CALAMIDADES
Ernesto Garzón Valdés
© Ernesto Garzón Valdés, 2004 Diseño de cubierta: Edgardo Carosia
Primera edición: mayo de 2004, Barcelona
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano © Editorial Gedisa, S.A. Paseo Bonanova, 9 1°-1* 08022 Barcelona, España Tel. 93 253 09 04 Fax 93 253 09 05 Correo electrónico:
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Para Jorge Malem Seña, Rodolfo Vázquez y Ruth Zimmerling, a cuya generosidad humana e intelectual tanto debo.
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Pensar sin tapujos en categorías militares vuelve a ser algo respetable. GEORG HENRIK VON WRIGHT1
El conflicto bélico en Kosovo reactualizó la vieja cuestión de si está permitido moral y/o jurídicamente intervenir militarmente en los asuntos internos de un Estado para poner fin a situaciones que, desde el punto de vista moral, son consideradas como inaceptables. Una respuesta afirmativa presupone, por lo pronto, admitir la corrección de estos dos enunciados: a) existen reglas y principios morales de validez universal y b) el principio de no intervención tiene una validez condicionada por aquellos principios y reglas. Es obvio que el enunciado a) implica la prohibición de la violación de esos principios y reglas; del enunciado b) puede inferirse que, en algunos casos, la intervención no sólo no está prohibida, sino que hasta puede estar ordenada. Se podría avanzar entonces un paso más y sostener que está moralmente permitido o hasta
1 «Wissenschaft, Wirtschaftssystem und Gerechtigkeit*, en Werner Krawietz y Georg Georg Henrik von Wright (comps.), Öffentliche oder private Moral? Vom Geltungsgrunde und der Legitimität des Rechts, Berlin, Duncker & Humblot, 1992, págs. 369-375, pág. 369.
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ordenado c) recurrir al uso de la fuerza para poner fin a una situación que lesiona los principios y reglas a los que se hace referencia en a). Es importante tener en cuenta que entre a), b) y c) no existe una relación de implicación: si bien es verdad que la justificación de c) presupone la aceptación de la corrección de a) y de b), de la conjunción de a) y b) no se infiere c). Dicho con otras palabras: es posible rechazar c) sin que ello afecte la corrección de a) y b). Sostendré que hay buenos argumentos para aceptar a) (I) y b) (II) y que la aceptación de c) es sumamente problemática y, en algunos casos, lejos de significar un reconocimiento de a), puede constituir su negación (III). Finalmente, intentaré hacer un balance del legado de Kosovo (IV).
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El problema de la existencia de criterios de corrección moral de validez universal es una cuestión fundamental de toda ética normativa. Basten aquí las siguientes consideraciones: Aun cuando se sustente una posición de escéptico relativismo o se quiera sostener, como suelen hacerlo no pocos comunitaristas, la relevancia moral del punto de vista cultural, desde una perspectiva puramente positivista del derecho internacional es innegable la existencia de documentos, ratificados por la inmensa mayoría de los Estados, que consagran la validez universal de ciertos principios morales. El más importante de ellos es, sin duda, la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948. También vale la pena recordar que en la Carta de las Naciones Unidas del 26 de junio de 1945, se dice que los pueblos de las Naciones Unidas están «firmemente decididos» a «reafirmar su fe en los derechos fundamentales, en la dignidad humana y el valor de la personalidad humana, en la igualdad de derechos del hombre y la mujer, como así también de todas las naciones grandes o pequeñas»,- es decir, se presupone la existencia de derechos fundamentales que son incor-
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porados a la legislación positiva internacional. Y, si se quiere aumentar la lista de estos documentos, cabría mencionar, entre otros, la Convención europea para la protección de los derechos humanos y libertades fundamentales del 14 de noviembre de 1950, el Pacto internacional sobre derechos civiles y políticos del 19 de diciembre de 1966, la Convención americana de derechos humanos del 22 de noviembre de 1969, la Convención contra la tortura del 10 de diciembre de 1984 y el Estatuto de Roma del Tribunal Penal Internacional del 17 de julio de 1998. Desde el punto de vista del derecho internacional vigente, no puede ponerse en duda la corrección del enunciado a). Conviene, además, tener en cuenta que todos estos documentos contienen disposiciones normativas que prohíben la violación de los principios morales en ellos consagrados.
II 1. Admitamos, pues, la corrección de a). Deseo considerar ahora la corrección de b) pues esta cuestión, a diferencia de lo que sucede con a), es debatida no sólo desde el punto de vista moral, sino también en el ámbito del derecho positivo internacional. En efecto, la discusión acerca de la permisibilidad moral de la intervención en los asuntos internos de los Estados está presente a lo largo de la historia del derecho internacional. Ya un ligero análisis de la bibliografía sobre el tema permite comprobar la existencia de argumentos plausibles, tanto a favor como en contra del principio de no intervención. La aceptación del principio de no intervención, en tanto consecuencia lógica de la soberanía — entendida como el derecho de cada Estado para reglar sus propios asuntos internos — se remonta, por lo menos, a Christian WolfF y encontró su formulación clásica en Kant y Mili. En su tratado Sobre la paz perpetua, afirma Kant: Ningún Estado debe inmiscuirse violentamente en la Constitución y gobierno de otro Estado [...] la injerencia de potencias extranjeras sería una violación del derecho de un pueblo independiente para luchar con su pro- pía enfermedad y sería, pues, un escándalo
que volvería insegura la autonomía de todos los Estados. John Stuart Mili consideraba también que el principio de no intervención
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debía ser respetado en las relaciones entre los países civilizados que integran la comunidad internacional; ningún Estado tendría derecho a inmiscuirse en los asuntos internos de otro e imponerle una forma determinada de organización política. Con los Estados sucedería lo mismo que con las personas: así como todo individuo tiene derecho a elegir los planes de vida que juzgue más convenientes, así también todo Estado tendría derecho a darse la estructura política interna que considere adecuada. Si en el caso de Wolff el principio de no intervención era un corolario del derecho de soberanía, en Mili lo es del derecho de autodeterminación. El principio de no intervención fue recogido en la segunda mitad del siglo XX por documentos fundamentales del sistema internacional, tales como la Carta de las Naciones Unidas y la Carta de la Organización de los Estados Americanos (OEA). Cabe recordar también, entre otras, la «Declaración sobre la inadmisibilidad de la intervención en los asuntos internos de los Estados y la protección de su independencia y soberanía» del 21 de diciembre de 1965, la Declaración sobre los principios del derecho internacional referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas del 24 de octubre de 1970 y la Carta de los derechos y deberes económicos de los Estados del 12 de diciembre de 1974, aprobadas todas ellas por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Los artículos 18 y 19 de la Carta de la OEA contienen igualmente una clara defensa del principio de no intervención. Sus textos rezan, respectivamente: Ningún Estado o grupos de Estados tiene derecho de intervenir, direc ta o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o
externos de cualquier otro. El principio anterior excluye ha solamente la fuerza armada, sino cualquier otra forma de injerencia o de tendencia atentatoria de la personalidad del Estado, de los elementos políticos, económicos y culturales que lo constituyen. Ningún Estado podrá aplicar o estimular medidas coercitivas de carácter económico y político para forzar la voluntad soberana de otro Estado y obtener de éste ventajas de cualquier naturaleza. La vinculación del principio de no intervención con el derecho de autodeterminación de los pueblos suele ser invocada también en los documentos internacionales que condenan el colonialismo. El principio de no intervención y el de autodeterminación serían dos caras de una misma moneda: por un lado, la libertad negativa de todo Estado a no ser coactado en sus posibilidades de acción y, por el
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otro, la libertad positiva de elegir el propio sistema de organización política y social. 2 La invocación y la puesta en práctica del derecho de intervención por parte de representantes de gobiernos con vocación hegemónica han provocado un explicable rechazo del intervencionismo en el plano internacional. Basta pensar en las consecuencias, sobre todo en el ámbito del Caribe en las primeras décadas del siglo XX, del llamado «Roosevelt Corollary» de 1904, cuyo texto conviene recordar: La crónica violación de deberes o la impotencia que resulta de un relajamiento de los lazos que unen a una sociedad civilizada puede, en América o en cualquier otra parte, requerir en última instancia la intervención por parte de alguna nación civilizada; en el Hemisferio Occidental, la adhesión de los Estados Unidos a la Doctrina Monroe puede forzar a los Estados Unidos, en casos flagrantes de tales violaciones o impotencia, a ejercer un poder internacional de policía.
2 Véase, por ejemplo, la Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales del 14 de diciembre de 1960; la Declaración sobre el progreso y el desarrollo en lo social, del 11 de diciembre de 1969, y la Declaración sobre el establecimiento de un nuevo orden económico internacional del 1 de mayo de 1974, todas ellas de la ONU.
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Pero no sólo las formulaciones teóricas o las declaraciones internacionales parecen abogar convincentemente en favor del principio de no intervención; también casos como los de Granada, Nicaragua, Hungría, Checoslovaquia, Chechenia y los Balcanes agudizaron la conciencia en contra de toda injerencia extranjera. Sin embargo, no puede dejar de reconocerse que una vigencia absoluta del principio de no intervención puede contribuir a perpetuar condiciones de vida caracterizadas por una notoria injusticia y miseria. Una simple mirada a la situación interna de un gran número de países arroja serias dudas acerca de la vigencia en ellos del principio de autodeterminación y, por lo tanto, también acerca de la supuesta identidad entre los propósitos perseguidos por los agentes del Estado y los deseos de una parte mayoritaria de la población. En estos casos, la invocación del principio de no intervención puede significar en la práctica sólo el intento de impedir el cumplimiento de deberes éticos de asistencia que no pueden detenerse ante los límites nacionales, a menos que se sostenga que la vigencia de las normas de la moral coincide con la de las normas jurídicas, es decir, está delimitada por las fronteras de cada Estado. Si esto es así, no deja entonces de ser atractiva la sugerencia de Hugo Grotius en el sentido de aceptar una «comunidad humana» en donde las fronteras políticas quedan relativizadas y en donde puede hasta ser obligatorio intervenir en los asuntos internos de un país para contribuir a superar situaciones que se consideran deficitarias: Cuando la injusticia es tan clara, como la de Busiris, Falaris o la que el tracio Diomedes ejerciera contra sus súbditos, que ningún hombre justo la aprobaría, entonces no queda inhibido el derecho de la sociedad humana. Así, Constantino tomó las armas contra Majencio y Licinius y otros emperadores contra los persas y los amenazaron a fin de que cesaran de practicar actos de violencia contra los cristianos.
Una idea similar ya había sido sostenida un siglo antes por Bartolomé de las Casas cuando afirmaba: Por universal solidaridad humana, toda persona, pública o privada, tiene el deber de acudir en ayuda de los oprimidos y está obligada a colaborar, dentro de sus posibilidades, a su liberación.3
3 Bartolomé de las Casas, Derechos civiles y políticos, Madrid, Editora Nacional, 1974, pág. 156.
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Es decir, el principio de no intervención no sería un corolario del principio de autodeterminación sino que, en algunos casos, sería necesario intervenir, justamente para asegurar la autodeterminación. 2. Pero, si se adopta esta posición, ¿no se cae entonces en la trampa del «Roosevelt Corollary» y se estimula una política de permanentes intervenciones por parte de aquellos Estados con vocación de «policías internacionales»? ¿No se abren de par en par las puertas a la inseguridad internacional? Para dar respuesta a estas preguntas conviene i)
Formular una definición de lo que habré de entender por intervención. ii) Analizar la aducida analogía entre Estado y persona, es decir, entre soberanía y autonomía, y la relación entre el derecho de autodeterminación y el principio de no intervención. iii) Sugerir criterios de justificación de algunas medidas intervencionistas. i) En un nivel muy general, puede entenderse por intervención cualquier tipo de influencia por parte de un agente externo en los asun- tos internos de un país soberano. Esta es, por ejemplo, la definición propuesta por E. O. Czempiel: Por intervención ha de entenderse toda influencia externa de un sistema de dominación, sin que importe el que ella se realice violentamente o no. 4
4 Citado por Hajo Schmidt, «Menschenrecht und militärische Gewalt», enTobias Debiel y Franz Nuscheler (comps.). Der neue Interventionismus. Humanitäre Einmischung zwischen Anspruch und Wirklichkeit, Bonn.J. H.W. Dietz, 1996, págs. 103-126, pág. 107. Subrayado de EGV.
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La amplitud de esta definción la vuelve poco útil. En efecto, si se tiene en cuenta que esta influencia puede llevarse a cabo tanto por acción como por omisión y, además, la estrecha red de interdependencia que existe actualmente entre los Estados, es obvio que ningún país está libre de este tipo de intervenciones. Como la idea de una «impermeabilidad» de la nación-Estado no es viable, la intervención sería una consecuencia necesaria de la existencia del sistema internacional y, por lo tanto, no tendría sentido alguno plantearse el problema de su prohibición. Como una restricción extrema del concepto de intervención puede ser considerada la propuesta por el Secretario General de la ONU, Kofi Annan: la intervención como un continuum desde la más benigna acción diplomática hasta el uso de la fuerza en casos extremos en los que pueda ser necesario. Defino la intervención como toda acción que pueda mejorar la suerte de un pueblo en situaciones conflictivas, toda acción que .^ g pueda frenar un conflicto. Defino
De acuerdo con esta propuesta, toda intervención estaría justificada moralmente ya que toda injerencia en los asuntos internos de un Estado que no pudiera mejorar la situación de conflicto del país en el que ella se realiza no podría ser calificada de intervención. Tampoco en este caso tendría sentido plantearse el problema de su posible prohibición. Más plausible me parece proponer la siguiente definición: Intervención es toda injerencia coactiva en los asuntos internos de un Estado con el propósito de preservar o modificar su estructura política, económica, social o cultural.
La referencia al carácter coactivo de la injerencia evita la imprecisión de la definición de Czempiel a la vez que pone de manifiesto que ella se realiza sin el consentimiento del gobierno y/o del pueblo del país intervenido. Por ello, toda intervención tiene un cierto carácter «dictatorial»,
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como diría Michael W. Doyle. 5 La coactividad puede manifestarse de las más diversas maneras, desde la imposición de programas educacionales o culturales, la presión diplomática, la aplicación de sanciones económicas y la incitación a la rebelión de algunos sectores de la población, hasta «la amenaza o el uso de la fuerza» (artículo 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas) y el «ataque armado» o la «invasión por la fuerza armada» (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca de Rio dejaneirc*de 1947, artículo 9, a, b). La definición propuesta vale, pues, tanto para las intervenciones pacíficas como para las armadas. La omisión de un objetivo moralmente encomiable de toda intervención, presente en la definición de Kofi Annan, permite distinguir entre intervenciones moralmente aceptables e intervenciones moralmente rechazables. A las primeras podemos llamarlas «humanitarias» en un sentido amplio de la palabra. La referencia al «propósito» que persigue la intervención pone de manifiesto su carácter instrumental. Justamente por ello, el valor o disvalor moral de la intervención está sujeto a un doble condicionamiento: su aptitud para obtener el fin deseado y la calidad moral de este último. La aptitud instrumental no denota tan sólo la capacidad técnica de las medidas intervencionistas para lograr el fin deseado, sino también la corrección moral de las mismas, corrección que es independiente de la calidad moral del fin.Teniendo esto en cuenta, es posible presentar el siguiente cuadro: aptitud instrumental 1)
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calidad moral del fin + +
El único caso en el que la intervención estaría plenamente justificada es el 1). En 2) se conserva o se crea una situación moralmente defici
5 Véase Michael W. Doyle, «The New Interventionism», en Thomas W. Pogge, Global Justi- ce, Oxford, Blackwetl, 2001, págs. 219-241, pág. 220.
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taria; ello vuelve infructuoso todo intento de justificación. El caso 3) sólo podría ser justificado admitiendo el dudoso principio según el cual el fin justifica los medios o aduciendo que la intervención era el mejor o el único medio disponible para obtener un fin moralmente aceptable. 4) resulta injustificable en toda la línea. Quienes abogan por la justifica- bilidad de las intervenciones armadas pretenden situarlas en 1) o en 3). Intentaré demostrar que ninguna de estas alternativas es aceptable. Pero antes, conviene analizar los argumentos que rechazan de plano todo tipo de intervención, es decir, no aceptan ninguna de las cuatro alternativas presentadas. ii) Como una buena parte de los argumentos que se han formulado en contra de todo tipo de intervención suele basarse en una supuesta analogía entre el Estado y la persona humana, que conferiría relevancia moral a la soberanía estatal, quiero ahora referirme a ella. Ya Christian Wolff había señalado que las naciones pueden ser consideradas como personas libres que viven en estado de naturaleza. En este sentido, las naciones y las personas serían moralmente semejantes y análogos también sus derechos. Ellos constituirían el núcleo de la soberanía, de la que se inferiría directamente el principio de no intervención: Como por naturaleza ninguna nación tiene derecho a ningún acto que pertenezca al ejercicio de la soberanía de otra nación [...] ningún gober nante de un Estado tiene el derecho a interferir en el gobierno de otro, consecuentemente no puede hacer o establecer nada en ese Estado y el go bierno de un Estado no está sujeto a la decisión del gobernante de cualquier otro Estado.6
La analogía entre persona y Estado ha sido reiteradamente utilizada para analizar las relaciones internacionales: desde la comparación del sistema internacional con un estado de naturaleza hobbesiano hasta la adopción de un enfoque moral interpersonal para inferir desde allí principios de moralidad universal que deberían regir las relaciones entre los Estados.7 Con respecto al problema de la intervención, ha sido sin duda Michael Walzer 8* quien, con su llamado «paradigma legalista», ha subrayado las similitudes que existen entre los Estados y las personas: los Estados poseerían en la sociedad internacional 6 Christian Wólffjus gentium methodo sríentifico pertractatum, 1749, sec. 257, pág. 131. 7 Véase, por ejemplo, Gerard Elfstrom, «On Dilemmas of Intervention», en Ethics, vol. 93, n.° 4 (1983), págs. 709-725. 8 Véase Michael Walzer, Just and Unjust Wars> Nueva York, Basic Books, 1977. [Trad. cast.: Guerras justas e injustas: un razonamiento moral con ejemplos históricos , Barcelona, Paidós, 2001.] y «The Moral Standing of States: A Response to Four Crides», en Philosophy & Public Affairs, vol. 9, n.° 3 (1980), págs. 209-229.
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derechos similares a los de los individuos en la sociedad nacional. Así como los Estados regulan las relaciones entre los ciudadanos a fin de asegurarles alguna esfera de autonomía, así también los Estados entre sí tienen que establecer reglas de convivencia que garanticen su autonomía y libertad frente a posibles intervenciones. En la sociedad internacional, sus miembros (los Estados) tendrían, ante todo, «los derechos de integridad territorial y de soberanía política». 9 Estos derechos no podrían ser violados por la intervención extranjera, ni siquiera en nombre de valores tales como la vida y la li bertad. De la misma manera que no se debe intervenir en la autonomía individual so pretexto de promover la virtud de las personas, tampoco puede intervenirse en los asuntos internos de un país para promover su libertad política: realidad, por supuesto, no todo Estado independiente es libre; pero el reconocimiento de la soberanía es la única vía que tenemos para establecer un ámbito dentro del cual sea posible luchar por la libertad (y a ve ces lograrla). Es este ámbito y las actividades que en él se realizan lo que queremos proteger, y lo protegemos de la misma manera como protege mos la integridad individual, es decir, fijando límites que no pueden ser cruzados, derechos que no pueden ser violados. Con los Estados soberanos, al igual que con los individuos, hay cosas que no podemos hacerles, ni siquiera por su bien manifiesto. En la
9 Michael Walzer, Just and Unjust Wars, pág. 61.
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Walzer hace suyas las consideraciones de Mili acerca de la analogía entre persona y Estado: así como cada persona debe cultivar sus propias virtudes, así también cada pueblo debe conquistar su propia libertad:
La autodeterminación es, pues, el derecho de un pueblo ‘a obtener su libertad a través de sus propios esfuerzos’, si puede; la no intervención es el principio que
garantiza que su éxito no será impedido o su fracaso evitado por la intromisión de un poder extranjero. A este razonamiento subyace la suposición de que todo Estado es algo así como un marco protector de la autodeterminación del respectivo pueblo; ello conferiría calidad moral a los Estados, es decir, legitimidad. Esta suposición es más que dudosa 10
desde el punto de vista empírico y también, como veremos, teóricamente discutible. La posible plausibilidad intuitiva de la prohibición de la intervención que resulta de la analogía entre naciones y personas ha sido analizada y refutada convincentemente, sobre todo, por Charles R. Beitz. En efecto, aduce Beitz, es difícil entender en qué sentido el Estado es un ser moral análogo a las personas. En el caso de las personas es claro que ellas son las portadoras de derechos y deberes pero, en el caso de los Estados, no es fácil determinar quién es el sujeto de los derechos, por ejemplo, de soberanía política: ¿el pueblo, la nación como un todo, el gobierno? Los Estados no actúan o persiguen fines, pues sólo una persona o grupos de personas pueden hacerlo. Al Estado se le puede otorgar un carácter moral sólo si se construyen sus derechos y libertades sobre la base de los derechos y libertades de los ciudadanos. También Walzer parece admitir que tal es el caso cuando afirma que, si bien es cierto que en el plano internacional los portadores de los derechos son los gobiernos, aquéllos «derivan en última instancia de los derechos de los individuos, y de ellos obtienen su fuerza».
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En este sentido, los derechos y libertades de los Estados se basarían en el consentimiento que le prestan
10 Véase al respecto R. J.Vincent, Human Rights and International Relations, Cambridge, University Press, 1986, págs. 116 s. 11 Véase Michael Walzer, Just and Unjust Wan, pág. 53.
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sus ciudadanos al asociarse para perseguir fines comunes. Es este consentimiento el que otorgaría legitimidad a los Estados y justificaría el derecho a su autonomía, es decir, a su soberanía. Ella debe ser defendida, sostiene Walzer, en términos de las libertades de las personas que resultarían afectadas por la injerencia de Estados extranjeros en las instituciones internas. Como observa Beitz,12 la libertad de asociación invocada en este argumento puede ser entendida de dos maneras diferentes. Una de ellas sostiene que la legitimidad moral del Estado, que el principio de no intervención defiende, se basa en que aquel protege la libertad de asociación de los individuos. La otra afirma que no se debe interferir en otro Estado porque éste constituye una libre asociación de personas. Ambas versiones del argumento son falsas desde un punto de vista em pírico. Efectivamente, hay muy pocos o acaso ningún gobierno al que hayan prestado su consentimiento todos los miembros de la respectiva sociedad y tampoco puede decirse que los Estados son asociaciones libres similares a un club, en el cual los miembros pueden ingresar y retirarse libremente cada vez que lo deseen. Ya David Hume puso en duda la conveniencia de suponer un consentimiento tácito por parte de quienes permanecen dentro de las fronteras de un Estado para inferir de aquí su legitimidad. Pienso que sus argumentos siguen siendo válidos. Si se las toma en un sentido normativo — es decir, en el sentido de que un Estado, para poseer legitimidad, debe proteger la libertad de asociación de los individuos o de que cuando es el resultado de la libre asociación de sus habitantes debe ser considerado como legítimo — , tampoco parece plausible ninguna de las versiones del argumento de Walzer ya que es posible imaginar asociaciones libres de individuos que no merecen la protección estatal y asociaciones libres de individuos que poseen una organización estatal a la que, sin embargo, no estaríamos dispuestos a concederle legitimidad, por más que contara con el pleno consentimiento factico de sus habitantes.
12 Charles R. Beitz, Political Theory and International Rrlations, Princcton, New Jersey, Pririceton University Press, 1979, pág. 78.
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No es posible, por lo tanto, inferir sin más del consentimiento facti- co de los ciudadanos la legitimidad moral de un sistema político; y la supuestamente necesaria relación que existiría entre la autonomía personal y la soberanía, entendida como autonomía estatal, es sumamente problemática. Más acertado parece, por ello, distinguir entre soberanía y legitimidad. La primera se refiere a la capacidad de un Estado para imponer libremente sus normas jurídicas a una población que habita su territorio. Ello no implica necesariamente ningún estatus moral que, en tanto tal, merezca respeto incondicionado. La legitimidad designa la conformidad de aquellas normas con principios éticos y, en tanto tal, constituye un valor digno de ser alcanzado o mantenido. Pero tampoco aquí cabe la ana- logia con las personas. En efecto, la legitimidad de un Estado puede ser impuesta heterónomamente, es decir, no es relevante para el juicio de legitimidad la génesis de estas normas. El día que Sudáfrica, por ejemplo, derogó las normas del apartheid no hay duda de que su sistema ganó en legitimidad, por más que esta derogación pueda haber sido, en no poca medida, el resultado de la presión extranjera. En el caso de las personas, en cambio, es la aceptación voluntaria de las normas morales y su cumplimiento por razones no prudenciales lo que tomamos en cuenta para valorar su calidad moral. Por ello, es también relevante el respeto de su autonomía, aun en el caso de que no se trate de personas virtuosas. Argumentar en contra del intervencionismo aduciendo que la soberanía es algo así como la autonomía moral de los Estados puede conducir justamente a lo contrario de lo que se desea lograr, ya que el número de Estados a los que puede atribuírseles legitimidad moral es bien reducido. Así pues, si se quiere recurrir al argumento de la soberanía como freno a la intervención, habrá que hacerlo por razones diferentes a la de su analogía con la autonomía individual. Pero hay todavía algo más: así como no es posible basar la legitimidad en el consentimiento fáctáco, tampoco éste ofrece un buen punto de partida para condenar las violaciones de la soberanía estatal. Pues si los gobiernos nacionales ilegítimos ejercen poder coercitivo sobre sus propios ciudadanos sin su consentimiento, y si violaciones ilegítimas de la autonomía por parte de agentes extranjeros pueden ser descritas precisa-
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mente de la misma manera, ¿cómo puede distinguirse una forma de coerción de la otra?13 Sin embargo, John Stuart Mili consideraba que convenía distinguir la situación en la que un pueblo trata de liberarse de un yugo impuesto por un gobierno nativo de aquella en que lucha contra un poder extranjero, incluyendo en esta categoría al gobierno que sólo se mantiene en el poder gracias al apoyo extranjero. Pero en ninguno de los dos casos estaría permitida la intervención, sea que se intervenga en a) para apoyar al gobierno o en b) para prestar auxilio al pueblo rebelado. En el caso a): Un gobierno que necesita de la ayuda externa para imponer la obe diencia de sus propios ciudadanos es uno que no debería existir; la asistencia prestada por extranjeros difícilmente es otra cosa que la simpatía de un despotismo por otro. En el caso b), no hay que olvidar, decía Mili, que la liberación es una tarea de cada pueblo y en la lucha por ella demuestra si es digno o no de merecerla. La libertad regalada no es real ni permanente. 14 El principio de autodeterminación también es analizado aquí estableciendo una analogía entre persona y pueblo, para inferir la prohibición de la intervención. La autodeterminación de un pueblo, sostiene Mili, merece ser respetada, aun cuando ella pueda no equivaler a la libertad política. Un Estado posee autodeterminación, también en el caso en que sus ciudadanos hayan fracasado en su intento de establecer instituciones libres. Sólo cuando se respeta esta autodeterminación, existe alguna posibilidad de que se desarrollen instituciones libres por el propio esfuerzo de los ciudadanos.
13 Charles R. Beitz, Political Tkeory and International Relations, pág. 80. 14 Ibídem, pág. 381.
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El estudio de Mili «A FewWords on Non-Intervention», aquí citado, apareció en el mismo año (1859) que su famoso escrito On Liberty,; no puede sorprender, por ello, que sus argumentos sean muy parecidos a los que hiciera valer en contra del paternalismo entre las personas. Pero al igual que en el caso de la soberanía, el principio de autodeterminación presenta ambigüedades que resultan de la dificultad de determinar quién es el portador de este derecho, si el pueblo en su totalidad o una parte mayoritaria del mismo. Uno de los argumentos que se hacen valer en favor del principio de la autodeterminación es el de la ilegitimidad de un gobierno que no cuenta con el consentimiento del pueblo. Pero aquí nos volvemos a encontrar con los mismos problemas que hemos visto más arriba con respecto a la legitimidad por consenso. En este caso, la autodeterminación sería una de las manifestaciones de la libertad de asociación, que conferiría legitimidad al gobierno, algo que, como se ha visto, tampoco puede ser aceptado sin más. Lo que obviamente sí puede decirse en el caso de la autodeterminación — entendida como la realización de los deseos de libre asociación de los integrantes de una comunidad — es es que cuando ella se da, las reglas del sistema cuentan con la aprobación de los a ellas sometidos. Utilizando la conocida fórmula de H. L. A. Hart, podría decirse que, en este caso, la población adopta frente a las reglas del sistema un «punto de vista interno». Esto es lo que puede llamarse «legitimación del sistema». Así entendido, el concepto de legitimación es valorativamente neutro y no dice nada acerca de la calidad moral de las normas del sistema. En este sentido, tenía razón Mili cuando afirmaba que la autodeterminación no era equivalente a la libertad política. Pero, si ello es así, no se ve entonces por qué la autodeterminación ha de constituir una barrera moralmente infranqueable para la intervención, a menos que se quiera volver a insistir en la analogía entre persona y Estado y se afirme que la autodeterminación es algo así como la manifestación de la libertad individual y que, al igual que las personas, cada pueblo puede hacer lo que desee, siempre y cuando no dañe a otros. De lo hasta aquí expuesto, pienso que no hay mayor inconveniente en rechazar la vía de la analogía entre Estado y persona si se quieren obtener algunos criterios que nos permitan afirmar por quq la intervención es un hecho que requiere justificación y averiguar si hay casos en los que esta justificación es moralmente posible.
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iii) Si se parte de la definición de intervención aquí propuesta y se abandona el intento de comparar los Estados con las personas — es es decir, se deja de lado la equiparación entre soberanía y autonomía — a a la vez que se acepta la definición de legitimidad aquí sugerida, pienso que es posible justificar la intervención no armada en los asuntos internos de un Estado independiente con miras a establecer o salvaguardar la legitimidad del respectivo sistema político. En otro trabajo he analizado detalladamente todos los casos posibles de intervención no armada justificables.15 No he de reiterar los argumentos entonces presentados. Baste aquí subrayar que, al igual que lo que sucede con el paternalismo jurídico intraestatal, en los casos de intervención moralmente justificados se trata de la imposición de medidas que, aunque no cuentan con la aprobación de sus destinatarios, satisfacen estas dos condiciones necesarias y conjuntamente suficientes: 1) el país en el que se interviene no está en condiciones de superar por sí mismo un mal real por encontrarse en una situación de incompetencia básica en el ámbito en el que se realiza la intervención (lo que puede explicar su rechazo) y 2) la medida de intervención no tiene por objeto manipular al país intervenido, en beneficio de la potencia interventora. Es obvio que ambos principios imponen condiciones no siempre fáciles de satisfacer; ello explica la dificultad de justificar las intervenciones, pero no permite concluir que ellas sean siempre injustificables. En todo caso, cabe rechazar la validez incondicionada del principio de no intervención. En el ámbito normativo puede sostenerse que, bajo ciertas circunstancias, está moralmente permitido y hasta puede estar moralmente ordenado intervenir en los asuntos internos de los Estados. Así, por ejemplo, la política del presidente James Cárter en América Latina como respuesta a la violación masiva de derechos humanos por parte de gobiernos como el de Argentina durante la última dictadura militar puede, desde luego, ser considerada como una injerencia en los asuntos internos (y así lo manifestaron en su hora los integrantes de la Junta Militar); desde el punto de vista ético, no veo argumentos para condenar esta política que contribuyó a salvar no pocas vidas. También el gobierno de El Salvador consideró como intervención la resolución adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 1981, cuyo numeral 7 rezaba: 15 Véase Ernesto Garzón Valdés, «Intervencionismo «Intervencionismo y paternalismo*. en Revista Latinoamericana de Filosojia, XVI (marzo de 1990), págs. 3-24.
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Insta al gobierno de El Salvador que adopte las medidas necesarias para asegurar el pleno respeto por los derechos humanos de su población en to das sus expresiones, primariamente creando condiciones que puedan con ducir a una solución política de la crisis actual mediante la plena participa ción de todas las fuerzas políticas representativas en ese país.
Éste era un toque de atención que ponía de manifiesto la condena moral de la política interna del gobierno salvadoreño. No cuesta mucho admitir que el enunciado b) al que me he referido al comienzo de este capítulo, es decir, el de la validez condicionada del principio de no intervención, estaba en ambos casos satisfecho.
III 1. Las intervenciones armadas humanitarias deben, por lo pronto, ser distinguidas de otros tres tipos de operaciones humanitarias conducidas por las Naciones Unidas: «consolidación de la paz» {jpeace-building )», )», «mantenimiento peace-making). de la paz» (peace-keeping) y «establecimiento de la paz» ( peace-making). Las operaciones de consolidación de la paz consisten en el envío de tropas (los «cascos azules») con el objeto de separar a las partes en conflicto o de civiles para contribuir a reconstruir las instituciones políticas y crear las bases de una convivencia pacífica. Como en estos casos se cuenta con el consentimiento del Estado en el que se realizan estas operaciones y de todas las partes interesadas, no cabría hablar vde ‘intervención’ si se acepta la definición más arriba propuesta. 16 En las operaciones de mantenimiento de la paz, la sociedad en las que ella se 16 A este tipo de operaciones pertenecen los casos de El Salvador (Onusal, 1991), Camboya (Untac, 1992), Mozambique (Onumoz, 1992), Angola (Unavem III, 1995), Sierra Leona (Unamsil, 1999) y Somalia (Unosom I, 1992). En el caso de Camboya, la ONU procuró dejar «un amplio legado institucional, sobre la base del personal existente de las facciones internas, agregándoles una porción de auténtica independencia y entrenando un nuevo ejército, un nuevo servicio civil, una nueva fuerza policial y un nuevo Poder Judicial». (Véase Michael W. Doyle, «The New Interventionism» op. cit., págs. 237 s. y 4 Giuseppe Palmisano, «La guerra ‘ umanitaria . II caso del Kosovo», en Linda Bimbi (comp.), Not ¡n my ñame, Roma, Editori Riuniti, 2003, págs. 158-182, págs. 159 s.)
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realiza se encuentra en una situación anárquica, el Estado carece del poder institucional suficiente para restablecer la soberanía nacional. 17 Se trata, en algunos casos, de crear mecanismos semisoberanos que puedan promover un consenso temporario de las partes en conflicto. Como ejemplos de estas operaciones pueden mencionarse el caso del Supreme National Council en en Camboya y de la Comisión pro paz en El Salvador. Las operaciones para el establecimiento de la paz consisten en medidas destinadas a lograr que las partes en conflicto lleguen a un acuerdo, fundamentalmente por medios pacíficos como los previstos en el capítulo VI de la Carta de la ONU. Diferentes de las anteriores son las operaciones de imposición de la paz {peace enforcement) que cuentan con la aprobación del Consejo de Seguridad y utilizan fuerzas de la ONU. Estas operaciones se realizan sin el consentimiento del Estado en cuyo territorio se llevan a cabo. Constituyen, pues, verdaderas intervenciones que no caben dentro del marco de las medidas de solución pacífica de las controversias, sino que invocan el capítulo VII de la Carta de la ONU, según el cual el Consejo puede em-
17 La International Peace Academy define estas operaciones como «la persecución, contención, moderación y terminación de hostilidades entre o dentro de Estados, por medio de la intervención pacífica de una tercera parte organizada y dirigida internacionalmente que utiliza fuerzas multinacionales de soldados, policías y civiles para restablecer y mantener la paz*. (Véase International Peace Academy, Peacekeeper’s Handbook, 3.' edición, Nueva York, Pergamon, 1984, pág. 22.) Agradezco esta información, al igual que la mayoría de los datos consignados en esta sección, a Consuelo Ramón.
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prender las acciones militares que sean necesarias para el mantenimiento de la paz y de la seguridad internacional. Hasta qué punto la legalidad de estas operaciones es garantía de su legitimidad moral es algo que dejaré aquí de lado pues a este problema me referiré más adelante en III, 5, ii’). Como ejemplo de este tipo de
actividades pueden mencionarse los casos de Unprofor 1992, Unosom II (Somalia) y Unamir 1992. 2. A partir de la conclusión de la Guerra Fría, se produjo un cambio notorio de actitud por lo que respecta a los problemas que deberían ser considerados como objeto de atención desde el punto de vista de la paz y la seguridad internacionales. Ya no se trataba de evitar una confrontación entre dos superpotencias, pues cobró mayor relevancia la calamitosa situación interna de una gran cantidad de países miembros de las Naciones Unidas. Se trataba, en prácticamente todos esos casos, de violaciones gravísimas de derechos humanos básicos realizadas por gobiernos que, obviamente, habrían de negarse a admitir todo dpo de intervención. En 1992, el entonces Secretario General de la ONU, Boutros Boutros-Ghali sometió a consideración del Consejo de Seguridad An Agenda for Peace en la que se ampliaba el papel de la ONU en relación con la solución de los conflictos no sólo internacionales, sino también intrana- cionales. Por su parte, el Consejo de Seguridad amplió el alcance conceptual de las «amenazas contra la paz»: Muy pronto, la nueva interpretación de la jurisdicción de la ONU pareció incluir una amplia gama de aquello que otrora había sido considerado como un atentado a la soberanía tradicional. En verdad, [...] la frase ‘amenazas contra la paz’ llegó a significar graves violaciones domésticas de los derechos humanos, guerras civiles, emergencias humanitarias y prácticamente todo lo que así determinara la mayoría del Consejo de Seguridad (en caso de ausencia de un veto por parte de un miembro permanente).
Dos años más tarde, en la «Resolución sobre el derecho de intervención humanitaria» del 20 de abril de 1994, el Parlamento Europeo defi
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nió la intervención humanitaria como «protección, incluyendo la amenaza o el uso de la fuerza, por parte de un Estado o grupo de Estados, de los derechos humanos básicos de personas que son súbditos de, o residentes en, otro Estado». Con esta resolución se avanzó considerablemente en la línea de legitimación, por lo pronto jurídica, del derecho de intervención ya que en ella se hace expresa referencia a «la amenaza o el uso de la fuerza». No analizaré aquí la cuestión de saber hasta qué punto ello contradice el artículo 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas. Me interesa, en cambio, recordar una argumentación que intenta justificar moralmente las intervenciones armadas con fines humanitarios. 3. Terry Nardin es uno de los autores que con mayor claridad ha defendido la tesis según la cual de la existencia de lo que denomina una «moralidad común» universal y de la validez condicionada del principio de no intervención puede concluirse la legitimidad de una intervención armada para evitar violaciones masivas de los derechos humanos. Es éste un buen ejemplo de la supuesta inferencia a la que me he referido al comienzo de este capítulo. En efecto, según Nardin: Hay buenas razones para fundamentar la ética de la intervención humanitaria en la moralidad común y no en moralidades particulares religiosas o nacionales y ni siquiera en el derecho internacional, que se basa en la i 26
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costumbre y el acuerdo y no en el razonamiento moral.
Y «en ausencia de una norma de no intervención, no se necesita una ^
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27
justificación especial para la intervención humanitaria». La intervención humanitaria sería un deber positivo, «imperfecto» en la terminología de Kant, que constituiría «una respuesta a graves violaciones de los derechos humanos».18
18 Ibídem, pág. 65.
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Por lo tanto, «no debemos permitir que nadie sea dañado violentamente si podemos impedirlo razonablemente. Suponiendo que los costes no sean demasiado altos, ‘no sólo está permitido sino que es un deber utilizar la fuerza en contra de
quien actúa con violencia si sus víctimas no pueden ser protegidas de otra manera.* Éste es el principio fundamental que subyace a la intervención humanitaria».19 Nardin se refiere a la diferente relevancia de los costes (materiales y humanos) de la intervención armada según quienes tengan que afrontarlos. Cuando se trata del Estado interviniente, no se podría exigir moralmente que lo haga «con grandes costes para él mismo». En principio, podría admitirse esta argumentación ya que si los costes son muy altos para la potencia interviniente, su acción adquiriría un carácter supererogatorio y no cabría hablar de un «deber positivo», sea éste perfecto o imperfecto. En cambio, cuando los costes recaen sobre el país intervenido, el deber imperfecto de intervenir se mantendría. Estos costes podrían ser incluidos en la categoría de daños no intencionados e invocarse el argumento salvador del «doble efecto» ya que «quien interviene tiene que respetar las leyes morales que prohíben atacar directamente a personas inocentes ni como un fin ni como un medio».20 Es decir que, si se respeta la prohibición de atacar intencionalmente personas inocentes, los daños que ellas pudieran sufrir como consecuencia de la intervención armada serían «costes indirectos» aceptables siempre y cuando se respetasen «las leyes de la guerra» de acuerdo con la «tradición de la guerra justa y del derecho internacional».21 Éste es un dudoso argumento sobre el que volveré más adelante. Ahora conviene detenerse en la analogía que Nardin establece entre el deber positivo imperfecto en el ámbito internacional y el auxilio individual al necesitado. Ambos serían expresión del «principio de beneficencia» al que estaría obligado cada persona y cada Estado, sin que importe la calidad moral de quien cumple con este deber: Al asesino no le está prohibido salvar a un niño que se pstá ahogando. El dudoso carácter del gobierno vietnamita en 1979 no significa que su intervención en Camboya, que puso fin al genocidio en ese país, fuera moralmente condenable.3 19 Ibídem, pág. 66. Subrayado de EGV. 20 Ibídem, pág. 68. 21 Ibídem, loe. cit.
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Además, tampoco existiría diferencia entre la «acción humanitaria* internacional y la «intervención humanitaria armada».22 Pienso que el razonamiento de Nardin no es correcto. La conducta del buen samaritano o la del asesino que salva al niño tienen como destinatario una sola persona, no afectan, por lo general, a bienes equivalentes de terceros y carecen de connotación política . Por el contrario, tanto la «acción humanitaria» como la «intervención humanitaria» se dirigen a una clase amplia de destinatarios y, por lo tanto, las consecuencias de estos comportamientos son más complejas y difíciles de predecir cabalmente. Pero, entre ambos, existe una diferencia fundamental: el carácter apolítico de la acción humanitaria y el componente político de la intervención humanitaria, tal como lo ha subrayado reiteramente Rony Brau- man, presidente de Médicos Sin Fronteras de 1982 a 1994: Un Estado, por muy democrático que sea, no puede situarse en un plano puramente humanitario, y menos aún cuando se trata de una interven ción en el territorio de otro Estado.23
La cuestión de la guerra es la cuestión política por excelencia y la acción humanitaria no tiene base teórica sobre la cual construir una visión política del mundo, ya sea cuando hablamos de la guerra, de la justicia social o de otros aspectos de la política.24
22 Ibidem, pág. 66. 23 Rony Brauman, Humanitario. El dilema. Conversaáones con Philippe Petit, Barcelona. Icaria, 2003, pág. 35. 24 Ibidem, págs. 47 s.
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La argumentación de Nardin se mueve, pues, en dos niveles: el personal y el estatal. El caso del buen samaritano puede ser incluido dentro de la categoría de «acción humanitaria». La intervención humanitaria armada cae, en el mejor de los casos, dentro de la categoría de la «guerra justa». Por ello no puede extrañar que Nardin recurra también a la doctrina de la guerra justa para justificar las intervenciones humanitarias armadas. Las intervenciones humanitarias armadas serían una subclase de las «guerras justas». Precisamente porque de guerra se trata, puede Nardin afirmar: La acción coercitiva no es inmoral si está dirigida contra quienes están actuando inmoralmente y siempre que no persigamos buenos fines con medios inmorales. Claramente esto significa que las fuerzas que llevan a cabo intervenciones humanitarias tienen que actuar de acuerdo con las leyes de la guerra tal como son entendidas en la tradición de la guerra justa y en el derecho internacional.3 Pero, si esto es así, cuesta aceptar la línea argumentativa de Nardin, que avanza de lo individual a lo colectivo e introduce el elemento de la acción política armada. De esta manera, la solución del problema de la justificación de intervención humanitaria armada depende de hasta qué punto y en qué circunstancias puede hablarse en la actualidad de ‘gue rras justas’. A esta cuestión me referiré en el último capítulo de este libro. Aquí deseo considerar un caso paradigmático de intervención humanitaria armada: el caso de Kosovo. 4. En favor de la intervención bélica de la OTAN desde el 24 de marzo al 9 de junio de 1999 en la República Federal de Yugoslavia se hicieron valer en su hora, entre otras, las siguientes razones: i) La intervención se realizaba con miras a establecer un régimen democrático en un país en donde imperaba un sistema dictatorial caracterizado por la práctica de ‘limpiezas étnicas’, con la consiguiente violación masiva, notoria y continuada de los derechos humanos consagrados en documentos internacionales suscritos también por el Estado en cuyo territorio se realizaban estas lesiones.Toda intervención que aspire al logro de aquel objetivo estaría justificada ya que con ella se pretende asegurar la convivencia pacífica en libertad e igualdad de los ciudadanos dentro de un sistema dotado de legitimidad. Eran los propios ciudadanos los beneficiarios de esta intervención. No intervenir equivalía a ser cómplice del despotismo. Mario Vargas Llosa expuso esta posición:
I NTERVENCIONES HUMANITARIAS ARMADAS
Muchos de los que apoyamos la intervención armada de la
OTAN lo hicimos
convencidos de que el objetivo de ella era impedir el exterminio albanokosovar mediante la liquidación del régimen dictatorial de Milose- vic e instalar una democracia en Yugoslavia, es decir, un régimen de legalidad y libertad. 25
Éste es el «argumento de la paz interna en democracia». ii) La intervención armada se proponía asegurar la estabilidad del sistema internacional. La presencia de Estados que violan los derechos humanos constituiría un peligro real para la comunidad internacional ya que su comportamiento constituye una flagrante violación de los principios consagrados en la Carta y en las resoluciones de las Naciones Unidas. Tony Judt hizo valer este argumento: A menos que queramos colaborar no sólo en la masacre de los albane- ses en Kosovo, sino también en el desmantelamiento del frágil sistema internacional edificado sobre el ruinoso paisaje del último gran ejercicio de limpieza étnica, ésta es nuestra guerra también y debemos ganarla. 26
25 Mario Vargas Llosa, «Ardores pacifistas*, en El País del 24 de mayo de 1999. 26 Tony Judt, «The reason why», en The New York Review of Books, vol. XLVI, n.° 9 (20 de mayo, 1999), pág. 16.
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Es el «argumento de la estabilidad del sistema internacional». iii) La destrucción de bienes humanos y materiales que puede traer aparejada la intervención armada no es nunca intencionada, es decir, no presenta los rasgos propios de una calamidad, sino más bien de una catástrofe que escapa al control humano y, por lo tanto, no puede ser base de una imputación de responsabilidad moral al interventor. En todo caso, el valor de los bienes logrados a través de la 27 intervención su pera al de los involuntariamente lesionados. Pueden producirse consecuencias secundarias no deseadas, «daños colaterales»; pero éstos no alteran la calidad moral de la intención fundamental de poner fin a una situación moralmente inaceptable. En este caso, el principio de pro porcionalidad hasta puede ser dejado de lado en aras de la obtención de un importante objetivo militar. Para decirlo con las palabras de Mi- chael Walzer: Cuando un objetivo militar tiene enorme importancia para la ob tención del fin bélico superior, un número de civiles muertos, por más grande que sea, no puede ser considerado como desproporcionado. La moral exige una profunda consideración de la estrategia y la táctica mi litares.28 Ya en 1996, Madeleine Albright había expresado un juicio similar cuando se le preguntó en una entrevista televisada qué impresión le cau saba la muerte de medio millón de niños iraquíes a raíz del bloqueo: Ha sido una elección muy difícil, pero valía la pena pagar este precio. 29
27 Véase al respecto Stanley Hof&nann, «What is to be done?*, en The New York Review of Books, vol. XLVI, n.° 9 (20 de mayo de 1999), pág. 17. 28 Michael Walzer, «Es muss einen Ausweg geben», en Frankfurter Allgemeine Zeitung del 16 de agosto de 2003, pág. 9. 29 Citado según Noain Chomsky, The New Military Humanism. Lessons from Kosovo, Londres, Pluto Press, 1999, pág. 67.
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Lo decisivo sería actuar con la intención de llevar a cvabo un buen propósito; habría que dejar de lado la evaluación de los hechos no queridos. Lo que importaría es hacer efectivo el mandato de la Carta de las Naciones Unidas expresado en su artículo 55: Las Naciones Unidas promoverán [...] el respeto universal y la observancia de los derechos humanos y de las libertades fundamentales para todos sin distinción de raza, sexo, lengua o religión. Éste es el «argumento de la irrelevancia de los daños colaterales». iv) Es verdad que muchas intervenciones militares fueron realizadas invocando razones morales de solidaridad o de superación de situaciones juzgadas como deficitarias moralmente por la potencia interventora. La historia secular del colonialismo ofrece abundantes ejemplos al respecto. También Hider invocó en 1938 la necesidad moral de proteger a los alemanes en los Sudetes para iniciar el desmembramiento de Checoslovaquia.30 Razones morales de solidaridad frieron aducidas por la Unión Soviédca para hacer marchar sus tanques a Polonia, Hungría, Checoslovaquia y Afganistán. Pero, después de la conclusión de la Guerra Fría, las intervenciones han contado con la aprobación del Consejo de Seguridad, es decir, de la «comunidad internacional».Ya no se trata pues de acciones autointeresadas o unilaterales, sino de actos respaldados por la comunidad internacional. Madeleine Albright acuñó el concepto «multilateralismo enérgico» para designar la política norteamericana por lo que respecta a intervenciones militares. 4 Aun admitiendo que en algunos casos, como el de Kosovo, la intervención pueda haberse realizado sin la autorización del Consejo de Seguridad, es decir, violando disposiciones del derecho internacional,31 la intervención estaría justificada debido a 30 En 1938, en una carta dirigida a Neville Chamberlain, Adolf Hitler afirmaba que «los étnicamente alemanes y otras nacionalidades [...] han sido maltratados de la manera más indigna, torturados, destruidos económicamente y, sobre todo, se les ha impedido practicar el derecho de autodeterminación*. (Véase Nicolas Wheeler, Saving Strängen. Humanitarian Intervention in International Society, Oxford, University Press, 2000, pág. 30, nota 39.) 31 Así lo reconoció la Comisión Internacional Independiente sobre Kosovo: «La Comisión concluye que la intervención militar de la OTAN fue ilegal pero legítima. Fue ilegal porque no recibió la aprobación previa del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Sin embargo, la Comisión considera que la intervención estuvo justificada porque se habían agotado todas las vías diplomáticas y porque la intervención tuvo el efecto de liberar a la mayoría de la población de Kosovo de un largo período de
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la debilidad institucional de los organismos de las Naciones Unidas y al avance que podría darse hacia la vigencia de un derecho cosmopolita. Se ha «dañado colateralmente» el derecho internacional pero se habría avanzado hacia la creación de una ciudadanía cosmopolita, más allá de los límites nacionales. Jürgen Habermas se ha referido a esta posición: Sin mandato del Consejo de Seguridad, las potencias intervinientes en este caso (Kosovo, EGV) pueden inferir una autorización para prestar ayuda sólo de los principios del derecho internacional obligatorios erga omnes. [...] Mientras los derechos humanos cuenten con una relativamente débil institucionalización, se esfuman los límites entre derecho y moral. Porque el Consejo de Seguridad está bloqueado, la OTAN puede invocar tan sólo la validez moral del derecho internacional, normas para las cuales no existen instancias de aplicación e imposición reconocidas por la comunidad internacional. [...] Bajo la premisa de la política de los derechos humanos (aun sin mandato de la ONU), esta intervención debe ser entendida como una misión pacificante autorizada por la comunidad internacional. De acuerdo con esta interpretación occidental, la guerra de Kosovo podría significar un salto en la vía del derecho internacional clásico de los Estados hacia el derecho cosmopolita de una sociedad de ciudadanos del mundo. Éste podría ser llamado el «argumento de la superación de la defi ciencia del sistema jurídico institucionalizado» o el «argumento de la promoción de un derecho cosmopolita».
opresión bajo el gobierno serbio* (Independent International Commission on Kosovo (comp.), Kosovo Report , Oxford, University Press, 2000, pág. 4).
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v)
La intervención armada puede ser la única salida aceptable cuan• é .
,
•
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do la perspectiva de una «solución diplomática» no es «promisora». Adoptar una posición pacifista frente a graves violaciones de derechos humanos «es un vuelo fuera de la realidad, un desplante, una declaración de intenciones sin contacto con lo que está ocurriendo en este mundo 49
concreto». Éste es el «argumento de la única solución posible». vi) No es posible, desde luego, intervenir en todos los casos en los que se producen violaciones masivas de derechos humanos, pero de aquí no puede inferirse que no se deba intervenir en ningún caso: Por más que se tenga la mejor voluntad del mundo, no es posible actuar de la misma manera en todos los casos en los que los derechos humanos están amenazados porque la virtud moral de la prudencia impone respuestas diferentes en casos diferentes.32 Éste es el «argumento de la intervención selectiva». vii) Teniendo en cuenta todos o algunos de los argumentos anteriores y, sobre todo, considerando que los intereses básicos de las personas priman sobre los derechos de soberanía de los Estados, es obvio que cuando aquéllos son gravemente lesionados la intervención armada está moralmente permitida.Vaciav Havel expuso con toda claridad esta posición al referirse al conflicto de Kosovo en su discurso ante el parlamento canadiense el 29 de abril de 1999: Los seres humanos son más importantes que el Estado [...] el ídolo de la soberanía estatal tiene necesariamente que esfumarse [...] Los derechos humanos son superiores a los derechos de los Estados. Las libertades humanas poseen un valor más alto que la soberanía estatal. El derecho internacional que protege la unicidad del ser humano tiene que ser colo-
32 Véase Nicholas J.Wheeler, op. cit., pág. 48.
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cado por encima del derecho internacional que protege el Estado [...] hay algo que ninguna persona razonable puede negar: ésta es la primera guerra que no es llevada a cabo en nombre de ‘intereses nacionales’, sino más bien en nombre de principio s y valores. Si de alguna guerra se puede decir que es ética o que es llevada a cabo por razones éticas, ello vale para esta guerra [...] ninguna persona decente puede quedarse al margen y observar el asesinato sistemático, estatalmente impuesto, de otro pueblo. No puede dejar de prestar ayuda si está en su poder hacerlo. Esta guerra coloca los derechos humanos por encima de los derechos del Estado.33 r Éste puede ser llamado el «argumento de la guerra ética». 5. En contra de estos argumentos podrían hacerse valer los siguientes: i’) En la primera parte de este capítulo, he tratado de defender la te sis
según la cual estaría permitido y hasta sería un deber moralmente fúndamentable (como sostenían Grotius y Las Casas) intervenir en los asuntos internos de un país para poner fin a la violación notoria de los derechos humanos, siempre que ello se hiciera bajo la forma de un pater- nalismo justificado, es decir, que no privilegiase los intereses del interventor, sino los de las víctimas de la opresión. La adopción de esta máxima de comportamiento testimonia la calidad moral del interventor. Pero de esta máxima no se infiere sin más ni la obligatoriedad ni la permisibili- dad moral de una intervención armada. Cuando en 1993 Bill Clinton renovó a la República Popular China la condición de la nación más favorecida (NMF), no obstante la violación de los derechos humanos en ese país y los «pocos avances, o ninguno, en la protección de la herencia específica cultural y religiosa del Tí- bet», 34 muy probablemente pensó que había medios pacíficos para lograr
33 Václav Havel, «Kosovo and the End of the Naáon-State», en The New York Reiriew of Bo- oks, vol. XLVI, n.° 10 (10 de junio de 1999), págs. 4-6. Subrayado de EGV. 34 Bill Clinton, «China y los derechos de humanos», en El País del 31 de mayo de 1994, págs. 1314, pág. 13.
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el loable fin de mejorar la situación de los derechos humanos. En efecto, lejos de aceptar la posición de «algunos que siguen proponiendo sanciones puntuales pero radicales, o la vinculación de los derechos humanos con la revisión anual de la condición de NMF», Clinton proponía «contar la historia de la libertad al pueblo chino» a través de la Radio Asia Libre y de la Voz de América. Además: Animaremos a la comunidad empresarial a que trabaje por un cambio gradual [...] para que su presencia contribuya a mejorar las condiciones laborales, ampliar el acceso a la información del pueblo chino y mejorar en otras formas la situación de los derechos humanos en ese país.35 Según Clinton, los planteamientos radicales tienen menos probabilidad de promover la causa de los derechos humanos en China, y más probabilidades de socavar los intereses de Estados Unidos en ese país, que el planteamiento que estamos aplicando.36 De lo que se trataba, en última instancia, era de «promover todos los intereses norteamericanos en relación con China».5 No muy diferente parece ser la actitud con respecto a China de los jefes de gobierno de los países que vehementemente han sostenido la necesidad de la intervención armada en la ex Yugoslavia pero omiten cuidadosamente ‘ofender’ al
gobierno chino con cuestiones vinculadas con la violación de los derechos humanos. Dado que el actor principal de la intervención armada en Kosovo es el mismo que se negaba a aplicar «sanciones puntuales pero radicales» y proclamaba la necesidad de defender los «intereses de Estados Unidos», cuesta sustraerse a la sospecha de que la invocación de la defensa de los derechos humanos tiene un carácter más bien retórico. El comportamiento frente al caso de Chechenia parecería reforzar esta sospecha y pone en tela de juicio la existencia de una auténtica preocupación por asegurar 37
una «paz interna en democracia». Si se tiene en cuenta que la intención del interventor juega un papel decisivo en la justificación de la intervención paternalista, la inconsistencia puesta de manifiesto en las actitudes frente al caso 35 Ibídem, loe. cit. 36 Ibídem, loe. cit. 37 Consideraciones similares valen para el caso de la manifiesta violación de los derechos humanos de los kurdos por parte del gobierno turco. Con respecto a la situación de los kurdos en Turquía y su semejanza con la de los albaneses en Kosovo antes de la intervención de la OTAN, véase Noam Chomsky, op. dt., págs. 12 ss.; y Timothy Cartón Ash, «Un Kosovo para los kurdos», en «Panorama* de El País, del 30 de marzo de 2003, pág. 13.
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chino y al de Kosovo arroja serias dudas acerca de las reales intenciones del país interventor. En efecto, como ya observó R. J.Vincent en la década de 1980:
Si los derechos humanos son lo que su nombre sugiere, los derechos de todos los pueblos y de todos los pueblos igualmente, la atención que se presta a las demandas de las minorías soviéticas o de la mayoría sudafricana, pero no a las de las minorías chinas o del Este de Africa, desacredita la política de los derechos humanos pues parece estar meramente al servicio de intereses. Éste es el problema de la inconsistencia o del doble estándar, acerca del cual disputan la izquierda y la derecha.38 En el informe presentado por la Comisión Internacional Indepen diente sobre Kosovo, se reconoce expresamente la estrecha relación en tre los intereses de la o las potencias intervimentes y la intervención ar mada humanitaria, algo que no puede sorprender si se tiene en cuenta el cálculo de costes al que se refería Nardin y el carácter político de toda intervención que señalara Brauman. Por ello, los problemas principales por lo que respecta a la protección de los derechos humanos y la prevención de catástrofes humanitarias son más políticos que jurídicos. En vista de los graves abusos de los derechos humanos, hasta el genocidio, o de la necesidad de prevenir o mitigar una catástrofe humanitaria, la intervención armada no se llevará a cabo de una forma efectiva a menos que tal acción coincida con los intereses de los potencial• • • BO S les Estados intervinientes. La importancia de los intereses nacionales como motivación presente en las intervenciones humanitarias armadas suele no ser puesta en duda ni siquiera por quienes propician este tipo de procedimientos. Así Tom Farer afirma: Intereses nacionales egoístas pueden unirse al idealismo como motores de una política pública más sensible a la masacre que ocurre fuera de las fronteras nacionales. Los refugiados de conflictos internos asesinos despliegan una sensibilidad insuperable por los seguros refugios distantes y una gran habilidad para llegar a ellos. Con su creciente número pueden afectar gravemente a la estructura social y los recursos de los países que los reciben. Los Estados grandes y prósperos, el refugio preferido por la mayoría de los refugiados, pueden tener, 38 R.J.Vincent, Human Rights and International Relations, Cambridge, University Press, 1986, pág. 136. Subrayado de EGV.
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además, otro incentivo para la intervención: impedir el mimetismo. En el informe presentado por la Comisión Internacional sobre Intervención y Soberanía Estatal, creada por el gobierno de Canadá en septiembre de 2000, se dice: El propósito primario de la intervención es poner fin o impedir el sufrimiento humano. Pero, a continuación, se introduce una reserva significativa: Puede no ser siempre el caso que el motivo humanitario sea el único que mueve al o a los Estados intervinientes [...] El desinterés total -la
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ausencia de cualquier mezquino autointerés — puede ser un ideal, pero no es probable que siempre sea una realidad [...] el coste presupuestario y el riesgo del personal que actúa en toda operación militar pueden requerir que el Estado interventor esté en condiciones de sostener algún grado de autointerés en la intervención, por más altruista que pueda ser en realidad 60 su motivo primario. •
•
Esta ‘mezcla’ de intereses no promueve, desde luego, la confianza en la
legitimidad de las intervenciones humanitarias armadas. Las discusiones acerca del caso de Kosovo así lo demuestran. Para evitarlas, una buena estrategia podría ser poner el acento en los resultados de la intervención y no en su motivación. Fernando Tesón ha expresado claramente esta posición: El verdadero test es si la intervención ha puesto fin a la violación de derechos humanos. Esto es suficiente [...] también si hay otras razones no humanitarias detrás de la intervención.39 La adopción de esta estrategia significa, en la práctica, que la inter vención sólo puede ser calificada de «humanitaria» una vez realizada y analizadas sus consecuencias: si ellas son positivas, la intervención sería, por definición, «humanitaria», es decir, no podría suceder que una inter vención humanitaria fracasara. Me cuesta aceptar esta propuesta inmuni- zadora que impide emitir un juicio de aprobación o condena de toda proyectada intervención armada que pretendiera ser humanitaria sin que importe la motivación real del o de los interventores.
Nicholas J.Wheeler matiza la tesis de Tesón cuando afirma: La primacía de motivos humanitarios no es una condición necesaria. Pero si se puede mostrar que los motivos detrás de la intervención, o las razones detrás de la selección de los medios son inconsistentes con un resul-
39 Fernando Tesón, Humanitarian Intervention. An Inquiry ¡rito Law and Morality, Dobbs Ferry,Transnational Publishers, 1988, págs. 106 s.
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tado humanitario positivo, entonces queda descalificada comq humanitaria. De aquí se sigue que si una intervención es motivada por razones no hu manitarias, puede ser considerada como humanitaria siempre que los moti'
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vos y los medios empleados no socaven un resultado humanitario positivo. El problema de esta ‘matización’ es que parece dar por resuelta la cuestión
del uso de la fuerza armada, que es precisamente lo que se discute. Además, si no es necesaria la primacía de motivos humanitarios la calificación de una intervención como humanitaria resulta ser un recurso retórico — y por lo tanto, poco honesto — para ocultar motivaciones políticas o económicas primarias. Conviene no olvidar que la invocación retórica de principios morales no sólo afecta a la credibilidad de quienes a ellos recurren, sino que debilita la creencia en su eficacia como guía de la acción política de los Estados. Por lo que respecta a la selección de los medios, la ‘matización’ d e Wheeler no es consistente con su sensata reflexión según la cual: El riesgo moral con el que se enfrentan quienes deciden jugar el juego consecuencialista o utilitarista es que ellos no pueden saber nunca previamente que su decisión de jugar a ser Dios con respecto a la vida de otros conducirá a los fines justos que esperan. En una situación en la que civiles están siendo asesinados por sus gobiernos y hay evidencia de que el gobierno está proyectando aumentar la escala de los asesinatos, nunca se puede saber previamente que serán más las vidas que se salvarán que las que se perderán con la intervención o que los medios empleados no adquirirán un carácter tal que los credenciales morales de los interventores comenzarán a ser muy poco diferentes de los de aquellos que se combate. 40
Así, pues, frente al «argumento de la paz interna en democracia» puede hacerse valer el «contraargumento de la inconsistencia retórica». ii’) Si la violación de derechos humanos dentro de las fronteras na cionales
pone en peligro la «estabilidad del sistema internacional», esto
40 Ibídem, pág. 36.
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tendría que valer no sólo para los países pequeños sino también, con mucha mayor razón, para los grandes. Los casos de China y Chechenia parecen demostrar que ello no es así. Es interesante recordar que la violación de los derechos humanos ha sido invocada siempre para justificar una intervención armada en países de una notoria inferioridad militar y económica en relación con el interventor: entre 1991 y 1995, Irak, 64
Somalia, Bosnia-Herzegovina, Ruanda y Haití. Y es también instructivo tener en cuenta que quien califica una situación como «amenaza a la estabilidad del sistema internacional» es el Consejo de Seguridad, es decir, un organismo con una «estructura 65
oligárquica» que, en ningún caso, admitirá que la violación de los derechos humanos en los respectivos territorios de los miembros permanentes de este organismo sea calificada como «amenaza a la estabilidad del sistema internacional».
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Si ello es así, no parece que pueda aceptarse sin más la validez incon- dicionada de las resoluciones del Consejo de Seguridad, como parece sostenerThomas G.Weiss: •
Las decisiones del Consejo de Seguridad son suficientes. [...] Mientras algunos observadores analizan la cuestión de si existe o no un derecho de
64. En todos estos casos se contó con la autorización del Consejo de Seguridad expresada en las resoluciones 688 del 5 de abril de 1991 (Irak), 794 del 3 de diciembre de 1992 (Somalia), 836 del 4 de junio de 1993 (Bosnia-Herzegovina), 918 del 17 de mayo de 1994 (Ruanda), 940 de julio de 1994 (Haití). Con respecto al fracaso de estas intervenciones humanitarias arnudas, véase Tobias Debiel y Franz Nuscheler, «Vor einer neuen Politik der Einmischung? Imperative und Fallstricke des humanitären Interventionismus*, en Tobias Debiel y Franz Nuscheler (comps.), op. cit., especialmente págs. 26-30. 65. Véase Michael Walzer, «Politics and Morality in Kosovo*, en Dissent 46:3, págs. 5 ss.,
41 Entre los principios que deberían ser respetados para asegurar la legitimidad de toda intervención humanitaria armada, el documento «The Responsibility to Protect», op. cit., incluye el siguiente: «Los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad deberían acordar que no aplicarán su derecho de veto en cuestiones que no afectan a sus intereses estatales vitales para obstruir la aprobación de resoluciones que autorizan una intervención militar con fines de protección humana y que cuentan con el apoyo mayoritario». Es obvio que esta cláusula no altera la «estructura oligárquica» del Consejo ya que siempre podrá aducirse que la intervención afecta a «intereses estatales vitales», para no hablar de los casos en que ella debería realizarse en el territorio de un miembro permanente.
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jure para intervenir sobre la base de razones humanitarias y de sderechos humanos, existe un derecho de facto cuando el Consejo de Seguridad califica a una situación
como agresión o amenaza de la paz y la seguridad internacionales.6 Frente al «argumento de la estabilidad del sistema internacional» puede hacerse valer el «contraargumento de la impunidad oligárquica»: la estabilidad del sistema internacional sería puesta en peligro sólo cuando las violaciones de los derechos humanos se producen en países no miembros del Consejo de Seguridad. La «impunidad oligárquica» arroja serias dudas acerca de la vigencia del rule of law en el sistema internacional. Así lo reconoció expresamente el Informe sobre Kosovo:
No es realista esperar que la intervención humanitaria se desarrolle de acuerdo con el rule of law de forma tal que los casos iguales sean tratados igualmente. En este sentido, el «contraargumento de la impunidad oligárquica» puede ser entendido como una variante del «contraargumento de la inconsistencia». iii’) La expresión «daños colaterales» es un eufemismo que designa la muerte de
civiles inocentes y la destrucción de objetivos no militares tales como escuelas, hospitales, museos o fabricas de productos que no guardan relación alguna con fines militares.42 El recurso al «argumento
42 Según datos proporcionados por el economista Mladan Dinkic, del «Grupo de los diecisiete», opositor a Milosevic, después de tan sólo seis semanas de guerra en Kosovo, a más de la muerte de civiles serbios y kosovares, había que contabilizar corno daños colaterales 500.000 puestos de trabajo perdidos, una tasa de desempleo de mas del 50 por ciento, una catástrofe ecológica en los Balcanes, cientos de miles de niños traumatizados y daños materiales en la región superiores a los causados durante la Segunda Guerra Mundial (Véase Mira Beham, «Chronik ei-
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de los daños colaterales» es una versión del argumento del doble efecto, que permite justificar cualquier daño aduciendo que la intención del actor no era dañar, sino promover un bien. La precariedad moral de esta argumentación es bien conocida y no he de exponerla aquí.
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Frente al «argumento de la irrelevancia de los daños colaterales» puede hacerse valer el «contraargumento de la falacia moral del ‘doble efecto’».
iv’) Es verdad que el sistema jurídico internacional posee un débil grado de institucionalización; es verdad también que el Consejo de Seguridad puede bloquear todo tipo de intervención (no sólo armada) en los Estados miembros de este organismo y hasta podría admitirse que, a falta de disposiciones jurídicas adecuadas, la aplicación de principios y reglas de una moral crítica puede contribuir a paliar las deficiencias de una subinstitucionalización.
□es angeordenetenVerbrechens», en Klaus Bittermann y Thomas Deichmann (comps.), Wie Dr. Joseph Fischer
lernte, die Bombe zu lieben, Berlín,TIAMAT, 1999, págs. 121-132, pág. 131). Según el Informe sobre Kosovo,
«Después del primer período de bombardeos, la OTAN expandió sus obje- dvos y comenzó a destruir la infraestructura civil de Serbia, bombardeando puentes, estaciones de radio, el abastecimiento eléctrico, las oficinas del partido político y otros servicios considerados básicos para la supervivencia de la población civil. [...] Hay buenas razones para cuestionar los objetivos vinculados con la estructura civil de la República Federal de Yugoslavia en la cual la probabilidad de que hubieran civiles y fueran matados era muy alta. [...] hay también evidencia de que la OTAN persistió con sus ataques también después de haber comprobado que había civiles en el objetivo* ( Kosovo Report, págs. 179 s.). [Esto violaba el Protocolo 1 de las Convenciones de Ginebra que dice en su artículo 48: «A fin de asegurar el respeto y la protección de la población civil y de los objetos civiles, las partes en conflicto distinguirán siempre entre la población civil y los combatientes y entre los objetos civiles y los objetivos militares y consecuentemente dirigirán sus operaciones sólo en contra de objetivos militares*.] Estos daños colaterales no son patrimonio exclusivo de la intervención en Kosovo.También en la intervención en Somalia «las tropas de Estados Unidos y de la ONU frieron responsables de numerosas y graves violaciones de los derechos humanos y del derecho internacional como, por ejemplo, el ataque con misiles al hospital de Mogadischo en junio de 1993*. (Véase Jochen Hippler, «Das langsame Austrocknen des humanitären Interventionismus», en Tobias Debiel y Franz Nuscheler (comps.), op. dt., págs. 77-102, pág. 89.) 70. Véase al respecto el capítulo «El terrorismo de Estado», en este libro.Véase también Joseph M. Boyle, Jr., «Toward understanding the principie of Double Effect», en Ethics, vol. 90, n.° 4 (1980), págs. 527549.
La cuestión se vuelve problemática cuando la invocacióp de principios y reglas morales puede contribuir a reducir aún más la confiabilidad de las estructuras jurídicas existentes. Una cosa es sostener que, debido a la falta de «instancias de aplicación e imposición reconocidas por la comunidad internacional», es empíricamente difícil o hasta imposible imponer desde el exterior sanciones eficaces a los gobernantes que violan masivamente-los
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derechos humanos, y otra afirmar que para lograr la deseada eficacia hay que lesionar principios morales consagrados en la Carta de las Naciones Unidas. Tal es el caso de las intervenciones armadas expresamente prohibidas en el artículo 51. La marcha hacia el afianzamiento de un derecho internacional con fundamentos morales a través de la violación de los principios morales que este mismo derecho proclama no parece ser una buena vía. Similar es el caso de aquellos actos que socavan la justificación moral de organizaciones militares supuestamente creadas con fines de autodefensa, como es el caso de la OTAN, cuyo documento fundacional, firmado en Washington el 4 de abril de 1949, establece en su artículo 1: Las partes se comprometen, de acuerdo con lo establecido en la Carta de las Naciones Unidas, a solucionar con medios pacíficos las controversias internacionales en las que puedan verse envueltas de modo tal que no se ponga en peligro la paz y la seguridad internacionales y la justicia, y de abstenerse en sus relaciones internacionales de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza absolutamente incompatible con los fines de las Naciones Unidas.43 Conviene, sin embargo, no olvidar que el llamado «Nuevo concepto estratégico de la OTAN», aprobado en Washington el 23 y 24 de abril de 1999, introdujo el concepto de «seguridad cooperativa», de fuertes resonancias morales pero con graves consecuencias desinstitucionalizantes del sistema jurídico internacional. En efecto, de acuerdo con este documento, la OTAN se erige en sujeto hegemónico de la soberanía internacional en la medida en que sustituiría de hecho a la comunidad internacional, puesto
43 Véase también el artículo 2.4 del Tratado.
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que la OTAN podría hablar en nombre de aquélla. Dicho de otro modo, la Alianza sería la comunidad internacional, al menos la comunidad internacional operativa. ~
Dejando de lado el problema de la denotación del manido concepto «comunidad internacional», no hay duda de que el autoproclamado papel de agente operativo de esta comunidad no constituye «un salto en la vía del derecho internacional clásico de los Estados hacia el derecho cosmopolita de una sociedad de ciudadanos del mundo». Significa, más bien, un retroceso ya que presupone la atribución de soberanía excluyente a un grupo de Estados con la consiguiente reducción unilateral de la soberanía de los demás.44 La estructura oligárquica del Consejo de Seguridad es sustituida por otra igualmente oligárquica y, además, militar. Lo que así se asegura es la autoinmunización armada. Por ello, la concepción de una «seguridad operativa» propicia justamente la vía opuesta a la sugerida por Kant — es decir, del más ilustre defensor de una ciudadanía cosmopolita- para asegurar la paz internacional sin necesidad de recurrir a una fuerza coercitiva impuesta por una autoridad hegemónica.45 Al argumento de la «promoción del derecho cosmopolita» puede oponerse el «contraargumento de la limitación selectiva de los derechos de soberanía estatal». v’) El «argumento de la única solución posible» como recurso justi ficante
apela a
un razonamiento contrafactico: si no se hubiese actuado como se actuó (intervención armada) se hubiesen producido daños más graves que los causados con la intervención armada. El fracaso de las intervenciones armadas a las que me he referido más arriba demuestra que el comportamiento de los actores contra quienes se dirigía la intervención armada no resultó afectado por ella en la dirección intencionada, es decir, no fue diferente a la alternativa que se quería evitar. Cuando se analizan más de cerca los esfuerzos diplomáticos tendientes a 44 «Pero sin duda el más importante coste ha sido la grave erosión del derecho internacional vigente y de las Naciones Unidas como su principal institución. [...] Lo que efectivamente se ha alumbrado es un nuevo orden internacional en el que se retrocede de la comunidad organizada en las Naciones Unidas al imperio, en el mejor de los casos, de una oligarquía que se arroga el derecho de decidir unilateralmente sobre el uso de la fuerza. [...] En suma, en la nueva política exterior impera así el más crudo realismo, pero disfrazado de internacionalismo humanitario.* (Miguel Herrero de Miñón, «Balance de Kosovo*, en El País del 12 de junio de 1999, págs. 17 s.) 45 Con respecto a la concepción kantiana de la paz universal, véase Ernesto Garzón Valdés, «La paz republicana* en del mismo autor. Derecho, ética y políticat Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993, págs. 437-453.
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modificar la situación en Kosovo, el balance es más que precario. Francisco Fernández Buey ha realizado un breve pero ilustrativo análisis del contenido de los Acuerdos de Rambouillet sobre la base de la información proporcionada por la europarlamentaria italiana Luciana Castellina, publicada en II Manifestó del 18 de 46
abril de 1999. Se trataba aquí de una propuesta de aceptación imposible por parte de Serbia, es decir, lejos de ser la base de una posible solución diplomática, 47
era una declaración unilateral de la parte militarmente más fuerte. Constituyó, por ello, una violación del artículo 52 de la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados del 23 de mayo de 1969 que entrara en vigencia el 27 de enero de 1980, según el cual:
Un tratado no es válido cuando su firma es impuesta bajo amenaza o uso de la fuerza, violando los principios del derecho internacional establecidos en la Carta de las Naciones Unidas.
46 Véase Francisco Fernández Buey, «¿Qué decían los Acuerdos de Rambouillet?*, en El País del 8 de mayo de 1999, pág. 18. 47 Fernández Buey, en el artículo citado en la nota anterior, menciona algunas disposiciones del llamado «Anexo B» del capítulo VII de los Tratados. El artículo 7 establecía: «El personal de la OTAN no podrá ser arrestado, interrogado o detenido por las autoridades de la República Federal de Yugoslavia*. El artículo 8 rezaba: «El personal de la OTAN, con sus vehículos, navios, aviones y equipamiento, deberá poder desplazarse, libremente y sin condiciones, por todo el territorio de la República Federal de Yugoslavia [...] Se incluye también el derecho de dichas fuerzas a acampar, maniobrar y utilizar cualquier área o servicio necesario para el mantenimiento, adiestramiento y puesta en marcha de las operaciones de la OTAN*. Según el artículo 21, «la OTAN quedará autorizada a detener a personas y a entregarlas lo más rápidamente posible a las autoridades competentes*. Obviamente este Anexo era inaceptable no sólo desde el punto de vista de Milosevic, sino también de sus opositores serbios. La inclusión de un ultimátum con perspectiva de bombardeo convirtieron las negociaciones en un caso típico de «diplomacia coercitiva», estrictamente prohibida por el derecho internacional ya que contradice el concepto de compromiso diplomático al imponer coactivamente un resultado no negociable.
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No es necesario ser un Talleyrand para saber que la base de toda negociación diplomática es la disposición al compromiso: un lúcido escritor, Manuel Vicent, lo dijo claramente: ¿Qué clase de diplomático es ése que pega un portazo sin tener la su tileza
de dejar
siempre una puerta entreabierta? 48
El «portazo» conduce al actor a una encerrona, a un predicament, es decir, a una situación en la cual la única salida posible está deónticamen- te prohibida. Pero al predicament se llega «sólo a través de un previo pecado o violación del orden normativo». Creo que no es muy aventurado incluir a Rambouillet en la categoría de «pecado diplomático». Frente al «argumento de la única solución posible» puede aducirse, sobre la base de datos empíricos ciertos, el «contraargumento del predicament». vi’) El «argumento
de la intervención selectiva» requiere la existencia de criterios que justifiquen la intervención humanitaria armada con independencia de los intereses nacionales de la o de las potencias interventoras y que tan sólo tengan en cuenta los de la población del país intervenido. Hemos visto que el «patrocinio de las Naciones Unidas» (léase del Consejo de Seguridad) no es garantía suficiente de imparcialidad, sino todo lo contrario. Por ello, pienso que es correcta la afirmación de Jochen Hippler: Los intereses de los Estados, gobiernos o grupos de Estados demues tran ser, por lo general, más decisivos para la realización o no realización de intervenciones que las cuestiones humanitarias. [...] Generalmente las intervenciones son emprendidas cuando las ventajas y chances superan claramente las desventajas y los riesgos. 49
48 Manuel Vicent, «Ardores belicistas», en El Pais del 27 de mayo de 1999, pag. 17. 49 Jochen Hippier, op. cit., pag. 91.
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Con respecto al cálculo de «desventajas y riesgos» que ^uelen hacer las fuerzas interventoras, no está de más señalar que en él se suele eliminar toda posibilidad de padecer «daños colaterales». En este tipo de intervenciones se trata de una especie de guerra unilateral: sólo podría haber víctimas del país intervenido. 50 En realidad, desde el punto de vista jurídico-internacional, ni siquiera podría hablarse de guerra: durante la intervención militar contra el régimen de Milosevic, en ningún momento se cerraron las embajadas de la ex Yugoslavia en los países interventores. Esta unilateralidad tiene, de alguna manera, su fundamentación moral. En efecto: si la intervención armada por razones humanitarias pone en riesgo la vida de los soldados de la potencia interventora para salvar la vida de terceros, aquélla se convierte en una acción que exigiría comportamientos supererogatorios, es decir, el sacrificio de un bien para salvar otro bien equivalente.51 Ninguna moral racional puede imponer este tipo de sacrificios que transforman al mundo en un‘infierno moral’. Por ello, para que las intervenciones
armadas no sean supererogatorias, tendría que estar asegurada una aplastante superioridad militar. Pero, si ello es así, sólo las grandes potencias podrían intervenir y nunca podrían hacerlo en países de igual potencialidad. Con o sin autorización de la ONU, las grandes potencias quedarían a salvo de toda intervención mi•
litar. Así lo demuestran los casos de Chechenia o del Tíbet.
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50 Esto es justamente lo que sucedió en Kosovo: las fuerzas de la OTAN no sufrieron ninguna baja. Por el contrario, según un informe de Human Rights Watch, se produjo la muerte de unos 500 civiles en 90 incidentes bélicos. Estas muertes fueron, en buena medida, la consecuencia del uso de «bombas racimo», prohibidas por el Tratado de Ottawa de 1980. Y conviene no olvidar el lanzamiento de 10 toneladas de municiones con uranio empobrecido, que puede causar severos daños en la salud. 51 Ésta no es, desde luego, la opinión de Nicholas J. Wheeler quien en op. cit., págs. 50 s., afirma: «La cuestión difícil es la de si la solidaridad requiere que los países interventores arriesguen y pierdan la vida de sus soldados para salvar a no conciudadanos. [...] El argumento de la solidaridad sostiene que, en casos excepcionales de emergencia humanitaria suprema, los Estados interventores deberían aceptar el riesgo de pérdidas de vidas humanas para poner fin a los abusos de derechos humanos. [...] Los Estados interventores deben superar su responsabilidad primaria de no poner a sus ciudadanos en peligro y tomar la agónica decisión de que salvar la vida de civiles más allá de sus fronteras requiere arriesgar la vida de quienes sirven en las fuerzas armadas*.
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El «argumento de la intervención selectiva» es, pues, un argumento engañoso que, bajo el manto de la pretensión humanitaria, encubre el cálculo racional de la unilateralidad de los daños. Si se tiene en cuenta el aspecto supererogatorio de una intervención arriesgada, hasta podría decirse que una intervención militar humanitaria pero arriesgada no podría constituir nunca un deber moral imponible a los gobiernos de la potencia interventora. Si, además, se rechaza el «argumento del doble efecto», es claro que tampoco es posible moralmente imponer el riesgo de daños colaterales a los habitantes del país intervenido. No hay, pues, «selección» que valga: o se intenta lo conceptualmente imposible, es decir, transformar actos supererogatorios en deberes morales o se prescinde de la relevancia moral de la imposición de daños a víctimas inocentes. En la primera alternativa, la expresión «intervención armada humanitaria» se convierte en una contradictio in terminis; en la segunda, en una fórmula que pretende ocultar la perversidad moral de la asimetría de los daños que directa o colateralmente hay que infligir para no ingresar en el ámbito de lo supererogatorio. Las intervenciones humanitarias armadas hasta ahora realizadas ponen de manifiesto que la segunda alternativa es la opción practicada. Al «argumento de la intervención selectiva» puede oponerse el «contraargumento de la asimetría del daño» o el «contraargumento de la vulnerabilidad asimétrica». 3 En contra de la «intervención selectiva» podría hacerse valer también el «principio de no discriminación» de Nardin: La intervención humanitaria está regida por los mismos principios de no discriminación que rigen toda conducta. Sería, por ejemplo, discriminatorio en una forma que merece condena moral si los gobiernos occidentales actuaran para corregir graves violaciones de los derechos humanos en Europa, pero permanecieran indiferentes a daños equivalentes o mayores en África. 84
I 83. La expresión «vulnerabilidad asimétrica» ha sido tomada de Robert Goodin, «The Sustainability Ethic: Political, Not Just Moral», en Journal of Applied Philosophy, vol. 16, n.° 3 (1999), págs. 247-254. 84. Terry Nardin, op. cit., pág. 67.
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vii’) La posición expuesta porVaclav Havel pone de manifiesto la falacia a la
que me he referido al comienzo de este capítulo, es decir, inferir de la conjunción de a) y b) la admisibilidad moral de c). En efecto: el problema de la intervención armada no reside en el hecho de que pueda constituir una violación del principio de soberanía. He tratado de demostrar que éste tiene una relevancia moral muy reducida y que puede ser dejado de lado en aras de una vigencia efectiva de los derechos humanos. Lo grave de la intervención armada es que afecta inevitablemente a los derechos individuales de personas inocentes. Dicho con otras palabras: lo que está enjuego no es el principio de no intervención por una parte y la defensa de los derechos humanos por otra, sino la lesión de los derechos humanos de un grupo para asegurar la vigencia de esos mismos derechos en otro grupo. Cuando, además, la violación de estos derechos ha sido realizada en nombre de una alegada homogeneidad étnica, es probable que la intervención armada con miras a poner fin a estos crímenes produzca dos graves consecuencias no queridas, pero ciertamente previsibles: a) que los actores de la ‘limpieza étnica’ intensifiquen
sus esfuerzos para llevarla adelante y b) que se aliente en las víctimas el deseo de una venganza supuestamente justificada también por razones étnicas: culpable sería entonces cualquier miembro de la etnia en otro tiempo opresora sin que importe su participación en los crímenes que motivaron la intervención. Ambos hechos se produjeron en Kosovo. Ad a): Según afirmó en marzo de 1999 Robert Hayden, director del Centro de Estudios Rusos y de Europa Oriental de la Universidad de Pitts- burgh, | I J11
las víctimas civiles serbias en las primeras tres semanas de la guerra son más numerosas que el total de víctimas de ambas partes en los tres meses que llevaron a esta guerra y, sin embargo, se supuso que aquellos tres meses fue*
ron una catástrofe humana.
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En diciembre de 1999, la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE) presentó en Pristina, capital de Kosovo, un informe de 900 páginas sobre la situación de los derechos humanos seis meses después de terminada la intervención de la OTAN. En él se dice: Las ejecuciones arbitrarias de los serbios se transformaron en un fenómeno generalizado al comenzar la ofensiva aérea de la OTAN contra la República Federal de Yugoslavia en la noche del 24 al 25 de marzo de 1999.52 En el Informe sobre Kosovo puede leerse: En el período de 24 de marzo de 1999 a 19 de junio de 1999,1a Comisión estima que el número de asesinatos fue de aproximadamente 10.000; la gran mayoría de las víctimas fueron albanokosovares muertos por las fuerzas de la República Federal de Yugoslavia. Aproximadamente 863.000 civiles fueron obligados a buscar refugio fuera de Kosovo y, además, hubo 590.000 desplazamientos internos. Hay, además, evidencia de frecuentes raptos y torturas, así como también de pillaje y extorsión. b) Desde el 14 de junio hasta el 31 de octubre de 1999 más de 800.000 refugiados albaneses regresaron a Kosovo. En esta fase «se constata que la venganza de los albanokosovares es el motivo principal de violaciones de derechos humanos de que son víctimas no sólo los serbios de Kosovo, sino también gitanos y otras minorías».8 Tanto a) como b) eran previsibles; así lo testimonia el juicio del comandante norteamericano de la OTAN, general Wesley Clark, quien el 27 de marzo de 1999 anunció que era «totalmente predecible» que, después del bombardeo de la OTAN, habrían de intensificarse el terror y la
52 Véase El País del 7 de diciembre de 1999, pág. 5.
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violencia serbias.53 El director de la CIA, George J.Tenet, había adverti do al gobierno norteamericano, semanas antes de iniciarse el bombar deo, que las fuerzas yugoslavas podrían responder «intensificando su campaña de limpieza étnica»; el 28 de marzo, el presidente del Coman do Conjunto, general Harry Shelton, informó a Clinton que el «bom bardeo provocaría muy probablemente una orgía de asesinatos».
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El «castigo» penal infligido a una persona por actos cometidos por otros miembros de su comunidad étnica o religiosa constituye un regre so a la barbarie jurídica. La paz a la que se llega después de la interven ción armada con fines humanitarios suele tener muy poco que ver con la justicia ya que la forma más eficaz para asegurar la estabilidad de aqué lla consiste en garantizar una limpieza étnica en sentido contrario a la practicada antes de la intervención. Para decirlo con palabras de Richard K. Betts: La tensión entre la paz y la justicia surge también cuando se establecen divisiones territoriales como las propuestas para Bosnia. Si el objetivo es reducir las erupciones violentas, las fronteras no tienen que ser trazadas para minimizar el traslado de personas y la transferencia de la propiedad, sino para hacer que las fronteras sean coherentes, congruentes con la solidaridad política y defendibles. Desgraciadamente esto convierte a la limpieza étnica en la solución de la limpieza étnica.55 motivadas sostienen que no sólo existe una diferencia numérica, sino que en el caso de la violencia serbia se trataba de una violencia ordena da por el Estado y bien organizada; en el caso de la violencia kosovoai- banesa se trataría de actos de venganza. El argumento no parece ser muy convincente: para la víctima inocente es indiferente la motivación del actor y hablar de derecho de venganza sobre inocentes es moralmente inaceptable. Lo que sí puede decirse es que Quienes aducen la diferencia de este tipo de lesiones étnicamente
en el comportamiento de los albaneses contra los serbios el modelo es el 53 Como afirma Reinhard Merkel («Das Elend der Beschützten», en Reinhard Merkel (comp.), Der Kosovo-Krieg und das Völkerrecht, op. cit., págs. 66-98, págs. 70 s.), «¿Quién podía tener, después de los primeros bombardeos, serias dudas [...] de que los serbios utilizarían los ataques aéreos como pretexto para llevar al extremo la miseria que fuera la causa de aquéllos? (...) No hay duda de que una ayuda humanitaria violenta que aumenta la desgracia de los protegidos es ineficaz y, por ello, un delito, también frente al criminal que ha provocado esta desgracia». 54 Véase Nicholas J. Wheeler, op. cit., págs. 268 s. 55 Richard K. Betts, «The Delusion oí Impartial Intervention», en Foreign Affairs, vol. 73, n.° 6 (noviembre-diciembre de 1994), págs. 20-33, pág. 32.
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mismo en sentido inverso: los serbios querían un Kosovo sin albaneses y los albaneses quieren un Kosovo sin serbios. Por eso se limpia, se incendia y se asesina étnicamente. 2 Recurrir a la guerra, con su inevitable violación de principios éticos, para asegurar la vigencia efectiva de los mismos principios violados es una vía moralmente inaceptable ya que instrumentaliza el padecimiento de víctimas inocentes. Vistas así las cosas, la «guerra ética» no es más que una versión de un «humanitarismo instrumental»,56 que permitiría tratar a las personas como medios y no como fines que merecen igual respeto. Es una expresión desconcertante que extiende un velo aparentemente justificatorio sobre las preferencias políticas del interventor y arroja serias dudas acerca de la posibilidad de admitir el caso 3 del cuadro de posibles justificaciones presentado más arriba en II, 2, i). Por ello, el «argumento de la guerra ética» o de la «intervención humanitaria armada» tropieza con el «contraargumento del oxímoron»: «guerra» y «ética», «humanitarismo» e «instrumentalización» se contraponen contradictoriamente.57 5. Llegados a este punto convendría quizás detenerse brevemente a considerar hasta qué punto el recurso a intervenciones humanitarias armadas constituye un novum en la historia de la imposición de intereses políticos y/o económicos de los interventores.
56 Expresión acuñada por Thomas G.Weiss, «Principies, Politics, and Humanitarian Ac- tion», en Ethics & International Affairs, vol. 13 (1999), págs. 1-22, pág. 9. 57 Véase al respecto, Thomas G.Weiss, «Humanitäre Intervention. Lehre aus der Vergangenheit, Konsequenzen für die Zukunft», op. cit., pág. 69.
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INTERVENCIONES HUMANITARIAS ARMADAS
Dado que el argumento fuerte para la justificación del uso de la fuer za — tanto a nivel individual como colectivo- es el de la legítima defen sa58 y ésta no puede ser invocada en el caso de la intervención armada, no cuesta mucho inferir que toda pretensión de justificación tendrá que recurrir al auxilio de razones ‘superiores’ tales como el cumplimiento de un deber de asistencia o de redención. Así lo pensaba Mili cuando se refería al derecho de intervención de países civilizados en naciones ‘bárbaras’ o las ventajas civilizatorias de la ocupación de las Galias por los romanos.59 La conquista de América fue, en su hora, justificada con el argumento de la salvación eterna de pue blos que violaban derechos humanos con sus prácticas religiosas y la or ganización teocrática de sus Estados.Valgan al respecto las reflexiones de Juan Ginés de Sepúlveda: ¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlos; de torpes y libidinosos, en probos y honrados, de impíos y siervos de los demonios, en cristianos y adoradores del verdadero Dios? Desde este punto de vista, la conquista habría sido una intervención armada humanitaria que habría librado a la población indígena de la ig-
58 El concepto «legitima defensa* no siempre es muy preciso ya que su denotación depende, en gran medida, de la percepción subjetiva del ‘atacado’ y su legitimidad de la adecuación de los medios de
defensa. Hugo Grotius vio con claridad este problema cuando planteaba el problema de si una guerra podía ser justa para ambos contrincantes. Su respuesta era que no podía serlo objetivamente («accepdone quae ad opus pertinet»), pero sí subjetivamente («accepdone quae perd- net ad operantem*). (Véase Paulus Engelhardt, «Die Lehre vom ‘gerechten Krieg’ in der vorrefor - matorischen und katholischenTradirion. Herkunft — Wandlungen - Krise*, en Reiner Steinweg (comp.), Der gerechte Krieg; Christentum, Islam, Marxismus, Francfort del Meno, Suhrkamp, 1980, págs. 72-124, pág. 96.) La historia registra no pocos casos en los que una guerra de agresión fue presentada por sus actores como un caso de legítima defensa; basta pensar en el escueto y calamitoso comunicado alemán del 1 de sepdembre de 1939 que anunció el comienzo de la Segunda Guerra Mundial: «A partir de las 5.30 se responde con armas de fuego al ataque polaco». 59 Véase John Stuart Mili, op. cit., pág. 377.
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nominia de la idolatría y de la opresión de gobernantes con pretensiones de dioses. El coste de esta ‘redención’ adquirió proporciones de genoci dio; para el redimido muerto el coste de vida terrena fue total y nunca se sabrá si logró compensarlo en la eternidad. El sistema político dejó de ser teocrático pero no por ello menos injusto. El oidor Vasco de Quiro- ga, el sensato y bondadoso continuador de la concepción utópica de Tomás Moro, observaba en 1535, pocos años después del derrumbe del imperio azteca: indios, EGV) del tirano y del bárbaro, pero no de la tiranía y barbarie en que estaban, pues parece que todo se les queda y se les deja estar en casa; e ya plugiese a Dios se puede decir con verdad que, aunque los libraron (a los
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que no fuese doblado y más acrecentado.
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En lugar de eliminar la tiranía de Moctezuma, los conquistadores la habrían sustituido por la tiranía multiplicada de los Moctezumas españoles y así ocurría que: que algo gastan, tengan tanto gasto como Moctezuma y haya menester casi todo lo que a él se daba [...] habiendo como hay tan tos Moctezumas que mantener en esta tierra, yo no veo como se puede sufrir, ni veo que las guerras que se han hecho hayan sido justas." cada español de los
En el siglo XIX, Napoleón resolvió llevar a toda Europa el mensaje democrático de la Revolución Francesa y ensangrentó durante dos decenios el continente. A comienzos del siglo XX el «Roosevelt Corollary» constituyó la base doctrinaria de una serie de intervenciones norteamericanas en América Central y el Caribe. Todas ellas — cuarenta desde 1912 a 1932 — 60 fueron realizadas en nombre de la democracia. Su resultado fue la implantación
60 Véase Margot Light, «Exporting democracy», en Karen E. Sinith y Margot Light (comps.), Ethics and Foreign Policy, Cambridge, University Press, 2001, págs. 75-92, pág. 76.
I NTERVENCIONES HUMANITARIAS ARMADAS
de dictadores de novela en el sentido estricto de la palabra, 101 como Anastasio Somoza y Leónidas Trujillo, los tristemente famosos «sons of a bitch» de los interventores. Los ejemplos podrían multiplicarse. Me interesaba aquí sólo recordar que la historia de la difusión y/o imposición de los derechos humanos mediante el uso de la espada abunda más en calamidades previsibles que en beneficios reales. En la génesis de estos procesos se encuentra muy frecuentemente o bien el manifiesto interés hegemónico de la potencia interventora o bien el moralmente inaceptable cálculo de un sacrificio inevitable de inocentes al que se le atribuyen valores compensatorios que justificarían el fin perseguido.
IV ¿Cuál puede ser una conclusión moralmente aceptable del caso Kosovo? 1. Podría, por lo pronto, razonarse de la siguiente manera: i) Las gravísimas violaciones de derechos humanos por parte del régimen de Milosevic eran un hecho empíricamente comprobado que cae dentro de la categoría de estados de cosas calamitosos. ii) La eliminación de un estado de cosas calamitoso es no sólo un derecho, sino un deber que recae sobre toda «persona pública o privada» (como diría Bartolomé de las Casas) que esté en condiciones de hacerlo efectivo, sin que importe la calidad moral del interventor (como sostendría Terry Nardin), es decir, que sus motivaciones son irrelevantes: lo importante es el resultado obtenido (de acuerdo con Fernando Tesón). iii) Por lo tanto, todo agente público o privado que satisfaga las condiciones indicadas en ii) y que no actúe en consecuencia debería ser reprochado, al menos moralmente, por incumplimiento de un deber de asistencia a quienes padecen una situación calamitosa. El universo moral 101. Basta recordar las novelas de Alejo Carpentier, El recurso del método, y de Mario Vargas Llosa, La fiesta del chivo.
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quedaría doblemente afectado en caso de que no se produjera la intervención: se
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mantendría el estado de cosas calamitoso y se habría producido adicionalmente la violación de un deber de asistencia. iv) En conclusión, si el recurso a la fuerza militar es la única vía prácticamente adoptable, si ello no convierte en supererogatoria la acción de intervenir y, a la vez, se considera que, no obstante las víctimas inocentes que la intervención pueda causar, la situación post intervención será moralmente mejor que la situación ante, existe la obligación moral de intervenir militarmente. 2. Un razonamiento de este tipo es — como se ha visto — el que sub- yace a buena parte de las argumentaciones que conducen a la aprobación moral del ‘caso Kosovo*. Pero el problema reside, como indiqué al comienzo de este capítulo, en el paso de iii) a iv). En efecto, la calificación de única vía prácticamente adoptable cuando es formulada por la o las potencias interventora(s) y en contra de disposiciones legales internacionales vigentes arroja serias dudas acerca de su objetividad. En segundo lugar, existe una relación asimétrica entre la reducción o eliminación de los costes humanos y materiales del interventor y la gravedad de los daños humanos y materiales del país intervenido: el bombardeo a gran altura demostró ser sumamente eficaz para reducir a cero las bajas del interventor, pero fue también una de las causas del aumento de los ‘daños colaterales’ del intervenido. Y, por lo que respecta al éxito de la intervención, si se acepta la tesis según la cual el carácter humanitario de una intervención armada depende del resultado alcanzado, el informe de la Comisión Independiente no deja de ser desalentador: En conclusión, la guerra de la OTAN no fue ni un éxito ni un fracaso; en realidad fue ambas cosas. Obligó al gobierno serbio a retirar su ejército y su policía de Kosovo y a firmar un acuerdo muy similar al abortado acuerdo de Rambouillet. Puso fin a la sistemática opresión de los albano- kosovares. Sin embargo, la intervención no logró su objetivo declarado de evitar una limpieza étnica masiva. [...] El pueblo serbio fue el principal perdedor. Perdió Kosovo.
Muchos serbios huyeron o fueron expulsados de la provincia. Serbia sufrió considerables pérdidas económicas y la destrucción de la infraestructura civil. Se suprimieron los medios de información inde-
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pendientes y las ONG y aumentó el nivel de represión en Serbia.61 3. Pero supongamos (aunque ello requiera algún esfuerzo de imaginación) que la intervención hubiera sido exitosa y que, terminadas las operaciones militares, se logró imponer una convivencia pacífica, libre de toda represalia étnica. El problema central es que este objetivo fue obtenido pagando el precio de la inevitable muerte de inocentes. A menos que se acepte la doctrina del doble efecto, toda intervención armada implica la aceptación de la muerte previsible e inevitable de inocentes supuestamente justificada en aras de la salvación de un mayor número de inocentes. Si se rechaza la doctrina del doble efecto y se admite que la dignidad de la persona no es un bien disponible, que cada cual merece igual consideración y respeto y que todo daño es sólo justificable si también quien lo sufre puede razonablemente comprender que es merecido, quien lleva a cabo una intervención armada tendría que estar dispuesto a enviar a las posibles víctimas inocentes un mensaje igual o similar al propuesto porThomas E. Hill, Jr.: «Elijo mataros (no tengo otra opción) pero os sigo considerando algo más que un mero medio, en verdad, como personas con una dignidad que no puede ser objeto de cálculo».62 Pero, en ese caso, parece ser muy improbable que los seres humanos en general pudieran autorizar, aprobar y llevar a cabo políticas públicas de un deliberado sacrificio de personas inocentes y, al mismo tiempo, seguir afirmando un inma culado respeto por la dignidad humana. [...] No parece plausible que ellos pudieran aceptar alguna política que implique el sacrificio deliberado de personas inocentes, aun si pudieran predecir que ello salvaría más vidas. 63
61 Kosovo Report, op. cit., pág. 5. Subrayado de EGV. 62 Thomas E. Hill, Jr., «Making exceptions without abandoning che principie: or how a Kantian mighc think about terrorism*, en R. G. Frey y Christopher W. Morris (comps.), Violente; Terrorism, and Justice, Cambridge, University Press, 1991, págs. 196-229, pág. 220. 63 Ibídem, loe. cit.
HUMANITARIAS ARMADAS Admitamos, en aras de la búsqueda de otros argumentos justifi- catorios 4.I NTERVENCIONES 87 de la intervención armada, que ninguna posible victima ino cente aceptará ser intrumentalizada, es decir, sacrificar un bien propio para asegurar un bien
equivalente de otras víctimas, también inocentes. Desde el punto de vista del interventor, el problema que se le presenta intervenir para salvar la vida de un necesariamente la muer te de
es el siguiente: ¿Debo abstenerme de
gran número de inocentes porque ello implica
un número menor de inocentes? ¿Es verdad que los
cuentan? Quien adopte una posición utilitarista o consecuencialista concluirá probablemente que la intervención está justificada. Pero para llegar a esta conclusión, tendrá que negar el valor intransferible de la dignidad hu mana que prohíbe su números no
negociación o instrumentalización.
Reinhard Merkel ha criticado vehementemente el cálculo utilitaris ta de padecimientos reales de víctimas inocentes a fin de lograr la salva ción de otras reales o posibles víctimas inocentes: Quien sostiene que quien presta ayuda tiene el derecho de matar a inocentes para salvar a muchos otros inocentes sostiene, al mismo tiempo, el deber de los matados de sacrificar su vida en beneficio de los otros. [...] A quien [...] sostuviera que este deber existe habría que preguntarle si estaría dispuesto a dejarse matar él mismo y su familia a fin de que el Sr. Milosevic no maltratara, matara o expulsara albaneses.Y aun cuando alguien estuviera dispuesto a ser un samaritano suicida, ¿quién puede sostener seriamente que algún otro tiene el deber de serlo?64 Dado que quienes abogan por una intervención humanitaria arma da suelen adoptar una posición deontológica que exige actuar para evi tar violaciones masivas de los derechos humanos, aquellas que «conmue-
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Reinhard Merkel, op. cit., págs. 90 s. Ruth Zimmerling me ha hecho notar que la relación entre
derecho y deber que formula Merkel no es totalmente adecuada pues ‘derecho’ es usado aquí en el sentido
débil de permisión de una acción y no en el sentido fuerte de un derecho frente a alguien sobre quien pesaría el correspondiente deber. Creo que tiene razón. En todo caso, la metáfora del «samaritano suicida» no deja de gustarme pues convierte a los ‘muertos co lateralmente’ en una especie de ‘involuntarios colaboradores necesarios’ del interventor armado.
I NTERVENCIONES HUMANITARIAS ARMADAS
ven la conciencia de la humanidad», para usar la conocida frase de Lassa Oppenheim, es aconsejable detenerse en su consideración. Desde el punto de vista deontológico, las intervenciones humanitarias armadas plantean un serio dilema que resulta de un conflicto de deberes: i) Se debe poner fin a estados de cosas calamitosos mediante una intervención armada pues no existe otro medio para lograr este fin. ii) Se debe evitar la muerte de inocentes. Como la muerte de inocentes es inevitable en todo conflicto armado, iii) No se puede hacer i) y ii). Aplicando el principio de aglomeración de Bernard Williams, de i) y ii) se infiere iv) Se debe hacer i) y ii); de iii), como «deber implica poder hacer», se sigue v) No es el caso que se deba hacer i) y ii).65 Es decir, que cualquiera que sea el curso de acción que se siga, siem pre se violaría un deber moral. 5. Este dilema no puede ser solucionado coherentemente partiendo de una posición deontológica con respecto a i) y ii) para terminar adoptando una posición utilitarista en favor de i) cuando entra en conflicto con ii): La dificultad principal [...] reside en poder ofrecer a las potenciales víctimas inocentes una razón, un argumento plausible, de por qué han de considerar que su muerte posible está justificada por la salvación de otros. Si se comienza desde un punto de partida utilitarista, este paso no es muy difícil. Pero la condición de realizar sólo aquellas acciones que cada cual podría aprobar razonablemente es un presupuesto básico de la moral universalista
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Véase Bernard Williams, «Ethical Consistency», en Christopher W. Gowans (comp.), Moral Dilemmas, Oxford, University Press, 1987, págs. 115-137, pág. 130.
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del respeto que, en el caso de una intervención humanitaria, dista mucho de poder ser satisfecha.66 El dilema moral de la intervención humanitaria armada conduce a una situación de elección trágica inevitable de la que no puede escapar fácilmente tampoco el utilitarista ya que no disponemos del calamóme- tro adecuado, al que me he referido en la introducción de este libro, que nos permitiera medir calamidades. Para decirlo con palabras de Rony Brauman: ¿Qué tipo de arbitraje ‘humanitario* nos permite decidir el hipotético sacrificio
de algunos en beneficio de otros? 67 6. En la sección II, 2, i) señalé el carácter instrumental de toda intervención. Su legitimidad depende, por ello, también de su aptitud para lograr el fin deseado. Quien considera que la intervención humanitaria armada es un medio legítimo para poner fin a situaciones moralmente inaceptables formula, en realidad, una regla técnica que reza: Si quieres poner fin a una situación calamitosa y no cuentas con otro medio como no sea el de la fuerza armada, deberías recurrir a ella. Georg Henrik von Wright ha puesto claramente de manifiesto que a toda regla técnica subyace una proposición que indica relaciones de causa-efecto, a la que llama «proposición anancástica». Esta proposición puede ser verdadera o falsa según se dé o no esa relación; la calidad ins
66 Thomas Schramme, op. cit., ha expuesto con impecable claridad el dilema moral que crea la intervención humanitaria armada en op. cit., págs. 107 ss.Thomas Nagel ha considerado y rechazado la posibilidad de establecer un umbral a partir del cual el deontologista podría adoptar una posición consecuentalista con respecto a la muerte de inocentes y aceptarla cuando el número de inocentes salvados es muy superior al de los inocentes matados: «La admisión de umbrales podría reducir la fuerza de los conflictos [...] pero no creo que los hiciera desaparecer o modificar su carácter básico. Persistirían en el choque de todo requerimiento deontológico y valores utilitarios en algún punto por debajo del umbral». (Thomas Nagel, «War and massacre* en del mismo autor, Mortal questiom, Cambridge, University Press, 1979, págs. 53-74, págs. 62 s.) 67 Rony Brauman, op. cit., pág. 43.
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trumental o técnica depende justamente de la verdad o falsedad de esta
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proposición.
Reichenbach, podría decirse que las reglas técnicas tienen 10 un correlato cognitivo' y en ellas el verbo ‘deber’ tiene un significado implicativo: si sabemos que una persona desea lograr un cierto fin y sabemos que un determinado curso de acción es adecuado para su obtención, podemos inferir que debería seguirlo.68 En la base de esta implicación está, pues, no sólo un deseo, sino un conocimiento de relaciones causales. Aplicadas al problema de la intervención armada, la precisión con ceptual de von Wright y las consideraciones de Reichenbach nos per miten inferir que para que una intervención humanitaria armada res ponda a una buena regla técnica tiene que ser verdad que existe una relación causal entre la intervención bélica y la vigencia de los derechos humanos.Y esto es muchas veces dudoso, cuando no directamente falso. Pero hay algo más: en 1961 Louis Henkin afirmaba: Parafraseando a Hans
Las presiones que horadan la prohibición del uso de la fuerza son deplorables y los argumentos para legitimar el uso de la fuerza en aquellas circunstancias son poco convincentes y peligrosos [...J Hasta la ‘intervención humanitaria' puede muy
fácilmente ser utilizada como ocasión o pretexto para la agresión. Efectivamente, las violaciones de los derechos humanos son demasiado frecuentes y si estuviera permitido remediarlos mediante el uso de la fuerza no habría ninguna ley que prohibiera el uso de la fuerza por parte de cualquier Estado en contra de cualquier otro. Creo que los derechos humanos tienen que ser defendidos y otras injusticias remediadas por otros medios pacíficos y no abriendo la puerta a la agresión y destruyendo el principal progreso en el derecho internacional, la proscripción de la guerra y la prohibición de la fuerza. 69
68 Véase ibídem, pág. 288. 69 Véase Noam Choinsky, op. cit., pág. 157.
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Al carácter dudoso de la verdad de la proposición anancástica se suma, pues, el aspecto moralmente condenable del sacrificio de inocen tes al que me he referido más arriba. Lo primero hace que la regla téc nica de la intervención humanitaria armada sea una regla poco confiable; lo segundo, que su aplicación pudiera ser sólo plausible si se eliminase el calificativo ‘humanitaria’: un argumento más para poner de manifiesto el carácter contradictorio de este tipo de operaciones. Hace cuatro siglos,Vasco de Quiroga condenó con argumentos simi lares la intervención bélica de los conquistadores como contraproducen te para la obtención del fin justificante proclamado, esto es, la evangeli- zación de los indios: Y así también la pacificación de estos naturales para los atraer y no espantar, había de ser a mi ver no guerra.70 7. No es necesario abundar en la problemática de los costos econó micos de la «guerra ética», o detenerse a reflexionar si no hubiese sido mejor (también desde el punto de vista ético) destinar los fondos desti nados a las bombas para mejorar la situación económica de una región que había padecido «cuarenta años de desastrosas 71 políticas económicas comunistas» y que tras la intervención quedó convertida «en 72 el país más pobre de Europa». En sociedades multiétnicas económicamente prósperas, la apelación al origen racial o religioso suele pasar al segundo plano de lo anecdóti co o de lo trivial. Alguna relación parece que existe entre miseria y vio lencia.
70 Vasco de Quiroga, op. cit., pág. 156. 71 Según declaraciones de George Robertson, secretario general de la OTAN (véase El País del 3 de diciembre de 1999, pág. 5). No puedo dejar de compartir las apreciaciones de Miguel Herrero de Miñón (op. cit.): «Los gastos bélicos de reconstrucción y de atención humanitaria [...] hubieran permitido holgadamente rehacer la economía de la región, permitiendo un re- agrupamiento étnico voluntario, pacifico y opulento.[...] Los costes, por de pronto, no responden ni al criterio de eficacia ni al principio de proporcionalidad». 72 Véase The Guardian del 15 de octubre de 1999.
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8. La intervención humanitaria armada en Kosovo lesionó grave mente el orden jurídico internacional y creó un peligroso precedente para la guerra en Irak. En efecto, si en el caso de Kosovo, la OTAN prescindió del Consejo de Seguridad, en Irak no sólo se dejaron de lado las resoluciones de la ONU, sino también las reservas de algunos países miembros de la OTAN. De esta manera, se dio un paso peligroso hacia la implantación de una soberanía de Jacto del más fuerte, es decir, de quien aspira a colocarse en una situación de legibus solutus, algo que contradice la estructura misma de todo sistema jurídico con pretensiones de calidad democrática. Ya en 1996, Alfonso Ruiz Miguel observaba con preocupación: Es claro que en una situación de reparto muy desigual del poder y la influencia internacionales como la actual, las intervenciones humanitarias pueden ser una vía de fácil excusa para que los países más poderosos mantengan y acentúen el control sobre los más débiles sin que, al fin y al cabo, se incremente la protección de los derechos humanos.73 La realidad internacional ha puesto de manifiesto que los temores de Ruiz Miguel no eran infundados. 9. En su ensayo «Of the Balance of Power», David Hume observaba que más de la mitad de las guerras que habían tenido lugar entre Ingla terra y Francia se habían debido no tanto a la ambición francesa cuanto a la «vehemencia imprudente» de los ingleses.74 La imprudencia en la política suele tener consecuencias calamitosas no sólo para los destinatarios de la misma, sino también para los propios actores. Si la imprudencia es la imprudencia armada, la calamidad ad quiere características de tragedia colectiva. Cuando la en sí loable apela ción a valores humanitarios es utilizada para disimular los efectos per
73 Alfonso Ruiz Miguel, «Las intervenciones bélicas humanitarias», en Claves de Razón Práctica, n.° 68, diciembre de 1996, págs. 14-22, pág. 22. 74 David Hume, «Of the Balance of Power» en del mismo autor, Political Essays, Indiana- polis/New York,The Bobbs-Merrill Company 1953, págs. 142-144, pág. 144. [Trad. cast.: Ensa yos políticos, Madrid,Tecnos, 1987.]
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versos de toda guerra, la imprudencia política tiende a adquirir rasgos de vehemencia que contribuyen a la acelerada destrucción de los mismos valores que inicialmente se invocaron como justificación de la intervención armada. Es probable que en el futuro el cada vez más frecuente uso de la expresión «intervención humanitaria armada», el «pensar sin tapujos en categorías militares», debilite los frenos de la prudencia y facilite el tratamiento vehemente, es decir, irreflexivo, de los problemas político-jurídicos internacionales. 75 Ello contribuirá también a seudojustificar la persecución egoísta y violenta de intereses nacionales, a imponer la práctica de una diplomacia coercitiva del más fuerte y a reforzar los odios y las convicciones fundamentalistas -étnicas o religiosas- de los intervenidos y, last but not least , a reducir la confianza en la posibilidad de una vigencia universal efectiva de los principios y reglas morales que deberían imperar en el sistema internacional. Cuando la guerra se vuelve «aceptable» bajo el manto protector que facilitan los retóricos del humanitarismo armado, los «moralistas políticos», como diría Kant, se producen situaciones calamitosas y se dificulta la salida del laberinto de la violencia: los minotauros siguen en sus puestos y enredan en sus garras el hilo salvador de la prudencia política que cultiva el «político moral».76
75 «Sin duda, el uso de la violencia armada en nombre del humanitarismo habrá de aumentar considerablemente» (Thomas G. Weiss, «Humanitäre Intervention. Lehre aus der Vergangenheit, Konsequenzen für die Zukunft», op. cit., pág. 72). 76 Con respecto a la diferencia entre el «moralista político» y el «político moral», véase Immanuel Kant, «Zum ewigen Frieden. Ein philosophischer Entwurf», op. cit., pág. 233.
L a pretendi da relevancia mor al de la diver sidad cultural
La idea de que las formas de vida tienen derecho a sobrevivir [...] es una idea totalmente equivocada. Son los individuos los que cuentan; las formas de vida importan sólo como expresión y sustento de la individualidad humana. DAVID GAUTHIER 77
Es notoria la creciente preocupación por parte de los filósofos de la moral con respecto al llamado problema de la diversidad cultural. Este interés es, por una parte, saludable y debe ser visto con beneplácito ya que contribuye a llamar la atención sobre situaciones que suelen ser deficitarias desde el punto de vista moral. Pero, por otra, el no poco frecuente entusiasmo por salvaguardar las llamadas identidades colectivas y la proliferación de congresos y convenios internacionales animados por el loable fin de poner coto a la injusticia y a la discriminación han provocado también una serie de confusiones conceptuales y valorativas en el campo de
77 Moráis by Agreement, Oxford, Clarendon Press, 1986, pág. 288. [Trad. castellana: La moraI por acuerdo , Barcelona, Gedisa, 1993.J
2. Véase también los artículos 2.4 y 51 de la Carta de la ONU. 3. Immanuel Kant, Zum ewigert Frieden. Ein philosophischer En twuf en Werkt, edición a cargo de W. Weischedel, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgeseilschaft, 1964, 6 vols., vol. 6, págs. 191-251, pág. 199. 5. Hugo Grotius, Vom Recht des Krieges und des Friedens, Tubinga, J. C. B. Mohr, 1950, tomo l, pág. 408. 8. Citado según Thomas Schramme, «Humanitäre Intervention: eine contradicho in adjec- to?*, en Archiv Jur Rechts- und Sozialphilosophie (ARSP), Beiheft, n.° 79, págs. 97-119, pág. 99. 14. Ibídem, pág. 89. 15. Ibídem, pág. 88. 20. John Stuart Mili, «A Few Words on Non-Intervention* en del mismo autor, Essays on Politia and Culture, Gertrude Hintmelfarb (comp.), Gloucester, Mass., P. Smith, 1973, pág. 380. 25. Michael W. Doyle, «The New Interventionism», op. cit., pág. 228. 26. Terry Nardin, «The moral basis ofhumanitarian intervención», en Ethics & International Affairs, vol. 16, n.° 1,2002, págs. 57-70, pág. 65. 27. Ibídem, pág. 59. 30. Ibídem, pág. 69. 33. Ibidem, pág. 68. 37. Tiene razón David Riff («Wirkliche Ungeheuer», en Süddeutsche Zeitung, Feuilleton, del 31 de julio de 2003) cuando claramente afirma: «Intervenir por razones humanitarias significa ir a la guerra». 38. Nardin, op. cit., pág. 68. 45. Véase Jochen Hippler, «Das langsame Austrocknen des humanitären Interventionismus., en Tobias Debiel y Franz Nuscheler (comps.), Der neue Interventionismus. Humanitäre Einmischung zwischen Anspruch und Wirklichkeit, op. cit., págs. 77-102, pág. 82. 47. Véase Jürgen Habermas, «Bestialität und Humanität. Ein Krieg an der Grenze zwischen Recht und Moral*, en Reinhard Merkel (comp.), Der Kosovo-Krieg und das Völkerrecht, Francfort del Meno, Suhrkamp, 2000, págs. 51-65, págs. 53,55 y 60. 48. Stanley Hoffinann, loe. op. cit. 49. Mario Vargas Llosa, «Ardores pacifistas», en El País del 24 de mayo de 1999. 55. Ibídem, pág. 14. 58. Kosovo Report, op. di., pág. 187. En su discurso en el Economic Club of Chicago del 22 de abril de 1999,Tony Blair declaró que las acciones en Kosovo «estaban guiadas [...] por una sutil mezcla de autointerés y propósitos morales (...) valores e intereses se fijnden*.Véase Nicholas