F i l o s ó f i c a
El sujeto en Tomás de Aquino La perspectiva clásica sobre un problema moderno Miguel García-Valdecasas
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EL SUJETO EN TOMÁS DE AQUINO LA PERSPECTIVA CLÁSICA SOBRE UN PROBLEMA MODERNO
MIGUEL GARCÍA-VALDECASAS
EL SUJETO EN TOMÁS DE AQUINO LA PERSPECTIVA CLÁSICA SOBRE UN PROBLEMA MODERNO
EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A. PAMPLONA
OPERACIÓN, HÁBITO Y REFLEXIÓN EL CONOCIMIENTO COMO CLAVE ANTROPOLÓGICA COLECCIÓN FILOSÓFICA NÚM. 177 FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS UNIVERSIDAD DE NAVARRA
Consejo Editorial Director: Prof. Dr. Ángel Luis González Vocal: Prof. Dr. José Luis Fernández Secretario: Prof. Dra. Lourdes Flamarique
Primera edición: Febrero 2003 © © © © ©
2003. Miguel García-Valdecasas Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA) Plaza de los Sauces, 1 y 2. 31010 Barañáin (Navarra) - España Teléfono: +34 948 25 68 50 - Fax: +34 948 25 68 54 e-mail:
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ISBN: 84-313-2054-0 Depósito legal: NA 151-2003 Composición: Adolfo Castaño de León
Imprime: GRÁFICAS ALZATE, S.L. Pol. Ipertegui II. Orcoyen (Navarra) Printed in Spain - Impreso en España
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN ...............................................................................
15
Capítulo I
ORÍGENES DE LA CUESTIÓN. ARISTÓTELES 1. 2.
LA DISTINCIÓN DE PROPIEDADES ESENCIALES Y EL TRATAMIENTO DE LA SINGULARIDAD DESDE PLATÓN ............
23
EL SUJETO EN LA COMPOSICIÓN SUSTANCIAL.......................... 2.1. El sujeto como RXMVLYD ...............................................................
31 31
a)
La identidad de la sustancia a la luz de los primeros principios............................................................................ b) Sentidos de la primacía del sujeto: sujeto originario, sujeto hilemórfico y cambio .............................................. 2.2. Acerca de los principios esenciales de la sustancia................... a) La actuación integradora de la potencia. La pertenencia de las partes al concreto ..................................................... b) La composición vista desde la pregunta por la esencia. La relevancia de la forma................................................... 2.3. Análisis de la función de materia en el compuesto ...................
3.
31 35 39 39 43 51
EL SUJETO COMO ESENCIA ONTOLÓGICA DE LA SUSTANCIA ...
59
3.1. Esencia y ser predicativo, dos sentidos distintos e irreductibles entre sí................................................................... 3.2. La identificación de la esencia real con la sustancia ................. 3.3. La disputa en torno a la primacía de HL?GR y forma .................
59 62 65
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4.
EL SUJETO DEL CAMBIO ............................................................
69
5.
EL SUJETO COMO 8-32.(,0(121 .............................................
77
5.1 De la formación de la potencia pura a la materia como propiedad dependiente de la potencia........................................ 5.2. La polémica designación del cuerpo como entidad primaria .... 5.3. La unidad psicofísica del viviente ..........................................
77 81 84
Capítulo II
EL SUJETO NATURAL
1.
EL SUJETO COMO SUSTANCIA ................................................... 1.1. El ser analógico de la sustancia ................................................. 1.2. La sustancia como sujeto último y lo que subyace....................
2.
EL SUJETO COMO MATERIA....................................................... 2.1. El dinamismo inmóvil de la materia.......................................... 2.2. Su papel en la definición ........................................................... 2.3. Primum subiectum substans. ¿Materia sensible o materia prima? ........................................................................................ 2.4. La materia in qua según la perfección de las formas de vida....
3.
4.
LA INHESIÓN DE LOS ACCIDENTES EN EL SUJETO ....................
93 93 97 101 101 104 109 115
3.1. La potencia causal de la sustancia ............................................. 3.2. Tipos de composición sujeto-accidental.................................... 3.3. La sustancia como causa de los accidentes ...............................
117 117 120 122
LA DISTINCIÓN ENTRE SUJETO Y ESENCIA DE LA SUSTANCIA
126
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Capítulo III
LA POTENCIA Y EL SENTIDO CAUSAL DEL SUJETO 1. 2. 3. 4.
EL SUJETO DE LA '81$0,6 POTENCIAL. LA PRIMACÍA DE POTENCIA Y ACTO SOBRE OTRAS CATEGORÍAS ........................
138
EL SUJETO HILEMÓRFICO, GÉNESIS DE LA DISTINCIÓN ENTRE ACTO Y POTENCIA .....................................................................
143
EL TÉRMINO MEDIO ENTRE ESENCIA Y ACCIDENTES. LAS POTENCIAS DEL ALMA .......................................................
148
EL CARÁCTER CONTINGENTE DE LO COMPUESTO EN SENTIDO AMPLIO ......................................................................................
152
Capítulo IV
LA COMPOSICIÓN SUSTANCIAL 1.
2.
3.
LA COMPOSICIÓN DE LA SUSTANCIA EN SENTIDO PROPIO. DE LA COMPOSICIÓN SUSTANCIAL AL ACTO DE SER SINGULAR ..................................................................................
155
NUEVAS CLASES DE COMPOSICIÓN...........................................
160
2.1. El carácter creatural de los entes. Algunas consecuencias de la distinción real. ........................................................................... 2.2. La relación de dominio o pertenencia........................................ LA COMPOSICIÓN SER-ESENCIA .................................................... 3.1. El ser como un término particular. La exigencia de particularidad ............................................................................. 3.2. La esencia como núcleo de receptividad. La comprensión adecuada de la composición ser-esencia ...................................
160 163 166 168 171
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4.
LA POSESIÓN DEL SER PROPIO .................................................. 4.1. El sujeto en la línea ascendente: de la esencia al ser................. 4.2. El sujeto en la línea descendente: del ser a la esencia...............
175 175 186
Capítulo V
LAS SUSTANCIAS SIMPLES 1.
2.
LAS SUSTANCIAS SEPARADAS...................................................
195
1.1. La impropiedad del término “sujeto” en la perfección de las sustancias separadas .................................................................. 1.2. La composición acto-potencial de los simples ..........................
198 203
¿ES DIOS UN SUJETO? ............................................................... 2.1. Delimitación del problema ........................................................ 2.2. El sentido de los juicios de la mente ......................................... 2.3. La designación de Dios como supuesto..................................... a) El camino de la vía negativa .............................................. b) El nombre propio de Dios ..................................................
209 209 216 222 222 226
Capítulo VI
LA COMPOSICIÓN DE ALMA Y CUERPO
1.
EL ALMA, CENTRO DE NEURÁLGICO DE LA CORPORALIDAD Y LA RAZÓN .................................................................................. 1.1. La corporalidad.......................................................................... 1.2. De la predicación del cuerpo como sustancia. Su aportación a la vida a través de los órganos. La noción de vehículo de la vida ............................................................................................
237 237 244
,1',& (
2.
LA UNIDAD DE ALMA Y CUERPO, MANIFESTADA A TRAVÉS DE SUS POTENCIAS ....................................................................
251
3.
LA SUBSISTENCIA DEL ALMA ....................................................
262
4.
LA ESPIRITUALIDAD DEL ALMA HUMANA. EL SUBIECTUM SPIRITUALE ........................................................
272
Capítulo VII
POTENCIAS DE VIDA Y VIDA RACIONAL 1.
ALMA, POTENCIAS Y FACULTADES ..........................................
281
1.1. La integración de las potencias del alma. La importancia de la razón para la vida....................................................................... 1.2. La distinción de potencias y la identidad del alma....................
281 288
EL INTELECTO COMO SUJETO ...................................................
294
2.1. La inhesión de conocimientos en el intelecto. El sentido en que la mente es pasiva .............................................................. 2.2. El conocimiento de sí ................................................................
294 301
CONCLUSIONES .................................................................................. BIBLIOGRAFÍA ....................................................................................
319 337
2.
TABLA DE ABREVIATURAS
ARISTÓTELES Z / H / Θ, etc. Anal. Post. Phys. De An. De Caelo De Gen. et Corr. Part. Animal. Cat.
Metafísica Analíticos Posteriores Física Sobre el alma Sobre el cielo Sobre la generación y la corrupción Sobre las partes de los animales Sobre las categorías
TOMÁS DE AQUINO In Sent. De Ver. De Po. De Malo De Spir. Cr. De An. De Unio. Quodl. Comp. Theol. S. c. G. S. Th. De Ente De Caelo In Phys. In Perih. In Post. Anal. In De An. In Metaph. De Causis De Trin. De Hebdo. De Div. Nom.
In libros Sententiarum Qq. disp. De Veritate Qq. disp. De Potentia Qq. disp. De Malo Qq. disp. De Spiritualibus Creaturis Qq. disp. De Anima Qq. disp. De Unione Verbi Quodlibeta Compendium Theologiae Summa contra Gentes Summa Theologiae De Ente et Essentia In De Caelo et Mundo In libros Physicorum In libros Perihermeneias In libros Posteriorum Analiticorum In libros De Anima In libros Metaphysicorum In De Causis In Boethii De Trinitate In Boethii De Hebdomadibus In librum Beatii Dionisii De Divinis Nominibus
INTRODUCCIÓN
Como se ha señalado con acierto1, la historia de los términos filosóficos es casi tan rica como la suerte de significados que, con el paso del tiempo, un término acaba por ostentar. Podría decirse, incluso, que cada término filosófico tiene su historia particular, es decir, la historia de su origen, de su madurez, de su cenit, y tal vez de su ocaso. En el caso de los términos que esta investigación va a tratar de esclarecer, el sustantivo ‘sujeto’, y los adjetivos ‘subjetivo’ y ‘subjetividad’, no cabe duda de que han adquirido un lugar eminente en la historia del pensamiento, como demuestra su presencia constante en cada ámbito del saber y de la cultura. Tal vez sea cierto que, hoy por hoy, la noción de ‘sujeto’ se ha asentado y que su sentido se comprende cuando aparece en un contexto concreto. Y eso, a pesar de que en las últimas décadas la noción no ha gozado del parecer favorable de todos. Baste recordar los ataques que ha padecido desde las posturas que se conocen como postestructuralistas y deconstruccionistas, según los cuales el sujeto representa una seria amenaza racionalista. La deconstrución señala, entre otras ideas, que el sujeto supuso un privilegiado adalid de la Ilustración y que su participación se ha revelado estéril. A partir de ahí, se aconseja a la filosofía actual proceder a una labor de higiene, de sanación, de extinción del sujeto de cada palmo del saber. No es el objetivo de esta tesis acometer un estudio que aclare el estado de cosas actuales. Se contribuirá, como es natural, a hacer más 1. Cfr. DOZ, A.: “De l’abus du terme de sujet”, Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques, 52 (1968) 76-82.
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comprensible el rechazo que ha suscitado en un sector de la filosofía y el abandono que padece en otros. Pero no es ése el objetivo principal. La tesis tiene por objeto confrontar la perspectiva clásica del sujeto con su revisión moderna, ésa de la cual el deconstruccionismo ha hecho blanco de sus críticas. Con ese fin aparecerán los sentidos clásicos de la noción dentro del contexto en que emergieron, es decir, en un estudio de la metafísica clásica. Junto a esto, habrá intermitentes referencias a la idea moderna de sujeto, que, como es lógico, tiene una singular riqueza. En cualquier caso, debe apreciarse la imposibilidad de dar cuenta detallada de todos y cada uno de los contextos en los que la noción de sujeto ha ido apareciendo. Por eso, no se intentará esto aquí, ni será objetivo de esta tesis pasar revista a las peripecias de la noción de sujeto o subjetividad. En lugar de eso, se ha preferido llevar a cabo un análisis metafísico del marco conceptual de la noción. Ciertamente, el problema es qué se entiende por sujeto. Como es natural, todo el mundo tiene en mente un concepto de sujeto. Sin dejar de correr el riesgo que conlleva toda simplificación, hoy se dice que el sujeto tiene que ver con algo que me pertenece, me concierne y apela a mí. El sujeto soy yo, y tal vez todo lo mío. No se duda de que el sujeto porta hoy un contenido personal que privilegia a la primera persona, y que permite a quien lo toma poner de manifiesto actitudes que se llaman ‘subjetivistas’, en el sentido de que, de un modo u otro, rinden culto a los deseos más íntimos del individuo. En realidad, este sentido no dista mucho del sentido moderno del sujeto. Porque, siguiendo las líneas maestras con que Locke columbró la identidad personal2, para que esta noción tenga un anclaje moderno, requiere de un celoso cuidado del yo por parte del saber. Se requiere, más concretamente, la concesión de algunos privilegios a mi propia autopercepción. Así, se ha de suponer que nadie además de mí se percibe como yo me percibo, e igualmente, que esta percepción de mí es insustituible por cualquier otra. Ninguna otra percepción podría quedar a la altura de ésta cuando lo que está en juego es el estatuto de mi propia identidad. Este es, en algunos trazos, la idea moderna de sujeto o, simplemente, el sujeto moderno, que trajo por primera vez a escena el cogito cartesiano. Y sin embargo, a pesar de tener en perspectiva al sujeto moderno, esta investigación se ocupa principalmente de la noción de sujeto de 2. Cfr. LOCKE, J.: An Essay Concerning Human Understanding, Pringle-Pattison, A. S. (ed.), Wordsworth, Ware [Hertfordshire], 1998, cap. 27, § 9 y ss.
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Aristóteles y Tomás de Aquino, dos autores que antecedieron en muchos siglos a la modernidad y de los que, presumiblemente, no hay que esperar un análisis moderno de la cuestión. En efecto, según contribuyó a aclarar E. Portalupi3, si para un aspecto particular el ‘individuo’ se toma como sinónimo de ‘sujeto’, aparece algo sorprendente. Un estudio de las apariciones del término ‘individuo’ en el corpus thomisticum arroja que Tomás de Aquino no lo usa normalmente para referirse a un individuo particular de la especie hombre4. En ese caso, parece que, a pie de texto, se decanta por expresiones distintas como hoc individuo homo, individuum hominis o individuum humanae naturae / speciei, unus / quilibet homo, persona una / singularis, u otras fórmulas semejantes5. En efecto, hay suficientes indicadores en favor de la tesis de que, para los clásicos —en este caso, Tomás de Aquino—, la categoría de individuo tiene connotaciones distintas a las de hoy. La razón debe hallarse en que la categoría de ‘individuo’, que para nosotros es sinónimo de ‘sujeto’, no contiene ninguna referencia a la razón en el contexto de la filosofía actual, y mucho menos a la conciencia o al ámbito de todo lo que percibo como mío, como se ha dicho antes. La noción permanece así semánticamente neutra. Pero aún así, si lo que se busca en Tomás de Aquino es ese sentido, se verá que en un contexto medieval, un ser personal es lo que es por tener carácter racional. Según eso, sería pertinente añadir el calificativo ‘racional’ para poder referirnos a lo que hoy entendemos por ‘individuo’, ya que, a tal fin, ‘individuo’ no expresaría nada capaz de razón. Por eso, se colige que, en un sentido aristotélico-tomista, la caracterización de un sujeto como ‘individuo’ no basta para significar una persona, y por eso, con una lectura somera de los clásicos, se llega paulatinamente a la convicción de que el concepto de individuo no es directamente trasladable a un contexto moderno. Para Tomás de Aquino, siempre que se hable de un 3. Cfr. PORTALUPI, E., “Das Lexikon der Individualität bei Thomas von Aquin”, Miscellanea Medievalia, 24 (1996) 57-73. 4. Lo que él concibe como Einzelmensch. 5. “Diese Überlegung führt zu einer Schlußfrage, deren Antwort nur skizziert werden kann. Hat Thomas einen Beitrag zu jener Aufwertung des Einzelmenschen geleistet, die man oft für typisch modern gehalten hat, die aber gleichzeitig tiefe Wurzeln in der christlichen Ansschauung von Menschen hat? Wie wir gesehen haben, hat Thomas im Rahmen seiner Transzendentalienlehre die aristotelische Aufwertung des Individuums wohl vollzogen. Jedoch der Wert, die hohe Würde, die jedem Einzelmenschen zukommt, erwächst nicht daraus, daß er ein Individuum ist, sondern daraus, daß er ein ‘vernunftiges’ Individuum, einer Person ist. Daraus folgt, daß die Individualität als solche kein wesentliches Merkmal des Menschen ist und ‘individuus’, wie gesagt, kein adäquates Synonim des Einzelmenschen darstellt” (PORTALUPI, E.: o. c., p. 70).
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hombre, de ordinario es importante añadir algo más acerca de su dignidad, su razón, su fin y su particularidad. Según él, la racionalidad no es un detalle parcial del hombre, pues la razón está ligada al sentido en que Dios es imagen del hombre6. Por tanto, para él la racionalidad es un señero trascendental del individuo, un sesgo que permitió a los medievales la creación de una noción tan noble como la de ‘persona’. Si estas razones se repasan con atención, es fácil comprender que un sujeto moderno no es una persona, y que, correlativamente, un individuo medieval no es un sujeto moderno. De acuerdo con la noción de persona de Boecio, que Tomás de Aquino entiende correcta en sus términos esenciales, el sujeto moderno no es ideal. Ante todo, por la falta de concreción que comporta el yo, cuyo contenido es realmente incierto. Así, la óptica moderna resulta reductiva en algún sentido, no tanto por una carencia de particularización —que existe— de la noción misma, a la que Robert Musil ha prestado eco en la literatura con su obra Der Mann ohne Eigenschaften (“El hombre sin atributos”), sino más bien, por el déficit que el sujeto moderno comporta en términos de dignidad. Ese déficit se percibe a diversos niveles, y es, en realidad, un corolario del proceso de homogeneización de la filosofía moderna. Así pues, la modernidad, a la que tradicionalmente se ha asociado la idea de un progreso indefinido y de una etapa de madurez para la razón, paradójicamente, no acierta a roturar con éxito la dignidad a la que quiso apuntar Boecio cuando habló de sustancias racionales7. Así pues, a partir de Descartes, el cogito, o en cierta forma, lo que él entiende como una percepción infalible de sí, se transforma en sujeto. El reto que Descartes tiene ante sí es asombroso. Con una noción reformada de sujeto, Descartes no puede evitar la distorsión de la esencia de la verdad al tratar de reemplazar ésta por la certitudo, tal y como acertó a señalar Heidegger8. Esta circunstancia, en la que la ontología se resintió sin reme6. Cfr. In II Sent., d. 4, q. 1, a. 1, c; S. c. G., IV, cap. 26. 7. “Die Einzelmenschen werden hinsichtlich ihrer Seele direkt von Gott geschaffen, sie werden von ihm geliebt, erlöst und zum ewigen Leben gerufen, sie sind frei und verantwortlich (…)” (PORTALUPI, E.: o. c., p. 70). 8. “Descartes, en sus Meditaciones, no pretunta sólo, y tampoco en primer lugar, ti tò on: ¿qué es el ente, en cuanto que es? Descartes pregunta: ¿cuál es aquel ente que, en el sentido del ens certum, es el verdadero ente? Entre tanto, la esencia de la certitudo se ha cambiado para Descartes. En la Edad Media, certitudo no significa certeza, sino la firme delimitación de un ente en lo que es. Certitudo significa todavía aquí lo mismo que essentia. Por el contrario, para Descartes se mide de otro modo lo que verdaderamente es. Para él, la duda llega a a ser aquel temple de ánimo, en el que vibra la disposición para con el ens certum, el ente en la certeza. La certitudo se convierte en el
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dio, ha sido expresada atinadamente por L. Polo. Éste señala que la subjetividad misma, que, como concepto está anclada al individuo, debería haberse superado por una visión realista del universo, es decir, por una óptica que admita la prioridad de la distinción real frente a la certeza, en lugar de caer en un recurso subjetivista. Según escribe, la subjetividad “es un tema moderno, ausente en Aristóteles (...) La cuestión es si la conquista tomista de la distinción real essentia-esse da razón del sentido moderno de la sub jetividad. La respuesta es afirmativa: si el sujeto es simétrico con el fundamento, el acto de ser se eleva sobre esa simetría. Con todo, hasta el momento las relaciones entre el tomismo y la filosofía moderna han sido polémicas”9. Para Polo, si el sujeto cartesiano se entiende con lo que él denomina una simetrización artificiosa del acto real, entonces, el lugar del acto real es ocupado por la conciencia. La conciencia, que es la embajada del yo, se entiende anterior a la verdad, y ésta anterior al ser. Con arreglo a esto, la percepción de sí desbanca a los principios primeros del lugar referencial que ocupaban para los clásicos y, en consecuencia, la verdad se hace relativa. Tenemos así un serio cambio de paradigma, pues pasamos casi sin darnos cuenta del ámbito del ser al ámbito de la certitudo y la conciencia. Las consecuencias de este cambio de paradigma no fueron demasiado halagüeñas para el futuro. Es claro que la filosofía moderna, con todos sus certeros avances centrados en la llamada al rigor y el análisis metódico de los contenidos, dejó olvidados tras de sí gran parte de los logros realistas del saber. No es fortuito el hecho de que la perspectiva clásica no contenga alusiones directas al problema de la conciencia, que tiene que ver con la percepción de sí mismo como individuo más que con la sustancia. En la filosofía clásica, el primer sentido del sujeto es éste: la RXMVLYD, que es la sustancia del mundo exterior. En rigor, el sujeto de los clásicos se traduce por X-SRNHLYPHQRQ, que literalmente designa “aquello que está debajo” o que, en caso de producirse un cambio físico, “permanece debajo”10. Naasegurarse el ens qua ens, resultante de la indubitabilidad del cogito (ergo) sum para el ego del hombre. Así, se convierte el ego en el sub-iectum por excelencia, y, de este modo, la esencia del hombre entra, por vez primera, en el ámbito de la subjetividad, en el sentido de Egoidad. El decir de Descartes recibe de la disposición a esta certitudo la determinación de un clare et distincte percipere” (HEIDEGGER, M.: ¿Qué es filosofía?, Narcea, Madrid, 1978, p. 65). 9. POLO, L.: Introducción a la filosofía, 2ª ed., Eunsa, Pamplona, 1999, p. 187. 10. Según afirma M. Kaufmann, la práctica de traducir el término X-SRNHLYPHQRQ por ‘sujeto’ se ha impuesto en tiempos recientes sobre la palabra ‘sustrato’ —en el ámbito alemán, se sobreentiende—. Pero tradicionalmente se ha entendido por X-SRNHLYPHQRQ, ‘sujeto’ como muestra entre otros el comentario de Tomás de Aquino a la Metafísica de Aristóteles, donde el término
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da más lejos, por tanto, de la conciencia y del saber de sí que han sido mencionados. Frente al paradigma moderno, el sujeto de los clásicos es una realidad exterior. Aristóteles lo presenta como un sentido de la sustancia y por tanto, como una posición concreta de realidad. Es el sentido real de sujeto que pervive hasta Descartes. A partir de ahí, quizá se ha extendido la idea de que Descartes es el pionero genuino de la moderidad, y en muchos sentidos puede que sea así. Pero en lo referente al sujeto, al menos en su concepción inicial, es dudoso que Descartes haya sido un innovador. Cuando se habla de la noción de sujeto como aquello que subyace a ciertos atributos, Descartes sigue siendo un penador clásico. No en vano ha sugerido Polo que los modernos forjan un concepto de sujeto simétrico al que se tenía anteriormente, es decir, simétrico a la noción clásica de sustancia. Así, el nuevo concepto de sujeto será fruto de una imagen especular del ente, en la cual se aprecia que lo novedoso no es el contenido tanto como la perspectiva, que parece extraída ex novo. No es difícil constatar que el concepto moderno de sujeto ha entrado en crisis y que, hoy día, la filosofía del sujeto racional padece una debilidad crónica. Sabido esto, con esta tesis se quiere contribuir a recuperar en algún sentido la luz de los pensadores clásicos en torno a la primitiva noción realista de sujeto. De ahí que este trabajo sea poco convencional. Se afronta en primer lugar un estudio de la metafísica clásica para después ofrecer una alternativa al planteamiento moderno. Para conocer esa alternativa es preciso imbuirse a fondo en la metafísica de la RXMVLYD, la materia, el compuesto, la esencia, etc., términos que son el caldo de cultivo de la originaria noción de sujeto descubierta por Aristóteles. Dentro del universo aristotélico, lo interesante será advertir y precisar las relaciones de parentesco del sujeto con muchas otras entidades. Sin un estudio profundo de ésas, la noción de sujeto no se explicaría. Pero se debe advertir que el estudio de las relaciones del sujeto no pretende directamente tratar de las otras nociones, sino evidenciar con claridad que el sujeto es una noción relacional y que fuera de esas relaciones no puede ser entendida. Queda dicho que esta tesis no versará sobre el sujeto crítico, sino más bien, sobre la ontología del sujeto en Aristóteles y su culminación en Tomás de Aquino. En su origen, el sujeto es una noción metafísica que ‘substrato’ no aparece. Como se sabe, Tomás de Aquino trabaja con la traducción que le facilitó Guillermo de Moerbecke (cfr. “Stichwort ‘Substrat’”, Historisches Wörterbuch der Philosophie, Ritter, J. y K. Gründer (eds.), vol. 10, Schwabe & Co. Verlag, Basel, 1998).
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evolucionó hacia un sentido crítico y epistemológico. Ciertamente, la ontología del sujeto tiene además una génesis histórica altamente compleja. Habría que investigar en detalle cómo surge la noción en los presocráticos y cómo se adopta en Platón, para saber exactamente qué estado de cosas hereda Aristóteles. De algunos de estos pasos hemos prescindido aquí, por entender que es prioritaria la investigación de la ontología inherente a la concepción aristotélica del sujeto. Por eso, el prisma de esta investigación no es tanto histórico como sistemático. En la base de todo, se halla la aspiración de pasar revista a los principales usos ontológicos del sujeto que se han mencionado más arriba, con exclusión del sujeto lógico. La tesis es, por tanto, un repaso no exhaustivo de los usos del sujeto en Aristóteles y Tomás de Aquino que he considerado primordiales. Si la discusión sobre el sujeto en Aristóteles está circunscrita a una serie de temas, en Tomás de Aquino, fiel continuador del proyecto aristotélico, el panorama es notablemente distinto. En la ontología tomista, el sujeto es una noción de un valor ‘neutral’, pues en ella adquiere un carácter notablemente más plástico y funcional, menos ceñido a la materia que en Aristóteles. Éste fue en alguna medida, quien hizo el primer bosquejo de un sentido realista e individual de la noción, al que, como es obvio, Platón se había resistido. Para Tomás de Aquino, en cambio, el sujeto se presenta en un contexto mucho más amplio que éste, surgido —sin duda— de un marco de ideas aristotélico, pero con una intención decidida de rebasar el inicial sesgo hilemórfico de la noción. Se llegará así a la vida, al hombre y a sus potencias. Antes se ha dicho que ser sujeto es, en síntesis, ser potencial. En este trabajo se insistirá, a más de la potencia, en que allí donde puede leerse ‘sujeto’, en rigor se debe leer ‘composición’, ya que, si el marco común de la noción es la composición de accidente, el sujeto entrañará siempre la formación regular de partes, que, en ese sentido, están por el accidente. Si como se dice, el sujeto dicta una relación a la composición, debe decirse que no he elaborado en este trabajo una relación exhaustiva de todos los sentidos posibles de la composición. Excluyo de aquí con intención, algunos sentidos del sujeto que, como el hábito, la virtud o la voluntad, se pueden predicar del ser humano. Como es natural, de seguir todos y cada uno de los usos del sujeto, este trabajo no tendría fin. Esta investigación se ciñe a algunos de los sentidos del sujeto que he considerado más afines a la idea original de Aristóteles, y dejará de lado otros muchos que han sido esbozados más arriba. Entre los que he esco21
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gido destacaría la composición hilemórfica, que Tomás de Aquino hereda en sus términos de Aristóteles; la composición sustancial, etiquetada así con un término que es mío, y que se usará para designar la composición de sustancia y accidentes; y la composición de ser y esencia, que, como es sabido, es un descubrimiento de una importancia capital en la ontología clásica. Cada uno de estos sentidos muestra diversas facetas del sujeto. Finalmente, después de una presentación del término y de un breve e intenso esbozo de algunos temas, se puede cerrar esta introducción. Los capítulos que vienen a continuación tratarán de acercarse, poco a poco, a la realidad compositiva, racional y libre del hombre, para mostrar cómo, a medida que la perfección de los seres avanza, los modos de sujeción se hacen cada vez más ricos, y la complejidad es cada vez más ilustrativa de la espiritualidad y riqueza del alma humana. El hombre es, por tanto, un lugar de privilegio en el que se muestra singularmente la composición y todos los atributos que comporta la sujeción de propiedades. Esas esferas hacen que el hombre no sea simplemente un sujeto, sino que tenga una intimidad subjetiva o una subjetividad, superando así la simple dimensión ontológica de la sustancia. Los capítulos siguen, así, el camino que va de la metafísica a la antropología, dejando atrás las sustancias simples. A éstas, como se verá, la noción de sujeto no les es del todo pertinente. * * * Desearía manifestar mi agradecimiento al Prof. Dr. D. Ángel Luis González, que dirigió este trabajo y cuyo estímulo ha hecho posible su publicación. También, a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, al Departamento de Filosofía y sus colegas, de los que tanto he aprendido. Debo al Prof. Dr. Jan A. Aertsen, que dirige el Thomas-Institut de la Universidad de Colonia, y a todos sus investigadores, la posibilidad que me brindaron de trabajar un semestre como Stipendiat de esa institución.
22
CAPÍTULO I
ORÍGENES DE LA CUESTIÓN. ARISTÓTELES
1.
LA DISTINCIÓN DE PROPIEDADES ESENCIALES Y EL TRATAMIENTO DE LA SINGULARIDAD DESDE PLATÓN
En la exégesis platónica acerca del origen del mundo1, se nos informa de que el tiempo se ha originado con el cielo y en conexión con los primeros elementos. Según la narración, el creador del orden del universo, una vez que hubo puestos en orden los cielos, diseña una imagen eterna y móvil, con arreglo a la naturaleza de los números, y llama a esta imagen ‘tiempo’2. De acuerdo con esa imagen —explica Platón—, cuando hablamos solemos decir que algo ‘era’, ‘es’ o ‘será’, según nos estemos refiriendo a un estado de cosas en pasado, presente o futuro. Pero todas estas dicciones —se señala— son impropias de la imagen originaria que dio lugar al tiempo. La verdadera acepción de las ideas es el ‘es’ como eterno presente temporal, y no el ‘era’ o el ‘será’, pues las ideas existen desde toda la eternidad en una única y singular forma. Así, lo que es inmutable como ellas no perece o nace de nuevo, sino que siempre persiste en su estado natural y muestra al exterior, por así decir, una misma cara.
1. Cfr. PLATÓN, Timeo, 38b (edición de HAMILTON, E. y HUNTINGTON, C.: The collected dialogues of Plato including the letters, Princeton U. P., Princeton, 1989). 2. Cfr. Timeo, 37d.
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Además de esto, de la exégesis platónica del cosmos se desprende que el tiempo no puede ser sujeto de ningún estado natural ni de cualquier cosa a la que el movimiento concierna. Tampoco puede ser generador o causa de las cosas sensibles. Todo eso son formas de tiempo, que no harían sino imitar la eternidad y perfección numérica de la genuina imagen del tiempo. El verdadero tiempo, fijado en el mundo de las ideas, es la perfecta imagen de un presente eterno sin ‘adelantos’ ni ‘retrasos’, el ideal de una perfecta proporción geométrica que reflejaría la dignidad y belleza de ese mundo, al que el hombre debe tender como fin. De ese origen platónico del tiempo, Aristóteles dirá que se trata de un modo gráfico de presentar el problema ante los oyentes. No sería necesario, por tanto, ver más allá de esa narración un intento de recrear el nacimiento real del tiempo, o una serie de acontecimientos desencadenados a raíz de esa situación. Se trataría simplemente de contraponer el movimiento imperfecto de los entes, que Platón observa en el mundo sensible, a la claridad y perfección con que cada idea subsiste en un mundo más perfecto3. Es decir, de apreciar en mayor grado la persistencia e inmutabilidad del mundo de las ideas como eterna imagen de lo presente. Más que en la elucidación del mundo de las ideas, me inclinaría a señalar que Platón enfrenta las mayores dificultades a la hora de describir el mundo sensible. Además de reproducir algunas ideas inspiradas en Parménides, quien proyecta por vez primera una esfera inmóvil y eterna —y a quien está dedicado el título de un diálogo—, Platón ha se salir al paso de los dilemas de Heráclito acerca del cosmos fluyente. Más específicamente, en esa tesitura Platón hace frente a la pregunta de cómo es posible la composición del mundo sensible —y en especial, del cambio—, que, como todo lo demás, debería sustentarse ónticamente en el mundo de las ideas, sin que esto rebaje la perfección de ese mundo de lo realmente real. En suma, las cuestiones a las cuales habría de dar respuesta son dos. Por un lado, habría que explicar cómo es posible que las ideas imperecederas no se vean afectadas por las alteraciones de sus imágenes sensibles, y por otro, en qué sentido el movimiento deshace el vínculo entre lo sensible y sus imágenes eternas.
3. Cfr. GOMPERZ, T.: Griechische Denker. Eine Geschichte der antiken Philosophie, vol. III, Eichborn, Frankfurt am Main, 1996, pp. 472-473.
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Es conocido que el método empleado por Platón raramente aborda las dificultades in recto. Al menos, no es de esperar en sus diálogos el uso de una perspectiva científica, detallada y sistemática de los problemas que aparecen. Platón considera necesaria una imagen, una metáfora o el contraste entre dos planos que llame la atención del interlocutor sobre un problema que encamine al hablante hacia la verdad, es decir, a despertar nuestra anámnesis del mundo de las ideas, que previamente, si es cierta la teoría de la reencarnación, todos hemos debido conocer. De ahí la conocida mitificación con la que habitualmente se deshacen las aporías, y de la cual se extraen pertinentes consecuencias. Pues bien, en lo que concierne a la relación del cambio y lo inmutable, Platón introduce lo que podría llamarse la paradoja del ser. Consiste en hacernos caer en la cuenta de que lo que creemos comúnmente que ‘es’, en realidad carece de consistencia. Para mostrar un ejemplo coherente de esto, Platón nos advierte en el Timeo de que las cosas que provienen de la percepción sensible —como p. ej., la experiencia del cambio— en ningún caso se pueden considerar existentes4. En Fedro, se lee que las cosas de las que solemos predicar que ‘son’ y que tenemos por existentes5 divergen totalmente de aquello que realmente es. Y ello, a pesar de que en otro lugar se destacan dos tipos de entes (R>QWD): unos que son corruptibles, contingentes y compuestos6 y otros que por el contrario son imperecederos, idénticos a sí mismos, simples e inmutables7. A través de ese contraste, el interlocutor puede extraer que en realidad, sólo a la serie de las ideas deberíamos llamar ‘entes’, mientras que todo lo demás quedaría sujeto al mundo de la variabilidad, de la opinión, y quizá —si quisiéramos ser congruentes— de la contradicción en sentido lógico; pues un mundo cuyo fundamento se muestra reticente a aceptar en sí el cambio o la modificación manifiesta un distanciamiento cada vez mayor con respecto a lo fundamentado, o en su caso, al abandono de lo sensible a su propia fortuna8. En último extremo, de la consagración de las ideas como el mundo de lo genuinamente real, resulta que el cosmos de las 4. Cfr. Timeo, 27d. 5. Cfr. Fedro, 247e. 6. Cfr. Fedón, I, II y VII, 69a 8-9. 7. Cfr. Fedón, 78c 6-7, 78d 5-6, 79a 9-10. Vid. GRAESER, A.: “Die Philosophie der Antike”, Geschichte der Philosophie, vol. II: Sophistik und Sokratik, Plato und Aristoteles, W. RÖD (Ed.), C. H. Beck, München, 1983, pp. 134-137. 8. Vid. ARANA, J.: Claves del conocimiento del mundo, vol. I, Kronos, Sevilla, 1996, pp. 26 y ss.
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realidades inferiores pierde su fundamento —o al menos su explicación en términos realistas— y, como barco que marcha a la deriva, es abandonado por las ideas, que se posicionan en una órbita distinta. A partir de aquí, un platónico podría concluir que la tematización de lo sensible en el contexto de un discurso filosófico carecería de interés científico, porque en ellas, el ejercicio de la razón no encontraría sino cambio y mutabilidad, donde querría encontrar algo permanente. Al pretender centrar la atención sobre un objeto, a decir verdad, éste se revelaría como inidéntico, ya que se supone que toda identidad pertenece y se limita al mundo de las ideas. Las ideas son en realidad lo único que es idéntico. Por tanto, la búsqueda de un precedente sensible que participe del mundo de las ideas con carácter propio se torna difícil. En todo caso, desde una óptica platónica siempre se podría decir que el discurso de la razón sobre la sensibilidad y lo inidéntico está justificado, si con ello se contribuye a retraer al interlocutor de aquellas tendencias que conducen a tomar por real aquello que no lo es, tal como se relata en el mito de la caverna. Así las cosas, el estado en que queda la realidad sensible resulta difícil de valorar. El problema se agrava además si se puede añadir que Platón argumenta habitualmente sobre dos planos: uno no estrictamente técnico, y otro en el que la precisión terminológica juega un papel mayor9. De cualquier modo, la situación en que queda el mundo físico explica parcialmente por qué Platón no concibe una diferencia —o una distinción más precisa— de lo que para Aristóteles es la distinción entre sustancia y accidente; es decir, la distinción entre algo esencial, por una parte, y algo accidental en el núcleo de la realidad, por otra. Según la opinión de A. Graeser, no existe en Platón la diferencia entre una cosa y sus propiedades, mientras que para Aristóteles la propiedad que inhiere en una sustancia tiene un modo de ser, por decirlo así, distinto de la cosa misma. Para Platón, que a este respecto discurre en un marco de ideas presocrático, las propiedades son cualidades de las cosas afectadas por el movimiento. En este contexto, escribe Graeser: ...sin embargo esto no significa que Platón tenga por distintos los conceptos de ‘cosa’ y ‘propiedad’, en el sentido lógico en que la cosa es portadora de propiedades. Pues la pluralidad de formas y partes que caracteriza la composición de la sustancia individual descansa en el hecho de que las propiedades mismas son 9. Cfr. GRAESER, A.: o. c., p. 137.
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como partes de aquello que se compone y que llamamos ‘cosa’ o ‘ser’, y de que dichos elementos se pueden tomar como un producto de cosas (GRAESER, A.: o. c., p. 138).
Sin el desorden y la variación que es inherente al móvil, las propiedades de los entes sensibles no son del todo explicables. Por ejemplo, podría decirse que el lecho de un río debe su ser al incesante flujo de las aguas. Para el río, el cauce sobre el que se desliza sería una propiedad insoslayable, de modo que sin ella no se podría hablar de él. Por eso, cabe pensar que los móviles forman propiedades de cuya composición surge la sustancia individual10. Hay sustancia individual allí donde se agrupan una serie de propiedades separables como partes, y que en cierto sentido podrían constituir una unidad. En cualquier cuerpo, su unidad no se define en una valoración de qué partes devienen esenciales y cuáles no. Un análisis de tal tipo no es el caso en Platón, ya que para saber qué es estrictamente esencial habría que acudir al mundo de las verdaderas imágenes para corroborarlo. Pero si éste fuera el caso, el ejercicio de esa comparación arrojaría que la composición y las propiedades de cada cosa son el reflejo de una composición más profunda en el mundo de las ideas11, donde cada cosa sería lo que es tal y como era siempre. A la cuestión de si hay distinción entre lo sustancial y accidental en Platón en sentido general, no parece haber objeciones mayúsculas. Podría admitirse la existencia de un referente de dichas categorías, extrañas al pensamiento de Platón y notablemente útiles en el desarrollo de la filosofía natural de Aristóteles. Con todo, junto a esta suposición, cabría matizar que la aplicación de esa distinción debería sopesar un hecho. En Platón, la esencia de la sustancia no tiene sede en el mundo sensible. Lo esencial a cada cosa le vendría dado a ésta a través de su participación en el mundo de las ideas, mientras que el cuidado de esa relación señalaría por qué una cosa es de este modo y no su contraria. Supuesto que la esencia de la sustancia no es inmanente a la cosa misma, cada cosa poseería una cierta participación con su imagen —con su esencia—, de manera que, en la óptica de Platón, a cada imagen eterna debe suponerse una contrapartida sensible con visos de embajada en el mundo exterior. Así, en este cuadro del universo, lo esencial es el mundo de las ideas, mientras que la duración de cada cosa en el tiempo representaría lo accidental. Si alguien se 10. Cfr. id., p. 138. 11. Cfr. Timeo, 37c.
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preguntara por la distinción platónica de sustancia y accidentes, éste de aquí podría ser más o menos su correlato. Se apreciará, a tenor de lo dicho, que Platón responde a la pregunta por la quididad de una cosa con un salto a la trascendencia. De ahí que las realidades sensibles no sean esenciales. Pues bien, dando por válida una cierta distinción entre lo contingente y lo necesario en Platón, se observa que el lugar de las verdaderas imágenes juega un papel esencial en los seres sensibles, aunque no se pueda decir estrictamente que los sensibles sean partes integrantes ni integradas en el mundo de las ideas. En cambio, se aprecia que lo sensible en sí mismo es accidental y además, completamente prescindible cuando se deja al margen de la verdadera realidad. Una fortuita extinción o desaparición del mundo de lo sensible no supondría ningún obstáculo serio para la subsistencia de las ideas. Por eso, admitido que el verdadero mundo no se percibe a través de los sentidos, no hay razón para suponer que en las cosas mudables y perecederas alguna cosa es más significativa que otra, pues tanto una como otra, según su participación en las ideas carecen en rigor de identidad ontológica. El cuadro se queda así en Platón. Aristóteles, en cambio, se distancia bastante de su maestro. Lo que él nos da en sustitución del mundo de las ideas es la contemplación de las formas observables del cosmos12, o, dicho de otro modo, el retorno a la observación de la naturaleza fluyente que evocaban los dilemas de Heráclito. Pero a diferencia de éste, en Aristóteles hay un esfuerzo por dar con algo permanente. Y a diferencia de su maestro, la estructura que soporta lo necesario y lo accidental es la misma naturaleza de la cosa. El mundo sensible no está ordenado a otro mundo de imágenes ulterior, sino a la misma realidad tal y como es percibida por nuestros sentidos. Lo real se percibe a través de la mente con objetos cuya intencionalidad no apunta más allá de este mundo, sino antes bien, a la esencia misma del cambio. Si se para bien en su pensamiento, podrá verse que la principal tarea de Aristóteles, a diferencia de otros pensadores13 no estriba en tematizar el orden y la prioridad de las categorías de la mente —como es de rigor en todo programa lógico—, sino en afirmar la diferencia entre las categorías no-sustanciales y la categoría de sustancia14. 12. Cfr. JAEGER, W.: Aristóteles. Bases para la historia de su desarrollo intelectual, tr. de J. Gaos, FCE, México, 1946, p. 191. 13. Cfr. SIMPLICIO, In Cat. 340, 26 (edición de Kalbfleisch, C., Simplicii in Aristotelis Categorias commentarium, Typis et Impensis Georgii Reimeri, Berolini, 1907). 14. Cfr. GRAESER, A.: o. c., p. 209.
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Esta distinción aporta algo importante. Se trata de aclarar qué es lo sustancial en cada cosa y qué lo accidental, para luego separar las propiedades necesarias de las que no lo son, y extraer las consecuencias pertinentes. La investigación de este punto nos aportará algunas luces para ver el modo en que Aristóteles entiende la noción de sujeto. A partir del descubrimiento de la distinción de sustancia y accidentes, Aristóteles está en condiciones de sentar que la sustancia es posesora de ciertas propiedades15. Las propiedades se subordinan a la sustancia y se hacen dependientes de ella hasta el punto de no constituir entidades autónomas, o sencillamente, sustancias distintas. En el libro Z, se deja constancia de que las categorías no-sustanciales —referidas a las realidades accidentales— no subsisten con independencia de la sustancia, mientras que su portador sí lo hace16. Desde esa primacía a la cual se adscribe cada propiedad, se facilita por una parte (a) que toda sustancia tenga una cierta identidad, (b) que las propiedades de dicha sustancia no se asimilen al orden de lo sustancial, sino que éstas se dejen comparar entre sí —no con la sustancia—; y (c) que no toda la realidad sensible —en este caso frente a Platón— sea de la misma categoría: hemos de concebir diversos estratos en los que los entes expresan su jerarquía. Hay, en definitiva, un orden en las sustancias según la perfección de cada una. Aclarado este punto, Aristóteles define nueve categorías además de la sustancia. Por qué esas categorías han llegado a ser las que son y no otras, no parece quedar especificado en su obra17. Aunque tampoco la cuestión del número parece ser decisiva, pues en posteriores escritos aparecen otras categorías tales como ‘tener’ y ‘lugar’ —no conocidas anteriormente—, si bien nunca en conexión con las otras diez18. Más interesante se adivina la investigación de la sustancia, la categoría capital, de la cual se promete hablar bastante. Rectificando la doctrina de los platónicos, Aristóteles sostiene que lo sustancial sólo se concibe como particular. Si hemos de pensar algo que es sustancia, eso deberá ser descubierto y tratado como una entidad particular, ya que de otro modo —en universal— no podría 15. Si algo tiene de original la doctrina aristotélica es el descubrimiento de un sujeto real de propiedades. Sobre esta cuestión vid. INCIARTE, F.: “La identidad del sujeto individual según Aristóteles”, en Anuario Filosófico XXVI/2 (1993) 289-302. 16. Cfr. Z 1, 1028a 33. 17. Cfr. ZELLER, E.: Die Philosophie der Griechen in ihrer geschichtlichen Entwicklung, vol. II-2: Aristoteles und die alten Peripatetiker, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1963, p. 264. 18. Cfr. id., p. 266.
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ser. De igual forma que cuando Sócrates es traído a nuestra mente, no se habla de una conjunción de partes ideales, sino de Sócrates-particular en propiedad de tales o cuales características, Aristóteles afirma que la realidad es concreta e individuada. Los singulares —que él denomina SUZ WRQ RXMVLZ Q— ocupan un puesto destacado en la predicación; son objeto último de la predicación lógica y sin ellos no se podría predicar nada con certeza, pues todo se volvería inocuo. En esencia, nada de lo que hay en la realidad persistiría si los últimos elementos que la componen no fueran singulares19. La realidad de los seres particulares es, para Aristóteles, como un pilar inamovible. Se parte de que la singularidad de la sustancia no es divisible, soluble o participable por otras entidades: ser singular concierne sólo a cada sustancia. En todo caso, si se quiere incidir en esta posibilidad, se puede ‘dividir’ la sustancia través de sus accidentes —la cualidad y la cantidad—, pero sabiendo que ella no es divisible en sí misma20. La sustancia es una entidad atómica, indivisible, y además de esto, determinada. Aquello que hace que la sustancia tome parte en lo real es precisamente su singularidad, que permanece en todo momento invariada21. En realidad, según se puede apreciar, parece que la división de partes no afecta a la esencia de la sustancia, que en todo momento sigue siendo la misma22. Hay, pues, un núcleo estable que es en cierta forma el origen de lo realmente real en Aristóteles. Sobre la inmutabilidad de ese núcleo, alrededor del cual se asientan las propiedades de la sustancia, se da lugar a una estructura de composición en la que todos los accidentes se componen o participan de la entidad de la cosa. Así, se puede pensar que las propiedades x que pertenecen a un sujeto A son taxativamente propiedades de lo que podría denominarse un “sujeto portador”. El sujeto portador es la sustancia. Los accidentes se reúnen en torno a él no por una razón de 19. “De no existir las entidades primarias (próton ousiôn) sería imposible que existiera nada de lo demás: pues todas las demás cosas, o bien se dicen de ellas como de sus sujetos, o bien están en ellas como en sus sujetos”, (Cat. 5, 2b 4-6; cit. GARAY, J.: Los sentidos de la forma en Aristóteles, Eunsa, Pamplona, 1987, p. 167). 20. Cfr. Anal. Post. I, 22, 83a 36. 21. Cfr. ZELLER, E.: o. c., II-2, p. 272. 22. “Denn solche Teile sind keine Wesensteile, aus denen das wesentliche Sein besteht, sondern Teile eines in Hinsicht auf seine Größe bestimmbaren Seienden, also bloß quantitative Teile” (VOLKMANN-SCHLUCK, K.-H.: 'LH0HWDSK\VLNGHV$ULVWRWHOHV Klostermann, Frankfurt a. M., 1979, p. 88). Se sobreentiende, por otra parte, que las partes no son simplemente la materia.
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conveniencia o simple casualidad, sino en tanto que forman con él una clase de sustancia orientada hacia un fin23. El sujeto que está en su base, por tanto, es el resultado de una composición real en la que se destaca una unidad frente a un amplio conjunto de propiedades.
2. EL SUJETO EN LA COMPOSICIÓN SUSTANCIAL 2.1. El sujeto como RXMVLYD a) La identidad de la sustancia a la luz de los primeros principios Admitida la realidad de ese núcleo central de la sustancia, singular e indivisible, conviene estudiar en qué sentido el sujeto de esa estructura de composición es RXMVLYD, es decir, sustancia a todos los efectos. El tratado más destacable acerca de la sustancia es el libro Z de la Metafísica, aunque también en otros lugares se trata directa o indirectamente de la sustancia. En ∆ 8, por ejemplo, Aristóteles bosqueja una breve respuesta a la pregunta por la sustancia24. Allí, presenta la sustancia como un sujeto portador de unas propiedades, y después como algo particular. Asimismo, se ha de destacar el libro Γ, donde Aristóteles explica que todos los entes se dicen en orden a un único principio o a una naturaleza única, unos como sustancia y otros como accidente, y que ese principio en el que todo converge es el ente. En Z, para responder a esa pregunta, decide no abordar la cuestión en directo, sino proceder, de alguna forma, descartando elementos que, dadas sus características, no puedan ser sustancia, o bien, que sean extraños a ésta y por tanto no la constituyan. Primeramente, comienza analizando la quididad del enunciado, una cuestión que se relaciona con la esencia de la sustancia. Con vistas a ello, advierte que las aclaraciones que tendrán lugar a continuación son de carácter lógico, añadiendo que resultan necesarias para la investigación. Así pues, y a modo de sumario, se sintetiza que “la esencia de cada cosa es 23. Vid. NINK, C.: Ontologie. Versuch einer Grundlegung, Herder, Freiburg, 1952, pp. 99 y ss. 24. 1017b 23.
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lo que se dice que ésta es en cuanto tal”25. Sustancia es aquello que se dice de una cosa según su propia naturaleza, es decir, todo lo que puede ser expresado propiamente de ella. A partir de ésta, se conocerán otras dimensiones accidentales o menos importantes, como p. ej., en Sócrates el hecho de ser músico. En general, la propiedad de ser músico —se especifica— no constituye nada esencial en absoluto, “pues no eres músico en cuanto eres tú mismo”26, sino en cuanto ciertas afecciones entran a formar parte de la sustancia. De este modo —en el ejemplo de Sócrates— la esencia del ser músico no está relacionada directamente con Sócrates, por más que nos parezca que el ser músico no es separable de su esencia. Tampoco —se podría añadir— la composición de elementos accidentales da lugar a la esencia de algo, “porque se añade lo mismo que se define”27. En consecuencia, la suma de propiedades accidentales poco aprovechará para desvelarla. Para penetrar la sustancia es necesario algo más, un elemento que no se cuente entre los accidentes, sino que se enclave íntimamente en la esencia de cada una. Por medio de estas ideas, se percibe ante todo que la sustancia es y tiene identidad. La identidad de algo es, justamente, aquello que la definición trata de captar. Pero la sustancia no es una identidad formal, es decir, algo completamente idéntico a sí mismo en el sentido en que lo es una idea platónica. Ya ha sido mencionado que la sustancia está compuesta de partes, o bien, que la sustancia no carece de propiedades distintas de sí. Pues bien, la identidad debe incorporar esas propiedades. En el caso de la sustancia, el ser sujeto de propiedades y su ser singular describen igualmente su núcleo o esencia, de modo que a esa integración la podemos llamar ‘idéntica’. No obstante, antes de tratar la sustancia como un sujeto real —ontológico— de propiedades, vamos a profundizar en esa identidad quiditativa de la sustancia. Siguiendo el decurso de Z, hemos visto que la identidad permite deducir que Sócrates y la esencia de Sócrates son una misma realidad. En armonía con esa identificación, a menudo se ha dicho que en el libro Z se lleva a cabo una deducción trascendental de las categorías. Si esto es así, las categorías procederían de una deducción certera de los primeros principios de la realidad, asequibles al pensamiento por el principio de contradicción, que es el primer principio del pensamiento. 25. Z, 4, 1029b 13-14. 26. Z, 4, 1029b 15. 27. Z, 4, 1029b 17-18.
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En su formulación, el principio de contradicción llama la atención sobre la imposibilidad de que un ente sea y no sea a la vez y en el mismo sentido. El principio muestra, así, una realidad que se despliega bipolarmente: o bien de un modo o de otro, aunque no simultáneamente, es decir, desplegando sus opuestos en el mismo tiempo y sentido. Pues bien, con dicha bipolaridad se puede explicar el paradigmático cambio físico, tan problemático en Platón, salvando la identidad deseada. Aristóteles halla en el principio de contradicción un soporte que permite la dilucidación de algo para lo que los contrarios simultáneos se excluyen. Esto tiene un indudable rendimiento físico. Es imposible que, dada una cosa en movimiento, en un momento t una sustancia sea todo lo que podría ser. El noser de ésta sería relativo a lo que aún no es, es decir, a los instantes consecutivos a t: t1, t2, etc., que es lo que aún está por conseguir, mientras que el ser del móvil se limita a lo que ya es, o a lo que actualmente se ha conseguido con el movimiento. El principio aristotélico admite la posibilidad de los contrarios, de los cuales sólo uno puede ser el caso28. Es decir, se descarta que dos contrarios puedan persistir simultáneamente en un mismo sentido29. Pero si esto es así, queda claro también que cada sujeto es a fortiori idéntico a sí mismo, pues de otro modo, si la identidad no fuera tal o se concibiera como una especie de identidad débil, existiría el peligro de asimilar a cada término la identidad que pertenece a sus contrarios, dando lugar a una contradicción. Aristóteles cree posible pensar los contrarios simultáneamente, pero sin embargo, no decir que ambos existen a la vez30. Si esto se comprende, se verá que cada término está sujeto a una determinación. La determinación a la que cada término está sujeta supone, en consecuencia, que la sustancia no es simplemente un objeto de carácter mental más o menos aprovechable para la investigación científica. La sustancia es realmente una esencia extramental, genuina e indivisible en el sentido en que lo son las entidades primarias. Del análisis del principio de contradicción, por tanto, se deduce que cada cosa está determinada por necesidad a no ser simultáneamente contradictoria31. Esa determinación da lugar, en consecuencia, a una identidad que dicho principio preserva y defiende. 28. Cfr. De Caelo, I, 9, 280b 2-5 29. Cfr. Γ 3, 1005b 19-20. 30. Cfr. Phys. Γ 4, 203b 22-25; Met. Θ 6, 1048b 14-17. 31. No sólo la necesidad, también la evidencia y la universalidad son características del primer principio. Vid. ALARCÓN, E.: “El principio de contradicción y la estructura del ente en Aristóteles”, en Acta Philosophica, 8/2 (1999) 274.
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Así pues, el principio de contradicción mantiene en pie la identidad de la sustancia. Al hablar de ‘identidad’, nos referimos en realidad a lo que es esencial a ella misma o bien —al decir de Aristóteles— a esa primacía de lo sustancial, según la cual la sustancia es aquello de lo que se dicen las demás cosas sin que ésta a su vez se diga de ninguna32. Como es lógico, quedan al margen de esa identificación las partes de la sustancia, con las que —al menos directamente— la sustancia no se dice idéntica. Pero antes que pensar en la multiplicidad que entrañan las partes, es preciso captar que la sustancia es primera en sentido ontológico por encima de la multiplicidad de sus términos, mientras que éstos —las propiedades— se subordinan a ella como el resto de las categorías se ordenan a su vez a la sustancia. De esta manera, tenemos dos modos complementarios de ver la sustancia. Por una parte, un núcleo inicial idéntico a sí mismo y, por otra, unas partes que se vinculan con mayor o menor intensidad a esa raíz. De ese modo, se ha visto que el principio de contradicción ofrece una identidad a la sustancia a partir de la cual ésta se determina a ser de un modo u otro. Se podría añadir incluso que el objeto del principio de contradicción es la determinación de la sustancia. El principio de contradicción quiere determinar el sentido en que una sustancia es. Pero repárese en que, a pesar de la posesión de atributos, que dificulta y entorpece de algún modo la definición, existe otro sentido en que la sustancia es igualmente indeterminada. Para prevenir esa confusión, se suelen distinguir clásicamente dos modos de esencia: la esencia primera y la esencia segunda. “La estructura del ente, como un sujeto determinado abierto a modos de ser particulares e incompatibles, comporta también la distinción aristotélica de esencia primera y segunda”33. Es decir, los términos de la sustancia, sus propiedades físicas y su comportamiento en el mundo natural muestran que la sustancia aristotélica no es homogénea, sino bipolar y abierta a los contrarios bajo una estructura de composición. La composición es, por tanto, el perfil indeterminado de la sustancia. De ahí que la formación de una esencia segunda sea inseparable de la primera o que, en rigor, toda sustancia dé lugar a una serie de propiedades conocidas como esencia segunda. Como es lógico, se debe añadir que la esencia segunda no subsiste más allá de la sustancia o al margen de su identidad —la esencia primera—, sino que, antes bien, recibe de ella su propia 32. Cfr. Z 3, 1028b 36-38. 33. ALARCÓN, E.: “El principio de contradicción y la estructura del ente en Aristóteles”, o. c., p. 275.
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identidad. Todo lo más, en cuanto el sujeto primordial se abre a contrarios excluyentes, la esencia segunda entraña una cierta indeterminación añadida o bien, si se prefiere —en términos más simples—, una composición de sustancia y atributos.
b) Sentidos de la primacía del sujeto: sujeto originario, sujeto hilemórfico y cambio La serie de puntualizaciones precedentes se dirigían a mostrar en qué sentido es principial el sujeto, es decir, en qué sentido el sujeto, que es sustancia, enlaza con los primeros principios de la realidad. El sujeto, en tanto que es propiamente RXMVLYD y se identifica con la esencia, aporta y define la potencialidad de la sustancia. De ese modo, ninguna sustancia que no sea enteramente perfecta, puro acto sin contaminación de potencia, puede decirse acabada o carente de atributos, sean éstos sencillamente de carácter formal o material. De un modo u otro, es patente que, en la perspectiva de Aristóteles, a toda sustancia le corresponde cierta potencialidad, y por tanto, cierta composición. La sustancia compuesta no es una especie de acto incontaminado por el hecho de ser idéntica, sino que toda sustancia sufre continuas modificaciones. Más tarde se verá, incluso, que las modificaciones de la sustancia representan un nuevo sentido del sujeto: el X-SRNHLYPHQRQ. Pero éste es posterior, y lógicamente derivado de un sentido ulterior de la potencialidad que, para distinguirla de otras clases de potencia, he llamado ‘originaria’. La potencia que llamo original, que por ahora se ha ligado a la composición, permite que todo ente adquiera unas propiedades que perfeccionan y armonizan la esencia, colocándola así en una situación más favorable que la precedente. No se refiere, sin embargo, a una clase de potencia determinada —como se verá— sino que se trata de un sentido de la potencia cuya descripción abordará Tomás de Aquino. Por ahora, basta con saber que, gracias al desarrollo de esa potencialidad, se explica que “Sócrates músico” sea más perfecto que ‘Sócrates’ a secas, porque este segundo ‘Sócrates’ aún no ha adquirido el arte de la música. El sujeto que
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ahora interesa —el sujeto potencial— se identifica con la sustancia y conforma con ella una misma realidad34. La potencia, por tanto, es un sentido indiscernible de la sustancia. En los entes compuestos, no cabe una separación de la sustancia y de la potencia, sino que —contestando de este modo a Platón— es más exacto decir que la sustancia es intrínsecamente potencial. En su origen, el recurso a la potencia se orientaba a resolver el problema del cambio en el mundo natural, algo que Platón no acertó a resolver suficientemente. Según su conocida crítica a la doctrina de las ideas, Aristóteles aprecia que el hecho de que la esencia pensada se quiera presentar como la esencia auténtica, trae graves dificultades de índole lógica y real35. Entre otras cosas, en la explicación platónica del cosmos, el cuadro original de cualquier sustancia sensible habría de ser igual al de la cosa misma. Es decir, para que todo fuera bien, lo sensible no debería ser muy distinto del arquetipo que debía explicarlo. Ahora bien, para Aristóteles, resulta difícilmente explicable que, lo que se aparece a nuestros sentidos como compuesto, sea manifestación de otra composición ulterior, a saber, de una composición en el mundo de las ideas. Eso significaría, sin duda, atribuir composición a las ideas, que como sabemos son naturalezas simples. De modo coherente con Platón, el cuadro original de la composición, por una parte, y la composición de los seres sensibles, por otra, deberían ser idénticos. Pero según Aristóteles, esa identificación no puede producirse36. Además , supuesto que las ideas aspirasen a formar sustancia en un sentido físico y que éste tenga un interés, la idea habría de renunciar a su carácter universal, lo que es difícilmente pensable37. En fin, el sujeto de la composición —surgido de la diatriba con Platón— es un primer sentido del sujeto en Aristóteles. A este sujeto le acompaña una especificación precisa: la noción de potencia original, ya que dicho sujeto es y se dice compuesto. Tras este primer sentido del sujeto, surge espontáneamente la explicación al problema del cambio y la aclaración del perfil de la realidad física a través de forma y materia. En este marco, forma y materia componen un individuo singular, lo que Aristóteles entiende como un VXYQRORQ. El VXYQRORQ es el individuo particular con todas sus características. La integración efectiva de ambas pers34. Cfr. Phys. A, 3, 187a 8-9 35. Cfr. Z 13, 1039a 3; Z 14; Z 8, 1033b 19; A 9, 991a 29; M 9, 1085a 23. 36. “...so dass dasselbe Urbild und Abbild zugleich wäre” (ZELLER, E.: o. c., II-2; p. 294). 37. Cfr. id., p. 295.
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pectivas —esto es: la perspectiva del sujeto de atribuciones y de cambio— arroja como resultado una unidad diferenciada, específica y concreta: no hay VXYQRORQ si lo que se tiene en mente es una idea platónica de corte general. Con arreglo a la singularidad de las cosas, forma y materia en conjunción descartan de todo punto la posibilidad de ser universales. Todo universal, de hecho, es una sustancia segunda, predicada de la sustancia de un modo derivado38. Así las cosas, el sujeto físico se ha de identificar con la RXMVLYD. Y para Aristóteles sería un error no llevar a cabo esa identificación, según se puede deducir, por el hecho de que el sujeto no sea simple, sino compuesto de materia y forma39. Ya se ha dicho antes que el concepto de identidad no se riñe con la variabilidad propia del devenir, y que por tanto, la composición de las partes no impide la identidad de la sustancia. Si esto es así, es oportuno ver que la composición de la sustancia no corre en detrimento de la identidad del individuo, a no ser que se presuma a priori que toda identidad es formal —es decir, platónica— así como que toda materia distorsiona la simplicidad formal de una sustancia. La tesis no ha dejado de tener eco entre algunos comentadores de Aristóteles. Pero de prestar oídos a esta idea, deberíamos suponer que la composición corpórea, por el hecho de ser tal, rompe con la identidad ideal de un sujeto, en la que consecuentemente, no podrían entrar las partes de la sustancia. El mantenimiento de esta tesis carga con ciertas dificultades. Si se quiere ser fiel a doctrina que Aristóteles mantiene en otros lugares, la identidad que destaca Z 6, esto es, la identidad real del sujeto compuesto, debería conjugarse con la potencialidad de las cosas, que sigue haciendo viable esa identificación y que no necesita, por tanto, de identidades ideales que la materialidad de los individuos corpóreos amenace romper. Así pues, si la potencia no se separa de la identidad de un sujeto, es lógico que no se separen a su vez las partes. En esa dirección dirige sus esfuerzos Aristóteles. Éste desea integrar en la sustancia no sólo la potencia, sino también el efecto propio de la potencia que es el cambio. Para él, el cambio reside también en el núcleo de la sustancia. Por cambio, más que la actuación del movimiento mismo, entiéndase aquí la posibilidad de dar lugar a una modificación, es decir, la potencia en sentido estricto. Esta posibilidad se podría describir en otros términos. Se trata de una cierta 38. Cfr. Z 13. 39. Cfr. FREDE, M.; PATZIG, G.: Aristoteles 'Metahpysik Z'. Text, Übersetzung und Kommentar, Beck, München, 1988, vol. II, p. 36.
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inestabilidad interna (HMQHYUJHLD), que desemboca tendencialmente en un movimiento (GXYQDPL) que, como efecto, origina una nueva realidad40. Tanto GXYQDPL como HMQHYUJHLD surgen en Aristóteles en correlación con el par materia-forma, del que no son físicamente escindibles. En la sustancia natural, forma y materia están siempre abiertas a la posibilidad del cambio, y eso supone aceptar la inestabilidad y la corrección pertinente de la forma en función del fin41. Tenemos así esbozada una presentación del cosmos en términos realistas, es decir, fundada en el principio de contradicción. Aristóteles ha salvado el peligroso problema del cambio acogiéndose a la universalidad de este principio, que afecta a cada móvil sin dejar que se quiebre su unidad. Se ha dicho antes, a tal fin, que el principio de contradicción preserva la unidad de la sustancia. Pues bien, de la misma manera ocurre con la distinción de materia y forma. Materia y forma se integran en una sustancia aviniéndose al cambio, que, como es posible observar, presta al cosmos un sentido de inestabilidad. Con el cambio, parece que la identidad de la sustancia está llamada a ser corregida de continuo. Sobre esta base, en la que todo cuerpo está llamado a moverse, se puede apreciar que la potencia que llamo original, es decir, la composición misma del ente, establece un puente entre la causa hilemórfica —la interacción de materia y forma— y la causa eficiente sin abandonar el plano de la esencia primera, a la cual estas dimensiones se reducen. Por tanto, si hemos de ser coherentes con lo anterior, el cambio no perturba el sentido y la cohesión de la sustancia. Es más, en todo caso hacen que esa unidad se refuerce con el paso del tiempo. Según esto, a toda esencia compete la ejecución de actos que contribuyan a su perfección y la prolonguen temporalmente. Así pues, aunque parece estar discutido qué tipo de acto supone la HMQHYUJHLD42 para la sustancia, parece estar fuera de toda duda que el par HMQHYUJHLDGXYQDPL atraviesan internamente a materia y forma43. Tal y como se puede apreciar, la potencia originaria no es un término empleado directamente por Aristóteles, sino más bien, un concepto con el
40. De gen. et corr. I 5, 320a 13. 41. De hecho, la materia prima como sentido originario de la materia es un sujeto de cambio. 42. Cfr. GRAESER, A.: o. c., p. 221. Vid. también el estudio de YEPES, R.: La doctrina del acto en Aristóteles, Eunsa, Pamplona, 1993. 43. Cfr. H, 2; De An. B 2, 414a 16.
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que pretendo elucidar metódicamente sentidos diversos de la potencia44. Las dos vertientes en que, por ahora, este término se concibe son: (a) la determinación de una estructura compositiva, reflejada en la división de esencia primera y segunda, y (b) la posibilidad de dar lugar al movimiento45. Materia y forma entrarían en este cuadro como ejemplo paradigmático de lo que dicha estructura significa en el mundo natural, y serán tratadas más adelante. Además, hay que advertir de la falsa suposición de que la materia es esencia segunda. A tal efecto, Aristóteles se ocupará de mostrar que ésta es estrictamente sustancia. Por otra parte, también veremos que, frente al término griego empleado por él para designar al compuesto, VXYQRORQ, la noción de X-SRNHLYPHQRQ se orienta más bien a la explicación física del cambio. Podría decirse que el primero posee una connotación ontológica, y el segundo —si se quiere—, una connotación cosmológica, aunque uno y otro han de tratarse aún.
2.2. Acerca de los principios esenciales de la sustancia a) La actuación integradora de la potencia. La pertenencia de las partes al concreto Una vez nos hemos ocupado de la naturaleza del sujeto en sentido amplio, aquí definido como potencia original, conviene tratar en qué sentido materia y forma son sujeto de una composición posterior: la composición de sustancia y accidentes. Al igual que Platón, Aristóteles considera que la forma y la materia no son términos opuestos. En este sentido, cabe destacar que la relación entre la materia y la forma no es puramente negativa46, ni una y otra inhieren como agentes contrarios en la sustancia. A la materia, de la cual se dice en Z que es predicada la forma, no le corresponde un vago no-ser, y en cambio, a la forma el ser. Ningún indicio apoya la existencia de una 44. Por otra parte, la analogía aristotélica justifica la síntesis de conceptos diversos a través de la búsqueda de características comunes a muchos individuos (vid. RAMÍREZ, S. M.: Opera omnia, t. 2/1-4: De Analogia, Instituto de Filosofía ‘Luis Vives’, Madrid, 1970). 45. Cfr. ∆ 12, 1020a 4-6. Vid. GÓMEZ CABRALES, L.: El poder y lo posible, Eunsa, Pamplona, 1989. 46. Cfr. ZELLER, E.: II-2, o. c. p. 315.
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porción de no-ser de la materia como contrapartida a un hipotético ser de la forma, tal y como podría creerse desde una perspectiva presocrática. La solución al problema de la nada y el ser de los antiguos no se logra mediante la oposición de ambos co-principios, sino, entre otros medios, a través de la noción de potencia. Todo lo que está en potencia, lo que no es o todavía no puede ser tenido como una realidad, según Aristóteles emana gracias al acto y recibe de él su significación: Sócrates músico presupone la existencia actual de Sócrates, el cual, en cuanto acto primero, extiende su actividad a las demás potencias, las cuales resultan activadas y en ese sentido, se dicen sujetos de ésta. A su vez, el hombre que no fue educado sólo puede surgir del que es educable, que en términos concretos se aplica a quien puede aprovechar las lecciones de un maestro. Mediante la actualización de una potencia se genera una diferencia entre una forma posterior y otra precedente. La nueva forma, según Aristóteles, está preconizada en la situación de la sustancia anterior al cambio47. De modo que, en un análisis pormenorizado de la situación de una sustancia en presente, se podrían atisbar sus posibilidades de futuro48. Ahora bien, anticipar esas posibilidades no es una tarea fácil, pues es preciso desvelar el sujeto que manifiesta dicha predisposición al cambio y conocer las condiciones reales en que la sustancia se encuentra ocasionalmente, esto es, las circunstancias concretas del individuo o accidentes49. En esa pregunta por la esencia, por tanto, se pide cuentas al ser de lo que una sustancia puede suponer en el futuro teniendo presente su naturaleza actual, y, si esa respuesta es posible, se confirmará que el ser de las cosas se da al intelecto como es. Pero todo ese discurso acerca de las posibilidades de los entes presupone la noción de potencia. La potencia es el sentido más directo de la noción de sujeto. En cierto sentido, ésta entra en el ámbito de la esencia por medio de la materia, la cual se compone con la forma según la virtualidad específica de la potencia. Para Aristóteles, la materia es aquello
47. Cfr. B, 4, 999b 5. 48. Un instrumento cortante servirá a su función tanto como su materia esté preparada para ella (cfr. De Anima, B 1, 412b 10 ss). La pura potencia que da lugar al cambio se basa sobre unas condiciones actuales que lo permiten. Sobre esto vid. LISKE, M.-T.: Aristoteles und der aristotelische Essentialismus, Karl Alber, Freiburg/München, 1985, p. 214. 49. “Si el ens per accidens es aquél cuya afirmación no se encuentra exigida por el análisis de la sustancia, ¿qué es lo que fundamenta tal predicación?” (MELENDO, T.: Ontología de los opuestos, Eunsa, Pamplona, 1982, p. 76).
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que destacaba H. Happ50, en un estudio amplio y minucioso de la Física de Aristóteles, como un núcleo original (sujeto) susceptible de atraer contrarios sobre sí, y por tanto, de ser modificado y alterado por su acción. Los contrarios se acercan a la sustancia y modifican el conjunto de sus propiedades, en las que es difícil separar lo que tradicionalmente se entiende por necesario, frente a lo contingente. Pero si la sustancia, a través de esa receptividad potecial de contrarios atrae a éstos hacia sí, da la impresión de que la materia no los tiene de suyo, pues éstos advienen a ella como algo añadido a su ser. Clásicamente, los accidentes se han entendido como formas, y no como porciones de materia. Los contrarios se han entendido igualmente como modificaciones de la forma. Pero ciertamente, es posible decir que la materia carece de contrarios porque éstos inhieren en la sustancia según el modo de lo contingente, y frente a ellos, la materia no es un elemento prescindible. Sin ir más lejos, no cabe pensar en seres cosmológicos carentes de materia. Así, el sentido de la potencia que vincula la materia a su forma muestra —en otra vertiente— que la intervención de los opuestos afecta a forma y materia por igual, por más que los opuestos sean propiedades derivadas de la inestabilidad ínsita a todo lo corporal, y, en consecuencia, la materia sea como su condición de posibilidad51. Esta es la razón por la que, en último término, forma y materia conforman en igual medida el sujeto ontológico52. A diferencia de la materia, la forma es aquello que añade su modo de ser a una cosa y le confiere sus cualidades internas53. Para la tradición aristotélica, es clara la correlación —que aparece a lo largo de los escritos de Aristóteles—, entre la potencia y la materia, de un lado, y el acto y la forma, de otro. De otro modo resultaría complicado entender que hay una composición, y que esa composición da lugar a una estructura de la que termina por destacarse un sujeto. Se debe decir que dicha correlación entre dos dualidades (materia-forma y potencia-acto) está en la base de todo proceso de cambio. Así, todo lo que cambia hacia otra forma halla su 50. Cfr. HAPP, H.: Hyle. Studien zum aristotlischen Materie-Begriff, Walter de Gruyter, Berlin, 1971, pp. 281 y ss. 51. Si bien, los opuestos se definen como “la contradicción y los contrarios”, pero también por los extremos “desde los cuales y hacia los cuales van las generaciones y las corrupciones” (∆ 10, 1018a 20-22). 52. “Das der prädicativen Aussage Zugrundeliegende ist nicht bloß das logische Subjekt, sondern auch das ontologisch Frühere, in dem die Akzidentien ihren Seinsbestand besitzen” (MEYER, H.: Thomas von Aquin, Peter Henstein, Bonn, 1938, p. 66). 53. Cfr. id., p. 67.
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potencialidad, es decir, la propia capacidad de cambio, en la plasticidad de la materia. Se percibe que la materia es dócil a ese cambio, y de ese modo, se logra concebir que el movimiento tenga cabida en la naturaleza. Esto es perceptible tan pronto como la materia deja sentir sobre sí el influjo desestabilizador de los contrarios. Este influjo y esa desestabilización corren siempre del lado de la potencia, que es el eje de estos procesos y que en realidad, no es más que un modo en que es comprensible la sustancia. Pero es un modo que tiene un orden y que se da bajo ciertas reglas. P. ej., cabe notar que el modo como materia y forma se imbrican no es de mera yuxtaposición. Aristóteles advierte que la naturaleza concreta de una cosa no se compone de materia y forma como de partes añadidas, es decir, según el modo de ser de lo artificial. Si materia y forma son inseparables, es inapropiado considerar un compuesto como la suma de un conjunto de cosas que simplemente se agregan54. La mera suma o agregación de materia y de forma, por tanto, no da lugar a ninguna composición de la que pueda emerger un sujeto. La forma es sin duda relevante. Pero conferirle una importancia exagerada o acentuar excesivamente su papel puede provocar algún contratiempo. Para entender acertadamente cómo se compone una sustancia, no es bueno privilegiar a alguna de sus partes. Así pues, una sustancia no es un agregado de partes, pero tampoco lo es como un conjunto en que una de ellas está privilegiada. Lo que se quiere decir es que, tanto la materia como la forma, tienen su importancia en la constitución de la sustancia y que todo ello está regulado por la potencia. A tenor de los análisis de Tugendhat, en Z 10-11 se muestra de modo suficiente que la sustancia (RXMVLYD) no puede ser una forma de modo exclusivo (HL?GR), porque la sustancia tiene partes, y cada una de las partes de la sustancia es variable —podría no ser lo que es—. Así pues, el esquema de la sustancia no es el de un núcleo formal al cual se añade una materia, tal y como se dice. Más bien, convendría pensar que la sustancia misma está materializada esencialmente, y que la forma sin la materia no es un ente viable. Se debe añadir que todo esto no impide la definición. La definición, que se lleva a cabo buscando diferencias esenciales, permite discernir en la sustancia lo contingente y lo necesario. Si al margen de esto, sabemos que la sustancia no es un agregado de partes superpuestas, y que la composi54. “Daß Materie und Form aufeinander hingeordnet sind und niemals getrennt voneinander existieren können, sondern nur als Bestandteile des Kompositums vorkommen, wird von Aristoteles immer wieder eigeschärft” (MEYER, H.: o. c., p. 68).
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ción de materia y forma no impide la identidad sustancial de cada cosa, debe existir una línea divisoria entre lo que es esencial y accidental a cada ente55. La línea divisoria se basa, justamente, en la cohesión interna de las partes esenciales, es decir, de materia y forma. Sea clara o no, la línea divisoria existe o en realidad, la distinción entre una y otra no tendría sentido. En este contexto, cabe decir que forma y materia son el núcleo de la sustancia, y todo lo demás a que aquí se hace referencia —comenzando por la participación de los opuestos— sería posterior56. Sin ir más lejos, con esto es posible decir que la serie de contrarios no concierne a la propia esencia, y en consecuencia, que éstos no deben incluirse en la definición. En esencia, es oportuno extraer que materia y forma se relacionan íntima e internamente, y no externa, contingente o coyunturalmente. De ahí que su unión sea importantísima para que se pueda hablar de un compuesto físico.
b) La composición vista desde la pregunta por la esencia. La relevancia de la forma Una vez que los contrarios son separados del núcleo de la esencia, y si, al margen de estos, se toma la potencia como elemento de integración de la esencia, se debe pasar revista al modo en que la esencia de la sustancia se compone. Buscando una respuesta adecuada a esta cuestión, la pregunta que podría servirnos de guía se podría formular así: ¿cómo se componen materia y forma? O bien, en términos específicos, ¿qué es “estar en un sujeto” cuando esto atañe a forma y materia por separado? ¿Tiene la esencia algo que ver con esto? ¿A qué le corresponde, en rigor, “estar en un sujeto” cuando Aristóteles menciona que la sustancia es aquello “que no se dice de un sujeto, pero de lo que se dicen las demás cosas”?57 Son cuestiones en apariencia distintas, pero mutuamente dependientes. Por de pronto, tal y como Aristóteles nos hace ver, se puede presumir que estas preguntas apuntan a una cuestión en parte gramatical y en parte ontológica. Qué es estar compuesto de materia y forma, por una parte, y qué es estar en un sujeto, por otra. Pero la cuestión no se queda 55. Otra cuestión es que esa línea nos resulte —ya desde un punto de vista experiencial— más o menos clara. 56. Aunque no necesariamente secundario, como es el caso p. ej. de las facultades más altas. 57. Z, 3, 1029a 8-9.
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ahí. Lo que con esas demandas se plantea, en el fondo, es una pregunta al núcleo mismo de la realidad ontológica, es decir, al corazón mismo de la sustancia. La cual, como es obvio, está representada en la realidad física por la RXMVLYD. Así, la cuestión de la materia y la se retrotrae a la pregunta por la esencia, y cabe suponer que su aclaración traerá consigo el esclarecimiento de sus relaciones mutuas. La esencia es, una vez más, lo que late a este planteamiento. De ella ha afirmado P. Ricoeur que es el objeto de todas las investigaciones de la Metafísica, pues parece que todo gira a su alrededor58. Es por tanto, la RXMVLYD la que es directamente preguntada en esta investigación. Pero la pregunta por la RXMVLYD interroga por un por qué. De modo general, a la pregunta acerca del por qué de una cosa o una realidad caben diversas respuestas. Aristóteles une la respuesta de ese tipo de inquisiciones al hallazgo de las causas reales de las cosas59. Con la respuesta a preguntas de ese tipo, esto es, a preguntas formuladas mediante un “por qué”, Aristóteles intenta resolver una serie de interrogantes que se habían planteado previamente, muchos de los cuales —según la opinión de Graeser60— no están tratados en sus escritos sobre las Categorías, y parece que la respuesta a estas cuestiones quedó, en cierta manera, en suspenso. Así, en las Categorías se habría introducido la diferencia entre el “ser dicho de algo como sujeto” y “estar en un sujeto”61 como la diferencia entre “qué es algo” y “en qué consiste ser o estar [subsistiendo] en algo”. Pero parece que la pregunta no fue directamente respondida. Por otro lado, y a pesar de las apariencias, se advierte que ésta no es sin más una pregunta de orden lingüístico o epistemológico, sino más bien, una pregunta por la naturaleza de la RXMVLYD y una indagación determinante de cara al futuro desarrollo de la filosofía62. En definitiva, parece tratarse de la clarificación de cuestiones que apelan al interior de la cosa misma y exigen, en consecuencia, la elaboración de un concepto muy refinado de sustancia. No parece ser tan fácil, ni tan andadero, el camino que conduce a los verdaderos porqués de la realidad si la RXMVLYD no se conoce en profundidad. 58. Cfr. RICOEUR, P.: Être, essence et substance chez Platon et Aristotle, París, C.D.U., 1971, p. 111. 59. Cfr. A, 1. 60. Cfr. GRAESER, A.: o. c., p. 217. 61. Cfr. GRAESER, A.: o. c., p. 211. 62. “Dabei ist für moderne Begriffe der Gesichtpunkt entscheidend, daß sie bei der Konstitution von substantiellen Dingen eine wirkliche Rolle spielen” (GRAESER, A.: o. c., p. 218).
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La tarea y el rumbo es, por consiguiente, conocer más acerca de la RXMVLYD. Es de destacar que, en una de sus primeras obras, Aristóteles se propuso tratar la “forma embebida de materia”, un objeto que es asequible a todos por experiencia y sobre el que a continuación, la mente pasa a elaborar un concepto. Según observó W. Jaeger, la preocupación de Aristóteles en sus primeras obras es desentrañar la naturaleza en el contexto de su forma63, trazando, por así decir, un mapa del universo animado por la forma. Se trataba casi de un programa fenomenológico: según Jaeger, la intención original de Aristóteles era dejar ser a la forma tal como se aparece. La tesis es que todo fenómeno natural dado a nuestra observación posee una cierta forma bajo la cual nos resulta perceptible. La indagación sobre esa forma proporcionaría rudimentos de base en el mundo natural, y representaría —a objeto de lo que nos interesa aquí— un acceso al corazón mismo de la sustancia64. Pero salta la vista que la forma en sí no es una descripción suficiente de la realidad. El problema es, en suma, que si se trata de dejar ser a la cosa tal como se nos aparece, se ha mitigar cualquier eco de generalidad, y lograr definir la RXMVLYD de un modo concreto. Si estamos preguntando qué es la esencia, en rigor es preciso imbuirse completamente en el individuo. Por una parte, aquí se ha mantenido que ha de haber una línea divisoria que señale los límites entre lo sustancial y lo accidental, pero por otra, esa división no nos es siempre suficientemente clara. Sobre esta base, tendemos a manifestar comúnmente que la sustancia real incluye también a los términos concretos y accidentales, como si en realidad, lo que estuviese en juego a la hora de definir fuera la precisión de la definición misma, o quizá, su condición de posibilidad. De ahí lo difícil de elaborar una definición sin hacer acepción entre rasgos esenciales y accidentales. A decir verdad, si es cierto que la mención a la cuestión de los límites está justificada, y que se debe tener en cuenta a la hora de definir, se debe reconocer que la división no es siempre eficaz. Cierto que a efectos teóricos, interesa dejar al margen la sustancia completa, es decir, la que incluye en sí a los accidentes y demás afecciones del ente. Este es, por otra parte, el método empleado por Aristóteles cuando se propone indagar acerca de la sustancia en sí misma65, haciendo distinción de las cualidades hasta com63. Vid. W. JAEGER: Aristóteles. Bases para la historia de su desarrollo intelectual, tr. de J. Gaos, FCE, México, 1946. 64. Cfr. Part. Animal., I, 5, 644b 22. 65. Vid. a modo de ejemplo, Θ 1, 1045b 27-32 ó Z, 1, 1028a 31-36.
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probar en qué grado inhieren en la sustancia. En este sentido, el problema queda abierto como tal. Es claro, por tanto, que el estudio de la esencia tiene algunos requisitos. Aristóteles busca indicios de esa separación metódica entre lo que es sustancial y lo que no, o bien, entre lo que puede ser de diversos modos y lo que es de modo necesario. Por eso, una vez descartada la importancia de los contrarios en lo que se refiere a la esencia, Aristóteles se propone reforzar la preeminencia de la sustancia. A tal fin, busca razones que acrisolen la tesis de que la sustancia es anterior y más importante que las cualidades, que son propiedades de orden secundario. En este contexto, conviene recoger o esquematizar las ideas aristotélicas, pues son muchos los argumentos a favor que salen a relucir en la Metafísica. A tal fin, podrían ayudar tres características que W. D. Ross observó al respecto: 1) La sustancia puede ostentar una existencia separada, mientras que las otras categorías no. Lo cual no significa que la sustancia pueda existir sin ellas, sino que las otras no pueden existir sin la sustancia; 2) es anterior desde el punto de vista de la definición, pues para definir un individuo de otra categoría se hace preciso definir primeramente la sustancia; 3) por último, la sustancia es anterior desde el punto de vista del conocimiento. Como es claro, conocemos mejor una cosa cuando sabemos cómo es antes de conocer sus cualidades. De hecho, es lógico pensar que la pregunta por la sustancia no se refiere a las cualidades que la afectan, sino más bien, al preguntar sobre la cosa misma66. Pero la primacía de la sustancia se manifiesta en Aristóteles de muchas formas. Una de ellas es, p. ej., ésta: “de los demás categoremas, ninguno es separable, sino ella sola”67. La sustancia en sí misma, dotada de cierta autonomía en lo que se refiere a su eje central, cobra valor frente a los accidentes, que a diferencia de la sustancia no subsisten autónomamente ni por sí68, sino que son y se dicen de otro. Por eso, señala Aristóteles que creemos conocer mejor la sustancia cuando sabemos qué es, más que al oír de “su cualidad o de su cantidad o dónde está”69, que a tal efecto son cuestiones contingentes. En realidad, al saber qué es se desvela la esencia que la constituye y no hace falta añadir más.
66. Cfr. ROSS, W. D.: Aristóteles, 2ª ed., tr. de. D. F. Pró, Charcas, Buenos Aires, 1981, p. 238. 67. Z, 1, 1028a 33-34. 68. Cfr. RÖD, W.: Der Weg der Philosophie, vol. I, C. H. Beck, München, 1994, p. 156. 69. Z, 1, 1028a 37-38, 1028b 1.
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Lo accidental es un criterio que ayuda a deslindar propiedades ajenas a la esencia. Partiendo de la contingencia del accidente, se deduce la necesidad de la sustancia, un rasgo que a veces se manifiesta diciendo que la sustancia es una entidad autónoma. La autonomía es, en cualquier caso, un rasgo vinculado a la necesidad de la sustancia. En Z 3-5, cuando Aristóteles aborda el problema de la RXMVLYD, se supone y expresa dicha autonomía, la cual merece una contextualización amplia y una explicación detallada. Pues así como dicha prevalecencia sobre las cualidades es patente, se parte también del hecho de que la sustancia es un WRWLY HMQHL?QDL, esto es, una sustancia individual. En efecto, también hay que tener esto en cuenta cuando se habla de la primacía de la sustancia en términos abstractos70. La autonomía de la sustancia es inseparable de su ser individual. Sobre esta base, Tugendhat entiende que los términos X-SRNHLYPHQRQ y WR WLY HMQ HL?QDL representan las dos caras de la sustancia que Aristóteles se propone elucidar. El primero de ellos se refiere al sujeto que subyace a un cambio, y el segundo, a la propia particularidad de un individuo. Y es que la sustancia que ahora es el caso es compuesta, y su composición da lugar a un VXYQRORQ concreto, es decir, a un individuo. El VXYQRORQ representa, a tal efecto, la estructura final del singular que resulta individuado en un contexto formal. En el umbral de esa particularización, podría decirse que la materia es lo que resulta formalizado, mientras que el formalizante es la esencia misma de la cosa, o si se prefiere, la forma. Lo interesante de esto es que el WRWLY HMQHL?QDL, como se acaba de señalar, no supone un nuevo sentido de la RXMVLYD —como un aspecto más en que sería desdoblable la sustancia—, sino que, bien entendido, viene a ser su presencia (HL?GR), o bien, en otro modo de verlo, la ratificación de que la forma se hace presente en la composición. Por insólita que pueda parecer la introducción y el uso del término ‘presencia’ —ajena a la jerga de Aristóteles—, ésa sería —según Tugendhat— la raíz de la propia autonomía. La autonomía de la sustancia vendría a ser presencial. La sustancia primera, sería, gracias a la presencia, una fuente de autenticidad. En último término, esta 70. Frente a los conceptos, que son universales y de los cuales no hay generación o corrupción posibles, Aristóteles enseña que las sustancias se generan y se corrompen como todo lo que está particularizado. Esta es, sin lugar a dudas, la base de su crítica a la doctrina de las ideas. En su perspectiva, es claro p. ej., que no se genera la esencia de casa, sino la de esta casa particular (cfr. Z 15, 1039a 23-28), esto es, la casa tal y como está dada a nuestros sentidos. Por tanto, la sustancia no sólo es autónoma, sino que es también individual y —en tanto que ubicada en un espacio y tiempo concretos— es claro que es irremplazable por otra casa ideal.
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presencia expresaría la implantación de un HL?GR que dimensiona formalmente la materia y da origen a una sustancia particular71. En efecto, sin el concurso de la forma, o en todo caso, a sus expensas, la realización concreta de la materia no es posible. Aristóteles parece subrayar esa idea al escribir que la forma “es anterior a la materia y más ente que ella”72. Se está procurando esclarecer qué es la esencia, y han surgido ya algunas de sus peculiaridades. El examen de la sustancia nos ha remitido a la singularidad de los entes y a su autonomía en cuanto RXMVLYD. Pero a esto cabe matizar algo. En los modos aristotélicos de expresar la autonomía o primacía de la sustancia no está implícito que dicha autonomía sea separable, es decir, que la forma pueda retraerse, imponerse o desgajarse del compuesto. La autonomía de la que se habla aquí se refiere siempre al compuesto, del que es expresión p. ej., esta casa o la propia sabiduría de Sócrates, y no a la forma misma. Esta clave permite la interpretación correcta de ese pasaje en que se asegura que la forma tiene mayor entidad que la materia. Si se piensa así, se percibe que la esencia (WRWLY HMQ HL?QDL) no representa un nuevo sentido de la palabra sustancia (RXMVLYD), sino que, usando esa nueva jerga, se trata más bien de su presencia (HL?GR) en la materia de modo natural. Por esa razón, se ha de insistir en que sería un error notable desligar dicha autonomía de la sustancia de un entorno material, o afirmar la independencia de la forma en los seres materiales sobre la base de que son inferiores en perfección o de que la materia es secundaria. Conocer el sentido real de la autonomía requiere, en último término, una noción de forma más acorde con la física y la psicología aristotélicas. Como se sabe, la psicología y la física están en estrecha dependencia de la materia. En la física, si algo es claro, es que la forma como HL?GR no se desconecta de la temporalidad del acaecer o del instante. Los instantes, esto es, el ‘aquí’ y ‘ahora’ en que cada sustancia acontece exigen la presencia de la forma en un espacio y un tiempo dados, es decir, en un espacio y tiempo vinculados a la materia. De ese modo, la física de Aristóteles entiende desacertada la separación fáctica de los aspectos formales y materiales del tiempo y del espacio, como si de algún modo desconocido, éstos supusieran partes heterogéneas. Pero como se sabe, la 71. Cfr. TUGENDHAT, E.: “Ti kata tinos”. Eine Untersuchung zu Struktur und Ursprung aristotelischer Grundbegriffe, 2ª ed., Alber, Freiburg, 1968, p. 69. 72. Z, 3, 1029a 5-7. Si bien, Aristóteles se refiere aquí a la especie, más que a la forma de la composición, por lo que dicha prevalecencia o autonomía merece algunas matizaciones.
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forma aristotélica no se desvincula de la temporalidad. Por eso, más que un ente proyectado hacia el futuro y sin conexión con el instante aristotélico, el HL?GR formal constituye el presente temporal de la sustancia. La esencia de cada ente tiene un fuerte sentido temporal en cuanto está vinculada a la materia. Así lo ha señalado, a su vez, la crítica. Para los intérpretes de Aristóteles, cada sustancia es ahora y en cada momento lo determinado por un HL?GR formalizado, esto es, por esos rasgos que es posible apreciar cuando observamos un VXYQRORQ concreto73. Prueba de todo lo anterior es que, en la Física, se aplica el concepto de sustancia a todo lo que es individual, posesor de cierta permanencia y está firmemente anclado a la temporalidad74. Ahora bien, hay que avanzar que este modo de pensar evoluciona con el paso del tiempo. Así, mientras en las Categorías estos seres se llaman sustancias en sentido primario75, en la Metafísica, en cambio, no76. Como es natural, no lo hace por cambiar su modo de pensar. Más bien, en la Metafísica se percibe un intento de aglutinar en el ámbito de lo primero, o de lo que es central a otro tipo de sustancias. Entre éstas estaría Dios o incluso, la esencia conceptual de una cosa concreta77, que también deberá ser tenida como sustancia en sentido genuino78. Como es lógico, tanto Dios como el sentido de universal de la esencia no tienen dependencia respecto del espacio y el tiempo, pues son esencialmente inmateriales. Se observa así que el sentido en que Aristóteles aplica el concepto de sustancia es amplio, polifacético y fun-
73. El examen acerca del papel de la forma en la composición persigue la clarificación de la causa formal de los entes. Para algunos autores —que abogan por la autonomía de la forma a expensas de la materialidad—, la causa formal no se puede relegar al nivel del resto de las causas, sino que tiene que ser destacada y elevada a la categoría de causa ontogenética de la sustancia, por ser aquella causa que aúna y resume la capacidad generativa de la RXMVLYD. O sea, lo que vendría a resultar es que la causa formal es principio de la multiplicidad DMUFKY. “Auf einen ähnlichen Zusammenhang läßt sich die Bezeichnung des HL?GRals DMUFKY beziehen, wenn die causa formalis nicht gleichrangig in die Pluralität der vier DLMWLYDL eingeordnet wird. Da die DMUFKY das vereinigende Prinzip der hyletischen Mannigfaltigkeit sein soll, das, was die X-OK allererst zu einem Etwas und Einem macht, bietet sich an, das Ergebnis von Z 17 mit der Aussage von Z 13 zu verbinden, derzufolge das, dessen RXMVLYD und WLY HMQHL?QDLH-Q, selbst H-Q ist (1038b 14/15)” (STEINFATH, H.: Selbständigkeit und Einfachheit, Anton Hein, Berlin, 1991, p. 195). 74. Cfr. Phys. ∆ 12, 221b 3-7. 75. Cfr. Cat. 2a 11-12, b6. 76. Cfr. Z, 7, 1032b 1-2. 77. Cfr. ∆ 8, 1017b 25-26. 78. Para todo lo cual, vid. GRAESER, A.: o. c., p. 213.
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cional, por diversas razones de índole interna que no se pueden ver ahora79. Sin embargo, esto no impide que lo primero que sea nombrado RXMVLYD en la Metafísica sea la sustancia natural80. Aristóteles lo hace justamente al abordar la definición de los términos filosóficos más comunes. Según expresa, “la Tierra, el Fuego, el Agua y todas las cosas semejantes”81 se llaman sustancia porque no se predican de un sujeto, o en rigor, no son entidades dependientes de otras. A esto es a lo que, en cierto sentido, debemos llamar esencia, porque las esencias de los entes no son nada al margen de las condiciones en que traban contacto con la materia en que se dan. En consecuencia, contrariamente a la suposición de que la sustancia es algo simple e independiente, se repite en ∆ —el lugar del que procede la cita anterior— aquello expresado en los primeros compases de Z. Según se manifiesta ahora, sustancia es todo aquello que, en lugar de predicarse de un sujeto, es por sí mismo, o también, aquello que no manifiesta una relación de dependencia con referencia a otra entidad anterior. De donde se sabe que es sustancial todo lo que es primero en sentido entitativo, es decir, aquello no dependiente o no derivado de otro algo de orden superior82. En este contexto, de nuevo resulta sintomático que se llame RXMVLYD en primer lugar a lo que goza de cierta composición, y después, a la esencia, que se presenta como “sustancia de cada cosa”83 en un sentido distinto. Al parecer, cabe deducir que el primer sentido del sujeto es la composición y que la esencia de los seres particulares está llamada a componerse con una serie de propiedades. Es curioso, por tanto, que cuando se intenta poner coto a la esencia (o definirla), salen a relucir toda una gama de matices que están en la órbita de la cosmología.
79. “Diese Inkonzinitäten sind gravierend. Sie erklären sich vielleicht daher, daß Aristoteles einerseits die platonische Annahme der Existenz von Universalien vermeiden wollte, andererseits jedoch der Forderung nach Definierbarkeit der Wesen Rechnung tragen mußte” (GRAESER, A., o. c., p. 213). 80. “Al parecer, donde más claramente se da la Substancia es en los cuerpos” (Z 2, 1028b 8-9). 81. ∆ 8, 1017b 10-11. 82. “Se llama sustancia lo que no se predica de un sujeto; pero el universal se dice siempre de algún sujeto” (Z, 13, 1038b 15-16). 83. ∆ 8, 1017b 22.
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2.3. Análisis de la función de materia en el compuesto Aquí nos estamos interrogando por el quid de la sustancia, en la que la potencia, de un modo, y la forma, de otro, juegan un papel trascendental. Pero esta posición se debe conjugar con otra circunstancia. Básicamente, como hemos tenido ocasión de ver, aquello que Aristóteles tiene en mente al tratar del mundo natural es qué puede ser sustancia. La cuestión que está sobre la mesa es cómo concebir la sustancia natural que éste ha ejemplificado con elementos tales como la Tierra, el Fuego o el Aire. Pero en una perspectiva más simple, es posible retrotraer esta cuestión a cómo es posible la composición de los entes reales, ya que por nuestra parte, si no somos capaces de explicar la primacía de la forma y la materia sobre los accidentes y propiedades, difícilmente nos aprovecharán avances tan significativos como el de la realización de los entes en sentido individual84, lo cual permite hablar, tal y como se ha visto, de cierta autonomía sobre éstos. El individuo es, como se ha dicho, el pilar básico en la defensa que hace Aristóteles de la realidad85. En el individuo o VXYQRORQ concreto, es posible ver que el sujeto se identifica con la RXMVLYD como aquello que está debajo o supuesto en cada naturaleza. Así, en cada individuo hay una realidad subyacente que explica una gran cantidad de cosas. Esto no es más que la noción de sujeto como un sentido principal de la sustancia, como bien se muestra a lo largo de Z 3. En este contexto, Aristóteles es conocedor de que sus predecesores, al hacerse la pregunta por la RXMVLYD se interrogaron realmente por aquello que permanece y queda inalterado en cada cambio. Ellos dirigieron una pregunta por aquello que, según la expresión de los comentadores alemanes, es Zugrundeliegende86, a saber, algo que está debajo de las cosas y las fundamenta de forma permanente. Queriendo dar respuesta a sus predecesores, en la Física, Aristóteles encuentra este sujeto en la materia, y lo desarrolla posteriormente en la Metafísica. Como es natural, es indiscutible que la materia es sujeto en sentido propio. Pero antes de acometer el estudio de la materia como sujeto, es preciso advertir nuevamente que materia y forma son coprincipios esenciales mutuamente requeridos. Si bien el modo de ser sujeto 84. Cfr. Z, 16, 1042b 23 y ss. 85. Cfr. GARAY, J.: Los sentidos de la forma en Aristóteles, Eunsa, Pamplona, 1987, pp. 168 y ss. 86. Literalmente: aquello que permanece en el fondo.
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que tiene cada uno de ellos es notablemente distinto. A tal fin, la analogía permite decir que la forma es sujeto de un modo, y la materia de otro, sin que se pueda suponer que esa relación es, a todo trance, unilateral. Para ilustrarlo, analizaré sucintamente el caso de materia y forma por separado. Como ha observado W. D. Ross, la forma es idéntica en todos los individuos de una misma especie, si bien no es ella la que individúa, sino que es la materia quien lo hace87. De ese modo, en toda la serie de individuos de la clase A, es posible observar que la forma original se hace a cada uno de los particulares A(n) sin perder en modo alguno el contenido original de la especie. Así, es posible apreciar que el contenido de la forma no se reparte entre los particulares. No parece ser así, en cambio, en el caso de la materia, ya que ésta no es —según el mismo Aristóteles— un principio nítido de cognoscibilidad. Sabemos que la materia no se conoce con la misma claridad que la forma88, según se asevera en distintos pasajes. Además, se sabe que la pluralidad de las especies no reside en la materia informe, sino en la materia ya cualificada por una forma, y por tanto, en una cierta composición con otro89. Ni siquiera está claro en qué consiste realmente algo compuesto según materia si no tuviéramos a mano conceptos tan versátiles como los de potencia y acto, que permiten una descripción coherente del cambio y, similarmente, una cierta intuición del núcleo original de la materia (es decir, la materia prima). La incognoscibilidad de la materia hace que llegar a desentrañarla tal como es no sea una labor fácil, aunque por nuestra parte, debamos consagrarnos a ella.
87. Cfr. ∆ 6, 1016b 32; Z 8, 1034a 5-8; Z 10, 1035b 27-31. 88. “L’individu constitue donc pour Aristote un horizon d’inintigibilité (...) L’individuel étant situé hors de notre horizon intellectuel et étant par ailleurs la seule réalité existante, se pose inévitablement la question des rapports entre le logique et l’ontologique chez Aristote. Cette question soustend l’interprétation de nombreauz auteurs pensant restaurer la cohésion l’architectonique de la conception aristotélicienne en prêtant au Stagirite une thèse de l’individuation par la forme” (CASPAR, Ph.: L’individuation des êtres. Aristote, Leibniz et l’inmunologie contemporaine, Lethielleux, Paris, 1985, p. 100). 89. Cfr. ROSS, W. D.: Aristóteles, o. c., p. 244. Otra posibilidad para eludir esta dificultad consiste en atender a lo que Aristóteles sostiene en otros pasajes, según los cuales el individuo puede ser también conocido a través de la percepción, en el caso de los sensibles, y por intuición, en el caso de los inteligibles (cfr. Z, 10, 1036a 2-8). A este respecto, añade en que el conocimiento de las sustancias individuales no puede ser totalmente sustituido por el de los universales. Pero en ninguna parte aborda una teoría del conocimiento intuitivo, en la cual la función sea correlacionada con otras funciones que él asigna: el conocimiento de los primeros principios o el conocimiento de las esencias o sustancias simples (cfr. id., pp. 245-246).
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Queda patente la disimilitud de roles entre forma y materia. Pero lo pertinente ahora es atenerse a estos dos sentidos de la sustancia que confluyen en la composición. En esa confluencia, se subraya lo que forma y materia aportan conjuntamente al individuo, antes de tratar —como acabamos de hacer— lo que las distingue específicamente90. En aras de mayor claridad, se podrían formular algunas preguntas al respecto. ¿Qué presupuestos metafísicos encierra el VXYQRORQ? ¿Cómo es posible la composición, o bien, bajo qué condiciones la hallamos en el mundo físico? Para acometer estas preguntas, nada mejor que acudir directamente a las fuentes, pues es justamente Aristóteles quien se las plantea en los primeros compases de Z: “Y el sujeto es aquello de lo que se dicen las demás cosas, sin que él, por su parte, se diga de otra. Por eso tenemos que determinar en primer lugar su naturaleza; porque el sujeto primero parece ser sustancia en sumo grado. Como tal se menciona, el un sentido la materia, y, en otro, la forma, y, en tercer lugar, el compuesto de ambas (y llamo materia, por ejemplo, al bronce, y forma, a la figura visible, y compuesto de ambas, a la estatua como conjunto total); de suerte que, si la especie es anterior a la materia y más ente que ella, por la misma razón será también anterior al compuesto de ambas” (Z, 3, 1028b 36, 1029a 7).
Como se puede apreciar, el texto destaca que forma, materia y compuesto son sentidos distintos de la sustancia, aunque sabiendo que hay una puerta abierta para que la especie (LMGHYD) sea anterior a la sustancia, y por tanto, anterior también al VXYQRORQ. Pero en realidad, la respuesta a esa pregunta vendrá mucho después, cuando Aristóteles exponga en detalle la doctrina de las ideas con intención de rebatirla. Más relevante es ahora el hecho de que la tematización de esos tres sentidos confluye, como la última sentencia parece reflejar, en la comparación de la especie con el compuesto. Ciertamente, de esa comparación es posible esperar mucho. Singularmente, se debe esperar el esclarecimiento del carácter primario del compuesto, en que la materia tiene mucho que decir. En efecto, tras el pasaje anterior, todas las agujas están puestas para acometer un estudio más detenido del compuesto. De él se espera una explicación de la realidad material, del cambio, y de muchas expectativas a las que da lugar la sustancia. Para Ross, no cabe duda de que el compuesto es un sujeto de propiedades habilitado —como anteriormente se ha 90. Entre otras razones también, porque separadas no hay sustancia material.
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podido mostrar— por la potencia y el acto para el desempeño de sus funciones específicas. En este sentido, Ross se inclina por presentar al concreto individual, compuesto de materia y forma, como auténtico sujeto de propiedades91. Y esto, como es natural, en perjuicio de la forma, que según este punto de vista, no puede cargar autónomamente con las propiedades de un ente. Si la forma sola no puede ser sujeto de la sustancia, sino que precisa de la materia, y sabiendo que, como indeterminada, la materia es incognoscible, si queremos llegar al individuo será preciso tratar de afrontarla de la mejor manera posible. En la Física, la materia es lo que subyace debajo del compuesto, pero es preciso saber qué añade éste a la materia, o bien, qué diferencia media entre materia en sí misma —la materia prima— y la materia determinada. Ciertamente, la materia en sí es una entidad difícil, pues no tiene, por así decir, una representación externa al margen del ente determinado. En el comentario al pasaje que concluye en Z 3, 1029a 29 —inmediatamente siguiente al anterior—, donde Aristóteles se ocupa de extraer el conjunto de las propiedades de la sustancia, una por una, para llegar a la pura noción de materia, mantiene Ross que el razonamiento no se dirige a criticar la línea de pensamiento según la cual la materia es sustancia. Aristóteles ha terminado por concluir que, si se extraen todas las cualidades de un sujeto, parecerá que la materia es la única sustancia. A tal fin, Ross advierte que esta sentencia aristotélica no busca deslegitimar la materia. Como se dice, Aristóteles dice esto al término del proceso en el que, sobre la base de una cierta búsqueda del origen de la predicación atributiva, la extracción de propiedades o atributos se torna imposible92. Llevado a cabo dicho proceso de selección, de entre todos los candidatos que concurren a ser sustancia, al final queda únicamente la materia. Pero una materia especial, porque está desprendida de toda propiedad de la que —según se dice— habrá de predicarse la sustancia93, y que está realmente próxima a la noción de materia prima. Al fin, la selección y exclusión de candidatos ha arrojado aquello de lo cual nada se puede decir, pero que es, sin embargo, un fundamento (sujeto), entendido como base o soporte de otras entidades. El fundamento, 91. Vid. ROSS, W. D.: Aristotle´s Metaphysics, 2 vols., Clarendon Press, Oxford, 1966. 92. “Ahora bien, suprimida la longitud, la latitud y la profundidad, no vemos que quede nada, a no ser que haya algo delimitado por aquéllas” (Z 3, 1029a 17-19). 93. “Pues todas las demás cosas se predican de la sustancia, y ésta, de la materia” (Z, 3, 1029a 23-24).
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tomado en este caso como un reducto material sobre el que se opera el cambio de una forma a otra, detenta un parentesco cercano a lo que ha sido definido como sujeto. Como es sabido, esta característica coincide con la definición de sujeto situada al comienzo de Z 3. Allí se dice que el sujeto es aquello de lo que se predican todas las cosas, mientras que él, por su parte, no se predica de ninguna. Y esto es, justamente, lo que parece añadir la materia: eso de lo que se dicen las demás cosas porque presta a todas un sustrato y un referente propio. Así pues, para saber qué confiere la materia al compuesto, es preciso detenerse en la cualidad de sustentar atributos, esto es, de hacer al compuesto un sujeto complejo, en contraste con la simplicidad de la forma. Como sujeto, la materia tiene carácter sustancial. Si la sustancia tiene para Aristóteles un sentido real, es porque tiene un sentido individual: como se sabe, la materia es un principio de individuación. La individuación afecta a toda la sustancia. Ésta no se separa de la esencia, ni —como es obvio— del cuadro de la forma, como se lleva diciendo aquí, dado que —suo modo— la forma contribuye también a la singularización del individuo94. De hecho, si nos atenemos a los datos de que disponemos sobre la materia prima, parece que origina una materia existente separada, aunque de hecho no sea así. En realidad, la materia prima es el constitutivo esencial de la materia común. Es la materia que se oculta tras los contrarios ya tratados en la Física: calor y frío, sequedad y fluidez, etc. En tanto que la materia prima es sujeto de los contrarios, se puede decir que la materia es sujeto de la forma. A su vez, la materia prima introduce un sentido dinámico en la sustancia, pues, a partir de ella, se generan nuevas entidades. Como es sabido, el cambio y la mutación física no pasan factura tanto a la materia como a la forma, que es, estrictamente, lo que se modifica y altera. La materia prima, entre tanto, permanece inalterada, y eso hace suponer que constituye un pilar para la sustancia. Sin ella, es comprensible que el universo sería pura variación. Aristóteles alude a esta idea no sólo en Z, sino también en H, donde, además de este sentido de estabilidad que aporta a los entes, ésta 94. Esto obedece a que Ross contempla la materia no exactamente como principio de individuación, sino más específicamente, como causa de la diferencia numérica. Parece que la materia en sí misma nada puede causar si no se halla en unión inseparable con la forma. Por eso, la materia sólo es principio de la individuación de los cuerpos en el compuesto. En sí misma, incluso, no es individual, sólo cuando es añadida la forma da lugar a un individuo: “matter in itself is not individual; it is only when form is added that an individual results” (ROSS, W. D.: Aristotle´s Metaphysics, Clarendon Press, Oxford, 1966, vol. I, p. 119).
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queda directamente vinculada a la posibilidad de que la sustancia se modifique: “Todas las sustancias sensibles tienen materia. Y es substancia el sujeto, en un sentido la materia (al decir materia me refiero a la que, no siendo en acto algo determinado, es en potencia algo determinado), y en otro sentido el enunciado y la forma (...); y en tercer lugar, al compuesto de ambas cosas, el único del que hay generación y corrupción y es plenamente separable” (H 1, 1042a 26-31).
El texto muestra a las claras el papel que desempeña la materia. Por una parte, Z ha mostrado que la materia es sujeto en cuanto resiste los cambios de forma, y es, por tanto, el lugar sobre el que ésta descansa. Junto a este primer sentido de la materia, el texto de H se centra en la capacidad de la materia de determinar la sustancia en el futuro. También se ha mencionado algo acerca de esto. En tanto que la materia subyace en todo proceso de cambio, su acción sobre la nueva forma en adquisición no es neutra o anodina. Es decir, no es igual para una sustancia en movimiento estar o no estar compuesta de materia. De esa condición depende gran parte de su futuro. La materia, a partir de su estado originario (materia prima) y sobre la base de él, dirige la asimilación de la forma. Así, la materia es esencia, es decir, sustancia en el mismo rango u orden de necesidad que la forma, como Aristóteles se ocupa de mostrar. Esto es así en la medida en que, a partir de la materia se da pie a la formación de un nuevo VXYQRORQ, o de una nueva sustancia. He aquí, por tanto, que la materia como soporte de la sustancia viene a convertirse en algo eminentemente fáctico95. Ahora bien, si por una parte tenemos un sentido de la materia como base y sustrato, por otra, no podemos dejar de lado la materia concreta e individuada, o sea, la materia común. La materia común supone, en resumidas cuentas, la diferencia entre materia prima e individuo, o lo que es lo mismo, entre el soporte del cambio y el compuesto. Estas dos dimensiones —la subyacente y la materia común— son para Aristóteles los dos polos de la materia. La materia prima aparece, según lo hemos visto, en unas circunstancias concretas, y es claro que ésta no representa a simple 95. De hecho, no faltan entre los especialistas quienes han querido ver en la materia prima un sentido hegeliano, de composición pura entre un estado negativo de la realidad —como sería la materia— y la forma (cfr. SCHMITZ, H.: Die Ideenlehre des Aristoteles. Kommentar zum 7. Buch der Metaphysik, vol. I/1 (II vols.), Bouvier, Bonn, 1985).
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vista un individuo. Por eso, es comprensible que la materia prima no satisfaga completamente a Aristóteles. A pesar de haber definido la materia subyacente al cambio, al cosmos le falta aún el alumbramiento del ente singular. De ahí que el discurso no se centre por ahora en la materia prima como base, y en el decurso de Z el hilo argumental vuelva, pues, al VXYQRORQ. “Pero no se debe proceder sólo así”96 —continúa un poco más adelante—, es necesario recapitular. Lo dicho anteriormente sobre la especie y el compuesto no basta para caracterizar sintéticamente la sustancia; es necesario añadir algo más. Se debe advertir que la discusión precedente ha iluminado sólo un aspecto de la cuestión, y aún falta por abordarse la otra. La nueva acometida del problema muestra que el sujeto de lo que se dicen las demás cosas —sin que él por su parte se diga de otro—, no es suficiente, ni basta dicha esquematización para determinar la naturaleza de un VXYQRORQ. Sobre todo, porque si nos olvidamos del individuo concreto, podría suceder que —tal como se decía antes— la materia se convierta en la única sustancia, “pues, suprimidas las demás cosas, no parece quedar nada”97. Como ese no parece el mejor camino, es preciso hacer una recapitulación de lo dicho hasta ahora para volver a sentar las bases de la discusión. Como se está hablando de la sustancia, Aristóteles cree prioritario “determinar en primer lugar su naturaleza; porque el sujeto primero parece ser sustancia en sumo grado. Como tal se menciona en un sentido, la materia, en otro, la forma, y en tercer lugar, el compuesto de ambas”98. Así pues, tenemos tres sentidos de la sustancia, el último de los cuales es el individuo. De acuerdo con Reale, nos hallamos ante un fragmento de delicada interpretación. Algunos autores, como Bonitz99 han creído un lapsus calami de Aristóteles el señalar la materia y el compuesto como modos del sujeto100 en lugar de la forma, cuando en realidad, la misma tesis se repite en el siguiente libro101 y en otros pasajes aristotélicos. Queda claro, por tanto, que la prudencia aconseja no señalar a priori aquel elemento que parece ser sustancia, ya que la correcta dilucidación del problema entraña notables riesgos, tanto si se acaba por concluir que la 96. Z, 3, 1029a 9. 97. Z, 3, 1029a 11-13. 98. Z, 3, 1028b 36-1029a 2. 99. Cfr. BONITZ, H.: Aristotelis Metaphysica, G. Olms, Hildesheim, 1960, p. 301. 100. En italiano, tal como lo trata Reale ‘sostrato’, y no ‘soggetto’. 101. Cfr. H, 1, 1042a 28.
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materia es el único sujeto, como si se pretende hacer lo mismo con la forma. Según Reale, el parecer de Aristóteles en este pasaje es concebible de esta manera. Por un lado, tal y como se ha mostrado, la materia (X-OKY) es sujeto de la forma. La forma se vincula a la materia en cuanto la dimensiona formalmente, esto es, en cuanto impregna cada una de sus partes. En este sentido se puede decir con Aristóteles que la forma está referida a la materia, mientras que ésta, por su parte no se refiere a nada ulterior o más allá de sí, pues es simplemente el sustrato último102. Así pues, parece aclarado finalmente qué aporta la materia al compuesto, según se preguntaba al principio. La materia es el sentido último del compuesto, aquello a lo que todo podría reducirse, ya que prima facie un compuesto es un sujeto portador. Con todo, quede claro que esta opinión no impide tomar al compuesto (VXYQRORQ) por sujeto en otro sentido, pues no será difícil observar que el compuesto recibe las formas accidentales y las mantiene eficazmente en la sustancia. Por eso, se debe reconocer que el compuesto es sujeto a su modo. Finalmente, también la forma puede ejercer el papel de sujeto, singularmente, si se considera su relación respecto a las propiedades que detenta el individuo103. Así pues, forma, materia y compuesto componen tres sentidos distintos del sujeto. Dando por válidas estas interpretaciones, se apreciará que la forma y la materia conforman una estructura de carácter flexible, se comportan de un modo recíproco y su diálogo resulta necesario para que la sustancia pueda prosperar. Entre ellas existe una relación que da como efecto último el VXYQRORQ o individuo. Por eso, si se paran mientes en la realidad resultante dichas relaciones, sale a relucir el compuesto. La pregunta de Aristóteles acerca de la sustancia tiene como punto final el singular. Si esto es así, es plausible que el VXYQRORQ nos pueda revelar facetas inéditas del sujeto. Por lo pronto, ya nos ha hecho advertir que el sujeto no es un elemento más, añadido a la estructura de la sustancia como una propiedad cualquiera. Antes que eso, sabemos que el singular es el 102. Cfr. REALE, G.: Aristotele. La Metafisica, Napoli, 1978, p. 569. 103. Reale argumenta que Aristóteles ofrece un ejemplo de ello en ∆ 18, 1022a 32, donde se refiere al alma como sustrato de la vida (la cual, es una propiedad esencial del alma). Además, otro ejemplo lo encontramos en Cat. 5, donde se dice que la forma o especie es sustrato del género, pues el género se predica de la especie y no viceversa. En suma: respecto a todo lo que de la forma se puede predicar, la forma hace las veces de sujeto. Pero conviene tener presente que no es usual en Aristóteles encontrar a la forma como sustrato, mientras que son frecuentísimos en los otros dos sentidos indicados.
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modo como, por parte del cognoscente, se elucida la índole de la sustancia. La sustancia se conoce siempre en singular. ¿Cómo sucede esto? Ya desde un prisma científico, sabemos que acontece cuando, de una forma u otra, se logra encontrar un sustrato. Se diría, por tanto, que el cognoscente se hace cargo de la sustancia si logra concebirla como sujeto104. Pero ahora, del papel de la materia como sustrato y de su configuración definitiva en el ente singular, pasamos a la esencia de la sustancia.
3. EL SUJETO COMO ESENCIA ONTOLÓGICA DE LA SUSTANCIA 3.1. Esencia y ser predicativo, dos sentidos distintos e irreductibles Hasta el presente, se habrá notado que no se ha hablado del sujeto de la predicación —un sentido del ente tan significativo para Aristóteles—, y se ha defendido la línea de pensamiento según la cual el VXYQRORQ es la esencia de la sustancia corpórea. El motivo de este proceder es intencionado, y responde a un doble interés. En primer lugar, el sujeto que interesa tratar aquí no es el sujeto de la predicación, sino el sujeto ontológico y real. En segundo lugar, conviene recordar que el sujeto de la predicación tiene su fundamento en el sujeto ontológico, al cual éste debe su razón de ser. En este sentido, la primacía del ente real antecede a la investigación lógica de la sustancia, como por otra parte, corresponde a todo objeto de la 104. Un ejemplo al respecto inspirado por la filosofía analítica es sin ir más lejos, el conocimiento de la propia postura. ¿Qué elementos comunes subyacen, por ejemplo, al hecho fáctico de estar de pie? Se suele considerar que un caminante está, generalmente, de pie, pero también lo está quien se dispone a subir unas escaleras, y tanto como uno como otro se encuentran en una posición distinta. A este respecto, nadie que tuviera ante sí individuos en una y otra disposición diría que ‘caminar’ equivale a ‘subir escaleras’, o que parte del contenido semántico del primer término se halla sumergido en el otro, puesto que suponen acciones distintas. Pues bien, de manera análoga la materia es diversa de la forma según la consideración, porque de hecho, en la realidad se dan unidas y constituyen un único modo de ser, a saber, la naturaleza hilemórfica. A su vez, y salvando las limitaciones del ejemplo, el caminante está tan en pie como aquel que se dispone a subir, mientras que el que sube escaleras tampoco lo está menos que el anterior. Esto es indicativo de que forma y materia, tomadas aisladamente o al margen de la trabazón que les une en la realidad, pierden parte de su significado veritativo. En otro caso, como en el ejemplo anterior, se trataría de componentes separados, agregagos o contiguos que sólo la producción artificial podría congregar en unidad.
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razón. Por ese motivo expresa Aristóteles que la llamada sustancia en más alto grado ni se dice de un sujeto ni está en un sujeto, como para dar a entender que no es posible reducir la primacía real de la sustancia a una mera primacía lógica105, y que además, sujeto lógico y sujeto real constituyen distintas acepciones de la realidad. Así se expresa Aristóteles al respecto, cuando trata la definición de sustancia: “Substancia, lo que así se llama de manera más propia, primaria y preferente, es aquello que ni es dicho de un sujeto ni está en un sujeto, como, por ejemplo, el hombre individual y el caballo individual” (Cat. 5, 2a 11-14).
Si la sustancia es aquello que no se dice de A ó B, y que de suyo no puede ser predicado a no ser que la predicación constituya un nuevo sentido de la sustancia, hemos de concluir que uno es el sujeto lógico, y otro el ontológico, como muy bien entiende Aristóteles al tratar del ser veritativo, cuya constitución expresa una referencia al ser real —la que puede ser justamente falsa o verdadera—. Se nos hace patente la diferencia entre ambos mundos, aunque estén firmemente trabados y, en cierta forma, sean mutuamente dependientes. Por una parte el cuadro de lo real —donde conviene distinguir entre las formas de composición y los estratos de la materia— y por otra el de lo pensado, o mejor, el de lo predicado. La predicación se sitúa en un entorno distinto, puesto que, sin la atribución lógica de unas propiedades a un sujeto, en estricto sentido no hay verdad, ni en consecuencia, alguna posibilidad de errar. A tal efecto, la congruencia del mundo lógico y el mundo real es necesaria para la predicación. En el mismo texto, un poco más adelante, se lee: “Es evidente, a partir de lo que se acaba de decir que, de lo que se dice un sujeto, tanto su nombre como su definición se predican necesariamente de tal sujeto; por ejemplo, hombre se dice de un sujeto, a saber: del hombre individual ” (Cat. 5, 2a 19-23).
Aristóteles subraya aquí la subordinación o dependencia del sujeto lógico respecto al ontológico (de ‘hombre’ como forma nominal y ‘hombre’ como forma real), además, en todos los niveles: “así, todas las demás cosas, o bien se dicen de las substancias primeras como sujetos, o 105. A no ser —pienso— mediante la analogía.
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bien están en ellas como sujetos”106. De no existir esas entidades primarias —a las cuales está referido todo—, la predicación, y con ella la propia investigación acerca de la sustancia no tendría sentido. Se ha de respetar la genuina primacía de esas sustancias, según cree Aristóteles, también cuando se lleven a un orden predicativo. Cómo es posible entonces su captación, no viene especificado aquí. Pero en cualquier caso, hemos de aceptar, pues, que la primacía del sujeto real nos pone en camino hacia la esencia en un sentido real. Por eso, esta investigación no versará directamente sobre él, y tampoco sobre otras vertientes del ser, como el ens ut verum o el ens ut bonum. Según esto, el sujeto lógico sería un sentido del ente que deberá estudiarse en su acepción veritativa, como el mismo Aristóteles expresa al separar la entidad de la forma física, de la especie concebida por la mente. Como dice a este propósito J. de Garay, “el sujeto último de la predicación es antes la forma física que las formas nominales o pensadas”107. A fin de cuentas, está claro que Sócrates es el objetivo final de la predicación y que, como tal, es sujeto último. Todo lo predicable de Sócrates es un enunciado, y el enunciado es la expresión de una esencia. Así, lo lógico es pensar que las entidades primarias se desdoblan en enunciados que hacen expresable la esencia. Sin embargo, existe el inconveniente —que Aristóteles detecta— de que el enunciado es una expresión lógica de lo real108. A nosotros, como es natural, esto nos plantea el problema de saber hasta qué punto nuestro conocimiento acerca de la esencia en universal permite la intelección de la RXMVLYD tal y como ésta es. Es evidente que la RXMVLYD, como sujeto de una serie de propiedades, se compone realmente con otras entidades, muchas de las cuales no son esencia. De modo paralelo, es innegable que la tenencia mental de una esencia (universal) resulta verificable en el análisis de sus propiedades —más o menos esenciales— que termina en la formación de un enunciado. La pregunta es, según lo establecido, hasta qué punto el enunciado —como expresión del conocimiento de una esencia en universal— es el correlato oportuno de la composición de propiedades en un sujeto real. Aunque esto es, en rigor, otra cuestión que merece una dilucidación aparte.
106. Cat. 5, 2b 5-6. 107. GARAY, J.: Los sentidos de la forma en Aristóteles, Eunsa, Pamplona, 1987, p. 166. 108. “La quididad significa significa, en un sentido, la substancia y el individuo, y en otro, cualquiera de los predicamentos: cantidad, cualidad y los demás semejantes” (Z, 4, 1030a 18-20).
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Por otra parte, importa decir que Aristóteles no se plantea la cuestión así. Antes bien, sus repetidos análisis acerca de la posibilidad del enunciado se dirigen a desenmascarar la hipótesis platónica —con la que él está suficientemente ocupado—, que propone sustituir el universal in mente por el universal in re, esto es, la sustancia como sujeto de propiedades por la sustancia como sujeto de enunciados. En lo concerniente a la doctrina de las ideas, no obstante, saca partido de sus observaciones para conjurar la posible amenaza de platonismo que se suscita al plantear una pregunta así. Sabiendo que una cosa y su esencia se identifican, como se propugna en Z 6, considera que todo el tratado acerca de la sustancia ha sentado una serie de argumentos suficientes para valorar en su medida las propuestas platónicas109. Así las cosas, la esencia es ahora el centro de nuestra atención. Por eso, dejamos momentáneamente de lado la relación del ser con la verdad, por tratarse de una cuestión que Aristóteles examina aparte110, y pasamos al centro neurálgico de la sustancia: la esencia real.
3.2. La identificación de la esencia real con la sustancia Ya avanzado el libro Z, y a modo de resumen, Aristóteles nos recuerda que tanto el sujeto como la esencia son sustancia, así como el compuesto de ambos111. No conviene olvidar esta aserción, que luego se pondrá a prueba a través de un examen minucioso de muchas dificultades. Por nuestra parte, analizado ya el sujeto según sus acepciones principales, queda por saber qué es exactamente la esencia, y si ésta es también en algún sentido sujeto. Antes de dar una respuesta definitiva, sobre la base del conocimiento de las Categorías se podría adelantar que sí, que hay un sentido de la esencia que es sujeto, donde la sustancia es sujeto de atributos y propie109. “Pero estas consideraciones muestran ya las consecuencias de mantener que las ideas son substancias separadas” (Z, 14, 1039a 24-25). 110. Aunque en Z se hacen diversos excursos lógicos en torno a la definición, Aristóteles aborda el ens ut verum en pasajes como ∆ 7, 1017a 31-33; Θ 10, 1051a-1051b 1-10 y E 4, 1027b 17-35-1028a, 1-5. Vid. también INCIARTE, F.: “Ser veritativo y ser existencial”, en Anuario Filosófico XIII/2 (1980) 9-27. 111. Cfr. Z, 13, 1038b 2-3.
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dades, tanto en sentido lógico como real. Así pues, Aristóteles tampoco tiene reparos en conceder un sentido de sujeto a la esencia, siempre que se entienda por tal un sustrato capaz de detentar propiedades. El sujeto de dichas propiedades sería, por tanto, la esencia del compuesto —en un sentido universal—, mientras que en el plano particular aquéllas estarían adscritas a ésta formando una cierta naturaleza. La esencia tiene así un sentido universal frente a la particularidad del individuo. De ese modo, la esencia no representa en sí o directamente al VXYQRORQ concreto, singular y particularizado. La pregunta por la esencia se dirige más bien a la dilucidación de una entidad de sentido para la inteligencia. Se trata, pues, de encontrar algo predicable, enunciable y capaz de ser vertido en una serie de proposiciones. Como se decía, Aristóteles no deja de lado el sentido predicativo del ser. En Z 4-5 se muestra al sujeto como algo predicable, es decir, algo a lo cual pueden atribuirse propiedades. Como tal, consta que el sujeto es susceptible de ser expresado por un pensamiento y vertebrado en una serie de proposiciones. A través de esos pasajes, comienza por analizar la quididad del enunciado, o lo que es lo mismo, la expresión verbal de una esencia. Para él, ésta está directamente relacionada con la esencia en sí misma, pues se supone que la quididad del enunciado encierra la definición de la esencia. Hay, por tanto, un vínculo interno entre la esencia y el enunciado que pasa por la quididad. Con idea de obtener una idea precisa de cómo es posible esto, en Z 4 se propone descartar todo lo que no concierne centralmente a la esencia de la sustancia, pues “la esencia de cada cosa es lo que se dice que ésta es en cuanto tal ”112. Más adelante, se muestra que el enunciado permite elucidar otras dimensiones de la sustancia, vinculadas a la esencia en formas más o menos vivas. El hecho de ser músico, por ejemplo, según Aristóteles no constituye nada esencial en absoluto, “pues no eres músico en cuanto eres tú mismo”113, sino en cuanto ciertas afecciones entran a formar parte de la sustancia. Visto de ese modo, ser músico es una propiedad que no refleja íntimamente a Sócrates. Tampoco —se podría añadir—, la agregación de elementos accidentales da lugar a la esencia de algo, “pues en este caso se añade lo mismo que se define”114, y en consecuencia, poco aprovecha para el análisis de la sustancia considerada en sí misma. Decir de Sócrates que 112. Z, 4, 1029b 13-14. 113. Z, 4, 1029b 15. 114. Z, 4, 1029b 17-18.
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además de ser músico, es orador y artista, no añadiría nada significativo a la resolución de este problema. Se percibe nítidamente, por tanto, que para penetrar la sustancia es necesario algo más. Es preciso dar con un elemento no perteneciente a la clase de los accidentes, sino enclavado íntimamente en la sustancia. En ese intento, y como resultado de un análisis acerca de la esencia de los seres compuestos —extensible a todos los categoremas—, Aristóteles llega a la conclusión de que la esencia de una cosa es lo mismo que la quididad. Pero la quididad no debe ser leída aquí como una especie, sino que tiene un indudable sentido real. Antes se ha dicho que la esencia tiene un sentido universal, predicable. Pero esto no es todo lo que cabe decir de ella. Se apreciará singularmente después, desde 1031b en adelante, donde, mediante otras argumentaciones, insiste en el propósito de mostrar que la esencia de algo es lo mismo que su sustancia. Por esta razón, entre otras expresiones que resultan gráficas, se añade que no tiene sentido dar un nombre a la esencia de la sustancia y otro a la sustancia misma. La esencia es idéntica a la sustancia porque, a decir verdad, ninguna sustancia es otra cosa que su misma esencia, “pues no sólo se identifican sino que su enunciado es el mismo”115. Como se detalla a continuación, el número, un recurso de clara evocación platónica, podría ser un ejemplo significativo de la identificación entre esencia y cosa. Se sabe que ‘uno’ es lo mismo que “esencia de uno”, ya que de otra forma, la separación de cada ‘uno’, tomado como tal, con su esencia obligaría al que interroga a remontarse al infinito en la serie de las esencias, y, según ese procedimiento, la esencia de ‘uno’ —sea el caso— sería diferente de uno, y así sucesivamente. En resumen, toda la cuestión se cierne en torno a la noción de quididad. La quididad es, en suma, la versión predicativa o verbal de la esencia lógica. ¿Qué dice la quididad acerca de la sustancia? Entre otras respuestas posibles, cabe destacar ésta: que la esencia es idéntica a la sustancia. Esto conduce a recordar que la esencia real no debe ser entendida como una mera formalidad, es decir, como una forma vacía o carente de contenido. Y conduce a ver que la esencia no es simplemente un efecto de la mente, pues de ser así, la captación mental iría en detrimento de la singularidad del individuo. Cada singular es irreductible a cualquier otra cosa por la que ésta quiera ser sustituida. El individuo posee una realidad propia, inviolable y característica de un sujeto. Y así, aunando la esencia lógica con el singular tenemos ya lo que buscábamos: la conexión entre 115. Z, 5, 1029b 32-1032a 1.
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esencia y sujeto como órganos medulares de la sustancia. Se ve que para Aristóteles, el sujeto lógico es la esencia, y el sujeto real el individuo. Pero no se olvide que el objetivo del primero es el segundo, es decir, que la esencia se ordena al conocimiento del particular. Entre otras cosas, lo muestra el hecho de que, al tratar de definir una entidad primaria (WRYGH WLY), se asevere que “algunas cosas no están en un sujeto ni se dicen de un sujeto; por ejemplo, el hombre individual y el caballo individual”, y como para reforzarlo, añade: “pues nada de esto está en un sujeto ni se dice de un sujeto”116. La singularidad de la sustancia es, pues, incontrovertible. La cita anterior muestra que es imposible que se dé una sustancia allí donde hay otra que está por ella. Por eso, se podrá observar que los sujetos no se dicen de la sustancia, así como Sócrates no se predica del hombre en sentido universal. Es decir, Sócrates particular no está por la esencia del hombre en universal. Por esa razón, la esencia lógica no es un sustituto artificial de Sócrates, pues no conviene multiplicar los entes sin necesidad, ni duplicar la importancia de lo uno: basta con saber a todos los efectos que Sócrates es sustancia. Al hablar de sustancias y sujetos que son sustancias, es obvio que se habla de la misma cosa. Como es natural, ‘Sócrates’ y “esencia de Sócrates” no son dos sustancias superpuestas, ni ejemplos de sustancias distintas, “pues en Sócrates habría una substancia en otra substancia; de suerte que sería substancia de dos cosas ”117. Se ha concluir, por tanto, que la esencia lógica sirve y expresa la real, pero no la sustituye.
3.3. La disputa en torno a la primacía de HL?GR y forma Sabido, pues, que la esencia es algo interno a la cosa misma, y que esto tiene que ver con el hecho de que algo sea sujeto, la cuestión que vamos a debatir ahora es si se hace del HL?GR —término que no encierra necesariamente un compromiso con la materia— RXMVLYD en mayor medida que el X-SRNHLYPHQRQ. A menudo, la crítica se ha cuestionado si hacemos a la forma en sentido universal una instancia anterior y más importante que el sujeto del cambio o individuo, o por el contrario, éste es más importante 116. Cat. 2, 1b 3-5. 117. Z, 13, 1038b 29-30.
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que el universal. La pregunta viene al caso porque está en juego algo de lo que se ha partido al emprender esta investigación; a saber, que la materia también es sustancia. Pero frente a esto, muchos autores han creído que la esencia de la sustancia es la forma y el HL?GR en detrimento de la materia. De modo general, los que han abrazado esta línea de pensamiento manifiestan sus preferencias por una forma simple que deje tras de sí la materialidad de la sustancia, a la que consideran algo anecdótico y secundario. En conseuencia, abogan por una definición de sustancia en términos exclusivamente formales. Para conseguirlo, tratará de restarse la importancia debida a las competencias que Aristóteles confiere en Z y H a la materia para subrayar otras en las que se da más importancia a la forma. Antes de tratar estas ideas, convendrá recordar que Aristóteles ha dejado patente que la esencia y el particular se identifican, de modo que, en líneas generales, no hay razón para suponer que el HL?GR o forma es más sustancia que la materia. En último término, si hemos de suponer la coherencia interna de lo mantenido en otros lugares, no hay razón para minar la convergencia de las nociones de sujeto, esencia y RXMVLYD, como pretenden hacer estos autores con la afirmación de que la materia es accidental a la sustancia. La convergencia de los tres términos, aquí defendida, se basa en la creencia aristotélica de que el WRYGHWLY y su esencia se identifican totalmente, y de que esta identificación se extiende a todas las dimensiones de la sustancia. A fin de cuentas, la suposición de que HL?GR es la expresión correcta de RXMVLYD, no casa bien con la identificación de RXMVLYD y WRYGH WLY que Aristóteles lleva a cabo en algunos pasajes118. Todo lo cual se puede encontrar en Z 10-11, donde se muestra que la RXMVLYD no puede ser un HL?GR, fundamentalmente por una razón: todo el mundo entiende que un HL?GR no tiene partes, por tratarse de una forma simple. En cambio, la RXMVLYD tiene partes, es variable y además está compuesta de materia. La argumentación aristotélica no parece dejar lugar a dudas. Si lo que una cosa es en sí no se identifica con su esencia, entonces “el sujeto no será substancia, pues las ideas serán necesariamente substancias ”119. De suerte que, si en esa línea de pensamiento, la esencia
118. Como Z 6, 1031a 28-1031b 6, donde se muestra que lo Bueno en sí y la esencia de lo Bueno son lo mismo, descartando la validez de la posición contraria. 119. Z, 6, 1031b 16-17.
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del ente no es el ente, entonces ninguna de las cosas podrá ser llamada así, puesto que todo conocimiento parte de que las cosas son120. Como enseña Aristóteles en diversos lugares, la sustancia es una entidad del mundo de lo real, y la especie, en cambio, aquello que subyace al género y de lo que éste se predica por esencia121. Es decir, la especie es, ante todo, un término de la lógica empleado para resolver el problema de la definición. Cuando se trata de definir una sustancia, se sabe que la especie se une al género para destacar una diferencia específica. La diferencia específica es un término lógico, no real, y mucho menos un término equivalente a la RXMVLYD122. De hecho, mientras que Aristóteles identifica la sustancia particular como WRYGHWLY y RXMVLYD123, no hay evidencias de que haya hecho lo mismo con la especie, que, a todas luces, no puede ser singular en el sentido en que lo es el individuo. Por eso, lo lógico es mantener que la especie está al servicio del individuo, y no que éste está al servicio de la especie. La doctrina de Aristóteles es clara en este punto, y él mismo es consciente de que, según lo que se entienda por esencia y sustancia, la doctrina de las ideas será más o menos concluyente. Con lo cual, hay muchas cosas en juego si se dice que la materia es algo anecdótico a la sustancia: un sesgo accidental. Ciertamente, el principal argumento en que Aristóteles se apoya para despejar la confusión platónica es que lo universal se dice siempre de un sujeto. Insiste en que, mientras que la esencia pertenece a las cosas, éstas no pertenecen a las especies. Junto a esto, la teoría de la predicación expresa que lo universal se predica de una sustancia individual, y por esta razón un término universal no puede ser autónomo. Así pues, el singular prima ante todo por ser el primer sujeto de la predicación y la realidad última a la que nuestros juicios hacen referencia. Las bases que soportan esta tesis a favor del singular no emanan sólo de la Metafísica, sino también de su tratado acerca del alma124. Sor120. Cfr. Z, 6, 1031b 11. 121. PORFIRIO, Isagoge, 2, 10-11, p. 4 (edición de A. GARCÍA SUÁREZ, L. VALDÉS y J. VELARDE, Isagoge, Tecnos, Madrid, 1999). 122. “Das HL?GR ist wesenhaft erst als HL?GR gefaßt, wenn es sich zeigt im Gesichtkreis der unmittelbaren Ansprechung des Seienden, HL?GR WR NDWD WRQ ORYJRQ” (HEIDEGGER, M.: Vom Wesen und Begriff der Physis (Aristoteles, Physik, B 1), Gesamtausgabe (Band 9), Klostermann, Frankfurt a. M., 1996, p. 275). 123. Cfr. TUGENDHAT, E.: o. c., p. 72. 124. Como bien ha percibido Brentano, para el que según el texto de De Anima, B 1, 412a 919, se podrá extraer que el sujeto es aquello que, a través de diferentes actualidades o modos de
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prende, frente a esto, que muchos autores se inclinen a pensar que la esencia real es sólo la forma, sin contar con la materia y dejando de lado el X-SRNHLYPHQRQ. Lo autónomo, lo que es desde sí y por sí y que para Aristóteles cae en el ámbito de la primera categoría, en realidad, no es una simple forma o un compuesto de partes separable. Más bien, hay que pensar que la materia, indeterminada de suyo, en sí misma carece de principio de la diferencia y por tanto, del carácter de lo que es autónomo. En ese sentido, es cierto que Z concede la posibilidad de que sólo la forma se diga autónoma, debido justamente a la falta de definición que la materia tiene en abstracto, esto es, desvinculada de toda propiedad, porque por sí sola, o al margen de la forma es inviable como individuo. Por otra parte, a esto se une que la forma es la diferencia del compuesto, mientras que la materia sería en cambio, aquello que estando debajo, no permanece a la vista. Ciertamente, esta tesis tiene bazas a su favor. Porfirio define la especie como nuestra percepción de la forma125. En la enseñanza de Porfirio, toda especie se dice de una forma, y se inserta en un género definido. Las interpretaciones más idealistas de Aristóteles parten de una hipótesis similar a la de Porfirio. En esencia, se trataría de elevar la especie —que sin duda tiene un papel central en la metafísica—, a la categoría de esencia de la sustancia, hasta llegar a decir, si es el caso, que la materia puede ser sujeto del cambio en una sustancia, pero no esencia126. Para lo cual, se parte en ocasiones de que el singular o WRYGHWLY —al contrario de lo que se suele mantener—, es un individuo de sentido general. Es decir, se llega a defender que, de una forma u otra, el individual tiene el sentido composición, primero es una cosa y luego otra. Pero esto es indicativo justamente de la materia, o lo que Aristóteles llama sustancia en el sentido de la materia (cfr. BRENTANO, F.: Die 3V\FKRORJLHGHV $ULVWRWHOHV LQVEHVRQGHUH VHLQH OHKUH YRP QRX SRLHWLNRY Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1967, p. 44). 125. “Ciertamente, la especie se dice de la forma de cada cosa” (Isag., 2, p. 3, 22-23). 126. M. Frede y G. Patzig observan que, al ser la materia el elemento predicable de todas las cosas, y siendo su ser diverso al de cada una de ellas, adquiere una primacía indudable en el ámbito de la predicación. Pero justamente por eso —coinciden— la predicación lógica se debe disociar de la fundamentación real de la sustancia. Desde su perspectiva, una cosa es lo que podamos predicar de la materia, y otra, la cuestión de si la materia es o no un principio esencial a la sustancia. Proceder en la investigación dando por supuesta la equivalencia del sustrato real y el sujeto de la predicación, según su perspectiva conduce a ciertos equívocos de cuyas aporías es difícil exonerarse. Además, se seguiría que la sustancia se diría siempre de la materia, o que la materia vendría a representar el sujeto de la sustancia, lo cual para ellos es una contradicción manifiesta (cfr. FREDE, M. y G. PATZIG, Aristoteles 'Metahpysik Z'. Text, Übersetzung und Kommentar, Beck, München, 1988, vol. II, p. 38).
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universal inherente a la forma. Según esto, la forma es el nuevo principio de individuación. Señalemos un ejemplo para ilustrarlo. En este modo de ver las cosas, un singular podría ser ‘mesa’ o ‘caballo’ a secas, pero no “esta mesa” o “este caballo”; el sentido particular de los conceptos se presenta así como engañoso127. Por eso, a pesar de que estos autores admiten que el WRYGHWLY representa al individuo concreto, no es cierto, sin embargo, que el singular esté determinado si no se habla de algo más concreto. Esta confusión resulta notablemente perturbadora respecto a todo lo dicho del sujeto, del que se sostiene que está anclado a la materia. Sin ser plenamente conscientes de esto, estas interpretaciones allanan el camino a la opinión de platónicos, quienes creen que “la esencia del individuo está sólo en la forma”128. La tesis es —cuando menos— difícil de encajar con lo que ya se sabe de Aristóteles, y se ha reproducido aquí habida cuenta de su difusión en amplios sectores del pensamiento aristotélico129.
4. EL SUJETO DEL CAMBIO Pasamos al sentido físico del sujeto. Hasta el momento, se ha visto que el sujeto es lo que permanece debajo, que es sustancia y se incorpora en cuanto tal a la definición de RXMVLYD. Además, ha quedado patente que el sujeto tiene un sentido de sustrato que no podemos obviar. Ahora, en este apartado interesa acercarse a la materia física como factor desencadenante del cambio y la modificación sensible, y de todo lo que tiene que ver con el sentido dinámico de la sustancia. Ya hemos visto que Aristóteles concibe la sustancia como algo que subyace a múltiples propiedades. Este 127. “WRYGHWLY ist so etwas wie das Individuum vagum einer bestimmten Art” (INCIARTE, F.: Forma Formarum, Karl Alber, Freiburg/München, 1970, p. 44). 128. INCIARTE, F.: “La identidad del sujeto individual según Aristóteles”, en Anuario Filosófico XXVI/2 (1993) p. 300. 129. Inciarte es un ejemplo de este modo de pensar. Asevera que, según lo que nos dice Aristóteles, el primer término de la composición (die Materie) es GXYQDPL, y el segundo, HL?GR, es HMQWHOHYFHLD. Para Inciarte, conviene sopesar el silencio posterior de Aristóteles a estas dos anotaciones. Lo señalado juega en favor de un acercamiento entre los conceptos de materia y forma. Así, si ha querido expresar esto, entonces la materia hace de forma de los sujetos indeterminados. Para un sujeto cuya determinación es desconocida, la materia presta una base sobre la cual se pueda determinar, aunque esto no es un indicio de que el compuesto sea esencia del hombre (cfr. Forma formarum, o. c., p. 46).
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“estar por debajo”, que se aplica p. ej. a los accidentes, es un sentido que deriva de la materia a partir de lo cual algo se hace y que toma cuerpo en diversos textos de Aristóteles, entre los cuales cabe citar éste: “Pero resultaría claro, para quien lo examinara, el hecho de que también las entidades y todas las otras cosas que-simplemente-son llegan a ser a partir de algo subyacente. Y es que siempre hay algo que subyace, a partir de lo cual se origina lo que llega a ser, como las plantas y los animales a partir de la simiente” (Phys., A, 7, 190b 1-8).
Lo que importa es que ese sujeto subyacente es el germen de una nueva entidad. Ese sentido de la materia como algo que subyace está ya en las primeras obras de Aristóteles. La primera noticia que tenemos de la materia y el cambio se halla en los libros de la Física. De la doctrina contenida en esos libros advertía Heidegger que debería ser como un punto de partida para toda la metafísica occidental130. En ella, según la visión de Jaeger, Aristóteles se emancipa gradualmente de una interpretación mítica de la naturaleza131, alejándose así de aquella creencia platónica de que los astros tienen alma, y de que ese alma sobrepuja su mero comportamiento físico. Así, Aristóteles adopta un análisis más realista del universo, algo que basa en la observación natural y la experiencia como fuentes principales de conocimiento. En la Física, Aristóteles pergeña el sentido principal del cambio que, más tarde, —en otras obras— será reiteradamente empleado132. En su origen, la explicación del cambio se obtiene a través del análisis de los contrarios que se dan cita en cada modificación. Ya se ha hablado de ellos. Los contrarios, tales como calor y frío, fluidez y sequedad, etc., no son la esencia del ser de una cosa. Se predican de ella y participan activamente en el cambio, dado que el núcleo de la sustancia permanece —en cierto sentido— invariable respecto a ellos y sólo es afectado por éstos indirectamente. Así, en cierto sentido la sustancia podría decirse anterior al cambio, y éste posterior a aquélla. En la propia terminología aristotélica, este hecho se podría verificar observando que, dada una sustancia x, la propiedad B que reemplaza a la propiedad A en el mismo sujeto es, en rigor, su 130. Cfr. HEIDEGGER, M.: Vom Wesen und Begriff der Physis (Aristoteles, Physik, B 1), o. c., p. 242. 131. Cfr. JAEGER, W.: Aristóteles, o. c., p. 336. 132. Cfr. Phys., A, 6, 189a 12 y ss.
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propiedad opuesta. Así ocurre de ordinario con los contrarios; la llegada de uno deshace el asentamiento de otro. Para precisar aún más esta tesis, digamos que los opuestos obedecen a cierta interacción dual, porque en sustitución de la desaparición de uno, acude siempre la propiedad característicamente opuesta de otro, y que esta dinámica se presenta comúnmente así: los opuestos acontecen siempre en una sucesión alternativa. El cuerpo que no está o tiene frío, está o tiene calor; de lo que no se dice que está cerrado, está abierto, etc. En todo cambio se destaca un sustrato, esto es, un núcleo que debe ser inalterable porque es el soporte mismo del cambio. Bajo otra óptica, este núcleo puede verse como principio, origen o manantial de nuevas formas que se diferencia netamente de los contrarios133. En este caso, el principio es respecto de los contrarios la base última de la modificación. Como contrarios, los opuestos tienen una relación con el principio. Pero esta relación, no obstante, nunca tiene lugar en un plano de igualdad. En ese sentido, los opuestos y el principio no se deben equiparar. P. ej., no es posible que el contrario se tenga como una base o como un sustituto posible de esa base, sustrato o soporte. Así, en el análisis del devenir, se distingue de una parte algo permanente, o sea, una base o X-SRNHLYPHQRQ, y algo que cambia bajo la cadencia sucesiva de los opuestos134. En el sustrato de los opuestos o contrarios tenemos expresado otro sentido del sujeto. El sujeto subyacente a los opuestos, no obstante, es un sujeto de una serie de formas. Cabe precisar que esto puede darse, a grandes rasgos, de dos modos distintos. Cuando Aristóteles aborda el análisis de la WHFQKY135, explica por una parte el movimiento bajo el que queda como sustrato la RXMVLYD, y por otro, el movimiento bajo el que queda como sustrato la materia. Ya se ha hablado aquí de este último. El primero es el cambio formal, y el segundo el cambio sustancial, que deja debajo de la sustancia a la materia. Si hemos de seguir el orden cronológico establecido por Zeller136, esta distinción refleja un claro precedente de un problema 133. “Ein Gegensatz macht bei keinem Seiendem das substantielle Sein aus. Also muß man sich eine Substanz denken, von welcher der Gegensatz ausgesagt wird. Diese Substanz wäre folglich ‘früher’ (dem Sein nach) als der Gegensatz, d. h. als die ‘Prinzipien’, da die Gegensätze ja Prinzipien sind. Es gäbe also ein Prinzip eines Prinzip (189a 29-32)” (HAPP, H.: Hyle. Studien zum aristotlischen Materie-Begriff, Walter de Gruyter, Berlin, 1971, p. 281). 134. Cfr. HAPP, H.: o. c., p. 283. 135. Cfr. Phys. A. 136. Cfr. ZELLER, E.: Aristotle and the earlier Peripatetics, 2 vols., London-New York, Green, 1897, p. 158.
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abordado por Aristóteles más tarde137. Para Zeller, si imaginamos un cambio referido a la proporción que guardan dos cosas —sea el caso—, es decir, un cambio formal, quedaría como sujeto principal la RXMVLYD. Sería toda la sustancia la que, en este caso, soportaría toda la mutación. Forma y materia serían igualmente sujetos de este cambio. Pero si, en otro caso, el cambio afecta exclusivamente a la forma, la materia prima se queda como sujeto subyacente. En el primer tipo de cambio, que podría ejemplificarse con la proposición “un hombre será músico”, puede decirse la sustancia porfía y no desaparece como resultado de la acción; en el segundo, que podría expresarse con la proposición “lo no-musical llegará a ser musical”, el sujeto desaparece para dar lugar a una nueva sustancia. De modo que, según este otro sentido, el propio sujeto también experimenta el cambio138. Tradicionalmente, este último tipo de cambio se ha llamado sustancial porque entraña la formación de una nueva sustancia. Se observará, detrás del cambio más radical posible —el cambio sustancial—, en el que no-A pasa a ser A, que el sujeto no es sólo lo que resulta modificado, sino, como dice Aristóteles, aquello gracias a lo cual una sustancia nace139. Al repasar el concepto de materia prima subyacente a todo cambio, muchas veces repensado y llegado a nosotros gracias a los medievales, sabemos que, aunque nosotros la hayamos conocido así, Aristóteles en cambio la llamaba simplemente ‘materia’, sin entrar en disquisiciones sobre el sentido metafísico que tienen los ulteriores textos de Z. De ahí que, a la hora de tratar sobre el sujeto de lo físico, convenga observar ciertas cautelas, porque, de hecho, emplea el mismo término al hablar de las cosas artificiales. Por eso, Owens aconseja atender oportunamente a la indicación escolástica de distinguir entre materia prima y la materia de la que se componen las sustancias140, la materia común, que está en la base de la distinción clásica entre el cambio sustancial y accidental. Para elucidar el sujeto del cambio, será preciso tener presente esta distinción detrás de la cual están latentes, por así decir, dos tipos de sujeto. Por un lado, se halla la materia como sujeto, para concebir la cual no basta 137. En Z, 3, 1029a 8 y ss. 138. Lo que por cierto, es manifestación de la unidad hilemórfica, en la que el cambio es tan formal como material: afecta tanto a forma como a materia (cfr. De gen. et corr. 324a 14-19). 139. Cfr. Θ, 8, 1050a 15-16. Sigo observaciones de GRAESER, A.: o. c., p. 219. 140. Cfr. OWENS, J.: Aristotle. The Collected Papers of Joseph Owens, State University of New York Press, Albany, 1981, p. 37.
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con tener al sujeto del cambio por algo general, sino que es preciso perfilar aún más la noción de sustrato subyacente. Como ha señalado H. Happ con acierto, es patente que Aristóteles no siempre favorece esa distinción. A menudo, emplea el término X-SRNHLYPHQRQ, que es el sujeto último, para referirse a la materia común de los entes. A su entender, este proceder supone una dificultad añadida, pues podría parecer que la mencionada distinción entre materia común e X-SRNHLYPHQRQ no siempre rige. Pero antes que eso, las oscilaciones terminológicas nos llevan a pensar que los textos de la Física suponen un primer contacto de Aristóteles con el problema, que más tarde sería retomado en la Metafísica141, y que por eso, no siempre se está en situación de asentar bien las distinciones que se van haciendo. Así, a simple vista parecería que la materia común y el X-SRNHLYPHQRQ, formalmente separados en las categorías, en la Física intercambian sus propiedades, pero en la Metafísica se observa claramente que no, que la distinción rige en todos los sentidos. De ese modo, parece que Aristóteles no siempre fue riguroso en el uso que hizo de los términos. Como efecto de lo cual, surge que la materia es un concepto polivalente y funcional142, empleado por su creador en diversos contextos. Ahora bien, común a todos ellos es el tener un significado preciso en cada caso. A pesar de esta ambigüedad terminológica, no es bueno confundir materia y materia prima, como no se confunden —por esa misma razón— cambios sustanciales y accidentales. En un esfuerzo por hacer comprensible al sujeto subyacente, Anscombe advierte que la materia es, en todo momento, el sujeto real del cambio. Siguiendo paso por paso el pensamiento de Aristóteles, G. E. M. Anscombe advierte que la materia está presente durante un cambio de cualquier tipo, de modo que, a simple vista, será inapropiado considerar algo que sea en absoluto durante el proceso de cambio o que, a tal efecto permanece incólume: más bien, lo que se puede decir es que, cuando algo cambia, hay simplemente un ente en movimiento o en dirección a una nueva formalidad143. Por eso, Anscombe insiste en que, cuando se dice que la materia es un sujeto real, no conviene imaginar un ente cambiante de tales y cuales características. De ahí que la materia no sea ninguna clase de cosa ni cantidad particular, sino según dice, simplemente materia. En tal caso, según aprecia otro 141. Cfr. GARAY, J.: o. c., p. 170. 142. Cfr. HAPP, H.: o. c., p. 288. 143. Que es un sentido tan importante de la sustancia como los demás (cfr. Phys. B, 1, 192b 13-15).
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autor, la materia es “todo aquello que permanece al margen de las determinaciones que han sido modificadas”144 durante el cambio. De ese modo, desde una percepción adecuada, se verá que, mientras que las cosas son sujetos últimos, la materia es sustrato y principio de la sustancia. Así se puede entender el sujeto subyacente. En atención a lo que decía Anscombe, la materia prima es de esas cosas que no tiene un referente directo o una contrapartida en la realidad; no podemos señalar esta mesa o el libro como referentes inequívocos de la materia prima. Esto no significa, sin embargo, que ésta tenga un sentido meramente lógico o que haya que interpretar así el hecho de que sea una potencia pura. A decir verdad, es un problema espinoso, pero cabe apreciar que a diferencia de los hechos físicos o estados de cosas cuyo correlato real es incontrovertible, la materia prima no es una realidad de sentido indicable. En suma, es lógico pensar que la materia prima como sujeto del cambio no tiene un objeto con el cual podamos ejemplificarla, ni disponemos de un modelo al que acudir para ilustrarla145. Aunque no hay pruebas de la existencia la materia prima, la materia muestra que no es un constructo lógico. Entre otras cosas, lo revela el hecho de que, lo que nace de una potencia pura no se forma sin más, sino que lo hace partiendo de una base material ya adquirida —como hace, desde el principio, el embrión humano—. Esta base, que no tiene por qué ser tangible, conferiría a cada sustancia lo que podría llamarse un sustento para su propia ‘historia’ o, si se trata de un ser racional, para su propia ‘biografía’. Lo que sucede es que este sentido de la materia no es algo determinado146, justamente, en contraposición a aquello determinable o al alcance del ORYJR de la definición, que sería propiamente el resultado final de un cambio147. Es importante advertir que la materia no es nada positivo, nada de lo que se pueda dar una señal de identidad como no se acuda a la sustancia. Como es obvio, la indeterminación de la materia no significa que no pueda predicarse nada en absoluto de ella, sino más bien, al revés: la materia resulta concebible como indeterminada. La indeterminación de la que se habla aquí no entraña que los términos que a ella se asocien se 144. GARAY, J.: o. c., p. 171. 145. A diferencia de la IXYVL: “unos dicen (...) que es el fuego, otros que la tierra...” (Phys. B 1, 193a 21-22). 146. Aristóteles lo hace ya en De An. 412a 1-2, donde se explica que la materia no es nada determinado, nada corporal, sino una entidad a la espera de determinación. 147. “Das Resultat ist zusammengesetzt, weil in ihm etwas erhalten geblieben ist, das es nicht selbst ist, aus dem es aber geworden ist” (WIELAND, W.: Die aristotelische Physik, o. c., p. 126).
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indeterminen hasta el punto de impedir toda predicación real. De ser así —según indicaba Anscombe— ni la materia de la que comúnmente hablamos sería p. ej., agua, ni como materia tendría el volumen equivalente a un litro148. La materia, en ese caso, no sería nada. Por tanto, ha de apuntarse que la indeterminación de la materia se refiere más bien a la imposibilidad de un acercamiento cognoscitivo a su naturaleza. Aristóteles dice de hecho que la materia prima se conoce por analogía y no por experiencia. Así parece entenderlo cuando, al hablar de la materia, afirma que puede conocerse149, aunque no por enunciación o descripción: “pues se debe enunciar la especie y en cuanto que cada cosa tiene especie, pero lo material nunca debe ser enunciado en cuanto tal”150. Es posible que al margen de esta indicación, Aristóteles no haya tratado sobre la materia prima con la extensión que sería de desear. O no lo haya hecho, al menos, en lo que se refiere a la indeterminación que afecta a la materia prima, de la que, a lo largo de su obra, nos gustaría haber podido leer algo más. Sin embargo, en dicha indeterminación se basa una distinción que es crucial para la física aristotélica y permite comprender adecuadamente el cambio. El propio Tugendhat hablaba de estos sentidos al señalar la doble dirección en la que se dirigen los agentes materiales. Por una parte, podemos distinguir la interacción de la materia con el resto de las causas. Se trata de una relación que contribuye precisamente a una mejor definición de la materia. En este sentido, la forma suministra a la materia el perfil bajo el que ésta se conoce. Por otra —y de cara a nosotros, a su conocimiento— la asociación de una forma es indispensable para una captación intelectual del ser corpóreo. Es en la relación con las otras causas —como la causa eficiente, que es la causa efectiva del movimiento—, como la naturaleza da paso a una nueva realidad y posibilita la respuesta a la pregunta por el VXYQRORQ, o sea, por el sujeto particular151. Así, el ser corpóreo no es nada —como han sostenido muchos otros autores— al margen de las otras causas o si se considerase
148. Cfr. ANSCOMBE, G. E. M.: Three Philosophers, o. c., p. 47. 149. Como señala Anscombe, siempre se podría haber dicho que el bronce que tal día a tal hora, el bronce que componía la estatua fue convertido en esfera (cfr. Three Philosophers, o. c., p. 50). 150. Z, 10, 1035a 7-9. 151. Cfr. TUGENDHAT, E.: Ti kata tinos, o. c., p. 149.
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desligado de ellas152: sería menester abundar en todas para precisar atinadamente la sustancia. Si hemos de prestar oídos a las indicaciones de Tugendhat, llevar el programa aristotélico hacia delante implica sumergirse en el orden de las causas. En último término, para dar un paso más, tal vez habría que acometer un estudio de la sustancia como totalidad, entendida como una armonización de causas con inclinación al movimiento, y ordenadas según un principio final. En una cierta crítica a Aristóteles, en la que, de paso, se demanda una consideración de la forma como esencia del alma, F. Inciarte ha expresado esta necesidad. Para él, en términos resumidos, lo interesante no es preguntarse el qué de la materia concreta, sino el por qué y el para qué de la misma. Antes de saber cómo se compone una sustancia, Inciarte cree más penetrante y explicativa la intelección de su sentido. Según se viene a defender, la materia de la composición tal como ha sido interpretada por la crítica posterior a Aristóteles adolece de una cierta detención, es decir, no ofrece facilidades para ser entendida dentro del cuadro del movimiento, esto es, en el marco de la causa eficiente y del fin. Frente a ella, desde la óptica de Inciarte, sólo hay una forma capaz de conducir a buen puerto la composición: la forma entera, el todo de la sustancia dirigido por la forma. La materia habría de quedar relegada por la inoperancia de la noción de compuesto153. Sin entrar a discutir la pertinencia de las afirmaciones de Inciarte, que como se puede apreciar, están notablemente alejadas de una interpretación tradicional de Aristóteles, me parecen singularmente representativas de los intentos de traer a consideración otras dimensiones de la sustancia como la GXYQDPL y el WHYOR, que tienen una clara dependencia del X-SRNHLYPHQRQ, y sin embargo, no siempre se elucidan como componentes de la esencia. Aristóteles, lógicamente lo hace. Pero estos autores subrayan que, en su visión, el cambio y el fin afectan externamente a la sustancia, y no internamente, como sería de desear en su perspectiva. Opinan que una falsa incidencia del cambio o la mutación en la esencia del compuesto podría desdi152. Como POLO, L.: Curso de Teoría del Conocimiento, IV/1, Eunsa, Pamplona, 1994, que propone hablar de con-causas en lugar de causas, pues las causas físicas no son nada sin el concurso de las demás. 153. “Kann man nun das ‘HL?GR’ als das Ganze nehmen, wenn man es als HMQWHOHYFHLD versteht, so ist diese nicht sowohl Form wie vor allem Form von Formen. Sie ist die Form all jener Formen, die (...) nach Vollendung dieses Prozesses nicht zurückgelassen, sondern aufgehoben werden in jener letzten Form, die insofern ebensowohl auch die erste ist” (INCIARTE, F., Forma formarum, o. c., p. 50).
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bujar el sentido de aquella declaración aristotélica según la cual la naturaleza es un principio de movimiento154. Es lógico pensar, por tanto, que propuestas como la suscrita por Inciarte fomenten otras interpretaciones del problema que sean capaces de arrojar nuevas luces a la cuestión. En cualquier caso, su sugerencia no invalida la distinción entre los dos tipos de cambio que prescriben la existencia de dos clases de sujetos que han sido presentados aquí. A partir de ahora, pasaremos a estudiar uno de ellos: el X-SRNHLYPHQRQ.
5.
EL SUJETO COMO 8-32.(,0(121 5.1. De la formación de la potencia pura a la materia como propiedad dependiente de la potencia
A pesar de que ya han salido a relucir algunos aspectos del X-SRNHLYPHQRQ, vamos a centrar ahora nuestra atención en este concepto. Según lo que ya sabemos, se puede decir que el sujeto es aquello que permanece debajo en dos sentidos. De una parte, tenemos por sujeto aquello que subyace a una sustancia según lo determinado155, es decir, atendiendo a la materia común de una sustancia, y por otra, el sujeto es indeterminado si se dirige la mirada al cambio, esto es, si se piensa en las diversas posibilidades a que éste da lugar. Pues bien, según las apreciaciones de H. Bonitz, tres son las posibilidades hermenéuticas que ofrece el análisis del término X-SRNHLYPHQRQ, al que se llama en este contexto sujeto subyacente. El sujeto subyacente puede ser la materia determinada por la forma, la sustancia en la que inhieren los accidentes o incluso, el sujeto de la proposición156. De estas tres posibilidades hemos hablado ya aquí. Especialmente lo hemos hecho acerca del primer sentido, pues, según se ha ido manteniendo, hay suficientes razones para pensar que Aristóteles tiene a la 154. Phys., Γ 1, 200b 12-13. 155. “Ein wasbestimmtes Dieses” (VOLKMANN-SCHLUCK, K.-H.: Die Metaphysik des Aristoteles, o. c., p. 114). 156. Cfr. BONITZ, H.: Aristotelis Metaphysica, G. Olms, Hildesheim, 1960, 798a 24-33.
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materia por sujeto y que ésta es una vía heurística correcta157. Como el propio Zeller158 señaló, el X-SRNHLYPHQRQ aristotélico, entendido en el sentido de la materia, es una vía de acceso preferencial a la HMQWHOHYFHLD159. De ahí que, si se toma como punto de referencia la materia compuesta, detrás de la cual hay un X-SRNHLYPHQRQ, no hay inconveniente en decir que, en líneas generales, la materia es la génesis del individuo. Según esto, la materia ha dado origen a la noción de sujeto convencional, es decir, a la sustancia, de donde posteriormente se ha extendido a otros escenarios por un procedimiento analógico. Extraído de la noción de materia, el sujeto real seguirá siendo un portador de propiedades también cuando se aplique a otras nociones. En este contexto, la forma o el alma se pueden entender también como sujetos, y se puede hacer así con otros términos. De ahí mi interés en señalar que la materia es algo más que un ejemplo paradigmático de la unión acto-potencial, pues de hecho, es el modelo habitual de comprensión de un sujeto. La materia es, pues, una fuente de comprensión de lo distinto. Además, se ha visto que permite comprender un sentido singular de la potencia, a saber, la potencia pura. En ella la materia se pertrecha para una clase de cambio más allá del cambio local, donde tan sólo los accidentes se modifican, mientras que la sustancia sigue siendo la misma. En esa situación, nos queda un sujeto que se limita a ser tal, es decir, a sujetar lo otro. Por su condición puramente potencial, este sujeto está simplemente por la sustancia, porque, por así decirlo, en este momento no la hay. Ahora bien, este sujeto en estado puro es un camino que —bien entendido— aclara la índole del movimiento. Cuando se habla de materia prima, se parte de un sentido de la potencia que nada es, o que precisamente por no ser nada
157. “Het ‘subjekt’ is de ‘stof’ in verband gedacht met haar eigenschappen” (VAN SCHILFGAARDE, P.: De Zielkunde van Aristoteles, E. J. Brill, Leiden, 1938, p. 92). 158. Según Zeller, la relación de la materia a la forma es como un modelo que ilumina la relación de potencia y acto. En todas las cosas hay materia, de un modo o de otro, a excepción del ser que se conoce a sí mismo, por lo que todo lo demás manifiesta una suerte de composición (cfr. Die Philosophie der Griechen, II-2, o. c. pp. 325 y ss.). Incluso habría composición material secundum quid, siguiendo a Aristóteles, en las figuras geométricas (cfr. Z, 10, 1035a 27-1035b 3). De modo que la materia es pensada o real, “und immer gibt es beim Begriff ‘Stoff’ und Verkwirklichung, z. B., ist der Kreis eine flächige Figur (H 6, 1045a 33-35)” (id., p. 326). 159. “...porque el sujeto primero (X-SRNHLYPHQRQ SURWRQ) parece ser sustancia en sumo grado” (Z, 3, 1029a 1-2).
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determinado lo puede ser todo160. Se trata de la fase de la materia a la que nos referimos cuando no se ha formado aún ningún compuesto. Sin embargo, a esto parece haber una objeción mayúscula. Como ese sujeto puro no es cognoscible en cuanto tal, pues algo se deter-mina en cuanto sufre ya una cierta modificación161 —según dice Aristóteles—, es necesario acercarse a la analogía para llegar a desentrañarlo. Así se conocen realidades que en un primer momento no están a la mano pero que, con un examen más agudo, surgen después. Como se decía anteriormente, Aristóteles explica en la Física que la naturaleza subyacente es un objeto científico por analogía; es decir, como lo es la madera a la cama o la forma antes de recibir una determinación. A esto podría llamarse un sujeto puro en el que la materia, denudada de la determinación de la forma, se queda sólo con su carácter de sujeto. Un repaso a toda otra composición de potencia mostrará que, en rigor, no hay un estado del sujeto más puro que éste, pues, a diferencia del sujeto gramatical y del VXYQRORQ, nadie podría decir que en un cambio de sustancia en el que sólo permanece esa materia —la materia prima—, hay algo más al margen de ella que sea especificable o dé muestras de ciertos atributos. Por eso, debería indagarse sobre aquello de lo que dicha materia es sujeto. Es decir, ¿qué propiedades soporta la materia prima?, ¿de qué es exactamente sustrato? El principal escollo para dar respuesta a esta pregunta es el siguiente. Cuando se habla de materia en ese sentido, se presupone que la nueva sustancia a la que esa materia dará origen, está por nacer, y mientras lo hace, es claro que lo material no deja espacio a nuestra inteligencia para extraer de ahí una especie o una definición de la forma que se está gestando. Sencillamente, se comprenderá que durante la generación no hay ninguna clase de forma indicable. De ahí que, según la observación de Aristóteles, lo que nace de modo casual o fortuito —aquellas generaciones que no se atribuyen a alguna causa conocida— en realidad deberían atribuirse a la materia, ya que ésta encierra en sí la posibilidad del ser como la del no-ser162. El no-ser, en este sentido, hace referencia a la potencia, o bien, a la posibilidad de sacar algo a relucir. 160. “Pues producir algo determinado es producir algo a partir de un sujeto en sentido pleno” (Z, 8, 1033a 31-32). 161. Ya advertía Platón en el Cratilo de la rigidez y estabilidad propias del discurso, que impediría a éste amoldarse al estatuto de las cosas sensibles. Pero Platón trasladaba a otro mundo la solución a dicha imposibilidad (cfr. AUBENQUE, P.: El problema del ser en Aristóteles, Taurus, Madrid, 1981, pp. 446-447). 162. Cfr. ZELLER, E.: Die Philosophie der Griechen, II-2, o. c., pp. 334-335.
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De todo lo cual surge, en suma, que es inútil tratar de descifrar la naturaleza de la materia sin tener en cuenta la potencia. La potencia y la materia, por tanto, están estrechamente vinculadas. La materia prima es, en realidad, el estado puro de la potencia, o bien, la potencia que no puede ser actualizada. De la unión entre potencia y materia, de la que la materia prima es ejemplo, se obtienen claros rendimientos en la teoría psicológica del alma. Pero antes de abordar esta vinculación, conviene notar la diferencia entre una y otra, pues a pesar de tener puntos comunes, es claro que materia y potencia no pueden ser idénticas. Prueba de ello es la distinción ya asumida entre materia común, que se capta sensiblemente, y la materia como factor multiplicador de formas o materia prima, que algunos autores denominan noética por estar detrás de la materia sensible163. Por último, otro indicador de la diferencia de la materia con la potencia es que sólo en la materia se encuentra la razón actual de individuo164. Una naturaleza es individual por el hecho de ser material, es decir, por algo que concierne estrictamente a los entes corpóreos. El sujeto material es algo y algo concreto, algo a lo cual se acercan los accidentes y demás afecciones de la sustancia que siguen a toda composición. Por tanto, la pregunta acerca de qué es una sustancia siempre se responde en particular, o sea, señalando una u otra. En este sentido, esta es una aportación original del pensamiento de Tomás de Aquino. Cuando éste se pregunta qué es lo que hace particular a una sustancia, responde invariablemente: “hae carnes et haec ossa”165. Para él, la materia no es una entelequia de carácter abstracto; se trata de la misma realidad de los entes. De ahí que, aunque su planteamiento pretende ser aristotélico —como evidencia el ejemplo de la carne y los huesos—, Aristóteles discreparía de esto en un matiz. Para él, un individuo es, en conjunto, la forma de Sócrates y su materia singular (se hace, de intento, hincapié en la conjunción). A diferencia de Tomás de Aquino, es lógico pensar que Aristóteles colocaría en primer lugar la diferencia, y más adelante la materia, dada la precedencia que otorga a la forma en la definición, de la que se trata suficientemente en Z. 163. Se acepte o no esta distinción, es patente que una y otra están presentes en Aristóteles (cfr. Z, 10, 1036a 9 y ss; cit. VOLKMANN-SCHLUCK, K.-H., Die Metaphysik des Aristoteles, o. c., pp. 94-95). 164. “Nur im Stoffe werden wir endlich den Grund des Einzeldaseins (...) finden können, welche aus Form und Stoff zusammengesetzt sind” (ZELLER, E.: II-2, o. c., p. 339). 165. “Sed materia individualis, cum accidentibus omnibus individuantibus ipsam, non cadit in definitione speciei, non enim cadunt in definitione hominis hae carnes et haec ossa, aut albedo vel nigredo, vel aliquid huiusmodi. Unde hae carnes et haec ossa, et accidentia designantia hanc materiam, non concluduntur in humanitate” (S. Th. I, q. 3, a. 3, c).
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5.2. La polémica designación del cuerpo como entidad primaria Pero el estudio de la materia prima no nos puede hacer olvidar que el sentido originario de la materia es otro. Para Aristóteles, la materia era primeramente algo útil, práctico y dócil a la habilidad manual. Los ejemplos de este tipo que constan en la Física son del todo ilustrativos. Allí se dice que la materia es la madera que cualquier artesano modifica para hacer de ella un artefacto útil, etc.166. En otro contexto, Zeller habla también de la necesidad de reconocer que la materia es propiedad de una cosa. Como propiedad, es evidente que la cosa se determina por su forma, y que lo material es indisociable de una forma167. En la doctrina aristotélica, la esencia como tal, esto es, la forma al margen de toda otra consideración, se asocia a una especie formal. Así, en universal, se puede decir que la esencia no particulariza a ninguna clase de seres —a pesar de que, según se halla en Z 6, cada cosa y su esencia se identifican—. Lo que singulariza a las entidades es su materia en sentido individual, el cual es por excelencia, su sentido más propio168. Pues bien, del hecho de que la materia es algo individual se justifica el paso al sentido hilemórfico del alma. Para Aristóteles, el alma del viviente formaliza una materia, inspirando la vida a un animal o una planta. Los seres vivos están informados de vida en particular, tomando por caso a este individuo o a otro, de modo que cada uno se dice un viviente, es decir, una entidad de carácter único e irrepetible. Como en toda HMQWHOHYFHLD, alma y cuerpo no son entidades separadas o unidas temporalmente, sino que se dotan de una fuerte unidad. A la luz de esa unión en la que Aristóteles contempla a todas las potencias del alma169, podemos distinguir luego alma y cuerpo. Mientras el alma sería la forma del cuerpo, éste en cambio es sujeto. Como 166. “Ursprünglich bedeutet X-OK das Holz besonders im Sinne des Nutzholzes, doch auch schon bevor es zum festem philosophischen Terminus geprägt wurde” (WIELAND, W.: Die aristotelische Physik, o. c., p. 125). 167. Cfr. Z, 5, 1030b 21. 168. Al margen de esto, conviene aclarar que la diferencia es una cosa y la individuación otra. Y ello, por más que comúnmente sea el caso que la propiedad ‘diferente’ conviva con el rasgo ‘individual’. O dicho en otras palabras, que todo lo que se considere diferente habrá de ser individual. Por lo demás, a efectos prácticos Aristóteles no tiene reparos en identificar la esencia de una cosa con ella misma. 169. Cfr. JAEGER, W.: Aristóteles, o. c., p. 63.
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sujeto recibiría las propiedades que fuera el caso170. Así pues, se percibe por lo pronto que el alma no es sujeto y el cuerpo sí, con lo que —se desprende—, Aristóteles, en un primer momento, no tiene al alma por sujeto. Por eso se dice que el cuerpo no es de esas cosas que se puedan predicar de un sujeto171, sino que como toda entidad primaria, todo lo demás ha de decirse de él. Pero esto mismo, que en teoría puede parecer claro, representa un serio problema. De ser así, parecería que el cuerpo es una entidad entera y que está dotado de completa autonomía. O bien, que el cuerpo como sujeto es realmente el primer acto del alma del ser vivo, mitigando, a este respecto, la importancia de la forma. Por eso, resulta lógico que a la vista de esta circunstancia, Ross añada lo siguiente. Si el cuerpo no es un atributo —entendido como una propiedad de la que sería ejemplo el color—, hemos de suponer que el alma no es una sustancia, sino un atributo, de modo que el alma sería un atributo dependiente [de un sujeto], pero no en sí misma una sustancia, como parece decir Aristóteles en otros muchos pasajes en los que consta con claridad que el alma es una sustancia172. Así pues —se inquiere—, ¿cómo es posible que la sustancia sea algo primario? Tomadas las cosas así, la polémica está servida. No obstante, hay aquí alguna confusión en la que probablemente, Ross pretende leer más de lo que está escrito en el original aristotélico. En realidad, no hay razones para deducir de lo dicho que el alma no sea una sustancia, o bien, que sea simplemente un atributo circunstancial. Más bien, lo que puede desorientar esta búsqueda es el número de versiones que Aristóteles nos ha dado hasta ahora de lo que es un sujeto. Por tanto, quizá convenga repasar de nuevo qué se entiende por sujeto. En un primer sentido, sujeto es aquello subyacente a un movimiento dado: la materia. Pero no sólo eso, pues aún hay propiedades subyacentes que son accidentales, y en consecuencia, no resisten el cambio sustancial, y sin embargo, son sujetos de pleno derecho173. Con esto último se haría mención de los singulares, que también son sujetos. Por consiguiente, a pesar la importancia que tiene el término X-SRNHLYPHQRQ, no hay razón para sostener que Aristóteles pretenda limitar 170. De An., B 1, 412a 17-19. 171. “...denn der Körper gehört nicht zu dem, was von einem Zugrundeliegenden [Substrat ausgesagt wird], sondern ist vielmehr Zugrundeliegendes und Materie [selbst]” (De An., B 1, 412a 16-19). 172. Cfr. ROSS, W. D.: Aristotle´s Metaphysics, o. c., pp. 212-213. 173. Cfr. Z, 13, 1038b 1-6; H,1, 1042a 26-29.
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lo que una forma es al compuesto, como denunciaba Ross, sino que cabe concluir que la noción de sujeto es más amplia. No obstante, a favor de la tesis Ross juega que todos los sentidos y potencias, sin excluir los más altos, no se encuentran sencillamente en el alma, sino que inhieren en ella como en su sujeto174, según escribe Aristóteles. En contra, está sin embargo el reconocimiento de que las potencias son sujeto del cuerpo animado. Y ello porque el alma no se define a sí misma única y exclusivamente por la forma, sino que lo hace también por medio de las potencias de vida, esto es, por aquellas que la exhiben y manifiestan. En rigor, se debe decir que el alma es el acto primero de un cuerpo natural que tiene la vida en potencia, según la definición aristotélica que más ha trascendido175. Así pues, en el hecho de que el alma es la actualidad de la vida en potencia —lo que en el fondo, representa un cuerpo orgánico— cree Brentano que debería comprenderse todo y que la dilucidación de esa proposición es suficiente para tener una idea cabal del problema176. Esto entraña principalmente que la vida se tiene esencialmente en potencia, no en acto. La potencia es más bien el ejercicio del acto: la actividad. La vida es así, para Aristóteles, como un préstamo que se concede en forma de potencia y que ésta misma tiene el encargo de desarrollar. En el fondo, el problema al que apunta Ross reside en que tradicionalmente se ha visto en la forma un atributo de la materia o el compuesto. Se la ha visto así como un agregado, y no como un recipiente de atributos. De modo que si la forma es un recipiente de propiedades, nada impide que se diga sujeto también. La forma es cierto sentido un sujeto. Y nada tiene de sorprendente decir que, cuando la materia es sujeto —y con ella las potencias—, se habla en otro sentido. Por supuesto, Aristóteles cree que la forma animada es predicada de la materia, pero esto no significa que el alma o la entidad final que es Sócrates no pueda ser sujeto de ciertos atributos. Entre éstos, p. ej., habría que contar las afecciones de la sustancia, de las cuales se habla como de formas accidentales en alusión a que son sujetos de la forma. El sujeto del cambio (la materia) y el sujeto como 174. Cfr. BRENTANO, F., Die Psychologie des Aristoteles, o. c., p. 98. Además, sólo el alma es sujeto de ciertas operaciones que afectan indirectamente al organismo: “Nur einem Theile nach ist sie mit der Materie vermischt; theilweise also belebt sie die Materie, theilweise ist sie dagegen selbst lebendig und das Subject der Lebensfunctionen” (id., p. 52). De ahí, por ejemplo que no toda el alma se pierda con la corrupción del cuerpo. 175. Cfr. De An., B 1, 412a 27. 176. Cfr. De An., B 1, 413a 1-2.
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atributo (la forma) encierran realidades de diversa consideración que no se deben confundir. Ambos sentidos divergen tanto en el rango de objetos que pueden recibir como por la manera como son sujetos177.
5.3. La unidad psicofísica del viviente Hay una amplia creencia, extendida desde Descartes, de que el alma es sujeto de los estados de conciencia como cualquier sustancia lo es de unos accidentes. De ahí quizá el empleo familiar del término ‘sujeto’ para designar al hombre, tan cercano a nuestro modo de expresarnos. La creencia parece atribuida a Aristóteles, aunque éste, a lo largo de sus escritos se haya resistido a identificar al alma con la IXFKY. Es más, en diversas circunstancias parece combatir directamente esa creencia. En cierto pasaje, se asegura que decir que el alma se enfada o está enfadada es como si uno afirmara que también el alma teje o construye. Por eso, ‘alma’ y ‘Sócrates’ no son la misma cosa. Aunque pueda parecer un sinsentido, detrás de la suposición de que el alma es sin más un sujeto de diversos estados, está la creencia de que ésta se enfada, teje o construye como lo hace cualquier individuo. A esos efectos —se aclara—, sería mejor decir que el ser humano realiza tales actos a través de la IXFKY178, y no el alma en sí misma. Incluso, para acentuar el peso de las potencias de vida en el alma, en la Ética a Nicómaco se prefiere hablar de la actividad de la IXFKY antes que del alma misma179. Aristóteles prefiere decir que el ser humano hace algo por mediación o por medio del alma, que decir que ésta completa todas sus actividades por sí misma180. Pues bien, la mediación del alma es ahora nuestra antesala para adentrarnos en la unidad viviente. Con esa matizada tesis de la mediación, Aristóteles sale al paso de posibles visiones o influencias dualistas que, desde un punto de vista externo a la unidad anímica, ven en alma y cuerpo una precaria alianza. Con el olvido de la tesis aristotélica de que el alma está en potencia, el dualismo tiende a separar alma y cuerpo, y 177. Sigo sugerencias de SHIELDS, C.: “Soul as Subject in Aristotle’s ‘De Anima’” Classical Quarterly, 38 (1988) 140-149. 178. Cfr. De An., A 1, 402b 11-15. 179. Sigo sugerencias de GALLOP, D.: “Aristotle: Aesthetics and the Mind”, o. c., p. 92. 180. Cfr. De An., A 4, 408b 13-15.
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otorgar a cada uno la posibilidad de actuar a expensar del otro. En ese sentido, la aceptación de esa autonomía sería tanto como postular, en un sentido cartesiano, que alma experimenta estados de suyo, como ha advertido Aristóteles que podría hacerse por error. Además, el dualismo asigna al alma un aspecto separable o cuando menos, una suerte de agente interno susceptible de recibir impresiones de por sí y que, como es lógico, resulta notablemente confuso. Ahora bien, dado el estrecho vínculo entre materia y potencia, conjeturar que el alma experimenta estados de suyo es quizá tanto como decir que el alma recibe impresiones sin las potencias, o en otro sentido, que el intelecto se activa por sí mismo, lo cual da al traste con su definición de potencia pasiva. Por otro lado, sabido que las actividades corporales detentan una cierta importancia en actividades como tejer o construir, es inconcluyente creer que el alma lleva a cabo estas actividades si es colocada al margen de la materia181. En consecuencia, decir de alguien que lleva a cabo una serie de actividades por medio del alma, es tanto como decir que ciertas capacidades se ejercitan en la posesión de un cuerpo. Para esclarecer la realidad del alma, la noción de potencia es tanto o más significativa que la forma. Es curioso comprobar cómo la mayor parte de las críticas dirigidas a la materia como componente esencial de la sustancia182, por lo común abandonan u olvidan la comprensión de su primer rol en el mantenimiento de la vida: la potencia del viviente. Para un organismo vivo, tener la vida en potencia comporta la posesión de unos órganos o su desarrollo según un cuerpo183. A tal fin, Brentano asevera que el ser de la sustancia no es la forma, sino que más bien, junto con Aristóteles, parece que ésta es el principio a través del cual una determinada sustancia es, asentando así la doctrina de la mediación de las potencias del alma. La materia, a su vez, sería el ser a través de la forma184.
181. Cfr. GALLOP, D.: o. c., p. 94. 182. Para Frede, las formas mismas son sujeto en todos los sentidos posibles, anulando así la distinción de sujetos por la que abogo (cfr. FREDE, M.: “Substance in Aristotle’s Metaphysics”, Essays in Ancient Philosophy, Minneapolis, 1987, p. 75). 183. “...denn eine solche Seele ist ja nichts anderes als die substantielle Form einer beseelten Materie, sie ist keine Substanz für sich, sie gehört wesentlich zum Körper” (BRENTANO, F.: o. c., p. 50). 184. Cfr. De An., B 1, 412a 6.
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“Está claro, por consiguiente, que la especie, o como haya que llamar a la forma que se manifiesta en lo sensible, no se genera, ni hay generación de ella, como tampoco la esencia (pues es lo que se genera en otro por arte o por naturaleza o por potencia). Uno hace, en cambio, que exista una esfera de bronce; pues la hace a partir del bronce y de la esfera; pone esta especie en esta materia, y el resultado es la esfera de bronce. Pero, si hubiera generación del ser de la esfera en general, sería algo a partir de algo” (Z 8, 1033b 5-11).
Aristóteles enseña que la forma no nace del cambio, sino que, lo que nace realmente es el concreto. Una vez más, se demuestra que cuando no hay una comprensión certera de la potencia, que está en la índole del sujeto material, toda la visión aristotélica del individuo se deforma. Y es que la forma no es necesariamente lo mismo que el individual ni el compuesto, como tampoco la materia. La forma y la materia, unidas potencialmente, representan la composición concreta de un cuerpo. J. L. Ackrill advertía de que el uso del término griego HL?GR para designar al hombre, como en alguna ocasión hace Aristóteles, no nos debe infundir la creencia de que la forma es exactamente la misma cosa que el compuesto, pues esto supondría, entre otras cosas, dejar la materia al margen de la definición185. Lo que podría llamarse la tentación formalista, es decir, el intento de relegar la materia a un papel secundario, ha estado muy extendida entre los intérpretes de Aristóteles del s. XX. Ciertamente, es una mentalidad que aflora muchas veces, y que al menos otras tantas merece ser contestada. A decir verdad, los hechos no hablan a favor de que la forma preceda a la materia, ante todo, porque la generación de los entes destaca a la materia como sujeto y soporte del cambio. Como el texto citado ayuda a comprender, de una modificación —de un cambio físico— surge un individuo particular, y no, como falsamente se podría ver, propiedades disociadas de un individuo, o si se quiere, pendientes de adjudicar a un sujeto —en este sentido, como forma—. En realidad, si la forma no es aquello que propiamente está antes del cambio186, tampoco se significa como lo cambiante del cambio, ni como lo cambiado al final del proceso. Más bien, lo que se desprende de la cita anterior es que el cambio corresponde a la sustancia entera. La forma sólo destacaría como parte integrante del ser que existe junto a él, y que corre a la par con la materia. 185. Cfr. ACKRILL, J. L.: “Aristotle's Definition of IXFKY”, Proceedings of the aristotelian Society, 73 (1972-73) pp. 122-123. 186. Cfr. Λ, 2, 1070a 21.
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Es verdad que la materia, al decir aristotélico, es el ser a través de la forma. Ese cauce de actuación que representa la forma es, si se quiere ver así, un buen ejemplo de lo que es la potencia. Por eso, esta aseveración conduce la teoría al plano de la psicología, porque todas las facultades del hombre son, bajo cierto punto de vista, una mediación. De éstas, además, surge en concepto de actividad como aquello que se pone en acto gracias a la potencia. En la psicología aristotélica, es fácil comprobar que las actividades del hombre que tienen que ver con su cuerpo son cruciales para la vida. Hablar de la vida del viviente es tanto como sopesar las acciones que el cuerpo puede realizar. Por éstas, el hombre adquiere, si se quiere ver así, su especialización frente al resto de los animales, pues sólo el hombre hace un uso inteligente de la vida187. Las actividades que Aristóteles atribuye al cuerpo son múltiples y variadas: la nutrición y la reproducción, la percepción, la imaginación, la memoria, el habla. Por último, en los animales superiores se destaca la parte del intelecto vinculada a la potencia; el intelecto paciente. En el hombre, este amplio conjunto de potencias se entrelazan con los órganos en la vida. Así se originan funciones complejas que enriquecen la vida del viviente y son el objeto de la Psicología188. Lo interesante de todo ello es que no sólo hay un sentido metafísico del sujeto. También hay un sentido antropológico, y, en esa medida, también un sentido cultural, pues la cultura sigue siendo una realidad humana. Por lo demás, en la óptica de Aristóteles esto no está impedido en ningún sentido. Como bien se sabe, el uso del término es analógico a todos los niveles, y en este sentido, el sujeto cultural podría ser uno de ellos, pues cae en el ámbito de la WHFQKY o de lo que el sujeto es capaz de hacer en diversos ámbitos. Por eso, también el hombre es un sujeto en sentido cultural, pues ahí donde hay un hombre, existe una cultura que emana de su naturaleza. Para poder llegar a esto, es preciso partir de un estudio anterior de precisiones y matices sobre el sentido metafísico del sujeto. Al fin y al cabo, de este primer capítulo centrado en la metafísica del sujeto, han 187. Cfr. GALLOP, D.: o. c., p. 95. 188. Más allá de Aristóteles, la filosofía contemporánea se ha preguntado cómo se conectan dichos eventos de la mente con estados corporales o anímicos. En éste, la respuesta a dicha pregunta está dada implícitamente a través de la potencialidad que envuelve a los órganos corporales. A ellos se les confiere la vida en forma de potencia o realización, diríase que para materializar ese primer acto que activa y acompaña a las potencias del viviente. Se evitan así las posibles interpretaciones materialistas, o en otro sentido psicologistas, entre la que destaca la visión dual de Descartes, más tarde asumida por W. James.
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surgido una serie de precisiones de conceptos adyacentes a él. Estas precisiones son más complejas en términos como materia, forma o potencia, para los cuales a menudo he usado el original griego, para desvirtuar lo menos posible su sentido original. A partir de aquí, veremos cómo recibe esta doctrina Tomás de Aquino y si en líneas generales, su interpretación es coherente con la rica visión aristotélica del cosmos.
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CAPÍTULO II
EL SUJETO NATURAL
Probablemente no haya sido casual que Tomás de Aquino no naciera después de Kant, sino justamente en el apogeo de la Edad Media, un periodo tan complejo que aún hoy la mayor parte de los manuales al uso no logra abarcar fácilmente, debido a la variedad temática y la dispersión cronológica de las corrientes más relevantes. Un rasgo común ha podido ser definido, a saber, el asentamiento histórico-cultural del cristianismo, un proceso que llevará algunos siglos y que ya en la Edad Media se manifiesta con vigor, impregnando su cultura desde diversos ámbitos. Así aflora la vida y el sentir común de los medievales. Además, dada la importancia cristiana de la tradición, buena parte de la intelectualidad cristiana de la primera época definió las fuentes de debate. Para entonces, la filosofía representaba ya un amplia tradición, y eran numerosos los autores cristianos que formaban parte de ella. Quizá el más relevante fuera S. Agustín —cuyas ideas tomarán continuidad en la escuela franciscana— y con él, el cuerpo de los Padres de la Iglesia, los cuales representaban para el común de los medievales una autoridad en cuestiones de fe y pensamiento. El contexto en que aparece la figura de Tomás de Aquino es hondamente cristiano, una fe que su biografía y su enseñanza reflejaron nítidamente. Desde temprana edad su educación fue confiada a los benedictinos, más tarde ingresó en la orden de los dominicos, estudió en los principales focos de la cultura, acometió crisis teóricas acuciantes —como el ave89
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rroísmo latino— y se propuso respaldar racionalmente el bagaje teórico de la fe. Su figura no podría ser oportunamente juzgada al margen del cuadro cultural de su época, como hoy tampoco juzgaríamos a los modernos fuera del movimiento protestante de reforma, que ejerció una influencia decisiva en el panorama de la filosofía. Ese juicio sería, además, sesgado, si se tuviera a Tomás de Aquino como un simple compilador de la filosofía aristotélica, tanto más cuanto que su pensamiento dio un nuevo rumbo a la visión que se tenía de Aristóteles en el continente —no siempre bien leído por Avicena y Averroes—, e iluminó problemas de forma novedosa contribuyendo a esbozar una nueva metafísica1. La distinción esencia-ser, la dualidad de principios en cada cosa finita, la creación, las pruebas de la existencia de Dios, el orden moral de las virtudes, etc. son sólo un botón de muestra de que no estamos frente a un capítulo más del aristotelismo, sino ante una continuación del realismo filosófico frente a las escuelas tradicionales de corte platonizante. Inspiración cristiana y continuación del realismo aristotélico son como dos pinceladas que sintetizan bien el proyecto filosófico de Tomás de Aquino. Es lógico que el panorama sea más que aristotélico —aunque igualmente ambicioso—, pues aspiraba a dar respuestas a problemas traídos a debate por sus contemporáneos, en muchos casos procedentes de escenarios histórico-culturales francamente diversos al de la Grecia aristotélica. Es una creencia heredada de las corrientes historicistas del XIX: la hermenéutica de cada autor se verifica únicamente en un marco de ideas, a saber, el de su época. En Tomás de Aquino hay nuevas luces, nuevos tratamientos y nuevos problemas, muchos de los cuales se despertaron en interesantes controversias teológicas sobre la fe y de la propagación de errores doctrinales, cuestiones ambas que no podían estar presentes en Aristóteles. Es sabido que el discurso medieval partía comúnmente del Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, obra que en época de Tomás de Aquino gozaba de una amplia difusión entre los intelectuales, y cuya lectura no sólo reportaba una guía para iniciarse en el saber, sino también una genuina metodología de trabajo. Así pues, el entorno cultural hizo que toda obra filosófica fuese por necesidad teológica, porque la teología reclamaba un sólido andamiaje. Por otra parte, este extremo explica el esmero con que se acometen problemas filosóficos en tratados en apariencia teológicos; de ello es ejemplo la Summa.
1. Cfr. SHÖNBERGER, R.: Thomas von Aquin, Junius, Hamburg, 1998, pp. 37-49.
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A pesar de la fidelidad a la doctrina aristotélica que la lectura de sus obras refleja generalmente, Tomás de Aquino no es un compilador más o menos sistemático de la tradición. Existen otras claves que tal vez iluminan mejor esta empresa filosófica, aunque él no siempre las manifiesta, ni quedan tácitamente expresadas en algunas de sus obras. En él hay un escaso afán de proclamar novedades, de sacar a la luz ideas que habían pasado desapercibidas a la tradición. Tampoco su pensamiento aspira a constituir un riguroso arranque del saber, en contraposición quizá al proyecto de Descartes, Kant, Fichte, Hegel o Nietzsche. Quizá de modo irreflexivo, sus textos no hacen ostentación de novedad, ni se fomenta siquiera esa apariencia. Por una parte, Tomás de Aquino no se consideró a sí mismo un innovador2; por otra, el estilo escolástico no dejaba un margen excesivo al lucimiento del autor. Todo lo más, el savoir faire académico sugería acometer las cuestiones de manera impersonal y esquemática, y siempre que fuera posible, apoyadas por textos e ideas de la tradición. De ordinario, se daba más importancia al rigor y a la resolución de las dificultades pertinentes que a las llamadas de atención acerca de lo significativo que podría resultar lo descubierto. En ese sentido, su obra carece de aspavientos, de llamadas de atención o admoniciones dirigidas al lector. Por lo común, se partía de la necesidad de relegar la constatación del acierto, para hacer destacar la verdad de modo prioritario. Es cierto que algunos de los términos científicos definidos por él casan bien en el cuadro de ideas aristotélico. Pero parece probado que las novedades de su pensamiento no son meramente logros implícitos de la enseñanza de Aristóteles, sino que se trata de genuinas aportaciones; son una nueva hermenéutica filosófica, si por ésta se entiende la capacidad de adaptar ágilmente nuestras categorías a los nuevos caminos del pensar. Admitido que la asimilación de Aristóteles fue decisiva en su pensamiento, en la obra de Tomás de Aquino corren nuevos aires. Si hubiera que definirlos de algún modo, quizá podría decirse que se trata de una continuación del realismo en el sentido en que Aristóteles se tiene por realista frente a Platón3. 2. Frente a figuras brillantes del pensamiento moderno y contemporáneo, que anuncian la novedad de sus planteamientos. A veces, este afán es más un punto de partida que de llegada, como consta en el método de Descartes, que aconseja poner todo lo sabido entre paréntesis. 3. Nótese que hasta la aparición de los primeros textos de Aristóteles, el mundo bajomedieval se halla inmerso en la doctrina de Platón, y que la condena del aristotelismo por Esteban Tempier, acaecida en 1277 tras la muerte de Tomás de Aquino, da idea de hasta qué punto la influencia de
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Es innegable que Tomás de Aquino heredó cuantiosas contribuciones de Aristóteles, y que dicha asimilación creó una fuerte dependencia entre ambos. Se manifiesta claramente en sus comentarios a la obra aristotélica, los más prolijos de éstos. La dependencia se intensifica quizá en los conceptos más cercanos al mundo físico, y se debilita a medida que la inmaterialidad de los seres se hace más patente. Es decir, el compuesto hilemórfico, p. ej. parece más similar al compuesto aristotélico que a la noción de hombre —donde surge el espíritu y se saca a relucir el término ‘persona’—, a la de inteligencia separada —a diferencia de Aristóteles, hay toda una angeleología—, o a Dios, estación final de la filosofía y causa última de los entes. En los seres más perfectos, en los que la investigación teológica se adentra por necesidad, la doctrina de Tomás de Aquino se aleja mucho de Aristóteles. Así las cosas, el sujeto metafísico —del que hablaremos en este capítulo— encuentra numerosos puntos de contacto con él. En lo esencial de la metafísica, Tomás de Aquino coincide con Aristóteles en la creencia de que el último sujeto real es el individuo, o sea, aquello que en verdad merece tenerse por sustancia. Es, ante todo, una declaración de intenciones frente al platonismo. También es así en lo que concierne a la materia y la forma como términos constitutivos de las realidades corpóreas, si bien para Tomás de Aquino éstos no serán principios eternos de movimiento, sino que se tendrán como creados por Dios, pues todo lo que es distinto de Dios habrá sido creado por él4. No obstante, habrá tiempo de observar la corrección de este término al tratar de las sustancias separadas, para las cuales no hay —a diferencia de Aristóteles y la escuela franciscana— una materia constituyente5.
Platón había calado en el sentir común de los medievales (vid. AERTSEN, J.A (ed.): Nach der Verurteilung von 1277. Philosophie und Theologie an der Universität von Paris im letzten Viertel des 13. Jahrhunderts”, en Miscellanea Mediaevalia 28 (2001). 4. Cfr. S. c. G. IV, cap. 15 [922]. 5. Cfr. SCHÖNBERGER, R.: o. c., p. 72.
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1.
EL SUJETO COMO SUSTANCIA 1.1. El ser analógico de la sustancia
Por regla general, Tomás de Aquino habla de lo sustancial como aquello que subsiste en el género de la sustancia6. La subsistencia en un género alude a una categoría primordial de las diez que había definido Aristóteles en su Metafísica. La sustancia es la primera de las categorías, el género principal y más importante de todos. Precede en importancia al resto de los géneros, que por eso mismo se dicen siempre de éste. En su génesis temporal, en el conocimiento y en esencia, sabemos que la sustancia es un término primario. En el orden lógico, primero es la sustancia y después, la secuencia de categorías que se pueden predicar de ella. Teniendo, pues, a la sustancia como el género más eximio, y siguiendo a Aristóteles, Tomás de Aquino identifica la sustancia con el sujeto y el supuesto. Son dos términos distintos, pero que, como Aristóteles hiciera en Z, admiten una participación analógica en la sustancia. “Según enuncia el filósofo en V Metaphys., la substancia se dice de dos modos. De un modo llamamos substancia a la quididad de la cosa (...) De otro modo es substancia el sujeto o supuesto que subsiste en el género de la substancia” (S. Th., I, q. 29, a. 2, c).
En otra parte, Tomás de Aquino menciona aquellas cosas que Aristóteles llamaba ‘sustancia’, y que son la Tierra, el Fuego, el Aire, el Agua y otras cosas tales. Y explica que todos esos ejemplos que éste cita “se dicen sustancia porque no se dicen de otro sujeto, sino que los demás se dicen de éste”7. Para Tomás de Aquino, la nota esencial de la sustancia es la subsistencia8 o el ser por sí misma. De otro modo, se dirá que la sustancia no tiene necesidad de ser sustentada por otro. En los ejemplos de sustancia que Aristóteles señala, se aprecia, detrás de múltiples rasgos propios, un marcado sentido de unidad. Ante todo, el ente es algo unitario9, y también es así la sustancia. De forma que la sustancia es un principio de 6. 7. 8. 9.
S. Th. I, q. 29, a. 2, c. In V Metaph., l. 9, 898. Cfr. In V Metaph., l. 9, 903. Cfr. In IV Metaph., l. 4.
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subsistencia para todo lo que no es de su misma clase, es decir, para todo lo que no es de naturaleza subsistente. De modo que la sustancia es un soporte primario, o lo que es igual, un elemento sustentante de parte de la realidad, tal como se deriva del hecho de que se sustenta a sí misma, pues de ese modo ofrece sustentación a otros. Nada impide la descripción de la sustancia como una base o soporte a la que advienen ulteriores predicados —tales como el calor, que se predica del fuego—. Esto comporta que las cosas no son formas simples, lo cual da paso a la composición y a la posibilidad de contar caracteres de las cosas. Esta variedad de los entes, que se abren así a la composición, arraiga en la consideración aristotélica de que la sustancia es sujeto, de modo que —de acuerdo con su pensamiento— allí donde haya una sustancia habrá, en líneas generales, algún sujeto de cierta clase. Cuando se advierte el color, p. ej., observa Tomás de Aquino que detrás de la formalidad de la percepción hay necesariamente un sustento sustancial, a saber, la superficie. El color descansa sobre la superficie como en su sujeto. Esta sustentación se da a distintos niveles que dan lugar a diversos relieves entitativos según el grado de cercanía o proximidad al sujeto. Pero en lo que toca a la definición, si se pregunta qué entraña esto en realidad, valga por ahora que toda sustancia es un sujeto que subsiste establemente en el género de la sustancia, del que dependen el resto de las categorías. La sustancia tiene un sentido unitario y otro múltiple. Es unitaria en tanto que ente, y múltiple como lugar de la composición. Decir esto es posible gracias a la analogía. Como se sabe, el recurso a ella dota a los entes de una multiplicidad de sentidos que no se contradicen. Los diversos sentidos que hacen que algo sea sustancia, son igualmente el obstáculo que impide definir rectamente al sujeto. “Qué es sujeto”, en consecuencia, no es una cuestión susceptible de una aclaración directa e inapelable, es decir, no hay una definición canónica de sujeto, como tampoco la hay de la sustancia10. Ahora bien, son diversos los caminos que, para contrarrestar esa carencia de definición, permiten explicar el sujeto. El uso de la analogía nos puede ser muy útil a este respecto. A la pregunta de qué es un sujeto, Tomás de Aquino, en lugar de dar una definición, señala que “el sujeto de algo es doble, a saber, primario y secundario; como la superficie es el primer sujeto del color, pero el cuerpo es el secundario en 10. “Illam vero substantiam non contingit definire, de qua infinita praedicantur: quia oportet definientem intelligendo pertransire omnia illa, quae substantialiter praedicantur de definito” (In Poster. I, l. 34, n. 5).
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cuanto subyace a la superficie”11. Realmente, la distinción entre sujeto primario y secundario se sitúa en dependencia de la propiedad con que el concepto de sujeto pueda ser aplicado a un ente. Por lo que se añade que, si la distinción anterior es válida, “de modo semejante se dirá que el primer sujeto del pecado es la voluntad. Pero la sensualidad es sujeto del pecado en cuanto que de algún modo participa en la voluntad”12. Intentaré mostrar qué tiene esta expresión de paradigmática. La brevísima aclaración de De Veritate permite incoar una de las tesis que intentaré esbozar a lo largo del capítulo. Más allá de Aristóteles, para quien el sujeto se extendía a un campo delimitado de cosas, la analogía permite a Tomás de Aquino un uso pluriforme del término. En él son ‘sujeto’ las más diversas entidades de la metafísica, antes que lo que podrían llamarse las realidades de sentido indicable —por emplear un recurso de la filosofía analítica—. Si bien, este término debe ser aplicado siguiendo una gradación de mayor o menor en la escala de los seres. Mientras tanto, en contraste con él, en Aristóteles el sujeto era más bien una entidad primaria, y en sentido lógico, aquello de lo que se decían todas las cosas sin que de éste se pudiera decir nada. Tomás de Aquino recoge también estos sentidos. La analogía, sin embargo, hace del término los usos más dispares, y entiendo que esta multiplicidad de sentidos es predominante en él. Por eso, la cuestión no es simplemente que a fin de cuentas haya otra percepción de Aristóteles, sino, como se está tratando de señalar, que Tomás de Aquino se sitúa en el punto medio de un proceso que irá ampliando la semántica del ‘sujeto’ hasta hacer de él usos más generales. Como se sabe, Aristóteles asegura que nada se puede decir del sujeto, mientras que de éste se dice todo lo demás13. Es un precedente de la ampliación semántica del término y un refrendo de ese amplio uso que le da Tomás de Aquino. En efecto, Aristóteles indica con ello que el sujeto es un concepto al que deberían asirse otros de orden secundario porque éstos, lógicamente, vienen detrás de él. Pero en rigor, esta expresión no es suficiente, ni despeja decisivamente el problema. Ciertamente, lo que esta aserción tiene de desorientador es esa referencia a algo exterior, esto es, la vinculación con elementos dependientes del sujeto que sin embargo, no lo 11. De Ver., q. 25, a. 5, ad. 1. Tomo la traducción de J. F. SELLÉS: De veritate, 25, Cuadernos de Anuario Filosófico, nº 121, Pamplona, 2001. 12. Id. 13. Z 3, 1028b 36-37.
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constituyen. A decir verdad, con la dicción “nada se dice de él” parece advertir que no encontramos un modo interno de tratarlo, que, sea como fuere, habría que definir previamente los atributos del sujeto antes de lograr definirlo con precisión —en la medida, ciertamente, en que sea definible—. Si se toleran las limitaciones del ejemplo, es como si un libro se definiera por aquellas propiedades que detenta, en lugar de por aquello por lo que es tal libro; y así, se diría que es azul, que contiene letras en un idioma reconocible, etc. sin mencionar quizá rasgos esenciales a su naturaleza Pero ¿es eso por lo que realmente nos preguntamos al lanzar la pregunta sobre el sujeto? La cuestión es, entonces, qué hay detrás de ese sujeto impredicable del que se habla. La pregunta está, por tanto, orientada a saber exactamente qué es la sustancia. Aunque a simple vista, la tesis de la primacía del sujeto en Aristóteles no resuelve la entera constitución de un ente, su aserción acerca de la primacía lógica del sujeto no carece de sentido, antes bien, está seguida de una notable finura intelectual. La respuesta al interrogante planteado más arriba parece estar ahí latente. Para él, en una expresión verbal o escrita el sujeto se puede predicar, pero no se determina categóricamente, pues no hay nada predicable de él al margen de sí mismo, es decir, nada que exhiba su esencia al margen de ella misma. Dicho de otra forma: la sustancia no tiene interlocutores; ella misma debe expresarse sobre sí, además de que no hay otro modo de definir el sujeto sustancial aparte del que sentó Aristóteles. Pero definir es en cierto modo, predicar, y la predicación categorial del sujeto —eso que se hace al describir los caracteres de un libro—, es la expresión de una propiedad P interna a un sujeto x, pero no la definición misma de x. La esencia, en todo caso, es impenetrable a la definición, al menos en un sentido exhaustivo. Por esa razón, lo lógico es ver cómo el sujeto se rodea de accidentes que, a posteriori, el juicio de la mente descifra por medio de las categorías. Aristóteles escribe en A 2 sobre la demostración y sus principios. Tomás de Aquino, en el comentario a Posteriores analíticos, aclara al respecto que, antes de saber si algo es, no se puede decir propiamente qué es exactamente. Es necesario esperar a tener la percepción de una naturaleza para responder a la cuestión an sit. Con otras palabras, la cuestión an sit precede a la cuestión quid est. Aristóteles ejemplifica esto acudiendo al caso del triángulo. Es pertinente saber qué significa su nombre y hasta dónde abarca su definición, si se quiere disponer de una idea aproximada de en qué consiste la esencia del triángulo. A este propósito, en ese libro se dice: “...como los accidentes de cualquier orden se refieren a la sustancia, 96
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no hay inconveniente en que lo accidental sea a su vez sujeto con respecto a otro. Así la superficie es accidente de la sustancia corporal, pues también la superficie es primer sujeto del color”14. En efecto, el accidente también puede ser sujeto sin convertirse necesariamente en sustancia, dice Tomás de Aquino. Pero lo más interesante es la conclusión: “sin embargo, es sustancia aquello que siendo sujeto no es accidente de nada”15. En efecto, el hecho de que la superficie sea sujeto del color, no quita que ésta sea a su vez una afección de la sustancia. Así, aunque se da el caso de que la superficie no es una sustancia, porque sabemos que es un accidente, así y todo es un sujeto real. Afinando más, podría decirse que es sustancia secundum quid, esto es, según la analogía, pero justamente, en lugar de ello decimos que es sujeto, ya que en otros lugares ha quedado claro que es sujeto lo que subsiste y se mantiene en el género de la sustancia16. Esta divergencia entre sujetos propios y sujetos por extensión, como son los accidentes, se conoce también como la distinción entre sujeto primario y secundario. De este modo, si se da por supuesto el uso de la analogía, se evitan muchas explicaciones que, en realidad, no hay por qué dar.
1.2. La sustancia como sujeto último y lo que subyace A título general, Tomás de Aquino establece que dos son los modos del sujeto. Uno, referente a los accidentes y que he considerado relevante para entender el carácter analógico del término, ya ha aparecido. El otro es la sustancia como sujeto último que porta en sí los atributos, del que aún apenas se ha dicho algo17. Si el sujeto último es lo que permanece debajo 14. In Poster. I, l. 2, n. 5. 15. Id. Concluye el razonamiento señalando que, así como hay ciencias en las que el sujeto ha de ser sustancia, como la filosofía primera (que trata del ente móvil), habrá también otras que basen su investigación en alguna pasión que se sobreponga al sujeto, pero teniendo presente que, ordenando ciencias mediante este método, la serie no se puede llevar al infinito, ya que, bien entendido tendría que haber siempre una ciencia primera que trate sobre la sustancia. 16. Cfr. S. Th. I, q. 29, a. 2, c. “Substantia autem subjecti est et ipsum subjectum et natura ejus” (In III Sent. d. 10, q. 1, a. 1a, c). 17. “Unde subjectum alicujus accidentis potest dupliciter assignari. Uno modo substantia, quae est primum fundamentum accidentium; et sic habitus virtutum non sunt in potentiis sicut in subjecto, sed magis in ipsa anima, vel etiam conjuncto. Alio modo dicitur accidens quo mediante inest alterum accidens substantiae, esse subjectum illius, sicut superficies coloris: et hoc modo habitus virtutum dicuntur esse in potentiis sicut in subjecto: quia habitus ordinantur ad actus; actus autem egrediuntur ab essentia animae mediante potentia” (In III Sent. d. 33, q. 2, a. 4a, c).
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de esas propiedades, Tomás de Aquino señala que, en tal caso, lo propio de la sustancia es la subsistencia. De ese modo, podemos decir que toda sustancia es sujeto en cuanto es un portador de propiedades, mientras que es subsistente según su capacidad de permanecer inalterada al cambio18. La cuestión ahora es saber un poco más a fondo, qué es un sujeto. Ya advertía Aristóteles que, a la pregunta de qué es un sujeto se ha de comenzar respondiendo a qué es una sustancia, puesto que una cuestión y otra no están, en definitiva, separadas. No obstante, según sea el modo de preguntar por el sujeto, caben diversos acercamientos a la cuestión. En primer lugar, en la pregunta está implicado qué quiere decir que algo reciba el predicado de sustancia, es decir, que de algo se pueda predicar simplemente “que es sustancia”. En segundo lugar, qué debe tener una sustancia que la hace ontológicamente primera. En términos metafísicos, se podría decir que es sustancia aquello que subsiste en un género, pero ahora, se da la circunstancia de que ese género es el primero de una serie de diez y el más importante. Por tanto, aquí se inquiere acerca de esa primacía. En tercer lugar, está también implicado en esta pregunta qué entraña exactamente la posesión de dicha primacía, es decir, qué tiene la primacía como efecto: ¿es una sustancia algo completamente autónomo?, ¿está separada?, etc.19 En definitiva, ésta sería la pregunta por los modos posibles de ser sujeto, una cuestión que, según la indicación aristotélica, se reduce a cuáles son los modos posibles de la sustancia. Afrontemos la primera cuestión. Algo que recibe el predicado de sustancial es una entidad primaria. Aristóteles lo considera así y, Tomás de Aquino también. De lo primero se dirán la especie, los géneros y los accidentes, mientras que nada se dice de ello20. De sí podrá predicarse todo, mientras que, sin la presencia de lo principal, es obvio que la predicación no tendrá sentido, al carecer de lo que es imprescindible para poder predicar. A esto podría llamarse el sentido predicativo de la primacía ontológica del sujeto, que Tomás de Aquino —siguiendo a Aristóteles—, fundamenta acudiendo a la forma natural de predicar, es decir, asumiendo que la predicación discurre de ese modo. Según esto, 18. “Ad tertium dico, quod substantia dicitur, inquantum subest accidenti vel naturae communi; subsistere vero dicitur aliquid inquantum est sub esse suo, non quod habeat esse in alio sicut in subjecto” (In I Sent. d. 23, a. 1, ad 3). 19. Cfr. BARNES, J.: Metaphysics, en J. Barnes (ed.), “The Cambridge Companion to Aristotle”, Cambridge, Cambridge U. Pr., 1995, p. 90. 20. “Et hoc praedicatum dicitur significare substantiam primam, quae est substantia particularis, de qua omnia praedicantur” (In V Metaph., l. 9, n. 7).
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nada que no sea la sustancia misma tendrá el privilegio de no poder predicarse de alguna otra cosa (a no ser de sí misma). La sustancia es, por tanto, aquello que goza del privilegio de no ser predicado de algún otro, lo que se corresponde, justamente, con su no-dependencia natural de otro superior21. Hay una limitación, no obstante, referente a todo lo que puede ser predicado de una sustancia. El problema es que no todo predicado de la forma “este P” expresa el carácter sustancial de una cosa. Para que un predicado de la forma “este P” se predique con propiedad de la sustancia, es pertinente que aquello predicado describa inequívocamente lo substancial. Para ello, no hay un criterio claro y tajante que se deba seguir, a no ser la misma sustancia, ya que nada que podamos pensar constituye un criterio de separación diáfano entre lo sustancial y lo accidental, a no ser el mismo intelecto. Es por tanto, la luz de la inteligencia, la que guía estas aclaraciones. Cuando un predicado de la forma “este P” se dice de una sustancia, hemos de suponer al menos dos cosas. Primera, que “este P” está en lugar de una especie. De ahí que aserciones o sintagmas del tipo “hombre blanco” o “cuarto creciente”, en lugar de manifestar un quid sustantivo, manifiesten un quale; esto es, algo determinado en el orden de la forma, un término especificado o especificable. Segunda, que la especie no se identifica con la sustancia pues, en razón de ello, la especie es sustancia segunda. Prima facie, la especie hombre no se identifica con Sócrates como lo predicado no se identifica con el sujeto de la predicación: como es obvio, lo que es en universal no puede reemplazar al sujeto último. En este sentido, como Tomás de Aquino suele decir, Sócrates no es simplemente su especie, y decir ‘hombre’ no es lo mismo que decir ‘Sócrates’, ya que, a pesar de que en Sócrates reside completamente la naturaleza de hombre, es patente la amenaza de platonismo que subyace al hecho de que Sócrates pueda ser confundido con su especie. Por eso, frente a los partidarios de las ideas, que creían que los universales tienen razón de particularidad, la
21. “Dicitur autem subiectum de quo alia dicuntur, vel sicut superiora de inferioribus, ut genera et species et differentiae; vel sicut accidens praedicatur de subiecto, ut accidentia communia et propria; sicut de Socrate praedicatur homo, animal, rationabile, risibile et album; ipsum autem subiectum non praedicatur de alio” (In VII Metaph., l. 2, n. 4).
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separación de los contenidos ‘hombre’ y ‘Sócrates’ refuerza la tesis de que la predicación de los predicados P de x no identifica a uno y otro22. Tal vez se aclare esto mejor si se admite, como señalaba Aristóteles, que la esencia de Sócrates es su alma, y no, como podría suponerse, una clase de especie intelectual: esto es, una propiedad lógica. La diferencia entre el alma de Sócrates y su esencia se corresponde, si se quiere, con la diferencia lógica entre HL?GR (según forma) y especie (species). Aquí la forma preserva la singularidad de Sócrates frente a posibles lecturas idealistas. De modo que Sócrates es y se identifica con su misma sustancia. Cualquier cosa que se diga de ella no se confronta con su naturaleza, como si ambos términos fuesen incompatibles o en la práctica, hubiesen de convivir. Así lo supuso —desde una óptica propia— Ockham al tratar de las ideas. Para Ockham, las ideas ocupaban el lugar de las realidades: las suponían, aunque éste no es el caso ahora. Es falso que las especies están simplemente por cosas. Como es natural, la dicción de que x tiene la propiedad P (Px) es posible sin temor a estar diciendo con ello que P estaría por la realidad de particular de x. Tal afirmación supondría en términos concretos, que “lo blanco” sería idéntico Sócrates, y que Sócrates sólo representaría “lo blanco” y nada más, de modo que al pensar en Sócrates, todos pensaran en la blancura. Tomás de Aquino aborda la cuestión de la singularidad de la sustancia con la asimilación de un complejo concepto aristotélico; el de sustancia primera23. En efecto, hay una seria discusión en torno a la interpretación más correcta de un término quizá no suficientemente tratado por Aristóteles, como es el de sustancia primera24. Baste con decir que Tomás de Aquino, quizá mediante cierta labor hermenéutica, identifica sin miramientos la substantia prima con la cosa individual. La substantia prima será, en este contexto, un sujeto particular y aquél en quien reside cabalmente la razón de sustancia25, justamente en función de su irreductibilidad 22. “Secundus modus est prout universale dicitur substantia esse, secundum opinionem ponentium ideas species, quae sunt universalia de singularibus praedicata, et sunt horum particularium substantiae” (In VII Metaph., l. 2, n. 2). 23. En el aristotelismo, la substancia prima ha dado lugar a toda una serie de controversias. Las resume y analiza CARVAJAL CORDÓN, J.: “El problema de la sustancia en la metafísica de Aristóteles”, Anales del Seminario de Metafísica, Núm. extra (1992), 889-926. 24. Vid. BERTI, E.: Il concetto di sostanza prima nel libro Z della Metafisica”, Rivista di Filosofia, 80 (1989) 3-23. 25. “Unde concludit quod determinandum est de hoc, idest de subiecto vel de substantia prima, quia tale subiectum maxime videtur substantia esse. Unde in praedicamentis dicitur quod talis substantia est quae proprie et principaliter et maxime dicitur” (In VII Metaph., l. 2, n. 5).
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ontológica, de su ser taxativamente real. Frente a ella, como hemos visto, la substancia segunda será universal y no tendrá el ser por sí, sino que lo tendrá recibido de la sustancia. A la sustancia segunda y a todos los rasgos que conlleva, se les puede llamar también los ‘modos’ de la sustancia. Por último, los modos de la sustancia son sus predicamentos, es decir, los modos posibles que abarcan las proposiciones del tipo “este P”. “De esto que se predica, algo manifiesta un qué, es decir, la sustancia, algo un cuál, un modo, un cuánto, etc.”26. Cuando se lleva a cabo la división del ens primum, comúnmente se realiza a través de los predicamentos, los cuales se significan según el esquema de las categorías. Los accidentes, así llamados, inhieren en la sustancia y toman su ser, por lo que un análisis cabal de su naturaleza acaba remitiendo a la sustancia. La aplicación de la analogía impide que se los conciba como capas periféricas o externas a la sustancia, al menos por dos razones. En primer lugar, porque son sustancia de modo analógico, es decir, por poder ser sujeto de ulteriores propiedades, y después, porque conviene entenderlos como modos o formas que adopta la sustancia compuesta de potencia y acto. En efecto, la potencia y el acto comportan siempre la movilidad o inestabilidad de un ente, y ésta hace que la sustancia no sea algo hermético, cerrado y acotado por unas características que tenga ya en presente. Gracias a la mutabilidad de la sustancia, ésta posee diversas facetas, en cada una de las cuales se debe reconocer la entidad primera, o lo que es lo mismo, aquello no reductible a términos universales.
2. EL SUJETO COMO MATERIA 2.1. El dinamismo inmóvil de la materia Al igual que para Aristóteles, para Tomás de Aquino la materia no es sólo un principio de dispersión y multiplicidad en los entes, sino que es también un principio de unidad de cada cosa. La materia es principio de la diferencia numérica, tesis que ocupó durante tiempo a Roger Bacon, siguiendo la opinión de Aristóteles y Averroes. Para Roger Bacon, hay 26. In V Metaph., l. 9, n. 6.
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unidad numérica allí donde hay posibilidad de determinar numéricamente algo. Por tanto, ésta se da en el singular. Cada cosa posee una unidad específica e inalienable, un uno entitativo sin cuya existencia no tendría sentido la numerabilidad de los entes. Todo lo que es numerable procede, en este sentido, de la singularidad diferenciada de la materia. Con arreglo a esto, se puede decir que si la materia es un principio de unidad numérica, hay un sentido en que ésta no se somete al cambio y la modificación, sino que es, más bien, el principio que da lugar a él. La materia es un núcleo de actividad, pero de una actividad, bajo cierto punto de vista, inmóvil. Por eso, la materia no es aquello que resulta movido en el cambio, sino que lo movido es toda la sustancia. En la sustancia la materia se une de modo indiscernible con la forma, que es, aparentemente, la que varía. Por esa razón, la materia, sin moverse, es una causa concurrente del movimiento; sin duda, es mucho más cercana al móvil, p. ej. que la forma, que vela por la estabilidad del compuesto e informa los accidentes. Y lo dicho en relación con lo anterior, es decir, con la impropiedad de creer que la materia “se mueve”, no impide que ésta sea un principio de inestabilidad. La materia está abierta al cambio de modo permanente. Ella no es estrictamente el agente del cambio ni —como creía Descartes— pura extensión, sino un principio interno que opera desde la composición de la sustancia. Si la materia no es como tal un ‘móvil’, tampoco lo es la causa eficiente. Ambas son causas del movimiento, pero no el movimiento mismo. El movimiento como tal es acto: el acto de un ente en potencia. Dicha actividad no compete a la causa material o a la eficiente, sino al ente completo. Para entenderlo mejor quizá convenga observar en lo cambiante un principio activo y otro pasivo. El sujeto pasivo del cambio es la sustancia misma, a la cual afecta el cambio a través de los accidentes. El principio activo es la causa eficiente, pero no la causa material. La materia está sustraída, en cierta medida, a la modificación de modo directo: no es la materia la que cambia; es la sustancia entera la que, en cada cambio, resulta modificada. De igual forma, la materia no nace y se corrompe, sino que el nacimiento y la disolución afectan a todas sus dimensiones de la sustancia27. En la óptica de Tomás de Aquino la materia ha sido creada por Dios como principio. Es un principio interno del ente que sitúa a éste en poten27. Cfr. De Princ. Nat.; De Nat. Mat., I y II. De Ver., I, 5 ad 15; S. Th. I, q. 66, a. 1 y 2; In I Phys. 13 y 14.
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cia y constituye a cada cosa junto con la forma. En este sentido, se ha dicho que la materia es un co-principio esencial de la sustancia. Además, como nota distintiva de la concepción de Tomás de Aquino frente a Aristóteles, se dice que la materia es un principio de pasividad28. Esto comporta que la materia no toma la iniciativa del cambio, si bien impone por su carácter cierta inestabilidad que lo propicia. La materia es, por tanto, un principio interno del cambio, es decir, un factor inicial que permite el trabajo de la causa eficiente hacia un nuevo estado del ente. Esta relación con la causa eficiente nos sitúa frente a la noción de potencia. En ningún otro concepto se ha aplicado tanto Tomás de Aquino para insertar el concepto de potencia como en la materia29. La materia es sujeto de este modo: como potencia. Según afirma, “así como los accidentes no tienen el ser completo como no estén en el sujeto, así tampoco las formas como no se encuentren en la materia”30. Sin la materia, la naturaleza perdería toda su capacidad cinética, esto es, toda su capacidad de mutar hacia nuevas formas. Sin materia, las formas no podrían evolucionar. Por eso, explica que, aunque la materia no tome parte en la forma, si no se considera nada es susceptible de definición. Al definir la sustancia, conviene tener presente este sentido material de base. En síntesis, el concepto de sujeto comprende al conjunto de materia y forma, cumpliendo en cada término una función distinta. Pero en el fragmento antes citado, en el que se decía que toda forma encuentra su definición en la materia, Tomás de Aquino emplea el término ‘sujeto’ para describir la actividad específica de la materia, sin la cual es impensable la inteligibilidad de la sustancia. Para él, al igual que Aristóteles, la materia es como una base de la forma. La forma —ex additione propriae materiae— se especifica o define en virtud de su pertenencia a un género. No obstante, habrá que tener presente que definir el compuesto y definir la forma son cosas distintas. Cuando se aspira a definir el compuesto —algo hasta cierto punto impensable, ya que está particularizado— es seguro que la materia no es un elemento del que se pueda prescindir, mientras que, para definir la forma aislada, basta simplemente con indicar su especie.
28. Cfr. RÖD, W.: Der Weg der Philosophie, vol. I, C. H. Beck, München, 1994, p. 350. 29. Cfr. MEYER, H.: Thomas von Aquin, Peter Henstein, Bonn, 1938, p. 76. 30. In VII Metaph., 9, 1477.
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2.2. Su papel en la definición Como es lógico, el compuesto no se define aportando todos y cada uno de los rasgos de un ente, sino que definimos una sustancia compuesta separando la especie del todo. Al separar la especie de todo lo demás, en principio, la materia quedaría al margen, pareciendo así que lo propio de ésta sería permanecer indeterminada. Se pensaría de este modo que lo propio de la materia es la indeterminación, antes que la determinación que suministra el género. Pero el género es, como es sabido, el lugar en que la forma adquiere una categoría, el ámbito donde, por así decir, la forma cobra sentido de particularidad. Como enseña Tomás de Aquino, en la definición lógica el género está por la materia. Por tanto, hay que partir de que la indeterminación real de la materia no es tal en el orden de la definición. Debe saberse que el género cumple también la función de especificar. Ahora bien, si esto es así, ¿es oportuno considerar la materia como pura indeterminación? Es claro que, como ya veíamos al tratar de Aristóteles, determinación e indeterminación conviven en la materia como sentidos distintos de una misma entidad, según se piense en lo que es o, por el contrario, en lo que aún no es. Pero para ser más incisivos, habría que preguntarse: ¿alguno de los elementos de esta díada alternante de determinación e indeterminación es anterior al otro? ¿Habría, p. ej., una determinación posible de la materia anterior a dicha indeterminación? Con esta pregunta, la cuestión pasa ahora a un plano real, dejando por el momento la definición. Interesa saber que en todo compuesto, la materia no se determina internamente por adición, esto es, por el procedimiento según el cual los accidentes se suman a la sustancia o la blancura se dice de Sócrates. En otros términos, una sustancia no es material en la medida en que tiene un lugar en el espacio o su volumen es cuantificable. No cabe identificar la materia de una sustancia con propiedades que son, en realidad, añadidas al compuesto. Si la materia está presente en las entidades corporales de modo natural, calándolas y componiéndolas, se puede prescindir de ese fenómeno, digamos asociativo, mediante el cual la especie deja de ser una sustancia pura o simple para pasar a ser una forma compuesta. Como la presencia de la materia en la sustancia es natural, la materia no es un agregado que entre por adición en la definición, como entra en ese sentido lo cuantitativo o lo cualitativo, sino que significa mucho más.
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Así pues, especie y forma certifican la existencia de un todo al que llamamos sustancia natural. Siendo así, la materia no necesita de algo que —por así decir— la defina internamente, ya que carece de definición en sí; es indeterminada. Para conocerla, no es necesario buscar una índole propia que la circunscriba, sino que la circunscripción de la materia, o lo que es lo mismo, el género de la cosa, es un recurso de la definición lógica en la esfera de lo universal, mientras que en los entes particulares la especie es justamente la diferencia31. Con la indeterminación de la materia no se constituye una sustancia. Como es claro, la materia indeterminada no es este libro o la mesa. Aunque en sí, pueda decirse que la materia es indeterminada, dicha indeterminación no expresa ningún caso de sustancia real. La materia indeterminada sería, en todo caso, la materia prima. La materia concreta, la que interesa y es el caso, es la materia sensible, cuantificada y ordenable dentro de lo natural. Por eso expresa Tomás de Aquino que la materia requiere un tratamiento físico, más que metafísico32, porque la materia metafísica carece de determinación y se refiere a la materia prima. Como ésta está implantada en la naturaleza a parte ante —es decir, se supone que la materia prima es el soporte de la forma, y por tanto, que continúa a través del cambio— la adición concreta de la materia entra en vigor, en consecuencia, en el umbral de la definición, es decir, cuando se habla de materia común, que es la materia de la que algo se compone y que tiene ya una relación concreta con la forma. En este contexto, definir es añadir una diferencia a un género, sumar una especificación a algo más general que todavía ha de concretarse. Pues bien, volviendo al orden lógico, es doctrina común en Tomás de Aquino que en toda definición, el género está por la materia y la forma por la diferencia. Una forma es la diferencia específica que adviene sobre una determinada clase de materia, si bien, no es preciso asignar materia a toda clase de sustancias, sino sólo a las formas que tienen partes. La adición del género en la definición no es, de ninguna manera, esquivable. Es preciso decir el género de algo para saber qué tipo de cosa es. La definición obliga —por su propio carácter— a incluir la materia juntamente con la diferencia, porque a esto debemos la participación del género en lo definido. Según esto, el género participa de la especie, pues 31. Esto no impide, como es lógico, que la materia sea princpio de individuación y que la especie sea universal. 32. Cfr. In VII Metaph., 3.
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en definitiva, vendría a ser el lugar de la materia en la especie. Ciertamente, detrás de ese proceder está que la materia integra la esencia de lo definido, siendo improcedente toda separación. Si separásemos el género de la especie, la definición de hombre sería simplemente “entidad racional” y no, como bien sabemos, “animal racional”. El género no es directamente prescindible, ni se añade a lo definido como el accidente al sujeto, porque en tal caso la materia dejaría de ser lo que es. En este sentido, no tenemos constancia de la admisión por parte de Tomás de Aquino, de una composición accidental de materia. Si la materia no es o no fuese tenida por sustancial —como constituyente—, la definición no situaría a ésta dentro de clases más amplias de seres, con lo que, en otro extremo, tampoco tendría sentido hablar de diferencia al referirnos a la forma. Pero también puede corroborarse esta tesis por caminos adyacentes. Por lo general, desde una perspectiva lógica, se puede decir que la forma es anterior y más importante que la materia. No en vano, a través de ella viene el ser a la sustancia, y sin ella la formación de una entidad diferenciada sería harto difícil. Sólo en ciertos casos es oportuno defender lo contrario, es decir, que la materia es anterior o más perfecta que la forma, si bien la doctrina de Aristóteles es más proclive a acentuar el papel de la forma en relación a la materia que a su contrario. La distinción entre ambas posibilidades se trata explícitamente en Tomás de Aquino. Las partes materiales, señala, “son anteriores como lo simple a lo compuesto, en cuanto que el animal compuesto se constituye de ellas. No son anteriores según el modo por el cual se dice anterior aquello que subsiste sin necesidad de otro”33. El simplex compositum al que se alude aquí es el todo, el compuesto en general, que nada sería sin las partes. Y sigue aclarando que, así como las partes no son separables del animal, éste resulta separable en cierto sentido de alguna de sus partes, pues éstas no se identifican totalmente con su esencia, de tal modo que “son posteriores al compuesto de animal, como no hay dedo si no hay animal”34. En este sentido, no hay inconveniente en destacar la importancia de la forma. La tesis se completa con otros textos donde Tomás de Aquino conjuga la importancia de la forma con el papel que la materia juega en la definición. Singularmente, lo reconoce al considerar que la materia se asocia al género, y éste, en definitiva, a la especie: 33. In VII Metaph., 10, 1488. 34. In VII Metaph., 10, 1488.
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“Ninguna materia, ni individual ni común, se relaciona con la especie en cuanto se toma como forma. Si la especie se toma como universal, como cuando decimos que el hombre es una especie, así la materia común pertenece a la especie, no a la naturaleza individual, en la cual la naturaleza de la especie es recibida” (In VII Metaph., l. 9, 1473).
Aparecen aquí algunos indicadores que esclarecen el papel de la materia en la definición. Antes de la primera proposición aquí reproducida, ha explicado Tomás de Aquino que lo material nunca se dice de la especie secundum se y, que por eso la relación de la especie a la forma es más estrecha que la de la materia a la especie, esto es, que la de la adición del género en la definición. Junto a ello, la materia común, no la materia individual —como se indica al final de la cita— entra en composición con ella, ya que en la definición, el género —esto es, la materia— se sitúa en una esfera universal. Se puede decir que la materia común es de carácter universal. Ésta se atribuye a una determinada especie, que tiene también carácter universal y se aleja de la materia sensible. La materia común confiere singularmente a la especie la capacidad de determinarse, o bien, de especificarse según las reglas de la definición. En todo caso, ninguna especie puede prescindir de la referencia a la materia. La referencia a la materia es obligada, o de otra forma no habría definición de la sustancia. Lo anterior es ya un argumento a favor de la necesidad de tener presente a la materia cuando se habla de especie. Pero se pueden destacar otras razones concurrentes. P. ej., si en toda definición se procede añadiendo la especie del género, se da el caso de que lo que es definido y objeto de la definición es la especie, es decir, un universal o la forma universal de algo. En consecuencia, el individuo particular habrá de quedar al margen. Si no queda excluido, al menos deberá permanecer en un segundo plano. Esa marginación de lo particular obstaculiza que éste, en la definición, adopte un prudente distanciamiento respecto de la esencia lógica, ya que ser algo determinado es, ante todo, ser individual, y ser individual es posible si existe una materia que singularice la universalidad de la forma. Ello es así, además, con independencia de que la definición pudiera proceder al revés, es decir, trayendo a singularidad a la materia común (universal, género) en lugar de dotar de particularidad a una forma. Tomás de Aquino lo pone de manifiesto así:
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“No se puede decir que las substancias naturales se definan por aquello que no está en su esencia, pues las substancias no tienen definición por medio de adiciones, sino sólo los accidentes, como ya se dijo anteriormente. En resumen, la materia sensible es parte de la definición de las substancias naturales, no sólo por lo que se refiere a los individuos, sino también a las especies mismas, pues las definiciones no se dicen de los individuos, sino de las especies” (In VII Metaph., l. 9, 1468).
La cita deja patente que la materia integra internamente la esencia. Es decir, no sólo lleva a cabo la integración del individuo, que hace lo propio con la especie. Sin la materia, la forma no podría ser individual, como se muestra patentemente en el planteamiento de los platónicos, que desconocen la vertiente real de las especies. Además, para reforzar la simetría necesaria entre el curso lógico de lo mental y la entidad real, Tomás de Aquino añade lo siguiente: “el género no se predica de las especies por participación, sino por esencia. El hombre es animal esencialmente, no sólo algo que participa de la animalidad. En efecto, el hombre es verdaderamente animal”35. Como es de suponer, no escribe esto para mostrar únicamente la pertenencia de las partes materiales a la esencia, sino que hay una intención clara de disipar el peligro que se deriva de la doctrina de las ideas, muy latente en los comentarios a la Metafísica. Sabemos bien que los platónicos conferían a las ideas una realidad extraesencial. En esa concepción, los géneros podrían representar la primacía del ser por encima de la esencia. Ahora bien, contra lo que pensaban los platónicos, la única actualidad congruente de los géneros es lógica, es decir, la actualidad de dicto, como cuando se dice que tal viviente “es animal” a secas, evitando especificar la especie por la adición de una forma. Lo único que hay entonces es una mera generalidad vaga, abstracta y sin contenido. Por eso, para evitar esa vaguedad, el sentido positivo del género tratará de vincularse a la esencia, un ligamen por el que el sujeto no resulta recibir el género ni su contenido, porque, en cuanto lo incorpora, el quid de la diferencia se comporta eo ipso como su género. Así se acredita la validez de la definición del hombre cuando se dice animal racional.
35. In VII Metaph., 3, 1328.
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“Así pues, es evidente que la materia es parte de la especie, pues aquí por especie no entendemos sólo la forma, sino quod quid erat esse. Y es evidente también que la materia es parte de este todo, y que es ex specie et materia, es decir, del singular, que significa la naturaleza de la especie en esta materia determinada, pues la materia es parte del compuesto y el compuesto es tanto universal como singular” (In VII Metaph., l.10, 1491).
La cita refuerza la convicción de que la materia forma parte de la especie. Es así en el plano universal, y de nuevo, también, en el particular, en el que la materia, unida a la forma, constituye un compuesto. Ahora, según parece, la especie no designa exclusivamente a la forma, sino a la esencia, mientras que ésta lo hace a su vez al todo, “formado de especie y materia singular”, como se dice. La inclusión de este último matiz es importante. En la definición, la materia viene especificada por el género, y sabemos que a su vez el género no se separa de la especie. De ahí que, afinando un poco más, se añada: “Según esta opinión (...) no sólo hay que distinguir entre la materia y la forma, sino entre la materia común, que es parte de la especie, y la materia individual, que es parte del individuo”36. Y añade, en consecuencia, que la materia es inseparable de la especie: “entre los universales, propiamente, se encuentra la especie, que está constituida del género y de la diferencia, de los cuales consta toda definición, pues el género no se define si no es junto con la especie”37.
2.3. Primum subiectum substans. ¿Materia sensible o materia prima? En el capítulo anterior, consagrado a Aristóteles, se dijo que éste llegó a la necesidad de establecer un primer sujeto que actuara como soporte del cambio. Por esa razón de necesidad, tenemos que detrás de cada cambio que afecta a la sustancia hay algo permanente en el lugar de la sustancia y que no se modifica. Eso que no es afectado ni inmutado mantiene el ser de la sustancia en caso de cambio sustancial, es decir, aquel en que la forma de la sustancia resulta alterada. Por esa razón, se dice que la materia es sujeto, porque soporta en sí misma una transición de forma en el cambio sustancial. 36. In VII Metaph., 10, 1500. 37. In VII Metaph., 10, 1502.
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Al saber que después de esas alteraciones la materia persiste, Tomás de Aquino sentencia que ésta ha de ser diferente en esencia de toda otra forma sustancial o clase de privación. Ninguna de ellas se asemeja a la materia, porque todas poseen una especificación en términos formales, y por tanto, en términos expresables y cognoscibles, es decir, en términos que pueda entender cualquier individuo dotado de razón. Pero a diferencia de la forma en estado puro, esto es, de la forma sin materia, la materia subyacente es aquello que sostiene la especificación de la sustancia y que, en esa medida, cabe suponer indeterminable. En este sentido, la materia se puede tener como anterior a la forma, algo que sucede en tanto que la materia es soporte del cambio y de toda especificación de la forma resultante de él. Así parece señalarlo Tomás de Aquino al tratar del pasaje aristotélico en cuestión: “ …de ahí que, puesto que la materia es el primer sujeto que soporta no sólo los movimientos, que son según la cualidad, la cantidad y los demás accidentes, sino los cambios que son según la sustancia, es necesario que la materia sea, en su esencia, una cosa distinta a todas las formas substanciales y sus privaciones, que son el término de la generación y la corrupción”. (In VII Metaph., l. 2, 1286).
La materia, en efecto, es la base o primer soporte de la sustancia. Acerca de su modo de ser, que la distingue de toda especificación formal, se afirma que la materia es “primer sujeto subsistente”. También ha sido señalado por Tomás de Aquino en otro lugar38. Pero esto nos coloca ante un nuevo sentido del sujeto metafísico. Si antes hemos visto qué papel desempeña el sujeto en la definición, la designación de “primer sujeto subsistente” para referirnos a la materia confronta, por así decir, su naturaleza con el ser específico de la forma, la cual, a diferencia de aquélla, puede subsistir en múltiples singulares, cosa que es imposible para la materia. Ésta, a diferencia de la forma, que se asimila a diversos individuos, es un elemento inseparable del singular. Ninguna materia puede ser separada del individuo concreto que sea el caso. Así, mientras que la materia se queda en lo sensible, la forma se eleva hasta los universales porque como forma, es útil tanto para ellos como para la forma singular de cada sujeto. De modo general, se dice que la materia singulariza, y en 38. “Ad tertium dicendum quod formae quae sunt receptibiles in materia, individuatur per materiam, quae non potest esse in alio, cum sit primum subiectum substans; forma vero, quantum est de se, nisi aliquid aliud impediat, recipi potest a pluribus” (S. Th.,, q. 3, a. 2, ad 3). Y concluye demostrando que la forma sustancial por sí misma —Dios— no necesita de la materia para individualizarse; se individúa por sí misma. También es ejemplo de lo mismo S. c. G. II, cap. 55.
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cambio, la forma universaliza. Así, con estos precedentes, el resultado de una primera visión del problema es un concepto de sujeto y materia centrado en el particular, indivisible y último sujeto de propiedades39. Ella, por tanto, tiene la primacía en sentido físico; Tomás de Aquino lo expresa así: “Se llama substancia, como es evidente por lo dicho, lo que es ‘como un sujeto’, es decir, la materia, pues se relaciona con la forma substancial como un sujeto” (In VII Metaph., 13, 1566).
Según Tomás de Aquino, Aristóteles designó a la materia sujeto de la forma. En este sentido, y a menos que se pierda de vista el compuesto, la materia cumple su cometido cuando ejerce cierta receptividad sobre la forma. Dicha actividad la hace capaz de ser tamquam subiectum, es decir, de convertirse en un recipiente formal que soporta ulteriores especificaciones. De este modo, la forma descansa sobre la materia como en su basamento. Si la materia es así un primer sujeto, núcleo del subsistente, habrá que distinguir un segundo sentido. Se ha de recordar que, así como la materia es sujeto último, el todo compositivo es sujeto de los accidentes, los cuales inhieren con sus rasgos particulares en la sustancia, entendida de modo completo. De esta forma, el concepto de sujeto muestra una clara versatilidad, pues, como se ha visto, no se contenta con explicar la relación hilemórfica, sino que se extiende también al todo compositivo en el que descansan los accidentes. En ese sentido, además, es correcto decir que se determina a través de ellos40. Sin embargo, no parece claro si el primer sujeto subsistente es la materia prima o la sustancia completa. Esto requiere un cierto estudio de la materia prima. ¿Qué es la materia prima para Tomás de Aquino? Primeramente, lo dicho por Aristóteles, tal y como fue tratado en el capítulo anterior. Después, la materia prima es aquel embrión original de lo material mediante el cual la sustancia es el acto de una potencia. Es de señalar que la materia prima en ningún caso es actualizada por la sustancia, es 39. Se manifiesta así una cierta tendencia, ya destacada en otra ficha, reconducir la forma, y por tanto la esencia, a un plano aún más particular: el del individuo concreto que recibe su forma sustancial. Para ello, nada mejor que transferir la semántica del sujeto también al estatuto de la materia —no evidentemente, la materia prima— conformada con todos los accidentes. 40. Cfr. GARCÍA LÓPEZ, J.: Metafísica tomista. Ontología, gnoseología y teología natural, Eunsa, Pamplona, 2001, p. 265.
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decir, no es actualizada por el todo compositivo, pues según es materia prima es una pura potencia pasiva. Y sin embargo, no por esa razón podría recibir mejor que ningún otro distintivo la caracterización de sujeto. La mejor respuesta a la pregunta de qué es materia prima es, sin lugar a dudas, el hecho de ser sujeto. Con su presencia, o gracias a ella —por calificar de algún modo su contribución a la integridad de la sustancia—, ésta llega a ser lo que es. Por su parte, sin la sustancia completa, esto es, sin una consideración del todo, la materia se desvanecería, porque nunca llegaría a constituir a los individuos. Así pues, así como la materia prima merece reconocerse como el fundamento de lo que resulta soportado por ella —o sea, la sustancia entera—, de igual modo, la pérdida de vista del individual distorsionaría el concepto de materia, ya que, a fin de cuentas, la materia prima no es nada que no pueda ejemplificarse señalando una materia concreta. Por eso, merece reconocerse un sentido —que se ha de matizar bien—, en que la materia prima no es un sujeto último. Admitido el carácter central de la materia prima en la física, hay que conjugar lo dicho hasta ahora con nuevas cuestiones. La materia prima es, hasta cierto punto, una necesidad lógica y real. Lógica, porque es necesario encontrar algo que quede bajo el cambio. Real, porque no vivimos en un mero mundo de formas. Por eso, así como la materia prima es una necesidad, en cierto modo de carácter lógico, la hipóstasis sustancial o el compuesto no lo son ya que, como particulares, existen autónomamente. La hipóstasis o supuesto singular están dotados de materia sensible, es decir, de materia concreta e individual. La materia es, además de sujeto del cambio y lo permanente, sujeto de la recepción de formas posibles, esto es, según la perspectiva tomista, sujeto de la recepción del ser. Para ello es de todo punto necesario que la materia no sea pura indeterminación, sino que tenga algo determinado en el sentido en que lo hace, p. ej., un género. H. Meyer consideraba a este respecto que la materia, en sentido indeterminado no trae provecho para el individuo: “sólo si el análisis del cambio y del ser encuentra un sujeto, [la materia] no necesita ser más tiempo una pura potencia”41. Esto nos sugiere, por tanto, que la forma tiene mucho que decir sobre la singularización del compuesto. En virtud de esa especificación que obra la forma al ser unida en composición, la materia es algo concreto, individual, dado espacio-temporalmente y afectado por accidentes específicos. Una materia 41. MEYER, H.: o. c., p. 85.
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así se puede convertir ya en cuerpo (materia) de individuos tales como Sócrates o Calias. Como es lógico, la materia singularizada es ya otro sentido de la materia. Tomás de Aquino lo llama “materia sensible”. Aunque esta materia sensible no difiere del soporte del cambio buscado por Aristóteles en la física, la distinción que hacemos entre una y otra es más que lógica. Se da el caso de que, en realidad, no existe una distinción entre materia prima y materia sensible como entidades distintas. Es decir, ambas no son distintas, por expresarlo de algún modo, como el color rojo es diferente del amarillo. No es ésa la mente de Tomás de Aquino cuando trata de definirlas. La llamada materia segunda o materia sensible, en contraposición a la pura indeterminación de la materia prima, es simplemente el caso en que ésta se da cuando compone una sustancia final, nada más. Por nuestra parte, para unificar uno y otro sentido es suficiente con pensar que el sujeto es como el quicio sobre el que ambas nociones descansan. La materia prima es, por una parte, sujeto de la forma, y la materia sensible sujeto último. Aquí estamos intentando concebir la materia en un sentido unitario, total, porque estamos en la búsqueda de realidades últimas, lo que para Aristóteles significa la necesidad de encontrar singulares. Por eso, el hecho de que la materia se llame y sea sujeto último exige guardar ciertos compromisos con la sustancia. El primero de ellos es que la unidad hilemórfica debe ser más estrecha de lo que habitualmente se piensa. Es lo que algunos autores han perseguido al hablar del maridaje de forma y materia, usando una amplia metáfora, para pensar en esa inseparabilidad natural del compuesto. No es una terminología ociosa. Hay una necesidad metafísica de no adulterar la materia en una esencia espiritualizada, segregada de formas universales como proponía Platón. De ahí que, si se acierta bien al tratar de su unidad, se zanja eo ipso la suposición de que la materia es una forma episódica o una versión menor de la genuina formalidad de la sustancia. La materia participa en la constitución de la forma y es, por tanto, co-principial. Pero esta participación en la constitución del ente no entraña, por su parte, una capacidad operativa autónoma, aislada y potencialmente separable del compuesto. Quizá bajo algunas circunstancias haya que reconsiderar esta tesis pues, ciertamente, frente a las entidades naturales, las entidades matemáticas parecen disponer de un estatuto separado del que el propio Aristóteles hace mención. Tener todo esto presente ayuda a entender la posición de Escoto, siguiendo a Enrique de Gante, en la convicción de que las sustancias natu113
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rales no arrojan de sí la forma por una cuestión fáctica, meramente circunstancial. Se da el caso de que el mundo está así constituido, es decir, que hay gran cantidad de seres compuestos, pero para Dios no habría inconveniente en dar autonomía a la materia, según afirma Tomás de Aquino42. Por más que en nuestro estado de cosas se considera imposible esa separación, no repugna a la razón que esa situación pudiera haberse dado43. De este modo, de cara al sujeto último, hemos de pensar que materia y forma no están por entidades distintas, sino que ambas forman cada entidad. Por eso, que la materia sensible es inseparable de la forma, es algo que tiene más consecuencias metafísicas de lo que parece. En Tomás de Aquino esta unión es muy clara44, y se manifiesta múltiples detalles. Llama, p. ej., a las ciencias que operan sin materia, como las matemáticas, “ciencias al margen del sujeto”, justamente en atención a que la materia es sujeto primordialmente, esto es, por la razón de necesidad que impone la primacía de la sustancia45. Ello es sintomático no solamente de que, cuando se habla de sujeto, no se tiene en mente exclusivamente la forma, sino también a la materia. De esa manera, el primum subiectum substans ha calado en su propio argot filosófico como un homenaje a la singularidad real de la sustancia. Bien se puede pensar así que si la materia es, ante todo, sujeto, este término se emplee en ocasiones en que, como en la presente, su uso no sería necesario, pues en el caso aludido, bastaría con decir que las matemáticas se ocupan de objetos que carecen de materia.
42. “Citra omnem contradictionem posset a Deo conservari materia secundum esse proprium actuale, nulla in ipsam inducta forma” (De rer. princ., q. 8, a. 6, n. 45). 43. Cfr. Quaest. in Metaph., lib. VII, q. 13, n. 20. 44. “Sicut dictum est, ultima materia, quae scilicet est appropriata ad formam, et ipsa forma, sunt idem. Aliud enim eorum est sicut potentia, aliud sicut actus. Unde simile est quaerere quae est causa alicuius rei, et quae est causa quod illa res sit una; quia unumquodque inquantum est, unum est, et potentia et actus quodammodo unum sunt” (In VIII Met., l. 5, n 13). 45. “Secundum modum ponit dicens, quod illa scientia, quae non est de subiecto, est certior illa qua est de subiecto. Et accipitur hic subiectum pro materia sensibili” (In Post. Anal., lb. I, lec. 41, n. 3).
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2.4. La materia in qua según la perfección de las formas de vida Se ha visto que la materia sensible o la sustancia final y última entrañan un sentido eminente del sujeto. De ahí que lo que se llama materia segunda, haya contribuido, asimismo, al asentamiento del término sujeto. La materia segunda es también conocida como materia in qua, por tratarse de la materia en la que algo es hecho o se hace. La materia en la cual algo se hace se dio a conocer por una razón específica. En general, se supone que toda transformación se da en la materia y toma por base a ésta. Esto se verifica singularmente en el cuerpo vivo. En un cuerpo vivo se experimentan constantes cambios biológicos sin dejar de estar informado por el alma. Pues bien, merece destacarse que el alma no se limita a formalizar un cuerpo en el sentido, p. ej., en que la forma de la mesa actualiza la potencia de la materia a la que está unida, sino que hay realmente algo más. La forma de un ser vivo, a diferencia de la materia, es la forma de un cuerpo que tiene la vida en propiedad. La forma de un viviente convierte su materia en algo que está y se dice, según eso, vivo. Pues bien, la acción de la forma del viviente sobre el cuerpo, según deja entrever Tomás de Aquino, muestra que éste es sujeto de una formalización de primer orden, como es la formalización del alma. En esa misma importancia se halla también la materia en su acepción de materia prima. En este contexto, la incluye en el viviente en ese mismo orden de importancia. Lo muestra a continuación la siguiente cita: “Por alma entendemos aquello que teniendo vida, vive. Es preciso entender el alma como algo existente en un sujeto, pero entiendo sujeto en sentido amplio: no sólo como ente en acto, en el cual descansan los accidentes, sino como la materia prima, que es potencia, se dice sujeto. Así, el cuerpo que recibe la vida es más como sujeto y materia que como algo subsistente en un sujeto” (In II De An., lect. 1, n. 10).
Como se puede apreciar, las afirmaciones de Tomás de Aquino a propósito de la vida están hondamente enraizadas en la enseñanza de Aristóteles. Éste, en De An., B 1, 412a 16, señala que propiamente hablando, el alma no se confunde con el cuerpo, porque el cuerpo —según su opinión— no es un predicado del sujeto. Deberá entenderse bien qué quiere decir con esto Aristóteles, el cual, momentos después afirma que, como el cuerpo no es un predicado del sujeto, existe como sujeto y materia. Ciertamente, en esto no hay nada nuevo; con esta idea, apunta hacia algo tratado en el capítulo anterior, y es que el cuerpo es, en realidad, una 115
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entidad primaria. La novedad reside en que el cuerpo no es, desde luego, un accidente, pues es en sí mismo un sujeto. El cuerpo es tan sustancia como el alma, y es sobre todo —y este es un añadido tomista— un caso claro de materia en la cual, es decir, de la materia en la que algo tiene su ser o se da. En el viviente, la vida es inherente al cuerpo y éste la recibe como sujeto. El cuerpo-recipiente que aparece citado aquí, subsiste —como es de esperar— mucho más como sujeto y materia que como algo existente en otro, es decir, como lo accidental o contingente por naturaleza. Lo sugerido por Aristóteles a propósito de la primacía de la materia parece dirigido a mostrar que el cuerpo posee la vida en propiedad, o que ésta se posee, en tanto que se tiene, como un derecho propio. En este contexto, la vida pertenece al cuerpo como tal y no se le puede arrebatar, porque el cuerpo vive gracias a un recipiente que hace suya la vida. Así, avanzando en la perspectiva de Aristóteles, se percibirá que el cuerpo no está solamente informado o actualizado —traído genéricamente a acto—, sino que también está vivificado, ya que los modos de formalización son múltiples, y no todos ellos infunden la vida al informado. Unos lo hacen y otros no, en dependencia de la capacidad real de la forma. Lo que se ha dicho a propósito de la vivificación de un recipiente, permite comprender mejor a Tomás de Aquino, que sigue a Aristóteles en el contexto antes citado. Importa señalar que si el cuerpo no se limita a estar en lo otro como es propio del accidente, como está el libro sobre la mesa o el gato sobre el felpudo, el cuerpo-recipiente no recibe la forma en sentido pasivo. Antes que eso, por una perfección inherente a la composición viva, la incorpora de modo activo. Esa perfección gracias a la cual el cuerpo admite una forma tan especial, nos asegura que el cuerpo no está vivo simplemente por mor de la forma, sino por la capacidad interna que éste tiene de recibirla. Como es natural, esta permeabilidad de la materia que se deja transformar, no quita que el cuerpo escape en ocasiones a la forma, o que la acción de la forma se debilite con el paso del tiempo. Entra dentro de lo posible. La corrupción de las partes del viviente y su consiguiente disolución, es un proceso que manifiesta la limitación de la forma: lo que es claro es que ésta no ejerce su función sine die, sino según la intensidad y el calado de su perfección. Cuando llega la corrupción de las partes, cuerpo y esencia, quizá contra lo que antes se ha dicho, dejarían de ser la misma cosa, al menos por lo que respecta a la dimensión sensible del viviente, 116
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porque cada una tiraría por su lado, obrando de modo independiente. No obstante, en el momento de la separación, agrega Tomás de Aquino46, se descubre que el alma no es un compuesto común, o que entonces, tal vez no sea suficiente decir que el alma “vivifica un cuerpo” cuando pensamos en un viviente. En tal caso, esa dicción no podría encerrar toda su actividad. Se quiere hacer ver, por tanto, que la forma dispone de otras dimensiones que no afectan a la corporalidad y son específicas del viviente, como es el caso de las potencias de vida. Es claro que muchas de éstas exceden con su alcance la mera formalización del cuerpo. Pero ahora no podemos detenernos en este punto, que más adelante trataremos. Además, la forma no es ahora el caso. Baste con decir que algunos autores han denominado a toda esa capacitación excedente de la forma, el “sobrante formal”47.
3. LA INHESIÓN DE LOS ACCIDENTES EN EL SUJETO 3.1. La potencia causal de la sustancia Dirijamos ahora nuestra atención a la relación de los accidentes con el sujeto. La sustancia como sujeto de los accidentes es el sentido en que, usualmente, Tomás de Aquino habla de sujeto. Es un sentido, además, netamente distinto de los que hemos tratado hasta ahora. Por regla general, él enseña que además de la composición de materia y forma, está la composición real de sujeto y accidentes. Esta última es una clase de composición en la que el accidente encuentra un sustento ontológico: un acto en el que éste halla un basamento que le es de todo punto necesario. Por otra parte, sabemos que el término sujeto tiene un sentido analógico según el cual puede emplearse en múltiples contextos. Que tanto la composición hilemórfica como la de sujeto y accidente ostenten, a este respecto, un término común, no debería interpretarse en el sentido de que el esquema es el mismo. Ciertamente, sujeto y accidentes se dicen ‘compuestos’ como, por su parte, lo son la materia y la forma. Pero la disimilitud de esta clase de composición se hace patente pronto, pues la composición de materia46. Id. 47. Cfr. POLO, L.: Teoría del conocimiento I, Eunsa, Pamplona, 1987, p. 349.
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forma dista mucho de asemejarse, como veremos, a la inhesión de los accidentes en el sujeto. En efecto, ambos modos de composición son distintos al menos por dos razones. La primera, aún a riesgo de resultar obvia, es que los accidentes entrañan accidentalidad, es decir, contingencia, de modo que su nexo con el sujeto es débil y, comúnmente, efímero. Los accidentes no tienen siempre el carácter definitorio que la materia y la forma tienen con relación a la sustancia. En este sentido, se dice que es esencial. La composición de accidente, a diferencia de la composición esencial de materia y forma, expresa sin lugar a dudas una primacía por parte del sujeto que deja en segundo lugar a los accidentes, los cuales, en modo alguno detentan el mismo rango ontológico que el sujeto. Por ende, veremos que, aunque se dice generalmente que la sustancia es el sujeto portador de los accidentes, de modo directo es la forma misma, que así, es el lugar sobre el que viene a inherir toda la serie de propiedades que toman el nombre de accidentes. Los accidentes deberían verse, con arreglo a esto, como una prolongación natural de la sustancia o como un paso más del proceso de especificación de la forma. A continuación, Tomás de Aquino pone de manifiesto el criterio que, en la composición accidental, dibuja el comportamiento del sujeto: “El sujeto, en cuanto está en potencia, puede recibir formas accidentales; pero en cuanto está en acto, las produce ” (S. Th., I, q. 77, a. 6, c).
Según podemos leer en este texto, el sujeto en potencia recibe el ser accidental, mientras que en acto tiene un sentido productivo. Ahora bien, ¿qué esta implicado en esta afirmación? El texto parece suscitar otras cuestiones distintas de ésta, pues según consta en la misma cuestión citada, así como por razón de su preeminencia, la materia es causa de la forma sustancial el accidente lo es por el sujeto48; lo cual es muy provechoso para lo que interesa poner de manifiesto ahora. La producción del sujeto a la que se hace referencia aquí, concierne a la relación de la sustancia con el accidente, que se obra a través del sujeto. Por otra parte, aquí se vuelve a ratificar que la forma sustancial, en un primer sentido de la composición, dicta una relación hilemórfica con los seres, dando lugar a la composición que lleva su nombre —la composición hilemórfica—. Pero en otro sentido, se podrá ver cómo el sujeto potencial acoge al accidente en acto,
48. Cfr. S. Th., 77, a. 6, c.
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dando lugar a la composición de sujeto y accidente, que es el tema que nos ocupa. Ya sabemos que el sujeto tiene un sentido productivo de cara al accidente. Ahora bien, si se concatenan los tipos de composición que se han presentado (hilemórfica y accidental), se dirá que la materia es sujeto de la forma y la forma es a su vez sujeto del accidente. Sujeto y accidentes muestran conjuntamente, en esa composición cuyo resultado es la sustancia, que una sustancia es, además de una forma recibida materialmente, la composición de ciertas propiedades con un sujeto. Por ejemplo, sería difícil concebir a Sócrates sin saber realmente que, además de ser por esencia hombre, es blanco, músico, orador y ciudadano. Todos estos rasgos no se separan realmente de él, es decir, del Sócrates que se conoció en Atenas. Estos rasgos o propiedades han favorecido la aparición de la serie de las categorías o atributos que se pueden predicar lógicamente de una sustancia como P se dice de x, y que se corresponden con la secuencia de accidentes reales. Simplificando la cuestión, podemos decir que idealmente, se podría sentar que los modos de predicación de un sujeto cualquiera, esto es, todo aquello que según la teoría de la predicación se puede decir de Sócrates, son la correcta contrapartida de sus modos reales de ser, o sea, de los casos en que luego resulta real. Así, si de una manera exhaustiva lográsemos enunciar el conjunto de los predicables de x que son reales, nada impediría la obtención de un minucioso elenco de propiedades reales de x y que, sin duda, son la mejor comprensión de x. Otra cosa es que, a efectos prácticos, ese procedimiento sea factible o que tenga sentido su realización. Pero desde un punto de vista lógico, hemos de suponer que un predicado del tipo Px desgrana verbalmente uno de los accidentes P contenidos en x de modo que, para todo x, las propiedades P que resultan predicables de él suponen el conjunto de afecciones de las que x es sujeto. Puede que este esquema nos ayude a elucidar el papel del sujeto. Cuando se habla de un sujeto x, x está aquí en el lugar del individuo en el que inhieren esas propiedades. Por tal se entiende el sujeto de la predicación que es la sustancia. Eso deja evidenciar, una vez más, que la sustancia es un sujeto portador que subsiste por sí mismo, mientras que los accidentes lo hacen sólo a través de ésta. Realmente, todo accidente es una propiedad añadida a la sustancia porque, en último término, su ser se subordina al de ésta49, tanto más cuanto que ningún accidente puede sub49. Cfr. S. Th., q. 28, a. 2; De Ente, cap. 6; De Ver., q. 16, a. 1; S. c. G. IV, cap. 14.
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sistir fuera del orden natural de la sustancia50. Así, no hay una subsistencia propia y específica del accidente. Tomás de Aquino admite, no obstante, que cada uno tiene su propio ser relativo51, fundado y sostenido por la sustancia. De ese modo, nada impide que cada uno de los nueve géneros detente su propia esencia (propria ratio), no separada de la sustancia pero que hace que cada uno resulte inconfundible con los demás.
3.2. Tipos de composición sujeto-accidental Como hemos dicho, los accidentes son muy distintos entre sí. Esto se ha de achacar, ante todo, al hecho de que los modos de causar, o las causaciones del sujeto en general, sean muy distintos también. Por ese motivo, vamos a hacer a continuación un breve elenco de las formas en que tiene lugar la causación sujeto-accidental. Vaya por delante, ante todo, que la composición de sustancia y accidente precisa de un amplio tratamiento de los casos en que podrían darse, es decir, de los casos en que tales accidentes se dicen, de este modo, causados por su sujeto, y de que otros accidentes se digan causados de otro modo. Todo ello requeriría un estudio detenido que no podemos esbozar aquí. En lugar de esto, haremos una relación de los diversos modos en que un accidente depende de un sujeto. En este sentido, veremos que hay ciertos accidentes naturales que la índole misma del sujeto se ocupa de generar, y otros que, de modo general, emergen de otra manera; lo cual puede suceder de dos formas diferentes: (1) Por una parte, se destacan aquellos accidentes que causa la especie de la sustancia a la cual pertenecen. A estos se les llama accidentes propios (propriae passiones) y provienen de la naturaleza de la especie. Los propios o accidentes propios se hallan en la especie porque la realizan de modo eminente52 como, p. ej. lo hacen inteligencia y voluntad en el hombre. Los accidentes propios emergen de la propia naturaleza de la sustancia y, según Tomás de Aquino, se asimilan más al ser de lo sustancial que al de lo accidental, dado que la sustancia no podría pasar sin ellos 50. Cfr. MEYER, H.: o. c., pp. 142-143. 51. “... non habent esse absolutum, sed relativum tantum” (In IV Metaph., l. 15, n. 5). 52. “Quaedam autem sunt accidentia naturalia quae creantur ex principiis subjecti; et hoc dupliciter: quia vel causantur ex principiis speciei, et sic sunt propriae passiones, quae consequuntur totam speciem” (In I Sent. d. 17, a. 2, ag 2).
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ni podría subsistir, del mismo modo como no subsiste el hombre falto de inteligencia y voluntad53. Y señala que los accidentes propios acompañan a la sustancia en un doble sentido, “en tanto que duran siempre, sin límite temporal alguno, porque también duran siempre las sustancias en las que radican, y además, en tanto que se trata siempre de los mismos accidentes numéricamente idénticos, y no sólo específicamente”54. (2) Otra clase de accidentes se forman y son específicos del sujeto, aunque, según se dice, proceden de él en cuanto que su composición es y se dice singular55. Son accidentes creados según la razón de particularidad propia del compuesto que contiene, como es sabido, la materia sensible o individuada propia de toda sustancia. La diferencia de este tipo de composición con el anterior es que estos accidentes, en lugar de provenir de la especie, provienen de la índole misma de la individuación y se realizan, por tanto, en cuanto que la sustancia es singular. Los accidentes hasta aquí descritos, se dicen, de modo general, provenientes del sujeto. De los restantes podría hablarse como de accidentes extrínsecos ya que, según podrá apreciarse, estos accidentes no se originan internamente: dependen del medio en el que está implantada la sustancia. De acuerdo con eso, Tomás de Aquino informa de otros accidentes no causados por la sustancia, sino por principios exteriores a ella. Dichos accidentes se pueden ver, entonces, como causados por otras sustancias, y por tanto, fortuitamente, si bien se sustentan en la sustancia. Esto, en fin, dará origen a otra nueva clase de accidente (3) cuya asimilación a la sustancia se puede hacer con violencia, como p. ej., lo caliente cuando se introduce en el agua56. En contraste con este último tipo de accidente, (4) otra posibilidad es que éstos queden implantados en la sustancia sin violencia, esto es, sin oposición al núcleo central o sujeto, perfeccionando de ese modo la composición. Así, p. ej., se destaca que la luz es recibida por el aire y que, 53. Si por una causa verdaderamente excepcional, un hombre careciera de inteligencia, no por accidente —como por una malformación— sino de modo necesario, a decir verdad, no se podría considerar hombre. Y lo mismo se diría de la voluntad, que es la realización práctica del libre albedrío. 54. GARCÍA LÓPEZ, J.: o. c., p. 217. 55. “... vel ex principiis individui, et sic sunt communia consequentia principia naturalia individua” (In I Sent., 7, a. 2, ag 2). 56. Id.
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asimismo, la caridad se recibe en el alma sin haberse conquistado por sí, sino gratuitamente57. En síntesis, Tomás de Aquino resume su argumentación señalando que todos los accidentes se sostienen en la sustancia como su causa. Ciertamente, los accidentes extrínsecos no son directamente causados por ella, ni se educen de ella como las formas se educen de la materia; sólo los accidentes descritos anteriormente (1 y 2) cabrían, en rigor, bajo este esquema. Los demás, ocasionalmente adquiridos, son más bien el efecto de la interacción con otras entidades dotadas de múltiples propiedades, alguna de las cuales pasa al núcleo o sujeto de la sustancia afectada, quedando incorporada a su ser. Pero al fin, de una forma u otra, en los cuatro casos señalados, el sujeto sigue sustentando las propiedades como tales, puesto que, con su acción fundante, las dota de ser58.
3.3. La sustancia como causa de los accidentes “Todo accidente es causado por la substancia. Según Avicena el sujeto es lo que es acabado en sí, dando a otro ocasión de ser” (In I Sent., d. 17, q. 2, ag 2).
Es doctrina de Tomás de Aquino la causación de los accidentes por la sustancia. Pero conviene matizar bien esta posición, pues dada la enorme variedad de accidentes, antes que nada se percibe que la causación de la sustancia no es homogénea. Los tipos de accidente y la diversidad de formas de lo natural —especialmente presentes en un universo que cada vez conocemos mejor, y que en términos actuales se llama ecosistema— nos hablan a favor de la heterogeneidad de los efectos que toman origen en las causas físicas, muchos de los cuales tienen poco de común entre sí. La naturaleza es un sistema rico en composiciones de toda clase y que, continuamente, no cesa de sorprendernos, sobre todo en la medida en que los grados de vida se van haciendo más perfectos. Entre esa variedad, por cierto, aún no se ha mencionado la concerniente a los accidentes que siguen a la materia, por una parte, y los que siguen a la forma, por otra. Por 57. “Quaedam autem sunt quae quidem causantur ab extrinseco non repugnantia principiis subjecti, sed magis perficientia ipsa, sicut lumen in aere: et ita etiam caritas in anima est ab extrinseco” (In I Sent., 7, a. 2, ag 2). 58. “Tamen sciendum, quod omnibus accidentibus, communiter loquendo, subjectum est causa quodammodo, inquantum scilicet accidentia in esse subjecti sustentantur; non tamen ita quod ex principiis subjecti omnia accidentia educantur” (In I Sent. d. 17, q. 2, ag 2).
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eso, se ha de decir que, según la enseñanza de Tomás de Aquino, unos, por su carácter, se asemejan a la materia, adheriéndose de algún modo a ella, y otros a la forma, que es propiamente la instancia a la que atañen. En consecuencia, dado el amplio espectro de modos en que el sujeto cumple su tarea, se destaca una variedad casi ilimitada de formas de sustanciación. Todo lo cual habla singularmente del poder formal y causal de la sustancia, capaz de albergar en sí las propiedades más dispares y heterogéneas. A tenor de esa variedad, considera que, aunque los accidentes propios son distintos de la esencia, éstos son un efecto concomitante de la especie59. Es significativo que, no obstante, al mismo tiempo que se dice que el propio es un efecto concomitante, se diga que el accidente no afecte a la especie misma60. Es decir, lo problemático es que, en el contenido de lo que es una especie en sentido ideal, los accidentes no aparezcan reflejados. Como es lógico, hemos de pensar que esta tesis no se aplica a los propios que, por ser efectos concomitantes, no se deben separar de la especie, a no ser por motivos lógicos. Por eso, lo dicho acerca de la ausencia del accidente en la especie no nos debe resultar paradójico. Todo lo más, nos viene a decir que en el propio, la acción causal de la sustancia es más intensa que en los restantes tipos de accidente, ya que la dependencia del sujeto de que adolecen es más acusada. Este fuerte contraste merece ahora nuestra atención. De ahí que, a la pregunta por el origen de los accidentes, convenga aportar la distinción entre propios y extrínsecos, que no es una distinción fácil. Para explicar, en esencia, qué es un propio, si realmente se ha entendido qué es, basta con una referencia a la sustancia. P. ej., nadie ignora que todo hombre no es solamente racional, como si el predicado racional aglutinara en sí toda la especie humana en su conjunto. En este sentido sabemos que, además de racional, el hombre es libre y que esta propiedad no nos afecta por accidente o de modo fortuito. Todo lo cual obedece a la personalidad del accidente propio. Para dar cuenta del accidente extrínseco, en cambio, es más oportuno traer a colación el movimiento transitivo, que es, en esencia, el esquema al que un accidente común se ajusta.
59. Cfr. S. Th., q. 3, a. 4; q. 39, a. 1-3. 60. “Non est idem quidditas hominis albi, et homo albus; quia quidditas hominis non continet in se nisi quod pertinet ad speciem hominis; sed hoc quod dico homo albus habet aliquid in se praeter illud quod est de specie humana” (In III De An., lect. 8, n. 6); accidens vero quod est individui, non consequens totam speciem, consequitur materiam, quae est individuationis principium” (S. Th., q. 54, a. 3, ad 2).
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Habitualmente, el accidente extrínseco debe su ser al entorno o al medio en que éste se da. Así se explican muchos de los efectos físicos como, p. ej., el tono amarillento que adquieren las páginas de un viejo libro a causa de la oxidación. En efecto, no pocas veces el medio natural de un compuesto explica su dotación accidental mejor que sus principios internos. Es más, en la incesante actividad de la materia, en la que se dan cita continuos intercambios de masa y energía, cabe pensar que bastantes sustancias se forman por el mismo proceder, hasta cierto punto casual o fruto de las leyes naturales. Por eso, a pesar de la inadecuación del accidente propio al cuadro de los efectos —pues un accidente intrínseco—, es de advertir que se causan en el núcleo interno de la sustancia y que, como agentes externos, dejan sentir su participación en la naturaleza y, con su obrar, se hacen presentes en el mundo físico. Con el accidente, la sustancia logra llegar mucho más lejos, alcanzar fines que de otro modo le estarían vedados, además de llamarse con toda razón —y gracias a ellos— ‘naturaleza’, tal como escribe Tomás de Aquino siguiendo la definición de Boecio61. Hay, por tanto, una diferencia clara entre el accidente propio y extrínseco. Por una parte, los extrínsecos se caracterizan por ser aquello existente en otro según la doctrina clásica de la inherencia62, según la cual el entrar en un sujeto no es lo propio del accidente sino —con esa finura típicamente tomista— el estar o ser en otro o gracias a otro. Sin embargo, los propios no encajan bien en este esquema. En rigor, los propios no son según el ser de otro, porque no son nada diferente ni ajeno a él. De hecho, quizá sea preferible tener a los accidentes propios como una prolongación natural de la sustancia más que como un efecto en el sentido habitual del término. Habría que remitir los propios a la causa de la sustancia que origina la clase normal de los accidentes, entre los cuales no deberían contarse. Ciertamente, se trata de propiedades contadas, pues tienen un ligamen permanente con el sujeto y son indiscernibles del ser autónomo de la sustancia. Para ellos, afirmar que son ‘causados’ por la sustancia es impropio, pues están más cerca de ella que del accidente al que se dice que se da origen con esta causación. Por eso, más que ‘causados’, estos accidentes serían ‘sustentados’. Para distinguir estos accidentes de todos los 61. “...et secundum hanc significationem substantia dicitur natura secundum quod natura est quod agere vel pati potest, ut dicit Boetius in praedicto libro” (In III Sent.,d. 5, q. 1, a. 2, c). 62. Tiene presente aquí la posibilidad de que un accidente sea sujeto de otro, en cuyo caso, este último estará en un sujeto: ...et similiter esse in subjecto non est definitio accidentis, sed e contrario res cui debetur esse in alio” (In IV Sent.,d. 12, q. 1, a. 1a, ad. 2; cfr. Quodl., X, q. 3, a. 1, ad 2).
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demás, Tomás de Aquino usa el calificativo de ‘inseparables’63, pues anidan en un sujeto sin el cual la definición de sustancia —o bien, una concepción rigurosa de la misma— no sería posible. Entre ellos resalta, como sabemos, inteligencia y voluntad, a los que, según este modo de proceder, les da el nombre de ‘propiedades’, como accidentes inseparables que son. Al hablar de éstos, por cierto, advierte también lo masculino y lo femenino64. Por otra parte, otra tesis central suya para comprender el origen y la fundamentación de los accidentes, es que, así como una sustancia se individúa por sí misma, los accidentes se individúan por un sujeto65. Tenemos aquí otra vertiente de la causación de los accidentes por el sujeto. Ciertamente, aunque la materia sea principio de individuación, materia y accidentes son cosas distintas. Si la sustancia contiene en su definición la materia, podemos decir, en general, que la sustancia se individúa por sí misma. A raíz de lo cual podría pensarse —equívocamente— que los accidentes, individuada la sustancia en su núcleo, no necesitan de individuación alguna. Lo cual, en cierto modo, es así; pero importa señalar que esto no es todo. Dado que los accidentes tienen su ser depositado en otro, es lógico pensar que ninguno causa su individuación: es imposible que un accidente se individúe autónomamente. Así que, en último extremo, se individúan por formar parte del todo o por estar incardinados en el sujeto, según se vea. En todo caso, piénsese que estamos en un plano individual y que, a estos efectos, la universalidad del accidente común —el género— se desvanece cuando un sujeto toma un rasgo singular en propiedad. Para el accidente, inherir es singularizarse, estar traído a particularidad y, en este contexto, haber obtenido al menos dos cosas. Una, que es la más importante: la entidad concedida a la forma por medio del esse, y otra, la particularidad, ya que en Sócrates —sea el caso—, lo blanco no es la blancura a secas sino que, en la vida real se dice que Sócrates está pálido, que ha perdido su color natural, o que su túnica tiene ese color, pero ningún accidente se da absolutamente en un individuo. 63. “Et hoc dicitur quia, vel habent causam permanentem in subiecto, et haec sunt accidentia inseparabilia, sicut masculinum et femininum et alia huiusmodi” (De An., a. 12, ad. 7). 64. Id. Para Tomás de Aquino el hecho de ser varón o mujer no es simplemente una circunstancia, sino una índole de la esencia que un accidente extrínseco sería incapaz de expresar. 65. “Substantia enim individuatur per se ipsam, sed accidentia individuatur per subiectum” (S. Th., . 29, a. 1, c).
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4. LA DISTINCIÓN ENTRE SUJETO Y ESENCIA DE LA SUSTANCIA En la base de todos estos matices relativos a la causación del accidente, y a un nivel metafísico más profundo, está la distinción entre ser y esencia de la sustancia. Esta distinción, consolidada con el paso de los siglos, ha sido admitida por gran parte de la modernidad. Aunque, como es de esperar, no ha sido así siempre. Sin ir más lejos, uno de los mayores adversarios que tuvo la distinción real fue Suárez. Suárez asumió el significado de esta distinción, tan relevante en el tomismo, pero no la pudo admitir. Singularmente, Suárez recelaba del sentido que podría tener la distinción de ser y esencia vista como la distinción entre dos cosas u objetos, y si hemos de dar crédito a la literalidad de lo que se dice, a saber, que dicha distinción es real66. Lo cual es, en rigor, lo más difícil de la distinción real: la percepción de que ser y esencia no son cosas u objetos de carácter distinto. Si Suárez no comprendió bien a Tomás de Aquino, su error estribaba justamente en este punto, es decir, en creer que el discurso de la distinción se refiere a cosas diferentes como si espontáneamente, al referirnos a esto, quisiéramos marcar la diferencia entre objetos A y B. Como sabemos, antes que de cosas distintas “se trata, más bien, de una distinción entre dos diversas realidades de la misma cosa, semejante a la distinción entre la materia como potencia y la forma como acto”67. El propio lenguaje habla a favor de ella al preguntarnos en el orden lingüístico si una cosa es y de qué cosa se trata. De ahí que si esto es posible, con arreglo a esa distinción también sea posible saber habitualmente de cosas cuya existencia ponemos entre paréntesis, ya que sin duda, elucidamos esencias de cuya existencia no sospechamos nada68. Sabemos que, como dice Tomás de Aquino, la relación ser-esencia es potencial como otras relaciones ya analizadas. El ser actualiza la potencia del sujeto, es decir, de la esencia que en este sentido recibe el ser y se lo apropia, cosa que hace por medio de la forma. El ser es recibido en el orden de la esencia y aquello que la esencia dice poseer. Por ese motivo se concederá que, en rigor, ninguna criatura es o se identifica totalmente con
66. “Ita ut sunt duae res” (SUÁREZ, F.: Disputaciones metafísicas, 7 vols., S. RÁBADE (ed.), Madrid, Gredos, 1960-1966., d. XXXI, sect. 6, n. 1). 67. MANSER, G.: La esencia del tomismo, 2ª ed., Instituto Luis Vives, Madrid, 1953, p. 608. 68. Cfr. MEYER, H.: o. c., p. 124.
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su ser, sino que simplemente lo tiene69; únicamente en Dios el ser es idéntico a la esencia o se da el caso de que esta distinción no rige. Como el ser es recibido en la esencia, y ésta no es nada previo o anterior al ser, Tomás de Aquino —siguiendo a Averroes— hace derivar la esencia del concepto esse, es decir, del ser como acto fundante del ente. Todo ente posee un esse o acto de ser que, como fundamento constituyente, sostiene la estructura potencial del ente. El cometido del esse es traer a acto la potencia de la esencia, dotando a ésta de todo sentido y realidad. Dada su primacía de rango, el esse está más allá de materia y forma, no es una porción de éstas y denota un cierto acto perfecto70. De esencia se habla, en cambio, como de la entidad a través de la cual algo recibe su ser71. Cada sustancia posee su esencia específica, que no depende de ninguna otra entidad ni subsiste por otra, si hemos de suponer, con Aristóteles, que la esencia es una categoría que no se predica de otro, y de la que se dice todo lo demás. Aclarados estos pormenores, relativos a la composición ontológica de los seres, pasemos directamente a la esencia. Tomás de Aquino señala en De ente et essentia que la esencia se da propia y verdaderamente en las sustancias, y que abarca de suyo materia y forma72. “Es preciso que la esencia, por la cual una cosa se denomina ente, no sea sólo forma, ni sólo materia, sino una y otra cosa; aunque sólo la forma, a su modo, sea causa del ser de la esencia”73. A juzgar por esta aserción, la esencia no es sencillamente la forma o la materia; ni tampoco, como también menciona en ese lugar, las relaciones que se establecen entre ambas. Ni siquiera es esencia el compuesto concreto, ya que, al parecer ‘Sócrates’ se dice en particular de ‘hombre’, para el cual representa la especie y la esencia74. 69. Cfr. In I Sent., , a. 5, q. 2; d. 43, a. 1, q. 1; Quodlib., I, 3; Comp. Theol., c. 10 y 11. Cit. MEYER, H., o. c., p. 125. 70. Cfr. S. c. G., cap. 22. 71. Cfr. De Ente, cap. 1. 72. “Quod enim materia sola non sit essentia planum est; quia res per suam essentiam congnoscibilis est, et in autem non est cognitionis principium, nec secundum ipsam aliquid ad speciem vel ad genus determinatur, sed secundum id quod aliquid actu est (sino sólo en cuanto algo se encuentra en acto). Neque forma tantum (...) Ex his enim quae dicta sunt patet, quod essentia est id quod per definitionem rei significatur (...) Patet ergo quod essentiam comprehendit materiam et formam”; (...) quia hic modus propius est accidentibus, quae essentiam perfecte non habent; unde oportet quod in definitione sua substantiam vel subiectum recipiant, quod est extra genus eorum” (De Ente, cap. 2). 73. De Ente, cap. 2. 74. “…essentia speciei significatur nomine hominis, unde homo de socrate praedicatur” (De Ente, cap. 1).
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Ahora bien, la respuesta a esto se debe afrontar de otro modo. Si el individuo cae bajo sujetos distintos, la esencia se describe por lo común: es claro, entonces, que Sócrates y Corisco poseen la misma naturaleza. La esencia es, pues, para Tomás de Aquino, mucho más que un particular. Como es obvio, todo particular es individual, de modo que su esencia es ínsita a la materia, lo que hace difícil su elucidación formal. Por eso, en otro lugar se asegura que la esencia es al particular como su parte formal, como la humanidad es, p. ej. a Sócrates. Pero siguiendo estos derroteros, comienzan nuevamente a surgir problemas. El siguiente se refiere a la imposibilidad de identificar algo universal con un singular —cuestión que vino tratada ya por Aristóteles—. A este respecto, Aristóteles pretendía en Z 6 la identificación de la esencia de una cosa con ella misma en términos reales. Ahora bien, si, de acuerdo con lo dicho con anterioridad, la esencia se describe por lo común, es imposible que una cosa y su esencia se identifiquen —dice Tomás de Aquino—, como Sócrates y su ser no lo hacen por su parte75. “Si algo está compuesto de materia y forma, en ello la esencia no será lo mismo que la cosa misma; como “ser de hombre” no es lo mismo que ‘hombre’”76. De ese modo, se admitirá que la esencia y la cosa son elementos distintos, especialmente si no se trata de sustancias separadas en las que no existe diferencia apreciable entre esencia y sujeto: en ellas —las sustancias separadas— la discusión presente no ofrece dificultades, pues en su caso el sujeto es uno con la esencia77. Para Aristóteles, punto de referencia en esta delicada cuestión, que muestra diversas lecturas de Z 6, también parece ser así, “pues, si fueran lo mismo, también “esencia de hombre” y “esencia de hombre
75. He mantenido en el capítulo anterior que, para Aristóteles, una cosa y su esencia se identifican totalmente. En el contexto en que él se expresa, era importante retrotraer la discusión sobre la esencia al plano de lo particular, para no ceder a la creencia de que siendo universal, podría tratarse de una mera idea. Ahora, sin embargo, no es este el caso. Tomás de Aquino conoce bien que, aunque la esencia se asimila al plano de lo universal, tampoco la especie se identifica de todo punto con ella. Cuando decimos ‘Sócrates’ y ‘esencia de Sócrates’ el referente es solamente uno, no dos, porque no hay más que un único sujeto. Otra cuestión es que la esencia de Sócrates es universal, a diferencia de éste. Pero esa no es razón suficiente para reducir la esencia a una especie, ya que de no ser así, la referencia del significado (esencia) con lo significante (cosa) sería puramente lógica, haciendo de la relación entre Sócrates y su esencia un designio fortuito de la lógica. Me conformaría con que se admita que la esencia no es simplemente una noción lógica. 76. In VII Metaph., 3, 1709. 77. Ciertamente, la materia hace de principio de individuación de los seres corpóreos, pero también, a otros efectos de descarta lo que es accesorio y lo que no. Sería como un paso de frontera entre el ser simple y el compuesto.
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blanco” serían lo mismo”78. Esta separación de esencia y cosa es tradicional en el tomismo. Sobre todo, con vistas a conferir cierta bidireccionalidad a la esencia, la cual tomaría participación en Sócrates singular y, similarmente, sería concebible como formalidad. Así se cumple, por así decir, una doble tarea o cometido que llamo bidireccional. En ambos casos, esto es, en la relación de la esencia con lo superior —la hipóstasis— y con lo inferior —la materia—, la esencia cumpliría el cometido que se espera de ella, entre otras razones porque, separada de la cosa, ésta devendría accidental y contingente. Por esto, la esencia de x —sea el caso de un existente particular— no debería revestirse de accidentalidad por cualquier contingencia. Este es además, un peligro que ocasionalmente toma ocasión de presentarse. La esencia no es así una noción vaga ni etérea, sino que se hace presente en lo particular. Este escollo nos sitúa frente a algo ya visto, y es que la esencia, incorporando en sí misma la materia, porta parte de las afecciones —no todas— de la forma que sea el caso. Esta situación revela que la esencia dotada de particularidad, de algún modo no sufre afectación de accidentalidad, algo cuyo cometido pesa sobre el sujeto. Con esa prerrogativa que le brinda Tomás de Aquino, la esencia se asegura dos cosas. Primero, una vigencia acendrada en el plano universal, ya que en esa tesitura la esencia no pierde la facultad de decirse ‘una’ para la multiplicidad de sujetos de una misma especie, aunque más tarde singularizada79. Segundo, la sustancia real se predica realmente de ella, con lo que es ella misma la que entra en composición y la que es singular por medio de sus atributos. Por esa precedencia de la esencia capaz de acometer esa doble función, sugiere Tomás de Aquino que materia y forma son principios añadidos a la especie, porque se supone que ésta —léase por ella esencia— está ya presente en el individuo cuando éste constituye una sustancia final80. Nos acercamos ahora a la doble función de la esencia. Es innegable un primer sentido universal de la esencia que es la especie. Ahora bien, esto sólo no es suficiente: tarde o temprano habrá que hablar de la esencia de Sócrates, como es inevitable. En esta tesitura, para eludir la tesis platónica será necesario predicar el contenido de la esencia en singular, es decir, ha78. Z 13,1039a 20. 79. Entre tanto, la materia en cuanto principio de individuación se destaca como algo praeter naturam speciei, según el cual la res no se identifica con la quidditas sua, sino que difieren. Se identificarían, en cambio, en una naturaleza que fuese forma tantum. 80. “...oportet quod in quolibet composito ex materia et forma sint principia individuantia, quae sunt praeter naturam speciei” (In VIII Metaph., 3, 1710).
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cer de la predicación de la esencia una predicación real81. Así, si de Sócrates se dice que es virtuoso, ésta propiedad no deberá estar sólo por Sócrates; lo hará igualmente por la esencia en la cual debería estar soportada. Atribuir cualidades a la esencia no es —se apreciará— ninguna contradicción: la esencia, según su extendido uso analógico, es un aliquid concreto. Entre otras tareas, su labor es vincular singulares a especies dotando a éstos de consistencia. Se podría decir que la esencia especifica sujetos, pero es cierto en tal caso no los individúa, precisamente por esa concepción formalista de la esencia que antes hemos leído. Así, no hay individuos compuestos surgidos espontáneamente a partir una especie, sino que, para dar con una sustancia de atributos reales, es necesaria la presencia de los principios individuales a los que Tomás de Aquino aludía. La esencia es un término de lo más complejo. Por naturaleza, se ve obligada a nadar entre dos aguas. Conjuga por una parte la universalidad de la especie con el sujeto particular dotado de materia, cada uno de los cuales la reclama y vela por sus intereses. Por eso, es mejor que, si tanto se espera de ella, la especie no sea propiedad de ninguno de ellos; de ese modo puede estar simultáneamente en ambos. Antes se ha dicho que la esencia ‘especifica’ sus términos: no los abandona retrayéndose de lo material, porque no es un vago contenido general y difuso. Si se parte de un concepto realista de esencia, está se debe ver como una determinación del esse real, o bien, como un cauce según el cual el ser (lo indeterminado) se adscribe a una esencia específica (determinada). De ese modo, la esencia facilita su trabajo al esse, cuyo cometido es implantar un ente en lo real. Vista la relación de la esencia con otras dimensiones, veamos qué añade ésta, concretamente, al sujeto. A estas alturas, no será difícil observar que persiste una clara diferencia entre esencia y sujeto, a pesar de ser éste —en buena medida— un término de los aledaños de la esencia. A diferencia del sentido universal de la esencia, el sujeto perfila los accidentes que porta sobre sí causándolos y manteniéndolos en el ser, al tiempo que sufre positivamente su actividad. El sujeto no está, en este contexto, praeter essentiam, es decir, más allá de ella como una especie, pues es justamente el contenido particular de la esencia de marras. La diferencia 81. “Et quod quid erat esse [essentia], non sit nisi eius quod est aliquid, ex hoc patet: quod quidem quid erat esse, est quod aliquid erat esse. Esse enim quid, significat esse aliquid. Unde illa quae non significant aliquid non habet quod quid erat esse. Sed quando aliquid de aliquo dicitur, ut accidens de subiecto, non est hoc aliquid: sicut cum dico, homo est albus, non significatur quod sit hoc aliquid, sed quod sit quale. Esse enim hoc aliquid convenit solis substantiis. Et ita patet, quod album et similia non possunt habere quod quid erat esse” (In VII Metaph., 3, 1323).
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de sujeto y esencia parece clara. En las cosas que tienen su forma en la materia, afirma Tomás de Aquino, existe algo además de los principios de la especie82. Ese además o algo añadido a los principios es lo que la especie no porta consigo. Se trata de muchas especificaciones y predicados que la especie no tiene por qué contener. Si la especie se individúa en el orden de lo material, los principios individuales y los accidentes del individuo sunt praeter essentiam speciei. Los accidentes —que son producto de la singularidad efectiva de la sustancia—, tal y como se ha dicho, no afectan a la esencia sino al sujeto. Pero interesa captar que Tomás de Aquino no escribe simplemente que los accidentes están praeter essentiam, sino praeter essentiam speciei. Este matiz acentúa lo universal de la especie frente a Sócrates como individuo. Entonces, no es la esencia la que es universal, sino la especie y la esencia de la especie. Por último, es importante decir que ninguna de las distinciones que se han hecho aquí es una distinción de re, ni entraña separación alguna entre las diversas partes de la sustancia, aquí estudiadas como conceptos, pero con una honda vinculación en lo real. La distinción entre éstas no es, por tanto, de re, a no ser que entre los términos de comparación se cuente también la especie, que se separa del particular cuando es percibida por la mente. Ciertamente, para refutar las observaciones de Suárez, que proponía entender la distinción real como la distinción de objetos A y B, importa señalar que, de cada una de las partes de la sustancia no hay una distinción fáctica, ya que ninguno de los términos comparados constituye un ente por sí mismo; el único subsistente aquí es la sustancia. De ahí la dificultad de lo que se plantea y la sutileza que despliega Tomás de Aquino para no decir más de lo que se ha dicho, ya que en estas nociones, no cabe duda de que es más fácil tratar las semejanzas que las diferencias que median: como es obvio, lo que une a estos términos es mucho más que lo que los separa.
82. Cfr. De An., III, 8, 706.
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CAPÍTULO III
LA POTENCIA Y EL SENTIDO CAUSAL DEL SUJETO
En el capítulo I se proponía el concepto de potencia originaria como un medio de ampliar el sentido de la potencia con el fin de obtener una panorámica más amplia del sujeto. La potencia originaria extrae, en efecto, un sentido altamente abarcante, y por tanto, más ambicioso que otros que quizá nos resulten más afines. La potencia originaria no se limita a ser una noción común —tal como lo es, p. ej., la potencia común de los entes—, sino que, como se probará, apunta a la estructura más profunda del ente: la distinción real ser-esencia, una distinción clave de la metafísica por sus múltiples efectos sobre la realidad. De ahí que, en una comprensión esmerada de la potencia, Manser acertara a señalarla como la señal distintiva más clara entre Dios y la criatura1. Retomaremos este punto más adelante. Por ahora, se ha dicho que la potencia originaria es la potencia en su sentido más puro. Con ella se persigue superar un eventual sentido fragmentario de la potencia, a saber, aquel que, en franca desorientación, reduciría su aplicación al acto de la materia, del movimiento, de la operación intelectual o del sujeto, es decir, centrado en uno de estos aspectos, pero desatento al mismo tiempo a la distinción real de ser y esencia. Si la potencia se dice en una multiplicidad de sentidos, sin lugar a dudas se demostrará muy fructífera la atención a la gama de circunstancias en que ésta se da y, en consecuencia, que se tome según diversas acepciones. 1. Cfr. MANSER, G.: . o. c., pp. 558-632.
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Gracias a lo cual, p. ej., cabe decir que todo ente es acto y potencia en una gran variedad de usos reflejados metafísica y gramaticalmente; tantos, tal vez, cuantos son los modos de composición en los que sale a relucir un sujeto. Pero el cuadro anterior es así gracias a un sentido de potencia más importante, a saber, ése que describe las relaciones entre toda esencia y su ser. Por eso, cabe suponer que la potencia originaria es anterior a las otras clases de potencia, como la distinción real lo es, por su parte, a las otras clases de potencia. Un ejemplo de potencia concreta es la potencia del móvil. El campo semántico y de acción de la potencia del móvil, en este sentido, es más restringido que la potencia de la esencia, una potencia puntualmente mantenida por el ser. Por eso, si este sentido es tal y recibe de esa amplitud de miras su significación, su significado será inteligible y aplicable a todas esas formas y acepciones, siempre que su acepción principal y su relevancia metafísica se entiendan rectamente. Pues bien, a esto que hemos dado en llamar potencia originaria se refiere Tomás de Aquino al exponer cuáles son los principales sentidos de la potencia. Como se comprobará, el texto se refiere a él como el sentido más propio en que habría que interpretar las diversas clases de potencia: “La potencia y el acto se dicen comúnmente de las cosas que están en movimiento. Pero la acepción principal de esta doctrina no es la potencia y el acto del ente móvil, sino la que deriva del ente común. De manera que también en las cosas [físicamente] inmóviles se dan la potencia y el acto, como sucede en las cosas intelectuales” (In IX Metaph., l. 1, 1770).
Tomás de Aquino advierte aquí que no se hablará de la potencia del movimiento local o transitivo, el uso más extendido del término en cualquier tratamiento metafísico, sino de un sentido más general del término. En él se contiene implícitamente todo lo demás, ya que los otros significados de la potencia parten de él como su matriz. La primacía noética y ontológica de este sentido sobre los demás le hace partícipe de una atención singular por nuestra parte, aún por delante del uso metafísico más extendido en lo natural: como se dice, la potencia del ente móvil. La potencia del ente común —la potencia original— es un atributo de todo ente por el hecho de ser tal, una capacidad que diríamos connatural a todo ente por el hecho de estar compuesto de ser y esencia. El alcance de dicha potencialidad, actualizada en todo instante por el esse, se destacará como hilo conductor de ulteriores facetas. Desde ella, p. ej., se podrá establecer 134
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un puente entre la potencia del móvil y el compuesto sin temor a perder lo genuino de cada una, ya que todas las demás connotaciones serán derivaciones de esta singular acepción. Así, en un orden jerárquico, la potencia originaria prevalecerá frente al cambio local u otras dimensiones de la sustancia por ser más importante que éstas, aunque de hecho, a priori se tenga la impresión de que la potencia del movimiento local nos guía a descubrir otros sentidos2, como también expresa Tomás de Aquino. A lo dicho hasta ahora se podría replicar, con razón, que la potencia originaria no es nada nuevo; se trataría simplemente de un uso analógico del término sin mayores pretensiones. En efecto, es cierto que nada impediría llegar a este sentido de la potencia analizando rasgos comunes a cada una de las situaciones de la potencia en lo físico, y favoreciendo la concepción de un marco común. Se tendría así el concepto analógico de ‘potencia’ común a múltiples modos y formas de lo natural, lo que sería —es— notablemente beneficioso. Pero aún y todo, esta noción adolecería de una cierta desventaja frente al sentido propuesto de potencia. Sería, en definitiva, el hecho de tratarse de una noción vaga, inaplicable a cualquier ser. En este caso, al no tratarse de ninguna clase de potencia, sino más bien, de la versión intelectual de los diversos usos metafísicos de la noción, ésta tendría una validez lógica antes que metafísica, como suele acontecer a cada noción común —animal, ser vivo, vegetal, etc. que no designa ningún individuo concreto—. Internamente, como noción general, esta potencia sería un ente lógico de cierta aplicabilidad real, un elemento que, en cierta manera podría responder al siguiente esquema: a cada adscripción de la potencia-P al singular x —el sujeto que la porta—, hay que suponer la comprensión anterior de la potencia-P. Es decir, antes que nada, la potencia de un móvil sería resultado de una intuición anterior de alguna potencia real, y más tarde del entorno natural del móvil (los caracteres específicos de esa potencia). A simple vista, el esquema no parece incorrecto. Pero sucede que ése no ha sido justamente el caldo de cultivo en que se ha originado ese sentido. En el texto citado, Tomás de Aquino se ha referido al ens commune, una entidad común o general cuyo contenido ofrece diversas lecturas. Por una parte, un ente común podría ser un ente dotado de algunas características comunes a muchos, esto es, aplicable a toda una comunidad de individuos, con lo cual, con esta dicción no nos referiríamos a éste o a aquel otro, sino simplemente a una intención mental. Pero si, como tal, su 2. “...sed per eam alias potentias devenimus” (In IX Metaph., 1, 1772).
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trabazón o consistencia interna fuese meramente lógica, ¿a qué potencia real apuntaría?, es decir, ¿de qué potencia real sería intención? Más bien, se trataría de un universal, de una noción, y por tanto de un ente lógico, es decir, lógicamente hábil para una amplia gama de seres. Ahora bien, si se desea obviar el problema, convendría dejar de lado su curso lógico y buscar una versión ontológica de la potencia, es decir, una potencia real. Si dirigimos la mirada a una potencia real, el ente común podría ser cualquiera: el ente que sea el caso. Eso sí, lo único que debemos exigirle es ser individual. No obstante, la referencia a un ente singular no lo resuelve todo. Ante esta noción, prima facie genérica, la cuestión que habría que dilucidar sería ésta: ¿qué hay de primordial en el orden de la potencia? ¿Qué potencia podría decirse la primera y más importante? En rigor, dicha potencia sólo puede ser una: la potencia subyacente a la composición ser-esencia. La potencia de la esencia respecto al ser es primordial porque desde ella, se ejerce la potencia de todo lo demás. Esta potencia es primaria y anterior a otros tipos, pues afecta a todos los entes. El único ser que quedaría al margen de esa afectación es Dios. Tomás de Aquino lo tiene presente al hablar de la potencia que reside en el ens commune, dentro del cual es imposible encontrar a Dios, que es acto puro. Es evidente que su autor cuenta con ello. Sin embargo, en los demás entes se da la circunstancia de que todos se componen de ser y esencia, con lo que sus potencias naturales caen en un segundo orden; para éstos, actuar es distinto de ser. Los creados son intrínsecamente potenciales, o lo que es lo mismo, duales. Desde esta perspectiva en la que la potencia aparece como el modo de ser criatura, se iluminan otros aspectos. Es doctrina común, p. ej., que la esencia del alma no es la potencia en sentido absoluto, pues el alma no realiza operaciones de vida en acto. Pues bien, así como el viviente pone en ejercicio sus operaciones de vida—las ejerce— cuando busca lograr sus fines, la esencia de ser creado —es decir, la condición de criatura—, no se ejerce ni se desarrolla, sino que nos constituye. La potencia del compuesto está siempre puesta en ejercicio, si se puede expresar así. Esto comporta que la condición de criatura, en último término, es inseparable de la composición ser-esencia. Como es imposible traer al acto lo que está en acto —es decir, poner en práctica lo que se es—, la condición de criatura no se ejerce, sino que se detenta. En realidad, se es criatura en virtud de nuestra condición causada, no en virtud de lo que las criaturas sean capaces de hacer. No se diría, así, que un existente “pone en juego” o 136
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‘desarrolla’ su condición de creado por el hecho de obrar con respecto a fines, porque se trata de algo que viene ontológicamente dado, de una realidad previamente definida que escapa a la antropología del tener y del dominio. El hombre no es dueño de su condición creada, pues esto forma parte de su constitución ontológica. En cualquier caso, puede ayudar saber que la potencia original u ontológica, que acompaña a todo lo creado, no es una hyperpotencia, tan abarcante o informe como desasistida de toda concreción. Antes bien, la potencia describe un sentido de la esencia que sigue al acto de ser o acto primero. Y se sabe que esto no es mérito de la potencia, sino del esse. Por esa razón, se estima que la potencia original no es un sentido más, ni un sentido contingente de lo potencial. Al menos, su contingencia no es mayor que la de todo lo creado, si es razonable tener a estos seres por contingentes frente a Dios. La metafísica observa que la distinción real es intrínseca a lo creado. A resultas de lo cual, todas las demás potencias se entienden contenidas en ésta como en su sujeto. Todos los demás sentidos de la potencia quedarían encerrados o sostenidos por ella. A ese nivel, la esencia debería verse como un sujeto de las restantes potencias porque ésta lo es a su vez del ser. Por eso, como ya se ha dicho, antes que de una circunstancia física —como p. ej. el hilemorfismo, causante de un sentido de la potencia— esta acepción surge de la creación divina de los seres, y consecuentemente, no fue sospechada por Aristóteles si nos atenemos a la creencia de que concebía al cosmos eterno3. Por último, si comúnmente se estima que el ser real es anterior al ente lógico, y el sentido primordial de la potencia original surge de la condición de criatura, que es un hecho ontológico, es evidente que la potencia obtenida por analogía habrá de ser posterior a este sentido creatural de la potencia. Así pues, inducimos de lo cual que la potencia en sentido lógico sigue a la potencia originaria como el ser veritativo sigue al ser extramental4.
3. Cfr. FURLEY, D.: “Aristotle, the Philosopher of Nature”, From Aristotle to Augustin, vol. II: Routledge History of Philosohpy, D. Furley (ed.), Routledge, London/New York, 1999, pp. 20-21. 4. Cfr. In IX Metaph., l. 10; LLANO, A.: Metafísica y Lenguaje, 2ª ed., Eunsa, Pamplona, 1997, pp. 229 y ss.; id., Sueño y vigilia de la razón, Eunsa, Pamplona, 2001, pp. 225 y ss.
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1. EL SUJETO DE LA '81$0,6 POTENCIAL. LA PRIMACÍA DE POTENCIA Y ACTO SOBRE OTRAS CATEGORÍAS
En cierta manera, la adopción por parte de Tomás de Aquino de las categorías de potencia y acto debió suponer un serio viraje en los modos de pensar para muchos que no conocían a Aristóteles. Ambas categorías estaban poco difundidas entre los contemporáneos de Tomás de Aquino y su empleo en las disputas filosóficas no era habitual. A mediados del s. XIII, la llegada de los escritos de Aristóteles a través de los comentadores árabes, era aún muy reciente, de modo que el recurso a esa nueva doctrina aún suscitaba los recelos de los pensadores de tradición platónicoagustiniana. En la era medieval, se puede decir que Tomás de Aquino imprimirá el primer impulso sistemático a esta doctrina, que formará una herramienta indispensable en la investigación filosófico-teológica. La doctrina del acto y la potencia ha cobrado, desde entonces, un enorme valor, reconocido también entre sus investigadores. M. Grabmann la considera, de hecho, uno de los pilares fundamentales de la metafísica tomista5. Tomás de Aquino no fue el único que hizo suya esta doctrina aristotélica. Más tarde, los grandes escolásticos debatieron con denuedo tomando como base de esta doctrina. Muchos la emplearon diestramente, contribuyendo así a su difusión en los ambientes académicos. Con todo, aquello que Manser considera decisivo en el uso que Tomás de Aquino hace de la doctrina de la potencia, es el rigor y la precisión con que éste la asimiló. Ciertamente, algunos comentarios a Aristóteles se cuentan entre los más fidedignos y de otros—los menos—, aún se podría decir que admiten otras interpretaciones. Pero en lo concerniente a la doctrina de la potencia, las glosas de Tomás de Aquino revelan una percepción neta de la mente de Aristóteles al concebirlas. Lo cual permite comprender, por cierto, la importancia que tienen en su síntesis, que hizo destacar su filosofía por encima de todos los demás pensadores del s. XIII6. Para remontarse al origen de la noción de potencia es necesario acudir de nuevo a Aristóteles, y concretamente, al problema del cambio. Como es sabido, él encontró el origen del movimiento en lo sensible, en las combinaciones de los elementos observables en el mundo de lo natural. A su 5. Cfr. GRABMANN, M.: Die Philosophie des Mittelalters, Sammlung Göschen, Berlin, 1921, p. 93. 6. Cfr. MANSER, G.: o. c., pp. 118-119.
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vez, se vió impulsado a tratar de dar fin a la diversidad de opiniones de los presocráticos en torno a lo natural. Para unos, el universo era un todo fluyente del que no podía surgir ninguna entidad actual. Para otros, el acto era la única realidad digna de tal nombre. Ante unos y otros, Aristóteles se comporta prudentemente; no negará la realidad el movimiento ni, por otra parte, querrá definirlo sólo como acto. Se acercará por un camino intermedio, siguiendo el hilo de la observación natural. Para él, el movimiento es una evidencia, una realidad tan patente que llegará a definir el universo como el conjunto de las cosas que se mueven7. En el continuo tráfago de mutaciones sensibles que se constatan por observación, busca una plataforma teórica para su sostenimiento. Diseña para ello un principio del que parte el movimiento (potencia) y un fin (acto) cuya consecución supone la realización de una posibilidad. Pero importa señalar, ante todo, que en sí mismo, el movimiento no es ni un acto, ni una potencia. Es importante entender bien esto, pues con una falsa dilucidación del cambio, el móvil podría esfumarse; especialmente, teniendo a la potencia como una entidad vaga y vacía de contenido, no sustentada por nada, o si se piensa lo contrario: que la potencia vendría a ser algo acabado y constituido. Así, se podría detener la movilidad que connota la noción de ‘cambio’ o de “tal cambio”, operado en los individuos concretos. Lo movido se convertiría así en acto. Si concebir el ser del móvil es captarlo en sí mismo, evitando las apariencias y centrándonos en lo que es, es preciso ir más allá de los datos de la sensibilidad por vía de abstracción. Aunque el movimiento se nos aparezca como un aliquid, es decir, como algo que es actualmente, se sabe que de hecho no lo es sic, pues la mutabilidad supone la relativización de lo que es ahora cuando el acto no está maduro. De cualquier cosa que aún no es todo lo que podría ser, se dice que es eso que podría ser potencialmente, esto es, como el embrión respecto del hombre. La potencia es un cierto ser transido de noser, aunque no de forma general sino concreta, a saber, según aquello que todavía no se ha alcanzado. En el discurso acerca del móvil, por tanto, hay algo viciado si éste se elucida como lo acabado e inmutable. Es más, es probable que esto suceda por asimilación a los entes de razón o mismidades, actos que son siempre de la misma manera por estar sustraídos al
7. Cfr. Phys., III, 200b 12.
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cambio. De modo que, como a veces se ha sugerido, habría que encontrar dentro de la supuesta estática del acto su propia dinámica interna8. Si el movimiento no es nada acabado, no se trata sin más de una potencia. El movimiento es, como dice Tomás de Aquino, la relación entre acto y potencia en el seno de esa misma distinción9. La expresión nos puede resultar chocante a primera vista, pero ciertamente, movimiento y móvil son acto y potencia a la vez, según se diga cada uno respecto de algo establecido como comienzo o fin de ese cambio o, como lo expresa Tomás de Aquino, con respecto al origen o a la realización de la acción misma. A tal fin, dice que “nada actúa si primeramente no se encuentra en acto”10, y que similarmente “se padece en cuanto algo está en potencia”11, algo que refleja la bipolaridad propia del móvil: una referencia a la potencia y otra al acto, con sentidos diversos y sin salir de un único agente. Así como el agente padece y cambia simultáneamente según sea el caso, está en potencia y en acto según sea el sentido en que esto se aplique. Concretamente, el padecimiento es la repercusión del acto sobre el móvil o el movimiento como pasión, como acto recibido. También se podría decir que el movimiento es una recepción de acto en un aliquid receptivum, y que ese algo es la potencia. La potencia, en este sentido, se puede decir un sujeto de algo último que está por desarrollarse, y que mientras tanto, padece en sí misma la acción del movimiento. Cuando se observa que la potencia es el origen del acto, se plantea, lógicamente, la cuestión de la anterioridad o prevalecencia del acto sobre la potencia. Es decir, cuál de ellos es anterior y más importante en el orden ontológico, y cuál queda, por tanto, relegado. Pero de nuevo, dada la complejidad de las dimensiones del móvil, conviene hacer uso de la cláusula secundum quid, es decir, conviene acercarse a la analogía. Como asegura J. Gredt, “de modo lógico el acto es anterior a la potencia, pero realmente —en el mismo sujeto— la potencia precede al acto”12. Es decir, cuando este problema se analiza con atención, parece que el acto es anterior a la 8. “...vielmehr trägt die Statik als ihren ermöglichenden Grund die Dynamik in sich, nämlich jene Bewegung, aus der die äußerer Erscheinung ständig sich selber empfängt” (LOTZ, J. B.: Das Urteil und das Sein. Eine Grundlegung der Metaphysik, Berchmanskolleg, München, 1957, p. 118). 9. “…manifestum est quod potentia et actus diversa sunt” (In IX Metaph., l. 3, n. 9). 10. S. c. G., I, cap. 28 11. S. Th., I, q. 25, a. 1, ad. 1. 12. GREDT, J.: Elementa philosophiae aristotelico-thomistae, 10ª ed, vol. I., Herder, Fruburgi Brisg., 1953, p. 40.
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potencia al menos en dos sentidos. Primero, en el sentido de que la potencia se define por el acto, de modo que no habrá potencia allí donde no se dé anteriormente un acto. Y segundo porque, por más que el tiempo nos muestre que el acto que se perseguía es posterior a la potencia, ésta a su vez se mantiene en el ser sobre un acto ontológico precedente, que es la sustancia misma. En síntesis, queda así definido que la potencia es anterior temporalmente y el acto ontológicamente13. La potencia necesita del basamento óntico que ofrece un sujeto anterior. Es un paso obligado por el razonamiento precedente, que sitúa al acto en un rango superior a la potencia. Gredt explica que, además de ser así por lo anterior, el acto es ilimitadamente perfectivo, o en todo caso se dice limitado por causa de su potencia14. En cambio, si la potencia se ordena a un acto y sólo en él encuentra su acabamiento, es intrínsecamente limitada. Tomás de Aquino lo pondera al sugerir que, lo que es en otro, lo hace siempre al modo de lo recibido en el recipiente15. En general, se puede decir que la potencia está limitada en razón del fin, en la medida en que ella misma no es el fin al que ésta tiende, y que tampoco éste vuelve a ser una potencia, pues ningún cambio se da de potencia a potencia, sino de potencia a acto. La potencia como capacidad o disposición inhiere en un acto precedente y se dirige a un acto final, pero el acto que se recibe finalmente se adquiere en virtud de la potencia. Nada impide, pues, que a pesar de las limitaciones señaladas, la potencia se diga sujeto del acto recibido, o sujeto del acto final, pues se allega al acto sustancial a través de su propio dinamismo. De ahí que gráficamente, se pueda decir que la potencia sea como la plasticidad que transporta a la sustancia de un acto a otro, como a través de una secuencia. No es la suya una plasticidad inerte o anodina, sino el lugar en que la admisión de lo otro la encamina internamente hacia su fin. A pesar de esto, de modo general se dice que el acto es anterior a la potencia. Ahora bien, parece que, en otro sentido, la potencia goza aún de cierta primacía. En algún de lugar del Comentario a la Física comenta Tomás de Aquino: 13. Cfr. In IX Metaph., l. 8; si bien, el acto real precede en algunos casos también a la potencia. 14. “Potentia per seipsam limitatur, actus autem limitari nequit, nisi quatenus vel est actus alicuius potentiae, in qua recipitur, vel est potencia ad actum superioris ordinis” (GREDT, J.: I, o. c., p. 41). 15. “Omnis actus alteri inhaerens terminationem recipit ex eo in quo est: quia quod est in altero, est in eo per modum recipientis” (S. c. G., I, cap. 43, n. 5). Nullus enim actus invenitur finiri nisi per potentiam, quae est vis receptiva” (Comp. Theol., I, cap. 18).
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“Como el sujeto es naturalmente anterior a aquello que se sustenta sobre él, es posible deducir que en el cambio simple (...) el sujeto combustible es anterior a aquel que es consumido, y el combustible —aquel que se puede consumir— a aquello que de hecho se consume. Lo cual no sucede sin más temporalmente, sino por naturaleza” (In VIII Phys., l. 2, 972 [2], col. 2).
Laten aquí algunos indicios que apuntan a la potencia en un sentido diverso. Se trata de la precedencia de la potencia sobre el acto, posibilidad que a priori, es decir, haciendo uso de la analogía no es descartable. Consta en el pasaje citado que el mismo sujeto capaz de consumirse —esa disposición tendencial ínsita en el sujeto— es anterior por naturaleza a la acción física que la trae a efecto. Gráficamente, se diría que la posibilidad de que B sea el caso es siempre anterior a la llegada efectiva de B. Si llega B, se puede decir que algo había anteriormente que dio pie a esa realización. Pues bien, siguiendo este planteamiento, escribe Tomás de Aquino que lo combustible deriva de lo consumido como el movimiento de la efectiva capacitación del móvil al cambio. En este contexto, si el móvil no está preparado para soportar la causa desencadenante del cambio —la causa eficiente—, ni por otra parte ésta puede inmutarlo, sin duda el cambio no se producirá. Se deduce, en primer lugar, que la potencia del móvil —o sea, cierta capacitación del fin— es indispensable en el mundo físico para pasar de la potencia al acto; en segundo lugar, que es legítimo hablar de un sentido primario de la potencia si se enmarca en estos términos. Otra razón que ayuda a ver la primacía de la potencia en otro sentido es la sujeción del accidente. Por lo general, para Tomás de Aquino el sujeto es anterior al accidente por naturaleza. Cuando el accidente acontece, en alguna medida se podría pensar que lo hace sobre alguna base cedida por la potencialidad, es decir, por la variabilidad y contingencia de lo físico. Pero no una contingencia cualquiera, sino de una contingencia con capacitación del fin. De acuerdo con que el accidente es y representa la contingencia. Pero el alcance, la consecución y la realización del fin no es contingente siempre. De hecho, Aristóteles promete la obtención del fin a la potencia que es llamada por la obtención de una clase de fin, y no a cualquier tipo de potencia. Hay fines que son naturalmente próximos a la potencia de conseguirlos, como p. ej., la vida para el viviente. Vivir, para el viviente, es un fin naturalmente próximo a una potencia. Sin duda, cada potencia muestra una disposición a una clase específica de fines. Por eso,
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una potencia logra comúnmente el fin adecuado a su razón, es decir, a la razón de lo que falta al sujeto y valdría la pena obtener para sí. Así que, en un marco teleológico del cosmos como es el aristotélico, se podría sentar que cada sustancia conoce lo conveniente y lo disconveniente para sí por medio de sus potencias. En concreto, así como la nutrición es conveniente para Sócrates, en otro sentido, no se diría que alimentarse supone un fin para lo inerte; para lo inerte la alimentación no es un fin integrable en una capacidad. Por tanto, para lo inerte no existe dicha potencialidad. Pero es necesaria la capacitación del fin en todo sujeto. A este tenor, sería ilógico decir que toda sustancia detenta una advertencia del fin si éste no está impreso o fijado de algún modo en la potencia. Así pues, en el pasaje anteriormente citado, Tomás de Aquino viene a expresar que la potencia goza de anterioridad si se repara en que alberga internamente una anticipación o barrunto del fin16.
2. EL SUJETO HILEMÓRFICO, GÉNESIS DE LA DISTINCIÓN ENTRE ACTO Y POTENCIA
“El sujeto de estas mutaciones [sensibles] es, pues, puramente potencial, es una pura potencia” (…) “Esta capacidad de recibir una forma es una cierta realidad, una potencia real, que no es una actualidad. No es una forma substancial porque se opone a ella como lo determinable a lo determinante, como el participante a lo participado; y si con anterioridad a la consideración de nuestro espíritu, la materia, pura potencia, no es la forma substancial, entonces es realmente distinta de ésta. Más aún, es separable de ésta, porque puede perder la forma recibida para recibir otra distinta, pero no puede existir sin ninguna forma, ya que corruptio unius est generatio alterius”. (GARRIGOU-LAGRANGE, R.: La synthèse thomisthe, Desclée de Brouwer, Paris, 1946, pp. 78-79; La síntesis tomista, tr. de E. Melo, Desclée de Brouwer, Buenos Aires, 1947).
Vamos a tratar ahora de la aparición de la noción de potencia y acto. Esto puede ayudar, en cierta medida, a aclarar mejor cómo es internamente 16. Phys. Γ 201a 10 ss, 27-29; 202a 7 ss. Vid. LISKE, M.-T.: Aristoteles und der aristotelische Essentialismus, Karl Alber, Freiburg/München, 1985, p. 310.
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la relación de potencia y acto, que tanto define a un sujeto. Se ha dicho, por parte de algunos autores, que la distinción de potencia y acto es fruto del análisis lógico de la realidad, para el cual, esta distinción sería una herramienta indispensable. Para otros, la distinción de potencia y acto no surge de la necesidad, esto es, como un concepto que necesitamos para elucidar cierto estado de cosas. Esto se puede decir quizá de otros términos, como la materia prima, que habría surgido como la necesidad metafísica de hallar una base del cambio sustancial. Pero a decir verdad, no sería éste el esquema de la potencia y el acto. En contraposición a otros conceptos, algunos autores creen que potencia y acto habrían surgido de las cosas mismas como algo fácil de inducir a partir de otras estructuras anteriores de pensamiento. Concretamente, algunos autores ven el origen de esta teoría en la sustancia hilemórfica. La tesis de que la relación original de materia y forma ha dado origen a las nociones de potencia y acto, no deja de suponer una cierta novedad. Ya se dijo que Aristóteles se había rendido a la evidencia del cambio al comprobar la universalidad de su aparición, ampliamente certificada por la experiencia17. Así, a tenor de esas observaciones, varios autores —entre los que destaca R. Garrigou-Lagrange— han querido ver el origen del acto y la potencia en la teoría del sujeto hilemórfico. Según su tesis, la capacidad de recibir una forma sustancial es para cada entidad lo que podría llamarse una realidad puramente potencial, expresión que debe tomarse en sentido lato porque aquí, la materia prima no es acto, sino, en todo caso, una dependencia continua de él. La materia prima se opone al acto como lo determinable a lo determinado y como el participante a lo participado. Pues bien, si se entiende atinadamente, se podría considerar que la materia prima es un término “realmente distinto”18 del acto constituido de la forma, lo cual supone que la materia prima se discierne del acto en sentido estricto. Habría mucho que decir de esa distinción, porque la dependencia mutua es más que efectiva: si la generación de una forma supone la composición con otra, inducimos que la materia prima no es separable, porque su comprensión carece de sentido al margen de la forma. De donde sabemos que una y otra no son distintas como dos propiedades P y Q, o como la mesa y la silla. Que no se puedan separar es, de cara a nosotros, un índice de la dificultad que entraña la demarcación del límite de la materia con la forma. De modo que, junto a la tesis de que se trata de realidades 17. Cfr. MANSER, G.: o. c., p. 121. 18. GARRIGOU-LAGRANGE, R.: o. c., p. 79.
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diversas, se sigue asimismo que, por más que las propiedades P y Q se distingan empíricamente, no inducen la creencia en una materia prima separada, que no subsiste, ni por otra parte, tendría visos de ser real. De acuerdo con esa línea de pensamiento, la distinción de materia prima y forma preconiza la composición hilemórfica; no de cualquier modo, sino sobre la base de la distinción entre la potencia pura y el acto19. A priori, son comprensibles los recelos que esta hipótesis puede suscitar, ya que no es fácil retrotraer la relación hilemórfica, a la clarificación previa de dos términos supuestamente mentales, como son los de potencia y acto cuando no se dicen de cosas concretas. Según parece, la razón de la heterogeneidad entre la potencia y el acto, a juicio de Garrigou-Lagrange, deriva de la compleja y matizada distinción entre materia prima y forma. Ambas serían lo más paradigmático de lo potencial y lo actual, ya que en ningún otro caso que se pueda concebir —ni siquiera en altos sentidos de la potencia— se da la circunstancia de que la potencia es pura, como es el caso de la materia prima20. Ciertamente, la materia prima y la materia común son dos sentidos de la sustancia. La materia prima es tan distinta de la de Sócrates como la potencia lo es del acto. Sin duda, se podría matizar mejor esa distinción con vistas a aquilatar las ideas. La potencia es inseparable de la forma y, simultáneamente, distinta. En el compuesto, los términos son fácticamente inseparables como la potencia del acto, que no coexisten separados con la única excepción de Dios. La materia prima, según mantiene Tomás de Aquino, no existe más que para el compuesto al que sirve de matriz, y fuera de él se desvanece su sentido21. Además, su observación encuentra también apoyo en la doctrina aristotélica22. En la base de esta cuestión hay problemas importantes. Entre ellos, cabe destacar la multiplicación de los individuos de una misma especie, un 19. “Ainsi la distinction entre puissance et acte dérive la distinction réelle entre la matière première et la forme, exigées pour expliquer la mutation substantielle” (GARRIGOU-LAGRANGE, R.: o. c., p. 79). 20. Aquí, el adjetivo pura tiene un rol mucho más que sintáctico, pues infunde una clara anomalía en la materia —a saber, el hecho de ser pura—, que no se deja entender en un marco estándar. La anomalía provoca una desorientación que justifica su disimilitud con la materia de Sócrates, clásicamente conocida como materia in qua. De ahí que Garrigou-Lagrange haya apostado fuerte y sus tesis sean audaces por necesidad. 21. “Materia secundum se neque esse habet, neque cognoscibilis est” (S. Th., I, q. 15, a. 3, ad. 3). 22. Vid. In IX Metaph.
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problema acuciante para los pensadores lógicos medievales. Según cómo se entienda la separación de la forma respecto a la materia, los universales existen realmente o no. En síntesis, la cuestión vendría a ser como sigue. Es así que muchos individuos parecen participar de una misma especie —p. ej., la especie de un animal— de tal forma que a todos los que participan de ella se les comunica una serie de propiedades, en atención a las cuales estamos habilitados para reconocer un individuo de esa especie sin necesidad de conocerlo exhaustivamente. Así, un observador suficientemente informado que observa el comportamiento de un animal, comúnmente, estará en condiciones de indicar la clase de animal que tiene ante sí, sin entrar en otros pormenores. Es cierto que probablemente, el observador tendría dificultades para aportar señas específicas del individuo sin un estudio más detenido del caso. Pues bien, eso que en un prisma epistemológico permite el aislamiento lógico de un individuo según un análisis lógico de sus propiedades, en el ámbito de lo real surte efecto a través de la materia. La materia es, siguiendo a Aristóteles, aquello a partir de lo cual un ente se constituye; es el origen de la sustancia natural. Si es posible hablar así, se diría que la materia es el órgano que admite o recibe la especificación de la forma según su carácter anterior. En otro orden, si se hace una comparación, entendemos que la materia es principio de individuación de los entes en la dirección en que la potencia es anterior al acto, es decir, en el sentido en que la materia prima presta un sustento a la sustancia. De modo que, si la materia es sustento de toda entidad, como suele decirse, el problema de los universales es soluble: los universales tienen un fundamento in re, no una existencia in re. Se debe profundizar en la primacía de la materia. Siguiendo las directrices principales de esa doctrina, así como al conocer, nuestro intelecto colige primeramente la forma, y más tarde —una vez poseída— queda pendiente de conocer su singularización —según Tomás de Aquino a través de la conversio ad phantasmata—, así también se debe reconocer una primacía real de la materia con respecto a la forma. La materia común es primera en el sentido de que antes del movimiento, se diría que la materia está pendiente de la recepción de una forma útil. No hay, en este contexto, una materia existente antes de la llegada de la forma. Toda materia está formalizada y toda forma se inserta, finalmente, en una estructura material. Si ésta se considera ya existente o no en el momento de recibir la forma, depende de qué se entienda por materia prima. Pero si con todo, podemos hablar con sentido de una materia a la espera de ser formalizada, o dicha 146
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intención es mentalmente concebible, en tal caso la potencia no versará sobre ninguna forma predecible, o sea, sobre algo que podamos prever infaliblemente con antelación. Por eso se dice que la materia prima es pura potencia, pues se trata de una potencia sin objeto o cuyo objeto ya no actualiza alguna clase de entidad, pues eso impediría, justamente, que la potencia sea pura. Sin acentuar más la complejidad misma de esta posición, interesa mostrar que esa espera de determinación en que está sumida la materia prima es, en rigor, el sentido de la potencia que es anterior al acto. La potencia se determina gracias a la aparición de un acto, es decir, de una forma que sucede a algo que está “a la espera” de ser actualizado —aunque, sin duda, habría que matizar aún esa espera que, desde luego, no tiene un sentido temporal—. Lo que viene a continuación, es decir, la forma que perfila la nueva sustancia, se une a su vez a esa primitiva tendencia a la formalización que en último término, define internamente a la materia prima. La materia bajo este aspecto no es más que la espera de una nueva forma que viene a sustituir a la precedente. De este modo, por lo general se puede decir que la materia está por la potencia, porque la forma siempre especifica y determina la materia. Pero igualmente, se debe reconocer que esa potencia supone un límite real para la forma, porque se patentiza que ésta no puede obrar a expensas de la materia, sino que lo hace conjuntamente con ella. La materia es así como una señal limítrofe de la forma, como una frontera. No sólo en el sentido físico, que impide a una forma “ir más allá” de la materia que particulariza, sino también en sentido estricto: la forma debe hacerse ad modum recipientis. Esta idea no está tan alejada de la experiencia ordinaria. Así hay que entender, p. ej., la degeneración de un cuerpo, en la que podríamos decir que la forma —que según su propia perfección es en sí misma un bien— se siente incapaz de sofrenar la corrupción natural inherente a todo lo que es orgánico. El ejemplo más claro, señalado gráficamente por Anscombe23, es la transformación del vino en vinagre. La debilitación de la forma provoca que, lo que antes se ordenaba según una disposición favorable para sí, pierda su integridad en virtud de una serie de circunstancias. Con todo, lo significativo no es que la forma sustancial se degenere, sino que la materia en la que ejerce su actividad impone unas condiciones onerosas a la forma, a saber, las que imponen las leyes de la 23. Cfr. ANSCOMBE, G. E. M. y P. T. GEACH: Three Philosophers, Basil Blackwell, Oxford, 1973, p. 51.
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generación y la corrupción. Todo lo cual supone una evidente limitación24 para la sustancia. Tomás de Aquino tiene presente esa limitación, en virtud de la cual entiende que el acto está limitado por la potencia25.
3. EL TÉRMINO MEDIO ENTRE ESENCIA Y ACCIDENTES. LAS POTENCIAS DEL ALMA Vamos a ver ahora algunos aspectos de las potencias de vida; concretamente, cómo encajar algunas de ellas en la esencia y los accidentes de la sustancia. Lo primero será ver que en la vida, esto es, en todo lo que está vivo, la potencia viene a ser como un paso obligado, un arcaduz que termina en el acto. Tomás de Aquino lo aprecia al estudiar las potencias del alma, de las cuales sabemos ya desde el principio que son metafísicamente distintas de ésta26. Es una tesis bastante acrisolada. Las potencias no se confunden con el alma: se trata de partes potenciales del alma o acto primero. Al hablar de potencias de vida, se entiende que son propiedades que manan espontáneamente del alma. Hemos de concluir, por tanto, que su nexo con la esencia no es accidental. Pero también por esto no son equiparables al acto primero de la esencia, pues se trata de actos operativos que se unen a la esencia sin solución de continuidad. Actúan siempre a partir de la constitución previa del acto primero y se ordenan a actos segundos que favorecen el mantenimiento de la vida27. La posesión de la vida en potencia, según el decir aristotélico, plasma una contraposición con el acto sustancial: el alma. Por ese camino, las potencias asumen la responsabilidad de llevar adelante la vida, de modo que, sin su concurso, la vida se tornaría inviable. Ser o estar vivo no será tanto el estar infor24. “Le Docteur angélique perfectionne grandement la doctrine d'Aristote en considérant le principe de 'la limitation' del acte par la puissance, non seulement dans l'ordre des choses sensibles, mais d'une façon beaucoup plus universelle, relativement aux êtres spirituels et à l'infinité de Dieux” (GARRIGOU-LAGRANGE, R.: o. c., p. 80). 25. “Invenimus enim formas limitari secundum potentiam materiae” (Comp. Theol., cap. 18). 26. “Potentiae animae non sunt partes essentiales animae quasi constituentes essentiam eius; sed partes potentiales, quia virtus animae distinguitur per huiusmodi potentias” (De An., Proemium, q. 12, ad 15). 27. “Als erster Akt ist die Wesensform der jeweiligen Lebenstufe und hingeordnet auf den zweiten Akt, auf die Lebensäußerung” (MEYER, H.: o. c., p. 200).
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mado por un acto primero, cuanto acometer la búsqueda de actos perfectivos a través de las operaciones. De acuerdo con Aristóteles, Tomás de Aquino explica que para un individuo, estar en potencia no representa un imperativo de la forma o algo que, a fin de cuentas, se deduzca del ser formal o de la especie de la sustancia. La sustancia no debe ser entendida en términos exclusivamente formales, ya que la sustancia es —antes que una especie— la inclinación natural al cambio. La potencia es, en rigor, la disposición de un ente hacia fines específicos. En el caso del alma, la potencia puede entenderse como la versatilidad y plasticidad necesarias para la consecución de los fines de la vida, que se llevan a cabo por medio de las operaciones. Tomás de Aquino lo atestigua en una sutil y elevada dilucidación acerca de si el alma es esencialmente potencia: “No en cuanto que es forma, el acto se ordena a otro acto posterior, sino en cuanto que es término último de la generación. Así, estar en potencia respecto de otro acto no acontece en virtud de la esencia, o sea, de la forma, sino de la potencia” (S. Th., I, q. 77, a. 1, c).
La cuestión citada dilucida si el alma es esencialmente potencia, es decir, si el acto primero es simultáneamente potencial al tiempo que es primero, o son las potencias y sus operaciones actos segundos. En la cuestión aparecen también algunas otras razones que contribuyen a inclinar su parecer hacia el no. Entre ellas se cuenta también ésta: “Así, el alma, en cuanto subyace, es llamada acto primero [la forma con respecto al accidente] ordenada al acto segundo. Pero el ser dotado de alma no siempre está llevando a término acciones vitales. Por eso, en la definición de alma (De An. B 1, 412a 27) se dice que es acto del cuerpo que tiene la vida en potencia, y sin embargo, dicha potencia no excluye el alma” (id.).
Aplicado a lo que antes era el estado de la cuestión, lo que ahora aparece podría leerse así. El estar en potencia de la forma respecto a los accidentes no le compete por esencia —por ser la forma lo que es—, sino por su potencia. La potencia añade algo a la forma que ésta no contenía, a saber, la posibilidad de alcanzar el fin. La búsqueda y consecución de fines no está —figurativamente expresado— incrustada en el acto primero o acto de vida —puesta de antemano—, sino que adviene a continuación y a 149
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esto lo conocemos como sustancia segunda, esto es, la sustancia con cada uno de sus términos. Nótese que el acto primero no está acabado, como si fuese puramente indeterminado, sino que su determinación real es la sustancia misma. Así, el primer acto de vida se compone con las potencias, y sólo en esa medida, se hace discernible de éstas. Entre otros motivos, el acto resulta discernible sólo cuando hay composición, porque los actos propios de la potencia son las operaciones, y no el acto primero. Por consiguiente, uno y otro no pueden ser lo mismo28. Para abordar la cuestión ordenadamente, después de lo que se ha dicho, se expondrá que la sustancia, entendida con todos sus términos —o sea, compuesta— no sólo pone el acto, sino también la potencia. La sustancia es también cierta clase de potencia. Al pensar en ella no debe dejarse de lado su ser potencial, como tampoco se marginan los accidentes cuando se habla de la mesa o el libro. Comúnmente, se sabe que el accidente ontológico es posible si inhiere en el ámbito de un sujeto dado. Como es lógico, si esa relación es posible, es acto-potencial. Decimos que la relación entraña potencia según la capacidad que tiene la materia —el sujeto primario— de ser alcanzada por la formalidad de los accidentes. En otra medida, es actual si el accidente se añade compositivamente a una sustancia, y por tanto, con respecto a ésta, si contribuye a hacer efectiva la disposición a adquirir nuevas perfecciones. Por tanto, la relación descrita es potencial en un sentido y actual en otro. Indudablemente, en sentido primario la sustancia es acto. Es patente que la sustancia estaba ya actualizada antes de la llegada de los accidentes; el acto primero es justamente acto por eso: porque se puede considerar que estaba ahí antes que los accidentes, que perfilan mejor la forma. Así pues, la sustancia pone el acto: el acto anterior “que se dice acto primero”29, y el acto segundo que es resultado de la operación. De esta forma, la misma sustancia es fuente, de diverso modo, tanto de la potencia como del acto. Ahora se trata de mantener un difícil equilibrio. Por una parte, entre el alma como acto primero, que es fuente y origen de la potencia y el acto, y entre la sustancia compuesta o sujeto último, sin el cual, en rigor no se puede hablar de una potencia real, porque sin los términos concretos no 28. Análogamente, se diría que así como el acto del ente no incluye aquello que lo limita, tampoco el acto primero contiene potencias que lo limitan. Para eso es necesaria la composición. Id, quo formaliter unumquodque habet perfectionem essendi, non potest esse id, quo formaliter impeditur plenitudo toû esse, i. e. actus entitativus, seu esse non potest includere in sua realitate physica id, quo limitatur: esse non potest formaliter limitare seipsum” (GREDT, J.: II, o. c., p. 42). 29. S. Th., I, q. 77, a. 1, c.
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tiene sentido hablar de potencia. Por eso, se insiste en que la esencia no suministra por sí misma lo potencial, sino que lo hace a través de la composición. Si la sustancia es acto, lo es respetando los órdenes del compuesto y de la materia. En este sentido, no es la esencia de algo lo que da a la potencia su potencialidad. Más bien, cuando se habla de lo que todavía no es, hay otro modo de ver las cosas. Lo que aún no es puede ser visto como una privación o falta de concreción del acto primero o acto de vida, con respecto a la causa final. Es la causa final, en realidad, la que conoce la forma futura del compuesto. Por esa razón, los actos segundos —que han venir— podría verse como privaciones que afectan a la sustancia completa —incluyendo la causa final—. Todo nos lleva, cuando hablamos de la relación de la esencia con los accidentes, a tratar de separar la potencia del acto que la fundamenta. Y no es bueno hacerlo, porque así se pierde de vista la causa final de la sustancia. La armonía debida entre las propiedades del acto primero y los actos segundos, aconseja hacer una distinción de sentidos, una vez que —como ya se ha hecho— se ha insistido en que el acto primero no es nada sin la concreción que introducen los actos segundos. Para entender cómo se realiza la causa final, urge saber que las potencias no están en los actos como lo contenido en el continente, pues en tal caso no habría potencialidad. Más bien, es mejor ver la potencia como una privación, esto es, según aquello que todavía no es, pero que según su dinámica causal podría llegar a ser. En este contexto, la comprensión de la potencia como privación ayuda, ciertamente, a entender la realización de los actos de vida como un logro beneficioso para el ente. Para una potencia, la adquisición del acto al que se orienta supone crecer y perfeccionar el acto primero o acto de vida. En ese sentido, la vida podría verse como la prolongación del acto primero a través de su curso natural. Como es imposible la vida sin actos segundos o consecutivos, es impensable el alma humana sin composición. Es sabido que toda composición vincula un sujeto y una propiedad, aunque en último término, ambos términos no se equiparan, como sucede con la sustancia y el accidente, que no detentan el mismo rango ontológico. Así, entre el alma y sus potencias hay un sujeto anterior, un enclave primario que es el acto primero o alma del ser vivo. La necesidad del compuesto no descarta la primacía del primer acto. Cuando éste se pone frente a las operaciones, se observa una diferencia nítida, que hace que el acto de vida y las potencias sean, en cierto modo, inidénticos. Tomás de Aquino lo expresa diciendo que el alma es distinta de sus potencias. Y lo cierto es que dicha inidentidad entre 151
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ambas se debe a la privación, es decir, al hecho de que en último término, la potencia no se puede reducir al acto. Pero podríamos imaginar otras circunstancias en que no fuera así. Si en otro orden de cosas, el alma hubiera obtenido a priori aquellos fines a los que aspira, no habría privación ni potencia, ni sería posible el movimiento. Pero al no ser así, en el viviente la potencia tiene una entidad propia. La entidad del viviente se ratifica por el acto segundo. Así pues, una vez más, stricto sensu la forma sustancial no es idéntica con la composición, con el sujeto, a no ser per accidens, porque, como se ha mostrado, las potencias de alma y los actos de vida son irreductibles entre sí. Aquí, el sujeto representará siempre la adición de otra cosa que la forma. Además, por último, tampoco la forma se identifica con el compuesto, justamente, por lo ya expuesto acerca de la relación al accidente, la cual es distinta la relación de ésta con la materia, aunque ésta es una cuestión distinta30.
4. EL CARÁCTER CONTINGENTE DE LO COMPUESTO EN SENTIDO AMPLIO En síntesis, el estudio de las potencias arroja como conclusión dos hechos correlativos. Por una parte, que no todo lo que tiene alma está continuamente realizando acciones de vida —pues siempre que la vida se tiene, se tiene en potencia—. Esta tesis corre junto a la consideración de que no todo lo que es sujeto es esencialmente sujeto. Sin ir más lejos, el acto es sujeto en un sentido y la potencia en otro, según sea el ámbito de la sustancia en que una y otra se verifiquen. La sustancia puede ser sujeto de muchos actos, no todos los cuales gozan de la misma consideración. Los diversos sujetos tienen en común alguna analogía. Ésta refleja, en este sentido, la riqueza de las composiciones de sujeto existentes en la realidad. P. ej., no se diría idéntica la potencia de una facultad cognoscitiva —sujeto de las operaciones—, a la potencia con que un accidente que da lugar a otro. De la misma forma, el alma como sujeto de las potencias es un acto diverso de los actos cognoscitivos, actos segundos sujetos de otras propiedades —inmaterialidad, intencionalidad, etc.— donde la diversidad es 30. En todo caso, lo determinante es que el sujeto de las entidades materiales está más ligado, conceptual y ontológicamente a la accidentalidad que modifica la forma que a la materia, pues el accidente no es más que una extensión de la forma, pues ésta es más cercana a la esencia.
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máxima. La realidad muestra, por tanto, que se es sujeto de incontables maneras, todas ellas distintas e incomparables, tantas quizá como clases de privaciones hay31. Las diferencias son más acuciantes de lo que el lenguaje, con el uso del término ‘sujeto’ para todas, deja entrever. Como es lógico, la relatividad con que el sujeto se dice de las cosas no implica que, de todo lo que no se dice ‘sujeto’por esencia se deba pensar que está fuera de la esencia. Lo cierto es que esa idea no tiene una base sólida32, pues es patente que un sujeto hace simultánea su labor con otras actividades, sean o no esenciales. Además, la distinción entre acto primero y actos segundos puede llevar erróneamente a creer que estos últimos se caracterizan por su aleatoriedad o contingencia, y por tanto, por la necesidad de ser separados asépticamente de la esencia. La analogía ayuda, en esta línea, a establecer sujetos en distintos ámbitos, dentro y fuera de la esencia, sin que se levante en ningún caso soluciones de continuidad entre unos y otros. El sujeto de los accidentes es la sustancia completa. En este sentido, de un modo lógico podría admitirse que este sujeto no es sujeto de suyo. Para comprender esto, se reparará en que el sujeto de un ente compuesto, en realidad, no requiere de otro sujeto primario que lo fundamente, como, en otro sentido, no todo acto llama de suyo a una potencia, porque el acto es anterior y más importante que ella. Si un sujeto hiciera esto mismo, es decir, si un sujeto llama a otro anterior, debe decirse que no obedece a una razón interna de necesidad. La cuestión es ciertamente compleja, y merece quizá otra formulación. En términos teóricos, así como allí donde hay una potencia tiene que haber un acto (posterior) que sea como el fin hacia el que esa potencia tiende, en rigor, nada obliga al acto que fundamenta dicha potencia (anterior) a remitirse indefinidamente a una potencia añadida. Esto, que parece muy alambicado, tiene una traducción directa. Lo que se está diciendo es que no hay necesidad lógica de que una potencia esté añadida a una sustancia, aunque de hecho sea así en todas las criaturas. De lo contrario, es decir, si allí donde hay un acto tuviera que haber una potencia, la cadena de sucesiones acto-potenciales se prolongaría indefinidamente por una razón interna al acto, lo que sería manifiestamente 31. “Illud autem quod est subjectum privationis, potest accipi quadrupliciter: quia vel est actio, vel habitus, vel passio, vel substantia” (In II Sent., d.34, a. 1, q. 2, c). 32. Como lo muestra el que unos accidentes sean causa de otros: substantia, quae est subjectum omnium, recipit quaedam accidentia mediantibus aliis; et quaedam causantur ex principiis substantiae, mediantibus aliis accidentibus” (In III Sent., d. 33, q. 2, a. 4a, c).
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difícil. Aún y todo, suponiendo que todo fuera así, es evidente que la sustancia no sería, según el adagio clásico, per se, sino de igual modo que la potencia, esto es, gracias a otro acto anterior, del cual éste sería su continuación con arreglo a otra hipotética potencia. En suma, si todo acto necesitara una potencia, se desprende que todo subsistiría per accidens, cuando en realidad, sabemos que nada subsiste así. Y no porque Dios no lo permita, sino porque las sustancias tienen el ser de suyo. De ese modo, cabe extraer de esto que ‘ser accidental’ o “ser educido de” no es la forma más apropiada de definir el universo, porque dentro de él hay sujetos que subsisten por sí mismos, y lo hacen legítimamente. La limitación de un acto cualquiera no le quita su carácter autónomo. De esa idea aún se desprende algo más. En la misma línea, el ser del hombre no es contingente por ser imperfecto o por algo que le pueda faltar. El hombre no es limitado, en este contexto, porque bajo esa limitación se presuponga la falta de perfecciones que podrían detentar otros. No es ése, al menos, el mejor concepto de limitación que podría barajarse. El hombre está limitado simplemente por la contingencia de lo creado, un extremo que no acontece por privación, es decir, tal y como si lo creado albergara una consistencia impropia, ilegítima o irreal. Ya se observa que la contingencia del hombre no es ninguna privación o carencia de algo que podría faltarle, y que no le deja ser todo lo perfecto que podría. Más bien, en el hombre hay una dependencia del ser absoluto de Dios. Esta dependencia bastaría realmente para definirlo. El hombre es contingente porque no tiene, en rigor, ninguna necesidad de ser, de modo que nada en el cosmos se arruinaría ni se vendría abajo con su ausencia. Así pues, hablando simpliciter, es posible decir que la necesidad de ser es un atributo sólo del acto puro, y que cuando se piensa en la criatura, es preciso pensar simultáneamente en el creador, porque la criatura es el ser distinto de Él.
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CAPÍTULO IV
LA COMPOSICIÓN SUSTANCIAL
1.
LA COMPOSICIÓN DE LA SUSTANCIA EN SENTIDO PROPIO. DE LA COMPOSICIÓN SUSTANCIAL AL ACTO DE SER SINGULAR
En el capítulo anterior se ha estudiado la composición de la sustancia con los accidentes —los modos de ser de la sustancia— y el sentido causal que ésta obtiene en la aparición de las diversas clases de potencias. Igualmente, ha quedado dicho que las potencias emanan en un cierto sentido del sujeto, en tanto que tienen en él su fuente, y que en muchos casos, no resulta tan sencillo reducir la variedad y el carácter de dichas potencias a meros accidentes que dependen de un sujeto, así como el concepto de “lo blanco” tampoco se reduce a Sócrates. Por eso, el abanico de composiciones reales es mucho más amplio de lo que un esquema lógico ofrece a simple vista. Este capítulo va a tratar de hacernos entender cuáles son esas composiciones, y sobre todo, cuál es la más relevante. Para ello han de detectarse nuevas formas y nuevos sentidos que van más allá de los vistos hasta el momento, y en consecuencia, nuevas clases de sujeto o nuevas sujeciones. Para mostrar esa variedad existen diferentes caminos. Ante todo, es preciso reparar en que al hablar de potencia en el capítulo anterior, el sujeto natural —el sujeto de lo físico— se ha multiplicado en formas diferentes, al menos, en tantos modos como clases de potencias hay. No olvidemos que si la potencia es un sentido del sujeto —pues toda potencia es 155
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sujeto de un acto—, entonces, lo físicamente potencial es heterogéneo, porque es evidente que el cosmos encierra clases heterogéneas de potencia; sin ir más lejos, la potencia de la sustancia respecto del accidente es incomparable con la potencia de vida del ser vivo, y así sucesivamente, pues hay muchas clases de potencias reales. Pero no hay necesidad por ahora de detenerse aquí. Basta simplemente con no reducir toda composición posible a la mera inhesión de la blancura en Sócrates, porque la realidad de los compuestos es mucho más amplia que la que muestra la clásica composición del accidente, de modo que no es admisible pensar que ésta es un paradigma para las demás. Cuando las cosas se ven así, la potencia —de la cual nos acabamos de ocupar— aparece como un nervio central de la sustancia, pues como sabemos, toda sustancia física incluye en sí cierta parte de potencia. Es más, para el género de potencias en el que se piensa cuando se dice —quizá precipitadamente— que en el mundo todo lo que no es sustancia, es accidente, convendría reparar en que la potencia no se puede separar de la misma naturaleza del sujeto. Tal y como ha quedado dicho anteriormente, la raíz de la actividad de la potencia, y la potencia misma, no designan cosas distintas, opuestas o separadas. Si esto se tiene presente, se logra no perder de vista que lo diferencial del sujeto posesor de las actividades no es el acto, esto es, lo acabado o perfecto en el orden del ser, sino justamente la imperfección y el inacabamiento y la apertura a nuevos órdenes entitativos. Repárese en que, en último extremo, toda esa imperfección redunda en una capacidad de poner por obra actividades que llegan a fines. Por esto, aunque la potencia se tenga a veces como sinónima de vaguedad, indefinición, y en suma, por algo contingente, a este planteamiento habrá que replicar que, en la medida en que la potencia permite toda esta serie de cosas, tiene contornos definidos, precisos y señalados, y que en ese sentido no es contingente, innecesaria o accidental a la sustancia. Desde ese ángulo hay que ver, p. ej., la voluntad o cualquier otra facultad humana, sin la cual el hombre no sería comprensible. Por tanto, se observa que la noción de sujeto tiene una participación en la índole de las potencias —que, se insiste, no se deben confundir con accidentes— y que, tal como quedó manifiesto en otros capítulos, juega un papel destacado en el orden de lo material. Ahora bien, como veremos a continuación, esta no es su única vertiente. A partir de aquí, el sujeto se seguirá diciendo de muchos más modos de ser de la sustancia. Para mostrarlos, convendrá distinguir al menos entre dos tipos de composición vistos anteriormente. Cada uno de ellos tiene que ver con la relación hile156
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mórfica y con la relación de los accidentes al sujeto. Así pues, a modo de resumen, se han puesto de manifiesto dos clases de composición: (a) la composición hilemórfica, que manifiesta las relaciones entre forma y materia, y, (b) la composición sustancial, así llamada porque muestra las relaciones entre la sustancia y los accidentes. Ambas clases de composición tienen una particularidad específica. Y se da la circunstancia de que ninguna de las dos fue descubierta o tratada originalmente por Tomás de Aquino, con lo que en el fondo, detrás de esta investigación sobre esos términos está implícito que se trata de una interpretación, a saber, la que él lleva a cabo a partir de la lectura de Aristóteles. Además, importa señalar que el hecho de que el enfoque que se va a transmitir haya sido interpretado no erosiona su validez. Antes bien, de ella surgirán nuevos matices que proporcionen mejoras cualitativas a lo visto por Aristóteles. Se dice que todo esto es posible, y en esa línea se ha argumentado aquí. Sin lugar a dudas, la interpretación de Tomás de Aquino es fidedigna, y en ocasiones, más precisa y mejor perfilada que muchas de las tesis aristotélicas, cuyo sentido en cambio aún se sigue discutiendo hoy. Ahora bien, según se ha dicho, en toda lectura de un autor clásico la interpretación del autor es obligada, y en esa lectura de Aristóteles que hace Tomás de Aquino hay sin duda elementos diferenciadores que contrastan con las opiniones originales de Aristóteles1. Como es de esperar, la coincidencia de opiniones no es exacta en todos y cada uno de los temas tratados. A menudo, Tomás de Aquino se permite corregir o ampliar ideas defendidas por Aristóteles. En metafísica, se suele aducir la distinción real entre ser y esencia como un botón de muestra en el que Tomás de Aquino exhibe la originalidad de su pensamiento, mostrando que no es un mero comentador del corpus aristotélico. Así pues, si contamos esta aportación como algo suyo diferencial, la distinción real de ser y esencia arrojará nuevas luces en el panorama de los seres compuestos. De ahí que, a las dos composiciones señaladas todavía se puede añadir una tercera, a saber, (c) la composición de ser y esencia, sobre la cual habremos de ocuparnos en lo sucesivo. 1. En ello, p. ej., insisten algunos investigadores de Aristóteles que han querido ver en la forma el principio de individuación de la materia, y por tanto, una falsa lectura del universal aristotélico en Tomás de Aquino (vid. INCIARTE, F.: Forma Formarum, Karl Alber, Freiburg/München, 1970, pp. 83-89).
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Como se dice, esta composición no fue tratada por Aristóteles. Éste, no obstante, llamó la atención sobre el sentido analógico en que ha de tomarse la noción de ser. Para él, el ser se dice de muchas maneras. Esa multiplicidad en los modos de decir dotó al ser de una significación analógica, abierta a muy diversos sentidos. Aristóteles lo entendía como un concepto general aplicable a una o varias naturalezas, las cuales podían decirse seres en atención a un modo analógico de hablar. De esa forma, el mismo término podía ser empleado para hablar del primer motor, las esferas celestes y la realidad en general, aunque en un sentido más preciso se refiere a él para mencionar al concreto, esto es, a esta forma particular individuada en esta materia. Con arreglo a esto, este singular compuesto de materia se puede llamar ‘ente’, añadiendo así una verbalización que subraya la actualidad del concepto de ‘ser’, expresada en participio de presente. Cuando el ser es verbalizado, puesto en presente con el uso del participio, su sentido se dinamiza, dando lugar así a una propiedad con un marcado carácter real. Pero para Tomás de Aquino el ser es mucho más que un rasgo, propiedad o carácter de los entes. En líneas generales, ante un ente concreto cabe preguntar no solamente por lo que es, es decir, por la esencia que lo determina, sino que hay otra pregunta ulterior acerca de si algo es o no en sentido absoluto. En otros términos, cabe preguntar si ese ser se dota o no de existencia, tal como mucho más tarde se lo planteaba Kant con el ejemplo de los táleros. En la perspectiva kantiana, lo importante no sería el número o la cuantía de táleros que se poseen, sino principalmente si los táleros de marras existen, de tal forma que su existencia se pueda caracterizar como algo distintivo frente a las particularidades A, B ó C de cada cosa. Sabido esto, hay paralelismos entre la tesis kantiana y la de Tomás de Aquino. Para éste, de acuerdo con las exigencias de la distinción real, el ser de algo es realmente distinto de su propia sustancia o naturaleza2, además de un principio excluyente de la mera posibilidad, puesto que el ser no tiene contrario3. En este prisma, el ser es un principio supertrascendental en el orden ontológico, y un concepto sin extremo contrario en el orden lógico. Nada hay que pueda oponerse a su naturaleza. En un caso hipotético, el esse podría tener por contrario la inexistencia, es decir, la nada en sentido puro. Pero no tendría por contraria a la posibilidad, porque 2. “In substantia autem intelectuali creata inveniuntur duo: scilicet substantia ipsa; et esse eius, quod non est ipsa substantia” (S. c. G. II, cap. 53, 1283). 3. Puesto que todo otro concepto de la mente se resuelve en el de ser (cfr. De Ver., I, 1).
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la posibilidad de ser, si se puede hablar así, es un objeto de razón, y por tanto, una entidad de cierta clase —una entidad lógica—. El acto de ser o existencia es una propiedad radical de cada esencia y un fundamento sobre el que se apoya la entera sustancia. El ser es así la actualidad por excelencia del singular, un acto primario respecto del cual la esencia aristotélica se dice potencial. En este orden de cosas, el ser se infundirá desde un acto primario que se recibe de Dios al ser creado4. Una vez presentada sucintamente la doctrina del ser, es oportuno ver que, si el ser es la más alta de las perfecciones, no cabe duda de que no será una forma, como Tomás de Aquino admite implícitamente al caracterizarlo como una propiedad de origen divino5. El ser es, antes que una propiedad de orden general que se distribuye por igual entre los individuos, el principio de realidad de la forma o su condición de posibilidad; un término que, siguiendo los pasos de la cuarta vía, está participado en Dios por analogía. De ese modo, ‘ser' es un atributo que pertenece propiamente a Dios, y sólo a los entes por analogía. De los demás seres, la existencia se dice impropiamente, puesto que está participada y mantenida por Él. De ahí que la diferencia más abultada que Tomás de Aquino acierta a señalar entre creador y criatura sea la composición de ser y esencia, sobre la que habremos de ocuparnos a continuación. De acuerdo con ella, la criatura está compuesta en primer término de acto de ser y esencia, de accidentes, y si es el caso, de materia. Por eso, la composición de ser y esencia abre una nueva vía en el estudio del sujeto, ya que la relación entre esencia y ser se nutre de claros rendimientos trascendentales y antropológicos, que se deducen de la misma riqueza del ser. El ser no es, en ningún caso, una actualidad anónima, sino una actualidad que tiene su origen en otros6.
4. Los pasajes sobre la doctrina del ser son numerosos: cfr. In III Sent., d. 6, q. 2, a. 2; S. c. G., II, 43; S. Th., I, q. 4, a. 1, ad 3; q. 3, a. 4; De Pot., III, 9; De An., 9; Comp. Theol., 68; In I Perih., 5. 5. “Ipsum enim esse est communissimus effectus primus et intimior omnibus aliis effectibus; et ideo soli Deo competit secundum virtutem propriam talis effectus” (De Pot., III, 7, c). 6. “Wenn das Sein den innersten Tiefgrund des Realseinden bildet (...), dann kann das Sein nichts Inthaltloses, sondern nur das Inhaltreichste sein” (MEYER, H.: o. c., p. 105).
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2. NUEVAS CLASES DE COMPOSICIÓN 2.1. El carácter creatural de los entes. Algunas consecuencias de la distinción real En lo que a nosotros respecta, la novedad del ser, hasta ahora indirectamente tratada, nos insta a repensar algunos puntos de la metafísica desde una perspectiva distinta, que aporta justamente ese descubrimiento. En este sentido, no es lo mismo tener al ente por la última instancia de la cosa, es decir, como un acto que permitía responder a la pregunta del fundamento de modo directo —apuntando a la esencia aristotélica—, que hacer depender la esencia de otra actualidad anterior o más importante. Como es lógico, la distinción real de ser y esencia va a traer algunos cambios en la estructura compositiva de los entes, que, más allá del orden aristotélico, van a estar sostenidos por el ser como acto último de los entes. La razón y la necesidad de esos cambios es patente. Toda la realidad ha sido creada por Dios, y en ese origen del acto que es el acto puro, se comprende y abarca el ser de cada individuo. La existencia de Dios, por tanto, trastoca ligeramente el panorama de los entes en Aristóteles, antes completamente autónomos y dependientes de sí, y ahora dependientes de Dios según la participación7. De ahí que, al menos desde Tomás de Aquino, se haga necesaria una cierta corrección teórica que redefina algunos conceptos esenciales de la metafísica, tal como estaban planteados en Aristóteles. Entre otros ejemplos de esa necesidad, que básicamente reclama la inserción de las nociones de creación y participación, se pueden destacar las ideas de Boecio acerca del compuesto, esbozadas muchos siglos antes del contexto universitario de París en el siglo XIII, en el que esas cuestiones eran ya debatidas. Tomás de Aquino atribuye a Boecio la afirmación de que el sujeto constitutivo de una hipóstasis metafísica no puede ser una forma simple8. Para Boecio, ninguna forma simple puede ser sujeto. Esto comportaba que toda forma carente de materia no puede ser sujeto de 7. Vid. GONZÁLEZ, A. L.: 6HU \ SDUWLFLSDFLyQ (VWXGLR VREUH OD FXDUWD YtD GH 7RPiV GH $TXLQR 3ª ed., Eunsa, Pamplona, 2001. 8. “Attribuit enim nomen hypostasis materiae quasi primo principio substandi, ex qua habet substantia prima quod substet accidenti: nam forma simplex subiectum esse non potest, ut dicit idem Boetius in Lib. De Trinitate” (De Pot., IX, a. 1, in opp.).
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ninguna clase. Al parecer, Boecio, en su tratado Sobre los predicamentos había atribuido el nombre de hypostasis materiae a un primer principio “según el cual la sustancia primera subsiste sobre los accidentes”9, previendo para cada hipóstasis de este tipo una cierta corporeidad, sin la cual la esencia no podría componerse. Según se explica, por el nombre de ousiosis o ‘subsistencia’ Boecio entendía la forma quasi essendi principio, como un principio del ser por el cual algo se encuentra en acto —en el sentido puramente metafísico de acto—. En cambio, por el nombre RXMVLYD o ‘esencia’, Boecio entendía el compuesto, lo que representaba el órgano central de la corporeidad de los seres, donde materia y forma son principios esenciales. Para Boecio, de escuela y tradición griega, el término ‘hipóstasis’ había adquirido reminiscencias materiales, ejerciendo un influjo en occidente que se deja sentir ya en las primeras obras de Tomás de Aquino10. Pero junto con el intento de dar solución a la vaguedad de esta noción, debemos a Boecio un primer atisbo de la dualidad de ser y esencia11. Boecio tiene una percepción muy clara de que el ser y la esencia no son lo mismo. Singularmente, observa que la subsistencia como propiedad es inseparable del ente, y en este sentido, no representa otro concepto distinto. El ser es, antes bien, el ámbito de la subsistencia o el espacio natural en que se da. En cambio, en un plano inferior, como es el de la composición hilemórfica, tendríamos la esencia. Ahora bien, esta opinión, que probablemente inspiró a Tomás de Aquino, no es una tesis tomista. Éste, de hecho, no deja de corregir algunas ideas de Boecio12, aunque es indudable que en ellas hay rudimentos 9. Id. 10. En una primera acepción —concretamente, en las Sententiae, que son de temprana composición (1252-56)—, coincidiendo con Boecio, la hipóstasis es lo que subyace materialmente al compuesto. Pero esta terminología se vería ligeramente modificada al tratar de la persona. Similiter hypostasis, vel substantia, dicitur dupliciter: vel id quo substatur, et quia primum principium substandi est materia. Ideo dicit Boeth. in Praedic., quod hypostasis est materia, vel quo substat, et hoc individuum in genere substantiae per prius” (In I Sent., d. 23, a. 1, c.). 11. “Diversum est esse et id quod est. Ipsum enim esse nondum est. At vero accepta essendi forma est atque consistit. Quod est participare aliquo potest, sed ipsum esse nullo modo participat (...) Id quod est, habere aliquid praeterquam quod ipsum esse, potest; ipsum vero esse nihil aliud praeter se habet admixtum” (PL 64, 1311 BC). 12. Si fuera cierto que Tomás de Aquino acoge mediante esta cita de Boecio, la misma concepción de doctrina, entonces, de todas las sustancias ninguna podría ser sujeto. En cambio, si nos atenemos a lo que se cita de Aristóteles en el arranque del respondeo, la sustancia es un sujeto último del orden de lo particular. Repárese que en ningún momento se ha dicho que la sustancia es un sujeto ‘de lo material’ —tal como ha expresado aquí Boecio a propósito de la hipóstasis—, sino
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que facilitan la comprensión del nuevo estado de cosas que provoca el descubrimiento del esse. En este sentido, es clave entender en términos exactos la dualidad ser-esencia, para no separarla del contexto en que surge. Es un descubrimiento tomista muy temprano, no menos quizá que la afirmación de que detrás de todo lo que alberga una relación de cualquier tipo, hay un sujeto subsistente. El sujeto subsistente y la relación seresencia tienen un fuerte nexo de unión. Su punto álgido es que toda sustancia compuesta posee un sujeto que conviene definir y tratar. Éste, ciertamente, es el lugar que certifica esa relación, de tal modo que p. ej., cuanto más perfectos son el ser y la esencia, tanto menos destacable es la dualidad inherente a la relación —la composición—, porque en tal circunstancia esencia y acto de ser tienden a identificarse. Ciertamente, en los seres limitados esto no impide la relación ad alterum que cada sujeto contiene, porque en todo caso el ser y la esencia no serán lo mismo. En cambio, percíbase que donde no hay tal relación, o donde dicha relación es demasiado perfecta como para ser captada, se neutraliza la composición y no hay lugar para hablar de sujeto. Es evidente que es el caso de Dios, que para Boecio es una forma simple. De una u otra manera, Tomás de Aquino reproduce la apreciación boeciana de que la forma simple no puede ser sujeto13: “Si en las criaturas una cosa dice de otra, entonces hay una relación al modo de la del sujeto con los accidentes, y así sucesivamente. Pero, sin embargo, aquello que en Dios se dice de otro es la misma relación, pues en Dios no hay otro secundum rem, sino secundum rationem ” (In I Sent., d. 33, q. 1, a.2, ad. 3).
He aquí un ejemplo elocuente de ese grado perfecto de relación, en el que, por así decir, el ser y la esencia llegan a su cenit y donde, de acuerdo con lo dicho, no hay lugar para hablar de composición y relación seresencia. Un caso claro de esta situación es Dios. Para Tomás de Aquino, Dios es un ser tan perfecto que no puede ser sujeto, ni puede ostentar relación compositiva alguna. Para él, en Dios no hay lugar para hablar de una relación de sujeto, tanto en sentido ontológico como predicativo. Acerca de Él, nuestra apreciación ontológica cae por su base al suponer que simplemente se refiere a hoc particulare in genere substantiae” (id., c.), una opinión que es más moderada y que, sin duda, se concilia bien con lo dicho por Aristóteles. 13. Cfr. S. Th., I, q. 3, a. 6, sc; q. 13, a. 12, ag 2; q. 29, ag. 2, ad 5; q. 50, a. 2, ag 2; q. 77, a. 1, ag 6; De Pot., VII, a. 4, sc 1; De Spir. Cr., a. 1, ag. 1; De An., a. 6, ad 1.
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sujetos relacionados en un esquema tradicional, tal como se piensa, p. ej., la relación de sustancia y accidentes. Por eso, Dios es en rigor la excepción a nuestro modo común de pensar. La idea había arraigado tiempo antes en otros pensadores medievales. Guillermo de Alvernia solía decir que al margen de Dios, todas las esencias están compuestas14. Con arreglo a esto, cuando en las criaturas una cosa se dice de otra —como lo blanco de Sócrates—, se entiende que hay una relación definida detrás de cada una. En la sustancia, el sujeto precede al accidente porque se supone detrás de esa relación y además es anterior. En cambio, en Dios el sujeto no es otra cosa con la que el accidente se relacione, porque si se mira bien, dentro de la divinidad no hay accidentes ni sujeciones de ningún tipo. Es decir, si —según el dato de fe— en Dios hay tres personas, y queremos saber cómo conviven tres alteridades en un único ser, ante todo, hemos de pensar que la distinción de personas es real. Y esto, sin responder a un cierto esquema de sujeción en el que, p. ej., la unidad podría ser sujeto de las tres personas, o alguna persona de las otras dos, etc. Este sería, a todas luces, un camino teológico incorrecto. Lo decisivo es que la falta de toda distinción en el seno de Dios lo hace simplicísimo, y que por eso, Tomás de Aquino entiende que Dios es la misma relación subsistente. Así pues, mientras que en Dios no tenemos relación de sujeto, en las criaturas el sujeto está supuesto o, como indica Tomás de Aquino, se halla detrás de cada relación. De este modo, en los seres creados el sujeto —Sócrates— es distinto de la relación misma —la posesión de la blancura en cierta proporción—, y así, toda sustancia es internamente dual. Esta dualidad, enclavada en el punto neurálgico de la criatura —la unión de esencia y esse— habrá de acompañarnos en lo sucesivo para ver cómo una depende realmente de otra.
2.2. La relación de dominio o pertenencia El estudio de esas relaciones presenta una cara antropológica y otra metafísica. Desde el punto de vista subjetivo, se puede apreciar que una relación metafísica es, a veces, una relación de dominio, como lo es p. ej., 14. “Et omne aliud ens (excepto Deo) est quodammodo compositum ex eo quod est et ex eo quo est, sive esse suo sive entitate sua, quemadmodum album est album ex subiecto et albedine” (Opera I, 852).
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la que tiene un individuo consciente respecto de sus potencias, actos u operaciones, algunas de las cuales dependen de él y otras, sin embargo, no. En efecto, aunque no toda relación metafísica de composición es una relación dominativa, esto es, una relación que apela a la libertad personal, no cabe duda de que algunas sí lo son. Especialmente, es interesante preguntarse si el hombre ‘tiene’ o no el ser de la misma manera que es señor de otras muchas cosas. De un modo u otro, un estudio de las relaciones metafísicas de los seres no puede pasar por alto que la libertad humana establece una relación de dominio frente a todo lo que posee, lo cual, como es evidente, posee un parentesco cercano con la composición física. Pero quizá se dirá que al hablar de una relación “de dominio”, lo primero que se piensa es que se trata de un rasgo antropológico de los seres personales, en todo caso con menor incidencia en metafísica que en antropología. No en vano Aristóteles dejó esbozada una antropología del ‘tener’, entendida como una habilidad básica de los seres humanos, dando lugar así la primera intuición del dominio como aquello que los seres humanos pueden adquirir15. El dominio vendría a derivar, en suma, de la tenencia o posesión de algo en virtud de una habilidad para tal fin, o, desde otra óptica, de la razón de superioridad de una instancia sobre otra, que hace que algo se pueda incorporar a la naturaleza de otro perdiendo su identidad anterior, como es el caso de la fabricación humana de instrumentos. En ésta, algo deja de ser una entidad natural para pasar a convertirse en una herramienta o artefacto. Así pues, la posesión tiene un sentido adquisitivo, personal, de incorporación a sí de alguna u otra alteridad. En este contexto, cada adquisición entraña el logro de una perfección. Aunque ciertamente, si la tenencia como hábito o cualidad se define en atención a una perfección, cabe hablar de un sentido metafísico de la pertenencia. En el fondo, parece que detrás de la idea de pertenencia o dominio se oculta una nueva díada con un esquema que nos resulta familiar: el de la composición y el sujeto. La relación de pertenencia o dominio podría emanar de una potencia prevista para tal fin, con independencia de que esa potencia se diga inmanente o no. Si en antropología la posesión es el efecto proporcionado a una potencia inmanente, en metafísica se puede aludir simplemente a la supremacía de una perfección sobre otra, respecto a la cual ésta se dice sujeta. En el 15. Para los diversos sentidos en que Aristóteles entiende el ‘tener’ como categoría, cfr. ARISTÓTELES, Tratados de Lógica, vol. I: Categorías; Tópicos y Sobre las refutaciones sofísticas, 2 vols., tr. de M. Candel, Gredos, Madrid, 1982, pp. 76-77.
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orden metafísico sería suficiente así; resultaría de él un compuesto en el que una de las partes se dice más perfecta que otra, o según los casos, que subyace por debajo de éstas. No cabe duda, por eso, de que la perfección de determinadas potencias posibilita hablar de diversos sentidos de la tenencia. Tomás de Aquino lo hace en argumentaciones metafísicas, donde es común advertir el empleo del verbo ‘tener’ para expresar, p. ej., la posesión de una quididad como impronta específica de un individuo (habens quidditatem). En él cabe distinguir un posesor de algo poseído, y por otra parte, algo más perfecto de aquello que es perfeccionado. La distinción podría expresarse así. Por un lado estaría la quididad de cosa, su especie o forma, y por otra el posesor o garante de dicha quididad. Tomás de Aquino lo expresa así: “En cualquier ser creado existe una distinción entre el que posee y lo poseído. En los seres compuestos hay una doble distinción, ya que el mismo supuesto o individuo posee la naturaleza de la especie —como el hombre respecto a la humanidad— y tiene además el ser” (De Po., VII, a. 4, c.).
Naturalmente, la quididad y el individuo no se conocen por separado. Es claro que forma y sustancia se conocen bajo una unidad en la que no es difícil adivinar partes diferenciadas. Pero las partes no son lo decisivo. Para observar el todo, es preciso examinar la relación interna que las partes tienen entre sí. Pues bien, esa relación nos dice que el individuo o sustancia es un posesor de una propiedad P; en este caso, la forma o especie de lo poseído. Lo poseído es, en este contexto, algo que pertenece a la sustancia, más o menos inherente a su sujeto según la capacidad de la potencia. Cuanto más amplia sea, tanto más propiamente podrá decirse de su esencia. Así se deduce, al menos, del empleo común de la fórmula habens quidditatem. Por otra parte, no hay que olvidar que sólo los seres racionales son dueños de sus actos16. Por eso, hay que conjugar la posesión metafísica de formas que vemos en la realidad exterior con la actividad de los seres racionales, en los cuales la posesión es inmanente, esto es, que en ellos lo poseído permanece en el agente de un modo eminente, como el ver en lo visto o la virtud en el prudente. Una posesión de este tipo es resultado de las operaciones de vida o perfectivas, las cuales asimilan el objeto a la 16. “Nam solae substantiae rationales habent dominium sui actus” (De Po., IX, a. 1, ad 3).
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facultad respectiva, y garantizan la prosecución de la actividad del viviente desde la ganancia anterior. Así, el hombre virtuoso es más perfecto una vez conseguida la virtud, de forma que ésta resiste al paso del tiempo. Esta situación es posible porque, como es obvio, el hombre es dueño de sus actos. Pero el hombre es, en rigor, dueño de sus actos porque con la inteligencia y la voluntad consigue que éstos no se disgreguen espaciotemporalmente, sino que queden interiorizados internamente según el modo de ser de lo inmanente. Sin duda, el hombre interioriza así sus actos de vida, los cuales, como muchas otras habilidades que detenta, logran sobreponerse al paso del tiempo y se dicen así perfectas. Cuando se tiene presente la dimensión inmanente de la vida, se ve que lo estudiado es, en esencia, la diferencia entre los diversos grados de perfección. Una posesión inmanente, como lo es la captación de la verdad, siempre será más perfecta que cualquier composición de accidente. Así, el hombre como dueño de sus actos no tiene parangón con la mera posesión metafísica de rasgos y propiedades. Por eso, ambas relaciones de dominio, es decir, la posesión metafísica de accidentes y la de actos de vida, no se pueden ni se deben equiparar, ante todo porque la posesión de propiedades en la esencia no entraña la formación de un vínculo como el que forman el conocer y lo conocido en el cognoscente, ni por otra parte la quididad es de suyo un síntoma de vida. Lo específico de la vida es una clase de forma que garantiza unas bases mínimas de perfección, y esa perfección no tiene por qué ser el caso de la quididad. O, expresado con otras palabras, los compuestos dichos en general no son expresión inmediata de la vida; habrá composiciones de vida y habrá composiciones —si se puede decir así— que no comporten ulteriores efectos ontológicos.
3.
LA COMPOSICIÓN SER-ESENCIA
Como decíamos, el carácter novedoso de la distinción ser-esencia nos impulsa a tratar de ella siguiendo los intereses de esta investigación. Enfocaremos esta distinción, por tanto, a la luz de lo que sabemos del sujeto, o bien, desde la óptica de la composición metafísica. Lo que se busca es captar la relación establecida entre el ser y la esencia, para saber en qué medida deben influir en nuestras ideas anteriores acerca de la composición de la sustancia, y más concretamente de la sustancia física. Esquemáti-
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camente, pues, podríamos ceñirnos a ciertos aspectos de la distinción real que nos ayuden a captar mejor la naturaleza del ente físico. A tal efecto, por de pronto, habrá que acometer al menos dos preguntas. En primer lugar, si la composición ser-esencia responde al esquema tradicional de sujeto-propiedad, o por el contrario se explica en un marco teórico distinto. A este respecto hay, de entrada, una dificultad clara, a saber, que la categoría de sustancia como sujeto de atributos no fue inicialmente pensada para soportar una eventual recepción del ser, al menos en la línea en la que Tomás de Aquino entendió la distinción real. Tampoco se pensó —se podría añadir—, para convertir el ser en un predicado de la sustancia, de modo que, dada una sustancia x, la existencia sea igual a una propiedad P, o sea, una propiedad P(x). El ser es difícilmente pensable así, como una propiedad, pues esto sería tanto como reducirlo a un predicable o atributo. Ciertamente, Kant nos quiso prevenir de esa creencia al juzgar que la existencia no era un predicado real17. Que el ser sea simplemente un atributo predicado de otro es imposible si desempeña el papel de cópula de nuestros juicios, como el mismo Aristóteles advirtió18. En segundo lugar, una vez perfilados en detalle los entresijos de esa composición, hay que meditar si hay una relación de dominio o posesión entre alguno de los dos términos de la composición. Es decir, ¿el ser posee la esencia como un título de propiedad, o por el contrario, es la esencia la que se adueña del ser? Si una queda subsumida bajo la otra, ¿cómo hace valer frente a la otra su primacía? ¿Habrá, en rigor, una primacía de alguno de los dos términos, como ha sido habitual hasta ahora en el sujeto de esa composición? ¿Cómo podría describirse ésta? A una y otra cuestión se procurará dar respuesta en lo sucesivo.
17. “‘Sein’ ist offenbar kein reales Predikat, d. i. ein Begriff von irgend etwas, das zu dem Begriffe eines Dinges hinzukommen könnte. Es ist bloß die Position eines Dinges oder gewisser Bestimmungen an sich selbst” (KrV, B 626-627). 18. Lo hacía indirectamente al afirmar que el ser no se asimila a ninguna categoría conocida, al ser más bien todas ellas: “…pues cuantos son los modos en que se dice, tantos son los significados del ser” (∆ 7, 1017a 22-23).
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3.1. El ser como un término particular. La exigencia de particularidad Uno de los rasgos más destacables del ser es que, según dice Tomás de Aquino, se trata de un término común19. En muchas ocasiones éste habla del ser de las cosas reales que son el caso con arreglo a los predicamentos20. Los predicamentos son, como es sabido, la especificación del ser de una cosa y una aclaración más precisa de su esencia. El concepto de ens commune es en sí algo abstracto, alejado de la experiencia común, hasta que es traído al caso por la predicación, que se ocupa de adscribirlo a algo o a alguien. Tan pronto como se une a un predicado real, el ser común o abstracto comienza a ser algo definido, particular, en cierta manera, sustancia. Este es el pensamiento de Tomás de Aquino. Todo ente es tal si tiene rasgos y caracteres concretos, especificables de algún modo por la predicación. Así, un ser desvinculado de las categorías y atributos reales, no tiene rasgos y carece de entidad real. En realidad, tal entidad no ha abandonado el plano de la lógica. El ente común está, sin duda, extraído de la experiencia, en el sentido de lo que cae primeramente en el intelecto21, pero aún se necesita la predicación para dotar a este término de contenido. La predicación, en este sentido, contribuye a precisar esa noción y le otorga contornos reales. De ahí la conveniencia de dudar de una posible contrapartida real y estricta del ens commune, en el sentido de que un ente común está por un ser concreto, determinado y preciso. Esta creencia se basa, tal vez, en el alcance universal de todo lo que es común. En efecto, el ente común alcanza, en un contexto predicativo, a todas las criaturas, mientras que en el plano real sólo existen individuos. Como es patente, el ente común es cometido de la lógica22. Aristóteles concibe el ente de otra manera. Para él, el ser concebido en general no es el caso de ningún juicio acerca de algo concreto. En ontología, además, da por incontrovertible esta apreciación.
19. “Circa ens autem consideratur ipsum esse quasi quiddam commune et indeterminatum” (De Hebdo., lect. 2). 20. Cfr. In I Sent., d. 19, q. 5, a. 1, ad 1; S. Th., I, q. 3, a. 4 ad 2. 21. . Id quod primo cadit in intellectu, est ens” (S. Th., I-II, q. 55, a. 4, ad 1). 22. “Logica etiam erit de his, quae communia sunt omnibus, idest de intentionibus rationis, quae ad omnes res se habent” (In I Poster. Anal., lect. 20, n. 5).
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“Es evidente que esto al menos es verdadero en sí: que la expresión ‘ser’ o “no ser” significa algo determinado” (Γ 4, 1006a 29-30).
Para Tomás de Aquino también es así. Siguiendo su propia doctrina, no se puede mantener que si la esencia se considera al margen del ser, pueda ser alguna clase de ente. Tampoco el acto de ser es algo al margen de la esencia, ni tiene sentido hablar de seres que no tienen esencia o de esencias en espera de actualización por parte del ser. Según dice, así como la materia se determina por la forma, del mismo modo la esencia es traída a lo real por el acto de ser23. Es decir, de acuerdo con esto, el ser se determina en la esencia y la esencia es actualizada por el ser. Sería impropio, por tanto, hablar de ser en sentido general, sin referencia a algo determinado, concreto, como la enfermedad de Sócrates o la salud de Calias. Aún y todo, la analogía entre la composición hilemórfica y la distinción real tiene también sus límites, puesto que hay formas que subsisten sin materia. Pero en la naturaleza física no hay formas ni materias que subsistan autónomamente, sino que ambas se necesitan mutuamente. Pues bien, así como materia y forma se requieren para componer una sustancia, así también esencia y acto de ser se requieren para formar una entidad. Así pues, el ser es traído a lo real con arreglo a una esencia determinada. Esto es válido en general para todos los seres a excepción de Dios. Explica Tomás de Aquino que, para un ser subsistente de suyo, como es Dios, nada hay al margen de ese ser que pueda añadirle algo significativo. Con términos sobre los que más tarde llamaremos la atención, se recuerda que si en Dios “no hay un ser ya recibido en algún sujeto, no habrá nada que lo pueda unir a él”24. Lo que supone que si Dios no es sujeto —es una forma simple— no podrá albergar propiedades ni tener añadidos, a no ser que de algún modo le pertenezcan ya. O sea, que si en Dios no se advierte composición, el ser no está dado a alguna esencia o su recepción en ésta es imposible. Para conocer la esencia divina, tal y como aspira a hacer la teodicea, sabemos que es inútil pensar en términos compositivos, o lo que es lo mismo, pensar que la esencia se compone de algún modo con el ser. Se induce, por tanto, que Dios es un ser simple en el que nada se añade a su ser porque no está compuesto.
23. “Oportet igitur quod ipsum esse comparetur ad essentiam quae est aliud ab ipso, sicut actus ad potentiam” (S. Th., I, q. 3, a. 4, c). 24. S. c. G., II, 52, 1274.
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En cambio, si ésta es la situación del creador, otro es el cuadro de la criatura. La criatura, que carece del ser único de Dios, es una y logra mantener esa unidad “en cuanto que hay un sujeto que recibe el ser”25. Esta indicación trae algo nuevo, a saber, la necesidad de ver la composición en positivo. A decir verdad, la dualidad ser-esencia no debe verse como un agente de multiplicidad o dispersión metafísica por la cual toda entidad se divide en dos. Más bien, la distinción de ser y esencia representa una invitación a calar a fondo en la doctrina aristotélica, según la cual el ente se dice en varios sentidos, pero en orden a una sola cosa y a una naturaleza única26. Nada impide que, en la distinción real de ser y esencia, no se pueda discernir una sustancia. De modo que, visto así, esta composición no juega en contra de la unidad de los entes. La distinción real no es así un defecto o factor de multiplicidad de los entes, sino más bien, el quicio en que se asienta su unidad. Todo ente común se compone de ser y esencia. Si no fuera así, la criatura no tendría garantizada la subsistencia, pues según sabemos, el ser no es sujeto de sí mismo. En la composición, se transmite la subsistencia a la esencia, la cual se cifra en no ser en otro27 y en no necesitar de un fundamento extrínseco para existir. Pero en este caso, no hay ese fundamento porque el ser transmite la subsistencia no según el orden de lo externo, sino por así decir, internamente. Así, si se sabe que el ser no puede ser sujeto de sí mismo, pues nada es subsistente en sentido estricto al margen de Dios, la esencia debe ser un vehículo por el cual el ser halla su expresión. La esencia ha de verse como una concreción adecuada del ser, que precisa una singularización. De ese modo, el ser deja de ser abstracto. Si el ser se dice de algo o se aplica a una cosa, evitamos decir, siguiendo el ejemplo de Tomás de Aquino, que el mismo correr ‘corre’, sino que ‘corre’ el sujeto que recibe el ser o que detenta esa capacidad28. Con este ejemplo, muestra que el ser, al igual que la vida para el viviente29, no es 25. Id. 26. Cfr. IV 2, 1003a 33-34. 27. Cfr. De Po., q. 9, a. 1, ad 4. 28. “Ipsum esse non significatur sicut ipsum subiectum essendi, sicut nec currere significatur sicut subiectum cursus: unde, sicut non possumus dicere quod ipsum currere currat, ita non possumus dicere quod ipsum esse sit: sed sicut id ipsum quod est, significatur sicut subiectum essendi, sic id quod currit significatur sicut subiectum currendi: et ideo sicut possumus dicere de eo quod currit, sive de currente, quod currat, inquantum subiicitur cursui et participat ipsum” (De Hebdo., lect. 2). 29. De An., 480b 11-15.
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algo que se ejerza por sí ni para sí mismo, sino que se hace patente por mediación de lo otro, en este caso la esencia, que, frente al acto de ser, está en el orden de lo potencial. Por eso, en la composición ser-esencia la potencia debe colocarse del lado de la sustancia, mientras que el acto es lo aportado por el ser. En palabras que quizá habría que matizar, cabe decir que fuera de Dios, todo lo que existe no existe per se. Ningún ser existe ni ninguna existencia se habilita a sí misma para subsistir, adquiriendo una naturaleza concreta. Lo que es, “el ente”, aquello que ejerce la existencia en sentido verbal, presente, no es el ser mismo, sino aquello a lo que el acto se transmite. Por tanto, así como el ser es, en general, un efecto común íntimo a las cosas30, la esencia es un hoc aliquid vertido en una naturaleza individual. Por cuenta del ser corre el acto; por cuenta de la esencia, la singularización. Y es a ella, una vez formada, a quien está conferida la subsistencia. Que la subsistencia es una propiedad de lo individual es sintomático de la opinión de Tomás de Aquino al respecto. Para él, es claro que el ser es recibido en la esencia y que, en esa recepción, ésta se hace valedora de la subsistencia. A través de la esencia, del sujeto último, el ser pasa de ser un efecto común a ser algo particular, o sea, a constituir una apelación directa a las esencias reales. De todo esto resulta, pues, que los entes son expresión del ser como sujetos y que esta característica —la recepción del ser en un sujeto— se va a constituir en una pieza central en lo sucesivo. Convendrá atender, por tanto, a este papel para hacerse cargo de las ventajas que tiene asomarse desde esa óptica a la distinción real.
3.2. La esencia como núcleo de receptividad. La comprensión adecuada de la composición ser-esencia Centremos nuestra atención ahora en la relación ser-esencia, y concretamente, en cómo se recibe el ser en la esencia. Es claro que por una parte, la esencia es una instancia receptora del esse. El esse se vierte en ella como lo contenido en el continente, y se sabe que el esse es simple y 30. “Ipsum enim esse est communissimus effectus primus et intimior omnibus aliis effectibus” (De Po., q. 3, a. 7, c).
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perfecto, y que esa simplicidad no impide su composición con la sustancia. F. Van Steenberghen ha visto que el concepto ‘ser’, separado de su relación con la esencia, indica de suyo duración y permanencia, de modo que a título general, se diría que la subsistencia es lo propio del ser. También aprecia que ‘ser’ es un concepto más simple y de mayor extensión que ‘sujeto’ o ‘substancia’, porque goza de un sentido más general. Todo cuanto puede afectar a un sujeto, todos los cambios que le acontecen, toda actividad desplegada es también ‘ser’ y ‘realidad’31. Por eso, frente a ese carácter de permanencia y durabilidad del ser, la sustancia y el sujeto muestran la plasticidad y la disposición al cambio de toda esencia. Lo propio del sujeto es la asimilación de todos los cambios que puedan afectar a la sustancia, mientras que ésta viene a ser, en esta perspectiva, el eje sobre el que repercute toda actividad. Tal como lo cree Van Steenberghen, es preciso pensar que la subsistencia es propia del ser, puesto que sin él, que es el primer acto de la sustancia, el compuesto no tendría fundamento. Las ideas de Van Steenberghen nos recuerdan que, según la noción de acto, la subsistencia debe comprenderse como un efecto del ser. Esto ayudaría notablemente a comprender la aparición histórica del trascendental res, acuñado justamente para paliar esa necesidad particular del ser propia de cada ente, pues éste no sería a se un individuo32. El debate en torno a la subsistencia muestra, de una parte, que la índole del compuesto no es fácilmente desentrañable. De otra, que es necesario tratar a fondo cómo ser y esencia se relacionan mutuamente. Como ya se ha puesto de manifiesto, no tiene sentido entenderlos separadamente como objetos A y B, según quiso entender Cayetano33, y según dijimos en su momento de Suárez. Para Tomás de Aquino, esencia y ser se relacionan como el acto y la potencia, donde el acto se atribuye al ser y la potencia a la esencia34. En su mutua unión, es sabido que el ser actualiza la potencia confiriéndole lo más importante: la existencia, y la potencia da al ser una realidad concreta, logrando determinar su naturaleza. El ente pasa así, de ser un ente común a constituir “este ser” o “aquel otro”, es decir, un ente singular. 31. Cfr. VAN STEENBERGHEN, F.: Ontología, Gredos, Madrid, 1965, p. 42. 32. Cfr. KÜHN, W.: Das Prinzipienproblem in der Philosophie des Thomas von Aquin, B. R. Grüner, Amsterdam, 1982, pp. 345-347. 33. Cfr. De Ente, V, n. 100. 34. Cfr. De Hebdo., lect. 2.
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La relación entre el ser y la esencia ha sido descrita de muchos modos. Quizá el más extendido es el de la dicotomía entre acto y potencia, de la que ya hemos hablado; otro de ellos es la causalidad. En esa línea, algunos autores como J. Gredt observaron que el ser depende de la esencia según la causa material, y que, inversamente, la esencia depende del ser según la causa formal35. E. Gilson, sin embargo, para desentrañar esa mutua relación se inclina por una causalidad eficiente del esse, expresando así que el ser mueve a la esencia y, por así decir, la colma. Finalmente, otros tomistas se han quedado con la afirmación de que el ser es la actualidad de todas las cosas36, tal y como si en realidad, hubiera una gradación de causas formales del esse que irían desgranándose en cascada. Según esto, el ser actuaría de diverso modo según el talante de su perfección37, apuntando con cierta razón a que el esse debe poseer una perfección propia al margen de la esencia. Y acentúan que no debería adquirir su grado de perfección en virtud de la perfección de la esencia, sino que a este tenor tendría su propio grado de autonomía. Son muchas las formas de tratar la distinción real a partir de la noción de acto. Como se sabe, Tomás de Aquino no dejó cerrada esta cuestión porque nunca abundó en ella. Por eso, ignoramos si alguna de estas explicaciones habría captado su atención. Lo que en cualquier caso llama la atención es la limitación de la explicación causal del problema. Si se sabe reparar en ello, se percibe que Tomás de Aquino menciona forma y materia —entre los que persiste una relación causal— como un ejemplo análogo que ayuda a entender la distinción real, pero no lo hace con intención de presentar un ejemplo estricto. En esta investigación se ha insistido en que los compuestos que hay son mutuamente análogos, pero no idénticos. Así, la composición ser-esencia no es un calco exacto de la composición hilemórfica, por lo que algunos autores descartan esta lectura38. En cambio, a diferencia de la explicación causal, la indicación de que el ser se recibe en la esencia es un juicio directo acerca de su naturaleza39 que resulta más significativo. En la distinción real hay que contar con que la 35. Cfr. GREDT, J.: II, o. c., p. 111. 36. “Actualitas omnium actuum” (De Po., q. 9, a. 2, ad 9). 37. Cfr. ELDERS, L.: The Metaphysics of Being of Thomas Aquinas, E. J. Brill, Leiden, 1993, p. 181. 38. “La fórmula ‘essentia-esse’ no es en Tomás equivalente a ‘forma’ y ‘materia’. Esto lo niega él formalmente en C. G. II 54 al titutar el capítulo: “Quod non est idem compositio ex materia et forma et substantia (essentia) et esse” (MANSER, G.: o. c., p. 618). 39. Cfr. S. c. G., II, 52, 1274; De Hebdo., lect. 2.
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esencia, como se ha dicho antes, es sujeto del ser. Es sabido que el ser como acto perfecto no asimila la esencia, sino que la esencia recibe el ser como un recipiente. Así, la esencia se convierte en un espacio luminoso que esclarece la supuesta impenetrabilidad del esse. La esencia es el espacio en que se exhibe la acción del esse, su análisis40. La expresión de la relación ser-esencia en el ámbito del sujeto conecta bien con otros conceptos adyacentes a ésta. Sin ir más lejos, la recepción del ser en la esencia abre una puerta a otra noción clave de la relación seresencia; la participación de los entes. En todo caso, para precisar mejor la recepción del esse en un sujeto se podría hablar de otro tipo de participación, de una participación que podríamos llamar interna porque no sale del ente. Esto no tiene especiales dificultades, ya que Tomás de Aquino entiende la esencia como un participante de la índole del ser, mientras que éste viene a ser lo participado. Frente a ella, la participación que llamaríamos externa sería la contenida en la cuarta vía, que presenta al ser divino como causa sustentante de cada ente, como consecuencia de ser causa eficiente de las criaturas. Por el hecho de provenir de una causa extrínseca, podríamos decir que la participación de los entes en Dios es externa, ya que no afecta a su ser tanto como al nuestro. Ahora bien, esa participación en el ser divino estaría soportada directamente en el ser de la criatura, del que la esencia es expresión. Por ese motivo, aunque distingamos entre dos clases de participación, la apreciación de la huella divina en lo creado aconsejaría no separar la recepción según un sujeto de la participación de la criatura en el ser perfecto de Dios. Lo parezca o no, participación y recepción en un sujeto no son cosas distintas, sino más bien, la cara y cruz de un único problema, a saber, el de la clarificación adecuada del ser. Por un lado, cabría pensar que la participación en sí, esto es, el momento ontológico que entraña, no es una cosa distinta del ser, sino justamente, un modo de ser: el ser simplemente criatura, ya que ser o existir para la criatura significa ser-creado. En esa línea se sostiene que el ens commune es un ser creado. Usando ese término no nos referimos a Dios, porque Dios es un ser simplicísimo, y en consecuencia, no cae en la órbita del ente común41. Dios es el único ser en el
40. Como se puede apreciar, la posición es justamente, contraria al pensamiento de Kant, para quien ningún análisis serio de la esencia podría arrojar la menor luz sobre la existencia de los seres reales. 41. “Aliquid esse sine additione dicitur dupliciter. Aut de cujus ratione est ut nihil sibi addatur: et sic dicitur de Deo: hoc enim oportet perfectum esse in se ex quo additionem non recipit; nec
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que no hay recepción del ser por tratarse de un acto simple. En cambio, en las criaturas, la participación no es una relación yuxtapuesta al ser de lo creado, sino su esencia, el hilo argumental de la creación. No se olvide que, en la óptica de Tomás de Aquino, la criatura se distingue de Dios por su composición ser-esencia, porque en ella, la distinción es y se dice taxativa; si se es criatura, de algún modo se ha de recibir el ser. La recepción ontológica del ser en el ente, basada en la noción de sujeto, es un buen modo de entender cómo se componen realmente los entes. Pero sólo representa un primer paso, y es claro que el cuadro presenta aún ciertos claroscuros que merecería la pena tratar. El más elemental quizá es que, tal como se presenta, el ser aparenta cierta pasividad. Da la sensación de que, si tal como se propone, la esencia es sujeto del ser, el ser parece dominado de facto por la esencia. En sentido crítico se podría objetar que no se entiende cómo el ser, acto perfecto, adolece de una deficiente relación de dominio en la que está privilegiada la esencia —si es que a tal fin tiene sentido hablar de una relación de dominio—. Si esto es posible, todo apunta a señalar que el ser como acto perfecto no parece poseer o ser posesor de la esencia a la que acompaña, sino que ocurre justamente al revés, a saber, para Tomás de Aquino es la esencia la que posee el ser. Sería preciso, por tanto, expresar a continuación cómo la posesión del ser por parte de la esencia no resta perfección al ser.
4. LA POSESIÓN DEL SER PROPIO 4.1. El sujeto en la línea ascendente: de la esencia al ser La discusión anterior nos pone en la pista de lo que habrá de tratarse ahora. En el fondo, en este contexto late el problema de la posesión del ser, es decir, de qué modo el esse es propiedad de algo o de alguien, si es que tiene sentido hablar así. Tomás de Aquino podría responder al problema planteado anteriormente, acerca de cómo es posible que el ser se posea desde la esencia, de la siguiente forma. potest esse commune, quia omne commune salvatur in proprio, ubi sibi fit additio” (In I Sent., d. 8, q. 4, a. 1, ad 1).
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Es cierto que el ser es tenido por la esencia, y que en ese sentido la esencia es receptora del ser. Al menos, ése es su modo de hablar cuando se menciona el habens esse de la criatura —su sujeto—, en el cual se supone que la existencia es una propiedad poseída por él, que en la práctica comprende a Sócrates con todas sus particularidades. No obstante, la cuestión no es tan simple. Hay que recordar que la esencia del ser creado es limitada, y que esa limitación de lo creado exige la distinción entre ser y esencia. Ser y esencia son distintos, ante todo, porque ninguna esencia creada es perfecta, lo que imposibilita que esencia y ser se identifiquen en puridad. Por esa razón, es patente que ningún ser creado incorpora la esencia dentro del orden del ser, es decir, como asumiendo la esencia desde la órbita del ser. La tesis no es particularmente compleja. Basta reparar en una esencia particular como la de Sócrates, que no es trascendental ni común a muchos porque ningún otro ser puede gozar de ella42, porque Sócrates como sujeto es irrepetible. Si hemos de proseguir en esa línea, lo primero es ver que la necesidad de distinguir entre ser y esencia puede tomarse como una imperfección de Sócrates. Sí, en cambio, como una limitación, o más bien como un índice de que el ser de la criatura es contingente y finito. Para Tomás de Aquino, la limitación de la criatura no concierne sólo a la esencia, sino que se extiende también al esse simple y perfecto que detenta. Es posible hablar de una limitación del ser en sí, que no puede ser absoluto. Así pues, tenemos que ser y esencia son limitados de algún modo. Lo expresa el hecho de que el esse no tenga su esencia a título propio, lo cual es consecuencia de su limitación. Queda, por tanto, que la criatura tiene un ser limitado, y por eso, compuesto con la esencia. Como se decía, el ser creado no es tan perfecto como para colocar su naturaleza al nivel del esse, ya que la criatura no consiste única y exclusivamente en ser. A fin de cuentas, ninguna criatura puede decir que su naturaleza se resume en ser o persistir, porque más bien ésa es una nota específica de Dios, Ipsum Esse Subsistens. La criatura participa del ser de Dios con su acto de ser, que es sostenido, de esta forma, por la causa eminentísima de Dios. Después, el contenido de su acto de ser revierte y se comunica a su esencia. La esencia recibe así la plenitud del acto puro en la medida en que los límites del compuesto se lo permiten, especialmente, en la medida en que logra participar de Dios. En este sentido, se puede observar que, cuanto más alta 42. De lo que sí gozan otros muchos es de su misma especie.
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es su participación, tanto más noble es el ser de la criatura; a mayor participación, mayor perfección en el ser. El ser de lo creado parte así con las ventajas que se derivan de esa participación. En lo negativo, en cambio, ha de afrontar el hecho de ser distinto del ser simplicísimo de Dios, y por tanto, de no disponer de recursos propios, internos, para que su ser sea eo ipso individual. Es decir, en todo lo creado, el esse no pasa de ser una noción común. El esse de Sócrates, sin ir más lejos, necesita comunicarse a una esencia cuya forma sea conocida. Ha de hacerlo, al menos, si aspira a ser individual, es decir, a ser el ser de un quién o de un qué. Es patente que Sócrates necesita ser individual para ser. La exigencia de particularidad, por tanto, de traer una especie universal al ámbito de lo particular, no es un requisito exclusivo de los universales, sino un requisito también del ser, que en ese sentido se determina por la esencia43. Según la doctrina de Tomás de Aquino, toda criatura se compone, por el hecho de ser criatura, de algo participante y algo participado. Lo afirma en relación a Dios, cuyo ser simple es participado por nosotros: “La sustancia simple, que es el mismo ser subsistente, sólo puede ser una; al igual que la blancura, si fuese subsistente, sólo sería una. Pero toda substancia que sigue a la sustancia simple, participa de su ser. Todo participante se compone de participante y participado, donde lo participante [lo creado] está en potencia hacia lo participado [lo simple]” (In Phys., VIII, lect. 21., n. 13).
Según esto, participamos del ser único de Dios. Pero es evidente que eso origina en nosotros una composición, y por tanto, una dualidad entre lo que dentro de nosotros es al modo de la simplicidad de Dios —adquirido como fruto de la participación—, y lo que es propiamente nuestro y se sujeta a cierta variabilidad. Ese contraste entre lo participado, en otro modo de verlo, activa y pasivamente de Dios origina la dualidad compositiva de los seres creados, tesis a la cual no habría mucho que añadir. Por una parte, es claro que la criatura no es suficientemente perfecta como para consistir únicamente en ser, como es el caso de Dios y, que esto implica que la criatura recibe el esse simple en una esencia. De tal forma 43. Se aprecia la limitación del lenguaje para expresar el sesgo tan distinto de la determinación del ser por parte de la esencia, de la propia determinación de la especie por parte de la diferencia específica. No obstante, Tomás de Aquino emplea también ese término: forma est determinativa ipsius esse” (De Hebdo., lect. 2).
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que, como queda dicho, las criaturas necesitan disponer de esencias. Los entes no pueden pasar sin su mediación, y de todo lo que a partir de ella comporta la individuación. Por otra, es eso justamente lo que hace que seamos quienes somos. Lo expresa también Tomás de Aquino al decir que ninguna esencia tiene, por así decir, su propio ser a su alcance: “Cualquier forma es determinativa de su ser; ninguna de ellas es su ser, sino que lo tiene (...) En cuanto que cada una se distingue de la otra, en cierta forma participan del ser, y así ninguna de ellas es verdaderamente simple. Será simple, sin embargo, el ser que no necesita participación, no según el modo de lo inherente, sino de lo subsistente. El cual sólo puede ser uno, porque si el mismo ser no tiene nada añadido a lo que es, como ya se ha dicho, es imposible que el ser se multiplique por algo que lo diversifique. Y como nada puede tener añadido, se sigue que no recibirá ningún accidente. Este ser simple, uno y sublime es Dios” (De Hebdo., lect. 2).
El texto se adentra en algo que ya sabemos. Por eso, sobre lo que hemos leído, vayamos a la primera de las cuestiones planteadas al comienzo del capítulo, referente a la posibilidad de que el ser, recibido por la esencia, pudiera limitarse a ser un predicado de la sustancia. Ya se ha señalado que de esto depende mucho, pues ésta deberá ser la forma en que hay interpretar la clave de dominio que corresponde a la esencia, cuando Tomás de Aquino dice de ésta que habens esse, o sea, que tiene el ser. Ciertamente, antes se planteaba la cuestión de que, si el ser era un predicado P de la esencia, entonces quedaría reducido a un accidente dependiente de la sustancia, debiendo encuadrarse dentro del esquema lógico de sujeto y propiedad. Pero se debe replicar que no. La recepción del ser en la esencia no significa que el ser sea una propiedad o atributo de la sustancia, tal como el ser blanco o sabio son propiedad de Sócrates. En primer lugar, porque el esquema sujeto-propiedad no siempre reduce la propiedad a un accidente, como manifiesta la composición hilemórfica, donde cada uno de los términos es igualmente esencial a la sustancia. En la composición hilemórfica, la forma no es inferior a la materia por el hecho de descansar sobre ésta; todo lo más, siguiendo apreciaciones aristotélicas, se sabe que la forma es más perfecta que la materia y que goza de cierta precedencia respecto a ésta. En Tomás de Aquino además, la forma es conductora del ser44. 44. “Esse rei magis dependet a forma quam a materia” (In IV Sent., d. 36, a. 4, ad 2).
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En segundo término, el esse no se limita a ser una propiedad de alguien o algo por otra razón más profunda. En líneas generales, la subsistencia es un atributo que el esse no toma de la sustancia, sino —como hemos tenido ocasión de leer— del ser simplicísimo. El ser simple, por tanto, no es simplemente origen de la participación, sino también de la subsistencia. La participación en el Ipsum Esse, íntima a cada ser, da consistencia y sentido al participante. Así, la subsistencia llega al ser de la criatura , si podemos hablar así, en línea descendente, o sea, desde Dios hasta ella, en mucha mayor medida que en línea ascendente, es decir, del camino que va desde la sustancia hasta Dios. Por otra parte, hemos leído que el ser de Dios no es inherente, sino subsistente. Y veíamos que lo propio del ser divino es subsistir. La criatura, por su parte, subsiste impropiamente, pues participa en el ser perfectísimo de Dios. La cuarta vía muestra que lo creado no subsiste a se, autónomamente, ya que no dispone de su ser in recto, esto es, según como Dios dispone de su esencia, sino que dispone de sí por medio de sus potencias. Así, la subsistencia es gratuita en cuanto es recibida de Dios y recorre, desde el ser de Dios hasta la criatura, un camino descendente. De ahí que la condición de seres creados y la subsistencia, debidas al obrar divino, no recalen en la sustancia como accidentes y no sean meros predicados de un sujeto. La subsistencia, en rigor, se comunica a la sustancia en propiedad, no como un agregado o atributo típico de los entes. Por eso, así como ser sabio o ser griego son caracteres que podrían ser accidentales a Sócrates, la participación en el ser de Dios no podría serlo. Superada esta dificultad, vayamos al núcleo de la cuestión. El título de este apartado prometía tratar de la línea ascendente, o sea, de la relación de la esencia que apunta hacia el ser y que va, por eso, de abajo arriba. Es de destacar que la discusión precedente acerca de la posesión del ser, más matizada por las últimas observaciones, no se termina ahí. Tomás de Aquino es consciente de que, singularmente, decir de la esencia que habens esse es ya una expresión bien encaminada, pero que aún hay mucho que decir. Se han quedado en el tintero algunas cuestiones que deberían despertar nuestro interés, si queremos saber exactamente cómo se fragua la composición de ser y esencia, es decir, quién es aquí sujeto de quién y qué se posee realmente cuando se dice de algo que tiene el ser. En esta vertiente, está por aclarar por qué, cuando se habla de la vida de Sócrates, tendemos a pensar que su vida le pertenece a él y no a otro. A riesgo de parecer algo evidente, adoptamos espontáneamente la creencia de que el ser de cada hombre es personal e intransferible, y que como tal, 179
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el ser de alguien —p. ej., el que cada uno es— sólo se conjuga en primera persona. Como un acervo común, se considera que por lo mismo que yo soy yo, el hombre singular es el único beneficiario de su ser, del que los demás están excluidos. Tan pronto como aparece la cuestión del quién, se imprime a la discusión un giro antropológico. En el orden metafísico, la pregunta por el quién de una posesión excede habitualmente los límites del discurso. En efecto, admitimos que una casa o un vestido, considerados en sí mismos, carecen de un quién, porque ninguno de ellos es dueño de sus acciones. Lo que nos muestra que una mesa no es persona, es que no piensa, no habla y no se siente ofendida. Ningún objeto de esta clase ejecuta acciones porque no posee un quién competente para ser dueño-de. En ese sentido se expresaba Aristóteles al hablar de los grados de vida. Solemos hablar de un quién de la recepción vital, que pone en ejercicio la vida, cuando el sujeto receptor es un ser humano. Únicamente la vida de los seres racionales da pie, por tanto, para hablar de libertad y actos libres, de los cuales se desprende una cierta posesión. Ahora, la posesión ha de verse a la luz de la recepción del ser, es decir, a la luz de la conciencia de que cada hombre es dueño de sí. Si cada cual es dueño de sí, de sus actos, e incluso de todo lo que es, como habitualmente se piensa al hablar así, no en el sentido de que se tenga por libre, sino de que cada individuo se pertenece, aparecería lo que se ha llamado ya una relación de dominio. Si en general, la expresión resulta comprensible, sería necesario encontrar fórmulas ontológicas ajustadas, que, sin entrar en lo subjetivo que tiene la sensación de dominio, la diluciden metafísicamente. En suma, se trata de encontrar fórmulas que logren explicar cómo resulta esto posible en términos metafísicos. Pues bien, entre muchas posibilidades para expresar la relación entre ser y esencia de un individuo, se podrían destacar tres fórmulas: a) Que el esse de Sócrates sea posesor de su esencia, b) Que la esencia de Sócrates sea posesora del ser, o c) Que el yo de Sócrates, distinto de su esencia, sea su posesor. El asentimiento a esto último presupone que el quién de Sócrates no es el esse ni la esencia. Más bien, estaría presente en el ámbito de la naturaleza individuada. Sócrates poseería su ser desde la esencia, y en consecuencia, manifestará su posesión en su naturaleza.
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Si entendemos que las tres posibilidades son excluyentes, y según lo que sabemos hasta el momento, parece que b) es la posibilidad más plausible. En diversos lugares se ha dicho, siguiendo a Tomás de Aquino, que la esencia posee el ser (habens esse) según el modo como el participante participa de lo participado. La posibilidad a), quizá de gran interés para la antropología, no ha sido tratada por él explícitamente, ya que el peso de su argumentación se dirige más bien a la persona en cuanto que es individua substantia, y por tanto, alejada de la vaguedad del ente común, un concepto —ya tratado aquí— que toma de Aristóteles. Así, si con arreglo a la doctrina aristotélica, Tomás de Aquino tiene al ser como algo general, la exigencia de singularidad desplaza la noción de persona al ámbito de la esencia, ya que ésta es, sobre todo, un sujeto individual. La disquisición estaría así centrada en las posibilidades b) y c). En general, y antes de dar una respuesta precisa, interesa advertir que Tomás de Aquino no definió la cuestión del yo en el sentido en que podemos entenderla nosotros. Ciertamente, la conciencia de pertenecerse es una cuestión típicamente moderna, no presente en la filosofía medieval, y está tratada en pocos lugares por Tomás de Aquino. Con todo, esa mente caracteriza nuestro modo de leer a los medievales, y hace que tenga sentido hacerse esta pregunta aquí. De hecho, aquí la pregunta por el dueño de los actos no está directamente conectada al yo, como nos podría parecer a nosotros, que tendemos a pensar que la posesión del yo consiste en sentirme —desde mi subjetividad— libre y dueño de mis actos. En buena medida, Descartes es responsable de esto. Para Descartes, el quién es un derivado del yo consciente por encima de toda otra idea. Para él, la conciencia es el factum diferencial del ser humano, o bien, aquello que nos separa del mundo inerte. Para Hume, en esa misma línea, la conciencia es el signo de la persona, lo más lúcido que la naturaleza de la persona nos es capaz de suministrar45. Y lo mismo sucede en Berkeley y en otros autores modernos. En cambio, para Tomás de Aquino el yo, tomado genéricamente, no es ninguna clave personal de conciencia, al menos, ideada como una instancia que nos informa escrupulosa y puntualmente de la situación en que nos hallamos. El yo sería, en todo caso, el punto de referencia de nuestra predicación y, en esta línea, el sujeto último de nuestros asertos y dicciones. Se debe descartar, por tanto, que el yo sea una instancia interior 45. Cfr. HUME, D.: Treatise of Human Nature, L. A. Selby-Bigge (ed.), Oxford University Press, Oxford, 1987, p. 496.
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que nos ilumina y acompaña, nos previene del engaño de nuestros sentidos y que constituye, en suma, el centro neurálgico de nuestra conciencia. La falta de correspondencia entre el yo de los modernos y el de Tomás de Aquino, no impide que la pregunta acerca de la naturaleza de esa instancia se pueda establecer, y, en la doctrina de Tomás de Aquino, se pueda responder. Éste se ocupó de este mismo problema en la cuestión disputada De Potentia. Resumidamente, dice que si entendemos que Sócrates es el quién de su persona —aquel sujeto posesor del que venimos hablando—, no hay más razones para aseverar que Sócrates se identifica más con su naturaleza (esencia) que con su acto de ser. Estrictamente, Sócrates no es ninguno de los dos, pues ambas son, claramente, instancias metafísicas y elementos que le integran. Nada nos asegura, así, que Sócrates sea más esencia que acto de ser, ni más acto de ser que esencia, puesto que ambos se poseen en igual medida. En definitiva, Sócrates no es su ser ni su esencia, sino otra cosa, de la cual se sabe que está dotada de una cierta posesión-de, es decir, que es un sujeto posesor y portador de ciertos atributos, el más eminente de los cuales es el ser. Y prueba de que Sócrates no es un ser, o simplemente, una esencia, es que, según Tomás de Aquino, tanto se recibe el ser como la esencia, como el siguiente pasaje parece mostrar bien: “En toda criatura se da una diferencia entre el ‘habiente’ y lo ‘habido’. En las criaturas compuestas hay además, una doble diferencia, ya que el supuesto o individuo posee la naturaleza de su especie, así como el hombre posee la humanidad, y junto a esto también el ser. El hombre no es así, ni la humanidad ni su ser. De donde se extrae que en el hombre sólo pueden inherir los accidentes, no la humanidad ni su propio ser” (De Po., q. 7, a. 4, c).
Como se ve, si algo no puede ser Sócrates, es su especie o su ser. Se dice, antes bien, que el hombre posee tanto su humanidad como su ser, o sea, que así como, en cierta forma, podemos entender que la IXFKY humana no es una forma separada, sino un compuesto, del mismo modo existe una composición entre los términos ahí presentes. Se recuerda que el hombre no es su humanidad ni su acto de ser, sino que la humanidad y el acto de ser forman parte del hombre, y que, conjuntamente se logra una composición unitaria. Lógicamente, en el resultado de esta composición el ser y la esencia desempeñan un eminente papel, pues a diferencia de los accidentes, cuya función es inherir en la sustancia, el ser y la humanidad se componen con Sócrates. A Sócrates podrían faltarle varios accidentes, 182
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pero —a todas luces— no le faltarán el acto de ser y la esencia, los cuales —ciertamente poseídos— le corresponden por el hecho de ser tal y no responden al cuadro clásico de la inherencia. Gráficamente, se dirá que el hombre es una humanidad concreta y, similarmente, que es su acto de ser. Con esto, Tomás de Aquino querría reforzar la idea de que la composición no es escindible, separable o contingente. Si la diferencia entre el habiente y lo habido es tal, en rigor, Tomás de Aquino no cree lógico tomar al yo por una clase de sujeto vinculable a los términos ‘humanidad’ y ‘ser’. Si por ‘esencial’ a algo se entiende aquello que no podría cesar sin que desaparezca la sustancia, “‘humanidad’ y ‘ser’ son de esos términos que no podrían omitirse sin dejar de ser lo que se es. Singularmente, porque el yo no es un embrión de la subjetividad al que se añada algo posterior. No tiene sentido hablar del habiente sin su especie, y mucho menos sin su ser, porque todo eso son propiedades sin las cuales el ‘habiente’ es un concepto vacío, y por tanto, sujeto de ninguna clase de propiedad. La opción más ajustada sería probablemente la c). Tomás de Aquino suscribiría esta opinión, quizá si se añade que a) y b) designan y expresan partes de la sustancia, más que al todo hipostático, en el que, singularmente, habría que reconocer el yo46. En Tomás de Aquino, el yo es un término semejante a la hipóstasis que subsiste en una determinada naturaleza, es decir, en una naturaleza racional, como manifiesta la definición clásica de persona: individua substantia rationalis naturae. A la hipóstasis natural le está conferido el ser, y se le confiere en mayor medida que a la esencia como hoc aliquid47, que sólo designaría una parte del compuesto. De donde el yo, según se decía, no es la conciencia personal que todo individuo tiene de poseerse, así como Sócrates tiene conciencia de que sus manos y pies le pertenecen. Para Tomás de Aquino, el yo es el todo o la hipóstasis sustancial que se verifica en una naturaleza, y en la posesión de estas u otras potencias. Naturalmente, esto deja una cuestión sin resolver, a saber, qué es entonces exactamente ese quién y a qué se corresponde. Este es, no 46. “En consecuencia, el subsistente en sentido estricto o sujeto último del ser, es la persona o hipóstasis —en cuanto ‘es’ o como habens esse— y no la naturaleza o el alma —en cuanto ‘son’ como id quo aliquid est—, aunque el alma misma subsista con o sin el cuerpo” (LOMBO, J. A.: La persona en Tomás de Aquino. Un estudio histórico y sistemático, Apollinare Studi, Roma, 2001, p. 329). 47. “Personam autem, sive hipostasim, [esse] consequitur sicut habentem esse” (S. Th. III, q. 17, a. 2, ad 1).
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obstante, otro capítulo, ya que la conciencia de la que antes se ha hablado, en términos tomistas es separable de la hipóstasis. Es decir, el criterio para saber si se tiene una hipóstasis o no, no es la conciencia. La cuestión no es, por tanto, si se es consciente o no de que al ser me pertenezca a mí mismo —como suscribió Descartes—, sino que se es consciente de un modo muy concreto, y que, por cierto, no tiene razón de necesidad. Se trata del ejercicio de las operaciones intelectuales y potencias de vida, entre las cuales se encuentra la conciencia. Al planteamiento moderno, Tomás de Aquino respondería que la conciencia es una actividad de una potencia o una operación que ejercita todo aquel que es inteligente48. De ese modo, quien muestra ser consciente de sí, manifiesta entre otras cosas su pertenencia a una noble forma de vida, como es la vida intelectual. Aunque de nuevo, de esa conciencia no se seguiría que, contemporáneamente, queramos entender que el hombre se pertenece, sola y exclusivamente, por el hecho de ser autoconsciente. Para avanzar en esa línea de pensamiento, según la cual el yo es más amplio que la conciencia, Tomás de Aquino expresa que es un error separar el yo de sus potencias49, o que quizá no es nada distinto de ellas, así como no hay persona si se deja de lado al cuerpo50. El yo hipostático no es escindible de la síntesis o integración de las potencias y actos que lo constituyen. Sócrates, en este contexto, no es unas veces su alma, otras su cuerpo, y otras algo distinto según se considere. En Tomás de Aquino, podrá percibirse que la unidad de la sustancia tiene una importancia mayúscula. Para él, la unidad del ser humano se va por delante de otras muchas cosas, como muestra singularmente la situación del alma separada, de la que más adelante hablaremos. Al tratar del problema de la muerte, parece que la identidad del yo con sus potencias es especialmente intensa, pues justamente cuando éstas se deben separar, se tiene la impresión de que se refuerza la identidad del yo y sus potencias. Así, en la situación del alma separada, en la que, con la corrupción del cuerpo, las potencias habrían de perderse, no habría un yo hipostático, sino una separación antinatural que atenta contra la unidad de la que goza el compuesto. En ese trance, Tomás de Aquino observa que el 48. “Si quis autem velit dicere animam intellectivam non esse corporis formam, oportet quod inveniat modum quo ista actio quae est intelligere, sit huius hominis actio, experitur enim unusquisque seipsum esse qui intelligit” (S. Th., I, q. 76, a. 1, c). 49. Cfr. S. Th., I, q. 77, a. 5, c. 50. “Destructo corpore, nihilominus manet in suo esse, licet non in completione suae naturae, quam habet in unione ad corpus” (De Po., q. 3, a. 10, ad 16).
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hombre no se reconoce con lo que queda a resultas de la muerte. De ahí que todo nos hable a favor de la unidad del alma, que expresa sin medianías la identificación del yo con la hipóstasis, o lo que es lo mismo, con el todo indisoluble. Esta identificación de yo e hipóstasis sería tal, que instintivamente, Tomás de Aquino parece rechazar el alma separada de sí: anima mea non est ego51. Así pues, si el yo es algo, no es, como creen los modernos, ninguna operación de conciencia. Contrariamente al modo de proceder de los modernos —especialmente de Descartes52—, la relación de dominio que expresa la posesión personal de una serie de potencias no se subordina a un acto de conciencia, sino a una integración metafísica y real. El dominio tampoco se ejerce por ser sujetos autoconscientes. Más bien, sucede que para Tomás de Aquino, uno y otro son perspectivas distintas. El problema de lo consciente y el problema compositivo son distintos temas. Para él, el yo no es la expresión propia de la conciencia, sino de la hipóstasis de una determinada naturaleza racional. Entonces, si la persona como tal es dueña de sí, no lo es por sentirse particularmente consciente de una autopertenencia, o de que es dueña de sus actos, ni esto es siquiera un problema sustantivo. Más bien, se trata de un indicio de que se es racional, quizá para quien lo quiera entender así. Lo decisivo, en cambio, es que el sujeto se reviste de una naturaleza de una determinada clase, y que en esa naturaleza, es consciente de sí. Curiosamente, siguiendo estas líneas maestras, otro filósofo de un contexto y una época notablemente distinta —Wittgenstein— se formó una idea parecida del yo. Wittgenstein solía afirmar, a tenor de algunos análisis sobre la experiencia visual, que detrás de la observación de un individuo en un momento concreto no hay, en rigor, un yo posesor del campo visual de lo visto, ni un sujeto posesor de los objetos percibidos por la sensibilidad. Lo que un individuo experimenta usualmente al ver sería, en todo caso, una propiedad del ojo como órgano de la visión, pero no una propiedad mía —que pertenece a un yo— que de alguna manera se segrega del mundo de la sensibilidad por constituir un objeto de mi propiedad. En tal caso, en lo visto habría un extraño epígono o embajador del yo que se interna en la sensibilidad. Por eso mantenía que la proposición “yo veo” no se refiere a nadie, ni hace mención de ningún sujeto, sino que es una acción que hace referencia a la experiencia misma de ver, que es a fin de 51. In I Cor. Expos., cap. 15. 52. Vid. KENNY, A.: Descartes: a Study of his Philosophy, Thoemmes Press, Bristol, 1993.
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cuentas su efecto propio. Así pues, lo que se dice del ojo se puede decir del saber en general. El conocimiento, antes que atribuirse a un yo, habría de retrotraerse a la misma experiencia cognoscitiva53.
4.2. El sujeto en la línea descendente: del ser a la esencia Hasta el momento, hemos seguido el problema desde la óptica de la esencia. Concretamente, se ha visto cómo desde la esencia se puede entender la postura tomista con respecto al habens esse de la esencia, y si bajo esa fórmula cabe entender una relación de dominio. Ahora conviene pasar a ver cómo se vislumbra esto mismo desde el ser. En particular, interesa advertir lo que el ser entraña en la composición ser-esencia, o bien, cómo desde la esencia, se tiene percepción o constancia del esse. Por el momento, estamos al corriente de que la esencia es portadora del ser, y de que en este sentido, la posesión y el ejercicio del ser pertenecen al particular como sujeto último, sustrato o hipóstasis. Asimismo, cabe pensar que el yo de Tomás de Aquino sigue la ruta marcada por la hipóstasis, y es por tanto una estructura metafísica. De modo que las pretensiones modernas de reducir el yo a la conciencia no tienen cabida aquí. Aunque esto no es óbice para que, con todo, se pueda hablar de una relación de dominio. Es patente que Tomás de Aquino no trató con la exhaustividad que sería de desear —en algún opúsculo propio en el que hubiera figurado como cuestión central— la noción de esse. También parece que la tradición tomista no otorgó la importancia suficiente a este concepto hasta este siglo, tal y como denunció C. Fabro54. En general, no sabemos muchas cosas del ser. Sí es conocido, sin embargo, entre otras notas, que es un acto perfecto, común por su extensión universal, y según otra perspectiva, formal. Fabro estimó que entre esos rasgos, se ha prestado demasiada atención al acto de existencia —una de las claves de la modernidad—, en perjuicio de la perfección que, como tal, el ser transmite al compuesto55. 53. Es decir, a lo que Tomás de Aquino llamaría un acto segundo. Cfr. WITTGENSTEIN, L.: Philosophische Bemerkungen, R. Rhees (ed.), Oxford, Blackwell, 1964, p. 71; The Blue and the Brown Books, R. Rhees (ed.), Oxford, Blackwell, 1960, pp. 66 y ss. 54. Vid. L’obscurcissement de l’être das l’école thomiste”, en Revue Thomiste, 58 (1958) 443-472. 55. Cfr. ELDERS, L.: The Metaphysics of Being of Thomas Aquinas, E. J. Brill, Leiden, 1993, p. 190.
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La perfección habría que colocarla, según eso, inmediatamente junto a la existencia, para no olvidar que, junto al acto de ser, atañe a todo el individuo. Una cuestión más compleja es cómo la esencia puede ser sujeto de esa perfección. Antes ha comenzado a verse que el esse simpliciter no puede ser sujeto, esto es, que no puede ser el sujeto portador de una esencia, ya que, en realidad, el esse es, en general, y desvinculado de todo otro contenido, una noción común. Desmembrado de todo otro término, el ser no ejerce como tal relaciones de dominio. Porque, por lo común, para tener relaciones de dominio hay que ser un individual, y, en este contexto, el ser no cuenta como un individual. Según lo entiende Meyer, “el ser no es ningún sustrato, ningún sujeto portador”56. El ser no es nada de lo que pueda atribuirse alguna dicción o propiedad que no tenga su asiento en la esencia, esto es, una propiedad que atañe a Sócrates mismo, antes que a su ser. Es conocido que no hay una serie de propiedades adscritas al ser o sean inherentes a él como los accidentes en el sujeto. Por ese motivo, se comprenderá que el ser no debe entenderse como una simple réplica de la esencia, ya que el esse común, tomado al margen de la hipóstasis concreta que es Sócrates no constituye ninguna clase de componente singular. Simplemente, se trata del acto primero y nobilísimo del individuo. Para éste, ser acto primero y fundante no exige la suposición de una forma simple; el acto primero es compatible con la composición. El acto de ser se compone en eso que actualiza una potencia, o sea, en tanto que trae la esencia a acto. Por eso, lo lógico es decir que el acto de ser no es simple, puesto que no es escindible o separable de la potencia. Como decía Fabro, el acto al que es traída la esencia no es sólo el hecho fáctico de existir, sino que supone ante todo una perfección. Así lo han querido ver también J. Pieper, A. Hart y G. B. Phelan, quienes subrayan la perfección cualitativa del ser como acto. La insistencia de algunos tomistas en la cuestión de la perfección cualitativa del ser, hace pensar que la persona en esencia, o la esencia de la persona, adquiere una extremada cercanía con el acto último de los entes. La doctrina de Tomás de Aquino parece inclinarse a señalar que no se podría ser persona sin disponer de la plenitud que es propia del acto de ser, puesto que éste —como sabemos— está participado directamente en Dios. 56. MEYER, H.: o. c., p. 121.
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Llega a expresar acerca de esto que el existir pertenece a la misma constitución de la persona57, por lo que hemos de suponer que la vecindad entre los términos de persona y esse es ciertamente notable. Aquí, como es lógico, caben diversas opiniones. Todo depende de la noción de persona de la que se parta. Tradicionalmente, la hermenéutica tomista ha debatido mucho sobre este punto sin llegar a un acuerdo concluyente58. Desde la interpretación de Capreolo —que otros autores han seguido—, la persona es el acto de ser que toma posesión de la esencia como la forma respecto a la materia. La persona poseería tanto su ser como su naturaleza sin descender de la órbita del esse, es decir, que ejercería dicha posesión desde el ser. Para Capreolo, la persona aporta el constitutivo formal de un individuo —una noción que para él es central— en y desde el actus essendi, mientras que la esencia intelectual —el hecho de ser racional— añadiría al individuo el esse de su existencia actual59. La tesis de Capreolo es, sin duda, sugestiva y audaz, porque propone que la persona es básicamente su esse. Pero tiene en su contra el parecer de otros autores no menos relevantes, entre los que cabría destacar a Cayetano. Para Cayetano, que no aceptaba los términos de la distinción real al pie de la letra, el acto de ser no entrañaría razón de persona, de modo que lo más sustantivo de ésta debe quedar confinada en la sustancia. Según él, es patente que la definición de Sócrates incluye el acto de ser, pero lo hace no obstante de modo extrínseco, porque el acto de ser, tan pronto como se une a la esencia de Sócrates, no se compone con su esencia singular. El acto de ser de Sócrates, según la perspectiva de Cayetano, permanecería extrínseco a él, mientras que lo importante —la esencia— sería el eje de su constitución interna60. Sean o no apropiadas estas interpretaciones de la doctrina aquiniana del esse, lo cierto es que, por motivos de coherencia interna no convendría 57. Cfr. S. Th. III, q. 19, a. 1, ad 4. 58. Vid., p. ej., como exponente de una opinión original, HAYA SEGOVIA, F., El ser personal. De Tomás de Aquino a la metafísica del don, Eunsa, Pamplona, 1997. Con un estudio de los comentadores más importantes de Tomás de Aquino, ha sido la discusión hasta las últimas décadas DEGL'INNOCENTI, U.: Il problemma della persona nel pensiero di S. Tommaso, Libreria Editrice Lateranense, Roma, 1967, p. 47. 59. “Actus naturae non per modum formae substantiais aut accidentalis, sed per modum quo esse acutalis existentiae dicitur actus essentiae ut quo et suppositi ut quod existit”; “persona vel suppositum supra naturam individuatam addit esse actualis existentiae” (CAPREOLI, J.: Defensiones Theologiae Divi Thomae Aquinatis, III Sent., d. 5, q. 3, a. 3, Pégnes. C. y T. Paban (eds.), reimpr. 1967, ed. A Cattier Minerva, Turonibus-Frankfurt a. M., 1900). 60. Cfr. DEGL'INNOCENTI, U.: o. c., p. 47.
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desvincular la persona humana del actus essendi. Sin duda, el esse del hombre ha de ser lo más perfecto que Sócrates tiene. Y así, lo que en el ser humano entraña la razón de persona, en el resto de los seres sería su más alta perfección. El acto de ser, no sólo en el hombre, sino también en los seres corpóreos, representa su perfección más noble. En ellos, la hipóstasis, de la que también tiene sentido hablar aquí, subsistiría propiamente según el grado de perfección de la esencia. Es de suponer, además, que ese grado de perfección se corresponde con la perfección inicial del ser, en el que como acto primero esas perfecciones habrían de estar representadas. Si el esse no fundamentara el heterogéneo tapiz de las esencias, cabría suponer que Cayetano tendría razón: la distinción real sería un falso artificio. Pero dado que el acto de ser es lo más íntimo a los efectos que pueda darse61, o sea, lo más interno e inseparable a todas las esencias creadas, la tesis de Cayetano es insuficiente. Ciertamente, en el hombre esa perfección alcanza un matiz distinto, puesto que hay una hipóstasis de naturaleza racional. Pero eso no significa que la distinción real entre ser y esencia no sea tal, sino que es preciso reparar en la clase de perfección de cada ser para saber en qué consiste tal esse. En el hombre, p. ej., las hipóstasis racionales subsisten según la perfección de la persona, o en el contexto de los derechos que tal condición le otorga. Entre éstos se cuentan la capacidad de inteligir y el obrar libre, dos rasgos que le conceden una dignidad a la que los demás seres no pueden aspirar. Parece, por tanto, que el acto de ser comienza a destacarse como un arcaduz de la perfección en todo el orden de la esencia. Una de las tesis más relevantes y que, a este tenor, no conviene dejar de lado, es —como decía— que el ser nunca es sujeto de sí mismo62. A través de él la perfección alcanza a la esencia, que opera de un modo u otro según la naturaleza específica del ente. El ser —de igual modo que la vida para el viviente63— no es algo que se ejerza por, en y para sí mismo, sino que siempre se dona por mediación de lo otro; en este caso, gracias a las potencias. Por eso, entre otras cosas, carecerá de sentido creer que el ser es un acto puntual de existencia, autónomo y aplicable al ser que sea el caso. Ésta es una posición de sesgo kantiano que sigue en vigor, y que —como 61. “Ipsum enim esse est communissimus effectus primus et intimior omnibus aliis effectibus” (De Po., q. 3, a. 7, c). 62. “Ist es ziemlich klar und einsichtig, daß Existenz nicht ihr eigenes Subjekt, sondern immer die Existenz von etwas und nicht von sich selbst ist” (SEIFERT, J.: Sein und Wesen, C. Winter, Heildelberg, 1996, p. 486). 63. De An., 480b 11-15.
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se verá— poco aprovecha para defender la individualidad de los entes, tan importante en Aristóteles y Tomás de Aquino. Para Kant, después de la depuración crítica de la razón que cierra el espacio a la posibilidad de la metafísica, el ser sería simplemente un factum empírico. En un contexto cercano a nosotros, Kant entendería que ‘ser’ no es nada distinto al hecho de estar presentes aquí, en el tiempo y lugar en que nos hallamos. El hecho de estar aquí ahora nos es notorio gracias a un uso trascendental de la razón, que en este caso no nos engaña. Lo importante es que el ser que entraña nuestro estar’ no es nada concreto ni singular, sino únicamente, una ‘existencia’ contenida en tal forma. El ser kantiano no podría ser singular. Para contemplar al esse como lo que es, se exige concebir los entes como lo que son, esto es, entidades individuales. Así pues, para no caer en la ilusión moderna, es preciso ver que ni el ser ni la esencia existen para sí, y que ninguno de los dos opera autónomamente. Conviene pensar que el ser no se da nada a sí mismo, así como la esencia tampoco es algo separado del esse. Si esto es así, y esta posición se asume con naturalidad, quedará en pie, no obstante, la pregunta acerca de cómo el ser se dice sujeto de x, y y z, que es lo que entraña la tesis tomista de que la esencia tiene el ser. De la respuesta a esta pregunta dependen cuestiones de suma importancia, una de las cuales es el perfil que deberán adoptar los trascendentales del ser. A tal efecto, una de las cuestiones que se suscitan es cómo decir que el ser es sujeto de propiedades trascendentales si anteriormente se ha dicho que el esse no puede ser sujeto de nada, ya que ésta es una entidad simple. Así pues, ¿hay estrictamente propiedades trascendentales del ser? Ciertamente, no hay que esperar del ser otras composiciones de potencia distintas de la esencia. En este sentido, la composición esencial es única, porque es, singularmente, el origen y sustento de todas las demás clases de composición que vienen detrás de ésta. Pero en cualquier caso, cabe pensar que el ser es sujeto de otras propiedades a las cuales Felipe el Canciller denominó ‘trascendentales’ porque se aplican a todos los entes, y su aplicación no admite excepciones. Más allá del factum empírico de la existencia —del que hablaba Kant— y que no conduce a una existencia individual, es cierto que el ser contiene un cúmulo de perfecciones —como proponía Fabro— que se comunican a todos los entes. Si es verdad que están contenidas en él, cabe pensar que éstas se atribuyen directamente al esse que, a tal efecto, vendría a ser como su portador.
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La posesión de propiedades trascendentales por parte del esse no es un problema baladí, pues resulta patente que, por una parte, el esse es una noción simple y, como se sabe, toda complejidad pertenece a la esencia, porque el esse es un acto simple. Pero si tiene propiedades trascendentales, de algún modo debe de ser sujeto de las mismas. No hay que cerrar a priori las puertas a esta idea. Sin duda, para saber cómo podría ser esto, es preciso colegir íntimamente cómo se distingue realmente de la esencia. Como se verá, hay razones para decir que el ser es realmente distinto de la esencia; tantas o más que las que hay para mantener —en otro sentido— que es inseparable de ella. ¿Por qué es esto así? Indudablemente, se ha de partir de que todo lo que el esse contiene se expresa en las potencias de cada esencia, o más concretamente, en la transmisión del acto primero de la esencia, que en algunos seres corpóreos se llama ‘vida’. La vida, según Aristóteles, es el ser para los vivientes. Pues bien, el verdadero contenido del esse es el acto primero de la sustancia, esto es, lo que según él otorga la vida a los vivientes. El acto primero se ha de entender aquí como el traer al acto todo el orden de la esencia, en el cual se divisan, entre otros atributos, las operaciones de vida. Por eso, todo refuerza el sentido inseparable de ser y esencia, que debe ser taxativo: si alguien, bajo una programática kantiana, porfiara en escindirlos, obtendrá irremisiblemente dos objetos o naturalezas distintas (A y B), pero en ningún caso un compuesto real. Así pues, se observa que el ser es una noción permeable, comunicada o vertida a la esencia enteramente. Esta permeabilidad es esa transparencia específicamente suya mediante la cual la esencia es actualizada, es decir, conectada con un acto anterior que da al subsistente un carácter eminentemente actual, como se muestra con claridad cuando Aristóteles habla de la IXFKY como primer acto de vida. En el viviente, la IXFKY es el acto central de vida. De ahí la importancia de perfilar el sentido de esa transparencia, una tarea que no se presenta fácil en absoluto. A tal efecto, hay autores que, como Wilhelmsen, señalan que colegir la transparencia del ser conduce a una paradoja64. En su opinión, la paradoja consiste en la imposibilidad de que el ser ‘exista’ —existe el todo o la hipóstasis— más allá o a expensas de todo lo que actualiza, de modo que el acto de ser “sería y no sería” al mismo tiempo, pareciendo desoír los dictados del principio de contradicción. En este contexto, Wilhelmsen ve la estructura 64. Cfr. WILHEMSEN, F.: The Paradoxical Structure of Existence, University of Dallas Press, 1970, pp. 58 y ss.
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de la existencia como paradójica, al menos en el sentido de que, con tales premisas el acto de ser sería y no sería al mismo tiempo. Quizá —habría que apresurarse a señalar—, para no violar el principio de contradicción, no en el mismo sentido, pero sí en cuanto que la existencia no es su propio sujeto. Gramaticalmente, es cierto que la existencia no ‘existe’, pero esta inexistencia está ordenada a destacar la subsistencia exclusiva del compuesto. No obstante, todo lo referido hasta ahora se dirige a paliar un problema determinado, y es, como se decía, el problema de la adición de características al ser en el caso de los trascendentales, o bien, cómo lo que es simple puede ser sujeto. Para tomar la dirección idónea, antes de nada convendrá recalar en la doctrina tomista de la primacía cognoscitiva del ser. El ser es, para Tomás de Aquino, el primer objeto del entendimiento y aquello a lo que todo lo demás se reduce65. Junto a ello, había señalado que nada de carácter extrínseco se puede añadir al ser, fundamentalmente porque todo lo que se puede añadir a algo es ya una entidad. Por eso, se había señalado antes que el ser es una entidad simple. Cuando se habla de atribuciones como decir P de x, es patente que x está siempre por un particular, y no por una entidad simple. En una óptica más pegada a la realidad física, se podría decir que la propiedad P añadida a x, o bien pertenece al propio x, o ha llegado a él desde y o z, pero no antecede a ninguno. Las propiedades requieren existencia, y ésta sucede a un acto anterior primero, que es necesario para poder hablar de ella. Por tanto, se verá que carece de sentido pensar que el ser es sujeto de propiedades, al menos en el sentido en que la diferencia lo es del género, los accidentes de la sustancia y lo blanco de Sócrates66. El ser en sí no tiene carácter compositivo. Si nada es posible añadir al esse, el único modo de hacerlo ‘sujeto’ de características es desentrañar algo que se encuentra implícitamente en él. Que sea simple no quita que no tenga tales o cuales notas, y que esas notas se puedan definir. Una ulterior determinación del ser es posible, como tal, como una expresión de lo que está contenido en él. Quizá, de modo implícito e indeterminado, pero en todo caso, es posible. Eso, en el caso de que queramos indagar metafísicamente en su naturaleza. Pero como se puede observar, esta no es 65. Cfr. De Ver., I, a. 1. 66. “Unde oportet quod omnes aliae conceptiones intellectus accipiantur ex additione ad ens. Sed enti non possunt addi aliqua quasi extranea per modum quo differentia additur generi, vel accidens subiecto, quia quaelibet natura est essentialiter ens; unde probat etiam philosophus in III Metaphys., quod ens non potest esse genus” (De Ver., q. 1, a. 1, c).
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la única posibilidad. Otros conceptos pueden añadir algo al ser, como cuando se expresa una característica que él mismo no puede poner de manifiesto. En el caso de que estos conceptos añadidos lo determinen de modo que el esse se haga más asiduo, esta determinación no debe entenderse como llegada ab extrinseco. La determinación del esse no podría venir de fuera, sino de dentro. Y dentro del esse está el acto de la sustancia, que actualiza modos de ser concretos de Sócrates a los que conviene una explicación modal. Los modos de Sócrates son las categorías, y se dicen de modo particular porque conciernen a una situación o estado particular de cosas. Los otros modos —que son los que interesan ahora— se dicen de modo general, puesto que no determinan al ser como lo hacen las categorías aristotélicas cuando no se dicen de este o de aquel estado de cosas, esto es, en sentido universal. Se trata de los trascendentales, o sea, los modus generalis consequens omne ens67. En esencia, Tomás de Aquino admite que los trascendentales se dicen del ser. Pero es importante este matiz: se dicen de un modo general. Se refiere con esto a nociones que se atribuyen al esse en sentido universal. Otras lo hacen por la vía de lo particular porque entrañan una composición específica, la composición de tal o cual ente. Así pues, no hay problema cuando se trata de especificar al ser por medio de la esencia, puesto que ésta es, sin duda, su especificación. Visto así, la cuestión es clara. Pero el problema más agudo es el de la predicación acerca del ser, del que se puede hacer una presentación sucinta. Si nada se puede añadir al ser, ¿hacia dónde se orienta la predicación?, o bien, ¿en qué consiste realmente un trascendental? Tomás de Aquino aborda el problema en la cuestión disputada De Veritate, al preguntarse qué cosa añade exactamente el bien al ser. La duda que se plantea es concretamente la siguiente. O el bien el adjetivo ‘bueno’ añade una propiedad específica al ser, o no añade nada en absoluto, en cuyo caso sería tautológico decir que el ser es ‘bueno’, pues en este caso la bondad no añadiría nada al ser. Pero Tomás de Aquino encuentra la solución con astucia: según él, el bien añade notas y rasgos al ser ratione tantum68. Según escribe J. A. Aertsen69, Tomás de Aquino había tratado esta cuestión con anterioridad70. La solución —que tiene un indudable sabor 67. Cfr. De Ver., I, a. 1, c. 68. Cfr. De Ver., XXI, a. 1, c. 69. Cfr. AERTSEN, J. A.: Medieval Philosophy and the Trascendentals. The Case of Thomas Aquinas, E. J. Brill, Leiden, 1996, pp. 93-97.
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lógico— invita a editar un concepto de ser más refinado, ya que, en realidad, los modos generales en que se predican los trascendentales son rigurosamente generales, es decir, genéricos: no específicos de ningún individuo, sino más bien, de todos ellos a la vez. Con lo cual, el concepto de ser que resulta es más amplio de lo que parece. El caso es que, así como en Dios los atributos de sabiduría y bondad son unos in re pero múltiples en concepto (ratione), así los atributos correspondientes a la racionalidad divina no añaden nada a su naturaleza, a no ser ratione tantum. El ser es el que es, y todas las propiedades que se avienen a él —como es ahora la bondad— o lo hacen hasta el punto de llegar a una identificación plena con el esse o bien, no lo hacen en absoluto. Por este camino, es posible llegar a concebir la predicación trascendental de los seres creados. Cuando, sin ir más lejos, empleamos el concepto ‘bueno’ para referirnos al ‘ser’, no nos equivocamos, y lo dicho tiene sentido porque en rigor, el bien no entraña nada nuevo que el ser no tenga ya a priori. El bien es, en este caso, una especificación ratione tantum del ser y no especificación real, como la especie respecto a Sócrates. Por tanto, la disimilitud ontológica entre el participante y lo participado, propia de otros tipos de composición, no tiene lugar aquí. Entre el ser y el bien como trascendentales no hay ninguna diferencia señalable, fuera de que son dos vocablos distintos. Para mostrarlo en términos concretos, decir P(x) sería lo mismo que decir Q(x), pues la distinción mutua, en tal caso, es meramente lógica y relativa a nuestro modo de hablar. Más bien, para validar toda dicción metafísica de los trascendentales, hay que confiar en que, según lo veía Aristóteles, las palabras no significan las cosas inmediatamente, sino que lo hacen siempre a través de la concepción de la mente71. Es decir, que las cosas, a decir verdad, no significan como tales objetos de la realidad, sino que, en todo caso, todo depende del modo como sean concebidas por el intelecto72.
70. Concretamente, en In I Sent. d. 2, a. 3, q. 1. 71. Cfr. In I Perih., lect. 2, 5. Cit. AERTSEN, J. A., o. c., p. 94. 72. Cfr. S. Th., I, q. 13, a. 4., c.
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CAPÍTULO V
LAS SUSTANCIAS SIMPLES
1.
LAS SUSTANCIAS SEPARADAS
En el capítulo anterior nos hemos detenido en la composición elemental del ente, entendiendo por tal al ente común —categoría, por cierto, de la que Dios está eximido—, que se compone de acto y potencia. Esta relación, según se ha mostrado, puede verse como una recepción del ser en la esencia, que es —dicho de otro modo—, el lugar en que el ser se manifiesta, y por tanto, su fruto. Además, en el capítulo anterior se ha prestado especial atención a cómo es la distinción real en el hombre. En el ser humano, la posesión del ser propio parecía vincular la conciencia de que el hombre se pertenece, de que se posee, con la distinción real de ser y esencia. Pero tras esa pretensión, en sí misma legítima, subyacen ciertas imprecisiones relativas al acto de conciencia que se han intentado aclarar. Ahora, vista la distinción real en el ser humano, intentaremos hacer lo propio con las sustancias separadas o simples. Es oportuno, a tal efecto, ver cómo rigen en ellas los esquemas de composición que ya hemos visto, y saber cómo se ajusta a ellas la categoría de sujeto. Lo importante es, con todo, hacerse cargo de que algunas sustancias simples tienen composición —es el caso de la realidad angélica—, y otras, como es el caso de Dios, no. Aunque por lo general, importa decir que por sustancias simples o separadas se entienden las sustancias que, en contraposición a los seres materiales, no tienen cuerpo y se dicen espirituales. 195
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Antes, Aristóteles se había referido a ellas como sustancias separadas o esferas celestes, y su misión era dirigir los movimientos del cosmos supralunar. Pero Tomás de Aquino, en línea con la tradición cristiana, identificó a estos seres con los ángeles; los cuales —según consta— existen para afirmar la perfección de que goza el universo. Fueron creados por Dios tomando como base inteligencia y voluntad. De ahí que muchos, ignorando la naturaleza de ambas facultades, no acertasen a adivinar la existencia de estos seres1, de los cuales trataremos a continuación. Algunos afirmaron que los ángeles están compuestos de materia y forma. Tomás de Aquino atribuye esta opinión a Avicebrón, en su libro Fontis vitae, quien decía que sólo de ese modo los ángeles podrían distinguirse mutuamente2. Como se sabe, Tomás de Aquino declinó seguir esta idea por considerar que los ángeles son seres incorpóreos. Concibe que los ángeles no tienen materia y que, por lo mismo que la materia no los individúa, no comparten especie, “así como es impropio decir que hay muchas blancuras separadas, o muchas humanidades, ya que la blancura no es múltiple si no se da en muchas sustancias a la vez”3. A partir de la falta de especie que caracteriza a cada ángel, llega a la conclusión de que las sustancias separadas son cada una un género. Los ángeles carecen así de una especie individuada, singular, porque son seres incorpóreos y no necesitan individuarse. Desde ese punto de vista su sustancia puede decirse universal, o sea, indeterminada, ya que lo que necesita comúnmente determinación es la multiplicación de sujetos de una misma especie. El género de cada ángel es algo muy peculiar. En contraste con los seres corpóreos, éste no se toma de la materia, como prescribe el buen sentido para elaborar la definición de "hombre", donde —como sabemos— el género se toma de la materia y la diferencia de la forma4. Los ángeles son seres que carecen de definición porque no hay modo de agruparlos dentro de un género. Más bien, las clases de ángeles, antes que obedecer a una distinción de especie, responden a un oficio o tarea, es decir, difieren en atención a su inigualable modo de obrar, que sigue a una mente más noble y preclara que la nuestra. Tal como fueron creados por Dios, cada ángel 1. Cfr. S. Th., I, q. 50, a. 1, c. 2. Cfr. S. Th., I. q. 50, a. 2, c. 3. S. Th., I, q. 50, a. 4, c. 4. “In simplicibus autem naturis non sumitur genus et differentia ab aliquibus partibus, eo quod complementum in eis et possibilitas non fundatur super diversas partes quidditatis, sed super illud simplex: quod quidem habet possibilitatem secundum quod de se non habet esse, et complementum prout est quaedam similitudo divini esse” (In II Sent., d. 3, q. 1, a. 5, c).
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cumple su función con arreglo a los oficios o labores que tienen reservadas, esto es, a su fin. Aunque intuitivamente parece que debido a su perfección, los ángeles son sustancias enteramente simples, nos consta que tienen composición5. Ciertamente, las sustancias espirituales se destacan en perfección por encima de otros seres creados y, en consecuencia, no carecen de las perfecciones de la criatura. Son enteramente inmateriales por esencia y guardan una notable independencia respecto del espacio y del tiempo. Pero el carácter de su dotación intelectual nos lleva a pensar que no son sustancias rigurosamente simples6, pues aún así dependen naturalmente de Dios para conocer. En lo intelectual, el ángel no es un sujeto autónomo, porque conoce a través de las especies que le son suministradas desde el exterior. En suma, los ángeles necesitan de las especies divinas para colegir7. Pero de esto se desprende que el ángel está esencialmente compuesto, al menos por dos motivos. Ambos tienen que ver con la dualidad de conocer y conocido que, a pesar de su noble condición, ha de manifestar su mente. En primer lugar, si lo conocido es una especie, es patente que el ángel ha de componerse con ella para obtenerla, haciendo así efectivo el conocimiento; por lo que cabe pensar que en el momento cognoscitivo, el ángel y su especie se disciernen. De donde se desprende que, si hay cierta dualidad cognoscitiva, hay una cierta composición. En segundo lugar, en el ángel lo conocido por la mente no se hace propio a través de una potencia, ya que, según lo que sabemos por ideas expresadas por Tomás de Aquino en otros lugares, el ángel conoce en acto. Como en el intelecto humano, la mente del ángel conoce a partir de una potencia intelectual orientada a la captación de especies. Ahora bien, en el momento cognoscitivo lo conocido es distinto del ángel, y es así por algo tan simple como que la especie ha venido de fuera. Así las cosas, la conclusión que extrae cuando analiza fríamente el problema es que, siendo así, el ángel no conoce por esencia8. Del intelecto del ángel —perfecto pero compuesto—, se desprende la necesidad de saber qué genero de composiciones se dan en su naturaleza. A primera vista las composiciones se pueden sintetizar en dos. En primer lugar, advertimos que el ángel está compuesto de esencia y existencia, 5. Cfr. MEYER, H., o. c., p. 281. 6. “Si intelligere angeli esset sua substantia, oporteret quod intelligere angeli esset subsistens” (S. Th., I, q. 54, a. 1, c). 7. Cfr. S. Th., I, q. 55, a. 2, ad 1. 8. Cfr. S. Th., I., q. 54, a. 1, c.
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como corresponde a toda criatura sea cual fuere su perfección. En segundo lugar, como todo ente en el cual hay cambios y mutaciones en algún sentido, se componen de potencia y acto.
1.1. La impropiedad del término ‘sujeto’ en la perfección de las sustancias separadas Sabiendo que el término ‘sujeto’ se ajusta bien al perfil de los seres corpóreos, se puede extraer una primera conclusión. El término ‘sujeto’ se aplica impropiamente a los seres simples. Sabemos que todos ellos carecen de materia y, que esa carencia les sitúa en un nivel superior al de los seres corpóreos. Entre los seres simples, incluimos a grandes rasgos a Dios y a los ángeles, pues ambos están libres de materia, aunque esa independencia de la materia se verifique, como veremos en lo sucesivo, en sentidos distintos. En este contexto, se advierte que frente a la complejidad de todo lo que es corporal —que se ve afectado internamente por especies, géneros e individuación—, las sustancias espirituales son entidades simples. Este término se usa, obviamente, para tomar distancia frente a la realidad de lo material, a todas luces cortada con muy diverso patrón. Además, detrás del término ‘simple’ no se debe suponer que los ángeles carecen en absoluto de composición, como se acaba de ver. Tal como se dice habitualmente, ‘simple’ vendría a significar la falta de materialidad estricta, que hace que la composición hilemórfica no tenga cabida en los seres que son sólo espíritu. Los ángeles no son seres simples en el sentido de que carezcan de composición. Les es propia, como se ha se ha señalado, la composición acto-potencial de su inteligir, presente en cada percepción de su mente. Tomás de Aquino explica que toda forma es acto en cierta medida, y que todo sujeto se compara a aquello de lo cual es sujeto como la potencia al acto. Por eso, para toda forma que no es simple y está compuesta de algún modo, es necesario que su razón interna de acto esté vinculada a una potencia. Las sustancias espirituales, si bien son formas simples —o sea, no se sujetan a la materia— son sustancias compuestas. Es sabido que la composición es un índice de limitación, de que no se es o se tiene el acto en sentido pleno y definitivo, y de que en consecuencia, no se es todo lo que se podría en el orden del ser. Siempre se podría ser más con opera-
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ciones dirigidas a la propia mejora. En ese sentido, se dice que hay potencia en los seres espirituales porque son subsistentes según el arco de las potencias que son capaces de poner en ejercicio, y en especial, según el uso del intelecto9. A Tomás de Aquino no le gusta descartar posturas filosóficas sin reparar antes en qué pueden tener de verdaderas. En algún sentido es admisible pensar que los seres espirituales tienen materia. Para él es patente que la materia está en estrecha relación con la corporalidad. Un cuerpo es siempre una realidad material, o en términos más comunes, un cuerpo tangible o de cierta masa. Por corporal se entiende un ser vinculado a un lugar físico por la posesión de una cantidad dimensiva. La cantidad dimensiva de los entes, según explica, es un accidente, una propiedad intrínseca de la materia según la cual cada cosa tiene un locus espacial. Esta condición impone a cada ente una situación o un ubi en el espacio. El accidente de la cantidad dimensiva es como el contorno de un cuerpo físico que, una vez definido su lugar en el espacio, adquiere carta de naturaleza10. La corporalidad se refiere así a un espacio que dibuja una demarcación física en la cual algo se localiza. Explica Tomás de Aquino que la cantidad no se dice de la realidad angélica, porque para el ángel la cantidad es —en todo caso— virtual. Por cantidad virtual entiéndase aquí la referencia subrepticia al orden de lo material. Los ángeles sólo pueden ser localizados en un lugar de manera impropia, ya que nada en absoluto puede hacer que lo que es incorpóreo sea medido por la cantidad dimensiva, y que lo que es inconmensurable en términos cuantitativos sea realmente conmensurado11. Los ángeles, por tanto, no se predican de un lugar como se hace de los seres corpóreos, que se circunscriben a un espacio, sino que su relación al espacio es, en una traducción literal del término original, definitiva. Esto ha de interpretarse así: estando en un espacio no pueden ocupar otro. Les es metafísicamente imposible compaginar la ubicación en dos lugares a simultaneo. Es cierto que por ser incorpóreos, los ángeles no tienen un lugar definido, como tampoco lo tiene la sabiduría humana de Sócrates. Pero eso no significa que sean seres ubicuos, pues en cierto modo cada uno de ellos ha de 9. Cfr. De Spir. Cr., q. I, a. 1, ad 1. 10. “Restat ergo quod necessitas distinctionis duorum corporum in situ causatur a natura quantitatis dimensivae, cui per se convenit situs; cadit enim in definitione ejus, quia quantitas dimensiva est quantitas habens situm” (In IV Sent., d. 44, q. 2, a. 2b, c). 11. Cfr. S. Th., I, q. 52, a. 3, c.
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decidir libremente a qué espacio se asocian y, correlativamente, a qué tiempo se vinculan. En Dios, en cambio, la ligazón al espacio no será ni circunscriptiva ni definitiva, porque Éste no posee ninguna sujeción a estas cosas12. Dicho esto, Tomás de Aquino admite al menos un sentido según el cual el ángel es material. En las sustancias materiales se constata una doble composición13. Primero, de materia y forma, razón por la cual cada cosa constituye una naturaleza. Después, se componen de potencia y acto, razón por la cual toda sustancia está abierta a contrarios. Pues bien, si tiene sentido asociar el par materia-forma, que representa al compuesto sustancial, con el par potencia-acto —una propiedad extensible a todo lo creado— dentro de este contexto, es posible decir que el ángel es material, en el sentido de que es potencial, como cualquier otra criatura. En efecto, tampoco las sustancias espirituales se sustraen a esta cualidad, bajo la cual caen también, porque todas son potenciales en muy diversos sentidos. Como es obvio, la materialidad que se predica del ángel es enormemente analógica. Así, en cuanto que el obrar de los ángeles es espiritual, no es sostenible que tengan un cuerpo, y por tanto, que les afecten también otros tipos de composición. De acuerdo con la máxima operari sequitur esse, cabe pensar que, allí donde hay un obrar de carácter espiritual, el ser ha de ser completamente espiritual. Los ángeles son pues, sujetos incorpóreos y espíritus puros. En nuestra óptica esto excluye a los ángeles de la composición materia-forma, pues el hilemorfismo supone una relación taxativa a la corporeidad. De hecho, cuando se leen los textos relativos a los ángeles, se percibe que Tomás de Aquino defiende esta posibilidad, tal vez, para no hacer frente a toda la tradición, que, a excepción de su maestro, Alberto Magno, había mantenido que los seres espirituales son compuestos materiales. Ciertamente, la tesis sobre la incorporeidad de los ángeles se sitúa frente a la opinión de la escuela platónica, que había defendido la materialidad estricta de su ser en virtud de su pertenencia a la creación14. Por eso, tal vez para expresar su matizado desacuerdo con esa corriente, después de admitir la posibilidad de que los ángeles tengan
12. Cfr. S. Th., I, q. 52, a. 3, c. 13. Cfr. De Spir. Cr., q. I, a. 1, c. 14. “Unter seinen Einfluß vertrat die Franziskanerschule von Alexander von Hales und Bonaventura zu Duns Scotus die Zusammengesetzheit von Materie und Form” (MEYER, H.: o. c., p. 279).
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materia en el sentido antes apuntado, señala que esta dicción no parece el modo más común de referirse a las cosas15. Es cierto que la incorporeidad angélica no es fácil de definir. Tomás de Aquino intenta mostrarla acudiendo a un ejemplo cercano. Así como el alma está contenida en el cuerpo sin estar contenida por éste, así, según parece, los ángeles poseen una relación a los lugares sin estar contenidos en ellos. En efecto, al disponer de una naturaleza más elevada, cada ángel es lo más parecido —en términos aristotélicos— a una figura geométrica, o sea, a una forma pura sin relación a un espacio. El círculo —que tiene una figura y forma conocida— no tiene un lugar específico a no ser que dentro de un discurso se hable de este círculo o aquél. El círculo como tal no es una realidad espacial, sino geométrica, razón por la cual dice Aristóteles que algunos postularon la existencia de un mundo de realidades matemáticas16. En lugar de ese mundo de ideas de Platón, los seres incorpóreos que ahora nos ocupan constituyen un mundo de seres inteligentes. Por eso, más que como un almacén de objetos intelectuales al cual iría a parar todo germen de objeto pensado, el universo angélico se entiende mejor siguiendo el cuadro de las inteligencias separadas, en el que probablemente Tomás de Aquino se inspiró para lograr una expresión filosófica de estos seres. En efecto, el movimiento circular perfecto, atribuido tradicionalmente a las esferas celestes, ofrecía un buen parangón para definir esta clase de inteligencias, que dependen directamente de Dios y se consideran perfectas. La simplicidad del ángel no es fácil de concebir. Pero la tarea es más asequible cuando conocemos las dimensiones más nobles y elevadas de nuestro ser. En efecto, una elucidación cabal de la realidad angélica exige cierta familiaridad con el carácter específico de lo intelectual, que es competencia de la epistemología. De hecho, Tomás de Aquino percibe que despejada de su naturaleza la composición hilemórfica, queda la composición de potencia y acto, a la cual —según se ha visto— responde su ser. En los seres inteligentes, el hilemorfismo no es una adecuada expresión de
15. “…et hoc modo natura spiritualis substantiae, quae non est composita ex materia et forma, est ut potentia respectu sui esse; et sic in substantia spirituali est compositio potentiae et actus, et per consequens formae et materiae; si tamen omnis potentia nominetur materia et omnis actus nominetur forma. Sed tamen hoc non est proprie dictum secundum communem usum nominum” (De De Spir. Cr., I, a. 1, c.). 16. “Y particularmente dicen algunos que son substancias las Especies y las Cosas matemáticas” (H 1, 1042a 11-12).
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su esencia, como evidencia de hecho la definición de hombre como “animal racional”. Según la definición ya clásica de hombre, para Tomás de Aquino la materia no responde sino equívocamente a lo que es específicamente humano, es decir, la inteligencia17. Si el hombre es un ser racional, y la racionalidad se postula como nuestra diferencia específica, se hace patente que nuestra diferencia frente a otros seres no es material. Ciertamente, somos seres intelectuales en unión sustancial con la materia, pero ante todo somos seres racionales. Esto provoca que la materia se diga equívocamente de nuestro ser, ya que al parecer, la unión se fragua en el ápice del alma intelectiva, que es incorpórea. Ésta, al decir de Tomás de Aquino, se compara al cuerpo como forma y materia, o como motor e instrumento18. Aristóteles afirmó del intelecto que su entidad era tal, que casi representa por sí sólo una sustancia19, a pesar de que, junto a esto, mantuvo a la vez una estrechísima unión de alma y cuerpo. Pues bien, como seres intelectuales los ángeles poseen la perfección de lo puramente espiritual, es decir, poseen por esencia lo que a nosotros nos diferencia y especifica de los demás animales. Su forma sustancial, de carácter intelectual, no se comparte con un cuerpo que le sirva de base. Esta independencia con respecto a lo corporal les constituye en seres simples, aunque esa simplicidad, como se dice, no esté reñida con la posesión de potencias susceptibles de actos. La principal de estas potencias es la mente. Pues bien, al conocer, la mente del ángel pasa de la potencia al acto; en este sentido se dice que hay en ellos una potencia y una actividad separable esa potencia. De modo que lo potencial y lo activo en el ángel son realmente distintos. Por ese motivo sería preciso matizar bien que el término sujeto se aplicará en ellos en otro sentido: “Todo lo que padece, recibe, es sujeto y demás cosas de este género, que parecen responder a la razón de materia, se dicen equívocamente según se trate de sustancias intelectuales o corporales, como dice el Comentador en el III libro de De Anima” (De Ente, cap. 5). 17. “Et ita invenitur potentia et actus in intelligentiis, non tamen forma et materia nisi aequivoce” (De Ente, cap. 3). 18. Cfr. De An., a. 3, sc 2. 19. “Die Vernunft aber scheint als eine gewisse Substanz einzutreten und nicht zu vergehen” (De An., II, 408b 18-19).
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En clave aristotélica, se recordará que inteligir es la forma más alta de vida. Al parecer, Aristóteles sentó las bases de un crecimiento de la perfección en función del grado de inmaterialidad. De modo, que cuanto más se eleva una naturaleza sobre la materia, menos espacio quedaría para hablar de sujeto, o bien, este término sería menormente aplicable, o aplicable con menor propiedad que otros. Ciertamente, ya se intuye qué es lo que está en juego ahora. Para Tomás de Aquino, el sujeto es una realidad que —como ya se afirmó en el capítulo I— alcanza su apogeo en la facticidad de los seres corpóreos, y en menor grado que en los intelectuales, entre los cuales habría que contar al hombre. El término ‘sujeto’, como se sabe, se forjó originariamente en la IXYVL natural, pegada a un contexto presocrático para hablar de entidades corpóreas y de cambio. Aristóteles tuvo presentes estas ideas al redactar el libro Z de la Metafísica. En realidad, hablar de dos naturalezas —la corporal y la espiritual, que tanto divergen— empleando el mismo vocablo de ‘substancia’ exige, sin duda, un alto rendimiento de la analogía, pues salta a la vista que las clases de composición son —en uno y otro caso— difícilmente equiparables. Consciente esta desproporción, Tomás de Aquino deja caer en algún lugar que dada la perfección de los ángeles, merecería decirse que son un reflejo de la esencia divina. Como los ángeles fueron creados naturalmente para conocer a Dios, según sostiene, en cuanto es causada por Él su sustancia es una imagen viva de su esencia20.
1.2. La composición acto-potencial de los simples Pasemos a ver una de las composiciones que mejor se ajustan a la naturaleza del ángel, que es la composición de acto y potencia. Del otro tipo de composición que posee —la distinción de ser y esencia— no se tratará aquí. Después de todo, entendida la dualidad radical de los entes, que comporta la distinción de ser y esencia, la situación del ángel y el hombre es similar. Si tratásemos la composición ontológica del ángel,
20. “Et ideo cognitio Dei, ad quam angelus naturaliter pervenire potest, est ut cognoscat ipsum per substantiam ipsius angeli videntis; et ideo dicitur in libro De Causis, quod intelligentia intelligit quod est supra se per modum substantiae suae, quia inquantum est causata a Deo, substantia sua est similitudo quaedam divinae essentiae” (De Ver., q. 8, a. 3, c.).
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habría que extraer las mismas conclusiones obtenidas que en el apartado anterior. El ángel está en el círculo de los seres creados y, como sabemos, la relación de creación es inseparable de la distinción real. Ser creado puede entenderse como el exhibir una distinción de ser y esencia, o hacer patente esa diferencia. Como todo lo creado, el ser y la esencia angélicas son distintos. Lógicamente, no cabe duda de que en los seres simples el ser y la esencia tienen un grado superior y más noble, puesto que la posesión del ser es más intensa cuanto más próximo se está del Creador. También explica la perfección de la que gozan el hecho de que, según Tomás de Aquino, los ángeles fueron creados para dar gloria a Dios, y que se sujetan a Él como su trono21. Esta es, al parecer, su función, tal y como se puede extraer de las Escrituras. Pero al margen de esa función, que entraña una participación estrecha en el ser Dios, hay poco más que decir sobre su composición ser-esencia. Más sugestivo es saber cómo lo simple —pues así se refiere Tomás de Aquino a las formas separadas— se hace compatible con la composición. Interesa saber cómo, lo que se llama una forma ‘simple’ está realmente compuesta de potencia y acto. Para explicarlo, necesitamos hacer primero una precisión. En general, se puede decir que el ser de las criaturas es sujeto de composición al menos por dos motivos. Primero, por hallarse singularizado en una materia, y después, por la adscripción de accidentes a su esencia que es inseparable de toda naturaleza física. En los ángeles, descartada la primera posibilidad, porque se trata de seres incorpóreos, se verifica la segunda. Es decir, parece que como otros seres creados, los seres espirituales tienen accidentes. Para expresar cómo es posible esto, vamos a ofrecer primeramente un pasaje que, quizá de entrada parece obviar a la cuestión, pero que —como veremos— está íntimamente ligado a ella. En él, Tomás de Aquino aduce que así como determinados conceptos no se particularizan, como es el concepto de blancura —que no se refiere como tal a ningún sujeto—, así las formas separadas no poseen una existencia empírica. Como puede apreciarse en el siguiente pasaje, los ángeles no tienen especies ni subsisten como las especies en lo particular:
21. “Scilicet Deus, qui super omnia est, et incomprehensibilis omni creaturae. Et propter hoc nulla similitudo eius ponebatur, ad repraesentandam eius invisibilitatem. Sed ponebatur quaedam figura sedis eius, quia scilicet creatura comprehensibilis est, quae est subiecta Deo, sicut sedes sedenti. Sunt etiam in illo altiori saeculo spirituales substantiae, quae Angeli dicuntur” (S. Th., I-II, q. 102, a. 4, ad 6).
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“En las sustancias incorpóreas no puede haber diversidad en cuanto al número sin diversidad en cuanto a la especie y sin desigualdad natural. Porque si no están compuestas a partir de la materia y la forma, sino que son formas subsistentes, es evidente que sería necesario que hubiera diferencia en la especie. Pues no puede concebirse que exista alguna forma separada a no ser que haya una sola de cada especie, así como la blancura separada sólo puede ser una. De hecho, esta blancura no difiere de aquella otra sino porque pertenece a esto o aquello” (S. Th., I, q. 75, a. 7, c).
Por esa razón, entiende Tomás de Aquino que los ángeles existen según el modo de lo particular, pues todo particular se individúa o singulariza con arreglo a una especie de la que participa. Como los ángeles son formas subsistentes y la materia no tiene cabida en ellos, puede decirse que cada uno es como la esencia de la blancura, en la que por ser distinta de todas las demás, ningún otro tiene participación. Pero ahora, reparando en el caso de la blancura se intentará mostrar que la composición y el sujeto no limitan su campo de acción a la estructura ontológica de los entes, sino que afectan también al intelecto. Esto se hace patente por muy diversas razones. El ejemplo de la blancura universal e imparticipada ha contribuido a destacarlo. En sí misma —podríamos inquirir—, ¿qué es la blancura? Sin duda —se dirá— un objeto intelectual de cierto tipo que únicamente persiste intencionalmente. Ese objeto de la inteligencia, sin embargo, es uno y único, y según eso es igual para todos los que lo conciben, pues parece difícil que haya tantas blancuras como mentes que conciben lo blanco; lo otro nos pondría en un desacuerdo continuo. Por eso, lo blanco es uno, y la blancura —se acepte o no— es en sí misma un objeto intencional. Nadie que sepa qué es lo blanco podrá decir que la blancura está por un objeto real —en el sentido de los supposita de Ockham— si no acierta primero a mostrarla señalando, p. ej., una superficie. Así pues, la blancura como objeto intencional es única y no entra en composición con la materia22. Es bien sabido que el concepto de blancura no se sustenta en el vacío. Lo queramos o no, la noción de blancura —que tiene su contrapartida real, como hemos dicho, en lo blanco— es la que es gracias su participación en la especie a la cual pertenece, y por otro lado, a la captación del intelecto. La blancura como tal es una especie y no posee en sí una existencia 22. Lo corrobora aún otra cosa más, y es el hecho de que nadie acepta dos ideas divergentes en su mente acerca de la blancura, pues se supone que una sola idea es suficiente para conocer el concepto de lo blanco, y que otra está ya, en este contexto, fuera de lugar.
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empírica —como señalaba repetidamente Aristóteles—, sino que es un contenido intencional de la mente. Además, sabemos que los contenidos intencionales son en oposición al modo de ser del intelecto que, a diferencia de la intencionalidad de sus objetos, es real23. Son los objetos de la mente y no la mente misma, los que son intencionales. Por ese motivo, cuando un ángel piensa, cabe entender que lo hace por medio de una especie que es un contenido intencional, y cuando la intelige se origina una distinción entre lo que piensa —que tiene carácter mental— y lo que el ángel mismo es —que tiene un carácter real—. Y esto, a pesar de que las especies angélicas no necesitan de individuación y que en ese sentido, su modo de ser se asemeja al de los objetos intelectuales. La dualidad de sujeto y objeto es una constante histórica en la filosofía. Tan pronto como aparece una potencia cognoscitiva, se impone la distinción entre el acto final —lo conocido— y la potencia inicial o del sujeto. Esto describe el mismo cuadro del conocimiento, en el que conocer y conocido son uno en acto y se conmensuran; lo cual acaece en el ángel del mismo modo que en nosotros. La distinción de potencia y acto así tomada, apunta epistémicamente a la díada de sujeto y objeto, una distinción que el lenguaje expresa bien en la formación de un sujeto y un predicado de la oración, que son correlativos a la existencia de un sujeto y un objeto cognoscente. De esa forma, la dualidad de sujeto y operación entra en la identidad del ángel. Ciertamente, en cuanto que los ángeles disponen de potencias intelectuales obran secundum naturam cuando piensan o adoptan decisiones. Pero su intelecto —hasta aquí similar al hombre— a diferencia de nosotros lo conoce todo ab initio, es decir, conoce todo lo que está a su alcance desde el instante mismo de su creación. Otra cuestión —bien distinta de ésta— es que no se les dé todo a conocer de golpe, ya que además del suministro de las especies por parte de Dios, Tomás de Aquino admite también la transmisión de conocimientos de unos ángeles a otros, y por tanto, cierta comunicación entre las esencias angélicas. Parece que los ángeles superiores iluminan la mente de los inferiores con ideas o especies de las que estos últimos se benefician. Así, el modelo de tabula rasa 23. A este tenor, veo difícil de conciliar con esta perspectiva la consideración de los objetos intencionales como cierta clase de entidades reales. Así lo cree, al menos, A. Millán-Puelles, que, en una brillante obra de gran interés metafísico, propone la creación de un tipo de existencia específica para los objetos de la mente. Pero ello haría imposible, a mi modo de ver, la intencionalidad del acto cognoscitivo (vid. MILLÁN-PUELLES, A.: Teoría del objeto puro, Rialp, Madrid, 1990).
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según el cual explicamos el intelecto humano y que se basa en el almacenamiento de conocimientos desde cero, no rige en las formas separadas24. Estrictamente, un ángel no comienza a conocer ni termina. Los ángeles son seres sapientes por naturaleza porque, como bien sabemos, la incepción y el fin de los actos están unidos al tiempo, y los ángeles son seres supratemporales25. La limitación del ángel viene, pues, por la potencia. Epistémicamente, esta limitación —la de sujeto y objeto intelectual— no se refiere a una eventual comprensión lingüística del ángel, que no es el caso; no hay una suerte de oculto o secreto lenguaje angélico que nosotros no podamos comprender. No nos sorprenda decir que los ángeles “no hablan” ni componen sintácticamente oraciones que vierten en palabras y expresan a los demás. Todo esto son atributos humanos derivados de la condición sensible y corporal de nuestro ser. En el ángel, la limitación no concierne a esto sino más bien al acto cognoscitivo, que en sí mismo está condicionado por la cualidad de las especies que cada ángel conoce. Tomás de Aquino expresa que cada ángel conoce según la medida su perfección, de modo que lo inteligido por cada cual sigue a su capacidad o potencia. Las cosas que cada ángel es capaz de conocer no son arbitrarias, sino que guardan cierta proporción con la magnitud de su género. Así, su alcance o capacidad cognoscitiva quedará definida por lo que Dios les dé a conocer, puesto que, como ya sabemos, conocen las especies en Él26. Esto nos ayuda a dar un paso más. Los actos de los que el ángel es capaz no son la misma cosa que su esencia. Los actos angélicos emanan de una potencia y terminan en actos definidos, lo cual inserta la dualidad en ésta. Esta díada muestra que ninguno de ellos ‘intelige’, ‘ama’ o ‘desea’ 24. Cfr. GILSON, E.: El tomismo, 2ª ed., Eunsa, Pamplona, 1989, p. 322. 25. En nosotros, el primer conocimiento se vincula a la abstracción, a partir de la cual se juzga y se razona. Pero los ángeles no abstraen propiamente contenidos, ni al conocer separan la forma de la materia, ya que esto presupone la composición hilemórfica. Al carecer de abstracción sensible, conocen por naturaleza todo cuanto es proporcionado a su género y a la tarea que tiene encomendada. Con todo, esto no impide que su conocimiento comporte cierta relación de anterioridad y posterioridad respecto a lo que conoce. Lo cual nos hace pensar que no son absolutamente atemporales, al menos en ese sentido de lo temporal en el que lingüísticamente se habla de un ‘antes’ y un ‘después’. “Die Engel sind (…) über die Zeit erhaben. Und dennoch sind auch an die Zeit gebunden, insofern ihr Geistsein konstitutiv den Übergang vom Nichtsein zum Sein enthält und insofern auch ihre geistige Betätigung in der Form des Nacheinander abläuft” (MEYER, H.: o. c., p. 281). 26. “Los ángeles (…) se aprovechan de un modo de conocimiento exactamente proporcionado al lugar que ocupan en el conjunto de la creación, es decir, intermedio entre el que pertenece al hombre y el que no pertenece más que a Dios” (GILSON, E.: El tomismo, o. c., p. 313).
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por esencia, ya que todo eso de lo que el ángel es capaz lo realiza a través de sus hábitos u operaciones: “Es imposible que la acción del ángel o de cualquier otra criatura sea sustancia. Propiamente hablando, la acción es la actualidad de una facultad, como el ser es la actualidad de la sustancia o de la esencia. Es imposible que una cosa que no es acto puro sea su propia actualidad, sino que está mezclada con la potencia, porque actualidad se opone a potencialidad”. (S. Th., I, q. 54, a. 1, c).
Este pasaje permite tomar el hilo de algo que antes quedó medianamente apuntado. Se trata de la posibilidad de que el ángel tenga también accidentes que inhieran en un sujeto. Esos accidentes, como en el hombre, vendrían a perfeccionar la esencia27 haciéndola partícipe de una excelencia mayor y de una nueva disposición para adquirir nuevos fines. Sus operaciones, que tienen parecido a los hábitos intelectuales del hombre —los cuales se ejercen una sola vez28— son distintas de sí mismo, ya que, según sostiene Tomás de Aquino “no es lo mismo para ellos conocer y ser”29. Cuando un ángel ‘quiere’ o ‘desea’ algo, el objeto deseado es uno con su capacidad. Aunque esa capacidad, por mor de su perfección esté continuamente en acto, éste no es idéntico con el ser mismo del ángel. Con otras palabras, el ángel no es el ‘desear’ o el ‘amar’ absolutos, pues tanto uno como otro tienen su origen en Dios. En la misma cuestión citada, Tomás de Aquino prosigue en esa línea al señalar que si en el ángel su inteligir fuera in recto su sustancia, el ser del ángel consistiría únicamente en inteligir, y esto comportaría eo ipso su subsistencia. Pero el ángel no subsiste por el hecho de inteligir. Más bien, el inteligir le viene por el hecho de subsistir, lo cual es algo que —como queda dicho—obliga a su esencia desdoblarse en composición. Se ha dicho que el inteligir del ángel no es lingüístico. Entre otros motivos, es así porque la sintaxis lingüística es correlativa al manejo de una información fragmentaria y parcial. Lo dicho con respecto a la estructura dual del conocer angélico no implica el recurso a la composición y 27. Cfr. S. Th., I, q. 85, a. 5, ad 3; Quodlib., II, q. 4, ad 1. “Thomas lehrt nicht bloß eine Zusammensetzung des Einzeldinges aus Materie und Form, sondern auch eine reale Zusammensetzung aus Subjekt und Akzidentien. Sowohl den aus Materie und Form zusammengesetzen Dingen wie den geschaffenen Geistsubstanzen kommen die Akzidentien neben der spezifischen Wesenheit zu” (MEYER, H., o. c., p. 123). 28. Cfr. S. Th., I, q. 94, a. 2 y 4. 29. S. Th., I, q. 87, a. 1, c.
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división, tal como lo hacemos nosotros en el juicio. El ángel conoce las especies sin necesidad de tender puentes lógicos que le lleven de un punto a otro, como siguiendo los pasos de un razonamiento, por lo que sabemos que tampoco induce o razona. Se debe recordar que el ángel no recibe especies por vía de la sensibilidad, y sin embargo, es claro que ha de recibirlas de algún modo. Así las cosas, la receptividad constitutiva de su naturaleza es una primera señal que habla a las claras de la composición interna del ángel. La situación de no tener las especies como propias presupone, consecuentemente, el suministro de las mismas por parte de Dios30. Por eso se dice que la adquisición de especies es un signo inequívoco de composición, y que tampoco ésta se desvanece al saber que las especies son innatas31, o que preceden por tanto a su nacimiento. Esta necesidad nos conduce a dilucidar mejor la esencia componible del ángel, la cual, según la cadencia de inputs que su intelecto experimenta, es distinta eo ipso de su ser. En suma, en un ángel son muchas las cosas que nos hacen pensar que se trata de seres compuestos. Y todo ello a pesar de que debido a su nobleza y magnitud, debamos asumir que se trata de seres simples. Tal como ha quedado patente, el ángel tiene su limitación epistemológica, y por ende, su limitación ontológica. Realmente, no es idéntico a sí; sólo el Creador se puede tener por idéntico a sí mismo a plenos efectos, y por tanto, como exento de toda composición.
2.
¿ES DIOS UN SUJETO? 2.1. Delimitación del problema
Si toda pesquisa intelectual que quiera hacerse de Dios, es de por sí —tal como lo diría Wittgenstein— un puzzle o un rompecabezas filosófico, cabe creer que se debe principalmente a que Dios es un ser
30. Cfr. S. Th., I, q. 55, a. 2, ad 1. 31. Tomás de Aquino afirma que tienen las especies de modo ‘connatural” (cfr. S. Th., I, q. 55, a. 2, ad 2).
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simplicísimo32. La simplicidad absoluta de Dios no es un objeto fácil de entender; el hombre tiene graves dificultades para penetrarla intelectualmente. Por nuestras habilidades cognoscitivas, que —según Tomás de Aquino— están como orientadas a la percepción de la realidad sensible, tendemos a creer que lo más perfecto es lo más articulado o aquello capaz de aglutinar con mayor perfección la multiplicidad de cosas distintas, así como p. ej. los animales superiores son más perfectos que los inferiores porque son organismos más complejos. Esta idea, que forma parte de nuestro acerbo cotidiano, parece derivar del hecho de que el conocimiento parte de la experiencia, y de que Dios no es un objeto de experiencia, pues es obvio que no tenemos percepción empírica ni noticia sensible de Él. Si Dios es un ser simple, decimos que su naturaleza no tiene composición. A priori, la falta de composición de alguna clase, debida a su simplicidad, hace difícil adscribir a Dios a la categoría de sustancia, de la que depende el sujeto metafísico, porque esta categoría expresa comúnmente la primacía del sujeto ontológico sobre los accidentes, tal como, en su momento, lo había expresado Aristóteles33. Así pues, si Dios es un ser simple y a su vez, la semántica de la noción de sustancia expresa un ente compuesto, la conexión del ser por esencia con el sujeto metafísico no aparenta ser clara, y ello supone ya para nosotros una dificultad. Cuando Tomás de Aquino se pregunta si Dios es una sustancia34, contesta: de ninguna manera. Dios no es un ser al que la predicación de sustancia ataña, porque esta categoría reduce su vigencia a los seres creados que son cambiantes y tienen accidentes. Y así, si Dios es un ser simplicísmo, nada tienen en común con Él35. Ciertamente, no se debe olvidar que Dios es un objeto de estudio para la filosofía, pero la peculiar característica de ser el único ente no participado36 lo convierte en un ser sin parangón. No existe una comparación 32. Cfr. BURRELL, D. B.: Aquinas. God and Action, Routledge & Kegan Paul, London, 1979, pp. 17-41. 33. Cfr. ∆ 8, 1017b 25; JOLIVET, R.: La notion de substance. Essai historique et critique sur le développement des doctrines d'Aristote a nos jours, Beauchesne, París, 1929, p. 18. 34. “Utrum Deus sit in praedicamento substantiae” (In I Sent., d. 8, q. 4, a. 2). 35. “Maar heeft dan met de substantie in het geheel niets van doen? Thomas antwoordt: God is geen substantie in eigenlijke zin. De verdeling van het zijnde in substantie en accidenten is een verdeling van het geschapen zijnde (‘divisio entis creati’)” (BERGER, H.: Op zoek naar identiteit. Het aristotelische substantiebegrip en de mogelijkeheid van een heden daagse metafyesiek, Dekker & Van de Vegt, Nijmegen-Utrecht, 1968). 36. “Ipsum esse nullo modo participat” (BOECIO: De Hebdomadibus, PL 64, 1311 B).
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fácil ni apropiada entre Dios y los demás seres. Lo impiden los moldes habituales con que concebimos la naturaleza de los entes comunes, que se dirigen a desentrañar la composición. Estos moldes no sirven para Dios y, se hace necesario buscar otros más adecuados. De hecho, Tomás de Aquino aprecia que a propósito de la esencia de Dios, es mucho más lo que podemos llegar a saber negando propiedades que se dicen impropiamente de Él, que afirmando sus cualidades específicas, es decir, tratando de hacer un elenco positivo de sus rasgos. Y paradójicamente, se dice que en esa ignorancia relativa de Dios por la que sabemos mejor lo que no es que lo que es, reside nuestra sabiduría37. Pero junto a esa docta ignorancia, por la que ignoramos bastantes cosas de la esencia divina, caben ciertamente muchas ideas positivas sobre su ser. El problema es, entre los diferentes términos que baraja la filosofía, saber qué marco de ideas se aviene mejor a la magnitud su naturaleza. A pesar de las claras dificultades que tenemos para concebir a Dios, uno podría preguntarse si la idea de sustancia o sujeto se ajusta apropiadamente a esta magnitud. Y parece que no, esto es, que Dios excede y desborda notablemente las posibilidades de esta categoría. La noción de sujeto que pensó Aristóteles deriva de la noción de sustancia, lo cual ofrece a simple vista un serio escollo: el sujeto entraña siempre una composición. Así pues, si según lo visto caben tres posibles tratamientos del sujeto, Dios no es el caso de ninguno de ellos. Por motivos evidentes que tienen que ver con su ser simplicísimo, Dios no podría entenderse en los moldes habituales en que entiende un sujeto: (1) como materia respecto de la forma —o sea, como un compuesto hilemórfico—, (2) como la sustancia de los accidentes —en una composición sustancial—, ni por último, (3) como esencia habens esse o en una composición de ser y esencia. Toda versión del sujeto que es útil para el estudio de los seres comunes, entraña por otra parte una fragmentación en la base del ser. Por fragmentación entiéndase aquí dualidad. No cabe pensar en una entidad creada de cuyo ser no se pueda predicar una dualidad típica. A tales efectos, el ente metafísico es siempre un ente fragmentado, o sea, compuesto. Todo lo que está sujeto o se sujeta de algún modo a otra cosa es una realidad compuesta, y por tanto, ostenta el ser de modo dual. Sin el ápice de esta dualidad que son las partes, ese ser no sería lo que es. La fragmentación 37. “…et propter hoc illud est ultimum cognitionis humanae de Deo quod sciat se deum nescire, in quantum cognoscit, illud quod Deus est, omne ipsum quod de eo intelligimus, excedere” (De Po., q. 7, a. 5, ad 14).
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afecta a todos los órdenes de la sustancia, tanto ontológicos como epistemológicos. Lo sensible es dual, primeramente, según la potencia y el acto. No hay que olvidar que la categoría de sujeto fue concebida por Aristóteles para resolver un problema cosmológico, es decir, concerniente a los cuerpos sensibles —dotados de materia— y no para las realidades que hoy designamos como intencionales y dicen relación a nuestros contenidos de conciencia38. Las ideas no son sustancias en la óptica de Aristóteles, que hizo de esta creencia el eje de su crítica a Platón, empeñado en dotar de consistencia ontológica a los entes de razón. A diferencia de su maestro, acometió el estudio de la metafísica en términos realistas, es decir, más allá de los planteamientos idealistas de pitagóricos y platónicos, y a tal efecto acuñó un término que —como el de sustancia—, no se separaba de lo sensible y explicaba razonablemente el viejo problema del devenir. Así pues, se aprecia que la sustancia es un término enormemente versátil. Y no sólo se consignó en los sentidos señalados anteriormente, sino que para resolver conjuntamente la aporía del cambio y de la predicación, Aristóteles concibió el sujeto como sustancia39. Con el tiempo, la noción de sustancia se ha consagrado y sus frutos son perceptibles aún. Hegel definió una vez la metafísica como la incesante tendencia a la sustancia40, en alusión al peso que el término ha ido recabando en el transcurso de los siglos. En efecto, la sustancia, ese núcleo permanente de cambio y predicación, sujeto al mundo sensible, ha abonado el terreno a doctrinas muy dispares. De modo singular, la sustancia entró en la modernidad tras su aceptación por parte de Descartes y Kant que, con el uso que hicieron del término, contribuyeron a darle nuevos bríos. Esto explica la multitud de versiones existentes respecto a su contenido, y la vigencia que el término ha tenido hasta nuestros días. Pero la eficacia de la noción de sustancia y por tanto, del sujeto, comienza a ser tanto más débil cuanto más noble y perfecta es la naturaleza que se desea significar. En el caso de Dios, p. ej., es evidente que el término ‘sustancia’ no expresa nada que nos ayude a entenderlo mejor. Decir de Dios que es una sustancia no añade nada de particular o, mejor dicho, no acierta a expresar la entraña del ser divino. En efecto, alguien 38. Cfr. LYONS, W.: Approaches to Intentionality, Clarendon Press, Oxford, 1995, p. 1. 39. Cfr. Z 3, 1028b 33-35. 40. Cfr. HEGEL, G. W. F.: Vorlesungen über die Gechichte der Philosophie, t. 3, Suhrkampf, Frankfurt a. M., 1971, p. 122.
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podría convencerse de que tener a Dios por sustancia es la única captación posible de su ser, o bien, que Dios se representa mentalmente así: como un componente de cierta clase. Esta es una objeción posible a lo que vamos a tratar de defender, que consiste en decir que Dios excede con mucho la noción de sustancia. Tal vez, lo que viene a continuación puede resultar paradójico, pero en realidad, cuanto más abarca el concepto de sustancia tanto menos logra expresar el ser divino. La cuestión ahora es que, según la enseñanza aristotélica, que Tomás de Aquino sigue en este punto, Dios es una realidad que no tiene que ver con el cambio, la privación o la determinación, que son figuras del mundo sublunar. Hubo pensadores que, como Leibniz, creyeron abiertamente en Dios como sustancia suprema, o bien, como un concepto por medio del cual todos los entes se conciben41. Pero esta posición ofrece no pocas dificultades. La creencia de que Dios es una sustancia de grado sumo no casa bien en la mente de Tomás de Aquino. Ante todo, está el hecho de que para él Dios no es naturalmente un ens commune, es decir, un ente de la clase de todos los demás ni, por otra parte, se puede decir una sustancia más entre otras42. Si en muchos aspectos éste desoye la tradición platónica, en lo que respecta a la trascendencia de Dios se debe admitir que comulgó al menos en la convicción de que Dios no ofrece parangón alguno con la sustancia. Plotino había defendido la opinión de que Dios —unidad primera e indeterminada— estaría más allá de lo intelectualmente alcanzable y de ese modo, no sería concebible por nuestras ideas43. Todo lo que expresemos para concebirlo resultará impropio de Él. Igualmente, para Dionisio Dios estaría más allá de toda expresión, concepción y determinación humanas, de modo que no trae cuenta pensar sobre Él44. 41. “Et quidem solius rei quae per se concipitur talis esse potest conceptus, nempe substantiae summae hoc est Dei” (LEIBNIZ, G. W.: Opuscules et fragments inédits de Leibniz. Extraits des manuscrits de la Bibliothèque royale de Hanovre par Luis Couturat, Paris, 1903 (reed. Hildesheim, 1966), 513, 7-8. Cit. STEGMAIER, W.: Substanz. Grundbegriff der Metaphysik, FrommannHolzboog, Stuttgart, 1977, p. 199). 42. “Esse divinum, quod est eius substantia, non est esse commune, sed est esse distinctum a quolibet alio esse. Unde per ipsum suum esse Deus differt a quolibet alio ente” (De Po., q. 7, a. 2, ad 4). 43. Cfr. PLOTINO, Ennéades, III, 8, 9; V, 2, 1; V, 3, 13; Bréhier, E. (ed.), Belles Letres, Paris, 1956. Aunque Plotino niega de Dios no sólo la corporalidad, sino también la conciencia y la espiritualidad. 44. Cfr. PSEUDO-DIONYSIUS AREOPAGITA, De divinis nominibus, I, 1, 5, 6; III, 3; XIII, 3; en Corpus Dionysiacum, 2 vols, B. Suchla, G. Heil. y A. Martin (eds.), Walter de Gruyter, Berlin, 1990-1991.
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Tomás de Aquino valora positivamente la singular audacia de esos puntos de vista. Pero no oculta su disconformidad con el trasfondo de dichas ideas. Sobre todo, a juzgar por lo que hacen, en último extremo, con la noción de ser. Como es conocido, la corriente platónica mantenía la inconmensurabilidad del ‘ser’ como concepto y Dios, sin otro arreglo posible45. Según eso el concepto de ser sería completamente impropio de Dios, porque con esa concepción se establecería un nexo entre su esencia y la de las criaturas, algo que mitigaría no poco la excelencia de su ser. En efecto, se comprende que todo marco de comparación con la criatura acarrea limitación a la esencia divina. Si el ser de Dios se concibe como un ente común —un ente entre muchos— su trascendencia se diluye en lo que tiene de común con nosotros. Si dijésemos que Dios es simplemente “un ser”, en rigor, no podría poseer ninguna propiedad en grado superlativo, pues siempre tendría algo de común con nosotros. Llevado por su oposición a esta idea, no sin influencia plotiniana Meister Eckhart se adentró en la senda del misticismo. Pero Tomás de Aquino, siguiendo el sentir común de otros autores46, no pudo adoptar ese modo de pensar, ya que previamente había aceptado —por la lectura de las Escrituras— que Dios es un ser, pero no un ente cualquiera, sino el ser por esencia que consiste específicamente en eso, en existir. De ese modo, encuentra que la existencia como atributo halla en Dios su culminación, ya que ningún otro ser es ni llega a ser más intensamente que Él. Así, si ser es el mejor resumen de su esencia, los atributos divinos que ostenta se identifican consigo, pues cada uno de ellos es la misma cosa con su ser; no suponen alteridad. Se ha de partir pues, de que Dios es el ser en grado máximo, sin parangón con el ente común, y así, nada tiene el ser propiamente sino Dios47. 45. “Causa autem prima, secundum Platonicos quidem, est supra ens in quantum essentia bonitatis et unitatis, quae est causa prima, excedit etiam ipsum ens separatum, sicut supra dictum Est. Sed secundum rei veritatem causa prima est supra ens in quantum est ipsum esse infinitum, ens autem dicitur id quod finite participat esse, et hoc est proportionatum intellectui nostro cuius obiectum est quod quid est ut dicitur in III De Anima, unde illud solum est capabile ab intellectu nostro quod habet quidditatem participantem esse; sed Dei quidditas est ipsum esse, unde est supra intellectum” (De Causis, lect. 6; cit. HOYE, W. J.: “Unerkennbarkeit Gottes als letzte Erkenntnis”, en Thomas von Aquin. Werk und Wirkung im Licht neuerer Forschungen, Miscellanea Mediaevalia, n. 19, Walter de Gruyter, Berlin, 1988, p. 123). 46. Vid. GILSON, E.: L’esprit de la philosophie médiévale, 2ª ed., Vrin, Paris, 1948, pp. 39-62. 47. Cfr. WIPPEL, J. F.: ‘Metaphysics”, en Cambridge Companion to Aquinas, Kretzmann, N. y E. Stump (eds.), Cambridge Univ. Press, Cambridge, 1993, p. 117, nt. 5. En S. Th., I-II, q. 66, a. 5, ad 4, Tomás de Aquino escribe que el ens commune es el efecto propio de la causa más alta, Dios. Esto impide la inclusión de Dios en la clase de los seres comunes, porque eso —se dice— sería
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Por un lado, Tomás de Aquino no rechaza la sugerencia neoplatónica referente a Dios un ser incomparable con cualquier otro. Por otro, no puede aceptar la desestimación que éstos hacen de la categoría de ser. Pero estima que, a pesar de todo, Dios no es un ente común. En este caso, p. ej., se dice que llegamos a conocer algunos aspectos de Dios negando imperfecciones de Él. Pero esto se hace, en primer lugar porque se parte de que no es un ens commune, o sea, un ente con género y diferencia conocida. En segundo término, porque no recibe del exterior nada que pueda necesitar, ya que todo lo que pensamos que le pertenece lo contiene internamente en su naturaleza. Lo que queda es que Dios no es un objeto proporcional ni adecuado a nuestra forma de comprender, que se ve así desbordada por la magnitud del objeto que tiene enfrente. Por esa razón convendría no enturbiar su genuina simplicidad con tintes de carácter lógico como son, por un lado, los atributos de género y diferencia48 y, por otro, las aportaciones de los demás entes. Si Dios es un ser simplicísimo, concebido —según se propone— sin remanentes lógicos, la composición no tiene cabida en Él. A favor de esto hay no sólo razones ontológicas, sino también lógicas. Uno podría cuestionarse —póngase por caso— si como todo ente, Dios tiene una definición precisa. Se podría examinar si Dios, como primer ser, es definible en sentido estricto. Para esto sería preciso hallar su género y diferencia de especie, tal como se hace usualmente con los demás seres. Pero no se sabe si esto nos llevaría a alguna parte, porque ¿cuál es su género y cuál su diferencia? Con cierta pericia, podríamos ahorrarnos ese trance. El problema se podría resolver con rudimentos de la lógica. Repárese en que, para definir un ente es taxativo que, dada una sustancia cualquiera, subsista en un género y bajo una cierta especie, como hace todo ens commune. Pero a la suposición de que Dios no puede ser más que un ser común, Tomás de Aquino replica que Dios no es una opción posible entre muchas, porque omne commune salvatur in proprio. Es decir, así como hay sustancias que incluyen en sí una razón de determinación, otras no lo hacen de ningún tanto como incluir a la causa entre los efectos, además de que es imposible una causa sea causa de sí misma, como sucedería con Dios si fuera un ente común. Tomás de Aquino rechaza también esta posibilidad en De div. nom., 5, 2, 660. 48. Además, en su ser no difiere el ser y lo que es, a no ser por el modus significandi o habida cuenta de nuestra limitada capacidad de aprehensión. “Sapientia enim secundum suam rationem non facit compositionem, sed secundum suum esse, prout in subiecto realiter differens est ab ipso, qualiter in Deo non est, ut dictum est in hac dist. q.1, art.1” (In I Sent., d. 8, q. 4, a. 1, ad. 1).
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modo, como es el caso de ‘animal’, en cuyo contenido no se advierte de suyo el sesgo de lo racional ni de lo no-racional, a menos que —en un plano lógico— el género entre en conexión con una esencia real. Las nociones más generales se traen así a determinación a partir de la adición de una diferencia específica señalable. Pero como Dios es un ser simplicísimo, nada se le puede añadir, pues es impensable que un ser simple se forme por adición, puesto que la adición es lo más opuesto a la simplicidad. Por tanto, se desprende que Dios se determina por sí, sin necesidad de ningún otro añadido49. Tanto la lógica como la metafísica sugieren que Dios no es un ente común. Esto significa también que por la misma razón, tampoco es sujeto, al menos en los sentidos convencionales del término. Habrá que ver, a continuación, el valor de nuestras aserciones acerca de Él y, si es posible, entonces, que nuestros enunciados logren expresar su esencia.
2.2. El sentido de los juicios de la mente Acabamos de ver que, según las sugerencias de la lógica, Dios no es un ser formado por adición. Y ello, a pesar de que en Él encontramos cualidades tan diversas como la sabiduría, la bondad o la omnipotencia. Decimos que su unidad es esencialmente trina, y que cada una de las personas realiza acciones propias, aunque todas en comunión con la Trinidad. No hay obstáculos para decir que Dios no se forma por adición, pero es verdad que tiene una amplia variedad de rasgos y características que nos es difícil abarcar. Esto nos dificulta determinar su naturaleza externamente, es decir, tal como lo hacemos en la óptica de los demás entes —incluso los más perfectos— al indicar su género y diferencia. Pero su carencia de género y especie muestra su falta total de composición, y nos hace ver que Dios no es un sujeto real, es decir, un sujeto metafísico en el sentido en que lo era la sustancia. Nada que le sea propio nos lleva a pensar que detenta propiedades que se suman compositivamente a Él como lo blanco a Sócrates. Tomás de Aquino rechaza explícitamente esta posibilidad, al
49. “Ita etiam divinum esse est determinatum in se et ab omnibus aliis divisum, per hoc quod sibi nulla additio fieri potest. Unde patet quod negationes dictae de Deo, non designant in ipso aliquam compositionem” (In I Sent., d. 8, q. 4, a. 1, ad 1).
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sopesar que si esto fuera posible, entonces el sujeto sería entendido de modo accidental: “Ya que Dios es acto puro sin mezcla de potencia, no puede ser sujeto de los accidentes. Sucede, según lo dicho, que en Dios no hay composición de materia y forma ni de ninguna de las partes de la sustancia. Tampoco de género y diferencia, o de sujeto y accidentes. Sucede así que los nombres que se dicen Dios no se predican como lo accidental ” (De Po., q. 7, a. 5, c).
Según estas palabras, si Dios es un ser perfecto y posee como tal las perfecciones últimas, éstas no podrán tenerse en el sentido en que Sócrates tiene lo blanco o goza de sabiduría. Así, si se aspira a hacer ciencia sobre Él, será preciso pensar de otra forma, rastreando nuevos caminos y abandonando a tal fin ciertos rudimentos de la cosmología, entre los cuales están sin duda el sujeto y la materia. En Sócrates, como en cualquier ente compuesto, la sabiduría forma composición con el individuo (sujeto), dando lugar a un ente determinado. Pero esto no es así en aquel que es la sabiduría misma, y del cual se dice incluso la misma esencia de la sabiduría. Para Tomás de Aquino la sabiduría divina es de una importancia excepcional, pues, según afirma, la omnipotencia divina no es más que un modo de columbrar su sabiduría50. Y enseña que la sabiduría es lo que es no por sí misma o por lo que según el caso pueda contener la entrada del término en un diccionario lexicográfico, sino más bien que la sabiduría es tal porque ésta se identifica con Dios. Por eso, lo que en otro supone composición, en Él es idéntico a su naturaleza, puesto que la naturaleza de Dios es enteramente simple. Tomás de Aquino nos ha dejado una pista al escribir que “los nombres que se dicen de Dios no se predican como lo accidental”51. Así, se aprecia que cualquier atributo divino es incomprensible por medio del talante del accidente. Sabido esto, es decir, que —dado el caso—, como atributo divino, la sabiduría no se predica de Dios como p. ej., la honradez se dice de Sócrates, habrá que sopesar la medida en que Dios es, en rigor, sujeto de nuestros predicados, y por tanto, cómo es posible elucidar oraciones correctas sobre Él. A este tenor, como es obvio, cabe matizar 50. “Cum autem potentia Dei, quae est eius essentia, non sit aliud quam dei sapientia, convenienter quidem dici potest quod nihil sit in dei potentia, quod non sit in ordine divinae sapientiae, nam divina sapientia totum posse potentiae comprehendit” (S. Th., I, q. 25, a. 5, c). 51. De Po., q. 7, a. 5, c.
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que nada impide que, de ordinario, se diga que “Dios es bueno” o que, como es nuestro caso, se mantenga que “Dios no es un sujeto real” sin temor a predicar inválidamente sobre Él. En la vida real es un hecho que uno puede hacer alusiones a Dios sin temor a que la aserción sea necesariamente falsa o exprese una posibilidad irrealizable. La cuestión central es que al atribuir adscribimos propiedades a ciertos sujetos, de modo que, p. ej., P se dice siempre invariablemente de x. Y la fórmula P(x) será útil siempre que la empleemos para referirnos a los seres compuestos. Pero, a tenor del hecho de que Dios es un ser simplicísmo, ¿cómo servirá para describirlo? Hay serias dificultades que muestran lo impropio de tomar a Dios como parangón de todo tipo de predicación, en el sentido de que hubiese una analogía entre el modo como se predica de Él y en que decimos lo blanco de Sócrates. En primer lugar, porque si a tal fin afirmamos que Dios es un sujeto x, súbitamente lo constituimos en un ente común, puesto que entonces juzgaremos sin duda sobre él siguiendo nuestras pautas habituales. En segundo lugar, porque si P es una propiedad suya, es obvio que P será distinto de x, como cuando decimos que Sócrates es sabio, donde ‘Sócrates’ y la cualidad ‘sabio’ son elementos distintos. El juicio de la mente, por tanto, no parece buen medio para conocer con provecho al Absoluto. En otros términos, el problema es el siguiente. Dios como sujeto hipostático no tiene nada a su alrededor a lo que deba estar vinculado a fortiori. Ningún rasgo o cualidad se dice de Él por necesidad, a no ser que este rasgo esté ya presente en su ser como algo indiscernible de sí. Toda otra cualidad no se dice de Él por necesidad, sino tal vez de modo contingente. La creación, sea el caso, no se asocia al creador según la forma lógica P(x), puesto que si esto fuera así sería sinónimo de una composición real de esa clase. Lo cual, si no nos resuelve un problema nos dice al menos que Dios es una sustancia simple a la cual no compete vínculo existencial alguno. Por eso es necesario contar con que los juicios que podamos hacer de Él son tales secundum quid o, al menos, válidos si se hacen al momento estrictas matizaciones. Dice Boecio en el libro De Trinitate que la forma simple no puede ser sujeto52. La cita ha sido traída ya a colación. Tomás de Aquino acoge esta sugerencia que repite en distintos pasajes de su obra. Expresa que la 52. “Forma simplex subiectum esse non potest” (BOECIO, De Trin., ML 64, 1250).
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simplicidad absoluta de Dios no admite excepciones. Singularmente, Dios sigue siendo un ser simple también a la hora de predicar. Además, Tomás de Aquino conoce la dificultad lingüística inherente a la predicación de nombres y atributos divinos. Boecio desea expresar que el término ‘sujeto’ es impropiamente divino, y que la predicación acerca de Dios no puede pasar por alto este hecho. De modo sintético, queda claro que la forma pura y simple excede como tal nuestra capacidad y que en esa medida la predicación no puede desentrañarla. Finalmente, toda esta dificultad se resuelve en S. Th. I, q. 13, a. 5, donde Tomás de Aquino rechaza que la predicación de los atributos de Dios tenga carácter unívoco, o sea, que éstos valgan tanto para Dios como para las criaturas. Previamente, en esa misma cuestión había distinguido dos modos de predicar atributos de Dios. Según esa disquisición, tenemos que los nombres que aplicamos a Dios se dicen de Él de modo sustancial (q. 13, a. 2) y propio (q. 13, a. 3). Como referencia, estos nombres se predican de Dios por cuanto no nos cabe duda de que están dirigidos a Él, pero sabiendo que el modo en que significan en nuestra mente ya no es precisamente suyo. Si tomamos la célebre distinción establecida por Frege entre sentido y referencia, diríamos que en la mente de Tomás de Aquino, la referencia de los atributos divinos sería más precisa que su sentido. Lo que quiere decir que la semántica de todas esas cualidades que atribuimos a Dios está mediada por nuestra limitada capacidad de elevar la cualidad a un grado superlativo. Por eso Tomas de Aquino nos insta a estar más ciertos de que la propiedad que atribuimos en una oración a Dios, le pertenece realmente, y menos, de que el atributo ad quem logre reflejar la esencia divina tal como es. Por ese motivo, no nos deberá extrañar que muchos conceptos que creemos ser propios de Dios lo son de un modo distinto al que imaginamos. Sobre todo porque desde el punto de vista epistemológico, el sentido de nuestros atributos se forma por abstracción de las propiedades sensibles de las cosas, las cuales, en tanto contienen elementos extraños a la esencia divina, nos son medianamente útiles. Con estos presupuestos, Tomás de Aquino rechaza la predicación unívoca de las propiedades comunes a Dios y a las criaturas. En efecto, nada de lo que se diga de Sócrates —como la sabiduría o la bondad— se podrá decir de Dios en idéntico sentido. La razón de esto es que las perfecciones que vemos en las criaturas son una expresión fragmentaria de los atributos que vemos en Dios, tal como nos sugiere una lectura atenta de las cinco vías que demuestran su existencia. La simplicidad de Dios, que aúna sus perfecciones en grado sumo, hace que nuestra percepción de esas 219
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propiedades en lo creado, de alguna manera sea espúrea, ya que para nosotros, según se ha dicho, la percepción de una sabiduría suprema no es posible. Percibimos mejor la sabiduría de Sócrates o Calias, sujetos a partir de los cuales elaboramos nuestro concepto de sabiduría. Por eso —explica—, cuando hablamos de las perfecciones de Sócrates, en último término hacemos referencia a algo distinto de su esencia, de su potencia o de su ser53. En todo momento conviene saber que esta situación caracteriza nuestro conocimiento y no, como es obvio, al ser mismo de Dios. No sin razón se ha afirmado que la proposición “Dios existe” es evidente por sí, pero no quoad nos, porque para nosotros la esencia de Dios nos es desconocida. De entrada, cuando deseamos aprehenderla, la existencia de Dios, al igual que la de cualquier otro ser, se nos presenta como compuesta: según Tomás de Aquino, tenemos noticia de que es, de que existe, y de que, por tanto, ha de tener esencia. Pero de esta esencia lo ignoramos casi todo. No sabemos cómo es, o bien, cómo lo que es, es. De ahí que con el uso del entendimiento tendamos a separar lo que en la realidad está unido y forma una sola cosa: la esencia y la existencia de Dios. Se comprueba así, que dada nuestra limitación, el conocimiento nos impone un concepto complejo de la existencia, en el cual está separado el acto de ser de lo que es. Y ocurre que esta complejidad hace difícil el trasplante de la existencia de la que hablamos a Dios. Tanto la forma lingüística de la proposición “Dios existe” como su representación en la mente son complejas, articuladas, e incluyen inevitablemente la creencia de que Dios es un sujeto x con una propiedad P, donde la existencia está por dicha propiedad. Ahora bien, que esa propiedad P a la cual llamamos ‘existencia’, y Dios, son una y la misma cosa —tal como debería entenderse— es una cuestión evidente sólo para Él (quoad se) porque su conocer es omnicomprensivo, y todo lo conoce según su simplicidad. En cambio, nosotros vemos que la identidad entre el sujeto y la existencia divinas es un misterio insondable del que no acertamos a dar cuenta. Con todo, estas dificultades no imponen barreras infranqueables en todos los sentidos. Sabemos, como se ha dicho, que no conviene dudar de que todo aquello que atribuimos a Dios sea falso, sino que, en cierto modo, encontramos escollos insalvables cuando queremos atribuir propiedades a Dios —como la sabiduría— en la medida en que Éste las posee. 53. Cfr. S. Th., I, q. 13, a. 6, c.
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Según esto, p. ej., Tomás de Aquino niega que todos los nombres que se predican de Dios lo hagan en sentido equívoco. Es decir, no cabe duda de que hay nombres y atributos que se dicen propiamente de Él. Esta es una posibilidad que facilita la predicación analógica, que, por ese camino, aproxima los nombres que empleamos a Dios. Estos nombres se dicen ‘propios’ de Dios en razón de que, aunque son formulados por nosotros, no nos pertenecen tanto a nosotros cuanto a Dios. Los nombres que sean el caso serán así, más suyos que nuestros. Son los nombres de ciertas perfecciones dadas en grado eminente. En este campo, la analogía permite que lo que es propio de Dios, se predique de nosotros con otra medida, y salvando —como es lógico— una enorme distancia. J. F. Wippel afirma que el interés por salvar la magnitud de Dios es tal, que Tomás de Aquino renuncia a un tipo de analogía, como es la analogía de uno a muchos, en la que el término compartido es de carácter universal, siendo participado por muchos individuos. Pero justamente, se descarta este tipo de analogía en la cuestión de Dios, prefiriendo la analogía de uno a uno para restringir máximamente otros usos de un sentido cuya aplicación fuera del caso de Dios es impropia54. Se debe reconocer la capacidad de nombrar y atribuir propiedades reales a Dios, y junto a esto, de admitir estos juicios como verdaderos. Si en una situación distinta no pudiésemos referirnos a Dios más que de modo general o equívoco, ninguna criatura tendría noticia de Él55, pues todo lo que creeríamos decir de Dios no se diría realmente. De ser esto así nos encontraríamos con que nunca hablaríamos rectamente de Él, sino más bien, de cualidades humanas o de cualidades que desearíamos atribuirle. De ese modo, p. ej., tanto si se afirma que “Dios es justo” como si se niega, el referente de la proposición sería una mera imagen mental, y por tanto, un sujeto irreal. En consecuencia, si es posible hablar positivamente de los atributos divinos, es preciso evaluar los límites del juicio de la mente, que opera con elementos obtenidos de la abstracción sensible, y que tiene, por tanto, una aplicación impropia en Dios. Si, como decía Aristóteles, el juicio es la capacidad de unir y separar lo unido o separado en las cosas56, cabrá esperar que el juicio dé explicaciones causales de los hechos: conectándolos, asociándolos y entretejiendo los abstractos sensi54. Cfr. WIPPEL, J. F.: “Metaphysics”, o. c., pp. 116-117. 55. “…sed etiam pure equivoce, ut aliqui dixerunt” (S. Th., I, q. 13, a. 5, c). 56. “El ser es estar junto y ser uno, y el no ser, no estar junto sino ser varias cosas” (Θ 10, 1051b 12-13).
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bles en unidades de sentido más grandes, como son los conceptos más abstractos. Ahora bien, si con todo, nos hiciésemos idea de la esencia de Dios, que para nosotros es ignota, ésta no podría ser causal, porque las explicaciones causales proceden del juicio. Ese supuesto conocimiento debería ser intuitivo, directo, al modo de la epagogé aristotélica57 que capta los principios sin provisión de sensibilidad.
2.3. La designación de Dios como supuesto a) El camino de la vía negativa Según se avanza en la comprensión del problema de Dios, comienza a verse que, en realidad, la cuestión no es tanto si podemos predicar o no de Dios el término ‘sujeto’, cuanto si existen, a consecuencia de esa situación, serios escollos para aprehender su esencia. Esta es, a decir verdad, la principal dificultad que nos encontramos cuando se desea, en teodicea, saber algo más de Dios sin tener que apoyarse en la analogía. Esta dificultad existe y hace que nuestra percepción natural de Dios sea limitada. La dificultad se debe a varios motivos. Por una parte, es patente que nuestra relación causal con Dios es —según afirma Tomás de Aquino— de carácter equívoco58, o sea, deficiente bajo cierto punto de vista; concretamente, el de la causa que la origina. La falta de entidad del efecto que son las criaturas, en este sentido, no ayuda a desentrañar la causa del agente. Debido a esta circunstancia, la percepción de una esencia en grado eminente o bien, una genuina y estricta aprehensión de la esencia divina se torna inasequible59. Así pues, qué es Dios, en definitiva, es una pregunta que nos excede y a la cual no podemos dar respuesta. Una dificultad añadida es que las tres vías de acceso a Dios que tradicionalmente se han considerado —la vía de afirmación, negación y eminencia— no aseguran la aprehensión de la quididad de Dios. En este contexto se ha visto que para Tomás de Aquino, el culmen del conoci57. Anal. Poster., II, 1000a 10-13; vid. asimismo HAMLYN, W.: “Aristotelian Epagogé”, Phronesis, 21 (1976) 167-184; MERCADO, J. A.: “La concepción aristotélica de la inducción”, en Excerpta et dissertationibus in Philosophia, 2 (1992) 224, nt. 126. 58. Cfr. De Trin. I, a. 2, c. 59. “...non potest comprehendi virtus agendi et per consequens nec essentia eius” (íd.).
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miento del hombre en esta vida consiste en la conciencia particular de lo que ignoramos sobre Dios60. Esto es algo que se considera más valioso que todas ideas que podamos recabar de Él. Se da paso así a un eminente tipo de sabiduría que ha caracterizado el pensamiento de muchos místicos, que han impulsado con tesón una teodicea basada en el descubrimiento de la diferencia, aquella justamente que media entre Dios y nosotros. Pero ése no es el propósito de Tomás de Aquino. De modo que, si el camino se dirige en otra dirección, hacia una meta realista, se verá que así como podemos captar inmediatamente la quididad de las cosas, de Dios tenemos sólo un conocimiento mediato. La invisibilidad de Dios a ojos humanos lo hace enormemente desemejante a todo lo sensible, que es la fuente de nuestra experiencia. Por otro lado, concediendo que en algún sentido lo sensible nos guía hacia Dios por el estudio de las causas físicas, la composición inherente a su ser no expresa la esencia simple de Dios61. De nuevo, todo parece apuntar a una misma dirección: Dios no es un ens commune. Como bien sabemos, esa noción parece ser una formalidad de nuestra percepción, un recurso que empleamos para componer y dividir los géneros y especies existentes. Es, desde luego, un marco inadecuado para concebir a Dios. Ahora bien, una vez señalados los límites del camino, convendrá reparar en las virtudes de la vía negativa. Vista la dificultad de fondo, lo cierto es que no todo se pierde en esta tesitura. Tomás de Aquino percibió que, paradójicamente, se puede saber mucho negando predicados que no son propios de Dios. Así, por ejemplo, conocemos la incorporeidad de las esencias separadas, al saber —como sabemos nosotros— que la corporeidad impone cierta limitación a los entes. Con arreglo a esto decimos que Dios es un ser incorpóreo. Ciertamente, podrá apreciarse cómo el mismo concepto de ‘incorporeidad’ contiene interna-
60. “Ad primum ergo dicendum quod secundum hoc dicimur in fine nostrae cognitionis Deum tamquam ignotum cognoscere, quia tunc maxime mens in cognitione profecisse invenitur, quando cognoscit eius essentiam esse supra omne quod apprehendere potest in statu viae, et sic quamvis maneat ignotum quid est, scitur tamen quia Est” (In Boethii de Trin., q. 1, a. 2, ad 1). 61. Por último, otros autores ha descartado otras distorsiones de este planteamiento. La distorsión consiste en pensar que Dios —como causa de los entes— coloque o distribuya parte de su esencia metafísica sobre éstos, tal como si cediera parte de su ser al darse a participar a los entes. A decir verdad éste no parece un buen modo de explicar la creación, ya que entre otras confusiones posibles puede llevar a pensar que Dios comparte un género común con lo creado (vid. PÉREZ GUERRERO, J.: La creación como asimilación a Dios, Eunsa, Pamplona, 1996).
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mente un juicio negativo; concretamente, el que un x no tenga P, o que echemos en falta P de x, lo cual es indicativo de una privación62. De ese modo, en algún momento entiende Tomás de Aquino que, dada la asombrosa perfección de Dios, lo más interesante es adentrarse en el hallazgo de la diferencia que media entre Él y nosotros. Quizá lo tuvo claro ya cuando compuso la Summa contra gentes, donde esta convicción se expresa a partir de la q. 13. En teodicea, según se desprende de esas cuestiones, la vía negativa encuentra el camino racional más corto entre Dios y la criatura. Consiste, en esencia, en negar espejismos o falsas semejanzas de las criaturas con respecto a Dios63. Y en los capítulos posteriores al 13, se aplica a negar propiedades de Dios con objeto de definir mejor su esencia, y lo hace de modo profuso64. Por nuestra parte, quizá de modo intuitivo, tendemos a creer que la negación no aprovecha demasiado. En este sentido, se recordará que este estado de cosas movió a Duns Escoto a reconsiderar la situación del hombre con respecto a Dios. Como se sabe, Duns Escoto era reacio al uso de la vía negativa en el conocimiento de Dios, por entenderlo un conocimiento escuálido e improductivo65. Parece que, bajo cierta inspiración escotista, con la negación sólo conseguiríamos una noción vaga e imprecisa de su ser, obteniendo como resultado un ser abstracto que despertaría en nosotros un rechazo instantáneo, pues recuerda al dios del panteísmo óntico del que casi nada se puede decir con firmeza. Para no dar opción a esta insinuación, que haría de Dios una entidad indefinida e inescrutable, Gilson nos persuade de que, contrariamente a esto, la vía negativa es el punto en el que vendrían a coincidir todos los juicios de perfección sobre 62. Lo mismo parece indicar Aristóteles, para el que la ceguera —como contenido conceptual— incluye en sí la capacidad de ver. 63. Cfr. S. c. G., I, cap. 13. 64. Cfr. WIPPEL, J. F.: Metaphysical Themes in Thomas Aquinas, Catholic University of America Press, Washington, 1984, p. 223. 65. Escoto pugnó por establecer un puente entre la metafísica y la teología que aligerara los problemas cognoscitivos de la ciencia suprema. Previamente, Escoto postuló que la intuición sólo sería posible en la otra vida, cuando contemplemos a Dios cara a cara, pero que en nuestro estado de viadores el hombre habrá de conformarse con un conocimiento limitado de Dios, sobre el cual tiene poco que decir la metafísica. El puente que buscó tender Escoto “sólo podría ser sobre la base de considerar a Dios, objeto de la Teología, como un ser del que se predica unívocamente la razón de ente, porque éste es el primero que cae bajo la mirada de la inteligencia, al no ser Dios una forma abstraíble. Y, puesto que Dios no es una forma abstraíble, debía Duns buscar un modo de conocer el ente, cualquiera que fuese, distinto de la abstracción, y postular que tal conocimiento era propio o natural del hombre. Ese modo de conocer sin abstracción era la intuición intelectual” (SARANYANA, J. I.: “Sobre el ‘In Boethii de Trinitate’”, en Miscellanea Mediaevalia 19 (1988) 77).
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la esencia divina66. Así, la virtud de este camino habría de residir en esto. En realidad, si podemos aseverar de Dios que no es p, de modo indirecto se dirige la atención hacia q o r, que son los atributos que quizá interesa destacar. La vía negativa convierte en resumidas cuentas, una aserción sobre p en una afirmación de q o r, aunque no conste explícitamente así. La cuestión es, entonces, la conveniencia de llevar todo eso que se excluye de Dios a un plano positivo. Ello es cometido de la vía de eminencia, a partir de la cual se resalta lo positivo que podemos decir de Dios hasta un grado infinito. La vía de eminencia busca afirmar y reforzar lo positivo que sabemos de Él, toda vez que previamente se ha cribado con juicios negativos acerca de lo que pensamos que no le conviene. Así apartamos de Dios la inidentidad de ser o la nada, ya que, a diferencia de todo lo demás, sabemos que Dios subsiste por esencia, pues es el Ipsum Subsistens. Si se admite que Dios es la subsistencia y nada más que eso, encuentra sentido esa afirmación de la Escritura según la cual en Yahvé debía verse al “que es”, o en otro sentido, a aquel que es idéntico consigo mismo por esencia. Si Dios posee una esencia en la que ser y esencia se funden, se patentiza que nada que no sea puede se predicar firmemente de Él. De modo que todo lo que ‘es’ se identifica consigo mismo sin perjuicio para los demás entes, que siguen teniendo cada uno su ser. Por más que la analogía nos señale la dirección correcta, Dios posee las perfecciones de lo creado de un modo que ignoramos, ya que nuestra participación no es ajena a su quididad. No es que desconozcamos nuestra participación en el ser divino, sino que ignoramos qué entraña para Él. El problema supera, como se ve, cualquier composición de lugar que nos hagamos67.
66. “Consideremos, por ejemplo, la perfección que es la sabiduría. Poseer la sabiduría para el hombre es ser sabio. El hombre ha alcanzado un grado de perfección porque ha ganado un grado de ser al convertirse en sabio. Pues cada cosa se dice más o menos noble, más o menos perfecta, en la medida en que es un modo determinado, y, además, más o menos elevado, de perfección. Por consiguiente, si suponemos un acto puro de ser, puesto que toda perfección no es sino un cierto modo de ser, este existir absoluto será también la perfección absoluta” (GILSON, E.: El tomisto, o. c., p. 162). 67. Cfr. De Ente, cap. 6.
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b) El nombre propio de Dios La aproximación epistemológica a las condiciones de un verdadero conocimiento de Dios, deja expedito el camino a la pregunta por cuál es su nombre, o bien, en un sentido más técnico, cuál de nuestras categorías creemos que expresa mejor su esencia. Ciertamente, hay que dar por cierto que Dios no es sustancia ni sujeto de atributos. Tampoco son sustancias, a este tenor, las personas divinas, para las cuales Tomás de Aquino prefirió el término ‘hipóstasis’ en lugar de ‘naturaleza’ o ‘especie’. Las personas divinas son ya —según esta terminología— algo personal, formalmente distinto de su esencia. La hipóstasis expresa una determinación no meramente formal, sino una determinación de todo el ser considerado como un conjunto, como un complejo de partes. Por eso, hipóstasis y esencia no se deben confundir como no se confunden la parte y el todo. Ambas designan cosas distintas a pesar de que, en la práctica, las hipóstasis o personas divinas se identifican con la esencia simplicísima de Dios. Para conocer con éxito la esencia divina —el vínculo de unidad entre las tres personas—, es importante entender el nexo que hay entre perfección y contingencia. La esencia divina es inmutable. En efecto, ‘ser’ se dice propiamente de Dios, y quizá derivadamente de nosotros. Dios es el verdadero titular de ese término del que nosotros participamos por mor de criaturas. Si esto es así, es evidente que el ser de la esencia divina es el que ha sido siempre; no padece cambio ni mutación, ni logros de nuevas perfecciones y retrocesos. Y como es de suponer, todo eso exige algo que debe descartarse de Él, como es falta de consistencia ontológica: la contingencia68. Por eso, si algo caracteriza a la esencia divina, es la falta más absoluta de contingencia. Pero una vez señalado que Dios es el ser por antonomasia, ¿qué más decir? ¿Se puede llegar más lejos? Con un epíteto de esta sentencia, Tomás de Aquino definió a Dios como Ipsum Esse Subsistens, una apuesta clara por la noción de ser frente al QRYKVL QRKVHZ QRYKVL de Aristóteles, que subrayaría la primacía de la inteligencia en el primer motor. Pero Tomás de Aquino destacó el ser por encima de la inteligencia, y lo hizo en atención a lo que entendía como el grado máximo de posesión y dominio: la subsistencia por naturaleza. Según esto, la máxima concentración de ser determina la máxima subsistencia. En esta óptica, Dios es 68. “Das göttliches Sein ist keines Zuwachses mehr fähig” (MEYER, H.: o. c., p. 294).
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frente a nosotros el que subsiste con propiedad, en oposición a nuestro modo de subsistir derivado y dependiente, aunque legítimo. Ahora se habla de subsistencia como de una capacidad de perpetuarse o permanecer indefinidamente en un estado o condición. Es —entre paréntesis— nuestra noción común de subsistencia, entendida como algo que habitualmente comprende una realidad distinta del esse, a saber, la autonomía propia de la sustancia: de lo que subsiste en sí y no en otro. En los entes finitos, pues, la subsistencia se conecta con la esencia de la sustancia más que con el ser. Por esa razón distingue Tomás de Aquino en algunos lugares entre actus essendi y subsistentia, porque es cierto que percibimos ambas nociones como distintas69. La subsistencia tiene, por tanto, una connotación unitaria. Según esto, es la unidad entera la que subsiste, y no alguna de sus partes, pues las partes aisladas del todo no tienen consistencia. Por eso, prefirió no usar el término ‘subsistencia’ como sinónimo de ‘persona’. Para no hablar de ‘subsistentes’ al referirnos a las personas de la Trinidad y no dar lugar así a confusión, históricamente se introdujo el término ‘hipóstasis’, un vocablo que creía más limpio de significaciones que otros y que se avenía mejor a la Trinidad. La hipóstasis significa literalmente “aquello que está por debajo” o “eso que subyace” y está de modo latente en una estructura, aunque eso se manifieste con mayor o menor evidencia. Escribe Boecio que puede ser entendida como ‘persona’ a causa de una curiosa confusión terminológica en el trasvase del término al latín70. Y así, el término se difundió por occidente con esa connotación personal. Es conocida la influencia que Alberto Magno ejerció sobre su discípulo Tomás de Aquino, y tal vez, su opinión al respecto puede arrojar luces. Alberto Magno buscaba un modo de hallar la dignidad del ser personal, y para eso veía que en una hipóstasis lo esencial es lo que él entiende por “naturaleza potencialmente determinada” a la que se añade una “propiedad determinante”71 que da lugar a una cierta clase de individuo. Un individuo sería así el resultado de una determinación que germina en una naturaleza dispuesta para tal fin. Esta contribución no resulta ociosa, pues la propiedad requerida con la cual una naturaleza se deter69. Cfr. S. Th., I, q. 39, a. 2, ad 3. 70. Cfr. BOECIO, Liber de persona et duabus naturis contra Eutichem et Nestorium, III (PL 64, 1344 A). 71. Cfr. LOMBO, J. A.: La persona en Tomás de Aquino. Un estudio histórico y sistemático, Apollinare Studi, Roma, 2001, p. 156.
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mina podría ser ahora la naturaleza racional (rationalis natura) de la que toma origen la noción aquiniana de persona. Esta propiedad añadida aportaría la determinación de la persona a la que alude justamente la hipóstasis, mientras que los otros dos términos de la definición —individua substantia—, aportarían la subsistencia del sujeto en sentido metafísico, o lo que es lo mismo, una posición concreta y precisa de realidad. En síntesis, resulta aquí que existir o persistir sería lo propio de la subsistencia. La especificación, determinación y pertenencia a un todo sería lo propio de la hipóstasis. Aunque esto nos llevaría lejos y sin duda sobrepasa los límites de esta investigación, Tomás de Aquino encuentra útiles uno y otro término en lo que respecta a Dios, de modo general, y en lo que concierne al Verbo en particular. La hipóstasis divina expresa bien la tensión inherente a la posesión de dos naturalezas en Cristo, que como Hijo de Dios habría llevado una vida humana. Su vida terrena y su ser divino habrían de constituir, a partir de ahí, una sola hipóstasis o todo personal enteramente subsistente. Como se sabe, concebía que las dos naturalezas del Verbo no son autónomas ni se mueven separadamente, sino que son asumidas e integradas en el todo unitario de la hipóstasis —la persona del Verbo—. En Cristo habría así dos naturalezas determinadas en una única hipóstasis. Es cierto que Tomás de Aquino ha empleado con habilidad este complejo andamiaje filosófico, en parte nuevo y en parte extraído de la tradición. Como es fácil de suponer, no todo son facilidades cuando una terminología se asume de contextos originariamente distintos. Junto a muchas aportaciones positivas, en el otro lado de la balanza pesa, no obstante, la referencia inevitable a la sustancia natural física —o res naturae— que soportan estas categorías. El peso de esos términos son como fuertes ataduras de las que no resulta fácil desprenderse. Tomás de Aquino lo sabe y busca por eso mismo otros modos de decir que enriquezcan el estudio de los seres espirituales, y singularmente de Dios. A tal fin, cita a menudo la opinión de Ricardo de San Víctor, para el que la deficiencia del término ‘persona’ es clara cuando es empleada en Dios. Para él, dentro de una tesis más amplia, no se decía que las personas de la Trinidad ‘subsisten’, sino que simplemente ‘existen’72. 72. Tomás de Aquino, recogiendo la opinión de Ricardo de San Víctor, señala que en Dios las personas se distinguen por su propiedad original, y no se superponen o solapan unas a otras a la manera de un sujeto. La doctrina de Ricardo de San Víctor muestra que las personas en Dios no
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Lo que no se debe pasar por alto es que la sustancia natural subyace a todas estas expresiones. De un modo u otro, se hace patente que los términos que empleamos para describir el ser de Dios echan fuertes raíces en la metafísica y la cosmología. De ahí que la conveniencia de apartarse de ellas no resulte sencilla, a pesar de que pueden dar lugar a equívocos. Es un hecho que la hipóstasis era concebida originalmente como lo que subsiste bajo los accidentes, y la sustancia, como aquello que es por sí y no en otro73. De modo que, sea como fuere, la teodicea arrastra el peso de términos que no son de este ámbito, o que fueron concebidos por Aristóteles y sus comentadores para otro fin. El carácter metafísico de las nociones de sustancia e hipóstasis es claro. Esto provoca el que, para defender la posición de que Dios no es sustancia —como es en todo momento la intención de Tomás de Aquino— el recurso a estas nociones quizá no parezca lo más indicado. Quizá fuera posible paliar algunos de estos problemas acuñando una nueva terminología74. Eso hace que todo lo que decimos de Dios, en último extremo quede a la espera de cierta criba heurística por parte del lector, que sopesa lo precario de nuestra situación al captar la realidad divina. El lector precisa saber que la analogía según la cual se dicen estos términos tomados de la física tiene sus limitaciones, como también en su día se le plantearon a Aristóteles, del que sabemos que compuso los tratados de la Física antes de la Metafísica, donde hizo un primer borrador de las entidades metafísicas que habría de tratar más tarde. Lo que esto expresa, en síntesis, es algo sabido: colegimos limitadamente a Dios. Pero se pone de manifiesto que esta circunstancia trae consigo una enseñanza terminológica. Lo más alto no es rigurosamente ni lo más expresable ni aquello a que nuestros nombres apuntan mejor. A fin de cuentas, nombrar es aún asociar a lo nombrado una cierta categoría o a pueden ser sujetos a la manera como lo son las esencias, recipientes de la subsistencia mediante el acto de ser. Las personas están libres de esa subjetividad o de la mera receptividad pasiva. Tomás de Aquino asume con esto que el concepto de ‘sujeto’ no es pertinente en Dios. La subjetividad ha de trasladarse a las esencias. “Nihilominus tamen, quia secundum rem nihil ibi est sub alio, ideo Richardus de Sancto Victore, volens proprie loqui, dicit, quod personae divinae non subsistunt, sed existunt, inquantum scilicet distinguuntur proprietatibus originis, secundum quas una est ex alia, quibus non supponuntur per modum subjecti; et ideo divinas personas non dicit esse subsistentias, sed existentias” (In I Sent., d. 23, a. 2, ad 3). 73. Cfr. LOMBO, J. A.: o. c., p. 171. 74. Si bien, como es obvio, tarde o temprano cualquier otra terminología plantearía problemas semejantes y no menos intrincados, pues al fin y al cabo no mejorarían nuestro modo de percibir a Dios, sino en todo caso, nuestro modo de vertebrarlo en una serie de ideas.
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algún modo de entender75. De ahí que hablemos de personas divinas cuando sabemos que éstas incluyen una referencia a la sustancia, a la que, como es patente, la esencia divina es ajena. Y si la predicación de atributos divinos es posible, se debe hacer sobre la base de que Dios no es un ente común. Conocemos la solución de Tomás de Aquino a este escollo. Hemos sabido que nuestros nombres no atañen a Dios tanto por su contenido semántico como por su referencia, o sea, advertidos de que el modus significandi de los mismos está proporcionado a la intelección de las criaturas. Si paralelamente, se garantiza que determinados nombres designan sin trabas atributos divinos76, según esto último se sabe que éstos envuelven cierta insuficiencia congénita al modo como los pensamos. Atributos como ‘verdad’, ‘bondad’ o ‘sabiduría’ son propios de Dios, pero realmente lo son más de Él que de nosotros. Por eso, a decir verdad no sabemos qué entraña la recta verdad, bondad o sabiduría, elevadas en grado infinito, porque nos hacemos una idea residual y fragmentaria de las mismas. Que esas nociones poseen una significación del más alto grado es de todo punto incuestionable. Pero en último término, qué es lo bueno en sí, lo verdadero en sí, etc., es algo que rebasa nuestra capacidad y que, en consecuencia, ignoramos, por más que se asegure colateralmente que todos son atributos que tienen su sede en Dios. Son dificultades con las que ha de contar la teodicea. Por nuestra parte, al hacer teodicea se hace uso de categorías metafísicas, y por tanto relativas al ente común, que —no se olvide— es el objeto propio de la metafísica77. Comúnmente, para desentrañar la índole de los entes comunes no se necesita crear una nueva terminología, sino que se acude a ellos en la búsqueda un rendimiento analógico, ya que, de un modo u otro, es estéril tratar de verter en palabras lo que de suyo es inexpresable, según apreció Plotino. Hasta donde podemos llegar, se ha de decir —en ausencia de todo conocimiento mejor— que Dios es hipóstasis y sujeto impropia75. “Multiplicitas nominum potest dupliciter contingere. Vel ex parte intellectus, quia cum nomina exprimant intellectum, contingit unum et idem diversis nominibus significari, secundum quod diversimode in intellectu accipi potest” (In I Sent., d. 22, q. 1, a. 3, c). 76. “Names such as these, here illustrated by goodness, wisdom, and esse, and often referred to as pure perfections in the scholastic tradition —can be said of God in some nonmetaphorical way. This is not true of another kind of name which necessarily implies some creaturately and imperfect mode of being in its very definition. No such name can be applied to God except metaphorically” (WIPPEL, F. J.: Metaphysical Themes, o. c., p. 224). 77. Cfr. ZIMMERMANN, A.: Ontologie oder Metaphisik? Die Diskussion über den Gegenstand der Metaphysik im 13. und 14. Jahrhundert, Peeters, Leuven, 1998, pp. 216 y ss.
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mente, pues estamos ciertos de que sujeto, supuesto o hipóstasis connotan una composición cierta en la que la esencia divina no encaja bien. Así pues, quizá sin pretenderlo, a veces se muestra a Dios con las trazas de un ente compuesto, cuando es el ser simplicísimo. Como es evidente, Tomás de Aquino aprecia a cada paso dicha limitación, que ha expresado de ordinario en diversos lugares de su obra78. Todo lo cual ha hablado a favor del carácter funcional y polifacético del término ‘sujeto’. Según ese valor polisemántico, la noción se muestra útil para iluminar la composición de sustancia y accidentes, de accidentes primarios y secundarios —como el caso de la cantidad dimensiva, de interés para entender otro misterio de Cristo: la Eucaristía79—, de cambio y mutación, de potencia y acto, de ser y esencia, etc. Cierto que, según lo visto, la noción no se aplica a Dios formaliter, pero lo hacemos indirectamente al acudir a ella en virtud de nuestra limitación. Así, éste se aplica al hombre y a las sustancias separadas de modo propio, y de modo extendido a Dios. Con él, cualquier otra terminología volvería a ofrecer idénticos obstáculos, al menos, mientras en el futuro no se descubran nuevas vías que muestren a Dios de un modo muy distinto. Así, sin olvidar las posibilidades que la fe nos ofrece, de ordinario, para expresar al Absoluto convendrá acudir a la analogía, los juicios negativos y la elevación de lo pensado en grado máximo.
78. “Et quia naturae rerum creatarum individuantur per materiam, quae subiicitur naturae speciei, inde est quod individua dicuntur subiecta, vel supposita, vel hypostases. Et propter hoc etiam divinae personae supposita vel hypostases nominantur, non quod ibi sit aliqua suppositio vel subiectio secundum rem” (S. Th., I, q. 39, a. 1, ad 3). 79. “Utrum in hoc sacramento quantitas dimensiva panis vel vini sit aliorum accidentium subiectum” (S. Th., III, q. 77, a. 2).
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CAPÍTULO VI
LA COMPOSICIÓN DE ALMA Y CUERPO
El hombre ha sido, casi siempre, un punto de referencia de la filosofía. Desde el nacimiento de esta disciplina, muchos esfuerzos se han consagrado a desentrañar el entramado interno del hombre, es decir, lo que la filosofía moderna designó como ‘sujeto’. Este capítulo ahondará, ahora, en los diversos usos del término ‘sujeto’ que Tomás de Aquino aplica al hombre. Ya sabemos que hace de él un término analógico, dotado de una amplia significación. Por otra parte, fiel al principio de que el saber parte de la realidad, el sujeto no es —como en un planteamiento cartesiano— el inicio del saber; la filosofía no tiene por qué ocuparse del hombre a expensas de la realidad, ni tiene por qué partir de la subjetividad para terminar en lo que Kant consideró las otras ideas reguladoras de la razón: Dios y el universo. Como la filosofía no tiene por qué empezar desde el yo, aquí se seguirá hablando de sujeto para referirnos a una categoría metafísica. De otro modo, en los términos en los que esta noción se trata modernamente, se pondría coto a la variedad y armonía del pensamiento de Tomás de Aquino. Así, en un sentido típicamente moderno de sujeto, más que de “esencia humana”, ‘corporalidad’, ‘racionalidad’, “facultades”, ‘operaciones’, ‘potencias’, “acto primero”, “actos de vida”, y de los demás términos relativos al sujeto, se hablaría más bien de “subjetividad”, esto es, de la exhibición de cierta capacidad de autoconocimiento y dominio. Este es, en resumidas cuentas, el sentido de la libertad común a empiristas y racio233
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nalistas. Sin duda, esta concepción ha regido, en buena medida, el escenario histórico de la conciencia filosófica. La pregunta principal de la filosofía moderna ha invertido el sentido ontológico de las cosas, poniendo la verdad por delante del ser e iniciando el saber desde sus condiciones críticas. Esta visión, que todavía se arrastra, incide en el modo en el que el hombre se conoce a sí mismo, de una parte, y en las consecuencias que se derivan de ese conocimiento, de otra1. En suma, la clave de este proceso se halla en el estudio del tránsito de lo individual, entendido como atributo metafísico, al yo. En un marco histórico, el giro hacia el sujeto ha tenido sus etapas. La filosofía griega supuso un primer acercamiento a la noción de subjetividad. Faltó, lógicamente, una noción que designase todo lo personal y un desarrollo adecuado de la noción de libertad, muy común, p. ej., en los tratados modernos. Pero es comprensible, hasta cierto punto, que en Grecia las cosas se dieran así, pues el humanismo griego no tiene su origen en el individuo, ni en lo que éste tiene de irreductible y personal. La razón es que los griegos no entendieron la filosofía como una actividad de desentrañamiento del yo. Antes bien, la creían inseparable de la contemplación de las leyes generales que regulan la vida de los hombres, es decir, según un ideal universal de ciencia y otro ideal humano de la polis. En el canon del pensamiento griego, el hombre se considera un algo apersonal; no hay, más allá de la ontología, sino tímidos acercamientos al quién o al qué del individuo. En todo caso, se concederá, un punto álgido de ese camino hacia la introspección lo representa la tragedia griega, un ideal que aspira a describir el curso de la decadencia del hombre sin salir de la vida común. Más tarde, con la llegada del cristianismo, el proceso de acercamiento al yo se acelera. Dios, mundo y hombre constituyen los temas de la filosofía que el cristianismo ha de vincular entre sí con un sentido preciso. Hasta el s. XII, predomina el influjo neoplatónico, acogido con ciertas reservas por la patrística e impulsado por S. Agustín hasta bien entrada la Edad Media. En el s. XII, la controversia acerca de razón y autoridad en el contexto del saber juega un papel reorientador en el estado de la cuestión. Para algunos autores, influidos quizá por un prejuicio moderno, Pedro 1. “(…) gefragt ist also nach dem Menschen und danach, wie er sich im Horizont je verschiedener geschichtlicher Epochen selbst Verstand” (HEINZMANN, R.: “Ansätze und Elemente moderner Subjektivität bei Thomas von Aquin”, Geschichte und Vorgeschichte der modernen Subjektivität, Fetz, R. L., R. Hagenbüchle y P. Schulz (eds.), vol. 1, Walter de Gruyter, Berlin/New York, 1998, p. 415).
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Abelardo (1079-1142) destaca como un exponente de la crisis de la autoridad frente a la razón, motivo por el que su teología entra de lleno en la cuestión de lo personal2. Según esto, las soluciones objetivas que ha suministrado la tradición se invierten en su filosofía bajo la idea central del amor. La subjetividad será el principio rector de la filosofía, aunque sazonado quizá de cierto apasionamiento que impide discernir los problemas con objetividad. El mismo proceso que experimenta su ética, en la que valores objetivos, normas y resultados no constituyen lo importante, sino que lo decisivo para Abelardo es la intención. Un principio similar habría de verse, con distintos contornos, en la filosofía de Ockham. De un modo u otro, la Edad Media se vuelve hacia el sujeto. En la óptica de Tomás de Aquino no aparece el término 'subjetividad’ como tal, y lo mismo vale también para toda la filosofía medieval. El camino para encontrarla es la pregunta por el hombre. Qué es el hombre, para él, depende de la relación entre alma, cuerpo y espíritu, instancias que son la síntesis de la esencia del hombre. En este sentido, su principal esfuerzo consiste en mantener la unidad de alma y cuerpo, descartando la preexistencia platónica del alma con diversos argumentos. Además, hay que señalar que, bajo su óptica, la unión de alma y cuerpo en el hombre fue la intención originaria del creador, y no un estado de cosas fortuito o un raro producto de la evolución. La unión es, según su terminología, ex prima Dei intentione3. Al contrario que S. Agustín, para Tomás de Aquino materia y universo entran en la definición del hombre, sin entenderse siquiera como momentos distintos. Se comprende que el dualismo platonizante, asumido con ciertas rectificaciones por S. Agustín, se incline comúnmente por la separación de alma y cuerpo en lo concerniente al conocimiento del mundo. Por el contrario, en el esquema de Tomás de Aquino, alma y cuerpo no se separan, porque sólo a través del mundo llega el hombre a ser lo que es, o lo que es lo mismo, a verse como un sujeto racional. Es preciso conocer la realidad como distinta de uno mismo para tener idea de quién se es. El conocimiento de sí llega a través del contraste entre nuestra actividad epistémica y el mundo exterior como tal, inspirado en la vieja aspiración platónica de la reditio completa in seipsum. Para Tomás de Aquino, el espíritu es el principio de la actualidad del hombre, como por su parte, la forma lo es de la materia. La unión imprime 2. Cfr. HEINZMANN, R.: o. c., p. 417. 3. De Po., q. 3, a. 10, c (cfr. HEINZMANN, R.: o. c., p. 420).
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un carácter indeleble en el alma humana. Esto significa que la racionalidad del hombre no es caprichosa, sino que representa un enclave íntimo de su naturaleza. Dicha intimidad del intelecto con la IXYVL, que veremos en lo sucesivo, hace que el hombre se pueda conocer a sí mismo como lo que es, superando, a tal fin, los obstáculos pertinentes. El conocimiento de sí no es incompatible con otra de sus tesis, a saber, que el saber humano se obtiene ab extrinseco, gracias a la iluminación de las especies. A pesar de eso, cada cognoscente puede conocer su esencia, si sabe atender oportunamente, mediante el ejercicio de sus propias operaciones4. En la medida en que todo hombre se conoce, emerge de cara a la modernidad una referencia ineludible a la actividad consciente5. El acto de conocimiento de sí, entendido como un hábito, y si la lectura del hábito es correcta, representa una perfección del cognoscente más relevante que la extracción externa de imágenes. Si el conocimiento de sí es posible, su incidencia en la concepción medieval de subjetividad habrá de ser notable6. Y ello, a pesar de que Tomás de Aquino parezca declinar la cuestión de los hábitos en favor de las virtudes, dando noticia somera de su dimensión cognoscitiva. En todo caso, el hábito innato que permite la captación de sí constituye, realmente, un acceso connatural a nuestra esencia. Con esta clase de acceso se entiende, como veremos, el sujeto como fundamento sustentante de la actividad de la sustancia7. Así pues, a diferencia de la subjetividad moderna, más o menos enfrentada a una libertad sin límites, en el cuadro del universo de Tomás de Aquino se destaca la presencia de una norma moral, una ley natural que guía el comportamiento del hombre por el camino que conduce a su perfección. El cumplimiento de esa regla representa el acierto de la razón práctica, guiada por la inteligencia. Por eso, la ley natural no es un 4. Cfr. De Causis, prop. 15. (cfr. HEINZMANN, R.: o. c., p. 422). 5. “Der Erkenntnisakt liegt nämlich in der Mitte zwischen dem erkennenden Subjekt und dem Erkenntnisgegestand. Zur Vollendung kommt diese Rückkehr, indem der Geist sein eigenes Wesen erkennt” (HEINZMANN, R.: o. c., p. 423). De este modo, el concocerse a sí mismo se caracteriza no como una actividad episódica del hombre. Antes bien, es un modo de estar en el mundo. “Der Mensch ist also nicht einfach Vorhanden; das Um-sich-selbst-Wissen und in-sich-selbstSubsistieren ist seine Weise zu sein” ( “(...) reditio ad essentiam suam (...) nihil aliud dicitur nisi subsistentia in se ipsa”, De Ver., q. 2, a. 2). Darin gründet zugleich die Freiheit” (cfr. HEINZMANN, R.: o. c., p. 424). 6. “Totius libertatis radix est in ratione constituta, quae super actum suum reflectitur” (De Ver., q. 24, a. 2, c; vid. S. c. G., II, cap. 48; De Malo, q. 6, a. unicus: De electione humana). 7. “Der Mensch als geistbegabes Wesen kommt zum Wissen um sich selbst und damit zu sich als Subjekt über den Bezug zur Welt” (id.).
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imperativo de la razón, sino más bien, una norma: el descubrimiento del propio orden de las cosas establecido por Dios. Ante ese alumbramiento de la conciencia, el hombre debe decidir entre el bien o el mal, puesto que es señor de sí. Él no es, en modo alguno, el creador de ese orden, porque el mundo le viene dado como es. Los diferentes elementos de la subjetividad —todos los cuales no podrían ser analizados aquí—, y que adoptan elementos de la ontología, la ética y la teoría del conocimiento, convergen juntamente en la noción de persona. Aceptada la definición de Boecio, Tomás de Aquino acentúa la posesión de materia como característica del individuo subsistente. Para ser individua substantia es preciso estar particularizado, para lo cual —además de la índole racional— es necesario tener un cuerpo. La persona es un subsistente individual, porque la existencia pertenece al ser de la persona, según manifiestan algunos autores. Además, la reditio completa del espíritu confiere al hombre el fundamento de su individualidad interna, con lo que, gracias a ella se abre también un amplio espacio para su libertad. Por eso, la persona no es meramente —siguiendo la definición de Boecio—, una determinada naturaleza, sino más bien, todo un característico modo existencial, incomparable con cualquier otro8.
1.
EL ALMA, CENTRO NEURÁLGICO DE LA CORPORALIDAD Y LA RAZÓN 1.1. La corporalidad
Desde un punto de vista externo, es evidente que el hombre es una realidad corporal y orgánica. El hombre tiene un cuerpo unido intrínsecamente a un alma, y forma con ella una unidad more sustancial. Alma y cuerpo no son dos sustancias, ni dos aspectos de la misma cosa, sino una sustancia compuesta, como lo están también otras muchas. El ser humano es —si se quiere ver así— una sustancia dual, un compuesto metafísico ordenado por una IXYVL y que como toda IXYVL, dispone de partes heterogéneas; cada una de las cuales desempeña funciones distintas sin las cuales 8. “Hoc autem nomen persona non est impositum ad significandum individuum ex parte naturae, sed ad significandum rem subsistentem in tali natura” (S. Th., I, q. 30, a. 4).
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no se podría hablar de IXYVL, pues si todas desempeñasen la misma función no estarían integradas. La vida es un principio natural del viviente que origina una actividad de carácter esencial, vivo. De ese modo, se verá que la actividad del alma no es funcional, orgánica —como lo es la de las partes— sino la condición que fija el carácter ordenado, unitario y viviente de los órganos. Sin la actividad principal del alma —la vida—, no se podría hablar de unión psicofísica, es decir, de cierta unidad de alma y cuerpo en el viviente. En esta unión, el alma es el principio en torno al cual dicha unidad se articula (anima forma corporis) y cobra sentido, porque el alma es el quicio del viviente, su esencia metafísica. Esta asunción permite a Tomás de Aquino —siguiendo a Aristóteles— hacer de la forma un principio de realidad, en el sentido de que sin ella no habría lugar para hablar de vida, pues es a través del alma como algo se dice vivo y se llevan a cabo operaciones vitales9. Se permitirá objetar a este planteamiento, que, prima facie el alma es una realidad imperceptible mediante estímulos externos; no hay constancia empírica de ella. En efecto, importa decir que el alma se percibe peor que el cuerpo, del cual existe al menos constancia empírica. Se podrá replicar, por eso, a la idea de que alma es un principio invisible, que el cuerpo es algo que los sentidos externos captan sin medianías, mientras que el alma parece más oscura. No habría así nada además del cuerpo, de modo que a algunos —dice Tomás de Aquino—, lo orgánico del hombre les parecería la única realidad10. Sin embargo, esto no supone un serio obstáculo que impida advertir la realidad del alma, porque nada impide que ésta, que en sí no es una realidad material, subsista inmaterialmente al modo de la forma, de la cual, sin embargo, tenemos constancia de diversos modos, uno de los cuales es sencillamente la dicción verbal. Al manifestar, p. ej., que Sócrates “tiene razón” cuando dice que p, o que yerra al considerar que q, tenemos una creencia irreductible a un compuesto material, ya que, si se medita con detenimiento, la acción de creer que p o q no implica la ocurrencia fáctica de p o q, porque decimos simplemente que Sócrates “cree que p”, lo cual es muy distinto a plantearse que ha sucedido p o q. 9. Cfr. SEIDL, H.: “Zur Leib-Seele-Einheit des Menschen bei Thomas von Aquin”, Theologie und Philosophie, 49 (1974) 548. 10. “Horum autem principium antiqui philosophi, imaginationem transcendere non valentes, aliquod corpus ponebant; sola corpora res esse dicentes, et quod non est corpus, nihil esse” (S. Th., I, q. 75, a. 1, c).
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El argumento ayuda a ver la necesidad de ir más allá de las impresiones sensibles si se aspira a conocer el alma. De paso, despeja la posibilidad de que el alma pueda ser una cosa extrínsecamente unida al cuerpo, o que esa unión se creyera inescrutable, tal como lo creía Descartes, por el hecho de no disponer de evidencias empíricas11. Es lógico que no sea así; si tuviésemos evidencia empírica del alma nada impediría la formación de imágenes que deberían representarla, cayendo así en un importante efecto reduccionista. Por eso, el alma no es una parte del cuerpo ni —como se decía al inicio— un órgano más del hombre. Por más que la medicina logre conocer a fondo el organismo, nadie estará en situación de aducir que el alma es un integrante más de sus partes, porque tampoco existen evidencias de esto. En todo caso, según la tesis de Tomás de Aquino, se dirá que el alma está en el cuerpo como su forma12, algo que quizá no parezca tan oscuro si pensamos que, comúnmente, no separamos la forma de Sócrates al hablar de él sin que sepamos que ambas son una y la misma cosa; ni nos parece que el cuerpo de Sócrates es una realidad distinta de él, tal y como si los sucesos relativos a su cuerpo se entendieran distintos a los de su persona13. Como otras sustancias naturales, el cuerpo forma un uno con el hombre. Pero en contraste con la generalidad de los seres corporales, el hombre es el único ser que posee dicho cuerpo y lo gobierna con un tipo de dominio que Aristóteles llamó ‘político’ —según se tratase del gobierno de las propias inclinaciones— o ‘despótico’14 —con relación a las potencias impulsivo-motoras que regulan el movimiento de los órganos—. Además, en contraste con esa posesión de los órganos que permite que éstos que siento sean míos, las formas de vida animal se limitan a ser sus órganos, o lo que es lo mismo, únicamente son los órganos que los constituyen, de tal modo que para expresar la vida de los demás vivientes sólo necesitaríamos hablar de organismos. El hombre, sin embargo, el único animal que se posee15. Ya se avanzó algo sobre esto en el capítulo 11. Cfr. KENNY, A.: “Cartesian Privacy”, en The Anatomy of the Soul. Historical Essays in the Philosophy of Mind, Kenny, A. (ed.), Blackwell, Oxford, 1973, pp. 113-128. 12. “Anima est forma substantialis corporis animati” (In I Sent., d. 8, q. 5, a. 3, sc 1). 13. Sobre cómo Wittgenstein creía que Freud hablaba en sus escritos como si hubiese descubierto que en nosotros hay actos tales como un “dolor de muelas inconsciente” o fenómenos relativos al cuerpo físico de los que ignoramos su conexión con el alma, cfr. MOORE, G. E.: Defensa del sentido común y otros ensayos, tr. de C. Solís, Taurus, Madrid, 1972, pp. 356-363. 14. Cfr. Política, I, 5, 1254a 24-b9. 15. Lo cual no se debe sólo a su alma, sino también a la perfección de sus órganos. La mano, por ejemplo, con esa aparente inutilidad ‘sujeta’ realmente lo que coge y articula con su habilidad
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anterior. El hombre no sólo es el único ser consciente de que el cuerpo le pertenece, sino que la pertenencia del organismo es un hecho no muy distinto de su ser. Consecuentemente, es posible hablar de la posesión de las potencias de vida en virtud de una pertenencia. Esta pertenencia que forma parte de nuestra identidad rebasa los límites la vida animal. La diferencia con ella estriba en que el hombre no es un simple organismo ni una máquina compleja, ya que los demás animales no gozan de la autopertenencia que veo en mí, y por tanto, les falta el libre albedrío16. La diferencia entre el hombre y el animal se une también a la diferencia de ambos con los seres inertes. El cuerpo de los animales, en sentido general, y a diferencia de los seres inertes, está vivo. Aquí, el uso del verbo ‘estar’ para afirmar que se “está vivo” no expresa un estado de cosas fortuito, casual o dado así de modo contingente. En el hombre, el hecho de “estar vivo” no es una propiedad enumerable entre otras, ni se dice que “se da la circunstancia” de que se vive cuando alguien lo hace, como concediendo que esta circunstancia podría no darse sin que haya una seria perturbación de su esencia. De ningún modo; el adagio aristotélico reza que vita viventibus est esse, o bien, que la vida para los vivientes no es una condición episódica o accidental; vivir es algo esencial para el viviente. Por eso, habrá que hacer lo posible por evitar la creencia de que alma y cuerpo vienen a ser dos cosas unidas por vínculo contingente. Por ejemplo, se ha de evitar decir que el alma se une a un cuerpo para hacerlo
las herramientas más complejas. Tomás de Aquino dice de las manos que son organa organorum, porque a través de ellas el hombre prepara los más diversos instrumentos (cfr. S. Th., I, q. 76, a. 6, ad 4). Sobre la ‘sujeción’ de las manos, cfr. HEIDEGGER, M.: Über den Humanismus, Klostermann, Frankfurt a. M., 1949, p. 14; PLEßNER, H.: Lachen und Weinen. Eine Untersuchung nach den Grenzen menschlichen Verhaltens, Van Loghum Slaterus, Arnheim, 1941, p. 40; cit. HENGSTENBERG, H.-E.: Philosophische Anthropologie, 3ª ed., Kohlhammer, Stuttgart, 1966, pp. 8889. 16. La mención a la voluntad libre no es estéril, pues tanto ésta como la razón ayudan a explicar otras cosas como la inespecificación de los órganos en el hombre. En él, son pocas las potencias y órganos que —como las garras del animal— están determinados ad unum o diseñados en orden a cumplir una función específica; la inespecificación de su cuerpo se abre, pues, a un plexo indefinido de posibilidades. Heidegger lo veía así: “ (…) allein das Werk der Hand ist reicher, als wir gewöhnlich meinen. Die Hand greift und fängt nicht nur, drückt und stößt nicht nur. Die Hand reicht und empfängt und zwar nicht allein Dinge, sondern sie reicht sich und empfängt sich in den anderen. Die Hand hält. Die Hand trägt. Die Hand zeichnet, vermutlich weil der Mensch ein Zeichen ist. Die Hande falten sich, wenn diese Gebärde den Menschen in die große Einfalt tragen soll. Dies alles ist die Hand und ist das eigentliche Hand-Werk. In ihm beruht jegliches, was wir gewöhnlich als Handwerk kennen und wobei wir es belassen” (HEIDEGGER, M.: Was heisst denken?, Max Niemeyer, Tübingen, 1954, p. 51).
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vivo, según dice Tomás de Aquino17, como si la vida se infundiese al cuerpo ab extrinseco. Al hablar aquí de “la vida” en términos generales, no nos referimos simplemente al actual estado de cosas del alma, sino más bien, como propugna Aristóteles, a la esencia de un cuerpo natural vivo en potencia. Lo que significa que alma y cuerpo dependen mutuamente de sí y la vida no corresponde a ninguno de ellos por separado, sino al fruto de su relación. De nuevo, surge que alma y cuerpo están vivos en cuanto forman una unidad18. Cuanto más se subraya la unidad psicofísica del hombre, mejor se vislumbra la formalidad del alma humana. En algunos sentidos, p. ej. en cuanto que el hombre es un ser racional, se aprecia que el alma es independiente del cuerpo. Aristóteles y Tomás de Aquino hablan de una independencia del alma con respecto a sus órganos, la cual se expresa bien en la actividad inmanente del alma, que al conocer, trasciende el sentido de los órganos. La actividad del intelecto —bajo muchos puntos de vista independiente del cuerpo— es uno de los motivos que induce a Tomás de Aquino a pensar que el alma subsiste por sí misma. Esto se soporta en el hecho de que la forma dat esse, es cauce del ser de los entes; a través de la forma llega el ser a un sujeto. Con esto, la subsistencia se comunica a la materia corporal, con la cual el alma se hace una en virtud del “alma intelectual”19. Sostiene que el alma intelectual es un principio subsistente20; su incorporeidad otorga a éste un carácter subsistente, y con ello un sentido autónomo. Se trata de una perfección presente en cada acto cognoscitivo e inmaterial de la mente, la cual conoce a los seres corporales de modo incorpóreo. De ahí que el alma humana sea “incorpórea y subsistente”21. 17. “Non ergo sic est intelligendum quod anima sit actus corporis (…) et superveniat ei anima faciens ipsum esse corpus vivum” (In II-III De An., lib. 2, lect. 1). 18. Cfr. De An., a. 11, c; S. Th. I, q. 76, a. 2, c. “Da nun die Formursache als Akt des Seins zugleich Ursache für das Sein jedes Dinges ist (forma dat esse rei), muß auch die Formursache für jedes Ding eine Sein, und für jedes Lebewesen, auch den Menschen, nur eine Seele” (SEIDL, H.: o. c., p. 551). 19. “Anima illud esse in quo ipsa subsistit, communicat materiae corporali, ex qua et anima intellectiva fit unum, ita quod illud esse quod est totius compositi, est etiam ipsius animae. Quod non accidit in aliis formis, quae non sunt subsistentes” (S. Th., I, q. 76, a. 1, ad 5). 20. “Necesse est dicere id quod est principium intellectualis operationis, quod dicimus animam hominis, esse quoddam principium incorporeum et subsistens” (S. Th., I, q. 75, a. 2, c). 21. Id. Sigo sugerencias de KRETZMANN, N.: “Philosophy of Mind”, en The Cambridge Companion to Aquinas, Kretzmann¸ N. y E. Stump (eds.), Cambridge U. P., Cambridge, 1993, p. 133.
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Consciente de la primacía del alma, asevera que el cuerpo es el sujeto material de la vida en cuanto que recibe la vida del alma22. Aquí aparece el término que se busca en esta investigación, es decir, el subiectum. El cuerpo es el sujeto del alma como anteriormente, en la naturaleza, la materia era sujeto de la forma, siendo sustancia así23. En el hombre, es lógico que la corporalidad sea foco de atención, ya que, lo que en metafísica era la forma ahora —sin dejar de ser forma— es un principio de vida —alma— que trae a acto, a su vez, algo que es más que un soporte físico. De ahí que el cuerpo sea subiectum físico, pero un subiectum peculiar, porque no se limita a cumplir el papel clásico que tiene asignado la materia como base de la forma. Lo atestigua el hecho de que el cuerpo no es algo similar al “estado de cosas actuales” de nuestra vida; un instrumento útil como el cincel o el martillo. Tomás de Aquino pondera que la unión de alma y cuerpo es tan fuerte que, incluso después de la muerte, la viabilidad del compuesto es aún un arduo problema. Lo difícil de valorar después de la separación de las partes es la medida en que se puede decir que no hay compuesto —puesto que se ha quebrado la unidad viva—. En todo caso, el problema se puede sintetizar así: cuanto más se subraya la cohesión interna de alma y cuerpo en esta vida, tanto más difícil se hace su separación tras la muerte24, después de la cual hay que preguntarse si en sentido técnico hay o no una persona25. Una vía de salida para sortear la dificultad que supone la unión de dos elementos heterogéneos —alma y cuerpo— es el recurso a la opinión de Platón. En el mundo sensible, según Platón, el hombre es un alma que emplea el cuerpo como instrumento26, aunque se afirma que la situación está dada así por una desagradable circunstancia. Esta tiene que ver con la imposibilidad de vivir en el mundo de las ideas en el que el alma tuvo su primitiva morada. En Platón, la unión entre cuerpo y alma se dice diná22. “Cum sit triplex substantia, scilicet compositum, materia, et forma, et anima non est ipsum compositum, quod est corpus habens vitam: neque est materia, quae est corpus subiectum vitae” (In II-III De An., lect. 1, n. 11); cfr. De An., a. 14, ad 20. 23. Cfr. Seidl, H., o. c., p. 548. 24. Vid. SARANYANA, J. I.: “Sobre la muerte y el alma separada”, en Scripta Theologica 12 (1980) 603-616; SCHULZE, M.: “Anima separata. Contribución a una doctrina teológica sobre el hombre”, en Communio 12/1 (1990) 25-31; PEGIS, A.: “The Separated Soul and its Nature in St. Thomas”, St Thomas Aquinas 1274-1974. Commemorative Studies, Maurer, A. (ed.), vol. I, Institute of Mediaeval Studies, Toronto, 1974. 25. “Anima separata est pars rationalis naturae, scilicet humanae, et non tota natura rationalis humana, et ideo non est persona” (cfr. De Po., q. 9, a. 2, ad 14). 26. Cfr. Alcibíades, I, 129e-130e.
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mica sólo a través de la influencia física que —quizá de modo violento— el alma ejerce sobre el cuerpo, imprimiendo sobre éste una tensión que le insta a moverse27. Se trata de un cuadro usual en la historia de la filosofía, cómodo y de fácil lectura, que ha cosechado muchos seguidores y que veremos recogido tiempo después en muchos otros autores, entre los que cabe destacar a Descartes, padre del dualismo contemporáneo. Para Descartes el alma ejerce un secreto influjo sobre el cuerpo al modo de una interacción sustancial28. Pero estas elucidaciones no satisfacen la necesidad de un concepto único de alma. En general, se concederá que un alma unitaria debe tener como requisito el hecho de no poder ser segmentada en partes —como es propio de lo material—, y ser concebible como un unum in multis, o bien como una unidad integrada y abierta; especialmente, abierta al análisis vivencial del cuerpo, que cada individuo siente como parte de sí, lo cual requiere una explicación. Poner el acento en el cuerpo implica, entre otras cosas, que los órganos son partes dotadas intrínsecamente de vida. Un órgano es algo internamente vivo, aunque dependa de otros órganos para hacer unitaria la vida. Y esto, a pesar de que a quien pertenece realmente la vida es a Sócrates, no a sus órganos, pues es Sócrates quien está vivo, y no cada uno de sus órganos aisladamente. La corporalidad, que a priori parece un rasgo típico de la materia de la que habitualmente se habla como de “partes externas” o de partes extra partes, es el medio por el que se logra la unidad interna del alma, o sea, la capacidad que ésta tiene de asimilarse al modo de ser de los órganos. Así, la corporalidad no es un sentido material del cuerpo, sino más bien lo contrario: la porción formal de éste —si se puede hablar así—. Con este sentido formal del cuerpo, es fácil advertir que las acciones de vida no son atributos exclusivos del alma que exoneran al cuerpo de participación. Más bien, se podría decir que el cuerpo es el ‘con’ del alma, pues los actos de vida se realizan siempre con el organismo, a pesar de las evidentes carencias de lo material. Es indudable que casi todos los actos de vida, incluidos los más nimios y cotidianos, tienen una expresión corporal típica, algún tipo de postura o gesto que los caracterice. La risa, el llanto, 27. Cfr. Republ., IV, 441e y 442 a-b. 28. Vid. MAURER, A.: “Descartes and Aquinas on the Unity of a Human Being: Revisited”, en American Catholic Philosophical Quarterly LXVII/4 (1993) 497-511; KENNY, A., Descartes, Random House, New York, 1968. Vid. también el mentalismo el Popper al describir las relaciones de toma y daca en el entre el cerebro y la mente humana: El yo y su cerebro, Labor, Barcelona, 1982, pp. 620 y ss.
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la desaprobación, la entereza o el tedio son buena muestra de ello. No podríamos imaginarnos una situación que nos provoque un sentimiento de ese tipo sin una expresión gestual típica. De ahí que A. Kenny haya mantenido que la aportación del cuerpo a la vida se exprese a menudo con la partícula ‘con’, como muestra el lenguaje cuando afirmamos que se ve con los ojos, se oye con los oídos, se trabaja con las manos, etc29.
1.2. De la predicación del cuerpo como sustancia. Su aportación a la vida a través de los órganos. La noción de vehículo de la vida En principio, se ha de partir de que, según Tomás de Aquino, al cuerpo le sucede lo que a la materia en general, es decir, que es por sí y no en otro según es propio de la sustancia30. Se ha mantenido que éste concibe el alma como un acto que precisa del cuerpo para realizar acciones de vida, y que en esto consiste su ser sujeto: en ser sujeto de la vida. De algún modo el alma no puede actualizarse a sí misma, sino que precisa de cierta base en la cual descansen como en su sujeto, que se convierte, por así decir, en el término de la vida. Este papel le corresponde a la materia: “Por alma entendemos aquello que, teniendo la vida, vive. Conviene entender el alma como algo existente en un sujeto, entendiendo este sujeto en sentido amplio, de modo tal que no sólo el ente en acto se diga sujeto —del que sólo accidentalmente se diría que está en un sujeto—, sino también la materia prima, que es ente en potencia. Y el cuerpo que recibe la vida es más sujeto y materia que algo existente en otro” (In II De An., lect. 1, n. 10).
El texto refuerza una idea aristotélica, a saber, que el cuerpo es una realidad sustancial. La sustancialidad del cuerpo, según se explica, tiene que ver con la materia prima como sujeto de la forma, que, como tal, no es ninguna clase de accidente. A estas alturas está claro que materia prima forma parte de la sustancia. Pues bien, el cuerpo aquí vendría a alinearse al 29. Cfr. KENNY, A.: Aquinas on Mind, Routledge, London/New York, 1993, pp. 145-146. 30. “Y es evidente que también la materia es substancia” (H 1, 1041a 32-33). “Queda, pues, claro por lo dicho cuál es la substancia sensible y cómo lo es; pues una lo es como materia, otra como forma y acto, y la tercera se compone de éstas” (H 2, 1043a 26-28).
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lado de la materia prima, que como toda sustancia aristotélica, no se dice de otro, sino que las demás cosas la requieren para poder ser predicadas con sentido. De ese modo, el alma precisa del cuerpo para poder predicarse con rectitud de los seres vivos, puesto que de otro modo, el alma no sería alma del viviente, sino en todo caso alma “de sí”, es decir, algo que resulta manifiestamente impropio. El cuerpo ocupa aquí el lugar de la materia, y se dice impredicado de otro. Esto acentúa justamente la unidad del alma, y asevera que la unión corporal no es accidental sino necesaria. A partir de ahí la corporalidad cobra cierta relevancia, pues no describe un agregado del viviente con carácter pasivo o secundario, sino que se sitúa a la altura de un sujeto último impredicable. Esa incidencia en el papel central de la corporalidad no es vana. De entrada, se recordará que el cuerpo no debería entenderse como una realidad autónoma, independiente y fácilmente disociable del alma, pues esto supondría también el cese de la vida. Ahora bien, tampoco es bueno pasarse al extremo contrario, que consiste en dar autonomía a la materia corporal —quizá sobre la base de que se trata de un sujeto último—. Éste no parece un buen modo de tratar la materia, pues toda esa línea se adentra en el género de dualismo que tiende a separar alma y cuerpo como partes heterogéneas. Para evitar esa línea de pensamiento, Aristóteles negó toda separación física del compuesto afirmando que el cuerpo existe como “sujeto y materia”31, o lo que es lo mismo, como una base de cosas ajenas a sí mismo. Por eso, si se está persuadido de que el cuerpo es una realidad disociable del alma, habrá que cuestionar la validez de esa afirmación de Aristóteles según la cual el cuerpo es sujeto de la vida. Pero si a pesar de todo se disocia, cesa la unión y aquél deja de ser sujeto. Pero hay más formas de apreciar la relevancia del cuerpo. Aristóteles dice que el alma es la forma de un cuerpo que tiene la vida en potencia. Esto entraña lo que podría llamarse una dación de la forma; la forma “se da” o “está dada” a un cuerpo, se vierte sobre él. Ninguna forma es forma de sí, sino que es la forma de un cuerpo, de un sujeto. Tomás de Aquino rechaza la emancipación de la forma sobre la materia; no es oportuno decir que el hombre es “sujeto de sí”, o no lo es al menos si simultáneamente se asume que el cuerpo es sujeto del alma32. Si éste es sujeto de la forma, el 31. De An., B 1, 412a 17-18. Cfr. HAMLYN, D. W. (ed.): Aristotle’s De anima Books II and III (with certain passages from Book I), Clarendon, Oxford, 1989, pp. 83-84. 32. Cfr. De An., a. 6, n. 15; “Sed homo non dicitur subiectus sibi ipsi, vel servus sui ipsius, aut maior seipso, propter hoc quod corpus eius subiectum est animae” (S. Th., III, q. 20, a. 2, ag. 3).
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lugar en que ésta “se da” o el término al cual se aplica, y la forma es el cauce del esse, el cuerpo es un recipiente del ser. Por su dócil sujeción a la forma, se hace cauce del esse, y soporta la manutención y el ejercicio de la vida. Es preciso seguir aclarando esta relación. Si, cuando Aristóteles habla de “sujeto y materia”, la alusión al cuerpo va dirigida a la materia, hay una clara conexión de este pasaje con Z 3, donde la materia es presentada como sujeto y, a través de éste, como sustancia. Y se decía que, basados en esto, se justifica la predicación sustancial del cuerpo, que es como la materia respecto de la forma. De aquí se derivan importantes conclusiones que han servido de guía a la ordenación metafísica de la teoría hilemórfica. Entre otras, que materia y forma mantienen una relación de igualdad en un sentido, y de cierta subordinación en otro, como se muestra en Z y H, donde se concluye que la materia también es sustancia. Hasta ahora, aquí se ha mantenido que cuerpo y alma forman una unidad indisoluble, y así es. Pero más allá de Aristóteles —cuya teoría de la separación es discutida—, Tomás de Aquino admite la separación del alma tras la muerte, y la consecuente corrupción de los órganos33. Evidentemente, la claridad en el tratamiento de la muerte coloca a éste en una posición distinta, al afirmar que el alma separada prevalecerá en ese trance. Esto implica que el alma, principio subsistente, es irreductible al cuerpo y que no se confunde con él. Lo decisivo es que el principio de la vida no proviene del cuerpo ni de la índole de lo corporal, tal como lo prueba el hecho de que no todo lo que es material vive34. De ahí que la muerte destape la dependencia del cuerpo, que hasta ese punto se había sometido a la forma como a su principio, y de la que ahora se ve separado. Pero la subordinación del cuerpo a la forma era y será necesaria, porque si el alma es el principio de lo corporal antes de la separación, también lo será después. Es lógico pensar que el yo —o la percepción subjetiva de sí—, que nada tiene de material, no se borra con la muerte. Sin duda, el alma no es una realidad reductible al cuerpo ni a sus expresiones. De hecho, escribe Aristóteles que si tenemos que hablar de algo común a cada alma, de algo que a todas las almas acontece, eso mismo será la primera actualidad del viviente35. El primer acto del 33. Cfr. S. Th., I, q. 75, a. 6, c. 34. “Manifestum est enim quod esse principium vitae, vel vivens, non convenit corpori ex hoc quod est corpus, alioquin omne corpus esset vivens, aut principium vitae” (S. Th., I, q. 75, a. 1, c). 35. Cfr. De An., B 1, 412b 4 y ss.
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viviente —su forma— excluye en este contexto la parte material del compuesto, aunque también se apresta a señalar que esa importancia no perjudica la unidad, que no se pone en entredicho por esto. Al igual que Aristóteles, habla Tomás de Aquino de una independencia del alma pensante con respecto a los órganos. En cierto sentido, p. ej., en cuanto que el hombre es un ser racional, se dice que el alma es independiente del cuerpo, y que recibe la subsistencia por sí, de la cual el cuerpo sería solamente co-partícipe36. Como quiera que el alma es un principio subsistente, quizá no sea fácil entender por qué razón el cuerpo no es un accidente. Es decir, por qué esa subsistencia —que se aplica certeramente al alma— no convierte al cuerpo en un agregado instrumental, y por tanto, en algo contingente, tal como lo ve el dualismo. Para vadear el obstáculo, Tomás de Aquino destaca la conveniencia máxima entre alma y cuerpo acudiendo a la potencia y el acto, un tipo de composición conocida, por una parte, y que dista mucho de la composición sujeto-accidental37. El alma es la potencia adquirida por el primer acto de vida, y el cuerpo, el sistema que actualiza lo anterior prestando una base en la que operar. La base como acto de la potencia, por una parte, y la potencia misma, no deberían entenderse en conflicto, pues ello impediría que la unión fuese natural. La clave para no contemplarlos como términos opuestos —se dice— es reparar simplemente en el carácter de la forma38. No obstante, para penetrar de otra forma en la unidad psicofísica, adoptaremos una perspectiva distinta. Esta consiste en fijar la atención en las potencias de vida, y quizá en aquellas que más precisa de la materia tales como la percepción sensible. La percepción representa una parte notable de la vida del hombre, tanto que para Aristóteles supone un tipo de vida. Utilizaremos esto como un punto de partida para otras considera36. Entre otros, cfr. S. Th., I, a. 76, q. 5 y 8; De nat. mat., c. 3; S. c. G., II, cap. 87; S. Th., I, q. 75, a. 1 y. 2; q. 76, a. 1; q. 79, a. 1 (cit. MEYER, H., o. c., p. 204). 37. “Et ideo dicimus quod essentia animae rationalis immediate unitur corpori sicut forma materiae, et figura cerae, ut In II De An. dicitur. Sciendum ergo, quod convenientia potest attendi dupliciter: aut secundum proprietates naturae; et sic anima et corpus multum distant: aut secundum proportionem potentiae ad actum; et sic anima et corpus maxime conveniunt. Et ista convenientia exigitur ad hoc ut aliquid uniatur alteri immediate ut forma; alias nec accidens subjecto nec aliqua forma materiae uniretur; cum accidens et subjectum etiam sint in diversis generibus, et materia sit potentia, et forma sit actus” (In II Sent., d. 1, q. 2, a. 4, ad 3). 38. “Aliquid dicitur aliquale propter aliud, non solum sicut propter accidens, sed etiam sicut propter formale principium; sicut corpus dicitur vivum propter animam; nec tamen sequitur quod corpus non sit pars rei viventis” (De Malo, q. 4, a. 2, ad 11).
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ciones. P. ej., del hecho de que un hombre percibe con sus sentidos y comprende con el intelecto, podemos inducir al menos dos ideas. Primero, que el intelecto no es la fuente primaria de los cogitata, ya que todo el conocimiento está como orientado hacia el mundo de lo sensible, que trae nuestra potencia sensible al acto. Esta dependencia de lo sensible para conocer revela que los órganos son indispensables incluso para llevar el género de vida que Aristóteles creía más noble: la vida intelectual. Segundo, si la percepción representa el punto de partida del conocimiento, es innegable que el cuerpo es un vehículo a través del cual se pueden abstraer los cogitata. Los órganos son así un camino obligado para hacer viable la percepción, y con ella la vida intelectual. Esta peculiaridad de la materia —los órganos—, que hacen el papel de transmisores del conocimiento —clásicamente, a través de la especie impresa— ha sido atinadamente expuesta por Kenny: “En conexión con una habilidad, su ejercicio y su posesor, podemos introducir la noción de vehículo de una habilidad. El vehículo de una actividad es el ingrediente físico o estructura en virtud de la cual el posesor de una actividad la posee y es capaz de ejercitarla. Así, el vehículo de la capacidad de embriagar del whisky es el alcohol que contiene, el vehículo de la capacidad de mi llave para abrir la puerta del garaje es su forma. Esta es una distinción que Tomás de Aquino no hace, aunque frecuentemente distingue entre una habilidad y su órgano correspondiente, que es una clase particular de vehículo; genéricamente hablando, la parte de un vehículo sujeto a control de la voluntad ” (KENNY, A.: Aquinas on Mind, o. c., p. 156).
He aquí la contribución de los órganos corporales. Como se ve, un organismo es mucho más que una base o soporte de ciertas actividades, como escribe Kenny. Y no es una mera base o soporte físico —como la mesa respecto al libro—, entre otros motivos porque con este mismo patrón se explican igualmente la composición de los seres inertes, en los que también la materia facilita la consecución del fin. Para encontrar la singularidad de un órgano se debe notar que es un vehículo de vida cualificado, internamente dispuesto para suscitar la percepción sensible, a partir de la cual se da lugar a percepciones particulares de colores y sonidos. Y ello por más que colores y sonidos no sean en cuanto tales realidades biológicas, es decir, que tengan su asiento en el órgano. Es cierto que —literalmente— color y sonido no están en los órganos sensibles, que no saben nada de la coloración. Pero ambos están en nosotros como lo conocido en el cognoscente y como la virtud en el justo, 248
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porque son el respecto adecuado de nuestra percepción en las cosas, aunque sólo potencialmente, por cuanto suscitan la atracción sensitiva de nuestra percepción o son su causa39. Conviene disipar toda posible lectura mecanicista de lo sensible, tendente a reducir el plexo de órganos a la confluencia física de impresiones externas. Para eso, hay que ampliar el sentido de la noción de alma y mostrar su participación en cada nivel de vida, aún en los más elementales. Es preciso ver que, análogamente al intelecto —que es nítidamente inmaterial—, los vehículos u órganos también tienen su forma genuina —su respecto en el alma—, pues no todo su ser es material. Si los órganos sensitivos incluyen habilidades cognitivas, es que están entrañados en la propia extensión del alma, ya que sin ir más lejos, la percepción del color es formal. La formalidad inherente a lo sensible es la expresión de la diferencia entre la percepción y la inmutación material del órgano; justamente, la diferencia entre el color visto y la inmutación física del ojo. Cada facultad sensible tiene su perfil orgánico, su órgano correspondiente adecuado al tipo de sensación que experimenta. Es un hecho cierto que la sensación empírica tiene una realidad corporal que no comparten las formas intelectuales, que son inmateriales por no requerir de un órgano40. Además, la corporalidad como tal no es un efecto suyo, pues las sensaciones no son posibles aprehensiones ‘simples’ de la mente, ni pequeños cogitata o pensamientos en estado embrionario que más tarde se desarrollan. Una lectura somera de los pasajes relativos a la unidad psicofísica en la Summa Theologiae41, muestra una separación explícita de cuerpo e intelecto, por cuanto la vida sensitiva se subordina a la intelectiva42. El intelecto, como resulta notorio, es mucho más perfecto y adviene siempre a un individuo como algo sobreañadido a la sensibilidad, pues opera por encima de ella con un principio distinto —el anima intellectiva—. Ciertamente, la percepción sensorial no implica eo ipso tener actividad 39. “Das Sichtbare ist nämlich Farbe. Diese findet sich bei dem an sich Sichtbaren. Das Ansich kommt ihm nicht dem Begriffe nach zu, sondern weil es in sich selbst die Ursache des Sichtbarseins hat” (De An., B 7, 418a 27-b1). 40. “Quaedam operationes sunt animae, quae exercentur sine organo corporali, ut intelligere et velle” (S. Th., I, q. 77, a. 5, c). 41. Cfr. qq. 75-79. 42. “Secundum igitur primum potentiarum ordinem, potentiae intellectivae sunt priores potentiis sensitivis, unde dirigunt eas et imperant eis” (S. Th., I, q. 77, a. 4, c); “Impossibile est corpus aliquod intellectum esse, aut vim intellectivam habere. Intellectus enim neque corpus est neque corporis actus, alioquin non esset omnium cognoscitivus, ut probat philosophus in tertio de anima” (De subst. sep., cap. 17).
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intelectual, ya que se trata —según insiste Tomás de Aquino— de principios independientes que pueden darse juntos o no. Los principios intelectivo y sensitivo divergen según la naturaleza de sus potencias. De ordinario, en la mayoría de los seres, la comparecencia de uno no exige la del otro. No es necesario que todos los seres dotados de sensibilidad estén dotados de razón. Realmente, la mayoría de los entes no tiene sensibilidad e intelecto; lo más común es tener o sensibilidad o intelecto, pero no ambas cosas. Sensibilidad y razón no se requieren mutuamente por alguna razón de necesidad, como si fuese perentorio tener dotación sensible si se es racional, o a la inversa. No parece ser así, como se ve sin duda en la vida de los animales, los cuales no inteligen, y sin embargo, logran sobrevivir con una amplia gama de sentidos: táctiles, olfativos, auditivos, etc., sin los cuales les sería imposible la vida. Aunque, ciertamente, a distinto nivel los animales carecen de lo que podría llamarse una ‘semántica’ de la percepción, es decir, la posibilidad de que ésta se pueda asociar a algunas ideas con sentido, con representación. Es lo que en el hombre produce, comúnmente, una secuencia de sonidos que por algún motivo nos son familiares —una canción de navidad, un himno— los cuales suscitan internamente algo similar a un conjunto de ideas. En el hombre hay algo así como una encrucijada de los sentidos con el intelecto, que tiene un especial interés. Según mostraba Kenny, los sentidos son vehículos orgánicos, o bien medios internamente dispuestos para acoplarse a la vida intelectual. En general, los sentidos son conductos fiables que sirven al fin del intelecto, y a los que merece la pena dar crédito, pues, como dice Tomás de Aquino, la verdad y la falsedad son propias del juicio de la mente, de cuya operación está excluida la sensibilidad, que no participa del intelecto. Así, si los sentidos se limitan a percibir, se comprenderá que hablar de “engaño perceptivo” tal como lo hacía Descartes a propósito de su geniecillo maligno —secreto provocador de ideas—, es impropio. En suma, nada obliga a cuestionar la validez de la integración de intelecto y sensibilidad, una conexión que Kant —con su análisis de los a priori sensitivos— colocó en entredicho y que provocó la ruina de la razón. Pero Tomás de Aquino cree en la perfecta armonía de los tipos de percepción sensible con la razón, hablando así de ‘órganos’ de percepción —cuando tienen una disposición biológica— para subrayar su perfecto ensamblaje en el alma, y —frente al mecanicismo kantiano— descartando que los órganos sean un mero artefacto o instrumento. La capacitación es fruto de los órganos, donde los colores son visibles y los sonidos audibles, y es así aunque la percepción sea sólo un término inicial 250
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llamado a la prosecución. Pero esa prosecución se lleva a cabo en las facultades más altas de vida, entre las que Aristóteles ya destacó la imaginación y la memoria43. Con todo, cabe decir que en las impresiones se prefigura de algún modo la interioridad del alma humana. Es experiencia común que las impresiones se ‘interiorizan’, es decir, se facilita su permanencia en la mente perpetuando interiormente su efecto o suscitando imágenes e ideas a las que se asocian. En el hombre, los colores no se limitan a lo que ahora muestran mis ojos —el rojo o el negro—. En el plano subjetivo, vemos que se añaden a la percepción otros matices de significado, algo así como el eco que cada color despierta en la propia estimación; es evidente que a cada persona le gustan más unos colores que otros. Todo lo cual redunda en la continuidad de la percepción sensible, que permite la expansión y el desarrollo de otras potencias más altas. En suma, los órganos no son un aparato material útil, sino algo formalizado y dispuesto que hace viable la vida.
2.
LA UNIDAD DE ALMA Y CUERPO, MANIFESTADA A TRAVÉS DE SUS POTENCIAS
Según la doctrina de los trascendentales sabemos que el ser de cada cosa es un unum, es decir, una unidad irreductible. La unidad del ser atañe a cada individuo particular que, en conjunción con otros muchos forma una multiplicidad de seres. Hay obviamente, pluralidad de seres, pero una pluralidad que no reduce los individuos a una simple multiplicidad, es decir, a ser muchos sin más, sino a una multiplicidad de seres únicos. Los seres son en sí ónticamente unos. Sólo son múltiples per accidens, o en cuanto que hay una variedad incontable de seres individuales. En la doctrina de los trascendentales, el unum de cada ser asegura que, desde el actus essendi, éste sea lo que es y nada más. De esa manera se impide que el individuo sea ónticamente dual, o que las dualidades que se digan del ser sean relativas. Más bien, será dual y múltiple todo lo abierto a contrarios, o que, según otro punto de vista, se relacione con un principio distinto: la esencia. 43. Vid. WEDIN, M. V.: Mind and Imagination in Aristotle, Yale University Press, New Haven, 1988.
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Por su parte, la esencia —quod quid erat esse— de la sustancia es igualmente única. Y lo será por su esse unum, unitario en un sentido y dual en otro; concretamente, en lo relativo a las diversas composiciones que se dan en el individuo y que se han tratado en capítulos anteriores: la composición acto-potencial, hilemórfica, sujeto-accidental, etc. Sin duda, la composición es un rasgo indicativo de pluralidad, de cambio y mutación, de pasividad y corporalidad, que cumple una función disgregadora con respecto a la unidad del esse. La multiplicidad es así un rasgo de lo natural concerniente a la esencia del ser, que crece y se determina pluralmente, y no al actus essendi, al que le compete ser el primer acto de los entes. Con lo cual, a pesar de toda esa disgregación y del surgimiento de lo plural en la esencia, nada impide decir que el rasgo principal de los seres es la unidad44. Junto a ello, explica Tomás de Aquino que las perfecciones de los entes se derivan de su acto de ser45. Una cosa posee las perfecciones que tiene gracias a su acto de ser, que ostenta primeramente esas perfecciones de un modo distinto. Todo el valor de los individuos, tomados uno a uno, es expresión de la perfección intrínseca del ser. Pues bien, si se dice que este ser es uno, obviamente, cabrá suponer que ‘ser’ y ‘uno’ no son propiedades aisladas, como dadas de modo separado. Esto no es posible si ambos términos se convierten entre sí como trascendentales, con arreglo a lo cual el ser es único, y todo lo que es único, es. De ese modo, cabría hablar de una individualidad intrínseca al acto de ser por la que todo esse es unum, sin que esto suponga una merma de la singularidad material de los cuerpos. Simplemente, con esto se afirma que cada ser es uno in suo esse. El ser no puede dejar de ser único o individual sin cesar de ser, y parece que las cosas estaban así desde un principio. A su vez, ya en la esencia la división de las especies en género y diferencia atañe a la misma composición de las especies, de las cuales se dice que el género es una parte intrínseca46. Las especies están divididas en partes que la especifican, y son en sí mismas internamente complejas, como un conjunto armónico de notas o propiedades que se hilvanan formando un tapiz. Dicha complejidad —como es notorio— es parte de la esencia, si como se dice, el ser mismo no es susceptible de división47. Es 44. Cfr. S. c. G., II, 1275, cap. 52. 45. “Ens sumitur ab actu essendi” (De Ver., q. 1, a. 1). 46. Cfr. S. Th., I, q. 8, a. 2, ad 3. 47. “Unum esse est indivisibile esse” (In Metaph., X, lect. 1, n. 17).
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más, en Tomás de Aquino caería por su base una heurística de la esencia como una primera división del ser, tal como si originariamente fuese uno y más tarde segregado. De dejarnos guiar por esa óptica, tendríamos unidades originales que se descompondrían al ser asignadas a una esencia, como Sócrates respecto a ‘hombre’; se percibe que ‘hombre’, en este caso, actuaría como término disgregador del unum originario. Pero la hipótesis es falsa, ante todo porque el ser como acto primero es el acto de una potencia, y por lo que sabemos, la potencia no es una suerte de división del ser, sino justamente su potencia, o sea, su complemento o prolongación en términos de esencia. Así, la potencia refina el acto en el que se sostiene y lo lleva a plenitud, así como la percepción sensorial de Sócrates redunda en beneficio de su naturaleza, que no por el hecho de percibir se debilita. De ahí que exprese completitud y perfección de los actos de vida del viviente, y lo haga en mayor medida que la imperfección relativa que supone, en cuanto trae consigo la complejidad y las partes. La potencia no supone división. Si lo hace, se ponderará que no es comparable con la medida de lo que aporta en términos reales, que es mucho más. Por eso, si la potencia es parte integrante del ser humano —que como se dice, tiene la vida en potencia— ésta no supondrá amenaza a la unidad sustancial. Frente a la tesis de la disgregación del alma, que es errónea, la doctrina de Tomás de Aquino garantiza la unidad de la sustancia al menos por dos razones. En primer lugar, en virtud del esse, ya que el alma transmite al cuerpo el ser en el que éste subsiste, extendiendo así la unidad a las partes, con arreglo a lo cual cada una existe48. En lo relativo al esse, el compuesto es un todo unitario aunque parezca poder escindirse en las partes de las que se compone. En segundo lugar, por la forma sustancial, pues todas las partes del cuerpo se dicen vivas, como los órganos de percepción de Sócrates. La unidad de Sócrates y sus potencias implica que la persona tiene sólo una forma, y no una pluralidad de formas separadas sin un principio interno de ordenación49. 48. “Licet anima habeat esse completum non tamen sequitur quod corpus ei accidentaliter uniatur; tum quia illud idem esse quod est animae communicat corpori, ut sit unum esse totius compositi; tum etiam quia etsi possit per se subsistere, non tamen habet speciem completam, sed corpus advenit ei ad completionem speciei” (De An., a. 1, ad 1; cfr. también S. c. G., II, cap. 68; De Ente, cap. 4). 49. “Die Annahme einer Mehrheit substantialer Formen würde die schlechthinnige Einheit des Menschen zerstören, würde das Verhaltnis von Lebendes-Wesen-Sein und Menschsein als ein zufälliges und trennbares auffassen müssen, während es sich um ein inneres, notwendiges
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Tratándose de una cuestión tan compleja como lo es la unidad del alma, mantiene que el alma humana es una en esencia, y no sólo en lo referente al acto de ser —tesis ésta que podía ser más fácilmente asumible—. Se debe decir que la tesis de la unidad substancial del alma no imperaba en los ambientes académicos de París, donde muchos de los docentes se inclinaban a pensar —como lo hacía Enrique de Gante— que el cuerpo poseía su propia forma, una forma corporeitatis centrada en la formalización del cuerpo a expensas del alma. Según esta opinión, la persona estaría compuesta de dos formas distintas, una para el alma y otra para el cuerpo. Aunque quizá no quepa imaginar bien cómo se consuma esta relación, es de suponer que las formas de un compuesto cualquiera no operarían independientemente, sino con cierto orden de subordinación en favor del alma, que podría imponer su dominio sobre el cuerpo conforme a su deseo. Enrique de Gante encuentra la unidad sustancial en la participación de ambos de una idéntica subsistencia50. A pesar de que Enrique de Gante no es platónico —fue más bien un pensador ecléctico51—, su doctrina acerca de una específica forma corporeitatis contiene ecos dualistas. Ciertamente, se debe situar esta tesis en el contexto posterior a la condena de 127752, en la que se censuran algunas tesis aristotélicas. Pero a mediados del s. XIII, cuando Tomás de Aquino abogó por la idea de una forma única, el dualismo psíquico era aún más acusado, y esta creencia dominaba el contexto cultural de la época. Por entonces, el sentir común de muchos pensadores se avenía a una lectura neoplatónica del alma, más cómoda y mucho mejor conocida que la aristotélica. Para algunos, Aristóteles era aún un desconocido, a diferencia de Platón y sus comentadores, que se habían leído desde hacía siglos y para quienes la tesis de la unidad del alma resultaba, a todas luces, extraña. En la teoría psíquica de Plotino, por ejemplo, el cuerpo no era sustrato del alma —como creía Aristóteles— ni ésta era “forma de” un cuerpo, sino su causa eficiente y productiva, que interactúa y dirige sus
Abhängigkeitsverhältnis handelt, könnte die Tatsache, daß die Seelentätigkeiten einander hindern, nicht erklären” (MEYER, H.: o. c., p. 225). 50. Vid. MAURER, A.: “Henry of Gent and the Unity of Man”, en Medieval Studies 10 (1948) 1-20. 51. Cfr. COPLESTON, Fr.: A History of Philosophy, vol. II: Medieval Philosophy. Augustine to Scotus, Burns and Oates, London, 1966, pp. 465 y ss. 52. Vid. WIPPEL, J. F.: “The condemnations of 1270 and 1277 at Paris”, Journal of Medieval and Renaissance Studies, 7 (1977) 169-201.
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acciones hacia un fin establecido53. Y ésta era la tesis más aceptada entonces. De ahí que no se deba descartar que esta idea influyera en la obra temprana de Tomás de Aquino, pues hay evidencias de que acarició la idea de hacer del alma una forma corporeitatis, es decir, una forma de los cuerpos como primera forma sustancial, aunque más tarde la rechazó54. La idea de que el cuerpo y sus potencias son instrumentos del alma es platónica. El cuerpo es —como decía Plotino— una causa instrumental del alma, un objeto del que ésta se hace cargo sin entusiasmo. Para Plotino, el cuerpo está a la entera disposición del alma como un instrumento en manos de su artífice. Pero la consieración del cuerpo como instrumento o artefacto hace de éste una realidad sustituible. Su posesión no es inherente al posesor, y por eso, no habría inconveniente en que el artefacto fuese reemplazado por otro. De donde nada impediría que este cuerpo —el cuerpo de Sócrates—, pudiera ser el de otro; al menos, nada asegura que éste que vemos sea el cuerpo de Sócrates. Así, en el orden platónico, potencias y cuerpos son intercambiables a pesar de que, en la práctica, nadie exhiba tal capacidad. Pero tener el cuerpo por algo canjeable es una hipostatización del viviente55. Por ese medio el cuerpo se convierte en una entidad distinta y separada del sujeto. Es una idea que no ayuda particularmente a entender en qué consiste la unidad sustancial. Se ha dicho que el cuerpo y las diversas potencias del hombre no juegan en contra de la unidad del alma. Pues bien, se incurre en un dualismo psíquico si se parte de que lo inmaterial —distinto en especie de lo corporal— establece una entidad aparte, como p. ej. la mesa y el libro. Las ideas dualistas no surgen de la nada, ni por otra parte son posturas extremas. A menudo se alimentan de actitudes y modos de pensar que las favorecen, o que en caso contrario, las perjudican. Ciertamente, detrás de los “modos de decir” están ante todo los “modos de pensar” la unidad del viviente. P. ej., la tesis de la unidad psíquica exige no creer que hay un alma que atenaza un cuerpo con éxito, o a la inversa, que el cuerpo recibe la vida del exterior, haciendo vivo algo que antes era inerte. En síntesis, se observa que la tesis de la unidad psíquica tiene aún un rendimiento epistemológico y lingüístico. La lógica y el lenguaje son una clave para que, a 53. Cfr. CORRIGAN, K.: “The Irreducible Opposition between the Platonic and the Aristotelian Conceptions of Soul and Body in some Ancient and Mediaeval Thinkers”, Laval théologique et philosophique, 41/3 (1985) 399. 54. Cfr. In I Sent. d. 8, q. 5, a. 2; cit. COPLESTON, Fr.: A History of Philosophy, vol. II, o. c., p. 375. 55. Cfr. KENNY, A.: Aquinas on Mind, o. c., p. 157.
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través de modos de pensar y de decir, no se pierda la unidad de alma, o al menos —tal como ha sugerido la filosofía analítica— para saber a qué atenerse. Con todo, es claro que el problema psicofísico se debe plantear en el contexto adecuado, esto es, asumiendo como un hecho real la muerte y la separación, para mostrar que ésta no es un impedimento serio para la unidad del alma. Que la muerte no juega en contra de ésta es algo que se tratará después. Baste por ahora con sopesar que la separabilidad del compuesto no es una propiedad del ser vivo, sino una condición impuesta. Aristóteles lo vería como un efecto pasivo o privación de la vida. La muerte es la expresión de una circunstancia que nos sobreviene de forma involuntaria56. El carácter involuntario —y, por tanto, pasivo— de la propia muerte, la concepción dualista del alma y la necesidad de que la vida del viviente no sea algo circunstancial57 —sino su ser—, consolida la tesis de que el compuesto no es separable por naturaleza, como no debería serlo ninguna esencia. Más bien es separado por una circunstancia frente a la que el alma es un agente pasivo. La muerte no es un acto del alma, pues lo propio del alma es la vida. Realmente, la muerte es la corrupción de la unidad psicofísica, un punto de no retorno a partir del cual no se puede hablar de ‘vida’ porque no queda nada que vivificar. Tras la separación de las partes, lo único que queda es un compuesto desnaturalizado, una desunión que a todas luces es antinatural y no nos constituye. Tomás de Aquino asevera que, después de la muerte, la forma sigue necesitando del cuerpo, del cual dependía anteriormente como de su sujeto. De ahí que, a partir de ese punto, no haya razones para seguir hablando de naturaleza58, ya que si lo propio del alma es dar vida, sin el cuerpo no hay operaciones de vida, nada que vivificar y ningún sujeto de la vida. Las potencias incorpóreas resisten el trance de la muerte, mientras que los órganos sensibles muestra su caducidad corrompiéndose. Las potencias del alma intelectiva, por tanto, son la excepción a la regla de la corrupción 56. De hecho, el verbo ‘morir’ carece de forma verbal activa; ‘morir’ es más bien ‘morirse’, y lo propio no sería decir ‘yo muero’ o ‘me muero’, puesto que simplemente uno ‘se muere’ porque la vida ‘se acaba’. El ‘se’ del ‘morir’ tiene una connotación pasiva, porque se entiende que la muerte nos sucede o nos pasa sin más. Como se puede apreciar, ‘morir’ no es el fin de una acción que el individuo se proponga, sino algo que le sobreviene. 57. “Uno enim modo vita idem est quod esse viventis; ut in 2 de anima dicitur, quod vivere viventibus est esse” (In II Sent., d. 38, q. 1, a. 2, ad 3). 58. “Est igitur contra naturam animae absque corpore esse (…) Anima autem a corpore separata est aliquo modo imperfecta, sicut omnis pars extra suum totum existens: anima enim naturaliter est pars humanae naturae” (S. c. G., IV, cap. 79).
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de los cuerpos, pues al ser espirituales no les atenaza. Las potencias espirituales son aquéllas que, según asevera Tomás de Aquino, se incardinan en la raíz del alma como en su sujeto. Y añade que todas las potencias se sujetan al alma como su principio, pero dentro del alma algunas tienen por sujeto al alma sola, de lo que son ejemplo inteligencia y voluntad, y otras tienen por sujeto al compuesto, como las potencias orgánicas. Las primeras permanecen después de la separación y las segundas perecen, por tener una sede corporal. Tomás de Aquino lo expresa así: “Todas las potencias del alma están referidas al alma como a su principio. Pero algunas potencias, como el entendimiento y la voluntad, están referidas al alma como a su sujeto. Por eso es necesario que estas potencias permanezcan en el alma una vez destruido el cuerpo. Otras potencias, en cambio, tienen por sujeto el compuesto. Estas son las potencias de la parte sensitiva y la vegetativa. Y, destruido el compuesto, no pueden permanecer sus accidentes. Por lo tanto, destruido el compuesto, dichas potencias no permanecen en el alma en acto, sino sólo virtualmente o como en su principio o raíz” (S. Th., I, q. 77, a. 8, c).
Se dice que inteligencia y voluntad resistirán el trance de la separación por tener por sujeto el alma. Otras, como la percepción sensorial, desaparecerán tras la corrupción, aunque no —como veremos— sin dejar rastro. Y ya no volveremos a sentir hasta que nos sea restituido otra vez el cuerpo. Es indiscutible que la percepción es imposible al espíritu, ya que el acto de sentir es un acto del alma en sus órganos59 cuya falta no se puede remediar. Igualmente, tampoco será posible la llegada de nuevas especies, ni el recurso a la memoria para actualizar las que ya se poseían, pues la adquisición de especies es fruto de la sensibilidad, y por otra parte, la memoria es un sentido interno. Tomás de Aquino precisa que tras la muerte no habrá recuerdo ni amor, para disipar la idea de hacer todo eso sin el concurso de lo concreto y de lo corporal, algo que resulta imposible60.
59. Cfr. S. Th., I, q. 77, a. 5, ad 3. 60. “Deinde cum dicit reminiscitur excludit quamdam obiectionem. Posset enim aliquis credere, quod quia pars intellectiva animae est incorruptibilis, remanet post mortem in anima intellectiva scientia rerum eodem modo quo nunc eam habet: cuius contrarium supra dixit in primo, quod intelligere corrumpitur, quodam interius corrupto; et quod corrupto corpore non reminiscitur anima, neque amat” (In III De An., lect. 10, n. 17).
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En todo caso, se destaca que, disuelta la unión con el cuerpo, se dice que los órganos residirán en el alma virtute tantum, o sea, virtualmente, como principio o raíz de lo que una vez fue. ¿Cómo se debe interpretar esto? ¿Qué es esa permanencia virtute? Ciertamente, la parte material del órgano desaparece con la corrupción de las partes, cuya ausencia hace imposible la percepción. Sin embargo, si antes de la separación el alma sentía con sus órganos —percibía—, con la corrupción del cuerpo —y, con él, de los órganos— no todo se desmorona. Ciertamente se pierden las impresiones y la memoria de dichas impresiones que el alma retenía como un hábito. Pero nada hace sospechar que esta separación socave la potencia formal de las especies, o si se quiere, el hábito de la captación de las mismas, que no es un elemento corpóreo ni una parte material. En el fondo, parece que Tomás de Aquino invita a su intérprete a repensar cómo concibe la unidad de alma. El hecho que hay que asumir es la pervivencia de los órganos virtute tantum, una incisión que podría ser leída así: los órganos subsisten potentia tantum, asumiendo que después de la muerte ya no están, pero que aún reside la disposición del alma hacia ellos. En la separación, el alma habría perdido las partes con las que percibía, como si un fuerte golpe imposibilitara la sensibilidad sine die, al menos hasta que el órgano pudiera recomponerse. Pero en el trance final la parte formal que acompaña al órgano de percepción y su facultad cognoscitiva no han sufrido daños. La idea que subyace a estas afirmaciones —y la enseñanza que se puede extraer— es quizá que la corporalidad no se limita a mera materialidad orgánica, o bien, que el cuerpo no es una causa pasiva que encaja actos de percepción, una causa que se deja hacer al modo del utensilio —como pensó Plotino—. Se intuye que Tomás de Aquino desea orientar el discurso a otra parte, mostrando la unidad del viviente en sus aspectos más ínfimos. De entrada, la corporalidad no es un influjo pasivo, como todo lo que, en lugar de mover, es movido por otro. No es ésta una visión que haga justicia a la unidad del alma y sus partes, ni una lectura propicia del pasaje en el que Aristóteles habla del cuerpo como “sujeto y materia” de la sustancia, como asignando al alma un principio pasivo e inerte, sujeto de corrupción. En realidad, esta visión olvida que la corporalidad no es la simple condición material del ente. La corporalidad aporta al viviente la formalización de sus partes, es decir, la capacidad que éstas tienen de integrar un principio espiritual, un yo que no sufre o se 258
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alegra al margen de su cuerpo, sino que todo su ser sufre o se alegra con él. Esta característica, vista desde el punto de vista de la intimidad subjetiva, nos hace seres incomprensibles sin la sensibilidad. Lo muestra el hecho de que el menor daño que se cause al organismo —el daño corporal—, es también un daño al yo. Con otra forma de verlo, se apreciará que la palabra ‘percibir’, tal como se usa aquí, designa un acto de conocimiento sensible, y por eso, un acto formal. La formalidad de la percepción implica su carácter inmaterial propio de todo lo cognoscitivo, tal como revela el contenido de cualquier sensación —p. ej. la visión del rojo—. Pues bien, la percepción, que “ha sido dada al hombre no sólo para cubrir las necesidades de la vida, sino también para adquirir conocimiento”61, es un acto formal. Para Tomás de Aquino, la visión del rojo es un acto inmaterial, una ocurrencia intencional que va más allá de las coordenadas espacio-temporales de la IXYVL62. La formalidad del acto conocido viene por parte del objeto sensible y de la facultad o potencia que lo aprehende, pues objeto y facultad son ambos principios formales, y en ese sentido se dice que el conocimiento va de forma a forma. Por esa formalidad del acto perceptivo, Tomás de Aquino se refiere a los colores usando el término ‘especies’63, una noción que se aplica en sentido propio a las especies intelectuales, más que a las corporales. Además, cabe pensar que si toda facultad está proporcionada a su objeto, si éste es inmaterial, la facultad también lo será; luego toda percepción es formal de principio a fin. En consecuencia, los órganos sensibles son potencias cognitivas por la parte formal —o sea, por lo que tienen de inmaterial— que es responsable de que, desde el sujeto, podamos hablar de ‘color’ como contenido de la percepción. Sin dejar de lado la dimensión orgánica de la sensibilidad, los colores vistos son algo ‘percibido’, y no tanto algo que ‘inmuta’ físicamente el ojo del que percibe, ya que la inmutación física es algo previo al conocer. La parte 61. S. Th., I, q. 91, a. 3, c. 62. Cfr. GEACH, P. T.: “Aquinas”, en Three Philosophers, Anscombe, G. E. M. y P. T. Geach (eds.), Basil Blackwell, Oxford, 1973, p. 96. 63. “Quaedam sensibilia deferuntur ad sensum secundum esse spirituale tantum, sicut species colorum; quaedam quae contingunt organum secundum esse suum materiale, sicut in gustu et tactu; quaedam vero deferuntur utroque modo, sicut species odorum cum permixtione fumalis evaporationis; tamen species extenditur ultra fumalem evaporationem. Et similiter est de sono et motu, ibi tamen species soni defertur secundum esse spirituale tantum: unde non oportebit esse motum in medio, aut confractionem, aut condensationem” (In II Sent., d. 2, a. 2, q. 2, ad 5).
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material, o lo que es lo mismo, el órgano biológico, tiene su función propia, pero no es productor ni conocedor de los colores, sino únicamente su transmisor, con lo que —en suma— hasta la llegada de la forma la explicación de la percepción está de alguna forma en suspenso. Pero nuevamente es preciso afinar en el sentido de lo dicho. Sobre todo, si cabe el peligro de pensar que una facultad sensible consiste en la unión de dos partes heterogéneas. En efecto, una facultad sensible no son dos partes —una orgánica y otra cognoscitiva— sino una unión psicofísica de forma y materia que se deja formalizar. Únicamente cabría hablar de la separabilidad de estos elementos per accidens, esto es, de una separación fortuita y excepcional como es el caso de la muerte. Ésta, vista de un modo simple, separa una parte formal de otra material, aunque esa separación de las partes sea antinatural. Pero la imbricación orgánico-sensitiva es buena muestra de la unidad del viviente, en el que la distinción de alma y cuerpo sólo tiene un carácter explicativo, pero no real, pues, como se ha dicho ya, no hay almas separadas que usan del cuerpo para capacitarse, sino que éste —como enseñan las potencias sensibles— merece ser tratado como una realidad formal, precisa, animada. Este hecho lo muestra cualquier captación sensible como p. ej. la captación del color. Después de la muerte no será posible conocer colores porque faltará la potencia formal correspondiente, la cual, como escribe Tomás de Aquino, no se asienta en el núcleo del alma “y tiene por sujeto al compuesto”64. Así pues, si por una parte, las potencias sensibles tienen por sujeto al todo —no a la parte—, y por otra, la sensibilidad a los colores es inmaterial, cabe suponer que el respecto formal de la sensibilidad no se corromperá con el cese de la vida. Es probable, por tanto, que la separación de potencias espirituales y corporales no contribuya a aclarar la unidad anímica, a pesar de que este trance ofrezca un notable interés científico. Hemos tomado el ejemplo del color. Pero éste no es el único que se puede aducir en favor de la idea de que los actos del cuerpo no son epifenómenos del alma, ni ‘eventos’ u ‘ocurrencias’ cuyo sujeto se desconozca. La distinción entre facultades caducas e imperecederas no camina en ese sentido, ya que tanto unas como otras tienen por sujeto al alma, esto es, al hombre mismo. Es el intento de Tomás de Aquino al señalar que el dolor, como tal, no es una actividad del cuerpo que tome origen en él y se limite al daño que cause en los órganos, sino que es una actividad del alma en su conjunto. Pondera que en la Pasión de Cristo no sufrieron sólo sus órganos 64. S. Th., I, q. 77, a. 8, c.
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corporales, sino todo su ser. No fue una mera dolencia corporal, física; se trató de una dolencia más profunda, más espiritual, en la que todo su ser se resintió65. No es casual que Tomás de Aquino lo exprese de ese modo, pues pretende reforzar la convicción de la unidad de naturalezas en Cristo, acogidas en una única persona. Ciertamente, si no se entendía bien esa imbricación se corría el riesgo de desgajar su ser en dos mitades, la naturaleza humana y la divina. Con esas directrices pretendía conjurar la lectura dualista de las partes del alma y salvar la unidad de Cristo, cuya alma y cuerpo estaban tan unidos como los de cualquier otro viviente, y cuya pasión corporal fue la pasión de Cristo entero, y no una serie de eventos orgánicos. El mensaje final, en suma, es que en Cristo unas potencias no iban separadas de las otras, ni los dolores de su Pasión acaecían en un sentido y los daños en el alma en otro, sino que todo lo que acontecía formaba parte de un único e intenso dolor. En cuanto al texto anteriormente citado, en el que se distinguen las potencias espirituales y corporales, tal vez se podrá replicar que arroja pistas falsas sobre de la unidad psicofísica, es decir, que no es singularmente ilustrativo de las ideas que se tratan. En efecto, quizá la distinción que hace Tomás de Aquino podría resultar engañosa, porque marginalmente se da a entender que las potencias que se adscriben al alma sola carecen de puntos de contacto con el cuerpo, y que ésta es la razón de su inmortalidad. Así, inteligencia y voluntad constituirían la excepción a una serie de potencias que, al no estar firmemente asentadas en la sustancia, se dirían separables del alma por verse expuestas a la corrupción. Pero esta posible lectura no parece la más idónea; y ello concediendo aún que, dada la complejidad del tema, nuestro autor no acierta a veces a dar el ejemplo adecuado66. Una lectura atenta de los pasajes pertinentes al alma dejará claro que el ser del alma no se sustrae al del cuerpo, porque aquélla se une a éste immediate 67, es decir, en una unión sin trabas y directa. Por eso,
65. “Laesio quidem principaliter est in corpore, sed consequenter in anima in quantum corpori unitur. Unitur autem anima corpori per suam essentiam: in essentia vero animae omnes potentiae radicantur: et secundum hoc illa laesio ad animam et ad omnes partes eius in Christo pertinebat “ (De Ver., XXVI, a. 9, c). 66. No es buena imagen, por ejemplo, tomar al sol y su efecto, lo caliente, como modelo de la unidad sustancial (cfr. De Spir. Cr., a. 3, ad 16). 67. “Sed inquantum anima est forma corporis, non habet esse seorsum ab esse corporis; sed per suum esse corpori unitur immediate” (S. Th., I, q. 76, a. 7, ad 3).
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sólo una vez que se ha comprendido el vértice de esa unión se podrá hablar de la distinción de potencias espirituales y corporales. En definitiva, el alma es su forma. La unión resultante no es material, ni artificial, ni nace como fruto de una serie de circunstancias. Más bien, es el producto de una unión formal. El alma, en la óptica de Tomás de Aquino, está formalmente unida con el cuerpo, urdiéndolo y modelándolo desde dentro, en sintonía con la actividad del ser sobre los vivientes. Concibe la unión immediate, o sea, interna. La actividad interna del viviente impide concebir el alma como algo aplicado ab extrinseco para resolver —desde otra parte— un problema (tal como p. ej., la falta de vida). Así se entiende que el alma represente para el cuerpo mucho más que una causa —una causalidad eficiente—, puesto que es su forma, la forma de cada cuerpo que es inintercambiable por otra. Por su parte, el cuerpo es aquello que el alma logra determinar haciendo que lo que podría ser indefinido sea simplemente ‘mío’, ‘tuyo’ o “de Sócrates”. Lo cual es en rigor un cuerpo formalizado: un cuerpo que pertenece a un quien, mientras que otro no-formalizado —dejado de lado por el alma y falto de una verdadera actualización— es simplemente materia.
3.
LA SUBSISTENCIA DEL ALMA
Una buena parte de las teorías que explican el alma tienen en común la creencia de que ésta subsiste tras la muerte, y que además, está ligada al cuerpo con un vínculo estable. Con la muerte tiene lugar la desintegración de la unidad del viviente por la corrupción de las partes. Pero la muerte, que separa y disgrega esa unidad, no afecta al alma en sí, sino a su unión subsistente con el cuerpo. Si se parte de que la muerte pone fin al compuesto —no al alma—, se entiende por qué Tomás de Aquino la concibe como una realidad subsistente. Para él, lo que el alma aporta básicamente es la subsistencia. Como tal es capaz de salvar la corrupción de las partes, y en consecuencia, es imperecedera. Lo hemos visto anteriormente, y la idea es más o menos clara. Lo que, no obstante, es tema de discusión es en qué consiste esa subsistencia, para qué habilita al alma y qué es exactamente un alma separada.
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El punto de partida es que el alma es de condición subsistente. Además, parece que esta característica es necesaria para precisar algo más sobre su existencia separada68. La resistencia a la corrupción es un rasgo claro y poco discutible, bien tratado a lo largo de su obra y que resulta fácilmente contrastable; lo es especialmente la afirmación de que la subsistencia del alma es independiente de aquello de lo cual es forma69, con lo que nada impide que el alma misma sea inasequible a la corrupción. Pero además de dar razones psicológicas, también sería oportuno recabar ideas de la noción de subsistencia en el campo metafísico. Antes, cuando se trató el tema, se concluyó que en la óptica de Tomás de Aquino la subsistencia pertenece propiamente a un todo: a un supuesto, a una hipóstasis, y por extensión —tal como decía Aristóteles—, a una substancia non dependens ad aliud. Pues bien, la atribución tomista de la subsistencia al todo no es baladí: al tratar este punto vimos que está por medio la especificación del esse de Cristo, bien distinta de la nuestra porque posee dos naturalezas y una única hipóstasis, a la cual le está conferida la subsistencia. Por más que el caso de Cristo sea muy particular, se ha de tener presente que, si tomamos en serio esta afirmación, el alma como tal no es la médula de la subsistencia de Cristo, sino todo Él, ya que ‘subsistir’ es obra de su hipóstasis, y no de cada naturaleza. Pero del caso de Cristo pasamos al de cada ente particular, que sería así subsistente por su hipóstasis, teniendo en cuenta que los entes comunes poseen sólo una naturaleza. Aquí, la insistencia en la subsistencia del todo no juega en perjuicio de la parte —esto es, del alma—, cuya subsistencia se sigue de la canalización del ser a la materia por parte de la forma habens esse70. Con lo cual, el alma sigue persistiendo tras la muerte. Y además, sea como fuere, el alma expresa mucho mejor la esencia que las partes materiales71. Al atribuir la subsistencia al todo hipostático por encima de las partes, hay que convenir en una noción de alma que privilegie la unidad psico68. Cfr. S. Th., I, q. 75, a. 2, c. 69. Cfr. De An., aa. 1 y 2; a. 14, ad 9; S. c. G., II, cap. 87; S. Th., I, q. 76, aa. 5 y 8; q. 76, a. 1; q. 79, a. 1; De Nat. Mat., III. 70. “Individuum compositum ex materia et forma, (...) quod per se subsistat, habet ex proprietate suae formae, quae non advenit rei subsistenti, sed dat esse actuale materiae, ut sic individuum subsistere possit” (S. Th., I, q. 29, a. 2, ad 5). 71. “El Aquinate niega taxativamente que pueda hablarse de persona humana ‘sin’ el cuerpo, pero no niega de manera explícita la subsistencia de la persona después de la muerte” (LOMBO, J. A.: o. c., p. 327).
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física. A favor de la unidad pluriforme del ser vivo, Tomás de Aquino asevera que, propiamente, es la sustancia quien subsiste, y no alguno de sus principios72. Es el todo el que porfía subsistiendo, no sus partes. Así, para concebir la justa proporción de tales principios se ponderará que reciben su subsistencia del alma, que como acto primero imprime vida a sus potencias73. Las potencias del alma dan lugar a operaciones “de vida”, si el genitivo de esa oración logra expresar correctamente la apropiación de lo que no se tenía antes, o de algo que, como la antigua ciudadanía romana, no se adquiría por derecho propio, sino en virtud de ciertos méritos. Que la subsistencia se diga del todo y no de la parte, no impide que el alma en cuanto forma sea el núcleo de la subsistencia del viviente. Es una idea muy recurrente en la obra de Tomás de Aquino: frente a la caducidad del cuerpo, se asegura que la subsistencia proviene del alma. Pero no se debe pensar en el ‘alma’ subsistente como separada ya en vida, a parte ante, como si de hecho el cuerpo no subsistiera realmente. A tal fin, afirmaba Brentano que si hay que hablar de un ser de la substancia, ese ser es el compuesto, o aquello que es lo que subsiste. Según veía, el ser de la sustancia no es la forma, sino que ésta debía verse como el principio a través del cual una determinada sustancia es. En cambio, la materia podría concebirse como el ser a través de la forma74, aquel que se erige a través de ella. Brentano logró con esto una concatenación entre el ser de la cosa, la forma, y la materia, recalcando que cada uno de los cuales subsiste propiamente en el anterior. Lo dicho por Brentano revela que en el cuadro hilemórfico de los cuerpos no es la materia en exclusiva lo que es potencial —en el sentido de constituir algo débil—, sino la esencia íntegra o el todo compositivo. Es decir, el compuesto como tal muestra una clara precariedad, y es —como todo lo potencial— la carencia de un acto perfecto, constituido y final, además de la lógica dependencia de un acto anterior. Brentano aprecia que se ve en el hecho de que la materia depende de la forma, y ésta a su vez del ser. Por tanto, será lógico pensar que, si la forma también se incluye en el conjunto de cosas que dependen de otro, en sentido ontológico es 72. “De ratione substantiae est quod subsistit quasi per se ens; et ideo forma et materia, quae sunt pars compositi, cum non subsistant, non sunt in praedicamento substantiae sicut species, sed solum sicut principia” (In II Sent., d. 3, q. 1, a. 1, ad 1). 73. “Nihil autem potest per se operari, nisi per se subsistit” (S. Th., I, q. 75, a. 2, c). 74. Cfr. De An., B 1, 412a 6; cit. BRENTANO, F.: Die Psychologie des Aristoteles, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1967, p. 50, nt. 45.
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potencia75, una característica en la que arrastra consigo a todo lo vivo y al alma. Por eso, en realidad, la subsistencia de los entes no es autogenerada; en verdad, no hay una especie de alma autosubsistente, esto es, un alma que genera su subsistencia causalmente o como una causa a se. Como es lógico, esta visión es falsa en tanto que la forma no se basta a sí misma para subsistir y necesita de otro para hacerlo. Brentano nos anima a no olvidar que la subsistencia se da en el plano de lo particular. Lo mismo afirma Tomás de Aquino al conferir la subsistencia a la hipóstasis, o sea, al todo. En todo caso conviene delimitar bien qué se entiende aquí por subsistir. A este respecto se podría decir que el alma es subsistente en un sentido, y en otro no. En tanto que es espiritual, es decir, en cuanto el alma exhibe la capacidad de obrar sine corpore —como al conocer76—, es subsistente por sí misma. En cambio, en cuanto el alma es forma del cuerpo, no77. La distinción presente se basa en la separación que veíamos anteriormente entre potencias que tienen por sujeto al alma y potencias que tienen por sujeto al compuesto78, a la que hay que hacer mención. Esta división marcaría el límite entre las partes que dentro del alma son inmortales y las que son caducas, pues la corrupción de las partes imprime en el alma un nuevo estado. Por otra parte, la división se debe a la situación de las formas separadas, las cuales han cesado ya de actualizar un cuerpo vivo. En la situación de las almas separadas, cabría preguntarse si una propiedad P tal como “ser subsistente” prevalece sobre su carácter formal —o sea, sobre su dimensión hilemórfica—, o por el contrario, en este trance el alma como forma es anterior. La pregunta parece legítima en su contexto; sobre todo, si con ella pudiéramos cerciorarnos de si el alma es tan poderosa como para impedir la segregación de la materia. Sin embargo, la lógica habitual inclina la balanza del lado de la subsistencia. La forma no es más poderosa que la subsistencia. Al contrario, la subsistencia del alma es anterior a su carácter formal. Por eso, la subsistencia no es un atributo, una propiedad P de x, sino que es la misma esencia del alma. Las razones que avalan esta tesis son varias. En 75. No lo es, como es lógico, en su relación con la materia, con respecto a la cual es acto. 76. “Est autem alia operatio animae infra istam, quae quidem fit per organum corporale, non tamen per aliquam corpoream qualitatem” (S. Th., I, q. 78, a. 1, c). 77. Cfr. MUNDHENK, J.: Die Seele im System des Thomas von Aquin. Ein Beitrag zur Klärung und Beurteilung der Grundbegriffe der thomistischen Psychologie, Meiner, Hamburg, 1980, p. 8. 78. Cfr. S. Th., I, q. 77, a. 8, c.
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primer término concurre que, cuando Sócrates muere, su carácter subsistente se impone a su carácter formal, pues las partes de Sócrates se desintegran mientras que su alma preserva su integridad. Esto no significa que no cese la vida, pero tampoco debe entenderse en el sentido de que la actividad formal del alma cese como tal. En todo caso resulta que la vida ya no será un efecto típico de su obrar, ya que después de la muerte de Sócrates sólo queda un cadáver. Igualmente, el cese de la vida no supondrá la pérdida de la virtualidad formal de los órganos de Sócrates, es decir, de la permanencia de sus órganos en él virtute tantum, como decía Tomás de Aquino. En efecto, como ya se ha puesto de manifiesto, éste cree que, en el precario estado del alma separada, el cuerpo permanece latente de algún modo. Esta peculiar posesión del cuerpo podría llamarse ahora un “hábito retenido”, o bien la capacidad de volver a reunir las partes en caso de que le sean restituidas a Sócrates; una capacidad que, por formar parte misma de la forma, no se pierde. Tal como lo ve Geach, el alma conserva una porción de materia tal que, si por alguna razón volviera a disponer de materia, el alma debería ser la que era79. Esto ocurriría así porque para Tomás de Aquino el alma está commensurata o hecha para la futura reunión de las partes80. El hábito al que hemos aludido tiene un precedente. En resumidas cuentas, se trata de la acción formal del alma sobre el cuerpo que, sin darnos cuenta, se tiene como un hábito. Se trata de un hábito formal, porque realmente no es distinto del ser de la forma. Es patente que cuando Sócrates vivía, el alma retenía su cuerpo confiriéndole ciertos rasgos distintivos que resultaban inconfundibles para quien lo conocía. Tales rasgos eran realmente suyos, y se integraban en su ser como algo propio. La integración de esos rasgos era tal que, a menudo, Sócrates se reconocía en sus manos y gestos, en la expresión de su rostro y en sus actitudes típicas, de las cuales podía decir que eran suyas porque a través de ellas se descubría a sí mismo. Pues bien, de algún modo el hábito formal era la capacidad con la que el alma de Sócrates asía su cuerpo en vida y que, con la separación de las partes, no se ha perdido, sino que sigue presente en él. En vida, Sócrates se reconocía gracias a ese hábito con que cuerpo y alma se unían. Por eso, sus coetáneos asociaban su apariencia externa a su persona —no, por así decirlo, a su apariencia, como si su presencia fuese una propiedad P de su apariencia, y no de Sócrates mismo—. No suponían 79. Cfr. GEACH, P. T.: “Aquinas”, o. c., p. 99. 80. Cfr. S. c. G., II, cap. 85.
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así que Sócrates y su apariencia fuesen propiedades de sujetos distintos. Externamente, se atribuía a Sócrates los órganos corporales, que eran depositarios de su vida, pues como expresa Tomás de Aquino, éstos no van por detrás del alma81. De ahí que Sócrates no estuviese constituido por su alma en general, como si se tratara de algo distinto. Ni siquiera, en su opinión, el alma es el yo que cada uno de nosotros cree ser, pues yo y alma son cosas distintas82. Una vez que Sócrates ha muerto no acaba todo. El alma separada —se trate o no de una persona83— retiene una parte significativa del cuerpo. Por ese motivo, la subsistencia termina siendo primordial y quizá deba destacarse por encima del ejercicio formal del alma. En el fondo, para que el alma pueda subsistir, es preciso ir más allá del nivel formal y actualizador por el que la forma está unida al cuerpo, pues en rigor, nada opera que no subsista antes por sí mismo. Luego es necesario subsistir primero para operar más tarde como forma, exhibiendo así la capacidad de conferir vida a una materia. Sin duda, el alma intelectiva cumple ese requisito puesto que es subsistente de suyo. Tomás de Aquino sostiene taxativamente que el intelecto no comparte composición con la materia y que de algún modo tiene el ser absolute84 —la expresión, en rigor, debería leerse en el sentido de ‘simple’85—. La muerte como separación de las partes es atisbable si se presta atención a algunas potencias que —como el intelecto— obran de modo incorpóreo, una propiedad que se cumple en cualquier acto de conocimiento. El alma intelectiva, sin dejar de ser forma del cuerpo, se eleva 81. “Animae autem humanae non fuerunt ante corpora, ut ostensum est” (id.). 82. “Anima mea non est ego” (In I Cor. Expos., cap. 15). 83. “Sollte man vielleicht bei der abgeschiedenen Seele analog vom ‘Verlust’ einer habitudo, nämlich zum Leibe, sprechen, da ja das Sein erhalten bleibt? Immerhin geht die ‘Person’ verloren, und diese kann man unmöglich als habitudo bestimmen” (KLUXEN, W.: “Anima separata und Personsein bei Thomas von Aquin”, en Thomas von Aquino. Interpretation und Rezeption, Eckert, W. P. (ed.), Grünewald, Mainz, 1974, p. 100). 84. “Anima igitur intellectiva est forma absoluta, non autem aliquid compositum ex materia et forma” (S. Th., I, q. 75, a. 5, c); “quia anima est forma absoluta, non dependens a materia, quod convenit sibi propter assimilationem et propinquitatem ad Deum, ipsa habet esse per se, quod non habent aliae formae corporales” (In I Sent., d. 8, q. 5, a. 2, ad 1). 85. Owens propone leer el ser absoluto del alma, en este contexto, como ser separado de la materia, y por tanto, como independiente y liberado de ella. “ ‘Esse absolutum’ in this context means being that is ‘freed from’ dependence of matter (…). Freedom from dependence is expressed in English as ‘independence’. ‘Absolute being’ would hardly convey the meaning in this context of the Latin ‘esse absolutum’” (OWENS, J.: “Soul as Agent in Aquinas”, The New Scholasticism, XLVIII/1 (1974) 56, nt. 23).
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enteramente por encima de él con una reditio perfecta, como expresa Tomás de Aquino, sobrepujándolo con la inmaterialidad de su obrar86. La perfección de la inteligencia logra, por así decir, rodear por completo los límites del cuerpo sosteniéndolo en cada uno de sus puntos y manteniendo la integridad incorpórea de su acción. En este contexto, en que el alma asimila lo corporal sin perjuicio de su propia reditio, se dice que ésta no es una forma immersa o, tal vez, hundida y soterrada en la materia87, como debería decirse cabalmente de los seres inertes. Cuando pondera esta superioridad por la que el alma —gracias al intelecto— se eleva completamente sobre la materia, llega a decir incluso que el alma goza de un ser perfecto88. Para Tomás de Aquino, la subsistencia del alma humana se sigue de la incorporeidad del intelecto89. Si el intelecto es una potencia incorpórea, simple y absoluta, su actividad de vida que expresa un acto de la mente, contrasta con otro signo de vida: la actualización del cuerpo, que acomete otra parte de la forma. El alma es, en realidad, ambas cosas, esto es, un intelecto y la forma de un cuerpo a la vez. Las dos cosas aluden a partes distintas del alma que llevan a cabo cometidos distintos, y obviamente, sería un error ver las dos como separadas e irreconciliables; simplemente, obran de modo distinto y su unión avala la tesis de que el alma ha sido infundida por Dios90. Elhombre es un ser en el que las potencias de vida y el intelecto tienen un principio de unidad. Como es claro, a partir de esa bifuncionalidad psíquica resulta que la actividad intelectual no es algo que el cuerpo comparta91 o, dicho de otra forma, algo en lo que el cuerpo tome partido; a no ser que, en lugar de hablar de la inmaterialidad de las ideas,
86. “Potentiis autem animae superioribus, ex hoc quod immateriales sunt, competit quod reflectantur super seipsas; unde tam voluntas quam intellectus reflectuntur super se, et unum super alterum, et super essentiam animae, et super omnes eius vires” (De Ver., XXII, a. 12, c). 87. Kluxen emplea el término ‘versenkt’ (cfr. KLUXEN, W.: o. c., p. 99). 88. “Anima sine dubio in se habet esse perfectum” (In I Sent., d. 8, q. 5, a. 2, ad 2). 89. “In quantum igitur supergreditur esse materiae corporalis, potens per se subsistere et operari, anima humana est substantia spiritualis; in quantum vero attingitur a materia, et esse suum communicat illi, est corporis forma” (De Spir. Cr., a. 2, c). Así se puede concluir “quod ipsa est in confinio corporalium et separatarum substantiarum constituta” (De An., a. 1, c); cit. MOUREAU, J.: “L'homme et son âme, selon S. Thomas d' Aquin”, Revue Philosophique de Louvain, 74 (1976) 5-29. 90. Cfr. RÖD, W.: “Die Philosophie des Mittelalters”, Der Weg der Philosophie, vol. I, C. H. Beck, München, 1994, p. 351. 91. Siguiendo ideas aristotélicas de De An. Γ 4, 429a 24-27.
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se hable de la imaginación y de las potencias sensibles, cuyo órgano es material y, de suyo, se ordenan a la captación intelectual92. Esta división obedece a una elucidación anterior. Es sabido que Tomás de Aquino distingue en el alma dos potencias cognitivas. Por una parte, las potencias de los órganos sensibles, para los cuales es natural conocer las cosas tal como están dadas —según lo material—. Por otra, la potencia intelectual, que no es acto de ningún órgano corpóreo y a los que no actualiza porque carece de órgano propio. La distinción de los dos tipos de potencia parece avalar la tesis de que la subsistencia del alma no radica en su carácter de forma corporis. A tal efecto, Tomás de Aquino explica que es el alma humana, y no el cuerpo o los sentidos, la razón por la que los hombres fueron hechos a imagen de Dios93. Pero no es ésta la única. En primer lugar, esto se apoya en el hecho mismo de la separación, una situación que deja a la forma sola, la aísla del cuerpo en estado vivo, y por tanto, realza aún más la nobleza del intelecto, capaz de superar ese trance94. En otro lugar dice que el intelecto existe separado del cuerpo, como es propio de todo lo que es puramente incorpóreo95. Define la racionalidad como immunitas a materia96, esto es, como la necesidad de dejar al margen el cuerpo para entender la intelección. Casi se podría decir que la mente intelige en un estado natural de separación, por cuanto el cuerpo no es sujeto de la intelección. Para simplificar, se puede decir que hay dos cosas cuya potencia es puramente pasiva: la materia prima y el intelecto posible. La primera característica del intelecto como sujeto de las operaciones de conocimiento —las operaciones más altas en Aristóteles— es su carácter inmaterial.
92. Cfr. S. Th., I, q. 91, a. 3, c. 93. Cfr. S. Th., I, q. 3, a. 1 ad 2; q. 93, a. 2, c y a. 6, c; cit. KRETZMANN, N.: o. c., p. 137. 94. Por más que, posteriormente, el conocimiento del alma sea muy imperfecto como no se dé una luz sobrenatural: “ihre Erkenntnis geschieht immer confuse, also zwar deutlich, aber nicht klar” (KLUXEN, W.: o. c., p. 107). 95. “Si autem remaneret a materia separata, iam esset forma intelligibilis actu, et etiam intellectus, nam omnes formae a materia separatae sunt tales” (S. Th., III, q. 75, a. 6, c). 96. “Si arca esset sine materia per se subsistens, esset intelligens seipsam; quia immunitas a materia est ratio intellectualitatis. Et secundum hoc arca sine materia non differret ab arca intelligibili” (De Sp. Cr., a. 1, ad 12). En último término, Tomás de Aquino parece haber extraído esta idea de Avicena, Liber de Philosophia Prima, IX, 2, en VAN RIET, S. (ed.): Avicenna latinus, E. J. Brill, Leiden, 1968-1972, p. 455, l. 5; cit. LOMBO, J. A., o. c., p. 324.
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El intelecto no se compone ni se hace de materia97. Tomás de Aquino lo explica al señalar el error de los platónicos, que pensaron que nuestra naturaleza necesita constituirse al modo de lo material para conocer98. Pero el alma es otra cosa de lo que suponían, pues la inteligencia conoce las cosas en especie, no en materia. Aristóteles habló lo suficiente de la naturaleza no compuesta del intelecto, al afirmar que las cosas se albergaban en mente sólo según su forma, dejando la materia al margen99. Con intención de proseguir en esa línea, Tomás de Aquino señala que el intelecto “carece de órgano corporal”100, es decir, que el intelecto es una facultad simple. El intelecto goza, por tanto, de cierta autonomía en lo referente a las ideas, que pueden penetrar en la esencia de los cuerpos sin perturbarlos. Así pues, se destaca que la mente opera al margen del curso natural de las cosas, respetando su estado y sin modificar su naturaleza. Tomás de Aquino pone el ejemplo de la alimentación, que, a diferencia del conocimiento, elimina la alteridad del otro101. En cambio, los actos de la mente no son incompatibles con los seres corpóreos, sino que se armonizan conjuntamente con ellos. Como su modo de operar es distinto del de los seres corpóreos, no interfieren ni se estorban mutuamente sino que cada cual obra según su naturaleza. De hecho, la posesión de un creencia como “pensar que p” no es incompatible con el estado de cosas que describe p, ni mucho menos significa provocar p, como se debe suponer en toda doctrina realista. La inmaterialidad de las ideas permite que el esse naturale (A-real) y el esse intentionale (A-intencional), sean mutuamente compatibles, y no sólo eso, sino que A-intencional se adecue y converja con A-real102, así como la mente se adecua al ser de la cosa103. 97. “Perfectissima autem formarum, id est anima humana, quae est finis omnium formarum naturalium, habet operationem omnino excedentem materiam, quae non fit per organum corporale, scilicet intelligere” (De Spir. Cr., a. 2, c). 98. “Credidit quod forma cogniti ex necessitate sit in cognoscente eo modo quo est in cognito” (S. Th., I, q. 84, a. 1, c). 99. Cfr. De An., III 8, 431b 29-432a 1. 100. In III De An., lect. 7., p. 156 b. 101. “Non autem anima est ipsa res, sicut illi posuerunt, quia lapis non est in anima, sed species lapidis. Et per hunc modum dicitur intellectus in actu esse ipsum intellectum in actu, inquantum species intellecti est species intellectus in actu” (In III De An., lect. 13, n. 2; cit. LOMBO, J. A.: o. c., p. 287). 102. Cfr. GEACH, P.: “Aquinas”, o. c., pp. 96-97. 103. Cfr. In I Sent., d. 19, q. 25, a. 1, c; S. c. G., I, cap. 59; S. Th., I, q. 16, a. 1, c; De Ver., I, a. 2, sc 2; De An., a. 3, ad 1).
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Se han dado algunos pasos para mostrar que la subsistencia del alma está más próxima a la esfera de lo espiritual que a la de lo corporal. Tomás de Aquino separa explícitamente la subsistencia de la actividad formal del alma, al señalar que, en tanto que se aplica al cuerpo como forma, el alma no es subsistente104. La subsistencia proviene del espíritu y se atribuye directamente a él, al hombre como ser espiritual, y el quid de esa independencia óntica es el intelecto105. Pero, aunque como el cuerpo puede ser dejado de lado, no así el compuesto o sujeto. En líneas generales se admitirá que el cuerpo es el beneficiario directo del ser que el alma comunica. Que el cuerpo se beneficia de la subsistencia es indudable. Pero cuando se habla aquí de ‘cuerpo’ y se dice que éste es sujeto y sustancia, no debería pensarse en la materia sensible o res extensa, sino más bien en el hábito retenido al que antes se hacía referencia y que afecta al alma separada. Éste es quizá un mejor concepto de cuerpo que el anterior, esto es, el que hace referencia a la integración de lo material en lo espiritual106. Tiene un sentido más formal e ‘incorpóreo’, y describe una realidad para la que, antes que hablar de res extensa, resulta más idónea la noción de ‘corporalidad’, pues tiene resonancias más formales y antropológicas. La intención de lo dicho es que la nueva terminología exprese mejor la inherencia del cuerpo en el alma separada, o la porción de materia de la cual decía Geach que, después de la muerte, queda retenida en el alma. Todo lo cual rebasa, como es claro, los límites de la materia en el sentido de una res extensa. Otro problema es que la retención de lo corporal como hábito poco concierna al intelecto, sino a esa otra dimensión del alma por la que ésta es forma. La subsistencia del cuerpo es, por tanto, conferida y gobernada por el alma. Hasta aquí se ha hablado del cuerpo como sujeto, y se ha insistido en que no cabe negarle la propiedad de ser sujeto del alma, siguiendo, si se quiere, las líneas directrices que traza Aristóteles en Z. Pero después de lo visto, quizá habrá que añadir otro sentido para el alma, pues también ésta es un sujeto subsistente en sí misma. Lo es, especialmente desde que 104. “Cum anima sit quid incorporeum, sibi proprie non accidit pati, nisi secundum quod corpori applicatur. Applicatur autem corpori et secundum essentiam suam, secundum quod est forma corporea, et secundum operationem suarum potentiarum, prout est motor eius. Secundum autem quod applicatur corpori ut forma, sic non consideratur ut quid subsistens, sed ut adveniens alteri” (In III Sent., d. 15, q. 2, a. 1b, c). 105. Cfr. MEYER, H.: o. c., p. 204. 106. Cfr. SEIDL, H.: o. c., p. 549.
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sabemos que la subsistencia se debe al intelecto. Si el intelecto es la clave de la subsistencia del homo rationalis, nada impedirá hablar de un nuevo sentido del sujeto, esto es, del alma como sujeto de sí misma. En realidad, no es ésta una pretensión excesiva; en alguna ocasión dice Tomás de Aquino que la separación es constitutiva del alma107. Hay autores que —insistiendo en esta dirección— han observado que, a menudo, cuando habla de la inteligencia, no siempre se da, en clave lógica, una separación deseada y aséptica entre la mente y el alma, sino que se refiere a una y otra indistintamente. Así, parece existir una reducción de la mente al alma, o al menos, una seria aproximación, tal como si se afirmara que ser espiritual es, en rigor, ser inteligente. Ciertamente, la hipótesis parece confirmada por algunos textos en los que se presenta el intelecto como la forma del hombre, o en otra ocasión, al señalar que inteligir es la actividad más propia. Ciertamente, la tesis se vio allanada por algunas observaciones de Aristóteles108.
4.
LA ESPIRITUALIDAD DEL ALMA HUMANA. EL SUBIECTUM SPIRITUALE
Una vez que hemos pasado revista a la doble primacía del alma — primero, según su condición natural de sustrato del cuerpo, y después, del alma como sujeto de sí misma—, que es necesaria para entender a fondo la unicidad del viviente, habría que acometer directamente la pregunta por la espiritualidad misma del alma. En concreto, si la espiritualidad puede considerarse algo substancial y en esa medida, sujeto de cierta clase de propiedades, que serían propiedades del espíritu —si éstas se logran definir—. La cuestión es, en síntesis, si así como se puede hablar de alma 107. “Si igitur anima humana, in quantum unitur corpori ut forma, habet esse elevatum supra corpus non dependens ab eo, manifestum est quod ipsa est in confinio corporalium et separatarum substantiarum constituta” (De An., a. 1, c). 108. “Est intellectus anima homini, et per consequens forma homini” (S. c. G., II, cap. 59; De An., 14, c; S. c. G., II, cap. 60). También dice que el alma intelectiva se compara al cuerpo como forma y materia (cfr. De An., a. 3, sc 2). Por otra parte, en relación con la forma de vida más alta, “intelligere est maxima et propia operatio animae” (De An., 15, c); “propria autem operatio hominis, inquantum est homo, est intelligere, per hanc enim omnia animalia transcendit” (S. Th., I, q. 76, a. 1, c); “perfectior modus vivendi est eorum quae habent intellectum, haec enim perfectius movent seipsa” (S. Th., I, q. 18, a. 3, c).
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como sujeto, se puede decir del hombre que es un subiectum spirituale por tener rasgos propios de los seres espirituales. Así pues, ¿hay en Tomás de Aquino una noción de hombre como “sujeto espiritual”, o por el contrario, lo espiritual es para él un mero adjetivo que acompaña a las operaciones del alma en sentido vago? Se procurará dar respuesta a la pregunta. Antes, cabe recordar que la espiritualidad no es una nota exclusiva del hombre; antes bien, comparten este atributo las formas separadas, y sabemos que, en esencia, la espiritualidad es un rasgo que tiene origen en Dios. Originalmente, la palabra ‘espíritu’ proviene del término latino ‘spiritus’, una noción cuyo contexto y significado veremos a continuación, y que fue heredado por la patrística cristiana, que ahormó para él una forma filosófica precisa. No obstante, antes de acometer la pregunta conviene hacer algunas aclaraciones. En el epígrafe anterior se ha mantenido que el carácter espiritual del alma se desprende de la actividad inmaterial del intelecto. En cuanto que capta objetos inmateriales se dice que, en los actos de la mente, el contacto con la materia es impropio109. El intelecto es una potencia pasiva sin órgano corpóreo. Cuando obra, obra inmaterialmente110. También se sabe que Tomás de Aquino ve en la incorporeidad del intelecto el argumento más fuerte a favor de la inmortalidad. El hombre es un ser imperecedero —razona— en la medida en que los actos del intelecto son perfectos, y por tanto, dejan entrever la posibilidad de una vida sin materia o más allá de ella. Para probar la pervivencia después de la muerte, se sirve, entre otras pruebas, del momento en el que el intelecto se conoce a sí mismo —la operación reflexiva—. Al conocerse, la inteligencia realiza una reditio completa, una vuelta sobre sí que no sería explicable de otra forma más que como una actividad perfecta, fuera de la influencia de las imágenes111. Por eso, si el hombre es un ser de tal tipo, que puede conocerse a sí mismo, se verá que cierta parte de su esencia es incorpórea, y así, es lógico pensar que pueda sobrevivir a la muerte. El argumento, que
109. “Intellectus est potentia animae quae est corporis forma, licet ipsa potentia, quae est intellectus, non sit alicuius organi actus, quia nihil ipsius operationi communicat corporalis operatio, ut Aristoteles dicit” (De Unit. Intel., III, 27). 110. “Si autem contra hoc obiiciatur, quod potentia animae non potest esse immaterialior aut simplicior quam eius essentia” (De Unit. Intell., III). 111. Cfr. De Ver., XXII, a. 12, c
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Tomás de Aquino expone lúcidamente ha sido discutido a su vez por otros pensadores112. Pero vayamos a la misma significación del término ‘espíritu’. Tomás de Aquino alude a menudo al significado original de alma, que vendría avalado por un uso bíblico del que antes se hacía mención. La Escritura emplea, en efecto, el término spiritus para referirse a un ‘soplo’, ‘aliento’ o ‘hálito’ de vida que recibió el cuerpo del hombre al ser creado, confiriendo a lo inerte un estado vivo113. Inicialmente, no obstante, la palabra spiritus tuvo un origen distinto. Tomó origen en la medicina, y durante mucho tiempo todo su significado se resolvió en cuestiones médicas. El cambio de significación, útil para designar una substancia espiritual viva, no vino hasta mucho después. Para un utillaje filosófico, interesaba dotar al término de una connotación psicológica y sustancial, de tal modo que pudiéramos decir que hay seres espirituales. De ahí que lo espiritual no debería ser sólo un adjetivo humano, sino que aún ha de haber sustancias dotadas de espíritu, o como movidas por ese medio114. El cambio se fue gestando, poco a poco, a lo largo del s. XII, en el que la primitiva noción médica se fue sustituyendo por una noción más amplia que permitía su uso en múltiples contextos115. Los Padres de la Iglesia adoptaron el término así e hicieron mucho por la expansión semántica de spiritus. Ya en Tomás de Aquino el término es casi sinónimo de mente o, en general, de conciencia. De acuerdo con esto, el término spiritus es un modo de hablar de la mente humana116. En el nuevo contexto del s. XIII, en el que el uso del concepto es más común, se halla un sentido que podría decirse ‘sustancial’, porque considera al espíritu como sinónimo de ‘ente’, ‘naturaleza’ o ‘esencia’, y cuenta con que 112. Guillermo de Ockham replicó, por ejemplo, que la filosofía no podía demostrar la espiritualidad del alma, pues esto es algo que sabríamos gracias a la revelación (cfr. COPLESTON, Fr.: Aquinas, o. c., p. 170). 113. Vid. MANNUCCI, V.: La Biblia como palabra de Dios. Introducción general a la Sagrada Escritura, 3ª ed., Desclée de Brower, Bilbao, 1995. 114. Así, p. ej., Tomás de Aquino atribuye a S. Agustín y S. Gregorio la idea de que las sustancias espirituales son como cuerpos motores de los cuerpos celestes: “sic igitur erit duplex ordo substantiarum spiritualium. Quarum quaedam erunt motores caelestium corporum, et unientur eis sicut motores mobilibus, sicut et Augustinus dicit in III De Trinitate, quod omnia corpora reguntur a Deo per spiritum vitae rationalem; et idem a Gregorio habetur in IV Dialogorum” (De Spir. Cr., cap. 6, c). 115. Cfr. TAUBENSCHLAG, C.: “La noción de spiritus y de spiritualis substantia en la cuestión disputada De Spiritualibus Creaturis de Santo Tomás de Aquino”, Aquinas 35/1 (1992) 102. 116. “Conscientia dicitur spiritus, secundum quod spiritus pro mente ponitur, quia est quoddam mentis dictamen” (S. Th., I, q. 79, a. 13, ad 1).
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dicho empleo es legítimo. En general, se atribuye el nombre de ‘espíritu’ o el atributo ‘espiritual' a todas las cosas inmateriales e indivisibles que cabe pensar117. Tomás de Aquino alude a él como un sujeto que trasciende el plano de lo corpóreo, amparado en que el alma “no sólo recibe las especies inteligibles sin materia y sin condiciones materiales, sino que ni siquiera es posible que, en su propia operación, comunique con algún órgano corporal”118. Por otra parte, las sustancias espirituales, “aunque son formas subsistentes, están en potencia en cuanto tienen un ser finito y limitado”119. La apreciación apunta a algo ya conocido: por una parte, las formas espirituales son subsistentes porque sobrepujan el ser de la materia120, pero por otra, se multiplican y están en potencia según la multiplicidad y división de los entes corpóreos. La materia, que hace de factor multiplicador de individuos, es asimismo una fuente de limitación en cuanto que, por así decir, rebaja la perfección de la inteligencia. De todo lo cual surge que los espíritus son formas subsistentes. Esto sólo es posible en las sustancias completas o en las perfectas, que tienen así cierta disposición sobre su propio ser. Además, queda dicho que un espíritu es una clase de sustancia subsistente, como anteriormente se ha puesto de manifiesto121. Así pues, la subsistencia y la espiritualidad son propiedades inseparables. La tesis no es nueva. De un modo u otro, es claro que no se puede ser espíritu sin tener asegurada cierta continuidad o vigencia ontológica —una persistencia estable—, amparada en el carácter subsistente de la forma. Como es lógico, el alma racional ofrece la clave de dicha persistencia, fruto de la vida superior a la que el hombre está llamado por el ejercicio de sus facultades más altas. Ciertamente, la condición racional y subsistente hace posible equiparar al hombre con las formas separadas, las cuales, a pesar de gozar de una inteligencia más noble, son igualmente racionales. Ya sabemos que el hombre es una de las sustancias espirituales que existen122. Pero Tomás de Aquino los equipara en alguna ocasión, y lo hace singularmente al ponderar que nuestra mente carece de ideas innatas
117. 118. 119. 120. 121. 122.
Cfr. S. Th., I, q. 36, a. 1, ad 1. De An., a. 1, c; Cfr. De Spir. Cr., I, ad 1. Cfr. De Spir. Cr., a. 2, c.; S. Th. I, q. 72, a. 2, c. Como De Po., III, a. 9, c. Cfr. De Spir. Cr., a. 1, ad 2; S. Th., I, q. 75, a. 7, c; cit. ETZWILER, J. P.: o. c., p. 371.
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porque nace como una tabula rasa123. Nadie duda, por tanto, de que entre ambas clases de seres con raciocinio se da una clara separación de géneros, ya que, mientras que el hombre es por esencia un animal, perteneciente a esa categoría en la que entra por disponer de materia, el ángel es un ser puramente racional, es decir, un intelecto simple124. Esta conclusión podría hacer creer que el alma humana no tiene parangón con el ángel. Pero es curioso observar que, a pesar de esa diferencia con él, el hombre encuentra su diferencia específica en el hecho de ser racional. Hombre y ángel son similares en cuanto son racionales y llevan a término operaciones inteligentes. El acercamiento entre ambos es patente en el tratado De Spiritualibus Creaturis. Allí, Tomás de Aquino emprende el tratamiento de la mente del ángel partiendo de la razón humana, y a este propósito, no deja de ser sintomático que casi la mitad de su tratado acerca de los ángeles se extienda sobre el alma humana125. La importancia que Tomás de Aquino confiere a la racionalidad del hombre ayuda a remover invisibles barreras que, a menudo, separan excesivamente al hombre del ángel. La cercanía del hombre al ángel es, en realidad, mayor de lo que habitualmente se cree. Se mantiene que hombre y ángel conveniant in natura, con la diferencia de que el ángel posee una suerte de naturaleza completa en sí misma126. Pero sin duda —añade—, el alma pertenece al género de lo intelectual, aunque lo hace de modo distinto y en el rango inferior de todos estos seres127. En este sentido, no es preciso decir que hombre y ángel no pertenecen a la misma especie, aunque en realidad ningún ángel hace lo propio respecto a otro: se sabe que las especies angélicas no son compartidas. Por eso, en muchos aspectos ángel y hombre se pueden equiparar. P. ej., ambos coinciden en tener el ser de modo subsistente a partir de su alma racional. Pero cabría decir que hay una diferencia entre subsistir 123. “Elle ne dispose d’idées innées, d’espèces intelligibles imprimées naturellement en elle; il lui faut les dégager laborieusement des impressions sensibles et des images; voilà pourqui elle doit être unie à un corps (cfr. S. Th., I, q. 76, a. 5, c)” (MOREAU, J.: o. c., p. 23). 124. “Man still belongs to the series of immaterial beings, through his soul, but his soul is not a pure Intelligence as the engels are” (GILSON, E.: History of christian Philosophy in the Middle Ages, Randon House, New York, 1955, p. 376). 125. “Almost half of his treatise on spiritual cratures deals with the human soul” (ETZWILER, J. P.: “Man as a embodied Spirit”, The New Scholasticism, LIV (1980) 370). 126. “Licet angelus et anima conveniant in natura intellectuali, differunt tamen in hoc quod angelus est quaedam natura in se completa” (De Po., q. 3, a. 10, ad 10). 127. “Quia omnia ista sunt unius generis, et eodem modo intelligibilia; substantiae autem separatae sunt altioris generis, et altiori modo intelliguntur” (De An., a. 16, c).
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en general, y, por otro lado, tener el ser de modo subsistente, es decir, subsistir a causa del alma racional. Los racionales non sunt subsistentes, sino más bien, en ellos ipsa anima habet esse subsistens128. Lógicamente, se trata de cosas distintas; de una parte, ser subsistente, y de otra, la posición de que el alma es intrínsecamente subsistente, a consecuencia de lo cual subsiste. Ese modo de persistir es singularmente eficaz en el ángel. Pero también es así en el hombre, a pesar de que en el hombre el alma “halla la perfección de su naturaleza en el hecho de estar unida a un cuerpo”129. Por más que necesite de la materia para ser lo que es, la difeencia con el ángel persiste. La clave de esa separación es la materia, es decir, el cuerpo, del cual se diría que es subsistente sólo in oblicuo, esto es, en cuanto que se integra en una unidad esencial en la que forma intrínsecamente parte. No hay que olvidar que el alma humana es tan sólo una parte, no el todo de la criatura. Todo lo cual nos acerca de nuevo al intelecto. Si la inteligencia de Sócrates expresa su esencia mejor que cualquier otra cosa, lo lógico es pensar que —si esto es así— Sócrates es espiritual por esencia o a causa de su razón. Como es patente, se podrá objetar a lo expuesto que para Tomás de Aquino la razón no es condición suficiente para subsistir (tras la muerte), sino necesaria. Es cierto, y es así en cuanto que la mente no constituye sin más a un hombre. Tal vez podrá constituir lo que el hombre es después de la separación, pero no constituirá a un hombre vivo. “El alma de Pedro no es Pedro”130, comenta Tomás de Aquino. Y lo mismo se podría decir de la razón: que la mente de Pedro tampoco es Pedro, como tampoco su brazo y su rostro no son Pedro mismo. A fin de esclarecer mejor la esencia humana, se reparará en que no se cuestiona la esencia racional de Pedro; más bien, la discusión está en otra parte, en tratar de saber exactamente cómo articular lo animal y lo racional en el hombre, pues el problema reside justamente ahí. Cierto que la razón se identifica mayormente con nuestra esencia que con nuestro género —la animalidad—, con el que la razón carece de puntos de contacto. Todo indica que el problema es saber exactamente en qué y cómo somos
128. Cfr. TAUBENSCHLAG, C.: o. c., p. 118. 129. De Po., q. 3, a. 10, ad 10. 130. S. Th., II-II, q. 83, a. 11, ob 5. “Die Seele ist nicht der Mensch, die Seele des Peter ist daher nicht Peter; die abgeschiedene Seele Sankt Peters ist also nicht Sankt Peter und auch nicht so zu nennen, außer im Hinblick auf Sankt Peters vergangenes Leben oder zum Zeugnis der Auferstehungsglaubens” (KLUXEN, W.: o. c., p. 97).
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animales, o bien si quizá esto se disuelve observando simplemente que las potencias vegetativo-sensitivas nos constituyen. En la práctica, se percibe que Tomás de Aquino evita suscitar la discusión acerca de cómo es posible esto; un problema, por lo demás, en absoluto fácil de dirimir. Parece que, con ese fin, llamó en contadas ocasiones al hombre “animal racional”131, prefiriendo emplear otra denominación en su lugar, a sabiendas quizá de la impropiedad de acentuar lo que comparte con el resto de los animales —algo, por otra parte, notorio, pero difícil de encajar— y qué relación hay entre eso que compartimos y nuestra esencia132, si, en una acepción amplia, entendemos por esencia aquello mejor nos define. En esa línea se inserta la afirmación de Tomás de Aquino de que el hombre, a diferencia de otros animales, se dice una “sustancia racional”, más que una “sustancia sensible”, “ya que el sentido es en escasa medida lo propio del hombre, y lo que le conviene por encima de los animales”133. Así pues, si cabe decir que razonar nos define en mayor medida que sentir, se verá que el hombre es un ser espiritual más que sensitivo, o un ser espiritual más que animal, en el sentido de que en el uso de inteligencia y voluntad es más propio que el de los sentidos. Esto ayudará a enmarcar la perspectiva de lo espiritual, para no ver un conflicto entre ambas dimensiones del alma, pues están, de hecho, integradas. Tal como explica Tomás de Aquino, la intelección se ordena al mantenimiento de los fines de la vida vegetativa y sensitiva que hacen posible nuestra vida134. Así pues, tratados algunos aspectos de la esencia espiritual del ser humano, dirijamos nuestra atención al modo en el que se aplica o usa el término ‘sujeto’ en el contexto del espíritu. Tomás de Aquino emplea generalmente el término substantia spiritualis para designar al hombre, y 131. Es una observación de ETZWILER, J. P.: o. c., p. 371. 132. Esta idea ha llevado a Seifert a pensar que el género del hombre no es su propia animalidad, sino, siguiendo su perspectiva, lo que considera la persona, aunque entiende ‘persona’ de un modo muy amplio. Seifert considera que en la definición aristotélica del hombre falta la libertad, la responsabilidad, y otros aspectos no menos espirituales del hombre. “Wir können nämlich sagen, das nächtsliegende Genus von Mensch sei nicht Lebewesen, sondern Person. Dabei ist freilich Personsein kein Genus mit univoker Bedeutung. Person kennzeichnet vielmehr ganz allgemein das Wesen eines denkenden, freien, Verantwortung tragenden und geistigen Seienden, bzw. noch präziser das Wesen eines Seienden, das die Vermögen der Vernünftigkeit und Freiheit und auch der intentionalen Affektivität besitzt un somit prinzipiell der oben gennanten Eigenschaften fähig ist” (SEIFERT, J.: Sein und Wesen, C. Winter, Heildelberg, 1996, p. 111). 133. S. Th., I., q. 108, a. 5, c. 134. Cfr. De An., 11, c.; S. Th., I, q. 76, a. 2; cit. SEIDL, H.: o. c., p. 551.
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lo hace singularmente cuando se trata de subrayar la diferencia que marca con los animales. A estas alturas, no es necesario decir que substantia equivale a subiectum, pues, como se sabe, todo sujeto es una sustancia, o en cualquier caso, es sustancia de algún modo —p. ej., en cuanto ejecuta tareas propias de la sustancia—. Por tanto, si sabemos esto, nada nos obliga a indagar si subiectum aparece en un cuadro de ideas similar, en el que tenga sentido hablar de sujetos de espíritu o sujetos espirituales. Pero sucede que Tomás de Aquino empleó expresamente la noción de sujeto, en un sentido antropológico, como sinónimo de sustancia espiritual. Habla de un subiectum spirituale para designar a los seres dotados de alma imperecedera. En la recepción del término persona acuñado por Boecio, se cuenta con que el individuo es un ser subsistente de la clase de los racionales; y justamente es esto lo que significa ser persona: existir en condiciones de racionalidad. De ahí que el uso del término ‘sujeto’ para designar seres racionales, y por tanto personas, resulte muy propio. Esto prueba que el término se toma en un sentido considerablemente amplio, extenso, en un sentido ontológico que abarca desde la potencia en cualquiera de sus sentidos hasta la posesión de un alma sustraída a la corrupción. Por una parte se aplica la noción a la sustancia —de modo propio—, y por otra, ésta mantiene su vigencia cuando se desea hablar de la dignidad personal135. Así, si se desea emplear la noción de “sujeto de espíritu” para reflejar propiedades como la autoposesión, interioridad, individualidad, personalidad, etc., consta que la noción aparece como tal en la obra de Tomás de Aquino. Sólo el término ‘subjetividad’ —en el sentido en que lo conocemos hoy— está ausente de sus escritos, mientras que el uso que hace la palabra ‘subjetivo’, cuando aparece, es siempre el adjetivo de ‘sujeto’ como sustantivo. Con lo que cabe concluir que en su doctrina no existe la noción de ‘subjetividad’. Esto no impide, como es obvio, que en su obra no haya lugar para hablar de lo que hoy en otro contexto se entendería por subjetividad humana. La razón, entre otras posibles, está en que la noción de sujeto que hemos heredado es de raíz moderna, y en consecuencia se 135. Así parece confirmarlo el uso de la expresión subiectum spirituale, empleada de un modo directo al menos 6 veces en el conjunto de la obra de Tomás de Aquino, y otras muchas de modo indirecto. Cfr. S. c. G., cap. 86; S. Th., III, q. 54, a. 1, sc 2; De Ver., q. 27, a. 7, ag. 4; De Sust. Sep., 6; Quodl., I-IX, Quodl., 7, q. 4, a. 3, ag. 2; In I De Anima, 10. Sigo sugerencias de DHAVAMONY, M.: Subjectivity and Knowledge in the Philosophy of Saint Thomas Aquinas, Gregorian Univ. Press, Roma, 1965, pp. 34 y ss. Entre las referencias indirectas Dhavamony cita ésta: “... sed solum speciem coloris respiciunt secundum esse spirituale” (In I Metaph., l. 1, 6).
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afianza en el hecho de conciencia —cogito ergo sum—. Se verá, por eso, que entre esta noción y lo que Tomás de Aquino entiende por subiectum hay una apreciable divergencia semántica, acerca de la cual ya se ha hecho alguna alusión aquí. Para los modernos, el sujeto posee una clave psicológica más o menos acentuada: el sujeto se concibe de ordinario en relación con un yo, más o menos personal —p. ej., en Kant o el idealismo alemán—. Pero para Tomás de Aquino, la noción no se halla en los aledaños de la psicología o de la antropología, donde el yo es de mucha importancia. Como se ha podido observar, a menudo la noción no se aplica al hombre ni a lo que a él se refiere. Es más, la mayor parte de las veces la noción es netamente ontológica —o bien, lógica—, y designa una realidad sustituible por otros términos adyacentes como substantia, substratum o, en otro sentido, potentia. Después, según los casos, resulta relativamente intercambiable por hypostasis, suppositum o persona, aunque el campo semántico de estos tres últimos está más alejado del original136. Estos usos no son señal de un olvido de la vertiente psicológica de la personalidad que la psicología moderna y contemporánea ha contribuido a poner de manifiesto, sino que más bien, en la óptica medieval el análisis del yo no se afrontó así. Frente a la tesis moderna, Tomás de Aquino trató comúnmente el yo en una perspectiva escrupulosamente ontológica. Con lo cual, en general, no previó que por ‘sujeto’ pudiera entenderse sin más ‘persona’, o quizá —de un modo más aséptico— ‘individuo’. Además, esto no constituyó el ápice de su doctrina. Más bien, en esto, como en tantas cosas, siguió el discurso y el método de la era filosófica que vivió. En suma, el giro filosófico que las tesis modernas supusieron no es fácilmente conciliable con los puntos de vista de la tradición anterior. La Edad Media no se entendería, por tanto, si el inicio de la filosofía fuera establecido en un lugar distinto del ser.
136. La cuestión es ambigüa. Frente a la división aquí presentada, otros autores han visto tres principales usos del término: “Das Wort ‘subiectum’ hat bei Thomas einen allgemeinen Sinn. Subiectum ist das sub-iectum, das Zugrundeliegende. Davon leitet sich eine dreifache Bedeutung her: a) die ontologische: subiectum ist der tragende Grund eines Akzidenz (hypostasis, substantia, suppositum) oder einer Form (materia). In diesem ontologischen Sinn ist das Prinzip eines Erkenntnisvermögens ein subiectum; b) die logische (Subjekt des Urteils); c) Subjekt bedeutet auch oftmals das Objekt einer Aktivität, einer Vermögens oder eines habitus (vlg. z. B. S. Th. 1, 1, 3 obiect. 1, und Proemium zur Metaphys.)” (RIVERA, J.: Konnaturales Erkennendes und vostellendes Denken, Symposion, K. Alber, Freiburg, 1967, p. 30, nt. 6).
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CAPÍTULO VII
POTENCIAS DE VIDA Y VIDA RACIONAL
1.
ALMA, POTENCIAS Y FACULTADES
El hombre es un ser espiritual. En el capítulo anterior hemos visto, además, que la espiritualidad humana descansa y se asienta en la posibilidad de llevar a término actividades racionales tales como conocer y amar. La espiritualidad consiste, en consecuencia, en la posibilidad de obrar conforme a la razón o teniendo a ésta como punto de partida. A partir de ahí, se sabe que actividades como pensar o decidir libremente —el libre albedrío— se dan gracias al anima intellectiva. Esta capacidad permite poner en acto la potencia de pensar y querer, de establecer un fin y poner los medios para lograrlo1. Las potencias más altas son, por esa capacidad de desplegar todas las facetas del ser humano, un bosquejo adecuado de la noción de espíritu. Cabe pensar que el espíritu humano se condensa especialmente en ellas en tanto representan lo más íntimo a nosotros, es decir, aquello de lo cual no se podría prescindir sin dejar de ser lo que somos.
1.1. La integración de las potencias del alma. La importancia de la razón para la vida La espiritualidad del alma humana se ha de entender en el contexto de sus potencias y de sus efectos, que son las operaciones de vida. Por ese 1. Nótese además que esto no acontece genéricamente, es decir, no se piensa o se quieren fines en general; ‘pensar’ y ‘querer’ se dicen de objetos determinados: A, B y C.
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motivo, es lógico que las potencias definan al hombre como, en otro sentido, las operaciones definen agudamente el perfil del acto primero o acto de vida. La vida se posee y expresa, en ese sentido, en las operaciones que la mantienen y la llevan a cabo. La vida se tiene en potencia porque las potencias son los principales exponentes de la vida. Al mismo tiempo, al estar vivo es preciso advertir que no se puede vivir “en general”, porque la vida se realiza o se lleva de un modo concreto, en un estado de cosas y circunstancias particulares. El viviente, vive de un determinado modo, como expresa el lenguaje ordinario al decir que un hombre “se conduce” de tal modo o de otro cuando adopta una conducta típica. El modo de conducta del que se habla está por acciones concretas van modelando nuestra alma, y que ciertamente dotan a ésta de un modo de ser característico2. Pero en general, el modo de actuar más específico del hombre es la conducta racional, a la cual hay que añadir todo un conjunto de potencias vegetativo-sensitivas inescindibles de la naturaleza misma, porque con ellas se constituye una síntesis armónica o un todo humano al que Tomás de Aquino tiene singularmente presente cuando habla de una hipóstasis. El hombre es, en su hipóstasis, un conjunto ordenado de potencias que convergen en un mismo fin: el desarrollo de la vida. Una de las razones que esgrime para explicar esta peculiar síntesis de potencias, es que, en general, lo imperfecto, a diferencia de lo que es perfecto, necesita de múltiples movimientos para obtener sus fines. Lo imperfecto no está consumado: requiere el encadenamiento de acciones y resultados para lograr lo que se propone, mientras que, según se dice, lo más perfecto alcanza el fin sin necesidad de acudir al movimiento3. A pesar de esto, el hombre tiene la posibilidad de adquirir fines, aunque esa consecución es costosa y lleva su tiempo. De ordinario, el hombre obtiene los fines que se traza, pero lo hace con la continua hilazón de acciones que le ponen en el camino de los medios. Estos medios, según Tomás de Aquino, son las potencias que el hombre necesita, en primer lugar, porque no es capaz de dar alcance a sus fines sin necesidad de moverse, y, en segundo lugar, porque las potencias son medios útiles para la consecución de sus fines específicos, y no de otros. Es de advertir que también el variado plexo de las potencias lleva consigo un abanico de nuevos medios que abren la puerta a nuevos fines. Y la pluralidad de 2. Por eso dice Aristóteles que toda virtud perfecciona la naturaleza del que la posee y la hace capaz de mayores cualidades (cfr. Ética a Nicómaco, II, 6, 1106a). 3. Cfr. S. Th., I, q. 77, a. 2, c.
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potencias es sintomática de nuestra condición, porque así como el hombre posee un amplio abanico de potencias, el ángel —más perfecto que él— no necesita tantas4. En el hombre, como muestra la pluralidad de sentidos del sujeto, nada es simple. Todo está compuesto y, en consecuencia, todo lo que posee da lugar a sujeciones y atributos derivados de esa sujeción. La composición humana se observa ya en el actus essendi, que, según la potencia originaria, está compuesto con la esencia. Desde ahí, el ser se comunica a los actos de vida más nimios que normalmente son accidentes, y por tanto, se sujetan a la sustancia. Esto que se observa en el hombre, hemos visto que se verifica a su vez en el ángel y que, en esencia, afecta a todas las criaturas a excepción de Dios. De forma que cabe resumir que todo lo que no es Dios se sujeta a algún otro o tiene un sujeto del ser, como —según explica Tomás de Aquino— toda esencia es subiectum essendi porque goza del ser como el participante en lo participado. Según el talante de esa sujeción, que es compatible con la participación, se apreciará lo impropio de decir simplemente que el esse del hombre es, es decir, que subsiste sin necesidad de expresar su condición de existente en una esencia, o sin hacer mención de la concreción de la que antes se hablaba. La aserción —según Tomás de Aquino— es tan impropia como decir, tomando el ejemplo de un corredor, que es la misma acción de correr la que corre, y no, como cabría pensar, el atleta. Como es de suponer, el atleta está aquí por el sujeto de la acción en la que consiste específicamente ‘correr’. A todas luces, es obvio que ‘correr’ no es una acción que se tenga por sujeto a sí misma, sino que tiene por sujeto al corredor que la lleva a cabo. Pues bien, así como no se sostiene la suposición de que el correr mismo es el que corre, de igual modo, el ser no es sujeto de sí mismo, sino que es cada esencia la que se hace posesora del ser5. La sujeción de sí mismo en términos reales es, en realidad, un espejismo. Si sabemos que las potencias son medios para conseguir deter4. Cfr. id. 5. “Unde, sicut non possumus dicere quod ipsum currere currat, ita non possumus dicere quod ipsum esse sit: sed sicut id ipsum quod est, significatur sicut subiectum essendi, sic id quod currit significatur sicut subiectum currendi: et ideo sicut possumus dicere de eo quod currit, sive de currente, quod currat, inquantum subiicitur cursui et participat ipsum; ita possumus dicere quod ens, sive id quod est, sit, inquantum participat actum essendi: et hoc est quod dicit: ipsum esse nondum est, quia non attribuitur sibi esse sicut subiecto essendi; sed id quod est, accepta essendi forma, scilicet suscipiendo ipsum actum essendi, est, atque consistit, idest in seipso subsistit” (De Hebdo., lect. 2); “esse autem simpliciter et per se est suppositi subsistentis” (In III Sent., d. 11, q. 1, a. 2, c).
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minados fines, y que, por otro lado, éstas no se sujetan a sí mismas, con arreglo a lo anterior, cabe pensar que la vida no es sujeto de sí misma, puesto que no se autosostiene; sólo —como proponía Mundhenk— en otro contexto cabría decir que el alma es sujeto de sí misma. Lo que cuenta es que las potencias de vida, las facultades del alma y sus operaciones son genuinos portadores de la esencia del hombre. No porque la silueta de la esencia humana esté recortada, por así decir, por las potencias, o porque la vida se termine allí donde se acaba la capacidad operativa del individuo. Aquí se usa el término ‘portador’ para hacer ver que, si realmente cabe hablar de un sujeto posesor de la vida, ese sujeto son las potencias que la poseen. La potencia es el auténtico garante de la vida. Esto despeja obstáculos para concederles la capacidad de definir al hombre, indicando, en su caso, lo estrictamente esencial por delante de otros aspectos. No en vano Aristóteles vio en la racionalidad el atributo específico y diferenciador del hombre, tesis con la que Tomás de Aquino concuerda plenamente. La razón es, en Aristóteles, la mejor expresión de lo que supone estar vivo en el contexto de la posición que el hombre ocupa en el universo. Para él la razón marca la diferencia no solamente con el mundo animal, sino también con respecto a otras facultades. Kenny ha caracterizado la razón como un “poder de adquirir poderes”6 o la capacidad de adquirir capacidades, en atención al papel de llave que tiene con respecto a las demás potencias del espíritu. Es difícil imaginar una realidad espiritual sin el concurso de la razón. A efectos prácticos, la razón es un poder que podría ser impedido ocasionalmente, quizá por circunstancias ajenas a ella misma, pero esto no impide que, de modo activo o inactivo sea realmente la diferencia del hombre, o bien, el principal rasgo que nos convierte en espíritus. De ahí la necesidad de que las potencias definan y especifiquen al hombre; aunque ciertamente, unas, con arreglo a su perfección, lo hagan más que otras. Dice Tomás de Aquino que las potencias son como ciertas propiedades del alma, cuyos principios de operaciones pueden tener un carácter activo o pasivo7. Añade además que el sujeto no obra ni padece directamente, simpliciter, sino que obra o padece a través de sus potencias, 6. Tomo la expresión de GEACH, P. T.: “El hombre es animal racional: acerca de una definición”, El hombre: inmanencia y trascendencia. Actas de las XXV Reuniones Filosóficas de la Universidad de Navarra, Alvira, R. (ed.), vol. I, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 1991, p. 653. También sostiene Ryle que la razón gobierna el ejercicio de otras capacidades específicas (cfr. The Concept of Mind, Hutchinson, London, 1963, p. 314). 7. Cfr. De An., a. 2, c.
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que son el cauce natural de toda su fuente de actuación. De la misma forma que el arte de la edificación está en el constructor y el calor en el fuego, así las potencias están en el sujeto8. Así, cuando Sócrates enseña en el foro, la transmisión del saber es efectiva gracias al concurso de determinadas facultades, por medio de las cuales Sócrates canaliza su saber. Cuando enseña, la acción de Sócrates no corresponde así, a todas las potencias en general, ni se origina en todas a la vez, sino que depende particularmente de algunas9. Ya dentro de la potencia, la operación con la que algo se lleva a cabo es, en cierto sentido, un vehículo, tal como se afirmó anteriormente, un instrumento de precisión —se diría—, si podemos excluir de esta expresión toda connotación mecánica o procesual. Al pensar, p. ej., es fácil de advertir que la mente es enormemente precisa, ya que, como se ha dicho, no hay pensamientos vagos o vacíos, sino que siempre se piensa que p. Todo pensamiento opera con objetos; en rigor, no hay conocer sin conocido, ni objeto de conocimiento sin actividad cognoscitiva. No obstante, este rasgo del conocer no confiere a la mente un carácter infalible. Lo pensado tiene carácter infalible en lo relativo a la conmensurabilidad del acto conocido, que en el acto de conocimiento es proporcional al conocer. Esta infalibilidad de la que se habla no es cartesiana; no tiene que ver con una hipotética exigencia de certitud o veracidad de lo conocido. En ningún momento, la conmensurabilidad del acto reclama la certeza de que lo conocido responda a la verdad. Por desgracia, el vínculo entre conocer y verdad no es necesario. Nada obliga —por una parte— a que la operación obtenga el fin que se espera subjetivamente de ella, ni —por otra— a que la propia mente desfigure lo captado, en el sentido de saber absolutamente hasta qué punto lo conocido responde a la verdad. En ese sentido, el conocimiento no es siempre preciso, pues no siempre se obtiene aquello que se desea, ni el uso de la mente asegura el éxito en los propósitos del sujeto pensante. De un modo u otro —se yerre o no al conocer—, la mente es aquello en lo cual la vida se determina. Pero aún falta algo. Escribe Tomás de Aquino que “en las cosas creadas, la potencia no sólo es principio de actuación, sino también, efecto”10. 8. Cfr. id. 9. Ni siquiera, habría que añadir, de un concepto general de potencia como el que se ha presentado aquí: la potencia originaria, pues es cada potencia la que es potencial respecto al esse, y no, por así decirlo, todas a la vez. 10. Cfr. S. Th., I, q. 25, a. 1, ad 3.
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Ciertamente, las potencias son, a la vez que principio de operaciones, sujeto de nuevos actos, esto es, sujeto de aquello que logran. Toda potencia operativa da lugar sin mayores obstáculos a efectos, si bien no de modo infalible, pues es fácil imaginar acciones que no tengan un resultado observable11. Lo interesante es que la potencia permanece en el efecto como sustrato de lo obtenido. Es decir, para ser rigurosos, se ha de ver que el auténtico sujeto de las operaciones intelectuales es la potencia cognoscitiva, que, a tal efecto, no forma parte de lo conocido, puesto que ésta se oculta y no comparece al conocer. Lo que comparece es lo conocido: el objeto de nuestro saber. En el conocer, la potencia desempeña con respecto a lo conocido el mismo papel que el sujeto de la vida respecto a sus operaciones, o bien, el mismo papel de Sócrates-cognoscente con respecto a sus potencias: la potencia es sujeto. Por eso, si acaso por razones bien fundadas se argumenta que las potencias no forman parte de la esencia, como hace Tomás de Aquino, y que son de ese modo accidentes12, se deberá elucidar correctamente cuál es el papel de la operación cognoscitiva en relación a su objeto, amén de la dificultad que esto entraña con respecto a la propia definición de Sócrates (que se basa, por cierto, en la racionalidad como potencia) 13. Sin duda, se debe proceder con cautela si se desean estrechar los lazos entre la esencia del hombre y sus potencias. Como se sabe, la inteligencia es una de esas proprietates del alma, es decir, una de las propiedades que son efecto concomitante. La potencia así entendida no representa la esencia del alma, y tampoco constituye un simple accidente, sino que se halla en un término medio. Tomás de Aquino muestra lacónicamente que la inteligencia es uno de esos accidentes que siguen a la forma, en
11. “I can move my hand, and in so moving it I have acted in a certain way. But this action does not necessarily entail an effect which proceeds from it” (FIELD, R. W.: “St. Thomas Aquinas on Properties and the Powers of the Soul”, Laval théologique et philosophique, 40/2 (1984) 210). 12. “Manifestum est ergo quod ipsa essentia animae non est principium immediatum suarum operationum, sed operatur mediantibus principiis accidentalibus; unde potentiae animae non sunt ipsa essentia animae, sed proprietates eius” (De An., a. 12, c). 13. La capacidad de pensar puede ser impedida “en el lenguaje escolástico, por factores biológicos; pero aún cuando estas circunstancias que impiden sean innatas no tenemos ningún derecho a concluir la ausencia de racionalidad esencial” (GEACH, P. T.: “El hombre es animal racional”, o. c., p. 653).
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contraposición a otros que siguen y se desprenden de la materia del compuesto14. Pero es necesario, como se dice, evaluar la medida en que la mente es una propiedad, ya que, a simple vista la noción de ‘propiedad’ no parece revelar mucho de sí. Al oscilar entre la esencia y el accidente, la noción parece muy neutra. Esta posición patentiza un problema de caracterización de la propiedad misma como noción. En realidad, el problema arranca de una vieja confusión entre dos tipos clásicos de accidente: el accidente predicamental y accidente predicable. Como es sabido, las categorías de Aristóteles eran en su origen sentidos y divisiones del ser de carácter ontológico, mientras que los predicables —introducidos por Porfirio en su Isagoge— son los modos lógicos de la predicación: aquellas nociones universales o modos comunes mediante los cuales podemos enunciar algo de un sujeto (género, diferencia específica, especie, propiedad y accidente). En este marco, se entendió que las potencias del alma eran accidentes predicamentales, que por su modo de ser se acercaban al predicamento cualidad en su segunda especie (potencia e impotencia) —siempre siguiendo dichas categorías—. Ahora bien, como predicables, las potencias no pertenecen en rigor al modo categorial accidente ni se predican judicativamente como tales, sino que, en todo caso, deben predicarse como ‘propiedad’. En síntesis, con arreglo a las posibilidades de la predicación, la potencia sintetiza una cualidad distinta de la esencia misma que la sigue de modo necesario y se predica así de la sustancia15. La dificultad en torno a la predicación de la potencia exige, pues, cierta aclaración lógica. Según otro modo de verlo, acorde con teorías más recientes de la predicación, dichas potencias son lo que algunos autores han llamado propiedades inclusivas, una herramienta lógica que refuerza la pertenencia de la propiedad P a un sujeto x. De acuerdo con la lógica de la inclusión, si x es un sujeto de unas propiedades dadas, no podrá darse el caso de que falte la propiedad P en la constitución interna de x. En ausencia de P, la definición no es posible y la cuestión deberá reconsiderarse. La propiedad inclusiva es, como se apreciará, un rasgo que no puede faltar sin que la sustancia deje de ser lo que es. En su ausencia, la sustancia no se puede especificar16. 14. “In accidentibus qui sequuntur forma est aliquid quod non habet communicationem cum materia, ut intelligere” (De Ente, cap. 7). 15. Cfr. SORIA, F.: “Introducción a las cuestiones 75 a 102”, en Suma de Teología, vol. I, BAC, Madrid, 1988, p. 703. 16. Cfr. FIELD, R. W.: o. c., pp. 207-208.
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En todo caso, todo concurre a señalar que las potencias de este género no son meros accidentes, ya que ésta no puede darse sin ellas. Luego es preciso sentar que, lejos de constituir accidentes en sentido riguroso, pertenecen a la misma sustancia y se identifican con ella. Así parece admitirlo Tomás de Aquino, al señalar que, si se piensa el accidente como uno de los cinco universales, ha de ser visto como un medio entre sustancia y accidente, más que como un simple accidente17. Después de lo cual nada impide que, en general, la racionalidad no se separe de la esencia y permita —de modo interno, no externo— la recta definición del hombre.
1.2. La distinción de potencias y la identidad del alma El problema de la simultánea identidad y diferencia que el alma juega con sus potencias ya fue tratado por Platón. Para Platón, resultaba difícil decir si en el alma había una o tres potencias principales, en el sentido que luego adquirieron, es decir, como órganos operativos de los que parten singulares actividades de vida. Se decidió finalmente por admitir tres fuentes principales de actuación, y distinguió a grandes rasgos, las potencias espirituales —que no están sujetas a corrupción— y las corporales, que tienen que ver con la vertiente mudable y transitoria del hombre. Esta concepción se nutría de la visión dual del alma, que puede apreciarse singularmente en el Fedón18. Allí, Platón nos confía que la muerte es un estado de estricta separación entre dos elementos que, en realidad, nunca llegaron a estar unidos, como son el alma y el cuerpo. Ahora bien, pese a la diversidad de carácter que existe entre ellas, Platón pareció conferir cierta unidad al alma dentro de esa multiplicidad aparente de actos. Así, la unidad de todos ellos se articularía en torno al principio que saca al hombre del cosmos físico: la razón, que es y constituye —según Platón— lo más genuino del hombre. Éste, con el ejercicio de su mente, conocería no sólo el proceder de las otras potencias, sino también el de la mente misma, siendo susceptible de reflexionar sobre sí y llegar a conocerse. 17. “Si vero accipiatur accidens secundum quod ponitur unum quinque Universalium, sic aliquid est medium inter substantiam et accidens. Quia ad substantiam pertinet quidquid est essentiale rei: non autem quidquid est extra essentiam, potest sic dici accidens, sed solum id quod non causatur ex principiis essentialibus speciei causatur: unde medium est inter essentiam et accidens sic dictum. Et hoc modo potentiae animae possunt dici mediae inter substantiam et accidens, quasi proprietates animae naturales” (S. Th., I, q. 77, a. 1, ad 5). 18. Cfr. 64b; 80a-b.
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Además, con su mente puede ejercer un claro dominio sobre las otras potencias —que, quizá con tintes pasivos, vendrían a ser como pasiones— lo que da lugar a un imperio. Este gobierno de las facultades se expresó plásticamente en el mito del carro alado19. La influencia de la doctrina platónica en lo referente a la unidad de las potencias ha salido ya a relucir. La idea de un alma enteramente activa, con la razón como cabeza de puente de esa articulación, estuvo presente en S. Agustín, quien —fiel a esa visión dual de alma y cuerpo—, negó toda influencia de lo corporal sobre el alma. En él, el alma sería productora de todas las actividades, en tanto que el cuerpo animado sería en modo alguno cooperador; en todo caso, se trataría de un principio pasivo al que le corresponde una obediencia sumisa al espíritu20. Parece que esta posición cundió sobremanera en la Edad Media. “Tal es el caso no sólo de Guillermo de París, que, como es notorio, niega, de una manera extraordinariamente subjetiva, toda especies impresa, y al cual siguió más tarde Enrique de Gante. El mismo S. Buenaventura, por lo demás muy alejado de los dos citados, pone la potencia sensible no en el compositum de alma y cuerpo, sino en el alma sola”21. Así pues, para hacer hueco a su doctrina de la distinción del alma y sus potencias, Tomás de Aquino debió pugnar contra dos incómodas ideas de origen platónico: a) la idea de que las potencias son, en realidad, la misma cosa que el alma, y b) la tesis de que frente a la pura actividad del espíritu, el cuerpo es un principio meramente pasivo. De la cuestión b) nos hemos ocupado anteriormente al analizar la visión cartesiana del alma. Así, la cuestión central es qué hay de la distinción de potencias en lo relativo a la esencia de alma; o bien, si las potencias se incluyen o no en lo más nuclear del hombre, y si deben contribuir o no a definirlo. Pero antes de eso, merece la pena tener una perspectiva de las diversas opiniones que imperaban al respecto alrededor del s. XIII. Por lo general, para poder situar a cada pensador, se seguirá la distinción que propuso A. Schneider22, a resultas de la cual se pueden destacar tres corrientes principales. En primer lugar, estarían los que, con S. Agustín habrían negado la distinción real del alma y sus potencias, 19. Cfr. Republ., IV, 436a; 443d-e; 444b; Fedro, 246a. (cit. MEYER, H.: o. c., p. 198). 20. Cfr. MANSER, G.: La esencia del tomismo, 2ª ed., tr. de García Yebra, V., Instituto Luis Vives, Madrid, 1953, pp. 178-179. 21. Id., p. 179. 22. Cfr. SCHNEIDER, A.: Die Psychologie Alberts des Großen, Aschendorff, Münster, 1903-06, pp. 36-37.
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tendentes a afirmar que todo lo que hay de activo en el hombre se habría de predicar del espíritu. Fuera de éste, ninguna otra instancia podría ser rigurosamente actuante u operativa. Entre ellos, destacarían Guillermo de París, Ricardo de Middleton, Enrique de Gante y los nominalistas, que siguen también en otros puntos a S. Agustín. En otro lugar, se situarían aquellos que —a primera instancia fundados sobre Aristóteles— explicaban las potencias como cualidades o propiedades del alma, impidiendo que las potencias se digan algo ‘exterior’ a la sustancia, y exigiendo la vigencia de esta dicción en el orden lógico y ontológico. Entre éstos contaríamos a Alberto Magno, Tomás de Aquino o Pedro de Tarantasia. Por último, en un punto medio, quedaría la postura de Alejandro de Hales, que no responde a los esquemas anteriores. Para Alejandro, el alma es una sustancia simple, un ens a se autosuficiente, en línea con la tradición agustiniana. Piensa que las potencias se distinguen mutuamente entre sí, así como de la esencia. Pero afirma que la identidad del alma y sus potencias es un problema que atañe realmente a la sustancia mucho más que a la esencia de la sustancia. Por eso, bajo su punto de vista, una cuestión y otra se distinguen respectivamente, como el operari lo hace respecto del esse23. El problema que desató esta ambigua posición de Alejandro —junto con otros contemporáneos a Tomás de Aquino—, es que, si esto era así, no se sabía cómo afrontar el problema de la incorporación de propiedades internas a la esencia. En efecto, guiados por una lógica común, se diría que si las potencias del alma se encuentran fuera de su esencia, lo lógico es afirmar que las potencias son simples accidentes. Pero se ha probado ya que esta posición no es mantenible si a la vez, se asume la definición aristotélica de hombre como homo rationalis, en la cual la racionalidad asume un papel crucial, pues define internamente a la esencia. Por eso, Tomás de Aquino corrige la opinión de Alejandro y la de toda la escuela franciscana por una vía intermedia. Para él, cuando Alejandro saca las potencias del ámbito de la definición —de la esencia—, se causa una deformación en la visión de los accidentes propios o proprietates que siguen por necesidad a la esencia. Esto impide una elucidación de dichos accidentes con arreglo a la definición clásica de hombre en la que está privilegiada la razón, porque ésta no se separa de la esencia.
23. Sería necesario un estudio más detenido para precisar más su posición. Cfr. ALEXANDRI HALES, Glossa in quatuor libros Sententiarum Petri Lombardi, vol. II, Typ. Colleg. S. Bonaventurae, Quaracchi, 1951, nn. 349-351; cit. COPLESTON, Fr.: A History of Philosophy, vol. II, o. c., p. 233. DE
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Ciertamente, Tomás de Aquino comprende que dichas opiniones proceden de tomar al accidente como opuesto a la sustancia o, como lo que no es en oposición a lo que es24. Pero observa que por este camino, al tomar el accidente por un oppositum de la sustancia, surge una suerte de solución de continuidad entre ésta y el accidente, es decir, una clara barrera. De modo que si en realidad es lícito hablar del alma como sujeto, desde luego, ésta no debería ser vista como causa de sus propias pasiones, ya que una causa no puede dar por efecto algo opuesto a su naturaleza, como se desprende de las leyes de la razón y de la lógica. Así, los opuestos astillan la formación de una visión unitaria del hombre cuando son entendidos como irreconciliables. A pesar de lo cual, Odón de Rigaud, Alejandro de Hales y la escuela franciscana insistieron en establecer una diferencia esencial entre el alma y sus potencias, si bien quisieran mantener a simultaneo el estatuto de una única sustancia para no perder de camino la unidad armónica del conjunto. Pero tal como consta en diferentes lugares, el sujeto es causa de sus propias modificaciones o propiedades25, como sucede en toda sustancia. Por eso, sopesados los argumentos contrarios, Tomás de Aquino concluye que no hay razones que parezcan avalar tales ideas. Otros autores también coincidieron con él en el mantenimiento de esta tesis. Así, Felipe el Canciller distinguía tres clases de potencias: a) accidentales, b) naturales o propiedades y c) esenciales. Estas últimas eran inteligencia y voluntad, si bien para Felipe las potencias no diferían realmente del alma, formando una única cosa con ella. También lo había hecho Avicena con antelación, aunque quizá de modo más patente y fuera del contexto de las disputas medievales. Por eso, desde un primer momento, Tomás de Aquino vio necesaria la distinción de lo que para Avicena era una misma cosa: el alma y las potencias. Hacer distinción de ambas es clave si se desea explicar la composición, porque una y otra se 24. Cfr. S. Th., I, q. 77, a. 1, ad 5. 25. “Illud autem cui inest aliquid per se, est causa eius: subiectum enim est causa propriae passionis, quae ei per se inest” (In I Post. An., lect. 38; cfr. De Ver., q. 10, a. 1, c; De Spir. Cr., a. 11, c; S. Th., I, q. 77, a. 6, sc; I-II, q. 54, a. 1, ag 1; In I Post. An., lect. 10). La tesis es, en suma, que aquello que hace que algo inhiera en sí, es causa de eso. Así, si el sujeto se las arregla para lograr por sí mismo y no por azar, que el accidente forme una cierta unidad con él —una unidad hasta cierto punto separable—, el sujeto en cuestión se puede tener como causa del accidente. Esto, precisamente, contribuye a asentar aquello ya afirmado en otro lugar de que el sujeto es potencia con respecto al accidente, aunque con respecto a sí mismo acto. No es que el accidente se erija en catalizador del acto, sino la sustancia, o para ser más exactos, la esencia que lo recibe del ser o la forma.
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distinguen como la potencia y el acto. El alma no opera por sí misma, sino que lo hace a través del acto que emerge de su potencialidad. Sabemos que la esencia del alma no es un principio inmediato de la acción. No es el alma misma la que opera, sino un determinado individuo. Tomás de Aquino sabe que el alma actúa por medio de principios accidentales, que en cierta medida son diversos —lógicamente separados— de la esencia misma, a la que de alguna manera sirven. En tanto que unidas al alma, las potencias se acercan y se separan a la vez del sujeto; no forman estrictamente su núcleo pero son inseparables de él. El alma, de hecho, no se podría entender sin ellas, por más que la muerte lleve consigo su desaparición. El principio de la sustancia es, pues, primero en el orden metafísico, pero no el principio inmediato de la acción, porque actuamos por naturaleza por medio de las operaciones26. El hombre actúa a través de una diversidad de actos, una pluralidad que se corresponde con los fines a los que cada potencia se ordena y posibilita. Se parte, por tanto, de que alma, potencias y objetos son instancias diversas. Pero según se mire, la identificación de las potencias con el alma es más o menos acentuada. El planteamiento permite aún una visión desde el ángulo inverso. Así, p. ej., en lo que respecta a la esencia de la sustancia, nadie diría que el ejercicio de las operaciones de vida es una cuestión ‘accidental’ para el viviente. Nuevamente, surge que la posesión de la vida en potencia es la esencia misma del viviente. Lo curioso, no obstante, es que enfocando el tema desde las nociones mismas (objetos, potencias y alma), la posición de Tomás de Aquino frente a sus coetáneos resulta clara: una potencia no es idéntica ni con su acto, ni con su sustrato. De ahí que, en cierto acuerdo con Alejandro de Hales, las potencias del alma no sean idénticas a su naturaleza. De otro modo la confusión entre ambas daría lugar a opiniones tan erradas, como p. ej., la de que el hombre posee la vida en esencia o —para Tomás de Aquino— que la esencia misma sea el principio inmediato de las operaciones27.
26. Cfr. In I Sent., d. 17, q. 1, a. 4; S. Th. I, q. 77, aa. 2-3; De An., a. 13; In II De An., 1, 6; cit. MEYER, H.: o. c., pp. 200-201. Si obrásemos tomando la esencia como principio, seríamos seres perfectos, pues potencia y acto no diferirían realmente. En esa tesitura, disponerse en la búsqueda de un fin sería tanto como desearlo, y obtenerlo idéntico a quererlo. Pero esto no es posible porque el alma no es el principio inmediato de su obrar. “Manifestum est quod ipsa essentia animae non est principium immediatum suarum operationum, sed operantur mediantibus principiis accidentalibus” (De An., a. 12, c). 27. “Deinde hoc apparet ex ipsa diversitate actionum animae, quae sunt genere diversae, et non possunt reduci ad unum principium immediatum; cum quaedam earum sint actiones et quaedam
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Se comprende la dificultad del problema porque hay que guardar un difícil equilibrio. Por una parte, Tomás de Aquino ha mostrado con claridad que el alma es diferente de sus potencias. Pero igualmente se confirma que las potencias no son nada que pueda llamarse ‘exterior’ a la sustancia; en todo caso, es verdad que salvando la paradoja, algunas son más exteriores que otras porque son menos relevantes. En efecto, la distinción entre estos tipos de potencias se dirige a mostrar que entre éstas y el alma hay una continuidad. Ésta surge de la visión de los accidentes propios como algo natural que fluye de la esencia. Con ese fin, irá reemplazando la aplicación de la primitiva noción de accidente —común en sus primeras obras—, por el término más refinado de proprietates que ya conocemos. Se conocen como propiedades como naturalis seu essentiales28, en el sentido de que no se separan del sujeto. Esa denominación imposibilita la trivialización de las potencias de vida, y permite la incorporación de la racionalidad a la esencia del viviente29. La introducción del atributo propiedad para tratar de hablar de la mente misma, pretende abundar en la diferencia que media entre facultades y potencias. Por eso, expresa M. Grabmann que el hecho de que alma actúe a través de las potencias, o que los efectos del alma nos sean cognoscibles a través de ellas, no justifica que una y otra no sean diferentes, sino todo lo contrario30. La diferencia del alma se hace más patente al observar el crecimiento de cada potencia. Por eso, entre el alma y sus potencias no persiste sólo una distinción de grado, sino de género, ya que la potencia no es simplemente un grado evolucionado del primer acto o acto de vida, sino —al contrario que éste— una capacidad de poder alcanzar lo que es distinto de sí. La potencia es eso con lo que se logran nuevos actos, mientras que el acto es el sustrato que mantiene la potencia en actividad. Para reflejar esta separación no sólo desde el punto de vista teórico, sino también concreto, se deberá mostrar ilustrativamente no sólo que las passiones, et aliis huiusmodi differentiis differant, quae oportet attribui diversis principiis” (De An., a. 12, c). 28. “Sic igitur potentia animae sunt medium inter essentiam animae et accidentia, quasi proprietates naturales vel essentiales, id est essentiam animae naturaliter consequentes”, (De Spir. Cr., a. 11, c). 29. Cfr. MUNDHENK, J.: o. c., pp. 90-91. 30. “Die Seele übt ihre Tätigkeiten nicht unmittelbar durch sich selbst aus, sondern durch reale Potenzen, die von ihr real verschieden sind” (GRABMANN, M.: Philosophie des Mittelalters, Vereinigung Wissenschaft Verlag, Berlin-Leipzig, 1921, p. 87).
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potencias difieren del alma, sino que no todas las potencias le atañen en igual medida. Para esto, es importante emplear términos distintos cuando se piensan potencias distintas. De ese modo, dirá Tomás de Aquino que el alma es ‘principio’ de todas las potencias, mientras que sólo será ‘sujeto’ de la inteligencia y la voluntad. Las facultades sensibles quedan así en un segundo plano respecto a ellas31. Interesa notar que el término ‘sujeto’ se reserva exclusivamente a aquellas potencias que fluyen de la esencia, en contraposición a las que tienen por sustrato al compuesto. Así, el alma sería únicamente sujeto de proprietates; de las otras potencias es sólo su principio. Esta distinción se corresponde bien con aquella que hizo anteriormente entre las potencias que se corrompen y las que no se corrompen tras la muerte, que es, en último extremo, la distinción entre el alma intelectual y la vegetativo-sensitiva. En el límite entre una y otra estaría la explicación de la subsistencia del alma, que pierde las potencias vegetativas con la muerte. Por eso ahora, mediante la inserción de las proprietates, Tomás de Aquino da al traste con una visión simplista de la posesión de potencias en el hombre, ya que de ese modo la percepción sensorial no está al mismo plano que la puesta en actividad lo que, a su entender, es nobilius opus vitae, esto es, inteligir. De esto justamente vamos a ocuparnos en lo sucesivo.
2.
EL INTELECTO COMO SUJETO 2.1. La inhesión de conocimientos en el intelecto. El sentido en que la mente es pasiva
Una vez que hemos hablado del alma en dos sentidos principales, a saber, como acto —acto de vida— y como potencia —reflejada a través de sus operaciones—, dirigimos el discurso a aquel atributo de carácter interno que permite especificar al hombre entre los animales, y que, según 31. Cfr. S. Th., I, q. 77, aa. 3-8; De An., a. 19, c. “Bisweilen heißt es auch, die sinnlichen Potenzen haben ein doppeltes Subjekt, nämlich die Seele und den Leib”, (MUNDHENK, J.: o. c., p. 224, nt. 560). “Die Wesenheit der Seele ist Prinzip für alle Seelenpotenzen, nicht aber ist sie Subjekt für alle Potenzen. Die Seele allein ist Subjekt für Verstand und Wille. Für die vegetative und sensitive Potenzen ist das Subjekt das Kompositum aus Leib und Seele” (MEYER, H.: o. c., p. 202).
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hemos visto, le constituye de un modo distinto a como lo hacen las otras potencias. Es el intelecto, esto es, aquello gracias a lo cual el hombre es lo que es32. La mente, que con esta designación comprende inteligencia y voluntad, sólo es posible en una esencia que supera el modo de ser de la materia, porque excede en mucho las posibilidades de ésta. Si es erróneo ver al hombre como un simple agregado de partes rico en funciones complejas, aún es más injustificado creer que así se explica algo similar a un acto de conciencia. Desde la perspectiva de los atomistas, existen ya graves problemas para explicar la vida, así como para hallar la razón última por la que las partes de un cuerpo vivo se mantienen unidas en lugar de disgregarse. Si como se dice, existen así serios problemas para explicar la vida, bajo una óptica materialista estos problemas son todavía más acuciantes, sobre todo si se busca explicar qué es y en qué consiste un acto de conocimiento. Explica Tomás de Aquino que el valor de un ente deriva de su acto de ser33. El acto de ser explica, pues, la perfección del alma, y también, por la misma razón, la del intelecto. En ese sentido, se afirma que la inteligencia viene a ser una forma del alma relativa al acto de ser, justamente porque el intelecto es en el alma lo que la propiedad en el sujeto34. Esta es una indicación de provecho, ya que la conexión del intelecto con el acto de ser arroja luces sobre el sentido en que la existencia humana es trascendentalmente intelectual, o bien, en que la inteligencia no es una propiedad dependiente del alma, sino algo que por estar próximo al esse tiene asegurada su lugar por encima del compuesto. Aquí hemos hablado de acto de ser, alma y compuesto. La referencia al acto de ser da idea de la importancia que Tomás de Aquino atribuye a la inteligencia, de la que, según se dice, es una forma del alma en cuanto al acto de ser. Esta aseveración presagia algo significativo: si el acto de ser no fuese el que es, no tendría sentido pensar que nuestra esencia fuese inteligente, ni que la inteligencia ocupase un papel tan destacado en el compuesto. A lo largo de la historia se ha sostenido que conocer es una actividad trascendente. Lo consideró así Kant, divergiendo de la tradición empirista, así como la escuela idealista. Pero mientras el primero dudó de una verda32. “Vom Intellect her ist der Mensch das, was er ist” (MEYER, H.: o. c., p. 240). 33. Cfr. De Ver., q. 1, a. 1, c. 34. “Intellectiva potentia est forma ipsius animae quantum ad actum essendi, eo quod habet esse in anima, sicut proprietas in subiecto; sed quantum ad actum intelligendi nihil prohibet esse e converso” (De Ver., q. 10, a. 8, ad 13).
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dera trascendencia al negar la condición de posibilidad de la metafísica, los segundos sublimaron el valor de la verdad por encima del ser, deformando así la noción clásica de ente. En realidad, la tesis de la trascendencia del conocimiento se ampara en diversos argumentos, entre los cuales destacan la inmanencia del objeto captado, la inmaterialidad del acto cognoscitivo, su atemporalidad y, en congruencia con el decir aristotélico, su ser todas las cosas. El conocimiento es un alto botón de muestra de que el hombre exhibe una relación trascendental con el ser, el bien y la belleza, y que éstos tienen que ver de una forma u otra con su inteligencia. A tal fin, no es suficiente ver estos conceptos como meras categorías. Lo prueba el hecho de que la verdad se haya entendido clásicamente como un trascendental convertible con el más eminente de los trascendentales: el esse. La verdad es así la contrapartida intelectual del ser o su reflejo preciso en el hombre; de otra forma, como se apreciará, no tendría sentido hablar de ella como trascendental. Es preciso afianzar esta posición. Si, como supuso Tomás de Aquino siguiendo a Aristóteles, la persona está llamada a lo más perfecto, es lógico pensar que este llamamiento no podría hallar respuesta si en nosotros sin un intelecto, el cual permite, entre otras cosas, comprender el sentido de esa llamada, y por medio de la razón práctica, elegir los medios pertinentes para llegar a ese fin. De modo semejante, tampoco es casual que la inteligencia conozca el ser según la verdad. El ser se da a nuestra mente de forma veritativa, y no hay otro modo de saber de él: estrictamente, sólo sabemos del ser lo que nos revela la verdad. Señala Tomás de Aquino que si puede decirse que la verdad está en las cosas y que hay un sentido veritativo en los entes, sólo el entendimiento conoce su intención35. Apliquemos a ello la doctrina de los trascendentales. Si sabemos que el ser se convierte con la verdad, no se oculta que ésta no despoja a aquél de contenido cuando lo elucida. Por eso, conocer el ser por medio de la verdad no deforma el sentido de las cosas. Lo que cuenta en todo caso es que para conocer el ser, éste tiene que ser verdadero —y no su contrario— . Para nosotros, el ser necesita darse en la forma de la verdad, serverdadero, pues el primer trascendental se conoce en la mente. Este es el acceso de que disponemos al ser de cada ente. Ciertamente, no podemos juzgar cómo es el ser para Dios, del que hay que presumir una percepción más lúcida e integral que la nuestra. Pero entre tanto, todo hace suponer 35. Cfr. In I Sent., d. 19, q. 5, a. 1, ad 6.
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que la inteligencia se dota como facultad de idéntica dignidad de la que goza la persona, en cuyo concepto hay ciertos fines incluidos, y cuyo éxito depende en buena medida de la mente36. El ser es lo primero conocido, y se dice que es así por ser lo primero que nos llega: lo más inmediato hecha acepción de los sentidos. Algo es cognoscible en tanto que es o posee un ser o tiene cierta entidad. Y se añade que todos los otros conceptos de la mente siguen a éste como un añadido37. Los otros conocimientos vendrían a ser como un ahondamiento o profundización en la diferencia inicial del primum cognitum, que tiene como base al ente. Conocer es así el desgranamiento de un atributo central a partir del cual todo lo demás se resuelve. También podría verse como un análisis racional de lo que primeramente es de un modo general y más tarde se particulariza en esta forma o aquélla. Generalmente, esa particularización se lleva a cabo en la tabla de las categorías, aunque —como sucede siempre— no de modo necesario. Lo decisivo es que esa clarificación ulterior del ser supone el alumbramiento de un modus essendi que invierte la perplejidad inicial de nuestro saber, que responde a una percepción bruta del ser. El ser representa o desgrana —en la forma de una explicación: un juicio— una diferencia interna del ser38 que ofrece tantas posibilidades concretas como modos de conocer cosas distintas hay39. Más allá de la relación trascendental con el ser, “en su aspecto más humilde”40 el intelecto es una potencia pasiva. A diferencia del intelecto agente —al cual se refieren, en su mayor parte, las señas trascendentales de la cognición— el intelecto posible es una facultad pasiva. El paciente 36. Sin la mente, gran parte de los fines del hombre se vendrían abajo, y carecería de lugar la pregunta por el sentido de la vida a la que Tomás de Aquino se refería con la alusión al fin de la persona. 37. Cfr. De Ver., q. 1, a. 1, c; cit. AERTSEN, J. A.: “Thomas von Aquin. Alle Menschen verlangen von Natur nach Wissen”, Philosophen des Mittelalters, Kobusch, T. (ed.), Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 2000, p. 190. 38. “Eine Differenzierung des ‘Seienden’ ist nur durch eine innere Auslegung möglich, d. h. durch eine Explication desjenigen, was implizit im Seinsbegriff enthalten ist. Andere Begriffe können in dem Sinne etwas zu ‘Seiendes’ hinzufügen, dass sie eine Seinsweise (modus essendi) ausdrücken, die durch das Wort ‘Seiendes’ seblst noch nicht zum Ausdruck gebracht wird” (AERTSEN, J. A.: o. c., p. 190). 39. La captación de esta diversidad es posible —explica Tomás de Aquino— porque para nosotros la verdad no es única, homogénea, ni está dada de forma unilateral. Ésta experimenta la variación que es propia de las cosas, o bien, se erige como una medida interna de ellas (cfr. De Ver., q. 1, a. 4, ad 1). 40. La expresión es de GILSON, E.: El tomismo, tr. de Múgica, F., Eunsa, Pamplona, 1978, p. 377.
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está en potencia respecto a los inteligibles porque él no es la causa que provoca su captación, sino el beneficiario. El agente ilumina las especies, y los inteligibles mueven al paciente a conocer, razón por la cual se dice que su actividad tiene carácter pasivo, porque antes de conocer es inhábil para desbrozar las especies sensibles. Con todo, quizá convenga precisar en qué sentido es pasivo, ya que, como el conocimiento es acto, la pasividad se predica del paciente de modo relativo. Se dice que el paciente es pasivo en atención a la actividad del agente, que es a quien corresponde la iluminación. Sin embargo, no es pasivo en el sentido en que lo es la materia prima, pues si fuese pura potencia pasiva jamás habría actos cognoscitivos. Es posible ver que la pasividad del paciente es sólo relativa, ya que sin duda ejerce actos cognoscitivos que no competen al agente. Otra cuestión es que el paciente sea la potencia del agente. Pero la necesidad de su mediación explica su dependencia mutua y en síntesis, su unidad, y nada obstaculiza que los objetos del paciente sean sólo captados por él y que por tanto, goce de la autonomía natural a toda facultad viva. Con ésta, el paciente se deja mover no sólo por las imágenes, sino también por la voluntad, los afectos, la cogitativa, etc. El esquema de la materia prima no es un buen modelo para comparar con el intelecto posible. También porque en teoría, al ser la materia prima la pasividad pura de los cuerpos, los cambios de los entes terminan por no afectarla, sino que son más bien la forma y la materia los que son afectados por él41. El intelecto se mueve pasivamente en un sentido: en cuanto no aprehende nada por sí mismo, pues todo lo capta en las especies recibidas. Es origen de actos de conocimiento que no acontecen externa, sino internamente. Esto es así aunque éste no haga acepción de las especies, porque todas le son dadas por igual. Ahora bien, si nos centramos en la aprehensión, se comprende que la captación misma tiene por sujeto al intelecto. Sin duda, el intelecto paciente es sujeto de conocimientos, sujeto de sus inhesiones según su capacidad, y en esa medida tiene carácter pasivo. De ahí la semejanza que Tomás de Aquino encuentra entre conocimiento y una vara de medir. Esa elasticidad, plástica, flexible, por la que el intelecto se hace a las cosas, da idea del perfil activo —y simultáneamente pasivo— del paciente. 41. Aristóteles habría pensado, según Aertsen, que la mutación de la materia prima como único elemento estable del cosmos traería un universo caótico. Precisamente, la materia prima sería, en ese sentido, el sujeto de todos los sujetos. “Die Annahme eines Werdens der ersten Materie würde, so legt Aristoteles dar, zu der Ungereimtheit führen, dass sie bereits sein müsste, bevor sie werden würden, da jedes Entstehen ein Zugrundeliegendes erfordert” (AERTSEN, J. A.: o. c., p. 192).
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Por otra parte, el sujeto de conocimiento es el hombre concreto, no el alma sola42. Sólo si es Sócrates quien conoce en sentido individual, conocer es una actividad posible. El verbo conocer tiene un sólido sentido activo. Ciertamente, al conocer, se habla implícitamente de un logro o una obtención no comparable, en general, con aquellas otras cosas que, en lugar de llevar a cabo, sufrimos o padecemos43. Tomás de Aquino lo advierte al señalar que nosotros no somos medidos por las cosas, sino que éstas son medidas en y por nuestra potencia (el uso de las dos preposiciones tiene aquí un sentido preciso: es la mente quien acoge a la realidad). Señal de que la medición de las cosas es activa, es que el resultado de la operación cognoscitiva es tan sólo una similitud con la cosa extramental44. Además, todo lo que se recibe, se recibe al modo del recipiente45, lo cual nos dice que la forma conocida no se plasma sin más, sino que se ciñe o se hace a la capacidad del receptáculo. Aquí no caben lecturas empiristas, para las que los pensamientos vendrían a ser impresiones de segundo nivel. Esto supondría la pasividad del paciente en un sentido total. De ser así, las ideas, más que ser conocidas por la mente, provocarían por sí mismas una impresión, dejando de lado así el sentido activo que cada acto de conocer tiene. Quizá, al reafirmar la lógica pasividad del paciente, que sin duda “implica por parte de éste un recibir, un padecer, una pasividad”46, no conviene sacar la tesis fuera de contexto —a saber, la elucidación del papel del agente con respecto al paciente—. De otro modo se olvidaría lo que el lenguaje expresa de modo privilegiado: la actividad positiva del paciente cuando se dice que Sócrates ‘conoce’47 o trae al acto una capacidad. Históricamente, Tomás de Aquino acometió el problema de la relación entre ambos intelectos al hacer hincapié en la pasividad del agente
42. “Hic homo, ut Socrates vel Plato, et recipit intellecta, et abstrahit, et intelligit abstracta” (Comp. Theol., cap. 85, n. 150; cit. GUIU, I.: Sobre el alma humana, PPU, Barcelona, 1992, pp. 196197). Cfr. MOUREAU, J.: o. c., p. 20. 43. Lo ha puesto de manifiesto RYLE, G.: o. c., pp. 292 y ss. 44. “Inde est quod (…) bonum et malum sint in rebus, verum et falsum sint in mente” (De Ver., q. 1, a. 2, c). 45. Cfr. In II Sent., d. 15, a. 2, ad 3; In IV Sent., d. 44, q. 2, a. 4a, c; S. Th., I, q. 75, a. 5, c; q. 79, a. 6, c. 46. MANSER, G.: o. c., p. 207. 47. Como es claro, también permite el uso pasivo, pero no se olvide que ‘ser conocido’, es más bien, un sinónimo de ‘conocer’ —sin el cual la uso pasivo no se entendería—, así como ‘ser traído’ es sinónimo de ‘traer’ en cuanto que expresa más bien una circunstancia del infinitivo.
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sobre el paciente. Se opuso, junto con Alberto Magno48, a la corriente arábigo-agustiniana del s. XIII que puso en tela de juicio la idea aristotélica de un entendimiento paciente. Quiso conjurar con ello, el famoso principio plotiniano de que el alma es, en su conocimiento, puramente activa, un principio del que el idealismo moderno no es sino continuación. Si la orden de conceder primacía al sujeto sobre el objeto se lleva a sus últimas consecuencias, el resultado es un claro subjetivismo a partir del cual no se puede conocer la realidad de las cosas. La mente trataría inútilmente de imponer su ontología sobre ellas intentando anularlas. En efecto, si se cuestiona la importancia del objeto conocido, el sujeto cobrará todo el protagonismo; tanto, que fácilmente falseará la dimensión real del conocer. Como en Hegel49, el sujeto dejará de ser sujeto de lo conocido, para pasar simplemente a ser sujeto de sus ideas. Que el intelecto es un sujeto de aprehensión es una tesis aristotélica, que Tomás de Aquino sigue sin otro particular. Leemos que la mente es una tabula inescrita que empieza a conocer desde cero50. Encuentra aquí su fundamento la pasividad de nuestra captación intelectual, que se basa en la imperfección relativa de nuestra potencia. Ésta, al no encontrar ninguna idea innata en su interior, precisa al nacer de dos cosas. Por un lado, del intelecto agente, que suministra las especies necesarias51. Por otro, de una enseñanza inicial con la que se adquieren ideas y nuevas habilidades tales como el habla. La experiencia como acumulación del saber está mediada por la sensibilidad. Para Tomás de Aquino, el proceso de conocimiento del hombre se ordena de abajo arriba. Desde lo más cognoscible por naturaleza —lo más próximo a la materia— se pasa a lo menos visible y lo más universal. El proceso es, además, de ese modo, porque la naturaleza de las cosas materiales exige que existan en un individuo determinado tal como éste o aquél. De ahí la necesidad de que el conocimiento de lo singular tras la abstracción maneje una forma sensible que se mantenga como punto de referencia del saber, puesto que de otro modo, en la perspectiva de Tomás 48. Cfr. ALBERTI MAGNI: Opera omnia, t. 35, Summa Theologiae, II, tr. 13, q. 77, m. 4; Geyer, B. (ed.), Aschendorff, Monasterium Westfalorum, 1978; cit., MANSER, G.: o. c., p. 210. 49. Vid. GARCÍA-VALDECASAS, M.: Límite e identidad. La culminación de la filosofía en Hegel y Polo, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie de Filosofía española, nº 6 (Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra), Pamplona, 1998, cap. 2. 50. Cfr. S. Th., I, q. 79, a. 2, c. 51. Cfr. S. Th., I, q. 79, a. 3, c. El intelecto agente se compara a la luz para el que ve (cfr. id., ad 2).
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de Aquino, éste no podría versar sobre la realidad. Por ese motivo el entendimiento acude a las imágenes, pues éstas son un recurso que devuelve particularidad a la universalidad de las especies; se trata, en suma, de la conversio ad phantasmata52. Curiosamente, en este sentido Kant acepta el punto de partida tomista. Pero no considera posible rebasar aquello que va más allá de nuestros sentidos, porque representa a su juicio una incólume barrera a la penetración de la realidad53. Sólo más adelante admitió que la libertad puede superar las barreras de la razón54. No obstante, hay un acuerdo tácito entre Tomás de Aquino y Kant, pues para ambos el objeto propio del intelecto es la esencia de las cosas sensibles. En Tomás de Aquino, la mente recibe conocimientos de los cuales se puede decir con propiedad que es sujeto. No cabe dudar de que esa sujeción sea imposible o falsa. Cabe decir, por tanto, a título general que la mente es sujeto de conocimiento, y que éste, en términos objetivos, inhiere en ella con la fiabilidad del sello en la cera. Esto posibilita, como es lógico, que el conocimiento refleje la realidad de las cosas como son.
2.2. El conocimiento de sí Sin duda, una situación en la que la adscripción de conocimientos a un sujeto se vuelve paradójica, y que casi parece quebrar el esquema sujeto-potencial de las potencias del alma, es el conocimiento de sí. En efecto, si conocerse a sí mismo, o lo que vulgarmente se conoce como “saber de sí” es una percepción como otra cualquiera, y esto se entiende a la manera de la percepción de un objeto externo, la noticia que cada individuo tiene de sí debería ser foránea. Cada uno se percibiría a sí mismo como desde fuera, como lo hace cuando observa sus manos y pies. Esto haría que la percepción de sí fuese objetiva, y su efecto propio sería una idea. Esta idea sería idea de un sujeto, aunque no de cualquiera, pues se trata de captar al sujeto cognoscente en cuanto tal. Pero sobra decir que si 52. “(…) ut speculetur naturam universalem in particulari existentem” (S. Th., I, q. 84, a. 8, c; cit. REDING, M.: Die Struktur des Thomismus, Rombach, Freiburg, 1974, p. 39). 53. “Gegenstände der bloßen Vernunftideen, die für das theoretische Erkennen gar nicht in einem möglichen Erfahrung dargestellt werden können, sind sofern auch gar nicht erkennbar, mithin kann man in Ansehung ihre nicht einmal meinen” (KANT, I.: Kritik der Urteilskraft, § 91, p. 377). 54. “Das Prinzip der Freiheit ermöglicht den Weg zu einem praktischen Erkenntnis der Übersinntlichen” (REDING, M.: o. c., p. 48).
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el esquema del conocimiento de sí fuera éste, al conocer nuestra naturaleza habría una especie interpuesta entre lo que uno es y nuestro intelecto, un objeto o idea. Esa especie sería la mediación por la que un sujeto lograría en tal caso saber de sí. Igualmente, la idea debería ser universal y abstracta, como suele ser común a todas las especies abstraídas de lo sensible. Y eso, a pesar de que lo que se demanda del saber de sí es más bien particularidad, pues si cada uno de nosotros es un particular, las nociones generales no bastan para conocerse. De ahí que si algo es común a la percepción del yo, eso deberá ser el hecho de ser tan irrepetible como nosotros55. Esta apreciación genera un contraste entre la universalidad general del conocer y la particularidad que exige nuestro yo, que por esa vía vemos difícil de concebir. Esa paradoja responde al modo de ser de nuestro intelecto, que conoce universales y llega a los particulares sólo a través de la materia, es decir, con la conversión de los fantasmas. Así pues, si sólo podemos aferrarnos a una experiencia mediada por un objeto, una idea o una intención, o —en otra alternativa— una imagen sensible, ¿deberíamos renunciar a esa genuina capacidad de autoconocernos?, o más bien ¿sólo la experiencia visual, táctil o auditiva nos confirma tácitamente quiénes somos? ¿Qué es exactamente el yo? A partir del modelo del conocer que nace en la abstracción la cuestión es —como se ve— particularmente espinosa. Su complejidad no se debe sólo a cómo queda el esquema clásico de sujeto y operación —que parece ocultarse tras una misteriosa idea—, sino a la dificultad misma de un tema que no fue tratado por Aristóteles, y que Tomás de Aquino debió explorar en solitario. Para centrar el ángulo de nuestra perspectiva, se buscará aclarar primero qué noticia tenemos de nuestro ser, o bien, qué somos nosotros para nosotros mismos y si esto se refleja en el esquema tradicional de sujeto y propiedad, como hemos visto que sucede en otras formas de conocer. El elenco de dificultades no acaba ahí. Ya se anunció que, cuando de modo general se busca determinar lo que cada individuo es para sí mismo, persiste otro peligro. A menudo se suele confundir lo que uno es realmente, con la idea que alguien puede tener de sí, es decir, con aquellas ideas que se supone que cada uno debe guardar de sí y que, si se piensa despacio, son cuestiones distintas. A esto se une —como a veces se ha 55. De lo contrario, la primera persona se habría disuelto en la tercera persona del plural; nuestro yo sería más bien un ‘nosotros’.
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señalado—, que hablar del yo es comúnmente hablar de la naturaleza humana, de los seres humanos y de sus propiedades, mientras que el yo concreto y singular que alguien es y al que el propio conocimiento de sí apunta, se remite a una cosa completamente distinta56. En síntesis, si bien es cierto que el yo al que cada hablante recurre al construir una oración lingüística —y al que quizá algunos acudirán al hablar de ‘yo’— se identifica con nosotros, en último término, éste no constituye la persona que lo emplea en el modo como un nombre propio designa a su posesor, es decir, en el modo como Sócrates está por el personaje histórico que llevaba realmente su nombre57. A propósito de esto conviene hacer una aclaración. No es exacto creer que el yo gramatical, o sea, el sujeto de una oración gramatical, se identifique con el yo humano. Tampoco lo es el hecho de que, a fin de cuentas, la primera persona de cualquier oración verbal esté por un nombre propio —pues la misma partícula está en boca de todos—, o bien, que yo sea, en definitiva, un individuo que viene definido por aquello que se piensa, como si de algún modo comprensible, los objetos pensados determinasen a fortiori la identidad del sujeto pensante. Dicho de otro modo, la crítica discurre a menudo como si el yo de cada uno encontrase en sus ideas un criterio infalible de identidad, pues se supone que —de modo consciente o no— la inteligencia imprime un carácter personal e inconfundible a los objetos que maneja habitualmente, y que en esa medida éstos son de su propiedad. Con arreglo a esto, todo contenido mental sería reconocido como mío gracias a un inequívoco sello que el yo estamparía sobre él, y que señalaría (ante mí) que la idea que sea el caso pertenece a un sujeto x, y no de un sujeto y. Con ese criterio, si por un efecto verdaderamente diabólico un geniecillo maligno infundiera en nuestra razón una idea producida a expensas de nosotros, instantáneamente deberíamos reaccionar identificándola como extraña a nosotros. Detrás de esta idea, de la que la historia ha mostrado algunos ejemplos, subyace la creencia de que el sujeto comparece en cada aserción gramatical a la manera de un propietario. Éste sería un sujeto ontológico que, en lugar de poseer las cualidades reales P, Q y R, tiene en su 56. “When, outside philosophy, I talk about myself, I am simply talking about the human being Anthony Kenny; and my self is nothing other than myself. It is a philosophical muddle to allow the spaces which differenciates ‘my self’ from ‘myself’ to generate the illusion of a mysterious metaphysical entity distinct from, but obscurely linked to, the human being who is talking to you” (KENNY, A.: The Metaphysics of Mind, Clarendon Press, Oxford [England], 1989, p. 87). 57. Cfr. id., p. 88.
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sustitución las ideas A, B y C, de las cuales se piensa portador. Pero esta analogía no es del todo correcta, pues junto a esto, se pensará que el conocimiento de sí es simplemente la advertencia de esta circunstancia. Sin embargo, es patente que la perspectiva se ha mostrado insuficiente. En el siglo XX, la filosofía analítica del lenguaje ha denunciado con énfasis que la percepción del yo de la que un hablante hace alarde, no es —dicho gráficamente— un sujeto de nombre y apellidos. Parece que el lenguaje arroja pocas luces acerca de lo que realmente se es al margen de las cosas que se piensan, y que eso que se piensa no es, al margen de otras cosas, un criterio infalible de identidad personal como lo son las propiedades ontológicas respecto a su sujeto. De ahí que, paradójicamente, el lenguaje contribuya escasamente a descifrar la identidad del yo en todos sus términos, y que, por tanto, éste no acabe de encerrar el sentido del quién personal que subyace a cada individuo. La advertencia de estas dificultades, por desgracia, no es suficiente para saber qué hay del saber personal de sí. Se trata de un paso previo cuya detección se debe agradecer a la filosofía analítica, y que patentiza fundamentalmente que deshacer el nudo del yo no es tan simple. Por lo pronto, se requiere una clarificación lingüística y otra epistemológica. De la primera se ha ocupado Kenny al afirmar, siguiendo a Wittgenstein —quien sostenía que el sujeto no comparece en la proposición58— que la creencia en un yo sumergido en el contexto de unas oraciones es un error gramatical; no hay, en realidad, yo secreto latente en cada una de mis aserciones59. Aquí enunciamos simplemente la tesis, que no podemos desarrollar. De la segunda —en la cual nos vamos a detener en adelante— se ocupó Tomás de Aquino al distinguir, de modo general, dos modos de conocerse. Por una parte, habla de una captación de sí de forma particular, es decir, en el modo como Sócrates conoce tener un alma intelectual, lo cual hace al tener noticia de sus actos. Por otra, se advierte un modo universal de conocerse, según nos atenemos a la naturaleza de la inteligencia tomando como punto de partida el conocimiento60. Entre una y otra clase de percepción existen claras diferencias. En la primera, basta la simple presencia del intelecto —el posible— para conocerse. De un modo u otro, al conocer, todo cognoscente percibe que conoce o conoce que percibe, y 58. Cfr. WITTGENSTEIN, L.: Philosophical Remarks, Blackwell, Oxford, 1967, § 8. 59. Id. 60. Cfr. S. Th., I, q. 87, a. 1, c.
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para Tomás de Aquino esto es suficiente para saber de sí. En la segunda, no basta la simple presencia de la mente. Se requiere una sutil inquisición —según precisa— y una penetración más profunda en la índole del problema. De ahí que —al parecer— muchos hayan tratado de precisar infructuosamente la naturaleza de la mente, ya que resulta necesario, antes de hablar en absoluto del conocimiento de sí, conocer la diferencia de la mente con respecto a las cosas mismas, algo que sin ir más lejos es inherente a la definición de verdad. Como es lógico, esta característica es también válida para el conocimiento particular de sí. La aclaración epistemológica de Tomás de Aquino, a partir de este punto, nos pone en un lugar distinto. Para conocer el yo, es necesario —se dice— conocer la diferencia que suscribe nuestra mente con respecto a las cosas, lo cual —conviene saberlo— no acontece en la sintaxis lógica y gramatical de las proposiciones. El juicio no es, en este sentido, una función de desentrañamiento del yo, entre otros motivos porque está abierto a la verdad y la falsedad de las cosas, mientras que el conocimiento de sí es como la captación de un principio que no se sujeta a contrarios. Por eso, antes que una averigüación gramatical, el conocimiento de sí es una situación peculiar de nuestra mente, o lo que también se ha llamado un ‘hábito’. Pero antes de aclarar esto, conviene presentar el contexto en que se da la noción de conocimiento de sí, y también, paralelamente, de hábito. Vayamos por partes. Tal como se ha destacado, el conocimiento empieza por los sentidos. En el hombre, no se puede conocer si no se toma por punto de partida a los sentidos. Para el hombre, no hay ciencia innata; si el conocimiento no parte de fuera no se puede conocer. En términos más concretos, esto significa que no hay entender sin fantasma. El intelecto posible pasa al acto gracias a la recepción de imágenes, pues, como se ha dicho también, el intelecto es una potencia pasiva que no se actualiza por sí misma. No es así en el caso del ángel. A diferencia del hombre, el ángel se conoce a sí mismo por esencia, pues el conocimiento, en su caso, no está orientado hacia lo exterior porque carece de sensibilidad. Dado que su mente no comienza a conocer por los sentidos, el ángel se conoce naturalmente. Así, los ángeles se conocen sin mediaciones de ningún genero61.
61. Sin embargo, esto no significa que tenga el conocer más perfecto que quepa imaginar, pues cuando conoce, la intención que capta su mente, así como toma parte en su sustancia, no se involucra en su ser: “pues no es lo mismo para ellos conocer y ser” (S. Th., I, q. 87, a. 1, c). Lo cual es también, como veíamos, el modo como el alma es sujeto de sus actos.
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Como el hombre comienza a conocer por los sentidos, la esencia del ángel manifiesta de un modo más claro cómo es el saber de sí, ya que en ellos la autopercepción es connatural a su especie. Lo facilita el hecho de que el ángel es una composición simple, en la que, sin haber corporalidad, hay potencia con respecto al esse, y por tanto, potencia originaria y constitutiva. Lo que sucede es que la esencia del ángel está intrínsecamente unida sin solución de continuidad a las partes, de cuya posesión carece por tratarse de un ser puramente espiritual. El ángel no tiene partes —debería matizarse— a no ser que por éstas se conciba la potencia ontológica y originaria —el quicio mismo de la composición—, que sí posee como cualquier otra criatura a la que es inherente la potencialidad. Es, a ese tenor, todo lo contrario que el hombre, donde a sensu contrario, la unión entre las partes se establece en la esencia por articulación o composición, como fruto de una unión hilemórfica. El ángel se conoce a sí mismo por esencia, esto es, de modo connatural. La potencia de su intelecto, lejos de ser pasiva, está actualizada a parte ante. Esta potencia no se actualiza, como es el caso del hombre, momentánea, puntual o intermitentemente, sino que está actualizada de antemano, a priori. Por tanto, no existe en el ángel la división de intelectos agente y paciente. Para Tomás de Aquino, grosso modo, el hombre alberga dos potencias activas: el intelecto agente y las potencias vegetativas. De acuerdo con esta distinción, la visión no es una potencia activa por definición, puesto que tiene que ser inmutada desde el exterior por un objeto sensible. Sí lo sería, en cambio, por analogía. Pero a diferencia de la pasividad del intelecto humano en una de sus dimensiones, un ángel se conoce superando esa limitación; lo hace, se diría, atravesando con su mirada su propia esencia, que conocería de medio a medio a la manera de un cristal. Esto es así por ser netamente activo o no estar actualizado por momentos, y además, por ser incorpóreo62. Para ver cómo es posible esto, se podría concebir quizá la existencia de un hábito en el ángel que le permite columbrar la realidad exterior e inferior a sí mismo sin salir de sí. Sería en definitiva un hábito de actualización del intelecto, del que Tomás de Aquino no habla explícitamente, y que simplemente se deja caer aquí como hipótesis. Se dice que sería un hábito porque, a través de estas apreciaciones va quedando claro que el 62. Lo cual —quizá covenga considerarlo— no significa que al conocer se represente su esencia como un objeto, es decir, que se perciba por medio de una operación —lo que Kant llamaría una idea—. Más bien, el ángel capta su sí mismo como un hábito, sin salir más allá de su esencia y sin hacer nada especial, con lo que para inteligir no forma algo exterior a él tal como una operación.
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conocimiento de sí no nace del exterior, de lo sensible. En cualquier caso, lo que cuenta es que la transparencia del ángel le asegura un contacto directo con lo conocido —en este caso, él mismo— que le hace conocer conociéndose. Su modo de conocer le permite captarse en el plano de la esencia, como una suerte de reditio completa que no exige una posición externa del sujeto. Por eso se ha dicho que este conocimiento es un hábito, porque los hábitos son en realidad captaciones connaturales que no exigen la formación de operaciones que conozcan objetos, sino que por así decir, conocen directamente la realidad. En el caso concreto, se trataría de captar la realidad de sí. Esta posibilidad es patente en las formas separadas, que se conocen de modo connatural a su esencia. De ahí que el ángel mismo, como expresa Tomás de Aquino, refleje en alto sentido la perfección propia de Dios63, porque para él, conocerse no es algo distinto de su esencia, o sea, un objeto final como la esencia de Sócrates se nos antoja distinta de la de Calias. Se diría, en este caso, que el ángel es sujeto de sí de un modo impropio, puesto que la separación de su instancia cognoscitiva respecto de sí es minúscula, o casi inexistente. Como es natural, la situación del hombre es muy distinta. En contraste con el modo de ser del ángel, el hombre se conoce a sí mismo por sus actos, y no por su esencia. Si en último extremo, hay realmente o no una reflexión perfecta en el hombre, es algo que desconocemos. Por ahora, es posible decir que el entendimiento, cuando es creado, no realiza ninguna operación de este género, y que esa transparencia angélica con la que se percibe no tiene cabida en nosotros. Esto se debe a nuestra dependencia intrínseca de la composición corporal, y es extensible a todo el ser humano por el hecho de estar compuesto de materia64. Lo muestra especialmente la situación de los seres humanos que, en circunstancias distintas no han desarrollado su capacidad intelectual. Tal es el caso del embrión. Obviamente, un embrión humano no está en situación de conocerse, ya que, en cierta forma, se precisa aún la maduración temporal del organismo con arreglo a las leyes genéticas de la vida. Sin ese desarrollo, que posibilita la formación de los órganos sensibles, la intelección humana no resulta 63. Vid. S. c. G., IV, cap. 11: sobre la generación del Hijo. 64. Wittgenstein probó que nosotros no vemos nuestro yo en cada uso de la mente; no vemos el yo en nuestras proposiones. A diferencia del ángel, advertimos al construir predicados que nuestras proposiciones no son transparentes, es decir, que no reflejan simultáneamente, al tiempo que una oración con sentido, una percepción de ese tipo. La estructura judicativa de nuestras oraciones es opaca a la percepción de sí.
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posible, pues como enseña Tomás de Aquino, sin la recepción de fantasmas es imposible el uso de la razón65. En armonía con la idea de que el intelecto opera siempre con especies, vincula la captación de cualquier forma a la operación de abstraer. Afirma que el intelecto tiene noticia de sí, después de que recibimos impresiones sensibles, en cuanto se hace presente en la captación de las especies abstraídas66. La noticia de sí que se obtiene por este medio, no es todavía —hay que decirlo— el conocimiento habitual de sí, sino una manifestación del intelecto posible gracias a la iluminación previa del agente. En realidad, se trata de la latencia, digamos, de la mente en toda esa actividad perceptiva, a la cual acompaña en todo momento. Pero como se dice, hay que descartar que esto suponga el conocimiento del yo en sentido estricto, y no es en ningún sentido un hábito. Para Tomás de Aquino, conocer la quididad de algo significa captar la diferencia de la mente con respecto a una cosa; una apreciación que de hecho está implícita ya en la noción de verdad, la cual designa la adecuación del intelecto a la cosa. En la captación de la verdad se percibe el contraste de la realidad con nuestra mente. Al conocerla, se capta la diferencia de nuestra mente con la cosa misma, es decir, la necesidad mental de adscribir a distintos géneros la verdad y la cosa, que no deberían confundirse. Así, el alma, conociendo la quididad de la forma presente se conoce como distinta de ella67. Aún añade que una cosa es conocer el alma científicamente y otra la captación de sí como de algo distinto del universo, es decir, como la idea que tiene de sí todo el que conoce a menudo la realidad. De ahí que señale que, así como todo el mundo sabe que tiene un alma intelectual, no todos conocen su naturaleza68. Tomás de Aquino admite que se puede conocer en acto o en hábito69. Mientras que el alma conoce en acto sus actos, el hábito vendría a ser un conocimiento connatural, como un intermedio entre la simple presencia 65. Cfr. S. Th., I, q. 84, a. 7, c. 66. “Sed quia connaturale est intellectui nostro, secundum statum praesentis vitae, quod ad materialia et sensibilia respiciat, sicut supra dictum est; consequens est ut sic seipsum intelligat intellectus noster, secundum quod fit actu per species a sensibilibus abstractas per lumen intellectus agentis, quod est actus ipsorum intelligibilium, et eis mediantibus intellectus possibilis” (S. Th., I, q. 87, a. 1, c.). 67. Entre otras cosas, el conocimiento de la quididad prueba que el yo no es confundible con ningún objeto. El yo no podría ser como una idea, porque de ser así, al conocerme conocería la idea que me formo acerca de mí. 68. Cfr. S. Th., I, q. 87, a. 1, c. 69. Cfr. De Ver., q. 10, a. 8, c.
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del alma respecto a sí, y el conocimiento actual del alma. Antes de etrar en detalles, se debe decir que, históricamente, la razón de la novedosa inserción de un hábito de percepción personal hunde sus raíces en S. Agustín. Éste entiende que el alma se conoce a sí misma sin ninguna mediación exterior o contacto con el mundo, y añade que es posible por la esencia incorpórea del hombre. En la esencia humana, entiende que la parte incorpórea tiene mayor peso que las partes materiales70. Hasta aquí las ideas de S. Agustín. Para comprender la que Tomás de Aquino hace de esto, conviene recordar que aquél pareció extraer esta idea de la psicología del cosmos de Plotino. Éste había llegado a la conclusión de que la mente humana es análoga a la parte superior del alma del mundo, aquella que representa el tercer término de la Trinidad plotiniana y que no trae al caso explicar aquí. Lo que importa es que la parte central del alma —del alma cósmica— reside en la región del mundo inteligible, mientras que la parte inferior y generativa desciende hasta el mundo de lo sensible. Habitualmente se ha pensado que Plotino desarrolló estas ideas en abierta influencia de Platón71. Pero S. Agustín se desmarca de esta línea al considerar, en cambio, que la mente es el alma humana en su parte superior, viniendo a constituir como su epicentro. Por esa razón se dice que es la imagen más perfecta de Dios en el hombre72. Tomás de Aquino coincide con S. Agustín al conducir la inteligencia a la parte más noble del alma. Pero dando un paso más, designa a la inteligencia con el término de potencia intelectual. Como sabemos bien, la potencia intelectual emerge de la esencia del alma, y a través de ella surgen las operaciones de conocimiento. En contraste con esto, S. Agustín concibe que la inteligencia se presenta siempre a sí misma como anterior a cualquier noticia de sí73, de modo que para él todo saber de sí es posterior a la mente misma y nunca concomitante. Así pues, en S. Agustín primero es la mente y después, como un paso posterior, la reflexión, y lo considera así sin referencia alguna a los tránsitos aristotélicos entre potencia y acto. De modo que se puede decir que la reflexión es, sin mayores explicaciones, posterior a la potencia. Siendo así, y a pesar de las diferencias que persisten con su planteamiento, Tomás de Aquino se acerca a él al tratar de 70. “Mens ipsa, sicut corporearum rerum notitias per sensum corporis colligit, sic incorporearum rerum per semetipsam, ergo et semetipsam per seipsam novit, quoniam est incorporea” (De Trin., XIV, 7; IX, 3). 71. Cfr. Enn., III, 8, 4 y V, 3, 9. 72. Cfr. DHAVAMONY, M.: o. c., p. 68. 73. Cfr. De Trin., X, 9, 12.
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reflejar la imagen de Dios en el hombre en términos concebibles. Dirá que el hombre es imagen de Dios a través de la inteligencia74. En cambio, lo que no podrá admitir es la tesis según la cual la mente es anterior, si cabe, a toda percepción de sí, pues esta idea hace inviable la posibilidad de un conocimiento concomitante del alma, es decir, de un conocimiento habitual que no suponga el ejercicio anterior en un acto para conocerse. Este es, en síntesis, el origen de la discusión que nos ocupa. La noción de hábito en Tomás de Aquino aparece de forma progresiva, y parece haber una evolución en su pensamiento. En las Sentencias75 todavía no tenemos un perfil definido de la noción de hábito. Ahí parece admitir un conocimiento actual del alma al que denomina intelligere, notitia, simplex intuitus intellectus in id quod sibi est praesens intelligibile como distinto del simple cogitare y discernere del entendimiento, nociones ambas que cobran sentido en razón del objeto. El simplex intuitus se presenta como conocimiento en un amplio sentido —como una elucidación— de la presencia de la especie en el intelecto. Esta clase de conocimiento revela la simple presencia del inteligible en el intelecto de un modo cualquiera, en modo alguno especificado. Estos modos redundan en un saber de sí que se contiene en el objeto conocido. Es aquello a lo que antes nos hemos referido al hablar de la presencia del intelecto en las especies abstraídas, y que no constituye propiamente un conocimiento habitual. El enfoque en las cuestiones De Veritate es distinto. Según escribe allí, el alma se conoce a sí misma por esencia: en virtud de la presencia del alma con respecto a sí76. Aquí se estrena el concepto de hábito. El hábito vendría a consistir en la presencia de la esencia del alma frente a sí, sin un medio que, como un espejo, le permita quedar reflejada. Mientras tanto, en otro lugar de las Sentencias se anuncia que ese conocimiento es habitual, quantum ad cognitionem habitualem, como vienen a confirmar la cuestiones De Veritate77. Ahí se añade que la esencia misma potens exire in actum cognitionis no en el sentido en que lo hace el acto de una potencia, sino a través de un hábito que contrasta con el modo de operar del intelecto. En realidad, es un encuentro de diversas instancias cognoscitivas; el encuentro entre el intelecto posible y el agente, o bien, la percep74. Cfr. De Ver., q. 10, a. 1, ad 2; ad 7; ad 8; De Spir. Cr., II, 3. 75. Vid. In I Sent., d. 3, q. 4, a. 5. 76. Cfr. De Ver., q. 10, a. 8, c. 77. Cfr. De Ver., q. 10, a. 9, c.
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ción que el segundo tiene del primero. Realmente, se trata de la luz que el agente arroja continuamente sobre el posible, pues el agente es fuente de conocimiento del posible. Cuando esto sucede, no nace ningún objeto o idea: tenemos simplemente una tematización del alma que diverge del conocimiento por acto del simplex intuitus. El contraste o la distinción que resulta entre la potencia operativa y el hábito que tiene lugar en la esencia está, por lo demás, bosquejada en otros lugares78. Aunque la tesis se perfila en diversos lugares, llama la atención la ausencia de un tratamiento detenido del hábito en la Summa Theologiae. Ciertamente, Tomás de Aquino no tiene la intención de ampliar ideas sobre el hábito en la Summa, y siendo una cuestión en sí misma complicada, se entiende que, en un libro dirigido a principiantes, no quisiera entrar en ulteriores disquisiciones. Pero allí esboza al menos un orientador tratamiento de cómo el alma se conoce a sí misma79. Para esto, recurre a una versión simplificada del hábito. Sólo indirectamente, en un texto relacionado con S. Agustín, señala lacónicamente que el alma se conoce y se ama no actualmente, sino siempre de modo habitual80. Abandonada la cuestión histórica —en la que no interesa extenderse—, daremos una visión sinóptica del hábito. Ha quedado claro que cabe la posibilidad de conocerse a través de los actos, o bien, cabe una actividad habitual. El conocimiento por acto es la percepción que se tiene de sí por medio de los actos de vida. Se puede conocer que se siente, que se padece, que se vive, etc. como lo hace a su modo todo ser viviente. Pero en lo que toca al conocimiento por hábito es más propio hablar de reflexión. La reflexión a que nos vamos a referir puede sintetizarse así. Si es verdad que, a título general, nadie percibe que se entiende si no entiende A, ni concibe si no concibe B, parece que el alma se conoce porque entiende que entiende A, concibe B o siente C. Reflexionar es así 78. “Habitus autem a potentia in hoc differt quod per potentiam sumus potentes aliquid facere: per habitum autem non reddimur potentes vel impotentes ad aliquid faciendum, sed habiles vel inhabiles ad id quod possumus bene vel male agendum. Per habitum igitur neque datur neque tollitur nobis aliquid posse: sed hoc per habitum acquirimus, ut bene vel male aliquid agamus” (S. c. G., IV, cap. 77). 79. “Quomodo anima intellectiva cognoscat seipsam, et ea quae in se sunt” (S. Th., I, q. 87). 80. “Anima semper intelligit se et amat se non actualiter sed habitualiter” (S. Th., I, q. 93, a. 7, ad 4). He seguido ideas de DHAVAMONY, M., o. c., pp. 69-70. Hay otras afirmaciones en el sentido, como se afirma expresamente, de que el alma se ve a sí misma por esencia. Junto a esto, aparece la memoria intelectual como un hábito distinto, es decir, como el lugar donde permanecen las matemáticas, la física, etc. El hábito intelectual se ejercita una sola vez (cfr. S. Th., I, q. 94, aa. 2 y 4).
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el momento en que la mente conoce que conoce. Al hablar de este modo, es claro que el intelecto se conoce según la presencia del intelecto posible. Como el intelecto posible conoce especies recibidas, sabe de sí en tanto que los objetos externos son conocidos por nosotros. En cuanto el intelecto posible desempeña su función, en ese instante se muestra cognoscible. Además, de ello no es posible tener un conocimiento a priori, previo o anterior; la presencia actual y momentánea del agente es rigurosamente necesaria para detectar el posible. Así se llega a saber que se conoce, y a su vez, como presupone Tomás de Aquino, que tal captación es distinta de la realidad. En el conocimiento por acto el alma no se conoce por esencia. Si el modo común de conocer pasa por el intelecto posible, lo normal será conocerse a través de los actos de la facultad. De modo que, a no ser por una clase de captación superior, en el conocimiento por acto nos consta que el alma no conoce por su esencia81, y esta elucidación no llega a constituir un hábito. Para él, el conocimiento habitual es algo más, un acto superior en la índole de lo intelectual. Apela directamente al agente, pues si algo es característico del hábito es que tiene a la esencia como punto de partida. La posibilidad de atender a la esencia humana, en lugar de hacerlo a las especies recibidas, es posible en cuanto que el alma se ve a sí misma. Por esa razón se infiere que el alma se puede conocer a sí misma por hábito. En el hábito, la captación no surge tanto de la potencia del intelecto como del alma misma, pues es un saber que corre de parte del agente. De ahí que se haya afirmado que el hábito da noticia del alma sin dar lugar a operaciones. A pesar de que no hay necesidad de conocer habitualmente nuestro ser, experiencial y subjetivamente el hábito es una necesidad del alma, pues como se suele decir, el hombre necesita saber quién es para serlo. De lo contrario, si dijésemos que el alma no se conoce así o que en modo alguno se ve, para Tomás de Aquino no habría conocimiento, puesto que hablamos ahora de la fuente misma del saber. De modo que si, por lo general, el conocimiento habitual es posible, ante todo se asienta en la posibilidad real de conocer. Quizá lo dicho hasta ahora pueda parecer un tanto oscuro. Pero tal vez quepa argüir en su defensa, que en ningún momento se propone agotar el tema de la esencia humana. Con esas afirmaciones quiere mostrar simple81. “Non ergo per essentiam suam, sed per actum suum se cognoscit intellectus noster” (S. Th., I, q. 87, a. 1, c).
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mente una faceta de la esencia cognoscente del alma. El alma conoce esencialmente, y no es necesario especificar más porque probablemente, cuando se dice que conoce A, conoce un objeto particular. El hábito poco tiene que ver con el conocimiento de particulares y objetos A, B y C, es decir, con la aprehensión de cosas singulares. Lo que se sugiere más bien es que en el hábito, la esencia misma del alma es cognoscente, y lo hace de modo connatural. Si esto es así, es decir, si ésta es capaz de conocer los particulares, es evidente que conoce. Y si conoce, ¿cómo no será capaz de conocerse si según Aristóteles la racionalidad no es sólo un atributo, sino nuestro modo de ser hombres? De ahí la necesidad que el alma tiene de saber de sí, y de hacerlo más allá del cauce ordinario en que se desenvuelven las operaciones. Se ha dicho que el hábito no apunta al intelecto paciente —que se atribuye sin discusión a la esencia—. Simplemente, puede tratarse de una iluminación del alma llevada a cabo por el agente al modo una captación epagógica de los principios. En efecto, el intelecto paciente no podría —de acuerdo con la distinción que Tomás de Aquino hace entre intelecto y razón82— conocer la esencia del alma con la aprehensión de una especie iluminada por el agente cuya intencionalidad esté referida a nuestra alma, pues es sabido que dichas especies provienen de la sensibilidad. El conocimiento connatural no parece marchar en esta dirección, pues se trata de una captación directa similar a la de los principios primeros. Aquí se adoptará la tesis de que el hábito es una captación del agente, si bien, esta actividad no se tematiza tal como lo hacen los ángeles, cuyo autoconocimiento se basa en la posesión de una esencia transparente. El alma puede conocerse a sí misma por estar o ser, en cierta forma, presente a sí misma por el hecho de ser cognoscente. Esto no tiene por qué ser visto estrictamente como un movimiento —operación—, sino más bien como una actitud o disposición en el sentido en que lo ha visto otros83. 82. Cfr. In I Sent., d. 3, q. 4, a.1, ad 4; In II Sent., d. 24, q. 3, a. 3, ad 2; S. c. G., I, cap. 57; S. Th. I, q. 45, a. 5, ad 2 y 3; q. 59, a. 1; q. 79, a. 8; q. 83, a. 4; cit. MEYER, H.: o. c., p. 247. Vid. PEGHAIRE, J.: Intellectus et Ratio selon St. Thomas d’Aquin, Paris/Ottawa, 1936. 83. “La percepción de la propia existencia es caracterizada por una cierta consideración actual de algo, pero no como una operación” (MURILLO, J. I.: Operación, hábito y reflexión. El conocimiento como clave antropológica en Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona, 1998, p. 187). En otra óptica, la distinción entre la operación y el hábito podría compararse a la división que traza Aristóteles entre pasión y virtud moral, porque estas últimas son como ciertas disposiciones hacia el bien: “de las pasiones se dice que nos mueven, de las virtudes y vicios que no nos mueven, sino que nos dan cierta disposición” (Etica a Nicómaco, II, 5, 1106a). Igualmente hablaba Wittgenstein de las disposiciones o actitudes del alma hacia a sí o hacia otros (cfr. Philosophische Untersuchungen, II, iv).
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Conocer el alma es un hábito no muy distinto de ella misma. Tomás de Aquino manifiesta que, para que alguien perciba que tiene alma, atendiendo a lo que ocurre en ella, no es necesaria la puesta en práctica de algún hábito adquirido84. En concreto, aborda este extremo al referirse al hábito como un intermedio entre el acto puro y la potencia pura85. Según se afirma, el hábito es imperfecto pues —como es lógico— no lo explica todo. Habíamos hecho referencia a esto al decir que con ello, Tomás de Aquino no da por zanjado el estudio de la esencia humana. Con el hábito se refiere a una especie inteligible que se ilumina por sí misma, a saber, un objeto intelectual que por contraposición a todos los demás, porta en sí la luz vertida por el agente. Es imposible que esa especie tenga origen en la sensibilidad o se adquiera empíricamente, pues no hay una idea empírica e iluminante del yo. Lo que uno sabe de sí viene a través de esta especie. Aquí, la especie iluminada equivale al disponer de luz propia como un genuino modo de conocer que certifica la ausencia de toda operación. Se da, por así decir, un tipo de actividad singular en el agente: la especie inteligible y la luz parecen concurrir en la formación de un hábito86. En sus primeras obras, Tomás de Aquino describe el hábito como la luz de una especie que por tener luz propia, no es una mera similitud del alma —una intención—, pues muestra su esencia tal como es. Más tarde dejará de hablar de esa especie y apreciará que, para autoconocerse, basta la presencia misma del alma. Así, el alma se percibe por sí misma en cuanto tiene presente a la mente, o en tanto que la mente no es más que una potencia. Esto supone cierta captación de la propia existencia del alma, y el hábito vendría a ser el conocimiento de su persistencia, o bien de la racionalidad subsistente a la que alude la definición de persona. Lo interesante aquí es la afirmación aquiniana de que el conocer de sí —como hábito que por no adquirido hay que suponer innato—, no es en 84. Así interpreta J. I. Murillo la noción aliquis habitus que aparece en De Ver., q. 10, a. 8, c: “ad hoc autem quod percipiat anima se esse, et quid in seipsa agatur attendat, non requiritur aliquis habitus; sed ad hoc sufficit sola essentia animae, quae menti est praesens: ex ea enim actus progrediuntur, in quibus actualiter ipsa percipitur” (cfr. MURILLO, J. I.: o. c., p. 187). 85. “Quandoque vero est imperfecte in actu eius scilicet quodammodo medio inter puram potentiam et purum actum. Et hoc est habitualiter cognoscere” (De Ver., q. 10, a. 2, ad 4). 86. “Ad esse habitus intellectivi duo concurrunt: scilicet species intelligibilis, et lumen intellectus agentis, quod facit eam intelligibilem in actu: unde si aliqua species esset quae in se haberet lumen, illud haberet rationem habitus, quantum pertinet ad hoc quod esset principium actus. Ita dico, quod quando ab anima cognoscitur aliquid quod est in ipsa non per sui similitudinem, sed per suam essentiam, ipsa essentia rei cognitae est loco habitus. Unde dico, quod ipsa essentia animae, prout est mota a seipsa, habet rationem habitus” (In I Sent., d. 3, a. 5, q. 1, ad 1).
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realidad nada diferente del alma. Dicho conocimiento se puede decir innato en tanto que lo conocido no es una especie abstraída de lo sensible, sino el meollo del alma racional. Ahora sí, el alma parece acercarse al mundo de las esencias angélicas. No se equipara a ellas en muchos sentidos, pero es de señalar que, en ellos, la esencia se percibe por sí misma como nada distinto de sí, a diferencia —en su caso— de las especies que tiene recibidas de Dios. Lo que nos acerca a los ángeles es que las formas separadas perciben la esencia con el intelecto de modo connatural. De donde su esencia se dice máximamente iluminada e iluminante, porque ya no pasa a través de un objeto y así, la captación es plenamente activa en tanto que describe el ámbito en que se origina el conocer, o bien, el conocer en su fuente. En las formas separadas la autoconciencia es así, sin duda. El ángel columbra la esencia misma de su alma, que es la fuente de la luz con la que ve, en una sintonía perfecta de conocer y conocido: idem est intellectus et quod intelligitur87. Se diría que el autoconocimiento del ángel es la misma fuente del saber, o más bien, la realidad y los límites de su propia capacidad. Se podría decir mucho sobre esto, pero no interesa extendernos. Al hablar del hábito en el hombre, se ha apuntado a la noción de contraste o confrontación con una especie porque nuestra esencia dista mucho de ser transparente. Por una parte, por la díada de intelecto agente y paciente, y por otra, por el entrañamiento material de las facultades inferiores. La confrontación de intelecto y especies apunta al alma misma. Es el alma el centro y escenario de dicha confrontación, en la que sale a relucir la cohesión de alma e intelecto. Si la transparencia angélica no es posible en nosotros, es porque somos seres compuestos. Comúnmente, la actividad cognoscitiva viene unida a la sensibilidad, y esto pesa notablemente en la jerarquía de operaciones que siguen a la abstracción. No obstante, llegar al hábito es posible. Si en lugar de dirigir nuestra atención a las especies sensibles, el intelecto se vuelve hacia sí mismo —atiende al alma—, se adquiere conocimiento de lo que el hombre es. Como esta labor excede al intelecto posible, la tematización de sí debe ser dirigida por el agente, que como un principio iluminante, centra su atención en el alma misma y la ausculta desde el interior. Podría decirse que es un conocimiento habitual del acto que actualiza cada una de las potencias, y que en esa percepción está involucrada toda la vida, porque de algún modo el alma es fuente de sus potencias. Las potencias, en efecto, son y resultan inseparables del 87. S. Th., I, q. 87, a. 1, ad 3.
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alma, como no se ha cesado de insistir, porque somos un compuesto esencial. El conocimiento de sí sería tanto como la percepción del carácter actual del alma en estado puro, y no —como en el conocimiento por acto— un conocimiento de sí a través del resultado de la acción operativa de las potencias. Esta es, por tanto, la manifestación del primer sustrato de la vida, el alma. Como tal no tiene que ver con la materia, sino con el primer acto aristotélico —el acto de vida— del que aquí se ha mantenido que es inseparable de las potencias. Pues bien, de igual modo que el alma y las potencias no son entidades diferentes, sino que forman parte de alma, así el hábito cognoscitivo y el alma no son separables. El hábito se aviene a la unidad de alma tal como ésta se sostiene o subsiste: en su ser racional. Se ocupa de mostrar su carácter actual en presente, es decir, en lo que ésta tiene de sustrato de las potencias y de centro neurálgico de la vida. Por último, hay autores que insisten, en línea con la tradición de Capreolo y otros intérpretes, en que esa perfección que permite el conocimiento del alma misma está en el orden del esse, y no en el de la esencia y el obrar88. Aunque Tomás de Aquino no se pronuncia sobre este particular, parece que no podría ser de otro modo, ya que en otra hipótesis, si el intelecto agente no se situara en el orden del ser, la esencia no sería cognoscible tal como es, sino que, en buena lógica, habría que suponer que se conoce toda ella a excepción del intelecto que la descifra. El intelecto, por tanto, ha de estar incluido en lo que el hábito logra tematizar, aunque como somos compuestos, es preciso que las instancias cognoscitivas no se solapen ni se estorben entre sí. P. ej., en el hábito las potencias no se iluminan mutuamente, de modo que unas nos sirvan para conocer otras. Las potencias no son sujeto del conocimiento de sí, pues aquí, en rigor, ya no hay sujetos. Pero no inteligimos por esencia. Ciertamente, la esencia no puede conocer la esencia (en nuestro caso, el alma). Para que el hábito tenga lugar, es preciso una entidad cognoscitiva que, en cierto sentido, tenga la capacidad de curvarse al modo de la voluntad en una reditio simple. En tal caso, el acto del alma debería describir un círculo perfecto, a diferencia —curiosamente— de lo que ocurre en el resto de los fenómenos a los que estamos habituados, que son incapaces de volver sobre sí con esa perfección propia de la mente. Así p. ej. el ojo ve únicamente el campo de visión, y éste no se ve a sí mismo a través de lo que ve. El ojo es por tanto, 88. Cfr. MURILLO, J. I.: o. c., p. 189.
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sujeto de lo visto. Pero así como el ojo es sujeto, el alma no puede ser sujeto del conocimiento de sí, pues eso significaría estar operando por debajo del nivel del hábito. Al reflexionar sobre esto, tal vez resulte que el principio iluminante es el esse, o bien, el intelecto agente, que sería nuestro ser cognoscentes en lo que respecta al acto de ser. A su vez, lo que se entiende por “presencia del alma” tal vez deba comprenderse como la visión de la esencia desde el ser, o en este caso, desde el agente. Cómo es posible esto, no es ya una cuestión que trate Tomás de Aquino. Lo que sí puede decirse es que, si esto es posible, tal acto comprenderá la captación de la potencia originaria y de los principios que traen la esencia al acto, es decir, de todo lo que el esse se procura en el cuidado y la actualización incesante del alma. Lo cual es, en realidad, la contribución genuina del esse a la vida y el mejor acercamiento posible a la composición subjetual del hombre.
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CONCLUSIONES
La tarea de concluir con una tesis como ésta no es sencilla. Para avalar el motivo por el que no es fácil resumir todo en varias líneas, es preciso considerar, ante todo, que la investigación de la noción de sujeto en Aristóteles y Tomás de Aquino no se ha ceñido a la elucidación de un sentido principal del sujeto a partir del cual, como en un sistema de vasos comunicantes, éste haya vertido su contenido sobre todos los demás. No es difícil apreciar, tras lo visto, el amplio espectro de sentidos en los que el sujeto ha comparecido. A decir verdad, hacer una síntesis de ellos no es fácil, sobre todo si se repara en que a esta noción le ha ocurrido lo que, a menudo, sucede con otros muchos términos en metafísica; que, los avatares de la historia han ampliado el campo semántico en el que se basaban, para invadir sentidos y dicciones que en un principio no les correspondían. La novedad de esta tesis no está tanto en poder concluir que el sujeto termina por reducirse a un significado preciso, cuanto en haber ofrecido un árbol coherente de los múltiples sentidos en que Aristóteles y Tomás de Aquino han empleado esta noción. La novedad se ha de buscar, por tanto, en el modo de relacionar conceptos tales como la esencia, el sujeto, la sustancia, el fin, los atributos, las potencias, el alma, el conocimiento, el acto de ser y otros tantos otros sentidos del sujeto, que, a simple vista, parecían no estar conectados entre sí. Todo lo cual nos habla, en síntesis, de la comunicación íntima del saber humano, que hace posible el logro de nuevas verdades sobre la base del estudio y la profundización de las nociones en las que ese saber se fundamenta. El sujeto es una noción que no se entiende al margen del estudio de las otras categorías del universo. Por ese motivo, los primeros capítulos se 319
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han detenido en un estudio metafísico de las nociones próximas a él. Sin ese estudio, la respuesta a los planteamientos modernos del sujeto hubiera resultado ociosa. Pero ¿qué es el sujeto para ellos? En sí mismo, el término es una ampliación semántica de la noción de sustancia tal y como fue pensada por Aristóteles. Buena parte de esa ampliación se llevó a cabo con arreglo a otro programa aristotélico, como es el de la analogía. Sin la analogía, la conexión del sujeto con las demás nociones de las que depende sería ficticia. Por eso, es posible ver la analogía como una toma de perspectiva desde la que se hace posible continuar la filosofía, pues es fácil de comprender que deja a la mente descifrar nuevos problemas remitiéndolos a un marco común de ideas anteriormente conocidas1. Guiados, pues, por el uso de la analogía, el curso de esta conclusión subrayará algunos de esos logros que han sido fecundos y se asientan en una base sólida. En primer lugar, la tesis ha mostrado que el sujeto, en sentido real, tiene que ver con la composición. Si se pregunta más específicamente a qué tipo de composición se hace mención cuando se dice que el sujeto tiene que ver con ésta, podría responderse que se refiere a la composición de potencia. Un sujeto es, en síntesis, una potencia de cierta clase que acompaña a una composición de cierta clase. A pesar de que la respuesta es una síntesis genérica del problema, no se puede decir más, pues lo que se compone aquí es un ente potencial, y, como es bien sabido, todo lo potencial es sinónimo de díada, alteridad y composición. De ordinario, la mayor parte de los usos realistas que engloba la noción de sujeto —hecha excepción, por tanto, del sentido moderno del yo— tienen que ver con esto2. Un sujeto es la composición de diversas estructuras entitativas. Aquí se han señalado como primarias, la composición de 1. La metafísica, como todo conocimiento natural, parte de la necesidad de descubrir nuevos horizontes del saber. Pero esa búsqueda no se asienta en el vacío, sino con base en lo que ya se sabía, o bien, en lo que ya formaba parte de un bagaje. De este modo, el sujeto, como toda otra noción, cifra el intento de afrontar problemas atendiendo a una terminología que se ha demostrado útil en otros contextos. Es un sistema, aunque no el único, de llevar adelante el saber. Con ese procedimiento ha surgido la ampliación semántica del sujeto, que —se insiste— no se debe desvincular del resto de nociones que, como la potencia, la materia, el compuesto o el alma, están diseminadas por esta tesis. La ampliación semántica de la noción es, en suma, el hilo argumental que entrevera cada una de sus apariciones, en las que casi siempre aparece en contextos distintos. 2. Cfr. KIBLE, B.: “Stichwort 'Subjekt’”, Historisches Wörterbuch der Philosophie, RITTER, J. y K. GRÜNDER (eds.), vol. 10, Schwabe & Co. Verlag, Basel, 1998, pp. 373 y ss.; ABBAGNANO, N.: Diccionario de filosofía, Fondo de Cultura Económica, México, 1963, pp. 1103-1106; ALVIRA, T., CLAVELL, L. y T. MELENDO: Metafísica, Eunsa, Pamplona, 1982, pp. 119 y ss.; KAUFMANN, M.: “Stichwort ‘Substrat’”, Historisches Wörterbuch der Philosophie, Ritter, J. y K. Gründer (eds.), vol. 10, Schwabe & Co. Verlag, Basel, 1998, pp. 557-560.
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sustancia y accidentes, la de materia y forma, y la de esencia y acto de ser, las cuales, bajo cierto punto de vista pueden verse como principios esenciales del ente. Por tanto, si hay algo que atraviesa a las tres clases de composición señaladas, es la potencia. En realidad, no se debe hablar tanto de ‘potencia’ como de ‘potencias’, porque las potencias son tan diversas y singulares como lo son los tipos de composición. Hay un tipo de potencia que engloba las demás, y que aquí se ha presentado como potencia originaria. Este sentido aspira a resumir todas las potencialidades de que un ente es capaz. Esta noción sólo se entenderá desde la óptica tomista, es decir, desde una comprensión de la distinción real entre ser y esencia, a la cual responde esta elucidación. La potencia originaria no es, por tanto, un término empleado por Aristóteles o Tomás de Aquino, leído aquí de otra manera, sino más bien, un concepto con el que pretendo elucidar metódicamente sentidos diversos de la potencia. En Aristóteles, como ha quedado explicado, las dos principales vertientes en que se concibe son: (a) la determinación de una estructura compositiva, reflejada en la división de esencia primera y segunda, que hace referencia a diversos niveles de integración en la sustancia, y (b) la posibilidad de dar lugar a un cambio3. En la perspectiva de Tomás de Aquino, la potencia originaria no se limita a sentar una noción común, más o menos vaga, general o globalizadora, sino que, como se ha probado, apunta a la estructura más profunda del ente: la distinción real de ser y esencia, que es, si se medita despacio, el sentido de la potencia de más alta relevancia. De ahí que, cuando se quiere recalcar su importancia, se acuda a la diferencia más seria que supone la distinción real. Es lo que G. Manser acertó a señalar como la señal distintiva más clara entre Dios y la criatura4. Asimismo, se ha recalcado que la potencia originaria no es una versión privada o restrictiva de la potencia del ente común, que, a diferencia de ésta, es una noción empleada por Tomás de Aquino. La potencia del ente común ofrece la dificultad de ser, al igual que la misma noción de ente común, necesariamente genérica, dicho en el sentido literal de la palabra. Tiene que ver con un uso de la potencia que, precisamente por englobar las partes potenciales de muchas entidades, pierde su sentido concreto. La noción de potencia común se mantiene, a tal fin, como un uso lógico y modal de la potencia. Como es natural, es un recurso firme y 3. Cfr. ∆ 12, 1020a 4-6. 4. Cfr. MANSER, G.: o. c., pp. 558-632.
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válido para el contexto en que se emplea de ordinario, esto es, el contexto predicamental de los géneros (en este caso, de las clases de potencias). Ahora bien, como todo lo que es general, la noción paga un precio proporcionado a su falta de concreción. Por ese motivo, se ha sostenido aquí que, a diferencia de ésta, la potencia originaria no pierde su contenido real, ya que no aspira a abarcar los otros sentidos de la potencia según el modo universal de predicar. Dicho de otra forma, la potencia originaria no sustituye a las otras clases de potencia; lo que sucede es que no se generaliza, y designa simplemente la potencia de la esencia respecto al esse, nada más. Una vez que esto se comprende, es menester que cualquier otro sentido de la potencia del mismo ente en que se da la distinción real no sea, en último extremo, más que otro modo de ver —parcial— la potencia de la esencia. Ahora bien, si con todo, persistiesen dudas sobre su pertinencia o no acabara de verse, se podrán sopesar otros aspectos5. La comprensión adecuada de este extremo es crucial para entender el marco común de la composición de los entes. A raíz del estudio de la potencia, se concibe la pertinencia de pasar revista a la sustancia aristotélica, que es, en términos concretos, el quicio sobre el que se sustenta la composición en Aristóteles. Ese estudio se ha llevado a cabo desde diversos puntos de vista. Singularmente, se ha hecho analizando la perspectiva de la esencia, la materia, la forma, el compuesto y el fin, todos los cuales forman, en alguna medida, el nudo gordiano de la metafísica aristotélica. Los diversos ángulos de visión pretenden revelar el sentido en que Aristóteles quiso decir que la sustancia, como sujeto último, goza de una singular primacía en el orden de las categorías. Para él, “de los demás categoremas, ninguno es separable, sino ella sola”6. Así pues, las instancias metafísicas que han sido objeto de análisis revelarán que la sustancia es una entidad primaria y autónoma.
5. P. ej., cabe considerar lo siguiente. Un ente común es, en resumidas cuentas, un ente dotado de algunas características comunes a muchos. La comunidad o rasgo común de esos caracteres, quizá heterogéneos, dejará ver que la potencia común que nace del ente común, es decir, todo lo que cada ente no tiene de singular. Así, al hablar de ente común, no nos referimos a algo concreto como este libro o tal color, sino que simplemente, tenemos una intención mental, legítima y útil —como se ha dicho— que engloba a muchas clases de seres. Por consiguiente, el término goza de una utilidad lógica. Pero si, a raíz de esto, la consistencia del término resultase meramente lógica, ¿a qué potencia real se referiría?, ¿de qué potencia real sería intención? Más bien, la reflexión nos lleva a ver que se trataría de un predicamento, y por tanto de un ente lógico. 6. Z 1, 1028a 33-34.
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Aristóteles puso de manifiesto en Z 3-5 la importancia de la sustancia, cuando describía su primacía frente a otros categoremas menos relevantes y que, por tanto, resultan separables de ésta. El modo como la esencia, el compuesto y el cambio sirven al fin de la sustancia no es, en último término, sino una elucidación indirecta de la sustancia como sujeto último, es decir, como “aquello de lo que se dicen las demás cosas, sin que él, por su parte, se diga de otra”7. La sustancia, entendida como sujeto último, imprime una primacía indeclinable a lo real, algo que constituye una toma de posición de carácter principial, es decir, de sentido último. Tanto es así, que éste hace de la particularidad autónoma del individuo el eje de su crítica a la doctrina de las ideas y el pilar de una nueva ontología. En esta diatriba, las ideas platónicas se presentaban como universales que subsisten en sí, autónomamente, al modo de la sustancia real aristotélica. Pero para él, esto constituía una falsa percepción de lo real. “Y la causa es que no pueden decir cuáles son las substancias incorruptibles existentes fuera de las singulares y sensibles”8. Ahora bien, desde el punto de vista de la génesis física interesa no dejar de lado el término que fue origen del sujeto en Aristóteles: la materia9. La primera noticia que tenemos del cambio y la materia se halla en los libros de la Física. En ella, en su estudio, recalaron los medievales y fue dada a conocer con el nombre de materia prima 10. Aunque nosotros la hayamos conocido así, Aristóteles en cambio la llamaba simplemente ‘materia’, sin entrar en disquisiciones acerca de su sentido metafísico. En éste penetrará más adelante, al empezar a entender la materia como un sustrato o sujeto al que se avienen accidentes y propiedades. Así pues, el tiempo fue arrastrando a esta noción a un campo metafísico. De ahí que J. Owens aconsejase atender oportunamente a la indicación escolástica de distinguir la materia prima, de la materia de la que se componen las sustancias11, pues de esa forma se contribuye a aclarar mejor los términos en que fue concebida. 7. Z 3, 1028b 36. 8. Z 17, 1039b 30-31. 9. Vid. HAPP, H.: Hyle. Studien zum aristotelischen Matterie-Begriff, Walter de Gruyter, Berlin, 1971. 10. “Et propterea materia prima, prout consideratur nuda ab omni forma, non habet aliquam diversitatem, nec efficitur diversa per aliqua accidentia ante adventum formae substantialis, cum esse accidentale non praecedat substantiale” (In II Sent., d. 8, q. 5, a. 2, c). 11. Cfr. OWENS, J.: Aristotle. The Collected Papers of Joseph Owens, Catan, J. R. (ed.), State of New York University Press, Albany, 1981, p. 37.
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Para Aristóteles, la materia es un soporte del cambio capaz de aglutinar los contrarios, que, a tal fin, se pueden entender como propiedades. En esta línea, la materia viene a ser como un reducto inalterable en el que es soportado el cambio. El núcleo que permanece incólume a él es un principio, que como tal, se diferencia netamente de los contrarios12. Respecto de éstos, el principio contrasta por ser la base última de la modificación y por eso, un fundamento. Pero así se descubre que el fundamento, tomado como un reducto material sobre el que se opera el cambio de una forma a otra, es, siguiendo al pie de la letra la definición aristotélica de sujeto, algo de lo que todo lo demás se dice, sin que él por su parte se diga de nada. Sin duda, se constata que a la materia le sucede esto, que no se dice secundaria o accidentalmente de nada porque presta a lo demás un sustrato que es previo a la constatación del tipo de ente que se es. Por esa vía la materia aparece como germen o génesis de la sustancia, o como una semilla a partir de la cual se desarrolla. Esto lo evidencia ya la noción de materia prima. La materia prima cumple esta función de base que soporta y aglutina los contrarios. Igualmente, da pie a la formación de nuevos sustratos similares a ella, es decir, de entidades que porfían con una serie de atributos y propiedades. De ahí que, en general, la materia constituya un balcón privilegiado para asomarse a la sustancia. Dentro de ésta, Aristóteles le concede un lugar respetable, según lo pone de manifiesto la impropiedad de concebirla como simple soporte de la forma, puesto que, si esto se sopesa bien, el sentido individual de los entes es inconcebible sin ella13. Como es sabido, Tomás de Aquino se muestra fiel a este planteamiento, en el que cree reconocer un conjunto de verdades sobre las que se puede continuar la ontología. Y entiende que el cuadro de ideas que sirve a la materia, sirve en el fondo a la vida. Para él, es preciso entender la vida como aquello existente en un sujeto, entendido esto en sentido amplio, tal 12. “Ein Gegensatz macht bei keinem Seiendem das substantielle Sein aus. Also muß man sich eine Substanz denken, von welcher der Gegensatz ausgesagt wird. Diese Substanz wäre folglich ‘früher’ (dem Sein nach) als der Gegensatz, d. h. als die ‘Prinzipien’, da die Gegensätze ja Prinzipien sind. Es gäbe also ein Prinzip eines Prinzip (189a 29-32)” (HAPP, H.: o. c., p. 281). 13. La perspectiva integradora que ha caracterizado esta investigación ha mostrado que materia prima e individuación no deberían de separarse, como se hace a menudo desde un punto de vista conceptual Siempre que se habla de la materia se debe recalcar que lo dicho no resta importancia a la forma, ni a la esencia, ni al compuesto. Más bien, si se desea conocer la sustancia por entero, es preciso conjugar diestramente las diversas perspectivas desde las que tenemos acceso a ella. De donde surge, por tanto, que la solución al problema de qué es un individuo viene tanto de la materia como de la forma, y no de una u otra por separado (cfr. ROSS, W. D.: Aristotle, University Paperbacks, London, 1964, p. 170).
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y como, p. ej., el cuerpo es sujeto de la vida y las potencias son sujeto de actos ulteriores. Si el cuerpo y las potencias se entienden de esa forma, es decir, como algo a lo que la vida no le es extraño, ni le es infundida desde el exterior como se ejerce la presión sobre los cuerpos, sino que viven intrínsecamente, se aclara en buena medida en qué consiste un ser vivo. Como es natural, no lo explica exhaustivamente. Pero deja entrever que si el cuerpo es un recipiente de la vida, o un vehículo de la vida distinto del accidente, no es justo creer que el cuerpo recibe la forma en sentido pasivo, esto es, muy a su pesar. Interesa recalcar que el cuerpo de los seres vivos ‘está’ propiamente vivo, es decir, que la vida forma parte de sí. Si se dijera, por tanto, que no se sabe si las potencias o el cuerpo viven, sino que simplemente “se tienen”, “se emplean” o “se usan”, en realidad, éstas no podrían ser lo que son. En tal caso, al hablar del viviente, el verbo ‘ser’ expresaría la situación de un estado de cosas dado así de modo casual, dentro del cual importaría poco que todo fuese distinto. No es ésta la perspectiva adecuada del problema. Para el hombre, “estar vivo” no es una propiedad que se cuente entre otras; la vida es algo esencial. Se debe preservar la unidad del ser vivo a ultranza. Esto exige evitar toda versión dualista de alma y cuerpo. Es decir, la unidad de las partes en el todo no permite comprender las dimensiones corporales como distintas y extrínsecas a las espirituales. Esta postura es la síntesis del dualismo, una visión para la que alma y cuerpo son sustancias distintas y heterogéneas, unidas por un vínculo contingente. El dualismo representa, según afirmó G. Ryle14, un error categorial, una dificultad filosófica que, al separar alma y cuerpo, tiene un pronóstico difícil. De ahí que, en atención a la íntima compenetración del alma con sus partes, Aristóteles negase toda separación constitutiva del compuesto. A tal fin, afirmó que el compuesto vivo existe como “sujeto y materia”15, o lo que es lo mismo, como un principio de propiedades que no son ajenas a su esencia porque están integradas en el alma o la IXFKY. Como es claro, ‘alma’ y ‘vida’ son modos distintos de llamar a la misma cosa. En el alma la integración de las partes es posible gracias a la vida, que es, a todos los efectos, el tronco y raíz de las potencias y órganos de lo corporal. Si alguien está persuadido de que las partes del alma son lógicamente disociables, es preciso repensar la dicción aristotélica de que el cuerpo es 14. Cfr. RYLE, G.: The Concept of Mind, Hutchinson, London, 1963, p. 18 y ss. 15. De An., B 1, 412a 17-18. Cfr. el comentario al respecto de HAMLYN, D. W. (ed.): Aristotle’s De anima Books II and III, Clarendon, Oxford, 1989, pp. 83-84.
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sujeto de la vida. O al menos, revisarla en un sentido dualista. Pero el dualismo no es sólo un error señalado por Ryle; el propio Tomás de Aquino asegura repetidamente que el alma es una con sus potencias, y que la caracterización de los tres tipos de IXFKY —vegetativa, sensitiva y racional— no es un agregado superpuesto a Sócrates, sino su esencia única16. Por tanto, la noción de vida nos pone delante de un trascendental cruce de caminos. O ésta se piensa como un factor aglutinante de las partes, es decir, como un genuino vivificador de lo que está vivo, o en realidad, es de notar que el paso de la metafísica a la antropología —que pasa por la noción de inmanencia (posesión del fin)— se obstaculiza sin remedio. La vida es testigo de que el cuerpo no es el un agente pasivo supuesto por el dualismo. En primer lugar, es preciso no entender el cuerpo como nuda materialidad, o en suma, como algo reductible a masa, peso, medida y volumen. El cuerpo ha de verse como un compuesto formal, es decir, empapado de la potencia inmanente de la forma. Está, por eso, en un escalón superior al de la masa física inerte que hay en el universo. De acuerdo con esto, se ha dicho que, al referirnos al ámbito en que el cuerpo se da, merece la pena hablar de corporalidad, un sustantivo que subraya el carácter formal de los órganos vivos. La corporalidad debe entenderse como el sentido formal del cuerpo, es decir, según el modo como el alma lo asume, o lo que es lo mismo, según el mismo modo de ser del alma que permite esa asunción. El contacto con el alma hace de la materia inerte una materia viva, o sea, un viviente. Pero no sólo eso. La inherencia del cuerpo en el alma es tal, que después de la muerte, el cuerpo deja una huella imborrable en el alma. Aquí se ha mantenido, siguiendo a Tomás de Aquino, que si podemos pensar que un cadáver es equívocamente un hombre17, entonces el alma separada también lo es. El alma separada no es una versión defectuosa de nosotros; en todo caso, sería una versión equívoca. Y aunque ésta exhibe un estado precario de nuestro ser, parece que el cuerpo sigue latente en ella. No lo hace, como es natural, en sentido riguroso, sino figurativamente. Para clarificar esta situación, aquí se ha llamado a esa latencia del cuerpo en el alma un hábito retenido18. 16. Cfr. S. Th., I, q. 76, a. 3, c. 17. Cfr. In II De An., lect. 2, n. 239. 18. Por esto no hay que entender sino la capacidad futura, inherente al alma, de volver a reunir las partes en caso de que éstas le fueren restituidas. Tomás de Aquino lo argumenta acudiendo a algo que tiene vivo interés para nosotros. Se trata de la perfecta conmensuración del alma con el cuerpo, o de la incontrovertible unidad sustancial de ambos. Para él, el alma ha sido hecha inequívo-
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Ha habido ocasión de comprobar cómo, cuando el cuerpo es asumido por el alma, éste tiene un fuerte sentido incorpóreo. Si esto es así, se concederá que el sujeto rebasa los límites de la materia inerte, concebida según las trazas de la res extensa, y elimina todo sentido formal del viviente. De modo que el sujeto no limita su campo de actuación a la IXYVL o la naturaleza, sino que va más allá. El alma puede ser sujeto de una infinidad de propiedades. Las más señalables de éstas son las potencias que se derivan del espíritu, que es caracterizado por Tomás de Aquino como la immunitas a materia. De acuerdo con la relativa independencia que el alma adquiere como espíritu, puede haber un sentido en que ésta, p. ej., se diga sujeto de sí misma. La sujeción de sí no se refiere a una situación estricta en la que se pueda estar, cuanto a un modo de conferir autonomía al alma y, en esencia, de subrayar el sentido aristotélico en que las sustancias se dicen autónomas frente a la materia. Esto se muestra singularmente en el ejercicio perfecto de las actividades más nobles del alma que resumen la noción de espíritu. Se dice que tanto inteligencia como voluntad son actividades exclusivas del espíritu. Al ejercerse, cuentan con una libertad relativa sobre lo corporal, provocando lo que Tomás de Aquino pergeñó —siguiendo a sus antecesores— como una especie de reditio del alma sobre sí, una clase de sujeción perfecta, y un modo de proceder en el que el alma se asemeja considerablemente a los seres puramente espirituales. La inequívoca perfección de un acto de conocer y de amar, que elevan al hombre sobre la materia, le lleva a pensar que éstas tienen por sujeto al espíritu, más que al compuesto, la hipóstasis o el supuesto. Para lo cual, argumenta que la inteligencia radica, a diferencia de otras potencias, directamente en el alma. Y así como ésta es su raíz, se dice que el resto de las potencias tienen por principio al alma, pues los actos de vida tienen su origen en ella. Lo llamativo es que Tomás de Aquino se reserva el término sujeto para ilustrar la radicación de inteligencia y voluntad en el alma, y deja el de principio a las demás. Así, mientras que las facultades sensitivas y motoras se principian en el alma, únicamente inteligencia y voluntad se dicen inseparables de ésta, pues están en ella como en su sujeto. La indicación es suficientemente clarificadora para percatarse de cuál es el contenido de la noción de ‘espíritu’ en Tomás de Aquino.
camente para el cuerpo, pues está con éste conmensurata. El que la creó, por tanto, pensó en una futura reunión de las partes que sirviera como remedio a la muerte.
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La consideración espiritual del hombre permite equiparar el ser humano con otras formas superiores de vida. Tradicionalmente, se ha hablado de los ángeles como de seres intermedios entre el hombre y Dios. Si, como se ha visto, el análisis de la noción de sujeto se eleva —gracias a los modos de vida más perfectos— por encima de la materia, también a éstos les toca la noción en algún sentido. Los ángeles son formas puras, seres espirituales que subsisten sin contacto con la materia, y son incorpóreos. Su misión, según enuncia metafóricamente Tomás de Aquino, consiste en ser trono de Dios. Si inteligir es la forma más alta de vida, se puede decir que los ángeles son seres inteligentes en un sentido absoluto. Como es natural, no son el inteligir por esencia, pero se debe decir que su esencia, a diferencia de la nuestra, no conoce la distinción aludida de potencias que se sujetan al alma y potencias que se principian en el compuesto. Se trata de formas simples, incorpóreas, que carecen de especie por constituir cada una de ellas un género. Cuando desea tratar sobre ellas, se aferra al modo de ser de la mente humana, que le suministra un buen arquetipo. A tal fin, observa que nuestro intelecto es aquello que nos permite adentrarnos en la esencia angélica. La importancia de nuestro intelecto ayuda a hacerse cargo del modo de vida del ángel. Y añade que el alma pertenece al género de lo intelectual, esto es, de todo lo que, de modo similar al ángel, obra intelectualmente, aunque el obrar inteligente del hombre posee el rango inferior de los existentes19. Ahora bien, la perfección de la que goza el ángel no le exime de ser criatura. Hemos hablado de que los ángeles son seres simples porque no se constituyen de partes, en atención a la esencia incorpórea que detentan. Se ha dicho también que son materiales en algún sentido, una aseveración llamativa pero comprensible por el afán conciliador de Tomás de Aquino. Pero más que materiales, son seres simples. El ángel ha de conjugar esa simplicidad natural que posee con el hecho de ser criatura, y por tanto, con la necesidad de distinguirse, como tales, de Dios. En efecto, en el universo, quizá la distinción creador-criatura es la más significativa. Si hay algo característico de Dios frente a nosotros, es que escapa a esta caracterización, porque es un ser increado. Por eso, el ángel se distingue netamente de Dios, y eso nos dice que en el ángel debe darse una composición de acto de ser y esencia, e igualmente, otra de acto y potencia. De ese modo, nuevamente se palpa que acto y potencia se hacen presentes en toda 19. “Quia omnia ista sunt unius generis, et eodem modo intelligibilia; substantiae autem separatae sunt altioris generis, et altiori modo intelliguntur” (De An., a. 16, c).
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clase de composición, incluida también la del ángel. Los ángeles son composiciones de cierta clase a pesar de que se digan ‘simples’. No obstante, al hablar de éstos lo primero que se puso de manifiesto es que su intelecto se dice compuesto en razón de la actualización a que ve sometido su proceso de conocer. En efecto, es el primer indicio que nos da: el ángel no es ajeno a la distinción entre conocer y conocido que vemos en nosotros. Esta distinción se ampara en el hecho de que reciben las especies de Dios, y su modo de conocer es éste. De esa forma, sus ideas no forman parte de su naturaleza ni las han recibido como parte de su dotación natural20. La circunstancia de no poseer un hábito de ciencia innato tiene que ver, lo parezca o no, con el hecho de que el ángel es un ser distinto de Dios. Veámoslo más despacio. Si el ángel se distingue de Dios, es preciso que su esse y su esencia sean y se digan distintos, e igualmente, que esta relación esté regulada por la potencia. Si el ángel posee esta clase de composición, es imposible que, de modo absoluto, sea el inteligir por esencia, ya que de otro modo debería ser el inteligir mismo. Si éste fuera el caso, en el ángel habrían de coincidir completamente ser e intelección, obligándole a ser simplicísimo. Admitida esta imposibilidad, se comprenderá que el ángel conjuga su simplicidad con cierta clase de composición. El ángel tiene potencia a todos los niveles, tanto entitativos como cognoscitivos. De hecho, no conoce todo lo potencialmente cognoscible en el preciso instante en que conoce, aunque sí todo lo que le es dado a conocer por Dios. Por ese motivo, sin perjuicio de que las formas separadas barrunten hábitos desconocidos para nosotros, nada impide afirmar que el ángel conoce necesariamente en potencia, o, en otro sentido, que el conocimiento y su esse no son unos. Su ser exige la realización de obras por medio de actos heterogéneos y distintos de sí. A nosotros, esto nos ha llevado a decir que el ángel es un sujeto por esencia. La cuestión se vuelve más delicada al tratar de Dios. A pesar de la perenne dificultad que existe para desentrañar con cierta lucidez los aspectos relativos a su esencia, la filosofía nunca ha renunciado a la búsqueda de Dios. En todo momento, el filósofo ha tenido conciencia de que, sin abordar el problema de Dios, todas sus tesis se dirían provisionales. Aquí, siguiendo los pasos de Tomás de Aquino, se ha llamado la 20. Realmente, ningún ángel conoce todo lo que puede conocer por el hecho de ser. Si la situación se presenta así, en ellos se cumple a rajatabla la díada de sujeto y objeto del saber, es decir, la necesidad de que, en el conocer, lo que forma parte del saber o lo ya sabido no forme uno con su naturaleza a parte ante —como sucede en último término con el hombre—, sino más bien a parte post.
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atención sobre el hecho de que Dios es, ante todo, el creador del universo. Este sintético atributo, que fácilmente se enuncia, comporta todo un panorama ontológico de cierta magnitud. Sin ir más lejos, nuestro ser en nada asemeja al ser divino en lo que toca a algo fundamental. Es palmario que la relación de participa-ción nos afecta de modo distinto a nosotros —criaturas— que a Él. Para nosotros, incluidas las esencias angélicas, ser es, en realidad ser participado, al tiempo que no podemos hacernos cargo una índole distinta de ésta. No es una tarea baladí la advertencia de lo que supone tener el ser de modo imparticipado. Los cauces habituales con que abordamos la intelección de los entes comunes no sirven para Dios, dado que un ente común es un ente genérico, y como es lógico, los entes generales entran a formar parte del fondo común de la sustancia. Es preciso admitir que Dios es un ser simplicísimo. Esto hace que toda versión de sujeto que se tenga, que en sí incluye la composición, sea incompatible con el ser simplicísimo de Dios. La razón es que la noción de sujeto apela a una composición interna, o a lo que podría llamarse una díada o fragmentación. Boecio adelantó, a tal fin, que la sustancia simple no podía ser considerada como sujeto. Nada que tenga una naturaleza enteramente simple se puede atribuir propiedades o caracteres en el orden de la composición. No se puede sentar, p. ej., que las relaciones divinas constituyen sujeciones entitativas u ontológicas dentro de Dios en el sentido en que lo hacen los seres comunes; esta tesis se debe descartar. Si algo sabemos de la esencia divina, es que su interior no alberga compuestos de ningún género, ni ciertos solapamientos, superposiciones o subordinaciones entre sus elementos, ya que, en tal caso, la analogía con el accidente estaría servida. En Dios, nada se da así. Una consecuencia de esto es que la noción de sustancia y sujeto es inadecuada para hablar del Absoluto. Si se recuerda que Aristóteles concibió la sustancia pensando en la IXYVL, es decir, en la cosmología natural, se entenderá el sentido de esta prohibición. La diferencia radical de Dios con el universo, dentro de la cual éste barruntó la sustancia, hace que toda versión del sujeto que se pueda concebir sea impropia de Dios. Ser sustancia en un sentido y sujeto en otro, siguiendo las indicaciones aristotélicas de Z 3, lleva consigo un número de composiciones que resultan útiles para la descripción metafísica de la realidad natural. Las realidades naturales se captan así, ateniéndose al concepto de sustancia. Pero cuando se vierte una mirada más profunda sobre esto, se detecta una inequívoca fragmentación en los seres que están reglados por la sustancia. Dicha fragmentación afecta a la 330
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base del ser. De acuerdo con ella, no cabe pensar p. ej. en una entidad creada de cuyo ser no se pueda predicar una dualidad de cierto género. Puede tratarse de la dualidad de acto y potencia, sustancia y accidentes, alma y potencias, sujeto y hábitos, etc. De un modo u otro, se advierte la inequívoca dualidad del ente compuesto. ¿Cuál es, en síntesis, la salida posible de esta situación?, ¿qué evita la caracterización de Dios como sujeto? Según se ha señalado aquí, para evitar esa tesitura conviene tomar con destreza el camino de la vía negativa y, correlativamente, acudir a los modos apropiados de predicar atributos de Dios. Después de pasar revista, gradualmente, a los sentidos ontológicos del sujeto, pasamos a resumir otro debate que ha estado presente en buena parte de esta investigación. Se trata de la pregunta por el sentido moderno de sujeto, una disquisición difícil, especialmente si se piensa que exige la visión comparada de dos tradiciones de pensamiento que, probablemente, coincidan únicamente en llamar del mismo modo a una palabra. Las coincidencias de fondo, sin embargo, son mucho mayores de lo que se piensa. En efecto, ya en la Introducción de esta tesis se llamaba la atención sobre el hecho de que, en opinión de Polo, el proyecto de la filosofía moderna puede tenerse por una simetrización del fundamento clásico, es decir, por un intento de proyectar —como en un espejo— la sustancia aristotélica. De esta proyección emerge el yo como algo más que un pronombre personal. Por el yo, como es obvio, hay que entender el yo consciente que, singularmente, Kant cifra en el “yo pienso” como origen de todas mis representaciones. Ciertamente, a partir de aquí el comienzo de la filosofía trastocó la devoción a la sustancia y a las realidades externas, por un cultivo del yo. Al cual, por cierto, había que añadir la conciencia, pues el yo, según lo entienden comúnmente los modernos, no es nada sin el añadido verbal: ‘pienso’. El yo del que vamos a tratar es un yo pensante y, por consiguiente, un yo consciente de todo lo que le acontece. Este yo raciocinante se ha dado en llamar sujeto, tal vez con el fin de otorgar un peso metafísico e imparcial a una noción que, por entonces, emergía ex novo. Así pues, frente a esta nueva noción se tiene que confrontar el planteamiento de los clásicos en los términos en que éstos lo concebían. Esta cuestión podía haber aparecido en cualquier momento. Pero aquí lo hemos hecho al tratar el tipo de composición essentia-esse, que, según se ha definido, puede ser abordado en una línea ascendente y en otra descendente. Con todo, lo relevante ahora es que la cuestión del sujeto moderno ha surgido al hilo del análisis de ese descubrimiento tomista. Allí 331
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se preguntaba, en efecto, si tenía sentido cuestionarse cuál de las dos instancias que forman la distinción real se poseía propiamente: si la esencia poseía el ser o el ser poseía la esencia. Se respondió, siguiendo aclaraciones de Tomás de Aquino, que la esencia poseía el ser. Ahora bien, había que descifrar cómo se daba realmente esa posesión, y en qué sentido se podía hablar de ella. Concretamente, habríamos de ver si cabe una lectura moderna de esa posesión del yo raciocinante, o si la posesión del ser guarda algún parentesco con la conciencia que cada cual tiene de pertenecerse a sí mismo. El quid de la cuestión es, por tanto, qué debe entenderse por poseer el ser. Si el análisis de la filosofía moderna que se ha hecho es certero, no extrañará a nadie el que un moderno entienda por la posesión del ser algo similar a la sentencia “yo pienso en general”, pues para los modernos, la conciencia es la prueba fehaciente de que dicha posesión existe. Los modernos entienden la conciencia como una huella inequívoca de plenitud, y cabe presumir que su pérdida significaría la disolución de la serie de prerrogativas personales que me constituyen, y que hacen que yo sea quien creo subjetivamente ser. Esto es, sin lugar a dudas una premisa, una intuición previa o una suposición que antecede al avance del saber; en cualquier caso, algo de lo que se parte en la teoría moderna del sujeto21. Con su estilo peculiar de afrontar los problemas filosóficos, Wittgenstein aseveró: “El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo. ¿Dónde en el mundo puede observarse un sujeto metafísico? Tú dices que aquí ocurre exactamente como con el ojo y el campo de visión; pero tú no ves realmente el ojo. Y nada en el campo de visión permite concluir que es visto por un ojo”22. La sentencia, a primera vista algo críptica, contiene ecos de un modo de pensar que se separa de la filosofía de la conciencia. Singularmente, Wittgenstein tiene en mente al psicologismo, que en algunas de sus formulaciones parecía reificar las 21. El prejuicio tiene que ver con la visión de la conciencia como un motor de realidad, que llega a su culminación en Hegel. En el caso particular, basta con tener la conciencia como origen de mis capacidades. Frente a este planteamiento, es claro que Aristóteles y Tomás de Aquino no pueden ofrecer reparos en directo por una razón evidente, puesto que se trata de autores anteriores a esta etapa de la historia. Por eso, antes de buscar una respuesta clásica, aquí se ha opuesto en ocasiones el parecer de Wittgenstein y algunos de sus discípulos que, tal vez por haberse formado en la tradición empirista, se mostraron críticos con la tradición racionalista de Kant y Wolff. Por eso, una primera apelación a Wittgenstein servirá como modo de introducir la solución al problema de la conciencia. 22. WITTGENSTEIN, L.: Tractatus Logico-Philosophicus, Alianza, Madrid, 1973, nn. 5632 y 6533.
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instancias de la mente convirtiéndolas en supuestos. La tesis capital de Wittgenstein, repetida en otros muchos lugares de su obra, es que el sujeto no pertenece al mundo, sino que es, justamente, su límite. Dejando al margen la compleja cuestión del límite, lo decisivo aquí es la observación wittgensteniana del sujeto como algo que nuestra intuición no conoce. Se trata de una oposición frontal a Kant. Esa noción de sujeto según la cual “yo pienso” y, a más de esto, se tiene por infalible, no la hay: no comparece. La evidencia con la que el yo debería suscribir mis representaciones es, en su opinión, un canto de sirena. Si el ejemplo del ojo se aplica a la dualidad sujeto-objeto, cae por tierra la posibilidad de captar un sujeto de coordenadas kantianas, es decir, un sujeto acomodado a la presuposición de que el yo acompaña de modo continuo e infalible a mis representaciones. Dicha percepción, en síntesis, no la hay —al menos a ese nivel—. Todo lo más, el repetido intento de esclarecerlo sólo consguiría enmascarado aún más, dando por fin al traste con esa perspectiva. Tomás de Aquino da también su respuesta. Pero para ello, es imprescindible distinguir dos planos de la discusión que los modernos no siempre sacan a relucir: el orden ontológico y el epistemológico. En un plano ontológico, concibe la pertenencia de la esencia y el ser a sí mismo en un determinado individuo, al hacer ver que en todo ser existe una diferencia entre las estructuras metafísicas que se le atribuyen, por una parte, y lo que realmente se es, por otra. Por tanto, queda claro que desde un enfoque ontológico, un individuo no es, simplemente, el conjunto de sus atributos, aunque éstos sean atributos tan señalados como el alma23. En esa línea, reconoce que Sócrates no es ni su humanidad ni su ser, en virtud, justamente, de la diferencia que toda composición dibuja entre el habiente y lo habido, es decir, entre la posesión de un atributo y el atributo mismo, el cual, no llama de suyo a nada personal24. Con lo cual, se abre una separación aconsciente entre un habiente y algo habido, de modo que no todo lo que es objeto de la mente se tenga como propiedad o se diga formar parte de sí. En tal caso, los cogitata y la conciencia formarían parte ontológica de sí como la dureza respecto del acero, lo que es cuando menos una reificación de la mente25.
23. “Anima mea non est ego” (In I Cor. Exp., cap. 15). 24. Cfr. De Po., q. 7, a. 4, c. 25. Es claro que no todo lo que se piensa es real, así como que los objetos de pensamiento no son reales de suyo.
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Visto el plano ontológico, queda por afrontar aún la perspectiva cognoscitiva del sujeto. En un plano epistemológico, se advierte ante todo la perentoria necesidad de elaborar una teoría del conocimiento. En concreto, una teoría de la percepción del yo que Kant considera acompañante de las representaciones, o lo que es lo mismo, cómo se conoce el sujeto. Esa teoría del conocimiento la hay en Tomás de Aquino. A lo largo de sus obras hizo un fundado estudio de la sensibilidad, la abstracción, el juicio y el conocimiento de sí. Aquí nos hemos detenido en esto último. Se abordó primeramente al hilo de esa sensación de autopertenencia que nos acompaña, donde se dijo que había que separar la conciencia de pertenecerse de la pertenencia misma. Después, el último capítulo ha tratado del conocimiento de sí comparándolo con el conocer de los ángeles. Para Tomás de Aquino, el conocimiento de sí tiene un sentido profundo, de fuerte carga teórica, que tiene que ver con la aparición del hábito. El hábito es una actividad del intelecto de notable alcance, de la que, según se ha dicho, su autor no se ocupó de modo sistemático. Pero lo que nos consta del hábito es suficiente para considerar que, en un sentido, no se trata de un conocimiento operado por el intelecto paciente. El hábito se ha visto como una tematización del alma obrada por el intelecto agente que centra su atención en el misterio del alma misma. Tomás de Aquino la describe como la presencia del alma frente sí; así se ilumina y queda al descubierto. En el hábito, por tanto, alma e intelecto no se separan. No es preciso abundar en que el hábito constituye una superación de la dualidad de sujeto y objeto. Si no saliésemos de ahí, se obligaría a considerar el yo en la línea de los cogitata, es decir, una idea más de la infinita serie de ideas cognoscibles. A decir verdad, casi todos los modernos han considerado el yo como una idea, o si no, como un haz de ideas en mutua trabazón. La conexión entre ideas y yo hace que, a título general, éste no pueda retraerse del “yo pienso en general” que recorre el campo de las ideas en toda la línea. El yo es, en esencia, una idea más, aunque ésta se diga regulativa y aspire a destacar, por su nobleza, por encima de todas las demás. Frente a la idea de yo, el planteamiento clásico debe oponer la noción de hábito. Con él, el yo no aparece como una idea u objeto, sino simplemente como lo que es: el alma. Para Tomás de Aquino, el hábito de conocimiento de sí, que emana del alma intelectiva, no arroja ninguna clase de idea, porque la esencia del alma, que es lo que se trata de conocer, está muy por encima de las ideas u objetos de la mente De ahí que, si se sigue la sugerencia de los modernos, se acabe sembrando el escepticismo
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sobre la posibilidad real de conocer la esencia íntima el alma, o lo que es igual, sobre la posibilidad de que el alma se conozca a sí misma. De acuerdo con Tomás de Aquino, el dilema del sujeto tiene solución. Pero se deberían señalar antes, con mucho cuidado, los pasos que habría que dar para evitar otras ideas similares. A modo de coda final, se darán simplemente tres claves que facilitarían esta tarea. Primero, relegar la noción de sujeto a un sentido ontológico, sin pretender duplicar, por tanto, su sentido en el entendimiento. Segundo, considerar el alma como algo más complejo que una idea, o algo —si se prefiere ver así—, que una idea puede encerrar como tal. Desde otra perspectiva, esto significa que el alma se ha de entender como una realidad al margen del sujeto posesor de los objetos de la mente. Para tener una visión más penetrante del alma, está a disposición el hábito. Tercero, no considerar la pertenencia de sí como un cometido de la mente. Es decir, se debe romper con la creencia de que, para que algo pueda decirse mío, he de ser puntualmente informado de la forma y el calado de esa pertenencia, sino que esa pertenencia puede ser simplemente un rasgo ontológico. En la línea de lo que los clásicos aportan para mitigar efectos no deseados de la noción moderna de sujeto, están las afirmaciones anteriores según las cuales yo, por una parte, y mi percepción de mí, por otra, no tienen por qué coincidir. De hecho, es lo que nos sucede la mayor parte de las veces al comprobar la divergencia entre la idea que tengo de mí y la que tienen los otros, que casi nunca coinciden. Por eso, conviene no descifrar el yo y lo mío en términos de conciencia. Si no nos atuviésemos a esto, la conciencia debería estar informada permanentemente de todo lo que tengo, soy y poseo, o de otro modo no se podría existir. Por esa razón surge aquí algo sorprendente. Cuando se ha pretendido interpretar el sujeto moderno como un sujeto consciente, se ha obtenido algo similar a una versión reformada del argumento ontológico de S. Anselmo. En él, como se recordará, se daba por hecho que la vía lógica había de llevarnos, por una suerte de causa desconocida, al mundo real. Pues bien, algo parecido ha sucedido aquí.
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COLECCIÓN FILOSÓFICA
1. LEONARDO POLO: Evidencia y realidad en Descartes (2.ª ed.). 2. KLAUS M. BECKER: Zur Aporie der geschichtlichen Wahrheit (agotado). 3. JOAQUÍN FERRER ARELLANO: Filosofía de las relaciones jurídicas (La relación en sí misma, las relaciones sociales, las relaciones de Derecho) (agotado). 4. FREDERIK D. WILHELMSEN: El problema de la trascendencia en la metafísica actual (agotado). 5. LEONARDO POLO: El Acceso al ser (agotado). 6. JOSÉ MIGUEL PERO-SANZ ELORZ: El conocimiento por connaturalidad (La afectividad en la gnoseología tomista) (agotado). 7. LEONARDO POLO: El ser (Tomo I: La existencia extramental) (2.ª ed.). 8. WOLFGANG STROBL: La realidad científica y su crítica filosófica (agotado). 9. JUAN CRUZ: Filosofía de la Estructura (2.ª ed.) (agotado). 10. JESÚS GARCÍA LÓPEZ: Doctrina de Santo Tomás sobre la verdad (agotado). 11. HEINRICH BECK: El ser como acto. 12. JAMES G. COLBERT, JR.: La evolución de la lógica simbólica y sus implicaciones filosóficas (agotado). 13. FRITZ JOACHIM VON RINTELEN: Values in European Thought (agotado). 14. ANTONIO LIVI: Etienne Gilson: Filosofía cristiana e idea del límite crítico (prólogo de Etienne Gilson) (agotado). 15. AGUSTÍN RIERA MATUTE: La articulación del conocimiento sensible (agotado). 16. JORGE YARCE: La comunicación personal (Análisis de una teoría existencial de la intersubjetividad) (agotado). 17. J. LUIS FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ: El ente de razón en Francisco de Araujo (agotado). 18. ALEJANDRO LLANO CIFUENTES: Fenómeno y trascendencia en Kant (2.ª ed.). 19. EMILIO DÍAZ ESTÉVEZ: El teorema de Gödel (Exposición y crítica) (agotado). 20. AUTORES VARIOS: «Veritas et sapientia». En el VII centenario de Santo Tomás de Aquino. 21. IGNACIO FALGUERAS SALINAS: La «res cogitans» en Espinosa (agotado). 22. JESÚS GARCÍA LÓPEZ: El conocimiento de Dios en Descartes (agotado). 23. JESÚS GARCÍA LÓPEZ: Estudios de metafísica tomista (agotado). 24. WOLFGANG RÖD: La filosofía dialéctica moderna (agotado). 25. JUAN JOSÉ SANGUINETI: La filosofía de la ciencia según Santo Tomás (agotado). 26. FANNIE A. SIMONPIETRI MONEFELDT: Lo individual y sus relaciones internas en Alfred North Whitehead. 27. JACINTO CHOZA: Conciencia y afectividad (Aristóteles, Nietzsche, Freud) (2.ª ed.). 28. CORNELIO FABRO: Percepción y pensamiento. 29. ETIENNE GILSON: El tomismo (4.ª ed.). 30. RAFAEL ALVIRA: La noción de finalidad (agotado). 31. ÁNGEL LUIS GONZÁLEZ: Ser y Participación (Estudio sobre la cuarta vía de Tomás de Aquino) (3.ª ed.). 32. ETIENNE GILSON: El ser y los filósofos (4.ª ed.). 33. RAÚL ECHAURI: El pensamiento de Etienne Gilson (agotado). 34. LUIS CLAVELL: El nombre propio de Dios, según Santo Tomás de Aquino (agotado). 35. C. FABRO, F. OCÁRIZ, C. VANSTEENKISTE, A. LIVI: Tomás de Aquino, también hoy (2.ª ed.). 36. MARÍA JOSÉ PINTO CANTISTA: Sentido y ser en Merleau-Ponty (agotado). 37. JUAN CRUZ CRUZ: Hombre e historia en Vico. (La barbarie de la reflexión. Idea de la historia en Vico. Editado en la Colección NT) (agotado). 38. TOMÁS MELENDO: Ontología de los opuestos (agotado). 39. JUAN CRUZ CRUZ: Intelecto y razón. Las coordenadas del pensamiento clásico (agotado). 40. JORGE VICENTE ARREGUI: Acción y sentido en Wittgenstein (agotado). 41. LEONARDO POLO: Curso de teoría del conocimiento (Tomo I) (2.ª ed.). 42. ALEJANDRO LLANO: Metafísica y lenguaje (2.ª ed.). 43. JAIME NUBIOLA: El compromiso esencialista de la lógica modal. Estudio de Quine y Kripke (2.ª ed.).
44. TOMÁS ALVIRA: Naturaleza y libertad (Estudio de los conceptos tomistas de voluntas ut natura y voluntas ut ratio) (agotado). 45. LEONARDO POLO: Curso de teoría del conocimiento (Tomo II) (3.ª ed.). 46. DANIEL INNERARITY: Praxis e intersubjetividad (La teoría crítica de Jürgen Habermas) (agotado). 47. RICHARD C. JEFFREY: Lógica formal: Su alcance y sus límites (2.ª ed.). 48. JUAN CRUZ CRUZ: Existencia y nihilismo. Introducción a la filosofía de Jacobi (agotado). 49. ALFREDO CRUZ PRADOS: La sociedad como artificio. El pensamiento político de Hobbes (2.ª ed.). 50. JESÚS DE GARAY: Los sentidos de la forma en Aristóteles. 51. ALICE RAMOS: «Signum»: De la semiótica universal a la metafísica del signo. 52. LEONARDO POLO: Curso de teoría del conocimiento (Tomo III).(2.ª ed.). 53. MARÍA JESÚS SOTO BRUNA: Individuo y unidad. La substancia individual según Leibniz. 54. RAFAEL ALVIRA: Reivindicación de la voluntad. 55. JOSÉ MARÍA ORTIZ IBARZ: El origen radical de las cosas. Metafísica leibniciana de la creación. 56. LUIS FERNANDO MÚGICA: Tradición y revolución. Filosofía y sociedad en el pensamiento de Louis de Bonald. 57. VÍCTOR SANZ: La teoría de la posibilidad en Francisco Suárez. 58. MARIANO ARTIGAS: Filosofía de la ciencia experimental (3.ª ed.). 59. ALFONSO GARCÍA MARQUÉS: Necesidad y substancia (Averroes y su proyección en Tomás de Aquino). 60. MARÍA ELTON BULNES: Amor y reflexión. La teoría del amor puro de Fénelon en el contexto del pensamiento moderno. 61. MIQUEL BASTONS: Conocimiento y libertad. La teoría kantiana de la acción. 62. LEONOR GÓMEZ CABRANES: El poder y lo posible. Sus sentidos en Aristóteles. 63. AMALIA QUEVEDO: «Ens per accidens». Contingencia y determinación en Aristóteles. 64. ALEJANDRO NAVAS: La teoría sociológica de Niklas Luhmann. 65. MARÍA ANTONIA LABRADA: Belleza y racionalidad: Kant y Hegel (2.ª ed.). 66. ALICIA GARCÍA-NAVARRO: Psicología del razonamiento. 67. PATRIZIA BONAGURA: Exterioridad e interioridad: La tensión filosófico-educativa de algunas páginas platónicas. 68. LOURDES FLAMARIQUE: Necesidad y conocimiento. Fundamentos de la teoría crítica de I. Kant. 69. BEATRIZ CIPRIANI THORNE: Acción social y mundo de la vida. Estudio de Schütz y Weber. 70. CARMEN SEGURA: La dimensión reflexiva de la verdad. Una interpretación de Tomás de Aquino. 71. MARÍA GARCÍA AMILBURU: La existencia en Kierkegaard. 72. ALEJO G. SISON: La virtud: síntesis de tiempo y eternidad. La ética en la escuela de Atenas. 73. JOSÉ MARÍA AGUILAR LÓPEZ: Trascendencia y alteridad. Estudio sobre E. Lévinas. 74. CONCEPCIÓN NAVAL DURÁN: Educación, retórica y poética. Tratado de la educación en Aristóteles. 75. FERNANDO HAYA SEGOVIA: Tomás de Aquino ante la crítica. La articulación trascendental de conocimiento y ser. 76. MARIANO ARTIGAS: La inteligibilidad de la naturaleza (2.ª ed.). 77. JOSÉ MIGUEL ODERO: La fe en Kant. 78. MARÍA DEL CARMEN DOLBY MÚGICA: El hombre es imagen de Dios. Visión antropológica de San Agustín. 79. RICARDO YEPES STORK: La doctrina del acto en Aristóteles. 80. PABLO GARCÍA RUIZ: Poder y sociedad. La sociología política en Talcott Parsons. 81. HIGINIO MARÍN PEDREÑO: La antropología aristotélica como filosofía de la cultura. 82. MANUEL FONTÁN DEL JUNCO: El significado de lo estético. La «Crítica del Juicio» y la filosofía de Kant. 83. JOSÉ ÁNGEL GARCÍA CUADRADO: Hacia una semántica realista. La filosofía del lenguaje de San Vicente Ferrer. 84. MARÍA PÍA CHIRINOS: Intencionalidad y verdad en el juicio. Una propuesta de Brentano. 85. IGNACIO MIRALBELL: El dinamicismo voluntarista de Duns Escoto. Una transformación del aristotelismo. 86. LEONARDO POLO: Curso de teoría del conocimiento (Tomo IV/Primera parte). 87. PATRICIA MOYA CAÑAS: El principio del conocimiento en Tomás de Aquino. 88. MARIANO ARTIGAS: El desafío de la racionalidad (2.ª ed.).
89. NICOLÁS DE CUSA: La visión de Dios (4.ª ed.). Traducción e introducción de Ángel Luis González. 90. JAVIER VILLANUEVA: Noología y reología: una relectura de Xavier Zubiri. 91. LEONARDO POLO: Introducción a la Filosofía (3.ª ed.). 92. JUAN FERNANDO SELLÉS DAUDER: Conocer y amar. Estudio de los objetos y operaciones del entendimiento y de la voluntad según Tomás de Aquino (2.ª ed.). 93. MARINA MARTÍNEZ: El pensamiento político de Samuel Taylor Coleridge. 94. MIGUEL PÉREZ DE LABORDA: La razón frente al insensato. Dialéctica y fe en el argumento del Proslogion de San Anselmo. 95. CONCEPCIÓN NAVAL DURÁN: Educar ciudadanos. La polémica liberal-comunitarista en educación (2.ª ed.). 96. CARMEN INNERARITY GRAU: Teoría kantiana de la acción. La fundamentación trascendental de la moralidad. 97. JESÚS GARCÍA LÓPEZ: Lecciones de metafísica tomista. Ontología. Nociones comunes. 98. JESÚS GARCÍA LÓPEZ: El conocimiento filosófico de Dios. 99. JUAN CRUZ CRUZ (editor): Metafísica de la familia. 100. MARÍA JESÚS SOTO BRUNA: La recomposición del espejo. Análisis histórico-filosófico de la idea de expresión. 101. JOSEP CORCÓ JUVIÑÁ: Novedades en el universo. La cosmovisión emergentista de Karl R. Popper. 102. JORGE MARIO POSADA: La física de causas en Leonardo Polo. La congruencia de la física filosófica y su distinción y compatibilidad con la física matemática. 103. ENRIQUE R. MOROS CLARAMUNT: Modalidad y esencia. La metafísica de Alvin Plantinga. 104. FRANCISCO CONESA: Dios y el mal. La defensa del teísmo frente al problema del mal según Alvin Plantinga. 105. ANA MARTA GONZÁLEZ: Naturaleza y dignidad. Un estudio desde Robert Spaemann. 106. MARÍA JOSÉ FRANQUET: Persona, acción y libertad. Las claves de la antropología en Karol Wojtyla. 107. FRANCISCO JAVIER PÉREZ GUERRERO: La creación como asimilación a Dios. Un estudio desde Tomás de Aquino. 108. SERGIO SÁNCHEZ-MIGALLÓN GRANADOS: La ética de Franz Brentano. 109. LEONARDO POLO: Curso de teoría del conocimiento (Tomo IV/Segunda parte). 110. CONCEPCIÓN NAVAL DURÁN: Educación como praxis. Elementos filosófico-educativos. 111. M.ª ELVIRA MARTÍNEZ ACUÑA: La articulación de los principios en el sistema crítico kantiano. Concordancia y finalidad. 112. LEONARDO POLO: Sobre la existencia cristiana. 113. LEONARDO POLO: La persona humana y su crecimiento (2.ª ed.). 114. YOLANDA ESPIÑA: La razón musical en Hegel. 115. ÁNGEL LUIS GONZÁLEZ (editor): Las pruebas del absoluto según Leibniz. 116. JAVIER ARANGUREN ECHEVARRÍA: El lugar del hombre en el universo. «Anima forma corporis» en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino. 117. FERNANDO HAYA SEGOVIA: El ser personal. De Tomás de Aquino a la metafísica del don. 118. MÓNICA CODINA: El sigilo de la memoria. Tradición y nihilismo en la narrativa de Dostoyevski. 119. JESÚS GARCÍA LÓPEZ: Lecciones de metafísica tomista. Gnoseología. Principios gnoseológicos básicos. 120. MONTSERRAT HERRERO LÓPEZ: El nomos y lo político: la filosofía política de Carl Schmitt. 121. LEONARDO POLO: Nominalismo, idealismo y realismo (2.ª ed.). 122. MIGUEL ALEJANDRO GARCÍA JARAMILLO: La cogitativa en Tomás de Aquino y sus fuentes. 123. CRISTÓBAL ORREGO SÁNCHEZ: H.L.A. Hart. Abogado del positivismo jurídico. 124. CARLOS CARDONA: Olvido y memoria del ser. 125. CARLOS AUGUSTO CASANOVA GUERRA: Verdad escatológica y acción intramundana. La teoría política de Eric Voegelin. 126. CARLOS RODRÍGUEZ LLUESMA: Los modales de la pasión. Adam Smith y la sociedad comercial. 127. ÁLVARO PEZOA BISSIÈRES: Política y economía en el pensamiento de John Locke. 128. TOMÁS DE AQUINO: Cuestiones disputadas sobre el mal. Presentación, traducción y notas por David Ezequiel Téllez Maqueo. 129. BEATRIZ SIERRA Y ARIZMENDIARRIETA: Dos formas de libertad en J.J. Rousseau.
130. ENRIQUE R. MOROS: El argumento ontológico modal de Alvin Plantinga. 131. JUAN A. GARCÍA GONZÁLEZ: Teoría del conocimiento humano. 132. JOSÉ IGNACIO MURILLO: Operación, hábito y reflexión. El conocimiento como clave antropológica en Tomás de Aquino. 133. ANA MARTA GONZÁLEZ: Moral, razón y naturaleza. Una investigación sobre Tomás de Aquino. 134. PABLO BLANCO SARTO: Hacer arte, interpretar el arte. Estética y hermenéutica en Luigi Pareyson (1914-1991). 135. MARÍA CEREZO: Lenguaje y lógica en el Tractatus de Wittgenstein. Crítica interna y problemas de interpretación. 136. MARIANO ARTIGAS: Lógica y ética en Karl Popper. (Se incluyen unos comentarios inéditos de Popper sobre Bartley y el racionalismo crítico) (2.ª ed.). 137. JOAQUÍN FERRER ARELLANO: Metafísica de la relación y de la alteridad. Persona y Relación. 138. MARÍA ANTONIA LABRADA: Estética. 139. RICARDO YEPES STORK Y JAVIER ARANGUREN ECHEVARRÍA: Fundamentos de Antropología. Un ideal de la excelencia humana (5.ª ed.). 140. IGNACIO FALGUERAS SALINAS: Hombre y destino. 141. LEONARDO POLO: Antropología trascendental. Tomo I. La persona humana. 142. JAIME ARAOS SAN MARTÍN: La filosofía aristotélica del lenguaje. 143. MARIANO ARTIGAS: La mente del universo (2.ª ed.). 144. RAFAEL ALVIRA, NICOLÁS GRIMALDI Y MONTSERRAT HERRERO (editores): Sociedad civil. La democracia y su destino. 145. MODESTO SANTOS: En defensa de la razón. Estudios de ética (2.ª ed.). 146. LOURDES FLAMARIQUE: Schleiermacher. La Filosofía frente al enigma del hombre. 147. LEONARDO POLO: Hegel y el posthegelianismo. 148. M.ª ALEJANDRA CARRASCO BARRAZA: Consecuencialismo. Por qué no. 149. LÍDIA FIGUEIREDO: La filosofía narrativa de Alasdair MacIntyre. 150. TOMÁS MELENDO: Dignidad humana y bioética. 151. JOSEP IGNASI SARANYANA: Historia de la Filosofía Medieval (3.ª ed.). 152. ALFREDO CRUZ PRADOS: Ethos y Polis. Bases para una reconstrucción de la filosofía política. 153. CLAUDIA RUIZ ARRIOLA: Tradición, Universidad y Virtud. Filosofía de la educación superior en Alasdair MacIntyre. 154. FRANCISCO ALTAREJOS MASOTA Y CONCEPCIÓN NAVAL DURÁN: Filosofía de la Educación. 155. ROBERT SPAEMANN: Personas. Acerca de la distinción entre «algo» y «alguien». 156. M.ª SOCORRO FERNÁNDEZ-GARCÍA: La Omnipotencia del Absoluto en Leibniz (2.ª ed.). 157. IGNACIO FALGUERAS SALINAS: De la razón a la fe por la senda de Agustín de Hipona. 158. JAVIER ARANGUREN ECHEVARRÍA: Resistir en el bien. Razones de la virtud de la fortaleza en Santo Tomás de Aquino. 159. SANTIAGO COLLADO: Noción de hábito en la teoría del conocimiento de Polo. 160. LUIS M. CRUZ: Derecho y expectativa. Una interpretación de la teoría jurídica de Jeremy Bentham. 161. HÉCTOR ESQUER GALLARDO: El límite del pensamiento. La propuesta metódica de Leonardo Polo. 162. ENCARNA LLAMAS: Charles Taylor: una antropología de la identidad. 163. IGNACIO YARZA: La racionalidad de la ética de Aristóteles. Un estudio sobre Ética a Nicómaco I. 164. JULIA URABAYEN PÉREZ: El pensamiento antropológico de Gabriel Marcel: un canto al ser humano. 165. CARLOS GUSTAVO PARDO: La formación intelectual de Thomas S. Kuhn. Una aproximación biográfica a la teoría del desarrollo científico. 166. SALVADOR PIÁ TARAZONA: El hombre como ser dual. Estudio de las dualidades radicales según la Antropología trascendental de Leonardo Polo. 167. FERNANDO INCIARTE: Liberalismo y republicanismo. Ensayos de filosofía política. 168. F. JAVIER VIDAL LÓPEZ: Significado, comprensión y realismo. 169. MARÍA DE LAS MERCEDES ROVIRA REICH: Ortega desde el humanismo clásico. 170. JUAN ANDRÉS MERCADO: El sentimiento como racionalidad: La filosofía de la creencia en David Hume. 171. RAQUEL LÁZARO CANTERO: La sociedad comercial en Adam Smith. Método, moral, religión.
172. CRUZ GONZÁLEZ AYESTA: Hombre y verdad. Gnoseología y antropología del conocimiento en las Q. D. De Trinitate. 173. JAIME ANDRÉS WILLIAMS: El argumento de la apuesta de Blaise Pascal. 174. LUIS XAVIER LÓPEZ FARJEAT: Teorías aristotélicas del discurso. 175. MIKEL GOTZON SANTAMARÍA GARAI: Acción, persona, libertad. Max Scheler – Tomás de Aquino. 176. JOSÉ TOMÁS ALVARADO MARAMBIO: Hilary Putnam: el argumento de teoría de modelos contra el realismo. 177. MIGUEL GARCÍA-VALDECASAS: El sujeto en Tomás de Aquino. La perspectiva clásica sobre un problema moderno.
INICIACIÓN FILOSÓFICA
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TOMÁS ALVIRA, LUIS CLAVELL, TOMÁS MELENDO: Metafísica (8.ª ed.). JUAN JOSÉ SANGUINETI: Lógica (6.ª ed.). ÁNGEL RODRÍGUEZ LUÑO: Ética (5.ª ed.). ALEJANDRO LLANO: Gnoseología (5.ª ed.). IÑAKI YARZA: Historia de la Filosofía Antigua (4.ª ed.). MARIANO ARTIGAS: Filosofía de la Naturaleza (5.ª ed.). TOMÁS MELENDO: Introducción a la Filosofía. JOSEP-IGNASI SARANYANA: Historia de la Filosofía Medieval (actualmente n.º 151 colección Filosófica). ÁNGEL LUIS GONZÁLEZ: Teología Natural (4.ª ed.). ALFREDO CRUZ PRADOS: Historia de la Filosofía Contemporánea (2.ª ed.). ÁNGEL RODRÍGUEZ LUÑO: Ética general (4.ª ed.). VÍCTOR SANZ SANTACRUZ: Historia de la Filosofía Moderna (2.ª ed.). JUAN CRUZ CRUZ: Filosofía de la historia (2.ª ed.). RICARDO YEPES STORK: Fundamentos de Antropología. Un ideal de la excelencia humana (actualmente n.º 139 colección filosófica). GABRIEL CHALMETA: Ética especial. El orden ideal de la vida buena. JOSÉ PÉREZ ADÁN: Sociología. Concepto y usos. RAFAEL CORAZÓN GONZÁLEZ: Agnosticismo. Raíces, actitudes y consecuencias. MARIANO ARTIGAS: Filosofía de la ciencia. JOSEP-IGNASI SARANYANA: Breve historia de la Filosofía Medieval. JOSÉ ÁNGEL GARCÍA CUADRADO: Antropología filosófica. Una introducción a la Filosofía del hombre. RAFAEL CORAZÓN GONZÁLEZ: Filosofía del Conocimiento.