¿ENSEÑAR HISTORIA O ENSEÑAR A HISTORIAR? Julio Valdeón Baruque
1. La enseñanza de la historia ha estado siempre presente en los planes de estudio de la España contemporánea, tanto en la enseñanza primaria como en la secundaria. Han variado, eso sí, los contenidos de la disciplina y han experimentado, asimismo, importantes transformaciones los métodos didácticos utilizados por los docentes. Pero los responsables de los diversos planes de educación siempre han considerado imprescindible incluir la historia entre las asignaturas consideradas fundamentales. Ciertamente la finalidad esencial que se perseguía con la enseñanza de la historia era contribuir a la formación y desarrollo de una conciencia nacional. Al fin y al cabo la historia entró como disciplina en el mundo académico, se consolidó en el ámbito universitario y se propagó a los otros niveles de la enseñanza de la mano tanto de la burguesía triunfante del Antiguo Régimen como de los nacionalismos en auge en el siglo XIX. Las naciones contemporáneas (o en su caso los Estados, para hablar con mayor precisión) no eran sino la meta de llegada de la navegación que se efectuaba por los procelosos mares de la historia. A la inversa, las realidades políticas del presente se proyectaban sobre el más remoto pasado, posibilitando la creación de etiquetas de tan escasa consistencia como “Prehistoria de España, de Francia o de Alemania”. No vamos a discutir el trasfondo de esta concepción nacionalista de la historia, que en sus momentos de exaltación llegó a los excesos que todos conocemos (basta recordar aquello de “unidad de destino en lo universal”, que se dijo de España.) Mas lo cierto es que existe una estrecha conexión entre nacionalismo e historia. “La historia y su conocimiento son uno de los principales elementos de la conciencia nacional y una de las condiciones básicas para la existencia de cualquier nación”, ha dicho el historiador polaco J. Topolsky (Topolsky, 1982, 518.) Por lo demás basta asomarse al panorama de la España actual y ver cómo en muchas Comunidades Autónomas, particularmente en las que entran en la categoría de “nacionalidades”, con frecuencia se instrumentaliza la enseñanza de la historia al servicio de la creación de una conciencia “regional” o en su caso “nacional”. Pero las posibilidades que ofrece la enseñanza de la historia no se agotan, ni mucho menos, con su utilización a favor de la idea de nación. Los movimientos revolucionarios del pasado siglo, y muy en particular la obra de Marx y Engels, acudieron a la historia como el cauce más adecuado para que los seres humanos tomaran conciencia de su posición en el proceso de evolución de la humanidad y se prepararan para las transformaciones venideras. De la enseñanza de la historia para cantar las “glorias de la patria” se había pasado a la docencia de la disciplina que nos ocupa para que en ella vieran los alumnos “un proceso conflictivo y dialéctico”. Enseñar historia es, desde esta perspectiva, proporcionar un utillaje adecuado para la forja de una concepción progresista del mundo. J. Fontana ha puesto de relieve cómo la historia debe de servir al hombre de “arma para sus Historiagenda. Número extraordinario Secretaría Académica
combates de hoy y herramienta para la construcción de su futuro” (Fontana, 1974, 140). Pero la enseñanza de la historia tiene también mucho que ver, desde nuestro punto de vista, con otro aspecto que no siempre merece la debida consideración. El rasgo que mejor define al ser humano es sin duda su carácter histórico, su condición de eslabón de una cadena que viene del ayer y se dirige hacia el mañana. “El hombre es un animal histórico”, dijo con gran lucidez L.E. Halkin (Halkin, 1963, 30). Tanto los individuos como las colectividades se preguntan por su pasado, desean conocer hasta donde sea posible sus raíces. De ahí el papel de la historia como preservadora de la memoria colectiva. Y es que el esclarecimiento del pasado nos resulta imprescindible si no queremos ser aplastados por él. Oigamos una vez más a Halkin: “cuanto mejor conoce el hombre su pasado es menos esclavo de él. Ahí reside la verdadera grandeza de la historia” (Halkin, 1963, 31). Enseñar historia, desde todos estos presupuestos, es una tarea útil para la realización de esa catarsis que la sociedad necesita, a fin de liberarse de las obsesiones que el ayer proyecta sobre el presente. ¿Qué decir, finalmente, del papel de la enseñanza de la historia como segregadora de ideología? De todos es conocido ese dicho según el cual “toda clase de historia es un panfleto, de derechas o de izquierdas”. En realidad la historia es una disciplina susceptible como pocas de “ideologización”, lo que significa que puede funcionar, según los casos, como banderín de posiciones radicalmente contrapuestas. Ahora bien, independientemente de los “usos de la historia”, no cabe la menor duda de que su enseñanza puede y debe desempeñar un importantísimo lugar en la conformación por parte del individuo que la recibe de su concepción del mundo. Como ha puesto de manifiesto Topolsky “La educación histórica es una de las bases principales para configurar la conciencia ideológica y política de una sociedad” (Topolsky, 1982, 518). 2. Los dos problemas fundamentales que se plantean a los profesores de historia, como de cualquier otra disciplina, son “qué” enseñar y “cómo” hay que transmitir esa enseñanza. Estamos en presencia, por una parte, de los “contenidos” que debe tener la disciplina de que hablamos y, por otra, de los métodos didácticos que hay que poner en juego para alcanzar los resultados previstos. Diremos, en principio, que ambos aspectos, aunque puedan aislarse en el momento del análisis, se hallan indisolublemente unidos. De nada serviría programar los contenidos de una determinada materia sin tener en cuenta los medios didácticos que se van a utilizar y las estrategias de enseñanza que piensan aplicarse. De ahí la necesidad de la confluencia entre las exigencias que emanan de la propia disciplina, la historia en nuestro caso, los condicionamientos psicológicos de los alumnos que van a recibir esa enseñanza y los métodos y recursos didácticos apropiados para cada situación. Pues bien, mi modesta aportación a esta obra colectiva está hecha desde la perspectiva de un profesor de historia, con una experiencia, ya lejana, en la enseñanza media, y varios años de ejercicio en el ámbito universitario. La experiencia acumulada a través de la práctica docente ciertamente no la he convertido en materia de reflexión teórica, por lo que en ningún caso me atrevería a dar “consejos pedagógicos”. Vaya por delante, no obstante, mi pleno acuerdo Historiagenda. Número extraordinario Secretaría Académica
con el ilustre físico francés V. Kourganoff cuando afirmaba que “saber hacerse comprender es un problema de comunicación en el sentido puramente psicológico” (Kourganoff, 1972, 80). El pivote esencial en torno al que girará el éxito o el fracaso de cualquier plan de enseñanza es, evidentemente, el profesor. Éste, en el momento del inicio de su actividad profesional, y al margen del problema de la “formación permanente”, deberá poseer “competencia” en su disciplina, independientemente de las exigencias que se consideraran oportunas en el terreno pedagógico. Esa “competencia” en la disciplina, la historia en nuestro caso, la habrá adquirido o bien en las escuelas de formación del profesorado de Educación General Básica, para los que enseñan a niños de 12-14 años, o bien en las facultades universitarias de filosofía y letras o de geografía e historia, para los que imparten su docencia en el nivel de bachillerato. Pero la historia que se enseña en los centros universitarios españoles, hablando en términos generales, ha experimentado profundos cambios en el presente siglo. En las primeras décadas de esta centuria estaba vigente una concepción de la historia de raíz positivista, dominada por los grandes personajes y los acontecimientos de carácter. La enseñanza de la historia que se impartía en el bachillerato, lógicamente, reflejaba aquel estado de cosas. No obstante el contacto de la historia con las ciencias sociales, en particular con la economía y la sociología, la aparición a fines de la década de los veinte de la escuela de los Annales e incluso el impacto lejano del materialismo histórico preparaban un giro copernicano en el desarrollo de la disciplina. El final de la guerra civil española se vio acompañado del establecimiento oficial de una concepción de la historia nacional-católica. Nunca como entonces estuvo tan claro el papel que desempeñaba la enseñanza de la historia como arma de exaltación nacionalista. Desde la década de los cincuenta, sin embargo, se pudo asistir al lento pero firme proceso de “normalización académica” de la historia en la Universidad, por utilizar la conocida expresión de Josep Fontana. Los contactos con Europa, la obra de Vicens Vives o la irrupción de la historia económica son diversos aspectos de esa recuperación. Pero esos aires renovadores tardaron en descender a la enseñanza media. Hubo que esperar a los planes de estudio de mediados de la década de los setenta, en los cuales la que podríamos denominar “historia tradicional” daba paso a una concepción nueva, abierta ante todo a los fenómenos colectivos y al despliegue de las diversas formas de civilización. Era el triunfo de los Annales y de Braudel, o lo que es lo mismo, de una concepción de la historia en la que primaba lo económico y social y que mantenía un diálogo permanente con el conjunto de las ciencias sociales. Presentar en forma sintética el panorama actual de la enseñanza de la historia de la Universidad española es una tarea prácticamente imposible. Hay, no obstante, algunos rasgos significativos, como la creciente tendencia hacia la historia regional (fenómeno paralelo al desarrollo del estado de las autonomías), el ligero retroceso de los aspectos socioeconómicos como fundamento vertebrador del proceso histórico, el auge de una historia económica de sofisticada elaboración (sin duda deudora de la New Economic History ) y la invasión por doquier de la historia de base econométrica con la microhistoria, en la línea de la obra de Carlo Ginzburg, y las monografías sobre las cuestiones antes despreciadas por la investigación (al Historiagenda. Número extraordinario Secretaría Académica
estilo de la “vida privada”) con la nueva narrativa, que retorna impulsada particularmente por determinados sectores de la historiografía anglosajona. Desplomadas las ideologías globales explicativas del papel del hombre en el mundo (¡quién iba a pensar que Gonzalo Fernández de la Mora había dado en la diana al hablar, hace años, del “crepúsculo de las ideologías”!), la historia se ha resentido notablemente de su función de guía inexorable en el acontecer del ser humano. Claro que paralelamente la historia “light” que cultivan hoy en día, como si de un género literario más se tratara, tantos maestros de la “nouvelle histoire”, escala puestos en las listas de los libros más vendidos. Estas novedades en lo que a la historia como disciplina académica se refiere han coincidido en España con el importantísimo proceso político de la transición primero y de la consolidación de la democracia después. Simultáneamente se inició el proceso de la reforma educativa de los niveles no universitarios, con su fase de experimentación y de debate. Lo que hace apenas diez años se presentaba como experiencia didáctica poco menos que revolucionaria (pensamos, como ejemplo óptimo, en el proyecto del grupo valenciano Germanías) hoy se considera inaceptable, pues pretendía aplicar a niños de 1º. de BUP (Bachillerato Único Polivalente), por lo tanto de 14-15 años una historia conceptual, cuando los psicólogos del aprendizaje nos dicen que hasta los 16 años no se adquiere un nivel de pensamiento lógico formal. Así las cosas apenas la “normalización académica” llegaba a la enseñanza de la historia en el bachillerato cuando irrumpió en la escena la fiebre reformadora y con ella la acumulación de propuestas de la más variada índole. Más aún, lo que se ensayaba un año, presentado a bombo y platillo como una conquista definitiva, se abandonaba al siguiente, ante los magros resultados obtenidos. ¿Qué sucedió, si no, con el curso sobre “La dimensión histórica de las sociedades”, programado para alumnos de 14-15 años? 3. Cualquier planteamiento que se haga acerca de los posibles contenidos de la historia en los niveles medios de la enseñanza tiene que entrar en debate, necesariamente, con los postulados que, más o menos genéricamente, se han sostenido en los últimos años por parte de los voceros de la reforma. Lo que un tanto despectivamente se denominaba “concepción academicista de la historia” parecía ser el enemigo a batir, bien entendido que bajo esta etiqueta entraban tanto la historia narrativa y nacional-católica de la posguerra como la defendida por los grupos renovadores y progresistas de los setenta. Es mucho más importante el método que los contenidos, tal parecía ser el lema de los antiacademicistas. Añadamos un segundo principio: hay que borrar de la mente de los profesores de historia su obsesión por la cronología. ¿Para qué elaborar programas inabarcables que nunca pueden desarrollarse plenamente? Por otra parte, ¿qué importa saber más o menos cosas concretas de éste o aquél acontecimiento histórico? Lo fundamental, insistían los defensores de la reforma, es el aprendizaje de las destrezas, de los métodos de trabajo. “Se trata de ir más allá de las enseñanzas académicas tradicionales y de atender a otros aspectos que suponen desarrollo de capacidades, de hábitos, de actitudes”, se lee en un texto relativo a “Los presupuestos didácticos de la reforma”. En definitiva el “cómo”, es decir la forma de desarrollar la enseñanza, prevalecía sobre el “qué”, o Historiagenda. Número extraordinario Secretaría Académica
sea aquello que se enseñaba. F. Arroyo lo expresó muy bien en un artículo periodístico: “con el señuelo de la renovación pedagógica y de la enseñanza activa...al final, lo que termina importando es la “forma” como se enseña más que el “fondo” de lo que se enseña. (Arroyo, 1987) Ahora bien, todo depende de los objetivos que se pretendan seguir con la enseñanza de la historia en los niveles medios. El análisis de la filosofía de la reforma nos induce a pensar que con esta disciplina se pretende, al margen de conseguir que los alumnos tengan una conciencia histórica, cuestión en la que hay acuerdo unánime de todos los enseñantes, dar a los escolares los instrumentos necesarios para que ellos mismos sean capaces de comprender la evolución de las sociedades humanas. Lo importante, decía un entusiasta defensor de la reforma en una carta enviada hace años a un periódico de Madrid, es ofrecer a los alumnos “los rudimentos para irse creando su propia versión de la historia cuando les interese” (El País, 29 de julio de 1986) Parecida línea argumental se venía observando entre quienes veían en la utilización de los textos históricos por los escolares la panacea para sustituir una enseñanza cerrada y dogmática por el autoaprendizaje de la disciplina en un proceso libre y creativo. ¿Y qué decir del denominado “aprendizaje por descubrimiento”, en el cual, como ha puesto de relieve R. Cuesta, “frente a la tradicional preocupación por los contenidos históricos, se pone el acento en los procedimientos por los que se llega al conocimiento del pasado? (Cuesta, 1988, 116) Los contenidos, en todos estos planteamientos, pasan a un segundo plano, convirtiéndose en un simple campo de experimentación para que los alumnos se ejerciten en las destrezas de la disciplina. La conclusión a la que se llega a partir de estos supuestos es muy clara: más que enseñar historia lo que se persigue es convertir a los escolares en aprendices de historiador. El propósito puede ser muy loable, pero acaso un tanto utópico. Por lo demás esta cuestión nos recuerda la polémica desarrollada en Alemania en tiempos de Hegel entre los profesores de filosofía de enseñanza media acerca de qué había que hacer con sus alumnos, si enseñarles a filosofar o enseñarles filosofía. Hegel, aunque no interviene en la disputa (no quería perder tiempo en esa “charla de moda”, decía irónicamente en la carta a un amigo) apuesta por la segunda opción. ¿No nos parece suficiente tarea intentar enseñar algo de historia a los alumnos de enseñanza media? ¿Queremos además hacer de ellos investigadores? Ciertamente, “enseñar historia” no es, en modo alguno, transmitir “memorísticamente” conocimientos inútiles sobre acontecimientos, personas o instituciones del pasado. Enseñar historia ya es una tarea de suficiente entidad como para que muchos docentes se dediquen plenamente a ello. Por lo demás, ¿quién ha dicho que con la enseñanza “academicista” de la historia no se pueden conseguir los objetivos antes señalados de que los alumnos adquieran conciencia histórica y dispongan de un arma crítica para su posterior vida en sociedad? “El alumno puede ser activo no sólo cuando descubre o inventa por sí mismo, sino también cuando es capaz de atribuir un significado y un sentido a lo que se le enseña”, dice un psicólogo contemporáneo (Coll, 1987, 10). De ahí la propuesta que se ofrece en este breve artículo, y cuyas características básicas podemos sintetizar de la siguiente manera: Historiagenda. Número extraordinario Secretaría Académica
a) En los niveles medios de la enseñanza debe de tener primacía “enseñar historia” sobre “enseñar a historiar”. b) Los “contenidos” tienen un fundamento en sí, no sólo hay que verlos como mero instrumento para la adquisición de las destrezas propias de las ciencias sociales. c) La meta hacia la que debe de apuntar la enseñanza de esta disciplina es la “historia integrada” (sin duda meta inalcanzable pero en cualquier caso ideal en cuya dirección uno se encamina.) Coincido plenamente con C. Martínez Shaw cuando se hacía esta pregunta: “¿Por qué la historia total o integrada se va convirtiendo en una historia local, discontinua, restringida temáticamente?” (Martínez Shaw, 1986, 96.) Lo cual no significa, ni mucho menos, que haya que abandonar esos “otros aspectos que suponen desarrollo de capacidades, de hábitos, de actitudes”, que propugnaban los textos programáticos de la reforma, ni enterrar la idea de “que la enseñanza se vuelva investigadora”, asimismo recogida en esos textos, ni desconocer el papel que el entorno puede jugar desde tantos puntos de vista, ni coartar el indiscutible hábito de “autonomía discente” con que debe contar el alumno. Coincidir con Martínez Shaw significa creer en las potencialidades que la enseñanza de la historia encierra, siempre que se den una serie de condiciones que considero imprescindibles: competencia del docente en la disciplina; capacidad pedagógica (bienvenido sea el profesor-programador, pero no olvidemos al profesor-cautivador o incluso al profesor-provocador, en el buen sentido del término); recursos adecuados; interés por la tarea a desarrollar (mejor aún si hay “entusiasmo”.) ¿Objetivos a conseguir en la enseñanza de la historia? No voy a repetir hermosas frases ni menos aportar citas de autoridades. Me limitaré a recoger la opinión de un antiguo alumno, hoy profesor de economía en una universidad norteamericana, el cual en carta que me enviaba hace un par de años recordando sus estudios de bachillerato en un instituto de enseñanza media en los comienzos de la década de los sesenta, señalaba que “lo más importante que yo aprendí de aquellas clases (de historia) fueron los cimientos de dos actitudes intelectuales básicas en mi formación: a) la concepción de la actividad humana como un proceso con continuidad histórica, y b) la aceptación de la historia como un proceso conflictivo y dialéctico”. 4. Enseñar historia, ¿pero qué historia?, se nos dirá. La diversidad de concepciones de la disciplina, de escuelas, de métodos, ¿no es motivo suficiente para dudar de que podamos hablar de la “historia” sin más? La cuestión es ardua, ciertamente. Pero en el asunto que nos ocupa, la enseñanza de la historia en los niveles medios, entiendo que es posible alcanzar un determinado consenso en torno a lo que podríamos considerar aspectos esenciales de “lo histórico”. El conocimiento histórico tiene una especificidad y obedece a una lógica interna. Que no se argumente señalando que esa lógica es en sí misma “histórica”, y por lo tanto modificable, pues ello aparte de llevarnos al más absoluto de los relativismos, podría aplicarse a todas las disciplinas. Se enseña historia como se enseña física, desde las coordenadas de fines del siglo XX, coordenadas que difieren de las de hace un siglo y presumiblemente de las de dentro de cien años. Historiagenda. Número extraordinario Secretaría Académica
P.Vilar, en un reciente trabajo, ha puesto de relieve cómo entre dos historiadores que sean dignos de este nombre, al margen de las posibles diferencias conceptuales y metodológicas (él “dialoga” en el trabajo citado con Sánchez Albornoz), hay elementos de solidaridad, por ejemplo, “frente a cualquier ‘ciencia humana’ capaz de decirse ‘a-histórica’ o ‘anti-histórica’, pero también frente a estos ‘especialistas en ideas generales’ que creen hacer malabarismos con ‘conceptos’ cuando no lo hacen sino con palabras” (Vilar, 1988, 57-58.) Pues bien, pueden señalarse unos cuantos rasgos específicos del conocimiento histórico, rasgos que, tal es el postulado que se defiende en este artículo, deben estar presentes en la historia que se enseña en los niveles medios: la cronología es el eje del conocimiento histórico; no hay historia sin los acontecimientos; en lo histórico tiene preferencia la idea de cambio; para explicar lo histórico es preciso acudir a una multiplicidad de factores. 4.1. Puede afirmarse, con toda rotundidad, que no hay historia sin cronología. Oigamos de nuevo a P. Vilar: “pretender pensar la sociedad...sin referencia constante a la dimensión temporal me parece absurdo”, “pensar históricamente...consiste...en situar, medir, y sobre todo fechar todo fenómeno del cual se pretenda hablar”, para concluir definiendo el conocimiento histórico como aquel que permite “entender y hacer entender los fenómenos sociales en la dinámica de sus secuencias” (Vilar, 1988, 58-60.) La “dimensión temporal”, la “fecha” y por último la “secuencia” son los conceptos que maneja el maestro cuando habla de la historia. Hace tiempo se definió a ésta como “la evolución en el tiempo de las sociedades humanas”. Así pues, la cronología siempre está presente. Sin ella no puede hablarse de conocimiento histórico. El problema del enseñante consistirá en iniciar al niño en la noción de “tiempo histórico”, pero lo que nunca tendrá justificación es hurtar a lo histórico uno de los ingredientes fundamentales de su esencia con el pretexto de las dificultades que presenta su comprensión para los alumnos. 4.2. No hay historia sin cronología, pero tampoco hay historia sin acontecimientos. No se me oculta que el acontecimiento tiene mala prensa. ¿Es posible olvidar el tono despreciativo que ha tenido la denominada “histoire evenementielle”? (en francés, “de acontecimientos”, nota del recopilador) Quizá nos traiga a la memoria, por otra parte, la vieja historia de reyes y de gestas. Frente al imperio de la historia narrativa, ceñida a los sucesos protagonizados por los grandes personajes y ubicada en el ámbito del nacionalismo, surgieron nuevas concepciones que ponían mucho énfasis ora en la teoría, ora en los métodos cuantitativos. Así, al estudiar el siglo XVIII francés, podía prescindirse olímpicamente de los sucesos ligados a la Revolución, en tanto que no faltaba la evolución de los precios del trigo en la centuria. Desde otras ópticas un discurso escolástico acerca de las fuerzas productivas y las relaciones de producción podía igualmente ahorrarse los eventos de la susodicha Revolución. Pero la cuestión es mucho más compleja. P. Vilar, guía una vez más de nuestras reflexiones, ya nos advirtió que los acontecimientos históricos debían ser contemplados desde una triple perspectiva, como causas, como consecuencias y como síntomas. ¿Podría alguien entender la historia de España del siglo XX Historiagenda. Número extraordinario Secretaría Académica
prescindiendo de las batallas (léase, por ejemplo, la guerra civil de 1936 a 1939) o incluso de los “grandes personajes” (pensemos en F. Franco)? Otra cosa distinta será que al enseñar historia a niños de nivel medio habrá que seleccionar muy cuidadosamente aquellos acontecimientos que resulten realmente significativos en el contexto de las unidades didácticas programadas en cada curso. Pero el acontecimiento como tal no puede desaparecer de la historia. 4.3. La historia es ante todo transformación, modificación de lo dado para abrir paso a nuevas construcciones. La idea de cambio, sustancial a la historia, no puede faltar como referente sine qua non en la enseñanza de la disciplina, cualquiera que sea el nivel en que se desarrolle. Ello no invalida, por supuesto, la legitimidad de la utilización de otras perspectivas, como la estructural, tanto en la investigación como en la docencia. Pero el hilo conductor de la historia es el cambio, lo que debe traducirse en su consideración preferente a la hora de poner en marcha la docencia. La concepción de la historia subyacente a los programas de la disciplina aún hoy vigentes en el BUP, particularmente en lo que se refiere al curso de “Historia de las civilizaciones”, no da prioridad a la noción de cambio. Antes al contrario se pone especial énfasis en lo que permanece, en los legados de las civilizaciones pasadas y en su aportación a la civilización occidental. Por su parte la sincronía aparecía como el elemento director del programa de “La dimensión histórica de las sociedades”, ensayado en la reforma. “Los núcleos temáticos se centran en la consideración de determinadas formaciones sociales, desde una perspectiva ‘de corte’ o ‘sincrónica’ ”, se decía, aun cuando procurara igualmente no olvidarse “el aspecto evolutivo...esencial para comprender el cambio continuo que supone la historia”. Pues bien, la idea de cambio, destacada en estas propuestas, aunque en cierto modo supeditada a la sincronía, debe presidir en nuestra opinión la enseñanza de la historia. 4.4. La historia no puede explicarse sin tener en cuenta la concurrencia de múltiples factores. “La historia resulta de la coexistencia de los campos y de la interacción continua de sus factores, así como de las modificaciones rítmicas de sus relaciones cuantitativas y cualitativas” (Vilar, 1988, 69.) La “interrelación de variables” en un momento histórico concreto figura como uno de los conceptos básicos que deben aprender los niños en el curso de “ciencias sociales” de 14-15 años, ensayado en los centros en donde se ha aplicado la reforma. En historia no vale la relación simple causa-efecto del tipo “el asesinato de Sarajevo fue la causa de la primera guerra mundial”. Hay acontecimientos, ciertamente, que actúan como la chispa que provoca el fuego, pero hay que ir más allá de las apariencias para buscar la explicación profunda de los fenómenos históricos. No en vano se ha hablado, por lo que se refiere a la explicación en historia, de “causalidad estructural”. La traducción didáctica de estos postulados encierra sin duda dificultades. Pero ello no debe ser obstáculo para la iniciación de los alumnos en el análisis de la historia (es decir, de la vida humana en definitiva) como campo de confluencia de numerosos factores. Mas para poner un poco de orden en este terreno de la “interrelación de variables” quizá sea adecuado establecer una agrupación de las Historiagenda. Número extraordinario Secretaría Académica
mismas en tres niveles: la base material de la sociedad (población, recursos, actividades económicas, relaciones sociales), la organización jurídico-pólítica (normas jurídicas, el poder y sus instituciones) y el campo del espíritu (ideas, creencias, creación artística.) Pero nunca habrá que olvidar que entre esos niveles, tan sumariamente presentados, hay abundantes canales de comunicación, de tal manera que un acontecimiento histórico que nos parezca propio de un determinado nivel se entiende mejor si entran igualmente en juego variables de los otros niveles. 5. ¿Historia o ciencias sociales? La pregunta está en el ambiente, por lo que no sería de recibo escamotearla. Señalaré, de entrada, que la discusión aparece con frecuencia lastrada porque planea sobre ella la sombra del gremialismo. Si se defiende la enseñanza de la historia ¿no será porque detrás hay un profesional de la disciplina, por lo tanto un “interés corporativo”? Claro que así planteadas las cosas también podría sospecharse la existencia de intereses de gremio en los defensores a ultranza de la enseñanza las ciencias sociales. El problema de la relación entre la historia y las ciencias sociales es complejísimo, habiéndose dedicado al mismo ríos de tintas. Sin duda la historia, aferrada en el pasado siglo y en parte del presente al empirismo y a la erudición, lo que se traducía en el predominio de lo narrativo y en el protagonismo de los “grandes personajes”, se ha beneficiado enormemente de su contacto con las diversas ciencias sociales que se fueron constituyendo en el mundo contemporáneo. Ahora bien, eso no significa que no haya diferencias entre la historia, por una parte, y las ciencias sociales, por otra, diferencias que se refieren tanto a los fines (la historia busca la imagen global de la sociedad) como a los métodos. Por lo demás, como señalaba recientemente L. Stone, “es posible que haya llegado el momento de que las ratas históricas abandonen el barco científico del campo social...ya que éste parece estar haciendo agua y requerir urgentes composturas. La historia siempre ha tenido un carácter social, y si hace tiempo se vio atraída por el canto de sirena de las ciencias sociales fue debido a que pensó, al parecer equivocadamente, que éstas eran también científicas” (Stone, 1986, 46.) Pero nuestro interés, en este artículo, no se refiere a las cuestiones teóricas de la relación entre historia y ciencias sociales, sino a los problemas implicados en la didáctica de dichas disciplinas. Pues bien, la opinión que aquí se defiende es nítida: no puede diluirse la enseñanza de la historia en la de las ciencias sociales. Si se considera conveniente introducir en las enseñanzas medias determinadas ciencias sociales (economía, sociología, antropología, etc.) ello no deberá hacerse en un extraño maridaje con la historia, sino abriendo un espacio propio para aquellas disciplinas. Esto obedece a razones de muy diversa naturaleza, entre las cuales no hay que olvidar las de tipo práctico. Si tenemos en cuenta que las ciencias sociales abarcan en la actualidad decenas de áreas de conocimiento, dispersas por facultades universitarias de muy distinto signo (filosofía y letras, ciencias políticas y sociología, ciencias económicas, derecho), ¿cómo podría articularse la formación inicial, con un mínimo de seriedad, de un “profesor de ciencias sociales”? Con semejante punto de partida cabria la defensa de un mismo profesor para ciencias naturales y física y química. En el extremo contrario nos Historiagenda. Número extraordinario Secretaría Académica
encontramos con un área de conocimiento, filología clásica, que proporciona profesores de latín y de griego. Pero no es éste, ni mucho menos, el principal argumento en que basamos nuestra postura, pues al fin y al cabo podría argüirse o bien que suena a gremialismo o que denota pereza para modificar unas estructuras universitarias quizá caducas. Lo fundamental es que la historia tiene unos caracteres propios como disciplina académica y unas potencialidades de cara a la docencia diferentes a las de las diversas ciencias sociales. Diluir la historia en las ciencias sociales significa perder el hilo conductor de aquélla para privilegiar una concepción de “lo social” situada fuera de la secuencia cronológica. La historia, en ese supuesto, se convierte en “ancilla sociologiae”. Una cosa es que necesitemos una teoría social para explicar la historia y otra que ésta sea un mero instrumento al servicio de se sabe bien qué entendimiento de “lo social”. Por otra parte la historia que hoy se enseña y se investiga en las universidades, y en consecuencia la que aprenden los futuros profesores de enseñanza media de esta disciplina, se ha empapado de las ciencias sociales, teniendo muy poco que ver con esa imagen estereotipada que aún se maneja en ciertos sectores cuando se quiere desprestigiar el conocimiento histórico. La historia (la historia bien hecha y bien enseñada, ¡naturalmente!) es, por su pretensión globalizadora, “síntesis”, de forma tal que engloba elementos de numerosas ciencias sociales y de otras ciencias humanas. El historiador actual necesita ser, digámoslo con las palabras de P. Vilar, “un poco geógrafo, un poco economista, un poco jurista, un poco sociólogo, un poco etnólogo, un poco lingüista...” lo cual no supone que deba ser especialista en todo, vana locura, sino que parta del principio de que “entender bastante en varios tipos de conocimiento emparentados puede ser útil para todo esfuerzo sintetizador” (Vilar, 1988, 67). Así se comprende la afirmación de Topolsky de que la historia debe jugar un papel “en la construcción integral de las ciencias sociales” (Topolsky, 1982, 517) y no desintegrarse en el océano de las mismas. Bienvenidas sean las ciencias sociales en la enseñanza media, como se ha proyectado para la etapa no obligatoria del bachillerato, pero nunca a costa de la historia ni de una extraña amalgama que no beneficia ni a unos ni a otros. La última cuestión que debería contemplarse en este artículo, concierne a la formulación de una posible propuesta curricular en historia. Sin embargo no voy a hacer tal propuesta, sencillamente porque resultaría pretencioso por mi parte acometer esa tarea. Estoy de acuerdo con Martínez Shaw cuando señala que la meta que se persigue con la enseñanza de la historia es lograr que al finalizar la etapa secundaria el alumno haya logrado “una adecuada comprensión de su pasado como ser humano y como ciudadano” (Martínez Shaw, 1986, 96). Esto se traduce, desde el punto de vista curricular, en el estudio de la historia universal y la del país. Pero no puedo ir más allá de esas someras indicaciones. Lo fundamental de mi aportación hay que verlo, en todo caso, en la defensa de la historia como enseñanza válida para los españoles de fines del siglo XX: la defensa de la historia con sus señas de identidad, próxima a las ciencias sociales pero no confundida con ellas, buscando unos objetivos que pueden conseguirse sin necesidad de renunciar, antes todo lo contrario, a su esencia: ¿Innovaciones pedagógicas? ¿potenciación de la propia iniciativa de los alumnos?, ¿estrategias Historiagenda. Número extraordinario Secretaría Académica
educativas adecuadas a cada circunstancia concreta? Bienvenido sea todo ello, pero sin destruir la especificidad de una disciplina que, en manos de un buen profesor (pieza esencial, al fin y al cabo, de cualquier proyecto docente), sigue siendo un eficaz instrumento para intentar hacer de los alumnos personas con capacidad crítica y con conciencia del mundo en que viven. Tomado de Rodríguez Frutos, Julio (editor). Enseñar historia. Nuevas propuestas. Barcelona, Edit. Laia, 1989. Notas y bibliografía: L.E, Halkin: Initiation a la critique historique , A. Colin, 1963. V. Kourganoff: La face cache de l’ Université , Presses Universitaires de France, 1972. J. Fontana: La historia, Salvat, 1974. J. Topolsky: Metodología de la historia , Cátedra, 1982. C. Martínez Shaw: “Historia integrada y bachillerato”. Historia 16 , no. 128, 1986. L. Stone: El pasado y el presente . Fondo de Cultura Económica, 1986. F. Arroyo: “Crónica de un fracaso anunciado”, El País, 10 de marzo de 1987, suplemento de educación, 1987. C. Coll: “Una perspectiva psicopedagógica sobre el currículum escolar”, Reflexiones sobre un marco curricular para una escuela renacedora , Centro Nacional de Recursos de Educación Especial, 1987. R.Cuesta: “La enseñanza de la historia en España”, Reflexiones sobre la enseñanza de la geografía y la historia en el Reino Unido y España, Instituto Universitario de Ciencias de la Educación y Ediciones Universidad de Salamanca, 1988. P. Vilar: Pensar históricamente, Fundación Claudio Sánchez Albornoz, memoria 1987-1988.
Historiagenda. Número extraordinario Secretaría Académica