La crisis del estado y los actores políticos y socioeconómicos socioeconómicos en la Argentina (1989-2001)
Ricardo Sidicaro
EUDEBA
Buenos Aires
Este material se utiliza con fines exclusivamente didácticos
ÍNDICE Introducción ........................................................................................................................................... 7 Capítulo uno El Estado intervencionista argentino: los actores de su formación y de su crisis Sobre la crisis del Estado ........................................................................................................... 9 El Estado intervencionista en la Argentina .............................................................................. 16 La primera etapa del intervencionismo estatal: 1930-1955 ..................................................... 18 La crisis del Estado y la profundización del intervencionismo: 1955-1976............................. 23 La dictadura militar y la desarticulación estatal ...................................................................... 27 El cuarto período y las consecuencias del debilitamiento de las capacidades estatales para la democracia (1983-89) .................................................................................... 34 Capítulo dos El neoliberalismo menemista y la profundización de la crisis estatal De la identidad peronista tradicional a la gestión neoliberal ................................................... 40 La década menemista: neoliberalismo y globalización ........................................................... 43 Capítulo tres La crisis del Estado, del “modelo” y de la Alianza La Unión Cívica Radical ......................................................................................................... 55 El Frepaso ................................................................................................................................ 58 Los dos primeros años de la Alianza en el gobierno ............................................................... 60 Conclusiones provisorias .................................................................................................................... 69 Bibliografía citada .............................................................................................................................. 81
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INTRODUCCIÓN La estabilidad democrática, el crecimiento económico y el bienestar social de la población fueron alcanzados en los países que lograron esas metas siguiendo vías distintas. Los factores y actores que intervinieron en cada una de esas experiencias nacionales presentaron rasgos en común y aspectos específicos que otorgaron a sus acciones y creaciones la característica de no ser fácilmente reproducibles en otras sociedades. La propuesta de modelos a imitar se convirtió, sin embargo, en un argumento recurrente en aquellos países o regiones que buscaban evolucionar en la misma dirección que los más modernos o desarrollados. Así, las comparaciones ingenuas se mezclaron con las confusiones y propagandas interesadas y se impulsaron muchos experimentos de cambios sociales, luego malogrados. A la hora de los balances se hicieron, seguramente, más aceptables las preguntas sobre las propias particularidades históricas, los componentes estructurales, los funcionamientos de las instituciones estatales, las trayectorias de los actores políticos y socioeconómicos predominantes y las relaciones de poder entre ellos, el lugar del país en el concierto mundial, y acerca de muchos otros temas imprescindibles para un abordaje explicativo sistemático, ignorados en los momentos de debate y de lucha política e ideológica. La metáfora ferroviaria que supone la existencia del “tren de la historia” y el riesgo de perderlo por dudar y discutir en lugar de “tomar decisiones urgentes” suele ser un componente clásico de las aludidas situaciones. En el caso argentino, en los últimos doce años los gobiernos llevaron adelante una serie de reformas políticas, económicas y sociales de carácter neoliberal cuyo objetivo explícito era transformar totalmente el modo de funcionamiento de la economía interna y lograr una mayor inserción en los procesos de globalización. Ahora la metáfora era de orden planetario: “la Argentina se arriesgaba a quedar afuera del mundo”. Sin duda, la perspectiva que dará el paso de los años ofrecerá nuevos elementos y permitirá depurar apreciaciones. Sin embargo, no es necesaria esa prudencial distancia temporal para analizar las condiciones en que se desarrollaron las mencionadas experiencias de cambio social y político y sus consecuencias inmediatas. Obviamente, la búsqueda de nuevos sentidos y significados estará siempre abierta e investigaciones futuras harán mejor lo que hoy nos proponemos, ya que contarán con más informaciones empíricas y dispondrán de más contribuciones para confrontar hipótesis e interpretaciones. Las preguntas que organizan nuestra indagación ponen en relación tres conjuntos de esferas de conocimientos: 1) El debilitamiento o crisis de las capacidades estatales. 2) Las características de los actores políticos y socioeconómicos predominantes durante el período estudiado. 3) Las relaciones de poder que llevaron a la adopción y mantenimiento de las políticas neoliberales . Al situar en el centro de nuestro estudio la combinación entre las condiciones estatales y las acciones de los actores políticos y socioeconómicos predominantes dejamos fuera del recorte analítico un amplio conjunto de temas cuya importancia no ignoramos. Algunas de las cuestiones no incluidas, sin embargo, entrarán en esta indagación en la medida que sus efectos sean relevantes para la mejor inteligibilidad de las relaciones a las que acordamos prioridad.
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CAPÍTULO UNO. EL ESTADO INTERVENCIONISTA ARGENTINO: LOS ACTORES DE SU FORMACIÓN Y DE SU CRISIS Sobre la crisis del Estado Definir qué entendemos por crisis del Estado supone delimitar previamente el ámbito teórico en el que se inscribe el concepto. Max Weber planteó una caracterización adecuada de las funciones de los estados modernos: “Lo que actualmente estimamos como funciones básicas del Estado –el establecimiento del derecho (función legislativa), la protección de la seguridad personal y del orden público (policía), la defensa de los derechos adquiridos (justicia), el cuidado de los intereses higiénicos, pedagógicos, políticos-sociales (las diferentes ramas de !a administración) y especialmente la enérgica protección organizada dirigida hacia afuera (régimen militar)–, todas estas cosas no han existido antes en absoluto o no han existido en forma de disposiciones racionales....” (Weber, 1999: 664). Esta breve, y sólo en apariencia descriptiva, presentación de los aspectos centrales del Estado se encuentra profundizada en otros textos del citado sociólogo alemán. Las consideraciones weberianas sobre la burocracia estatal y sobre la racionalidad y la eficiencia de su acción, remiten a las estructuras organizativas que desempeñan las funciones públicas mencionadas. La aspiración de los estados de disponer del monopolio de los medios de violencia legítimos, la más conocida de las dimensiones estatales del pensamiento de Weber, pertenece a las referidas funciones policiales y militares. Las investigaciones weberianas sobre el derecho y el equilibrio de la justicia moderna se vinculan directamente con las expectativas de los individuos que operan en la sociedad civil y con sus comportamientos. En relación con nuestro tema, los desempeños estatales previsibles, calculables y racionales, aparecen en el fundamento de las sociedades modernas, sin cuya presencia las instituciones pierden validez y legitimidad ante la población, provocando la multiplicación de iniciativas contrarias a las leyes y debilitando la cohesión del tejido social. En las dimensiones de la práctica estatal planteadas por Weber se incluyen, naturalmente, aquellas referidas a las obligaciones de los individuos con respecto al Estado. A las dedicadas de recaudar impuestos las vincula con el mejor funcionamiento del capitalismo moderno: “El Estado con sistema puro de contribuciones en dinero, con administración propia en la recaudación (y sólo limitada a ésta) y con apelación a servicios personales sólo para fines políticos y judiciales, ofrece al capitalismo racional, orientado por el mercado, las probabilidades óptimas.” (1999: 163). En la capacidad de recaudación tributaria de los estados modernos y el carácter equitativo de los impuestos se encuentran, a la vez, las condiciones para financiar la realización de sus objetivos y asegurar el cumplimiento de sus metas generales y especificas, estimulando así el desarrollo de la economía privada. Desde la perspectiva conceptual expuesta, cabe definir la crisis del Estado a partir de distintas dimensiones empíricas que manifiestan la pérdida o debilitamiento de las capacidades políticas, burocráticas y administrativas necesarias para realizar normalmente las funciones sistematizadas en la caracterización de Weber. En las funciones legislativas se puede observar la crisis cuando se deteriora el respeto a la división de poderes o cuando los cuerpos legislativos revelan escasa racionalidad e idoneidad. La función de la justicia evidencia su crisis cuando pierde autoridad para preservar la defensa de los derechos adquiridos. La crisis de las funciones estatales de policía se reconocen en la declinación de los niveles normales de protección de la seguridad de las personas, de la propiedad y del orden público. Las funciones de los estados encargadas de la salud, la higiene pública, la educación, la política social, para limitarnos a la enumeración weberiana, por cierto ampliable, registran crisis al no alcanzar las metas estimadas, legal y socialmente, como normales. La incapacidad burocrática de control aduanero y migratorio, umbral material mínimo de delimitación de la soberanía nacional, es otra palmaria expresión de crisis estatal. La desorganización de las capacidades militares para la defensa del territorio, por falta de formación de las burocracias especializadas o por la existencia de procesos de politización que conducen a la declinación de la autoridad y del debido cumplimiento de órdenes, es otra patente evidencia de crisis del Estado. Finalmente, la crisis estatal en materia de recaudación fiscal la indican los porcentajes de evasión tributaria y la ausencia de sanciones al respecto. Las situaciones de crisis del Estado presentan entre sus datos observables más simples el hecho de que algunas de las funciones no realizadas por los aparatos burocráticos públicos pasan a ser asumidas por actores o asociaciones permanentes o temporarias creadas en la sociedad civil. Uno de los ejemplos más elocuentes lo propuso Max Weber a propósito del problema de la seguridad. Con gráfica y desencantada ironía, se refirió a las prácticas de la camorra en Italia del sur y de la mafia en Sicilia, y recordó 4
“manifestaciones que me hizo[...] un fabricante napolitano, ante mis dudas sobre la eficacia de la camorra en la vida de los negocios: “Signore, la camorra me prende x tire al mese, magarantisce la sicurezza; lo Stato me ne prende dieci volte tanto et garantisce niente” (1999: 160). Los problemas fiscales del Estado, con el crecimiento de sus gastos y de su personal, constituyen una cuestión típica que enfrentaron la mayoría de las sociedades modernas: Carlos Marx buscó formular una relación entre el crecimiento de los gastos estatales y los conflictos sociales. Al respecto, sostuvo: “El Estado burgués no es otra cosa que un pacto de mutua seguridad de la clase burguesa en contra de sus miembros tomados individualmente y en contra de la clase explotada; esta seguridad se vuelve fatalmente cada vez más costosa, y en apariencia, cada vez más independiente frente a la sociedad burguesa, ya que a medida que transcurre el tiempo se hace más difícil sujetar a la clase explotada....” (Marx, 1850 en Rubel, 1974: 281). Marx anunciaba el desarrollo de los problemas fiscales de los entonces incipientes países industriales y su explicación se centraba en la labor de los aparatos estatales para defender la perdurabilidad del sistema económico capitalista. En esta interpretación teórica, el Estado desempeñaba funciones de “capitalista colectivo” protegiendo los intereses más generales de los sectores económicos dominantes. Es interesante señalar que esas tareas de mantenimiento del orden social suelen ser consideradas por los propios beneficiados, en su rol de contribuyentes, como gastos innecesarios, pues asocian sus impuestos con “la voracidad de los gobiernos y los despilfarros de los políticos”. Esa perspectiva crítica se limita a ver una parte de la realidad: los actores que dirigen las instituciones estatales se benefician si éstas tienen más recursos económicos. Al respecto, Jon Elster destaca la contradicción objetiva que existe entre los estados que tienen interés en aumentar los impuestos y la meta prioritaria de los empresarios, que es maximizar las ganancias (Elster, 1992: 150-160). Desde un enfoque neo marxista, que incorpora elementos de análisis weberianos, James O'Connor (1973) sostuvo que los estados modernos preservan su propia legitimidad y la de los sistemas económicos capitalistas cuando desarrollan acciones dirigidas a mejorar las condiciones de vida de los sectores menos beneficiados o marginados de la población. La tesis de O'Connor la resumió Gustavo Gozzi diciendo: “La intervención del Estado, que usualmente asume primero la tarea de una mera garantía formal del funcionamiento de la competencia mercantil y posteriormente la de preparar políticas económicas claramente dirigidas a favorecer la valorización del capital, plantea contradicciones difícilmente superables: la orientación pública a favor de la acumulación trae consigo el problema de la legitimación de tal intervención. O’Connor distingue en esta acumulación y legitimación las dos funciones que deben presidir toda acción pública.[...] Según O’Connor la crisis de legitimación se presenta como crisis fiscal del Estado, o sea como incapacidad de la autoridad política para afrontar la contradicción emergente de los intereses del gran capital frente a los de la fuerza del trabajo marginal existente dentro del cuerpo social. El gasto público no logra proveer, a causa del abismo creciente entre egresos requeridos e ingresos insuficientes, la erogación de recursos para satisfacer las demandas de un conjunto cada vez más amplio de sujetos, cuya reproducción social puede ser confiada solamente a la expansión de los gastos sociales por parte del Estado” (Gozzi, 1988: 103). Siguiendo la argumentación de O’Connor, en la medida que el Estado pierde capacidad para cumplir debidamente con las funciones de legitimación se hacen más notorias sus acciones favorables a la acumulación de capital en beneficio de los sectores sociales económicamente más poderosos. En esas situaciones, es usual que junto con el debilitamiento de la integración social, las protestas de los perjudicados aumenten y, en respuesta, se incremente la represión estatal y se deteriore la legitimidad del orden social y la del propio Estado. El vínculo entre las dimensiones estatales y el desarrollo de un empresariado moderno fue caracterizado con conceptos precisos por Weber: “Históricamente, el progreso hacia lo burocrático, hacia el Estado que juzga y administra conforme a un derecho estatuido y a reglamentos concebidos racionalmente, está en la conexión mas íntima con el desarrollo capitalista moderno. La empresa capitalista moderna descansa internamente ante todo en el cálculo. Necesita para su existencia una justicia y una administración cuyo funcionamiento pueda calcularse racionalmente, por lo menos en principio, por normas fijas generales, con tanta exactitud como puede calcularse el rendimiento probable de una máquina” (1999: 1061-62). Weber ligó en esa relación ideal típica al Estado con la formación de empresarios modernos sin ignorar que las realidades históricas se apartaban de esa matriz conceptual. Así, la previsibilidad racional de la acción estatal aparece como la condición para la estructuración de conductas empresarias igualmente racionales. Sin esa modalidades de Estado, sostiene Weber, nos encontramos con otras formas de capitalismo, “el capitalismo del comerciante y del proveedor del Estado y todas aquellas modalidades del capitalismo prerracional conocidas en el mundo desde hace cuatro milenios y, en particular, el capitalismo de aventureros enraizado sobre todo como tal en la política, el ejercito y la administración” (1999: 1062). La teoría weberiana permite definir a los empresarios modernos como sujetos interesados en lograr el mayor nivel de ganancias posible 5
pero cuyos métodos y estrategias se encuentran condicionados por los límites impuestos por la racionalidad de las instituciones estatales. En consecuencia, el debilitamiento de la previsibilidad racional del Estado favorece la aparición generalizada de las conductas propias del “capitalismo aventurero enraizado en la política”. Las perspectivas teóricas weberianas se encuentran en los fundamentos de las corrientes sociológicas que volvieron a destacar, en los años recientes, la necesidad de vincular las características de las instituciones estatales con los estilos de desarrollo de los procesos económicos y sociales. Margaret Weir y Theda Skocpol, en un análisis comparativo de las respuestas estatales dadas por los países centrales a los efectos de la crisis de los años treinta, formularon una buena síntesis sobre la relación entre las características de las estructuras institucionales y las políticas de los gobiernos, señalando: “Si una estructura estatal no proporciona los 'instrumentos jurídicos' existentes o los prevé prontamente, para poner en marcha una línea de acción dada, no es probable que los funcionarios del gobierno los busquen, y que los políticos que aspiran a un cargo los propongan. Al contrario, es bastante probable que los funcionarios del gobierno (y los políticos aspirantes) adopten iniciativas nuevas, posiblemente a la cabeza de las demandas sociales, si se pueden adaptar fácilmente a las capacidades del Estado para hacer cosas que les aportan ventajas en sus luchas con fuerzas políticas competidoras” (Weir y Skocpol, 1993: 96). Sobre estas cuestiones, han sido pioneros, entre otros, los aportes de Peter Evans, Dietrich Rueschomryer y Theda Skocpol (1985) y de Pierre Birnbaum (1982a, 1982b, 1984), en la profundización de los estudios teóricos y comparativos sobre la articulación Estado-sociedad. En términos generales, puede afirmarse que el reconocimiento social del Estado y de la idoneidad de las burocracias públicas es un factor decisivo para ejecutar con éxito cualquier tipo de iniciativa gubernamental. Dicho de otro modo, los proyectos gubernamentales se llevan a la práctica incorporando, o reflejando, las condiciones objetivas correspondientes a las capacidades estatales disponibles. Los recursos burocráticos, presupuestarios y técnicos de los estados imponen límites a los actores a cargo de la dirección política de los gobiernos. Estos límites no son captados habitualmente por dichos actores y al respecto cabe observar que la relación un tanto fetichista que los partidos políticos o los candidatos tienen con sus aspiraciones de poder tiende a evitar la referencia a las debilidades de los aparatos estatales que pretenden alcanzar. Así, el fenómeno de estadolatría, como lo denominaba Nicos Poulantzas (1969), se convierte en un obstáculo para pensar la realidad de las crisis de las capacidades estatales, cuyas consecuencias los dirigentes políticos captan una vez instalados en sus “deseados” (y deficientes) puestos de gobierno.
El Estado intervencionista en la Argentina Nuestra indagación sobre el caso argentino centra, fundamental si bien no exclusivamente, su atención en las funciones socioeconómicas del Estado, razón por la que sólo haremos referencias secundarias a las dimensiones de la crisis de las capacidades de los aparatos estatales en otras esferas importantes pero no incluidas en el recorte analítico propuesto. En consecuencia, no nos ocuparemos de temas tales como la educación, el desarrollo regional, el desenvolvimiento científico, la seguridad urbana, etc; en los que las falencias de la acción estatal son notorias. Sin duda, se justificaría plenamente observar que cabría asignar un espacio privilegiado al deterioro del sistema judicial, aquí abordado de manera tangencial aún cuando esto no supone ignorar la importancia de sus efectos para los temas de nuestro análisis. Emplearemos la noción actores socioeconómicos predominantes para referirnos, según las distintas etapas, a diferentes sectores empresarios o intereses económicos cuyas actividades y estrategias afectaban decisivamente las orientaciones y la evolución del sistema económico nacional. En cada una de esas etapas las configuraciones internas y los vínculos con la sociedad de los referidos actores no fueron similares. Lo mismo sucedió con las características de las relaciones políticas que mantenían con los aparatos estatales y con los gobiernos. Las críticas al Estado, fueron muy frecuentes en la opinión pública en las últimas décadas, y expresaron al descontento de muchas personas que en algún momento se sintieron mal atendidas en reparticiones estatales o que sufrieron perjuicios por su deficiente funcionamiento y padecieron la frialdad de lo que Max Weber (1999: 179) definía como “la dominación de la impersonalidad formalista: sine ira et studio, sin odio y sin pasión, o sea sin amor y sin entusiasmo” de la burocracia. No es sorprendente que esos puntos de vista de los ciudadanos comunes se articulasen ideológicamente con las visiones y argumentaciones ideológicas más interesadas, que predicaban la conveniencia de disminuir las esferas de intervención del Estado y defendían los intereses de los actores socioeconómicos predominantes. Las luchas ideológicas en torno al problema de la génesis del intervencionismo estatal y sobre las causas de su falta de eficiencia ocuparon una parte considerable de las discusiones políticas de las últimas décadas. Así, el tema 6
estatal se hiperpolitizó y eso influyó en el menor desarrollo de los estudios sobre su evolución por parte de las ciencias sociales, si bien se dispone de textos dedicados a períodos o a aspectos puntuales. Sin duda, esas vacancias no facilitan el análisis que realizaremos, cuyo género se sitúa, parafraseando a Charles Tilly, en las grandes estructuras y en los procesos amplios, aún cuando no faltarán las referencias a decisiones puntuales y hechos ilustrativos. Por regla general, en los debates acerca de los problemas relacionados con el Estado se habla directa o indirectamente sobre otros dominios de la vida social. Las propuestas y los proyectos en discusión no son exclusivamente iniciativas de ingeniería institucional o de ciencias de la administración. En el plano estatal se cristalizan las anteriores y presentes relaciones de fuerza entre los actores sociales existentes en una sociedad y cuando se proponen cambios de sus estructuras legales y administrativas se está planteando una lucha de poder para modificar sus orientaciones inmediatas y futuras . Lo que pueden parecer debates técnicos sobre las instituciones son, en realidad, la expresión de conflictos de intereses que involucran muchos más aspectos que los explícitamente enunciados. Es decir, los diagnósticos sobre la situación estatal están asociados a concepciones sociales, políticas y económicas, e invariablemente aconsejan cambios en las legislaciones y el funcionamiento burocrático cuyas consecuencias no resultan socialmente neutras.
La primera etapa del intervencionismo estatal: 1930-1955 Las primeras instituciones de regulación de la economía que dieron origen al moderno Estado intervencionista argentino se establecieron en el año 1930. Se abrió entonces una etapa, que abarcó hasta mediados de la década del cincuenta, en la cual la tendencia a la ampliación de las capacidades burocráticas del Estado prevaleció sobre las manifestaciones iniciales de sus crisis. El desarrollo de una mayor racionalidad burocrática y de modos de acción propios de las gestiones modernas de los asuntos públicos registraron en esos veinticinco años avances notables, inspirados en lo que al respecto se hacía en los países más avanzados. El intervencionismo de los años treinta se propuso preservar los intereses de los grandes propietarios rurales que buscaron, por medio de esas innovaciones institucionales, descargar sobre otros sectores sociales las incidencias de la crisis mundial. Superadas las consecuencias del disloque del comercio internacional, los mecanismos intervencionistas no fueron suprimidos y se mantuvieron las ideas favorables a la entonces llamada “economía dirigida”. La formación de personal burocrático fue alentada por los dirigentes de los partidos conservadores que accedían y se mantenían en el control de los gobiernos por medios no democráticos. Desde mediados de los años cuarenta, los peronistas buscaron reforzar sus posiciones de poder mediante la expansión del intervencionismo estatal en lo económico y la creación de nuevas legislaciones y organismos dedicados a realizar funciones orientadas al desarrollo industrial y a mejorar las condiciones de vida de los sectores asalariados y, en general, de la población más pobre. El fraude electoral de la época conservadora y el liderazgo carismático de Perón con sus movilizaciones plebiscitarias, fueron los principales factores que menoscabaron la racionalidad estatal y que deterioraron la autoridad y la legitimidad de las instituciones en formación. Las preferencias partidarias en el reclutamiento de los miembros de la administración pública, los favoritismos en las decisiones oficiales y las confusiones entre partidos, gobiernos y Estado, violaron en ambos casos los procedimientos democráticos. Tampoco fueron respetadas las divisiones de poderes ni la Justicia fue ecuánime. Pero si se consideran los aspectos relacionados con el desarrollo de las capacidades del Estado y de regulación legal de esferas de la vida económica y social, tanto la gestión de los conservadores como de los peronistas fueron pioneras en la fijación de normas y de organizaciones burocráticas destinadas a perdurar mas allá de sus respectivos desplazamientos de los gobiernos. Con sus diferencias y similitudes, ambos casos se asemejaron a otras experiencias nacionales en las que se escogieron vías no democráticas o semidemocráticas de construcción del Estado intervencionista. La desarticulación de la economía mundial iniciada en 1929 clausuró el ciclo de inserción fácil de la producción nacional en los mercados internacionales. El ensayista Raúl Scalabrini Ortiz sintetizó el espíritu reinante en los años precedentes: “Hasta 1929 la República Argentina vivió confiada en la ilimitada magnitud material de su porvenir. El futuro constituía una certidumbre que se cotizaba en el mercado de valores. Pueblo y gobierno flotaban en optimismo de opulencia, alejado de toda posibilidad de análisis. Nadie esperaba poseer los frutos del trabajo para gozarlos. Se los gozaba de antemano, mediante hipotecas, adelantos bancarios y prestamos de toda índole. Considerábamos que lo venidero era tan nuestro que nadie podría arrebatárnoslo, y por eso le dábamos validez de actualidad. Aunque irracional, había cierta continuidad lógica en esa actitud, porque nuestra actualidad era tan inconsistente, como lo por llegar aún,” (Scalabrini Ortiz, 2001: 11). El citado autor captaba bien la opinión y los sentimientos generalizados en la 7
población, pero los presagios de futuros difíciles y de la necesidad del intervencionismo estatal en la economía eran, desde hacía tiempo, tema de discusión en los altos círculos de poder. Con la primera guerra mundial resultó notorio para los grandes propietarios agrarios que la reproducción y ampliación de sus intereses requería la intervención activa del Estado. El retorno de la paz internacional postergó, en parte, esas demandas de acción oficial en la economía. Muy pronto se elevaron nuevos pedidos de intervención a los poderes públicos provenientes de los productores de ganado que querían contrarrestar la desigual fuerza de negociación de los frigoríficos extranjeros mediante mecanismos estatales para fijar precios “justos” para la carne vacuna. Antes de la crisis de los años treinta, había, pues, una relativa maduración de las ideas que permitieron, junto con la observación de los ejemplos de las instituciones de regulación de los países centrales, la rápida puesta en marcha los nuevos organismos intervencionistas. El rediseño estatal comenzó con el control de cambios y siguió desde allí en más una lógica muy coherente. Se crearon varías juntas reguladoras de diferentes producciones, se suscribió un importante pacto comercial con Gran Bretaña para asegurar las exportaciones de carne y se establecieron muchos otros mecanismos del denominado “intervencionismo defensivo”. Los dirigentes políticos conservadores encontraron en el Estado intervencionista un medio para preservar y ampliar sus propios intereses, asegurarse apoyos sociales y colocar a los séquitos partidarios en puestos públicos. La Argentina entró por la acción de los gobiernos conservadores en un estilo de desarrollo burocrático similar al de muchos otros países que, bajo diferentes tipos de regímenes políticos, transformaban las relaciones de los estados con las sociedades. A comienzos de la década de 1940 las corporaciones que expresaban a los principales sectores socioeconómicos plantearon frecuentes y duras protestas contra el intervencionismo económico, estimando que respondía a los intereses de los partidos conservadores y de las burocracias públicas. A pesar de esa oposición, las orientaciones estatales no fueron modificadas (Sidicaro, 1996). Con la segunda guerra mundial se fortalecieron las ideas y las medidas favorables al intervencionismo estatal y, al respecto, la continuidad entre la administración conservadora y el régimen militar que la sucedió fue evidente. Durante el gobierno de las fuerzas armadas iniciado en 1943, la acción del Estado en la economía se incrementó y se impulsaron nuevas medidas e instituciones para intervenir en las relaciones entre empresarios y asalariados. Frente a esas iniciativas sociales, fracasaron las protestas de las corporaciones patronales cuyo grado de movilización y compromiso público alcanzaron umbrales desconocidos hasta entonces. Sin duda, el intervencionismo del Estado en el plano de las relaciones laborales fue la innovación mas significativa de esos años. En el decenio peronista las regulaciones económicas y sociales se fundaron explícitamente en principios ideológicos que identificaban la acción del Estado con la defensa de la nación. La actividad estatal apuntó a no dejar casi ningún área de la vida social fuera de la influencia burocrática o de la dirección de los poderes públicos. Las nuevas reglamentaciones laborales, los mecanismos de transferencias de intersectoriales de ingresos, los sistemas oficiales de crédito, los controles de precios, la nacionalización de los servicios públicos y el desarrollo de empresas estatales, fueron formas de intervención cuyos efectos cambiaron aspectos centrales de la dinámica de la economía. Las corporaciones empresarias tradicionales conocieron una merma significativa de reconocimiento e influencia política, pero, adoptando estrategias disímiles, la tendencia general consistió en tratar de adaptarse y encontrar la mejor convivencia posible con el gobierno. De los conflictos iniciales se pasó a la colaboración con las autoridades, que en el plano corporativo se plasmó en la formación de una entidad patronal organizada desde el Estado, la Confederación General Económica, a la que se incorporaron casi todas las asociaciones empresarias de la época. El primer período del Estado intervencionista se cerró al decidir una parte de la burocracia militar revelarse contra el gobierno peronista, iniciativa que fue bien recibida por los principales sectores empresarios. Los conflictos por la orientación de las decisiones estatales quebraron muy pronto la unidad de ese precario acuerdo generado en reacción al régimen desplazado y que carecía de un proyecto positivo en común. En esas condiciones, la continuidad del intervencionismo supuso precipitar la crisis del Estado. El cuarto de siglo que había transcurrido desde la creación de los nuevos mecanismos de regulación tuvo protagonistas distintos pero relativamente estables en sus puestos de control y en la recepción de las influencias ejercidas sobre sus decisiones. Los representantes de los grandes propietarios rurales impulsaron el cambio dirigista de las instituciones y tiempo después se vieron desplazados por los políticos conservadores mas autónomos y preocupados por emplear el Estado al servicio de sus intereses, tarea que realizaron con la colaboración de la alta burocracia pública. La transformación iniciada en 1943 puso a la burocracia militar al frente de las tareas de profundización del intervencionismo estatal, labor que también contó con la adhesión de figuras con trayectorias destacadas en la administración pública. Sus sucesores peronistas mantuvieron los mismos criterios de desenvolvimiento de la esfera estatal, e incrementaron los contenidos sociales y extendieron su acción hacia nuevos dominios con miras, según sostenían, a “organizar 8
la comunidad”. Las corporaciones sindicales le dieron su apoyo a ese proyecto, y al tiempo que pasaron a depender de las propuestas estatales, consiguieron significativas conquistas y beneficios para sus entidades y para los asalariados. En 1955 se clausuró un período en la historia del Estado y si bien sus funciones y estructuras institucionales no registraron mayores cambios, sus orientaciones políticas perdieron la dirección y la estabilidad de la década peronista.
La crisis del Estado y la profundización del intervencionismo: 1955-1976 El segundo período con características relativamente homogéneas de desarrollo del Estado intervencionista abarca las dos décadas comprendidas entre el derrocamiento del gobierno de Perón y el golpe militar de 1976. En esta etapa se continuó con la construcción de instituciones y organismos burocráticos para regular la vida social y económica, pero la crisis de las capacidades estatales se manifestó de modo creciente en diferentes dominios. El hecho observable más evidente de la crisis estatal fue la acción de la burocracia militar destituyendo a todos los gobiernos civiles de esos veinte años , cuyo origen poco legítimo se hallaba en los vetos y proscripciones impuestos por las mismas fuerzas armadas . Sobre ese fondo de inestabilidad institucional, se crearon de manera contradictoria e inorgánica muchas estructuras burocráticas con funciones mal definidas, o superpuestas, que respondían a presiones de grupos políticos o empresarios, cuyo dominio circunstancial de la situación política incrementaba la crisis de las instituciones. La duración prolongada de los gobiernos conservadores y peronista habían favorecido la creación de organismos y de mecanismos de regulación coherentes y con criterios burocráticos uniformes. Mas allá de que sectores amplios de la población fueron críticos de esos gobiernos, el orden estatal impuesto o aceptado, se acompañaba de sanciones oficiales a la violación de las disposiciones legales y de marcos jurídicos conocidos y previsibles. Por cierto, contribuía a ese modo de operar del Estado el hecho de que las reglamentaciones intervencionistas y los organismos burocráticos encargados de implementar y controlar su aplicación se relacionaban con una sociedad poco compleja. Por otra parte, las demandas sociales recibidas por los gobiernos y transformadas en políticas públicas eran poco diversificadas y eso aumentaba la unidad de sus acciones y facilitaba el control de su ejecución. A diferencia de lo ocurrido en el primer período de intervencionismo, en el segundo se encontraron notablemente modificados los factores estatales y sociales que habían permitido aquel desarrollo inicial. La acción estatal no se basó en proyectos gubernamentales estables, las demandas de intervención fueron contradictorias y eso implicó que el crecimiento burocrático se diera junto con el debilitamiento de las capacidades del Estado. A lo largo de este período los vínculos recíprocos entre la inestabilidad política y la económica estimularon la heterogeneidad de los actores socioeconómicos que gravitaron en los procesos de toma de decisiones públicas. Según los proyectos e intereses políticos de los equipos gobernantes, éstos aceptaron o cedieron a contradictorias demandas destinadas a favorecer diferentes intereses sectoriales, a realizar transferencias de ingresos que mejoraron las posiciones o el desarrollo de determinadas actividades económicas en detrimento de otras (Rapoport, 2000: cap. 5 y 6). Pero en tanto no existió la primacía de un sector o bloque capaz de extender durante un lapso relativamente prolongado una dirección social y política, las orientaciones estatales fueron erráticas e incoherentes. Los roles de árbitro del Estado le adjudicaron presencia permanente en los conflictos entre los distintos actores sociales y la influencia de las corporaciones empresarias en las decisiones públicas fue igualmente importante durante los gobiernos civiles y militares. Las grandes empresas obtuvieron créditos subvencionados, preferencias en los contratos públicos y concesiones especiales, condonación de deudas, informaciones anticipadas sobre decisiones sobre tasas de cambio o financieras, franquicias impositivas y todo otro tipo de recompensas de carácter particularista. Los favoritismos de los altos funcionarios con respecto a las grandes empresas proveedoras de los organismos públicos fueron muchas veces denunciados. A modo de ejemplo de esos manejos, parece interesante citar un testimonio de un dirigente de la filial argentina de la empresa norteamericana IBM, quien narró en un libro que “a fines de los años sesenta, con una licitación llamada por la Dirección General Impositiva, la relación con el cliente había llegado a un punto tal que, además de colaborar en la redacción del pliego de condiciones técnicas, el vendedor de IBM había logrado tener una oficina en la repartición desde la que, haciéndose pasar por empleado de la DGI, respondía las consultas telefónicas que hacían los otros oferentes” (Soriani, 1996: 38-39). En la mayor parte de los casos, las iniciativas para favorecer el desarrollo de un determinado sector de actividades se encontraban con la oposición de otros intereses empresarios y provocaban sus resistencias. En términos muy resumidos: ninguno de los principales actores socioeconómicos consiguió en las dos décadas imponer de modo estable su proyecto, sin embargo, en los momentos en que cada uno de ellos tuvo mayor gravitación sobre las decisiones estatales logró medidas para acrecentar sus beneficios ya fuese 9
mediante la creación de protecciones y de privilegios perjudicando a otros sectores, por la adopción de estímulos a sus actividades alegando circunstancias excepcionales, por la sanción de moratorias impositivas o condonación de créditos adeudados o el traspaso de empresas quebradas al sector público, para nombrar sólo algunos ejemplos que contribuyeron a “agrandar” el Estado o a hacer más desarticulada su acción burocrática. Así, la falta de un actor socioeconómico en condiciones de hacer prevalecer de forma estable sus intereses provocó que las ventajas circunstanciales o temporarias de cada uno de ellos se convirtieran en un problema cuyos efectos objetivos se trasladaban a la estructura del Estado. Las consecuencias de las frecuentes situaciones de crisis económicas, sociales y políticas dieron lugar a reglamentaciones de emergencia luego convertidas en permanentes. La falta de una carrera administrativa con promociones por méritos condujo a la selección de los empleados públicos con criterios nepotistas o por afinidades partidarias o ideológicas. La pérdida del poder adquisitivo de los salarlos estatales llevó al desinterés por las labores realizadas. Los funcionarios políticos o militares con poca legitimidad y escasos conocimientos, dejaron de sancionar los actos de corrupción o de flagrante indolencia y establecieron sistemas objetivos de complicidades con las burocracias a su cargo, debilitando el ordenamiento jerárquico y la disciplina. Las licitaciones previamente negociadas y las malversaciones de los presupuestos, realizadas, en general, en acuerdos con contratistas y proveedores, contribuyeron a degradar la legitimidad da las instituciones estatales ante la opinión pública. Sobre incorporación de personal estatal, con términos realistas, un observador atento, Raúl E. Cuello, sostuvo: “Llegan los parientes y amigos, en ese orden. Y no necesariamente sólo del designante, sino, lo que es peor, se nombran parientes de amigos y amigos de los amigos, con lo cual se eslabonan ineficiencias, porque el ejemplo que se brinda a los cuadros burocráticos estables desestimula el espíritu de cuerpo y la propensión al trabajo” (1998: 75). El testimonio revela un aspecto de la crisis estatal que tendió a agravarse a medida que la administración pública perdía reconocimiento social. El acceso a las posiciones centrales del gobierno peronista de los años 1973-76 de las representaciones corporativas empresarias y sindicales agudizó la crisis del Estado. Por esa vía se quebraba aún más la ya maltrecha y confusa separación entre las instituciones y la sociedad. La idea de que se podía mejorar la gobernabilidad incorporando a la gestión pública a los actores que formulaban demandas a los aparatos estatales debilitó en grado sumo las capacidades para tomar decisiones oficiales medianamente ecuánimes. Las contradicciones de las políticas económicas se acompañaron con la imposibilidad recurrente de encontrar acuerdos entre los distintos intereses sociales y sus reclamos no compatibles y todo desembocó en el descontrol inflacionario. Por otra parte, la base fundamental de la vigencia de un Estado –la pretensión de detentar con éxito el monopolio de los medios legítimos de coerción– se encontró totalmente cuestionada por la existencia de organizaciones parapoliciales patrocinadas desde instancias gubernamentales que se adjudicaban la misión de librar luchas al margen de las leyes contra las oposiciones sindicales o los grupos dedicados a acciones político-militares.
La dictadura militar y la desarticulación estatal Los años del autodenominado “proceso” correspondieron al comienzo del tercer período del intervencionismo y a un verdadero salto cualitativo en la crisis del Estado. En sentido estricto, dentro de las claves de inteligibilidad weberianas, la dictadura militar condujo al colapso a las instituciones y a lo que cabe definir como un no-Estado. Franz Neumann empleó esa derivación negativa del concepto Estado para analizar, desde el marco teórico de Weber, el caso del nacional-socialismo alemán. La supresión de las reglas y procedimientos propios del imperio del derecho, el uso del terror como medio de control de la población y el empleo autónomo y clandestino de los medios de violencia oficiales, constituyeron manifestaciones notorias de disolución estatal. Neumann decía: “Se puede argüir que el Estado y el derecho no son idénticos y que puede haber estados sin derecho. Sin embargo, el concepto de Estado, tal como surgió en Italia, se define como una maquinaría que funciona de un modo racional y que dispone del monopolio del poder coercitivo. [....] Pero si la estructura nacional-socialista no es un Estado ¿qué es?. Me arriesgo a sugerir que estamos ante una forma de sociedad en la que los grupos gobernantes controlan al resto de la población de una manera directa, sin que medie ese aparato racional aunque coercitivo que hasta ahora se conoce con el nombre de Estado” (Neumann, 1983: 516-18). Si se hacen similares preguntas para el análisis de la manera en que operó el “orden” dictatorial durante el “proceso”, la supresión del derecho en múltiples dominios; la sumisión del poder judicial; el esquema de distribución por tercios entre el ejército, ejército, la marina y la aeronáutica de los ámbitos de gobierno y de obtención de prebendas; la sanción de leyes y decretos de carácter secreto; y la modalidad ilegal de acción de los aparatos represivos fueron, entre otros, los 10
observables empíricos que permiten afirmar que en esos años desaparecieron las principales dimensiones que caracterizan a los estados modernos. Acerca del formato de gobierno basado en un colegiado tricéfalo, que desmembraba el poder estatal y hacía depender al general-presidente de los arreglos entre las tres armas, señalemos que fue presentado por la dictadura y por sus propagandistas intelectuales como un signo de la perfección de las aptitudes republicanas de los militares y de su decisión de fundar un sistema colocado por encima de los circunstanciales ocupantes de los cargos. Con una rara mezcla de exaltación y de culteranismo, la revista Carta Política, dirigida por Mariano Grondona, en su número de enero de 1977, celebraba el espíritu democrático de Videla: “Reúne una suma considerable de atribuciones pero las ejerce con espíritu colegial [...] El renunciamiento de Videla es la pieza angular del edificio. Asistiremos a él cuando el plazo se extinga. Lo veremos morir en vida para que viva el sistema. Lo veremos optar contra el sillón por el pedestal” (pp. 12-17). Es interesante recordar que en tanto la burocracia militar se encontraba totalmente dividida por intereses y conflictos internos, no respetó, tampoco, el modo de institucionalización que debía, supuestamente, evitar los “golpes de palacio”. La dictadura se propuso desarticular el intervencionismo económico y restablecer la libertad de mercado. El proyecto iba más allá de la economía y buscaba la reestructuración general de la sociedad, de la política y de la cultura. En coincidencia con sus objetivos, las principales entidades empresarias le brindaron su adhesión. La mayoría de los dirigentes de los partidos políticos no se opuso a la instauración del gobierno autoritario y no faltaron los que asumieron cargos públicos. Empleando conceptos de Barrington Moore, en investigaciones anteriores hemos caracterizado la propuesta de la dictadura como un intento de realizar una “revolución desde arriba” o modernización conservadora que debía, según esperaban los caudillos castrenses, culminar con la aparición de actores económicos y políticos capaces de asegurar una dominación social estable. Desde nuestra perspectiva analítica considerábamos que el proyecto de cambio social autoritario fracasó , entre otras causas, por la ausencia de las condiciones estatales necesarias para ponerlo en práctica. Una “revolución desde arriba” que no contaba con un Estado con capacidades burocráticas y cuya conducción la detentaba un poder tripartito integrado por los jefes de las tres armas preocupados por defender prerrogativas corporativa y personales, no podía alcanzar las ambiciosas metas anunciadas (Sidicaro, 1996). El insuficiente cumplimiento de las promesas de la dictadura en materia de reducción de las funciones intervencionistas del Estado y de desregulación de la economía provocaron la insatisfacción de los sectores empresarios de pensamiento liberal. La persecución del movimiento sindical, la caída de los salarios y la supresión de las legislaciones laborales del período precedente, eran, en cambio, aspectos que los actores patronales valoraban y apoyaban. Los intereses propios de los militares constituyeron un obstáculo importante para concretar el anunciado programa de achicamiento estatal. Las fuerzas armadas habían relacionado, en épocas anteriores, las empresas públicas con la defensa nacional, pero para los dirigentes del “proceso” pesó, probablemente, mucho más el interés corporativo y de las facciones castrenses en pugna por preservar esas fuentes de privilegios y negocios. La desorganización estatal de los años de la dictadura multiplicó las actividades especulativas y la consolidación de lo que Weber denominaba el capitalismo aventurero. Los actores socioeconómicos más beneficiados y visibles fueron los denominados “grupos económicos concentrados” y el capital financiero nacional e internacional, que encontraron múltiples oportunidades para obtener ganancias. A esos actores más poderosos se sumó un amplio número de anónimos “minoristas”: banqueros emergentes, operadores de divisas, acaparadores de productos varios, administradores de “mesas de dinero”, técnicos en “lavado”, funcionarios bien informados, falsos influyentes, etc. La cantidad de personas involucradas en los negocios financieros fue lo suficientemente grande como para que se creara un diario cuyo nombre evitaba ambigüedades: Ámbito Financiero (Bonaldi, 1998). El régimen dictatorial introdujo un nuevo e importante actor socioeconómico en la vida política nacional: los acreedores internacionales. En condiciones mundiales de excepcional liquidez, los banqueros de los países centrales otorgaron préstamos de un modo totalmente laxo con la convicción de que el “respeto a la continuidad jurídica” aseguraba su cobro aún después de un eventual retorno a la democracia. Así, los militares encontraron en el endeudamiento externo una forma de fortalecer sus disponibilidades presupuestarias para renovar armamentos y mejorar sus privilegios. A la vez, las paridades cambiarlas abarataban el valor interno de las divisas y se garantizaban mediante seguros las ganancias especulativas, y cuando se llegó al límite de las posibilidades de mantener ese sistema se transfirieron al Estado las deudas de las grandes empresas, que en no pocos casos eran el resultado de autopréstamos. Todas esas iniciativas tuvieron por efecto acrecentar el debilitamiento estatal frente a los actores socioeconómicos predominantes. 11
Además de los acreedores externos, la deuda multiplicada por siete durante la dictadura, agregó otros poderosos interlocutores: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, para nombrar sólo aquellas agencias con presencia más pública y persistente, que comenzaron a participar en la política doméstica con sus recomendaciones técnicas y “desinteresadas”. En términos del análisis de las relaciones internacionales, las deudas externas de los países suponen la asociación con los intereses de las naciones acreedoras y ese vínculo, contabilizado en dinero, implica conexiones económicas y políticas entre las sociedades. Como señaló Max Weber: “los tributos a los 'pueblos acreedores' se prestan actualmente en formas de pago de la deuda exterior o en la forma de dividendos y réditos cobrados por las capas poseedoras de tales pueblos. Si se pensara en algún momento en la cesación de esos ingresos, ello significaría para los países (acreedores) un sensible retroceso de la capacidad adquisitiva inclusive para los productos internos, lo cual influiría muy desfavorablemente en el mercado de trabajo” (1999: 677). A partir de ese nexo entre las deudas externas y las sociedades acreedoras resulta evidente la utilización por parte de éstas de los préstamos como instrumentos de poder en el plano internacional, aspecto que acompaña a su preocupación por los cobros para preservar los beneficios de sus empresas y de sus habitantes. El incremento de la deuda externa significó para la Argentina una temprana entrada en el entonces incipiente proceso de globalización, cuyas consecuencias perjudicaron la autonomía de toma de decisiones de todos los gobiernos posteriores a la dictadura. La deuda dejó establecida en el plano externo una situación de merma de la soberanía nacional y en el interno, un tipo de relación Estado-sociedad en la que las consecuencias de la globalización financiera afectaron, prácticamente al conjunto de la vida social. Sin partido civil propio que le diera respaldo, y sin una ideología bien estructurada, las facciones militares en pugna convirtieron a muchas reparticiones estatales en bases de operaciones políticas para librar sus conflictos. Todos los espacios administrativos sirvieron para colocar a los clientes y amigos, entre los que había cuotas para los retirados de las tres armas. Como ejemplo extremo de esa lógica de la desarticulación estatal, el “Informe Rattenbach” sobre la guerra de las Malvinas señaló, entre otros aspectos, que ni en la situación bélica se superó el predominio de las acciones orientadas por los distintos intereses castrenses: “Los comandos militares operacionales se asignaron más por razones de política interfuerzas que por necesidades funcionales, y se crearon comandos específicos y conjuntos que no obedecían a reales necesidades operacionales del problema a resolver” (1988: 248). Tal como afirmó Isidoro Cheresky, en esa guerra se unió “la crisis del decisionismo militar y de su pretensión de ejercer la soberanía, y el descrédito de la competencia profesional” (1998: 101). En nuestra investigación sobre el pensamiento político del diario La Nación, citábamos su reflexión editorial sobre el fin de la dictadura: “Lo que ha concluido no es el gobierno organizado por el Teniente General Galtieri, sino un sistema establecido en 1976 por las Fuerzas Armadas […] que, en sus aspectos funcionales pudo considerarse como una República Militar”, La experiencia autoritaria había presentado características similares, según La Nación, a las de una coalición de partidos, donde cada arma había pensado y actuado como una fuerza política autónoma” (Sidicaro, 1993: 460). El matutino, que había alentado la instalación de la dictadura, formulaba sus observaciones a la hora del ocaso captando sólo algunos aspectos de la desintegración institucional agudizada por los militares. El resultado del “proceso” fue una situación de crisis estatal mucho más profunda que la existente siete años antes. A los aspectos de pérdida de capacidades de gestión burocrática se sumaron todos los efectos de las arbitrariedades, caza de brujas y clientelismos, que en las condiciones de obsecuencia y de terror imperante deterioraron aún más los distintos niveles de la administración pública. La represión supuso la complicidad de los funcionarios de numerosos organismos estatales, ya fuese para no dar curso a las demandas judiciales, para tergiversar las informaciones en los medios de comunicación, para “blanquear” las propiedades robadas, para desarrollar persecuciones ideológicas en los ámbitos educativos y culturales, etc. Los procedimientos autoritarios y los criterios discrecionales que el “proceso” introdujo en la administración pública junto con los nuevos “amigos de los amigos”, aumentaron su ineficiencia. Las empresas estatales, repartidas entre las tres armas, se deterioraron en su manejo al quedar, de hecho, fuera de los sistemas centralizados de control de gestión y de supervisión de cuentas y actividades. Al mismo tiempo, lo que dio en llamarse la “patria contratista” formada por los grandes proveedores del Estado, contribuyó a crearles déficits económicos mientras que el capital financiero se beneficiaba con sus innecesarios endeudamientos externos.
El cuarto período y las consecuencias del debilitamiento de las capacidades estatales para la democracia (1983-89) Durante los años del gobierno del presidente Raúl Alfonsín se encararon pocas reformas para mejorar las capacidades estatales. Estas se realizaron, especialmente, en las áreas donde había más urgencia 12
en suprimir conductas y procedimientos impuestos por la dictadura. Sin embargo, en términos generales, no se tomaron medidas significativas para intentar solucionar la crisis del funcionamiento estatal. Los cambios parecieron no adjudicar mayor importancia a la recuperación de la eficiencia estatal en el proceso de fortalecimiento de la democracia. El tema del restablecimiento del principio de autoridad debió, seguramente, despertar las resistencias de quienes asociaban esa meta con las actuaciones del gobierno militar, Así, las agendas gubernamentales no se separaron de la confusión reinante en buena parte de la opinión pública e incluyeron de modo marginal el problema del fortalecimiento del Estado. Para reconstruir el Estado de Derecho, el objetivo principal del gobierno de Alfonsín fue la despolitización de la burocracia militar, tema, por cierto, vital para la estabilidad democrática. La ruptura que separó dos épocas, los juicios a las juntas, constituyó un hito de enorme trascendencia en la conciencia pública. Los retrocesos posteriores, impuestos por las presiones castrenses, deterioraron su valor simbólico en tanto instancia de fundación de un nuevo orden estatal basado en el pleno imperio de la ley y de la justicia. La exteriorización emblemática fue la denominada ley de “obediencia debida”. La misma acordó carácter estatal a los crímenes del “proceso” y eximió de castigos a los perpetradores materiales de los delitos de lesa humanidad. Desde distintos sectores de la sociedad se vio esa decisión como un privilegio dado a la burocracias militares y de seguridad, que incidió negativamente en el restablecimiento de las creencias en la confianza y en la legitimidad de las instituciones. En el plano de la administración pública, de la banca oficial y de las empresas estatales, los compromisos con el pasado, por voluntad o impericia, impidieron desterrar a los anteriores personeros de los negocios privados, a los que muy pronto se sumaron otros con trayectoria mas democrática. Los grandes problemas económicos dejados por el “proceso” y, en especial, la desarticulación de la estructura industrial y las obligaciones de la deuda externa se agravaron por la ausencia de capacidades estatales para desarrollar políticas en fomento de la producción y en unos pocos años el radicalismo desgastó su gran legitimidad inicial. La búsqueda de alianzas con los poderosos grupos económicos consolidados en la dictadura anuló el intento inicial de dotar al débil Estado de una relativa distancia con respecto a los intereses sectoriales. Ese acercamiento desembocó en una relación en la que los equipos económicos del gobierno pactaban la estabilidad de precios con los grandes empresarios ofreciéndoles a cambio de su buena conducta, o como recompensa, la posibilidad de (y la información para) obtener ganancias en la especulación financiera. Ese particular modus operandi fue un factor que incidió en la disolución del valor de la moneda, símbolo por excelencia del poder estatal. Cabe, no obstante, destacar que en el plano doctrinario el gobierno del presidente Alfonsín se mantuvo en posiciones distantes de las ideas favorables a la reducción de las funciones estatales. Con palabras precisas, en el año 1987, Alfonsín se definía al respecto diciendo: “También se habla de achicar el Estado y se nos acusa de poca disposición a dar pasos en ese sentido. A mi entender, afirmar hoy que es necesario achicar el Estado y reducir el gasto público es, dicho así, una tontería ideológica. En definitiva, la crisis del Estado es la crisis de la sociedad, que carece de medios necesarios para satisfacer sus propios reclamos. La escasez de recursos convierte en contradictorios estos reclamos, porque la satisfacción de unos significa la postergación de otros” (en Giussani, 1987: 295). En la reflexión del entonces primer mandatario se resumía una concepción que devolvía a la sociedad las falencias del Estado, pues la carencia de medios resultaba de la incapacidad de los organismos encargados de asegurar las recaudaciones tributarias, y así satisfacer las expectativas de la población. Desde mediados del período radical, la realización de algunas privatizaciones de empresas públicas y el anuncio de otras, despertaron la oposición del peronismo, que veía en esas iniciativas un atentado contra la soberanía nacional. Un observador atento de la marcha de las políticas económicas del radicalismo, Daniel Larriqueta, hizo una reflexión pertinente sobre las dificultades para privatizar, al mostrar los intereses en juego: “Para los sindicatos estatales, los proveedores y contratistas del Estado y los grupos políticos que están cerca de ellos, la privatización es un amenaza. Y frente a esta realidad, el lenguaje vuelve a ser ambiguo, porque muchos grandes empresarios –incluyendo no pocas empresas extranjeras– proclaman un espíritu privatista que se esfuma rápidamente en el momento de pasar a los hechos” (1988: 193). Las capacidades estatales deterioradas no daban, por cierto, las mejores condiciones para resolver mínimamente los desafíos que planteaban las múltiples demandas acumuladas y asegurar al mismo tiempo la gobernabilidad de los aliados empresarios, sólo preocupados por la realización de negocios coyunturales y cuyo poder e influencia crecía junto con las dificultades económicas que condujeron a una moratoria de hecho de los pagos internacionales (Rapoport, 2000: 921). Con el caos de la hiperinflación los precios de los productos perdieron referencias y, en el extremo, los denominados “saqueos” aparecieron como la respuesta de quienes no encontraban garantizado el 13
compromiso que, en teoría, tenía el Estado de asegurar el valor de su papel moneda. Si bien no ocurrieron de una manera generalizada, la violencia de los “saqueos” colocó a la sociedad ante actos de evidente violación del acuerdo social que funda la vigencia de la propiedad privada, que debió ser preservada por los propios interesados, en no pocos casos, por medio del uso de armas y sin la intervención de fuerzas estatales. Tal como sostuvo Max Weber: “Los precios en dinero son producto de lucha y compromiso; por tanto, resultado de una constelación de poder. El ‘dinero’ no es un simple ‘indicador inofensivo de utilidades indeterminadas’, que pudiera transformarse discrecionalmente sin acarrear con ello una eliminación fundamental del carácter que en el precio imprimen la lucha de los hombres entre sí, sino primordialmente medio de lucha y precio de lucha, y medio de cálculo tan sólo en la forma de una expresión cuantitativa de la estimación de las probabilidades en la lucha de intereses” (1999: 82). Sin la referencia estatal orientadora de la moneda, el conflicto en torno a los precios perdió al dinero como mediador simbólico y se plantearon luchas sin mediación recurriendo a la violencia. Como en una experiencia de laboratorio, la ausencia del Estado produjo efectos de disolución de los tejidos sociales: “me saqueó un vecino que venía siempre a hacer compras” fue una narración habitual cuyo sentido era: “desapareció la garantía estatal que aseguraba el intercambio pacífico con mi vecino” . Los efectos de la hiperinflación sobre la memoria social se convirtieron en referencias fuertes en las interpretaciones que vieron en el derrumbe monetario una de las explicaciones de la aceptación social, temores de recaídas de por medio, del proyecto neoliberal instaurado poco después (Sigal y Kessler, 1997) Dicha aceptación, sin embargo, no podría separarse de las luchas libradas para acordar significado al fenómeno inflacionario y transformarlo en un acontecimiento ideológicamente descifrado. En realidad, en los “saqueos” habían convergido múltiples efectos de la crisis estatal, pero por la naturaleza de sus antecedentes inmediatos, fueron los actores más entrenados y habituados en postular argumentos sobre la “última oportunidad” y el “borde del abismo” quienes consiguieron hacer ver el desborde de los precios y la caída del valor de la moneda, consecuencias de la debilidad estatal, como el resultado del exceso de presencia del Estado en la economía y en la sociedad.
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CAPÍTULO DOS. EL NEOLIBERALISMO PROFUNDIZACIÓN DE LA CRISIS ESTATAL
MENEMISTA
Y
LA
El agotamiento de un estilo de relación entre el Estado y la sociedad fue planteado en 1989 desde diferentes perspectivas que, si bien no coincidían totalmente, abrieron paso a las reformas estatales iniciadas por el sucesor de Alfonsín. El consenso logrado en la población obvió la discusión de las medidas a adoptar y los portavoces de los principales actores socioeconómicos celebraron el vox populi, vox Dei, al que siempre habían rechazado por irracional y populista. Los partidos políticos acompañaron ese clima de ideas, sin expresar mayores convicciones, pues el intervencionismo del Estado en lo social y lo económico era parte del sentido común de sus dirigentes y de sus adherentes más comprometidos, que, no está de más recordarlo, cultivaban expectativas de alcanzar puestos y salarios en algún nivel de las tan vilipendiadas administraciones públicas. Además, muy pronto se hizo notorio que los pequeños partidos que durante años habían hecho de la crítica al Estado su principal propuesta doctrinaria tampoco tenían concepciones claras sobre cómo dar al mercado la primacía pregonada. Las principales corporaciones empresarias festejaron la victoria ideológica, pero en la medida en que sus demandas de menor intervención estatal sólo constituían un programa general y difuso de rechazo a las regulaciones, llegaron a la nueva etapa sin perspectivas definidas. El “milagro” de la conversión de Menem pareció sorprender a los antiguos pregoneros de /as virtudes del mercado. Sin subterfugios, Juan Carlos de Pablo describió la tenue frontera entre la política y la economía: “¿Por qué fuimos a la ‘hiper’? Porque creíamos que venía Menem. En efecto, las finanzas públicas de comienzos de 1989 no eran muy diferentes de las de los años anteriores; pero a medida que las encuestas de opinión ratificaban más y más las chances del candidato justicialista, los argentinos huíamos en igual medida de los australes, lo cual deterioraba más la situación económica y aumentaba entonces las posibilidades de triunfo de Carlos Menem, generando nuevas vueltas de tuerca en la espiral acumulativa” (de Pablo, 1994: 17).
De la identidad peronista tradicional a la gestión neoliberal Desde su fundación el peronismo se presentó como una fuerza política preocupada por lograr mayor equidad social y, dadas sus relaciones con el sindicalismo, se asoció a la mejora de la situación social y económica de los sectores asalariados y de la población de menores recursos. Las argumentaciones sobre la sociedad y las soluciones de sus problemas se formularon hasta 1989 a partir del supuesto de la existencia de una división tajante entre los intereses de la mayoría de los integrantes de la Población, en su lenguaje el “pueblo” o los trabajadores, que se hallaban enfrentados a minorías económicas, designados como el “capital” o la “oligarquía”, vinculados a los intereses de potencias extranjeras. El recuerdo de los avances en materia de equidad social realizados en su primer decenio de gobierno y las posteriores luchas y movilizaciones por reclamos salariales, le permitió a los peronistas recrear la idea de un adversario social nativo aliado a “empresas o gobiernos foráneos”. Frente a esos enemigos, realizaban convocatorias políticas exitosas para preservar la adhesión de sus apoyos estables y conseguir nuevos. El “otro” social, localizado en las cúspides del poder económico, fue considerado instigador y beneficiario de los golpes militares de 1955 y de 1976. El antagonista político en el imaginario peronista era el radicalismo, y si bien la beligerancia varió en intensidad de acuerdo a las coyunturas, la UCR fue su competidor electoral permanente. Para los peronistas, la definición del “nosotros” no se vio alterada durante buena parte de su historia. Se consideraban la expresión del “pueblo” y de la “nación”, y como era evidente que no los apoyaba la totalidad de los votantes, la aritmética electoral estuvo presente en la formación de frentes con otros partidos que podían asegurar el umbral de sufragios para alcanzar las mayorías. El gobierno de Menem llevó adelante una gran ruptura con la tradición peronista. Para realizar el cambio de posiciones doctrinarias no existieron mayores discusiones públicas en su partido, pero tampoco se registraron en sus filas adhesiones al proyecto de desarticulación de las instituciones del intervencionismo estatal. Las prácticas de los altos funcionarios del gobierno menemista se ajustaron al programa neoliberal, que se encuadraba en lo que históricamente era la propuesta del “otro” social. Al respecto, Gerardo Aboy Carlés sostiene que “al romper con la política de reforma social e igualación que era uno de los componentes del peronismo, el menemismo acaba con el principio de unidad que había amalgamado a los sectores populares en solidaridades colectivas a través de un sistema de alteridades, el enfrentamiento peronismoantiperonismo” (2001: 307). El abandono de las orientaciones tradicionales fue justificado de maneras distintas por los funcionarios menemistas más destacados, pero la ideología neoliberal, de hecho, careció de
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voceros con trayectorias partidarias reconocidas. Los gobernadores peronistas provinciales no se mostraron, en general, propensos a cambiar las ideas económicas y sociales del movimiento político al que pertenecían. El sindicalismo se encontró frente a los dilemas que surgían del proyecto menemista. Por sus bases sociales, por su tradición, por los intereses de sus propias organizaciones, los dirigentes gremiales peronistas se hallaban asociados desde hacía décadas al intervencionismo estatal. La apertura de la economía con el aumento de los índices de desocupación, la desregulación de las relaciones laborales, la precarización del empleo, los denominados contratos “basura”, los retrocesos del poder adquisitivo de los salarios, las privatizaciones de empresas públicas, y, en general, todo el efecto simbólico que tenían las pérdidas de conquistas logradas durante anteriores gestiones peronistas, generaron creciente malestar social y el debilitamiento de los sindicatos. La disminución del número de sindicalistas en las representaciones parlamentarias del peronismo fue uno de los indicadores más elocuentes de su retroceso y de la desconfianza con la que se seguía su evolución desde el gobierno (Gutiérrez, 2001). La oposición gremial contribuyó a aplazar la sanción o el tratamiento de leyes cuya finalidad era profundizar la desregulación laboral o hacerle perder el manejo de las obras sociales. En esas actitudes de rechazo a la política oficial debieron coincidir con muchos legisladores cuyas orientaciones eran erráticas, y que evitaban rupturas públicas y permanentes con el gobierno y se mantenían en la disciplina de sus bloques parlamentarios (Jones: 2001). Puede afirmarse que con muchos sindicalistas ocurrió algo similar y eludieron los costos de oponerse al neoliberalismo, postergando sus críticas públicas para futuras coyunturas. Al terminar la década presidencial de Menem las críticas al denominado “modelo” eran más habituales y claras en el partido oficialista que en los candidatos de la coalición opositora. Luego de la derrota de 1999, se les abrió a todos los dirigentes peronistas la posibilidad de diferenciarse de modo público del proyecto de liberalización y de desregulación de la economía y de las relaciones laborales que habían, por las más diferentes causas, llevado al gobierno. Si la preocupación por la carrera política fue para muchos un factor clave para moderar las objeciones al gobierno de Menem, esa meta la buscaron luego criticando las consecuencias del “modelo”.
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