ADOLPHE GESCHÉ
LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Y EL MAL El mal aflige hoy a muchos seres humanos y afecta en uno u otro momento a todos. El mal es un enigma que muchos pensadores han intentado e intentan descifrar ante el rostro impávido de una esfinge que les infunde más terror que respeto. El autor de este artículo, que nuestros lectores conocen bien por otros artículos suyos publicados anteriormente (ST n° 114 [1990]83-92;114 [1990]103-118; 120 [1991]251-265;127 [1993] 201-206), aborda el tema del mal desde una óptica muy particular: la idea de Dios puede ayudarle al hombre a pensar también sobre el mal. Así, "del tema clásico cl ásico del "mal objeción contra Dios" se nos invita a pensar en un tema nuevo y paradójico, el de "Dios como objeción contra el mal" " ("Dieu pour penser. I. Le mal", págs. 12-13). A la originalidad originalidad de ese enfoque se añade aquí el interés por un aspecto del mal -el "maldesgracia"- que, pese a ser el que más tortura a una gran parte de la humanidad y tener a su favor una antiquísima tradición de la Iglesia, ha sido largo tiempo olvidado en la reflexión teológica en beneficio de otro aspecto -el "mal-culpa"- sobre el que ha gravitado todo el peso de la explicación del problema del mal. Haber puesto en el primer plano de la reflexión teológica el "mal-desgrac "mal-desgracia" ia" constituye consti tuye justamente -para -para Gesché- uno de los grandes méritos de la teología de la liberación. La théologie de la libération libération et le mal, mal,
Lumen Vitae 47 (1992) 281-299; 451-480
Sobre el problema "insoluble" del mal la teología de la liberación puede enseñarnos mucho por el planteamiento original que hace del mismo. Me parece que, después de ella, ya no se puede comprender ese misterio como antes. Por esto me propongo, primero, recordar lo que nos enseña sobre un aspecto del mal una vieja tradición cristiana, un poco oscurecida; luego, señalar una doble deuda que tenemos con los teólogos de la liberación, para concluir indicando algunos aspectos que esas teologías pasan por alto y hacer finalmente algunas sugerencias. Y todo esto para comprender más y más ese mysterium iniquitatis con el que el hombre se bate día a día "desde la fundación del mundo".
I. UNA TRADICIÓN INMEMORIAL OSCURECIDA Las dos tradiciones Existen dos tradiciones sobre el mal: la "paulina" (o "agustiniana") y la "lucana". La primera tiene su paradigma en el relato y la teología del pecado original, donde el mal fal ta (Gn 3; Rm 5). La segunda queda reflejada en el libro de es interpretado en clave de falta Job, en el que se plantea la pregunta sobre el mal sin falta, el mal inocente, y está representada sobre todo en el Evangelio de Lucas. Las dos tradiciones difieren mucho. Mientras la primera habla de un mal responsable (decisión entre el bien y el mal simbolizado por el árbol), la segunda habla de un mal inmerecido, el del hombre malherido en el camino de Jerusalén a Jericó. La primera se ocupa sobre todo del culpable; la segunda se preocupa más de la víctima. La primera es, en el fondo, sensible al mal moral, al mal realizado por el sujeto; la segunda al mal
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ADOLPHE GESCHÉ físico, a lo que podríamos llamar un mal objetivo. En definitiva: la tradición "paulina" está atenta a un mal de intención, situado a nivel de conciencia, un mal "explicable", como una relación de causa y efecto entre el que hace el mal y la consecuencia "penosa" "penosa" que arrostra: el mal-culpa. En cambio, la tradición "lucana" considera el mal que "te cae encima", sin falta y sin explicación: el mal-desgracia. Existe, pues, entre ellas una línea divisoria entre el mal querido, cometido, activo y el mal padecido, sufrido, pasivo. De acuerdo con esas dos tradiciones, hay dos tipos de reacción religiosa ante el mal. El tipo "paulino-agustiniano" "paulino-agustiniano" se centra en el ascetismo individual individual -penitencia, confesión, expiación- y reviste la forma de combate interior a nivel de conciencia. El tipo "lucano" se manifiesta en todo lo que la Iglesia ha hecho mediante las instituciones hospitalarias, caritativas y educativas para detener el mal. Por un lado, está la preocupación "celeste" (la suerte del pecador); por otro, la preocupación "terrestre" ("no tienen pan"). pan"). A nivel de hechos existe un cierto equilibrio entre las dos corrientes: prácticas de penitencia e instituciones de misericordia. Pero, si nos atenemos a la teología del mal, en Occidente prevalece la tradición "agustiniana". Si el Génesis y la carta a los Romanos han suscitado una reflexión notable, el libro de Job y su enfoque del mal está casi ausente de la literatura teológica. La tradición occidental está centrada sobre todo en el mal culpable. Esta es su grandeza y su riesgo. Su grandeza: el descubrimiento de la persona y de su responsabilidad, o sea de su libertad. Si soy culpable, soy responsable y, si soy responsable, soy libre. Es cierto que no hay que exagerar la lógica de esa secuencia, como si la libertad no pudiese surgir sino bajo ese cielo sombrío. La libertad brota y se desarrolla a medida que descubrimos nuestras fuerzas vivas y positivas. Pero esto no quita que los caminos de la libertad se pierdan a menudo en el laberinto de nuestra conciencia de culpabilidad. Existe también un riesgo. La insistencia en la culpabilidad nos coloca en un "universo de la falta", en el que una "pastoral del terror" ha causado estragos. Esta disposición ha tomado la forma casi obsesiva de la búsqueda del culpable. No en vano la novela policíaca, en la que lo que importa no es la víctima sino el culpable, ha nacido en Occidente. Uno se pregunta si ese invento de Occidente, la ciencia, tiene algo que ver con esa búsqueda de la causa, del culpable. Aquel famoso interrogante agustiniano, que atraviesa todas las Confesiones, Unde malum? (¿de dónde viene el mal?) ¿no entraña, en realidad, una búsqueda del porqué, del origen del mal, más bien que un interés por sus trágicas consecuencias? ¿Por qué esa "preferencia" por el mal-culpa mal-culpa y no por el mal-de mal-desgracia sgracia del Occiden Occ idente te cristiano?
El porqué de la tradición occidental 1. Por razones personales y pastorales Agustín tuvo que luchar contra el maniqueísmo, muy sensible al mal objetivo, al mal-que-está-ahí. Con esto, la fatalidad se impone de
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ADOLPHE GESCHÉ Pero se pagó un precio demasiado caro: el del encubrimiento del mal-desgracia, que, si en la praxis de la caridad cristiana no fue olvidado, sí lo fue en la teoría teológica, que se centró en el mal-culpable, individual y personal. 2. Es verdad que la teología occidental ha tenido conciencia del mal-desgracia y lo ha abordado. Pero con la teoría del mal como castigo, que, al interpretar en clave de castigo los males colectivos y objetivos (epidemias, guerras, terremotos, hambre, etc.), ha proporcionado una explicación restrictiva, preñada de consecuencias desgraciadas. De nuevo el mal-culpa, presupuesto en la idea de castigo, prevalece sobre el mal-desgracia. En realidad, con la distinción entre el malum culpae (el mal-culpa) y el malum poenae (el mal "que cae encima"), que podría haber supuesto un reencuentro en igualdad de condiciones entre la tradición paulino-agustiniana y la lucana, se somete la segunda a la primera, porque se intenta explicar con ésta el enigma del mal-desgracia. El mal presente que no pueda explicarse por una culpa también presente se remite a una culpa del pasado que se castiga en el presente. Así, el mal-desgracia se convierte en un castigo "razonable". Desaparecía, pues, el mal inocente, que ya no era "inmerecido", sino consecuencia de una falta, visible o invisible. Para esta teoría en el fondo, no existe mal que no sea culpable. Aunque una persona o comunidad no sea directamente responsable del mal que padece, no por esto ha de sentirse injustamente vejada. Nadie es jamás inocente y todo el mundo es justamente castigado: es la argumentación de los amigos de Job. La teología del castigo tiene el mérito de situar el mal fuera del alcance de la fatalidad: el mal no es una fuerza anónima, sino el resultado de una intención. No se trata, en principio, princi pio, de un mal imparable, ya que, si uno quiere y lo merece, puede evitar el castigo. Pero esto no impide que esta interpretación reduzca de nuevo la problemática del mal a la de la sola culpabilidad. Pero ¿es que todo mal-desgracia puede ser reconducido a esa explicación? Resulta difícil, si no imposible, legitimar la lucha contra ese mal, ya que un castigo divino debe ser respetado. No hay más que recordar las resistencias a aceptar el parto sin dolor. Y de esto no hace mucho y estaba alentado por un Papa. ¿Tenemos derecho a luchar contra lo que se considera voluntad divina? Está claro: ligado a esa teología del castigo, el mal-desgracia queda en penumbra en la historia del pensamiento cristiano. Y, paradójicamente, es a este mal al que nuestra modernidad es más sensible. Este es justamente el que subleva. A fin de cuentas, el mal del que soy directamente culpable tiene algo casi de "razonable": si lo he querido, he de cargar con las consecuencias. Pero el mal que se ceba en el inocente (el hambre de los niños) o que descarga sobre todos, sin distinguir el culpable del inocente (las consecuencias de una guerra), ese sí es un mal escándalo. Y la teoría del castigo agrava el escándalo. Sin hablar de la desconcertante idea que pueda dar de Dios. Ese mal irracional, al que por añadidura se le quiere asignar una razón, es hoy para nosotros el mal por excelencia.
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ADOLPHE GESCHÉ 3. Nuestra civilización está más preocupada por la justicia que por la caridad. Este deslizamiento de la sensibilidad constituye una de las diferencias entre nuestro cristianismo y el, por otra parte admirable, de San Vicente de Paúl en el siglo XVII. Esto nos obliga a fijar nuestra atención en el mal-desgracia en su universalidad de mal objetivó y estructural, más que sobre el mal individual, que puede ser reparado por un acto puntual de caridad. 4. En ese desplazamiento de la sensibilidad influye decisivamente el aluvión de noticias procedente de los medios de comunicación, que nos alertan sobre la expansión inadmisible del mal-desgracia. Esto hace que nuestro comportamiento se vuelva más ético (solidario) que moral (individual). Es este mal de situación y de estructura el que hoy se descubre y subleva más. Pero, dada nuestra tradición agustiniana prevalerte, pese a estar cultural y socialmente sensibilizados como nunca para ese mal inmerecido, teológicamente estamos muy poco preparados. preparados. Pues, si nuestra sensibilidad práctica ha multiplicado los medios de lucha contra el sufrimiento y el mal, nuestra sensibilidad intelectual dispone sólo del bagaje conceptual propio propio del paradigma de la culpa y del castigo, que falsea muchas cosas.
II. LA DEUDA A LAS TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN 1. A nuestro Occidente le faltaba, pues, una teología del mal-desgracia. El significado fundamental de las teologías de la liberación consiste -para mímí- justamente en haber tomado teológicamente en cuenta el mal-desgracia. A fin de cuentas, es un mal que Dios rechaza. Y constituye, como el pecado y la culpa, el campo de acción de la Redención. a) Las curaciones de Jesús. Los relatos de ellas son numerosísimos (demasiado, para algunos), lo que revela un trazo muy marcado en el comportamiento de Jesús, que quedó grabado en la memoria de sus discípulos. Hay más : ese comportamiento va, con frecuencia y explícitamente, acompañado de una indiferencia o de un rechazo respecto a la cuestión de la culpabilidad y del castigo ("¿Quién ha pecado él o sus padres?" "Ni él ni sus padres"; Jn 9,2-3). b) Pablo y Juan. Cuando hablan de los "poderes de este mundo" y de los "príncipes de las tinieblas" se refieren a ese mal espantoso que va más allá de la simple interioridad de la conciencia. Aunque con un vocabulario distinto, se trata aquí, como en la teología de la liberación, de un mal que nos sobrepasa y que no explica la simple culpabilidad. doctri na del pecado original. Cierto que ha sido esgrimida para defender el mal c) La doctrina como culpa y castigo. Pero tiene una cara oculta que hay que descubrir. Porque ella constituye también una toma de conciencia de un mal-que-está-ahí, con cuyas consecuencias carga mos, pese a que nosotros no somos culpables por razón de un acto cometido personalmente. Sean cuales fueren sus dichas y sus desdichas, hay en la doctrina del pecado original un presentimiento e incluso una afirmación de la complejidad del problema del mal, irreductible a un planteamiento moral o moralizante.
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ADOLPHE GESCHÉ "Dios le hizo pecado" [2 Co 5,21]) para darse cuenta de que se pueden experimentar las condiciones del mal, estando al margen de toda culpabilidad y de todo castigo. La memoria passionis es el recuerdo de un sufrimiento inocente. Mientras casi todas las civilizaciones se estrenan con un asesinato (por ej. Roma con Rómulo y Remo, aunque se suponga que Remo sea culpable por haber franqueado el círculo prohibido y que, por consiguiente, el asesinato "fundador" está legitimado), el relato cristiano comienza con la muerte de un inocente. Una cosa es clara: el mal objetivo forma parte del misterio del mal, tanto como el pecado personal. Existe una situación de mal. No existe sólo el mal "según Pablo", sino también el mal "según Lucas". No basta con captar el mal en su espacio ético. Hay que buscarlo también en un espacio más vasto, que se refiere al destino, a la condición existencial del hombre. Asimismo, no ocuparse del mal sino en términos de culpa y pena es estrechar el campo del mal, en el que hay que combatirlo. El pecado, o sea, el mal delante de Dios -que ésa es la definición formal del pecado- es una noción mucho más vasta que no depende sólo de un juicio sobre la conciencia culpable. Se puede hablar de mal en sentido teológico incluso allí donde la responsabilidad y la culpabilidad no son evidentes. Estas no son las únicas que definen y explican una situación de mal. Las figuras de Job y de Jesús son aquí ejemplares. Existe un mal en exceso por relación con el solo pecado y como desafío por relación con la sola culpabilidad. Ésta es la primera deuda que tenemos contraída con las teologías de la liberación. Ellas nos han enseñado o recordado que hay que contar con el mal-desgracia. Nuestra tradición casi lo tenía olvidado a nivel de conciencia refleja. 2. Pero, al mismo tiempo, esas teologías nos han recordado otra idea, también ella fundamentalmente cristiana, que nos ha de enseñar a no desembarcar sólo en las playas de la falta. Esa idea consiste en que el mal-desgracia puede ser combatido y que la salvación se extiende también a él. Haber desfatalizado la historia es una característica del cristianismo. ¿Ha desfatalizado también al individuo? Incluso el marxismo piensa que éste ha sido su mayor logro. El mundo antiguo vivía sometido a la fatalidad, que filosóficamente se traduce por necesidad (metafísica griega), en el plano de la moral por "resignación" (estoicismo) y en el plano estético por la bravura del héroe trágico (Antígona). Esos comportamientos tienen su belleza y su grandeza, pero son desesperados. Trátese de Antígona o de Prometeo, en definitiva no hay nada que hacer: siempre se fracasa (Edipo se quitará los ojos y Sísifo continuará pegado a su peñasco). Los dioses permanecen implacables, incapaces o ciegos. Por el contrario, la idea judeocristiana de salvación significa que nada es irremediable y fatal, que no hay nada definitivo y que todo puede ser recomenzado: "Vete y (simplemente) no peques más" (Jn 5,14 y 8,15). Lo genial del cristianismo es haber
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ADOLPHE GESCHÉ contra el mal estaba prohibida. En cambio, en régimen cristiano no sólo está autorizada, sino que llega a ser un deber. Pero además es posible: existen medios para luchar contra el mal. La pequeña Antígona no los tenía. Tiene razón en batirse por la libertad. Pero su lucha acabará inevitablemente en desastre. No sólo está prohibido, sino que es imposible luchar. En cambio, para el cristiano el mal no es invencible. Se le puede combatir y vencer. ¿Por qué? Porque el mal es... el mal, es injustificable. Si tuviese alguna justificación del tipo que fuese no podría ser vencido, porque formaría parte de las cosas. Pero aquí el mal es denunciado como "mal", o sea, como algo que hay que destruir. A diferencia de otras cosmovisiones, el cristianismo afirma que el mal no forma parte del proyecto creador, del ser de las cosas o de una especie de fatalidad con la que habría que hacer componendas. El mal es indefendible no sólo moralmente, sino también metafísica, teológica, intelectualmente. Ningún discurso, ningún logos, puede (en el doble sentido antedicho) dar razón de él. Por esto puede y debe ser vencido. Pero aquí surge una dificultad. Es claro que, cuando se trata del mal-culpa, que depende de mi responsabilidad, puedo luchar y vencer. Porque en el fuero de mi conciencia yo llevo ventaja. Pero en los desastres naturales y en las injusticias implicadas en los hechos culturales ¿qué podemos nosotros? Cierto que el mal-desgracia debe ser abatido. Pero ¿puede serlo? No es claro, al menos a primera vista. De ahí que, para explicar el mal-desgracia se hayan infiltrado las categorías de culpa y de castigo. Cierto también que fueron corregidas con una práctica y una pastoral de la caridad. Pero, en el fondo, quedaba sin resolver la pregunta: ¿puede uno rebelarse contra un castigo (divino)? (divino)? Aquí de nuevo ha sido la praxis y la teoría de las teologías de la liberación la que ha (re)-abierto ese tipo de mal a la reflexión cristiana. Ignorando deliberadamente el lenguaje de la resignación, ellas han proclamado que ese mal también puede y debe ser batido, combatido y abatido y que él depende, como el mal-culpa, de la praxis y de la teoría de la salvación. Y esto esas teologías lo han hecho afirmando que esa praxis y esa teoría de lucha contra el maldesgracia no dependían solamente de un combate interior (conversión del corazón, penitencia, etc.), por necesario que éste sea, sino también de una práctica exterior concreta, histórica -en lenguaje teológico- encarnada. Ni siquiera basta con unas obras de caridad que buscan el remedio de una situación puntual. Hay que ir más allá, hay que remontar a los orígenes, a las causas de la situación de mal. En esta perspectiva, si el combate ya no es sólo interior, sino histórico, el análisis y la descripción de ese mal dependen igualmente de una lectura histórica y "material". No podemos, pues, contentarnos con una lectura "impresionista" del mal. Se trata de buscar cuáles son las condiciones concretas e históricas, sociales y económicas, culturales y coyunturales, de la pobreza, de la injusticia e incluso de las catástrofes naturales (¿por qué sólo en algunas partes del mundo se colocan diques contra los embates del mar?). Esto significa que el análisis no depende simplemente de una conciencia individual, por fina y exigente que sea, sino de una lectura a la que se da el nombre de "materialista",
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ADOLPHE GESCHÉ ¿Es todo esto tan nuevo? No. Recuérdese que ya Kant habla de un mal radical, de un mal cuya desmesura sobrepasa el campo de la interioridad. Kant sitúa ese mal más allá o más acá de las conciencias a nivel metafísico (el mal radical) y el cristianismo a nivel teológico (el pecado original). Sin excluir esas dos perspectivas, las teologías de la liberación sitúan ese mal radical en el plano estructural y cultural de la historia humana de cada día. El punto de apoyo, teórico y práctico, el espacio que se privilegiará, es éste. La diferencia es clara. A nivel metafísico el mal no se presta sino a un discurso racional. A nivel teológico, está expuesto a no dar salida más que al discurso moral. Estas son sus debilidades. También las teologías de la liberación, como veremos, las tienen. A nivel teológico, era importante darnos cuenta cabal del descubrimiento o redescubrimiento que han hecho esas teologías de una parte de nuestra herencia. Esa manera deliberada de plantear el mal-desgracia como un mal que debe abordarse con medios teóricos y prácticos específicos constituye un paso decisivo en la teología del pecado y de la redención. Este es el segundo motivo de reconocimiento que debemos hacer constar a las teologías de la liberación.
III. ALGUNOS INTERROGANTES Con esto ¿está todo dicho? No, ciertamente. Es posible que esas teologías no saquen todo el partido de su invención. Y que les impidan llevar su lógica hasta el fin las urgencias urgenc ias del momento m omento y, sobre todo, el peso de un pasado, del que no han podido desembarazarse del todo. Y por esto, sin contar con ciertas debilidades, que en todas partes existen, pueden sacar provecho de algunas puntualizaciones. Con ello desearíamos contribuir a su mejor fundamentación teológica. Y la tradición lucana del mal-desgracia saldría ganando. De hecho, es el mal inocente el que hoy produce escándalo y nos interpela a los cristianos. Ocurre con frecuencia que, a raíz de un re-descubrimiento, la presencia de las viejas estructuras pesa tanto que llega a perjudicar a la nueva lógica que se abre camino. Esto ha sucedido en nuestro caso. Se ha abordado el mal-desgracia con herramientas intelectuales e instrumentos teológicos que se utilizaban para el mal-culpa. Voy a seguir dos pistas de esa presencia residual. primera consiste en lo que yo llamaría el culpabilismo: un sentimiento de 1. La primera culpabilidad, una carga emotiva, como de una falta que hay que expiar, que resulta del
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ADOLPHE GESCHÉ enfermizo de "culpa" sin fin? Y esto, en vez de dirigir nuestro rumbo hacia la situación de hecho ("No tienen pan") ¿no nos haría más bien permanecer anclados en la culpabilidad ("¿Quién es el culpable?"). Todo hace pensar que el hábito de los viejos reflejos culpabilistas gravitan sobre los nuevos comportamientos. El error que cometemos casi espontáneamente, incluso cuando proclamamos responsabilidades o culpabilidades externas, es el de cargar todavía una parte excesiva del peso de esa culpabilidad sobre nosotros mismos. ¿No está ahí presente todavía una teología centrada en el carácter exclusivamente individual de la falta? El anuncio del Evangelio ha de ser siempre buena noticia, incluso para mí. No tengo el derecho ni el deber de ser desgraciado. 2. Hay una segunda presencia residual de la antigua concepción del mal. Y es la de la teoría del castigo, lo que yo llamaría la actitud justiciera. Cierto que luchamos por la justicia. Pero la búsqueda de culpabilidades ¿no está expuesta algunas veces a mermar nuestro interés por la víctima? No dejaría esto de ser paradójico en unas teologías que se preocupan por el mal inocente, o sea, el que afecta a la víctima. ¿Qué ha sucedido en realidad? Que los cristianos han descubierto las trampas y las insuficiencias de una práctica de la caridad para resolver casos puntuales y han dirigido su atención a la raíz de las situaciones. Y de ahí que se interesen por las estructuras. Pero se ha producido un deslizamiento. Poco a poco la atención se ha desplazado de las estructuras a la denuncia de los culpables. Naturalmente la situación de mal-desgracia no nace así como así. Hay casi siempre un "culpable", aunque la cosa a menudo no es tan simple. Pero ¿no habrá aquí todavía una huella vindicativa de la que no acabamos de deshacernos? En la parábola del Samaritano la búsqueda de los culpables está singularmente ausente. Toda la atención se centra en la víctima. Con esto no queremos incurrir en los riesgos de una caridad puntual. Pero sí recordar aquel "Amad a vuestros enemigos" (Mt 5,44) y "Bendecid a los que os persiguen" (Rm 12,14). "No es el sufrimiento infligido como castigo el que suprimirá el sufrimiento padecido" (Todorov). Cierto que hay que distinguir entre la ofensa que se me hace y la que se hace a los demás. La primera puedo yo perdonarla, la otra no, porque no represento a la víctima. Pero en el mal inocente, tal como aparece en la parábola del Samaritano, la víctima ocupa hasta tal punto la atención que se ignora la persecución del culpable. De hecho, la responsabilidad del sacerdote y del levita es haber pasado de largo: haber ignorado a la víctima. No hay duda de que hay que denunciar las situaciones de injusticia. Pero evitando el riesgo de que, al perseguir la justicia, no se convierta uno en perseguidor.
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ADOLPHE GESCHÉ el mal-culpa. El planteamiento del problema del mal-desgracia saldría ganando, si se renunciase a esos instrumentos periclitados y se optase por construir una teología del mal-desgracia totalmente autónoma.
IV. NUEVAS CONDICIONES DE DEBATE Y DE COMBATE Una psíquica Hablo de una "psíquica" como se habla de una dietética o de una ética. Se trata de salvaguardar en este asunto una salud psíquica, que no tiene que ver sólo, por importante que sea, con nuestra propia preservación, sino también con la calidad misma del combate en cuestión. Todo el mundo tiene derecho a la dicha, incluido el que lucha por la justicia. El hombre es un ser responsable. Pero la responsabilidad no ha de ser obsesiva. Esto sería añadir un mal, cuando lo que pretendemos es luchar contra él. Por el amor que nos debemos, la salud nos obliga a no permitir a nuestra conciencia enviarnos cartas anónimas de autodenuncia. Asumimos nuestras responsabilidades sabiendo que no somos los únicos responsables, que a menudo no somos culpables y que los culpables no siempre lo son y que, en todo caso, ese tipo de luchas se basan en la solidaridad. También aquí la soledad es un peligro. Y es que el mal-desgracia tiene un carácter transpersonal, colectivo y objetivo que exige la participación de muchos. Ahí están las comunidades de base para demostrarlo. Lo que no quiere decir que las conciencias individuales que son movilizadas no sean presionadas por llamadas a la responsabilidad que cuentan imprudentemente imprudentemente con los resortes de la sensibilidad. El relato del pecado original puede ayudarnos de nuevo a comprender que puede haber responsabilidad sin culpabilidad personal y que se impone un combate solidario, ya que se trata de un mal en el que todos tenemos parte y que, por esto, exige una cierta sobriedad en el recurso a la subjetividad personal. El pecado original nos habla de responsabilidad colectiva: delante de esa realidad terrible y destructiva que es el mal, en la que incluso el mismo combate puede resultar destructivo, sólo aunando esfuerzos se puede salir airoso de la lucha y evitar a la vez la hiperculpabilidad personal. Aunque sorprenda, en la doctrina del pecado peca do original hay un fondo de salud mental y buen sentido.
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ADOLPHE GESCHÉ por mi autocondenación. Tenemos el deber de ser profetas. Pero ¡no necesariamente mártires! Puede que, si las circunstancias lo imponen, seamos llamados al martirio. Pero no es preciso correr. Es estupendo que el Evangelio nos enseñe que Cristo no subió a la cruz "como si nada", con gusto, para desquitarse, como quien dice, de sí mismo. En este caso la figura de Cristo me parecería acaso poco creíble. Es sano darse cuenta de que, cuando iban a prenderle, hasta cinco o seis veces estuvo a punto de huir ante la llegada de sus perseguidores. He profesado una secreta admiración por San Pablo, que apeló a su ciudadanía romana para escapar de un tribunal expeditivo (Hch 25, 11.21.25).
Una estética La teología de la liberación tiene cabeza y manos. La cabeza -la teoría- es intelectual, teológica, racional. Las manos son la praxis, el compromiso, la acción. Tanto la cabeza como las manos necesitan ser ungidas con perfume. Es una ley antropológica, de la que el propio Evangelio se hace eco (Mt 26, 7.12; Jn 12, 3.7). Las mujeres que corrieron al sepulcro llevaban cosas bien fútiles (?), pero, con su gesto gratuito e inútil, merecieron ser la primeras en recibir el anuncio de la resurrección, de la victoria sobre el mal. Pero se precisó ante todo la locura de una gratuidad. Jesús dijo que sus discípulos recibirían el mismo trato que su maestro. ¿No tenemos nosotros derecho y necesidad también, como él, de momentos de gratuidad y de gentileza? Las teologías de la liberación necesitan también de una estética. No se trata de cloroformar la acción. Sino de tocar otras cuerdas que no sean las de la ética, la racionalidad y la acción. Gustavo Gutiérrez ha afirmado que a la teología de la liberación le faltaba una espiritualidad. Yo diría lo mismo de una estética y una lírica. La Pasionaria tiene lugar en la historia de España, como lo tiene el pianista Miguel Ángel Estrella en Argentina. "Yo he luchado contra los intelectuales latinoamericanos que decían: "¿De qué sirve interpretar a Beethoven cuando lo que la gente tiene es hambre?" Y yo les respondía: "Pero, cuando escuchan a Beethoven, su vida cambia"". Todos tenemos nuestros cantautores. Moltmann ha recordado con qué frecuencia, en la historia, las liberaciones políticas y cívicas han comenzado "en los cafés de Praga" o en los "parques de Budapest". Como dice Platón, es en las fiestas donde los dioses "devuelven el aplomo a los hombres". No es que no existan ya creaciones artísticas inspiradas en la teología de la liberación. Sin contar con que las comunidades de base tienen la fama de ser alegres y fraternales.
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ADOLPHE GESCHÉ Una litúrgica La liturgia no está ausente de la teoría y de la praxis liberadora. Pero debería recibir un acento particular. Como memoria passionis, la liturgia celebra la memoria de un hombre que ha arrostrado un sufrimiento inmerecido. Lejos del triunfalismo de la teología barroca, la sobriedad redescubierta de nuestra liturgia, en especial de nuestra Eucaristía, está más de acuerdo con nuestra sensibilidad. Pero la liturgia eucarística, como anuncio de la resurrección que es, tiene también carácter festivo. Y lo tiene no sólo como algo futuro, sino como algo ya realizado. Si es memoria, la liturgia es también anticipación. Esto no significa que las lágrimas hayan desaparecido y que la lucha contra el mal no tenga ya sentido. La obra de la salvación es histórica no sólo porque aconteció en el pasado, sino también porque prosigue en la historia. Pese a todo, la situación ya no es como antes. En este sentido la liturgia es fiesta y fiesta de una anticipación: memoria de una victoria ya realizada y espera (activa) de su culminación; memoria passionis, a causa del mal, pero también memoria Dei, porque hay victoria. Este aspecto de la celebración está cada día más vivo en las comunidades eclesiales de base. En todos los ámbitos de la vida la anticipación de la cosa, como ya realizada, es indispensable. Lo es más incluso que la utopía, que implica un total "todavía no". La anticipación que celebramos va más lejos: proclama un "ya" realizado. Por su propia naturaleza, la Eucaristía es estructura anticipativa, estructura de "presencia real", bajo las especies de pan y vino. Bajo formas a la vez simbólicas y reales, celebra un "ya", que nos ha sido dado, si no para ver, al menos para creer y no sólo para esperar. El mal -se nos dice- ha sido "ya" vencido. Esto no equivale a caer en los lazos de un optimismo a lo Leibniz (todo es para bien y el mismo mal contribuye a ello). El lenguaje sobrio y discreto de la anticipación alcanza una dimensión -un existencial- del hombre. El hombre no es sólo un ser que estriba en zôon proléptikon). Podría incluso decirse el presente, sino que es un ser de anticipación ( zôon que ahí está en juego la salud. La anticipación constituye el sentido y la fuerza de la celebración litúrgica. Para que nuestras luchas puedan continuar, para que resulten simplemente soportables, hay que mantener un espacio de salvación realizada. Realizada y no simplemente esperada. Es lo que hace, a su manera, el cristianismo popular (devociones, procesiones, medallas, etc.), afortunadamente revalorizado en las últimas teologías de la liberación. Por ingenuas que
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ADOLPHE GESCHÉ ha cesado. Este grito de alegría nos da el coraje que nos anuncia la celebración litúrgica en el corazón mismo de nuestros combates.
Una escatológica Todo compromiso está expuesto a una vuelta en redondo y al hundimiento, por falta de una abertura al más allá de la historia que, aunque utópico, constituya su referencia sine die (sin fin). La teología se preocupa de que el proyecto esté bien asentado en la historia, para que no resulte desencarnado, perdido en el más allá. Sin contar con que el pensamiento reciente, tanto marxista como existencialista, ha insistido en la necesidad de una inserción histórica de todo proyecto humano. Sin embargo, aun a un antes de toda reflexión cristiana, habrá que darse cuenta de que el pensamiento filosófico más reciente se ha preguntado con perplejidad sobre la suficiencia del horizonte histórico para llenar el ansia y desarrollar las posibilidades del hombre. Acaso sea la filosofía política -Hannah Arendt- la que mejor se ha expresado sobre el tema: la historia no basta para saturar eso "transhistórico", que es indispensable para el hombre e incluso le constituye. A este propósito, cabe preguntarse si la indispensable utopía que se aferra a la sola edad de oro prevista en la historia es más válida que las antropologías de una edad de oro situada en el pasado y si ella, desprovista de un auténtico más allá, no amenaza destruir finalmente la dinámica del compromiso. Los pensadores más recientes y, a este respecto, menos sospechosos insisten en la necesidad de un horizonte abierto a una escatología transhistórica y trascendente. Una ética que se inspire en una utopía afincada en la historia no podrá jamás colmar al
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ADOLPHE GESCHÉ indispensable nostalgia del "Totalmente Otro" y Adorno concluye así su comentario: "Hace falta Otro distinto de la realidad existente". Es cierto que estos pensadores no llegan a creer, como nosotros creemos, en un Ser trascendente. En lo que evocan ellos no ven, sin duda, más que un trascendental. Pero no es poco afirmar que las solas fuerzas "materiales" no bastan y que el hombre se define por una trascendencia y una alteridad, lejos de una inmanencia total. Necesita de fines que sobrepasan los solos medios. Esas reflexiones han de ayudarnos a una toma de conciencia más serena de nuestro patrimonio escatológico. Cierto que no se trata (este fue nuestro antiguo error) de hacer del más allá un álibi y de Dios Aquel que me dispensa de mi tarea histórica. Pero una escatología sana y auténtica nos enseña que el hombre se asfixia en la sola realización histórica de su destino. El rechazo de finalidades que nos sobrepasan conducen a lo que Teodorov estigmatiza, al hablar del "autofinalismo" de la antropología actual. La inmanencia no constituye la última palabra del hombre (Lévinas). Estos últimos tiempos hemos tenido todos la tendencia a no ver en la escatología sino el símbolo de una urgencia de nuestras tareas terrestres. Hay más. Y esto hace justicia y da "alas al deseo" para nuestro combate terrestre. El hombre es el ser con un destino doble y fusionado, el destino terrestre y el celeste. Invirtiendo los términos, eliminar la dimensión última del hombre podría constituir una evasión y un olvido.
Una teológica La cuestión fundamental reside aquí en si el discurso implícito sobre Dios, que vehiculan las teologías de la liberación, es o no tributario de una concepción insuficientemente crítica de Dios. Al hablar de Dios como un Dios de justicia ¿no se
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ADOLPHE GESCHÉ contestación teórica y, sobre todo, porque su colaboración práctica con los esfuerzos laicos en los combates efectivos contra la injusticia no podía suscitar sino unanimidad. Sin embargo, a medio o a largo plazo, habrá que replantear la cuestión. Ninguna teología puede ignorar que Dios es "objetable". Como ha ocurrido con otras cuestiones, también aquí habrá que pasar la prueba del fuego de la contestación atea. Porque la cuestión es propiamente teológica.
Una patética El hombre no es sólo "cabeza y manos". Es también zôon pathetikón, patheti kón, un ser de carne y sangre, de sensibilidad y afectividad. La acción no es el único lugar de encuentro consigo mismo, con los demás y con el mundo. El hombre es también un ser que tiene "pasividades" (pathe), un ser sensible (pathetikós). Fuera tal vez de la tradición monástica, especialmente la de S. Bernardo, nuestra teología tiende a ser intelectual y racional. Podría reaprender mucho en la escuela de la teología de la liberación. Encontraría en ella una perspectiva más colectiva y, a diferencia de las teologías místicas, menos intimista. ¿Cómo no iba a conducir a ello el descubrimiento lacerante del mal inocente? El hombre no podría movilizarse sin sentirse arrastrado por un sentimiento que le sobrepasa. Hace falta ser visitado solidariamente por una emoción para sentirnos dispuestos a grandes proyectos. Por esto hemos de ser muy sensibles a la dimensión simbólica que hay en el hombre. Una paloma puede impulsar más a la acción que un discurso y una bandera es más eficaz que una arenga. Porque el símbolo anticipa. Mientras que la realidad esperada no está siempre ahí y la razón y las manos se cansan,