Tostadas de jabón: un romance
Es posible que uno encuentre algo nuevo en una cara nueva; es posible sorprenderse por un rostro diferente; incluso i ncluso es posible conmoverse conmoverse con un rostro distinto; es posible que a uno le guste o le desagrade este nuevo tipo de rostro; pero no se puede rechazar una cara nueva. Uno debe aceptarla tal como es. Gertrude Stein Lecturas en América
¿Conocen The Scotsman, a la vuelta de Plaza Soho? Allí es donde donde nos encontramos por primera vez. vez . Yo Yo estaba estaba atrapado en en un rincón entre la chimenea y la puerta del baño de caballeros y, antes de que pudiera escaparme, escapa rme, Hester Hewart nos había presentado. presentado. Se llamaba llam aba Vicky Baker. Apenas tuve tiempo de observar su boina y sus pantalones de corderoy marrón cuando soltó: soltó: —No me gusta gusta lo que escribes. Me gusta el estilo, esti lo, pero pero no las cosas sobre las que que escribes. —Y añadió— añad ió—:: Verás, Verás, soy conservadora. Bueno, Bueno, ninguna de estas esta s declaraciones declaraciones podía estar e star calculada c alculada para complacerme. Pero Pero no era sólo lo que dijo: era su aspecto. aspecto. Jamás había visto un rostro más vacuo en una chica. Su total falta de expresión hacía que, a primera vista, pareciera asombroso. Era un rostro regordete, completamente empolvado
Julian Maclaren-Ross
de blanco. Lo enmarcaba una campana de suave cabello lacio color rojizo. Tenía las pestañas rígidas por el maquillaje y usaba lápiz de labios anaranjado. Tampoco esto era todo. Para que las cosas ueran aún peores, estaba colgada del brazo de un joven a quien yo detestaba de manera especial: un cabo de la Fuerza Aérea llamado Dickie Galbraith. Esta persona, alta, inclinada, con ondas de cabello rubio y una tez rosa y blanca, me saludó como a un compañero a quien no veía hacía mucho tiempo y me encajó una cerveza en la mano. Estaba atrapado. Sobre mi cabeza se leía un cartel que decía que no estaba permitido pasar apuestas en el bar. A mi izquierda, Hester Hewart predicaba sobre la interpretación marxista de la poesía. Al ver a Galbraith, interrumpió para exclamar lo hermoso que le parecía. Durante un rato, ella y Vicky discutieron con entusiasmo su belleza mientras el mencionado Galbraith sonreía como un tonto. Entonces Vicky reanudó el ataque, diciendo: —¿Por qué no escribes sobre alguna otra cosa? Me parece una necedad perder el tiempo despotricando contra el ejército. Yo dije: —Quizá si hubieras estado en el ejército también sentirías ganas de hablar mal. —Oh, pero he estado —dijo—. Dos años en las reservas. Disfruté cada minuto. —Lástima que no te quedaste —le dije. Poco después comenzó una discusión estúpida. Hester Hewart, que estaba con su humor de fn-de-la-velada y se estaba volviendo belicosa, comenzó a decir que el poeta debería integrarse a la sociedad. Oponiéndome a esta teoría cité a Baudelaire, Verlaine, Dylan Thomas. Ella dijo: —Mira a Maiakovski.
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Yo dije: —Maiakovski estaba tan integrado que, para probarlo, se suicidó. —Entonces no las aguanté más y salí a los codazos del lugar. De todos modos, era casi la hora del cierre. La siguiente vez que vi a Vicky, estaba de nuevo con Galbraith y se tomaban de la mano. Era en otro bar, el Burglar’s Rest, detrás de la calle Charlotte, y se hallaban junto a las escaleras; ella reclinaba la cabeza sobre su hombro. Ambos tenían ridículas sonrisas en los rostros y vasos de cerveza en la mano libre. Tres noches después, en el mismo bar, ella se presentó súbitamente a mi lado, en la barra; Galbraith no estaba a la vista. Abrió uego de inmediato al decir: —Sabes, en realidad no soy conservadora. —¡Qué! —dije—. ¿Ya cambiaste de partido? —No, no. Verás, en verdad nunca lo fui. Dije eso por decir algo. —Debes de tener muy pocos recursos a la hora de conversar —le dije. Movió el vaso de cerveza en círculos sobre la barra, de modo que se formaron unos redondeles húmedos en la madera. —No te gusto —dijo—. ¿No? No vi la razón para ser poco sincero. Dije: —No mucho. —¿Es por lo que dije sobre tu trabajo? Porque en realidad no había leído nada tuyo. Sólo las críticas. —¿Y ahora qué has leído? —Compré tu libro. Me gusta muchísimo. En especial las partes en las que se parodia al ejército.
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—Pero pensé que te gustaba el ejército. —No —dijo ella—. Lo odio. Verás, me pongo nerviosa y entonces digo lo primero que me viene a la cabeza. En ese momento, como si le dieran pie, un hombre pelado con un escudo de ex combatiente en la solapa y curitas en la frente se tambaleó delante de nosotros y dijo: —¿Saben qué haría con los muertos? —Entiérralos —sugerí. —Eso es —dijo—. Enterrarlos. Y en cada tumba colocaría tan sólo una simple cruz de madera. ¿Qué dicen ahora? —Buena idea —dije. —Ninguna inscripción, nada. Sólo una cruz de madera. Es todo lo que piden los muchachos. Toma algo. —Ya tengo, gracias. —Eso, señor —dijo el hombre pelado—, es una respuesta inadecuada a mi pregunta. Repito: ¿qué estás bebiendo? De un ex combatiente a otro, insisto. —Está bien, una cerveza negra. El pelado giró sobre sus talones y, señalando de manera acusadora a Vicky, preguntó: —¿Y la señora? Vicky dijo: —Una cerveza, por avor. —Ella es Vicky —dije—. Una ex combatiente también. No entendí tu nombre. —Bob —dijo el pelado—, Bob a secas para mí está bien. —Le gritó al muchacho de la barra para pedirle las bebidas. Vicky dijo: —¿Ahora gustas más de mí? —No —dije—. ¿Por qué debería hacerlo? —Pensé que lo harías.
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—No. —Oh —entonces dijo—: ¿Aún escribes guiones con Adam Stroud? —Lamentablemente ya no. —¿Qué pasó? El año pasado estaba tan entusiasmado de tenerte con él. Dije: —Se entusiasmó cada vez menos a medida que pasaba el tiempo. Bob dijo: —Yo conocía a un tipo llamado Stroud. En el Batallón 9. ¿Será el mismo? —Para nada —dije—. Este es un productor de cine. —Error mío —dijo Bob—. El Stroud que yo conocía era cartero. —Levantó el vaso y dijo—: Pip. Dije: —Salud. —Y a Vicky—: ¿Cómo es que llegaste a conocer a Adam Stroud? —Mi marido solía trabajar para él —dijo—. La sala de montaje. —¿Tu marido? No sabía que estabas casada. —No lo estoy más. Acabo de divorciarme. Más chifado que un plumero. —Debes de haberte casado muy joven. —El año pasado. Tengo veintidós años. Estuvimos juntos sólo tres meses. —Yo estuve con mi esposa seis meses. Eso es mejor. —¿Y ahora estás divorciado? —Denitivamente. —Yo también estuve casado —nos dijo Bob. —¿Cuánto tiempo permaneciste casado? —le pregunté. —Todavía lo estoy —dijo—. Tanto peor.
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—A mí me gusta estar casada —dijo Vicky—. Al menos me gusta la idea. Me casaré de nuevo en cuanto pueda. —¿A quién has señalado? —le pregunté—. ¿A ese bello muchacho? —¿Quieres decir Dickie? —Me miró con una expresión ofendida en sus enormes ojos oscuros, de grandes pupilas color caramelo—. Ahora estás siendo desagradable. —¿Desagradable? —dije—. ¿Por qué? —Bueno, ¿no lo sabías? Me abandonó. Volvió con su esposa. —Oh, también está casado, ¿no? —Todo el mundo parece casado por aquí —dijo Bob, y clavó los ojos melancólicamente en el vaso. —Vicky no —dije—. Está divorciada. Nosotros dos estamos divorciados. —Ojalá yo también lo estuviera —dijo Bob—. ¿Qué tal mojarnos los labios otra vez? Dije: —Dos cervezas negras y una común. —Y a Vicky—: ¿Cómo es la esposa de Galbraith? —Posesiva. Terriblemente posesiva. —Dejemos el tema de las esposas —dijo Bob—. Asunto espinoso. —Por supuesto, él es débil en extremo, pobre cariño —dijo Vicky—. Hace todo lo que ella le dice. ¿Saben? Iba a divorciarse y casarse conmigo pero ella no lo dejó. —Difícilmente podrías esperar que ella estuviera encantada con la idea —dije—. Aunque yo en su lugar lo estaría. —Ahora eres desagradable otra vez. —Tonterías. Creo que te hizo bien deshacerte de él.
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—Lo sé. Pero no puedo quitármelo de la cabeza. Tiene una cara tan hermosa. —Bebe y no seas ridícula —le dije. Bebió la cerveza y siguieron unas cuantas más. Era evidente que bebía para ahogar sus penas. El bar comenzó a llenarse y Bob muy pronto se volvió ininteligible. Se tambaleaba de un lado a otro y a cada uno que entraba le exponía su opinión respecto a dónde colocar los muertos. Realicé una travesía al piso superior. Cuando bajé, Bob todavía estaba allí, discutiendo con un americano, pero Vicky había desaparecido. La busqué en la penumbra; la atmósfera era ahora tan espesa que las lámparas del techo parecían desparramar humo hacia abajo. A través de esta niebla, allí donde era más densa y el bar se dividía con un tabique, pude distinguir, apoyado contra el vidrio y la madera, a un grupo de jóvenes envueltos en bufandas y fumando pipas curvas, a quienes yo técnicamente conocía como los Slithy Toves. De pronto, para mi consternación, vislumbré a Vicky entre ellos. Un Tove con aún más bufandas que el resto, y para colmo una polera, se balanceaba frente a ella, hablando a mil por hora. En el mismo momento, ella me vio y agitó la mano como una loca, mientras gritaba: —¡Julian! ¡Ven y conoce a Walter! Busqué mi cerveza. Había desaparecido; con seguridad Bob se la había tomado. De muy mal humor, hice un esfuerzo para dirigirme a Vicky. Ella dijo: —Julian, él es Walter. Estuvimos juntos en Cambridge. En un segundo yo estaba dándole la mano a cada Tove presente. —No pueden haber estado todos en Cambridge —dije.
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—No, yo estuve en Oxford —me dijo un Tove de barba color naranja—. Editaba una revista allí. ¿Eres editor? —Dios no lo permita —dije. —Lástima, porque si lo eras, tengo aquí unos poemas que me gustaría mostrarte. Por una de esas casualidades, ¿conoces a Tambi? Me salvé de responder por un ligero codazo en las costillas que recibí desde atrás. Me di vuelta y vi a Sheila Parsons, envuelta en pieles y sonriéndome por encima de un vaso de gin que sostenía con ambas manos, para resguardarlo. —Pensé sólo decirte “hola” —dijo, y cabeceó al grupo—: ¿Tu más reciente conquista? —¿El de barba naranja? —dije—. ¡Vamos, Sheila! —No, tonto. La pequeña de pantalones. Sabes perfectamente a quién me refero. —Vamos, Sheila —comencé a decir de nuevo, y me detuve. Allí, frente a mí estaba el cabello de Vicky; no tenía la boina, se lo echaba para atrás; un cabello suave y la cio, color rojizo, cortado en orma de campana: exactamente la clase de cabello que más odio. Y de pronto me di cuenta de que lo que más quería era acariciarlo. Retrocedí un paso; ue un instante espantoso. Un desenlace así era algo que, francamente, no se me había ocurrido. Miré a mi alrededor buscando una manera de escaparme, pero los Toves se interponían entre la puerta y yo; detrás de ellos estaba Bob, y a mi lado Sheila, que sonreía de manera orzada por encima de su gin con limón. —Bueno —dijo Sheila—, te dejo tranquilo. Buena cacería. —Y con estas palabras comenzó a deslizarse entre el
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gentío. Intenté con desesperación llamarla para que regresara, pero había desaparecido: se la había tragado la tierra. Esto era alarmante: yo ni siquiera tenía una cerveza en la mano. El dueño del bar estaba ocupado en el otro extremo de la barra. No había nada que hacer; me estiré y toqué a Vicky ligeramente en el hombro. Se dio vuelta de inmediato y se zambulló bajo mi brazo; su cabeza llegaba justo a la altura de mi mentón. —Vamos a otro lado —le dije. Sacudió la cabeza hacia atrás y sonrió: —Te gusto más ahora, ¿no? —No. —Sí, no es cierto, o no querrías que uera contigo. —Está bien —dije—, pero vamos. Todos los Toves unidos nos rodearon con gritos de protesta. Vieron que Vicky se les escurría de los dedos. El Tove de la barba naranja incluso oreció mostrarme sus poemas en el acto si tan sólo me quedaba. Resistí la tentadora oferta y, tomando a Vicky del brazo, me dirigí a la salida. De pronto, Bob tambaleó rente a nosotros pero lo corrí a un lado. Por fn salimos a la calle, camino al Scotsman. Vicky se balanceó levemente cuando el aire río la golpeó. Dijo: —Sabes, creo que estoy un poquito borracha. —No me sorprendería en lo más mínimo. —No soy buena bebedora —dijo—. Estoy más hecha para la vida doméstica. Zurcir medias y esas cosas. —Pantufas junto a la chimenea —dije. —Eso es. Sería una muy buena esposa. —Bueno —dije—. ¿Por qué no te casas conmigo?