Nicolás Buenaventura jU
impmtMcU de(idlm mivuU o
LOS HILOS INVISIBLES DEL TEJIDO SOCIAL
cooperativo editorial
MAGISTERIO
Iliicnuvcnlurn, Nicolás. I i nnporlanciadc hablar mierda: los hilos invisibles del tejido • al / Nicolás Buenaventura. — led. — S an ta Fe de Bogotá : i i a i| m' i ni i va I ihtonal Magisterio, 1995. hV (< "lección Mesa Redonda;N° 2!8) ISIIN ‘>^K 20 0224-7 I l iliu .a ion y Democracia 2. Educacióm - Aspectos Sociales
I l li II Serle. l l i l i V/li lo | /|lH2iMFN: 0028
Colección Mrmi Utulnnda l A I M I I I I I I A N l I AI ' 1 HAIII M I M I I I I O A O lo* hi l o* Im ifalM na i h ' l l e/li lo *ot lili A utor «I N I C U l A s I IUENAYICNU'HA
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Las verdades y las mentiras de mi padre.......................
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La historia de los obeliscos................................................15 El tiempo total.................................................................. 26 El tiempo libre.................................................................. 32 La importancia de hablar m ierda....................................40 Los círculos de lectores.................................................... 47 El buen am or..................................................................... 53 Magia y ciencia................................................................6 2
¿Y de la convivencia qué? liste libro, en forma placentera, resalta la importancia de recuperar el habla narrativa, la conversa, el habla como goce, como juego, sólo com o comunicación sincera. Seni ¡llámente hablar por hablar para reconstruir el mundo. I /no de los propósitos de los PEI y de las reflexiones que lineen los maestros, con respecto a las relaciones que se establecen al interior del ambiente educativo, es la consi Micción de un manual de convivencia. ¿Quién lo debe elaborar? ,, Tómo establecer regulaciones en la vida escollar? .V partir de aquí se pueden formular ambientes que permifiiin restablecer significaciones de la vida cotidiana, perdi ólas en los afanes e imposiciones de la tecnología educati-
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va; y para prom over la construcción ilmexos a rm o n io s o s e invisibles de la estructura social El maestro N icolás Buenaventura i-nci u n a en la p a la b ra el verdadero sentido d< l.i convivencia,ocial. E s, a trave's de ella, cpie le n asumn las rclationcs h u m a n a s, el respeto |>oi I; \ nía poi l.i opinión ajen», el respeto p o r la dilcu n i i . i l u í i« e m neutro es posibley m u y p ro b a b le la construí c l o n d e u n a Etica del deber ydel derecho” fu n damento de lu d e r e i l íos humanos. a C ' o o p i i .1111 i I d i i o n . i l M agisterio dtsea poner en d iá logo el i» n .mu. un > .I. I ni.i< no Nicolás B uenaventura con los 111 Mcutí i o l o n i h i . i n o s v latinoamericanos. Con el ánimo de q i en e l e traduzcan, en m otivo de profunda', ic!Ic kmui . en tonto al discurrir cotidiano de la vida escolat y social. I
Los editores
o w i< C x c L e ¿ y
de mU fracOie UANDO YO ERA NIÑO, ÉRAMOS DIEZ hermanos, en Ja ampJia mesa deJ comedor en Ja casa, y teníamos siempre Jas verda des y Jas mentiras de mi padre. I a primera verdad era eJ pan. Nunca faltó eJ pan en la mesa, ni en Jos tiempos más duros. Otra verdad era Ja mesa misma, ancha, dura, que aguantaba todo, la comida, el juego, la remesa, Ja guachema. También la casa era algo cierto, era una verdad, nos mudábamos aquí y allá, mino pobres, pero siempre estuvo Ja casa. Mi padre trabajaba. Era comerciante. Vendía miel, a ve res toda Ja vivienda se llenaba de mieles. Era constructor, Inventaba urbanizaciones que la familia inauguraba en un peiegrinaje constante. iEra artesano, hacía banderas de
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papel para los días uiti ios con toda la tropa am iliar. Era cazador y ti menudo lleg ab a a tiempo con bunas p iezas. IVio además ese universo paterno de las vedades en el I i o | m i s e ensanchaba y se apuntalaba en cuaito la m adre también producía. E lla era costurera y horfclana. C o sía pac olilla a pedal en to d o s los resquicios o rabs que podía huí lacle a la dura jo rn a d a del oficio doméstic) y tenía eras .le hoilab/.is que cuidaba de las gallinas cubiiéndolas con alteii un >n/.idos tle cham izas resecas. IVio la m í
i la pat con todas estas ricas verdades, tuvim os mpic la ineiiliras de mi padre.
A la c alu c . i .i d r la i m
a o e n las visitas o tertulias, en la al vie|o no lo detenía nadie cuan do s e e mp e n a b a ( n i| ver a lomar el hilo de cualquiera de ais fantásticas historias que ya todos conocíamos bien, l ian meninas prodigiosas por una razón: porque siempre Inerón e icciendo sin límites, mucho más que crecía la progenie. Pero, además, eran mentiras argumentadas siem pre con un lujo de precisiones y certidumbres absolutas. a l a . <11 c ii. dcpiic i p a l l e
Quiero contar aquí cómo llegó a crecer la celebre historia de la tempestad en el mar Pacífico. Mi jpadre fue allí capitán de un barco pirata. Entonces le toccó afrontar una tormenta nocturna de tal magnitud, tan pavorosa, que se hizo completamente de día a la luz de los rellámpagos. Era tal la alborada que, en el puente del barco, la tripulación no salía del asombro de poder conversar miirándose todos las caras, durante horas, en plena media nocche. Sin embargo, en la última versión que alcamzamos a oírle, resultó tan desesperadamente larga esa alborada, que mi
|>adrc luvo que distraer del aburrimiento i la tripulación ley e n d o , a Ja luz de Jos elám pagos y con voz atronadora,
una novela entera de lobos de mar. ¡Qué raro ! — acotaba el viejo al termina;, con la mayor Seriedad— . ¡Qué extraño! Y la historia de las yucas, por ejemplo, ¡cómo llegó a c r e c e r este suceso! La primera vez que la contó, las cosas ocurrieron así: Mi padre fue a comprar cerdos a una isla del río Cauca y se enconlró, para gran asombro suyo y del dueño, con que se habían perdido los animales, con que toda la piara había desaparecido de la finca. Era muy raro, muy extraño, me explicaba mi padre, porque en ese tiem po no había robos ni nada semejante. No obstante, el
enigma se vendría a despejar pronto. Al recorrer el yucal, irsulta que los tubérculos de las raíces de esas plantas n a n tan grandes, tan descomunales, debido a la fertilidad ilcl suelo, que los cerdos cebados, comiendo yuca, habían hecho cuevas dentro de ellos y estaban allí allí metidos, i orno armadillos en sus casas. I n la última versión de la leyenda, los marranos se pier den definitivamente y ya no es posible hallarlos ese día. .Sólo semanas después, haciendo muchas indagaciones, se puede dar con el paradero de los animales. Y el caso fue i4 sie la tierra era tan fértil que las raíces del yucal habían i invado por debajo del cauce del río, desde la isla, hasta iillciiiizar la tierra fírme en la ribera. Entonces los cerdos, devorándolas, habían hecho túneles y se habían escapado di. la finca. — ¡Qué raro! — dijo él.
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lian corrido m uchos años desde tenido iluda ile que las mentiras l a n í o alim ento, tanta fortaleza y ■n i I Iioj-. i, com o lo fueran el verdades,
entoces y y o n u n c a he de ni padre h a y a n sido proveho p a ra n o so tro s pan / todas sus dem ás
I oda com unidad humana, y la prim en de todas, la fam i lia a está viva, se com porta así: I n m •l<. astenias de relaciones humaias, dos arm aduras ■lo n aln i . que la conforman. Una, U que hem os llam ailn ■•>n ■I nom ine de verdades». Es h tram a o tejid o de n ía . 111< ■ l e l ii i e n a las cosas, i los objetos. Otra, la 111 le i e | >1 e .en i amos a <1111 eomo «mentiras». Es ésta la n d di icla. non s humana referidas a los sím bolos u objetos «simbolados». I lita es la d. l ti ahajo, la del pan. Otra es la del juego, la de la fantasía. I as relai iones de «verdad» en mi familia, como en cuali|inei comunidad, nunca fueron más verdad que las otras, que las del juego o la fantasía, que las de «mentira». Pero queremos llamarlas «verdad» porque son trascendentes, o sea que están en función del futuro. Allí, en la mesa de mi casa, no se comía por comer simplemente, sino para luego, para algo que trasciende, para vivir y crecer. En esencia, como es evidente, son éstass las relaciones de producción, o mejor, de reproducción cconstante del gru po. Aquellas que tienen su centro en el /trabajo. Mientras las otras, las del juego, las ddel goce, están en
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(unción del presente y sólo se proyectan po tán d o se en sí mismas. Vamos a denom inar a las primeras relacioies sociales y a las segundas relaciones sociables. A sí q ie pensamos la comunidad, en nuestro caso, la familia, como algo com plejo, no simple o unívoco. Algo que es sociedad y sociabilidad, al m ism o tiempo. I a trama social o «sociedad» está hecha de las relaciones materiales o naturales, es decir, de esas relaciones que usted no escoge o decide sino que se constituyen a sus espaldas, o sea antes de que usted aparezca en escena. Por ejem plo, todos e'ramos allí hermanos en la casa, nadie escogió a su hermano, como uno no escoge a su vecino en el harrio o a su colega en el trabajo.
I .1 trama sociable, en cambio, Ja sociabilidad en el grupo, está hecha de relaciones de designio o que usted escoge, de relaciones afínes. Por ejemplo, en mi casa no todos los hermanos entendimos igual a mi padre con sus «mentii iis» maravillosas, aunque todos disfrutábamos por igual de sus verdades, por ejemplo, el pan. Pienso ahora en un hermano, que ha sido siempre el i milico de la familia y remedaba a la perfección al viejo. Ine él quien primero descubrió para todos nosotros la un rcíble riqueza de este juego, de este universo familiar, mganizando representaciones teatrales de las «mentiras» de mi padre. I »e esa manera se logró vivir, en nuestra familia, intensa mente, los dos sistemas de relaciones humanas, de forma •jiM- el trabajo de los padres y a menudo de los; hijos, que
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era centro de nuestra sociedad fam ilu, se v o lv ía a l a vez juego, es decir, sociabilidad. Recuerdo cuand< >mui m mi patín- I l-g/> al m ed io d í a a la casa, cargado dr fruía1, to m o sn-ingc y cay ó de b ru ces frente al com edí >i N•>ali an/ó a hallar una p a la b ra . Esa noche lo volam os ■"ii la madre, en a propia a lc o b a co mún y , y a pni la madrugada, cuandose fueron y e n d o los huespede \ tpn damtis s o l o s , ella, los hijos y algunos allegados de pionio. ni buscarlo, ;mpezó la conocida fiesta lamilíiii I a t|iie habíamos aprendido a hacer hacía tiempo. Empezó la rcpreiu n i de l as grandes m entiras a cargo del hermano icalieio \ todos llorábanos de la risa m ucho más de lo que habíamos podido llorar de la pena. Era nuestra cultura, la cultura propia, del grupo familiar. Llamamos cultura precisamente a la manera como se logran integrar en una comunidad los dos sistemas de relaciones que la conforman, es decir, la sociedad y la sociabilidad que hay en ella. Y hemos llegado así a la meta que m ás nos importa en el presente texto: el concepto de cultura. ¿Qué es cultura? I ,a cultura no está fuera de la comunidiad, de su malla o de su tejido interior. No está fuera de suj naturaleza. Es una idea ingenua aquella de que una comutnidad «tiene» cultui .i o - posee» cultura, como un haber co una propiedad. I .1 i umunidail es cultura. La cultura e;stá en el interior de ln comunidad.
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Si usted preguita a un campesino qué es el sol, es posible que le respondí identificando el mensaje c;ue él recibe con el emisor, con el sol mismo. Es posible que le responda: el sol es luz, es cjlor. Y sin duda es hermosa la respuesta. IVio es ingenua. ,.(>ié es cultura? lis usual confundir el mensaje cultural de una comunidad, de un pueblo, de una tribu o de una familia; es posible identificarlo con su cultura. I n toda comunidad existe un entramado complejo de relat iones humanas. Podríamos hablar figuradamente de unas ielaciones «duras» que hacen la «estructura», y de unas (elaciones que airean a las otras, que las hacen flexibles, que les abren espacio. I.o que no podemos pensar es que uno de esos sistemas sea necesario y otro adicional, que uno sea primario y otro derivado. l odo este texto, este estudio, tiene una pretensión: mosn ur que ambos sistemas de relaciones, la sociedad y la sociabilidad, son necesarios y primarios e igualmente determinantes. El grupo humano, Ja comunidad es real o esi¡i viva, cuando logra este equilibrio entre el universo del juego y el universo del trabajo, entre su mundo real y ■ai mundo simbolado. V llamamos cultura a la manera como se integran o se i ni/an esos dos mundos en una comunidad.
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Aa ¿cotonía cíe ¿te, oáe¿Uco4
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ARA EMPEZAR, QUEREMOS HACER UNA transcripción fidedigna de un texto del antropólogo Ralph Linton, que siem pre nos ha apasionado por cuanto trata de pintar la «cultura» del norteamericano me dio de hoy. Dice:
Nuestro hombre se despierta en un mueble que está hecho según un modelo originado en el Cercano Oriente. Se aligera pronto de su ropa de cama fabricada de algodón dom esti cado originalmente en la India, o bien de lino, o de lana de oveja, domesticados ambos en el ( 'ercano Orienite o, en el último caso, de seda, cuyo uso fu e descubierto en China. M ateriales
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todos estos que s e han transformada en tejido gracias a une té cn ica también ordinal del ( e n a n o Oriente. Al levantarse se despoja de su pijami, prenda que in v e n ta ro n lo s h in d ú e s, cilza su s mocasines creados p o r indios precdom binos y va al baño, donde se asea con jabói origina do en las Galias, para luego rastrarse siguiendo un ritual m asoquista que pirece ha b a tenido su origen bien en Sum era o en el antiguo Egipto, « Vuelve ,i lo oh obo para tomar su ropa, que está acomodada en una silla, mueble procedente del sin de Europa, v viste saco y panta lones, prendas cava Jornia se deriva original mente de los vestidos de pieles que se hacían los nómadas de las estepas asiáticas. Luego caira zapatos diseñados según un modelo de rivado de civilizaciones mediterráneas y he chos de cuero curtido según un proceso inven tado en Egipto. Finalmente cubre su cabeza con un sombrero de fieltro, material inventa do en las estepas del Asia. Ya en la calle, el sujeto paga su perióídico con un invento de la antigua Lidia, las monedas, y se apresta a desayunar en el restauramte, donde lo esperan otra serie de elementors prove niente', de muchas culturas lejanas. ,Su plato tle cerámica inventada en China; su cuchillo d, una aleación hecha por primera xvez en el sur d< la India, el acero; su tenedorr, instru-
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mentó de la Italia medieval; y su cuchara, romana de o/igen. Además, el café, planta de Ahisinia, con leche ordeñada siguiendo una arcaica tradición del Cercano Oriente y con azúcar que sí refino p o r prim era vez en la India. También pueae servirse huevos de una espe cie de pájaro dom esticado en Indochina, o bien un file te de carne de algún animal do mesticado en Asia oriental. Luego de comer, quizás fum ará a su gusto siguiendo la moda de indios americanos, con hojas de una planta que fu e ra domesticada en Brasil, y mientras fuma, quizás lea noticias impresas con carac teres inventados p o r los antiguos semitas so bre un material de origen chino. Entonces, a medida que se va enterando de las dificulta des que hay en el extranjero, probablemente dará gracias a un dios hebreo en un lenguaje indoeuropeo p o r haber nacido en los Estados Unidos de América.
I I concepto de cultura, como inventario de conquistas, tomo múltiple apropiación, está profundamente influido poi la historia moderna, de la cual Estados Unidos, con su »mi inordinada civilización del migrante, es, sin duda, la i \|>icsión más avanzada. ¿Qué ha sido la cultura para i ti i'idente?, para este gran beneficiario de los inventos, de 11)8 tesoros, de los logros de todos los pueblos del mundo •*11 la llamada «edad moderna»
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El símbolo por ex ce le n cia de esta histoiu que d a lu g a r a la formación del c o n c e p to de cultura seá el tra sp lan te d e los obeliscos cgipi ios a las plazas princpales de la s c a p i tales europeas y norteam ericanas. Romi, París, L o n d res, Nueva York serán ciudades «cultas» ei cuanto e x h ib en cada una su «propio» obelisco egipcio. Pero sigamos en d etalle la historia de esta em p resa, ya que ella nos enseña su propia lógica, esdecir, el d e sa rro llo abrumador de la técnica de occidente En I y bajo la dirección del maestro trquitecto F ed eri co fontana, 'too obreros y 75 bestias de carga, accionando 40 cabrestantes, c o n s i g u e n levantar del suelo en una jo r nada continua do 1 J horas y erigir en la plaza de San Pedro en Roma el obelisco de 2fi metros de altura cons truido en el siglo XIII antes de Jesucristo en suelo egip cio. Un siglo después, el obelisco de París, arrancado del templo de Amón bajo Ramsés II, para venir a decorar la plaza de la Concordia, necesita para su erección sólo 480 operarios. Y otro siglo más tarde, el de Londres, la llamada «aguja de Cleopatra», en el Támesis, y el de Níueva York, en el Parque C entral, arrancados am bos del Tem plo de I Icliopeles en los tiempos del faraón Tuitmes III, casi con el mismo peso y altura, sólo necesitarán una decena de hombres para ser alzados del suelo y erijgidos. I I concepto europeo de cultura, definiedo originalmente I»>i el antropólogo inglés Edward B. Tyllor, al finalizar el a g i o XIX. como aquel «todo complejo)» que el hombre
•iprrnde, a diferencia de lo que hereda gené icamente, está |U(iíiindaniente infljido de esta historia internacionaJ. I s la historia del famoso «escriba sentado» o de los «bue yes Apis» que dejan su puesto en la antigua Menfis para imsladarse a París. i iiltura es el inventario, es la recolección d é la flor, corta' l,i de su tallo y su raíz, Ja flor o el fruto de todas las i'i .mdes civilizaciones del mundo. I s la estatua de la reina egipcia Nefertiti cuando se entro niza en Berlín o de la reina Yatsepsut ubicada en Nueva Vtirk. Es el código babilónico de Hammurabi o bien la .liosa Astarte o los Toros alados cuando abandonaron su I',liria original, en el Cercano Oriente, y se establecieron .11 el Louvre. i iiliura es eso entonces: el gran despojo y el gran acopio universal. Son nuestros dioses de San Agustín, en el alto Magdalena, trasladados a Berlín o la «Quimera en Piedi u- china o los «vasos funerarios» de la época Song ubicados en Nueva York. I s la «cultura» en la formación de los grandes imperios de la «Edad Moderna». Cualquiera puede consultar el mapamundi de los inicios de este siglo. Entonces verá cómo allí predominan dos . "I. nos: 1) El rosado del imperio inglés, que incluye una iniirnl de África, una mitad de América del Norte, la India, ■n Asia, y Australia, en Oceanía. 2) EJ amarillo del im pe lí.. miso, casi media Asia y buena parte de Europa Orieni.il I liego siguen, en su orden, el azul del imperio francés,
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el verde de H olanda y poco más. Es um c a r ta c a s i monocroma, el planeta de los imperios. En catibio hoy, a l finalizar el siglo, solam ente en África habríaque u tiliz a r más de 50 colores diferen tes si se quisiera diferenciar lo s estados y las «culturas» nacionales en fornación, q u e tienen su asiento en la ONU. Sin embargo, la historia va a hacer, en la segjnda m itad de este siglo, tras el trágico balance de las los g u erras mundiales, un ajuste de cuentas con el modernismo, el cual s e inicia con la desm em bración de los imperios y el surgimiento de más de un centenar de naciones indepen dientes en l us continentes periféricos de Asia, Á frica y Latinoamérica. Y un suceso reciente, el derrumbe de la URSS, com pleta el cuadro. Porque en realidad lo que ha tenido lugar en este caso es la disolución del último de los grandes im pe rios modernos, el imperio de Pedro el Grande, que dura tanto tiem po porque logra expropiar la «revolución bolchevique» de 1917 y reinstalarse con el ropaje de «socialismo real». Entonces el concepto de cultura, educado por la historia, ya no aparecerá más como acopio o pertenencia sino que tendrá el significado de identidad. Y a propósito de este cambio histórico, pienso ique hay un momento revelador. Es la publicación de un (estudio del antropólogo Norman Cousins, titulado Confrontación y ap.m-eido en Saturday Review, en el cual se: habla del di am aino descubrimiento de las culturas difeirentes». La i . . lia de esu* texto es 1951, o sea precisamemte cuando ai aba de cumplirse el año mundial de África.
< oh rasdn, CJyde K luckhoin define hoy Ja cultun como • I - mapa de un pueblo». IVm léanos su alegato: «Si un mapa es preciso y se puede leer, scri imposible perderse. Si se conoce una cultura, se •iibrá c ó n o desempeñarse en la vida de una sociedtd». I \ entonces cuando Carlos Fuentes descubre que nc exis ten pueblos ágrafos, como se creía antes, sino pueblos inéditos. Y es cuando Jorge Zalamea encuentra que en el mundo de la poesía no existe el «subdesarrollo». Me allí la historia «occidental» del concepto de cultura. I'cio queremos invitar al lector a recapitular esta historia desde otro ángulo, más inmediato o más a la mano. Para • mpozar, insistimos en esto: hasta hace apenas un siglo la palabra «cultura» era demasiado grande en este mundo, abaleaba prácticamente todo lo que «el hombre añade a la naturaleza».
•Jni/as por esta razón el antropólogo inglés Edward Burnett I y lia utilizó esa palabra, en 1871, para expresar con ella la unidad orgánica que él consideraba inevitable en cada pueblo, entre su tecnología productiva y los sistemas de pnieiuesco, y, en general, la organización social. ^ 1 que para Tylor, considerado por algunos como fundadin «le la moderna antropología, hablar de «cultura» en iiun ileiermimada comunidad era simplemente una manera •le decir que allí la «sociedad» funcionaba como un siste ma ingánico., tal como funciona el cuerpo humano, por • b tupio.
I »• modo que «cultura» y «sociedad» eran dos conceptos
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muy semejanies, que se em parejaban y se o m p le m e n ta ban mutuamente. Sin embargo, la «cultura», com o tal, con to
ach, p ro p u so (1961) esta prudente definición de «cultua». D ice a sí Leach: El término tu l turo, tal como yo lo utilizo, no es esa t alegoría que todo lo abarca y consti tuye el objeto de estudio de la antropología cultural americana Soy antropólogo social y me ocupo de la estructura social de Iq socie dad Kacliin. Para m í los conceptos de socie dad y cultura son abundantemente distintos. Si se acepta la sociedad como un agregado de relaciones, entonces la cultura es el contenido de dichas relaciones. El término sociedad hace hincapié en e l fa cto r humano, en el agregado de individuas y las relaciones entre ellos. El término cultuira hace hincapié en el componente de los rtecursos acum ulados, tanto m a te ria les com o inmateriales, que las personas heredam, utili zan, transforman, aumentan y transmiten. Como es claro aquí, «cultura» ya no es socieddad; es saber, es rito, es herencia codificada, es algo así conno el vehícu-
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In ilc n producción de un sisterru social. Pero es la vida misma ;i que, en definitiva, decide la suerte de toda teo ría. Memos íecho alusión al cambio significativo del mapa del mundo con la disolución de los «imperios» en este siglo.
I'ucs bien, este acontecimiento va a conducir a algo que podríamos considerar Ja reconquista «civilizada» de los países o naciones emergentes. Nos referíamos a la intro ducción en esas comunidades de tecnologías modernas . 011 programas de saneamiento ambiental o salud, de in dustria o agricultura, de vías, de escuelas, de vivienda. Es entonces cuando aparecen, abrumadoramente, los llama dos «obstáculos culturales». La cultura resiste en cada país, en cada pueblo. A llí concita todos sus espíritus, sus demonios. No quiere dejarse meter en el torbellino. Dejar se arrastrar tras los cambios que se imponen en la socie dad.
Así que, para los antropólogos, cada vez es más claro que una máquina nueva, que un paquete tecnológico, recién introducido en una comunidad, es como la piedra que se echa en el centro de una laguna. A partir de allí, desde ese punto se expande la onda y no descansa, en círculos concéntricos, cada vez más amplios, hasta llegar a las orillas. Todo esto hay que preverlo, hay que calcularlo. La tecno logía es el lugar más dinámico del grupo; sus cambios generan o imponen cambios en la organización del trabajo y desde alia, naturalmente, en toda la organización social y política. Cambia la sociedad, digamos, la estructura so cial. Pero..., ¿y la cultura? Preguntamos: ¿también la cultu-
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ra se irá dejando lle v a r así, m ansam ete, com o l a re o rg a nización del trabajo, por el vaivén d eas ondas d e l ag u a? Ciertamente la c o m u n id ad debe cam iar, debe s e r otra, debe renovarse. S in duda unas maquilas que se c o n tro la n ellas mismas exigen un nuevo tipo efe obreros, im p o n e n un mercado del tra b a jo abierto y por álí mismo re q u ie re n pautas nuevas de dem ocracia. Pero entonces interviene la cultura y lice: «¡Sí, a c e p to el reto!, la com unidad debe cambiar. Piro con u n a co n d i ción: debe ser la m ism a a la vez, debt seguir siendo ella, debe muntcnci su identidad». El caso más reciente y abrumador de cambios tecn o ló g i cos planeados en la historia contemporánea, que creyeron arrastraren las ondas del agua, mansamente, a las culturas locales o nacionales, es el derrumbe del llamado «socia lismo real». Parecía como si las comunidades fueran unívocas, es decir, con un sistema cerrado y único de relaciones humanas, y que sus culturas seguirían el vaivén de las olas del cambio social. Entonces, en lugar de las culturas de los diferentes pue blos o naciones, se inventó el mito de una cultura univer sal «proletaria»; es decir, se imaginó lia cultura como otra variable del cambio tecnológico. ¡Pero qué rebelión de los ancestros, de: los dioses lares, de las culturas nacionales, estamos presernciando allí! Y es obvio que nosotros no hemos añaidido nada. Simple mente nos venimos orillando con mucfho cuidado y respe to a las investigaciones que sobre la materia se vienen haciendo, aquí y allá, en muchas partees del mundo. 26
I'ijl ejemplo, pensanos que el antropólogo je o rg e M. I ósler. en su texto C ilturas tradicionales y ccmbios tec nológicos, publicado en 1962, es uno de lo; primeros rtltludiosos que coloca en un sitio «la cultura», >a no como el discurso macro del modernismo, sino como algo pe queño y sobre todo algo interno de cada comunidad, a i nda grupo, a cada pueblo. Foster establece así a relación entre «cultura» y «sociedad» en una comunidad determ i nada;
Una sociedad concreta es una cosa en m ar cha. Funciona y se perpetúa a s í misma, p o r que sus miembros, aunque no se lo propon gan, están de acuerdo en cuanto a tas normas básicas para vivir juntos. La palabra cultura es el resumen o síntesis de estas reglas que orientan la form a de vida de los miembros de un grupo social. M ás específicamente la cul tura pudiera describirse como la form a co mún y aprendida de la vida que comparten los miembros de una sociedad, y que consta de la totalidad de los instrumentos, técnicas, insti tuciones sociales, actitudes, creencias, m oti vaciones y sistemas de valores que conoce el grupo o, expresándolo de otra manera, socie dad quiere decir pueblo, y cultura significa el comportamiento de dicho pueblo. Los térm i nos son interdependientes, y resulta difícil h a blar de una sin hacer referencia a la otra. El lector puede observar que todavía Foster noi puede desprenderse de la carga antigua de la «cultura», pensada
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como inventario o acumulad< de «instrumentos, te c u c a s , valores» etc., es d e c ir, de la cultura-mensaje. Se ha requerido m á s tiemp* en la indagación y sn la experiencia contem poránea {ara despejar el c o n c e p o d e cu ltu ra , lib rá n d o lo de toca la carg a h is to rie * d e l modernismo eurocentrista y nconociéndolo en el inferior, en la vida misma de cada pueblo, de cada co m u n id íd , d e cada grupo micro. Pero sobie todo se ha requerido q u e haga crisis definitivam ente tedo el imperio de la «rczón» y del «desarrollo» y de lo <útil» como esencia de las comunidades hum anas. ¿Qué es cultura? Solamente cuando centenares de pueblos del mundo, de nuevas naciones y estados, entraron al debate y al escena rio político pudo aparecer todo lo complejo de las com u nidades humanas, pudo hacerse claro que los demonios que hay en el interior de toda comunidad son tan determ i nantes como sus herramientas o sus brújulas o sus medi das. Por ejemplo, la concepción del doble sistema de relacio nes humanas que se entrecruzan en la vida de una comuni dad es algo relativamente reciente. Veamos cómo lo asu me el debate actual del postm odernism o. Dice Michel Maffesoli: La solidaridad mecánica, el instrumentalismo, el proyecto, la racionalidad y la finalidad per tenecen al campo de lo social. En cambio, la socialidad completa el idesarrollo de la soli daridad orgánica de la dimensión simbólica (comunicación), de la m ológica (V. Pareto), 28
/reocupación del presente. A l drama, es dec r , lo que evoluciona, lo que se construye, se opone lo trágico, lo que se vive como tal, sin ten er en cuenta las co n tra d iccio n es. A l futurism o le sucede el presenteísm o. Esta socialidad, al designar de alguna manera el fundam ento mismo del estar juntos, es la que obliga a tomar en cuenta fodo lo que era de rigor considerar como esencialmente frívolo, anecdótico o sin sentido. Asi, al contrario de los que siguen viendo lo social como fru to de una determinación eco nómico-política, o de acuerdo con los que lo ven como el resultado racional, funcional o contractual de la asociación de individuos au tónomos, la temática de la socialidad recuer da que el mundo social, «taken fo r franted» (A. Schutz), puede entenderse como el resulta do de una interacción permanente, de una constante reversibilidad entre los distintos ele mentos del entorno social, en el interior de esta matriz que es el entorno natural. Y pienso que en alguna parte he leído o he oído o acaso me falta por oír esto que vengo dilucidando y que para mí es el concepto de cultura más verdad, o sea el más dinám i co o más funcional, el más atenido a la vida y a la realidad contemporánea. Llamamos cultura a la forma como, en una comunidad, se casan y se influyen mutuamente el mundo del trabajo y el del juego, el sistema de las relaciones sociales y el de las relaciones siociables. 29
A esto denom inam os aquí cultura. A lam an era c o m o se conjuga en toda com unidad humana el nundo de l a pro ducción y el m undo de la recreación. Aqiel q u e se rem ite a los objetos y el que se mueve entre lossím bolos.
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S í Uetufio to ta l N LAS VAQUERÍAS DE LOS LLANOS Orientales colombianos ocurre a menudo que, por causa de un trueno intempestivo o un disparo a destiempo o a veces sólo por un mal grito, la tropa de ganado se iisiisla y se alebresta y echa a correr en desbandada. En tonces allí no hay nada que hacer. La cuadrilla de vaquetos a caballo sabe que debe esperar, que no puede tratar de iiii.iivesárseles a Jas bestias desbocadas en la huida, que llene que abrirse y dejarlas que huyan.
E l
I'pnu, ¿cómo rescatar el hato?, ¿cómo recuperarlo? Es en e '
allí en adelante to d o consiste en ir acorltndo el p a s o para que los anim ales que van en la punta > la d e la n te ra no alcancen a oír b ie n y em piecen a perderla tonada. Aquí el trabajo se convierte en ju eg o , el lombre j u e g a con el toro, como el q u e danza con una parej;. El h o m b re sabe que no hay lazo q u e ataje a la tropa deslocada m e jo r que un joropo bien cantado. Porque 108 animales se azaran al perder la tonada y em piezan a torcer el ciello y a p arar las orejas, con lo cual van frenando y enredindo la escapada hasta que se aquietan y se arremolinan. En ese m om ento se reinicia la faena, o sea el trabajo rutinario de la vaque ría. Pero, por favor, no hubiéramos necesitado ir tan lejos para vivir con el lector una experiencia donde el trabajo y el juego pierden su lindero natural confundiéndose. Sólo que lo hacemos por gusto, porque es hermoso el suceso. Acá, en la vida cotidiana y doméstica, ocurre lo mismo, sin mayor alarde y constantemente. Quizás usted no ha observado a una ama de casa, por ejemplo, cuando está haciendo el saco de su nieto en tejido de punto. La mujer teje y conversa. ¡Por una parte va el hilo de la lana haciendo la trama, y p or otra parte va el hilo de la charla. Son dos tejidos paralelos. Como en todo trabajo manual, aquí el aprendizaje consis te en ir interiorizando o convirtiendo en reflejo la cadena de operaciones conscientes. Así la tejedora, trabajando bien, sin erro»r puede liberar toda su inventiva, toda su intriga y su deleiite en la tertulia o, más claramente, en la chismografía que está urdiendo. 32
I-imiso ahora que quizás eutre ios juegos que el hombie ya no puede compartir con los animales, entre los ju tg o s pin uniente humanos, esto ce hablar por hablar, del palique, m »i labilidad», o sea, el mundo del juego y el del trabajo, poseen sólo un tiempo. O m /ás el ritual más representativo de nuestro país, ritual cu cuanto es poesía y música y danza a la vez, es el paseo \iillenato. Pues bien, este rito está hecho del trajín del inricado aldeano, de la sustancia del mercado, lo mismo que una olla está hecha de barro. El vallenato es pregón y periódico y plática de mercado. Y ahora corresponde volver a precisar nuestro concepto. I lamamos cultura aquí a algo que pertenece a la naturale za o al ser mismo de la comunidad humana: cultura es el acople o el enlace entre las relaciones sociales, aquellas que remiten al trabajo y las relaciones sociales, que rem i ten al juego. Y decimos que en las comunidades tradicionales, en las m ales el trabajo es manual, en las cuales la herramienta no se ha alcanzado a desprender todavía de la mano del hombre, la relación entre lo lúdico y lo laboral no es visible, porque parece como si trataran de confundirse los dos mundos. ¿Dónde está la ma Teodora? Rajando la leña está con su palo y su bandola„ rajando la leña está. 33
Usted puede ver, le c to r, cómo e st cantar p o p u la r recove de un golpe todo n u e stro discursi sobre ese ser in g e n io de las culturas tem p ran as y popuhres que in te g ra n ju e ¡ o y trabajo. Ma Teodora ciertam ente trabaja, íace la leña p a ra el h»gar; pero no, lo que ocurre es quema Teodora e s tá to c a ido y cantando un «rajaleña», esc aire andino típ ic o d;l alto Magdalena. De pronto la sem ántica nos puede enseñar esta m im esis, esta superposición juego-trabajo, mejor que cu alq u ier disquisición Por ejem plo, en algunas lenguas aborígenes danzar y sembrar no requieren sino un solo verbo, una misma palabra Porque es seguro c¡ue la germ inación es el resultado de un ritual, una danza de fecundación de la tierra. Y el hecho de que esa danza primitiva se haya «secado» en los tiempos modernos, separándose del ritmo y del tambor hasta convertirse en trabajo puro, en simple des pliegue de fuerza de trabajo, es una historia diferente, muy compleja y muy ligada a la tecnología. Sin embargo, sólo hay que remontarse, hasta los rituales indígenas de caza o cosecha o pesca, para encontrar cómo las palabras mismas hacen el enl ace juego-trabajo. Por ejemplo, el beneficio el procesam iento de grandes cose chas del pescado llamado «mapadé», en nuestro litorall Atlántico se realiza con un baile, c;on el acompañamiento! de un «mapaié», que es también ntombre de la danza y la tonada. Y el ritmo se da con un tamibor que se llama igual, «mapalé».
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V
I ii iiiih o que allí no tiene nombre propio es el «trabajo» minino. decirse que fusta el siglo XVIII de esti era cristiana Indo era así en este nundo. El arte no se diferenciaba de la Industria humana en ninguna parte del planeta. Hacer un /upato o hacer una o la era hacer una obra de arte, igual en « luna o en Francia. Lo mismo que hacer un sainete o un entremés era tejer una manta o componer o construir un oli.u de Corpus. Los gremios de artesanos que hacían . omedias o música o edificaciones, teatreros, compositoies o arquitectos, eran tan respetables y respetados como los que hacían relojes o joyas, o bien como los herreros o los sastres. hii'ilc
I >na herradura o una reja de ventana era tan obra de arte II uno un buen soneto o un retablo o el icono de madera de un santero. Digo que así eran las cosas en el mundo y, por supuesto, también en el corazón del mundo, entonces, la I uropa. IVro, ¿por qué extrañarse? A sí siguen siendo aquí, aún, en nuestro país, si nos corremos un poco de los aleros de la gran ciudad y nos vamos a la aldea. Un alfarero de Boyacá, que cocina su pesebre o su caballito de barro en Ráquira, es tan artista como el santero que talla imágenes milagro sas en Pasto, y lo mismo es la cigarrera de Girón, en Santander. Su tabaco negro es una obra de arte igual que lo es la música que componen los guabineros de Aguada o los candongueros de Santa Fe de Antioquia. Fue precisamente en Europa, a partir del siglo XVIII, cuando se separaron en la historia humana las artes y las industrias.
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Entcnces, gracias al desabrim iento d e la s m áq jin as, a Ja llamada «revolución indutrial», a p a re c ie ro n les «valores de uso», es decir, ese anacen in a g o ta b le de objetos y artefactos puram ente útils. Los g én ero s b arato ;, lap aco tilla, las baratijas. En unrpalabra, a p a re c ió lo L o en este mundo. I Insta entonces, entre los tombres lo feo s ó lo h a n a existi do como una idea odios*, como la id e a horripilante del vacío. Porque en la natualeza no hay n a d a feo. Nunca pudo sci leu para el honbre una p ied ra o unt estrella. Precisamente la idea de lobello entre los antiguos tenía su paradigma en la «nnnonfc de las esferas». Y como el mundo del hombre, la casa, la calle, el templo, empezara a llenarse de o feo, o sea, de aquel objeto simplemente útil, que usted no puede a la vez usarlo y gozarlo, que es útil a medias, como lo feo se entronizó en la tierra amenazante, entonces tuvo lugar el descubri miento de la estética: los hombres sintieron la necesidad de justificar lo bello, de hacer el gran alegato de la belle za. Por eso usted se va a encontrar, a la vez, en el siglo XVIII, con los inventores de la máquina de vapor y el telar mecánico, los señores Jam es W att y Edmund Cartwright, y con los inventores de la filosofía de lo bello o estético, los señores Alexander Bammgarten y Emmanuel Kant. Y de la misma manera q u e : el arte se separa de la industria, ocurre necesariamente que; el trabajo se separa dell juego. Aparece en la sociedad hiiumana el trabajo abstracto, es decir, como generalizaciónn. Aparece en la Edad Mioderna,
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mu
1 1 carácter de trabajo asalariado, en una forma decan
tada i »elaborada, como «trabijo libre» ese mismo tipo de ti abajo que en la antigüedad ya se presenta en bruto con < I e sc la v o de minas o de galeras, con el hombre-instru
mento. tenemos las culturas modernas, en las cuales el tm baj; ) tiene su propio tiempo, su propia medida del tiem po, a diferencia de las culturas tradicionales, donde esa ruptura no era posible. \
n sl
I monees, nosotros proponemos designar a las culturas ti adicionales con el nombre genérico de «culturas del tiempo total», y a las culturas modernas proponemos de nominarlas «culturas del tiempo libre». I'cro ese tema ya es objeto de nuestro próximo capítulo.
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S
í
U e m fia
U fa te
D
OS OBREROS SE HAN TOMADO LA VÍA frente al edificio que ellos están construyendo. Han invadido la calle a sol mediodía ni más ni menos que con un partido de fútbol.
V mi compañero de ruta que va al timón y ha tenido que
•Impender la marcha de su vehículo, me comenta alarma| ii
I iplíquem e, maestro, ¿qué sentido tiene esto?— y aña dí», 11 infestándose él mismo: I sim jíonte, en lugar de reposar, de echarse su siestta, <*lli mi el prado, después del almuerzo, se empeña en 4 |fiii
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Y el hombre sigue po ahí, con su rethíla, d e sp o tric a n d o un buen rato a favor de la civilizaron, d e l re sp e to al derecho ajeno y la pa; social. Un bue ra to , a u n q u e ya le han dado paso. Y yo lo escucho y pierso. Seguram ent él n o se h a deteni do nunca a m irar, corno es mi costurare, p o r en cim a de las vallas protectoras, esa faena, ese rab ajo de la cons trucción y sólo se percata de eso alora, en el recreo, • cuando se ha parado a obra, a la hoa del alm uerzo, al mediodía, y los obreros le cortan el paío a su vehículo por un minuto porque se aun tomado la calzada ju g an d o un partido de microfíítbol. — ¿Qué derecho? ¿Qué país es éste? ¿Qué cultura? Y yo me abstengo de responderle porq je precisam ente su discurso desaforado me ha obligado a pensar en la lógica de ese conflicto del fútbol en la calle. Es evidente que existe una profunda diferencia entre estas cuadrillas de jornaleros en obra negra en la edificación urbana y las cuadrillas de arrieros de ganado en el Llano. Ambos grupos de obreros tienen su je fe o “contratista” y son gente que vive al día. Pero qué proffunda, qué abismal diferencia en las dos culturas. Allá, en la vaquería de la pampa, no> se interrumpe el trabajo para jugar, para cantar, para beb»er; incluso, no hay ese conflicto. Acá, en la edificación, eel trabajo está tan compartimentado, tan precisamente cllasificado, que se constituye en puro despliegue o desgastee de energía física. Es el trabajo de acarrear, de tirar carrejtas, de cargar. La «obra negra» es una abstracción simpble y mecánica de
itiiln el complejo, riquísimo y múltiple trabajo d éla cdifi|>ll < HU I .
Mil no cabe el juego, no cabe el canto, no cabe la plática. monees se entiende 3 I partido de fútbol, a sol mediodía; ■v mucho más solaz, más descanso que la siesta en el pi .1. 1.. Porque es el pequeño paréntesis para adivinar, para iImi de pronto con ese hueco mágico que, a través de las .•drusas, deja pasar el gol. Es el pequeño espacio de la Invención, de la fantasía, de la creatividad; en una palaInn del juego. \ el hecho de que este intervalo no se pueda insertar o *Mirgar en la faena, como ocurre con los galerones en la wnjiM iía del llano adentro, sino que haya que asaltarlo a 1.1 Iniiga del día y además a la vía pública, ilegalmente, **ii hecho es simbólico. It« la otra cultura. La «cultura del tiempo libre». * >. mno la cultura del tiempo libre. S no es casual que sea tan eficaz y valedero este ejemplo .1*1 fútbol en la calle. Porque se trata de un juego absolu tamente excepcional entre todos los juegos humanos. Pienw usied solamente en esta circunstancia: el televidente tpie sigue un partido es, sin lugar a dudas, también un M m lor, igual que el hincha en la gradería o que el defenM •« el delantero del onceno. Cada uno juega su propio (WlHldo ( ada uno entrevé las posibilidades de una anota ción , las siente, las calcula, las vive, las precipita, a veces hH Mu leí la, a veces las erra, a su manera, como el que está 11 Imgrama.
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Entonces, p o r ejem plo, en e final de u n m u n d ial de fút bol, ¿cu án to s «jugadores» prticipan?, ¿ c u á n to s juegar? De pronto ocurre que la miad de la h u m a n id a d puece estar ju g a n d o un mismo part jo. Las culturas del tiempo libre ion otro m u n d o , otra catego ría absolutam ente diferente, n co m paración con las cul turas tradicionales, que llámanos «del tie m p o total». Quiero hablar aquí de dos eementos o dos sucesos que caracterizan la historia de la brm ación d e las culturas del tiempo libre en la Edad Moderna. Pero ello con una anotación,
bu cslu historia, que el «destino» de la g en te se desquicia l'or ejemplo, íiem pre había ocurrido que un hombre • | i m ' nacía sastre en un hogar, era s a s re en su vida, o si mu ia rey era rey c, en caso de que naciera esclavo, sería . a lavo. Pero de pionto el sastre de origen o el siervo o el i'ii|i- saltan por encima de su destino y se hacen señores, im-ilos o empresarios. ba
I >r repente, el hombre común, gracias a la apertura del miiiido, al riesgo de «hacer América», por ejemplo, roml*r con su destino natural e impone su destino individual. i algo más: este-profundo cambio en las relaciones hunas se va expandiendo desde Europa hacia todos los 11 >nfines del mundo, en forma que ya no se trata de un hombre o de un «héroe» que rompe con las amarras del pisado, sino de una civilización asentada en un lugar del mundo, la que parece ir modelando a su imagen el mundo. I’ties bien, es esta Edad Moderna, tan «juiciosa» o llena de inicio, aparentemente, y cuyo centro es la llamada «civili/ ación occidental»; es este el escenario donde surgen y se definen y toman cuerpo las culturas que hemos llamado •leí «tiempo libre».
Nos referimos a ese momento que hemos querido ilustrar Vdignificar con la escena del fútbol en la calle: los óbre las le arrancan allí, a la jornada monótona y mecánica, un pequeño espacio de luz, de creatividad, de fantasía, es decir, de juego. lis el rescate histórico, constante, tenaz del «tiempo li bre», por parte del usufructuario del mismo, o sea del ii abajador.
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Pues b ie n , este rescíte o reivindicación tiene lujar en el período d e tránsito ie l trabajo m anual al trabaj) fabril, cuando el hombre de las herram ientas, con m ilbnes de años de existencia, cede su tu rn o al nuevo hombie de las m áquinas. Son tres siglos justos: el X V III, del cual nos hemos o c u pado, sig lo de la máquina de vapor; el XIX, sigio de la electricidad, y el XX de la m icroelectrónica. Pues bien, en este largo tránsito ocurre que el trabajo del hombre, en su expresión más hum ana, la industria, pierde su hum anidad. Ya hemos visto cóm o, a partir de la p ro ducción fabril moderna, hacer obra de arte y hacer utensi lios o valores de uso serán dos tareas distintas. Y ello con una lógica muy clara. En la fábrica del produc tor, el obrero no volverá a hacer nunca un zapato ni menos un reloj, y ni siquiera una aguja. Simplemente, el produc- I tor hará un pequeño fragmento del producto, un mínimo tramo, repetido mil o más veces al día o a la hora. Así, el trabajo se desintegra, se deshumaniza y, a la vez, el obre ro se objetiviza en cuanto se integra él mismo al complejo mecánico. Son las ergástulas de la primera fase de Ja era industrial moderna. Como todos sabemos, la sociedad había experimentado, antes de la «revolución industrial», este tipo de trabajo desarticulado o fragmentario en las diferentes m odalida des de esclavitud, en minería, en el transporte, etc. Pero el trabajo de escllavos siempre estuvo a la retaguar-
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illa, siempre tuvo el peor instrumento, el más burdo y un ll.id >. Y milo cuando este tipo de trabajo, o mejor, de «antiiiribiijo», por su deshumanización, se coloca a la punta del ii nilimiento, dando lugar a la tecnología más avanzada, nidn en estas condiciones pueden Jos obreros modernos • o p e r a r a los antiguos esclavos. ejemplo del partido de fútbol en Ja calle, esa rendija de juego y creatividad, partiendo en dos la jornada, vuelve otra vez a iluminarlos en esta disertación. V el
ilegal
definitiva, fue esto lo que ocurrió durante los tres 'ligios. Los obreros rompieron sistemáticamente el ritmo de ese trabajo monótono, mecánico, abriéndole rendijas o ventanas de luz cada vez más anchas. I n
Por ejemplo, en las primeras manufacturas fabriles los
empresarios ingeniaban mecanismos para alimentar al medio día al grupo de operarios, en su mayoría mujeres y iilftos, sin necesidad de interrumpir la jornada. No fue
. lili il la resistencia para conseguir la hora del «almuerzo». i 'orno es obvio, toda jornada de trabajo tiene un límite. No puede ser mayor de 24 horas. Sin embargo, para los empresarios del siglo XIX resultaba difícil lograr este limite óptimo debido a la costümbre del sueño entre 109 obreros, así que lo más que podía lograrse eran jornadas de 18 horas. ’ómo logró pasarse, a lo largo de dos siglos, de aquellas jornadas heroicas de 18 horas, a las de 14 y luego 10, basta llegar a la clásica jornada actual de 8 horas?
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Esta historia e s tá profúndam ete ligada al h e c h o efe q u e la fragm entación y la rutina, o sa la m u tila c ió n s íq iic a o la atrofia del p ro d u c to r se hata convertido e n un m edio maravilloso p a ra sustituir cáa vez más e i « g o b e » del obrero por el g o lp e más duro^ certero del m a rtillo m ecá nico, para reem plazar el cote y la m an ip u lació n y el esfuerzo, y aún la atención de trabajador, p o r u n e ercic io mucho más rá p id o y preciso tue la m áquina. De esa m anera ocurría que la presión de los o p erario s por abrirse espacios de recreo ei la jornada, p o r ganar un dominical retribuido, por aco-tar las horas d e trabajo, se convertía entre 109 empresarios en urgencia p ara acelerar el proceso de m ecanización y autom atización del trabajo. Sin duda el sím bolo maravilloso de esta historia de la «cultura del tiempo libre» es la famosa consigna obrera de finales del siglo XIX que se extendió desde Europa por los cinco continentes: «Ocho horas para trabajar, ocho horas para dormir y ocho horas para lo que nos dé la gana». Es la historia del Primero de Mayo, que originalmente ocurre como una huelga m undial para imponer la jornada de las ocho horas. Una h isto ria por esencia ética y racionalista, impregnada del {principio del deber ser. He aquí algunos himnos típicos edel Primero de Mayo en el período de tránsito entre los dcos siglos, XIX y XX. Hoy es el Primero de Mayo. Nuestras ocho horas son el prtincipio de la victoria social,
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el pti/ner paso hacia la meta donde se Jiilfr’ la acción sindical. Nuestras ocho horas: un lrm ite solidario •. m I >s camaradas desempleados. Nm \ ras ocho horas es emplearse a llmltcr nuestra servidumbre, es encontrar i ii nuestro hogar el tiempo de los estudios leí un Jos. Nuestras ocho horas es el placer de pensar en lo que somos: e\ afirmar y retomar a sí nuestra dignidad de hombres. Nuestras ocho horas es para mañana: hi ruptura de pesadas cadenas que estorban todavía el camino de las libertades que están cercanas.
I ra una historia laica, sin religiones ni dioses, pero tam bién era una historia de la fe religiosa. Por ejemplo, los i utólicos catalanes consagran el Primero de Mayo a «Nues
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¿Q uién puede hablar hoylel « p o d e r o b rero » com opanacea univ ersal? Sin em b arg o , queda esta cultura d e l tiem po libre» Esta cultura que ya no está iietida e n tr e las venas, en las entretelas del trabajo. Esti cultura q u e se prepara a in te grar el trabajo dentro del iempo lib re co m o otro espacio lúdico, de goce y creativi
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A < t ¿ m fa n ú z ttc tc i
de
a
atienda
MENUDO ME OCURRE, EN LOS PA SOS previos a una asamblea comunitaria, que estoy allí, con Ja vecina, la animadora, la líder, la vieja que mueve la gente, y conversamos como ver correr el agua. Simplemente conversamos. Hablamos por hablar.
Y, de pronto, sin más ni más, sucede que nuestra conver gí, como cuando uno va río abajo, jugando, llevado por la . i >iriente y se agarra por las ramas de un árbol de la ribera para saltar a tierra, ia conversa salta a lo que nos corres ponde, a lo que toca, al terreno firme. Y he allií que llegamos a lo que íbamos, a los asuntos de la asamblea 11 nnunal. Porque hay algo nuevo, lo que yo no sabía. Algo
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uirgente. Discutimos. Yo rme voy con cuidado. Le comozco a ella el cobre. Y el tema da para largo. Siin embargo, sin saber cóimo, por cualquier razón, hem os cortado. Nos descarriamos, nos desubicamos otra vez. Alguien interrumpió. Surgió un nombre. Y nuestra, con versa se vuelve agua de nuevo. Hablar por hablar. — Oiga, vecina, ¿se acuerda de Ernesto? ¿Qué se hizo Ernesto? ¡No lo he vuelto a ver! Entonces él, Ernesto, adquiere dimensiones colosales. Es nuestro lugar común, el nexo, lo que nos une. Porque los dos, mi vecina y yo, necesitamos amarnos, es decir, co municarnos, y es imposible lograrlo así, de una vez, direc tamente. Bueno, ello sería posible si nos acariciáramos entre ambos o bien si nos diéramos golpes. Pero la vecina y yo somos apenas compadres. No somos amantes ni somos rivales. Simplemente conversamos. Ni siquiera nos damos la mano o unas palmadas al hombro, mucho menos un abrazo. Por eso necesitamos tanto a Ernesto. Ambos hemos tenido, de años atrás, voces y lances con Ernesto. Entonces se crea el triángulo mágico. A través de Ernesto nos encontramos ella y yo. Las dos relaciones, las dos listonas, la de ella y la mía, con Ernesto, se entrelazan, se confunden. Río abajo con Ernesto como en chalupa, em barcados, hablar, garlar, ranear, platicar. Hay tanta tela de dónde cortar. Y, de improviso, quién sabe, no entiendo cómo, volvemos al asunto crucial. Estamos de nuevo en lo que estamos, en los preparativos de la asam blea comu nal. (Yo le conozco la cargadilla a la vieja, a mi vec na. Sé bien para dónde va). En este momento cuento cad i pala bra. Tengo cuidado. Ahora ya no estamos charlanco. Es-
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lamos en el asunto, en el negocio. Estamos en lo que estamos. Cuando yo erra muchacho, la abuela encabezaba en la casa la oración ded Santo Rosario y toda la familia coreaba y lambién los pjeones y la servidumbre. Pero, de pronto, se cortaba la letanía de un tajo. —¡La chucha! — gritaba la abuela—. ¡La chucha! ¡La sentí! ¡Se va a comer las gallinas! Y todos saltábam os de la ronda, del ritual, iniciando la cacería.
—Santa M arta, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores— , volvía a encabezar la abuela, una vez term i nada la faena, como si nada, como ver correr el agua. Mi vecina y yo somos compadres. Ella lava ropa y con ve isa. Se las sabe todas. De casa en casa. Sin ella no se lim e nada aquí en la comunidad. Yo la acolito, claro está, i e r o yo soy funcionario. Voy y vengo. | ,11 gente se va arremolinando para la asamblea. Llegan desgranados, por grupos, o bien solos, uno por uno. En luto orillados, como con miedo. Por todas partes hay puliques, corrillos, ruedos. Es la trasescena de la asam blea comunal. Se esta cocinando el rito, la ceremonia.
V«» no suelto t mi vecina. Estoy en lo que estoy. A esta •imimhlea va avenir la pesada. E stam os a la expectativa. \>|in se puede perder todo lo que se ha ganado. Habla m o s Hay que medir cada palabra, ahora no es charla. AIioi.i la palabra no se casa con la palabra. Ahora la
palabra se casa con el asunto, con la idea. A hora no hay tiempo que perder, lia cuestión va en serio. Sin embargo, mi vecina está hoy muy almidonada, muy de blanco, está echando lujos. Y no reparo en decírselo por embromarla. — ¿Es que viene el doctor, verdad?— . Y vuellvo a la carga con el traje y el doctor. Y ya estamos embarcados en el «doctor» río abajo. La última vez que vino... ¿y el otro? — ¡Bueno, esc no volvió! — El otro, el chiquito, ¿qué se hizo? Hablamos. Nos echamos un rato por ese atajo, sin querer. Porque el tiempo corre y no nos hemos puesto de acuerdo. Ya se sienten pasos de animal grande. No obstante, recu peramos el tema, el terreno firme. No vamos a ceder, las cosas son como son. Hay que poner todo en su punto. Pero mi vecina no da prenda y yo me azaro. — Vecina, ¿usted qué dice? En la comunidad no puede haber secretos. El tipo ni siquiera permite sacar fotoco pias de esos papeles. Vecina, ¿ese asunto se va a tratar o no se va a tratar? Ahora ya es tarde. Ya está entrando la comitiva y el rumor se asienta. Ya nadie alborota más. Los corrillos se disuel ven, encuentran su acomodo. Algunos se quedan de pie, quizás para facilitar la escapada. Y es en ese momento, ¡Dios mío!, cuando úene lugar el milagro. Ese milagro increíble de la transfiguración o la metamorfosis de mi vecina, de esta buena mujer que se
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niele cin cualquier escondrijo del barrio, que es uña y uniere c o n cada uno, con todo mundo. I incre;íble pero es cierto. Sucede que se lee el orden del din y em primer Jugar está ella, el saludo y el informe de rllu. A í que mi amiga, mi interlocutora, mi vecina, pasa a la minina y/ empieza a hablar frente a la asamblea. Ilnhla mii vecina. Pero no es ella. Desde que ocupa la tribuna s
laiiimees ocurre com o si su rico discurso popular se huhlri.i puesto de perfil. Se torna filudo, lineal. No que sea miijm il.ido c artificioso. Sigue sien d o sencillo, pero ahora >• Ir 11 ililenente uniform e, parejo, e s unidimensional. U m nene contrapunto. N o tiene l a otra dimensión. No HriM aire p r dentro.
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Naturalmente es su idea, es su experiencia. No íes una arenga conceptual, es descriptiva y a menudo anecdótica. Pero allí no hay pierde, no hay la palabra por la palabra misma. Com o siempre, mi vecina es ella. Es tenaz, es reiterativa. Vuelve sobre el asunto una y otra vez. Pero no es su discurso. Es el discurso prestado, de oficio, oficioso. ¿Por qué? ¿Por qué ella tiene que abandonar su habla, su rica comunicación, su ser? ¿Por qué tiene que prestar a otro el discurso por el sólo hecho de cambiar de lugar uinos pasos y colocarse delante de su gente? ¿Por qué ella no puede eludirlo, no puede escapar del discurso oficioso u oficial si está allí, entre su misma gente, como la que más? Si ellos son ella. Pero es verdad. Existen los dos discursos. El discurso popular y el otro, el ritual. El del maestro en su cátedra, del tribuno en el ágora, del cura en el pulpito. Esto lo conocemos bien. Y los sufrimos siempre. Incluso lo pade cemos a nivel de puro vocabulario. Todo discurso oficial, del aula o de la plaza o de la iglesia es opacado; es pobre de léxico, así sea sofisticado o erudi to. Porque siempre debe despojarse, por principio, de las 1 palabras más ricas o refrescantes o recursivas, las pala- i bras vulgares. Por ejemplo, el discurso oficial o formal no disfruta nunca J o casi nunca de la palabra mierda. Ser a útil, en su ayuda, un seguimiento, por ejemplo, leí I empleo asombroso de esta palabra en la obra de García I Máiquez. Veamos: ! 54
Y i mientras tanto, ¿qué comemos? El Coronel neeresitó 65 años de su vida, minuto a minuto, paira llegar a ese instante, se sintió puro, ex p líc ito , invencible en el momento de respon der-: mierda. Alpina v'ez envié a un periódico sindical un texto en el i mil com entaba que a Vargas Vila lo leían lo mismo 108 ilm lores q u e 108 obreros o las putas. Entonces la directivn ild grem io sometió a votación la palabra maldita. ¡Y pinmon lais putas! Recordemos, a propósito, el clásico: — A y hideputa, puta y qué rejo debe tener la muy bellaca, dice Sancho Panza al escudero del Caballero de los Espejos. —Ni ella es puta ni su madre lo es, replica el otro. Mr, m ulo que de niño mi madre recomendaba: «¡Mis |ll|os. por Dios, no digan palabras!» Las llamaba así, ■M ltibras», a secas. Como si fueran las únicas, las pala tino. por excelencia. p e iu esta libertad o esta riqueza en el léxico del discurso |n • p n l i i r . Irente al oficial, no es sino la primera señal de la B innua del primero. l o I.. tportante, lo decisivo, es lo q u e vengo anotando, t iiam lo mi vecina recupera su hum anidad, al dejar la MfNloii.i. y defe em pezar acá, en el rincón, conmigo, la cntoices ella habla en se rio , quizás más en ■ r i o q i ,c en h tribuna, en cuanto e s tá más cerca, en ...... «liuloga.Pero de pronto se c u e la ella misma por
algún portillo de la traima del compromiso, de su explica ción, y sólo habla por hablar. Hablar por hablar es um juego. Es el más coimún, el más noble y generoso de los juegos humanos y po>r eso el más socorrido con el don de la risa. Allí el lenguaje es desnu do, no tiene objeto, e^ pura comunicación. <0 mejor, su objeto es sólo signo o Sjeñal de comunicación. Pero hablar en serio, reconstruir el mundo con palabras, ¡apuntalar la palabra con la idea y el objeto, hablar por algo, digamos por hacer la comunidad, es otra cosa y yo pienso que igualmente importante. La vida social está hecha como una trama ciertamente, ya desde la familia. Es la trama del progreso, donde se asien ta el futuro. Pero, por favor, que corra el aire entre los hilos de la trama. Que la trama social no nos ahogue. En realidad, el hombre ts el único animal trascendente, el único que tiene que zqfarse del presente y preguntarse para qué. El único que no puede vivir sólo para el m om en to, para la hora. Pero no por ello puede perder la hora o el momento. N o por ello puede dejar el goce del presente. Y el discurso popular reproduce o recrea esta doble d i mensión de la cotidianidad humana. No es unívoco. N o e s sim plem ente v ertical, com o el discurso o fic ia l. E s biunívoco. Es vertical, es constructivo y es a la vez h o ri zontal, a lo ancho, es pu-a comunicación hum aia. He allí la importancia de platicar, de garlar, de la c o n v e r sa, del palique, de hablai por hablar. L i importancia de hablai mierda. 5i
ctncctlóú, etc tect&ie¿ I ---------- 1 NA VARIANTE IM PORTANTE QUE T | I introduce en Europa la popularización del V J , I libro, a partir del siglo XVI, consiste en ^ * J q u e , por prim era vez en la historia, el «mensaje» que llega de afuera, hasta la comunidad, tiene alas, o sea que es capaz de volar por sí m ism o. nntc-millares de años, anteriores a este suceso extraorm ensaje que venía del «otro mundo», es decir, Mi jhunio exterior a la com unidad, había tenido siempre f» (K’iinfor personal y éste era, obviam ente, el viajero. W». ptir o tanto, un m ensaje con dueño.
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Aquel que regresabai de! exterior traía lai noticia, la «mir va», mala o buena nueva. Era ese, precissamente, el privi legio del viajero. Un antiguo refrán árabe refrenda este prestigio ancestral cuando dice: «Si quieres que tus amigos te estimen, viajl o muérete». El mensaje de afuera, que viene del «más allá», no tiene controversia o parangón en la comunidad. Por esa razón es, de por sí, «verdadero» y su portador es el que tiene la verdad. De allí que, desde los tiempos remotos de las culturas orales, primitivas, se estableciera la costum bre de que Dios fuera «hombre». Y no me refiero a los «dioses» o deidades corrientes sino a «Dios». Porque el hombre, como guerrero o comerciante, como gran cazador o pescador de alta mar, era el viajero oficio so en la comunidad ancestral, el portador habitual del mensaje de afuera, o dueño de la «verdad». En una pala bra, era el ser más parecido a Dios. Y fue la popularización del libro, en el siglo XVI, lo que vino a romper con el privilegio del portacor del mensaje de afuera. Porque entonces le nacieron alai al mensaje, de tal manera que llegaba por sí mismo a la comunidad. Y aquí es necesaria una precisión. No me estoy refiriendo a «primer libro», por así llamarlo, es decir, al libro élite o de casta que existió desde la antigüedad, cfcsde los oríge nes de la escritura alfabética.. No nos re'erim os a este «prim er libro», al de «papiro», del «pergamino», el «palimpsesto» griego o bien el misal medieval. No habla-
4* fute libreo «acaparado», sien^pre en manos de " «diosses», como en la m itología del origen I»! II" i .i,iy li.ililuiulo deII libro que aparece ct^n la Edad M oder na ,1. lili rl siglo : x v . El libro populair y que podríamos rl fsrgmido) libro». El libro personal, privado, del I I ¡ * | iinh il dice este libro es mío oes mi libro sin pensar en | VI libro propio, el del lector.
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i . 1 . libro que no ¡sólo es producto deel prodigio de los Hniiii móviles de üiutemberg, sino del abaratamiento del gracias a los m olinos de agua y v,iento, de las tintas vliltid de la alquim ia y, sobre todo, de la apertura del IIM•• 11•!••
■ H(U| bi. o, es con este «segundo libro>» que se crean, a |Miili drl siglo XVI y con centro en Eiuropa, lo que poi , i , im io n llamar hoy los «círculos m undiales de lectores de i . i .i i.l Moderna». H iiiiiiu io de ellos será el de los protestantes, fundado m tilín Lutero. Entonces el libro vai a ser recitado y II nIhi.Io en m illones de círculos de lectura, va a ser repar tí, lo i orno el pan en a comunión de los fieles, coreado y Agutí» lo entre los pueblos. Y el texto únic:0 será esa famoB f m i. lopedia hebrea y cristiana que p 0r cierto lleva el H n ih ic de «libro» en lengua griega, la «biblia». i | M^iindo c írc u lo de lectores, ya p o r e l ¡siglo XVIII, será *| tlt- los liberales y jacobinos. E ntonces l¡aS carretas de los p u ñ o s recorren los fejanos cam inos aldeanos, rompien,|.| I* más d u ra s barr-ras de la c en su ra qe la aristocracia ,|t Miilnnnte.
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Y la «biiblia» ya será de Rousseau o de Voltaire. Finalmente tendremos, a partir del siglo XIX, el tercero yr último de los grandes clubes universales del libro que: hacen historia en el modernismo. El «club socialista»,, cuya biblia va a ser un pequeño folleto escrito en 1848 y titulado Manifiesto del Partido Comunista. Son tres inmensos movimientos: de círculos de lectura que tienen por objeto ayudar a la gente en el llamado «libre examen», o sea en la exégesis o interpretación del mensa je de afuera, mensaje que ya no tiene dueño o portador personal. I le allí la variante importante que introduce, coni el libro, la popularización del texto escrito en la historia moderna. Con la popularización del libro, a lo largo de la Edad Moderna, hasta muy entrado este siglo, ocurre lo que enseñan las «sagradas escrituras»: «El verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». Ahora bien, parece necesario hacer aquí alguna anotación sobre el hecho decisivo que precede, millares de años, a la popularización del libro desde el siglo XVI. Nos referi mos al descubrimiento de la escritura alfabética. Es un hecho histórico que no existe virtualmente ninguna cultura humana que carezca de escritura. Porque ningún pueblo soporta que el viento se lleve todas las im ágenes de sus palabras o de sus tambores y por eso se propone eternizarlas, ya sea en barro o en piedra o en pieles, cuando no en cortezas vegetales. Se empeña en m oldear las o grabarlas en una escritura significativa cualquiera.
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l*cro el advenimieento de la escritura fonética es un cambio decisivo en la hiistoria humana. No en vano existe toda una antiquísima trradición religiosa que hace coincidir este rxlraordinario accontecimiento ni más ni menos que con la «rcación del mumdo. Dice así un texteo escolar, llamado citolegia, que hasta luce poco tiempo era de uso oficial en las escuelas colom bianas: El mundo fute creado po r Dios cuatro mil cua tro años anttes de la venida de Jesucristo. Por consiguiente, la edad del mundo en este año de 1960 es ále cinco m il novecientos sesenta y cuatro años. I Conservo con am or un ejem plar de este pequeño manual |ittra neolectores, el cual empieza con el alfabeto y termimi con el sistema métrico. i n cisamente y hasta donde puede saberse, hace seis milenios que, entre otros, los pueblos sumerios, en el O n ano Oriente, inventaron o descubrieron la escritura •diabética. I '.i alguna manera existe lógica en la convención bastante M itcrnlizada segur la cual la prehistoria termina con el tli'M nhrim iento de la escritura alfabética y a partir de allí mi ge la historia humana. I I i «so es que si u;ted lee en escrituras prealfabéticas el H tlftC U rso de las co:as», escrito de u n a u otra manera, por >)• i o | •i<>. en cerám ea (y estoy p en san d o en los grandes dflnios de la patolo.ía de los Incas del Perú, una enciclo!«•>• 11 i c u la cual cala página es una réplica reducida, en 61
barro, del paciente de nina conocida y determinada enífermedad), si usted lee este discurso ya está pensando/ en abstracto, c iertamente, e incluso con una gran riquezai de abstracciones. Pero algo muy diferente ocurre si usted lee el discurso humano, ya no de las cosas sino de las palabras, usando la propia escritura fonética que ellas gen e ran. En este caso se lee una doble signatura, signos de signos, y entonces sucede como si lo simbólico se neutralizara a sí misino hasta permitir una especie de estupor o arrebato por el hallazgo de la armazón misma del lenguaje, por la pura lógica formal de las oraciones. Ahora bien, es indudable que este arrebato, por el hecho i de apoderarse de la lógica del discurso humano, no puede tener consecuencias realmente revolucionarias sino cuan do se produce la popularización del texto escrito ya en la Edad Moderna. De allí que la historia del «segundo libro», principalmente a través de las corrientes ideológicas proselitistas, que hemos denominado los tres grandes círculos de lectores, fue algo que facilitó inmensamente el tránsito, a partir del siglo XVI, desde la «arqueología del saber», com o diría Michel Foucault, hasta la historia misma del saber, o sea el saber sistematizado o científico. Pienso, a propósito, en el enigma de un indígena america no, hace 500 años, cuando veía al europeo leyendo solo, en voz alta para reforzar la memoria, un texto escrito, digamos, por ejem plo, una «célula real». Según los zro nistas, el indio comentaba el suceso de esta manera:
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—Debe e stá n loco el hombre, pues se coloca un paño blannco delante de la cara y entonces empieza a hcablar solo. Recibir un m ensaje desde afuera, del otro lado del océano, en 1492, era emptezar el nuevo diálogo en la historia, el del solitario, el dell libro mío, personal, el libro del lector.
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AY UNA FAMOSA REFLEXIÓN DE Estanislao Zuleta, bien conocida por cier to, en torno a lo que es la esencia misma del humanismo moderno. I’uedo enunciarla así, tal como creo haberla aprendido de (‘I: Se hace hoy m ucha exégesis, mucho escrutinio de los 'i 'iechcs humanos. Se los clasifica y m ultiplica constanIrmente. Sin embargo, toda esta codificación, cada vez m.is unlversalizada y amplia, en el contexto de 109 dere chos pofticos, sociales, laborales, culturales, etc., podría fCNiimirse en un solo derecho humano que los reúne a lodos: e derecho a ser distinto. ' >|'iiiar, ;s decir, pensar en voz alta, es la prim era exprefeiim tlrl Jerecho a ser distinto. I ii priva idad, ese espacio sagrado del h o g a r, de la comullin n mu que tan fácilm ente atropella al radicalism o, tan65
to de dlerecha como de ¡zquieirda, es eso: el derecho a ser distinto. Ser asociado, ser miembro de una asociación, sólo' es verdadl si allí existe el derecho a ser el otro, a ser distinto, es deciir, a ser minoría. Y, finalmente, el derecho a la vida, el fundamento mismo de todos los derechos humamos, es éste: el derecho a ser distinto. La crisis de la sociedad moderna, en su conquista social fundamental, la de los derechos humanos, tiene allí su expresión más abrumadora. Por ser distintos, por ejemplo, «comunistas» o «judíos», o bien por ser simplemente «negros», han sido asesinados, oficialmente, millones y millones de hombres y mujeres en los países «desarrollados», mientras en las áreas del subdesarrollo, donde existía el llamado «socialismo real», p or ser d istin to s, es d e cir, d is id e n te s o contrarrevolucionarios, también fueron asesinados, ofi cialmente, millones de mujeres y hombres. Y todo esto ha tenido lugar en los tiempos más avanzados del modernismo, en pleno siglo XX. Pero ahora vemos qué importancia tiene históricam erte la propuesta de Estanislao Zuleta, que pone a girar todo el sistema de los derechos humanos alrededor de este e e : el derecho a ser distinto. S egm la filosofía moderna racionalista, las relaciones sociales entre los hombres, asumidas como relaciones contractuales, de deber y derecho, son omnímodas prácti camente, son totalizadoras. Y esta concepción de la co
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munidad conduce aa una ética humana que consiste en «•respetar» la diferermeia, es decir, en respetar la opinión o la actitud o la condducta contraria o, en otras palabras, consiste en aceptarlaa de buen ánimo o tolerarla. Mi vecino es ateo y yyo, por mi parte, soy creyente. Enton ces no toco el linderco, eludo el tema cuando nos encontra■ nos, respeto su munido, lo acepto. Como en la historia de I I Principito, de Amtoine de Saint-Exüpery, él habita su pequeño planeta solidario y es el rey allí, al igual que yo lOino solitario en mi pequeño planeta. I ,i libertad de cada luno llega hasta tocar el lindero de la libertad del otro. En la ética del deber y del derecho. Mi compañero de trabajo es apolítico y yo, por mi parte, I |*oy un verdadero animal político, vivo de hacer política. IVio yo respeto la diferencia guardando la distancia. Por I pim plo, no le hago proselitismo. jyV.i entiendo el derecho a ser distinto. Mi hermano es alcohólico, es un borracho. Yo, por mi p«rt0. soy abstemio y detesto los borrachos. Pero yo toleiti n mi hermano, me hago el de la vista gorda. Hay un Ihuli mi que no puedo traspasar. \ 1 1 m arxism o, en de'initiva, no vino sino a legitimar esta i iim opción holista déla comunidad hum ana, al establecer qiii, n i «últim a instaicia» hay siem pre un determinante tínico, la econcmía. ■ t osa razón pensanos que la intención de Estanislao
/lililí* il proponernes, con mucha ló g ic a , que traduzca•4tt« imb» r l código nodernista de los derechos humanos
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en un solo principio, el de la diferencia, el derecho a ser distinto, es unai intención toda preñada dle la crítica pro funda que hoy avanza ampliamente frerate a ese pensa miento moderno; crítica que todavía no» ha encontrado nombre propio y apenas se reconoce a sí misma por su p o sició n en el tiem po y el e sp a c io com o «postmodernisrmo». Cuando Zuleta hace énfasis en aquello de que todo gira alrededor del derecho a ser «distinto», nos está enseñando que ya no se trata sólo o simplemente de aceptar o respe tar o tolerar que el otro sea distinto, es decir, situarse, frente a otro, en el plano de las relaciones puramente sociales, sino que se trata de intrigarse, de interesarse, e incluso de apasionarse por esa diferencia. No sólo acepto o respeto que el otro sea distinto. No, algo más, me gusta, me atrae, me enamoro de esa circunstan cia. Es decir, siguiendo nuestra hipótesis de la cultura huma na, concebida como un encuentro de las relaciones socia les y de las relaciones sociables, se trata de trascender la moral de la socialidad hacia la moral de la sociabilidad, es decir, de la ética del deber a la ética del amor. Mi vecino es ateo y yo, por mi parte, soy creyente. Pero yo pienso, para mí, quizás, de pronto exista otra manera de creer que toma ese nombre, ateísta. P ied e ser. De todos modos q u ie o oír a mi vecino, siempre oírlo, No quiero respetar la distancia o la diferencia. Quiero ganár mela.
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Mi compañero de trahbajo es apolítico. Yo, por mi parte, siempre he sido un aniimal político. Y ahora pienso, oyen do a mi vecino, que ejxiste una política nueva, distinta, la de los «apolíticos», Ha cual yo no conocía. Pienso que había perdido mucho guardando la distancia, tolerando o aceptando simplementte al otro. Mi hermano es alcohcólico, yo soy abstemio y siempre he detestado a los borrachos. Y ahora descubro que mi her mano tiene una sobriiedad distinta a la mía, mucho más empeñada y heroica, mucho más tenaz. Una sobriedad diferente, que no pudce salir a flote sino de tarde en tarde. Descubro que he ganado a mi hermano por no tolerarlo, por no guardar la distancia, por acompañarlo apenas un día en su bohemia. En mis conversaciones hogareñas, tanto en comunidades marginales como integradas, a menudo el otro me habla así: — Sí señor, le digo la verdad, mi mujer es buena, es una buena mujer. Se esfuerza ella. Hace cuanto puede. Pero, óigame, hay un problema. Es que usted no la conoce. Es terca, usted no se imagina, es terca com o nadie. Donde mete la cabeza, por allí tiene que ser. Uno no puede hacerla en trar en razón. En el inventario de mis conversaciones hogareñas, de casa en c a sa , en mis investigaciones com unitarias, este vocablo, e sta palabn mágica «terca» (o bien «terco», porque tam b ién lo ercuentro, aunque no tan usualmente, al h a b la r co n la «ota», con la esposa), este término es im p resionantem ente ocorrido o frecuente.
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I ■ii i ' <|iii lo tanto. Y eso quizás aiél, al I Ini i un lu apasiona, no lio atrae. Como si qui siera vn a ..i i|. i en este mundo. Pienso» que el verbo más pareciido a amar es escuchar.. Por esa razón, si me tocara simbolizar un amante, quiizás pintaría un hombrecillo con urnas orejas descomunales, como antenas parabólicas. En verdad el único regalo que uno le puede hacer al otro, legítimamente, es escucharlo palabra a palabra. He aquí una experiencia reciente: Llego a mi oficina de trabajo con un texto que me tenía entusiasmado. Se trata de una evaluación sobre nuestros programas comunitarios y sobre nosotros mismos como funcionarios, hecha por un grupo de mujeres pobres, amas de casa, en su mayoría madres solteras. El documento empieza así: Nosotras cargamos la mierda y ellos, los fu n cionarios, vienen limpiecitos, siempre para ver y estudiar cómo es que cargamos nosotras la mierda. Y luego se van igual, limpiecitos, y no se ¡levan siquiera el olor de la mierda. Pero, con id estudio que han hecho, van a los fo ro s y a los simposios y hacen crédito y prestigio, m ié tir a s nosotras seguim os cargando la mierda. Llego con el texto pretendiendo entronizarlo en la cartele ra de la oficina con letra grande y de trabajo. 70
—INo. No me gusta, no me convence. No es verdad, — dicte mi colega. Peiro yo tengo una passión y es que cuando una opinión me comtraría, cuando putede echarme a perder un proyecto, entonces aguzo el oídlo, escucho más. Porque, repito, n u n ca estoy de acuerdo con respetar o tolerar solamente la opinión contraria, pienso que es me jor enamorarse de elila, intrigarse, buscar la manera de apropiársela. Así que yo la empujé a hablar más y paré mi oído. Y ella habló así: A veces visito a alguna persona que ha pasa do por una tragedia y entonces no pienso j a más que tenga algún consejo útil o solución para ella. Solamente voy a oírla, eso es todo. La oigo horas y horas y hablo solamente para abrirles espacio a nuevas confidencias. Yo pienso, añadió, que a menudo nosotros com etem os un error al suponer que es posible prom over desde afuera un cam bio social en un a comunidad determinada. Y es más grave e l error cuando se lo damos a entender o se lo decim os a la genie de la comunidad. H ay algo d e eso, seguramente, en el origen d e esta eva luación. H ab lab a esta mujer m aavillosa m irando a los ojos, como sie m p re , y terminó su discurso, palab ras más o menos, así:
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Un Colombia Iki y trece midlones de personas que \ i \ c i i cardando la mierda, es decir, con ■oie, es ¡dudes básicas insatisfechas», como dice el eufemismo oficial. Pero a llí están y viven, descubriendo cada día por s¡í mismos recursos increíbles que nosotros, como funcionarios, ni siquiera podemos imaginar. Se trata solam en te de acompañarlos y oírlos;, de enriquecerse con sus necesidades y de pronto aprender de ellos soluciones y difundirlas. Es esta mi experiencia más reciente en el oficio de oír. He ensayado muchas veces, con los campesinos mineros, «baharequiar» la arena en una batea para sacar el grano de oro. Es todo un arte. Y pienso que saber oír es algo semejante. Pero con una diferencia. Oyendo al otro uno trabaja, uno baharequea, pero es él quien gana, el que encuentra el grano de oro. Porque si usted tiene paciencia y oye dos veces, es decir, oye las palabras y además los silencios o las pausas y lo que está detrás de las palabras del otro, con seguridad el otro se anima y se ilumina y encuentra en el diálogo esclarecimientos o luces que él solo quizás nunca encon traría. Por lo general, los humanos oímos ccn alguna facilidad al hermano o al compañero de trabajo o al vecino, porque oír horizontclmente a aquellos que e stái en nuestro propio nivel soc al es un poco oírse a uno mismo. Pero otra cosa es oír desde arriba, a acuellas personas que
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se encuentran en un estrato social inferior, saberlas oír, natural y profundam ente. O quizás algo aúm más difícil: saber oír «desde abajo», a las personas que sse encuentran en un estrato social, o en un estatus d ig n a ta rio más alto. Siempre me ha preocupado mucho por este arte que pode mos llamar saber o m verticalmente. Pienso que una perso na se enriquece miucho si logra hacer con paciencia este difícil aprendizaje.. Y estoy seguro q u e en el arte de saber oír verticalmente son decisivas las reilaciones enteramente lúdicas, las inúti les, las de la sociabilidad. Repetimos una vea más: en la comunidad humana no existe solamente el sistema de relaciones necesarias, rela ciones útiles, de derecho, de dar y recibir, relaciones recíprocas o contractuales, basadas en el respeto mutuo. También existe, a la vez, el otro tipo de relaciones, más libres o más fáciles, menos firmes y más fluidas. Y vam os a tomar ahora como paradigm a y símbolo de esta m odalidad de vínculo entre los hom bres el momento suprem o de ellos: el amor. ¿Cuál es el signo, cuál es el sentido de una relación am orosa? S in duda es el entusiasmo ingenuo por la dife rencia. E s la pasión o el apasionam iento espontáneo por lo d istin to . Es algo q u e va sienpre a los extrem os. R ecordem os al cronista d e l «Descubimiento», don Pedro M ártir, cuando hablaba d e l a «índolede las mujeres que le s gusta más lo
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ajeno que l e , .. ,. i™ »■ UV°. de manera que las undias aman mas a
lo s cristianos»
Porque cuak¡ . decirlo' amante razona siempire al reves, por asi mi f
f|f ^as manos l°rgas, mu.y largas. En . 1(1no. En mi raza todos tenemos casi recortan , ] las manos. Qué absurdo. Todo el mundo u , , , neria tener largas las manos. Ella tiek negros los ojos. Yo siempre crecí entre gi% de ojos claros, en m í fam ilia somos zar(. ¿ Cuánto hemos perdido? Qué her moso es, 6 . y * Lner negros los ojos. Ella es obh surada, como que quisiera saltar se po r . . . . (’nui de sus propias ideas, casi se atropella v 11 . enseñó I -vr; recuerdo que mi padre nos una > (()ntrano: a hablar casi contando " bis palabras, sopesándolas. Siem pre me pq . ' ' . , r, recio excelente ese discurso de mi padre. Fe* , en duda ah ° ra’ Por prim era vez, lo pongo Es el amor. E$e) . interés o la acec gust0 Pnm ordiaJ de lo contrario, es el . °^nza, el entusiasmo por lo que no va con uno, por lo que .y M . , no es de su atavismo o su raza o su costumbre, por U . F 0 distinto. Para los griegos , homosexuales ' ^Ue eran mismo heterosexuales que del amor. No hl°-existía U° esPacio apaite y Privilegiado el deslinde entre el amor y la amistad que existe entre Esotros.
Aluna bien, yo deboo partir siempre, y de ello no tengo iludas, debo partir cde aquel otro sistema de relaciones mire los humanos quue se basan en el respeto mutuo, en la lolcrancia. Porque lai comunidad ha sido construida así, a mis espaldas. ¿Qué «culpa tengo yo de que mi hermano, hijo de mi mismo holgar, sea un borracho? Yo no lo escogí como hermano. Pero i él es mi hermano y está allí conmigo en el hogar. ¿Qué culpa tengo dee que mi vecino, yo no escogí a mi vecino, de que él me haga la vida imposible con su manía de los animales? Vivie lleno de animales y con su música a lodo volumen. Por eso debo partir de allí, de las relaciones útiles, necesa rias, interesadas y recíprocas. Hoy por ti, mañana por mí. Las relaciones de la tolerancia y del respeto mutuo. Pero, ¿por qué no universalizar también el amor? ¿Por qué no volver costumbre y cotidianidad ese otro modo o modelo de relaciones entre los humanos? ¿P or qué no trascender la ética del deber a la ética del am or?
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‘Tftetcfa, y ciencia N EL OFICIO DE EDUCADOR DE adultos, a menudo tengo oportunidad de convivir con aquellos que yo llamo los «sabedores» populares, porque están in tegrados, de la manera más natural, tanto a sus culturas orales, indígenas, esencialm ente míticas, como a nuestra civilización letrada y con pretensiones científicas. Son a veces médicos naturales, otras pastores de sectas religiosas, frecuentemente m aestros y, en gene ral, líd eres de la cornunidad y educadores populares. Son la g en te que ciee en milagros. U na vez pregunté a alguno de ellos: «¿Usted sí cree en los m ilagros?» A lo cual m e respondió, sin vacilar: «Bueno, ¿ y en qué más se puede creer?» . Son supersticiosos y fabulosos, magos, c u en tero s, y sin enbargo siguen con algú n cuidado la noticia y la vida intenacional, son televiden tes asiduos y en a lg u n a m edida letores. 77
Asisten frecuentemente a talleres de capacitación sobre los tres saberes: saber aprender, saber hacer y saber ser. Y de cuando en cuando a foros o simposios; de nivel acadé mico y, por supuesto, confían m ucho en el saber sistematizado. Voy a dar un ejemplo de algunos de ellos, relatando episodios de mis encuentros con su vida; y sus trabajos, para ilustrar este asunto de la formación de una cultura nacional en Colombia. Porque entiendo que la cultura de un país se forma de esa manera, integrando su magia y su ciencia, haciendo aflorar el subsuelo, las arcaicas culturas orales, del tiempo total, con toda su mitología totalizadora, a ese mundo de las letras, de la cultura moderna, del «tiempo libre», de la cultura del libro y de los medios de comunicación masiva. La primera historia tiene lugar Llano adentro, ya en la frontera con Venezuela, a la orilla del alto Orinoco. Una noche estaba visitando allí, en su casa campesina, por cierto bien protegida entre arboledas, a una de estas sabedoras, una modista y líder comunal que escribe cartas comunitarias con letra impecable y con una envidiable ortografía. Me había invitado a cenar moñoco con palometa, una especie de pan o cazabe de yuca que se acompaña con un delicioso pescado de agua dulce. Estábamos en la cocina-comedor seis personas: ella, mi anfitriona, su m arido, un pescador artesanal, tres niños, entre ellos uno de brazos, y yo. Apenas terminábamos los saludos y nos habíamos acomodado, unos en bancos y 78
otros en el su e lo ,, para empezar la visita, cuando fue en trando muy oronddo, tranquilamente, con paso reposado, un nuevo huéspedd, que cruzó la puerta, atravesó todo el ambiente y vino a colocarse al pie de mi amiga, casi pisándole los pies. . Miré con mucha ciuriosidad a este intruso que había entra do, sin más ni más;, como Pedro por su casa, y se apostaba allí, al pie de la dmeña, y luego nos pasaba revista a todos con unos ojos inquisidores. Era un pájaro raro, casi negro, zancón, de un color grisáceo oscuro. Si usted ho ve se le presenta algo así como una especie de avestruz' en «bonsai». Sin duda era un alcaraván, alguna variedad de alcaraván. — Usted no conoce, maestro, estos pájaros del Llano — me dijo la mujer, mientras le sobaba el plumaje al animal. Y como yo le asegurara que no, entonces se interesó especialm ente en presentármelo. «Es un guerere, me ad virtió, un guerere macho. Ese es el nombre propio de él. Pero aquí en el Llano lo llamamos ñénguere. Por mi parte, añadió, yo le tengo su nombre personal: se llama negro». El pájaro oyó su nombre y voltió a m irarla a ella señalán d o la con su pico descomunal. — M aestro — me dijo entonces la m ujer— . ¿Usted no ha o íd o can tar nunca d ñénguere llanero? Pues ahora lo va a oír. — ¡C a n te , negro!, (ante — ordenó. Y y o me quedé peí pie jo, p o rq u e inmediaamente se nos vino encim a un silbido a tro n a d o r, agudo yentrecortado com o u n a matraca
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El pescador y los muchachos no hacían isino reírse de mi susto hasta que la mujer ordenó: «Negro, ¡cállese!», y el pájaro cortó de inmediato. Entonces fine cuando ella comenzó a comtarme la historia de sus relaciones amorosas con esa ave, que ya llevaban diez años. — Maestro, este animal es muy raro — comenzó diciéndome— . Hace diez años que vive conmigo, desde antes de casarme. Nunca ha tenido pareja que yo le conozca. Uno ve que todos los machos ñéngueres se aparejan aunque sean muy chotos, muy de la casa. Pero éste no, a éste no le ha dado nunca por allí. Y el pájaro a los pies de ella, vigilante. — Maestro, yo le digo, este animal es raro. Usted no se imagina. Por ejemplo, cuando yo me ausento por una semana o más, que voy a Villavicencio o a Bogotá, él se desaparece, se pierde, nadie lo vuelve a ver, como que le da rabia la casa. Pero tan pronto regreso vuelve a apare cer. Ella me cuenta mientras atisba el fogón y desescama las palometas y le da tetero a la cría. — Usted no me va a creer, maestro. Él se da cuenta cuan do estoy embarazada. Se da cuenta desde el principio. Pobrecito. Entonces le da por pisarme los pies para que yo le haga caso. Me pisa y me pisa por hacerme señas. Y ya yo sé lo que quiere. Las primeras veces, cuando vino el primer m uciacho, éste, que ya está grande, yo no le en tendía. Después me di cuenta. Él me p isa para que yo me
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vaya con él al monte, ppara que lo acompañe. Usted no me va a creer, maestro. Y mientras ella cuentaj, el ñénguere allí, estático, como si estuviera oyendo palabbra a palabra, y el marido se ríe de la historia mientras sirwe el aguardiente. — ¿Yo qué hago, maes;tro, yo qué puedo hacer? A mí me da lástima de este pájairo. Y yo termino haciéndole caso y me voy detrás de él, y/ salimos de la casa y él me lleva monte adentro, lejos, Ihasta que llegamos... ¿Y sabe us ted?, maestro, ¿sabe usited?, ¿se imagina usted? Llegamos a un sitio. Mire, maesltro, eso es muy raro. Llegamos al sitio y le digo, cada ennbarazo es un pasaje distinto. Pero resulta que llegamos y allí el pájaro ha hecho un nido grande y muy hermoso, con mucha paja y plumas y todo, un nido hermoso. Entonces me señala el nido con el pico, me está mostrando ese nido. Pero, dígame, maestro, ¿yo qué hago, yo qué puedo hacer? Dígame usted, ¿cómo puedo yo acostarme con este pájaro?, ¿cómo? Entonces yo entiendo la pregunta. Ella no me está dicien do cóm o es posible que me acueste o cóm o puede ser posible. No. La pregurta no es figurada. Es directa. Ella piensa que yo, con mi.', mañas y mi pedagogía, que bien conoce, que yo, de pronto, puedo explicar, a mi modo, con filo s o fía , lo que ella sólo e x p lic a a su m odo, supersticiosam ente. — M aestro , ¿cómo puelo acostarme yo con un pájaro? D urante lo s tres embirazos ella ha hech o este idílico paseo m u c h a s , pero michas veces. H ay u n a relación amo rosa p ro fu n d am e n te mtica entre los dos. Y es allí donde falla m i sab e r. Kl
—M aestro, usted viera, cuando yo me regreso a casa y él se queda solo en el nido, entonces es la tragedia. Porque no vuelve a aparecer semanas enteras, y cuando aparece de muevo está hecho una lástima. Uno se da cuen ta que se ha (tirado a morir, que se ha enlagunado y da penia. M aes tro, este animal sí es rano. Entonces llega la hora de comer y ella sirve y cadla cual se lleva su plato y su gaseosa a su puesto porque no hay mesa. Comemos todos, con hambre, y también el «negro», que come palometa como si fuera cristiano. Y de pronto, sin saber cómo ni cuándo, ya nos hemos olvidado del «negro» y de su historia y estamos hablando del taller y de la pesca y del Orinoco y viene la música y yo me empeño en bailar con la sabedora, por puro oficio, porque quiero enseñarles a ellos un juego, una dinámica. Y de esa manera llego a echarle el brazo encima a ella y, ¡Dios mío!, ese animal, que allí seguía estático, invisible, del cual nadie se acordaba, salta sobre mí, desesperado, atacándome a la cara, y si no es por la m ujer que lo domina a manotazos tal vez me saca los ojos en ese lance de celos. Pasado el susto y el trance y la risa, yo tengo tiempo de explicar a mis compañeros que éste es el prim er conflicto serio de celos en que yo me he visto envuelto en toda mi vida. Entonces empiezan las historias sobre amores enire bes tias 2 humanos. «Las más comunes son las de las micas», dijo el p;scador y contó algunas de ellas.
QOuiero recordar ésta porquee me parece que nos viene coomo anillo al dedo en la mermoria de los sabedores popu la re s que me propongo hacerr. Eli hecho es que la mica del cuento era un personaje en el ho:>tel donde se alojaban los teécnicos del gobierno y de las ermpresas contratistas. Hacíai amistad fácilmente con los huiéspedes y tenía fama de (desvivirse por los hombres. Assí fue como se enamoró perdidamente de un antropólogo visitante y protagonizaba coni él escenas escandalosas que hicieron época, por mucho tiempo, en el pueblo, y de las cuíales todavía se habla. Pero el episodio crucial de la historia ocurre en la despe didla de Jos amantes, cuando el profesional ha concluido su misión y debe partir. Por supuesto, el dueño del hotel se fue hasta el terminal con la mica y mucha gente estaba preparada para la fun ción. Y de pronto, sin saberse cómo ni cuándo, la mica desapa rece y no hay nada que hacer. Hay verdadero revuelo porque se va a aguar la fiesta, pues ya está listo el barco y la gente pasa a bordo. Y el hotelero desesperado y el antropólogo sin saber qué hacer y los muchachos corrien do aquí y allá por ganarse la paga que se ha ofrecido. Hasta que alguien, uno de b s em barcadores, tiene una ide< genial. — fea m ica m aldita — dice— está en el barco, está de poléona, se va a ir colada, ccn el doctor. Y eitonces se hace la re q u sa y encuentran al animal escoidido en el depósito d e m aletas y lo traen a tierra
cuando ya el Ibarco ha desamarrado y nto hay tiempo de despedida y la mica berrea desesperadamente como si la estuvieran degollando. — ¿Por qué? — le pregunto yo al pescador— . ¿Por qué? ¿Cómo puede ser posible esto? ¿Cómo es posible que el animal, por más enamorado que esté, sea capaz de hacer programa? Y los acoso con la pregunta, porque de algo he estado yo seguro siempre. Un perro, por ejemplo, puede ser el más mañoso, el más inteligente de todos lo perros, pero nunca hará programa. Ni siquiera un programa de fin de semana y mucho menos de un viaje largo. Algo sé yo: que la mica sólo vive en presente, así esté muy enamorada. Pero entonces el pescador me saca de apuros sin mayor esfuerzo. — No, maestro, no piense en eso. No le ponga tanto m iste rio. Lo que pasó tal vez es que la mica se embarcó detrás del olor de las maletas del antropólogo. Eso creo yo. — Y el embarcador, ¿el embarcador sabía eso o se lo imaginó? — No, seguro que no. Pero el embarcador siempre está pensando que todo mundo es polizón, had a una mica. Y aquí concluye mi primera historia de los sabedores. Pienso que un hombre culto, o mejor, unapersona culta es aquella que, a pocos años de estar en u n í comunidad, y a la gente se ha olvidado de que no es de allí, que es de afuera o es migrante. Porque pronto se ha;e al habla y a la fabulería o la leyenda del pueblo. Porqie se ríe m ucho 84
cuando es de reírsse mucho y adquiere fácilmente el gusto del aliño o la corrnida propia de los de allí. Y para mí un «sabedor» populaar es por lo general un hombre «culto», o sea alguien que sse ha integrado en más de una cultura nueva, es decir, erin más de una comunidad distinta a aque lla que lo vio creccer. He conocido personas blancas, de ascendencia castellana pura, por ejemplo), de la montaña antioqueña, ya viejos y sin saber leer una letra, pero de una cultura extraordinaria en cuanto se han ¿integrado, por ejemplo, a una comunidad negra del Pacífico y allí son más que vecinos, son patriar cas y líderes, son personajes representativos de una civili zación absolutamente auténtica y extraña a su ascenden cia. El episodio que voy a narrar ahora se refiere a uno de estos «sabedores». Era o es un pastor protestante venido del interior, del alto Cauca, indio a más no poder y que no sólo es pastor de almas sino líder popular en un pueblo del litoral caribe colombiano. Pues bien, nunca pude explicarm e en mis andanzas con este personaje e hecho de que estuviera esperando la llegada del M esús (¡Cristo viene, espéralo!), esperándola a muy corto plazj y a la vez tuviera confianza en planes oficiales de vivi;nda popular, que no sólo son a largo plazo sino que ninca se saben cuándo se cumplen. T enía ese sentid) maravilloso de las profecías mágicas populares, que ninca fallan porque la fecha a partir de la c u a l se cuentan 10 es fija sino q u e va caminando con el profeta.
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Sin embargo, el enigma más ¡grande sobre él, en mis reflexiones, es una deuda de gratitud que yo le tengo de por vidla. Sucede que una vez, cuando me trajo en su automóvil a descansar en mi hottel, me preguntó sobre mi salud con muchos rodeos y preámbulos. — Maes tro — me dijo— . ¿Cómo está de salud? —¿Por qué? — le respondí— . ¿Por qué me lo pregunta? Y entonces se refirió, con detalle, al hecho de que a m í me temblara la mano derecha, notablemente, al llevar la tiza al tablero. — ¿Usted no ha consultado al médico?, — me dijo. Yo le expliqué que precisamente el médico me había aconsejado la acupuntura y que el especialista en ese arte incluso había utilizado corrientes eléctricas para activar las agujas. Pero el hombre no se rendía. — ¿Usted por qué no busca un neurólogo? — me dijo— . Yo le aconsejo, busque el neurólogo. Entonces le conté el origen posible del mal, cual era la fractura de un huesecillo de la muñeca. «Mire», le dije, «convénzase». Pero nada valía. No había poder humano de convencerlo. — Ese temblor no es de su mano — me repetía— . Ese temblor es de su cabeza. Hágase ver del médico, maestro, yo se lo digo. Definitivamente me desesperé porque no sabía a qué ate nerme. ¿Ouién era este hombre, este sabedor popular? ¿Cómo pensaba? ¿Era un mago o era un sabio? 86
Así que resolví leer s u s revistas de proselitismo misionero para ponerlo a p ru eb a. —Hermano—le d ije un día— , he leído su mensaje y, por ejemplo, me encuentro con esto. — Y entonces le señalé el texto. —Mire, hermano, a q u í dice textualmente que cuando Cris to aparezca en los c ie lo s, a la hora de su advenimiento, lo verán todos los hom bres. ¿Se da cuenta? Y añadí algo con sarcasm o: «¿Se da cuenta? Porque yo dudo, hermano, de que todos los hombres puedan verlo, debido a una circunstancia». — Usted sabe, hermano, que el mundo es redondo — y le hago con las manos la bola— , así, redondo. Pero él no me deja terminar: — ¿Entonces qué? — me corta— . Entonces lo ven todos, porque él aparece a la vez en todas partes ¡Allí está la gracia! Pues bien, con esta experiencia yo me conformo. Ya no creo, ya no pienso más en el alarm ante diagnóstico de mi mano. Porque de seguro el Pastor no está en su juicio. Sin em bargo, sigo con la espina en el alm a. Le descubro m ás tem blores a la mano derecha y term ino buscando al neurólogo. Y e s esta la d eu d a de gratitud que tengo con el sabedor. Se com prueba q u e es exacto lo que había dicho el Pastor. El m al estaba e n el cerebro. Era el mal de Parkinson.
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EJ tercer «saibedor» popular, al cual voy a referirm e, es un personaje quie conocí ya hace muclho tiempo, cuando yo era educadoir de sindicatos en el Vatlle del Cauca. Es un hombre culto en el preciso siignificado del término al que ya he :aludido. Finquero de origen, es decir, cam pe sino de pura cepa, nacido en la frontera con el Ecuador, se hace líder siindical en los ingenios azucareros del alto Cauca, integrándose a una cultura urbana profundamente diferente y, a la final, termina de llanero en el oriente, donde vuelve a hacer finca y es guerrillero y líder agrario. Cuando lo conocí, en las huelgas del azúcar en el Valle del Cauca, yo era profesor de marxismo. Me impresiona ba la versión fantástica que hacía, como maestro, de las categorías económicas. Por ejemplo, su explicación, en la teoría del valor, sobre trabajo abstracto y trabajo concre to. Se colocaba frente al grupo de estudiantes obreros y de cía: — Si yo, por ejemplo, contrato un pintor para que me pinte este muro, ¡éste!, ¡véanlo!, ¡y el hombre viene y echa sólo una mano de pintura y ya!, sólo una mano, entonces eso queda transparente, de modo que se ve el revoque del cemento. Eso es lo que se llama un trabajo abstracto. Pero si, en cambio, el hombre llega y se pone a la obra con sus cinco sentidos y resana y echa la base y luego echa des o tres manos y la pared queda tupida, ¡eso es un trabajo concreto! Me tocó verle una vez, ya en el Llano, mientras pescaba, verlo cómo erfrentaba a un predicador protestante. — De manera ¡ue usted también es Testigo de Jehová — le dijo al pastor.
—¡Cómo no!, para s e rv irlo , — le contestó el otro. —Y dígame usted, ¿ c u á n to s Testigos de Jehová cree que habrá en Colombia? —Creo que hay unos diez mil — le explicó. —Entonces yo no v o y a entrar a esa religión — le dijo mi amigo, recalcando m u ch o en el no. —¿Y por qué? ¿Por q u é no? — dijo el Testigo. A lo cual mi hombre, este sabedor «marxista», dio una respuesta increíble. U n a respuesta que no olvidaré nunca. Le dijo: — ¿Sabe por qué? Porque yo creo que un tipo como Jehová, que necesita tantos testigos, no debe ser de buena fe. Pero los historias suyas, que quiero narrar aquí, especial mente, según mi intención de ilustrar el sentido de las culturas orales en nuestro país, son éstas. El hombre llegó tarde, con un retraso fatal, de dos o tres días, a un taller sobre historia campesina que hacíamos en una escuela política rural. — C om pañero — me dijo— , yo sé lo que he perdido, lo que es una enseñanza suya. Pero, le digo, de puro milagro estoy aquí. Y entonces m e contó la historia en detalle. El hecho era que, sem anas atrás, en sus labores en e l monte, lo había p ic ad o una serp ien te venenosa. — M e picó la verrugosa y usted sabe que eso no tiene
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contra. No ha>/ remedio que valga. Lo único es el rezo. Que lo recen a uno. Por eso allí mismio me hice rezar. Y luego, de la imanera más convincente, añadió: — Sin embargo, óigame, camarada, alllí estaba el proble ma. Porque res;ulta que el rezo hace efecto si uno cree en él. Eso hay que creer. Pero, usted sabe, profe, usted sabe, como yo soy marxista, entonces me cuesta trabajo creer y allí viene el problema. Uno creyendo y no creyendo. De modo que el efecto del rezo se demoraba mucho más. Como dos semanas demoré en curarme. Y he aquí la otra historia. Una mañana viajábamos a hacer leña, en el monte, toda la tropa de talleristas. Y este amigo, como siempre, iba pun teando, en la delantera. De pronto se detuvo en un alto y esperó, como un profeta, con la mano extendida, a que se fuera arremolinando la gente. Estaba señalando con su brazo, mostrándonos a todos una piedra, en realidad una enorme m ole de granito que se alzaba entre la maleza a una altura inusual. — ¿Ven esta piedra? Compañeros, ¿la ven? Y luego añadió sentenciosamente: — ¡Cómo será de vieja esa piedra, camaradas, cómo será de vieja! Porque, yo les digo, los hombres y todos los animales crécenos lentamente, a veces necesitamos diez o veinte años p ira ser del tamaño que nos corresponde. Y luego tenem os a los árboles, que crecen todavía mucho
más diespacio. Ur* árbol que ya llega a su tamaño cumple los cien o los doscientos* años. Y completó así e l sermóin:
—Pero las piedras, compañeros, las piedras necesitan mi les de años para crecer. Yo les digo, compañeros, cómo será dle vieja esa piedra. Quiero contar a h o ra la historia de una de mis mejores amigas, una m édica natural del Chocó que vine a conocer una noche de C orpus, o fiesta de la E ucaristía, en Andagoya, un pueblo en lia desembocadura del río Condoto en el San Juan. Yo había llegado al puerto en las horas de la tarde y quería hablar, de todas maneras, esa misma noche con un grupo de líderes sindicalistas con los cuales tenía concer tada una entrevista hacía tres días. — Va a tener que ser mañana — me dijo la mujer— , por que ya hoy no se puede. Yo no me explicaba cuál podía ser el impedimento para encontrar a los compañeros esa misma noche, tratándose de un pueblo tan pequeño donde todos conocen a todos. P e ro ella me lo explicó. — E sta noche no se puede — me dijo — , porque estamos celebrando el Corpus. E n to n ces yo le pedí mayor explicación. — N o se puede porque este año le to c a la celebración a los d e l sindicato y entonces tilos tienen que hacer de ánimas d e l purgatorio. Si usted juiere, añ ad ió , venga conmigo,
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para que veaique no miento. Vamos allí no más, a la orilla del río, al pas;o de la barca, para q>ue vea que no miento. Y nos pusimos en camino hasta quie llegamos al embarca dero, que no cabía de gente. — Mírelos —ime dijo la mujer— , véalos allí. Y me mostró la barca, un planchón grande, que se balanceaba en la penumbra como a la mitad del río., Luego, poco a poco, se fue acercando la embarcación y entonces se empezaron a divisar los compañeros sindica listas. Eran untos negros absolutos, todos, como sólo se ve en el Chocó, y lucían túnicas blancas talares. — Son las ánimas del purgatorio — me explicó la médica— las ánimas en pena. — Y luego añadió: — Pero usted no sabe, son también las ánimas del río San Juan y del río Condoto, las que traen la lluvia para lavar el oro. Los negros de las ánimas saltaron a tierra y de inmediato arrancó la música de la chirimía y empezó la procesión encabezada por el cura. Tenía razón la médica. No había nada que hacer esa noche, sólo participar en la celebración. Sin embargo, cuando llegamos a dormir, ya tarde, en la posada de ella, yo no le perdoné la clase de botánica. Entonces hablamos largo y cenamos algo hasta que nos venció el sueño. Y antes de ech arn e a la cama le rogué que me in d ican el baño para hacer Jel cuerpo.
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—Es allí — me dijo, abriendo la puerta que daba a un solar cercado y e n pura playa. Yo me organicé como pude en alguna o rilla del descampado favoreciéndome de la noche de luna. Me correspondía dormir en una buhardilla a la cual daba acceso una e sc a lera casi vertical, desde donde le eché una última mirada al pobrísimo mostrador de la tienda con las botellas vacías. Y al otro día, ya entrada la mañana, cuando me apresto a bajar la escalera, me doy cuenta de que la mesa del mos trador está boca abajo y las botellas también boca abajo cuelgan de él. L a verdad, yo no había bebido y tampoco estaba loco. Pero pronto se aclaró todo. La casa estaba inundada, llena, como una piscina, de agua tan limpia que espejeaba el mobiliario. — M aestro — me dijo la médica, que estaba embalconada mirando a la calle— , ¿quiere salir a desayunar? — Pero ¿cómo? — le respondí- . ¿No se da cuenta que estam os inundados? La mujer se rió mientras miraba la tienda en aguas con cuidado. — S e entró el San Juan — dijo— , porque el agua está c la ra . No se entró el Condoto esta vez. ¿Quiere salir, m aestro? Y desde el balcón llamó a alg u ien a gritos y entonces e n tr ó por la puerta del rancho un boga remando una canoa y lle g ó hasta la escalera a recogerm e.
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Más tarde, ya de regreso, iel San Juan estaba saliéndose todo dle la casa y la médicai me propuso que le ayudara a acabarlo de sacar, achicándolo con escobas. Asíí lo fuimos sacando del todo y le ayudamos con baldados de agua de lluvia ide las canecas. Entonces me dio curiosidad! de examinar el servicio sani tario que había usado en el gran solar. Estaba impoluto, perfecto, mejor que un inodoro de sifón. Empezaba ape nas a familiarizarme con una civilización anfibia. Son estas las historias de los sabedores que yo quería contar aquí. Porque con ellas estoy buscando com prom e ter al lector en la naturaleza propia de la cultura colom biana, donde el pensamiento mítico o totalizador no sólo está en el subfondo o en el envés del pensar analítico, del saber letrado, como ocurre en toda cultura, sino que aquí los dos planos se entrelazan y se traslucen el uno entre el otro. Es una cultura compleja o dual, en la cual la magia está a flor de piel, en los mismos poros de la ciencia. Cualquiera de estos «sabedores», que hemos seguido paso a paso, es un personaje que configura la naturaleza pecu liar nuestra. No hay un lindero o una distancia entre lo que es esencial en las culturas del «tiempo total» y las del «tiem po libre». Vuelvo a pensar en la novia del alcaraván, en la hermosu ra de su mensaje. Pero no tengo ninguna duda sobre sus compromisos científicos en el trabajo comunitario. Los conozco bien.
IHe reconstruido escrupulosamente, atando todos los catbos sueltos, mi experiencia con el pastor de almas, el rmilagrero, y no dudo que él, a la vez, tiene un sentido de observación y sistematización envidiable. Durante mucho tiempo me he ido acostumbrando a no explicarme este sincretismio sino, por el contrario, a aprendler de él. Recordemos el texto clásico de Lévi-Strauss, quien dice: El pensamiento mágico no es un comienzo, un esbozo, una iniciación, la parte de un todo que todavía no se ha realizado; form a un sis tema bien articulado, independiente, en rela ción con esto, de ese otro sistema que consti tuirá la ciencia. Y añade: ...en vez de oponer magia y ciencia, sería m e jo r colocarlas paralelamente, como dos m o dos de conocim iento, desiguales en cuanto a los resultados teóricos y prácticos (¡mes, des de este punto de vista, es verdad que la cien cia tiene m ás éxito que la magia, aunque la m agia prefigure a la ciencia en e l sentido de que también ella acierta algunas veces). Testo que culm ina brillantemente con esta imagen: Som bra que m ás bien anticipa a s u cuerpo, la m agia es, en un sentido, com pleta com o él, tan acabada y coherente, en su inm aterialidad, com o es e l ser sólido al que solam ente ha precedido.
Con la circiunstancia de que en nuestras historias, como lo ve el lector, la «sombra» ilumina el «cuerpo». Pensemos en el mejor arte colombiano, el cual expresa profundamente esta dualidad. Recuerdo una vez que caminábamos por la ciudad en compañía de un campesino y nos detuvimos a mirar la ceremonia de inauguración de un edificio público. Enton ces mi compañero de ruta me llamó la atención. — Mire, maestro — me decía— , ¡están bendiciendo esa máquina de allí, mire! Y me mostraba una hermosa escultura metálica de Edgar Negret. Ciertamente era una máquina, pero una máquina de magia a la cual el campesino no le quitaba los ojos. Conocí a Negret muy joven en una casa de campo en Popayán y no puedo olvidar su rabia o su violencia por un intento mío de hacer lógica o de razonar frente al misterio o la magia. Hablábamos recostados sobre el barandal del corredor, mirando al campo. Y de pronto la niebla tupida, blanca, nos cerró totalmente el panorama que ya comenzaba a oscurecer. Luego, poco a poco, muy lentamente empieza a surgir, ante nuestros ojos, una visión de espanto. Parecía como si la niebla se fuera llenando de huecos a través de los cuales se colara la noche. No sé por qué diablos, de qué modo, yo até cabos, razo nando. T enía urgencia de razonar. Ce todas maneras des cifré casi de inmediato el enigma. 96
—Ya sé qué es, y a sé, — dije, casi murmurando. Y Negret gritó enfurecido»: —¡No, no! Es e;so. Es lo que estás viendo. Son agujeros en la niebla Negret no tenía prisa. Podía rescatar to d o el tiempo del hechizo, del estupor, del animismo. Y luego, cuando fuera la hora, viniera la «má quina» esclarecedora de la experiencia, el mecanismo de la razón razonadora. Y esta ha sido su ley y su historia. Este ha sido siem pre su mensaje. Es nuestra cultura dual, biunívoca. Pienso en Botero. Por ejemplo, un cuadro clásico suyo de Jos años sesenta que quiero mucho. El cura párroco está echado en la yerba, haciendo una siesta campestre. Al pie está la montaña, anunciada por los troncos enormes de dos árboles. El misal, tirado en el prado, está abierto. Pero, por favor, observe bien, no es el cura mismo el que está dormitando allí, no es el liomlm- tranquilo, desgreña do, viviente, en la costumbre de su siesta al caloi del sol. Es otra cosa. Es un icono, una imagen. C on la sotana apretada, marrón, con el bonete calado, bien calzado, es un santo de altar, una estatua de porcelana, una cerámica, que usted puede desarmar, que puede zafarle los brazos, la cabeza. Es la visión mágica del cura del pueblo la que está a c o m o d a d a allí en la loma. Pero ante to d o e cuadro es color, e s pintura. 1.a anécdota naufraga totalmente en la sincronía. El cura es rubicundo, radiante, y e l altar donde está depositado, la pradera, es in ten sam en te vetde. «>7
Sim embargo, yo creo que la expresión artística mías totali zadora de esta cultura dual colombiana no es;tá en la plástica y ni siquiera en el teatro, sino en la wovela. Y pienso, sobre todo, en tres novelas de frontera: Miaría, La Vorágine y Cien años de soledad. Crieo que por eso han dejado de ser lugareñas, por razón de su autenticidad. Eso lo aprendí en relación con la obra de Jorge Isaacs. Alguna vez, en una escuela de Santiago de Chile encontré que una maestra estaba leyendo con los muchachos el célebre episodio de la cacería del tigre en la novela M a ría. Entonces me pareció pertinente congratularla y le dije que, de alguna manera, este era un «homenaje a Colom bia». Pero la educadora no entendía para nada mi reacción. En primer lugar, me confesó que ella nunca se había imagi nado que el libro fuera colombiano. — ¿De verdad es colombiano?, — me repetía. Tampoco que fuera chileno. Sólo le interesaba que era un buen libro de lectura para su trabajo con los niños. En segundo lugar, me dijo algo que me dejó desconcerta do: — Yo sí sé, de seguro, por ejemplo, que el Qu jote es español, pero nunca me imaginaría que le estoy haciendo homenaje a España porque leemos ese libro con ios mu chachos. Después de esta lección de una maestra de escuela chilena tengo mucho cuidado al hablar sobre estos tópicas. Por
ejemplo, n o volví a usar aquella muletilla mía según la cual la v e rd a d e ra capital de Colombia es Macondo. El privilegio de estas tres novelas es que dejaron de ser de aquí, de s e r «nacionales» precisamente porque rescatan la naturaleza peculiar, la autenticidad de nuestra cultura. El conde L e ó n Tolstoi decía por allí, palabras más, pala bras menos: «Conoce tu aldea y descubrirás el mundo». Recuerdo h a b er leído la impaciencia de José Eustasio Rivera porque la magia en la leyenda de su novela despla zaba su denuncia al mundo del crimen de lesa humanidad que fuera la em presa de los caucheros en la selva tropical. El poeta buscaba la requisitoria de las compañías de seringueros y la crítica encontraba ante todo el mito en la novela. Rivera no se daba cuenta de que las «verdades» de La Vorágine eran mucho menos duraderas que sus «menti ras», que el mundo de las cosas allí fuera tan pasajero y el m undo de la «sombra» de las cosas, de los símbolos, tan duradero. Por eso su obra, de principios de siglo, va a influir fuerte m ente en el auge posterior de la novelística latinoameii cana. ¿Y q u é decir de Cien años de soledad? R ecuerde usted al penúltimo d e los Aurelianos de esta novela. A este sátiro, enorm em ente incestuoso, que en g e n d ra el Aureliano cola de cerd o , con quien se acaba la esp ecie. Era toda la magia de M acondo. Y sin embargo era é l, a la vez, un representante innegable de nuestra c i e n c i a académica, la de la llam ad a «A tenas Suramericana». Porque c o n v ersab a a menudo, a solas,
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con los espíritus de la más remota antigüedad clásica, porque amaba las lenguas muertas, ell griego antiguo, el latín y, sobre todo, porque había reconstruido perfecta mente la hisltoria de su propio pueblo, pero en clave, de manera que nadie pudiera entenderla. Si uno quiere explicarse la trascendencia de estas novelas quizás tenga que pensar en algunos elementos que carac terizan la formación posible de una cultura nacional co lombiana. Una de ellas es la permanencia de grandes conglomerados de las más diversas culturas orales, indígenas o mestizadas, que resistieron por siglos enteros la amenaza de la «civili zación», sin que sus dioses alcanzaran a ser derribados de los altares. Nos referimos a los inmensos territorios de frontera: al suroriente la Amazonia y la Orinoquia, escenario de La Vorágine-, al occidente el litoral Pacífico, escenario histó rico de María, y al norte el litoral Caribe, de Cien años de soledad. Fue de esa manera, en la geografía, como se organizó originalmente la dualidad cultural, en su peculiar modali dad colombiana. En el centro andino, el pequeño «país de ciudades», con la circunstancia de que en él está concen trada la inmensa mayoría de la población. En la periferia, el mundo de las aldeas, los interminables reservorios de aguas vivas, n u y dispersas, de las culturas orales, tanto de colonos blcncos o mestizos migrantes como de comu nidades indias autóctonas. En el interior, la urbanización, donde se definen cada vez más las formas de «cultura del tiempo libre», con su
ruptura dramáítica entre «estudio» y «recreo» para los niños, entre «tirabajo» y «deporte» para los adultos. Don de el «fútbol ern la calle» por fin logra empezar a imponer su legalidad em la reglamentación oficial de las llamadas «ciclovías». En el centro amdino, la «civilización», es decir, la «cultura de ciudad», en la cual el espacio privado es dominante y la arquitectura mira cada vez más hacia adentro de la casa. Donde la vivienda es el refugio contra el infierno del espacio público, de la calle. En la frontera, la cultura de los «pueblos», donde la arquitectura mira hacia afuera y el espacio público es la vida de la gente y las puertas están siempre abiertas y la privacidad está toda comprometida y atormentada por la comidilla aldeana, toda asaltada por el chisme, que es la materia prima del mito. Ahora bien, el proceso inicial de «difusión cultural», por medio del cual estos dos espacios sociales, estas dos «Colombias», la del interior andino y la de las fronteras, empiezan a encontrarse, a fusionarse, dando lugar a una «cultura nacional», ese prim o proceso es, de una parte, un hecho tardío, que lia dejarlo a sen la i mucho, por siglos e n te ro s, el agua; que ha p e rm itid o d e lin ir muy profundam ente las diferencias culturales. De otra parle, es algo originado en un espacio externo a Colombia, al país en su co n ju n to algo como una catástrofe que le viene desde afuera. En la frontera G ribe son las plantaciones de banano, e s el im perio de la U üted Fruit. En la frontera amazónica es la explotación d e l :aucho natural, b a jo el imperio de la ( asa Arana.
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w García Márquez presienta la aldea, su gente, su habitat, deshecha, arrastrada com o «hojarasca» por el ve:ndaval. José Eustasio Rivera asume el conflicto más directam en te: es Lm Vorágine, el remolino arrollador. En tiempos de la obra de Jorge Isaacs, cuando la «fiebre del tabaco» había sacudido al país, apenas si se anuncia ban las hazañas de la «nueva conquista». La quie abre dolorosam ente el cam in o al en cu en tro de la s dos Colombias. Será mucho más tarde, ya entrada la segunda mitad de este siglo, cuando la difusión cultural que integra la fron tera y el interior entra en un segundo proceso, cuando ella toma un cauce nacional propio, con el auge de las «colo nizaciones armadas». De pronto, quién sabe, esta nueva historia de difusión cultural, llevará a otro ciclo de novelas trascendentales. De todos modos, y eso no se puede negar, Alfredo Molano ha venido desbrozando el camino, abriendo las trochas iniciales. Pero las catástrofes de la «nueva conquista» del país, la de principios del siglo XX, tales como la del caucho o la del banano, hicieron en nuestros grandes novelistas el efecto de erupciones volcánicas. Rompieron la sedentaria corte za sedimentada de las culturas aldeanas de frontera y sacaron a la superficie, como lava ardiente, toda la migia, todo el pensamiento onírico o mítico. Pienso que este es el prirner balance o el punto de pa tida en la formación posible de una cultura nacional colombia na
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---------------------------------------C olección
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M e s a R edonda
1. INVESTIGAR PARA CAMBIAR Un enfoque sobre investigación acción | participante Jorge ^Murcia Florián
2.
PENSAVR y ACTUAR Un encoque curricular para la educación integral Clara fr a n c o de Machado
3.
4.
9.
ÉTICA Y EDUCACIÓN Aportes a la polémica sobre los valores Autores varios
10. INVESTIGACIÓN TOTAL La unidad metodológica en la investigación científica Hugo Cerda
RÉGIMien DISCIPLINARIO DOCENTE APLICADO Defensa, pruebas, procedimiento, tipicidaid
11. ENSEÑANZA DE LA HISTORIA A TRES NIVELES
Pablo ¿Julio Poveda Veloza
12. SEXUALIDAD Y EDUCACIÓN Abriendo caminos
INTERROGAR 0 EXAMINAR Un enfoque sobre la evaluación en el medio educativo Juvenai Nieves Herrera
5. CRÓNICA DEL DESARRAIGO Historiq de| maestro en Colomhln Alberto Martínez Boom Jorge 0. Castro, Carlos 1 Noguera
Darío Betancourt Echeverry
Autores varios
13. MAESTROS, ALUMNOS Y SABERES Investigación y docencia en ni nula Eloísa Vasco M
14 l A 1)1 MOCRACIA FS UNA OBRA lil Alt ti Humberto Mnlumen
6.
BIOGRAFÍA DEL PENSAMILN10 Estrategias para el desarrollu Un ln inteligencia M ig ue l de Zublría, Julián de Zublrla
7.
SABER PEDAGÓGICO Una visión alternativa R ó m u k Gallego Badillo
8.
V.
PROMOCIÓN AUTOMATICA Y ENSEÑANZA DE LA LECTCFSCRITURA R o d o io Posada A., Carmelina Paba
15. CORRIENTES CONSTRUCTIVISTAS De los mapas conceptuales a la teoría de la transformación Intelectual Royman Pérez, Rómulo GallegoBadillo
16. CÓMO ELABORAR PROYECTOS Diseño, ejecución y evaluación de proyectos sociales y educativos Hugo Cerda
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