Fantasía a cuatro manos
Philippe 4 de Diciembre de 1910
Las calles se habían pintado de blanco bajo la primera nevada del año. El frío manto
reflejaba la luz de las farolas confiriéndole al lugar un aspecto mágico y brillante, como salido de un sueño. Philippe solía darse cuenta de esas cosas, le encantaban los pequeños detalles y las sutiles diferencias. Le gustaba memorizar imágenes, inmortalizar recuerdos, buscar contrastes... Si supiera utilizar el lápiz seguramente habría sido un gran pintor pero, como solía recordarse a menudo, tenía el alma de un artista y la destreza de un estibador, aunque sin su fuerza bruta, eso también era evidente de una forma dolorosa. En esa ocasión, la capa nívea solo era molesta nieve que le hacía resbalar. La tarde era demasiado oscura, y hacía mucho frío para que alguien como él, que no acababa de curar el resfriado, se atreviera a salir solo. Pero René había insistido, y si René insistía no quedaba otra que obedecer. Cada vez que Philippe atravesaba el portal de los Hérault, sentía en su interior un auténtico temporal de sentimientos encontrados. No debería ser así, y él era consciente de eso tanto como lo era de todas las otras deficiencias de su vida, pero al igual que pasaba con su espíritu, su salud o su falta de destreza, poco tenía él que decidir al respecto. Conocía a René desde hacía años, cuando ambos coincidieron en el conservatorio. Su amigo abandonó las clases al poco tiempo, pero vivían cerca y se habían encontrado después en varios actos sociales. Antes de que se dieran cuenta, ya eran como hermanos. Sin embargo, desde unos meses atrás, cada vez que iba a verle a su casa su corazón se detenía y el estómago amenazaba con trepar a su garganta y lanzarse al vacío. Nervios, sí. Podría decir que eran nervios. Nervios y cierta ansiedad. Por muy graves que sonaran esas palabras, siempre eran preferibles a la otra, aquella que se resistía a ser pronunciada y cuya simple mención revelaba la existencia de su pequeño problema. Esto no sucedía cuando era René quien le visitaba en su casa. No, el problema no era René, el problema era su familia, el problema era su hermano mayor. Didier tenía cinco años más que él y, en teoría, debía hacerse cargo de los negocios de la familia, pero parecía que se había propuesto dilapidar en casinos y burdeles la fortuna que su padre había amasado con esfuerzo y cierta falta de escrúpulos. Él y Philippe nunca habían cruzado más de un par de frases formales, pero en sus breves
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encuentros había sentido la intensidad de su mirada y le había robado la respiración con una simple sonrisa. Philippe fue consciente de su problema cuando descubrió que, al cerrar los ojos, era el cuerpo de Didier el que le hacía las promesas que cumplían sus manos. Se cuidaba mucho de que no se notara pero su cercanía le convertía en una masa temblorosa y balbuceante. Philippe no era así, pero delante de Didier su ingenio se esfumaba y se convertía en el estúpido amigo de René, el que no era capaz de terminar una frase sin tartamudear. Una vez, incluso René se dio cuenta de que le pasaba algo e hizo un chiste al respecto. En aquella ocasión, Philippe se encendió como la grana y aprovechó la menor oportunidad para irse al lavabo y mojarse el rostro con agua fría. Su problema... su situación... resultaba ridícula. Ridícula, humillante y dolorosa. Desde entonces, las visitas a casa de su amigo se habían convertido en una especie de dulce calvario y aquella ocasión no era diferente. Atravesó el portal de los Hérault y, con cierta vacilación, pulsó el timbre. El mayordomo le recibió y recogió su abrigo con gentileza. —El joven René no está en este momento —le informó mientras guiaba sus pasos a través de la mansión—. Pero me ha encargado que le diga que no piensa demorarse y que, por favor, le espere en el salón. ¿Puedo ofrecerle una taza de té? —Sí, supongo... —dijo Philippe un poco confundido. René había insistido mucho en que quería hablar con él, ¿y ahora no estaba en casa?—. ¿Está la señora? —La madre de René solía entretenerle con divertidas anécdotas, pero la mayoría de ellas no tenían la menor gracia si no estaba su amigo delante para molestarse. —No, lo lamento, señor Dulac. La señora también ha salido. En la casa solo está el señorito Didier. Pero el señorito René insistió varias veces en que no le dejara marchar, que no iba a demorarse mucho y que le urgía hablar con usted. «¡Y tengo que quedarme a solas con Didier!», se asustó. Pero no dijo nada en voz alta. Avanzó, concentrándose en dar cada paso con firmeza, cuidándose de no demostrar el nerviosismo que se infiltraba en cada poro de su piel. Una doncella hizo una ligera inclinación al verle y siguió limpiando el polvo de la colección de jarrones de la señora. Bernard, el enorme mastín de la familia, cruzó el vestíbulo y se metió en la cocina. Tres generaciones de Hérault le contemplaban desde los elaborados marcos de sus retratos. Philippe notó sus miradas acusadoras como si fueran capaces de ver en su alma. El mayordomo, la criada, el perro y los retratos, todos ellos lo sabían y le juzgaban. Philippe se sintió enfermar, una pátina de sudor frío cubría su frente y sus pasos vacilaron. Su nerviosismo se acrecentaba conforme se reducía la distancia al salón. El aire se resistía a llenar sus pulmones y su pecho dolía, dolía como si fuera un acerico y las agujas se clavaran en sus costillas.
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Entonces lo escuchó. Era una melodía triste, el sonido melancólico de un piano ejecutando el Claro de Luna. Y cada una de las notas, se metía dentro y desgarraba el alma. ¿Quién estaba tocando? El nerviosismo había desaparecido. Los dulces compases de Beethoven tiraban de él. Era como una rata hechizada por el flautista que, ignorante, se dejaba llevar por la música que guiaba sus pies hacia un destino aciago. Estaba de espaldas y llevaba el pelo largo y suelto. Había sido testigo de alguna de las discusiones que mantenía con sus progenitores sobre su melena, pero él se negaba a cortarla y se limitaba a recogérsela en una coleta. Ahora, caía como una cortina de azabache sobre sus hombros. Llevaba los tirantes sueltos a ambos lados de su cintura, y las mangas de la camisa remangadas. Un vaso de licor descansaba encima del instrumento, justo al lado del metrónomo que, apagado, era testigo mudo del concierto. El mayordomo le hizo pasar con un gesto y luego, salió de la habitación cerrando la puerta tras él. Si Didier se había dado cuenta de su presencia, no lo demostró. Philippe se quedó de pie, al lado de la entrada, escuchando en silencio la magnífica ejecución del joven burgués, mientras aguantaba la respiración para no interrumpirle, y sin despojarse de la terrible sensación de que no debía de estar allí, de que ese era un momento íntimo y él no era más que un intruso. Para su desgracia, le sobrevino un inoportuno ataque de tos y Didier dejó de tocar. —¡Lo siento! —exclamó Philippe, a duras penas, con la voz entrecortada, mientras luchaba por recuperar la respiración, sin dejar de toser. —¿Te encuentras bien? —preguntó Didier mirándole de reojo. Philippe asintió con la cabeza, entre estertores. El pianista se levantó y sirvió un vaso de agua de la jarra que estaba en la mesita auxiliar. Se lo tendió sin mediar palabra y Philippe se lo agradeció con la mirada—. ¿Estás mejor? —Lo siento —dijo de nuevo, ya más calmado—. No es más que un mal resfriado —se excusó con una mueca nerviosa—, no consigo quitármelo de encima. No... no quería interrumpirte, tocas muy bien. —Ya... —Didier chasqueó la lengua en un gesto de desdén, parecía irritado—. No lo suficiente. Philippe sacudió la cabeza, no había pretendido molestar a nadie pero era evidente que lo había hecho. Didier dejó el vaso donde lo había encontrado, y se llenó de nuevo el suyo de un licor oscuro, probablemente coñac. —René me ha dicho que le espere aquí —se explicó con amargura, aunque su interlocutor no parecía hacerle mucho caso—. Pero ya volveré más tarde. De nuevo, siento las molestias. —¡Espera! —le detuvo una voz firme y suave, como un rugido quedo, grave y profundo. Philippe ya tenía en la mano el pomo de la puerta, pero se giró lentamente,
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tragó saliva y contuvo el aliento. Podía escuchar los vigorosos y acelerados latidos de su corazón, tan intensos que hasta Didier podría oírlos solo con prestar un poco de atención. El pianista clavó en él sus ojos oscuros y, de nuevo, como tantas veces antes, Philippe sintió que le desnudaba con la mirada—. No quería pagarlo contigo —dijo, tendiéndole el vaso de coñac que acababa de servirse—. No suelo tocar, lo dejé hace mucho tiempo. —¿P-por qué? —se atrevió a preguntar, aceptando la copa. —La vida —respondió Didier con una sonrisa triste y un gesto de hombros cargado de significados que él no entendía—. Tú también tocas, ¿verdad? Te he escuchado alguna vez. Philippe se ruborizó. —Solo son... cancioncillas. Nada serio —dijo, quitándose importancia. «Ocho años de conservatorio pero nada serio, muy bien, Philippe», se reprendió en silencio. —A mí no me lo parecieron —comentó, y se sentó de nuevo al piano—. Ven — Didier palmeó el banco indicándole que tomara asiento a su lado. Philippe acabó de un par de tragos todo el contenido de su vaso y, todavía con el líquido inflamándole los pulmones, obedeció—. ¿Sabes tocar a cuatro manos? Él se apresuró a asentir agitando la cabeza con vigor y esperó, con una incipiente excitación, a que Didier colocara una nueva partitura. La conocía, era una Fantasía de Schubert. Tomó aire, y deseó que todo lo que había aprendido en el conservatorio no se hubiera esfumado por los nervios. No se le daba mal del todo, debía reconocerlo. Tampoco era un virtuoso y no practicaba tan a menudo como para dar un concierto. Además, las cuatro manos siempre tenían un añadido extra. Si a eso le añadía su estado de ánimo... a duras penas conseguía recordar dónde estaba el do. Didier comenzó con una mano. Apenas unos compases más tarde, Philippe se acopló a la melodía con otra y, poco después, para su sorpresa, las cuatro manos ejecutaban en perfecta sincronía la pieza de Schubert como si lo hubieran hecho mil veces antes. Philippe cerró los ojos y se dejó llevar. Era fácil hacerlo, Didier le arrastraba marcando el ritmo y la fuerza de la pieza y él solo tenía que seguir su estela. Y era... muy fácil. Al principio, era como si el piano llorase. Trasmitía dolor, el lamento silencioso del que busca consuelo y teme pedirlo. «¿Acaso no le ven?», se dijo. Se veía en cada nota que deseaba un abrazo y él... él quería dárselo. Quería hacerlo más que nada en el mundo. Pero luego, poco a poco, la melodía cambiaba. Se volvía dura, casi impetuosa. Rígida, terrible y, sin embargo, seguía manteniendo ese fondo necesitado, casi desesperado del que busca, sobre todo, sentirse vivo.
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Había algo sensual en la forma que tenía Didier de acariciar las teclas, sus dedos largos se paseaban con suavidad, ejerciendo la presión justa y el sonido surgía como un gemido largo. Esa idea hizo que Philippe se ruborizara y perdiera el ritmo de la pieza. No levantó la mano cuando los dedos de su compañero rozaron accidentalmente los suyos. Apenas fue un contacto fugaz pero detuvo su corazón. —Lo siento —murmuró con la cabeza gacha, disculpándose por el error, mientras mentalmente maldecía su torpeza por haber estropeado la magia de ese momento. —Philippe —susurró Didier. Philippe alzó la mirada y se encontró con unos ojos clavados en los suyos. Y se quedó así, perdido en esos ojos oscuros como pozos sin fondo que le engullían. Le engullían por completo y a él no le importaba. «Quiero hundirme en ellos», descubrió no sin cierta desesperación. «Quiero perderme por completo». Y entonces vio algo más. Los ojos de Didier tenían un brillo extraño, un brillo febril. Era... ¿deseo? Sin previo aviso, el joven sujetó su barbilla y le besó. Philippe tardó un par de segundos en darse cuenta de lo que estaba pasando, y un par más en decidir que no era un espejismo de su imaginación. ¡Estaba sucediendo! Sus besos eran cálidos y dulces, tenían el regusto amargo del coñac y de algo más que no conocía, pero que en ese momento no le importaba. Eran sus labios, le estaba besando. Aquello que se había repetido mil veces en su subconsciente, en la intimidad de su habitación, estaba sucediendo de verdad. «¿Cómo? ¿Por qué?», dijo la molesta voz de la razón infiltrándose en el caótico hilo de sus pensamientos. «Esto está mal, Philippe, se está burlando de ti. ¿Acaso no eres consciente de ello? ¡Te vas a hacer daño!». Pero no se apartó cuando la presión se intensificó y una lengua inquieta se escurrió dentro de su boca, abrazándose a la suya, dejándole sin aliento. «¡Philippe! ¡No seas idiota! ¡Está jugando contigo!», insistió de nuevo su razón. «¡Pues que juegue!», le replicó otra voz que no conocía resonando en su interior, haciéndole vibrar como no creía posible. «Que no acabe, por favor, que no acabe porque no sé qué haré cuando acabe». Pero todo se termina alguna vez y ese beso no fue la excepción. Didier se separó lentamente, dejándole convertido en una masa absurda y temblorosa. —Philippe —susurró llamándole por su nombre. Y Philippe despertó.
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El hechizo se había roto y la vergüenza se cernió sobre él sin piedad. Acosándole, derribándole, recordándole su anormalidad. «¡No!», se negó. «¡Esto no está bien, esto no está bien, esto no está bien...». Se levantó de golpe, como impulsado por un resorte. —¡Philippe! —exclamó Didier, con las mejillas arreboladas y el rostro descompuesto. Hizo ademán de intentar detenerle, pero él no le dejó. Retrocedió un paso mientras, en sus entrañas, podía sentir las garras del pánico aferrándose a sus intestinos. Retiró las manos, evitando el contacto y, al hacerlo, golpeó el vaso de licor que se estrelló contra el suelo quebrándose en una infinidad de pequeños fragmentos. Contempló los restos del vaso y el líquido tostado que los bañaba. Y entonces tuvo una visión; ese era él y se iba a romper. Si no salía de allí se iba a romper en mil pedazos. La presión sobre su pecho se multiplicó por mil, y la garra de sus entrañas tiró de ellas con más saña aún si cabe. Era... miedo. Estaba aterrorizado. Y salió corriendo. Corrió ignorando la voz preocupada que le llamaba. Corrió ignorando al mayordomo que le intentaba detener mientras gritaba algo sobre su abrigo. Cruzó la puerta de la calle y corrió sin importarle el frío, el viento o la nieve. Puede que incluso resbalara y cayera, pero se levantó de nuevo y siguió corriendo, esquivando transeúntes y coches de caballos. Y solo cuando llegó a casa y se encerró en su habitación, solo entonces que pudo respirar tranquilo, se preguntó por qué corría. Philippe apoyó la espalda en la puerta y se dejó caer hasta llegar al suelo. Le dolía el pecho y cada bocanada de aire hacía que se le clavaran mil agujas. El frío del invierno parisino, la carrera... nada de eso favorecía su recuperación. Una pátina de desagradable y pegajoso sudor cubría su frente y resbalaba por su espalda. Se tomó su tiempo para tranquilizarse y meditar sobre lo que acababa de pasar. Había huido, sí. Pero... ¿de qué? «¿De Didier?», pensó. Sí, eso tenía cierta lógica. Había huido de Didier. El joven le había atacado por sorpresa y él... había disfrutado y había deseado que no se detuviera. Debería de estar contento, sentirse dichoso. Había soñado con ello tantas veces... ¿Por qué entonces había huido así? «Porque sabes que está mal». Y entonces lo supo; había huido de sí mismo.
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La ducha le había servido para poner en orden sus ideas. No sabía muy bien lo que había pasado pero tampoco era importante; no volvería a pasar. No volvería a ver a Didier y todo solucionado. No sabía si el hermano de su amigo estaba jugando con él o si... No, no había alternativa. Philippe miró el reflejo que le devolvía el espejo y, en un gesto infantil, puso la mano encima para no verse. Tenía el cabello lacio, demasiado oscuro para ser rubio, demasiado claro para ser castaño. Rubio ceniza, decía la señora Hérault. Sus ojos eran grises o algo así. Tenían un color indeterminado, demasiado oscuro para ser claros y demasiado grandes, como si no encajaran. El corte de pelo tampoco le favorecía, llevaba el flequillo demasiado largo, al principio pensaba que eso le ayudaba a disimular su aspecto, pero ahora, enmarcaba un rostro pálido de facciones afiladas, casi felinas. Pero, lejos de parecerle atractivas, le daban un molesto aire andrógino. Antes se consolaba pensando que ya pasaría, que al crecer y madurar sus rasgos se harían más fuertes pero ya casi tenía dieciocho años y nada en su físico parecía tener intenciones de cambiar. Ni siquiera la barba, o la molesta pelusilla porque no se merecía otro nombre, tenía pinta de aparecer. ¿Quién podría ver algo atractivo en alguien como él? Lo único que tenía para ofrecer era una buena posición y con eso no podía seducir a alguien como Didier. Conforme adquiría consciencia de su realidad, su físico poco atractivo, su constitución enfermiza y su torpeza, más consciente era de lo que había pasado. Todo era una broma. Didier había jugado con él y salir corriendo era lo único sensato que Philippe había hecho esa tarde. —Señorito—le llamó el mayordomo desde el otro lado de la puerta—. El señor Hérault está aquí. Pide hablar con usted. «¡Didier ha venido!». De repente, todas las ideas que había ordenado se vinieron abajo como si fueran un castillo de naipes. —No... no me encuentro bien —respondió, demasiado asustado para mentir. —El señor Hérault insiste en verle —le transmitió su mayordomo—. Dice que habían quedado esta tarde y que necesita hablar con usted. ¿Habían quedado? —¡Philippe! ¿Qué demonios te pasa? —gritó una voz desde el primer piso. —¡René! —suspiró aliviado al reconocer la voz de su amigo—. Dile que me dé un par de minutos —pidió al mayordomo—. Me pongo algo encima y bajo. Era René, era René, su amigo. No era Didier, era René. Eso era bueno, eso era... normal. Eso era... decepcionante.
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Philippe se detuvo un momento a sopesar las sensaciones encontradas que en ese momento libraban una batalla a muerte en su interior. Temía ver a Didier, pero lo deseaba con todas sus fuerzas. Si se concentraba un poquito, solo un poquito, podía recordar el sabor de ese beso y el roce suave de sus dedos sujetando con firme delicadeza su rostro. —Estoy enfermo —murmuró en voz baja, y no se refería a su resfriado mal curado. Se puso el pijama y la bata de franela encima del pijama. Todavía no había cenado pero en ese momento lo único que quería era esconderse en la cama. «Sí, cerrar la puerta, esconderte bajo las mantas y pensar con todas tus fuerzas en eso que quieres olvidar». René le esperaba en el salón curioseando la colección de pequeños suvenires que su padre le traía de sus numerosos viajes. Era una colección muy grande, tantos como los días que había estado solo. El joven tenía el cabello corto y rizado y los ojos de un color pardo tostado, era extraño, uno pensaría que siendo hermanos él y Didier deberían compartir algo más que el apellido pero no era así. Nadie diría nunca que eran hermanos. Didier tenía la belleza y el porte majestuoso de un gran felino mientras que René inspiraba cariño y simpatía como un pequeño perrito. Por supuesto, si se le ocurriera comentar algo así en voz alta ladraría muy enfadado. —¿Dónde demonios te metiste? —gruñó su amigo al verle aparecer—. François me ha dicho que saliste corriendo sin dar explicaciones y que ni siquiera te detuviste a coger tu abrigo. —Empecé a encontrarme mal —se disculpó, y tampoco era exactamente una mentira—. Solo quería volver a casa. —¿Seguro? —le preguntó con suspicacia. Philippe tragó saliva y asintió con la cabeza—. Pensé que a lo mejor Didier había dicho alguna cosa y te habías enfadado. —¿P-por qué? —balbuceó, sintiendo como la sangre abandonaba su rostro—. ¿Te ha dicho algo él? —No, pero cuando llegamos la había emprendido a golpes con el piano y el suelo estaba lleno de cristales. Creo que estaba borracho —explicó sin darle mucha importancia—. Pero como habías salido corriendo, se me ocurrió que a lo mejor le habías visto enloquecido y te habías asustado. Le pregunté por ti, no creas, pero no conseguí ninguna respuesta civilizada. Aunque supongo que es normal. —¿Normal? ¡Nada de lo que has dicho es normal! —dijo Philippe sorprendido—. Cuando llegué bebía un vaso de coñac, pero no me pareció borracho y estaba tocando el piano, muy bien, por cierto, no parecía tener intención de liarse a golpes con nada. —Bueno, tan normal como puede ser algo que haga Didier, lo que implica que para el resto del mundo sea algo raro —bromeó René, poniendo los ojos en blanco—. De todas formas, en realidad no importa tanto. Nadie tocaba ese maldito piano excepto él... y
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tú, cuando mamá te lo pedía. Tenían que haberlo quemado después de lo que sucedió con el profesor. —¿Qué pasó con el profesor? —preguntó Philippe al descubrir el brillo travieso en los ojos de su amigo. Estaba deseando contárselo y solo necesitaba un pequeño empujón para hacerlo. —No puedo contártelo —dijo, con consternación fingida—. Fue un duro golpe para la familia y, si se hiciera público, podría poner en entredicho la reputación de los Hérault. Pero tú eres un buen amigo... y eres casi de la familia. —No se lo diré a nadie —prometió Philippe, y lo cumpliría, claro que sí, aunque René no lo necesitara. Se moría de ganas por decir lo que sabía. Siempre había sido un desastre guardando secretos. —Esto pasó hace muchísimo tiempo y yo era demasiado joven e ingenuo para saber a qué se referían —dijo, haciéndose el interesante—. Pero hace unos días, en una fuerte discusión entre mi padre y Didier, salió de nuevo el tema y entonces lo entendí todo. —Deja de hacerte el interesante —le pidió Philippe dándole un empujón. Su amigo se rio entre dientes y asintió con la cabeza. —¿Recuerdas cuando nos conocimos? —En el conservatorio —dijo Philippe—. Teníamos... doce o trece años. No lo recuerdo bien. Eras malísimo, por cierto —bromeó. —Pero tuve que dejarlo —prosiguió René. —¿Porque eras muy malo? —rio Philippe. —Idiota —gruñó su amigo, con una sonrisa torcida—. No, tuve que dejarlo por culpa de cierto escándalo que hubo y que afectaba directamente a mi hermano y a cierto conocido profesor. —Philippe dejó de reír en seco. Los nervios se apelotonaban en la boca de su estómago iniciando una danza macabra—. Didier era bastante bueno y mi madre insistió en contratar un profesor particular para que su niño pudiera... agrandar todo su talento. René empezó a reír, encantado con su juego de palabras. Philippe casi pudo escuchar las comillas que rodeaban la palabra “agrandar” y se sintió caer. ¿Estaba diciendo lo que creía que estaba diciendo? —No... no te entiendo —balbuceó. Y su expresión desencajada hizo que la risa de su amigo arreciara más aún. —¡Qué inocente eres! —exclamó, entre carcajadas—. Pues que en vez de tocar el piano... Didier tocaba el flautín —dijo. E hizo un gesto inconfundible que en nada se
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parecía a tocar un instrumento musical—. Y por lo que pude apreciar en la discusión del otro día, lo sigue tocando. —No... no lo entiendo —confesó, y antes de que su amigo hiciera otro ingenioso juego de palabras, se apresuró a concretar a qué se refería—. Estamos hablando del mismo Didier, el Didier que paga el alquiler de la mitad de las putas de París. René asintió con la cabeza. —De ese mismo. La discusión con mi padre era precisamente sobre eso. Sobre sentar cabeza y responsabilizarse de sus actos. Buscar una buena mujer y... bueno, esas cosas que le preocupan a los padres, y más a los que tienen un imperio financiero que legar. Y Didier empezó a gritar que estaba cansado de ser el hijo que quería que fuera, que estaba cansado de mentir a todo el mundo y de mentirse a sí mismo. Pero... ¿sabes la buena noticia? ¿Buena noticia? Se imaginó a Didier, con voz dolida, diciéndole a su padre que estaba cansado de mentirse a sí mismo y... lo sintió. Lo sintió como si fuera él quien lo dijera. Porque, ¿no era eso mismo lo que hacía cada día? Mentirse a los otros, mentirse a sí mismo, convencerles a todos de que era como ellos. Cada vez le dolía más el pecho y era difícil respirar. Intentó tragar saliva pero su garganta era como una lija inflamada. ¿Buena noticia? ¿Cómo podía surgir algo bueno de todo eso? —Adivina quién es el nuevo heredero de las industrias Héroult —dijo René con una amplia sonrisa de suficiencia. Philippe apretó los dientes y se obligó a sonreír. Su amigo había venido a darle la buena noticia, su repentino ascenso como heredero. Pero él, en vez de alegrarse y celebrarlo, sentía unos deseos enormes de borrarle la sonrisa de un puñetazo. Pero no hizo nada, se quedó allí, sentado y sonriendo con cara de bobalicón. Estaba tan acostumbrado a mentirse a sí mismo que ya le salía sin esfuerzo. —¿Y Didier? —preguntó con un hilo de voz. Su pregunta tomó por sorpresa a su amigo. Su sonrisa desapareció y desvió la mirada. —Nada, Didier nada —respondió con sequedad—. Mi padre le ha dado un generoso fideicomiso, la casa de campo y uno de los pisos de la Avenida Montaigne. No creo que tenga derecho a quejarse. ¿Qué demonios te pasa, Philippe? Pensaba que te alegrarías por mí. Esta tarde quería quedar contigo para celebrarlo pero nos avisaron en el último momento que faltaba arreglar unos papeles. Siento haberte dejado plantado, de verdad. No pensé que tardaríamos tanto. —Estoy... estoy contento —mintió—. Claro que estoy contento por ti. Eres... ¡eres el heredero! Eso es... ¡genial! Siempre se te han dado mejor los negocios que el arte. Y,
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bueno... a tu hermano nunca le ha interesado así que supongo que también es bueno para él, ¿no? —Eso pensaba yo pero está muy irritable, últimamente. Oye —añadió tras una pequeña pausa—, olvídate de Didier, vamos a celebrarlo. Tú y yo. Vamos a beber y podríamos pasar por el Moulin Rouge y sacarle partido a la noche, a la juventud y a nuestro dinero. ¿Qué me dices? Yo invito. —Suena bien pero... —«No sé si me apetece menos pasarme la noche de putas o festejar contigo la destrucción de tu hermano»— no me encuentro bien. Ya te lo he dicho, he tenido que salir corriendo porque estaba mal y ahora estoy hablando contigo pero se me va la cabeza. No era mentira, al menos, no del todo. Era cierto, el pecho le dolía, la garganta le dolía y un ejército de tambores desfilaba tras sus sienes. No debía ser difícil que René le creyera. El joven le miró con seriedad y asintió, decepcionado. —Tienes mala cara —dijo. —Lo siento —murmuró Philippe. —No, tranquilo —dijo René encogiéndose de hombros. Parecía muy desilusionado y él se sentía como el peor amigo del mundo—. ¿Qué vas a hacer? —le preguntó. —Meterme en la cama y confiar en que mañana ya esté mejor —dijo con un largo suspiro—. Podríamos dejar la celebración para entonces. —Esta me la debes —le recordó, amenazándole con el dedo. Philippe asintió con una sonrisa, mientras se cubría la boca con un pañuelo para mitigar un nuevo ataque de tos. René le miró preocupado—. Eso no suena nada bien. ¿Ya te ha visto un médico? —Estoy bien —insistió Philippe—. Solo es un mal resfriado. —¿Y tu padre? —En Hamburgo o en Frankfurt, no estoy seguro —dijo sin darle importancia. Hacía tiempo que había asumido que era un tipo retorcido de huérfano—. No te preocupes —añadió al ver la expresión de su amigo—. Louis lleva años cuidando de mí. Estaré bien. Dame un par de días y estaré listo para vaciarte los bolsillos y sacarle partido a la noche. René no parecía muy convencido cuando se marchó, tras prometer que volvería al día siguiente para ver cómo estaba. Philippe suspiró aliviado al verle partir, sus pensamientos volvían una y otra vez a Didier. Didier tocando el piano, Didier destrozando el piano, Didier y su profesor de piano. No, no quería pensar en eso ahora. No quería pensar en nada. Podía notar la molesta sensación de la fiebre afectando a sus articulaciones y solo quería meterse en la cama y olvidarse un poco del mundo en el que vivía, y de su problema, y de las mentiras.
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La cama le acogió con los brazos abiertos y el sueño le cubrió como una manta. Philippe se refugió en el cálido lecho de la inconsciencia. Mañana estaría mejor, mañana podría pensar y decidir, fuera lo que fuera lo que tuviera que decidir porque en ese momento no era capaz de saber si algo de lo que le sucedía dependía de él. Solo quería dormir, descansar, olvidar... por suerte, el sueño no se hizo esperar. Y soñó con Didier.
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7 de Diciembre de 1910
Pasó los siguientes días en la cama con brotes de fiebre esporádicos, temblores y sudor
frío. Pero al tercero, su salud empezó a mejorar y Philippe pudo abandonar su habitación. Era un poco prematuro para salir a la calle, pero ahora no tenía que estar encerrado con sus recuerdos, sus mentiras y sus miedos. Había tenido tiempo de pensar, demasiado tiempo, sin embargo, no había llegado a una conclusión. Sus pasos le llevaron a la sala de música, allí un piano de cola le invitaba, sugerente, a acariciarlo. Se sentó y descubrió el teclado, rozó las teclas recordando la partitura de Schubert. No sonaba igual. Faltaba otro par de manos para que la pieza tuviera sentido. Él se sentía como esa melodía incompleta, también necesitaba a alguien para sonar bien. —El rey de las cursiladas —se reprendió con una sonrisa triste. —Señor —le interrumpió Louis con educación—. Ha venido a verle el señor Hérault. —Hazle pasar —dijo, sin alzar la vista ni dejar de tocar el piano. Bufó un poco y se imaginó lo que diría si René le escuchaba tocar eso. Siempre tenía algún comentario desagradable sobre su sensiblería, así que cambió de melodía y empezó a tocar algo más alegre, una canción de vaudeville. —Así que es cierto; solo tocas cancioncillas. Philippe dejó de tocar casi al instante. Un escalofrío recorrió su espalda al reconocer esa voz, suave y grave como un ronroneo, que le erizaba la piel con el susurro de una caricia. Tragó saliva y se giró, lentamente, para ver a Didier, todavía con su abrigo puesto y el sombrero en la mano. Sin mediar palabra y procurando no mirarle, Philippe se levantó y cerró la puerta, dejando a Louis al otro lado. Tenía que hablar con Didier y no quería oídos indiscretos, ni siquiera los de su mayordomo de confianza. —No se me da muy bien el piano —confesó—. Carezco de talento para él. Lo que sé tocar es por insistencia. Mucha, mucha insistencia. Mi padre me animaba a que siguiera intentándolo pero le volvían loco mis ensayos continuos, podía ser muy desesperante. Así que me construyó está habitación, completamente insonorizada. Notó la fuerza de una mirada oscura que le atravesaba e hizo acopio de voluntad para no ponerse a temblar como un chiquillo demasiado asustado para ser coherente. Didier asintió con la cabeza comprendiendo lo que quería decirle. «Puedes hablar con libertad, nadie puede oírte».
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Didier llevaba el cabello recogido en una coleta. El abrigo, de paño negro y largo hasta las rodillas, estaba empapado pero aun así, no se había desprendido de él así que no pensaba quedarse mucho tiempo. —Mi hermano me contó que estabas enfermo —dijo, rompiendo el silencio incómodo que se había asentado en el pequeño cuarto de música. Philippe asintió, sin alzar la mirada. —El resfriado mal curado —dijo, y esbozó una efímera sonrisa. —Ya... —Didier carraspeó antes de continuar. Jugueteaba con su chistera y estaba visiblemente nervioso. Eso le pareció curioso. El saber que no era el único afectado por lo que pasó entre ellos le daba cierto consuelo—. He estado pensando formas de justificar mi comportamiento, pero no he encontrado ninguna —confesó con una mueca—. Así que lo mejor es que aceptes mis disculpas, con la seguridad de que no se volverá a repetir. «¡No se volverá a repetir!». El corazón de Philippe se detuvo. —¿Por qué? —preguntó en un hilo de voz antes de ser consciente de que estaba hablando. —¿Por qué? —repitió Didier con un gañido histérico—. Esta es buena. Pues... no sé. Supongo que había bebido y... —No estabas borracho —recordó Philippe. No había recriminación alguna en su tono voz, alto y firme, como si hubieran invertido los papeles. «Debo de tener fiebre otra vez», se dijo. «Yo sí que debo de estar borracho o delirando». —No, no estaba borracho —admitió Didier—. Philippe, no tengo ninguna excusa. Ninguna. Te besé porque quería hacerlo. —¿Pensabas en tu profesor de piano? —preguntó. «¿Por qué le haces esa pregunta? ¿Te estás volviendo loco? ¿Qué es lo que pretendes?» —En mi... —Didier reprimió una maldición. Sacudió la cabeza en un gesto de desdén—. Voy a matar a mi hermano—masculló—. ¿Te sentirías mejor si te digo que era así? ¿Es mejor pensar que besé a un antiguo amante antes que a ti? —¡No! —protestó Philippe, herido por su comentario—. Solo quiero saber la verdad —añadió en voz baja—, eso es todo. Didier le miró, jugueteó un rato más con su chistera y se sentó en la butaca del piano que hasta hacía unos minutos había ocupado él mismo. Philippe se había quedado apoyado en la puerta, tras cerrarla, como si temiera que en cualquier momento fuera a abrirse. —La verdad es que no era un buen día —dijo—. Era uno de esos días horribles que hacen que cualquier otro merezca la pena. Si has hablado con René sabrás que no soy lo que la gente suele considerar... normal y aquel día acababa de discutir con mi padre sobre
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eso. Supongo que pensé que las cosas no podían ir a peor así que... decidí arriesgarme. Te había visto otras veces, con mi hermano, y me había parecido percibir ciertas... señales. No te escandalices —añadió, como si él hubiera dicho algo, pero Philippe no se había movido. Seguía allí, escuchándole, sin perder coba de sus palabras, memorizando todos sus gestos—. No digo que esas señales existieran, supongo que sencillamente quería verlas. Si antes el corazón de Philippe se había detenido, ahora amenazaba con reventar su pecho en cada nuevo latido. Las sístoles resonaban poniendo una banda sonora de percusión, rompiendo la calma tensa que se había condensado en el ambiente. Tenía la sensación de que, si se movía, crearía ondas. Ondas que viajarían y se estrellarían contra las paredes fragmentándose en ruido inconsistente. Y aun así habló. —¿Por qué? —preguntó de nuevo. —¿Nunca tienes bastante? —masculló Didier—. Ya te he dicho que lo siento, te he pedido disculpas y te he prometido que no volverá a suceder. ¿No puedes conformarte con eso? ¿Necesitas que me humille más? —No... —tragó saliva, y pensó en ondas que se rompían, en ruido, en patrones establecidos que se desdibujaban, en límites que se confundían—. No soy muy listo — confesó, avergonzado—. Sacaba buenas notas en la academia porque me pasaba estudiando días enteros. No soy brillante. Es... como con el piano, como con todo. No soy bueno, solo... tenaz. No actúes como si lo supiera, por favor. Esto es nuevo, solo... explícamelo. —No te entiendo —negó Didier—. ¿Qué se supone que tengo que explicarte? —Quiero que me expliques por qué me duele tanto que me digas que no volverá a suceder si yo sé que es lo correcto. ¿Por qué me duele, Didier? —dijo, empezando a desesperar—. Me duele el pecho como si se fuera a partir. Quizá sea el resfriado — bromeó con una mueca histérica. —Philippe... —Didier parecía sorprendido ante su confesión. Él mismo se sentía sorprendido, aterrorizado y escandalizado. ¿Qué estaba haciendo? —Está mal —murmuró apartando la vista del joven. Su mirada le abrasaba—. Sé que está mal, lo sé. No debe ser así, no es... no es natural. Pero... no lo siento como algo malo. No hay forma de actuar o de escoger sin que haya remordimientos. No hay una elección buena. No... no es justo. Una mano detuvo el deambular histérico que había iniciado, moviéndose sin parar, girando una vez y otra, con la mirada fija en el suelo como si allí estuviera la respuesta. Didier le sujetó. Philippe se detuvo, parpadeó confuso y descubrió unos dedos agarrados en su brazo. Alzó el rostro y se encontró con unos ojos se de clavaban en los suyos, con unos labios que le sonreían con amabilidad.
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—Respira —le sugirió Didier con voz suave, alzando su barbilla con el índice—. Te estás ahogando. Tenía razón. El molesto resfriado seguía sin curarse y tapaba sus pulmones, el aire silbaba cuando abandonaba su boca y a él, en efecto, le empezaba a faltar. Se tomó un par de segundos en centrarse en su respiración. Inspirar, expirar. Tomar aire, expulsarlo... —Ahora, ¿quieres que te bese otra vez? —De nuevo, la voz de Didier fue como un ronroneo, una caricia que le producía escalofríos. «¿Estás loco?», se alarmó su conciencia. Philippe cerró los ojos y asintió.
Ya no apreciaba el sabor del coñac en sus labios pero seguía teniendo ese punto amargo que no era capaz de reconocer. Una amargura dulce que colapsaba sus sentidos y borraba el mundo a su alrededor. Había dulzura en ese beso, la delicada paciencia de quien no quiere que el otro salga huyendo. Dedicación. Caricias, control, maestría... y un montón de promesas. loco!».
«¿Qué estás haciendo, Philippe?», le reprendió su conciencia. «¡Te estás volviendo
«Hablar, conversar, decir la verdad... No es suficiente». Necesitaba sentir esas promesas, necesitaba llenarse de ellas. Había probado los besos y sabía que no se iba saciar con ellos, quería más. Pero... ¿cómo podía decírselo a Didier? —¿Cómo están tus dudas ahora? —le preguntó este, separándose apenas dos centímetros de sus labios—. ¿Ya tienes tu elección? Philippe resollaba sin aliento cuando apoyó su frente en la de Didier y le miró a los ojos y, por primera vez, no se sintió cohibido ante ellos. Quizá porque siempre había sentido que su mirada le desnudaba y en ese momento era lo que deseaba. Didier le miró extrañado pero esbozó una sonrisa traviesa cuando empezó a dilucidar lo que pretendía el joven. —¿Necesitas más... argumentos? Philippe asintió con nerviosismo, sin apartar su mirada de los pozos negros que amenazaban con engullirle. —Por favor —acertó a decir con un gañido lacónico.
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—Nada me gustaría más que darte los argumentos que necesitas —dijo Didier relamiéndose los labios—, pero si con un beso saliste corriendo, si sigo adelante me odiarás de por vida. —Ya te odio —murmuró Philippe—. Aunque no me toques, aunque no vuelvas a mirarme... Tu existencia ha puesto patas arriba mi mundo. Te has metido dentro de mi piel. Si cierro los ojos te veo. —Philippe. —Didier se había puesto pálido de repente, parecía asustado. Retrocedió unos pasos. Al ver su expresión, Philippe no pudo reprimir una risa histérica mientras sentía que algo se moría dentro de él. «¿Asustado? No tienes derecho a estar asustado. Te alejas, me rechazas». —Ha sonado mal, ¿verdad? —dijo, apartándose a su vez—. Lo sabía, estoy haciendo el ridículo. —No es eso —empezó a decir Didier. —Es solo que estoy cansado de mentir a todo el mundo, de guardar lo que siento dentro de mí, con miedo a decir algo, o hacer algo y que alguien me descubra. Solo quería, ser sincero por una vez. Probar a decir lo que siento sin tapujos. Pero te he asustado y me he puesto en evidencia. Sabía que no debía... Sin darse cuenta, había retomado su deambular histérico. Tampoco variaba tanto de la masa nerviosa que solía ser delante de Didier. Un flan de gelatina, trémulo e inestable, así era él. Que a Didier le gustaran los hombres no quería decir que le gustara él. Un beso no significaba nada y, conforme pensaba en la situación, más improbable le parecía. Tenía que pedir disculpas y desaparecer, volver a encerrarse en su habitación y esperar a que el mundo acabara. Entonces, un sonido burbujeante detuvo el hilo de sus pensamientos. «Ondas que se rompen, patrones desdibujados, límites que se difuminan...» Didier estaba riendo, probablemente se reía de él pero si su risa tenía algún matiz cruel él no podía apreciarlo. —¿Intentas decirme que estás enamorado de mí? —preguntó entre risas. Philippe se detuvo al escuchar su pregunta. —Puede que «enamorado» sea una palabra demasiado fuerte —gruñó. —Como quieras —aceptó Didier sin dejar de reír. Su sonrisa resultaba tranquilizadora y excitante al mismo tiempo. —¿Por qué te ríes? —le preguntó con sincera curiosidad. —Sabes cómo es mi casa, ¿verdad? —le preguntó—. Sabes dónde está el salón en el que te quedas cuando visitas a René, un poco apartado. No tienes que pasar por él a no
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ser que quieras, y cuando tú estabas yo siempre buscaba una excusa para pasar por allí, aunque fuera una estupidez. Solo quería verte. Me encanta tu cara de duende travieso. —¿Duende travieso? —repitió, sintiendo como la sangre se agolpaba en sus mejillas. —Adoro cuando te ruborizas —continuó Didier, y con cada palabra, la distancia entre ellos se hacía más corta—. No sé cuándo esa atracción física pasó a ser algo más pero, el otro día, cuando saliste corriendo, me dejaste destrozado —Las palabras de René acudieron a su memoria. «Estaba borracho, y la había emprendido a golpes con el piano»—. Entonces me di cuenta de que no eras solo una cara bonita, que mi estúpido gesto te había apartado de mi casa y de que no volvería a verte más. Han pasado tres días y hasta hoy no he conseguido reunir el valor para pedirte disculpas y recuperar un poco de lo que perdí. Solo... quería que volvieras al salón. miedo.
—Siento haber huido —murmuró—, tenía miedo. Sigo teniendo muchísimo —¿De mí? Philippe negó con la cabeza. —No, de mí. De lo que siento y de lo que soy. Pero no quiero mentir más, Didier.
—Miénteles a todos —espetó Didier con voz dura—. Miénteles, engáñales, no dejes que te descubran o te destruirán con palabras amables llenas de buenas intenciones. —Pero... —Pero no te mientas a ti mismo; no me mientas a mí. —¡Jamás! —exclamó rayando la desesperación. Didier se rio de nuevo y, con una parsimonia que le enloquecía, se tomó su tiempo en quitarse el abrigo y dejarlo bien doblado encima de la butaca. Al abrigo le siguió la chaqueta de su exquisito traje, mientras dirigía miradas esquivas cargadas de significado y de promesas silenciosas a un joven que ya de por sí estaba muy nervioso. —¿Dices que esta habitación está insonorizada? —preguntó en voz baja, arrastrando las palabras con susurros lascivos. —Completamente —aseguró Philippe. —¿Y qué creerá tu mayordomo que estamos haciendo? —¿Tocar el piano? —aventuró encogiéndose de hombros, no le importaba lo que se imaginara Louis. No en ese momento, al menos. Didier se rio ante su ocurrencia. En un arrebato, le cogió por la cintura y le alzó para sentarle sobre la tapa del piano. Philippe era de constitución menuda y la
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enfermedad de los últimos días había acentuado esa característica, aun así, se sorprendió de la facilidad con la que Didier le izó y se echó a reír. Pero la risa se perdió en algún rincón cuando se descubrió ahogándose en sus ojos negros, perdiéndose en el aura de deseo que parecía emanar. Sintió una punzada de vanidad al pensar que eso era por él. Nunca se había considerado guapo, ni listo, ni con talento y, sin embargo, allí estaba Didier y le miraba como si fuera lo único importante en el mundo. Atesoró ese sentimiento de satisfacción y lo hizo suyo, y se prometió a sí mismo que no le decepcionaría. Haría todo lo posible para conservar esa mirada. Dudó un momento, y se inclinó sobre él buscando encontrarse con sus labios. Didier le sujetó el rostro y le besó, pero no con la suavidad de antes. Esta vez no había cuidado, esta vez no había dulzura, esta vez sus labios quemaban como presos del fuego que amenazaba con extenderse y consumirle en cenizas. Y él deseaba con toda su alma el ser consumido. Didier se colocó entre sus piernas y le ayudó a deshacerse del pesado batín deslizándolo tras sus hombros. Luego le empujó con firme delicadeza y le obligó a echarse. La tapa del piano crujió bajo su cuerpo cuando apoyó su espalda en él. ¿Cuánto peso podría aguantar? La pregunta se formó y desapareció en un suspiro, justo cuando la lengua de Didier se abrió camino bajo la camisa del pijama. Philippe ahogó un gemido al sentir la húmeda caricia recorriendo su esternón, trazando caminos de besos que abrían senderos en su piel. Le devoraba con un hambre insaciable y él se sentía como uno de esos pastelillos de la novela de Carroll que decían «¡cómeme!» en letras bien grandes. «¡Cómeme, bébeme, hazme tuyo!», pensó, mientras luchaba por encontrar los hilos de la coherencia entre el ovillo desmadejado de sus pensamientos. Buscó un lugar para asirse, un punto de apoyo. Sus uñas resbalaron en la superficie barnizada del piano. Didier se alzó en toda su altura y le contempló desde arriba. Philippe abrió los ojos y no desvió la mirada. Fuego... hambre... podía ver todo eso en el fondo de los pozos negros y no le importaba en absoluto. Lo deseaba. Deseaba hundirse, deseaba arder, deseaba ser devorado. En contra de lo que esperaba, Didier sonrió con dulzura, se inclinó y le besó con suavidad. —Por fin he visto los rayos —susurró a su oído, dejándole completamente desubicado. Pero no tuvo tiempo de preguntar ni de preocuparse demasiado, Didier agarró la cinturilla de su pantalón y tiró con brusquedad, liberándolo por completo en un par de gestos. Jadeó al notar sus manos acariciando su miembro más que dispuesto. Se sentía torpe e inseguro, no sabía cómo moverse o qué tenía que hacer, pero Didier no parecía muy preocupado. Los dedos del músico subían y bajaban arrancándole una melodía de gemidos con la misma maestría con la que tocaba el piano. Su grito de sorpresa prolongó su agonía cuando notó cómo una húmeda cavidad le rodeaba. Sin darse cuenta, había enredado sus dedos en el oscuro cabello de Didier. El lazo
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que lo recogía se había perdido en algún momento y ahora, la melena de azabache cubría su vientre. Desde su posición no tenía perspectiva pero la cabeza subía y bajaba y él acompañaba sus movimientos con sus manos y jadeos. Casi sin darse cuenta, respondía, impaciente y enloquecido, alzando los glúteos, yendo en su búsqueda. Dio un respingo cuando notó un dedo abrirse camino hacia su interior, pero Didier le calmó con un simple gesto de sus manos. Philippe intentó recuperar su respiración, todavía le dolía el pecho, pero era difícil conservar el aliento siendo consciente de la vigorosa intrusión a la que le sometían. Poco a poco, sus músculos se fueron relajando y la tensión inicial fue substituida por algo muy diferente, mientras el fuego se gestaba en su bajo vientre y amenazaba con desbocarse sin remedio. —Didier —gimió, cuando sus fuerzas amenazaban con abandonarle. —Shhhh —le tranquilizó el músico abandonando su presa—. Aguanta un poco, Puck, esto no ha hecho nada más que empezar. —¿Puck? —preguntó extrañado. Una carcajada interrumpió el hilo de sus pensamientos. Didier se estaba riendo como si hubiera recordado el mejor chiste del mundo. Apoyó la cabeza sobre su regazo, le besó el ombligo y se rio de nuevo. —¿Sabes? —dijo, con la barbilla rozando su vientre. Una llama de divertida lujuria brillaba en sus ojos—. Estaba pensando en lo excitante y apropiado que era follarte encima del piano y no me he dado cuenta de que eso implica ciertos inconvenientes anatómicos. ¿Crees que la tapa nos aguantará a los dos? Philippe contempló a Didier y comprendió a qué se refería. Estaba tendido en una superficie más elevada que una mesa al uso y, por lo tanto, muy alejada de la entrepierna de su amante. Sin darse cuenta, él también comenzó a reír. —¡No lo pruebes! —exclamó entre risas—. Sería muy difícil de explicar. Sí, Louis —dijo con solemnidad fingida—. Nos subimos al piano para forzar la resistencia del aparato. —Espera un momento —dijo Didier. Le dio un beso en la barriga y desapareció de su campo de visión. Philippe se incorporó sobre los codos y le vio peleándose con la butaca del piano. —También puedo bajarme —sugirió, sin moverse realmente. —¡Ni hablar! Tú... quédate ahí y no te enfríes. El mueble era un asiento sin respaldo en el que cabrían dos personas con comodidad. Estaba hecho de madera maciza y tenía pinta de ser muy pesado. Didier lo arrastró hasta situarlo a sus pies y luego se subió encima. Philippe se había sentado para esperarle y ahora el músico estaba entre sus muslos y le miraba desde arriba.
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—Ahora es perfecto —susurró contra sus labios, rozándole con su aliento antes de besarle con renovada pasión. Philippe se echó hacia atrás acompañando el cuerpo de su amante, abrazándole con las piernas. Podía notar la dureza de su entrepierna incluso tras la tela del pantalón. Gritaba en silencio pidiendo libertad y él movió las manos, buscando el cierre del cinturón, para concederle lo que clamaba con tanto anhelo. Mientras tanto, Didier le regalaba besos y caricias que se perdían por su cuerpo, incapaz de discernir dónde le tocaba, sintiéndose envuelto en un halo desatado de frenesí. En algún momento le pareció notar unos dientes, pero si hubo dolor, este quedó ahogado en un mar de sensaciones. No fue realmente consciente del momento exacto en el que Didier encontró la entrada y se abrió paso, introduciéndose en sus entrañas. Se quedaron inmóviles. El músico le miró de nuevo y le abrazó con fuerza, reduciendo, más aún, la distancia que los separaba. Philippe cerró los ojos y se concentró en la respiración. Podía notarlo palpitar en su interior, pero la incomodidad solo duró unos segundos. Pasado ese tiempo, Didier empezó a moverse despertando en su interior sensaciones que habría creído imposibles. Apretó los párpados y se aferró con más fuerza a la espalda de su amante, alzó las nalgas para favorecer las vigorosas embestidas. Una mano se escurrió entre los cuerpos y se agarró a su miembro, Didier le besó de nuevo y, sin dejar de jugar con su lengua, acopló con maestría los movimientos de su mano y las acometidas de sus caderas. Philippe perdió el aliento y ahogó un gemido en la boca de su amante cuando sus defensas cedieron y su simiente se derramó sobre su vientre. Didier siguió besándole y le embistió un par de veces más antes de dejarse arrastrar por las contracciones de su orgasmo. Solo entonces le dejó recuperar la respiración. —¿Todo bien? —le preguntó. Philippe asintió con la cabeza, Didier todavía estaba en su interior cuando le hizo esa pregunta. Con suavidad, con una dulzura que no conocía en él. No dejaba de mirarle a los ojos, siempre, en todo momento había buscado su mirada. Ahora lo hacía de nuevo, mientras le colocaba el cabello detrás de las orejas. Entonces, le beso la nariz y se apartó de él. Sintió frío. Bajó la cabeza y vio la sustancia que se extendía por su vientre. Miró a su alrededor, localizó la bata de franela y rebuscó en sus bolsillos hasta dar con uno de sus inseparables pañuelos. Se limpió de cualquier forma antes de empezar a vestirse. Didier lo tenía más fácil, él solo se había bajado los pantalones y, en ese momento, se abrochaba el cinturón. Un fuerte desasosiego se hizo presa en su interior al ver cómo se colocaba bien la camisa y se ponía la chaqueta, como si nada hubiera pasado. «¡Di algo, Philippe!».
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—Ha estado bien —murmuró, con una sonrisa tímida—. ¿No? —añadió, algo inseguro. Didier sonrió ampliamente sin dejar de vestirse. —Sí —dijo, moviendo su melena al afirmar con la cabeza—. Desde luego; ha estado bien. Sus palabras, la expresión de su rostro... Philippe se quitó un peso de encima, uno que no sabía que llevaba. Incluso le pareció sentir cómo el aire encontraba con más facilidad el camino a sus pulmones. —Tengo que irme. —¿Por qué? —preguntó, antes de ser consciente de lo estaba diciendo. —Pues... porque no vivo aquí, para empezar. Eso tenía sentido. —¿Quieres que...? —«¿... volvamos a vernos?», quiso decir pero las palabras murieron en su garganta antes de ser pronunciadas—. Ha estado bien —dijo de nuevo—. Ha sido... una gran experiencia. Gracias. Didier dejó de abotonarse el abrigo y le miró con el ceño fruncido. —¿Gracias? —Por... todo —dijo Philippe, sintiendo que se ruborizaba. ¿Por qué estaba actuando así si hacía un momento le estaba declarando su amor? «Bueno, amor no». De nuevo su vergüenza, su miedo al ridículo, la terrible consciencia de que tenía muy poco que ofrecer. Didier le había dado tanto... No tenía ningún derecho a intentar retenerlo con un encaprichamiento infantil. Él no se merecía que le angustiaran así. —Philippe —dijo Didier—. Miente a todo el mundo, es la única forma de sobrevivir, pero nunca, nunca más, te mientas a ti mismo. Ni a mí. Dime la verdad, dime lo que quieres decirme. —Quiero volver a verte —espetó sin dudar—. Es decir... —añadió, agachando la cabeza—. Si tú quieres. Si no quieres no pasa nada, yo... puedo aceptarlo. Didier sonrió satisfecho y se caló el sombrero. Philippe seguía medio desnudo, sentado en la tapa del piano, cuando se acercó a él y le dio un beso dulce, casi casto, en los labios. —No te prometo amor eterno —le dijo en un susurro—, pero por ahora no pienso renunciar a mi precioso Puck. —Puck —repitió con una sonrisa boba—. ¿Cómo el de Shakespeare? —Exactamente, mi querido duende.
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—¿No eres un poco vanidoso al creerte Oberón? —replicó Philippe. —No lo sé —Didier se encogió de hombros—. Dímelo tú, ¿lo soy? —Philippe no contestó, se limitó a sonreír. Los últimos minutos habían puesto su vida patas arriba y no le importaba, por primera vez se sentía bien. —Mentiré a todo el mundo —dijo—, menos a ti. Y a mí mismo. —Encontraré la forma de que nos veamos —le dijo antes de abrir la puerta—, estate atento a mi señal. —La estaré esperando —suspiró despidiéndole con la mano. Al quedarse solo, Philippe buscó las piezas de su pijama y acabó de vestirse. En todo ese tiempo, no borró ni un instante la sonrisa de sus labios. —Puck, Puck —repitió, encantado ante su mote. «¿No eres un poco vanidoso al creerte Oberón?». Philippe pensó un momento el significado de su frase y su posible respuesta, y decidió que era demasiado pronto para decirla en voz alta.
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10 de Diciembre de 1910
as luces de la taberna empezaban a difuminarse con el contorno. Llevaba ya... ¿siete? L vasos de mal vino cortesía del Hérault pequeño. René no había tenido piedad y en cuanto
dio señales de haberse recuperado, organizó su fiesta de coronación. Malditas las ganas que tenía él de estar allí, pero su amigo no aceptaba un no por respuesta y recordaba vagamente algo sobre una promesa. Una camarera en busca de propina se sentó en su regazo dejando sus generosos senos al alcance de su boca. Philippe gruñó, improvisó una disculpa y la apartó con una mezcla desigual de educación e impaciencia. —¿Demasiado para ti, Dulac? —se burló uno de los nuevos amigos de René. En los cinco días que él había estado enfermo, coincidiendo más o menos con su nueva posición dentro de la empresa familiar, a René le habían aparecido amigos de todos los rincones. Y desde que invitaba a todas las rondas, aún había más. Una colección de damas de la calle rondaba su mesa buscando las atenciones del rico heredero, alguna se había acercado a él pero no tardaron en darse cuenta de que no eran su tipo. —¿Te pasa algo, Philippe? —le preguntó René, acercando su cabeza para hablar en confidencia. —He bebido demasiado —respondió con voz pastosa, restándole importancia. —Sí, has bebido demasiado porque no haces más que tragar —le gruñó su amigo—. Te quedas ahí, callado y mustio y bebes, bebes y bebes. ¿Por qué no participas de la fiesta? Philippe movió la cabeza con pesadez, no tenía ganas de dar explicaciones. Porque... ¿qué iba a decirle? ¿Que echaba de menos a Didier? ¿Que contaba los días esperando su señal y que se desesperaba cuando llegaba la noche y no había sucedido? ¿Que celebrar su caída le apetecía tanto como tragarse cristales rotos? —Si soy tan aburrido, ¿por qué insististe tanto en que viniera? —masculló—. Ahora te sobran los amigos. —Eres un capullo —gruñó René con un chasquido de lengua—. Y estás borracho, pero sigues siendo mi mejor amigo. Anda, escoge a una de esas bellas damas y benefíciatela a mi salud. Sube arriba, pásalo bien y duerme la mona. —¿Tras las rondas de vino van las de putas? —replicó con acritud—. ¡Qué generoso, Señor Hérault! Sois todo bondad. —Mañana te recordaré esta conversación y te morirás de vergüenza, lo sabes, ¿verdad? —Le he dado fiesta a la vergüenza —corroboró con una enorme sonrisa tras llenarse el enésimo vaso, brindando a la salud de su amigo.
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—Y a la inteligencia también —apuntó René. Rechinaba los dientes, pero a Philippe le quedaba el consuelo de que seis años de amistad prevalecieran más que esa estúpida discusión. «¿Aguantaría también si supiera que me he follado... (o me ha follado, lo que sea) a su hermano?». Por fortuna, todavía no estaba lo suficientemente borracho como para plantearse la pregunta en voz alta. —Miénteles, miénteles a todos —murmuró entre dientes. Desde un rincón, una bella jovencita le hacía gestos. Philippe giró la cabeza en un signo de negación, pero la joven insistía. —Creo que a esa le gustas —le dijo René al oído—. Y... aquí viene. Era cierto, la joven se había cansado de hacerle señales desde la esquina y avanzaba hacia él con paso decidido. Philippe suspiró mientras intentaba encontrar una mejor excusa que un “no, gracias” que su amigo comenzaba a encontrar muy sospechoso. —¡Oh, mi buen Puck! —declamó la muchacha teatralmente dirigiéndose a él con una reverencia—. ¿Haríais el favor de acompañarme a bailar bajo el claro de luna? —¿Cómo te llamas, bella hada? —bromeó René siguiéndole el juego. —Baya de Oro, mi señor —dijo, con una sonrisa seductora. —Si el buen Puck no te acompaña, a lo mejor te interesaría buscar otro caballero para bailar bajo la luna. —Su amigo se relamió y se mordió el labio inferior mientras estudiaba a la joven. —En otro momento quizá. —Philippe se levantó de su silla y le tendió la mano a la mujer que la cogió con una reverencia—. Esta bella hada me ha invitado a bailar bajo el claro de luna y no puedo negarme, ¿verdad? No es necesario que me esperéis —añadió. René rio entre dientes y brindó a su salud mientras él se alejaba escoltado por la muchacha. Lo último que escuchó, mientras subía las escaleras que le llevaban a la planta de las habitaciones, fue cómo su amigo invitaba a una nueva ronda.
—¿Puck? —preguntó a la mujer, amparado por el bullicio de la sala. —Eso me dijo él —respondió la joven con una sonrisa traviesa—. Tráeme al chico con cara de duende, me dijo. Dile algo de Shakespeare y te seguirá. No sé nada de Shakespeare —confesó con una risita—, pero me has entendido, ¿verdad? Te espera en la habitación del fondo. Por casualidad, ¿no querréis compañía? —dijo, mientras deslizaba su dedo índice por la abertura de su camisa—. Os he visto a los dos y no me importaría participar, si entiendes lo que quiero decirte...
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—En otro momento quizá —respondió él, mucho más cohibido de lo que quería aparentar. Pero los nervios habían aparecido de nuevo y se habían instalado en su estómago ante la inminencia de su encuentro con Didier y de algo más; del miedo. Su encuentro había sucedido en la soledad de su casa, en la intimidad de una habitación insonorizada. Ahora, estaban rodeados de extraños, y su amigo, que por casualidad de la vida era el hermano de su amante, estaba tan solo a unos metros de ellos—. ¿T-te ha dicho por qué quiere verme? Yo... —miénteles a todos, había dicho Didier, pero él no había mentido—. ¿Qué... qué harás tú? —preguntó temeroso de que le delataran. Si la mujer bajaba dos minutos más tarde de haber subido con él, René subiría a buscarle, de eso no le cabía la menor duda. —Me han pagado para que me tome la noche libre, cielo. No es la primera vez que hago un servicio así, ¿sabes? Aunque viendo tu cara, debe de ser bastante nuevo para ti. Hay más como tú de los que crees. Algunos, incluso, pagan bien por ello. Mira —dijo, poniéndose a su altura y señalando a un muchacho que no debía tener más de quince o dieciséis años y que estaba apoyado en la barra hablando con otro hombre, mucho más alto que él. No tardaron en desaparecer en un rincón oscuro—. La mayoría de las noches, él gana más que yo —susurró a su oído—. Está en la habitación del fondo. Si os apetece probar cosas nuevas... mi oferta sigue en pie. Se despidió con un beso en la mejilla dejando su aroma flotando en el aire como una nube de placer. Philippe atravesó esa nube con impaciencia, una necesidad urgente comenzaba a gestarse en su bajo vientre. Era él, iba a verle, ¡iba a verle! Y sabía exactamente lo que iba a pasar y lo deseaba, lo deseaba tanto... Y, sin embargo, dudó antes de llamar a la puerta. La habitación estaba a oscuras, solo iluminada por la luz de las farolas de la calle que se filtraba, furtiva, por los cristales de la ventana. A duras penas distinguió la silueta de una cama sucia y estrecha. No había nadie dentro. O nadie que él pudiera ver. Abrió la puerta y metió un pie en la pequeña estancia, un pie y luego otro, pasos cautelosos que le adentraban en la penumbra. —¿Didier? —preguntó en un susurro, temeroso de alzar la voz. La puerta se cerró con un golpe que hizo temblar las paredes. Philippe dio un salto involuntario y ahogó un grito al sentir unas manos que le sujetaban por la espalda y le empujaban contra la pared. —¿Didier? —preguntó de nuevo. Su rostro golpeó contra la pared desconchada. El olor de la humedad y el polvo, del sudor y el sexo que se había infiltrado en el encalado, llenaba ahora sus fosas nasales. Podía sentir su respiración entrecortada en la nuca. Cerró los ojos para sentir mejor esa caricia que le erizaba el vello. —¿Me has echado de menos? —siseó la inconfundible voz a su oído, la misma voz que escuchaba cuando cerraba los ojos. —¿Por qué has tardado tanto? —contestó.
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—No quiero hablar, Puck, ahora no. Ahora necesito hacer algo que llevo demasiado tiempo aguantando. Necesito... —Podía notar la firme amenaza que golpeaba sus glúteos y que despertaba su propio deseo. —Pues hazlo, ¿a qué esperas? —le espetó, asombrado por su propia respuesta. —Tú permiso, supongo, aún somos personas civilizadas. Aunque cada vez es más difícil ser educado. Ahora mismo... me es difícil hasta ser persona. —¿Y qué sugieres entonces, que nos comportemos como animales? —masculló entre dientes. Maldijo en silencio los efectos del vino. Todo daba vueltas a su alrededor. ¿Antes se movía todo? Empezaba a sospechar que a lo mejor el alcohol no era el único responsable de su enajenación, y en vez de hacer caso a las molestas advertencias de su conciencia sobre pudor y no sé qué chorradas más, decidió amordazarla y mandarla a dormir la mona mientras él disfrutaba de sus instintos encendidos. Era Puck y no Philippe, era el duende travieso que complacía a su señor. Apoyó las manos en la pared y echó el cuerpo hacia atrás, separando las piernas. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo: ofrecerse. Y no le importaba. Él era Puck y servía a su señor. —¿Estás seguro? —dijo Didier con suavidad, casi con preocupación. Su tono ya no tenía el ronco sonido del deseo. Philippe sonrió, cerró los ojos y asintió con la cabeza, con renovada confianza. Las dudas que pudiera haber tenido desaparecieron al instante al escuchar esa pregunta y apreciar su entonación. Se quedó allí, expuesto, mientras Didier le bajaba los pantalones y rodeaba su miembro con sus dedos de pianista. Philippe notó un ronco calambrazo de placer extenderse por su cuerpo y se abandonó completamente al desenfreno. Apenas apreció el rumor de la ropa al caer al suelo, ciego como estaba en sus propias sensaciones, pero esta vez sí fue consciente de la violenta irrupción. Dolía, pero no mucho. Era un dolor soportable, casi cálido. Un dolor que cambiaba de forma y de color y adquiría las tonalidades del placer. Ese placer extraño e irracional que sentía cada vez que pensaba que ya no había distancia entre Didier y él, que estaban unidos, como piezas de un puzle. Y encajaban como si no hubiera ninguna más. Echó la cabeza hacia atrás para recibir el orgasmo que llegó sin avisar, rugiendo, como una explosión. Cerró los ojos y emitió un jadeo de tenor que acompañó toda la descarga y se prorrogó incluso más, hasta que los últimos embates del cálido mar se alejaron, sumiéndole en una plácida debilidad. Apenas fue consciente de cuánto tardó Didier en emularle, pero no debió ser mucho más. Se dejó caer sobre su espalda, jadeando, llenando de sudor y saliva la camisa que no se había quitado.
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—¿Crees que la próxima vez podremos usar una cama? —le preguntó con una sonrisa tonta, imposible de borrar. —Sí, claro —dijo Didier. Buscó sus labios, y los unió en un húmedo beso que se prolongó durante un instante que se le antojó eterno y, sin embargo, demasiado breve para disfrutarlo en plenitud—. ¿En diez minutos te iría bien? —¿Diez minutos? —repitió sin entender. Didier le señaló y empezó a quitarse la ropa hasta quedar completamente desnudo. Philippe reprimió un jadeo al ver su cuerpo. Nunca había podido verle así, tan... perfecto. Se metió en la cama con un teatral salto y golpeó el espacio que quedaba a su lado. Philippe sonrió y se apresuró a desvestirse él también. —Con cinco tengo de sobra.
Las primera luces del alba teñían de azul pálido la vieja habitación. Afuera, en la calle, algún borracho cantaba una serenata mientras intentaba recordar el camino a casa. Philippe estaba acurrucado junto a Didier, con la cabeza apoyada en su pecho. Ninguno de los dos decía nada, pero ninguno de los dos dormía. Ambos compartían el silencio del amanecer. —No quiero que esto se acabe —murmuró. —Bueno, todavía quedan un par de horas hasta que alguien venga a echarnos. Hay tiempo de sobra para dormir o hacer otras cosas, si quieres —dijo Didier, mientras jugueteaba con su cabello. —No, no me refiero a esta noche. Me refiero a todas las noches —dijo con voz cansada—. Tonterías mías, no te preocupes. —Cuando me mude, todo será más fácil. —¿Te mudas? —preguntó, con una pizca de sorpresa. —Mis padres me han dejado un piso y un fideicomiso —explicó con amargura. Philippe no dijo nada, aunque recordaba que René ya se lo había dicho—. Creo que mi padre pensaba que lo alquilaría para conseguir una renta mayor pero estoy cansado de tener que justificar todo lo que hago y de ver su mirada de decepción. Y de René, estoy muy harto de tu querido amigo. —Eres injusto con él —le defendió, pero no puso mucho énfasis en sus palabras.
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—Bueno, no todo en él es malo. Uno de sus amigos, el que tiene cara de duende, tiene un culito pequeño y prieto y es insaciable en la cama —bromeó, arrancándole una carcajada—. De verdad, lo verías y nunca dirías lo pasional que puede llegar a ser, o la fuerza que tiene en su interior. Verías sus ojos grises y oscuros, como una nube de tormenta y, si le pillas en el momento adecuado, hasta puedes ver cómo los rayos lo iluminan todo. —No creo que sea para tanto —murmuró, sintiendo que comenzaba a ruborizarse. —Oh, sí que lo es —prosiguió Didier. Era evidente que estaba disfrutando con esa conversación—. Y es divertido, muy divertido. Tan pronto puede estar aullando cual perro en celo, como se ruboriza igual que un niño pillado en falta si se lo recuerdas. Y es tierno, y romántico... —Tal y como lo describes, parece un buen chico —dijo, mucho más emocionado de lo que podía aparentar. Las lágrimas se apelotonaban en su garganta, pero, a pesar de eso, su voz sonó firme—. Ya me lo presentarás algún día. —No sé si podré, siempre le veía cuando venía a casa para ver a René. Y ahora no viviré allí. La única forma sería que él quisiera venir a verme a mi casa. Pero entonces te avisaré —añadió—. No sea que coincidamos los tres, podría ser muy incómodo. —¿Y cómo vas a presentármelo si yo no estoy? —se rio Philippe. La conversación era completamente absurda, pero le llenaba como si fuera la más trascendental del mundo. —Cierto, es una suerte que no tengamos ese problema —dijo y le besó con dulzura, jugando a rozarle con la nariz. Philippe buscó sus ojos, esos increíbles pozos negros donde podía reflejarse. «No te mientas a ti mismo, y no me mientas a mí». —Didier... ¿me vas a hacer daño? Didier ensombreció el semblante y dudó antes de responder. —No quiero hacerte daño —dijo—. Pero, a veces, parece inevitable herir a quien te importa. —Desvió la mirada cuando contestó, quizá hablaba por propia experiencia— ¿Y tú, Philippe? ¿Me vas a hacer daño? —¡No! —se apresuró a decir, pero entonces vio la expresión en el rostro de su amante, ¿y si este estaba tan perdido como él mismo?—. No, no lo creo —dijo en voz baja—. Incluso si fuera inevitable... yo no quiero hacerlo. Didier asintió, satisfecho con su respuesta. Philippe sonrió y se acurrucó de nuevo sobre su pecho. Apoyó la oreja y cerró los ojos para escuchar mejor el rítmico sonido de su corazón. —No quiero que esto termine —musitó, para sí—. No quiero que termine nunca.
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Didier 22 de Diciembre de 1910
El sol iluminaba la estancia cuando se decidió a abrir los ojos. Dedicó una mirada
furtiva al reloj de la mesita que le indicó que ya pasaban de las diez de la mañana. Era tarde, pero tampoco demasiado para alguien que no tenía ninguna responsabilidad. A pesar de eso, el olor del café le indicó que su nuevo mayordomo, Olivier, ya había preparado el desayuno en el salón. Didier se levantó de la cama, con cuidado de no despertar a Philippe. Su joven amante había pasado una mala noche con múltiples ataques de tos, en algún momento de la madrugada se había levantado y se había ido a dormir al salón, para no molestarle. Didier no había dicho nada y había fingido que seguía durmiendo, pero se quedó en la oscuridad del cuarto, oyéndole toser. Hacía apenas media hora que había regresado a la cama, y ahora, finalmente, dormía como un bebé. Philippe acarreaba problemas de salud desde siempre. —No te preocupes —le había dicho unos días antes—. Es lo normal. El resfriado comienza en noviembre y se mantiene hasta marzo, justo a tiempo para enlazar con las alergias —bromeó—. Creo que hay dos semanas en verano que no tengo nada. Entonces se había reído con la ocurrencia pero ahora, después de haber escuchado sus estertores durante horas, estaba preocupado. Era consciente de que era una estupidez, Philippe había sobrevivido perfectamente antes de conocerle, no le necesitaba para que le cuidara y le protegiera pero, por algún motivo, Didier lo sentía como su responsabilidad. —Mi responsabilidad —masculló en silencio—. Hay que ser idiota. Pero así era él, un idiota sin remedio. O, al menos, así se sentía últimamente con todo lo que tenía que ver con Puck. «Mi duende travieso». Veía al muchacho enamorado hasta la médula y él... él se sentía responsable. Temía haber hecho un daño irreparable a alguien que no se lo merecía. «¿Me vas a hacer daño?», le había preguntado aquella noche en la posada, y él no había sabido qué responder porque tenía la desagradable certeza de que ya se lo había hecho, solo que Philippe todavía no lo sentía. «Quizá debería despertarle, es tarde», se dijo, intentando encauzar sus pensamientos a algo más práctico y menos doloroso. Puck le había comentado algo sobre que su padre volvería uno de esos días y que se marcharía después de navidad. A pesar de
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eso, el joven había preferido pasar la noche en su casa y él no podía quejarse. De hecho, puede que tuviera algo que ver en su decisión. Le gustaba Philippe, debía reconocerlo. Tenía cierto aire de cándida inocencia que se desvanecía durante el sexo. Había resultado de lo más pasional y reemplazaba con creces su inexperiencia con entusiasmo, muchísimo entusiasmo. Era de esas personas que necesitaban la práctica para asumir la perfección y el pequeño Puck era un muchacho muy trabajador. Al final, desistió de despertarle, le dio un beso en la cabeza y salió de la habitación sin hacer ruido. Tal y como sospechaba, Olivier había preparado un abundante desayuno en el pequeño salón contiguo. «Para dos...», pensó al ver los cubiertos y, de nuevo, pensó en despertar a Philippe para que compartiera el desayuno con él. No era algo que hicieran todos los días, de hecho, era algo que no habían hecho nunca. «Estaría bien conversar de cosas triviales ante unas tostadas», sonrió al pensar en su cabello alborotado y se preguntó si tomaría leche con el café. —¿Por qué me importan esas tonterías? —se extrañó. Contempló un momento la puerta cerrada del dormitorio y desistió. El chico había pasado muy mala noche; ya desayunaría cuando se despertara. Se sentó, se sirvió café y cogió el periódico que Olivier le había dejado. Pasaron más de quince minutos hasta que decidió que, en realidad, no estaba leyendo nada. Sus pensamientos volvían una y otra vez a la habitación de al lado. Pensamientos y sentimientos que se enredaban con la culpa, la atracción y algo muy distinto que todavía no acertaba a descubrir pero que tenía que ver con saber si tomaba leche con el café y tonterías de ese estilo. «¿Cuándo empezó esto?», se preguntó. Recordó una escena, sucedida hace unos meses, en el salón de la que había sido su casa. Su madre contaba alguna de las anécdotas de René y este gruñía fingiendo que se enfadaba. Philippe estaba allí, acababa de tocar una de sus cancioncillas, como las llamaba, y charlaba animadamente con ambos. Didier había entrado para buscar un libro y había saludado sin detenerse demasiado. Tenía prisa. Ya conocía a Philippe, el amigo de su hermano. La verdad era que le había visto crecer, pasaba más tiempo en su casa que en la propia. Ahora, que había podido saber algo más de él, era consciente de que, en realidad, no tenía a nadie esperándole en la suya. Entonces, a Philippe se le cayó la taza que tenía en la mano y se rompió contra el suelo. —¿Qué demonios te pasa, Philippe? —había gruñido su hermano mientras el joven se disculpaba—. Tiemblas como una niña enamorada. En ese momento extraño, sus miradas se encontraron y él lo supo. Philippe enrojeció y apartó la cara, como si buscara un lugar para esconderse.
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Didier sonrió al recordar su reacción. Entonces le había parecido divertida y entrañable. Encontraba muy gracioso poner nervioso a ese muchacho y había buscado todas las excusas posibles para hacerlo. Pero lo del piano... lo del piano no había sido premeditado. Nunca se había planteado llegar a besar a Philippe, ni mucho menos lo que pasó después, sobre otro piano. Y una cosa había llevado a la otra, y ahora ese joven divertido y entrañable dormía en su cama. Cogió un brioche y tragó, esperando que el panecillo dulce suavizara la amargura de los remordimientos. Olivier llamó a la puerta. —Señor —dijo—, su... —No pudo continuar. —Ya me conoce, no te preocupes —dijo René entrando como un vendaval sin esperar a ser invitado. Dejó el abrigo tirado en el sofá y se sentó en la silla que quedaba libre enfrente de él. «La silla de Philippe», pensó. La repentina llegada de su hermano le había cortado la digestión. El brioche se había vuelto cartón y cenizas en su boca. Por fortuna, no había despertado a Philippe. Ahora dirigía miradas nerviosas a la puerta cerrada, temeroso de que, en cualquier momento, su amante apareciera por allí. «Sigue durmiendo, mi buen Puck». —¿Te han echado de casa? —preguntó, mientras buscaba una excusa para echarlo de la suya. —Nope —dijo mientras engullía uno de los croissants. «Son para Philippe», pensó y frunció el ceño—. Es media mañana, pasaba por aquí y se me ha ocurrido ir a visitar a mi hermano mayor. ¿Qué tal la casa nueva? —Mucho mejor que la otra, al menos hasta que has entrado —gruñó—. Parte de la gracia del mudarme consiste en no verte, ¿sabes? —No seas así —bromeó René—. No es para tanto. Seguro que me echas de menos. —Podías haber avisado —prosiguió Didier—. Ahora no es un buen momento. —¿Por qué? —dijo entre bocados—. ¿Tienes visita? —Didier no contestó. René le miró un momento y parpadeó confundido, entonces, pareció deparar en los cubiertos que estaba usando, en la mesa preparada para dos...—. Oh, mierda —musitó—. ¿Dónde está? —Durmiendo, y así seguirá. —¿Puedo verle? —preguntó con una amplia sonrisa levantándose de la silla—. Tengo curiosidad. ¿Le conozco?
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Didier le agarró del brazo y le obligó a sentarse. —No estoy para bromas, René —masculló—. Y no creo que haya venido hasta aquí para saber con quién paso las noches, ¿no es así? ¿Qué pretendes? René farfulló algo bajo la nariz, pero negó con la cabeza. —¿Todavía sigues jugando a Dorian Gray? —preguntó alzando la voz lo suficiente para que se escuchara desde dentro del dormitorio—. La novela tenía una moraleja, pero alguien tan brillante como tú seguro que lo sabe. Al menos, será mayor de edad, ¿no? Fue un poco complicado tapar tu último escándalo. —¿A qué viene tanto interés, hermanito? —contraatacó Didier—. ¿Tienes curiosidad por probarlo? Puedo darte nombres, si quieres. —Oh, ya tengo algunos, no te preocupes... Papá me ha pasado la lista de tus facturas. ¿Cómo se llamaba ese amigo tuyo? El que te proporcionaba los críos... Clauzade Servais, ¿no? Fue escuchar ese nombre y que su sangre entrara en ebullición. Una ira ciega y sorda se adueñó de él. En algún momento, agarró a René y le estrelló contra la pared, sujetándole del cuello. Las dos sillas cayeron al suelo y el sonido reverberó por toda la habitación. —Nunca, nunca, pronuncies ese nombre —siseó contra su mejilla—. Nunca. El pánico tiñó los ojos pardos de René que asintió, con un balbuceo nervioso hasta que su hermano mayor le dejó marchar. Se colocó bien la camisa y la chaqueta, cogió su silla y se sentó de nuevo. —¿Eso era necesario? —preguntó en voz baja—. Solo bromeaba. —Hay bromas que no tienen gracia —sentenció Didier sentándose en la suya. Servais era una de esas. Un mal chiste capaz de helar la sangre a cualquiera. —Yo no he venido a criticarte —murmuró René—. Papá te envió su oferta. ¿Qué opinas? —¿La de América? —preguntó sorprendido. Había recibido la propuesta de su padre unos días antes. Al parecer, estaba interesado en abrir una sucursal al otro lado del Atlántico, más concretamente en Nueva York. Y quería que él se ocupara de todo. Era un plan perfecto: se expandía el negocio y mandaba al hijo problemático y su vergonzoso comportamiento tan lejos como era posible. Didier la había leído, había hecho una bola con la carta, y la había arrojado a la chimenea—. La he leído y la he quemado. —Pero... ¿por qué? ¡Es perfecta! —exclamó René sin comprender—. ¡Pensaba que era lo que querías: libertad! ¡Allí tendrás toda la libertad que quieras! Además, dices que me odias, y no quieres ver ni a papá ni a mamá. ¿Qué tienes aquí que te retenga? No puedo creer que te guste ser un mantenido. Pensaba que por eso estabas tan enfadado, ¿no?
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—No, estoy enfadado porque no entiendo qué tienen que ver mis gustos sexuales con mi capacidad para dirigir el negocio familiar. —Tú los has dicho: familiar —remarcó René—. Es una cuestión de imagen de familia y de... tener familia. Tú eres lo contrario a todo lo que intentamos vender. —¡Yo no soy el producto! —exclamó alzando el tono. Se controló y miró de reojo la puerta cerrada. Era imposible que Philippe estuviera durmiendo aún pero era lo bastante sensato como para no aparecer. —Oye, yo no tengo nada qué ver en eso, ¿vale? Pero América... lo de América puede ser grande, muy grande. Y nos interesa tener a alguien de confianza al cargo de todo. Podrías huir de tus problemas, dejar atrás todos esos asuntos turbios. Tendrías el trabajo, responsabilidad, dinero, libertad y, lo mejor de todo, el amor incondicional de un padre en la distancia. Piénsatelo, por favor. René se sacó un sobre del bolsillo, idéntico al que él había quemado días atrás, le dio un golpecito con el canto y se lo tendió. Didier dudó un momento y lo cogió, siempre podía volver a quemarlo. —Me he quedado con las ganas de ver quién está en la habitación —bromeó René, deteniéndose justo delante de la puerta del dormitorio. El corazón de Didier se paró por un instante, pero su hermano no hizo intención de entrar—. ¿Cómo se llama? —Puck —contestó Didier sin dudar. —Suena a nombre falso. —Yo le llamo así. —¿Y ese Puck es... un habitual? —preguntó. —Algo así —dijo con sequedad. Su hermano se había puesto el abrigo pero parecía resistirse a dejar su casa y él solo pensaba en entrar en ese dormitorio y abrazar a Philippe. Quizá fuera una estupidez, pero necesitaba abrazarle como pocas veces había necesitado algo. Con suerte, aún seguiría dormido; con suerte, aún podría despertarle y desayunar juntos, y enterarse de si prefería el café solo o con leche. —Piénsate lo de América, ¿vale? —dijo una vez más antes de irse—. Seguro que allí encontrarás cientos de duendes.
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Todavía le dio tiempo a soltar un par de ocurrencias antes de que Didier en persona le cerrara la puerta en la cara. No estaba bien dejar al servicio esas tareas y era una pequeña satisfacción personal. Dio órdenes a Olivier de que preparara más café, ya que el otro se había quedado frío. Ya era media mañana pero la ácida conversación con su hermano le había avivado las ganas de un desayuno en buena compañía. Pero al entrar en el dormitorio, se encontró a Philippe sentado en la cama. Ya se había vestido. El joven se levantó al verle entrar, estaba más pálido que de costumbre y los rasgos de su cara parecían afilarse. —¿Ya se ha ido? —preguntó con suavidad, sin mirarle a los ojos. —Sí, pero puedes quedarte a desayunar —dijo Didier. ¿Por qué de repente le invadía esa desazón? ¿Esa horrible sensación que parecía lastrar su alma? ¿Cuánto había escuchado de la conversación? Lo de América... «Lo de Servais». —No hace falta —negó con voz cansada—. No es necesario. Casi es hora de almorzar, será mejor que vuelva a casa; se preocuparán por mí. —¿Quién? —preguntó Didier, antes de darse cuenta de que ese golpe había sido demasiado rastrero. Philippe quería marcharse, y él quería que se quedara, así de simple. Pero esa no era la forma. Sin embargo, continuó con ella—. ¿Tu padre ha regresado? ¿O acaso el que se preocupa es Louis? Porque... él es tu mayordomo —«¿Qué estoy haciendo», se preguntó—. Lo único que le preocupa es que su paga llegue a final de mes. —¿Y qué es lo que te preocupa a ti? —preguntó, y su voz sonó suave pero firme. Didier se encontró descolocado. No se esperaba para nada una pregunta así. —¿Cómo que qué es lo que me preocupa? ¿No es evidente? —Me dijiste que mintiera a todo el mundo, pero que no te mintiera a ti. ¿Tú me mientes a mí? Esa es una pregunta estúpida —se rio para sí—. Si me mientes, puedes decirme que no. No supondría ninguna diferencia. No importa, solo digo tonterías. ¿Tienes a otros? —preguntó, de repente, cambiando de tema—. Si los tienes supongo que no importa. No... no debería importarme, ¿no? —¿Por qué no debería importarte? —preguntó Didier. Las reacciones de Philippe, su autocompasión... «Solo digo tonterías... Es una pregunta estúpida.... No tengo talento...», las conocía todas y cada vez que las escuchaba sentía un ramalazo de rabia y no sabía contra qué. —No importa —dijo Philippe cerrando los ojos, se le veía muy cansado. La fatiga dibujaba sombras bajo sus ojos que se juntaban con el pómulo y perfilaban su contorno. Más que nunca parecía un duende—. Solo quiero... Saber cómo debo actuar. Yo... —Como vuelvas a decir una de esas majaderías tuyas sobre tu escaso intelecto o tu falta de talento, te golpearé, te lo advierto. ¡Estoy cansado de consolar a niños llorones!
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«¿Niños llorones? ¡Yo no quería decir eso!», pero lo había dicho. De eso no cabía ninguna duda. —¿Niños llorones? —repitió Philippe. Su rostro mostraba su incredulidad ante sus palabras. —Lo siento... —se disculpó Didier incapaz de levantar la mirada—. Ya has visto, he tenido un encontronazo con René... tengo los nervios a flor de piel y... —No soy un niño llorón —dijo Philippe con dureza. Didier se obligó a alzar la vista, nunca había escuchado ese tono de voz en su Puck, nunca había visto esa expresión en su rostro—. No soy muy listo; no es una queja, es un hecho. No tengo talento; es una simple observación. Pero ni una cosa ni la otra me han impedido que sea bueno en todo aquello que me propongo porque no me canso. No me rindo. Nunca. Y ese es mi secreto. Trabajar y no escuchar a los que dicen que no puedo hacerlo. ¿Vale? Disculpa si te he dado la imagen que no era, nunca he necesitado tu consuelo. Didier tragó saliva y asintió con la cabeza. Philippe había hablado en un tono neutro, sin alzar la voz en ningún momento y, sin embargo, sus palabras le habían golpeado con contundencia. —¿Estás con otros? —preguntó de nuevo. —Desde que estoy contigo, no —admitió Didier. —¿Vas a estar con otros? —¿Por qué me lo preguntas? —Para saber qué tengo que esperar de esta relación, nada más —dijo el joven—. No espero un gran compromiso, no soy tan... —Se detuvo antes de llamarse tonto de nuevo—. Tampoco significa que tengas que elegir. Supongo que lo que quiero es saber cuánto puedo darte de mí mismo. Eso es todo. «¡Todo!», quiso responder. «¡Quiero que me lo des todo!». Su avaricia le sorprendió. Veía al joven y lo que más deseaba era tirarle en la cama y despejar todas sus dudas con besos, o envolverlas en una niebla de caricias y placer que las disfrazaran. Pero también quería el desayuno, y las conversaciones estúpidas, y volver a tocar el piano. Lo quería todo, quería que Philippe se entregara sin reparos y él parecía dispuesto. Solo tenía que decírselo. Pero no tenía derecho a ello y era consciente. Por una vez, su conciencia le frenó. ¿Cómo podía pedirle que se entregara ciegamente y luego no hacer lo mismo? Eso era lo que le estaba preguntando: cuánto pensaba darle él. —N-no importa —dijo Philippe encogiéndose de hombros. Si estaba decepcionado, no lo demostró. —Puck... —le llamó, y la voz se le quebró.
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Sentía que se había abierto una grieta ante ellos, una que se ensanchaba mientras se alejaban los pasos de su amante. día.
—No importa —repitió Philippe con una tímida sonrisa—. Ya hablaremos otro Cuando Philippe se marchó Didier se sentó en la cama.
«¡Todavía puedes detenerle!», gritaba una voz desconocida en su interior, mientras otra, la que le decía que se protegiera, la que le recordaba que ya había recorrido ese camino y había acabado malherido en el fondo de un abismo autodestructivo, le consolaba diciendo que había hecho lo mejor para los dos. Pero Didier sabía que no era así. Le había hecho daño. Le había hecho daño a conciencia y sin quererlo y, sin embargo, el joven había mantenido la cabeza alta y la sangre fría y él se sentía como un miserable y le echaba de menos. Apenas se había desvanecido el eco de sus pasos y ya le echaba de menos.
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Philippe 22 de Diciembre de 1910
El aire ardía al salir de sus pulmones. Se inflamaba en su pecho y quemaba todo en su camino al exterior haciéndole lagrimear. Porque era eso, tenía que ser eso, la fiebre había vuelto y se sentía enfermo. Pensar que podía ser por la discusión que acababa de mantener era demasiado... patético.
«Eres una maldita rata llorona», se increpó. «Te lo has buscado tú solito, ¿recuerdas? ¿Por qué hiciste eso? ¿Por qué tenías que forzarle? ¿No estabas bien así? ¿No querías que durara para siempre?». Se apoyó en una farola para respirar. Porque eso hacía, respirar, recuperar el aliento, y era difícil. En su cabeza se repetían las escenas de la conversación del salón: la dolorosa revelación de que no conocía nada de la persona con la que compartía lecho. Un nombre: Clauzade Servais. Y, por encima de todo, el rostro perplejo de Didier cuando le había preguntado cuánto debía entregarle. Incapaz de responder ni siquiera con una mentira, como un niño sorprendido en falta sin tiempo para improvisar una excusa. Aunque la gente le mirara de reojo y pensara que estaba llorando porque su espalda subía y bajaba; porque el aire se le escapaba con un doloroso quejido; porque sus mejillas brillaban empañadas de lágrimas... Philippe no lloraba; buscaba aire. Deambuló, sin rumbo fijo, intentando poner orden en su caótico nudo de pensamientos. Uno se filtró entre ellos: la casa vacía donde nadie le esperaba. —Soy un niño llorón —suspiró. Esbozó una mueca amarga, y emprendió el camino de vuelta a casa.
Cuando atravesó la valla del pequeño jardín que rodeaba su casa, se fijó en una figura que esperaba sentada en las escaleras de la entrada. Era René. Al instante, todas las alarmas de su interior comenzaron a sonar desquiciadas. ¿Qué hacía él aquí? —¿René?
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—Llevo una hora esperándote —protestó, levantándose al verle llegar—. Tu mayordomo me ha dicho que no estabas y que no sabía cuándo volverías. ¿Dónde coño te habías metido? —He salido a pasear —mintió. —¿Con este frío? —¿Qué es lo que quieres, René? —preguntó, zanjando así todo el interrogatorio. —Esta mañana he tenido una discusión con mi hermano —confesó—. Y... ahora mismo, necesito un amigo. Sé que últimamente nos hemos distanciado un poco pero sigues siendo mi amigo, ¿verdad? Había cierto tono de súplica en su voz que le conmovió. René no había hecho nada para merecer su desdén. Los problemas que tuviera con su hermano no le concernían aunque una parte de él sentía como si lo fueran. Pero esa parte de él estaba herida, dolida y apaleada en un rincón. —Podríamos ir a almorzar a algún sitio —sugirió tras una pausa. —¿No tienes que pasar por tu casa? Philippe miró un momento la puerta oscura y negó con la cabeza. —No —dijo—, no es necesario. Nadie me está esperando.
Mientras almorzaban en un restaurante a las orillas del Sena, René le puso al corriente sobre el proyecto de su compañía de extenderse al nuevo continente y de poner a Didier al cargo de esa nueva empresa. —La verdad es que, si dejamos de lado su lamentable vida privada, Didier es una persona muy inteligente—admitió René entre bocados—. Es la mejor elección, conoce el negocio, el idioma y tiene don de gentes. Es asquerosamente guapo. Le odio —sentenció con una mueca. Philippe contempló su plato con desgana, no tenía nada de hambre y meterse algo en la boca le suponía toda una muestra de voluntad, y en ese momento andaba falto de ella. Apenas escuchaba lo que le decía su amigo. «¿América? Allí encontrará cientos de duendes». —¿Te encuentras bien? —preguntó René sacándole de sus pensamientos—. No tienes buena cara.
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Philippe asintió con la cabeza restándole importancia. —Sigo con el resfriado, cada vez que me estiro empiezo a toser. He pasado muy mala noche. Nada que no se arregle con un sueño reparador —añadió para tranquilizarle. —Apenas has comido —observó su amigo. Su plato permanecía casi intacto. —No tengo apetito. René le estudió un momento, y decidió seguir con la conversación, o el monólogo. —Esta mañana, cuando fui a verle, tenía a alguien en su cama —le explicó con una sonrisa torcida—. Me quedé con las ganas de ver la cara del pobre pardillo que se ha dejado engañar por Didier. La verdad es que el infeliz me da pena. —¿Por qué? —preguntó Philippe. El comentario de René le había molestado pero no podía demostrárselo así que la rabia se acumulaba en su garganta como una bola enorme difícil de tragar—. ¿Por qué es un infeliz? A lo mejor sabe lo que quiere y es consciente de eso. A lo mejor es él quién está utilizando a tu hermano. —¡Ya seguro! —exclamó René empezando a reír—. ¡Utilizando a Didier! Esa es buena, Phil. Si piensas eso es que no conoces a mi hermano. —No conozco a tu hermano —le recordó, y sus propias palabras le golpearon. «Es cierto, no le conozco. Lo único que sé de él es que toca el piano y que es capaz de levantarme con una mirada». —¿Te acuerdas de lo que te conté del profesor de piano? —Philippe asintió—. Pues... al principio, mi padre estaba convencido de que ese tipo había abusado de Didier. Ya sabes, posición, edad... Didier tenía quince o dieciséis años, era un crío. —A esa edad ya habías visitado la casa de Madame Sérusiaux. —Habíamos —le recordó—. Puede que no fuera idea tuya pero no te quejaste mucho cuando te tocó a ti. Philippe desvió la mirada con las mejillas encendidas. Fue uno de los momentos más difíciles y frustrantes de su vida. Por suerte, la muchacha había sido discreta y había atribuido sus problemas a la edad y los nervios. Ahora sabía que sus problemas nunca fueron esos, pero no tenía sentido contárselo a René. Era mejor que siguiera creyendo lo que quisiera. —Como te decía —continuó—, la historia de Didier no se acabó con el profesor. Después de aquello estuvo visitando una casa de placer con una reputación bastante más dudosa que la de Madame Sérusiaux. —¿Era de hombres? —preguntó con indiferencia. Tampoco lo veía tan aberrante. En esas semanas había aprendido muchas cosas del mundo que le rodeaba y se había dado cuenta de que coexistían dos realidades: la que se mostraba y la que se escondía tras puertas cerradas y cortinas oscuras.
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—Es que... no es exactamente un prostíbulo. Parece ser una sala de fiestas. Pagas unas cantidades exorbitantes, eso sí, por asistir a una simple fiesta a la que no te dejan entrar si no tienes invitación. —¿Y qué tienen de especial esas fiestas? —preguntó. —Eso me gustaría saber... por eso vamos a ir a una. Tú y yo. —¿Estás loco? —exclamó Philippe alzando la voz más de la cuenta. Los comensales de las otras mesas le miraron con reprobación. Volvió a sentarse, en algún momento, se había levantado. —Escúchame —susurró René—, tengo un nombre: Clauzade Servais. He encontrado una dirección y sé que esta noche celebrarán una fiesta. Tengo curiosidad, Phil, me muero de curiosidad. ¿Tú no? Sé que existe ese mundo, lo he leído en miles de novelas y folletines. No te digo que vaya a sumergirme en él, no por Dios, eso sería muy poco apropiado, pero quiero verlo. Solo una vez. Solo verlo. ¿De verdad no tienes nada de curiosidad? ¿Curiosidad? Claro que tenía, pero por motivos muy distintos a los de su amigo. Didier había ido a esas fiestas; Didier había estado allí, había formado parte de eso, quizá todavía formaba parte de eso. —Sí, ¿por qué no? —respondió—. Podría estar bien.
La mansión de Servais estaba situada en una zona residencial de las afueras, bastante más lejos de lo que habían creído al principio. René le pasó a buscar con su chófer. Iba vestido con un elegante frac del mismo estilo al que llevaba él mismo, capa y chistera. La única diferencia entre ellos era la camisa, René se había decantado por el blanco y él, en cambio, por un sobrio color burdeos. —Estoy muy nervioso —le confesó René—. ¿Tú no? Se había engominado los rizos castaños y los había peinado detrás de las orejas. Ese peinado no le favorecía en absoluto, remarcaba su cara redonda y le daba cierto aire infantil. Demasiado infantil. Contemplándole, en la penumbra del coche, intentó encontrar el parecido entre los hermanos pero era difícil. René era igual que su madre. Tenía cierta robustez que le hacía aparentar ser más bajo de lo que era, lo que ya era significativo porque Philippe no era muy alto y, sin embargo, le sacaba dos dedos. Tenía la mandíbula cuadrada, la nariz respingona y un montón de graciosos bucles. Era un rostro que inspiraba simpatía. Didier, en cambio, era hijo de su padre. Alto, delgado, con una constitución atlética en la que se intuían unos músculos perfectamente dibujados que trazaban valles y
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montañas en el relieve de su anatomía. Una anatomía que sabía dibujar con sus dedos hasta encontrar los huecos en los que encajaba su propio cuerpo. Si René transmitía simpatía, Didier era la imagen del deseo. Suspiró evocando el recuerdo de ese cuerpo y de la discusión que habían mantenido esa misma mañana. Se sintió hambriento, vacío y solo. Le echaba tanto de menos... «¿Por qué tuviste que forzarle tanto?», se recriminó por enésima vez en lo que llevaba de día. « Lo has echado todo a perder». —Creo que es esa de allí —dijo René, mientras señalaba con el dedo la majestuosa mansión que asomaba entre los árboles. El coche abandonó la carretera principal para meterse por un camino irregular que le internaba en el bosque doméstico el cual, desde allí, parecía tan frondoso y salvaje como uno de verdad. Conforme la distancia se reducía, las dudas aumentaban. No debían de estar allí. Él lo sabía y seguro que René también. Era una completa estupidez. Y sin embargo, allí estaban los dos jóvenes, con los bolsillos cargados de billetes, dispuestos a irrumpir por la puerta grande en el mundo que se agitaba tras las sombras. La manó de René temblaba cuando llamó a la puerta. La campana resonó por todo el edificio y las paredes parecieron vibrar. —Un poco tétrico, ¿no crees? —bromeó su amigo con una sonrisa nerviosa. Una extraña mujer abrió la puerta. Sus rasgos eran orientales, al igual que su vestimenta. Era alta y muy delgada. —Buenas noches —empezó René—, me llamo René Hérault y... La mujer le calló con un gesto. Le sujetó la barbilla y le miró a los ojos. Al cabo de unos segundos, repitió la misma operación con Philippe. Él intentó desviar la mirada, pero al final, se encaró a ella, poniendo toda su voluntad en no apartar la vista. Era como si esa mujer le estuviera desvistiendo con sus ojos, pero no era como con Didier, no, la sensación no tenía nada qué ver. Le desnudaba para mostrarlo, para exhibirlo, para colocarlo en un altar y arrancarle el corazón. Todas esas imágenes se hicieron realidad en su imaginación. Pasado un rato que a él le pareció una eternidad, le soltó la cara y cerró la puerta. Los jóvenes intercambiaron miradas llenas de interrogantes. —¿Qué ha sido eso? —preguntó René. —Creo que no hemos superado la prueba —dijo Philippe. Y lo prefería así, la verdad. Esa mujer le daba un pánico atroz. Todavía notaba la garra del miedo tirando de sus entrañas y la horrible sensación de caída que había tras esos ojos rasgados. Pero antes de que pudieran retroceder, la puerta se abrió de nuevo. Esta vez a la mujer le acompañaba un hombre extraño, de edad indeterminada. Su melena rubia le
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llegaba hasta el pecho y dibujaba amplios bucles de oro brillante. Llevaba la barba recortada en forma triangular. Tenía los ojos pintados con algún tipo de kohl, y las sombras de ese producto resaltaban el azul de sus ojos. Iba vestido con una especie de falda roja y una bata de satén a juego y todo en él parecía exudar sensualidad. Philippe tragó saliva, bastante impresionado por su aspecto. Murmuraron algo entre ellos en un idioma que no consiguió identificar a pesar de hablar correctamente cinco lenguas diferentes. Quizá era el del país de origen de la mujer. No se le escaparon un par de gestos que hizo ni la mirada que le dedicó. —Señor Servais, supongo —dijo René con una correcta inclinación—. Mi hermano Didier me ha hablado muchísimo de sus fiestas y... —¿Didier le ha hablado de mis fiestas? —preguntó. Su voz era dulce, casi demasiado. Se imaginó que así sería la voz con la que la serpiente seduciría a Eva. —Continuamente —mintió René—. Le encantan. Dicen que son lo mejor de París. Servais comenzó a reír. —Son lo mejor de París, sin ninguna duda, pero no creo que mi querido Didier opine lo mismo —dijo—. Y tampoco creo que animara a su hermano pequeño a venir aquí. Antes, quizá. Pero ahora ya no. Hace mucho tiempo que Didier abandonó mi reino, pajaritos. —¡Pero nosotros queremos verlo! —insistió René— ¡Queremos conocer su reino! —¿En serio? —preguntó, mientras sus labios se torcían en una sonrisa burlona—. ¿Estáis seguros de eso? ¿Los dos queréis entrar? La última parte era una pregunta directa a Philippe, pronunciada por sus labios y por sus ojos. —¡Los dos! —exclamó René, con una mirada suplicante—. Philippe también viene, ¿verdad? Philippe les miró a ambos, tragó saliva y asintió con la cabeza. —Lo siento, pajarito —dijo Servais dirigiéndose a René—. No puedes entrar. Vuelve cuando hayas crecido un poco. —¡Pero yo quiero! —exclamó furioso—. ¡Traigo dinero! —Y seguro que muchas putitas de lo agradecerán. Ahora, fuera de mi casa. René apretó los puños y soltó un juramento. —Vámonos, Philippe —gruñó.
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Philippe suspiró aliviado. Dedicó una cortés inclinación de cabeza como despedida y se giró para seguir a su amigo que ya casi había llegado al coche. sí. René...
—Espere un momento —le detuvo Servais—. Su amigo no puede entrar pero usted —¿Qué? —repitió sorprendido. No podía ser cierto lo que estaba escuchando—.
—Su amigo es demasiado infantil, todavía cree que las cosas son blancas o negras. No tiene una mente tan abierta como la suya —prosiguió Servais susurrándole al oído, tentándole como la serpiente—. Liu-Xin ha visto su alma, Señor Dulac, me ha dicho que encajará aquí, como un magnífico diamante que se engarza en una corona. —¡René! —llamó, pero su amigo seguía indignado y corría, más que caminaba, sin dignarse si quiera en darse la vuelta para contestarle. Servais le sujetó por la barbilla y le besó. Sus labios tenían un regusto especiado, casi picante, con un punto de canela y clavo. Dejó que una lengua ajena se adentrara en su boca, recorriera cada recoveco y jugara con la suya embarcándose en un frenesí de sabores que le aturdían. «¡Didier!», pensó. No quería estar allí, no quería hacer eso. Entonces, ¿por qué lo estaba haciendo? ¿Por qué no le empujaba, le apartaba y salía corriendo detrás de René? Si no quería, ¿por qué se estaba hundiendo en un mar de deseo? ¿Por qué su cuerpo reaccionaba de esa manera? —Didier —exclamó y giró el rostro, interrumpiendo el beso. Su cuerpo podía reaccionar como quisiera pero él todavía era más fuerte que su entrepierna y podía decir que no—. Lo siento —se disculpó con la voz entrecortada—, no quiero esto. Pero Servais le contemplaba como si fuera un cervatillo herido, su cena. Y no parecía dispuesto a renunciar a ella. En algún momento, quizá durante el beso, habían atravesado el umbral y ahora la puerta estaba cerrada. Incluso habían atravesado las cortinas del vestíbulo y ahora estaban en un sitio que no reconocía. En algún lugar, sonaba una música extraña con reminiscencias orientales. Philippe empezaba a verlo todo borroso, la estancia era oscura y llena de humo. Aromas exóticos de sustancias encendidas, de inciensos y aceites flotaban formando una densa y pegajosa nube que le impedía respirar. Le faltaba el aire. Conforme se le adaptaba la vista se dio cuenta de que entre las sombras había personas, cuerpos desnudos que bailaban al compás de los gemidos y las acometidas, y se cimbreaban en continuo frenesí. —Ven, mi buen Puck —ronroneó Servais en su oído—, entra en el reino de las hadas. Baila con los hijos de Oberón.
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El tono de su voz tenía una cadencia hipnótica y casi, sin darse cuenta, Philippe se internó entre las cortinas y los perfumes y se sumergió en el reino de las sombras danzantes.
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Didier 23 de Diciembre de 1910
Los golpes resonaron en todo el edificio despertando a Olivier, despertándole a él,
despertando a todos sus vecinos. Didier gruñó y se tapó la cabeza con la almohada, maldiciendo al imbécil que armaba tanto jaleo a esas horas de la madrugada. Oyó el rumor de pasos cuando su mayordomo abrió la puerta, y su hermano (porque el imbécil causante del escándalo era su hermano pequeño) entró en su dormitorio sin molestarse siquiera en llamar antes. ayuda.
—¡Didier, despierta! —le gritó al oído y le empujó con brusquedad—. Necesito tu —¿Te has vuelto loco? —gruñó con voz pastosa mientras se desperezaba.
—En realidad, creo que ahora estoy cuerdo. Y espero que no sea demasiado tarde. ¿Dónde tienes tu ropa? —dijo mientras rebuscaba en el armario. —La mayor parte está todavía en las maletas. —Pues... ponte la de ayer —dijo—. ¿Hoy duermes solo? Didier hizo una mueca. —Mi amante decidió darme un poco de espacio después de que tú insinuaras que podía cambiarlo por cien en cualquier momento — «Y de que yo no fuera capaz de negarlo», concluyó para sí. Esa misma noche había ido en busca de Philippe, pero Louis le dijo que había salido con su hermano. «¿Mi hermano?», el mismo hermano que ahora rebuscaba histérico entre los cajones buscando algo para que se vistiera—. ¿Qué ha sucedido? —Me... me vas a matar cuando te enteres —murmuró—. Pero no tengo a nadie más a quién recurrir y no debí dejarle allí. Lo sé, lo siento muchísimo, pero no debí dejarle allí. Ese tipo era... era siniestro. Pero yo estaba furioso y él... él entró. Él había sido invitado y yo no. —¿De qué estás hablando? —preguntó sintiendo como la modorra se esfumaba tras una ola de rabia. No, su hermano no podía ser tan idiota. —De Servais —dijo René con un hilo de voz.
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El mundo se paró por completo. Por un momento fue como si el tiempo se detuviera, como si todo transcurriera lentamente mientras en su cabeza se hacían las conexiones hasta llegar a una última y terrorífica: Philippe con René; René que va a ver a Servais; René que vuelve solo; Philippe con Servais. —¿Has dejado a Philippe con Clauzade? —preguntó intentando contener la ola de rabia que se gestaba en su interior antes de que lo ahogara todo. —No ha sido a propósito, ¿sabes? —continuó René, ajeno al volcán que despertaba a su lado. Se movía nervioso, de un lado a otro. Parecía a punto de echarse a llorar—. Yo le pedí que me acompañara. Él no quería pero... cambió de opinión. Y ahora está allí y... y he vuelto a buscarle pero no me quieren abrir la puerta. No sabía a quién acudir, Didier. Philippe es mi mejor amigo, si le ha pasado algo yo... Sé que no me debes nada, pero por favor, por favor, Philippe es un buen chico, ayúdame a sacarle de allí. René no se imaginaba siquiera lo que suponía para él que Philippe estuviera con ese hombre. No podía, no sabía nada. Solo había venido porque su amigo necesitaba ayuda. Didier se tragó la rabia y se vistió, mientras se preguntaba, cuánto más podría mantener la farsa.
Los primeros rayos de sol comenzaban a despuntar y el cielo adquiría coloraciones violetas cuando llegaron a la casa de Servais. Conducía él mismo. Conocía el camino de memoria y sabía mil atajos para llegar a su destino lo antes posible. Aquella casa era una parte de su vida que prefería olvidar, una parte que incluía alguna que otra pesadilla. Y que ahora Philippe estuviera allí era como si sus viejas pesadillas tomaran forma de nuevo atacándole donde más le dolía. —¿Qué pasa en esa casa, Didier? —le preguntó René—. ¿Qué han hecho con Philippe? —Probablemente nada demasiado malo —dijo, en un vacuo intento de tranquilizar a su hermano y a sí mismo—. Puede que incluso se lo haya pasado bien. «Eso parece al principio», recordó. «Parece que lo pasas bien, disfrutas y solo recuerdas miles de orgasmos, como ráfagas de luz en medio de la oscuridad. Te levantas dolorido, sin poder sentarte, con la polla enrojecida de tanto usarla. Con el sabor del sexo pegado al paladar y diciéndote a ti mismo que ha sido una gran noche». No aparcó en la zona reservada para tal fin. Dibujó una curva perfecta, levantando una polvareda tras de sí, y dejó el coche justo a los pies de las escaleras de la entrada principal. No esperó antes de llamar a la puerta, una vez y otra, otra más. No se detuvo hasta que la mujer asiática la abrió.
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Entonces, la apartó de malos modos y entró sin esperar a ser invitado, seguido de cerca por su hermano. —¡Philippe! —gritó una vez en el interior. —¿Quieres calmarte? —dijo Clauzade. El corazón le dio un vuelco al verle llegar, pensaba que no tendría que volver a pasar por eso. No él. Nunca más. Y, sin embargo, allí estaba—. Hay gente durmiendo, llevan toda la noche en danza y necesitan descansar. Tú más que nadie deberías saber de qué te hablo. Es un poco pronto para la fiesta, pero si buscas entretenimiento... puedo hacer una excepción. En recuerdo de los viejos tiempos. Una rabia sorda y ciega se adueñó de su cuerpo y le controló como si fuera un títere. Eso era él: un esclavo de sus emociones. Y sus emociones le gritaban que golpeara a ese bastardo hasta dejarle irreconocible. Por fortuna, había otra emoción tirando de él en ese momento; la preocupación sincera por la persona amada. —¿Dónde está Philippe? —masculló entre dientes. —Oh, sí, el joven Puck —respondió Clauzade, parecía estar disfrutando de lo lindo con toda la situación—. Un muchacho encantador. Te llamaba, ¿sabes? No hacía nada más que repetir tu nombre una vez y otra. —¡Bastardo! —gritó. Y la ira respondió por él en lo que duraba un parpadeo. Nada. A un momento Clauzade se burlaba a su lado, al otro estaba en el suelo, mientras la sangre se escurría por la comisura de su boca. Pero lejos de parecerle suficiente, la ira quería más. Levantó el puño dispuesto a descargarlo de nuevo, una vez y otra y las que hicieran falta. —¡Basta! —chilló Clauzade alzando las manos en son de paz—. Solo bromeaba. Solo quería torturarte un poco, Didier. No ha pasado nada —gruñó, mientras se levantaba del suelo—. Ven, te lo mostraré. Lo verás con tus propios ojos. Servais empezó a subir las escaleras que daban al piso superior, Didier le seguía de cerca y, apenas a medio metro de él, estaba René con el rostro descompuesto. Era imposible que no hubiera oído las palabras de Clauzade, era imposible que no supiera ya lo que había entre ellos. Al menos, había tenido la cortesía, o la inteligencia, de no atacarle en ese momento. Clauzade abrió la puerta de un pequeño dormitorio, allí, en la cama, estaba Philippe. —¡Philippe! —exclamó Didier sintiendo cómo el corazón amenazaba con partir su pecho. Atravesó la habitación en un par de pasos, cogió su cuerpo menudo y lo abrazó con fuerza. Estaba... ardiendo y no despertaba—. ¿Qué le has hecho? —¡Nada! —exclamó Clauzade, parecía enfadado mientras se limpiaba con un pañuelo la sangre que manaba de su labio—. Nadie le ha tocado. Entró en la fiesta y empezó a participar, aunque estaba algo... cohibido. Pero entonces el incienso debió
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afectarle. Empezó a toser mucho y muy fuerte. Pensé que se iba ahogar así que le di láudano. ¡No para drogarle! —se apresuró a señalar—. Para la tos. Solo un poco para la tos. Pero debe de ser más menudo de lo que aparenta o... no sé, a lo mejor estaba cansado. Se desmayó. Le trajimos aquí y ha tenido fiebre desde entonces. Pero tranquilo, mi niño, nadie ha tocado a ese crío. —¡Porque se desmayó! —rugió Didier—. ¡Porque está enfermo! Atrévete a contarme qué habría pasado si no tuviera ese resfriado. ¿Cómo me lo habría encontrado entonces, Clauzade? —No sé —dijo con una sonrisa burlona—. ¿Muy satisfecho? Las ganas de golpearle de nuevo y borrar esa odiosa sonrisa se multiplicaron por mil, pero en esa ocasión tenía a Puck entre sus brazos. Puck... ¿Cómo se había atrevido a mancillar su nombre de esa forma? «Ha debido ser obra de esa bruja», se dijo. Liu-Xin había desaparecido al poco de llegar. —¿Está...? —René se había puesto blanco—. ¿Está bien? —Se pondrá bien —atajó Didier—. Es su... maldito resfriado. Ya sabes cómo es. —Y tú también —murmuró su hermano en voz baja, pero no se le escapó su comentario. Didier no dijo nada. Ese no era el momento ni el lugar para tener esa discusión. Cogió una de las sábanas y envolvió a Philippe en ella antes de alzarle en brazos, siempre le sorprendía lo ligero que era. —Vámonos, René —dijo, no sin antes dirigir una mirada asesina al individuo de la melena rubia. —Volverás —le dijo Clauzade antes de irse—. Tú lo sabes, yo lo sé. Volverás cuando necesites esconderte. —No volveré —replicó Didier—. No necesito esconderme mientras le tenga a él. —Entonces volverás antes de lo que crees —dijo, pero había algo en su tono que era diferente. No era una burla como las otras veces, ni siquiera sonaba como una advertencia; era tristeza. Con las manos ocupadas sujetando el cuerpo de Philippe, Didier no pudo evitar que Clauzade se inclinara y besara la frente del muchacho—. Un auténtico diamante. Una auténtica lástima.
—¿Por qué estamos aquí? —preguntó René cuando llegaron a su piso—. Deberíamos llevarlo a su casa. Su padre llega hoy, se extrañará si no le ve.
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—Claro, estará mucho más tranquilo si lo llevamos así y le contamos de dónde lo hemos sacado —replicó con acritud. En todo el trayecto en el automóvil, ni él ni René habían abierto la boca. Sabía que su hermano tenía muchas cosas que asimilar y en silencio agradecía que no hubiera dicho nada aún. En todo ese tiempo, tampoco Philippe había dado señales de recuperar la consciencia y eso le torturaba. Ni siquiera se había planteado dónde tenían que llevarle o qué hacer con él. Sabía exactamente dónde tenía que estar; a su lado. Había sido un estúpido al no haberse dado cuenta antes. Por algún motivo extraño e irracional creía firmemente que si Philippe estaba donde le correspondía las cosas se arreglarían solas. Por eso no vio nada malo en echarle en su cama y cubrirle con sus sábanas. Ese era su sitio. Didier se arrodilló a su lado y contempló su perfil, sus rasgos marcados como si alguien los hubiera delineado con tinta, y esos ojos grandes y perfectos, con sus pestañas largas y rizadas. Esos ojos cerrados que, tras los párpados, guardaban tormentas. Su pequeño duende... Su Puck. —¿Cuánto hace? —preguntó René desde el umbral del dormitorio. —Dos semanas, quizá más —contestó sin mirarle. Estaba demasiado ocupado contemplando a Philippe, estudiando sus rasgos, fijándolos en su memoria. El sol que se filtraba entre las cortinas arrancaba a sus cabellos destellos dorados que permanecían ocultos a los ojos del mundo. —Puck... Entonces, esta mañana... —Sí, esta mañana era él. —Estaba aquí... tras la puerta —balbuceó—. Por eso... Joder. Eres un hijo de puta —masculló, de repente, con la voz encendida por la rabia. replicó
—Eso no es muy amable, si tenemos en cuenta que tenemos la misma madre —
—¡No te hagas el gracioso! —espetó su hermano, alzando la voz—. ¡No te atrevas a burlarte de mí! —¿Puedes dejar eso, por favor? Ahora no es el momento. —¿No es el momento? ¿Y cuándo será el momento, Didier? —René estaba completamente fuera de sí, gesticulaba como un loco y su rostro se había teñido rojo de la ira más salvaje—. ¿Qué demonios le has hecho a Philippe? ¿Cómo has podido hacerle algo así? ¿En qué le has convertido? —le atacó, sin pausa para respirar. —Insinúas que yo... —Didier parpadeó confundido, su hermano le estaba acusando directamente de haber corrompido a su amigo.
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—Él no era así. ¡Él no era así! —repitió negando con la cabeza—. Le conozco... ¡le conozco desde que éramos pequeños! ¡Phil no es como tú! —Eres un imbécil —sentenció con desdén—. Philippe no ha cambiado; es la misma persona que conoces. —¡Sí, ha cambiado! —insistió—. ¡Tú lo has cambiado! —Te estás comportando como un crío —gruñó—. No tengo ni tiempo ni ganas de aguantar tus rabietas infantiles. Márchate a casa. —No te atrevas a decirme lo que debo de hacer —siseó. Didier nunca le había visto así. Las mandíbulas contraídas marcaban toda la musculatura del cuello, las venas de las sienes palpitaban de forma visible y escupía, en vez de hablar—. Philippe no era así antes. Porque si fuera así... me ha engañado. Y... joder... ¡mierda! Nos hemos bañado juntos. ¡Hemos dormido en la misma habitación! Me ha visto desnudo y... ¡Qué asco! Es... ¡repugnante! Esa expresión le activó como un resorte. No quería hacerlo. Una parte de él comprendía la sorpresa de su hermano pero... pero esa forma de hablar dolía demasiado. Le golpeó. Y ni siquiera lo hizo con rabia o con inquina. Solo quería que se callara, nada más. René se golpeó contra la pared al caer al suelo. Le contempló sorprendido, como si no supiera muy bien qué hacía allí. Didier suspiró, se sentía muy cansado. Estaba siendo una noche demasiado larga y ya había golpeado a dos personas. A estas alturas era un poco estúpido intentar convencer a alguien de que no era una persona violenta. —Por favor, René —dijo, intentando sosegarse—. Vete a casa, descansa. Hablaremos cuando estés más tranquilo. Ahora no tiene sentido intentar explicarte nada. —No quiero explicaciones —murmuró su hermano. Su mejilla izquierda cambiaba de color por momentos pero parecía que el golpe había surgido algo de efecto y sus facciones se habían relajado—. Ya no tengo hermano y, desde luego, ya no tengo amigo. —No le miraba a él cuando dijo eso, miraba hacia la cama. Didier se giró y se encontró con que Philippe había recuperado la consciencia y permanecía sentado en el lecho, contemplaba la escena con una expresión de absoluto terror. René se aseguró de que su amigo le escuchara bien antes de marcharse—. Puede que nunca lo haya tenido. Cerró la puerta con un fuerte golpe que hizo temblar las paredes. El silencio que vino después fue pesado y denso como una manta. —Philippe... —dijo con apenas un susurro. Se sentó a su lado en la cama y le miró a los ojos, sus ojos de tormentas que ahora amenazaban lluvia. —¿Soy repugnante? —murmuró sin mirarle. Una lágrima solitaria y silenciosa surcó su mejilla y se precipitó al vacío desde su mandíbula.
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Esa pregunta le partió el alma y removió recuerdos de días donde él se la planteaba a diario, días no tan lejanos en los que lloraba su vergüenza en la ducha. Le había costado mucho aceptarse tal y como era y Philippe apenas había empezado a hacerlo. René no tenía derecho a decirle eso, a reabrir heridas que no habían empezado a curar. —No —se apresuró a responder. Le sujetó la barbilla con delicadeza y le obligó a mirarle a los ojos. Los suyos brillaban, anegados en lágrimas que intentaba contener, brillaban y le reflejaban como la superficie de un estanque—. No digas eso, por favor. René no sabe lo que dice. Está... está confundido y nervioso. Se le pasará, ya lo verás. —¿Y si tiene razón? —le preguntó con voz ahogada—. ¿Y si los equivocados somos nosotros? —¡No! —exclamó y le besó. Fue un beso corto que sabía a sal, canela y clavo. Un beso que contenía toda la desesperación y el consuelo, el dolor y el placer. Torció el gesto al reconocer los componentes de la mezcla de láudano. Limpió con sus labios las lágrimas de sus mejillas—. Dime que esto está mal —le susurró—. Dímelo y pararé. Dime que te parece repugnante. No era su intención pero sus palabras hicieron que los diques emocionales que Philippe había construido quedaran reducidos a escombros. Las lágrimas corrieron, libres al fin, junto con los lamentos guardados durante demasiado tiempo. Cada uno de esos gemidos le arañaba con saña y le desgarraba. —Calla, por favor —susurró, abrazándole con fuerza—. Por favor. Fue incapaz de saber cuánto tiempo estuvieron así: abrazados sin decir nada. Philippe apoyado contra su pecho, con el rostro escondido en su camisa. Él rodeándole con sus brazos, inmerso en el perfume de sus cabellos que le evocaban cada momento compartido, cada sonrisa... ¿Cómo podía pensar alguien que eso estaba mal? —Te quiero —murmuró con una naturalidad que le resultó pasmosa. Philippe se separó y le contempló extrañado. Quizá dudaba de lo que había oído. La tormenta de sus ojos había amainado, ya no llovía. Ahora brillaban con una luz extraña, una luz nueva; la del sol que se filtra entre las nubes. —¿Qué has dicho? —preguntó, incapaz de creerse lo que había oído. No podía culparle, a él mismo le costaba reconocerlo pero ahora era todo más fácil. Didier empezó a reír. No sabía por qué lo hacía es que... era ridículo. Todas las presiones que se había impuesto, todas las barreras, las distancias que había intentado mantener... todo había sido en balde. Ese muchacho con cara de duende las había derribado con sombrosa facilidad. «Quizá es que no eran tan sólidas como creía», pensó. «Quizá solo buscaba que volviera a pasar. Quizá ya estaba pasando y me resistía a creerlo». —Te quiero —dijo de nuevo.
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El rostro de Philippe se iluminó con una sonrisa. —Te agradezco que digas eso —empezó, y desvió la mirada. Didier le contempló perplejo, no era la respuesta que esperaba. ¿Se había equivocado? ¿Y si lo había vuelto a hacer? No, Philippe no era así. No podía ser así. Entonces vio que, aunque el cabello cubría parte de su rostro, no escondía su sonrisa. Eso le tranquilizó, se permitió respirar tranquilo y dejó que Philippe continuara hablando. —Sé que no estoy en mi mejor momento pero no es necesario que digas eso para consolarme. No es tu deber consolar al niño llorón —dijo, con una mueca. —No consuelo a un niño llorón —replicó Didier—. Consuelo a la persona que quiero porque está sufriendo y no quiero que sufra. —Hizo una pausa antes de continuar, podía notar que Philippe contenía la respiración—. Siento haberte llamado así. No eres un niño llorón, no más que yo, en todo caso. Y no te digo eso porque estés sufriendo. Te lo digo porque es cierto y lo único que siento es no habértelo dicho esta mañana. Nos habríamos ahorrado muchos problemas. Philippe acarició su mejilla con un gesto delicado, casi tímido. Didier cazó la mano antes de que la apartara y la besó. —No soporto la idea de perderte, Puck —confesó, con la voz estrangulada. El joven le miró como si le descubriera por primera vez. Dibujó con las yemas de los dedos los contornos de su cara, el arco de la mandíbula, la forma de los labios... Se entretuvo un rato allí, acariciándolos como si no lo hubiera hecho nunca. Didier le dejó hacer, demasiado ocupado en contar sus largas pestañas, o la miríada de pecas casi invisibles que cubrían su rostro como una pequeña constelación de pecados. Le besó lentamente, saboreándolo. Se dejó acariciar por el tacto de terciopelo de su lengua, y paladeó su saliva, aún especiada por la medicina. Y su calor, sintió el calor que provenía de sus entrañas y que le llamaba, le invitaba a sumergirse y a dejarse abrazar por su oscuridad. Por primera vez, su Puck tomó la iniciativa con la sonrisa que se esperaría de un duende travieso y sus ojos de tormenta chispeando de excitación. Le tumbó sobre la cama y trepó sobre él con un movimiento felino. Besó su cuello mientras con sus manos abría un camino de botones. Didier le acarició la espalda desnuda y jadeó complacido al descubrir cómo la piel se erizaba tras el paso de sus dedos. No satisfecho con esta reacción, sus manos continuaron el camino y se escurrieron bajo la tela de los calzones, la única prenda que llevaba Philippe, sin encontrar demasiada resistencia. Su pequeño duende gimió sorprendido al notar la intrusión. —Estás frío —susurró con voz entrecortada. —Tú estás muy caliente —le replicó Didier—. Caliéntame —le suplicó, mientras le besaba de nuevo.
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«Sus manos, sus labios... Quiero recorrer su cuerpo con la lengua, liberar los gemidos que reserva para mí. Sus piernas me rodean, me atrapan. Le abrazo, le aprieto. Le necesito. Más cerca. Más adentro. Es mío, mi duende... mi Puck». Fue un frenesí en el que ambos perdieron la noción del tiempo. Philippe ya no era el mismo chico nervioso que había descubierto hace unas semanas. Seguía reteniendo esa aura de acogedora candidez pero ahora la utilizaba de forma muy diferente. Le asfixiaba con ella y le retenía robándole el aliento con una mirada. Creyó que se volvería loco cuando con desesperante lentitud se empaló contra él acogiéndolo en su interior. Jadeó, perdiendo el resuello, y empezó a moverse, a cabalgarle con movimientos oscilantes con la gracia de un bailarín, con un cuerpo cimbreante de inocencia y de pecado. Era su condena y su salvación. Didier hizo gala de sus abdominales y se levantó a pulso para abrazarse contra él y devorar su boca. Tenía hambre, tenía sed, y solo Puck podía saciarle. Escurrió una mano entre sus cuerpos para acompañar sus acometidas. Cerró los ojos y se dejó llevar, sintiéndose, escuchándose, percibiéndose como si tocaran el mismo instrumento. Fantasía a cuatro manos para piano y ambos, como dos maestros, se dejaron imbuir por el ritmo de la pieza hasta alcanzar el orgasmo en un allegreto final que se desvaneció en un adagio, dejándolos exhaustos, unidos y en paz. —Esto no puede estar mal —murmuró Philippe a su oído, cuando aún le albergaba en su interior—. No puede estarlo. Lo sé. Lo siento. está.
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—No —negó Didier con la cabeza—. No está mal. No importa lo que digan; no lo
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Philippe 23 de Diciembre de 1910
Debía ser casi mediodía pero ambos seguían en la cama y ninguno de los dos tenía la
menor intención de moverse. Le dolía el cuerpo pero no le importaba, ese tipo de dolor le gustaba. Era como un recordatorio de lo que habían hecho unas cuantas veces antes de caer rendidos. Didier no había dicho nada, pero dormitaba a ratos, cansado. Él no tenía sueño; se sentía un niño en la mañana de Navidad, demasiado emocionado para poder dormir, soñando con los regalos que vendrían. Philippe acababa de disfrutar sus regalos pero no quería perder ni un segundo de su compañía durmiendo. Ni uno solo. —Puedes dormirte —le dijo, cuando vio un ojo oscuro que se abría y le buscaba. —¿Y no desaparecerás mientras duermo? —murmuró. Philippe sonrió y le invitó a que apoyara la cabeza en su regazo—. Así sí que puedo dormir —dijo Didier, y se abrazó con fuerza a su cintura. Se entretuvo peinando su melena azabache, separaba los mechones y los colocaba detrás de su oreja, mientras una duda empezaba a carcomerle. Una pregunta que le torturaba y una respuesta que amenazaba con ser dolorosa. —Didier —llamó en un susurro, un gruñido quedo le respondió; estaba despierto—. ¿Qué pasó anoche? —Anoche pasaron muchas cosas —bromeó sin apartar la cabeza de su regazo. Philippe se rio con suavidad y le pegó un tirón del pelo. —Hablo en serio —dijo—. Me refiero a la mansión. ¿Qué paso con...? —Nada —respondió Didier con frialdad—. No pasó nada. Pero podía haber pasado. ¿En qué estabas pensando para entrar allí? —No, yo... —Quiso decir algo coherente pero apenas recordaba nada de lo sucedido—. Quería conocerte —murmuró—, saber cosas de ti. No sé nada de ti. —Yo tampoco sé nada de ti —replicó. —Eso no es cierto —se defendió Philippe—. Lo sabes todo. Sabes... incluso sabes lo que yo no sé. Espero que no eso no reste encanto a nuestra relación —bromeó—, pero no soy un chico misterioso.
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—Yo no soy un chico misterioso —Didier se giró para mirarle a los ojos. Alzó una mano para acariciarle la cara y suspiró, parecía muy cansado y muy triste, quizá recordara algo lejano y doloroso. «¿Un antiguo amor?», aventuró—. Tenía dieciséis años cuando acabé en el conservatorio. No se me daba mal y por aquel entonces yo soñaba con conseguir el premio Roma. —¿El Roma? —se asombró Philippe—. Tenías que ser muy bueno. —No lo suficiente —replicó Didier con dureza. Philippe se tensó al recordar esa misma respuesta en otra situación—. No quedé mal clasificado pero no fue nada del otro mundo. Era demasiado joven —recordó quitándole importancia—, no había prisa. Si no era ese año sería el siguiente. Pero mi madre se había empecinado en que yo debía ser un genio como Mozart o algo así, y consiguió que un prestigioso compositor me diera clases particulares. Allí empezó todo. —Oh, el profesor —repitió Philippe, al recordar la conversación con René. —El profesor —asintió con desdén—. Estaba casado y tenía dos hijos pero le gustaban jovencitos. Y yo estaba completamente obnubilado por su talento. Las clases las dábamos en el conservatorio, mis padres alquilaban un aula y... No sé cómo comenzó. Recuerdo que al principio estaba muy confundido y luego, muy enamorado. Supongo que era increíble que alguien así tuviera interés por un simple alumno como yo. Hacía que me sintiera especial y único. —Pero... —Pero era una farsa y yo me lo creí —continuó con una mueca de dolor—. Siempre cerraba la puerta cuando... tocábamos el piano. —Philippe soltó una risita al escuchar esa metáfora—. Aquella vez no la cerré, y puede que otras tampoco —añadió—, pero en esa ocasión abrieron la puerta. —Oh, no. —Oh, sí —asintió moviendo la cabeza—. No había ninguna forma de malinterpretar la situación. Fue muy... humillante. Después de aquello, me expulsaron del conservatorio y mi carrera musical se fue a las alcantarillas. Lo dijo con bastante frialdad, como quien habla del tiempo o decía la hora, como si no fuera de él de quien estuviera hablando. Philippe sintió una opresión en su pecho al percibir su dolor bajo toda esa indiferencia. —¿Qué pasó con él? —preguntó—. ¿Con tu profesor? —Fue amonestado por su poca discreción. —Y... ¿Ya está? —se extrañó Philippe. —Ya está. Había estado en la Villa Medici dos veces —dijo—. Era uno de los grandes. No podían permitirse perderlo. Así que le dieron una reprimenda: “puedes hacer lo que quieras con tus alumnos pero que no te pillen”.
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—¡No es justo! —exclamó, sintiendo una rabia extraña en su interior. En ese momento, habría golpeado a ese hijo de puta hasta arrancarle los dientes y Philippe no había pegado a nadie en su vida. Apenas había levantado la voz un par de veces y en ese momento se sentía con fuerzas y motivos para matar a alguien. —Ey, calma, Puck —le tranquilizó Didier al apreciar su estado de ánimo—. Eso fue hace mucho tiempo. Ya no me afecta. —Mientes. —No, no miento —dijo con una amplia sonrisa—. Ya no me importa. Ya no. — Philippe sintió como el rubor se extendía por sus mejillas y Didier se rio al ver su reacción—. Pero lo peor no había llegado aún —continuó con una mueca—. ¿Había dicho ya que era un crío y que estaba enamorado? O eso creía. No me importó que me pillaran, la vergüenza, la expulsión... En aquel entonces lo único que me importaba era volver a verle. Estuve castigado muchísimo tiempo, pero lo primero que hice al pisar la calle fue ir corriendo a buscarle. Y... tenía otro alumno. —¿Otro alumno - alumno? —remarcó Philippe. —Así es, otro alumno como yo. Dijo que había desperdiciado su talento conmigo y que no le volvería a pasar. Enloquecí, me puse furioso y empecé a romper cosas. Cuando llegaron a ver qué sucedía de nuevo cargué con las culpas y la vergüenza. Pero aquella vez no me castigaron. Esa vez mi padre decidió que yo tenía un problema que se tenía que solucionar de raíz así que me llevó a casa de Madame Sérusiaux. —¿Tu padre te llevó a un burdel? —dijo, abriendo los ojos como platos ante tal revelación. —Así es, y me acompañó cada noche hasta que me aprendí yo solo el camino. Era su deber como padre velar por mi salud y yo estaba enfermo, así que tenía que buscar una cura. —¿Y tú? —No me curé, como has podido deducir —bromeó y se rio, pero en sus risas no había humor, solo tristeza—. Pero durante mucho tiempo él lo creyó y yo lo intenté. Intenté con todas mis fuerzas ser como los otros, pero... no pude. Un día me crucé con Clauzade y me invitó a una de sus fiestas. Philippe cerró los ojos. Le parecía recordar imágenes de la fiesta de Servais. Sombras formadas por cuerpos, cuerpos entrelazados que se movían a un ritmo caótico. Piernas, cabezas, brazos, espaldas, caderas... Todo se mezclaba y se confundía en una música de chapoteos y gemidos. —Yo... vi algo de eso —balbuceó—. ¿Yo...? —No, tú no —respondió Didier con dureza y Philippe suspiró aliviado, pero solo en parte—. Según Servais te dio un ataque de tos por el humo, te dieron algo de láudano y
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de desmayaste. Te llevaron a un cuarto y te dejaron dormir, allí te encontré y te traje. No pasó nada más. —¿Me lo aseguras? —preguntó. Didier no contestó y desvió la mirada. Los músculos de sus mejillas se resaltaron cuando él apretó las mandíbulas. Philippe le acarició la cabeza para tranquilizarle—. ¿Láudano? —repitió. —Para la tos. —Lo sé, lo sé —asintió Philippe—. Lo había tomado antes de salir de casa. Supongo que por eso me desmayé. —Eso me tranquiliza un poco, no creas. —Didier... ¿por qué acabaste allí? —Huía —respondió—. De todo, de todos, de mí mismo. Quería olvidarme y allí me aceptaban tal y como era. Entrabas y todo era sencillo, fácil. No había lazos, ni preocupaciones ni cosas como el amor. Eso era para los niños estúpidos. Allí solo importaba el momento y el placer. Conseguir el máximo placer y dar el máximo placer. No había problemas morales ni... Todo eso desaparecía cuando entrabas. Solo sombras, olores y desconocidos. Y creía que con eso tenía bastante y era feliz. —¿Y lo eras? —preguntó tímidamente. —No, ahora sé que solo es una ilusión. Solo te venden humo. Nada que puedas sujetar o retener. Me di cuenta de que lo que yo quería no importaba. Junto con la moral, en la entrada dejabas tu capacidad para poder decidir. Por eso lo dejé. Porque hubo un día que dije que no y sucedió lo mismo que si hubiera dicho que sí. —¿Qué? —La pregunta salió estrangulada. —No quiero hablar de eso, por favor —le pidió Didier—. Ya no lo necesito. No necesito espejismos de humo y juegos de luces. Ahora te tengo a ti, ¿no? Philippe tragó saliva, asintió y le besó. —Me tienes —dijo contra sus labios—. Soy tuyo. Soy... tu duende travieso. Tu Puck. Completamente tuyo.
En aquella ocasión sí se quedó a desayunar. Se pasaron toda la mañana hablando de cosas banales y tonterías que le llenaban como si fuera lo más importante del mundo. Ya era media tarde cuando atravesó la puerta de su casa. Lo primero que hizo fue sorprenderse al ver la cantidad de maletas que esperaban en el vestíbulo.
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—Papá... —recordó. Su padre llegaba ese mismo día. Seguramente, hacía horas que estaba en casa y se habría preguntado dónde se había metido su hijo—. ¡Louis! —exclamó al ver al mayordomo—. ¿Ya ha llegado mi padre? ¿Ha preguntado por mí? —Sí y sí —contestó el mayordomo mientras cogía su abrigo y su sombrero—. Le dije que había salido con el joven Hérault, señor. —Sí, sí —aceptó Philippe, cada vez más nervioso. Se sentía como si estuviera a punto de pasar un examen. No veía a su padre desde que... «Desde que decidiste dejar de engañarte y engañar a todo el mundo»—. ¿Dónde está ahora? —En la sala de música, señor. «¿En la sala de música? De todos los lugares de la casa tenía que estar precisamente en ese», gruñó. Pero hizo de tripas corazón y se dirigió hacia allí. llegar.
Se encontró a su padre inspeccionando la colección de souvenirs. Se giró al verle
—Ya tienes uno —dijo, mostrando una miniatura del Big Ben con una mueca triste—. No recordaba que tuvieras tantos. —¡Papá! —Philippe fue hacia él y le abrazó con fuerza. Puede que esos días sus pensamientos estuvieran en mil sitios a la vez pero siempre encontraba un hueco para pensar en su padre. Le añoraba ahora tanto como cuando era niño. Añoraba su olor a tabaco de pipa, y su largo bigote cada vez más claro. —Mi niño —dijo el hombre con ternura, mesándole el cabello—. Bueno, ya no tan niño —se rectificó—. ¿Cuántos años tienes? —Casi dieciocho —contestó. Jean-Luc tenía poco más de cuarenta años y se consideraba un hombre joven para tener un hijo de la edad de Philippe, pero llevaba toda la vida trabajando y era consciente de que los años no le habían tratado bien. A pesar de eso, seguía trabajando cada día como si fuera el último. Minuto a minuto, hora a hora, día a día, todo para que su hijo tuviera aquello que a él le había faltado. Y si para eso había de renunciar a verle crecer, podría asumir las consecuencias. Philippe sabía todo eso, lo había deducido de las pocas conversaciones que mantenían y una parte de él le admiraba por su tenacidad, otra le odiaba por convertirle en poco más que un huérfano y otra se sentía culpable por ser el responsable de esa situación. —¿Dieciocho ya? —se extrañó Jean-Luc. —Dentro de dos meses —le recordó. A veces tenía la sensación de tratar con un extraño que ni siquiera era capaz de recordar su nombre.
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—¡Pues ya va siendo hora de buscarte una novia! —bromeó dándole una palmada en la espalda. Philippe forzó la sonrisa y asintió. «Miénteles a todos», recordó. Y eso hizo.
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25 de Diciembre de 1910
Había pasado un día entero sin ver a Didier y eso le empezaba a carcomer. Su padre
marchaba de nuevo, antes de fin de año y se sentía tan culpable que había decidido que no se separaría ni un segundo de Philippe el tiempo que estuviera en París. Este había asentido con una sonrisa y no había dicho nada. Cuando la víspera de Navidad su padre le sugirió ir a casa de los Hérault, Philippe tuvo que hacerle cambiar de opinión. —¿Qué sucede? —se extrañó su progenitor—. Pensaba que tú y René erais como hermanos. ¿Ha pasado algo? —Hemos discutido —confesó. —¿Por qué? —Cosas —dijo el joven, encogiéndose de hombros, sin querer hablar más del tema. —Esa cara... —Su padre movió el dedo y empezó a sonreír como si supiera un secreto que nadie más sabía—. Es por una chica, ¿verdad? Philippe le dejó que creyera lo que quisiera, no se molestó en corregirle. Incluso sonrió y torció la cabeza en actitud de “me has pillado”, pero no dijo nada. Y esa navidad la pasaron en casa, ellos dos solos. Jean-Luc iba por el enésimo vaso de coñac y, de paso, el enésimo consejo sobre cómo tratar a las damas. Philippe contemplaba, con cierta desesperación, el movimiento eterno de las manecillas del reloj. Daba la sensación de que el tiempo se detenía y se estiraba cada vez que su padre hablaba. Todavía conservaba esperanzas de que se retirara a media tarde y él tuviera tiempo de escabullirse a ver a Didier, pero conforme avanzaban las horas, su esperanza se desvanecía como el humo de un cigarro. Ya había anochecido cuando llamaron a la puerta. —El señor Didier Hérault —anunció Louis. Philippe dio un salto en la silla y sintió que el corazón se le iba a escapar por la boca. «¿Didier aquí? ¡Está loco!», pensó con una mezcla de excitación y terror. —¿Didier? —preguntó Jean-Luc. —El hermano mayor de René —le informó el joven—. Papá, tengo que hablar con él sobre René —le mintió—. Estaremos en la sala de música, ¿vale? Si su padre le escuchó, no hizo ademán de ello. Se sirvió una nueva copa de licor mientras continuaba explicando a la criada una anécdota sobre la gente de Bruselas. Philippe sonrió al ver la cara de hastío de la joven muchacha y sintió algo de pena por ella, pero toda su empatía desapareció por la puerta cuando vislumbró la silueta de Didier.
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Tenía el semblante mortalmente pálido y los ojos enrojecidos. ¿Había estado llorando? —¿Estás bien? —le preguntó Philippe. —Comida familiar —explicó Didier y no necesitó añadir nada más para que él se imaginara cómo había transcurrido su día—. Perdona por venir aquí, no quiero darte problemas pero... necesitaba verte. «Yo también», quiso decir, pero, en vez de eso, le instó a que acelerara el ritmo de sus pasos para llegar cuanto antes a la sala de música. Una vez dentro, Philippe cerró la puerta en la cara del mayordomo, se giró y besó a su amante con toda la pasión que había retenido durante esas largas horas en las que no estuvieron juntos. Un día entero era una eternidad en el desierto. Didier le devolvió el beso y le abrazó con fuerza. Pero había algo que no iba bien. Su amante caminó por la sala con la mirada perdida, pasó los dedos por la superficie del piano y esbozó una sonrisa cómplice. Philippe agachó la cabeza, ruborizado, al intuir lo que pasaba por su mente. Pero Didier no hizo ningún comentario. —Ven —dijo, sentándose en el piano—. Toca conmigo. —¿La Fantasía a cuatro manos de Schubert? —preguntó, mientras rebuscaba entre las partituras. —Por ejemplo —dijo Didier. Las notas empezaron a fluir. Primero tímidamente, pero luego, con más fuerza. «No recordaba lo triste que era», pensó Philippe mientras sonaban los primeros compases. Pero aunque fuera triste tenía algo, algo que te hacía seguir adelante, pelear, luchar y, al final, vencer. Aunque doliera, aunque perdieras mucho por el camino. Merecía la pena. —Hoy he hablado con mi padre —dijo Didier mientras tocaba. Philippe asintió con un gesto, demasiado ocupado en leer el pentagrama—. He hablado con mi padre, luego he hablado con René y... luego he vuelto a hablar con mi padre —dijo, con amargura—. Me voy a América. —¿Qué? —exclamó Philippe interrumpiendo la melodía con un golpe de teclado. Era una broma, ¡tenía que ser una broma! «Ahora que todo va bien no puede hacerme esto. ¡No puede!»—. ¡No puedes! —No quiero pero...
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—¡No puedes! —repitió. Su mundo se derrumbaba. Su pequeña fortaleza de esperanza se venía abajo cual castillo de naipes. ¿Así era todo lo que habían construido, frágil, quebradizo, efímero? —Por favor, Philippe —dijo, y algo en su tono de voz le empujó a tragarse su rabia y su ira y a escuchar, aunque solo fuera un poco, aunque solo fuera durante un momento—. Mi padre me ha dado un ultimátum y René ha puesto sus cartas sobre la mesa. Mañana sale un tren con rumbo a Amberes, allí tengo que ocuparme que de que se haga adecuadamente el transporte del material y, desde allí, partiré a América, con destino a Nueva York. Uno de los socios de mi padre ya ha llegado, me están esperando. —¿Por qué? —quiso saber—. No lo entiendo, Didier. No querías ese puesto, acabas de mudarte... ¿Por qué? —Mi padre amenazó con quitarme la paga y las casas y condenarme a la miseria —dijo con la cabeza gacha—. Pero no me importó, le dije que no. Pero luego... René me hizo otra oferta. Las cosas han cambiado. «¿Otra oferta? ¿René?». —¿Qué te ha dicho para que cambiaras de opinión? —preguntó con la sombra de la sospecha sobre su espalda—. ¿Qué te ha ofrecido? —Eso no importa —dijo, sin mirarle. —¿Me ha usado a mí? —Pero no necesitaba una respuesta. Ya la sabía. ¡Claro que le había usado a él! Didier habría soportado el quedarse en la miseria aunque solo fuera por una cuestión de orgullo, pero nunca habría permitido que su Puck pagara sus errores. —Me ha dicho que hablaría con tu padre, que hablaría con sus socios, todos lo sabrían y... y eso haría que tu padre perdiera la empresa y todo por lo que ha trabajado. Te destruiría, Philippe. —Pero... pero él es mi amigo. No... —No entendía, no quería entender. Solo sabía que dolía, dolía mucho. Se sentía traicionado, herido, abandonado—. No te vayas, por favor. Encontraré la forma —suplicó rompiendo a llorar. No quería hacerlo pero su mundo se desvanecía ante sus ojos y él movía las manos intentando cazar las cenizas que se llevaba el viento—. No quiero que termine nunca. Didier le rodeó con el brazo y le besó la cabeza. —Ven conmigo —le susurró al oído. —¿Qué? —Philippe le contempló perplejo. ¿Era una broma? Pero no podía ser una broma, esa expresión, esa mirada... Era cierto, era una oferta seria. —Ven conmigo —repitió. Allí no nos conoce nadie, podremos hacer nuestra vida como queramos. —Allí está igual de mal visto que aquí...
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—Pero no nos conocen —repitió Didier. Sus ojos brillaban con la luz de la esperanza renovada—. No saben nada de nosotros ni de nuestro pasado. Solo amigos, viejos compañeros del conservatorio que prefieren enfrentarse juntos a un país extraño. No necesitan saber más. Nadie tiene por qué saber más. Y solo estaríamos tú y yo. Lejos de la gente que quiere hacernos daño. —Pero toda mi vida está aquí —intentó explicar. Sin embargo sus palabras le sonaban huecas. Una casa vacía era lo que tenía, y un padre de vez en cuando, que le compraba regalos y pagaba sus facturas. ¿Valía eso más que Didier y lo que había entre ellos? —No hace falta que me contestes ahora. —Didier se llevó la mano al bolsillo de su chaqueta y sacó un sobre. Le dio un golpecito y se lo tendió—. Es mi.... mi regalo de Navidad —dijo, con una sonrisa nerviosa. Philippe lo abrió, con manos temblorosas y se encontró con un billete de tren. —Siete de la tarde, andén 8. Origen: París-Gare du Nord. Destino: AmberesCentral. Primera clase, compartimento 17b —leyó en voz alta. —Mañana a las siete de la tarde yo subiré a ese tren —le informó—, y me gustaría que tú vinieras conmigo.
Esa noche no pudo dormir. En parte por los molestos ataques de tos que le irritaban la garganta y no le dejaban respirar, pero en parte también por el nido de ardillas en el que se había convertido su estómago a causa de los nervios. Estudiaba el billete una vez y otra. Lo había leído mil veces hasta memorizarlo por completo. Y todavía no tenía una respuesta. ¿Qué le retenía? ¿Qué tenía en París que no tuviera en otra parte? Una casa no era más que un lugar para vivir, y con lo poco que veía a su padre, bien podía irse al otro extremo del mundo y distanciar las visitas un poco más, tampoco habría una gran diferencia. Incluso podría ser positivo porque, al igual que el señor Hérault, su padre también se había planteado la conquista transatlántica. Si bien era cierto que él no tenía el talento ni el don de gentes que tenía Didier para tratar con los clientes y hacer negocios, seguro que podría aprenderlo. Siempre había conseguido hacer todo cuanto se había propuesto, aunque le dijeran que no valía, que no era capaz, él sabía que con tesón lo podía conseguir todo. Entonces... ¿por qué dudaba todavía? ¿Qué le retenía? «Nada. Pero tengo miedo».
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Esa sencilla revelación le dio la respuesta que buscaba. No había dicho que sí porque tenía miedo a la novedad, a los cambios, a encontrarse perdido al otro lado del mundo sin un lugar al que regresar. «Es miedo», se dijo. «Todo lo que me retiene es el miedo». Más tranquilo, y con su decisión tomada, las ardillas se calmaron y hasta el resfriado le dio tregua. Casi había amanecido pero ahora podía dormir.
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26 de Diciembre del 1910
Esa mañana se despertó tarde y enfermo.
La fiebre había vuelto. La enfermedad que parecía haberle dado unos días de descanso, regresó con más virulencia que nunca. Philippe tenía agujas clavadas en las articulaciones, en la cabeza, en la espalda, pero sobre todo, tenía cientos de agujas incandescentes clavadas en el pecho y se clavaban más hondo con solo tomar aire. Suavizó las respiraciones, las convirtió en pequeños suspiros superficiales. «Ahora no», se maldijo. Lágrimas ardientes se agolpaban en sus ojos y luchaban por salir. Tras sus párpados, había un mar que hervía. «Ahora no», se repitió. «No es justo». A duras penas, consiguió incorporarse. Se sentía débil, le temblaban las piernas y dar un paso se convertía en una hazaña digna de elogio. Arrastró los pies hasta el armario y cogió la ropa. No se dejaría vencer. No podía dejarse vencer por algo así. No era un niño para quedarse en la cama esperando que alguien viniera a cuidarle. Ya no. Había conseguido sobreponerse a todas sus carencias, a todas, menos a su debilidad. «¡No! A esta también la venceré», se dijo. Y esa noche la pasaría en los brazos de Didier, rumbo a Amberes y de allí a América. Un nuevo mundo; una nueva vida. Pero todavía quedaba otra prueba a superar: hablar con su padre. De nuevo le temblaron las piernas y se sintió desvanecer y esta vez no era por culpa de la enfermedad. Las ardillas de su estómago se habían despertado e iniciaban un baile frenético desgarrando sus intestinos. Se sujetó el vientre con ambas manos y se apoyó en la pared. Encontrar aire era difícil, relajarse era difícil, encontrar valor para hacer lo que debía era muy difícil. Pero la alternativa era peor. La alternativa era su ausencia, el vacío y eso sí le daba miedo, eso sí que era difícil Se llevó el pañuelo a la boca anticipándose a otro ataque de tos. Este llegó, duró y le dejó destrozado y dolorido como si hubiera corrido la maratón. Cuando por fin consiguió recuperar la respiración, frunció el ceño y se guardó el pañuelo. «Ahora no», se dijo. La desesperación se convirtió en una bestia enorme que amenazaba con destrozarle por dentro y sumirle en un pozo de negrura de donde no podría salir. «Ahora no», se repitió y apartó a la bestia. Había cosas que no podía enfrentar y la muerte era una de ellas.
No era una gran maleta pero era una maleta pesada. Confiaba en que Louis le mandara el resto de sus cosas cuando hubiera llegado. Quizá era demasiado escasa para el
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largo viaje pero a duras penas podía levantarla, tenía que conformarse con arrastrarla con una mano mientras con la otra perseguía las paredes para guiarse en su camino. Didier le prestaría cosas, estaba seguro. Puede que incluso tuvieran tiempo de ir de compras por Amberes antes de que saliera el barco. Louis le interceptó cuando intentaba bajar las escaleras. Le cogió la maleta con una facilidad pasmosa que no hizo más que confirmar su propia debilidad, le dedicó una mirada de soslayo y le ofreció un brazo para ayudarle a bajar. —Sé que no es de mi incumbencia, Señor, pero creo que no deberíais haberos levantado en ese estado —dijo, con su habitual tono cortés y distante—. Si hubierais utilizado la campana yo mismo o una de las muchachas habríamos ido a ayudarle. —Estoy bien —dijo, pero ni siquiera él se lo creía—. Solo estoy cansado. Tengo que hablar con mi padre, ¿dónde está? —En el salón —respondió el mayordomo mientras vigilaba cada uno de sus pasos, quizá temeroso de que se cayera por las escaleras—. Está hablando con el joven Hérault. —¿Con Didier? —se extrañó, y parpadeó confundido. —No, con René. Al escuchar ese nombre y saber que estaba con su padre todo su malestar se multiplicó por mil. Las piernas le fallaron y Louis tuvo que soltar su maleta para sujetarle. Su equipaje bajó revotando en cada escalón, se estrelló contra el suelo y esparció todo su contenido por el vestíbulo. No podía continuar. Las fuerzas le abandonaban. El aire soltaba silbidos agónicos cuando se escapa entre la comisura de los labios. —¡Philippe! —gritó su padre, atraído por el estruendo. René iba con él. Se fijó en el rostro de su padre y no le reconoció, la forma en que le miraba como si estuviera viendo un monstruo. Sorprendido, furioso, triste y decepcionado. Todo eso veía Philippe en su mirada y cada uno de esos sentimientos le acuchilló sin piedad. Lo sabía, claro que sí. René se lo había dicho. Clavó sus ojos en el que había sido su amigo intentando encontrar algo que justificara tanto odio, pero este apartó la vista. Él estaba allí, sentado en la escalera, sujetado por Louis. La cabeza le daba vueltas y lloraba aunque no quisiera. En algún momento de la noche, se había permitido soñar con que todo podría ir bien. Su padre le daría la bendición y él llevaría sus negocios al otro lado del mar. René entraría razón, vería que siempre había sido el mismo y que siempre sería su amigo y harían las paces. Ahora, contemplándoles a ambos a través de una bruma febril, se dio cuenta de lo ingenuas que habían sido sus esperanzas. —Philippe, tenemos que hablar —comenzó su padre—. René me ha contado que...
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—¿Por qué? —le interrumpió sin mirarle, miraba a René que rehuía su mirada como un niño avergonzado—. ¿Cuándo te he hecho daño? ¿Cuándo te he fallado? Siempre he sido tu amigo. —Y yo lo soy también —respondió René—. He tardado en darme cuenta pero estoy aquí porque soy tu amigo y tienes un problema. Pero seguro que se puede arreglar. Por eso he venido a hablar con tu padre —explicó. Philippe descubrió horrorizado que el joven hablaba en serio. René creía en lo que hacía y en que estaba siendo un buen amigo—. He oído hablar de un sitio en el que se ocupan de curar todo este comportamiento inmoral. Es una academia. Mi padre pensó en mandar a Didier pero... «Miénteles a todos», le recordó la voz de Didier. «Miénteles, engáñales, no dejes que te descubran o te destruirán con palabras amables llenas de buenas intenciones». —René me ha contado que ese... —Su padre tardó en encontrar la palabra adecuada— personaje indeseable se va a América. Nunca habría pasado esto si no fuera por él. Ahora que está lejos, podremos empezar a curarte a ti. —No —negó con vehemencia—. No estoy enfermo, no necesito una cura. ¿Cómo os atrevéis a juzgarme? Y si estuviera enfermo... ¡no me importa! ¡Me gusta estar enfermo! ¡Quiero mi enfermedad porque ella me ha dado a Didier! Su padre y René intercambiaron miradas de compasión, como si no estuviera delante. Nada de lo que dijera les haría cambiar de opinión porque estaba loco, loco y enfermo y ese tipo de personas solo se merecían conmiseración y lástima. —No me importa lo que penséis —dijo, aunque la verdad era que sí lo hacía, le importaba y mucho y por ese motivo le dolía tanto—. Me voy —Philippe sonrió, se obligó a hacerlo. Recordó a Didier, sus besos, lo que sentía al estar en sus brazos, las charlas insustanciales después una noche de sexo. ¿Cómo podía estar mal? ¿Cómo podían decir que estaba enfermo? No dejaba de llorar, el dolor que sentía era demasiado grande pero aun así, se obligó a sonreír porque tenía a alguien que le esperaba y merecía la pena. Todo eso merecería la pena y no sería más que un mal recuerdo que Didier borraría con una palabra, con una caricia. —¿Te vas? —se extrañó su padre. Entonces, deparó en la maleta y el contenido que desparramaba por el suelo. Abrió mucho los ojos al atar los cabos y balbuceó de forma incoherente—. No —pronuncio con voz ahogada—. Philippe, no puedes irte así. ¡Por Dios, Philippe! Eres mi hijo y te quiero. Podemos arreglarlo. ¡Todo puede arreglarse! Philippe se levantó, la cabeza le daba vueltas y no tenía fuerzas pero aun así consiguió la voluntad para ponerse en pie y caminar. Se había puesto el abrigo antes de bajar las escaleras y llevaba el billete de tren en el bolsillo. Era todo lo que necesitaba. —Yo te quiero, papá —dijo, mientras caminaba hacia la puerta—. Pero tú quieres a otro Philippe, y ese no soy yo. Su padre gritó algo pero no pudo oírle. Empezó a toser. Se dobló por la mitad y cayó al suelo, mientras su cuerpo era preso de dolorosos espasmos. Cada tos era un
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chasquido de dolor detrás de las sienes, un latigazo en su espalda, lava hirviendo en su garganta. Tosió y tosió mientras, a su alrededor, el mundo se convertía en un vórtice caótico donde se confundían rostros y voces. «Ahora no. No es justo» Las paredes se derretían y se convertían en un charco a sus pies, reemplazadas con negrura. Los cuerpos se fundían y desaparecían en un suelo inestable de arenas movedizas que le tragaba sin que él pudiera hacer nada. Y Philippe cayó y se hundió en el pozo de la inconsciencia.
Cuando abrió los ojos el reloj le contemplaba con una sonrisa torcida: las seis. «Las seis... el tren sale dentro de una hora». Philippe se levantó como un fantasma. No pensaba, solo se movía. Sabía que tenía que llegar a Gare du Nord en menos de una hora y era consciente de las limitaciones de su cuerpo. Alguien le había puesto el pijama. Con lo que le había costado vestirse y alguien le había puesto el pijama otra vez. Gruñó alguna incoherencia y decidió que no importaba. Buscó los zapatos y se los puso, sin preocuparse por encontrar calcetines. «El abrigo», recordó. «El billete está en el abrigo. Louis lo habrá llevado a la entrada». Arrastrando los pies salió de la habitación. No quería más discusiones, ni escenitas de ningún tipo. Solo quería desaparecer y llegar al tren porque sabía que todos sus problemas desaparecerían cuando llegara allí. Todos. Y cuando el tren arrancara todo lo malo se quedaría en París. Bajó las escaleras apoyándose en la pared. Pasó por delante del salón donde su padre hablaba con alguien. Le pareció reconocer al médico. «¿Cómo se llamaba?», pensó. Le había visitado tantas veces que ya casi era parte de la familia. «Doctor algo», se dijo, y asintió satisfecho. El médico consolaba a su padre que lloraba afligido como si fuera un niño pequeño. «Ya eres mayor para esas cosas, ¿no crees?». Localizó su abrigo entre las prendas de la entrada. Rebuscó en los bolsillos y suspiró aliviado cuando encontró el sobre que Didier le había regalado. También estaba su billetera y la documentación; todo lo que necesitaba para iniciar el viaje de su vida. No dedicó ni un segundo en despedirse de su casa. Se sentía incompleto, anestesiado, como si no fuera él el que salía por esa puerta y no pensara regresar.
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«Tengo que darme prisa, no hay tiempo. No me queda tiempo», se repetía una y otra vez como un monótono mantra. «Didier me espera y me iré con él. Cuando me vaya, todo irá bien. Todo se arreglará, seguro». Sin embargo, ya subido en el coche que le llevaría a la estación, mientras contemplaba como las calles nevadas pasaban por su ventana, empezó a ser consciente de lo que estaba haciendo. Recordó la sangre en el pañuelo, en el suelo al desmayarse, el llanto de su padre... No era tonto. Puede que no fuera el más brillante pero no era tonto. No lloraría. No. No lloraría porque todavía le quedaban cosas por hacer. No se daría por vencido. Pero debía de ser consciente de que había problemas que no se arreglarían con subir a ese tren.
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Didier 26 de Diciembre de 1910
La locomotora hizo sonar el silbato que indicaba la primera llamada a los pasajeros.
Didier esperaba a pie de vía. Al lado de la puerta, su equipaje ya estaba dentro y aunque era consciente de lo prematuro y precipitado de toda la situación, todavía conservaba las esperanzas de que Puck apareciera. Ya no quedaba casi nadie por subir al vagón. En el andén, las familias se agolpaban para despedir a los seres queridos que sacaban el cuerpo por la ventanilla. Cientos de manos que se agitaban al aire, alguna lágrima... Didier estudió sus rostros con una mezcla de tristeza y decepción y envidia, muchísima envidia. Ni siquiera su madre se había acercado a decirle adiós. Total, solo se iba al otro extremo del mundo. Pero entre las caras de los familiares reconoció uno que no se esperaba. —¡Ha venido! —exclamó sintiendo que la emoción el embargaba. ¡Era Philippe! ¡Su Puck! Había venido. Pero... ¿por qué no se movía? ¿Por qué se quedaba detrás de la multitud, con esa sonrisa triste? Entonces lo supo. No iba a ir con él. Con pasos lentos se alejó del vagón y atravesó la barrera humana hasta llegar al joven ojeroso, que se abrazaba a sí mismo. —Hola —le saludó con sencillez al verle. —Hola —contestó Didier con un nudo en la garganta. Quiso tocar su mejilla pero Philippe se apartó. Vio el brillo de las lágrimas en su mirada y sintió que las correspondía, todas y cada una. —Te quiero —murmuró Philippe—, pero no puedo acompañarte. —Lo sé —asintió Didier—. He sido muy injusto al proponértelo. No tenía derecho a pedirte que lo dejaras todo por mí. —No, no, no —negó Philippe—. Pensé en no venir pero... tenía que verte una última vez. No soportaba que te marcharas pensando que.... No sé. Eres lo más importante que me ha pasado en la vida —dijo—. Me has cambiado. Me has dado valor para enfrentarme a mí mismo y no importa lo que pase ahora, ahora sé quién soy y no me mentiré más. Nunca más.
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Bry Aizoo
El silbato de la segunda llamada hizo que ambos giraran sus cabezas hacia el tren. —Tienes que irte —le dijo empujándole con suavidad—. No pierdas el tren por mí; no merece la pena. —Por ti merece la pena cualquier cosa, Philippe —dijo mientras le abrazaba con fuerza. Hizo ademán de besarle pero él le giró la cara. —Hay demasiada gente —murmuró, desviando la mirada. Didier asintió, un poco mortificado por esa reacción. Ni siquiera podía darle un beso de despedida pero también sería ser injusto con él. Después de todo, su tren estaba a punto de partir y sería Philippe quien se quedara en la estación y se enfrentara a las miradas acusadoras de los testigos. —Siempre serás mi Puck —le dijo, y le besó en la frente. Que la gente pensara lo que quisiera de ese beso, lo mismo podían ser amigos que hermanos—. Volveré —le dijo y se dijo buscando un consuelo que ambos necesitaban—. Puede que tarde un año, quizá más, pero volveré. —Te estaré esperando —dijo Philippe—. No me moveré de aquí. Intentaré arreglar las cosas con tu hermano, quizá todavía nos quede esperanza. —Te escribiré en cuanto me haya instalado —le dijo mientras caminaba hacia el vagón sin dejar de mirarle —Yo también te escribiré —respondió su duende travieso agitando la mano. —¡Te quiero! —gritó, aprovechando el momento en el que el tren daba su último aviso. La estridente sirena ahogó sus palabras para que nadie las oyera pero estaba seguro de que Philippe lo había hecho, porque una sonrisa iluminó su rostro. Le vio allí, de pie en el andén, hasta que el tren empezó a moverse y su figura fue empequeñeciendo hasta ser consumida en la distancia. Entonces, Didier cerró la puerta de su compartimento privado y, solo entonces, lloró.
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Fantasía a cuatro manos
Jean-Luc 26 de Diciembre de 1910
Había sido un día horrible. Primero la conversación con el joven Hérault había puesto su mundo patas arriba. Había discutido con Philippe deseando que lo negara todo o que, como mínimo, mostrara cierta predisposición a arreglar las cosas. Pero el joven, lejos de reconocer su error, parecía enorgullecerse de su desviada moral.
¿Cómo podía ser? Ese no era su Philippe. Ese no era el joven caballero que había criado. Sin embargo, toda la ira y la confusión que llenó su alma cuando descubrió sus intenciones de fugarse con ese muchacho, se volatilizaron en apenas unos segundos. Todos esos problemas le parecieron absurdos y carentes de valor cuando descubrió con horror que su pequeño se moría. Tuberculosis. El diagnóstico del médico fue un mazazo directo a su alma. No había cura. Solo cabía esperar a que su querido niño se consumiera ante sus ojos como la llama de una vela, y se apagara lentamente hasta desvanecerse. Le costó un mundo reunir las fuerzas necesarias para subir las escaleras que llevaban a su dormitorio y enfrentarse a ello. Ahora le tocaba la parte más difícil: decírselo a él. Pero cuando abrió la puerta de la habitación se encontró con una desagradable sorpresa: no había nadie.
—No puede ser, no puede ser —se repetía una y otra vez, alternando su rosario particular con las imprecaciones al conductor para que fuera más deprisa. No le importaban los peatones, ni los otros vehículos, ni si la calle estaba resbaladiza por culpa del hielo y la nieve. Todo eso le parecían escusas de mal pagador para no llegar a tiempo y eso no podía permitírselo. Tenía que llegar antes de que fuera demasiado tarde. Bajó del vehículo sin esperar a que este se detuviera. Pasó corriendo entre las columnas bajo la atenta mirada de las seis estatuas y del reloj que le informaba que pasaban quince minutos de las siete.
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Bry Aizoo
Los andenes estaban vacíos. El tren con destino a Amberes había partido ya. —No, no, no —gimoteó el hombre, incapaz de contener el llanto. Los transeúntes le miraban al pasar, preguntándose qué le sucedía. La mayoría, seguramente, llegaría a la triste conclusión de que había bebido demasiado. «Mi niño, mi pequeño...», pensó sin poder evitar que gruesas lágrimas quedaran atrapadas en la trampa de su mostacho. —¿Padre? —le llamó una voz conocida. Jean-Luc se alzó, buscando la procedencia de esa voz. ¿Acaso se la había imaginado? Buscó con la mirada entre los rostros de la gente intentando encontrar una cara conocida. Allí, sentado en un banco, con la mirada perdida, estaba Philippe. —¡Philippe! —exclamó Jean-Luc y corrió a su lado. Philippe parecía no verle, tenía la mirada vidriosa y las mejillas humedecidas. En la comisura de los labios, se apreciaban rastros de sangre. —No he podido —dijo con voz hueca—. No he podido irme con él. No sería justo. No puedo sobrevivir al viaje. Y si lo hiciera, condenaría a Didier a cuidar de un moribundo. Lo siento —dijo, mirándole a él—. Te he dejado la carga a ti. —¡No! —negó Jean-Luc, agitando la cabeza. Sujetó su rostro y besó sus mejillas—. Encontraré la forma, ya lo verás. No permitiré que mueras. —Le he mentido —continuó Philippe, hablando todavía de su pervertido amante— . Le prometí que no le mentiría pero lo he hecho. No quería hacerlo —dijo, y no parecía que hablara con él, era más bien como si hablara consigo mismo—. Llegué a pensar que podríamos separarnos sin una mentira pero le dije que le esperaría, que estaría aquí cuando volviera. —¡Y estarás! —exclamó con aire decidido—. Encontraré la forma, te lo prometo —le dijo—. Y cuando tu Didier venga a buscarte; estarás aquí. Philippe le miró extrañado, sorprendido de sus palabras. Jean-Luc bajó la cabeza y asintió, para alzar la vista de nuevo y fortalecerle con su decisión. Porque tenía que creerle, era necesario. No podía darse por vencido, todavía tenía cosas por las que luchar. —La encontrarás, ¿verdad? —dijo—. Por lo menos, hay que intentarlo. —¡Eso es, muchacho! ¡Eso es! Si lo su hijo que necesitaba para mantener la esperanza era la llama de ese amor, él se ocuparía de avivarla. Por muy amoral y retorcido que le pareciera, por muy reprobable que fuera, él le recordaría a cada momento que merecía la pena vivir. Porque era su hijo, y si había decidido vivir así, haría de tripas corazón y le acompañaría porque lo importante era eso: que había decidido vivir.
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