El Parl Parlamento ento de la Humani anidad La historia historia de la las Nacione Naciones s Unidas Unidas
PAUL KENNEDY
Traducción de
Ricardo Ricardo García Pérez
DEBATE
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BIBL BIBLIO IOTE TECA CA - FLAC30 FLA C30
BIBLICI ECA - F I A C S O W-Q3
Fecîia: C.
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Ci.... . Donación:
Título original: The Parliament of Man Primera edición: edición: o ctubre de 2007 © 2006, Paul M. K ennedy © 2007, de la presente edición en castellano para todo el mundo: Random Ho use M ondadori, S. S. A. A. Travessera de G racia, 47-49. 08021 08021 B arcelona © 2007, Ricardo García Pérez, por la traducción © 2007, 2007, Random Ho use M ondadori S.A. S.A. Av, Cra 9 No. 100-07, Piso 7, Bogotá, D.C. Q ued an p rohibid os, d entro d e los límites límites establecidos establecidos en la ley y bajo los los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta esta obra p or cualquier medio o procedimiento, ya sea electr electrónico ónico o me cánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares Printed Printed in Colom bia - Impreso en Colombia Impreso p or C argraphics S.A S.A.. ISBN: 978-958-639-508-3
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Título original: The Parliament of Man Primera edición: edición: o ctubre de 2007 © 2006, Paul M. K ennedy © 2007, de la presente edición en castellano para todo el mundo: Random Ho use M ondadori, S. S. A. A. Travessera de G racia, 47-49. 08021 08021 B arcelona © 2007, Ricardo García Pérez, por la traducción © 2007, 2007, Random Ho use M ondadori S.A. S.A. Av, Cra 9 No. 100-07, Piso 7, Bogotá, D.C. Q ued an p rohibid os, d entro d e los límites límites establecidos establecidos en la ley y bajo los los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta esta obra p or cualquier medio o procedimiento, ya sea electr electrónico ónico o me cánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares Printed Printed in Colom bia - Impreso en Colombia Impreso p or C argraphics S.A S.A.. ISBN: 978-958-639-508-3
Para los nuevos miembros de mi m i encanta encantador dora a y extensa fa m ilia ili a , Cynthia, Sophia, Catherine y Olivia
y
Para los amigos constantes de mi vida, , Jo hn y C inna in na m on y M atth at thew ew Ke Kenn nn edy ed y
o incluso en 1648. Las naciones de Europa desfilaban, navegaban y volaban ahora hacia la guerra, co m o tantas veces lo habían h ec ho en el pasado. El último grito ahogado de la Sociedad de Naciones, la expulsión de la Unión Soviética por su ataque a Finlandia aquel in vierno, parece más un símbolo de su destino que de sus poderes. El espectáculo había terminado, y el telón había caído.
La Sociedad de Naciones quedó en una especie de estado de «sus pensión» a par tir de mediados de 1940, m om ento en que su secreta rio general, Joseph Avenol, tan prope nso a la contem porización, fue sucedido por Sean Lester, que gestionó desde Ginebra una organi zación esquelética durante toda la guerra; de hecho, hasta el 18 de abril de 1946, cuan do fue liquidada form alm ente .14 Mientras las salas principales de la Sociedad de Naciones iban acumulando polvo, los dramas de la Segunda Guerra Mundial iban anegándolo todo a su paso. La conquista alemana de Polonia y de gran parte de Europa occidental, la caída de Francia, la batalla de Inglaterra, la entrada de Italia en la guerra y la extensió n de los com bates al M editerráneo, los Balcanes y O riente Pró xim o, el ataque nazi contra la URSS y las invasiones japonesas en Extremo Oriente atraparon la atención popular entre 1939 y 1942. Aquellas no eran circunstancias para que unos líderes políticos tan apurados como Churchill y Stalin tuvieran tiempo de reflexionar sobre la mejora de las estructuras internacionales. N o obstan te, se realizaron algunas reflexiones iniciales en ám bi tos menos augustos. Los intemacionalistas estadounidenses, frustra dos desde hacía mucho tiempo por la deriva de su país durante la década de 1930, crearon la Comisión para el Estudio de la Organi zación de la Paz y, nada menos que en 1940, habían elaborado un informe sobre la necesidad de apartarse de una sociedad de naciones para crear una federación mund ial (defen dien do los argumentos de un libro asombrosamente popular de Wendell Willkie, Un mundo, varios años antes de su pub licación ).15 El propio R oo sev elt fom en taba la reflexión del Departamento de Estado acerca del orden de posguerra, antes incluso de que Estados Unid os entra ra en la guerra.
El Foreign Office británico, que contaba con un departamento de organizaciones y tratados internacionales, también estaba bosquejan do algunas ideas iniciales, si bien con la tajante condición por parte de Churchill de que aquello solo podían hacerlo quienes tuvieran tiempo de cruzarse de brazos. Y cuando el primer ministro y el pre sidente se reunieron, en agosto de 1941, para promulgar la Carta Atlántica, acordaron «crear un sistema general de seguridad perm anen te y más amplio». Vale la pena señalar que el énfasis que durante aque llos años hacía Roosevelt en público en el discurso de «las Cuatro Libertades» (la libertad de palabra y expresión, la libertad de religión, la de estar libres de necesidades y la de estar libre de temores) antici pa el majestuoso to no del Preámbulo de la propia Carta de las N a ciones Unidas. Pero todo eso era muy vago, deliberadamente vago. Obviamente, la reflexión y la planificación sustantiva solo pu dieron emprenderse a partir de 1943, cuando el rumbo de la guerra cambió en favor de la Gran Alianza y los diversos agentes se vieron obligados a reflexionar sobre el tipo de mundo que querían una vez que el combate hubiera finalizado. Sin embargo, antes de evaluar las decisiones que habrían de conducir al futuro orden internacional, deberíamos analizar las ideas y angustias que influyeron en los adm i nistradores políticos aliados, sobre to do p orqu e algunas de esas pr eo cupaciones se han difum inado en las brumas del tiem po .16 En el ámbito de la seguridad, hubo al menos tres razones para que las grandes potencias se comportaran como lo hicieron. La pri mera era sencillamente su egoísmo natural. Los animales fuertes no ven razón alguna para aceptar las restricciones de otros más débiles y de menor tamaño. La segunda fue el resultado de las interpretacio nes de la historia reciente que hacían las potencias. La tercera tenía que ver con sus preocupaciones por el futuro inmediato. Estas dos últimas razones han quedado casi olvidadas y apenas se mencionan en los últimos debates sobre la modificación de las condiciones de pertenencia al Consejo de Seguridad. Sin em bargo, los tres motivos contribuyeron a aumentar la cautela y reflexión con que aquellos gobiernos e laboraron los capítulos esenciales de la Carta de la O N U que se ocupaban de cuestiones de seguridad. En las discusiones de 1944-1945, el egoísmo y el recelo fueron
exhibidos sobre todo por las dos superpotencias emergentes, la URSS y Estados Unidos. Es bastante comprensible. Francia estaba resuci tando a la condición d e gran potencia gracias a la insistencia de C hur chill, pero ¿cómo iba a influir París en las deliberaciones de Dumbar ton Oaks, Yalta o San Francisco? China estaba sumida en una guerra civil y M oscú y Londres la observaban desconce rtados y sin otorg ar le credibilidad. Podríamos pensar que el Imperio británico, en deca dencia, habría sido quizá el estado más precavido ante las restricciones a la soberanía, y ciertamente trataba de desviar las interferencias en los asuntos internos de sus colonias; pero en 1945, a sus políticos les preocupaba aún más la necesidad de involucrar en una red de compromisos internacionales a los un tanto caprichosos estadouni denses y rusos. Así fue como las dos auténticas grandes potencias de la época, cuya creciente influencia bipolar había predich o Alexis de T oc qu eville más de un centenar de años antes, se mostraron extremada mente desconfiadas ante las restricciones que un fuero internacional pudiera im poner sobre sus futuras acciones. N in gún país recordaba con agrado la Sociedad de Naciones. Como hemos visto, Estados Unidos la había abandonado antes incluso de firmar su ingreso, mientras que a la URSS no se le había permitido ingresar en 1919, fue admitida tardíamente a mediados de la década de 1930 y fue ex pulsada después, tras la invasión de Finlandia. Ambos consideraban tam bién que se harían con la victoria gracias principalm ente a los re cursos y la voluntad que cada uno de ellos aportaba. De modo que, ¿por qu é sentirse frustrados ahora? Más concretam ente, Stalin, cuyos arrebatos de paranoia en aquella época estaban marcando nuevos li mites, temía caer en la trampa de los arquitectos capitalistas del nue vo o rden mundial. U n triunvirato o, si era necesario, u n conciliábu lo de potencias mundiales compuesto por cinco estados, rotando con cautela pero respetando los intereses declarados de los demás, era sencillamente aceptable. Pero jamás permitiría que ese nuevo foro votara a favor de emprender acciones concertadas contra inte reses soviéticos. Así pues, era esencial el derecho a veto. Curiosa mente, en Washington muchos defendían esa misma posición; por
fundamente anticomunista del que se dice que respondió a las pro testas de un delegado mexicano en San Francisco diciendo que po día escoger entre unas Naciones Unidas con cinco miembros per manentes c on de recho a veto... o ningunas Naciones Unid as.17 La segunda razón era la siguiente: los líderes políticos estadouni denses, británicos y soviéticos que se disponían a modelar el orden mundial en 1945 habían atravesado todos ellos la tormentosa expe riencia del desmoronamiento internacional sistemático durante los quince o veinte años anteriores. Podemos sospechar que en 1939 ya habían extraído lúgubres conclusiones sobre lo que funcionaba y lo que no funcionaba en la búsqueda de la paz, o al menos en la evita ción de la catástrofe. Los catárticos acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial no hicieron más que pulir e intensificar esas apre ciaciones. C uand o llegó el m om ento de remitir los documentos po líticos y los borradores de la Carta para su siguiente tentativa de evi tar futuras guerras, estaban ya de muy pocos ánimos para nada que se pareciera a aquellas suaves y bienintencionadas declaraciones que, según sospechaban, habían proporcionado unos pies tan frágiles a la Sociedad de Naciones. El nuevo sistema de seguridad tenía que te ner colmillos. Sus cargos contra el anterior sistema de la Sociedad de Naciones, afirmaban unos en público y otros en privado, eran muchos, diver sos y abrumadores. Sencillamente, h abía sido demasiado dem ocráti ca y demasiado liberal. Como hemos visto anteriormente, eso supo nía que estados pequeños y serios como Finlandia o Nueva Zelanda podían elevar propuestas y form ular objeciones a acuerdos necesa rios, con consecuencias que operaban como sí se arrojara arena a los engranajes de las negociaciones de la antigua diplomacia. Una cosa era que el derecho internacional reconociera que todos los estados, tanto Dinamarca como la URSS y tanto Costa Rica como Estados Unidos, son soberanos; pero esa tendencia democrática no había servido para disuadir a los agresores de la década de 1930. Al con trario, las evidencias demostraban que había fomentado que los dic tadores, que contemplaban la parálisis de la Sociedad de Naciones, fueran cada vez más atrevidos. Aquello no debía volver a suceder. Por consiguiente, había que mantener en el terreno de juego a
las grandes potencias c on vocación aislacionista, Estados U nid os y la URSS, y no permitirles que se desbocaran por las sendas de la des confianza y el obstruccionismo. En este aspecto el gobierno británi co se manifestó co n la máxima claridad. N o tenía ninguna intenció n de quedar en la misma posición que había ocupado a partir de 1919, cuando todos los demás actores habían abandonado la escena a ex cepción de ella misma y una Francia debilitada (y, en esta segunda ocasión, gravemente debilitada). Si había que engatusar a los «dos grandes» para que permanecieran a bordo, ya fuera mediante garan tías de soberanía al Senado estadounidense o con privilegios especia les de voto para las grandes potencias, así se haría. Si podían quedar «sepultados» por la coordinación militar de la posguerra o por algún control negativo acerca de cómo debían desarrollarse los aconteci mientos, también valía la pena pagar ese precio. Quizá allí donde se implicara una nación grande se debilitaran determinados principios universales y se comprometiera una respuesta efectiva ante posibles transgresiones de la legalidad internacional, pero eso era mucho me jor que no disponer de nin gún tipo de sistema de seguridad. Si todo el mundo era razonable, podía resultar. Pero la razón más importante en las mentes de los planificadores era quizá su valoración de las diferentes capacidades, de las dife rentes cualidades de los estados grandes frente a los pequeños. La idea era sencillamente como sigue: lo que la década de 1930 les ha bía enseñado era que los países débiles desde el punto de vista mili tar, como Checoslovaquia, Bélgica, Etiopía y Manchuria, eran in trínsecamente «consumidores» de seguridad. No podían abastecerse por sí solos, no por falta de algún tipo de espíritu nacional, sino por que carecían de los recursos demográficos, territoriales y económi cos necesarios para combatir las agresiones de sus vecinos de mayor extensión. A diferencia de ellos, las grandes potencias eran, o se ha bían visto obligadas a acabar siendo, los «proveedores» de la seguri dad internacional; una vez más, no por ninguna especie de virtud especial de su naturaleza, sino tan solo porque tuvieron capacidad para resistir y, a co ntin uac ión, de rrotar a Alemania, Italia y J apón. La distinción básica entre los países que demandaban ayuda exterior para preservar su seguridad y los países que se co m pro m etían a p ro
porcionarla tenía que quedar clara en esta ocasión. Si se falseaba, las democracias del m undo podrían volver a ser arrojadas a la confusión en caso de que en el futuro se produjera una crisis manchú o un Anschluss austríaco. Esto conduce, pues, a la tercera razón, que consiste en que a los planificadores de los tiem pos de guerra Ies parecía que había una marcada necesidad de anticiparse a la posibilidad de que hubiera nuevas agresiones por parte de Berlín y Tokio o, quizá, de algún otro estado ambicioso a mediados de la década de 1950 o más ade lante. A unq ue desde la perspectiva actual esto parezca un ejem plo de pronóstico increíblemente desacertado, dada la profunda repugnan cia cultural de la Alem ania y el Japón de posguerra al verse arrojados a cualquier enredo exterior, tenía mucho sentido en aquella época. Los británicos y, en menor medida, los franceses tenían esto en mente. Es pertinente recordar que, cuando los aliados estaban esbo zando estos planes sobre el orden de posguerra, ambas potencias del Eje poseían todavía vastas franjas de terreno apresado y combatían todavía con fiereza. Cada vez parecía más probable la victoria final de la Gran Alianza, pero la determinación alemana y japonesa era impresionante, ¿y quién sabía qué mortíferas armas secretas podrían estar desarrollando los alemanes (sobre todo) a partir de sus inmen sos recursos tecnológicos? N o eran pueblos a los que pudiera to m ar se a la ligera. Solo quince años después de la épica derrota de Ale mania en la última guerra, estaba ya dispuesta a volver a desafiar al sistema imperante. La mayor parte de la gente de Occidente y de la URSS estaba convencida de que sus enemigos poseían una inexora ble pro pensión «natural» hacia la agresión y las atrocidades.18 Ciertamente, los aliados tenían planes exhaustivos para demo cratizar Alem ania y Japó n, p ero tras pulverizar los de aquellas hala güeñas esperanzas wilsonianas de paz duradera de hacía solo dos dé cadas, las potencias vencedoras sabían que en esta ocasión debían ser más cautelosas y endurecer las disposiciones de la Carta relativas a la seguridad. Las naciones pequeñas deberían por tanto dejar de que jarse sin m otivo por la injusticia del derecho a veto y agradecer que las grandes potencias fueran a asumir ahora con rigor sus responsabi
za mutua entre el Este y Occidente mientras el conflicto de 19391945 llegaba a su fin, todavía había esperanzas de que la alianza de guerra pudiera mantenerse, con alguna leve transformación, para al canzar una nueva era de paz. Q uizá los historiadores se apresuran un tanto a explicar aquellas discusiones de 1945 en Yalta y Potsdam, en las que los «tres grandes» no estaban de acuerdo, y suelen prestar m e nos aten ción a las sesiones du ran te las cuales los mand os militares in formaban sobre sus respectivos planes y operaciones. Mantener esta cooperación, si bien a un nivel muy inferior y a un ritmo más len to, no era imposible. En última instancia, había dos cosas claras. Primero, a diferencia de 1919, en 1945 todas las grandes potencias estaban dispuestas a con tribuir a construir un nue vo sistema de seguridad internacional y luego a ingresar en él. E n segundo lugar, y aunque este desagradable hecho no se expusiera jamás con detalle y claridad, pese al tono con el que la Carta de la O N U exigía conform idad co n las resoluciones del Consejo de Seguridad, si un estado podero so decidiera desafiar a ese organismo mundial y seguir su propio camino, se podía hacer m uy poco para imped ir que sucediera; a menos, claro está, que otros estados poderosos estuvieran dispuestos a emplear la fuerza militar y, con ello, correr el gran riesgo de dar comienzo a la Tercera Guerra Mundial. Si los estados menores quebrantaban las leyes, se les podían ajustar las cuentas con facilidad. Al menos en este aspecto, habían cambiado muy pocas cosas; las grandes potencias harían lo que deci dieran ellas hacer. Los planificadores eran muy conscientes de ese hech o, pero cruzaban los dedos para que la armoniosa y m utu am en te beneficiosa construcción de una nueva estructura internacional, más las mejoras en las medidas de cooperación, reforzadas por el re cuerdo de los dos sangrientos conflictos mundiales, bastarían para impedir que algún país cruzara ese pavoroso límite que separa la paz de la guerra. Por razones institucionales y también morales, los go biernos sentirían la presión mundial para resolver las disputas sin re currir a la espada ni a la bomba. La otra gran lección que los planificadores y los políticos occi dentales extrajeron de los años de entreguerras tenía que ver con el
to; una catástrofe que consideraban la raíz de la agitación política y el extremismo que desembocaron en las guerras: los hombres deses perados em pre nden acciones desesperadas. Los grupos de trabajo es tadounidense y británico (obviamente, los soviéticos no tenían nin gún interés) dedicaron por tanto mucho tiempo a sopesar ideas para me jorar la arquitectura financiera, bancaria y com ercial con el fin de favorecer positivamente la prosperidad y la interdependencia y, de for ma negativa, atajar cualquier amenaza seria para la estabilidad de los mercados monetarios y de valores. La ponderación de estos planes económicos discurrió paralelamente a las negociaciones para cons truir un orden de seguridad en la posguerra, y la idea de una gran re construcción socioeconómica adquirió una popularidad generaliza da en la prensa liberal occidental. Sin embargo, como es lógico, los planes para ese nuev o sistema financiero in tern acional (com o se de talla más adelante, en el capítulo 4) que se negociaron en la famosa Conferencia de Bretton Woods durante el verano de 1944, acaba ron por poner mucho más énfasis en la responsabilidad fiscal que en ninguna otra misión mundial para mejorar la situación de la huma nidad con independencia del coste que tuviera. La necesidad de es tabilidad, de una estabilidad controlada por las principales potencias, siempre fue prioritaria, aun cuando se empleara la retórica de favo recer la productividad de todos los seres humanos a escala universal. N o era un a casualidad que el de rech o a voto en el futuro Fondo Monetario Internacional (FMI) y en el Banco Mundial (conocido en un principio como Banco Internacional de Reconstrucción y Fom ento, BIR F) se «ponderara» para que reflejara la mayor disponi bilidad de recursos de las naciones capitalistas ricas, sobre to do de Estados Unidos. Estos eran pues, grosso modo , los supuestos para el abastecimien to de la futura seguridad militar y económica que motivaban a las tres grandes potencias y conformaban sus planes para la nueva orga nización mundial, cuando se reunían, según correspondiera, en Moscú, Bretton Woods, Dumbarton Oaks, Yalta y San Francisco (donde en aquel momento China y Francia también interpretaban su papel). Dada la posición especial que ocupaban en el proyecto de seguridad, las grandes potencias estaban deseando ver la creación
de otras estructuras parlamentarias y de toma de decisiones democrá ticas en otros lugares de las Naciones Unidas. Estaba bien, por ejem plo, que hubiera algunos integrantes adicionales con carácter no per manente en el Consejo de Seguridad, siempre que ninguno de ellos tuviera derec ho de veto. Y sería bien recibido u n organismo de deli beración como una Asamblea General que representara a los gobier nos de todos los estados miembros de la ONU, con diversos comités y agencias en los que la participación fuera rotativa y pudiera ser re presentativa desde el punto de vista regional... siempre que respeta ran las competencias especiales del Consejo de Seguridad. En las altas esferas no se prodigaba mucha atención a asuntos culturales e ideológicos, ni a la importante cuestión de los derechos humanos. Aquellos asuntos llegaron precipitadamente, en 1945, cuando los negociadores trataron por todos los medios de propor cionar un contexto más noble a aquel otro lenguaje más prosaico acerca del aparato de seguridad de la ONU, a su constitución pseudoparlamentaria y a los duros acuerdos de cooperación económica. Antes incluso de que se aprobara en San Francisco el majestuoso lenguaje de la Carta, y posteriormente el de la Declaración Univer sal de los De recho s H um anos, los funcionarios desde el inte rior y los redactores desde el exterior describían la nueva organización mun dial como una especie de taburete con tres patas. La primera pata representaba las medidas para alcanzar seguridad internacional y, por tanto, subrayaba la diplomacia cooperativa y el arbitraje para resolver disputas, respaldados por una fuerza militar común para disuadir de las agresiones o, en caso de que fracasara, derrotar a los agresores. La segunda pata descansaba sobre la creencia de que la seguridad militar sin progreso económico era poco duradera y fútil. Por con siguiente, había que diseñar, ya fuera en el seno de la familia de la ONU o «en relación» con el organismo mundial (como las institu ciones de Bretton Woods), instrumentos para reconstruir la econo mía mundial. Podría decirse que la tercera pata era la más interesante de todas y que sin duda recogía el legado idealista de Kant, Wilson y otros. Sostenía que, con independencia de la firmeza con que se erigieran
las dos primeras patas, el sistema se vendría abajo, se derrumbaría, si no ofrecía formas de mejorar el entendimiento político y cultural entre los pueblos. Como la guerra comienza en la mente de los hombres, era (y es) en ese ámbito donde hacían falta mejoras sustan cíales. Físicamente, un taburete de tres patas es una estructura muy es table; cada una de las tres asciende inclinada hacia dentro y refuerza a las demás. Es difícil deteriorarlo o despedazarlo. De todos modos, se trata de una creación humana y, por tanto, depende de los artesa nos que lo forjen. Si los carpinteros concedían más fuerza a una de las patas debilitando las otras dos, el taburete se inclinaría enseguida. De hecho, gracias a una serie de compromisos (y a un diseño muy inteligente), el documento surgido de la Conferencia de San Fran cisco, la Carta de la ONU, era asombrosamente equilibrado. Lo que parece qued ar claro en los archivos históricos es que fu ero n los esta dounidenses quienes más prom ov ieron la idea de com unidad cultu ral e ideológica, los soviéticos quienes más resaltaban la necesidad de seguridad por encima de todo (¿qué necesidad tenía Stalin del Ban co Mundial?) y los británicos quienes más obsesionados estaban por un pacto que aportara al orden de posguerra tanto estabilidad eco nómica como militar, confiriendo más poder a los nuevos organis mos internacionales del que jamás había estado dotado la Sociedad de Naciones, pero sin injerencias en asuntos internos ni coloniales. Parecía un acuerdo justo, suponiendo (lo cual era suponer mucho) que los tres grandes siguieran respetando los compromisos negocia dos por todos entre 1943 y 1945. Todo esto contribuye a explicar la forma concreta del texto de la Carta (que, por su interés, se reproduce en el Apéndice). Tras el majestuoso Preámbulo, con el que «por este acto establecejn] una organización internacional que se denom inará las Naciones Unidas», el Capítulo I recuerda a los miembros los propósitos y principios a los que se comprometen al suscribir la Carta. Se trataba de obliga ciones ingentes e imperiosas: todos los miembros «cumplirán de buena fe», «arreglarán sus controversias internacionales por medios pacíficos» y «prestarán a las N aciones Unidas to da clase de ayuda en cualquier acción que ejerza». Como si hubiera que compensar el
atrevimiento de estas promesas, el capítulo termina con la famosa declaración (artículo 2.7): «Ninguna disposición de esta Carta auto rizará a las Naciones U nidas a inte rvenir en los asuntos que son esen cialmente de la jurisdicción interna de los Estados».19 El segundo capítulo es breve, y en él se establece simplemente que la pertenencia a la O N U está abierta a todos los estados amantes de la paz y se esbozan los procesos de admisión... y expulsión. Pare ce un poco como el reglamento de admisión de un club de caballe ros de Londres o Nueva York. El tercer capítulo es aún más breve, e identifica seis «órganos principales» del organismo mundial: la Asam blea General, el Consejo de Seguridad, el Consejo Económico y So cial, el Consejo de Administración Fiduciaria, la Corte Internacional de Justicia y la Secretaría. Estos seis órganos no tenían, como vere mos, idéntico peso real; pero ahora eran creaciones del derecho in ternacional. La Carta también afirmaba que «se podrán establecer [también] los órganos subsidiarios que se estimen necesarios». Los pa dres fundadores se estaban co nced iendo también m uch a libertad. Las partes auténticamente críticas llegaban hacia la mitad de la Carta: el Capítulo IV, sobre la Asamblea General; el Capítulo V, so bre la co mposición, los poderes y pro cedim ientos del Consejo de Seguridad; el Capítulo VI, sobre el arreglo pacífico de las disputas, y el explosivo Capítulo VII, «Acción en caso de amenazas a la paz, quebrantamientos de la paz o actos de agresión». Tanto en la época de su redacción com o en las décadas posteriores, todos los gobiernos y sus diplomáticos consideraban que estos cuatro capítulos eran los elementos clave de un nuev o o rden internacional. ¿C ómo no iban a considerarlo así si redactaban el texto en medio de la guerra más des tructiva de la historia y estaban decididos a crear algo mejor de lo que había ofrecido la Sociedad de Naciones? Los artículos referentes a las funciones, poderes y procedimien tos de la Asamblea General son los más ingeniosos. A primera vista, parece que fuera a hacerse realidad el Parlamento de la humanid ad de Tennyson, al menos bajo la forma de un parlamento de gobier nos; y así era en cierto sentido. Todos los estados-nación podían so licitar el ingreso, y se votaba de acuerdo con las reglas de la mayoría simple, mientras que las «cuestiones importantes» requerían un a m a
yoría de dos tercios.20 Era cometido de la Asamblea examinar y aprobar el presupuesto anual de la ONU, aprobar los acuerdos de administración fiduciaria y supervisar la cooperación internacional «en materias de carácter económico, social, cultural, educativo y sa nitario». D ebía co ntrib uir «a hacer efectivos los derechos hum anos y las libertades fundamentales de todos». Se trataba de una lista apabu llante. Aquí residía, sin duda, el centro de gravedad político del or den internacional de las décadas subsiguientes. Pero un análisis más detallado del intrincado lenguaje de la Car ta sugiere que la Asamblea no disponía de los poderes de, pongamos por caso, la Cám ara de los Com unes británica. U n le ctor atento reparará en el uso frecuente que se hace en muchos artículos de la forma «podrá» (en contraposición a «hará»). Así, mientras que la Asamblea Gen eral «podrá llamar la atenció n del Co nsejo de Seguri dad hacia situaciones» que supongan una amenaza para la paz, tam bién se dejaba claro en el artículo 12.1 que no hará ninguna reco mendación mientras el Consejo de Seguridad esté trabajando sobre alguna disputa en particular. Quizá la envergadura de la «brecha» de poder en tre los dos órganos era qu e las resoluciones de la Asamblea no eran vinculantes, aunque siempre comportaran un relevante peso simbólico, mientras que las resoluciones del Consejo de Seguridad eran vinculantes para todos los miembros; de hecho, ese era un re quisito para que se les permitiera suscribir la Carta. Sería deseable que todos los gobiernos recordaran este hecho. Había otras dos diferencias más entre la Asamblea General y el Consejo de Seguridad; una vez más, de mucho peso. La primera era que la Asamblea se reuniría por lo general «anualmente en sesiones ordinarias», lo cual limitaba en la práctica sus capacidades y su flexi bilidad; incitaba a conferir a esas sesiones un carácter hon orífico e ideológico.* Por contra, el Consejo de Seguridad podía convocarse con muy poca antelación, incluso por la noche o durante un fin de * Pau latinam ente fue asentándose la costum bre de que las sesiones anuales se iniciaran cada mes de septiembre en Nueva York, adonde los líderes mundiales volaban para pro nu nc iar discursos en defensa de sus caballos de batalla políticos del momento.
semana, en alguna sesión de emergencia, lo cual indicaba una vez más que era una especie de rama ejecutiva de la organización mun dial. La segunda era que, mientras que el Consejo de Seguridad te nía la autoridad suprema en el ámbito de la seguridad (excepto allá donde no se pudiera impedir a una gran potencia que actuara a su antojo), la Asamblea General no gozaba de una autoridad y un mo nopolio equivalentes en el ámbito de las cuestiones económicas y sociales. Como hemos señalado con anterioridad, la nueva y pode rosa maquinaria para la cooperación económica internacional que emergió de la Conferencia de Bretton Woods nunca se encontró bajo el domin io de la Asamblea, y muy pro nto se distanció aún más de ella. Así, desde su concepción misma, el parlamento de los go biernos tenía restringidos sus poderes económ icos. El lenguaje de la Carta acerca del Consejo de Seguridad (capítu los V-VII, más, en cierto modo, el VIII, dedicado a los acuerdos re gionales) es aún más ingenioso. La mayor parte de los analistas se apresuran a examinar las partes dedicadas al arreglo pacífico o diplo mático de las disputas (Capítulo VI) y luego las medidas económicas y militares destinadas a ese mismo fin (Capítulo VII). Pero es más juicioso dedicar algún tiem po al Capítulo V, que sq ocupa de la com posición, las funciones y poderes, la votación y los procedimientos del Consejo de Seguridad, puesto que a esto fue a lo que los nego ciadores de 1943-1945 dedicaron la ma yor parte de sus energías. Es tablecieron que el Consejo estaría compuesto por las cinco grandes potencias vencedoras, todas ellas con escaño perm anente en el mis mo (el grupo denominado «P5»), más otros seis miembros con ca rácter rotatorio que ocuparían escaño durante dos años, una cifra que no se incrementó en las dos décadas siguientes (hasta alcanzar la de diez miembros no permanentes). Es importante señalar que la Carta insiste en que el criterio más imp ortan te para la elección com o miembro no permanente sería la contribución de un determinado país «al m antenim iento de la paz y la seguridad internacionales y a los demás propósitos de la Organización» (artículo 23.1). La distribu ción geográfica equitativa solo era un se gundo criterio. Parece justo señalar que durante las últimas seis décadas esta prioridad ha adole cido terriblemente del tira y afloja regional y de los acuerdos del «me
toca a mí». Quizá valga la pena resucitar el principio de que si uno no puede llevar la carga, no debe siquiera tratar de sumarse al club. Todos los miembros debían aceptar conferir la responsabilidad pri mordial sobre la paz y la seguridad internacionales al Consejo de Se guridad, que tenía la responsabilidad de actuar en su nomb re, y tenían que «aceptar y cumplir» todas y cada una de sus decisiones. El Conse jo, co mo ya hemos señalado, debía organizarse para tener capacidad de actuar en cualquier momento, de día o de noche. Podía celebrar sus reuniones en un lugar alejado de la sede habitual, crear órganos subsi diarios, planificar un sistema de control de armamento, adoptar sus propias normas de funcionam iento y convocar a debatir a cualquier estado no miembro del Consejo de Seguridad cuando lo considerara oportuno. El principal objetivo era que las cosas se hicieran. La parte más polémica de esta sección tenía que ver con el dere cho a veto del P5, aunque aparece codificado en un lenguaje tan há bil (véase el artículo 27) que uno se ve obligado a leer el texto varias veces. En esencia, dice que las decisiones del Consejo de Seguridad sobre cuestiones de procedimiento pueden tomarse mediante el voto afirmativo de, en líneas generales, el 60 por ciento de sus miem bros (es decir, siete de los once en las primeras décadas, y nueve de los quince posteriormente). Suena bastante razonable, pero ese mis mo artículo añade que «las decisiones del Consejo de Seguridad so bre todas las demás cuestiones serán tomadas por el voto afirmativo de nueve miembros [anteriormente siete], incluso los votos afirma tivos de todos los miembros permanentes». Aquí reside, expresado de forma opaca, el derecho a veto. Con que solo uno de los miem bros del P5 vote en contra de una resolución, afirmando que se tra ta de algo más que de una cuestión de procedimiento, dicha resolu ción no prospera. Cu ando en una ocasión un p erplejo em bajador no miembro del P5 le preguntó al representante soviético cómo se po día saber la diferencia entre una cuestión de procedimiento y un asunto sustantivo, le informaron con sequedad: «Nosotros se lo di remos». Y así sigue siendo hasta hoy. Te niend o presente esta condición (recordemos que su intención era impedir que Estados Unidos y la URSS salieran disparados del corral) los artículos del Capítulo VI, «Arreglo pacífico de controver
sias», tienen mucho sentido. Esta sección comienza afirmando que las partes involucradas en cualquier disputa (suponiendo siem pre que son estados-nación) buscarán la solución «mediante la negociación, la investigación, la mediación, la conciliación, el arbitraje, el arreglo ju dicial, el recurso a organismos o acuerdos regionales u otros medios pacíficos de su elección» (artículo 33). Parece que hubiera sido corredactado por un psiquiatra y un abogado laboralista, y pretende cla ramente expresar aquella esperanzada idea wilsoniana de que los hom bres razonables deberían ser capaces siempre de alcanzar una so lución pacífica por sí solos o con cierta ayuda exterior. La Carta también insiste en que el Consejo de Seguridad está au torizado a investigar cualquier disputa que suponga una amenaza para la paz com ún y que cu alquier estado m iem bro puede llevar cualquier controversia al Consejo (también, curiosamente, a la Asam blea General, que puede aportar al Consejo su opinió n, pero nada más que eso). El Consejo de Seguridad está plenamente autorizado a recomendar los procedimientos o métodos de ajuste apropiados, sí bien se señala que las controversias jurídicas deberían ser llevadas por las partes a la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Si los con tendientes no consiguen llegar a un acuerdo, el Consejo puede ele var su propia recomendación para alcanzar «un arreglo pacífico». Aquí es, precisamente, donde finaliza el Capítulo VI. El lector, más todos aquellos gobiernos que firman la Carta y se com pro m eten a cumplir sus disposiciones, resultan embaucados. Todo es muy ló gico. Se apoya en el supuesto de que «las partes en disputa» pueden arreglar las cosas por diferentes medios. Si no pueden, entonces el Consejo de Seguridad desempeñará un papel de servicio, formulan do recomendaciones para que se resuelvan las cosas. Una parte po dría pensar que ha recibido peor trato que otra en una decisión del Consejo, pero todas las naciones deberían aceptar que el proceso de arreglo pacífico de las disputas que han aceptado contractualmente es imparcial. Es tan razonable que todo este capítulo requiere sola m en te seis artículos, los que van del 33 al 38.21 Pero luego viene el Capítulo VII, dedicado a las medidas de im posición de la paz en caso de que un agresor o un estado que re pre
fica. Aquí se atribuía al Consejo de Seguridad plena autoridad para determinar la situación de crisis, recomendar medidas provisionales para resolverla, «tomar debida nota del in cu m plim iento de dichas medidas provisionales» (artículo 40), y después decidir qué instru mentos emplear para hacer cumplir sus decisiones. Interpretado de forma literal, el texto es arrebatadoramente atrevido, y así se preten día que fuera. Apenas sorprende que los autores de la Carta necesi taran un total de trece artículos para especificar cómo iba a funcio nar este nuevo sistema de seguridad. Tras seis años de guerra total, parecía insensato y den oda dam en te absurdo depositar m uch a fe en la resolución pacífica de las controversias entre naciones, pese a lo que se decía en el Capítulo VI. Se otorgaba p od er al Consejo de Seguridad para decidir sobre las medidas no militares que adoptar contra una nación agresora, más en concreto, sanciones económicas y la interrupción de las comuni caciones aéreas, ferroviarias, marítimas y telegráficas. En esto no era muy diferente de la Sociedad de Naciones, aunque algunos de sus diseñadores debieron de recordar sin duda el fracaso de las sanciones económicas en el pasado, como las que se impusieron a Italia tras su ataque a Abisinia. Por consiguiente, si el Consejo determinaba que las medidas no militares eran inadecuadas, estaba autorizado por la Carta a ejercer acciones de paz y, en caso necesario, también estaba autorizado a llevar a cabo todo tipo de acciones posibles por tierra, mar o aire contra un estado agresor. Para alcanzar este objetivo, era necesario que todos los miembros (por tanto, no solo los del Con sejo de Seguridad) pusieran a su disposición fuerzas militares, asis tencia e instalaciones, incluidos derechos de paso, cuando se les pidie ra. Este tipo de contribuciones se negociaría mediante «convenios especiales» (artículo 43), y nadie esperaba que los estados pequeños pu dieran ofrecer gran cosa, salvo quizá los esenciales derechos de paso. Pero el mensaje era claro: toda nación que firmara la Carta de la ONU tenía que poner de su parte. De hecho, el artículo 45 se atre vía a establecer incluso que, para que una operación del Consejo de Seguridad se desarrollara con rapidez, «mantendrán contingentes de fuerzas aéreas nacionales inmediatamente disponibles para la ejecu ción combin ada de un a acción coercitiva internacional». (En los do
cumentos de planificación se hace mucho hincapié en la importan cia de la fuerza aérea y de las bases aéreas destacadas, y así aparece también en la Carta.) Todo esto exigiría, con certeza, unos preparativos y una planifi cación militares rigurosos, y por tanto la Carta llegaba incluso a crear un Co mité de Estado M ayor para asesorar y asistir al Con sejo de Se guridad en todas las cuestiones relativas a las necesidades militares, el mando de las fuerzas sobre el terreno e incluso el «posible desarme». Se trataba de una idea inmensamente ambiciosa y, en caso de que se hubiera luch ado por ella, habría transformado la naturaleza de la po lítica intern acional.22 Para los funcionarios estadounidenses y británicos que redacta ron esta sección, la experiencia de la guerra era obvia: como la vic toria en aquella campaña era imposible sin una planificación mi nuciosamente coordinada del mando aliado, de ello se desprendía que tam bién sería imposible una paz duradera sin este tipo de ap o yo militar especializado al Consejo de Seguridad. Sin embargo, aquí también quedaba clara la naturaleza jerárquica del sistema. La pertenencia al Com ité de Estado M ayor qued aba restringida a «los Jefes de Estado Mayor de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad o sus representantes». Se podría invitar a cualquier otro miem bro de la O N U con el fin de que se sumara a él «cuando el desempeño eficiente de las funciones del Comité requiera la par ticipación de dicho Miembro». Y solo las grandes potencias se re servaban el derecho a decidir cuál era el nivel de eficiencia necesa rio que exigía que uno de estos invitados especiales acudiera en su ayuda. Esta seriedad acerca de la capacidad y eficiencia militares tam bién explica los detalladísimos planes que se estaban elaborando para crear gran número de bases militares, aeropuertos y puertos maríti mos de la O N U en diferentes partes del m und o, desde Wilhelmshaven y Nápoles hasta Extremo Oriente. Los mejores estrategas de la Tierra servían de muy poco si no disponían también de fuerzas mul tinacionales destacadas en posiciones avanzadas, con el fin de disua dir en primera instancia de la agresión, pero también para hacer uso de ellas a criterio del Consejo de Seguridad en cualquier crisis futu
ra. Por lo que se refiere a los demás miembros, también se les insta ba a poner a disposición del Consejo de Seguridad los recursos mi litares de que dispusieran; como mínimo, podrían ofrecer servicios básicos para operaciones más amplias de im posición de la paz. Si to dos los signatarios de la Carta se comprometían con estas responsa bilidades, cualquier futura versión de, pongam os por caso, la crisis abisinia de 1935 debería quedar rápidamente sofocada.23 Este capítulo se prolonga para reiterar (artículo 49) que todos los miembros prestarán apoyo para garantizar que las resoluciones del Consejo de Seguridad se llevan a cabo, y después garantiza a los go biernos desconfiados que, si las medidas impuestas por la O N U ori ginan «problemas económicos especiales» (artículo 50), tienen dere cho a efectuar una consulta rápida al Consejo de Seguridad (nos imaginamos que debido al bloqueo o la interrup ción de las com un i caciones). Ambos son mensajes claros de que la seguridad colectiva debería ser de hecho exactamente eso. Es un asunto verdaderamen te importante. Los realistas Victorianos, como Henry Palmerston y Otto von Bismarck, y quizá incluso el ultraliberal William Gladsto ne, se habrían quedado asombrados. El artículo final de este enérgico Capítulo VII experimenta des pués un brusco giro, y como desde hace sesenta años se h a revelado extrem adam ente difícil de analizar, incluyo a con tinuació n la redac ción completa con el fin de que los lectores puedan valorar qué sig nifica el excepcional artículo 51: Ninguna disposición de esta Carta menoscabará el derecho inma nente de legítima defensa, individual o colectiva, en caso de ataque ar mado contra un Miembro de las Naciones Unidas, hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mante ner la paz y la seguridad internacionales. Las medidas tomadas por los Miembros en ejercicio del derecho de legítima defensa serán comuni cadas inmediatamente al Consejo de Seguridad, y no afectarán en ma nera alguna la autoridad y responsabilidad del Consejo conforme a la presente Carta para ejercer en cualquier momento la acción que esti me necesaria con el fin de mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales.
La primera parte es fácil de entender. Las naciones que en toda Europa habían sido testigos de una serie de ataques fascistas por sor presa, la no provocada Operació n Barbarroja y el ataque sorpresa so bre Pearl Harb or, no iban a esperar la aprobación del Consejo de Seguridad para recurrir a las armas si eran objeto de una agresión. Pero ¿qué significan exactamente en la práctica las cláusulas modifi cadoras de la segunda frase acerca de la no afectación de la autoridad y la responsabilidad? ¿Y hasta dónde llega la elasticidad del concep to «legítima defensa»? Una cosa es dirigirse a los cañones cuando la Luftwaffe sobrevuela tu territorio, pero ¿se puede actuar de forma preventiva si tu servicio de intelig encia te dice que esos bombard e ros están todavía en tierra, a miles de kilómetros, y que todavía no existe situación de guerra abierta? ¿Puede uno actuar entonces in cluso antes, mediante un ataque preventivo contra una amenaza cre ciente... sin que ello le convierta a uno en el agresor? Esta es una cuestión que ha marcado los debates de la ONU sobre «seguridad» desde el principio, y quizá nunca de un modo tan amargo como en los momentos previos a la guerra de Irak. En última instancia, las grandes potencias decidirían por sí solas, de acuerdo con la percepción acerca de sus propios intereses nacio nales. A todas luces, el artículo 51 se encuentra en el centro de la Carta para mitigar las sospechas tanto de los senadores estadouni denses como de Iosif Stalin sobre la posibilidad de que esta nueva organización debilitara su derecho a tomarse la justicia por su mano. Ambos estaban decididos a que nadie les arrebatara ese derecho, y seguramente Winston Churchill y Charles de Gaulle también lo es taban; sin embargo, en aquel mismo momento también existía un desesperado anhelo de dejar atrás la anarquía internacional del pasa do y establecer un imperio de la ley eficaz que evitara conflictos de sastrosos en el futuro. En varios aspectos, este artículo recoge esa ambigüedad: «Sí, cedo determinados poderes a la organización in ternacional, pero insisto en conservar mi libertad de actuación en los casos en que lo considere importante». Los optimistas de la ONU esperaban que, si los capítulos VI y VII demostraban funcionar ade cuadamente, la desconfianza se desvanecería. Los realistas mantenían su pólvora bien seca.
Otro tanto sucedía con los capítulos centrales dedicados a la Asamblea General y el Consejo de Seguridad. Sería un error me nospreciar las demás secciones de la Carta p or considerarlas efímeras: sobre los acuerdos regionales (VIII), el Consejo Económico y Social (IX-X), la administración fiduciaria (XI-XIII), la Corte Internacio nal de justicia (XIV) y la Secretaría (XV). Al contrario, el hecho de que el texto de estos capítulos tenga casi el doble de extensión que los dedicados a la Asamblea General y el Consejo de Seguridad, hace pensar que los creadores de la Carta atribuían muc ha relevancia a es tos órganos adicionales. Aunque hubieran difuminado su presencia durante las décadas transcurridas, en 1944-1945 se les atribuía idén tica importancia, y todavía pueden ser de utilidad hoy día. Pensemos, por ejemplo, en el breve Capítulo VIII, «Acuerdos regionales», que hace posible la creación o la existencia de pactos re gionales para el m anten imiento de la paz internacional, siempre que sus actividades sean coherentes con los fines de la propia ONU. De hecho, parece fom entar que las agrupaciones regionales traten de re solver controversias locales y establece que el Consejo de Seguridad puede servirse de este tipo de instrumentos com o una especie de apoyo de la arquitectura mundial de seguridad. El lenguaje emplea do aquí trataba de satisfacer dos exigencias. La primera era el firme convencimiento de Churchill de que, en el futuro, la seguridad se garantizaría mejor mediante agrupamientos regionales liderados por una de las grandes potencias, simplemente porque los países impli cados tendrían las razones mis apremiantes para disuadir de una agresión o detenerla en su entorno geográfico. En la memoria del primer ministro todavía se mantenía muy vivo el hecho innegable de que a la mayor parte de los miembros de la Sociedad de Nacio nes les resultaba difícil pensar en comprometer recursos para frenar una violación de la paz ocurrida en un lugar «remoto». Ciertos esta dounidenses incluso, como Cordel! Hull, a quien le inquietaba que esta posibilidad desembocara en que las grandes potencias desplega ran políticas de «esferas de influencia», podían comprender cuando menos las ventajas de reconocer que los acuerdos regionales (bajo el amparo del Consejo de Seguridad) podrían ser útiles. La segunda razón (expuesta en los artículos 53 y 54) era el deseo
de los soviéticos, los británicos y los franceses de tener capacidad de actuar colectiva y rápidamente «contra la renovación de una políti ca de agresión» por parte de «estados enemigos»... que nunca se mencionaban por su nombre, pero con los que se aludía sin duda a Alemania y Japón. Seis décadas después, esta redacción resulta muy anacrónica, y en alguna revisión general de la Carta debería corre girse. Aun así, en el turbulento mundo actual, la existencia de una autorización para incorporar agrupaciones de seguridad regional pued e tener una utilidad cada vez mayor, ya que una O N U desbor dada de trabajo puede subcontratar la gestión de una crisis o de una guerra con los miembros de esa región; siempre, claro está, condi cionada al respeto de los principios de la Carta. Parece un auténtico anacronismo dedicar una sección tan ex traordinariamente extensa (artículos 73-91 de los capítulos XI-XIII) a la cuestión de los territorios no autónomos y a la creación del Con sejo de Administración Fiduciaria como uno de los órganos princi pales del organismo mundial. Com o la O N U iba a heredar la super visión de los territorios de Africa, Oriente Próximo y el Pacífico que habían quedado «bajo mandato» de la Sociedad de Naciones en 1919, tenía que decirse algo al respecto, y de hecho estos capítulos contie nen u n lenguaje muy altisonante y generoso sobre el fomento de to dos los derechos de los habitantes de esos territorios. Sin embargo, las preocupaciones latentes de las grandes potencias quedaban ocultas casi por completo a la mirada de alguien profano en la materia. La URSS se preocupaba poco por este aspecto, siempre que los demás reconocieran su control especial sobre territorios que estaba incorporando con fines estratégicos. Y en 1944-1945 China apenas representaba un papel relevante. Pero los otros tres tenían en mente intereses poderosos. Gran Bretaña y Francia eran las dos potencias coloniales ultramarinas por excelencia. Para ellas, una supervisión demasiado estrecha en los territorios bajo mandato de la Sociedad de Naciones y un a rápida aproximación a la indepen de ncia podrían despertar, incluso en sus dominios más pequeños, ecos que se hicie ran sentir en sus posesiones coloniales mayores y más ricas. En este aspecto, Estados Unidos volvía a hacer gala de ambigüedad. Públi camente, pregona ba su postura contraria al colonialismo, había ejer
cido mucha presión sobre Churchill acerca de India y África, y esta ba interesado en atraer a los países no comunistas hacia el campo del libre mercado occidental. Además, el ofrecimiento de garantías acer ca de los derechos constitucionales básicos a todos los pueblos era una pasión de aquel destacado afroam ericano llamado R alp h Bunche, que ya era una estrella incipiente en el Departam ento de Estado.24 Pero el ejército estadounidense también estaba decidido a mantener el control de las islas bajo m andato japo nés que estaba tom ando en el Pacífico con el fin de apoderarse de bases estratégicas adicionales. Todo esto explica el lenguaje forzado de la Carta a la hora de describir cómo iban a funcionar los futuros acuerdos fiduciarios: los pueblos no autó nomos iban a recibir un impulso para alcanzar la cond ición de estado, pero todavía no. El propio Bun che, com o pri mer director de la División Fiduciaria de la Secretaría de la ONU, dirigía un equipo decidido a promover esta causa pese a las tradicio nales potencias coloniales y a los estadounidenses más conservado res. A juzgar por el resultado, la mayor parte de este esfuerzo resul tó superado por la historia. Al cabo de un período mucho más breve de lo que podrían haber imaginado los administradores políticos (aun los más progresistas), com enzó la era de la descolonización, y el Con sejo de Adm inistración Fiduciaria parecía cada vez más un aco razado decrépito y herrumbroso, despojado de sus motores y aban donado hacía mucho por la tripulación. Todavía hoy hay quien diría que el Consejo Económico y So cial (ECOSOC) se aproxima peligrosamente a un final similar. No es cierto, pero será mejor analizar su historia en las páginas siguien tes. Sin embargo, nadie que lea las secciones pertinentes de la Carta de la ONU (el Capítulo IX, «Cooperación internacional económi ca y social», y el Capítulo X, «El Consejo Económico y Social») puede dejar de quedar im presionad o (y atónito) ante la audacia de esta parte de la arquitectura de la ONU. Interpretada de forma lite ral, va destinada a dar la réplica al Consejo de Seguridad en la mayor parte de las demás esferas. Lo que este poderoso organism o tenía que hacer en el ámbito de la paz y la seguridad internacionales, lo haría el ECOSOC en relación con el progreso económico, social, sanita rio, medioambiental, de los derechos humanos y la cultura.
Com o expondrem os más adelante, en los capítulos 4 y 5 de este libro, visto retrospectivamente está claro que eran unas atribuciones excesivamente ambiciosas. También es preciso señalar que las gran des potencias no insisten aquí en ningún aspecto en especial. Una vez alcanzada su posición de privilegio en el Consejo de Seguridad y las instituciones de Bretton Woods, se contentaban con ver un E C O S O C compuesto por dieciocho miembros con carácter rotato rio, que rindiera cuentas ante la Asamblea General y recibiera ins trucciones de ella, que diseñara sus propias reglas, que creara sus propias comisiones, que iniciara estudios y convocara conferencias, que entablara «relación» con los organismos especializados, que con sultara con organizaciones no gubernamentales (ONG) y que hi ciera todo aquello que le pareciera bien hacer. A un entusiasta de la cooperación económica y social internacional, aquello debió de parecerle maravilloso. Por el contrario, un realista habría señala do que «consultar con las ONG» es algo que no aparece en ningún lugar de la descripción de los poderes y funciones del Consejo de Seguridad. Los capítulos sobre la Corte Internacional de Justicia (XIV) y la Secretaría de las Naciones Unidas (XV) co ntien en una dosis muy in ferior de malicia. Son claros y objetivos, y constituyen la necesaria herencia del anterior sistema internacional. El fragmento sobre la Corte Internacional de Justicia es extremadamente breve, en parte debido a que iba a adjuntarse a la Carta el «Estatuto de la Corte In ternacional de Justicia» y se consideraba parte integral de ella. El es tatuto en sí estaba dedicado principalmente a definir quiénes eran sus miem bros, cóm o se elegían y cuáles eran sus competencias y proc e dimientos. En muchos aspectos era el sucesor del Tribunal Perma nente de Arbitraje, creado en 1907 mediante la Conferencia de La Haya; es decir, propo rcion aba una estructura judicial ú nicam ente a los estados que aceptaran someter a arbitraje sus reivindicaciones en frentadas. Ninguna otra entidad podía iniciar el proceso, y los go biernos implicados tenían que someterse voluntariamente al vere dicto judicial. En caso de que una de las partes no acatara la decisión del tribunal, la otra podía remitir el caso al Consejo de Seguridad; esto es, en esencia, a las grandes potencias. La C orte Internacional de
Justicia era, por tanto, otro «cortafuegos» para retardar cualquier ne cesidad del Consejo de Seguridad para em pren der las acciones men cionadas en el Capítulo VII contra algún estado miembro. Aun así, en caso de que una nación desafiara de forma flagrante la opinión cuidadosamente ofrecida por la Corte, el Consejo de Seguridad se reservaba el derech o de intervenir. En cuestiones de pod er, todos los caminos conducían de vuelta allí. La Secretaría suponía también un eco de cómo había funciona do la Sociedad de Naciones. Era un órgano nodal de las Naciones Unidas, pero servidor de todos los estados. Su labor, bajo la direc ción del secretario general, consistía en hacer que las diferentes face tas de la organización funcionaran día a día. En el texto del Capítu lo XV sobresalen tres cuestiones. El secretario general era nombrado por la Asamblea General «a recomendación del Consejo de Seguri dad», de manera que, una vez más, el P5 tenía interés en mantener el control. En segundo lugar, lo cual resultaba más esperanzador, el personal de la Secretaría (que actuaría com o tal secretaría en la Asamblea General, el Consejo de Seguridad, el EC O SO C y el Co n sejo de Administración Fiduciaria) estaría compuesto por funciona rios internacionales, que no recibirían instrucciones de los gobiernos de sus países de origen y tendrían que observar «el más alto grado de eficiencia, competencia e integridad» (artículo 101). Esta importan te exigencia venía seguida a continuación de una piadosa esperanza de reclutar personal «en forma de que haya la más amplia represen tación geográfica posible». No se sugería ningún método para con ciliar la pura capacidad con la adscripción geográfica, problema este que ha perseguido a la O N U hasta hoy. En tercer lugar, el secretario general debía llamar la atención del Consejo de Seguridad sobre cualquier asunto que pudiera amenazar el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales. Este era un aspecto fundamental (artículo 99), puesto que creaba una instan cia que, con independencia tanto del Consejo de Seguridad como de la Asamblea G eneral, podía iniciar cua ndo menos el análisis, si no alguna acción, en relación con las amenazas para la paz o las viola ciones de la misma. Por lo tanto, confería a la Oficina del Secretario General algún derecho a la información y la evaluación indepen
dientes, aun cuando continuara al servicio de muchos amos. Tam bién representaba un órgano al que los estados miembros, o la pro pia Asamblea General, po dían dirigirse para solicitar inform ación, informes y datos presupuestarios. Como una de sus tareas, acaso la principal, era ser el estado mayor del Consejo de Seguridad, también estaba obligado a reflexionar profunda y esforzadamente sobre el mantenimiento de la paz, la imposición de sanciones y las respuestas a todo tipo de crisis después de la Segunda Guerra Mundial. Se tra taba de cargas muy pesadas para una burocracia novata. Los artículos finales de la Carta constituyen las habituales medi das varias y de «ordenación» en relación con los acuerdos transitorios, la inmunidad internacional para el personal de la ONU, los procedi mientos de ratificación y firma. Solo dos son dignos de mención: el artículo (103) que afirma que las obligaciones de los miembros con traídas con la O N U prevalecen sobre cualquier otra de sus obligacio nes internacionales, y la importante declaración (artículo 109.2) de que cualquier enmienda de la Carta exigirá el voto (ratificado por los parlamentos nacionales) de dos terceras partes de los miembros de la Asamblea, «incluyendo a todos los miembros perm anentes del C on sejo de Seguridad». Todo quedaba atado y bien atado.
La Carta está compuesta po r tanto de muchas partes, y a medida que en los próximos capítulos vaya desgranándose el destino de todas esas partes, iremos formándonos una idea de su significado y sus efectos, de lo que funcionó bien y lo que no funcionó bien, de lo que podría modificarse para responder a la transformación de las cir cunstancias y lo que quedó petrificado y congelado. La propia Car ta era una curiosa combinación de inflexibilidad por una parte (la reiterada insistencia en los derechos especiales del P5) y la máxima flexibilidad por otra (por ejemplo, respecto a la variedad de respues tas posibles a una amenaza para la paz). N o se trataba sin duda de una coincidencia. Los hombres que trabajaron larga y denodadamente para redactar la Carta eran perfectamente conscientes de que tenían que dotar a la organización mundial de un núcleo interno fuerte, el Consejo de Seguridad, pero utilizar también un lenguaje que se
adaptara lo suficiente como para poder ser aplicado bajo circunstan cias imprevistas de los años posteriores.25 Además, la Carta tenía que incorporar los amplios anhelos de algo más que seguridad militar únicamente y dotarlos de estructura y de un proceso. Lo que es incontestable es que, de algún modo, los fundadores de la ONU habían creado un nuevo orden mundial. La estructura de la política intern acional a partir de 1945 fue diferente de la poste rio r a 1648 o 1815; diferente incluso de la derivada de 1919, porque aho ra incorporaba a todas las grandes potencias bajo su paraguas (incluso al difícil Estados Unidos) y había otorgado a la nueva entidad inter nacional un cometido más amplio para hacer frente a las razones eco nómicas, sociales y culturales que pensaba que impulsaban a los pue blos hacia el conflicto. Había, como es lógico, infinidad de desafíos que los diseñadores de la Carta no previeron, quizá sobre todo un fu turo mundo en el que las amenazas para la paz se deberían a menudo no tanto a actos de agresión externos como a la desintegración inter na y las guerras civiles. Pero ¿acaso deberíamos exigir semejante pre visión a una generación de políticos, diplomáticos, expertos jurídicos y asesores militares agotados a quienes se exigía que pensaran en el futuro del mundo cuando se estaban librando gigantescas batallas en toda Europa y en el Pacífico? N o lo creo. Aquí hay un acertijo más que todavía no hemos mencionado. El «sistema» de las Naciones Unidas había nacido, y había alterado el paisaje político para regocijo de los federalistas del mundo y otros organismos intemacionalistas. Pero en 1945 se estaba produciendo otra transformación masiva: el orde n m ultipolar principalm ente eu rocé ntrico de estados estaba dejando paso rápidamen te a un m un do bip olar que, en ese aspecto, dispondría de arm am ento nuclear.26 Así pues, el sistema intern acional estaba cambiando, tanto en relación con la aparición de nuevas organizaciones mundiales como en lo referido a la eterna historia del auge y decadencia de las grandes po ten cias. Adivinar cómo se relacionarían entre sí estos nuevos «órdenes» radicalmente diferentes representaba un rompecabezas gigantesco. Y es que las naciones grandes raramente son buenos miembros de un club internacional concebido para restringir el ejercicio del po der nacional.
Los discursos de los políticos sobre la creación de las Naciones Unidas, tanto en la propia San Francisco como cuando se inaugura ron las primeras sesiones de la Asamblea General y el Cons ejo de Se guridad en Londres, en enero de 1946, fueron emotivos, triunfales y optimistas acerca del futuro de la humanidad. El propio Truman, en una brillante alocución en la clausura de la sesión plenaria de la conferencia de la O N U celebrada unos dos meses después de la de San Francisco para firmar la Carta e inscribir miembros, concluía con las siguientes palabras: «Esta nueva estructura de paz se erige so bre cimientos sólidos. N o fallemos en la com pre nsión de la suprema oportunidad que se nos presenta de establecer un gobierno de la ra zón de ámbito mundial, de crear una paz duradera con la ayuda de Dios». Los diplomáticos que habían trabajado día y noche en Dum barton Oaks, en Yalta y en los viñedos de San Francisco eran en ge neral más laicos y tenían más inquietudes. En el Departamento de Estado, Geo rge K enna n ya daba rienda suelta a su opinión de que la Carta prom etía demasiado, que su redacción era m uy am bigua y que ello se traduciría en futuras disputas con la suspicaz y poco fiable U RS S. Y Gladwyn Jebb, el diplomático británico que tanto había trabajado en numerosos borradores, se quedó después de la expe riencia con el temor a que los negociadores hubieran apuntado de masiado alto para «este mun do malvado».27 Este era y es, por supuesto, el dilema permanente de la ONU. Desde sus comienzos, las grandes ambiciones de la organización han contrastado marcadamente con el continuo empuje de los pueblos y los gobiernos y con las enérgicas reivindicaciones de los estados so beranos. Quizá fuera el presidente D w ig ht Eis enhower quie n apor tó la me jor justificación a este organismo m undial c uand o dijo: «Con todos sus defectos, con todos los fracasos que podamos atri buirle, la O N U representa todavía la confianza m ejo r organizada del hombre en la posibilidad de sustituir el campo de batalla por la mesa de negociación».28 En la actualidad hay muchas voces que afirman que esto no es menos cierto hoy día. Pero, por todas las razones que vamos a exponer en estas páginas, esa justificación sigue distando mucho de la concepción original de una federación del mundo, fundam entada en la ley universal.
Segunda parte /
La evolución de la¿ muchas Naciones Unidas ,aesde 1945
Mantener la paz y declarar la guerra De todas las imágenes e ideas que tenemos de las Naciones Unidas, la más familiar es sin duda una: los soldados con cascos azules patru llando una zona de alto el fuego, distribuyendo alimentos a ciuda danos desplazados y protegiendo colegios electorales. Cuando fun ciona bien, y hay muchos ejemplos de ello, es quizá una de las expresiones más nobles de nuestra com ún hu man idad y un testimo nio del progreso humano. Pese a las atroces locuras y fechorías de los siglos anteriores, hemos avanzado. Vale la pena señalar, por ejemplo, que hace unos cuatrocientos años soldados suecos, daneses, italianos y franceses (entre otros muchos) asolaron y devastaron Europa a su paso; por el contrario, durante los últim os cinc ue nta años han esta do enviando continge ntes de paz a todas partes, desde el Co ngo has ta Oriente Próximo. Sin duda, no todas las sociedades actuales os tentan el mismo grado de conciencia global ni podrían de hecho ofrecer contingentes, pero hay bastantes países que contribuyen de forma habitual en las misiones de paz para hacer de este un nuevo e importante rasgo de nuestro paisaje internacional posterior a 1945. Y, sin embargo, lo más asombroso es que la Carta de la O N U no hace mención alguna de la palabra «pacificación» ni ofrece orienta ción alguna acerca de esta forma de acción colectiva. Aquí tenemos el primer ejemplo de flexibilidad y evolución en la historia de cómo gobiernos e individuos diferentes han interpretado, y reinventad o, las normas originales a la luz de acontecimientos imprevistos y acucian tes. Esta es también, con demasiada frecuencia, una historia de cala midades aterradoras y errores atroces, de fracasos tanto a la hora de
anticiparse como de responder a tiempo, de doctrinas abiertamente ambiciosas y recursos inadecuados. Pero también es una historia del aprendizaje de cómo hacer trabajar a la organización internacional para que im pida conflictos o, si ello no es posible, ayude a las socie dades en combate cuando más lo necesitan.’ Las razones po r las que la pacificación, o al menos nuestro actual concepto de pacificación, está ausente de la Carta están claras a fecha de hoy. En 1945, el término significaba mantener la paz entre nacio nes y vigilar a aquellas que amenazaban a sus vecinos o a otros países más lejanos. El sistema en su conju nto estaba orientad o a deten er este tipo de agresiones transfronterizas. Por tanto, no tenía nada que ver con lo que sucediera en el interior de los estados miembros, como al guna región d eterminada que luchara po r su independe ncia y busca ra quizá ayuda exterior, ni con guerras civiles entre grupos étnicos y religiosos. N o se autorizaba la interven ción de la O N U en los asun tos internos de ningún estado, ni se exigía a los miembros que se so metieran a dicha jurisdicción. Esta ha sido desde entonces la salva guarda de los estados transgresores o que atravesaban situaciones embarazosas. Quizá también haya evitado que nuestro sistema inter nacional impulse a determinadas grandes potencias, criticadas po r sus violaciones de los derechos humanos, a abandonar esta frágil cons trucción. Como es lógico, las tensiones persisten: es sencillamente imposible que la organización mundial proporcione paz y seguridad a todos y, sin embargo, no intervenga contra un estado soberano cuando se quebrantan esos derechos básicos en su territorio. Recordemos que en 1945 solo existían cincuenta estados que pudieran suscribir la Carta y desempeñar su funció n como m iem bros de la O N U : el resto del m undo estaba co mpuesto por enem i gos conquistados, neutrales sospechosos (España, Irlanda y simila res), neutrales claros (Suiza), países que atravesaban por una guerra civil (Grecia) y, sobre todo, las muchas posesiones coloniales euro peas en Africa, Asia, el Pacífico y el Caribe. La condic ió n y perspec tivas de estas últimas se recogían en los capítulos de la Carta dedica dos a la administración fiduciaria, que auguraba la independencia final de los estados colonizados. Pero, a excepción del subcontinente indio y quizá uno o dos lugares más, de pocos de ellos se espera
ba que atravesaran por las dramáticas descolonizaciones que se pro ducirían en los veinticinco años posteriores. Los británicos vieron desplazarse el centro estratégico de su imperio oriental desde India a O rien te P róx im o y el nordeste de Africa, los franceses estaban preo cupados p or reafirmar su régimen imperial, y las colonias portu gu e sas y españolas parecían moribundas. Muchos contemporáneos ha blaban de ello diciendo que faltaba otro siglo para que África se independizara. Sin embargo, a diferencia del período 1918-1923, cuando los temores generalizados de que aquello se produjera se apaciguaron o desaparecieron, en esta ocasión el mundo había quedado realmen te transformado por la guerra. Las potencias coloniales eran decidi damente más débiles y sus poblaciones volvían la vista hacia los asuntos internos; el impacto de las ideas sobre la libertad y la de mocracia había calado much o más profund am ente en los territorios dependientes, a menudo con el regreso de los soldados africanos y caribeños proc eden tes de las campañas en u ltramar. P ero, a pesar de que el lenguaje de la Carta quería preparar a los territorios carentes de autogobierno para su futura independencia, se hacía poco más; o tal vez podríamos decir, con más generosidad, que los recursos destinados al desarrollo económico y la educación política eran ab solutamente inadecuados para hacer frente a las necesidades reales. Además, todo esto se agravaba con el hecho innegable de que mu chos de estos territorios coloniales poseían fronteras artificiales que habían dividido a algunos pueblos y habían reunido a grupos étni cos distintos en conglomerados en los que imperaban la agitación y la desconfianza mutua. Cuando estas unidades territoriales alcanza ron la independencia formal, una serie de ellas serían estados con gobiernos débiles, recursos humanos inadecuados y fronteras poco firmes, por lo que era probable que sus costuras reventaran. Así, irónicamente, la descolonización originó la demanda de un tipo de pacificación que en realidad no se había previsto. Para encontrar un presagio de lo que sucedería en otras partes, bastaba con echar un vistazo a las matanzas ocurridas con motivo de la separación de In dia y Pakistán en 1947-1948 o al desplazamiento masivo de palesti nos tras la primera guerra árabe-israelí en aquella misma época.
La vuelta de tuerca fue que, como señalábamos en el capítulo anterior, ni el Comité de Estado Mayor ni la propuesta de estable cer bases militares de la ONU habían llegado a concretarse. Quizá ambos olían tanto a dominio del «Primer Mundo» o a neocolonialismo que los nuevos países en vías de desarrollo los habrían consi derado en todo caso indignos de confianza. Pero el hecho de que las bases y sus destacamentos no existieran, y de que el Com ité de Es tado Mayor no funcionara como se había planeado, suponía que el Consejo de Seguridad y la Asamblea General no disponían de he rramientas cuando se presentó el primer desafío. Por tanto, los primeros esfuerzos de pacificación realizados por la organización mundial fueron limitados, superficiales y explorato rios. Dadas las limitaciones que acabamos de exponer, simplemente no podían tener otro carácter que no fuera provisional. De hecho, algunas de las primeras medidas autorizadas po r la O N U no eran más que misiones temporales de «observación de paz» a finales de la década de 1940, como las establecidas por la Asamblea General para que se desplegaran en las fronteras de Grecia durante la guerra civil de aquel país (pero no en el interior de Grecia, debido al veto so viético en el Consejo de Seguridad) o el grupo de observación que supervisó la retirada de las fuerzas holandesas de Indonesia. Algo más sustanciales fueron los equipos de observadores milita res enviados para controlar la tregua posterior a la guerra árabe-is raelí de 1948 (ONUVT)* y una misión paralela de observación y verificación enviada a Ca chem ira tras el alto el fuego indo-pa quista ní de 1949 (UNMOGIP). Se trató de movimientos alentadores. Tanto la Asamblea General como el Consejo de Seguridad estaban empezando a valorar que este tipo de operaciones serían concomi tantes para cualquier esfuerzo de me diación de la O N U entre las
* A me dida que avancemos en este capítulo, quedará cada vez más patente el gusto de la O N U po r los acrónimos para referirse a sus organismos y, sobre todo, sus misiones de paz. U N T SO son las siglas en inglés de Un ited Nations T ruce Su pe rv ision O rg aniz ati on, de 19 48 (O N U V T , O rg anis m o de las N aci on es Un idas para la V igilanc ia de la Tre gua ). Los le ct ore s pueden disf ru tar ave rigu an do cóm o y por qu é se acuñaro n los m uchos ot ro s acró nim os en ing lés .
partes en disputa y que podrían prolongarse un buen período de tiempo. Además, estas acciones sentaron el precedente de nombrar un representante especial por su distinción y experiencia; en el caso de la misión de la O N U en O rien te Próx imo , el «mediador» fue un excepcional diplomático sueco, el conde Folke Bemadotte, y des pués (tras m orir asesinado por el grupo Stern) el p ropio Ralp h Bunche. Los países que aportaban fuerzas obtuvieron sus primeras y va liosas experiencias en este tipo de trabajo y formaron cuadros internacionales de pacificadores para crisis posteriores. De todos modos, las graves limitaciones de estas primeras misio nes fueron dolorosam ente evidentes. Las unidades de la O N U iban desarmadas o solo con arma men to ligero. N o debían utilizar la fuer za salvo en defensa propia. Fueron objeto de ataques ocasionales contra sus destacamentos y sufrieron bajas. No podían impedir, por ejemplo, que un determinado grupo de palestinos lanzara un ataque nocturno sobre asentamientos judíos ni las consiguientes represalias transfronterizas israelíes. Con demasiada frecuencia solía darse el caso de que fueran acusados por ambos bandos de favorecer al ene migo, tanto si se trataba de misiones de observación como de ope raciones globales de pacificación. Muy a menudo, las fuerzas de la ONU dependían de los gobiernos anfitriones en lo relativo al trans porte, los abastecimientos y las instalaciones para alojarse, lo cual las colocaba en situación de dependencia. Y si se reanudaban los com bates entre los países en disputa, su labor era mantenerse al m argen, no tratar de impedirlos. Po r consiguiente, en estas zonas los con tin gentes de las Naciones Unidas no podían actuar como policías inter nacionales que exigieran a los púgiles locales que detuvieran los com bates o, de lo contrario, serían encarcelados. La bo ndad de este enfoque difería del de las acciones que al mismo tiempo desarrollaban los numerosos efectivos de la ONU en la península coreana. De he cho, costaba trabajo creer que ambos tipos de operaciones hubieran sido, técnicamente, autorizadas po r la misma organización mundial. Como vimos en el capítulo anterior, la intervención en Corea fue de hecho sui generis y no volvería a verse de nuevo hasta la gue rra del Golfo de 1991. Por tanto, fue a partir de aquellas otras ope raciones de mediación y misiones de alto el fuego, más reducidas y
realizadas en territorios en disputa, como habría de aumentar la pa noplia de lo que, en términos generales, se entiende que es el co metido de pacificación de la ONU. Al cabo de una década adopta rían su forma moderna, en gran medida debido a un par de crisis internacionales de primer orden: el conflicto de Suez en 1956 y la guerra de secesión del Congo-Katanga entre los años 1960 y 1964. El precario Organismo para la Vigilancia de la Tregua ya estaba fracasando antes de la crisis de Suez; en 1955, las fuerzas egipcias e israelíes habían librado enfrentamientos en la franja de Gaza, e Israel había atacado posiciones fronterizas sirias. Pero los acontecimientos del año siguiente (la nacionalización del canal de Suez por parte de Gamal Abdel Nasser, la invasión israelí y la intervención militar anglofrancesa en Egipto) elevaron la temperatura, así como las exigen cias planteadas a la organización mundial, a cotas mucho más elevadas. También pusieron de manifiesto, de un modo aún más deprimente, lo que la O N U podía y no podía hacer. C on dos de los cinco m iem bros perm anen tes involucrados de lleno en la lu cha y dispuestos a utilizar el veto cuando fuera necesario, el Consejo de Seguridad es taba paralizado. La Asamblea General ciertamente estaba dispuesta a intervenir, pero sabía que una coerción colectiva sobre los miem bros del P5 no podía funcionar. Así, la resolución de la Asamblea (la número 998, de 4 de no viembre de 1956) fue un hito. Depositaba responsabilidades y com petencias inmensas sobre la oficina de Ham marskjóld dem andándole que creara una fuerza de pacificación de emergencia para la región. La FENU, que es como se llamó, quedaría bajo la dirección del se cretario general, y este nombraría comandante en jefe a un oficial neutral al que informarían las tropas sobre el terreno. A diferencia de las fuerzas de observación anteriores, la FENU interpondría un nú mero importante de pacificadores entre los contendientes. Así, a lo largo de la frontera egipcio-israelí y alrededor de toda la franja de Gaza habría una barrera física entre ambos bandos. Había comenza do una nueva era. Muy oportunamente, aquella fue la primera vez que los contingentes de la O N U llevaron los famosos cascos azules. Este nuevo sistema no estaba exento de problemas. Los acuerdos de pacificación debían ser al mismo tiempo consensuados y neutra
les. Sin el acuerdo de los gobiernos anfitriones y beligerantes, las fuerzas de la O N U no pod rían estacionarse, y esos mismos gobier nos podían insistir en su marcha, como hizo Nasser, un tanto absur damente, antes de la guerra de 1967. En caso de que se produjeran incidentes, los pacificadores no podrían tomar parte en modo algu no en defensa de ningún bando aun cuando fueran testigos de que alguno de ellos obraba incorrectamente; a menos, claro está, que el Consejo de Seguridad les atribuyera un mandato nuev o y m uy dife rente. Esto habría de abochornar en reiteradas ocasiones a la organi zación mundial en futuros conflictos, en los que sus tropas trabaja ban bajo estas instrucciones generales de mantenerse al margen de los acontecimientos aun cuando se perpetraran atrocidades ante sus propios ojos. En las batallas de O riente Pró xim o, es dudoso en cual quier caso que pudieran haber hecho gran cosa; se trataba de unida des dispersas y poco armadas que actuaban en medio de algunos de los ejércitos y fuerzas aéreas más poderosos del mundo, destino este que tendrían que sufrir también muchas misiones posteriores. En segundo lugar, era penoso sin duda que, al cabo de once años de los acuerdos de San Francisco, el Co nsejo de S eguridad asumiera aquí un papel tan relativamente limitado, puesto que únicamente él gozaba de poderes coercitivos y sus miembros permanentes eran en realidad los únicos países que poseían fuerzas armadas de peso. Dada la perniciosa parálisis de la guerra fría, poco se podía hacer en el Consejo, y la resolución 998 fue lo máximo que pu diero n conseguir y un tributo a la iniciativa y sensatez de la Asamblea General. Ade más, la ejecución de esa resolución po r parte de Hamm arskjóld y sus asesores principales fue autén ticamente impresionante. Sin embargo, es justo decir que se hizo principalmente con el consentimiento, y no bajo la dirección, de las grandes potencias, lo cual era una señal inquietante para el futuro. Como consecuencia de ello, las aportaciones de tropas a la FENU no procedían de los cinco miembros permanentes, sino de estados neutrales o, al menos, de países a los que se consideraba neu trales en el conflicto árabe-israelí, puesto que los gobiernos anfitrio nes podían rechazar, y rechazaron, que se estacionaran soldados de determinados países a lo largo de las líneas de alto el fuego. Por for
tuna, hubo muchos gobiernos dispuestos a contribuir, tanto en esta misión como en otras autorizadas en esos años. Los estados dispues tos a enviar sus unidades militares bajo mando internacional solían ser los de Escandinavia y otros países europeos, como Irlanda, Polo nia, Países Bajos y, en ocasiones, Italia. Francia enviaría tropas al Lí bano y a las zonas en que se desataron crisis africanas, y Gran Breta ña aportó la mayor parte de las fuerzas de pacificación en Chipre. Los estados latinoamericanos, como Brasil y Colombia, fueron parti cipantes significativos. Las fuerzas procedían sobre todo de naciones de la Commonwealth británica. Una y otra vez, vemos soldados de pacificación de Canadá, Australia, Nueva Zelanda, India, Fidji, Ja maica, Ghana, Pakistán y Nigeria, lo cual hace pensar que, como habían luchado en las dos guerras mundiales formando parte de un ejército de coalición más amplio, les resultaba mental y estructural mente fácil adaptarse a las labores de pacificación internacional. Así, la imagen de tropas con armamento ligero y cascos azules vigilando puestos o en patrullas fronterizas se co nvirtió en la norm a aceptada; la pacificación había adquirido esta forma arquetípica. En los años posteriores a la FENU, la mayor parte de las veces este método de «misiones blandas» fue la norma. La principal excepción en este aspecto fue la crisis del Congo de 1960, pero su largo y doloroso desarrollo, com o bre vem ente expondremos, reforzó en realidad la con vicción acerca de los tipos de intervención posibles. La desintegración del estado del Congo puso a prueba las suposiciones acerca de cómo al canzar la seguridad internacional. Este no era un conflicto entre estados miembros, sino una sangrienta guerra civil. También afectaba por pri mera vez a Africa, un continente tan subdesarrollado y tan firmemente asentado «fuera de los mapas» por sus gobernantes coloniales que, cuan do a finales de la década de 1950 y en la de 1960 los estados resultantes se precip itaron hacia la indepe ndencia, se enco ntra ron en grave des ventaja. Congo era un caso particularmente atroz, primero, de negli gencia por parte de sus caciques belgas, luego de precipitada retirada colonial y, más tarde, de reaparición de los belgas cuando el ejército congoleño se amotinó y se desmoronaron la ley y el orden. La provin cia más grande y próspera del Congo, Katanga, se declaró entonces in dependiente con el turbio apoyo de la Rhodesia blanca y de Sudáfrica.
Cuando los paracaidistas belgas regresaron al Congo y la provin cia mayor se escindió, el atribulado primer ministro Patrice Lumum ba tuvo razón indudab lemen te al apelar a la O N U diciendo que la soberanía de un estado miembro estaba siendo violada. Sacar de allí a los belgas cuando llegó la fuerza internacional de pacificación no fue tan difícil. Pero había dos dificultades más importantes. La pri mera tenía que ver con las disuasiones del Consejo de Seguridad acerca de la injerencia en los asuntos internos de un estado miem bro. La segunda era la labor práctica de im poner la paz en un país tan grande como toda Europa occidental. Este último hecho supuso por sí solo que la misión de pacificación (ONUC) fuera gigantesca para lo habitual en las fuerzas de pacificación de la época (se desplegaron casi veinte mil soldados de una vez), pero no bastaron para detener la matanza de muchos civiles. H abría sido mucho más llevadero para la organización internacional que este prim er ejemplo de «estado colapsado» se produjera en un lugar mucho más pequeño. Pero no exis tía el privilegio de elegir. El siguiente avance fue la utilización de la fuerza po r parte d e las tropas de Estados Unidos; ese sería el primer caso de fuerza de paci ficación no contra un agresor declarado como Corea del Norte o Irak, sino contra los matones locales que asesinaban a inocentes de cualquier raza y atacaban brutalmente a los propios soldados de pa cificación. En un caso particularmente horripilante sucedido en abril de 1961, cuarenta y cuatro soldados de Ghana fueron masacrados, y después de seis meses y muchos incidentes menores, trece aviadores italianos fueron asesinados. Las fuerzas del gobierno congoleño, las tropas de Katanga y, en etapas posteriores, mercenarios extranjeros estaban ocasionando un caos brutal que excedía todo lo concebible por parte de aquellos planificadores racionales de San Francisco. Pero esto, junto con los vehementes ruegos de Hammarskjöld y su posterior y trágica muerte en acto de servicio, impulsó al habitu al mente pasivo Consejo de Seguridad a responder con firmeza y de forma innovadora. Las anteriores resoluciones que pedían el alto el fuego a todos los bandos fueron sustituidas por órdenes para que las fuerzas de la O N U C cercaran a los mercenarios extranjeros, emplea ran la fuerza militar para acabar con cualqu ier tipo de violencia y pu
sieran fin a la tentativa de independencia de Katanga. ¡Podemos imaginar los vítores de los disciplinados pero constreñidos batallones hindúes ante la noticia de q u e ahora podían servir auténticamente como soldados! No hubo dudas sobre el resultado. Se restableció la unidad del C on go y en ju nio de 1964 se retiraron las últimas fuerzas de la ONU. Con todo, suscitó mucho debate qué suponía esta operación singularmente difícil para el futuro del organismo mundial. E ntre los aspectos positivos, las Naciones Unidas habían respondido de forma paulatina pero contu ndente a los ruegos de un estado m iem bro que buscaba ayuda, y le hab ían dev uelto su integridad. Habían dem os trado que podían imponer la paz y no solo observarla. La crisis había interesado e implicado a la Asamblea General en modos anterior mente desconocidos. T am bién había proporcionado gran experien cia a sus organismos principales, y la función de la Oficina del Se cretario General como centro de operaciones de pacificación e imposición de la paz se había revelado incontestable. Pero la misión también produjo la sensación de que la organiza ción había ido demasiado lejos y que se había implicado demasiado. Al sentirse obligada a apoyar al gobierno central frente a las fuerzas disidentes, evidentemente no había sido neutral ni había buscado el consenso, hecho este que inquietaba a algunos estados miembros de Europa y América Latina, que preferían que el organismo mundial desempeñara siempre una función imparcial. Además, ¿qué tipo de ejemplo ofrecía para cuand o la O N U afrontara desafíos similares? Ciertamente, los pacificadores habían expulsado a los mercenarios y habían invalidado la declaración de independencia de Katanga, pero dadas las atroces matanzas de la zona, no podía decirse que hubiera sido una misión de paz espléndida. Es más, esta desordenada actuación continuó a medida que la década de 1960 fue dejando paso a la de 1970.2 ¿C óm o iba a ser de otra manera si las circunstancias de cada nueva crisis eran tan distin tas de las de la anterior? Para empezar, había conflictos que queda ban por completo fuera del ámbito de las Naciones Unidas, algunos de los cuales se encontraban entre las contiendas más importantes y sangrientas de estas décadas. Lo que estas últimas tenían en común
era que un miembro permanente estaba directamente implicado y no permitiría que en el Consejo de Seguridad prosperara ninguna crítica ni ning una resolución hostil... para ira y frustración de los es tados miembros de la Asamblea General en vías de desarrollo, cuyas mociones se aprobaban allí co n pocas consecuencias o ninguna en ab soluto. No hubo intervención de las Naciones Unidas en Argelia, por ejemplo, por Francia. N o hubo papel alguno para el organismo mundial en la prolongada guerra de Vietnam debido a las sensibili dades estadounidenses, ni en Camboya a causa de China. En la dé cada de 1970, había más de un c entenar de estados miem bros y con tinuaban incorporándose más a medida que las antiguas colonias iban convirtiéndose en estados. La «comunidad mundial», si cabe emplear esa expresión, era ahora predominantemente africana, asiá tica y latinoamericana, tanto en población global como en votos en la Asamblea General; pero cualquiera de los miembros del P5 podía seguir bloqueando sus demandas de intervención. N o obstante, quizá la incapacidad de la O N U para inte rv enir en aquellas disputas tuviera algo de bendición disfrazada. Tanto la gue rra de Argelia como la de Vietnam fueron extraordinariamente vio lentas, complejas y caras. Aun cuando no se hubieran producido amenazas de veto, da miedo siquiera imaginar la posibilidad de que el Consejo de Seguridad pudiera enviar fuerzas de pacificación a cualquiera de estas dos contiendas, como había hecho en el Congo; casi con total seguridad habrían sido liquidadas en el combate. Todo lo que sensatamente po día hacer la organización m undial era ofrecer sus «buenos oficios» diplomáticos, como hizo en muchas ocasiones durante ambas guerras. Pero si los países beligerantes no respondían a la idea de mediación, poco más podía hacerse. Podemos hacernos una idea de la limitada función de la ONU en las contiendas argelina y vietnamita reflexionando sobre el desi gual éxito de las políticas del Consejo de Seguridad en el otro gran y sangriento conflicto de aquella época: las guerras árabe-israelíes. Aquí también se daban circunstancias en las que los profundos odios ideológicos, étnicos y religiosos no admitían ningún acuerdo, en
ron por ser, en esencia, incomprensibles. H abría sido una locura en viar contingen tes de pacificadores no ruego s y brasileños con el man dato del Consejo de Seguridad de arreglarlo todo en medio de aquel tumulto. Dicho esto, las operaciones de pacificación en torno a las fron teras de Israel se tradujeron de hecho en consecuencias asombrosa mente diferentes, lo cual puede darnos una idea de cuándo podía funcionar la me diación y la pacificación y cuándo era indudable que no funcionaría: la FENU II, que restableció las fronteras del alto el fuego entre Egipto e Israel (1973);* la FNUOS, que desempeñó la misma labor en los Altos del Golán entre Israel y Siria (1978); U N IFIL, q ue fue conceb ida para ayuda r al debilitado gob ierno libanes y .llevar la paz a su frontera meridional con Israel (1978), y la Fuerza Multinacional (MNF, sin el prefijo UN-), que en algunos lugares se hizo cargo de esa desesperada labor a par tir de 1982. La clave, el ún i co factor invariable y esencial, era la voluntad política de los bandos en combate de llegar a un acuerdo. La FENU II nos brinda la mejor evidencia positiva. Los ataques egipcios contra Israel en octubre de 1973 eliminaron la precaria frontera de los seis años anteriores y pusieron en cuestión el futuro global de Oriente Próximo. Esta irresponsable acción y el contra golpe con que respondió una inicialmente aturdida y después des pierta Israel, incorp ora ro n al conflicto a las dos furiosas Su perpotencias de la guerra fría que prestaban su apoyo, hasta que todas las partes (las e n principio triun fantes y después maltrechas fuerzas egip cias, y los primeros abrumados y después vengativos israelíes, más las superpotencias que los patrocinaban) aceptaron una resolución de <■ alto el fuego del C on sejo de S egu ridad y se reple garo n. Las tropas de las Naciones Unidas establecieron una línea de alto el fuego tem poral entre los ejércitos israelí y egipcio, y a continuación crearon una zona de seguridad más amplia para calmar los ánimos. Una vez más, los intérpretes principales de la paz saltaron al primer plano: Canadá y Polonia aportaron a la FENU II los principales contin * Esto supuso que, retrospectivamente, se denom inara FE N U I a la Fuerza de Emergencia de la O N U de 1956-1967.
gentes, y representando así, en cierto modo, a las alianzas de la OTAN y el Pacto de Varsovia. Y después se sumaron otros fieles a la ONU: Finlandia, Ghana, Austria, Irlanda, Suecia, etcétera. Así las cosas, sonaban terriblem ente familiares y, po r tanto , poco prom etedoras. Pero la transformación real se pro dujo en el plano político, en la audaz decisión del presidente egipcio Anwar Sadat de volar a Israel y firmar los acuerdos de paz de 1977. Aquello fue un acontecimiento histórico por todo un conjunto de razones, además de uno de los grandes actos de valentía personal de finales del si glo xx, similar, quizá, al fin del apartheid en Sudáfrica por parte de F. W. de Klerk y al desmantelamiento de la URSS de Gorbachov. La consecuencia fundamental de los acuerdos de Camp David en la re gión residió en demostrar que un estado árabe e Israel podían firmar la paz si existía voluntad política. Pero hubo un efecto general más relevante desde la perspectiva de la pacificación y el mantenimiento de la paz internacional. Una cosa era trazar una línea en la arena y aceptar que las fuerzas de la O N U patrullaran un a zon a desmilitari zada; esto había sucedido ya en otras partes y era mucho mejor que mantener las hostilidades. Pero muy pocos acuerdos de esta natura leza habían sido complementados por una resolución política sobre el propio conflicto, al menos no hasta la década de 1990. En el caso de la FE N U II, las propias tropas internacionales pudie ron ser desa lojadas nada menos que en 1979, siendo reemplazadas en un nivel inferior por una Fuerza Multinacional de Paz y Observadores (MFO) compuesta principalmente por Estados Unidos, que había apadrinado y costeado los acuerdos egipcio-israelíes. Como es lógi co, se trataba de un caso especial, impulsado por el firme deseo del gobierno de Estados Unidos de ayudar a Israel y ganar a Egipto para Occidente. Pero el mensaje más general era también importante; acordar un alto el fuego y una misión de pacificación de la O N U no pu ed e ocasionar p or sí solo el resta blecim iento de la paz si no existe seguimiento político y el deseo compartido de una solución. Nada contrasta más con este éxito qu e los infortuna do s esfuer zos por restablecer la paz en las fronteras septentrionales de Israel, con Líbano y Siria. Se acud ió h onestam ente a la fuerza «provisional» de la ONU en Líbano (UNIFIL), pero pudo hacer bien poco por
que los combatientes palestinos se negaron a detener los combates y los atentados con bomba, porque las contramedidas militares israelíes fueron brutales pero inefectivas (incluyendo reiteradas incursiones a gran escala en el norte), y porque las diversas facciones étnicas y re ligiosas libanesas estaban destrozándose entre sí. Los desventurados soldados internacionales fueron insultados, despreciados, raptados y tiroteados por todos los bandos, con lo que sufrieron muchas bajas; pero no tenían ni la potencia de fuego ni la autoridad, como al prin cipio en el Congo, para responder con fuerza y sofocar aquel espan toso caos. No había nada en la Carta ni en las experiencias anterio res que sirviera de orientación, y el Consejo de Seguridad estaba desconcertado y m udo. Así les sucedía tam bién a los profesionales de la ONU. Los recuerdos de Brian Urquhart sobre sus esfuerzos por llegar a un acuerdo con cada uno de los poco razonables bandos de esta contienda están llenos de expresiones como «espeluznante y trá gico», «aún menos prometedor» y «el verdadero problema no había hecho más que empezar». Quizá se quedaba corto.3 Las cosas no mejoraron nada cuando en 1982 las potencias occi dentales trataron de impedir otra guerra árabe-israelí enviando una Fuerza Multinacional a Beirut y al sur del Líbano. A primera vista prometía; parecía m ucho más convin cente enviar soldados de tres países grandes, Estados U nidos, Francia e Italia, para que actuaran como fuerzas de interposición y supervisaran la marcha de la Orga nización para la Liberación de Palestina de Beirut occidental, que realizar el habitual despliegue de cascos azules de países neutrales más pequeños. Pero justo después de que la MNF hubiera finaliza do su labor y se hubiera retirado, la situación volvió a estallar con el asesinato del presidente libanes, Amin Gemayel, el avance ilegal del ejército israelí a través de la frontera septentrional y las matanzas de milicianos cristianos en los campos de refugiados palestinos. Todo esto volvió a atraer a los tres países ajenos (a los que ahora se había sumado Gran Bretaña) al caldero, dond e se viero n obligados rápida mente a defenderse. Cuando los complejos militares francés y esta dounidense fueron devastados por camiones bomba, a Occidente le pareció llegado el m om ento de abandonar. Sim bólicamente, la ad ministración Reagan ordenó que el inmenso acorazado estadouni-
dense U SS Ne w Jersey bombardeara las colinas de Beirut, com o si hu bieran regresado los tiempos de la diplomacia de las cañoneras, pero Occidente ya no tenía el genio de los imperialistas del siglo xix, y el buque de guerra regresó a casa junto con los soldados extranjeros, de jando a los libaneses, los sirios y los israelíes atrincherados entre los es combros y m irándose desafiantes desde diferentes extremos de los Al tos del Golán mientras las unidades de la FNUOS, la ONUVT y la UNIFIL observaban y observaban, u n año tras otro. Las labores de pacificación de las Naciones Unidas funcionan mejor por lo general cuando existe una barrera física entre las partes contendientes que han acordado un alto el fuego. El ejemplo clásico es el de la respuesta de la organización mundial al conflicto de Chi pre. Aquella fue otra situación «que no venía en la Carta». Chipre se había independizado de Gran Bretaña en 1960, y en ella convivían una mayoría grecochipriota y una minoría turcochipriota, ambas ' temerosas y desconfiadas, ambas con su respectivo patrón externo y volátil. Los conflictos sociales dieron pie, finalmente, a que en 1964 el Consejo de Seguridad creara una fuerza de pacificación interna cional (UNFICYP). Soldados y policías australianos, austríacos, bri tánicos, canadienses, daneses, finlandeses, neozelandeses y suecos (¿no resulta familiar esta relación alfabética?) garantizaron la libertad de m ovimien tos y supervisaron el alto el fuego tras los brotes ocasio nales de violencia. Pero el golpe de Estado militar de 1974 contra el gobierno chipriota, que provocó c om o respuesta la invasión masiva ' por parte de los turcos de los territorios septentrionales de la isla, al teró todo aquello. ¿Qué iban a hacer las unidades escasamente arma das y entrampadas de la O N U cuando desembarcaran los regimien tos turcos? El temperamento escocés de Brian Urquhart, firme y apegado a los hechos, lo dice todo acerca de ello: «La llegada a esta , zona de un gran ejército que no está equipado ni autorizado a defen derse origina una situación imposible para una fuerza de pacifica ción».4 Po r fortuna, el Consejo de Seguridad perseveró en el alto el fue go antes de que griegos y turcos la emprendieran a golpes, y ambos bandos se replegaron en la isla de tal m odo que los turcos, satisfechos,
sos pero divididos grecochipriotas fueron incapaces de hacer nada al respecto. Tras las negociaciones se estableció una zona desmilitariza da, de unos pocos kilómetros de ancho como máximo, a lo largo de los 180 kilómetros de la línea que dividía a las dos comunidades. Los soldados de interposición en esa zona eran australianos, británicos, canadienses y daneses.5 Pese a los recientes y pro metedores indicios de acuerdo, la U N FICY P continú a en su puesto después de casi cua renta años y de una confirmación más de que la separación física de los combatientes no representa garantía alguna de que se vislumbre una verdadera solución política. Aun así, si los participantes no pue den reconciliarse, seguramente es mejor que estén separados por una barrera de la O N U antes que man tener a unos rivales armados hasta los dientes mirándose fijamente a los ojos, como en Cachemira. Así, en la década de 1980 había surgido todo un espectro de po sibilidades acerca de la capacidad de la O N U para man tene r la paz y declarar la guerra, en el cual no había una sola operación que fuera arquetípica del conjunto. En lo más alto del espectro se encontraba el conflicto de superpotencias entre el Este y O ccide nte, con la ame naza de una guerra nuclear. Aquí, como ambos bandos tenían dere cho a veto y capacidad para iniciar otra guerra mundial, la ONU no contaba con poderes constitucionales; solo se disponía de los «bue nos oficios» diplomáticos del secretario general, si ambos bandos los buscaban. La siguiente categoría era la del conflicto regional de mediana escala, como el de India y Pakistán o el de Oriente Próximo. Aquí el Consejo de Seguridad podía sin duda autorizar algo, y durante la guerra fría las potencias se mantuvieron junto a un bando o a otro, protegiendo a sus clientes beligerantes de las resoluciones críticas del Consejo. En cualquier caso, las grandes potencias no tenían ningún deseo de implicarse más de lo que ya lo estaban, pongamos por caso, en Cachemira o Palestina. Luego estaban las posibles violaciones de fronteras por parte de estados transgresores (Corea del Norte) o las tentativas ilegales o for zosas de modificar las fronteras (Katanga), las cuales les recordaban a los hombres de Estado los acontecimientos de la década de 1930 y a los que se podía responder con fuerzas internacionales en caso de
que el Consejo de Seguridad acordara em prend er una acción así. De vez en cuando, una gran potencia podía emprender la acción allí donde considerara que sus intereses se veían amenazados (por ejem plo, Estados Unid os en Granada en 1983 y la U R SS en Afganistán en 1979). Pero, en general, bajo la sombra de la destrucción mutua garantizada, el P5 fue prudente y simplemente quiso que se preser vara la paz. Por último, y a un nivel inferior, si es que «inferior» es un tér mino correcto, había conflictos ocasionados por el fracaso interno de los estados miembros, principalmente en el África subsahariana, que desencadenaban guerras civiles y caos, en que a veces había gru pos radicales poco dispuestos a acatar resoluciones de pacificación. En muchos de estos casos, la mediación diplomática, las sanciones económicas e incluso la propia pacificación se revelaban inadecua das, y era preciso im pon er la paz con contun dencia y de forma coe r citiva antes de que pudiera iniciarse la reconstrucción de aquellas so ciedades destrozadas. Expuestas así las cosas (como pronto quedarían recogidas en el documento del secretario general «Un programa de paz», de 1992), podríamos pensar qu e a quienes dirigieran la organización mundial les resultaría relativamente fácil identificar qué tipo de conflicto planteaba cada nue vo suceso y, siendo más sabios en virtu d de ex periencias anteriores, tratar cada caso de la form a adecuada. Sin em bargó, resultó que las cosas fueron m uch o más com plicadas du rante la quinta década de existencia de la ONU. Curiosamente, cuando apenas había puesto fin la organización mundial a su celebración por haber recibido el Prem io N obe l de la Paz en 1988, y cuando la gue rra fría casi había terminado, la nueva y ansiada estabilidad interna cional empezaba a desmoronarse. El primer indicio de que se avecinaban problemas importantes residía en la cifra neta de crisis que se desencadenaron en un plazo tan breve, sumado ello, como ya señalamos en el capítulo anterior, a la buena voluntad del Consejo de Seguridad tras el fin de la guerra fría para autorizar respuestas de la O N U . E n los cuare nta años trans curridos desde la decisión de crear la ONUVT en 1948, se habían produ cido solo trece operaciones de pacificación, y och o de ellas
habían finalizado formalmente. Solo en 1988 y 1989, se crearon otras cinco para abordar los desafíos planteados por Afganistán y Pa kistán, el alto el fuego entre Irán e Irak, Angola, Namibia y Améri ca Central. A principios de la década de 1990 fue peor: Irak-K uw ait, Angola (otra vez), El Salvador, el Sahara Occidental, Camboya, Bosnia-Herzegovina, Serbia y Montenegro, Croacia, Macedonia, Somalia, Mozambique, Ruanda, Haití y Georgia. A cualquiera le resultaba imposible estar al corriente de todas ellas, incluso a los fun cionarios expertos del Departamento de Mantenimiento de la Paz o las autoridades académicas respetadas. ¿Cuál era en realidad la dife rencia entre la UNTAC (para Camboya), la UNAMIR (para Ruan da) y la ONUSOM y ONUSOM II (para Somalia)? El propio ma pam undi de operaciones de pacificación de la O N U , m uy popular entre los profesores universitarios de asuntos internacionales, tenía que ser devuelto a los impresores una y otra vez. Fue en mitad de este chaparrón de iniciativas de pacificación «nuevas» cuando un acto de agresión entre estados muy pasado de moda se produjo en el momento en que Irak atacó Kuwait en 1990. La respuesta de la comu nidad internacional no fue una o peración de cascos azules al uso. El Consejo de Seguridad autorizó a los estados miembros que cooperaban con Kuwait a «emplear todos los medios necesarios», lo cual significaba carta blanca para hacer todo lo que autorizaban los capítulos VI y VII de la Carta. Esto dio por tanto luz verde al contraataque liderado por Estados Unidos contra Irak. Sin embargo, la propia fuerza militar no fue creada por el organismo mundial; por el contrario, estaba controlada por el Mando Central estadounidense y, por consiguiente, presentaba la mayor parte de los rasgos de la operación de la guerra de Corea, pero sin la bandera de la ONU. A diferencia de las acciones de pacificación internacional que solían distinguirse por la falta de armamento y por el esfuerzo por ser neutrales, la operación del Golfo comportó traslados masivos de fuerzas aéreas y terrestres contra un enemigo claramente identifi cado. Los congresistas estadounidenses que solían enmudecer acerca de los cálculos de los costes de la pacificación dijeron muy poco so bre estos gastos, m uy superiores. Aquello no era bueno para el pro pio organism o mundial, ya que, aunque fuera bien acogida la rápida
derrota de las fuerzas de Saddam, la naturaleza de esta operación contribuyó a extender la creencia de que las operaciones de la ONU eran ineficaces, mientras que las acciones militares estadouniden ses eran decisivas, eficientes y raudas. Quizá esa comparación no habría quedado tan subrayada, claro está, de n o haber sido po r los desastres que azotaron a tres de las ten tativas de pacificación más importantes de comienzos de la década de 1990: Somalia, la antigua Yugoslavia y Ruanda. Sin embargo, antes de tratar de comprender en qué fallaron, vale la pena referir la mucho más extensa lista de acciones de mediación, pacificación e incluso impo sición de la paz de las Naciones Unidas emprendidas en esta década y que finalizaron con un éxito pleno o, al menos, par cial. Los acuerdos de paz centroamericanos, y concretamente el ha ber rescatado a El Salvador del caos y las luchas internas, fuero n un logro significativo de la ONU. Un grupo de observadores militares internacionales (UNIMOG) puso fin a las hostilidades entre Irán e Irak, y otro (UNGOMAP) supervisó la retirada de más de cien mil soldados soviéticos de Afganistán y respondió a todas las quejas de la transición. El organismo m undial tamb ién desempeñó un papel bas tante im presionante en toda el Africa meridional. El fin del apartheid, la celebración de elecciones democráticas en 1994, supervisadas por personal de la O N U , y el regreso de Sudáfrica a la Asamblea Gene ral fue ron avances reales. Esta im portante nac ión era tan relevante e influyente en toda la región que su ingreso en el redil democrá tico dejó sentir su onda expansiva en todas partes. Un grupo de apoyo a la transición (GANUPT) supervisó con éxito el proceso de independencia de Namibia, y una vez restablecida la paz tam bié n en el in te rio r de M ozambiq ue, cuando se inició el proceso democrático el Consejo de Seguridad pudo enviar allí observado res (ONUMOZ). Sin que lo declarara abiertamente, el organismo mundial empe zaba a admitir un nuevo tipo de papel de cooperación en la transi ción de los estados: el de la supervisión de elecciones. Una cosa era que los observadores militares de la O N U confirmaran la retirada de las tropas de los combatientes de los territorios en disputa, pero era
zas policiales internacionales que confirmaran que las primeras elec ciones democráticas de la historia de un país fueran en términos ge nerales libres y limpias. De hecho, muchos habían considerado an tes que este tipo de fu nción d e la O N U entraba tal vez en conflicto con la cláusula de la Carta que hacía referencia a la no injerencia en asuntos internos. Pero la primera de estas misiones de supervisión de elecciones de la O N U (la O N U V E N , para Nicaragua, creada por el secretario general co n el firme respaldo de la Asamblea General y tan solo con la «advertencia» de cautela por parte del Consejo de Segu ridad) representó un paso tan afortunad o para el proceso d emocráti co que las anteriores dudas acerca de la tan popular idea de injeren cia internacional prácticamente se desvanecieron. Si las partes de un conflicto interno aceptaban un alto el fuego y luego solicitaban su pervisión de las elecciones por parte de las Naciones Unidas, ¿acaso no era eso fortalecer la verdadera soberanía del país en lugar de de bilitarla? Parecía un avance aceptable. Cuando se estaban produciendo transiciones similares en toda Europa del Este, en Asia central, en zonas del sudeste asiático y también en América Central, parecía habe r razones para el optimis mo sobre una sociedad internacional en los primeros años posterio res a la guerra fría. También hubo, como es lógico, graves reveses. Los primeros y prometedores pasos dados en el proceso de paz an goleño (supervisión de la retirada de las tropas cubanas antes de 1991 y elecciones al año siguiente, UNAVEM I y II) se fueron al traste con la negativa del partido UNITA a aceptar los resultados de unas elecciones que el representante especial de la ONU calificó en tér minos generales de libres y limpias. La reanudación de la guerra ci vil entre 1992 y 1995 arrebató otras doscientas mil vidas antes de que se alcanzara un precario acuerdo político. He aquí un caso en el que las sospechas ideológicas, sobre todo el disgusto estadouniden se ante el gobierno angoleño procastrista y su preferencia por UNITA , proyectaban una sombra siniestra; pero, además, las misiones in ter nacionales enviadas a Angola tenían poderes y financiación insufi cientes, y por tanto eran bastante incapaces de desmovilizar a los re beldes. Tam poco aquella nación asolada atrajo la atención mundial que Somalia y Bosnia reclamaron.
Pero, aun cuando las Naciones Unidas destinaran recursos muy superiores a una misión, aquello no garantizaba en absoluto una transición sin obstáculos a la paz y la democracia, como así lo de mostraba el muy notable caso de la. operación camboyana (UNTAC). Los objetivos eran ambiciosos: expulsar de Camboya a los soldados vietnamitas, garantizar elecciones libres e instaurar un nue vo gobierno de coalición, y el organismo mundial invirtió mucho en ellos. Un total de quince mil soldados y siete mil civiles, con una factura total de casi tres mil millones de dólares, organizaron y reali zaron después las elecciones de mayo de 1993, que ostentaron una cota asombrosamente alta de participación y les parecieron notable mente limpias a la mayor parte de los observadores. Pero no hubo ningún mandato del Consejo de Seguridad para llevar a cabo accio nes defensivas, es decir, para imponer la paz, frente a los dos principa les violadores del proceso democrático: los jemeres rojos (aliados to davía de China pese a sus horrendas campañas genocidas) y el Partido del Pueblo Camboyano (apoyado por Rusia). Así, cuando se puso fin a la misión de la UNTAC, con infinidad de autofelicitaciones por las elecciones, los viejos rivales todavía seguían indómitos. Técnicamen te, los mandatos semejantes de establecer la paz y celebrar elecciones se habían cumplido, pero la paz en Cam boya era una paz precaria y su gobierno estaba en realidad muy lejos de ser democrático.6 Nin gún co ntratiempo en este proceso de aprendizaje necesaria mente doloroso se aproximó, sin embargo, a las tres catástrofes que sufrió el sistema internacional, entre 1993 y 1995, en Somalia, la an tigua Yugoslavia y Ruanda. El fracaso de una de estas tres operacio nes, co mo podría haber dich o lady Bracknell, habría sido suficiente mente nefasto; sufrir las tres tragedias en un plazo tan breve puso a las misiones de paz de la O N U al bord e del desastre. N o podía ser más amplia la brecha existente entre, por una parte, los altos ideales del organismo mundial y las buenas intenciones de sus líderes polí ticos y, por otra, los desgraciados efectos sobre el terreno. Las buenas intenciones ocupaban sin duda un lugar preponde rante en las misiones de la O N U a Somalia, un país muy asolado ya por su pasado colonial, por las intrigas rivales y por las ventas de ar mas desde Moscú y Washington durante la guerra fría, así como
por su pro pio tribalismo incipiente. Cuando la desintegración del estado somalí en 1991-1992 desembocó en los desplazamientos inter nos y el hambre de millones de sus ciudadanos, la comunidad in ternacional qued ó impresionada. Ta m bién se enfureció ante la p o sibilidad de que los señores de la guerra estuvieran impidiendo distribuir la ayuda humanitaria a los encargados de hacerlo y a los poco armados soldados de O N U S O M I. In virtiendo su anterio r oposición a un mandato general de las Naciones Unidas para em prender la acción, pero no queriéndose ver obstaculizado por la su pervisión del Consejo de Seguridad, el gobierno estadounidense convenció al Consejo de que aprobara una gran operación de im posición de la paz liderada por Estados U nid os (U NIT AF) dotada con nada menos que treinta mil soldados. Esto podría considerarse una «acción coercitiva» del Capítulo VII, que algunos expertos c on sideraban necesaria en casos de caos y violencia interna. Por desgra cia, eso suponía que ahora se emitía una orden de emprender una acción militar contundente junto con las anteriores autorizaciones del Consejo para una operación de ayuda humanitaria, con todas las posibilidades de que ambas misiones se entremezclaran. Esta confusión se hallaba en la raíz del problema: ¿se trataba to davía de una tradicional operación de ayuda humanitaria de la O N U bajo las viejas reglas de la imparcialidad, o era ahora una coalición li derada por Estados Unidos para atacar a determinados enemigos (como, por ejemplo, Irak)? ¿O era una mezcla de ambas cosas? Qui zá el Consejo de Seguridad pudiera haberlo clarificado si se hubiera reunido (sobre todo los cinco miembros permanentes) con la Secre taría con la honrada intención de revisar la Carta y contrastarla con sus limitados recursos y fuerza de voluntad. Pero aquello no sucedió jamás, y el Consejo de Seguridad y sus miembros más poderosos si guieron cada uno su propio rumbo. Aunque había salvado las vidas de muchos somalíes, en la primavera de 1993 la UNITAF estaba volviéndose claramente impop ular entre los políticos estado uniden ses, y la administración Clin ton decidió devolver la misión a las N a ciones Unidas, si bien las misiones de pacificación e imposición de la paz estaban ya terriblemente mezcladas, las diferentes fuerzas so bre el te rreno perseguían objetivos distintos y la cadena de mando
era confusa. El desastre de la O N U S O M II, com o ahora se llamaba, estaba a la vuelta de la esquina. Este se produjo en la noche del 3 de octubre de 1993, cuando fuerzas especiales estadounidenses bajo el Alto Mando de Estados Unidos (y, por tanto, con cuartel general en Florida) realizaron una incursión independiente y secreta, echada fatalmente a perder, con tra un señor de la guerra somalí, el general Mu ham mad Farrah Ai- ; deed. Las dieciocho bajas estadounidenses de aquella batalla de Mo gadiscio no eran muchas (ciertamente, nada comparado con la cifra de somalíes que moría a diario de malnutrición), pero la exposición reiterada en televisión de los soldados estadounidenses muertos y arrastrados por las calles de una ciudad sin ley era demasiado. La re- ; pugnancia pública en Estados Unidos obligó a una desafortunada adm inistración Clinton a retirar sus tropas al cabo de pocos meses, y ’ la propia O N U SO M II fue cancelada en marzo de 1995, siendo un fracaso estrepitoso. No solo no se había capacitado al pueblo de So malia para que avanzara hacia una situación de dem ocracia, justicia ' y paz, lo cual era sin duda el mayor fracaso, sino que el organismo ; mundial había sufrido un fuerte golpe en su reputación. Todas las misiones de pacificación habían pasado a ser sospechosas, lo cual, com o v erem os, tuv o consecuencias devastadoras al año siguiente i en Ruanda. Además, las relaciones entre las Naciones Unidas y su ^ miembro más poderoso cayeron a plomo hasta alcanzar una nueva ; cota más baja. Los congresistas furiosos afirmaban que nunca más ' colocarían a «jóvenes americanos» bajo el mando de la ONU, y tra taron de poner en una situación embarazosa a su propio gobierno retirando los fondos del organismo mundial. Washington no volvió a confiar nun ca en Bou tros-Ghali. í Somalia estuvo mal, pero las líneas generales de la misión habían sido relativamente sencillas. Las operaciones de O N U S O M /U N ITAF habían mezclado misiones de pacificación y de coerción debi do a la ausencia de órdenes claras, y habían tenido que lidiar con el fenómeno, cada vez más habitual pero difícil de manejar, de un estado en pleno colapso. En el caso de las muchas operaciones y mandatos vinculados a la participación de la O N U en la antigua Yugoslavia, re
guno de los grandes rompecabezas clásicos de la historia diplomática y militar (la guerra de Sucesión española, la cuestión de SchleswigHolstein o el «Gran Juego» de Asia)* se haya aproximado a la com plejidad de las rivalidades balcánicas de la década de 1990. Lo único que se acerca a ello en los quinientos años de historia internacional son, curiosamente, las luchas balcánicas y la denominada «cuestión orien tal» en las décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial. El hábil estadista Otto von Bismarck maldijo a veces en voz alta el modo en que aquellos «ladrones de ovejas balcánicos» (según su propia expre sión), criminales y enfrentados, amenazaban la paz de Europa. Quizá no le hubiera sorprendido demasiado lo que sucedió en 1991 tras la desintegración de Yugoslavia. Pero en esta ocasión posterior todos los demás estaban sorprendidos o simplemente atónitos ante el de sarrollo de unos acontecimientos increíbles. Las rivalidades étnicas y religiosas en aquella tierra se remonta ban a los comienzos de la Eda d M edia; allí estaba la triple línea de fa lla entre el Occidente católico, el mundo eslavo ortodoxo y los territorios fronterizos noroccidentales del Imperio otomano. Los odios se habían disimulado con la creación en 1919 del estado «eslavo m e ridional» de Yugoslavia, y se disfrazaron otra vez con la creación del régimen com unista federado de josip T ito a partir de 1945. Pero ya durante la Segunda Guerra Mundial, se habían producido crueles actos que cogieron po r sorpresa incluso a los invasores nazis. Si que daba algún lugar en Euro pa en el que fuera posible un g enocidio, in cluso a finales del siglo xx, era seguramente este. La desintegración del Imperio soviético y las espectaculares transformaciones políticas y territoriales de otros lugares excitaron a los movimientos naciona listas del interior de Yugoslavia y ejercieron presiones insoportables sobre la federación; presiones que se vieron exacerbadas por la pre matura decisión de Alemania de reconocer a Eslovenia y Croacia como estados independie ntes. C on una un ión dominad a por los ser bios fragm entándose, las m inorías y mayorías de musulmanes, croa * «The Great Game» es com o Ru dy ard Kipling den om inó a la rivalidad en tre el Im perio británico y la Rus ia zarista en la delim itación d e las fronteras de Af ganistán a finales del siglo xix. (N. del T.)
tas y serbios se alzaron en armas en todas partes y trataron de fijar las fronteras siguiendo líneas étnicas y expulsando al «otro», a menos que ese «otro» les expulsara antes a ellos. Ofrecer un relato paso a paso de todo lo que salió mal en los años posteriores a 1992, y que incluía lo que habría de convertirse en nada menos que ocho misiones de pacificación (si contamos la última operación de Kosovo), supondría rebasar los límites de este capítulo. La senda hacia ese infierno particular estuvo asfaltada de buenas intenciones, y muc ho s individuos valientes y de inteligencia sobresaliente dieron lo m ejor de sí mismos para conte ner la guerra y restablecer la paz. Pero, una y otra vez, los organismos bieninten cionados que trataban de intervenir (la propia ONU, la OTAN, la Unión Europea o la OSCE, la Organización para la Seguridad y Cooperación Europea) se detuvieron ante el hecho crudo de que la pacificación es imposible si hay poderosas fuerzas enojadas que pre fieren combatir a negociar. Hay cuatro aspectos de esta triste historia que merecen especial atención: la falta de unidad entre las potencias principales; la confu sión de los mandatos; el vacío entre objetivos operativos y recursos asignados, y la intermitente pero poderosa función de la opinión pú blica y la política interior. Para las principales naciones europeas, so bre todo Gran Bretaña, Francia, Italia y Alemania, este asunto esta ba mucho , m ucho más cerca de casa que cualquier otro de África central; y más cerca no solo en el evidente sentido geográfico y de rivado del miedo a que el excedente de esta violencia y migración forzosa cruzara el Adriático y llegara a Europa central, sino también en el de que aquellas matanzas recíprocas contradecían de forma ra dical sus más queridas esperanzas de una Europa unida y armoniosa. Por tanto, tenía mucho sentido que los europeos asumieran el lide razgo en cualquier medida de pacificación o similar. Así fue acepta do de inmediato por la administración saliente de Bush y la entran te de Clinton, esta última ya con bastantes problemas y q u e muy pronto quedaría maltrecha por los ac on tecimientos de Somalia. Pero el problema era que ninguna de las fuerzas armadas euro peas, ni siquiera las francesas o las británicas, disponían del poderío logistico y militar para desarrollar la misión (UNPROFOR) ante la
creciente contumacia y violencia locales. En 1994, Estados Unidos propugnaba con firmeza los bombardeos aéreos para frenar a los ser bios, pero los europeos se oponían am argam ente a esta idea, porque eran sus tropas de pacificación, poco armadas, las que se encontra ban sobre el terreno, rodeadas por contendientes m uy bien armados y criminales, mientras que los estadounidenses se negaban categóri camente a enviar tropas. Finalmente, Rusia, cuyo gobierno luchaba contra sus propios problemas internos tras la desintegración de la URSS pero se sentía comprometido con su tradicional papel de prote ctor de los intereses eslavos en los Balcanes, blo queó unas re soluiciones y acciones que consideró demasiado sesgadas contra Ser bia. En las reuniones del Consejo de Seguridad, los miembro s per manentes raras veces coincidían respecto de este asunto. Al igual que con las operaciones del Congo y Somalia, en reite radas ocasiones se difuminaba la esencial diferencia entre pacifica ción e imposición de la paz. Quizá se deba a que la frontera entre ambas es por naturaleza mu y te nue y puede atravesarse co n facilidad; al fin y al cabo, ambas opciones se presentan en el Capítulo VII de la Carta, pero en este caso la confusión mantuvo su cota máxima de for ma continua. A veces sencillamente no era posible mantener la im parcialidad y la posición «blanda» de una misión de pacificación, tra tar de mantener despejadas las rutas de abastecimiento, proteger a los refugiados y responder a todas las demás exigencias de los servicios de UNPROFOR cuando los propios contingentes de la ONU se veían atacados seriamente. Por tanto, el lenguaje de las resoluciones del Consejo de Seguridad fue endureciéndose cada vez más a medi da que las atrocidades se incrementaban, e iban haciendo referencia cada vez más clara a la coerción del Capítulo VII; pero esos desig nios no iban acompañados del necesario reforzamiento de las tropas. Los estados miembros quedaron profunda y amargamente divididos entre los partidarios de una política blanda y los de otra dura. Además, el integrante más importante de la O N U , Estados Unidos, escarmen tado por los acontecimientos de Somalia y no m uy feliz de implicarse en los Balcanes (aunque recibiera cada vez más presiones del interior y del exterior para actuar), consideraba con mucha cautela la idea de situar soldados estadounidenses bajo cualquier tipo de control in-
temacional, y por tanto en 1998 insistió en que las medidas contra los serbios que incluyeran a tropas estadounidenses fueran dirigidas por la O TA N , donde, p or supuesto, predominaba su influencia. Pero la au toridad para ordenar ataques de represalia (por lo general, contra los bombardeos serbios) com portaba un sistema denominado de «doble llave» que exigía el acuerdo del representante especial del secretario general y de los comandantes de la OTAN. «Subcontratar» con una organización regional no desobedecía la Carta (se preveía en el Capí tulo VIII), pero en este caso suponía sin duda un a afirmación sobre la debilidad militar de la propia organización mundial. A veces, el oportunismo de los mandatos funcionaba bien. A la UNPROFOR también se le encargó patrullar la frontera de Mace donia con Serbia para impedir ataques de ambos bandos; este fue quizá el primer despliegue de fuerzas de pacificación como medida preventiva o disuasoria, cosa que Boutros-G hali sugería en «Un p ro grama de paz». Curiosamente, este sí comprendía fuerzas estadou nidenses, y pudo haber contribuido a mantener la estabilidad de un modo singular, puesto que la muerte de cualquier soldado esta dounidense en esta misión macedonia (posteriormente, denominada UNPREDEP) podría haber provocado perfectamente violentos bombardeos, como los que finalmente se produje ron en tom o a Sa rajevo. Años después, en 1999, una resolución del Consejo de Se guridad colocó la provincia meridional serbia de Kosovo, dominada por los albaneses bajo la administración de la O N U , con el fin de que esta impusiera la paz y reconstruyera el país. Pero, en realidad, la misión (UNM IK) compartía esa labor con las fuerzas de la OSCE y de la OT A N (la K FO R ), que incluían tropas rusas. La coalición de los mejor dispuestos había vuelto a aparecer en escena, y nadie se quejaba de ello. Lo que funciona, funciona. Pero las lecciones aprendidas habían sido amargas y los costes, m uy elevados. La brecha entre el contun den te lenguaje de d etermi nados mandatos de la O N U y la debilidad de las fuerzas de pacifica ción reales sobre el terreno era flagrante; y las fuerzas serbobosnias y, si bien de forma menos sistemática, también las croatas y las musul manas lo reconocían y lo explotaban. La mayor parte de las prime
FL k C j O -
oiblioíeca
MANTENER LA PAZ Y DECLARAR LA GUERRA
que interrumpieran los combates y cooperaran. Cuando quedó cla ro que no se iba a tomar esa senda, las resoluciones posteriores in crementaron con prudencia la presencia de la ONU sobre el terre no, pero los contingentes eran reducidos y su capacidad para actuar, salvo en defensa propia, muy limitada. No debe extrañamos que los gobiernos que aportaron tropas temieran que sus contingentes estu vieran destinados a ser rehenes. Reiteradamente, el secretario gene ral se mostraba contrario a que las resoluciones fueran más atrevidas, no porque parecieran malas en sí mismas, sino porque era plena mente consc iente de q ue las aportaciones para hacer efectivos dichos planes no llegarían. El ejem plo más egregio de esta negativa a hacer frente a la realidad llegó c on la aprob ación de la R eso luc ión 836 del Consejo de Seguridad, que exigía la imposición de «áreas protegi das» (UNPA), creadas anteriormente en Bosnia pero amenazadas por todos los bandos. Garantizar el «respeto pleno» a la inviolabili dad de dichas zonas exigiría una cifra adicional de 34.000 soldados, informaba la Secretaría. Y lo que era aún peor, ninguno de los pro pios co pa troc inad ores de la R eso lu ció n 836 aportaría soldados adi cionales. Para tranquilizar las conciencias, el secretario general seña laba también que existía una «opción suave» de 7.600 soldados, cifra que él consideraba más realista dadas las reticencias de los estados miembros. N o ob stante, no era en absoluto realista suponer que unas cu an tas unidades adicionales con arm am ento lige ro disuadirían a los ren corosos serbobosnios de realizar una limpieza étnica. Cuando estos bombarde aron las afueras de Sarajevo en may o de 1994 y la U N P R O F O R solicitó los bombardeos aéreos de la O TA N , la reacción contra la O N U fue violenta y humillante; sus pacificadores fueron tomados como rehenes, maniatados y situados como escudos huma nos cerca de los posibles objetivos aéreos. Solo un par de meses más tarde, los serbobosnios invadieron la zona «segura» de Srebrenica y asesinaron a miles de musulmanes en su interior mientras los pacifi cadores no podían hacer nada. Después, finalmente, la paciencia se agotó. Se desplazó a la región una Fuerza de Reacción Rápida (RRF) de Gran Bretaña, Francia y los Países Bajos, compuesta por batallo nes móviles y equipada c on ar m am ento pesado. Los bombarde os aé-
reos de la OTAN se intensificaron para expulsar a los serbobosnios de las zonas seguras y obligarlos a aceptar los Acuerdos de Paz de Dayton. Cuando Croacia inició el mismo tipo de limpieza étnica de serbios en sus zonas seguras, los mandatos del Consejo de Seguridad fueron firmes, y las unidades de imposición de la paz, integradas por cinco mil soldados (ONURC), fueron al mismo tiempo competen tes y considerables. Finalmente, el escándalo de la matanza de Sre brenica desembocó en la sustitución de la caída en desgracia de la U N P R O F O R por una enorme misión coercitiva liderada por la OT A N y compuesta por cincuenta mil soldados, con participación estadou nidense sustancial y nutridas unidades rusas. Hasta los serbobosnios comprendieron que tenía poco sentido hacer frente a la sobrecogedora fuerza de estabilización (IFOR), y por fin se dio cierto respiro a una tierra maltrecha, dividida brutal y cruelmente siguiendo crite rios étnicos. El último e lemento de esta dolorosa historia fue el de la opinión pública, cuyos vientos y corrientes azotaron el barco de la O N U por todos sus costados. Las pasiones y temores en el interior de las dife rentes zonas de la antigua Yugoslavia fueron máximas; a los líderes locales que sugerían negociar y trabajar con el organismo mundial se les consideraba traidores. Los diversos enviados especiales del secre tario general descubrieron que los pactos y acuerdos se violaban al cabo de pocas semanas y que no valían nada si parecía que habían cedido demasiado. La opinión pública europea sentía tanto angustia por que sus fuerzas se vieran arrastradas a un ba ño de sangre como vergüenza por que todavía pudieran estar produciéndose semejantes atrocidades en su continente; muchos estados habían considerado que el fin de la guerra fría era la señal para rec orta r drásticamente los gastos de defensa y disponían de pocos soldados entrenados y de ningún medio para enviarlos y mantenerlos. Un clamor de voces fa vorables a Serbia y de silencios en el seno del ejército ruso dificultó enormemente la cooperación de Moscú con Occidente respecto a Bosnia. Y la opinión pública estadounidense fue quizá la más cam biante de todas. Despreciando la debilidad eu ro pe a y la mala gestión de los acontecimientos en 1993, y retrocediendo ante las bajas entre sus propios soldados en Somalia (y, quizá más remotamente, en
Vietnam), recelaba de adquirir cualquier compromiso sobre el te rreno; pero los genocidas de Srebrenica y otros lugares hicieron exi gir que el gobierno estadounidense se implicara. Aquel no fue un capítulo agradable de la vida de ninguno de los agentes que partici paron. La crisis de Ruanda de 1992-1995 tenía unas raíces históricas más sencillas, pero la cifra de bajas humanas fue quince o veinte ve ces superior a la de todas las matanzas de los Balcanes; de hecho, al canzó unas proporciones genocidas desconocidas desde los tiempos de Camboya. Los ingredientes de la principal lucha interna de Ruanda eran conocidos: un sistema de gobierno que había sido dis torsionado por los administradores coloniales belgas, que siempre habían favorecido a la minoría tutsi frente a la mayoría hutu, del 85 por ciento; el cambio de tornas tras la imprevista y desamparada in dependencia de 1961, y las tres décadas de aniquilación de tutsis a manos de los hu tu, muchos de los cuales huy eron a la vecina Ug an da, desde donde lanzaron ataques guerrilleros que servían de pretex to para una mayor discriminación contra ellos en el interior de Ruan da. Súmese a esto una economía arruinada y la población que crece con mayor rapidez del mundo, en que centenares de miles de jóve nes desempleados se agrupaban para formar bandas étnicas. Las ar mas cortas eran abundantes y, a falta de carabinas, había machetes. En agosto de 1993, las tres grandes potencias occidentales y la Or ganización para la Unidad Africana presionaron a cada uno de los bandos para que firmaran el acuerdo de Arushi, que apelaba con op timismo a compartir el poder, celebrar unas elecciones libres y cons tituir un ejército unitario, todo ello supervisado por una misión de apoyo de la O N U (UN A M ÍR). Aquello ya no era una política pa siva de mantenimiento de la paz, sino la auténtica construcción ac tiva, progresista y democrática de una nación, aunque los planes ori ginales reconocieran que habría que incorporar algunos elementos coercitivos del Capítulo VII con el fin de neutralizar las bandas ar madas y proteger a los civiles. Entonces el proyecto se desmoronó espectacularmente, no en la capital ruanesa, Kigali, sino a 1.800 kilómetros al nordeste, en Mogadiscio. El voto favorable de la O N U autorizando la U N A M IR se
pro dujo como estaba previsto, antes de que lo hiciera el Consejo de Seguridad, el 5 de octubre, lo cual resultó suceder dos días después de que el ataque estadounidense contra Aideed hubiera salido terri blemente mal. Confundido y bajo trem endas críticas internas por el fracaso, el gobierno estadounidense bloqueó un mandato más tajan te a favor de la operación ruanesa y trató de red ucir al mínim o la en vergadura de las tropas; e n u n m ismo escenario el Departam ento de Estado propo nía tan solo cien soldados de pacificación, mientras que los funcionarios de la O N U sobre el terreno pedían ocho mil. Cuando se alcanzó el compromiso total de dos mil quinientos, re sultó difícil conseguir las aportaciones de los estados miembros, la mayoría de los cuales no sabían cuál era la diferencia entre hutus y tutsis y, en cualquier caso, todavía se tambaleaban a causa de la «fatiga del donante», por haber abastecido misiones importantes en Somalia, Cam boya y la antigua Yugoslavia. Las unidades internacio nales llegaron a Ruanda gota a gota, escasamente armadas, mal fi nanciadas y con un mandato únicamente a fuerza de observación. Con el ambiente todavía caldeado en Nueva York, Washington y Ginebra acerca de si la O N U había fracasado en Somalia po r haber se inmiscuido demasiado, la insistencia en la neutralidad es com prensible, al menos dura nte las prinieras etapas de esta catástrofe en ciernes. Pero la poca disposición a actuar se vio claramente afectada por la política inte rior y resultó ser la peor decisión que tomara ja más las Naciones Unidas. Es difícil escribir sobre las matanzas producidas sin sentir dolor, ira ni culpa. Una campaña de exterminio de cien días llevada a cabo por los hutus, desencadenada por el accidente del avión (al que dis pararon) en que viajaban los presidentes de Ruanda y Buru ndi el 4 de abril de 1994, desembocó en el asesinato de unas ochocientas mil almas; cuerpos de tutsis arrojados a los ríos flotaban corriente abajo en fardos inmensos y lentos, amontonados como troncos que fueran a la deriva hacia los aserraderos. Las milicias hutus también atacaron al odiado contingente de soldados belgas de UNAMIR, que rápida mente abandonó el país. Las milicias avanzaron después hacia los ba rracones de la O N U para exterm inar a los refugiados tutsis, enva
a la que consideraban una prueba de que Occidente no podía so po p o rtar rt ar bajas e n tre tr e sus soldad sol dados. os. El pape pa pell de la O N U (con (c on lo cual cua l se hace referencia deliberadamente a la función del Consejo de Segu ridad, puesto que no tiene sentido acusar al organismo en su con ju n to cu a n d o solo so lo el C o ns ejo ej o tení te níaa p o d e r para par a actuar act uar)) fue v er g o n zoso y desgraciado. Las tropas internacionales de observación bajo el mando del general canadiense Roméo Dallaire, que había advertido reiteradamente de que se aproximaba el exterminio y suplicó en vano que le enviaran más hombres y un mandato para actuar, que daron tan impresionadas por las matanzas que muchos de ellos con tinúan sufriendo pesadillas hoy día, más de una década después. Pero los daños que sufrieron ellos fueron solo psicológicos, mientras que las pérdidas de los ruandeses fueron absolutas. La confusión y la fal falta ta de determ inación se prolongaron. M ien tras los estados miembros se quejaban de que el Consejo de Seguri dad prefería dedicar recursos a las crisis del Norte, como la de la an tigua Yugoslavia, y de que hacían caso omiso de calamidades del Sur mucho más graves, y mientras la Secretaría de la ONU suplicaba que se cambiara la política, el Consejo acordó muy lentamente (y el gobierno estadounidense con mucha renuencia) enviar un contin gente mayor, la UNAMIR II, pero no entró en acción hasta media dos de julio, cuando las principales matanzas ya habían cesado. Poco después, una Francia frustrada había recibido autorización para en viar tropas con el fin de establecer una zona de protección humani taria y, por supuesto, supervisar sus propios intereses políticos en una región del m un do que co nsideraba de especia especiall interés. interés. Pero en aquel momento los ejércitos tutsis reagrupados, que siempre desconfiaron de los argumentos franceses, se habían organizado y se habían lanza do a la venganza contra los hutus de la denom inada «zo «zona na de protec ción ción». ». Cu and o más de un m illón de hutus cruza ron huy endo la fron fron tera con Zaire, el conflicto social se trasladó allí y desestabilizó aquel otro estado más grande, lo cual desembocó en el desmoronamiento del gobierno de Mobutu y, por tanto, en nuevas crisis de refugiados en mas masa. a. La malnutr ma lnutrición ición , la falta falta de agua salubre y la propa gación de enfermedades enfermedades se se sum aron a la la catás catástro trofe. fe. Au nqu e la U N A M IR II fue fue retirada de Ruanda a finales de 1995, cuando los tutsis volvieron de
nuevo al poder y reivindicaron ser el gobierno legítimo, solo trans currirían unos pocos años antes de que el Consejo de Seguridad se sintiera obligado a autorizar una nueva operación de paz... para el Congo. Aparte de unos cuantos valientes oficiales y soldados de la O N U com o el general general Dallaire Dallaire,, resulta dif difíci ícill vislumbrar que de esta esta terrible tragedia ruandesa surgiera alguien con credibilidad. Aquel fue el momento más bajo de la historia de la ONU, y las acusaciones mutuas por una parte, la búsqueda de reformas prácticas po p o r otra, otr a, y las voces vo ces q ue pedí pe dían an la rem re m o dela de laci ción ón total tot al de la orga o rganiz niza a ción en su conjunto acabaron convirtiéndose en una algarabía. No era una crisis en un único plano, sino prácticamente en todos los ám bitos bit os y al m ism o tiem ti em po. po . La causa fund fu ndam am ental en tal era evid ev iden ente te:: senc se nci i llamente, había demasiado caos en el mundo y se pedía demasiado a las Naciones Unidas. Como señalaba el informe de la Universidad de Yale y la la Fundació Fund aciónn Fo rd de 1995 sobre la organización organiza ción mu ndial, «de los casi cien conflictos armados acaecidos en el mundo desde 1989, todos menos cinco eran, o son, internos». Es dudoso que los recursos de la Gran Alianza de Churchill, Roosevelt y Stalin hubieran sobre llevado 1a situación, aun cuando sus líderes pudieran haber admitido estas circunstancias completamente nuevas. Pero los congresistas re publ pu blica icano noss furioso fur iosos, s, las organ org aniza izacio cione ness de dere de rech chos os hum hu m anos an os im p re re sionadas y los gobiernos africanos enfadados no estaban de humor para este tip o de com co m para pa racio cio nes ne s y razo ra zona nam m ient ie ntos os.. Ad Adem emás, ás, p o r m u cho que se apuntaran los éxitos cosechados por el organismo mun dial, tanto en la pacificación como en otros ámbitos, las críticas no se acallaban. No debe extrañarnos que, cuando las Naciones Unidas se reunieron para celebrar su cincuenta aniversario en San Francisco, en ju n io de 1995 19 95,, los ánim án imos os estu es tuvie vieran ran u n tan ta n to apagados. apaga dos. ¿Cómo podríamos enumerar por orden de importancia la lista de los los punto s débiles débiles que que quedaro daro n al descubierto? descubierto? Para em pezar, las las Nac N acio ione ness U nida ni dass estaba est abann al bo rde rd e de la crisis fina fi nanc ncier iera, a, atrapada atrap adass e n tre la presión doble de elevar los costes de funcionamiento y la mala disposición o la incapacidad de los principales estados, como Rusia, Japón y Estados Unidos, de pagar sus cuotas a tiempo. Los países en vías de desarrollo se quejaban con razón de que, cuantos más fondos se dedicaban a la la prev enc ión de conflictos y a la ayuda humanitaria,
menos quedaba para inversiones en educación e infraestructuras en los países más pobres y alejados de los conflictos. Los derechistas querían reducir la organización, eliminar la burocracia y recortar drásticamente los presupuestos, tanto los ordinarios como los de pa cificación. No estaban de ánimo para ser generosos. ¿Qué sentido tenía que qu e la Secretaría instara instara a em pre nd nder er operaciones op eraciones amplias amplias y de de cisivas y que el Consejo de Seguridad lo aceptara cuando ambos sa bía bí a n q u e los estados esta dos m iem ie m b ros ro s no iban ib an a pagar? paga r? Gestionar la crisis de liquidez llevó al límite las operaciones de paci pa cifi fica caci ción ón e im i m p o sic si c ión ió n de la paz; paz ; su n ú m e ro se hab h abía ía trip tr ipli lica cadd o en unos pocos años, y en lugar de las anteriores fuerzas de observación de la ONU de entre uno y cinco millares de hombres, algunas ope raciones nuevas sumaban un total de veinte mil o incluso cincuenta mil soldados. Y lo que era aún más importante: en algunas misiones la cualificación de los soldados de paz disminuía a medida que se iban desarrollando y que estados miembros relativamente recientes recibían presiones para aportar también tropas. Una cosa era intro ducir un batallón de comandos de la armada británica en un país devastado por bandas juveniles y ver cómo disminuía la violencia cuando cua ndo llegaban llegaban allí allí los los tipos duros. Pero plantearse plantearse que unidades mal equipadas y apenas entrenadas de muchas naciones nuevas actuaran baj b ajoo p resi re sióó n lejos lejo s de su tie ti e rra rr a era s u p o n e r de dem m asia as iado do;; algu al guno noss d e sus gobiernos habían aportado soldados simplemente para que pudie ran conseguir moneda extranjera (puesto que se remuneraba a los gobiernos por cada soldado con las mismas y elevadas dietas occi dentales). La falta de especialización, la falta de coordinación y la fal ta de los conocimientos más elementales para el combate dismi nuían la capacidad de llevar a cabo una misión de la ONU. Con demasiada frecuencia, una unidad de voluntarios no tenía modo al guno gu no de acceder a la misión a menos men os que fuera aerotransportada aerotransportada po r un resentido Estados Unidos, que había jurado no implicarse direc tamente y en ocasiones exigía compensaciones. En demasiadas de ellas se llegaba tarde, como en Ruanda, y se descubría que las ma tanzas habían terminado. Los errores sobre el terreno frustraban así a un Departamento de Mantenimiento de la Paz absolutamente des bo b o rda rd a d o .
Por encima de todo, estaba la falta de claridad en los mandatos de muchas misiones. La culpa recalaba aquí, sin duda, a las puertas del Consejo de Seguridad. Seguridad. C om o vimos en el capítulo capítulo anterior, anterior, m u chas de sus autorizaciones y resoluciones habían sido demasiado va gas, demasiado restrictivas o demasiado impetuosas. Pero es preciso entender este hecho bajo las apremiantes y confusas circunstancias de la época. Los informes remitidos desde el terreno eran poco cla ros o contradictorios. Los miembros del Consejo que propugnaban acciones más contundentes recibían en privado advertencias de los demás indicándoles que la propuesta no recabaría la mayoría o sería vetada; de modo que retiraban su propuesta. Los acontecimientos de una misión anterior y completamente diferente repercutían en la si guiente, como sucedió con el trágico impacto de Somalia en la cri sis de Ruanda. Difícilmente puede sorprendemos, pues, que la Secretaría se en contrara en la línea de fuego de todos los bandos. Algunas voces acusaban al secretario general de ser demasiado débil y de no hacer frente frente a los los cinco m iembros permanen tes, com o se decía decía que Ha m marskjöld había hecho. Las naciones en vías de desarrollo decían que la Oficina del Secretario General estaba demasiado obsesionada con la pac p acif ific icac ació ión, n, ha hasta sta el p u n to de d e sate sa tenn d e r las m uc ucha hass fun fu n c ion io n e s so so ciales y económicas de la ONU. Los conservadores de Estados Uni dos acusaban acusaban al al organismo organismo mundial mu ndial de arrogarse arrogarse demasiado pod er y de amenazar la soberanía de los estados miembros. La propuesta de Brian Urquhart según la cual valía la pena pensar en alguna modalidad de ejércit ejércitoo perm ane nte de la la O N U entrenado , coordinad o y local localiz iza a do en bases escogidas para responder a un nuevo mandato del Con sejo de Seguridad, fue acallada a voces como si se tratara de otra in sidiosa tentativa por parte del organismo mundial de convertirse en un estado soberano. Claramente, aquellos críticos ignoraban la idea original de que hub hubiera iera bas bases es de la la O N U , pe ro la ignorancia estaba estaba muy extendida en aquella época. Como consecuencia de ello, la pro p ropp ia O fic fi c ina in a de dell S ecre ec reta tario rio G e n eral er al se vo v o lvió lv ió más pe pesim simist istaa y m e nos capaz capaz de propo pro po ne nerr mejoras imp imp ortantes. Su labor, decían los los crí crí ticos, era reorganizar y reducir aún más un personal con la moral abatida, no inventar nuevas tareas ni proponer nuevos planes. Pero
¿de qué iba a servir ese consejo negativo en la cada vez más deterio rada situación de la zona oriental del Congo o de Sierra Leona?7 N o era el fin del mundo, pero sí u na época de una acusada te n sión para el saliente Boutros Boutros-Ghali y el entrante Kofi Annan. La dificultad de tratar de co nducir a la O N U hacia una salida que sirviera auténticamente de ayuda para las naciones en apuros, al tiempo que respondiera a la merma de la fe y la buena voluntad de los países donantes, se mezclaba con las convulsiones de la propia política in te rior estadounidense durante los últim os años de la adm i nistración Clinton. Todo esto convertía en absolutamente imperio sa la necesidad de tomarse un «respiro». Algunas de las operaciones de pacificación e imposición de la paz de mayor envergadura llega ron a su fin de forma natural o fueron reduciéndose con brusquedad por necesidad política; a finales del siglo, Somalia, Cam boy a y Ruanda ya no eran misiones de la ONU. En consecuencia, las cifras de soldados internacionales autorizados disminuyeron. Las reformas internas del secretario general (por ejemplo, poner en práctica mé todos contables mejores, reducir el personal, evitar los solapamientos), ju nto con una redu cción acordada de la contribuc ión estadou nidense, fueron liberando poco a poco los fondos retenidos por el Congreso estadounidense. La crisis de la antigua Yugoslavia conti nuó produciendo angustia y esfuerzos constantes, pero vista en su conjunto, la «sobrecarga» de pacificación de mediados de la década de 1990 se había reducido mucho. Además, había cada vez más mejoras en el plano práctico. La as fixia por razones políticas de la idea de que hubiera un ejército de la ONU no consiguió que los mandos militares de muchos estados «dispuestos a ello» dejaran de mejorar el entrenamiento de las capa cidades especializadas en la pacificación y la Construcción de la paz, anticipándose a futuras demandas de ayuda por parte del secretario general. Al Departamento de Mantenimiento de la Paz se le asigna ron muchos recursos, más personal y disfrutó de más respeto. Los an teriores fracasos, y los éxitos, de las misiones de paz se analizaron mi nuciosamente y contribuyeron a implantar nuevas reglas básicas. La estandarización de los recursos inilitares mejoró a ritmo acelerado: el armamento, las comunicaciones, el lenguaje y las cadenas de mando.
También se produjo un acusado incremento de lo que solo po demos denominar «niveles de apreciación» en relación con las nue vas peticiones de ayuda internacional. Nadie necesitaba recordar que las resoluciones demasiado tímidas condujeron al desastre (Ruanda) y que las autorizaciones demasiado atrevidas eran peligro sas (Mogadiscio). Q ue era preciso hallar el justo pu nto medio segui ría siendo más fácil de decir que de hacer. Pero por entonces se ha bía acum ulado much a experiencia y se habían aprendido lecciones muy desagradables, lo cual también era oportuno porque, por des gracia, antes de que terminara la década de 1990 llegó a la mesa del Consejo de Seguridad una nueva remesa de crisis de origen interna cional: Timor Oriental, Congo, Sierra Leona, Etiopía/Eritrea y (de nuevo) Kosovo encabezaban ahora la agenda. Una vez más, todos aquellos eran el tipo de conflicto en el que no se había pensado en 1944-1945; todos parecían niños expósitos abandonados ante las puertas de la O N U en mitad de la noche. Pero en esta ocasión la respuesta fue más ponderada y prometedora, pese a los anteriores desastres y la incapacidad todavía habitual para comprender la gra vedad de los conflictos que estaban iniciándose. El hospicio se utili zaba más para su peijuicio. Pensemos, por ejemplo, en la aparición de un tipo de misión que combina el rostro «duro» de las operaciones de imposición de la paz del Capítulo VII con los elem entos «blandos» de mediación y reconstrucción del estado que podemos encontrar en algunas partes de los capítulos VI y IX a XII de la Carta. Los mejores ejemplos han aparecido recientemente en Timor Oriental y Sierra Leona. Ambos fueron en un principio catástrofes de primer orden, un poco como la del Congo; perdieron la vida infinidad de inocentes y la comuni dad mundial tardó mucho en actuar. Pero ambos países recibieron finalmente recursos, militares y civiles, para mitigar las discordias, preservar el alto el fuego y restablecer el tejido social; en conso nan cia con el Informe Brahimi de 2000, que demandaba acciones más firmes si uno de los bandos en disputa estaba claramente involucra do en una mala conducta. Las medidas de seguridad tenían que lle gar primero (como queda patente, con posterioridad, tanto en Irak como en Afganistán), antes que los avances civiles. Unicamente po
niendo fin con contundencia al pillaje, el tribalismo y la limpieza étnica podía darse paso a los esfuerzos para crear, o recrear, una for ma de vida normal y democrática. Seguramente, esto es indiscuti ble. Lo que era diferente, y m ejo r, era una cre ciente disposición a tolerar los diferentes enfoques para alcanzar aquellos objetivos cen trales. Así, en Sierra Leona, el gobierno británico envió finalmente co mandos de la Marina Real británica para detener los saqueos, poner freno a los criminales que amputaban miembros y expulsarlos; en Timor Oriental, los soldados australianos impusieron la paz y prote gieron las elecciones celebradas posteriormente. Las acciones decisi vas contra las atrocidades funcionaban siempre que hubiera estados miembros competentes dispuestos a hacerles frente. Esto apenas era un asunto po r el que felicitarse. La anterior vista gorda de la O N U ante los estropicios de Indonesia en Timor Oriental y las vacilacio nes de muchos años a la hora de enfrentarse a los matones de Foday Sankoh en Sierra Leona y de Charles Taylor en Liberia, demostra ban que la organ ización mundial todavía resp ondía con demasiada lentitud a las grandes violaciones de los derechos humanos y que te nía cierta tendencia a buscar un acuerdo con líderes decididos a no ceder poder. Era po r tanto p robable que el sistema de seguridad cen tral de la O N U , debilitado de forma deliberada por sus gestores, fue ra menos efectivo que un puñado de estados-nación sólidos a la hora de poner freno a las violaciones de los derechos humanos. Ajuicio de algunos críticos, la introducción de tropas británicas en Sierra Leona y de soldados australianos en Timor Oriental pare cían operaciones coloniales, pero lo cierto era que no se disponía de ninguna otra fuerza efectiva. Las primeras fuerzas de pacificación de Africa occidental en Liberia (ECOMOG) estaban mal pagadas, mal alimentadas y no estaban dispuestas a combatir a los sangrientos rebeldes; las unidades de países africanos enviadas a Sierra Leona en 1999 (UNAMSIL) fueron humilladas y en ocasiones tomadas co m o rehenes hasta que llegaron los marines británicos. Además, también era muy probable que un país destacado, al haberse comprometido desde el principio en el quehacer militar, como Australia en Timor Oriental, colaborara mucho tras el conflicto en la reconstrucción, en
la celebración de elecciones y en el apaciguam iento de los miedos de un pueblo asolado por la guerra, como si tratara de demostrarse a sí mismo y al mundo que sus operaciones militares no eran en vano. Además, aunque no dispusieran del poderío militar de una po tencia grande y bien equipada, un núm ero cada vez may or de esta dos colaboradores daban un paso adelante para ofrecer ayuda en re giones maltrechas, en forma de pequeñas guarniciones, unidades de policía o equipos de supervisión electoral, to do lo cual se acercaba más a las deseadas normas internacionales. Por tanto, de los cuaren ta y siete mil m iem bros del «personal militar y policía civil» qu e ser vían en las quince operaciones de pacificación de la O N U en sep tiembre de 2001, la lista de estados colaboradores ascendía a la asombrosa cifra de ochenta y ocho. Como hemos subrayado ante riormente, muchas de estas unidades eran muy reducidas en inte grantes y, obviamente, no podían contribuir a imponer la paz. Pero si recordamos el reducido puñado de estados pacificadores con ca pacidad y dispuestos a interv enir hace un cuarto de siglo o medio si glo, aquello representaba ciertamente un cambio. Con todo, cuando las Naciones Unidas ingresaron en el siglo xxi, ni siquiera sus defensores más apasionados podían afirmar que su ac tuación en los ámbitos de la pacificación y la coerción desde 1945 conformara una gran trayectoria de éxitos. Los errores mayúsculos no solo habían acompañado a los muchos logros de la ONU, sino que los ensombrecían. Te ndrá que pasar m uch o tiempo, y habrán de cosecharse muchos más éxitos en el futuro en las labores de pacifi cación de este organismo mundial, para que las catástrofes de Bosnia y R uanda se sitúen en una perspectiva que reconozca el potencial y los éxitos de la ONU, además de sus limitaciones. Quizá este reconoci miento se esté aproximando: un informe muy reciente del Human Security Centre, con sede en Canadá, afirma que los conflictos ar mados están disminuyendo, que los genocidios y las violaciones de los derechos humanos están decayendo, y que las muertes en el cam po de batalla decrecen con rapidez; y atribuye estos notables avances a los esfuerzos de la O N U en los últimos años en la prev ención y en la construcción de la paz.8 Sería grato pensar que esta afirmación es
paz y la estabilidad a toda África y Oriente Próxim o. En opinión de este autor, la historia de sesenta años de pacificación de la ONU apunta a una conclusión más ponderada: que aunque hubo muchos éxitos (a menudo no debidamente reconocidos), muchas operacio nes internacionales solían fracasar a causa de las pesadas cargas depo sitadas a lomos del camello. Sobre todo, podemos concluir que la práctica de anunciar (mediante un a resolución del Consejo de Segu ridad) una nueva misión de pacificación sin garantizar que se dis pondrá de las suficientes fuerzas armadas, ha demostrado ser a m e nudo la receta para la humillación y el desastre. Si las principales potencias son capaces de ap rend er esa lección, habremos ob tenido un beneficio inmenso. Sin embargo, el amplio espectro de formas en que se han resuel to los conflictos también nos distancia del impacto de este relato. A veces ha sido la diplomacia, como en el proceso de paz de América Central o en los acuerdos respecto a Namibia a principios de la dé cada de 1990. En ocasiones se ha visto implicada una prolongada misión de intervención de la ONU, como en Chipre, cuyo resulta do está pendiente. Otras veces se ha solicitado un despliegue masivo de fuerzas bajo el mando del Consejo de Seguridad, como en el Congo. Otras veces ha supuesto que las labores de imposición de la paz sean encargadas a otros organismos, como sucedió con la IFO R en los Balcanes y con la operación de la OTAN en Afganistán. No existe un único modelo que se ajuste a todos los casos, y, visto re trospectivamente, podemos concluir que el Consejo de Seguridad debería haber percibido este hecho mucho antes para poder haber tenido así más oportunida des de ser m ucho más claro en sus manda tos a la hora de autorizar las muchas y diversas misiones.9 N o obstante, lo que esto conlleva es el debilitamiento de la su posición de los más fervientes defensores de la O N U según la cual debería haber, y habría finalmente, una pauta básica para la pacifica ción y la coerción internacionales. El hecho de que la OTAN ac tuara en Afganistán (por prudente que fuera en términos militares) significó una merma para la autoridad del organismo mundial. Per mitir que Gran Bretaña se trasladara unilateralmente a Sierra Leona para aplastar a las bandas de matones, o contem plar cóm o Francia
hace en gran medida lo mismo en Costa de Marfil, dejaba a la ONU más al margen. El fin de las matanzas en Sierra Leona era, claro está, deseable, pero se produjo a costa de un mayor declive de la posición de la organización mundial o, dicho de otro modo, ilustrando aún más su debilidad en este terreno. Esa misma conclusión sobre la ineficacia del organismo mun dial podría extraerse de la decisión del gobierno estadounidense de entrar en guerra con Irak en 2002-2003 y su negativa a regresar al Consejo de Seguridad en busca de la aprobación específica de una acción militar. Los políticos, los historiadores y los especialistas en temas jurídicos debatirán du rante m ucho tiempo sobre la prud en cia y la validez de esta guerra. Aunque algunos consideran que la acción del presidente George Bush es ilegal, otros señalan que el desprecio por parte del brutal régimen de Saddam Hussein de die cisiete resoluciones consecutivas del Consejo de Seguridad supone una aplastante justificación de la intervención. Pero el hecho cierto era que la opinión y la organización internacionales no pudieron impedir que una gran potencia, en realidad la nación más podero sa de todas, emprendiera una acción unilateral; por consiguiente, esa potencia podía hacer cosas que otras naciones menos podero sas no podían hacer, lo cual era una confirmación adicional de que no todos los miembros eran iguales... ¡como si lo hubieran sido al guna vez! Las Naciones Unidas nunca gozarán de una posición desde la que puedan impedir que una determinada gran potencia desate una guerra; es decir, no sin la firme probabilidad de que haya otra gran guerra. Lo que todo esto nos indica es que las sendas de que dispone la comunidad mundial para resolver conflictos y garantizar la paz no han sido nunca, ni serán, uniformes, aunque hayan sido muchas y mu y flexibles. N o es necesario ser ning ún genio para darse cue nta de que las presiones demográficas, socioeconómicas y religiosas ejerci das sobre la estabilidad interna e internacional están reforzándose en toda África, Oriente Próximo, Asía central y Extremo Oriente. Los siguientes objetos de atención del Consejo de Seguridad ya están previstos. Pero el m odo en que las Naciones Unidas respon derán a las futuras peticiones de pacificación e imposición de la paz depen
derá de las circunstancias políticas y geográficas de cada crisis con creta, de si la opinión pública está dispuesta a soportar las cargas y las bajas que los desafíos de la pacificación internacional pueden exigir, y, sobre todo, de sí las grandes potencias aprobarán la operación e incluso si desempeñarán ellas mismas algún papel en ella.
Los progr program amas económico económicos, s, el N orte y el Sur Sur Para «promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un co conc ncept eptoo más amplio am plio de la liberta libertad», d», y, para esos esos fines fines,, «emplear un mecanismo'internacional para ... el progreso económico y social de todos los pueblos», el organismo de las Naciones Unidas «promoverá niveles de vida más elevados, trabajo permanente para todos, y condi ciones de progreso y desarrollo económico y social». Estas son, re cordem cor demos, os, las audaces audaces y decididas decididas palabr palabras as del Preám Preá m bulo bul o y del artícu lo 55 de la Carta de las Naciones Unidas. Sesenta años después, la humanidad está muy lejos de alcanzar esos objetivos, y la opinión mayoritaria tanto en el Norte como en el Sur, en la izquierda y en la derecha, probablemente sea que los logros de la organización m und undial ial en este este aspecto aspecto son pobres. M u chos emplearían términos más crudos, según los cuales los conser vadores considerarían que la pretensión de disponer de una orga nización mundial encargada de la búsqueda de niveles de vida más altos es un fraude y una quimera, y los liberales sentirían que esta nunca ha contado con los suficientes recursos, poder y compromi so político para llegar a concretarlos. Los fracasos en este terreno son por tanto sustanciales, y aunque la economía mundial ha cre cido de un modo impresionante desde 1945, hasta el mejor amigo de las Naciones Unidas sería incapaz de afirmar que esta (desigual) extensión de la prosperidad pu ed edee atribuirse a su sus acciones acciones y plan teamientos. Dicho todo esto, podríamos incurrir en el error simi lar de dar por perdidas las políticas económicas del organismo mun dial calificándolas de fracaso absoluto y, lo que sería quizá un error
mayor, despreciar la oportunidad de comprender qué funcionó bie b ienn y q u é no. no . De bería tenerse en cu enta que los «progr «programa amas» s» econó micos a los los que se refiere el título de este capítulo dependen de los otros dos elementos manifestados de la finalidad principal de la Carta de la ONU: la seguridad internacional y las garantías de paz analizadas an teriormente, y los programas sociales y culturales que se exponen en el próximo capítulo. Es fácil apreciar la relación entre penuria económica y violencia políti po lítica ca a la que qu e a m e n u d o se referí ref erían an los diseña dis eñado dores res de la O N U . Aunque el fascismo y el comunismo presentaban atractivos psicoló gicos poderosos, ambos habían brotado en el semillero de la desespe ranza económica: el desempleo, la malnutrición, la pobreza, la mala salud y las grandes desigualdades sociales. A aquellos de nuestra gene ración que consideran que la organización mundial realiza única mente funciones de «seguridad», se les debe recordar constantemen te que, para algunos de los fundadores de la ONU, la aplicación de la fuerza por parte del organismo mundial se consideraba una medida de reacción que solo debía utilizarse cuando la agresión ya se había prod pr oduc ucid ido. o. P o r cont co ntra ra,, cuan cu anto to más éxito éx ito tien ti enen en las med m edida idass de c o o pera pe raci ción ón para par a la pros pr ospe perid rid ad m undi un dial al,, m eno en o s prob pr obab able le parec pa recee la n e cesidad de que la comunidad internacional recurra a la acción militar. Así, la inclusión en la Carta de los objetivos relativos a alcanzar el ple no empleo y unos niveles de vida más altos no era mera verborrea. Hay que reconocer que es difícil pensar que Stalin y Molotov tuvieran muy presentes estos objetivos, y hubo funcionarios del Mi nisterio de Hacienda británico con mentalidad pragmática a quienes les preocupaba que la promoción del «pleno empleo», tomada de forma literal, ocasionara una inflación mayúscula. Pero, como vimos en el capítulo 1, este lenguaje fue concebido por gente comprome tida con las políticas del New Deal de Roosevelt en Estados Unidos y, en el caso británico, con la creación de un estado de bienestar des pués de la guerr gu erra. a. ¿Q u é podr po dría ía result res ultar ar más natu na tura rall q ue trasladar traslad ar pe p en samientos de la política interior a la escena internacional? Es bastante habitual que quienes creen que las instituciones pueden ejercer un papel pape l rele re leva vant ntee en la m ejor ej oraa de la socie so cieda dadd en su país, pu edan ed an m os os
trarse también muy interesados en que exista un gobierno interna cional, mientras que los contrarios a ese «gran gobierno» en su nación suelen desconfiar profundamente de las organizaciones mundiales. Así, sin ser absolutamente cínico acerca de los motivos de las grandes potencias, es obvio que sus gobiernos no consideraban en realidad que el Consejo Económico y Social fuera un órgano cen tral plenamente equivalente al Consejo de Seguridad. Todas las grandes potencias fueron investidas de mucho poder en asuntos de seguridad seguridad internacional, internacional, tal como dem ostraron situándose en el co razón del nuevo sistema mediante su plaza permanente y su dere cho a veto. Po r contra, la las deci decisio siones nes del E C O S O C debían tomarse tomarse por ma yoría simple, y no había en él ningún país con ninguna condición ni priv pr ivile ilegi gioo especial; especi al; si las las gran g rande dess pote po tenc ncia iass h u b iera ie ra n cons co nsid ider erad adoo que qu e todo tod o ello afectaba afectaba a intereses vitale vitales, s, habrían ha brían insistido insistido en gozar de al al guna modalidad de veto. Además, como ha señalado el economista Kenneth Dadzie, el lenguaje empleado en tomo al desarrollo en la Carta era débil y ambiguo «comparado con el lenguaje directo y re suelto» empleado acerca de la paz. Los miembros estaban obligados a trabajar en favor de la seguridad internacional, pero solo se les ani maba a cooperar en pro de la prosperidad mundial.1 En el plano institucional, surgía el problema del solapamiento y la confusión entre los los mucho s organismos de la la O N U que ya se ocupaban, o acababan de crearse para que se ocuparan, de los asun tos económicos y sociales. Los lectores que aborden este tema por prim pr im era er a vez ve z d eb e n de sentirs sen tirsee intim in tim idad id ados os p o r los repu re pu tad ta d os autor au tores es que advierten de que, «desde el punto de vista organizativo, las Na ciones Unidas son una organización enormemente compleja. El sis tema dispone de comisiones, agencias, fondos, centros, uniones, conferencias, consejos, institutos, oficinas, departamentos, progra mas, juntas y demás organismos, dispuestos todos, según los estatu tos oficiales de la organización, en una estructura compacta que gira en tomo a la Asamblea General. En la práctica [sin embargo]...».2 ¿Qué otra cosa podría ser más simple? Por desgracia, es a este déficit fundamental al que tendremos que regresar una y otra vez tanto en este este capítulo co m o en los posteriores. posteriores.
Un ejemplo significativo de la dispersión de poderes es la curio sa explicación del «distanciamiento» de las poderosas instituciones de Bretton Woods con respecto a la familia de las Naciones Unidas. Aunque el lenguaje de la Carta es aquí muy sutil, no parece insensa to suponer que los diversos organismos especializados, y no solo el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, sino también la más antigua Organización Internacional del Trabajo, la Unión Postal Universal (UPU) y demás, debían estar coordinados de uno u otro mod o por el propio E C O SO C . Según el texto de la Carta, to das estas agencias debían, mediante negociación, «vincularse» con las Naciones Unidas. Estas debían hacer recomen dac iones «con el ob jeto de coordinar las norm as de acción y las actividades de los orga nismos especializados», y dar los pasos adecuados para obtener de ellas informes periódicos (artículos 57, 58, 63 y 64). Pero uno tiene la sensación de que este era un lenguaje precipitado, casi evasivo. ¿Cóm o relaciona exactamente (o po r qué) un o la Organ ización Ma rítima Internacional con el ECOSOC? En cualquier caso, aquella iba a realizar su labor imponiendo normativas y seguridad en el mar. Así, era bien sabido que muchos de estos organismos técnicos, creados mediante acuerdos intergubernamentales que especificaban sus competencias, tenían una autonomía muy frágil, lo cual explica por qué el lenguaje de la Carta em plea tanto «puede hacer» como «hará». Por otra parte, sencillamente no tenía sentido declarar nobles objetivos generales en la Carta para resolver los problemas econó micos y sociales del mundo mediante la organización internacional, y no tratar de establecer estructuras estables y coordinadas para al canzar aquellos fines; o no obligar a informar a esas estructuras y re lacionar a los estados miembros mediante la Asamblea General y el ECOSOC. Esto produjo una enorme tensión, no tanto con los organismos técnicos, sino entre los miembros de la Asamblea General y las ins tituciones de Bretton W oods. C om o ya hemos m encionado, el FMI y el Banco Mundial no son estructuras de toma de decisiones demo cráticas, y en su carácter se aproximan mucho más al del Consejo de Seguridad. El derecho a voto del FMI depende de la envergadura de la cuota con la que lo financia una nación, y su Directorio Ejecutivo,
que determina todos los asuntos y políticas ordinarios, tiene que in cluir a representantes de las cinco principales potencias económicas del mundo. De manera similar, de los veinticuatro directores ejecu tivos del Banco Mundial, cinco proceden de forma automática de los países que mantengan el mayor número de préstamos activos, mientras que los otros diecinueve se eligen cada dos años de entre el resto de países del m undo.3 Esto se hizo así de form a deliberada, con el fin de que las economías más fuertes conservaran «el poder del di nero» a la hora de conceder préstamos y ayudas y no les arrebataran sus recursos una mayoría de países más pobres. Por comprensible que fuese (es difícil imaginarse al Congreso estadounidense o a cual quier o tro parlamento nacional aceptando ceder po r entero su capa cidad presupuestaria), suponía que la principal labor de la O N U en este campo era conciliar el obligatorio control de los países más ri cos con las ambiciones globales más amplias de la Carta. De ahí, en parte, la creación del E C O SO C con sus responsabilidades, en pri mera instancia, de coordinación. Pero la sección 10 del artículo IV de los convenios constituti vos del Banco Mundial prohíbe las interferencias de cualquier miembro en asuntos políticos, lo cual significa que sus directores pueden, si así lo desean, ofrecer ayuda a países con independencia de si violan o no las resoluciones y los ideales de las Naciones Unidas, como habría de suceder en muchas ocasiones en las décadas posterio res. Es más, en 1947 el Banco Mundial negoció un acuerdo con la ONU que le permitía mantener en secreto toda la información que pudiera interferir en su «disciplinada conducta» en materia de nego cios. Como sostenía la Junta de Gobernadores del Banco Mundial de aquella época, siempre se había pretendido que fuera «un orga nismo económico y financiero, no político». Todos los organismos especializados guardarían así cierta distancia con los programas e in tenciones más «políticos» de la Asamblea General y el E C O SO C ; en otras palabras, guardarían distancia con la voluntad de la mayoría de sus socios nacionales. Una cosa era realizar consultas y establecer lí neas de cooperación prudente con el resto de la organización mun dial, y otra muy distinta ser «coordinado» o «vinculado» con quien no se quería. Aquí había un inmenso desacuerdo en el seno del sis
tema de la O N U , que se acrecen taría cada vez más con el paso del tiempo y perduraría hasta la actualidad. Sin embargo, en los primeros años de la posguerra esto parecía un asunto menor debido a que las condiciones políticas y económi cas eran mucho más acuciantes. Una tercera parte del mundo (o más, sin duda, después del cambio de régimen en China en 1949) pertenecía a la ó rbita comunista y, por tanto, guardaba poca relació n con el proceso de tom a de decisiones económicas de la O N U y en modo alguno con el Banco Mundial y el FMI, con el fin de no ver se contaminado por un sistema capitalista al que querían sepultar. La negativa de Stalin a permitir que las naciones del centro y el este de Europa solicitaran ayuda del Plan Marshall en 1948 ya había dejado ver que las sociedades comunistas seguirían su propia senda econó mica. O tra cua rta parte del planeta todavía vivía bajo el dom inio co lonial europ eo, y aunqu e en los territorios británicos se estaban dan do unos primeros pasos vacilantes hacia el desarrollo, había muy poco m ovim iento en las posesiones francesas, españolas y portugue sas. Atrapados por sus metrópolis mediante un sistema arancelario rígido, o bien la potenc ia colonial explotaba estos dom inios para ob tener materias primas, o bien los abandonaba con la excusa de que sería impruden te, o incluso injusto, transformar con demasiada rapi dez unas sociedades tradicionales. Así, las únicas regiones que podían pertenecer de pleno derecho al sistema de Bretton Woods eran Estados Unidos y Canadá, la Eu ropa no comunista, Australasia, Japón, América Latina y (a partir de 1947) el subcontinente indio. Pese a la envergadura y la pobla ción de estas dos últimas grandes regiones, el énfasis recaía en la re construcción de las sociedades del Norte que habían sido devastadas por la Segunda Guerra Mundial; en parte porq ue la necesidad estaba muy próxima y era muy evidente, y en parte por el temor estadou nidense a que los pueblos desesperados de Europa y de Extremo Oriente pud ieran inclinarse p or el co mu nism o. Pero las cifras relati vas a la ayuda y los préstamos para la recon stru cció n hablan po r sí so las: «En 1953, el Banco Mundial había prestado únicamente un to tal de 1.750 millones de dólares (de los cuales, 497 millones estaban destinados a la reconstrucción), mientras que el Plan Marshall había
transferido 41.300 millones de dólares». De modo que hasta en los países del N orte las institu cion es de B re tton W oods fu ero n agentes de segundo orden una vez que la guerra fría empezó a marcar la agenda internacional. En el Sur, su papel fue aún más limitado; el FMI apenas tuvo en cuenta a los países en vías de desarrollo hasta fi nales de la década de 1960, mientras que el Banco Mundial, lamen tándose de la falta de proyectos, hasta 1950 había distribuido solo cien millones de dólares entre los países más pobres.4 Además, al dedicarse a su recuperación, muchos de los parla mentos y administraciones nacionales de Europa y de Extremo Oriente decidieron lidiar con reformas estructurales significativas (nacionalización de determinados sectores, creación de un banco central, creación de un estado de bienestar, construcción de nuevas infraestructuras), de tal modo que quedaron poco tiempo y pocas energías para pensar en una cooperación económica internacional relevante entre los países desarrollados y los países en vías de desa rrollo. Pese al altisonante lenguaje de la Carta, los estados miembros no se concentraban en el crecimiento del Norte y el Sur, sino en cuestiones internas. Debatían si dirigir sus economías de acuerdo con los criterios de libre mercado estadounidenses, ponían a prueba el nuevo e impresionante modelo de «mercado social» de Alemania Occidental o adoptaban el sistema económico socialista. En cual quiera de las tres sendas que se emprendiera había progreso material. El Estados Unidos de la época de Traman y de Eisenhower disfru taba de su prolongado crecimiento consumista, una Alemania y un Jap ón resucitados condu cirían mu y pro nto a sus vecinos a una asom brosa recu pe ración ec on óm ica, y au nq ue los niveles de vida de los estados comunistas estuvieran todavía muy rezagados, estaban aumen tando en todo caso. Quizá el final de una agotadora guerra total su ponía que la re cuper ació n estaba hasta cier to punto pred estinada de antemano a producirse. Pero en términos económicos más res tringidos, la O N U desempeñó únicam ente un papel secundario. Así pues, no es de extrañar que alrededor de 1950, en las prime ras ideas de los funcionarios de estos organismos internacionales de dicadas a las políticas de desarrollo de las colonias (o de los territo rios que pronto serían independientes), el énfasis recayera sobre los
modos de mejorar las estructuras internacionales o, como tímida mente se decía, en las «medidas que exigían acciones en el interior».5 Las zonas más ricas del mundo iban bien. Lo único que un estado africano recién independizado tenía que hacer, por tanto, era unirse al club y obedecer sus reglas: c om prar y ven der en el me rcado m un dial, no volverse comunista e invertir en la educación, la sociedad y las infraestructuras locales. Con los cacahuetes de Ghana se compra rían los camiones de Gran Bretaña. La madera indonesia pagaría los electrodomésticos procedentes de Estados Unidos. Todo iría bien. Naturalm ente, los estados comunistas y socialistas veían las cosas de otra forma, aunque, de hecho, ellos también tuvieran un conjunto de reglas de pertenencia a su propio club. Todavía estaba por venir el pensamiento radical y más novedoso sobre el «desarrollo». Aquel período no fue absolutamente estéril en lo relativo al pro greso hacia la cooperación económica internacional. Un observador de la década de 1950 habría quedado impresionado por la intensa ac tividad y el gran número de ocupadísimos organismos dedicados a este terreno. Algunos, como la O IT , se dedicaban a proseguir con la labor que habían venido haciendo antes de la guerra, y con un vigor renovado. Otros, como la recién creada Organización de las Nacio nes Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), trabajaban duro en medio de la devastación de posguerra. Las recién creadas co misiones económicas regionales se mostraron particularmente activas y con bastante éxito a la hora de persuadir a los gobiernos para que pensaran de un m odo más abierto de miras y men os provinciano: pri mero la de Europa (CEPE) y la de Asia y el Pacífico (CESPAP), lue go la de América Latina y el Caribe (CEPAL), y m ucho después la de Africa (CEPA). Lo más probable es que esto se debiera a que se cen traban más que su organismo madre en los desafíos regionales com partidos (por ejem plo, en la mejora de la infraestructura ferroviaria), lo cual los impulsaba a hacerlos pensar y actuar como un bloque. Un análisis más detallado habría revelado que la situación era in satisfactoria en otros aspectos, sobre todo en el astillamiento y sola pam iento del sistema naciente. Los organismos autó nom os especia lizados con sus funciones esencialmente técnicas, eran al mismo tiempo lo más fácil de comprender y lo menos polémico o político;
todo el mundo podía admitir la necesidad que se tenía de la Unión Postal Universal, por ejemplo, y alegrarse de sus sencillas estructuras de gobierno. Luego estaban el FMI y el Banco Mundial, en una ca tegoría propia y, en opin ión incluso de algunos críticos, en un m un do propio. Por último, había un vasto grupo de organismos que in formaban al ECOSOC y a los que este supervisaba; entre estos se encontraban desde los principales comités del Consejo de Seguri dad, dedicados principalmente a coordinar los asuntos de todas estas agencias, hasta sus muchas comisiones funcionales (sobre transportes y comunicaciones, sobre la situación de la mujer o sobre drogas), las comisiones económicas regionales y determinadas organizaciones es peciales com o U N IC E F o el Alto Com isio nado de las Naciones Unidas para los Refugiados (A C N U R ). Preocupada en parte por lo que consideraba necesidades no satisfechas y frustrada por las restric ciones de sus competencias, la Asamblea General ya estaba adqui riendo la costumbre de crear nuevos organismos que la informaran, aun cuando esto supusiera cierto solapamiento entre las políticas y una sobrecarga burocrática. Además, al menos dos de las principales comisiones de la Asamblea (la Segunda Comisión, sobre asuntos económicos y financieros, y la Tercera Comisión, sobre asuntos so ciales, culturales y hum anitarios) ya no podían resistir la tentació n de dejar de ser marcos políticos amplios para realizar recomendaciones ejecutivas en aquellos ámbitos y, así, duplicar al ECOSOC. Todos corrían el riesgo de estrangular el sistema. A diferencia de lo que supusieron los diseñadores de la época de la guerra, más idealistas y estatistas, las políticas económicas de la O N U preferían guiarse por el laíssez-faire. El FMI y el Banco Mundial «tendían una mano», por así decirlo, para ayudar a determinados paí ses a recuperarse bajo determinadas condiciones pactadas. El Acuer do General sobre Aranceles y Comercio (GATT), nacido en 1947, velaba por el comercio internacional, al menos para el de bienes de equipo; pero su cometido de liberalizar el comercio mediante la re ducción de los aranceles y demás barreras era negativo, por cuanto se basaba en gran medida en la opinión que el libre mercado sostie ne, según la cual el sistema internacional era en esencia benigno y todo florecería en su seno si no se refrenaban de forma artificial sus
energías económicas. Las políticas más intervencionistas y los organis mos con mayor iniciativa propia no parecían necesarios en la escena mundial, ni tampoco había mucho debate, ni a escala nacional ni in ternacional, sobre las estructuras de poder político y de riqueza. Cu ando W . A rthur Lewis, el temible defensor de la igualdad humana (que posteriormente sería nombrado caballero y galardonado con el Premio Nobel de Economía), publicó en 1954 su Teoría del desarrollo económico, llegó a afirmar que «en primer lugar debemos señalar que el tema del que nos ocupamos es el desarrollo, no el reparto».6 En el campo del desarrollo (esto es, del desarrollo del Sur), este tipo de avances habrían de producirse en forma de asistencia técnica a la agri cultura, la medicina, la educación y la formación, y quizá también en asesoramiento del Banco Mundial en política macroeconómica. Era una forma de ayuda que proporcionaba asesores especializados, pero muy pocos recursos de capital. En segundo lugar, y muy útil también a más largo plazo, un gran número de personas y organismos especia lizados de la O N U emp ezaron a reunirse y a analizar estadísticas eco nómicas comparativas, requisito absolutamente imprescindible para la toma de decisiones políticas y administrativas futuras. Pero aquellos fueron tiempos relativamente tranquilos. Es difícil revivir los mo vimientos sísmicos que se produjeron en el pensamiento, en la política, y finalmente en las instituciones, cuando aproximadamente una década después irrumpió en el centro de la es cena política el denominado Tercer Mundo. A su modo, supuso una transformación tan inmensa de las actitudes y las prácticas como la que también se produjo en el ámbito de la pacificación durante la década de 1960; lo cual no era casual, puesto que ambos eran consecuencia del desmoronamiento inesperadamente rápido de los imperios colo niales europeos y de la aparición, al cabo de unas pocas décadas, de aproximadamente un centenar de nuevos miembros de las Naciones Unidas. Solo en la década de 1960, cuarenta estados ex coloniales fue ron admitidos en la Asamblea General. El viejo sistema de la ONU (que solo tenía unos quince o veinte años de vida, claro está), con su mayoría de votos del Norte, no volvería a ser el mismo nunca más. Como hemos visto, profetas y opúsculos europeos y estadouni denses habían proclamado durante siglos la futura congregación de la
humanidad en un Parlamento de la humanidad: Adam Smith, Kant, Gladstone, Wilson en sus Catorce Puntos, la Carta Atlántica y la pro pia Carta de las Naciones U nidas. Ahora, por fin, a medida que los re cién instaurados gobiernos de cada vez más pueblos del mundo iban llegando a Nue va Y ork para reclamar su escaño en la Asamblea Gene ral y en otros organismos, aquellas concepciones parecían haberse he cho realidad; quizá no del todo, pero sí de forma aproximada. La pro pia Asamblea era mucho más visible que antes y era un lugar mucho más emocionante al que asistir, en parte porque el Consejo de Segu ridad estuvo paralizado por la guerra fría durante gran parte del tiem po, pe ro sobre todo porq ue la mayor parte de los nuevos miembros querían situar los asuntos eco nóm icos en primera línea de las políticas de la O N U y relegar los asuntos de seguridad a un segundo plano. Ju nto con este entusiasmo p or el cambio llegaron la ira y la frus tración por el sistema imperante, y sobre todo por los equilibrios de poder existentes. Gran pa rte de este se ntim iento era natural. M u chos de los líderes de los estados recién independizados habían esta do encarcelados durante años o se habían exiliado; todos habían sido testigos del dom inio extranjero, que ra ramen te estaba desprovisto de explotación. Occidente podía ahora darles la bienvenida al club, pero a veces con cond es cend en cia y au toco mplace nc ia, y olvidán dose con demasiada rapidez de los daños que había infligido. Más importante aún que esto era que los miembros más antiguos y más ricos del club parecían haber hallado formas de preservar su posición privilegiada; en el Con se jo de Seguridad, en el Banco M undial y el FMI (cuyos directores eran casi por tradición uno estadounidense y otro europeo), y mediante su dominio técnico de los organismos es pecializados. N o es de ex trañ ar que el nuevo gru po de los 77 países en vías de desarrollo (el G-77) atribuyera tanta importancia a la Asamblea General, a sus principales comisiones y a organismos tales como el ECOSOC y la UNESCO, puesto que no solo los países pe qu eñ os y po bres tenían allí un voto igual al de los grandes y ricos, sino porque era donde podían impulsarse sus programas de desarro llo, cambios estructurales y asuntos culturales. La mayor frustración del Sur, no obstante, se basaba en la cre ciente evidencia de que las brechas existentes entre los países más ri-
eos y los más pobres n o estaban cerrándose (con la excepción de unas pocas econom ías pequeñas del este de Asia), sino que, por el contra rio, estaban ensanchándose sin cesar, década tras década. En 1947, la renta per cápita media era de 1.300 dólares en Estados Unido s, de en tre 500 y 750 dólares en Europa occidental, y de unos 100 dólares en la mayoría de los países subdesarrollados; por tanto, significaba una diferencia de 13 a 1 entre un extrem o y otro. C uarenta años después, según recogió el Banco Mundial en su Informe sobre el Desarrollo Mundial de 1991, la diferencia era de aproximadamente 60 a 1; los países más ricos gozaban de unas rentas per cápita de más de 20.000 dólares anuales, y los más pobres pasaban apuros con no mucho más de 300 dólares al año,7 tendencia esta que ya era evidente antes de las décadas de 1960 y 1970 y que despertaba ira generalizada. Los eco nomistas del desarrollo disponen de muchas explicaciones técnicas para esta triste historia: los estados recién independizados pro ducían principalmente materias primas y productos alimenticios cuyos pre cios eran bajos, pero tenían que im portar productos manufacturados y servicios mucho más caros; las economías del Norte disponían de grandes recunos de capital educativo, institucional, infraestructural y financiero con los que crecer más, y de los que había pocos o ningu no en el Sur; muchas de las inversiones de la O N U realizadas en paí ses en vías de desarrollo se escogían de forma imprudente y estaban muy mal administradas, y otras por el estilo. Para los países en vías de desarrollo, eso eran evasivas. A su jui cio, habían ingresado por fin en la comunidad internacional para descubrir que el «terreno de juego» de la supuesta igualdad de sobe ranía estaba muy inclinado en su contra. No solo los siglos o las dé cadas de dependencia colonial les habían impedido ser capaces de competir con el mundo moderno, sino que las estructuras contem poráneas se confabulaban para im ponerles aún más limitaciones. Las condiciones del comercio (materias primas frente a manufacturas y servicios) eran desalentadoras, el capital era caro y los préstamos lle vaban aparejadas condiciones duras. La «condicionalidad» (es decir, exigir a los países que solicitaran préstamos internacionales el cum plimiento de determinadas condiciones económicas, sociales y de de rechos humanos) era en sí misma humillante para muchos gobiernos:
¿acaso no eran «soberanos»? Los grupos de presión agrícolas de los países ricos m antenían los aranceles altos. Lejos de ser econom ías li bres y autosuficientes, las naciones recientes se encontraban todavía en situación de dependencia; el líder de G hana Kwam e N krum ah lo denominó «neocolonialismo». Y lo más irritante de todo era que la m ayo r parte de las empresas de ex portación qu e operaban tras la des colonización (minas, plantaciones de aceite vegetal, empresas del caucho, cultivadores de fruta, gigantes del petróleo y el gas natural, servicios bancarios y de transporte) seguían siendo compañías ex tranjeras que habitualmente sacaban sus beneficios del país donde operaban. Desde este punto de vista, las corporaciones multinacio nales no democráticas del Norte eran las herramientas del capitalis mo mu ndial para ma ntene r al Sur en su condición de súbdito. Las voces de otras dos esferas, el mundo comunista y el de los ra dicales occidentales, se hacían eco de estas quejas y las magnificaban. En ia década de 1960, la resentida paranoia de Stalin ante el resto del mundo había dejado paso al entusiasmo de Jrushchov. No solo la URSS y los países del Pacto de Varsovia adquirieron mayor relevan cia en la Asamblea General y en el E C O SO C , sino que Moscú adop tó p or prim era vez y con optimismo una estrategia mundial. Las ven tas de armas a los países en vías de desarrollo se disparaban, se cedían asesores militares a regímenes de orientación comunista y proliferaban los acuerdos de trueque (ni el bloque soviético ni los países en vías de desarrollo disponían de nada parecido a reservas de divisas). C on aque llo se pretendía claramente aproximar a la órbita socialista a la mayor cantidad posible de nuevos países, y en algunas regiones clave como ' Am érica Central, Africa meridional, Egipto o el sudeste de Asia, la lu cha ideológica y política interna perduraría durante años, en ocasiones durante décadas, y comportaría infinidad de cambios de régimen y de cruentas guerras civiles. Y todo ello iba acompañado, como no podía ser de otra manera, de un aluvión de ataques contra el capitalismo oc cidental por haber «subdesarrollado» al Sur. En la década de 1970, esta propaganda mostró su cara más singular cuando la Rep ública Popular China ingresó también, tras haber roto con Moscú, en el juego de la ayuda al desarrollo, acusando tanto a Occidente como a la URSS de desarrollar políticas malignas hacia las antiguas colonias.
A estas críticas al orden mundial de 1945, y por consiguiente de las políticas económicas y las instituciones que sustentaban dicho or den, se sumaron las de los radicales y liberales de izquierda de Occi dente. Si volvemos la vista a las décadas de 1960 y 1970 parece que no había idea, práctica, estructura política o costumbre cultural que no se viera sometida a los ataques por ser, o bien irrelevante, o bien un peligroso obstáculo para el «progreso». Se trataba de una violenta os cilación del péndulo y quizá no durara mucho, pero en aquella épo ca parecía que gran parte del m un do desarrollado tam bién se inclina ba hacia la izqu ierda y dem anda ba cambios en el statu quo tanto en el ámbito nacional c o m o a escala internacional. El interés por los países en vías de desarrollo se apoderó de los campus universitarios y de los medios de comunicación, y se abrió paso en más de un gobierno la borista o socialista de Eu ropa . Finalmen te, esta revolución intelectual encontró su equivalente en las propias antiguas colonias, muchos de cuyos líderes se habían formado en instituciones de Occidente (la Sorbona o la Lo nd on School o f Econom ics) que eran m uy críticas con el capitalismo del laissez-faire y que propugnaban un sector esta tal fuerte y una planificación económica de inspiración fabiana. Las instituciones y el personal de la O N U no estaban preparados para to do esto. Los privilegios de los cinco miembros perm an entes, la prioridad otorgada a los asuntos de seguridad (aun cuando estu vieran paralizados), la autonomía de los organismos especializados y las suposiciones corrientes acerca del respeto a las normas del club y a las fuerzas del mercado mundial, constituían un blanco natural para los partidarios de un nuev o ord en económ ic o internacional, es candalizados ante la injusticia generalizada de este panorama. Fue el Banco Mundial el que recibió la mayor parte de las críticas, puesto que tras la reconstrucción de Europa y Japón había vuelto a centrar su atención y sus recursos en el mundo recién independizado, cosa que tenía mucho sentido puesto que así conservaba su función dife rencial respecto a la misión del FMI de ayuda r a cualquier econ omía nacional que se viera en apuros. El Banco Mundial también había decidido adoptar la razonable estrategia de conceder prioridad a los proyecto s en los que pudie ra esperarse que no in vertiría el capital de accionistas privados: p or ejem plo, las infraestructuras básicas o los
programas de form ación. Era el rostro visible del N orte en el Sur. Pero, como veremos, la implantación real de esta estrategia habría de ser muy criticada en los años posteriores por sus preferencias por los proyectos a gran escala frente a las mejoras más sencillas y de raíz, por su incapacidad para co m pre nder que el cambio podría exigir cierta lentitu d y te ner e n cuenta los estímulos y con diciones locales, por su inge nu a creencia en que lo qu e func iona ba en un país podía conseguirse igualmente bien en otro, y por su más que imperfecto control del gasto. Pero aquellos eran errores de funcionamiento y fallos de la ca dena de la responsabilidad, y podían enmendarse con la aplicación de métodos empresariales adecuados y transparencia, y abordando con empatia las necesidades locales y regionales. Los defensores del nuevo orden econó mico internacional esgrimían una crítica de mu cho mayor calado: que el sistema económico mundial en su conjun to estaba tan viciado que no hacer más que despedir a sus directivos y modificar su funcionamiento habitual era irrelevante. Dicho con crudeza, los «desposeídos» (el Sur), animados por el bloque socialis ta y po r los radicales del Prim er M un do , estaban plantand o cara a los «ricos» (el Norte y sus instituciones) por el equilibrio de poder eco nómico existente. El reparto, y no el crecimiento, volvió a la agen da. Una vez más, aquí los órdenes del día nacionales e internacionales seguían una misma corrien te. Si un o estaba decidido a transformar el «injusto» sistema socioeconómico plagado de privilegios en el inte rior, pongamos por caso, de Alemania Occidental, California o Bra sil, también pretendía transformar el orden socioeconómico interna cional de 1945. ¿Qué supuso este radical cambio de ideas en lo relativo al fun cionamiento en la escena económica del sistema de múltiples capas y poderes de las Naciones Unidas? Sería absurdo señalar que todo qued ó patas arriba. Las instituciones de B retto n W ood s solo se mo s traban receptivas en el caso de que sus principales accionistas así lo desearan. Gran parte de la labor técnica y especializada de los orga nismos (negociar concesiones en el espacio radiofónico internacio nal) permaneció como estaba. Así sucedió con muchos proyectos específicos ya financiados, tanto si se trataba de program as de form a-
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ción, de la creación de centros de investigación agrícola, de los no tables esfuerzos por erradicar las enfermedades tropicales o de otras actividades de base. Pocas de estas funciones fundamentales de la ONU, como la disminución sostenida de la polio, ocupaban los ti tulares, del mismo modo que hoy día siguen pasando esencialmente desapercibidas. Así que los movimientos sísmicos podían registrarse mejor en el plano superior, en el plano político de la organización mundial, que reflejaba el dominio numérico del G-77 en la Asam blea Gen eral y el E C O S O C . Quizá la mayor innovación, y la que se consensuó con mayor facilidad, fue la de la creación del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (P N U D ), fundado en 1965 mediante la fusión de dos organismos anteriores: un programa de asistencia técnica y el de nominado Fondo Especial de la ONU. Esta consolidación supuso una serie de cosas: que se adoptaría un enfoque más holístico en ma teria de desarrollo (de hecho, el enfoque del PNUD consistía en va lorar las necesidades de un país receptor en su totalidad, en lugar de a través de proyectos específicos); que ahora existiría u n órgano de la Asamblea General que, aunque no era un rival declarado del Ban co Mundial, podría asumir iniciativas que este rechazaría por razo nes comerciales, y que al reconocer este cambio, se incrementarían los recursos disponibles (procedentes de las contribuciones volunta rias de algunos de los miembros más ricos de la ONU), como de he cho sucedió, aunque nunca en la medida suficiente. Por desgracia, muchos de los proyectos apoyados por el PNUD acabarían haciendo gala de las mismas debilidades que aquejaban a algunas de las inver siones del Banco Mundial en relación con la cadena de la responsa bilidad, el control de calidad o el enfoque; pero su mera existencia era un significativo paso adelante, no solo desde el punto de vista simbólico o para disponer de nuevas fuentes de financiación, sino porq ue suponía poner en cuestión las concepciones más tradiciona les acerca del crecimiento y el desarrollo económicos. Aún más importante fue, en opinión de las naciones en vías de desarrollo y de sus asesores económicos, la primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre C om erc io y Desarrollo (U N C T A D ), cele brada en 1964 y llamada a inaugurar una sucesión de conferencias
mundiales similares, además de a convertirse en un órgano de cate goría especial de la propia Asamblea General. Aunque el trabajo de la U N C T A D iba a presentar un carácter abrumadoramente técnico, ’ las ideas que lo impulsaban no lo eran tanto. De hecho, procedían del desencanto político, sobre todo entre los gobiernos y los intelec- tuales sudamericanos y la propia Com isión Econ óm ica para Am éri ca Latina, originado por la situación de dependencia* a la que se veían sometidos por las estructuras de poder mundial existentes. Lejos de creer que la economía internacional era en esencia benigna si con seguía fortalecer sus elementos más débiles, la nueva ideología pre suponía lo contrario. «Las persistentes divergencias entre el Norte y el Sur se consideraban el orden natural. Si había que corregir dichas tendencias, sería necesario emprender acciones políticas deliberadas, y por tanto las negociaciones políticas se convertirían en una res- ''' ponsabilidad continua y especial de la O N U .» 8 El resultado fue una infinidad casi apabullante de acuerdos y regulaciones internaciona les, cuyo objeto abarcaba desde la restricción de determinadas prácti cas empresariales hasta la renegociación de la deuda o la suscripción de acuerdos sobre determinados productos (cacao o madera tropical). La existencia del U N C T A D y la convocatoria de una serie prácticamente regular de conferencias mundiales solían perder relevancia a los ojos del mundo debido a sus procesos burocráticos, su enfoque técnico y su jerga para iniciados. Hasta un auténtico creyente en la justicia m undial tendría dificultades para emocionarse al leer que, en marzo de 1995, el Consejo de Comercio y Desarrollo de la propia U N C T A D «adoptó el calendario y el programa de trabajo de la R eu nión Intergubemamental de Alto Nivel sobre la Revisión Global a Medio Plazo de la Implantación del Programa de Acción para los Paí ses Menos Desarrollados durante la década de 1990».9 Pero lo autén ticamente relevante queda sepultado por ese encabezamiento ridículamente recargado. Durante los primeros años de vida de la U N CTA D existía una honda preocupación por los países menos desarrollados y una profunda desconfianza en que las fuerzas del mercado contribu yeran por sí solas a que estos países se pusieran en pie; por el contra* En español en el original. (N. del T.)
rio, prevalecía la creencia de que las fuerzas del mercado los man tendrían atados al suelo y que los gobiernos nacionales (sobre todo los del N orte ) deberían p or tanto aceptar ajustar sus políticas econ ó micas para apoyar al Tercer Mundo. Este ataque ideológico contra el sistema de 1945 fue acompaña do y reforzado por el nacimiento de nuevos organismos internacio nales en los ámbitos social, de género y medioambiental, de los que nos ocuparemos en el capítulo siguiente. Se produjo un estallido de conferencias internacionales, una mejora de las prácticas empresaria les, la firma de acuerdos con los que se pretendía crear un terreno de jueg o legal y aún más comercial. H ubo un aum ento vertiginoso de la financiación para el desarrollo, procedente, además, de instancias muy dispares: del Banco Mundial y los bancos de desarrollo regio nal, de los fondos canalizados a través del PNUD y de otros orga nismos del ECOSOC, de las iglesias, de fundaciones gigantescas como las fundaciones Ford, Rockefeller o Camegie, de la ayuda bi lateral tanto de países del Este como de Occidente, incluida, de for ma masiva, la administración Kennedy (aunque esta última con su prop io calendario político y con fondos que pro nto desaparecerían). Aunque las estructuras de poder existentes y la perduración del co lonialismo y del apartheid continuaran desatando mu cha furia, tam bién había m uch a confianza en que esas estructuras serían derroca das, o al menos reformadas de forma drástica. También existió, por desgracia, Vietnam, que se tradujo en una mayor radicalización. Ver cómo la fuerza de voluntad del poder capitalista dominante resulta ba qu ebrada por guerrilleros campesinos vietnamitas, era al mism o tiempo una llamada a la unidad de los radicales y la confirmación de que el viejo sistema estaba podrido. Así, cuando la Asamblea Gene ral aprobó su famosa Declaración sobre el Establecimiento de un Nue vo O rd en Intern aciona l el 1 de may o (día internacional del Trabajo) de 1974, pareció que se había atravesado una frontera his tórica. Ahora imperarían la justicia y la equidad globales (que signi ficaban la disolución del orden mundial dominado por el Norte), y muchos lo creyeron. Aquello no era solo la retórica de los «desposeídos» dando puñe tazos al aire contra los «ricos». Solo un año antes, y en la estela de la
guerra árabe-israelí de 1973, la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) hizo valer su posición casi monopolista para cuadruplicar el precio del crudo. El resultado fue una contundente confirmación de lo dependiente que se había vuelto el mundo mo derno, tanto el Norte como el Sur, de una única mercancía; y las re percusiones políticas y económ icas resultantes fuero n al mism o tiempo inmensas e ineludibles. En los años posteriores se transfirie ron de un plum azo inm ensos recursos de capital a los países pro du c tores del mundo árabe, además de a países más alejados de la OPEP, como Venezuela o Nigeria. En un principio se desató la euforia en el G-77; si podía provocarse este giro masivo de la riqueza elevando el precio del petróleo, ¿por qué no hacer lo mismo en los mercados mundiales del cobre o del café? Al fin saldría el sol para los produc tores de materias primas. Po r desgracia, para la ma yor parte de las naciones prod uctoras de materias primas el sol no salió jamás. Sencillamente, no existía nin gún otro producto cuyo valor y relevancia estratégica, y por tanto cuya capacidad de producir una inversión de la dependencia entre el N orte y el Sur, se aproximaran a los del petróleo. La vida moderna sin petróleo significaba parálisis; sin fruta, cacao o incluso bauxita, era solo un inconveniente. Además, no había posibilidad de fraguar un cártel similar a la OPEP en el ámbito de otras materias: cuanto mayor número de países recién independizados ingresaban en la co munidad mundial, más rápido trataban de producir su propio café, sus aceites vegetales o sus textiles, que a continuación hacían caer el precio de esos produc tos, cuyo valor añadido era minúscu lo en comparación con el de la maquinaria o el armamento que importa ban del Norte. De he cho, quizá la may or consecuencia de las alzas del precio de la OPEP fue la de dividir al mundo en vías de de sarrollo entre aquellos países que tenían petróleo y los que (la gran mayoría) no lo tenían. A partir de aquel momento, se volvió cada vez más inútil el concepto «Tercer Mundo», arrogante pero adecua do en las fases inicial e intermedia de la guerra fría para describir a los países que no eran capitalistas occidentales ni comunistas del Este. ¿Qué tenía en co mú n la rica en petróleo Kuw ait con la Mozambique asolada por la pobreza? ¿De qué le servía a Emiratos Arabes Unidos el
nuevo programa de créditos del Banco Mundial cuando su principal problema económic o era reciclar el exceso de petrodólares? D e h e cho, antes de la década de 1970 las agencias financieras internacio nales se aproximaban a los estados árabes para ofrecer «facilidades de pago» de petróle o a sus hermanos menos afortunados.10 A medida que la década fue avanzando, las cosas em peoraron en lugar de mejorar. Hasta el país menos desarrollado había acabado por depender de los camiones y los automóviles y, por tanto, de las im portaciones de petróleo; cuando los precios se cuadruplicaron, no hubo forma de que pudieran pagar esas importaciones. Como su ba lanza de pagos empeoraba, tampoc o po dían devolver los intereses de los préstamos de los bancos comerciales o de las agencias internacio nales, la principal de las cuales era el Banco Mundial. Esta fue la cri sis presagiada un cuarto de siglo antes por el senador estadouniden se Robert Taft cuando manifestó sus dudas acerca de los acuerdos de Bretton Woods. Si los deudores de un banco no podían devolver el dinero ni siquiera tras generosas mejoras de las condiciones de la deuda, si no podían devolverlo jamás, entonces, ¿se trataba realm en te de un banco o de un mecanismo de transferencia permanente de capital no retornable? Y si aquello se aceptaba alguna vez, ¿sería ca paz el propio Banco M undial de volver a recibir préstamos en los mercados de capital? ¿Había sido un error su creación? Para muchos países del Sur, la situación en torno a 1970 era ne fasta. Muchos de ellos, tanto en América Latina como en Africa, vi vían bajo regímenes autoritarios o incluso dictatoriales, en los que la riqueza que hubiera en el país (y no era desviada a cuentas bancarias del No rte) permanecía en manos de u na reducida cleptocracia y en los que solían producirse violaciones de los derechos humanos, lo cual provocó movimientos revolucionarios indígenas. Otros eran dictaduras de partidos de izquierda, que de nuevo carecían de nin gún tipo de tolerancia ni honestidad. Unos pocos eran democracias plenas, como India, Costa R ic a o la mayor parte de los estados in sulares caribeños. Con todo, y con independencia de la política que desarrollaran, todos habían sufrido graves daños por el empeora m iento de las condiciones del comercio. En lugar de percibir mejo
muchos casos, declive; y como era una época en la que práctica mente todos los países en vías de desarrollo del mundo experimen taban un importante incremento del crecimiento demográfico, se vieron atrapados en la doble trampa del estancamiento y el creci miento demográfico acelerado. Según los intelectuales y políticos radicales, aquello no apelaba al diálogo con el ord en imperante, sino a la confrontación. Confrontación sí que había, sobre todo en forma de guerras ci viles por toda América Latina, África y Asía, así como confronta ción política en los debates Norte-Sur. Pero el sistema era sólido. Las conferencias de la UNCTAD, por ejemplo, nunca cejaron ni en la búsqueda de la armo nizació n técnica ni en la presión firme en favor de una mayor equidad en el comercio global y en el mundo comercial. Pero ese mismo mundo estaba claramente desarticula do, incluso en los países más ricos. El «golpe» del petróleo de 1973 había ralentizado el crecimiento económico en todas partes. Tanto si era consecuencia de él como si se trataba de alguna transforma ción interior cíclica o estructural, el fabuloso crecimiento de la productividad estadounidense pasó a llevar un paso de tortuga a par tir de 1973 y no volvería a despegar de nuevo hasta la década de 1990. Y Europa también era mucho menos vibrante de lo que lo había sido en las décadas de 1950 y 1960. Solo en algunas zonas de Ex tremo Oriente la perspectiva económica era más halagüeña, pero aquello parecía significar una me ra exc epción regional a la ten den cia general. Así pues, inevitablemente, las principales naciones capitalistas se sentían menos capaces que antes de desarrollar políticas de generosi dad, sencillamente a causa de la ralentización de sus tasas de creci miento y de la alteración de los calendarios internos. Con el estan camiento de los ingresos y el aumento del desempleo en los países de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), ya no era posible mantener los niveles de ayuda inter nacional que hasta hacía muy poco se habían prometido. En 1977, los países más ricos se comprometieron a trabajar por alcanzar una cifra de asignación anual destinada a ayuda del 0,7 por ciento del PIB.
vista político, era mucho más difícil ahora que tantos países de la O C D E se tambaleaban bajo el increm ento de sus déficits presupues tarios, y de hecho ninguno de ellos lo cumplió nunca (aparte de unos cuantos países escandinavos virtuosos y los Países Bajos). P or el contrario, en Estados Unidos y Gran Bretaña en particular había un creciente resen timien to conserv ador po r las mofas que le dirigían su propia izqu ierda y el T ercer M undo, y cierta sensación de qu e la ca ridad empezaba por uno mismo. Tenían nuevas prioridades en ma teria de gastos, ya que la nueva guerra fría estaba animándose de nuevo y los gastos de defensa de la OTAN y el Pacto de Varsovia subían como la espuma; y estaban furiosos no solo por la ingratitud de los países receptores de ayuda, sino también por la creciente evi dencia de que la ayuda al desarrollo de la O N U había sido mal ges tionada desde el principio, cuando no descaradamente robada, por unos gobiernos cor rupto s y po r sus burócratas. La ayuda extem a se ría en el futuro estratégica, dirigida hacia países amigos de Occidente, y condicionada por las leyes de la transparencia y la responsabilidad. ¿Y dónde se había metido el Fondo Monetario Internacional, la hermana austera del Banco Mundial, durante este período de nueva reafirmación del Sur y su posterior debilitamiento? Desde el mo mento de su creación había estado haciendo la labor asignada por Keynes: reforzando los intercambios monetarios y financieros mu n diales, atajando el proteccionismo al estilo de la década de 1930 y concediendo préstamos para salvar economías nacionales en apuros a corto y medio plazo. Sus preocupaciones residían todas en el Nor te (convertibilidad, devaluaciones, reservas, patrón oro) y estaban dedicadas a m ante ner e n su curso el m oto r del capitalismo m undial. Se vio ayudado por la recuperación económica general de la década de 1950, por el sistema de tipos de cambio fijos y por el acuerdo de que una onza de oro se cambiara a 35 dólares. Pero se vio desafiado entonces por sucesivas crisis económicas británicas y por la caída de la libra como moneda de reserva, y aún más por la tremenda crisis del dólar posterior a 1971, que se tradujo en el abandono final por parte de Estados Unido s del patró n oro y de los tipos de cambio fi jos. Po dríamos pensar, por tanto, que el FM I tenía bastante de lo que ocuparse simplemente con evitar al Primer Mundo la convul
sión económica, y es cierto que en todas las narraciones de sus pri meros veinticinco o treinta años apenas se menciona el mundo en vías de desarrollo. Sin embargo, antes de la época de las crisis del pe tróleo no bastaba con mantener a las economías avanzadas alejadas de los problemas. Aquí el elemento catalizador fue el aumento desmesurado del end euda mien to internacional de los países del Sur no pertenecientes a la OPEP por todas las razones indicadas anteriormente: la escasa demanda de sus productos en el Norte, el precio catastróficamente elevado del petróleo, la facilidad para suscribir créditos con presta mistas con excedentes de líquido que después estallaban cuando su bían los tipos de interés y la espantosa recesión global de 1981-1982. La deuda total de los países en vías de desarrollo, que giraba en tomo a los 100.000 millones de dólares en 1972, ascendió hasta 250.000 mi llones de dólares en 1977 y alcanzaría su cima en 1985, en un billón de dólares, cuando el pago de la deuda a los bancos, a los estados pe trolíferos y a las instituciones internacionales habría ascendido úni camente ese año, en caso de que se hubiera efectuado, a 130.000 mi llones de dólares; una «inversión del flujo» que despojaba de todo sentido a la cooperación Norte-Sur en su conjunto. El sistema es taba al borde del colapso y, además, en agosto de 1982 México anunció que quizá no cumpliría sus compromisos de pago, cosa que conmocionó a los organismos internacionales, particularmen te al FMI, puesto que había supuesto que, en su condición de país pro ducto r de petró leo y con una ec onomía relativa mente liberali zada, era improbable que no pagara antes que otros países en vías de desarrollo." Esto exigió un paquete de medidas de rescate para México, ela bo rado en un principio por el hab itua lm en te sereno y técn ico Ban co de Pagos Internacionales, y luego cada vez más bajo la dirección del FMI debido a las graves consecuencias políticas para el sistema fi nanciero mundial. Estas organizaciones colaboraron estrechamente con la hacienda pública estadounidense durante el Plan Baker y renegociaron el calendario de pagos con los bancos comerciales. En 1983, el FM I se había visto obligado a hac er lo mismo con Bra sil, cuyo endeudamiento era casi tan grave. A finales de 1984, el FMI
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calculó que había prestado unos 22.000 millones de dólares en con cepto de apoyo a programas de ajuste en sesenta y seis países. En esencia, esto lo había convertido en un emisor de certificados de «buen gobierno», y seguiría siéndolo cuando la recesión m und ial fi nalizara y el comercio y los flujos de capital volvieran a expandirse a mediados de la década de 1980. Unos cuantos años después, el al cance geográfico del FMI se extendió hacia el Este cuando empezó a ampliar los derechos especiales de giro a antiguos países miembros del Pacto de Varsovia, como Polonia y Hungría. En 1992, el FMI y el Banco Mundial, en colaboración con los gobiernos occidentales y los bancos comerciales, reunieron un colosal paquete de 24.000 millones de dólares para la antigua URSS con el fin de ayudarla en su crítica reestructuració n. T od o esto pondría de manifiesto sus pro blemas y ocasionaría un debate m uy acalorado en aquella época (que originaría que Africa y las demás regiones pobres se deslizaran hasta qued ar fuera de la pantalla del radar), pero quienes tom aron la deci sión pensaron que no tenían otra alternativa si querían evitar un de rrum bam iento del orden bancario y monetario internacional similar al de la década de 1930, lo cual habría supuesto una ironía suprema cuarenta o cincuenta años después de que se crearan las instituciones de Bretton W oo ds.12 Una víctima de las reiteradas sacudidas del petróleo y de la ralentización mundial del crecimiento fue la seguridad con la que el Sur formulaba sus demandas de un nuevo orden económico inter nacional. Sin duda, las necesidades reales eran exactamente igual de importantes que quince años atrás, y las turbulencias confirmaban el viejo dicho de que los países que más sufren en una recesión son siempre los más pobres. Pero el clima general había cambiado. Como el Norte trataba de hacer frente a sus propios problemas eco nómicos mediante políticas monetarias y fiscales antiinflacionistas duras, no estaba de ningún ánimo para laxitudes financieras en el Sur. Los gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan creían que cualquier nuevo préstamo debería llevar aparejadas normas de gobierno estrictas, y los banqueros comerciales y el FMI no pudie ron m ostrarse más de acuerdo. Además, en la década de 1980 el m o vimiento pendular intelectual entre los economistas estaba volvien-
do a inclinarse hacía la fe en las fuerzas del mercado y apartándose del «estatismo del bienestar», ya fuera en el propio país o en el ex tranjero. Estos sentim ientos se vieron reforzados por la práctica abo lición de los controles monetarios y de capital por parte de los paí ses anglosajones, abolición suscrita con mayor renuencia por otros miembros de la OCDE. El consiguiente aumento repentino de los flujos de capital internacional fue muy superior al de todo el dinero que circulaba en las instituciones de Bretton Woods, y casi eclipsó todos los recursos alzados por los propios organismos de la ONU. Atraer ese capital hacia el mercado interior propio (o, dicho a la in versa, tomar medidas respetuosas con el mercado para evitar la fuga de capitales) fue el factor clave tanto para los países ricos como para los pobres. Como era de esperar, era mucho más probable que ese dinero caliente marchara hacia Singapur o China que hacia Dahomey o Yemen. Por último, el asombroso éxito de los «tigres» del Asia oriental introdujo un mensaje más, si bien un tanto desigual, en el debate so bre el desarrollo. El éxito económico de Japón había venido segui do ahora por el de otras economías más pequeñas de la región (Co rea del Sur y Taiwan, además de Hong Kong y Singapur), después por el de estados más extensos, com o Malasia, Tailandia e In done sia, y a continuación, tras las reformas internas de Deng Xiaoping, por una amplia franja del litoral chino, en muchos casos con unas asombrosas tasas de crecimiento anual de dos dígitos que, por tanto, aumentaban la prosperidad. Por irónico que resulte, esta historia de éxitos orientales significaba que el denominado «Sur» quedaba aho ra escindido en al menos tres campos: los productores de petróleo (principalmente árabes), los estados milagro del este de Asia y los paí ses más pobres del sur de Asia, Africa y América Latina. T am bién con servaba cierta coordinación entre sí en las declaraciones del EC O S O C y la Asamblea General, pero en el plano más técnico, en los comités de la UNCTAD, entendían la economía mundial de formas distin tas. El desarrollo del este de Asia estaba convirtiendo la palabra «desarrollo» en un término pasado de moda, y sacaba de la pobre za a muchos más millones de personas que cualquier programa del Banco Mundial en Chad. !
Esto no significaba que el giro hacía filosofías políticas y econó micas más conservadoras quedara incontestado; a él se oponían de hecho, con mucha acritud, la mayor parte de los gobiernos de países en vías de desarrollo y las voces simpatizantes y contrarias al laissez faire del Norte. Las administraciones estatistas, pongamos por caso, de la Francia del presidente François Mitterrand albergaban profun das sospechas acerca de esas nuevas tendencias porque amenazaban a sus propias políticas de gasto interno y las formas de vida tradiciona les de sus partidarios políticos. Los temores an te la globalización iban en aumento, año tras año, entre todos los que se sentían amenazados por las recientes tendencias económ icas, por la creciente volatilidad y por la competitividad. Pero, pese a todo este descontento, en tér minos prácticos los gobiernos q ue se encon traban en apuros desde el punto de vista eco nóm ic o y buscaban ayuda exterior tenían que aceptar un «programa» de reformas que solía incluir un elevado gra do de disciplina fiscal y, por tanto, controles sobre el gasto público. Este era un elemento central del Plan Baker, que tendía una m ano a México. En la importante reunión de la UNCTAD VIII celebrada en Cartagena, Colombia, en 1992, se acordó que una buena admi nistración de la econo mía i nter ior era esencial, q ue la confro ntación N orte -S ur era destructiva y que la división del planeta en bloques comerciales rivales no era el camino que había que seguir. Como consecuencia de ello, cuando se utilizaba el concepto «reformas estructurales», significaba cada vez más reformas de las es tructuras internas de un país que pidiera ayuda, en lugar de modifi caciones en el orden de poder internacional. Y la consigna que lo acompañaba, «nivelar los terrenos de juego», era en realidad la de rrota del anterior argumento según el cual los países que se hallaban en vías de desarrollo requerían una consideración especial y no debe rían qued ar sometidos necesariamente a los principios del mercado. En otras palabras, si la década de 1990 fue testigo de algún acuerdo insti tucional en el debate Norte-Sur, se debió principalmente a que un Sur debilitado se vio obligado a hacer concesiones. Esto queda claro en el documento «Un programa de desarrollo», de 1994, del secretario general Bo utros-G hali. La Asamblea G eneral le había pedido un do cum ento análogo al de Î99 2, «Un program a de paz», y pretend ía re
cordar a las grandes potencias que la seguridad no era el único asunto de la organización mundial, ni siquiera el principal. Pero tras cuaren ta borradores con sus correspondientes revisiones, y con sus tortuosas referencias a «descubrir la mezcla adecuada» de apoyo a la empresa pri vada y cooperación en la dirección de la economía por parte del go bierno, el nuevo documen to nadaba entre dos aguas. A] tiempo que conservaba gran parte de la retórica del nuevo orden económico in ternacional, «Un programa de desarrollo» mostraba que la izquierda se había visto obligada a abandonar esa aspiración por las variaciones en el ambiente y la «disciplina» de las fuerzas del mercado. Estos cambios de ánimo no facilitaron nada las cosas al FMI ni al Banco Mundial. Los conservadores extremistas sospechaban aho ra profundamente de ambas instituciones y exigían su abolición. Cuando las operaciones de rescate importantes del FMI fracasaban, o cuando un país que recibía vastas sumas de dinero en concepto de ayuda se veía todavía en apuros (México, Rusia y Brasil eran casos obvios y de mucha envergadura), el FMI recibía duros ataques por haber cometido errores de cálculo, por prestar dinero de forma te meraria a gobiernos corruptos e ineficaces y, en general, por derro char el dinero de los demás. Pero quizá recibía críticas aún más ás peras de la izquierda, a la que siempre le disgustó el principio de «condicionalidad» y acusaba al FMI de obligar a imponer a los go biernos nacionales programas de austeridad que perjudicaban a los po bres. La «condicionalidad» es sin du da el sello distintivo de los ba n queros de todas partes; ninguna institución financiera presta dinero sin pedir alguna garantía. La verdadera pregunta era: ¿qué tipo de condiciones deberían exigirse? Al fin y al cabo, en la década de 1990 tanto la O N U com o los organismos especializados propon ían un nuevo conjunto de requisitos internos para esos países (el fin de las violaciones de los derechos humanos, la transparencia en el gobier no, elecciones democráticas, la mejora de la situación de la mujer) que a los liberales occidentales les agradaban bastante, aun cua ndo la mayor parte de los países en vías de desarrollo continuaran queján dose en vano de esta práctica. El Banco Mundial estaba aún más atrapado en este doble flanco de críticas que su organización hermana. Ello se debía probable
m ente a que el FMI era m uch o m enos visible para el público, y tam bién a que operaba mediante re uniones confidenciales con los go biernos receptores, que a su vez tenían que im plantar los esperados programas de recuperación, mientras que el Banco M undial actuaba sobre el terreno, financiando y supervisando proyectos que estaban claramente a la vista del público y que, si se consideraba que habían salido mal, exhibían señales claras del fracaso. La actuación del Ban co Mundial se había visto sometida a ataques desde hacía mucho tiempo. Había sido denunciado por los liberales, por ejemplo, por continuar concediendo préstamos a Sudáfrica mucho después de que el apartheid se hubiera vuelto inadmisible para el mundo civili zado; y había sido denunciado por los conservadores por incremen tar el dinero para la ayuda (el «bienestar»), sobre todo cuando no po dían devolverse cantidades tan elevadas. Pero fueron los fracasos de los proyectos específicos del Banco Mundial, y las noticias de que estaban ocasionando efectos colaterales imprevistos pero claramente perjudiciales sobre las comunidades locales y el m edio ambiente, lo que realmente lo pusieron en problem as.13 Deberíamos decir que muchos de estos desastres no eran culpa de las instituciones de Bretton Woods; al menos, no directamente. Para respetar la soberanía de una nación, los préstamos se negociaban con los propios gobiernos, pero ¿qué sucedía si estos últimos no cum plían o no podían cumplir con el plan, o decidían invertir su política, o incluso se desmoronaban, como les sucedió a muchos gobiernos africanos en la década de 1970? Los organismos locales y las adminis traciones corruptas pod ían malversar fondos, llevar a cabo los progra mas con torpeza o no prestar atención a cuestiones medioambientales. Los fondos entregados de forma conjunta con otros organismos de la ONU para apoyar, por ejemplo, la limpieza del Mediterráneo, eran atractivos sobre el papel, pero fracasaban debido a la contaminación ilegal reiterada y a las políticas inadecuadas de las autoridades locales. Otros proyectos estaban directamente mal concebidos. Las primeras prioridades para la inversión en centrales eléctricas e infraestructuras a gran escala eran excesivamente ambiciosas, depositaron montones de dinero en manos equivocadas y no se pusieron en m archa en el ni
ma independiente colisionaban con los de otros proyecto s. Solía ha ber poca participación local o pocas transferencias de conocim ientos técnicos, y en términos generales se suponía que esos mismos méto dos de gestión y actuación podían trasladarse de un país a otro. Se ig noraban las consecuencias medioambientales de algunos proyectos del Banco Mundial. Muchos de los funcionarios inteligentes y más entregados a su trabajo en el Banco Mundial, el PNUD y otros or ganismos que trabajaban sobre el terreno descubrieron estas fisuras con mucha rapidez, pero no era tan fácil transmitirlas de nuevo a W ashington, N ueva Y ork y Ginebra. La publicidad negativa fue brutal, contundente e incesante. Los activistas locales unían sus fuerzas con los antropólogos occidentales, las ONG, los grupos eclesiásticos y los medios de comunicación para llamar la atención sobre las autopistas que arrancaban a su paso los bosques tropicales, desplazaban a pueblos indígenas, echab an a pe rd er el aire y los ríos, y beneficiaban a unos pocos sin escrúpulos. Eso mis mo era cierto en el caso de muchos proyectos de presas. En todos los casos, la intención era buena: mejorar las comunicaciones o incre m entar el abastecimiento de agua y energía, y el Banco Mundial y el PNUD cumplían con sus fines establecidos de ofrecer ayuda finan ciera a los países más pobres. Pero las cosas no iban tan bien sobre el terreno, y eso era lo que más despertaba la atención de la izquierda. P o r otra parte, los conservadores veían confirmada su opin ión de que ofrecer ayuda internacional era como tirar dinero a la alcantarilla. Irónicamente, las críticas apuntaban nuevas tendencias que contribuirían a mejorar a largo plazo las actuaciones de la O N U en cuestiones de desarrollo. Como señalaban diversos informes poste riores sobre el desarrollo, quizá hubiera sido necesario que la orga nización mundial y sus miembros pasaran por la crisis política y fi nanciera de las décadas de 1970 y 1980, incluidas las reacciones a la misma, porque contribuyó a que las agencias y los gobiernos com pre ndiera n qué fu ncionaba y qué no, qué era políticamente viable y qué no. Una crisis financiera, ya fuera en México o en Gran Breta ña, ponía a prueba al FMI y a menudo se traducía en la mejora de sus respuestas e instrumentos. Las acendradas críticas a un proyecto del Banco Mundial que había salido mal, de un modo no muy dis—
tinto a las recibidas por una operación de paz que había fracasado, tenían el potencial de estimular la aplicación de políticas mejores y más realistas en la próxima ocasión. Un brusco giro a la izquierda en el debate Norte-Sur, ignorando el hecho de que un grupo de na ciones estaba pidiendo a los gobiernos elegidos democráticamente que transfirieran recursos, debía ser sustituido senc illamente p or fo r mas más adecuadas y sutiles de alcanzar una mayor cooperación mundial, com o la modalidad de préstamo del microcrédito, que ana lizaremos en el próximo capítulo. Esto, en conjunto, se fue hacien do de forma paulatina. Las agencias y los gobiernos, al igual que los propios seres hum anos, son capaces de aprender de los errores. Pero con sus numerosos errores iniciales, los organismos de desarrollo y financieros mundiales causaron una impresión de despilfarro e in competencia que sería difícil sacarse de encima.
Todo resumen de los esfuerzos realizados y los progresos alcanza dos por la humanidad de forma colectiva en la esfera económica durante el más de medio siglo transcurrido desde 1945 está aboca do a ser desigual. La lección más importante que sin duda se des pren de de ello es que las políticas interiores im portaro n más que la ayuda internacional en la mejora de la prosperidad de un país; des de el Wirtschaftswunder* de A lemania O cciden tal hasta el boom de la alta tecnología de Silicon Valley o el ingreso de Singapur en el club de los países ricos, el mensaje era que no existía sucedáneo al guno para las medidas de política interior prudentes o el fomento de la empresa privada. Solo unos pocos y afortunados países ricos en petróleo se oponían a esta tendencia, pero incluso aquí las evi dencias indican que, a largo plazo, el buen gobierno y las políticas pruden tes son un recu rso nacion al m ejo r que los yacimientos del subsuelo. No obstante, sería interpretar mal la historia obviar esa perogrulla da económic a y llegar a la conclusión de que el sistema de las Naciones Unidas, sus organismos y agencias especializados, y todas las demás instituciones asociadas a él no habían tenido ningún * En alemán, «milagro económico». (N. del T.)
efecto sobre los progresos económicos de estas aproximadamente cinco décadas. En el año 2000, los organismos de la O N U habían recorrido un largo trecho mejorándose a sí mismos y, por tanto, ocupando una po sición m ejo r para ayudar a aquellos a quienes estaban destinados a servir. El cambio se percibió más visiblemente en las actividades e ideas presentadas por un reforzado PNUD, y, precisamente, en el pró xim o capítulo referirem os cóm o ese organism o y las institu cio nes gemelas del EC OS O C, como el PN UM A, la UN ES CO , U N ICEF, el FN U A P y otros, trabajaban para ser más efectivos y respon sables. Aunque todavía queda mucho por hacer, una considerable racionalización de la actividad, la mejora de la cooperación entre agencias y una comprensión más precisa de dónde y cómo era más (y menos) efectivo cada organismo favorecieron progresos generali zados poco conocidos, pero relevantes. También había más coope ración entre los organismos de la ONU, el Banco Mundial y los Bancos Regionales de la ONU, sobre todo en proyectos concretos sobre el terreno, donde la asistencia técnica era la principal priori dad. Por ejemplo, la Iniciativa para el Fortalecimiento de las Capa cidades en África supuso la cooperación entre el Banco Mundial, el Banco Africano de Desarrollo, el PNUD y otras agencias de la ONU, además de involucrar a otras fuentes de ingresos bilaterales. El acuerdo de 2001 para crear la Nu eva A sociación para el Desarro llo de África comprometió a los líderes africanos en un gobierno transparente y responsable, tras lo cual los países donantes, en reci procidad, ofrece rían ayuda adicional para el desarrollo. Esto era em pezar a hacer que las cosas avanzaran sobre el terren o, y con la par ticipación de los agentes locales en el primer plano. Así, mientras el acalorado debate político sobre la economía mundial continuaba incólume, el fortalecimiento de las capacidades pro se guía su av an ce en m uchos lugares. Hasta un cínico hastiado tendría que rec ono cer que los ejemplos concretos de avance im por taban. Una triple ayuda (del Banco Mundial, el PNUD y el PNU MA) co ncedid a a una p equ eña aldea situada en las laderas del m on te Kenia para ayudar a sus habitantes a dominar el agua y producir electricidad estaba transformando una sociedad qu e había vivido du
rante generaciones al borde del desastre. U n préstamo del P N U D a pequeños agricultores de Kirguizistán estaba pro porc io nando a sus receptores la prim era op ortunid ad de su vida de co nstruir un futuro de prosperidad. Aquí había pequeñas historias de éxito de las que los organismos de la O N U estaban orgullosos; mere cían sin duda tanta atención co m o los relatos acerca de la mala gestión y el despilfarro.14 N o obstante, sigue siendo cierto que los organism os de la O N U dedicados al desarrollo no pueden responder a dos acusaciones de mayor calado, a saber: 1) que no tienen capacidad para ayudar a los mil millones de personas más pobres de este mundo, los auténtica mente pobres, pese a realizar el máximo esfuerzo; y 2) desempeña ron un papel muy limitado, si es que lo tuvieron, en la historia del asombroso au m ento de los niveles de vida de centenares de millones de familias de todo el mundo, pero principalmente de Asia. Es per tinente considerar que ambos casos pueden quedar siempre más allá de la influencia que los organismos mundiales pu eda n ejercer en esas espirales descendentes o ascendentes. Quizá, entonces, los organis mos de la O N U solo puedan operar en los márgenes o en determ i nados contextos favorables. Eso mismo podría decirse del FMI y del Banco Mundial. Gran parte de la agitación para transformar o abolir las instituciones de Bretton W oods con ocasión de su quincuagésimo aniversario (su es logan y campaña más conocida fue «¡Cincuenta años bastan!») era poco práctica, pero el hecho mismo de que hubiera críticas duras, junto con las exigencias de la década de 1990, se tradujo en el re planteamiento de las misiones y en la m ejora de las políticas. Dos ins tituciones gemelas regresaban a sus responsabilidades independientes, donde el FMI era escolta y bombero para salvar a los países que atra viesan apuros financieros y el Banco Mundial se centraba más en la ayuda a largo plazo a los más pobres de entre los pobres. Pe ro esta era una diferenciación que reconocía que en muchas ocasiones debían trabajar codo con codo, puesto que una crisis económica y social en un país en vías de desarrollo o el mercado de un país que aflora con titubeos po drían requ erir sensatamente una respuesta en varios planos y una cautelosa división del trabajo. Ambos siguieron afrontando grandes desafíos (el FMI por la crisis fiscal latinoamericana, las nece
sidades de las antiguas repúblicas soviéticas y el inesperado calenta miento financiero del este de Asia a finales de la década de 1990; y el Banco Mundial por la exigencia de satisfacer las necesidades de desarrollo de Africa), y las cosas podían torcerse terriblemente, y se torcían, en ambas dimensiones y acabar dando mucho trabajo a sus crític os.'5 Al analizar algunos de estos fracasos, a uno le que da la impresión de que el FMI en particular no podía triunfar: si concedía un préstamo importante, pongamos por caso, a Rusia o a Brasil y lo acom pañaba de las condiciones bancarias de ese préstamo, sería criti cado por su austeridad. Pero si no hacía nada, sería criticado por no ser capaz de frenar una crisis financiera global. Quizá lo mejor que pueda decirse es que, si el FMI y el Banco Mundial no existieran ni desempeñaran las funciones que se les demanda, el m un do financie ro y el sistema monetario en su conjunto se encontrarían muy pro bablemente en peor forma de lo que se encuentran en la actualidad. Eso mismo podría decirse de los progresos realizados en el cru cial ámbito de los acuerdos comerciales internacionales, que moti vaban controversias y ataques más violentos que los que se hubieran lanzado jamás co ntra el dúo de B retto n W ood s. La creación en 1995 de la Organización Mundial del Comercio (OMC) para reemplazar al G A TT señaló el fin de la ardua R on da Uru gua y de negociaciones y, visto con mayor perspectiva, supuso la materialización final de la idea de que debía existir una organización internacional del comer cio, concebida hacía mucho tiempo para que fuera la «tercera pata» del sistema de Bretton Woods, y que ahora, al igual que ellas, era un organismo independiente del ECOSOC. La OMC tenía los colmi llos más largos que el GATT, lo cual por sí solo la convertía en un organismo más importante y polémico, y sus atribuciones para sal vaguardar las reglas del comercio sin discriminaciones pusieron en cuestión las costumbres proteccionistas de los países ricos y pobres por igual; tam bién se ocupaba de muchos más artículos y servicios que los productos meramente industriales. Gran parte de su energía iba dirigida a solucionar disputas entre Estados Unidos y la Unión Europea en relación con las subvenciones ocultas, las ayudas a los agricultores, los impuestos sobre el acero y similares; una labor con frecuencia desagradecida, dado el modo en que los gobiernos de
ambos lados cedían a poderosos grupos de presión internos en lugar de someterse a la idea de llegar a un acuerdo en una mesa interna cional. Pero llegar a un acuerdo y falsificarlo era mejor que un co lapso como el de la década de 1930. C on todo, la mayor polémica acerca del orden comercial interna cional que la política de la O M C y las resoluciones de la UN C TA D trataron de promover era si, mediante sus principios de apertura de los mercados, favorecían de forma inherente a los poderosos fren te a los débiles. Este debate debió de parecer un diálogo de sordos. Los defensores de la nivelación del terren o de jueg o sostenían que el buen gobierno y el fo mento del co mercio atraerían las inversiones extranjeras, incrementarían los ingresos y mejorarían la calidad de vida de todos los países sin necesidad de distorsionar los principios del mercado ni ofrecer un tratamiento especial. Los críticos del Sur se quejaban, y siguen quejándose, de que la globalización sin restric ciones peijudica a los países en vías de desarrollo, que no disponen de los recursos adecuados para negociar acuerdos e n la O M C (que se cierran a puerta cerrada), no tienen control alguno sobre las afluen cias y las fugas de capital, dependen demasiado de unos pocos artícu los de exportación y, por tanto, no tienen posibilidad alguna de comerciar con empresas gigantescas que tienen mucha más fuerza. Los liberales del Norte se quejan de que el impulso hacia la globali zación y la modernización en todas partes está amenazando a deter minadas culturas y formas de vida y que solo pued e ocasionar mayor presión sobre los en tornos deteriorados en tierra, mar y aire. Los lí deres sindicalistas temen que un sistema de mercado completamen te libre merme los niveles de vida de los trabajadores del Norte, cuya fuerza laboral no puede competir con los costes mucho menores de las empresas del Sur.16 Cualquier opinión que sostuviera que estas no eran cuestiones graves se desvaneció durante las airadas manifestaciones realizadas en el exterior de la reunión ministerial de la OMC celebrada en Seattle a finales de 1999, puesto que la inmensa heterogeneidad de los ma nifestantes (ecologistas, sindicalistas, anarquistas, defensores de los de rechos humanos, portavoces del Sur) demostraba con claridad que el «alejamiento» de la gestión de la economía mundial hacia un orden
liberal y orientado al mercado de las décadas de 1980 y 1990 era ina ceptable para millones de personas. Quizá un Banco Mundial mu cho más comp enetra do y centrado en la pobreza bajo la dirección de James Wolfensohn o un imaginativo y vigoroso PNUD bajo la di rección de Gustav Speth hubieran iniciado programas de desarrollo holísticos y adecuados; pero a juicio de sus críticos también represen taban el viejo orden, que se disfrazaba simplemente con un atuendo más atractivo. La tensión entre la retórica noble y los elevados prin cipios igualitarios de la Carta de la O N U y la distrib ució n real de la riqueza, el poder y la influencia en la economía mundial continuó inalterada mientras la humanidad ingresaba en el siglo xxi. Así pues, aquí residía la m ayo r reprobació n de todas sobre los es fuerzos colectivos para mejorar la condición humana: que quedaban pruebas elocue ntes de po breza masiva en Darfiir, M yan m ar y m u chas otras partes del planeta, aun cuando al mismo tiempo muchos otros millones de personas en Bangalore o Shanghai estuvieran as cendiendo a la clase media. En función de las estadísticas que utili cemos, todavía queda n entre m il millones y dos mil millones de per sonas (un tercio de la humanidad) que subsisten con dos dólares o menos al día. La malnutrición, la falta de agua potable, la falta de atención sanitaria y la falta de educación y empleo afligen a infinidad de territorios. Enfermedades viejas y nuevas acechan a sociedades enteras. La desesperación está llevando a las comunidades a deterio rar su entorno, incluso hasta el ecocidio. Los «estados fracasados» de muchas zonas de Africa son la última manifestación de nuestro fra caso a la hora de ofrecer ayuda a tiempo; y dada la intensificación de las presiones demográfica y me dioam biental, es posible, incluso p ro bable, qu e se pro duzcan más colapsos. Fuera de Africa, particular m ente en A mérica Latina, los países que emp ezaron a salir de la po breza en las dos últimas décadas han descub ierto qu e sus beneficios son frágiles o efímeros cuando estalla una crisis financiera, el capital huye y se introducen nuevas medidas de austeridad; como si no co nocieran ya bastante la austeridad. En el Norte, las antiguas econo mías socialistas maltrechas están en mejor forma, pero todavía lu chan por sobrevivir a la nueva competitividad. Y más de un sector socioeconómico incluso de los países más ricos siente inseguridad la
boral y angustia ante su futuro. C om o hemos afirmado al comienzo de este capítulo, se trata de un balance decepcionante. Aun cuando hoy día disfrute de niveles de vida más altos una parte de la hu m ani dad mayor que la que los disfrutaba en 1945, las deficiencias que to davía persisten son tan numerosas que no hay lugar para felicitarse. La tarea está todavía incompleta, y por un amplio margen.
La promesa y la amenaza del siglo xxi Hay una vieja analogía sobre la historia y la perspectiva según la cual todos formamos parte de una inmensa caravana que serpentea atra vesando un desierto junto a una cordillera montañosa. Cuando avanzamos desde el sur, las cumbres parecen tener una determinada forma, pero adoptan otra diferente cuando los observadores alcanzan la cima de las montañas, y vuelven a ser distintas cuando volvemos la vista atrás para verlas. Quizá deberíamos enfocar nuestro análisis de la ONU de un modo similar. Los fundadores de la organización mundial, los grupos interesados y los medios de comunicación de la época veían obviamente el sentido y los fines de las Naciones Uni das de forma distinta a como lo hacemos nosotros hoy día; ¿cómo no iban a hacerlo, sobre todo en aquellos años épicos comprendidos entre 1943 y 1946? En el mundo actual, todos nosotros (tanto si simpatizamos con la organización como si mostramos hostilidad o indiferencia) contemplam os naturalmen te la O N U bajo otro pris ma, afectados por sesenta años de historia. Para el año 2050, la opi nión pública, los grupos de interés y los gobiernos verán sin duda este grandioso experimento de gobierno mundial de un modo muy distinto, como consecuencia de los diferentes éxitos y fraca sos de la O N U en las décadas venideras. N o hacerlo así sería anti natural. Esto dificulta extraordinariamente indicar dónde podrían reali zarse avances y d ónde residen los principales obstáculos para avanzar: la historia es tan compleja y contradictoria que confunde. Pero esa es precisam ente la cuestión. La con clusión de los seis relatos paralelos de
la segunda parte de este libro es que la trayectoria de ¡a O N U es desi gual. ¿A quién podría sorprenderle, dado que se trata de una organiza ción humana y falible que depende tanto de los antojos de poderosos gobiernos nacionales como de las flaquezas de los altos funcionarios de la ONU? De manera que si la tasa de éxitos durante los primeros sesenta años de vida del organismo ha sido desigual, cabe razonable mente suponer que, ju n to con los progresos, presenciaremos también fracasos y decepciones en las décadas venideras. No va a producirse el desmoronamiento absoluto de las Naciones Unidas, pues han sido muchas las naciones y pueblos que han invertido en ella para impe dir que suceda. Por otra parte, tampoco es posible que ahora se pro duzca, como se defiende en muchos proyectos de reforma radical, una reestructuración constitucional general del organismo mundial, aun cuando las ventajas sean innegables. Cuand o la O N U cambie, si es que cambia, las transformaciones tendrán que realizarse, por tanto, de forma parcial y gradual. Eso no quiere decir que carecerán de importancia. Im portarán m ucho . P or consiguiente, es esencial adoptar un enfoque «piano, piano» para re formar las Naciones Unidas, con el fin de sortear los habituales con troles impuestos p or las grandes poten cias, las legislaciones naciona les y otras instancias que prefieren que las cosas se queden como están. El cambio no es imposible, pero la pelota de proponer cam bios que puedan fu ncionar está en el tejado de ¡os críticos del siste ma actual con mentalidad reformista, ya se trate de grupos indigna dos de los países en vías de desarrollo o de intemacionalistas liberales del mundo desarrollado. Cualquier tipo de propuesta tiene que su perar dos pruebas: en prim er lugar, ¿ofrece alguna perspectiva real de mejora medible y práctica de nuestra condición humana?; y en segundo, ¿tiene alguna oportunidad razonable de ser aceptada por los gobiernos que controlan el organismo mundial? El argumento de reformar la Organización de las Naciones Uni das para que sea más efectiva, representativa y responsable ha adqui rido hoy día mayor urgencia que, por ejemplo, hace veinticinco años, debido a diversos cambios. El primero se refiere al ámbito del poder, tan vital en la actuali dad como lo fue en el momento fundacional de la ONU. El acuer
do de paz de 1945 fue, como ya hemos señalado, el primer orden de una posguerra que concedió de manera indefinida el privilegio del veto a una pentarquía de naciones, de un modo que no se ha bía hecho en los acuerdo s posteriores a la Primera Guerra Mun dial. Pero la siempre cambiante naturaleza del sistema político interna cional (en una palabra, el ascenso y caída de las grandes potencias) no puede congelarse ni detenerse mediante un simple contrato. El mundo sigue adelante. Suecia y España fueron agentes de primer orden en 1648, de segundo en 1814, y apenas participaron en 1918 y 1945. De modo que el sistema internacional afronta en el si glo X X I un problema sistémico fundamental que los líderes nacio nales ni siquiera han empezado a vislumbrar, y menos aún a abor dar. Los equilibrios de poder económico y militar global están cambiando, y con mucha rapidez. Quizá se asegura demasiado que se producirá el reciente aluvión de predicciones acerca de esas transformaciones, pero a menos que suceda alguna catástrofe im portante en Asia a lo largo de las próxim as décadas, los rasgos ge nerales están claros. • Cu ando las Nacione s Unidas celebren su centenario en 2045, China podría ser perfectamente la fuerza económica y produc tiva más grande del mundo, mayor aún que Estados Unidos. • India puede representar la tercera econom ía del m un do, ma yor que la de Japón y que la de cualquier estado europeo to mado de forma individual (aunque no mayor que la de la Unión Europea en su conjunto, que, por su parte, puede te ner un producto nacional bruto marcadamente superior al de Estados Un idos). • Brasil, Indonesia y quizá una Rusia revitalizada podrían estar avanzando rápidamente hasta acabar superando el peso de los estados europe os tradicionales.' Estas predicciones causan vértigo, y es poco probable que los es cenarios se desplieguen tal como lo indican quienes los pronostican. Pero lo esencial continúa siendo válido: los equilibrios económicos en el mundo, y en última instancia los de poder, están cambiando con
mayor rapidez que en cualquier otra época desde la década de 1890; y si las Naciones Unidas continúan atadas a su constitución de 1945 parecerán, y serán realmente, cada vez más anacrónicas. Los gobier nos y los congresos nacionales que se defienden de las propuestas sensatas de modernización del organismo mundial deberían recono cer que están condenándolo a la irrelevancia. También podrían con toda honestidad dejar de atacar a la O N U calificándola de instru mento ineficaz cuando son precisamente ellos los que han tratado de que se convierta en eso. El segundo rasgo evolutivo de las Naciones Unidas que exige una reforma urgente hace referencia a las diferentes presiones mun diales ejercidas sobre la capacidad de la humanidad para mantenerse a sí misma. Estas presiones son bien conocidas entre los pueblos más alfabetizados del planeta, y únicamente las ponen en cuestión algu nos excéntricos reclutados para escribir artículos pseudocientíficos «de desmentidos» para las revistas conservadoras. Todos los datos medioambientales y atmosféricos indican bastante bien que nos en frentamos a una é poca en que nuestra ecología recibirá presiones te rribles y, concretamente, que el calentamiento global del planeta es un hecho demencial. ¿Cómo no iba a ser así cuando los glaciares es tán desapareciendo en los Alpes suizos y los campos de hielo de la Antártida se están fundiendo con el mar? Estrechamente ligado a ello está la industrialización de Asia, impulsada en gran medida por la necesidad de sus regímenes nacionales de proporcionar unos ni veles de vida más altos a las poblaciones de China, India, Indonesia y Pakistán; ¿cómo se crea prosperidad para tres mil millones de per sonas sin destruir gran parte del planeta? Quizá, ni siquiera colecti vamente seamos capaces de resolver este problema crucial, pero lo que es seguro es que ningún país puede hacerlo en solitario. Se tra ta de un desafío internacional que se debe abordar con medios in ternacionales. Esto mismo es cierto para el fenómeno relativamente nuevo del terrorismo internacional. No tenemos por qué aceptar que es el pe ligro más serio para la humanidad (el sida causará muchas más vícti mas) para reconocer que ninguna sociedad del planeta está libre de sufrir ataques aleatorios y brutales. Pero hacer frente al terrorismo no
es cosa que pueda hacer un país en solitario, po r poderoso que sea. Exi girá acciones internacionales coherentes, junto con labor policial, ser vicios de inteligencia compartidos, destrucción de células terroristas y una presión constante contra los regímenes que cobijan a terroristas. Aquí parece poco probable alcanzar un éxito absoluto, ya que siempre habrá alguna organización terrorista escindida y más violenta que al bergue un profundo rencor y formule exigencias inaceptables; pero re ducir sus actividades a un nivel en el que la mayor parte de la gente del mundo pueda dedicarse a sus asuntos corrientes sin temor o inconve nientes poco razonables, debería ser un objetivo aceptado por todos los estados miembros de la ONU. Para conseguirlo, deben cooperar. Por último, y quizá lo más importante, la comunidad mundial se enfrenta al reto de cómo tratar a los estados que se hayan desmoro nado, contener los genocidios, las hambrunas y demás calamidades internas, y devolver con firmeza a esas naciones su soberanía legíti ma. Como han demostrado los acontecimientos de Bosnia, Africa occidental, Somalia, Afganistán y muchos otros lugares del planeta, no es una tarea fácil; se trata de una tarea que en la mayoría de los casos será labor de muchos años y sufrirá muchos reveses. Pero es ine ludible enfrentarse al problema de dichos estados, puesto que es pre cisamente allí donde presenciamos unos niveles inaceptables de vio lencia, violaciones de los derechos de las mujeres y los niños, y degradación medioambiental, y, con mucha frecuencia, son caldo de cultivo de terroristas. Todos estos son desafios para la constitución de 1945 del orga nismo mundial. Las consecuencias políticas y de poder del ascenso, por ejem plo, de India y Brasil a una posición de mayor influencia econ óm ica y estratégica desafían inevitablemente el dom inio que los cinco miembros permanentes c on derecho a veto han ejercido en el Consejo de Seguridad durante los últimos sesenta años. Un axioma de los padres fundadores de la O N U era que las grandes potencias tenían que recibir de algún modo derechos especiales (aunque fue ran negativos) con el fin de impedir que abandonaran o paralizasen el sistema internacional, como sucedió en las décadas de 1920 y 1930. Sería difícil negar ese argum ento a India si su PN B supera al de G ran Bretaña y Francia a lo largo, más o menos, de la próxima década.
Pero los cambios transnacionales descritos con anterioridad ponen aún más en cuestión aquella constitu ción de 1945 centrada en los es tados, sencillamente porque dichos cambios quedaban muy lejos de las suposiciones y expectativas de los políticos que se reunieron en Bretton Woods, Dumbarton Oaks, Yalta y San Francisco. En aque lla época no había lugar para asuntos como el terrorismo internacio nal, el calentamiento global o los estados colapsados; ahora empie zan a ocupar el centro de la escena. Esto plantea a la comunidad internacional una pregunta fundamental que muchos de sus estados miembros han venido evitando durante décadas: ¿cómo vamos a re conciliar las «viejas» Naciones Unidas con el «nuevo» escenario in ternacional modificado para que este organismo sea más eficaz ante los grandes problemas de hoy y del mañana?
Antes de batallar con esa cuestión, tratemos de comprender mejor a qué se refiere la gente cuando emplea esa importantísima expresión de «reforma de las Naciones Unidas». Si analizamos minuciosamen te las diferentes propuestas de «reforma», queda claro que la expre sión se emplea de tres formas distintas o se aplica a tres planos dife rentes, lo cual explica gran parte de la confusión. La primera, a la que podríamos denominar el enfoque de la «limpieza del corral», es en esencia como sigue: reorganicemos el sis tema, eliminemos los organismos que se solapan y echemos a todos esos burócratas internacionales tan bien pagados que viven a orillas del lago Leman, con lo cual reduciremos el coste para los contribu yentes (sobre todo, estadounidenses). En realidad, gran parte de esto es lo que se ha hecho durante la última década, impulsado por las demandas de ios congresistas estadounidenses y de los altos funcio narios de la ONU con mentalidad reformista. El enfoque es, obvia mente, negativo. Supone reducir la envergadura de las Naciones Unidas y sin duda no otorgarles ningú n pod er nuevo. A unqu e apun ta las innegables ineficiencias del sistema actual, esta escuela de pen samiento desconfía en esencia de la posibilidad de un gobierno in ternacional y teme la amenaza que podría plantear para las acciones nacionales unilaterales.
En segundo lugar, en el otro extremo del espectro, hay peticio nes de reforma que supondrían cambios importantes en la constitu ción de la ONU; es decir, una modificación de la propia Carta que, como ya hemos señalado anteriormente, exige la aprobación por mayoría de dos tercios en la Asamblea General y la conformidad (o al menos el no veto) de los cinco miembros permanentes.2 Estas son las reformas que propugnan los intemacionalistas apasionados, más algún gobierno aspirante, y suelen ser ciertamente muy atrevidas. Así, el informe de 1995 de la Fundación Ford y la Universidad de Yale recomendaba ampliar el Consejo de Seguridad (para incluir a otros cinco miembros permanentes), reducir la utilización del veto (exclusivamente a cuestiones de emergencia relacionadas con la guerra y la paz) y suprimir el ECOSOC (que sería sustituido por un Consejo Económico más poderoso y por un Consejo Social geme lo). Otros informes, como el del reciente Grupo de Alto Nivel so bre las Amenazas, los Desafíos y el Cam bio, recomendaba n eliminar el Con sejo de Adm inistración Fiduciaria.3 Hay quien solicita una li mitación de la independencia de las instituciones de Bretton Woods que les exigiera rendir cuentas ante la Asamblea General. Todas es tas reformas conllevan desplazamientos de pod er y privilegio imp or tantes, y todas y cada una de ellas ya han suscitado, y continuarán suscitando, acalorados debates. La pregunta es: ¿qué probabilidad hay de que prospere alguna de ellas? El tercer enfoque ocupa una posición intermedia. No pretende ciertamente reducir las Naciones Unidas; por contra, trata de refor zar sus capacidades y su efectividad para potenciar con ello su pres tigio ante los gobiernos y las opiniones públicas. Pero recon ociendo los obstáculos políticos y estatutarios que se encuentran en el cami no de una reforma importante de la Carta, propone un paquete de medidas progresivas y transformaciones prácticas, con la remota es peranza de que, si esas mejoras revelan tener éxito, quizá más ade lante sería posible conseguir modificaciones estatutarias significati vas. A esta escuela de pensamiento pertenecen quienes defienden alguna mejora de la Carta pe ro sostienen que sus propuestas son m o deradas y qu e n ingú n gobiern o debería sentirse amenazado por ellas. Este tipo de opiniones (sostenidas también por este autor) decepcio
nan a quienes defienden realizar reformas de raíz por su falta de combatividad, y alarman a los grupos que prete nde n sanear la orga nización, que temen que puedan lograr mejorar el aspecto de las Naciones Unidas. Com o revelan todos los estudios sobre la reform a de la O N U , n o existe nin gú n cam ino fácil, sino solo trabas y obs táculos. Negociarlos no es tarea fácil.
Este asunto de la diferente «profundidad» de las reformas posibles de la ON U , además de la respectiva viabilidad de cada una de ellas, pue de apreciarse con facilidad en el debate sobre la modificación de las condiciones de ingreso y los poderes del Consejo de Seguridad, el asunto que más se menciona cuando se formulan demandas de cam bio. Aqu í pod em os re co noc er tres grupos de argumentos (dejando al margen la impracticable idea de que ningún estado miembro debiera tener derecho especial alguno). El primero consiste en dejar las cosas tal como están. Los acuerdos de 1945 son ciertamente imperfectos y no se habrían alcanzado si los 191 miembros actuales crearan una nueva organización. Pero en la actualidad es sencillamente muy difí cil aprobar enmiendas de la Carta a gran escala. Todas las propuestas para modificar la composición del C onsejo de Seguridad (es decir, para aumentar el núm ero de miembros) lo volverían más torpe y, po r tan to, sería menos probable que funcionara bien. Y la cuestión es tan controvertida y está tan cuajada de problemas que lo único que un debate así conseguiría es empeorar muchas relaciones diplomáticas. Sencillamente, es mejor no tocar el avispero. Uno tiene la sospecha de que un buen número de políticos y funcionarios de todos los miembros del P5 se inclinan en privado por este modo de pensar, aun cuando sus declaraciones públicas suelan indicar que están más abier tos a considerar nuevas incorporaciones a este selecto club. Unas páginas más atrás hemos expuesto la objeción a este argu mento a favor del inmovilismo: consiste en que la cambiante dispo sición de fuerzas convertirá a la actual organización de privilegios exclusivos en algo cada vez más anacrónico y meno s respetado. Q ui zá el grupo del P5 conserve su oligopolio durante los próximos diez años, o quizá incluso veinte; pero ¿qué sentido tendría? Si la in-
Irt -A C S D - íj¡b.’iOÍCC3 LA PROMESA Y LA AMENAZA DEL SIGLO XXI
fraestructura del poder global se altera, la superestructura no puede queda r intacta. P or eso muchos gobiernos que tratan de ocupar un si llón en esta mesa al máximo nivel (a los que los diplomáticos de la O N U se refieren de m uy diverso m odo com o naciones «aspirantes», «pretendientes» o «candidatas» a ser miembros permanentes con dere cho a veto) y muchas de las recientes y distinguidas comisiones y gru pos de asesoramiento internacionales sobre la reforma del Consejo de Seguridad han propuesto enmiendas importantes a la Carta. Por lo general, apuntan a una ampliación del tamaño del Consejo para que pase de sus actuales quince miembros a unos veintitrés o veinticinco, pero ese incremen to general incluiría en condiciones normales a n ue vos miembros permanentes con derecho a veto, además de otros miembros rotatorios y no permanentes. Los nombres de los países candidatos que más suelen proponerse para el ascenso son Japón y Alemania (dada su condición de segundo y tercer países, respectiva mente, que más contribuyen al presupuesto de la ONU), junto con algunos otros estados fundamentales y en auge del mundo en vías de desarrollo, com o India, Brasil y Sudáfrica. De vez en cuando, este es quem a va acomp añado de la idea de que hubiera un único sillón per man ente para la U nió n Europea, ocupado de forma rotatoria. C om o consecuencia de ello, se argumenta que este tipo de Consejo de Se guridad reformado permitiría que el organismo mundial recuperara la legitimidad y el respeto que ha ido perdiendo sin cesar. Aquí es donde empieza el revuelo. ¿Acogería bien China con ceder derecho de veto a India y, más conc retam ente, a Japón? Es dudoso. ¿Aceptarían Francia y el Reino Unido ceder su sillón na cional? Es poco probable. ¿Aportaría alguna coherencia política a las deliberaciones del Consejo de Seguridad la rotación de estados eu ropeos, grandes y pequeños, por ejemplo Dinamarca durante seis meses y luego Grecia, sin que las potencias europeas más importan tes ocuparan un sillón del Consejo de Seguridad durante un perío do de tres o cuatro años? ¿Aceptaría Rusia que Japón dispusiese de derecho a veto? Hummm. Cuando se menciona a Alemania como favorita, el gobierno italiano se opone con contundencia a la idea. Pakistán, a la que quizá se sumarían otras naciones del mundo mu sulmán, se mostraría excepcionalmente inquieta ante el proyecto de
ascender a India. Los vecinos de Japón (al margen de China) no muestran mucho entusiasmo ante los argumentos de Tokio. En Am érica Latina, M éxico y Argentina niegan tajantemen te la presun ción de que Brasil sea el representante «natural» de la zona, y en África, Nigeria y Egipto (cuyos gobiernos esgrimen el argumento adicional de que no hay ningún país árabe que posea un escaño per manente) discuten la idea de que la Unión Sudafricana sea la alter nativa evidente. Luego están las objeciones de los estados miembros más pequeños, que no desean que se incorpore nadie a ese club pri vilegiado: ya es suficientemente malo que haya cinco potencias con derecho a veto. Este tipo de recelos políticos viene acompañado, o disfrazado, de otras reservas que tienen cierta fuerza. Para el Consejo de Seguridad suele ser difícil llegar a acuerdos sobre resoluciones de guerra y paz, aun cuando solo cinco países tengan capacidad para bloq uear una in i ciativa común. Diez países estatutariamente capaces de echar a perder los planes, lógicamente, conseguirían que fuera el doble de difícil la posibilidad de que el Consejo de Seguridad autorizara algo relativo a alguna crisis controvertida del futuro. Cuanto mayor sea el número de gobiernos con derecho a veto, menor será el número de situacio nes de pacificación y (sobre todo) de imposición de la paz sobre las que pu eda n coincidir todos. ¿Es eso lo que quieren los reformadores? Esta com binac ión de rivalidad política e inquietu des prácticas ha dado lugar a que algunos especialistas busquen un término medio acerca de la reforma del Consejo de Seguridad. Como son propues tas de compromiso, resultan caóticas y crípticas para un observador extern o, y hasta los expertos más familiarizados co n la materia tienen que analizar minuciosamente el lenguaje. Por ejemplo, el reciente Grup o de Alto Nivel de 2004-2005 proponía un complejo paquete de alternativas, una de las cuales sugería lo siguiente: no alterar los privilegios del P5, ya que de lo contrario no se conseguiría nada; in crementar la cifra total de miembros del Consejo de Seguridad de los quince actuales a veinticuatro; distribuir las plazas de los dieci nu eve m iem bros rotato rios p or regiones (a África se le asignarían seis en total, a Europa un número menor porque ya cuenta con tres es caños con derec ho a veto, y así sucesivamente), y, po r último , crear
unos seis escaños permanentes nuevos (sin derecho a veto) o crear ocho nuevas plazas para un período de cuatro años, con criterio re gional, además de las habituales de los miembros elegidos para un plazo de dos años. Esta es claram ente una tentativa de que cuadren el círculo o los círculos: evitar irritar a los miembros del P5, respon der a las demandas de que el Consejo sea más amplio en términos generales y co nce der u n lugar especial a ciertas potencias regionales, con lo cual se crearían miembros del Consejo de Seguridad en tres grados distintos. Tratando con desespero de obtener al menos algu nos cambios, la mayoría de la Asamblea General quizá vote en un futuro a favor de algo parecido; y quizá el P5 no se oponga, siempre que se preserven sus privilegios. Pero es un mecanismo aparatoso, como los diseños aeronáuticos de alrededor de 1910. Hay mo dos más sencillos y bastante más ingeniosos de p rom over la posibilidad de que el Consejo de Seguridad sea más representativo y de deshacer el atasco reconociendo que determinados países no perte necientes al P5 son ciertamente «especiales» y, por tanto, candi datos más probables para la promoción a una categoría superior. El primero sería una en miend a de la Carta de la O N U que, sencilla mente, incrementara el número de miembros rotatorios de su actual cifra de diez a dieciocho o diecinueve, con lo cual se reconocería el crecimiento del organismo mundial en cifras absolutas producido a lo largo de los últimos cuarenta años. No habría ninguna especificación sobre los miembros durante dos o cuatro años. Sencillamente, se in crementaría el número de estados con escaño rotatorio, de tal forma que fueran más los susceptibles de pertenecer al Consejo. En segun do lugar, enmendar únicamente la restricción de que los miembros no perm anentes tien en que abandonar el Con sejo al cabo de dos años (artículo 23.2). Este viejo principio tiene sus ventajas (dar una opor tunidad a todos) pero, francamente, si una nación como Singapur o Alemania ha prestado u n buen servicio duran te los dos años anterio res en el Consejo de Seguridad y su continuidad recibe el apoyo de sus amigos y vecinos, ¿por qué impedirlo? Luego, mediante un au téntico acto de fe, veríamos cómo funcionaba esta combinación de enmiendas inofensivas durante los años siguientes. Si, pongamos por caso, Sudáfrica fuera reelegida en una segunda o tercera ocasión, la
idea de que se convirtiera en un miembro permanente y de que más adelante obtuviera derecho a veto les parecería cada vez menos ex traña al P5 y a los demás. Los detalles específicos de estas sugerencias propicias no son tan importantes como lo que tienen en común: son tentativas de abrir brecha. Conse guir realizar tan solo un par de enmiendas en la Carta de la O N U en relación con la perten encia al Consejo de Seguridad supondría un paso adelante en la dirección adecuada, un preceden te para otras medidas. Quizá no fueran lo bastante arrebatadoras ni decisivas a la luz del cambiante mundo en que vivimos, pero cual quier tentativa rigurosa y meditada de alejar a este inmenso buque de los escollos que se avecinan para impedir que encalle en ellos de bería ser apoyada. El privilegio de contar con un escaño permanente en el Conse jo de Seguridad es la primera distinción del P5. La segunda es la ca pacid ad de veto, que, aunque va estrech am ente ligada a la anterior, es una cuestión independiente. Al fin y al cabo, en teoría siempre podría hab er en el Consejo de Seguridad algunas naciones grandes, pero que no tuvieran derech o a veto. Sin em bargo, esto, en efecto, es pura teoría. Luego está la sugerencia de que, en cualquier futura ampliación del Consejo de Seguridad, determinadas naciones signi ficativas (la relación habitual: Alemania, India, etcétera) pudieran disfrutar de un escaño permanente pero sin derecho a veto, mientras que los miembros del P5 conservarían sus derechos de 1945. Esto produ ciría indudab lemente un sistema de tres categorías, algo a lo que se han opuesto con firmeza las principales naciones «preten dientes» (aunque algunas de ellas tienen tantos deseos de ser miem bros permanen tes que podrían suavizar su posición) y la mayor par te de los países, que ocuparían de hecho el escalón inferior. Una tercera idea, ingeniosa y desesperada, es que una resolución del Consejo de S eguridad pueda ser bloqueada ú nicam ente co n el veto de dos miembros permanentes, cosa que, de nuevo en teoría, tiene much o sen tido si el P5 se ampliara alguna vez para ser un PIO. P ero parece harto im probable que los go biernos neurálg ico s de W ashing ton y Beijing realizaran esta concesión o, para el caso, los de Moscú y París.
Así pues, las propuestas para realizar cambios modestos en la envergadura del Consejo de Seguridad parecen gozar de mejores perspectivas de obtener un amplio acuerd o, o de desp ertar m enos oposición, que los diversos planes para enmendar el sacrosanto e inal terable derecho a veto. Quizá lo mejor que podría hacerse bajo las tensas circunstancias actuales sería que la Asamblea General pidiera a los miembros del P5 que asumieran el principio de utilizar el veto exclusivamente como medida de último recurso, en decisiones so bre la guerra o la paz que afecten directamente a asuntos de seguri dad nacional; lo cual es, por cierto, lo que los fundadores de la ONU previeron. Si se acordara esto, por ejemplo, no se produciría ningún veto a un determinado candidato a secretario general que vi niera apoyado por la inmensa mayoría de las naciones. Hasta esto podría ser demasiado para determ inados miembros hipersensibles del P5. Solo nos queda la esperanza de que las cinco naciones que gozan de estos notables privilegios reconozcan siempre con cuánta moderación deberían servirse de ellos y qué golpe tan fuerte propi nan (al organismo mundial y a sí mismos) cuando se abusa del dere cho a veto. C iertam ente, en 1945 se consiguió redactar para el C on sejo de Seguridad una constitución m uy difícil de modificar, pe ro se consiguió pagando u n precio m uy alto.
Debido a todas estas dificultades para enmendar la Carta, algunos grupos reformistas han estado buscando otras formas de dotar de mayor eficacia al aparato de seguridad de la ONU. Todas ellas son paulatinas, aunque no están despojadas de polémica, puesto que in cumben directamente a las cuestiones de la pacificación y la declara ción de guerra que expusimos en el capítulo 3 y continúan desper tando pasiones hoy día. Y como las opiniones sobre la pacificación y la imposición de la paz se dividen tan funestamente entre quienes piensan que el organism o mundial ha estado tratando de hacer de masiado y quienes se quejan de que ha he cho dem asiado poco, cual quier sugerencia sobre futuras mejoras asume los mismos riesgos que una caravana atravesando un campo de minas. Prácticamente todos estos escritos (incluso los negativos) se centran en las formas de me
jora r la capacidad de la com unid ad internacional para afrontar catás trofes humanitarias, conflictos civiles y graves debilitamientos o des moronamientos de los estados miembros. Y sus discusiones no tie nen tanto que ver con las preocupaciones de 1945 ante la posibilidad de que una nación atacara a otra como con las guerras civiles actua les y el caos transfronterizo ante las nuevas amenazas para la sobera nía del estado. Un ejemplo de esta agenda reformista pragmática es el impulso para m ejorar los servicios de inteligencia ante amenazas inminentes. Es una lección aprendida de la multitud de crisis que han estallado en la década de 1990; principalmente, que la organización interna cional necesita un sistema mucho m ejor de recopilación y análisis de datos acerca de la declaración de catástrofes. Se trata, por supuesto, de muchas fuentes de inform ación locales sobre lugares tumultuosos, hambre creciente y aumento de conflictos étnicos; fuentes como ONG, organizaciones de derechos humanos, iglesias ubicadas en el extranjero y reporteros de Reuters, AP u otras agencias de noticias, todos los cuales están conectados mediante una red electrónica. De modo que la verdadera pregunta es en qué despachos se puede reu nir y analizar toda esta información con el fin de informar al secre tario general cuando alerta al Consejo de Seguridad del empeora miento de una crisis en un estado miembro o en una zona más amplia. Y la única respuesta viable es que esta oficina central de in teligencia de la O N U tiene que estar situada en el propio D eparta mento de Mantenimiento de la Paz, o junto a él. Quizá los neoconservadores desconfiados lloriqueen ante la idea de que el organismo mundial disponga de su propia CÍA, y los estados opresores neurál gicos protestarán sin duda porque la recopilación colectiva de datos sobre las atrocidades cometidas en sus territorios constituye una in vasión de la soberanía nacional. Pero no debe hacerse caso a todas estas voces de protesta porque son interesadas y obstruccionistas. La necesidad es demasiado grande, y la labor que ya se ha hecho en este terreno debería dotarse en el futuro de más poderes y, allí donde sea necesario, de más recursos. Aunque esta idea aborda los retos que anteceden a la descompo sición de un estado, hay una necesidad aún mayor de coordinar me
jo r las respuestas de la O N U ante las crisis. Atajar una situación de deterioro en sus primeras fases es lo ideal, pero el organismo mun dial suele verse limitado por factores políticos (algunos miembros desconfían de las intervenciones demasiado rápidas) y por el hecho de q ue ya está hacie ndo frente a mu chos problemas en otros lugares. Así, con independencia de lo que se haga para fortalecer las estrate gias «proactivas» de la ONU, la comunidad internacional requiere muchas mejoras tajantes en su capacidad «de reacción» ante las gue rras civiles y la descomposición social. En términos prácticos, ya se han identificado todos los elementos: cascos azules de la O N U (u otras fuerzas militares en las que se haya delegado) para garantizar la seguridad física; organismos especializados para contribuir a (refor mar a las policías, los jueces y los administradores nacionales; capa cidad del Banco M undial y el PN U D , jun to con los bancos regio nales de la ONU, para identificar prioridades en la recuperación económica y social; observadores electorales experimentados; un historial del trabajo realizado con ONG internacionales, y muchas más cosas. De lo que a menudo se carece es de voluntad política y de un organismo central que coordine los múltiples esfuerzos. Sin caer en la trampa de que la O N U utilice una plantilla sobre la que se avance de una fase a la siguiente para la reconstrucción de estados, está claro que la organización m undial y sus agencias han estado ac u mulando un conocimiento fabuloso de las prácticas más recomenda bles, que ahora es preciso aprove ch ar en ayuda de futuros retos de salvamento. Una vez más, resulta difícil entender cómo se puede lo grar sin algún tipo de coordinación central y sin la participación ac tiva de la Oficina del Secretario G eneral o de la instancia subordina da que se designe. Otra lección aprendida de las operaciones de pacificación de los últimos quince años aproximadamente es que casi siempre es un error suponer que el restablecimiento de un estado en crisis exige únicamente un período relativamente breve de tiempo, que lo único que hace falta es enviar una fuerza militar para derrotar a «los malos» y después iniciar la reconstrucción civil, el proceso de elecciones de mocráticas y retirarse sigilosamente de la escena para anotarse otro éxito. Los ejemplos de recaídas son considerables (Haití, Timor
Oriental, Camboya, África occidental), y es posible aportar ejem plos más recientes (Afganistán, Irak). M uchos regímene s recién instaurados suelen ser débiles, parciales y hacer gala de poca atención hacia las reivindicaciones de la oposición, o hacia cualquier tipo de críticos y oponentes. Las diferencias tribales y religiosas vuelven a aflorar. La cantidad de ayuda y asistencia técnica nunca es suficiente, y cuando las legiones extranjeras regresan a casa, también lo hacen muchas ONG (hasta que se vuelve a producir una nueva crisis) y gran parte de los medios de com unicación de todo el mundo. Lo que es claramente necesario en este aspecto es un servicio «postoperato rio» o «posventa» mejor, cosa que a un país parcialmente reconstrui do le puede resultar difícil conseguir cuando en otras zonas se están produ ciendo guerras civiles abiertas y genocidios, a menos, claro está, que sufra él mismo una recaída. Cuando eso sucede, es probable que atraiga menos ayuda de los estados ricos, aquejados de la fatiga del donante y con propensión a preguntar: «Pero ¿no habíamos resuelto ya el problema [por ejemplo] de Haití?». Para la mayoría de la gente tiene sentido una reforma parcial como la que acabamos de sugerir. Los gobiernos y las agencias dis creparán sin duda sobre los procesos y las prioridades, pero nadie discutirá que tener un m ejor sistema de alerta tempra na es algo bue no. Mucho más controvertidas, no obstante, son las diferentes ideas acerca de cómo dotar a las Naciones Unidas de más recursos físicos (es decir, militares) para actuar con celeridad y determinación cuan do, de la noche a la mañana, se desencadena una catástrofe o un ge nocidio. El argumento práctico a favor de esta idea es incontestable. En época reciente, la incapacidad de la comunidad mundial en ge neral y del Consejo de Seguridad en particular para enviar a tiempo una fuerza internacional a una zona en conflicto con el fin de impe dir derramam ientos de sangre (de lo que R uand a es el pe or ejemplo) causó de inmediato mucho nerviosismo y desencadenó un aluvión de ideas nuevas. Como hemos visto, el verdadero problema ha sido que, mien tras el Consejo de Seguridad parecía cada vez más dispuesto a orde nar infinidad de acciones de pacificación e imposición de la paz, de jaba al secretario general que acudiera a los estados miembros, gorra
en mano, para pedirles que aportaran soldados. Los gobiernos, a su vez, quizá tenían que consultar a sus parlamentos, dejarse aconsejar por sus militares (m uchos de los cuales no están bien equipados para realizar operaciones lejanas) y, por tanto, respondían con parsimo nia... si es que respondían. Si hubiera fuerzas de la O N U disponi bles, equipadas y entrenadas con unos mismos criterios, desplegadas en algunas bases escogidas de todo el planeta, sus batallones y brigadas podrían ser despachados hacia el lugar en conflicto inmediatamente después de que el Consejo de Seguridad hubiera autorizado la acción.4 Se podría sopesar si esas tropas deberían estar compuestas por volun tarios individuales o por batallones escogidos por cada nación, a los que posteriormente se hiciera entrega de los cascos azules. Lo princi pal sería que estuvieran disponibles. Los costes son una consideración secundaria; lo más probable es que con este plan se ahorrara dinero. De forma aproximada, podríamos clasificar a los estados miem bros en los que son incapaces de aportar tropas (suelen ser ellos mis mos estados debilitados, demasiado pobres o demasiado pequeños), los que no están dispuestos a ayudar (China) y los que en teoría es tán dispuestos a ayudar pero sufren alguna variedad de fatiga del do nante militar para algún escenario concreto. Quizá los esfuerzos más encomiables hayan sido los experimentos de los canadienses, que analizaron este problema atentamente y luego crearon una fuerza avanzada (situada en Fredericton, en New Brunswick) dispuesta para desplazarse en cuanto el gobiern o respondiera positivamente a la petición del secretario general de contribuir con el envío de tro pas; es una medida inteligente, pero es solo una gota de agua en el océano. Aun así, si en el futuro la imitaran otras naciones, muchas de las cuales cuentan con ejércitos considerablemente mayores que Canadá, podría suceder que se llegara a disponer de una cifra total de hasta cien mil soldados (más una policía especial entrenada) asignados a la O N U .5 Sería sin duda un paso adelante. O tro escollo para la creación de u n ejército de la O N U es la pa ranoia de algunos políticos estadounidenses. Ignorando el hecho de que Estados Unidos siempre dispondrá del derecho a veto sobre cualquier acción propuesta en el marco de los capítulos VI y VII, pero decididos a que el organism o mundial siga siendo débil para
que no amenace a su soberanía nacional, estos políticos advierten de que cualquier paso hacia la creación de una forma de ejército de la O N U sería considerado u n acto de hostilidad. Dado el po de r del Congreso, se trata de una amenaza grave, de modo que esta pro puesta descansa en un estante apartado, al menos durante una tem porada. En el futuro valdrá la pena volver sobre ella en algún m o mento. C on independencia de la categoría y la com posición de las fuer zas desplegadas en las diferentes operaciones que la O N U desarrolla y seguirá desarrollando, hay una necesidad clara de que exista un or ganismo militar profesional que supervise todos los aspectos. Las la bores preparatorias antes de que se envíen los contingentes de solda dos, la implantación de un sistema de inteligencia que analice las condiciones locales, la creación de cadenas de mando efectivas, la garantía de que el flujo logístico de abastecimiento no se interrum pe nunca y la definición de la fu nción del ejército cuando se en cuentre efectivamente sobre el terreno, son tareas que solo pueden realizar profesionales con muchos años de form ación. Es vital para el éxito en el plano local, pero la necesidad de una supervisión más ge neral (y comparativa), y por tanto de que haya alguna oficina central que observe todo esto e informe al secretario general y al Consejo de Seguridad, ha supuesto cierta recuperación de la idea de emplear al Comité de Estado Mayor de la ONU. Quizá todavía se recuerde que el comité existe, aunque su situación sea la de un moribundo debido a los desacuerdos de los primeros m om entos de la guerra fría. Pero a todo aquel que examine con detalle el artículo 47 de la Car ta («Se establecerá un Comité de Estado Mayor para asesorar y asis tir al Consejo de Seguridad en todas las cuestiones relativas a las necesidades militares del Consejo») se le puede perdonar el haber su puesto que este problema se puede resolver con facilidad: el orga nismo necesario está ahí, solo que durmiendo. ¿Por qué no reani marlo? Aquí hay una idea que choca con un triple control. El primero es que a quienes desde siempre contribuyen de forma destacada en las misiones de pacificación de la O N U (los estados escandinavos y latinoamericanos, ios Países Bajos y los países de la vieja Common-
wealth británica) les disgusta que se disponga de sus fuerzas y que den en manos de un personal militar dominado por las grandes po tencias, ya que ello podría reforzar los privilegios especiales de estos últimos aún más que en la actualidad. En segundo lugar, en los países del G-77 pervive aún con más firmeza la sensación de que los cinco miembros permanentes podrían influir en los acontecimientos en aras de sus propios intereses nacionales, en lugar de en cumpli miento de los fines declarados de la misión de pacificación y, cier tamente, de la propia Carta. La propia frase (artículo 47.2) según la cual la representación en el Comité de Estado Mayor de personal militar no perteneciente a ninguno de los países del P5 exige una prueba de su capacidad para «el dese mpeño eficiente» de las obliga ciones exigidas po r una o peración concreta, n o pue de recordarles a India, Brasil y otros miembros más que su condición de países de segunda categoría, aun cuando su historial de pacificación sea me jo r que el de los ejércitos de los países en vías de desarrollo... o de sarrollados. La tercera objeción procede de algunas fuerzas armadas de los países desarrollados, con el ejé rc ito de Estados Unidos, co mo siempre, a la cabeza. El entusiasmo estadounidense por la dispo nibilidad de personal conjunto, que podría significar que las tro pas de ese país estuviera n a las órd enes de un com andante extran je ro y que los ob jetivos bélicos estadounidenses se negoc iaran en función de las demandas de los aliados, nunca ha sido muy fuerte; alcanzó un punto medio (alto) con Roosevelt y Marshall durante la Segunda Guerra Mundial, pero desde entonces ha decaído a un ritmo constante. Las dos guerras contra Irak confirmaron sencilla mente los prejuicios del Pentágono: que actuaba con mayor rapi dez y determ inació n si no se veía obstaculizado po r reiteradas con sultas y tomas de decisión multinacionales. Las operaciones de pac ificación eran bastante malas; inform ar a un comand ante de la O N U sería un anatema. Desde un pun to de vista estrictamente militar, quizá esta preocupación por la efectividad sea válida, y su ponem os que los ministerios de Defensa de los demás países del P5 mantenían reservas similares (aunque las expresaran con menos contundencia).
Está claro que una acción militar a gran escala como la recien te guerra de Irak no podría dirigirse desde una oficina en Nueva York. Pero esa conclusión n o ayuda al Con sejo de Seguridad y a la Secretaría a evaluar cómo podría la organización mundial ejercer mejor su responsabilidad sobre una serie de operaciones de paz más pequeñas y menos polémicas o a supervisar las medidas pre parato rias y de coordinación de las fuerzas. Si la recuperación del Comi té de Estado Mayor es políticamente imposible, y si la potencia número uno bloquea cualquier tentativa de crear un ejército per ma nente de la O N U , ¿c ómo van a gestionarse desde el centro las emergencias presentes y futuras? ¿Cómo podrían los estados miem bros más grandes y más capaces (disculpamos aquí a los estados muy pequeños y em pobrecidos) hacer ho no r a la solemne prom e sa de la Carta (artículo 1) de «tomar medidas colectivas eficaces pa ra prevenir y eliminar amenazas a la paz, y para suprimir actos de agresión»? La respuesta, obvia y un tanto desesperada, es que los cinco gran des, y los demás países capaces de dar a la comunidad mundial en lu gar de recib ir de ella, deberían estar a la altura de las grandes respon sabilidades a las que se comprometieron por ley al ingresar en el organismo mundial. Pero, hasta que eso suceda, solo podemos bus car en otra parte y ser todo lo creativos que podamos, reconocien do que las medidas tomadas distarán mucho de ser ideales. Quizá sea, como sugeríamos en el capítulo 3, que una respuesta estándar a las crisis internacionales no es en sí misma la mejor forma de pro ceder. Como hemos visto, la idea de principios de la década de 1990 (como «Un programa de paz») de elaborar un modelo de labores de pacificación qu e sirviera para todos los casos era demasiado riguro sa; sencillamente, Timor Oriental era, y es, diferente de Macedonia. De modo que, aunque las experiencias de la pasada década y media hayan sido dolorosas, lo que representan en conjunto es una advertencia contra la uniformidad. Hacen pensar más bien en un enfoque que utilice múltiples herramientas, diferentes instrumen tos, combinaciones e instituciones para las diferentes crisis; una es trategia, sospechamos, que el siempre pragm ático P5 ya ha adopta do en secreto.
Pensemos, por ejemplo, en la variedad de modalidades de paci ficación que existen en el dividido mundo de la actualidad: • Están las tradicionales operaciones de los «cascos azules» de la ONU, la mayor parte de ellas de muy larga duración, que ha bitualmente ocupan una franja de territorio fronterizo entre las dos partes tras un alto el fuego, en las que se exige a los pa cificadores que sean absolutamente imparciales y a las fuerzas beligerantes que ac epten no traspasar la línea provisional de alto el fuego. Si los negociadores de la O N U no consiguen negociar un acuerdo político definitivo, entonces los cascos azules continú an en su lugar, como ha sucedido, p or ejem plo, en Cachemira (UNMOGIP), en Chipre (UNFICYP) y en Líbano (UNIFIL). Los contingentes de soldados suelen proc e der de estados miembros lejanos y no implicados, puesto que este tipo de operaciones se desarrollan por lo general bajo la supervisión del Departamento de Mantenimiento de la Paz y, por tanto, del propio Consejo de Seguridad. Este es el tipo de pacificación que muchos estados neutrales y de tamaño medio prefieren por creer que es lo más parecido a las intenciones de la Carta. Las grandes potencias aportan poco aquí, lo cual sig nifica que las unidades de la ONU implicadas tienen poca «pegada»; pero eso no se considera un problema fundamental, puesto que no se espera que combatan. • Están las tentativas de pacificación regionales, que sup on en una combinación de estados vecinos que han recibido autorización del Conse jo de Seguridad (amparándose en los artículos 52-54, absolutamente claros) para tratar de restablecer la paz y el orden en una nación en conflicto o colapsada de su ámbito geográfi co. La labor del grupo de estados ECOWAS de Africa occi dental para mejorar la situación a lo largo de las fronteras de Li beria, Guinea y Sierra Leona es uno de estos casos. • Cada vez más, se ha n «encargado» misiones de pacificación y, sobre todo, de imposición de la paz a organizaciones de de fensa regionales, cosa que, forzándolo un poco, puede enten derse que aparece también en las disposiciones de la Carta; pero
es mucho más polémico, puesto que supone una acción con tundente de algunos de los miembros del P5 y, en esencia, queda apartada de cualquier tipo de supervisión por parte del Departamento de Mantenimiento de la Paz. El más destacado sería el de las misiones de imposición de la paz llevadas a cabo por la O T A N en los Balcanes y Afganistán, en las que in te r vinieron poderosas y bien equipadas unidades militares que incluían, como es lógico, aportaciones esenciales de un Pen tágono que prefiere cualquier cosa antes que la supervisión directa de la O N U . • Y, finalmente, están las operaciones en las que un estado miembro, habitualmente con el beneplácito del Consejo de Seguridad, ha asumido la tarea de poner fin a las matanzas, los disturbios interé tnicos y el caos político. Pe ro la «nación líder» suele envolver la misión de coerción con el boato de una ini ciativa internacional recibiendo aportaciones de tropas y poli cía a pequeña escala procedentes de otros países, particular mente de los de la zona. El papel protagonista de Australia para sofocar la convulsión en T im or Oriental y de Gran Bre taña en Sierra Leona son ejemplos de un tipo de operaciones que es probable que se repitan en el futuro. En zonas como Afganistán, es posible incluso que puedan coe xistir estos diferentes formatos; sobre el papel es sin duda un poco tosco, pero en absoluto escandaloso sí demuestra funcionar sobre el terreno. Esta parece ser la tendencia general: no insistir en una úni ca receta uniform e para la pacificación y la imposición de la paz, sino perm itir que se estudie cada caso en su pro pio contexto . En la ac tualidad, quizá esto sea más efectivo que cualquier otra senda, dada la insistencia de potencias del P5 tan gruñonas como Estados Unidos y China en que la organización mundial no asume demasiada auto ridad y control en este ámbito ultrasensible. Todas las crisis deberían remitirse al Consejo de Seguridad, como exige la Carta, pero las cir cunstancias, por sí solas, sobre el terreno y en los delicados equili brios en el seno del propio Consejo, dictarían la respuesta. La auto rización para ofrecer una respuesta regional, para otorgar el papel
protagon ista a un país, para realizar un encargo a una organización como la OTAN o, sencillamente, para decidir no emprender nin guna acción acabarían siendo todas ellas opciones aceptables. Para quienes luchan para que las Naciones Unidas asuman un pa pel un iforme y de may or relieve en la pacificación, este tipo de po lítica ad hoc huele a fracaso. Si hay que abordar cada caso de u n m odo sui generis, y si la respuesta a cada uno de ellos se negocia también de forma individual, entonces quizá sea más difícil disponer de recursos normalizados y formar contingentes de varias naciones (si un estado miembro ha enviado tropas a una fuerza mixta pero no está de acuerdo con una operación determinada, ¿cómo afecta eso a la fuer za que se dispone a partir?). Esto p roba blem ente conlleva más traba jo para la saturada Oficina del Secretario General y para el propio Consejo de Seguridad. Comporta sin duda más riesgos de incohe rencia y de aplicación de un doble rasero. Puede ser que una catás trofe sea tratada de un modo distinto a otras y que el destino de los kurdos se considere más importante que el de los habitantes de Chad. El Departam ento de M antenim iento de la Paz puede ocupar se de los casos secundarios mientras los miembros del P5 dirigen las operaciones co n m ayor carga política, com o Afganistán e Irak, pero, pese a sus ventajas, este tipo de estrategia de respuesta flexible reafir ma los privilegios de las potencias con derecho a veto a la hora de decidir cuánta acción desean que asuma la organización mundial. N o es u n resultado af ortunado , pero frente a la alternativa de que no se haga nada en las zonas aquejadas, la existencia de diferentes tipos de operaciones de pacificación de la ON U , po r comprom etidas y li mitadas que sean, es mejor que la inacción. Por último, cualquiera que sea la definición y el alcance de una acción de pacificación o de imposición de la paz autorizada por el Consejo de Seguridad, está claro que es preciso conceder mucha mayor atención a la dinámica de la fase de «transición» o «recupe ración». (Ya lo hemos m encio nad o an teriorm ente, p ero es preciso recalcar este aspecto una y otra vez.) Esta fase es absolutamente vi tal para la reputación del organismo mundial, así como para la re cuperación a largo plazo del país del que se trate. Una cosa es ex pulsar a los m atone s qu e se de dica n a am puta r m iembros en Sierra
Leona, otra derrocar a dictadores como Saddam Hussein, y otra bien distinta concebir un proceso de recu pera ció n a largo plazo para una nac ión. Al mismo tiem po que re conoce m os que cada cri sis presentará elementos y obstáculos diferenciados, debemos ad mitir que existen procedim ientos ordinarios, si bien la mayoría de ellos requieren cierta clarificación. Por ejemplo, ¿cuándo debe una operación de pacificación de la ONU dejar de ser asunto del Con sejo de Seguridad y ser transferida a otro organismo? ¿Qué orga nismo debe asumir de forma ordinaria el papel protagonista en la reconstrucción a largo plazo? Un candidato para ello es el Banco Mundial, debido tal vez a que sus recursos (e influencia) y su expe riencia en el esbozo de «planes para países» son comparativamente mayores. Pero quizá sea necesario que exista una oficina de coordi nación especial en cada uno de los estados colapsados, puesto que las tareas exceden en mucho la pericia de los organismos incluso más grandes. En resumen, ¿quién supervisaría la transición de un marco militar de la O N U por cuestiones de seguridad interna a una admi nistración policial corriente, por ejemplo, en el Congo? ¿Quién sería responsable de trabajar con los líderes y grupos locales para planificar y celebrar elecciones, instaurar el estado de derecho y favorecer la creación de una sociedad civil? ¿Cuándo finalizaría la tarea? Existe, claro está, una respuesta inmediata a todas estas pregun tas: ¿por qué no dirigirse a la propia Carta e insuflar vida a uno de sus órganos principales, el Consejo de Administración Fiduciaria? Podem os recordar que su finalidad explícita es «promover el adelanto político, económico, social y educativo» de los territorios en cues tión, y apoyar «su desarrollo progresivo hacia el gobierno propio» en consonancia con los deseos de sus pueblos (artículo 76). Interpreta do con laxitud, eso podría ampliarse para que abarcara las actuales y futuras tentativas de la O N U de ayudar a que los estados colapsados recuperen su indep ende ncia y soberanía; y, al fin y al cabo, el C on sejo de Administración Fiduciaria y sus gestores políticos específicos rendían y rinden cuentas al Consejo de Seguridad sobre asuntos «es tratégicos» y a la Asamblea General para todas las demás cuestiones. Esto recoge sin duda todas las preocupaciones acerca de la responsa bilidad.6
El motivo por el que esta idea no funcionaría es que la mera mención del Consejo enfurece a los países que no eran soberanos en 1945 y continúan siendo sensibles a todo indicio de colonialismo y aires de superioridad occidental encubiertos. R esucitar al Consejo de Administración Fiduciaria es por tanto políticamente imposible. De hecho, si en el futuro se impulsaran un conjunto de adiciones y enmiendas a la Carta, sería adecuado suprimir esta anacrónica sec ción (capítulos XII-XIII, artículos 75-91), y también reduciría de manera considerable la exten sión de la Carta.7 Pero quienes abogan por su abolición tienen por su parte la obligación de exponer cómo podríamos encontrar mecanismos más adecuados para contrib uir a que las comunidades deshechas recuperen su capacidad de go bierno y avancen hacia la estabilidad, la prosperidad y la democracia. Los países en vías de desarrollo tienen sin duda m ucho que criticar de nues tro sistema global injusto y desequilibrado. Pero no sirve de nada in vocar la máxima de la no injerencia en los asuntos internos cuando millones de seres humanos pueden estar sufriendo una pobreza ex trema, matanzas étnicas u otras violaciones de los derechos humanos después incluso de que una misión de pacificación de la O N U haya expulsado del territorio a un régimen malvado. Es necesario algo más positivo, en particular dada la debilidad del Consejo Económi co y Social. Es evidente que, a medida que las operaciones de pacificación e imposición de la paz avancen hacia su fin en algún determinado país, la responsabilidad de ayudar a las comunidades asoladas pasará, en condiciones normales, de los instrumentos de poder «duros» de la O N U a la panoplia de actores civiles dedicados a la reconstrucción y a la asistencia a largo plazo. Esto indica que deberían darse, al menos, dos pasos. El primero consistiría en que, tras consultar a los miembros de la Asamblea General interesados (esto es, de la región), el Consejo de Seguridad otorgara al secretario general capacidad para nombrar un coordinador del país (con un despacho adecuado) y hacer un llama miento a todas las partes de la O N U para que coo peren con esa ofi cina con el propósito principal de restablecer la soberanía y prom o ver la calidad de vida en un estado hundido. Esto supone no solo la integración directa de los esfuerzos de los organismos de la ONU,
sino también la utilización de los recursos y conocimientos especia lizados de las agencias independientes y las instituciones de Bretton Woods, así como el reclutamiento de ONG relevantes. Ya se están llevando a cabo tentativas de este tipo de reconstrucción coordina da, por supuesto, pero está claro que el mandato firme (aunque dis tante) del C onsejo de Seguridad otorga la máxima autoridad y legi timidad a cualquier programa de recuperación nacional. Una segunda idea, un tanto más novedosa, sería implicar a la Asamblea General en una consulta más amplia acerca de la recons trucción de sociedades colapsadas. Como señalan muchos observa dores, la diferenciación entre la labor del Consejo de Seguridad y los intereses y contribuciones potenciales de la Asamblea General se ha revelado a m enud o artificial y nociva. Y a existen ideas sobre una coo pera ció n conju nta entre el Consejo de Seguridad y la Asamblea General, a través de un grupo de trabajo sobre asuntos de control armamentístico relacionado con sistemas de armamento grandes y pequeños.8 Pero los argumentos para crear un nuevo foro (no nece sariamente med iante una enm ienda de la Carta) que perm ita que al gunos integrantes de la Asamblea General estimulen el proceso de re construcción son aún más fuertes, puesto que es precisamente durante esta fase de transición cuando las dimensiones de seguridad militar de la misión van dejando paso cada vez más a las actividades civiles, y aquí los estados que no son miembros del P5, incapaces de entrar en combate abierto, pueden razonablemente asumir las labores de recons trucción y formación. Un informe reciente (el del Grupo de Alto Nivel) ha presentado esta arg umentación a favor de la creación de una nueva y poderosa Comisión de Construcción de la Paz, cuyo cometido abarcaría desde adelantarse al hundimiento de los estados (e impedirlo) hasta coordinar las labores de reconstrucción en caso de que la nación se descompusiera. Aunque esté estructurada, este tipo de actividad no solo conferiría más legitimidad a la O N U , sino que también demostraría que la Asamblea General no está siendo excluida por el Consejo de Seguridad en asuntos y regiones por los que muchos estados miembros tienen el máximo interés.
Estas sugerencias de mejora de nuestras estrategias de pacificación e imposición de la paz conforman una lista fabulosa, pero ninguna pro puesta es por sí sola decisiva; los periodistas que busq uen en este aná lisis un tema «candente» quedarán decepcionados. Y eso mismo po dría decirse de todas y cada una de las ideas que pueden contribuir a abordar el asunto igualm ente enmarañado de fom entar la justicia so cioeconómica en el mundo en su conjunto. Como ya hemos visto, la propia Carta pedía a los miembros que se comprometieran a «em plear un mecanismo internacional para pro m over el progreso eco nómico y social de todas los pueblos» y a resolver «problemas interna cionales de carácter económico, social y sanitario, y otros problemas conexos»... lo cual no es una tarea menor ni siquiera en el mejor de los tiempos. Pero, por ambiciosa que sea, este es el ámbito de preo cupación fundamental para la mayoría de las naciones de la Asam blea General, que con frecuencia ha n manifestado su irritación por el hecho de que el organismo mundial se centre demasiado en la se guridad y no lo bastante en el desarrollo. El debate sobre la promoción de los programas económicos y sociales de la ONU adopta una forma diferente desde la perspectiva del Consejo de Seguridad y de las discusiones sobre el veto precisa mente porque no adquiere la dimensión de «el P5 contra todos» (aun cuand o las prerrogativas de v oto en las instituciones de B retton Woods refuerzan decididamente a los privilegiados). Pero esto no significa que el debate esté menos cargado. Al fin y al cabo, es en los ámbitos ec onóm ico, social, tecnológico y m edioambiental dond e el mundo ha cambiado más deprisa. Desde los puntos de vista demo gráfico, medioambiental, social y geopolítico, nuestro planeta es real mente diferente del mundo que crearon nuestros abuelos en 1945. ¿Cómo no iba a serlo si en la memoria de una persona ha quedado grabado que la población de la Tierra se ha triplicado desde los dos mil millones de habitantes (1950) hasta los seis mil millones (2000) y que en ese mismo período ha multiplicado por diez su producción para hacerla pasar de los cuatro billones de dólares a los cuarenta billones? La economía mundial y la sociedad global han evolucionado y cambiado, por tanto, a un ritmo más rápido en las últimas décadas que en toda la historia. La gran preg unta relacionada co n nuestra indaga
ción es qué podría realizar la Organización de las Naciones Unidas en los ámbitos socioeconóm icos que nadie más pudiera hacer. A ju i cio de los padres fundadores de 1944-1945, parecía obvio que la maquinaria internacional que estaban creando era necesaria porque gran parte del mundo vivía la angustia posterior a una guerra y ne cesitaba ayuda imperiosamente. Si las propias Naciones Unidas y las instituciones de Bretton Woods no podían ofrecer esa ayuda, poco sucedería. Había que llevar a cabo la construcción de estas institu ciones a gran escala, tanto para afrontar las necesidades del momen to como para demostrar que las negligencias y el aislacionismo de los años de entreguerras no volverían a repetirse jamás. Es muy difícil revivir hoy día ese optimismo en ciernes y el noble ánimo de aque llos que, hace sesenta años, pensaron que se aproximaba un nuevo orden mundial, o que ya había llegado. Ese mismo desafío está presente hoy día bajo una forma distinta. C on todo, hay dos limitaciones importantes a la coordinación de la co munidad internacional para impulsar políticas sociales y económicas ambiciosas. La primera es la desgraciada y descuidada situación del ECOSOC, en absoluto por culpa propia pero en todo caso lamenta ble, junto con el controvertido estatus del FMI y del Banco Mundial, cuya legitimidad se discute desde muchas vertientes. El segundo y más importante problema se deriva en realidad de una tendencia positiva: el hecho de que haya tantos antiguos países del Tercer Mundo, como Singapur, Chile y Hong Kong, que se hayan desarrollado sin recibir mucha ayuda de las instituciones económicas globales.9 Cuando nacio nes gigantescas como China e India (el 40 por ciento de la población mundial) siguen esa misma trayectoria, y por sus propios medios, no es de extrañar que muchos economistas actuales duden de si los instru mentos internacionales ejercen alguna función (aparte de los organis mos de control del mercado como la OMC). Hace treinta años, el G-77 era un grupo reconocible y autodefinído. Hoy día, cuando Sin gapur goza de una renta per cápita media más de cuarenta veces supe rior a la de Mozambique, esa nitidez ha desaparecido. Así, también puede haber desaparecido quizá el gancho de la ac ción económ ica co lectiva. Esto hace pensar que, cualesquiera que sean las medidas que
adopte el organismo mundial por el bien económico y social de sus ciudadanos, debería adoptarlas con un criterio selectivo en aquellos campos en que los estados miem bros puedan ten er poco im pacto ac tuando en solitario pero puedan cambiar las cosas si trabajan de for ma colectiva. La primera área es la relativa a la inestabilidad econó mica, monetaria y comercial de las zonas económicas principales para evitar un calentamiento del ord en económico internacional; en ese sentido, hemos avanzado poco desde las décadas de 1930 y 1940 con los esfuerzos de Keynes en esas materias (que todavía represen tan parte de las observaciones más perspicaces acerca de este delica do campo). La segunda se refiere al salvamento y rehabilitación de los sesenta estados más pobres del mundo, que, como reconocieron hace años el PNUD y el Banco Mundial, atraviesan por una situa ción tan difícil y desesperada que, sencillamente, no van a recupe rarse por sí solos. Más en concreto, y aunque puede parecer impru dente apuntar a un único mal, la pronosticada explosión en los países pobres del núm ero de hombres, mujeres y niños con sida exige un esfuerzo internacional a gran escala. La tercera área tiene que ver con la necesidad de to m ar medidas para reducir el impacto de la ac ción humana sobre nuestros delicados ecosistemas mundiales. En todas esas dimensiones de nuestras vidas debemos estar todos juntos o, de seguro, nos colgarán a cada uno por separado.* Pero es mucho más fácil afirmar cuáles son los problemas que proponer las soluciones, y en todos los casos la razón de la dificultad es política. Pensemos en el caso de la inestabilidad fiscal y monetaria mundial. Está bien que los economistas neoclásicos se hagan eco de Adam Smith y proclamen que el requisito de la prosperidad es el buen gobierno, la probidad fiscal y el fom ento de una industria fruc tífera. Pero los políticos y la opinión pública no suelen actuar de ese modo. Los gobiernos gestionan desequilibrios fiscales y se hipotecan a los mercados. Mantienen su moneda artificialmente alta o artifi * Esta última pa rte de la frase, intraducibie po r el ju eg o de palabras que con tiene, es la que pronunció Benjamin Franklin el día de la firma de la Declaración de Inde penden cia de Estados Unido s, el 4 de julio de 1776: «We mu st all hang to geth er o r m ost assuredly we will han g separately». (N. del T.)
cialmente baja, como si alguna de ambas cosas los beneficiara a largo plazo. Protegen sectores de la economía poco seguros e ineficientes (la agricultura, la industria pesada, las viejas burocracias) y desacele ran así el crecimiento mundial. Cuando asignan ayuda exterior, una inmensa propo rción de la misma no es una donación a fondo perd i do, sino que está firmemente ligada a subvenciones agrícolas nacio nales y a transferencias militares. H ay m uy pocos buenos samaritanos en esta historia. Más en concreto, un Estados Unidos que sufre un déficit fiscal y comercial colosal, que depende de que los bancos asiáticos compren sus bonos del tesoro, es una fuente de futuros problemas. Una Chi na que mantiene su moneda deliberadamente baja no sirve de nin guna ayuda. Los estados europeos que suscriben solemnemente los principios de Maastricht acerca de la disciplina fiscal para luego abandonarlos, debilitan el sistema y se debilitan a sí mismos. India supone también otro lastre, ya que si bien se incorpora a la expan sión de la econom ía globalizada, pro tege a sus industrias de servicios predilectas. Y los regímenes corruptos de todas partes, desenmasca rados convenientem ente en estos tiempos po r los informes de O N G como Transparencia Internacional y Amnistía Internacional, garan tizan que los nobles principios keynesianos de la cooperación eco nómica limpia y el buen gobierno no lleguen a prosperar. Quizá cada uno de ellos comprenda paulatinamente lo absurdo de su con ducta, pero hasta entonces la genuina coordinación internacional se verá entorpecida. Sin embargo, lavarse las manos de la labor de la O N U en estos campos representa tanto derrotismo intelectual como escapismo po lítico. Aunque resulte caótico, deben abordarse y emprenderse las tareas de reparación. Diplomáticos, funcionarios y especialistas con décadas de experiencia en este ámbito han apuntado cambios que, asumidos con rigor, po drían supon er mejoras; y no solo para la ima gen de la organización, sino también para su efectividad. Con todo, es importante que las reformas propuestas no se presenten como una extensa lista de la compra, sino como una reducida relación de ideas con posibilidades prácticas de aplicación. En primer lugar, a los organismos especializados centrados en
asuntos económicos y sociales, sobre todo al grupo del Banco Mun dial y al FMI, pero también a los demás (OMC, OIT), les corres ponde observar de talladam ente cómo «serán vinculados con la O r ganización», tal como afirma tímidamente el artículo 57 de la Carta. La discutible opinión jurídica de que las instituciones de Bretton Woods solo aplican medidas económicas y no políticas tiene cada vez menos sentido en un mundo en el que la inestabilidad econó mica y sociopolítica chocan entre sí. Esto supone, claro está, que los gobiernos de las economías más grandes y poderosas que piensan que tienen derecho casi permanente a pertenecer a las juntas de go be rnad ores de l FM I y el Banco M undial tam bién tien en que ab or dar seriamen te la perspectiva de u n c am bio.10 Quiz á necesitan que se les recuerde que el propio convenio de constitución de estos orga nismos establece que sus miembros cambiarán pronto si los pronós ticos acerca de los cambiantes equilibrios económicos resultan ser correctos. Para ofrecer solo un ejemplo, ¿cuáles serían las conse cuencias para las futuras políticas de los miembros de los directorios ejecutivos del Banco Mundial (cinco de cuyos veinticuatro inte grantes han sido designados por países que tienen el mayor número de acciones) si C hina , I ndia y Brasil acabaran tenien do efectivamen te produc tos interiores bruto s superiores a los de Jap ón y a los de los diferentes estados europeos? El ingreso en la mesa de alto nivel del Consejo de Seguridad continúa congelado, pero en los años venide ros no tiene por qué ser así para las instituciones financieras. Los programas de las po tencias econ óm icas más fuertes en el año 2025 diferirán sin duda de los actuales. Mejor pensar en ello ahora. También les incumbe a los directores (y por tanto a sus goberna dores y bancos centrales) plan tear pro puestas sensatas para reducir las estructuras del «Sacro Imperio Romano» de las instituciones finan cieras y comerciales. ¿Tendrán mucho sentido en el futuro las reu niones del G-7 o el G-8 y sus solemnes declaraciones ante la emer gencia de un G-24 (o cualquier otra cifra) de base más amplia? ¿Y cómo se relacionarán los veinticu atro d irectores del FMI y el Banco Mundial en términos políticos reales con los acuerdos interguberna mentales de ese G-24? Sobre todo, ¿cómo contribuirán a forjar estas diferentes partes de la gestión eco nóm ica m und ial unas relaciones de
mayor entendimiento con las gigantescas empresas, los bancos y los inversores del libre mercado que están transformando nuestra socie dad de principios del siglo xxi? Los ingenuos partidarios del laissez faire sostienen que el mundo capitalista avanza en una dirección dis tinta de la marcada por esas creaciones internacionales pseudosocialístas de 1945, pero ningún consejero delegado inteligente de ninguna multinacional (BP, Toyota, Pepsico) cree que sea posible crecer con fuerza sin estabilidad ni seguridad a escala mundial; y ellos son los primeros en re conocer dó nd e es inadecuado el papel del mercado privado y dónde es desesperadam ente necesaria la participación de los organismos internacionales. Lo que no saben (¿lo sabe alguien?) es cómo lograr esa simbiosis entre el mundo de los negocios y la go bernanza internacional, para lo cual son esenciales mucha reflexión y mucho trabajo. Pero la situación que afrontaron los planificadores y los empresarios de 1944-1945 era mucho más desafiante. Este no es momento de amilanarse ni de responder con evasivas. La principal debilidad en este aspecto es la falta de convicción del ECOSOC, pues ¿qué sentido tiene un organismo de coordina ción incapaz de coordinar? Esto lo reconocen todos los estudios ri gurosos de la organización mundial. Los tradicionalistas instan a que esta cuestión se pueda rectificar de antemano si todos los estados miembros aceptan cumplir con la letra de la Carta (capítulos IX-X) e infunden al Consejo Económico y Social de los poderes y funcio nes establecidos por dicho documento. Otros planes más radicales proponen la creación de un poderoso Consejo de Seguridad Eco nómica, de la talla, incluso, del propio Consejo de Seguridad; o su gieren que las muchas tareas del E C O SO C sean puestas en manos de dos organismos más pequeños y ágiles: un Consejo Económico de la O N U y un C onsejo Social estrechamente vinculado al anterior. Ambos, claramente, conllevan el oneroso obstáculo de tener que enmendar la Carta, y el problema de este tipo de ideas, e incluso de toda sugerencia clara hecha pública por comisiones «de alto nivel» y «distinguidas», es que sin el apoyo positivo de las grandes potencias no se conseguirá nada relevante. Pero la actual debilidad de un «órgano central» de la ONU como el ECOSOC es tal que la Asamblea General debería hacer
frente con honestidad a un crudo dilema: matarlo o curarlo. Esta úl tima será la única solución aceptable para los gobiernos que consi deran que el ECOSOC es la antítesis del Consejo de Seguridad; un lugar en el que tienen voz los países más pobres y débiles, un orga nismo en el que la pertenencia rotativa regional contrasta con los privilegios del P5, una institución mundial cuyos muchos organis mos y comités realizan una valiosa labor en defensa de los menos poderosos. Además, no es que todos los elem entos que in te gra n el ECOSOC hayan fracasado. No querríamos suprimir su Comisión de Estupefacientes ni su Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer. Ciertam ente, se nos hiela la mirada ante la sola mención del C o mité de Expertos sobre el Transporte de Mercancías Peligrosas y el Sistema Globalmente Armonizado de Clasificación y Etiquetado de Productos Químicos, pues en una época en que puede haber terro rismo bioquímico su función quizá sea creciente, no menguante. El problema del ECOSOC, por tanto, no reside en sus elemen tos sino en el conjunto. Un organismo compuesto por cincuenta y cuatro miembros (que rotan cada tres años), que se reúnen «en en cuentros sustantivos» durante solo cuatro semanas todos los meses de julio, no es una iniciativa seria. Cualesquiera que sean los gritos de protesta de quienes pretendan nivelar la situación internacional, tie ne sin duda más sentido que un organismo más pequeño, compues to, por ejemplo, por veinticuatro estados miembros (un tercio pro cedente del mundo desarrollado, un tercio de los grandes países en vías de desarrollo y un tercio procedente de los países pequeños), se reúna con mayor regularidad y tenga capacidad para llamar a con sultas a todas las instancias internacionales y planificar de forma coo perativa. Sencillam ente, no se puede esperar que la Organización Mundial de la Salud, por ejemplo, asuma la carga del sida a escala mundial, ni tampoco puede el Programa de las Naciones Unidas so bre el M edio Ambiente trabajar solo en un campo tan crucial. Pero sin un organismo de coordinación que tenga una autoridad conside rable, los esfuerzos de la agencia se dividirán. Cuando pensamos de nuevo en los desafíos que plantea la reconstrucción de un único es tado colapsado y la ausencia de una agencia coordinadora general, el asunto se vuelve imperioso. Tanto en el plano local como en Nue-
va York y Ginebra, hay un clamor a favor de simplificar la estructu ra pero dotarla, no obstante, de más autoridad para que lleve a cabo el com etido de la O N U en este aspecto.11 Pero este tipo de reformas del ECOSOC (y, como consecuen cia, de la propia Asamblea General) exigen ofrecer una oportunidad para par a su s u acep ac epta taci cióó n gene ge nera ral.l. Las prop pr opue uest stas as p roc ro c e d e n tes te s de la izqu iz quie ier r da («democratizar» completamente las Naciones Unidas) no tienen ninguna perspectiva de aceptación entre las potencias dominantes. Las críticas procedentes de la derecha, que acusa al ECOSOC de ser un organismo corrupto, ineficaz y enfangado en su propio pasado, sirven de muy poco. Pero esos analistas conservadores realizan co m entarios válido válidoss que todo aquel que desee reforzar la O N U debe ría tomar muy en serio. Hay necesidad de mayor transparencia y compromiso por parte de todos los estados miembros elegidos para el ECOSOC, sus comités y demás organismos que forman parte de la «familia» de la Asamblea General. Hay necesidad de poner en cuestión el estricto sistema regional rotatorio de representación na cional si una nación candidata entrante es negligente en su propio gobierno. gob ierno. ¡Menud ¡M enudoo im pulso tan maravilloso se se habría dado a sí sí mis mo el ECOSOC si en 2004 hubiera establecido que el gobierno de Sudán no esta estaba ba cual cualifi ificado cado para para ser miem mie m bro de la Co Com m isión de D e rechos Hum anos de la la ON U ! C om o señal señalaa con aspere aspereza za sobre el el fu turo de la O N U el reciente G rupo de Alto Nivel, la reafirmación reafirmación de los derechos humanos «no puede ser llevada a cabo por estados que carecen de un compromiso demostrado con su promoción y pro tecció tec ció n» n».1 .12 A estas alturas el lector puede suponer cómo continúa este argu m ento. En u n m un undo do ideal ideal,, serí seríaa buen o reali realizar zar cambio cambioss estructura estructura les significativos en la arquitectura y en la política económica y so cial ial de la O N U ; tan buen o, nada menos, com o una transformación transformación ; ideal de la composición del Consejo de Seguridad y de las prácticas de pacificación. Pero a falta de enmiendas trascendentales a la Carta, todavía se puede hacer mucho para mejorar el bastante lamentable estado de cosas actual: una mayor reducción de los organismos que se solapan; solapan; un a m ayo ayorr insistencia insistencia en la cualificación cualificación de los los funcion a rios rios de la la O N U entrantes; entrantes; un én énfa fasi siss menos meno s riguroso en la rotación,
y una mayor consistencia de las normas cuando se aplican al ECOS O C y a las las políticas políticas más generales generales de la O N U . Y esas esas mismas re comendaciones también sirven para la propia Oficina del Secretario General; al igual que la mujer del César, tiene que estar por encima de toda sospecha y ser el hogar de la rectitud, la eficiencia y la ho nestidad. En este aspecto se ha hecho mucho, pero el asunto más importante es que, debido a los sentimientos poco amistosos y des deñosos hacia la la organización m und undial ial en algunos algunos ámbitos, la Secre Secre taría debe tener unos antecedentes inmaculados y sin tacha.
Hasta aquí, este capítulo ha apuntado diferentes recomendaciones «sobre la marcha» para mejorar la representatividad del Consejo de Seguridad, la eficacia de la misión de pacificación e imposición de la paz de la O N U y los po dere de ress y la a uto ut o rid ri d ad del de l E C O S O C . Cada Ca da una de las recomendaciones tendría que ser negociada por los go bier bi erno nos, s, quiz qu izáá e n c o n ju n to m ejo ej o r q u e u n a a una; un a; y todas toda s co n trib tr ib u i rían a hacer avanzar la caravana. En las áreas restantes (dicho de otro modo, en las áreas recogidas anteriormente, en los capítulos sobre derechos humanos, entendimiento cultural, protección del medio ambiente y fomento de la sociedad civil internacional) está mucho menos claro que las modificaciones institucionales supusieran gran des diferencias. La cuestión aquí no tiene tanto que ver con que las estructuras estén fosilizadas como con el fracaso de los estados miem bros, de forma individua l y a veces colecti colectiva, va, a la hora de cu m plir pl ir c o n el rig r igur uros osoo leng le ng uaje ua je de los tratad tra tados os en los que qu e esta es tam m paro pa ronn su firma. El asunto es plenamente coherente con las finalidades de la ONU, acerca de las cuales, mientras escribimos esto, parecen saber po p o co los gobi go bier erno noss de Sudá Su dán, n, Bielo Bi elorru rrusia sia,, Z im b ab u e, C u b a y m u chos otros. Promover la causa de los derechos humanos internacionales es uno de estos asuntos. El capítulo 6 finalizó con un confuso y he terogéneo comentario, pero no se debía a algún defecto flagrante de la arquitectura general de nuestro régimen actual de derechos hu manos. Al contrario, probablemente la comunidad mundial haya mejorado su maquinaria en esta dimensión de su labor mucho más
que en cualquier otro camp o, y la conciencia in ternacional acerca de los genocidios y otras violaciones de los derechos es más aguda hoy día que en cualquier otra época. No, las decepciones provienen del conocimiento (ampliamente suministrado por los organismos de la ONU, las iglesias, Amnistía Internacional, Human Rights Watch y otros) de que hay tantos gobiernos, grandes y pequeños, que toda vía actúan sin respetar la Declaración Universal, las convenciones de Ginebra y todos los protocolos derivados de ellas. Pocos países tie nen ne n las las manos mano s absolutam abso lutamente ente limpias limpias y algunos son culpables en primer grado, y allí donde el orden político se ha venido abajo, las atroci dades se multiplican. Sin esta necesidad humana básica del derecho a la protec ción, tanto frente al prop io gobiern o c om o ante agres agresor ores es extranjeros, extranjeros, la la sociedad mund ial co ntinuará avergonzada. avergonzada. El princi pal cons co nsue uelo lo (un (u n h e c h o incl in clus usoo para par a cong co ngrat ratul ulars arse) e) es el p o d e r que la opinión internacional tiene en la actualidad para revelar las viola ciones de los derechos humanos y conseguir incluso que regímenes despiadados y contumaces reflexionen sobre las consecuencias de su maldad. maldad. Esta presión internacion al co ntra las las violaciones violaciones debe man tenerse, y allí donde sea necesario el Consejo de Seguridad debe au torizar intervenciones para d eten er los los genocidios. P ero las las verdade ras mejoras se producirán en los corazones y las conciencias de la humanidad, no en mecanismos suplementarios. Esto mismo es válido, sin duda, para la prevención del calenta miento global y la degradación de nuestros entornos naturales. Claro que es necesario acordar muchas medidas técnicas suplementarias y formas más adecuadas adecuadas de estructurar estru cturar la lucha luch a de la hum hu m anidad anid ad en pro del desarrollo sostenible, así como invertir en programas de recupe ración medioambiental; pero la medida clave es que los principales estados estén dispuestos a hacer cumplir unas políticas de reducción y conservación estrictas. El concepto «estados principales» lo dice todo. No tiene sentido pedir a los pequeños estados insulares que to men medidas para detener el calentamiento global. El peso de la ta rea recae sobre Estados Unidos, la Unión Europea, China, India, Japón, Rusia, Brasil y algunos otros estados más grandes y/o prós peros;. prec pr ecis isam am ente en te p o rq u e son so n sus activ ac tivida idade dess econ ec onóm óm icas ic as las que qu e más contribuy en al deter ioro de nuestro planeta. P or desgra desgraci cia, a, aquí
el centro de la atención es Estados Unidos. Si la economía más po derosa del mundo y la que más gases de efecto invernadero emite da largas a las restricciones internacionales (Kioto, Montreal o las que sean), proporciona una excusa perfecta, justa o injustamente, a los gobiernos más rezagados de otras zonas. Hoy día, en el ámbito me dioambiental todos los caminos conducen a Washington. ¿Se pon drá en marcha? Fom enta r la com prensión cultural de «los otros» (y po r tanto de las diferentes formas de entender el mundo) es otro asunto impor tante de la agenda global, aunque sería prudente no depositar se mejante carga sobre la UNESCO y los organismos anexos, como hicieron los padres fundadores en 1945 o sus ambiciosos sucesores en la década de 1970. Sesenta años de experiencia han demostrado dónde tropieza la UNESCO (ideológicamente cargada, con pro gramas demasiado políticamente correctos) y dónde funciona bien (en asuntos internacionales deportivos, educativos y m edio am bien tales, en la declaración de lugares considerados patrimonio de la humanidad, etcétera). En este sentido, no hay necesidad de alterar los estatutos de co nstitución , sino solo de m ejorar las medidas p rác ticas, además de las más altas normas de nombramientos para redi mir un pasado empañado. En esencia, es mucho más probable que la responsabilidad de la UNESCO de «promover la colaboración entre las naciones mediante la educación, la ciencia y la cultura» la asuman los impulsores de la globalización: internet, los intercam bios de estudiantes, el turismo, la colaboración científica, las redes de medios de comunicación y el capitalismo global. Aquí hay cam pos en los que las aportaciones de la O N U serán siem pre sensible mente limitadas. Eso mismo debe decirse del fomento de la sociedad civil inter nacional, analizado en el capítulo 7. Se trata de un elemento crucial, tanto del presente como del futuro, porque sin él las Naciones Uni das serían un organismo débil y atrofiado, un lugar de reu nió n de los gobiernos y nada más. Pero, aunque la ONU continúe siendo una organización íntergubernamental, también queda claro que sus po líticas se ejecutan mejor cuando actúa ju n to con otros organismos en defensa del bien común: organizaciones de voluntarios, ONG, igle
sias, empresas internac ionales, activistas locales y medios de c om un i cación mundiales. Son estas entidades las que están creando la socie dad civil internacional, y tanto si la organización mundial siguiera existiendo como si dejara de existir por completo, es obvio que otros actores (que abarcan desde estudiantes con becas Fulbright hasta la Iglesia católica, IBM o The Economist ) continuarían desfilando a un son bastante similar: aquel qu e prom ovía los vínculos en tre la varia da multitud de los pueblos del mundo. Para muchos ciudadanos, tanto en el Norte liberal como en el Sur con aspiraciones, las Na ciones Unidas representan la mejor esperanza para nuestro futuro colectivo, pero ese futuro viene conform ado también p or agentes y fuerzas muy alejadas de Nueva York y Ginebra. Por último, ¿qué podemos decir de la Asamblea General? Des pués de todo, es la manifestación más pró xim a de que disponemos del Parlamento de la Humanidad, pero su renqueo es evidente para todos. Con la prohibición (en esencia) de debatir y decidir sobre cuestiones de seguridad, mutilada en su cometido socioeconómico po r la lejanía de las institu ciones de Bre tton W oods y las organiza ciones intergubema men tales, limitada po r el período de tiempo que duran sus sesiones, abarrotada de comités, agobiada por el papeleo y las prácticas burocráticas formales y lastrada por la necesidad de ser representativa de sus 191 miembros (cuando la mayoría de ellos re conocen que supone una merma para la eficacia), no es un órgano eficaz ni afortunado d e la O N U . N ing un a persona en sus cabales su geriría que fuera un candidato a la abolición, com o suele decirse del Consejo de Administración Fiduciaria o del ECOSOC, pero eso nos devuelve sin más a la pregunta principal: ¿cómo puede conse guirse que la Asamblea Gen eral gane en eficacia y sea más respetada? Quizá no se pueda. El escritor inglés del siglo xix Walter Bagehot distinguió entre las ramas «señoriales» del gobierno (la reina, la Cámara de los Lores) y las ramas «efectivas» del mismo (el gabinete, la Cám ara de los Com une s, la adm inistración pública). N o querría mos forzar demasiado esta analogía, pero cuando todos los otoños leemos las declaraciones de nobles principios formuladas a lo largo de dos semanas por parte de los líderes mundiales en la apertura de la Asamblea General y luego las comparamos con la actividad cotidiana
del Consejo de Seguridad o del Banco Mundial, nos vienen a la mente esos mismos adjetivos. Quizá la Asamblea General sea una es pecie de Cámara de los Lores mundial; una re unió n de lores, ricos y pobres, grandes y peq ueñ os, con derecho hered ado todos ellos a un único voto como estados soberanos, dispuestos todos a pronunciar se sobre asuntos políticos, económicos y sociales, pero incapaces en realidad de ejercer mucho poder. Quizá sea demasiado cruel. La Comisión de Gobemanza Mun dial (1995) es un buen argumento sobre la relevancia de la Asamblea Ge neral.13 Al fin y al cabo, tiene que aprobar el presupuesto anual de la O N U , de m odo que en ese sentido actúa de forma similar a la Cá mara de los Comunes original. Es el único foro auténtico de opinión mundial; o, mejor dicho, de las opiniones de los gobiernos mundia les que tenemos. Sus resoluciones pueden carecer de continuidad plena porq ue es un organismo de deliberación sin poder para tomar decisiones vinculantes para los estados miembros, pero sus pronunc ia mientos suelen ser un bu en baróm etro de la opinión internacional y en m uchos lugares se considera qu e tiene más legitimidad que el pro pio Consejo de Seguridad. Sus p eticiones a la Secretaría para que ela bore informes sobre cuestiones aprem iantes, al igual que su solicitud de lo que acabaría convirtiéndose en el doc um ento del secretario ge neral «Un programa de desarrollo» (1994), puede n tene r consecu en cias institucionales y desencadenar quizá nuevas prácticas, reformas y agencias que cubrirán determinadas necesidades. Es el único órgano importante con capacidad de convocar conferencias internacionales para abordar asuntos sociales, económicos y medioambientales de primer ord en que exigen atenc ión mundial. La Asamblea es, por tan to, un organismo con mucho poder de creación. D e m odo que la verdadera pregun ta es cómo se puede hacer que sea más receptiva, más eficaz y que no parezca tanto una tertulia ante una audiencia perpleja u hostil. Hay de he cho un asombroso nú m e ro de propuestas en el aire para la mejora de la Asamblea General. La mayor parte de ellas comienza subrayando su función especial como foro de d ebate m und ial y defiende efusivamen te las sesiones qu ince nales de septiembre de los jefes de Estado y ministros de Asuntos Ex teriores en Nueva York por considerarlas valiosas, vitales incluso
para el e ntendim iento internacional. Pero a continuación reconocen de inmediato que los programas de la Asamblea son poco flexibles, ineficaces y reiterativos; demasiados gobiernos impulsando políticas que encajan mal en nuestras realidades del siglo xxi, aun cuando en 1970 fueran atractivas. Los programas también deberían ser más breves y los comités, más reducidos y co n un co metido más limita do. Algunos de los seis comités principales podrían ser candidatos a fusionarse o a ser directamente suprimidos. El primer medio siglo de existencia de la organización mundial fue testigo de una expansión constante de sus funciones, oficinas y administraciones; el segundo medio siglo podría, con suerte, ser testigo de un mejor reconoci miento de dónde funcionan bien la Asamblea y sus elementos y dónde no funcionan bien, además de identificar dónde podrían res ponder m ejor a las necesidades más recientes de la hum anidad. Algunas de las demás propuestas para incrementar la eficacia y la talla de la Asamblea General se mencionaron al principio de este ca pítu lo. Es claram ente necesario reorganizar el E C O SO C , y solo lo pued en hacer los estados miembros en la Asam blea acordando redu cir el personal de su órgano hermano, hacer que sea menos sonám bulo y que delim ite mejo r su labor; o (lo cual es más im probable en estos tiempos) crear otro órgano. Cuando el aprecio por el ECO SO C aumenta, tam bién lo hace el de la propia Asamblea General. El segundo con junto de ideas, igualm ente im portan te, afecta al fortale cimiento de la relación de la Asamblea con el Consejo de Seguridad. Como ya existe el Comité Especial de Operaciones de Manteni miento de la Paz de la Asamblea General, ¿por qué no basarse en él para crear mejores mecanismos de interacción entre los «órganos centrales» (el Consejo de Seguridad y la Asamblea General)? Esta consulta también podría producirse reforzando los poderes de enla ce del presidente de la Asamblea General, un cargo sin duda rotato rio; pero tiene mucho más sentido que la persona que ostenta ese cargo sea capaz de sentarse tanto en sesiones ordinarias como de ur gencia del Consejo de Seguridad. Cualquier otra vinculación más fuerte que pueda forjarse entre el presidente de la Asamblea y la Ofi cina del Secretario G eneral de la O N U podría con tribuir tamb ién a engrasar los engranajes de una parte muy compleja de la maquinaria.
Por último, y no por ello menos importante, la Asamblea Ge neral debería revisar la cuestión de cómo se financia la ONU. Es un lug ar com ún qu e la mayoría de los gobierno s nacionales, las ad ministraciones municipales, los sistemas escolares, los sistemas de pensiones, las universidades, los hospitales y demás instituciones so ciales andan escasos de dinero en estos tiempos; pero las Naciones Unidas quizá sean únicas en el ritmo con el que se depositan cargas sobre ellas, unido ello a su dificultad constitutiva para obtener nue vos ingresos. Esta brecha entre los fines y los medios se ha converti do desde hace mucho en algo lamentable, pero las posibles solucio nes también reciben réplicas amargas. Hace una década o más, la idea de gravar con un pequeño impuesto las transacciones moneta rias internacionales fue muy popular; el argumento era que, como la comunidad comercial planetaria dependía más que otras de la esta bilidad mundial, no le importaría m ucho esta m inúscula co ntrib ución especial a las arcas de la ONU. La idea se desplomó con rapidez, de rribada por los mismos conservadores estadounidenses que habían tor pedeado la propuesta de que hubiera un ejército de la O N U . D uda mos de que los propios banqueros internacionales tuvieran tiempo de valorar esta propuesta antes de que feneciera; quizá la habrían aceptado. Tal vez todavía valga la pena examinarla de nuevo, pues to que la idea era bastante modesta e incluía algunos mecanismos de control rigurosos sobre el plan por parte de los estados miembros y sus parlamentos. Y, en cualquier caso, la Asamblea va a tener que volver a examinar los criterios de valoración anuales y las aportacio nes nacionales relativas a la luz de la transformación de los equili brios económicos globales. Es un m om ento apropiado para realizar un análisis concienzudo de la financiación de la ONU.
Este capítulo ha tratado de responder a ese grito esencial de «¿Qué hay que hacer?». La respuesta es que, por su propia naturaleza, la or ganización mundial es tan compleja y tan inmensa que sería absurdo buscar una única receta para mejorar. Las reformas llegarán, o debe rían llegar, poco a poco. No hacer nada en absoluto es imposible, dada la necesidad de la humanidad de mejorar la cooperación y la
gobemanza; y tratar de modificar la Carta con enmiendas que alte ren de forma absoluta las relaciones de poder existentes no tendría ninguna posibilidad de éxito. De modo que necesitamos una senda intermedia que origine algunos cambios ahora y ofrezca posibilida des de que se produzcan más. Esto debería ser incontrovertible. Dado el ingente número de órganos principales, agencias, comisiones, organizaciones técnicas y similares, y dada la com plejidad de los programas de la O N U relati vos a la pacificación, los derechos humanos o el desarrollo, nadie puede creer que reform ar una parte de esta gigantesca maquinaria resolverá todas las necesidades y problemas. Y, de hecho, sugerir cambios en un área está prácticamente destinado a provocar una in sistencia en que las transformaciones son aún más importantes en otras. Como hemos visto, mientras que algunos gobiernos se preo cupan al máximo por el deterioro medioambiental, a otros les in quieta principalmente el injusto equilibrio económico Norte-Sur. Po r consiguiente, si la comu nidad m undial de naciones puede llegar a un acuerdo sobre algún tipo de reformas de la ONU, estas tendrán que llegar formando parte de un paq uete. Esto no tiene por qué ser la «gran operación» que algunos autores han exigido, sino que será un acuerdo que afecte a muchos elementos. Todas las comisiones e informes subrayan esta cuestión, y tiene mucho sentido. La otra parte de esta argumentación también es cierta. No reali zar ningún cambio augura una creciente esterilidad de las Naciones Unidas, excepto para sus organismos técnicos, pero las propuestas de enmienda de la Carta que amenazan a quienes controlan los resortes del poder no pueden llevarse a término bajo las actuales circunstan cias. El único modo de avanzar es mediante reformas inteligentes y paulatinas, com o au mentar el núm ero de miembro s del Consejo de Seguridad, mejorar la eficacia operativa en todos los aspectos de la pacificación y la imposició n de la paz, abandonar el Consejo de A d ministración Fiduciaria y el Comité de Estado Mayor (pero buscar modos mejores de llevar a cabo las tareas que originalmente se les encomendaron), reorganizar o suprimir el EC O SO C , mejorar la ac tuación de las agencias de derechos humanos, medio ambiente y cultura, establecer una co ordin ación más estrecha con las institucio