso cuando selecciona aquellos que le permiten mayor rapidez en su brazada, el entrenador ya no tiene nada que enseñarle en este aspecto. Esta aportación de sentido contenida en los códigos normativos que regulan el quehacer de las personas tiene un carácter estructurante ya que ofrece respuestas vinculantes a la cuestión de qué hacer —qué ha de hacer el médico, qué ha 119
de hacer la hija, se preguntaba Simone de Beauvoir—. Introduce a su vez expectativas de cuáles van a ser las conductas futuras y actúa como mecanismo de reconocimiento y criterio de corrección entre los miembros de cada grupo social. Los criterios de normalidad aparecen subsumidos en expresiones como ‘lo debido’, ‘lo acostumbrado’, ‘lo inevitable’, ‘lo limpio’, ‘lo correcto’, ‘lo natural’, ‘lo justo’, ‘lo justificado’ o ‘lo sabido’. Los discursos normalizadores —y tanto la política como el derecho crean este tipo de discursos— enuncian sus preceptos como si tradujeran un orden necesario, un sentido debido, inmóvil y ahistórico, de forma que estos mismos preceptos tienden a ser vistos como la única verdad posible, como el verdadero ‘sentido común’, como opción correcta que han de elegir las personas. En los mismos años setenta, Pier Paolo Pasolini también percibió un cambio notable en la cultura del sufrimiento. En menos de diez años el consumismo había desacostumbrado a los italianos a la resignación y la idea del sacrificio. Los italianos ya no estaban dispuestos a dejar la parcela de comodidad y de bienestar —aunque fuera miserable, comentaba Pasolini— que de algún modo habían alcanzado87. Este cambio no se debía directamente a la tecnologización de la vida, sino al desarrollo de un modelo económico-productivo-político —al que pertenecen evidentemente las aplicaciones científico-tecnológicas— que había alterado profundamente las bases culturales de la clase obrera, entre otras, la cultura del sufrimiento. Las transformaciones experimentadas han supuesto que el sufrimiento, la enfermedad y la muerte se hallen crecientemente inmersas en la intervención estatal y mercantil. Horkheimer y Adorno señalaban a mitad del siglo XX que aquello que no tenía valor de mercado era excluido. Ponían como ejemplo la progresiva desaparición del duelo88. Sin duda, el 87. «Culturización y culturización», en Escritos corsarios, Planeta, Barcelona, 1983, pp. 40-43. Vid. A. Giménez Merino, Una fuerza del pasado. El pensamieno social de Pasolini, Trotta, Madrid, 2003. 88. M. Horkheimer y Th. W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, Trotta, Madrid, 92009, pp. 257-258.
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duelo ha desaparecido en tanto que institución social regulada en los tiempos, en las formas de vestir y en su escenificación pública. Sin embargo, a la vez que el duelo desaparecía y se convertía en tema de trabajo para la psicología, se mercantilizaba progresivamente el proceso de muerte, convirtiéndose el cuidado del cuerpo y el proceso de entierro en una actividad mercantil realizada por especialistas. La estatalización y mercantilización de estos aspectos fundamentales de la vida humana mantiene un relación simbiótica con la privatización e individualización que ha caracterizado a la sociedad occidental durante la segunda mitad del siglo XX. No cabe duda de que los desarrollos científicotecnológicos aplicados a la vida diaria han introducido nuevas posibilidades, intereses y necesidades de actuación que han modificado la cultura preexistente y por tanto algunos de los sentidos dominantes dados a la experiencia del dolor. En un proceso ya iniciado con la Modernidad89, el dolor es comprendido mayoritamiente como algo que puede y debe ser dominado, como un mal evitable, incluso como algo inaceptable precisamente porque es evitable. Esto ha provocado que las sociedades occientales que gozan de mayor bienestar hayan sido pensadas como sociedades analgésicas90, sociedades indolentes en las que el dolor se ha convertido en un tabú —especialmente cuando el dolor queda asociado al fracaso91—, en un elemento extraño que crea escándalo y cuyo manejo se hace difícil si no se acude a los mecanismos técnicos. Pero esto no sólo ha ocurrido con la experiencia del 89. Descartes ya había intentado eliminar los elementos metafísicos asociados tradicionalmente a la experiencia del sufrimiento. 90. F. Sauerbruch y H. Wenke observaron el avance de los analgésicos y cómo su utilización médica y actuación social estaba transformando la sensibilidad personal y social hacia el dolor físico (El dolor. Su naturaleza y significación, trad. de M. Sacristán Luzón, Zeus, Barcelona, 1962, p. 79). L. Kolakowski describió críticamente el desarrollo de una cultura de los analgésicos que tendía a eliminar la responsabilidad de la persona hacia su dolor y hacia el dolor ajeno, La presencia del mito, Cátedra, Madrid, 1990, pp. 90 ss. 91. R. Sennet, La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Anagrama, Barcelona, 2000, p. 124.
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dolor; muchas otras experiencias vitales han quedado mediadas tecnológicamente alterando las elaboraciones culturales en las que se enmarcaban. Operaciones como comer, cocinar, estudiar, refrigerar o calentar, viajar, trabajar, comunicarse... están mediadas tecnológicamente. Esta mediación tecnológica, sumada al control ejercido por los especialistas y el desarrollo de políticas públicas de administración de los procesos vitales, están en la base de la configuración de las sociedades tardocapitalistas contemporáneas como sociedades asépticas. Para ser más exactos habría que hablar de la autorrepresentación de las sociedades contemporáneas como sociedades asépticas. Sociedades y personas asépticas que intentan preservarse de la contaminación que supone la pobreza, la delincuencia, la enfermedad, el sufrimiento, la muerte o la violencia. La extensión y aceptación del modelo aséptico aspira a conseguir espacios sociales preservados, espacios higienizados. En este modelo —del que la arquitectura y el urbanismo, así como la recuperación del lenguaje higienista, dan sobrada cuenta— el sufrimiento tiende a aparecer como un elemento contaminante que hay que aislar y, en ocasiones, conjurar. El sufrimiento aparece como una excrecencia del ser humano y como un elemento contaminante que hay que extirpar: Los progresos rápidos del bienestar, de la intimidad, de la higiene personal, de las ideas de la asepsia, han vuelto a todos y cada uno más delicados: sin que se pueda nada contra ello, los sentidos no soportan ya los olores y los espectáculos que, todavía a principios del siglo XX, formaban parte, junto con el sufrimiento y la enfermedad, de la cotidianidad. Las secuelas fisiológicas han salido de la cotidianidad para pasar al mundo aséptico de la higiene de la medicina y de la moralidad, confundida al principio. Este mundo tiene un modelo ejemplar, el hospital y su disciplina celular92.
El sufrimiento se percibe como algo sucio, contaminado, extraño. Algo que en sí, o en sus portadores, hay que alejar de la ciudad o de su centro. Algo ante lo que hay que asegurarse. 92. Ph. Ariès, El hombre ante la muerte, cit., p. 473.
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3 LA JUSTICIA DEL SUFRIMIENTO
El derecho no puede ser comprendido al margen del dolor1. Esta afirmación puede resultar llamativa ya que no existe una tradición en los estudios y la enseñanza jurídica que explique el derecho en su relación con el dolor. A esta falta de tradición se suma la tendencia a presentar el derecho como instrumento técnico que pertenecería a un orden alejado de la miseria, la pobreza, la violencia, la explotación o el sufrimiento. Estas tendencias se trasladan a los hábitos de pensamiento, de forma que los esquemas epistemológicos dominantes contribuyen poco a explicar, por ejemplo, los usos que directa o indirectamente el Estado hace del dolor o cómo el sufrimiento es un interrogante fundamental para el derecho. En esta parte final del libro se abordan estas cuestiones desde un punto de vista ampliado que trata de mostrar algo que para los propios juristas suele pasar desapercibido: la relación entre derecho y dolor. Ante una desgracia, agresión, calamidad o accidente «hay que decidir si el que experimenta el daño no tiene otra posibilidad que la resignación (lo sufre él) o si puede esperar algo de los demás, y, mejor, si tiene derecho a ello»2. Diariamente miles de personas sufren daños por las causas más variadas 1. Vid. J. Poirier en la conclusión al libro colectivo La douleur et le droit, PUF, Paris, 1997, pp. 513-514. 2. L. Díez-Picazo, Derecho de daños, Civitas, Madrid, 1999, p. 41.
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—una persona es atropellada, un albañil cae de un andamio, una mujer es maltratada, un niño muere al caerle encima una portería de fútbol, una persona queda abandonada a su suerte, etc.—. Siempre que tiene lugar un acontecimiento de este tipo surge un interrogante básico: ¿qué hacer? El derecho actúa históricamente como un instrumento determinante en el tratamiento de los daños que acaecen en la vida en común: establece qué se entiende por daño y qué tratamiento han de recibir estos daños. El derecho penal, el derecho de daños, el derecho constitucional o el derecho internacional público son ejemplos claros de ello. El derecho, al igual que el sufrimiento, posee un carácter relacional. Refleja relaciones existentes y, al mismo tiempo, establece cómo han de ser las relaciones que son objeto de su regulación. El derecho convierte al sufrimiento en objeto —directo o indirecto— de su regulación en la medida en que regula relaciones sociales de las que forman parte las experiencias de sufrimiento. Aunque evidentemente la regulación jurídica no agota el ser social del sufrimiento, los tratamientos jurídicos del dolor forman parte de los contextos en los que tienen lugar las experiencias de sufrimiento de las personas y, por tanto, condicionan su ser social. El derecho aborda el sufrimiento a través de tres operaciones fundamentales: la representación, la interpretación y la decisión. Mediante la representación se forma la idea jurídica del sufrimiento. La interpretación de normas y hechos precisa la situación a resolver y la resolución del caso. Por medio de la decisión se busca producir efectos concretos. Las tres operaciones poseen características teórico-prácticas y están interrelacionadas. Sin la representación jurídica del sufrimiento sería imposible crear normas que hablasen del dolor y de qué tratamiento darle. Sin interpretación el derecho no saldría de las estanterías para ser aplicado a los casos concretos. Sin la decisión, ni se establecería qué sufrimientos son relevantes —no todos los sufrimientos adquieren el mismo estatus jurídico— ni se producirían efectos en la vida de las personas. Las tres operaciones señaladas poseen una dimensión política inevitable, ya que en ellas concurren y mediante ellas se 124
configuran elecciones acerca del modelo social y económico. Esta politicidad del derecho se da tanto en su creación como en su aplicación. En ambos momentos refleja los conflictos de intereses existentes y la pugna por conseguir que mediante el derecho se proteja preferentemente unos intereses frente a otros. Además de estas operaciones, el derecho ha asumido otras dos operaciones asombrosas en relación con el sufrimiento: lo mide y lo compensa. Ambas operaciones poseen un contenido taumatúrgico, ya que hacen posible lo que de entrada parece imposible: hacer conmensurable lo inconmensurable y compensar lo que no es compensable. Estas funciones reflejan el carácter mágico del derecho3, algo difícil de explicar desde una perspectiva racionalista que se desentienda de la configuración y los efectos sociales del derecho. La inconmensurabilidad del dolor constituye una realidad insalvable. ¿Cómo medir el sufrimiento del torturado, de la persona que se halla en situación de desamparo, de quienes padecen violencia...? La respuesta es que pese a que ningún sistema de medición resulta idóneo, el sufrimiento queda sometido a medida. El desagravio y la reparación del daño exigen que el mal causado sea medido, de otra forma no hay devolución posible, no hay compensación posible, si no, ¿cómo saber lo que se ha de pagar? La inconmensurabilidad del sufrimiento comparte escenario con otra limitación radical: la irreparabilidad del sufrimiento. Hay males que no pueden ser reparados: la persona muerta, el brazo perdido, los malos tratos sufridos, el dolor experimentado, la tortura sufrida... Aunque el derecho se propone domesticar el sufrimiento, no se ha de olvidar que mediante esta operación no se puede conseguir reparar lo irreparable. Se trata de la dimensión trágica de determinados sufrimientos: «Donde hay compensación hay justicia y 3. P. Bourdieu objeta a autores como Max Weber que no se ha de olvidar que el derecho más rigurosamente racionalizado es sólo un acto conseguido de magia social (¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos, Akal, Los Berrocales del Jarama, 1985, p. 16).
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no tragedia. [...] La tragedia es irreparable. No puede llevar a una compensación justa y material por lo padecido»4. Sin embargo, la irreparabilidad del sufrimiento, especialmente cuando afecta a los mejor situados, provoca escándalo. La Modernidad no admitió el pozo sin fondo y sin retorno que es el pensamiento trágico. Los sufrimientos, en tanto que centro de la tragedia, debían ser reparados. La solución trágica del héroe ya no era admisible en la comprensión del individuo moderno. Ante la promesa del progreso y la realización efectiva de logros que parecían imposibles, ante la enorme capacidad para modificar el mundo y crear uno artificial que se sobrepone al natural, el sufrimiento se configura como un accidente del modelo. Ya no se estaba dispuesto a pagar el precio de aceptar que hay en el mundo misterios de injusticia, desastres que rebasan la culpa y realidades que constantemente hacen violencia a nuestras previsiones morales: [...] a partir de un cierto momento de desarrollo de las sociedades modernas, se asume que, con independencia de quién pueda ser el culpable, cualquier mal debe ser reparado. [...] Hoy hemos incorporado a nuestra mentalidad, a nuestro sentido común, algo tal vez más importante aún que el principio de que el delito no debe quedar impune, y es la idea de que el mal (aunque sea el mal natural, por decirlo a la vieja manera, esto es, aquél sin responsable personal alguno posible) debe ser subsanado5.
Este rechazo a la irreparabilidad del sufrimiento es selectivo, de forma que mientras que la sociedad contemporánea 4. G. Steiner, La muerte de la tragedia, Monte Ávila, Caracas, 1991, pp. 10 y 13. 5. Ibid., p. 113. Cf. M. Cruz, «Los filósofos y la responsabilidad moral», en F. Pantaleón (ed.), La responsabilidad en el derecho (Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid 4 [2000]), UAMBOE, Madrid, 2001, pp. 15-26; R. Sennet, Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, Alianza, Madrid, 1997, pp. 400-401; R. Esposito, Immunitas. Protezione e negazione della vita, Einaudi, Torino, 2002; P. Bruckner, La euforia perpetua. Sobre el deber de ser feliz, Tusquets, Barcelona, 2001.
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ha desarrollado una enorme sensibilidad ante el sufrimiento de los mejor situados —los que cuentan—, se muestra indolente ante los padecimientos de una parte importante de la población peor situada. Es más, el sufrimiento de los de abajo llega a percibirse como una salvaguarda del bienestar de los de arriba. Hay males provocados y males naturales que afectan a millones de personas, y que no son tenidos en cuenta. La relación del derecho con el dolor es evidente si se habla del derecho penal o del derecho de guerra. En estos casos, el Estado utiliza el dolor como instrumento de actuación. Se trata de un uso legal del dolor autorizado que cuenta con fuentes de legitimación propias. Esta cuestión se aborda tradicionalmente a través de la relación entre fuerza y derecho, señalando el monopolio del uso de la fuerza que se reserva el Estado y enumerando los casos en los que la persona puede hacer un uso autorizado de la fuerza, como en la situación de legítima defensa o fuerza mayor. La pena de privación de libertad o la orden de bombadear una ciudad dada por la autoridad competente, por no poner otros ejemplos más contundentes, muestran sin duda esta relación entre derecho y dolor. Sin embargo, esta relación no se agota en los ámbitos penal y bélico. En la medida en que el Estado ha ampliado históricamente sus funciones y su poder, ha incrementado su capacidad para ser fuente directa de padecimientos, pero también ha pasado a ser el destino de peticiones de protección y de respuesta frente a situaciones de sufrimiento, especialmente en el modelo de Estado social. La lucha por el derecho y por los derechos de la que somos herederos ha estado motivada en parte por un deseo de minimizar y/o poner fin a una parte de los padecimientos impuestos a esclavos, trabajadores, mujeres, minorías étnicas, religiosas y lingüísticas, homosexuales, marginados... En todos los casos pasados y presentes hay una lucha por mejorar las condiciones de vida, aunque este mejorar consista en disponer de la cuota de protección de la que ya gozan otros miembros de la misma sociedad. 127
Si desde el principio del libro se ha dicho que el sufrimiento es un interrogante, también lo es para el Estado y para el derecho en tanto que instrumento fundamental de su actuación. En el modelo de Estado social, este interrogante se extiende a algunas de las fuentes de padecimiento de la población: la enfermedad, la falta de vivienda, el desvalimiento, la ignorancia, la desgracia, el desempleo... Los derechos llamados sociales se han planteado históricamente en relación con estas fuentes de sufrimiento y por ello estas situaciones son un interrogante político para la actuación del Estado. Al igual que sucede con los derechos civiles y las libertades políticas, los derechos sociales, económicos y culturales pueden ser analizados desde la perspectiva de la relación entre derecho y dolor como aspiraciones colectivas por alcanzar una vida mejor en la que se prevenga y se reduzca el sufrimiento impuesto. En el ámbito de los derechos no hay conquistas definitivas ni garantías irrevocables. La actual situación de pérdida de garantías, de recorte de libertades, de normalización de la excepción y de propagación de zonas de anomia, así lo muestran. Pero precisamente por ello es relevante reconocer en el derecho un instrumento de poder que puede ser utilizado para incrementar la vulnerabilidad de la población, pero también para paliarla. En esto no hay neutralidad posible, aunque sí cegueras voluntarias. Junto al uso punitivo del dolor y la comprensión de los derechos sociales como construcciones en relación con el sufrimiento de la gente, en esta tercera parte del libro se presta atención a la evolución que ha experimentado la figura de la responsabilidad civil en un contexto en el que se han extendido las políticas de aseguramiento en aras de alcanzar una vida asegurada. 3.1. El carácter aflictivo del derecho En repetidas ocasiones se ha dicho en este texto que el sufrimiento plantea un interrogante esencial: ¿qué hacer? Creo 128
que incluso esta formulación del interrogante es más insoslayable que la referida al por qué del sufrimiento. El derecho, entendido como orden normativo institucionalizado políticamente que vincula la vida de las personas, se enfrenta a esta pregunta. En realidad, esto mismo ocurre con los órdenes normativos moral y social que con mayor o menor extensión afrontan la cuestión del sufrimiento. Las normas, ya sea jurídicas, sociales o morales, contienen criterios de reconocimiento y actuación en relación con el sufrimiento de la gente. La diferencia entre los distintos órdenes normativos radica en su diferente institucionalización y en los distintos instrumentos utilizados. Pueden estar más o menos cercanos en sus orientaciones normativas, pero el derecho posee unas características instrumentales e institucionales —también relacionadas con el dolor— que lo distinguen de los otros órdenes normativos. En este apartado se presta atención en primer lugar al carácter imperativo del derecho para explicar ya no cómo el derecho afronta las situaciones de sufrimiento —esto se verá en los apartados siguientes—, sino para tratar una cuestión distinta: cómo el derecho fundamenta su imperatividad en el dolor. Sin el recurso al dolor no habría derecho. El derecho no es un simple consejo que se da a la gente, tampoco son recomendaciones. El derecho posee un carácter imperativo que, llegado el momento, legitima que el aparato estatal fuerce la voluntad de las personas. John Austin explicaba que el derecho es una orden y no un deseo. Decía: Una orden se distingue de otras manifestaciones de deseo, no por el estilo en que el deseo es referido, sino por el poder y el propósito de la parte que ordena infligir un mal o dolor en caso de que el deseo no se vea satisfecho. Si ese alguien no puede dañarme o no lo haría en el caso de que yo no satisfaga su deseo, la expresión de su deseo no es una orden, aunque enuncie su deseo en una frase imperativa6. 6. «Primera lección de la delimitación del ámbito de la teoría del derecho» [1832], en P. Casanovas y J. J. Moreso (eds.), El ámbito de lo jurídico: lecturas de pensamiento jurídico contemporáneo, Crítica, Barcelona, 1994, pp. 178-231, p. 183.
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El dolor aparece como una condición de formulación y como una condición de realización. El derecho hace uso del dolor ya sea incluyéndolo en la amenaza que es la sanción prevista, ya sea materializándolo en la sanción aplicada —en la pena, por ejemplo—. En tanto que condición de formulación, la imperatividad de la norma se sustenta en el recurso a la advertencia o amenaza de que la desobediencia de la orden contenida en la norma acarrea un dolor. En tanto que condición de realización, es preciso que se aplique a casos concretos el mal anunciado como contenido de la sanción. Amenaza y cumplimiento de la amenaza, estos son los dos pasos de la imperatividad del derecho pensada como formulación y como realización. Es cierto que hay amenazas establecidas por el derecho que nunca se aplican, pero también lo es que una parte de las amenazas se cumplen. Para que la amenaza se cumpla, la autoridad encargada de dar cumplimiento a la disposición normativa ha de tener voluntad de actuar y capacidad para imponerse. Tanto el acto de dictar la norma mediante la que se quiere vincular el comportamiento de los destinatarios de las normas, como su aplicación efectiva, han de quedar respaldados por estructuras de poder. Poder para condicionar efectivamente el comportamiento de las personas. Poder para cumplir la amenaza. Poder para hacer daño. La posición que ocupa el dolor en la formulación y la realización de la imperatividad del derecho muestra que éste es pensado como un instrumento aflictivo y es utilizado como tal. Por ello se afirmaba antes que sin el recurso al dolor no habría derecho, ya que perdería una de sus características esenciales: su imperatividad. El carácter aflictivo del derecho se manifiesta con toda su fuerza en el derecho penal, y en concreto en el castigo que es la sanción penal. Ser castigado supone «la imposición de algún tipo de dolor o cosa desagradable»7. Jeremy Bentham expresaba sin ambajes la relación interna entre el derecho y el 7. H. G. von Wright, Norma y acción. Una investigación lógica, Tecnos, Madrid, 1970, pp. 130 y 140.
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dolor al concebir la sanción como el dolor en el que el legislador confía para que se ejecute su voluntad8. En cada época histórica se decide qué amenazas incorporan las normas jurídicas y en relación con qué desobediencias, quiénes quedan encargados de aplicarlas, qué situaciones de padecimiento son atendidas y cómo mediante las previsiones jurídicas, también qué instrumentos se utilizan para ello. Se trata de un uso organizado del dolor. En situaciones ordinarias, el aparato estatal no improvisa la utilización del dolor, aunque es una constante de los Estados de derecho la vulneración de sus propios principios haciendo un uso arbitrario de su capacidad aflictiva. Esto último muestra cuál es la raíz del carácter aflictivo del derecho: el poder de hacer daño. En su mejor expresión, el derecho ha de luchar por limitar este poder sometiéndolo a principios aceptables socialmente; en su peor expresión, lo que se hace mediante el derecho es camuflar la arbitrariedad de este poder y sus orígenes. Las transformaciones del Estado y del derecho experimentadas a partir del 2001, pero ya visibles con anterioridad, caracterizadas por el recorte de derechos y libertades, han mostrado la pujanza del carácter aflictivo del derecho. A finales de 2008 se aprobaba la directiva 2008/115/CE del Parlamento Europeo y del Consejo9 relativa a las normas y procedimientos comunes en los Estados miembros para el retorno de los nacionales de terceros países en situación irregular, conocida como ‘directiva de la vergüenza’. Esta directiva establece, entre otras cosas, que una persona en situación irregular podrá ser internada durante seis meses ampliables a otros doce meses en un centro de internamiento o en la cárcel en espera de su expulsión del territorio nacional. Esta decisión política también normaliza jurídicamente el sufrimiento de la gente al justificar y legitimar el padecimiento que experimentará el inmigrante irregular internado durante este periodo de tiempo. 8. «Force of a Law», en Of Laws in General, University of LondonThe Athlone Press, London, 1970, p. 133. 9. Diario oficial de la Unión Europea, 24 de diciembre de 2008.
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El recurso a la amenaza del dolor y al poder de infligir dolor como elemento esencial de un orden normativo sólo podría ser evitado en un modelo de sociedad imaginaria en el que todos sus miembros compartieran de forma absoluta valores e intereses de forma que no se dieran conflictos entre ellos. Se trataría de una sociedad clonada, dominada por mecanismos de percepción y de reacción automatizados de imposible desobediencia. El individuo quedaría disuelto en un magma social formado por autómatas. En esta sociedad imaginaria no existiría imperatividad externa a los miembros, ni forzamiento heterónomo posible. Debería quedar aislada de otras sociedades o bien plantearse como modelo universal, ya que de otra forma el posible conflicto con otras sociedades introduciría de nuevo la amenaza del dolor y la inflicción de daños. La relación existente entre el derecho y el dolor va más allá del recurso a la amenaza y la inflicción de daños. La dimensión aflictiva del derecho es un elemento de una función más amplia que asume el derecho: actuar como instrumento de organización y control social. La ubicación del dolor en la construcción de la imperatividad de la norma jurídica, así como la imposición de un mal como respuesta prevista ante la vulneración de una norma, están supeditadas al modelo de organización social. La dimensión aflictiva del derecho se supedita al establecimiento y mantenimiento de un orden social complejo formado por factores económicos, políticos, culturales, científico-técnicos y medioambientales. Es la articulación de estos factores, y las relaciones de poder que los atraviesan, lo que conduce a uno u otro modelo de legitimación jurídica del uso del dolor. El derecho, además de ser un orden aflictivo que interviene en la organización y control social, es un gran creador de expectativas. Las personas y grupos sociales peor situados socialmente suelen percibir el derecho y las instituciones que lo manejan como una fuente de males, al tiempo que como un centro de frustaciones en la medida en que sus intereses quedan fuera de juego con gran facilidad. Los mejor situados suelen moverse con más facilidad y provecho en el terreno 132
jurídico10. En tanto que creador de expectativas, el derecho establece criterios de actuación: qué hacer ante un siniestro laboral o de circulación, qué puede esperar la víctima de una violación, qué hacer ante un suicidio o ante una persona que solicita ayuda para suicidarse... Las poblaciones han luchado históricamente por conseguir derechos11 que mejoraran su vida y les evitaran una parte de su sufrimiento12. En esta conquista colectiva ha desempeñado un papel crucial la toma de conciencia política acerca de la inaceptabilidad de determinadas condiciones de vida, unida a una acción colectiva orientada a cambiar tanto los padecimientos sufridos como sus causas13. Estos procesos de toma de conciencia y de acción organizada son previos históricamente al reconocimiento estatal de derechos. Los derechos conquistados socialmente y reconocidos estatalmente pueden ser pensados como derechos a la reducción del dolor14 natural e infligido: derechos de libertad, derecho a la vida e integridad personal, a la salud, a la igualdad, a la educación, al trabajo, a la vivienda... No obstante, el tratamiento jurídico del sufrimiento no siempre toma como objetivo principal la reducción del sufrimiento impuesto a las personas. Este objetivo ha ido perdiendo peso de forma acusada durante las dos últimas décadas, especialmente cuando las 10. Esta cuestión ha sido analizada desde la sociología jurídica. Vid. por ejemplo, M. Galanter, «Por qué los ‘poseedores’ salen adelante: especulaciones sobre los límites del cambio jurídico», en M. García Villegas (ed.), Sociología jurídica. Teoría y sociología del derecho en Estados Unidos, Unibiblos, Bogotá, 2001. 11. P. Ricoeur, Caminos del reconocimiento, Trotta, Madrid, 2005, pp. 204 ss.; A. Honneth, La lucha por el reconocimiento, Crítica, Barcelona, 1997. 12. L. Ferrajoli, «La crisi della sovranità e il ruolo della filosofia politica», en AA.VV., Nuove frontiere del diritto. Dialoghi su giustizia e verità, Dedalo, Bari, 2001, p. 152. 13. Muestra de ello son las revueltas populares: vid. E. P. Thompson, Tradición, revuelta y consciencia de clase. Estudios sobre la crisis de la sociedad preindustrial, Crítica, Barcelona, 1983; Íd., La economía moral revisada, Crítica, Barcelona, 1995, pp. 294-394. 14. L. Ferrajoli, «La crisi della sovranità e il ruolo della filosofia politica», cit., p. 143.
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personas afectadas se encuentran en situación de exclusión, es decir, cuando por una circunstancia u otra se hallan en los arrabales de la política: indigentes, inmigrantes ilegales, prostitutas, trabajadores precarizados, menores no acompañados, ancianos sin recursos, pobres... La actual crisis financiera ha supuesto ya el incremento de la vulnerabilidad de una parte de la población y amenaza con intensificar las situaciones de padecimiento de la gente. 3.2. La normalización jurídica del sufrimiento El derecho crea su propia normalidad. En la primera parte de este libro se ha precisado que por normalizar se entiende: ‘regularizar o poner en buen orden lo que no lo estaba’ y ‘hacer que una cosa sea normal’. Se trata de dos significados interdependientes: al regularizar —al dar normas— se establece normativamente qué se considera normal y, en segundo lugar, los comportamientos adecuados a las normas imperantes confirman la normalidad establecida. En este sentido se afirma que el derecho, como cualquier otro orden normativo, normaliza el sufrimiento al someterlo a norma. En su tarea de domesticación del dolor, el derecho actúa como un selector de experiencias en relación con las cuales prevé efectos en aquellos casos en los que les confiera relevancia jurídica. Salvadas las distancias y las finalidades, el derecho actúa en parte como la medicina: establece criterios acerca de qué hacer en situaciones de sufrimiento: ante una agresión, en un siniestro laboral o de circulación, en una agresión militar, ante tratos vejatorios y torturas, ante el maltrato animal, en el caso de menores inmigrantes no acompañados, en el caso de que una persona no reciba el socorro debido... Si se le preguntara a un estudiante de medicina o a un médico ejerciente si su trabajo guarda relación con el dolor de la gente, sin duda una mayoría contestaría afirmativamente. Sin embargo, si esta misma pregunta se hace a estudiantes de disciplinas jurídicas o a operadores jurídicos, la respuesta es dudosa. En un encuentro con abogados de larga experien134
cia, algunos de ellos se sorprendieron al oír decir que el derecho guardaba relación con el dolor. No quiero imaginar lo que habría ocurrido en ese foro si se hubiera dicho que el derecho no puede ser entendido al margen del dolor. El jurista ni receta analgésicos ni conoce la etiología de un dolor. Sin embargo sabe, o puede saber si reflexiona sobre ello, que interviene en situaciones en las que la gente padece15. No obstante, esta reflexión no suele surgir espontáneamente entre los juristas. Hay dos razones fundamentales que lo explican. En primer lugar, en la formación del jurista no existe contacto con el cuerpo sufriente ni con los contextos del padecimiento humano. Mientras que un estudiante de medicina comienza viendo cuerpos y pronto tratando a personas —lo que dificulta que se pueda distanciar de la inmediatez corporal de aquello que está estudiando—, los estudiantes de derecho pueden finalizar sus estudios con un escaso o nulo contacto con personas a las que afectan las categorías y modelos jurídicos que se les enseña. En segundo lugar, la distancia profiláctica del saber jurídico respecto del sufrimiento tiene que ver con el modelo de formación jurídica. Se da mayor importancia a los aspectos formales de las categorías jurídicas que a las consecuencias que provocan en la vida de las personas. Se transmite de esta forma una concepción indolora del derecho. Para explicar la normalización jurídica del sufrimiento hay que pensar conjuntamente el derecho como norma y como práctica: lo dicho por el derecho y lo hecho mediante el derecho. En tanto que norma, hay que prestar atención a los criterios normativos acerca de qué hacer con el sufrimiento; en tanto que práctica interesan los efectos alcanzados mediante la aplicación de aquellos criterios a las situaciones que se dan realmente. Lo que se hace jurídicamente con el sufrimiento es en buena parte el resultado del funcionamiento cotidiano del aparato estatal: tribunales, ministerios, parlamentos, cuerpos policiales, direcciones generales, ayun15. Vid. L. E. Wolcher, Law’s Task. The Tragic Circle of Law, Justice and Human Suffering, Ashgate, Aldershot, 2008.
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tamientos, gobiernos... y sus órganos subsidiarios cuyos empleados entran en contacto con las personas. Si se tienen en cuenta estas dos perspectivas interdependientes —norma y práctica— es posible tomar en consideración factores que habitualmente quedan soslayados aunque inciden poderosamente en la normalización jurídica del sufrimiento de las personas. Se ha seleccionado una anotación del diario de una jueza que trabaja en un juzgado de violencia sobre la mujer como ejemplo de la intrahistoria de la práctica jurídica: 14.30 h. Los funcionarios, me dice el Secretario Judicial, que se van. Realmente ha llegado el final de su jornada de horario fijo y como no están de guardia... Al principio la corta plantilla con la que cuento se quedaba hasta que acabábamos; hasta que fueron ya muchos días los que vieron salir a sus compañeros del Juzgado de Guardia, que sí cobran la guardia, antes que ellos. Nos quedan 2 detenidos de 2 juicios rápidos. Me siento yo al ordenador y el Secretario Judicial hará las funciones de agente judicial. Va a ralentizarse todo de nuevo por rápida que yo pueda ser con el teclado. Esto me está alterando, o tecleo o me centro serena en las declaraciones que voy a tomar; debería ser lo último... Debería solventarse; me sigo anotando en la agenda para cuando... pueda: hablar con el Secretario de Justicia de la Consejería de Justicia: necesidad urgente de crear un turno de guardia retribuido entre los funcionarios que sirva las necesidades del juzgado a partir del final de la franja de horario fijo. Los funcionarios... están desalentados. No sé si voy a ser capaz de animarles y entusiasmarles con la especial labor judicial que hacemos. Yo debería hacer un curso en este sentido; no estoy preparada para prestarles ese especial apoyo psicológico que creo que los que trabajamos aquí necesitamos... Todos los días tantas víctimas llorando, sufriendo, que ni siquiera son capaces de mirarte a los ojos, tanto dolor... Tantas víctimas que necesitan ser tratadas de forma especial, con un esmerado cuidado; es que percibes que si les soplas, se caen. Los funcionarios que trabajan aquí necesitan una fortaleza especial y, eso, se puede y debe preparar. Y me anoto otra vez en la agenda para cuando... pueda hablar con el Secretario de Justicia de la Consejería de Justicia: necesidad urgente de que en los planes de formación,
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aprovechando su existencia y que el gasto igual se produce, haya algún curso para los funcionarios de los Juzgados de Violencia sobre la Mujer, en el que se dedique especial atención a la preparación psicológica que comentaba deben tener16.
Para que el derecho pueda normalizar el sufrimiento ha de observar unas operaciones básicas que se articulan entre sí. En primer lugar, ha de representar el dolor, es decir, ha de hacer presente mediante palabras determinadas situaciones de padecimiento: el dolor de quienes han perdido a un ser querido y utilizan los servicios funerarios17, el padecimiento de los animales mantenidos en criaderos18, el sufrimiento causado por minas antipersona19, el dolor de los pacientes atendidos en los servicios de asistencia hospitalaria especializada20, el dolor padecido por las víctimas del terrorismo21, y así se podría seguir haciendo una extensa lista de las representaciones jurídicas del sufrimiento. Los ordenamientos jurídicos no contienen una única representación del sufrimiento ni tampoco contienen definiciones generales del sufrimiento. Hay múltiples representaciones en función de las situaciones que quedan reguladas. Si se quiere, se trata de variaciones sobre un mismo hecho: el padecimiento. Es admisible pensarlo así, siempre y cuando se vea que son estas variaciones las que adquieren importancia. Las representaciones del dolor ni son fruto del azar ni son neutrales. Tienen su propia genealogía en la que concurren intereses, sentidos y finalidades específicas. Se puede 16. Isabel Tena Franco, Magistrado-Juez del Juzgado de 1.ª Instancia, n.º 11 de Valencia, Miembro del grupo de expertos del observatorio de violencia doméstica y de genero del consejo general del poder judicial [...], . 17. Ley 2/1997, de 3 de abril, de la Generalitat de Cataluña, de regulación de los servicios funerarios, art. 3.1. 18. Como ejemplo, Ley de la Comunidad Autónoma de Cataluña 22/2003, de 4 de julio, de protección de los animales. 19. Convención de Oslo de 18 de septiembre de 1997, ratificada por España el 7 de enero de 1999. 20. Real Decreto 63/1995, de 20 de enero. 21. Ley 32/1999, de 8 de octubre, de solidaridad con las víctimas del terrorismo.
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decir que estas representaciones forman parte de la ideología jurídica, entendida ésta como forma de representarse el mundo asumida por el derecho. La representación del sufrimiento, junto a la aportación de sentido y la fijación de finalidades, cumple una función práctica directa: el establecimiento de criterios y mandatos de actuación que adoptan la forma de derechos y obligaciones. Ésta es la segunda operación básica mediante la que el derecho normaliza el sufrimiento. Los derechos son para las personas expectativas de realización respaldadas por el Estado. Cuando a una persona se le dice que tiene derecho a la salud, lo que en realidad se le está transmitiendo es una expectativa: la de ser atendida sanitariamente cuando enferme. Las obligaciones identifican quién ha de satisfacer las expectativas incluidas en los derechos: quién tiene que garantizar el derecho a la salud, por ejemplo. Esta segunda operación consiste, pues, en atribuir efectos a las representaciones jurídicas del sufrimiento: qué se considera que ha de ocurrir ante una situación concreta. Tanto la representación como la atribución de efectos actúan como mecanismos de selección de las experiencias de dolor y de su relevancia jurídica. En consecuencia, al ser el sufrimiento inseparable de la persona, el derecho actúa como mecanismo de reconocimiento de las personas. Ahora bien, como se verá más adelante, ni todas las personas —con sus experiencias de dolor— son reconocidas, ni, en el caso de ser reconocidas, lo son de igual forma. 3.2.1. El criterio de corrección El derecho, al igual que las normas de uso social o la moral, asume y reproduce referentes de corrección e incorrección que indican cómo han de comportarse las personas. Estos criterios establecen, como no podía ser de otra forma, qué es correcto hacer con el dolor y qué es incorrecto. Distingue de esta forma lo que considera ‘normal’ y ‘anormal’. Estas nociones se hacen presentes de formas muy diversas. La demostración pública de dolor, y sus posibles exce138
sos, ha sido históricamente objeto de preocupación para la autoridad. La Ley 8, título 1, libro 1, de la Recopilación [de las leyes de destosreynos, conocida como Nueva Recopilación] prohibía que se hicieran duelos y llantos por los difuntos, desfigurando y rasgando las caras, mesando los cabellos y haciendo otras cosas semejantes, «porque es defendido», dice la ley, «por la Santa Escritura, y es cosa que no place a Dios»; y si algunos lo hicieren, se manda a los prelados adviertan a los clérigos, cuando fueren con la cruz a casa del difunto, y hallaren que están haciendo alguna cosa de las dichas, «que se tornen con la cruz y no entren con ella donde estuviere dicho finado; y a los que lo tal hicieren, que no los acojan en las iglesias hasta un mes, ni digan las horas, cuando entraren haciendo dichos llantos hasta que hagan penitencia dello»22. Con esta prohibición se intentaba evitar los excesos que en ocasiones se producían con motivo de la celebración de los funerales. Téngase en cuenta que los velatorios eran ocasión de reunión social. Los deudos tenían la obligación de atender a las visitas y a los que viajaban para acudir al entierro. No era extraño que en estas circunstancias la muerte se viera humanamente reconfortada con ayudas etílicas. A su vez, la iglesia católica había mantenido una lucha desde sus inicios con lo que consideraba supersticiones, es decir, con creencias paganas que convivían con las enseñanzas ortodoxas. La cultura de la muerte fue siempre un caldo de cultivo de estas supersticiones que tanto preocupaban a las autoridades eclesiásticas por constituir un contrapoder difícil de manejar. Esta preocupación acerca de cómo comportarse en situaciones de padecimiento, también ha ocupado a pensadores en distintas épocas y, además, con resultados bien distintos. Montaigne, un pensador moderno anticipador de nuevas épocas y de nuevos códigos sociales, había criticado abiertamente la exaltación de la contención ante el dolor. Decía: 22. Recogido por M. de Lardizabal y Uribe, Discurso sobre las penas [1782], Universidad de Cádiz, 2001, p. 122, puede consultarse en .
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[...] siempre hallé ceremonioso ese precepto que ordena tan rigurosa y exactamente conservar el buen aplomo y una actitud desdeñosa y reposada en la tolerancia de los males. ¿Por qué la filosofía que sólo se ocupa de lo vivo y de los hechos, se fija en las apariencias externas? Deje ese cuidado a los comediantes y a los maestros de retórica que tanto caso hacen de nuestros gestos [...] ¡Qué importa que crispemos los brazos con tal de que no crispemos los pensamientos! [...] Epicuro no sólo permite al sabio que grite en los tormentos, sino que se lo aconseja [...] Bastante nos atormenta el mal como para atormentarnos encima con esas normas superfluas23.
Montaigne tiene razón en lo que dice, salvo en un aspecto: crispamos los brazos al tiempo que crispamos los pensamientos. Son pocas las personas que consiguen controlar el dolor de forma que la experiencia física y psíquica del dolor quede disociada. El padecimiento del cuerpo afecta también al espíritu. Al margen de esto, la crítica de Montaigne a las formalidades sociales resulta hoy más atractiva que la recomendación de la compostura. Si se le preguntara a Adam Smith qué debe hacer una persona ante el sufrimiento, contestaría que mostrar contención al manifestar su sufrimiento: ¡[Q]ué donaire y noble corrección detectamos en el proceder de aquellos que ejercen sobre sí mismos ese recogimiento y gobierno que constituyen la dignidad de toda pasión y la moderan hasta el límite asumible por los demás! [...] [R]everenciamos el dolor reservado, callado y majestuoso, que apenas se insinúa en la hinchazón de los ojos, el temblor de los labios y las mejillas, y en la distante pero conmovedora calma de la conducta en su conjunto. [Por contra,] Nos repugna esa angustia vociferante que sin delicadeza alguna reclama nuestra compasión con suspiros y lágrimas e importunas lamentaciones24. 23. Ensayos II, Cátedra, Madrid, 1985, pp. 521-522. 24. La teoría de los sentimientos morales, Alianza, Madrid, 1997, p. 75. Desde luego que Smith no fue original en esta cuestión. A los niños romanos se les enseñaba a soportar el dolor. Gritar por dolor era visto como algo indigno de un hombre libre, sobre todo si era romano (A. Burguière et al., Histoire de la familie I, Armand Colin, Paris, 1986, p. 239).
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Tanto ‘el dolor reservado’25 como la ‘angustia vociferante’ son formas posibles de ex-poner el dolor ante los demás. Ahora bien, Smith sólo consideraba correcta una de estas dos modalidades. Las consecuencias que se derivan del actuar correcto o incorrecto son importantes. El uso de los códigos correctos tenderá a convocar la simpatía de los espectadores, mientras que la utilización de códigos incorrectos puede suscitar el rechazo social, como se desprende del texto que se acaba de citar. Los razonamientos de Smith acerca de los criterios de corrección en la manifestación del dolor se basan en ese segmento social para el cual, según él mismo comenta, la pérdida de la reputación era la más grave de todas las desgracias externas que podían caer sobre una persona inocente. Era este tipo de desgracia la que debía provocar mayor compasión. Por contra, la mera falta de fortuna o la pura pobreza generaba, según su opinión, poca compasión. Huelga decir que la reputación sólo la pierde aquella persona a quien previamente se le ha reconocido. Y dado que el reconocimiento atiende a códigos sociales preestablecidos, se puede afirmar que para una multitud de personas incorrectas del Londres o del Edimburgo de mitad del siglo XVIII la pérdida de la reputación ocupaba un lugar menor en el orden de las desgracias que podía sufrir. Los criterios de corrección e incorrección asumidos por el derecho expresan su voluntad de corregir determinados comportamientos. Si se hiciera una historia de esta función educativa se verían casos como el siguiente que permiten preguntarse cómo se crean y actúan los criterios de corrección. 25. J. Berger al comentar sus vivencias en Gran Bretaña explicaba que los ingleses se negaban a aceptar la existencia del dolor. «Para los ingleses, el dolor es por definición indigno» (Un pintor de hoy, Alfaguara, Barcelona, 2002, pp. 308-309). E. Canetti explicaba que los ingleses «medianamente bien educados» no mostraban su dolor en público: «la cara permanece sin expresión, y no se deja traslucir lo que sucede en el interior de cada uno» (Fiesta bajo las bombas. Los años ingleses, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2005, pp. 201-202).
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Algunas sentencias judiciales son auténticas crónicas sociales. En una de ellas se contaba lo siguiente. José Miguel cursaba octavo curso de la antigua EGB —actual 2.º de ESO—. A mediados del segundo trimestre del curso se le castigó trasladándole a las dependencias del jardín de infancia del Colegio, donde recibió las lecciones durante más de cuatro meses. La madre del chico demandó al Centro escolar solicitando una indemnización, entre otros motivos, por el daño moral sufrido por el menor con motivo de la «humillante sanción» sufrida. Ante esta demanda, el Juzgado dijo: [...] queda probado el intolerante comportamiento del hijo de la demandante, que consistía en proferir insultos y palabras obscenas a dos profesoras y una compañera del Colegio, así como que dentro de la clase realizaba eructos y ventosidades sonoras, lo que justifica la imposición del castigo [...] y en cuanto al posible daño moral que se pretende hacer creer que éste sufrió como consecuencia del castigo impuesto, puede que le resulte beneficioso en un futuro y le haya hecho comprender el respeto que todas las demás personas merecen...26.
La madre no estuvo de acuerdo con este veredicto y presentó recurso de amparo que no fue admitido a trámite por el Tribunal Constitucional27. Más allá de lo llamativo del caso, si se analiza el texto con la intención de hallar la relación entre el lenguaje jurídico y el dolor, se obtienen estos resultados iniciales. a) Las expresiones mediante las que se trata la supuesta situación de sufrimiento causada a José Miguel son: «se le castigó», 26. Extraído de una setencia dictada en Barcelona y recogida en el Auto de 13 de octubre de 1997, n.º 333/1997, recurso de amparo 627/1996-A. En el caso de la sentencia 1163/2003, sala de lo Civil del Tribunal Supremo, se concede una indemnización de 12.000 euros por los daños morales sufridos por un menor y su familia al ser expulsado del Centro escolar en el que estudiaba. La Sala entendió que la expulsión fue injusta provocando sufrimiento, pesar, intranquilidad, zozobra y angustia en el menor y en su entorno familiar. 27. Auto 333/1997, de 13 de octubre, por el que se no se admitió a trámite el recurso de amparo presentado por la madre de José Miguel.
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«demandaron», «indemnización», «daño moral», «humillante sanción», «Juzgado», «lo que justifica la imposición del castigo», «comprender», «respeto», «veredicto», «recurso de amparo», «desestimado». b) Cada una de estas expresiones evoca un trasfondo jurídico, familiar y pedagógico. c) En relación con las palabras utilizadas y el contexto de las mismas, la narración escogida transpira valoraciones acerca de: el comportamiento del chico, la conveniencia del castigo, la defensa jurídica del caso en los tribunales. d) El texto expone una creencia: que tal vez el padecimiento sufrido por el chico al ubicarlo durante cuatro meses con los párvulos le sirva para comprender que ha de respetar a las personas. e) En último lugar, habría que analizar los efectos derivados de esta forma institucionalizada de hablar: desestimación de la pretensión de ser indemnizados, el rechazo del recurso de amparo, confirmar como correcto el comportamiento del colegio, el rapapolvo a los padres y a otros que tuvieran tentaciones semejantes... Lo que parecía una sencilla forma de hablar se revela como la simplificación de una compleja interacción en la que concurren ideas acerca de qué es sufrimiento y qué no lo es, qué padecimientos están justificados y cuáles no, qué castigos pueden ser impuestos y cuáles no, quién está legitimado para tomar la decisión de aplicar castigos y cuáles pueden ser sus contenidos, para qué son útiles los castigos, qué comportamientos incorrectos han de ser castigados, qué sentidos se atribuyen a las experiencias de dolor y qué experiencias del dolor son amparadas jurídicamente y cuáles no. 3.2.2. La utilidad de las presunciones jurídicas. El cariño entre padres e hijos Otro instrumento silencioso que el derecho utiliza para normalizar el sufrimiento es la presunción: hecho que se da por cierto sin necesidad de ser probado. Las presunciones ahorran esfuerzos al establecer lugares comunes cuyo uso facilita el proceso de interpretación, completan la incompleta representación jurídica de la realidad social y contribuyen a la toma de 143
decisiones especialmente cuando los hechos son difíciles de probar28. También cumplen otra función que interesa destacar por su relación con la normalización del sufrimiento: reflejan una comprensión de cómo son las relaciones sociales. Si hace un momento se decía que algunas sentencias podían ser leídas como crónicas sociales, las presunciones expresan lugares comunes. Contienen normalidades que la ideología dominante acepta intuitivamente y que por tanto pasan desapercibidas. Veamos un caso de amor y desamor familiar que bien podría haber aparecido en cualquier reality show. Interesa sobre todo ver cómo la presunción utilizada en este caso normaliza el sufrimiento al aceptar como verdad que allí donde hay parentesco hay cariño. A finales de 1991, Antonio moría en un hospital por hemorragia digestiva29. Su cuerpo fue colocado en la sala mortuoria del hospital y allí quedó descuidado. Ocho días después de su muerte, una asistenta social se percató del despiste. Ante este hallazgo se avisó a la policía que procedió a localizar la familia del difunto. Una vez avisados, los parientes se personaron en el hospital e identificaron el cadáver. El hospital exigió a los familiares el pago de los gastos de embalsamamiento. Por su parte, Jesús, hijo de Antonio, reclamó al hospital que le devolviera esta cantidad y que se le indemnizara con diez millones de pesetas por los daños y perjuicios morales sufridos. Jesús alegó que el hecho de no haber podido despedirse de su padre y el abandono de su cuerpo en la morgue le habían provocado un sufrimiento. Según su entender, debía ser compensado con diez millones de pesetas. Por su parte, la defensa del hospital argumentó que era extraño que el hijo del difunto reclamara indemnización por daño moral cuando al parecer se había desentendido por completo de su padre y de su estado de salud, hasta el punto de que 28. M. Gascón Abellán, Los hechos en el derecho. Bases argumentales de la prueba, Marcial Pons, Madrid, 1999, pp. 137 ss. 29. Según narra la sentencia del Tribunal Supremo de 19 de octubre de 2000, n.º 964/2000.
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éste acudió solo al centro médico y nadie le echó en falta durante ocho días. El tribunal que juzgó este caso basó su decisión final en dos líneas argumentales: la negligencia del hospital y las relaciones afectivas entre padres e hijos. En relación con el abandono del cuerpo, el tribunal entendió que el hospital había actuado negligentemente por partida doble. Al despreocuparse del cuerpo del difunto «lo que acredita descontrol sanitario-burocrático y también censurable desatención y despojo de elementales sentimientos de respeto y atención hacia una persona fallecida» y al no comunicar a la familia el fallecimiento. En cuanto a las relaciones afectivas, que el hospital dudaba que existieran, el tribunal entendió que lo único que se podía sostener era que la relación afectiva de Antonio con su familia era «algo relajada». Aclarado este punto, el tribunal se acoge a una presunción que expresa de esta forma: [...] no se puede dejar de lado la relación paterno-familiar, que aunque en ciertas ocasiones llegue a crear distanciamiento, en los momentos transcendentales normalmente surge con toda la fuerza de la vinculación sentimental que lleva consigo. En el supuesto que nos ocupa resultaría aventurado y hasta ofensivo para la familia sentar que la muerte del padre no les ocasionó dolor alguno, pues cuando se trunca una vida siempre deja algún rastro de sufrimiento, pena y aflicción, y también desazón y atrición en sus más allegados, sobre todo si se da la circunstancia de no haber tenido al menos la posibilidad de asistir al paciente en los últimos momentos de su vivir y con efectos de pesar y desasosiego por habérseles privado de llevar a cabo su velatorio y enterramiento inmediato, como es lo normal30...
Presunciones como ésta, además de orientar el contenido de la decisión judicial, contienen un deber ser social —lo considerado normal— con el que los magistrados se sienten comprometidos: los afectos entre padres e hijos, el acompañamiento en los últimos instantes de la vida, el tratamiento 30. Recuérdese lo ya dicho acerca del uso del término ‘normal’.
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del cuerpo del fallecido, la posible ofensa que encierra afirmar que los familiares dejen de sentir dolor por la muerte de otro familiar y el correcto desarrollo de las atenciones del velatorio y del entierro. No cabe duda de que es discutible en qué grado se mantiene viva esta moral social a la que apela la sentencia, especialmente en una sociedad como la nuestra en la que el proceso de muerte se ha transformado profundamente y las relaciones afectivas y de cuidado muchas veces no coinciden con las relaciones de parentesco. Sin embargo, no interesa ahora tanto esta discusión como ver que los tribunales ejercen una tutela sobre la normalidad31 del sufrimiento. Este caso se resolvió económicamente de la siguiente forma. El tribunal condenó al hospital a indemnizar al hijo con 95.000 pesetas por el pago del embalsamiento y otras 500.000 por daños morales, en vez de los diez millones solicitados. Los magistrados encontraron desproporcionada la pretensión indemnizatoria de la familia, a pesar de los afectos reencontrados y frustrados por la negligencia del hospital, la atrición y la desazón sufridas, el velatorio malogrado, los afectos entre padres e hijos... En todo caso, una cosa es el contenido de la presunción y otra distinta son los efectos económicos que contribuya a activar. En ocasiones, la utilización de las presunciones más parece traslucir un orden social querido que la comprensión de las relaciones que realmente mantienen las personas. Veamos otro caso. José Pedro y Edurne reclamaron una indemnización de dieciocho millones de pesetas en concepto de daño moral por la muerte de su hija Pilar a consecuencia de un atropello. En este caso se dieron unas circunstancias excepcionales. A los padres se les había retirado la guarda y custodia de su hija, encomendándosela a la Diputación Foral de Guipúzcoa. El atropello tuvo lugar durante una excursión organizada por el centro tutelar en el que vivía la menor. 31. M. Hewitt, «Bio-politics and social policy: Foucault’s account of Welfare», en M. Featherstone et al., The Body. Social Process and Cultural Theory, Sage, London, 1991, pp. 225-253.
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En esta ocasión la indemnización quedó fijada en un millón de pesetas para cada uno de los padres y no los dieciocho que habían reclamado. El tribunal consideró que el daño moral sufrido había quedado «sin duda atenuado» dadas las excepcionales circunstancias: la menor había sido abandonada a los cuatro años, se habían dado malos tratos, la guarda y custodia había quedado suspendida, existía desinterés de los padres en las actividades de la hija así como en conseguir una recuperación y mejora de las relaciones con ella32. Se trata, como puede verse, de una valoración de quien juzga sobre el tema juzgado: ¿cuánto se atenuó el dolor?, ¿existió realmente dolor?, ¿qué indemnización fijar en estos casos?, ¿se ha de fijar indemnización? Más adelante se verá cómo en los siniestros de circulación lo que se hizo en los años noventa para abordar estas cuestiones fue introducir unas tablas indemnizatorias en las que se puso precio no sólo a los daños físicos, sino también a los psíquicos. Si no se presumiera la existencia de dolor por la desaparición de un ser cercano, ¿cómo se podría probar? El modelo dominante protege claramente el círculo familiar, siendo en sus raíces muy tradicional. El Tribunal Supremo español, en un caso distinto al que se acaba de ver, ya advirtió que en las relaciones paterno-filiales los daños morales no precisan de puntual prueba «pues se trata de daño notorio y no necesita exigente demostración. El dolor de la madre es la mejor prueba y su reparación, en su dimensión íntima personal, nunca tendrá compensación suficiente»33. La presunción expresa una valoración: en los casos vistos, contiene una valoración acerca de cómo son las relaciones entre los progenitores y sus descendientes. Al contener una valoración, lo que hace la presunción es seleccionar y reforzar determinados valores y, en este sentido, reproducir un orden social en la medida en que los valores son elemen32. Sentencia del Tribunal Supremo, Sala de lo Civil, de 14 de diciembre de 1996, n.º 7209/1996. 33. Sentencia del Tribunal Supremo, Sala de lo Civil, de 15 de febrero de 1994, n.º 909/1994.
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tos de ese mismo orden. Y lo son en un doble sentido: son el resultado de la organización de la convivencia social, pero son al mismo tiempo un motor de esa misma convivencia. Por ello, las presunciones asumidas por el derecho operan como instrumento de normalización del ser social del sufrimiento —recogen y reproducen normalizaciones, siendo ellas mismas instrumentos de normalización. 3.2.3. El derecho como mecanismo de reconocimiento Los seres humanos tienen necesidad psicológica y material de ser reconocidos34. La vida en comunidad requiere y genera criterios e instrumentos de reconocimiento cuya función primaria es identificar a los miembros de esa comunidad y contribuir a modular las relaciones entre ellos. Como no puede ser de otra forma, los miembros de la comunidad son identificados y diferenciados de los extraños. Las operaciones de reconocimiento ni son neutrales ni son inocuas: distinguen unos de otros, clasifican, establecen y protegen una normalidad, responden a unas razones de ser preexistentes y tienen efectos en la vida de las personas. Entre los apaches no se consideraba incorrecto matar o saquear a los enemigos, ya que no reconocían deberes hacia las personas ajenas a su tribu. Sin embargo, «si aceptaban un favor de un extranjero o le permitían compartir sus cosas o sus derechos de un modo u otro, el extranjero se convertía (por adopción) en pariente de la tribu, la cual tenía que reconocer sus deberes para con él»35. En la Biblia, el libro de los Jueces explica la lucha encarnizada entre los efraimitas y los galaaditas. Los de Galaad para distinguir a los efraimitas hacían la siguiente pregunta: ¿Eres efraimita?, si respondían ‘no’, entonces les pedían que 34. Ch. Taylor, El multiculturalismo y la política del reconocimiento, FCE, México, 2001, p. 45. Acerca de los significados del verbo ‘reconocer’, puede verse P. Ricoeur, Caminos del reconocimiento, Trotta, Madrid, 2005. 35. Gerónimo (Gojleyé, Go khlä yeh). Historia de su vida, recogida por S. M. Barret, nuevamente editada por F. W. Turner III, traducida y anotada por M. Sacristán, Grijalbo, Barcelona, 1975, p. 42, nota 2.
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dijeran la palabra Šibbólet, pues sabían que los de Efraín pronunciaban esta palabra de forma distinta a como lo hacían los galaaditas: «Entonces le echaban mano y lo degollaban junto a los vados del Jordán. Perecieron en aquella ocasión cuarenta y dos mil hombres de Efraím»36. Una bestialidad bíblica, como puede verse. Pues bien, el derecho es un instrumento de reconocimiento de personas y situaciones que interactúa con otros mecanismos de reconocimiento social. Mediante el derecho se establece quiénes son miembros de la comunidad, qué trato se les ha de dar, qué pueden esperar de la comunidad ante una desgracia, ante quién pueden reclamar cuando experimentan un daño, cómo pueden hacerlo, qué daños han de soportar y cuáles son sus obligaciones frente a los demás y frente al Estado. ‘Reconocer’ en términos jurídicos supone atribuir un estatus a la persona y a las vivencias de la persona, y vincular unos efectos a este reconocimiento. Por ejemplo, se establece jurídicamente —además de políticamente— si la persona enferma tiene derecho a la sanidad gratuita, si el trabajador incapacitado para seguir trabajando tiene derecho a alguna prestación económica, si la víctima de un acto terrorista recibe ayuda económica... o si los familiares del soldado que muere en acto de servicio recibirán una pensión. En junio de 1936, el ministerio de la Guerra español dictó un Decreto mediante el cual se posibilitaba que los «Kaídes y el personal de las cábilas» pudieran recibir la pensión vinculada a la ‘Medalla de Sufrimientos por la Patria’37. El Decreto en cuestión decía lo siguiente: Los Kaídes y el personal de las cábilas de nuestra Zona de Protectorado en África, no sólo han colaborado a nuestra acción política desarrollando labor eficaz para nuestra causa en Marruecos, sino que han derramado su sangre por la Patria, interviniendo con su acción personal en las operaciones de guerra
36. Jueces 12, 5-7 37. Decreto de 13 de junio de 1936.
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que ha sido preciso llevar a cabo, economizando vidas españolas [cursivas mías].
Mediante este Decreto se reconoció jurídica y políticamente el sufrimiento de los kaídes y del personal de las cábilas. Este reconocimiento, además del aspecto simbólico que poseía, acarreó dos medidas: otorgarles la medalla de sufrimiento por la Patria —una forma de reconocimiento— y conceder una pensión a los familiares de los fallecidos —otra forma de hacerlo, sin duda más aprovechable que la primera. La concesión de una medalla en reconocimiento de los sufrimientos padecidos por la Patria otorga un carácter público-jurídico al padecimiento de la persona condecorada, al tiempo que enaltece un modelo: el sacrificio por la Patria, del que ya se habló en la primera parte del libro. El Reglamento de la ‘Medalla de Sufrimientos por la Patria’ El Real Decreto 1040/2003, de 1 de agosto, por el que se aprueba el Reglamento general de recompensas militares derogó el Decreto 2422/1975, de 23 de agosto, que regulaba la ‘Medalla de Sufrimientos por la Patria’. Esta medalla podía otorgarse en tiempo de guerra y en tiempo de paz. En tiempo de guerra a quienes hubieran sido heridos en acto de servicio o hecho prisioneros, así como a los familiares de los muertos o desaparecidos en campaña o en cautiverio. En tiempo de paz se podía conceder al personal militar o militarizado que en acto de servicio sufriera un accidente. Esta medalla podía ser concedida con pensión o sin ella. Para que se concediera pensión, tenía que producirse herida o lesión y que éstas hubieran sido calificadas de ‘muy graves’ o siendo ‘menos graves’ requirieran 30 días de curación como mínimo. Podían pedir esta recompensa en caso de muerte o situación asimilada: «la viuda en todo caso y en concurrencia con ella uno de los familiares siguientes y por este orden de preferencia: 1. La madre; 2. En su defecto, el padre; 3. A falta de ellos, la hija mayor, y de no existir hijas, el hijo de mayor edad» (art. 10).
La norma establecía la gramática específica del uniforme militar. Fijaba el orden en el que se debían colocar las condecoraciones. Las ‘Medallas de Sufrimientos por la Patria’ de150
MEDALLAS DE SUFRIMIENTO POR LA PATRIA Heridos de guerra
Directamente por el enemigo
Herido en cualquier otro supuesto
Prisioneros de guerra
Heridos o lesionados en tiempo de paz
Familiares de muertos o desaparecidos
bían ir colocadas entre la ‘Medalla de Caballero Mutilado de Guerra por la Patria’ y las ‘Cruces del Mérito Militar, Naval o Aeronáutico con distintivo azul’. A su vez, las referidas ‘medallas de sufrimientos por la Patria’ debían observar un orden propio en su colocación: primero se prendían aquellas que correspondieran a «heridos de Guerra que lo sean directamente por el enemigo», luego «heridos o lesionados de cualquier otro supuesto en tiempo de guerra y prisioneros de guerra». Tras estas Medallas, es decir, siguiendo un orden decreciente según se valoraba su mérito, se colocaban, entre otras, la ‘Medalla de Sufrimiento por la Patria de los heridos o lesionados en tiempo de paz’38, la ‘Cruz a la Constancia en el Servicio’, la ‘Medalla de Donante de Sangre’, la ‘Medalla de Sufrimiento por la Patria de familiares muertos o desaparecidos en campaña o cautiverio’ y el ‘Resto de Condecoraciones Civiles Españolas y Militares y Civiles Extranjeras’. Esta gramática de las condecoraciones no es otra cosa que una gramática del reconocimiento del dolor. 38. Se ha de tener en cuenta que la concesión de esta Medalla, como ocurre con otras, da derecho a percibir mejoras económicas. Puede verse la sentencia de 16 de enero de 2001, (RJ 2001/637). En este caso se concedió la ‘Medalla de Sufrimientos por la Patria’ a un coronel del ejército del aire que quedó imposibilitado a consecuencia del funcionamiento defectuoso del paracaídas que hubo de utilizar para saltar antes de que se estrellara el avión con el que realizaba maniobras militares.
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De la misma forma que mediante el derecho se reconoce el sufrimiento de la gente, sucede que al actuar como un selector puede ignorar determinadas experiencias de sufrimiento o no atribuir efectos ni actuar preventivamente. En estos casos, el derecho actúa como instrumento de extrañamiento que alimenta situaciones de exclusión social. 3.2.4. El precio del dolor En este apartado se presta atención a una de las operaciones de normalización jurídica del dolor más llamativa: poner precio al sufrimiento. Por ‘precio’ se entiende el ‘valor pecuniario en que se estima una cosa’ y también el ‘esfuerzo, pérdida o sufrimiento que sirve de medio para conseguir una cosa’. La expresión ‘poner precio a...’ significa: ‘apreciar, señalar el valor o tasa que se ha de dar o llevar por una cosa’. Poner precio al dolor supone someterlo a medida, tasarlo: hallar un modo de hacer socialmente manejable el padecimiento injustificado que se causa a otra persona. Al sufrimiento se le pone precio, no para comprarlo o venderlo como si de un mercado se tratara, sino más bien para compensar o reparar experiencias de padecimiento39. Los juristas hablan del pretium doloris o del precio de dolor para hacer referencia de forma simplificada a las indemnizaciones que se conceden a las víctimas que sufren determinados daños. Es sobre todo en las sentencias judiciales y la legislación sectorial donde se concreta esta operación. Veamos un ejemplo, para luego explicar qué pasos se sigue al valorar económicamente el sufrimiento y qué problemas plantea esta operación de normalización. Se reproduce un caso real que sirve de modelo. En 1988, una niña de cinco años sufría quemaduras graves durante una fiesta que se celebró en su colegio fuera del horario escolar. La asociación de padres había organizado la fiesta con el consentimiento y 39. Tiene interés seguir la argumentación de Renato Scognamiglio acerca de la relación entre la figura del resarcimiento en dinero y la función de la satisfacción del dolor, «Danno morale», en A. Azara y E. Eule (eds.), Novissimo Digesto Italiano V, UTET, Milano, 1957, pp. 146-149.
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colaboración del colegio. Se utilizaron globos. Uno de ellos contenía alcohol, se inflamó y quemó a la pequeña. No se pudo probar quién había encendido el globo ni quién custodiaba la garrafa de alcohol. Las quemaduras que sufrió la niña le provocaron importantes daños que dejaron secuelas. En este caso, tanto la niña como sus padres sufrieron un daño. Éste es siempre el punto de partida: alguien experimenta un sufrimiento. Ante este fenómeno, en cualquier modelo social surge la misma pregunta de la que ya se habló en la primera parte de este libro: qué hacer. ¿Ha de asumir la familia y la niña que el destino es caprichoso y cruel? ¿Pueden esperar algo del conjunto de instituciones sociales, políticas, jurídicas, culturales que forman la sociedad en la que vive? Sin duda, su entorno social reaccionará dando muestras de compasión. El daño sufrido por un niño suele concitar el apoyo social, salvo que nos hallemos en circunstancias que pueden llegar a justificar cualquier sufrimiento: miles de niños siguen muriendo diariamente por causas fácilmente evitables, menores siguen muriendo en viajes imposibles cargados de esperanza, los menores inmigrantes no acompañados se hallan muchos de ellos en situación de indefensión y vulneración de sus derechos, miles de niños mueren extrayendo el coltán que después se utiliza en móviles, ordenadores, televisores de plasma, satélites, sistemas electrónicos de armas... Y se podría continuar dando noticia de esta tremenda realidad. A diferencia de estas realidades, en el caso que se relata la niña sufrió un daño que los padres consideraron injustificado. ¿Qué hacer? Era evidente que el sufrimiento experimentado no tenía vuelta de hoja: era imposible volver a la situación inicial. También saltaba a la vista que algunas de las secuelas sufridas no podían ser eliminadas. Aun sabiendo esto, los padres de esta niña reclamaron judicialmente una indemnización por el daño ocasionado a la menor, por el perjuicio económico que les causó y por el pretium doloris: el daño moral sufrido por su hija y por ellos mismos —sufrimiento padecido, alteración de su aspecto físico debido a las quemaduras, malestar continuado...—. Al reclamar una indemnización por el sufrimiento que había ex153
perimentado, experimentaba y posiblemente experimentaría su hija, los padres lanzaban dos mensajes: el sufrimiento de su hija fue injusto y alguien debía asumir la responsabilidad de lo sucedido; en segundo lugar, entendían que el dinero era una forma de acercarse a una compensación por ese sufrimiento y, tal vez, sancionar simbólica y económicamente a los responsables de evitar el daño que sufrió su hija. Se trataba de una petición de justicia que los tribunales debían resolver. El proceso se dilató en el tiempo. En un primer momento, los jueces que se encargaron del caso entendieron que había que resarcir los daños físicos sufridos por la menor y los días de hospitalización, pero no ir más allá de esto. Es decir, no consideraron apropiado resarcir el daño moral. Dijeron que los «hondos sentimientos de dolor» son jurídicamente inestimables y que su cuantificación económica supondría un atentado a los derechos fundamentales del hombre. Basándose en este argumento, denegaron fijar una indemnización para resarcir el sufrimiento experimentado por los padres y la niña. Los padres no estuvieron de acuerdo con esta decisión y recurrieron la sentencia ante el Tribunal Supremo. Al revisar el caso, los magistrados del Supremo entendieron que era preciso ponerle precio al daño moral, como así hicieron. Diez años después de los hechos se dictó sentencia en la que se daba la razón a los padres40, corrigiendo la valoración jurídica realizada con anterioridad por los otros jueces. La operación de poner precio al dolor tiene dos momentos inevitables: el reconocimiento jurídico del sufrimiento padecido y la atribución de efectos económicos. El derecho contiene y reproduce criterios acerca de qué padecimientos son admisibles en las relaciones sociales —y qué razones los justifican— y cuáles son inadmisibles. Estos criterios son cambiantes históricamente y su seguimiento permite hacer un análisis del modelo socio-político que los genera, al tiempo que desvela las estructuras de dominación imperantes. Que 40. Sentencia del Tribunal Supremo, Sala de lo Civil, de 29 de diciembre de 1998, n.º 1230/1998 (STS 7974/1998).
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yo me sienta desdichado y profundamente deprimido por una ruptura amorosa, hoy por hoy carece de relevancia jurídica. No podría demandar a mi amada por el daño que me produce al darme calabazas. Sin embargo, si un coche me atropella al cruzar un paso de peatones y sufro heridas graves, entonces la legislación vigente me da armas para reclamar judicialmente por entender que el padecimiento que experimento nunca se tendría que haber dado. El primer paso, pues, es el establecimiento de criterios jurídicos que permitan seleccionar qué sufrimientos son reconocidos jurídicamente. El segundo paso, asociado al primero, consiste en establecer cuáles son las consecuencias económicas —u otro tipo de consecuencias, penales por ejemplo— de los sufrimientos reconocidos jurídicamente. Estas operaciones se hacen diariamente. Uno de los ámbitos en los que mayor incidencia social y económica tienen es en el del tratamiento de los daños derivados de los siniestros de circulación de los vehículos a motor. Si alguien quiere saber cómo se regula esta cuestión ha de acudir a Ley de responsabilidad civil y seguro de circulación de vehículos a motor41. Esta ley responde a la pregunta acerca de qué hacer cuando el conductor de un vehículo a motor causa un daño a una persona o a un bien con motivo de la circulación. Si me atropellasen, por seguir con el ejemplo antes propuesto, al poco de recuperarme consultaría esta ley o hablaría con alguien que la hubiese manejado. Imaginemos, para no ponernos en lo peor, que he perdido dos dedos de mi mano izquierda, ¿puedo esperar ser indemnizado?, ¿en qué cuantía? Desde 1995, con motivo de la armonización de los sistemas de seguros en la Europa comunitaria, el legislador español introdujo unas tablas indemnizatorias que fijan las indemnizaciones a conceder a las personas o sus allegados que sufran daños derivados de la circulación de los vehículos a motor. Mediante estas tablas, que ya eran utilizadas en otros países europeos, se establecieron los criterios y las cuantías indemnizatorias, incluyendo los daños morales experimentados por 41. Real Decreto Legislativo 8/2004, de 29 de octubre.
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las víctimas o sus familiares. Al introducirse estas tablas, los jueces han de ajustarse a ellas cuando determinan las cuantías indemnizatorias. De esta forma, en los casos de daños derivados de siniestros de circulación, se reduce su margen de apreciación valorativa acerca de cuál es el precio que hay que poner al dolor. Históricamente el sufrimiento moral había quedado fuera de la valoración económica. Se había entendido que el sufrimiento no era resarcible, no sólo porque fuera difícil de cuantificar y por tanto de imposible cálculo, sino también porque su expresión en dinero chocaba con la concepción jurídica y moral proveniente de la tradición romana. No obstante, la Modernidad extendió progresivamente la calculabilidad mercantil a distintos aspectos de las relaciones sociales42, también al sufrimiento. La expresión dineraria se convirtió en este proceso en la principal manifestación de valoración sociojurídica, al tiempo que serenó la conciencia jurídica moderna y especialmente la contemporánea. Durante el último tercio del siglo XX se ha producido una intensa aceleración de esta idea de forma que los daños no patrimoniales han sido tenidos cada vez más en cuenta como daños susceptibles de ser resarcidos mediante aportaciones económicas43. Con todo, la operación de poner precio al dolor afronta dos problemas de imposible resolución. El primero consiste en medir lo que es inconmensurable. No disponemos de un aparato que mida cuánto ha sufrido una persona que ha sido torturada o que mesure cuánto ha sufrido alguien a quien se priva de su pareja a consecuencia de una mala praxis médica. Hay datos objetivables como los días de ingreso en hospital, el tiempo de curación de una agresión, los cuidados requeridos, los gastos médicos ocasionados, los salarios dejados de percibir... Sin embargo, en las experiencias de sufrimiento hay componentes subjetivos que no son conmensurables. La 42. J. R. Capella, Fruta prohibida. Una aproximación histórico-teorética al estudio del derecho y del estado, Trotta, Madrid, 52008, pp. 173-175. 43. Vid. L. Díez-Picazo, El escándalo del daño moral, Civitas, Madrid, 2008; M. Barcellona, Il danno non patrimoniale, Giuffrè, Milano, 2008.
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medicina ha desarrollado instrumentos y sistemas para medir el sufrimiento, pero sus resultados siempre son indiciarios y subjetivos. El segundo problema —derivado del primero— que se ha de afrontar es precisar el precio: ¿por qué un sufrimiento determinado vale cien y no doscientos o cincuenta? En el caso del cuerpo abandonado en la morgue del hospital, el tribunal decidió conceder una indemnización de quinientas mil pesetas, ¿por qué esta cantidad y no cien mil, dos millones o los diez millones que reclamó el hijo? Con los instrumentos jurídicos actuales, esta cuestión sólo es resoluble transitoriamente mediante una decisión, ya sea del legislador o del poder judicial. El legislador, como se vio en el caso de los siniestros de circulación, puede establecer tablas indemnizatorias para ámbitos específicos de actuación. Por su parte, el poder judicial se mueve en los intersticios de estas tablas indemnizatorias y, en los casos en los que no existen estas tablas, toma decisiones atendiendo a las solicitudes de las partes implicadas y guiándose por las propias valoraciones de los jueces. Así se hizo por ejemplo en el caso de la niña que sufrió quemaduras en una fiesta escolar. Las sentencias dictadas por otros jueces, así como los criterios legales utilizados en otros ámbitos, ayudan a ponerle precio al dolor, pero no eliminan —salvo que existan tablas indemnizatorias— la tarea valorativa de quien toma la decisión. Y en el caso de las tablas, esta labor valorativa ya queda subsumida en las cantidades previstas en la misma tabla. El Tribunal Supremo ha reconocido que ante la dificultad de establecer parámetros para la concreción de una cuantía indemnizatoria, el daño moral «sólo puede ser establecido mediante un juicio global basado en el sentimiento social de reparación del daño producido por la ofensa de la víctima»44. Si se admite, como hace nuestra jurisprudencia, que existe algo llamado ‘sentimiento social de reparación’, se admite que la sociedad posee y elabora criterios de normalización propios 44. Sentencia del Tribunal Supremo, Sala de lo Penal, de 16 de mayo de 1998, n.º 744/1998.
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acerca de cómo ha de responderse ante el daño sufrido por la víctima. Pero ¿cómo saber cuál es el ‘sentimiento social de reparación del daño?, ¿cómo conocer esta normalización social del sufrimiento?, ¿quién ha de ponerle el cascabel a este gato? La apelación al ‘sentimiento social de reparación’ puede moverse entre dos extremos: el uso judicial de una fórmula retórica vacía de contenido o la voluntad judicial de indagar qué contenido tiene ese ‘sentimiento social’. Ni un extremo ni otro permiten explicar la argumentación que exponen los magistrados. Por una parte, la indagación del contenido real del ‘sentimiento social’ enfrentaría al juez con una tarea complejísima para la cual ni tiene tiempo ni está preparado. Por otra parte, tampoco es admisible que el recurso al ‘sentimiento social de reparación’ sea una fórmula retórica carente de contenido. Si se admitiera este extremo habría que hacer lo mismo con fórmulas como la ‘alarma o el escándalo social’ que se utiliza para justificar decisiones judiciales restrictivas. La cuestión, por tanto, está en saber cómo procede el juez para determinar el contenido de este ‘sentimiento social’. En esta operación, según lo entiendo, el juez se presenta implícitamente como parte de una comunidad moral y, siendo parte de ella, actúa como portavozintérprete del ethos social45. Se produce de esta forma una confusión, tal vez inevitable, entre el ‘sentimiento social’ y el ‘sentimiento personal’ del juez, o entre el ‘sentimiento social’ y la participación del mismo juez en ese ‘sentimiento social’. Sea como fuere, de aceptarse la argumentación del propio Tribunal, el juez aparece como la voz del sentimiento social y se legitima en parte en esta función para, en supuestos concretos, poner precio al dolor de las personas.
45. Acerca de la convicciones morales contenidas en las elaboraciones jurisprundenciales del Tribunal Supremo español durante la dictadura franquista puede verse C. Pérez Ruiz, La argumentación moral del Tribunal Supremo (1940-1975), Tecnos, Madrid, 1987, esp. pp. 237 ss.
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3.3. Uso punitivo del dolor: el sufrimiento como forma de pago Diariamente el Estado hace uso de un dolor legalizado como respuesta ante determinadas vulneraciones de la ley. El derecho ha asumido históricamente una relación de correspondencia entre daño y reparación, entre agravio y venganza, entre agravio y satisfacción, entre delito y castigo46. El delito ha sido visto como un mal que exigía una compensación47, un pago. Y el castigo de la pena ha actuado como el precio del crimen48. A nadie se le escapa que la causación de dolor físico y/o psíquico forma parte del contenido de los castigos penales. La etimología de la palabra ‘pena’ evoca esta idea. Tiene su origen en la griega poine cuyo significado es: ‘rescate, expiación pecuniaria por un homicidio, pecado, penitencia, satisfacción, compensación, castigo, venganza’. Este mismo sentido aparece en el término latino pœna. Siguiendo con el origen de las palabras, se llama la atención sobre el término ‘condena’ que se forma a partir de la unión de cum y damno. A su vez el término damno deriva del griego damáo o damnáo que significa daño, detrimento, menoscabo, perjuicio o pérdida. Condenar significa pues: causar un daño o perjuicio. Sólo el mal de la pena o el perdón, en su caso, podía borrar y compensar el mal del delito49. El sufrimiento se mues46. R. Sánchez Ferlosio ha abordado esta cuestión con gran acierto en «La señal de Caín», en El alma y la vergüenza, Destino, Barcelona, 2000, pp. 98 ss. 47. Sobre la percepción de la pena como un ‘contra-mal’ mediante la que se sanciona la violación de un orden social, vid. J. Vanderlinden, «La Peine. Essai de syntèse générale», en La peine, Recueils de la Société Jean Bodin, t. LVIII, Bruxelles, 1991, pp. 435-512, esp. pp. 435-459. 48. P. Ricoeur, «Interpretation du mythe de la peine», en AA.VV., Le mythe de la Peine. Actes du colloque organisé par le Centre international d’etudes humanistes et par l’Institut d’Etudes Philosophiques de Rome, Aubier, Paris, 1967, pp. 23-42, p. 24. 49. J.-M. Carbasse y B. Auzary-Schmaltz, «La douleur et sa réparation dans les registres du Parlement médiéval (XIIIe-XIVe)», en La douleur et le droit, pp. 423-424.
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tra como un mal a compensar —el sufrimiento de la víctima, por ejemplo—, pero también como forma de compensación —la sanción que provoca sufrimiento en el penado—. En esta relación, la noción de lo que debe ser pagado —la deuda pendiente— está íntimamente unida al cómo debe ser pagado: la forma de la reparación, del castigo o del desagravio. El uso punitivo del dolor ha de ser visto en relación con estos dos aspectos. Es una forma de pago —un tipo de moneda, si se quiere— utilizada para satisfacer determinadas deudas. Jeremy Bentham planteaba las penas legales como servicios que se imponen a los que las sufren por el bien de la sociedad: «y así se habla del suplicio de un delincuente como de una deuda que ha pagado» 50. La pena —especialmente las penas aflictivas, como la de privación de libertad— causa y pretende causar sufrimiento. Tiene entre sus elementos constitutivos la causación de dolor u otras consecuencias normalmente consideradas ‘desagradables’51. Este dolor no es un accidente inevitable que surge en el momento de aplicar la pena, sino que es un efecto buscado52. Que esto sea así no significa que la mera causación del dolor sea el fin último de la pena. Creo que es más fructífero pensar que el dolor infligido penalmente ha sido utilizado históricamente como un medio, no como un fin en sí mismo. Un medio para dominar, controlar, anular, someter, explotar, enseñar, asustar, vengar... también como una forma de inscribir las disciplinas del espíritu en la memoria de los cuerpos53. 50. Tratado de legislación civil y penal, Editora Nacional, Madrid, 1981, p. 473. 51. H. L. A. Hart, Punishment and Responsibility. Essays in the Philosophy of Law, Clarendon Press, Oxford, 1968, p. 4. Esta misma precisión aparece recogida en H. L. A. Hart, «Prolegomenon to the Principles of Punishment», en R. M. Baird y S. E. Rosenbaum (eds.), Philosophy of Punishment, Prometheus Books, New York, 1988, p. 17. En la misma línea, N. Lacey, State Punishment. Political principles and community values, Routledge, London, 1988. 52. C. S. Nino, Los límites de la responsabilidad penal. Una teoría liberal del delito, Astrea, Buenos Aires, 1980, p. 203. 53. A. Sassard, M.-A. Petit y J.-A. Salgues, De la douleur, Quai Voltaire Historia – Cité des Sciencies et de l’Industrie, Paris, 1993, p. 49.
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Este dolor contemplado y admitido en la pena es un dolor legalizado, ya que mediante la ley se establece qué cuotas de dolor pueden ser infligidas al reo. Es decir, se establece legalmente qué dolor ha de soportar el reo como parte del cumplimiento de su condena. De no darse esta gradación, no se podría distinguir entre condena y tortura, o entre trato admisible en la ejecución de una pena y un trato vejatorio, degradante y humillante. Basándose en esta gradación el Tribunal Constitucional español estableció que «la calificación de una [pena] como inhumana o degradante depende de la ejecución de la pena y de las modalidades que ésta reviste, de forma que por su propia naturaleza la pena no acarree sufrimientos de una especial intensidad (penas inhumanas) o provoquen una humillación o sensación de envilecimiento que alcance un nivel determinado, distinto y superior al que suele llevar aparejada la simple imposición de la condena»54. El punto de partida, pues, es la admisión de que la imposición de la condena ya ha previsto el sufrimiento, humillación y sensación de envilecimiento del reo. Ahora bien, el derecho contemporáneo al perfilar este sufrimiento ha establecido una serie de límites, de forma que, de ser traspasados, las penas pasan a ser consideradas penas inhumanas. El problema, como se ve, radica en la cuestión de las intensidades de los sufrimientos a los que ha de quedar sometido el reo, y no en la naturaleza de la pena que sigue teniendo un contenido aflictivo, especialmente en el caso de la pena de privación de libertad. El caso de Daniel Antonio Río Urquijo Daniel Antonio desobedeció a los funcionarios de prisiones que le exigían que realizara unas flexiones durante el cacheo posterior a 54. Sentencia 65/1986, de 22 de mayo. El mismo criterio ha sido mantenido por este Tribunal en las sentencias 89/1987, de 3 de junio; 120/ 1990, de 27 de junio; 137/1990, de 19 de julio; 150/1991, de 4 de julio; 57/1994, de 28 de febrero; 119/1996, de 8 de julio; 91/2000, de 30 de marzo; 162/2000, de 12 de junio; 5/2002, de 14 de enero, y 196/2006, de 3 de julio.
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la comunicación íntima que acababa de tener. Ante esta negativa, la Junta de Régimen y Administración del Centro penitenciario de Nanclares de la Oca le sancionó con tres fines de semana de aislamiento en celda. Daniel Antonio recurrió en amparo ante esta sanción por considerarla inaceptable. El Tribunal Constitucional —sentencia 57/1994, de 28 de febrero— le dio la razón por entender que obligarle a hacer flexiones, estando ya desnudo, suponía una quiebra innecesaria del derecho a la intimidad personal. Al mismo tiempo, entendió que «la posición inhabitual e inferior del cuerpo, respecto a quien imparte la orden durante las flexiones, entraña una situación susceptible de causar mayor postración o sufrimiento psíquico a quien la sufre». Lo llamativo de este caso, además de esta importante precisión acerca de cuáles son los límites en la forma de aplicar la condena de privación de libertad y las medidas de control e inspección que la acompañan, lo llamativo, digo, fueron las incidencias procesales del caso. Daniel Antonio solicitó el beneficio de justicia gratuita y se le nombró abogado y procurador para interponer recurso de amparo. Al poco, la letrada designada abandonó la defensa del caso. Ante esto, se le pidió al Consejo General de la Abogacía que informase acerca de si la pretensión de Daniel Antonio era sostenible jurídicamente o no lo era. La Junta de Gobierno del Colegio de Abogados de Madrid consideró que la pretensión de Daniel Antonio era insostenible. Dicho de otra forma, Daniel Antonio no iba a tener abogado de oficio que le representara porque los órganos consultados entendían que el derecho no amparaba su pretensión y que, en consecuencia, pleitear por pleitear era malgastar el tiempo de los letrados y magistrados, además de ser un malbaratamiento de dinero público. Sin embargo, el Ministerio Fiscal entendió que debía mantenerse la acción de amparo y por tanto encargar el caso a un segundo letrado. Así se hizo. Y como se ha explicado, el Tribunal Constitucional estimó el recurso y anuló las sanciones que le habían sido impuestas por su acto de desobediencia. Esta pequeña aventura procesal indica que era a Daniel Antonio a quien le asistía la mejor razón jurídica, por lo menos si entendemos como confirmación de esta mejor razón jurídica el veredicto del Tribunal Constitucional.
Si el dolor es una de las premisas de la sanción penal, al tiempo que parte de su contenido, ¿por qué ha de contener dolor la sanción penal?, ¿por qué las penas han de ser aflicti162
vas? Son varios los factores que combinados entre sí explican esta característica. Se ha de recordar que el dolor de la pena ha sido percibido históricamente como una forma de pago. Esta percepción entronca con la idea ancestral según la cual mediante el delito se rompería un equilibrio que hay que restaurar mediante la pena: el sufrimiento causado hay que repararlo mediante otro sufrimiento equivalente. Aristóteles, al hablar de la justicia correctiva, describía de la siguiente forma la injusticia de un daño y el papel reequilibrador del juez que dicta el castigo: [...] la ley sólo mira a la naturaleza del daño y trata ambas partes como iguales, al que comete la injusticia y al que la sufre, al que perjudica y al perjudicado. De suerte que el juez intenta igualar esta clase de injusticia, que es una desigualdad; así, cuando uno recibe y el otro da un golpe, o uno mata y otro muere, el sufrimiento y la acción se reparten desigualmente, pero el juez procura igualarlos con el castigo quitando de la ganancia55.
Lo que se adeuda ha de ser pagado. Este esquema primario se estructura en tres operaciones básicas: la identificación del daño, la identificación de la deuda generada y el establecimiento del pago. A su vez, estas tres operaciones básicas se combinan con otras tres: por qué se ha de pagar, quién ha de pagar y cómo se ha de pagar. Ihering, uno de los principales juristas del siglo XIX, sostenía que la tarifa de las penalidades era la medida del valor de los bienes sociales: La pena en derecho criminal equivale al precio en las relaciones mercantiles [...] ¿Qué valen la vida humana, el honor, la libertad, la propiedad, el matrimonio, la moralidad, la seguridad del Estado, la disciplina militar? Abrid el Código penal; él os contestará»56.
A primera vista, hablar de la sanción penal como una forma de pago choca con la teoría moderna de la pena. Sin 55. Aristóteles, Ética Nicomáquea, Gredos, Madrid, 1995, 1132a. 56. R. von Ihering, El fin en el derecho, Heliasta, Buenos Aires, 1978, pp. 236 y 237.
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embargo, y a pesar de los discursos dominantes, el cumplimiento de la pena sigue actuando, al menos en una parte importante de la población y de los juristas, como un pago. Incluso me atrevería a decir que esta percepción ha ganado adeptos durante las dos últimas décadas en detrimento de las funciones de reinserción social de la pena. Expresiones como ‘ya he pagado’, dicho por un condenado, o ‘que pague por lo que ha hecho’, dicho en un coloquio entre vecinos, expresan esta idea de pago. En no pocas ocasiones, esta misma concepción, que con las teorías penales modernas en la mano parecía superada, es expresada por los jueces. Es el caso, por citar un ejemplo, de una jueza de vigilancia penitenciaria de Bilbao. En una entrevista con motivo de la polémica sobre la excarcelación de personas condenadas por actividades terroristas, esta jueza decía: «La ley no exige a ningún preso que pida perdón públicamente a su víctima. Todos los etarras tienen derecho a una segunda oportunidad y la obligación de pagar por sus culpas»57. Nos hemos acostumbrado a utilizar el verbo ‘pagar’ en su acepción monetaria: se paga un recibo o se recibe la paga. Sin embargo, además de este sentido, se ha de recordar que ‘pagar’ deriva de paco, que también da lugar a pax. De esta forma, ‘pagar’ expresa la idea de calmar, satisfacer, apaciguar, mitigar, sosegar o aquietar. Es en esta acepción del término como se puede comprender cómo es que el dolor punitivo continúa funcionando como una forma de pago. En estrecha relación con el componente aflictivo de la pena se sitúa su aspecto vindicativo. El pensamiento penal moderno pretendió eliminar la noción de venganza pública de la imposición y cumplimiento de la pena. Sin embargo, entendida la venganza como «satisfacción que se toma del agravio o daño recibidos», cabe preguntarse si la idea y el propósito de venganza continúan formando parte, y en qué medida, de la institución de la pena. Aplicado al dolor de la pena, hay que preguntarse si la utilización y justificación del 57. El País, 26 de octubre de 2002.
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sufrimiento penal guarda relación con el mantenimiento de la función vindicativa de la pena58. John Stuart Mill, en una apreciación sociológica, sospechaba que aunque la ley judía y mahometana del talión había sido abandonada, la mayoría de las personas sentía una inclinación a su favor, de tal modo que cuando el que ha delinquido es castigado en la proporción que tal máxima recomienda, «el sentimiento de satisfacción general que se aprecia es prueba fehaciente de lo natural que es el sentimiento que acepta esta compensación natural»59. Es cierto que el discurso jurídico moderno y contemporáneo ha evitado esta presentación vindicativa de la pena. Sin embargo, si se observa la realidad socio-jurídica reaparece tras la cortina de la trastienda la función vindicativa de la pena como punto de apoyo de los sistemas represivos. La comprensión aflictiva y vindicativa de la pena ha estado acompañada históricamente por una idea complementaria: el dolor como una instrumento de expiación60. La atribución de una función expiatoria al dolor es fiduciaria de una concepción acerca de la posibilidad que la persona tiene de librarse de la culpa mediante el sufrimiento. 3.3.1. El dolor como instrumento de expiación. La penitencia de la pena Tras la pena se halla el mito de la expiación. La Modernidad aportó nuevas perspectivas a la pena, pero lo hizo sobre la base de un elemento que era anterior y que iba a quedar integrado en la comprensión moderna del castigo penal: la pena como forma de expiación. Por ‘expiación’ se entiende: «Borrar la culpas; purificarse de ellas por medio de algún sacrificio, y tratándose de un 58. Acerca de la distinción entre ‘castigo’ y ‘venganza’ y los problemas que plantea esta distinción, véase L. Zaibert, «Punishment and Revenge»: Law and Philosophy 25 (2006), pp. 81-118. 59. El utilitarismo, Alianza, Madrid, 1991, p. 123. 60. P. Ricoeur, «Interpretation du mythe de la peine», en AA.VV., Le mythe de la Peine, cit., p. 26.
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delito o de una falta, sufrir el delincuente la pena impuesta por los tribunales». La formación de esta noción ha seguido un circuito interesante. El calificativo latino pius se aplicaba a quien reconocía y cumplía sus deberes para con los dioses, los padres, los parientes, los amigos, la patria, los maestros, los amos... Asociado a este calificativo aparece el verbo pio, que da nombre a la acción de ofrecer sacrificios, aplacar por medio de sacrificios, reparar, purificar y sentidos análogos. Y, en relación con éste, el verbo expio: expiar por medio de ofrecimientos, expiar un crimen, calmar, apaciguar. La relación entre estos dos verbos —pio y expio— radica en que la partícula ex tiene una función intensiva, de la misma forma que ocurre con los verbos exclamare —exclamar—, expilo —despojar, saquear— o exaudio —exclamar favorablemente, acceder—61. Si se llama pius a quien reconoce y cumple sus deberes para con los dioses, los padres... una de las manifestaciones del pius va a ser ofrecer sacrificios62. Y éstos van a tener una doble finalidad: dar cumplimiento a los deberes y, en su caso, recuperar la condición de pius. Es este segundo matiz el que tiene más relevancia para lo que aquí se explica: la recuperación del estatus perdido de pius requiere de la acción de expiación. En resumen, se expía porque existe una deuda pendiente que ha de ser pagada. En sentido concordante, el término ‘redención’ —en el sentido de poner término a algún vejamen, dolor o penuria, y comprar de nuevo una cosa—, tiene su origen etimológico en redimo —re(d) + emo, que significa comprar. El tema de la expiación ha sido recurrente en la literatura. Mitia, uno de los hermanos Karamazov, al ser juzgado por parricidio se pronuncia de esta forma que expresa la interiorización del mecanismo de la expiación: «Acepto el tormento de la acusación y de mi deshonor público, quiero sufrir y con el sufrimiento me purificaré»63. 61. A. Fraile, Diccionario latino-español, Sopena, Barcelona, 1988. 62. Vid. el capítulo 11 de la 1.ª parte del texto: «La conversión del sufrimiento en sacrificio». 63. F. Dostoievski, Los hermanos Karamázov, Cátedra, Madrid, 1988, p. 752, en el mismo sentido, pp. 483 y 485.
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Pese al claro desuso de esta noción, y la incorrección política y académica que supone hoy hablar de expiación en relación con la pena, aquí se argumenta que la noción de expiación sigue teniendo relevancia social y jurídica, por más que su utilización nominal sea residual. Lo que pervive de la expiación es el mantenimiento del dolor como pago de la deuda contraída mediante el acto delictivo. En el ámbito jurídico el término ‘expiación’ ha caído en desuso ya que evoca la teoría retributiva de la pena. El Tribunal Supremo ha reproducido esta misma objeción en distintas sentencias: Superada la vieja teoría retributiva de la pena, correspondiente a la arraigada convicción de que al mal debe corresponder el congruo y merecido castigo [...] Una jurisprudencia reciente de esta Sala viene resaltando que el delincuente no debe sujetarse a la justicia penal con fines de expiación o de coacción psicológica, sino que se alzapriman y reclaman un primer puesto atencional otros fines de resocialización del individuo exigentes de una integración racional de la pena y de la medida de seguridad, orientadas, cual se resalta en el artículo 25.2 de la Constitución Española hacia la reeducación y reinserción social. Todo acuerdo judicial que se desvíe o contradiga tan elevados y humanitarios principios se sitúan al margen del impulso y sentir constitucional64.
Otro de los motivos que explican su desuso posiblemente sea que el término ‘expiación’ posee un claro referente religioso: el dolor como instrumento de expiación de los pecados. No obstante, aunque la idea de expiación se halle en la confesionalidad católica en avanzado estado de disolución, se mantiene en el ideario laico. En las sociedades de raíz judeo-cristiana las nociones de ‘pena’ y de ‘penitencia’ han estado estrechamente ligadas. Durante los primeros tiempos del cristianismo, la noción de la expiación adoptó la forma de la penitencia. Se ha de aclarar 64. STS, Sala de lo Penal, 4 de noviembre de 1994; en el mismo sentido: SSTS 13888/1994, 13879/1994, 13524/1994, 7126/1994, SSTS 7120/1994, 6735/1994, STS 9338/1993.
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que el sentido del verbo pænitet es arrepentirse y pænitentia se entiende como arrepentimiento. Sin embargo, como se ha dicho hace poco, el término ‘pena’ tiene un origen y un sentido distintos. Proviene de pœna, que indica: reparación, rescate, expiación, compensación. Por tanto, terminológicamente la penitencia —arrepentimiento— no podría entenderse como castigo, a diferencia de la pena —reparación—. Sin embargo, penitencia y pena han mantenido históricamente claros vínculos de retroalimentación. Han compartido escenario y han mezclado sus significados. La penitencia fue concebida como un tiempo de conversión del pecador, entendiendo que el ‘pecado’ —tiene su origen en pecco: cometer una falta, obrar mal, faltar al deber, faltar a la ley— suponía la vulneración de un orden. La penitencia original se caracterizaba por su irrepetibilidad —se hacía una vez— y por su dureza65. Por ello, entrar en penitencia equivalía a la muerte civil66, ya que la penitencia colocaba al penitente en una situación de excepcionalidad. La penitencia podía adoptar la forma de una práctica de carácter público. Durante los primeros tiempos del cristianismo todavía estaba muy presente la concepción comunitaria hebrea. El pecado, lejos de ser una cuestión individual, afectaba a la colectividad. Era la comunidad la que quedaba alterada por el pecado de uno de sus miembros. Por esta razón la comunidad participaba en la penitencia del pecador67. 65. Véase para una historia general de la penitencia, J. Ramos-Regidor, El sacramento de la penitencia. Reflexión teológica a la luz de la Biblia, la Historia y la Pastoral, Sígueme, Salamanca, 1985. 66. C. Vogel, Le pécheur et le pénitence dans l’Église ancienne, Cerf, Paris, 1962, p. 52. 67. En los monasterios, los castigos corporales y el carácter comunitario también desempeñaron un papel importante. A modo de ejemplo puede verse la Regla de san Benito —año 547, aproximadamente— (San Benito. Su vida y su regla, BAC, Madrid, 1954). Los castigos corporales se combinaban con las medidas de extrañamiento: prohibición en caso de faltas leves de comer en comunidad o en el oratorio no entonar salmo ni antífona. En caso de faltas graves, exclusión de la mesa y del oratorio y prohibición para el resto de monjes de hacerle compañía o darle conversación. En especial, capítulos XXIII, XXV, XXVIII, XLIV y XLV.
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A su vez, la mortificación penitencial trataba de desviar la ira divina y conjurar los castigos merecidos68. El penitente se vestía de sayo, seguía la misa fuera de la iglesia o en los lugares reservados, era amonestado públicamente, quedaba sometido a ayunos y se le excluía de la eucaristía. Pese a todas las consideraciones de orden teológico que se quisieran hacer, no cabe duda de que la publicidad de las cargas que suponía la penitencia conllevaba la estigmatización del pecador. Aunque la noción de penitencia surgiera como un mecanismo colectivo para favorecer la conversión, no es de extrañar que, dada su dureza y publicidad, los mismos creyentes vieran la penitencia como un castigo. Es decir, como una compensación por el mal del pecado, un pago por el pecado cometido: una expiación. La expiación equivalía a la recomposición del orden alterado, ya fuera éste espiritual o terrenal, en una época en la que el poder político, jurídico y religioso estaban estrechamente unidos. Agustín de Hipona, uno de los personajes más influyentes en la orientación de la iglesia latina (siglos IV y V), concebía las penas temporales como medios de corrección divina mediante las que se castigaban las costumbres rotas69. Si se tiene en cuenta el carácter expiatorio que adquirió la penitencia y la pena, se explica la relación existente entre ‘hacer penitencia’ y ‘cumplir una pena’. La palabra ‘penitenciaría’ es un ejemplo de esta conjunción de funciones y de sentidos. Por ‘penitenciaría’ se entiende el tribunal eclesiástico de la corte de Roma encargado de acordar y despachar bulas y gracias de dispensaciones pertenecientes a materias de conciencia; pero una ‘penitenciaría’ también es el establecimiento penitenciario en que sufren sus condenas los penados. A partir de los siglos VIII y IX se produce un cambio importante en la comprensión de la penitencia. Se comienza a admitir la penitencia privada diferenciada de la penitencia pública. Esta distinción entre los dos tipos de penitencia se 68. M. Weber, Sociología de la religión, Istmo, Madrid, 1997, p. 337. 69. La ciudad de Dios, en Obras de San Agustín XVI, BAC, Madrid, 1964, p. 19.
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fundamentaba en la publicidad o privacidad del pecado cometido. A pecado grave público, penitencia pública; a pecado grave oculto, penitencia secreta. La penitencia privada adoptó la forma de una penitencia tarifada70, mientras que la penitencia pública adquirió cada vez más un carácter de pena coercitiva71. Desde los siglos VI y VII se había extendido por algunas zonas de Europa la práctica penitencial consistente en tasar los pecados estableciendo su equivalencia en penas. Estas equivalencias quedaron recogidas en los ‘libros penitenciales’72 o tarifarios. En estos libros, que son una manifestación de una contabilidad espiritual, se establecía una tarifa —un precio de rescate— para cada tipo de pecado. El derecho germánico probablemente influyó en la extensión y aceptación de estas listas de precios al tener como institución propia la wergeld. La wergeld era una forma de sustituir la venganza de la sangre (blutrache). Se pagaba un precio a los parientes de la víctima con la que se trataba de cerrar la herida abierta por el homicidio. Los siervos, que carecían de derecho, tampoco tenían wergeld, y los lites —que ocupaban un puesto intermedio entre siervos y libres— tenían la mitad de la wergeld que un libre73. Las tarifas o aranceles que suelen aparecer en los libros penitenciales adoptan la forma de mortificaciones, ayunos, 70. Posteriormente la penitencia evoluciona hacia una penitencia privada en la que la intencionalidad y la conversión interna van adquiriendo preeminencia (vid. M. Nuet Blanch, «El salvamento de náufragos, metáfora de la penitencia en el gótico catalán»: Locus Amoenus 5 [2000-2001], pp. 53-65). 71. C. Vogel, Le pécheur et la pénitence au Moyen-Âge, Cerf, Paris, 1969, p. 27. 72. Algunos de ellos están recogidos en Corpus Christianorum, SL, 156, t. I, «Paenitentialia minora Franciae et Italiae. Saeculi VIII-IX», a cargo de R. Kottje, 1994; y 156 A, t. II, «Paenitentialia Hispaniae», a cargo de F. Bezler, 1998. Sobre los penitenciales españoles, también S. González Rivas, La penitencia en la primitiva Iglesia española, CSIC-Instituto San Raimundo de Peñafort, Salamanca, 1949, cap. VI, «Los penitenciales españoles», pp. 133 ss. En la península Ibérica los penitenciales de carácter oficial habían aparecido desde el siglo IV. 73. H. Brunner, Historia del derecho germánico, Labor, Barcelona, 1936, p. 14.
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oraciones, abstinencia sexual, peregrinaciones, flagelaciones, etc. Estos mismos manuales señalaban de qué forma se podían rescatar las penitencias, sustituyendo éstas por otras penas. Se admitían prácticas sustitutorias como las siguientes: se sustituía la penitencia por el pago de una cantidad de dinero previamente establecida, se podía amortizar tiempo de penitencia intensificando su cumplimiento —como las actuales hipotecas— o se buscaba a otra persona que cumpliera la penitencia en vez de hacerlo el pecador. El libro de Beda (siglo VIII) establecía tarifas como las siguientes: Doce veces tres días de ayuno, más tres salterios y trescientos golpes rescatan un año de ayuno [...] Ciento veinte meses, más tres salterios y trescientos golpes, equivalen a cien sueldos de oro74.
Estos manuales establecían tarifas penitenciales en función del tipo de pecado, las circunstancias del mismo y la condición social del pecador. En el libro de Bourchard, obispo de Worms —entre 1107 y 1112 preparó una recopilación de textos normativos, el Decreto75—, se establecía para el caso de sodomía o bestialidad el arancel siguiente: Si lo has hecho una o dos veces, y tú no tenías esposa para absorber tu lubricidad, ayunarás cuarenta días a pan y agua [...] y harás también penitencia. Si estás casado ayunarás diez años en días fijados... [...] Si un esclavo casado ha cometido el crimen de bestialidad, será molido a palos y ayunará cuatro años los días fijados. Si el esclavo culpable es célibe, será molido a palos, pero sólo ayunará durante dos años. Pero si el esclavo culpable no acepta ser apaleado y es para los suyos una persona distinguida, hará penitencia como una persona libre76.
74. Citado por C. Vogel, Le pécheur et la pénitence au Moyen-Âge, cit., p. 127. 75. G. Duby, El caballero, la mujer y el cura. El matrimonio en la Francia feudal, Taurus, Madrid, 1982, pp. 53 ss. 76. Citado por C. Vogel, Le pécheur et la pénitence au Moyen-Âge, cit., pp. 99-100. Sobre el libro de Bourchard puede verse P. Fournier, «Le Décret
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La misma distinción que se estableció en el terreno de la penitencia se aplicó en el campo de las penas. Le regla general aplicada era ésta: a posición social privilegiada, mayor presencia de penas pecuniarias; a posición social inferior, mayor utilización de castigos corporales77. Ramón de Penyafort (¿1185?-1275), compilador de las Decretales de Gregorio IX, definió la penitencia como una tensión de la pena, del penar, porque por ella se castigan las cosas ilícitas que se han cometido78. En esta definición aparece la conjunción de los dos sentidos de la penitencia a los que se viene haciendo referencia: el de arrepentimiento y de la pena como instrumento que contribuye a satisfacer el mal del pecado. La penitencia, en este doble sentido, podía acarrear dolor —no sólo el psíquico, entendido como ‘dolor de los pecados’, sino también el corporal: flagelaciones, ayunos, disciplinas, peregrinaciones, vigilias, cilicio— según la gravedad del pecado y las circunstancias del mismo: calidad y cantidad del pecado, dignidad de la persona, oficio, pobreza, debilidad, complexión, costumbres, compañía, lágrimas, devoción, calidad del país y tiempo. Este dolor debía ser admitido voluntariamente si se quería hacer una penitencia perfecta y no caer en una simulación. Se entendía que el penitente debía estar dispuesto a sufrir de buena gana cualquier cosa y que esto era muestra de un verdadero arrepentimiento79. Posteriormente este ánimo doliente quedó controlado por el ascenso de una racionalidad que iba a desconfiar crecientemente del recurso al autocastigo corporal como forma de penitencia. Ignacio de Loyola plantea en sus Ejercicios espirituales, publicados a mitad del siglo XVI, una penitencia externa diferenciada de la penitencia interna, siendo ésta la de Burchard de Works. Ses caracteres, son influence»: Revue d’Histoire eclésiastique XII/1 (1911), pp. 451-473 y 670-701. 77. Sirva de ejemplo, C. Petit, «Crimen y castigo en el reino visigodo de Toledo», en La peine, cit., pp. 9-71, esp. pp. 30 ss. 78. Summa de Paenitentia; versión catalana: Summa de Penitència. Cartes i documents, Proa, Barcelona, 1999, Libro III, Título XXXIV («Sobre las penitencias y las remisiones»), pp. 65-66. 79. Ibid., p. 106.
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predisposición principal. Como forma de penitencia externa se admite el «castigar la carne, es a saber, dándole dolor sensible, el cual se da trayendo cilicios o sogas, y otras maneras de asperezas». Pero hace una advertencia, evitar la enfermedad haciendo que el dolor «no entre dentro de los huesos». Las penitencias externas, según el fundador de los jesuitas, buscaban tres efectos: satisfacer los pecados pasados, domeñar la sensualidad haciendo que obedezca a la razón y, en tercer lugar, «para buscar y hallar alguna gracia o don que la persona quiere y desea, ansí como si desea haber interna contrición de sus pecados o llorar mucho sobre ellos o sobre las penas y dolores que Christo nuestro señor passaba en su passion, o por solución de alguna dubitación en que la persona se halla»80. En la tradición católica romana, al purgatorio, en tanto que continuación de la penitencia terrenal, se le aplicó un sistema de contabilidad similar al cómputo judicial, ampliado por la continuación del sistema en el más allá. La institución del purgatorio suponía que el sufrimiento, además de ser una vía de expiación, se convertía en fuente de méritos que permitían a las almas del purgatorio purgar sus pecados con la ayuda de los vivos e intervenir ante Dios a favor de los vivos81. Se organizaba más o menos como un banco: se puede ahorrar y hacer transferencias a otras personas. La penitencia —en los aspectos comentados— y la pena responden a lo que históricamente ha sido la institucionalización penitencial y penal del uso del dolor. Esta institucionalización ha supuesto históricamente la aceptación del sufrimiento como forma de pago, al tiempo que como medio de curación, redención y expiación. En la idea de atribuir capacidad expiatoria al sufrimiento penal y penitencial hay una carga mágica que no desapareció con la Modernidad82 80. «Ejercicios espirituales», en Obras completas, BAC, Madrid, 1952 [85-87], pp. 176 ss. 81. J. Le Goff, El nacimiento del purgatorio, Taurus, Madrid, 1985, p. 287. 82. E. Morin, El hombre y la muerte, Kairos, Barcelona, 21994, p. 225.
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y que, de forma especial en el caso de la pena, ha pasado a ocupar la trastienda del pensamiento jurídico y social contemporáneo83. 3.3.2. Las sombras de la pena moderna Las raíces profundas de la noción de ‘pago’ presentes en el uso punitivo del dolor no quedaron cauterizadas por la Modernidad ni el derecho moderno se desentendió de ellas. Una reflexión superficial sobre el derecho penal moderno llevaría a decir que la paulatina supresión de los castigos corporales y del tormento fue muestra de la bondad de los procesos modernos. Se suele explicar que determinados castigos corporales fueron cayendo progresivamente en desuso, produciéndose la humanización de las penas. En esta línea, Cesare Beccaria sería uno de los principales abanderados del progreso en la bondad del uso estatal del castigo. Se habla, en esta línea, de un progreso cívico y cultural que hace hoy intolerables los sufrimientos inútiles o en cualquier caso excesivos84. Además de contrastar esta transformación en el uso estatal del dolor, hay que preguntarse por qué se produjeron estos cambios. Entre las varias razones que pueden explicar los cambios habidos en el uso del dolor legalizado hay dos que tienen especial importancia: la búsqueda de la eficacia de la pena —en consecuencia, la eficacia de la regulación jurídica y de la modalidad del castigo— y la tecnificación del instrumento jurídico. La Modernidad introdujo una nueva economía del poder de castigar. Su principal preocupación fue incrementar la eficacia de la pena. Para Beccaria el fin de las penas era 83. La expiación consistente en sufrir y mostrar sufrimiento no ha de ser confundida con el auténtico arrepentimiento. Carlos Castilla del Pino explicó cómo el autocastigo muestra un egoísmo de fondo que aparenta arrepentimiento sin serlo. Además, añade, es vano el intento de purificarse mediante el autocastigo. En todo caso, el autocastigo oculta la auténtica culpabilidad, tapa las raíces de la auténtica culpa («El arrepentimiento. La reparación», en La culpa, Alianza, Madrid, 1991, pp. 256-263). 84. L. Ferrajoli, Derecho y razón, Trotta, Madrid, 92009, p. 415.
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impedir que el reo causara nuevos daños y retraer a los demás de la comisión de otros iguales. Para conseguir este doble objetivo pensaba que se debían escoger aquellas penas y aquellos métodos de imponerlas «que guardada la proporción hagan una impresión más eficaz y más durable sobre los ánimos de los hombres, y la menos dolorosa sobre el cuerpo del reo»85. Al mismo tiempo, pensaba que si la pena quería ser eficaz debía ser aplicada con prontitud ya que de esta forma quedaban asociadas en el ánimo del hombre las ideas de delito y pena86. Beccaria entendía que el espectáculo del suplicio y de la muerte pública de un condenado era inaceptable e inadecuado para alcanzar los objetivos penales del Estado. Éste no debía administrar dolor inútil. El sufrimiento debía ser productivo. La prevención de futuros delitos no se conseguía con el espectáculo momentáneo de la muerte de un malhechor, por terrible que fuera, sino mediante «el largo y dilatado ejemplo de un hombre que, convertido en bestia de servicio y privado de libertad, recompensa con sus fatigas aquella sociedad que ha ofendido»87. La respuesta que Beccaria da al problema del uso estatal del castigo es plenamente moderna: inmediatez del castigo, reducción de la impunidad, función ejemplarizante de la pena sirviendo como medida preventiva y como instrumento de contención, inutilidad de los espectáculos cruentos... Su visión también era moderna en otro sentido. Con la Modernidad y el desarrollo del capitalismo, la mano de obra pasa a ser uno de los recursos estratégicos del Estado. Por consiguiente, la extensión de la preocupación humanitaria que llevaría al abandono gradual de las penas corporales88 y de 85. C. Beccaria, De los delitos y de las penas [1764], Alianza, Madrid, 1995, p. 46. 86. Ibid., p. 61. 87. Ibid., p. 75. 88. La pena de privación de libertad también es una pena corporal. Que haya desaparecido en nuestro entorno la utilización del látigo no puede llevar a entender que ha desaparecido la dimensión corporal del castigo. Es el cuerpo el que queda encerrado.
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la pena capital, estuvo empujada por la racionalidad económica que se iba desarrollando89. La preocupación por incrementar la eficacia de la pena es inseparable del proceso de tecnificación de la misma durante el siglo XVIII, y principalmente el XIX, con lo que esto va a suponer en adelante: tecnificación del instrumento jurídico y de la percepción que el jurista tiene de su función social90. La pena será presentada como el resultado de una actividad técnico-cognoscitiva, por tanto se protege mediante una distancia aséptica respecto del sufrimiento del penado. El cuerpo del reo y lo que se hace con él queda fuera del espacio público moderno. La administración de los cuerpos Michel Foucault planteó la transformación moderna de la política en bio-política91. Ésta tendría como hecho fundamental la conversión del cuerpo y sus procesos vitales —gestación, nacimiento, muerte, enfermedad, reproducción, higiene...— en espacio de apoderamiento político92. Posteriormente, Giorgio Agamben ha utilizado la categoría de bio-política y ha sugerido que la producción de un cuerpo bio-político es la aportación original del poder soberano93. El término bio-política designa, con mayor o menor precisión, la inscripción de la vida en el orden estatal. Y, en concreto, que la política y el derecho asumen la vida —y por tanto los cuerpos— como objeto de intervención directa94. Los cuerpos han pasado a 89. D. Garland, Castigo y sociedad moderna, Siglo XXI, Madrid, 1999, pp. 122 y 230; G. Rusche y O. Kirchheimer, Pena y estructura social, Temis, Bogotá, 1984; A. Farge, Efusión y tormento. El relato de los cuerpos. Historia del pueblo en el siglo XVIII, Katz, Buenos Aires, 2008, pp. 222 ss. 90. G. Tarello, Storia della cultura giuridica moderna I. Assolutismo e codifificazione del diritto, Il Mulino, Bologna, 1976, pp. 17 ss., 416 ss. 91. Vid. M. Foucault, Historia de la sexualidad I. Voluntad de saber, Siglo XXI, Madrid, 61989. 92. «Biopolitica», en Lessico Postfordista. Dizionario di idee della mutazione, a cargo de A. Zanini y U. Fadini, Feltrinelli, Milano, 2001, pp. 33-39. 93. G. Agamben, Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, PreTextos, Valencia, 1998, p. 16. 94. R. Esposito, Immunitas. Protexione e negazione della vita, Einaudi, Torino, 2002, p. 17, también pp. 134 ss.
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ser objetos de administración95. Se administra, y es objeto de decisión política y de regulación jurídica, el cuerpo de los deportistas, de las gestantes, de los concebidos no nacidos, de los enfermos, de los inmigrantes, de los trabajadores, de las embarazadas, de los obesos, de los anoréxicos, de los trasplantados, de los amputados, de los moribundos... de los muertos. La administración de los cuerpos, como tal, no ha sido en realidad una novedad contemporánea. El cuerpo del acusado sometido a proceso judicial y al que se le aplicaba el tormento como medio indagatorio, el cuerpo del ajusticiado, el cuerpo del leproso o el cuerpo del extranjero sospechoso de ser portador de la peste96, han sido históricamente cuerpos administrados. La novedad, en sus justos términos, estriba en las técnicas de administración que se desarrollarán y aplicarán a partir de la Modernidad. La novedad que surge no es, por tanto, hacer del cuerpo un espacio de manifestación del poder, ni tampoco la pretensión de dominar el espíritu de la persona a través del sometimiento de su cuerpo, nada de esto puede ser considerado nuevo. La gran alteración responde a la utilización de nuevos conocimientos y nuevos medios en la administración de la vida y, por tanto, en el tratamiento del sufrimiento.
Las administraciones estatales, salvo en épocas de excepción, desarrollaron el poder sancionador con la despersonalización, frialdad y separación que caracterizará la labor técnica. Las penas serán registradas, como el haber y el debe de los libros de cuentas de la burguesía comerciante. Fue esta racionalidad económica, y no tanto una preocupación humanitaria97, lo que condujo al abandono gradual de los castigos corporales y al surgimiento de nuevos métodos penales98. 95. J. R. Capella, Fruta prohibida. Una aproximación histórico-teorética al estudio del derecho y del estado, Trotta, Madrid, 52008, pp. 344 ss. 96. Vid. los numerosos ejemplos aportados por J. Delumeau, El miedo en Occidente (siglos XIV-XVIII). Una ciudad sitiada, Taurus, Madrid, 1989. 97. Sobre el mantenimiento de las finalidades de dominación que quedaron recubiertas de aparente humanización y civilización, vid. M. Ignatieff, A just measure of pain. The penitentiary in the Industrial Revolution 1750-1850, MacMillan Press, London, 1978. 98. D. Garland, Castigo y sociedad moderna. Un estudio de teoría social, Siglo XXI, Madrid, 1999, pp. 122, 230. Vid. una perspectiva ampliada en I. Rivera Beiras (coord.), Mitologías y discursos sobre el castigo, Anthropos, Barcelona, 2004.
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La búsqueda del incremento de la eficacia y la tecnificación del instrumento jurídico —y del instrumento penal— estuvo acompañada por un cambio de sensibilidad ante el sufrimiento físico99. El proceso que se produjo fue doble: por una parte, la sensibilidad burguesa percibió las imágenes de los que sufren y muestran sus funciones corporales en público como síntomas de brutalidad, de incultura y de mal gusto100; por otra parte, la extensión de esta sensibilidad moderna «se basa en el fortalecimiento de la capacidad del Estado para ejercer una violencia tan grande que desaliente la agresión que está prohibida para los otros. Y cuando se continúa utilizando la violencia, ésta generalmente se retira de la arena pública, se higieniza y disfraza de varias maneras, a menudo convertida en monopolio de grupos especializados, como el ejército, la policía o el personal de las cárceles, que se encargan de impartirla en forma impersonal y profesional, evitando la intensidad emocional que esa conducta amenaza con despertar»101. No se ha de olvidar que la Revolución francesa supuso, entre otras cosas, un baño de sangre a manos del pueblo. La sangre vertida quebró profundamente las prohibiciones históricas y alteró el orden establecido. Pero al mismo tiempo fue un aviso para los grupos hegemónicos: el pueblo era capaz de ejercer violencia suficiente como para poner patas arriba el orden establecido. Por ello, lo sucedido durante el periodo revolucionario va a estar en la base y en el recuerdo de los proyectos pedagógicos ilustrados que tratarán de domeñar el carácter pasional del pueblo que se enardecía ante el derramamiento de sangre convertido en espectáculo. 99. P. Spierenburg, The spectacle of suffering: Executions and the evolution of repression: from a preindustrial metropolis to the European experience, Cambridge University Press, Cambridge, 1984. 100. Acerca del castigo como espectáculo público véase P. Bastien, L’exécution publique à Paris au XVIIIe siècle. Une histoire des rituels judiciaires, Champ Vallon, Seyssel, 2006; también L. Puppi, Les supplices dans l’art. Cérémonial des exécutions capitales et iconographie du martyre dans l’art européen du XIIe au XIXe siècle, Larousse, Paris, 1991. 101. D. Garland, Castigo y sociedad moderna, cit., p. 261.
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Por esta razón, la Ilustración replanteó las ejecuciones públicas, pero también otros espectáculos como las corridas de toros. Los ilustrados entendían que las corridas eran un mal ejemplo ya que que alimentaba las bajas pasiones de la población102. Su preocupación por educar al pueblo llano les llevaba a proponer la supresión de este espectáculo. No les preocupaba tanto el sufrimiento del animal —ya fuera el toro o el caballo— como la insensibilización del pueblo y el miedo a la muchedumbre de la que podía surgir cualquier cosa. En una relación simple entre causa y efecto, se pensaba que lo vivido en la plaza era la causa de las protestas callejeras, que la sangre en la arena motivaba la violencia en la calle. Lo cierto es que los toros, como otros espectáculos que reúnen a la multitud, se convertían en ocasiones en foros de discusión política, estética y cultural, que podían aglutinar voluntades y formar masas que acababan desparramándose. Si la publicidad y el hecho de infligir sufrimiento físico caracterizaron el sistema penal del antiguo régimen, la autoridad estatal moderna tendió a recluir-privatizar el castigo penal. La ceremonia pública, y el papel del sufrimiento en la misma, ya no van a ser precisos en la escenificación del poder estatal103. Se transforma en este sentido la aparición pública del Estado y de sus agentes de autoridad. El dolor legalizado se despersonaliza en su aplicación en la misma medida en que el aparato estatal se burocratiza. El espectáculo del sufrimiento en plaza pública se vuelve innecesario, por lo menos durante las fases de estabilidad amable de los regímenes liberal-burgueses. Sin embargo, las dictaduras y los totalitarismos han mostrado con creces algunos efectos inesperados de la racionalización y de la mecanización del 102. Puede verse G. Melchor de Jovellanos, «Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas, y sobre su origen en España» [1790, 1796], BAE, t. XLVI, Atlas, Madrid, 1951, pp. 480-500, en concreto p. 486. Este texto fue utilizado sesenta años después por M. Colmeiro para defender la supresión de las corridas de toros, Derecho administrativo español [1850], Escola Galega de Administración Pública, Santiago, 1995, t. I, § 1042, pp. 529-530. 103. P. Spierenburg, The spectacle of suffering, cit., p. 200.
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sistema de matar que se inició en la Modernidad: «Con la deshumanización técnica de la muerte, los crímenes más inhumanos serán crímenes sin hombres»104. Esta advertencia no sólo sirve para enjuiciar la experiencia nazi, sino también para enfocar la asepsia irresponsable que acompaña a la utilización de armas teledirigidas y de destrucción masiva en buena parte de los conflictos bélicos a los que hemos asistido en las dos últimas décadas. 3.3.3. Los usos pedagógicos y cognitivos de la pena El dolor de la pena, además de ser considerado históricamente como una forma de pago y como un instrumento de expiación, también ha sido presentado como una herramienta pedagógica y medicinal que pretendía producir efectos tanto en el reo como en la comunidad. De la misma forma que en tareas educativas se ha mantenido históricamente que la letra con sangre entra, su correlato jurídico es que la ley con sangre entra o, dicho de otra forma, la sangre asegura la obebiencia a la ley. Como ya se dijo, ‘castigar’ y ‘castigo’ significan originalmente ‘hacer casto, moralmente puro, intachable, puro, honesto...’. Castus era el nombre que recibía un reglamento religioso que prohibía el uso de ciertas cosas y el nombre que se utilizaba para referirse a algunas fiestas religiosas. Este conjunto de significados comparte un mismo referente: corregir algún comportamiento que se considera incorrecto. En este sentido, el ‘castigo’ quedaba legitimado, no sólo por ser la respuesta equilibradora ante un mal, sino también por ser un medio con el que se quería conducir la persona hacia la virtud, la pureza o la honestidad. Se trata de la concepción histórica del castigo como medicina105. Esta idea ha estado presente en la mentalidad social —‘Duele castigo, pero es buen amigo’, ‘No hay malo tan malo que no le mejore el palo’, ‘Zurrar la 104. E. Traverso, La violencia nazi. Una genealogía europea, FCE, México, 2002, p. 35. 105. Aristóteles, Ética Nicomáquea, Gredos, Madrid, 1995, 1104b.
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badana, no hay cosa más sana; daña hoy y aprovecha mañana’, ‘Con viento limpia el trigo, los vicios con castigo’106— y también en la justificación del uso del sufrimiento que históricamente ha hecho el poder político-jurídico. La función pedagógica de la aflicción contenida en la pena, va de la mano de otra función que se atribuye al dolor de la pena: el mantenimiento del orden normativo de una sociedad. Günther Jakobs107 es de los pocos autores contemporáneos que ha hablado abiertamente del dolor penal y ha explicado por qué seguimos optando por sanciones penales que provocan dolor. Este autor ha defendido que «el dolor sirve para la salvaguarda cognitiva de la vigencia de la norma; éste es el fin de la pena, como la contradicción de la negación de la vigencia por parte del delincuente es su significado»108. Jakobs entiende que el orden normativo se identifica con el orden social, por ello, el comportamiento delictivo pone en peligro la norma al mismo tiempo que el orden social. Atacar la norma equivale a atacar el orden social. Ante esta alteración del orden normativo, mediante la pena se busca confirmar a la población que la norma vulnerada es una norma válida. La forma de hacerlo es mostrar el fracaso del comportamiento delictivo. ¿Cómo hacerlo? Mediante el dolor contenido en la sanción penal. Según Jakobs, el dolor penal tiene la capacidad de reconstituir el orden normativo y social alterado por el delito, ya que el dolor asegura la adhesión cognitiva al derecho. Si el comportamiento delictivo no tuviera un suficiente castigo, ocurriría que la norma propuesta por el delito podría desplazar al elemento cognitivo propuesto por la norma. Para que esto no ocurra, dice Jakobs, es preciso penar suficientemente el comportamiento delictivo de forma que sea consi106. L. Martínez Kleiser, Refranero general ideológico español, Hernando, Madrid, 1989, pp. 109 ss. 107. Este autor ha sido el principal impulsor de lo que se ha conocido como derecho penal del enemigo (cf. Derecho penal del enemigo, Civitas, Madrid, 2006). 108. La pena estatal: significado y finalidad, Civitas, Madrid, 2006, p. 141.
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derado un fracaso109. El dolor penal vendría, pues, a confirmar las convicciones normativas de una sociedad contenidas en el derecho. Jakobs basa su argumentación en premisas que son rechazables. Se centra en el derecho penal, lo cual puede dejar a oscuras la relevancia de otros ámbitos del ordenamiento jurídico como puede ser el derecho administrativo, el derecho laboral, el derecho mercantil o el derecho civil, que necesariamente han de ser tenidos en cuenta si se quiere explicar cómo se estructura normativamente una sociedad contemporánea. En segundo lugar se basa en una teoría cognitiva-correctiva nada novedosa que no ha mostrado aciertos históricos, entre otras cosas porque en sociedades plurales no existe uniformidad normativa, ni tampoco, en consecuencia, existe homogeneidad cognitiva. Por tanto, el punto de apoyo que toma Jakobs es frágil. Lo que para un grupo social puede ser la confirmación de su apreciación cognitiva de la norma, para otro grupo puede ser la confirmación cognitiva de su exclusión social. Si aplicásemos la teorización de Jakobs a una banlieue francesa, veríamos probablemente cómo la percepción que una parte importante de la población de la barriada tiene del derecho francés y del aparato institucional que lo aplica —policías, jueces, abogados...— poco tiene que ver con la percepción que en los barrios bienestantes tienen sobre las mismas instituciones. Esta disparidad cognitiva que responde en realidad a una disparidad de realidades sociales, lleva a Jakobs a intentar cerrar su planteamiento al distinguir entre aquellos que se comportan conforme el derecho espera que se comporten, y aquellos otros que se sitúan al margen de la ley al transgredir las normas: los enemigos. Esta distinción entre amigos y enemigos ha llevado a hablar del ‘Derecho penal del enemigo’. Aunque esta denominación es inexacta, ya que «el Derecho penal sólo puede conocer ciudadanos»110, no ene109. Ibid., p. 142. 110. M. Cancio y B. J. Feijoo, «Estudio preliminar», en La pena estatal, cit., p. 81.
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migos, lo cierto es que los ordenamientos penales han normalizado paulatinamente medidas de excepcionalidad que se aplican a los considerados enemigos111, sean éstos indigentes, delincuentes, disidentes, sospechosos o extranjeros. 3.4. De la seguridad al aseguramiento en la sociedad del riesgo Durante el último tercio del siglo XX se han expandido las políticas de aseguramiento económico: la previsión y/o reparación económica de los males presentes y futuros cuantificados económicamente. Este fenómeno está conectado con dos transformaciones que ya se habían confirmado con anterioridad a la actual crisis económica: la extensión de la figura de la responsabilidad civil y la crisis del Estado social. La tesis que se sostiene en este apartado es que las sociedades contemporáneas se están configurando como sociedades aseguradas, en vez de tomar conciencia de la necesidad de trabajar por políticas de seguridad ambiental, sanitaria, alimentaria, y no exclusivamente policial y militar. Al final de la segunda parte del libro se ha visto cómo las transformaciones científico-técnicas puestas en marcha durante el siglo XX cambiaron la vida de la población y, en concreto, cómo estas transformaciones se constituían en fuentes de nuevos daños. Ya a finales del siglo XIX se comenzó a hablar en Francia de los riesgos laborales e industriales. Esta nueva realidad obligó a reformular la pregunta acerca de qué hacer cuando alguien sufría un daño al ser atropellado por un coche o perdía la vida en el trabajo. Esta transformación de la realidad también planteó un nuevo interrogante al derecho. 111. Vid. G. Portilla Contreras, El Derecho Penal entre el cosmopolitismo universalista y el relativismo postmodernista, Tirant lo Blanch, Valencia, 2007; Íd., Mutaciones del Leviatán. Legitimación de los nuevos modelos penales, Akal, Tres Cantos, 2005, y «La legislación de lucha contra las nopersonas: represión legal del ‘enemigo’ tras el atentado de 11 de septiembre de 2001»: mientras tanto 83 (2002), pp. 77-91.
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La comprensión de la responsabilidad civil basada en la culpa —tal y como había quedado recogida en el Código civil de 1804112— se mostraba insuficiente. Autores como Josserand (De la responsabilité du fait des choses inanimées, 1897) o Saleilles (La réforme sociale, 1898) propusieron complementar el criterio de la culpa con el del riesgo como fuente de la responsabilidad civil. Esta propuesta respondía a un fenómeno crecientemente preocupante: las personas comenzaban a sufrir daños que no respondían a una voluntad deliberada de causar un daño. Se inició de esta forma la extensión de la responsabilidad civil, alcanzando cuotas que a inicios del siglo XX eran impensables. La expansión de la responsabilidad civil compartió escenario con dos transformaciones que caracterizaron el modelo socio-estatal posterior a la segunda guerra mundial: el desarrollo del sistema de seguridad social y el sistema de los seguros privados. En este contexto, la expansión de la obligación de reparar el daño producido podía ser vista de dos formas bien distintas: como un progreso del modelo jurídico, político y moral que expresaba la toma de conciencia acerca del tremendo poder de dañar que había alcanzado la humanidad; o, de forma bien distinta, esta expansión podía ser vista como el incremento de la irresponsabilidad civil que estaba siendo fomentada por el desarrollo del sistema de seguridad social y el sistema de los seguros. Esta segunda visión consideraba que el pago de primas de seguros o las aportaciones a fondos comunes no debía ser visto como la expresión de una sociedad más responsable en términos civiles, pero también políticos y morales113. 112. La redacción del Código civil francés de 1804 reflejó la pretensión de establecer las raíces morales de la responsabilidad civil. Ésta fue concebida como la consecuencia y, en cierta medida, la sanción de un acto ilícito y moralmente reprobable. Vid. G. Viney, Traité de Droit Civil IV. Les obligations. La responsabilité: conditions, LGDJ, Paris, 1982, pp. 16-18. 113. B. Starck había planteado en los años setenta que la responsabilidad civil se alejaba de la responsabilidad moral al organizarse sobre bases divergentes (Droit Civil. Obligations, Librairies Techniques, Paris, 1972, § 9, p. 12).
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Una mayor reparación económica de los daños causados no significaba necesariamente estar ante una sociedad más responsable, ya que la cuestión fundamental era qué daños se estaban causando o se iban a causar, como cuestión anterior a la de la reparación. Puig Brutau expresó esta preocupación con una gran precisión: Como puede advertirse, el creciente desarrollo tecnológico trata de dar satisfacción a nuevas necesidades sociales y lo consigue a cambio de introducir en nuestras vidas e intereses factores de riesgo contra los cuales hemos de estar asegurados. La ley autoriza las nuevas actividades peligrosas a cambio de generalizar la obligación de estar asegurado de los daños que puedan causarse. El daño indemnizable es el resultado del riesgo autorizado. [...] ¿Llegaremos a vivir bajo una forma de seguridad socializada que distribuya entre los contribuyentes las sumas necesarias para indemnizar a cuantos sufran algún daño derivado de actividades en las que era previsible el resultado dañoso? Sin necesidad de llegar a los límites extremos, hay que tener en cuenta el doble efecto que se produce cuando muchos de los daños que pueden ocasionarse están cubiertos por una póliza de seguro. Puede señalarse, por un lado, el efecto positivo de que las víctimas encontrarán casi siempre el resarcimiento del daño sufrido; pero, al mismo tiempo, cabe que se produzca el efecto negativo de que el asegurado pierda en medida mayor o menor la conciencia de los efectos perjudiciales de sus actos negligentes, al quedar sus consecuencias suprimidas o atenuadas por las compañías aseguradoras. En este sentido se ha planteado la cuestión de si la socialización total del riesgo es compatible con la libertad y la responsabilidad individual. Es decir, se pregunta si queda disminuida la importancia disuasoria de la responsabilidad civil al quedar subsanadas sus consecuencias por la extensión del seguro114.
Ante esta nueva realidad, las preguntas de qué daños reconocer y qué respuesta dar adquirían un nuevo carácter. La situación generada era novedosa en varios aspectos. La tec114. J. Puig Brutau, Compendio de Derecho Civil II, Bosch, Barcelona, 1994, pp. 650-651.
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nología aplicada a los procesos productivos e incorporada en los bienes de consumo se había convertido en una fuente de daños115. Esta novedad se vio intensificada por otro rasgo: la relevancia económica de los daños derivados de las aplicaciones científico-tecnológicas. Ante esta nueva situación la figura de la responsabilidad civil se enfrentaba a una cuestión que desde ese momento será uno de los motores de su configuración: la relevancia de su función económica. La relevancia económica de decidir qué daños se reparan y cómo se reparan. Geneviève Viney se expresaba con claridad cuando hablaba del papel de la responsabilidad civil en la economía contemporánea116. Afirmaba que el sistema de indemnizaciones se había vuelto crecientemente gravoso y que el encarecimiento del seguro por riesgo amenazaba con gravar excesivamente al menos a los sectores llamados ‘de punta’, donde los riesgos son particularmente importantes. Ante esto, Viney hacía una serie de propuestas de política legislativa. Consideraba que era preciso tomar conciencia de que las sumas destinadas a la indemnización de las víctimas de daños no deberían superar un determinado límite más allá del cual el sistema de indemnizaciones amenazaría con entorpecer gravemente el dinamismo económico. En este contexto, argumentaba Viney, era preciso establecer distinciones entre los daños a indemnizar y marcar prioridades. La indemnización de daños corporales, dentro de su planteamiento, sería prioritaria. Y la indemnización de los daños económicos debería ser más completa que la reparación de los daños morales. Se proponía de esta forma limitar el coste de las indemnizaciones, priorizando los aspectos patrimoniales sobre los extrapatrimoniales: «indemnizar el sufrimiento puede ser legítimo, pero no necesario»117. Los sistemas de reparación y medición de daños mantienen una relación funcional con el modelo económico he115. U. Beck, La sociedad del riesgo, Paidós, Barcelona, 1998, p. 26. 116. G. Viney, Traité de Droit Civil IV, cit., pp. 87-89. 117. A. Tunc, La responsabilité civile, cit., p. 179.
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gemónico118. Ante los daños que realmente se producen y ante los daños que es previsible que sucedan, los sistemas económico-jurídicos establecen mecanismos de respuesta institucional que determinan tanto el concepto de daño susceptible de ser indemnizado como los mecanismos de protección frente a los mismos. También establecen qué riesgos quedan autorizados. Esta función previsora-reparadora ha ido incrementando su importancia conforme crecía tanto el número de daños reales y/o previsibles derivados del modelo de desarrollo tecnológico-productivo119, como la exigencia por parte de las poblaciones de mecanismos de protección frente a un entorno que es percibido como crecientemente peligroso. La extensión de los ‘riesgos’ y su autorización120 han suscitado una creciente preocupación por la ‘prevención de los riesgos’. Las preguntas vuelven a ser las mismas: ¿qué daños prevenir?, ¿qué medidas de prevención establecer?, ¿cómo financiar la prevención?, ¿quién ha se ser responsable de la prevención?, ¿qué debe suceder cuando causamos un daño?121. La cuestión queda formulada de esta forma: si se admite que los riesgos son intrínsecos al actual modelo tecnológico y que estos riesgos están autorizados, el daño y su reparación aparecen como un coste del sistema económico que, por ser precisamente un coste, ha de quedar reintegrado —o verse externalizado122— en el mismo sistema económico. El sistema de aseguramiento cumpliría una exigencia fundamental para el funcionamiento del sistema económico ca118. G. Calabresi, El coste de los accidentes. Análisis económico y jurídico de la responsabilidad civil, Ariel, Barcelona, 1984; L. Diez-Picazo, Derecho de daños, cit., p. 88. 119. S. Rodotà, Il problema della responsabilità civile, Giuffrè, Milano, 1967, pp. 16-19 y 23-24. 120. J. Esteve Pardo, Técnica, riesgo y Derecho. Tratamiento del riesgo tecnológico en el Derecho ambiental, Ariel, Barcelona, 1999, p. 10. 121. R. de Ángel Yágüez, Algunas previsiones sobre el futuro de la responsabilidad civil (con especial atención a la reparación del daño), Civitas, Madrid, 1995, p. 233. 122. Vid., como introducción a esta cuestión, C. Anibal Rodríguez, «Globalización y externalización de riesgos»: mientras tanto 83 (2002), pp. 55-68.
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pitalista: proveer la reparabilidad económica de aquellas contingencias —accidentes, enfermedades, catástrofes...— que puedan suponer una dificultad para la operatividad económica de las personas que pueden asegurarse. El aseguramiento se convierte por esta vía en una auténtica cláusula de cierre del sistema económico, al reconducir a la lógica interna del mismo sistema económico las aspiraciones de protección y seguridad de las personas, pero tendería a dejar fuera la cuestión fundamental: la prevención y evitación de daños. Al final, indemnizar, además de que puede ser más barato que prevenir y evitar, no es la opción que se deba elegir cuando se habla de la destrucción del medio ambiente o del sufrimiento de las personas. Además de esto, el cierre es un cierre en falso, como ha podido verse en la crisis económica desatada en el 2008123, pues no todo se puede resarcir. La prevención, igual que la reparación de los daños, queda sometida a cálculo económico y computa como coste. Ante el empuje de esta perspectiva economicista124, la pregunta que se plantea es en qué medida la calculabilidad económica ha de quedar compaginada con políticas de prevención posibles que persigan la defensa de otros intereses sociales125 aunque no sean inmediatamente traspasables a un libro de contabilidad. Cuando de lo que se trata es del sufrimiento de las personas, no se puede negociar con él ni encaminarlo hacia la compensación económica. La extensión del sistema de seguros privados se ha entrelazado con la crisis del Estado social. Mientras se han adelgazado progresivamente los sistemas públicos de protección 123. Vid. M. Á. Lorente y J. R. Capella, El crack del año ocho, Trotta, Madrid, 2009. 124. Gilles Martin propuso la recuperación de la centralidad de la responsabilidad civil y afirmó que esto sólo es posible si recupera su instrumentalidad jurídica que comenzó a perder al ceder «a las sirenas de una racionalidad más económica» («Principe de précaution et responsabilités», en J. Clam y G. Martin [eds.], Les transformations de la régulation juridique, LGDJ, Paris, 1998, pp. 415-421, p. 420). 125. A. Kiss, «Droit et risque»: Archives de Philosophie du Droit 36 (1991), pp. 49-53.
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social, han crecido en número y relevancia social los instrumentos privados que instauran una lógica de agregación individualista126. Esto ha significado el incremento de los mecanismos individuales de previsión y el debilitamiento de los mecanismos públicos. También ha supuesto que los sectores más vulnerables de la población hayan empeorado su posición como receptores de los sistemas de previsión social. Durante la fase del Estado asistencial, las administraciones públicas cumplieron funciones de aseguramiento público. El desarrollo de estas funciones contribuyó a formar una mentalidad colectiva en la que el Estado aparecía como un ente encargado de proteger las condiciones de vida de los ciudadanos, es decir, de proporcionar seguridad. A mitad del siglo XX, T. H. Marshall proponía contemplar la ciudadanía a partir de su componente civil, político y social127. El elemento civil comprendería los derechos necesarios para la libertad individual: libertad de la persona, de expresión, de pensamiento y religión, derecho a la propiedad y a establecer contratos válidos y derecho a la justicia. El elemento político incluiría el derecho a participar en el ejercicio del poder político, ya sea como elector o como elegido. El elemento social «abarca todo el espectro, desde el derecho a la seguridad y a un mínimo de bienestar económico, al de compartir plenamente la herencia social y vivir la vida de un ser civilizado conforme a los estándares predominantes en la sociedad. Las instituciones directamente relacionadas son, en este caso, el sistema educativo y los servicios sociales»128. La crisis del Estado asistencial ha supuesto la modificación de las respuestas políticas, jurídicas y económicas que se venían ofreciendo a las demandas y expectativas de seguridad de los ciudadanos. En el nuevo contexto, las compañías privadas han asumido funciones que con anterioridad 126. S. Natoli y L. Verga, La política e il dolore, Lavoro, Roma, 1996, pp. 7 ss. y 15. 127. T. H. Marshall y T. Bottomore, «Ciudadanía y clase social», en Ciudadanía y clase social, Alianza, Madrid, 1998, pp. 15-82. 128. Ibid., p. 23.
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había detentado el Estado. A su vez, la idea de seguridad se ha ceñido a la protección de la propiedad y la represión de la criminalidad y del terrorismo. En este panorama, una de las propuestas impulsada por los presupuestos neoliberales que ha calado hondo ha sido la de conseguir una sociedad asegurada mediante el recurso al seguro privado. Una sociedad en la que una parte de la población pueda hallar respuesta económica ante contingencias de la vida como siniestros, enfermedades, dependencia, pérdidas económicas, daños, jubilación... El aseguramiento, tal como se está perfilando, proveería una compensación económica no sólo en relación con daños materiales futuros, sino también en relación con un buen número de experiencias futuras de sufrimiento. La pretensión de lograr una sociedad asegurada de sujetos privados, además de proponer una alternativa a los servicios estatales, cumple otra importante función: se convierte en un sistema económico de reparación de los daños causados y/o sufridos por las personas en la sociedad del riesgo. La extensión de los seguros privados, y su fomento estatal, implican la redistribución de los riesgos presentes en la vida de las personas. Esta tendencia puede conducir efectivamente a que las personas se preocupen más por estar aseguradas o por quedar indemnizadas, que por las causas de los daños que causan o de los daños que sufren. Pero hay otra cuestión que no ha de obviarse. Las personas deberían poder decidir qué niveles de riesgo asumen en el desarrollo de su vida. El tratamiento actual de los riesgos, incluida la institución de la responsabilidad civil, no plantea lo que debería ser un problema previo en un modelo democrático: si el riesgo ha pasado a convertirse en un objeto cada vez más relevante de decisión política129, las personas deberían poder decidir acerca de la inserción de esos riesgos en el desarrollo de su vida en común en vez de asumirlos como algo dado e inevitable, como si del desarrollo de un proceso natural e inevitable se tratara. 129. J. Esteve Pardo, Técnica, riesgo y Derecho. Tratamiento del riesgo tecnológico en el Derecho ambiental, Ariel, Barcelona, 1999, pp. 28, 52-53.
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Parecería que la actual crisis del modelo de crecimiento económico130 y los efectos que sobre la población está generando convierten en superflua la reflexión que se acaba de hacer. El incremento del desempleo, la imposibilidad de planificar el futuro más inmediato o el miedo ante lo que ha de venir, tienen tal urgencia que al exigir una respuesta inmediata amenazan con anular cualquier reflexión y propuesta a medio y largo plazo. Sin embargo, deberían ser precisamente las causas y los efectos de la actual crisis los principales acicates para una reflexión y acción colectiva urgente que ayudara a transformar aquellos fundamentos del modelo económicosocial en el que vivimos que generan exclusión, explotación, violencia geoestratégica y destrucción del medio ambiente. El modelo de vida asegurada, que es un corolario de la tendencia a privatizarse y a reducir las vinculaciones sociales explícitas, se ha erigido para una parte de la población en una salvaguarda que cumple funciones económicas al tiempo que ideológicas. En tanto que mecanismo mercantil ha reconducido situaciones vitales a los engranajes de la lógica de mercado. La expansión de este modelo se ha visto acompañado por el aseguramiento de la actividad económica y su inclusión en la perspectiva especulativa. La crisis económica también ha sido la crisis de las aseguradoras, como pudo verse en 2008 con la intervención estatal de la principal aseguradora del mundo131. Está por ver qué modelo económico-social se impone en los próximos años y cómo propone afrontar las situaciones de padecimiento de la población. En cualquier caso se ha de recordar que no existen progresos lineales en las opciones políticas y jurídicas de las naciones, de forma que el nuevo día puede ser peor que el que ahora acaba.
130. Vid. M. Á. Lorente y J. R. Capella, El crack del año ocho, cit. 131. Ibid., pp. 47-49.
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EPÍLOGO
Llevo algunos años impartiendo una asignatura a la que por no tener otro título mejor llamé: Las representaciones jurídico-políticas del sufrimiento. Lo que aquí se ha expuesto recoge una parte de los temas que forman el cuerpo de esta asignatura: cómo el derecho y la política, en tanto que elaboraciones sociales, abordan la cuestión del sufrimiento. En la presentación del libro he evitado explicar cómo llegué a interesarme por este tema. Lo hago ahora. Los libros deberían tener su cuaderno de bitácora; debería ser breve por respeto al lector, ya que podría ser que lo escrito le interesara más a quien escribe que a quien recibe el texto. Mi punto de partida, como suele ocurrir con los temas que de verdad interesan, fue un proceso de reflexión personal dirigida a arreglar el trastero en el que a veces se convierte la propia vida. Este proceso personal —que en sí no tiene más interés que la experiencia procelosa de cualquier lector— me llevó casi por casualidad a plantearme qué hacer con el sufrimiento y, en segundo lugar, a tomar conciencia de que el sufrimiento tiene existencia social. Ha sido esta última cuestión a la que he dedicado más tiempo. En cuanto a qué hacer con el sufrimiento, más allá de saber que las sociedades elaboran esta cuestión transmitiendo patrones de percepción y de comportamiento a sus miembros, sigo sin tener respuestas recetables. Hace bastante tiempo conocí a un psiquiatra que mientras recetaba Prozac se preparaba me193
ticulosamente una pipa en cuya cazoleta había introducido una china de hachís. No tuvo la delicadeza de convidar y se me olvidó preguntarle si él tomaba Prozac además de otras ayudas. Esta anécdota me dio la pista para empezar a pensar lo que hacemos con el sufrimiento. Es decir, me encontré pensando sobre la existencia social del sufrimiento. Luego fue cuestión de intentar abrir los ojos, acotar un ámbito de estudio y mirar tras la cortina. El sufrimiento se halla en las raíces de la política y del derecho. La ordenación de una sociedad, sea cual sea el modelo seguido, supone necesariamente la ordenación del sufrimiento en tanto que fenómeno fundamental en una sociedad. Cójase cualquier modelo político-jurídico, ya sea real —el derecho español, por ejemplo—, o ficticio —1984 de Orwell o La República de Platón—, en ellos se encontrará una ordenación del sufrimiento. Es decir, se hallará respuestas a preguntas como ¿qué sufrimientos tienen relevancia jurídico-política? o ¿qué hay que hacer con quien causa sufrimiento a otro? Ordenar una sociedad supone necesariamente establecer una gramática del sufrimiento. Para ejercer esta función de ordenación, tanto el derecho como la política elaboran una representación del sufrimiento. Estas representaciones y los usos que se hacen de ellas forman parte del contexto en el que tiene lugar una parte importante del sufrimiento de las personas. Los instrumentos jurídico-políticos pueden ser utilizados para proteger y prevenir situaciones de padecimiento siempre que las relaciones de poder y los mecanismos institucionalizados así lo permitan, pero también actúan como instituciones que manipulan, justifican e incrementan el sufrimiento de una parte de la gente, normalmente de aquella parte que queda situada en los arrabales de la política: los excluidos, empobrecidos, derrotados, enemigos, sospechosos, disidentes y diferentes. El discurso y la práctica que son el derecho y la política toman partido, al igual que lo hacen quienes lo utilizan. No hay neutralidad posible ante la generación y distribución del sufrimiento. Las opciones se toman las más de las veces tácitamente, las menos de forma expresa. Opciones como ha sido 194
denunciar o silenciar Guantánamo, la existencia de cárceles secretas, la práctica de la tortura, la vulneración de los derechos de los colectivos más debilitados, los abusos de las autoridades, la directiva europea de la vergüenza, la venta de armas a gobernantes enloquecidos, la negación de ayuda a poblaciones en riesgo o la promoción de intervenciones militares que se enmascaran hipócritamente bajo los rótulos de la democracia y los derechos humanos cuando lo que persiguen son otros objetivos. En una época en la que la mentira parece prevalecer hay que mantener viva la pregunta acerca de cuáles son las causas del sufrimiento impuesto a la gente. Esta toma de conciencia ha de dirigirse no sólo hacia el sufrimiento extraordinario, aquél que sale de lo común y que solemos ver en la televisión bajo el aspecto del espectáculo. Hay que atender especialmente al sufrimiento normalizado, aquél al que se nos acostumbra y que determina nuestra forma de vida y nuestra disposición moral y política frente a los demás. Estas cuestiones han de ser analizadas y explicadas, pero con esto no basta. Se hace preciso optar por una razón comprometida que se pregunte por las causas de tanto sufrimiento impuesto, lo denuncie y actúe personal y colectivamente para contrarrestarlo. Éste ha sido el propósito de este libro, éste es el servicio que ha pretendido prestar: explicar los mecanismos mediante los que normalizamos el sufrimiento (el ajeno, pero en ocasiones también el propio) hasta el punto de que con frecuencia nos volvemos mudos, ciegos y sordos ante él. «Sufrimos y con esto ya tenemos bastante», me comentó un joven al que intentaba explicar el contenido de este libro. Es cierto. Es tal y como él decía, y, sin embargo, hay mucho más. El Bruc, invierno de 2009
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ÍNDICE GENERAL
Contenido .......................................................................... Introducción .......................................................................
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1. LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL DEL SUFRIMIENTO.... 1.1. Dolor y lenguaje .................................................... 1.2. El sufrimiento como interrogante........................... 1.3. Lo que hacemos con el sufrimiento ........................ 1.3.1. Un ejemplo: la conversión del sufrimiento en sacrificio ................................................. 1.4. El sufrimiento como hecho social institucionalizado....................................................................... 1.5. La vulnerabilidad del ser humano y la desigual distribución del sufrimiento........................................
17 21 33 39
2. POLÍTICA Y DOLOR.................................................... 2.1. La política del sufrimiento ..................................... 2.2. Lo que se hace con el sufrimiento pertenece a las raíces de la vida en común ..................................... 2.3. El sufrimiento es relacional .................................... 2.4. La normalización del sufrimiento ........................... 2.5. La aportación de sentido al sufrimiento ................. 2.5.1. Le Dolorisme...............................................
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49 54 63 73 75 85 90 97 104 108
2.5.2. La visión heroica del dolor .......................... 2.5.3. Accidente sin trascendencia: un cambio de época ..........................................................
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3. LA JUSTICIA DEL SUFRIMIENTO .............................. 3.1. El carácter aflictivo del derecho ............................. 3.2. La normalización jurídica del sufrimiento .............. 3.2.1. El criterio de corrección .............................. 3.2.2. La utilidad de las presunciones jurídicas. El cariño entre padres e hijos........................... 3.2.3. El derecho como mecanismo de reconocimiento ........................................................ 3.2.4. El precio del dolor ...................................... 3.3. Uso punitivo del dolor: el sufrimiento como forma de pago .................................................................. 3.3.1. El dolor como instrumento de expiación. La penitencia de la pena................................... 3.3.2. Las sombras de la pena moderna ................. 3.3.3. Los usos pedagógicos y cognitivos de la pena ............................................................ 3.4. De la seguridad al aseguramiento en la sociedad del riesgo ...............................................................
123 128 134 138
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Epílogo...............................................................................
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Índice general .....................................................................
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143 148 152 159 165 174 180