Pimienta negra, 23 de septiembre de 2002
El fin de la política Tesis sobre la crisis del sistema de regulación de la forma de la mercancía Original alemán: "Der Ende der Politik", en Krisis 14, Horlemann Verlag, Bad Honnef, 1994. Versión italiana: "La fine della politica", en La fine della politica a l’apoteosi del denaro, Manifesto Libri, Roma, 1997. Versión portuguesa, en www.planeta.clix.pt/obeco, 15 de septiembre de 2002. Traducción portugués-español: R.D.
Robert Kurz 1. La autoconciencia de la modernidad desarrollada en Occidente deshistorizó y ontologizó sistemáticamente desde la Ilustración las formas propias de la socialización y sus conceptos. Esto vale para todas las corrientes de la historia de la modernización, incluyendo la izquierda y el marxismo. La falsa ontologización se refiere en último término a los conceptos básicos de "economía" y "política". En vez de reconocer ese par de conceptos como específico de la modernidad basada en la producción de mercancías, los impone a todas las sociedades premodernas (y futuras) como supuesto ciego y lo adjudica a la existencia humana como tal. La ciencia histórica indaga entonces cómo habrá sido la "economía" o la "política" entre los sumerios, Egipto o en la llamada Edad Media. Así, no sólo se pierde básicamente la comprensión de las sociedades premodernas, sino también la comprensión de la propia sociedad moderna. Las sociedades premodernas tenían un "proceso de metabolización con la naturaleza" (Marx), pero no "economía"; tenían conflictos internos y externos, pero no "política". En la propia tradición e historia occidentales, de las cuales provienen tales conceptos, ellos significan originalmente algo del todo diverso de lo que significan hoy, tal vez incluso lo contrario. No había una esfera "económica" socialmente diferenciada, mucho menos en la condición de dominante; y no había tampoco, en consecuencia, criterios "económicos": diferenciarlos analíticamente y considerarlos determinantes es tarea post festum de la conciencia moderna, con lo que se dificulta la comprensión de la naturaleza de las formaciones históricas investigadas. Lógicamente, no había ninguna esfera "política" diferenciada, mucho menos como complementaria de la economía, y no había tampoco, por tanto, ningún criterio "político" propio. Las cuestiones comunes seguían criterios enteramente distintos. Esas relaciones tampoco pueden ser descritas con los conceptos modernos de espacio "público" y "privado"; mucho del supuesto espacio público premoderno era "privado" en nuestro sentido y viceversa. El problema es solucionable diciendo lo que hemos de hacer con formas de universalidad social sustancialmente diferentes. La "universalidad abstracta" de las sociedades premodernas, o sea, de las culturas agrarias avanzadas, estaba determinada esencialmente por un sistema fetichista cuyos vestigios son calificados hoy como "religión". En el sentido moderno, sin embargo, este concepto se refiere ya a una esfera diferenciada (complementaria marginalmente de las esferas de la "economía" y de la "política"), en tanto que el momento religioso de las sociedades premodernas abarcaba la reproducción de la propia vida. Aunque suene como pura paradoja a una conciencia moderna, es preciso decir que la religión encerraba en sí la "economía" y la "política" y no podía, por tanto, ser "religión" en el sentido moderno (diferenciado). La religión no era una "superestructura ideológica", 1
sino la forma básica de mediación y de reproducción, tanto en lo referente a la naturaleza como a las relaciones sociales. Esto no significa, claro está, que las personas viviesen del maná celestial. Mientras la sociedad no toma conciencia de sí misma, el proceso de apropiación de la naturaleza, en cuanto proceso humano y social, tiene que pasar por un sistema ciegamente supuesto de codificación simbólica. En la situación de inconsciencia de sí mismo, el hombre, en gran parte desligado de las codificaciones genéticas, necesita de una forma social de universalidad abstracta para poder actuar como sujeto. La constitución inconsciente de tal universalidad abstracta puede ser llamada (con Marx) fetichismo. Pero las constituciones históricas fetichistas son numerosas: su sucesión (si es posible hablar así) configura una metahistoria y no puede ser explicada por el esquema de base y superestructura, ni por la oposición materialismo-idealismo. El propio "materialismo histórico" de Marx cae aquí en una falsa ontologización de las problemáticas específicamente modernas. Conceptos económicos como "sobreproducto" o "modo agrario de producción" no pueden ser puestos como la base o la causa de la universalidad abstracta y premoderna que tiene la forma de la religión; del mismo modo, además, que la universalidad abstracta de la modernidad no puede ser deducida de la pura y simple materialidad de las fuerzas productivas industriales. En ambos casos, estamos ante distintas codificaciones simbólicas fetichistas que no es posible determinar directamente en términos "materiales", sino que representan siempre una relación con la naturaleza en que emergen tanto momentos "materiales" como "ideales". Al contrario que la forma religiosa de la premodernidad, la universalidad abstracta en las sociedades modernas está determinada por la forma de la mercancía. La moderna constitución fetichista ya no es la constitución religiosa de la sociedad, sino algo totalmente diverso: es mercancía y dinero, dinero que es capitalizado "productivamente", fundando así una nueva forma de universalidad social. Esta novedad no es atenuada por el hecho de que mercancía y dinero existieran también en sociedades premodernas, o, más precisamente, por el hecho de que en esas formas sean reconocibles relaciones de intercambio similares. Pero no fue sólo en el aspecto de tales formas hoy definidas como "económicas" que ocurrió un cambio fundamental en la modernidad, por medio de la capitalización "productiva" del dinero (englobando ahí la relación con la naturaleza): el propio peso de aquellas formas en la codificación simbólica de la reproducción social se modificó de modo decisivo. Si en las sociedades premodernas la mercancía y el dinero permanecían como un momento marginal en el interior de la universalidad social determinada por la religión, en la modernidad, por el contrario, es la religión la que constituye un momento marginal en la universalidad social determinada por el dinero y por la mercancía –universalidad ésta que se muestra por tanto comparativamente "secularizada". Las etapas del proceso de transformación de una situación fetichista en otra pueden ser reconstituidas históricamente. Todas las formaciones sociales constituidas fetichísticamente, esto es, basadas en la propia inconsciencia y en las "leyes de reproducción" social producidas ciegamente de una "segunda naturaleza", contienen necesariamente un rasgo de dualismo absurdo y de "esquizofrenia estructural". De hecho, la escisión de la conciencia humana, por un lado, en conciencia relativa a la "primera naturaleza" y, por otro, en inconsciencia en cuanto a la constitución de la propia "segunda naturaleza" social e histórica, debe manifestarse en las expresiones, actitudes, instituciones, reflexiones, etc., del "sujeto" que tiene su origen en esa contradicción. La esquizofrenia estructural es, sin embargo, mucho más pronunciada en la modernidad basada en la producción de mercancías (y sólo así ésta puede ser reconocida) que en las culturas avanzadas premodernas. La razón de ello reside en la cualidad específica de la forma social de la mercancía, que crea una diferenciación mucho más fuerte que la de la constitución de las sociedades fetichistas premodernas. La antigua constitución religiosa rozaba directamente todos los aspectos de la vida y unía a la sociedad mediante un conjunto de tradiciones fijas, sólo difícil y lentamente alterables. La religión 2
estaba presente en todo de manera inmediata, por el hecho de determinar de raíz el código social (a diferencia de la "religión" actual); se trataba de una forma difusa de universalidad abstracta que yacía como una nebulosa sobre la conciencia social. Todas las cosas debían estar fundadas directamente en la religión. Con todo, esa inmediatez difusa de la religión hacía que ésta se manifestase también en una variedad superficial; la envoltura superficial de la universalidad abstracta era por así decir más suelta (por ejemplo, en las formaciones paraestatales), lo que de ninguna manera contradice el carácter firmemente arraigado de la "segunda naturaleza" como tal. Por su parte, la constitución moderna en forma de mercancía no aparece inmediatamente como una totalidad, sino que está mediada por "esferas" diferenciadas y aparentemente autónomas entre sí (un campo dilecto del análisis descriptivo para la teoría de los sistemas funcionalista e históricamente ciega, tipo Luhmann). La forma de la totalidad (mercancía y dinero) aparece al mismo tiempo como "esfera funcional" particular de la llamada economía; o sea, la totalidad bajo la forma mercancía tiene que mediarse primero consigo misma a través de su "volverse otro" (el verdadero fundamento social de toda la construcción hegeliana). Por eso, la esquizofrenia estructural ya no puede estar difusamente dispersa como en la constitución religiosa premoderna, sino que tiene que manifestarse como separación de esferas funcional ("economía" y "política"), y de ahí como separación institucional. La universalidad abstracta tendencialmente inmediata, difusa y relajada, que resultaba de la estructura religiosa profunda y comportaba una totalidad poco diferenciada del proceso vital y social, se escinde por tanto con la transformación moderna de la constitución fetichista en un sistema de esferas separadas, en el que la forma de la mercancía total se media consigo misma. La esquizofrenia estructural ahora institucionalizada hace aparecer las esferas separadas en la forma de pares antagónicos lógicos e institucionales, en los cuales el nexo mediador se manifiesta en la superficie, sin dejar huellas de su génesis. Del mismo modo en que la totalidad en la forma de mercancía se disocia en el antagonismo estructural "individuo-sociedad", el espacio social en el antagonismo "público-privado" y la vida cotidiana en el antagonismo "trabajo-tiempo libre", así también el nexo funcional de esa totalidad se escinde en el antagonismo "economía-política". Al contrario que en las sociedades premodernas, el "proceso de metabolismo con la naturaleza" ya no es codificado por tradiciones de tipo religioso, sino por el proceso de abstracción de la forma de la mercancía: transformación del contenido material y sensible de la reproducción en "cosas abstractas", cuya forma fenoménica es el dinero indiferente a aquel contenido. La universalidad social ya no se presenta directamente, a través de la constitución religiosa y de las tradiciones que de ahí nacen (la única forma posible de mediación, en ese caso, es la fuerza directa), sino mediada por el mecanismo del mercado, que abarca progresivamente toda la relación con la naturaleza. El nexo social ya no representado y codificado directamente por la tradición y por la fuerza, sino sólo indirectamente por la mediación del mercado, es incapaz, sin embargo, de sustituir completamente el nexo fundado en la tradición y en la fuerza. Paradójicamente, por la propia separación recíproca típica de la forma de la mercancía, los hombres dependen mucho más de las relaciones sociales en el "proceso de metabolismo con la naturaleza" de lo que dependían en la sociedad premoderna, caracterizada en este aspecto por pequeñas unidades autárquicas de reproducción. La sociedad de la mercancía, que por su lógica tiende a una especialización siempre creciente en la relación con la naturaleza, representa sólo indirectamente una socialización superior, o sea, de modo invertido, en la propia forma fenoménica de la "desocialización", por medio del mecanismo ciego y sin sujeto del mercado. Como las mercancías no pueden ser por sí sujetos y como por tanto en la relación de las mercancías los individuos de esa "socialización asocial" (en sí absurda) tienen, sin embargo, que relacionarse entre sí secundariamente de modo directo, debe formarse el subsistema de la "política" donde son tratadas tales relaciones directas secundarias. Por el propio grado más elevado de socialización –todavía 3
determinado por una fuerte separación y desconexión de las personas, ahora sólo indirectamente mediadas entre sí en las relaciones con la naturaleza– surge una necesidad de regulación muy superior a la de la sociedad premoderna, necesidad que es transferida a la esfera funcional separada de la "política". El espacio institucional de la esfera funcional (primaria, indirecta) de la "economía" es el mercado; el espacio institucional de la esfera funcional (secundaria, directa) de la "política" es el Estado. En la moderna constitución fetichista basada en la forma de la mercancía, el Estado es así algo completamente diverso de las sociedades premodernas, tal como las demás categorías sociales falsamente ontologizadas. El aparato estatal asume las funciones de regulación de la producción totalizada de mercancías (derecho, logística e infraestructuras, relaciones externas, etc.), y las decisiones al respecto tienen que pasar de un modo u otro por el "proceso político" y por la esfera correspondiente. En conjunto, se puede decir que la universalidad abstracta ya no se extiende en cuanto totalidad inmediata como una nebulosa sobre la sociedad, sino que, al ser una totalidad mediada, se escinde en la base en privado y público, mercado y Estado, dinero y poder (o derecho), economía y política. El individuo socializado asocialmente (que por eso se siente a sí mismo como polo abstracto opuesto a la "sociedad") se convierte así en el punto de intersección de dos series opuestas: privadomercado-dinero-economía, por un lado, y público-estado-poder/derecho-política, por otro. Tal oposición no es sólo complementaria, sino abiertamente antagónica, ya que a partir de ambas series se desarrollan intereses opuestos. Lo que en el plano privado surge como positivo, como virtud y motivación, se revela en el plano público como negativo, como vicio y desmotivación. El interés en la ganancia constante de dinero es antagónico al derecho o a determinados aspectos del derecho, mientras que el interés del mismo sujeto en la mayor seguridad jurídica posible es antagónico a la ilimitada ganancia de dinero. De la misma manera, el interés por el dinero es en sí internacional y sin fronteras, en tanto que, en interés de la propia autoafirmación, tiene que someterse al mismo tiempo al interés nacional del Estado, etc. La reducción del "concepto de política" a un antagonismo amigo-enemigo elaborado por Carl Schmitt obtiene, así, derechos de verdad, aunque sin duda no en el sentido de su inventor. La definición última de la "política" como distinción amigo-enemigo es sólo la exteriorización de una contradicción estructural que late en lo íntimo del propio sujeto determinado por la mercancía. Los individuos, tal como los sujetos institucionales de la sociedad de la mercancía, son para sí mismos al mismo tiempo amigos y enemigos, dos almas que se enfrentan ininterrumpidamente en su pecho. La esquizofrenia estructural característica de todas las sociedades fetichistas sólo se agravó, diferenció e institucionalizó en la constitución de la modernidad bajo la forma de la mercancía. Así, ella se encamina hacia una prueba histórica decisiva: cuanto más se desarrolla en su propio terreno el sistema productor de mercancías, tanto más se escinde interiormente el sujeto humano que le sirve de soporte, revelándose como espantosa duplicidad de "homo oeconomicus" y "homo politicus". 2. La escisión del sistema productor de mercancías en las esferas funcionales de la "economía" y de la "política" se convirtió en una de las principales fuentes de las luchas y antagonismos ideológicos de la modernidad. Ambos polos de la oposición interna llegaron a su complementariedad antagónica dotados cada uno de su identidad. Sin embargo, la oposición ideológica entre "liberalismo económico" y "estatismo" se mantuvo encubierta durante mucho tiempo por los conflictos en el interior del polo "estatista" o "politicista". Este hecho se explica sobre todo históricamente. En efecto, no sólo estamos ante un antagonismo estructural en el interior del sistema productor de mercancías, sino al mismo tiempo ante el antagonismo de este sistema como tal con la antigua 4
constitución premoderna y sus tradiciones, sus poderes y sus fuerzas. Desde el Renacimiento hasta bien adentrado el siglo XX, la historia del sistema productor de mercancías fue también la historia de su afirmación; sólo a partir del final de la Segunda Guerra Mundial (o, en sentido estricto, a partir de los años 80) podemos considerar como definitivamente eliminados los últimos restos y escorias, o incluso los simples recuerdos, de la constitución premoderna. En esta historia, la contradicción interna fue necesariamente recubierta y deformada por las contradicciones de la afirmación, esto es, por el modo en que el moderno sistema fetichista se constituyó y formuló su conflicto interno como conflicto externo con el antiguo sistema. En esta perspectiva histórica, el polo estatista y politicista pudo prevalecer, puesto que tenía una doble función: por una parte, como una de las dos polaridades internas del sistema capitalista; por otra, como oposición externa del sistema a la constitución premoderna de la sociedad agraria estamental. La esfera funcional directa de la "política", desde el punto de vista inmanente al sistema, meramente secundaria, recibió así un papel adicional con las revoluciones burguesas, que fueron esencialmente "políticas", pues tenían que imponer directamente y en conflicto institucional con el antiguo sistema una nueva forma de inconsciencia, al tiempo que por el lado de la "economía" el proceso de transformación se efectuaba con espontaneidad y, por así decir, por ósmosis. A partir de esta situación histórica nació el énfasis de la política. El carácter secundario de esta esfera fue ignorado o incluso invertido en su contrario: el "primado de la política" y sus diversas celebraciones surgen como reflejo del nivel de desarrollo desigual en las diversas regiones, países y continentes. En otras palabras, la "política" se convirtió en un modo de afirmación del sistema productor de mercancías contra las resistencias y atrasos premodernos; sólo así pudo asumir ésta su énfasis característico, del todo injustificado en su papel inmanente al sistema. Por eso, durante mucho tiempo la oposición polar verdaderamente interna al sistema no fue el patrón de formulación de los conflictos; antes bien, el problema interno de la contradicción y el problema externo de la modernización se reprodujeron y se amalgamaron en el interior del polo "político" como antagonismo entre derecha e izquierda, en una metáfora del orden de los asientos tomada en préstamo a la Convención revolucionaria de París. El predominio del polo político y su modo de manifestarse prevalecientemente como alternativa izquierda-derecha en el interior de la esfera política se alimentaba a su vez de dos fuentes. Por un lado, los poderes de la antigua constitución decadente y las figuras de propagación temporales aún inmaduras, a ser superadas cada vez (o más precisamente, múltiples combinaciones y amalgamas, siempre de nuevo disueltas, de la antigua y de la nueva formación fetichista), estaban obligadas a afirmarse, para su defensa, en el terreno propio de lo nuevo y en sus configuraciones funcionales. El resultado era inevitable, lo que no impedía la repetición de conflictos muchas veces largos y tenaces. Dicho de otra manera: los antiguos poderes a ser desmantelados fueron obligados a surgir a la arena como "partidos políticos" (o como su forma embrionaria, sucedáneo, remedo, etc.) y contribuyeron así involuntariamente a la creación de la esfera funcional moderna de la "política", así como a la forma antagónica de la automediación del moderno sistema productor de mercancías. La oposición izquierda-derecha interior a la política reproducía de este modo, en términos típicos o ideales (en la empiria histórica, por supuesto, siempre "impuros" y atravesados por vectores contradictorios, entrelazados, incluyendo los de la propia constitución innovadora), la oposición externa del sistema en desarrollo a la sociedad premoderna o incluso a sus predecesoras. La "izquierda" era entonces la vanguardia radical del nuevo sistema, y por tanto de la revolución burguesa; la "derecha", a su vez, el partido de la tradición y del establishment correspondiente; los "moderados" eran relativamente "de izquierda" frente al establishment y relativamente "de derecha" frente al partido de la modernización radical. En la confusión ideológica de esta constelación, la oposición al nuevo sistema, que presentía sus propias deficiencias y catástrofes, puede ser ambiguamente de "derecha", sin perjuicio de aparecer en otro punto de vista (posterior) como de 5
izquierda, caso de Balzac y sobre todo de los románticos, que fueron utilizados para los fines de autolegitimación por los más diversos críticos posteriores. Institucionalmente, a esta constelación correspondía un sistema partidario aún no desarrollado, en la medida en que a través de los "partidos" se transparentaban los viejos estamentos y sus corporaciones representativas, a veces en posición dominante. La segunda fuente del énfasis de la política (y del antagonismo interior a la política) vino de la contienda acerca de las formas de modernización de los elementos funcionales del propio sistema moderno. Aquí se confrontaban posiciones que pueden ser descifradas como reacciones polarizadas de un sistema de referencias idéntico, cuyos elementos se formaron de modo no contemporáneo y contradictorio. Para poder desarrollarse, el sistema productor de mercancías tuvo que romper las fronteras de la antigua sociedad en dos direcciones: por un lado, como superación de la multifacética cerrazón local, a través de la constitución de economías y Estados nacionales; por otro, como superación de la estupidez social, por medio de la constitución de la democracia y del Estado social. Ambos momentos se condicionaron mutuamente, pero en el transcurso de su desarrollo se distribuyeron de manera diversa o hasta antagónica en el interior del esquema izquierda-derecha. La derecha obtuvo preponderancia en lo referente a la nación, a medida que, en el interior de la esfera política naciente, la oposición izquierda-derecha dejaba de representar la lucha entre la nueva y la vieja constitución y era reformulada en el propio terreno del nuevo sistema. Si el énfasis en la formación nacional en el período entre la Revolución Francesa y 1848 era aún modulado por la izquierda y cargado de contenidos liberales o socialistas, como ápice de la lucha contra la "derecha" de los secuaces de Metternich y su absolutismo, el centro de gravedad del nacionalismo se desplazó de ahí en adelante cada vez más hacia la derecha, a medida que la sociedad mercantil evolucionaba y creaba su propia derecha (ahora sí, verdaderamente "política). El nacionalismo de derecha a su vez no podía entusiasmarse tan fácilmente con la construcción de la democracia y del Estado social. Esto no significa de ninguna manera que tales instituciones no estuviesen integradas también por la derecha; desde la legislación social de Bismarck hasta los programas sociales de fascistas y nacional-socialistas, la derecha política conservó siempre, a pesar de todo, una tendencia estamental básica, enriquecida por una ideología elitista, corriente esta que jamás pudo verse completamente libre de las escorias reaccionarias, disfuncionales frente al moderno sistema productor de mercancías. La izquierda, por el contrario, logró preponderancia en el campo de la democracia y del Estado social, a los que envolvió en un aura metafísica (como hizo la derecha con la nación). El énfasis en la "democratización" surgió como marca registrada de la izquierda, que adoptó el pathos de la revolución burguesa, saturándolo con la "cuestión social". Ni la democracia ni el socialismo de izquierda pudieron sin embargo desposarse sin reservas con la ideología nacional, pues el conflicto gestionado por la "izquierda", que acompañaba a la "democratización" y a la "socialización", al ser esencialmente un conflicto interior a la sociedad nacional de la mercancía en formación, parecía poner en cuestión parcialmente a la nación y al estado nacional como elementos unificadores. En tanto que la gestión de la ideología nacional por la "derecha" daba forma a la voluntad de autoafirmación externa (contra otras naciones y contra otros "intereses nacionales") y tenía que orientarse, por tanto, más hacia la "unidad interna" (aunque coercitiva). Pero así como la derecha política no estaba privada de su momento social y democrático (o, en términos irónicos, socialdemócrata), tampoco la izquierda faltó al momento nacional e ideológicamente nacionalista, como se comprobaría con el entusiasmo socialdemócrata con la Primera Guerra Mundial y con los elementos nacionales en las revoluciones burguesas de los retrasados históricos (Unión Soviética y Tercer Mundo). Con todo, el elemento nacional siempre encontró ciertas reservas en la izquierda – aunque a veces casi inefables–, en virtud de la orientación básica de tenor democrático y socialista.
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A causa de estas reservas, la ideología nacional nunca pudo ser movilizada con tanta fuerza y repercusión como en la derecha. En el conjunto de esta constelación, que correspondió a un estadio avanzado del ascenso del sistema productor de mercancías (a partir de finales del siglo XIX), se afirmó un sistema partidario más desarrollado, que duraría hasta mediados del siglo XX. El esquema izquierda-derecha sólo entonces adquirió sus propios contornos en el contexto de la nueva constitución. Se puede hablar al respecto de una "era de la ideología" y de una "ideologización de las masas", que fueron entonces arrancadas de sus lazos estamentales y de la economía de subsistencia por el ascenso de la forma de la mercancía total. Los partidos de base aún estamental fueron sustituidos por partidos ideológicos que representaban intereses completamente traducibles ahora en la forma de la mercancía; sólo en estos partidos la política alcanzó su propia esencia, como modo de imposición de la nueva constitución; sólo con ellos fue elaborada una verdadera esfera política de toda la sociedad. La fase ascendente, lejos entonces de estar terminada y superada, ya no se hallaba relacionada sólo con la moldura institucional externa, sino con la propia forma del sujeto en cuanto tal; y no solamente con una élite, sino con las masas en formación. Si la universalidad social en la constitución religiosa premoderna estaba encarnada exclusivamente por la élite respectiva, en la medida en que la masa le estaba sometida de modo secundario, en la configuración moderna de la forma de la mercancía, sin embargo, la masa tenía que ser directamente abarcada. Al carácter naturalmente inmediato de la relación premoderna con la naturaleza correspondía una existencia secundaria, mediada y personificada de la universalidad social; inversamente, a la moderna relación con la naturaleza, ya no directa sino mediada por la forma de la mercancía, tenía que corresponder el carácter inmediato de la universalidad fetichista de la sociedad en la forma del sujeto ahora común a todos, sin ninguna particularidad social. Pues una vez desvinculados los productores de la relación inmediata con la naturaleza y una vez transformados en unidades de gasto de cantidades de trabajo abstracto, también la universalidad abstracta se transformó, de una nebulosa omnipresente pero difusa de la conciencia típica de la constitución religiosa, en una totalidad también omnipresente pero rígida del dinero y de su autovalorización. Pero como la autovalorización del dinero –como "forma de representación" fetichista del trabajo abstracto convertido en ciego objetivo tautológico de la sociedad– sólo es posible con la mediación del mercado, esto es, que sólo puede "realizarse" en actos de compra y venta en masa, incluyendo a todas las personas sin excepción, fue preciso así, en contraste radical con la sociedad premoderna, imponer también una forma de sujeto sin excepción para todas las personas, forma ésta homogénea, "igualitaria" y presa dictatorialmente del dinero. La realización de la autovalorización fetichista del dinero, de hecho, sólo es posible por medio del acto "libre" de la voluntad de los hombres como sujetos totales de la compra y la venta. Tal necesidad no es compatible ni con los lazos tradicionales ni con la restricción a una élite del "sujeto depositario" de la forma fetichista de la universalidad. El ascenso de la nueva constitución, dominada por el fetichismo de la mercancía, surge así, en retrospectiva, como liberación de las coacciones de la constitución religiosa, como énfasis del igualitarismo y del "libre arbitrio"; sin embargo, desde la perspectiva futura, ello se revela como oscurecimiento ideológico, pues este nuevo igualitarismo de la forma del dinero total genera no sólo nuevas diferencias sociales y nuevos fenómenos mucho más brutales de pobreza y de despojamiento de todos los medios de producción, sino también nuevas y no menos brutales coerciones. El "libre arbitrio" no es de ninguna manera "libre" en relación a sus leyes compulsivas, a las que las potencialidades y carencias humanas no son menos sacrificadas que en la constitución fetichista premoderna. La antigua sumisión a la tradición religiosa y a sus personificaciones es sustituida simplemente por la sumisión (incluso más desesperante) al poder impersonal y cosificado del dinero y de sus "leyes", que, como las tradiciones religiosas de la premodernidad, son aceptadas ciegamente como leyes naturales.
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Durante el ascenso del moderno sistema fetichista y productor de mercancías, a cada grado de su desarrollo, estas correlaciones incomprendidas suscitaban nuevas producciones ideológicas y una nueva transformación de la esfera política que se formaba. La sustitución de la política del siglo XIX, todavía impregnada por los estamentos, y del correspondiente sistema partidario aún inmaduro, por la ideologización de las masas y su enfática inserción en la política –la socialdemocracia marxista fue la precursora y protagonista de esa tendencia, que entonces empezó a ser cada vez más incorporada por la "derecha"– correspondía, por tanto, no sólo a la lógica interna del moderno sistema fetichista, sino también a su problemática específica de ascenso desde finales del siglo XIX. La transición "fordista" hacia la producción en masa, concluida en Europa con la Primera Guerra Mundial (al fin del conflicto el continente podía decirse motorizado) exigía como consecuencia lógica el paso al consumo de masas de mercancías producidas capitalísticamente y, con ello, a la democracia política de masas, fuese cual fuese su forma fenoménica. Quizás les escandalice a los fetichistas de la democracia, pero de esa "democratización" y consecuente politización de las masas también formaron parte los regímenes fascista, nacional-socialista y estalinista, en la medida en que promovieron la movilización técnica, ideológica y "destradicionalizante" de las masas, que es el supuesto de la mercancía total y de la democracia consumada. La democratización no es más que la completa sumisión a la lógica sin sujeto del dinero. Una vez que las masas alcanzaron ese estadio, que al poco tiempo se empezó a cerrar globalmente después de la Segunda Guerra Mundial, la esfera de la "política" fue obligada, otra vez, a alterar sus modos de agregación. La movilización politicista de las masas, que en las regiones más atrasadas del mundo celebraba aún algunas victorias ("movimientos de liberación" del Tercer Mundo), empezó a convertirse en disfuncional en las sociedades mercantiles más avanzadas. Las masas habían alcanzado ya plenamente la fase de "ganadoras de dinero" y ya no necesitaban ser movilizadas compulsivamente o estimuladas ideológicamente para ello. Así, después que el sistema fetichista moderno completara casi por completo su historia de ascenso tras la Segunda Guerra Mundial y se volviera idéntico a sí mismo, el propio furor ideológico tuvo que desaparecer y por la fuerza de las cosas paralizarse el énfasis politicista. Desde este punto de vista, el movimiento de 1968 puede entenderse también (aunque no se agote en ello) como la última conmoción superficial del impulso democratizante y politicista. La lógica profunda del sistema hacía mucho tiempo que apuntaba a la "desideologización" y a la "despolitización" (por lo menos en el sentido tradicional del concepto enfático de política). El propio sistema partidario siguió necesariamente esa transformación. Los partidos perdieron el aspecto ideológico recién adquirido y se convirtieron en los llamados "partidos populares", o sea, conglomerados de intereses y clientelas pautados por la forma de la mercancía, en los cuales los sedimentos de los antiguos estamentos, de las clases sociales y de las ideologías de la difunta fase ascendente del sistema son visibles ahora sólo dentro de contornos difuminados. Así llegó la moda de la ideología de la ausencia de ideología, cuyo contenido es el consentimiento mudo, ciego y sin reservas a los criterios ahora maduros del fetichismo de la modernidad. Con el derrumbe del socialismo de Estado, con el fin de la descolonización (cuyo último acto fue probablemente África del Sur) y con la unificación negativa del sistema productor de mercancías en "one world" total, quedó concluida definitivamente la transformación de la esfera de la "política" en esfera "noideológica". Tal vez los politicistas tradicionales, tanto de izquierda como de derecha, lamenten este hecho cada uno a su modo, pero obviamente no se puede volver atrás. Mientras los de "izquierda" lloran de nostalgia por la democratización que les fue infundida ideológicamente, los de "derecha" no pierden la oportunidad de desdeñar el chato "espíritu de tendero" y recuerdan con añoranza los tiempos en que la política aún era un monstruo marcial con bandera en ristre, en marcha contra los cañones. A su vez, los "realistas" sin distintivo político ni patria se consideran en sintonía con el tiempo, con el 8
mundo y con la modernidad realizada cuando rinden homenaje al estéril "carácter de concertación" de una "política" ahora desencantada, proclamándolo como el mejor legado y la conclusión lógica de la racionalidad occidental. 3. Sin embargo, con la conclusión histórica del sistema que se volvió sistema mundial total, sólo se volatilizó el momento enfático de la "política", agotado en cuanto ligado al ascenso del sistema y a partir de ahora rebajado a mera función inmanente. Así pues, al desaparecer la doble función de la esfera política, salta a la vista por primera vez el antagonismo polar de las esferas funcionales "economía" y "política" en que el sistema productor de mercancías debe mediarse consigo mismo. Cuanto más se evaporaba el excedente ideológico de la fase de ascenso y aparecía en su desnudez obscena el yermo fin en sí mismo de la valorización del valor, despojado de su brillante ropaje ideológico, tanto más se hacía patente el carácter dependiente y secundario de la esfera funcional política. La "política" tiende a reducirse de forma cada vez más abierta y unidimensional a la política económica. Del mismo modo que en las sociedades premodernas todo tenía que estar fundado religiosamente, así también hoy todo debe ser fundamentado económicamente. Basta oír cómo el término "economía de mercado" adquiere un tono litúrgico en la boca de todos los idiotas históricos a partir de 1989, desde el presidente norteamericano hasta los ex comunistas rusos, pasando por el Partido Verde alemán. Algo es bueno porque ayuda y es útil "a la economía de mercado", y es loable utilizar todas las cosas muertas y vivas para la economía de mercado. Y del mismo modo que en los anteriores estadios de formación del sistema el antagonismo izquierda-derecha estuvo representado por legitimistas y republicanos o por socialistas y fascistas, así también éste se halla ahora representado por keynesianos y monetaristas, por radicales del mercado e intervencionistas. El antagonismo izquierda-derecha interior a la política, que antes parecía autónomo y primario en relación con la economía y que oscurecía el antagonismo entre las esferas de la "economía" y de la "política", está ahora completamente "economificado": ambas partes se orientan en términos de "política económica". Esta situación sólo fue plenamente realizada después de 1989. Obviamente no cayó del cielo, pues el proceso social ya se encaminaba en esa dirección, a creciente velocidad, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y fue observado mucho antes. Saber cómo crear nuevos "puestos de trabajo" y fomentar el crecimiento, o saber si la coyuntura debe ser impulsada por la oferta o la demanda, inflama ahora los cerebros en la misma medida en que antes lo hacía la cuestión de saber si sólo los contribuyentes o también los desposeídos tenían derecho a votar, si una guerra era justa o injusta, o cuál sería la mejor manera de servir a la "patria". Resulta claro que los antiguos antagonismos político-ideológicos siguen presentes, pero sólo como envoltorios vacíos, gastados y descoloridos. Incluso el neonazi no justifica ya sus exigencias económicas en nombre de la raza, sino que, por el contrario, basa su racismo en intereses económicos. La vehemencia político-económica explica también por qué la esfera política como tal no puede desaparecer con el fin histórico de la fase ascendente del sistema productor de mercancías y dar lugar a una "concertación" socioeconómica directa de intereses en la forma de la mercancía. No es la "política" como tal la que desaparece con la conclusión de la afirmación del sistema, sino su doble función y el énfasis aparentemente autonomizado, sus ropajes ideológicos, etc. Lo que permanece, en cuanto inevitable e ineliminable en la base del sistema, es la "política" como función secundaria del proceso continuo de automediación de la forma de la mercancía ahora incontestada, ubicua y total. El hecho de que la política quede como un residuo resulta del carácter fetichista de este proceso. La universalidad abstracta de la modernidad –duplicada en las formas (primaria) de dinero y (secundaria) de Estado–, o sea, la "Volonté Générale" como "dios" sin sujeto de la socialización inconsciente, exige aquellas esferas de automediación. Justamente porque el dios de la forma de la mercancía total no es un efectivo sujeto exteriorizado, sino un producto histórico en las 9
cabezas de las personas, el cual sin embargo les impone todas las acciones históricas, justamente por eso ellas tienen que ejecutar la automediación del sistema sin sujeto, aunque a través de la esquizofrenia de su propio pensamiento y acción; tienen que ayudar al dios quimérico y actuar como el otro de sí mismas. La "política", ahora totalmente desnuda y desencantada, continúa por tanto siendo una esfera funcional imprescindible en el campo del sistema. La necesidad de la esfera funcional de la "política", descrita aquí en términos teóricos, puede ser también expuesta desde la perspectiva de la acción inmanente. Primero, los diversos intereses que tienen la forma de la mercancía no pueden por sí mismos ser directamente "concertados" hasta asumir formas aceptables. Eso significaría que sujetos de hecho capaces de entender y de querer, conscientes de su sociabilidad, se relacionan comunicativamente y deciden directamente sobre la utilización de recursos sensibles y materiales; sin embargo, en ese caso ya no se trataría de sujetos configurados por la forma de la mercancía. Desde la perspectiva del interés constituido, por el contrario, ninguna decisión es posible cuando faltan las condiciones marginales y la "tercera" instancia. Si la sociabilidad se resolviese en una unilateral institución socioeconómica y todos los portadores de funciones en la forma de la mercancía se encontrasen sólo inmediatamente en cuanto "sindicados" en sus intereses especiales, entonces nada más se podría concertar, ya que no habría una instancia para el criterio común (de la Volonté Générale). Eso sería el regreso a la fuerza bruta y, así, a la rápida disolución de toda la estructura. La "concertación" tiene que ocurrir dentro de un sistema de reglas imperativas (derecho), cuya fijación no puede darse en el mismo plano en el que se desarrolla el conflicto de intereses en la forma de la mercancía; al contrario, debe pasar a través de la esfera funcional opuesta de la "política". Segundo, la esfera político-estatal no es solamente necesaria como "árbitro" de los intereses en conflicto y de por sí no mediados, sino también como portadora de aquellos recursos que, como infraestructuras, se volvieron condiciones generales de todo el proceso de valorización, sin poder valorizar directamente el dinero. Así, tales agregados no pueden ser abandonados a las furias del interés particular, pues ninguna instancia particular de valorización pondría a disposición voluntariamente dinero suficiente para los faux frais de todo el sistema, y los recursos obtenidos por una simple "concertación" entre los intereses particulares jamás podrían ser atraídos en cantidad suficiente. Tanto como "árbitro" del conflicto de intereses y depositario de la forma jurídica, cuanto como administrador de las infraestructuras, el Estado permanece así imprescindible para el sistema como "capitalista colectivo ideal". En este sentido, la esfera de la "política", como forma de automediación del sistema, no puede desaparecer. Después de la desmistificación histórica de la "política", se revela hoy su carácter secundario y dependiente, aunque continúe siendo necesaria. La política es una simple forma de mediación de algo que la trasciende, sobre lo cual ella, "como política", no tiene poder autónomo; así, la forma de la mercancía como tal y su ley de movimiento quedan fuera del "libre arbitrio" de los sujetos de la mercancía como también, lógicamente, de la forma "política" de la voluntad, que es sólo una forma derivada. El Estado es la síntesis de los intereses particulares y, por tanto, un "capitalista colectivo ideal", pero no en el sentido de que pueda alcanzarse una meta-voluntad, que tendría a la "economía" como base, sobre la cual podría efectivamente actuar de forma "libre", limitado solamente por la cantidad y por la calidad de sus "medios de poder". Esta fue la ilusión politicista y estatista alimentada durante la historia del ascenso hoy concluido. Si en esta fase la "economía" pudo aparecer como "politizada", hoy por el contrario es la "política" la que aparece forzosamente como "economizada". Con ello se restablece la verdadera relación en el campo del sistema productor de mercancías. En esta coyuntura, vivimos también la derrota histórica del aparentemente incorruptible paradigma de la izquierda sobre el "economicismo". Su fundamento conceptual es un sofisma elemental: la forma de la mercancía como forma de la totalidad es confundida con la superficial esfera funcional 10
de la "economía", en la cual mercancía y dinero actúan y aparecen inmediatamente de modo empírico; la forma de la mercancía, en la verdad total, aparece entonces reducida como mera "economía", sobre la cual la "política" tendría capacidad de intervención autónoma y decisiva. En rigor, deja de haber entonces un concepto del todo, o sea, la totalidad mediada se disocia conceptualmente en "economía" y "política", que no pueden (al menos de forma coherente) ser reconocidas como esferas funcionales derivadas de algo idéntico y superior; o incluso el propio concepto del todo es distorsionado en el sentido politicista ("capitalismo" como falso concepto del "poder" entendido subjetivamente). De manera irónica, la usual "crítica al economicismo" de la izquierda argumenta ella misma en términos "economicistas", toda vez que atribuye simplemente la forma de la mercancía a la esfera funcional visible de la "economía", en vez de reconocerla como forma de la totalidad que encierra también la esfera de la "política". La oposición entre la "economía" y la "política" ya no puede ser entonces comprendida como el conflicto inherente a la forma de la mercancía y a su constitución fetichista, que resulta del problema de su automediación, sino sólo como oposición exterior y no mediada, que abre el camino (igualmente usual) a la hipostatización de la política por parte de la izquierda. El verdadero secreto de esta hipostatización es la total incapacidad de todas las tradicionales formas de la "izquierda" para llegar a abordar siquiera el problema de una superación de la forma de la mercancía. En el fondo, la "crítica del economicismo" siempre fue una huida de este problema; así se saltaba rápidamente hacia la "política". En vez de la superación de la forma de la mercancía, que ni siquiera podía ser pensada, surgía una variante cualquiera de regulación "política", que debería ejercer el control político sobre la forma de la mercancía ontologizada y reducida a esfera funcional de la "economía". La hipostatización del concepto de democracia forma parte, generalmente, de esta concepción. El capitalismo, entendido en términos absolutamente reducidos, debía ser superado no por medio de la superación de la forma fetichista moderna, sino por su "democratización" y "politización". Esta campaña politicista de la izquierda, totalmente ideológica e inconsciente con relación a la verdadera constitución del sistema, era complementada por una hipostatización inversa también politicista del poder estatal capitalista, considerado capaz de una autonomía en relación a su "base económica", de una relación instrumental con esta última y de una posición general de mando. La izquierda, así como quería absurdamente superar el capitalismo de forma "política", ignorando el carácter sistémico inmanente de la esfera funcional política, así también infló al adversario, al Estado capitalista y sus depositarios políticos, como meta-sujeto y presunto demiurgo de todo el proceso. Esta imagen de un enemigo "superior" no iba más allá de la superficie funcional, pues la crítica no ahondaba hasta el núcleo del modo de producción capitalista. La idea de la dirección político-estatal sobre la "economía" (no superada y aún en la forma de la mercancía), sea como un poder revolucionario o reformista del "trabajo", sea como un centro imperialista de mando, deambuló siempre con nuevas variantes por las teorías del movimiento obrero, del marxismo y de la izquierda. Esa concepción englobó a los dos campos del cisma entre socialdemócratas y comunistas; se encontró tanto en Lenin como en Hilferding, aunque bajo formas diversas. En la teoría de Adorno y Horkheimer sobre el "Estado autoritario", acompañada en términos de economía vulgar por las investigaciones de Friedrich Pollock, esa idea alcanzó un nuevo apogeo, aunque con una tónica pesimista. Se juzgó que el Estado había puesto definitivamente bajo su control el proceso de valorización y el mecanismo del mercado, de un modo negativo, "equivocado" y autoritario, y los había transformado en un sistema planificado y jerárquicamente estructurado. Por más que esa concepción sea comprensible bajo el influjo directo del nacional-socialismo, no deja de constituir un error teórico fundamental. El modo estatal y politicista de afirmación del sistema, entre cuyos depositarios estaba el propio nacional-socialismo, fue confundido con la lógica estructural del sistema y con su perfeccionamiento. El mismo error se halla también en el "obrerismo" de extrema izquierda (Negri y otros), donde ya es, históricamente, menos perdonable; 11
y, por fin, ese mismo equívoco surge aún en el esfuerzo de Habermas y de los teóricos posmodernos (Baudrillard), en los cuales la "teoría del valor" de Marx o incluso el "valor" en general se da como "superado". Estas posiciones no reconocen el potencial de crisis del proceso de valorización o creen devotamente en los simulacros fantásticos del "capital ficticio". Todo el nuevo radicalismo de izquierda más reciente está profundamente enredado en ese paradigma teórico groseramente erróneo, cuyas raíces históricas, en gran parte, es ya incapaz de reconocer. La crítica de la izquierda al "economicismo", por tanto, sólo se explica por el excedente politicista de la historia de la fase ascendente burguesa; y con ello la propia izquierda (y el "izquierdismo" en general) se revela como un mero elemento de esa fase, como un polo en el interior de la constitución moderna, y no como su crítica. Tal crítica está aún por hacerse y no se la puede formular desde el punto de vista de la izquierda tradicional. La angustia burguesa de la crítica al "economicismo" se explicita a partir del nexo funcional inmanente. La supuesta autonomía de la "política" es desmentida ya por el hecho de que la esfera política no dispone de ningún medio propio de influencia. Todo lo que el Estado hace por intermedio de la política, tiene que hacerlo por medio del "mercado", esto es, en la forma del dinero. De hecho, cada medida y cada institución tienen que ser "financiadas". El problema de la "financiación" hace naufragar toda la autonomía de la "política", inclusive la llamada autonomía "relativa", tan evocada por la izquierda (incluso esa frase hecha fue, la mayoría de las veces, una profesión de fe en la irresuelta crítica de la economía de Marx; en realidad, la izquierda trató siempre la supuesta autonomía de la "política" como absoluta). La dependencia de la "política" de la financiación de sus medidas y, de tal manera, de la forma del dinero del mercado es absoluta, ya que la esfera política y estatal no puede crear dinero autónomamente. Siempre que el Estado intenta reclamar para sí la competencia para la emisión de moneda, eso ya constituye un momento de colapso del sistema: el funcionamiento de las prensas de la Casa de la Moneda y la producción de "dinero sin sustancia", o sea, la emisión estatal improductiva de dinero, es siempre castigada con la hiperinflación ruinosa para el sistema. Lo absurdo es presentar esa supuesta intervención de la seudoemisión estatal de dinero como "medida saneadora", como intenta casualmente el radicalismo politicista de izquierda. Por el contrario, la inflación es el propio término de rendición de la esfera política en el terreno para ella intangible de la forma de representación del "valor". La quiebra definitiva de la "política" en este terreno, hecho recurrente en la historia, nunca fue, en tal sentido, superada o aplazada mediante medidas políticas, sino siempre y únicamente a través de un avance histórico ulterior de la valorización del dinero, independientemente de toda "política". Esta limitación del Estado revela la verdadera impotencia de la esfera política; en efecto, éste sería el punto decisivo en el que la autonomía de la "política" y de la capacidad de mando del Estado debían ponerse a prueba. El Estado, por tanto, sólo puede recaudar recursos para financiar todas sus medidas por medio de procesos exitosos de valorización que el mercado media. Su función de recoger los tributos y el autoritarismo conexo lo hacen parecer, al ojo histórica y estructuralmente desarmado, como el comandante de todo el proceso, mientras que, de verdad, es literalmente apenas el "ministro" (servidor) del fin en sí mismo fetichista, a cuyo ciego movimiento permanece irremediablemente entregado. Todas sus deliberaciones, decisiones y leyes, por cuya "configuración" se bate el proceso político, aparecen ridículamente ineficaces cuando su financiación no se ha "ganado" regularmente en el proceso de mercado. Esto vale, por último, para los propios medios de poder. También los tanques, aviones y sistemas electrónicos militares tienen que ser obviamente financiados antes de ser utilizables; y viceversa, el proceso de valorización, las leyes de mercado y los mercados financieros no se dejan impresionar en lo más mínimo por unidades especiales o especialistas en tortura, por portaaviones o ejércitos en marcha. Así se pone de manifiesto, también en la relación empírica de las dos esferas funcionales, 12
"economía" y "política", la verdadera proporción de pesas que nunca dejó de regir, aunque haya podido ser encubierta momentáneamente por la nube de polvo levantada durante el ascenso del sistema. Solamente por medio de los ciegos impulsos sistémicos de acumulación real se puede crear un espacio de acción para la "política". El carácter de totalidad de la forma de la mercancía relega a la política a una figura funcional subordinada y sometida, lo que aparece como su dependencia de la "economía". No hay un dualismo por resolver entre dinero y poder: el poder sólo puede ser el "ministro" del dinero. Con esto, de hecho, el poder –y también la esfera funcional de la política– queda desenmascarado como la forma fenoménica de la totalidad fetichista, dominado por la forma de la mercancía social. La "política", por su esencia, no puede organizar los recursos humanos y naturales, aunque sea la esfera de la comunicación social directa; tal comunicación, de todos modos, no es "libre" ni abierta, sino que está enclaustrada en la codificación ciega de la forma de la mercancía y de sus "leyes", que siempre se anteponen, como cuasi-leyes naturales inconscientes de la "segunda naturaleza", a todas las leyes jurídicas conscientemente creadas de la esfera estatal y política. Esta desgraciada circunstancia hace prevalecer sobre todo una corriente que, como "liberalismo" o "liberalismo económico", acompañó desde el principio la historia del moderno sistema fetichista. Su credo es la "libertad de los solventes"; "libre curso para ciudadanos libres", por así decir. El liberalismo fue inicialmente, en correspondencia con el nacimiento revolucionario y "político" del sistema, una avalancha contra los antiguos poderes, en gran parte aún premodernos. Al mismo tiempo, sin embargo, llevaba en sí un impulso "antipolítico", en cuanto antiestatal (de ahí también cierto parentesco del liberalismo radical con el anarquismo, ambos igualmente aferrados a la forma de la mercancía); así, demostró ser el paradójico depositario político del polo contrario a la política en general, o sea, de la esfera funcional "económica" disociada. Por eso el liberalismo, en la fase ascendente con su retórica politicista, traspasó el lema a los politicistas de izquierda y de derecha: a los socialistas y "comunistas", nacionalistas, "conservadores", fascistas, etc. En el interior de la esfera política, que en verdad le era bastante sospechosa, se mantuvo como un cuerpo extraño tan marginado como los antiguos monárquicos y partidos de la nobleza, aunque por razones diametralmente opuestas. Si estos últimos corporizaban los estertores del pasado premoderno, el liberalismo, a su vez, representaba el núcleo "económico real" –en cierto modo, la totalidad oculta de la forma de la mercancía social, que todavía debía afirmarse históricamente en la sociedad; aun así, en la apariencia superficial y en la concepción ideológica, encarnaba el automovimiento de la "economía" contra las instancias de regulación de la "política". Bajo esta perspectiva, el liberalismo ostentó una posición ideológica central tanto al principio como al final del proceso de modernización –desde la invisible hand en la teoría de Adam Smith hasta el liberalismo tardío de hoy, que se infiltró en todos los partidos. Si el antiguo liberalismo era forzosamente él mismo "político", hoy su paradoja se invierte: representa el criterio "económico" en la "política", y se vuelve el fermento general (ya no limitado únicamente a los partidos liberales) de la economificación de la "política". La "libertad económica" por él propagandizada es, superficialmente, apenas la libertad subjetiva y destructiva de los "solventes"; en rigor, detrás de ella asoma la "libertad" salvaje de la forma fetichista desencadenada, monstruosa y sin sujeto, de la cual el liberalismo es el agente directo en la "política". Su credo completamente "economicista", en el fondo ya formulado por Adam Smith, apunta a la regulación total de todas las cuestiones humanas a través de las ciegas "fuerzas del mercado", lo que es idéntico a la sumisión ciega de todos los recursos humanos y naturales al "dios" fetichista de la valorización del valor, al tautológico automovimiento del dinero. Naturalmente, también el liberalismo se ramifica en un vasto espectro ideológico. Las posiciones clásicas dejaban a la esfera político-estatal cierta función regulativa externa ("Estado guardián"), y la posición monetarista del neoliberalismo contemporáneo (Milton Friedman) quiere erigir sobre todo al Estado como austero "guardián" de la estabilidad monetaria, sobre cuya base podría actuar 13
la "mano invisible" del mercado. El liberalismo extremista (Hayek, por ejemplo) pretende incluso abandonar el dinero como tal a las ciegas "fuerzas del mercado" y disolver los bancos centrales; en última instancia, desea eliminar la esfera político-estatal en general, a fin de someter directamente todas las funciones y expresiones vitales (hasta la "seguridad") al mecanismo del mercado. En su conjunto y especialmente, claro está, en sus posiciones más radicales, el liberalismo ignora por completo la necesidad funcional y sistémica de una esfera política. La diferenciación objetiva de esta última, en el ciego proceso histórico del sistema, les parece sólo un "error" subjetivo o una viciosa aberración. Su nítido carácter asocial aflora también a la superficie con la capitulación incondicional a los insensatos criterios del proceso inmediato de valorización. La afirmación ideológica de que el mecanismo del mercado es en sí social y regula la "distribución de recursos" para el bienestar de todos, se convierte rápidamente en abierto cinismo desde el momento en que se sabe que tal cosa no sucede evidentemente en la realidad. Entonces el liberalismo afirma que la creciente miseria debe ser imputada a la escasa voluntad de trabajar de los pobres y excluidos, a la pereza y a la decadencia moral; o, en un discurso pobre de ideas, llega incluso a decir que la pobreza y la miseria existirán siempre y que tal destino debe ser aceptado, ya que el mercado y sus criterios, concebidos como necesidad natural eterna, a pesar de todas las expectativas, no "permiten" nada más a innumerables personas. Llegado a este punto (documentado, por ejemplo, en los discursos recientes de la británica Margaret Thatcher o del alemán Otto Graf Lambsdorff), el liberalismo se revela como lo contrario exacto de la libertad humana para configurar la propia vida. Antes recursos improductivos y arruinados (o, a la inversa, movilizados de forma destructiva), que "permitir" que sean puestos en movimiento de acuerdo con criterios diferentes a los del mercado. El liberalismo como fuerza determinante conduce así, naturalmente, a todo tipo de guerra civil. Por fin se transforma paradójicamente en su contrario, pues no le queda otra alternativa que ponerse voluntariamente bajo la tutela de cualquier poder armado (sea una banda mercenaria o de gángsters), que se ríe a su costa, sin que él pueda, como resulta claro, acercarse a la comprensión de las leyes del movimiento de la forma de la mercancía sin sujeto y de la mediación del mercado. La inconsciencia de todos los involucrados respecto a los verdaderos motivos y resultados de su propia acción está ya siempre supuesta. El liberalismo es, abiertamente, el contrario complementario del politicismo, sea de derecha o de izquierda. Contra la crítica siempre infrasistémica de izquierda (y a veces también de derecha) del "economicismo", constituye la franca ideología y propaganda de un "economicismo real". En ello se revela un paradójico enredo ideológico de estas dos posiciones. La crítica de izquierda al "economicismo" tiene su razón relativa –o mejor, su pretexto– cuando combate una concepción en verdad poco sustentada, que defiende una dependencia directa y mecánica de la "política" respecto al proceso económico empírico. Claro que incluso hoy la política no es una variable directamente dependiente, por ejemplo, del PIB, de los precios de importación y exportación, etc. Pero, a la inversa que en la pasada fase ascendente del sistema, este proceso económico empírico está en la actualidad mucho más próximo a la política, al punto de casi paralizarla. La dependencia empírica directa de la "política" con relación a la "economía" jamás se manifiesta, sin duda, de manera que el curso del proceso político reproduzca mecánicamente el curso del proceso económico o lo siga de forma directa. El mayor peso de la esfera funcional económica se muestra en el hecho de que su proceso restringe y estrangula las posibilidades de acción de la "política", lo que puede llevar en la esfera política, por ejemplo, a explosiones irracionales, acciones desesperadas, corrientes regresivas, etc., que obviamente no son un mero "reflejo" especular del "desarrollo económico" empírico. Fuera de eso, sin embargo, el verdadero error de la crítica al "economicismo" es lo que ella deja de decir, en su ignorancia acerca de la constitución fetichista estructural de la forma de la mercancía 14
total. La crítica al "economicismo" acaba por excluir cualquier crítica a la socialización en la forma de la mercancía o a la forma de la mercancía social como tal, e intenta compensar esta omisión a través de fantasías politicistas. En esta secreta aquiescencia al sistema, entra en contacto con el liberalismo, que de manera igualmente inconsciente hace la misma afirmación de forma inversa. Los críticos del "economicismo" de izquierda o de derecha y los "economicistas reales" liberales unen sus voces en una celebración común del sistema productor de mercancías; los primeros se encuentran con esta amante a escondidas, de manera vergonzante y "crítica del economicismo"; los segundos abiertamente y cantando loas al "economicismo real". La crisis de todo el campo de referencia es hoy evidente, y se volvió conocida del público como "crisis de la política". A medida que la forma de totalidad de la mercancía se hace manifiesta como principio dominante en el final de su fase de ascenso y a medida que, en consecuencia, el "subsistema economía" impone su dominio estructural sobre el "subsistema política", el cielo político se viene abajo. La política vive su desmistificación económica como distorsión de todos sus parámetros. Aunque todavía existan e incluso surjan partidos explícitamente de derecha (o de extrema derecha), todos los partidos (incluso los de izquierda) basculan hacia la derecha como reacción a la crisis; y aunque el neoliberalismo se presente como ideología específica y los liberales como partido específico, la posición de liberalismo económico y de radicalismo mercadológico se insinúa relativamente en todos los partidos y en todas las ideologías, tanto en la derecha como en la izquierda. El punto decisivo es el abandono creciente de la "política" a los criterios económicos autonomizados. Con ello, además de extinguirse el énfasis histórico de la política, se torna visible la crisis existencial de todo el modo de socialización. La "crisis de la política" crece con la "crisis de la economía" y la de su categoría nuclear, el "trabajo"; la crisis de los "subsistemas" apunta hacia la crisis de todo el sistema de la mercancía, el cual alcanza su límite histórico absoluto en el preciso momento en que deja atrás su fase ascendente, logrando ser idéntico a sí mismo sólo durante un breve momento histórico. 4. Como muestran cada vez más claramente sus circunstancias y sus desarrollos, la "crisis de la política" no significa sólo la pérdida de su énfasis y de su hipostatización históricas, de manera que ella colabore ahora, en la paz más perfecta, como sistema reducido y desmistificado, correspondiendo así a su verdadera esterilidad funcionalista. Se tornan visibles o entran en la conciencia pública las estructuras que habían formado hasta ahora el telón de fondo tácito de todo el proceso social como "condición de posibilidad" de la política, y que hoy se hacen notar como trastornos de funciones elementales. Estos trastornos, que señalan el colapso histórico del sistema, se manifiestan esencialmente como crisis ecológica, como crisis de la sociedad del trabajo, como crisis del Estado nacional y como crisis de la relación entre los sexos. Y, justamente en estos campos, los telones de fondo tácitos de la "política" ven la luz y emergen del silencio. Los ruidos de la catástrofe social, provocados por su desmoronamiento, se transforman directamente en los gritos de dolor de la "política", cuya función reguladora se desintegra, junto con el mecanismo funcional económico. En la exacta medida en que las bases del sistema, inalcanzables por la "política", pierden su capacidad de funcionar, la esfera política comienza necesariamente a girar en falso. Desde el inicio del sistema industrial bajo la forma de la mercancía, se lamentó su potencial destructivo en relación con la naturaleza biológica. Esta fuerza destructiva reside en el propio proceso de abstracción operado por la forma de la mercancía, esto es, en la indiferencia del dinero a cualquier contenido sensible. En tanto la forma de la mercancía poseía sólo una existencia periférica dentro de nichos en las constituciones premodernas, el carácter destructivo de esa "abstracción real" (Sohn-Rethel) y de su trato "no-concreto" con la materia concreta del mundo sólo pudo manifestarse de manera dispersa y casual. Pero a medida que la forma de la mercancía se convertía en la forma social de totalidad en la forma del capital, tenía que salir también a la luz su carácter 15
destructivo de la "primera naturaleza". En un primer momento, la crisis ecológica así desencadenada se limitó a ciertos sectores y regiones; ella seguía al proceso de industrialización en la forma de la mercancía. Por tanto es lógico que, con el perfeccionamiento estructural y global del sistema productor de mercancías después de la Segunda Guerra Mundial, se haya vuelto una amenaza directa para la humanidad. Afectados el suelo, el aire, el agua y el clima, el potencial destructivo de la forma de la mercancía total alcanza los fundamentos más elementales de la vida, convirtiéndose así, a partir de los años 70, en una cuestión política permanente. Pero incluso en la llamada cuestión ecológica, el carácter no autónomo y estructuralmente dependiente de la "política" se hace evidente; más de un cuarto de siglo de debates ecológicos suministró hace mucho la prueba práctica de ese hecho. Por su propia esencia, la política sólo puede resolver problemas funcionales en el interior de la lógica del dinero, pero no los problemas causados por dicha lógica como tal. Como el Estado tiene que financiar todas sus medidas de regulación, esto vale también, claro está, para las medidas ecológicas. Los fundamentos naturales son destruidos por la lógica abstracta del dinero; pero la reparación de los fundamentos naturales, a su vez, cuesta dinero, que primero ha de ser "ganado". Para poder reparar las destrucciones causadas por el dinero, la sociedad, por tanto, tiene que ganar más dinero y provocar más destrucciones. Resulta fácil imaginar que tal círculo se vuelve cada vez más vicioso, en perjuicio de la naturaleza y de los fundamentos de la vida. Así, es imposible solucionar el problema ecológico a partir de la lógica estructural del sistema. Y como la política no puede ocupar otro espacio funcional que no sea el Estado, debe capitular en última instancia frente al potencial de destrucción ecológica. Entonces pasa a concentrarse en medidas secundarias, que cuesten lo menos posible al Estado, como las intervenciones legales para la "internalización" de los "costos ecológicos" por parte de las empresas; se habla actualmente de "impuestos ecológicos" (en especial, la tasa sobre el consumo de energía). Estas medidas puramente legales, que incluso llegan a aportar al Estado una renta suplementaria, son puestas en ridículo, sin embargo, por la lógica del sistema. En primer lugar, se enfrentan con la competencia internacional. Como el espacio de actuación del Estado y de sus leyes está restringido a la nación, y como los Estados perdedores en el mercado mundial no se vinculan a los acuerdos ecológicos internacionales, el mercado mundial tiene que penalizar los productos más caros en virtud de los impuestos ecológicos con la pérdida de la capacidad competitiva, demostrando rápidamente lo absurdo de esta medida. Se argumenta que dicho efecto podría ser evitado si el Estado, para compensar los impuestos ecológicos, redujese los costos del trabajo (gastos salariales, aportes a la seguridad social, etc.) y, de esta forma, limitase la elevación de precios de los productos penalizados por el mecanismo de mercado. Sin embargo, ello significaría que sería el propio Estado el que pagase el impuesto ecológico, pues tendría que reducir en otra parte sus ingresos y subvencionar las medidas hasta ahora costeadas por otros (por los "acompañantes sociales"). Pero toda la construcción muestra su carácter ilusorio cuando se afirma que el Estado sería capaz de financiar medidas para la reducción de los costos del trabajo con el impuesto ecológico. Un discurso claramente absurdo, pues el impuesto ecológico debe servir para, en beneficio de la naturaleza, reducir drásticamente el consumo de energía y forzar a la industria a invertir en medidas de reducción del consumo para eximirse del impuesto. En suma, si la medida legal se aplicara, el impuesto ecológico no sería recaudado en cantidad suficiente para poder financiar duraderamente providencias que acompañasen dicho impuesto en términos sociales y de mercado. Por tanto, el efecto de un impuesto ecológico sobre el consumo de energía es fácil de prever. La gran industria invertirá en medidas de ahorro energético, pero los costos para ello serán repercutidos en los precios, lo que se convertirá en una amenaza en lo que se refiere a la competencia; o entonces dejará de lado esa repercusión de los costos, a causa de la competencia, pero emprenderá una 16
campaña ante el Estado contra la elevación de los costos empresariales. El Estado, a su vez, al reaccionar la gran industria al impuesto ecológico con inversiones para el ahorro de energía, recaudará menos impuestos de lo necesario para financiar la reducción de los costos laborales, lo que lo pondrá en una situación de gran dificultad, y para financiar esta baja los recortará de otro lado, etc. Con todo, si la gran industria prefiere desembolsar el impuesto ecológico antes que invertir en el ahorro de energía, el Estado será capaz de financiar esa elevación de costos con la compensación de los costos laborales acrecentados, pero el conjunto recaerá en un mero juego de suma cero, y el verdadero objetivo no será alcanzado, pues la destrucción de la naturaleza continuará como antes, sólo que con impuesto ecológico. La pequeña industria, por su parte, incapaz ya de asumir los costos de inversión para una drástica reducción del consumo de energía, quedará entonces entre dos fuegos: por un lado sufrirá el impuesto ecológico; por otro, el Estado sólo podrá financiar en pequeña escala las medidas de compensación, en virtud precisamente de las inversiones de la gran industria en el ahorro energético. Por más vueltas que se le dé, la alternativa es la misma: o bien el impuesto ecológico sobre la energía tropieza con el problema de la financiación, o bien se reduce a un juego de suma cero y no alcanza su objetivo ecológico. En ninguna hipótesis el sistema estructural de la valorización del dinero se deja impulsar por el subsistema de la "política", que constituye su función sistémica. Una "política" ecológica es, por tanto, una contradicción en sí, ya que el remedio es peor que la enfermedad. En general no se arriesga a enfrentar el principio de la valorización del dinero, que constituye el verdadero problema. Esta contradicción en sí no es más que la forma fenoménica de la esquizofrenia estructural de los sujetos en la forma de la mercancía; así, ella se manifiesta, en lo que se refiere a la cuestión ecológica, en cada individuo de la forma de la mercancía, y no solamente en las grandes instituciones estructuradas en la forma de la mercancía. En la crisis ecológica cada individuo ganador de dinero ve el horizonte de sus intereses escindirse dramáticamente. El interés en el dinero producido por el sistema obliga a que se tome parte en la destrucción siempre creciente de la naturaleza, mientras que el interés elemental en la vida y en la supervivencia impone la superación de la lógica del dinero. Sin embargo, este último interés, por esencia, es trascendente al sistema, y sólo se manifiesta en evasivas hipócritas. La infeliz tentativa de limitar por medio del dinero los efectos ecológicos del dinero conduce al absurdo en la misma medida en que se destruyen aquellos recursos naturales que ni los magnates pueden pagar ya con dinero. La "política ecológica", por otra parte, es la falsa coartada de una humanidad que, a través de la esquizofrenia de la forma de la mercancía, se transformó en asesina de sí misma. La crisis ecológica puede ser aplazada, postergando cínicamente la catástrofe biológica final para los propios hijos y nietos, mientras todavía afluya dinero para las medidas de reparación más urgentes. Pero entretanto la "crisis de la sociedad del trabajo" se superpone a la crisis ecológica. El modo de producción capitalista (el sistema productor de mercancías) se manifiesta como valorización del dinero; éste, sin embargo, no es más que la representación del trabajo abstracto pasado ("muerto"). El capital como dinero que se autovaloriza –un fin en sí mismo absurdo– se basa, por tanto, en el tautológico e incesante gasto empresarial de cantidades abstractas de trabajo. El crecimiento constante es necesario al sistema, ya que el trabajo vivo empleado tiene que revalorizar la masa acumulada de trabajo muerto, o sea que se trata de un proceso de progresión geométrica. Aunque interrumpido periódicamente por "crisis de desvalorización", éstas no logran que se vuelva al nivel anterior de acumulación del capital. En realidad, debido al aumento de productividad exigido por la competencia, el nivel de acumulación alcanzado antes de la crisis de desvalorización es alcanzado nuevamente en períodos cada vez más cortos. El núcleo del problema reside en el hecho de que, gracias al aumento de productividad, se produce cada vez menos "valor" por producto y por capital empleado, ya que "valor" es un concepto relativo, medido por el respectivo nivel de productividad históricamente creciente del sistema capitalista al que se refiere. Esta tendencia inmanente a la crisis sólo puede ser compensada con la 17
ampliación absoluta del modo de producción como tal, a fin de posibilitar una ulterior acumulación. En la medida en que el aumento de productividad debido a la aplicación de la ciencia supera en términos absolutos la ampliación del modo de producción, ese mecanismo de compensación empieza a fallar. Tal estadio fue alcanzado hoy por la sociedad mundial productora de mercancías. Lo que en el lenguaje de la sociología se denomina "crisis de la sociedad del trabajo", es, en última instancia, el límite histórico absoluto de la propia acumulación del capital. Todo el proceso social, de vida y de reproducción es prolongado de forma cada vez más penosa a través de sustancia"trabajo" pasada y en vías de pérdida de validez. Pero la fuente de la forma fetichista capitalista se agota por obra de su propio mecanismo interno. La contradicción fundamental de esta sociedad –que se basa en la transformación incesante de "trabajo" en dinero, aunque por su propio desarrollo haya llegado al punto en que es incapaz de movilizar, de forma rentable, "trabajo" suficiente dentro del patrón de productividad por ella creado– ya no se manifiesta sólo cíclicamente, sino de modo permanente y visible en la superficie, y se convierte en parálisis histórica. Y es aquí donde se hace evidente el absurdo del tradicional extremismo de izquierda, que niega una crisis terminal de la acumulación del capital, pues es incapaz de trascender el paradigma del "trabajo", y se aferra sobre esa base al concepto burgués de sujeto; para él, el capital tiene que ser capaz de "explotar" la fuerza de trabajo ad infinitum. Esta cuestión hace explícita nuevamente la dependencia estructural y la impotencia de la "política", que no puede intervenir sobre los mecanismos básicos de funcionamiento del sistema. Cuando se seca la verdadera fuente del dinero, la esfera política desfallece, justamente porque no posee ningún medio propio de vida. Por un lado, se consume la riqueza histórica restante, y los retrasados históricos y los últimos en llegar son los primeros alcanzados por la crisis del sistema y lanzados a la ruina. Ya se vio en innumerables casos que ésta no puede ser contenida con medios estatales y políticos. Las "viejas" naciones del fetiche del capital pueden resistir durante más tiempo, en virtud de su mayor volumen histórico de sustancia, aunque también sean alcanzadas por los fenómenos de la decadencia. Como "sustancia" aparece a su vez el trabajo muerto, acumulado bajo la forma de dinero más o menos "sólido" y de reservas competitivas de capitales. Por otro lado, tanto las economías en colapso como los países capitalistas centrales intentan prolongar la reproducción basada en la forma de la mercancía a través de la creación de "moneda sin sustancia" (crédito y consumo estatal, emisión de dinero). El crédito para ello, esto es, el acceso a una capitalización ficticia de "trabajo" futuro (mercados financieros internacionales, formas derivadas de capital monetario) es dado por el respectivo patrón de productividad. Pero tampoco las diversas formas de "capital ficticio" (Marx) pueden ser ya sustentadas cuando, del mecanismo básico de valorización de la fuerza de trabajo abstracta productiva de capital, deja de afluir la sustancia "real" suficiente. Incluso este problema es eludido por el viejo extremismo de izquierda, fijado en una acepción burguesa de "explotación" en el interior del sistema productor de mercancías. La "crisis financiera del Estado tributario" –ya discutida con la parcial desvinculación estructural del capital ficticio de la sustancia real del trabajo, surgida con la financiación de la Primera Guerra Mundial– entra hoy en una fase terminal, que fue considerada imposible por los politicistas de todas las tendencias. En la mayoría de los Estados de la actual sociedad mundial capitalista, la hiperinflación, el colapso de las finanzas estatales y el fin de la propia autonomía monetaria demuestran ya los límites de la capacidad de acción política en el interior del medio autónomo del dinero. Es sólo una cuestión de tiempo (de mediano o incluso de corto plazo) para que también en las supuestas "monedas estables" centrales se manifieste fenoménicamente la pérdida real de sustancia ya ocurrida y, así, el colapso del sistema financiero mundial. Ya aquí se muestra que en la práctica la "crisis estructural de la sociedad del trabajo" conduce lógicamente –por medio de la pérdida de sustancia del dinero políticamente no influenciable– a la "crisis estructural de la política". La pérdida básica de funciones de la "economía" se reproduce 18
como pérdida de funciones de la "política", que, en su propio terreno de acción estatal, está cada vez más estrangulada monetariamente. No le queda más remedio que aferrarse a su destino y seguir el curso turbulento o abiertamente catastrófico del trastorno de sus funciones básicas. De un modo banal, el debate político sobre la distribución de recursos se transforma en el debate sobre la restricción de recursos. Según sea la situación de la economía nacional en la crisis planetaria, se llega a la exclusión de sectores enteros o de parcelas enteras de la población. El Estado social se encoge o es liquidado, sectores estatales de infraestructura decaen, las medidas ecológicas son limitadas, la pretensión política de regulación se vuelve cada vez más débil y finalmente amenaza con extinguirse. En este punto, el parpadeo de las últimas luces de la vida política sigue al ciclo económico cada vez más débil, al que desde hace mucho se le superpone la crisis estructural de la valorización del dinero. Tal como la crisis ecológica y la crisis del "trabajo" y de la valorización del dinero se solapan mutuamente y paralizan la "política", así también a ambas formas de crisis sistémica se superpone la globalización del capital, que rompe los moldes de las economías nacionales habituales, aboliendo más radicalmente aún el espacio de acción de la esfera de la política. Las mismas fuerzas productivas que destruyen estructuralmente, por dentro, el mecanismo funcional estructural del "trabajo" y de la valorización del dinero disuelven también, paso a paso, los moldes nacionales de la "economía" en todos los niveles. A la internacionalización y la globalización de los mercados financieros siguió la internacionalización y la globalización de la propia producción y, asimismo, la de los mercados de trabajo. Estamos cada vez menos ante una importación y exportación de mercancías y de capital entre las economías nacionales; antes bien, la importación y exportación de mercancías son tan sólo formas fenoménicas de un capital total que se globaliza directamente. El Estado deja de ser el nexo funcional de una economía nacional coherente y su "capitalista colectivo ideal". Así como la pérdida de sustancia del dinero estrangula en el plano monetario la acción estatal y política, también esta última pierde la capacidad de controlar e influenciar la restante acumulación real del capital productivo; finalmente también se le escapa el propio movimiento del "capital ficticio". Acumulación real residual y "capital ficticio": ambos buscan refugio en la "tierra de nadie" estructural (G. Reimann) de los mercados, que actúan fuera de los marcos de las economías nacionales, a pesar de que formalmente todo sea territorio de una nación. El Estado se vuelve rehén de la "cuestión coyuntural" y de los movimientos financieros y especulativos internacionales. Esta pérdida de control, que apenas puede ser disimulada con dificultad, entorpece y debilita los últimos músculos de la "política". El cielo político se viene abajo también en el sentido de que desaparece la distinción clara entre política externa e interna. Ya no hay más "exterior" e "interior" en términos de economía nacional, lo que desorienta a la política, ya que ella es incapaz por naturaleza de seguir esta inversión del sistema de referencias. 5. La crisis de todo el sistema político y económico, que alcanzó sus límites históricos, se extiende más allá de las esferas funcionales visibles, hasta las profundidades de la "privacidad" –no sólo en el sentido de que crecen el desempleo estructural en masa, la nueva pobreza y la pérdida de rumbo político, sino también como decadencia de la propia forma del sujeto. Hoy es difícil reconocer esto, así como la crisis en general y su concepto, porque la crítica social ("de izquierda") fue incapaz hasta ahora de pensar por encima de la forma de la mercancía, debido al simple hecho de que confundió la progresiva formación y "revelación" del sujeto bajo la forma de la mercancía con su decadencia. Una auténtica paradoja. De modo que ahora ya no logra descifrar históricamente la efectiva crisis terminal y la efectiva ruina del sujeto, sino que tan sólo descubre en ésta lo ya conocido, o sea, el eterno retorno de un capitalismo siempre igual.
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Esta observación vale también para la más avanzada (y en muchos aspectos trascendente ya al sistema) teoría de izquierda de Horkheimer y sobre todo de Adorno. La reducción decisiva y fechada de esta concepción puede resumirse así: el proceso en el que el individuo, el sujeto bajo la forma de la mercancía, se vuelve idéntico a sí mismo fue confundido con su progresiva decadencia, pues el ascenso del sistema productor de mercancías fue confundido con su decadencia. El punto culminante, o sea, el punto de una superación considerada como "perdida" o fracasada habría de ser señalado entonces, erróneamente, en algún punto de la curva ascendente de la modernización, en verdad aún no concluida, fuese 1848 o 1918 (o en cualquier punto intermedio), en vez de concebir el nivel sólo hoy alcanzado (que para Adorno y Horkheimer era todavía futuro) de la socialización mundial negativa, de las fuerzas productivas, de la forma de la crisis y de la crisis del sujeto como tal cima, después de la cual el sistema productor de mercancías de la modernidad, o bien será superado (lo que sólo ahora es posible), o bien se precipitará al abismo. Lo que en Adorno era todavía una tragedia teórica se transforma en muchos adornianos –y gestores del expolio de la Teoría Crítica– en farsa teórica. Adorno aún pudo, en lo relativo a la superación supuestamente negativa, estatal y "falsa" del capital, lanzar su "mensaje en la botella"; sin embargo, no existe mensaje en la botella de un mensaje en la botella. Toda actividad práctica y teórica de una crítica social que ya no alega para sí una razón histórica específica y sólo puede desembocar en una elaborada imprecación pública, es superflua como una papada, representando así poco más que un escapismo intelectual. Si, según propia confesión, todo se halla sustancialmente dicho desde hace mucho tiempo, entonces insistir en la conversación se vuelve sospechoso y tal vez más íntimamente familiar a la ideología criticada de lo que nunca se aceptará. El "politicismo negativo" seudorradical –por así decir, la resignación radicalizada (que incluso se enorgullece de su pretendido "realismo negativo")– es sólo complementario del "politicismo y el realismo positivos", de la manera como éstos se constituirán desde los socialistas académicos de izquierda, pasando por el ala izquierda de la socialdemocracia, hasta llegar a los miembros del Partido Verde que integran el mainstream de izquierdistas y ex izquierdistas. Los restos actuales del radicalismo adorniano de izquierda (además de otros) no se reconocen a sí mismos: no analizaron su propia situación histórica, ya que, con su instrumental teórico vuelto obtuso, no son capaces de tomar conocimiento siquiera del sistema productor de mercancías en las últimas décadas. La fallida superación teórica de la forma de la mercancía social se revela también en Adorno por el hecho de que él (aunque no inequívocamente) no encuentra su referencia positiva en la superación explícita de la forma de la mercancía como tal, sino en una imagen utópica o hasta ideológica del pasado, en el agente de la circulación (más o menos secretamente idealizado) con la subjetividad enfática de la antigua burguesía culta; y, por tanto, en una "razón circulante" idealizada y en una falsa hipostatización de la democracia. Es desde la Revolución Francesa que la izquierda se arrastra detrás de ese concepto ideológico de la democracia, en el que la lógica de la circulación de las mercancías aparece como arquetipo de la comunicación discursiva en la esfera de la política. En última instancia, se trata del reino "ideal" de la producción total de mercancías, reducido a circulación, en vez de a su vil realidad. Digámoslo abiertamente y en contra de su sacralización por la izquierda radical: "en última instancia", Adorno permanece como un demócrata radical burgués, aferrado a un equivocado concepto de razón derivado de la esfera de la circulación, que no va más allá de la forma de la mercancía con coherencia (aunque va más lejos que la mayoría de sus posteriores discípulos). Habermas no "traicionó" el nivel de reflexión adorniano, sino que más bien, con su "razón comunicativa" (de la que la forma de la mercancía es claramente la raíz), lo puso de manifiesto, con formulaciones menos crípticas que las de Adorno. De esta manera no se supera históricamente la mortífera "abstracción real". Este dilema básico de Adorno y de los adornianos trae consigo otros dos. Primero, la individualidad y la subjetividad burguesas no son criticadas en cuanto fetichistas, sino que su evolución histórica es medida por su ideal falso e ideologizado. De ahí deriva aquella confusión entre "coincidir con el 20
propio concepto" y decadencia, donde incluso el concepto de "decadencia" deriva ya de aquel patrón ideológico. En vez de llegar a la crítica del carácter fetichista de la subjetividad en cuanto tal, a partir del análisis del desarrollo histórico del sujeto, se quedan en la lamentación de las posibilidades perdidas del sujeto, concebido de modo enfático e ideológico. La célebre falta de vergüenza de decir "yo" [alusión a una frase de Adorno en Minima Moralia, § 29 – N.T. port.] forma parte de la estructura del yo deducida de la forma de la mercancía en general, y no sólo de su "ocaso", como se concibe erróneamente aquello que en verdad es el histórico "coincidir con el propio concepto" de este "yo" fetichista. En segundo lugar, la razón de la supuesta decadencia es fundamentalmente malinterpretada. Como el falso concepto enfático del sujeto está ligado a la circulación, el desarrollo real aparece como creciente sujeción de la esfera de la circulación al estatismo y, por tanto, a la esfera política. Justamente por eso la Teoría Crítica se adapta tan perfectamente al énfasis politicista de la historia del ascenso capitalista hasta mediados del siglo XX (deslices "economicistas" ocasionales no invalidan esta tendencia básica de la Teoría Crítica). La diferencia en relación a los otros politicismos de izquierda y de derecha reside únicamente en el carácter negativo del politicismo adorniano; junto al reino idealizado de la circulación, la también idealizada "democracia discursiva", en cuanto estructura política, es concebida como dominada e invalidada precisamente por obra del presunto dominio estatal sobre la circulación, ¡que llega a su "supresión"! (Una nueva muestra de este análisis "democrático" superficial, recibida con júbilo por los radicales de izquierda, se puede encontrar en Agnoli). Como ya fue dicho, tal error teórico en estos autores es comprensible históricamente a la luz del impacto del nacional-socialismo (y también de la Unión Soviética estalinista); pero el desarrollo de posguerra desmintió rápidamente este paradigma. Bajo las alas de la pax americana, estamos ahora frente al triunfo de la circulación (competencia) y de la democracia, que se precipitan desde su apogeo rumbo a la crisis histórica terminal de la forma de la mercancía social. No es de asombrar que una teoría ideológica (desde hace mucho tiempo banalizada, en comparación con la de Adorno) que mantiene el concepto de un predominio estatal latente o manifiesto sobre la circulación y la democracia, y que ve alejarse cada vez más su falso objetivo idealizado, ya no sea capaz de explicar esta realidad. De la misma manera que no deja de suspirar por las posibilidades del sujeto, en vez de criticarlo radicalmente en su carácter fetichista, así también se preocupa por la "razón circulante" y la democracia, en vez de someterlas a una crítica radical como elementos de la constitución basada en la forma de la mercancía. Si, de este modo, no podemos descifrar los límites históricos absolutos del sistema productor de mercancías en el plano de la ecología, de la "sociedad del trabajo" (acumulación de capital) y de la globalización (disolución de las economías nacionales cohesionadas), tampoco somos capaces de descifrar la verdadera crisis del sujeto, que sólo se torna patente con la crisis de la propia forma de la mercancía. Esta crisis se manifiesta, por un lado, como crisis del sujeto político, pues la función reguladora de la "política" comienza a agotarse, y de ahí como crisis y decadencia de la "esfera pública burguesa"; por otro lado, ella aparece también en el reverso oscuro del sujeto, a saber, en los aposentos ocultos e íntimos de la "privacidad" en la forma de la mercancía. No es por casualidad que la identidad de la crisis de la "esfera pública" y de la "privada" asuma la forma de una crisis fundamental de la relación entre los sexos. Del mismo modo que los otros supuestos hasta ahora tácitos y obvios del sistema productor de mercancías, como la naturaleza biológica, el "trabajo" y la nación, también el supuesto de la "feminidad" comienza a emitir sonidos estridentes de trastorno, a causa del desarrollo del sistema. Tales supuestos, claro está, nunca fueron absolutamente tácitos, pues la contradicción interna del sistema productor de mercancías estaba siempre presente. Pero cum grano salis se puede hablar de supuestos tácitos, en la medida en que la formación del "trabajo" y de la nación, así como la 21
domesticación de la mujer y de la naturaleza (por lo demás, ideológicamente equiparadas) provocadas por la forma de la mercancía, sólo hoy se vuelven en gran medida insostenibles y empiezan a perder el fundamento de su "obviedad" construida a lo largo de los siglos. En lo concerniente a la relación entre los sexos, se pone en evidencia el carácter "estructuralmente masculino" de la subjetividad en la forma de la mercancía. A pesar de que Horkheimer y Adorno, en la Dialéctica de la Ilustración, tocan este punto (aunque una vez más en formulaciones crípticas), no logran en última instancia ir más allá de la "masculinidad" construida bajo la forma de la mercancía, precisamente porque no van más allá del concepto fetichista del sujeto y de la "razón circulante". No es sorprendente que los actuales adornianos de extrema izquierda ignoren por completo los tramos críticos correspondientes de su maestro y poco tengan que decir, en términos teóricos, sobre la crisis manifiesta de la relación entre los sexos –lo que también se revela en una relación un tanto desdeñosa para con el feminismo (ya que prefieren aprender la dura realidad con los guantes puestos). La teoría feminista, por el contrario, cuando se refiere a Adorno y Horkheimer, percibe muy bien este problema. No es nada extraño que la "razón circulante" y las conexas esferas "pública" y "privada" se muestren estructuralmente masculinas, desmintiendo su carácter abstracto, universal y aparentemente asexuado. En el sentido histórico y estructural, la universalidad abstracta sólo lo es, de verdad, como contexto de vida masculino. El sujeto masculino de la mercancía es privado en cuanto sujeto circulante del dinero, que persigue sus intereses monetarios; y "público" como sujeto político, que se refiere discursivamente a los "asuntos generales". Pero, por detrás de esa fachada de lo "público" y de lo "privado" estructuralmente masculina, se abre un espacio completamente diferente, en el cual todos los momentos de la reproducción no aprehensibles bajo la forma de la mercancía son "separados" (Roswitha Scholz). Este espacio aparece como potencia completamente diversa de lo "privado", y se sitúa más allá de la "esfera privada" del sujeto monetario masculino. "Esfera privada I" es la esfera interior al contexto de vida masculino; "esfera privada II", la esfera posterior del espacio sereno y acolchado de la "feminidad", más allá de la competencia y de la esfera política. Desde la perspectiva del contexto de vida femenino, que está circunscrito a este espacio de la "esfera privada II", la "esfera privada I" de los hombres y la esfera política aparecen, inversamente, como lo "externo"; ambos son "esfera pública", en oposición al rincón privado sexuado del que "la mujer" es responsable. La emancipación de la mujer en términos burgueses y en la forma de la mercancía, de la manera en que ocurrió en las dos últimas décadas, no desmiente esa relación básica, sino que más bien la hace patente, la pone en crisis y se revela, así, como momento central de la propia crisis. Una vez más, las mismas fuerzas productivas que, en su forma determinada por la forma de la mercancía, destruyen los fundamentos naturales, suprimen el "trabajo" como sustancia de la acumulación del capital y disuelven la cohesión de las economías nacionales, destruyen también la relación entre los sexos centrada en la forma de la mercancía, en la medida en que conducen al distanciamiento del papel femenino, a la actividad remunerada para las mujeres y a la "masculinización estructural" de la "identidad" femenina. De tal modo, involuntariamente, se arranca una piedra decisiva a la constitución en la forma de la mercancía, lamentándose irracionalmente tal éxito como "decadencia de la familia", de la educación, etc. La función hasta ahora en gran parte tácita y separada de la "esfera privada II" deja de funcionar. En este punto, es indiferente si las mujeres se concentran como los hombres, igualmente ávidas de "yo" y listas para la competencia, alrededor de la "esfera privada I", hacia la cual afluyen en cantidad cada vez mayor, o si "sólo" se doblan bajo la doble carga, en suma, bajo la contradicción estructural de una existencia duplicada en la "esfera privada I" y en la "esfera privada II". El resultado es el mismo: el espacio separado de reposo y apoyo "detrás" de la competencia económica y política se desmorona en ruinas. La política puede actuar sobre este plano de la crisis tan poco o menos que sobre los mecanismos funcionales económicos. La emancipación de la mujer por la vía de la forma de la mercancía no 22
resuelve el concepto ideal de la igualdad circulante, pero hace explícita su contradicción fundamental como crisis sistémica. La disolución en parte ya manifiesta del contexto de vida femenino pone indirectamente en cuestión el contexto conjunto de la "esfera pública" estructuralmente masculina, tanto en la esfera económica como en la política. Por eso, no es sólo combatida por los representantes del sistema de manera abierta o vacilante, y no choca únicamente con la línea de resistencia de un comportamiento diario masculino cada vez más brutal, sino que tampoco cuenta con ningún favor por parte de algunos adornianos tardíos de la extrema izquierda. Un proyecto teórico que se mantiene adherido a la "razón circulante" tiene que aferrarse también a su carácter estructuralmente masculino. Es otro punto en que el seudorradicalismo tentacular no llega a la crítica radical de la forma de la mercancía y de su dominio estructural masculino, pero sí a la queja nostálgica de la familia burguesa ideal (como ya enseñaba el apóstata "izquierdista" Claus Leggewie: son también perfectamente posibles, desde esa perspectiva, variantes de izquierda de tinte ideológico "radical"). La imagen un tanto melíflua y distorsionada de la madre, como surge esporádicamente en Horkheimer y Adorno, señala en esa dirección. En la hora H, se corre el riesgo de que los adornianos de extrema izquierda (y quizás incluso algunas adornianas decididamente nofeministas) se revelen no sólo como demócratas mediocres, sino también como mediocres "hombrecitos" y "mujercitas", y la "conciliación con la naturaleza" podría, al fin, encontrar cobijo – a título de biologismo sexualmente fetichista– en la elegante sala de estar de una Teoría Crítica no superada, prolongada más allá de su tiempo. Los nietos de la Teoría Crítica, así como el resto de la izquierda, no logran trascender su "estar a la izquierda" inmanente al sistema y terminan proclamando cada vez más, ante la crisis (negada) del sistema y su evolución, el peligro de la disolución de la democracia en un nuevo fascismo o en una nueva forma de "dominación total". Ni dejan de proponer, como de costumbre, la versión adorniana del "mal menor": defensa de la "razón circulante" y de la democracia contra el supuesto totalitarismo inminente, en vez de hacer frente a la democracia y a la forma de la mercancía en cuanto tales. El "politicismo negativo" podrá invertirse fácilmente en positivo y alinearse en el "frente unido de todos los demócratas". También en este sentido la tragedia del original retorna como la farsa de la copia. De tal modo, se comprueba definitivamente la ausencia de historia en este pensamiento adelantado de "izquierda", que se agota en principios dualistas eternamente recurrentes, incapaz de establecer una relación adecuada entre estructura e historia. La "dominación total" fue un estadio preparatorio de la democracia y no su contrario, en una constelación histórica destinada a regresar. No será de nuevo la "política" la que efectuará un presunto control sobre la "economía" o una presunta suspensión totalitaria de la circulación, sino precisamente lo contrario: estamos ante el fin catastrófico de la política. La pérdida progresiva de la capacidad de regulación política indica la extinción de la capacidad de reproducción económica, social y de "los géneros" del sistema productor de mercancías. En su fin histórico no está la renovación de la "dominación total", como retorno de una forma pasada del ascenso, sino antes bien la descomposición, después de la barbarie secundaria, de la civilización basada en la dominación. La guerra caótica entre bandas y la efímera "economía de pillaje" en las regiones perdedoras del planeta son premonitorias de una forma diferente de barbarie, diversa a la que era inherente a la dominación civilizada. Los ropajes de esta última no le sirven de parámetro. A pesar de que desde el legítimo punto de vista del sentimiento moral inmediato las atrocidades no difieran entre sí, se trata con todo de algo distinto, en el contexto de la economificación y la estatización y en el de la inconsciente eliminación de la economía y del Estado. Teóricamente, no se puede decir nada más de esta última, pues no existe un cuadro social de referencia para ello. Justamente por eso, sin embargo, no es el antifascismo lo que está en el orden del día, producto o no de la reflexión adorniana, sino la crítica radical de la democracia de la economía de mercado. No hay una "razón circulante" para defender, puesto que ella misma se convierte en barbarie, y esto en un sentido teórico más profundo y coherente que el señalado en la Dialéctica de la Ilustración. Es 23
por eso que la violencia de las bandas no se contrapone a la democracia, sino que se mezcla con las acciones del aparato democrático, mientras que el escenario abierto de la "política" se transforma en el teatro posmoderno de la simulación. Tanto Berlusconi como Reagan, Collor de Mello o Tapie no son los heraldos, ni mucho menos los portadores de una nueva ofensiva totalitaria, sino un fenómeno "pospolítico", como constataran con razón Paul Virilio y otros. El totalitarismo sustancial de la modernidad es el de la forma de la mercancía y, por tanto, el de la propia democracia. Luego, el fin de la civilización en la forma de la mercancía y de ahí el fin de la "política" son efectivamente la "superación falsa y negativa" del sistema, aunque en modo alguno estatista. Así que, al fin, Adorno tiene parcialmente razón, aunque en un sentido completamente diferente del que pretenden sus nietos teóricos.
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Pimienta Negra, 23 de Agosto de 2002
El Mecanismo de la Corrosión. Ante la falta de una base real en la producción de bienes, el crecimiento económico impulsado por los EE.UU. en los años 80 y 90 amenaza ahora con desmoronarse. Robert Kurz -------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Se dice que cuando EE.UU. tose, el resto del mundo coge una neumonía. Pues EE.UU es la última potencia mundial no sólo en la esfera política y militar, sino también en la económica. En los años 80, Japón era considerado aún como el gran competidor, que tal vez llegase a predominar sobre EE.UU. Después del ocaso de la Unión Soviética, fueron los "mercados de Oriente" los que darían origen a un nuevo milagro económico. Más tarde, los tigres asiáticos hicieron que se hablase de ellos, y se proclamó el "siglo del Pacífico". Chile y Argentina, alumnos ejemplares del neoliberalismo en América Latina, serían celebrados también como portadores de la esperanza de una nueva era de crecimiento. De todos esos mitos del optimismo capitalista no quedó nada más que un montón de cenizas. En realidad, no hubo sino un único "milagro" económico, del cual dependían todos los demás: el boom extraordinario de los años 80 y sobre todo de los 90 en EE.UU. Pero ya no se trataba de una coyuntura económica interna tradicional. EE.UU. no constituía en absoluto un modelo de economía política que, en virtud de su éxito, todos los otros intentaban imitar dentro de sus propias fronteras, como la propaganda oficial quiso hacer creer. Por el contrario, antes autosuficiente sólo en razón de su grandeza, la economía norteamericana acabó desarrollando sobre la economía mundial entera un efecto de succión real, no meramente ideológico. El proceso de globalización fue, en lo esencial, idéntico a una "americanización" de los flujos globales de dinero y de mercancías. En el pasado, los ciclos coyunturales habían transcurrido de manera asincrónica en las diversas regiones del mundo, principalmente en los tres grandes centros, Japón, EE.UU. y Europa Occidental: a una mejora aquí se contraponía, la mayoría de las veces, un empeoramiento allá, de manera que se pudo generar un equilibrio a largo plazo a causa del fortalecimiento de las exportaciones hacia la correspondiente región próspera y a causa de la inversión cíclica de ese proceso. Como contrapartida, en los años 80 y más aún en los 90, la economía mundial entró en un circuito coyuntural sincrónico, ya que la denominada globalización no fue nada más que una adaptación global creciente a la economía norteamericana. Desde entonces, un número cada vez mayor de países empezó a enviar excedentes cada vez mayores de mercancías hacia EE.UU. por el camino de mano única de la exportación. Una parte cada vez mayor de las ganancias obtenidas de tal modo refluía también enseguida, como exportación de capital monetario, hacia las instituciones financiera de EE.UU. Y cada vez más las inversiones directas de todo el mundo iban allí, sirviendo, directamente in loco, al mercado norteamericano aparentemente inagotable. La búsqueda industrial de la disminución de costos en todo el planeta y el entrelazamiento transnacional ligado a ello son elementos constitutivos de esta evolución. Lo que aparece formalmente como flujos de exportación e importación de mercancías entre las diversas economías nacionales –y que en realidad es la expresión de una dispersión global de diversos componentes de la producción industrial– está mediado esencialmente por la adaptación generalizada y unilateral a EE.UU. Una parte considerable de las exportaciones entre las diversas regiones del mundo, sobre todo de Europa a Asia y viceversa, pero también dentro de la propia Asia y de la propia Europa, no es consumida en el país de destino; se trata de
importaciones de máquinas, know-how, productos primarios e intermedios, cuyo fin último es, a su vez, la propia exportación del país respectivo hacia EE.UU. El efecto global de la succión ejercida por la economía norteamericana es, por tanto, mucho mayor de lo que muestra la participación directa de las importaciones norteamericanas en el comercio mundial. Para conocer la verdadera dimensión, es preciso tener en cuenta la parte del comercio mundial determinada indirectamente por el flujo global de exportación hacia EE.UU. En consecuencia, no es ninguna maravilla que la economía norteamericana se haya convertido en la locomotora económica del mundo. El prodigio es cómo puede seguir siéndolo. Hace mucho tiempo ya que no es ningún secreto que ese boom fue en esencia una coyuntura definida por burbujas financieras y que la rápida globalización de esa época fue en esencia una globalización de burbujas financieras. El capitalismo industrial tropezó con los límites de su desarrollo. La nueva tecnología de la microelectrónica no crea puestos de trabajo adicionales y ninguna nueva base para una ampliación de la acumulación real de capital; por el contrario, convierte al trabajo en cada vez más superfluo y a las capacidades productivas en cada vez menos rentables. Por eso, por primera vez en la historia moderna, la burbuja especulativa, resultante del agotamiento de la vieja industria (la "fordista"), no explotó simultáneamente con la instalación de una nueva tecnología de base (la microelectrónica), de modo que se pasase a una nueva era de acumulación real, sino que, al contrario, se hinchó cada vez más. Fue precisa la confianza mundial en la fuerza prodigiosa de la última potencia del mundo para hacer que esa improbable nueva economía pareciese fiable. Por eso la burbuja central sólo pudo surgir en EE.UU., mientras que en el resto del mundo se formaban burbujas más o menos voluminosas. En este desarrollo no fue algo nuevo la creación especulativa ficticia de valores en las bolsas en sí, sino su retroalimentación sistemática y extensiva a la economía real. En todo el mundo hubo crecimiento, inversiones, ocupación y consumo que no fueron pagados con ganancias y salarios de la economía real, sino con la multiplicación ficticia de dinero. La parte del león correspondía naturalmente a EE.UU., el centro de todo el mecanismo. La lógica de ese seudocrecimiento es simple: se compra realmente antes de que nada haya sido realmente invertido. El dinero viene, por así decir, del aire, sin trabajo, sin máquinas, sin mercancías producidas; viene, de manera totalmente "inmaterial", de las cotizaciones en alza de las bolsas. Y, con ese dinero "inmaterialmente" incrementado, se compra después trabajo, máquinas y mercancías. El punto de partida es irreal, como si se hubiese construido un rascacielos sin cimiento alguno. Y no sólo el consumo y las inversiones, sino también el imponente aparato militar de la última potencia mundial fue financiado, en buena parte, por ese ciclo de "capital ficticio", en el que EE.UU. constituía siempre el punto de partida y el de llegada. La consecuencia fue un aumento constante del dólar y un crecimiento igualmente constante del déficit de la balanza comercial y de servicios de ese país. A pesar de todos los antiguos resentimientos con relación a EE.UU., el mundo de la economía de mercado, que llegó a ser dependiente del "capital ficticio", sabe lo que vale la última potencia mundial. Esto se aplica, y no en último término, a la cultura posmoderna, que representa teórica y artísticamente al capitalismo de burbujas financieras y que, por ello, encontró su verdadero hogar en EE. UU., aunque en su origen fuese una creación francesa. El culto posmoderno de la ambivalencia, de la virtualidad y del "trabajo inmaterial" se apasionó por el imperialismo norteamericano. Después del atentado terrorista del 11 de septiembre, las izquierdas radicales descubrían también su amor por la bandera estrellada y por los "valores occidentales" representados por EE.UU., aunque esos valores no tengan sustancia en términos morales, así como el capital financiero no los tiene en términos económicos. Incluso en sus variantes de seudo-oposición, la conciencia virtualizada de los consumidores frenéticos de mercancías presiente que su propia forma de sujeto tiene que ver con la seudoeconomía de EE.UU. Entretanto, una serie de burbujas secundarias reventaban en varios países. La que marcó el inicio fue la de Japón, hace ya más de diez años; siguieron los tigres asiáticos, México, Rusia, Turquía y Argentina. En todas las ocasiones, ocurrieron graves colapsos en la coyuntura interna de la economía real que, en Japón, hasta hoy no volvió a ponerse en pie. Pero, a pesar de esto, la gran catástrofe económica se demoraba aún,
ya que la burbuja central, en EE.UU., y la segunda mayor Bolsa secundaria, en Europa, podían dilatarse más todavía. Desde mediados del 2000, esa expansión era ya cosa del pasado. Las Bolsas de EE.UU. y de la Unión Europea fueron sorprendidas por la mayor baja en la historia de la posguerra. En ese lapso, el Nasdaq sufrió pérdidas de más del 80%. El índice global básico, el Dow Jones, cayó un 30%. Temida desde hace ya algún tiempo, la fusión de reactor de los mercados financieros norteamericanos amenaza con cumplirse. Los escándalos de los balances y las megaquiebras se amontonan, de Enron a la insolvencia de WorldCom, la mayor hasta ahora en toda la historia de la economía. Activos ficticios gigantescos son aniquilados, la afluencia de capital monetario global hacia EE.UU. se estanca, el dólar cae, la financiación del déficit de la balanza comercial y de servicios de EE.UU., que no deja de crecer, corre peligro. Ahora la cuestión decisiva es saber en qué medida la crisis de los mercados financieros repercute sobre la economía real y en qué medida debilita la capacidad de EE.UU. de absorber los flujos de mercancías "excedentes" del mundo. Los economistas y políticos apologetas afirman que no habrá repercusión, dado que la economía norteamericana es extremadamente "fuerte". El argumento es paradójico, pues, si así fuese, EE.UU. no presentaría en su balanza externa la estructura deficitaria de un país periférico. Detrás no se encuentra ninguna sustancia económica superior, sino una economía real que demuestra, además de este aspecto, muchos otros paralelos con las regiones críticas de la periferia. Como en Gran Bretaña, la infraestructura está envejecida y degradada en su mayor parte; la red vial, defectuosa; los medios de transporte, privatizados, cayéndose a pedazos. Hasta el abastecimiento de energía, también privatizado, está endeudado y trabaja bajo desconfianza; en California, el suministro eléctrico, como se sabe, se ha interrumpido periódicamente. El sistema de enseñanza sólo es de primer nivel en algunas costosas universidades de élite, pero, en general, es también tan miserable como el de Gran Bretaña. Los países anglosajones presentan, de lejos, la tasa más alta de analfabetos secundarios del mundo desarrollado. El supuesto prodigio de productividad de EE.UU., aclamado por muchos, se basa principalmente en sectores de bajos salarios existentes en todos los ámbitos, en tanto que la participación de la robotización microelectrónica en la industria es menor que en Japón y en la Unión Europea. EE.UU. es líder sólo en unas pocas áreas de punta, como en la industria de software (Microsoft) y, naturalmente, en la construcción de armamentos "high-tech"; pero en general el sistema industrial está envejecido, y muchos productos ya no son fabricados en EE.UU. En virtud de la debilidad industrial real, la parte del sector de prestación de servicios es mayor que en todos los otros países industriales. Como en el Tercer Mundo, el cuadro está definido por una masa de "empresarios de la miseria" y de útiles trabajadores no-cualificados de todo tipo. Desencanto inevitable. La última potencia mundial se caracteriza por la desproporción monstruosa entre una cabeza hidrocéfala sobredimensionada, consistente en aparatos militares "high-tech" e industrias armamentistas, y un cuerpo económico subdesarrollado, que necesita ser alimentado con la afluencia externa permanente de capital monetario y mercancías. El armamento superior no constituye en última instancia una economía superior, sino un factor de costo improductivo en términos capitalistas. El desencanto con EE.UU. es inevitable, y parece haber comenzado. La caída es frenada provisionalmente por varios factores, pero en conjunto no tienen efecto duradero. Por ejemplo, la administración Bush anticipó varias veces los plazos para la compra de armamentos, sobre todo en el sector de vehículos motorizados. Esto embellece las estadísticas de la industria automotriz, del mismo modo que los elevados descuentos y los créditos de precio cero, con los cuales los grandes productores norteamericanos aumentan sus ventas a pesar de la crisis, como ya ocurriera a finales de los años 80. Pero, a diferencia de la situación de aquella época, hoy se alcanzó el límite máximo de endeudamiento privado. La subvención de las ventas a costa de las ganancias no puede ser sostenida por mucho tiempo. Y tampoco el boom armamentista de la "reaganomía" se puede repetir. Después de una breve pausa durante los años de la expansión de las Bolsas hasta 1999, el déficit público norteamericano volvió a niveles elevados; otra expansión del endeudamiento público alcanzaría el límite absoluto mucho más rápidamente que en los años 80.
Son mucho menos los restos de la coyuntura armamentista y de descuento las que retardan la caída que el desplazamiento del capitalismo financiero. En dirección contraria al crash de los mercados de acciones, se formó en EE.UU. una burbuja financiera de valores inmobiliarios que ahora están empeñados en el consumo con tanto vigor como lo estuvieron antes los valores accionarios inflados. Sin embargo, la pérdida de fortunas en las Bolsas no es resarcida por medio de ello; y la burbuja inmobiliaria también va a estallar. Actualmente, los bohemios "star up" de los sectores declinantes de internet, de la telefonía y de los media, personas de 25 a 40 años de edad que padecen de una pérdida total de realidad, siguen consumiendo en EE.UU. y en todo el mundo occidental como si no hubiese sucedido nada. Pero la "generación bancarrota" pronto habrá agotado sus líneas de crédito y aterrizará de manera abrupta en el duro suelo de los hechos. Si la locomotora norteamericana se para, se para toda la economía mundial. El desencanto con EE.UU. no desplaza el centro del poder económico y militar hacia otro lugar, sino que hunde al mercado mundial en una nueva dimensión de la crisis, acelera la descomposición social global y hace palpable la caducidad histórica del moderno sistema productor de mercancías.
------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Este artículo se publicó originalmente en el periódico Folha de S. Paulo (Brasil), en agosto de 2002. Ha sido tomado de http://planeta.clix.pt/obeco Traducción del alemán al portugués: Luiz Repa. Versión castellana para Pimienta negra: Round Desk.
Pimienta Negra, 30 de Abril de 2002
La Guerra de los dos Mundos. Robert Kurz ------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Las contradicciones de la globalización se hacen notar también bajo el aspecto militar: en una nueva especie, posmoderna, de guerra. Es lo que muestra la comparación con los hechos del pasado. En el período histórico hace poco concluido, estaban frente a frente las superpotencias EE.UU y la Unión Soviética, los dos Estados más poderosos del planeta. La carrera armamentista entre esas superpotencias, impulsada mediante gastos considerables, produjo el temor duradero de que se abriese el infierno de un intercambio de golpes intercontinentales, con grandes armas atómicas. Ese temor se extendió por todo el mundo y se proyectó sobre el plano cultural-simbólico en las producciones de la gran literatura, de la ficción científica y de la cultura popular. Un movimiento pacifista a nivel global con pretensiones moralizantes se alzó contra el peligro anunciado de destrucción de la humanidad por los poderosos de este mundo. Sabemos que todo acabó de una manera completamente diferente. La guerra atómica mundial no sucedió; impedida menos por los movimientos pacifistas que por el empate entre las superpotencias en la cuestión nuclear. En vez de ello, la Unión Soviética se rodeó de armas hasta la muerte financiera, mientras que el sistema estatal-capitalista se destruía a sí mismo por sus contradicciones internas. Desde entonces, sólo hay una superpotencia: los EE.UU. El espectro de la guerra atómica a escala mundial, que enfrentaría a los dos Estados más poderosos, se disolvió en el aire; la correspondiente literatura apocalíptica hoy no pasa de ser un mero material cultural arqueológico. Lucha contra espectros. Pero el "one world" de la globalización capitalista no se volvió más pacífico. Por el contrario: amenaza fundarse sobre un mar de sangre y lágrimas. El centro occidental del capital mundial, bajo la hegemonía militar de los EE.UU., se siente desafiado por un nuevo enemigo, que surge en lugar del "Imperio del Mal" antaño localizado en el Este. Este enemigo, lo mismo que el contraimperio desaparecido, tiene características que le son comunes. Frente a él, las viejas oposiciones de intereses en los países-núcleo capitalistas industrializados pierden más fuerza todavía y se diluyen como nunca. La supremacia militar de los EE.UU., en cualquier caso, no tiene competencia; y además la globalización del capital dejó sin fundamento la lucha entre imperios nacionales por zonas territoriales de influencia. Se alega que el aparato militar globalmente presente de los EE.UU., al cual están subordinados los ejércitos de los países europeos a través de la OTAN, no estaría privilegiando intereses nacionales específicos estadounidenses, y sí en cambio protegiendo los modos de producción unificados y el funcionamiento del mercado mundial contra los "disturbios". De ahí ya podemos inferir que la nueva imagen del enemigo tiene un carácter diferente de todas las anteriores. Ya no se trata de una concurrencia imperial entre poderes de igual linaje y del mismo nivel, sino de la confrontación violenta con los espectros de la crisis global en las formas mutantes en que éstos se presentan: "Estados delincuentes", "warlords" [señores de la guerra], mafias, bandas armadas, sectas religiosas y todos aquellos que apadrinan la economía del pillaje que sigue a la globalización como una sombra. Las motivaciones ideológicas, religiosas y socioeconómicas de esa difusa imagen de poder no tienen ya ningún fundamento social o cultural propio. Son, sin excepción, productos en descomposición y putrefacción del propio capitalismo "one world". Los miembros del Talibán, por ejemplo, nunca fueron nada diferente de una mixtura de mafia de drogas (en este caso, heroína), aderezo hollywoodiano e ideología posmoderna disfrazada de religión. Algo no más exótico que los activistas antiaborto, las milicias racistas y los psicópatas norteamericanos que matan a quienes encuentran delante, las sectas protestantes importadas por América Latina o las bandas de radicales de extrema derecha de Europa. Aquellos que los EE.UU. llaman "Estados delincuentes", países como Irán, Libia, la parte serbia de lo que quedó de Yugoslavia, y ahora nuevamente Irak, constituyen en la guerra
posmoderna del nuevo orden mundial un mero fenómeno de transición. Son dictaduras que quedaron de la época pasada y que se volvieron disfuncionales para el sistema mundial unificado. Con sus ejércitos arcaicos y sistemas de armas provenientes de una industrialización fracasada, se brutalizan en sus ruinas de modernización, adquieren autonomía y se vuelven imprevisibles. Por eso, tienen que ser forzosamente apaciguadas. Sin embargo, detrás de esos modelos fuera de línea, se ponen de manifiesto fenómenos muy diferentes, ellos mismos productos de la nueva época. No bien observamos el espectro de los nuevos "imperios del Mal", vemos una progresiva transición hacia estructuras que ya no se localizan en el plano estatal del poder político y militar. El régimen intransigente de Saddam Hussein es más una clásica dictadura de la modernización, un vestigio de la Guerra Fría. Milosevic, con su gobierno-mafia, fue ya un nuevo tipo de "potentado de la crisis" sobre las ruinas de una máquina estatal destruida por el mercado mundial. El dominio talibán sólo tenía unos pocos residuos de un Estado moderno para mostrar. Y un fenómeno como Al Qaeda está definitivamente asentado sobre un terreno pos y subestatal. Nueva índole del poder. Esas y otras formas semejantes de sectas armadas, empresas privadas militarizadas, ciertos barrios y regiones enteras dominadas por bandas criminales, etc., se diseminan desde hace ya bastante tiempo por todo el mundo y también por los propios países de Occidente. Al Qaeda es sólo la primera de esa nueva y bárbara índole del poder, que en sus casi inacalculables dimensiones se ha transformado en un desafío directo para la potencia mundial EE.UU. y que debe ser combatida mediante operaciones militares en gran escala como si fuese un Estado competidor. Este desarrollo de los hechos fue previsto hace mucho tiempo. En la literatura, autores y autoras, como por ejemplo la escritora norteamericana Marge Piercy (1936) en sus novelas de "social phantasy", describieron desde los años 80 un mundo de pesadilla, descivilizado, donde ya no existen más Estados territoriales, y sí apenas "zonas" difusas de conglomerados transnacionales armados, por un lado, y excéntricas chabolas por otro, apestadas por nuevas epidemias y dominadas por la primitiva ley del más fuerte. En el ámbito de la ciencia política, teóricos de los años 90, como Martin van Creveld, historiador militar israelí, revisaron la expresión "guerra civil", tan insuficiente para definir los conflictos armados como los que estallaron en muchas regiones del mundo con el fin de la Unión Soviética. Van Creveld extrapoló la expresión para llegar al concepto de una "guerra post-estatal" que, según él, deberá extenderse sobre el mundo del siglo XXI. Tal guerra ya no será hecha entre Estados, como en los tiempos de prosperidad del capitalismo, y a largo plazo; además, tampoco será protagonizada por el último Estado superpotencia y un poder como Al Qaeda, que escapa a toda representación por las categorías de la modernidad burguesa. La guerra del futuro, según Van Creveld, sucederá después de la desaparición del mundo de los Estados; ocurrirá entre poderes de los cuales Al Qaeda podría ser una especie de prototipo. Esta tendencia también puede ser deducida del carácter radicalmente nuevo de los movimientos guerrilleros en todo el mundo. En la historia precedente de la modernización, la guerrilla era un Estado "en potencia", por tanto, un fenómeno de formación de Estado. La guerrilla de hoy en Filipinas o en Colombia, a su vez, ya no quiere convertirse en Estado; es ya un fenómeno de desestatización. El mundo oficial del capitalismo y de la democracia -sobre todo, claro, el mundo de los Estados occidentales, con Estados Unidos a la cabeza- persiguió a las nuevas fuerzas, gestadas en su propio vientre, mediante una estrategia duradera de rechazo y represión. Primero, se actuó como si después del declive del antiguo "Imperio del Mal" fuese fácil mantener bajo control y poco a poco hacer desaparecer en una era de Estado democrático a escala internacional, basada en la unificación de los mercados mundiales, cosas tan desagradables como las prácticas de la violencia, la guerrilla, la mafia, el terrorismo, etc. Hoy incluso se ha anunciado un nuevo enemigo global, resumido en el concepto de "terrorismo". Pero tal imagen del enemigo sigue siendo inconcebible para la ideología mundial oficial, porque esta ideología no tiene el menor interés en la verdadera naturaleza de aquel enemigo. También en el pasado los grandes conflictos globales fueron siempre, naturalmente, resultado de la propia modernización -fuese
el caso de la lucha entre los imperios nacionales desde el final del siglo XIX o el conflicto de sistemas después de 1945. En esos conflictos, mientras tanto, el "Mal" se dejaba construir con mucha más facilidad como una imagen de enemigo externo, pues al fin de cuentas siempre se trataba, de hecho, de potencias adversarias externas, de Estados competidores o sistemas fundados en el suelo común del mercado mundial. Al Qaeda y congéneres, por su parte, no son ni Estados ni sistemas sociales. El "Mal" ya no es un "imperio" territorial, sino un fenómeno interno de la propia globalización. Por eso la nueva imagen del enemigo, modelada a duras penas, es transparente y permite que vislumbremos el fondo común de democracia y terrorismo, de mercado y mafia, de razón burguesa y locura, de Ilustración y seudorreligiosa Contra-Ilustración. Pero las élites del poder occidentales son incapaces de reconocer en el enemigo y "autor de las perturbaciones" del orden a su pariente más próximo y más íntimo. Característica que, además, comparten con la mayoría de los ciudadanos comunes de la economía de mercado. Y cuando el ciudadano ya no sabe qué hacer, puesto que se siente acosado por los monstruos y espectros incubados por la irracionalidad de su propio modo de vida y orden social, entonces llama a la policía. En la era de la globalización y de sus fantasmas de crisis, quien tiene que actuar de inmediato a nivel global es una policía que, por sí misma y arma en mano, debe apaciguar las contradicciones sociales. Grados de disturbio. El concepto de "policía mundial", con el que ya en el pasado se había caracterizado a los EE.UU., sólo ahora adquiere su sentido completo y se torna literal. El resultado son los contornos supranacionales de las tropas organizadas de policía mundial bajo el mando de los EE.UU., extrapolando la estructura hasta entonces vigente de la OTAN. Aunque no exista ni pueda existir de ningún modo un Estado mundial, la última potencia del planeta reivindica el monopolio de la fuerza a nivel global y, con ello, pone en cuestión el propio principio moderno de la concepción del Estado para el resto del mundo. Más allá del mundo de los Estados de Occidente, sólo quedan "zonas" del planeta con diferentes grados de "disturbio". En este sentido, partiendo de los EE.UU. como aparato central de fuerza, la doctrina militar occidental se transformó radicalmente. Así ha quedado en claro una vez más el nexo estructural interno entre desarrollo capitalista y promoción de la guerra. Los aparatos militares no están siendo desguarnecidos, sino todo lo contrario. La "desterritorialización" de la sociedad, que en el proceso de la globalización aparece económicamente y, en la parálisis de la regulación nacional-estatal, políticamente, se hace notar también en el plano militar, en el desmantelamiento de los tradicionales grandes ejércitos nacionales. No es mera coincidencia que el vocabulario de ese reordenamiento militar recuerde las campañas por la "flexibilización de la mano de obra". Como en el modo de producción capitalista, en el que en lugar de "ejércitos de trabajo" en masa aparece un sistema global de áreas de actuación más diversificadas, extremadamente encogidas en términos empresariales y de alta movilidad, en la estrategia militar el paradigma de tropas especiales flexibles y de acción mundial con armamentos "high-tech" se combina con el paradigma de los ejércitos de masas basados en la infantería y en los vehículos blindados. Decisivo para estas transformaciones es que el servicio militar deje de ser un sector con implicaciones sociopolíticas. Éste se vuelve un "servicio temporal" para profesionales bien entrenados, algo como colocar azulejos o vender coches. Por esa razón es que el fin del Ejército basado en el servicio militar obligatorio forma parte de tal reordenamiento. Las máquinas de destrucción de última generación aparecen como "puestos de trabajo" absolutamente normales. De manera diferente a las inflamadas batallas de los Estados-títeres de la Guerra Fría, como las que ocurrieron en Corea, Vietnam, etc., tampoco habrá más, por tanto, héroes de guerra. Las nuevas guerras policiales de ámbito global dan antes la clara impresión de una especie de exterminio químico-electrónico de hierbas dañinas y plagas, o equivalen en la conciencia pública a los operativos para apagar incendios forestales o a los de socorro después de un terremoto. Así se pone de manifiesto una polarización que corresponde exactamente a los lados de la globalización y de la crisis: allá en el cielo, el filisteo "high-tech" posmoderno deshaciéndose de su carga de bombas; aquí en la tierra, el elemento aparentemente arcaico posmoderno, que sale a saquear y a violar por sus inmediaciones, provisto de un rifle, un machete y un cuchillo. No hay lugar
para decidir cuál de los dos representa al peor monstruo. Ambos están en la misma medida señalados por la misma ignorancia en relación a los contextos sociales que los producen. Superioridad inocua. La gigantesca superioridad militar de la policía mundial, entre tanto, se va mostrando cada vez más inocua. No sólo la crisis mundial, cuyas causas son pasadas por alto, gesta nuevos poderes postestatales y pospolíticos según el modelo Al Qaeda, sino que además los golpes de los aparatos de alta tecnología amenazan con caer en el vacío también en el plano militar. Un combatiente armado con un cuchillo no puede enfrentarse a un caza invisible, pero lo inverso es válido también. Ya no hay un nivel de lucha común a ambas partes. No se puede poner una policía mundial detrás de cada joven "superfluo" para el capitalismo mundial o que esté moralmente destruido, a pesar de que las porras usadas sean cada vez más duras. Ahora el gobierno norteamericano quiere desarrollar incluso armas atómicas "formato policía mundial" (las "Mini-Nukes"). Pero el intento de mantener en jaque mediante una policía mundial "high-tech" los territorios devastados por el mercado mundial en un universo económicamente desterritorializado, está, con toda certeza, condenado al fracaso. Y precisamente por eso la tentativa puede arrastrarse, torturante, durante mucho tiempo aún.
Folha de S. Paulo, 28 de abril de 2002 Robert Kurz es sociólogo y ensayista alemán, autor de Os Últimos Combates (ed. Vozes) y O Colapso da Modernizaçao (ed. Paz y Tierra). Traducción al portugués de Marcelo Rondinelli Traducción del portugués: R. D.
Pimienta Negra, 11 de Febrero de 2002
La Ignorancia de la Sociedad del Conocimiento. Robert Kurz -------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
¿Será el estadio final de la evolución intelectual moderna una grotesca imitación de nuestras acciones más triviales por las máquinas? Conocimiento es poder: he aquí un viejo lema de la filosofía burguesa moderna, que fue utilizado por el movimiento de los trabajadores europeos del siglo XIX. Antiguamente el conocimiento era visto como algo sagrado. Desde siempre los hombres se esforzaron por acumular y transmitir conocimientos. Al fin de cuentas, toda sociedad se define por el tipo de conocimiento de que dispone. Esto vale tanto para el conocimiento natural como para el religioso o la reflexión teórico-social. En la modernidad, el conocimiento es representado, por un lado, por el saber oficial, marcado por las ciencias naturales, y, por otro, por la "inteligencia libre-fluctuante (Karl Mannheim) de la crítica social teórica. Desde el siglo XVIII predominan esas formas de conocimiento. Parece increíble que desde hace algunos años se esté difundiendo el discurso de la "sociedad del conocimiento" que adviene con el siglo XXI; como si sólo ahora se hubiese descubierto el verdadero conocimiento y como si la sociedad hasta hoy no hubiese sido una "sociedad del conocimiento". Al menos los paladines de la nueva palabra-clave sugieren algo así como un progreso intelectual, un nuevo significado, una apreciación más elevada y una generalización del conocimiento en la sociedad. Sobre todo, se alega que la supuesta aplicación económica del conocimiento está asumiendo una forma completamente diferente. Filosofía de los medios. Bastante euforia es lo que se nota, por ejemplo, en el filósofo de los medios alemán Norbert Bolz: "Se podría hablar de un big-bang del conocimiento. Y la galaxia del conocimiento occidental se expande a la velocidad de la luz. Se aplica conocimiento sobre conocimiento y en esto se muestra la productividad del trabajo intelectual. El verdadero hecho intelectual del futuro está en el diseño del conocimiento. Y cuanto más significativa sea la manera en que la fuerza productiva se vuelva inteligencia, más deberán converger ciencia y cultura. El conocimiento es el último recurso del mundo occidental". Palabras fuertes. ¿Pero qué se esconde detrás de ellas? Quizá sea esclarecedor el hecho de que el concepto de la "sociedad del conocimiento" se está usando más o menos como sinónimo de la "sociedad de la información". Vivimos en una sociedad del conocimiento porque estamos sepultados por informaciones. Nunca antes hubo tanta información transmitida por tantos medios al mismo tiempo. Pero ese diluvio de informaciones ¿es realmente idéntico al conocimiento? ¿Estamos informados sobre el carácter de la información? ¿Conocemos en última instancia qué tipo de conocimiento es éste? En rigor, el concepto de información no coincide de ningún modo con una comprensión bien elaborada del conocimiento. El significado de "información" es tomado en un sentido mucho más amplio y se refiere también a procedimientos mecánicos. El sonido de una bocina, el mensaje automático de la próxima estación de metro, la campanilla de un despertador, el panorama del noticiero en la TV, el altavoz del supermercado, las oscilaciones de la Bolsa, el pronóstico del tiempo... todo eso son informaciones, y podríamos continuar la lista al infinito. Conocimiento trivial. Claro que también se trata de conocimiento, pero de un tipo muy trivial. Es la especie de conocimiento con el que crecen los adolescentes de hoy. Quienes se encuentran en la franja de los 40 años ya están tecnológica-comunicativamente armados hasta los dientes. Pantallas y displays son para ellos casi partes
del cuerpo y órganos sensoriales. Saben que hay que someterse a las informaciones para acceder a internet, y saben cómo obtener tales informaciones de la red: por ejemplo, cómo se hace el "download" de una canción de éxito. Y uno de los medios de comunicación predilectos de esa generación es por escrito, el del "Short Message Service" o, de forma abreviada, el SMS que aparece en el display del móvil. El máximo de comunicación está limitado ahí a 160 caracteres. Resulta extraño que el armamento tecnológico de la ingenuidad juvenil sea elevado a la condición de parte integrante de un icono social y asociado al concepto de "conocimiento". Desde el punto de vista de una "fuerza productiva inteligencia" o de un "acontecimiento intelectual del futuro", esto es un poco decepcionante. Quizás nos acerquemos más a la verdad si comprendemos lo que se entiende por "inteligencia" en la sociedad del conocimiento o de la información. Así, en una típica nota de prensa económica publicada en la primavera de 2001, se lee: "A pedido de la agencia espacial canadiense, la empresa Tactex desarrolló en British Columbia telas inteligentes. En trozos de paño se cosen una serie de minúsculos sensores que reaccionan a la presión. Ante todo, la tela de Tactex debe ser probada como revestimiento de asientos de automóviles. Reconoce a quien se sentó en el asiento del conductor... El asiento inteligente reconoce el trasero de su conductor". Para un asiento de automóvil, se trata seguramente de un hecho grandioso. Lo debemos admitir. Pero no se lo puede considerar en serio como un paradigma del "acontecimiento intelectual del futuro". El problema reside en el hecho de que el concepto de inteligencia de la sociedad de la información –o del conocimiento– está específicamente modelado por la llamada "inteligencia artificial". Estamos hablando de máquinas electrónicas que por medio del procesamiento de datos tienen una capacidad de almacenamiento cada vez más alta para simular actividades rutinarias del cerebro humano. Objetos inteligentes. Hace mucho que se habla de la "casa inteligente", que regula por sí sola la calefacción y la ventilación, o de la "nevera inteligente", que encarga al supermercado la leche que se terminó. De la literatura de terror, conocemos el "ascensor inteligente", que desgraciadamente se volvió malo y atentó contra la vida de sus usuarios. Nuevas creaciones son el "carrito de compras inteligente", que llama la atención del consumidor sobre las ofertas especiales, o la "raqueta inteligente", que con un sistema electrónico embutido permite al tenista un saque especial, mucho más potente. ¿Será éste el estadio final de la evolución intelectual moderna? ¿Una grotesca imitación de nuestras más triviales acciones cotidianas por las máquinas, conquistando así una consagración intelectual superior? Como todo lo indica, la maravillosa sociedad del conocimiento aparece justamente por eso como sociedad de la información, porque se empeña en reducir el mundo a un cúmulo de informaciones y procesamientos de datos, y en ampliar de modo permanente los campos de aplicación de los mismos. Están en juego ahí, sobre todo, dos categorías de "conocimiento": conocimiento de las señales y conocimiento funcional. El conocimiento funcional está reservado a la élite tecnológica que construye, edifica y mantiene en funcionamiento los sistemas de aquellos materiales y máquinas "inteligentes". El conocimiento de las señales, por el contrario, compete a las máquinas, pero también a sus usuarios, por no decir a sus objetos humanos. Ambos tienen que reaccionar automáticamente a determinadas informaciones o estímulos. No necesitan saber cómo funcionan esas cosas; sólo necesitan procesar los datos "correctamente". Comportamiento programable. Tanto para el comportamiento maquínico como para el humano, en la sociedad del conocimiento la base está dada, en consecuencia, por la informática, que sirve para programar secuencias funcionales. Se trabaja con procesos describibles y mecánicamente reejecutables, con medios formales, por una secuencia de señales (algoritmos). Esto suena bien para el funcionamiento de tuberías hidráulicas, aparatos de fax y motores de automóviles; está muy bien que haya especialistas en eso. Sin embargo, cuando el comportamiento social y mental de los seres humanos es también representable, calculable y
programable, estamos ante una materialización de las visiones de terror de las modernas utopías negativas. Esa especie de conocimiento social de señales sugiere vuelos mucho menos audaces que los del famoso perro de Pavlov. A comienzos del siglo XX, el fisiólogo Ivan Petrovitch Pavlov había descubierto el llamado reflejo condicionado. Un reflejo es una reacción automática a un estímulo externo. Un reflejo condicionado o motivado consiste en el hecho de que esa reacción puede ser también desencadenada por una señal secundaria aprendida, que está ligada al estímulo original. Pavlov asoció el reflejo salival innato de los perros ante la visión de la ración de comida con una señal, y pudo finalmente provocar también ese reflejo utilizando la señal de manera aislada. Por lo que parece, la vida social e intelectual en la sociedad del conocimiento –o sea, de la información– debe orientarse por un camino de comportamiento que corresponda a un sistema de reflejos condicionados: estamos siendo reducidos a aquello que tenemos en común con los perros, puesto que el esquema de estímulo-reacción de los reflejos tiene que ver absolutamente con el concepto de información e "inteligencia" de la cibernética y de la informática. El conjunto de nuestras acciones en la vida esta supervisado cada vez más por dígitos, reglas, clusters y señales de todo tipo. Sin embargo, ese conocimiento de las señales, el proceso reflejo de informaciones, no es exigido sólo en el ámbito tecnológico, sino también en el más elevado nivel social y económico. Así, por ejemplo, se es como se dice: los gobiernos, los "managers", los que tienen una ocupación, todos en fin deben observar permanentemente las "señales de los mercados". Este conocimiento miserable de las señales no es, a decir verdad, ningún conocimiento. Un mero reflejo no es al fin y al cabo ninguna reflexión intelectual, sino exactamente lo contrario. Reflexión significa no sólo que alguien funcione, sino también que ese alguien pueda reflexionar "sobre" tal o cual función y cuestionar su sentido. Ese triste carácter del conocimiento-información reducido fue preanunciado por el sociólogo francés Henri Lefebvre ya en los años 50, cuando en su Crítica de la vida cotidiana describía la era de la información que se avecinaba. "Se adquiere un ‘conocimiento’. ¿Pero en qué consiste éste exactamente? No es ni el conocimiento (Kenntnis) real o aquel adquirido por procesos de reflexión (Erkenntnis), ni un poder sobre las cosas observadas, ni, por último, la participación real en los acontecimientos. Es una nueva forma de observar: un mirar social sobre el retrato de las cosas, pero reducido a la pérdida de los sentidos, al mantenimiento de una falsa conciencia y a la adquisición de un seudo conocimiento sin ninguna participación propia...". El "sentido de la vida". En otras palabras, la cuestión del sentido y de la finalidad de los propios actos de cada uno se hace imposible. Si los individuos se vuelven idénticos a sus funciones condicionadas, dejan de estar en condiciones de cuestionarse a sí mismos o al ambiente que los rodea. Estar "informado" significa entonces estar completamente "en forma", formado por los imperativos del sistema de señales técnicas, sociales y económicas; para funcionar, por lo tanto, como una puerta de comunicación de un circuito complejo. Y nada más. La generación joven de la llamada sociedad del conocimiento es tal vez la primera en perder la pregunta ingenua sobre el "sentido de la vida". Para eso no habría espacio suficiente en el display. Los "informados" desde pequeños ya no comprenden ni siquiera el significado de la palabra "crítica". Identifican ese concepto con el error crítico, indicación de un problema serio, que debe ser rápidamente eliminado en la ejecución de un programa. En esas condiciones, el conocimiento reflexivo intelectual es tenido como infructuoso, como una especie de tontería filosófica de la cual ya no tenemos necesidad. Sea como fuere, se tiene que convivir con eso de manera pragmática. El primero y único mandamiento del conocimiento reducido dice: éste debe ser inmediatamente aplicable al sistema de señales dominante. Lo que está en discusión es el "marketing de la información" sobre "mercados de información". El pensamiento intelectual debe encogerse hasta la condición de "informaciones". Lo que, por ejemplo, será en el futuro un "historiador" ya lo demuestra hoy el historiador Sven Tode, de Hamburgo, con su doctorado.
Bajo el título de History Marketing, éste escribe, por encargo, la biografía de las empresas que conmemoran los aniversarios de su creación; también las ayuda cuidando de sus archivos. Su gran éxito: para una empresa norteamericana que estaba envuelta en una disputa por la patente de una juntura tipo bayoneta para mangueras de bomberos, Tode pudo desenterrar archivos que proporcionaron a quien encomendó sus servicios un ahorro de siete millones de dólares. Cada vez más desempleados, individuos sometidos a una dieta financiera de hambre y portadores escarnecidos de un socialmente desvalorizado conocimiento de reflexión, se esfuerzan en transformar su pensamiento, reduciéndolo a los contenidos triviales de conocimientos funcionales y reconocimientos de señales, para permanecer compatibles con el supuesto progreso y vendibles. Lo que surge de ahí es una especie de "filosofia de asiento de automóvil inteligente". En verdad, es triste que hombres instruidos en el pensamiento conceptual se dejen degradar a la condición de payasos decadentes de la era de la información. La sociedad del conocimiento se encuentra extremadamente desprovista de espiritualidad, y por eso hasta en las mismas ciencias del espíritu, el espíritu está siendo expulsado. Lo que queda es una conciencia infantilizada que juega con cosas inútiles desconectadas de conocimiento e información. Sin embargo, el conocimiento degradado en "información" no se reveló todo lo económicamente estimulante que se había esperado. La New Economy de la sociedad del conocimiento entró en colapso tan rápidamente como fue proclamada. Eso también tiene su razón; pues el conocimiento, en la forma que sea, a diferencia de los bienes materiales o los servicios prestados, no es reproducible en "trabajo" y, por tanto, en creación de valor, como objeto económico. Una vez puesto en el mundo, puede ser reproducido sin costos, en la cantidad que se desee. En su debate con el economista alemán Friedrich List, en 1845, Karl Marx ya escribía: "Las cosas más útiles, como el conocimiento, no tienen valor de cambio". Esto también vale para el actualmente reducido conocimiento-información, cuya utilidad se puede poner en duda. Así, la escasa reflexión intelectual se venga de los profetas de la supuesta nueva sociedad del conocimiento. La montaña de datos crece, el conocimiento real disminuye. Cuanto más informaciones, más equivocados los pronósticos. Una conciencia sin historia, volcada hacia la atemporalidad de la "inteligencia artificial" ha de perder cualquier orientación. La sociedad del conocimiento, que no conoce nada de sí misma, no tiene más que producir que su propia ruina. Su notable fragilidad de memoria es al mismo tiempo su único consuelo.
Enero 2002
Este artículo fue tomado de la edición brasileña de la revista Krisis (Alemania). Robert Kurz es sociólogo y ensayista alemán, autor de Os Últimos Combates (ed. Vozes) y O Colapso da Modernizaçao (ed. Paz e Terra). Versión portuguesa de Marcelo Rondinelli. Traducción del portugués: R. D.René Magritte: Les jours titaniques (1928)
Pimienta Negra, Mayo de 2002
La Pulsión de Muerte de la Competencia. Asesinos Furiosos y Suicidas como Sujetos de la Crisis. Robert Kurz -------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Las masacres en escuelas de los Estados Unidos y Europa forman parte de un fenómeno social posmoderno a escala planetaria que escenifica la autoperdición del individuo. Hace algunos años se volvió corriente en el mundo occidental la expresión "masacre en las escuelas". Las escuelas, antaño lugares de la educación más o menos autoritaria, del erotismo púber y de las travesuras juveniles inofensivas, entran cada vez más en el campo de visión de la esfera pública como escenario de tragedias sangrientas. Ciertamente, relatos sobre furiosos homicidas se conocen también en el pasado. Pero a los excesos sangrientos actuales les corresponde una cualidad propia y nueva. Éstos no se dejan encubrir por una niebla de generalidad antropológica. Al contrario, se trata de productos específicos de nuestra sociedad contemporánea. La nueva cualidad de estos actos de furia asesina se puede constatar en varios aspectos. Por ejemplo, no son acontecimientos muy distanciados en el tiempo, como en épocas anteriores, sino que las masacres tienen lugar, desde los años 90, en una secuencia cada vez más compacta. También son nuevos otros dos aspectos. Un porcentaje grande y desproporcionado de los autores corresponde a jóvenes, una parte incluso a niños. Sólo un número muy pequeño de esos homicidas furiosos padecen una perturbación mental en el sentido clínico; por el contrario, la mayoría están considerados, antes de su acto, "normales" y bien adaptados. Cuando los medios comprueban ese hecho, siempre con aparente sorpresa, admiten indirecta e involuntariamente que la "normalidad" de la sociedad actual lleva consigo el potencial de los actos de furia asesina. También llama la atención el carácter global y universal de tal fenómeno. Comenzó en los EE.UU. En 1997, en la ciudad de West Paducah (Kentucky) un adolescente de 14 años mató a tiros, después de la oración matinal, a tres compañeros de escuela, y otros cinco resultaron heridos. En 1998, en Jonesboro (Arkansas), un niño de 11 años y otro de 13 abrieron fuego contra su escuela, matando a cuatro niñas y a una profesora. Ese mismo año, en Springsfield (Oregon), un joven de 17 años mató a tiros en una "high school" a dos compañeros e hirió a otros 20. Un año después, dos jóvenes de 17 y 18 años provocaron el célebre baño de sangre de Littleton (Colorado): con armas de fuego y explosivos mataron en su escuela a 12 compañeros, un profesor y, en seguida, se quitaron la vida. En Europa, esas masacres en escuelas fueron interpretadas desde el principio, todavía en el contexto del tradicional antinorteamericanismo, como una consecuencia del culto a las armas, del darwinismo social y de la escasa educación social en los EE.UU. Pero son justamente los EE.UU., en todos los aspectos, el modelo para todo el mundo capitalista de la globalización, como después se iría a mostrar. En la pequeña ciudad canadiense de Taber, apenas una semana más tarde del caso de Littleton, un adolescente de 14 años disparó a su alrededor, matando a un compañero de escuela. Otras masacres en escuelas fueron notificadas en los años 90 en Escocia, Japón y en varios países africanos. En Alemania, en noviembre de 1999, un estudiante secundario de 15 años mató a su profesora, provisto de dos puñales; en marzo de 2000, un muchacho de 16 años mató a balazos al director de la escuela y después intentó suicidarse; en febrero de 2001, un joven de 22 años mató con un revólver al jefe de su empresa y luego al director de su ex escuela para finalmente él mismo volar por los aires al hacer detonar un tubo de explosivos. El reciente
acto de furia homicida de un joven de 19 años en Erfurt, que, a fines de abril de 2002, durante el examen de conclusión del secundario, asesinó con una bomba a 16 personas (entre ellas, casi al cuerpo docente entero de su escuela) y que de inmediato se disparó en la cabeza, fue solamente la culminación, hasta ahora, de toda una serie. Acontecimiento mediático. Naturalmente, el fenómeno de las matanzas en las escuelas no se puede considerar de modo aislado. La bárbara "cultura del acto de furia asesina" se volvió hace tiempo, en muchos países, un acontecimiento mediático regular; los jóvenes tiradores furiosos de las escuelas forman sólo un segmento de esta microexplosión social. Los relatos de agencias sobre actos de furia homicida en todos los continentes se pueden contabilizar mal todavía; a causa de su frecuencia relativa, sólo son aceptados por los medios cuando tienen un efecto propiamente espectacular. De tal modo, aquel sueco de aspecto correcto que a finales de 2001 acribilló a balazos con una pistola automática a medio parlamento cantonal y después se quitó la vida, llegó a la celebridad mundial tanto como aquel otro universitario francés, graduado y desempleado, que pocos meses después abrió fuego con dos pistolas contra la Cámara Municipal de la ciudad satélite parisina de Nanterre, matando a ocho policías locales. Si el acto de homicidas furiosos armados es más común que las especiales matanzas en las escuelas, ambos fenómenos están a su vez integrados en el contexto mayor de una cultura de la violencia interna a la sociedad, que está hundiendo al mundo entero en el curso de la globalización. Forman parte de esto las numerosas guerras civiles, virtuales y manifiestas, la economía del pillaje en todos los continentes, la criminalidad de masas armadas, reunidas en bandas en los barrios pobres, en los guetos y en las chabolas; de manera general, es la universal "continuación de la competencia por otros medios". Por una parte, es una cultura de robo y de asesinato, cuya violencia se dirige contra los otros; mientras tanto, los autores asumen el "riesgo" de caer ellos mismos muertos. Pero simultáneamente también aumenta la autoagresión inmediata, como demuestran las tasas crecientes de suicidio entre los jóvenes en muchos países. Al menos para la historia moderna, es una novedad que el suicidio no se practique sólo por desesperación individual, sino también de forma organizada y en masa. En países y culturas tan distantes entre sí como EE.UU., Suiza, Alemania y Uganda, las llamadas "sectas suicidas" despertaron varias veces la atención en los años 90, de manera macabra, por los actos de suicidio colectivo y ritualizado. Según parece el acto homicida furioso constituye, en la reciente cultura global de la violencia, el vínculo lógico de agresión a los otros y de autoagresión, una especie de síntesis de asesinato y suicidio escenificados. La mayoría de los asesinos furiosos no sólo matan indiscriminadamente, sino que también acaban con su propia vida de inmediato. Y las distintas formas de violencia posmodernas empiezan a fundirse. El autor potencial de latrocinio es también un suicida potencial; y el suicida potencial es también un asesino furioso en potencia. A diferencia de los actos de homicidio furioso en sociedades premodernas (la palabra "ámok"/* proviene de la lengua malaya), no se trata de accesos espontáneos de furia loca, sino de acciones larga y cuidadosamente planeadas. El sujeto burgués está determinado todavía por el "autocontrol" estratégico y por la disciplina funcional incluso cuando cae en la locura homicida. Los asesinos furiosos son robots de la competencia capitalista que quedaron fuera de control: sujetos de la crisis, desvelan el concepto de sujeto moderno, ilustrado, en todas sus características. Terrorismo suicida. Incluso un ciego en términos de teoría social tiene que ver los paralelos con los terroristas del 11 de septiembre de 2001 y con los terroristas suicidas de la Intifada palestina. Muchos ideólogos occidentales pretendieron atribuir esos actos incondicionalmente, con manifiesta apología, al "ámbito cultural ajeno" del Islam. En los medios se dijo de buen grado respecto a los terroristas de Nueva York, formados durante años ininterrumpidos en Alemania y en Estados Unidos, que, a pesar de la integración exterior, "no llegaron a Occidente" desde el punto de vista psíquico y espiritual. El fenómeno del terrorismo islámico, con sus atentados suicidas, se debería al problema histórico de que no hubo en el Islam ninguna época de ilustración. La manifiesta afinidad interna entre los jóvenes asesinos furiosos occidentales y los jóvenes terroristas suicidas islámicos demuestra exactamente lo contrario.
Ambos fenómenos pertenecen al contexto de la globalización capitalista; son el resultado "posmoderno" último de la propia ilustración burguesa. Precisamente porque "llegaron" a Occidente en todos los aspectos, los jóvenes estudiantes árabes se desarrollaron convirtiéndose en terroristas. En verdad, a comienzos del siglo XXI, Occidente (léase: el carácter inmediato del mercado mundial y de su subjetividad totalitaria centrada en la competencia) se halla en medio de una gran transformación y bajo condiciones específicas. Pero la diferencia de las condiciones tiene que ver más con la distinta fuerza del capital que con la diversidad de las culturas. La socialización capitalista no es hoy secundaria en ningún continente, sino primaria; y lo que fue hipostasiado por los ideólogos posmodernos como "diferencia cultural", forma más bien parte de una delgada superficie. El diario de uno de los dos homicidas furiosos de Littleton fue guardado bajo siete llaves por las autoridades norteamericanas, no sin razón. Por indiscreción de un funcionario, se sabe que el joven criminal había anotado lo siguiente, entre otras fantasías de violencia: "¿Por qué no robar en algún momento un avión y hacerlo caer sobre Nueva York?" ¡Qué embarazoso! Lo que se presentó como una atrocidad particularmente pérfida de la cultura ajena, ya antes había tomado forma en la cabeza de un producto salido enteramente de la fábrica de la "freedom and democracy". Hace algún tiempo la esfera pública oficial destacó también la información de que, pocas semanas después del 11 de septiembre en los EE.UU., un adolescente de 15 años se había lanzado sobre un edificio en un pequeño avión. Con toda seriedad, los medios norteamericanos afirmaron que el muchacho había ingerido una dosis excesiva de ciertos preparados contra el acné y que, por eso, padeció una perturbación mental pasajera. Esa explicación es un digno producto de la filosofía de la ilustración en su estadio último positivista. En realidad, la "sed de muerte" representa un fenómeno social mundial posmoderno que no está ligado a ningún lugar social o cultural particular. Este impulso no puede ser disfrazado, tomándose como la suma de meros fenómenos aislados y fortuitos. Pues evoca aquello que realmente practican los millones que circulan con los mismos patrones intelectuales y emocionales insolubles y juegan con las mismas ideas mórbidas. Sólo en apariencia se diferencian los terroristas islámicos de los asesinos furiosos occidentales individuales, al reivindicar motivos políticos y religiosos organizados. Ambos están alejados por igual de un "idealismo" clásico que podría justificar el sacrificio de sí mismo con objetivos sociales reales. Respecto de las nuevas y numerosas guerras civiles y del vandalismo en los centros occidentales, el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger constató que ahí "ya no se trata de nada". Para entenderlo, es preciso invertir la frase: ¿qué es esa nada de que se trata? Es el vacío total del dinero elevado a fin en sí mismo, que ahora domina definitivamente la existencia como dios secularizado de la modernidad. Ese dios reificado no tiene en sí ningún contenido sensible o social. Ninguna de las cosas y carencias son reconocidas en su cualidad propia, sino que, antes bien, ésta les es extraída para "economizarlas", o sea, para transformarlas en mera "gelatina" (Marx) de la valorización y, de este modo, en material indiferente ("gleich-gültig"). Autoperdición. Es un engaño creer que el eje de esa competencia universal sería la autoafirmación de los individuos. Muy por el contrario, es la pulsión de muerte de la subjetividad capitalista la que ve la luz como última consecuencia. Cuanto más la competencia abandona a los individuos al vacío metafísico real del capital, tanto más fácilmente la competencia se desliza hacia una situación que apunta más allá del mero "riesgo" o "interés": la indiferencia hacia todos los otros se revierte en la indiferencia hacia el propio yo. Abordajes sobre esa nueva cualidad de frialdad social como "frialdad en relación a sí mismo" se hicieron ya en los inicios de la crisis de la primera mitad del siglo XX. La filósofa Hannah Arendt habló en ese sentido de una cultura de la "autoperdición", de una "pérdida de sí mismo" de los individuos desarraigados y de una "debilitación del instinto de autoconservación" a causa del "sentimiento de que nada depende de uno mismo, de que el propio yo puede ser sustituido por otro en cualquier momento y en cualquier lugar".
Aquella cultura de la autoperdición y del auto-olvido que Hannah Arendt refería aún exclusivamente a los regímenes políticos totalitarios de la época se reencuentra hoy, de forma mucho más pura, en el totalitarismo económico del capital globalizado. Lo que en el pasado era estado de sitio, se vuelve estado normal y permanente: el propio cotidiano "civil" se convierte en la autoperdición total de los hombres. Ese estado no concierne solamente a los pobres y a los empobrecidos sino a todos, porque llegó a ser el estado predominante de la sociedad mundial. Esto vale particularmente para los niños y adolescentes, que ya no tienen ningún criterio de comparación y ningún criterio de crítica posible. Es una pérdida de sí idéntica y una pérdida de la capacidad de juzgar en vista del imperativo económico avasallador que caracteriza tanto a las bandas de gamberros, los saqueadores y los criminales como a los autoexplotadores de la "new economy" o a los trabajadores de traje del "investment banking". Lo que Hannah Arendt dice sobre los presupuestos del totalitarismo político es hoy la principal tarea oficial de la escuela, a saber: "Arrancar de las manos el interés en sí mismo", para transformar a los niños en máquinas productivas abstractas; más precisamente, en "empresarios de sí mismos", por tanto sin ninguna garantía. Estos niños aprenden que deben sacrificarse en el altar de la valorización y experimentar todavía "placer" en ello. Los alumnos de primaria son atiborrados ya con psicofármacos para que puedan competir en el "ganas o pierdes". El resultado es una psiquis perturbada de pura insociabilidad, para la cual la autoafirmación y la autodestrucción se vuelven idénticas. Es el asesino furioso que necesariamente ve la luz detrás del "automanager" de la posmodernidad. Y la democracia de la economía de mercado llora lágrimas de cocodrilo por sus niños perdidos, a los que ella misma educa sistemáticamente para ser monstruos autistas.
Mayo de 2002
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Nota * En alemán, amokläufe, y en portugués, amoque o amouco, remiten a una perturbación psíquica que se caracteriza por un período de depresión seguido por tentativas violentas de matar a personas. Derivan del malayo ámok ("hombre furioso"). El alemán, amokläufer designa a la persona víctima de esta perturbación. En castellano, no existen palabras equivalentes. Título original en alemán: "Der Todestrieb der Konkurrenz" (www.krisis.org). Tomado de la edición en portugués de Krisis (http://planeta.clix.pt/obeco). Traducción del alemán al portugués: Luiz Repa. Traducción del portugués al español: R. D. La pulsión de muerte de la competencia. Asesinos furiosos y suicidas como sujetos de la crisis. 15/6/02 Lyonel Feininger: Calle en penumbras (1910)
Pimienta negra, 2 de septiembre de 2002
Razón sangrienta 20 tesis contra la presunta Ilustración y los "valores occidentales" El texto que se publica a continuación es de julio de 2002 y ha sido tomado de la versión portuguesa (Razão Sangrenta. 20 Teses contra o suposto Iluminismo e os "valores ocidentais"), a cargo de Lumir Nahodil, disponible en http://planeta.clix.pt/obeco El original alemán se encuentra en www.krisis.org Traducción española para Pimienta negra: Round Desk.
Robert Kurz <<< OOO xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx OOO >>>
TESIS 1. El capitalismo está avanzando hacia la derrota final tanto en términos materiales como en el plano ideal. Cuanto mayor se torna la brutalidad con la que esta forma de reproducción convertida en modelo social universal devasta al mundo, más se va infligiendo golpes a sí misma y más va minando su propia existencia. En este marco se inscribe también el común hundimiento intelectual de las ideologías de la modernización en una ignorancia y falta de conceptos de un nuevo tipo: la derecha y la izquierda, el progreso y la reacción, la justicia y la injusticia coinciden de manera inmediata, toda vez que el pensamiento dentro de las formas del sistema productor de mercancías se empantanó por completó. Cuanto más estúpida se vuelve la representación intelectual del sujeto del mercado y del dinero, más tenebroso llega a ser su farfullar repetitivo en torno a las tan gastadas virtudes burguesas y a los valores occidentales. No existe ni un solo paisaje marcado por la miseria y las matanzas sobre el cual no se derramen millones de lágrimas de cocodrilo de un humanitarismo policial democrático; no hay una víctima desfigurada por la tortura a la que no se convierta en pretexto para la exaltación de las alegrías del individualismo burgués. Cualquier idiota leal al Estado que se extenúa al completar un par de líneas invoca la democracia asténica; cualquier ambicioso bribón político o científico pretende broncearse a la luz de la Ilustración. Lo que otra vez quisiera llamarse crítica radical sólo puede distanciarse con rabia y asco de los desechos reunidos de Occidente. Queda muy por debajo de las necesidades la sobradamente conocida figura de pensamiento que intenta defender a la Ilustración en cuanto tal de sus groseros acaparadores burgueses de la actualidad, reivindicando para sí, en una actitud casi idéntica a la de los burgueses cultos, una elevación consumada de la reflexión en detrimento de la plebe intelectual y el populacho del siglo XXI. Este populacho es la propia Ilustración llegada a sí. Es por sus resultados devastadores que se debe juzgar a la supuesta Modernidad: sin subterfugios, sin una dialéctica forzada hecha de justificaciones y relativizaciones.
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La crítica, sin embargo, no puede dejarse guiar por la rabia que siente en sus entrañas; tiene que apoyar su legitimidad intelectual sobre fundamentos completamente nuevos. Aunque maneje conceptos teóricos, ello no significa una vinculación renovada a los modelos de la propia Ilustración, deduciéndose, por el contrario, únicamente de la necesidad de destruir la autolegitimación intelectual de ésta. No se trata, a la vieja manera ilustrada, de maniatar los afectos en nombre de una racionalidad abstracta y represiva (o sea, contra el bienestar de los individuos), sino, a la inversa, de derrumbar la legitimación intelectual de esta autodomesticación moderna del Hombre. Para ello es necesaria una Antimodernidad radical y emancipatoria que no se refugie, según el ejemplo bien conocido de la antiilustración o de la Antimodernidad meramente "reaccionaria", ella misma burguesa y occidental, en la idealización de cualquier pasado o de "otras culturas", rompiendo, por el contrario, con la historia convencional hasta el día de hoy, concebida como una historia de relaciones de fetiche y de dominación. De acuerdo con el dicho marxista que designa a la superación del fetichismo moderno como el "fin de la prehistoria", lo que está en el orden del día es un megaproyecto revolucionario que se extienda a todos los niveles de la reflexión y a todas las áreas de la vida, que abarque tanto las categorías más abstractas como las formas culturales y simbólicas y lo cotidiano: una teoría monumental negativa que sitúe la palanca de la crítica radical a una profundidad considerablemente mayor que la de sus predecesoras de los siglos XIX y XX. Tampoco se debe confundir esto con una continuación de la pretensión ilustrada por otros medios. Antes bien, semejante abordaje teórico abarcador dotado de una nueva cualidad corresponde solamente a la necesidad de dejar atrás la construcción legitimadora de la Modernidad productora de mercancías, ella misma con pretensiones de una teoría monumental, negándola a fin de quebrarla en vez de contentarse con hacerle fintas. Justamente por eso tiene que tratarse de una teoría monumental negativa que se supere y se vuelva redundante a sí misma, y no ya del establecimiento legitimador de un nuevo principio positivo (en analogía con la abstracción capitalista del valor), según el cual debería moldearse todo.
TESIS 2. Si bien la pretensión de una nueva teoría monumental negativa y emancipatoria ya se encuentra formulada bajo el título de "crítica del valor" como crítica categorial del sistema productor de mercancías, ésta no se afirma aún con claridad y aversión emancipatoria suficientes frente a la Ilustración –cuya ontología burguesa e ideológica, por el contrario, continúa encontrándose positivamente presente incluso en la crítica aparentemente más radical–, siendo invocada ocasionalmente de forma axiomática y despojada de contenido por medio de muletillas rituales. Es un hecho que, ante la imparable producción de miseria y el aumento de los procesos destructivos en el transcurso de la historia de la modernización, ya en el pasado se había formado igualmente, más allá de la contramodernidad reaccionaria, una crítica de "izquierda" de intenciones emancipatorias, pero que, por su parte, era "modernista" en el sentido más amplio del término; sin embargo, esas tentativas invariablemente no superaban las meras relativizaciones, ya que sólo se podían entender como una supuesta "autocrítica" de la Ilustración. Semejante modo de proceder pusilánime, que mantenía relaciones preferentemente amistosas con el objeto de la supuesta crítica, implicaba a priori que no se pusiese en cuestión el núcleo sustancial de la ideología de la Ilustración (la forma burguesa del sujeto y de la relación). Por eso, hace falta dar el paso decisivo que separe a la crítica definitivamente de la ideología burguesa; el Rubicón no ha sido, de lejos, atravesado. 2
Lo que se volvió decisivo es la categoría de la ruptura, en la medida en que la crítica elaborada hasta hoy terminó siempre por constituir un componente afirmativo de su objeto, viéndose en la obligación de poner el énfasis más en la continuidad que en la ruptura; innumerables veces esta actitud se revestía de la fórmula hipócrita de la necesidad de conservación de un imaginario "legado" positivo. Sin embargo, en estos comienzos del siglo XXI, ya no es posible ningún camino positivo de acción y de pensamiento que se apoye en las formas del moderno sistema productor de mercancías. Cualquier referencia a la forma del sujeto y a la legitimadora historia de las ideas de la Modernidad negativamente socializada a través de la abstracción real del valor, de cualquier manera que sea suavizada o alterada, bajo la designación de crítica ya no podrá sino hacer una figura ridícula. Por eso se volvió necesaria una crítica radicalmente nueva de la constitución burguesa y de su historia. Las ruinas inhabitables de la subjetividad occidental no claman por la arquitecta de interiores intelectual dotada de buen gusto, sino por el conductor de excavadora provisto de la familiar pera de demolición. Esto se relaciona, sobre todo, con los fundamentos y la referencia legitimadora al pasado de todas las elaboraciones teóricas de los siglos XIX y XX, especialmente la propia filosofía de la Ilustración. Contrariamente a las teorías posteriores, se trataba aquí de una reflexión que no presuponía desde ya al sujeto burgués de la Modernidad plenamente desarrollado, sino que más bien ayudó en cierto modo a traerlo al mundo; la presunta Ilustración fue, en esta medida, una "ideología de imposición" del moderno sistema productor de mercancías en un sentido incomparablemente mayor que el de las reflexiones teóricas que se basaron en ella o que de ella creyeron distanciarse a lo largo de la historia ulterior de la imposición de la socialización del valor. El pensamiento ilustrado, que en su tiempo se hiciera notar como un modo de pensar distinto e insólito, y en parte hasta difícil de comprender, no sólo se convirtió en el supuesto de todo el pensamiento teórico posterior sino que también llegó a ser parte integrante del tipo de conciencia socialmente generalizado, pasando a constituir además, bajo la forma de una especie de sedimentación inconsciente, el modo de pensar no reflexivo del sentido común burgués. Y, también bajo esta forma, tiene que ser implacable y radicalmente destruido.
TESIS 3. Esto implica, sin embargo, algunas consideraciones preliminares. Así, cualquier historia tiene, a la vez, su historia y, por tanto, tampoco el pensamiento ilustrado está exento evidentemente de supuestos; ni en el sentido de una "historia intelectual", ni en lo que se refiere a desarrollos sociales objetivados. La prehistoria o la constitución social primordial de la Modernidad podría situarse, en cuanto "economía política de las armas de fuego", en los siglos XV y XVI, cuando la "revolución militar" (Geoffrey Parker) produjo una forma de organización nueva y represiva bajo formas nuevas, la cual llevó, a través de los regímenes despóticos militares de la Modernidad incipiente, tanto al Estado moderno como al desencadenamiento del proceso de valorización capitalista (identificado con la "economía monetaria" en cuanto fin en sí irracional). A este proceso se superpuso parcialmente un movimiento intelectual que se inició de forma independiente y que condujo fuera de la llamada "Edad Media" (lo que, por lo 3
demás, constituye ya por su lado una clasificación originaria del pensamiento de la Ilustración), y que hoy ha sido catalogado bajo la denominación de época del "Renacimiento". Probablemente, una reformulación crítica del valor de la historia y de la teoría de la historia hará necesario también un nuevo establecimiento de las subdivisiones históricas. En todo caso el pensamiento renacentista, con su redescubrimiento de los clásicos de la Antigüedad, al igual que la respectiva sociedad, comenzó a manifestar, al menos en una determinada fase de crisis y transformación –recordemos por ejemplo los levantamientos populares de los comienzos de la Modernidad–, una relativa apertura hacia desarrollos y giros del pensamiento alternativos. No obstante, después de la transición del absolutismo, que constituyó el proceso formativo primario del sistema económico y político subyacente al modo de producción capitalista, se cerró la posibilidad de otro camino de desarrollo, a pesar de que la resistencia de diversos movimientos sociales a este proceso se haya prolongado aún hasta los inicios del siglo XIX. La moderna socialización del valor comenzó entonces a desarrollarse sobre sus propios fundamentos, y el pensamiento ilustrado acompañó esta segunda fase de arranque, que iría a desembocar en la industrialización bajo la forma del valor, como una ideología de domesticación tan militante como afirmativa. En el transcurso de este proceso, la subjetividad concurrencial circulativa introducida por la economía de los cañones de los principios de la Modernidad y por los correspondientes protagonistas sociales fue fijada en el nivel ideológico y, simultáneamente, sufrió un proceso de remoción de envoltorios que sólo sacudió el revestimiento absolutista para lanzar sobre el mundo al sujeto moderno del dinero y del Estado en estado puro, más allá de la cruda forma embrionaria, y para dotarlo de una justificación ontológica. El hecho de que este pensamiento, que por primera vez formuló de manera explícita la forma del valor como una pretensión totalitaria sobre el hombre y la naturaleza, se haya legitimado mediante un concepto de libertad y progreso paradójico y represivo, lo convirtió en una estafa para el deseo de emancipación social. Justamente por ello, la crítica acabó siendo invariablemente instrumentalizada para la imposición continua de la forma del valor. La perpetua referencia positiva al sistema de conceptos y a los llamados "ideales" de la Ilustración constituye el contexto de oscurecimiento de un pensamiento crítico de la sociedad que, de este modo, hasta hoy día se ata a sí mismo a las categorías del sistema vigente de la destrucción universal. En la medida en que estas amarras al pensamiento ilustrado no sean cortadas, la crítica, o bien permanece como la criada de su objeto, o bien tiene que extinguirse junto a la capacidad de éste para un desarrollo ulterior.
TESIS 4. Uno de los puntos cruciales del malentendido acerca de la crítica social a la Ilustración es la arraigada interpretación según la cual se habría tratado de una promesa emancipatoria, o incluso de la promesa de libertad para la búsqueda de la felicidad por parte del hombre (pursuit of happiness). Con el propósito de una racionalidad en cuanto tal y de una crítica permanente, esta promesa fue supeditada al juicio de esa misma racionalidad, de manera que no podía sino parecer que el pensamiento ilustrado tenía que prolongarse para siempre, incluso más allá de sus creadores y protagonistas, hasta que se hubiese "cumplido". Fue precisamente por ello que se pudo mantener el malentendido fundamental según el cual la Ilustración sería cualquier cosa menos la autorreflexión positiva del capitalismo y la lógica del sistema productor de mercancías, y que contiene en sí momentos trascendentes de emancipación que apuntan más allá de sí misma en su constitución burguesa. 4
Aunque el concepto impreciso y opaco de racionalidad del pensamiento ilustrado haya sido abordado innumerables veces, aun así la propia crítica de este tema siguió siendo poco incisiva, al evitar invariablemente una definición exacta del contenido reducido y preceptivo del concepto ilustrado de racionalidad. Esta comprensión de la racionalidad, sin embargo, no contenía en el fondo otra cosa sino la afirmación militante de la forma metafísica, esto es, de la forma del valor del moderno sistema productor de mercancías o de la forma irracionalmente independizada del "sujeto automático" (Marx); designación ésta que remite al carácter absurdo del movimiento valorizador del capital reacoplado a sí mismo en cuanto fin-en-sí y, de este modo, al mismo tiempo, a la absurdidad correspondiente de la respectiva forma del sujeto, tal como ella confiere su sello al pensamiento y a la actuación de los individuos sociales atados a este engranaje. Dicho concepto destructivo de la racionalidad fue, en lo esencial, desarrollado en el seno del pensamiento ilustrado, tallándose el pensamiento reflexivo a su medida y eliminándose cualquier otro plano de la reflexión, hasta que, con el sistema de socialización del valor capitalista en vías de imposición progresiva, el "poder de los hechos" logró llegar al pensamiento en cuanto positivismo de esa racionalidad "realizada", y la reflexión, en general, pudo ser circunscrita a la prestación de los debidos servicios mínimos. Siendo esto así, la aurora ilustrada de la racionalidad constituyó, al mismo tiempo, el crepúsculo de la razón, mediado por el aprisionamiento de la capacidad humana de raciocinio en el interior de la forma nada racional de la socialización del valor. Por eso, tampoco existe ningún motivo para que se pueda hablar de una permanencia trascendente de la intención esclarecedora de la crítica. La Ilustración, en todas sus variantes y grados de desarrollo, siempre se limitó a someter a crítica aquellas situaciones y manifestaciones que de algún modo se interponían en el camino del engranaje abrumador del movimiento de la valorización. Por ello mismo, su crítica a las realidades anteriores a la Modernidad sólo constituía una crítica al poder en la medida en que las formas tradicionales de dominación eran censuradas por su falta de eficiencia y por su falta de capacidad de injerencia en lo más íntimo de los individuos. La Ilustración fue, desde el comienzo, el examen minucioso de los puntos débiles del poder, con la intención de fortalecer a este último bajo una nueva forma, objetivada, que al mismo tiempo fue ideologizada como una forma natural insuperable. Por consiguiente, el inicio de la crítica ilustrada fue simultáneamente el fin de toda crítica, la desaparición de la crítica en la forma autorreferente de la subjetividad burguesa. La Ilustración, no limitándose a la pretensión de rechazar una crítica fundamental a esta forma, intentó convertirla literalmente en impensable. Por todo esto, la filosofía ilustrada, en cuanto acto fundador de los valores occidentales, al no constituir una promesa ni siquiera por su naturaleza intrínseca, acabó por transformarse en una amenaza; para decir lo mismo con más rigor: la amenaza, pérfidamente, se envolvió en la forma de una promesa. No era la felicidad lo que se prometía, sino únicamente su búsqueda en la forma de una competencia desenfrenada y asesina que rápidamente desmiente el concepto de felicidad. El concepto de felicidad, ya de por sí vago y aleatorio, nunca designó otra cosa más que el éxito en la competencia, lo que presupone siempre los objetos de la felicidad en una forma capitalista, en cuyo exterior se da por sentado que no existe ninguna forma alternativa. La coacción a la que se somete a los individuos para que busquen su felicidad bajo la presión del movimiento de valorización es idéntica a una monstruosa amenaza en la medida en que, primero, preestablece la historia de la felicidad como una historia del sufrimiento y de la infamia y, segundo, aun en el interior del sufrimiento y de la infamia, no sólo al admitir el fracaso
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total y la pérdida de la existencia social, e incluso física, como posibilidad, sino al darla por supuesta desde el inicio para los necesarios perdedores. Una vez descifrada como amenaza, la promesa ilustrada de una libre búsqueda de la felicidad ya no puede ser entendida, pues, como un ideal positivo (de cualquier manera vacío de sentido y contenido, a imagen de la falta de contenido de la forma del valor). En consecuencia, lo que está en cuestión no es posiblemente el establecimiento de una diferencia entre el ideal burgués y la realidad burguesa: sea con la finalidad de reivindicar el ideal contra la realidad y de construir una realidad burguesa ideal (la variante ingenua); sea sometiendo esa ingenuidad a una crítica aparente, con el único fin de intentar realizar el ideal, que sigue siendo burgués, supuestamente más allá de la condición burguesa. Antes bien, la misión de la crítica radical consiste en poner al descubierto el carácter negativo y destructor del propio ideal burgués e ilustrado y, con ello, la identidad de hecho entre el ideal y la realidad sobre todo en la historia de los sufrimientos y de las infamias de la Modernidad. Juntamente con la forma moderna de la felicidad, que se presenta como una verdadera desgracia, también la forma moderna de la riqueza debe ser sometida a una crítica fundamental. Ésta presupone una crítica igualmente fundamental a las concepciones ilustradas de la racionalidad, del sujeto y de la historia.
TESIS 5. Nada inculcó la ideología burguesa de la Ilustración en nuestras cabezas con mayor insistencia que la metafísica histórica respectiva. La metafísica real del trabajo y del valor está enmarcada históricamente en la construcción teleológica del "progreso". A la ontología burguesa del trabajo que define la abstracción real del "trabajo" (que, según Marx, constituye la sustancia de la forma del valor) como condición perpetua de la Humanidad, y a la de ahí resultante metafísica del trabajo consistente en la supuesta liberación del trabajo (y liberación por el trabajo) corresponde la ontología y metafísica burguesas del sujeto: el sujeto de trabajo, circulación, conocimiento y Estado de la Modernidad, productor de mercancías, pasa a ser "el Hombre" en términos generales, al cual se encuentra asociada la promesa metafísica de una "autonomía y responsabilidad propia" emanada de la forma de pensar y actuar burguesa. A esta construcción ideológica del sujeto corresponde, a su vez, la ideología burguesa del progreso que entiende toda la historia anterior como la ascensión desde una forma inferior a otra más elevada, así como la metafísica del progreso construida sobre esta última que viene a descubrir en la moderna socialización del valor el ápice y el final de la historia. En el pensamiento original de la Ilustración se trataba inicialmente del presunto movimiento desde el "error" hacia la "verdad", clásicamente formulado en Condorcet. La Humanidad hasta entonces, así opina Kant todavía en sus principales obras, estaba condicionada en su pensamiento y en su acción por errores sistemáticos e inconsecuencias; ella se había dedicado a irracionalidades e inclinaciones erróneas, mientras que sólo ahora, con la Modernidad burguesa, se había iniciado la era de la "razón". Hegel se limitó a criticar esta construcción en la medida en que la refundió en una forma más refinada. De acuerdo con su versión, las condiciones premodernas del intelecto y de la sociedad no deben ser concebidas como meros errores, sino como "formas evolutivas necesarias" y estados pasajeros del "espíritu universal" que, en la historia humana, se aproximaría a sí mismo. La historia es, por tanto, una historia de desarrollo, y por añadidura, necesaria. A todas las formaciones anteriores se les concede el derecho resultante de esta necesidad que, sin embargo, va menguando a medida que retroceden 6
en el pasado. En la identificación metafórica de la ontogénesis y la filogénesis históricosocial se presentan algo así como las etapas de un proceso de maduración de la humanidad desde estados prehumanos y semihumanos o semianimalescos a través de la infancia y de la adolescencia hasta el glorioso estado del adulto (masculino y blanco) finalmente "razonable". El positivismo, como heredero legítimo del patrimonio de la Ilustración, se dedicó, desde Comte, a vulgarizar, popularizar y politizar este esquema, por ejemplo en las políticas legitimadoras del colonialismo y en las posteriores teorías político-económicas del "desarrollo".
TESIS 6. La forma del sujeto que se aproxima a sí misma en esta construcción histórica es, por un lado, abstracta y universal (de ahí la "Igualdad") y, en esa misma medida, asexuada. Por otro, sin embargo, los momentos imposibles de ser abarcados por el concepto del valor, tales como la reproducción social, las formas de expresión humanas, etc., son delegados a "la Mujer" (en cuanto ser biológicamente sexual y materno) y separados de la "verdadera" forma del sujeto del valor. Así, la relación de valor sólo se presenta como trascendente y universal a primera vista, y lo hace sugiriendo constituir una totalidad que no es ni puede ser. Más allá de un concepto positivo de la totalidad, se trata realmente en la sociedad moderna de una metarrelación encubierta bajo las categorías del valor, sobre todo de la "relación de separación" determinada fundamentalmente sobre la base de criterios sexuales (Roswitha Scholz). Esta relación que desmiente precisamente la supuesta universalidad desaparece, por una parte, en el mundo conceptual burgués e ilustrado; por otro lado, allí donde tiene que ser designada en sus manifestaciones prácticas de lo cotidiano, tales fenómenos significativamente sólo pueden representarse dentro de las categorías burguesas como "desigualdades objetivas" (naturales). De este modo, la igualdad abstracta se refiere exclusivamente al universo interior a la forma del valor y en consecuencia se aplica a la mujer sólo en la medida en que ésta actúa justamente dentro de los límites de esta forma (en cuanto compradora o vendedora de mercancías o de mano de obra), al tiempo que los momentos separados de este universo sólo en apariencia autosuficiente permanecen invisibles. De esta forma, el universalismo del sistema productor de mercancías no es sólo abstracto (realmente) y destructivo, como resulta igualmente evidente, al carecer de una verdadera universalidad social. En cuanto esencia separada, la "feminidad" social se halla situada en el exterior del universalismo, al tiempo que la mujer empírica es desgarrada en su interior por ese mismo hecho: como sujeto también monetario, está "dentro"; como portadora de los momentos y de las áreas vivenciales separados, está "afuera". La relación de separación en cuanto relación general paradójica de la socialización del valor implica, por tanto, la universalidad no verdadera, formal, en el seno de la esfera del valor y, al mismo tiempo, la determinación sexual de los momentos separados y excluidos, de manera que el sujeto verdadero y pleno acaba siendo definido como masculino. Así, el sujeto histórico, o sea, el portador del "progreso histórico" y de la ontología que "se aproxima a sí misma", es en principio masculino, en tanto que el momento del no-sujeto que necesariamente permanece natural y, con ello, sin historia, es femenino a causa de una supuesta determinación biológica.
TESIS 7. 7
En una relación entre los sexos construida como relación de separación, los momentos de la reproducción material, cultural y psíquica, socialmente necesarios pero imposibles de ser representados bajo la forma del valor, son retirados del contexto de la igualdad y universalidad de la socialización del valor y, así, reducidos a una forma mutilada en la que se encuentran limitados a una existencia muda como sombra de la forma del valor. Pero toda vez que pura y simplemente no pueden ser representados bajo la forma del valor, tampoco tiene sentido querer introducir a la fuerza los momentos separados de la universalidad abstracta, delimitada por la forma del valor. Esta universalidad falsa, negativa, al fin de cuentas descansa justamente sobre la separación, sin la cual no puede existir ni ser pensada. Inversamente, los momentos separados, a su vez, no constituyen ninguna "realidad verdadera" social, cultural o psíquica en la que el universalismo abstracto pudiese ser positivamente integrado. Antes bien, lo que se encuentra separado, en cuanto tal, no puede sino encontrarse reducido y mutilado; la superación de la relación de separación y, con ella, la de la propia relación de valor, únicamente es posible como superación de ambas partes. Sucede que la relación de separación constituye la lógica trascendente de la Modernidad que no debe ser confundida con la realidad empírica inmediata de las relaciones entre los sexos. La atribución sexual del universalismo del valor, por un lado, y la separación, por otro, no constituyen en última instancia una realidad de hecho natural, sino una construcción social; sin embargo, una construcción no fortuita y aleatoria, sino históricamente objetivada que únicamente puede ser suprimida en conjunto con la constitución formal del valor. Es, pues, en esta medida que configura un momento empírico, irrefutable, de la identidad de los individuos, pero sin que éstos se reduzcan a ella. Por eso es una realidad empírica indiscutible que, por ejemplo, ciertas mujeres no se limiten a actuar en el interior de la esfera abstractamente universalista del universo del valor de una manera parcial, sino que se integren a él por completo, hagan carrera, etc. En esta medida, ellas son "sujetos", es decir, casi estructuralmente "masculinas", si bien, en la mayoría de los casos, bajo formas de identidad paradójicamente fragmentadas. Ello no interfiere en lo más mínimo con la lógica de la relación de separación en cuanto tal. Las mujeres de carrera, por ejemplo, no desmienten esta relación, sino que más bien la representan en cuanto sujetos frente a otras mujeres (y, en cierta medida, frente a sí mismas). La separación en cuanto tal se prolonga, incluso bajo formas infinitamente fracturadas y fragmentadas, en tanto la relación de valor siga existiendo.
TESIS 8. El carácter abstracto, represivo, separador y exclusivista del universalismo occidental, constituido sobre la base de la relación de valor, no se afirma sólo en su nivel básico que es sexual, sino también más allá de éste. Este universalismo referido únicamente al mundo interior a la forma del valor configura bajo varios aspectos un sistema de exclusión, así como los mecanismos conducentes a ésta. La definición "del Hombre" como sujeto del valor no sólo reduce lo femenino separado a un estadio semihumano, sino que por su propia naturaleza excluye socialmente de la humanidad a todos los individuos que, a título temporal o definitivo, no (o ya no) pueden actuar en el ámbito del movimiento espontáneo del "sujeto automático" y que, por consiguiente, desde el punto de vista de éste, que se convirtió en el punto de vista de la reproducción social en general, deben ser considerados "superfluos" y, así, fundamentalmente no-humanos. El derecho ilustrado del Hombre implica la deshumanización temporal o total de los individuos no
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reproducibles de forma capitalista, porque desde el principio se encuentra referido al Hombre en cuanto sujeto del valor. La deshumanización del hombre se halla objetivamente establecida por la propia definición del universalismo como delimitación al universo interior a la metafísica del valor; sin embargo, este resultado sólo es llevado a la práctica por el proceso de la competencia. La competencia decide quién, cuándo y dónde sale de la categoría "Hombre". Es por ello que la competencia recibe a priori, partiendo de la autodefinición occidental de la Ilustración, una connotación racista y (como ultima ratio de la competencia de crisis) antisemita. El racismo y el antisemitismo no constituyen, por eso, una oposición fundamental al universalismo ilustrado, siendo, por el contrario, en tanto consecuencia necesaria de la limitación a la forma del valor y, con ello, a la competencia, sus componentes integrales. El sujeto, según su propio concepto, no es sólo masculino sino también blanco. El par lógico de la deshumanización social y de la exclusión racista, sobre todo por parte del universalismo occidental, se aplica del mismo modo que la relación de disociación que se encuentra en su base: se trata de una lógica eficaz como una construcción objetivada que no coincide de forma inmediata con la realidad empírica, pero que, de cualquier manera, la estructura. A los individuos no-blancos tiende, por eso, a aplicarse algo semejante a lo que se aplica a los femeninos: en el transcurso de la globalización, pueden ascender de forma minoritaria (y frecuentemente en las regiones de desmoronamiento global) al universalismo abstracto del valor; sin embargo, en cuanto sujetos, ello les confiere la dudosa categoría de "blancos no-blancos". Así como el ascenso de las mujeres a la categoría de sujeto del universo del valor no desmiente la relación de separación, un correspondiente ascenso minoritario de individuos no-blancos no desmiente el universalismo occidental como relación de exclusión social y racial. Y del mismo modo no tiene sentido pretender universalizar el universalismo occidental nuevamente de forma secundaria, dado que éste, por la vía de la competencia, se basa justamente en esa exclusión. La emancipación social tampoco puede invocar el universalismo de la Ilustración, al igual que la emancipación sexual.
TESIS 9. El esclarecido sujeto del valor y de la historia, que por su lógica inherente es masculino y blanco, contiene en sí una aporía imposible de solucionar en el terreno del valor. Por un lado es definido como el sujeto prominente de la "libre voluntad" burguesa que se dota de un mundo de objetos de los cuales, al mismo tiempo, se encuentra separado para siempre, como por un biombo impenetrable, debido a su propia forma autorreferente: así se encuentra retratado de forma afirmativa en la problemática kantiana de la cosa en sí; en Hegel –en cuanto movimiento de exteriorización de la libre voluntad en dirección a los objetos, en los cuales ésta, sin embargo, se mantiene como algo de otro, consonante con la pretensión, autosuficiente o autorreferente, de regresar a sí misma –, es ésta la representación lógico-filosófica del proceso de valorización y de lo que mueve a su sujeto. Esta forma de la "libre voluntad", no obstante, es ella misma esencial e irreductiblemente objetiva, no coincidiendo, en esa medida, con la "libertad" de escoger una alternativa. Se trata tan sólo de la "libre elección" en el seno del universo de las mercancías, en función de la capacidad de pago y jurídica del individuo que, exteriormente a estos criterios, ni siquiera existe en cuanto ser humano. Con ello, el libre sujeto del valor constituye un objeto para sí mismo, objetivándose a sí mismo en cuanto ser empírico, lo que se encuentra resumido en la ética kantiana de una autoviolación verdaderamente 9
monstruosa del individuo real según los criterios de la forma vacía de una "ley en cuanto tal". La propia filosofía, ampliada por y apoyada en la Ilustración capitalista y economicista escocesa (anglosajona), lleva la relación aporética al paroxismo tanto desde el punto de vista de la teoría del conocimiento como del de la teoría de la acción (ética): el sujeto en cuanto sujeto, así como la "libertad" correspondiente, no es de este mundo, al hallarse separado, por su propia esencia, de toda sensualidad, objetividad práctica y necesidad social; es un mero fantasma de la forma vacía del fetiche del valor. Sin embargo, en la medida en que este fantasma de un sujeto se refiere al mundo real, también ya "carece de libertad por necesidad natural", toda vez que sólo puede adquirir conocimiento y actuar de acuerdo con las "leyes naturales" (mecánicas) físicas y sociales, las cuales, paradójicamente y para contribuir al festín, en opinión de Kant ni siquiera son las leyes de la existencia inmanentes a la propia naturaleza, sino tan sólo la forma de conocimiento de su propia relación alienada (que aparece como algo ajeno a sí mismo) con el mundo de los sentidos. La libertad es vacía y de otro mundo, en tanto que la vida real se desarrolla según la batuta de la despiadada "ley natural" del capital y de su incesante proceso de valorización. Aquí, el propio concepto de sensualidad es definido de forma abstracta como "sensualidad en cuanto tal", precisamente porque la verdadera referencia sensual permanece indiferente a la abstracción del valor. De ahí resulta una inversión paradójica en el concepto de sensualidad y de naturaleza: por un lado, se niega que el "proceso de metabolismo con la naturaleza" (Marx) esté él mismo constituido desde siempre de forma cultural, no siendo, en modo alguno, inmediato; y que, por tanto, la propia sensualidad se presente histórica y culturalmente de una manera diferente, incluyendo la concepción del espacio y del tiempo. En vez de ello, la sensualidad aparece de forma ahistórica bajo la forma de la sensualidad desde siempre abstracta e indiferente de la relación de valor. Por otro lado, la socialización del valor "trabaja" con fervor, como ninguna otra formación anterior, por adecuar completamente la totalidad del mundo natural y sensual, incluida la sexualidad humana, a su propio concepto; o sea, por convertir a la propia naturaleza en un estado ahistórico de compatibilidad plena con la abstracción del valor, nivelando cualquier diferencia entre la naturaleza y la sociedad capitalista (lo que constituye un proyecto condenado necesariamente al fracaso). Al objetivar de este modo toda la naturaleza y, con ella, también la sensualidad por intermedio de la abstracción del valor, la socialización del valor como un todo se desintegra en sí misma, tal como cualquiera de sus sujetos, en una polaridad aporética de sujeto y objeto; la sociedad se convierte en una objetividad ciega que se opone a los sujetos por ella formados (estructuralmente masculinos y blancos) como un poder extraño (segunda naturaleza), mientras que los momentos que no logran encuadrarse en esta lógica tienen que ser separados y, así, "irracionalizados". La prominencia e "incondicionalidad" de la libre voluntad totalmente privada de sensualidad y, de un modo general, irrealizada, se transforma en su exacto contrario, de un objetivismo igualmente incondicional. De ahí se infiere que, tal como la metafísica del sujeto, la metafísica histórica tiene que ser de naturaleza aporética: al sujeto de la historia, masculino y blanco, corresponde la "ley natural" objetiva de la historia, en la medida en que ésta es la verdadera historia de la sociedad; cuanto más libre, más necesario (Hegel: "La libertad es la conciencia de la necesidad"). De tal modo, la Ilustración es esencialmente una ideología de autoviolación y de autosujeción de los individuos al imperativo objetivado de la "segunda naturaleza", 10
según los criterios del movimiento espontáneo de la forma del valor (valorización del valor) autonomizada con relación a ellos. Como tal, si mujeres y no-blancos ascienden empíricamente a la categoría de sujeto de la metafísica del valor, no se emancipan, limitándose a trocar la reducción a la categoría de la separación y la exclusión por la otra reducción a la categoría de la auto-objetivación.
TESIS 10. Como consecuencia de su estructura aporética, el sujeto de la historia, masculino y "libre", que sólo es "libre" en cuanto ejecutor del movimiento fin-en-sí determinado del valor, no tiene que separar únicamente los momentos de la emocionalidad, de la sensualidad, etc., sino que también debe escindirse a sí mismo en una oposición interior entre el pensamiento y la acción: de un lado aparecen los "pragmáticos" (económicos y políticos), que representan a las élites funcionales en gran medida exentas de reflexión (por lo menos en el meta-nivel de las formas sociales), y de otro, los teóricos sociales, en gran medida contemplativos, que no actúan en el nivel social de forma inmediata, los cuales (tan privados de sensualidad y de emociones como los "pragmáticos") tienen que comportarse como observadores meramente "exteriores"; por así decir, como si el cerebro sobrenadara en una solución nutricia en Marte y, a través de la forma apriorística del pensamiento del valor y por intermedio de aparatos técnicos (o de la capacidad de abstracción teórica), observara desde el exterior la bullente vida objetiva de la sociedad moderna. La escisión sistemática entre la teoría y la práctica es por eso, en realidad, parte integrante de la constitución del valor y se manifiesta simultáneamente en la correspondiente teoría metafísica del sujeto y de la historia. Los pragmáticos ejecutan la marcha de la objetividad, mientras que los teóricos contemplativos comprueban que todo lo que está conforme, está y no puede estar de otra manera.
TESIS 11. El subjetivismo, aparentemente contrario, no es más que un producto colateral periódico y una manifestación secundaria de esta lógica; o sea, la hipostatización del otro polo sin que se abandone la constitución propia de la forma. Es por ello mismo que, en efecto, fracasa invariablemente al ser reintroducido en la objetividad tanto del sujeto como de la historia. Sin embargo, en el curso de la historia intelectual burguesa, también él se consolidó y autonomizó en cuanto postura subjetivista de una falsa inmediatez que encubre el contexto constitutivo, histórico y lógico del sujeto determinado por la forma del valor del sistema productor de mercancías, presuponiendo este último de manera positivista en su génesis irreflexiva. El resultado consiste, o bien en la mistificación, o bien en la estetización (o en ambas) de la subjetividad moderna en su existencia banal y miserable como agente y "orificio bucal" del movimiento de valorización carente de sujeto. Desde el romanticismo, pasando por los supuestos solitarios Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche, hasta la llamada filosofía de la vida, el existencialismo de Heidegger y similares, la ideología nazi, asociada a éste y de poderosos efectos sociales, y los movimientos del pensamiento alimentado por estas raíces en la segunda mitad del siglo XX, discurre toda una cadena de manifestaciones de esta falsa inmediatez ideológica del sujeto del valor que se vivencia dolorosamente como "derrelicto" [abandonado, desamparado; N. del T. esp.] en un mundo que le es extraño y 11
clavado a la cruz de su objetividad para, en un abrir y cerrar de ojos, heroizarse a sí mismo en esta existencia en vez de sublevarse contra tal estado y emanciparse de él.
TESIS 12. La forma de pensamiento y de la adquisición de conocimiento, tanto de los "pragmáticos" como de los teóricos contemplativos, es la lógica de la identidad. En ésta, en términos prácticos, el mundo, la naturaleza, así como la sociedad y todos sus miembros, son asimilados a la abstracción del valor, siendo compatibilizados con y, en esta misma medida, iguales al valor. Este enfoque, ya de por sí destructivo, configura, por decirlo así, una "intención objetiva"; es decir, una inversión que, a su vez, remite a la paradoja fundamental de la relación social, en la medida en que las intenciones de los individuos y de las instituciones se encuentran preformadas por la forma de percepción y de actuación que les es propia, antes de toda intención "subjetiva". En el proceso de valorización puesto a actuar sobre sí mismo (proceso del trabajo, proceso de la circulación, retorno del capital financiero multiplicado a sí mismo), el sujeto del valor extiende las cualidades de signo diverso en el lecho de Procrustes de la abstracción del valor. Todo y cualquier cosa, desde la materia más bruta hasta las emociones del alma, se encuentra sujeto a tal proceso de identificación práctica, según la característica una y única de esta abstracción real. El resultado es una economización siempre creciente, y un tratamiento del mundo en función del proceso de abstracción del valor, que es tan sólo flanqueada y en muchos casos hasta incrementada por las ideologías aparentemente contrarias de la mistificación y de la estetización. Incluso se da por supuesto que el proceso de consumo en cuanto reproducción material de la vida debe someterse en la mayor medida posible a esta forma y adecuarse a ella, en tanto que los momentos que nunca se encuadran en ella, que invariablemente constituyen el reverso de la forma y, de algún modo, un mero "resto" se remiten a la separación (de connotaciones sexuales). Sin embargo, el sujeto de la separación, "femenino" en los términos de la historia social, las mujeres de las ruinas de la historia en cuanto batallón de remiendos de la socialización del valor y de las devastaciones por ella causada, debido precisamente a las "virtudes femeninas" no pueden detener la catástrofe constituida por la forma del valor, ni superar sus imperativos, porque justamente él mismo constituye tan sólo la figura simétricamente invertida, negativamente idéntica al sujeto del valor "masculino", hallándose constituido juntamente con éste. Lo mismo se aplica, por su parte, a las culturas premodernas, excluidas de forma racista, o a sus réplicas ideológicas. El "buen salvaje" que desde Rousseau puebla el pensamiento ilustrado, un fantasma proyectivo del presentimiento de los contenidos destructivos de la propia filosofía ilustrada, proporciona mucho menos un potencial para la superación emancipatoria de la Modernidad productora de mercancías. Las reales relaciones de fetiche premodernas ni eran mejores que las modernas ni son capaces de aportar la menor indicación sobre cómo la furia asesina de la socialización del valor podría ser detenida. Mucho menos aún se encuentra un potencial emancipador en la construcción meramente ideológica de un pasado idealizado o de "culturas" extraeuropeas que, después de siglos de una historia de imposición del capitalismo, sólo pueden ser caricaturas de la socialización del valor y de la subjetividad correspondiente.
TESIS 13.
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El impulso interior del movimiento de la valorización en cuanto proceso histórico consiste en llegar a la autosuficiencia absoluta de la vacía abstracción formal, maltratando, por consiguiente, a los objetos del mundo durante el tiempo necesario para que éstos desaparezcan en el vacío de esa forma –o sea, por la vía de la aniquilación del mundo. Así se encuentra establecida la pulsión de muerte del sujeto ilustrado y de su racionalidad, caracterizada por la lógica identitaria y por la separación, que se va desplegando a través de la historia de la modernización. Esta pulsión de muerte se dirige igualmente contra el principio de lo separado, connotado como lo "femenino", a pesar de que y justamente porque éste configura la forma del mantenimiento negativa del sistema. Como la pretensión totalitaria de la forma del valor únicamente puede ser representada al precio de la separación, es decir, de la (admitida) "incompletitud" y de la deficiente autosuficiencia en el mundo físico y social, el impulso totalitario tiene que acabar por volverse contra la capacidad de reproducción del propio sistema. La imposibilidad lógica de la forma del valor total, de las perfectas desensualización y asocialidad, se torna práctica bajo la forma de la aniquilación del mundo y de sí misma. Al práctico economismo totalitario de la forma vacía corresponde la política, actualmente, como su forma de imposición enfática (de forma redoblada desde la Revolución Francesa), que cristaliza bajo la forma de la administración de la relación de valor (administración de crisis) para finalmente terminar como forma de la conciencia de la pulsión de muerte moderna, como forma de la aniquilación y la autoaniquilación, en los procesos de descomposición del sistema productor de mercancías. La misma forma de pensamiento y de conocimiento se reproduce en la reflexión teórica, contemplativa, como una lógica identitaria conceptual, reflexiva. Tal como los "pragmáticos" de la Ilustración burguesa, estructuralmente masculinos y blancos, se esfuerzan por maltratar al mundo, en términos prácticos, de un modo totalitario, así los teóricos contemplativos correspondientes intentan abarcar el mundo conceptualmente y de un modo no menos totalitario. Tal como en la práctica, también en el pensamiento reflexivo todo aquello que no tiene cabida en el concepto identificador (bajo el prisma de la abstracción del valor), o bien es suprimido, o bien es separado. El teórico contemplativo en cuanto sujeto del valor se refleja de un modo narcisista y autista en el mundo, en cuyos objetos vuelve siempre a reconocerse y a adorarse en su existencia abstractificante y permanentemente separadora. Se da por supuesto que el mundo cabe en la totalidad del valor sin que quede fuera ningún resto, debiendo ser pasible de ser representado o, si no, zozobrar pura y simplemente. De ahí la exigencia de la absoluta y positiva inequivocidad y "deductibilidad" conceptual (pensamiento sistémico positivo). Tanto a la lógica identitaria práctica como a la teórica corresponde la tendencia a la ausencia de relaciones (tanto sociales como eróticas) y a la incapacidad para las mismas, como reflejo de la tendencia de la abstracción del valor a la autosuficiencia en la forma vacía. Sucede que hasta el teórico contemplativo en el ámbito de la lógica identitaria más duro de roer tampoco logra tener cabida en la piel del valor, como cualquier otro individuo. Para lidiar con los problemas que así se perfilan, es que sirven justamente aquellas ideologías de mistificación y estetización en que el sujeto del conocimiento, blanco y "masculinamente" adepto a la lógica identitaria, puede refugiarse y dedicarse a la autoheroización en caso de necesidad.
TESIS 14.
13
En el romanticismo, en la filosofía de la vida, en el existencialismo y sus derivados diversos, la irracionalidad represiva y destructiva de la relación de separación del valor se manifiesta de forma inmediata también por el lado del sujeto del valor, haciéndolo, no obstante, bajo las formas correspondientes. Al tiempo que los momentos separados de la sensualidad, de la emocionalidad, del acto de "cuidar y mimar" –imposibles de economizar por la falta de su representabilidad bajo la forma del valor o, si lo son, sólo al precio de fricciones catastróficas en las áreas de reproducción asociadas al mismo, etc.–, que no encuentran cabida en la forma del valor, se presentan como irracionalidad "femenina", natural, imposible de abarcar de forma conceptual (y, en última instancia, a eliminar), por oposición al sujeto endurecido del valor, ese sujeto de la racionalidad definida por el valor se naturaliza y se irracionaliza a sí mismo en las ideologías subjetivistas; pero sólo de forma compensatoria, en cuanto aquello que es. La racionalidad abstracta da lugar, sin previo aviso, a una irracionalidad igualmente abstracta, volviéndose nítida la identidad entre la racionalidad burguesa y la locura objetiva. Con la adopción romántico-existencialista de la irracionalidad, el sujeto del valor no se desmiente; consecuentemente descubre en sí el lado "femenino", sensual, sólo bajo la forma de una imaginación de muerte y matanza, tal como ésta se formó desde los orígenes de la "revolución militar" ocurrida en los inicios de la Modernidad, en el "culto a los cañones", desarrollando la relación con el mundo sensual como una lógica abstracta de aniquilación que se objetiva en la pulsión de muerte de la forma del sujeto determinada por el valor. El culto romántico de lo fragmentario es el culto de las ruinas del mundo devastado por el valor, o sea que no es lo opuesto al totalitarismo de la lógica de la identidad, sino más bien su reflejo en el mundo de los sentidos. El sujeto del valor ilustrado es únicamente "sensual" si, en sentido figurado o literal, arrasa al mundo y avanza en medio de ríos de sangre que le lleguen hasta las rodillas. Esta sensualidad negativa es ella misma abstracta, ya que en ella se manifiesta de forma inmediata, periódicamente y en grados históricamente crecientes la pulsión de muerte del sujeto del valor que quiere completar el mundo en la forma vacía de su abstracción real. El amor romántico, en su acepción masculina, prefiere su objeto bajo la forma de un cadáver sacado del agua (Ofelia); desde sus formas de expresión más artificiosas hasta la mesa de los clientes habituales de la cervecería ("La barriga estaba cubierta de musgo; ¡señores míos, la nuestra!"). La historiadora literaria Elisabeth Bronfen presentó a este respecto, a comienzos de los años 90, una extensa monografía (Sólo por encima de su cadáver. Muerte, feminidad y estética). En las ideologías de "sangre y suelo", esta irracionalidad asume ella misma la forma del concepto de racionalidad; y es en los campos de batalla de la historia de la modernización donde esta sensualidad negativa, abstracta, se acerca a sí misma; en el abrazo amoroso de hombre a hombre entre los sujetos del valor que se traspasan mutuamente con sus bayonetas, tanto como en la romantización de los delirios sanguinarios de las grandes guerras industrializadas del siglo XX (Ernst Jünger). Tal como la separación de los momentos de reproducción definidos como "femeninos", imprescindibles pero aun así siempre de nuevo y cada vez más brutalmente descuidados, restringidos o destruidos sin más rodeos, no pone en cuestión al sujeto del valor destructivo, sino que más bien lo hace posible mientras la pulsión de muerte no se haya cumplido, así la irracional ideología existencial y la negativa, sangrienta sensualidad de la masculinidad de la Ilustración encaminada hacia el romanticismo, mucho menos superan a este sujeto, llevando preferentemente a su esencia destructora del mundo a manifestarse. 14
Es en el periódico ataque de fiebre de los pragmáticos esclarecidos y racionales y de los propios teóricos contemplativos esclarecidos y racionales donde se muestra la irracionalidad de esta racionalidad. Se trata, por tanto, de Kant en el estado de la sensualidad, esto es, del aniquilamiento de todo lo que está vivo y no logra encajar en la abstración del valor. En esto se pone de manifiesto la identidad negativa, polar, entre la Modernidad burguesa y la (aparente) anti-Modernidad burguesa. Y, en efecto, es sólo en esta identidad inmediata entre la racionalidad y la aniquilación bajo la forma del valor cómo el pragmático puede coincidir con el pensador. La unidad burguesa entre la teoría y la práctica es el campo de exterminio, la explosión nuclear, el bombardeo de una región entera. Es en eso en lo que consiste el oculto denominador común entre Kant, Hitler y Habermas, entre la ideología alemana y el pragmatismo de los EE.UU., entre la libertad compulsiva de los liberales y el autoritarismo totalitario. A pesar de todas las diferencias históricas en la historia de la imposición de la socialización del valor, este denominador común se torna visible en las grandes crisis y, especialmente, en los límites del sistema. Y, en este sentido, conviene pensar junto lo que junto debe estar.
TESIS 15. Bajo muchos aspectos, el marxismo no constituye la superación, sino solamente la continuación y la prolongación de la destructiva metafísica del valor del sujeto y de la historia, propia de la Ilustración. Como es sabido, el propio Marx, y mucho más el llamado marxismo, adoptaron en lo esencial la versión hegeliana, ampliada, de la ontología y de la metafísica ilustrada del progreso, limitándose a intentar darle la vuelta supuestamente de la cabeza a los pies de un modo "materialista". La "historia necesaria del desarrollo" se convirtió en la historia político-económica de los "modos de producción" en armonía con los "modos de pensar" (materialismo histórico). A la reinterpretación materialista correspondió una prolongación de la construcción ilustrada. Tal como la historia necesaria del desarrollo del espíritu del mundo en la aproximación a sí mismo se convirtió en una historia necesaria de fuerzas y condiciones de producción, así el final glorioso no debía consistir en la sociedad burguesa, sino en el "socialismo obrero". El marxismo se limitó, por tanto, a postular un "estadio del desarrollo objetivamente necesario" adicional y suplementario que todavía debía seguir al burgués, revelándose así como un mero apéndice de la metafísica histórica de la Ilustración. Es un hecho que Marx había designado ocasionalmente al socialismo/comunismo, no como un final de la historia, sino, de manera precisamente inversa, como ese "fin de la prehistoria", concepto éste que podrá proveer un primer punto de partida para una crítica más abarcadora; sin embargo, esta formulación corresponde justamente a los momentos de la teoría marxista que no son compatibles con la ideología de la Ilustración y que, por eso, (sobre todo bajo la forma del concepto de fetiche) no son compatibles siquiera con el materialismo histórico. La forma de fetiche del valor, en sí misma, poco o nada tiene de "material". Con relación al "doble Marx", por tanto, el materialismo histórico se encuadra plenamente en la herencia burguesa e ilustrada, en el Marx de la modernización y del movimiento obrero; lo mismo se aplica igualmente a la versión marxista del concepto de "progreso" que, en lo fundamental, se encontraba tan sólo al servicio de la función de vanguardia del marxismo del movimiento obrero en el proceso de modernización capitalista (creación de una subjetividad jurídica y ciudadanía generalizada, etc.). Lo que acompañó a todo esto fue, consecuentemente, la parcialidad categorial del marxismo también en cuanto a los otros momentos de la ontología y metafísica 15
capitalistas; no sólo en lo que respecta a las formas de relación social objetivadas del trabajo y del valor, sino también con relación a la forma burguesa del sujeto, ya que el acceso a la misma y el reconocimiento social en el seno de la misma constituyó la causa histórica esencial del movimiento obrero. A la versión materialista de la metafísica histórica ilustrada correspondía necesariamente una versión materialista de la metafísica ilustrada del sujeto (sobre todo bajo la forma de la ideología sociologista de clase), incapaz de pensar hasta el fin la superación de la forma histórico-social subyacente. Como es lógico, el marxismo, de este modo, fue también sólo capaz de abordar la relación entre los sexos en el ámbito de la forma burguesa del sujeto, a fin de resolver las "tareas" ya planteadas, en principio, por la ideología de la Ilustración, pero que todavía se encontraban pendientes, esto es, como "cuestión de la equiparación", abstracta y jurídica, referente a la ciudadanía en un Estado (en analogía a la lógica correspondiente de los sujetos masculinos asalariados), mientras que, al mismo tiempo, la delegación de los momentos separados a "la mujer" (la proletaria como "paridora" de "soldados del trabajo") fue adoptada igualmente de la ideología de la Ilustración bajo la forma de un materialismo biologista de la relación de separación ya imaginado por la misma. De un modo por completo semejante se presentaba la relación marxista con el racismo y el colonialismo: también a este respecto, el movimiento obrero adoptó en gran medida la idea ilustrada de la superioridad blanca y de la "misión civilizadora" del capital, apenas atenuada por la contenida crítica a los "excesos" colonialistas. Por todo ello, también el sujeto del progreso histórico-metafísico en dirección al socialismo en cuanto supuesta culminación de la historia del progreso de la humanidad sólo podía ser, en principio, masculino y blanco. Al apego a las categorías reales capitalistas, al inventario esencial de la ideología ilustrada y a la relación de separación tenía que corresponder un apego igual a las formas de la reflexión teórica. Marx, en su crítica a la economía política, representó con claridad la concatenación categorial y el proceso de reproducción del capital, aunque, por ahora, se limitó al núcleo de la relación de valor sin contemplar la dimensión de la relación de separación y sin darse cuenta, de un modo sistemático, de la forma de la política (lo primero, por falta de comprensión; lo segundo, por falta de ocasión para la elaboración respectiva). Resumida de una manera semejante y, por eso, contradictoria, una vez encuadrada en la metafísica ilustrada del progreso, debió permanecer la representación marxiana del colonialismo. En segundo lugar, la forma de la representación es lo que es justamente por poder ser leída de un modo positivo y conforme a la lógica identitaria como una mera versión materialista y económico-política de la teoría sistémica totalitaria en el sentido hegeliano, mientras que la teoría negativa de la constitución del fetiche se presenta, antes que nada, como una "bala perdida" (que desde siempre ha causado extrañeza, sobre todo, al pensamiento deductivo masculino y caracterizado por la lógica identitaria). Una vez aislado este cuerpo extraño, el marxismo del movimiento obrero puede, por eso, adoptar la teoría marxiana de un modo positivista, como instrucción para la actuación en el interior de la envoltura de la forma del valor y de la forma burguesa del sujeto. Bajo este aspecto, el marxismo probó de un modo especialmente consecuente ser un mero apéndice de la ideología de la Ilustración, en la medida en que, como su "heredero", siempre se colocó de un modo consecuente del lado de la racionalidad bajo la forma del valor ("razón") y del "progreso" de ésta misma. La irracionalidad de la propia relación tenía que ser siempre entendida, así, como exterior y hostil con relación a las respectivas 16
formas de pensamiento, en vez de reconocerse el carácter perfectamente inmanente de las ideologías subjetivistas e irracionalistas y de las correspondientes consecuencias devastadoras. En la reducción al "racionalismo de los intereses" supuestamente sociológico de la forma del valor, el pensamiento marxista acabó por demostrar ser más papista que el papa en cuanto al concepto de racionalidad capitalista e ilustrado, en la medida en que siempre quiso "realizar" los ideales burgueses abstractamente universalistas (que, justamente como tales, no dejan de ser una mentira, toda vez que son separadores y excluyentes) contra la irracionalidad burguesa ideológicamente exteriorizada, intentando comprender los movimientos intelectuales y las formas de actuación destructivas correspondientes a esta irracionalidad objetivada de la racionalidad burguesa como una "traición" perpetrada por el mundo burgués contra su propia racionalidad, en vez de encararla como su consecuencia intrínseca y necesaria (lo que se encuentra demostrado de forma ejemplar en Lukács, en su flojísimo tratado sobre el supuesto "Asalto a la Razón"). Siendo así, el marxismo del movimiento obrero se convirtió en el impulsor de la historia subsecuente de la modernización capitalista justamente por el hecho de parecer representar la pureza de la forma del pensamiento y de la acción, pautada por la lógica identitaria, de la racionalidad burguesa idealizada contra la irracionalidad desbordante propia de esta última. Fue esto lo que constituyó su fuerza en la época, en cuanto la socialización del valor se encontraba todavía en ascenso histórico; posteriormente, sin embargo, fue también lo que lo volvió obsoleto al final de este desarrollo inmanente de la relación de valor. Tal como sucedió, de un modo general, en el seno de la ideología ilustrada y en el proceso real del moderno sistema productor de mercancías, el movimiento obrero tuvo así que reproducir igualmente la escisión burguesa entre la teoría y la práctica en el modo de reflexión de un marxismo positivista. Sus representantes (en su mayoría, como es evidente, también empíricamente masculinos y blancos) se dividían, por su parte, en "pragmáticos" y teóricos contemplativos. Los primeros escindieron la práctica social, a imagen del ejemplo burgués y según la lógica identificadora, en acción económica (sindicatos análogos a la gerencia, y entretanto parte integrante de la misma) y en acción política (el partido, primero como aspirante y por fin como parte integrante también de la clase política); los segundos desarrollaron y cultivaron un aparato conceptual marxista subordinado a la lógica identitaria en el sentido de la abstracción del valor (percibida en términos sociológicos de un modo abusivamente esquematizado y, por ello, deficiente en lo que respecta a su inmanencia).
TESIS 16. Con el correr el siglo XX, la concepción ilustrada de la metafísica histórica y subjetiva se fue volviendo cada vez más dudosa y frágil, sin poder ser resuelta de forma positiva en el terreno de la socialización del valor y de la respectiva relación de separación. Sólo la transición hacia la crítica del valor aproxima la superación de esta forma moderna de la sociedad a la posibilidad correspondiente de ser pensada. Una teoría bisagra o de transición esta constituida, en especial, por la teoría crítica de Adorno. La reflexión de este último pone en cuestión la forma burguesa del sujeto (más allá de la teoría limitada en términos de clases del marxismo del movimiento obrero) de un modo fundamental en dos momentos: primero, en cuanto forma de relación del intercambio de mercancías y, luego, como forma del pensamiento –concebida como concatenada con la primera– de la lógica identitaria, en que el mundo es reducido al mismo denominador de la forma abstracta y, con ello, es violado y, al fin, acaba por ser destruido. 17
Sin embargo, la crítica de Adorno de la metafísica subjetiva de la Ilustración se empantana a mitad de camino, y ello se da bajo tres aspectos. Primero, la crítica de esta forma es incompleta, ya que permanece circunscrita a la forma de relación primaria (el intercambio de mercancías), sin abarcar de una manera sistemática ni el modo de producción (trabajo), ni la forma de relación secundaria (subjetividad jurídica, política), comprendiendo, por tanto, la forma negativa de la totalidad del valor sólo en el nivel de la circulación. Segundo, la crítica sobre todo es también incompleta porque Adorno, a pesar de esbozos y llamadas de atención dispersos, llega tan poco como Marx hasta la forma jerárquicamente superior de la relación de separación. Tercero y último, Adorno acaba incluso por retirar su crítica en la medida en que designa simultáneamente a la propia forma del sujeto de circulación, que para él constituye el soporte de la lógica identitaria destructiva, como el soporte positivo indispensable de la emancipación de sí mismo, lo que, como es evidente, sólo puede constituir una ampliación y una caricatura de la ideología aporética de la Ilustración, que descansa sobre la estructura real aporética del valor. Del mismo modo, como en Adorno la liberación de la metafísica subjetiva de la Ilustración permanece incompleta y, al fin y al cabo, resulta fallida, la cuestión se traslada a lo relacionado con la metafísica histórica ilustrada. En vez de resolver la construcción histórico-metafísica, Adorno sólo la prolonga bajo el signo inverso: el lugar del optimismo histórico de la Ilustración es ocupado por un correspondiente pesimismo histórico. La historia del progreso se convierte en una historia de la decadencia, precisamente porque la liberación de la forma del sujeto burguesa no ha tenido éxito. Esto se desarrolla en dos niveles que deben ser bien diferenciados y que revelan el doble apego de Adorno, no resuelto además de forma consecuente, tanto a la filosofía ilustrada como al marxismo del movimiento obrero. Por un lado, sobre todo, en el metanivel de la ontología suprahistórica y antropológica; aquí, la liberación del hombre de la "primera naturaleza", convencionalmente de connotaciones femeninas, se presenta como en esencia fallida, al transformarse en la "segunda naturaleza" de relaciones de poder (el dominio destructivo sobre la naturaleza y el dominio del hombre por el hombre). Así, la historia en general se transforma en una historia de la fatalidad que amenaza con acabar en la recaída en la "primera naturaleza". Sin embargo, esto también podría leerse como que el sujeto del valor, abstractamente universal y "masculino", podría deslizarse hacia el apego femenino a la naturaleza y, por consiguiente, también como el miedo del sujeto burgués del valor a sus propias consecuencias. Por otro lado, Adorno piensa la propia historia de la decadencia también en el nivel de la ontología histórica capitalista. En este contexto, la "realización de la filosofía" se le presenta como incumplida, lo que no quiere decir otra cosa sino que los supuestos potenciales emancipatorios (por así decir, alucinados) de la ideología de la Ilustración, a la que se agarra con uñas y dientes a pesar de haber comprobado él mismo lo contrario, habrían desgraciadamente fracasado, pudiendo ser apenas recordados con nostalgia ("in memoriam"). En lo que se refiere a la teoría, sería precisa y paradójicamente (de manera contraria a la aparente solución de Adorno, errónea, apologética y, por eso mismo, aporética) el modo de reflexión profundamente marcado por la lógica identitaria de la Ilustración y del marxismo que, en cuanto "filosofía", no habría de "realizarse" ni siquiera mínimamente, y habría zozobrado ante semejante desafío, pero que se "realizó" de hecho, de forma real y
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destructiva, precisamente en cuanto proceso de imposición de la socialización del valor y de la relación de separación. En lo que se refiere a la categoría de portador de esta emancipación aparentemente perdida, fue el movimiento obrero el que, según Adorno, "en rigor" habría tenido la vocación de salvar y "realizar" los contenidos supuestamente liberadores del sujeto de la circulación burgués (que en realidad constituyen lo contrario de una liberación) a través de su generalización trascendente; sin embargo, aquél habría fallado su vocación y, con ello, en el fondo la oportunidad histórica estaría perdida. No obstante, el movimiento obrero cumplió en realidad su vocación limitada a la socialización del valor y por eso mismo se marchitó. Por consiguiente, Adorno queda aprisionado tanto en la metafísica histórica ilustrada como en la del marxismo del movimiento obrero, sólo que en una versión negativa y pesimista. Es que en la historia de la "fatalidad" de una liberación fracasada de la "primera naturaleza", a la cual acaba por reducir toda la historia de la humanidad premoderna, habría sido luego el nacimiento del sujeto del valor, del sujeto de la circulación provisto de una lógica identitaria (cuyo alter ego del sujeto del trabajo, en una ontologización no reconocida, permanece implícitamente presupuesto) lo que habría ofrecido una posibilidad de detener el curso de esta fatalidad –cuando en realidad, incluso observado de forma inmanente en el sentido de la construcción histórica de Adorno, la aceleró hasta llevarla a su punto culminante. Y, al malentender la lucha del movimiento obrero por el reconocimiento en la forma de sujeto burguesa –así como al propio movimiento– ideológicamente como posible transformación emancipadora que condujese más allá de la socialización del valor, su revelación (aunque reflexionada de una forma incipiente) en cuanto lo que aquélla fue realmente tuvo que aparecérsele como una recaída en la marcha de la fatalidad ya de por sí encaminada. La Ilustración, el sujeto burgués de la circulación y el movimiento obrero habrían constituido de este modo, por decirlo así, un mero compás de espera o una indefinición temporal en esa marcha. Los seguidores "ortodoxos" de Adorno que se hayan quedado detenidos en este estado de la reflexión no pueden, por consiguiente, pensar más lejos ni liberarse realmente del marxismo del movimiento obrero, pudiendo sólo prolongarlo en una versión negativa para finalmente, llegados a la frontera histórica de la relación de valor (y ante los procesos destructivos que a ella se hallan asociados), volver a caer de forma inmediata en la ideología ilustrada y, así, atrás del estado de la reflexión de Adorno.
TESIS 17. Paralelamente a la reflexión de Adorno, se desarrollaron otras dos vetas de la elaboración teórica que, sin embargo, intentaron asimilar el tema de la metafísica subjetiva e histórica de un modo sustancialmente más afirmativo que aquél. El estructuralismo (Lévi-Strauss, Barthes, Lacan, etc., y en versión marxista, Althusser) y la teoría sistémica (Luhmann) liquidaron la ilusión subjetiva del pensamiento ilustrado sólo para formular la ciega objetividad de la socialización bajo la forma del valor, es decir, el otro polo de la misma forma del pensamiento y de la actuación, de una manera nueva y más abarcadora. Ya el propio pensamiento ilustrado había delimitado estrictamente la autonomía del sujeto –y con ello su aptitud para formar parte de la historia– al ámbito reducido de una objetividad irreflexiva que, sin ningún problema, era equiparada a la "naturaleza" y a las leyes de la misma. Al fin de cuentas, es precisamente en esto que se manifiesta la aporía de ese pensamiento, la conversión instantánea de la autonomía en heteronomía, de la libertad en 19
coacción por la necesidad. Las supuestas libertad y autonomía se revelan, así, como el reflejo condicionado de una irracional "segunda naturaleza", de una seudonaturaleza de la forma social ontologizada que es ideologizada como componente de la primera naturaleza. El estructuralismo y la teoría sistémica, la última de las cuales se remonta incluso directamente a la biología teórica (H. Maturana), prolongan este falso naturalismo del ámbito histórico-social en forma redoblada: el pensamiento ilustrado no es superado, sino que su aporía es sólo encubierta por una unilateralización objetivista. El sujeto autónomo ilusorio es derribado de su trono únicamente para celebrar la objetividad casi naturalista, existente y pensada colateralmente desde el inicio, en una apoteosis árida, sin pasión, "liberada" de las emociones ideológicas de la historia de la imposición –aunque "celebrar" sería decir demasiado, ya que los contables de una facticidad que se procesa de forma cibernética ya no pueden glorificar nada, y sólo son capaces, en el mejor de los casos, de poner de manifiesto, tal como Luhmann, cierta lucidez sardónica. La aporía de sujeto y objeto del pensamiento ilustrado es devuelta enteramente al ámbito del objeto, mientras que este último, por así decir, se purifica con relación al naturalismo abstracto en un movimiento estructural y sistémico que ocupa el lugar del anterior sujeto de la historia. El supuesto triunfo estructuralista y de la teoría sistémica sobre la metafísica y la ideología subjetiva del "pensamiento de la vieja Europa" se revela como una mera conclusión de su historia de vulgarización positivista, en la cual éste se aproxima a sí mismo. El sujeto de la historia, antiguamente enfático y masculino, abandona los poderes, los estandartes y los emblemas de su libertad para, como una especie de analista social automatizado, observar su propia miseria en los "procesos de información" de las máquinas sociales. Althusser, en esta ocasión, resume involuntariamente la lucha de clases como un mero proceso estructural con actores ejecutantes automáticos. Y Lacán dirá sobre el movimiento de 1968: "Son las estructuras que salieron a la calle". Con este desmontaje del sujeto masculino y blanco de la Ilustración, tanto en la figura del teórico contemplativo como en la del pragmático (los imperativos sistémicos, cibernéticos y carentes de sujeto, apenas tienen que ser ya constatados por una parte y ejecutados por otra), la relación subyacente de separación sexual no es desmentida, como se podría esperar, sino, por el contrario, al igual que la forma del valor, definitivamente ocultada en cuanto objeto específico. Ella se diluye en el contexto sistémico abstracto como una estructura entre estructuras. Bajo este aspecto, ahora todos los gatos son pardos y todas las contradicciones que se manifiestan son adheridas a una lógica afirmativa y cibernética que es siempre la misma; esto fue llevado a la perfección por Luhmann, bajo la forma de un tratamiento sucesivo de todas las áreas en el ámbito de la misma conceptualidad árida y tautológica: la pareja de amantes y, de un modo general, la relación entre los sexos es tratada como "sistema" o "subsistema", tal como "la economía", "la cultura", "la religión", etc. Junto con el concepto enfático del sujeto autónomo, desaparece también necesariamente el de la historia. La historia se disuelve en la intemporalidad de una lógica estructural y sistémica omnicomprensiva que rige a la naturaleza y a la sociedad de igual modo según leyes eternas. Las alteraciones ya no se presentan como historia hecha por seres humanos, sino como una denominada "diferenciación progresiva" de lógicas estructurales o la "autopoiesis" [autocreación: N. del T. portugués] de contextos sistémicos. Las crisis no son percibidas como límites de una formación histórica, sino como "interferencias" y 20
"cortocircuitos" en los procesos de diferenciación progresiva, así como los individuos sólo pueden experimentarlas como una especie de amebas sociales. El lugar de la crítica que se legitima con argumentos históricos es ocupado por el encogimiento de hombros del cibernético de la teoría social. Con esto se alcanza el estadio terminal tanto del teórico contemplativo como del pragmático. Las huellas se esfuman, el criticable concepto del valor o del movimiento de valorización desaparece, en el fin de la historia de su imposición, en el Nirvana ahistórico de la forma de un "sistema en general" y de su "estructuralidad en general".
TESIS 18. Este penúltimo estado de decadencia del pensamiento ilustrado es de tal modo insatisfactorio y desenmascarador que, bajo la forma de las llamadas teorías posmodernas o del "postestructuralismo", tuvo que dar a luz otro subsiguiente y último, en el cual la falta de salida de la Modernidad productora de mercancías aparentemente se resuelve a las mil maravillas, aunque, por así decirlo, de una manera precaria. Una vez más, fueron teóricos franceses (que entroncan de un modo inmanentemente crítico con el estructuralismo) como Lyotard, Derrida y, en especial, Foucault, quienes, con el énfasis puesto en formas diversas y recurriendo a un vastísimo acervo histórico y contemporáneo, intentaron superar la esterilidad y monotonía estructuralista, sin captar, no obstante, la subyacente relación formal social pautada por el valor y por la separación, para llegar así a reformular la cuestión de la crítica radical. Por el contrario, la posmodernidad y el postestructuralismo presuponen positivamente el oscurecimiento, propio de la teoría sistémica y del estructuralismo, de la definición específicamente histórica del sujeto y de la forma a fin de volverse a colocar contra ese telón de fondo y, de cierto modo, recuperar una operacionalidad ilusoria sobre ese terreno ya delimitado en términos afirmativos. Es, pues, precisamente en esto en lo que consiste lo que estas formas de pensamiento tienen en común, lo que suele ser negado por sus receptores porque éstos no se dan cuenta siquiera de que el marco de referencia es el mismo –tan maciza fue la eliminación de la propia formulación del problema. Junto al marxismo del movimiento obrero, simplificado abusivamente bajo el prisma de la sociología de clases, también la crítica marxiana del fetiche y de la forma, erróneamente confundida con aquél y completamente incomprendida, hace mucho tiempo que fue enterrada. Al ser así, aunque la reflexión de la teoría sistémica y del estructuralismo se encuentren en el mismo nivel de abstracción del "otro" Marx, ello sucede, sin embargo, de un modo desteorizado, acrítico de la forma y, por eso, afirmativo. Todo el pensamiento de lo "pos" presupone, más aún que la más servilmente aduladora de las viejas ideologías burguesas, las categorías del sistema productor de mercancías como fundamento natural de la existencia; sin embargo, ya no lo hace de forma explícita, toda vez que lo hace más allá de la historia de la imposición. Al fin de cuentas, el estructuralismo y la teoría sistémica ya habían preparado el terreno. Ahora, el sujeto es "recuperado" bajo una forma reducida, mutilada, pero la historia no. Después de que la forma social y, con ésta, todo y cada análisis y crítica basados sobre la historia de la respectiva formación desaparecieron de la reflexión, queda como sustrato histórico una ontología positivista del "poder" (Foucault) o una igualmente positivista ontología del "texto" (Derrida), de cuyo carácter ontológico los correspondientes protagonistas ni siquiera se dan cuenta, una vez que es establecida, como axioma, sin justificación y, por consiguiente, también sin constitución (pura y simplemente; de manera 21
ahistórica). Separados de su definición limitativa, los conceptos de poder y de texto, o de "intertextualidad" (Julia Kristeva), se convierten en sinónimos de la totalidad indefinida de la realidad social. Estas construcciones de poder y de texto, que se van confundiendo en la recepción, en su calidad de ahistóricas permanecen muy explícitamente limitadas al nivel fenomenológico. Su definición indeterminada constituye tan sólo una nomenclatura general para un caleidoscopio de manifestaciones, cuya esencia ya no debe ser designada. Si el estructuralismo y la teoría sistémica se dedicaban aún a la tarea de insistir en el problema de la forma, ya deshistorizado, en la medida en que seguían pensando de forma afirmativa las supuestamente insuperables leyes lógicas de los contextos sin sujeto, los teoremas de lo "pos" se limitan a evitar ese temible nivel del problema, al denunciar ya el mero planteamiento de la cuestión como un "esencialismo" y "universalismo" inadmisibles ("propios de las teorías monumentales"). Su mirada se dirige, más bien, hacia el desorden interno del encuadramiento social, ya no percibido como tal. Por eso, la hipócrita crítica posmoderna al universalismo ni siquiera hace aflorar la pretensión totalitaria de la forma del valor, la cual, a la inversa, es ciegamente adoptada como uno de sus supuestos (lo que se critica son sólo las teorías universalistas, pero no el universalismo real objetivado y negativo de la forma de reproducción y de relación capitalista que subyace a todas las teorías modernas); la interpretación limitada en términos culturalistas señala a las meras manifestaciones en el interior de la forma vacía como su propia esencia, dando así una apariencia colorida a la vida democrática en el patio ceniciento del cuartel y en las salas de tortura subterráneas del terror económico. Estas tendencias abiertamente afirmativas del posmodernismo, hace ya mucho tiempo predominantes, que protegen los flancos de la ideología neoliberal de la globalización capitalista, aunque abandonen las intenciones originales de la posición posmoderna, no dejan de ser consecuentes. Es que, en la medida en que en Foucault, Kristeva y demás se elabora un análisis del racismo y de la construcción de la alteridad, éste, aunque haga visibles ciertos mecanismos superficiales de exclusión, por falta de una concepción crítica de la totalidad de la problemática de la forma no puede ser relacionado con su trasfondo social que, en última instancia, permanece sistemáticamente velado. El poder y el texto constituyen, así, la objetividad en estado líquido, por decirlo así, el fluido eterno o el éter de toda y cada relación social, un medio o un complejo de medios imposible de determinar con mayor precisión, en el cual se desarrollan constelaciones en constante mutación. Ya por su concepto, este texto del poder remite simultáneamente, sin embargo, a la subjetividad; él es, en cierto modo, el sujeto-objeto –ya no de una historia (tal como en Lukács el proletariado), sino de una ondulante "respectitividad" en la que los individuos tejen las redes del poder y parafrasean el texto sin poder ser el texto siquiera. El fetichismo de la Modernidad, junto a su terror económico y a su forma política de administrar a los seres humanos, se transformó de un objeto criticable en el agua eterna de la vida, en la que nada el sujeto. Pero concretamente, como un ser reducido y desarmado, porque, en resumidas cuentas, ya no aparece ahora, gracias a la racionalidad, como un hacedor de la forma y, con ella, de la historia, sino como un ser que se limita a debatirse como las constelaciones de la respectitividad histórica y a improvisar soluciones en el seno de las mismas. Y es sólo en este contexto de la reducción y el desarme teórico cuando se emprende entonces (cada vez menos) un análisis crítico del sexismo, del racismo, etc.
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Existe aquí cierto punto de contacto entre las teorías posmodernas y postestructuralistas con Adorno, aunque se trate de cualquier otra cosa menos de una coincidencia de posiciones. Finalmente, tampoco Adorno había invocado al sujeto del valor en su énfasis original, sino que sólo lo había recuperado como portador de la emancipación para, al mismo tiempo, denunciarlo como portador de la destrucción del mundo por la lógica identitaria. Este sujeto burgués ya recortado se asemeja de algún modo al sujeto posmoderno, de manera que no es en vano que el Foucault tardío se refiera de forma positiva a la teoría de Adorno. Si, no obstante, en Adorno la aporía de este objeto se manifiesta con toda la intensidad dolorosa, los animadores posmodernos del sujeto pretenden, en cierto modo, darle la vuelta de forma pragmática. Tampoco es en vano que, en este contexto, se afirmara el concepto de "juego". El "juego de los signos" es, al mismo tiempo, el "juego de los sujetos" que ya no lo son; se trata, por eso, más de un "juego con lo subjetivo" que ya no es concebido como una autoconciencia generalizada. Sin embargo, esta concepción del juego no tiene, por ello mismo, nada de emancipadora contra el rigor burgués de la relación de valor y de separación, a pesar de todo dado por supuesto ciegamente, limitándose a indicar cómo el sujeto burgués, al regresar desarmado y reducido, es atrapado por la demencia senil y se vuelve infantil. Justamente porque ya no es capaz de pensar el rigor de la forma del fetiche y de sus imperativos represivos, se concede ahora a sí mismo el derecho a la falta de seriedad. El juego en el texto eterno y con el poder eterno, que dejó de tener un nombre histórico, se limita a la fenomenología de los objetos, a la postura de la persona en cuanto máscara del valor. La máscara del sujeto del valor, que se transformó en rostro, emprende un baile de máscaras secundario, en el cual, guiñando un ojo, simula la soberanía en un tiempo imaginada, mientras que, en realidad, se halla ya con el otro ojo puesto siempre en el contexto comercial. No es de ninguna manera por azar que las teorías de lo "pos" recurran, todas sin excepción, a la veta romántico-irracionalista y existencialista de la historia de las teorías burguesas, sobre todo a Nietzsche y Heidegger. El momento subjetivista, sin embargo, ya no es puesto en oposición, de un modo aparentemente exterior, al objetivista, sino que es mezclado más bien con éste. El poder avasallador de la objetividad en cuanto "sistema" y "estructura" se encuentra ya reconocido y presupuesto, en el momento en que el sujeto burgués regresa bajo una forma reducida. Por eso, este último ya no practica la heroización de la propia miseria formal (que acepta como desde siempre insuperable); lo que queda es su estetización (posmoderna). Separada de la mistificación y la autoheroización de las épocas de la historia de la imposición, esta autoestetización del sujeto del valor en la fase final de su desarrollo ya sólo puede constituir una autoestilización superficial que, a dosis parejas, presenta las señales del tedio y del miedo. Lo que este juego tiene de divertido es sólo la falta de independencia frente al ciego movimiento objetual del sistema, porque en lo que se refiere al resto los sujetos-jugadores ponen de manifiesto una obstinación creciente que ya no es ni mínimamente adecuada a sus actividades colectivamente suicidas: cuanto más irreales son el sujeto y su voluntad, tanto mayor la obstinación. Lo que se supone que los juegos de bailes de máscaras deben contener en términos de posibilidades sociales de injerencia y de influencia, parece bastante irrisorio incluso en la propia terminología de los teoremas de lo "pos". Ahí ya sólo se habla de un "desplazamiento" de los componentes del texto y de las constelaciones del poder, mientras que el todo social, desprovisto de conceptos, permanece tabú. Pero incluso la idea ya de por sí modesta de un mero desplazamiento de las piezas en el "juego" de las estructuras constituidas por el valor tiene que parecer, frente a las 23
"posibilidades de intervención" realmente restantes, exagerada y hasta arrogante. Cuanto más los teoremas del "pos" parlotean de un sistema "anárquicamente abierto", más inevitablemente el totalitarismo de la forma del valor se condensa, en crisis. El feminismo, al seguir, fiel y educado, las huellas del mundo científico y teórico oficial, masculino y académico, acompañó en gran parte el avance del estructuralismo hacia el postestructuralismo. Como, ante la ausencia de una concepción crítica de la relación de valor o del sistema productor de mercancías, tampoco se pudo alcanzar una concepción suficiente de la relación de separación, el análisis teórico del sexo social permanece tan limitado al nivel de las manifestaciones empírico-sociales (y la separación, al nivel de la estructura y del signo) como todos los otros abordajes; y representado en la falsa y ahistórica ontología del poder y del texto, en la cual la verdadera causa lógico-histórica de la asimetría sexual en la Modernidad tiene que mantenerse oculta. La mera desconstrucción del sexo en el nivel semántico, que ocupó el lugar de la emancipación de las vicisitudes del sexo, queda así dominada por el cariz aleatorio del "juego" posmoderno, bajo el manto convertido en tabú del valor y de la separación; la superficialidad habitual de las pretensiones de un "desplazamiento" de las constelaciones en el texto del poder se presenta especialmente en este aspecto como un baile literal de máscaras de los signos sexuales (por ejemplo, en la teoría de moda de Judith Butler). Precisamente porque la relación de separación constituye la relación total generalizada de la socialización del valor, en la cuestión de los sexos se pone de relieve con especial claridad el carácter decadente y reducido del sujeto que "retornó" en la ideología posmoderna sin capacidad ya para tomarse en serio.
TESIS 19. Con el postestructuralismo, la historia de las teorías burguesa y marxista, resultante de la ideología de la Ilustración, se agotó definitivamente, a la par con la capacidad de reproducción del moderno sistema productor de mercancías y de las formas en él incluidas de la subjetividad del trabajo, de la circulación y del derecho. Los pensadores contemplativos ya no pueden seguir pensando, porque los pragmáticos no pueden continuar actuando. Lo que aún puede venir después del baile de máscaras secundario posmoderno de las máscaras de carácter literalmente encarnadas ya no es ninguna reflexión conceptual capaz de prolongarse indefinidamente. Más aún, es imposible, en la continuación afirmativa de esta historia de las teorías, pensar de un modo realmente nuevo aquello que saltó fuera de la lógica identitaria y que no se enmarca dentro de la conceptualidad correspondiente, así como acompañar semejante pensamiento. Lo que, como grito de guerra de Lyotard, parecía convocar una vez más al fantasma de la emancipación ("guerra a la totalidad", "activemos las diferencias", etc.), sobre el telón de fondo de una teoría estructural ontológica, carente desde siempre de conceptos, la historia y el sujeto tuvieron que acabar en una miserable capitulación. Si ya no se se puede pronunciar siquiera el nombre del todo como algo que deviene de forma histórica, la palabra de orden de "guerra a la totalidad" es sólo una impostura. Ni el principio real represivo de la forma del valor fetichista es atacado, ni aquello que en las cosas y las relaciones no se enmarca dentro del totalitarismo de esta forma se descubre y se tiene en cuenta. En vez de ello, sólo son activadas aquellas "diferencias" que no son más que las múltiples manifestaciones del todo negativo, del "Uno" secularizado de la ontología capitalista. Lo que así es activado, a pesar de todas las intenciones de crítica al poder, acaba por desembocar en un revestimiento culturalista de la competencia de crisis y aniquilación. 24
Teóricamente, sólo estamos ante una prolongación cansada y sin ideas de las teorías de lo "pos" en los diversos campos mediáticos y académicos del editorialismo, de la sociología, de la politología, etc. Más allá de la historia de las teorías modernas, el periodismo y la ciencia académica ya no pueden formular ninguna pretensión propia, viéndose limitados a la posibilidad de servirse de forma ecléctica de los escombros de trescientos años de historia intelectual de Occidente, para refaccionar con ellos, en la era final y glacial del pensamiento moderno, sus deplorables cabañas intelectuales. Fórmulas tautológicas y vacías como las de una "modernización de la Modernidad" (Ulrich Beck) o de una "democratización de la democracia" (Helmut Dubiel) ponen de manifiesto una falta de contenido que ya no tiene medios para empeorar, en todo semejante a la que ya hace mucho tiempo dio cuenta de la supuesta política. En los insípidos y aborrecibles discursos de una "ética pragmática" totalmente carente de consecuencias (comunitarismo, sociedad civil, etc.) que se van arrastrando como productos de decadencia del positivismo, el vaciado concepto burgués de racionalidad da vueltas y más vueltas sin el menor sentido. El lugar de la reflexión es ocupado de manera creciente por la "ayuda práctica" intelectual para el sujeto del valor desubjetivizado que se va desgastando en la competencia universal. Y después que la forma contraria inmanente, romántico-existencialista, del pensamiento dominado por la moderna constitución del fetiche se disolvió en la indiferencia posmoderna, ésta transita hacia un esoterismo de pacotilla igualmente ecléctico. Puesto que todo es, de cualquier forma, igual al litro, los productos finales poco apetitosos de la racionalidad y de la antirracionalidad yacen pacíficamente uno al lado del otro en las estanterías del "Lidl" intelectual. El pragmatismo racional del valor y el espiritismo supersticioso se engranan, porque no pueden pasarse el uno sin el otro. En la medida en que los analfabetos intelectuales secundarios, que tartamudeando pregonan la eternidad e inevitabilidad del mercado mundial, invocan la Ilustración, lo hacen con todo derecho porque en realidad se trata del estado actual de la Ilustración y, al mismo tiempo, de su estado final. Por un lado, semejante invocación asume rasgos nostálgicos, por ejemplo, cuando un pensador de los EE.UU., que sólo llama la atención por ser especialmente lenguaraz, reclama una "segunda Ilustración" (Neill Postman) a fin de curar la, incluso así constatada, estupidez mundial burguesa de la actualidad con su propia raíz. Por otro lado, frente a los acontecimientos de la crisis crecientemente catastróficos, la frase ilustrada es expurgada de cualquier contenido y se transforma en la aguda idolatría del aparato de dominación democrático. Así, un fanatismo regresivo y autista acaba por sustituir a la charlatanería intelectual de los agitadores y curanderos eclécticos tardíos y postilustrados. La vulgaridad del alarido occidental en torno a los valores se va convirtiendo en militante. De tal modo, un democrático filósofo terrorista francés reclama la "guerra por la Ilustración" (Bernard-Henri Levy), y con ello establece el modelo para toda la antigua "inteligentsia" de izquierda que se atraganta con las vainas vacías de las palabras de su historia intelectual para vomitarlas sobre el mundo bajo la forma de una lluvia exterminadora. En la "guerra santa", en la cruzada contra los monstruos por él mismo creados en un mundo por él mismo devastado y barbarizado por la vía del terror económico, el maléfico intelecto ilustrado ya sólo puede asumir la forma de los cazabombarderos de los EE.UU.
TESIS 20.
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A cada nuevo impulso de la crisis mundial capitalista, que ya no será estabilizada por ningún nuevo modelo regulativo, dejando más bien al sistema mundial entrar en el siglo XXI en caída libre, los enunciados teóricos, mediáticos, políticos, sociales, etc., se van volviendo cada vez más monótonos y monosilábicos. En el fin del mundo, las prestaciones de la ontología capitalista, el "Uno" metafísico secularizado, la nada divina del valor, provocan una "coincidentia oppositorum": no sólo la derecha y la izquierda, o el progreso y la reacción, sino, de un modo general, el Ser y la nada, la razón y la irracionalidad, la crítica y la afirmación, coinciden de manera inmediata. Toda vez que la crítica ilustrada constituyó, a través de su proceso de desarrollo histórico, la autoafirmación de la destructiva forma burguesa del sujeto, ella se extingue de hecho delante de nuestros ojos junto a su objeto. En la misma medida en que todo y cada pensamiento se retira en fuga desordenada hacia la última y extrema línea de resistencia de la filosofía ilustrada, deja de existir, por completo, como pensamiento. Sin embargo, el espectáculo de un redescubrimiento militante de los valores occidentales, como si la historia de la reflexión de los últimos ciento cincuenta años, adherida a su objeto, nunca hubiese existido, no tiene nada de trágico, ni siquiera de ridículo; es pura y simplemente repugnante. Lo que al mismo tiempo se afirma en esta última metamorfosis, que da a luz al monstruo violento de la autoaniquilación democrática global, es la "necesidad ontológica" del sujeto burgués que ya sólo se hace oír bajo la forma de un gañido inarticulado y maligno y que, después de su muerte natural, continúa asombrando al mundo como el zombi de la Ilustración –especialmente en el caso de los críticos adornistas, así como en el de los supuestos críticos posmodernos de la ontología de un modo general, en la medida en que se pasaron a las filas de la comunidad de aniquilación mundial occidental y democrática. Cuando el terreno ontológico, sobre el que la crítica aparente que no puede librarse de la forma del sujeto burguesa logra aún mantenerse en equilibrio, empieza realmente a oscilar, se evapora en los idiotas históricos de la modernización la reflexión sólo adquirida por la lectura. El descaro denunciatorio con el que se exige el homenaje al cadáver ya ni siquiera maloliente del pensamiento ilustrado hace patente su propia falsedad. La salvación ahora ya sólo puede ser encontrada si descartamos realmente la falsa ontología positiva de la Modernidad y de la forma pertinente del sujeto, y quemamos las naves, porque no puede existir ningún retorno a la seguridad y a la patria ontológica de la Ilustración. La negatividad de la crítica emancipadora sólo llegará a término cuando se deshaga de esta ilusión.
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