Raúl Fradkin (Compilador)
"LA LEY ES TELA DE ARAÑA". LEY, JUSTICIA Y SOCIEDAD RURAL EN BUENOS AIRES, 1780-1830
Capítulo 3: La experiencia de la justicia: Estado, propietarios y arrendatarios en la campaña bonaerense (1800-1830) Raúl
Fradkin
(UNLu-UBA)
En los años recientes la historia rural rioplatense está concentrando su atención en la relación entre el Estado en formación y una sociedad rural en acelerado proceso de cambio. Ello pone en cuestión la visión tra dicional según la cual el poder rural derivaba directamente de la preemi nencia del latifundio y de la organización interna de la estancia y el Estado era visto como un mero instrumento de los intereses terratenien tes. Sin embargo, los desarrollos recientes muestran que la centralidad y la omnipotencia de la gran propiedad en la campaña bonaerense tardocolonial eran una ilusión historiográfica y que el Estado colonial era poco permeable a las demandas de los terratenientes, quienes estaban lejos de integrar el núcleo de los sectores dominantes tardocoloniales; a su vez, el nuevo estado provincial se presenta como una fuerza mucho más autónoma frente a estos sectores. En consecuencia, estudiar la cons trucción del poder en la sociedad rural ha adquirido plena vigencia. Por su parte, en los estudios americanistas pueden registrarse despla zamientos importantes. De la atención puesta en las grandes moviliza ciones rurales (vistas como un conjunto unitario) se pasó a un análisis más minucioso y adquirió una dimensión regional y local. Ello permitió reconocer las diferentes formas de resistencia indígena y/o campesina y recuperar el conjunto de su experiencia social para comprender los orí genes y el sentido de la resistencia y las rebeliones. Estos estudios han optado, en general, por rastrear esta experiencia a través de las fuentes
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Capítulo 3: La experiencia de la justicia: Estado, propietarios y arrendatarios en la campaña bonaerense (1800-1830) Raúl
Fradkin
(UNLu-UBA)
En los años recientes la historia rural rioplatense está concentrando su atención en la relación entre el Estado en formación y una sociedad rural en acelerado proceso de cambio. Ello pone en cuestión la visión tra dicional según la cual el poder rural derivaba directamente de la preemi nencia del latifundio y de la organización interna de la estancia y el Estado era visto como un mero instrumento de los intereses terratenien tes. Sin embargo, los desarrollos recientes muestran que la centralidad y la omnipotencia de la gran propiedad en la campaña bonaerense tardocolonial eran una ilusión historiográfica y que el Estado colonial era poco permeable a las demandas de los terratenientes, quienes estaban lejos de integrar el núcleo de los sectores dominantes tardocoloniales; a su vez, el nuevo estado provincial se presenta como una fuerza mucho más autónoma frente a estos sectores. En consecuencia, estudiar la cons trucción del poder en la sociedad rural ha adquirido plena vigencia. Por su parte, en los estudios americanistas pueden registrarse despla zamientos importantes. De la atención puesta en las grandes moviliza ciones rurales (vistas como un conjunto unitario) se pasó a un análisis más minucioso y adquirió una dimensión regional y local. Ello permitió reconocer las diferentes formas de resistencia indígena y/o campesina y recuperar el conjunto de su experiencia social para comprender los orí genes y el sentido de la resistencia y las rebeliones. Estos estudios han optado, en general, por rastrear esta experiencia a través de las fuentes
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ju j u d i c i a l e s 9 8 desde una perspectiva que evita la identificación automática entre conflictividad social y rebelión generalizada y busca comprender los diferentes modos de acción que desplegados en una escala local y cotidiana muchas veces se desenvuelve en los intersticios del sistema legal. Se abrió así un panorama más amplio y complejo que incluye des de una suerte de arqueología de la rebelión hasta el estudio de contextos de conflictividad social que no desembocan en rebeliones. De esta for ma, la revuelta rural ya no puede analizarse sólo como un epifenómeno espasmódico resultante de las tensiones de la estructura agraria sino que ella -y las diversas formas de resistencia- constituyen uno de los factores claves que diseñan esa estructura. El pod er se presenta com o un a construcción histórica histórica que de be ser ana lizada y verificada en cada contexto y no como un dato dado y derivado de la gran propiedad. Esta perspectiva supone considerar la estructuración de las relaciones y las clases sociales como inseparables del desenvolvimien to de sus confrontaciones y tomar en cuenta la experiencia realizada por los actores. D esde esta perspectiva, perspectiva, la justicia pue de ser vista com o un a ins tancia que permite observar tanto el despliegue de la acción estatal sobre la sociedad rural como un espacio de configuración de conflictos y solida ridades en los que tienen intervención los poderes locales formales e infor males y los actores sociales subalternos. En este sentido, nuestro propósito primordial será observar los cambios que la experiencia de la justicia pro duce en las prácticas, las estrategias y las representaciones de los actores y cómo signa sus relaciones con el Estado y otros actores sociales. Al enfocar el problema en términos de experiencia es posible plantearse cómo los actores sociales desplegaron y rediseñaron estrategias de acción y constru yeron solidaridades a medida que enfrentaban conflictos sociales que en parte debían resolverse en el plano judicial. Consideramos que esta expe riencia se pudo haber sustentado en las prácticas sociales que consagraba la costumbre 9 9 . De esta forma, intentaremos analizar hasta qué punto las acciones y los comportamientos de los grupos sociales subalternos pudie ron estar impregnados por una indignación moral que se expresaría en la inquietud rural de la década de 1820 y que podría contribuir a explicar el consenso social rural que concitó Rosas al asumir el poder como "Restaurador de las Leyes" en 1829.
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Cfr. Cfr. Por eje mplo , Stern Stern ( 1 9 8 6 ) y (1990, comp ).;Tay ).; Tay lor (19 87) y VanYoung ( 1 9 9 2 ) . En el sent ido de Th om pso n (1989a, 1989b y 1995).
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El estudio de la acción estatal sobre la población rural ha estado cen trado últimamente en el período rosista, a través del análisis de los juz gados de paz organizados en la década de 1820 y atendiendo sobre todo a la acción desplegada sobre los peones rurales. En este trabajo la aten ción estará puesta en otro tipo de conflictos sociales, los que se entablan entre propietarios y administradores de establecimientos agrarios y los arrendatarios. A su vez, hemos considerado otra dimensión de la organi zación judicial: más de un centenar de expedientes sobre causas civiles tramitados en los juzgados de primera instancia relativos a conflictos entre propietarios y arrendatarios durante las primeras tres décadas del siglo xix. Ello, sin duda, limita nuestras posibilidades de observación, pues sólo da cuenta de una parte de las causas iniciadas, ya que la mayor parte eran entabladas de modo verbal y no llegaban a esta instancia. Para situar mejor este problema conviene pasar revista rápidamente al modo en que estaba organizado el sistema de justicia en la campaña.
1. La organización de la justicia rural Durante la época colonial ejercían la justicia ordinaria los alcaldes de primer y segundo voto del Cabildo que también designaba a los alcaldes de la Santa Hermandad quienes tenían la jurisdicción sobre las causas civiles y criminales y de baja policía en el medio rural. De esta forma, no existía una separación definida entre las funciones judiciales, policiales, ejecutivas y administrativas en la campaña. Sin embargo, el poder de estos alcaldes de Hermandad era menos efectivo que lo que esta concen tración de funciones pareciera indicar. Hasta fines del siglo xviii esta fun ción fue ejercida sólo por dos alcaldes, elegidos y renovados anualmente. A partir de 1724, la jurisdicción del Cabildo de Buenos Aires sobre la campaña de la Banda Oriental fue reducida por la fundación de la ciu dad de Montevideo y la instauración en ella de su propio Cabildo; pero, pese a ello, el Cabildo de Buenos Aires mantuvo el control jurisdiccional sobre una parte de la campaña oriental, en el área cercana a Colonia del Sacramento y las tierras ribereñas al río Uruguay (Gelman, 1998). En 1756, la fundación de la villa de Luján -a 70 km al oeste de Buenos Aires- significó la instauración del único Cabildo que existió en un poblado de la campaña bonaerense y que ejerció la jurisdicción en su área rural inmediata (Marquiegui, 1990). Al mis mo tiem po, e l Estado buscó afirmar su control sobre la pobla ción que se diseminaba en la campaña y que crecía gracias al aporte de 85
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migrantes de otras regiones y desarrollaba un patrón de asentamiento de baja densidad y alta movilidad (Garavaglia y Moreno, comps. 1993 y Farberman, 2000-2001). Para ello se recurrió a ampliar el número de alcal des rurales. En 1777 se autorizó la designación de ocho (Zorraoquín Becú, 1952) 1 0 0 y en 1784 su número fue incrementado a once 1 0 1 . Ese mismo año el gobernador intendente autorizó al Cabildo a designar el número de alcaldes que considere necesarios y se decidió un aumento significativo de alcaldes 1 0 2 y de jurisdicciones territoriales. Así, hacia 1810 existían 19 jurisdicciones dependientes del Cabildo de Bu enos Aires 1 0 3 . Se trata de una política destinada a establecer un control urbano más firme sobre el mundo rural, una pretensión no exenta de dificultades 1 0 4 , que acompañó el crecimiento y complejización de la burocracia estatal a partir de la organización del Virreinato del Río de la Plata y la elevación de Buenos Aires al rango de capital virreinal. La organización judicial fue completada en 1785 con la reinstalación de una Audiencia y a partir de 1782 se constituyó una Superintendencia de Buenos Aires suprimida en 1788. Al finalizar el período colonial el mundo rural estaba sometido a la jurisdicción judicial de los alcaldes de Hermandad y, por su interme dio, de los Cabildos de Buenos Aires y Luján, de la Real Audiencia y del virrey. En ese contexto, el accionar de los alcaldes intentó ser circuns cripto a una función básicamente policial, pero en la práctica -sobre la base de las costumbres arraigadas- era la institución habilitada para ejer cer la justicia con un importante grado de autonomía, en especial en las causas civiles que involucraran montos reducidos y en las causas de orden público, que eran las que generalmente podían involucrar a la mayor parte de la población campesina. Pero las modificaciones intro ducidas no habían resuelto la combinación de función judicial y policial que caracterizaba tradicionalmente a la institución. A partir de 1810, estos alcaldes adquirieron mayor poder de fiscaliza ción y control de la vida social pues en ellos recayó en principio la facul tad de organizar el reclutamiento militar de la población. Ello amplió su
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AGN, AECBA, Serie III, To mo IV (177 7-1 781 ), Buen os Aires, 1929, p.1 0. AGN, AECBA, Serie III, Tomo VII (1782- 1785), Buenos Aires, 1930, p. 284. 102 AGN, AECBA, Serie III, To mo VII ( 17 82 - 1 785 ), Bu eno s Aires, 1930 , p. 446. 103 AGN, AECBA, Serie IV, To mo IV (1810-18 11), p p. 5-8. 104 Sobre las dificultade s para con stru ir un ord en social efectivo en la ca mp añ a col oni al, véas e Fradkin ( 1 9 8 7 ) . 101
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rol de mediadores entre autoridades del Estado y comunidades locales en un proceso que fue más intenso en las áreas rurales aledañas a la ciudad y que luego se extendió a la campaña en su conjunto (Halperín donghi, 1978; Cansanello, 1998b). Sin embargo, las nuevas autoridades revolu cionarias introdujeron modificaciones en la organización judicial. El Reglamento de Administración de Justicia de 1812 creó una Cámara de Apelaciones en reemplazo de la Real Audiencia y los alcaldes de Hermandad fueron autorizados a librar sentencias definitivas en causas civiles que no excedieran los 50 pesos pero procediendo a audiencia, con testación de demanda y prueba y asesorándose con "hombres de buena razón y conducta". En cambio, las demandas civiles de más de 50 pesos pertenecían en primera instancia a los alcaldes ordinarios siendo hasta 200 pesos verbales (Levene, 1950). En 1812 el gobierno revolucionario recreó el cargo de gobernador intendente otorgándole funciones de poli cía, hacienda, guerra y justicia, al año siguiente dictó un Reglamento de Policía y en 1814 se dividió el territorio en tres departamentos 1 0 5 . Las nuevas orientaciones intentaban perfeccionar las líneas de la administración virreinal aunque acrecentaban el poder de los alcaldes de Hermandad. El control de la población rural -signado por la militariza ción creciente- vino acompañado por una mayor politización que no tar dará en mostrar sus efectos cuando en 1820 sucumba el poder central y el orden político sea reconstituido sobre la base del poder de las fuerzas militares y milicianas de la campaña. De la crisis emergió el nuevo estado provincial y su proceso de conformación implicó profundas transforma ciones en la organización judicial. En 1821, el gobierno de Martín Rodríguez decreta la abolición de los dos Cabildos de la provincia. Se estableció que la justicia ordinaria sería ejercida por cinco jueces letrados de primera instancia (dos por la ciudad y tres por la campaña) y que sus atribuciones serían las mismas que tenían los alcaldes ordinarios; sin embargo, en poco tiempo esta organización fue modificada y en 1824 estos juzgados se redujeron a cuatro (todos ellos localizados en la ciu dad), dos encargados de las causas civiles y dos de las causas criminales. A su vez, se creaba en cada parroquia un juzgado de paz (29 en ese momento) y se facultaba al gobierno a conformar los que creyera necesa rios. Estos jueces estarían facultados a juzgar todas las causas que la legis-
El 1, con cabecera en el poblado de Flores, el 2 en Lujan (que estaba bajo la ju risdicci ón de su Cabildo) y el 3 en San Vicente: Cansanello ( 1 9 9 5 ) . 87
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lación declaraba verbales y para actuar como árbitros en litigios menores y en la campaña absorbían las funciones de los alcaldes de la Hermandad (Díaz, 1959). Lo que esta reorganización no pudo resolver era la distan cia entre las autoridades de justicia urbanas y las rurales, dado el rápido fracaso de implantar una justicia ordinaria de primera instancia en la mis ma campaña. A su vez, aún más complejo fue establecer la separación entre funciones judiciales y policiales pue s el esqu ema previsto de consti tuir de ocho comisarías en la campaña fracasó rápidamente y en 1829 desaparecieron y sus funciones pasaron a los jueces de paz. Este despliegue del Estado en los años 20 se inscribía en una impor tante mutación de la sociedad rural y en una creciente agudización de la conflictividad social. La década de 1810 presenció un cambio en la impor tancia de la producción ganadera, que implicó la extensión de la frontera al sur del río Salado. A partir de 1820 se alteró profundamente la relación con las sociedades indígenas pampeanas abriéndose un período de inten sa conflictividad que recién encontrará un nuevo equilibrio hacia 1833. Para la pob lac ión rural, las dificultades se acrecentaron po r el a um en to de la presión enroladora del Estado, que llegó a su climax durante la guerra con Brasil (1825-28) y que al parecer provocó un proceso de emigración. Por otra parte, la población rural asentada en tierras sin apropiación efec tiva se vio amenazada a partir 1815 por una oleada de denuncias de tie rras -que ya se había notado en la década de 1790- que, a partir de 1822, adquirió la forma de entrega en enfiteusis. Ello provocó un incremento de los desalojos de pobladores o su conversión en arrendatarios. Estos procesos se combinaron con una creciente preocupación de las autoridade s y de los sectores propieta rios por asegurar el orden social rural, afirmar los derechos de pro pie dad de los recursos y el control sobre la fuer za de trabajo. El gobierno impulsó medidas para formalizar las relaciones sociales: estableció la obliga toriedad de establecer contratas escritas para los peones (Bagú, 1966: 203-204), la imposibilidad de entablar demandas judiciales por incumplimiento de con tratos que no fueran escritos ni de patrones que hayan pagado anticipos, se fijó también la obligación de que los contratos de arrendamiento fueran escritos y se intentó poner bajo juris dicción policial la caza de nutrias (Bagú, 1966: 152), establecer un registro de marcas de ganado(Bagú, 1966: 156) y reprimir la "vagancia" (Bagú, 1 9 6 6 : 1 6 0 ) . Estos problem as no eran nuevos y ya habí an concitado la aten ción de las autoridad es urbana s dur ante la segun da mita d del siglo xviii pero su eficacia para resolverlos había sido m uy limitada (Mayo, 1995) . Es pro bable también que este dispositivo represivo no haya estado dirigido sólo a
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reprimir la "vagancia" sino a controlar y reducir la autonomía de los cam pesinos pastores (Garavaglia, 1987) o a impedir las actividades "ilegales" de los peon es y disciplinarlos (Amaral, 1987). La vagancia era un a figura jurí dica ambigua que podía ser empleada por las autoridades para descargar su poder represivo sobre la población joven, soltera y generalmente migrante entre la que se reclutaban los peone s rurales (Garavaglia, 1997). Lo cierto es que si a fines del período colonial la campaña era percibida por los poderes urbanos y los sectores altos como un territorio peligroso y con escasas implantación del orden social, la situación se acrecentó en la era postrrevolucionaria hasta tal punto que hacia los años 20 la campaña colonial era recordada -no sin añoranzas- como un mundo en donde imperaba el orden social y el respeto por la propiedad y las jerarquías.
2. Las prácticas judiciales Las prácticas judiciales se sustentaban en un abigarrado repertorio de normas contenidas en el derecho castellano e indiano. La revolución intro dujo nuevos elementos que hicieron aún más heterogéneos y contradicto rios los marcos normativos 1 0 6 y siguió recono ciendo a la costumb re como una de sus fuentes (Fradkin, 1995a; Tau Anzoátegui, 1976 y 1986; Mariluz Urquijo, 1972 y 1973). Sin embargo, muchas de las normas dictadas por el Estado sobre todo en los años 20 estaban imbuidas de una concepción libe ral y utilitarista, que concebía a las costumbres rurales como un obstáculo que había que erradicar. Con ello se profundizaba el abismo que separaba la cultura de los sectores altos urbanos y la cultura popular rural. De esta for ma, se fue abriendo una creciente tensión entre la ley y las prácticas sociales y la vigencia de la costumbre se transformó en objeto de disputa social (Fradkin, 1997a). Esta tensión se irá manifestando en la práctica judicial cuyos actores estaban muy desigualmente imbuidos por las nuevas concep ciones, cuyos procedimientos se habían modificado muy poco y cuyos mismos agentes se apoyaban más en la vigencia de estas normas consuetu dinarias que en las nuevas disposicione s legales. Ello remite a uno de los ras gos distintivos de la justicia rural: se trataba de una justicia impartida por vecinos y no por funcionarios del Estado.
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Acerca de la vigencia de la "antigua constitución" en el derecho postcolonial cfr. Chiaramonte (1995). 89
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La ampliación del número de alcaldes y de jurisdicciones territoriales no significó la implantación de una burocracia estatal profesional en el medio rural ni fue resuelto por la implantación de los jueces de paz. Los intentos por desplegar la acción del Estado se realizaron mediante un tipo de funcionarios que eran legos y no letrados reclutados entre los vecinos. De este modo, la justicia rural era un brazo dependiente del poder urba no pero estructurada a partir de "notables" locales, que operaban como emisarios y mediadores. Era una justicia que se desenvolvía dentro de un abigarrado marco normativo en el cual las innovaciones no implicaban la desaparición de las normas anteriores, en juicios que generalmente eran verbales y en los cuales la presencia de vecinos-testigos suplía la ausencia de escribanos, fiscales y abogados. Estas condiciones llevaron a que en 1813 se autorizara a que las personas pudieran defenderse judicialmente sin la asistencia de letrados pero su efecto fue generalizar la aparición de unos personajes denostados por el fuero urbano -los llamados "tinteri llos "-, personas prácticas pero no tituladas, que parecen haber complica do seriamente los procedimientos en los litigios 107 . El carácter vecinal de la justicia local rural y su dependencia de la jus ticia urbana de nivel superior serán rasgos permanentes de las prácticas judiciales y uno de los canales primordiales de perduración de las nor mas y las prácticas coloniales. Ello se acentúa por el carácter verbal de la mayor parte de las instancias que en este nivel se tramitaban y que se solían iniciar con un intento de conciliación entre las partes 10 8 . Por otra parte, el reducido número de vecinos alfabetizados generalizó la figura de los apoderados y la importancia de los testigos reforzaron el carácter vecinal del ejercicio de la justicia. La información de testigos era uno de los mecanismos básicos no sólo para probar un hecho determinado sino que medíante este procedimiento se precisaba la vigencia de las normas consuetudinarias 10 9 . Un caso típico al respecto eran los arrendatarios que usualmente eran convocados como testigos en los pleitos por pro piedad de tierras. El pago de arriendos era considerado un reconoci miento pleno del ejercicio del "señorío" sobre un terreno 110 y eran frecuentes las denuncias de que este tipo de testimonios consistía en un
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AGN, TC C-13;3; TC G-12; 9; TC G-14; 16. Cf. AGN, TC A-24; 13. 109 AGN, TC A-8; 4. 11 0 AGN, IX-41-5-5; 2 y IX- 41-5-5; 23. 108
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La ley es tela de araña "tributo" que debían a los proclamados dueños 111 . El procedimiento se utilizaba tanto para probar los hechos delictivos como para realizar toda tipo de pericias (mensuras, deslindes, inventarios o tasaciones de bie nes); de este modo se daban por probadas la condición y la calidad de las partes y convertía a su "fama" en un atributo esencial y muchas veces decisivo. En consecuencia, se consideraba que la credibilidad dependía en buena medida de la "opinión" que de cada uno se tuviera en el pago 1 1 2 . Este modo de ejercer la justicia tendía a juzgar más la condición de las personas que los hechos y esa opinión dependía de los lazos socia les y el arraigo que la persona tuviera en la zona. Se ha demostrado que este despliegue del Estado en una campaña en rápido crecimiento demográfico, espacial y productivo, debió realizarse apoyándose en las redes y tramas sociales locales: allí encontró su fuerza y evidenció sus límites (Cansanello, 1994). La redefinición de la relación ciu dad-campo que la organización de la provincia autónoma suponía, trajo consigo la extensión de los derechos políticos y de las obligaciones públicas a la población de la campaña. En ella, se destacó con claridad la situación de los domiciliados que terminaron convirtiéndose en verdaderos vecinos, modificando de este modo la tradición colonial inicial y desligándola de su dependencia de la condición de propietario y de la casa poblada para aso ciarla directamente al cumplimiento de las obligaciones públicas -especial mente la milicia- y a los derechos -como el de petición- que éstas traían consigo. En estas condiciones, la extensión de la ciudadanía se asoció con la vecindad. Si la estructura militar que inscribió a la población se apoyaba en estas vecindades y consagraba la presencia de poderes locales, el funcio namiento de la justicia se incluye en el mismo marco. De este modo, una antigua institución -la milicia- vehiculizó la adquisición de nuevos dere chos y fortaleció los poderes locales en quienes recayó el poder de recluta miento de los vecinos milicianos y de persecución de los "vagos" enrolados compulsivamente hacia los regimientos de línea. La justicia de paz se transformó en una instancia tanto de mediación como de exteriorización de los conflictos locales. Ello no pareciera ser resuelto por la justicia de primera instancia pues rápidamente fracasó el
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AGN, TC, A-2; 2. Mediante este tipo de procedimiento se podía suplir la ausencia de pruebas documentales tanto de títulos de propiedad de un terreno hasta certificaciones de limpieza de sangre, actas de bautismo o de matrimonio. 112
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intento de asentarla en la misma campaña. Por lo tanto, no sorprende que las instancias judiciales locales resulten mucho más permeables a los inte reses y las dem an da s de los propietari os. En la época colonial eran muc hos los casos en los cuales esas decisiones son revocadas por una instancia superior (Mayo, 1989) -dado que las autoridades coloniales eran renuen tes a aceptar sin más las demandas de los propietarios rurales (Banzato y Quin tero s, 19 92 )- y esta situac ión pareciera haber se modi fica do desde mediados de la década de 1810. Una combinación de precariedad y discrecionalidad caracterizaba el ejercicio de la justicia rural local y no sólo se carecía de una verdadera burocracia judicial y policial, sino que tampoco se contaba con la más mínima infraestructura. De esta forma, tanto los alcaldes como los jueces de paz impartían justicia en sus propias casas y la carencia de cárceles en la mayor parte de los poblados hacía que los dete nidos fueron mantenidos en ellas hasta ser remitidos a la ciudad 1 1 3 . A su vez, los escasos efectivos a su cargo hacían que dependieran de que los comandantes de blandengues o los jefes de milicias se los proveyeran, lo que solía generar más de un conflicto. En estas condiciones, la actuación de los jueces rurales va a ser criticada desde temprano. Así lo expresa un autor a principios de la década de 1820: "todos los más antiguos y los ante cesores de éstos, de quienes derivan los presentes, fueron creados respi rando en un suelo donde las máximas de la tiranía regentía, y donde la vil esclavitud se dejaba ver a cara descubierta ". El autor critica la superposi
ción de funciones y jurisdicciones entre los jueces de primera instancia, los de paz y sus tenientes, la lentitud de los trámites, y postula que "los jueces de campaña tienen muy presente este principio moderno. La riqueza, amistad y parentesco, se deben anteponer a toda razón y justicia " 114.
No sólo eran verbales las instancias judiciales que involucraban a la mayor parte de la población rural: ésta era la característica distintiva de la mayoría de los contratos rurales tanto los de trabajo como los de arrenda miento. En estas condiciones, la sociedad rural otorgaba un alto valor al "empeño de la palabra" y al cumplimiento de las promesas y era frecuente que se establecieran demandas por su incumplimiento 1 1 5 , tanto que este
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Por eje mpl o, en el alcald e de la Santa He rm an da d de San Ped ro en el añ o 1800 inform a que lo detuv o en su casa y lo engril ló y a los poc os días lo pon e en libertad "con la condición que estuviere pronto en la suya para los días pri mer os pasa dos los de carnaval". (AGN, TC A-15;5.) 114 Ramírez, Pablo (182 3: V). Destacado en el original. 115 AGN, TC A-17;17 ; TC A-17; 2; TC C-5; TC C-6 ; TC C-14; 1. 92
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tipo de compromisos personales podía condicionar el ejercicio de derechos de propie dad 1 1 6 . Esta antigua tradición intentó ser alterada por el Estado en la década de 1820. En marzo de 1825 el gobierno envió a los jueces de paz de la campaña una circular 11 7 , en la que definió cómo veía la situación de la justicia rural poco después de haberla reorganizado en 1821: "Empeñado el gobierno en hacer efectiva en la campaña ¡a protección de las leyes, tiene que luchar constantemente en el vacío de los campos y de la población. Para vencer, es forzo so que cada funcionario público redoble su celo y se posea de la importancia de sus funciones en una sociedad que se está organizando; y que ellos no sólo deben velar sobre la exacta aplicación de las leyes sino que también deben indicar a la autoridad cuantas medidas crean conducentes a perfeccionar la policía de la campaña. La administración de justicia en la campaña ha quedado toda en manos de sus propios vecinos, y su celo debe suplir a cuanto es indispensable para la correc ción y castigo de ¡os crímenes, como también para que la civi lización del país adelante, la cual es el mejor correctivo de las costumbres, y el medio más poderoso de prosperidad. Si ¡os jueces de paz a quienes en la campaña están hoy encargadas tan nobles funciones no consagran a ellas todos sus esfuer zos, nada valdrán ni ¡as leyes que se sancionen, ni los regla mentos que se dicten ".
Esta circular evidencia la centralidad de los jueces de paz en la cons trucción del poder estatal en el ámbito rural. El Estado se ve a sí mismo aislado en un desierto y pretende modelar por completo una "sociedad que se está organizando" para lo cual se propone corregir las costumbres arraigadas. En el ámbito local, esta organización del Estado no contem pla la división de poderes y concentra en estos jueces las funciones polí ticas, administrativas y judiciales y, si bien proclama haber dejado la administración de justicia en manos de los vecinos los trata de convertir en la base de sustentación de su propio poder. Pero este ordenamiento rural no está exento de dificultades. Por un lado, el foco de atención está puesto en "la persecución de los vagos y de
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AGN, TC, G-12; 9; IX-31-8-4. Man uel José García, "Circul ar a los jueces de paz de camp añ a" , AGN, Criminales, M-2. 117
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toda clase de criminales" y pretende impedir que "bajo la denominación de peones existan hombres sin ocupación y mal entretenidos", sin embargo, el mismo gobierno es consciente de las dificultades de la tarea pues se queja en la misma circular de "el poco celo e interés que se toma en la persecución [...] para obtener la extinción de los vagos, de esa clase de hombres que nada producen, que solo viven del trabajo de los demás y que se hallan dispuestos a cometer todo género de crímenes". Además
de modificar la disposición de los jueces para aplicar las diversas resolu ciones se pretende forzar la colaboración de los vecinos pues "les advier te que los
deberes
de todos los ciudadanos
deben
empezar donde no
puede alcanzar los de la autoridad". La solución propugnada es la apli
cación estricta del decreto de julio de 1823 "que ordena que todos los peones tengan sus respectivas contratas "y que "es preciso que los hacen dados se penetren bien de los beneficios". De esta forma, el gobierno afronta el desafío de lograr unir a su política tanto a las autoridades loca les como a los mismos sectores propietarios e introducir nuevas normas que alteran las prácticas tradicionalmente aceptadas. Por otra parte, el otro foco está puesto en los arrendatarios y ocupan tes de tierras ajenas o fiscales. Respecto de ellos dice: "Otro mal de grave trascendencia advierte el gobierno que existe en la campaña. Tal es que causan algunos hombres que bajo el pretexto de pobladores o labradores, y sin tener acaso más fortuna que una choza, permanecen en algunos terrenos baldíos o de propiedad particular bajo la denomi nación de arrimados, sin trabajar acaso, o sin rendir todo el producto que necesitan para su sustento o el de sus fami lias. A este respecto tiene el gobierno meditadas algunas medidas que salven a la campaña de esta clase de hombre, y los convierta en productores y por consecuencia sean úti les para el país. Pero entretanto que el gobierno se hace de los medios necesarios para que las enunciadas medidas produzcan un buen resultado, es preciso que los jueces de paz allanen todas las dificultades que puedan oponerse".
Para ello se realizan una serie de indicaciones: sólo pueden existir pobladores que sean propietarios de las tierras o, en su defecto, que sean arrendatarios con contrato escrito. Los que no reúnan estas condiciones deberán ser trasladados a las poblados o sus inmediaciones donde debe rán recibir un terreno baldío para que lo pueblen y habiten. Los jueces
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deben convocar a los "hacendados y vecinos pudientes" a fin de conven cerlos de esta medida y para que contribuyan a constituir un fondo para implementarla. Junto a los peones y los labradores, el gobierno fija su atención en los ladrones y recomienda adoptar aquellas penas que "por el estado de la opinión" produzcan efectos más eficaces como la pena de azotes en lugar del destierro al presidio. Junto a ellos, llama a perseguir a antiguos miembros del ejército que no tienen ocupación productiva y se dedican a alterar el orden y la paz de las familias. La circular testimonia con claridad las preocupaciones centrales del Estado y la concepción que la sustenta. Se trata de convertir a los jueces en agentes fieles y obedientes del poder y disminuir su autonomía de decisión, al tiempo que se busca lograr una acción concertada entre la incipiente burocracia rural y sectores propietarios 1 1 8 . Por ello, se reco mienda que todo este dispositivo deberá desarrollarlo el juez de paz de acuerdo con los principales vecinos de su jurisdicción, reclamar su apo yo y su opinión para la formación del reglamento de policía de campa ña y propone nombrar una comisión con ellos.
3. Las percepciones de la justicia En poco menos de tres décadas la sociedad rural debió afrontar una serie de transformaciones que pusieron en tensión su percepción y hasta la misma concepción de la justicia y con ello su relación con el Estado. Las nuevas orientaciones de la política oficial se hicieron sentir inmedia tamente con la crisis del poder colonial -iniciada en 1806- pero alcan zan plena intensidad en los años 20 cuando el Estado intentó afirmar en plenitud el derecho de propiedad, se orientó por una concepción liberal y utilitaria de las relaciones sociales y propugnó un eficaz disciplinamiento de la sociedad rural. Los juicios entablados en el mundo rural son un eficaz punto de observación de las tensiones y conflictos que estas transformaciones generaron y de qué manera la experiencia realizada redundó en concepciones disímiles y opuestas sobre la justicia. La vaste dad de problemas involucrados en este proceso es tan amplia que cen traremos la atención en tres núcleos que pueden dar cuenta cabal de ello.
118
Un excelente análisis de las relaciones entre el Estado y la clase terrateniente en Halperín Donghi (1992). 95
Raúl Fradkin
3.1. Propiedad, posesión y preferencia
Hasta fines del período colonial el ejercicio del derecho de propiedad tuvo que afrontar una serie de restricciones cuya vigencia los juicios ates tiguan. Como hemos podido establecer en otro trabajo (Fradkin, 1995b), la mayor parte de los arrendatarios eran campesinos con contratos verba les de corta duración y que permanecían poco tiempo en un mismo terre no y, al parecer, esta característica perduró en las primeras décadas de vida independiente. Sin embargo, una porción de ellos se arraigó en una comunidad local y su condición de arrendatarios no fue obstáculo para que adquirieran plenos derechos de vecindad. A su vez, este segmento -generalmente más próspero- fue adquiriendo verdaderos derechos de posesión sobre las tierras y fue justamente esta experiencia la que llevó a los propietarios a buscar el establecimiento de nuevos contratos sin reco nocer la continuidad o la heredabilidad de los anteriores. Por ejemplo, en 1803, dos arrendatarios 1 1 9 entablan un pleito contra el Convento de los Mercedarios que les arrendaba unas tierras y ha pre ferido introducir otro arrendatario. Su demanda se sustenta en la anti güedad de asentamiento y parecen conocer bien las normas pues recuerdan que estuvieron poblados sin que "hallamos dejado de satisfa cer puntualmente las seis fanegas pactadas estado en posesión pacífica" y reclaman
[...]
por cuya
razón hemos
"amparándonos en la posesión
que en ellos tenemos". Luego presentan su contrato de arrendamiento como uno de enfiteusis en el cual "siempre que la pensión anual pacta da se satisfaga no puede el Señor del dominio directo desalojar a la enfiteuta". Los arrendatarios extienden sus derechos de posesión al adscribir
su contrato a la enfiteusis; el procurador del Convento, en contrapartida, invoca el pleno derecho del propietario de instalar a "quien quisiera " y por eso los acusa de "quererle privar del derecho de dueño, y tomarse la facultad que no tiene". Esta invocación del derecho de propiedad es una defensa de la jerarquía social: se ha incurrido -dice- en un "notable desacato a los respetos con que debe tratara un Prelado, a un dueño tem poral de aquel predio y a un sujeto que en nada le ha faltado de su arren damiento" [que] "bien pudo como dueño que es del terreno reclamarlo [...] por la temeridad con que quiso ocuparlo, y aun tratar del desalojo, porque, no se compone bien ser arrendatario y querer hacer punta al Acreedor". En cualquier caso la discusión sigue centrada en la autonomía
11 9
96
La ley es tela de araña
de decisión del arrendatario para disponer sobre el uso de la tierra arren dada mientras deben enfrentar las nuevas estrategias de los propietarios: uno de los arrendatarios afirma: "el hecho público de los Propietarios que de pocos tiempos a esta parte están haciendo movimientos en los Inquilinos por el aliciente de mejores pensiones".
Con respecto a los derechos de posesión que puede implicar el arriendo son muy conscientes los propietarios y administradores. Así, en 1810, el administrador del Real Colegio de San Carlos pretende el desalojo de un arrendatario y apunta que éste busca cambiar la naturaleza del contrato de arrendamiento en enfiteusis: "¿Quién no ve que estos contratos degenera ban entonces y eran convertidos en verdaderas Enfiteusis que disimulada mente se defraudaba al propietario del dominio indirecto, y que una vez alquilada una cosa salía por siempre del poder de su dueño y se hacía en realidad enajenada? ¿Cómo podría venderla el Señor si el colono adquirió sobre ella unos derechos tan íntimos que radica en su sangre y los pasa a la posteridad? [...] No puede alegarse posesión de una estada tan pasajera. Los terrenos los ha ocupado, pero no los posee, que todo no es lo mismo" 120 .
Estos dos ejemplos, muestran que una estrategia de los arrendatarios es transformar la naturaleza de sus contratos, pues la enfiteusis podía consolidar sus derechos de posesión. La afirmación del derecho de pose sión está vinculada con la duración de los contratos y suele derivar en la invocación de otro derecho: el de preferencia para la compra, que era reconocido a los enfiteutas. Este derecho estaba firmemente aceptado en la tradición legal colonial. En un pleito de 1824, un arrendatario que ha poblado unos campos por más de 40 años logra el reconocimiento del fiscal de Cámara. Las tierras (que habían sido de los jesuitas pasaron al Estado en 1767 y hacia 1821 han sido vendidas a un particular que las denunció) han sido vendidas por su adjudicatario a un nuevo propieta rio. Queda así planteado el conflicto entre dos derechos: el de propiedad y el de preferencia 1 2 1 . El apoderado del arrendatario considera que la ocupación pacífica y continua de los terrenos y haber pagado los respec tivos arrendamientos constituye su mejor derecho para ser preferido en la venta. Pero el nuevo propietario considera que "esta demanda es tan insustancial, tan injusta y temeraria " y que "ha insistido nuevamente, tirando coces contra el aguijón, que es lo mismo que disputarle al pro-
120 121
97
Raúl Fradkin pietario un arrendero sus legítimos derechos [...] Basta lo dicho para que quede reconocida la
temeridad de este juicio por que como arrendero
está sujeto a las disposiciones del propietario. Querer como arrendero que se le prefiera en la venta, es un empeño muy ridículo y cuando se le de la calidad de poblador, tampoco tiene derecho porque el haber pose ído las tierras tantos años sin denunciarlos le quitó su derecho para poderlo hacer y las Leyes se lo reconocen al primero que lo haga" 122.
En 1822, dos arrendatarios inician una demanda contra el propietario de un os terrenos qu e se los ha ve ndi do a un tercero alegando 'q ue se hallaban poblados y pagando arrendamientos por el
transcurso
de sesen
ta años desde los predecesores propietarios de dichas tierras; solicitando ser preferidos en dicha venta por el tanto" 1 2 3 . El juzgado hace lugar y lo
considera como "el mejor derecho", declarando nula la venta. En el recur so de apelación el apoderado del vendedor considera que este auto "infie re notables y manifiestos agravios a sus derechos de dominio y propiedad, a sus ventajas y utilidades, y a la firmeza de sus promesas y por tantos títu los es digno de reclamación" pues
"ninguna obligación tenía [...] ni era
precisado a mantenerlo en el terreno, ni a venderlo y por el contrario el debía desalojar sin replica ordenándoselo él, porque nadie puede usar de lo ajeno [...] ni este puede ser obligado a mantener con los inquilinos y arrendatarios aquellas relaciones que mantuvieron y conservaron decesores principalmente cuando la vinculación
sus pre
de derechos se ha hecho
por el título oneroso de compra y venta ". Las nuevas concepciones apare
cen así en plenitud:
"mi representado era libre para enajenado y vender-
lo a quien más le diere la gana pues que era su único dueño y Señor [pues] Estas circunstancias son demasiado atendibles en todas partes y con pre ferencia incalculable en la campaña [...] mientras que el auto de primera instancia [...] ataca de frente todas estas libertades, enfrenta sus utilidades y de dueño y señor le constituye en dependiente de arbitrio ajeno, lo que no pueden tolerar nuestras leyes". En consecuencia, sostiene, no se puede apelar al derecho de retracto o tanteo pues el arrendatario "ni es Señor directo ni tiene parte en la cosa vendida porque ser arrendatario es ser poseedor a nombre del Señor de la cosa arrendada". La resolución del jui
cio a favor del propietario no implica inmediatamente el obedecimiento del arrendatario: dos años después no ha desalojado los terrenos y por
122 123
98
Otros casos de derecho de preferencia en AGN, TC D-4; 11; TC D-5; 7; TC G-13; 2. AGN, TC G-12;9 (los des tac ado s son nu es tro s).
La ley es tela de araña
ello el propietario reclama que "le ha mandado que desaloje los terrenos de
mi propiedad y pague los Arrendamientos
absolutamente
ha
prestado
obedecimiento
vencidos y no pagados;
causando
escándalo al públi
co por su falta de respeto a las autoridades y perjuicios a mi derecho. como
al
Magistrado
Y
corresponda sea reprimido con mano fuerte para
escarmiento y ejemplo de desobedientes y también
para
que cada
uno
goce lo que le pertenece". La orden de desalojo es resistida solicitando tres
meses ante lo cual el propietario sostiene que "ni puedo conceder tres meses de término, ni deseo ni quiero hacerlo por que mi interés, la justi cia y mi voluntad lo resisten ".
Esta disputa muestra cómo el nuevo clima de ideas y el cambio de contexto social está haciendo chocar concepciones muy diferentes sobre la propiedad y que no sólo ambas buscan ser reconocidas a nivel judicial sino que encuentran eco en distintos niveles de la organización de justi cia. De este modo, la persistencia de antiguas normas que entran en con flicto con las nuevas nociones es un problema que recorre tanto a la población rural como a las distintas instancias de la vida judicial. La afir mación de la propiedad como derecho absoluto tiene todavía serios obs táculos para afirmarse y la justicia es escenario de esta disputa de valores y concepciones sociales. No es extraño: la imprecisa delimitación de los terrenos 1 2 4 y la superposición de títulos de propiedad estaban entre los motivos más frecuentes de conflicto judicial 1 2 5 y existía todavía una dis tancia entre la disposición de los títulos y la propiedad efectiva de los bienes. Esta circunstancia se verá acrecentada con la entrega de tierras fis cales en grandes superficies, un hecho que constituye sólo el primer paso hacia la apropiación efectiva en tierras que frecuentemente estaban pobladas por pobladores que demandaban el reconocimiento de su "antigua
y pacífica
posesión " 126 .
En esas condiciones, la posesión continua y pacífica podía ser reco nocida como suficiente para acreditar la propiedad. Esta situación evi denciaba su mayor ambigüedad en el caso de los arrendatarios que invocaban la antigüedad de asentamiento como argumento fundante de sus derechos de posesión y fundamento de su derecho de preferencia. Su mayor defensa será, cuando puedan, incluir en los contratos de arrenda-
124 125
126
AGN, TC A-17,7; TC B-4; 3; TC C-30;1 2; TC D-l ; 6; TC D-2; 8; TC D-4; 10. AGN, TC L-9; 7; TC Q- 1; 1. AGN, TC A-10; 3; TC L-7; 15; TC Z-3;2. 99
Raúl Fradkin
miento alguna cláusula que indique el reconocimiento de este derec h o 1 2 7 . Pero todo indica que se trata de una novedad orientada por la experiencia: los pleitos coloniales y aun algunos de la década de 1820, testimonian que este tipo de derechos era aceptado como parte constitu tiva tanto de la legalidad como de las costumbres sociales. 3.2. Precio
justo,
codicia y avaricia.
La afirmación del derecho de propiedad pleno y absoluto iba a encontrar diversos obstáculos que tenían que ver tanto con las condicio nes técnicas de la producción (por ejemplo, el desarrollo de la ganadería en una llanura fértil sin cercos ni alambrados) como con las condiciones sociales (ante todo, la débil implantación del poder estatal en la campa ña). Más aún, afirmar el principio según el cual de la propiedad de la tie rra derivará el derecho de propiedad sobre todos los recursos que en ella se encontrarán será una tarea que en la década de 1860 todavía el Estado tenía pendiente de realizar. A su vez, las nuevas concepciones significa ban despojar al derecho de propiedad de sus imperativos sociales y morales y el ejercicio de la justicia evidenció esta tensión de valores y representaciones sociales. El precio justo era una noción que abarcaba tanto las transacciones de bienes para el abasto, como las de propieda des urbanas o rústicas 1 2 8 o los montos del arriendo 1 2 9 . Pero la tensión no era nueva y es observable a través de los juicios desde fines del siglo xviii. En ellos puede verse que un argumento defensivo muy eficaz era estigmatizar la figura de la contraparte asociándola con la del usurero y mostrándola como imbuida de codicia y avaricia 1 3 0 . Esta condena apa rece con mayor fuerza en las épocas de crisis o sequía, un contexto esgri mido por los arrendatarios para no pagar o reducir el monto de sus rentas 1 3 1 tanto que un propietario denunciaba que: "En estos terrenos hay algunos arrendatarios que no pagan
127
al pretexto
de escasez" 132.
AGN, TC G-14; 5;TC G-16; 13. 128 Así en una escritura labra da en San Ped ro en 1817 se establ ece que "declara mos ser justo y verdadero valor de dichas tierras los expresados ochocientos cua renta y siete pesos cuatro reales y que no valen más y si más valen o baler puedan de la tal demasía cualquiera que sea, le hacemos gracia y donación al compra dor". AGN, TC G-12;27. 129 AGN, TC D-4; 1. 130 AGN, TC E-l; 3; TC A-7; 1. 131 AGN, IX-21-7-2. 132 AGN, TC A- l; 5. 100
La ley es tela de araña
La Iglesia no sólo condenaba la usura sino que había enseñado que la propiedad llevaba consigo la obligación social de la caridad y de la limos na y, a fines del período colonial, ambas prácticas estaban firmemente arraigadas en la sociedad rural y extendidas en todos los niveles sociales (Barral, 1998b). La usura -delito y pecado a un tiempo- era condenada (Clavero, 1934) y ello traía consigo la aceptación generalizada de las nociones de justo precio y bien común. La condena social no se dirigía hacia los présta mos sino hacia la usura, t ant o que el prést amo era una con ducta juzgada socialmente esperable. El préstamo de tierras era un meca nismo inicial para atraer pobladores y que solía derivar en un convenio posterior de arrend ami ento . Dar parcelas de tierras a pré stam o llevaba con sigo la posibilidad de que el propietario eximiera al arrendatario de pagar sus arriendos en virtud de su pobreza o su devoción 1 3 3 : eran los llamados "arrendatarios de gracia", una práctica medieval hispana que asociaba la entrega de detrás con cambio de servicios y que podía ser revocada en caso de incumplimiento (Bloch, 1986). En el Río de la Plata la práctica había sido común en los establecimientos jesuitas hasta 1767. En las primeras décadas del siglo xix, puede constatarse que ya adoptó otra forma: la ayu da, es decir un modo de denominar la habilitación que un propietario rea lizaba a un campesino pobre y que solía derivar en un convenio de aparcería 1 3 4 . Tanto la "gracia" como la "ayuda" suponían un convenio ver bal y un compromiso personal entre propietario y arrendatario, que fun cionaba como un préstamo sustentado en la garantía de la confianza. Su incumplimiento era, por lo tanto, pasible de demanda judicial y, en ese caso, el argumento que suele acompañarla es la ingratitud. Pero tanto la conducta aceptada -la gratitud- como la condenable -la ingratitud-, eran esgrimidas por propietarios co mo arrendata rios. Los primeros asociaban la gratitud con la lealtad y, con ello, con la deferencia; por eso, era frecuente que la acusación de ingratitud estuviera acompañada de otras como la "insolencia" o la "temeridad". Los segundos, en cambio, solían denunciar la ingratitud como prueba de "codicia" y "avaricia" 135. El préstamo era una práctica social vinculada con la reciprocidad entre vecinos y a la amistad y la confianza personal (Garavaglia, 1997b). Y de ello daban cuenta los refranes populares: "El amigo que no presta y el
133
AGN, IX-42-l-4;16; AGN, 41-3-4,19. AGN, TC A-17; 17; C-23 ;12. 135 AGN,TC, E-2. 134
101
Raúl Fradkin cuchillo que no corta,
que se pierda poco importa" (Mariluz Urquijo,
1993: 37). Resulta claro, entonces, por qué en el habla popular el término aparcero sea empleado como sinónimo de amigo y compañero 1 3 6 . Todos estos convenios eran considerados por la jurisprudencia como obligacio nes y, por lo tanto objeto de demanda, ya que constituían "un crédito que es tan privilegiado que no exige escritura ni otro documento" 137 . Pero en ello aparecen dos concepciones enfrentadas: por un lado, los refranes populares habían acuñado una máxima: "quien da lo que tiene, no está más obligado" ( Mariluz Urquijo, 1993:58), que expresaba un concepto de obligación inscripto en las relaciones de reciprocidad y donde se privilegia el acto de dar antes que el cuánto de la entrega. Pero, por otro, algunos propietarios invocan otro principio: "a cuanto se obliga el hombre a tanto queda obligado "138, que expresa la concepción inversa y opuesta. La noción de precio justo formaba parte de un conjunto de nociones y principios que la jurisprudencia colonial había recogido de la distinción aristotélica entre economía doméstica y de mercado. Por ejemplo, era aceptado el derecho de los vecinos para hacer uso gratuito de los montes de árboles situados en una propiedad siempre que fuera con fines de uso doméstico o se había conformado la práctica de dar paso al ganado hacia las aguadas naturales. El bien común había sido el concepto en que se apo yaban muchas disposiciones coloniales para regular los precios y la oferta de los produc tos que integraban el aba sto urb an o. La liberalización comer cial que acompañó al proceso revolucionario y el desarrollo de nuevas prácticas comerciales desarrolladas por nuevos agentes iba a erosionar este
136
Según el Diccionario de la Lengua Española (Mad rid, Espasa Calpe, 1992, p.192) el término aparcero designa sólo en la Argentina y Uruguay una relación de amistad y compañerismo. Corominas indica que proviene del siglo x y que en el xvi derivó en aparcería y que su sentido dialectal es el de compañero [Breve dic cionario etimológico de la lengua castellana, Madrid, Gredos, 1994, p. 56).
Guarneri, por su parte, señala que designa a un socio, un camarada o un amigo
querido ( Diccionario del lenguaje campesino rioplatense, Montevideo, Florense y Lafón, 1968, p. 22). En Cataluña, en el siglo xix designaba un tipo de contrato regido por los usos y costumbres y se recuerda que en las Partidas se lo asociaba a la noción de condominio. Castells y de Bassols (1887: 108). La jurisprudencia colonial consideraba al contrato de aparcería no como un arrendamiento sino como una compañía entre dos personas. 137
AGN, IX-11-6-1. 138 AGN, TC, E - l ; 3 . 102
La ley es tela de araña
consenso doctrinario y las relaciones sociales. En los años 20, la liberalización de las prácticas comerciales y productivas y la proclamación del dere cho absoluto de propiedad implicaban un quiebre importante en las nociones aceptadas por la mayor parte de la población rural. Si se consi dera q ue ello se dese nvolvió en un contexto de aguda crisis política y social, no es de extrañar que se lo viviera como un agravio, una violación de dere chos antes aceptados y que se difundiera un sentimiento de indignación moral (Moore, 1996). No sorprende que sea por entonces que comience a emplearse el término "capitalista" para designar a los comerciantes a los que se le atribuyen conductas especulativas y en especial a los denuncian tes de tierras públicas o a los enfiteutas del Estado (Fradkin, 199 3b) . Vinculada con la amistad aparecen la ayuda y el favor. Y el favor implica la existencia de una deuda no sólo material sino también moral. La deuda que el favor generaba no requería de contrato escrito y la palabra empeñada era motivo suficiente para demandar su cumplimiento en sede judicial, del mism o m od o que lo tenía en otros acuerdos en materia civil. La amistad y el favor aparecen como la representación opuesta de la usura y la codicia y su sentido se amplía en los discursos que los juicios atestiguan: la usura no se restringe a los mon tos del interés en los préstam os monetar ios y pasa a desig nar un tipo de comportamiento social y moralmente condenable y es visto como un abuso: se alega usura para calificar comportamientos que suponen aprovecharse de una situación de pode río frente al pobre, al débil, a la mujer desamparada, ante una calamidad. Un panfleto anónimo -probablemente de 1821 - 1 3 9 expresa el carácter religioso de la percepción popular de la jus ticia y denuncia la carestía de la carne atribuyéndola a las conductas especu lativas de los carniceros y a la pasividad de las autoridades. Su contenido expresa la visión de un Estado que ha dejado de proteger al pueblo y que "permite tal ganancia" realizada por "piratas inhumanos" a los que se califi ca de "tiranos". Frente a ella, sólo el pueblo y Dios son justos y el Estado ha perdido el rasgo que la tradición política colonial le asignaba (ser justo) y su función primordial (la protección de los débiles). 3.3. Insolencia y tiranía
La codicia y la usura eran consideradas un "abuso" y se las tend ió a aso ciar con el "yugo", la "tiranía" y el "despotismo", para mencionar los tér-
AGN, BN 4 5 9 5 . Ag rade zco a Gladys Perri h ab er me su mi ni st ra do este documento. 103
Raúl Fradkin
minos de uso más frecuente. Es en esta asociación y en sus oposiciones donde residía el núcleo que organizaba la percepción de la justicia y la injusticia y los modos de su representación. Esta percepción no era resul tado de las novedades que había introducido el proceso revolucionario sino que la precedía y su inclusión se produjo a través del filtro que sumi nistraba la arraigada tradición cultural hispano-colonial. De esta forma, la denuncia de comportamientos y actos tiránicos que aparecen en los expe dientes judiciales no son una novedad que irrumpa con el proceso de inde pendencia sino que son previos a la crisis. Por ejemplo, en 1803 en Morón un arrendatario sostiene para defenderse del incremento de sus arriendos y del desalojo que exige el Convento de la Merced: "Parece Señor Ministro que en ¡a época presente se han propuesto los propietarios proceder con los inquilinos con el despotismo y arbitrariedad que les dicta su antojo; y esta corupción palpable en esta capital se nos anuncia trascen dental a sus alrededores y campaña. Mejor que yo sabe V. Sa. los reñidos altercados que la codicia (permítaseme hablar en estos términos) y no otro fundamento ha pro movido entre locadores y conductores pues por ella ya no hay uno seguro en su posesión ni la razón, la hombría de bien y una conducta arreglada han sido fundamentos que contenga el prurito de adquirir crecidos alquileres a no haber mediado el poder de la Justicia que ha procurado cortar corruptela tan perjudicial" 140
El testimonio permite observar el cuidado con el que debía ser for mulada la acusación de codicia, cómo ella aparece asociada con la noción de despotismo y cómo ambas convergen en una corrupción, es decir, una conducta esencialmente inmoral. Su capacidad de invalida ción es tal que la respuesta del procurador está centrada en despejar la acusación como requisito previo para defender su demanda: "Y este proceder prudente y pío no merece la calumniosa expresión de codicia con que vulnera los respetos que debía venerar. Los prelados nada atesoran, son tan pobres como los mismos religiosos; ellos sólo tratan de la conser-
1 40
104
La ley es tela de araña vación de su comunidad; lo que adquieren o lo invierten en ello o lo entregan en cuenta a sus sucesores, no tienen más que el manejo, la distribución y custodia pero nada en su provecho, sino lo que es común y su Iglesia".
La exploración de los juicios permite reconocer un juego de oposicio nes relativamente constante . Las dem an da s de los propietarios suelen enfa tizar la "ingratitud" de los arrendatarios y otras veces su "insolencia", "temeridad" y "petulancia". Así, el mismo procurador denuncia "esta manifiesta la temeridad con que litiga" uno de sus arrenda tarios o la "petu lancia en las expresiones de sus escritos". En boca de los arrendatarios su actitud se fund amenta en su resistencia a aceptar el yugo, la tiranía y el des potismo. En muchas ocasiones, la resistencia de los arrendatarios o de los pequeños productores en general se despliega buscando el "patrocinio" de un poder superior. Así, en su conflicto con un oficial de milicias, un arren datario denuncia que aquél actúa coaligado con el alcalde de la Santa Hermandad y, por lo tanto, se dirige al virrey para "buscar el Patrocinio y Amparo Superior de V. Exa. contra el poder del citado Albandea que en
fuerza, de ser hombre rico quiere avasallados" 141 . En otros casos, esa pro
tección se busca aprovechando el juego de conflictos entre poderes locales y se apela a la intervención del alcalde, del cura o del jefe de milicias. De este modo, la centralidad de los testigos en las probanzas judicia les se prestaba a la manipulación y a que los conflictos expresaran la exis tencia de facciones locales enfrentadas. La mayor parte de las veces, la convocatoria de pobladores y/o arrendatarios como testigos respondía a una estrategia de los propietarios destinada a afirmar el reconocimiento del derecho de propiedad, pagando así un tributo de lealtad 1 4 2 . Pero no siempre esta participación era tan "pasiva": su intervención podía res ponder a una estrategia por medio de la cual los pobladores ampliaban el reconocimiento de sus derechos. Por ejemplo, en un conflicto entablado hacia 1800 entre dos personas asociadas para explotar una estancia en el rincón de Escobar, la convocatoria de los arrendatarios como testigos lle vó a su alianza con una de las partes. Uno de ellos sostiene una aguda crí tica a la nueva administración, que permite observar cómo percibían los cambios hacia una mercantilización creciente de las relaciones sociales:
141 142
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Raúl Fradkin
frente a la nueva imposición que obligaba a los vecinos a comprar la paja dice "que nunca quise pagarle por ser una tiranía " de qu ien define co mo "esta terrible sabandija". La demanda se basa en estas pruebas y sostiene que "ha abusado de ella en tal extremo que ha talado los hermosos mon tes de leña que tenía, haciendo granjeria y negocio con ella y todos los fru tos naturales de paja,
totora y otros de que abundaba; oprimiendo al
mismo tiempo a muchos vecinos de aquel Pueblo de las Conchas traji nantes con carretas que de tiempos muy antiguos pagaban por tener sus Bueyes y demás animales de su tráfico en dicha Estancia, una corta mesa da 143 y él la hizo subir tan efectivamente que siéndoles insoportable la contribución que les exigía, le suscitaron pleito para sacudir el yugo de su tiranía"144 . La crítica apunta a destacar el carácter mercantil de su activi
dad y -conociendo la distinción existente entre aprovechamiento de los montes para uso doméstico y para uso mercantil- destacando que se tra ta de una "granjeria y negocio" que viola derechos previos acostumbrados de los pobladores: según este testimonio, los carreteros acostumbraban "de tiempos muy antiguos" aprovechar los mont es p aga ndo u na corta porción mensual y convirtiendo en mercancía los productos naturales. La denuncia asocia la acción del nuevo administrador con su afán de lucro que lleva a la destrucción de los montes y a la presión sobre los vecinos para ponerlos bajo "el yugo de su tiranía". La impugnación se basa en una percepción moral de las relaciones sociales y que la tiranía aparece como la contracara de su autonomía. Lo interesante del caso es que el deman dado insistirá constantemente en las promesas que la contraparte ha hecho a los campesinos para que atestigüen a su favor. Actitudes "insolentes" frente a la autoridad y los poderosos pueden registrase con anterioridad. Hacia 1788 se intentó retasar el pago del diezmo de los quinteros 1 4 5 . El conflicto se suscita cuando los remata dores pretenden cobrarlo sobre la alfalfa, en dinero y calculando su monto "con consideración a los costos de las ventas". Para ello se reali za una retasa y ajuste con los quinteros y ello provoca una resistencia generalizada abarcando al menos a 110 de los 171 quinteros listados que
143
La mes ad a es un a po rc ió n de din er o u otra cosa qu e se da o se pag a to do s los meses (Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, II, Madrid, 1992, Editorial Espasa Calpe, p. 1361). 144
A G N , TC , E - l ; 3 f . 4 . AGN, IX- 13-5-4, 14.
145
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La ley es tela de araña
se han negado a pagar. La resistencia al cobro pareciera ser no sólo exten dida sino articulada pues -según dice el diezmero- "algunos dueños de quintas para impedir o frustrar el cobro de la Alfalfa han esparcido voces de que cuando llegue el caso de mandarles pagar, verificasen la paga en el mismo fruto". De este modo, es posible ver una resistencia articulada
-boca a boca- en los espacios de sociabilidad del mundo de las quintas y diseñando una estrategia previsora que, en caso de perder el pleito ante las autoridades, frustre el cobro del diezmo incrementando los costos de su recolección. Nada mejor para acercarse a las expectativas y valores de los quinteros que ver el relato que nos han dejado los comisionados de la retasa de uno de ellos, don Juan Suárez, al parecer un hombre con no poca decisión pues "respondió altivamente que no quería hacer compo sición ni ajuste; mandando al diezmero que saliese cuanto antes de su patio y ultrajándolo con sus vejaciones". Lamentablemente los pruritos
del comisionado no nos permite saber todos sus dichos y sólo nos dice que "respondió con palabras altivas y desvergonzadas con tal deshones tidad que no puedo referirlas por indecentes". Sin embargo, el testimo ni o sí no s acerca a alg unos de sus valores, a su percepc ión de la situación, sus palabras y sus gestos: Suárez habría dicho "que no conocía a los jue ces hacedores para nada, que fuesen a robar a los infiernos que si que rían plata que fuesen a cavar con una azada y haciendo con insolencia cortes de manga [...] en tales términos y con tanto escándalo y desver güenza que después de algunas reconversiones tuve a bien retirarme".
Si las referencias de esta resistencia son escasas no por ello dejan de ser sugestivas, sobre todo si se considera que desde principios de siglo los con flictos por la propiedad de la tierra tenderán a incrementarse. El creciente interés por la propiedad de la tierra que acompañó a la expansión ganade ra provocó primero una oleada de denuncias de tierras públicas y, luego, su entrega en enfiteusis por parte del Estado que en su mayor parte significó el desalojo y el desplazamiento o conversión en arrendatarios de los pobla dores allí instalados. Voces muy distintas coincidieron en señalar que en la frontera sur bonaerense ello significaba el incumplimiento de promesas efectuadas a los pobladores de los fortines formados en los años 80 que, aunque incluyó su traslado forzado había sido acompañado por la prome sa de entregarles tierras y conforma r villas. La apropiación de tierras que en realidad estaban pobladas significó un proceso muy confiictivo que fue denunciado como la imposición de una tiranía. Así puede verse en los suce sivos informes que Pedro Andrés García eleva sobre la situación de la cam paña durante la década de 1810 y que, además, informan sobre el ejercicio
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Raúl Fradkin
de la justicia (Gelman, 1 9 9 7 b ) . En 1810, señala que en Morón -a unos 30 kilómetros de la ciudad- se hallaban más de 600 familias en tierras de unos 150 propietarios y que en los partidos inmediatos había unas 200 familias amenazadas de convertirse en "colonos" de los denunciantes (Gelman,1997b: 57). Al año siguiente, destaca la discordia imperante "ori ginada de los pleitos e interminables juicios a que se ven comprometidos todos los terrenos por el desorden de las mensuras y ubicaciones de los denunciantes y propietarios a que el anhelo de poseer ha llamado la codi cia de muchos y resistido la posesión sin títulos de otros" (Gelm an, 1997b:
65). En otro informe del mismo año indica que "un desorden general ha confundido
las propiedades y dado lugar a que el propietario esté siempre
amenazado de las agresiones de sus vecinos o destruido por pleitos inter minables" y denuncia
"que la mayor parte de esas familias que se dicen
labradoras viven en tierras realengas que ocupan a su arbitrio o bien en los que arriendan por un ínfimo precio", a los que califica como la "polilla" de
los labradores y hacendados (Gelman, 1997b: 79-80). En 1813, al informar acerca de la situación de una localidad de frontera con los indios -Chascomús, unos 180 kilómetros al sur de Buenos Aires- sostiene que más de 200 personas se hallaban frente a la "codicia de los monopolistas para emprender denuncias y compras [con] que arrojar con sus bienes y ganados (y de sus) hogares, a un número considerable de sencillas, inocen tes y beneméritas familias" y los que ambicionan gos,
forman sus denuncias con
terrenos libres de enemi
el objeto de despojar a aquellos o de
hacerlos sus feudatarios" (Gelman, 19 97b: 116-118). En 1816 reitera su crí tica a los comportamientos codiciosos y denuncia "que el comerciante no conoce más patria que aumentar sus caudales" y vuelve a denunciar que los antiguos pobladores "si no son feudatarios o reconocen pensión, son arro jados con sus familias y haciendas de los terrenos que han bañado con su sangre para defenderlos" aclarando que, por ello, ha suspendido la orden de desalojo de "más de cuatrocientos personas allí arraigadas" y denuncia que "la falta de propiedad, aunque una posesión inmemorial se la haya dado, hace que anden errantes, porque se apareció un propietario por una reciente denuncia que los desaloja o los hace feudales" (Gelma n, 1997b: 132, 145 y 150). Por último, en 1822, denuncia que "en todos los partidos de la campaña resonaban los clamores de los infelices labradores y ganade ros. Se había formado una liga de propietarios para arrojara aquellos de sus hogares, con varios pretextos que daban colorido a la injusticia y que eran el velo que la cubría. Estos hombres, ocupados en una descomunal ambi ción, procuraban eludirlas más activas medidas del gobierno y la ley, que
108
La ley es tela de araña prescribe la protección de las propiedades, la hacía servir a sus intereses, sobreponiendo éstos al celo de aquél, mientras que entregado a sus medi taciones benéficas, formaba los planes más útiles de conveniencia general para la provincia. Pero el interés particular los entorpece, alejando todo aquello que estaba en oposición, con perjuicio notable de la causa común [...] Cuando el gobierno hizo conocer al país sus verdaderos intereses, y las riquezas que en ella se encerraban, hemos visto desprenderse de la capital un enjambre de especuladores y de ganaderos, y abarcar con sus fondos considerable extensión
de terrenos; la
mayor parte de éstos, poblados
desde antiguo y aun defendidos de los indios por sus poseedores, sin ser propietarios.
Y he aquí que por la codicia de aquellos se han visto repenti-
namente hechos sus colonos; y por último arrojados de sus hogares con sus familias y haberes, atacados por combinaciones judiciales las más fuertes, para ejecutarlos al desalojo. "Qué injusticia y qué despotismo"
(Gelman,1997b: 185, destacados míos). Nuestros datos sugieren la veracidad de estos informes. Entre 1800 y 1830 hemos podido identificar 79 juicios con demandas de desalojo. De ellos, 16 se ini cia ron en la década de 1800, 17 en la de 1810 y 46 en la de 1820 pero todo indica que la situación más crítica se produjo entre 1821 y 1827, período en el cual se iniciaron 40 de las demandas. A su vez, estos pleitos incluyen todas las zonas de la campaña y abarcan a pobla dores arrendatarios de quintas, chacras o estancias. Lo interesante, a su vez, de la imagen que brindan los informes de García, es la dificultad en que se encuentra un miembro de la burocracia militar de carrera para afrontar su misión de ordenar la campaña y el entendimiento entre pobladores y algunos segmentos del Estado 1 4 6 . Además, podemos ver cómo la causa mayor de los problemas está puesta en la codicia que se percibe en los nuevos comportamientos eco nómicos, como ella aparece opuesta al bien común -que en la tradición cultural que García expresa es la tarea por excelencia del Estado-, cómo se ha puesto en tensión la relación entre propiedad y posesión y, funda mentalmente, cómo todo ello es percibido como una grave injusticia y por lo tanto como la manifestación de un despotismo. En los juicios pue de verse el imperio de concepciones semejantes en los reclamos de los
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No se trata del único caso comprobado en el cual los pobladores rurales bus can el patrocinio de las autoridades milicianas: Banzato (2000). 109
Raúl Fradkin
actores sociales subalternos: ellos expresan -reiteradamente- este recha zo a convertirse en "tributarios", "feudatarios" o "colonos" de los propie tarios. Si el discurso político expresa contundentemente el rechazo a la "tiranía", los juicios nos han mostrado sus valores y actitudes resistiendo los abusos y los intentos de convertirlos en "colonos" o "tributarios". Todas estas percepciones se basan en un valor que intenta ser preservado: la autonomía del hogar campesino 1 4 7 . La historiografía más reciente ha destacado los insuperables obstáculos estructurales para que esta preten sión pudiera plasmarse en situación permanente y generalizada: las posi bilidades de acceder a tierras fértiles para muchos hogares campesinos, la escasez -por momentos dramática- de mano de obra, la presencia de la frontera indígena y de circuitos clandestinos de comercialización o la movilidad de la población campesina. Su vigencia no puede ser soslaya da, tanto que perdurará en las décadas siguientes haciendo fracasar los diversos intentos de implantar sistemas coactivos de trabajo (Gelman, 1999b). A partir de ello conviene incluir en la explicación la incidencia que tuvieron las propias actitudes y acciones de la población rural y sus tradiciones culturales. Ello ya ha sido destacado para entender las resis tencias de los peones a los intentos de disciplinamiento de los estancieros y autoridades (Salvatore, 1991). Los juicios que estamos analizando ponen en evidencia que eran un fenómeno generalizado en otros grupos sociales y revela otros componentes de estas tradiciones. Es notable cómo muy rápidamente el vocabulario de los juicios deja sentir el nuevo clima político. Así, si hasta 1810 cada parte de un juicio se autoidentificaba ante todo por su nombre, vecindad y ocupación, hacia 1813 el término ciudadano se agrega a estas señas identificatorias pero no las desplaza: los "ciudadanos" reivindican esta condición sin renunciar a su condición de ve ci no s 1 4 8 . A su vez, el nuevo clima político empieza a modi ficar el tipo de argumentos que se emplean para invalidar al adversario: de este modo, ya en agosto de 1810 la acusación de "paisanaje" es una de las
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Es posi ble que este rec haz o persi stent e y pers eve rant e de la deferencia haya perdurado en el tiempo en la cultura popular rural. Al menos, en 1872, José Hernández le hace decir a Martín Fierro: "El que vive de ese modo/ de todos es tributario;/ falta el cabeza primario,/ y los hijos que él sustenta/ se dispersan como cuentas/ cuando se corta el rosario". 148 AGN, TC C-13; 3. Sobre la relac ión entre las categorías de vecin o y ciu dad a no véase Cansanel lo (199 8a) . 110
La ley es tela de araña
más fuertes en un conflicto entablado entre un arrendatario y el adminis trador de las tierras del Real Colegio de San Carlos 1 4 9 . El arrendatario denuncia que el presbítero Pedro Juan Fernández lo quiere despojar del uso de uno de sus terrenos arrendados para instalar otros arrendatarios y sus argumentos apuntan tanto a negarle autoridad para hacerlo ( "nadie lo ha tenido por dueño ni por Administrador,
sino tan solamente por un mero
mayordomo o encargado para recoger los Arriendos", dice) como a realizar
una denuncia cargada de significado en el contexto revolucionario: "ha entrado a trabajar en aquel terreno Felipe Gómez y un tal Francisco (alias) el Gallego, que según tengo noticia por título de paisanaje y defraudándo me en mis derechos, ha acomodado don Pedro Fernández". La respuesta
del administrador Fernández permite conocer la actitud del arrendatario: cuando lo reconvino a tratar del nuevo arrendamiento dice que "no recibí más que una contestación grosera y descomedida que me dio bastante a conocer su fondo y modo de pensar. Que si tenía yo algo que heredar de la testamentaría? que saliese del terreno por que no había mas dueño que él"
tras lo cual "lo amonesté para que no los incomodase; su respuesta no fue mas culta que la primera, y como en desafío me aseguró que el día siguien te daba principio a las aradas. Asilo verificó..".. Luego, con respecto a lo que
llama "el chisme del paisanaje" lo califica de "despreciable" y de "ridicula vulgaridad". El administrador pasa luego a exponer su defensa absoluta del derecho de propiedad: "Los principios de justicia natural y de derecho social, anteriora toda ley y a toda costumbre, y superior a una y otra, clama contra estas violaciones de la propiedad. Cualquiera partición concedida en ella a un extraño sub-arrendatario contra la voluntad del dueño, es una dis minución, es una verdadera ofensa de sus derechos y es ajena por lo mismo de la probidad y de la justicia". La argumentación apunta a invalidar el sus
tento jurídico básico de los reclamos del arrendatario y de su estrategia (el imperio de la costumbre) y a sostener el derecho de propiedad en base al derecho natural. Ello queda aún más claro si se consideran otros argumen tos que expone: "¿Qué se diría de la pretensión de un colono que quisiera prohibir al propietario cenar con llave las puertas de sus graneros? Aquí no
alcanza la caridad, ni los clamores de ser pobre y tener crecida familia. Trabajando se remedian estos males y no con perjuicios de otros. Solo una piedad mal entendida, y una especie de superstición, podría obligarme a
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? 11
Raúl Fradkin
dejar expuestos los restos de los montes del colegio a los daños que los han aniquilado, a la voracidad de los rebaños y al ansia de muchos rateros pere zosos que fundan en la facilidad de penetrarlos, una hipoteca de su ociosi dad". Luego de ello, Fernández pide que el arrendatario responda a una
serie de preguntas. En una de sus respuestas -dadas en agosto de 1810- se filtra en el pleito el clima político-social pues denuncia que la cuestión se reduce a que el presbítero prefiere "a otro en el arrendamiento" y "que no quiere que lo sea el declarante, sino dos Gallegos porque le ha dicho el don Pedro que ningún Criollo le ha de quedar en las tierras".
De igual modo, en los juicios repercuten inmediatamente las disposi ciones oficiales. Hacia 1823, cuando el gobierno dispuso frenar momen táneamente los desalojos de los pobladores de tierras públicas que iban a ser entregadas en enfiteusis, las mismas autoridades debieron aclarar que "para evitar algunas interpretaciones siniestras que han querido darse" es
preciso que la suspensión "se entienda precisamente con relación a los terrenos del Estado y de ningún modo a los de pertenencia particular"
(Bagú, 1966: 172). Esta "siniestra interpretación" no era una especula ción: había sido, al menos, la de algunos pobladores arrendatarios de Flores, en las afueras de la ciudad. Por ello, una propietaria denuncia que "los
ministros
de
hacienda por influjos
de algunos díscolos que había
entre mis arrendatarios" trababan las diligencias destinadas a realizar el deslinde de las tierras y el cobro de arrendamientos exigidos y que "varios inquilinos que se habían obstinado a no pagarme y los cuales fueron con denados hasta en las Costas" 150 , pese a lo cual la dueña no deja de que jarse de "la condescendencia con que se les tolera". Según la propietaria, uno de esos arrendatarios "díscolos" es García: "este individuo a más de haber burlado las repetidas Providencias. de Ejecución por los ofreci mientos que ha hecho de pagarme, no tan solo no lo ha verificado sino que está influyendo a los demás arrendatarios para que tampoco lo hagan" y cuya estrategia es así análoga a la de muchos otros en situacio
nes semejantes: apoyarse en la incertidumbre sobre los títulos de propie dad y buscar el patrocinio de alguna instancia del Estado 1 5 1 . Al parecer, en la década de 1820, estas actitudes se incrementan y los conflictos crecieron en intensidad. En 1825, uno de los peritos designa-
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AG N, TC, E-4; 14. AG N, IX- 4 2- 9- 1 ; 35 ; AG N, TC E-3; 12; TC E-4 ;14 .
La ley es tela de araña
dos en un juicio describe el comportamiento del arrendatario: "Molina con voces de poco respeto altercó con el Ejecutor hasta tener el atrevi miento de decir que aunque lo mandase el Juez de la. Insta. no lo per 152 mitiría pues ni él ni nadie en este mundo mandaba en sus intereses " .
El año anterior, un antiguo arrendatario del convento de la Merced en San Isidro que ha pasado a manos del Estado, se queja frente a las nue vas disposiciones del arrendatario general 1 5 3 de las tierras a las que con sidera que les causan "perjuicios" e "injusticias" pues "me ha despojado con la mayor crueldad de la mitad de los que yo poseía pero con la cir cunstancia más cruel todavía de imponer solo cuatro fanegas al que se lo ha dado aumentándome a mi hasta diez" y agrega: "¿Consentiría V.E. que un vecino honrado, poseedor de tantos años que no tiene más que esto para sustentarlas necesidades de su familia sea víctima infeliz de un acto tan caprichoso como injusto y violento?". El arrendatario general,
por su parte, denuncia que se trata de una maniobra que primero trató de impedir que los colonos lo reconocieran como arrendatario general y que constituye parte de un "plan de venganza " por lo cual indica que la reclamación está "marcada con el abominable sello de la ingratitud" 154 . Ese mismo año, un arrendatario de Navarro califica al propietario de tener un "carácter naturalmente caprichoso y dominante" y que "más resentido su carácter dominante por tal medida legal que en defensa de mis derechos había puesto en práctica y mucho más por considerarme un colono y que como tal debía humillarme a él como a mi señor pidió que inmediatamente y sin el más pequeño término me desalojaran de los terrenos". La respuesta del propietario apunta bien su concepción: según él, el arrendatario "labró su fortuna en mis tierras, y su prosperi dad lo hizo insolente y atrevido para responder con desvergüenza las atentas recomendaciones de mi hijo. El y yo hemos sido generosos con todos los infelices que han buscado nuestra protección" 155 .
152
AGN, TC P-14. Los arrenda tari os generales eran arrenda tario s que toma ba n a su cargo un establecimiento completo o parte importante de sus tierras y generalmente abo naban una suma anual en dinero; a cambio de ello, obtenían la facultad de pro ducir en esas tierras, aprovechar sus frutos y cobrar los arrendamientos a los colonos allí situados. 154 AGN, TC G-14; 1 8. 155 AGN,TCA-17;4. 153
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Raúl Fradkin
Los testimonios trazan un cuadro de valores y expectativas en conflicto cada vez más intenso dura nte estas tres décadas. Propietarios, a dministrado res y grandes arrendatarios afirman el derecho de propiedad e imponen nue vas y gravosas condiciones que cuestionan las prácticas previas y aceptadas; este ejercicio del derecho de propiedad espera una actitud deferente y agra decida de los colonos y juzgan la defensa que éstos hacen de sus derechos como prueba de ingratitud e insolencia y cuando llevan sus demandas a ins tancias judiciales o buscan el "patrocinio" de alguna a utoridad, sus actitudes son catalogadas de "altivas", "temerarias", "arrogantes"o "díscolas". Los arrendatarios, por su parte, resisten firmemente ser reducidos a la condición de "colonos", perseveran en la defensa de sus derechos invocando valores que la tradición colonial consagraba (honradez, familia, pobreza o necesi dad, por ejemplo), que la costumbre reconocía y que ha configurado su habitus (Bourdieu, 1991); buscan ampliar sus márgenes de autonomía y sus derechos de posesión y esperan otra actitud de aquéllos. Es como un pacto que se ha roto y que enfrenta al menos dos lógicas opuestas. Aparecen delimitadas dos concepciones muy distintas de la propiedad y la justicia: para los primeros, ella reside en el ejercicio irrestricto del derecho de propie dad ; pa ra los segundos, éste se encuentr a regulado y cir cunscripto por un marco normativo y una serie de valores sociales que hacen justo su ejercicio. Los alegatos traslucen los criterios consagrados consuetudinariamente y que sostienen la firme -y hasta "grosera y desco medida"- defensa de sus derechos de posesión por parte de los arrenda tarios. Si para unos se trata de una "especie de superstición "que deriva en una actitud "insolente", para los otros se trata de derechos que deben ser amparados por la justicia y su violación es percibida como un agravio esencialmente inmoral. En estas condiciones, la implementación de la circular de 1825 -a la que ya hemos hecho referencia- va a afrontar serias dificultades. Un expediente de 1825 lo pone de manifiesto 1 5 6 . Un pro pietario de Morón, Ramón Guerrero, exige el desalojo de un arrendatario que se encuentra poblado en las inmediaciones de sus tierras, un tal Cruz Romero. Aunque está pidiendo el desalojo de alguien poblado fuera de la propiedad, invoca la circular y la presenta como prueba para sostener su demanda. De acuerdo con las informaciones suministradas, Romero era un pequeño productor que antes de fijar su población en Morón ya ha
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AGN, TC G-14; 16 (los destacados son nuestros).
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La ley es tela de araña
sido desalojado de otras tierras en Lobos y posteriormente se ubicó en Arrecifes para luego recién llegar a Morón. Es decir, un caso típico de esos productores itinerantes -ora arrendatarios, ora ocupantes de hecho- que pueblan el mundo rural sin contratas escritas (Fradkin, 1995b). El infor me del juez de paz de Lobos indica cómo se tomaban algunas decisiones: "si lo hice salir de este Partido, y si fue por malos informes que tenía, ya que por la situación
del lugar que había escogido para poblar pues para
nada servía y también por las relaciones que aquí tiene, desagradables a todo hombre de bien. Mi medida fue aprobada por el Juez de
1a
Inst. y
me avergonzaría de quitar algo a hombres como Romero. El vive en ese destino y tiene sus baquitas e hijos por acá en
lo de su gran pariente
Negrete con que hombres de tantos negocios divididos como fresa
(y tan
cortos) estos no son buenos. Su aspecto y modo no indican nada favora ble a su persona ni menos sus relaciones. Creo pues Que es suficiente lo dicho,
V. me conoce, no soy injusto, y sí sufro es por mi educación y sano
corazón " . De este modo, Romero ha sido desalojado de Lobos más por
sus relaciones, aspecto e informes que por algún delito concreto acredita do: es la "opinión" la que lo condena. Esta condena social aparece más claramente en otro escrito de Guerrero: a propósito de los informes reco gidos en Lobos indica que "en aquel lugar es acusado por la opinión pública; cuan seguro es este indicio en la campaña bien ha conocido VS prácticamente como también
el valor que tienen
las relaciones que no
puede tener un hombre de bien". El desalojo se ha realizado de común
acuerdo entre el juez de paz y el juzgado de primera instancia sin mediar, por cierto, un verd ader o trám ite judicial. Y, sin em bar go, el pro pio juez se cuida de aparecer injusto y de avalar con sus informes otro desalojo en otro lugar; no puede dejar de tener en cuenta las relaciones que tiene en su pago este pobre labrador y de romper con ciertos códigos aceptados sin caer en la vergüenza aunque ello signifique alejarse de las orientaciones que emanan del gobierno al cual debe responder. Las quejas de Guerrero, en cambio, están más a tono con la circular ofi cial y confirma cómo las autoridades locales median en la aplicación de las disposiciones del Estado: "he visto con dolor y sacrificio de mis intereses la gran indiferencia con que ha mirado este Juez mi reclamo y también el pro pietario de las tierras donde poblándose está el expresado Romero ". Ello lo
lleva a criticar duramente al juez de paz, "porque guarda más consideración a esta clase de gentes, que a los honrados Ciudadanos [...] y que aún cuan do promete el desalojo de este no lo ha verificado hasta aquí, esto prueba
la protección como digo, o indiferencia, incapacidad y ineptitud para el
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Raúl Fradkin
desempeño de su empleo ". Como la circular, Guerrero se queja tanto de la
desaprensión de propietarios y funcionarios para aplicar las nuevas normas. En cuanto al propietario, porque "pagándole su arriendo no mira del modo que e s adquirido" y, por lo tanto, solicita que se le ordene al juez de paz que haga despoblar a Romero "previniendo al dueño de tierras que en lo suce sivo no arriende a ningún individuo que no puede ser considerado como Labrador,
que tenga fondos y con que hacerlo y haya justificado su con
ducta con el certificado del juez del Partido donde es separado". La res
puesta del juez de paz es furibunda sosteniendo que "no hallo mérito para proceder como aquel solicita" y agrega: "yo me contraería solo a decir que pruebe, si no juzgare oportuno instruir a V. S. para que se ponga en precau ción de las sorpresas con que no sólo quiere hacerse rico a toda costa, sino
también insultar a los jueces a su salvo". Su defensa, entonces, pone de
relieve cómo ciertas y arraigadas pautas culturales son compartidas por las mismas autoridades locales y cómo una cierta anomia recorre las estructu ras del incipiente estado provincial. Pero, además, su defensa vuelve a pre cisarnos las formas en que se desenvuelven las prácticas judiciales. Es este mismo juez el que indica que cuando se solicitó el desalojo se lo ordenó inmediatamente "porque aunque no se probaban las causales, se protesta ba con una ingenuidad que al parecer seducía que existían y se probarían en caso necesario". Es decir que para solicitar y obtener una orden de desalojo
del juzgado de paz no era necesario probar ningún delito. Sus argumentos permiten observar otras cuestiones subyacentes. En primer término, las implicancias sociales que la circular obvia considerar: "¿Acaso se ha imaginado este que por el robo que haya cometido Cruz Romero hace uno, dos o tres años podría el Juez de Morón lanzarlo de unos terrenos que tiene arrendados y quitarle el derecho de vivir donde todavía no se sabe si es vicioso? ¿ Y esto cuando parece hallarse autoriza do por la conducta del Juez que lo echó de Lobos con anuencia de V. S. ? ¿Acaso cuando fulminaron contra él esta especie de destierro de aquel partido, fue para que en ningún Partido viviere, ni hallare reposo?". En
segundo lugar, pone de manifiesto los intersticios que genera la superpo sición de competencias entre las incipientes estructuras del Estado en la campaña y las pujas que entre ellas se entablan así como la discrecionalidad de las decisiones en las instancias verbales que es donde parecen resolverse en su mayor parte: "El desalojo de Romero, no pertenece a los departamentos civiles de 1a Instancia sino al de Policía, cuando el se fun de de causas que tocan a la conducta moral de las personas y no a la pro piedad, posesión y derechos sobre las cosas". La intervención del juzgado
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de primera instancia obvia todas estas cuestiones y ordena que se averigüe si Romero vive separado de su familia, si es labrador o "qué ejercicio tie ne" y si arrienda con contrato escrito, atestiguando la combinación de antiguas y nuevas normas. Ante ello, el juez de paz cita a su teniente y a los "vecinos más fidedignos": es esta insta ncia de prueba la qu e resulta decisiva. Si bien el propio Cruz Romero no participa en ningún momen to de las instancias judiciales los vecinos parecen darle la protección nece saria: para ellos "es público y notorio " que ta nto su matr imo nio com o sus hijos son legítimos (y no se realiza ninguna presentación de probanza escrita al respecto) y que su actividad es la de labrador tanto que un testi go afirma que le consta su contracción al trabajo y se presenta la contrata de arrendamiento. La defensa es llamativa en su énfasis y se destaca por la confirmación de los valores aceptados. Según parece, la "opinión públi ca" que lo condenó en Lobos, lo ha protegido en Morón. El expediente permite observar las complejas tramas y los conflictos que se canalizan en la justicia y la distancia creciente entre la sociedad rural -y, con ella, parte importante de las mismas autoridades locales- y las concepciones y orientaciones del Estado y de algunos grupos de pro pietarios rurales. Al mismo tiempo, las pretensiones oficiales frente al mundo rural que la circular de 1825 expresa aparecen como ilusorias: reducir a toda la población rural a tres categorías básicas: propietarios (con títulos firmes e indiscutibles y mensuras "científicas" y definitivas de sus tierras), arrendatarios (con contrato escrito) y peones (también dota dos de la respectiva papeleta) es una ilusión frente a la complejidad del mundo rural. Significa un intento de formalizar las relaciones sociales agrarias por medio de un Estado muy poco preparado para hacerlo y que, además, tiene cada vez menos consenso social. A mediados de la década de 1820, en consecuencia, el despliegue del Estado afronta serios obstá culos para consolidarse. El gobierno todavía no ha logrado disciplinar siquiera a sus propios emisarios, quienes aparecen más inclinados a cum plir con las nor ma s aceptadas soc ialmen te q ue a aplicar las decisiones del poder urbano. Tampoco parece resuelta la colaboración efectiva de los propietarios rurales que siguen regulando sus comportamientos sobre la base de la experiencia anterior y no se adaptan al nuevo marco normati vo que se pretende imponer. A su vez, este objetivo disciplinador implica una simplificación extrema de la realidad social y una formalización de las relaciones sociales agrarias que aparecen muy lejanas de las prácticas vigentes y va en contra de las costumbres aceptadas y de la diversidad social que caracteriza al mundo rural bonaerense de entonces.
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Conclusión: las percepciones de la justicia El contexto político -y sus implicancias sociales- no puede ser menos adecuado aunque los dirigentes temporarios del Estado no parezcan adver tirlo. Este conjunto de circunstancias sugiere una pregunta acerca de los alcances mismos de esta conflictividad social rural. Si bien en la campaña bonaerense se estuvo lejos de vivir una insurrección campesina -o al menos una rebelión generalizada- no cabe duda que durante la década del 20 se asistió a una creciente inquietud rural 1 5 7 . Una de sus manifestaciones prin cipales fue esta persistente presencia de una conflictividad rural cotidiana y local, que muchas veces adopta forma de una resistencia individual des arrollada a través de los marcos y las instancias legales (Scott, 1997). Otra, que aún carece de un estudio cuidadoso, es la posibilidad de la extensión del bandoleris mo, que po dría estar sugerido por el conjunto de disposicio nes para la persecución de vagabundos y del cuatrerismo; también por varios informes oficiales (como los ya mencionados de Pedro Andrés García) que además lo atribuyen a los efectos de los malones indígenas y la presencia de "desertores" cuyo número quizá se haya incrementado por la reforma militar de los primeros años de la década, que redujo sustancialmente el número de efectivos y oficiales y por la resistencia aguda que pro vocó la leva masiva y forzada para la guerra con el Brasil. La presencia de bandas armadas es también denunciada por algunos sueltos en la prensa de la capital 1 5 8 y lo atestigua un romance anónimo escrito en Luján, que rela ta los acontecim ientos del 14 de diciembre de 1826: según esta versión, un a banda de salteadores asoló y saqueó el pueblo de Navarro; su jefe se habría proclamado coronel, depuesto a jueces y comisarios, implantado otros en su lugar e impuesto contribuciones al pueblo pero habría fracasado en el asalto a Luján, fenómeno que el autor atribuye a la intervención de la Virgen, patrona de la villa (Udaondo, 1939: 307-308). Lo que está fuera de duda es la creciente tensión que recorre la cam paña y el aumento de la conflictividad que testimonian los juicios. Ello se produce en un clima político enrarecido, que llega a su climax en la
157
Ella, por cierto, no adq ui ri ó ni las características ni los co nt en id os de la que vivió la Banda Oriental en la década anterior: cfr. Barran y Nahum (1989); Sala de Touron, de la Torre y Rodríguez (1978); Mayo (1997). 158 Por ejemplo en Lapido y Spota de Lapieza (recopila ción, tr aducc ión y nota s, 1976: 63, 64 y 369). 118
La ley es tela de araña
segunda parte de la década del 20 cuando se combinan la guerra con Brasil, los efectos devastadores de la inflación que desató, los ataques indígenas y los intentos frustrados del gobierno de Rivadavia (1826-27) de transformar a Buenos Aires en capital de la República, anexando a la ciudad parte de la campaña cercana y dividiendo la recién nacida pro vincia de Buenos Aires en dos más pequeñas y que terminará volcando a parte importante de los sectores altos porteños a las filas del federalismo (Barba, 1972). La disolución del fugaz poder central le permitirá a Buenos Aires recuperar su autonomía pero derivará en una guerra civil en territorio bonaerense, el asesinato del gobernador federal Manuel Dorrego y el estallido de un levantamiento general de la población rural, que le impide a los militares insurrectos cualquier posibilidad de con trolar la campaña (Halperín donghi, 1972: 262-262). Es este alzamien to, en el que intervienen un conjunto diverso de actores -entre los que parecen tener un lugar destacado los bandoleros-, el que terminará por dar el triunfo al bando federal y llevará a su nuevo líder, Juan Manuel de Rosas, al poder (González Bernaldo, 1987). Es éste el agitado y convulsionado contexto en que se deben situar nuestras fuentes. La exploración de esta conflictividad a través de los con flictos judiciales permitió observar que la experiencia realizada durante estas tres décadas se sustentó en una arraigada tradición cultural que orientó a la población rural en la defensa de derechos que sentía ame nazados. De todos ellos, las quejas más frecuentes se dirigen contra los embargos (especialmente de los enseres de labranza, que viola una de las prácticas acostumbradas más aceptadas) y contra la destrucción de los ranchos (una modalidad que busca arrasar con todo derecho de poses i ó n 1 5 9 ). Esta resistencia, que las más de las veces adoptó un carácter individual, no excluyó formas solidarias de acción colectiva en la que tuvieron activa participación algunos "díscolos". También derivó muchas veces en la búsqueda de alguna forma de "patrocinio" (de auto ridades locales o centrales, civiles, militares y eclesiásticas o de otros pro pietarios o arrendatarios más poderosos), una estrategia que pareciera haber sido bastante eficaz para enfrentar lo que consideraban los "abu sos" cometi dos no sólo por los propietarios sin o tamb ién por admin is tradores, grandes arrendatarios y los mismos agentes de la justicia. El
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AGN, TC 1-2; 2; TC C-19; 19; TC C-21; 2; TC C-25; 28; TC C-26; 7; TC C-28; 9; TC D-4 ; 1. 119