EL TEMA DEL HOMBRE. por Julián Marías. EL HOMBRE ANTIGUO. I.- DE LOS PITAGÓRICOS A SÓCRATES. ALCMEÓN DE CROTONA. Como ejemplo de la doctrina pitagórica acerca del hombre pueden tomarse algunos fragmentos o doxografías de Alcmeón de Crotona, perteneciente a la escuela o al menos en estrecha relación con ella, que, al decir de Aristóteles, era un joven cuando Pitágoras estaba en su vejez. La significación de Alcmeón, como es bien sabido, reside principalmente en sus investigaciones fisiológicas, médicas y psicológicas. ** “Alcmeón dice que (el alma) es inmortal por parecerse a las cosas inmortales; y esto le pertenece por estar siempre en movimiento; puesto que todas las cosas divinas se mueven siempre continuamente; la Luna, el Sol, los astros y el cielo todo.” (Aristóteles, De Anima, I, 2. 405 a 29 sq.) “Alcmeón afirma que el hombre se distingue de los demás entes porque sólo él piensa, mientras que los demás entes tienen sensación, pero no piensan.” (Teofrasto, De las sensaciones, 25.) “Dice Alcmeón que los hombres perecen porque no pueden unir el principio con el fin.” (Aristóteles, Problemas, XVII, 3. 916 a 33 sq.) ** Aparecen claramente señalados tres momentos importantes: en primer lugar, la distinción entre el cuerpo y el alma; en segundo lugar, la diferencia entre el hombre y el animal, reconocida en su facultad pensante; en tercer lugar, la relación con los dioses y el problema de la inmortalidad. El alma humana es inmortal por su relación con las cosas divinas, a las que se asemeja por su eterno movimiento: esta doctrina tendrá repercusión en Platón (cf. Fedro, 245 c sq.); pero, por otra parte, al hombre le corresponde cierta mortalidad, por no poseer el movimiento perfecto, circular, de los astros divinos, que simboliza la eternidad por su unión del principio con el fin. Encontramos ya en este pitagórico los puntos capitales que va a tocar la especulación helénica en torno al hombre.
JENÓFANES DE COLOFÓN. Jenófanes representa un momento interesante en la historia de la filosofía griega; es posterior a Pitágoras, y recoge su herencia filosófica; al mismo tiempo, es un antecedente directo de Parménides y de la escuela eleática. Vivió hacia la segunda mitad del siglo VI y la primera del V. Por otra parte, Jenófanes, poeta y filósofo, señala una etapa de la lucha entablada por la Hélada entre la poesía y la filosofía como disciplinas dominantes; poco a poco, a la Grecia mítica y poética, que se nutre de Homero y de todos sus continuadores, va a sustituirla la Grecia del logos, cuya primera madurez está en Parménides, y su plena vigencia social entre los siglos V y IV. **
“(Jenófanes) afirmó por primera vez que todo lo engendrado es corruptible, y que el alma es un aliento.” (Diógenes Laercio, IX, 2.) “Los dioses no han revelado todas las cosas a los mortales desde el principio, sino que éstos, buscando con el tiempo, hallan lo mejor.” (Fr. 18 de Diels.) ** En los esbozos de la antropología de Jenófanes se descubre de nuevo el tema permanente de Grecia: la corruptibilidad frente a lo eterno y divino y la referencia del hombre a los dioses inmortales, que se manifiesta en el conocimiento. El saber total, sin embargo, es inaccesible a los mortales, y sólo se llega con el tiempo, en un proceso de esfuerzo, a participar en algún modo de él. En relación con esto, téngase presente Aristóteles: Metafísica, I, 2.
PARMÉNIDES. Parménides de Elea, en la Magna Grecia, es el filósofo presocrático más importante, el fundador de la metafísica, en virtud de su doble descubrimiento del ente (“on”) y la mente o visión intelectual e inmediata (“nous”). Vivió desde finales del siglo VI hasta la primera mitad del V. Su tradición inmediata es la pitagórica y tal vez la de Jenófanes, si bien probablemente indirecta. Sólo se conservan fragmentos de su gran poema en hexámetros, que llevaba el título tradicional Sobre la Naturaleza. Parménides determina la suerte entera de la filosofía de Occidente, y muy especialmente de la helénica. La antropología posterior va a estar condicionada por su pensamiento, pero apenas quedan fragmentos que se refieran directamente al hombre; sólo hay alusiones vagas, que únicamente se pueden interpretar desde los supuestos generales de su filosofía. Para Parménides, aparte de una vía impracticable, que es la que dice que las cosas no son, hay dos vías, a las que llama vía de la verdad y vida de la opinión de los mortales: la primera es mente, el nus, divino y común a los hombres todos, y conduce al ente, uno, inmóvil y eterno; la segunda es la de la sensación, múltiple y afectada por la contrariedad, y lleva a las cosas, muchas y cambiantes, perecederas y corruptibles como el cuerpo. El hombre, pues, según participe del nus o de la sensación, queda referido al ente y es eterno como él, o bien a las cosas, y es mortal como ellas; en uno u otro caso, alcanza la verdad de lo que las cosas son o sólo la opinión, según la cual las cosas son y no son, es decir, muestran una apariencia cambiante que no responde a su real inmovilidad desde el punto de vista del ser. ** “Es menester que aprendas todas las cosas, tanto el corazón intrépido de la Verdad bien redonda como las opiniones de los mortales, en las que no reside verdadera certeza.” (Fr. 1 de Diels) “La (vía) de que es y que es imposible que no sea, es la vía de la Persuasión (pues la Verdad la acompaña); la de que no es y no es necesario que sea, ésta te digo, es una vía completamente impracticable: pues ni puedes conocer lo que no es (pues es imposible), ni decirlo; pues es lo mismo la visión nóctica y el ser.” (Fr. 4 y 5 de Diels.) “Así, según la opinión (de los mortales), las cosas han llegado a ser y son ahora; y luego perecerán después de haberse desarrollado. A cada una de estas cosas han puesto los hombres un nombre determinado.” (Fr. 19 de Diels.) **
Con los supuestos antes indicados, es claro el sentido de estos densos y herméticos fragmentos. El corazón intrépido (“atremés”) de la verdad es una primera alusión a la inmovilidad y permanencia del ente; la redondez es la del ente macizo como una esfera, y este ente sólo aparece ante la visión del nus, y por esto puede decir que son lo mismo, sin que esto signifique ninguna absurda identificación idealista del ser y el pensar, que no pudo imaginar Parménides. Los nombres que ponen los hombres a las cosas significan la convención (“nomos”), que se va a enfrentar con la naturaleza (“físis”) en toda la filosofía posterior, como el ser verdadero con la opinión aparencial.
HERÁCLITO. Heráclito de Éfeso, en el Asia Menor, es aproximadamente contemporáneo de Parménides, aunque filosóficamente debe ser considerado como sucesor suyo, por moverse dentro de la dialéctica parmenidea del ser y el no ser. Fue llamado el oscuro, por su estilo breve y alusivo, difícil de interpretar, con frecuencia. Heráclito entiende la realidad como algo que varía de un modo constante, que fluye como un río, que nunca es el mismo de antes. Es como un fuego –el elemento más móvil activo- que se enciende y se apaga continuamente. El alma mejor es la que se asemeja al fuego, la más seca; su inferioridad consiste en hacerse húmeda como barro o convertirse en agua. Pero, por otra parte, el hombre participa de un cierto principio llamado sophón –lo “sabio”-, que es uno, siempre y separado de todas las cosas. Por el nus, el hombre tiende hacia el sophón –cuyos predicados coinciden con los del ente de Parménides- y así es philósophos, filósofo. ** “Heráclito dice que el alma es una chispa de la sustancia estelar.” (Macrobio, Sueño de Escipión, I, 14, 19.) “Para las almas es la muerte convertirse en agua; para el agua es la muerte volverse tierra. Pero de la tierra se hace el agua; del agua, el alma.” (Fr. 36 de Diels.) “Todas las cosas que vemos despiertos son muerte; las que vemos dormidos, sueño (pero las que vemos muertos son vida).” (Fr. 21 de Diels. La frase entre paréntesis es un complemento de Diels, que supone una escala psíquica: vida, sueño, muerte, paralela a la física: fuego, agua, tierra). “Me he buscado a mí mismo.” (Fr. 101 de Diels.) “No encontrarás los límites del alma, aunque avances por todos los caminos: tan profunda es su medida.” (Fr. 115 de Diels.) “A los hombres les aguardan cuando mueren cosas que no esperan ni imaginan.” (Fr. 27 de Diels.)
EMPÉDOCLES. Empédocles de Agrigento, en la Magna Grecia, autor de dos poemas, De la naturaleza y Las purificaciones, es una figura enormemente interesante. La personalidad de Empédocles fue filosófica, religiosa, biológica. El punto central de su pensamiento es la teoría de los cuatro elementos o raíces de todas las cosas, tierra, agua, aire y fuego, movidos por dos principios: el amor y el odio. Sus ideas acerca del hombre como realidad biológica y sobre la vida y la transmigración de las almas significan un punto
de vista más maduro en la filosofía presocrática, que se enlaza todavía con las especulaciones religiosas y pitagóricas. ** “Un hombre sabio no opinaría en su corazón que los mortales sólo existen y hay para ellos bienes y males mientras viven lo que llaman la vida, y que antes de formarse y después de disolverse no son nada.” (Fr. 15 de Diels.) “Yo he sido en otro tiempo muchacho y muchacha, un arbusto y un ave, y un pez mudo en el mar.” (Fr. 117 de Diels.) “La tierra que envuelve al hombre...” (Fr. 148 de Diels.) “(La Naturaleza), que revista a las almas de una extraña envoltura de carne.” (Fr. 126 de Diels.) ** Empédocles no reduce la existencia del hombre al tiempo de su vida: supone para él una preexistencia y una perduración tras la muerte; pero parece excesivo interpretar estas palabras, al menos en sentido riguroso, como una doctrina próxima a la que expone Platón en el Fedro, o a la de una vida perdurable, trascendente. El segundo de los fragmentos citados señala el alcance del primero, reducido al de una pervivencia del alma en distintos estados, en diversas “vidas”; pero se trata de una identidad del alma, a través de sus sucesivas encarnaciones, como lo prueba la insistencia de Empédocles al usar el pronombre personal yo (“egó”), y el dualismo que indica enérgicamente entre las envolturas de tierra o carne y el alma humana que las recibe.
DEMÓCRITO. Demócrito de Abdera, en Tracia, fundador –con Leucipo- de una teoría atomista, vivió en el siglo V y significó, sobre todo al final de su larga vida, una prefiguración del “sabio” que iba a dominar en la filosofía y en la vida griega de la época helenística. Para la física materialista de Demócrito, todo, incluso el alma, está compuesto de átomos, partículas materiales indivisibles, que se engarzan y separan en virtud de un movimiento mecánico. Es conocida la amplia difusión de esta doctrina en el epicureísmo, y su exposición poética en el poema de Tito Lucrecio Caro, De rerum natura. En Demócrito la visión del hombre aparece sobre todo, desde el punto de vista moral, como preocupación por la felicidad. Sócrates está cerca. ** “La felicidad y la infelicidad están en el alma.” (Fr. 170.) “La felicidad no reside en la posesión de rebaños o de oro, sino que el alma es la residencia de un espíritu feliz.” (Fr. 171.) “El arte del médico cura las enfermedades del cuerpo, pero la sabiduría libera al alma de las pasiones.” (Fr. 31.) “El que elige los bienes del alma, escoge lo divino; el que elige los del cuerpo, lo humano.” (Fr. 37.) **
Demócrito hace radicar la felicidad en el alma; dentro de su concepción materialista, no puede pensarse en una oposición cuerpo-alma comparable a la que puede establecerse entre espíritu y materia; se trata en él, más bien, de dos principios de vida: vivir según el cuerpo, es decir, según los bienes sensibles o según el alma, lo más propiamente personal y humano en el hombre. La disyunción entre dos modos de vida está claramente apuntada. También la desvalorización de las pasiones, asimiladas a las enfermedades y, por tanto, la tendencia al ideal de serenidad e imperturbabilidad, de “apátheie” o “apatía”, que va a definir el sabio de la época alejandrina.
FILOLAO. Filolao, que vivió a fines del siglo V y comienzos del IV, es el jefe de los grupos neopitagóricos de Tebas, reorganizados después de la persecución de la Liga pitagórica en la Magna Grecia y el incendio de la casa social en Crotona. Fue principalmente matemático, pero no abandona la especulación acerca del alma, propia de la escuela, y en él reaparecen en nueva forma los viejos temas del pitagorismo. ** “Atestiguan también los teólogos y vates antiguos que el alma, por ciertos castigos, está uncida al cuerpo y está enterrada en él como en una tumba.” (Fr. 14) “Los hombrees están en una especie de cárcel, y no son más que una de las propiedades de los dioses.” (Fr. 15.) ** La oposición del alma y el cuerpo adquiere su forma extrema en el pitagorismo: el cuerpo es una tumba (soma sema), el alma está unida a él, presa, sepultada; expresivas metáforas, que revelan una valoración negativa de lo corporal. El alma necesita liberación, si no del cuerpo sensu stricto, al menos de sus necesidades; de ahí todos los ritos pitagóricos para conseguir el entusiasmo o endiosamiento, que liberta al alma: la orgía, la manía, etc. La prohibición del suicidio entre los pitagóricos tenía como principal fundamento ese derecho de los dioses sobre los hombres, que señala el fragmento 15 de Diels.
LOS SOFISTAS. El movimiento sofístico, que se extendió por toda Grecia en el siglo V, significó, como es bien sabido, una grave crisis para la filosofía y un desinterés por la verdad. Los sofistas cultivaban una sabiduría aparente, pero no real, e invertían el punto de vista de Parménides, ateniéndose a la opinión de los mortales. Sin embargo, su preocupación retórica y política refiere la integridad de su pensamiento a los asuntos humanos, y hay una antropología a la base de su acción intelectual y social en el mundo griego. Un peculiar afán en subrayar la fugacidad de las cosas y en referir al hombre la última instancia para juzgar la realidad se hacen visibles en los pasajes más explícitos que se han observado de los sofistas; así en un fragmento de Antifón y en la famosa frase de Protágoras tan citada desde Aristóteles y Diógenes Laercio. **
“La vida (del hombre) es en cierto modo prisión de un día; la longitud de la vida, por decirlo así, un día único en que miramos la luz del sol y la transmitimos a los que vienen después de nosotros.” (Antifón, fr. 50.) “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son y de las que no son en cuanto no son.” (Protágoras, fr. 1.) ** Sobre la interpretación de la frase de Protágoras en la filosofía griega, véase el libro X de la Metafísica de Aristóteles.
SÓCRATES. La sofística encontró su superación en Sócrates, que volvió a poner a la filosofía en la vía de la verdad, es decir, la hizo volver a ser filosofía, en un momento en que amenazaba disolverse en retórica. Pero Sócrates, enemigo de los sofistas en su dimensión antifilosófica y falsa, recoge de ellos su interés primordial por el hombre, su preocupación ética. La moral, el conocimiento del hombre, éste es el gran tema socrático: “conócete a ti mismo”. Desde este momento, la investigación acerca del ente humano va a adquirir en Grecia un desarrollo antes desconocido. En primer lugar, Sócrates invierte un tanto los términos de la cuestión. El hombre de que se trata ahora no es ya el ciudadano, definido por su dimensión política y, especialmente, por su capacidad de hablar y persuadir. El logos, que en manos de los sofistas es, sobre todo, discurso político, retórica que aspira a producir una opinión, va a significar en Sócrates el decir, en el cual lo que importa más es lo dicho. No hablar simplemente, sino decir lo que las cosas son; en otros términos, ponerlas en la verdad, y vivir así –humanamente- con ella. El hombre socrático, por tanto, es el hombre real, es cada hombre, que se puede conocer, que puede manifestar su intimidad y ponerla patente, en la luz. La fecundidad de este interés por el hombre mismo es grande y duradera: con Sócrates comienza en rigor la especulación helénica sobre lo humano en cuanto tal; todo lo demás no han sido sino barruntos inmaturos. El hombre socrático es capaz de saber; y saber es propiamente definir, decir qué (“ti”) son las cosas. Lo que Sócrates pide es la definición, el verdadero conocimiento de las esencias. Y, ante todo, el hombre puede saber lo que es bueno: en esto consiste la ética, que es para Sócrates, rigurosamente, ciencia, algo que se puede aprender y enseñar. El hombre debe conocerse a sí mismo, conocer su virtud, aquello para lo que ha nacido y, por consiguiente, su bien. Ésta es la moral socrática, ligada esencialmente al saber, tal como va a aparecer en la filosofía platónico-aristotélica posterior. Sócrates no escribió nada: no poseemos textos suyos, y sólo conocemos su pensamiento por referencias indirectas y, sobre todo, por sus consecuencias. En primer lugar, Sócrates inspira en buena parte el pensamiento platónico, y en él encuentra su verdadera realización filosófica; secundariamente, Jenofonte está también dominado por su influjo. Por otra parte, la moral socrática se continúa, en forma distinta, en las pequeñas escuelas socráticas (cínicos y cirenaicos) y especialmente en las filosofías de la época helenística, el epicureísmo y el estoicismo.
II.- PLATÓN.
La actividad filosófica de Platón llena la primera mitad del siglo IV. Nació en Atenas el año 427 y murió a los ochenta años, el 347, sin interrumpir hasta la muerte su producción filosófica y su enseñanza en la Academia, en el camino de Eleusis, junto al Cefiso, en la cercana vecindad ateniense. Platón recogió el discipulado socrático y lo llevó a la madurez de una metafísica que en Sócrates no existió actualizada. La investigación de la verdad mediante el diálogo cortado, de preguntas y respuestas, que había caracterizado la acción filosófica de su maestro, fue convertida por Platón en el método mismo de la filosofía –la dialéctica- y en el género literario en que realizó su obra –el diálogo-. Como es bien sabido, la filosofía platónica arranca de la figura y la doctrina de Sócrates, en los escritos juveniles, para irse independizando poco a poco y convirtiendo en un pensamiento autónomo; pero siempre, salvo en las Leyes, Platón conserva la presencia de Sócrates en sus diálogos, y lo hace portavoz de su propia filosofía. Platón, el enemigo de la sofística, que afirma los derechos de la verdad frente a toda retórica, llevó, sin embargo, el buen decir a una altura que nunca alcanzó en los sofistas. Es, seguramente, el primer prosista griego; pero hay que advertir que el supremo valor literario de Platón reside en que no es sólo literatura, y que por debajo de sus maravillosos mitos late nada menos que toda una metafísica. Esto es lo que confiere su sobrecogedora grandeza a los diálogos platónicos, y no la mera destreza de escritor que, por lo demás, poseyó en grado eminente. Platón tenía un prodigioso don de palabra; él supo encontrar los términos y las metáforas necesarios para expresar un pensamiento nuevo, de incomparable riqueza y profundidad. La lengua griega adquiere en sus manos una perfección desconocida, y con ello hace posible una enorme expansión de las posibilidades filosóficas helénicas. Desde entonces, la metafísica va a poseer plenamente el instrumento adecuado para su realización. La idea que Platón tiene del hombre depende de su hallazgo filosófico capital: la teoría de las ideas. La verdadera realiza no está en las cosas; éstas son sólo por participación de las ideas, y éstas, entes metafísicos suprasensibles y universales, son el verdadero ser, el “óntos ón”. La idea es, pues, quien hace que las cosas sean lo que son; el mundo que tenemos ante los ojos, el mundo visible, queda descalificado, y se le opone otro mundo, inteligible, superior, compuesto por las ideas, en donde reside la verdadera realidad. Por primera vez aparece en la filosofía griega, de un modo central y explícito, la doctrina de los dos mundos. Las cosas remiten a las ideas, y hay una constante referencia de uno al otro. Así, al interpretar el hecho del conocimiento, Platón verá en él una anamnesia, una reminiscencia o recuerdo de las ideas, vistas por el hombre en una vida anterior y celestial. De ahí toda la antropología platónica. En primer lugar, Platón toma una posición dualista, que recoge claros antecedentes pitagóricos: hay alma y cuerpo, y tiene que hacerse cuestión separadamente de ambos, y a la vez de su unión en el ente humano. Por otra parte, el hombre es una cosa, que participa, como las demás, de una idea; pero su relación con el mundo de éstas no se agota en la mera dependencia ontológica: el hombre ha visto las ideas, y sólo esto le confiere su humanidad; hay, por tanto, un modo superior y más hondo de participación. Esta vinculación del hombre a la realidad ideal explica la teoría platónica del alma y su encarnación corpórea. Y, finalmente, la doctrina de la inmortalidad del alma y de su referencia a lo divino proceden de esta interpretación del ser humano desde las ideas. Platón escinde, pues, el estudio del hombre, y aborda la comprensión de su realidad somática, de un modo en principio independiente de la psíquica. Tiene una estrecha relación con la labor de las escuelas griegas de medicina, e incluso se plantea de un modo temático la cuestión de la enfermedad. Por otra parte, se refiere al alma como realidad autónoma y subsistente, radicada en lo divino, inmortal como ello y definida por la capacidad de alcanzar su conocimiento. Esto ha hecho posible la utilización en el pensamiento cristiano de la antropología platónica; así, sobre todo, en San Agustín, y
luego en toda la Escolástica anterior al siglo XIII, momento en que la influencia platónica cede –parcialmente- frente a la aristotélica. ** La vida humana. Y así, una vez que fueron nacidos todos los dioses, tanto los que dan vueltas circulares y visibles como los que se muestran cuando se les antoja, el que todo lo ha creado les habló de esta manera: “Dioses, descendientes de dioses, de los que soy el creador y padre de sus obras: por obra mía habéis nacido incorruptibles, en tanto que yo decrete vuestra disolución. Pues si todo lo que ha sido compuesto es disociable, tratar de deshacer lo que es armónicamente bello y está perfectamente articulado supondría una intención perversa. Por consiguiente, por el hecho de que habéis nacido, no sois ni del todo inmortales, ni del todo incorruptibles; pero no os desintegraréis ni sucumbiréis a la muerte, pues mi voluntad soberana es para vosotros un vínculo mejor y más poderoso que todos los que apretaron y aglutinaron vuestra naturaleza al nacer. Y ahora escuchad lo que van a deciros mis palabras. Faltan todavía por nacer tres estirpes de seres mortales, y mientras esto no se cumpla, el cielo no habrá llegado a su perfección, pues no abarcará todas las estirpes de seres. Pero conviene que así sea para que llegue a su perfección más alta. Ahora bien: si estos linajes fuesen creados por mí y yo infundiese en ellos un soplo de vida, entonces los seres nuevos quedarían equiparados a dioses. Por tanto, a fin de que estos seres nazcan mortales y de que el todo sea, además el todo, disponeos vosotros, cada uno según su naturaleza, a la creación de estos seres, imitando lo que yo hice cuando nacisteis de mis manos. En cuanto a la porción de estos seres que debe llevar un nombre parecido a los inmortales, esa porción que se llama divina y que ha de imperar en los que estén dispuestos a obedecer a la justicia y a vosotros mismos, yo me encargo de preparar el germen y de ponerlo en vuestras manos. Vosotros os ocuparéis de lo demás, añadiréis a la parte inmortal otra mortal, daréis vida a esos seres, les administraréis alimentos, crecerán por vuestros cuidados y, cuando perezcan, retornarán entre vosotros.” Así dijo, y volviéndose hacia el primer recipiente, en donde había mezclado el alma del todo, echó allí lo que faltaba de las sustancias primeras, revolviéndolo poco más o menos del mismo modo. De las cosas puras y sin mezcla no había allí nada, sólo de las segundas y de las terceras. Bien mezclado todo, lo dividió en tantas almas como astros hay en el cielo, a cada una la puso en una estrella y, sentándola allí como en un carro, les enseñó la naturaleza del todo, les enunció las leyes inevitables, de qué manera el primer nacimiento sería idéntico para todos los seres, a fin de que ninguno fuese tenido de menos. Una vez sembradas estas almas en los organismos sucesivos que mejor conviniesen a cada una, habían de dar nacimiento al ser más piadoso y más temeroso de Dios. La naturaleza del hombre había de ser doble y el más fuerte de los dos sexos recibiría más tarde el nombre de sexo masculino. Cuando estas almas se entronizasen fatalmente en los cuerpos, cuando unos elementos se agregasen a estos cuerpos y otros se separasen de ellos, en todas esas almas habría de nacer necesariamente primero una misma capacidad sensible sujeta a las impresiones violentas, luego el deseo, mezclado al dolor y al placer y, por último, el coraje y todas las pasiones que se derivan de éstas o son contrarias a ellas por su naturaleza. Si los hombres llegaban a dominar sus pasiones, vivirían como seres justos; si se dejaban dominar por ellas, sucumbirían a la injusticia. El que viviese rectamente el plazo que le correspondía, volvería a fraguarse un camino hacia la estrella que le había sido decretada al nacer, para gozar de la existencia feliz y compartir el destino de su estrella; pero el que desfalleciese tomaría forma de mujer en el nacimiento siguiente, y si en esta serie
de transformaciones no dejaba de inclinarse al mal, teniendo en cuenta su inclinación y con arreglo a la naturaleza de su falta, adoptaría la forma del animal que más afinidad guardase con ella. De todas estas penalidades –a lo largo de su peregrinación a través de las formas- no se vería libre hasta que no redujese a la revolución de lo mismo y de lo semejante que en él se opera esa muchedumbre de elementos del fuego, del aire y de la tierra que irían acrecentando su ser. Y sólo cuando lograse esclavizar con su razón esa muchedumbre irracional y turbia volvería a la forma de su estado primero y superior. Y así, una vez que hubo hecho públicas ante ellos sus resoluciones con el objeto de que no se le imputasen las malas acciones de cada uno de los seres por nacer, arrojó las almas como una semilla por la tierra, la Luna y los otros órganos del tiempo. Terminada su siembra, dejó en manos de los dioses jóvenes el modelar el cuerpo todo lo que todavía necesitase de alma humana, y una vez que hubiesen perfeccionado todo esto y lo que es inseparable de ello, regir y gobernar este ser mortal en la medida de sus fuerzas, de la manera más bella y virtuosa y de tal modo que no llegase a ser causa de sus propios males. Y cuando hubo ordenado todo esto, se mantuvo en la disposición que le era habitual. Y mientras él reposaba, sus criaturas, que habían entendido sus órdenes, las obedecieron. Y recogiendo el principio inmortal de los seres mortales e imitando al artífice que les había creado a ellos mismos, tomaron del mundo porciones de fuego, de tierra, de agua y de aire (que luego habían de serle restituidas). Estas porciones las soldaron entre sí para formar un todo, articulándolas y fundiéndolas, no con aquellas ligaduras indestructibles que mantenían la mitad de su propio ser, sino con otras bien trabadas e invisibles a causa de su tamaño. De todas esas porciones fabricaron así un cuerpo singular, uno para cada individuo, y los movimientos periódicos del alma inmortal los encajaron en ese cuerpo por el cual las sustancias del mundo afluyen y refluyen. Pero estos movimientos periódicos instalados en medio de ese poderoso caudal fluyente, ni eran capaces de dominarlo, ni de ser dominados por él, y unas veces eran arrastrados con violencia y otras veces eran ellos los que tiraban del río impetuoso. Los seres mortales se movían, sin duda, plenamente, pero avanzaban de cualquier manera, sin orden ni concierto. Tenían, en efecto, los seis movimientos: hacia delante, hacia atrás, a la derecha y a la izquierda, arriba y abajo. Avanzaban por todas partes, en las seis direcciones, pero siempre errabundos y sin norte. La marea que anegaba los cuerpos, los nutría y se retiraba después, era muy fuerte, aunque mucha mayor perturbación desencadenaban en ellos los acontecimientos que sobrevenían a cada uno y les afectaban, ya porque uno de ellos entraba en contacto por casualidad con el fuego exterior o con la tierra dura o con el fluido corriente del agua, o era arrastrado por los tempestuosos vientos que mueve el aire. A través del cuerpo e impulsados por todas estas causas, los movimientos llegaban hasta el alma y se abatían sobre ella. Por eso se les llamó luego y se les llama todavía sentimientos. En estas circunstancias provocaban un movimiento prolongado y poderoso y con esa masa fluyente que nunca dejaba de correr agitaban y sacudían violentamente los movimientos periódicos del alma, impedían también que se produjera el movimiento de revolución del Mismo, que va en dirección contraria. Lo detenían y lo privaban de su función rectora. El movimiento de revolución del Otro, lo entorpecían también. Cada una de las distancias del doble y del triple y los intervalos de uno y medio, de uno y un tercio y de uno y un octavo y las reuniones correspondientes, si no completamente disueltas, porque no podían serlo sin la intervención de su artífice, habían quedado completamente revueltas y alteradas. Había sufrido en sus círculos todas las roturas y destrucciones posibles, de manera que, apenas reunidas ya entre sí, sólo procedían de una manera desatinada, ya hacia atrás, ya invertidas, ya en sentido oblicuo. Así, cuando un hombre se coloca invertido delante de alguien, apoyando la cabeza en el suelo y levantando los pies por el aire, en esa disposición, tanto para él como para los que le observan, las cosas que están a la derecha se muestran a la izquierda, y las que
están a la izquierda, a la derecha. Ahora bien: cuando estas cosas y otras como éstas atentan con alguna frecuencia a los movimientos circulares del alma y estos movimientos se encuentran con un objeto del exterior que sea de la misma naturaleza que lo Mismo o de igual naturaleza que lo Otro, entonces a eso que es lo Mismo que algo o que es lo Otro lo llaman con un nombre que es contrario a su nombre verdadero y se hacen falsos y desatinados. En ese caso ni uno solo de los movimientos circulares que se producen en el alma está en condiciones de regir y gobernar. Cuando a estos movimientos periódicos les afectan, inversamente, sensaciones que se precipitan sobre ellos y los arrastran, así como a toda la envoltura del alma, entonces parece que dominan, aunque se hallan en realidad dominados. Como resultado de todas estas afecciones, el alma en un principio , en el momento de ser asociada al cuerpo, se encuentra sumida en la demencia. Pero a medida que disminuye la corriente que la nutre y acrecienta y los movimientos periódicos vuelven a sus órbitas naturales, después de serenarse, y van apaciguándose más cada vez, entonces las revoluciones de cada uno de los círculos se enderezan, según la figura que es propia a la naturaleza de cada uno, y a lo Mismo y a lo Otro les aplican rectamente sus nombres y hacen que el que se encuentra en posesión de ellas mismas vuelva a la sensatez. Si además se agrega a todo eso un buen sistema de educación, el hombre se salva de la peor de las enfermedades y se hace completamente normal. Pero cuando no se da importancia a nada de esto y se lleva una vida desarreglada, el hombre vuelve otra vez al Hades, privado de su perfección y del equilibrio de su espíritu. (Timeo, 41 a-44 c.) Doctrina del Alma. Pero conviene saber antes la verdad acerca de la naturaleza del alma divina y humana, atendiendo a sus actividades y a sus pasiones. Empezaremos de la siguiente manera: Toda alma es inmortal. Efectivamente: todo lo que se mueve eternamente es inmortal, pues lo que es vehículo de movimiento o lo que es movido desde fuera, tan pronto como cesa el movimiento deja de vivir. Sólo aquello que se mueve a sí mismo, como nunca está fuera de sí, no deja nunca de recibir movimiento y además es el origen y el principio del movimiento para todas las cosas que se mueven. Un principio, sin duda, que no ha sido engendrado. Todo lo que existe se deriva inevitablemente de un principio; ahora bien: el principio no puede derivarse de nada, pues si derivase de algo, no sería principio. Por otra parte, si no ha sido engendrado, tampoco puede ser destruido. En efecto: si el principio se destruyera, ni él mismo podría nacer de nada ni nada podría nacer de él, ya que todo ha de ser engendrado necesariamente por ese principio. Por consiguiente, lo que es principio del movimiento se mueve a sí mismo y no puede ni desaparecer ni ser engendrado en ningún momento, pues en otro caso todo el cielo y la tierra desplomándose quedarían inmóviles y no tendrían ya nada que pudiera comunicarles movimientos. Sentado ya que lo que a sí mismo se mueve es inmortal, no dejará nadie de reconocer que ésa es precisamente la esencia del alma. Todo cuerpo movido desde fuera y todo lo que se mueve desde dentro por sí mismo es animado, de manera que ésta es la naturaleza del alma. Siendo así, que lo que se mueve a sí mismo es el alma, resulta necesariamente que el alma ni tiene principio ni tiene fin. Ya hemos explicado suficientemente la naturaleza inmortal del alma. Ahora hablaremos de su forma. Para decir lo que es en sí misma harían falta palabras divinas y una extensa exposición; para dar una imagen de ella y decir a lo que se parece, bastan las palabras menos complicadas de los hombres. Diremos que el alma es como el grupo que forman un tronco de caballos alados y el hombre que los guía. Los corceles y los conductores de las almas divinas son todos excelentes y de noble estirpe; pero los de las almas restantes poseen una doble naturaleza. El conductor que hay en nosotros
lleva las riendas; pero de los caballos hay uno que es bueno y hermoso y de pura sangre y otro que es todo lo contrario. Por fuerza tiene que ser difícil y enrevesado para nosotros llevar un tronco así. Ahora bien: lo que debemos indagar es por qué unos seres se llaman mortales y otros inmortales. Toda alma gobierna lo inanimado y gira en torno del universo, mostrándose bajo mil formas diferentes. Cuando es perfecta y alada lo abarca todo desde lo alto y rige al mundo entero; pero cuando está privada de alas, se precipita hasta que se adhiere a algo sólido, entra en él como en su propia morada y se apodera así de un cuerpo terrestre, que parece que se mueve por sí mismo en virtud de la fuerza que ella le presta. A este compuesto del alma y del cuerpo que está adherido a ella es a lo que se llama ser vivo y se le da el nombre de mortal. En cuanto al ser inmortal, como no podemos inferir lo que es por su solo nombre, aunque no lo vemos ni lo comprendemos, nos imaginamos que se trata de alguna divinidad, de algún ser inmortal, que tiene alma y cuerpo y que estos elementos están así unidos por toda la eternidad. Pero sea de todo esto lo que quiera, y lo que mejor agrade a la divinidad, vamos ahora a ocuparnos de las causas que origina la caída de las alas cuando se desprenden del alma. La virtud de las alas consiste en levantar las cosas pesadas hacia arriba, elevándolas por los aires, hasta donde habita el linaje de los dioses; allí entran en comunicación con la divinidad mucho más que todas las cosas que atañen al cuerpo. Lo divino es lo bueno, lo sabio, lo hermoso y todo lo que a ellos se refiere. De estas cosas se nutren y se acrecientan las alas del espíritu, y en cambio todas las cosas contrarias, lo feo y lo malo, sirven para disolverlas y destruirlas. Ahora bien: el gran ordenador celeste, Zeus, avanza el primero conduciendo su coche de corceles alados, ordenándolo y gobernándolo todo. Le sigue el ejército de los dioses y de los espíritus, agrupados en once escuadrones, pues Hestía se queda sola en el palacio de los dioses. Los demás que están incluidos en ese número de los doce dirigen cada uno como generales un escuadrón en el orden que les está asignado a cada uno. Innumerables y maravillosos son ciertamente los espectáculos del firmamento y las trayectorias que recorren los dioses bienaventurados, cuando lleva a cabo daca uno la revolución que le está asignada. Detrás de ellos avanza todo el que quiere y es capaz de seguirlos, pues la envidia queda fuera del espacio celeste. Cuando se encaminan hacia el festín que le espera, suben por caminos escarpados hacia lo más alto de la bóveda celeste; los caballos de los dioses, como son dóciles y de fácil manejo, suben por allí sin dificultad, pero los otros se arrastran penosamente. El caballo de mala calidad sube con pesadez, se inclina hacia la tierra y hace difícil la maniobra del cochero que no supo domarlo. Allí se origina en el alma un trabajo y una lucha extrema. Y las almas que llamamos inmortales, una vez que han llegado a lo más alto, se detienen sobre la bóveda celeste, y allí colocadas las arrastra a ellas también el movimiento circular y contemplan todo lo que se halla fuera del firmamento. Ningún poeta ha cantado la región supraceleste ni podrá cantarla nunca seguramente. Las cosas se presentan de este modo –pues hay que tener el valor de decir la verdad, sobre todo cuando se habla de la verdad-. La esencia incolora, impalpable y sin forma que realmente es, a la que solamente puede contemplar el entendimiento, y por el conocimiento sin mezcla, también la inteligencia de las almas, que tiene afán de recibir el alimento que les corresponde, cuando llega a contemplar el ser al cabo del tiempo, siente satisfacción, y contemplando la verdad se regocija y se alimenta hasta que por fin la revolución circular la traslada al mismo lugar de donde partió. Durante el tiempo que dura esta revolución contempla a la Justicia misma, a la Sabiduría; contempla también el Conocimiento, no el que está implicado en el acaecer de las cosas o de los que nosotros llamamos seres en nuestra existencia actual, sino el conocimiento que versa sobre lo que realmente es el ser. Y después que ha visto y visitado las otras cosas que de esta manera son realmente, sumergiéndose otra vez en el interior del
cielo, retorna a su casa. Y cuando ya está aquí, el cochero, instalando sus corceles delante del pesebre, les arroja en él ambrosía y luego les da a beber néctar. Y así es la vida de los dioses. En cuanto a las otras almas, la más excelente, puesta a la zaga de los dioses y queriendo semejarse a ellos, levanta hacia el lugar que se halla en el lado exterior del cielo la cabeza de su cochero y es arrastrada alrededor del movimiento circular, aunque sus caballos no la dejen moverse libremente y sólo con dificultad puede contemplar las cosas que son . Otra de las almas levanta unas veces la cabeza, otras las desvía y, como los caballos se lo impiden, ve unas cosas y otras no. Las demás siguen el cortejo, porque todas sienten el deseo de elevarse; pero como no pueden, son arrastradas en su impotencia, se pisotean y se empujan las unas a las otras, y todas quieren encontrarse delante. Allí es el tumulto, el forcejeo, el sudor agobiante; muchas quedan lisiadas por la impericia de sus cocheros, a otras se les quiebra las alas. Todas, en fin, después de haber pasado trabajos sin cuento, se alejan sin llegar a la contemplación perfecta del ser, y cuando ya se han alejado tienen que recurrir a la opinión como alimento. Y he aquí porqué es tan general el deseo de ver el sitio donde se encuentra la llanura de la verdad: en sus praderas está precisamente el pasto que más conviene a la porción egregia del alma; de él se nutren las alas que levantan al alma y la hacen ligera. Así es, pues, el precepto de Adrastea. Cualquier alma que, en el séquito de lo divino, haya vislumbrado algo de lo verdadero, estará indemne hasta el próximo giro y, siempre que haga lo mismo, estará libre de daño. Pero cuando, por no haber podido seguirlo, no lo ha visto, y por cualquier azaroso suceso se va gravitando llena de olvido y dejadez, debido a este lastre, pierde las alas y cae a tierra. »Entonces es de ley que tal alma no se implante en ninguna naturaleza animal, en la primera generación, sino que sea la que más ha visto la que llegue a los genes de un varón que habrá de ser amigo del saber, de la belleza o de las Musas tal vez, y del amor; la segunda, que sea para un rey nacido de leyes o un guerrero y hombre de gobierno; la tercera, para un político o un administrador o un hombre de negocios; la cuarta, para alguien a quien le va el esfuerzo corporal, para un gimnasta, o para quien se dedique a curar cuerpos; la quinta habrá de ser para una vida dedicada al arte adivinatorio o a los ritos de iniciación; con la sexta se acoplará un poeta, uno de ésos a quienes les da por la imitación; sea la séptima para un artesano o un campesino; la octava, para un sofista o un demagogo, y para un tirano la novena. De entre todos estos casos, aquel que haya llevado una vida justa es partícipe de un mejor destino, y el que haya vivido injustamente, de uno peor. Porque allí mismo de donde partió no vuelve alma alguna antes de diez mil años -ya que no le salen alas antes de ese tiempo-, a no ser en el caso de aquel que haya filosofado sin engaño, o haya amado a los jóvenes con filosofía. Éstas, en el tercer período de mil años, si han elegido tres veces seguidas la misma vida, vuelven a cobrar sus alas y, con ellas, se alejan al cumplirse esos tres mil años. Las demás, sin embargo, cuando acabaron su primera vida, son llamadas a juicio y, una vez juzgadas, van a parar a prisiones subterráneas, donde expían su pena; y otras hay que, elevadas por la justicia a algún lugar celeste, llevan una vida tan digna como la que vivieron cuando tenían forma humana. Al llegar el milenio, teniendo unas y otras que sortear y escoger la segunda existencia, son libres de elegir la que quieran. Puede ocurrir entonces que un alma humana venga a vivir a un animal, y el que alguna vez fue hombre se pase, otra vez, de animal a hombre. »Porque nunca el alma que no haya visto la verdad puede tomar figura humana. Conviene que, en efecto, el hombre se dé cuenta de lo que le dicen las ideas, yendo de muchas sensaciones a aquello que se concentra en el pensamiento. Esto es, por cierto, la reminiscencia de lo que vio, en otro tiempo, nuestra alma, cuando iba de camino con la divinidad, mirando desde lo alto a lo que ahora decimos que es, y alzando la cabeza a lo que es en realidad. Por eso, es justo que sólo la mente del filósofo sea alada, ya
que, en su memoria y en la medida de lo posible, se encuentra aquello que siempre es y que hace que, por tenerlo delante, el dios sea divino. El varón, pues, que haga uso adecuado de tales recordatorios, iniciado en tales ceremonias perfectas, sólo él será perfecto. Apartado, así, de humanos menesteres y volcado a lo divino, es tachado por la gente como de perturbado, sin darse cuenta de que lo que está es «entusiasmado». »Y aquí es, precisamente, a donde viene a parar todo ese discurso sobre la cuarta forma de locura, aquella que se da cuando alguien contempla la belleza de este mundo, y, recordando la verdadera, le salen alas y, así alado, le entran deseos de alzar el vuelo, y no lográndolo, mira hacia arriba como si fuera un pájaro, olvidado de las de aquí abajo, y dando ocasión a que se le tenga por loco. Así que, de todas las formas de «entusiasmo», es ésta la mejor de las mejores, tanto para el que la tiene, como para el que con ella se comunica; y al partícipe de esta manía, al amante de los bellos, se le llama enamorado. »Así que, como se ha dicho, toda alma de hombre, por su propia naturaleza, ha visto a los seres verdaderos, o no habría llegado a ser el viviente que es. Pero el acordarse de ellos, por los de aquí, no es asunto fácil para todo el mundo, ni para cuantos, fugazmente, vieron entonces las cosas de allí, ni para los que tuvieron la desdicha, al caer, de descarriarse en ciertas compañías, hacia lo injusto, viniéndoles el olvido del sagrado espectáculo que otrora habían visto. Pocas hay, pues, que tengan suficiente memoria. Pero éstas, cuando ven algo semejante a las de allí, se quedan como traspuestas, sin poder ser dueñas de sí mismas, y sin saber qué es lo que les está pasando, al no percibirlo con propiedad. De la justicia, pues, y de la sensatez y de cuanto hay de valioso para las almas no queda resplandor alguno en las imitaciones de aquí abajo, y sólo con esfuerzo y a través de órganos poco claros les es dado a unos pocos, apoyándose en las imágenes, intuir el género de lo representado. Pero ver el fulgor de la belleza se pudo entonces, cuando con el coro de bienaventurados teníamos a la vista la divina y dichosa visión, al seguir nosotros el cortejo de Zeus, y otros el de otros dioses, como iniciados que éramos en esos misterios, que es justo llamar los más llenos de dicha, y que celebramos en toda nuestra plenitud y sin padecer ninguno de los males que, en tiempo venidero, nos aguardaban. Plenas y puras y serenas y felices las visiones en las que hemos sido iniciados, y de las que, en su momento supremo, alcanzábamos el brillo más límpido, límpidos también nosotros, sin el estigma que es toda esta tumba que nos rodea y que llamamos cuerpo, prisioneros en él como una ostra. »Sea todo esto en gracias al recuerdo que, en el anhelo de lo de entonces, ha hecho que ahora se hable largamente aquí. Como íbamos diciendo, y por lo que a la belleza se refiere, resplandecía entre todas aquellas visiones; pero, en llegando aquí, la captamos a través del más claro de nuestros sentidos, porque es también el que más claramente brilla. Es la vista 0, en efecto, para nosotros, la más fina de las sensaciones que, por medio del cuerpo, nos llegan; pero con ella no se ve la mente -porque nos procuraría terribles amores, si en su imagen hubiese la misma claridad que ella tiene, y llegase a sí a nuestra vista y lo mismo pasaría con todo cuanto hay digno de amarse. Pero sólo a la belleza le ha sido dado el ser lo más deslumbrante y lo más amable. »Ahora bien, el que ya no es novicio o se ha corrompido, no se deja llevar, con presteza, de aquí para allá, para donde está la belleza misma, por el hecho de mirar lo que aquí tiene tal nombre, de forma que, al contemplarla, no siente estremecimiento alguno, sino que, dado al placer, pretende como un cuadrúpedo, cubrir y hacer hijos, y muy versado ya en sus excesos, ni teme ni se avergüenza de perseguir un placer contra naturaleza. Sin embargo, aquel cuya iniciación es todavía reciente, el que contempló mucho de las de entonces, cuando ve un rostro de forma divina, o entrevé, en el cuerpo, una idea que imita bien a la belleza, se estremece primero, y le sobreviene algo de los temores de antaño y, después, lo venera, al mirarlo, como a un dios, y si no tuviera miedo de parecer muy enloquecido, ofrecería a su amado
sacrificios como si fuera la imagen de un dios. Y es que, en habiéndolo visto, le toma, después del escalofrío, como un trastorno que le provoca sudores y un inusitado ardor. Recibiendo, pues, este chorreo de belleza por los ojos, se calienta con un calor que empapa, por así decirlo, la naturaleza del ala, y, al caldearse, se ablandan las semillas de la germinación que, cerradas por la aridez, les impedía florecer; y, además, si el alimento afluye, se esponja el tallo del ala y echa a nacer desde la raíz, por dentro de la sustancia misma del alma, que antes, por cierto, estuvo toda alada. Anda, pues, en plena ebullición y burbujeo, y como con esa sensación que tienen los que están echando los dientes cuando ya van a romper, ese picor y escozor en las encías, así le pasa al alma del que empieza a echar las plumas. Bullen, escuecen, cosquillean las nacientes alas; y si pone los ojos en la belleza del muchacho y recibe de allí partículas que vienen fluyendo -que por eso se llaman 'río de deseos' -, se empapa y calienta y se le acaban las penas y se llena de gozo. Pero cuando está separada y aridece, los orificios de salida, por donde empuja la pluma, se resecan entonces y, al cerrarse, impiden el brote de la pluma que, ocluida dentro con el deseo, salta como una arteria que late, y pincha cada una en su propia salida, de forma que, aguijoneada el alma toda y por todas partes, se revuelve de dolor. »Sólo, en cambio se alegra, si le viene el recuerdo de la belleza del amado. Por la mezcla de estos sentimientos encontrados, se aflige ante lo absurdo de lo que le pasa, y no sabiendo por donde ir, se enfurece, y, así enfurecida, no puede dormir de noche ni parar de día y corre deseosa a donde piensa que ha de ver al que lleva consigo la belleza. Y cuando lo ha visto, y ha encauzado el deseo, abre lo que antes estaba cerrado, y, recobrando aliento, ceden sus pinchazos y va cosechando, entretanto, el placer más dulce. De ahí que no se presten a que la abandonen -a nadie coloca por encima del hermoso muchacho-, olvidándose de madre, hermanos y amigos todos, sin importarle un bledo que, por sus descuidos, se disipen sus bienes y desdeñando todos aquellos convencionalismos y fingimientos con los que antes se adornaba, presto a hacerse esclavo y a poner su lecho donde le permita estar lo más cerca del deseado. »Y es que, además de venerarle, ha encontrado en el poseedor de la belleza al médico apropiado para sus grandísimos males. A esta pasión, pues, hermoso muchacho, al que precisamente van enhebradas mis palabras, llaman los hombres amor; pero si oyes cómo la llaman los dioses, por lo chocante que es, acabarás por reírte. Dicen algunos, sobre el Amor, dos versos sacados, creo, de poemas no publicados de los homéridas, el segundo de los cuales es muy desvergonzado, y no demasiado bien medido. Suenan así: Los hombres le llaman Eros volador, Pero los mortales Pteros, porque hace crecer las alas. (n. del t.: Platón crea aquí un neologismo, configurando según el modelo Eros –amorla palabra Pteros –de un verbo pteron = dar alas, poner alas-). (Fedro, 245 c – 252 b.) Muerte e Inmortalidad. —Es muy posible, en efecto, que pase inadvertido a los demás que cuantos se dedican por ventura a la filosofía en el recto sentido de la palabra no practican otra cosa que el morir y el estar muertos. Y si esto es verdad, sería sin duda un absurdo el que durante toda su vida no pusieran su celo en otra cosa sino ésta, y el que, una vez llegada, se irritasen con aquello que desde tiempo atrás anhelaban y practicaban. Entonces Simmias, echándose a reír, exclamó: —¡Por Zeus!, Sócrates, a pesar de que hace un momento no tenía en absoluto ganas de reírme, me has obligado a ello. Pues creo que, si el vulgo hubiera oído decir eso mismo, lo hubiera estimado muy bien dicho respecto de los que se dedican a la filosofía. Y con el vulgo estarían de completo acuerdo nuestros compatriotas en que
verdaderamente los que filosofan están moribundos. Y dirían, además, que a ellos no se les escapa que son dignos de padecer tal suerte. —Y dirían la verdad, Simmias, salvo en lo que a ellos no se les escapa eso. Porque efectivamente les pasa inadvertido de qué modo están moribundos, en qué sentido merecen la muerte, y qué clase de muerte merecen los que son filósofos de verdad. Hablemos, pues, entre nosotros mismos —añadió—, y mandemos a aquéllos a paseo. ¿creemos que es algo la muerte? —Sin duda alguna —le replicó Simmias. —¿Y que no es otra cosa que la separación del alma y del cuerpo? ¿Y que el estar muerto consiste en que el cuerpo, una vez separado del alma, queda a un lado solo en si mismo, y el alma a otro, separada del cuerpo, y sola en sí misma? ¿Es, acaso, la muerte otra cosa que eso? —No — respondió — es eso. —En tal caso, mi buen amigo, mira a ver si eres de la misma opinión que yo, pues a partir de vuestro asentimiento creo que adquiriremos mayor conocimiento sobre lo que consideramos. ¿Te parece a ti propio del filósofo el interesarse por los llamados placeres de la índole, por ejemplo, de los de la comida y la bebida? —De ningún modo, Sócrates —respondió Simmias. —¿Y de los placeres del amor? —Tampoco. —¿Y qué diremos, además, de los cuidados del cuerpo? ¿Te parece que los considera dignos de estimación un hombre semejante? Así, por ejemplo, la posesión de mantos y calzados distinguidos y los restantes adornos del cuerpo ¿te da la impresión de apreciarlos o despreciarlos, salvo en lo que sea de gran necesidad participar en ellos? —A mí me parece que los desprecia —respondió—, al menos, el filósofo de verdad. —¿Y no te parece —prosiguió— que en su totalidad la ocupación de un hombre semejante no versa sobre el cuerpo, sino, al contrario, en estar separado lo más posible de él, y en aplicarse al alma? —A mí, si. —¿Y en primer lugar, no está claro en tal conducta que el filósofo desliga el alma de su comercio con el cuerpo lo más posible y con gran diferencia sobre los demás hombres? —Resulta evidente. —Y, sin duda, Simmias, parécele al vulgo que la vida de aquel que no considera agradable ninguna de dichas cosas, ni toma parte en ellas, no merece la pena, y que es algo cercano a la muerte a lo que tiende quien no se cuida en nada de los placeres corporales. —Es enteramente cierto lo que dices. —¿Y qué decir sobre la adquisición misma de la sabiduría? ¿Es o no un obstáculo el cuerpo, si se le toma como compañero en la investigación? Y te pongo por ejemplo lo siguiente: ofrecen, acaso, a los hombres alguna garantía de verdad la vista y el oído, o viene a suceder lo que los poetas nos están repitiendo siempre, que no oímos ni vemos nada con exactitud? Y si entre los sentidos corporales éstos no son exactos, ni dignos de crédito, difícilmente lo serán los demás, puesto que son inferiores a ellos. ¿No te parece así? —Así, por completo —dijo. —Entonces —replicó Sócrates— ¿cuándo alcanza el alma la verdad? Pues siempre que intenta examinar algo juntamente con el cuerpo, está claro que es engañada por él. —Dices verdad. —¿Y no es al reflexionar cuando, más que en ninguna otra ocasión, se le muestra con evidencia alguna realidad?
—Sí. —E indudablemente la ocasión en que reflexiona mejor es cuando no la perturba ninguna de esas cosas, ni el oído, ni la vista, ni dolor, ni placer alguno, sino que, mandando a paseo el cuerpo, se queda en lo posible sola consigo mismo y, sin tener en lo que puede comercio alguno ni contacto con él, aspira a alcanzar la realidad. —Así es. —¿Y no siente en este momento el alma del filósofo un supremo desdén por el cuerpo, y se escapa de él, y busca quedarse a solas consigo misma? —Tal parece. —¿Y qué ha de decirse de lo siguiente, Simmias: afirmamos que es algo lo justo en sí, o lo negamos? —Lo afirmamos, sin duda, ¡por Zeus! —¿Y que, asimismo, lo bello es algo y lo bueno también? —¡Cómo no! —Pues bien, ¿has visto ya con tus ojos en alguna ocasión alguna de tales cosas? —Nunca —respondió Simmias. —¿Las percibiste, acaso, con algún otro de los sentidos del cuerpo? Y estoy hablando de todo; por ejemplo, del tamaño, la salud, la fuerza; en una palabra, de la realidad de todas las demás cosas, es decir, de lo que cada una de ellas es. ¿Es, acaso, por medio del cuerpo como se contempla lo más verdadero de ellas, u ocurre, por el contrario, que aquel de nosotros que se prepara con el mayor rigor a reflexionar sobre la cosa en sí misma, que es objeto de su consideración, es el que puede llegar más cerca del conocer cada cosa? —Así es, en efecto. —¿Y no haría esto de la manera más pura aquel que fuera a cada cosa tan sólo con el mero pensamiento, sin servirse de la vista en el reflexionar y sin arrastrar ningún otro sentido en su meditación, sino que, empleando el mero pensamiento en sí mismo, en toda su pureza, intentara dar caza a cada una de las realidades, sola, en sí misma y en toda su pureza, tras haberse liberado en todo lo posible de los ojos, de los oídos y, por decirlo así, de todo el cuerpo, convencido de que éste perturba el alma y no la permite entrar en posesión de la verdad y de la sabiduría, cuando tiene comercio con ella? ¿Acaso no es éste, oh Simmias, quien alcanzará la realidad, si es que la ha alcanzado alguno? —Es una verdad grandísima lo que dices, Sócrates —replicó Simmias. —Pues bien —continuó Sócrates—, después de todas estas consideraciones, por necesidad se forma en los que son genuinamente filósofos una creencia tal, que les hace decirse mutuamente algo así como esto: tal vez haya una especie de sendero que nos lleve a término [juntamente con el razonamiento en la investigación], porque mientras tengamos el cuerpo y esté nuestra alma mezclada con semejante mal, jamás alcanzaremos de manera suficiente lo que deseamos. Y decimos que lo que deseamos es la verdad. En efecto, son un sin fin las preocupaciones que nos procura el cuerpo por culpa de su necesaria alimentación; y encima, si nos ataca alguna enfermedad, nos impide la caza de la verdad. Nos llena de amores, de deseos, de temores, de imágenes de todas clases, de un montón de naderías, de tal manera que, como se dice, por culpa suya no nos es posible tener nunca un pensamiento sensato. Guerras, revoluciones y luchas nadie las causa, sino el cuerpo y sus deseos, pues es por la adquisición de riquezas por lo que se originan todas las guerras, y a adquirir riquezas nos vemos obligados por el cuerpo, porque somos esclavos de sus cuidados; y de ahí, que por todas estas causas no tengamos tiempo para dedicarlo a la filosofía. Y lo peor de todo es que, si nos queda algún tiempo libre de su cuidado y nos dedicamos a reflexionar sobre algo, inesperadamente se presenta en todas partes en nuestras
investigaciones y nos alborota, nos perturba y nos deja perplejos, de tal manera que por su culpa no podemos contemplar la verdad. Por el contrario, nos queda verdaderamente demostrado que, si alguna vez hemos de saber algo en puridad, tenemos que desembarazarnos de él y contemplar tan sólo con el alma las cosas en sí mismas. Entonces, según parece, tendremos aquello que deseamos y de lo que nos declaramos enamorados, la sabiduría; tan sólo entonces, una vez muertos, según indica el razonamiento, y no en vida. En efecto, si no es posible conocer nada de una manera pura juntamente con el cuerpo, una de dos, o es de todo punto imposible adquirir el saber, o sólo es posible cuando hayamos muerto, pues es entonces cuando el alma queda sola en sí misma, separada del cuerpo, y no antes. Y mientras estemos con vida, más cerca estaremos del conocer, según parece, si en todo lo posible no tenemos ningún trato ni comercio con el cuerpo, salvo en lo que sea de toda necesidad, ni nos contaminamos de su naturaleza, manteniéndonos puros de su contacto, hasta que la divinidad nos libre de él. De esta manera, purificados y desembarazados de la insensatez del cuerpo, estaremos, como es natural, entre gentes semejantes a nosotros y conoceremos por nosotros mismos todo lo que es puro; y esto tal vez sea lo verdadero. Pues al que no es puro es de temer que le esté vedado el alcanzar lo puro. He aquí, oh Simmias, lo que necesariamente pensarán y se dirán unos a otros todos los que son amantes del aprender en el recto sentido de la palabra. ¿No te parece a ti así? —Enteramente, Sócrates. —Así, pues, compañero —dijo Sócrates—, si esto es verdad, hay una gran esperanza de que, una vez llegado adonde me encamino, se adquirirá plenamente allí, más que en ninguna otra parte, aquello por lo que tanto nos hemos afanado en nuestra vida pasada; de suerte que el viaje que ahora se me ha ordenado se presenta unido a una buena esperanza, tanto para mí como para cualquier otro hombre que estime que tiene su pensamiento preparado y, por decirlo así, purificado. —Exacto —respondió Simmias. —¿Y la purificación no es, por ventura, lo que en la tradición se viene diciendo desde antiguo, el separar el alma lo más posible del cuerpo y el acostumbrarla a concentrarse; a recogerse en si misma, retirándose de todas las partes del cuerpo, y viviendo en lo posible tanto en el presente como en el después sola en sí misma, desligada del cuerpo como de una atadura? —Así es en efecto —dijo. —¿Y no se da el nombre de muerte a eso precisamente, al desligamiento y separación del alma con el cuerpo? —Sin duda alguna —respondió Simmias. —Pero el desligar el alma, según afirmamos, es la aspiración suma, constante y propia tan sólo de los que filosofan en el recto sentido de la palabra; y la ocupación de los filósofos estriba precisamente en eso mismo, en el desligamiento y separación del alma y del cuerpo. ¿Si o no? —Así parece. —¿Y no sería ridículo, como dije al principio, que un hombre que se ha preparado durante su vida a vivir en un estado lo más cercano posible al de la muerte, se irrite luego cuando le llega ésta? —Sería ridículo. ¡Cómo no! —Luego, en realidad, oh Simmias —replicó Sócrates—, los que filosofan en el recto sentido de la palabra se ejercitan en morir, y son los hombres a quienes resulta menos temeroso el estar muertos. Y puedes colegirlo de lo siguiente: si están enemistados en todos los respectos con el cuerpo y desean tener el alma sola en sí misma, ¿no sería un gran absurdo que, al producirse esto, sintieran temor y se irritasen y no marcharan gustosos allá, donde tienen esperanza de alcanzar a su llegada aquello de que
estuvieron enamorados a lo largo de su vida —que no es otra cosa que la sabiduría— y de librarse de la compañía de aquello con lo que estaban enemistados? ¿No es cierto que al morir amores humanos, mancebos amados, esposas e hijos, fueron muchos los que se prestaron de buen grado a ir en pos de ellos al Hades, impulsados por la esperanza de que allí verían y se reunirían con los seres que añoraban? Y en cambio, si alguien ama de verdad la sabiduría, y tiene con vehemencia esa misma esperanza, la de que no se encontrará con ella de una manera que valga la pena en otro lugar que en el Hades ¿se va a irritar por morir y marchará allá a disgusto? Preciso es creer que no, compañero, si se trata de un verdadero filósofo, pues tendrá la firme opinión de que en ninguna otra parte, salvo allí, se encontrará con la sabiduría en estado de pureza. Y si esto es así, como decía hace un momento, ¿ no sería un gran absurdo que un hombre semejante tuviera miedo a la muerte? (Fedón, 64 a – 68 b.) —Contesta, pues —prosiguió Sócrates—, ¿qué debe producirse en un cuerpo para que tenga vida? —Un alma —contestó. —¿Y esto es siempre así? —¡Cómo no va a serlo! —dijo Cebes. —¿Entonces el alma siempre trae la vida a aquello que ocupa? —La trae, ciertamente. —¿Y hay algo contrario a la vida, o no hay nada? —Lo hay —contestó Cebes. —¿Qué? —La muerte. —¿Luego el alma nunca admitirá lo contrario a lo que trae consigo, según se ha reconocido anteriormente? —Sin duda alguna —dijo Cebes. —¿Entonces qué? A lo que no admitía la idea de par qué le llamábamos hace un momento? —Impar. —¿Y a lo que no admite lo justo o la cultura? —Inculto e injusto —respondió. —Bien. Y a lo que no admite la muerte, ¿qué le llamamos? —Inmortal. —¿Y no es cierto que el alma no admite la muerte? —Sí. —Luego el alma es algo inmortal. —Sí. —Está bien, dijo—. ¿Debemos decir, pues, que esto ha quedado demostrado? ¿Qué te parece? —Que ha quedado perfectamente demostrado, Sócrates. —¿Y qué, Cebes, —prosiguió—, si a lo impar le fuera necesario el ser indestructible, ¿no sería el tres indestructible? —¡Cómo no iba a serlo! —¿Y no es cierto también que si lo no—caliente fuera indestructible, cuando se arrimara calor a la nieve, se retiraría ésta sana y salva y sin fundirse? Pues no cesaría de existir, ni tampoco recibiría el calor esperándolo a pie firme. —Es verdad lo que dices —repuso Cebes.
—Y de igual manera, creo yo, si lo no—frío fuera indestructible, cuando se lanzara contra el fuego algo frío, jamás se apagaría ni perecería, sino que se marcharía sano y salvo. —Necesariamente —dijo Cebes. —¿Y no es necesario también hablar así a propósito de lo inmortal? Si lo inmortal es, asimismo, indestructible, le es imposible al alma perecer cuando la muerte marche contra ella. Pues, según lo dicho, no admitirá la muerte ni quedará muerta, de la misma manera, decíamos, que el tres ni lo impar será par, ni el fuego ni el calor que hay en él será frío. Pero ¿qué es lo que impide —diría alguno— el que, por más que lo impar no se haga par cuando se le acerca lo par, según se ha convenido, se convierta, en cambio, una vez que deja de existir en par en lugar de lo que era? Al que así hablara no le podríamos refutar diciendo que lo impar no perece, puesto que lo impar no es indestructible. Pues si hubiéramos reconocido eso, fácilmente le refutaríamos diciendo que cuando se aproxima lo par, tanto lo impar como el tres se retiran. Y en lo relativo al fuego, y al calor, y a las demás cosas, le refutaríamos de la misma manera. ¿No es verdad? —Por completo. —Luego ahora también, si convenimos con respecto a lo inmortal que es indestructible, el alma sería, además de inmortal, indestructible. Si no, sería preciso otro razonamiento. —Pero no se necesita para nada —replicó Cebes por esta razón: difícilmente podría haber otra cosa que no admitiera la destrucción, si lo inmortal, que es eterno, la admitiese. —En todo caso —repuso Sócrates— la divinidad, la idea misma de la vida y todo lo demás que pueda ser inmortal, según creo, estarán todos de acuerdo en que no perecen nunca. —Todos, sin duda, ¡por Zeus!, hombres y dioses —dijo Cebes—, éstos con mayor razón aún, si no me equivoco. —Pues bien, desde el momento en que lo inmortal es incorruptible, si el alma es inmortal, ¿no sería también indestructible? —De toda necesidad. —Luego cuando se acerca la muerte al hombre, su parte mortal, como es natural, perece, pero la inmortal se retira sin corromperse, cediendo el puesto a aquélla. —Es evidente. —Entonces, con mayor motivo que nada, el alma es algo inmortal e indestructible, y nuestras almas tendrán una existencia real en el Hades. —Yo, por mi parte, Sócrates —dijo Cebes—, no puedo objetar nada en contra de esto, ni encuentro motivo para desconfiar de tus palabras. Pero si Simmias, aquí presente, o algún otro tiene algo que decir, lo indicado es que no se calle; pues de no ser ésta, no sé porque otra ocasión lo aplazará, si quiere decir o escuchar algo sobre estas cuestiones. —Pues bien —intervino Simmias, tampoco yo tengo motivo para desconfiar después de las razones expuestas. No obstante, por la magnitud del asunto sobre el que versa nuestra conversación, y la poca estima en que tengo a la debilidad humana, me veo obligado a sentir todavía en mis adentros desconfianza sobre lo dicho. —No sólo es comprensible que la tengas, Simmias — dijo Sócrates —, sino que tienes razón en lo que dices, e incluso los supuestos primeros, por más que os parezcan dignos de crédito, han de someterse a un examen más preciso. Y si los analizáis suficientemente, seguiréis, según creo, el argumento en el grado mayor que le es posible a un hombre seguirlo. Y si esto queda claro, no llevaréis en punto alguno la investigación más adelante.
—Es verdad lo que dices —repuso Simmias. —Pues bien, amigos —prosiguió Sócrates—, justo es pensar también en que, si el alma es inmortal, requiere cuidado no en atención a ese tiempo en que transcurre lo que llamamos vida, sino en atención a todo el tiempo. Y ahora sí que el peligro tiene las trazas de ser terrible, si alguien se descuidara de ella. Pues si la muerte fuera la liberación de todo, sería una gran suerte para los males cuando mueren el liberarse a la vez del cuerpo y de su propia maldad juntamente con el alma. Pero desde el momento en que se muestra inmortal, no le queda otra salvación y escape de males que el hacerse lo mejor y más sensata posible. Pues vase el alma al Hades sin llevar consigo otro equipaje que su educación y crianza, cosas que, según se dice, son las que más ayudan o dañan al finado desde el comienzo mismo de su viaje hacia allá. Y he aquí lo que se cuenta: a cada cual, una vez muerto, le intenta llevar su propio genio, el mismo que le había tocado en vida, a cierto lugar, donde los que allí han sido reunidos han de someterse a juicio, para emprender después la marcha al Hades en compañía del guía a quien está encomendado el conducir allá a los que llegan de aquí. Y tras de haber obtenido allí lo que debían obtener y cuando han permanecido en el Hades el tiempo debido, de nuevo otro guía les conduce aquí, una vez transcurridos muchos y largos periodos de tiempo. Y no es ciertamente el camino, como dice el Télefo de Esquilo. Afirma éste que es simple el camino que conduce al Hades, pero el tal camino no se me muestra a mí ni simple, ni único, que en tal caso no habría necesidad de guías, pues no lo erraría nadie en ninguna dirección, por no haber más que uno. Antes bien, parece que tiene bifurcaciones y encrucijadas en gran número. Y lo digo tomando como indicios los sacrificios y los cultos de aquí. Así, pues, el alma comedida y sensata le sigue y no desconoce su presente situación, mientras que la que tiene un vehemente apego hacia el cuerpo, como dije anteriormente, y por mucho tiempo ha sentido impulsos hacia éste y el lugar visible, tras mucho resistirse y sufrir, a duras penas y a la fuerza se deja conducir por el genio a quien se le ha encomendado esto. Y una vez que llega adonde están las demás, el alma impura y que ha cometido un crimen tal como un homicidio injusto, u otros delitos de este tipo, que son hermanos de éstos y obra de almas hermanas, a ésa la rehuye todo el mundo y se aparta de ella, y nadie quiere ser ni su compañero de camino ni su guía, sino que anda errante, sumida en la mayor indigencia hasta que pasa cierto tiempo, transcurrido el cual es llevada por la necesidad a la residencia que le corresponde. Y, al contrario, el alma que ha pasado su vida pura y comedidamente alcanza como compañeros de viaje y guías a los dioses, y habita en el lugar que merece. Y tiene la tierra muchos lugares maravillosos, y no es, ni en su forma ni en su tamaño, tal y como piensan los que están acostumbrados a hablar sobre ella, según me ha convencido alguien. (Fedón, 105 c – 108 c.) Siendo tal como se ha dicho la naturaleza de estos parajes, una vez que los finados llegan al lugar a que conduce a cada uno su genio, son antes que nada sometidos a juicio, tanto los que vivieron bien santamente como los que no. Los que se estima que han vivido en el término medio, se encaminan al Aqueronte, suben a las barcas que hay para ellos y, a bordo de éstas, arriban a la laguna, donde moran purificándose; y mediante la expiación de sus delitos, si alguno ha delinquido en algo, son absueltos, recibiendo asimismo cada uno la recompensa de sus buenas acciones conforme a su mérito. Los que, por el contrario, se estima que no tienen remedio por causa de la gravedad de sus yerros, bien porque hayan cometido muchos y grandes robos sacrílegos, u homicidios injustos e ilegales en gran número, o cuantos demás delitos hay del mismo género, a ésos el destino que les corresponde les arroja al Tártaro, de donde no salen jamás. En cambio, quienes se estima que han cometido delitos que tienen remedio, pero graves, como, por ejemplo, aquellos que han ejercido violencia
contra su padre o su madre en un momento de cólera, pero viven el resto de su vida con el arrepentimiento de su acción, o bien se han convertido en homicidas en forma similar, éstos habrán de ser precipitados en el Tártaro por necesidad; pero, una vez que lo han sido y han pasado allí un año, los arroja afuera el oleaje: a los homicidas frente al Cócito, y a los que maltrataron a su padre o a su madre frente al Piriflegetonte. Y una vez que, llevados por la corriente, llegan a la altura de la laguna Aquerusíade, llaman entonces a gritos, los unos a los que mataron, los otros a quienes ofendieron, y después de llamarlos les suplican y les piden que les permitan salir a la laguna y les acojan. Si logran convencerlos, salen y cesan sus males; si no, son llevados de nuevo al Tártaro y de aquí otra vez a los ríos, y no cesan de padecer este tormento hasta que consiguen persuadir a quienes agraviaron. Tal es, en efecto, el castigo que les fue impuesto por los jueces. Por último, los que se estima que se han distinguido por su piadoso vivir son los que, liberados de estos lugares del interior de la tierra y escapando de ellos como de una prisión, llegan arriba a la pura morada y se establecen sobre la tierra. Y entre éstos, los que se han purificado de un modo suficiente por la filosofía viven completamente sin cuerpos para toda la eternidad, y llegan a moradas aún más bellas que éstas, que no es fácil describir, ni el tiempo basta para ello en el actual momento. Pues bien, oh Simmias, por todas estas cosas que hemos expuesto, es menester poner de nuestra parte todo para tener participación durante la vida en la virtud y en la sabiduría, pues es hermoso el galardón y la esperanza grande. Ahora bien, el sostener con empeño que esto es tal como yo lo he expuesto, no es lo que conviene a un hombre sensato. Sin embargo, que tal es o algo semejante lo que ocurre con nuestras almas y sus moradas, puesto que el alma se ha mostrado como algo inmortal, eso sí estimo que conviene creerlo, y que vale la pena correr el riesgo de creer que es así. Pues el riesgo es hermoso, y con tales creencias es preciso, por decirlo así, encantarse a sí mismo; razón ésta por la cual me estoy extendiendo yo en el mito desde hace rato. Así que, por todos estos motivos, debe mostrarse animoso con respecto de su propia alma todo hombre que durante su vida haya enviado a paseo los placeres y ornatos del cuerpo, en la idea de que eran para él algo ajeno, y en la convicción de que producen más mal que bien; todo hombre que se haya afanado, en cambio, en los placeres que versan sobre el aprender y adornada su alma, no con galas ajenas, sino con las que le son propias: la moderación, la justicia, la valentía, la libertad, la verdad; y en tal disposición espera ponerse en camino del Hades con el convencimiento de que lo emprenderá cuando le llame el destino. Vosotros, Oh Simmias, Cebes y demás amigos, os marcharéis después cada uno en un momento dado. A mí me llama ya ahora el destino, diría un héroe de tragedia, y casi es la hora del encaminarme al baño, pues me parece mejor beber el veneno una vez lavado y no causar a las mujeres la molestia de lavar un cadáver. (Fedón, 113 d – 115 b.)
III.- ARISTÓTELES. La culminación de la filosofía griega se encuentra en Aristóteles. El genial discípulo de Platón recoge lo más vivo y eficaz de la tradición helénica, y lleva a la filosofía a plena madurez. Nacido en Estagira, en las fronteras del mundo propiamente griego y de Macedonia, sometido a las dos influencias, simbolizadas en su relación personal con Platón –su maestro- y Alejandro –su discípulo-, permanece diecinueve años en la Academia, hasta la muerte de Platón, y años después establece en Atenas su escuela de filosofía, el Liceo, donde enseña casi hasta su muerte. Su vida entera (384-322) es
un esfuerzo prodigioso por alcanzar el saber; y tal vez ningún otro filósofo ha logrado descender hasta tan hondos estratos de los problemas y llevar a ellos la luz de su genial visión metafísica. Por medio de Aristóteles, la filosofía griega ha penetrado en el centro mismo del pensamiento de Occidente, y en él actúa perdurablemente, como su más profunda y fecunda raíz. Por esto, la totalidad de nuestro mundo espiritual está determinada, en proporción que cuesta trabajo adivinar, por el secular influjo aristotélico. Aristóteles parte de la filosofía platónica; pero introduce en ella una alteración radical: las ideas, que constituyen el verdadero ser, no pueden estar en un lugar celeste, separadas de las cosas, sino en ellas mismas. Las cosas, presentes en nosotros, son efectivamente, aunque estén sometidas al cambio; y esto obligará a Aristóteles, por una parte, a afirmar que el ser se dice de muchas maneras, y establecer así su teoría del ente analógico y, por otra, a interpretar ontológicamente las cosas como sustancias compuestas de materia y de forma. De ese núcleo fundamental de su metafísica pende toda la antropología aristotélica. Platón partía del dualismo cuerpo-alma. Aristóteles lo recoge, pero modifica esencialmente su sentido. El alma y el cuerpo son dos elementos ontológicos, inseparablemente unidos, que constituyen el hombre; materia y forma: éste es el sentido de la interpretación aristotélica. Pero hay que entenderla en todo su rigor: el alma es la forma del cuerpo, es decir, el cuerpo humano –y, en general, el cuerpo viviente- lo es por tener alma, por estar informado por ella. Y por eso dice que el alma es la entelequia o actualidad del cuerpo: es ella quien lo hace ser actual y realmente cuerpo. Pero esta actualidad consiste primariamente en el vivir; el alma es, por tanto, principio vital, que constituye a los entes animados. Y como los sentidos de la noción vida son diversos, corresponderán a ellos los diferentes tipos de almas, desde la que informa y vivifica al vegetal hasta la que hace al hombre ser lo que es, un animal dotado de razón, capaz de pensar y de conocer, de elevarse hasta lo eterno y divino y de ser, en cierto modo, todas las cosas, que adquieren su ser verdadero al ser sabidas por el hombre, puestas en la luz de la mente y enunciadas por el logos humano, que dice lo que son. El hombre aparece definido, pues, por el saber. Ésta es la dimensión esencial del ente humano. Aristóteles ha profundizado extrañamente en este permanente y cotidiano misterio de que el hombre conozca las cosas, de que ésta pasen, en cierto sentido, a estar en él quedando fuera, sin embargo; de que el hombre, según su feliz expresión, sea de algún modo las cosas mismas. En el saber encuentra el hombre su perfección; y, por tanto, en la vida que consiste en saber, en la que llama contemplativa o teorética, se halla la plena realidad del hombre en cuanto tal, su ejercicio adecuado y propio: y esto es lo que entendemos por felicidad. La moral aristotélica, que es una moral de la perfección, aparece centrada en el concepto de vida contemplativa, que es, al mismo tiempo, la vida feliz y la virtud más alta. Pero el saber plenario, la vida contemplativa en su autenticidad, que es lo más propia y verdaderamente humano, es a la vez algo que excede del hombre. Lo más suyo es al mismo tiempo algo ajeno, que sólo posee parcialmente y como prestado, algo, en suma, divino. El hombre, que es un viviente mortal, una cosa entre otras, participa, por su capacidad contemplativa, de otro modo de ser más alto, el de Dios, cuya vida consiste en la contemplación de sí mismo. En cierto sentido, pues, el puesto del hombre es intermedio: cuando es plenamente hombre, trasciende de sí mismo para penetrar en el modo de ser de lo divino y así inmortalizarse. La antropología aristotélica culmina así en una referencia a lo divino: lo propio del hombre es ser más que hombre. ***
La esencia del alma. Quedan explicadas ya las doctrinas transmitidas por nuestros predecesores en tomo al alma. Volvamos, pues, de nuevo desde el principio e intentemos definir qué es el alma y cuál podría ser su definición más general. Solemos decir que uno de los géneros de los entes es la entidad y que ésta puede ser entendida, en primer lugar, como materia —aquello que por sí no es algo determinado —, en segundo lugar, como estructura y forma en virtud de la cual puede decirse ya de la materia que es algo determinado y, en tercer lugar, como el compuesto de una y otra. Por lo demás, la materia es potencia, mientras que la forma es entelequia. Ésta, a su vez, puede entenderse de dos maneras, según sea como la ciencia o como el acto de teorizar. Por otra parte y a lo que parece, entidades son de manera primordial los cuerpos y, entre ellos, los cuerpos naturales: éstos constituyen, en efecto, los principios de todos los demás. Ahora bien, entre los cuerpos naturales los hay que tienen vida y los hay que no la tienen; y solemos llamar vida a la autoalimentación, al crecimiento y al envejecimiento. De donde resulta que todo cuerpo natural que participa de la vida es entidad, pero entidad en el sentido de entidad compuesta. Y puesto que se trata de un cuerpo de tal tipo —a saber, que tiene vida— no es posible que el cuerpo sea el alma: y es que el cuerpo no es de las cosas que se dicen de un sujeto, antes al contrario, realiza la función de sujeto y materia. Luego el alma es necesariamente entidad en cuanto forma específica de un cuerpo natural que en potencia tiene vida. Ahora bien, la entidad es entelequia, luego el alma es entelequia de tal cuerpo. Pero la palabra «entelequia» se entiende de dos maneras: una, en el sentido en que lo es la ciencia, y otra, en el sentido en que lo es el teorizar. Es, pues, evidente que el alma lo es como la ciencia: y es que teniendo alma se puede estar en sueño o en vigilia y la vigilia es análoga al teorizar mientras que el sueño es análogo a poseer la ciencia y no ejercitarla. Ahora bien, tratándose del mismo sujeto la ciencia es anterior desde el punto de vista de la génesis, luego el alma es la entelequia primera de un cuerpo natural que en potencia tiene vida. Tal es el caso de un organismo. También las partes de las plantas son órganos, si bien absolutamente simples, por ejemplo, la hoja es envoltura del pericarpio y el pericarpio lo es del fruto; las raíces, a su vez, son análogas a la boca puesto que aquéllas y ésta absorben el alimento. Por tanto, si cabe enunciar algo en general acerca de toda clase de alma, habría que decir que es la entelequia primera de un cuerpo natural organizado. De ahí además que no quepa preguntarse si el alma y el cuerpo son una única realidad, como no cabe hacer tal pregunta acerca de la cera y la figura y, en general, acerca de la materia de cada cosa y aquello de que es materia. Pues si bien las palabras «uno» y «ser» tienen múltiples acepciones, la entelequia lo es en su sentido más primordial. Queda expuesto, por tanto, de manera general qué es el alma, a saber, la entidad definitoria, esto es, la esencia de tal tipo de cuerpo. Supongamos que un instrumento cualquiera —por ejemplo, un hacha— fuera un cuerpo natural: en tal caso el «ser hacha» sería su entidad y, por tanto, su alma, y quitada ésta no sería ya un hacha a no ser de palabra. Al margen de nuestra suposición es realmente, sin embargo, un hacha: es que el alma no es esencia y definición de un cuerpo de este tipo, sino de un cuerpo natural de tal cualidad que posee en sí mismo el principio del movimiento y del reposo. Pero es necesario también considerar, en relación con las distintas partes del cuerpo, lo que acabamos de decir. En efecto, si el ojo fuera un animal, su alma seria la vista. Esta es, desde luego, la entidad definitoria del ojo. El ojo, por su parte, es la materia de la vista, de manera que, quitada ésta, aquél no sería en absoluto un ojo a no ser de palabra, como es el caso de un ojo esculpido en piedra o pintado. Procede además aplicar a la totalidad del cuerpo viviente lo que se aplica a las partes ya que en la
misma relación en que se encuentra la parte respecto de la parte se encuentra también la totalidad de la potencia sensitiva respecto de la totalidad del cuerpo que posee sensibilidad como tal. Ahora bien, lo que está en potencia de vivir no es el cuerpo que ha echado fuera el alma, sino aquel que la posee. El esperma y el fruto, por su parte, son tal tipo de cuerpo en potencia. La vigilia es entelequia a la manera en que lo son el acto de cortar y la visión; el alma, por el contrario, lo es a la manera de la vista y de la potencia del instrumento. El cuerpo, a su vez, es lo que está en potencia. Y así como el ojo es la pupila y la vista, en el otro caso —y paralelamente— el animal es el alma y el cuerpo. Es perfectamente claro que el alma no es separable del cuerpo o, al menos, ciertas partes de la misma si es que es por naturaleza divisible: en efecto, la entelequia de ciertas partes del alma pertenece a las partes mismas del cuerpo. Nada se opone, sin embargo, a que ciertas partes de ella sean separables al no ser entelequia de cuerpo alguno. Por lo demás, no queda claro todavía si el alma es entelequia del cuerpo como lo es el piloto del navío. El alma queda, pues, definida y esbozada a grandes rasgos de esta manera. (De Anima, II, 1.) Digamos, pues, tomando la investigación desde el principio, que lo animado se distingue de lo inanimado por vivir. Y como la palabra «vivir» hace referencia a múltiples operaciones, cabe decir de algo que vive aun en el caso de que solamente le corresponda alguna de ellas, por ejemplo, intelecto, sensación, movimiento y reposo locales, amén del movimiento entendido como alimentación, envejecimiento y desarrollo. De ahí que opinemos también que todas las plantas viven. Salta a la vista, en efecto, que poseen en sí mismas la potencia y principio, en cuya virtud crecen y menguan según direcciones contrarias: todos aquellos seres que se alimentan de manera continuada y que se mantienen viviendo indefinidamente hasta tanto son capaces de asimilar el alimento, no crecen, desde luego, hacia arriba sin crecer hacia abajo, sino que lo hacen en una y otra y todas las direcciones. Por lo demás, esta clase de vida puede darse sin que se den las otras, mientras que las otras —en el caso de los vivientes sometidos a corrupción— no pueden darse sin ella. Esto se hace evidente en el caso de las plantas en las que, efectivamente, no se da ninguna otra potencia del alma. El vivir, por tanto, pertenece a los vivientes en virtud de este principio, mientras que el animal lo es primariamente en virtud de la sensación: de ahí que a aquellos seres que ni se mueven ni cambian de lugar, pero poseen sensación, los llamemos animales y no simplemente vivientes. Por otra parte, la actividad sensorial más primitiva que se da en todos los animales es el tacto. Y de la misma manera que la facultad nutritiva puede darse sin que se dé el tacto ni la totalidad de la sensación, también el tacto puede darse sin que se den las restantes sensaciones. Y llamamos facultad nutritiva a aquella parte del alma de que participan incluso las plantas. Salta a la vista que los animales, a su vez, poseen todos la sensación del tacto. Más adelante diremos por qué razón sucede así cada uno de estos hechos. Por ahora baste con decir que el alma es el principio de todas estas facultades y que se define por ellas: facultad nutritiva, sensitiva, discursiva y movimiento. Ahora bien, en cuanto a si cada una de estas facultades constituye un alma o bien una parte del alma y, suponiendo que se trate de una parte del alma, si lo es de tal manera que resulte separable únicamente en la definición o también en la realidad, no es difícil discernirlo en el caso de algunas de ellas, si bien el caso de algunas otras entraña cierta dificultad. En efecto: así como ciertas plantas se observa que continúan viviendo aunque se las parta en trozos y éstos se encuentren separados entre sí, como si el alma presente en ellas fuera —en cada planta— una entelequia pero múltiple en potencia, así también observamos que ocurre con ciertas diferencias del alma tratándose de insectos que han sido divididos: también, desde luego, cada uno de los trozos conserva la sensación y el movimiento
local y, con la sensación, la imaginación y el deseo: pues allí donde hay sensación hay también dolor y placer, y donde hay éstos, hay además y necesariamente apetito. Pero por lo que hace al intelecto y a la potencia especulativa no está nada claro el asunto si bien parece tratarse de un género distinto de alma y que solamente él puede darse separado como lo eterno de lo corruptible. En cuanto al resto de las partes del alma se deduce claramente de lo anterior que no se dan separadas como algunos pretenden. Que son distintas desde el punto de vista de la definición es, no obstante, evidente: la esencia de la facultad de sentir difiere de la esencia de la facultad de opinar de igual manera que difiere el sentir y el opinar; y lo mismo cada una de las demás facultades mencionadas. Más aún, en ciertos animales se dan todas estas facultades mientras en otros se dan algunas y en algunos una sola. Esto es lo que marca la diferencia entre los animales (por qué razón, lo veremos más adelante). Algo muy parecido ocurre también con las sensaciones: ciertos animales las poseen todas, otros algunas y otros, en fin, solamente una, la más necesaria, el tacto. En efecto: dado que, como ya hemos dicho, la entidad se entiende de tres maneras — bien como forma, bien como materia, bien como el compuesto de ambas— y que, por lo demás, la materia es potencia mientras que la forma es entelequia y puesto que, en fin, el compuesto de ambas es el ser animado, el cuerpo no constituye la entelequia del alma, sino que, al contrario, ésta constituye la entelequia de un cuerpo. Precisamente por esto están en lo cierto cuantos opinan que el alma ni se da sin un cuerpo ni es en sí misma un cuerpo. Cuerpo, desde luego, no es, pero sí algo del cuerpo, y de ahí que se dé un cuerpo y, más precisamente, en un determinado tipo de cuerpo: no como nuestros predecesores que la endosaban en un cuerpo sin preocuparse de matizar en absoluto en qué cuerpo y de qué cualidad, a pesar de que ninguna observación muestra que cualquier cosa al azar pueda recibir al azar cualquier cosa. Resulta ser así, además, por definición: pues en cada caso la entelequia se produce en el sujeto que está en potencia y, por tanto, en la materia adecuada. Así pues, de todo esto se deduce con evidencia que el alma es entelequia y forma de aquel sujeto que tiene la posibilidad de convertirse en un ser de tal tipo. (De Anima, II, 2.) El entendimiento pasivo. Por lo que se refiere a aquella parte del alma con que el alma conoce y piensa —ya se trate de algo separable, ya se trate de algo no separable en cuanto a la magnitud, pero sí en cuanto a la definición— ha de examinarse cuál es su característica diferencial y cómo se lleva a cabo la actividad de inteligir. Ahora bien, si el inteligir constituye una operación semejante a la sensación, consistirá en padecer cierto influjo bajo la acción de lo inteligible o bien en algún otro proceso similar. Por consiguiente, el intelecto — siendo impasible— ha de ser capaz de recibir la forma, es decir, ha de ser en potencia tal como la forma pero sin ser ella misma y será respecto de lo inteligible algo análogo a lo que es la facultad sensitiva respecto de lo sensible. Por consiguiente y puesto que intelige todas las cosas, necesariamente ha de ser sin mezcla —como dice Anaxágoras — para que pueda dominar o, lo que es lo mismo, conocer, ya que lo que exhibe su propia forma obstaculiza e interfiere a la ajena. Luego no tiene naturaleza alguna propia aparte de su misma potencialidad. Así pues, el denominado intelecto del alma — me refiero al intelecto con que el alma razona y enjuicia— no es en acto ninguno de los entes antes de inteligir. De ahí que sería igualmente ilógico que estuviera mezclado con el cuerpo: y es que en tal caso poseería alguna cualidad, sería frío o caliente y tendría un órgano como lo tiene la facultad sensitiva; pero no lo tiene realmente. Por lo tanto, dicen bien los que dicen que el alma es el lugar de las formas, si exceptuamos que no lo es toda ella, sino sólo la intelectiva y que no es las formas en acto, sino en potencia. Por lo demás y si se tiene en cuenta el funcionamiento de los órganos sensoriales y del
sentido, resulta evidente que la impasibilidad de la facultad sensitiva y la de la facultad intelectiva no son del mismo tipo: el sentido, desde luego, no es capaz de percibir tras haber sido afectado por un objeto fuertemente sensible, por ejemplo, no percibe el sonido después de sonidos intensos, ni es capaz de ver u oler, tras haber sido afectado por colores u olores fuertes; el intelecto, por el contrario, tras haber inteligido un objeto fuertemente inteligible, no intelige menos sino más, incluso, los objetos de rango inferior. Y es que la facultad sensible no se da sin el cuerpo, mientras que el intelecto es separable. Y cuando éste ha llegado a ser cada uno de sus objetos a la manera en que se ha dicho que lo es el sabio en acto —lo que sucede cuando es capaz de actualizarse por sí mismo—, incluso entonces se encuentra en cierto modo en potencia, si bien no del mismo modo que antes de haber aprendido o investigado: el intelecto es capaz también entonces de inteligirse a sí mismo. Pero, puesto que la magnitud y la esencia de la magnitud son cosas distintas y lo son también el agua y la esencia del agua —y otro tanto ocurre en otros muchos casos pero no en todos; en algunos es lo mismo—, será que el alma discierne la esencia de la carne y la carne, ya con facultades distintas, ya con una sola, pero dispuesta de distinta manera; y es que la carne no se da sin materia, sino que, al igual que lo chato, es un tipo determinado de forma en un tipo determinado de materia. Con la facultad sensitiva, pues, discierne lo caliente y lo frío así como aquellas cualidades de las que la carne constituye una cierta proporción combinatoria; en cuanto a la esencia de la carne, la discierne ya con otra facultad separada, ya con la misma facultad, siendo ésta respecto de sí misma lo que la línea curva es respecto de sí misma una vez enderezada. A su vez y por lo que se refiere a los entes abstractos, con la línea recta sucede como con lo chato, puesto que no se da sin el continuo; sin embargo, su esencia —si es que la esencia de la recta y la recta son cosas distintas— la discierne con otra facultad. Supongamos, pues, que su esencia sea la díada: la discierne, por tanto, ya con otra facultad, ya con la misma dispuesta de otra manera. Así pues, digamos en general que el intelecto es separable en la misma medida en que los objetos son separables de la materia. Cabe, por lo demás, plantearse el siguiente problema: si —como dice Anaxágoras— el intelecto es simple e impasible y nada tiene en común con ninguna otra cosa, ¿de qué manera conoce si el inteligir consiste en una cierta afección y de dos cosas, a lo que parece, la una actúa y la otra padece en la medida en que ambas poseen algo en común? Añádese a esto el problema de si el intelecto mismo es a su vez inteligible. De ser así o bien el intelecto se dará en las demás cosas —suponiendo que no sea inteligible en virtud de otra cosa y suponiendo que lo inteligible sea específicamente uno— o bien estará mezclado con algo que lo haga inteligible como las demás cosas. En cuanto a la dificultad de que el paciente ha de tener algo en común con el agente, ¿no ha quedado ya contestada al decir que el intelecto es en cierto modo potencialmente lo inteligible si bien en entelequia no es nada antes de inteligir?. Lo inteligible ha de estar en él del mismo modo que en una tablilla en la que nada está actualmente escrito: esto es lo que sucede con el intelecto. (En cuanto a la segunda dificultad) el intelecto es inteligible exactamente como lo son sus objetos. En efecto, tratándose de seres inmateriales lo que intelige y lo inteligido se identifican toda vez que el conocimiento teórico y su objeto son idénticos —más adelante habrá de analizarse la causa por la cual no intelige siempre—; pero tratándose de seres que tienen materia, cada uno de los objetos inteligibles está presente en ellos sólo potencialmente. De donde resulta que en estos últimos no hay intelecto —ya que el intelecto que los tiene por objeto es una potencia inmaterial— mientras que el intelecto sí que posee inteligibilidad. (De Anima, III, 4.)
El entendimiento agente. Puesto que en la Naturaleza toda existe algo que es materia para cada género de entes —a saber, aquello que en potencia es todas las cosas pertenecientes a tal género— pero existe además otro principio, el causal y activo al que corresponde hacer todas las cosas —tal es la técnica respecto de la materia— también en el caso del alma han de darse necesariamente estas diferencias. Así pues, existe un intelecto que es capaz de llegar a ser todas las cosas y otro capaz de hacerlas todas; este último es a manera de una disposición habitual como, por ejemplo, la luz: también la luz hace en cierto modo de los colores en potencia colores en acto. Y tal intelecto es separable, sin mezcla e impasible, siendo como es acto por su propia entidad. Y es que siempre es más excelso el agente que el paciente, el principio que la materia. Por lo demás, la misma cosa son la ciencia en acto y su objeto. Desde el punto de vista de cada individuo la ciencia en potencia es anterior en cuanto al tiempo, pero desde el punto de vista del universo en general no es anterior ni siquiera en cuanto al tiempo: no ocurre, desde luego, que el intelecto intelija a veces y a veces deje de inteligir. Una vez separado es sólo aquello que en realidad es y únicamente esto es inmortal y eterno. Nosotros, sin embargo, no somos capaces de recordarlo, porque tal principio es impasible, mientras que el intelecto pasivo es corruptible y sin él nada intelige. (n. del a.: la interpretación de este último párrafo, y de todo el capítulo en general es extremadamente problemática) (De Anima, III, 5.) El alma y las cosas. Recapitulando ahora ya la doctrina que hemos expuesto en torno al alma, digamos una vez más que el alma es en cierto modo todos los entes, ya que los entes son o inteligibles o sensibles y el conocimiento intelectual se identifica en cierto modo con lo inteligible, así como la sensación con lo sensible. Veamos de qué modo es esto así. El conocimiento intelectual y la sensación se dividen de acuerdo con sus objetos, es decir, en tanto que están en potencia tienen como correlato sus objetos en potencia, y en tanto que están en acto, sus objetos en acto. A su vez, las facultades sensible e intelectual del alma son en potencia sus objetos, lo inteligible y lo sensible respectivamente. Pero éstos han de ser necesariamente ya las cosas mismas, ya sus formas. Y, por supuesto, no son las cosas mismas, toda vez que lo que está en el alma no es la piedra, sino la forma de ésta. De donde resulta que el alma es comparable a la mano, ya que la mano es instrumento de instrumentos y el intelecto es forma de formas así como el sentido es forma de las cualidades sensibles. Y puesto que, a lo que parece, no existe cosa alguna separada y fuera de las magnitudes sensibles, los objetos inteligibles —tanto los denominados abstracciones como todos aquellos que constituyen estados y afecciones de las cosas sensibles— se encuentran en las formas sensibles. De ahí que, careciendo de sensación, no sería posible ni aprender ni comprender. De ahí también que cuando se contempla intelectualmente, se contempla a la vez y necesariamente alguna imagen: es que las imágenes son como sensaciones sólo que sin materia. La imaginación es, por lo demás, algo distinto de la afirmación y de la negación, ya que la verdad y la falsedad consisten en una composición de conceptos. En cuanto a los conceptos primeros, ¿en qué se distinguirán de las imágenes? ¿No cabría decir que ni éstos ni los demás conceptos son imágenes, si bien nunca se dan sin imágenes? (De Anima, III, 8.) El Bien como Fin. Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen tender a algún bien, por esto se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello
hacia lo que todas las cosas tienden. Sin embargo, es evidente que hay algunas diferencias entre los fines, pues unos son actividades y los otros obras aparte de las actividades; en los casos en que hay algunos fines aparte de las acciones, las obras son naturalmente preferibles a las actividades. Pero como hay muchas acciones, artes y ciencias, muchos son también los fines; en efecto, el fin de la medicina es la salud; el de la construcción naval, el navío; el de la estrategia, la victoria; el de la economía, la riqueza. (...) Si, pues, de las cosas que hacemos hay algún fin que queramos por sí mismo, y las demás cosas por causa de él, y lo que elegimos no está determinado por otra cosa --pues así el proceso seguiría hasta el infinito, de suerte que el deseo sería vacío y vano--, es evidente que este fin será lo bueno y lo mejor. ¿No es verdad, entonces, que el conocimiento de este bien tendrá un gran peso en nuestra vida y que, como aquellos que apuntan a un blanco, alcanzaríamos mejor el que debemos alcanzar? (...) (Ética a Nicómaco, I, 1094 a 1-9, 18-24) La Felicidad. Puesto que todo conocimiento y toda elección tienden a algún bien, volvamos de nuevo a plantearnos la cuestión: cuál es la meta de la política y cuál es el bien supremo entre todos los que pueden realizarse. Sobre su nombre, casi todo el mundo está de acuerdo, pues tanto el vulgo como los cultos dicen que es la felicidad, y piensan que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero sobre lo que es la felicidad discuten y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios. Pues unos creen que es alguna de las cosas tangibles y manifiestas como el placer, o la riqueza, o los honores; otros, otra cosa; muchas veces, incluso, una misma persona opina cosas distintas: si está enferma, piensa que la felicidad es la salud; si es pobre, la riqueza; los que tienen conciencia de su ignorancia admiran a los que dicen algo grande y que está por encima de ellos. Pero algunos creen que, aparte de toda esta multitud de bienes, existe otro bien en sí y que es la causa de que todos aquéllos sean bienes. (...) No es sin razón que los hombres parecen entender el bien y la felicidad partiendo de los diversos géneros de vida. Así el vulgo y los más groseros los identifican con el placer, y, por eso, aman la vida voluptuosa --los principales modos de vida son, en efecto, tres: la que acabamos de decir, la política, y, en tercer lugar, la contemplativa--. La generalidad de los hombres se muestran del todo serviles al preferir una vida de bestias, pero su actitud tiene algún fundamento porque muchos de los que están en puestos elevados comparten los gustos de Sardanápalo. En cambio, los mejor dotados y los activos creen que el bien son los honores, pues tal es ordinariamente el fin de la vida política. Pero, sin duda, este bien es más superficial que lo que buscamos, ya que parece que radica más en los que conceden los honores que en el honrado, y adivinamos que el bien es algo propio y difícil de arrebatar. Por otra parte, esos hombres parecen perseguir los honores para persuadirse a sí mismos de que son buenos, pues buscan ser honrados por los hombres sensatos y por los que los conocen, y por su virtud; es evidente, pues, que, en opinión de estos hombres, la virtud es superior. Tal vez se podría suponer que ésta sea el fin de la vida política; pero salta a la vista que es incompleta, ya que puede suceder que el que posee la virtud esté dormido o inactivo durante toda su vida, y, además, padezca grandes males y grandes infortunios; y nadie juzgará feliz al que viva así, a no ser para defender esa tesis. Y basta sobre esto, pues ya hemos hablado suficientemente de ello en nuestros escritos enciclopédicos. El tercer modo de vida es el contemplativo, que examinaremos más adelante. En cuanto a la vida de negocios, es algo violento, y es evidente que la riqueza no es el bien que buscamos, pues es útil en orden a otro. Por ello, uno podría considerar como fines los antes mencionados, pues éstos se quieren por sí mismos,
pero es evidente que tampoco lo son, aunque muchos argumentos han sido formulados sobre ellos. Dejémosles, pues. (Ética a Nicómaco, 1095 a 14-28, 1095 b 14-1906 a 10.) La Felicidad como Bien Supremo. Pero volvamos de nuevo al bien objeto de nuestra investigación e indaguemos qué es. Porque parece ser distinto en cada actividad y en cada arte: uno es, en efecto, en la medicina, otro en la estrategia, y así sucesivamente. ¿Cuál es, por tanto, el bien de cada una? ¿No es aquello a causa de lo cual se hacen las demás cosas? Esto es, en la medicina, la salud; en la estrategia, la victoria; en la arquitectura, la casa; en otros casos, otras cosas, y en toda acción y decisión es el fin, pues es con vistas al fin corno todos hacen las demás cosas. De suerte que, si hay algún fin de todos los actos, éste será el bien realizable, y si hay varios, serán éstos. Nuestro razonamiento, a pesar de las digresiones, vuelve al mismo punto; pero debemos intentar aclarar más esto. Puesto que parece que los fines son varios y algunos de éstos los elegimos por otros, como la riqueza, las flautas y, en general, los instrumentos, es evidente que no son todos perfectos, pero lo mejor parece ser algo perfecto. Por consiguiente, si hay sólo un bien perfecto, ése será el que buscamos, y si hay varios, el más perfecto de ellos. Ahora bien, al que se busca por sí mismo le llamamos más perfecto que al que se busca por otra cosa, y al que nunca se elige por causa de otra cosa, lo consideramos más perfecto que a los que se eligen, ya por sí mismos, ya por otra cosa. Sencillamente, llamamos perfecto lo que siempre se elige por sí mismo y nunca por otra cosa. Tal parece ser, sobre todo, la felicidad pues la elegimos por ella misma y nunca por otra cosa, mientras que los honores, el placer, la inteligencia y toda virtud, los deseamos en verdad, por sí mismos (puesto que desearíamos todas estas cosas, aunque ninguna ventaja resultara de ellas), pero también los deseamos a causa de la felicidad, pues pensamos que gracias a ellos seremos felices. En cambio, nadie busca la felicidad por estas cosas, ni en general por ninguna otra. Parece que también ocurre lo mismo con la autarquía, pues el bien perfecto parece ser suficiente. Decimos suficiente no en relación con uno mismo, con el ser que vive una vida solitaria, sino también en relación con los padres, hijos y mujer, y, en general, con los amigos y conciudadanos, puesto que el hombre es por naturaleza un ser social. No obstante, hay que establecer un limite en estas relaciones, pues extendiéndolas a los padres, descendientes y amigos de los amigos, se iría hasta el infinito. Pero esta cuestión la examinaremos luego. Consideramos suficiente lo que por sí solo hace deseable la vida y no necesita nada, y creemos que tal es la felicidad. Es lo más deseable de todo, sin necesidad de añadirle nada, pero es evidente que resulta más deseable, si se le añade el más pequeño de los bienes, pues la adición origina una superabundancia de bienes, y, entre los bienes, el mayor es siempre más deseable. Es manifiesto, pues, que la felicidad es algo perfecto y suficiente, ya que es el fin de los actos. Decir que la felicidad es lo mejor parece ser algo unánimemente reconocido, pero, con todo, es deseable exponer aún con más claridad lo que es. Acaso se conseguiría esto, si se lograra captar la función del hombre. En efecto, como en el caso de un flautista, de un escultor y, de todo artesano, y en general de los que realizan alguna función o actividad parece que lo bueno, y el bien están en la función, así también ocurre, sin duda, en el caso del hombre, si hay alguna función que le es propia. ¿Acaso existen funciones y actividades propias del carpintero, del zapatero, pero ninguna del hombre, sino que éste es por naturaleza inactivo? ¿O no es mejor admitir que así como parece que hay alguna función propia del ojo y de la mano y del pie, y en general de cada uno de los miembros, así también pertenecería al hombre alguna función aparte de éstas?
¿Y cuál, precisamente, será esta función? El vivir, en efecto, parece también común a las plantas, y aquí buscamos lo propio. Debemos, pues, dejar de lado la vida de nutrición y crecimiento. Seguiría después la sensitiva, pero parece que también ésta es común al caballo, al buey y a todos los animales. Resta, pues, cierta actividad propia del ente que tiene razón. Pero aquél, por una parte, obedece a la razón, y por otra, la posee y piensa. Y como esta vida racional tiene dos significados, hay que tomarla en sentido activo, pues parece que primordialmente se dice en esta acepción. Si, entonces, la función propia del hombre es una actividad del alma según la razón, o que implica la razón, y si, por otra parte, decimos que esta función es específicamente propia del hombre y del hombre bueno, como el tocar la cítara es propio de un citarista y de un buen citarista, y así en todo añadiéndose a la obra la excelencia queda la virtud (pues es propio, de un citarista tocar la cítara y del buen citarista tocarla bien), siendo esto así, decimos que la función del hombre es una cierta vida, y ésta es una actividad del alma y unas acciones razonables, y la del hombre bueno estas mismas cosas bien y hermosamente, y cada uno se realiza bien según su propia virtud; y si esto es así, resulta que el bien del hombre es una actividad del alma de acuerdo con la virtud, y si las virtudes son varias, de acuerdo con la mejor y más perfecta, y además en una vida entera. Porque una golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco ni un solo día ni un instante bastan para hacer venturoso y feliz. (Ética a Nicómaco, I, 1097 a 15-20). La Vida Contemplativa. Si la felicidad es una actividad conforme a la virtud, es razonable que sea según la más excelente, y ésta será propia de lo mejor. Sea el entendimiento u otra cosa aquello que por naturaleza parece mandar y ser principal, y poseer la intelección de las cosas bellas y divinas; sea un ente divino también él mismo, o bien lo más divino que hay en nosotros, su actividad según la virtud que le es propia, será la felicidad perfecta. Y ya hemos dicho que es contemplativa. Esto parece estar de acuerdo con lo que antes dijimos y con la verdad. En efecto: esta actividad es la más excelente (pues también lo es el entendimiento, entre todo lo que hay en nosotros, y las cosas que el entendimiento conoce son las más excelentes de las cognoscibles); además, es la más continua, pues podemos contemplar continuamente, más que hacer cualquier otra cosa. Y pensamos que es menester que el placer se mezcle a la felicidad; ahora bien, la más grata de las actividades conforme a la virtud es la que se realiza de acuerdo con la sabiduría; parece, por tanto, que la filosofía encierra placeres admirables por su pureza y firmeza, y es probable que los que saben tengan una vida más agradable que los que buscan el saber. Por otra parte, la llamada suficiencia se encontrará principalmente en la vida contemplativa, pues al hombre sabio y al justo les hacen falta, como a los demás, las cosas necesarias para la vida; pero una vez provistos suficientemente de estas cosas, el justo necesita personas con las cuales y para con las cuales practique la justicia, y del mismo modo el hombre moderado, o el valiente, o cualquiera de los demás, mientras que el sabio, aun aislado, puede ejercitar la contemplación, y cuanto más sabio es, más. Acaso lo haría mejor en compañía de colaboradores; pero, sin embargo, es el hombre más suficiente... parece que sólo esta actividad se ama por sí misma, pues no tiene ningún resultado fuera de la contemplación, mientras que en la vida activa procuramos más o menos algo aparte de la acción. Parece también que la felicidad consiste en el ocio, pues nos esforzamos para reposar y guerreamos para estar en paz. (...) Ésta será, por tanto, la felicidad del hombre, si ha llenado la duración entera de su vida, pues ninguna cosa imperfecta pertenece a la felicidad. (Ética a Nicómaco, X, 1177 a 12-b 6, b 24-26.)
El Hombre y Dios. Pero tal vida sería superior a la condición humana; en efecto: no vivirá así en cuanto hombre, sino en cuanto reside en él algo divino; y cuanto difiere esto del compuesto, otro tanto excede esa actividad de la que se realiza según las demás virtudes. Ahora bien: si el entendimiento es algo divino en relación con el hombre, también la vida conforme a él es divina en relación con la vida humana. No hay que tener, como algunos aconsejan, sentimientos humanos, puesto que se es hombre, ni mortales, ya que se es mortal, sino inmortalizarse en cuanto es posible y hacerlo todo para vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en uno mismo; pues aunque es pequeño por su masa, por su potencia y dignidad excede con mucho a todas las cosas. Y parecería que cada uno de nosotros consiste en esto, si lo principal es también lo mejor. Sería, por tanto, absurdo no escoger la propia vida, sino la de algún otro. Y esto está de acuerdo con lo que dijimos anteriormente, pues lo propio de cada cosa, por naturaleza, es lo más excelente y agradable para cada cosa; y para el hombre, por consiguiente, la vida según la inteligencia, si el hombre es esto primariamente. Y esta vida es además, la más feliz. (Ética a Nicómaco, X, 1177 b 26-1178 a 8.)
IV.- EL SABIO HELENÍSTICO. Las filosofías que dominan en Grecia y en el mundo romano después de la muerte de Aristóteles, cuyos antecedentes se remontan al discipulado socrático –cirenaicos y cínicos-, concentran toda su atención sobre el tema del hombre. Pero éste aparece de un modo nuevo, porque las doctrinas helenísticas abandonan la metafísica, al menos en su forma más explícita y rigurosa, y en lugar de preguntarse propiamente qué es el hombre, se inquietan por saber cómo debe vivir; buscan, más que una determinación ontológica de esa peculiar realidad que es la humana, una norma de conducta, una ética; pero ésta, naturalmente, tienen una interpretación metafísica a su base, tomada en general de la filosofía anterior, por una parte del socratismo, y más aún de las doctrinas de Heráclito y Demócrito. Desde comienzos del siglo III antes de Jesucristo hasta fines del siglo II de nuestra Era, es decir, desde Zenón de Citium hasta Marco Aurelio, estas filosofías morales – estoicismo, epicureísmo, escepticismo, eclecticismo- dominan totalmente el mundo antiguo, suplantando a las grandes construcciones intelectuales de Platón y Aristóteles. Este ingente acontecimiento histórico y filosófico va ligado estrechamente a la crisis general del mundo antiguo, al término de la cual el hombre se encuentra en una postura esencialmente distinta, que va a estar determinada en primer lugar por el cristianismo. El estoicismo y las demás doctrinas afines interpretan al hombre desde el concepto de naturaleza; y ésta funciona de un modo doble: por una parte, es la Naturaleza, con mayúscula, el fondo permanente de donde emergen todas las cosas; por otra, es la naturaleza de cada una de ellas lo que la constituye y la hace ser lo que es. En el caso del hombre, su naturaleza consiste en razón, y como esta última es universal, es la ley del mundo, lo propio del hombre es la concordancia o armonía con la totalidad de la Naturaleza. Por esto, el imperativo moral, en unas u otras formas, va a glosar la fórmula más antigua y consagrada: vivere secundum naturam. Frente a la naturaleza se encuentra la convención (nomos); el hombre debe despojarse de todo lo que no pertenece a su naturaleza, de todo lo convencional, y quedar atenido a sí mismo, suficiente y autárquico. Aquí reaparece el viejo ideal griego de la suficiencia, que ya
encontramos en Aristóteles, pero en forma bien distinta. Mientras la Ética a Nicómaco señala que el hombre suficiente no es el hombre aislado, sino que el ente humano es social, y requiere la compañía de la familia, los amigos y los conciudadanos, el estoicismo advierte que el verdadero sabio lo lleva todo consigo. La autarquía de las doctrinas helenísticas se logra mediante una supresión de todo lo que no es indispensable, y se convierte en la fórmula de una moral mínima y un tanto negativa. En última instancia, se trata de una moral de resistencia, para tiempos duros, en que el hombre funciona como una roca que no se deja conmover por el oleaje de la vida turbulenta que lo rodea. Por esto, el sabio se cuida de conservar, sobre todo, la serenidad, la impasibilidad; quiere ser siempre dueño de sí mismo, no dejarse arrebatar por la fortuna ni por sus propias pasiones. Al final, el hombre romperá esta celosa clausura de sí mismo y se abrirá de nuevo, sustentado por la esperanza de otra vida perdurable; pero ésta será ya otra época y una actitud distinta ante las cosas. ** Se han agrupado a continuación algunos pasajes representativos del modo de pensar acerca del hombre en la época helenístico-romana. Estoicos, epicúreos, escépticos y eclécticos unen sus voces, sólo aparentemente discordes, en una armonía única, que es el tema del tiempo. Como transición hacia otros modos intelectuales, se han incluido unas páginas de Filón, el judío helenizado, en quien se une la mentalidad helénica con los supuestos religiosos de la religión de Israel; es, en cierto sentido, un preludio de lo que va a ser el neoplatonismo y, por otra parte, el pensamiento cristiano de los primeros siglos de nuestra Era. EL ESTOICISMO. Corporeidad del Alma. Dice además (Cleantes): nada incorpóreo puede sentir con el cuerpo, nada corporal con lo incorpóreo: sólo el cuerpo siente con el cuerpo. Ahora bien: el alma tiene sensaciones cuando el cuerpo está enfermo o herido y el cuerpo se afecta por las cosas del alma; se sonroja cuando el alma está avergonzada y palidece cuando teme. Dice Crisipo que “la muerte es el separarse el alma del cuerpo”; pero nada incorpóreo puede separarse del cuerpo, nada incorpóreo trabarse con él. Ahora bien: el alma se liga con el cuerpo y se separa de él; el alma es, por consiguiente, corpórea. (Nemes.: De nat., 2 p., 78 Matth.) Partes del Alma. Dicen los estoicos que el alma se compone de ocho partes; de ellas, cinco atañen a los sentidos: a la vista, al oído, al olfato, al gusto y al tacto. La sexta parte es la relativa a la palabra; la séptima, a la procreación, y la octava es la porción rectora, desde la cual todas las otras son puestas en tensión, a través de los órganos naturales, como los tentáculos de un pulpo. (Plac., IV, 4, 4, [Dox., 390].) La Energía del Alma. El primer impulso del movimiento que anima el organismo y el alma parece engendrarse en la porción rectora, y todas las fuerzas que se disparan sobre el todo y sobre cada una de sus partes emanan como de una fuente que residiese en ella, de tal modo que la energía que se concentra en las partes y en el conjunto existe gracias a la distribución que se efectúa desde ese puesto de mando superior. (Sext. Math., IX, 102.)
Porción soberana del Alma. La porción que gobierna es la porción soberana del alma. En ella se producen las representaciones de la imaginación y los apetitos, y la razón emana también de ella. Reside en el corazón del hombre. (Diógenes, VII, 159.) Vivir conforme a la naturaleza. De esta manera fue declarado el fin por Zenón: vivir de una manera conforme. Lo cual viene a ser lo mismo que vivir de una manera armónica, ya que los que viven de una manera contradictoria no son felices. Los que llegan en estas cosas a los últimos pormenores completaron la fórmula así: vivir de una manera conforme con la naturaleza; pensando que lo dicho por Zenón era una fórmula incompleta. Pues Cleantes, el primero que recogió las enseñanzas de Zenón. Agregó la naturaleza y propuso la definición siguiente: el fin consiste en vivir de acuerdo con la naturaleza. Y Crisipo, queriendo proceder más sabiamente, enunció del siguiente modo: vivir con arreglo a la experiencia de las cosas que son conformes por naturaleza. (Stob. Ecl., II, 7, 6 p., 75, 11 W.) Bienes Reales y Aparentes. Dicen que todos los bienes son iguales y que todo bien puede ser apetecido hasta su grado máximo, y que en él no cabe aumento o disminución. De todas las cosas que existen dicen que unas son buenas, otras son malas y las demás indiferentes. Son bienes las virtudes; es a saber: la prudencia, la justicia, la fortaleza, la templanza, etc. Son males las contrarias: la imprudencia, la injusticia, etc. No son ni lo uno ni lo otro las cosas que no dañan ni benefician, como la vida, la salud, el placer, la belleza, la fuerza, la riqueza, la reputación, el nacimiento, y las cosas contrarias a éstas; a saber: la muerte, la enfermedad, el dolor, la fealdad, la debilidad, la pobreza, el deshonor, la humildad de origen y todas las que a ellas se parecen. Estas cosas no son bienes, sino cosas indiferentes y sólo en apariencia relevantes. Así como es propio del calor el calentar y no precisamente el refrescar, así es constitutivo del bien beneficiar, no dañar; pero la riqueza no daña ni beneficia más que la salud; por tanto, ni la riqueza ni la salud son bienes. Además de esto, dicen: de lo que puede usarse para bien y para mal no podemos decir que es un bien; de la riqueza y de la salud puede usarse en bien y en mal; por consiguiente, ni la salud ni la riqueza constituyen un bien. (Diógenes, VII, 101.) El Deber Racional. Además llaman deber katekós a aquel bien relevante que se justifica por alguna razón probable, como conforme con la vida. Se extiende incluso a las plantas y a los animales, pues ellos también se descubren deberes. El primero que le dio este nombre fue Zenón, y le llamó así “tó katekón” por el hecho de que conviene a algunos. Suponen que es una operación propia de ciertos órganos o dispositivos naturales. Pues de las cosas que se hacen por la fuerza del deseo, unas son deberes, otras son contrarias al deber y otras, finalmente, ni son deberes ni son contrarias a él. Se ha de entender que son deberes las acciones a las que la razón nos persuade, como son honrar a los padres, a los hermanos, a la patria; mostrar agradecimiento a los amigos. Son contrarias al deber las acciones que la razón no nos aconseja, como abandonar a los padres, no cuidar de nuestros hermanos, no ayudar a los amigos, renegar de la patria y otras acciones parecidas. No son deberes ni son contrarias al deber las acciones que ni la razón aconseja ni prohíbe, como arrancar unas hierbecillas o poseer un estilete o un rascador, y cosas semejantes a éstas. (Diógenes, VII, 107.)
Actos Nobles. Dicen que de los deberes unos son perfectos, y a éstos los denominan actos nobles; son nobles las acciones que se atienen a una virtud, como el obrar con prudencia o el proceder con justicia. No son nobles aquellas acciones que por su naturaleza no reciben el nombre de deberes perfectos, sino el de deberes medios, como es el casarse, el llevar a cabo una embajada, el de dialogar y los que a éstos se parecen. Todo lo que realiza un ser racional contrario a la virtud, es una falta. El deber cumplido es un acto noble. (Stob. Ecl., II, 7, 8, p. 85, 18 W.) Perfección del Sabio. Dicen que el sabio obra siempre bajo la inspiración de las virtudes, que todas sus acciones son perfectas y que por eso en nada se aparta de la virtud. En conformidad con esto, declaran que el sabio actúa siempre con prudencia, como un huésped amable, de una manera apasionada y dialéctica. La opinión de que el sabio hace bien todas las cosas, la creyeron conforme con esa manera de ejecutarlo todo con arreglo a una razón recta y virtuosa, según arte o norma invariable que dura toda la vida. De la misma manera, el hombre vulgar todo lo que acomete lo hace mal, bajo el imperio de todos los vicios. Al amor de las musas y de las letras, de la caza y de los caballos y a todas las artes que forman el conjunto de las disciplinas del hombre las denominan ocupaciones o prácticas, pero no ciencias, y las catalogan entre las disposiciones activas. De acuerdo con ello, sólo el sabio –dicen- siente amor verdadero por las musas y por las letras, y lo mismo respecto a las demás actividades. Este género de ocupación lo definen así: es un método que a través de un arte cultivado actúa sobre las disposiciones virtuosas del hombre. Únicamente el sabio –dicen- y el profeta son buenos: son poetas, son oradores, dialécticos y críticos; pero no lo es cualquiera, porque le falta alguna de estas cosas o la adquisición de sus principios. Sólo el sabio – declaran- puede ser sacerdote; nunca el hombre vulgar. El sacerdote ha de poseer la experiencia y el conocimiento de las leyes, de los ritos sacrificales, de las oraciones, de las purificaciones, de las fundaciones y otras cosas por el estilo. Y además necesita conocer el ceremonial religioso, estar lleno de piedad y hallarse impuesto en las cosas del culto de los dioses y de cuanto implica la naturaleza divina. Nada de esto es propio del hombre vulgar, y por eso todos los insensatos son impíos. Dicen que el hombre vulgar es como si fuera un demente, por la ignorancia en que está de sí mismo y de cuanto le concierne, todo lo cual es signo de demencia. (Stob. Ecl. II, 7, p. 65, 12 W.) Lo propio del hombre. Alaba en él lo que ni se le puede arrebatar, ni dar: lo que es propio del hombre. ¿Preguntas qué es? El alma, y la razón perfecta en el alma. Pues el hombre es un animal racional, y por tanto su bien se realiza si alcanza aquello para lo que ha nacido. ¿Y qué es lo que exige de él esta razón? Una cosa muy fácil: vivir según su naturaleza; pero la hace difícil la locura del vulgo. (Séneca, Epist. XLI.) La Felicidad del Sabio. Por tanto, la verdadera felicidad reside en la virtud. ¿Qué te aconsejará esta virtud? Que no estimes bueno o malo lo que no acontece ni por virtud ni por malicia; en segundo lugar, que seas inconmovible incluso contra el mal que procede del bien; de modo que, en cuanto es lícito, te hagas un dios. ¿Qué te promete por esta empresa? Privilegios grandes e iguales a los divinos: no serás obligado a nada, no necesitarás nada; serás libre, seguro, indemne; nada
intentarás en vano, nada te impedirá; todo marchará conforme a tu deseo; nada adverso te sucederá, nada contrario a tu opinión o a tu voluntad. Pues qué, ¿basta la virtud para vivir feliz? Siendo perfecta y divina, ¿por qué no ha de bastar? Incluso es más que suficiente. ¿Pues qué puede faltar al que está exento de todo deseo? ¿Qué necesita del exterior el que ha recogido todas sus cosas en sí mismo? (Séneca, De vita beata, XVI.) Moral de Resistencia. Mi virtud fue realzada por las mismas cosas con que se la atacaba; le conviene ser mostrada y puesta a prueba; nadie comprende lo grande que es mejor que los que han sentido sus fuerzas al combatirla; nadie conoce mejor la dureza del pedernal que los que lo golpean. Me muestro como una roca aislada en medio de un mar agitado, que las olas no dejan de azotar, por cualquier lado que se muevan; y no por ello la conmueven ni la desgastan con tantos siglos de continuos embates. Asaltad, acometed: os venceré resistiendo. (Séneca, De vita beata, XXVII.) La Autarquía. De todas las cosas que son, unas dependen de nosotros y otras no. Las que dependen de nosotros son nuestras opiniones, nuestros impulsos, nuestros deseos, nuestras inclinaciones; en una palabra, todos nuestros actos. Las cosas que no dependen de nosotros son el cuerpo, los bienes, la reputación, las dignidades; en una palabra, todo aquello que no entra en el número de nuestros actos. Las cosas que dependen de nosotros son libres por su naturaleza, nada puede impedirlas ni estorbarlas; las que no dependen de nosotros son débiles, esclavas, nos embarazan y son completamente extrañas a nosotros. No olvides, pues, que si las cosas que nos esclavizan por su naturaleza las consideras como libres y tienes por propias las que no son extraños, habrás de sentirte maniatado, estarás afligido y lleno de turbación, culparás a los dioses y a los hombres. En cambio, si consideras que es tuyo todo lo que te pertenece y extraño a ti lo que no te pertenece, nadie podrá forzarte, nadie será para ti un obstáculo, no culparás a nadie, a nadie dirigirás reproches, no harás nada contra tu propia voluntad, nadie podrá perjudicarte, no tendrás ni un solo enemigo, pues no estarás en condiciones de recibir daño alguno. Y pues que tantas cosas ambicionas, no olvides que no debes trabajar inmoderadamente por adquirirlas, sino renunciar a unas totalmente y otras aplazarlas por el momento. Porque si deseas estas cosas y además aspiras a las riquezas y a las dignidades, es posible que ni siquiera llegues a alcanzar éstas, por haber ambicionado las primeras, y pierdas totalmente las que sólo pueden proporcionarnos la libertad y la felicidad. (Epict. Man., 1, 1.) La maldad como falta de libertad. Es libre el que vive como quiere, aquel a quien nada estorba, constriñe ni violenta, el hombre cuyos deseos, impulsos e inclinaciones son eficaces, libres e infalibles. ¿Quién es el que se propone vivir engañado, siempre inclinado al mal, en la injusticia y en la intemperancia, acusando a su propia suerte y envilecido? Nadie. Ningún hombre malvado vive, pues, como quiere. Por consiguiente, no es libre. ¿Habrá alguien que desee vivir en la aflicción, acosado por el miedo y la envidia, de fracaso en fracaso, cayendo y tropezando, lleno de ambiciones y de conmiseración de sí mismo? Nadie sin duda. ¿Hay, pues, algún malvado que no viva afligido, en sobresalto, en la insatisfacción y en la inseguridad? Ninguno. No hay, pues, ningún malvado libre. (Epict. Diss., IV, 1, 1.) El hombre, ciudadano del mundo.
Considera bien quién eres. Ante todo, un hombre, es decir, un ser para el que nada existe más importante que su propia capacidad de opción. Todo lo demás se halla subordinado a esto, y este principio mismo no está subordinado a nada ni sometido a nadie. Examina bien de qué manera la razón te sitúa aparte de otros seres: de las bestias y de las fieras. Pero además eres ciudadano del mundo y una parte suya, no ciertamente una porción auxiliar o subalterna, sino un elemento soberano. Eres capaz de comprender el gobierno de la divinidad y de secundarle con tu entendimiento. ¿Y qué le está prescripto al ciudadano como tal ciudadano? No poseer nada en provecho propio, no tomar ninguna decisión independiente y desentendiéndose de los demás, sino todo lo contrario; no de otra manera, que las manos y los pies del hombre, si fuesen capaces de entendimiento y comprendieran el gobierno del mecanismo físico, no se moverían ni se extenderían nunca sino con movimientos coordinados y atenidos al conjunto. Por eso dicen con razón los filósofos que si el hombre sabio y prudente poseyese el don de adivinar el futuro, secundaría su propia enfermedad, su invalidez hasta su muerte, a sabiendas de que esto le era prescripto por la conveniencia del oren total y conociendo que el todo es más importante que la parte y más importante la ciudad que el simple ciudadano. Pero como no somos videntes, debemos atenernos en la elección a la conducta de los más capaces, ya que para esto hemos nacido. (Epict. Diss., II, 10, 1.) Lo divino y lo animal en el hombre. Si el hombre fuese capaz de identificarse con esta idea, es, a saber, que todos hemos sido engendrados por Dios en un principio y que Dios es el padre de los hombres y de los dioses, creo que nada innoble ni humillante se fraguaría en nuestro corazón. Si te dijeran que el emperador te ha nombrado su hijo adoptivo, se llenaría de gravedad tu frente y nada sería capaz de alterar el arco de tus cejas. Y si sabes que eres hijo de Dios ¿no te sentirías orgulloso? Pero no llegamos a ser lo que somos, sino después de que se han mezclado en nuestra especie estos dos elementos: el cuerpo, que es también común a los animales, y la razón y el entendimiento, de que también participan los dioses. La mayoría de los hombres se sienten atraídos por su ascendencia divina y feliz. Pues bien: como es fatal que cada uno de nosotros haga uso de lo que posee en sí mismo, este pequeño número, los que piensan que han nacido para la creencia, para el recato y para hacer un empleo cierto de sus ideas elevadas, nada humillante y nada innoble conciben en su pensamiento. La mayoría de los hombres, en cambio, obran de la manera contraria. ¿Qué eres? Un pobre ser miserable, y lo más desgraciado de ti es tu cuerpo. Miserable es la carne para ti, pero tienes algo más excelente que tu cuerpo. ¿Por qué, pues, desdeñas lo mejor de tu naturaleza y prefieres encenagarte en lo peor? (Epict. Diss., I, 3, 1.) El noble aislamiento. Tres son las porciones de que has sido formado: el cuerpo miserable, el soplo ligero de tu alma y el entendimiento. Las dos primeras son tuyas en la medida en que has de cuidar de ellas, pero sólo la tercera puede llamarse tuya en propiedad. Por eso si desviaras de ti mismo, es decir, de tu entendimiento, cuanto los otros dicen o hacen, y lo que tú mismo has dicho y has hecho y todo lo que te amenaza y te conturba y además todo aquello que siendo del cuerpo miserable que te circunda o del soplo vital nacido con el cuerpo no depende de ti mismo y todo lo que el torbellino de fuera agita y desborda en torno tuyo, de tal manera que el principio y la potencia inteligible que han en ti viva libre y exenta de sí misma, purificada y liberada de todo el acontecer fortuito, entregada a las obras justas, apeteciendo las cosas conformes y pronunciando nada más que verdades; si apartaras, como digo, de este principio soberano, todas las
prolongaciones de tu pasión y eliminases del tiempo lo que está al otro lado y lo que ya se ha desvanecido, e hicieres de ti mismo como dice Empédocles: “una esfera redonda orgullosa de su plenitud de gozo solitario”, y atendieses nada más que a vivir lo que vives, es decir, el momento presente, entonces, sin duda, podrías vivir lo que te queda de existencia hasta la muerte de una manera descuidada y noble, en armonía con el espíritu de ti mismo que llevas dentro. (Marc. Antonin. Comm., XII, 3.) EL EPICUREISMO. El Alma Corporal. Después de estas cosas nos ocuparemos del alma y examinaremos las sensaciones y las pasiones; de esta manera la prueba más segura será el considerar que el alma es un cuerpo dividido en fracciones muy pequeñas, el cual se halla diseminado por todo el conglomerado de los átomos y lo más parecido al soplo vital –que tiene cierto grado de calor-, semejante en unas cosas a este soplo vital y en otras al conglomerado de los átomos. Pero es una porción que se halla expuesta a muchas mutaciones a causa de la pequeñez de sus mismas partes y está relacionada simpáticamente con el soplo vital y el restante conglomerado de átomos. Lo prueban así las potencias del alma, las pasiones, su extremada movilidad y los mismos pensamientos y todo aquello cuya privación nos acarrea la muerte. Conviene también considerar que en el alma reside la causa principal de la sensación. Sin embargo, no poseería en sí esta causa si no se hallase bajo la cobertura del restante conglomerado; pero el restante conglomerado, al disponer esta causa a favor del alma, se hace partícipe por ella de dicho acaecimiento, no ciertamente de todo aquello que es patrimonio del alma. (Epicurus Epist. I, ap. Diógenes, X, 63.) El placer como principio y término de la vida feliz. A causa de esto hacemos por huir del dolor y del miedo. Una vez que esto se ha realizado en nosotros, todas las tempestades del alma se disipan, pues el ser viviente es incapaz de ir tras de algo que le falta y buscar al mismo tiempo el bien de su alma y de su cuerpo. Sentimos la necesidad del placer cuando sufrimos por su ausencia. Pero cuando no sufrimos, para nada lo echamos de menos. Por eso decimos que el principio y el término de una vida feliz consiste en el placer. Comprendimos que era el bien sumo y natural en el hombre y desde él procedemos a toda clase de elección y repulsión y a él nos acercamos enjuiciando toda clase de bienes, según la norma que nos suministra el dolor. Y como quiera que el bien sumo e innato, por eso no hacemos presa en cualquier clase de placer, sino que muchas veces pasamos de largo ante el placer cuando de él se nos siguen mayores molestias; y muchos dolores los consideramos superiores a los placeres desde el momento en que es mayor el placer que nos sobreviene cuando hemos soportado el dolor durante mucho tiempo. Por consiguiente, todos los placeres son un bien por el hecho de ser conformes con la naturaleza, pero no todo placer es deseable. Así también todo lo que nos proporciona dolor es un mal, pero no huímos necesariamente de cuanto nos aflige. (Epicurus Epist., III, ap. Diógenes, X, 128.) El dolor y la tristeza como males. Si todo placer se concentrase en el tiempo y se instalase en la totalidad del conglomerado corporal y en sus porciones más excelsas, unos placeres no diferirían de otros. Y si aquello que proporciona placer a cuantos viven en el libertinaje lograse eliminar el temor del entendimiento respecto a las cosas del cielo, al dolor y a la muerte, y les mostrase además el límite de los placeres, no habría en realidad nada
que reprocharles, aunque se anegasen en ellos, porque en estas personas no habría nada de lo que produce el dolor y la tristeza, que es en lo que consiste el mal. (Epicurus Sentent. 9, ap. Diógenes, X, 142.) Lo moral y lo bello. No es posible una existencia feliz que no sea al mismo tiempo justa, bella y moderada. Por otra parte, una vida justa, moderada y bella no existe sin ir acompañada de la felicidad. El que no tiene en su mano una de estas cosas, como es un vivir moderado, bello y justo, no pude decir que vive felizmente. (Epicurus Sentent. 5, ap. Diógenes X, 140.) La amistad. De todas las cosas con que la sabiduría enriquece al hombre para una vida enteramente feliz, la más importante es allegar amigos. (Epicurus Sentent., 27, ap. Diógenes, X, 148.) EL ESCEPTICISMO. Serenidad y Moderación. Además los escépticos creían poder alcanzar la serenidad resolviendo la contradicción que existe entre lo aparente y lo pensado, pero no pudiendo llevarlo a cabo, suspendían el juicio, y en ese estado de suspensión la serenidad iba tras de ellos como por casualidad, lo mismo que la sombra sigue al cuerpo. No pensamos que el hombre escéptico se halla imperturbable completamente; decimos, por el contrario, que se turba bajo la fuerza de todo cuanto le constriñe. Concedemos incluso que en algunos momentos siente frío y padece sed y otras cosas de esta naturaleza. Pero en todo esto el vulgo se encuentra doblemente embarazado, no sólo por el hecho de los mismos trabajos y padecimientos que sufre, sino porque se halla bajo la opinión de que estos padecimientos y trabajos son malos por naturaleza. En cambio, los escépticos, procediendo con más moderación, destruyen y apartan de sí la idea de que estas cosas sean malas por naturaleza. Por todo esto decimos que en las cosas meramente opinables lo que se proponen los escépticos es la serenidad y la moderación del sentir en las cosas que nos constriñen. Algunos de los escépticos más notables añaden a esto la duda en la investigación. (Sext. Pyrrh., I, 29). EL ECLECTICISMO ROMANO. Suficiencia de la Virtud. Por el libro que con tanta solicitud me has dedicado y por otras muchas palabras tuyas, adivino que te agrada singularmente la idea de que la virtud se basta a sí misma y le basta al hombre para ser feliz. Y aunque resulta muy difícil de probar este punto de vista de tantos sucesos y fortunas, creo que debemos trabajar para esclarecerlo y hacer posible su prueba. De todas las cuestiones de que trata la filosofía, no hay ninguna de la que se ocupen los autores con más gravedad y profundidad. Es el caso que algunas veces, cuando medito acerca de las situaciones en que reiteradamente me ha colocado la fortuna, empiezo a mirar con desconfianza aquel principio y me espanto de la frugalidad y de la debilidad de los hombres. Llego a temer que la naturaleza, al darnos estos cuerpos tan débiles y al agobiarlos con las enfermedades incurables y padecimientos irresistibles, no nos haya dado también un alma sensible a los dolores corporales, enredada además en sus propias molestias y congojas. Pero a nadie puedo
quejarme si mido la fortaleza de la virtud no por lo que ella es en sí misma, sino por nuestra propia debilidad y la de otros. Porque la virtud, si es que existe –y la duda, ¡oh Bruto!, la desvaneció tu tío-, se halla por encima de todas las cosas que pueden acaecerle al hombre, mira con menosprecio los sucesos humanos y libre de toda culta considera que nada de cuanto se halla fuera de sí misma le concierne. A nosotros, en cambio, el miedo nos hace aumentar la importancia de lo que nos amenaza y la tristeza nos desfigura el presente, y así preferimos hacer reproches a la naturaleza antes de condenar nuestro propio error. (Cicero, Tusc., V, 1.) FILÓN EL JUDÍO. La vida como ejercicio. Muéstrate, pues, diligente, ¡oh alma!, para albergar a Dios, para llegar a ser lugar sagrado suyo, para sacar fortaleza de tu debilidad y transformarte en poderosa de impotente que eres, de insensata en prudente, de torpe en razonable. No de otro modo el atleta se imagina que su propia vida es como una escala ascendente; menester inconstante es, en efecto, el ejercicio corporal: tan pronto nos conduce a lo alto como nos precipita en la dirección contraria, y lo mismo que para una embarcación, en su existencia hay vientos favorables y temporales adversos. La vida de los atletas, como alguien nos ha dicho (Homero, 11, 303), es una constante alternativa: ya se reaniman y viven, ya se adormecen y mueren. Y esto no se ha dicho tal vez sin intención: a los sabios les ha cabido en suerte habitar el Olimpo y la morada celeste, frecuentar siempre aquellos lugares excelsos; a los malvados, en cambio, los abismos del Hades, ejercitándose desde el principio hasta el fin en su propia muerte, familiarizándose desde la cuna hasta la vejez en la idea de su destrucción. Pero los atletas, situados en la proximidad de las cimas, suben y bajan por una extensa escala, unas veces impelidos por un destino mejor, otras veces arrastrados por uno más adverso, hasta el momento en que Dios, el árbitro de esta lucha y de este combate encarnizado, haga entrega del galardón a los mejores y hunda a los demás para siempre. (Philo Iudaeus, De somn., 1, 149.) El alejamiento de Dios. El que huye de Dios se refugia en sí mismo. Como quiera que son dos los entendimientos que existen, el de Dios que gobierna todas las cosas y el del hombre, el que huye de sí mismo se refugia en el entendimiento universal. Pues el que se desentiende de su propia inteligencia, declara que no es nada lo que se encierra en el entendimiento del hombre y que todas las cosas que existen dependen de Dios. Pero el que se aleja de Dios viene a decir que Dios no es la causa de nada y que él mismo es la causa de todas las cosas nacidas. Algunos, efectivamente, pretenden que cuanto existe en el mundo se mueve por sí mismo independientemente de todo principio rector; que las artes y las costumbres, los usos y las leyes, los asuntos privados y públicos, las leyes generales que se refieren a los hombres y a los seres irracionales sólo han sido obra del entendimiento humano. Ya ves, ¡oh alma!, la distancia que hay de una opinión a otra. Una de ellas se vuelve de espaldas a todo lo que ha sido engendrado y es de naturaleza mortal y se hace cargo solamente en realidad de lo que hay de inmortal y no engendrado en la totalidad de las cosas que existen. La otra opinión, por su parte, rechaza la idea de Dios y sólo acepta el entendimiento humano, que es incapaz de bastarse a sí mismo, y lo convierte por un falso cálculo en su aliado. Pero todas las cosas son de Dios, de manera que quien se atribuye algo a sí mismo se
aleja del principio divino y se inflige una herida grave, de curación difícil: la presunción, que es el resultado de la ignorancia y la incultura. (Philo Iudaeus, Leg. Alleg., 3, 29.)
V.- PLOTINO. En el siglo III de nuestra Era, en las postrimerías del mundo helénico, aparece la pujante escuela neoplatónica, el último esfuerzo de lamente griega para dar una interpretación metafísica de la realidad desde sus propios supuestos. Plotino (204-270) fue el gran maestro de este período. Nacido en Egipto, convertido en jefe de escuela y hombre importantísimo en la misma Roma, Plotino desenvuelve una vida extraña, misteriosa y ascética, que le confiere enorme prestigio. Su obra, celosamente conservada por sus discípulos, fue dividida por Porfirio en seis grupos de nueve libros, llamados por esto Enéadas. Su influencia ha sido extraordinaria en toda la Edad Media, en especial desde San Agustín a San Buenaventura, y más tarde en todas las corrientes de pensamiento determinadas por el misticismo. Plotino se remite primariamente a Platón: los platónicos era el nombre que se daba a sí misma la escuela que nosotros llamamos neoplatónica. Pero recoge a la vez la especulación aristotélica, y la de las filosofías helenísticas; frecuentemente surgen en sus páginas las alusiones a los peripatéticos, a los epicúreos y a los estoicos. Y, sobre todo, el pensamiento plotiniano está determinado por la presencia cercana del cristianismo. En rigor, en Plotino se atreve la mente griega, por primera vez, a pensar el mundo como algo producido; bajo la presión de la idea cristiana de creación, el mundo va a aparecer como algo cuyo ser ha sido producido por la Divinidad –el Uno-; pero el pensamiento helénico no es capaz de enfrentarse con la nada; y de aquí su concepto de emanación y, en definitiva, el panteísmo. La metafísica emanantista de Plotino es el intento de pensar la creación sin la nada, es decir, la reacción mental griega frente a los nuevos supuestos, que arrancan del primer versículo del Génesis. Plotino, que recoge la antropología platónico-aristotélica, subraya enérgicamente el carácter peculiar de la vida y, sobre todo, el puesto intermedio del hombre, su constante referencia a lo más alto, su capacidad de alcanzar lo divino, la posibilidad, incluso, de que el alma se separe del cuerpo, aun en esta vida –el éxtasis-, para elevarse a la esfera superior, en la cual alcanza su felicidad. Todo esto animado de un espíritu extraordinariamente vivo, cuya influencia filosófica y religiosa ha sido tan eficaz como, en ocasiones, peligrosa. El pensamiento cristiano acerca del hombre se ha nutrido durante centurias de la especulación neoplatónica, y a la vez ha tenido que bordear el constante riesgo de panteísmo que la amenaza. (Entre los muchos pasajes de las Enéadas donde Plotino se refiere con singular penetración y agudeza al hombre, he escogido los que me han parecido más característicos y a la vez más expresivos en su aislamiento. Pero hay que subrayar aquí, muy especialmente, el sentido puramente antológico de esta selección.) ** El hombre como intermedio. En todo viviente, las partes superiores, el rostro y la cabeza, son más bellas, y las medias e inferiores no tanto. Pues bien: los hombres están en la parte media y abajo, arriba está el cielo y los dioses que hay en él; y la mayor parte del mundo está formado por los dioses y todo el cielo que la rodea; la tierra es el centro y como uno cualquiera de los astros. Extraña encontrar la injusticia entre los hombres porque se
piensa que el hombre es lo más digno del universo, como si no hubiera nada más sabio que él. Está situado entre los dioses y los animales y se inclina a unos o a otros; algunos hombres se asemejan a los primeros; otros, a los últimos, y otros, la mayoría, son intermedios. (...) El hombre no es, pues, el mejor de los vivientes, sino que tiene un puesto medio, y en el lugar que ha escogido y en que está, no es abandonado por la Providencia, sino que, llevado siempre hacia lo alto por todos los varios artificios de que se sirve la Divinidad para hacer prevalecer la virtud, el género humano no pierde su ser racional, antes bien participa, aunque no sea del modo supremo, de la sabiduría, del entendimiento, del arte y de la justicia en las relaciones de cada uno con los demás –y cuando se perjudica a alguno, se cree que se hace esto justamente, pues lo merece-. Así, el hombre es una hermosa criatura, todo lo bella que es posible, y en la trama del universo tiene un destino mejor que todos los demás animales que hay sobre la tierra. (Plotino, Enéada III, II, 8-9.) Las jerarquías humanas. Todos los hombres, desde el principio, usan los sentidos antes que el entendimiento, y se aplican primero, necesariamente, a las cosas sensibles; unos permanecen aquí, creyendo toda su vida que esas cosas son las primeras y las últimas, y que el dolor y el placer que se encuentran en ellas son el mal y el bien, y se figuran que basta con vivir persiguiendo el uno y evitando el otro. Y entre éstos, los que usan de razón afirman que eso es la sabiduría: son como las aves pesadas, que participan mucho de la tierra y a causa de su peso no pueden volar altas, aunque la Naturaleza las ha dotado de alas. Los otros se elevan un poco de las cosas inferiores, pues lo superior del alma los mueve de lo agradable a lo mejor. Pero incapaces de ver lo superior, y como no tienen otra cosa donde apoyarse, se precipitan, con el nombre de la virtud, sobre las acciones y elecciones entre las cosas inferiores, de las que primero habían intentado elevarse. La tercera raza de hombres, divinos por su capacidad superior y por la agudeza de su vista, ve con su mirada penetrante el esplendor de lo alto, y se eleva como por encima de las nubes y de la oscuridad de aquí, y permanece allí, contemplando desde arriba todas las cosas de aquí abajo: se deleita en ese lugar de verdad que les es propio, como un hombre que después de alguna larga peregrinación llega a una patria bien regida. (Enéada, V, IX, 1.) El compuesto humano. Pero si nosotros somos el alma y padecemos nosotros, padecerá el alma las mismas cosas, y a su vez hará lo que hacemos. Llamamos también nosotros a los común, y principalmente cuando aún no estamos separados del cuerpo; e incluso decimos que nosotros padecemos lo que padece nuestro cuerpo. Se dice nosotros en dos sentidos: o cuando se añade la bestia, o bien sólo lo que está por encima de ésta; la bestia es el cuerpo dotado de vida. Otro es el hombre verdadero y puro de estas cosas, que posee las virtudes de la intelección, las cuales residen en la misma alma separada, que es separada y separable también aquí; pues cuando se separa totalmente, también la vida iluminada por ella se va y la acompaña. Las virtudes que no son de la prudencia, que nacen del hábito y del ejercicio, son propias del compuesto, pues también le pertenecen los vicios, así como las envidias, los celos y las compasiones. Y las amistades, ¿a quién pertenecen? Unas amistades son propias del compuesto, otras del hombre interior. (Enéada I, I, 10.) La vida feliz.
Nosotros ponemos la felicidad en la vida, y si hiciéramos del vivir un término unívoco, concederíamos a todos los vivientes la aptitud para la felicidad, y diríamos que viven bien en acto aquellos entes en quienes se da algo idéntico, de que todos los vivientes son naturalmente capaces, y no atribuiríamos esta posibilidad al racional y al irracional, no: pues la vida sería algo común, que conferiría la misma aptitud para ser feliz, si es que la felicidad reside en cierto modo de vida. (...) Pero como la vida se dice de muchas maneras, y se distingue una primera y otra segunda, y así sucesivamente, y el vivir es un término equívoco –pues se dice en un sentido de la planta, en otro del irracional-, y la diferencia estriba en la claridad o la oscuridad, evidentemente acontece algo análogo con la felicidad. (...) Por tanto, si el hombre es capaz de poseer la vida completa, el hombre que posee esta vida es también feliz. Si no, habría que poner la felicidad en los dioses, si sólo en éstos se encontrara este modo de vida. Pero puesto que decimos que la felicidad existe también entre los hombres, hay que preguntarse cómo existe. Y digo que posee la vida completa el hombre que no sólo tiene la de los sentidos, sino también el raciocinio y el entendimiento verdadero; y esto es también evidente por otras razones. Pero ¿la tiene como otra cosa distinta de lo que él es? No, pues no hay en general un hombre que no la posea, o en potencia o en acto, y de éste decimos que es feliz. (...) La vida del que tiene este modo de vivir es, pues, suficiente. Y es capaz de llegar por sí solo a la felicidad y a la posesión, del bien, pues no hay ningún bien que no posea. Pero lo que busca, lo busca como necesario, no para él mismo, sino para alguna de las cosas que le pertenecen. Busca para el cuerpo que le está unido, un cuerpo viviente, pero que vive de lo que le es propio, no de lo que es propio del hombre. Y el hombre conoce estas cosas y se las da, sin quitar nada de su propia vida. (Enéada I, IV, 4-5.)
EL HOMBRE MEDIEVAL. I.- SAN AGUSTÍN. Del mundo antiguo se pasa a otro mundo nuevo mediante una inflexión un tanto brusca, señalada por el advenimiento del cristianismo. Naturalmente, esta mutación no acontece con demasiada rapidez en la historia ni en la filosofía; pero la falta de rapidez no suprime la brusquedad: con esto quiero decir que la alteración sobrevenida al mundo grecorromano, por una parte, y a la filosofía helénica, por otra, excede del mero acontecer histórico en sentido riguroso. Para atenernos a la filosofía, baste decir que la que va a dominar en Europa en la Edad Media no emerge de la interna evolución del pensamiento griego, sino de la irrupción en él de supuestos totalmente ajenos, primariamente la interpretación del mundo como realidad creada, sustentada ontológicamente en el ser de Dios. El momento capital en que acontece esta mutación filosófica es San Agustín. Claro es que no se le puede entender aisladamente, y que su existencia sería inconcebible sin una larga labor mental que ha preparado y hecho posible su filosofía; pero aquí se trata sólo de escoger los puntos culminantes y más representativos, que pongan de manifiesto con la máxima claridad el sentido del proceso intelectual a que intentamos asistir. Y San Agustín que es, tal vez, el último hombre antiguo, no es propiamente medieval, pero sí el que hace posible la Edad Media. Ésta comienza sólo, en el ámbito de la filosofía, hacia el siglo IX; pero se nutre durante más de cuatro centurias, casi íntegramente, del pensamiento agustiniano. Por eso San Agustín, aunque previo a la filosofía medieval, es su clave, y a la vez resulta en él patente la articulación de la mentalidad helénica con la determinada por los supuestos del cristianismo.
San Agustín, nacido en Tagaste, cerca de Cartago, en 334, y muerto como obispo de Hipona el año 430, está nutrido del pensamiento antiguo: Platón y Aristóteles, sobre todo el primero, aunque por vía indirecta; los estoicos, los epicúreos, los académicos, Cicerón, Plotino, Porfirio. A todos los conoce, los utiliza y tiene que dialogar con ellos. No se olvide que sus primeros contactos con el mundo antiguo no son los de un cristiano; San Agustín, antes de su conversión, se siente casi instalado en ese mundo; luego, tras su incorporación al maniqueísmo, penetra en el complejo ámbito de las religiones orientales; por último, después de su conversión milanesa, ve toda su vida anterior desde la superior verdad cristiana, y de este modo asiste al nacimiento, en lo hondo de su espíritu, de un hombre nuevo: el que va a llenar un milenio de la historia. Sólo quiere conocer a Dios y el alma –Deum et animam scire cupio-; a propósito del hombre, recoge, sin demasiada insistencia, las definiciones antiguas –sicut veteres definierunt-; pero pronto avanza, guiado por la revelación, que funciona en su filosofía, rigurosamente, como un principio heurístico, como una incitación al descubrimiento racional de la más profunda realidad humana. Los pasos de San Agustín son de enorme alcance. Da un nuevo sentido a la medietas ontológica del hombre, descubre su intimidad, ajena al pensamiento griego, y sobre todo lo analiza desde el punto de vista de su ser, imagen de Dios. Esta posición es fecundísima, porque obliga a plantearse la cuestión capital del ser personal del hombre, que quedaba en sombra, casi ignorado, en la filosofía griega. Repárese en que los textos más agudos de San Agustín acerca del hombre no se encuentran en ninguna de las obras que directamente se refieren a él, sino en su tratado De Trinitate: el intento de comprender –siquiera en la medida de lo posible y analógicamente- el sentido del dogma trinitario obliga a la teología a hacer una teoría de la personalidad, que esclarece a la vez la realidad más profunda del ente humano. El hombre, imago Dei, sirve de punto de partida para elevarse a la comprensión de Dios; pero al investigar la realidad divina, sobre todo en sus relaciones personales, la mirada que se vuelve al hombre tiene que prescindir de todo lo que es sólo suyo, pero no él mismo, para aprehender la última raíz de lo humano. La antropología agustiniana es el primer intento de entender al hombre desde sí mismo, desde su interioridad, en lugar de considerarlo desde afuera, como una cosa entre las demás del mundo. Obsérvese la presencia constante de la primera persona en los escritos antropológicos de San Agustín: rara vez habla del hombre, por lo general, dice yo, ego. Incluso a veces, cuando comienza a hablar de la realidad humana como de un objeto externo, introduce un sujeto –un personaje- que ponga en su boca las palabras de San Agustín y las refiera a sí mismo. (“Cuando estas cosas están en una persona como es el hombre, alguien puede decirnos: estas tres cosas... son mías...”) Y al mismo tiempo, esta inmediatez y cercanía con que aborda el tema del hombre lo obligan continuamente a apartarse de él, a trasladarse a la máxima lejanía, a referirse a Dios. El hombre agustiniano, por ser auténtico, él mismo, envuelve en su conocimiento la referencia a la Divinidad, que se manifiesta primariamente en él, como en un espejo. (La atención dedicada por San Agustín al tema del hombre es extraordinaria; casi toda su obra está llena de alusiones, cuando no de referencias concretas y considerables. Aquí sólo he podido recoger, en la mayor desnudez posible, los puntos capitales de su meditación. Téngase presente que las repeticiones son frecuentísimas en los escritos agustinianos, puesto que reincide muchas veces, con diferentes propósitos, en las mismas cuestiones, y que hay no pocas variantes en los diversos pasajes análogos; un estudio detenido de la antropología agustiniana hubiera exigido tener en cuenta todas estas diferencias; pero esto no cabía en este trabajo.) **
Definición del Hombre. Cuando decimos que Jacob no es el mismo Abraham, y que Isaac no es ni Abraham ni Jacob, declaramos que son verdaderamente tres: Abraham, Isaac y Jacob. Pero cuando se pregunta qué son los tres, respondemos que tres hombres, llamándolos pluralmente con un nombre específico, o con un nombre genérico si decimos tres animales. Pues el hombre, según lo definieron los antiguos, es un animal racional, mortal. O, según suelen decir nuestras Escrituras, tres almas, puesto que gusta designar el todo por su parte mejor, es decir, por el alma, ya que el cuerpo y el alma constituyen el hombre entero. (De Trinitate, VII, 4.) El puesto intermedio del hombre. El hombre es algo intermedio, pero entre los brutos y los ángeles; de modo que el bruto es un animal irracional y mortal; el ángel, en cambio, racional e inmortal; y el hombre está en medio: es inferior a los ángeles, superior a los brutos, pues tiene con los brutos la mortalidad, con los ángeles la razón: animal racional mortal. (De civitate Dei, IX, 13.) Imagen de Dios. No te diferencias del bruto más que por el entendimiento: no te envanezcas de otra cosa. ¿Presume de fuerzas? Te vencen las bestias. ¿Presumes de velocidad? Te vencen las moscas. ¿Presumes de hermosura? ¿Cuánta belleza hay en las plumas del pavo real? ¿Por qué eres entonces mejor? Por la imagen de Dios. ¿Dónde está la imagen de Dios? En la mente, en el entendimiento. (In Joannis Evangelium Tractatus, III, 4.) Entendemos que tenemos algo donde está la imagen de Dios, a saber, la mente y la razón. La misma mente invocaba la luz de Dios y la verdad de Dios. Por ella misma comprendemos lo justo y lo injusto; por ella misma discernimos lo verdadero de lo falso; ella misma es lo que se llama entendimiento, del cual carecen las bestias; quienquiera que descuide en sí este entendimiento y lo posponga a las demás cosas y así renuncia a él como si no lo tuviera, oye las palabras del Salmo: no seáis como el caballo y el mulo, que no tienen entendimiento (Psal. XXXI, 9). (Enarrationes in Psalmos, XLII, 6.) El Vestigio de la Trinidad. ¿Quién entiende la Trinidad todopoderosa? ¿Y quién no habla de ella, si es que es de ella de quien lo hace? Rara es el alma que mientras habla de ella sepa lo que dice. Y contienden y disputan, y nadie sin paz ve esa visión. Quisiera que los hombres pensaran en sí mismos estas tres cosas. Muy distintas son estas tres cosas de aquella Trinidad. Pero quiero decir dónde se ejerciten, y comprueben, y sientan cuán distintas son. Digo estas tres cosas: ser, conocer, querer. Pues soy, y conozco, y quiero. Soy sapiente, y volente; y sé que soy y quiero; y quiero ser y saber. En estas tres cosas, por tanto, vea el que pueda qué vida inseparable hay, y una vida, y una mente, y una esencia y, por último, qué inseparable distinción, y, sin embargo, distinción. Ciertamente está a la vista: atienda a sí mismo, y vea, y dígame. (Confesiones, XIII, 11.) Pues dijo Dios: Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra. Pero poco después se dice: Y Dios hizo al hombre a imagen de Dios. Ciertamente, no se diría de un modo correcto nuestra si el hombre estuviera hecho a imagen de una sola persona, del Padre, del Hijo o del Espíritu Santo. Sino que porque era hecho a imagen de la
Trinidad, se dijo: a imagen nuestra. Pero, en cambio, para que no pensáramos que hay que creer en la Trinidad tres dioses, puesto que la misma Trinidad es un solo Dios, dice: Y Dios hizo al hombre a imagen de Dios, como si dijera: a imagen suya. (De Trinitate, XII, 6.) Cuerpo, alma, espíritu. Son tres las partes de que consta el hombre: espíritu, alma y cuerpo, que por otra parte se dicen dos, porque con frecuencia el alma se denomina juntamente con el espíritu; pues aquella parte del mismo racional, de que las bestias carecen, se llama espíritu; lo principal de nosotros es el espíritu; en segundo lugar, la vida por la cual estamos unidos al cuerpo se llama alma; finalmente, el cuerpo mismo, por ser visible, es lo último de nosotros. (De fide et símbolo, 10.) Estructura del hombre. Estas tres cosas, memoria, inteligencia, voluntad, como no son tres vidas, sino una sola vida, ni tres mentes, sino una sola mente, no son, por consiguiente, tres sustancias, sino una sola sustancia. (...) Pues me acuerdo de que tengo memoria e inteligencia y voluntad; y entiendo que entiendo, quiero y recuerdo; y quiero querer y recordar y entender; y recuerdo a la vez toda mi memoria y mi inteligencia y mi voluntad. Pues aquello de mi memoria que no recuerdo, no está en mi memoria. Por tanto, nada está en la memoria como la misma memoria. Análogamente, cuando entiendo estas tres cosas, las entiendo todas a la vez. Pues no dejo de entender ninguna de las cosas inteligibles, salvo lo que ignoro. Ahora bien: lo que ignoro, ni lo recuerdo ni lo quiero. Por tanto, todas aquellas cosas inteligibles que no entiendo, tampoco las recuerdo ni las quiero. En cambio, cuantas cosas inteligibles recuerdo y quiero, las entiendo, por consiguiente. Mi voluntad, pues, comprende toda mi inteligencia y toda mi memoria, mientras uso de todo lo que entiendo y recuerdo. Por esta razón, cuando todas estas cosas son comprendidas alternativamente por cada una, es igual cada una de ellas a todas las demás, y todas ellas separadamente, a la vez a todas, y estas tres cosas son una sola, una vida, una mente, una esencia. (De Trinitate, XI, 11.) El hombre interior. Veamos ahora dónde están los confines, por decirlo así, del hombre exterior y del interior. Pues todo lo que tenemos en el alma común con el bruto, se dice aún con razón que pertenece al hombre exterior. Pues no sólo se considerará hombre exterior del cuerpo, sino también una vida suya unida a él, por la cual florecen el conjunto del cuerpo y los sentidos de que está provisto para sentir las cosas exteriores. Y cuando al recordar vuelven a verse las imágenes de esos sentidos, grabadas en la memoria, se trata todavía de una cosa perteneciente al hombre exterior. Y en todas estas cosas no nos diferenciamos del bruto sino porque estamos inclinados por la figura del cuerpo, sino erguidos. Con lo cual nos advierte el que nos ha hecho que no seamos semejantes por la parte mejor de nosotros, es decir, por el alma, a los brutos, de los que nos distinguimos por la erección del cuerpo; no sea que rebajemos el alma a lo más elevado que hay en los cuerpos. Pues apetecer el reposo de la voluntad en tales cosas es humillar el alma; pero así como el cuerpo está erguido naturalmente hacia aquellas cosas que son más altas entre los cuerpos, es decir, a las celestes, del mismo modo hay que elevar el alma, que es una sustancia espiritual, hacia las cosas que son más altas entre las espirituales, no con la arrogancia de la soberbia, sino con la piedad de la justicia. (De Trinitate, XII, 1.)
La evidencia íntima. Somos y conocemos que somos y amamos este ser y conocer. Pero en estas tres cosas que he dicho, ninguna falsedad semejante a la verdad nos perturba. Pues no las tocamos con ningún sentido corporal, como aquellas que están fuera, y así las sentimos viendo sus colores, oyendo sus sonidos, oliendo sus olores, gustando sus sabores, tocando lo duro y lo blando; y manejamos también en el pensamiento imágenes de esos objetos sensibles, muy semejantes a ellos, pero ya no corpóreas, las tenemos en la memoria y nos excitan el deseo de ellos; en cambio, es certísimo para mí, sin ninguna imaginación engañosa de ilusiones o fantasmagorías, que soy y conozco y amo esto. No hay que temer en estas verdades los argumentos de los académicos, que dicen: ¿Y si te engañas? Pues si me engaño, soy. Pues el que no existe, en verdad, ni engañarse puede; y por esto existo si me engaño. Y puesto que existo si me engaño ¿cómo puedo engañarme acerca de que existo, cuando es cierto que existo si me engaño? Y, por tanto, como yo, el engañado, existiría, aunque me engañara, sin duda no me engaño al conocer que existo. (De Civitate Dei, XI, 26.) La persona y la vida. Pero cuando estas cosas están en una persona, como es el hombre, alguien puede decirnos: estas tres cosas, memoria, entendimiento y amor, son mías, no suyas, y no hacen para sí, sino para mí lo que hacen, más aún, yo por medio de ellas. Pues yo recuerdo por la memoria, entiendo por la inteligencia, amo por el amor; y cuando vuelvo a mi memoria la mirada del pensamiento, y así digo en mi corazón que sé, y nace de mi ciencia una palabra verdadera, ambas cosas son mías, a saber: la ciencia y la palabra. Pues yo sé, yo digo en mi corazón que sé; y cuando al pensar encuentro en mi memoria que yo entiendo y amo algo, entendimiento y amor que estaban allí antes de que yo empezara a pensar, encuentro mi entendimiento y mi amor en mi memoria, por lo cual entiendo yo y amo yo, no ellos. Igualmente, cuando mi pensamiento recuerda y quiere volver a lo que había dejado en la memoria, y verlo entendiéndolo y decirlo interiormente, mi memoria recuerda y quiere por mi voluntad, no por la suya. Y también mi mismo amor, cuando recuerda y entiende qué debe apetecer, qué debe evitar, recuerda por medio de mi memoria, no de la suya, y entiende por mi inteligencia, no por la suya, todo lo que ama inteligentemente. Lo cual puede decirse en pocas palabras: Por todas aquellas tres cosas recuerdo yo, entiendo yo, amo yo, que no soy ni memoria, ni inteligencia, ni amor, sino que tengo estas cosas. Por tanto, puede decirse que son de una persona, que tiene esas tres cosas, pero que no es ella misma esas tres cosas. (De Trinitate, XV, 22.)
II.- SAN ANSELMO. Con San Anselmo, arzobispo de Canterbury, se inicia la plenitud de la Escolástica, anticipada ya en el movimiento filosófico y teológico cuyo centro había sido Escoto Eurígena. San Anselmo (1033-1109) es la figura intelectual más importante del siglo XI: representa el primer intento de sintetizar los problemas filosóficos y teológicos de la Edad Media, con fuerte base helénica –platónica y neoplatónica-, patrística y, sobre todo, agustiniana. Sus escritos, entre los que se ha hecho famoso especialmente el Proslogion, donde expone la llamada prueba ontológica de la existencia de Dios, acusan una patente influencia de San Agustín, tanto doctrinalmente como en el apasionado y claro fuego de su estilo.
Toda la filosofía de San Anselmo recoge la enseñanza agustiniana: se trata de conocer a Dios, partiendo del alma humana, de la intimidad de la mente que entra en sí misma; es también una filosofía del hombre interior. Y acentúa más insistentemente aún, si cabe, el momento de destierro, de apartamiento de Dios en que el hombre se encuentra, y descubre en esa misma radical menesteriosidad la prueba más firme de la inmortalidad personal del ente humano. El hombre, una vez más, es entendido en su referencia esencial a Dios, de quien es imagen, y a quien conoce al conocerse en lo más íntimo y verdadero de sí mismo: el hombre como espejo de la Divinidad. ** El hombre desterrado. Nunca te he visto, Señor Dios mío, no he conocido tu faz. ¿Qué hará, altísimo Señor, qué hará este lejano desterrado suyo? ¿Qué hará tu siervo, ansioso de tu amor y arrojado lejos de tu faz? Anhela verte, y tu faz dista demasiado de él. Desea llegar a ti, y tu morada es inaccesible. Apetece hallarte, y desconoce tu lugar. Pretende buscarte, e ignora tu rostro. Señor, eres mi Dios y Señor, y nunca te he visto. Tú me has hecho y me has rehecho, y me has dado todos mis bienes, y aún no te he conocido. Por último, he sido hecho para verte, y todavía no he hecho aquello para lo que fui hecho. ¡Oh, desdichada suerte del hombre, cuando perdió aquello para lo que fue hecho! (...) ¡Desgraciados, de dónde fuimos expulsados, adónde fuimos impulsados! ¡Desde dónde nos precipitamos, adónde hemos caído! De la patria al destierro, de la visión de Dios a nuestra ceguera. Del gozo de la inmortalidad a la amargura y el horror de la muerte. ¡Triste mudanza! ¡De cuánto bien a cuánto mal! Grave daño, grave dolor, grave todo. Pero, ¡ay de mí, desgraciado, uno de tantos infelices hijos de Eva apartados de Dios!, ¿qué comencé, qué he hecho? ¿Adónde tendía, qué ha sido de mí? ¿A qué aspiraba, entre qué males suspiro? ¡Busqué los bienes, y qué turbación! Tenía a Dios, y he caído en mí mismo. Buscaba el reposo de mi secreto, y he encontrado la tribulación y el dolor en mi intimidad. Quería reír por el gozo de mi espíritu y me veo obligado a rugir por el gemido de mi corazón. Se esperaba la alegría y ¡ay, se agolpan los suspiros! (Proslogion, cap. I.) El alma inmortal. No hay duda de que el alma humana es una criatura racional. Por tanto, es menester que esté hecha para amar a la Suma Esencia. Es necesario, por consiguiente, que esté hecha o para amar sin fin, o para perder alguna vez, libre y violentamente, este amor. Pero es imposible juzgar que la suprema sabiduría la haya hecho para que alguna vez desprecie un bien tan grande o, queriendo tenerlo, lo pierda por alguna violencia. Sólo queda, pues, haber sido hecha para amar sin fin a la Suma Esencia. Pero no puedo hacer esto si no vive siempre. Por tanto, ha sido hecha de modo que viva siempre, si siempre quiere hacer aquello para lo cual ha sido hecha. Además, es demasiado impropio del sumamente bueno, sabio y omnipotente creador hacer que no sea lo que hizo que fuera para amarlo, mientras lo ame verdaderamente; y quitar o permitir que se quite al amante, para que necesariamente no ame, lo que dio espontáneamente al que no amaba, para que lo amase siempre; sobre todo, cuando no se debe dudar en modo alguno que ame a toda naturaleza que lo ame en verdad. Por lo cual es evidente que nunca se quita su vida al alma humana, si siempre se afana por amar la suprema vida. (Monologion, cap. LXIX.) Pero necesariamente, ni el alma que ama (a Dios) será eternamente feliz, ni la que lo desprecia desgraciada, si es mortal. Por tanto, ya ame o desprecie aquello para amar lo cual fue creada, es menester que sea inmortal. Pero si hay algunas almas racionales,
de las que no puede pensarse que amen ni desprecien, como parecer ser las almas de los niños, ¿qué se debe opinar acerca de ellas? ¿Son mortales, o inmortales? Pero, indudablemente, todas las almas humanas son de la misma naturaleza. Por tanto, como consta que algunas son inmortales, es necesario que toda alma humana sea inmortal. (Monologion, cap. LXXII.)
III.- SAN BERNARDO. San Bernardo de Claraval (1099-1153) no es un filósofo, ni apenas un teólogo, sino más bien un místico y, sobre todo, un homo religiosus en su sentido más concreto y significativo. Su actividad es bien conocida: la reforma del Cister, su predicación de la segunda Cruzada, su función de consejero del papa Eugenio III, sus polémicas, en especial con Pedro Abelardo. Indudablemente, San Bernardo es la personalidad más saliente en el mundo espiritual del siglo XII, cuya primera mitad llena con su infatigable esfuerzo. Naturalmente, como no podría esperarse otra cosa, San Bernardo está fuertemente impregnado de agustinismo; y también, dada su posición mística, de las doctrinas neoplatónicas o influidas por el neoplatonismo. No se encuentra en él, por tanto, un pensamiento filosófico original y distinto del que domina en su tiempo; en nuestro problema actual, no hemos de descubrir una antropología propia. Pero nos interesa la actitud, estrictamente religiosa, desde la que San Bernardo toma estas ideas vigentes acerca del hombre; aparecen en él matizadas enérgicamente por el cristianismo como religión, más aún que lo estaban ya desde su origen. El conocimiento del hombre queda referido al de Dios; pero aún hay más: el hombre aparece interpretado directamente en función de su relación con la Divinidad. La idea del hombre en la Edad Media cristiana adquiere una nueva claridad al ser vista en esta nueva perspectiva. ** Naturaleza, persona y costumbres. Y esta consideración de ti se divide en tres partes, si consideras qué eres, quién eres, y cuál eres. Qué en la naturaleza, quién en la persona, cuál en las costumbres. Qué, por ejemplo, hombre. Quién, el Papa o Sumo Pontífice. Cuál, benigno, apacible o algo semejante. Por lo demás, la investigación de aquel primer punto es más filosófica que apostólica; sin embargo, hay algo en la definición del hombre, al que llaman animal racional mortal, que puede examinarse con más atención, si gusta hacerlo. No hay nada en ello que sea contrario a tu profesión o dignidad, pero sí que pueda llevar a la salvación. Pues si consideras a la vez estas dos cosas, racional y mortal, te vendrá de ello este fruto: que lo mortal que hay en ti humille a lo racional; y a la inversa, lo racional conforte a lo mortal. Y el hombre circunspecto no descuidará ninguna de las dos cosas. (De consideratione ad Eugenium III, 1, II, cap. IV.) El Hombre de Tierra y el Hombre de Dios. Hombre de Dios, no tiembles por despojarte de aquel hombre que es de tierra, de aquel que te rebaja hasta la tierra e intenta hacerte bajar hasta los infiernos. Ése es el que inquieta, el que agobia, el que ataca. ¿Qué te importan los despojos terrenales a ti, que has de ir al cielo y has de revestir luego la túnica de la gloria? Está muy cerca, pero no se le dará al vestido; aquélla sabe vestir, no sobrevestir. Sopórtalo, pues, con
paciencia; más aún, acepta de buen grado ser hallado desnudo y no vestido. Finalmente, también el mismo Dios quiere vestirse; pero cuando está desnudo, no cuando está vestido. El Hombre de Dios no volverá a Dios, si el que es de la tierra y es tierra no va a la tierra. Pues estos dos hombres se oponen mutuamente, y no habrá paz hasta que se separen uno de otro; y si hubiera paz, no será la paz del Señor, no será la paz con el Señor. No eres tú de aquellos que dicen: Paz, y no es paz. Te espera aquella paz que supera todo sentido; te esperan los justos hasta que se te devuelva; te espera el gozo de tu Señor. (Epístola CCLXVI.) La realidad humana. Y contempla primero la creación, la posición y la disposición de las cosas, a saber: cuánto poder hay en la creación, cuánta sabiduría en su posición, en su composición cuánta benignidad. En la creación se ve cuántas cosas y qué grandes han sido creadas poderosamente; en la posición, cuán sabiamente están colocadas todas; en la composición, de qué modo benigno están unidas las cosas supremas y las ínfimas, con caridad tan amable como admirable. Pues a este barro terrenal mezcló una fuerza vital, como en los árboles, de donde surge la hermosura en las hojas, la belleza en las flores, el sabor y el remedio en los frutos. Y no contento con esto, añadió todavía a nuestro barro una fuerza sensible, como en los animales, que no sólo tienen vida, sino que además sienten, dotados de una quíntuple sensibilidad. Quiso honrar aún más nuestro barro, y le infundió una fuerza racional, como en los hombres, que no sólo viven y sienten, sino que también disciernen lo agradable y lo ingrato, lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso. Quiso también sublimar nuestra flaqueza con una gloria más copiosa, y su majestad se redujo, de modo que lo mejor que tenía, es decir, él mismo, se uniera a nuestro barro, y se unieran en una sola persona Dios y el barro, la majestad y la flaqueza, tanta vileza y tanta sublimidad. Pues nada hay más sublime que Dios, nada más vil que el barro; y, sin embargo, con tanta magnanimidad descendió Dios hasta el barro, y con tanta dignidad ascendió el barro hasta Dios, que creemos que todo lo que Dios hizo en él, lo hizo el barro; y decimos que cuando realizó el barro, lo realizó Dios en él, en un misterio sacro tan inefable como incomprensible. Y repara en que, así como en aquella singular divinidad hay Trinidad en las personas y unidad en la sustancia, así en esta mezcla especial hay Trinidad en las sustancias, unidad en la persona; y así como allí las personas no separan la unidad y la unidad no disminuye la Trinidad, así también aquí la persona no confunde las sustancias, ni las sustancias disipan la unidad de la misma persona. Aquella Trinidad suprema nos mostró esta Trinidad, obra admirable, obra singular entre todas, y superior a todas sus obras. Pues el verbo y el alma y la carne convinieron en una persona; y estos tres son uno, y este uno tres, no por la confusión de la sustancia, sino por la unidad de la persona. Ésta es la primer ay más excelente mezcla; y ésta es la primera entre las tres (n. del a.: Las tres mezclas que concurren en la Encarnación son la de Dios y el hombre, la de la madre y la virgen y la de la fe y el corazón humano). Advierte, hombre, que eres barro, y no seas soberbio; que estás unido a Dios, y no seas ingrato. (In vigilia Nativitatis Domini, sermo III.) La imagen de Dios en la libertad humana. Opino que en estas tres libertades (n. del a.: Libertad de la necesidad, o libertad de naturaleza; libertad del pecado, o de gracia; libertad de la miseria, o de la gloria), está contenida la misma imagen y semejanza de nuestro Fundador, según la cual hemos sido fundados; y, por cierto, la imagen en la libertad del albedrío, en las otras dos se atestigua una cierta doble semejanza. De aquí se sigue tal vez que sólo el libre albedrío no tolera en absoluto ningún defecto o disminución, porque en él parece impresa sobre todo cierta imagen sustantiva de la divinidad eterna e inmutable. Pues
aunque haya tenido comienzo, no conoce, sin embargo, el fin, ni recibe aumento por la justicia o por la gloria, ni detrimento por el pecado o la miseria. ¿Qué hay más semejante a la eternidad, a no ser la eternidad? Al contrario, en las otras dos libertades, puesto que no sólo pueden disminuirse parcialmente, sino también perderse del todo, se conoce más bien una cierta semejanza accidental de la sabiduría y la potencia divinas, añadida a la imagen. Por último, las perdemos por la culpa y las recuperamos por la gracia; y todos los días, unos más, otros menos, o progresamos en ellas, o nos alejamos de ellas. Además, pueden perderse de modo que ya no se puedan recuperar; y pueden también poseerse de modo que no puedan perderse nunca ni disminuirse.
IV.- RICARDO DE SAN VÍCTOR. En el siglo XII, la abadía parisiense de San Víctor es un centro intelectual y espiritual de primer orden. Tiene, ante todo, una significación mística, pero los victorianos cultivan a la par la teología y la filosofía, del modo más completo y fecundo que cabe hacerlo en su tiempo. Lejos de la hostilidad al pensamiento filosófico que aflora con frecuencia en los escritos de algunos teólogos del siglo, la mística de la escuela de San Víctor aparece sostenida por una sólida base de conocimiento racional, que es lo que en este lugar nos interesa. Las dos figuras capitales de la abadía son Hugo y Ricardo, discípulo éste del primero, que recoge en su integridad la enseñanza y el saber de su maestro, y lo prolonga con originalidad y agudeza. Ricardo de San Víctor, que murió en 1173, era natural de Escocia. Su pensamiento está determinado, en buena parte, por el agustinismo y por la obra de San Anselmo; por esta razón, es una filosofía de la intimidad, que llama la atención enérgicamente sobre el ser del hombre y suele apoyarse en él para elevarse al conocimiento de Dios. Como en los pensadores que hemos visto anteriormente, en Ricardo el conocimiento del ente humano y el del ente divino se esclarecen mutuamente. Lo que la experiencia enseña sobre el hombre nos sirve de punto de apoyo para inferir –mutatis mutandi- ciertas determinaciones de la Divinidad y, a la inversa, lo que el raciocinio nos muestra como propio de Dios sirve para hacer comprensible en su raíz más profunda el ser mismo del hombre, imagen de la Divinidad. Tal vez en ningún filósofo de la Edad Media se haga un uso más consciente y perspicaz de este método alternativo, que consiste en contemplar una tras otra, con los diversos medios de que el hombre está dotado, la realidad divina y su imagen humana. Con esto alcanza su madurez una línea intelectual que sigue la antropología de San Agustín. Ha intentado examinarla brevemente en sus momentos capitales. Después, en la centuria siguiente, la irrupción de las obras de Aristóteles en el ámbito de la especulación escolástica, y el problema del hombre será abordado, sin perder totalmente la continuidad, por otros derroteros. ** Las tres partes principales del hombre. Sabemos que en el cuerpo humano la cabeza tiene el lugar más alto; el pie, el más bajo; el corazón, el lugar medio e íntimo. La cabeza corresponde al libre albedrío; el corazón, a la prudencia; el pie, al deseo carnal. La cabeza está por encima de todo el cuerpo, el libre albedrío preside a toda acción. El corazón ocupa el lugar medio e íntimo; y la prudencia saludable apenas sale de lo oculto, y se la puede encontrar en lo secreto. El pie yace en lo más bajo; y el deseo carnal se apega por el apetito a las
cosas más bajas. El libre albedrío preside a toda acción, incluso al apetito, porque aun cuando hayas obrado mal, cuando ya el pecado haya estado a las puertas, estará, sin embargo, su apetito por debajo de ti, y serás dueño de él. (De statuto interioris hominis, tract. I, cap. II.) La pluralidad de las sustancias en la persona. Te extrañas tal vez, tú que oyes o lees esto; te extrañas, digo, de cómo pueda haber más de una persona donde no hay más que una sustancia sola. Pero ¿qué puede tener de extraño el que es admirable en tantas obras suyas; qué, digo, puede tener de extraño, si es admirable de sí mismo sobre todas las cosas? Te extraña cómo hay en la naturaleza divina más de una persona donde no hay más que una sustancia; y, sin embargo, no te extraña igualmente cómo en la naturaleza humana hay más de una sustancia donde no hay más que una persona. Pues el hombre consta de alma y cuerpo, y estas dos cosas juntas no son más que una persona. Tiene, pues, el hombre modo de leer y aprender en sí mismo lo que debe pensar al contrario acerca de su Dios. Comparemos, si quieres, lo que la razón descubre raciocinando en la naturaleza divina y lo que la experiencia encuentra en la naturaleza humana. En una y otra hay unidad; en una y otra hay pluralidad; allí, unidad de sustancia; aquí, unidad de persona; allí, pluralidad de personas; aquí, en cambio, pluralidad de sustancias. Allí, pues, pluralidad de personas en la unidad de la sustancia; aquí, por el contrario, pluralidad de sustancias en la unidad de la persona. He aquí cómo la naturaleza humana y la divina parecen referirse una a otra y, por decirlo así, de un modo opuesto, y corresponderse cada una de ellas con la otra como contrariamente. Así deben referirse y corresponderse mutuamente la naturaleza creadora y la naturaleza increada, la temporal y la eterna, la corruptible y la incorruptible, la mudable y la inmutable, la que es tan pequeña y la inmensa, la que se puede circunscribir y la infinita. (De Trinitate, lib. III, cap. IX.) Sustancia y persona. Digamos primero lo que han dicho otros que la persona se dice según la sustancia, y parece significar sustancia. Pero, sin embargo, hay mucha diferencia entre la significación de una y la significación de la otra. Pero par que resulte más claro lo que decimos, expliquémoslo más detalladamente. Que animal significa una sustancia, ¿quién lo niega, quién lo duda? Pero hay mucha diferencia entre la significación de una cosa y de otra. Pues por el nombre de animal se entiende una sustancia animada sensible. Animal, por tanto, significa sustancia, pero también significa a la vez alguna otra cosa. Con el nombre de animal se significa, pues, una sustancia, pero con una diferencia específica añadida. Del mismo modo, este nombre hombre parece significar un animal, y por lo mismo una sustancia. Pues ¿qué es el hombre, sino un animal racional mortal? Luego en lo que significa principalmente consignifica algo. Animal, pues, significa una sustancia, no cualquiera, sino sensible. Hombre, en cambio, no toda sustancia sensible, sino racional. Pero nunca se dice persona sino de la sustancia racional. Y cuando llamamos persona, nunca entendemos una sola sustancia, y alguna singular. Así, en la inteligencia de sustancia bajo el nombre de animal, se sobreentiende una propiedad común a todo animal; y bajo el nombre de hombre se sobreentiende una propiedad común a todo hombre; y bajo el nombre de persona, de igual modo, se sobreentiende cierta propiedad que no conviene más que a una sola; sin embargo, ninguna determinadamente, como en el nombre propio. Ya se sobreentiende, pues, una propiedad general, ya una propiedad especial. Con el nombre de la persona, en cambio, una propiedad individual, singular, incomunicable. De aquí, según creo, podrás
advertir fácilmente que se diferencian mucho entre sí la significación de la sustancia y la significación de la persona. Si meditas bien y lo examinas atentamente, verás que con el nombre de sustancia no se significa tanto quién como qué. Por el contrario, con el nombre de persona no se designa tanto el qué como quién. (...) A la interrogación qué responde un nombre genérico o específico, una definición o algo semejante; a la interrogación quién, en cambio, se suele contestar con un nombre propio o algo equivalente. Por tanto, con qué se inquiere acerca de una propiedad común; con quién, acerca de una propiedad singular. (...) Con esto, según creo, se da a entender suficientemente que en el nombre de sustancia no se sobreentiende tanto alguien como algo. Por el contrario, con el nombre de persona no se designa tanto algo como alguien. Con el nombre de persona nunca se entiende más que alguien único y solo, distinto de todos los demás por alguna propiedad singular. (...) Cuando se dice persona, se entiende ciertamente alguien, uno que es una sustancia racional. Cuando se nombran tres personas, sin duda se entienden tres “alguien”, cada uno de los cuales es una sustancia de naturaleza racional. Pero si varias o todas son una y la misma sustancia, nada importa en cuanto a la propiedad y la verdad de la persona. Pero los hombres juzgan más según lo que prueba la experiencia que según lo que dicta el raciocinio. Vemos, ciertamente, personas humanas; a las divinas, en cambio, no podemos verlas. En la naturaleza humana hay tantas sustancias como personas. Y la experiencia cotidiana los obliga a juzgar lo mismo de las divinas. (...) (De Trinitate, lib. IV, caps. VI-VIII.)
V.- SANTO TOMÁS DE AQUINO. El siglo XIII –el centro de la Edad Media- significa una profunda crisis en la historia de la filosofía. Acontecen en él tres hechos históricos de primer orden, que afectan decisivamente a la vida intelectual del tiempo: la aparición de la filosofía aristotélica, transmitida por los árabes desde Oriente y por los españoles, sobre todo desde la escuela de traductores de Toledo; la fundación de las Universidades –París, Bologna, Oxford, Cambridge- y la de las Órdenes Mendicantes –franciscanos y dominicos-, que dan un sentido nuevo a la vida religiosa y al trabajo de las escuelas. En este medio intelectual activísimo del siglo XIII vive Santo Tomás de Aquino (12251274), nacido en Roccasecca, de la familia de los condes de Aquino, destinado por ésta a ser abad del espléndido monasterio benedictino de Monte-Cassino, que toma, sin embargo, el hábito dominicano y se dedica, hasta su muerte, a una vida espiritual y de creación teológica y filosófica, sin interrupción y sin reposo. Santo Tomás aborda, con dotes filosóficas muy superiores, la empresa a la que había consagrado sus mayores esfuerzos su maestro Alberto Magno: la incorporación a la Escolástica del pensamiento aristotélico, que si, por una parte, ofrecía a la filosofía instrumentos mentales, en efecto, estaba pensada desde supuestos ajenos al cristianismo, no conocía la idea de Creación, se refería a un Dios bien distinto del cristiano, y además venía recargada de influencias árabes por obra de sus comentadores musulmanes, sobre todo Averroes. Sobre la enorme labor –eruditísima, pero insuficiente- de San Alberto, Santo Tomás va a realizar una síntesis del pensamiento de Aristóteles y la filosofía y la teología medievales, penetradas hasta entonces, como hemos visto, de platonismo y del espíritu de los Padres de la Iglesia, sobre todo de San Agustín. Desde entonces, la filosofía escolástica va a ser otra cosa: algo incomparablemente más rico, completo, preciso, capaz de enfrentarse con el detalle de los problemas y llegar a soluciones rigurosas y coherentes. Tal vez no sin alguna pérdida. Posiblemente no alcanzan su desarrollo debido muchas ideas e intuiciones de los pensadores
cristianos precedentes, inspiradas por un contacto directo con las cuestiones filosóficas, desde los supuestos de su profunda religiosidad. El aristotelismo es un instrumento mental de alcance muy superior al de los recursos dialécticos de que disponían los escolásticos anteriores, y la filosofía sigue desde entonces el nuevo camino, que acaso oculta adivinaciones de insustituible valor. Conviene no olvidar, sin embargo, que la obra más importante de Santo Tomás es la Summa Theologica; es decir, el fin principal que se propone es una sistematización de la teología; y este fin lo alcanza con insuperable éxito y eficacia. La teología católica, que recibió su primera formulación suficiente de las manos geniales de San Agustín, llega a su madurez en Santo Tomás, el cual, por otra parte, recoge la enseñanza agustiniana; la interpretación racional de los dogmas, y aun su misma formulación, han encontrado en el tomismo un instrumento insustituible, cuya significación ha sido reconocida explícita e insistentemente por la Iglesia. Respecto al tema del hombre, Santo Tomás lo aborda desde un punto de vista aristotélico; la doctrina del De Anima y de la Ética queda incorporada a la antropología tomista; pero traspuesta, por decirlo así, en función de la revelación cristiana. El esquema general es aristotélico: teoría de la materia y la forma, interpretación del alma, como forma del cuerpo, doctrina del fin y del bien; pero el espíritu que anima esta antropología, que le confiere su último sentido, es en el fondo bien distinto del de Aristóteles, porque el interés que mueve a Santo Tomás es muy diferente. Lo que más le importa es el alma como realidad espiritual y subsistente; la mostración de su esencia incorpórea y no totalmente dependiente del cuerpo servirá para asegurar su inmortalidad; y toda la doctrina está determinada por la referencia a Dios, cuya contemplación será en última instancia el fin principal del hombre, de quien pende la totalidad de su sentido. Será, pues, del máximo interés filosófico comparar la antropología aristotélica con su transposición cristiana en el tomismo. ** El alma no es el hombre. De dos maneras puede entenderse que el alma sea el hombre. Una, que el hombre (en general) es el alma; pero que tal hombre (en particular), por ejemplo, Sócrates, no es el alma, sino que es un compuesto de alma y cuerpo. Y digo esto, porque algunos supusieron que sólo la forma era esencial a la especie; pero que la materia era parte del individuo y no de la especie. Lo cual es falso, porque a la naturaleza de la especie pertenece lo significado en la definición. Y la definición en las cosas naturales no significa solamente la forma, sino la forma y la materia. De donde se sigue que la materia es parte de la especie de las cosas naturales; no tal materia determinada, que es principio de individualización, sino la materia común. Pues así como es de la esencia de tal hombre determinado, que conste de tal alma y tales carnes y tales huesos, así es de la esencia del hombre (en general) que conste de alma, carne y huesos, puesto que debe pertenecer a la sustancia de la especie todo cuanto es común a la sustancia de todos los individuos contenidos bajo esa especie. De otra manera puede también entenderse que el alma sea el hombre, en el sentido de que también esta alma es este hombre, y esto podría sostenerse en la hipótesis de que la operación del alma sensitiva fuese propia de ella misma sin el cuerpo, puesto que todas las operaciones que se atribuyen al hombre convendrían al alma sola. Decimos que es una determinada cosa aquello que realiza las operaciones propias de esa cosa; por tanto, hombre es aquello que realiza las operaciones propias del hombre. Ahora bien: está demostrado que el sentir no es una operación sólo del alma. Así, pues, si el sentir es una operación del hombre, aunque no propia, es evidente que el hombre no es solamente el alma, sino que es un compuesto de alma y cuerpo. Por eso Platón, al
afirmar que el sentir era propio del alma, pudo sostener que el hombre era un alma que utilizaba un cuerpo. (I, q. LXXV, art. 4.) El alma no está compuesta de materia y forma. El alma no tiene materia, y esto se puede probar de dos maneras. Primeramente, por la naturaleza del alma en general. Porque es propio de la naturaleza del alma ser forma de un cuerpo. Ahora bien: o lo es según todo su ser, o lo es sólo en parte. Si es según todo su ser, es imposible que una parte suya sea materia, puesto que la materia es un ente que está sólo en potencia, y la forma, en cuanto forma, es acto; y aquello que está sólo en potencia no puede ser parte de un acto, ya que la potencia repugna al acto, como opuesto suyo. Y si es forma solamente según parte de su ser, diremos que esta parte es el alma, y que aquella materia, de quien es acto primero, es el primer animado. En segundo lugar, por la naturaleza del alma humana, en especial en cuanto es intelectiva. Pues es evidente que todo lo que es recibido en su ser, lo es a la manera del ser que recibe; así, cada cosa es conocida según esté su forma en el sujeto que conoce. Y el alma intelectiva conoce una cosa en su naturaleza absoluta; por ejemplo, la piedra en cuanto es piedra de un modo absoluto. Así, pues, la forma de la piedra se halla absolutamente, según su propia razón formal, en el alma intelectiva, y el alma intelectiva, por tanto, es forma absoluta y no una cosa compuesta de materia y forma. Porque si el alma intelectiva fuere compuesta de materia y forma, as formas de las cosas serían recibidas en ella como individuales, y de este modo no podría conocer sino lo singular, como sucede en las potencias sensitivas, que reciben las formas de las cosas en un órgano corporal, ya que la materia es el principio de individuación de las formas. Resulta, pues, que el alma intelectiva y toda sustancia intelectual que conoce las formas de un modo absoluto no está compuesta de materia y forma. (I, q. LXXV, art. 5.) El alma humana es incorruptible. Necesariamente hay que decir que el alma humana, en cuanto principio intelectivo, es incorruptible. En efecto: de dos maneras puede una cosa corromperse: por sí misma y accidentalmente (per se et per accidens). Es imposible que una cosa subsistente comience a ser o deje de ser accidentalmente, esto es, cuando otra cosa comienza o acaba, pues a una cosa le compete la generación y la corrupción, como la compete el ser, que se adquiere por la una y se pierde por la otra. De donde se sigue que lo que posee el ser por sí mismo no puede engendrarse o corromperse sino por sí mismo. Mas las cosas no subsistentes como son los accidentes y las formas materiales, se engendran y corrompen por la generación y corrupción de los compuestos. Ahora bien: se ha demostrado ya que el alma de los brutos no es por sí subsistente, sino sólo el alma humana; por tanto, las almas de los brutos se corrompen al corromperse los cuerpos; pero el alma humana no podría corromperse sino por sí misma. Lo cual es totalmente imposible no sólo respecto del alma humana, sino de cualquier cosa subsistente que no sea más que forma, porque es evidente que lo que conviene al ser por razón de sí mismo es inseparable de él, y el ser por sí mismo conviene a la forma, que es acto. Así, pues, la materia adquiere su ser en acto al adquirir la forma, y le sobreviene la corrupción cuando la forma se separa de ella. Y como es imposible que una forma se separe de sí misma, es imposible también que una forma subsistente deje de existir. Y aun dado que el alma estuviese compuesta de materia y forma, como dicen algunos, aun entonces sería preciso darla por incorruptible. Porque no se encuentra la corrupción sino donde hay contrariedad, puesto que la generación y la corrupción suponen elementos contrarios combinados por aquélla y disueltos por ésta. Ahora
bien: en el alma intelectiva no puede haber contrariedad alguna por cuanto recibe según el modo de su ser, y todo cuanto es recibido en ella está libre de contrariedad, pues aun las razones de los contrarios no son opuestas en el entendimiento, siendo una sola en él la ciencia de los contrarios. Es, pues, imposible que el alma intelectiva sea incorruptible. Puede también sacarse otra prueba del deseo que, naturalmente, tiene cada ser de permanecer en su modo de ser. Ahora bien: el deseo en los seres cognoscentes sigue al conocimiento. Los sentidos no conocen el ser sino en lugar y tiempo determinado. Pero el entendimiento aprehende el ser, absolutamente y sin determinación de tiempo. De donde se sigue que todo ser que goza de entendimiento, naturalmente desea existir siempre. Y el deseo natural no puede ser vano. Por tanto, toda sustancia intelectual es incorruptible. (I, q. LXXV, art. 6.) El alma no es parte de la sustancia divina. Es manifiestamente insostenible decir que el alma es de la sustancia de Dios. Pues, como consta por lo dicho, el alma humana es algunas veces inteligente en potencia, adquiere la ciencia en cierto modo de las cosas y tiene diversas facultades; todo lo cual es ajeno a la naturaleza de Dios, que es acto puro y nada recibe de otro y ninguna diversidad en sí contiene, según queda probado. Pero este error parece haber tenido principio en dos posiciones de los antiguos. Los primeros comenzaron a estudiar la naturaleza de las cosas, impotentes para traspasar los límites de la imaginación, creyeron que nada había más que cuerpos, y, en consecuencia, afirmaban que Dios era un cierto cuerpo, principio de los demás cuerpos; y como sostenían que el alma era de la naturaleza de ese cuerpo, que llamaban principio, deducían que el alma era de la sustancia de Dios. Próxima a esta opinión está la de los maniqueos, que al pensar que Dios es cierta luz corpórea tuvieron que sostener que el alma es una parte de esa luz ligada al cuerpo. Según la segunda posición, algunos llegaron a comprender que Dios era un ser incorpóreo, pero no como separado del cuerpo, sino como forma del mismo; fundado en lo cual dijo Varrón que Dios es el alma que gobierna el mundo con la mirada, el movimiento y la razón, según cuenta San Agustín (VII, De Civitate Dei). Por esto creyeron algunos que el alma del hombre era una parte de esa alma total, como el hombre es una parte de la totalidad del mundo, no llegando a alcanzar con el entendimiento la diversidad de grados de las sustancias espirituales, sino solamente según la diversidad de cuerpos. Pero todo esto es imposible, como ya se probó (q. III, a. 1 y 8); luego evidentemente es falso que el alma sea una parte de la sustancia de Dios. (I, q. XC, art. 1.) El alma ha sido producida por Creación. El alma racional no puede ser hecha sino por creación, lo cual no se verifica en otras formas. La razón es que, como el ser producido (fieri) es camino para el ser, a cada cosa conviene la producción del mismo modo que le conviene el ser. Y el ser se aplica propiamente a la cosa que tiene el ser mismo como subsistente en su propio ser. De donde se sigue que solamente las sustancias se llaman propia y verdaderamente entes; el accidente, en cambio, no tiene ser, sino que por él algo es, y por esta razón se llama ente, como se dice que la blancura es ente porque por ella algo es blanco, y por eso se dice en el VII de la Metafísica que el accidente se llama más bien del ente que ente. Y la misma razón hay para todas las demás formas no subsistentes, y por eso a ninguna forma no subsistente conviene propiamente ser y ser hecha. Y como no puede ser hecha de una materia preexistente, ni corporal, porque entonces sería el alma de naturaleza corpórea, ni espiritual, porque entonces las sustancias espirituales
se transmutarían mutuamente, es necesario afirmar que sólo puede ser hecha por creación. (I, q. XC, art. 2.) El alma intelectiva se une al cuerpo como forma. Es necesario afirmar que el entendimiento, que es principio de la operación intelectual, es la forma del cuerpo humano. Porque aquello en cuya virtud primordialmente obra una cosa, es la forma de esa cosa a la que se atribuye la operación, como la salud es aquello por cuya virtud el cuerpo es primordialmente sano, y la ciencia aquello por cuya virtud el alma primordialmente sabe, por lo cual la salud es una forma del cuerpo, y la ciencia, en cierto modo, una forma del alma. Y la razón de esto estriba en que nada obra sino en cuanto está en acto, y que, por consiguiente, obra en virtud de aquello que lo constituye en acto. Ahora bien: es evidente que lo primero por lo que el cuerpo vive es el alma, y como la vida se manifiesta por operaciones diversas, en los diversos grados de los seres vivientes, aquello por lo que primariamente se ejerce cada una de estas funciones vitales es el alma. El alma es, en efecto, lo primero que nos hace nutrir y sentir y mover en cuanto a lugar, así como también entender. Éste, pues, primer principio de nuestro entender, ya se llame entendimiento o alma intelectiva, es la forma del cuerpo, demostración que también da Aristóteles (lib. II, De Anima, tex. 24). Y si alguien quiere sostener que el alma intelectiva no es la forma del cuerpo, a él le toca investigar de qué modo esa acción, que es entender, es acción de tal hombre. Ya que cada uno sabe por experiencia que él mismo es el que entiende. (...) También puede probarse lo mismo por la naturaleza de la especie humana. En efecto: la naturaleza de cada cosa se manifiesta por su operación, y la operación propia del hombre, como hombre, es la de entender, por la cual excede a todos los demás animales. Por esto Aristóteles (Ethic. Lib. X, cap. 7) pone en esta operación, como propia del hombre, la última felicidad. Es preciso, pues, según esto, que el hombre tome su especie de lo que es el principio de esta operación; y como lo que da la especie a cada ser es la forma propia, de aquí que el principio intelectivo sea la forma propia del hombre. Mas se debe considerar que, cuanto la forma es más noble, tanto más domina la materia corporal, y menos está inmersa en ella y más la excede en su operación o virtud: así vemos que la forma de un cuerpo mixto tiene una acción diversa de la que resulta de las cualidades elementales. Y a medida que se asciende en la nobleza de las formas, obsérvase cada vez mayor excelencia en la virtud de la forma sobre la materia elemental; así, el alma vegetativa es más noble que la forma elemental; y el alma sensible, superior al alma vegetativa. Siendo, pues, el alma humana la más noble entre las formas, excede a la materia corporal en su virtud, por cuanto tiene una operación y potencia de que no participa aquélla: y esta virtud o potencia recibe el nombre de entendimiento. Y debe tenerse en cuenta que si alguno afirmase que el alma se compone de materia y forma, no podría decir en modo alguno que el alma es la forma del cuerpo; porque siendo la forma un acto y la materia un ente sólo en potencia, lo que es compuesto de materia y forma no puede ser en modo alguno la forma de otro ser en su totalidad. Y si es forma según una parte de sí mismo, damos entonces el nombre de alma a lo que se forma, y decimos que lo primero animado es aquello de que es forma, como ya se ha dicho. (I, q. LXXVI, art. 1.) El hombre obra por su fin. De las acciones hechas por el hombre, sólo se llaman propiamente humanas aquellas que son propias del hombre en cuanto hombre. Se diferencia el hombre de las otras
criaturas irracionales en que es dueño de sus actos. Por lo cual sólo se llaman propiamente humanas aquellas acciones de las cuales el hombre es dueño. Pero el hombre es dueño de sus actos por la razón y la voluntad, por lo cual también el libre albedrío se dice que es la facultad de la voluntad y la razón. Aquellas acciones, pues, se dicen propiamente humanas, que proceden de la voluntad deliberada. Y si otras acciones se atribuyen al hombre, puede decirse que son acciones del hombre, pero no propiamente humanas, puesto que no son del hombre en cuanto que es hombre. Y es evidente que todas las acciones que proceden de alguna potencia son producidas por ella según la razón de su objeto. Y el objeto de la voluntad es el fin y el bien. Por consiguiente, es preciso que todas las acciones humanas se hagan por un fin. (Ia. IIae., q. I, art. 1.) Todo hombre apetece la felicidad. La felicidad puede considerarse de dos maneras: una, según la razón común de felicidad; y en este sentido, todo hombre, necesariamente, desea la felicidad. Y la razón común de felicidad es que sea el bien perfecto, como se dijo. Mas siendo el bien el objeto de la voluntad, el bien perfecto de alguno consiste en que le satisfaga totalmente. De donde se sigue que desear la felicidad no es otra cosa que desear que la voluntad quede satisfecha, cosa que todo el mundo quiere. En otro sentido podemos hablar de la felicidad según su razón especial, en cuanto a aquello en que la felicidad consiste; y de este modo no todos conocen la felicidad, porque no saben a qué cosa conviene su razón común; y, por consiguiente, en cuanto a esto, no todos la desean. (Ia. IIae. Q- V, art. 8.) La felicidad del hombre consiste en la visión de la esencia divina. La última y perfecta felicidad no puede estar sino en la visión de la divina esencia, para cuya evidencia deben considerarse dos cosas: Primera, que el hombre no es perfectamente feliz, mientras le queda algo por desear o buscar. Segunda, que la perfección de cualquier potencia se aprecia por la razón de su objeto. Ahora bien: el objeto del entendimiento es lo que es, es decir, la esencia de la cosa, por lo que en tanto adelantan la perfección del entendimiento en cuanto conoce la esencia de una cosa. Luego si un entendimiento conoce la esencia de un efecto, de modo que por ello no puede conocer la esencia de la causa, es decir, que no sepa respecto de ésta lo que es, no se dice que ese entendimiento perciba la causa simplemente, aunque por medio del efecto pueda conocerse que la causa existe. Y, por tanto, queda naturalmente al hombre, cuando conoce un efecto y sabe que tiene causa, el deseo de saber también qué es la causa, y ese deseo es de admiración, y produce la investigación; por ejemplo, cuando alguno, al contemplar un eclipse solar, considera que procede de alguna causa, y entonces se admira por no saber lo que es y, al admirarse, investiga; y esta investigación no descansa hasta llegar a conocer la esencia de dicha causa. Así, pues, si el entendimiento humano, al conocer la esencia de algún efecto creado, no conoce de Dios sino su existencia, todavía su perfección no alcanza simplemente a la causa primera, sino que le queda aún el natural deseo de inquirir dicha causa, por lo cual no es todavía perfectamente feliz. Así, pues, para la perfecta felicidad se requiere que el entendimiento llegue a la esencia misma de la primera causa, y de este modo obtendrá su perfección por la unión a Dios, como al objeto en que únicamente consiste la felicidad del hombre. (Ia. Iiae., q. III, art. 8.)
VI.- SAN BUENAVENTURA.
Estrictamente contemporáneo de Santo Tomás de Aquino es Juan de Fidanza, a quien conocemos con el nombre de San Buenaventura. Nace en 1221, en Bagnorea (Toscana), y muere el mismo año que Santo Tomás, en 1274. San Buenaventura, miembro de la Orden Franciscana, de la que llegó a ser general, representa dentro de los hermanos menores algo semejante a lo que ha sido Santo Tomás para los dominicos: el comienzo de una tradición filosófica y teológica, que se continuará largamente en cada una de las escuelas. Sin embargo, la influencia de San Buenaventura ha sido menos dominadora, y a la vez, más compartida. En rigor, sólo es un punto de arranque, que será continuado por R. Bacon, por Escoto, Ockam y otros filósofos de menor talla. Indiscutiblemente, la falta de una sistemática comparable a la tomista ha moderado así el influjo directo de San Buenaventura. Pero más aún la actitud misma en que los dos pensadores, el dominico y el franciscano, se sitúan ante la realidad filosófica de su tiempo. El gran problema del siglo, como ya vimos, es el aristotelismo. Santo Tomás se inclina a recogerlo íntegramente, en cuanto es posible, y a tener como filosofía propia, en esa misma medida, la de Aristóteles. San Buenaventura, en cambio, se atiene primariamente a la tradición, y representa así el espíritu de continuidad dentro de la Escolástica. Pero no deja de recibir la influencia de Aristótele, si bien la incorpora al fondo general, ante todo agustiniano, de su pensamiento. Por eso, aunque a primera vista su filosofía es anterior a la tomista, más próxima a la del siglo XII, en realidad es contemporánea y significa la otra posición que la Escolástica toma ante el hecho de la aparición en su horizonte mental de las obras aristotélicas. Esta actitud, que concede menos al aristotelismo, pero, en cambio, salva más la coherencia con el pasado filosófico anterior, tiene consecuencias fecundísimas. Por una parte, se pierde el disponer de un repertorio de térnicas e instrumentos intelectuales perfectísimos, que da al tomismo su indiscutible predominio en el siglo XIII; pero, por otra parte, se evita la interposición de una doctrina complejísima y ajena entre el pensamiento propio y la realidad, y así se mantiene entre los franciscanos un contacto más vivo e inmediato con el problematismo filosófico mismo. Por eso, mientras el tomismo triunfa en su tiempo y se mantiene vigente en una escuela, a la vez que determina en buena medida el desarrollo de toda la teología católica ulterior, el pensamiento de los franciscanos medievales ha influido de un modo mucho más vivo y eficaz en la formación de la filosofía moderna y de la ciencia renacentista. La dirección filosófica que arranca de San Buenaventura, inspirada en ese amor a la Naturaleza y ese interés por las cosas mismas que radican en la caridad franciscana, aunque tradicional y “antigua” en su siglo, resulta de hecho de una superior modernidad, por sus largas repercusiones en el futuro. San Buenaventura considera la filosofía como un itinerario de la mente hacia Dios; por eso su culminación se encuentra en el éxtasis místico, donde ya interviene lo sobrenatural, para elevar al hombre a un conocimiento de Dios que no le es dado a sus fuerzas naturales. Esta actitud determina, a la vez, su posición respecto a Dios y respecto al hombre. Éste aparece, una vez más, como imagen de la Divinidad, como ente vinculado estrechamente a Dios y afectado ontológicamente por su ser espejo o retrato del ente divino; y, por otra parte, el cuerpo humano, como las demás cosas sensibles, forma un primer grado o peldaño de ese itinerario ascensional que lleva a Dios mismo. ** Los tres aspectos del alma. El alma posee tres aspectos o tendencias principales: el primero es hacia las cosas corpóreas, exteriores, y por esto se llama animalidad o sensibilidad; el segundo es hacia sí misma y dentro de sí, por lo cual se denomina espíritu; el tercero es hacia lo
superior, y por esto se la llama mente. Por parte de todos ellos se debe disponer para elevarse a Dios, a fin de amarlo “con toda la mente, con todo el corazón y con toda el alma”, en lo cual consiste la perfecta observancia de la ley y, juntamente con esto, la sabiduría cristiana. (...) Los tres aspectos del alma vienen a duplicarse cada uno en dos funciones o “grados de potencias”, por los cuales subimos desde lo ínfimo a lo sumo, desde lo temporal a lo eterno. Y estos seis grados de nuestra facultad cognoscitiva son: el sentido y la imaginación, la razón y el entendimiento, la inteligencia y el ápice de la mente o sindéresis. Estos tres grados están en nosotros como plantados por la naturaleza, deformados por la culpa y reformados por la gracia; debemos purgarlos con la justicia, ejercitarlos en la ciencia y perfeccionarlos con la sabiduría. (Itinerarium mentis in Deum, I, 5-6.) El hombre como mundo menor. Hay que tener en cuenta que este mundo, llamado macrocosmos, entra en el alma, que es el mundo menor, por las puertas de los cinco sentidos con la aprehensión, delectación y discernimiento de los objetos sensibles. (...) En correspondencia con estas cosas sensibles posee el hombre –este mundo menorcinco sentidos como cinco puertas por las cuales entra en el alma el conocimiento de todo cuanto hay en el mundo. De hecho, por la vista penetran los cuerpos celestes, los luminosos y los colorados; por el tacto, los sólidos y terrestres, por los tres sentidos intermedios, los cuerpos intermedios, a saber: por el gusto, los líquidos; por el oído, las impresiones aéreas, y por el olfato, las vaporosas, que resultan de una mezcla de aire, de calor y de humedad, como se ve por el humo que de los aromas se desprende. Entran, pues, por dichas puertas así los cuerpos simples como los compuestos y las combinaciones de todos ellos. Mas como por los sentidos percibimos no solamente los sensibles particulares: luz, sonido, olor, sabor y las cuatro cualidades “primarias” que percibe el tacto (frío y calor, sequedad y humedad), sino también los sensibles comunes, que son: el número, la figura, la magnitud, el reposo y el movimiento, y que los inertes “todo lo que se mueve es movido por otro”, y que los vivientes por sí mismos se mueven o se paran, deducimos –al observar por estos sentidos los movimientos de los cuerpos- la existencia de los motores espirituales, como se deducen las causas por sus efectos. (Itinerarium, II, 2-3.) La imagen de Dios. Los dos grados anteriores, conduciéndonos a Dios por sus huellas, mediante las cuales brilla en todas las criaturas, han hecho que entráramos dentro de nosotros mismos, es decir, en nuestra alma, en la que resplandece la imagen de Dios. Entremos, pues, hacia lo interior de este templo, dando un tercer paso y, dejando fuera el atrio, esforcémonos por ver a Dios per speculum en el santo: allí, sobre la faz de nuestra alma, como sobre un candelabro, fulgura la luz de la verdad, porque en ella se refleja la imagen de la Trinidad beatísima. Entra, pues, en ti mismo y observa que tu alma ama con todo ardor a sí misma; que no se podría amar, si no se conociera; que no se conocería, si no se recordase, porque nada aprehendemos con la inteligencia que no esté presente a la memoria: adviertes ya con esto que tu alma tiene tres potencias; considera, pues, las operaciones y relaciones de dichas facultades y podrás ver a Dios por ti mismo, como por medio de un retrato, lo cual es verlo “como en un espejo y bajo imágenes oscuras”. (Itinerarium, III, 1.) Si de las operaciones de las facultades pasamos a considerar sus relaciones mutuas, su origen y su naturaleza, nos elevaremos hasta la misma beatísima Trinidad.
De la memoria nace como fruto de la inteligencia, pues entendemos cuando las imágenes que se conservan en la memoria, pasando al ápice del entendimiento, se convierte en ideas –que son el verbo mental-: de la memoria y de la inteligencia emana el amor como lazo que las une. Estas tres cosas, mente que engendra, verbo y amor, se dan en nuestra alma por la memoria, el entendimiento y la voluntad, las que son consustanciales, iguales y coexistentes, que mutuamente se compenetran y abrazan. Si, pues, Dios es perfectísimo espíritu, posee memoria, inteligencia y voluntad; tiene asimismo un Verbo engendrado y un Amor que de él y de su Verbo procede. Y como estos tres, por un lado se distinguen necesariamente, puesto que proceden uno de otro, y al mismo tiempo tal distinción no puede ser en cuanto a la esencia ni a los accidentes, síguese que tiene que ser distinción de personas. De modo que cuando el alma se contempla, elévase por la visión de sí misma como por un espejo a la especulación de la beatísima Trinidad del Padre, del Verbo y del Amor, que son tres personas coeternas, iguales y consustanciales, de tal suerte que cada una de las otras dos; sin que, esto no obstante, una sea la otra, sino todas tres un solo Dios. (Itinerarium, III, 5.) El hombre deslumbrado. No es sólo mirando a través de nuestra alma como debemos considerar a Dios, sino que debemos igualmente contemplarlo en el alma misma. Extraño parece que, teniendo a Dios tan cerca de nuestro espíritu, como queda demostrado, haya tan pocos que se apliquen a considerarlo en sí mismos. Pero la causa es que nuestra alma, distraída con los quehaceres de la vida, no entra en sí por la memoria; anublada con las vanas imágenes de este mundo, no reflexiona sobre sí con la inteligencia; y seducida por los atractivos de la concupiscencia, no vuelve a sí con deseo de la suavidad interior y del goce del espíritu. Y por esto, sumergida toda entera en lo sensible, resulta incapaz de hallar en sí misma la imagen de Dios. (...) Extraña es, pues, la ceguedad de nuestro entendimiento, el cual no considera aquello que ve antes que nada y sin lo cual nada puede conocer, sino que, como el ojo distraído en mirar la variedad de los diferentes colores, no repara en la luz con la que ve lo demás, y si la ve, no la advierte; así el ojo de nuestra inteligencia, ocupado por los entes particulares y universales, no advierte el Ser que está sobre todo género, aunque es lo primero que se ofrece a la mente y la hace apta para conocer lo demás. Por donde resulta verdadero el dicho de Aristóteles (si bien él lo dijese en otro sentido), que “lo que pasa al ojo del murciélago con la luz, eso mismo sucede a nuestro entendimiento con las cosas más evidentes de la naturaleza”; porque acostumbrado a la oscuridad de los entes creados y a los fantasmas de los objetos sensibles, parécele que no ve nada cuando mira a la luz del sumo Ser; no percatándose de que esta niebla es la más deslumbradora luz. Tal sucede al ojo corporal cuando mira fijamente al sol, que parécele no ver cosa alguna. (Itinerarium, IV, 1, V, 4.)
VII.- EL MAESTRO ECKEHART. El Maestro Juan Eckehart, nacido en Hochheim, cerca de Gotha, hacia 1260, y muerto en 1327, es la figura más interesante de la mística especulativa medieval y una de las incógnitas más pertinaces de la historia de la filosofía. Eckehart era dominico, y desarrolló una gran actividad docente en París y Colonia; pero, sobre todo, fue un gran predicador en lengua alemana. De él procede un movimiento religioso extremadamente vivo, que se prolonga a través de Susón y Tauler y llega al
Renacimiento, donde influye por igual en la mística católica ortodoxa y en los movimientos protestantes. Su influencia en la formación de la terminología filosófica en alemán ha sido muy grande, pero aún mayor su acción sobre la misma filosofía. Eckehart significa algo distinto de la Escolática; con esto no se quiere decir, naturalmente, que no conserve estrechas relaciones con ella: ni la ignora ni es ajeno a sus líneas generales de pensamiento; pero su doctrina transcurre pro muy distintos caminos, lo cual lo puso en constante riesgo de equívoco. Las expresiones del Maestro Eckehart sonaban extrañamente en su tiempo; tal vez en ocasiones los equívocos estuviesen justificados; pero bastaba la novedad de sus palabras y de su estilo entero para que provocasen una alarma que terminó en un proceso iniciado por el arzobispo de Colonia; en 1329, dos años después de morir el Maestro, Roma condenó veintiocho proposiciones suyas; se ha discutido largamente sobre el sentido de las afirmaciones de Eckehart y sobre la imputación de panteísmo que se le hizo; aquí no podemos abordar la cuestión. Lo que sí parece cierto es que en su propósito Eckehart estuvo siempre muy lejos de todo panteísmo; otra cosa es que sus expresiones pudieran entenderse así. Concretamente, parece problemático que Eckehart piense en el entendimiento cuando habla de la scintilla animae o Fünklein der Seele, increada e increable; se ha pensado que antes bien se refiere al modelo ejemplar según el cual el hombre está creado, es decir, a la Divinidad de quien es imagen. En todo caso, Eckehart es un momento insustituible en la filosofía medieval, que condiciona en buena medida la moderna, y no puede pasarse por alto su profunda aprehensión del ente humano. ** Los dos hombres. Ante todo se debe saber, y está bien revelado, que el hombre tiene en sí dos clases de naturaleza: cuerpo y espíritu. Por esto se ha escrito: “el que se conoce a sí mismo, conoce todas las criaturas; pues todas las criaturas son o cuerpo o espíritu.” Por eso dice la Escritura acerca del hombre que hay en nosotros un hombre exterior y otro, el hombre interior. Al hombre exterior pertenece todo aquello que está adherido, ciertamente, al alma, pero está ligado y mezclado a la carne y tiene una cooperación corporal con todos los miembros, como son el ojo, el oído, la lengua, la mano y otros semejantes. Y todo esto lo llama la Escritura el hombre viejo, el hombre terrenal, el hombre exterior, el hombre enemigo, el hombre servil. El otro hombre que hay en nosotros es el hombre exterior: la Escritura lo llama un hombre nuevo, un hombre celeste, un hombre joven, un amigo, un hombre noble. (...) El hombre interior es Adán, el varón en el alma. Éste es el buen árbol, del que dice nuestro Señor que da siempre sin cesar buenos frutos; es también el campo en que Dios ha plantado su imagen y semejanza y en el que siembra la buena simiente, la raíz de toda sabiduría, de todo arte, de toda virtud, de toda bondad; simiente de naturaleza divina. ¡La simiente es el Hijo de Dios, la palabra de Dios! (Von edelen Menschen.) La eterna juventud de nuestra alma. Tenéis que saber que en todo hombre bueno está Dios totalmente. Hay un algo en el alma, donde vive Dios, y hay un algo en el alma por lo que el alma vive en Dios. Pero si el alma se aparta de ello y se vuelve a cosas exteriores, muere, y Dios muere para el alma. No por esto muere Dios, ciertamente, en si mismo, y en sí mismo permanece igualmente vivo. Cuando el alma se separa del cuerpo, el cuerpo está muerto y el alma en sí misma permanece viva; del mismo modo puede también Dios estar muerto para el alma, pero permanecer vivo en sí mismo. Ahora, sabed, hay una fuerza en el alma
que es más grande que el ancho cielo, el cual, sin embargo, es inabarcablemente grande, tan grande, que no se puede expresar, ¡y esa fuerza es mucho más grande aún! (...) El alma es tan joven como su primer origen, y la edad, con la que parece decaer, es sólo por parte del cuerpo, a cuyos sentidos se aplica. Un maestro dice: “Si un anciano tuviera los ojos de un joven, vería tan bien como un joven.” Yo estaba sentado ayer en un lugar y decía una palabra que suena de un modo increíble; decía yo así: “Jerusalén está tan cerca de mi alma como el lugar donde estoy ahora.” Sí, con toda seriedad, hasta lo que está a más de mil leguas más allá de Jerusalén, también eso está tan cerca de mi alma como mi propio cuerpo; estoy tan cierto de ello como de que soy un hombre, y clérigos entendidos lo comprenderán fácilmente. Creedme, mi alma es tan joven como mi origen; ¡sí, es todavía mucho más joven! Y creedme, me parecería despreciable si mañana no fuera aún más joven que hoy. El alma tiene dos fuerzas que no tienen nada que ver con el cuerpo y actúan por encima del tiempo: la razón y la voluntad. ¡Ah, si los ojos del alma estuvieran abiertos, de modo que la razón contemplara la verdad, creedme, el hombre sería capaz de abandonar tan fácilmente todas las cosas como un guisante o una lenteja; sí, en mi alma, el mundo entero sería para un hombre semejante a la nada! (...) Para aquel hombre que conoce realmente la verdad, no tiene el menor valor renunciar al mundo entero y hasta a sí mismo. ¡Oh, para el hombre que vive así, el mundo entero es en verdad demasiado propio! (Von der ewigen Jugend unserer Seele.) La chispa del alma. He hablado a veces de una luz en el alma, que es increada e increable. Precisamente suelo aludir una vez y otra a esta luz en mi predicación, pues toma a Dios de un modo inmediato, no encubierto, y desnudo, como es en sí mismo; y esto hay que entenderlo de la obra de la generación del Hijo único. Pues puedo afirmar en verdad que esta luz tiene más unidad con Dios que con cualquiera de las fuerzas del alma, con las cuales, es una, sin embargo, según la esencia. Tenéis que saber que dentro del ser de mi alma esa luz no es más noble que la facultad más inferior y grosera, como el oído o la vista o cualquier otra energía que puede ser afectada por el hambre o la sed, el frío o el calor; y esto procede de que la esencia del alma es una unidad. Si se toman, por tanto, las energías del alma dentro de la esencia del alma, todas son una sola y son igualmente nobles; pero si se toman las energías del alma en su operación, es una mucho más noble y elevada que la otra. Por esto afirmo: Cuando el hombre se aparta de sí mismo y de todas las cosas creadas, en la medida en que haces esto, te trasladas en unidad y beatitud en la chispita del alma que nunca ha tenido aún contacto con el tiempo ni el espacio. Esta chispa se contrapone a todas las criaturas y no quiere nada sino Dios, como es en sí mismo. No le basta con el Padre ni con el Hijo ni con el Espíritu Santo, ni en general con las tres personas, en cuanto cada una permanece en su propio ser. Sí, afirmo que esa luz no encuentra tampoco satisfacción en la unidad de la naturaleza divina creadora, que unifica las tres personas. Quiero afirmar aún más, lo que suena de un modo todavía más extraño: Digo con plena seriedad que esta luz ni siquiera se contenta con la simple esencia divina, que permanece en total reposo, que ni da ni recibe, sino que quiere saber de dónde viene esa esencia, quiere entrar en el fondo simple, en el tranquilo desierto, en el que nunca asomó nada distinto, ni Padre, ni Hijo, ni Espíritu santo. Sólo en lo más íntimo, donde nadie reside, se contenta esa luz, y en ello está más íntimamente en su casa que en sí misma, pues este fondo es una pura quietud, que permanece inmóvil en sí misma, y todas las cosas son movidas por esta inmovilidad. De ella recibirán la vida todas las que viven bajo la dirección de la razón y
se han recogido en sí mismas. Que también nosotros vivamos racionalmente de este modo. ¡Que Dios nos ayude! (Vom Seelenfünklein.)
EL HOMBRE DEL RENACIMIENTO. I.- NICOLÁS DE CUSA. El tema del hombre en la Edad Media queda determinado por las direcciones que hemos recogido antes: el desarrollo del agustinismo, que desenvuelve la antropología platónica y alejandrina desde el punto de vista cristiano, insistiendo en el ser personal del hombre y en su ser imagen de Dios, a la vez que en su dimensión de interioridad; la doctrina tomista, que incorpora la ontología aristotélica a los fines de la teología cristiana, para llegar a una teoría del alma espiritual e inmortal; la corriente franciscana, de aristotelismo mitigado, que une la vieja tradición medieval con la preparación del pensamiento moderno; por último, la mística especulativa, que anticipa también en otro sentido la filosofía de la Modernidad. Desde entonces hasta el siglo XVII hay un largo período de tiempo en que el hombre europeo posee plenamente una filosofía propia, madura y lograda, y por tanto no carece de una idea suficiente y estable acerca de sí mismo. Pero no por eso permanece afincado en las antiguas nociones, sino que intenta, de un modo tal vez vacilante, adquirir nuevas convicciones acerca de la realidad; y a este período de tanteos y atisbos, inmaduros pero con frecuencia fecundísimos, solemos llamar Renacimiento. Una figura de las más importantes y características de la filosofía renacentista es Nicolás de Cusa, el gran cardenal alemán que parece barruntar toda la metafísica moderna. Nicolás Chrypffs (Krebs) nació en Cusa justamente al comenzar el siglo XV; su vida de eclesiástico, cardenal y obispo de Brixen, de gran relieve en su tiempo, se extiende de 1401 a 1464. Su pensamiento, de una gran amplitud, parte de la tradición escolástica inmediata: Santo Tomás, Escoto, Ockam; más aún, del maestro Eckehart, de tan honda influencia en su filosofía; por otra parte, tiene un conocimiento profundo y familiar de los griegos, sobre todo de los pitagóricos y Platón, en quienes se apoya, para su interpretación matemática de la realidad. Humanista, como cumple al siglo en que le tocó vivir, vuelve los ojos a la Antigüedad y se maravilla con los viejos libros recobrados; precursor de los físicos modernos, concentra su atención sobre el mundo, ante el que siente profunda admiración, y quiere comprenderlo según número y medida; y más que nada, Nicolás de Cusa, en el umbral de la Modernidad, acentúa la realidad del hombre, sobre todo del hombre pensante, que envuelve el mundo en su conocimiento y lo refleja en el espejo de su mente. Todas las tendencias de la Edad Moderna está presentes en el cardenal cusano; pero éste es, al mismo tiempo, un hombre de fe, un cristiano, simpliciter. Por eso, con pulcritud que sería erróneo llamar meramente cautela, porque emerge de lo más profundo y auténtico de su pensamiento, el cardenal va sorteando los escollos que amenazan en la audaz navegación que emprende, donde van a tropezar tantos de sus continuadores. No cae en el paganismo, aunque guste del saber antiguo y lo posea como pocos; sabe distinguir el mundo de Dios, sin confusión panteísta, a pesar de lo atrevido y nuevo de sus fórmulas, y de su afán por ver toda oposición conciliada en la Divinidad; y cuando piensa en el hombre y parece que va a divinizarlo, tiene presente a Cristo, en quien encuentra lo que el hombre puede ser en su maximidad, al unirse a la naturaleza divina, y mide así el abismo infinito que lo separa de su Creador.
En Nicolás de Cusa está, pues, en cifra el pensamiento medieval, poseído con excepcional claridad y agudeza, sin el lastre un tanto muerto del atavío formalista, y a la vez se encuentran en él germinalmente los temas capitales de la filosofía moderna. Difícilmente se hallará un filósofo que permita contemplar mejor el tránsito del mundo medieval al moderno. Mientras todavía resuena en él el eco distinto de la especulación escolástica, aparecen en sus páginas vislumbres de lo que va a ser la física de Copérnico, Kepler y Galileo, el pensamiento extremado de Giordano Bruno, las ideas capitales de Spinoza, la filosofía dinámica y personalísima de Leibniz, sobre todo; hasta el idealismo alemán está en cierta medida prefigurado –en algunas de sus dimensiones- en la obra del cardenal cusano. Conviene, pues, ver la idea del hombre con que el Renacimiento emprende su marcha. ** El microcosmos. La naturaleza humana es la que ha sido puesta por encima de todas las obras de Dios y poco por debajo de los ángeles, ella que encierra en sí la naturaleza intelectual y la naturaleza sensible, y que resume en sí el universo: es un microcosmos o mundo pequeño, como la llamaban los antiguos con justa razón. Ella es la que, elevada a la unión con la maximidad, sería la plenitud de todas las perfecciones universales y particulares, de suerte que en la humanidad todo fuera elevado al grado supremo. (De docta ignorantia, III, 3.) El hombre y Dios. El conocimiento sensible es un conocimiento restringido, pues la sensación sólo alcanza lo particular. El conocimiento intelectual es universal, porque, comparado con el conocimiento sensible, existe absolutamente y separado de la restricción particular. Pero la sensación está restringida de diversos modos, según diversos grados, restricción de donde nacen las diversas especies de seres vivos, según el grado de nobleza y de perfección; y aunque la sensación no se eleve al grado simplemente máximo, como hemos mostrado antes, sin embargo, en la especie que es más alta en acto en el género de la Animalidad, la especie humana, la sensación ha producido un animal que, aun siendo animal, es también entendimiento. El hombre es, en efecto, entendimiento personal, puesto que la restricción sensible se apoya, estándole subordinada, en la naturaleza intelectual, y ésta es una cierta manera de ser, divina, separada, abstracta, mientras que la naturaleza sensible es temporal y corruptible conforme a su esencia. Por lejana que sea la comparación, así hay que considerar a Jesús: la humanidad se apoya hipostáticamente en su divinidad, puesto que de otro modo no podría ser máxima en su plenitud. Pues el entendimiento de Jesús, que es perfecto, existente plenamente en acto, no puede apoyarse hipostáticamente, de un modo personal, más que en el entendimiento divino, único que es todo en acto. En efecto: el entendimiento de todos los hombres puede ser todas las cosas, pasando gradualmente de la potencia al acto, de manera que cuanto mayor es en acto, tanto menor es su potencia. Pero el entendimiento máximo, que es el término supremo de la potencia de toda naturaleza intelectual, sólo puede existir plenamente en acto si no es entendimiento más que en la medida en que es igualmente Dios, que es todas las cosas en todo; la naturaleza humana es el polígono inscrito en un círculo, y el círculo la naturaleza divina; si el polígono ha de ser todo lo grande que puede serlo, ya no existiría por sí mismo con sus ángulos definidos, sino en la figura del círculo, y así no tendría figura propia para existir, figura que se pudiera separar, aun con el pensamiento, de la figura eterna del círculo. La maximidad de la perfección de la naturaleza humana se alcanza en las cosas esenciales y sustanciales; por tanto, en lo que concierne al entendimiento, de quien es
esclavo todo lo que corresponde al cuerpo. Y, por consiguiente, el hombre perfecto hasta el máximo no debe elevarse en las cosas accidentales, sino en las que se refieren al entendimiento. No se puede pedir a un gigante o a un enano que el uno tenga la estatura, el color, la forma, etc., del otro. Sólo se puede exigir una cosa: el que cuerpo evite suficientemente los extremos para ser un instrumento perfectamente propio de la naturaleza intelectual, a la que debe obedecer y someterse sin réplica, sin murmuración, sin fatiga. Nuestro Jesús, en el cual se ocultaron todos los tesoros de la ciencia de la sabiduría, incluso durante su permanencia en el mundo, como una luz en las tinieblas, tuvo, según creemos (de acuerdo con la tradición de los santos testigos de su vida), un cuerpo perfecto y absolutamente apto para ese fin de la naturaleza intelectual llevada a su más alto grado. (De docta ignorantia, III, 5.) La constitución del hombre. No es dudoso que el hombre está formado por una sensibilidad y un entendimiento, unidos por una razón que les sirve de intermediario. En el orden de las cosas, la sensibilidad está subordinada a la razón, que a su vez está subordinada al entendimiento. El entendimiento no pertenece al tiempo y al mundo, del que es absolutamente independiente. La sensibilidad pertenece al mundo, sometida al tiempo y al movimiento. La razón está como en el horizonte, en lo que concierne al entendimiento; como bajo los ojos, en lo que se refiere a la sensibilidad: en ella coinciden las cosas que están por debajo y por encima del tiempo. La sensibilidad es incapaz de las cosas supratemporales y espirituales. El animal, por tanto , no percibe lo que está en Dios, pues Dios es espíritu y aún más, y por esto, el conocimiento sensible está sumido en las tinieblas de la ignorancia de las cosas eternas; se mueve según la carne hacia los deseos en virtud de su potencia irascible. Pero la razón, que posee por su naturaleza un poder eminente, por su participación de la naturaleza del entendimiento, encierra en sí ciertas leyes gracias a las cuales regula como directora hasta las pasiones del deseo, y las reduce a medida, por temor a que el hombre, poniendo su fin en las cosas sensibles, se prive así del deseo espiritual del entendimiento. (...) El entendimiento, al emprender su vuelo, ve que, aunque la sensibilidad se sometiera en todo a la razón y se negara a obedecer a las pasiones que le son congénitas, el hombre no podría llegar, sin embargo, por sí mismo al término de sus afecciones intelectuales y eternas. Pues el hombre ha nacido de la semilla de Adán en los placeres de la carne, acto en el cual la animalidad, de acuerdo con las necesidades de la propagación de la especie, predomina sobre la espiritualidad. De este modo, su naturaleza por sí misma, sumergida por las raíces de sus orígenes en las delicias dela carne, gracias a las cuales el hombre nace de su padre y viene a la existencia, permanece radicalmente impotente para trascender de las cosas temporales y abarcar lo espiritual. Por esto, si el peso de los placeres de la carne seduce la razón y el entendimiento, hasta el punto de que se avengan a no resistir a estos movimientos, es claro que el hombre así seducido y apartado de Dios está privado enteramente del gozo del sumo bien, que está para el entendimiento en las cosas superiores y eternas. Si, por el contrario, la razón domina la sensibilidad, es menester aún que el entendimiento domine la razón, a fin de que el hombre, más allá de la razón, gracias a la fe, se adhiera al Mediador, y pueda así Dios asociarlo a su gloria. (De docta ignorantia, III, 6.) Los dos mundos. Es menester, necesariamente, que la criatura dotada de razón, que quiere recibir la luz, se vuelva hacia las cosas verdaderas y eternas, por encima de nuestro mundo y de
nuestra corruptibilidad. Las cosas del cuerpo y las del espíritu son contrarias. Pues la virtud vegetativa del cuerpo incorpora, mediante una transformación, el alimento recibido de fuera a la naturaleza del ente alimentado. Y no se transforma el animal en pan, sino a la inversa. Por su parte, el espíritu dotado de entendimiento, que se ejercita por encima del tiempo, como en el horizonte de la eternidad, cuando se vuelve hacia las cosas eternas no puede incorporárselas, porque son eternas e incorruptibles; mas tampoco él, siendo incorruptible, puede incorporarse a ellas hasta el punto de dejar de ser una sustancia intelectual; pero se incorpora a ellas hasta el punto de estar formado a imagen de la eternidad; con diferencias de grados, no obstante; si se vuelve hacia ellas con más fervor, su perfección por las cosas eternas es mayor y más profunda, y su ser se oculta en el ser eterno mismo. (De docta ignorantia, III, 9.) La mente humana. La fuerza de la muerte, que es una fuerza comprensiva de las cosas y nocional, no tiene poder para sus operaciones si no es excitada por las cosas sensibles, y no puede excitarse sino mediante imágenes sensibles. Necesita, por tanto, de un cuerpo orgánico, sin el cual no podría realizarse una excitación. (...) La mente es una descripción viva de la sabiduría eterna e infinita; pero en nuestras mentes aquella vida es semejante desde el principio a un durmiente, hasta que se excita al moverse por la admiración que nace de las cosas sensibles. (...) Me extraña que la mente (mens), como dices, se llame así por la medida (mensura): ¿por qué se precipita tan ávidamente a la medida de las cosas? Para alcanzar la medida de sí misma. Pues la mente es una medida viva, que alcanza su capacidad midiendo otras cosas. (...) Si todas las cosas están en la mente divina, como en su precisa y propia verdad, todas están en nuestra mente como en imagen o semejanza de la verdad propia, es decir, nocionalmente. El conocimiento, en efecto, se hace por semejanza. Todas las cosas están en Dios, pero allí son los ejemplares de las cosas: todas están en nuestra mente, pero aquí son semejanzas de las cosas. (...) Entre la mente divina y la nuestra hay la misma diferencia que entre el hacer y ver. La mente divina, al concebir, crea; la nuestra, al concebir, asimila nociones, o al hacer visiones intelectuales. La mente divina es una fuerza entificativa; nuestra mente es una fuerza asimilativa. (Idiota, III, 4, 5, 9, 3, 7.)
II.- ERASMO DE RÓTTERDAM. Erasmo –Desiderius Erasmus Roterodamus, como se llamó en sus escritos, al uso renacentista- nació en la ciudad holandesa de Rótterdam el año 1469 y murió en 1536. Es el más importante e influyente de los humanistas, y determinó una corriente espiritual de gran volumen y alcance, que excede con mucho de su significación estrictamente filosófica. Erasmo representa, ante todo, una actitud ante la vida y ante la “cultura”, palabra que hoy suena un tanto tópica y vana, pero que era una formidable realidad a comienzos del siglo XVI. Erasmo es un hombre que posee ejemplarmente el saber antiguo y siente de un modo auténtico y profundo el amor a las letras, al buen decir, a la tersa prosa latina, al pensamiento claro y armonioso. Al mismo tiempo, Erasmo, canónigo y en potencia próxima de alcanzar el capelo cardenalicio, es un cristiano; tal vez un cristiano de fe menos hondamente arraigada que el hombre de la Edad Media; nace y vive en una
época en que la religión entra en profunda crisis; pero se mantiene anclado con firmeza en su creencia, al menos en sus líneas generales, y se resiste a entrar por la vía tentadora y peligrosa que le mostraba Lutero. Hay una cierta frialdad innegable en sus escritos; pero no se puede menos de reconocer en ellos, por otra parte, una nota de equilibrio, de espíritu abierto y comprensivo, que suena gratamente en el tempestuoso fragor del tiempo. Con todas sus limitaciones, con su refinamiento, con todas sus promesas, sólo en parte realizadas, Erasmo representa el tipo más acabado del hombre del Renacimiento europeo. Estos rasgos de su figura aparecen en su meditación acerca del ser del hombre. Hay una constante apelación a los supuestos cristianos, en los cuales vive, a la vez que una inmediata consideración de la realidad humana, tal como se la encuentra. Mientras recoge las mismas palabras de la Escritura para fundar su antropología y recurre expresamente a los escritos de los Padres de la Iglesia, no pierde de vista la realidad integral del hombre, y en lugar de hacer una teoría acerca del alma, determinada por intereses teológicos, considera la totalidad del ente humano, tenso entre la carne y el espíritu, con posibilidad de optar entre dos mundos o quedar en una peculiar posición intermedia. Resulta reveladora la comprensión erasmiana del hombre, si se la entiende como germen múltiple de distintas concepciones ulteriores del ente humano. ** El hombre interior y exterior. Podemos decir que el hombre es un animal monstruoso, por ser, como lo es, compuesto de dos o tres partes que entre sí son muy diferentes. Conviene a saber: del ánima, que es cuasi divina, y del cuerpo, que es como una bestia muda. Porque en la verdad, cuanto al cuerpo, no solamente no hacemos ventaja a los brutos, mas aun en muchos dotes del cuerpo nos la hacen a nosotros. Empero, según el ánima, somos en tal alta manera capaces de la divinidad, siendo criados para gozar de ella, que podemos pasar de vuelo sobre los espíritus angélicos y hacernos muy semejantes a Dios. De manera que si tú no tuvieras cuerpo, fueras una cosa divina. Y si a este cuerpo no se le hubiera enjerto esta alma, fuerzas como una bestia. Estas dos naturalezas, tan discordes entre sí, había muy bien concordado y atado aquel soberano maestro con una armonía y concordia maravillosa; mas la serpiente enemiga de la paz, con tan miserable discordia las dejó entre sí asidas, que ya ni pueden partirse la una de la otra sin muy gran pena, ni vivir juntas sin continua pelea. Y acaece a cada una de estas naturalezas con la otra lo que se suele decir del que tiene al lobo por las orejas: Que ni le está bien tenérsele así asido ni le es seguro soltarle. Y cada una de ellas podía muy bien decir a la otra aquel gracioso verso del poeta: “Ni puedo vivir contigo, ni menos pasar sin ti.” Tan trabada guerra pueden consigo entrambas, que siempre andan a las puñadas, siendo una misma cosa como si fuesen diversas. Porque el cuerpo, como él es visible, así su deleite es con cosas visibles; como es mortal, sigue también las cosas que son temporales; como es pesado y carga para abajo, siempre tiene ojo abajo. Por el contrario, el alma, acordándose que le viene de linaje ser celestial, siempre tira cuanto puede para arriba, contradiciendo en esto al cuerpo y luchando con esta carga de tierra. Desprecia cuantas cosas se ven de los ojos, porque sabe que son perecederas; busca las que siempre han de durar, que son las verdaderas. Como es inmortal ama las cosas inmortales. Es celestial, y así deseo las cosas celestiales. Siempre se deleita con su semejante, si no es ya cuando del todo está tan emboscada y sumida en las suciedades del cuerpo, que sin ningún empacho bastardea y tuerce de su generosa naturaleza, por haberse querido inficionar con la mala vecindad del cuerpo. (Enchiridion, cap. IV.)
Las tres partes del hombre. Bastaba y aun sobraba lo que habemos dicho para cuanto toca a tener hombre noticia de sus contrarias aficiones; mas porque aún mejor puedas examinarte, y conocerte a ti mismo, quiero poner aquí brevemente la división que un doctor llamado Orígenes hace del hombre. Dice él, siguiendo a San Pablo, que en el hombre hay tres partes, que son espíritu, ánima y carne. Estas tres juntó muy bien el apóstol en la epístola que escribió a los de Tesalónica, cuando dijo: “Este nuestro Dios de paz, os haga santos en todo, de manera que vuestro cuerpo y ánima y espíritu enteramente se conserven con perseverancia en el bien, hasta que venga el día en que habéis de ser juzgados de Nuestro Señor Jesucristo.” Isaías también, dejando la más baja parte de estas tres, que es la carne, hizo mención de las otras dos, diciendo: “Mi ánima, Señor, te ha deseado de noche”, que quiere decir en tiempo de adversidades, “y con mi espíritu en mis entrañas velaré a ti de mañana”; conviene a saber: me ocuparé en darte gracias por las mercedes que me haces. Ítem, el profeta Daniel hace esta misma diferencia entre ánima y espíritu, diciendo: “Load al Señor los espíritus y ánimas de los justos.” De las cuales autoridades quiere probar Orígenes las tres partes del hombre, conviene, a saber: cuerpo o carne que es la parte más vil que hay en nosotros, donde por culpa de nuestros padres aquella antigua serpiente imprimió la ley del pecado, por lo cual somos provocados a los vicios y nos ajuntamos al diablo, si de ellos somos vencidos. La otra es espíritu; por esta parte somos como una muestra por donde damos a entender que fuimos criados a semejanza de Dios, y que somos como imagen de su naturaleza divina. Y en esta parte nuestra, que es en nuestro espíritu, fue donde aquel muy perfecto hacedor de todas las cosas imprimió con su dedo, que es su espíritu, una ley eterna mediante la cual siempre nos inclinamos a lo bueno y honesto, la cual fue sacada del dechado y original de su divino entendimiento. Esta parte, finalmente, es de tan alto quilate, que mediante ella nos ayuntamos con Dios y nos hacemos una misma cosa con él. La tercera parte que en nosotros hay, púsola Dios como en medio de estas dos ya dichas, y ésta es el ánima, a cuyo cargo son los sentidos y movimientos naturales. Esta ánima, como quien está en una ciudad donde hay bandos diversos, no puede sino allegarse al uno de ellos; porque por la una parte y por la otra es continuamente requerida que sea de su parcialidad. Y si, con la libertad que tiene de inclinarse a la parte que más quisiere, acordare, desechando a la carne, de atenerse al bando del espíritu, ha de hacerse ella también espiritual; pero si no quisiere sino derribarse y abatirse a los deleites de la carne, quedaría con su nobleza perdida, bastardeada, y toda hecha carne como el mismo cuerpo. (...) El espíritu nos hace divinos; la carne, bestias, el ánima, tomando solamente la parte que nos anima, como hemos visto, ésta nos hace hombres. Ítem: el espíritu nos hace buenos; la carne, malos; el ánima, ni buenos ni malos. Porque el espíritu quiere cosas celestiales; la carne, sólo las que son sabrosas; el ánima, las que son para pasar la vida. Así que el espíritu nos levanta al cielo; la carne nos derriba a la tierra; el ánima, ni lo uno ni lo otro se le pone a cuenta. Todo lo carnal es torpe. Todo lo espiritual es perfecto. Lo animal, que es lo que toca al ánima, según que es cosa apartada del espíritu, como hemos visto, esto tal es medio o indiferente, como por los ejemplos puestos parece. (Enchiridion, cap. VII.)
III.- LUIS VIVES.
Una de las más acabadas figuras del hombre humanista fue la del español Luis Vives, nacido en Valencia en aquel año de 1492, viajero perpetuo por Europa, muerto en Brujas en 1540. Amigo de Erasmo, de Tomás Moro, de Juan Fisher, de Guillermo Budé, consejero de los reyes de Inglaterra, obstinadamente expatriado y, sin embargo, tan profundamente español, Vives representa un modo de ser humano, personal e histórico, de vivo interés. Se ha querido exagerar su alcance filosófico, olvidando que fue un humanista, es decir, un hombre perteneciente a un grupo y a una época en que no era posible hacer seriamente una filosofía de altos vuelos. Pero al reducir a sus justos límites la figura intelectual de Vives, no se la empequeñece, y resulta con todo insustituible en el panorama mental de su tiempo y más aún dentro del repertorio de las posibilidades españolas. En la obra de Vives se encuentra un profundo interés por la vida humana, en cuanto tal; tal vez por haber cuidado la suya con atención y primor del bueno tiempo renacentista. Acaso lo más valioso de esta época es que en ella se empieza a vivir con mayor espero, con más inteligente claridad que en otras centurias. Ya sabemos a costa de qué indudables pérdidas; pero esto no disminuye en nada la verdad de esa elevación en el tono de la vida de los hombres. Esta actitud de Vives lo llevó a escribir el magnífico libro De anima et vita, al que pertenecen las páginas que a continuación se insertan. No se trata de una obra filosófica profunda y original; lo más que se encuentra en ella son agudas adivinaciones de grandes ideas que fuera de sus límites tendrán después una espléndida realización; es, en cambio, un libro preciso, claro, inmediato, pensado directamente sobre la realidad y, sobre todo, movido por un íntimo afán de esclarecer las cosas. Es un documento de excepcional valor histórico, en que aparece un hombre, producto maduro de un milenio de cristiandad europea, en la mano un viejo libro clásico, mirando con ojos curiosos y serenos el maravilloso contorno y parándose a pensar, con disimulada zozobra, en su propia íntima realidad humana. Por esto, cuando Vives toca –insistentemente- la gran cuestión de la inmortalidad personal, sus páginas se animan con extraño fuego y encuentran acentos que no hubiera desdeñado su lejano compatriota Unamuno. En algún pasaje, recoge Vives con genial acierto la emoción del humanista, del “hombre de ciencia”, ávido de conocer, que ha investigado la realidad entera, desde los astros hasta el fondo del alma y el mismo Dios, lo encuentra todo “hermoso, risueño y admirable”, y se acongoja ante la idea de que para él todo desaparezca, de que no esté en parte alguna y deje totalmente de ser. Si es cierto que Vives no hace avanzar sustancialmente la ontología del ente humano, no es menos verdad que en sus escritos nos muestra la realidad del hombre vivo, que ha de morir, pero que no quiere morir del todo, con un relieve y una animación difíciles de encontrar en otra parte. Y esto, no se olvide, es una esencial dimensión de toda antropología. ** El alma y el cuerpo. De igual manera se viste el alma con el cuerpo que la luz con el aire, de cuya combinación resulta el aire lúcido, aunque permaneciendo íntegros aquélla y éste; pues no se confunden como los elementos en una mezcla natural, v. gr., la hierba pulverizada y el aceite, por el farmacéutico. Pero en otras formas está el enlace más próximo a la sustancia de ambas partes, mientras que el alma dista de ellas muchísimo. (...) En cuanto al hombre, se elevó sobre los cielos hasta el mismo Dios; por eso es divino su origen. La materia se halla en lo último de todas las cosas, y ninguna forma puede bajar hasta ella si no arrastra consigo los medios, es decir, la condición y naturaleza de
las formas intermedias. Así, la especie animal contiene la facultad del alma vegetal; la humana, la de ambas, juntamente con las de los elementos inferiores. Esto mismo observamos en los sentidos: los ojos son ígneos, aéreos el oído y el olfato, acuoso el gusto y térreo el tacto. Quien tiene vista, tiene desde luego del ver y oír. Al hombre, con razón, se le ha llamado un mundo pequeño, por comprender en sí las facultades y naturaleza de todas las cosas. Mas no debe desconocerse que las vidas inferiores no son principio y origen de actuar de suerte que nazcan de ellas las superiores, sino sólo unos adminículos y como grados, por los cuales suban éstas y bajen; como no es la vegetación origen de los sentidos, sino escalones por donde viene el sentido al cuerpo y asciende paulatinamente a sus funciones. Cada vida, en efecto, tiene en sí propia su origen y el término en que se detiene. (...) Aparece de esto que el alma es “un principio activo esencial que habita en un cuerpo apto para la vida”. Expliquemos algo más estos términos, con breve razonamiento sobre el orden de cada uno: se llama principio “activo”, y en cierto modo “artista”, porque cuando realiza cualquiera alguna cosa con instrumento, la facultad de hacerlo reside en él mismo; así, en el pintor está la facultad de pintar, y en mí la de escribir, aunque aquél no pinta sin pincel y colores, ni yo escribo sin pluma ni tinta. Mas quien no tenga fuerza y facultad de hacer algo no la realizará, aun cuando emplee instrumentos. Ahora, si existe algún acto que el alma ejecute privada de estas armas, es cuestión que trataremos en lo sucesivo con mayor espacio. Se agrega “esencial”, porque si decimos que el calor, la humedad o el aire operan algo en el cuerpo, se debe tener en cuenta que ésos no obran por sí, sino que es del alma de quien vienen cuando hacen; de igual modo que si la tinta estampa estas letras y la pluma la traza, es por mí, no por ellas. Por tanto, es el alma artífice o “artista”, es “activa”, sin que tenga que tomar en otra parte la fuerza que emplea en el cuerpo. Se dice que habita en éste porque está Dios en el cuerpo mismo y, sin embargo, no habita en él, como el demonio puede infiltrarse en el cuerpo del animal, pero quien habita allí es el alma; allí está su mansión cual en un edificio, con todos sus enseres y auxiliares domésticos. Por último, este cuerpo “apto” conviene que sea correspondiente a la forma de su especie; pues el alma no puede adherirse indistintamente a cualquier forma y figura corporal para realizar las operaciones de la vida, sino con un orden natural dado, y conforme a las leyes establecidas por el autor del universo desde que fue creado. (I, 12.) Las tres facultades. Creado el hombre para la felicidad eterna, se le ha concedido la facultad de aspirar al bien, para que desee unirse a él. Esta facultad se llama voluntad. Y como no se puede desear lo que no se conoce, existe a este fin otra facultad, que se llama inteligencia. Además, nuestro espíritu no permanece siempre en un mismo pensamiento, sino que pasa de unos a otros, por lo cual necesita un cierto depósito en que , al presentarse los nuevos, conserve los anteriores como tesoro de cosas ahora ausentes, las cuales reproduzca y tome cuando es menester. El nombre de esta función es la memoria. Así, el alma humana consta de tres principales funciones, facultades, o sea, fuerzas, dones y oficios o, según otros dicen, potencias y partes, no porque tenga parte alguna lo que es indivisible, sino que las llamamos así por el oficio y función que desempeñan. Son aquéllas la mente o inteligencia, la voluntad y la memoria, en las cuales se representa la imagen de la Trinidad, según ya demostraron los Santos Padres. La esencia del alma. Explicados ya del mejor modo posible los actos del alma humana, réstanos averiguar cuál es su esencia, cosa que en el fondo ignoramos; mas como formada por Dios para unirse con Él en la felicidad eterna, no es posible definirla mejor que afirmando ser de
la sustancia misma divina, tan capaz de participar de la divinidad y de unirse con ella, que su conocimiento engendre el amor; y uniéndose de tal suerte que alcance la suma beatitud perpetuamente. Podemos, pues, decir que “alma humana es el espíritu por el cual vive el cuerpo a que está unido, apto para conocer y amar a Dios, y unirse por lo mismo a él para la bienaventuranza eterna”. En efecto: así como nuestra alma desciende de lo más elevado hasta lo ínfimo que es el cuerpo, en virtud del amor a ella de Dios, su autor – quien por ese descenso quiso comunicarle su felicidad, y a todas las cosas con que se conexiona-, también ella a su vez se levanta y retorna a su origen mediante el conocimiento y amor divinos. De tal modo viene de lo más alto a lo más bajo; elévase luego de esto a aquello, proceso que se manifiesta igualmente en la vida entera pues el hombre vive al principio como una planta, después como el animal, luego ya con vida humana; cuando llega a depurarse y se levanta sobre las cosas terrenales, se convierte en ángel, y por último, unido a Dios, hácese también un dios en cierto modo. Es así nuestra progresión ascendente de la materia a los sentidos, de los sentidos a la imaginación y a la fantasía, de ésta a la razón, a la reflexión y, últimamente, al amor. La descendente se verifica del todo al contrario; y lo mismo se pervierte el alma cuando cede al juicio ante las pasiones, o la razón se somete a la fantasía, que le sucede al cuerpo si intentara andar con los pies extendidos a lo alto y la cabeza en el suelo. El alma es una sola en cada hombre, aunque dentro de su esencia están sus diversas funciones públicas o privadas, como son para el hombre las artes o las ciencias. Si se ocupa de lleno en alguna obra, difícilmente puede emprender otra; así, cuando se halla pesarosa, no es capaz de reflexionar; cuando piensa o medita intensamente algo, cesa de ver, y si pone gran esfuerzo en entender, averiguar o admirar una cosa, no juzga, como sucede ante un objeto nuevo; pero cuando se pasa esa admiración o investigación, aparece de nuevo el juicio, según vemos ocurre al desaparecer la novedad. (...) Como nuestra alma es acción no puede cesar en ella enteramente, a no ser por oponerse con gran esfuerzo una facultad, esto es, por algún obstáculo que se opone de parte de los órganos, v. gr., la masa que abruma el útero, el mareo en la embriaguez, los vapores contrarios en la estupefacción, impedimentos todos que, como algún otro análogo, son de índole violenta y opuestos a la naturaleza del espíritu, que al cesar la resistencia de la facultad vuelve en seguida a su actividad. Para ello ningún auxilio exterior necesita, sino únicamente para quitar el obstáculo; una vez desaparecido éste, en manera alguna puede el alma pararse, es preciso que piense en cualquier objeto y trabaje con él. Si alguien se empeña en que cese, como son todos los que no quieren pensar en nada absolutamente, es lo mismo que si intentase impedir arder el fuego que ha prendido en material combustible; de lo cual resultará una de estas dos cosas: o apagarle, o que su fuerza arrolle el obstáculo todavía con pujanza más violenta. Sucederá que, o bien se destruya la vida en tan extremada lucha, o en vez de reprimir un pensamiento sólo, se originará un gran tumulto de pensamientos y visiones, en una palabra, la verdadera locura. (II, 12.) La muerte. Destruidos o deficientes los instrumentos, cesa la vida y viene la muerte, lo mismo que, deteriorados o perdidos el martillo, yunque, tenazas y otras herramientas de una fábrica, cesa ésta y el fabricante queda ocioso. Es, pues, la muerte “la falta de los instrumentos del alma, no por desproporción alguna entre ella y el cuerpo, como tampoco los había unido mutuamente ninguna proporción o correspondencia. Entre mí y la pluma con que escribe no existe proporción alguna, a menos que se pretenda
haber congruencia entre el artífice como tal y el instrumento hábil de que se sirve, cosa que no discutiré. (...) Pero la muerte del animal se diferencia de la del hombre en que el alma de aquél, lo mismo que el vigor de nuestros sentidos, perece totalmente en la muerte, mientras que nuestra alma sobrevive a su cadáver. Por eso podemos definir la muerte del hombre: “Es el acto de desunirse o separarse el alma del cuerpo”. (III, 18.) La inmortalidad. Ya los sabios de la Antigüedad discutieron si nuestras almas sobreviven a la muerte del cuerpo y están emancipados de la fuerza ciega del destino: problema aún más intrincado y difícil, de un lado, por la ignorancia de los hombres; de otro, por la perversidad o el vicio de quienes, atribuyendo todo a los sentidos corporales, concluyeron que el alma nada sabe fuera de lo que cae bajo el dominio de ellos. Enfrascados otros en sus deleites y placeres, desearían que todo acabase a la vez que esta su vida corporal, sin que hubiese un juez que nos pidiese cuenta de ella. Tratándose de cuestión de tal importancia para toda la vida, para la religión y hasta para la felicidad de los hombres, o para su total desgracia, la examinaremos algo más despacio. No se debe tocar con ligereza lo que es peligroso dejar sin resolver. (...) Dicen algunos que nadie ha vuelto del otro mundo para decirnos cómo son allá las cosas y qué sucede; tal es el argumento del vulgo, que cree haber discurrido con esto algo ingenioso; pero sucede en ello como en todo lo que le atañe. Porque nadie haya ido a las Indias ni haya venido a nuestro país ningún indio no vamos a negar que existen Indias e indios; y si de tantos millares de años hasta hoy no hubo quien navegase hasta aquel mundo, ni de allá hacia nosotros, ni de una y otra parte se tienen noticias, ¿por qué extrañarnos que tampoco se haya establecido comunicación continua entre las almas emancipadas de sus cuerpos y nosotros, seres corporales? Al cabo, entre nosotros y aquellos hombres remotos, aunque largo, intrincado y difícil, hay algún camino, y es posible construirle y lo está, pero es imposible por leyes naturales establecerle entre el hombre y los cielos o el infierno; no cabe correspondencia alguna entre lo corporal y lo incorpóreo, ni seremos adecuados a la condición de aquellos seres mientras estemos encerrados en un cuerpo corruptible. (...) Nuestros sentidos externos, como propios de la extensión, y dotados de cantidad, no perciben lo que carece de ella ni lo que tiene masa de mayor amplitud que el alcance de ellos, ni lo que está ausente. Los sentidos internos no perciben lo espiritual, a saber: a los ángeles y a Dios; así, la inteligencia que es quien los concibe, conoce y comprende, única de los seres sublunares, es como aquéllos un espíritu, y quien entiende la inmortalidad de aquéllos tiene también que ser inmortal; en otro caso, no concebiría de manera alguna lo que excediese infinitamente en amplitud. Se demuestra todavía con más claridad por el hecho de que no podemos comprender con nuestro pensamiento, agobiado con tal magnitud, aquella parte de la eternidad inmensa anterior a nosotros, mientras que concebimos y entendemos fácilmente la que ha de seguir por siglos infinitos; de donde parece notorio que la primera es más vasta que nuestra alma, la cual no tiene con ella proporción ni analogía alguna, pero sí con la segunda, que no es adecuada a aquélla, y lo es a ésta. (...) Acontece con nuestras almas lo que con el agua de un manantial, que sube tan algo como el origen de donde procede, y no más, y así como se detiene por debajo del conocimiento de Dios, y aun mucho más abajo, también los sentidos se paran en punto muy inferior a las obras de esta esencia, no penetran en su intimidad, sino que se ejercitan siempre en la superficie más exterior. (...) Un indicio de que existe ese deseo de la esencia eterna, el cual nunca desaparece, es el ansia de inmortalizar nuestro nombre por los siglos venideros, tan innata en el
corazón humano que aun los mismos que creen que todo acaba con la vida, a pesar de esto aspiran a la fama, y hasta después de sepultados quisieran oír hablar bien de ellos; como aquel Epicuro, heraldo de la impiedad, encargaba en el testamento que se celebrase su natalicio dando a sus discípulos un banquete el día vigésimo de la Luna. Aquel deseo natural de verdadera inmortalidad, depravado y corrompido por las tinieblas del entendimiento y por innobles deseos del alma, degeneró en esta otra ambición de fama al modo de una semilla buena cuando cae sobre tierra mala. Las pasiones mismas declaran cuál es la naturaleza de nuestro espíritu y de los sentidos, la diferencia entre aquéllas y éstos, así los internos como los externos. En efecto: cuando empieza el alma a pensar en su muerte, los sentidos internos y la fantasía, si creen que ha de ser larga esta vida, no se conmueven mucho por aquella otra muerte, y hasta quitan toda importancia a tal pensamiento. El alma, en cambio, se envuelve en esas tinieblas y se llena de confusión hasta el punto de que nada teme y rehuye más. Las mismas víctimas de los mayores males, y que en un ciego arrebato desean su muerte y total aniquilamiento, si lograsen volver en sí algún tanto, tranquilizarse y pensar en la muerte del alma, seguramente desecharían su intención primera y temblarían ante la idea de morir, juzgando que es un mal más grande que todos los que padecieron antes. Y, al contrario, cuando se piensa en la muerte inmediata del cuerpo, todos los sentidos se conmueven de pronto; pero el espíritu, si está sano y tranquilo, permanece inmóvil, ridiculiza y corrige ese error y ese miedo de los sentidos. (...) De esto se deduce con evidencia que la muerte del alma es contra su propia naturaleza, y que teme y repugna hasta el mencionarla; que la muerte corporal para nada afecta al espíritu, sino que es sólo del cuerpo y de aquello que le es anejo, es decir, de los sentidos internos y externos. (...) Si es el alma mortal, todo pertenece a esta vida, y en vano ha sido creado el hombre, a causa de no responder a ningún fin propuesto, o a uno que no sea digno de su excelsitud, con lo cual en vano habrían sido formadas por Dios todas las cosas; ni tendría objeto el crearlas si habrían de suprimirse a poco de aparecer, ni habrían de servir al hombre sólo para beber, dormir, divertirse, sin diferencias de los animales en nada, siendo antes bien más infeliz que ellos, puesto que nunca podría alcanzar aquello que para él es más importante y apetecible, como declaran Aristóteles y Teofrasto. Y si para nada es traído a la vida el hombre a cuyo servicio están todos los demás cuerpos de que él sólo puede, quiere y sabe usar, mucho menos lo serán las cosas que han sido creadas para su bien; inútil, por tanto, la creación entera, e indigna de la majestad y de la sabiduría inmensa de Dios, cosa que no cabe pensarse; nula sería igualmente la providencia de quien gobierna el mundo; pues tan conexas y unidas se hallan en nuestra creencia y convicción estos tres preceptos: la religión, la Providencia divina y la inmortalidad de nuestra alma, que de ningún modo es lícito separarlas y disociarlas una de otra; si alguien intentase destruir uno de ellos, de hecho perjudicaría la fe en los otros dos. Si el alma no es “inmortal”, no habría premios ni castigos para las acciones buenas y las malas, pues en el transcurso de esta vida vemos tan mezclados y confundidos nuestros actos que toda ella no es más que un mero fraude, en ese caso no existe “cuidado” alguno para nosotros de parte de Dios; y si no nos “cuida”, ¿para qué hemos de “servirle”? La “religión de Dios y la piedad serían creencias vanas y necias. (...) Si alguno, como poco antes decíamos, da en pensar que todo absolutamente termina con la muerte y se hunde en perpetuas tinieblas, toda persona buena y de corazón noble la aborrecerá; ni bastará resignación alguna ni ánimo para dejar de temer la muerte y de rechazarla por todos los medios, así como para esperarla con la mayor impaciencia y para soportarla cuando la haga irremediable la necesidad. En medio de grandes sufrimientos, cuando se desea la muerte y se la invoca como un puerto de refugio contra las tempestades, sobreviene algún alivio e intervalo en los dolores;
cuando uno está con ánimo excitado, llama a la muerte, y al apaciguarse un poco la excitación, se consuela a sí mismo con la esperanza de que, o cesará el dolor, o de que el tiempo y la costumbre de sufrir le hará más benigno. En todo caso, esa luz es cosa grata de algún modo hasta a los más desgraciados. ¿Cómo no ha de serlo a quienes no sienten molestias corporales ni contratiempos en la vida? (...) A un hombre de ciencia, después de haber escrutado con todo el esfuerzo y propósito de su inteligencia los cielos, los astros y los elementos; discurrido por el estudio de las plantas, animales, el hombre, los ángeles hasta el rey de la creación; estudiado los hechos de la más remota Antigüedad, todo lo que en el mundo ha acontecido, nada más amargo cabe anunciarle, ni que menor consuelo admita, que en medio de tanta hermosura, de un espectáculo tan risueño y admirable, ha de extinguirse, la mente que contemplara tales maravillas, el receptáculo y tesoro de todas ellas; que en adelante cesará de percibir cosa alguna, que no ha de estar en ningún otro sitio, lo mismo que el abyecto espíritu animal, vil y torpe, incapaz de toda elevación. Nadie habrá que después de pensar esto no tema la muerte, aun aquel que se halle sufriendo los más graves males de la vida. Y, por el contrario, ¡qué gran consuelo para el bueno y el sabio en todas las circunstancias de la vida el saber que hay un lugar de reposo, no de privación y ausencia de todas las cosas, como imaginaron algunos necios, pues lo que no existe no puede reposar, sino lugar de felicidad dispuesto por un Dios justísimo, omnipotente y óptimo para aquellos que han aportado su buena voluntad, con toda verdad y con toda su alma, para vivir bien y santamente! (...) No quisiera terminar este libro sin preguntar esto: “¿Por qué se admiten como verdades indudables todas las demás que se afirman del alma sin otra prueba que muy escasas y muy ligeras conjeturas, mientras sólo se tiene por poco firme ésta de la inmortalidad, rodeada y defendida de tanta multitud de razones? Por más que consideremos también como firmes e indudables aquellas primeras, lo que nos interesa es declarar como cierto que existe alguna fuerza enemiga del hombre, que se propone controvertir esa verdad tan necesaria para nosotros, y de cuyas perniciosísimas tinieblas nos proteja Dios, luz inmensa y verdadera.”
IV.- SUÁREZ. En el Renacimiento acontece una renovación de la Escolástica, cuyo centro es España, y que significa ya una reacción frente al humanismo y los nuevos problemas de la Modernidad: el derecho de gentes, el problema de los indios, el del Estado moderno, la Reforma, etc. Aunque este grupo de teólogos y filósofos usa los métodos expositivos tradicionales en la Edad Media, aunque recurre constantemente a los grandes maestros medievales, sobre todo a Santo Tomás, sería un error considerarlo como una mera prolongación o supervivencia de la Escolástica medieval en decadencia; en realidad es un movimiento intelectual pujante y fecundo, afectado de un modo decisivo por la circunstancia renacentista. Un movimiento, sobre todo, teológico, cuyo logro mayor es la ingente aportación española a los trabajos del Concilio de Trento; pero además, junto a la elaboración de doctrinas penetrantes y originales sobre el derecho y el Estado, una sistematización precisa y aguda de la metafísica, abordada temáticamente por primera vez desde Aristóteles. Éstas es la obra de Suárez. Francisco Suárez, el genial jesuita granadino (1548-1617), emprende en sus Disputationes metaphysicae la composición de un tratado estrictamente filosófico, que recoja en sus numerosas y densas páginas todo el saber metafísico de la Escolástica, con una gran amplitud respecto a las diversas escuelas y una posición personal ante
las cuestiones. No se trata, pues, de un comentario, sino de un tratado original, si bien fuertemente vinculado al a tradición y al método de los pensadores medievales. Tal vez esta excesiva fidelidad a modos externos inadecuados al tiempo ha sido en parte la causa de que el pensamiento filosófico de Suárez no haya tenido toda la fecundidad que correspondía a sus calidades intrínsecas. De todos modos la influencia de Suárez ha sido real y efectiva, y aun mucho mayor de lo que se pensaría al considerar superficialmente las cosas. Las Disputationes han sido utilizadas como texto filosófico en las universidades europeas hasta el siglo XVIII, y el influjo de su autor ha pasado eficazmente al seno mismo de la filosofía moderna, que de este modo ha recibido y aprovechado la síntesis más depurada y perspicaz de la Escolástica. Ante el tema del hombre, el pensamiento de Suárez, como el de los demás escolásticos posteriores a Santo Tomás, no se enfrenta directamente con el objeto mismo, sino que se refiere más bien a la cuestión del alma, siguiendo en lo esencial la posición tomista. Donde aborda el problema con mayor originalidad e interés es en las distinciones en torno a la persona. La especulación de Suárez, agudizada por el esfuerzo teológico que supone la interpretación de la Trinidad, se detiene certeramente en la cuestión de la persona creada, y precisa una serie de relaciones del mayor interés. Por esto he tomado, del extenso cuerpo doctrinal de las Disputationes, los fragmentos más importantes acerca de este punto. ** Persona, supuesto y sustancia primera. La persona es lo mismo que la sustancia primera o supuesto... Es la opinión común de los teólogos según aquella definición de Boecio en su libro sobre las dos naturalezas: “Persona es una sustancia individual de naturaleza racional”, es decir, una sustancia primera de tal naturaleza, como declara rectamente Santo Tomás... Por lo cual se suele decir con frecuencia que la persona y el supuesto difieren, por decirlo así, materialmente por parte de la naturaleza, pero no formalmente en la razón y el modo de subsistir incomunicablemente. Lo cual es verdad, ciertamente, respecto a la razón general de la primera sustancia o supuesto; pero, sin embargo, como la naturaleza intelectual tiene una subsistencia proporcionada a sí misma y de razón más alta que las naturalezas inferiores, por eso puede decirse que la persona difiere del supuesto aun en la razón de subsistir, como lo particular de lo común, o como se encuentre en estas cosas una razón propia de género y especie, sino proporcional, pues la naturaleza intelectual, si lo es pura y perfectamente, tiene una subsistencia absolutamente inmaterial; pero si es racional y a la vez sensible y corpórea, o tiene también una subsistencia espiritual, o al menos compuesta de alguna cosa material y espiritual, como declararemos más adelante: de este modo, pues, difiere la persona del supuesto en general. (Disputationes metaphysicae, disp. XXXIV, sect. I, XIII.) Hipóstasis y persona. Hipóstasis, según el uso más frecuente de esta voz, es lo mismo que supuesto o persona. Esta aserción sólo depende de la noción y significación de esta voz hipóstasis, que es griega y tiene varias significaciones. Pues se deriva esa voz del verbo griego “ístemi” o “ístamai” con la preposición “ipó”, que puede significar ser o estar debajo, por lo cual hipóstasis significaba antiguamente todo aquello que está debajo de algo, como las heces, o la materia espesa que está en el fondo de los líquidos, según puede entenderse el Salmo 68: Estoy metido en el lodo de lo profundo, y no hay sustancia, en griego hipóstasis, es decir, y no hay fondo en que me sostenga. Significa también el fundamento de una cosa, como dice San Pablo (Hebreos, II) de la fe: Es la sustancia de las cosas que se esperan, en griego hipóstasis, esto es, el fundamento. Pero porque
el subsistir conviene propiamente a la sustancia, y es como el fundamento de toda cosa existente, por esto esa voz ha pasado a significar la sustancia, o absolutamente o, en especial, la sustancia singular e incomunicable...Y como la voz latina substantia es equívoca, y significa a veces la esencia, por esto se ha tomado en ocasiones aquella voz para significar la esencia... Y por esta razón San Jerónimo... se negaba a conceder tres hipóstasis en la Trinidad... Pero ya se han definido y distinguido las significaciones de estas voces, para suprimir ese equívoco, tanto en el uso de los griegos como de los latinos. Pues la naturaleza sustancial, en cuanto se distingue real o racionalmente del supuesto, se llama en griego usía, en latín essentia. En cambio, la sustancia subsistente singularmente, e incomunicable con las demás sustancias semejantes, así como en latín se denomina supuesto y persona, en griego se llama hipóstasis, y por esto, como nosotros tres personas, los griegos admiten en la Trinidad tres hipóstasis, y de este modo cesó la leve discordia que había empezado a surgir por la pobreza de los vocablos entre los católicos latinos y griegos, como dijo elegantemente San Gregorio Nacianceno... Por tanto, ya se toma en el uso común, aun de los latinos, la voz hipóstasis, casi siempre, en esta última significación. Y entre tanto se usa por lo general en cuanto significa una cosa subsistente de un modo incomunicable en cualquier naturaleza, y así significa lo mismo que supuesto, y de este modo dice Santo Tomás que la persona añade sobre la hipóstasis una naturaleza determinada, a saber, racional...; pero algunas veces..., aunque el nombre hipóstasis significa en griego, por el sentido propio de la lengua, una sustancia individual de cualquier naturaleza, por el uso de los que hablan significa un individuo de naturaleza racional solamente. Así se ve, pues, cómo es lo mismo hipóstasis que persona, según varias significaciones. Pero añade Santo Tomás que hipóstasis y subsistencia son lo mismo realmente, pero difieren por la razón, pues una misma sustancia primera, en cuanto subsiste se llama subsistencia; pero en cuanto está debajo, se llama hipóstasis. Pero, por lo que atañe al nombre hipóstasis, aunque tal vez se haya impuesto por aquel modo de ser, no lo significa, sin embargo, ni siquiera la requiere siempre en la cosa significada, pues las personas divinas son, en el más propio sentido, hipóstasis, aunque no “están debajo”. Incluso respecto de la etimología, aunque hipóstasis se diga como substante, no puede decirse, sin embargo, del subsistir, pues como dijo en otro lugar el mismo Santo Tomás, se dice que algo subsiste en cuanto está bajo su ser, no porque tenga su ser en alguno como en un sujeto, sino lo que es como por sí y, por así decirlo, se sustenta en sí, y ello mismo es como sujeto primero o fundamento de su ser. Por lo que se refiere al nombre de subsistencia, ya se ha dicho más arriba que si se toma en la fuerza de la abstracción, no significa la misma cosa subsistente, sino la razón de subsistir, la cual, si incluye la incomunicabilidad, es también la razón que constituye la hipóstasis; pero si se toma en concreto y es una subsistencia incomunicable, es lo mismo que la hipóstasis y el supuesto. Por lo demás, por la fuerza de la significación y de la razón significada, parece más amplia la subsistencia que la hipóstasis, al menos en Dios, en el cual puede haber una subsistencia comunicable; pero en las criaturas se convierten, y se comparan entre sí del mismo modo que las sustancia primera y el supuesto, por las mismas razones dadas más arriba. (Disputationes metaphysicae, disp. XXXIV, sect. I, XIV.) Naturaleza y Persona. Una vez explicados los términos, conviene hablar de la cosa misma, y lo que buscamos acerca del supuesto respecto de la naturaleza o esencia sustancial, hay que entenderlo de la persona respecto de la naturaleza racional, y de los demás en la misma proporción, sean cualesquiera los nombres con que se signifiquen. (...) Hay que advertir que la esencia de la sustancia creada puede significarse y concebirse de varios modos, a saber: en concreto y en abstracto, como cuando decimos que la humanidad es la esencia de Pedro, o el hombre. Del mismo modo, en común, como en
los ejemplos dichos, o en singular, como cuando se dice que esta humanidad es de la esencia de este hombre, por ejemplo, de Cristo. Igualmente, o en un concepto simple y como confuso, como cuando se dice que la especie es la ciencia del individuo, -como el nombre de Pedro-, o en un concepto complejo y distinto, que se declara mediante la definición, como cuando decimos que la esencia del hombre es animal racional. De estos modos de concebir surgen varias comparaciones y cuestiones. La primera es la de lo abstracto a lo concreto en lo particular y singular, por ejemplo, cómo se distinga este hombre Pedro de esta humanidad. (...) ... De estas razones se colige, pues, la resolución de la sección presente, que sin duda el supuesto creado añade a la naturaleza creada algo real positivo y distinto de ella en la misma realidad. Por esto, si comparamos el supuesto con la naturaleza, se distinguen como lo incluyente y lo incluido, pues el supuesto incluye la naturaleza y le añade algo, que puede llamarse personalidad, supositalidad o subsistencia creada, y la naturaleza, en cambio, por sí, prescinde de esta adición, o sea, de la subsistencia. Por lo cual ocurre que la naturaleza puede conservarse por la potencia absoluta sin subsistencia, pero no puede conservarse todo el supuesto sin naturaleza, porque la incluye formalmente y se constituye esencialmente por ella en el ser de tal sustancia. Pero comparando la subsistencia misma con la naturaleza, se distinguen entre sí como dos extremos que componen el supuesto creado. (Disputationes metaphysicae, disp. XXXIV, sect. II, I, XX.)
V.- FRANCIS BACON. Francis Bacon, barón de Verulam, lord canciller de Inglaterra, que nació en 1561 y murió en 1626, es una de las figuras augurales de la Edad Moderna. Sin embargo, si distinguimos con alguna precisión entre el Renacimiento y la Modernidad sensu stricto, nos veremos obligados a incorporar a Bacon a la primera de las dos etapas, como culminación madura de la época renacentista, dejando a Descartes el comienzo efectivo y maduro del mundo moderno. De esta duplicidad de localización histórica se ha resentido siempre la interpretación de la filosofía baconiana. Durante mucho tiempo se la ha considerado como una total renovación del pensamiento, como el origen de la nueva ciencia y del método que la ha animado; otras veces se ha disminuido mucho el alcance y el interés del canciller Bacon, en beneficio de su homónimo Roger Bacon, el franciscano inglés del siglo XIII; de este modo, la originalidad del moderno quedaría muy rebajada: en rigor, nada habría enunciado que no fuera en principio posible tres siglos antes, y por tanto no podría aspirar a inaugurar una era filosófica. Estas dos interpretaciones tienen fuertes razones, que militan, respectivamente, en favor de ambas. Es indiscutible la primacía de Roger sobre Francis en el uso del método experimental y en la atención por los fenómenos de la Naturaleza; más aún, hoy se propende a conceder mayor importancia al medieval; pero, por otra parte, es ilusorio negar la Modernidad al canciller, hombre de su tiempo si los ha habido. En un momento en que la memoria del homónimo estaba bastante desvanecida, Bacon ha sabido poner en primer plano la necesidad de renovar el método del conocimiento, y ha señalado eficazmente una vía –no la única, ni la más importante y fecunda, pero sí necesaria- para alcanzar ese nuevo modo de saber. Los fragmentos de Bacon que siguen son reveladores. Al enfrentarse con la realidad humana es cuando el filósofo inglés adquiere tal vez su fisonomía más propia, y se presenta como un hombre renacentista. En primer lugar, la comprensión del hombre desde los supuestos de la revelación, si bien no ausente, está reducida a un segundo o tercer plano; por otra parte, hay un triunfal optimismo en sus palabras cuando habla
de las “prerrogativas del hombre”, incluso de los “milagros de la naturaleza humana”; no olvida el testimonio de los antiguos, como bueno humanista; pero, sobre todo, lo más interesante es que lo interpreta todo desde el punto de vista de la técnica, del dominio de la Naturaleza por el hombre. Ésta es, cabalmente, la recapitulación de los temas del Renacimiento, que se abren paso hacia una época ya lograda y madura: la Edad Moderna. Por esto, las obras de Bacon encierran una antropología que esclarece enormemente los problemas del alma renacentista, y señala el punto en que se decide, entre las varias posibilidades que el Renacimiento incluía, la que va a ser la realidad histórica de tres centurias. ** El alma y sus facultades. La mejor división de la ciencia humana es la que se deriva de las tres facultades del alma racional, que es la sede de la ciencia. La historia se refiere a la memoria; la poesía, a la imaginación, y la filosofía, a la razón. (...) Que las cosas son así, puede verse fácilmente observando el origen del proceso intelectual. Los sentidos, que son la puerta del entendimiento, sólo son afectados por los individuos. Las imágenes de esos individuos –es decir, las impresiones que hacen en los sentidos- se fijan en la memoria y se alojan en ella, por lo pronto, enteras y tales como vienen. La mente humana procede luego a revisarlas y rumiarlas; y, por último, o las repite simplemente, o hace imitaciones caprichosas de ellas, o las analiza y clasifica. Por tanto, de estas tres fuentes: memoria, imaginación, razón, fluyen estas tres emanaciones: historia, poesía y filosofía; y no puede haber otras, pues considero que la historia y la experiencia son la misma cosa, del mismo modo que la filosofía y las ciencias. (De dignitate et augmentis scientiarum, lib. II, cap. I.) La ciencia del hombre. La ciencia del hombre tiene dos partes, pues lo considera o aislado o congregado y en sociedad. Llamo a una filosofía de la humanidad; a la otra, filosofía civil. La filosofía de la humanidad se compone de dos partes semejantes a aquellas de que se compone el hombre; esto es, de conocimientos referentes al cuerpo y de conocimiento que se refieren al alma. Pero antes de proseguir las divisiones particulares, constituyamos una ciencia general referente a la naturaleza y al estado del hombre; un tema que merece ciertamente ser independizado y formar una ciencia por sí mismo. Se compone de las cosas que son comunes, tanto al cuerpo como al alma; y puede dividirse en dos partes, una referente a la naturaleza indivisa del hombre, y la otra al vínculo y conexión entre el alma y el cuerpo; llamaré a la primera, doctrina de la persona humana; a la segunda, doctrina de la alianza. (...) La doctrina de la persona humana considera dos temas principales: las miserias del género humano y las prerrogativas o excelencias del mismo. Respecto a las miserias de la humanidad, muchos las han lamentado elegante y profusamente, tanto en escritos filosóficos como teológicos, y es un género a la vez grato y saludable. Pero aquel otro tema de las prerrogativas del hombre me parece merecer un lugar entre los desiderata. (...) Pero, para no insistir demasiado sobre este punto, lo que quiero decir es suficientemente claro: a saber: que se reúnan en un volumen los milagros de la naturaleza humana y sus potencias y virtudes más altas, del alma y del cuerpo, el cual serviría de registro de los triunfos del hombre. (...) En cuanto a la doctrina de la alianza o vínculo común entre el alma y el cuerpo, se divide en dos partes. Pues como en todas las alianzas y amistades hay inteligencia mutua y servicios mutuos, la descripción de esta alianza del alma y el cuerpo se compone igualmente de dos partes, a saber: cómo estas dos cosas (esto es, el alma y
el cuerpo) se descubren recíprocamente, y cómo actúan uno sobre otro: por conocimiento o indicación y por impresión. (...) Entre las doctrinas referentes a la alianza o a las concordancias entre el alma y el cuerpo, ninguna es más necesaria que la investigación de las sedes y domicilios propios que las distintas facultades del alma ocupan en el cuerpo y sus órganos. (De dignitate et augmentis scientiarum, lib. IV, cap. I.) El hombre, intérprete de la naturaleza. El hombre, ministro e intérprete de la naturaleza, sólo hace y entiende en la medida en que ha observado, por la experiencia o por la reflexión, el orden de la naturaleza; y no sabe ni puede nada más. Ni la mano desnuda ni el entendimiento abandonado a sí mismo pueden mucho; la cosa se perfecciona con instrumentos y auxilios, que no son menos necesarios para el entendimiento que para la mano. Y así como los instrumentos de la mano excitan o rigen su movimiento, así los instrumentos de la mente impulsan al entendimientos o lo precaven. La ciencia y la potencia humana coinciden en lo mismo, porque la ignorancia de la causa priva del efecto. Pues a la naturaleza no se la vence más que obedeciéndola; y lo que en la contemplación corresponde a la causa, en la operación corresponde a la regla. Para obrar, el hombre no puede hacer otra cosa que acercar y separar los cuerpos naturales; lo demás lo hace la naturaleza en el interior. (Novum Organum, I, 1-4.) La condición humana. Los antiguos pensaban que la formación y la constitución del hombre era la obra más propia de la Divinidad, la más digna de ella, y es la única que atribuyeron a la divina Providencia; opinión que tiene por base dos verdades incontestables. En primer lugar, la naturaleza humana (el hombre) está en parte compuesta de un espíritu y de un entendimiento, que es la sede propia de la providencia (de la previsión); sería absurdo e increíble suponer que elementos brutos hayan podido ser el principio de una razón y una inteligencia; por lo cual es menester concluir que la providencia del alma humana tiene como modelo, principio y fin una Providencia suprema. En segundo lugar, el hombre es como el centro del mundo, al menos en cuanto alas causas finales, pues si el hombre pudiera ser suprimido del Universo, todo el resto no haría ya más que errar vagamente y flotar en el espacio sin objeto ni fin; en una palabra, para servirme de una expresión recibida e incluso trivial, el mundo no sería más que una especie de escoba deshecha y cuyas pajas se dispersarían por falta de atadura. En efecto. Todo parece destinado y subordinado al hombre, pues sólo él sabe apropiárselo todo y sacar partido de todo. Los movimientos periódicos y las revoluciones de los astros le sirven para distinguir y medir los tiempos o para determinar la situación de los lugares. Los meteoros le proporcionan pronósticos para prever las estaciones, la temperatura u otros meteoros. Los vientos le procuran una fuerza motriz para la navegación, para los molinos y para infinidad de otras máquinas; las plantas y los animales de todas las especies, materias para el alojamiento y el vestido, alimentos, remedios, instrumentos y medios para facilitar, abreviar y perfeccionar todos sus trabajos; en una palabra, una infinidad de cosas necesarias, cómodas y agradables, de suerte que todos los seres que lo rodean parecen olvidarse de sí mismos y trabajar sólo para él. Y no es un azar que el poeta, inventor de esta ficción, añada que, en aquella masa destinada a formar el hombre, Prometeo mezcló y combinó con el barro partículas sacadas de diferentes animales. En efecto: de todos los entes que el universo encierra en su inmensidad, no hay ninguno más compuesto y más heterogéneo que el hombre. Así, no sin razón, lo calificaron los antiguos de mundo pequeño, de microcosmos, considerándolo como un resumen del mundo entero. Aunque los químicos, que han abusado de esta palabra
microcosmos, y que han alterado su significación tomándola literalmente, hayan destruido toda su elegancia y toda su verdadera fuerza, cuando han afirmado que todos los minerales y todos los vegetales, o sustancias muy análogas, se encuentran en el cuerpo humano, esta ridícula exageración no destruye en modo alguno lo que acabamos de decir, y no por ello es menos cierto que, de todos los cuerpos conocidos, es el más mezclado y el que presenta más sustancias diferentes y partes distintas; complicación a la que es natural atribuir las propiedades y las admirables facultades de que está dotado, pues los cuerpos muy sencillos sólo tienen un pequeñísimo número de fuerzas o de propiedades, cuyo efecto es rápido y seguro, porque no están compensadas por otras que puedan debilitarlas y atenuarlas, como ocurre en los cuerpos más compuestos. Pero la multitud de las propiedades y la excelencia de las facultades depende de la composición y de una mayor diversidad en las partes constitutivas. Sin embargo, el hombre, en su origen, puede estar desnudo e inerme; durante mucho tiempo no puede valerse a sí mismo; carece de todo. Por esto Prometeo se apresuró a robar el fuego del cielo, que es tan necesario al hombre para satisfacer la mayoría de sus necesidades o de sus caprichos. Porque si el alma puede llamarse la forma por excelencia, y la mano el primero de todos los instrumentos, el fuego puede considerarse como el más poderoso de todos los auxilios y el más eficaz de todos los recursos. (De Sapientia Veterum, XXVI: Prometheus.)
EL HOMBRE MODERNO. I.- RENÉ DESCARTES. Con René Descartes (1596-1650) comienza efectivamente la Edad Moderna. El primer intento logrado de pensar la realidad desde los nuevos supuesto del hombre moderno es la filosofía cartesiana. De ahí su desnudez originaria, la extraña simplicidad que nos muestra, y también su fecundidad incomparable. Descartes vuelve a tomar contacto con los problemas de la filosofía, de un modo inmediato, vivo, sorprendentemente directo, con un mínimo de interposición de ideas recibidas, porque éstas –inexorables en la vida histórica del hombre- están en él rigurosamente repensadas. Tal vez desde Aristóteles –y a lo sumo, para una dimensión de la realidad, desde San Agustín- no se había enfrentado el hombre de un modo tan radical y apremiante con las cuestiones metafísicas. Cuando se lee a Descartes, se siente uno muy poco en una construcción ideológica, sino que la impresión auténtica es de habérselas allí con las cosas mismas, en toda su punzante problematicidad. Se ha observado que desde hace mucho tiempo –por lo menos desde el siglo XVIIInadie es ni puede ser cartesiano, mientras que, al menos en cierta medida, cabe ser aristotélico, tomista, kantiano, hegeliano o positivista; y esto, lejos de significar una inferioridad del cartesianismo y justificarse por la falta de verdad en él, es una consecuencia de su carácter más propio y profundo. Descartes, por iniciar efectivamente un nuevo modo de filosofar, no es capaz de fundar “escuela”, sino sólo de remitir al hombre a las cuestiones mismas, obligándolo a abordarlas, solo y a cuerpo limpio, en busca de evidencias; es decir, en la medida en que se es auténticamente cartesiano, en que se participa del espíritu de Descartes, no se es discípulo escolar suyo, sino, simplemente, un hombre –otro hombre- que busca la verdad. Por esto, los que en su tiempo recibieron la huella más eficaz del pensamiento de Descartes no fueron “cartesianos”, sino cada uno el que era: Malebranche, Bossuet, Fenelón o Spinoza. Por supuesto, esto mismo acontece con todo auténtico filósofo, y es
el único modo posible de ser filosóficamente aristotélico, tomista o kantiano, a saber: no siéndolo, pero de tal modo, que no se pudiera ser quien se es sin Aristóteles, Santo Tomás o Kant. Si con algunos filósofos ha sido posible la constitución de muertos y pasivos discipulados, ha sido por la existencia en ellos de dimensiones secundarias y externas que lo han provocado –un prestigio abrumador, un sistematismo cerrado y completo, al contraste con una época de decadencia, etc.-; en modo alguno por la índole propia de su filosofía. Descartes, en el momento en que el hombre se ha quedado solo, intenta construir la filosofía entera apoyándose en la realidad humana; más aún, en el yo pensante. La consecuencia de este punto de partida ha sido el gran hallazgo y el gran error de tres siglos que se llama idealismo. Esto va a determinar los caminos por los que ha de transcurrir la antropología desde el XVII hasta casi nuestros días. En rigor, el hombre queda suplantado por algo suyo, tal vez lo más propio, pero que no es todo él; y al no serlo, al tomarse –al menos- la parte por el todo, su realidad resulta alterada, y la filosofía no toma contacto con el hombre mismo en cuanto tal. Este punto de vista no carece en modo alguno de justificación y de fecundidad, pero encierra un grave error; su corrección será, a la vez, la superación del idealismo y el acceso a una nueva filosofía, por la que comienza a navegar el hombre de nuestro tiempo. Pero importa proceder con suma cautela. A la hora de escapar del idealismo, conviene tomar contacto directo con lo que es, en su expresión más clara y verdadera. Es el único modo de superarlo efectivamente, después de haberse instalado en él y agotado su núcleo de verdad; al penetrar en el idealismo y llegar hasta su fondo, se encuentra uno, naturalmente, fuera de él. Esta superación en modo alguno puede lograrse con una simple visión desde fuera, porque entonces se queda “antes” de él, es decir, fuera de su verdad, y la inexorable exigencia de ésta se introduce subrepticiamente en la filosofía que la ignora, llevando consigo su dimensión errónea. De ahí el “relativismo” y el “subjetivismo” que amenazan siempre a la filosofía cuando se ve obligada a incluir la realidad ineludible del yo, sobre supuestos que han pretendido eliminarla en su autenticidad. Por esto interesa alcanzar un conocimiento próximo y vivo del insustituible pensamiento cartesiano. ** El yo pensante. Advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: “yo pienso, luego existo”, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando. Examiné después atentamente lo que yo era, y viendo que podía fingir que no tenía cuerpo alguno y que no había mundo ni lugar alguno en el que yo me encontrase, pero que no podía fingir por ello mismo que yo no fuese, sino al contrario, por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las otras cosas, se seguía muy cierta y evidentemente que yo era, mientras que, con sólo dejar de pensar, aunque todo lo demás que había imaginado fuese verdad, no tenía ya razón alguna para creer que yo era, conocí por ello que yo era una sustancia cuya esencia y naturaleza toda es pensar, y que no necesita, para ser, de lugar alguno, ni depende de cosa alguna material; de suerte que este yo, es decir, el alma, por la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo y hasta más fácil de conocer que éste y, aunque el cuerpo no fuese, el alma no dejaría de ser cuanto es. (Discours de la méthode, IV parte.) Pensamiento y extensión.
Puesto que sé de cierto que existo y, sin embargo, no advierto que a mi naturaleza o a mi esencia le convenga necesariamente otra cosa, sino que yo soy algo que piensa, concibo muy bien que mi esencia consiste sólo en ser algo que piensa, o en ser una sustancia cuya esencia o naturaleza toda es sólo pensar. Y aun cuando acaso, o más bien, ciertamente, como luego diré, tengo yo un cuerpo al que soy estrechamente unido, sin embargo, puesto que por una parte tengo una idea clara y distinta de mí mismo, según la cual soy sólo algo que piensa y no extenso y, por otra parte, tengo una idea distinta del cuerpo, según la cual éste es una cosa extensa, que no piensa, resulta cierto que yo, es decir, mi alma, por la cual soy lo que soy, es entera y verdaderamente distinta de mi cuerpo, pudiendo ser y existir sin el cuerpo. (Meditationes de prima philosophia, VI.) ¿Qué soy yo? Arquímides, para levantar la tierra y transportarla a otro lugar, pedía solamente un punto de apoyo firme e inmóvil; también tendré yo derecho a concebir grandes esperanzas, si tengo la fortuna de hallar sólo una cosa que sea cierta e indudable. Supongo, pues, que todas las cosas que veo son falsas; estoy persuadido de que nada de lo que mi memoria, llena de mentiras, me presenta, ha existido jamás; pienso que no tengo sentidos; creo que el cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar son ficciones de mi espíritu. ¿Qué, pues, podrá estimarse verdadero? Acaso nada más sino esto: que nada hay cierto en el mundo. Pero ¿qué sé yo si no habrá otra cosa diferente de las que acabo de juzgar inciertas y de la que no pueda caber duda alguna? ¿No habrá algún Dios o alguna otra potencia que ponga estos pensamientos en mi espíritu? No es necesario, pues quizá soy yo capaz de producirlos por mí mismo. Y yo, al menos, ¿no soy algo? Pero ya he negado que tenga yo sentidos ni cuerpo alguno; vacilo, sin embargo, pues, ¿qué se sigue de aquí? ¿Soy yo tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que, sin ellos, no pueda ser? Pero ya estoy persuadido de que no hay nada en el mundo: ni cielos, ni tierra, ni espíritus, ni cuerpos; ¿estaré, pues, persuadido también de que yo no soy? Ni mucho menos; si he llegado a persuadirme de algo o solamente si he pensado alguna cosa, es sin duda porque yo existía. Pero hay cierto burlador muy poderoso y astuto que dedica su industria toda a engañarme siempre. No cabe, pues, duda alguna de que soy, puesto que me engaña; y, por mucho que me engañe, nunca conseguirá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De suerte que, habiéndolo pensado bien y habiendo examinado cuidadosamente todo, hay que concluir por último y tener por constante que la proposición siguiente: “yo soy, yo existo”, es necesariamente verdadera, mientras la estoy pronunciando o concibiendo en mi espíritu. Pero yo, que estoy cierto de que soy, no conozco aún con bastante claridad quién soy; de suerte que en adelante debo tener mucho cuidado de no confundir, por imprudencia, alguna otra cosa conmigo, y de no equivocarme en este conocimiento, que sostengo es más cierto y evidente que todos los que he tenido anteriormente. Por lo cual, consideraré ahora de nuevo lo que yo creía antes, antes de entrar en estos últimos pensamientos; y restaré de mis antiguas opiniones todo lo que pueda abatirse, aunque sea levemente, con las razones anteriormente alegadas; de tal suerte, que lo que quede será por completo cierto e indudable. ¿Qué he creído ser, pues, anteriormente? Sin dificultad he pensado que era un hombre. ¿Y qué es un hombre? ¿Diré que un animal racional? No por cierto, pues tendría que indagar luego lo que es animal y lo que es racional; y así una sola cuestión me llevaría insensiblemente a infinidad de otras más difíciles y embarazosas; y no quisiera abusar del poco tiempo y ocio que me quedan, empleándolo en descifrar semejantes dificultades. Pero me detendré más bien a considerar aquí los pensamientos que anteriormente brotaban en mi mente por sí solos e inspirados por mi sola naturaleza, cuando me aplicaba a
considerar mi ser. Consideraba, primero, que tenía una cara, manos, brazos y toda esta máquina compuesta de huesos y carne, como se ve en un cadáver, la cual designaba con el nombre de cuerpo. Consideraba, además, que me alimentaba, y andaba, y sentía, y pensaba, y todas estas acciones las refería al alma; o bien, si me detenía en este punto, imaginaba el alma como algo en extremo raro y sutil, un viento, una llama o un soplo delicadísimo, insinuado y esparcido en mis más groseras partes. En cuanto al cuerpo, no dudaba en modo alguno de su naturaleza, y pensaba que la conocía muy distintamente; y si hubiera querido explicarla, según las nociones que entonces tenía, la hubiera descrito de esta manera: entiendo por cuerpo todo aquello que puede terminar por alguna figura, estar colocado en cierto lugar y llenar un espacio, de modo que excluya a cualquier otro cuerpo; todo aquello que pueda ser sentido por el tacto o por la vista, o por el oído, o por el gusto, o por el olfato; que pueda moverse en varias maneras, no ciertamente por sí mismo, pero sí por alguna cosa extraña que lo toque y le comunique la impresión; pues no creía yo que a la naturaleza del cuerpo perteneciese la potencia de moverse por sí mismo, de sentir y pensar; por el contrario, me hubiera extrañado ver que estas facultades se encontrasen en algunos. Pero ¿quién soy yo ahora, que supongo que hay cierto geniecillo en extremo poderoso y, por decirlo así, maligno y astuto, que dedica todas sus fuerzas e industria a engañarme? ¿Puedo afirmar que poseo alguna cosa de las que acabo de decir que pertenecen a la naturaleza del cuerpo? Me detengo a pensar en esto con atención; paso y repaso todas estas cosas en mi espíritu y ni una sola hallo que pueda decir que está en mí. No es necesario que las recuente. Vamos, pues, a los atributos del alma, y veamos si hay alguno que esté en mí. Los primeros son alimentarme y andar; mas si es cierto que no tengo cuerpo, también es verdad que no puedo ni andar ni alimentarme. Otro es sentir; pero sin cuerpo no se puede sentir y, además, me ha sucedido anteriormente que he pensado que sentía varias cosas, durante el sueño, y luego, al despertar, he visto que no las había efectivamente sentido. Otro es pensar; y aquí encuentro que el pensamiento es un atributo que me pertenece; el pensamiento es lo único que no puede separarse de mí. Yo soy, existo, esto es cierto; pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que dure mi pensar; pues acaso podría suceder que, si cesase por completo de pensar, cesara al propio tiempo por completo de existir. Ahora no admito nada que no sea necesariamente verdadero; yo no soy, pues, hablando con precisión, sino una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón, términos éstos cuya significación desconocía yo anteriormente. Soy, pues, una cosa verdadera, verdaderamente existente; mas ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa. ¿Y qué más? Excitaré mi imaginación para ver si no soy algo más aún. No soy este conjunto de miembros, llamado cuerpo humano; no soy un aire delicado y penetrante repartido por todos los miembros; no soy un viento, un soplo, un vapor; no soy nada de todo eso que puedo fingir e imaginar, ya que he supuesto que todo eso no es nada, y que, sin alterar esa suposición, hallo que no dejo de estar cierto de que yo soy algo. Pero acaso sea verdad que esas mismas cosas, que supongo que no existen, porque me son desconocidas, no son, en efecto, diferentes de mí, que conozco. No lo sé; de eso no discuto ahora y sólo puedo dar mi juicio acerca de las cosas que conozco: conozco que existo e indago qué soy yo, que sé que soy. Y es muy cierto que el conocimiento de mí mismo, tomado precisamente así, no depende de las cosas cuya existencia aún no me es conocida y, por consiguiente, no depende de ninguna de las que puedo fingir en mi imaginación. Y estos mismos términos, fingir e imaginar, me descubren mi error; pues sería, en efecto, fingir, si imaginase que soy alguna cosa, puesto que imaginar no es sino contemplar la figura o la imagen de una cosa corporal; ahora bien: ya sé ciertamente que soy y que, a la vez, puede ocurrir que todas esas imágenes y, en general, cuanto a la naturaleza del cuerpo se refiere, no sean más que
sueños o ficciones. Por lo cual veo claramente que al decir: excitaré mi imaginación para conocer más distintamente quién soy, obro con tan poca razón como si dijera: ahora estoy despierto y apercibo algo real y verdadero, pero como no lo apercibo con bastante claridad, voy a dormirme expresamente para que mis sueños me representen eso mismo con mayor verdad y evidencia. Por tanto, conozco manifiestamente, que nada de lo que puedo comprender por medio de la imaginación pertenece a ese conocimiento que tengo de mí mismo, y que es necesario recoger el espíritu y apartarlo de ese modo de concebir, para que pueda conocer él mismo, muy detenidamente, su propia naturaleza. ¿Qué soy, pues? Una cosa que piensa. ¿Qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere y, también, imagina y siente. Ciertamente no es poco, si todo eso pertenece a mi naturaleza. Mas, ¿por qué no ha de pertenecerle? ¿No soy yo el mismo que ahora duda de casi todo y, sin embargo, entiende y concibe ciertas cosas, asegura y afirma que sólo éstas son verdaderas, niega todas las demás, quiere y desea conocer otras, no quiere ser engañado, imagina muchas cosas a veces, aun a pesar suyo, y siente también otras muchas por medio de los órganos del cuerpo? ¿Hay algo de esto que no sea tan verdadero como es cierto que yo soy y que existo, aun cuando estuviese siempre dormido y aun cuando el que me dio el ser emplease toda su industria en engañarme? ¿Hay alguno de esos atributos que pueda distinguirse de mi pensamiento o decirse separado de mí? Pues es tan evidente de suyo que soy yo quien duda, entiende y desea, que no hace falta añadir nada para explicarlo. Y también tengo, ciertamente, el poder de imaginar, pues aun cuando puede suceder (como antes supuse) que las cosas que yo imagino no sean verdaderas, sin embargo, el poder de imaginar no deja de estar realmente en mí y formar parte de mi pensamiento. Por último, soy el mismo que siente, es decir, que apercibe ciertas cosas, por medio de los órganos de los sentidos, puesto que, en efecto, veo la luz, oigo el ruido, siento el calor. Pero se me dirá que esas apariencias son falsas y que estoy durmiendo. Bien; sea así. Sin embargo, por lo menos, es cierto que me parece que veo luz, que oigo ruido y que siento calor; esto no puede ser falso y esto, precisamente, es pensar. Por donde empiezo a conocer quién soy con alguna mayor claridad y distinción que antes. (Meditaciones de prima philosophia, II.) El compuesto humano. Cuando digo “mi” naturaleza, en particular, entiendo sólo la complexión o ensamblaje de todas las cosas que Dios me ha dado. Ahora bien: lo que esta naturaleza me enseña más expresa y sensiblemente es que tengo un cuerpo, el cual, cuando siento dolor, está mal dispuesto, y cuando tengo los sentimientos de hambre o sed, necesita comer o beber, etc. Por tanto, no debo dudar de que hay en esto algo de verdad. También me enseña la naturaleza, por medio de esos sentimientos, de dolor, hambre, sed, etc., que no estoy metido en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino tan estrechamente unido y confundido con él, que formo como un solo todo con mi cuerpo. Pues si esto no fuera así, no sentiría yo dolor cuando mi cuerpo está herido, puesto que soy solamente una cosa que piensa; percibiría la herida por medio del entendimiento, como un piloto percibe, por medio de la vista, lo que se rompe en su barco. Y cuando mi cuerpo necesita comer o beber, tendría yo un simple conocimiento de esta necesidad, sin que de ella me avisaran confusos sentimientos de hambre, sed, dolor, etc., no son sino ciertos confusos modos de pensar, que proceden y dependen de la íntima unión y especie de mezcla del espíritu con el cuerpo. Además de esto, enséñame la naturaleza que existen alrededor del mío otros cuerpos, de los cuales he de evitar unos y buscar otros. Y ciertamente, puesto que siento diferentes clases de colores, olores, sabores, sonidos, calor, dureza, etc., infiero que,
en los cuerpos de donde proceden esas diferentes percepciones de los sentidos, hay algunas variedades correspondientes, aunque quizá esas variedades no sean efectivamente semejantes a las percepciones. Puesto que algunas de esas diversas percepciones de los sentidos son agradables y otras desagradables, no cabe duda de que mi cuerpo, o, mejor dicho, yo mismo, en mi integridad, como compuesto de cuerpo y alma, puedo recibir diferentes comodidades o incomodidades de los cuerpos circundantes. (Meditationes de prima philosophia, VI.) La estructura del hombre. Estos hombres estarán compuestos, como nosotros, de un alma y un cuerpo; y es menester que os describa primero el cuerpo aparte, luego el alma también aparte, y por último que os muestre cómo estas dos naturalezas tienen que estar unidas y juntas para componer hombres que se nos asemejen. Supongo que el cuerpo no es otra cosa que una estatua o máquina de tierra que Dios forma expresamente para hacerla lo más semejante a nosotros que es posible, de suerte que no sólo le da por fuera el color y la figura de todos nuestros miembros sino que además pone dentro todas las piezas que se requieren para que ande, coma, respire, y en fin, imite todas aquellas funciones nuestras que pueden imaginarse procedentes de la materia y sólo dependiente de la disposición de los órganos. Vemos relojes, fuentes artificiales, molinos y otras máquinas semejantes que, aun estando hechas sólo por hombres no dejan de tener la facultad de moverse por sí mismas de varios modos distintos; y me parece que no podría imaginar tantas clases de movimientos en ésta, que supongo hecha por las manos de Dios, ni atribuirle tanto artificio que no tengáis motivo para pensar que puede haber todavía más. (...) Os diré que cuando Dios una un alma racional a esta máquina, como pretendo deciros más adelante, le dará su sede principal en el cerebro, y la hará de tal naturaleza, que, según los diversos modos cómo se abran, por medio de los nervios, las estradas de los poros que hay en la superficie interior de este cerebro, tendrá distintos sentimientos. (Traité de l’homme, I, 1-2, III, 28.) La comunicación de las sustancias. Concibamos aquí que el alma tiene su sede principal en la pequeña glándula que hay en medio del cerebro, desde donde irradia a todo el resto del cuerpo por medio de los espíritus, los nervios e incluso la sangre, que, al participar de las impresiones de los espíritus, puede llevarlos por las arterias a todos los miembros; y, recordando lo que antes se ha dicho de la máquina de nuestro cuerpo, a saber: que los pequeños hilillos de nuestros nervios están distribuidos de tal modo por todas sus partes, que con ocasión de los diversos movimientos que allí se excitan por los objetos sensibles, abren de distinto modo los poros del cerebro, lo cual hace que los espíritus animales contenidos en esas cavidades entren de diferente manera en los músculos, por medio de lo cual pueden mover los miembros de todas las diversas maneras en que son capaces de moverse, y también que todas las demás causas que pueden mover de distinto modo los espíritus bastan para conducirlos a diversos músculos, añadamos aquí que la pequeña glándula que es la sede principal del alma está de tal modo suspendida entre las cavidades que contienen esos espíritus, que puede ser movida por ellos de tantos modos distintos como diversidades sensibles hay en los objetos; pero que también puede ser movida de diversas maneras por el alma, la cual es de tal naturaleza, que recibe tantas percepciones distintas como movimientos acontecen en esa glándula; como también, recíprocamente, la máquina del cuerpo está de tal modo compuesta, que, por el solo hecho de que esa glándula es movida de diversos modos por el alma o por cualquier otra causa posible, impulsa a los espíritus que la rodean
hacia los poros del cerebro, que los conducen por los nervios a los músculos, y por este medio les hace mover los miembros. (Traité des passions de l’âme, I, 34.) Incomprensibilidad de la comunicación. Ahora bien: que el espíritu, que es incorpóreo, pueda hacer moverse al cuerpo, ningún razonamiento ni comparación sacada de las demás cosas nos lo muestra, sino una certísima y evidentísima experiencia diaria; pues ésta es una de esas cosas que se conocen por sí mismas, y que oscurecemos cuando queremos explicarlas por otras. (Carta a Arnauld, 29-VII-1648.) La inmortalidad del alma humana. En la segunda (meditación), el espíritu, que haciendo uso de su propia libertad, supone que ninguna de las cosas de cuya existencia tiene la menor duda, existe, reconoce que es absolutamente imposible que, sin embargo, él no exista. Lo que también resulta muy útil, por cuanto, de esta manera, el espíritu distingue fácilmente lo que le pertenece, es decir, lo que pertenece a la naturaleza intelectual, de lo que pertenece al cuerpo. Mas como puede suceder que haya quien espere que en este punto exponga yo algunas razones para probar la inmortalidad del alma, creo que debo advertirle que, habiendo procurado no escribir nada en este tratado sin tener de ello demostraciones muy exactas, me he visto obligado a seguir un orden semejante al que siguen los geómetras, el cual consiste en exponer primero todo aquello de que depende la proposición buscada, antes de sacar conclusión alguna. Ahora bien: lo primero y principal que se necesita para conocer bien la inmortalidad del alma, es formar de ésta un concepto claro y preciso, enteramente distinto de las concepciones todas que podemos tener del cuerpo; esto es lo que se ha hecho aquí. Requiérese además saber que todas las cosas que concebimos clara y distintamente son verdaderas, del modo que las concebimos; cosa que no ha podido probarse hasta la cuarta meditación. Hace falta además tener una concepción distinta de la naturaleza corporal, concepción que se forma, parte en esta segunda y parte en la quinta y sexta meditaciones. Y por último, de todo esto hay que concluir que las cosas que concebimos clara y distintamente como sustancias diversas, v. gr., el espíritu y el cuerpo, son, en efecto, sustancias realmente distintas unas de otras, lo cual se ve en la sexta meditación; y esto se confirma también en esta misma meditación, porque no concebimos cuerpo alguno que no sea divisible, mientras que el espíritu o el alma del hombre no puede concebirse sino indivisible; pues, efectivamente, no podemos concebir media alma, cosa que podemos hacer con el más mínimo cuerpo; de suerte que se conoce que ambas naturalezas no sólo son diversas, sino hasta contrarias en cierto modo. Y si no he tratado más por lo menudo esta materia, en el presente escrito, ha sido porque basta para mostrar claramente que de la corrupción del cuerpo no se sigue la muerte del alma, y dar así al hombre la esperanza de otra vida después de la muerte; y también porque las premisas de que puede deducirse la inmortalidad del alma dependen de la explicación de toda la física: primero, para saber que, en general, todas las sustancias, es decir, todas las cosas que no pueden existir sin ser creadas por Dios, son por naturaleza incorruptibles y no pueden nunca cesar de ser, como no las reduzca a la nada Dios, negándoles su concurso; y también para advertir que el cuerpo, tomado en general, es una sustancia, por lo cual tampoco perece; pero que el cuerpo humano, puesto que es diferente de los otros cuerpos, está compuesto de cierta configuración de miembros y otros accidentes semejantes, mientras que el alma humana no está compuesta de accidentes y es una sustancia pura. Pues aun cuando todos sus accidentes están sujetos a cambio, concibiendo, por ejemplo, ciertas cosas, queriendo otras y sintiendo otras, etc., sin embargo el alma no cambia; el
cuerpo humano, por el contrario, se torna en cosa distinta, con sólo que la figura de alguna de sus partes cambie, de donde se sigue que el cuerpo humano puede bien fácilmente perecer, pero el espíritu o alma del hombre (no los distingo) es inmortal por naturaleza. (Meditationes de prima philosophia, resumen.) El hombre y Dios. No hay por qué extrañarse de que Dios, al crearme, haya puesto en mí esa idea (de Dios) para que sea como la marca del artífice impresa en su obra; y tampoco es necesario que esa marca sea algo diferente de la obra misma, sino que por sólo haberme creado Dios, es muy de creer que me ha producido, en cierto modo, a su imagen y semejanza, y que yo concibo esa semejanza, en la cual está contenida la idea de Dios, con la misma facultad por la que me concibo a mí mismo; es decir, que cuando hago reflexión sobre mí mismo, no sólo conozco que soy una cosa imperfecta, incompleta y dependiente, que sin cesar tiende y aspira a algo mejor y más grande que yo, que conozco también, al mismo tiempo, que ése, de quien dependo, posee todas esas grandes cosas a que yo aspiro y cuyas ideas hallo en mí; y las posee, no indefinidamente y sólo en potencia, sino gozando de ellas en efecto, en acto e infinitamente, y por eso es Dios. Y toda la fuerza del argumento que he empleado aquí para probar la existencia de Dios, consiste en que reconozco que no podría ser mi naturaleza la que es, es decir, que no podría tener yo en mí mismo la idea de Dios, si Dios no existiese verdaderamente. (Meditationes de prima philosophia, III.)
II.- PASCAL. Blas Pascal nace en 1623 y muere, antes de cumplir los cuarenta años, en 1662. Su vida precoz, atormentada y genial es bien conocida. Sus descubrimientos matemáticos, sus polémicas teológicas, su relación con los jansenistas franceses, determinan su figura, especialmente interesante y enigmática. Por otra parte, su pasión, su apelación a lo que llama “coeur”, su carácter de pensador agónico, como decía Unamuno, le han dado un extraordinario atractivo, no sin algún riesgo de equivocidad. La misma índole fragmentaria de toda su obra, y en particular de sus Pensamientos, ha contribuido a hacer difícil la recta comprensión del pensamiento pascaliano. En cierta medida –sobre todo en la medida en que se opone a él-, Pascal es cartesiano; no se puede entender a ningún pensador del XVII sin incluir en él una referencia –de cualquier signo que sea- a Descartes. Perro, por otra parte, Pascal es, rigurosamente, una mente cristiana; quiero decir con esto que su pensamiento filosófico está determinado por supuestos religiosos. El hombre filosofa siempre, quiera o no, desde una situación concreta, parcialmente histórica, y esa situación condiciona su filosofía; pues bien, la situación de que Pascal parte, si bien es en una dimensión el mundo intelectual cartesiano del XVII, es ante todo, simplemente, el cristianismo, en una de sus formas más vivas y auténticas. Esto se revela con la máxima claridad en su visión del hombre. Los Pensamientos inciden y reinciden una vez y otra sobre la realidad humana, y ésta aparece en ellos aprehendida en una peculiar y extraña inmediatez. Pascal subraya cartesianamente la esencia pensante del hombre, pero al mismo tiempo siente toda su constitutiva fragilidad, menesterosidad y miseria; es una caña, una caña pensante, llena de miseria y nihilidad, pero llena de grandeza porque conoce esa miseria y porque puede llegar a Dios. Esta radicalidad del punto de partida hace que Pascal aborde con rara agudeza el tema del hombre; porque no sólo lo considera como un ente dotado de propiedades
determinadas, sino que se detiene en la consideración directa de su vida y de los supuestos de ese vivir. La ontología del ente humano, que en Pascal está sólo esbozada, apunta, en cambio, a las dimensiones decisivas de aquél, con una actualidad que hoy resulta sorprendente comprobar. Su doctrina acerca del “corazón”, su análisis de la diversión, su íntima angustia por el problema de la inmortalidad personal, aprehenden, a veces sólo en forma de adivinaciones, estratos decisivos del ser del hombre, que hoy interesan más que nunca a la filosofía, porque, acaso por primera vez en la historia, está en situación de dar cumplida cuenta de ellos, o al menos intentarlo con medios proporcionados al alcance de las cuestiones que plantean. ** El hombre perdido. Cuando considero la escasa duración de mi vida, absorbida en la eternidad que la precede y que la sigue, el pequeño espacio que lleno, y aun que veo, hundido en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me estremezco y me asombro de verme aquí y no allí, porque no hay razón alguna para estar aquí más bien que allí, para existir ahora y no en otro momento. ¿Quién me ha puesto aquí? ¿Por orden y mandato de quién me ha sido asignado este lugar y este tiempo? Memoria hospitis unius diei praetereuntis (“La esperanza del impío es como el recuerdo del huésped de un día”, Sabiduría, V, 15). (88) ¿Por qué está limitado mi conocimiento?, ¿mi estatura?, ¿mi duración a cien años y no a mil? ¿Qué razón ha tenido la naturaleza de dármela tal, y de elegir este número mejor que otro, entre la infinidad de los cuales hay más razón de elegir uno que otro, ya que ninguno incita más que los demás? (89). ¡Cuántos reinos nos ignoran! (90). ¡El eterno silencio de estos espacios infinitos me aterra! (91). El coloquio interior. El hombre está hecho de tal modo, que a fuerza de decirle que es tonto, se lo cree; y, a fuerza de decírselo a sí mismo, se lo hace creer. Porque el hombre hace a solas una conversación interior, que importa dirigir bien: Corrumpunt mores bonos colloquia prava (“Las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres”, I Cor. XV, 33.). Es preciso mantenerse en silencio siempre que sea posible, y no conversar más que acerca de dios, que sabemos que es la verdad; y así se persuade uno mismo de ella. (102) Mudanza del hombre. Ya no ama a aquella persona que él amaba hace diez años. Lo creo: ella no es ya la misma, ni él tampoco. Él era joven y ella también; ella es otra completamente distinta. Él la amaría aún quizá tal como era entonces. (113) El yo. El “yo” es odioso: -Vos, Miton, lo encubrís, pero no por esto lo elimináis; sois, pues, siempre odioso. –No, porque al proceder, como procedemos, cortésmente con todo el mundo, no hay motivo para odiarnos. –Esto sería verdad si en el “yo” no se odiara más que el disgusto que nos produce. Pero si lo odio porque es injusto, porque se erige en centro de todo, lo odiaré siempre. En una palabra, el “yo” tiene dos cualidades: es injusto en sí, por hacerse centro de todo; es incómodo para los demás, porque quiere someterlos; porque cada “yo” es el enemigo y quisiera ser el tirano de todos los demás. Vos elimináis la incomodidad, pero no la injusticia; y así no lo hacéis amable a quienes odian su injusticia: no lo hacéis
amable sino para los injustos que no encuentran en él su enemigo, y permanecéis así injusto y no podéis agradar sino a los injustos. (136) Cada uno es un todo para sí mismo, porque, muerto él, todo hay muerto para sí. Y de ahí viene que cada uno crea ser todo para todos. No hay que juzgar de la naturaleza según nosotros, sino según ella. (139) El afán de gloria. La vanidad está tan anclada en el corazón del hombre, que un soldado, un granuja, un cocinero, un mozo de cuerda, se jacta y quiere tener sus admiradores; y los mismos filósofos lo quieren; y los que escriben en contra quieren tener la gloria de haber escrito bien; y los que los leen quieren tener la gloria de haber leído bien; y yo, que escribo esto, tengo quizá este deseo; y tal vez los que lo lean... (153). La Felicidad Imposible. La naturaleza nos hace siempre desgraciados en todos los estados, nuestros deseos nos fingen un estado feliz, porque añaden al estado en que estamos los placeres del estado en que no estamos; y, cuando llegásemos a estos placeres, no seríamos felices por esto, porque tendríamos otros deseos conformes a este nuevo estado. (167) No nos limitamos jamás al tiempo presente. Anticipamos el porvenir como demasiado lento en venir, como para apresurar su curso; o recordamos el pasado para detenerlo como demasiado pronto, tan imprudentes que erramos en los tiempos que no son nuestros, y no pensamos en el único que nos pertenece; y tan vanos que pensamos en los que ya no son nada, y dejamos escapar sin reflexión al único que subsiste. ES que de ordinario el presente nos lastima. Lo ocultamos de nuestra vista, porque nos aflige, y si nos es agradable, nos pesa el verlo escapar. Tratamos de sostenerlo para el porvenir, y pensamos en disponer las cosas que no están en nuestro poder, para un tiempo a que no estamos seguros de llegar. Examine cada cual sus pensamientos, y los encontrará completamente ocupados en el pasado y en el porvenir. Apenas pensamos en el presente; y si pensamos en él, no es sino para pedirle luz para disponer del porvenir. El presente jamás es nuestro fin: el pasado y el presente son nuestros medios, sólo el porvenir es nuestro fin. Así, jamás vivimos, sino esperamos vivir; y disponiéndonos siempre a ser felices, es inevitable que no lo seamos jamás. (168) El sentimiento de la falsedad de los placeres presentes y la ignorancia de la vanidad de los placeres ausentes causan la inconstancia. (170) La diversión. Este hombre, tan afligido por la muerte de su mujer y de su único hijo, que tiene esta gran desgracia que le atormenta, ¿de dónde le viene que en este momento no esté triste, y que se le vea tan libre de todos estos pensamientos penosos e inquietantes? No hay que asombrarse: le acaban de echar una pelota, y es preciso que se la devuelva a su compañero; está ocupado en cogerla al caer del tejado, para ganar una partida; ¿cómo queréis que piense en sus asuntos, teniendo entre manos este otro quehacer? He ahí un cuidado digno de ocupar a esta gran alma, y de apartarle del espíritu todo otro pensamiento. A este hombre, nacido para conocer el universo, para juzgar acerca de todas las cosas, para regir todo un Estado, vedle aquí ocupado y todo lleno de preocupación por cazar una liebre. Y si no se rebaja a esto y quiere estar siempre tenso, será aún más tonto, porque querrá elevarse por encima de la humanidad, y no es más que un hombre, a fin de cuentas, es decir, capaz de todo y de mucho, de todo y de nada: no es ni ángel ni bestia, sino hombre. (76) Los pies en la tierra.
El ejemplo de la castidad de Alejandro no ha hecho tantos continentes como intemperantes el de su embriaguez. No es vergonzoso no ser tan virtuoso como él, y parece digno de excusa no ser más vicioso que él. Se cree que no se ha caído del todo en los vicios de la generosidad de los hombres, cuando se ve uno en los vicios de estos grandes hombres; y sin embargo no se fija uno en que en esto pertenecen a la generalidad de los hombres. Se tiene que ver con ellos por el extremo por el que ellos tienen que ver con el pueblo; porque, por elevados que estén, siempre están unidos a los hombres menores por algún sitio. No están colgados en el aire, completamente abstraídos de nuestra convivencia. No, no; si son más grandes que nosotros, es porque tienen la cabeza más alta; pero tienen los pies tan bajos como los nuestros. Por ello todos están al mismo nivel, y se apoyan sobre la misma tierra; y por esta extremidad están tan abatidos como nosotros, como los más pequeños, como los niños, como las bestias. (182) Vanidad de las ciencias. La ciencia de las cosas exteriores no me consolará de la ignorancia de la moral, en los momentos de aflicción; pero la ciencia de las costumbres me consolará siempre de la ignorancia de las ciencias exteriores. (196) Aburrimiento. Nada tan insoportable para el hombre como estar en pleno reposo, sin pasiones, sin quehaceres, sin divertimiento, sin aplicación. Siente entonces su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. Inmediatamente surgirán del fondo de su alma el aburrimiento, la melancolía, la tristeza, la pena, el despecho, la desesperación. (201) La miseria del hombre. El hombre está visiblemente hecho para pensar; ello constituye toda su dignidad y todo su mérito; todo su deber consiste en pensar como es debido. Ahora bien: el orden del pensamiento está en comenzar por sí mismo, por su autor y por su fin. Pero ¿en qué piensa el mundo? Jamás piensa en esto, sino en bailar, en tocar el laúd, el cantar, en hacer versos, correr la sortija, etc.; en luchar, en hacerse rey, sin pensar en qué es ser rey y qué es ser hombre. (210) Miseria. –La única cosa que nos consuela de nuestras miserias es el divertimiento y, sin embargo, es la más grande de nuestras miserias. Porque es lo que nos impide principalmente pensar en nosotros, y lo que nos hace perdernos insensiblemente. Sin ello nos veríamos aburridos, y este aburrimiento nos impulsaría a buscar un medio más sólido de salir de él; pero el divertimiento nos divierte y nos hace llegar insensiblemente a la muerte. (217) Diversión. –Es más fácil soportar la muerte sin pensar en ella, que el pensamiento de la muerte sin peligro alguno. (218) La naturaleza del hombre. La naturaleza del hombre se considera de dos maneras: una, según su fin, y entonces es grande e incomparable; otra, según su multitud, como se juzga de la naturaleza del caballo y del perro, por la multitud, viéndoles correr, et animum arcendi; y entonces el hombre es abyecto y vil. He aquí las dos vías que hacen juzgar de él diversamente y que hacen disputar tanto a los filósofos. Porque el uno niega la suposición del otro; el uno dice; “No ha nacido para este fin, porque todas sus acciones le repugnan”; el otro dice: “Se aleja de su fin cuando realiza estas acciones bajas”. (254) La grandeza del hombre.
La grandeza del hombre es grande porque se conoce miserable. Un árbol no se conoce miserable. Es ser miserable saberse miserable; pero es grande conocer que se es miserable. (255) No se es miserable sin sentimiento: una casa arruinada, no lo es. Nada hay miserable sino el hombre. Ego vir virdens. (256) Yo puedo concebir perfectamente un hombre sin manos, pies, cabeza (porque sólo la experiencia nos enseña que la cabeza es más necesaria que los pies). Pero yo no puedo concebir al hombre sin pensamiento: sería una piedra o un bruto. (258) El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua, bastan para matarlo. Pero, aun cuando el universo le aplastara, el hombre sería todavía más noble que lo que le mata, porque sabe que muere, y lo que el universo tiene de ventaja sobre él; el universo no sabe nada de esto. Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento. Por aquí hemos de levantarnos, y no por el espacio y la duración que no podemos llenar. Trabajemos, pues, en pensar bien; he aquí el principio de la moral. (264) Caña pensante. –No es en el espacio donde debo buscar mi dignidad, sino en el arreglo de mi pensamiento. No poseería más aunque poseyera tierras: por el espacio, el universo me comprende y me devora como un punto; por el pensamiento, yo lo comprendo. (265) La grandeza del hombre. –La grandeza del hombre es tan visible, que se deriva hasta de su miseria. Porque lo que es naturaleza en los animales, le llamamos en el hombre miseria, por lo cual reconocemos que su naturaleza, siendo hoy parecida a la de los animales, está caída de una naturaleza mejor, que le era propia en otro tiempo. Porque ¿quién se siente desgraciado por no ser rey, sino un rey destronado? ¿Se consideraba desgraciado a Paulo Emilio por no ser ya cónsul? Al contrario, todo el mundo encontraba que era dichoso por haberlo sido, porque no era propio de su condición serlo siempre. Pero se encontraba a Perseo tan desgraciado por no ser ya rey, porque su condición era serlo siempre, que resultaba extraño que soportara la vida. ¿Quién se siente desgraciado por no tener más que una boca? ¿Y quién no se sentiría desdichado por no tener más que un ojo? A nadie se le ha ocurrido nunca tal vez afligirse por no tener tres ojos, pero nadie se consuela de no tener ninguno. (268) Deseamos la verdad, y sólo incertidumbre encontramos en nosotros. Buscamos la felicidad, y no encontramos más que miseria y muerte. Somos incapaces de dejar de anhelar la verdad y la dicha, y somos incapaces de certidumbre y de felicidad. Nos ha sido dejado este deseo, tanto para castigarnos como para hacernos sentir de dónde hemos caído. (270) La mayor bajeza del hombre es el buscar la gloria, pero es esto mismo la mayor marca de su excelencia; porque, sea lo que quiera lo que posee en la tierra, sean cualesquiera la salud y la comodidad esenciales que tenga, no está satisfecho si no es estimado por los hombres. Estima tanto la razón humana, que, cualquier ventaja que tenga en la tierra, si no está colocado también ventajosamente en la razón humana, no está contento. Es el mejor puesto del mundo: nada puede apartarlo de este deseo, y es la cualidad más inefable el corazón del hombre. Y los que más desprecian a los hombres, y los igualan a las bestias, también quieren ser admirados y creídos, y se contradicen a sí mismos por sus propios sentimientos; su naturaleza, que es más fuerte que todo, los convence de la grandeza del hombre más fuertemente que la razón de su bajeza. (276) ¿Qué es el yo? De un hombre que se asoma a la ventana para ver a los que pasan, ¿puedo yo decir, si paso por allí, que se ha asomado a verme? No; porque no piensa en mí en particular. Pero el que ama a alguien a causa de su belleza, ¿lo ama? No; porque la viruela, que matará la belleza sin matar a la persona, hará que la deje de amar.
Y si se me ama por mi mente, por mi memoria, ¿se me ama a mí? No; porque yo puedo perder estas facultades sin perderme a mí mismo. ¿Dónde está ese yo, si no está ni en el cuerpo ni en el alma? ¿Y cómo amar el cuerpo o el alma, sino por esas cualidades, que no son las que constituyen el yo, puesto que son perecederas? Porque ¿amaría uno la sustancia del alma de una persona abstractamente, y cualesquiera que fuesen sus cualidades? Esto es imposible, y sería injusto. No se ama, pues, nunca a nadie, sino solamente sus cualidades. Por tanto, no nos burlemos más de los que se hacen honrar con cargos y empleos, porque no se ama a nadie más que por cualidades que tiene en préstamo. (306) Grandeza y miseria. –Como la miseria se infiere de la grandeza, y la grandeza de la miseria, los unos han inferido tanto más la miseria, cuanto que han tomado como prueba la grandeza; y como los otros infieren la grandeza con tanta más fuerza, cuanto que la han inferido de la miseria misma, todo lo que han podido decir unos para mostrar la grandeza sólo ha servido de argumento a los otros para inferir la miseria, pues se es tanto más miserable cuando se ha caído de más alto; y los otros, al contrario. Se han lanzado unos contra otros en un círculo sin fin: pues es cierto que a medida que los hombres tienen luces, encuentran grandeza y miseria en el hombre. En una palabra, el hombre conoce que es miserable: es, pues, miserable, puesto que lo es; pero es realmente grande, puesto que lo conoce. (314) Censuro igualmente a los que se dedican a alabar al hombre, los que se dedican a censurarlo y a los que se dedican a divertirse; y no puedo aprobar más que a los que buscan gimiendo. (333) Muerte e inmortalidad. Mazmorra. –Me parece bien que no se profundice acerca de la opinión de Copérnico; ¡pero en esto...! Concierne a toda la vida saber si el alma es mortal o inmortal. (346) Es indudable que el que sea el alma mortal o inmortal condiciona absolutamente la moral. Y, sin embargo, los filósofos han concluido su moral independientemente de esto: se piensan el detenerse una hora en ello. (347) (...) ¿Qué es lo que siente placer en nosotros? ¿la mano?, ¿el brazo?, ¿la carne?, ¿la sangre?; se verá que es preciso que sea algo inmaterial. (355) Inmaterialidad del alma. –Los filósofos que han domado sus pasiones, ¿qué materia lo han podido hacer? (356). Ateos. -¿Qué razón tienen para decir que no se puede resucitar? ¿Qué es más difícil, nacer o resucitar, que sea lo que nunca ha sido, o que lo que ha sido siga siendo? ¿Es más difícil llegar a ser que volver a ser? La costumbre nos representa lo uno fácil; la falta de costumbre nos hace lo otro imposible: ¡popular manera de juzgar! ¿Por qué una virgen no puede dar a luz? Una gallina, ¿no pone huevos sin gallo? ¿Quién los distingue por fuera de los otros? ¿Y quien nos ha dicho que la gallina no puede formar ese germen tan bien como el gallo? (357). La relación del hombre con Dios. No hay más que tres clases de personas: unas que, habiendo encontrado a Dios, le sirven; otras que, no habiéndolo encontrado, se dedican a buscarlo; otras que viven sin buscarlo ni haberlo encontrado. Los primeros son razonables y felices; los últimos son locos y desgraciados; los de en medio son desgraciados y razonables. (364) Yo siento que podía no haber sido, porque el yo consiste en mi pensamiento; por tanto, yo que pienso no habría sido, si hubiesen matado a mi madre antes que yo hubiera sido animado; yo no soy, pues, un ente necesario. Tampoco soy eterno, ni infinito; pero yo veo claramente que hay en la naturaleza un ente necesario, eterno e infinito. (443) Los hombres toman frecuentemente su imaginación por su corazón; y creen estar convertidos desde que piensan en convertirse. (475)
El corazón. El corazón tiene sus razones que la razón no conoce; se sabe esto en mil cosas. Yo digo que el corazón ama naturalmente al ser universal, y se ama naturalmente a sí mismo, en la medida que se entrega; y se endurece contra el uno o contra el otro a su antojo. Habéis rechazado lo uno y conservado lo otro: ¿es que os amáis por razón? (477). Conocemos la verdad, no solamente por la razón, sino también por el corazón; de esta manera es como conocemos los primeros principios y es inútil que el razonamiento, que no tiene parte en ello, trate de combatirlos. Los pirronianos, que no tienen sino este objeto, trabajan inútilmente. Sabemos que no soñamos; cualquiera que sea la impotencia en que nos encontremos para probarlo por razón, esta impotencia no implica sino la flaqueza de nuestra razón, y no la incertidumbre de todos nuestros conocimientos, como pretenden ellos. Porque el conocimiento de los principios primeros, tales como el que hay espacio, movimiento, números, es tan firme o más que el que nos confieren todos nuestros razonamientos. Y es menester que la razón se apoye sobre estos conocimientos del corazón y del instinto, y que fundamente en ellos todo su discurso. (El corazón siente que hay tres dimensiones en el espacio, y que los números son infinitos; y la razón demuestra después que no hay dos números cuadrados tales que el uno sea el doble del otro. Los principios se sienten, las proposiciones se concluyen; y el todo con certeza, aunque por vías diferentes.) Y es tan inútil y ridículo que la razón pida al corazón pruebas de sus primeros principios, para poder asentir a ellos, como lo sería que el corazón pidiera a la razón un sentimiento de todas las propiedades que demuestra, para querer recibirlas. Esta impotencia no debe servir sino para humillar a la razón, que quisiera juzgar de todo, pero no para combatir nuestra certeza, como si no hubiese más que la razón capaz de instruirnos. ¡Pluguiera a Dios, por el contrario, que jamás tuviéramos necesidad de ella y que conociésemos todas las cosas por instinto y por sentimiento! Pero la naturaleza nos ha negado este bien; por el contrario, no nos ha dado sino muy pocos conocimientos de esta suerte; todos los demás no pueden adquirirse sino por razonamiento. Y por esto aquellos a quienes Dios ha dado la religión por sentimiento del corazón son muy felices y están muy legítimamente persuadidos. Pero a quienes no la tienen no podemos dársela sino por razonamiento, esperando que Dios se la dé por sentimiento del corazón, sin lo cual la fe no será sino humana e inútil para la salvación. (479)
III.- MALEBRANCHE. Nicolás Malebranche nació en 1638 y murió en 1715. Después de estudiar filosofía escolástica en el Collège de la Marche, con la misma decepción que Descartes en la Flèche, y teología en la Sorbona, ingresó, en 1660, en la Congregación del Oratorio, que había fundado en 1611 el cardenal Pierr de Bérulle, con el fin de reunir a un grupo de sacerdotes que se dedicasen al estudio y a su ministerio, con gran libertad, sin votos ni reglas. Cuatro años después, Malebranche entró un día en una librería, y allí le mostraron el Traité de l’homme, de Descartes, recién publicado; Malebranche lo empezó a leer con interés creciente, lo compró y prosiguió su lectura con emoción vivísima: habían encontrado, al fin, el método intelectual que habría de seguir en adelante. Esta profunda agitación de Malebranche en presencia del método cartesiano, aun siendo éste ajeno y recibido, aclara la significación decisiva que para Descartes tuvo su descubrimiento, y a la vez llama la atención sobre el alcance de este nuevo modo de acercarse a las cosas.
Desde entonces, Malebranche fue un cartesiano, el más agudo e importante de los franceses. La formación eclesiástica de los oratorios se nutría, más que de Aristóteles y Santo Tomás, de Platón y San Agustín; encontró en estos filósofos una como preparación al cartesianismo, y abordó decididamente una conciliación independiente y original de la filosofía de Descartes –sobre todo la física y la distinción entre el cuerpo y el alma- con la teología agustiniana. Después, Malebranche recibió el influjo del filósofo Arnold Geulinex, profesor en Lovaina y en Leiden, de quien recogió la orientación hacia el ocasionalismo, que, por lo demás, está anticipado en Descartes. En 1674-75 publicó Malebranche su obra capital que contiene todo lo más importante de su filosofía: De la recherche de la vérité. Hay dos puntos capitales en la filosofía de Malebranche que afectan a su antropología: el ocasionalismo y la doctrina de la visión en Dios. El idealismo, que ha distinguido radicalmente la realidad del yo de la del mundo –incluyendo en éste el propio cuerpo-, se ha tenido que plantear el problema de la comunicación de las sustancias: ¿cómo puede actuar la sustancia pensante sobre la extensa, o a la inversa? El conocimiento, por una parte, y la vida psicofísica del hombre, por otra, resultan fenómenos casi incomprensibles. ¿Cómo puedo mover mi cuerpo extenso, yo, que soy sustancia espiritual totalmente distinta? Ya vimos cómo Descartes, después de intentar explicar una misteriosa acción del alma sobre el cuerpo, desde su sede en la glándula pineal, reconocía la imposibilidad de dar cuenta de esa comunicación, que quedaba referida a Dios. Malebranche da un paso más y se adhiere plenamente al ocasionalismo: no hay comunicación real entre las sustancias; sólo Dios hace que se correspondan, porque con ocasión de un movimiento de la res extensa provoca en mi alma una idea o percepción y, a la inversa, con ocasión de un acto de voluntad mía produce un movimiento en los cuerpos extensos, por ejemplo, en mi brazo, que parece moverse dócilmente por mi influjo directo. Respecto al fenómeno del conocimiento, Malebranche toma una actitud aún más extremada. No sólo vemos las cosas por medio de Dios, sino en Dios. Las ideas de la mente divina, espirituales como nosotros, nos son accesibles, y en ellas contemplamos las cosas. Si no viéramos a Dios, no veríamos nada. Claro es que Malebranche advierte que no vemos a Dios tal como es en sí mismo, sino de un modo imperfecto, y constantemente trata de evitar el error; pero insiste demasiado en la visión directa de Dios, aunque sea imperfecta, y en cierto sentido invierte los términos del texto paulino según el cual se ve a Dios per ea quae facta sunt, por las cosas creadas: en Malebranche, por el contrario, se ven en Dios las cosas. Éste es un error más grave, al que no consigue escapar, pese a sus esfuerzos. La antropología de Malebranche queda determinada, pues, por una doble dimensión: un dualismo extremado, es decir, un espiritualismo radical, y una constante referencia a Dios. El hombre, que no existe sin su cuerpo, es menos comprensible aún sin Dios, que es “el lugar de los espíritus”. En rigor, el espíritu humano ocupa un puesto intermedio entre su cuerpo y la Divinidad, con relación aún más esencial con esta última. Por esto decía Fontenelle, al hablar del sistema de Malebranche, que estaba lleno de Dios. *** El espíritu, el cuerpo y Dios. Es espíritu del hombre se encuentra, por su naturaleza, como situado entre su creador y las criaturas corporales; pues según San Agustín, no hay nada por encima de él sino Dios, ni nada por debajo más que los cuerpos. Pero así como la gran elevación en que está por encima de todas las cosas materiales no impide que esté unido a ellas, y que incluso dependa en cierto modo de una porción de la materia, tampoco la distancia infinita que hay entre el Ente supremo y el espíritu del hombre impide que esté unido a
él inmediatamente y de un modo muy íntimo. Esta última unión lo eleva sobre todas las cosas. Por ella recibe su vida, su luz y toda su felicidad; y San Agustín nos habla, en mil lugares de sus obras, de esta unión como de la que es más natural y más esencial al espíritu. Por el contrario, la unión del espíritu con el cuerpo rebaja infinitamente al hombre; y es hoy la causa principal de todos los errores y de todas las miserias. No me extraña que la mayoría de los hombres, o los filósofos paganos, no consideren el alma más que su relación y su unión con el cuerpo, sin reconocer la relación y la unión que tiene con Dios; pero me sorprende que filósofos cristianos, que deben preferir el espíritu de Dios al espíritu humano, Moisés a Aristóteles, San Agustín a algún miserable comentador de un filósofo pagano, consideren más el alma como la forma del cuerpo que como hecha a imagen y para imagen de Dios, es decir, según San Agustín, para la verdad, a la que sólo ella está inmediatamente unida. Es cierto que está unida al cuerpo y que es naturalmente su forma; pero también es cierto que está unida a Dios de un modo mucho más estrecho y mucho más esencial. Esa relación que tiene con su cuerpo podría no existir; pero la relación que tiene con Dios es tan esencial, que es imposible concebir que Dios pueda crear un espíritu sin esa relación. Es evidente que Dios sólo puede obrar para sí mismo, que sólo puede crear los espíritus para que lo conozcan y lo amen, que no puede darles ningún conocimiento ni imprimirles ningún amor que no sea para él y que no tienda hacia él; pero pudo no unir a unos cuerpos los espíritus que ahora están unidos a ellos. Así, la relación que los espíritus tienen con Dios es natural, necesaria y absolutamente indispensable; pero la relación de nuestro espíritu con nuestro cuerpo, aunque natural para nuestro espíritu, no es absolutamente necesaria ni indispensable. (...) El pecado del primer hombre ha debilitado de tal modo la unión de nuestro espíritu con Dios, que sólo se hace sentir a aquellos cuyo corazón está purificado, y su espíritu iluminado; pues esa unión parece imaginaria a todos los que siguen ciegamente el juicio de los sentidos y los movimientos de las pasiones. Por el contrario, ha fortalecido de tal modo la unión de nuestra alma con nuestro cuerpo, que nos parece que estas dos partes de nosotros mismos no son ya más que una misma sustancia; o, mejor dicho, nos ha sometido de tal manera a nuestros sentidos y a nuestras pasiones, que nos inclinamos a creer que nuestro cuerpo es la principal de las dos partes de que estamos compuestos. Cuando se consideran las diversas ocupaciones de los hombres, hay motivo para creer que tienen una opinión tan baja y tan grosera de sí mismos. Pues como todos aman la felicidad y la perfección de su ser, y sólo trabajan para hacerse más dichosos y perfectos, ¿no debe juzgarse que estiman más sus cuerpos y los bienes del cuerpo que su espíritu y los bienes del espíritu, cuando se los ve casi siempre ocupados de las cosas que se relacionan con los cuerpos, y que casi nunca piensan en las que son absolutamente necesarias para la perfección de su espíritu? (...) El alma, aunque unida al cuerpo de un modo estrechísimo, no deja de estar unida a Dios, y al mismo tiempo que recibe por medio de su cuerpo esos sentimientos vivos y oscuros que le inspiran sus pasiones, recibe de la verdad eterna, que preside su espíritu, el conocimiento de su deber y de sus desórdenes. Cuando su cuerpo la engaña, Dios la desengaña; cuando la halaga, Dios la hiere, y cuando la alaba y le aplaude, Dios le hace interiormente sangrientos reproches y la condena mostrándole una ley más pura y más santa que la de la carne a quien ha seguido. (...) Cuando veamos a Dios tal como es, seremos semejantes a él, dice el apóstol San Juan. Nos elevaremos, por esa contemplación de la verdad eterna, a ese grado de grandeza al que tienden todas las criaturas espirituales por necesidad de su naturaleza. Pero mientras estamos en la tierra, el peso del cuerpo hace pesado al espíritu; lo aparta incesantemente de la presencia de su Dios, o de esa luz interior que lo ilumina, hace constantes esfuerzos para fortalecer su unión con los objetos sensibles y le obliga a
representarse todas las cosas, no según lo que son en sí mismas, sino según la relación que tienen con la conservación de la vida. (...) La ciencia del hombre. El más bello, más agradable y más necesario de todos nuestros conocimientos es, sin duda, el conocimiento de nosotros mismos. De todas las ciencias humanas, la ciencia del hombre es la más digna del hombre. Sin embargo, esta ciencia no es la más cultivada ni la más acabada que tenemos; la mayoría de los hombres la descuida enteramente. Incluso entre los que presumen de ciencia, hay muy pocos que se apliquen a ella, y muchos menos que la cultiven con éxito. La mayoría de los que pasan por inteligentes en el mundo sólo muy confusamente ven la diferencia esencial que hay entre el espíritu y el cuerpo. San Agustín mismo, que ha distinguido tan bien estos dos entes, confiesa que estuvo mucho tiempo sin poder reconocerla. Y aunque hay que conceder que ha explicado mejor las propiedades del alma y del cuerpo que todos los que lo han precedido y lo han seguido hasta nuestro siglo, no obstante sería de desear que no hubiera atribuido a los cuerpos que nos rodean todas las cualidades sensibles que advertimos por medio de ellos; pues no están claramente contenidas en la idea que tenía de la materia. De manera que puede decirse con alguna seguridad que no se ha conocido con bastante claridad la diferencia entre el espíritu y el cuerpo hasta hace algunos años (nota: en alusión al Descartes). Unos se imaginan conocer bien la naturaleza del espíritu. Otros varios están persuadidos de que no es posible conocer nada de ella. La mayoría, por último, no ven de qué utilidad es ese conocimiento, y por esta razón lo desprecian. Pero todas estas opiniones tan comunes son más efectos de la imaginación y de la inclinación de los hombres que consecuencias de una visión clara y distinta de su espíritu. Es que sienten desagrado y disgusto al entrar en sí mismos para reconocer sus flaquezas y sus debilidades, y se complacen en las investigaciones curiosas y en todas las ciencias que tienen algún brillo. Estando siempre fuera de sí mismos, no se dan cuenta de los desórdenes que en ellos ocurren. Piensan que están bien porque no se sienten. (...) Los hombres no han nacido para ser astrónomos o químicos, para pasarse toda la vida colgados de un anteojo o pegados a un hornillo y sacar después consecuencias bastante inútiles de sus laboriosas observaciones. (...) ¿Se hacen por esto más sabios y más felices? Acaso han logrado cierta reputación en el mundo; pero si han reparado en ello, esta reputación no ha hecho más que ampliar su servidumbre. Los hombres pueden considerar la astronomía, la química y casi todas las demás ciencias como diversiones de un buen señor; pero no deben dejarse sorprender por su brillo, ni preferirlas a la ciencia del hombre. (De la recherche de la vérité, prefacio.) La visión de Dios. Es absolutamente necesario que Dios tenga en sí mismo las ideas de todos los entes que ha creado, puesto que de otro modo no hubiera podido producirlos, y así ve todos esos entes considerando las perfecciones que él encierra, con las que ellos tienen relación. Hay que saber además que Dios está estrechísimamente unido a nuestras almas por su presencia, de suerte que se puede decir que es el lugar de los espíritus, del mismo modo que los espacios son en cierto modo el lugar de los cuerpos. Supuestas ambas cosas, es cierto que el espíritu puede ver lo que hay en Dios que representa los entes creados, puesto que es muy espiritual, muy inteligible y muy presente al espíritu. Así el espíritu puede ver en Dos las obras de dios supuesto que Dios quiera descubrirle lo que hay en él que las representa. (...) Pero hay que observar bien que, de que los espíritus vean todas las cosas en Dios de este modo, no se puede inferir que vean la esencia de Dios. La esencia de Dios es su ser absoluto, y los espíritus no ven la sustancia divina tomada absolutamente, sino
sólo en tanto que relativa a las criaturas o participable por ellas. Lo que ven en Dios es imperfectísimo, y Dios es perfectísimo. Ven materia visible, figurada, etc. Y en Dios no hay nada que sea divisible o figurado, pues Dios es todo ser, porque es infinito y lo comprende todo; pero no es ningún ente particular. Sin embargo, lo que nosotros vemos no es más que uno o varios entes en particular, y no comprendemos esa perfecta simplicidad de Dios que encierra todos los entes. Aparte de que puede decirse que no se ven tanto las ideas de las cosas, como las cosas mismas que las ideas representan; pues cuando se ve un cuadrado, por ejemplo, no se dice que se ve la idea de ese cuadrado, que está unida al espíritu, sino sólo el cuadrado que está en el exterior. (...) Es cierto que las ideas son eficaces, puesto que actúan en el espíritu y lo iluminan, puesto que lo hacen feliz o desgraciado mediante las percepciones agradables o desagradables con que lo afectan. Pero nada puede actuar inmediatamente sobre el espíritu si no es superior a él; nada puede hacerlo, sino sólo Dios; pues sólo el autor de nuestro ser puede cambiar sus modificaciones. Por tanto, es necesario que todas nuestras ideas se encuentren en la sustancia eficaz de la Divinidad, única que es inteligible o capaz de iluminarnos, porque sólo ella puede afectar a las inteligencias. “Insinuavit nobis Christus –dice San Agustín-, animam humanam et mentem rationalem non vegetari, non beatificari, non illuminari nisi ab ipsa substantia Dei.” (...) Dios no puede, pues, hacer un espíritu para que conozca sus obras, ni ese espíritu no ve de algún modo a dios al ver sus obras. De suerte que puede decirse que si no viéramos a Dios de algún modo, no veríamos cosa alguna; de igual modo que si no amásemos a Dios, quiero decir, si Dios no imprimiera incesantemente en nosotros el amor al bien en general, no amaríamos ninguna cosa. (De la recherche de la vérité, libr. III, parte II, cap. VI.)
IV.- SPINOZA. Baruch Spinoza, el judío holandés de Ámsterdam, de origen español, nació en 1632 y murió, después de una vida breve y oscura, dedicada al pulimento de cristales ópticos y a la meditación filosófica, en 1677. Spinoza es un cartesiano, hasta el punto de que escribe una versión en forma geométrica de los Principios de Descartes; pero hay en él otros elementos, procedentes de su formación personal, que alteran profundamente ese cartesianismo. Por una parte, tiene raíces judaicas, desde Maimónides y la Cábala medieval; además, conoce a los escolásticos, y entre ellos –más o menos directamente- a Suárez; tiene gran familiaridad con los filósofos y físicos renacentistas y, sobre todo, a la base de su metafísica –especialmente de su ética- se encuentra un hondo influjo estoico. En manos de Spinoza, la definición cartesiana de sustancia como realidad independiente se extrema, hasta el punto de que sólo puede haber una sustancia sola, que se identifica con la naturaleza y, a la vez, con Dios. De ahí su panteísmo, que condiciona toda su filosofía. Y desde este punto de partida, Spnoza intenta interpretar, de un modo estrictamente racionalista y mecanicista, la realidad entera, que aparece reducida al ser de los atributos o modos de la sustancia divina. Para esto escribe su Ethica ordine geométrico demonstrata, en un estilo que reproduce el de los libros matemáticos, lo que me ha obligado casi siempre a tomar sólo los enunciados de las proposiciones en esta selección, prescindiendo de la demostración de cada una, porque encierra referencias a otras proposiciones no incluidas. La antropología de Spinoza recibe de su panteísmo y de su influencia estoica un sello característico. La referencia a Dios, que aparece a lo largo de la historia de la filosofía,
se convierte en Spinoza en algo más: el ser del hombre es interpretado por él no ya en relación con Dios, sino en Dios mismo, como un modo de ser de Dios. Y, por otra parte, como ese Dios es la Naturaleza (Natura sive Deus), el hombre es un ente rigurosamente natural, una parte de la Naturaleza. Finalmente, la interpretación del ser del hombre como afán consciente de perseverar en su ser, que abre paso a la metafísica leibniziniana, constituye tal vez el hallazgo más hondo y feliz de Spinoza. ** El alma humana. Hay que pasar ya a la sustancia creada, que hemos dividido en extensa y pensante. Por sustancia extensa entendíamos la materia o la sustancia corpórea. Por sustancia pensante, sólo las almas humanas. (...) El alma humana no procede de un intermediario, sino que es creada por Dios; pero no se sabe cuándo es creada. –Volvamos, pues, a las almas humanas, de las que ya faltan por decir pocas cosas; sólo hemos de advertir que nada hemos dicho acerca del tiempo de la creación del alma humana, porque no consta de un modo suficiente en qué tiempo la crea Dios, ya que puede existir sin cuerpo. Lo que es cierto es que no se procede de un intermediario, pues esto sólo acontece en las cosas que se engendran, es decir, en los modos de alguna sustancia; pero la sustancia misma no puede ser engendrada, sino sólo creada por el único Omnipotente, como ya demostramos antes. En qué sentido es mortal el alma humana. –Para añadir algo acerca de su inmortalidad, es suficientemente cierto que no podemos decir de ninguna cosa creada que repugne a su naturaleza ser destruida por la potencia de Dios. Pues quien tuvo poder para crear una cosa, también lo tiene para destruirla. Añádase lo que ya demostramos bastante, que ninguna cosa creada puede existir por su naturaleza ni siquiera un momento, sino que es recreada continuamente por Dios. En qué sentido es inmortal. –Pero aunque es así, vemos sin embargo de un modo claro y distinto que no tenemos ninguna idea por la que concibamos que se destruya una sustancia, así como tenemos ideas de la corrupción y la degeneración de los modos. Pues comprendemos claramente, cuando consideramos la sustancia corpórea, que ésta pueda aniquilarse. Por último, el filósofo no busca lo que el sumo poder de Dios puede hacer, sino que juzga acerca de la naturaleza de las cosas, según las leyes que Dios ha establecido para ellas; por lo cual juzga que es fijo y seguro aquello cuya fijeza y seguridad se infieren de esas leyes; aunque no niegue que Dios puede alterar esas leyes y todas las demás cosas. Por lo cual tampoco nosotros indagamos, cuando hablamos del alma, qué puede hacer Dios, sino sólo qué se sigue de las leyes de la naturaleza. Demostración de su inmortalidad. –Puesto que de éstas se sigue claramente que una sustancia no puede destruirse ni por sí ni por otra sustancia creada, como ya demostramos antes abundantemente, si no me engaño, nos vemos obligados por las leyes de la naturaleza a afirmar que el alma es inmortal. Y si queremos penetrar aún más en la cuestión, podremos demostrar de un modo evidentísimo que es inmortal. Pues como acabamos de demostrar, que el alma es inmortal se sigue claramente de las leyes de la naturaleza. Ahora bien: esas leyes de la naturaleza son decretos de Dios revelados por la luz natural, como consta también evidentemente por lo que antes se dijo. Pro todo lo cual concluímos claramente que Dios ha manifestado a los hombres su inmutable voluntad acerca de la duración de las almas, no sólo por revelación, sino también por la luz natural. (Cogitata metaphysica, II, 12.) Sobre la naturaleza humana.
...Los hombres suponen comúnmente que todas las cosas naturales, como ellos mismos, obran por un fin, e incluso afirman como cierto que Dios mismo dirige todas las cosas a un cierto fin; pues dicen que Dios hizo todas las cosas para el hombre, y al hombre para que lo adorara. Examinaré, pues, esto, buscando primero la causa por la cual la mayor parte adhieren a este prejuicio y todos están tan inclinados por la naturaleza a abrazarlo; después mostraré su falsedad, y finalmente, cómo han nacido de esto los prejuicios del bien y el mal, el mérito y el pecado, la alabanza y el vituperio, el orden y la confusión, la belleza y la fealdad, y otros de este huero. Pero no es éste el lugar de deducirlos de la naturaleza del alma humana. Bastará aquí tomar como base lo que todos deben reconocer: que todos los hombres nacen ignorando las causas de las cosas, y que todos tienen el apetito de buscar su utilidad, de lo cual tienen conciencia. De esto se sigue, en primero lugar, que los hombres opinan que son libres, puesto que tienen conciencia de sus voliciones y de su apetito, y no piensan ni en sueños en las causas que los determinan a desear y querer, porque las ignoran. Se sigue, en segundo lugar, que los hombres realizan todos sus actos en vista de un fin, a saber: en vista de la utilidad que apetecen; de lo cual procede que siempre buscan solamente saber las causas finales de las cosas realizadas, y cuando se han enterado de ellas, se aquietan; sin duda, porque no tienen ya causa para seguir dudando. Pero si no pueden oír a otro esas causas, no les queda otro recurso sino volverse a sí mismos y reflexionar en los fines por los que ellos suelen determinarse a cosas semejantes, y así juzgan necesariamente según su espíritu ajeno. Además, como en sí y fuera de sí encuentran no pocos medios que contribuyen no escasamente a conseguir su utilidad, como, por ejemplo, los ojos para ver, los dientes para masticar, las hierbas y los animales como alimento, el Sol para iluminar, el mar para criar peces, etc., por esto consideran todas las cosas naturales como medios para su utilidad. (...) (Ethica, parte I, apéndice.) La esencia del hombre. La esencia del hombre no envuelve una existencia necesaria, esto es, por el orden de la naturaleza tanto puede acontecer que éste o aquel hombre existan, como que no existan. El hombre piensa. Los modos de pensar, como el amor, el deseo y los demás afectos del ánimo, sea cualquiera el nombre con que se designen, no se dan si no se da en el mismo individuo la idea de la cosa amada, deseada, etc. Pero puede darse la idea, aunque no se dé ningún otro modo de pensar. (Ethica, parte II, ax. I-III.) El orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas. A la esencia del hombre no le pertenece el ser de la sustancia, es decir, la sustancia no constituye la forma del hombre. Pues el ser de la sustancia envuelve su existencia necesaria. Por tanto, si a la esencia del hombre perteneciera el ser de la sustancia, dada la sustancia se daría necesariamente el hombre, lo cual es absurdo. Lo primero que constituye actualmente el ser de la mente humana no es otra cosa que la idea de alguna cosa singular existente en acto. De aquí se sigue que la mente humana es una parte del entendimiento infinito de Dios; y por esto, cuando decimos que la mente humana percibe esto o aquello, no decimos otra cosa sino Dios, no en cuanto es infinito, sino en cuanto se explica por la naturaleza de la mente humana, o sea, en cuanto constituye la esencia de la mente humana, tiene ésta o aquella idea. (...) (Ethica, p. II, prop. VII, X, XI.)
El cuerpo del hombre. El cuerpo humano se compone de muchos individuos (de diversa naturaleza), cada uno de los cuales es muy complejo. Entre los individuos de que se compone el cuerpo humano, algunos son fluidos, otros blandos y otros, por último, son duros. Los individuos componentes del cuerpo humano, y por consiguiente el cuerpo humano mismo, es afectado de muchos modos por los cuerpos externos. El cuerpo humano necesita para conservarse de otros muchos cuerpos, por los cuales se regenera, por decirlo así, continuamente. (Ethica, p. II, postul. I-IV.) La mente humana. La mente humana no sólo percibe las afecciones del cuerpo sino también las ideas de estas afecciones. La mente no se conoce a sí misma sino en cuanto percibe las ideas de las afecciones del cuerpo. La mente humana tiene un conocimiento adecuado de la esencia eterna e infinita de Dios. En la mente humana no hay ninguna voluntad absoluta o libre; sino que lamente se determina a querer esto o aquello por su causa, que también está determinada por otra, y así hasta el infinito. En lamente no se da ninguna volición, o sea, afirmación o negación, fuera de aquella que envuelve la idea en cuanto es idea. La voluntad y el entendimiento son una y la misma cosa. (Ethica, p. II, prop. XXII, XXIII, XLVII, XLVIII, XLIX.) El hombre en la naturaleza. La mayor parte de los que han escrito acerca de las pasiones y del modo de vivir de los hombres no parecen tratar de cosas naturales, que siguen las leyes comunes de la naturaleza, sino de cosas que están fuera de la naturaleza. Incluso parecen concebir al hombre en la naturaleza como un imperio dentro de un imperio. Pues creen que el hombre más bien perturba que sigue el orden de la naturaleza, y que él mismo tiene un poder absoluto en sus acciones, y no se determina más por sí mismo. Finalmente, atribuyen la causa de la impotencia a inconstancia humana, no a la potencia común de la naturaleza, sino a no sé qué vicio de la naturaleza humana, por lo cual lloran, ríen, desprecian o, como ocurre con mucha frecuencia, aborrecen, y el que supo captar con más elocuencia o agudeza la impotencia de la mente humana, es tenido por divino. (...) Quiero volver a los que prefieren aborrecer las pasiones y las acciones de los hombres, o reírse de ellas, mejor que entenderlas. A éstos sin duda les parecerá extraño que intente los vicios y las necesidades de los hombres según el uso geométrico, y quiera demostrar por una razón cierta lo que, según proclaman, repugna a la razón, lo que es vano, absurdo y horrendo. Pero mi razón es ésta. Nada acontece en la naturaleza que pueda atribuirse a vicio de ésta; y la naturaleza es siempre la misma, y en todas partes es una y la misma su virtud y su poder de actuación; es decir, las leyes y reglas de la naturaleza, según las cuales suceden todas las cosas, y varían de unas formas en otras, son en todas partes y siempre las mismas, y por tanto una y la misma deben ser también la razón para entender las cosas de cualquier naturaleza: a saber: por las leyes y reglas universales de la naturaleza. Por tanto, las pasiones del odio, la ira, la envidia, etc., consideradas en sí mismas, son consecuencia de la misma necesidad y virtud de la naturaleza que las demás cosas singulares; y por eso tienen ciertas causas, por las cuales se entienden, y ciertas propiedades de cualquier otra cosa, con cuya sola contemplación nos deleitamos. Trataré, pues, de la naturaleza y fueras de los afectos y del poder de la mente sobre ellos, con el mismo
método con que antes he tratado de Dios y de la mente, y consideraré las acciones y los apetitos humanos como si fuera cuestión de líneas, de planos o de cuerpos. (Ethica, p. III, prefacio.) El afán de perduración. Toda cosa, en cuanto es, tiende a perseverar en su ser. El conato, por el cual toda cosa tiende a perseverar en su ser, no es otra cosa que la esencia actual de esa misma cosa. El conato por el cual toda cosa tiende a perseverar en sus ser, no envuelve un tiempo finito, indefinido. La mente, tanto en cuanto tiene ideas claras y distintas como en cuanto las tiene confusas, tiende a perseverar en su ser en cierta duración indefinida, y tiene conciencia de este conato. Este conato, en cuanto se refiere a lamente sola, se llama voluntad, pero cuando se refiere a la vez a lamente y al cuerpo, se llama apetito; el cual, por tanto, no es otra cosa que la misma esencia el hombre, de cuya naturaleza se siguen necesariamente las cosa que sirven para su conservación; y por eso el hombre está determinado a hacerlas. Además, entre el apetito y el deseo no hay ninguna diferencia, sino que el deseo se refiere por lo general a los hombres en cuanto son conscientes de su apetito, y por esto puede definirse así: el deseo es el apetito con conciencia del mismo. Consta, por tanto, de todo esto, que nosotros no buscamos, queremos, apetecemos ni deseamos nada porque juzguemos que es bueno, sino al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo buscamos, queremos, apetecemos y deseamos. (Ethica, p. III, prop. VI-IX y escolio.) Los afectos humanos. El deseo es la misma esencia del hombre, en la medida en que se la concibe –por cualquier afección suya dada- como determinada a hacer algo. La alegría es el paso del hombre de una perfección menor a una mayor. La tristeza es el paso del hombre de una perfección mayor a una menor. Digo paso, pues la alegría no es la misma perfección. Pues si el hombre naciera con la perfección a la cual pasa, la poseería sin afecto de alegría; lo cual resulta más claro en el afecto de la tristeza, que es contrario a éste. Pues nadie puede negar que la tristeza consiste en el paso a una perfección menor, puesto que el hombre no puede entristecerse en la medida en que participa de alguna afección. Y no podemos decir que la tristeza consista en la privación de una perfección mayor; pues la privación no es nada, y el afecto de tristeza, en cambio, es un acto que, por tanto, no puede ser otro que el acto de pasar a una perfección menor, esto es, el acto por el cual se disminuye o dificulta la potencia del obrar del hombre. El amor es la alegría acompañada de la idea de una causa externa. El odio es la tristeza acompañada de la idea de una causa externa. (Ethica, p. III, definiciones de las afecciones I, II, III, VI, VII.) El hombre y las pasiones. A la impotencia humana para moderar y reprimir los afectos llamo servidumbre; pues el hombre sometido a las pasiones no es dueño de sí, sino esclavo de la fortuna: está en poder de ésta de tal modo, que con frecuencia se ve obligado, aunque vea lo que es mejor para él, a seguir lo peor. (...) Por virtud y potencia entiendo lo mismo; es decir, la virtud, en cuanto se refiere al hombre, es la misma esencia o naturaleza del hombre, en cuanto tiene potestad de hacer ciertas cosas que pueden entenderse por las solas leyes de esa misma naturaleza.
La fuerza por la cual el hombre persevera en existir, es limitada, y la supera infinitamente la potencia de las causas externas. No puede ser que el hombre no sea una parte de la naturaleza, y que no pueda padecer más mutaciones que las que puedan entenderse por su sola naturaleza, y de las cuales sea causa adecuada. De aquí se sigue que el hombre está siempre sometido necesariamente a las pasiones y sigue el orden común de la naturaleza y la obedece, y se acomoda a ella cuanto lo exige la naturaleza de las cosas. (Ethica, p. IV, prefacio, def. VIII y prop. III y IV.) La razón, la virtud y el ser. Nadie puede desear ser feliz, obrar bien y vivir bien, sin desear al mismo tiempo ser, obrar y vivir, esto es, existir en acto. Ninguna virtud puede concebirse como anterior a ésta (es decir, el conato de conservarse). Obrar absolutamente por virtud no es en nosotros otra cosa que obrar, vivir, conservar su ser (estas tres cosas significan lo mismo), guiados por la razón, por el fundamento de buscar la propia utilidad. Nadie se esfuerza por conservar su ser por causa de otra cosa. El sumo bien de la mente es el conocimiento de Dios, y la suprema virtud de la mente, conocer a Dios. En la medida en que los hombres están dominados por afectos que son pasiones, pueden ser contrarios entre sí. Sólo en la medida en que los hombres viven guiados por la razón convienen siempre necesariamente por naturaleza. El hombre libre en ninguna cosa piensa menos que en la muerte; y su sabiduría no es meditación de la muerte, sino de la vida. (Ethica, p. IV, prop. XXI, XXII, XXIV, XXV, XXVIII, XXXIV, XXXV, LXVII.) La inmortalidad y la felicidad. La mente no puede imaginar nada, ni acordarse de las cosas pretéritas, más que mientras dura el cuerpo. La mente humana no puede destruirse absolutamente con el cuerpo, sino que permanece algo de ella, que es eterno. El amor intelectual de la mente a Dios es el mismo amor de Dios, por el cual Dios se ama a sí mismo, no en cuanto es infinito, sino en cuanto se puede explicar por la esencia de la mente humana, considerada bajo la especie de la eternidad; esto es, el intelectual amor de la mente a Dios es una parte del amor infinito con que Dios se ama a sí mismo. La felicidad no es el premio de la virtud, sino la virtud misma; y no gozamos de ella porque reprimamos los impulsos viciosos, sino al contrario, porque gozamos de ella podemos reprimir los impulsos viciosos. (Ethica, p. V, prop. XXI, XXIII, XXVI, XLII.)
V.- LEIBNIZ. Gottfried Wilhelm Leibniz nació en Leipzig en el año 1646 –justamente medio siglo después de Descartes- y murió en Hannover en 1716. Es conocida su portentosa formación intelectual, que iba desde la matemática a la historia, de la física a la
teología, del derecho a la metafísica, y que alcanzaba a la totalidad del saber de su tiempo. Si ha habido realmente un espíritu enciclopédico, después de Aristóteles, ha sido en verdad Leibniz. De ahí la grandeza incomparable de su pensamiento: en cada frase suya aislada se siente, como un rumor, la resonancia de la historia humana entera. Leibniz resume, sobre todo, la filosofía íntegra, desde los griegos hasta él mismo, y de un modo eminente la del siglo en que le tocó vivir, una de las centurias más llenas de sustancia filosófica. Leibniz, que conocía muy bien a los antiguos y a los escolásticos medievales, posee toda la ciencia del Renacimiento y está sumergido en lo más profundo de la metafísica racionalista del XVII, en su mente se dan cita, por lo tanto todas las corrientes filosóficas, y en ella alcanzan una unidad superior. De ahí que, a su vez, Leibniz haya sido un eficaz fermento filosófico, y haya hecho caminar largamente a la metafísica. Leibniz recoge la tradición filosófica inmediata, que ha de Descartes a Spinoza; pero a diferencia de otros pensadores de la época, incluye ampliamente en su sistema estímulos venidos de muy lejos, incluso de la Escolástica, que en general se solía evitar con hostilidad mezclada de ignorancia. Esto da una riqueza extraordinaria a su modo de plantear los temas, y le permite volverse, en una reflexión crítica, sobre los supuestos del idealismo racionalista de su tiempo. Piénsese, por ejemplo, en su concepción de la sustancia como mónada, constituida por su propio haber íntimo, que supera totalmente la idea de la sustancia como algo “independiente”, en que se mueven Descartes y Spinoza, para volver a una noción profundamente emparentada con la de la “ousía” aristotélica. Pero, por otra parte, no puede olvidarse que Leibniz está condicionado por las creencias fundamentales de su circunstancia: es, como no podía menos, idealista. Y esto enturbia a veces lo más original y fecundo de sus hallazgos, muy en especial acerca del este tema del hombre que aquí nos ocupa. Recuérdese su arbitraria y extraña doctrina de la armonía preestablecida, que –si se mira bien- contradice a lo más hondo de su metafísica, y que es sólo el expediente de que se vale Leibniz –como Descartes de su teoría de la glándula pineal y Malebranche de la hipótesis ocasionalista- para intentar escapar a las insolubles dificultades que la posición idealista lleva consigo. Conviene, pues, intentar una visión de Leibniz que ensaye la difícil faena de liberarlo de las adherencias extrínsecas, para apresar el cogollo mismo de su gran intuición: el ser dinámico de la mónada y, sobre todo, su peculiar idea de la “sustancia”, que culmina en la noción de persona. Por esto tiene tan gran interés su especulación sobre el hombre, que excede con mucho a cuanto hemos encontrado en los demás filósofos modernos. En rigor, supera los términos en que estaba planteada la cuestión del ente humano y, más que añadir algo –todo lo valioso que se quiera- sobre ella, le da un giro radical: el hombre no es propiamente una cosa más –o, como tiende a pensar el idealismo, dos cosas (alma y cuerpo) íntimamente unidas y a la vez dispares-, sino esa tremenda realidad que llamamos una persona: algo que vive, que consiste en pura dinamicidad, en fuerza representativa, que es “un espejo vivo”, un punto de vista en la perspectiva total del universo, y que a la vez tiene conciencia de ello, se posee a sí mismo, tiene un fondo propio y originario, y se mantiene en una rigurosa identidad, cuyo fundamento próximo es la memoria. Conviene no olvidar que todo esto ha sido pensado con todo rigor hacia 1680, y que no siempre ha constado de un modo suficiente, ni mucho menos: lo cual puede arrojar no poca luz sobre la estructura de la historia de la filosofía. Pero es menester entrar ya en las palabras mismas de Leibniz. ** La noción de la sustancia individual. Puesto que las acciones y pasiones pertenecen propiamente a las sustancias individuales (actiones sunt suppositorum), sería necesario explicar lo que es tal
sustancia. Es muy cierto que cuando se atribuyen diversos predicados a un mismo sujeto, y este sujeto no se atribuye a ningún otro, se lo llama sustancia individual; pero esto no basta, y tal explicación es sólo nominal. Hay que considerar, pues, qué significa ser atribuido verdaderamente a cierto sujeto. Ahora bien: consta que toda predicación verdadera tiene algún fundamento en la naturaleza de las cosas, y cuando una proposición no es idéntica, es decir, cuando el predicado no está comprendido en él virtualmente, y esto es lo que los filósofos llaman in-esse, diciendo que el predicado está en el sujeto. Así es menester que el término del sujeto encierre siempre el del predicado, de suerte que el que entendiera perfectamente la noción del sujeto juzgaría también que el predicado le pertenece. Siendo esto así, podemos decir que la naturaleza de una sustancia individual o de un ente completo es tener una noción tan cumplida que sea suficiente para comprender y hacer deducir de ella todos los predicados del sujeto a quien esa noción se atribuye. En cambio, el accidente es un ente en cuya noción no encierra todo lo que se puede atribuir al sujeto a quien se atribuye esa noción. Así la cualidad de rey que pertenece a Alejandro Magno, haciendo abstracción del sujeto, no está bastante determinada a un individuo y no encierra las demás cualidades del mismo sujeto ni todo lo que la noción de este príncipe comprende; mientras que Dios, al ver la noción individual o hecceidad de Alejandro, ve en ella al mismo tiempo el fundamento y la razón de todos los predicados que se pueden decir de él verdaderamente, como, por ejemplo, que vencería a Darío y a Poro, hasta conocer en ella a priori (y no por experiencia) si murió de muerte natural o envenenado, lo que nosotros sólo podemos saber por la historia. Y cuando se considera bien la conexión el las cosas, se puede decir que hay en todo tiempo en el alma de Alejandro restos de todo lo que le ha acontecido y las señales de todo lo que le acontecerá, e incluso huellas de todo lo que pasa en el universo, aunque sólo pertenezca a Dios el conocerlas todas. De esto se siguen varias paradojas considerables, como entre otras, que no es cierto que dos sustancias se asemejen enteramente y sean diferentes solo numero, y que lo que Santo Tomás asegura acerca de este punto de los ángeles o inteligencias (quod ibi omne individuum sit species infima), es verdad de todas las sustancias, siempre que se tome la diferencia específica como la toman los geómetras respecto a sus figuras; item que una sustancia no podría comenzar más que por creación ni perecer más que por aniquilación; que no se divide una sustancia en dos, ni se hace de dos una, y que así el número de sustancias no aumenta ni disminuye naturalmente, aunque se transformen con frecuencia. Además, toda sustancia es como un mundo entero y como un espejo de Dios o bien de todo el universo, que cada una expresa a su manera, análogamente a como una misma ciudad es representada de distinto modo según las diferentes situaciones del que la mira. Así el universo está en cierto modo multiplicado tantas veces como sustancias hay, y la gloria de Dios está igualmente redoblada por otras tantas representaciones diferentes de su obra. Incluso puede decirse que toda sustancia muestra de algún modo el carácter de la sabiduría divina y de la omnipotencia de Dios, y la imita en cuanto es susceptible de ello. Pues expresa, aunque confusamente, todo lo que acontece en el universo, pasado, presente o futuro, lo cual tiene alguna analogía con una percepción o conocimiento infinito; y como todas las demás sustancias expresan ésta a su vez y se acomodan a ella, puede decirse que extiende su potencia sobre todas las demás, a imitación de la omnipotencia del Creador. (Discours de métaphysique, 8-9) El libre albedrío. Pero antes de pasar más adelante hay que tratar de salvar una gran dificultad, que puede surgir de los fundamentos que hemos establecido más arriba. Hemos dicho que la noción de una sustancia individual encierra de una vez para todas lo que puede
ocurrirle jamás, y que considerando esta noción se puede ver todo lo que se podrá enunciar de ella con verdad, como podemos ver en la naturaleza del círculo todas las propiedades que se pueden deducir de ella. Pero parece que con esto se anulará la diferencia entre las verdades contingentes y necesarias; que la libertad humana no tendrá ya lugar alguno, y que una fatalidad absoluta imperará en todas nuestras acciones como en todo el resto de los acontecimientos del mundo. A lo cual respondo que hay que distinguir entre lo que es cierto y lo que es necesario: todo el mundo está de acuerdo en que los frutos contingentes son seguros, puesto que Dios los prevé, pero no se reconoce por eso que sean necesarios. (...) Pongamos un ejemplo: puesto que Julio César llegará a ser dictador perpetuo y dueño de la República y suprimirá la libertad de los romanos, esta acción está comprendida en su noción, pues suponemos que la naturaleza de tal noción perfecta de un sujeto es comprenderlo todo, a fin de que el predicado esté incluido en ella, ut possit in esse subjecto. Se podría decir que no tiene que comentar esa acción en virtud de esa noción o idea, puesto que sólo le conviene porque Dios lo sabe todo. Pero se insistirá en que su naturaleza o forma responde a esa noción, puesto que Dios le ha impuesto ese personaje, desde ese momento le es necesario satisfacer a él. (...) Ahora es, pues, cuando hay que aplicar la distinción de las conexiones, y digo que lo que sucede de conformidad con estas anticipaciones es seguro, pero no es necesario, y si alguien hiciera lo contrario no haría nada imposible en sí mismo, aunque sea imposible (ex hypothesi) que esto acontezca. Pues si algún hombre fuera capaz de concluir toda la demostración, en virtud de la cual podría probar esa conexión del sujeto que es César y del predicado que es su empresa afortunada, haría ver, en efecto, que la futura dictadura de César tiene su fundamento en su noción o naturaleza, que se ve en ésta una razón de por qué resolvió pasar el Rubicón mejor que detenerse en él, y por qué ganó y no perdió la jornada de Farsalia, y que era razonable y por consiguiente seguro que esto ocurriera; pero no que es necesario en sí mismo ni que el contrario implique contradicción. Análogamente a como es razonable y seguro que Dios hará siempre lo mejor, aunque lo menos perfecto no implique (contradicción). Pues se encontraría que esta demostración de ese predicado de César no es tan absoluta como las de los números de la geometría, sino que supone la sucesión de las cosa que Dios ha escogido libremente, y que está fundada en el primer decreto libre de Dios, que establece hacer siempre lo que es más perfecto, y en el decreto que Dios ha dado (a continuación del primero) respecto a la naturaleza humana, que es que el hombre hará siempre (aunque libremente) lo que le parezca mejor. (Discours de métaphysique, 13.) Independencia del alma. Se ve también que toda sustancia tiene una perfecta espontaneidad (que resulta libertad en las sustancias inteligentes), que todo lo que le ocurre es una consecuencia de su idea o de su ser, y que nada la determina excepto sólo Dios. Y por esto una persona de espíritu muy elevado y venerada por su santidad, acostumbrada a decir que el alma debe pensar a menudo como si no hubiera más que Dios y ella en el mundo. Y nada hace comprender con más fuerza la inmortalidad que esta independencia y esta extensión del alma, que la pone absolutamente a cubierto de todas las cosas exteriores, puesto que ella sola constituye todo su mundo y se basta con Dios: y es tan imposible que perezca sin aniquilación como es imposible que el mundo (de quien es una expresión viva, perpetua) se destruya él mismo; tampoco es posible que los cambios de esa masa extensa que se llama nuestro cuerpo afecten nada al alma, ni que la disipación de ese cuerpo destruya lo que es indivisible. (Discours de métaphysique, 32.) La unión del alma y el cuerpo.
Se ve también la explicación inesperada de ese gran misterio de la unión del alma y el cuerpo, es decir, cómo ocurre que las pasiones y las acciones de uno están acompañadas por las acciones y pasiones, o bien por los fenómenos convenientes del otro. Pues no hay medio de concebir que uno influya sobre el otro, y no es razonable recurrir simplemente a la operación extraordinaria de la causa universal en una cosa ordinaria y particular. Pero ésta es la verdadera razón: hemos dicho que todo lo que acontece al alma y a cada sustancia es una consecuencia de su noción; por tanto, la idea misma o esencia del alma lleva consigo que todas sus apariencias o percepciones tengan que surgirle (sponte) de su propia naturaleza, y justamente, de modo que correspondan por sí mismas a lo que ocurre en todo el universo, pero más particular y más perfectamente a lo que ocurre en el cuerpo que le está afecto, porque el alma expresa el estado del universo, en cierto sentido y durante algún tiempo, según la relación de los demás cuerpos con el suyo. Lo cual muestra también cómo nos pertenece nuestro cuerpo sin estar, sin embargo, unido a esta esencia. Y creo que las personas que saben meditar juzgarán favorablemente nuestros principios por el hecho mismo de que podrán ver fácilmente en qué consiste la conexión que hay entre el alma y el cuerpo, que parece inexplicable por cualquier otra vía. Se ve también que las percepciones de nuestros sentidos, incluso cuando son claras, tienen que contener necesariamente algún sentimiento confuso, pues como todos los cuerpos del universo simpatizan, el nuestro recibe la impresión de todos los demás, y aunque nuestros sentidos se refieran a todo, no es posible que nuestra alma pueda atender a todo en particular; por esto nuestros sentimientos confusos son el resultado de una variedad de percepciones, que es completamente infinita. Y es algo parecido al confuso murmullo que oyen los que se acercan a la orilla del mar, que viene de la reunión de las repercusiones de las innumerables olas. Pero si de varias percepciones (que no concuerdan para hacer una) no hay ninguna que descuelle por encima de las demás, y si producen poco más o menos impresiones igualmente fuertes o igualmente capaces de determinar la atención del alma, ésta sólo puede darse cuenta de ellas confusamente. (Discours de métaphysique, 33.) La inmortalidad personal. El alma inteligente, que conoce la que es y puede decir ese yo, que dice mucho, no sólo permanece y subsiste metafísicamente, mucho más que las otras, sino que además permanece moralmente la misma y constituye el mismo personaje. Pues quien la hace capaz de castigo y de recompensa es el recuerdo y el conocimiento de ese yo. Igualmente, la inmortalidad que se pide en la moral y en la religión no consiste sólo en esa subsistencia perpetua que conviene a todas las sustancias, pues sin el recuerdo de lo que se ha sido no tendría nada de deseable. Supongamos que algún particular haya de convertirse de repente en rey de la China, pero a condición de olvidar lo que ha sido, como si acabara de nacer de nuevo; ¿no es en la práctica, o en cuanto a los efectos de que puede uno darse cuenta, lo mismo que si hubiera sido aniquilado y hubiera de ser creado en el mismo instante en su lugar un rey de la China? Lo cual no tiene ninguna razón para desearlo ese particular. (Discours de métaphysique, 34.) La mónada humana. Toda mónada con un cuerpo particular es una sustancia viva. Así, pues, no sólo hay vida en todo, adjunta a los miembros y los órganos, sino que también hay, entre las mónadas infinitos grados y unas dominan más o menos sobre las demás. Pero cuando la mónada posee órganos tan ajustados que por medio de ellos hay relieve y distinción en las impresiones que éstos reciben y, por consiguiente, en las percepciones que las representan –como, por ejemplo, cuando, mediante la figura de los humores de los
ojos, concéntrase los rayos luminosos y actúan con más fuerza- puede eso llegar hasta en sentimiento; es decir, hasta una percepción acompañada de memoria; esto es, una percepción de la cual perdura cierto eco para dejarse oír en ocasiones; y el viviente llámase entonces animal, y su mónada, alma. Y cuando esta alma se levanta hasta la razón, es entonces algo más sublime y forma entre los espíritus, como luego explicaré. Es cierto que los animales están a veces en el estado de simples vivientes, y sus almas en el estado de simples mónadas; y esto sucede cuando sus percepciones no son lo bastante destintas para poder ser recordadas, como ocurre en un sueño profundo sin ensueños o en un desvanecimiento; pero las percepciones que se han tornado enteramente confusas deben desenvolverse de nuevo en los animales, por las razones que luego diré. Así, pues, conviene distinguir la percepción, que es el estado interno de la mónada cuando representa las cosas externas, y la apercepción, que es la conciencia o conocimiento reflexivo de ese estado interior; esta conciencia no es dada a todas las almas, ni tampoco es dada siempre a la misma alma. Y por no haber hecho esta distinción, han fallado los cartesianos, los cuales consideraban nulas las percepciones de que no se apercibe uno, como el pueblo hace con los cuerpos insensibles. Por esto mismo han creído también los cartesianos que únicamente los espíritus son mónadas y que no tienen alma los animales ni hay otros principios de vida. Y así como han chocado contra la opinión común de los hombres al negar el sentimiento a los animales, se han sometido, por el contrario, a los prejuicios del vulgo, al confundir un largo desvanecimiento con una muerte en rigor, en la que cesase toda percepción; lo cual ha servido de confirmación a la opinión mal fundada de la destrucción de algunas almas y a la mala creencia de ciertos supuestos ingenios libres que combaten la inmortalidad del alma humana. Hay en las percepciones de los animales cierto enlace que remeda la razón; pero se funda sólo en la memoria de los hechos, y de ningún modo en el conocimiento de las causas. Así, el perro huye del palo con que ha sido golpeado, porque su memoria le representa el dolor que el palo le causó. Y los hombres, mientras son empíricos, esto es, en las tres cuartas partes de sus acciones, proceden como los animales; por ejemplo, se espera que el Sol saldrá mañana, porque se ha experimentado de continuo. Sólo un astrónomo lo prevé por razón; y aun esta predicción fallará al fin, cuando cese la causa del día, que no es eterna. Pero el verdadero razonamiento depende de las verdades necesarias o eternas, como son las de la lógica, los números, la geometría, que constituyen la conexión indubitable de las ideas y las consecuencias infalibles. Los animales en los cuales no se advierten esas consecuencias llámanse bestias; pero los que conocen esas verdades necesarias son propiamente los llamados animales racionales, y sus almas llevan el nombre de espíritus. Estas almas son capaces de actos reflexivos, y pueden considerar eso que llamamos el yo, sustancia, mónada, alma, espíritu; en un apalabra, las cosas y las verdades inmateriales. Y por eso somos susceptibles de ciencia y de conocimientos demostrativos. (Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, 4 y 5.) La felicidad. La felicidad suprema, aunque vaya acompañada de beatíficas visiones o conocimientos de Dios, no puede ser nunca plena, porque siendo Dios infinito no puede ser conocido por entero. Así, pues, nuestra felicidad no consistirá nunca, y no debe consistir, en un goce pleno, en el que nada quedara por desear y volviera estúpido nuestro espíritu, sino en un progreso perpetuo hacia nuevos deleites y nuevas perfecciones. (Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, 18.) El alma razonable.
El conocimiento de las verdades eternas es lo que nos distingue de los animales y nos hace poseedores de la Razón y de las ciencias, elevándonos hasta el conocimiento de nosotros mismos y de Dios. Y esto es lo que en nosotros se llama Alma razonable o Espíritu. También por medio del conocimiento de las verdades necesarias y sus abstracciones nos elevamos hasta los actos reflexivos, que nos hacen pensar en lo que llamamos el yo y considerar que esto o aquello se halla en nosotros; y así, al pensar en nosotros mismos, pensamos en el Ser, en la Sustancia, en lo simple y en lo compuesto, en lo inmaterial y en Dios mismo, concibiendo que lo que en nosotros es limitado carece en Dios de límites. Y los tales actos reflexivos nos dan los principales objetos de nuestros razonamientos. Entre otras diferencias que hay entre las Almas ordinarias y los Espíritus, algunas de las cuales ya he indicado, hay ésta además: que las almas en general son espejos vivientes o imágenes del universo de las criaturas; pero los espíritus son, además, imágenes de la Divinidad misma o del mismo Autor de la Naturaleza; son capaces de conocer el sistema del universo y de imitar algo de él en ciertas muestras arquitectónicas, siendo cada espíritu como una pequeña divinidad en su departamento. (Monadologie, 29, 30 y 83.)
VI.- LOCKE. En el siglo XVII y en el XVIII, siguiendo el camino señalado por Bacon, se cultiva intensamente en Inglaterra la filosofía, con un carácter que se opone al de la metafísica continental, aunque las influencias mutuas son enérgicas y constantes. Mientras la filosofía de Descartes, Spinoza o Leibniz es racionalista, los ingleses se inclinan al empirismo; en el continente se toma como modelo de saber la matemática, exclusivamente racional y a priori; en las islas se piensa más bien en las ciencias de la naturaleza, determinadas por la observación empírica, fundada últimamente en los sentidos. Éstos son el órgano principal con que el hombre aprehende la realidad, y no se puede rebasar su alcance; las impresiones de los objetos externos sobre los sentidos originan las ideas; sobre éstas reflexiona la mente; finalmente, las ideas simples asocian –es la palabra mágica del pensamiento británico de este tiempo- y producen así las ideas complejas, que descansan también, en última instancia, en la percepción sensible. Por otra parte, la filosofía tiende a convertirse, en manos de los empiristas, en psicología, aunque ésta tiene como base una ontología no siempre claramente conocida y pensada. De ahí la suerte que el tema del hombre corre entre estos filósofos: se trata ante todo de determinar el tipo de realidad del sujeto que piensa, y se discute su sustancialidad, su identidad, su carácter espiritual o material. Por esta vía, mediante análisis psicológicos, con frecuencia sumamente agudos y precisos, aunque a veces mezclados de graves errores, se llega a profundizar considerablemente en el tema del sujeto humano. Esta filosofía influyó decisivamente, junto a la racionalista –sobre todo Locke y Hume, con Descartes y Leibniz-, en la preparación del kantismo y, en general, de todo el idealismo alemán, por una parte; y por otra, en la filosofía francesa de la Ilustración, que anticipa el sensualismo de comienzos del siglo XIX y, más aún, el positivismo de August Comte. El más importante de los filósofos ingleses de este grupo es John Locke, nacido en 1632 y muerto en 1704, que tuvo una formación científica, médica y filosófica; fue amigo del gran químico Robert Boyle y del médico Sydenham, e influyó enormemente en toda Europa, sobre todo mediante la traducción francesa de su obra capital, el
Ensayo sobre el entendimiento humano, que hizo Pierre Coste. Locke es el autor de las fórmulas clásicas del empirismo; los demás empiristas, ingleses o franceses, tendrían que referirse constantemente a él, para rectificarlo en un sentido aparentemente opuesto, como Berkeley, o para extremarlo y llevarlo a sus últimas consecuencias, como Hume o, más aún, los materialistas franceses, La Mettrie o Holbach, que lo desvirtúan y alteran. Respecto al tema del hombre, Locke intenta poner en claro el núcleo idéntico y permanente del sujeto que piensa; por esto se ve obligado a distinguir con precisión los tres términos sustancia, hombre y persona; por último, va a descubrir en la conciencia la esencia de la personalidad, y desde ella va a interpretar la pertenencia a una persona misma de todos sus presuntos elementos ontológicos, constitutivos o simplemente propios. ** Identidad y diversidad. Otra ocasión que la mente usa con frecuencia para comparar es la misma existencia de las cosas, cuando, considerando algo como existente en un tiempo y lugar determinados, lo comparamos consigo mismo existente en otro tiempo, y así formamos las ideas de identidad y diversidad. Cuando vemos que algo está en un lugar en un instante del tiempo, estamos seguros (sea lo que quiera) de que es esa misma cosa, y no otra que al mismo tiempo existe en otro lugar, por semejante e indiscernible que pueda ser en todos los demás aspectos; y en esto consiste la identidad, en que las ideas a que se atribuye no varían en absoluto de lo que eran cuando consideramos su existencia anterior, con la cual comparamos la presente. (...) Por tanto, lo que tiene un solo comienzo, es la misma cosa; y lo que tiene un comienzo diferente de ése, en tiempo y lugar, no es la misma sino diversa. (...) Como los espíritus finitos han tenido cada uno su tiempo y lugar determinados de comenzar a existir, la relación con ese tiempo y lugar determinará siempre para cada uno de ellos su identidad, mientras exista. (Essay concerning human understanding, lib. II, cap. XXVII, 1-2.) La identidad del hombre. Esto muestra también en qué consiste la identidad del mismo hombre, a saber: sólo en una participación de la misma vida continuada por un flujo constante de partículas de materia, en sucesión vitalmente unida al mismo cuerpo organizado. (...) La unidad de sustancia, pues, no comprende todas las clases de identidad, o la determinará en todos los casos; pero para comprenderla y juzgarla rectamente, tenemos que considerar qué idea significa la palabra a que se aplica; pues una cosa es ser la misma sustancia, otra el mismo hombre, y una tercera la misma persona, si persona, hombre y sustancia son tres nombres que significan tres ideas diferentes; pues la identidad tiene que ser como la idea que corresponde a ese nombre. (...) Un animal es un cuerpo viviente organizado; y, por consiguiente, el mismo animal, como hemos observado, es la misma vida continuada comunicada a diferentes partículas de materia, según llegan sucesivamente a unirse a este cuerpo vivo orgánico. Y, dígase lo que se quiera de las demás definiciones, una observación sincera deja fuera de duda que la idea de nuestra mente de la cual es signo el sonido “hombre” en nuestras bocas, no es otra cosa que la de un animal de cierta forma; pues creo poder estar seguro de que cualquiera que viera una criatura de su misma forma y hechura, aunque no tuviera en toda su vida más razón que un gato o un loro, no dejaría de llamarla un hombre; o si oyera a un gato o a un loro discurrir, razonar y filosofar, no lo llamará ni lo creería otra cosa que un gato o un loro; y diría que uno era un hombre embotado e irracional y el otro un loro racional muy inteligente. (...)
Pues creo que no es sólo la idea de un ente pensante y racional lo que constituye la idea de un hombre en la opinión de la mayoría, sino también la de un cuerpo de tal forma, unido a él; y si ésta es la idea del hombre, el mismo cuerpo sucesivo, que no se altera todo de una vez, tiene que contribuir, igual que el mismo espíritu inmaterial, a constituir el mismo hombre. (Essay, lib. II, cap. XXVII, 6-8.) La identidad personal. Sentado esto, para hallar en qué consiste la identidad personal, tenemos que considerar qué significa persona. La cual es, creo yo, un ente pensante inteligente, que tiene razón y reflexión, y puede considerarse a sí mismo como el mismo, la misma cosa pensante, en diferentes tiempos y lugares; lo que hace únicamente por esa conciencia que es inseparable del pensamiento y me parece esencial a él, pues nadie puede percibir sin percibir que percibe. (...) Y por esto cada uno es para sí mismo lo que llama mismo, sin considerar en este caso si el mismo uno mismo se continúa en la misma o en diversas sustancias. Pues como la conciencia acompaña siempre el pensamiento, y tanto lo distingue de todas las demás cosas pensantes, sólo en ella consiste la identidad personal, es decir, la mismidad de un ente racional; y hasta donde puede extenderse hacia atrás es conciencia, sobre las acciones o pensamientos pasados, hasta allí llega la identidad de esa persona; es ahora el mismo que antes era; y aquella acción fue hecha por el mismo uno mismo que ahora reflexiona sobre ella. (...) Se trata de saber qué constituye la misma persona, y no si es la misma sustancia idéntica la que piensa siempre en la misma persona, lo cual no importa absolutamente nada en este caso; pues diversas sustancias pueden estar unidas por la misma conciencia (donde participan de ella) en una sola persona, de igual modo que diferentes cuerpos están unidos por la misma vida en un solo animal, cuya identidad se conserva, en ese cambio de sustancias, por la unidad de una vida continua. Por tanto, como es la misma conciencia quien hace que un hombre sea para sí el mismo, la identidad personal depende sólo de ella, ya afecte sólo a una sustancia individual o pueda continuarse en una sucesión de varias sustancias. (...) La misma conciencia une en la misma persona las acciones distantes, sean cualesquiera las sustancias que han contribuido a su producción. (...) Pero la cuestión es si, al cambiar la misma sustancia que piensa, puede ser la misma persona, o permaneciendo la misma, pueden ser diferentes personas. (...) Hay que conceder que si la misma conciencia (que, como se ha mostrado, es algo completamente diferente de la misma figura o movimiento numérico en un cuerpo) puede transferirse de una sustancia pensante a otra, será posible que dos sustancias pensantes constituyan sólo una persona. Pues conservándose la misma conciencia, sea en la misma o en distintas sustancias, se conserva la identidad personal. En cuanto a la segunda parte de la cuestión, si permaneciendo la misma sustancia inmaterial, puede haber dos personas distintas, (...) la misma sustancia inmaterial, sin la misma conciencia, no constituye la misma persona por estar unida a tal cuerpo, de igual modo que la misma partícula de materia, sin conciencia, unida a tal cuerpo, no constituye la misma personal. (...) Y así podemos concebir, sin ninguna dificultad, la misma persona en la resurrección, aunque en un cuerpo no exactamente de la misma figura y partes que el que ha tenido aquí, con tal que la misma conciencia acompañe al alma que lo habita. Pero el alma sola, cambiando los cuerpos, apenas bastaría para constituir el mismo hombre, a no ser para el que hace consistir el hombre en el alma. (Essay, lib. II, cap. XXVII, 9-10, 12-15.)
VII.- BERKELEY. George Berkeley, continuador hasta cierto punto de la filosofía de Locke, aunque en una dirección distinta, nació en Irlanda en 1685, y murió en Oxford en 1753. Después de cursar sus estudios en el Trinity College de Dublín, fue Dean de Dromore y de Derry, se trasladó a América, con el propósito de fundar un centro de predicación en las Islas Bermudas, y a su vuelta a Irlanda fue nombrado obispo anglicano de Cloyne. Su carácter religioso determina en buena parte su filosofía. Como todos los filósofos ingleses –a pesar de las apariencias, a veces contrarias-, guarda una profunda huella de platonismo, conservado tradicionalmente en las universidades británicas, sobre todo en la de Oxford. Por otra parte, es discípulo de Locke, si bien insiste más que él en las cuestiones de estricta metafísica. Finalmente, trata de defender las convicciones cristianas frente a los libertinos y los materialistas o ateos, e incluso los deístas, y esto le lleva a una de las formas más extremadas que cabe imaginar de idealismo y espiritualismo a la vez. Para Berkeley, la materia, simplemente, no existe. La crítica que el siglo XVII hace de las cualidades secundarias, para mostrar su subjetividad, es extendida por él a las cualidades primarias: tanto la extensión como el color por ejemplo, son meras ideas, contenidos de mi percepción; su ser se agota en ser percibidos: esse est percipi. Ésta es la conclusión extremada a que Berkeley llega. La única realidad auténtica es el yo espiritual, y Dios, por supuesto, que pone en nuestro espíritu las ideas de las cosas, y entre ellas la de un mundo corpóreo y material. Con todo rigor, pues, “en Dios vivimos, nos movemos y somos”. Esta convicción de Berkeley condiciona su interpretación espiritualista del hombre. Sería de desear una visión de su pensamiento que excluyera lo que en él está determinado por el idealismo, de tal modo que se pudiera distinguir entre la interpretación subjetiva que da de otra realidad y la mera referencia al sujeto de la realidad objetiva –valga la expresión-. Tal ves se pudiera ensayar por este camino una comprensión más profunda y eficaz de la metafísica de Berkeley. ** El ser espiritual. FILONÚS.- Pocos hombres piensan, pero todos tienen opiniones. De aquí que las opiniones de los hombres sean superficiales y confusas. No es, pues, extraño que principios que en sí mismos son muy diferentes se confundan, sin embargo, entre sí por aquellos que no los consideren atentamente. Por consiguiente, no me sorprenderá si algunos se imaginan que yo coincido con la opinión de Malebranche, aunque en verdad me hallo muy remoto de él. Él se basa en las ideas más abstractas y generales, cosa que yo rechazo. Mantiene que somos engañados por nuestros sentidos y que no conocemos las naturalezas reales o las verdaderas formas o figuras de los seres extensos, en todo lo cual yo mantengo completamente lo contrario. De modo que, en resumen, no hay principios más fundamentalmente opuestos que los suyos y losmíos. Debe declararse que concuerdo enteramente con lo que la Sagrada Escritura dice: “Que vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser en Dios.” Pero que vemos las cosas en su esencia, de la manera antes expuesta, me hallo lejos de creerlo. Escucha aquí, en resumen, mi opinión. Es evidente que las cosas que yo percibo son mis propias ideas, y que ninguna idea puede existir más que en el espíritu. No es menos claro que estas ideas o cosas por mí percibidas –ya ellas o ya sus arquetipos- existen independientemente de mi espíritu, puesto que no me reconozco su autor, hallándose fuera de mi poder el determinar a mi albedrío por qué ideas particulares seré afectado al abrir mis ojos o al escuchar con mis oídos. Por consiguiente, debe existir algún otro espíritu cuya voluntad determina que se me presenten. Yo digo que las cosas
percibidas inmediatamente por mí son ideas o sensaciones, llámeselas como se quiera. Pero ¿cómo puede una idea o sensación existir más que en un espíritu o alma, o ser producida más que por un espíritu o alma? De hecho es inconcebible, y asegurar lo que es inconcebible es decir un absurdo. ¿No es así? HILAS.- Sin duda. FILONÚS.- Pero, por otra parte, es muy concebible que existan en un espíritu y sean producidas por él, ya que esto no es más que lo que yo experimento todos los días en mí mismo, puesto que percibo innumerables ideas y por un acto de mi voluntad puedo producir una gran variedad de ellas y hacerlas surgir ante mi imaginación, aunque debe confesarse que estas creaciones de la fantasía no son tan distintas, fuertes, vivaces y permanentes como las percibidas por mis sentidos y a las cuales llamo cosas reales. De todo lo cual concluyo que existe un espíritu que me afecta en cada momento con todas las impresiones sensibles que percibo, y de la variedad, orden y tipo de éstas concluyo que el autor de ellas debe ser sabio, poderoso y bueno más allá de toda comprensión humana. Fíjate bien: yo no digo que veo cosas, percibiendo lo que representan en la sustancia inteligible de Dios. Esto no es lo que yo entiendo, sino que digo que las cosas percibidas por mí son conocidas por el entendimiento y producidas por la voluntad del espíritu infinito. ¿Y no es todo esto más claro y evidente? ¿Hay algo más en ello que lo que una pequeña observación de nuestro propio espíritu y de lo que pasa en él, no sólo nos capacita a concebir, sino que nos obliga a reconocer? (Three dialogues between Hylas and Philonous, II.) El conocimiento de Dios. FILONÚS.- Concedo que, propiamente hablando, no tengo una idea de Dios ni de ningún otro espíritu, ya que éstos, siendo activos, no pueden ser representados por algo totalmente inerte, como lo son nuestras ideas. Sin embargo, me es dado conocer que yo, que soy un espíritu o sustancia pensante, existo tan ciertamente como sé que mis ideas existen; además sé lo que significan los términos Yo y Yo Mismo, y esto lo conozco inmediata e intuitivamente, aunque no lo perciba como percibo un triángulo, un color o un sonido. La mente, el espíritu o el alma es esta cosa invisible e inextensa que piensa, actúa o percibe. Digo indivisible porque es inextensa, e inextensa porque cosas extensas con figura y movimiento son ideas, y lo que percibe las ideas, lo que piensa y quiere no es evidentemente una idea ni semejante a una idea. Las ideas son cosas inactivas y percibidas, y los espíritus una clase de seres totalmente diferente de ellas. Por consiguiente, no digo que mi alma es una idea o semejante a una idea. Sin embargo, tomando la palabra idea en un sentido amplio, puede decirse que mi alma me proporciona una idea, esto es, una imagen o copia de Dios, aunque de hecho muy inadecuada. Pues toda la noción que yo tengo de Dios se obtiene por reflexión sobre mi propia alma, ampliando sus facultades y suprimiendo sus imperfecciones. Por consiguiente, tengo, aunque no una idea inactiva, en mí mismo una especie de imagen activa y pensante de la Divinidad, y aunque no la percibo por los sentidos, poseo, sin embargo, una noción de ella o la conozco por reflexión o razonamiento. Tengo un conocimiento inmediato de mi propio espíritu y de mis propias ideas, y mediante el auxilio de éste debo aprehender mediatamente la posibilidad de la existencia de otros espíritus o ideas. Además, partiendo de mi propio ser y de la dependencia que hallo en mí mismo y mis ideas, debo, por un acto de razón, inferir necesariamente la existencia de Dios y de todas las cosas creadas en el espíritu de Dios. (Three dialogues between Hylas and Philonous, III.) La sustancia espiritual. FILONÚS.- ...El ser de mi Yo, esto es, mi alma o principio pensante, es conocido evidentemente por reflexión. Me perdonarás si repito las mismas cosas en respuesta a
las mismas objeciones. En la misma definición de la sustancia material se incluye un manifiesto absurdo y una inconsistencia; pero esto no puede decirse de la noción del espíritu. Que las ideas existan en lo que no percibe o sean producidas por lo que no actúa, es absurdo; pero no es absurdo decir que una cosa percipiente debe ser el sujeto de las ideas o una causa activa la causa de ellas. Claro que no poseemos ni una evidencia inmediata ni un conocimiento demostrativo de las existencia de otros espíritus finitos; pero de aquí no se sigue que estos espíritus se hallen en el mismo plano que las sustancias materiales, y si suponer lo uno es absurdo, no es absurdo suponer lo otro; si lo uno no puede ser inferido por algún argumento, existe una probabilidad para lo otro; si vemos signos y efectos que indican agentes distintos y finitos análogos a nosotros, no vemos signo o síntoma ninguno que nos lleve a la creencia racional en la materia. Digo, por último, que tengo una noción del espíritu, aunque hablando estrictamente no tengo una idea suya. No lo percibo como una idea o por medio de una idea, sino que lo conozco por reflexión. HILAS.- A pesar de todo lo que has dicho, me parece, según tu propia manera de pensar y en consecuencia de tus principios, se seguirá que eres sólo un enlace de ideas flotantes, sin una sustancia que les sirva de soporte. Las palabras no han de usarse sin un sentido. Y como no tiene más sentido la sustancia espiritual que la sustancia material, se desmoronará la una lo mismo que la otra. FILONÚS.- ¿Cuántas veces te he de repetir que conozco o soy consciente de mi propio ser y que Yo mismo no soy mis ideas, sino algo más: un principio pensante, activo, que percibe, conoce, quiere o actúa sobre las ideas? Conozco que yo, uno y el mismo yo, percibe colores y sonidos, que un color no puede percibir a un sonido ni un sonido a un color, que soy, por tanto, un principio individual distinto del color y el sonido y, por la misma razón, de todas las restantes cosas sensibles e ideas inertes. Pero no soy consciente de igual modo de la existencia o esencia de la materia. Por el contrario, conozco que nada inconsciente puede existir y que la existencia de la materia implica una inconsistencia. Además, sé lo que pienso cuando afirmo que existe una sustancia espiritual o soporte de las ideas; esto es, que un espíritu percibe o conoce las ideas; pero no sé qué sentido tiene el decir que una sustancia no percipiente tiene como inherentes en ella ideas o arquetipos de ideas o es soporte de ideas o de arquetipos de ideas. En resumen, no hay paridad de caso entre espíritu y materia. (Three dialogues between Hylas and Philonous, III.)
VIII.- HUME. David Hume cierra la serie de los filósofos empiristas ingleses que se suceden desde Bacon hasta él. Nació en Escocia –justamente allí donde había de producirse la reacción contra su pensamiento, con el nombre de filosofía del common sense, cultivada por Thomas Reid y Dugald Stewart- el año 1711, y murió en 1776. Hume fue historiador y diplomático; tuvo una actividad y una influencia dilatadas: la Ilustración francesa –y su fruto más maduro, la Enciclopedia-, que tenía profundas huellas de Locke, acusa la presencia del pensamiento de David Hume. David Hume prosigue la crítica del concepto de sustancia, iniciada en Locke y en Berkeley, pero dentro de ciertos límites, que en el último excluyen, concretamente, la sustancia espiritual. Hume no se detiene aquí, e inicia la revisión de la idea sustancialista del yo pensante. El yo no tiene realidad sustancial –dice-; solamente encuentro en mi análisis percepciones o estados de conciencia. La identidad del yo se desvanece en sus manos, y sólo queda un haz de fenómenos psíquicos, tras de los cuales no aparece ninguna realidad permanente e idéntica. ES claro que Hume pasa por alto el hecho radical de que yo no
soy mis actos, mis percepciones o lo que se quiera: antes bien, encuentro con ellos, y por tanto soy distinto de ellos. Y, por otra parte, no muestra qué es lo que hace que esos actos –ésos y sólo ésos- sean míos. La crítica de Hume ha tenido largas influencias en la psicología de los siglos XVIII y XIX, que continuaron en el siglo XX. ** La identidad personal. Hay algunos filósofos que imaginan que somos conscientes íntimamente en todo momento de lo que llamamos nuestro Yo, que sentimos su existencia y su continuación en la existencia, y se hallan persuadidos, aun más que por la evidencia de una demostración, de su identidad y simplicidad perfecta. La sensación más intensa, la pasión más violenta, dicen, en lugar de distraernos de esta consideración la fijan más intensamente y nos hacen apreciar su influencia sobre el Yo por el dolor y el placer. Intentar una prueba ulterior de ello sería debilitar su evidencia, ya que ninguna prueba puede derivarse de un hecho del cual somos tan íntimamente conscientes, y no existe nada de que podamos estar ciertos si dudamos de esto. Desgraciadamente, todas esas afirmaciones positivas son contrarias a la experiencia que se presume a favor de ellas y no tenemos una idea del Yo de la manera que se ha explicado aquí. Pues ¿de qué impresión puede derivarse esta idea? Esta cuestión es imposible de responder sin una contradicción manifiesta y un absurdo manifiesto, y es, sin embargo, una cuestión que debe ser respondida si queremos tener una idea del Yo clara e inteligible. Debe ser alguna impresión la que da lugar a toda idea real. Ahora bien: el Yo o persona no es una impresión, sino lo que suponemos que tiene referencia a varias impresiones o ideas. Si una impresión da lugar a la idea del Yo, la impresión debe continuar siendo invariablemente la misma a través de todo el curso de nuestras vidas, ya que se supone que existe de esta manera. Pero no existe ninguna impresión constante e invariable. El dolor y el placer, la pena y la alegría, las pasiones y sensaciones que suceden las unas a las otras y no pueden existir jamás a un mismo tiempo. No podemos, pues, derivar la idea del Yo de una de estas impresiones y, por consecuencia, no existe tal idea. Pero ¿qué sucederá con todas nuestras percepciones particulares, partiendo de esta hipótesis? Todas son diferentes, distinguibles y separables entre sí y pueden ser consideradas separadamente, pueden existir separadamente y no necesitan de nada para fundamentar su existencia. ¿De qué manera, pues, pertenecerán al Yo y cómo se enlazarán con él? Por mi parte, cuando penetro más íntimamente en lo que llamo mi propia persona, tropiezo siempre con alguna percepción particular de calor o frío, luz o sombra, amor u odio, pena o placer. No puedo jamás sorprenderme a mí mismo en algún momento sin percepción alguna, y jamás puedo observar más que percepciones. Cuando mis percepciones se suprimen por algún tiempo, como en el sueño profundo, no me doy cuenta de mí mismo y puede decirse verdaderamente que no existo. Y si mis percepciones fueran suprimidas por la muerte y no pudiese ni pensar, ni sentir, ni ver, ni amar, ni odiar, después de la disolución de mi cuerpo, me hallaría totalmente aniquilado y no puedo concebir qué más se requiere para hacer de mí un no ser perfecto. Si alguno, basándose en una reflexión seria y sin prejuicio, piensa que tiene una noción diferente de su Yo, debo confesar que no puedo discutir más largo tiempo con él. Todo lo que puedo concederle es que tiene tanto derecho como yo y que somos esencialmente diferentes en este respecto. Puede, quizás, percibir algo simple y continuo que llame su Yo, aunque yo estoy cierto de que no existe un principio semejante en mí. Dejando a un lado algunos metafísicos de este género, me atrevo a afirmar del resto de los hombres que no son más que un enlace o colección de diferentes percepciones
que se suceden las unas a las otras con una rapidez inconcebible y que se hallan en un flujo y movimiento perpetuo. Nuestros ojos no pueden girar en sus órbitas sin variar nuestras percepciones. Nuestro pensamiento es aún más variable que nuestra vista, y todos nuestros demás sentidos y facultades contribuyen a este cambio y no existe ningún poder del alma que permanezca siempre el mismo ni aun en un solo momento. Este espíritu es una especie de teatro donde varias percepciones aparecen sucesivamente, pasan, vuelven a pasar, se deslizan y se mezclan en una infinita variedad de posturas y situaciones. Propiamente hablando, no existe simplicidad en ellas en un momento ni identidad en diferentes, aunque podamos sentir la tendencia natural a imaginarnos esta simplicidad e identidad. La comparación del teatro no debe engañarnos. Sólo las percepciones sucesivas constituyen el espíritu y no poseemos la noción más remota del lugar donde estas escenas se representan o de los materiales de que están compuestas. ¿Qué nos produce, pues, una inclinación tan grande a atribuir una identidad a estas percepciones sucesivas y a suponer que nosotros poseemos una existencia variable e ininterrumpida a través de todo el curso de nuestras vidas? Para responder a esta cuestión debemos distinguir entre identidad personal en cuanto se refiere a nuestro pensamiento o imaginación y en cuanto se refiere a nuestras pasiones o al interés que tenemos nosotros mismos. Lo primero constituye nuestro asunto presente, y para explicarlo de un modo perfecto debemos entrar profundamente en la materia y dar razón de la identidad que atribuimos a las plantas y animales, existiendo una gran analogía entre ella y la identidad de nuestro Yo o persona. Tenemos una idea distinta de un objeto que permanece invariable e ininterrumpido a través de las supuestas variaciones del tiempo, y a esta idea la llamamos identidad. Tenemos también una idea distinta de varios objetos diferentes existiendo en sucesión y enlazados entre sí por una íntima relación, y esto para consideración exacta proporciona una noción de diversidad tan perfecta como si no existiese ninguna clase de relación entre los objetos. Sin embargo, aunque estas dos ideas de identidad y de una sucesión de objetos relacionados sean en sí mismas perfectamente distintas y hasta contrarias, es cierto que en nuestra manera de pensar corriente se confunden generalmente entre sí. La actividad de la imaginación por la que consideramos el objeto interrumpido e invariable y aquella por la que reflexionamos sobre la sucesión de objetos relacionados son casi las mismas para el sentimiento y no se requiere mucho más esfuerzo de pensamiento en el último caso que en el primero. La relación facilita la transición del espíritu de un objeto al otro y hace su paso tan suave como si contemplase un objeto continuo. Esta semejanza es la causa de la confusión y error que nos hace sustituir la noción de identidad a la de objetos relacionados. Aunque en un instante dado podamos considerar la sucesión relacionada como variable e interrumpida, nos hallamos seguros en un momento próximo de atribuirle una identidad perfecta y de estimarla como invariable e ininterrumpida. Nuestra propensión hacia este error es tan grande, debido a la semejanza antes mencionada, que caemos en él antes de darnos cuenta, y aunque lo corregimos incesantemente por la reflexión y volvemos a una manera más exacta de pensar, no podemos mantener firme largo tiempo nuestra filosofía o aparentar una predisposición de la imaginación. Nuestro último recurso es ceder ante ella y afirmar atrevidamente que estos objetos diferentes y relacionados son en efecto lo mismo, aunque interrumpidos y variables. Para justificarnos de este absurdo, fingimos frecuentemente algún nuevo principio ininteligible que enlaza estos objetos entre sí y evita su interrupción y variación. Así, fingimos la existencia continua de las percepciones de nuestros sentidos para evitar la interrupción y recurrimos a la noción de un alma, yo y sustancia, para desfigurar la variación. Sin embargo, podemos afirmar aún que, cuando no hacemos surgir esta ficción, nuestra propensión a confundir la identidad con la relación es tan grande, que tendemos a imaginar algo desconocido y misterioso, que enlaza las partes, además de
la relación, y creo que esto es lo que sucede con respecto de la identidad que atribuimos a las plantas y los vegetales. Aun cuando esto no tiene lugar, sentimos aún una propensión a confundir estas ideas, aunque no somos capaces de satisfacernos plenamente en este particular ni hallamos algo invariable e interrumpido que justifica nuestra noción de identidad. Así, la controversia referente a la identidad no es meramente una disputa de palabras. Pues cuando atribuimos identidad, en un sentido impropio, a los objetos variables o ininterrumpidos, nuestro error no se limita a la expresión, sino que va comúnmente acompañado con algo invariable e interrumpido o de algo misterioso e inexplicable, o al menos de una tendencia a tales ficciones. Lo que bastará para probar estas hipótesis de modo que satisfaga a todo amable investigador será mostrar, partiendo de la experiencia diaria y observación, que los objetos que son variables o interrumpidos y, sin embargo, se suponen uno mismo continuo, son tan sólo aquellos que poseen una sucesión de partes enlazadas entre sí por semejanza, contigüidad o causalidad. Pues como una sucesión tal responde evidentemente a nuestra noción de diversidad, sólo por error podemos atribuirle una identidad, y como la relación de las partes que nos lleva a este error no es más que una propiedad que produce una asociación de ideas y una fácil transición de la imaginación de la una a la otra, puede tan sólo surgir este error por la semejanza que este acto del espíritu posee con aquél por el que contemplamos un objeto continuo. Nuestro asunto capital, pues, debe ser probar que todos los objetos a los que atribuimos identidad, sin que éstos sean invariables e ininterrumpidos, son aquellos que están formados de una sucesión de objetos relacionados. (...) Pasamos ahora a explicar la naturaleza de la identidad personal, que ha llegado a ser cuestión tan importante en filosofía.... Es evidente que aquí puede seguirse empelando el mismo método de razonamiento que ha tenido tan buenos resultados para explicar la identidad de las plantas, animales, barcos, casas y todos los productos compuestos y mudables de la naturaleza o del arte. La identidad que atribuimos al espíritu humano es tan sólo ficticia y del mismo género que la que adscribimos a los cuerpos vegetales o animales. No puede, pues, tener un origen diferente, sino que debe proceder de una actividad análoga de la imaginación dirigida a objetos análogos. Como temo que este argumento no convenza al lector, aunque a mi parecer es totalmente decisivo, debe tener en cuenta el razonamiento que seguirá, que es aún más firme y más inmediato. Es evidente que la identidad que atribuimos al espíritu humano, por muy perfecta que la imaginemos, no es capaz de convertir en una las múltiples percepciones y hacerles perder sus características de distinción y diferencia que les son esenciales. Es cierto aunque cada percepción que entra en la composición del espíritu es una existencia distinta y diferente, distinguible y separable de cada una de las otras percepciones, ya sean simultáneas, ya sucesivas. Pero como, a pesar de esta distinción y separabilidad, suponemos que la serie total de las percepciones se halla unida por la identidad, surge la cuestión de si esta relación de identidad es algo que realmente enlaza entre sí nuestras varias percepciones o sólo experimentamos un enlace entre las ideas que nos formamos de ellas. Podemos decir fácilmente esta cuestión si recordamos lo que ha sido probado extensamente, a saber: que el entendimiento jamás aprecia una conexión real entre los objetos, y que aun el enlace de causa y efecto, si se examina con rigor, se resuelve en una asociación habitual de ideas. De ahí se sigue evidentemente que la identidad no es nada que realmente pertenezca a estas percepciones diferentes y las una entre sí, sino tan sólo meramente una cualidad que les atribuimos a causa de la unión de sus ideas en la imaginación cuando reflexionamos sobre ellas. Ahora bien: las únicas cualidades que pueden dar a las ideas una unión en la imaginación son las tres relaciones antes mencionadas. Éstas son los principios unificadores del mundo ideal, y sin ellas cada objeto distinto es separable por el espíritu y puede considerarse separadamente y no parece tener más
relación con otro objeto que si se hallase separado de él por la más grande diferencia y lejanía. Por consiguiente, de algunas de estas tres relaciones, de semejanza, continuidad y causalidad, depende la identidad, y como la verdadera esencia de estas relaciones consiste en producir una fácil transición de ideas, se sigue que nuestra noción de la identidad personal procede totalmente del progreso suave y no interrumpido del pensamiento a lo largo de la serie de las enlazadas, según los principios antes expuestos. La única cuestión, pues, que nos queda es por qué relaciones se produce el progreso continuo de nuestro pensamiento cuando consideramos la existencia sucesiva de un espíritu o persona pensante. Es evidente que aquí debemos limitarnos a la semejanza y causalidad y debemos dejar a un lado la contigüidad, que sólo tiene una influencia pequeña o no tiene ninguna en el caso presente. Comenzando con la semejanza, supongamos que podemos ver tan claramente el espíritu de otro y observar la sucesión del percepciones que constituye su alma o principio pensante, y supongamos que esta otra persona conserva siempre la memoria de una parte considerable de sus percepciones pasadas; es evidente que nada puede contribuir más a conceder una relación a esta sucesión a pesar de todas sus variaciones. Pues ¿qué es la memoria más que la facultad por la cual hacemos surgir las imágenes de las percepciones pasadas? Y como una imagen necesariamente se asemeja a un objeto, ¿no debe la colocación frecuente de estas percepciones semejantes en la serie del pensar, hacer pasar la imaginación más fácilmente de un término a otro y hacer que el todo parezca la continuidad de un mismo objeto? En este respecto, pues, la memoria no sólo descubre la identidad, sino que contribuye a su producción, creando la relación de semejanza entre las percepciones. El caso es análogo cuando nos consideramos a nosotros mismos que cuando lo hacemos con los otros. En cuanto a la causalidad, podemos observar que la verdadera idea del espíritu humano es considerarlo como un sistema de diferentes percepciones o diferentes existencias que se hallan enlazadas entre sí por la relación de causa y efecto, y se producen, destruyen, influyen y modifican mutuamente. Nuestras impresiones dan lugar a las ideas correspondientes, y estas ideas, a su vez, producen otras impresiones. Un pensamiento persigue a otro y trae tras de sí un tercero, por el cual es expulsado a su vez. En este respecto, a nada puedo comparar el alma mejor que a una República o Estado en que los diferentes miembros se hallen unidos por los lazos recíprocos del gobierno y subordinación y den la vida a otras personas que propagan la misma República, a pesar de los cambios incesantes de sus partes, y como la misma República no sólo puede cambiar sus miembros, sino también sus leyes y constituciones, la misma persona puede del mismo modo variar su carácter y disposición, lo mismo que sus impresiones e ideas, sin perder su identidad. Cualesquiera que sean los cambios que sufre, sus partes diversas siguen enlazadas aún por la relación de causalidad. Desde este punto de vista, nuestra identidad con respecto a la imaginación, haciendo que nuestras percepciones distantes se influyan entre sí y dándonos un interés actual por nuestros dolores y placeres pasados o futuros. Como la memoria por sí sola nos hace conocer la continuidad y extensión de esta sucesión de percepciones, debe ser considerada por esta razón capitalmente como la fuente de la identidad personal. Si no tuviésemos memoria, jamás podríamos tener una noción de la causalidad, ni, por consecuencia, de la cadena de causas y efectos que constituyen nuestro yo o persona. Sin embargo, habiendo adquirido esta noción de causalidad por la memoria, podemos extender la misma cadena de causas y, por consiguiente, la identidad de nuestras personas más allá de nuestra memoria, y podemos comprender tiempos, circunstancias y acciones que hemos olvidado enteramente, pero que suponemos en general que han existido. Pues ¡de qué pocas de
nuestras acciones tenemos memoria! ¿Quién puede decirme, por ejemplo, cuáles fueron sus pensamientos y acciones el 1 de enero de 1715, el 11 de marzo de 1719 y el 13 de agosto de 1733? ¿O se afirmará que, porque se han olvidado totalmente de los incidentes de estos días, el Yo actual no es la misma persona que el Yo de aquel tiempo, y por medio de esto se echarán abajo las nociones más firmes de la identidad personal? Desde este punto de vista, pues, la memoria no tanto produce como descubre la identidad personal, mostrándonos la relación de causas y efectos entre nuestras diferentes percepciones. Incumbirá a los que afirman que la memoria produce enteramente identidad personal dar una razón de por qué nuestra identidad se extiende más allá de nuestra memoria. Esta doctrina, en su conjunto, nos lleva a una conclusión que es de gran importancia en el asunto presente, a saber: que no es posible que todas las cuestiones refinadas y sutiles relativas a la identidad personal sean jamás resueltas, y deben considerarse más bien como dificultades gramaticales que como dificultades filosóficas. La identidad depende de las relaciones de las ideas, y estas relaciones producen la identidad por medio de una transición fácil que ocasionan. Sin embargo, como las relaciones y la facilidad de la transición pueden disminuir por grados insensibles, no tenemos un criterio exacto que nos sirva para decidir cualquier discusión referente al momento en que se adquiere o pierde el derecho al nombre de identidad. Todas las discusiones referentes a la identidad de objetos relacionados son meramente verbales, excepto en tanto que las relaciones de las partes den lugar a alguna ficción o principio de unión imaginario, como ya hemos observado. Lo que he dicho con respecto al primero origen e incertidumbre de nuestra noción de identidad, en tanto que se aplica al espíritu humano, puede extenderse con una pequeña variación, o con ninguna, a la simplicidad. Un objeto cuyas diferentes partes coexistentes se hallan enlazadas entre sí por una relación íntima, actúa sobre la imaginación del mismo modo que un objeto totalmente simple e indivisible, y no requiere un esfuerzo más grande de pensamiento para su concepción. De la semejanza de la actividad proviene el atribuirle una simplicidad y el fingir un principio de unión como el sostén de esta simplicidad y el centro de todas las diferentes partes y cualidades del objeto. (Treatise on human nature, lib. I, parte IV, sección VI.)
IX.- LA ILUSTRACIÓN. El siglo XVIII vive en Europa –sobre todo en Francia- de la especulación metafísica de la anterior centuria. El siglo de la “filosofía”, deja, en rigor, de hacerla, y se dedica a difundir y propagar las ideas del XVII, naturalmente después de trivializarlas, hacerlas accesibles a las masas y, por tanto, alterarlas en su sentido más profundo. La Enciclopedia fue el órgano capital de esta ingente difusión de ideas, que actuaron en la historia con un brío y una eficacia difíciles de encontrar en otros tiempos. Este movimiento intelectual, que recoge raíces racionalistas continentales –Descartes y Leibniz están vivos en él-, y por otra parte elementos empiristas, no tiene demasiado alcance filosófico, pero sí histórico. Es decir, en el terreno de los puros hallazgos intelectuales y desde el punto de vista de la verdad, la aprotación del siglo XVIII francés es bastante modesta; pero su actividad misma es una realidad histórica de primer orden, que determina, en primer lugar, lo que va a ser el mundo en una etapa de su historia, y en segundo lugar, la marcha ulterior de la filosofía europea. Por esto nos interesa tomar contacto con esta especulación “ilustrada”.
Por otra parte, la atención de los “philosophes” del siglo XVIII recae muy especialmente sobre el hombre. En una dirección, sobre el ente humano como organismo vivo, que se relaciona con el mundo exterior mediante sus sentidos y alcanza así un conocimiento de él: es la tendencia sensualista, de tan larga vida en Francia, desde el abate Condillac hasta Laromiguière o incluso Taine, en pleno siglo XIX, que tiene una clara desviación materialista, de La Mettrie a Helvecio. Otra corriente, en cambio, insiste ten la realidad histórica y social del hombre, y a ésta debemos los más importantes hallazgos: la constitución de la historia como ciencia, la idea del progreso, la concepción de la sociedad y el Estad que lleva a la Revolución francesa y a la democracia posterior; ideas que habrán de alcanzar una madurez intelectual más perfecta en la Escuela histórica alemana, en la época romántica, y en la sociología de August Comte. Por estas razones interesa señalar, siquiera alusivamente y dentro de la brevedad máxima, las etapas principales de este movimiento, eslabones imprescindibles en el encadenamiento de las ideas posteriores y en la marcha de la historia de la filosofía, que sin ellos resulta últimamente ininteligible. ** CONDILLAC Étienne Bonnot de Condillac (1715-1780) era un sacerdote católico, impregnado del ambiente filosófico del siglo XVIII, en especial del pensamiento de Locke. Su doctrina capital es un puro sensualismo: imagina una estatua a la que se le fueran dando sucesivamente todos los sentidos, empezando por el olfato, y explica la constitución del hombre y de todos sus conocimientos por esta vía sensible. Sin embargo, Condillac, con una restricción que después de él va a abandonarse, excluye de su radical sensualismo la vida de Adán antes del pecado y la del hombre después de su muerte, y afirma la realidad del yo y de la persona. ** El yo y la personalidad. 1.- Como nuestra estatua es capaz de memoria, no es un olor sin acordarse de haber sido otro. Ésta es su personalidad: pues si pudiera decir yo, lo diría en todos los instantes de su duración; y cada vez su yo comprendería todos los momentos de que conservase recuerdo. 2.- En verdad, no lo diría al primero olor. Lo que se entiende por esta palabra sólo me parece convenir a un ente que observa que, en el momento presente, no es ya lo que ha sido. Mientras no cambia, juzga que es el mismo que antes ha sido de tal manera, y dice yo. 3.- Los olores de que la estatua no se acuerda, no entran, pues, en la idea que tiene de su persona. Tan extraños a su yo como los colores y los sonidos, de los que no tiene conocimiento alguno, son para ella como si no los hubiera olido nunca. Su yo no es más que la colección de las sensaciones que experimenta y de las que la memoria le recuerda. En una palabra, es a la vez la conciencia de lo que es y el recuerdo de lo que ha sido. (Traité des sensations, parte I, cap. VI.) La persona y las cualidades. No es el conjunto de las cualidades lo que constituye la persona, pues lo mismo hombre, joven o viejo, hermoso o feo, cuerdo o loco, sería otras tantas personas
distintas; y aunque se me ame por las cualidades que se quiera, siempre se me ama a mí; pues las cualidades no son sino yo, modificado de diversas maneras. Si alguien, al pisarme el pie, me dijera: ¿Os he herido a vos? No, pues podríais perder el pie, sin dejar de ser, ¿me quedaría muy convencido de no haber sido herido yo mismo? ¿Por qué, pues, habría de pensar que, porque puedo perder la memoria y el juicio no se me ama, cuando se me ama por estas cualidades? Pero son perecederas: ¿y qué importa? ¿Es acaso el yo una cosa necesaria por su naturaleza? ¿No perece en los animales? Y su inmortalidad en el hombre, ¿no es un favor de Dios? En el sentido de Pascal, sólo Dios podría decir yo. (Traité des sensations, parte I, apéndice al cap. V.) La unidad de la persona. Por mucha atención que haya puesto en la lectura de las obras de este escritor (Bufón), su pensamiento me ha resultado incomprensible: veo que distingue sensaciones corporales y sensaciones espirituales, que concede unas y otras al hombre y reduce a los animales a las primeras. Pero en vano reflexiono sobre lo que experimento en mí mismo, no puedo hacer con él esta distinción. No siendo de un lado mi cuerpo y de otro mi alma; siento mi alma en mi cuerpo; todas mis sensaciones me parecen solamente modificaciones de una misma sustancia; y no comprendo qué se podría entender por sensaciones corporales. Por otra parte, aunque se admitieran esas dos especies de sensaciones, me parece que las del cuerpo no modificarían nunca el alma, y que las del alma no modificarían nunca el cuerpo. Habría, pues, en cada hombre dos yos, dos personas que, por no tener nada común en la manera de sentir, no podrían tener ninguna clase de comercio recíproco, y cada una de las cuales ignoraría en absoluto lo que pasara en la otra. La unidad de persona supone necesariamente la unidad del ente que siente; supone una sustancia simple, modificada de diferentes modos con ocasión de las impresiones que se producen en las partes del cuerpo. Un solo yo, formado por dos principios que sienten, uno simple, el otro extenso, es una contradicción manifiesta: únicamente sería una persona sola en la suposición, en realidad serían dos. (Traité des animaux, cap. II.) *** LA METTRIE. Julien Offray de La Mettrie nació en 1709 y murió en 1751. Estudió medicina y entró en relación con las grandes figuras de la ciencia en su tiempo, como Boerhaave y Haller. Después escribió algunos tratados filosóficos, en los que extrema al naturalismo y el sensualismo dominantes en su círculo intelectual, hasta convertirlos en resuelto materialismo. Su valor extrínsecamente filosófico es escaso, pero su posición señala un momento interesante –y de largas repercusiones- en la aprehensión de la realidad humana. ** El hombre es una máquina. Sólo la experiencia y la observación deben guiarnos aquí. Se encuentran sin número en los fastos de los médicos que han sido filósofos, y no en los filósofos que no han sido médicos. Ellos han recorrido, han iluminado el laberinto del hombre; sólo ellos nos han desvelado esos resortes, ocultos bajo envolturas que privan a nuestros ojos de tantas maravillas. Sólo ellos, contemplando tranquilamente nuestra alma, la han sorprendido mil veces, tanto en su miseria como en su grandeza, sin despreciarla más en uno de
estos estados que admirarla en el otro. Una vez más, sólo los físicos tienen derecho a hablar aquí. (...) Pero, aunque hayamos elegido los mejores guías, encontramos aún muchas espinas y obstáculos en esta marcha. El hombre es una máquina tan compleja, que es imposible hacerse a primera vista una idea clara de ella, y por consiguiente definirla. Por esto todas las investigaciones que los más grandes filósofos han hecho a priori, es decir, queriendo servirse de algún modo de las alas del espíritu, han sido vanas. Sólo a posteriori, o sea, intentando discernir el alma como a través de los órganos del cuerpo, se puede, no digo descubrir con evidencia la naturaleza misma del hombre, pero sí alcanzar el mayor grado posible de probabilidad acerca de esta cuestión. (...) Concluyamos, pues, audazmente, que el hombre es una máquina, y que no hay en todo el universo más que una sola sustancia modificada de diversas formas. Esto no es una hipótesis elevada a fuerza de postulados y suposiciones; no es obra del prejuicio, ni siquiera de mi razón sola; hubiera desdeñado a un guía que creo tan poco seguro, si mis sentidos, que llevan, por decirlo así, la antorcha, no me hubieran invitado a seguirlo, alumbrándolo. La experiencia me ha hablado, pues, a favor de la razón; así es como las he reunido. (L’homme machine, págs. 61-62, 142-143.) ** TURGOT. Turgot, nacido en 11727 y muerto en 1781, político y economista en vísperas de la Revolución, nos ha dejado unos cuantos discursos y breves escritos, apenas apuntes, donde se encuentra la primera expresión de una de las ideas que más han influido en la aprehensión del hombre y de la realidad histórica durante más de un siglo: la idea del progreso. ES una pieza indispensable en la historia del pensamiento francés del XVIII, a pesar de lo cual se lo suele pasar por alto, para acudir, a lo sumo, a Condorcet, que recoge ya la obra de Turgot. En éste encontramos en estado naciente la convicción progresista; e interesa mucho asistir al alumbramiento de las grandes ideas, que modelan el curso de la historia, para advertir, en su mismo origen, las posibilidades iniciales y los riesgos de desviación y error que amenazan también desde el comienzo. ** El progreso histórico. Colocado por su Creador en medio de la eternidad y de la inmensidad, y ocupando solamente un punto, el hombre ha de relacionarse necesariamente con una multitud de cosas y de seres, al mismo tiempo que sus ideas se concentran en la indivisibilidad de su espíritu y del instante presente. No se conoce a sí mismo más que por sus sensaciones, que se refieren todas a los objetos exteriores, y el momento presente es un punto donde van a parar multitud de ideas enlazadas unas con otras. De estas concatenación y del orden de las leyes a que obedecen estas ideas en sus continuas variaciones adquiere el hombre el sentido de la realidad. Por la relación de todas estas diversas sensaciones conoce la existencia de los objetos exteriores. Una relación parecida en la sucesión de sus ideas le descubre el pasado. Las relaciones de los seres entre sí no son relaciones ociosas. Todos pueden actuar unos sobre otros, según sus diferentes leyes y según sus distancias. Este mundo real, cuyos límites ignoramos, los tiene para nosotros muy estrechos y dependen, más o menos, de la
perfección de nuestros sentidos. Conocemos algunos de los eslabones de la cadena, pero los extremos nos escapan lo mismo en lo grande que en lo pequeño. Las leyes que siguen los cuerpos constituyen la física; siempre constantes, se las describe, pero no se las narra. La historia de los animales, y sobre todo la del hombre, ofrecen un espectáculo muy distinto. El hombre, como los animales, sucede a otros hombres de los cuales ha recibido la existencia y ve, como ellos, a sus semejantes diseminados por la superficie del globo que habita. Pero dotados de una razón más vasta y de una libertad más activa, sus relaciones con ellos son más numerosas y variadas. Poseedor del tesoro de signos que ha tenido la facultad de multiplicar hasta el infinito, ha podido asegurarse la posesión de todas estas ideas adquiridas, comunicarlas a los otros hombres, transmitirla a sus sucesores como una herencia siempre aumentada. La combinación constante de esos progresos con las pasiones y con los acontecimientos que éstas han producido es lo que constituye la historia del género humano, en la que cada hombre no es más que una parte en un todo inmenso, que tiene, como él mismo, su infancia y su crecimiento. Así, la historia universal abarca la consideración de los progresos sucesivos del género humano y el detalle de las causas que han contribuido a ello. Los primeros comienzos del hombre; la formación y mezcla de naciones; el origen y los cambios de gobierno; los progresos de las lenguas, de la física, de la moral, de las costumbres, de las ciencias y las artes; las revoluciones que han hecho que unos Imperios sucedan a otros, unas naciones a otras, unas religiones a otras; el género humano, siempre el mismo en medio de sus cambios como el agua del mar en medio de la tempestad y marchando siempre hacia su perfección. Poner de manifiesto la influencia de las causas generales y necesarias, la de las causas particulares y de las acciones libres de los grandes hombres, y las relaciones de todo esto con la constitución misma del hombre; mostrar los resortes y la mecánica de las causas morales por sus efectos: he aquí lo que la historia es para un filósofo. Se apoya sobre la geografía y la cronología, que miden la distancia del tiempo y el espacio. Al exponer, según este plan, un cuadro del género humano, siguiendo poco más o menos el orden histórico de sus progresos y deteniéndose en las épocas fundamentales, quiero únicamente indicar y no profundizar; dar un esbozo de una gran obra y hacer entrever un largo camino sin recorrerle, de la misma manera que a través de una estrecha ventana vemos toda la inmensidad del cielo. (Plan de dos discursos sobre la historia universal, esquema de la introducción.) ** Rousseau. Jean-Jacques Rousseau, nacido en Ginebra en 1712, muerto en 1778, antes de que comenzara la Revolución francesa, en cuya preparación espiritual habían intervenido tan eficazmente sus escritos, representa, en rigor, algo próximo, pero a la vez muy distinto de los pensadores de la Ilustración. Rousseau es –frente al racionalismo de los enciclopedistas- un prerromántico: en un pasaje de las Rêveries du promeneur solitaire se emplea, probablemente por primera vez, la palabra romántico. En su obra hay un amplio lugar para el sentimiento, que determinó el fabuloso éxito de su apasionada novela Julie, ou la nouvèlle Héloïse, en un mundo que empezaba a estar saturado de frialdad y sequedad espiritual. Por otra parte, Rousseau es naturalista; el hombre es naturalmente bueno; la sociedad y la civilización son las que lo echan a perder. Y esta idea lo lleva a tomar contacto con la naturaleza humana, acerca de la cual sus páginas contienen visiones profundas y certeras, que conviene salvar de la quiebra general de muchos supuestos de la obra de Rousseau. Su punto de vista, además, si por una parte continúa la corriente general
del pensamiento francés del XVIII, por otra se enlaza con la especulación histórica de los románticos, que va a madurar espléndidamente en los idealistas alemanes. ** El valor de la existencia. Todo está en flujo continuo sobre la tierra. Nada conserva una forma constante y definida, y nuestros afectos que se aficionan a las cosas exteriores pasan y cambian necesariamente con ellas. Siempre por delante o por detrás nuestro recuerdan el pasado, que ya no es, o previenen el porvenir, que a menudo no llegará a ser; nada hay firme en ella a lo que el corazón pueda apegarse. De suerte que no tenemos casi en este mundo sino el placer que pesa; en cuanto a la felicidad duradera, dudo que sea conocida. Apenas hay, en nuestras más vivas alegrías, un instante en el que el corazón pueda decirnos realmente: Quisiera que este instante durase siempre. ¿Y cómo se puede llamar felicidad a un estado fugitivo que nos deja todavía el corazón inquieto y vano, que nos hace desear alguna cosa antes, o querer todavía alguna cosa después? Pero si hay un estado donde el alma encuentre asiento bastante seguro para descansar toda entera, y congregar allí todo su ser, sin tener necesidad de recordar el pasado, ni abrazar el porvenir, donde el tiempo no sea nada para ella, donde el presente dure siempre, sin que por ello acuse su duración y sin huella de tránsito, sin ningún otro sentimiento de privación ni de alegría, de placer ni de pena, de ansia ni de miedo, sino sólo aquel de nuestra existencia, y que tal único sentimiento pueda ocupar entera; tanto como ese estado dure, quien se halle en él puede llamarse dichoso, no con una felicidad imperfecta, escasa y relativa, como la que se alcanza en los placeres de la vida, sino con una felicidad completa, perfecta y llena, que no deja en el alma ningún vacío que se sienta la necesidad de colmar. Tal es el estado en que me hallé con frecuencia en la isla de San Pedro, en mis solitarios ensueños, ya fuera acostado en mi barca que dejaba derivar al impulso del agua, o sentado en las orillas del lago agitado, ya fuera en otro lugar, al borde de un hermoso río o de un arroyo que murmurase sobre los guijos. ¿De qué goza en semejante situación? De nada ajeno a sí, de nada de sí mismo y de la propia existencia; tanto como ese estado dure, nos bastamos a nosotros mismos, como Dios. El sentimiento de la existencia despojado de todo otro afecto es por sí mismo un sentimiento apreciadísimo de contento y de paz, que bastaría él solo para hacer esta existencia estimada y amable para quien supiese apartar de sí todas las emociones sensuales y terrenas que acuden sin cesar a distraernos y a turbarnos en este mundo la dicha. Pero la mayor parte de los hombres, presos en continuas pasiones, apenas conocen ese estado y, no habiéndolo probado más que imperfectamente durante raros instantes, no conservan sino una noción oscura y confusa, que no les deja apreciar su encanto. (Les rêveries du promeneur solitaire, quinto paseo.) Acerca del hombre. No he considerado hasta aquí al hombre más que físicamente; intentemos ahora observarle en su aspecto metafísico y moral. No veo en todo animal sino una máquina ingeniosa, a la que la naturaleza ha dado sentidos para reorganizarse a sí misma, y para garantizarse, hasta cierto punto, de todo lo que tiende a destruirla o desordenarla. Advierto en la máquina humana exactamente las mismas cosas, con la diferencia de que la naturaleza sola hace todo en las operaciones del animal, mientras que el hombre concurre a las suyas en calidad de agente libre. Una escoge o desecha por instinto, y la otra por un acto de libertad; lo que hace que el animal no pueda apartarse de la regla que le está prescripta, incluso
cuando le sería ventajoso el hacerlo, y que el hombre se aparta a menudo perjudicándose. ()...) Todo animal tiene ideas porque tiene sentidos; incluso combina sus ideas hasta cierto punto; y el hombre no difiere a este respecto del animal más que de grado; además, algunos filósofos han adelantado que hay más diferencia entre un hombre y otro que de tal hombre a tal animal. No es, pues, tanto el entendimiento el que constituye entre los animales la distinción específica del hombre, como su cualidad de agente libre. La naturaleza manda a todo animal y el bruto obedece. El hombre experimenta la misma sensación, pero se reconoce libre para acceder o resistirse; y es sobre todo en la conciencia de esta libertad cuando se muestra la espiritualidad de su alma; porque físicamente se explican de algunas manera el mecanismo de los sentidos y de la formación de las ideas; pero en la capacidad de querer o más bien de escoger, y en el sentimiento de esta posibilidad, no se hallan más que acciones puramente espirituales, de las que nada se explica por las leyes de la mecánica. Pero, aunque las dificultades que rodean estas cuestiones dejasen lugar a la discusión sobre esta diferencia entre el hombre y el animal, hay otra cualidad muy específica que los distingue, y acerca de la cual no puede haber contestación: es la facultad de perfeccionarse; facultad que, con ayuda de las circunstancias, desarrolla sucesivamente todas las demás, y reside entre nosotros tanto en la especie como en el individuo; mientras que un animal es al cabo de algunos meses lo que será toda su vida, y su especie, al cabo de mil años, lo que era el primer año de esos mil. ¿Por qué solamente el hombre está sometido a poder volverse imbécil? ¿No es que vuelva así a su primitivo estado, y que, mientras el animal, que nada ha adquirido y que tampoco tiene nada que perder por la vejez u otros accidentes todo lo que su perfectibilidad le había hecho adquirir, recae así más bajo que el mismo bruto? Sería triste para nosotros vernos obligados a reconocer que esta facultad distintiva y casi ilimitada es la fuente de todas las desgracias del hombre, que es ella la que a fuerza de tiempo saca el hombre de aquella condición originaria en la que atravesaba jornadas tranquilas e inocentes; que es ella quien, haciendo nacer con los siglos sus claridades y sus errores, sus vicios y sus virtudes, le vuelve a la larga tirano de sí mismo y de la naturaleza. (...) Digan lo que quieran los moralistas, el entendimiento humano debe mucho a las pasiones, las que, recíprocamente, le deben también mucho: por su actividad se perfecciona nuestra razón; solamente tratamos de conocer porque deseamos disfrutar; y no es posible concebir por qué quien no tuviese deseos ni temores se tomaría el trabajo de razonar. Las pasiones a su vez extraen su fundamento de nuestras necesidades, y su progreso de nuestros conocimientos; porque no se puede desear o temer las cosas más que por las ideas que se tengan, o por el simple impulso de la naturaleza; y el hombre salvaje, privado de toda clase de ilustración, no experimenta sino las pasiones de esta última clase; sus deseos no exceden a sus necesidades físicas; los únicos bienes que conoce en el universo son el alimento, una hembra y el descanso; los únicos males que teme son el dolor y el hambre. Digo el dolor y no la muerte; porque nunca sabrá el animal lo que es morir; el conocimiento de la muerte y de sus terrores es una de las primeras adquisiciones que el hombre ha hecho al alejarse de la condición animal. (Discours sur l’origine de l’inegalité parmi les hommes, et si elle est autorisée par la loi naturelle, primera parte.)
X.- KANT.
Immanuel Kant, la gran figura con que se inicia el idealismo alemán, uno de los períodos de más altura en la historia de la filosofía, nació en Königsberg en 1724 y murió en la misma ciudad en 1804, después de una larga, silenciosa y apacible vida, dedicada por entero a la investigación de la verdad. Kant ha ejercido, desde el final del siglo XVIII hasta hoy, una influencia filosófica a muy pocas comparable. Todo el pensamiento posterior ha tenido que contar con él; después del primer brote de la especulación que podemos llamar kantiana –de Fichte a Schopenhauer-, Europa ha visto resurgir, en el último tercio del siglo XIX, un pujante movimiento intelectual que llevó el nombre de neokantismo; poco importa que su última consistencia filosófica parezca hoy insuficiente, y que su interpretación de Kant resulte problemática; lo que interesa es que la labor de los neokantianos ha preparado en buena medida la vuelta de la filosofía y ha hecho posible la actual; y hoy, finalmente, a la vez que se conserva esta huella en la generación adoctrinada por Cohen o Cassirer, se entiende que toda filosofía que merezca este nombre tiene que tener en cuenta de modo inequívoco la extraordinaria obra kantiana. Kant es una de las claves de la época moderna. Descartes, Leibniz, Kant y Hegel son los cuatro jalones capitales de la Modernidad –lo que viene después de ellos no es “moderno” nisi per accidens, o a lo sumo en forma de conclusión, como sucede con August Comte-. Pues bien: en esa línea, a Kant le corresponde el momento de la posesión plena del espíritu moderno, mientras que Hegel significará, más bien, la madurez total, la consumación de una etapa. “En la obra de Kant –ha escrito Ortegaestán contenidos los secretos decisivos de la época moderna, sus virtudes y sus limitaciones. Merced al genio de Kant, se ve en su filosofía funcionar la vasta vida occidental de los cuatro últimos siglos, simplificada en aparato de relojería. Los resortes que con toda evidencia mueven esta máquina ideológica, el mecanismo de su funcionamiento, son los mismos que en vaga forma de tendencia, corrientes, inclinaciones, han actuado sobre la historia europea desde el Renacimiento.” “A una distancia secular –agrega- contemplamos hoy la filosofía de Kant perfectamente localizada en un alveolo del tiempo europeo en ese instante sublime en que va a morir la época Rococó y va a comenzar la enorme erupción romántica. ¡Hora deliciosa del extremo otoño, en que la uva, ya toda azúcar, va a ser pronto alcohol, y el sol vespertino se agota en rayos bajos, que orfican los troncos de los pinos! No sería excesivo afirmar que en este instante culmina la historia europea.” Como es bien sabido, la especulación kantiana tiene un carácter crítico; es decir, Kant se esfuerza por determinar los límites, las posibilidades, la justificación del conocimiento; pero, como se ha advertido últimamente, esta labor crítica de Kant es sólo previa a la exposición de su verdadera filosofía, que en rigor no llegó a escribir. Sin embargo, sería un error creer que el pensamiento kantiano no está indicado en las obras existentes: en ellas, si bien sólo de un modo larvado, se encuentran las líneas generales de la metafísica de Kant, desarrollada en parte por los idealistas inmediatamente posteriores, y que aún aguarda esclarecimiento suficiente, aunque en los últimos años se han dado pasos decisivos en esa dirección. En la filosofía kantiana hay que distinguir dos estratos diferentes: por una parte, el pensamiento empírico de Kant, en que éste se vuelve a los objetos sensibles, tal y como los encuentra ante sí; por otra parte, la filosofía trascendental, apriorística, en que se mueve desde luego en la esfera de la razón pura. Pues bien: el estudio del hombre aparece afectado en Kant por esta escisión: en la Antropología, Kant habla de esos entes concretos y empíricos que somos nosotros los hombres; en las Críticas se refiere primariamente al yo puro, o bien a la persona moral, que en principio nada tiene que ver con la existencia fáctica de los hombres. Aún puede hacerse una segunda distinción entre el conocimiento especulativo del alma, que Kant rechaza en la Crítica de la razón pura, al considerar imposible la psicología racional, y el conocimiento de la razón práctica, incondicionada, absoluta, pero sólo válida para el sujeto como tal e
incapaz de demostración. Será menester considerar sucesivamente estos tres distintos estadios de la antropología kantiana. Pero conviene no olvidar, para entender bien la jerarquía de la ciencia del hombre en el sistema de Kant, un pasaje no muy citado de la Lógica, en que distingue dos conceptos de filosofía, el escolar y el mundano y después de afirmar taxativamente que sólo el concepto mundano “da a la filosofía dignidad, esto es, valor absoluto”, y que sólo ésta tiene un valor interno y lo presta a los demás conocimientos, enumera las cuestiones a que puede reducir el campo de la filosofía en su significación mundana. Y éstas son: 1) ¿Qué puedo saber? 2) ¿Qué debo hacer? 3) ¿Qué puedo esperar? 4) ¿Qué es el hombre? A estas cuestiones responden, respectivamente, la metafísica, la moral, la religión y la antropología. Y agrega Kant estas palabras decisivas: “Pero en el fondo se podría poner todo esto en la cuenta de la antropología, porque las tres primeras cuestiones se refieren a la última”. (Logik, Introducción, III.) Vemos, pues, el alcance que tiene en la filosofía kantiana el tema del hombre, y hasta qué punto es, en un sentido no sospechado durante mucho tiempo, su núcleo capital y una de las claves de su comprensión. ** La antropología. Todos los progresos de la cultura a través de los cuales se educa el hombre tienen el fin de aplicar los conocimientos y habilidades adquiridos para emplearlos en el mundo; pero el objeto más importante del mundo a que el hombre puede aplicarlos es el hombre mismo, porque él es su propio fin último. El conocerle, pues, como un ser terrenal dotado de razón por su esencia específica, merece llamarse particularmente un conocimiento del mundo, aun cuando el hombre sólo constituya una parte de las criaturas terrenales. Una ciencia del conocimiento del hombre sistemáticamente desarrollada (Antropología), puede hacerse en sentido fisiológico o en sentido pragmático. El conocimiento fisiológico del hombre trata de investigar lo que la naturaleza hace del hombre; el pragmático, lo que él mismo, como ser que obra libremente, hace o puede y debe hacer de sí mismo. (Anthropologie, prólogo.) La muerte. El morir no puede experimentarlo ningún ser humano en sí mismo (pues para hacer una experiencia es necesaria la vida), sino sólo percibirlo en los demás. Si es doloroso, no puede juzgarse por el estertor o las convulsiones del moribundo; más bien parece ser esto una mera reacción mecánica de la fuerza vital y acaso una dulce sensación de paulatino librarse de todo dolor. El temor a la muerte, natural a todos los hombres, incluso a los más desgraciados o al más sabio, no es, pues, un pavor de morir, sino, como dice Montaigne justamente, de la idea de estar muerto, que el candidato a la muerte cree tendrá aún después de ella, figurándose el cadáver, a pesar de que éste ya no es él, como él mismo metido en el tenebroso sepulcro o en cualquier otro sitio análogo. Esta ilusión es irreprimible, pues radica en la naturaleza del pensar, que es un hablar a sí mismo y de sí mismo. El pensamiento: no soy, no puede existir; pues si no soy, tampoco puedo ser consciente de que no soy. Puedo, ciertamente, decir que no estoy sano y pensar otros predicados semejantes negándolos de mí mismo (como sucede en todos los verba); pero hablando en primera persona negar el sujeto mismo, con lo que éste se aniquila a sí mismo, es una contradicción. (Anthropologie, parte I, libro I, ap. 27.) La especie humana.
Para poder indicar un carácter específico de ciertos seres requiérese comprenderlos bajo un concepto con otros conocidos de nosotros, e indicar y emplear como peculiaridad (propietas) que sirve de razón diferencial aquello por lo que se diferencian los unos de los otros. Pero si se compara una especie de seres que conocemos (A) con otra especie de seres (non A) que no conocemos, ¿cómo se puede esperar o pedir que se indique un carácter de los primeros, faltándonos el concepto intermediario de la comparación? (tertium comparationis). Si el concepto del género supremo fuese el de ser racional terrestre, no podríamos señalar un carácter suyo, porque no tenemos conocimiento de seres racionales no terrestres, para poder indicar su peculiaridad y caracterizar así aquellos seres terrestres entre los racionales en general. Parece, pues, que el problema de indicar el carácter de la especie humana sea absolutamente insoluble, porque tendría que resolverse comparando dos especies de seres racionales por medio de la experiencia, la cual no nos ofrece más que una. No nos queda, pues, para señalarle al hombre la clase a que pertenece en el sistema de la naturaleza viva y caracterizarle así, otra cosa sino decir que tiene un carácter que él mismo se ha creado, al ser capaz de perfeccionarse de acuerdo con los fines que él mismo se señala; gracias a lo cual, y como animal dotado de la facultad de la razón (animal rationabile), puede hacer de sí un animal racional (animal rationale); y esto le lleva, primero, a conservar su propia persona y su especie; segundo, a ejercitarla, instruirla y educarla para la sociedad doméstica; tercero, a regirla como un todo sistemático (ordenado según los principios de la razón) necesario para la sociedad; pero siendo en todo esto lo característico de la especie humana, en comparación con la idea de posibles seres racionales sobre una tierra en general, lo siguiente: que la naturaleza ha puesto en ella el germen de la discordia y querido que su propia razón saque de ésta aquella concordia o, al menos, la constante aproximación a ella, de las cuales la última es en la idea el FIN, mientras que de hecho la primera (la discordia) es en el plan de la naturaleza el MEDIO de una suprema sabiduría para nosotros inescrutable: producir el perfeccionamiento del hombre por medio del progreso de la cultura, aunque sea con más de un sacrificio de las alegrías de la vida. Entre los vivientes habitantes de la tierra es el hombre notoriamente diferente de todos los restantes por su capacidad técnica (o unida a la conciencia mecánica) para manejar las cosas, por su capacidad pragmática (para utilizar diestramente a otros hombres de acuerdo con sus propias intenciones) y por la capacidad moral (de obrar respecto de sí y de los demás con arreglo al principio de la libertad bajo las leyes), tres grados residentes en su esencia y cada uno de los cuales puede ya por sí solo diferenciar característicamente al hombre de los demás habitantes de la tierra. (Anthropologie, parte II, E.) El yo pensante. Yo, como pensante, soy un objeto del sentido interior y me llamo alma. Aquello que es un objeto de los sentidos internos, llámase cuerpo. Por ende, la expresión “yo”, como ser pensante, significa ya el objeto de la psicología, la cual puede llamarse doctrina racional del alma, si no aspiro a saber acerca del alma nada más que lo que pueda inferirse, independientemente de toda experiencia (que me determina más de cerca e in concreto), de ese concepto yo, en cuanto se presenta en todo pensamiento. (...) “Yo pienso” es, pues, el único texto de la psicología racional. De él debe ésta desenvolver todo su saber. Se ve fácilmente que ese pensamiento, si ha de ser referido a un objeto (a mí mismo) no puede contener otra cosa que predicados trascendentales de ese objeto, porque el más mínimo predicado empírico macularía la pureza racional y la independencia de la ciencia respecto de toda experiencia. Aquí, empero, tendremos que seguir meramente el hilo conductor de las categorías; sólo que como aquí es primeramente dada una cosa –yo, como ser pensante-, no alteraremos sin duda el orden anterior de las categorías, tal como fue representado en
su tabla: pero, sin embargo, comenzaremos aquí por la categoría de la sustancia, por donde una cosa en sí misma es representada, y seguiremos la serie hacia atrás. La tópica de la doctrina racional del alma, de donde debe deducirse todo lo demás que ésta puede contener, es, por tanto, la siguiente: 1.- El alma es sustancia. 2.- Es, según su cualidad, simple. 3.- Es, según los diferentes tiempos en que existe, numéricamente idéntica, es decir, es unidad (no pluralidad). 4.- En relación está con los posibles objetos en el espacio. De estos elementos nacen todos los conceptos de la doctrina pura del alma, por simple composición, sin conocer en lo más mínimo otro principio. Esta sustancia, meramente como objeto del sentido interior, da el concepto de inmaterialidad; como sustancia simple da el de la incorruptibilidad; la identidad de la misma como sustancia intelectual da la personalidad; estas tres cosas juntas hacen la espiritualidad; la relación con los objetos en el espacio da el comercio con cuerpos; por tanto, represéntase la sustancia pensante como el principio de la vida en la materia, es decir, como alma (anima) y como el fundamento de la animalidad; ésta está limitada por la espiritualidad: inmortalidad. A esto, empero, se refieren cuatro paralogismos de una doctrina trascendental del alma, que es falsamente tenida por una ciencia de la razón pura acerca de la naturaleza de nuestro ser pensante. Como fundamento de esa ciencia no podemos, empero, poner nada más que la representación “Yo”, representación simple y enteramente vacía por sí misma de contenido y de la cual ni siquiera puede decirse que es concepto, sino una mera conciencia, que acompaña a todos los conceptos. Por ese “Yo”, o “Él”, o “Ello” (la cosa) que piensa, nada es representado, sino un sujeto trascendental de los pensamientos = x, el cual sólo es conocido por los pensamientos que son sus predicados y del cual separadamente nunca podemos tener el más mínimo concepto; damos sin cesar vueltas alrededor suyo, puesto que para juzgar acerca de él tenemos siempre que usar ya de su representación; ésta es una incomodidad, que es inseparable de él, porque la conciencia en sí no es tanto una representación distintiva de un objeto particular, como una forma de la representación en general, en cuanto ésta debe llamarse conocimiento; pues de ella sólo puedo decir que por ella pienso algo. (...) En el proceder de la psicología racional hay un paralogismo, que puede expresarse en el siguiente raciocinio: Lo que no puede ser pensado más que como sujeto, no existe tampoco más que como sujeto, y es, por tanto, sustancia. Es así que un ser pensante, considerado sólo como tal, no puede ser pensado más que como sujeto. Luego no existe más que como tal sujeto, es decir, como sustancia. En la mayor se habla de un ser que puede ser pensado en general, en toda relación y, consiguientemente, también tal como en la intuición puede ser dado. En la menor, empero, se habla de ese mismo ser, en cuanto se considera a sí mismo como sujeto, sólo en relación al pensamiento y a la unidad de la conciencia, pero no al mismo tiempo en relación a la intuición, por la cual es dado como objeto al pensamiento. Por tanto, la conclusión es deducida per sophisma figurae dictionis, es decir, mediante un falso raciocinio. (Kritik der reinen Vernunft, Dial. trasc., lib. II, cap. I.) El saber especulativo y práctico. No hay, pues, psicología racional como doctrina, que nos proporcione un aumento del conocimiento de nosotros mismos. Sólo existe como disciplina, que pone a la razón especulativa en este campo límites infranqueables; por una parte para no echarse en
brazos del materialismo sin alma y, por otra parte, para no perderse fantaseando en el espiritualismo, sin fundamento para nosotros en la vida. Más bien nos recuerda que debemos considerar esa negativa de nuestra razón a dar respuesta satisfactoria a las curiosas preguntas acerca de lo que sucede allende esta vida, como una advertencia de la misma, para que, apartándonos de la estéril especulación trascendente acerca de nuestro propio conocimiento, nos apliquemos al uso práctico lleno de riquezas; éste, aun cuando siempre está dirigido a objetos de la experiencia, toma sin embargo sus principios de algo más alto y determina la conducta como si nuestro destino sobrepujase infinitamente la experiencia y, por tanto, la vida. (Kritik der reinen Vernunft, Dial. trasc., II, cap. I.) La vida futura. Sin embargo, no se ha perdido lo más mínimo para el derecho y aun la necesidad de admitir la vida futura, según principios del uso práctico de la razón, enlazado en esto con el especulativo; porque la mera prueba especulativa no ha podido, ciertamente, tener nunca en la razón común humana influjo alguno. Está hecha de tales sutilezas, que la escuela misma no ha podido conservarla tanto tiempo, si no es haciéndole, como a los trompos, dar vueltas alrededor de sí misma; a los ojos de la escuela misma no proporciona esa prueba ningún fundamento permanente, sobre el cual pueda construirse algo. Las pruebas, que para el mundo son utilizables, conservan aquí todas su valor, sin disminución alguna; más bien diríamos que, al rechazar esas pretensiones dogmáticas, ganan en claridad y convicción sincera, ya que sitúan la razón en su peculiar dominio, que es la ordenación de los fines, la cual, sin embargo, es al mismo tiempo ordenación de la naturaleza; la razón entonces, al mismo tiempo como facultad práctica en sí misma, sin estar limitada por las condiciones de la naturaleza, se ve autorizada a extender la ordenación de los fines y, con ella, nuestra propia existencia, más allá de los límites de la existencia y de la vida. A juzgar por la analogía con la naturaleza de los seres vivos en este mundo –para los cuales la razón necesariamente tiene que admitir, como principio, que no hay ningún órgano, ninguna facultad, ningún impulso, nada en suma prescindible o desproporcionado a su uso y por tanto desprovisto de fin, sino que todo es exactamente conforme a su destino en la vida –debería el hombre, que es el único que puede tener en sí el fin último de todo eso, ser la única criatura exceptuada de dicha finalidad. Pues sus facultades naturales, no sólo los talentos e impulsos para hacer uso de ellas, sino principalmente la ley moral en él, superan tanto a todo provecho y utilidad posibles en esta vida, que esa ley le enseña a estimar sobre todas las cosas la mera conciencia de tener el ánimo rectamente templado, aunque falte toda ventaja y por encima incluso de la sombra fugaz de la vanagloria. Siéntese el hombre interiormente llamado a hacerse digno, por su conducta en este mundo y renunciando a muchos provechos, de ser ciudadano de otro mundo mejor, que lleva en su idea. Este argumento poderoso, nunca refutable, acompañado por un conocimiento siempre creciente de la finalidad, en todo cuanto vemos en torno, y por una visión de la inmensidad de la creación, como también por la conciencia de cierta ilimitación en la posible extensión de nuestros conocimientos, y junto a un impulso adecuado a ésta, queda siempre en pie, aun cuando debamos renunciar a conocer la necesaria perduración de nuestra existencia mediante un simple conocimiento teórico. (Kritik der reinen Vernunft, Dial. trasc., lib. II, cap. I.) La persona moral. ¡Deber! Nombre sublime y grande, tú que no encierras nada amable que lleve consigo insinuante lisonja, sino que pides sumisión, sin amenazar, sin embargo, con nada que despierte aversión natural en el ánimo y lo sustente para mover la voluntad; tú que sólo exiges una ley que halla por sí misma acceso en el ánimo y que se conquista, sin
embargo y aun contra nuestra voluntad, veneración por sí misma (aunque no siempre observancia); tú, ante quien todas las inclinaciones enmudecen, aun cuando en secreto obran contra ti, ¿cuál es el origen digno de ti? ¿Dónde se halla la raíz de tu noble ascendencia, que rechaza orgullosamente todo parentesco con las inclinaciones, esa raíz de la cual es condición necesaria que proceda aquel valor que sólo los hombres pueden darse a sí mismos? No puede ser nada menos que lo que eleva al hombre por encima de sí mismo (como una parte del mundo de los sentidos), lo que le enlaza con un orden de cosas que sólo el entendimiento puede pensar y que, al mismo tiempo, tiene bajo sí todo el mundo de los sentidos y con él la existencia empíricamente determinable del hombre en el tiempo y el todo de todos los fines (que sólo es adecuado a semejantes leyes incondicionadas prácticas, como la moral). No es ninguna otra cosa más que la personalidad, es decir, la libertad e independencia del mecanismo de toda la naturaleza, considerada esa libertad, sin embargo, al mismo tiempo como una facultad de un ser que está sometido a leyes puras prácticas peculiares, es decir, dadas por su propia razón, la persona, pues, como perteneciente al mundo de los sentidos, sometida a su propia personalidad, en cuanto pertenece al mismo tiempo al mundo inteligible; y entonces no es de admirar que el hombre, como perteneciente a ambos mundos, tenga que considerar su propio ser, en relación con su segunda y más elevada determinación, no de otro modo que con veneración y las leyes de la misma con el sumo respeto. (Kritik der praktischen Vernunft, parte I, lib. I, cap. III.) La inmortalidad del alma. La realización del bien supremo en el mundo es el objeto necesario de una voluntad determinable por la ley moral. Pero en ésta es la adecuación completa de la disposición de ánimo con la ley moral, a condición más elevada del bien supremo. Ella, pues, tiene que ser tan posible como su objeto, porque está contenida en el mismo mandato de fomentar éste. Pero la adecuación completa de la voluntad a la ley moral es santidad, una perfección de la cual no es capaz ningún ser racional en el mundo sensible en ningún momento de su existencia. Pero con ella, sin embargo, es exigida como prácticamente necesaria, no puede ser hallada más que en un progreso que va al infinito hacia aquella completa adecuación y, según los principios de la razón pura práctica, es necesario admitir tal progresión práctica como el objeto real de nuestra voluntad. Este progreso infinito es, empero, sólo posible bajo el supuesto de una existencia y personalidad duradera en lo infinito del mismo ser racional (que se llama la inmortalidad del alma). Así, pues, el bien supremo es prácticamente sólo posible bajo el supuesto de la inmortalidad del alma; por consiguiente, ésta, como ligada inseparablemente con la ley moral, es un postulado de la razón pura práctica (por lo cual entiendo una proposición teórica, pero no demostrable como tal, en cuanto depende inseparablemente de una ley práctica incondicionadamente válida a priori). La proposición de la determinación moral de nuestra naturaleza de no poder alcanzar la completa adecuación con la moral más que en un progreso que va al infinito es de la mayor utilidad, no sólo con respecto al actual complemento de la incapacidad de la razón especulativa, sino también con respecto a la religión. En defecto de esta proposición, o se despojaría a la ley moral completamente de su santidad, imaginándola indulgente y adecuada a nuestra conveniencia, o bien se exaltaría su misión, y al mismo tiempo la esperanza de una determinación inasequible, es decir, se esperaría adquirir completamente la santidad de la voluntad, perdiéndose en ensueños místicos, teosóficos, contradictorios completamente con el conocimiento de sí mismo; en ambos casos queda sólo impedido el esfuerzo incesante hacia el cumplimiento puntual y completo de un mandato racional severo, no indulgente y, sin embargo, no
ideal, sino verdadero. Para un ser racional, pero finito, es posible sólo el progreso al infinito desde los grados inferiores a los superiores de la perfección moral. El Infinito, para el que la condición de tiempo no es nada, ve en esta serie, para nosotros infinita, el todo de la adecuación con la ley moral y la santidad, exigida incesantemente por su mandato para ser conforme a su justicia en la participación que él determina a cada uno en el bien supremo, se ha de hallar en una sola intuición intelectual de la existencia de seres racionales. Lo que a la criatura sólo le puede corresponder con respecto ala esperanza de esa participación, sería la conciencia de su estado de ánimo probado para de su actual progreso de lo malo a lo mejor moral, y del propósito inmutable que por ende llega a conocer, esperar una ulterior continuación hasta más allá de esta vida, y así, a la verdad, no aquí ni en momento alguno previsible de su existencia futura, sino sólo en la infinidad de su continuación (que sólo Dios puede abarcar) ser del todo adecuada a la voluntad de éste (sin indulgencia ni remisión que no es compatible con la justicia). (Kritik der praktischen Vernunft, parte I, lib. II, caps. II, IV.) La personalidad. Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí. Ambas cosas no he de buscarlas y como conjeturarlas, cual si estuvieran envueltas en oscuridades, en lo trascendente fuera de mi horizonte; ante mí las veo y las enlazo inmediatamente con la consciencia de mi existencia. La primera empieza en el lugar que yo ocupo en el mundo exterior sensible y ensancha la conexión en que me encuentro con magnitud incalculable de mundos sobre mundos y sistemas de sistemas, en los ilimitados tiempos de su periódico movimiento, de su comienzo y de su duración. La segunda empieza en mi invisible yo, en mi personalidad, y me expone en un mundo que tiene verdadera infinidad, pero sólo penetrable por el entendimiento y con el cual me reconozco (y, por ende, también con todos aquellos mundos visibles) en una conexión universal y necesaria, no sólo contingente, como en aquel otro. El primer espectáculo de una innumerable multitud de mundos aniquila, por decirlo así, mi importancia como criatura animal que tiene que devolver al planeta (un mero punto en el universo) la materia de que fue hecho después de haber sido provisto (no se sabe cómo), por un corto tiempo, de fuerza vital. El segundo, en cambio, eleva mi valor como inteligencia infinitamente, por medio de mi personalidad, en la cual la ley moral me descubre una vida independiente de la animalidad y aun de todo el mundo sensible, al menos en cuanto se puede inferir de la determinación conforme a un fin que recibe mi existencia por esa ley que no está limitada a condiciones y límites de esta vida, sino que va a lo infinito. (Kritik der praktischen Vernunft, parte II, conclusión.)
XI.- FICHTE. Johann Gottlieb Fichte nació en 1762 y murió en 1814. Es el primero de los grandes kantianos, que toma la filosofía allí donde Kant la dejó –concretamente, en el primado de la razón práctica sobre la teórica y en la idea de posición-, para iniciar el espléndido movimiento metafísico que llena el primer tercio del siglo XIX y se prolonga aún algunos años más, gracias a la longevidad de Schelling y a la aparición tardía de Schopenhauer. Fichte centra toda su filosofía en el yo, que ha ido adquiriendo una importancia creciente desde la Antigüedad y, sobre todo, desde el comienzo del idealismo cartesiano. La realidad entera queda escindida en dos elementos: el yo y el no-yo, es
decir, todo lo otro que yo; pero Fichte se cuida bien de advertir que esta última realidad está fundada en el yo, condicionada por él. El yo, al ponerse –dice Fichte-, pone el no-yo; no puede darse sin él, lo necesita; pero –no se olvide- es puesto por él, es decir, hay una prioridad ontológica del yo sobre lo que no es él. Por otra parte, Fichte interpreta la realidad del yo de un modo dinámico, activo, como un puro hacer, actividad, agilidad o hazaña: Tathandlung; no se trata del ser en el sentido de las cosas, sino de la pura dinamicidad. Y esto lo lleva a palpar genialmente la realidad misma de la vida, a la que dedica páginas esenciales, algunas de las cuales he querido recoger en esta antología. Pero Fichte es idealista, como no puede menos en su circunstancia histórica; y esto le hace interpretar idealistamente una intuición distinta, de la que no puede apoderarse con conceptos adecuados. Por esto atribuye una esencial prioridad al yo, y hace que toda realidad se funde en él, aunque la evidencia lo obliga imperiosamente a admitir la necesidad de una composición del no-yo, para que el yo pueda existir. De todos modos, Fichte es un claro antecedente de la filosofía de nuestro tiempo, que ha descubierto con desusada evidencia la realidad del vivir humano. Su acción, presente en Maine de Biran, y continuada, sobre todo, por esa doble vía, en Dilthey, ha contribuido en no escasa medida al alumbramiento de una de las ideas centrales de que se nutre la filosofía actual. ** La actividad del yo. La afirmación fundamental del filósofo en cuanto tal es ésta: Tan pronto como el yo es sólo para sí mismo, surge para él necesariamente un ser fuera de él. El fundamento del último residente en el primero; el último está condicionado por el primero. La conciencia de sí y la conciencia de un algo que no debe ser nosotros mismos, están necesariamente ligadas; pero la primera debe considerarse como lo condicionante, y la última, como lo condicionado. Para demostrar esta afirmación; no mediante el razonamiento, como válido para un sistema de la existencia en sí, sino mediante la observación del proceder primitivo de la razón como válido para la razón, tendría que mostrar, ante todo, cómo el yo es y viene a ser para sí; luego, que este ser de él mismo para sí mismo no es posible sin que surja para él también un ser fuera de él. La primera cuestión, por consiguiente, sería ésta: ¿cómo es el yo para sí mismo? Y el primer postulado: piénsate a ti mismo, construye el concepto de ti mismo, y observa cómo lo haces. Todo el que haga esto, sólo con hacerlo, afirma el filósofo, encontrará que al pensar ese concepto su actividad, como inteligencia, vuelve sobre sí misma, hace de sí misma su objeto. (...) El yo vuelve sobre sí mismo, se afirma. ¿Es que no existe para sí ya antes de ese volver sobre sí e independientemente de él? ¿No necesita existir ya para sí, para poder hacer de sí l objetivo de un actuar? Y si es así, ¿no da por supuesto vuestra filosofía lo que debía explicar? Respondo: de ningún modo. Únicamente por medio de este acto, y simplemente por medio de él, por medio de un actuar sobre un actuar, al cual determinado actuar no procede absolutamente ningún actuar, viene a ser el yo primitivamente para sí mismo. (...) Mas ¿qué es... este su volver sobre sí mismo? ¿En qué clase de las modificaciones de la conciencia debe ser colocado? No es un concepto. Éste sólo surge mediante la oposición de un no-yo y la determinación del yo en esta oposición. Por consiguiente, es una mera intuición. Tampoco es, según esto, una conciencia, ni siquiera una conciencia en sí. Y simplemente porque por medio de este mero acto no se produce ninguna
conciencia, se concluye la existencia de otro acto mediante el cual surge un no-yo para nosotros. (...) Yo soy para mí; esto es un hecho. Ahora bien: yo sólo puedo haberme producido por medio de un actuar, puesto que soy libre. (...). Este actuar es precisamente el concepto del yo, y el concepto del yo es el concepto de este actuar, ambas cosas son enteramente la misma, y ni se piensan por aquel concepto nada más, ni puede pensarse nada más que lo señalado. Es así, porque así lo hago. (Zweite Einleitung in die Wissenschaftslehre, 3-4.) Las épocas de la vida terrena. Hay.... cinco épocas fundamentales de la vida terrena. Cada una ha de partir siempre de algunos individuos; mas, como para ser época en la vida de la especie ha de abarcarlos y penetrarlos a todos paulatinamente, durará un espacio de tiempo y el conjunto se extenderá a una serie de edades que se entrecruzarán en apariencia y en parte correrán paralelas. 1. La época del dominio incondicional de la razón por medio del instinto: el estado de inocencia de la especie humana. 2. La época en que el instinto racional se ha convertido en una autoridad exteriormente coactiva: la edad de los sistemas positivos de la teoría y de la vida, que en ninguna parte se remontan hasta los últimos fundamentos, y por esta causa no logran convencer, pero en cambio apetecen imponerse por la fuerza y exigen fe ciega y obediencia incondicional: el estado del pecado incipiente. 3. La época de la liberación, directamente del imperio de la autoridad, indirectamente de la servidumbre del instinto racional y de la razón en todas sus formas: la edad de la absoluta indiferencia hacia toda verdad y del completo desenfreno sin guía ni dirección alguna: el estado de la acabada pecaminosidad. 4. La época de la ciencia racional: la edad en que la verdad es reconocida como lo más alto que existe y es amada del modo también más alto: el estado de la justificación incipiente. 5. La época del arte racional: la edad en que la Humanidad, con mano segura e infalible, se edifica a sí misma, hasta ser la imagen exacta de la razón: el estado de la acabada justificación y salvación. Ahora bien: el camino entero que como consecuencia de esta enumeración hace la Humanidad aquí abajo, no es nada más que un regresar al punto en el cual se hallaba desde un principio, ni pretende nada más que el retorno a su origen. Sólo que la Humanidad debe recorrer este camino por sus propios pies; por sus propias fuerzas debe hacerse nuevamente a sí misma lo que ha sido sin su propia intervención; y por esto tenía que dejar de serlo. Si no pudiera hacerse por sí misma, no sería justamente una vida viva, y no habría sido realmente ni siquiera una vida, sino que todo habría permanecido petrificado en un ser rígido, inmóvil, muerto. En el Paraíso –para servirme de una conocida imagen-, en el Paraíso del recto obrar y del ser recto sin conciencia, esfuerzo ni arte, despierta la Humanidad a la vida. Apenas ha cobrado valor para arriesgarse a vivir una vida propia, viene el ángel con la espada de fuego de la coacción que hace ser recto, y la expulsa de la sede de su inocencia y de su paz. Vagabunda, fugitiva, yerra entonces por los desiertos vacíos, no atreviéndose apenas a fijar el pie en ninguna parte, de temor que el suelo se hunda bajo sus pasos. Prudente por magisterio de la necesidad, va reconstruyéndose penosamente, y arranca del suelo, con el sudor de su rostro, las espinas y los abrojos del yermo para cultivar el fruto amado del conocimiento. El goce de este fruto le abre los ojos y le robustece las manos, y entonces se edifica su propio Paraíso según el modelo del perdido; brota para ella el árbol de la vida, extiende su mano hacia el fruto y come y vive en la eternidad. (Die Grundzüge des gegenwärtigen Zeitalters, lección I.)
La persona individual. Esta vida, una e igual a sí misma, de la razón –de la cual indica igualmente la alta filosofía el fundamento, así como el modo y manera de ser-, resulta dividida, digo, simplemente por obra de la apariencia terrena, y dentro de ella, en diversas personas individuales, las cuales personas no existen en absoluto más que dentro de esta apariencia terrena, pero en modo alguno en sí e independientemente de la apariencia terrena. Vean ustedes el verdadero origen de las diversas personas individuales que salen de la razón una, y el fundamento de la necesidad de perseverar en la fe en esta existencia personal todos aquellos que no se han elevado por medio de la ciencia sobre esta apariencia terrena. (A fin de que esta afirmación no sea mal entendida, de un modo totalmente contrario a mis intenciones, añado lo siguiente, pero meramente de pasada y sin ninguna conexión con mi propósito presente: La apariencia terrena perdura como fundamento y sostén de la vida eterna, al menos en el recuerdo, por toda la vida eterna, con todo lo que hay implícito en esta apariencia y, por ende, también todas las personas individuales en las que se dividió la razón una por obra de esta apariencia. Muy lejos, pues, de que de mi afirmación se siga algo contra la pervivencia individual, suministra esta afirmación más bien la única prueba sostenible a favor de ella. Y para resumirlo brevemente y expresarlo resueltamente: las personas perviven por toda la eternidad, como existen aquí, como manifestaciones necesarias de la apariencia terrena, pero no pueden llegar a ser en toda la eternidad lo que nunca fueron, ni son: entes en sí.) (Die Grundzüge des gegenwärtigen Zeitalters, lección II.) El amor de la vida racional. La vida racional tiene que amarse a sí misma, pues toda vida, en cuanto que se satisface y llena a sí misma, es goce de sí misma. Por ende, tan cierto como que en el hombre no puede extirparse totalmente la racionalidad, tan cierto es que tampoco puede extirparse este amor de la racionalidad a sí misma. Más aún: este amor, como raíz de la más profunda de toda existencia racional y como la única chispa restante que mantiene al hombre en los lazos de la razón, será justamente aquello con lo que se puede contar de un modo seguro en cualquier, sólo con que él quiera ser honrado e imparcial, por donde se le puede coger análogamente. Ahora bien: igualmente se ama la vida antirracional de la mera individualidad, pues que es también una vida y toda vida se ama necesariamente. Pero, como ambas vidas son rigurosamente opuestas, será también la naturaleza del amor y de la complacencia de ambas opuestas en sí misma, en todo y por todo específicamente diversa, y en esta diversidad específica, bien fácil de reconocer y de distinguir una de otra. (Die Grundzüge des gegenwärtigen Zeitalters, lección III.) Vida y felicidad. Las lecciones que inauguro con ésta se han anunciado como la advertencia para una vida feliz. Adaptándonos a la opinión común y usual, que no se puede rectificar sin adherir por lo pronto a ella, no podíamos menos de expresarnos así; no obstante, según el verdadero modo de ver las cosas, en la expresión vida feliz hay algo superfluo. A saber: la vida es necesariamente feliz, pues es la felicidad; la idea de una vida infeliz, por el contrario, encierra una contradicción. Infeliz sólo es la muerte. Hubiera debido, por tanto, expresándome rigurosamente, denominar las lecciones que me he propuesto explicar advertencia para la vida, o doctrina de la vida; o bien, tomando el concepto por el otro lado, advertencia para la felicidad, o doctrina de la felicidad. El hecho de que, sin embargo, no todo lo que aparece como viviente, ni con mucho, sea feliz, se funda en que lo infeliz , de hecho y en verdad, tampoco vive, sino que, según la mayoría de sus elementos está sumido en la muerte y en el no ser.
La vida misma es la felicidad, decía. No puede ser de otro modo: pues la vida es el amor y toda la forma y la fuerza de la vida consiste en el amor y nace del amor. (...) Pero el amor es contento consigo mismo, alegría en sí mismo, gozo de sí mismo, y así felicidad; y es claro que vida, amor y felicidad son en absoluto una y la misma cosa. (...) El ser, digo, y la vida son una y la misma cosa. Sólo la vida puede existir independientemente, por sí y mediante sí misma; y a su vez la vida, sólo en cuanto es vida, lleva consigo la existencia. Usualmente se imagina el ser como algo permanente, rígido y muerto; incluso los filósofos, casi sin excepción, la han pensado así, hasta expresándolo como absoluto. Pero esto ocurre solamente porque no se lleva consigo para pensar el ser un concepto vivo, sino sólo uno muerto. No está la muerte en el ser en sí y por sí, sino en la mirada amortecedora del muerto contemplador... (...) A la inversa, así como el ser y la vida son una y la misma cosa, del mismo modo la muerte y el no ser son uno y lo mismo. No hay una pura muerte, ni un puro no ser.... Pero sí hay una apariencia, y ésta es la mezcla de la vida y la muerte, del ser y el no ser. (...) Ahora tenemos trazado y abierto el camino para la intelección de la distinción característica entre la verdadera vida, que es una con el ser, y la mera vida aparente, la cual, en cuanto es mera apariencia, es una con el no ser. El ser es simple, invariable, y permanece eternamente igual a sí mismo; por esto la vida verdadera es también simple, invariable, eternamente igual a sí misma. La apariencia es una incesante mudanza, siempre oscilante entre el hacerse y el perecer, y está desgarrada por incesantes alteraciones. El centro de la vida es siempre el amor. La vida verdadera ama lo uno, invariable y eterno; la mera vida aparente intenta amar –si fuera siquiera capaz de ser amado, y si quisiera al menos resistir a su amor- lo caduco en su caducidad. Aquel objeto amado de la vida verdadera es el que significamos, o al menos debiéramos significar con la denominación Dios; el objeto del amor de la vida sólo aparente, lo caduco, es lo que nos aparece como mundo y que llamamos así. La vida verdadera vive, pues, en Dios y ama a Dios; la vida sólo aparente vive en el mundo e intenta amar el mundo. (...) La vida verdadera vive en lo invariable; por tanto, no es susceptible ni de una interrupción ni de un incremento, como tampoco lo invariable mismo en que vive es susceptible de tal interrupción o incremento. Es en cada instante entera; la vida más alta que es posible en absoluto; y permanece necesariamente en toda eternidad, que es en todo instante. La vida aparente vive sólo en lo variable, y por ello no permanece igual a sí misma en dos instantes sucesivos; cada momento que llega devora y absorbe el precedente; y así la vida aparente se convierte en un morir ininterrumpido, y sólo vive muriendo, y en el morir. (...) El afán de lo eterno, este impulso de unirse y fundirse con lo imperecedero, es la más íntima raíz de toda existencia finita, y no puede extirpar en ninguna rama de esta existencia, a no ser que esta rama haya de hundirse en el total no ser. (Die Aweisang zum seligen Leben, lección I.)
XII.- SCHELLING. Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling nació en 1775 y murió en 1854. De una precocidad extraña en filosofía, publicó en 1795 su obra Vom Ich als Prinzip der Philosophi; a los veinte años tenía un sistema filosófico propio. En 1800, en plena juventud, escribe su System des transzendentalen Idealismus, tal vez su obra capital. Esta sorprendente madurez de su pensamiento, unida a su larga vida de casi ochenta
años, hizo que la filosofía de Schelling sufriera a lo largo del tiempo variaciones fundamentales, hasta el punto de que se distinguen en ella cuatro fases bien determinadas, que son casi cuatro sistemas diferentes. Schelling es el filósofo de mayor influjo en la época romántica, y dejó su huella profunda en la filosofía, la literatura, el arte y aun la medicina de su tiempo. Su formación metafísica procede directamente de Kant y de Fichte, a quienes continúa originalmente; su obra es, a la vez, un constante diálogo con el pensamiento hegeliano. No es posible entrar aquí en detalle de la compleja filosofía de Schelling, ni se la puede seguir paso a paso en los textos; por eso me he limitado a escoger un pasaje especialmente representativo, en que Schelling recoge y desarrolla la gran idea del yo como realidad activa, consistente en hacer, distinta, por tanto, del modo de ser de las cosas; y donde, a la vez, insiste enérgicamente en la actitud idealista que había de restar tanta fecundidad a esa profunda intuición metafísica. ** La realidad activa del yo. Kant encuentra maravilloso en su Antropología que parezca nacer para el niño un mundo nuevo, tan pronto como empieza a hablar de sí mismo diciendo yo. Esto es, en realidad, muy natural; es el mundo intelectual que se le abre, pues lo que puede decirse yo a sí mismo se eleva, justamente por eso, sobre el mundo objetivo, y pasa de la intuición ajena a la suya propia. La filosofía tiene que partir sin duda de aquel concepto que abarca en sí toda la intelectualidad, y desde el cual ésta se despliega. Precisamente por esto, hay que ver que en concepto del yo hay algo superior a la mera expresión de la individualidad, que es el acto de la conciencia de sí mismo en general, con el cual tiene que aparecer al mismo tiempo, ciertamente, la conciencia de la individualidad, pero que él mismo no contiene nada individual. Hasta ahora sólo se habla del yo como acto de la conciencia de sí mismo en general, y sólo de él tiene que deducirse toda individualidad. (...) La pura conciencia de sí mismo es un acto que está fuera de todo tiempo, y sólo ella constituye todo tiempo; la conciencia empírica es la que sólo se produce en el tiempo y en la sucesión de las representaciones. La cuestión de si el yo es una cosa en sí o un fenómeno, es en sí mismo un contrasentido. No es en absoluto una cosa, ni cosa en sí, ni fenómeno. El dilema con que se responde a esto: todo tiene que ser o algo o nada, etc., se funda en la equivocidad del concepto algo. Si algo ha de designar en general algo real en oposición a lo meramente imaginario, el yo tiene que ser, ciertamente, algo real, pues es el principio de toda realidad. Pero es igualmente claro que, precisamente porque es principio de toda realidad, no puede ser real en el mismo sentido que aquello a que corresponde simplemente una realidad derivada. La realidad que aquéllos tienen por la única verdadera, la de las cosas, es una realidad meramente prestada, y sólo el reflejo de aquélla superior. El dilema, considerado a esta luz, se reduce, por tanto, a éste: todo es o una cosa o nada, lo cual muestra su falsedad al punto, puesto que hay, ciertamente, un concepto superior al de cosa, a saber: el de hacer, de la actividad. Este concepto tiene que ser muy superior al de cosa, pues las cosas mismas sólo pueden concebirse como modificaciones de una actividad limitada de diversas maneras. El ser de las cosas no consiste en un simple reposo o inactividad. Pues incluso toda impleción de espacio es sólo un grado de actividad, y cada cosa es sólo un cierto grado de actividad, con el cual se llena el espacio. Como tampoco corresponde al yo ninguno de los predicados que corresponde a las cosas, así se explica la paradoja de que del yo no puede decirse que es. Pues no se puede decir del yo que es, solamente porque es el ser mismo. El acto eterno de la
conciencia de sí mismo, no concebido en el tiempo, que llamamos yo, es lo que da a todas las cosas la existencia, lo que, por tanto, no necesita ningún otro ser que lo soporte, sino que, sosteniéndose y apoyándose a sí mismo, aparece objetivamente como el devenir eterno, subjetivamente como la producción infinita. (System des transzendentalen Idealismus, parte I, sección II, notas generales, 2.)
XIII.- HEGEL. Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) es el más importante de todos los idealistas postkantianos y una de las figures primeras de la historia de la filosofía. Su sistema es la construcción intelectual más acabada y profunda de la época moderna, y todo en él, la verdad y el error, alcanza dimensiones de radicalidad y genialidad incomparables. Todo el idealismo alemán está madura en Hegel, que es en rigor la conclusión de la Edad Moderna. La filosofía del siglo XIX, o ha sido consecuencia más o menos directa del hegelianismo, o simplemente conato de adquirir un nuevo punto de vista, desde el cual ha sido posible la filosofía actual. Por esto la metafísica tiene que hacerse hoy, primariamente, cuestión de la gigantesca especulación hegeliana y tomar posición filosófica ante ella. El pensamiento de Hegel es de un sistematismo cerrado y de extremada abstracción, esto da a sus obras una dificultad de lectura muy considerable, que sube de punto al intentar aislar trozos de ellas en una selección que rompe forzosamente la coherencia rigurosa del sistema. Una antología de textos hegelianos corre el grave riesgo de resultar en última instancia ininteligible, si no se poseen de un modo suficiente los supuestos generales de su metafísica. Esta consideración me ha movido a reducir los pasajes de Hegel escogidos a unas páginas de la Filosofía de la Historia universal, obra que, por su carácter de curso hablado, es mucho menos abstracta e inabordable que los escritos didácticos de su autor. Además, en estos fragmentos se refiere Hegel directamente al hombre como tal, como sujeto de la historia, y prescinde en cierta medida –por lo menos en su explicitud- del tecnicismo de la dialéctica hegeliana, que tanto dificulta la lectura. ** El hombre como espíritu. El hombre aparece después de la creación de la naturaleza y constituye lo opuesto al mundo natural. Es el ser que se eleva al segundo mundo. Tenemos en nuestra conciencia universal dos reinos: el de la naturaleza y el del espíritu. El reino del espíritu es el creado por el hombre. Podemos forjarnos toda clase de representaciones sobre lo que sea el reino de Dios: siempre ha de ser un reino del espíritu, que debe ser realizado en el hombre y establecido en la existencia. El terreno del espíritu lo abarca todo; encierra todo cuanto ha interesado e interesa todavía al hombre. El hombre actúa en él; y haga lo que quiera, siempre es el hombre un ser en quien el espíritu es activo. Puede, por tanto, ser interesante conocer, en el curso de la historia, la naturaleza espiritual en su existencia, esto es, la unión del espíritu con la naturaleza, o sea, la naturaleza humana. Al hablar de naturaleza humana, se ha pensado sobre todo en algo permanente. Nuestra exposición de la naturaleza humana debe convenir a todos los hombres, a los tiempos pasados y a los presentes. Esta representación universal puede sufrir infinitas modificaciones; pero de hecho lo universal es una y la misma esencia en las más diversas modificaciones. La reflexión pensante es la que prescinde de la diferencia y fija lo universal, que debe
obrar de igual modo en todas las circunstancias y revelarse en lo que parece más alejado de él; en el rostro más desfigurado cabe aún rastrear lo humano. Puede haber una especie de consuelo y compensación en el hecho de que quede en él un rasgo de humanidad. Con este interés, la consideración de la historia universal pone el acento en el hecho de que los hombres han permanecido iguales, de que los vicios y las virtudes han sido los mismos en todas las circunstancias. Y podríamos, por tanto, decir con Salomón: nada hay nuevo bajo el sol. (Vorlesungen ubre die Philosophie der Weltgeschichte, Introduccion General, II, 1, a.) El ser histórico del hombre. Pero el hombre se sabe a sí mismo; y esto le diferencia del animal. Es un ser pensante; pero pensar es saber de lo universal. El pensamiento pone el contenido en lo simple, y de este modo el nombre es simplificado, esto es, convertido en algo interno, ideal. O mejor dicho: yo soy lo interno, simple; y sólo por cuanto pongo el contenido en lo simple, hácese universal e ideal. Lo que el hombre es realmente, tiene que serlo idealmente. Conociendo lo real como ideal, cesa de ser algo natural, cesa de estar entregado meramente a sus intuiciones e impulsos inmediatos, a la satisfacción y producción de estos impulsos. La prueba de que sabe esto es que reprime sus impulsos. Coloca lo ideal, el pensamiento, entre la violencia del impulso y su satisfacción. Ambas cosas están unidas en el animal, el cual no rompe por sí mismo esta unión (que sólo por el dolor o el temor puede romperse). En el hombre el impulso existe antes de que (o sin que) lo satisfaga. Pudiendo reprimir o dejar correr sus impulsos, obra el hombre según fines y se determina según lo universal. El hombre ha de determinar qué fin debe ser el suyo, pudiendo proponerse como fin incluso lo totalmente universal. Lo que le determina en esto son las representaciones de lo que es y de lo que quiere. La independencia del hombre consiste en esto: en que sabe lo que le determina. Puede, pues, proponerse por fin el simple concepto; por ejemplo, su libertad positiva. El animal no tiene sus representaciones como algo ideal, real; por eso le falta esta independencia íntima. También el animal tiene, como ser vivo, la fuente de sus movimientos en sí mismo, pero no es estimulado por lo exterior, si el estímulo no está ya en él; lo que no corresponde a su consigo mismo, por sí mismo y dentro de sí mismo. No puede intercalar nada entre su impulso y la satisfacción de éste; no tiene voluntad, no puede llevar a cabo la inhibición. El estímulo comienza en su interior y supone un desarrollo inmanente. Pero el hombre no es independiente porque el movimiento comience en él, sino porque puede inhibir el movimiento. Rompe, pues, su propia espontaneidad y naturalidad. El pensamiento de que es un yo constituye la raíz de la naturaleza del hombre. El hombre, como espíritu, no es algo inmediato, sino esencialmente un ser que está vuelto sobre sí mismo. Este movimiento de intervención es un rasgo esencial del espíritu. Su actividad consiste en superar la inmediatez, en negar ésta y, por consiguiente, en volver sobre sí mismo. Es, por tanto, el hombre aquello que él se hace, mediante su actividad. Sólo lo que vuelve sobre sí mismo es sujeto, efectividad real. El espíritu sólo es como un resultado. La imagen de la simiente puede servir para aclarar esto. La planta comienza con ella, pero ella es a la vez el resultado de la vida entera de la planta. La planta se desarrolla, por tanto, para producir la semilla. La impotencia de la vida consiste, empero, en que la simiente es comienzo y a la vez resultado del individuo, es distinta como punto de partida y como resultado y, sin embargo, es la misma: producto de un individuo y comienzo de otro. Ambos aspectos se hallan tan separados aquí como la forma de la simplicidad en el grano y el curso del desarrollo en la planta. Todo individuo tiene en sí mismo un ejemplo más próximo. El hombre es lo que debe ser, mediante la educación, mediante la disciplina. Inmediatamente, el hombre es sólo
la posibilidad de serlo, esto es, de ser racional, libre; es sólo la determinación, el deber. El animal acaba pronto su educación; pero esto no debe considerarse como un beneficio de la naturaleza para con el animal. Su crecimiento es sólo un robustecimiento cuantitativo. El hombre, por el contrario, tiene que hacerse a sí mismo lo que debe ser; tiene que adquirirlo todo por sí solo, justamente porque es espíritu; tiene que sacudir lo natural. El espíritu es, por tanto, su propio resultado. (Vorlesungen ubre die Philosophie der Weltgeschichte, Introducción general, II, 1, b.)
XIV.- SIGLO XIX. Después de Hegel –a pesar de su genialidad, y tal vez a causa de constitutivos errores de su filosofía-, la metafísica europea entra en una crisis que compromete su existencia misma. Desde entonces se la niega y se trata de sustituirla por las ciencias positivas: es, en efecto, la época del positivismo, que domina todo el siglo XIX. Por eso la filosofía de esta última centuria tiene un interés muy secundario y no puede afrontar la comparación con las grandes etapas de plenitud metafísica, la última de las cuales había sido el idealismo alemán. Sin embargo, desde comienzos del siglo XIX afloran a la filosofía tendencias, con frecuencia inadvertidas o escasamente comprensibles en su circunstancia, que preparan de un modo eficaz una renovación de la metafísica. Nuestro interés se vuelve, por tanto, a aquellos pensadores que en su tiempo fueron oscuros, o –en los más notorios- a las dimensiones aparentemente secundarias de su pensamiento, pero que han anticipado los puntos de partida de la filosofía actual. Nuestra referencia del siglo XIX está hecha, pues, desde el siglo XX, prescindiendo desde luego de la perspectiva en que estos filósofos fueron considerados por su contemporáneos. De este modo podremos asistir, siquiera sea con extremada concisión, al alumbramiento de las dos ideas que dominan la antropología de fines del XIX y comienzos del XX: la vida –en su doble aspecto biológico y biográfico o histórico- y la persona que vive esa vida. MAINE DE BIRAN. El filósofo francés Maine de Biran nació en 1766 y murió en 1824; es, pues, aproximadamente contemporáneo de Fichte, y participa en cierto sentido de lo que podemos llamar su “altura filosófica”. Maine de Biran ha sido muy mal conocido durante muchos años: para sus contemporáneos –salvo excepciones- pasaba por el modelo perfecto del escritor incomprensible. En un ambiente impregnado de sensualismo, de una simplicidad intelectual realmente extremada, la metafísica de Maine de Biran resultaba el puro galimatías; es cierto que se debate con una evidencia que no siempre logra expresar claramente, en los términos que encuentra su alcance. Pero Maine de Biran descubre lo que llamó el sentido íntimo, y en este penoso análisis que intenta halla el yo como voluntad, como esfuerzo, que se ejerce frente a un mundo que muestra su realidad al hombre como un ente antitético, que se opone esencialmente, de un modo dinámico, a lo otro que él, y es un precedente indispensable para la comprensión de la filosofía de la existencia o de la vida. ** El yo como esfuerzo. Puesta la sustancia absoluta del alma con ciertos atributos o facultades (aunque sólo fuera el de sentir) que le son inherentes, ya reciban esta sustancia las ideas de Dios en
el momento de su creación, ya le vengan por sensación del mundo exterior, siempre resulta que es pasiva en su receptividad; y el entendimiento humano no será considerado, desde su comienzo hasta el último período de su desenvolvimiento, sino desde el mismo punto de vista de pasividad original; porque ¿de dónde vendría un principio de actividad que no entra en su naturaleza o en su primitiva constitución? Encontramos actualmente en nuestro espíritu la idea sustancia; pero no es nada difícil de probar que esta noción relativa es una noción muy alejada de los hechos primitivos. También encontramos muy profundamente grabada en nosotros la noción de causa o de fuerza, pero es anterior a la noción el sentimiento inmediato de fuerza, y este sentimiento no es otra cosa que el de nuestra misma existencia, de la que es inseparable el de la actividad. Porque no podemos conocernos como personas individuales sin sentirnos causas relativas a ciertos efectos o movimientos producidos en el cuerpo orgánico. La causa o fuerza actualmente aplicada a mover el cuerpo es una fuerza agente que llamamos voluntad: el yo se identifica por completo con esta fuerza agente. Pero la existencia de la fuerza no es un hecho para el yo sino en tanto que se ejerce, y no se ejerce sino en tanto que puede aplicarse a un término resistente o inerte. La fuerza no está, pues, determinada o actualizada más que en la relación con la fuerza actual que lo mueve o tiende a imprimirle movimiento. El hecho de esta tendencia es lo que llamamos esfuerzo o acción querida o volición, y yo afirmo que este esfuerzo es el verdadero hecho primitivo del sentido íntimo. Sólo él reúne todos los caracteres y llena todas las condiciones analizadas anteriormente. (Essai sur les fondements de la psychologie et sur ses rapports avec l’étude de la nature, Introducción general, II.) El conocimiento como antítesis. El conocimiento se realiza necesariamente por medio de una antítesis: todo es antítesis primitiva e indeleble; forma una con el universo. (Essai sur les fondements de la psychologie et sur ses rapports avec l’étude de la nature, Introducción general, III, nota.) El conocimiento de sí mismo. El oráculo de la sabiduría resumió en este precepto: Nosce te ipsum, todos los medios de perfeccionamiento apropiados a la naturaleza humana. Abrió por allí un vasto campo de ejercicio a nuestra facultades meditativas y activas, tanto para penetrar el profundo sentido del proyecto como para reducirlo a una práctica siempre difícil, ya que todo nos atrae hacia fuera, invitándonos a actuar antes de pensar, a conocer las demás cosas, ocultándonos de este modo a nosotros mismos. El conocimiento de que se trata no es el de nuestros órganos, ni de las impresiones extrañas o llagas a las cuales están sometidos. Todo esto no es el yo, que reside enteramente en el sentido íntimo o en la consciencia de esta libre actividad que lo constituye. Pero esto mismo conocimiento interior, así interpretado y delimitado, no debe ser solamente especulativo para alcanzar su meta y llenar su verdadero objeto. Podemos ver por todo lo dicho que es al mismo tiempo esencialmente activo o práctico. En efecto: como el sujeto no puede darse cuenta o no existe para sí mismo sino en el ejercicio de la actividad que lo constituye, es evidente que a partir del hecho primitivo de la conciencia no puede ejercer ninguna de sus facultades propias sin conocerla, lo mismo que no puede conocerla sin ejercitarla. Así la psicología, especulativa desde el punto de vista del conocimiento interior de nuestras distintas facultades, es al mismo tiempo práctica desde el punto de vista del desenvolvimiento de esas facultades y también en su dirección, sea intelectual, sea moral. (Essai sur les fondements de la psychologie et sur ses rapports avec l’étude de la nature, Introducción General, VI.)
La vida consciente. Como ser físico, el hombre pertenece a la naturaleza material; comparte toda su ceguedad y sufre toda su necesidad. Como ser vivo, e incluso como animal, no hace más que sentir; no se da cuenta o no conoce siquiera su existencia. Dirigido, impelido, arrastrado, como los animales, por las impresiones internas o externas, por todas las determinaciones de un instinto ciego, es actor subordinado y no espectador del universo; no se dirige en absoluto por su propia fuerza. Falto del poder de comenzar una serie de movimientos o de actos voluntarios, reacciona y no actúa. Pero, como ente dotado de una libre potencia de movimiento y de acción, el hombre goza de vida y de relación y de conciencia; sustraído de la necesidad del fatum, extiende sobre la naturaleza el imperio que tiene en primer lugar sobre los instrumentos de su voluntad. No solamente vive de la vida común a todos los seres que sienten como él, sino que siente que vive, y en tanto que la sensación envuelve realmente toda la existencia animal, el hombre sólo tiene idea de su sensación y distingue su individualidad; se da cuenta de su yo o tiene conciencia de él. No solamente tiene relaciones esenciales con la naturaleza de que forma parte, sino que se apercibe de sus relaciones; se da cuenta de ellas; más aún, las modifica, las extiende sin cesar, o las crea nuevas, por medio del ejercicio de esa fuerza agente y pensante que constituye su naturaleza, su existencia y toda su personalidad. El hombre no percibe o no conoce nada, hablando con propiedad, sino en cuanto tiene conciencia de su individualidad personal, o en cuanto su propia existencia es un hecho para él mismo, finalmente en tanto que es yo. El sentimiento del yo es, pues, el hecho primitivo del conocimiento; y como ulteriormente probamos que no depende esencialmente de ninguna impresión recibida por los sentimientos externos, que no está esencialmente ligado a ninguna modificación variable, accidental, aunque se asocie con todas, sino que es exclusivamente inherente al ejercicio de un sentido íntimo particular, afirmamos que es un hecho primitivo del sentido íntimo. (Essai sur les fondements de la psychologie et sur ses rapports avec l’étude de la nature, parte I, Introducción.) La mismidad del yo. Desde el punto de vista de la reflexión, y si no salgo del hecho de conciencia no podría ver ningún fundamento a esta proposición: yo soy una cosa que piensa, porque haría falta que el pensamiento fuese sentido o advertido como el modo fundamental o el atributo inmanente de la sustancia, de modo que hubiera en la conciencia una verdadera dualidad, o una referencia a dos términos distintos, de los cuales uno sería la sustancia y el otro el modo o atributo. Ciertamente, el hecho de conciencia no nos manifiesta nada parecido. Mientras digo yo y me doy testimonio de mi propia existencia, soy para mí mismo no una cosa o un objeto, del cual afirmo la existencia dándole por atributo el pensamiento, sino un sujeto que se reconoce y se afirma en sí mismo su existencia, en tanto que se da cuenta interiormente o piensa. Esta apercepción o este pensamiento interior, puesto que constituye toda la existencia del sujeto, no puede ser atributo de otro sujeto anterior, ya que, fuera del yo, no hay nada para la conciencia; todavía menos puede ser atributo de un objeto, porque todavía no hay objeto. La fórmula yo soy una cosa pensante, implica, pues, contradicción con el hecho primario, y es preciso salir de este hecho, o emplear otra facultad, para darle el sentido de una proposición lógica, universal, necesaria. No sería preciso, sin embargo, concluir que el hecho de conciencia está reducido a un solo término, el sujeto absoluto. Haremos ver, por el contrario, que hay una verdadera dualidad, o una relación con dos términos de naturaleza homogénea. Nada está en la conciencia sino a título de relación; y para que una relación esté en la conciencia, es necesario que sus dos términos estén igualmente, si no como sustancia y atributo, al menos como causa y efecto.
(Essai sur les fondements de la psychologie et sur ses rapports avec l’étude de la nature, parte I, sección 1ª., cap. I, 1.) El yo no es cosa. El sujeto metafísico propiamente dicho no puede ser concebido como una cosa, y toda la dificultad que hay para comprender el valor del sujeto yo por medio del acto de reflexión consiste precisamente en que es preciso excluir toda idea de cosa u objeto, lo que contraría todos los hábitos de la imaginación. (Essai sur les fondements de la psychologie et sur ses rapports avec l’étude de la nature, parte I, sección 1ª., cap. I, 1, nota.) La realidad primaria. En principio de Descartes: Yo pienso, luego existo; y mejor: Yo pienso, yo existo, es el primer axioma psicológico, o el primer juicio intuitivo de existencia personal. Se puede enunciar así: Un ente no existe para sí mismo sino en tanto que lo sabe o que lo piensa. El sentimiento o el conocimiento del yo es la condición primera y esencial de todo pensar. El yo es uno, permanente, y siempre idéntico a sí mismo en el tiempo. Para que yo sienta el paso de una modificación a otra es necesario que haya algo que quede, y eso que permanece, yo, es diferente de lo que ha cambiado. Todo esfuerzo necesita un sujeto, o una fuerza que lo ejerza, y un término que resista. Este sujeto y este término son esencialmente distintos uno de otro por el hecho de conciencia. El sentimiento inmediato de un poder de actuar o de comenzar el movimiento, es idéntico al de mi existir. Mi voluntad es una fuerza motriz, o causa eficiente de los movimientos que le atribuyo. Soy libre en el ejercicio de los movimientos o actos que proceden de mí, y obligado en las impresiones que vienen de fuera, o de mi organización. No juzgo acerca de la existencia de causas o fuerzas extrañas sino en tanto que me siento a mí mismo inmediatamente como causa o fuerza. Las impresiones bajo las cuales soy pasivo tienen una causa que no soy yo, o que está fuera de mí. Toda cualidad que yo percibo fuera de mí tiene un sujeto. El comienzo de todo movimiento tiene una causa. (Essai sur les fondements de la psychologie et sur ses rapports avec l’étude de la nature, parte II, sección IV, cap. IV, 4º, B.)
COMTE. August Comte, el más importante por su actuación y su influjo en los filósofos del siglo XIX, nació en 1798 y murió en 1857. Su personalidad y las líneas generales de su filosofía positiva son sobradamente notorias para que sea menester aludir aquí a ellas. En la medida en que Comte pareció en su época definitivo, es decir, en cuanto eliminaba la metafísica de las posibilidades intelectuales del hombre y pretendía reducir la filosofía a una reflexión sobre la ciencia, su obra está absolutamente superada. Pero Comte, fundador de la Sociología, hace –o al menos inicia- una metafísica del ser histórico y social del hombre. Los densos volúmenes de su Curso de filosofía positiva y de su Sistema de política positiva encierran, perdidas en su prosa monótona y reiterada, adivinaciones geniales.
** El aburrimiento como motor humano. En medio de estas potencias secundarias, pero continuas, que concurren a determinar la velocidad natural del desenvolvimiento humano, se puede señalar por lo pronto, según Georges Leroy, la influencia permanente del aburrimiento, por supuesto muy exagerada, y aun viciosamente apreciada, por este ingenioso filósofo. Como todos los demás animales, el hombre no podría ser feliz sin una actividad suficientemente completa de todas sus diversas facultades, según un grado de intensidad y de perseverancia sabiamente proporcionado a la actividad intrínseca de cada una de ellas: cualquiera que pueda ser su situación efectiva, tiende sin cesar a satisfacer, en lo posible, esta indispensable condición de la felicidad. La dificultad compatible con la especial superioridad de su naturaleza, le hace necesariamente más sujeto que los otros animales a ese penoso estado de languidez, que indica a la vez la existencia real de las facultades y su insuficiente actividad, y que, en efecto, llegaría a ser igualmente inconciliable, ya con una atonía radical, de la cual no resultaría ninguna tendencia urgente, ya con un rigor ideal, naturalmente susceptible de un ejercicio infatigable. Tal disposición, a la vez intelectual y moral, que vemos diariamente impulsar a tantos esfuerzos a todas las naturalezas dotadas de alguna energía, ha debido, sin duda, contribuir poderosamente, en la infancia de la humanidad, a acelerar nuestro vuelo espontáneo, por medio de la inquieta agitación que inspira, ya para la ávida búsqueda de nuevas fuentes de emociones, ya para la ávida búsqueda de nuevas fuentes de emociones, ya para un desenvolvimiento más intenso de nuestra propia actividad directa. (Cours de philosophie positive, t. IV, lec. 51.) La muerte y la renovación social. Debo señalar, en segundo lugar, la duración dela vida humana como algo que influye quizá más profundamente sobre aquella velocidad que ningún otro elemento apreciable. Por lo pronto, no hay que disimular que nuestro progreso social se apoya esencialmente en la muerte; es decir, que los sucesivos pasos de la humanidad suponen necesariamente la continua renovación, suficientemente rápida, de los agentes del movimiento general que, poco perceptible habitualmente en el curso de cada vida individual, no se hace verdaderamente pronunciado sino aplazar de una generación a la que la sigue. El organismo social está sometido, a este respecto, y de un modo no menos imperioso, a la misma condición fundamental que el organismo del individuo, donde pasado un determinado tiempo, las diversas partes que lo constituyen, inevitablemente convertidas, por la misma sucesión de los fenómenos de la vida, en impropias para cooperar ya en su composición, deben ser gradualmente reemplazadas por nuevos elementos. (Cours de philosophie positive, t. IV, lec. 51.) La ciencia del hombre. La venerable teocracia inicial, durante mucho tiempo prolongada por los oráculos sacerdotales propios del régimen griego, proclamaba, hace cuarenta siglos, el conocimiento del hombre como la verdadera meta de nuestro saber. Después de la inmensa preparación objetiva que nos separa de este luminoso aforismo, la síntesis subjetiva nos vuelve allí irrevocablemente, como ofreciendo a la vez el resumen de la una y el principio de la otra. Porque el hombre propiamente dicho, considerado en su realidad fundamental, y no según los ensueños materialistas o espiritualistas, no puede ser conocido sin el conocimiento previo de la humanidad, de la cual depende necesariamente. (...)
Las modificaciones del mundo pueden afectar directamente a la humanidad, aunque circunscriptas a los límites que no perturban la vida. Basta con que estas influencias, celestes o terrestres, constantes o temporales, cambien notablemente nuestra longevidad, o el estado de la población humana, considerada ya en cuanto a su condensación, ya en relación a su movimiento. Según la misma ignorancia de las leyes biológicas de la longevidad en que aún estamos, se ve que su influencia permanece poco pronunciada en el orden vital. Pero el orden social, más modificable, erige, por el contrario, la duración ordinaria de la vida humana en elemento esencial, no sólo de su consistencia estática, sino sobre todo de su evolución dinámica, cuya velocidad depende mucho de ella. Puesto que los vivos son esencialmente gobernados por los muertos, el intervalo de las generaciones, siempre regulado por la longevidad común, influye directamente en la relación fundamental entre las dos influencias subjetiva y objetiva. (Système de politique positive, t. II, cap. VII.)
GRATRY. El P. Gratry, uno de los filósofos más originales e interesantes del siglo XIX, ha sido de los menos conocidos e interesantes del siglo XIX, ha sido de los menos conocidos y estudiados, hasta el punto de que su pensamiento ha influido en escasa medida y tardíamente en la metafísica ulterior. Nació en Lille en 1805, y murió en 1872; después de adquirir una formación científica y, sobre todo, matemática, se ordenó sacerdote y fundó el Oratorio de la Inmaculada Concepción, renovación del antiguo Oratorio de Jesús, u Oratorio de Francia. Fue profesor de Teología en la Sorbona, y su obra capital es La connaissance de Dieu, uno de los mejores libros modernos sobre la gran cuestión de Dios. Gratry fue esencialmente metafísico, en un momento poco propicio a esta disciplina, y hablaba una lengua que no era inteligible a sus contemporáneos; por eso pareció en su tiempo pura piedad cristiana o, a lo sumo, apologética lo que era rigurosa filosofía. Una filosofía, por otra parte, cuyo tema y cuyos puntos de vista coinciden extrañamente con los de la filosofía actual, de la que resulta hoy Gratry un claro antecedente y, en cierto sentido, un precursor, pues aborda de lleno cuestiones con las que sólo ahora, desde supuestos más maduros, tiene que enfrentarse nuestra filosofía. ** El hombre, imagen de Dios. Para conocer el alma, no la estudiaremos aislada. Estudiaremos el alma en su relación con Dios y con el cuerpo. (...) Para conocer el alma y el cuerpo, es preciso saber primero que el alma es la imagen de Dios, y el cuerpo es la imagen del alma. El alma y el cuerpo se parecen: el cuerpo es signo e instrumento del alma. Hay que perseguir esta semejanza para conocer el alma por medio del cuerpo, el cuerpo por medio del alma. Es necesario que la ciencia del alma sirva, en fin, a la ciencia del cuerpo, y que las dos ciencias se sostengan la una a la otra. No marchamos, en esto, hacia la confusión de las ciencias, sino hacia la ciencia comparada, lo que es radicalmente distinto. De ordinario, la idea que se hace uno del alma y de sus facultades es un impenetrable laberinto. Lo cual ocurre porque no se busca su modelo en Dios. La ciencia del cuerpo, a su vez, es impenetrable a la idea, porque no siendo conocida el alma, modelo del
cuerpo, no se puede comprender el sentido de la imagen. En el estudio del cuerpo y en el de las facultades del alma no se perciben más que puntos aislados, pero no la vida total y la unidad del sentido. Para constituir la ciencia del alma, que está aún difusa, es preciso comparar primero el alma con Dios, después el alma con el cuerpo. (...) ¿Qué es el alma? Todo el conocimiento del alma posible al hombre sobre la tierra me parece encerrado en estas palabras del Génesis: “Dios dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.” Pero haría falta comprender este texto divino. ¡Dios dijo! ¡Dios habla? Pero ¿qué es una palabra de Dios? Yo encuentro en mí dos clases de palabras: hay mi palabra interior y pensada; hay mi palabra hablada, proferida hacia fuera. La una es yo mismo, la otra es un acto de que yo soy causa. Si yo no tuviera en mí la palabra interior, no sería actualmente inteligente; no sería hombre, o al menos no lo sería más que en potencia. Pero yo puedo ser hombre sin hablar, sin articular hacia fuera, por medio del sonido, lo que pienso. Mi palabra interior soy yo. Mi palabra exterior es un acto o, si se quiere, el resultado de un acto libre que ejecuto u omito, según quiero. (...) Así es, oh Dios mío, que yo soy una palabra de vuestra boca, en la sucesión de mis días y de todos mis instantes. Pero yo comparto este privilegio con todo lo que existe y vive. Toda criatura es una palabra de vuestra boca. La luz existe, porque vos habláis de ella, Señor, y decís de ella: ¡Hágase! Pero entre mi alma y la luz hay la diferencia de que vuestra palabra de que yo sea es más grande y más bella que la que creó la luz. Porque vos decís: “¡Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza!” La luz fue creada; dura, porque dura vuestra palabra; pero la palabra que la crea es una palabra breve y terminada, y no una palabra creciente como la que crea mi alma. Esta palabra: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”, esta palabra va creciendo siempre, porque es una perpetua exhortación. Dios se exhorta a desenvolver y a perfeccionar la obra maestra de la creación, porque quiere que el alma tenga vida, y la tenga cada vez más abundantemente, dice el Evangelio (Ut vitam habeant, et abundantius habeant, Juan, X, 10). Y San Agustín dice que nuestra vida consiste en ser “perpetuamente hechos por Dios, perpetuamente perfeccionados por Dios al tenernos siempre ligados a él”. (Semper ab illo fieri, semperque perfici debemus, inhaerentes ei.) ¿Y no es esto visible? ¿Qué soy, pues, sino algo imperfecto, dependiente, pero también creciente, y que aspira sin cesar a algo mayor y mejor? Hagamos al hombre, dijo mi Creador. Por tanto, ¡yo no estoy aún acabado! Ni lo estaré nunca, porque Dios prosigue siempre esta misma palabra de exhortación. Pero ¿qué quiere decir sino que aumentaré sin límite? Jamás vendrá un tiempo en que yo esté acabado. La luz fue, desde su origen, lo que hoy es, lo que será. Pero yo seré lo que aún no soy, y entonces tendré todavía un abismo de esperanzas, y así sin fin. Mi vida, mi ley, consiste en creer en Dios porque soy su hijo, hijo adoptivo, pero siempre levantado más alto por el amor de un Padre todopoderoso. “Mi hijo –dice la Sagrada Escritura- es un hijo que crece.” (Filius accrecens, Gen., XLIX, 22.) El crecimiento continuo es la única imagen concebible del infinito. (De la connaissance de lâme, lib. I, cap. I, 1-2.) El sentido. Hay tres potencias en la unidad del alma. La segunda nace de la primera; la tercera procede de las otras dos. Esto es verdadero, tanto para la vida del alma en el alma, como para la vida del alma en el cuerpo. (...)
Nos hace falta estudiar desde más cerca cada una de estas tres potencias: el sentido, la inteligencia, la voluntad. (...) Llamamos a la primera potencia el sentido, o bien la sensibilidad. Tratemos de analizarla. Y en primer lugar no olvidemos nunca que el alma es una; que, en su vida real, todo está en todo; que, en esta primera potencia, están implicadas la inteligencia y la voluntad, por una inevitable ley que es preciso llamar la mutua penetración de las facultades o, si se quiere, circumincesión de las facultades; como se llama en teología circumincesión de las personas a la ley correspondiente en el misterio de la Santísima Trinidad. (...) Lo que caracteriza nuestra primera potencia, el sentimiento, es el ser instintivo, oscuro, pasivo. Sus funciones propias se ejercen en nosotros sin nosotros, independientemente de nuestro conocimiento y de nuestra libertad, como las funciones de la vida nutritiva, en el cuerpo, están sustraídas, como dicen los fisiólogos en su lenguaje, a la percepción de la conciencia y a la influencia de la voluntad. Esta primera potencia de nuestra alma, esta esfera profunda es, pues, la de la vida oculta, la de las funciones que Dios o la naturaleza realizan en nosotros sin nosotros; orden de funciones que la mayoría de los filósofos han señalado, sin describirlas bastante, sin embargo, ni clasificarlas de un modo útil. El alma siente todo lo que es. De aquí resulta la división fundamental, natural, cierta, de los elementos de la sensibilidad; hay tantos como objetos adecuados para actuar sobre nuestra alma. Por tanto, todo puede actuar sobre nuestra alma. (...) Dios, nuestros semejantes y la naturaleza actúan sobre nosotros; también nuestra alma reacciona instintivamente sobre ella misma: así, primero Dios, después nuestra alma y las ajenas, luego la naturaleza visible, son los tres grandes objetos que pueden producir impresiones en nosotros. Las impresiones producidas por la naturaleza física son llamadas sensaciones; se reserva a las demás el nombre de sentimientos; pero en los sentimientos hay que distinguir evidentemente el sentimiento que tiene el alma de su propia vida, de los sentimientos que pueden proceder de Dios. Por tanto, esta triple capacidad de sentir estas tres cosas, el cuerpo, el alma misma y por último Dios, recibe tres nombres: sentido externo, sentido íntimo, sentido divino, según su objeto. (De la connaissance de l’âme, lib. III, cap. I, 1.) La inteligencia. Pasemos al análisis de la inteligencia, segunda potencia del alma. Entendemos aquí por inteligencia la facultad general de conocer. Pero ¿qué podemos conocer? Dios, el alma y la naturaleza. ¿Cómo podemos conocernos? Evidentemente, viéndolos y contemplándolos. Mas ¿qué es ver y mirar? Es recibir la impresión de los objetos y actuar sobre las impresiones. Pero recibirla impresión de los objetos es lo que hace la primera potencia. Por tanto, el sentido es el punto de partida del conocimiento; nuestra segunda facultad está referida a la primera, depende de ella, es engendrada por ella: la sensibilidad es la raíz del conocimiento, y nada más verdadero, si se sabe entenderla, que la antigua máxima: “Nada viene a la inteligencia que no haya estado antes en el sentido.” (Nihil est in intellectu quod non prius fuerit in sensu.) El sentido quiere decir aquí la facultad general de sentir. La sensación, el sentido íntimo, el sentido divino son manifiestamente la raíz del conocimiento en nosotros. Nada hay en la inteligencia que no venga, “sino la misma inteligencia” (nisi ipse intellectus), como añadía Leibniz. (De la connaissance de l’âme, lib. III, cap. II, 1.) La voluntad. La voluntad es la tercera potencia del alma, y procede de las dos primeras. La incitación de lo deseable, en el fondo del alma, es su raíz. Y si no procediera al mismo
tiempo de la inteligencia, no sería más que deseo, instinto o pasión, pero no voluntad. No hay acto humano verdaderamente voluntario sino el que procede tanto de la incitación interna como de la razón. (De la connaissance de l’âme, lib. III, cap. VI, 1.) La libertad. No ha lugar, pues, a demostrar la libertad moral más que a demostrar la existencia de los cuerpos. Estos dos hechos descansan uno y otro en la evidencia que les es propia. Hay cuerpos, porque los veo y los toco. Esta prueba es absolutamente buena. Quien no vea esto es sofista o víctima de los sofistas. Del mismo modo hay libertad moral, porque la siento y la toco, y la ejerzo en cada instante del día. Es un hecho que veo, que he visto mil veces. (De la connaissance de l’âme, lib. III, cap. VI, 2.) Dios como fundamento del hombre. Todos los filósofos han hablado de este santuario del alma donde está Dios, y donde está necesariamente, como causa de mi ser y de mi vida. Han hablado de ese punto en que Dios toca al alma para suspenderla a él, por donde la hace vivir sosteniéndola. Quien no sabe esto está aquende de toda filosofía. El mundo nos toca por la superficie; Dios, por el centro, y nosotros estamos entre los dos, y tres mundos viven en nosotros: Dios, la naturaleza y nosotros. Nuestra alma es el templo, el lugar de la contemplación. El centro, en que Dios vive en nosotros, es el santuario. La circunferencia, donde el mundo vive en nosotros, es el atrio. El recinto intermedio es nuestra morada propia, es doble, y se llama inteligencia y voluntad: la voluntad, más central; la inteligencia, más exterior. (La connaissance de Dieu, parte I, cap. VI, sec. X.)
KIERKEGAARD. Todavía en el ámbito creado por la filosofía hegeliana, pero en aguda oposición a ella, se mueve el pensador danés, Sören Kierkegaard, que vivió en Copenhague, atormentado por sus problemas religiosos y filosóficos, de 1813 a 1855. Como en Gratry, en Kierkegaard hay franca hostilidad al idealismo alemán, y una apelación terminante a la religión cristiana; en el caso del francés se trata del catolicismo, con la presencia de toda la teología y la filosofía, desde los griegos al siglo XVII; el danés se refiere ante todo a la teología protestante, pero igualmente intenta comprender al ser del hombre desde supuestos cristianos. Algo semejante sucederá a Brentano, que se desentiende del kantismo para hacer mano a Aristóteles y Leibniz, también interpretados desde una posición fundamentalmente cristiana. Kierkegaard dista mucho de ser un filósofo sistemático y riguroso; pero ha sido un eficaz fermento, que actuó decisivamente en Unamuno –al que legó, junto a una certera visión de la existencia, un dañoso irracionalismo, tal vez inevitable en su circunstancia históricoa- y que acusa su huella incluso en Heidegger, es decir, en el núcleo mismo de la actual filosofía existencial. Interesa, pues, al menos, tener presente un esencial fragmento de su Postscriptum no científico, el libro de Kierkegaard que Unamuno prefería, donde habla de los dos conceptos capitales de existencia y realidad. **
Existencia y realidad. En el lenguaje abstracto, lo que constituye la dificultad de la existencia y del existente, muy lejos de ser aclarado, a decir verdad no aparece jamás; justamente porque el pensamiento abstracto es sub specie aeterni, se hace en él abstracción de lo concreto, temporal, del devenir de la existencia, de la angustia del hombre, situado en la existencia por un cruce de lo temporal y lo eterno. Si ahora queremos admitir que el pensamiento abstracto es el superior, se sigue que la ciencia y los pensadores salen orgullosamente de la existencia y no nos dejan a los hombres más que lo peor de soportar. Pero le ocurre también algo al mismo pensador abstracto, y es que siendo después de todo él también un hombre existente, tiene que haberse distraído de alguna manera. Interrogar a la realidad abstractamente (aun cuando fuese correcto hacerlo así, porque lo particular y fortuito forman parte de la realidad y son opuestos a la abstracción) y responder abstractamente a tales preguntas, es mucho menos difícil que precisar lo que significa el hecho de que un cierto algo sea una realidad. El pensamiento abstracto hace en efecto abstracción de ese algo, pero la dificultad consiste precisamente en hacer la síntesis de ese algo y de la idealidad del pensar, en querer pensar esa síntesis. El pensamiento abstracto no puede ocuparse de tal contradicción, porque justamente él estorba. El impedimento del pensamiento abstracto se manifiesta precisamente en los problemas existenciales, donde la abstracción escamotea la dificultad y la deja a un lado; después se alaba de explicarlo todo. Explica hasta la inmortalidad y, daos cuenta, todo va muy bien en cuanto la inmortalidad se hace idéntica a la eternidad, esa eternidad que es esencialmente la disposición del pensamiento. En cuanto a saber si un individuo existente es inmortal, lo que es justamente la dificultad, el pensamiento abstracto no se ocupa de ello. Él es desinteresado, pero la dificultad de la existencia consiste en el interés infinito que aporta a la existencia quien existe. El pensar abstracto me ayuda, pues, a obtener la inmortalidad en cuanto me suprime como individuo aislado, e inmediatamente me hace inmortal. Me viene a ayudar aproximadamente como lo hacía el Doctor de Holberg, el cual con sus medicinas quitaba la vida al paciente –pero también suprimía la fiebre-. Si consideramos, pues, a un pensador abstracto que no quiere ponerse en claro y confesarse a sí mismo cuál es el comportamiento del pensamiento abstracto respecto del hecho de que él es un hombre que existe, nos produce, aun cuando fuese muy famoso, un efecto cómico, porque está a punto de dejar de ser un hombre. Mientras que un verdadero hombre, síntesis de finito e infinito, tiene justamente su realidad en el mantenimiento de esta síntesis y tiene un interés infinito en la existencia, tal pensador abstracto es por el contrario un ser doble: por una parte un ser fantástico que vive en la pura abstracción, y por otra parte una quizá triste figura de docente que deja a un lado aquel ser abstracto, como se deja el bastón en un rincón. Cuando se lee la biografía de un hombre tal (porque sus escritos pueden ser dignos de atención), tenemos a veces un escalofrío al pensar lo que, sin embargo, es ser un hombre. (nota del autor: Y cuando poco después leemos en sus escritos: el pensar y el ser son uno, pensamos al reflexionar en su vida y en su existencia; el ser con el cual el pensamiento es idéntico, no es, sin duda, el ser humano.) (...) Pensar abstractamente la existencia y sub specie aeterni significa suprimirla esencialmente, y es análogo al mérito publicado a son de trompeta que ha consistido en suprimir el principio de contradicción. La existencia no puede ser pensada sin movimiento, y el movimiento no puede ser pensado sub specie aeterni. Dejar de lado el movimiento no es precisamente una salida magistral, e introducirlo como paso en la lógica, y con él el tiempo y el espacio, no hace más que producir una nueva confusión. Sin embargo, en la medida en que todo pensamiento es eterno, hay una dificultad para el existente. Pasa con la existencia como con el movimiento; es muy difícil habérselas
con ella. Silos pienso los he abolido, y ya no los pienso. Así pudiera parecer correcto decir que hay una cosa que no se deja pensar: la existencia. Pero entonces subsiste la dificultad de que por el hecho de que quien piensa existe, la existencia se encuentra puesta al mismo tiempo que el pensamiento. (...) En la medida en que la existencia es movimiento, es necesario que haya, sin embargo, algo de continuo que unifique el movimiento, sin lo cual, en efecto, no habría movimiento. Lo mismo que al decir que todo es verdadero se significa que nada lo es, lo mismo al decir que todo está en movimiento se significa que no hay movimiento (nota del autor: Es lo que evidentemente quería decir aquel discípulo de Heráclito, que decía que no se podía atravesar una vez el mismo río.). Lo inmutable pertenece al movimiento como su objeto y su medida (ambos en el sentido de “télos” y de “métron”), sin lo cual afirmar que todo está en movimiento, si se quiere también suprimir el tiempo y decir que todo está siempre en movimiento, equivale eo ipso a afirmar la inmovilidad. Es por lo que Aristóteles, que de tantos modos hacía reaparecer el movimiento, dice que Dios, inmutable él mismo, lo mueve todo. Mientras que ahora el pensamiento puro suprime sin más el movimiento o lo introduce de manera absurda en la lógica, la dificultad para el hombre existente consiste en dar a la existencia la continuidad sin la cual todo no hace sino pasar y desaparecer. Una continuidad abstracta no es continuidad, y la existencia del existente estorba esencialmente la continuidad, mientras que la pasión es la continuidad momentánea que a la vez retiene y provoca la impulsión del movimiento. Para un hombre existente, la decisión y la “repetición” son el fin del movimiento. Lo eterno es la continuidad del movimiento, pero una eternidad abstracta reside fuera del movimiento, y una eternidad concreta en el existente es el máximo de la pasión. Toda pasión idealizadora (nota: La pasión terrena estorba a la existencia en cuanto que la transforma en algo momentáneo.) es, en efecto, una anticipación de lo eterno en la existencia para aquel que realmente existe (nota: Se ha calificado a la poesía y al arte de anticipación de lo eterno. Si así queremos llamarlos hay que observar, sin embargo, a ese propósito que la poesía y el arte no tienen relación esencial con un hombre existente, porque la contemplación de la poesía y el arte, “la alegría de lo bello”, es desinteresada y el contemplador se encuentra exterior a sí mismo en tanto que ser existente.); obtenemos la eternidad de la abstracción cuando nos apartamos de la existencia; un hombre existente no puede llegar al pensamiento puro más que por un comienzo dudoso, el cual, además, se venga por el hecho de que la existencia de ese hombre se vuelve insignificante y sus discursos un poco alocados. Así le va a nuestra época en la mayoría de los hombres, entre los cuales se oye tan pocas veces hablar a alguno como si fuese consciente de ser un hombre individual existente. Casi todo el mundo vaticina panteísticamente hablando de millones de hombres, de Estado y del desarrollo histórico mundial de la humanidad. Pero para un hombre existente la apasionada anticipación de lo eterno no es, sin embargo, la continuidad absoluta, sino la posibilidad de acercarse a la única verdad que hay para un hombre existente. Se vuelve por ahí a mi tesis de que la subjetividad es la verdad, porque la verdad objetiva equivale para un hombre existente a la eternidad de la abstracción. La abstracción es des-interesada, pero la existencia es el supremo interés de aquel que existe. ES por lo que el hombre que existe tiene siempre un “télos”, del cual habla Aristóteles cuando dice (De anima, III, 10), que el “nous teoretikós” es diferente del “nous praktikós tó télei”. (Afsluttende uvidenskabelig Efterskrift, parte II, sección II, cap. III, ap. 1.)
NIETZSCHE.
Uno de los filósofos del siglo XIX de más amplia fama y de peor suerte intellectual ha sido Nietzsche. Durante decenios se ha hablado de él largamente, se lo ha leído y comentado y entendido mal; por lo general, se ha solido tomar de él la superficie, lo más brillante y atractivo de su obra, lo que en ella era literatura –excelente por cierto-, incluso sus más graves errores, pero no se ha sabido desligar de todo eso el fondo de auténtica filosofía que sus libros encierran. Por eso todavía hoy, al cabo de tantos años de inquieto amor en torno a su figura, Nietzsche reclama una comprensión adecuada y filosófica de su pensamiento. Su currículum vitae es bien conocido: nace en 1844, estudia filología en Bonn y Leipzig; en 1869 es profesor de esa disciplina en Basilea, donde se intensifica su contacto con Erwin Rohde y con Burckhardt; en 1879, la mala salud le obliga a dejar su cátedra y dedicarse sólo a su trabajo de escritor; diez años después pierde la razón, y muere sin recobrarla, con el siglo, en 1900. Su obra –aforística y dispersa- acusa la influencia de Schopenhauer y de Wagner, y se resiente de imprecisión, de predominio de lo artístico sobre lo conceptual y sistemático, de apasionamientos que lo hacen caer con frecuencia en el error; por ejemplo, cuando se refiere al cristianismo, que interpretó siempre de un modo torcido, sin sospechar siquiera que algunas de sus ideas más valiosas tenían una indudable filiación cristiana. Pero Nietzsche se ocupó largamente del tema de la vida, y sus hallazgos acerca de él, aunque todavía no utilizados con suficiente precisión, han sido decisivos. Entre Kierkegaard y la superior madurez de Dilthey, Nietzsche llena un lugar insustituible en la historia de la conquista de la realidad vital, y esto es lo que hoy interesa más en él. ** La vida. Llamamos “vida” a una multiplicidad de fuerzas unidas por un mismo proceso de nutrición. A este proceso de nutrición, como medio de su posibilidad, corresponden los llamados sentidos, imaginación, pensamientos, etc.: 1) una resistencia a todas las demás fuerzas; 2) un poner en orden estas fuerzas según la forma y el ritmo; 3) un evaluar referente a la incorporación o a la separación. (Der Wille sur Macht, 641.) La vida no es adaptación de condiciones internas o externas, sino voluntad de poderío que, partiendo del interior, se conoce y se incorpora siempre mayor cantidad de “exterior”. (Der Wille sur Macht, 681.) El alma creadora. El alma es considerada como un ser que elige y se nutre, extraordinariamente sabia y continuamente creadora (esta fuerza creadora es olvidada, es entendida como meramente pasiva). Yo reconocí la fuerza activa, junto a la accidental: el caso es solamente el choque recíproco de los instintos creadores. (Der Wille sur Macht, 673.) El hombre del porvenir. El hombre que hasta ahora ha existido es, por decirlo así, un embrión del hombre del porvenir; todas las fuerzas creadoras que miran al hombre del provenir están en el hombre del presente; y como éstas son enormes, hay sufrimiento para el individuo del presente, sufrimiento tanto mayor cuanto más determinante del porvenir es. Ésta es la profunda concepción del sufrir: las fuerzas plasmadoras se entrechocan. El aislamiento
del individuo no debe engañarnos: en verdad, alguna cosa fluye continuamente entre los individuos. El hecho de que se sienta aislado es el estímulo más poderoso en el proceso mismo, que tiende a metas lejanas; su búsqueda de la felicidad es el medio que mantiene unidas y modera las fuerzas plasmadoras para que no se destruyan a sí mismas. (Der Wille sur Macht, 686.) La fuerza superflua en la intelectualidad se fija a sí misma nuevas metas; no simplemente como comandante y dirigente del mundo inferior o para conservar el organismo, el “individuo”. Nosotros somos más que el individuo, somos también toda la cadena, con los deberes de todo el porvenir de la cadena. (Der Wille sur Macht, 687.) El valor de la vida. “El valor de la vida.” La vida es un caso particular; se debe justificar toda existencia, y no solamente la vida; el principio justificador es un principio por el cual se desarrolla la vida. La vida sólo es un medio para alguna cosa: es la expresión de formas de aumento del poderío. (Der Wille sur Macht, 706.) Valor es la mayor cantidad de poder que el hombre puede arrogarse: ¡el hombre, no la humanidad! La humanidad es un medio, más bien que un fin. Se trata del tipo: la humanidad es simplemente el material con el que se intenta llegar al tipo, es la enorme superabundancia de los fracasados: un campo de ruinas. (Der Wille sur Macht, 713.) El superhombre. Los más cavilosos preguntan hoy: “¿Cómo se conserva el hombre?” Pero Zaratustra pregunta lo que es él primero y el único en preguntar: “¿Cómo será «superado» el hombre?” El superhombre me preocupa, es para mí la idea fija, y “no” el hombre, no el prójimo, no el pobre, no el afligido, no el mejor. ¡Oh hermanos míos!, lo que yo puedo amar en el hombre es que es una transición, una decadencia. Y en vosotros también hay muchas cosas que me hacen amar y esperar. Habéis despreciado, ¡oh hombres superiores!, y esto es lo que me hace esperar, pues los grandes despreciadores son también grandes veneradores. Os habéis desesperado, y esto constituye una honra para vosotros, porque no habéis aprendido a rendiros, ni habéis aprendido las pequeñas prudencias. (...) ¡Superad, hombres superiores, las pequeñas virtudes, las pequeñas prudencias, las consideraciones para los granos de arena, el hormiguero de las hormigas, el miserable contento de sí mismo, la “felicidad del mayor número”! Y desesperad antes de rendiros. Y en verdad os amo, porque no sabéis vivir hoy, ¡oh hombres superiores! ¡Así es como... vivís mejor! (Also sprach Zarathustra, parte IV, Del hombre superior.) La humanidad debe situar su fin más allá de sí misma, no en un mundo-error, sino en la propia continuación de sí misma. Nuestra naturaleza es crear un ente superior a nosotros mismos. ¡Crear por encima de nosotros! Ése es el instinto de la acción y de la obra. Del mismo modo que toda voluntad supone un fin, del mismo modo el hombre supone un ser que está presente,
pero que representa el fin de toda su existencia. ¡Ésa es la libertad de toda voluntad! En el fin reside el amor, la veneración, la visión de lo perfecto, del deseo. Encontrar la medida y el medio para aspirar al más allá de la humanidad: es preciso encontrar la especie de hombre más alta y más vigorosa. Representar constantemente la tendencia superior en las cosas pequeñas; la perfección, la madurez, la salud floreciente, la dulce radiación de la fuerza, trabajar como un artista en la obra diaria, conducir la tarea a su perfección. Reconocer la probidad en el motivo, como corresponde al poderoso. “El hombre es algo que debe ser superado”: ello depende del tiempo que se invierte en la marcha: los griegos eran admirables, no tenían prisa. Mis precursores: Heráclito, Empédocles, Spinoza, Goethe. (Also sprach Zarathustra, Anotaciones Póstumas, 43, 45, 55, 57.)
BRENTANO. Franz Brentano (1838-1917), sacerdote católico austríaco, que se separó de la Iglesia, pero sin perder en lo fundamental su punto de apoyo en el cristianismo, ha sido un filósofo de escaso nombre y de influencia dilatada. Sus publicaciones han sido breves, y en su mayoría póstumas; durante mucho tiempo, apenas se ha fijado la atención en él. Pero Brentano tuvo una participación extraordinaria en la forma de la filosofía actual, que nace de él en una dimensión decisiva. Sus discípulos, directos o indirectos, fueron grandes figuras del pensamiento del siglo XX: Husserl, Marty, Meinong, von Ehrenfels, Scheler, Hartmann, Heidegger, todos han recibido de Brentano elementos filosóficos capitales. Los breves libros que Brentano escribía, opúsculos casi, al modo leibniziano, tranformaban las disciplinas filosóficas. Así ocurrió con su Psicología, con El origen del conocimiento moral, que están a la base de toda filosofía ulterior. Brentano, con Trendelenburg y Gratry, es de los primeros que en el siglo XIX adquiere un contacto íntimo y vivo con Aristóteles; de ahí recibe su pensamiento una excepcional hondura. Por otra parte, su formación eclesiástica lo pone en relación con el pensamiento medieval, sobre todo con la obra tomista; por último, Leibniz es el filósofo moderno que influye más hondamente en él. Todo esto determina una vuelta a la metafísica como reacción contra el positivismo, que tiene en Brentano uno de sus principales representantes. He querido incluir en esta Antología un fragmento de Brentano sobre el concepto de intencionalidad; vieja idea, de origen escolástico, que fue elevada por Brentano a carácter esencial de lo psíquico, y que se ha convertido, en manos de sus sucesores, en una nota esencial del ente humano. Interesa ver en su primera expresión esa idea, que tan graves consecuencias ha tenido para la antropología de nuestro tiempo. ** La esencia de lo psíquico. Ya los antiguos psicólogos han llamado la atención sobre una especial afinidad y analogía que existe entre todos los fenómenos psíquicos, y en la que los fenómenos físicos no tienen parte. Todo fenómeno psíquico está caracterizado por lo que los escolásticos de la Edad Media han llamado la inexistencia (n. del t.: Esta palabra no significa no existencia, sino la existencia en.) intencional (o mental) (nota del autor: Usan también la expresión “estar objetivamente (objetive) en algo”, la cual, al quererse servir de ella ahora, sería tomada a la inversa, como designación de una existencia real fuera del espíritu. Pero la
expresión de “ser objetivo en sentido inmanente”, que se usa a veces en el mismo sentido, y en el cual el inmanente impide manifiestamente el equívoco temible, puede reemplazarla.) de un objeto, y que nosotros llamaríamos, si bien con expresiones no enteramente inequívocas, la referencia a un contenido, la dirección hacia un objeto (por el cual no hay que entender aquí una realidad), o la objetividad inmanente. Todo fenómeno psíquico contiene en sí algo como su objeto, si bien no todos del mismo modo. En la representación hay algo representado; en el juicio hay algo admitido o rechazado; en el amor, amado; en el odio, odiado; en el apetito, apetecido, etc. (nota del autor: Ya Aristóteles ha hablado de esta inherencia psíquica. En sus libros sobre el alma dice que lo sentido, en cuanto sentido, está en quien siente; el sentido aprehende lo sentido, sin la materia; lo pensado está en el intelecto pensante. En Filón encontramos igualmente la doctrina de la existencia e inexistencia mental. Pero confundiendo ésta con la existencia, en su sentido propio, llega a su contradictoria doctrina del Logos y las Ideas. Cosa parecida les sucede a los neoplatónicos. San Agustín menciona el mismo hecho, en su doctrina del Verbum mentis y el exitus interior de éste. San Anselmo lo hace en su famoso argumento ontológico, habiendo muchos subrayado que el fundamento de paralogismo consistió en considerar la existencia mental como una existencia real –cf. Ueberweb, Historia de la filosofía, II-. Santo Tomás de Aquino enseña que lo pensado está intencionalmente en el que piensa; el objeto del amor, en el amante; lo apetecido, en quien apetece; y utiliza estas afirmaciones para fines teológicos. Explica la inherencia del Espíritu Santo, de que habla la Escritura, como una inherencia intencional mediante el amor. Y trata de hallar también cierta analogía con el misterio de la Trinidad y de la procedencia del Verbo y del Espíritu ad intra, en la inexistencia intencional que hay en el pensamiento y en el amor.). Esta inexistencia intencional es exclusivamente propia de los fenómenos psíquicos. Ningún fenómeno físico ofrece nada semejante. Con lo cual podemos definir los fenómenos psíquicos diciendo que son aquellos fenómenos que contienen en sí, intencionalmente, un objeto. (Psychologie vom empirischen Standpunkt, libro II, cap. I, ap. 5.)
DILTHEY. Wilhelm Dilthey, nacido en 1833 y muerto en 1911, profesor en Berlín desde 1882, es –con Brentano- el más importante de todos los antecedentes de la filosofía del siglo XX. En rigor, es mucho más que un antecedente, porque la extraña realidad de la vida humana ha sido estudiada por él con auténtica genialidad, y a su obra es menester recurrir de continuo cuando se quiere penetrar en su conocimiento. Pero el valor filosófico de los escritos –aparentemente psicológicos o históricos- de Dilthey ha tardado en descubrirse, al menos con suficiente plenitud: tal vez era menester que la filosofía diera pasos decisivos, que incluso exceden de los hallazgos de Dilthey, para que éstos fueran comprendidos y utilizados en su integridad. Hoy, sin duda, junto a la psicología “empírica” de Brentano, regida por su idea de la intencionaldiad, que ha abierto paso al método fenomenológico y a la metafísica, hay que poner la psicología descripta y analítica postulada y en gran parte realizada por Dilthey. Uno y otro son las fuentes más directas de la filosofía que durante el siglo XX se desarrolló en Europa: la metafísica de la existencia o de la vida humana, que tiene como método la fenomenología y como exigencia capital el sistematismo.
En Dilthey se encuentra abordada la cuestión con una madurez superior a la de todos los pensadores contemporáneos. Bastarán para probarlo los fragmentos que a continuación traduzco. No es posible intentar una antología de su pensamiento acerca de la realidad humana, porque no versa sobre otro tema la totalidad de sus escritos. Sólo he podido escoger algunos pasajes representativos en que resume, en forma apretada y certera, los resultados capitales de su larga meditación sobre la vida humana. ** La estructura de la vida psíquica. El mismo se encuentra en una variación de estados, que se reconocen como unitarios mediante la conciencia de la mismidad de la persona; a la vez se halla condicionado por un mundo exterior y en relación sobre éste, al que sabe, sin embargo, comprendido en su conciencia y determinado por los actos de su percepción sensible. Al encontrarse así la unidad vital condicionada por el medio en que vive y a la vez en reacción sobre él, resulta de ello una articulación de sus estados interiores. A ésta llamo la estructura de la vida psíquica. Y al aprehender esta estructura la psicología descriptiva, se le descubre la conexión que une las sucesiones psíquicas en una totalidad. Esta totalidad es la vida. Todo estado psíquico ha aparecido en mí en un tiempo dado y desaparecerá a su vez en un tiempo dado. Tiene un curso: comienzo, medio y fin. Es un proceso. En medio de la variación de estos procesos, sólo es permanente lo que constituye la forma de nuestra vida consciente misma: la relación correlativa del mismo y el mundo objetivo. La mismidad en la cual están ligados en mí los procesos, no es ella misma un proceso, no es pasajera, sino permanente, como mi propia vida, ligada con todos los procesos. De igual modo es éste un mundo objetivo, que existe para todos, era antes de mí y será después de mí, como limitación, correlato, oposición de ese mismo con aquel estado consciente, al mismo tiempo. Tampoco la conciencia de él es, por tanto, un proceso, ni un agregado de procesos. Pero todo lo demás que hay en mí, fuera de esta relación correlativa del mundo y no mismo, es proceso. Estos procesos se suceden en el tiempo. Pero frecuentemente puedo también darme cuenta de una conexión interior de los mismos. Encuentro que unos producen otros. Así, un sentimiento de repulsión produce la tendencia y el impulso a apartar su objeto de mi conciencia. Así las premisas producen la conclusión. En ambos casos me doy cuenta de ese producir. Y estos procesos se suceden, pero no como olas, unos detrás de otros, cada uno separado de los demás, como filas de un regimiento de soldados, siempre con un espacio intermedio. Entonces mi conciencia sería intermitente: pues una conciencia sin un proceso en el que está, es un contrasentido. Encuentro, más bien dentro de mi vida despierta una continuidad. Los procesos se agolpan y se enlazan de tal modo, que siempre hay algo presente en mi conciencia. Del mismo modo que un viajero que avanza ágilmente ve desaparecer detrás de él objetos que un momento antes estaban delante de él y junto a él, y aparecer otros, mientras se conserva siempre la continuidad del paisaje. (Ideen über eine beschreibende und zergliedernde Psychologie, cap. VII, G. S., V, págs. 200-201.) La finalidad de la vida. Esta conexión de la estructura psíquica es a la vez teleológica. Una conexión que tiene la tendencia a producir la plenitud vital, la satisfacción de los impulsos y la felicidad, es una conexión finalista. En la medida en que las partes están unidas entre sí en la estructura, de tal modo que su enlace es apropiado para provocar la satisfacción de los impulsos y la felicidad y apartar los dolores, la llamamos teleología. Sólo en la
estructura psíquica se da originariamente el carácter de la finalidad, y si acaso atribuímos finalidad al organismo o al mundo, este concepto es únicamente transferido del vivir íntimo. Pues toda relación de partes a un todo solamente recibe el carácter de finalidad del valor realizado en ella, y este valor sólo es experimentado en la vida sentimental e impulsiva. (Ideen über eine beschreibende und zergliedernde Psychologie, cap. VII, Ibíd., pág. 207.) La vida humana. Intentemos ahora expresar en resumen las propiedades más generales de esta estructura íntima de la vida psíquica. El proceso de la vida psíquica es originariamente y siempre, desde sus formas más elementales hasta las supremas, una unidad. La vida del alma no crece por unión de partes; no es un compuesto, ni un resultado de la cooperación de átomos de sensación o de sentimiento; es originariamente y siempre una unidad trascendente. Desde esta unidad se han diferenciado las funciones psíquicas, pero permanecen unidas a ella en su conexión. Este hecho, cuya expresión en el grado más algo es la unidad de la conciencia y la unidad de la persona, distingue totalmente la vida psíquica del mundo corporal entero. La experiencia de esta conexión vital excluye en absoluto la moderna teoría según la cual los procesos psíquicos serían representaciones individuales aisladas de un complejo psíquico de procesos. Toda teoría que sigue esta dirección se pone, en nombre de una combinación de hipótesis, en contradicción con la experiencia. Esta conexión psíquica interna está condicionada por la situación de la unidad de la vida dentro de un medio. La unidad vital está en acción recíproca con el mundo exterior; el modo peculiar de esta acción recíproca puede aprehenderse con una expresión muy general, que aquí sólo quiere describir un hecho, que en última instancia sólo aparece realmente a nuestra experiencia en el hombre y se describe después de él, como adaptación entre la unidad vital psicofísica y las circunstancias entre las que vive. En ella se realiza la unión de la serie de procesos sensoriales con la serie de los motores. También la vida humana, en sus formas superiores, está sometida a esta gran ley de toda la naturaleza orgánica. Las sensaciones son provocadas por la realidad que nos rodea. Ellas nos representan las propiedades de la multiplicidad de las causas exteriores. Así nos encontramos constantemente condicionados corporal y psíquicamente por causas externas; según la hipótesis indicada, los sentimientos expresan el valor de las acciones de fuera para nuestro organismo y nuestro sistema impulsivo. Condicionados por ellos, el interés y la atención realizan ahora una selección de las impresiones. Se vuelven a determinadas impresiones. Pero la intensificación de la actividad consciente que se da en la atención es en y por sí proceso. Sólo consiste en los procesos de distinguir, comparar, unir, separar, apercibir. En estos procesos surgen ahora percepciones, imágenes y, en el curso ulterior de los procesos sensoriales, los procesos mentales, mediante los cuales la unidad vital hace posible un cierto dominio sobre lo real. Paulatinamente se forma una conexión firme de representaciones reproducibles, determinaciones de valor y movimientos voluntarios. Ahora la unidad vital no está ya abandonada al juego de los estímulos. Reprime y domina las reacciones, escoge dónde puede provocar una adaptación de la realidad a sus necesidades. Y lo más importante: donde no puede determinar esa realidad, adapta a ella los propios procesos vitales y domina las indóciles pasiones y el juego de las representaciones mediante la actividad interna de la voluntad. Esto es la vida. La tercera propiedad fundamental de esta conexión vital es que en ella los miembros están ligados de tal modo que no se sigue uno de otro según la ley de la causalidad que domina en la naturaleza exterior, es decir, la ley de la igualdad cuantitativa de la causa y el efecto. En las representaciones no hay una razón suficiente para pasar a
sentimientos; se podría imaginar un ente, mero sujeto de representaciones, que en medio del tumulto de una batalla fuera espectador indiferente y abúlico de su propia destrucción. En los sentimientos no hay razón suficiente para transformarse en procesos volitivos. Se podría imaginar que ese mismo ente acompañara la lucha en torno suyo con sentimientos de temor y espanto, sin que, no obstante, procediesen de esos sentimientos movimientos de defensa. La conexión entre estos elementos heterogéneos, que no pueden derivarse unos de otros, es sui generis. El nombre finalidad no explica la naturaleza del mismo, sino que sólo expresa algo contenido en la vivencia del complejo psíquico, y ni siquiera lo expresa completamente, sino sólo en una abreviatura conceptual. (Ideen über eine beschreibende und zergliedernde Psychologie, cap. VII, Ibíd., págs. 211-213.) El individuo y la historia. La historia tiene su vida en la progresiva profundización de lo peculiar. En ella está la relación viva entre el reino de lo uniforme y el de lo individual. No lo singular por sí, sino justamente esta relación impera en ella. Una expresión de esto es lo que la constitución espiritual de una época entera puede estar representada en un individuo. Hay personalidades representativas. (Ideen über eine beschreibende und zergliedernde Psychologie, cpa. IX, Ibíd., pág. 236.)