El arte y el capitalismo Ernst Fischer Al llegar la era capitalista el artista se encontró en una situación muy peculiar. El rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba; el capitalismo lo convertía todo en mercancía. Con un aumento entonces inimaginable de la producción y de la productividad dinámica del nuevo orden a todas las partes del globo y a todas las zonas de la experiencia humana, el capitalismo disolvió el viejo mundo en una nube de moléculas revoloteantes, destruyó todas las relaciones directas entre el productor y el consumidor y canalizó todos los productos hacia un mercado anónimo, donde debían venderse y comprarse. Hasta entonces el artesano trabajaba para un cliente particular. El productor de mercancías del mundo capitalista, en cambio, trabajaba para un comprador desconocido. Sus productos desaparecían en un torrente de la competencia, hacia el mar de la incertidumbre. La producción de mercancías que se propagaba por todas partes, la creciente división del trabajo, la escisión de cada tarea, el anonimato de las fuerzas económicas: todo esto contribuyó a destruir el carácter directo de las relaciones humanas y condujo a una creciente alienación del hombre, a un creciente alejamiento de la realidad social y de si mismo. En aquel mundo, el arte se convirtió también en una mercancía y el artista en un productor de mercancías. El mecenazgo personal fue sustituido por un mercado libre cuyo funcionamiento
era
dificil
o
imposible
de
comprender, por un conglomerado de consumidores inominados, el llamado 'público'. La obra de arte se sometió cada vez más a las leyes de la concurrencia.
Por primera vez en la historia de la humanidad, el artista se convirtió en artista 'libre', una
Number 5, 1848 de Jackson Pollock está valuada
en un precio superior a 140 millones de dólares.
personalidad 'libre', libre hasta lo absurdo, hasta la soledad glacial. El arte se convirtió en una ocupación medio romántica, medio comercial.
Durante largo tiempo, el capitalismo consideró el arte como algo sospechoso, frívolo y oscuro. El arte no 'compensaba'. La sociedad 'precapitalista' tendía a la extravagancia, al gasto frívolo en gran escala, a la diversión lasciva y a la promoción del arte. El capitalismo se caracterizaba por el cálculo sobrio y por la regla puritana. En su forma precapiltalista, la riqueza era volátil y expansiva; la riqueza capitalista exigía una acumulación y concentración constantes, un aumento incesante. Karl Marx describió así al capitalista:
Fanáticamente entregado a la expansión del valor, lleva incesantemente a nuevos seres humanos a la producción por la producción, aumentando con ello la productividad social y creando unas condiciones materiales de producción que solo pueden constituir la base real de un tipo superior de sociedad, basado en el principio fundamental del pleno y libre desarrollo de cada individuo. El capitalista sólo es respetable como personificación del capital. Como tal, comparte con el avaro, la pasión por la riqueza en sí. Pero lo que en el avaro se convierte en pura manía, en el capitalista efecto de un mecanismo social, del que no es personalmente, mas que un resorte. Además, el desarrollo de la producción capitalista exige un incremento continuo del capital invertido en una empresa industrial; y el capitalismo supera a todos los capitalistas individuales a las leyes coactivas exteriores. La concurrencia le obliga a cumplir continuamente su capital para conservarlo, y sólo puede ampliarlo con la acumulación progresiva.
Más adelante añade: ¡Acumulad! ¡acumulad! ¡he aqui la panacea!'la industria suministra los materiales que el ahorro acumula' (Adam Smith, La riqueza de las Naciones). Por consiguiente, hay que ahorrar, ahorrar, reconvertir la mayor proporción posible de plusvalía o de producción excedente en capital. La acumulación por la acumulación, la producción por la producción. Con esta forma la economía política clásica proclamó la misión histórica de la época burguesa.
Cierto que la creciente riqueza de los capitalistas fomentó un nuevo consumo de lujo, pero como observó Marx, “(...) La extravagancia del capitalista nunca tiene el carácter de prodigalidad desenfrenada que caracterizaba a ciertos magnates feudales (...). En el fondo hay una sórdida avaricia y un cálculo interesado”.
Para el capitalista, el lujo puede significar la satisfacción puramente privada de sus deseos, pero significa también el despliegue, la ostentación de su riqueza por razones de prestigio. El capitalismo no es por esencia, una fuerza social bien dispuesta hacia el arte o fomentadora de éste, si el capitalista medio tiene necesidad del arte es para embellecer su vida privada o para hacer una buena inversión. Por otro lado es indudable que el capitalismo liberó fuerzas tremendas para la producción artística y económica. Dio vida a nuevos sentimientos e ideas y puso al alcance del artista nuevos medios para expresarlos. Para éste resultó imposible seguir rigidamente aferrado a un estilo fijo o sujeto a lenta evolución las limitaciones locales que sirven de marco a la formación de estos estilos fueron superadas y el arte se desarrolló en un espacio más extenso y en un tiempo acelerado. Y así aunque el capitalismo fuese basicamente extraño a las artes, favoreció su desarrollo e impulsó la producción de una enorme cantidad de obras expresivas y originales.
Mas aún: la problemática condición de las artes en el mundo capitalista no se puso claramente de manifiesto mientras la burguesía fue una clase ascendente y el artista que afirmaba las ideas burguesas formó parte de una fuerza activa y progresiva.
Durante el Renacimiento, primera ola del avance burgués, las relaciones sociales eran todavía relativamente transparentes, la división del trabajo no había asumido las formas rígidas y estrechas que había de asumir más tarde y la riqueza de las nuevas fuerzas productivas permanecían latente, como un potencial dentro de la personalidad burguesa. Los nuevos y triunfantes burgueses y los principes que con ellos colaboraban eran mecenas generosos. Se abrieron, con ello, nuevos mundos para los hombres de espíritu creador. El naturalista, el descubridor, el ingeniero, el arquitecto, el escultor, el pintor y el escritor se combinaban a menudo en una sola persona, que afirmaba apasionadamente que vivía y adoptaba una actitud fundamental que podría resumirse en una frase: '¡que bello es vivir!'.
La segunda ola fue la de la rebelión democrática-burguesa, que culminó en la Revolución Francesa. El artista volvió a expresar con su orgullosa subjetividad, las ideas de la época, porque la bandera de ésta, el programa ideológico de la burguesía ascendente era, precisamente, esta subjetividad del hombre libre que defendía la causa de la humanidad y de la unificación de su propio país y de todos los hombres en el espíritu de libertad, igualdad y fraternidad.
Cierto que ya se manifestaban las contradicciones internas del capitalismo. Proclamaba la libertad en la forma de esclavitud del salario. Sometía el prometido libre juego de las aptitudes humanas a la ley de la jungla de la concurrencia capitalista. Obligaba a la personalidad multilateral del hombre a limitarse a una estrecha especialización. Estas contradicciones empezaban ya a plantear problemas. El artista sinceramente humanista habría de experimentar una profunda desilución ante los resultados prosaicos, grises pero inquietantes de la revolución democrático-burguesa, Y después de 1848, el año del colapso de aquella revolución en toda Europa, se puede hablar de un verdadero desencanto en todas las artes. El brillante período artístico de la burguesía había terminado. El artista y las artes entraron en el mundo permanente desarrollado de la producción capitalista de mercancías, con su alienación total del ser humano, la exteriorización y materialización de todas las relaciones humanas, la división del trabajo, la fragmentación, la especialización rígida, la complicación y difuminación de todas las conexiones sociales, el aislamiento y la negación crecientes del individuo.
El humanista sincero no podía ya asumir aquel mundo. No podía seguir creyendo en conciencia que la victoria de la burguesía significaba el triunfo de la humanidad.