FEDERICO ELORRIAGA, SJ
El sufrimiento ¿Una noche sin estrellas? Prólogo de Pedro Javier Sagüés, SJ
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[email protected] / www.gcloyola.com Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-271-4099-8
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Índice Portada Créditos Prólogo 1. Pasos vacilantes en la noche 2. Una niña pregunta al Papa 3. Forma parte de la vida humana 4. ¿Por qué el mal y el sufrimiento? 5. Misterio del sufrimiento 6. ¿Por qué? 7. Dios no guarda silencio 8. La carne es débil 9. Posturas del hombre ante el dolor 10. Ante el sufrimiento 11. El volcán del alma 12. Días soleados y días nublados 13. Actitudes ante el sufrimiento 14. Sentimiento de soledad 15. No estamos solos 16. Existencia acompañada 17. Luz en la noche 18. Presos de nuestros duelos 19. No solo horizontes humanos 20. Ver el sufrimiento con otros ojos 21. Corazón extendido o replegado 22. Abrirse en la soledad 23. El sufrimiento, maestro de vida 24. La fe ante el dolor 25. Abrazo amistoso 26. El primer cirineo 27. Aceptar el misterio 28. Lo que Dios ha unido… 29. Salir fuera de nosotros 30. Verlo con otra luz 5
31. 32. 33. 34. 35. 36. 37. 38. 39. 40. 41. 42. 43. 44. 45. 46. 47. 48. 49. 50. 51. 52. 53. 54. 55. 56. 57. 58. 59. 60. 61. 62. 63. 64. 65. 66. 67. 68. 69. 70. 71. 72.
Cultivar actitudes positivas Mojones que anuncian caminos Presencia de Dios en el dolor Desentrañando el dolor Reconocer a Dios en la cruz No te rindas Ensanchando la esperanza Dar sentido al sufrimiento La trampa de las imágenes Papel pedagógico del sufrimiento El manantial de dentro El miedo ante el dolor Tempestad calmada Conversión en el dolor Te llevo en mis brazos No cerrar el corazón Importancia de la perseverancia Distinción importante Jesús ante el dolor Un buen aprendizaje Tu amor me deja sereno El sufrimiento, ¿es malo? No hay rosas sin espinas Ante las decepciones No apagar la esperanza Fiarse de Dios Saber esperar Saber escuchar No solo es feliz el que está sano Dichosos los que lloran Dinámicas que surgen del dolor Saber convivir con el dolor Por caminos distintos La fecundidad del sufrimiento Transfigurados por el dolor Una parábola iluminadora Oportunidad de renacer Aprender el lenguaje de la cruz Modos de situarnos Enseñanzas del dolor Descubriendo caminos Las dos caras de la vida 6
73. 74. 75. 76. 77. 78. 79. 80. 81. 82. 83.
El sabio maestro Recordatorio de nuestra insuficiencia Sauces llorones y girasoles La vasija de barro El sufrimiento, ¿para qué? Lectura positiva de los dramas Me decía una persona Material de construcción La cuádruple presencia El alfarero Olas del Océano
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Prólogo
Amigo lector. Tienes en tus manos un libro rebosante de lucidez, de cercanía y de perspicacia psicológica. Un libro atractivo en su lectura, sencillo y elegante en su estilo, y, sobre todo, eminentemente práctico. Algo así como un prontuario de reflexiones. Reflexiones sobre algo tan consustancial a nuestra quebradiza condición como es el sufrimiento, el dolor. Sufrir es un verbo que conjugamos los humanos en todos sus tiempos y modos. Como sustantivo, el sufrimiento forma parte integrante de nuestra sustancia. Es algo imposible de soslayar, durante nuestro éxodo desértico por este mundo. El sufrimiento es nuestro compañero inseparable de viaje, siempre molesto, terco e implacable. Nuestra vida, la vida del género humano, está escrita desde hace muchos siglos en la Biblia. Como decía Donoso Cortés, entre el Génesis, que es un idilio de amor, y el Apocalipsis, que es un himno fúnebre, transitan todas las generaciones. Allí se describen nuestros dolores y alegrías; nuestras noches, serenas unas veces y aciagas otras; los mares procelosos y los ríos de hondo caudal que debemos atravesar; los sufrimientos de los hombres buenos; los dramas y tragedias de toda la humanidad caminante. En los momentos amargos, en las horas de tiniebla, en las negras noches, en los momentos de encrucijada, este libro te abrirá resquicios de luz, de calma, de paz y esperanza. Una observación didáctica. No necesitas seguir rigurosamente el orden numérico de las reflexiones. Puedes comenzar leyendo el índice, y adentrarte en la lectura de la reflexión que más llame tu atención, o que mejor se acomode, según tu criterio, a tu situación vivencial. Su autor, Federico Elorriaga, es un jesuita versado y curtido en terrenos de honda espiritualidad. Su talento literario está amasado de exquisita finura psicológica, madurada en el trato personal y grupal con la gente. Ha explorado como pocos la problemática misteriosa del hombre, sacando a luz más de una veintena de obras, con títulos tan sugerentes como, La música de lo cotidiano; Esperanza entre lágrimas; Arquitecto de sí mismo; Los santos llamas frágiles; Vigía de auroras; Las heridas de San Ignacio, etc. 8
Las obras de Federico tienen una importancia común. Bucean en lo entrañable del hombre, en las entretelas humanas, intentando inundarlas de paz, de sosiego, de luz, de esperanza. Plantea preguntas, aclara interrogantes. Para alcanzar sus objetivos, acude como recurso ordinario fundamentalmente al eterno hontanar de la sabiduría, a la Palabra encarnada, viva y eficaz, maestra orientadora de la vida. Los destinatarios de sus libros son todos los seres humanos, especialmente los inquietos por los temas candentes de la vida, de la sociedad, de la educación. En los libros de Federico pueden encontrar ayuda y orientación las personas de todas las creencias y situaciones: creyentes y no creyentes, sanos y enfermos, pobres y ricos, de cualquier ideología o militancia. Toda persona, por el hecho de serlo, tiene la oportunidad de sentirse aludida y descrita en la temática de las ochenta y tres reflexiones que componen el libro. Todos podemos encontrar luz y bonanza, en medio de las tormentas y de los agujeros negros de la vida. Asombra que el autor haya abordado en este libro nada más y nada menos que el problema del sufrimiento. Sale al público con un título de actualidad, y un subtítulo aleccionador, poético y de largo alcance: El sufrimiento. ¿Una noche sin estrellas? Federico, en sus libros, rehúye sistemáticamente quedarse en teorías e intelectualismos. El espinoso, vasto, poliédrico y misterioso tema del sufrimiento –físico, espiritual, social, universal– ha sido abordado a lo largo de la historia por novelistas, dramaturgos, músicos, psicólogos, teólogos, místicos, pintores, escultores, cineastas.… Nuestro autor apunta certeramente al blanco, situado en el hondón del hombre, en su ser limitado y fronterizo. Dispara al corazón del hombre como un tirador de élite. Es un pastoralista cercano y práctico, y deja claro desde el comienzo que el sufrimiento forma parte integrante de la vida humana. Todo individuo, y, por consiguiente, toda la humanidad, desde su aparición en este mundo, tiene una fachada de su casa asomada a la calle de la amargura, al dolor, a la noche oscura, al mar revuelto, a la tormenta. Pero ahí están también vigilantes las estrellas de la fe, de la esperanza, del amor, siempre alerta para iluminar nuestras tinieblas. El libro desgrana acertadamente tema a tema, aspectos tan variados y exigentes como el silencio de Dios; el misterio del sufrimiento y su aceptación; presencia de Dios en el dolor; saber convivir con el dolor; el abrazo amistoso con nuestra realidad sufriente.
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Se enfrenta valiente y lúcidamente a interrogantes hechos carne entre las víctimas del sufrimiento: el sufrimiento, ¿para qué?; el sufrimiento, ¿es bueno o es malo?; ¿es que el dolor puede enseñarme algo bueno?; ¿puede una persona mostrar cara de satisfacción y gozo cuando soporta graves sufrimientos?; ¿es capaz el dolor de aportar al menos un rayo de luz en las interminables noches de un enfermo terminal?; enfrentarse al dolor, ¿no es una lucha imposible y en desventaja clara? Amigo lector. Este libro, inspirado al mismo tiempo en manantiales de altura y en una materia prima extraída de las profundidades del corazón humano, te va a solucionar muchas de tus zozobras, pesares, e inquietudes, porque está escrito para sembrar estrellas luminosas en las posibles noches oscuras y tenebrosas en las que te puedes ver envuelto. P EDRO JAVIER SAGÜÉS, SJ
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1. Pasos vacilantes en la noche
Este libro trata de la capacidad de afrontar los sucesos con sabiduría y audacia. La realidad descrita en los relatos precedentes a la Pascua de Resurrección lleva el nombre dramático de muerte, fracaso, decepción hacia todas las cosas. Los discípulos, hombres y mujeres, pensaron, a lo largo del sábado santo, que no les quedaba sino un cadáver en una tumba. Las palabras desalentadoras de los peregrinos de Emaús: «esperábamos, pero ya no lo hacemos», reflejan una situación de pérdida de esperanza que es quizá también la nuestra en un tiempo en el que se habla de la ausencia de Dios, del exceso de sufrimiento, de tumbas vacías de esperanza. Nosotros también nos podemos sentir como a la caída de la noche del viernes santo, con la sombría intención de poner en la tumba: proyectos, ilusiones o promesas. Nosotros también, ante el dolor, podemos reaccionar, llorando y llevando el duelo y cerrando las puertas a la esperanza. También nosotros podemos tener la tentación de prolongar el sábado santo, de refugiarnos en una espiritualidad evasiva, de permanecer en una parálisis inerte. Pero hay, en la mañana del «primer día de la semana», un camino alternativo: el camino de aquellos que, ayer y hoy, se ponen a caminar «todavía en la oscuridad», acercándose a los lugares de la muerte para intentar arrancar a la muerte algo de su victoria, lo mismo que aquellas mujeres, a fuerza de perfumes, intentaban borrar algo de su rostro. Sabían que no podían mover la piedra, pero eso no les paraliza. Son conscientes de la fragilidad y de la desproporción de lo que tienen entre las manos, pero esa lucidez no extinguió el incendio de su compasión y no hizo que su amor fuese menos obstinado. Quizá no vivían todo aquello en la plenitud de la fe y no ponían el nombre de esperanza bajo sus pasos vacilantes en la noche. Pero realizaban ese camino abiertas a la admiración, sostenidas por el recuerdo de las palabras que prometen vida y dispuestas a dejarse sorprender por una presencia oscuramente presentida.
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Aquellas mujeres hacen irrupción en nuestros cenáculos cerrados para decirnos: «hemos visto al Señor». De ellas recibimos la buena noticia. El Viviente sale siempre al encuentro de aquellos que le buscan, les inunda con su alegría y les envía a consolar a su pueblo, a una relación de hermanos e hijos. Jesús siempre nos precede. Galilea está en la encrucijada de todos los nuestros caminos, aunque sean oscuros. La Resurrección de Cristo viene a poner estrellas en nuestras noches, como olas de santo regocijo y de fe en la vida, esa fe y alegría que el sufrimiento borra de nuestro vivir. Lo que vivieron los apóstoles podemos vivirlo nosotros. Cuando la esperanza se ha evaporado de nuestras vidas, tan solo queda una noche sin estrellas. Es la oscuridad que canta el salmo 88: «Alejaste de mí a amigos y compañeros, y mi compañía son las tinieblas». El camino de la vida sería más llevadero si nos llevara a la luz, pero es penoso si nos lleva tan solo a un agujero negro. El no hablar de la oscuridad del dolor es poco eficaz, si no existen otros horizontes positivos ante nosotros. Necesitamos un alma, tenemos necesidad de lo que habla al alma, tanto más cuando nuestro cuerpo sufre. La virtud de la vida es poner un poco de luz en la oscuridad del dolor. La fe nos muestra un camino que conduce y nos invita a mirar de cara a la luz. Ante el sufrimiento, recuerdo la frase de Emilio Duró: «La vida te da las cartas. Tú no puedes decidir qué cartas, pero sí cómo jugarlas». La fe, el amor y la esperanza son estrellas que deberían iluminar las noches de nuestro sufrir. Son esas actitudes las que van aportando un poco de luz, son un espíritu y horizontes nuevos en nuestra vida. Esa es la manera de vivir el sufrimiento sin que llegue a deteriorarnos. Por supuesto que el sufrimiento es un misterio, pero este libro pretende poner algunas estrellas en esa noche.
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2. Una niña pregunta al Papa
Fue con motivo de la visita del actual Papa a Filipinas. En la misa final, celebrada ante seis millones de personas, una niña de 12 años y que se llama Glyzelle Aries Palomar, le hizo al Papa una pregunta. Quisiera recordar que aquella niña había crecido entre prostitutas y drogadictos en una barriada marginal y que en la actualidad vive bajo el manto protector de la Fundación ANAK–Tnk, que dirige un sacerdote francés. La niña tomó la palabra en un discurso estremecedor, que dejó casi mudo al Papa Francisco. No solo desgranó sus penurias y lamentó la poca ayuda que se brinda a los niños en situaciones de desamparo, sin hogar, sin familia, víctimas en las calles de abusos y proxenetas. Pero también, entre sollozos, lanzó una pregunta directa en la línea de flotación de cualquier creyente, y al mismo Papa: «¿Por qué Dios permite esas cosas, cuando los niños no han hecho nada malo?». Acto seguido, sin poder continuar, la chavalita se fundió en un abrazo espontáneo con el pontífice, que la acarició en la cabeza y cerró los ojos con gesto sereno. Se notaba que no le pillaba de improviso aquella pregunta. Se la habrá hecho mil veces. Al Papa se le olvidó el discurso oficial que llevaba escrito para dejarse llevar por la emoción del momento. A la pregunta de la niña, el Papa contesto: «La realidad que me has presentado supera lo que traía preparado. Hay que aprender a llorar cuando se le ve a un niño hambriento, o violado, o drogado, o esclavo… Quien no sabe llorar, no es un buen cristiano. Al mundo de hoy le hace falta llorar. Hay realidades que solo se ven con los ojos limpiados por las lágrimas». Tal vez el Papa hacía referencia a la bienaventuranza pronunciada por Jesús: «Dichosos los que lloran porque ellos serán consolados» (Mt 5,5). Pero no olvidemos que la expresión «los que lloran» no remite únicamente a la prueba de una cierta tristeza o una cierta desolación, sino que designa a los que aceptan 13
dejarse afectar, a los que se muestran vulnerables en lugar de endurecer su corazón. Se trata, por tanto, de los que se niegan a endurecer su corazón, de los que se dejan conmover por la miseria ajena, de los que se dejan afectar por las aflicciones de los demás. Dichosos, consiguientemente, los que viven sus vidas estando disponibles a toda moción y emoción que pueda llegarles, como Jesús llorando ante la tumba de su amigo Lázaro, o también ante la ciudad de Jerusalén. Aquel que lleva en sí una riqueza interior que brota de su vida y de su encuentro con los demás, en lugar de contar únicamente con sus propias fuerzas, se abre al consuelo de Dios. Si lees este libro no esperes una serie de razones que den respuesta al misterio del dolor. Lo que pretende es que tus ojos se limpien con las lágrimas del dolor ajeno y propio. Es hacerte recordar que Cristo lloró ante nuestros sufrimientos y entendió nuestros dramas. Es hacerte ver cómo la pobreza y la corrupción han desfigurado el mundo. Pero hacerte ver también que el sufrimiento y el dolor no son la única cara de la moneda y que, por tanto, no deben robar nuestra esperanza. Es cierto que el sufrimiento deja ver su horizonte de noche oscura, pero la fe sabe poner, en ella, estrellas de esperanza.
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3. Forma parte de la vida humana
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hace falta demostrar que existe el sufrimiento. Es verdad que tiene rostros diferentes: los que están hundidos en la soledad, los que sufren depresión, los ancianos que buscan que alguien los escuche, los padres que tienen un hijo/a en la cárcel o que se droga, el rostro triste de un niño cuyos padres se han separado. El dolor y la muerte forman parte de la vida desde que nacemos en medio de dolores de parto de nuestra madre hasta que morimos causando dolor a los que nos quieren. A lo largo de toda la existencia, el dolor –físico o moral– está presente de forma habitual en todas las biografías humanas: absolutamente nadie es ajeno al dolor. El sufrimiento nos acompaña desde la más tierna infancia hasta los umbrales de la muerte. El dolor y la muerte no son obstáculos para la vida, sino dimensiones o fases de ella. Obstáculo para la vida es la actitud de quien se niega a admitir la naturalidad de esos hechos constitutivos de toda vida sobre la tierra, intentando huir de ellos como si fuesen totalmente evitables, hasta el punto de convertir tal huida en valor supremo: esta negación de la propia realidad sí que puede llegar a ser causa de deshumanización y de frustración vital. Es cierto que todo ser humano huye por instinto del dolor y de cuanto cause sufrimiento, y esta actitud es adecuada a la constitución natural del hombre, que está creado para ser feliz y, por tanto, reacciona con aversión ante lo que atente a su felicidad. El rechazo del sufrimiento, es, en consecuencia, natural en el hombre. Y, por ello, este rechazo es justo y no censurable. Sin embargo, convertir la evitación de lo doloroso en el valor supremo que haya de inspirar toda conducta es una actitud que acaba volviéndose contra los que la mantienen, porque supone negar de raíz una parte de la realidad del hombre. El dolor y el sufrimiento, como cualquier otra dimensión natural de toda vida humana, tienen también un valor positivo si nos ayudan a comprender mejor nuestra
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naturaleza y sus limitaciones, si sabemos integrarlos en nuestro proceso de crecimiento y maduración. Es experiencia universal que el sufrimiento no puede evitarse totalmente y que puede ser fuente de humanización personal y de solidaridad social. La persona que sufre y acepta su sufrimiento llega a ser más humana, pues comprende y hace suya una dimensión básica de la vida que le ayuda a hacer más rica la personalidad. Quien a toda costa pretende huir del dolor, probablemente destruya sus posibilidades de ser feliz, pues es imposible tal fin. La experiencia de la humanidad es que el dolor, si se admite como una dimensión de la vida contra la que se debe luchar, pero que es inevitable, es escuela que puede ayudar a que existan vidas humanas más plenas.
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4. ¿Por qué el mal y el sufrimiento?
Ciertas tragedias, como las guerras, proceden de la locura humana. Otras, como las catástrofes naturales, son un escándalo inexplicable. ¿Qué llega a ser nuestra fe en Dios cuando todo se hunde a nuestro alrededor? Cuando hablamos del mal, ¿de qué hablamos? Se habla de tsunamis y de las catástrofes naturales que se abaten sobre la humanidad. Se piensa también en las enfermedades, en el dolor que toca una existencia. Pero, ¿se puede hablar de manera igual del sufrimiento provocado por el orgullo, la sed de poder y de dinero? Existe el mal que llega por las faltas de los hombres, la violencia, el mal moral, el pecado. Existe el mal que hacemos y el mal que sufrimos. El mal y el sufrimiento se entremezclan en el corazón de la condición humana. ¿Explicar el mal? Dios es bueno, es todopoderoso; entonces, ¿por qué existe el mal? El mal que resulta de la violencia de los hombres parece más comprensible, más «explicable» que el mal que se abate como por casualidad. Solemos tener necesidad de un responsable, de un culpable. Y, sin embargo, el misterio permanece. San Pablo afirmaba: «No hago el bien que quiero, y hago el mal que no quiero» (Rom 7,19). Entonces, ¿de dónde viene el mal? El Antiguo Testamento no responde a esa pregunta y en el Evangelio no se encuentra tampoco la clave de respuesta. Jesús no diserta sobre el mal o el sufrimiento: él cura. Ciertas filosofías o tradiciones religiosas buscan reducir el escándalo del mal. El mal hay que tomarlo en serio, teniendo como cuestión esencial no ¿de dónde viene?, sino ¿qué hacer contra el mal? Nadie puede decir que él posee la explicación del origen del mal, pero de lo que podemos estar seguros es de que nosotros somos responsables de combatirlo. Paul Ricoeur, en su libro “Le mal” dirá: «Antes de acusar a Dios, obremos ética y políticamente contra el mal». Pero ese filósofo admite, sin embargo, la legitimidad de nuestras preguntas o de nuestras rebeliones. «La acusación contra Dios es aquí la impaciencia de la esperanza. Ella tiene su origen en el grito del salmista: “¿Hasta cuándo Señor?”». 19
Gritar, rebelarse contra Dios, vale más que encerrarse en un sufrimiento silencioso y mortífero. Es, por tanto, en «la paciencia de la esperanza» como nosotros debemos obrar contra la injusticia y la violencia de los hombres. Estar allí para aliviar, curar, acompañar. Otra de las convicciones que anima a los creyentes es que no estamos solos ante el combate. La Biblia no da la explicación del mal, pero no cesa de mostrar que Dios está al lado del hombre en su lucha: Dios con su pueblo a la salida de la esclavitud de Egipto, Cristo que curaba a los enfermos y que cargó sobre sí el pecado del mundo. Esa lucha de Dios contra el mal nos incita a no resignarnos, a luchar; y a luchar con la fuerza de la esperanza. En su libro “Aube”, Lytta Basset, pastora protestante, cuenta que una mujer, conociendo que estaba en un momento fuerte de sufrimiento, le envió esta citación del libro de las Lamentaciones de Jeremías: «Las ternuras de Dios no se han agotado; ellas se renuevan cada mañana» (Lam 3,22s). Fortalecidos con esa promesa, y a pesar de las olas del sufrimiento que siempre nos amenazan, quizás podemos atrevernos a decir con confianza: «Señor, líbranos del mal». Hablamos del silencio de Dios ante el escándalo del mal, pero es un silencio que no necesariamente significa ausencia. Es presencia, pero que no cambia, como por varita mágica, nuestras situaciones exteriores, sino que sigue dándonos fuerza y vida. Se designa así una imagen de la salvación que es algo muy distinto que un «happy end» de las series de la tele. Olvidamos un aspecto de la salvación. Jesús mismo tropezó contra el mal, un mal que combatió por sus acciones y palabras, pero no por medios mágicos o violentos. Jesús afrontó la angustia y la muerte: no escapó de la opacidad de la condición humana. Pero, al mismo tiempo, guardó su confianza en el Padre que no lo abandonó. Ante el sufrimiento deberíamos recordar las palabras de san Pablo que, ante su dolor, pedía con insistencia a Dios que le liberara de sufrimiento: «Tres veces le he pedido al Señor que me libere de este sufrimiento. Él me ha respondido: “Te basta mi gracia”» (2 Cor 12,8s).
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Palabras que nos recuerdan que la salvación no pasa necesariamente por la curación. El amor de Dios no es una poción mágica. La salvación no nos libera de nuestra condición humana. Entonces, ¿el creer en Dios no cambia nada? Ciertamente que sí. En adelante, sabemos que, en el seno mismo de nuestra condición humana, no estamos solos y sin salida. Incluso la muerte no tiene la última palabra. La salvación es ese amor, esa presencia junto a nosotros, como cercana la tuvo Jesús sobre su cruz. Cercanía de un Padre que nos ama, que nunca nos deja solos. Esa presencia que se hace también patente por medio de nuestros hermanos humanos. Esa experiencia de sabernos amados es la que permitirá que podamos soportar nuestra condición humana y sus azares inevitables.
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5. Misterio del sufrimiento
El dolor no es simplemente un hecho, sino que es un misterio, porque mediante él percibimos un aspecto de la contingencia histórica sufrida que somos nosotros. El sufrimiento no lo debemos ver en un sentido genérico, sino real. Nos daremos cuenta de que hay diversidad e intensidad distinta en el sufrimiento. Puede haber casos en que el dolor domine biológicamente a las personas. En esos momentos, solo una fe confiada en Dios puede ayudarles a superar la prueba. Todos sabemos que un aspecto que caracteriza constantemente la vida humana es el dolor. Y ante ese dolor se pueden tener muchas actitudes diferentes. Una de ellas, y positiva, sería el afrontar la prueba, pues, en determinados momentos, es la única garantía de la serenidad de la existencia. No es su eliminación, sino su vivencia, lo que hace singular el poder vivirlo sin tristeza. Sería bueno compartir la actitud valiente de Jesús, entrar en su verdad, para poder experimentar la alegría de alguien que afronta, con entusiasmo, la vida como prueba. La aceptación de la prueba no es resolverla con suspiros, sino que esa aceptación debe encarnarla en lo cotidiano. Seguimos teniendo la dificultad de aceptar aquello a lo que hemos dicho un «sí», sometido a la presión de los sentimientos y de la batalla mental. Se trata de perseverar en el «sí». Ante el sufrimiento hay un grito que se levanta de los corazones y labios: «¿Por qué, por qué tanto sufrimiento? Si Dios existe, ¿por qué permanece sordo a nuestros gritos?». Muchos han leído el relato de Elie Wiesel: un día, los nazis habían decidido colgar a un niño delante de los prisioneros de un campo de concentración. Ante la insostenible agonía del pequeño, un deportado exclamó. «¿Dónde está Dios?» y Wiesel sintió en él una voz que le respondía: «¿dónde está? Helo ahí: está colgado en esa horca».
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Dios no puede encontrarse, en efecto, en otra parte sino en el corazón del sufrimiento de los hombres, detrás de las alambradas de los campos de concentración, en los lechos quemantes de fiebre de los enfermos, en el corazón roto de las madres y padres, en los ojos afligidos de todos los pequeños a los que se asesina… Bernanos lo escribió diciendo: «Nuestra muerte es la suya». Cristo «ha recomenzado a morir en cada hombre en agonía». ¿Qué palabra justa podemos proferir ante lo absurdo del sufrimiento y de la muerte? ¿Cómo ser discípulo de Cristo resucitado frente al infinito dolor humano? Debemos comenzar a tener un gran pudor a fin de evitar los piadosos sermones que, demasiado rápidamente, nos harían creer en las pretendidas virtudes redentoras del sufrimiento. No imponer a Dios, cuando el dolor lo borra. Saber, primeramente, callarse y respetar el silencio de todos los viernes santos de la tierra. Y después, intentar calmar el desgarro de los clavos plantados en los corazones rotos. Estar allí, púdicamente, como un centinela del alba en lo hondo de las noches oscuras, hacerse pacientemente «barquero» entre las orillas de la Pasión y de la mañana de Pascua, irremediablemente acompañadas de noches y de nieblas. Hacerse compasivo, es decir, endosar lo que podemos llevar del sufrimiento del otro, como Simón de Cirene llevó el madero de Cristo. Pero no obligados, sino por amor. Y cuando se anuncie la Noche del fin de las noches, la gran Noche de todas las auroras, llevar hacia lo alto el fuego de Pascua. Y abrazar el lote de los sufrimientos en las llamas de una loca esperanza; y ver su frágil luz aplicarse, poco a poco, a fundir el peso demasiado pesado de los días. Pascua, frágil luz que viene a apagar todas las hogueras de la Historia.
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6. ¿Por qué?
No recuerdo quién es el autor de esta oración, pero me parece que no sería justo suprimirla por no conocer su nombre. Muchos de sus «¿por qué?», son preguntas que nos hacemos los mortales en momentos de sufrimiento y de dudas. Cuántas veces, ante nuestras preguntas sobre el dolor, nos quejamos del silencio de Dios; pero esta oración nos muestra que Dios no calla ante nuestros «¿por qué?», sino que responde de manera distinta a la que nosotros hubiéramos pensado o deseado. La oración dice así: «He preguntado el porqué de mi dolor: tú has inspirado proyectos para aliviar el sufrimiento humano. He preguntado el porqué de tus silencios: tú me has hablado a través del rostro y los mensajes de personas tal vez inesperadas. He preguntado el porqué de mi aflicción, de mis esperas infinitas y de tantas realidades perdidas: tú me has respondido con la mirada de un crucifijo colgado en la pared. He preguntado el porqué de oraciones sin respuesta, de invocaciones y lamentos no escuchados: Tú me has confortado tomándome de la mano, acogiendo mis preguntas, dándome fortaleza. He preguntado el porqué de la vida que se me escapaba, de los miedos que sentía dentro, del extravío que me turbaba: tú me has enviado recuerdos para hacerme compañía, manos amigas para acariciarme, rayos de luz para iluminarme. 25
Señor, ya no soy lo que era, ya no seré el que soñaba ser; la enfermedad ha derrumbado mis proyectos, y, mientras tanto, yo he cambiado. Ayúdame, Señor, a transformar en fuente de bien y crecimiento todo lo que estoy viviendo. Amén».
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7. Dios no guarda silencio
A lo largo de la historia, los seres humanos han gritado angustiados sus preguntas más hondas. ¿Por qué tenemos que sufrir, si desde lo más llama a la felicidad? ¿Por qué tanta frustración? preguntamos a Dios, pues, de alguna manera, cuando nuestro ser estamos apuntando hacia él. Ante nuestras que Dios guarda un silencio impenetrable.
íntimo de nuestro ser todo nos Los hombres preguntaban y buscamos el sentido último de preguntas existenciales creemos
Pero vienen a mi pensamiento las palabras de san Pablo en su Carta a los Hebreos: «En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por medio de los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo …» (Heb 1,1-2). Dios se manifiesta y se da a conocer a través de su Palabra. El soplo de Dios, su Espíritu, se hace sonido. Antaño, habló por la voz de los profetas. Ahora, en la Encarnación de su Hijo. Dios no guarda silencio; pero no se deja aprisionar en nuestros esquemas y moldes de pensamiento. No sigue los caminos que nosotros le marcamos. No es que Dios no hable, sino que nosotros no tenemos oídos para escuchar su Palabra. Nos cuesta descubrir algo divino en lo humano. A Dios lo imaginamos fuerte y poderoso, majestuoso y omnipotente, pero él se manifestó en la fragilidad de un niño débil, nacido en la más absoluta sencillez y pobreza. Lo colocamos casi siempre en lo extraordinario, prodigioso, sorprendente, pero él se nos presenta en lo cotidiano, en lo normal y ordinario. Lo imaginamos grande y lejano, y él se nos hace pequeño y cercano. El dolor es parte integrante de lo humano. Y la cercanía de Dios a lo humano es la que mejor revela el verdadero misterio de Dios. Se manifestó en el sufrimiento y en el dolor. Él se presentó no según nuestras expectativas, sino donde nosotros menos lo
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esperábamos. Dios se nos puede ofrecer cuando quiere y como quiere, incluso en lo más ordinario y común de la vida, como puede ser el dolor. Ahora sabemos que lo podemos encontrar en cualquier ser indefenso y débil que necesita nuestra acogida. Puede estar en las lágrimas de un niño o en la soledad de un anciano. En el rostro de cualquier persona sufriente podemos descubrir la presencia de ese Dios que ha querido encarnarse en lo humano. San Pablo nos recordará: «Cristo, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de siervo, haciéndose uno de tantos y presentándose como simple hombre» (Flp 2,6-7). Al nacer Jesús, Dios nos ha hablado. No nos ha hablado para decirnos palabras hermosas sobre el sufrimiento. Dios no ofrece palabras. «La palabra de Dios se ha hecho carne». Es decir, más que darnos explicaciones, Dios ha querido sufrir en nuestra propia carne nuestros interrogantes, sufrimientos e impotencias. Como lo expresa atinadamente José Antonio Pagola, Dios no da explicaciones sobre el sufrimiento, sino que sufre entre nosotros; no responde al porqué de tanto dolor y humillación, sino que él mismo sufre y se humilla; no responde con palabras al misterio de nuestra existencia, sino que nace para vivir él mismo nuestra aventura humana. Pensábamos que estábamos perdidos en nuestra inmensa soledad. El nacimiento de Jesús muestra que es posible vivir con esperanza. Por eso, el nacimiento de Jesús es una llamada a renacer; una invitación a reavivar la alegría, la esperanza, la solidaridad, la fraternidad. El Dios verdadero es un Dios encarnado, próximo, cercano. Un Dios al que podemos tocar de alguna manera siempre que tocamos lo humano. Dios no guarda silencio, es nuestra sordera la que nos dificulta descubrir algo divino en lo humano.
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8. La carne es débil
Nos llama la atención el que san Pedro reaccionase de una manera negativa ante el anuncio de Jesús: «Desde entonces, comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día» (Mt 16,21s). Pero se comprende, pues el mismo Jesús le dijo que sus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres. Y es que, ante el sufrimiento, la reacción inicial es de rechazo, apartarlo de nuestra vida, no afrontarlo. Pero la reacción de Pedro no es llamativa cuando vemos a Jesús, en la oración del huerto, diciendo a su Padre: «Si es posible aparta de mí este cáliz». En esa oración del huerto, él mismo confiesa que la «carne» se ha hecho presente y lo ha hundido. «El espíritu está pronto, pero la carne es débil». Es muy importante captar cómo el mismo Jesús pasa por estas «incongruencias», estas tentaciones. Y es que la «tentación» está presente en la vida del ser humano; por eso pedimos «no nos dejes caer en la tentación». Pero la tentación existe, y no nos debemos asustar cuando la carne haga acto de presencia en nuestra vida y quiera apartar el sufrimiento de nuestra vida a toda costa. Jesús quiso, por ser humano, apartar el dolor de su vida; no obstante, a ese deseo añadió el: «Pero no se haga mi voluntad sino la tuya». Jesús fue claro al decir a toda persona que quisiera seguirle: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame». No es que amase la cruz; pero, puesto que el sufrimiento acompaña la vida humana, es preciso no hundirse ante él, sino madurar a partir de él. No es malo el rechazo visceral del dolor, sino el darle la espalda, no afrontarlo. Cuando, en el juicio final, la gente pregunte: «Cuándo te vimos hambriento y te dimos o no de comer; desnudo y te vestimos o no te vestimos; sediento y te dimos o no de
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beber…», Jesús les dirá que: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,31-46). El texto no puede ser más expresivo. Dios está ahí, en el dolor y desamparo de nuestro prójimo, y ahí nos espera, no para una «sacralización» sado-masoquista del dolor, sino para que lo eliminemos. Hay que implicarse en el dolor propio y en el ajeno; pero no es posible sin acercarse a él. Ante el dolor siempre podemos tomar bien actitudes puramente humanas (como Pedro), o bien basadas en la confianza en el Padre, como lo hizo Jesús. Ante el dolor pueden coexistir esas dos tendencias: «Aparta de mí este cáliz» y «Hágase tu voluntad». El dolor no tiene sentido en sí, sino en la medida en que nos hace madurar. El dolor no tiene por qué tener la última palabra.
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9. Posturas del hombre ante el dolor
Es cierto que el sufrimiento humano es un misterio; pero si el misterio es algo que nos sobrepasa, no quiere decir que no podamos saber nada de él. Por eso hablo del misterio del dolor, pues hay personas que con su saber nos han aclarado algunas cosas de ese misterio; y hay otras que nos cuentan cómo lo han vivenciado. Y nos vamos dando cuenta de que el dolor se puede vivir de maneras muy distintas. Y quisiera traer aquí una serie de ideas que José Antonio Pagola expresa en su libro: El camino abierto por Jesús. San Mateo. Parte de la realidad de que, querámoslo o no, el sufrimiento está incrustado en el interior mismo de nuestra experiencia humana, y que sería una ingenuidad tratar de soslayarlo. Unas veces son las olas del dolor físico, y otras las de orden moral las que sacuden nuestra costa. Y puede haber sufrimientos intensos e inesperados que cuando se prologan por mucho tiempo pueden consumir nuestro ser y destruir nuestra alegría de vivir. Y dice que, a lo largo de la historia, han sido muy diversas las posturas que el hombre ha adoptado ante el mal. Los estoicos creyeron que la postura más humana era enfrentarse al dolor y aguantarlo con dignidad. La escuela de Epicuro propagó una actitud pragmática: huir del sufrimiento disfrutando al máximo mientras se pueda. El budismo, por su parte, intenta arrancar el sufrimiento del corazón humano suprimiendo «el deseo». Pero cada persona toma ante él una actitud concreta. Unos se rebelan contra lo inevitable; otros adoptan una postura de resignación; hay quienes se hunden en el pesimismo; alguno, por el contrario, necesita sufrir para sentirse vivo. Y Pagola termina diciendo cuál ha sido la actitud de Jesús ante el sufrimiento. Jesús no hizo de su sufrimiento el centro en torno al cual han de girar los demás. Al contrario, el suyo fue un dolor solidario, abierto a los demás, fecundo. No adoptó tampoco una actitud victimista. No vivió compadeciéndose de sí mismo, sino escuchando
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los padecimientos de los demás. No se quejaba de su situación ni se lamentaba, sino que, más bien, estuvo atento a las lágrimas de los que le rodeaban. No se agobió con fantasmas de posibles sufrimientos futuros, sino que vivió cada momento acogiendo y regalando la vida que había recibido del Padre. Y afirmó que: «A cada día le bastan sus disgustos» (Mt 6,34). Y, sobre todo, se puso confiadamente en manos de su Padre. Por eso, cuando poco antes de morir en la cruz la angustia le ahogaba el corazón, de sus labios brotó la siguiente plegaria: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». En Jesús no encontramos ese sufrimiento que hay tantas veces entre nosotros, generado por nuestro propio pecado o nuestra manera desacertada de vivir. Jesús no conoció los sufrimientos que nacen de la envidia, el resentimiento, el vacío interior, el apego egoísta a las cosas y a las personas. Un tanto por ciento muy grande de nuestros sufrimientos (según los expertos) nacen de nosotros mismos. Jesús no buscaba el sufrimiento arbitrariamente, ni para él ni para los demás, como si el sufrimiento encerrara algo especialmente grato a Dios. Es un error creer que uno sigue más de cerca a Cristo porque busca sufrir sin necesidad alguna. Lo que agrada a Dios no es el sufrimiento, sino la actitud con la que una persona asume el sufrimiento en seguimiento fiel a Cristo. Jesús luchó con todas sus fuerzas por hacer desaparecer en el mundo el sufrimiento. Toda su vida fue una lucha constante por arrancar al ser humano de ese padecimiento que se esconde en la enfermedad, el hambre, la injusticia, los abusos, el pecado o la muerte. A pesar de todos sus esfuerzos por erradicar el dolor, asumió su sufrimiento en actitud de total fidelidad al Padre y de servicio incondicional a los hombres.
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10. Ante el sufrimiento
Cuando el sufrimiento llama a la puerta de una persona; cuando la enfermedad borra el horizonte existencial, ¿qué hay que decir a las personas? Lo primero, pienso que no hay que hablar mucho. Desconfío de los bellos discursos sobre el valor redentor del sufrimiento. Es preciso saber callar, quitar el sudor de su frente, mirar con cariño a esa persona. Si se dice algo, decir que existe un lazo entre su sufrimiento y el sufrimiento de Cristo. Y sugerir, con humildad, que es posible ofrecer el propio sufrimiento. Pero si se habla hay que hacerlo con infinito pudor. Sobre todo, es preciso saber escuchar sin asustarse. Escuchar, en ciertos momentos, ese largo grito de rebelión contra el cielo. La Sagrada Escritura está llena de imprecaciones; y los salmos más bellos son también gritos de rebelión. En los salmos aparecen los gritos de rebelión de los que, desde la experiencia cruel, desde la esperanza oscura, solo tienen como respuesta el misterio. En esos salmos, la oración es un grito de socorro. Recuérdese, por ejemplo: «Mis días se desvanecen como humo, mis huesos queman como brasas, mi corazón está agostado como la hierba, me olvido de comer el pan; con la violencia de mis quejidos se me pega la piel a mis huesos … mezclo mi bebida con el llanto … mis días son una sombra que se alarga, me voy secando como la hierba» (Sal 101). Por eso, al oír el grito de las personas que sufren, nuestra escucha debería ser oracional, pues escuchamos palabras ya dichas hace siglos por las personas inundadas por el dolor y recogidas en la Biblia: «Pasan mis días, fracasan mis planes y los afanes de mi corazón ¡Nada espero! ¿Dónde ha quedado mi esperanza? Mi esperanza, ¿quién la ha visto?» (Job 17,11-14). Debo confesar que muchos días escucho en oración los salmos que leo en la Sagrada Escritura. Y lo hago en silencio. Al ir a visitar a la gente que sufre, o cuando ellos vienen a mí, procuro seguir escuchando oracionalmente esos gritos de dolor. Son
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como salmos pronunciados en nuestros días, y los recojo en mi memoria y en mi recuerdo. Como el papel sensible, hay cuerpos y corazones que guardan impresos los gritos de rebeldía. A esas personas que sufren en su cuerpo o en su alma, las veo como barcas sin timón y sin remos. Y me gusta escuchar sus salmos inéditos, pues ese escuchar en silencio me ha hecho conocer muchas heridas, sufrimientos y violencias del alma humana. Y me han hecho aprender a esperar, a pesar de todas las razones para desesperar. Y a esas personas que sufren, me gustaría decirles aquellas palabras del poeta Arturo Gutiérrez, cuando escribe: «En las horas de sombra y de amargura, cuando a solas estés con tu dolor, si lo buscas con fe en esas noches, encontrarás a Dios».
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11. El volcán del alma
El jesuita Carlo María Martini, en su libro La fuerza de la debilidad, dice que el libro de Job hurga en las heridas de lo humano, y tal vez por eso lo evitamos, porque nos resulta difícil hablar de Dios y aceptar una forma de hablar de él que trastorna nuestras categorías comunes acerca de lo divino. Y viene a decir que esa queja de Job es una oración desde lo profundo de la angustia. Como es oración el más pesimista de los salmos: «Alejaste de mí a amigos y compañeros, y mi compañía son las tinieblas» (Sal 88). ¿Por qué es oración ese salmo? Todo el libro de Job radica precisamente en entender cómo una situación de angustia puede ser vivida en la fe. Así como en el primer y segundo capítulo Job no ha maldecido a Dios y ha resistido la dureza de los acontecimientos, vemos cómo entra en erupción el volcán que anidaba en el alma de Job a causa de su dolor. Job maldice el día de su nacimiento: «¡Muera el día que nací, la noche que dijo: “Han concebido un varón”! Que ese día se vuelva tinieblas, que Dios desde lo alto se desentienda de él, que sobre él no alumbre la luz… ¿Por qué no me cerró las puertas del vientre y no escondió mi vista tanta miseria? ¿Por qué al salir del vientre no morí o perecí al salir de las entrañas? ¿Por qué me recibió un regazo y unos pechos me dieron de mamar? Ahora reposaría tranquilo y dormiría en paz. ¿Por qué dio a luz a un desgraciado y vida al que la pasa en la amargura, al que ansía la muerte que no llega… Por alimento tengo mis sollozos, y mis gemidos desbordan como agua. Lo que más temía me sucede, lo que más me aterraba me acontece: vivo sin paz, sin calma, sin descanso, en puro sobresalto» (Job 3). Y es que es tan grande su dolor que intenta borrar del tiempo aquel día y aquella noche, intenta devolverlos a la oscuridad primitiva de la existencia. Es cierto que, en general, la Sagrada Escritura es un himno a la vida, sin embargo, hay páginas ilustres que constituyen un paralelo del dolor de Job. Bastaría recordar el
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libro del profeta Jeremías, cuando ante su dolor exclama: «Maldito el día que nací, el día que me parió mi madre no sea bendito. Maldito el que dio noticia a mi padre: te ha nacido un hijo, dándole un alegrón… ¿Por qué no me mató en el vientre? Habría sido mi madre mi sepulcro: su vientre me habría llevado por siempre. ¿Por qué salí del vientre para pasar trabajos y penas y acabar mis días derrotado?» (Jr 20,14-18). No hay que olvidar que Jeremías era un hombre ilustre y extraordinario, dotado de unos poderes de visión del mundo de Dios que son casi únicos en la historia; y, sin embargo, llega a lamentarse como Job, precisamente porque Job no es un personaje concreto, sino que expresa los momentos más dramáticos de la experiencia humana. Para el P. Carlo María Martini, ante el fuerte sufrimiento, el tema no es solo el del nacimiento aborrecido (como hemos visto), sino también el de la muerte ansiada. También el profeta Jonás, decepcionado por la acción de Dios, se ve invadido por la depresión y le pide al Señor que le arrebate la vida. «Jonás sintió un disgusto enorme», porque Dios había renunciado a hacer daño a la ciudad de Nínive. Irritado, rezó al Señor en estos términos: «Señor. Quítame la vida; más vale morir que vivir» (Jon 4,1-3). En el momento en que la misericordia de Dios se está revelando, el profeta se siente como descabalgado, prácticamente desautorizado en su profecía; y el despecho, la rabia y la irritación son tan fuertes que le hacen desear la muerte. El grito de Job, describe de cerca lo que está viviendo: «Lo que más temía me sucede, lo que más me aterraba me acontece: vivo sin paz, sin calma, sin descanso, en puro sobresalto». Concluye Martini diciendo que el grito de Job corresponde al modo de expresarse de los desvalidos de todos los tiempos. Y no es casual que su lamento fuera asumido por la Sagrada Escritura como oración de lamentación. Cuando una persona se sitúa con lucidez ante la perspectiva de una enfermedad incurable, no es raro que rompa a gritar y a lamentarse. Pero, ante el fuerte sufrimiento, la primera reacción es siempre la rebelión dramática: ¿qué sentido tiene?; ¿por qué precisamente a mí? Toda persona que se halle en la situación de padecer un mal gravísimo e incurable, puede perfectamente hacer suyo el grito de desgarro de Job.
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Es admirable que la Sagrada Escritura no haya condenado este sentimiento, que no lo haya exorcizado, sino que lo haya considerado como parte del texto sagrado inspirado.
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12. Días soleados y días nublados
En toda vida hay días muy bonitos, soleados, con mucha luz; y días nublados con abundante lluvia y frío. Hay días en los que el corazón parece que tiene alas y que la alegría y bienestar nos pertenecen, y días nublados en los que la tristeza, los interrogantes, la desorientación, el cansancio nos habitan. Y así tiene que ser, pues de lo contrario no sería una vida del todo normal. Existen épocas en las que sentimos que se nos resquebrajan actitudes que hemos cultivado de abnegación, disponibilidad, humildad, gozo…, en una palabra, el amor, la única asignatura fundamental. Hay momentos en los que, en nuestro dolor, nos solidarizamos con tantas personas que sufren, sabiendo que no solo sufrimos nosotros. Pero también hay épocas en que nos vamos dando cuenta de que perdemos fuerzas, en las que nos olvidamos lo que tenemos que hacer, en las que estamos doloridos, no dormimos bien y tenemos dificultad para vivir con alegría y esperanza. Y recuerdo las palabras de aquella persona que me escribía: «Cuando en la Eucaristía escucho las palabras de Jesús: Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros, yo le digo: “Tomad Señor y recibid este es mi cuerpo, inválido, dolorido, cansado…” y empiezo el día, el día de hoy, con su gracia y vivo el presente confiando en él para el día de mañana». Por eso nos es necesario convivir con la realidad, la dolorosa y la esperanzada. La certidumbre de la esperanza cristiana está más allá de la pasión y del conocimiento. Por tanto, a veces, hemos de esperar que nuestra esperanza entre en conflicto con la tiniebla, la desesperanza y la ignorancia. Por tanto, también debemos recordar que el optimismo cristiano no es una perpetua sensación de euforia, un consuelo indefectible en cuya presencia no es posible que existan la angustia y la tragedia. No hemos de empeñarnos en mantener un clima de optimismo a base simplemente de eliminar las realidades trágicas.
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El optimismo cristiano reside en una esperanza de victoria que transciende toda tragedia; una victoria en la que pasamos más allá de la tragedia, con Cristo crucificado y resucitado. Ambos, el dolor y el gozo, pertenecen a la naturaleza humana. Y tenemos que aprender a acoger con humildad y con paz aquellas épocas de niebla de la vida que pretenden dejar un efecto negativo en nuestro camino. Y tenemos que aprender a confiar en ese Dios que es Padre y que nos ama.
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13. Actitudes ante el sufrimiento
Decíamos que el dolor y el sufrimiento son algo connatural al ser humano y que, tarde o temprano, todo ser los tiene como compañeros de viaje, pues son un fenómeno natural de la vida. Pero viene la pregunta, ¿qué hacer ante el dolor y el sufrimiento? Porque toda realidad tiene dos caras y tengo que saber en cuál de ellas me sitúo. Es cierto que yo no puedo borrar el sufrimiento, pero depende de mí el cómo llevarlo. Tenemos que gestionar las emociones negativas que surgen del sufrimiento, pues el sufrimiento, como contrapuesto al dolor, suele ser alimentado con toda una serie de pensamientos y emociones negativas, que aumentan su intensidad y duración. Porque existen los sufrimientos innecesarios, esa mezcla de emociones negativas, de pensamientos equivocados y conductas generalmente poco adecuadas, que nos hacen sufrir más de lo debido. Pongo un ejemplo. Si no he sido invitado a una fiesta, sufro. El sufrimiento innecesario sería el enojo desproporcionado con la persona que no me ha invitado; perder la autoestima; o sentirme víctima humillada… pues todas estas emociones aumentan el enojo y la tristeza y, por tanto, aumentan el sufrimiento. Por no gestionar nuestras emociones negativas empezamos a ver defectos o conductas de la persona que antes no los tomábamos en cuenta; dejamos de hablarle y la criticamos. Aumentamos nuestro sufrimiento cuando alimentamos pensamientos tales como: • «Se siente superior a mí, por eso no me ha invitado»; • «Yo siempre le tomaba en cuenta, pero él es un desagradecido»; • «Todos se van a burlar de mí»; • «La gente siempre me rechaza»; • «No soy importante para muchos».
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Tenemos que aprender a curar las heridas emocionales que nos aumentan el sufrimiento. No es que debamos negar nuestros sentimientos, pero sí trabajar para que de negativos los transformemos en positivos. El aceptar que existen en mí esas emociones no es resignarse o rendirse. La aceptación activa me lleva a actuar; y la resignación pasiva, me mantiene donde estoy, pues pienso que no puedo hacer nada. Si no limpiamos una herida física, esta se infecta y duele más; lo mismo sucede con el sufrimiento emocional. Tenemos que luchar para no causarnos un daño innecesario. Y no debemos permitir que el pesimismo, la culpa, un estilo de pensamientos equivocados, aten y aumenten nuestro sufrimiento innecesario. No se trata de sufrir nuestras crisis, sino de tratar de resolverlas.
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14. Sentimiento de soledad
Uno de los sentimientos que habitan en las personas que sufren es la soledad. Los médicos, a pesar de su ciencia y entrega, no consiguen curar todos nuestros sufrimientos. Las personas que nos rodean no pueden dedicarnos todo el tiempo que nosotros quisiéramos. El sufrimiento nos impide reuniones y quehaceres. Y, toda esa realidad, nos va cerrando en nuestra soledad. Así, la soledad se va apoderando de nuestros sentimientos y llegamos a la conclusión de que estamos solos. Y surgen las preguntas: ¿hasta cuándo este sufrimiento? ¿Por qué sufro yo? ¿Hasta el mismo Dios se ha olvidado de mí? Pero, pienso, que en esos momentos en los que la oscuridad barre toda luz, y en los que los pesimismos invaden el alma, es bueno traer a la memoria algunos pasajes bíblicos que nos hacen comprender que no estamos solos, sino que siempre estamos acompañados. Y quisiera traer algunas ideas que el jesuita Fernando Montes escribe en su libro Las Preguntas de Jesús. Y nos hace recordar que en toda la historia humana no se escuchó jamás una pregunta más misteriosa y más dramática que la de: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). No solo lo habían abandonado sus apóstoles, sino que ahora siente la lejanía del Padre. Se siente solo. Le parecía que toda su vida había sido como un fracaso. Y más allá de la muerte, ¿estarían los brazos abiertos de su Padre? En aquel momento por el que Jesús pasaba todo se hizo pregunta y abandono. Le parecía que su corazón se derretía como cera en sus entrañas, que su garganta se secaba como una teja, y que su lengua se le pegaba a su paladar (Sal 22). Nunca se sintió tan solo. Y es curioso que Jesús, para expresar su angustia y soledad, que constituye el centro de la cruz, no formuló con sus propias palabras su interrogación y su «queja». Él prefirió tomar un salmo que resumía los llantos, las amarguras y la soledad de su pueblo.
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Todos los sufrientes de Israel, los exiliados, los humillados, los enfermos los oprimidos por la soledad, se habían vuelto a Dios con las palabras del Salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Jesús, al formular esa pregunta con las palabras de otros que sufrieron antes que él, hacía converger hacia su persona el llanto que ha derramado el hombre a lo largo de la historia de la humanidad. En tal momento asumía en su carne todos los abandonos, todas las soledades y todos los desgarrones que experimentó y sigue experimentado la humanidad en este mundo. Allí, como nunca, Jesús era el Hombre. Allí, era más cercano a nosotros que en Belén o cuando hacía milagros. Al contemplar este pasaje de la Sagrada Escritura comprendemos mejor la cercanía de Dios que compartió la suerte y el sufrimiento humano. Que su humanización no consistió solo en hacerse hombre. Él hizo suyas la soledad, la angustia y los quiebros de la humanidad. Y desde entonces, por sola que sea nuestra soledad, tendremos una compañía. Pero Jesús no se detuvo en la pregunta, sino que siguió rezando el salmo con las briznas de vida que aún quedaban en su cuerpo. Prefirió seguir confiando en la Palabra y en el amor de su Padre. Fue en sus manos a quien entregó su espíritu. Su aliento vital lo entregó al Padre de quien se fiaba plenamente. Ahora ya no se sentía solo, sino que creía que en las manos del Padre estaban sus azares. Él abrió así el fondo de todo camino sin salida.
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15. No estamos solos
La soledad es una carencia voluntaria o involuntaria; es un pesar y melancolía que se siente por la ausencia, muerte o pérdida de alguien o de algo. La soledad es una batalla interna que sienten millones de personas diariamente; y no hay persona en esta tierra que no haya experimentado el sentirse solo, ignorado o deprimido. El sufrimiento es un encuentro durísimo con la soledad no elegida. Ante el sufrimiento largo y profundo, se nos presenta una situación en la que no hay posibilidad de marcha atrás. Todo lo que anteriormente representaba estabilidad, seguridad, se desmorona. Nos quedamos en el desamparo de lo conocido, cuando un desierto inhóspito de soledad recorre nuestro interior. Ante la soledad no podemos evadir esa realidad, pero es nuestra responsabilidad decidir qué hacer con ella. Es preciso dejar de ser víctimas y protagonizar nuestra historia de vida buscando el sentido a través de nuestra propia auto-trascendencia. Es preciso comenzar a sanar nuestras heridas de soledad y, para ello, saber que no estamos solos, y que hay siempre Alguien que nos acompaña. Para ello quisiera recordar el salmo 23 (22), donde aparece el símbolo del pastor. Aquí no son ya las ovejas, sino nosotros, a los que el pastor conduce; nos guía por senderos oportunos, repara nuestras fuerzas. Esa imagen del pastor suelda dos planos de significado en una arista común, desde la cual se dominan ambas vertientes en mirada simultánea, sin ver solo nuestra soledad sino, como proclama el salmo, el «tú vas conmigo». «Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, pues tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan» (v. 4). En la oscuridad y en el dolor, el salmista siente la presencia amiga. Dios nos guía como lo hace el pastor con su rebaño. Así lo expresa el salmo en su versículo sexto: «Tu bondad y lealtad me acompañan todos los días de mi vida».
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Acompañamiento que queda, de nuevo, rubricado en el Evangelio de san Mateo cuando pone en boca de Jesús aquellas palabras, poco antes de su despedida terrena: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). La gigantesca obra de llevar la luz a todos los pueblos, no será efecto humano. Los discípulos no están solos y abandonados a su propia capacidad ni depende de sus débiles fuerzas. Dios está con nosotros hasta el final de los tiempos. Solamente tiene su horizonte allí donde la era actual queda revelada por la venidera. Dios está presente con nosotros todos los días, también en aquellos en que nos sentimos solos, aquellos en los que abunda la lluvia de nuestras lágrimas. Esa realidad que nos anima es que no estamos solos en el combate que es la vida. La Sagrada Escritura no da una explicación del mal, pero no cesa de mostrar a Dios al lado de las personas ante sus luchas, ante el sufrimiento. Ya el libro de las Lamentaciones afirmaba: «Las ternuras de Dios no se han agotado, sino que se renuevan cada mañana» (Lam 3,22s). Y quisiera terminar este capítulo con el escrito del Abad Gaudin que dice: «Yo no te había visto, y yo me creía solo. Solo en mi sufrimiento, solo en mi aislamiento. Y he aquí, que la carga ha aparecido menos pesada a mis espaldas, a mi alma, sobre todo. Y he aquí que mi mano estaba llevada, como por una mano. Y he aquí que yo no estaba en adelante ya solo: tú estabas allí Señor, pálido, cansado, jadeante abandonado como yo, y por mí. Y tú llevabas tu cruz: una cruz mucho más pesada que la mía. Y tú me ayudabas. Al principio, yo no te había visto. Y cuando estoy demasiado cansado y no te veo en absoluto, murmuro: “tú estás ahí”. Oh Jesús, qué dulce es tu mano, incluso en lo más fuerte de la prueba».
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16. Existencia acompañada
En los momentos de sufrimiento, cuando la noche ha robado todas nuestras estrellas, la soledad parece erguirse como un único absoluto. En esos momentos hay que pedir al Señor que nos inicie en los ritmos de la creación; en la sabiduría de las estaciones del año; en el ciclo de la luz y de la sombra, a fin de enseñarnos la lección fundamental, que Dios siempre repite y que nunca acabamos de comprender. ¿En qué consiste esa enseñanza?, pues en el saber que tanto como en la naturaleza, también en la gracia hay idas y venidas, día y noche, invierno y verano, marea alta y baja, alegría y tristeza, entusiasmo y escepticismo, certeza y dudas, sol y tinieblas. En el sufrimiento necesitamos de otra luz que nos saque de nuestra soledad y nos haga ver nuestra existencia acompañada. Ya en el Antiguo Testamento esa situación quedaba iluminada por el profeta Isaías: «Pero dice Sión: “Yahvé me ha abandonado, el Señor me ha olvidado” –¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada, tus muros están ante mí perpetuamente» (Is 49,14-16). Sión (Jerusalén) se siente abandonada por Dios, se siente indefensa, los enemigos le han podido. Es por eso que Jerusalén se queja contra Dios. Piensa que la ha olvidado, se siente sola. Pero la respuesta de Dios a su queja suena con acento de amor maternal, el amor maternal adquiere así su sentido como revelación del amor divino, más grande y constante. Ese tatuaje en las manos de Dios es todo un símbolo de su amor profundo, pues los enamorados expresan su amor tatuándolo sobre los árboles o en su propia piel. Por eso, este pasaje del profeta Isaías nos habla del amor cercano y profundo de Dios que no está lejos de nuestras soledades. Y otro pasaje, esta vez del Nuevo Testamento, lo podemos encontrar en la carta de san Pablo a los Romanos: «¿Qué diremos, pues, ante esto? Si Dios está por nosotros, 51
¿quién contra nosotros? El que ni siquiera escatimó a su propio Hijo, sino que por todos nosotros lo entregó, ¿cómo no nos dará también todo con él?» (Rom 8,31-32) En estas líneas la certeza de la fe y de la esperanza alcanzan los acentos de un grito jubiloso de triunfo: «Dios está por nosotros», pues por amor nos ha entregado a su propio Hijo. Y será, y es, Cristo resucitado el que además interceda por nosotros. Por eso, san Pablo terminará su capítulo octavo diciendo: «¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? (…) Pues estoy firmemente convencido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni principados, ni lo presente ni lo futuro, ni potestades, ni altura o profundidad, ni ninguna otra cosa creada podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Jesucristo, Señor nuestro» (Rom 8,35-39). Así pudo escribir Francisco Iglesias: «No hay silencio que Dios no entienda, ni tristeza que él no sepa. No hay amor que él ignore, ni lágrimas que no valore, ni pecado que no perdone. Solo el amor de Dios puede abrir un camino de esperanza al hombre». La mayor enfermedad del ser humano es el sentimiento de soledad. Es lo que hace sufrir más en las situaciones positivas de aparente éxito y en las dolorosas de frustraciones, sean físicas o morales. Estamos entusiasmados en plena era tecnológica de la comunicación. Pero, como alguien ha dicho, estar superinformados y superconectados no ha roto la soledad personal, sino que en ocasiones la ha agudizado. Jesús vino a decirnos que, en todas las circunstancias de nuestra vida, vivimos una existencia acompañada.
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17. Luz en la noche
En nuestra tristeza, miedo y soledad, deberíamos recordar la experiencia que toda persona sintió siendo niño/a. Teníamos miedo de la noche, miedo a la soledad, en la que nos creíamos que solamente existía la noche. Eran nuestros lloros los que atraían la presencia de nuestra madre, a la que creíamos lejana o ausente. Pero, en la medida que uno va siendo mayor, existen otras noches en las que se encuentra el sufrimiento. Por nuestra mente y corazón vehiculan pensamientos y sentimientos: ya no tengo salud, no puedo trabajar, no puedo pasear, no tengo ganas de comer, no puedo dormir bien, no tengo futuro, los horizontes de mi existir se han estrechado. Sentimientos que se parecen a las carencias expresadas por los Israelitas en los destierros: «ya no tenemos ni príncipe, ni jefe, ni profeta. Ni holocaustos, ni sacrificios, ni ofrendas de incienso. Ni lugar donde ofrecer primicias y alcanzar tu misericordia» (Dn 3,38-39). Todo en lo que ellos se apoyaban ha desaparecido. Les faltan dos instituciones centrales: la dinastía o casa de David y el templo o casa del Señor. Les falta la Palabra profética que en los tiempos turbulentos había paliado el fallo de ambas. Miraban solo lo que les faltaba, pero no lo que tenían: «…que al menos te sean agradables nuestro corazón quebrantado y nuestro espíritu humillado (…) ese será el sacrificio que hoy te ofrecemos» (Dn 3,39-40). Palabras que están inspiradas en el Sal 51,18-19 que decía: «Los sacrificios no te satisfacen; si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado tú, Dios, no lo desprecias». El problema de muchas personas no es «el tener problemas», sino el no tener fuerzas para enfrentarse con ellos, y no saber a quién dirigirse y con quién dialogar. Pero el dialogo con Dios, en el sufrimiento, es el canto del pobre. Es la luz filtrada en la noche
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del dolor, en la que va germinando una certeza: la de que Dios, como una madre, también está en el dolor de sus hijos. Pequeña luz que va cambiando nuestro sentimiento de que Dios está lejos, y que nos devuelve «la alegría de la salvación». Es como una transformación que renueva nuestras relaciones con Dios. Tenemos un eco de esta experiencia en las palabras que el profeta Isaías pone en boca de Yahvé: «Que así dice el Excelso y Sublime, el que mora por siempre y cuyo nombre es Santo. Yo moro en la altura sagrada, pero estoy igualmente con el humilde y quebrantado, para reanimar el espíritu de los humildes y para reanimar los corazones quebrantados» (Is 57,15). También a nosotros se nos invita a quitar todo tropiezo del camino. Esos tropiezos que pueden ser: la desilusión, la tristeza, la soledad, la amargura, el creer a Dios ausente… La altura sagrada donde mora el Alto y Excelso es su propio misterio. Nadie puede pretender elevarse hasta esa morada eterna y cruzar su umbral. Pero el Dios inaccesible hace saber aquí que, entre él y el «corazón quebrantado» queda abolida toda distancia. Así, en otro pasaje, el profeta Isaías dirá: «Pero en quien pondré mis ojos es en el humilde y en el abatido que se estremece ante mis palabras» (Is 66,1-2). Es cosa curiosa el saber que Israel ha descubierto el encuentro y cercanía de Dios en la experiencia del sufrimiento y de la devastación. Es el misterio de Dios que se hace proximidad. La revelación del Dios vivo pasa por esa experiencia de sufrimiento. El corazón es la fuente secreta de nuestras energías íntimas y primordiales: «Por encima de todo, guarda tu corazón, porque es de él de donde brotan los manantiales de la vida» (Prov 4,23). Pertenecemos a una época en la que es más fácil ver la oscuridad que los puntos luminosos que brillan en medio de cualquier tiniebla. Las grandes experiencias de la vida son un regalo y de ordinario solo las viven quienes están dispuestos a recibirlas. Hay que saber escuchar desde lo más hondo del corazón aquellas palabras de la Escritura: «No tengas miedo, soy yo, el que vive. Estuve muerto, pero hora estoy vivo por los siglos de los siglos» (Ap 1,17-18). 55
No se trata de no sufrir, sino de entender la vida de modo diferente. Dios está en nuestras lágrimas y penas como consuelo permanente y misterioso. Él está en nuestros fracasos e impotencia como fuerza segura que nos defiende. Está en nuestras depresiones acompañando en silencio nuestra soledad y nuestra tristeza. Porque Dios está vivo y nos quiere, ningún ser humano está solo. Nadie vive olvidado. Ninguna queja cae en el vacío. Ningún grito deja de ser escuchado. Creer en el amor que Dios nos tiene hace que no nos sintamos solos y perdidos. Es luz para los que viven agobiados por el peso de la vida y la mediocridad de su corazón. Es luz para todos los mortales que hemos descubierto en Cristo resucitado la esperanza de una vida eterna. Deberíamos dejar que la luz de la Palabra nos haga ver de manera diferente nuestra vida sufriente, recordando aquellas palabras de Cristo: «Tened paz en mí. En el mundo tendréis tribulaciones, pero, ánimo, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
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18. Presos de nuestros duelos
En los salmos bíblicos la noche es un indicativo de la angustia y del peligro, pero es también un tiempo para la espera. El que sufre se siente solo y desamparado. Y como María Magdalena que, por no conocer el misterio de la muerte de Cristo, se encontraba al exterior del sepulcro, así se encuentra el que sufre, al exterior del misterio. María Magdalena, absorbida completamente por su pena, no reacciona ante los que le preguntan por qué llora. Está encerrada en sus sentimientos por el dolor que le produce lo sucedido. No tiene otro horizonte que su dolor. Voló su esperanza. Pero el día está compuesto de noche y de luz. Así concibe la Biblia los días. «Pasó una tarde, pasó una mañana; día primero» (Gn 1,5-8.13-19.23.31). Hay que saber pasar de la noche a la luz. Es mirada positiva. La noche no es finalidad en sí, sino la luz del día. Por eso, para el relato de la creación, la esperanza es siempre posible. Era de mañana cuando Jesús se presentó a los discípulos en el lago de Galilea, cuando ellos pasaron toda la noche intentando coger peces sin conseguirlo. Después de las palabras de Jesús de echar la red hacia el lado derecho de la barca, llenaron de peces la barca (Jn 21,4-8). Después del esfuerzo estéril de toda una noche, comenzó para ellos un nuevo día, el del encuentro. El contraste entre noche y mañana tiene también un evidente valor simbólico. Era la claridad de un amanecer nuevo, la palabra de Dios les interpelaba. También en la noche del dolor, la palabra de Cristo y el encuentro con él son los que llenan la barca de nuestra alma de esperanza. No es bueno cerrarse en nuestro dolor, sino abrirse, sin comprenderlo, a ese Dios que siempre es una aurora de una nueva esperanza. Aunque le creemos ausente, él siempre está en la ribera de nuestras desilusiones, en la noche de nuestro sufrimiento, a la espera del encuentro. Pasar de la noche cerrada a la mañana es un camino a recorrer. Y coincide con la promesa hecha por Jesús a sus discípulos. «Vuestra tristeza se cambiará en gozo (…) yo os veré, y vuestro gozo nadie os lo podrá quitar» (Jn 16,20-22). 58
Tal vez Jesús nos alienta a que nazca nuestra fe. Esa fe que no nos quita los sufrimientos, sino que pone otro horizonte distinto para, así, poder sobrellevarlos. Ese horizonte es como los horizontes de la tierra: no somos nosotros los que los hemos creado, sino que los recibimos. No es bueno cerrarse en horizontes familiares, lógicos, sufrientes y limitados, sino ensancharlos poco a poco, a fin de que nuestra visión sea más lejana y más positiva. El cerrarse ante el sufrimiento es recorrer el camino interior de la desesperanza.
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19. No solo horizontes humanos
¡Qué maravillosa es la existencia cuando se sabe escuchar la vida de los demás! Es como sumergirse en el océano y vislumbrar toda la riqueza marina que él encierra. Esta vez fue la enseñanza que me aportó una persona con esclerosis múltiple, sentada en una silla de ruedas, sin movimiento alguno corporal, salvo un pequeño movimiento del brazo izquierdo y un poder hablar con dificultad. A pesar de que llevaba muchos años en su silla de ruedas y todo su cuerpo dependía de los demás, me afirmaba que no estaba enferma. Alguien podía creer que había perdido también la cabeza. Todos los médicos y personas que la rodeaban afirmaban que estaba enferma, ¿cómo es posible que ella lo negase? Por eso le pregunté: «¿Cómo dices que no estás enferma?». Y ella con sencillez me contestó: «No estoy enferma, sino que tengo una enfermedad». Me dejó perplejo, pues siendo, como era, una mujer con poca formación intelectual, sin embargo, su respuesta era de gran calado y profundidad. Tenía razón, su cuerpo estaba enfermo, pero no su persona. Estaba contenta, tenía alegría, emitía esperanza. Se consideraba una mujer feliz. A lo más profundo de ella, no llegaba su enfermedad, pues no dependía de nadie en ese estrato profundo. Su enfermedad no le impedía ver la vida con optimismo y esperanza. Su silla de ruedas no la encerraba sobre ella misma, sino que la abría a horizontes lejanos. ¿De dónde le venían todas esas afirmaciones? Y comprendí mejor su frase: «No estoy enferma, sino que tengo una enfermedad». Su personalidad y lo profundo de su ser no estaban enfermos, pues le permitían llevar con paciencia y alegría su enfermedad. Me contaba que rezaba por muchas personas que había conocido y por todas aquellas que estuviesen pasando alguna prueba o sufrimiento. 61
Era cierto que su enfermedad no le dejaba espacios grandes, pues estaba como bloqueada por lugares reducidos, pero no era menos cierto que su corazón y mente volaban por espacios muy abiertos y lejanos. Siempre he agradecido a Dios mis conversaciones con ella. Y aquella expresión: «No estoy enferma, sino que tengo una enfermedad», fue como un desvelarme el misterio que aquella persona encerraba. Y todo lo que en ella vi me enseñó a confiar en el Creador para todo lo que todavía no he visto. Su expresión fue como una luz que se encendía en mí, para que viera lo que, sin ella, sería difícil de ver; y para comprender que no es bueno cerrarse solo en los horizontes humanos.
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20. Ver el sufrimiento con otros ojos
Fue una conversación que tuve con un religioso de América Latina. Le habían mandado a España para sacar un título que avalase su rica personalidad y sus grandes cualidades. Me contaba que, unos meses antes de hablar conmigo, había empezado a ver defectuosamente. Acudió al oculista y éste, después de haberle examinado, le comunicó que aquella deficiencia no dependía de los ojos. Empezaron los análisis, escáner… y la conclusión fue que tenía un tumor cerebral. Esa noticia fue para él como un rayo que, en una tormenta, cayese sobre su existencia y derrumbase su vida. Los escombros de su existir empezaron a tener nombres de preocupaciones y de incertidumbres para el futuro. Los escombros a los que le redujo la noticia fueron el miedo, la pérdida de la esperanza. Las ruinas de su existir tenían nombres de inseguridad, de intranquilidad. Todas las ilusiones de mejor formación, de un futuro halagüeño, quedaron por tierra. Y pasaron los días como si solo fuesen noches, y noches oscuras en la que ninguna luz existiese, sino tan solo la oscuridad. En su ser nació el grito dirigido a Dios, cuyos ecos resonaban al grito de Jesús: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Pero a su grito parecía no haber respuesta. Ese su grito a Dios era, por el momento, su única oración. Y en ese grito se fue haciendo una luz tenue que empezó a iluminar lentamente su noche. Esa pequeña luz fueron las palabras de Jesús ante el dolor: «Padre en tus manos encomiendo mi espíritu». Empezó a sentir que se podía encerrar solo en las manos de médicos y enfermeras; pero también pensaba que, siendo eso necesario, también podía depositar su vida en Dios.
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Por mi parte, en nuestras conversaciones, le decía que ahora se presentaba un nuevo camino en su vida, que podía ser recorrido desde la tristeza o desde la esperanza; desde sola la razón o desde la confianza plena en Dios. Tal vez, en adelante, contaría poco la acumulación de saberes y doctrinas sutiles; contarían poco los pensamientos discursivos, pero sí valdría el ir aceptando su debilidad y su impotencia para hacer cosas, pues éstas no eran obstáculo para que el Espíritu siguiese trabajando la afinidad de Dios en su vida. ¡A qué pocos les gusta hacer un doctorado o un máster con la pobreza, vaciamiento, despojo y anonadamiento de su vida! Y sin embargo… Y le hablaba de la Virgen María, esa mujer cuya existencia estuvo escondida en el misterio de Dios; esa mujer que caminaba día a día en la obediencia de la fe; esa mujer que creció en la fe desde la acogida y la oscuridad; esa mujer que supo crecer y esperar frente a toda certeza y evidencia; esa mujer que caminó entre la oscuridad de la fe y la intimidad con el Misterio. Me escribía pocos días antes de la operación: «Quiero aceptar ese camino que se me abre como horizonte. El camino es oscuro, lo que son luminosas son las manos de Dios en las que deposito mi existencia. Le pido a Dios que sepa aceptar la cruz del seguimiento y que sean mis egoísmos los que mueran en la cruz. Pero sigo teniendo miedo de seguir de cerca a Jesús. Es su amor y su entrega los que harán que comprenda su cruz. Le pido a Dios vivir mi dolor abierto a él y a los demás; no vivirlo de manera cerrada, pues Jesús no amó el dolor por el dolor sino por nuestros pecados. Lo vivió para salvarnos y darnos vida. Siempre que viva desde esa actitud de Jesús, nacerá en mí el agradecimiento. Veo que la Resurrección de Cristo no borra los sufrimientos de la vida, sino que hace verlos bajo otra mirada».
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21. Corazón extendido o replegado
En su libro Cuidar el corazón en un mundo descorazonado, José María Fernández Martos, SJ, se preguntaba: ¿Cómo se mide el tamaño de una persona? Podríamos pensar cuantitativamente: ¿por la altura? ¿Por el volumen de su cuerpo? ¿Por los años? ¿Por su riqueza? ¿Por el número de amigos? Cualitativamente, podríamos medirla por su nivel cultural, sus cualidades humanas, su simpatía, su escala de valores. Espiritualmente, podríamos pensar en su santidad, su entrega a Dios, su generosidad, su riqueza interior. ¿Cabe otra manera de tomarnos la medida? Sí: el tamaño y el alcance de nuestros deseos. O, dicho de otra manera, poseer un corazón extendido y dilatado que sabe vivirse excéntricamente, dedicado a los que están más allá de uno mismo. Estas personas, a su vez, nos ensanchan. Eso lo podíamos aplicar a los deseos que habitan en la persona que sufre. ¿Está encerrada en su propio dolor? ¿O abierta a otros horizontes? Ya Gilles Lipovetsky, en su libro El crepúsculo del deber, nos habla de que nuestra época ya no tiene fe en el imperativo de vivir para el prójimo. El referente del yo ha ganado carta de ciudadanía. El altruismo erigido en principio permanente de vida es un valor descalificado, asimilado a una vana mutilación del yo. El individualismo ha legitimado el derecho a vivir para uno mismo. ¿Cómo ensanchar el corazón en momentos de sufrimiento? Y el padre José María Fernández Martos nos aconseja leer y contemplar la Palabra de Dios que ensancha el espacio interior y regala parcelas inesperadas. Palabra que amplía el campo de visión. Para empezar, nos trae el pasaje de Isaías: «Ensancha el espacio de tu tienda, despliega sin miedo tus lonas, alarga tus cuerdas, hinca bien tus estacas; porque te extenderás a derecha e izquierda» (Is 54,2-3).
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Hechos para la anchura de Dios, no nos llevamos bien con la estrechez y la angustia. Él nos sale al paso regalándonos holgura en nuestros aprietos: «Tú, en el aprieto, me diste holgura» (Sal 4,2) Angustioso es todo lo que nos sobrepasa de cualquier manera, nos da la sensación de estrechura, de no poder desenvolvernos o respirar. El salmista, angustiado, clama a Dios: «Vuélvete a mí y ten piedad, que estoy solo y afligido; ensancha mi corazón encogido y sácame de mis congojas» (Sal 25,16-17). Cuando Dios se da a conocer al corazón humano, se experimenta una apertura luminosa y cálida que pone fin a nuestro aislamiento: «Me sacó a un lugar espacioso, me libró porque me amaba» (Sal 18,20). El corazón sufriente se ensancha si deja atrás sus miedos. Valdría para ello recordar el pasaje bíblico del libro del Génesis. Andaba Jacob agobiado huyendo de Esaú, su hermano, que había jurado matarlo. En la huida, Jacob estaba tan agotado y tan sin valimiento que una piedra le sirvió de almohada. La noche se anunciaba cargada de temores y pesadillas. Es en esa situación en la que Dios le promete regalarle la tierra sobre la que descansa, y le dice: «Yo estoy contigo y te guardaré a donde quiera que vayas». Al despertar, Jacob descubre que el Señor está realmente en todas partes y en todas las situaciones: «Realmente, el Señor está en este lugar, y yo no lo sabía» (Gn 28,10-22). Aún en medio del sufrimiento, a la persona que cree que Dios le acompaña se le ensancha el corazón. Es entonces cuando el camino sufriente a recorrer se hace más luminoso y más ancho. No nos debemos preguntar tanto por nuestro sufrimiento, sino que, ya que lo tenemos, la cuestión es si lo queremos vivir con un corazón extendido o replegado.
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22. Abrirse en la soledad
También Jesús vivió la soledad y el sufrimiento. Bastaría que nos fijásemos en tan solo una escena de su vida. En Getsemaní, Jesús fue víctima del temor, del pavor, de la angustia, de la frustración. Y esa soledad y aislamiento fueron creciendo gradualmente a lo largo de la pasión. Jesús mira hacia su futuro y ve que sus horas están contadas y, de modo general, ve la muerte que va a padecer, y eso le produce temblor y escalofrío de temor. Pero al mirar hacia su pasado tampoco encuentra alivio, sino sentido de frustración. De lo que hizo, ¿qué queda? Entrego su energía para formar el grupo de los doce apóstoles. Uno le traicionó y prefirió el dinero a la lealtad y amistad. Jesús piensa que lo que él hizo fue inútil, fue una pérdida de tiempo. En Getsemaní, privado de todo soporte humano, acude a su Padre, por medio de la oración. Pero parece que su Padre, rehúsa contestarle. Solo escucha su silencio. Jesús siente su soledad en medio de la intensidad de su plegaria. Es como una experiencia negativa que antes no había tenido con su Padre. Antes lo había sentido en el silencio y soledad de las montañas, cuando se retiraba a orar. Pero ahora el Padre le parece que calla. Antes, él buscaba la soledad para encontrarse con Dios. Ahora, busca la compañía del Padre y la compañía de sus discípulos. Y sufre. Sufrimiento que queda expresado en las palabras: «Mi alma está triste hasta el punto de morir» (Mc 14,34). Desea que su Padre posponga ese cáliz. Que lo aleje de él. Por tres veces Jesús va del Padre a los discípulos y de estos al Padre, queriendo encontrar consuelo en cualquiera de ambos. Pero los discípulos están dormidos y el Padre en silencio. Su cruel abandono en el silencio ha comenzado. Jesús se siente terriblemente solo. Durante su vida pudo afirmar: «Y el que me ha enviado está conmigo, y no me ha dejado solo; porque yo hago siempre lo que le agrada a él» (Jn 8,29). Ahora parece como si el contenido de aquellas palabras se hubiese evaporado. 68
Recuerda aquellas otras palabras que dirigiera a sus discípulos: «Mirad que llega la hora (y ha llegado ya) en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo. Pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Jn 16,32). También estas se habían evaporado. Ante el temor a lo que se avecina, le hubiese gustado escuchar las palabras que el ángel dirigió a su madre en la Anunciación: «No temas, María, que gozas del favor de Dios. El Señor está contigo». Jesús en su sufrimiento se abre, en oración, a Dios. Él quiso llevar sobre sí todas las dolencias humanas a fin de hacerse uno con nosotros y como nosotros. En Getsemaní Jesús nos dio ejemplo de cómo no debemos cerrarnos en nuestros sufrimientos y acudir a la oración, no solo para que desaparezca el dolor, sino a fin de ensanchar nuestro corazón, pues la oración, siendo por esencia dialogal, elimina la soledad. Pero, además, esa actitud de oración, nos da fuerza para llevar el sufrimiento. Así lo muestra san Lucas al hablar de la agonía de Jesús: «Y puesto de rodillas oraba diciendo: Padre si quieres aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Entonces se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba» (Lc 22,41-43). No es que la oración quite los sufrimientos, sino que ayuda a sobrellevarlos. Dolor de media noche, oscuridad plena que borra todo límite y diluye toda diferencia. Inmóvil medianoche de tanta oscuridad, que quiere abrir los ojos porque espera. Es la fe la que va acariciando las cicatrices y hace que en el sufrimiento no nos encontremos tan solos.
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23. El sufrimiento, maestro de vida
Para representar un papel diferente de la vida real, ya los antiguos inventaran la careta. Bastaría recordar que la palabra griega «hipocrites» significaba el autor teatral. Este fingía o aparentaba lo que no se era o lo que no se sentía. Pero siempre ha habido hipocresía en la historia. Mucha gente no la detecta, y la sociedad de consumo la cultiva: ropa, alhajas, dinero, fama, poder. Y, así, se va engañando a las personas, que terminan creyendo que es lo mismo tener y ser, representar que ser. Lo importante para algunos es el dar imagen. A todos nos gusta dar buena imagen a fin de encontrar una acogida en la sociedad que nos rodea. Para ello, utilizamos máscaras, que tapan lo más posible las aristas negativas de nuestro cuerpo, psiquismo y actividad. Todos llevamos una dosis de hipocresía en nuestra conducta. Sabemos disimular muy bien para no perder la estima de los otros. Y la maestra enfermedad y el maestro sufrimiento nos van enseñando a ser auténticos. Mucho de nuestro sufrimiento nace de nuestro narcisismo herido. Y, por ello, sufrimos más, cuando sufrimos. Es cierto que en el mundo actual hay mucho maestro que quiere «enseñarnos» lo que hay que hacer para ser feliz y para evitar ese sufrimiento que nos impide poder triunfar en la vida. Y, aunque es cierto que siempre ha habido profetas, no es menos cierto que ha habido y hay buenos y malos. El deseo del maestro sufrimiento es el deseo de enseñarnos lo que nos pueda llevar a ser más auténticos y menos hipócritas. Pero lo nuestro es dejarnos enseñar. Es cierto que el sufrimiento tiene sus dificultades y puede, si nosotros queremos, destruirnos. Pero podemos, aún en el sufrimiento, enfocar nuestra energía vital en otras direcciones en forma constructiva. Muchos nos hemos encontrado con personas sufrientes de una gran riqueza humana.
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Lo que sí es cierto es que hay muchas cosas que no se pueden aprender bien al final de la vida si no se han trabajado con anterioridad, tales como: la delicadeza, la gratuidad, la paciencia, la comprensión, la serenidad, el perdón, la experiencia de Dios, el soportar el dolor. El sufrimiento y la enfermedad nos enseñan a despertar nuestras limitaciones, que en la enfermedad ya no las podemos disimular. El aprendizaje del itinerario del sufrimiento hay que comenzarlo pronto. No es posible vivir sin pagar un tributo diario a la muerte, que siempre nos acompaña. Pero nada es pérdida cuando todo se recicla y aprovecha para la madurez humana. El morir de cada día no es un despojo que se soporta, sino el anuncio de las nuevas y mejores posibilidades en orden a la autenticidad. A medida que las sombras humanas nos habitan, va amaneciendo en nuestro interior. Se va despertando nuestro ser, que está hecho a «imagen y semejanza de Dios». Puede irse desmoronando nuestro exterior, pero nadie puede impedir que vayamos creciendo en el interior y que nuestros horizontes sean cada vez más amplios y luminosos. Hoy la velocidad no es solo triunfo de la tecnología, sino actitud de nuestro interior. Aunque no viajemos, hemos adquirido la actitud del turista, que sabe ver, pero no mirar. Los paisajes, el arte, las diferencias quedan impresas, no en el corazón, sino en las cámaras fotográficas. Y el sufrimiento nos invita a abrirnos a horizontes nuevos sobre la realidad. No nos damos cuenta de que para dar relevancia a la existencia no basta con «ver», sino que hace falta fijarse. Es preciso aprender, porque toda la vida debe ser una escuela de humanidad. Un sufrimiento bien llevado nos reconstruye por dentro. El sufrimiento nos enseña a tener actitudes distintas para mirar y abordar la existencia. Nos gusta que nos miren y, por eso, intentamos dar imagen. Pero el sufrimiento nos enseña a mirarnos desde Dios y sentir que así se disuelven tantas miradas propias y ajenas que nos deforman y nos rompen.
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24. La fe ante el dolor
Hay personas que están atravesando sufrimientos muy fuertes, como pueden ser: una enfermedad crónica, una inmovilidad permanente, o una retirada a una enfermería o casa de salud. Situaciones en las que el individuo, en su exterioridad, ya no es lo que era antes. En esos momentos difíciles puede ayudarnos la fe, pues, bajo un punto de vista puramente humano, los peldaños que hemos bajado en la escalera de la vida ya no se pueden volver a subir. Pero, para el creyente, el hombre es algo más que pura biología. Por eso cree que esa imposibilidad de subir los peldaños que hemos bajado no es del todo cierta: se puede subir en esa vida interior que también es parte de nuestro ser. Ninguna enfermedad, en sí, puede anular el crecimiento: en la paciencia, en la madurez, en la sabiduría, en la escucha, en la alegría, en la felicidad, en la elegancia humana. Ya Wayne Dyer escribió: «El éxito no es la clave de la felicidad, sino que la felicidad es la clave del éxito». Pero, cuando hablo de la fe como ayuda en el dolor, no me estoy refiriendo solamente al concepto de fe que conocemos los cristianos, sino también a aquella otra fe de la que la liturgia eucarística dice, refiriéndose a Dios: «La fe que solo tú conociste». Es por eso que hay personas que saben reconciliarse con la condición humana y, por tanto, con el sufrimiento. Un ejemplo sería Tierno Galván que dentro de su absoluto agnosticismo escribió: «Nadie puede cansarse de vivir si está educado en el amor a lo infinito». Siempre será conveniente el saber situarse ante el sufrimiento. Pues, aunque en esos momentos nos sentimos rotos, Dios sigue mirando a nuestro mundo roto; y si lo permite es para una desposesión de nuestro orgullo y soberbia. Son las llamadas purificaciones pasivas, en las que hay que dejarse modelar.
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Vivido desde la fe, el sufrimiento se hace amor día a día. La enfermedad nos hace humildes, pues de nuevo volvemos a la dependencia de los otros, como cuando éramos niños. Que pueda haber crecimiento en el sufrimiento queda iluminado, por ejemplo, con la vida de san Pablo. Él, después de su conversión, pasó necesidades, tribulaciones, luchas, penalidades. Pero Pablo testifica que ha podido soportar todo eso gracias a la posesión indestructible de la alegría y la esperanza de la fe. Aguantó con firmeza y confianza todas las tribulaciones; porque sufrió palizas, cárceles, fue golpeado y amenazado de muerte. (2 Cor 6,3-5). Pero en otro pasaje (2 Cor 11,23-27) enumera experiencias concretas de sufrimientos vividos: recibí cinco veces cuarenta azotes. Tres veces fui apaleado. Tres veces naufragué y pasé un día y una noche en medio del mar. En sus viajes sufrió peligros de ríos, de bandoleros, entre falsos hermanos. Trabajos y agotamiento, sin poder muchas veces dormir; con hambre y sed, en frío y en desnudez. Ante tanto sufrimiento, Pablo no reaccionó de manera negativa, sino que escribirá, como vivencia personal: «Por eso no desfallecemos; por el contrario, aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, nuestro hombre interior, sin embargo, se va renovando día tras día. Porque el momento pasajero de nuestra tribulación va produciendo en nosotros un peso eterno de gloria cada vez más inmenso. Nosotros no aspiramos a estas cosas que se ven, sino a las que no se ven. Porque las que se ven son efímeras, pero las que no se ven son eternas» (2 Cor 4,16-18). Con esas palabras, Pablo quiere afirmar que la parte corporal y perecedera del hombre puede destruirse y su fuerza vital puede agotarse. Pero la parte imperecedera del hombre (el hombre determinado por la fe y el Espíritu), esa va creciendo. Pablo admite el tiempo del hombre, pero no olvida su eternidad. Sabe que el mundo eterno al que está orientada la fe, no es visible; y cree que lo visible es perecedero, mientras que lo invisible es eterno. Al fin y al cabo, como dirá Pablo: «La fe es soporte de las realidades que se esperan y prueba de las que no se ven» (Heb 11,1).
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25. Abrazo amistoso
A todos nos gusta llegar a una madurez humana, pero no nos gusta el aceptar los medios para alcanzarla. No es fácil superar esa omnipotencia infantil que todos llevamos en nuestro interior. A nadie le gusta pasar por engaños, frustraciones, sufrimiento. Por eso, ya los psicólogos están de acuerdo en que uno de los caminos importantes para la madurez es el abrazo amistoso con las situaciones que no nos resultan demasiado agradables. En primer lugar, los psicólogos hablan del abrazo a nuestra condición humana. Si la vida es un recorrido del comienzo hasta el fin, hay que aceptar todas las estaciones que se van recorriendo, sin poder detenerse en ninguna antes de llegar al final. Eso presupone un despojo progresivo. Es un abrazo a nuestra condición humana. Así se llega a alcanzar la paz de fondo. Las personas que han llegado a la madurez interior han aprendido, incluso por sus intentos frustrados, que no vale la pena luchar contra lo imposible. Quien no ha abrazado su realidad sufriente es una persona amargada, pues siempre reniega el abrazo de su condición humana. Y, así, lo único que consigue es hacer más insoportable su propia vida. Aumenta el malestar interior y su carácter se va agriando. Las personas que no saben abrazar su situación de sufrimiento cierran las puertas al único oasis que les queda para seguir adelante. Otra de las cosas que no nos deja crecer en madurez interior es el no querer aceptar nuestra vida con todos sus perfiles. Nos gusta escribir nuestra vida sin faltas de ortografía. Pero personas que han madurado no han tenido dificultad en abrazar también su realidad personal: sus sombras, los pequeños engaños con los que justificamos ciertas conductas, toda esa zona interior oscura que no queremos admitir. Hay que luchar para vencer al pequeño fariseo que todos conservamos en nuestro corazón. Olvidamos la experiencia de san Pablo, cuando quería quitarse de encima el sufrimiento que le molestaba, y para ello oraba a Dios. Pero Dios le hizo comprender que 76
su poder solo habita en la impotencia. Al comprenderlo, Pablo escribe: «… por eso estoy contento en mis debilidades… pues cuando soy débil es entonces cuando soy fuerte» (2 Cor 12,20). Pablo, al principio, trata de quitar su sufrimiento. Ora con insistencia a Dios para verse libre de su carga dolorosa. Pero todas las cosas pueden valernos para el crecimiento interior. Así, Pablo, una vez que abraza su realidad sufriente y su debilidad, comprende que en su limitación y debilidad obra la fuerza de Dios. Dios no reduce su situación dolorosa, sino que duplica las fuerzas de Pablo para que pueda llevarla. La debilidad es el terreno en el que actúa y se manifiesta la fuerza de Dios. Es cierto que debemos luchar contra el sufrimiento, siempre y cuando lleguemos a la convicción que el dolor nos acompañará a todos y en las diversas épocas de la vida. Quien sepa abrazar amistosamente el sufrimiento será una persona que crece en madurez interior; será una persona que no se amargue la existencia; y experimentará que toda aceptación del dolor nos lleva a una paz y a un crecimiento interior. Pero se trata de abrazar la propia realidad, y no solo de una manera resignada, ya que el verdadero consuelo de Dios es la esperanza. Es la comunicación de su propia fuerza la que nos ayuda a superar las dificultades de la vida, el cansancio, la amargura o las pruebas que conlleva la fe. Es saber que en Jesucristo resucitado ya ha triunfado el amor sobre el odio, el bien sobre el mal, y la vida sobre la muerte.
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26. El primer cirineo
Antes creía que solo existió el cirineo que ayudó a Jesús en el camino del calvario, contado por los tres evangelistas. Una nota en la que coinciden los tres, es que el cirineo no le ayudó de manera espontánea, sino obligado. «Le cargaron con la cruz para que la llevara» (Lc 23,26). «Le obligaron a que la llevara» (Mc 15,21). «Le obligaron a que llevara su cruz» (Mt 27,32). Y lo que abrió mis ojos para la comprensión de que no había sido el primer cirineo, fue la lectura del profeta Isaías, cuando profetizó sobre Jesús: «Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes» (Is 53,4-6). Jesús fue el cirineo que cargó sobre sí las incomprensiones, egoísmos, brutalidad y pecado de los hombres, que los encierran en sí mismos y los apartan de Dios. Pero no lo hizo por obligación, sino por amor: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente». Lo suyo no fue resignación pasiva, enfermiza, cobarde, carente de compromiso. Él no quiso eliminar a los que le hacían daño, sino que amó, perdonó y no aceptó la lógica del adversario. No replicó al odio con venganza, sino con el perdón. Venció el mal a fuerza de hacer el bien. Su última palabra y acción siempre fue el amor. El gran peligro de los que sufren es encerrarse en su propio dolor, creyendo que son ellos solamente los que sufren y los que más sufren. De aquí que es muy conveniente, para amortiguar el propio dolor, saber que todo el mundo sufre, y muchos con mayores sufrimientos que los nuestros. Todos podemos ser cirineos de Cristo y como Cristo. Cirineos de Cristo, aunque Cristo no esté visible en la tierra. Bastaría recordar las palabras que él dijo: «Lo que
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hicisteis con los demás, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Solo desde el amor puede cargarse con la cruz ajena y entregarse al servicio de los demás. Todos podemos trabajar, aunque suframos, para que la gente no camine sola; y como hombres-cántaro llevar agua viva a quien tenga sed. El abrirse desde nuestro propio sufrimiento es ejercitar nuestra propia sensibilidad para percibir lo que mi prójimo necesita. Es así como se crece en prontitud para ayudar a los demás. Es llegar a ser manos, oídos y corazón que ayuden, como otro cirineo, a que los que sufren sientan alivio en sus penas. Señor, Jesús, enséñanos a alargar cada instante en eternidad, en encuentro, en amor regalado, en profundidad que dura. Aunque suframos, es posible dilatar nuestro corazón. La degradación que produce el sufrimiento no debe frenarnos para levantar nuestro corazón ayudando, como cirineos, a todos los demás.
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27. Aceptar el misterio
El gran peligro del hombre de todos los tiempos es la no aceptación del misterio. El libro de Job nos muestra la no aceptación por parte de Job de las limitaciones de su conocimiento, que es un aspecto muy importante de la enseñanza de ese libro. Debemos aceptar que no sabemos darle vuelta al universo, que no sabemos invertir los planes de Dios, que ni siquiera sabemos invertir por completo nuestras responsabilidades. Esta aceptación es más dura en nuestra época, ya que está orgullosa de sus progresos científicos, y también las ciencias humanas aspiran, al menos inconscientemente, a poseer la totalidad del misterio. Sin embargo, me parece auténtica sabiduría reconocer que no sabemos ni podemos saberlo todo, que toda ciencia, por su propia naturaleza, es parcial y conoce un solo aspecto de la realidad. Esta limitación de nuestro conocimiento nos quema y humilla, ya que estamos continuamente tentados de poseer el conjunto de la realidad, para prever también el futuro. Queremos tener la clave de la totalidad del ser, de la totalidad del plan misterioso de Dios. En cambio, la auténtica sabiduría nace de la aceptación de esa limitación humana. Debemos confiar en Dios por cuanto concierne al conocimiento global de nosotros mismos, del horizonte trascendente del todo. A partir de esa confianza sabremos extraer fragmentos útiles de conocimiento, por investigación y deducción, sobre nosotros, sobre los demás y sobre el propio sufrimiento. Pero siempre con la reserva de que no se nos ha dado el conocimiento de la totalidad del misterio. Por eso, tenemos que aprender a saber vivir el sufrimiento como misterio. El sufrimiento forma parte de nuestra condición humana y, por tanto, vendrá, a veces pronto, y siempre antes de lo que desearíamos y antes de lo que esperamos.
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Hay que aprender a convivir con el sufrimiento de una forma positiva. Necesitamos aprender a reconocer y convivir con nuestras «pasividades». Aprender a aceptar esa nueva situación tan llena de despojos sociales y afectivos, de debilidad, de dolor físico, de crecientes pasividades. Nos falta fe y confianza para ir poniendo la vida en decrecimiento en manos del Dios de la bondad y misericordia; para aceptar irse perdiendo, poco a poco, en un horizonte de muerte que lleva a la luz y a la vida verdadera. Nuestra cultura de la satisfacción no sabe bien cómo tratar la debilidad, la enfermedad, la vejez. Busca una vida sin dolor, sin sufrimiento alguno. Se busca la felicidad, el éxito, la perfección humana; y olvidamos las palabras de Jesús: quien se obsesiona en ganar la vida, la pierde; quien la pierde por mí, la gana (cf. Mt 16,25). Nuestra cultura nos ofrece constantemente ofertas de felicidad, de éxito, de realización. Pero es preciso aprender a vivir las «pasividades» que se suceden necesariamente en el camino de la vida. Aprender a asumir todo lo que nos disminuye, pues Dios se halla en todas partes. Nada se improvisa, por eso hay que aprender. Nuestra misión no se reduce a la acción, sino que perdura en el dolor, en la vejez, en la fragilidad. El sentido de la vida no se juega en la cantidad de los años que vivimos, sino en la autenticidad con que vivimos. Para Heidegger, somos «seres para la muerte», cada momento es determinante porque la muerte nos pone un límite ante el que nos confrontamos. Pero para Cristo «somos para la vida», y nuestra finitud no coarta, sino que nos libera, porque nos sitúa ante lo único necesario. Es vivir orientados sin distracciones hacia lo esencial, «solo deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos creados» (Ejercicios Espirituales, n. 23). Lo importante no es lo que sufrimos, sino cómo nos situamos ante el dolor. Puedo verlo bajo el horizonte cerrado de que no hay Dios y que todo se termina con la muerte; pero puedo verlo bajo la luz de la Resurrección. El dolor termina con la muerte, pero no el gozo y la esperanza de un más allá donde Dios «enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá llanto, ni gritos y fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21,4).
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Como dice una sentencia medieval: «quien muere antes de morir, no muere cuando muere». En la enfermedad aprendemos la necesidad que tenemos de los demás. Tal es uno de los efectos de la capacidad sanadora de la enfermedad como debilitadora del egoísmo.
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28. Lo que Dios ha unido…
La frase total de lo enunciado en el título, está sacada del Evangelio y dice así: «lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mt 19,6). Jesús explicó a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Nuestros Evangelios, habitualmente, titulan más o menos así ese pasaje: «Primer anuncio de la pasión». Pero Jesús nunca anunció solamente su pasión y muerte. En cada uno de los enunciados Jesús habla abiertamente, y al mismo tiempo, de pasión, muerte y resurrección. Si nos paramos en la pasión, cometemos el mismo error de perspectiva de Pedro, que no tuvo en cuenta lo que habría de ocurrir «al tercer día». Pedro había llegado a decir quién era Jesús: el Mesías. Pero ahora Jesús les aclara el sentido de su destino, de su misión; les indica el camino que hay que recorrer. Así, les introduce en la pedagogía del sufrimiento. A ellos les resulta difícil entender, pues les toca de cerca y no quieren sufrir. Jesús afirmará que el Hijo del hombre «tenía» que padecer. Lo que forma la novedad paradójica de la revelación es que este drama no se debe a la cruel fatalidad, a un ciego destino concertado con la mentalidad de los hombres, sino que forma parte del plan querido por Dios, y que se puede leer a la luz de la Escritura. «Tenía»: el plan de salvación no se puede realizar si no es pasando a través de este itinerario difícil de la cruz. Algo parecido que a Pedro les pasó a los dos discípulos de Emaús, que dejan Jerusalén porque solo se han fijado en la muerte de Jesús, que la separan de su resurrección. En su semblante triste se pinta la esperanza decepcionada, el desconcierto agobiante, la tristeza que paraliza. Pero Jesús había afirmado en repetidas ocasiones que iba a ser ejecutado y a resucitar al tercer día. El ser ejecutado y resucitar son dos verbos que no se pueden 86
separar. Pedro y los discípulos de Emaús se pararán en el «padecer» y en el «ser ejecutado». No tendrán aliento de llegar al tercer día, a esa mañana. Tenían una esperanza débil, corta, que no les alcanza para tres días. Solo lo captarán con la luz pascual. Algo de eso nos pasa a nosotros con nuestros sufrimientos. No pensamos en que la semilla enterrada luego da el nacimiento de la espiga. Separamos lo que Dios ha unido. Y necesitamos ser iluminados desde la Pascua. El ver solo una parte de la totalidad hace que no tengamos lo ojos abiertos. La cruz y la resurrección son parte del único y mismo misterio de Cristo y nuestro. No se puede entender una realidad sin la otra. Es cierto que no se puede vivir del mismo modo la noche y el amanecer y, sin embargo, ambos están conectados entre sí de una manera tan esencial que solo se pueden vivir como una unidad. El día, no solo es noche, ni solo claridad. Cada fase de la vida tiene su propia tarea y su transformación, su belleza y su encanto, así como sus propios peligros. Y es preciso aprender de todo aquello que pertenece a la vida. La salud y la enfermedad son fases distintas de una única vida que se encamina hacia su consumación. Es una cosa curiosa que no solo los amaneceres tienen una belleza, sino que también tienen belleza los ocasos. Hay personas que no desunen el sufrimiento y la esperanza. Son personas que no quieren desunir lo que Dios ha unido. Y recuerdo las visitas que le hacía a aquella religiosa muy enferma. El sufrimiento y la enfermedad habían destruido su aspecto exterior. Nada había que atrajese en su figura. Y, sin embargo, en aquella noche pude descubrir el día y los amaneceres. Me decía que era la mujer más feliz del mundo. Que no se cambiaba por nadie; que tenía paz y alegría; que se unía a todas las personas que sufrían como ella; que su enfermedad le había enseñado a ir subiendo los peldaños de la vida. Quien tan solo la conocía de paso, tan solo descubría en ella la pena y la noche. Escuchándola, uno veía el día y el amanecer. Me decía que su sufrimiento le fue descubriendo cosas que cuando estaba sana no le llamaban la atención. Fue a partir de su enfermedad como se le iluminaron tramos precedentes de su vida.
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Una de las cosas que aprendió fue que «no debemos separar las cosas que Dios ha unido». Nos gusta vivir solo en primavera. No nos gustan tanto los días nublados. En las estaciones del año están el invierno y la primavera. El quitar una de ellas ya no sería comprender la totalidad del año.
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29. Salir fuera de nosotros
Ante el sufrimiento nos cuesta tener el corazón ensanchado, abierto a otros horizontes distintos de nuestro dolor. Por eso, ha habido poetas que en sus versos se cerraron en su dolor: «Pregúntales a las estrellas si por la noche me ven llorar. Pregúntales si no busco para llorar la soledad. Pregúntale al manso río si el llanto mío no ve correr. Pregúntale a todo el mundo si no es profundo mi padecer». Pero en esas poéticas expresiones se oculta una estrechez de corazón. Habla de «mi llanto», «busca la soledad»; habla de «su padecer». Ha creado poesía a partir de su llanto, de su soledad, de su padecer. Las estrellas, el río, todo el mundo, han de saber y ayudar su dolor. Y comprendo que ese corazón volcado sobre sí mismo le lleve a un sufrimiento más profundo. Por el contrario, me encanta aquel otro poeta que supo salir de su egoísmo y, por eso, titula sus versos «Aquí estoy»: «Cuando algún día te sientas en soledad y necesites una mano amiga… Aquí estoy, toma la mía. Cuando una lágrima resbale y no encuentres un pañuelo para limpiarla… Aquí estoy, toma el mío. Cuando te sientas en la nada y no sepas cómo sonreír… Aquí estoy, toma mi sonrisa. Cuando te encuentres sin valor para enfrentar cada uno de tus días… Aquí estoy, soy valentía. Y cuando no quieras hablar porque las palabras huyeron de ti… Aquí estoy, soy silencio. Cuando solo necesites que alguien se siente a tu lado… Aquí estoy, soy compañía. Cuando el frío te invada y necesites calor a tu espalda… 90
Aquí estoy, toma mi brazo. No mires mi pequeñez. No mires mis tantas flaquezas. Toma lo que necesites de mí… Aquí estoy, soy tu amigo/a». Toda persona tiene como compañero de viaje al sufrimiento; pero este se puede vivir desde el egoísmo o desde el amor. El vivirlo desde el amor hace que el corazón se ensanche y que disminuya el dolor. En el dolor necesitamos hacer oraciones anchas, son esas oraciones de intercesión que tienen presente a otras personas que también sufren. En el momento en que rezamos por algo fuera de nosotros, el mundo se mejora y nuestro sufrimiento se alivia. El sufrimiento, con el corazón dilatado, nos abre los ojos para comprender el dolor de los que sufren.
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30. Verlo con otra luz
Tarde o temprano toda persona sufre. Pero el problema fundamental no está en el sufrimiento en sí, sino desde qué luz lo miramos. No es que Jesús no sintiese una profunda aflicción ante los sufrimientos ya vividos y los que se acercaban en el horizonte de su pasión. Jesús sabía de las pruebas que le aguardaban, pero sabía también que toda su vida estaba regida por la voluntad de Dios. Naturalmente, no podía por menos que sentirse afectado por los acontecimientos que le concernían, pero, aún en medio de ellos, transmitía paz a los demás. Ahora bien, su tranquilidad no fue la de un filósofo que mira las cosas con olímpico distanciamiento. Él se sentía sumamente concernido. Pero hay en toda su actitud un maravilloso equilibrio nacido de su firme convencimiento de que, su existencia estaba plenamente enraizada en el Padre, que es Señor de todas las cosas. Como comenta el jesuita indio Parmananda R. Divarkar, en su libro La senda del conocimiento interno: «Jesús contemplaba todo, hasta el menor detalle de su existencia terrena, a la luz del amor del Padre, que era para él una realidad manifiesta y vivida. La voluntad del Padre constituía su alimento, y no como una imposición a la que hubiera de someterse resignadamente, sino como un precioso don que había de asir a manos llenas». Prosigue diciendo que con demasiada facilidad juzgamos el plan de Dios y su acción en nuestras vidas en función de lo que consideramos más conveniente para nosotros mismos. Calificamos de «providencia» una circunstancia cuando es de nuestro agrado, como si la providencia no funcionara, o funcionara inadecuadamente, cuando las cosas «vienen mal dadas». Pensamos que no podemos sacar partido de los acontecimientos que no son de nuestro agrado; y no sabemos tomarlas como provenientes de las manos de un Padre sabio y solícito.
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Muchas veces he pensado que, ante el dolor que percibimos, tenemos la actitud del niño mal estudiante a quien su padre le hace estudiar, en vez de seguir su deseo de ver en televisión, una película o un partido de fútbol. El niño cree que su padre le hace sufrir y que no piensa en él. Pero será más tarde, al aprobar las asignaturas, cuando comprenderá que eso que le parecía sufrimiento permitido por su padre era en realidad una muestra de amor del padre. La vida me va haciendo comprender que la fe no transforma necesariamente en grata una situación ingrata, pero sí puede ayudarnos a verla de manera diferente y aceptarla positivamente, porque nos proporciona una perspectiva que no desvirtúa la realidad de las cosas, sino que más bien les da su pleno y auténtico valor a la luz de Dios. Jesús no desconoció la presencia del mal en la raza humana; un mal que con tanta fuerza iba a volverse contra él en la pasión. Sabía que el poder de las tinieblas se había adueñado de uno de sus elegidos. Pero ni siquiera en esto dejó de ver no solo la voluntad de Dios, sino su amor. Y, por eso, todo lo aceptó y asumió de corazón. A pesar de su inmenso dolor y de su angustia mortal, todo ello lo vivió a la luz de que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre.
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31. Cultivar actitudes positivas
Al mundo de hoy le gusta resaltar la parte negativa de las cosas y de las personas, y le es difícil determinar dónde ha de comenzar a cultivar actitudes positivas. Y da por descontado que del sufrimiento se pueda sacar algo positivo. Pero lo primero que tenemos que aprender es a aceptar libremente lo inevitable, y saber que nadie puede obligarnos a hacer algo de mala gana si libremente decidimos hacerlo de buena gana. Alguno preguntará y ¿de qué sirve eso, si, sea como sea, tenemos que hacerlo? Pues sirve para que, a nivel de actitud, se active en nosotros una dinámica positiva, lo cual puede cambiarlo todo, porque puede liberar una energía creativa que permita superar las dificultades, y hasta una energía física que haga posible resistir y seguir adelante. Hay un texto evangélico que puede ayudarnos a entender lo que vamos diciendo. Jesús en un momento de su sermón del monte, dijo: «A quien te obligue a caminar una milla, acompáñale dos» (Mt 5,41). Para comprender el dicho de Jesús bastaría recordar que, en aquel tiempo, los judíos estaban bajo la dominación romana, y que los legionarios romanos exigían su derecho a obligar a la población nativa a transportar su impedimenta militar durante una milla. Los judíos se tomaban su propia venganza maldiciendo en hebreo durante todo el trayecto, para lo que se servían de un salmo apropiado al efecto. Lo que Jesús sugiere es que se acepte la carga de buen talante, en lugar de hacerlo con maldiciones, y que se recorra el trayecto gustosa y hasta alegremente. Entonces transportaría la carga porque así lo habría elegido libremente. Así, llegaría a ser dueño de sí mismo y de sus recursos interiores. La aceptación de la realidad jamás ha sido el fuerte del ser humano. Y es triste tener que decir que la realidad más inevitable y a la vez más difícil de aceptar somos nosotros mismos, sobre todo, si vivimos fracasos y sufrimientos. 96
Y nos preguntamos, pero ¿hay algo positivo que podamos cultivar en nuestro sufrimiento? Nuestra fe nos dice que sí. Pues somos amados y aceptados incondicionalmente por Dios. El Espíritu Santo actúa constantemente en nosotros, haciéndonos dignos de ser amados y capaces de amar, y ayudándonos a cultivar así una actitud positiva. A la luz de la fe hemos de convencernos por todos los medios de que, a pesar de todas las apariencias en sentido contrario, y a pesar de nuestras muchas y muy reales deficiencias, Dios nos ama y nos ayuda. Es cierto que no debemos cultivar el sufrimiento por el sufrimiento, pero sí hemos de cultivar el amor a ese proyecto de Dios que nos va modelando según su amor. Cultivar no solo los momentos felices de la vida, sino también esos otros que nos parecen tristes. A algo de eso nos animaba aquel poeta que escribió: «Cuando sientas un pesar por haber perdido la ilusión primera, recuerda que cada flor marchita abre paso a una nueva primavera». Reducimos con frecuencia el sufrimiento a dejar de ser fuertes o imprescindibles; a no poder hacer cosas. Sin embargo, el sufrimiento es una época diferente de la vida que, como toda época, tiene sus sombras y sus luces, su debilidad y su fuerza. El sufrimiento no debe ser un pretexto para no saber, o no querer, cultivar actitudes positivas.
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32. Mojones que anuncian caminos
A lo largo de la historia, siempre ha habido métodos para señalar direcciones de caminos que el hombre tuviese que recorrer. Hubo «mojones», que eran piedras o postes que servían de orientación. Actualmente hay «paneles» que siguen cumpliendo el mismo oficio. Y pienso que existen otros mojones tales como la vejez, el desencanto, la alegría, la frustración, la ciencia, los despojos, la soledad, el sufrimiento… que nos anuncian hacia dónde caminamos. La vida no es un «largo río tranquilo que desciende de la montaña hacia el mar y allí se pierde». El jesuita Benjamín González Buelta, en su libro Orar en un mundo roto escribe: «Atravesamos a lo largo de la vida situaciones de muerte donde, después de haber luchado hasta el final, se nos acaban las fuerzas y las razones, y tenemos que esperar en el sepulcro tres días hasta que se estructure toda nuestra persona en torno a una nueva sabiduría que aparece dentro de nosotros como una sorpresa regalada». Pero pienso que hay que esperar, no ya tres días para estructurarnos en torno a una nueva sabiduría, sino que es todo un proceso que hay que desarrollar a lo largo de la vida. Expresa esto muy bien Dolores Aleixandre cuando, en Compañeros en el camino, escribe: «Hemos de reconocer que tenemos mucha más facilidad para actuar en cristiano que para padecer en cristiano, y que solemos reaccionar con estupor y rechazo cuando nos llega el momento (siempre prematuro, siempre a destiempo, casi nunca avisando) de ser despojados, de fracasar, de dejar de ser fuertes, o imprescindibles, o sanos, o significativos. Son paisajes de nuestra trayectoria humana con las que casi nunca contamos, pero que siempre tenemos que atravesar; y la fecundidad del aguante silencioso del Siervo es una invitación a recorrerlos sin perder la esperanza ni el sentido». La vida es un camino. Y, en ese camino, es normal que nos surjan paisajes nuevos que hay que atravesar. Y no todo paisaje nos parece bello. Y puesto que no es bello, en
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vez de recorrerlo, intentamos rechazarlo. Olvidamos que la vida es un largo aprendizaje y también una aventura nueva. En ella, el sufrimiento no es decadencia, sino oportunidad. No es desgracia, sino gracia. Y Dios nos invita a recorrer esa época de la vida sin perder la esperanza ni el sentido. Ahora bien, ese recorrido no lo debemos hacer solos. Y quisiera hacer mía la oración que escribió el cardenal Henry Newmann, y que se titula: «Guíame, Señor». «Guíame, Señor, mi luz, en las tinieblas que me rodean, ¡guíame hacia adelante! La noche es oscura y estoy lejos de casa: ¡Guíame Tú! ¡Dirige mis pasos! No te pido ver claramente el horizonte lejano: me basta con avanzar un poco. No siempre he sido así, no siempre te pedía que me guiases Tú. Me gustaba elegir yo mismo y organizar mi vida, pero ahora, guíame Tú. Me gustaban las luces deslumbrantes y, despreciando todo temor, el orgullo guiaba mi voluntad: Señor, no recuerdes los años pasados. Durante mucho tiempo tu paciencia me ha esperado: sin duda, Tú me guiarás por desiertos y pantanos, por montes y torrentes, hasta que la noche dé paso al amanecer y me sonría al alba el rostro de Dios: ¡tu rostro, Señor!».
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33. Presencia de Dios en el dolor
Desde el principio, el cristianismo ha meditado sobre el sufrimiento en unión con la Pasión. Por eso conviene resituar bien el problema del dolor. ¿Qué hace Dios cuando nosotros sufrimos? Dios no es el autor del sufrimiento humano. No se puede creer en un Dios sádico. Ya Paul Claudel escribía: «Dios no ha venido a suprimir el sufrimiento. Ni siquiera ha venido a explicarlo. Él ha venido a llenarlo con su presencia». Cuando uno lee el Evangelio se da cuenta de que Jesús se movilizaba ante cualquier sufrimiento, trabajaba por consolar, para dar esperanza. Un día le preguntaron a Jesús: «¿Quién pecó para que este naciese ciego?, ¿él o sus padres?». Y si le hacían aquella pregunta era porque creían que Dios castigaba el pecado con el sufrimiento. Jesús contestó diciendo: «Ni pecó él ni sus padres; ha sucedido para que se revele en él la acción de Dios». Jesús le dio la vista. Jesús vino para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Dar la vista es iluminar. El ciego pasará de la noche al día. Luego será el sufrimiento el que se apodere de Jesús y lo rompa. Inocente, fue condenado. Pero él no jugó a héroe. No escogió sufrir, sino amar, y es el amor el que le llevó al sufrimiento. Jesús cambió el signo de la cruz al afirmar: «Nadie me quita la vida, sino que yo la doy libremente». En la cruz abrazó a toda la humanidad y aún a sus propios enemigos. Fue por ello que en la cruz pronunció la frase: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen». Jesús no nos salvó del dolor, sino de la desesperación, del creer que estamos solos cuando sufrimos. Fue por ello que, al despedirse de este mundo, afirmó a sus discípulos y a nosotros: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Su actitud y sus palabras nos invitan a vivir con fe, esperanza y amor nuestros sufrimientos. El rezo del Rosario recuerda los misterios gozosos, los dolorosos y los gloriosos.
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Pero la gente se pregunta: ¿Para qué sirve creer en el Resucitado cuando uno sufre? El que solo sufre de manera inmanente, quiere morir para no seguir sufriendo. Pero el creyente quiere ser feliz hasta más allá de la muerte. Se trata de experimentar una gran confianza ante la existencia. No estamos solos. No caminamos perdidos y sin meta. La vida es mucho más que esta vida. No hemos hecho más que empezar a vivir. Desde la Resurrección de Cristo sabemos que el amor es más fuerte que la muerte. Un día, todo lo que aquí no ha podido ser, lo que ha quedado a medias, lo que ha sido arruinado por la enfermedad, el fracaso o el desamor, encontrará en Dios su plenitud. Sabemos que un día nos tocará la hora de morir. Pero el creyente no muere hacia la oscuridad, el vacío, la nada. Con fe humilde, se entrega al misterio de la muerte, confiándose al amor insondable de Dios. La fe en el Resucitado representa la gracia por seguir afirmando la vida, incluso allí donde esta sucumbe derrotada por la muerte. Como sucede después de un largo y rudo invierno, la tierra adormecida se despierta: brotan las yemas, reverdece el campo, los torrentes emprenden su carrera saltarina y los pájaros cantan animados por la reciente luminosidad. Ya está aquí la primavera. Lo que todavía hace pocos días parecía impensable, se convierte hoy en posible. Somos pueblo de la noche, aplastado de tinieblas, que acechan sin descanso las primeras luces del día. De pronto llega la luz resplandeciente del mediodía. Ayer, estaba aún todo sombrío. No se veía venir nada. Y la noche se ha borrado de un plumazo. No es que desaparezca el sufrimiento, pero al que vive desde la fe, la esperanza y el amor, es una primavera la que le nace por dentro. Los corazones laten más rápidos, las gargantas se secan por la emoción ante el loco pensamiento de que la liberación está cerca. Y más de uno esconde el rostro para llorar de alegría. Son la fe, la esperanza y el amor los que dan luz a nuestros ojos interiores, para ver que ante el sufrimiento no estamos solos, sino que Dios nos acompaña.
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34. Desentrañando el dolor
Recogiendo experiencias de personas que han sufrido, podemos ir conociendo cómo es el dolor, e iremos cayendo en la cuenta de que el dolor es lento. Hace inútil toda nuestra prisa por sacudírnoslo. En nuestra Vía Dolorosa, nuestras cruces nos obligarán a caminar despacio, titubeantes. Pero, además de lento, el dolor es largo. A veces nos parece interminable, infinito. Pero no es verdad; solo hay Alguien que es infinito, y ese va delante de nosotros con su dolor, para decirnos por dónde hay que ir para terminar con su dolor y el nuestro, para transformar nuestra cruz en trofeo, para convertir nuestra pena en alegría. Además de su lentitud y su largueza, el dolor es hondo. Es una de las cosas más profundas del ser humano. Es algo donde nuestra mente nunca toca fondo; donde esa pregunta que arrojamos a su sima nunca recibe respuesta intelectual. La única respuesta es Jesús. Con su dolor todavía más profundo. Porque es el dolor de un Dios infinito que escoge nuestra condición doliente para caminar con su cruz a nuestro lado, para ayudarnos a llevar todas las cruces del mundo, para morir con todos los muertos, para transformar esta penosa profundidad en definitiva salvación humana. El dolor es oscuro. Entenebrece nuestra inteligencia, nuestra razón, nuestra voluntad. Nos oscurece el rumbo y el sentido de nuestra existencia, hace que no sepamos ni dónde estamos; nos hace andar a tientas en medio del camino de nuestra vida. El dolor es como una noche en el Huerto de los Olivos, donde Jesús está solo porque todos los demás se han dormido y están lejos, a más de un tiro de una piedra. El dolor es como esa noche oscura en la que el mismo Jesús está empapado de tedio mortal y pidiendo que, si es posible, se pase ese dolor El que tengamos que sufrir nos suena a absurdo. Desde ahí algunos han querido ver que la misma existencia humana es un absurdo. Y no es así. Los cristianos tenemos una respuesta que no nos quita ni nuestro dolor ni nuestra muerte. Pero que sí nos quita nuestro absurdo.
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Todo esto que nos ocurre, también le ha ocurrido a él. «Gracias a sus heridas hemos sido curados» (Is 53,5). Por eso es bueno tomar nuestra cruz como él y junto a él. Acoger el sufrimiento sin masoquismo ni estoicismo. Porque el dolor humano no tiene que ser un fin en sí mismo ni una fatalidad sin solución. Es preciso encajarlo, subordinarlo a nuestra soberanía humana. Estar por encima de él, convirtiéndolo de maldición en bendición. Con Jesús y con los demás. Porque, en este Vía Crucis humano no avanzamos solos, sino con otros muchos que llevan, cada uno, su cruz. El dolor es algo demasiado grande para que lo llevemos solos. La mayor exigencia, de la justicia y de la solidaridad humana, es ayudarnos a soportar nuestros sufrimientos. Paradoja del dolor que es, a la vez, un mal y un bien; que solo se transfigura cuando se acepta; que puede derrotar a un hombre hasta la abyección y dignificar a otro hasta las mayores cotas de grandeza. A veces, es tan oscuro el dolor que no veremos por dónde va Cristo con su cruz y, para cumplir su orden de seguirlo, tendremos que agarrarlo en la noche para no perder el camino que nos lleva al triunfo. Se trata de cultivar la esperanza y confianza en él. Ya profundamente afirmaba el salmo: «Aunque camine por cañadas oscuras ningún mal temeré, porque tú vas conmigo» (Sal 23,4).
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35. Reconocer a Dios en la cruz
Nuestro sufrimiento puede ser iluminado en la pasión de Jesús, pues a Jesús tenemos que reconocerlo allí donde nunca esperaríamos encontrarlo. Encontrarlo no en el justo que se salva, sino en el justo que es entregado. Encontrarlo no allí donde todos espontáneamente decimos: «Gracias Dios mío», sino allí donde todos decimos espontáneamente: «¿Por qué permite Dios que me ocurra esto? ¿Cómo puede existir un Dios justo si ocurre esto?». Hay que preguntarnos ¿por qué Jesús tuvo que sufrir? Necesitamos reconocer a Dios en la cruz. La cruz siempre será un escándalo. Hay veces que explicamos tanto la muerte de Jesús, que llegamos a hacerla comprensible. Pero lo único que podemos es dar un sentido, o ayudar a vivir con sentido, un sinsentido. La cruz no la podemos convertir en justificación de todo dolor y bendición de toda injusticia. Se olvida que la cruz no fue, para Jesús, expresión de sumisión, sino señal de resistencia. Jesús no se sometió a las injusticias, a las divisiones, o al obrar negativo de los hombres; pero sí se sometió a las consecuencias que esa su actitud podía acarrearle. La muerte de Jesús es consecuencia de la rectitud de su vida. No fue una muerte natural o por accidente, sino la de un condenado, del que es «echado fuera» del sistema humano. Como consecuencia de su vida, la muerte de Jesús es la expresión de la conflictividad. Él venía a enseñarnos la verdad de Dios, y a enseñarnos a vivir en justicia y fraternidad; a vivir no desde el odio, sino desde el amor. Por eso se opusieron a su predicación y actuación. Querían que cambiase de táctica. Las masas malentendieron el concepto de Reino que él traía. El conflicto con los jefes religiosos y civiles fue estallando, pues les estaba desmontando sus ideas, su afán económico y su prestigio falso. Todos se coaligaron contra Jesús: judíos y romanos; jefes y pueblo; Herodes y Pilato. Unos por irritación, otros por desengaño o por miedo. Unos por estar contra sus
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fines y otros por estar contra sus medios. Todos están de acuerdo que es preciso que uno muera para el bien de todos. Esa conflictividad debió resultar incomprensible al propio Jesús. Fue por eso que tuvo reacciones de tristeza y de enfado (Mc 3,5). Todo ello le puso en la tentación de actuar según el mundo y no según el Padre. Pero él siguió fiándose y esperando en su Padre. Sabía que siempre le oía (Jn 11,42). Y midió a su Padre no por el poder, sino por la fuerza del amor. Aprendió por lo que padeció. Así lo expresa san Pablo en su Carta a los Hebreos: «Aunque era Hijo aprendió, por lo que padeció, la obediencia» (Heb 5,8). Si hasta ahora había puesto al servicio de su causa todo lo que tenía, todos sus poderes: su tiempo, su palabra, su irradiación, su entrega… ahora aprende que también tiene que poner al servicio del Reino, todo lo que es. Y en ese «lo que es», entra el sufrimiento. El sufrimiento también es camino para ir a Dios. Dios escucha su oración, es decir, le libera del sinsentido, pero no le dispensa de las amarguras del sufrimiento que acompaña toda vida. Su vida fue un camino de solidaridad efectiva con la debilidad humana. Asumió todo el dolor humano e hizo de él una ofrenda a Dios. En Cristo, Dios transformó sus sufrimientos y muerte en instrumento de victoria definitiva sobre el mal y sobre la muerte. Sufrimientos de Cristo que son una herida girada hacia nosotros. «Solo hay verdadero diálogo cuando es de herido a herido» (Pedro Rodríguez). Herida de amor. Herida de Dios, porque: «Dios es amor» (1 Jn 4,8). Jesús nos dijo cómo se expresaba el amor del Padre: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvado por él» (Jn 3,16-17). Pasión de Cristo que nos hace comprender de manera distinta, su sufrimiento y el nuestro.
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36. No te rindas
El tener esta o aquella enfermedad o sufrimiento no depende de nosotros. En cambio, sí depende de nosotros el modo de situarnos ente el dolor y el sufrimiento. Por eso es preciso elegir, desde el corazón, el sentido que quiero dar a las cosas que me pasan. No depende siempre de nosotros el tener mucha o poca salud; el tener o no tener un accidente; el tener buena o mala suerte; el tener mucho o poco dolor. Pero sí dependerá de nosotros el hacer de ese camino de sufrimiento, bien un camino de crecimiento humano o bien de desesperación. La experiencia del sufrimiento es experiencia de discernimiento, porque examina nuestras vidas desde tres aspectos muy importantes: 1º) Si somos capaces de aceptar la cruz sin amargura, sino como el medio de llegar a la autenticidad. 2º) Si estamos dispuestos a seguir caminando en la vida tras los conflictos, afrontando las limitaciones propias. 3º) Si permitimos que la cruz transforme nuestros desórdenes y egoísmos para poder amar y servir cada vez más desinteresadamente a las personas. El sufrimiento de Cristo es el modo más eficaz de «salir de sí mismo» y el modo más real de manifestarse el amor de Dios. Quien fije su mirada en Cristo que sufre por nosotros, no podrá dejar de preguntarse por la calidad de su amor. Y tampoco dejará de preguntarse por la calidad de su entrega, de su generosidad y de su modo de proceder ante las situaciones complejas de la vida. Quien centre su razonamiento y su afecto en Cristo sufriente por nosotros volverá a la vida, habilitado para ser amable ante toda dureza, sensato ante toda insensatez, abierto ante toda cerrazón, agudo ante toda simplonería, sencillo ante toda prepotencia y lúcido ante toda tiniebla. Y, tal vez, las palabras poéticas de Mario Benedetti nos señalen una serie de actitudes que deberíamos cultivar en nuestro sufrimiento. Su título es así: «¡No te rindas!». 109
«No te rindas, aún estás a tiempo de alcanzar y comenzar de nuevo, aceptar tus obras, enterrar tus miedos, liberar el lastre, retomar el vuelo. No te rindas que la vida es eso, continuar el viaje, perseguir tus sueños, destrabar el tiempo, correr los escombros y destapar el cielo. No te rindas, por favor no cedas, aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se esconda, y se calle el viento, aún hay fuego en tu alma, aún hay vida en tus sueños. Porque la vida es tuya y tuyo también el deseo. Porque lo has querido y porque te quiero, porque existe el vino y el amor, es cierto, porque no hay heridas que no cure el tiempo. Abrir las puertas, quitar los cerrojos, abandonar las murallas que te protegieron, vivir la vida y aceptar el reto. Recuperar la risa, ensayar el canto, bajar la guardia y extender las manos, desplegar las alas e intentar de nuevo, celebrar la vida y retomar los cielos. No te rindas, por favor, no cedas, aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se ponga y se calle el viento. Aún hay fuego en tu alma, aún hay vida en tus sueños, porque cada día es un comienzo nuevo, porque esta es la hora y el mejor momento. Porque no estás solo/a porque yo te quiero».
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37. Ensanchando la esperanza
Otra de las actitudes que deberíamos tener en el sufrimiento es la esperanza. ¿Pero se puede tener esperanza cuando se sufre? Pienso que san Pablo nos podía ayudar a aclarar el problema. Él vivió esa mezcla de dolor y esperanza, por eso escribe: «Atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados». Pero cree que el espíritu de fe le da fuerza para soportar los sufrimientos. Así prosigue: «Por eso no desfallecemos. Aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día. En efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna, a cuantos no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles; pues las cosas visibles son pasajeras, mas las invisibles son eternas» (2 Cor 4,8-17). A pesar del desgaste y muerte del hombre terreno, Pablo no puede desanimarse, porque vive apoyado en la esperanza de la resurrección. Cada día que pasa se le cierran posibles caminos al «hombre exterior»; pero al «hombre interior» se le ensancha la esperanza. Pablo no entiende la oposición del hombre «exterior» e «interior» como oposición de cuerpo y alma, como lo creía la filosofía de su tiempo. El hombre «interior», para Pablo, es el hombre espiritual, el hombre recreado en Cristo y conforme a él por el don y la acción de Espíritu. El hombre «interior» no es su alma ni la intimidad de su conciencia religiosa, sino el hombre entero y su presencia en el mundo, en tanto se deja determinar por el Espíritu. Este hombre «interior» ha empezado a pertenecer ya al mundo venidero de la resurrección y de la vida, al mundo de Dios. A esta oposición corresponden, también, las otras de «visible» e «invisible», «pasajero» y «eterno». 111
De este modo, Pablo presenta la oposición de dos mundos que, con todo, se compenetran mutuamente: el mundo que pasa, y el mundo de la eternidad que ya llega e irrumpe acá, al que las luchas y sufrimientos del tiempo presente ayudan a avanzar. El sufrimiento es la forma en que el mundo venidero penetra en este de ahora. El sufrimiento y la irradiación de la vida y el gozo desde el Espíritu del Resucitado se compenetran ahora mutuamente; más aún, son las tribulaciones, desde la fe, las que producen tal irradiación y no decadencia y muerte, pues sin ellas no puede haber en nuestro mundo comunión con Cristo y constante renovación de la misma. La miseria de este mundo es pasajera; eterna, en cambio, la irradiación en nosotros de la vida y el gozo, por obra del Espíritu. En la consumación del mundo venidero quedará resuelta la oposición y tensión entre el hombre terrestre y el hombre espiritual, entre sufrimiento y gloria. El cuerpo terreno se deshace y destruye; pero la gloria celeste, que ya acá nos renueva de día en día, preludia la acogida de un nuevo hombre celeste. Me gusta la concepción que tiene Pablo del hombre, pues lo presenta como teniendo dos laderas: tiempo y eternidad; hombre exterior e interior. Así, Pablo, a pesar de los sufrimientos, no se desanima porque vive apoyado en la esperanza de la resurrección. Entonces la tribulación actual es pequeña si se la compara con la gloria futura. Puedo fijarme solo en lo que es pasajero, y olvidarme de lo que es eterno. Si solo me fijo en el sufrimiento, la vida se me hace insoportable pues tan solo considero una ladera de lo que es el hombre. Las cosas que se ven son efímeras, pero las que no se ven son eternas. El mundo eterno al que está orientada la fe no es visible. Ya en otra ocasión diría Pablo: «La fe es soporte de las realidades que se esperan y prueba de las que no se ven» (Heb 11,1). En el sufrimiento, por medio de la fe, es posible ensanchar nuestra esperanza.
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38. Dar sentido al sufrimiento
Todo sufrimiento queda aliviado cuando se le da sentido, y uno no se cierra en su propio dolor. Maestro de esa actitud fue Jesús que, sufriendo, siempre estuvo atento al dolor de los demás. Jesús fue un hombre que sufrió mucho, pero tuvo un corazón que veía dónde se necesitaba amor y actuaba en consecuencia. Jesús tenía un corazón que, a pesar de su dolor, sabía captar las necesidades de los demás en lo más profundo de su ser, para hacerlas suyas. La enfermedad es una de las experiencias más duras del ser humano. No solo padece el enfermo que siente su vida amenazada y sufre sin saber por qué, para qué y hasta cuándo. Sufre también su familia, los seres queridos y los que le atienden. ¿Qué hacer cuando la ciencia no puede detener lo inevitable? ¿Cómo afrontar de manera humana el deterioro? Ante el propio dolor, es importante saber escuchar el dolor de los demás. Que el que sufre pueda contar y compartir lo que lleva dentro: las esperanzas frustradas, sus quejas y miedos, su angustia ante el futuro. No es siempre fácil escuchar. Requiere ponerse en el lugar del que sufre y estar atento a lo que nos dice con sus palabras y, sobre todo, con sus silencios, gestos y miradas. Pero solamente el que ha sufrido y madurado en su dolor es capaz de comprender las reacciones de los que sufren. Solo la comprensión de quien escucha con cariño y respeto puede aliviar a los demás. Y al aliviar a los demás es el propio sufrimiento el que queda aliviado. Tenemos que ir aprendiendo a superar el dolor y el sufrimiento. Para ello, debemos asumir prudentemente que no es evidente que carezcamos de capacidad para soportar determinadas situaciones adversas.
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Tenemos que aprender a que no necesitemos que cambien las situaciones desagradables para sentirnos razonablemente felices; pues debemos preguntarnos qué evidencias tenemos y en qué nos basamos para pensar que somos totalmente incapaces de soportar la situación que nos hace sufrir. Si nos acostumbramos a no cerrarnos sobre nosotros mismos, y en nuestro sufrimiento, llegaremos a superarlo. Nos dolerá, pero no nos desanimaremos. Nos hará sufrir la situación en la que nos encontramos, pero no nos hundirá la vida. Se trata de ir teniendo un corazón abierto y transparente como las aguas de un manantial. Tener un corazón generoso que se detenga ante las personas que sufren. Un corazón grande que se entregue con alegría. Un corazón que, conociendo sus propias debilidades, comprenda las debilidades de los demás. Un corazón agradecido, que no se pare en pequeñeces. Un corazón noble, al que no le amarguen las decepciones; que sea generoso cuando se le exija algún sacrificio; que no quede paralizado por las tribulaciones; que no se desanime ante la indiferencia. El que sufre no tiene que ser y vivir como un hombre disminuido.
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39. La trampa de las imágenes
El sufrimiento lo agrandamos por el trastorno de imágenes. Vivimos en un mundo de la imagen, y constantemente somos bombardeados por modelos de vida y del ser humano que no son del todo correctos. Adictos a las imágenes que se dan sobre la felicidad, hay como una alteración de la percepción que uno tiene de sí mismo. No solamente somos engañados, a veces, por las palabras, también lo somos por las imágenes. Las imágenes que se nos presentan responden al pequeño yo, ese que te dice: piensa solo en pasártelo bien, come, bebe, busca el placer de una noche, establécete cómodamente en este mundo, disfruta de él, caiga quien caiga, sin importante lo que suceda a tu alrededor ni si eso perjudica o no a los demás. Vive la vida a grandes tragos, nada más. Se comprende, entonces, que ante el sufrimiento quede alterada la percepción que uno tiene de sí mismo. La enfermedad o la vejez no resultan físicamente atractivos. No concuerdan con las imágenes que se nos dan sobre cómo tienen que ser las personas felices. Olvidamos que la parte externa de la persona no es lo más importante. Y nosotros, enfermos o sufriendo, queremos dar la imagen ante una sociedad que exige un aspecto físico radiante. Todo el mundo quiere ser guapo, tener dinero, tener prestigio, ser joven. Pero, para ser nosotros mismos a veces no podemos evitar el sufrimiento, si queremos responder al yo más auténtico. No es un sufrimiento buscado, sino la consecuencia de una autenticidad. Los discípulos de Jesús se tapaban los oídos al oír hablar a su Maestro de sufrimiento. Imbuidos en las ideas mesiánicas y de triunfo, no podían soportar que el camino de la vida y del seguimiento de Jesús fuese tan duro. No se trata de aceptar el dolor por el dolor como los faquires. Jesús no fue autodestructivo, sino liberador. Dio siempre esperanza e inculcó otro modo de felicidad.
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Nunca multiplicó espinas o azotes para flagelar, sino multiplicó el vino (en las bodas de Caná), y multiplicó el pan (para dar de comer a las personas que tenían hambre). Jesús no habló predominantemente a la razón, sino al alma, al sitio donde se saborea la sugerencia para provocar el salto al que inducían sus paradojas. Y una de las paradojas fue que se puede ser feliz aún en medio del sufrimiento. Hay que luchar por superar el dolor y el sufrimiento con los medios a nuestro alcance, con la medicina, pero nada de esto nos servirá si rechazamos radicalmente el sufrimiento como un hecho absurdo que no debiera existir, viéndolo como algo que no tiene cabida en nuestra existencia. Tampoco sirve el rebelarse contra el sufrimiento intentando suprimirlo con pseudorremedios; ni refugiarse en el alcohol o las drogas, pues solo ayudarán a ocultarlo momentáneamente, sin darnos cuenta que luego aparecerá con mayor fuerza y agresividad. Hay que aceptar que el dolor y el sufrimiento forman parte de la vida humana; por eso tengo que aceptarlos incorporándolos a mis pensamientos y sentimientos y considerarlos como un componente más en nuestra vida. Tenemos que aprender a aceptar el dolor cuando no podemos suprimirlo. Tenemos que aprender a convivir con el dolor y la felicidad, con los momentos buenos y dolorosos de la existencia. Sufrir es, para muchos, como entrar en el otoño o invierno de nuestra existencia, como si tales estaciones carecieran de atractivo. Los medios televisivos y las revistas seguirán diciéndonos cómo se es feliz; y que el sufrimiento (independientemente de su forma) es un fracaso y tan solo es noche sin posibilidad de alguna felicidad. Olvidan que en la noche no se extingue todo, cuando aún brillan las estrellas.
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40. Papel pedagógico del sufrimiento
Un ejemplo de la falsedad de la felicidad que el mundo propone, viene descrito en el Evangelio de Lucas por la parábola de hijo pródigo. Es un hijo que es incapaz de meterse en la lógica del don, de la dependencia en el amor. Exige percibir inmediatamente la parte que le toca. Quiere los bienes. El amor no le basta, no le satisface. Está ávido por tener, poseer, consumir, gozar. Rechaza la comunión con su padre y elige la huida. Quiere ser feliz según la región ideal propuesta por el mundo. Y sale de su casa. Pero después de haber gozado, por poco tiempo, de sus sueños, llegó el momento en que se disolvió el engaño. En aquel país lejano que parecía prometerle una ayuda para convertirse plenamente en sí mismo, se le revela que allí, en ese otro lugar, empieza a ser un hombre a medias, un hombre frustrado. La búsqueda de toda la felicidad posible, sus deseos de un mañana mejor y sus evasiones de baja ley, demuestran que los medios que él escogió para ser feliz no eran los más adecuados. Fue cuando malgastó su hacienda viviendo como un libertino, vino un hambre extrema en aquel país elegido por él y comenzó a pasar necesidad. Le emplearon en apacentar puercos. Deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y es contemplando el interior sufriente del hijo pródigo como podemos descubrir el papel pedagógico de dolor. Cierto que en los momentos fáciles la memoria se atenúa y nada nos para. Nos consideramos casi dioses. Nos tenemos como propietarios, creadores. En el fondo relegamos a Dios a los márgenes y nos vamos a la región lejana donde creemos se halla la felicidad. Es precisamente en el punto culminante de esa euforia cuando despunta la prueba, que nos hace tocar con la mano nuestra verdad, nuestros límites, nuestro status de criatura. El sufrimiento fue una invitación a descubrir algo importante en sí mismo. Siempre me ha llamado la atención la expresión del versículo 17 de esa parábola, cuando dice: «entonces entró en sí mismo». Sin duda significa lo que Pascal intentaba decir cuando
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afirmó que: «lo que más falta al hombre es entrar en la propia cámara». Eso significa huir de todas las ideologías, los eslóganes, para plantearse de verdad la pregunta que hace el salmo 8: «¿Qué es el hombre?», o sea, ¿quién soy yo? Y así reencontrarnos. Entrar en el fondo de uno mismo significa descubrir una sorprendente grandeza prometida, disfrazada de una extraña pequeñez; un terrible resplandor y una irrisoria bajeza. Significa descubrir que somos muy pequeños, pero llamados por Alguien infinitamente grande. He ahí el descubrimiento del hijo pródigo. Ve que es menos que un asalariado, pero ahora descubre que tiene un Padre que le ama. Pero para ello fue necesario el sufrimiento. Empieza a recordar lo que era, y se dibuja en su interior una intuición de aquello que debe convertirse. Cada hombre o mujer se muestran sensibles a esa laceración a causa de la cual no logran reconciliar al hombre o mujer maravillosos y al individuo sórdido que descubre en sí cuando penetra en el fondo de sí mismo. Como lo afirmaba san Pablo no se descubre de verdad y plenamente este cisma más que cuando se ha terminado. Cuando nos encontramos, es cuando descubrimos de verdad que estábamos perdidos. Pero el hijo pródigo nunca lo hubiese descubierto si el dolor no hubiese invadido su alma. Nada tiene de malo el sufrimiento si nos conduce a entrar en nosotros mismos y hacernos descubrir quiénes somos y lo que es Dios para nosotros. Para Immanuel Kant: «Como el camino terreno está sembrado de espinas, Dios ha dado al hombre tres dones: la sonrisa, el sueño y la esperanza». Yo añadiría: y el sufrimiento cuando nos hace entrar dentro de nosotros mismos.
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41. El manantial de dentro
Al hablar de sufrimiento hay ya imágenes que lo enturbian, ya que el estereotipo dominante en el mundo actual es la salud y la juventud. Y para la enfermedad y el sufrimiento tan solo se emplean: el tono gris, el repliegue, la decrepitud, la inutilidad. Tenemos miedo al sufrimiento. Pensamos que la salud es buena y que el sufrimiento solo puede ser malo, pues solo es decadencia y tristeza. Remedando a Romano Guardini, podríamos decir: «El hecho de que se confunda plenitud de vida con salud es uno de los fenómenos más inquietantes de nuestra época». El sufrimiento no es solo algo negativo, sino un compañero normal de la vida. Como tal, no depende tan solo de tratamientos médicos, sino también de una actitud interior con la que lo queremos sobrellevar. En un mundo actual en el que la superficialidad ha tomado carta de ciudadanía, luchamos por el parecer y no por el ser. A falta de una esperanza interior, cultivamos solo las apariencias. Pero, ante el dolor, no basta con cambiar las apariencias, sino que hace falta cambiar el corazón. La vida es una aventura. Y aventurar no es solo recorrer el mundo, también lo es descubrir su belleza, la exterior y la interior. El sufrimiento no hay que mirarlo como una luz que apaga la vida, sino como algo que, vivido positivamente, puede cambiar y transformar la vida. En el sufrimiento puede haber cambios profundos en las actitudes, para mirar y abordar la existencia. Pues con nuestras lágrimas se lavan las telarañas del alma. Esa manera distinta de ver y abordar la existencia la explica extraordinariamente bien Pedro Miguel Lamet, SJ, en su libro No sé cómo amarte, al hablar del encuentro de la samaritana con Jesús, junto al pozo de Jacob. Como hay dos «yos» y dos «mundos», hay dos aguas diferentes. El agua que la samaritana sacaba del pozo milenario (en aquel tiempo no había agua corriente) era un agua que acarreaba dos veces al día para saciar su sed; era un agua que se vierte y se pierde; un agua esencial para la vida del hombre, pero escurridiza, fungible. 120
Pero Jesús le habló de otra agua que es gratis, que salta sola, que libera por dentro: el «agua viva». Nuestros pozos nos dan de beber y vivimos pendientes de ellos, tanto que nos obsesionan. Beber abrazos, años de vida, vino, placer y rosas. Un pozo que no sacia al fin, mientras el agua que Jesús da se convierte dentro en manantial que brota dando vida eterna. No es un manantial exterior. Dios nos creó con la fuente dentro. Mana de nuestras propias entrañas. Esa agua inunda los montes y valles, fecunda el universo, rocía mi pequeño yo, convertido de pronto en mi «yo soy» más auténtico. Vamos en busca del agua externa, pero Jesús también hablaba del manantial interior, donde brota la verdadera fuente. Y es preciso, para llevar bien el sufrimiento, descubrir la fuente escondida en nuestro pecho y que Dios me revele su ser, manando para siempre desde mis propias entrañas. Pero luego viene la rutina, los roces de la vida, las envidias, el miedo ante el futuro, las carencias de la carne flaca, la sed que vuelve a imponerse de nuevo y nos hacen olvidar el manantial. Y hay que cerrar los ojos para recuperarlo desde el centro de uno mismo. Es la lucha de todo ser humano. Pero una vez que hemos visto esa certeza interior, aún en los sufrimientos, sabemos que ese manantial lo llevamos siempre dentro. Y es, desde él, como puede haber un cambio en nuestras actitudes, para mirar y abordar el sufrimiento.
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42. El miedo ante el dolor
Una de las reacciones naturales ante el dolor es el miedo. Y a nadie le sorprende que una persona sienta miedo ante un peligro real. La vida es una aventura no exenta de riesgos y amenazas. Por eso, el miedo es sano, nos pone en estado de alerta y nos permite reaccionar para orientar nuestra vida con mayor sentido y seguridad. Pero el miedo nos puede hacer daño, cuando paraliza a la persona, detiene su crecimiento, impide vivir amando. Es un miedo negativo cuando anula nuestra energía interior, ahoga la creatividad, nos hace vivir de manera rígida, en una actitud de autodefensa. Esa inquietud no resuelta impide afrontar la vida con paz. Ese miedo negativo, en bastantes personas, tiene mucho que ver con una existencia vacía, una falta abrumadora de sentido y una ausencia casi total de vida interior. Jesús trabajó para liberar a las gentes del miedo negativo que puede anidar en el corazón humano. Bernhard Hanssler llega a decir que Jesús es «el único fundador religioso que ha eliminado de la religión el elemento del temor». La fe cristiana no es una receta psicológica para combatir los miedos, pero la confianza radical en un Dios Padre y la experiencia de su amor incondicional pueden ofrecer al ser humano la mejor base espiritual para afrontar la vida con paz. Ya el fundador del psicoanálisis afirmaba que «amar y ser amado es el principal remedio contra todas las neurosis». Creer en el amor providente de Dios es un rasgo básico del cristiano. Todo brota de una convicción radical: Dios no abandona ni se desentiende de aquellos a quienes crea, sino que sostiene su vida con amor fiel, vigilante y creador. No estamos a merced del azar, el caos o la fatalidad. En el interior de la realidad está Dios, conduciendo nuestro ser hacia el bien. Esta fe no libera de penas y trabajos, pero arraiga al creyente en una confianza total en Dios, que expulsa el miedo negativo, para que no caigamos definitivamente bajo las
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fuerzas del mal. De ahí la invitación de la primera carta de san Pedro: «Descargad en Dios todo agobio, que a él le interesa vuestro bien» (1 Pe 5,7). Esto no quiere decir que Dios «intervenga» en nuestra vida como intervienen otras personas o factores. La fe en la providencia ha caído a veces en el descrédito precisamente porque se le ha entendido en sentido intervencionista, como si Dios se entrometiera en nuestras cosas, forzando los acontecimientos o eliminado la libertad humana. No es así. Dios respeta totalmente las decisiones de las personas y la marcha de la historia. Por eso no se debe decir propiamente que Dios «guía» nuestra vida, sino que ofrece su gracia y su fuerza para que nosotros la orientemos y guiemos hacia nuestro bien. Así, la providencia de Dios no lleva a la pasividad o a la inhibición, sino a la iniciativa y a la creatividad. Lo que a nosotros hoy nos parece malo puede ser mañana fuente de bien. Nosotros somos incapaces de abarcar la totalidad de nuestra existencia; se nos escapa el sentido final de las cosas; no podemos comprender los acontecimientos en sus últimas consecuencias. Todo queda bajo el signo de Dios, que no olvida a ninguna de sus criaturas. En realidad, las cosas son diferentes. A Dios lo único que le interesa somos nosotros. Nos crea solo por amor y busca siempre nuestro bien. No hay que convencerle de nada. De él solo brota amor hacia el ser humano. A pesar de los fracasos y desgracias inevitables de esta vida finita, él está orientándolo todo hacia la salvación definitiva. El acompañamiento de Dios al camino humano puede dar sosiego y ánimo a una persona desalentada. Cuando la tribulación o desaliento muerden al creyente, mirar a Jesús constituye el mayor de los ánimos, la certeza de que hay camino abierto para la vida y la fe y para desechar el miedo negativo.
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43. Tempestad calmada
No me gusta del todo el poema titulado «Invictus», de William Ernest Henley, cuando dice: «Fuera de la noche que me cubre, // negra como el abismo de polo a polo, // agradezco a cualquier dios que pueda existir // por mi alma inconquistable. En las feroces garras de la circunstancia // ni he gemido ni he gritado // Bajo los golpes de azar // mi cabeza sangra, pero no se inclina. Más allá de este lugar de ira y lágrimas // es inminente el horror de la sombra, // y sin embargo la amenaza de los años // me encuentra y me encontrará sin miedo. No me importa cuán estrecha sea la puerta, // cuán cargada de castigos la sentencia. // Soy el amo de mi destino: // soy el capitán de mi alma». Me gusta como poema, me disgusta al describirse como un ser algo extraterrestre, pues ante los grandes sufrimientos, no ha gemido, ni ha gritado; y ante las amenazas y lágrimas no tiene miedo. Sin embargo, Cristo no vivió como un superhombre. De él dice el Evangelio que, en el Huerto de los Olivos, sintió pavor, angustia, tristeza, tedio de vivir. Al poema de Henley prefiero el relato de la «tempestad calmada» descrita por san Marcos (4,35-41), donde los apóstoles de Jesús, hombres dedicados a la pesca y conocedores del mar, tuvieron miedo de hundirse, cuando se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca, hasta casi llenarla de agua. Hay en ese relato de Marcos ciertas palabras que se constituyen en verdaderos símbolos: «Pasar a la otra orilla». «El mar». «El temor». «La calma». Jesús sube a la barca e invita a los suyos a «pasar a la otra orilla». Los apóstoles habían vivido una vida tranquila. Y de pronto el huracán, la noche de Getsemaní que lanzará a Jesús y a sus discípulos sobre otra orilla distinta. En esos momentos necesitamos de toda nuestra fe para dejar nuestras seguridades y ponernos a vivir «algo distinto».
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Simbolismo de la palabra «el mar». Para el semita la palabra mar tenía un sentido de negatividad y peligro. La Biblia comienza por la lucha del Creador contra las aguas (Gn 1) y termina con el grito de tranquilidad: «Ya no habrá mar» (Ap 21,1). Pero mientras tanto, en esa espera, es preciso afrontar las tempestades del sufrimiento, de la angustia, del fracaso. En el sufrimiento podríamos pensar que las malas aguas han tragado el amor y la esperanza. Tercer simbolismo: «Y él dormía». Los salmos están llenos de esa misma indignación: «Despierta tu poder y ven a salvarnos». «¿No ves que estamos en peligro?». «Date prisa en socorrernos». Jesús despertado, conmina al viento y este desaparece. Se hace la calma. Es en él en quien debemos confiar. El simbolismo de «la calma». El poder de Jesús llama a nuestra confianza. El misterio de la vida está ahí: con la fe, todos los sucesos de la vida los podemos ver de manera distinta. Sin ella, no podemos nada, y creeremos que Dios duerme. Decía san Agustín: «Cuando decimos que Dios duerme, es nuestra fe la que duerme. La barca es tu corazón. Si vives desde la fe, tu corazón no estará agitado; si olvidas tu fe, crees que Cristo duerme, y corres el peligro de naufragar». Cuando el sufrimiento se vive desde la fe, existe esa persona que tiene armonía en su rostro maduro. Armonía, fruto de un contenido y saboreado silencio. Las personas que han madurado en el sufrimiento son playa para las olas del dolor de los demás. Son remanso en el camino. Los que tienen éxitos se sienten sostenidos por el triunfo; pero es el fracaso el que nos muestra el temple de un alma.
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44. Conversión en el dolor
No quiero tratar aquí de una conversión en su aspecto moral, sino simplemente humano. Hay gente que vive mal su sufrimiento porque a lo largo de su vida nunca pensaron más que en ellos, siguiendo su instinto vital. Si tuvieron talento, quizá ocuparon un puesto importante y fueron estimados y hasta admirados; si tuvieron buen carácter, agradaron a los que les frecuentaban. Ahora, enfermos o sufriendo mucho, perdieron su actividad y perdieron su encanto. Ya no les queda nada de lo que tuvieron. En sí, el sufrir, no es triste. Olvidamos que el sufrir, como todo, exige ciertas condiciones. El desencanto surge cuando, aun sin darnos cuenta, echamos de menos algo. Sin darnos cuenta, vivíamos de una vida que estaba regida por el azar. Pero hay azares felices y azares desgraciados. Pero no habíamos hecho nada para regir bien nuestra vida. El sufrimiento es un cambio de vida, pero no nos apetece el cambiarla. Olvidamos que habrá sucesos distintos de los que vivimos hoy. Nunca se conserva uno igual, y debemos aceptarnos como somos ahora. Pero los que pensaron solo en sí mismos y en lo que les gustaba, ante el sufrimiento se hunden. Ya no son atrayentes. No pueden hacer lo que les gustaba. Ya casi han desaparecido todas aquellas cosas por medio de las cuales se afirmaba su personalidad. La plenitud de la persona no se halla lejos ni fuera, es lo que debemos ser y eso lo descubrimos cuando nos convertimos de la cerrazón del egoísmo. En griego la conversión se denomina «meta-noia» (más allá de la mente), que invita a otro modo de ver. Se trata de salir de la perspectiva mental (separadora y proyectiva) para adoptar aquel modo de conocer que nos permite alinearnos con lo real, sin distancia y separaciones, y de modo altruista. La aceptación pone fin a la huida. El antídoto contra la huida es vivir con amor el momento presente. El que no es egoísta vive dándole la bienvenida a todo.
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La aceptación profunda consiste en la aceptación de lo que uno es, más allá de las etiquetas con que nuestra mente lo nombre. En nuestra identidad profunda, no somos un remolino separado, sino la propia agua que se despliega en variedad de formas. Al convertirnos de nuestro egoísmo nos hacemos disponibles para que, aun en nuestro sufrimiento, pueda brotar y fluir la acción adecuada, una acción, por otra parte, que estará marcada por la desapropiación y la compasión. El convertirse es el no permitir que la preocupación excesiva de nuestro dolor impida cerrarme más en mi propio egoísmo. El egoísta sufriente solo sabe de lamentos, suspiros y tristeza. Es la conversión del egoísmo propio la que nos enseña a comprender los sufrimientos y a no ver en ellos una maldición. Nunca el egoísta consiguió tener un espíritu abandonado, sosegado, apacible, caritativo, benévolo, dulce y compasivo. Nos encerramos detrás de nuestra televisión o mundo virtual, ajenos a todo sufrimiento que no sea el nuestro. Olvidamos que la persona es humana cuando el amor está en la base de todas sus actuaciones. Sí, necesitamos de una conversión de nuestro egoísmo, pues jamás se ha visto a una persona egoísta que pueda vivir su sufrimiento de una manera positiva. Hay gente que todo lo ve negro porque proyectan sobre las cosas su propia oscuridad. Convertirnos del egoísmo al amor, porque es el amor el que pone sentido, verdad y esperanza en nuestra existencia, aunque esa existencia esté habitada por el sufrimiento. Pensamos que el bienestar se obtiene, sobre todo, cuando uno no sufre. Sin embargo, el bienestar se obtiene mejorando nuestro modo de ser.
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45. Te llevo en mis brazos
Para los momentos de sufrimiento, para esos momentos en que creemos que Dios es un Dios lejano, y que nos ha abandonado; para cuando la tormenta del dolor azote sin piedad en nuestra vida; para que cuando experimentamos la soledad, quisiera traer este poema anónimo, y que yo titularía «Te llevo en mis brazos»: «Una noche en sueños vi / que con Jesús caminaba junto a la orilla del mar / bajo una luna plateada. Soñé que había en los cielos / mi vida representada en una serie de escenas / que en silencio contemplaba. Dos pares de firmes huellas / en la arena iban quedando mientras con Jesús andaba / como amigo conversando. Miraba atento esas huellas / reflejadas en el cielo, pero algo extraño observé / y sentí gran desconsuelo. Observé que algunas veces / al reparar en las huellas en vez de ver los dos pares, / veía solo un par de ellas. Y observaba también yo / que aquel solo par de huellas se advertían mayormente / en mis noches sin estrellas. En las horas de mi vida / llenas de angustia y tristeza cuando el alma necesita / más consuelo y fortaleza. Pregunté triste a Jesús: / ¿Señor, tú no has prometido que en mis horas de aflicción / siempre andarías conmigo? Pero noto con tristeza / que en medio de mis querellas cuando más siento el sufrir / veo solo un par de huellas. ¿Dónde están las otras dos / que indican tu compañía, cuando la tormenta azota / sin piedad la vida mía? Y, Jesús me contestó / con ternura y comprensión: escucha bien, hijo mío / comprendo tu confusión. Siempre te amé y te amaré / y en tus horas de dolor siempre a tu lado estaré / para mostrarte mi Amor. Mas si ves solo dos huellas / en la arena al caminar, y no ves las otras dos /que se debieran notar, es que, en tu hora afligida, / cuando flaquean tus pasos, no hay huellas de tus pisadas / porque te llevo en mis brazos».
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46. No cerrar el corazón
Tal vez al cerrarnos sobre nosotros mismos y sobre nuestros problemas y sufrimientos nos invalidamos para compartir el dolor de los demás. Quien se encierra en su propio corazón, no puede comprender lo que acontece en el corazón del otro. Muchos tienen miedo de conocer el dolor ajeno porque los comprometería en su vida; por eso prefieren cerrar y atrancar el corazón. Sin darse cuenta de que así se imposibilitan para comprender el dolor humano. A uno que preguntaba: «¿Tú conoces el Evangelio?», el otro le respondió: «¿Y tú, conoces el dolor?». Se trata de tener la experiencia del dolor propio y ajeno, pues quien no ha sufrido no puede comprender el dolor de los demás. Se trata de ir cambiando el corazón a fin de que, en nuestro palpitar de cada hora, sintamos y entendamos el palpitar ajeno. Cambiar el corazón para que en nuestro llanto saboreemos el amargor de cada lágrima; para que en nuestro abandono comprendamos el desierto que cerca cada corazón. El que así obra está recorriendo el camino de la solidaridad y el amor; está recorriendo el camino de la verdadera humanización. La persona no comprometida con el dolor humano es una especie de adorno de la existencia; es tan solo modelo de pasarela. Esas personas son como relojes parados, o como barcos atracados para el desguace. Por el contrario, me gustan las personas que se inclinan ante el dolor de los demás. Esa inclinación que es el gesto materno. Esa curva es el documento de su identidad, la inconfundible señal de la «maternidad» que desciende y condesciende. Jesús «inclinando» la cabeza entregó su Espíritu. Inclinación como símbolo de su abajamiento y de su cercanía al dolor humano. Para remediar el dolor, dio su vida. Como eso es difícil, deberíamos pedir a Dios, lo que pedía el poeta: «Para que nunca la amargura sea en mi vida más fuerte que el amor. Pon, Señor, una fuente de alegría en el desierto de mi corazón. 131
Para que nunca ahoguen los fracasos mis ansias de seguir siempre tu voz. Pon, Señor, una fuente de esperanza en el desierto de mi corazón». No basta con abanicar ideas sobre el dolor, sino que hay que ser capaz de acercarse y de compartirlo. El teorizar sobre el dolor, tomando un café, es fácil, pero el padecer los dolores de los demás, es algo diferente. Al fin y al cabo, el dolor es parte de nuestra vida, es el lado frágil de nuestra grandeza, es la noche que le permite brillar a la luna. Pero solo el compromiso hace que podamos ser luna ante la noche del dolor.
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47. Importancia de la perseverancia
¿Cómo vivir el tiempo del sufrimiento con lucidez y responsabilidad, sin hundirnos en la desesperanza? Está claro que la fe cristiana no se puede vivir ni comunicar desde actitudes negativas. Es un error alimentar el victimismo, vivir de la nostalgia o acumular resentimiento. Es necesario aprender a vivir el dolor de manera más positiva, confiada y evangélica. La llamada de Jesús a «perseverar» ha de hacernos pensar. Es un error demonizar el dolor, viendo el dolor, como una situación imposible. Dios no está en crisis. Continúa actuando en cada ser humano, aunque no lo comprendamos. Ningún sufrimiento puede impedir que el Creador siga ofreciéndose, comunicándose y salvando a sus hijos e hijas por caminos que a nosotros se nos escapan. No se trata de buscar nuestros pequeños intereses, ni vivir solo desde el instinto de conservación, sino de buscar el bien de todos y no solo el nuestro. Perseverar no es ponerse a la defensiva ante el dolor, sino tener la capacidad de escuchar la acción de Dios en nuestra vida. Perseverar tiene el nombre de paciencia. Pero la verdadera paciencia es algo totalmente opuesto a una espera pasiva en la que hayamos de dejar que las cosas vayan a su aire, permitiendo que sean otros los que tomen las decisiones. La paciencia significa introducirse activamente en el espesor de la vida para, desde ahí, soportar con todas sus consecuencias el sufrimiento que haya en nuestro interior y en torno nuestro. La paciencia es la capacidad de ver, oír, tocar, gustar y oler lo más plenamente posible los hechos que tienen lugar tanto dentro como fuera de nuestra vida. Es introducirse en la vida con los ojos, los oídos y las manos abiertas, a fin de saber realmente lo que acontece. La paciencia es una disciplina extremadamente difícil, precisamente porque contrarresta nuestra irreflexiva tendencia a huir o a combatir. La paciencia supone resistir, soportar, prestar atención a cuanto se nos presenta de dolor personal o comunitario.
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En suma, la paciencia es el estar dispuesto a dejarse influenciar, aun cuando ello requiera renunciar a mantener el control y exija introducirse en territorio desconocido. No se trata de vivir sobrecogidos, esperando casi con morbosidad cuanto nos ocurre. Se trata de enfrentarnos con lucidez y responsabilidad a una historia larga, difícil y conflictiva. La sociedad técnica está generando una actitud que nos empuja a buscar soluciones eficaces e inmediatas cuyos resultados se puedan rápidamente constatar. Entonces es fácil la tentación de acudir a medios agresivos y resolutivos antes de comprometernos en una labor callada, constante y aparentemente ineficaz. Sin embargo, no hay fórmulas mágicas para vivir el sufrimiento de modo positivo. Tenemos necesidad de enfrentarnos al sufrimiento con paciencia. Esa paciencia que en sentido bíblico significa entereza, aguante, perseverancia, capacidad de mantenerse firme ante las dificultades. Son muchos los que viven el sufrimiento y, al no poder encontrar cobijo en nada que les ofrezca sentido, seguridad y esperanza, caen en el desaliento, la crispación o la depresión. La paciencia de la que nos habla la Biblia no es una virtud propia de hombres fuertes y aguerridos. Es más bien la actitud serena de quien cree en un Dios paciente y fuerte que alienta y conduce la historia, a veces tan incomprensible para nosotros, con ternura y amor compasivo. La persona animada por esta paciencia no se deja perturbar por las tribulaciones y dolor. Mantiene el ánimo sereno y confiado. El que confía en Dios no cae en la apatía, el escepticismo o la dejación. Eso es porque vive animado por la esperanza. Ya san Pablo afirmaba: «Si nos fatigamos y luchamos es porque tenemos puesta la esperanza en el Dios vivo» (1 Tim 4,10). La paciencia del creyente se arraiga en el Dios «amigo de la vida».
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48. Distinción importante
Leyendo el libro de Carlo María Martini Reflexiones sobre Job, me llamó mucho la atención una distinción que hace entre la «lamentación», y la «queja». Afirma que nos quejamos de todo y de todos y hemos perdido el sentido verdadero de lamento, que consiste en llorar ante Dios. En la queja, las fuerzas de resistencia, de irritación, de rabia, que se agitan en el alma, al no encontrar su deshago natural y justo, arremeten contra todo y contra todos. Solo Dios, que es Padre, es capaz de soportar también las rebeliones y los gritos del hijo, por eso podemos litigar con él. Él acepta este enfrentamiento, como lo aceptó con varios personajes del Antiguo Testamento, tales como Jonás, Jeremías y Job. Abrir la ventana de la lamentación es el modo más eficaz de cerrar los filones de las quejas que entristecen al mundo, a la sociedad, porque, al ser vividas a nivel puramente humano, no llegan al fondo del problema. Martini prosigue diciendo que, si sustituyéramos las quejas estériles, generadoras de nuevas heridas, por la lamentación profunda en la oración, encontraríamos la solución a nuestros problemas: o bien, de una u otra manera, tomaríamos el camino expresivo más justo para no hundirnos y para no criticar. En lugar de expresarnos críticamente, en forma de revancha y de resentimiento, si nos abrimos oracionalmente a Dios, se dulcificaría y liberaría nuestro corazón. Para ello hace falta una cierta sabiduría interior de la vida. Quien la haya perdido, reacciona únicamente con rabia; piensa que es dueño de todo, y si las cosas no salen como él desea, se desquita con los demás. Creo muy oportuna esa distinción para enfrentarnos ante el propio sufrimiento y para alcanzar la paz, la calma, el descanso y no vivir solamente entre sollozos y gemidos que nos desbordan como agua.
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Si descubrimos en nosotros alguna raíz de frustración, si abrigamos el temor de que carezcan de sentido nuestras obras, debemos tratar de decírselo a Dios por medio de la lamentación. Esos lamentos que sirven para dar voz a nuestro sufrimiento y al mismo tiempo, para recobrar el aliento y la fe frente al misterio del dolor. En aquellos momentos en que nuestra alma solo se alimente de sollozos, una actitud positiva es el abrirnos a Dios oracionalmente por medio de nuestros lamentos. Esos lamentos que en la Biblia nos ponen en relación con Dios. La oración no debe ser la misma cuando las cosas nos salen bien y estamos felices que cuando el dolor nos acompaña. En esos momentos de sufrimiento deberíamos acceder a la fuente purificadora y balsámica de la lamentación en su sentido bíblico. Agradezco a Carlo María Martini, el haberme hecho comprender esa distinción tan positiva e importante entre «lamentación» y «queja».
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49. Jesús ante el dolor
«Entonces Jesús llega con ellos a una finca llamada Getsemaní y dice a los discípulos: Sentaos aquí, mientras yo voy allá a orar. Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dice: Siento tristeza de muerte: quedaos aquí y velad conmigo. Y adelantándose un poco, se postró en tierra y oraba: Padre mío: ¡si es posible, que pase de mí este cáliz! Sin embargo, no sea como yo quiero, sino cono quieras Tú» (Mt 26,36-46). Esta hora y la oración de Jesús forman parte de lo más conmovedor de que nos informan los evangelistas. Jesús en la pasión inminente estará silencioso ante sus jueces y sufrirá la muerte en silencio, pero aquí manifiesta lo más íntimo de su alma. Sabe con antelación que tiene que recorrer este camino y lo ha dicho con frecuencia. También sabe que la muerte no le detendrá. Va con la clara conciencia de dar la vida como precio necesario en rescate de la humanidad. Acaba de decir en la última cena que su sangre será derramada para perdón de los pecados, como sangre de la Alianza. Y, no obstante, la tristeza y conmoción penetran hasta sus ideas y sentimientos más íntimos. Fue una conmoción que le impulsa a pedir que le sea evitada la pasión. Puesto que para el Padre todo es posible, ¿será también posible que pase de él este cáliz? Ante este cáliz se estremece Jesús, como solamente un hombre puede estremecerse ante la muerte. Le invade una angustia pavorosa e invita a sus discípulos a que permanezcan allí y a que velen con él y como él. Deben ser testigos de esta angustia y debilidad extrema de Jesús, ya que algún día tendrán que anunciar sus terribles padecimientos con su resurrección. Jesús ora con los salmos, pues la expresión: «mi alma está triste» se encuentra repetidamente en ellos. Bastaría recordar el Sal 46,6.12, donde se expresa el aprieto interno del orante que suspira por la proximidad de Dios y porque su profunda tristeza ha
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alcanzado ya los abismos de la muerte. Su alma está conturbada dentro de él hasta el anonadamiento. Por eso pide al Padre que aleje de él esa hora, esa hora oscura en que el poder de las tinieblas prevalece sobre Jesús. Pero, aunque la necesidad le aprieta y las aguas le han llegado hasta el cuello (Sal 68,2s), su oración tiene como desenlace la pura sumisión. «Sin embargo, no sea como yo quiero, sino como tú quieras». Lo que Jesús enseñó a los discípulos a pedir en el Padrenuestro, eso es lo que él pide ahora. La voluntad del Padre está por encima de todo. Nada puede serle contrario. Es una voluntad de amor, porque el reino de Dios es un dominio de amor. Si no se cumple su voluntad, se ponen estorbos a su dominio y se reduce el poder del amor. Y en esta hora debe manifestarse el amor, con la máxima pureza. Jesús nos invita, en el sufrimiento, a orar a fin de no caer en la tentación. Porque, ante el dolor, la tentación siempre será de creer a Dios lejano y a caer en la desesperanza. La oración ayuda frente a la oscuridad del sufrimiento. Para que cuando el dolor nos acompaña no caigamos en la tentación del desaliento, necesitamos de la ayuda de Dios, la cual se otorga en la oración. Dice el Evangelio que: «entonces se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba». La oración de Jesús fue escuchada, pero no de forma que le sea apartado el cáliz, sino más bien en el sentido de un refuerzo para seguir orando insistentemente y tomar en la mano el cáliz del sufrimiento. Dios escucha nuestra oración en los sufrimientos; la escucha reforzándonos para que no nos apropiemos de su voluntad, y para prepararnos para aceptar con fe sus planes salvíficos. Y recuerdo con agrado aquel himno que decía: «En tus manos, Señor, pongo mi vida con todas sus angustias y dolores; que en ti florezcan frescos mis amores y que halle apoyo en ti mi fe caída. Quiero ser como cera derretida que modelen tus dedos creadores; y morar para siempre sin temores de tu costado en la sangrienta herida. 141
Vivir tu muerte y tus dolores grandes, disfrutar tus delicias verdaderas y seguir el camino por donde andes. Dame, Señor, huir de mis quimeras, dame, Señor, que quiera lo que me mandes para poder querer lo que Tú quieras».
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50. Un buen aprendizaje
Todos tenemos la convicción de que para llegar a ejercer un cargo con una cierta madurez y dignidad es preciso aprender. Se aprende medicina, ciencias, literatura, oficio, sentido musical, sentido religioso. ¿Será el sufrimiento y las lágrimas algo exento de aprendizaje? El llanto del niño es su primera señal de vida. Esas lágrimas le acompañarán hasta el último suspiro de la muerte. Pienso que saber transformar ese sufrimiento y llanto de manera positiva sería un buen aprendizaje. Cuenta el jesuita Juan María Martín-Moreno que, en el museo que tienen los franciscanos en Nazaret vio por primera vez un «vaso de lágrimas». Era un pequeño recipiente de cristal con un cuello muy largo y estrecho que se ensanchaba en la parte superior. Esos vasos contenían las lágrimas derramadas por los seres queridos y se depositaban en el sepulcro como el mejor testimonio de un amor auténtico. Y sigue diciendo que, después de haberlo visto, entendió mejor el versículo 8 del salmo 56: «De mi vida errante llevas tú la cuenta, ¡recoge mis lágrimas en tu odre!». Y nosotros podemos imaginar cómo es el vaso donde el Señor ha conservado, y conserva, nuestras lágrimas. Yo lo veía en forma de corazón, pues recordaba el texto bíblico: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él» (Jn. 3,16-17). Vaso en forma de corazón pues recordaba el Salmo 6,7-9: «Estoy extenuado de gemir, baño mi lecho cada noche, inundo de lágrimas mi cama; mis ojos están consumidos por el tedio, han envejecido entre opresores. Apartaos de mí todos los malvados, pues el Señor ha oído la voz de mis sollozos». Jesús no vino solo a enjugar nuestras lágrimas, sino también a compartirlas y a santificarlas. Lloró al ver llorar a Marta y a María por la muerte de su hermano Lázaro, porque sabía llorar con los que lloran. 143
Pero no todas las lágrimas son positivas. Hay llantos de despecho, de envidia, de impotencia, que son más bien signos de desesperanza. Hay gente que vive el sufrimiento de manera estéril, autodestructiva. Por eso, tenemos que aprender a transformar el sufrimiento y las lágrimas. Tenemos maestros a lo largo del Evangelio que nos hablan de las lágrimas positivas, como las de Mónica, madre de Agustín, que durante cuarenta años llora y pide a Dios la conversión de su hijo. O la mujer pecadora que lavó los pies de Jesús con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. O las lágrimas de Pedro cuando, después de su traición, se vio mirado por Jesús con infinito amor. La Biblia nos dice que los que sembraron con lágrimas, cosechan entre cantares. «Al ir iban llorando llevando la semilla. Al volver vuelven cantando, trayendo las gavillas» (Sal. 125,5-6). En lugar de limitarnos a decirle a Dios lo grandes que son nuestros sufrimientos y problemas, deberíamos decirles a nuestros problemas lo grande que es Dios. Notaríamos un cambio. Después de vivir el sufrimiento en oración van cambiando nuestros sentimientos. Lo miramos con otros ojos. La amargura se aleja y en su lugar aflora en nosotros la confianza y el gozo. Más importante aún que el motivo de nuestras lágrimas, deberíamos preguntarnos cuál es nuestra forma de llorar. ¿Derramamos nuestras lágrimas delante de Dios, en diálogo con él, o más bien en soledad y amargura? Meditar no es ensimismarse uno en sus problemas, sino llevarlos ante un rostro, ante un nombre, ante una mirada, comprobando que Dios no se ha olvidado de nosotros. Necesitamos de un aprendizaje para ir transformando nuestro sufrimiento y lágrimas de soledad y amargura, en confianza y agradecimiento, al comprobar en la oración que Dios, como cualquier madre, no puede ni quiere olvidarse de nosotros y guarda nuestras lágrimas en el vaso de su corazón.
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51. Tu amor me deja sereno
Al ir pasando la vida, las personas vamos experimentando una serie de situaciones que nos hacen sufrir. Vamos experimentando que la vida no se acomoda a nuestros proyectos y sueños. Vamos experimentando que, a pesar de que hay cosas bellas en nuestra vida, el «dolor es un amargo compañero», y «la tristeza una sombra en la oscuridad». Entonces nos peguntamos: si la vida está acompañada de continua fragilidad y sufrimiento, ¿en dónde podemos apoyar nuestro descanso? La respuesta bíblica vendría dada por la parábola que cuenta san Mateo en su capítulo séptimo, versículos 21-27. Habla de que la vida depende del cómo construyamos nuestra casa, si sobre roca o sobre arena. Porque, queramos o no, la lluvia, los ríos que cercan la casa, las tempestades, golpean contra la casa. Son los sufrimientos de la vida los que descubren sobre qué está construida nuestra vida. Los mismos sufrimientos destruyen o no la vida, según en qué esté fundamentada, en mí o en Dios. Los momentos de sufrimiento pueden ser también momentos de gracia y de conversión, pues nos hacen ver sobre qué está construida nuestra vida. Para quien ha eliminado a Dios de su vida, ésta se convierte en una pregunta sin respuesta, en un proyecto imposible, en un caminar hacia ninguna parte. Para quien esté fundamentado en Dios, aún los sufrimientos se pueden vivir de otra manera positiva. Pero también existen otras maneras de explicar en dónde podemos apoyar nuestro descanso. Y eso lo hace poéticamente el jesuita Javier Montes, cuando escribe el poema titulado «Solo Tú»: «Porque nuestros proyectos se desmoronan y fracasan y el éxito no nos llena como ansiamos. Porque el amor más grande deja huecos de soledad, porque nuestras miradas no rompen barreras, porque queriendo amar nos herimos, porque chocamos continuamente con nuestra fragilidad, porque nuestras utopías son de cartón y nuestros sueños se evaporan al despertar. 145
Porque nuestra salud descubre mentiras de omnipotencia y la muerte es una pregunta que no sabemos responder. Porque el dolor es un amargo compañero y la tristeza una sombra en la oscuridad. Porque esta sed no encuentra fuente y nos engañamos con tragos de sal. Al fin, en la raíz, en lo hondo, solo quedas Tú. Solo tu Sueño me deja abrir los ojos, solo tu Mirada acaricia mi ser, solo tu Amor me deja sereno, solo en Ti mi debilidad descansa y solo ante Ti la muerte se rinde. Solo Tú, mi roca y mi descanso».
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52. El sufrimiento, ¿es malo?
Se oye decir que el sufrimiento, en sí, es malo. Algo así como cuando decimos que hace mal tiempo. Con frecuencia confundimos lo que es bueno y es malo según algo me guste o me desagrade. Nos gusta la primavera, su verde brillar de las hojas nuevas, el movimiento de los pájaros, la explosión de colores y perfumes que llenan el mundo de alegría. No nos gusta tanto el invierno, que barre las hojas de los árboles, donde queda solo el tronco, cuando creemos que todo se va perdiendo. Pero el invierno no es malo para la siembra, ni es mala la poda de los árboles. Tanto el invierno como la poda son necesarios, aunque nos hagan sufrir o no nos gusten. Es, sobre todo, en invierno cuando llueve y se nos proporciona el agua tan necesaria para la vida. Esa agua que recogemos en los pantanos, pues nos será necesaria para los tiempos que llamamos buenos. Acertadamente, Nubia Siqueira, el 11 de Marzo de 2015, en uno de sus blogs, Comportamiento, afirmaba que aunque la primavera era su estación preferida el invierno le trajo un nuevo descubrimiento: el comprender que muchas flores y frutos, en realidad, surgían en el invierno. En invierno, la baja iluminación aliada a las temperaturas bajas, lastiman tanto a las plantas y a muchos árboles, que quedan desnudos. Para no morir, dejan a un lado la belleza, dejan caer cada hoja, protegiendo apenas lo que es esencial para sobrevivir. Siguen el ciclo de la vida: perder para ganar. En pocos meses en el árbol podrán nacer de nuevo hojas, flores y frutos. Sigue diciendo que entendió que sin el frío de invierno no hay flores, frutos y la continuación de los especímenes de la flora. El caos que se instala en invierno tiene un propósito específico. Exige de ellas un gran esfuerzo que hace que se renueven cada año. Si estamos viviendo el invierno del sufrimiento, no tenemos por qué tener miedo. No vino para matarnos. No sabemos lo que hacen nuestros días grises y nuestras noches 147
largas, pero debemos creer que, de alguna forma, cooperan para nuestro bien. Es tiempo de dar prioridad a lo que realmente es importante en nuestra vida. Las raíces y la savia de un árbol es lo más importante para un árbol. Y es cosa curiosa que ambos no sean visibles. En los días difíciles de sufrimiento, es bueno profundizar en nuestras raíces y en nuestra savia. Profundizar en eso oculto que llevamos en nuestro ser y que el activismo nos impide visualizar. En la vida, así como en la naturaleza, el invierno siempre llega. Quien no está dispuesto a perder, no puede ganar. No deberíamos actuar ante el dolor dejándonos llevar solo por los sentimientos; o viniéndonos abajo por la magnitud de los problemas. En el sufrimiento, a cada uno de nosotros, se dirige aquella invitación: «Pon la vela grande en el palo de mesana y, saliendo de los puertos en que vegetas, boga hacia la estrella más lejana, sin reparar en la noche que te envuelve» (E. Mounier). El sufrimiento vivido desde Dios, nos enseña a creer en Dios de manera diferente. Porque el confiar en él, a pesar de todo, nos descubre un horizonte nuevo.
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53. No hay rosas sin espinas
Cuando seas «ungido» con el sufrimiento, se te ofrece el privilegio de poder decir del modo más sincero a Dios: ¡Ahora y así, te quiero! Entonces comprenderás qué es amar por amor; y en lo más hondo de ti nacerá la paz y la alegría, aún en medio de la herida. Toda poda es dolorosa, pero eficaz. Todo sufrimiento es una gracia de Dios. Una gracia que no comprendemos. Un signo que no sabemos interpretar, porque nos creemos unos desgraciados e inútiles y él permite el dolor para que seamos más valiosos en el momento de la cosecha. En las pruebas, el reto constante es fiarse de Dios o abandonarlo. Si le abandonas, él te puede comprender y compadecer. Pero si apuestas por él, conocerás una felicidad y paz profundas y sabrás sonreír a través de las lágrimas. La aceptación de esa poda no es fácil, pero es necesaria para que el árbol dé fruto mejor. ¡Qué poco vale el sufrimiento si, en vez de aceptarlo, pasamos el tiempo pidiendo a Dios que nos lo quite! Algo de esto le pasó a san Pablo: «Pues bien, para que no me envanezca, me han clavado en las carnes un emisario de Satanás que me abofetea. A causa de ello rogué tres veces al Señor que lo apartara de mí. Y me contestó: te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad. Así que muy a gusto presumiré de mis debilidades, para que se aloje en mí el poder de Cristo. Por eso estoy muy contento con las debilidades, insolencias, necesidades, persecuciones y angustias por Cristo. Pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12,7-10). Es un bello ejemplo de una oración que, nosotros diríamos, no es escuchada por Dios. ¿Dónde queda la invitación de Jesús: «Pedid y recibiréis»? Pero Pablo, a partir de esta experiencia, nos dirá que «no sabemos pedir como conviene» (Rom 8,26), pues pedimos lo que querríamos que nos sucediese, y no lo que deberíamos pedir. Sin ese sufrimiento, que Dios no le quitó, Pablo no hubiese entendido lo que Dios le quería enseñar. Dios no le redujo la carga de sufrimiento, sino que duplicó las fuerzas
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para llevarla. Pablo va a comprender en esa oración que Dios no le concede lo que pide, que la debilidad es el terreno donde Dios actúa y se manifiesta con su fuerza. Ahora Pablo está contento con su debilidad y sufrimientos por Cristo, porque: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte». Cuando se vive desde la fe es cuando brota en nuestro interior una especie de oración: «Bienvenido seas, dolor de cada día, porque gracias a ti voy creciendo en el amor a Dios y a los demás». No hay rosas sin espinas. Iremos aprendiendo a mirar con humildad profunda y sincero corazón al Crucificado y, entonces, con él y desde él podremos comprender lo que nunca comprenderíamos sin él. Según expresión de Graham Greene: «Dios nos gusta de lejos, como el sol, cuando podemos disfrutar de su calorcillo y esquivar su quemadura. Por eso es querida la religiosidad bien empapadita de azúcar, bien embadurnada de sentimentalismo. Por eso están vacíos los caminos de la santidad. Por eso, cuando Dios se nos mete en casa nos quema. Por eso lo matamos sin querer comprenderle, cuando hizo la locura de bajar de los cielos y acercarse a nosotros». Se trata de estrecharnos lo más posible contra Dios, y saber que él nos ama. Él sabe cómo podemos avanzar cuando todo nos parece un muro infranqueable. La confianza en él nos orienta hacia la gracia y, así, damos un margen a Dios para que pueda modelarnos. Y es que la esperanza alarga nuestra mirada que estaba cerrada por nuestro sufrimiento. Cualquier situación puede engendrar paz, si acogemos el dolor sin perder el amor y la confianza. De ese modo, hasta el sufrimiento puede convertirse en un extraordinario trampolín para la vida, al hacernos comprender que «no hay rosas sin espinas».
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54. Ante las decepciones
Es la relación de dos discípulos de Jesús que marchan cabizbajos por el camino del desengaño, de la frustración, del abandono de todas las esperanzas. Caminan desde Jerusalén hacia Emaús. Estos hombres habían estado llenos de ilusiones y ahora apenas les queda otra cosa que el hato de sus recuerdos. ¿Para qué sirven los recuerdos cuando el corazón está paralizado? Nadie como Jesús había movilizado tantas esperanzas en Israel. Pero los escribas y los fariseos habían dado una lección tremenda a los que solo tuvieron la audacia de creer. No se puede ya hacer nada. Jesús ha sido sepultado. Se acabó todo. Es cierto que algunas mujeres habían hallado la tumba vacía y habían ido diciendo no sé qué de unos ángeles y unas apariciones celestes. Pero a Jesús nadie le ha visto. Es mejor olvidar. Es nuestra propia experiencia. También nosotros conocemos ese camino. Cuántas promesas que no han madurado en nuestras vidas, cuántos fracasos, planes que se han ido abajo, cuántas ilusiones perdidas. Esperábamos… Pero muchas cosas han sido solo ilusión, flor de un día. Y estamos de vuelta. Y nos preguntamos: «¿Es este el sendero de la vida? ¿Vale la pena vivir?». Jesús les dirá que el Mesías tenía que morir. Estaba escrito por los profetas. Pero no lo comprendieron, tanto más cuando estaban soñando en restauraciones de reinos, desquites contra el invasor romano y los primeros puestos. Ellos esperaban otra cosa y de otra manera muy distinta de como esperaba Jesús. El Mesías tenía que morir para entrar en la gloria. Y con él debían morir esas falsas esperanzas y todas esas ilusiones falsas que se habían formado de triunfalismos. Tenía que morir todo eso, para que Jesús resucitara y, con él, nuestra verdadera y única esperanza. La que no defrauda, porque es la esperanza contra toda esperanza. De modo que todos nuestros fracasos, incluyendo el de la muerte, fueran, en adelante, el desfiladero de la vida. 153
Tenían y tenemos que aprender la paciencia, que es la esperanza en traje de faena y de ningún modo una simple resignación y un derrotismo. No valen las esperanzas que alcancen solamente hasta el primer fracaso. El Mesías tenía que morir; para que Jesús estuviese a nuestro lado y nos acompañara por el camino de nuestras vidas y para compartir su pan. «Me has enseñado el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia». Alegría cristiana que no está reñida con la seriedad de la vida; porque no es alegría de los que conocen el sufrimiento y los peligros, sino de aquellos que los afrontan con esperanza. Sabemos que la vida, no obstante sus profundas contradicciones, tiene un sentido y una salida. Ya no podremos decir: «Nosotros esperábamos…». Porque hemos aprendido que la verdadera esperanza se conjuga en presente. Porque estamos convencidos de que el camino de esta esperanza no pueden recorrerlo aquellos que están de vuelta de todo, sino aquellos que creen que todos los caminos marchan hacia adelante y que Cristo está presente en todos esos caminos. El gran fallo de los discípulos de Emaús y el nuestro, es leer los acontecimientos con las lentes deformadas del pesimismo, de los prejuicios, de los dogmatismos, de las falsas seguridades. Muchas veces nuestros pesimismos y desilusiones nacen de que ignoramos el significado de los acontecimientos que solamente sabemos narrar. Pienso que no es bueno quedarse con el baúl de los recuerdos. Pienso que es inútil escarbar en el terreno para desenterrar semillas que no han dado fruto. Y mucho más inútil pretender pescar en el fondo de la corriente los restos de un naufragio. Prefiero redescubrir esta presencia y compañía de Cristo que con su amor nos va guiando por encima de pruebas y dolores, obstáculos y dificultades. Prefiero no cantar desilusiones y desesperanzas como esos dos discípulos: «Nosotros esperábamos…». Porque hemos aprendido que la verdadera esperanza se conjuga en presente.
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55. No apagar la esperanza
Todos vivimos con la mirada puesta en el futuro. Siempre pensando en lo que nos espera. No solo en eso. En el fondo, casi todos andamos buscando «algo mejor», una seguridad, un bienestar mayor. Queremos que todo nos salga bien y, si es posible, que nos vaya mejor. Es esa confianza básica la que nos sostiene en el trabajo y los esfuerzos de cada día. De pronto, el sufrimiento entra en nuestra vida sin haberlo llamado y sin haber abierto la puerta. Ese sufrimiento es como un rayo que cae en nuestra casa y apaga la luz de la esperanza. Pero cuando la esperanza se apaga, se apaga también la vida. La persona ya no cree, no busca, no lucha. Al contrario, se empequeñece, se hunde, se deja llevar por los acontecimientos. Si se pierde la esperanza, se pierde todo. Por eso, lo primero que hay que cuidar en el corazón de la persona que sufre es la esperanza. Podemos preguntarnos, pero ¿qué es la esperanza? La esperanza no consiste en la reacción optimista de un momento. Es más bien un estilo de vida, sin dejarnos atrapar por el derrotismo. El futuro puede ser más o menos favorable, pero lo propio del que vive con esperanza es su actitud positiva, su deseo de vivir y de luchar, su postura decidida y confiada. No siempre es fácil. La esperanza hay que trabajarla. No se compra en las tiendas ni en los supermercados. La esperanza no es una actitud pasiva, es un estímulo que impulsa a la acción. Quien vive animado por la esperanza no cae en la inercia. Al contrario, se esfuerza por cambiar y aminorar la realidad sufriente. Quien vive con esperanza es realista, asume los problemas y las dificultades propias y las de los demás, pero lo hace de una manera creativa, dando pasos, buscando soluciones, y contagiando confianza. ¿Cómo trabajar la esperanza? Lo primero es mirar hacia adelante. No quedarnos en lo que ya pasó. No vivir de recuerdos y nostalgias. No quedarnos añorando un pasado tal
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vez más dichoso, más seguro y menos problemático. Es ahora, en medio de nuestro dolor, cuando hemos de vivir afrontando el futuro de manera positiva. No olvidemos que la esperanza no se sostiene en el aire. Tiene sus raíces en la vida. Por lo general, las personas viven de pequeñas esperanzas que se van cumpliendo o se van frustrando. Hemos de valorar y cuidar esas pequeñas esperanzas, pero el ser humano necesita una esperanza más radical e indestructible, que se pueda sostener cuando toda otra esperanza se hunde. Así es la esperanza en Dios, último salvador de ser humano. Cuando caminamos cabizbajos y con el corazón desalentado, hemos de escuchar esas inolvidables palabras de Jesús: «Alzad vuestra cabeza, pues se acerca vuestra liberación». Es preciso levantar la cabeza y no embotar nuestra mente en el vicio, las distracciones, el dinero. Las evasiones no producen el resultado deseado, y seguimos matando la esperanza y estropeado la vida de muchas maneras. Cuando en una sociedad se tiene como objetivo casi único de la vida la satisfacción ciega de las apetencias y se encierra cada uno en su propio disfrute, allí muere la esperanza. Todo lo dicho de la positividad de la esperanza se llega a entender a través del sufrimiento y de las pruebas, y por gracia de Dios. Si nos abandonamos en el misterio del dolor con humildad y espíritu de escucha, en el amor recíproco, paciente y perseverante, seremos capaces de, a pesar de nuestros sufrimientos y del dolor de los demás, mantener la esperanza.
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56. Fiarse de Dios
Confiar en Dios en el dolor no solamente queda escrito en el pasado a través de los salmos y personajes bíblicos, sino también en personas modernas que escriben como José María Pemán. Transcribo su poema «Resignación»: «¡Bendito seas, Señor, por tu infinita bondad; porque pones con amor sobre espinas de dolor rosas de conformidad! ¡Qué triste es mi caminar!... Llevo en el pecho escondido un gemido de pesar, y en mis labios un cantar para esconder mi gemido. Tú solo, Dios y Señor. Tú, que por amor me hieres; Tú, que con inmenso amor pruebas con mayor dolor a las almas que más quieres, Tú solo has de saber; que solo quiero contar mi secreto padecer quien lo ha de comprender y lo puede consolar. ¡Bendito seas, Señor, por tu infinita bondad, porque pones con amor, sobre espinas de dolor, rosas de conformidad!... Será el dolor que viniere en buena hora recibido. Venga, pues que Dios lo quiere… ¿Qué me importa verme herido si es mi Dios el que me hiere? Yo no me quejo, Señor; yo sé que es goce el dolor 157
si se sufre por amar, y el padecer es gozar si se padece de amor. Yo quiero sufrir, Señor; quiero por amor gozar la dulzura del dolor; quiero hacer mi vida altar de un sacrificio de amor. Vivir sin penas de amores es triste vivir sombrío, como el del agua de un río que, sin árboles ni flores, va por un campo baldío. Vida, la falsa alegría yo no te envidio, que el día que fuere mi vida así temblando de horror diría; ¡Dios se ha olvidado de mí! No huyáis penas y dolores con flaqueza de cobarde, ni busquéis falsos amores, que mueren, como las flores, en el morir de la tarde. Saber sufrir y tener el alma recia y curtida es lo que importa saber; la ciencia de padecer, es la ciencia de la vida. Por eso, Dios y Señor, porque por amor me hieres, porque con inmenso amor pruebas con mayor dolor a las almas que más quieres; porque sufrir es curar las llagas del corazón; porque sé que me has de dar consuelo y resignación a medida del pesar; por tu bondad y tu amor, porque lo mandas y quieres, porque es tuyo mi dolor…, ¡bendita sea, Señor, 158
la mano con que me hieres!».
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57. Saber esperar
Muchas veces creemos que la salud es imprescindible para ir a Dios, y que la enfermedad elimina ese camino. Pero en la Biblia hay ejemplos de lo contrario, como el de Job, que pierde sus bienes, sus familiares, su salud, y ahí encuentra a Dios. Podemos leer al profeta Isaías que describe al Siervo de Yahvé, símbolo del futuro Mesías, sin brillo, desfigurado, despreciado, con sufrimientos y dolores. Y, Cristo, en la cruz, parece ser un fracasado y vencido por los poderes del mal. Y nos preguntamos ¿dónde está entonces la esperanza? Y parece que, ante el sufrimiento, solo el silencio sea la respuesta a muchas preguntas sin respuesta. Es cierto que la tumba de Cristo podría parecer el punto final de la aventura humana. Conocemos, y no podemos olvidar, aquel día esencial del Sábado Santo, de sentido incierto, de preguntas sin respuesta, en el que murió la esperanza vacilante de los discípulos de Jesús. Mereció la pena vivir aquel tiempo de humillación y de prueba sin desanimarse. Es en esa profundidad de la angustia y de la noche donde nació el gozo de Pascua. Cristo resucitado nos vino a decir que ni el sufrimiento ni la muerte tienen la última palabra. ¿Qué estadísticas hubiesen dado algo positivo al Viernes Santo? Solo uno de los doce estuvo presente en el Gólgota. La Resurrección no entraba en ninguna estadística. Cuando sufrimos, solo estamos en el Viernes Santo. Es preciso esperar hasta el Domingo de Resurrección. Eso lo entendió bien san Pablo cuando, en su segunda carta a los Corintios (2 Cor 7,18), hace el balance de su experiencia. Tiene conciencia de vivir el misterio pascual de muerte y resurrección, más exactamente es el misterio que vivió en ese momento. Las pruebas de su vida a las que hace alusión son aquellas que nosotros tenemos tendencia a considerar como al margen de nuestro propio misterio pascual. Pablo asume todo su sufrimiento con espíritu de fe. Para él esos sufrimientos no son ajenos a ese
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tesoro que en nuestro interior aumenta sin cesar, en ese vaso sin valor que él se considera ser. Muchas veces, para nosotros, esas cruces que nos hunden son consideradas como elementos sin ningún valor. Para Pablo, vienen a entrar en el vaso de barro que somos y pueden producir un tesoro. Este pasaje sobre la vida del creyente es como una prolongación del misterio de la pasión y resurrección de Cristo, que es nuestro tesoro. Pero la pasión se asienta en la debilidad humana y se agudiza con el misterio. Con todo, la pasión no nos aniquila, gracias a la fuerza de la resurrección. El sufrimiento humano, vivido desde la fe, es participación, prolongación y manifestación continua de la pasión de Cristo. Por eso, los sufrimientos redundan en vida para las personas que saben esperar. Y esa eficacia presente confirma la esperanza de la resurrección futura. Tal convicción engendra confianza e impulsa a luchar ante la adversidad. En un mundo actual fundamentado en la rapidez y en el momento, estamos perdiendo la actitud de saber esperar. Pero, tal vez, deberíamos pensar que la madre encinta sabe esperar el ritmo biológico y que el nacimiento futuro de su hijo/a es lo que pone un horizonte de esperanza a los sufrimientos y molestias por las que está pasando. Lo mismo le pasa al agricultor al que el horizonte de la cosecha futura le enseña a saber esperar y a aceptar las dificultades y sufrimientos que comporta la siembra y el cultivo. Necesitamos vivir desde la fe para saber esperar, aún en medio de nuestros sufrimientos. Y eso es llegar a poseer esa sabiduría evangélica que el mundo ignora.
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58. Saber escuchar
No están habituados nuestros oídos a escuchar palabras como estas de Jesús: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto». Nosotros pensamos que lo único que puede construir positivamente nuestra vida es la fuerza, el trabajo, que todo nos salga bien, que no suframos. Por eso, nos preguntamos: ¿qué pueden aportar de bueno y positivo a nuestra existencia, la enfermedad, el sufrimiento, la desgracia o el fracaso? Pensemos, por ejemplo, en esa experiencia de la enfermedad que todos podemos sufrir, tarde o temprano, en nuestra propia carne. La enfermedad y el dolor se nos presentan como algo totalmente malo y negativo. Una fatalidad absurda e injusta que echa por tierra todos nuestros proyectos. Sin embargo, los mismos científicos nos advierten de que la enfermedad no es siempre algo dañoso. Puede ser también la reacción sabia del organismo, que emite una señal de alarma para que la persona se cure de heridas y conflictos profundos, reorientando su vida de forma más sana. En cualquier caso, la enfermedad puede ser una experiencia de crecimiento y renovación, si el enfermo acierta a vivirla de manera positiva. Y es José Antonio Pagola el que, en uno de sus libros, El camino abierto por Jesús, nos da algunas sugerencias para vivir el dolor de manera positiva. «La enfermedad grave rompe nuestra seguridad. Vivimos tranquilos y sin problemas y de pronto nos vemos obligados a dejar el trabajo, detener nuestra vida y permanecer en el lecho. Entonces llegan las preguntas: ¿por qué me sucede esto a mí? ¿Me curaré? ¿Podré hacer de nuevo mi vida de siempre? Al enfermar comprobamos que nuestra vida es frágil y está siempre amenazada. Si estamos atentos, escucharemos que la enfermedad nos invita a apoyarnos en algo o en Alguien más fuerte y seguro que nosotros. Al mismo tiempo, en esas largas horas de silencio y dolor, el enfermo comienza a revivir recuerdos gozosos y experiencias negativas, deseos insatisfechos, errores y 162
pecados. Y surgen de nuevo las preguntas: ¿esto ha sido todo? ¿Para qué he vivido hasta ahora? ¿Qué sentido tiene el vivir así? Es el momento de reconciliarse consigo mismo y con Dios, confesar los errores del pasado y acoger en nosotros la paz y el perdón. Pero la enfermedad nos ayuda además a abrir los ojos y ver con más lucidez el futuro. Al caer muchas falsas ilusiones, el enfermo empieza a descubrir lo que de verdad es importante en la vida, lo que no quisiera perder nunca: el amor a las personas, la libertad, la paz del corazón, la esperanza. Es el momento de reorientar nuestra vida de manera más humana. Intuimos que nos irá mejor». De lo anteriormente dicho caemos en la cuenta de que pasarán los días y las noches. El organismo se curará o, tal vez, caerá en un proceso incurable. Pero, siguiendo a Cristo, más de uno podrá descubrir que el grano que muere da fruto, y que el sufrimiento puede purificar, y la enfermedad puede conducir a una vida más sana. Las pruebas de diversa índole no tienen término aquí abajo y parece como si la muerte viniese a sellarlas con su sello. Pero todo sufrimiento aceptado desde la fe y el amor es como un pasadizo en la noche, que es útil para dar una mayor agudeza a nuestra mirada. Hay un llorar de los ojos que los purifica y los hace más limpios. Sufrimientos de la vida que pueden ser resumidos en la palabra «noche», pero a la que una actitud positiva interior es capaz de hacer desembocar en una visión más profunda todavía del misterio de Dios.
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59. No solo es feliz el que está sano
Cuando uno está enfermo, enseguida suele extenderse la noticia: tiene cáncer, tiene artritis aguda, le falla el corazón… Y lo primero que se nos ocurre, ante tal noticia, es rezar para que se cure. Y la pregunta que nos podemos hacer es la siguiente: ¿ese rezar es la única solución deseable? Tal vez si lo hacemos es porque creemos que únicamente se puede ser feliz teniendo buena salud. Hay, sí, que rezar para que se cure, pero mucho más hermoso sería rezar para que nuestro amigo consiguiera ser feliz a pesar de estar enfermo y sufrir. Jesús no dijo: «Dichosos (felices) los sanos y los que tienen éxito y buena salud», sino, «Dichosos a pesar de ser pobres y a pesar de ser perseguidos y sufrir». En el fondo, pidiendo que se cure lo que deseamos es que pueda ser sano como nosotros; olvidamos que, tal vez, su enfermedad puede ser realmente una ocasión extraordinaria para la profundización, para el descubrimiento de ciertas realidades esenciales, o para una verdadera oración. Lo que nosotros tenemos que rezar es para que sea feliz a pesar de su sufrimiento. Pero además de rezar deberíamos rodearlo de cariño, visitarle o escribirle, enviarle regalos. Así, podemos conseguir que se sienta querido como no lo ha sido nunca. Lo importante no es, pues, conseguir para alguien la salud o unos cuantos años más de vida, sino ayudarle a descubrir cuanto antes una verdadera vida, una vida tan rica en fe y en amor dado y recibido que pueda ser feliz a pesar de su enfermedad y dolor. Porque se puede ser feliz a pesar de la enfermedad, de la minusvalía, de la pobreza, de las dificultades…, si uno ha descubierto algo lo bastantemente bueno como para poder soportar su dolor, si ha encontrado a Alguien que le ame lo suficiente como para hacerle sobrellevar sus pruebas, si ha encontrado suficiente fe y amor para poder vivir su enfermedad y sus sufrimientos hasta las últimas consecuencias. Jesús no rezó para quitar el sufrimiento de sus discípulos, sino que les infundió fuerza para sobrellevarlo. Cuando sus apóstoles estaban turbados y afligidos, les dirá: 164
«Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo (…) volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá quitar vuestra alegría» (Jn 16,19-24). Jesús se da cuenta de cuán profundamente desanimados están los apóstoles por el giro absolutamente imprevisto y doloroso que está tomando aquella pascua; y entonces se esfuerza en infundirles ánimo. Ve la necesidad que sienten de ayuda y de valor. Pero no hace nada por minimizar la prueba que les aguarda; sino que les hace comprender que su triunfo radica precisamente en el hecho de que, al aceptar todas las dolorosas consecuencias de la ruptura del hombre con Dios, Jesús transformó ese sufrimiento en auténtico medio capaz de sanar la ruptura y de acceder más plenamente a la amistad con Dios. Quien sufre con Cristo y como Cristo, experimenta cómo su tristeza se convierte en gozo. La muerte salvífica de Cristo ha transformado el propio significado y la propia función de la muerte, que se ha convertido en la puerta de acceso a una vida más plena y satisfactoria. Toda situación sufriente será de hecho una oportunidad o un tremendo inconveniente, según que lo enfoquemos positiva o negativamente. Qué bien lo expresó Dietrich Bonhoeffer, aquel pastor protestante y teólogo luterano que participó en el movimiento de resistencia contra el nazismo y fue ahorcado por los nazis el 9 de abril de 1945, cuando escribió: «Reina en mí la oscuridad, pero en ti está la luz. Estoy solo, pero tú no me abandonas. Estoy desatendido, pero en ti está la ayuda. Estoy intranquilo, pero en ti está la paz. La amargura me domina, pero en ti está la paciencia. No comprendo tus caminos, pero tú sabes el camino para mí». El sufrimiento no necesariamente aparta de Dios, sino que puede acercarnos más a él. Todo depende de la actitud que tengamos ante el dolor. Se trata de ver el sufrimiento desde los ojos de Dios.
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60. Dichosos los que lloran
Leyendo las bienaventuranzas proclamadas por Jesús, siempre chocaba mi razón contra la bienaventuranza que afirma: «Dichosos los que lloran». Y fue a partir de unas ideas de Louis Évely, en su libro Cada día es un alba, cuando la luz del alba iluminó mi mente. El autor afirma que el mundo sufre y no es consolado; y que son muchos los que lloran y no han de reír jamás. El sufrimiento y el mal siempre serán un misterio que escandalice a la razón y ponga a prueba la fe. Es inútil tratar de explicarlos únicamente apelando al pecado del hombre. Por supuesto que la responsabilidad de este es grande, pero ya antes del pecado el mundo había sido creado de manera que incluyera la lucha por la vida y, consiguientemente, la muerte. Hemos de admitir a la vez la horrorosa realidad del mal y la extraordinaria presencia del bien y de la belleza. Más que una explicación, lo que Jesús nos ha ofrecido es un consuelo: «porque ellos serán consolados». Nos revela que también Jesús sufrió el mal; que también Dios lucha contra el mal; que también Dios es misteriosamente débil frente al mal, pero, a pesar de todo, lo supera y lo vence con toda la fuerza de su amor. Dios es aquel que ama lo bastante como para consolar a los que lloran, no transformando sus lágrimas en risas a golpe de varita mágica, sino enseñándoles a amar como ama él, hasta lograr que su amor inunde todo el sufrimiento. Dichoso, ante todo, el que es incapaz de ser feliz a bajo costo. Dichoso el que sabe que el mundo está enfermo, que el vivir es difícil y que el hombre está herido. El sufrimiento puede hacer que brote una luz; pero esa luz puede servir para rebelarse y endurecerse y, por supuesto, no conduce necesariamente a la virtud, aunque sí desvela siempre una verdad. Si el mayor enemigo del hombre es la indolencia mental, la inconsciencia alimentada, la distracción perpetua, es preciso reconocer que la muerte y el sufrimiento
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son los dos únicos obstáculos inevitables que le obligan a ponerse en tela de juicio, a reflexionar y a preguntarse por el sentido de su vida y por la manera de eternizarla. Leyendo esas ideas me vino al recuerdo la actitud de aquel padre que pasaba las noches junto a la cama de su hijo enfermo, a fin de consolarlo y hacer que su mujer descansara, para que ella le atendiese durante el día, cuando él tenía que ir a trabajar. Al preguntarle si solo sentía tristeza por aquella situación me dijo: «No, porque cuando se ama de verdad también el gozo está mezclado con las lágrimas». La madurez es una sabiduría que nos permite sacar partido de nuestras experiencias felices o desdichadas y soportar nuestras carencias, gracias a la confianza en nuestros recursos interiores. No hay que buscar ni la muerte ni la cruz, pues viene hacia nosotros. Nos encontramos con ellas en el camino. Hacer como si no existieran es mentirnos a nosotros mismos. Pretender olvidarlas no es más que una ilusión. Hacerles frente no implica necesariamente hundirse en la desesperación. «Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados». No se trata de ser consolados inmediatamente. Hay que dejar al camino ser camino; y quizá tendremos que esperar nueve meses, vivir con lo que crece sin ser visto. El sufrimiento puede impedirnos muchas cosas, pero no puede impedirnos amar.
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61. Dinámicas que surgen del dolor
Me escribía una joven religiosa que, en medio de su actividad desbordante, le tuvieron que operar. En su interior surgieron interrogantes y deseos que me quiso comunicar. En primer lugar, se sintió despojada. Saber que no iba a dar clases aquel año; suspender la convivencia con los jóvenes; dejar de trabajar, le costaba mucho. Pero también comprendió que los caminos de Dios no son los nuestros. Y ese despojo es muy esencial en nuestra vida. Ya san Ignacio, en su libro de los Ejercicios Espirituales, había dicho que: «Piense cada uno que tanto se aprovechará en todas cosas espirituales, cuanto saliere de su propio amor, querer e intereses» (EE n. 189). Qué difícil se nos hace abandonar nuestras antiguas estructuras mentales, nuestras convicciones, nuestros prejuicios, nuestras actitudes y comportamientos, y abrirnos y acoger la nueva realidad que se nos ofrece y que no podemos dominar. Y es el sufrimiento vivido desde la fe el que nos hace salir, puesto que nos despoja de aquello que nos impide ser de verdad humanos. En segundo lugar, experimentó la pobreza, ya no dicha de boquilla al hacer los votos, sino como experiencia real sufriente. Pero, en esa experiencia, que parecía solo negativa, vio que había una llamada a evangelizar desde el dolor. En tercer lugar, vivió ese tiempo de dolor con una actitud de disponibilidad ante el misterio de Dios. Al hacer sus votos dijo al Señor: «Hágase tu voluntad», pero eso mismo tenía que seguir diciéndolo ahora, en moneda fraccionaria. Finalmente, al ver cómo la cuidaba y trataba su comunidad, descubrió en aquellos gestos de caridad y delicadeza cómo debía ella vivir el carisma de su vocación de religiosa de la Consolación. Así se asociaba a la pasión de Cristo. Desde un punto de vista solamente humano, en aquella operación y despojo solo hubiese visto un duelo, porque veía las cosas que iba perdiendo, las cosas que morían.
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Todo ello le costaba mucho pues, al principio, solo veía las cosas que iba perdiendo; pero la oración le fue descubriendo las cosas que iba ganando. Fue comprendiendo que lo que no se puede evitar se debe soportar. Y, si no pudiese soportarlo, tenía que aprender a asociarlo a la pasión de Cristo. A pesar del duelo que sentía por las cosas que iba perdiendo, estaba gozosa por las cosas que fue ganando. Por eso sintetizaba todo ese nuevo período de su vida, con una frase que había leído hacía poco. La frase era: «Le pedí salud a Dios para hacer grandes cosas y él me dio la enfermedad para hacerme grande».
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62. Saber convivir con el dolor
Todos tenemos que aprender a vivir con la enfermedad, con el sufrimiento. Hay que saber enfrentarse a esa realidad. Es muy importante aceptarse como personas sufrientes. Una mujer que llevaba 22 años con esclerosis múltiple afirmaba: «Yo creo que tenemos que asumir, aún bajo el punto de vista puramente humano, la enfermedad. Es cierto que no llegas nunca a asumirla totalmente, pero sí que es bueno aprender a convivir con ella. No te queda más remedio. Si estoy con ella y ella conmigo, ¿por qué me voy a enfadar si no la puedo alejar de mi casa? Aunque sea tu peor enemiga (decía riéndose), debes hacerte su amiga». Y tenía razón, porque el tener todos los días en casa a un enemigo solo te lleva a la desesperación, al mal humor, a amargarte la existencia. Y esas ideas tan sensatas expresadas por una mujer enferma, quedan avaladas por las expresiones poéticas del escritor Nino Salvaneski, cuando escribe: «Sufrir es una cadena; saber sufrir es un ala. Sufrir es bajar a la mina; saber sufrir es, arrancar a esa mina la piedra preciosa. Sufrir es izar la vela del navío; saber sufrir es arribar a la isla soñada. Sufrir es tener un libro cerrado; saber sufrir es leer la página que nos presentan. Sufrir es tener un tesoro; saber sufrir es hacerlo fecundo. El que sufre posee un capital; el que sabe sufrir lo hace fructificar. Sufrir es sembrar en medio de la tempestad; saber sufrir es cosechar a la luz del sol. Sufrir es mirar a la tierra; saber sufrir es mirar ya al cielo».
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63. Por caminos distintos
Tenemos que comprender que el dolor es la simiente más universal. En la finca de nuestra vida, en los surcos de nuestro barro, se aloja esa semilla. La vida tiene forma de cruz, y muchos momentos serán como las estaciones del Vía Crucis. Es inútil huir de la cruz, porque para ello hay que dejar de ser persona. Son casi infinitas las veces que hemos hecho la señal de la cruz; pero ahora debe ser distinto. Ya, más que hacerla, caemos en la cuenta de que la tenemos. Si soy cristiano, en la hora de la muerte llevaré una cruz en mis manos, ¿por qué no la había de llevar en vida? Se trata de ver qué hacemos con esa semilla del dolor y si trabajamos para que fructifique de manera positiva. Se nos olvida poner en esa cruz a Cristo; y una cruz laica, sin Cristo y sin amor a Dios, es absurda y difícil de aguantar. Una cruz sin Cristo, no tiene sentido y no fructificará sino en rebelión y amargura. Desde que Cristo entra en una cruz, ya el dolor no solo es nuestro, ni está vacío, pues se sufre acompañado. Nuestro despiste es que siempre exigimos a Dios una prueba distinta a la que él nos da. Ya los escribas y fariseos se burlaban de Jesús que estaba crucificado y le pedían: «¡Anda!, si es verdad que eres el Hijo de Dios, baja de la cruz y creeremos en ti». Nosotros también le pedimos a Cristo que nos baje de la cruz, para que creamos en su amor. Pero no se pueden ni deben poner condiciones para creer. La semilla no fructifica por nuestras ideas y caminos. Esto lo aclaraba muy bien el relato anónimo que llevaba por título: «Yo había pedido a Dios», donde quedan bien claras las palabras que el profeta Isaías pone en la boca de Dios: «Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos» (Is 55,8). «Pedí a Dios la fuerza para alcanzar el éxito, pero él me hizo débil, para que aprenda a obedecer. 171
Pedí a Dios la salud para hacer grandes cosas, pero me dio la enfermedad para que pueda hacer cosas mejores. Pedí a Dios la riqueza para poder ser feliz, pero me ha dado la pobreza, para que pueda ser compasivo. Pedí a Dios el poder para ser apreciado, pero me dio la debilidad para que experimente la necesidad de él. Pedí a Dios un compañero para no vivir solo, pero me dio un corazón para que pudiera amar a todos mis hermanos. Pedí a Dios tener cosas que alegraran mi vida, pero de él he recibido la vida para que pudiera gozar de todas las cosas. Yo no he recibido nada de lo que había pedido… pero he alcanzado todo cuanto había esperado: ser entre todos los hombres el más ricamente colmado».
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64. La fecundidad del sufrimiento
Deberíamos recordar aquello del escultor. Un escultor se trajo al taller una enorme pieza de mármol blanco. Le habían encargado hacer una estatua del príncipe. Cincel en mano comenzó a golpear con el martillo el bloque de mármol. Los hijos, curiosos, miraban lo que hacía el padre. Uno de ellos le preguntó: «Papá, ¿por qué lo golpeas tan duro? ¿No te parece que lo estás rompiendo? Luego tendrás que comprar otro bloque». «No hijos. No lo estoy rompiendo, estoy buscando algo. Estoy buscando la imagen del príncipe que hay aquí dentro». Los cuentos suelen encerrar una gran filosofía. En realidad, la estatua del príncipe estaba en la cabeza del escultor, pero también de alguna manera en el mármol, informe aún. Los martillazos lo único que hacían era ir abriendo la dura corteza para que poco a poco emergiera la imagen casi como viva. ¿Se pudiera hablar aquí de la fecundidad del cincel y del martillo? Prefiero hablar de la fecundidad del mármol, pero hecho posible a través del cincel y del martillo. Nosotros llevamos infinidad de gérmenes sembrados en el alma, pero es preciso hacerlos salir fuera. El sufrimiento hace que emerja desde dentro de nosotros toda la fecundidad de nuestro espíritu. En el primer y segundo capítulo del Génesis aparece Dios, de manera simbólica, como el alfarero y escultor del hombre. En el capítulo primero se dice: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (…) y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Gn 1,26-27). Y en el segundo: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre de arcilla del suelo, sopló en él aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser viviente» (Gn 2,7). San Pablo nos dirá que a lo largo de la historia todo hombre debe ser re-creado por Dios en la persona de Cristo resucitado (cf. Ef 4,24). Muchas veces he pensado que, tal vez, el sufrimiento es el martillo y el cincel que Dios emplea para modelar su obra y hacer el hombre a su imagen. Sigo pensando que, si el mármol pudiese hablar, diría que 173
el cincel y el martillo que el escultor emplea son inhumanos. Pero sin cincel y martillo no habría imagen, sino solo mármol. El que vive el sufrimiento desde la fe llega a experimentar que la paz, como un río, va llenado su vida. El río no nace por «generación espontánea». Nace de un manantial; pero también es el resultado de luchas, de sucesos sin nombre. ¡Si pudiesen hablar las aguas! Ellas nos enseñarían que, en la perspectiva de la vida espiritual, no se nace apacible, sino que se llega, y que hace falta tiempo y luchas para pacificarse. Es cierto que Isaías dice que es Dios quien hace correr en nosotros la paz como un río (Is 66,10-14). Pero, como sucede con otros dones, es preciso que encuentre un terreno favorable. La aceptación de ser modelado. La paz correrá en nuestro interior como un río, pero en la medida que supere los obstáculos que encuentre. En nuestra vida habrá que superar los obstáculos que se oponen al plan divino. Pablo dice que está crucificado a esas fuerzas negativas. Y quien dice crucifixión dice sufrimiento. Es difícil separarse de lo que nos obstaculiza sin arrancar, al mismo tiempo, lo que nos impide ser imágenes de Dios. Pero seguimos creyendo que el escultor no tiene por qué abandonar trozos de mármol para conseguir la imagen que en su mente anida. La aceptación de ese despojo lleva la paz del cielo a ese corazón incluso roto. El gozo es como la savia que nos hace crecer. Al llegar de improviso la paz y el gozo todo son preguntas de sorpresa alborozada, pues solo ve en el sufrimiento el utensilio con que Dios nos va recreando y haciendo a su imagen.
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65. Transfigurados por el dolor
Quisiera traer aquí lo escrito por Emmanuel Mounier ante la irreversible enfermedad de su hijita. Donde aparece cómo se puede ver el sufrimiento con una actitud positiva. Es muy hermoso ser cristianos por la fuerza y la alegría que esto da al corazón, por la transfiguración del amor, de la amistad, de las horas y de la muerte. Y, después, se olvida la cruz y la noche de los olivos. Nada se parece más a Cristo que la inocencia sufriente. El 28 de agosto de 1940 Mounier escribe con mirada retrospectiva: «Me acuerdo de mis llegadas con permiso a Dreux, a Arcachon, con qué angustia la última. Sentía acercarme a esta cuna sin voz como a un altar, como a algún lugar sagrado donde Dios hablaba como por un signo. Una tristeza penetrante y profunda; profunda, pero ligera y transfigurada. Y alrededor de ella una adoración, no tengo otra palabra. Nunca he conocido de forma tan intensa el estado de plegaria como cuando mi mano le decía cosas a esa frente que no respondía nada, cuando mis ojos se arriesgaban hacia esta mirada distraída, que llevaba lejos, lejos por detrás de mí, no sé qué acto emparentado con la mirada, un acto que miraba mejor que la mirada. Misterio que solo puede ser de bondad; me atreveré a decir: una gracia demasiado grave, una hostia viva entre nosotros, muda como la hostia, resplandeciente como ella. ¿Qué quiere decir para ella “ser infeliz”? ¿Quién puede decirnos que ella lo es? ¿Quién sabe si se nos ha pedido que guardemos y adoremos una hostia entre nosotros, sin olvidar la presencia divina bajo una pobre materia ciega? Mi pequeña Françoise, tú eres para mí la imagen de la fe. Aquí abajo la conoceréis en enigma y como en un espejo. Tantos inocentes desgarrados, tantas inocencias pisoteadas; esta niña inmolada día a día constituye quizá nuestra presencia en el horror del momento. Françoise, hija mía, sentimos que una historia interviene en nuestro diálogo; resistimos a las formas fáciles de la paz firmada con el destino, seguir siendo tu padre y tu madre, no abandonarte a nuestra resignación, no acostumbrarnos a tu ausencia, a tu 175
milagro; darte tu pan cotidiano de amor y presencia, proseguir la plegaria que tú eres, reavivar nuestra herida, que es la puerta de la presencia, permanecer contigo». Me gusta leer y releer esas palabras de un corazón de padre transfigurado por la fe y por el amor. En su escrito no hay lamentos, no hay desesperación, no hay quejas, sino la mirada del sufrimiento, en actitud positiva, que da la fe. La presencia de su hija enferma se convertía en plegaria y hacía que mirase mejor que con la simple mirada. No tenía nada fácil el ver en su hija enferma la presencia divina, «como una hostia viva entre nosotros, muda como la hostia, resplandeciente como ella». Nada fácil ver en el sufrimiento de su hija la imagen de la fe. Era Dios quien alimentaba en él una esperanza indestructible, cuando la vida parecía apagarse para siempre. Su fe le hacía ver algo más profundo que lo que veían sus ojos, ya que le fe es una conversión espiritual de la mirada. Ese padre, cuyo corazón estaba lleno de dolor y enigmas, nos hace comprender que aún las experiencias más negativas y dolorosas pueden ser vividas de manera esperanzada.
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66. Una parábola iluminadora
¿No parece atrevido hablar al afligido y al que sufre? Pienso que solo lo debe hacer aquel que ha sufrido en su propia carne. El que es feliz hará bien en compartir su risa, pero ella no parará jamás las lágrimas del corazón herido. Quien ha sabido aceptar serenamente sus heridas es capaz de levantar al que está curvado sobre la cruz. Por eso, Jesús, que sufrió mucho, nos habló del sufrimiento y de cómo deberíamos enfrentarnos a él. Jesús decía que el Hijo del Hombre tenía que sufrir y padecer mucho; y que era necesario que sufriera y, así, entrar en su gloria. Los discípulos de Jesús habían seleccionado los datos triunfales, y a ellos conformaron su imagen del Mesías. Soñaban con un Mesías solo glorioso, y no sufriente. Pero Jesús les fue enseñando otros datos: los del Siervo que sufre (Is 49,4-7); y los orantes anónimos de los Salmos (Sal 22; 38; 69). Todos ellos hablaban de sufrimiento, de desamparo, de soledad, de dolor y muerte. Con todo ello, Jesús tampoco quiso presentar un Mesías solo doloroso, sino que unió pasión y resurrección. Jesús muerto y resucitado será en adelante la clave de la inteligencia de la Sagrada Escritura. Jesús que ha sufrido, muerto y resucitado, puede irradiar su luz sobre el dolor humano. Hoy quisiera recoger una de sus parábolas a este respecto. Lo recoge san Juan en su Evangelio: «La mujer cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero cuando da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre» (Jn 16,21). La parábola del parto es la parábola más bella de la fecundidad del sufrimiento. La mujer que da a luz sabe que sus sufrimientos son causa de vida y, cuando experimenta esa vida y la abraza en su seno y en sus brazos, ya no se acuerda del sufrimiento. Esa imagen era muy conocida en el judaísmo en tiempos de Jesús. Esos dolores de parto representaban el período de dificultades, de angustia, de luchas, en que se debatiría 177
el pueblo de Dios antes de la llegada del Reino. Se les llamaba también dolores mesiánicos. Durante el embarazo, la mujer sufre mucho; pero esos sufrimientos los acepta por la ilusión del nacimiento de su hijo/a. No se fija solo y exclusivamente en los dolores por los que ha pasado. Por eso, Jesús anuncia a sus discípulos que no se alarmen ante el sufrimiento y tempestades dolorosas. Eso tiene que ocurrir, pero todavía no es el final. Es un camino, pero no es la meta. Por eso Jesús les invita, y nos invita, a no desanimarnos, sino a perseverar. Dolores de parto. Dolores reales, es verdad, pero dolores llenos de fecundidad, cargados de esperanza, de los que nace una vida. El cristiano está llamado a participar en la herencia gloriosa de Cristo, pero el sufrimiento es el paso previo a esa participación. Vivimos en el Espíritu, pero aún no se ha realizado la plena redención de nuestro cuerpo. Nuestra humanidad herida es también camino de santidad, camino hacia el gozo del Reino. La única respuesta al sufrimiento es la búsqueda de un posible sentido. Solo cuando descubrimos que el sufrimiento ha sido ocasión para muchos bienes estamos dispuestos a aceptarlo sin rebeldía. La aflicción se convierte en gozo. Del horror de la cruz nacerá, con la resurrección, la «nueva humanidad» que llenará a los creyentes de gozo. La naturaleza gime entre el dolor y la esperanza.
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67. Oportunidad de renacer
La escritora Aline Nardone escribió, bajo el pseudónimo de Alicia Reyes, un libro titulado Lumière dans le temps, en el que relata su conversión. De la conversación con ella de Bertrand Révillion, quisiera entresacar algunas ideas que nos ayuden a comprender más profundamente cómo podríamos vivir mejor nuestro sufrimiento. Cuenta que su vida, como la de tantos otros, fue feliz y dolorosa. Recibió mucho amor y felicidad, y aprendió a vivir «en el paraíso». Pero también conoció las horas sombrías, incluso, algunas veces, destructivas. Tuvo que afrontar la pobreza, la soledad, el hambre, las rupturas afectivas. Le sucedió el encontrarse en la calle sin saber de qué estaría hecho el mañana. Pensó en suicidarse, creyó que se volvía loca. Afirma que tuvo su lote de sufrimientos, como tantos otros. Pero sin duda tuvo que pasar por todo eso a fin de renacer. Fue comprendiendo, en el dolor, que es inevitable la lucha espiritual, porque hay muchas fuerzas que trabajan para apartarnos de nuestro camino verdadero. El mal trabaja en todas partes con el fin de impedirnos el que la vida exista en nosotros. En alguna parte de su libro escribe: «Pasión gozosa del amor, pasión dolorosa de la cruz que, inevitablemente, se presenta a nosotros». Combate que no se gana en un día. Afirma que, mientras no dejemos a Dios las manos libres, para ser invadidos por Dios y modelados por él, la lucha es terrible, imposible de ganar. Cuando se le deja entrar, la vida (aunque siga siendo difícil) queda iluminada de un día totalmente nuevo. Cuando se vive desde Dios, incluso la vida herida, precaria, se simplifica; queda iluminada por dentro. Amando el mundo, veía que lo mundano nos puede hacer daño, pues hay actitudes y maneras de pensar que nos cortan de nosotros mismos, a fin de desviar nuestra interioridad y borrar en nosotros toda dimensión del espíritu, lo cual es propio de toda persona.
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Lo mundano es querer vivir de apariencias, de carreras por el tener, de ruido permanente. Y el sufrimiento nos lleva a ese silencio interior tan raro en nuestros días y, sin embargo, esencial para nuestro crecimiento humano y espiritual. Si nos fijamos en el mensaje que vehiculan sus palabras, nos daremos cuenta de que para ella es necesario pasar por el sufrimiento a fin de renacer a esa fe verdadera que no existe si no dejamos a Dios que nos vaya modelando por sus caminos y no por nuestros deseos. Para ella, el sufrimiento nos va despojando de las alienaciones en que vivimos. Para ella, no es fácil salir del egoísmo, el desamor, la indiferencia, o la insolidaridad. Y es el sufrimiento, vivido desde Dios, quien nos hace renacer. Cuando se vive desde Dios, incluso la vida herida queda iluminada desde dentro.
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68. Aprender el lenguaje de la cruz
Me escribe una persona contándome su dolor, contándome sus penas. Su contenido me ha iluminado la actitud que debemos tener ante el sufrimiento. Y aunque su escrito no tiene título, el que aparece en este capítulo es el título que yo lo he puesto. El escrito reza así: «Señor, me sigues despojando y la cruz se hace más cruda y más dura. No entiendo nada y, a veces, es difícil asumir, aceptar cómo se caen las hojas de los sueños de trabajos y actividades y de multitud de proyectos. Siento tu silencio y tu presencia que conforta de manera misteriosa. Y, así, desnuda, pobre, limitada y débil, me enseñas el lenguaje de la cruz. He aprendido más el dolor de los enfermos; la soledad que a veces se experimenta; la pobreza de no poder hacer muchas cosas; la humildad de dejarte hacer, a veces, no como te gustaría. Sientes también el calor de una sonrisa, de un abrazo o de una llamada amiga. El valor de la comunidad que se muestra atenta y detallista. La mano amable de quien te sirve cada día con delicadeza. Sin hacerte sentir enferma, sino con mucha dignidad. Y sientes que a pesar de que se desvanecen muchos sueños, Dios te abre horizontes: la oportunidad de participar con el sufrimiento en el misterio de la redención; el valor de la vida en sí, de la persona, no por las tareas que pueda hacer. Sientes la presencia callada de Dios, acompañándote en el dolor, aunque este no desaparezca, sorprendiéndote muchas veces con detalles de amor. Y te pido, Señor, la fuerza para aceptar y vivir este tiempo de oportunidad y gracia, aunque duela el corazón por dentro. Líbrame de la tentación del pesimismo y de la tristeza; del sinsentido ante no poder hacer nada; de maximizar el problema de mi dolor, cuando hay tanta gente que sufre». Pienso que esa persona nos invita a aprender el lenguaje de la cruz, de nuestros dolores y sufrimientos. Nos invita a ver el sufrimiento no como una desgracia, sino como un tiempo de gracia, en que se pueden aprender muchas cosas. Aprender a no cerrarnos en nuestros sufrimientos, sino a abrirnos a los problemas y dolores de los demás. 182
Ya, antes que esta persona, Frida Kahlo había escrito: «Amurallar el propio sufrimiento es arriesgarte a que te devore desde el interior».
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69. Modos de situarnos
Tarde o temprano, a todos nos toca sufrir. Un accidente inesperado, una enfermedad, la muerte de un ser querido, desgarros de todo tipo, nos obligan a tomar posturas ante el sufrimiento. Y, como siempre, unos se sitúan de una manera negativa y otros de manera positiva. Entre los modos negativos quisiera señalar: el «rebelarse». Es una actitud que nos parece explicable. Protestamos, nos sublevamos ante el mal. Casi siempre, esta reacción intensifica todavía más el sufrimiento. La persona se crispa y se exaspera. Es fácil terminar en el agotamiento y la desesperanza. Es cuando el corazón se llena de nubes, de desazón y falta de fe. No se sabe a dónde se va a llegar. No se acepta la realidad, aumenta el genio. Como me comentaba una persona: «Todo me molesta, el marido, los hijos, los nietos». Son personas que se rebelan contra Dios y contra todo. Le preguntan a Dios ¿por qué a ellos?, sobre todo sintiéndose buenos. Les inunda la tristeza y no tienen ganas de seguir viviendo. Otro modo negativo, sería el adoptar la postura de víctimas. Esas personas viven compadeciéndose de sí mismas. Necesitan mostrar sus penas a todo el mundo: «Mirad que desgraciado soy», «Ved cómo me maltrata la vida». Esta manera de manipular el sufrimiento nunca ayuda a la persona a madurar. Son esas personas tristes y atormentadas para las que la vida solo es cuesta arriba y que cambian el cascabel por la banda sonora de lamentaciones. La queja es el centro de su vida, Lo ven todo como una profecía auto-cumplida. Son personas centradas en sí mismas que no saben ver más allá de sí mismas. El egoísmo es la base de su personalidad: hablan de sus problemas, de sus dificultades, de sí mismos y de su mala fortuna. Viven de etiquetas mentales poco realistas. Para el psicólogo americano Albert Ellis: «No son los hechos lo que nos altera, sino la interpretación que les damos».
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Y una tercera postura negativa ante el dolor son los que se encierran en el aislamiento. Viven replegados sobre su dolor, relacionándose solo con sus penas. El jesuita Gustavo Scheifler, escribió en sus apuntes espirituales: «Los verdaderos enfermos no son los atados a la cama de un hospital, sino los atados a sí mismos. No hay peor enfermedad que la mediocridad en los corazones atascados, atrofiados. No son la cama, la parálisis, la ceguera las que recortan el alma, sino la amargura, la pequeñez de espíritu, el egoísmo. Enfermo no es el que carece de salud, sino el que carece de coraje. Los enfermos más desgraciados de todos son los que nunca estuvieron en un hospital, pero van convirtiendo sus calles, sus oficinas, casas, en hospitales mucho más tristes». Como lo comentaba un artículo del periódico El País, titulado, «Todas las personas infelices tienen esto en común»: «Mientras algunos parecen ser la alegría de la huerta, otros de la huerta solo tienen la cara de acelga».
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70. Enseñanzas del dolor
Era una religiosa española que vivía como misionera por tierras africanas. Estaba contenta y feliz. Pero empezó a sentirse mal y sin fuerzas. El primer diagnóstico que le dieron fue de metástasis en los huesos. No es extraño que en su mundo interior casi resplandeciente empezaran a proliferar las sombras; las sombras de la muerte y su misterio. Pasó momentos en los que la incredulidad iba tomando carta de ciudadanía. Pero me afirmaba que esos momentos de sufrimiento le condujeron a la aceptación de esa realidad. Fue aprendiendo que la vida está hecha de viernes santos y domingos de resurrección. Hasta entonces había vivido el lado casi exclusivo de luz. Fue aprendiendo que no hay vida sin sombras y que la luz no es el único color de la existencia. Vivió momentos difíciles, que suelen ser de purificación y en los que hay un después donde comprendemos lo que la cercanía de la prueba no nos deja vislumbrar. Fueron esos momentos de dolor los que dieron origen a la aceptación de esa realidad y a vivir con ella como compañeros. Benditas sombras y dolor que le enseñaron a reconocer a Dios vivo en lo cotidiano y en la cotidianidad. El dolor le fue enseñando que la vida está hecha de luces y de sombras; de incredulidad y aceptación. Y que es en esa mezcla de contrastes donde hay que descubrir a Dios viviente y obrando a nuestro favor. El dolor le fue enseñando que es en lo cotidiano de los días y en lo cotidiano de las cosas donde vive el Resucitado. Pero, en Madrid, el dictamen médico fue que no había metástasis en los huesos, sino tan solo tumores y quistes. Y ese segundo dictamen, siendo malo, no era tan malo como el primero. Y, así, renació la esperanza. El dolor le fue enseñando más cosas. En concreto, a ser más agradecida. En las operaciones que tuvo que soportar, se dio cuenta de la cantidad de gestos de amistad y ayuda de sus familiares, amigos y conocidos. Me afirmaba que fueron tantas las delicadezas, el cariño y las atenciones que no pudo sino sentirse agradecida; y recordar a 187
tantas personas que carecen de todo eso. Y le venían a su mente los habitantes del Malí, donde estuvo de misionera, que carecían de medios humanos, sanitarios y quirúrgicos. El dolor también le enseñó a solidarizarse con tantas personas que, como ella, pasaban por la misma prueba. Por eso, cuando empezó a tomar la quimioterapia, veía en los rostros de los hombres y mujeres que también la tomaban, sus momentos de incertidumbre, de inquietud y también de esperanza. Y se hacía cercana a ellos. Aprendió del dolor lo que es el misterio del amor, a partir de mensajes, cartas, llamadas telefónicas y pruebas de simpatía que recibía. Todo ello le llevó a comprender mejor el misterio de su relación con Dios y con los demás. Y era aquel amor el que le daba confianza, ánimo y fuerza en medio de sus sufrimientos. Finalmente, aprendió que el estar abierta a Dios y los demás era una ayuda grande para no cerrarse sobre su propio dolor, sus propias dudas, sus temores y soledad. Me decía: «Estoy en las manos de Dios que me ama. Y si la tentación de duda, desconfianza o miedo aparecen en el horizonte del corazón, esos momentos negros, sé que purifican mi corazón y que otro lleva mi vida en sus brazos. Ahora creo que aprecio más y mejor el don de la vida que se nos da gratuitamente. Amo la vida y las cosas sencillas que se me ofrecen con mayor intensidad. Vivo el hoy con confianza sin saber lo que me reserva el mañana. Y entre las sombras y el dolor brilla el sol, pues Dios me ama y acompaña. Hay dolor, pero también hay serenidad en mi alma». A primera vista podría parecer que el sufrimiento no enseña nada y que nada se puede aprender de él. Sin embargo, ya la Carta de san Pablo a los Hebreos nos habla de que Jesús «aun siendo Hijo, por lo que sufrió, aprendió la obediencia al Padre» (Heb 5,8). Larga noche la del sufrir. Pero en el dolor esa religiosa fue aprendiendo muchas cosas, tales como: ser agradecida, hacerse solidaria con los que sufren, comprender mejor el misterio del amor que nos envuelve, y no cerrarse sobre ella misma.
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71. Descubriendo caminos
Es corriente que hoy, en una cultura que propone el éxito como un imperativo, no se nos prepare para el dolor, para enfrentar la dificultad. La educación nos enseña hoy a triunfar, pero nos deja inermes para la derrota. De este modo, cualquier fracaso se hace definitivo y devastador. En su Autobiografía, san Ignacio nos hace ver cómo el saber procesar los fracasos, el tener la fuerza para resistir, es uno de los elementos más valiosos para un avance sólido. Por su propia experiencia, san Ignacio aprendió que el sufrimiento, que en algún momento le pareció ser el final de sus sueños, el final de su camino, fue de hecho el comienzo de algo mucho más profundo. Su madre murió cuando él era muy niño y fue amamantado y criado por una nodriza. Siendo aún muchacho debió dejar su hogar para ir a servir en la casa del Contador de Castilla, Juan Velázquez de Cuellar, y allí, lejos de su familia, creció como uno más. La caída en desgracia de este patrono fue un golpe muy profundo para Ignacio, para su alma caballeresca, y le produjo una honda desilusión. Eso le obligó a cambiar de señor para ponerse al servicio del Duque de Nájera. Sirviéndolo a él, cayó herido en Pamplona. Sus sueños de caballería andante, que llenaban su imaginación con leyendas de Amadís de Gaula, se desvanecieron. Con una pierna herida ya no podía pensar en el brillo de la corte. Pero ahí postrado comenzó su verdadera vida, su más profunda aventura: cambió definitivamente de Señor a quien servir. Un largo proceso en Loyola y en Manresa le hicieron soñar en Tierra Santa para vivir y morir donde había vivido y muerto Jesús a quien había descubierto en el dolor. Debe haber resultado para él difícil de entender que, llegado a Jerusalén, al lugar de sus sueños, luego de un largo discernimiento, la autoridad religiosa de los santos lugares le impidiera permanecer; y tuvo que volver a Europa en total desconcierto. 189
Comenzó entonces un largo peregrinar. Siendo ya mayor, empezó a estudiar convencido de que con eso podía servir mejor a los demás, olvidándose de sí para pensar en lo otros. No estuvo exenta de contradicciones esta nueva vida. Formó un pequeño grupo de compañeros que pronto se deshizo. La Inquisición de España se interpuso, prohibiéndole comunicar su experiencia espiritual. Con una decisión incomprensible para su edad, viajó a París, a la universidad más prestigiosa de su tiempo, y allí finalmente maduró su proyecto y se clarificó su senda. Allí se encontró con nuevos compañeros y nació la Compañía de Jesús que «tuvo a Ignacio como padre y a París como madre», como reza un letrero del lugar de Montmartre, donde los primeros jesuitas hicieron su compromiso definitivo. Nadie habría podido pensar por qué derroteros lo llevaría el Señor. Fueron caminos de dolor y sufrimiento. E Ignacio aprendió más de sus dificultades bien procesadas que de sus éxitos. Como decíamos anteriormente, san Ignacio aprendió que el sufrimiento, que en algún momento le pareció ser el final de sus sueños, el final de su camino, fue de hecho el comienzo de algo mucho más profundo. Sus sufrimientos no fueron fracaso, sino camino para descubrir lo que Dios pretendía hacer de su vida.
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72. Las dos caras de la vida
Traigo a la memoria una entrevista que le hicieron al filósofo francés Bio sobre uno de sus libros, Si solo me quedara una hora de vida. Entre otras cosas le preguntaron si el sufrimiento es el mejor o el peor enemigo de la vida. Él contestó: «ambas cosas a la vez». Y es importante subrayarlo. Hay dos caras en cada cosa de la vida: una luminosa y otra oscura. El vaso está siempre, al mismo tiempo, medio entero y medio vacío. Hay que tener en cuenta las dos caras de la moneda. Decía que algo que él reprochaba a nuestra época es la tendencia a olvidar la dimensión negativa de las cosas. Y, sin embargo, siempre hay algo positivo y negativo. Es imposible construir una felicidad perfecta en la que no haya sufrimiento, muerte, enfermedad o crueldad, lo que no significa que todo sea negro o desesperante. Sencillamente, las dos polaridades están siempre entremezcladas. Bio pensaba que la única manera de ser feliz es entender que la infelicidad es un complemento indispensable. Decir sí a la vida es decir sí a la totalidad, al disfrute, al placer, la amistad, la belleza, el amor. Pero también al odio, la traición, la crueldad. Eso no quiere decir que uno se tenga que resignar. Significa que, luchando contra la enfermedad, la miseria, la injusticia, la pobreza, el odio o la crueldad, puede hacer que disminuyan. Pero uno no puede pensar que los vaya a suprimir. Un mundo completamente luminoso es ilusorio. Seguía diciendo que uno de los defectos de nuestro tiempo, es la búsqueda constante de la felicidad. Es cierto que hay una especie de continua obligación de ser feliz. Y creía que, al no contemplar el lado negativo, es una felicidad de baja intensidad en la que no se trata de vivir grandes placeres, sino de estar en una especie de bienestar pacífico, tranquilo, es lo que él llamaba «felicidad sin». Fue leyendo a Nietzsche cuando entendió que si uno quiere una felicidad plena tiene que exponerse a grandes decepciones y sufrimientos. Si, por el contrario, uno quiere
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estar en esa felicidad de baja intensidad, no sufrirá mucho, pero tampoco disfrutará mucho. En efecto, no hay mundo sin amor, del mismo modo que no hay mundo sin odio. No decía que el amor y el odio sean una misma cosa, pero sí es importante sentir odio. Odiar la insensatez, la fealdad, el trabajo mal hecho, las injusticias, el asesinato, la barbarie… y otras muchas cosas. Y el amor es absolutamente necesario para vivir. No hay diferencia entre vivir y amar. Es lo mismo. Le parecía que se puede aprender a ser feliz, siempre y cuando intentemos no serlo. Es importante dejar de buscar la felicidad continuamente y a toda costa. Su pensamiento nos viene a decir que para ser feliz es preciso aceptar esa polaridad de sufrimiento y felicidad. Que no podemos separar ambas cosas. Como tampoco podemos querer que un día sea solamente luz u oscuridad. Sigo pensando que las polaridades son como las dos alas de un ave, que dialogan y se coordinan para crear un vuelo inédito. Nadie con una sola ala puede volar.
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73. El sabio maestro
A algunos les llamará la atención el título de esta reflexión. Y pensarán: «¡Hombre!, enseñar, enseñar… enseñan los maestros, los filósofos, los profesores, pero ¿el sufrimiento?». Ya Nicolle Carré, psicoanalista, afirmó que: «estar enfermo no es solo un signo de muerte, es también la posibilidad de un nacer de nuevo». Ella estuvo con leucemia y a punto de morir, sin embargo, afirmaba: «La enfermedad, paradójicamente, me ha abierto al don de Dios». ¿Puede enseñar el sufrimiento? Todo depende de cómo nos situemos ante él. La enfermedad y el sufrimiento, aceptados positivamente, nos llevan a aprender que no podemos madurar humanamente solos, con nuestras propias fuerzas e ideas. Toda una educación laica nos empuja hacia el sueño del poder y la autosuficiencia. Nos induce a pensar que es preciso llegar a ser «alguien», trazar nuestro camino, construir solos la vida. Pero es un engaño. Creemos poder ser nosotros solos los autores de nuestra existencia, en lugar de recibir la vida como un don. Solos, no podemos salir de nuestra fragilidad; necesitamos, en el sentido más liberal del término, de la ayuda de los otros. Cuando sobreviene una prueba, nuestra bella seguridad se fisura y Dios puede entrar por esa herida. Construir la propia vida, ¡por supuesto! Pero ya la Sagrada Escritura, los filósofos y los psicólogos están de acuerdo en aquella expresión: ¡Ay de los solos! Porque los solos, lo que construyen y alimentan es su propio egoísmo y su individualismo. Les falta esa madurez humana fruto de las luchas positivamente superadas. Les falta esa riqueza de lo diverso. Nuestro mundo y nuestra sociedad no están guiados por los grandes valores humanos, tales como: las relaciones de igualdad, de respeto mutuo, de solidaridad, de
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compasión, de servicio mutuo y desinteresado, del perdón y del amor. Más bien nuestras sociedades están dominadas por estructuras de poder y dominación; por el deseo del lucro y de la riqueza; por la desconfianza mutua y el desprecio; por la violencia y el deseo de destrucción. Es el sufrimiento, en actitud de aceptación, el maestro que nos enseña la humildad, pues el dolor quiere conducirnos a un conocimiento realista de nosotros mismos. Lo que quiere enseñarnos el sufrimiento, como maestro, es que la humildad es una herida dirigida contra nuestro propio narcisismo. Nos lleva a lo que en realidad somos, a nuestro «humus», para mostrarnos el camino de nuestra humanización y llevarnos a ser verdaderamente humanos. Nos lleva a conocer nuestra condición de creatura y los límites que eso conlleva. El sufrimiento bien llevado es un elemento esencial para la vida comunitaria. Ya el Nuevo Testamento hace resonar constantemente la llamada a: «revestirse de humildad en las relaciones mutuas» (Col 3, 12); y a «estimar, a los otros, por amor, como superiores a nosotros» (Flp 2,3); y a «no complacerse en el orgullo, sino a ser atraídos más bien por aquel que es humilde» (Rom 12,16). El maestro sufrimiento nos enseña que la edificación comunitaria no es sino el compartir las debilidades y las pobrezas de cada uno. El maestro sufrimiento nos enseña una interioridad como alternativa al bombardeo de actividad, información, imágenes, ruidos que nuestra cultura y sociedad genera continuamente. El sufrimiento, desde su perspectiva positiva, nos ayuda a crecer en interioridad, a abandonar la superficialidad de la vida; y nos hace crecer en calidad, por encima de la cantidad, crecer en confianza, por encima de la seguridad. Es muy positivo acudir a las clases de ese sabio maestro.
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74. Recordatorio de nuestra insuficiencia
Uno de los peligros que corremos cuando sufrimos es que damos una importancia excesiva y desproporcionada a lo que nos va sucediendo. A veces revestimos de valor absoluto aquel dolor que nos preocupa en un determinado momento. Parece como si no existiese nada más en el mundo que nuestro sufrimiento. Sin embargo, es necesario situar de nuevo las cosas en su verdadera dimensión y perspectiva. Necesitamos aprender a «relativizar», lo cual no quiere decir quitar importancia a los hechos, sino ponerles en relación con lo que es importante y esencial en la vida. El creyente debe saber hacerlo desde la fe. ¡Cómo cambia el sufrimiento, cuando la persona lo sitúa en el horizonte total de la vida y lo vive desde el misterio de Dios! No solo es negativo el hacer del sufrimiento un absoluto, otra negatividad es nuestra dispersión interior. Cuando alguien vive dividido interiormente, arrastrado por toda clase de contradicciones y sin coherencia personal, añade a su dolor el desasosiego, la inseguridad y el agotamiento. La vida se hace difícil, las relaciones se crispan, la salud empeora. Es necesario entonces recuperar la unidad interior y ser fiel a la propia conciencia. La persona que se siente integrada vuelve a experimentar la fuerza interior y la paz. Para el creyente, Dios es ese Misterio último de la vida que invita a unificarlo todo desde el amor. Uno de los mayores obstáculos para vivir humanamente lo constituye el espejismo de nuestra autosuficiencia, que cultivamos más o menos conscientemente con el fin de reforzar nuestra sensación de seguridad. El dolor y cualquier otro tipo de malestar son un síntoma, sin embargo, de nuestra insuficiencia; porque si tuviéramos en nuestras manos el control de todos los recursos para alcanzar el bienestar, jamás sufriríamos. Es verdad que el sufrimiento, en sí mismo, no nos lleva a Dios; pero sí que elimina un gran obstáculo, porque constituye un
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recordatorio ineludible de nuestra insuficiencia y nuestra dependencia, de nuestra necesidad de abrirnos, sin cerrarnos jamás en nosotros mismos. Y me gusta la poesía de Silvio Rodríguez, cuando dice: «Debes amar la arcilla que va en tus manos. Debes amar tu arena hasta la locura. Y si no, no la emprendas, que será en vano. Solo el amor alumbra lo que perdura, solo el amor convierte en milagro el barro. Debes amar el tiempo de los intentos. Debes amar la hora que nunca brilla. Y si no, no pretendas tocar los yertos. Solo el amor engendra la maravilla, solo el amor consigue encender lo muerto».
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75. Sauces llorones y girasoles
Es de agradecer al escritor A. Pangrazzi que tuviese el ingenio de unir el sauce llorón y el girasol. Dos imágenes que nos pueden ayudar a procesar mejor nuestros sufrimientos. Se quiera o no, es imposible arrancar de la vida a los sauces llorones. Antes o después, el dolor llama a nuestra propia puerta; para algunos, con el semblante del sufrimiento físico o mental; para otros, con el sabor amargo de heridas personales nunca cicatrizadas; y para otros, mediante la aridez del espíritu o falta de ideales. Piensa este autor que la vida interpela a cada sauce a ahondar en sus raíces para encontrar y despertar a su propio médico interior. A la sombra de cada sauce hace guardia un girasol, lo mismo que detrás de cada problema se esconde un don. Ningún rostro está tan lleno de lágrimas que no le quede espacio para una sonrisa; ninguna tragedia es tan grave que no deje algún hilo de esperanza a lo largo de su recorrido, como ninguna noche es tan larga que no venga seguida de un nuevo día. El llanto del sauce no anula la presencia del girasol, que vive en el mismo jardín. Solo el que está en contacto con su propio girasol sabe cantar a la esperanza. El mundo tiene más necesidad de girasoles que de sauces. Sauces no son solo los enfermos, sino también quienes ven la realidad con los ojos del pesimismo, quienes critican todo lo que no se corresponde con sus expectativas, quienes se sienten víctimas de la injusticia de la vida, quienes no se sienten contentos si no están descontentos. Las imágenes de aflicción y negatividad reclaman la presencia de girasoles que transmitan sol, luz y resurrección. Girasoles son los que se acercan al dolor sin minimizarlo o banalizarlo, sino derramando el óleo de la curación y alimentan la esperanza en el corazón del que sufre. Girasoles son los que contrapesan los días lluviosos con el arco iris de la comprensión y los rayos luminosos de la amabilidad y la bondad. El girasol tiene una historia que contar: no pretende crecer él solo, sino que vive feliz en comunión, sin competir por el espacio o por la luz, pues para todos hay sol y 199
alimento suficientes. El girasol no es egoísta ni avaro; acoge en la trama de su rostro abejas, mariposas y otros insectos que necesitan su linfa y sus dones. El girasol no contempla la realidad desde arriba para dominarla, sino para iluminarla con su luz y besarla con su sonrisa. Se confía al sol para recibir energía y vida, pero también sabe inclinarse ante la noche para aceptar la otra dimensión de la existencia. Son símbolos de esperanza todos los que honran la vida como el girasol. El girasol no se hace ilusiones de que los dones que posee, las sonrisas que dirige, la luz que ofrece, el aceite que segrega… sean mérito suyo; por eso se mantiene en constante adoración del sol que le da vida y le alimenta. En el corazón de cada girasol hay un canto de alegría dirigido a Dios, dador de todo bien. Podríamos terminar diciendo que todos deberíamos ser girasoles, como lo fue Cristo en sus sufrimientos.
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76. La vasija de barro
Cada vez estoy más convencido de que los cuentos, muchas veces, son los que mejor nos hacen comprender el misterio de la vida. Hay cuentos que nos hacen comprender que nuestras grietas, roturas, imperfecciones, sufrimientos, no tienen solo un lado negativo. Hoy quiero traer a nuestra mente el cuento que lleva como título: «La vasija agrietada», y que dice así: «Un cargador de agua de la India tenía dos grandes vasijas que colgaban a los extremos de un palo que llevaba encima de sus hombros. Una de las vasijas tenía varias grietas, mientras que la otra era perfecta y conservaba toda el agua hasta el final del largo camino a pie, desde el arroyo hasta la casa de su patrón, pero cuando llegaba, la vasija rota solo tenía la mitad del agua. Esto fue así día a día durante dos años; desde luego la vasija perfecta estaba muy orgullosa de sus logros, pues se sabía perfecta para los fines que fue creada. Pero la pobre vasija agrietada estaba muy avergonzada de su propia imperfección y se sentía miserable porque solo podía hacer la mitad de todo lo que se suponía que era su obligación. Después de dos años la tinaja quebrada le habló al aguador diciéndole: “Estoy avergonzada y me quiero disculpar contigo porque debido a mis grietas solo puedes entregar la mitad de mi carga y solo obtienes la mitad del valor que deberías recibir”. El aguador apesadumbrado, le dijo: “Cuando regresemos a casa quiero que notes las bellísimas flores que crecen a lo largo del camino”. Así lo hizo la tinaja. Y en efecto vio muchísimas flores hermosas a lo largo del trayecto, pero de todos modos se sintió apenada porque al final solo le quedaba la mitad del agua que debería llevar. El aguador le dijo entonces: “¿Te diste cuenta de que las flores solo crecen a tu lado del camino? Siempre he sabido de tus grietas y quise sacar el lado positivo de ello. Sembré semillas de flores a todo lo largo del camino por donde vas, y todos los días las 201
has regado. Y por dos años he podido recoger estas flores para decorar el altar de mi Madre. Si no fueras exactamente como eres, con todas tus cualidades y con todos tus defectos, no hubiera sido posible esta belleza”. Cada uno de nosotros tiene sus propias grietas. Todos somos vasijas agrietadas, pero debemos saber que siempre existe la posibilidad de aprovechar las grietas para obtener buenos resultados». Este cuento nos hace pensar que el sufrimiento va abriendo grietas en nuestro ser, pero también ellas son útiles cuando hemos descubierto la parte positiva que, de ellas, Dios suele sacar. Nosotros ponemos límites, y Dios siempre rompe nuestros criterios reduccionistas. Vivir es confiar en el Amor de Dios como misterio primero y último de todo.
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77. El sufrimiento, ¿para qué?
Siempre hemos visto al sufrimiento como algo solamente negativo. Nos lamentamos del mal del mundo, pero hacemos poco para que el mal desaparezca. Eso sí, trabajamos mucho para conseguir nuestra felicidad. Con facilidad y poca responsabilidad decimos que el sufrimiento es un misterio. Pero esa afirmación no es del todo verdadera, pues sabemos y conocemos que el 80% de las causas del sufrimiento las generamos nosotros. Siendo necesario el poder político, produce sufrimiento cuando de él se hace una realidad absoluta o sagrada. Causa dolor en la gente cuando hay abuso de poder, opresión y dominio que los poderosos de la tierra ejercen sobre sus súbditos. El poder político es causa de sufrimiento cuando le falta responsabilidad social y capacidad de servicio. Eso no es un misterio. Lo mismo ocurre con el poder económico. Causa sufrimiento cuando se busca la codicia, la avaricia, el apego al dinero; cuando se desea el lujo, la opulencia, el afán de enriquecerse. Eso tampoco es un misterio. En vez de vivir desde una vida interior que nos va haciendo libres, nos dejamos llevar por los impulsos automáticos, irracionales que tratan de imponerse a nuestra voluntad. No caemos en la cuenta que nos dejamos llevar de esos impulsos: el de la vida cómoda, fácil, de placer; el del éxito fácil, de prestigio, fama y popularidad; el impulso hacia el poder y la riqueza. Pero esas tendencias corrompen y envenenan el corazón y el espíritu humano y generan dolor, sufrimiento, esclavitud, pobreza, para muchas personas. Eso no es un misterio. Pero seguimos pensando que tenemos que tener salud y no sufrimiento a fin de conseguir todos esos nuestros deseos. Para todas aquellas personas que ambicionan las tendencias negativas y se dejan llevar por ellas, el sufrimiento personal tan solo es negativo. Y todo ello nos lleva a 204
aparentar, no a ser. Entonces va creciendo la soberbia y la vanidad, y viene la excesiva preocupación por la mirada de los otros. Desde ahí se empieza a fundamentar la vida desde el parecer, no desde el ser; sin darnos cuenta que esa actitud nos lleva a ser esclavos del pensar y mirar de los demás, en vez de ser libres. Entonces se vive desde la hipocresía, no desde la autenticidad. En la Sagrada Escritura hay una frase de un pagano que aclara bastante el misterio del dolor. Se trata de la frase que pronunció el procónsul romano Poncio Pilato. Los jefes religiosos de Jerusalén le han llevado a Jesús de Nazaret para que él lo condene a muerte. Pilato no encuentra culpa alguna en Jesús; pero, a fin de quedar bien y no perder su puesto, manda azotar a Jesús, lo entrega a la burla de los soldados y a la muerte. Lo que pretende es vivir egoístamente, aunque para ello tenga que ser injusto no liberando al inocente. La frase a la que antes me refería, pronunciada por Pilato es la siguiente: «Ecce Homo». «He aquí al hombre. Ved aquí al hombre». Frase que nos hace ver que el dolor no es solo misterio, pues nos descubre dos cosas importantes. La primera, vemos en ese Jesús destrozado la actuación inhumana del hombre cuando miramos a los demás no como seres humanos, sino como adversarios a nuestras ideas e intereses, y ponemos los medios injustos para que esa persona desaparezca. Y para ello valen todos los medios: la mentira, el poder, la difamación, la violencia, la muerte. Así demuestran su egoísmo e inhumanidad. Y ambas son causa de sufrimiento de los demás. En segundo lugar, al mirar a ese Jesús sufriente aprendemos la lección de cómo ser hombres, pues: «Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8,17). Se identificó plena y totalmente con las personas indefensas, sufrientes. En el título del capítulo nos preguntábamos: «El sufrimiento, ¿para qué sirve?». Es imposible dar una respuesta exacta a esa pregunta, ya que el sufrimiento tiene una parte de misterio. Pero un misterio a medias, pues conocemos perfectamente que la mayor parte del sufrimiento humano lo creamos nosotros con nuestras actitudes. Pero si, como hemos expuesto, el sufrimiento nos saca de nuestro propio egoísmo y de nuestros impulsos irracionales de la vida cómoda y fácil; del éxito, prestigio y fama; del poder y de la riqueza… entonces: ¡bendito sufrimiento!, pues siendo todos menos 205
egoístas e individualistas conseguiríamos que mucho sufrimiento desapareciese de los seres humanos y haríamos un mundo más feliz. Me gusta lo que dice George Sand sobre el sufrimiento: «Dios, que muestra nuestras lágrimas a nuestro conocimiento, y que, en su inmutable serenidad, nos parece que no nos tiene en cuenta, ha puesto él mismo en nosotros esa capacidad de sufrir para enseñarnos a no querer hacer sufrir a otros». El dolor tiene una gran parte de misterio; pero pienso que, si el sufrimiento nos va liberando del egoísmo, ya, por eso mismo, tiene un sentido; pues nos abre al dolor de los demás. Un mundo sin egoísmo, sería un mundo mucho más feliz. Al fin y al cabo, vivir haciendo el bien ayudando a los que sufren es la forma más acertada de adentrarnos en el misterio del sufrimiento y de ser felices. La naturaleza humana rehúye instintivamente el esfuerzo, el trabajo, las penalidades, las privaciones y, sin embargo, estas son absolutamente necesarias para vivir una vida plenamente humana. El servicio incondicional a los demás, es la única actitud que permite al hombre realizarse plenamente en calidad de persona humana. Eso es llegar a ser de verdad hombre o mujer.
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78. Lectura positiva de los dramas
Beatriz Navarro, en una entrevista que hizo a cinco mujeres y que apareció en la revista Mujer hoy, en enero de 2017, describe cómo María García Zambrano hizo frente al drama que le tocó vivir. María García Zambrano es profesora de literatura, poeta y madre de una niña de cuatro años, muy deteriorada por su enfermedad incurable. Cuando nació su hija Martina, las probabilidades que saliera con vida eran escasas. Luego llegó el diagnóstico, y el pronóstico fue nefasto, ya que la encefalopatía epiléptica asociada al gen Kcnq2 es muy rara, con pocos casos en el mundo y sin ninguna terapia efectiva. «En marzo de 2016, mi hija tuvo una gripe A complicada con una neumonía muy grave. Y, sin embargo, la superó. Ya solo por eso, ¿cómo no voy a ser feliz? Llegar a esa conclusión no ha sido fácil. Están las expectativas, gestionar el miedo, la frustración, y los otros inconvenientes. Martina es el barómetro perfecto para identificar el tamaño del corazón de las personas. No solo hay que luchar contra la enfermedad, tienes que manejar la lástima reflejada en la mirada de los otros, entender por qué no quieren conocer a tu hija, por qué no hacen un esfuerzo para ver más allá. Porque Martina es más que sus limitaciones. Cuando te preguntas cómo vivir, las respuestas son sencillas: amar, sentir alegría, gratitud, no dejarse vencer. Pero tiene que venir el gran obstáculo para que te des cuenta de esa verdad más profunda. Entonces, las palabras, que como poeta son mi sustento, se resignifican, y lo que antes eran tópicos se convierten en pilares. Ahora, salud, alegría o amistad ya no significan lo mismo, y no se pueden decir a la ligera. Cada día le digo a mi hija: “gracias por enseñarme a vivir”. Porque antes sufría por problemas que ahora veo insignificantes. La vida es un milagro, y no somos capaces de verlo. Cada día le agradezco a mi hija haberme enseñado a vivir. ¿Cómo no voy a ser feliz?». Al leer ese relato, vinieron a mi mente las palabras poéticas de Guillermo García Montero que escribía:
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«Cuando ruja tu mar, no le pongas la costa brava de tu rebelde pecho que el mar, para estallar, se busca acantilados… Por otra parte, vida sin penas y dolores es mar… sin tempestades… ¡un absurdo! Mejor, –¡escúchame!–, languidece la tempestad más fragorosa en el suave declinar de la tranquila playa…». Y también vinieron a mi mente los versos del himno que rezamos los sacerdotes en la Liturgia de las Horas: «Ando por el camino, pasajero, y a veces creo que voy sin compañía, hasta que siento el paso que me guía, al compás de mi andar, de otro viajero. No lo veo, pero está. Si voy ligero, él apresura el paso; se diría que quiere ir a mi lado todo el día, invisible y seguro el compañero. Al llegar a terreno solitario, él me presta valor para que siga, y, si descanso, junto a mí reposa. Y, cuando hay que subir al monte (Calvario lo llama él), siento en su mano amiga que me ayuda, una llaga dolorosa».
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79. Me decía una persona
El sufrimiento me produce: • Turbación. Me gustaría vivirlo con más paz y libertad. • Desaliento. Deseo que eso no me ocurra. • Miedo. No quiero encerrarme en él. • Me limita. Ante él siento la impotencia, pero no resistencia contra Dios. Siento mi pobreza. • Muchas veces quiero morir para no sufrir. • Tengo tanto respeto a la cruz que nunca la pido; pero si Dios la permite, yo la acepto. • Nacen en mí los porqués, como le sucedió a la Virgen cuando se le perdió el Niño en el templo; o cuando Cristo en la cruz se sintió desamparado. Lo que me va dejando el sufrimiento: • Me lleva a la alabanza, al agradecimiento, por todo lo que hacen por mí: médicos, enfermeras, gente de casa. • Es una invitación al abandono, pero que no me quita el dolor. • Me lleva a pensar cómo y desde dónde vivo mi dolor y el dolor del mundo. • No es fácil, en esos momentos, ver cuál es la voluntad de Dios. Pero voy viendo que el Señor me va conduciendo por un camino de confianza y de abandono, sin saber yo el cómo. • Veo que voy teniendo una mayor intimidad con él. Un pasaje del Evangelio me ilumina: es san Mateo cuando los discípulos le preguntan dónde quiere que celebren la Pascua, y Jesús les responde con las siguientes palabras: «Id a la ciudad, a casa de fulano, y decidle, “el Maestro dice: mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos”» (Mt 26,18). Y veo que eso me dice a mí Jesús. Quiere celebrar su Pascua, no en la Iglesia, en un lugar fuera de mí, sino en mi interior. Es en mi casa sufriente donde Jesús quiere celebrar también la Pascua. Desde mi sufrimiento voy comprendiendo lo que Jesús quiso revelarnos. Él no nació para sufrir, sino que nació para amarnos y enseñarnos a amar. Esa misión le condujo al sufrimiento, pero la cruz no es una escuela de sufrimiento, sino una escuela de amor. 209
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80. Material de construcción
Todas y todos somos construidos, también, por nuestras heridas. No creo que exista un ser humano que se haya construido sin heridas. Nuestra existencia es un edificio cuyos fundamentos están, inevitablemente, hechos de felicidad y sufrimiento, de luces y sombras. No tenemos otro camino sino construir la casa de nuestra vida sobre los fundamentos que hemos recibido. Entre ellos se encuentra el dolor. Sería bueno contemplar en nuestros fundamentos el sufrimiento, pues es una de las cosas que más nos cuesta integrar. Solo así podemos volver nuestras miradas hacia el futuro, considerando que nuestras heridas y sufrimientos no han sido necesariamente para nosotros un obstáculo. En la vida debemos crecer, progresar, independientemente de cuál haya sido nuestro punto de partida. Pero ¡ay del que para crecer y progresar espera la ausencia de las pruebas! Podemos y debemos ser los escultores de nuestra propia existencia, cualquiera que sea la dureza del bloque de piedra que nos constituye. Ya A. Schopenhauer afirmó: «El sufrimiento interno es el seno materno de las obras inmortales». La angustia y la noche son también materiales con los que nos construimos. Ambos forman parte del bloque de piedra que somos. Hay momentos dramáticos en la vida, en los que también está presente lo maravilloso escondido. En los peores períodos de la existencia, es posible vivir el amor. Y es el amor el que permite construir la vida, a pesar de que en ella existan las penas. El amor vivido en la penumbra, en la oscuridad, hace que la luz tenga más precio. Y son las personas que más han sufrido las que tienen mayor capacidad de gozo. Cuando se vive en la oscuridad, algunos dicen que es bueno pensar que, a pesar de todo, la luz existe en alguna parte. Pero la luz existe dentro de nosotros, pues el amor es
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posible vivirlo en nuestro interior. Mucha gente tiene la experiencia de que es después de haber atravesado los propios límites humanos cuando la esperanza se hace más posible. Nuestra vida está tejida de pruebas sucesivas. Esa realidad, puede hundirnos en la angustia y la amargura; pero puede también provocarnos a caminar siempre más allá de nuestros límites y a superarlos. Y recuerdo la frase de Luis Rosales cuando dice: «Los hombres que no conocen el dolor son como Iglesias sin bendecir». Solo añadiría a esa frase que no basta haber conocido el dolor, sino que es preciso haber sabido vivirlo como material de construcción de nuestra existencia.
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81. La cuádruple presencia
Para vivir bien el sufrimiento, sería bueno vivirlo desde una cuádruple presencia. La primera de ellas consistiría en hacernos presente a él. En otras palabras, consistiría en la necesidad de no llevarlo pasivamente y como una víctima, sino conscientemente. Debemos estar presentes a la cruz con una presencia interior y total. No solo con lamentos, sino como lo hizo Jesús de Nazaret que «iba ser entregado a su pasión, voluntariamente aceptada» (Canon II de la misa). Una niña cogió una silla para llevarla a otro lugar, y la llevaba con una mano, arrastrándola. Le dijo su madre: «La silla, como todo en la vida, hay que cogerla con las dos manos, así cuesta menos llevarla». El sufrimiento no está designado, en la providencia de Dios, meramente para frustrar nuestras vidas, destruir nuestra humanidad, trabar nuestra personalidad, sino para perfeccionarla, según el modelo de nuestra propia existencia y experiencia de Cristo que, como dice san Pablo en su Carta a los Hebreos: «Y aun siendo Hijo, con lo que padeció, experimentó la obediencia, y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5,8-9). Se trataría, por tanto, de salir de nuestra pasividad y de enfrentarnos ante nuestro dolor. Una segunda presencia sería la presencia de Cristo. Que en nuestro sufrimiento fuésemos conscientes de otra presencia: la de Cristo. San Pablo dirá a los de Galacia: «Estoy crucificado con Cristo» (Gal 2,19-20). No existe cruz solitaria, sería inhumana. Solamente si veo a Cristo en ella, entro en el dinamismo de la redención. No puedo cargar yo solo con el peso. Seguir a Cristo no significa guardar las distancias, caminar bajo un peso personal, sino con Cristo. Bastaría leer la profecía de Isaías, para darnos cuenta de que todas las cruces son de Cristo: «… y con todo, eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba (…) Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él 213
soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados» (Is 53,1-12). Bajo cada cruz va él. Él la lleva, la soporta. Hay quienes solo ven la cruz y caen bajo su peso y fatiga. Otros, descubren a aquel que camina encorvado bajo el mismo peso. Para los primeros, la cruz es un sufrimiento personal. Para los segundos, es un sufrimiento compartido. Unos solamente ven el leño que les aplasta. Otros ven a Alguien que va delante. Cada circunstancia dolorosa, no es algo que «me sucede», sino algo que «nos sucede». Se nos ha concedido ser contemporáneos de la pasión de Cristo, de encontrarnos en sintonía con el sufrimiento. Él ha llevado nuestros sufrimientos. Los ha soportado. Necesitamos la gracia para comprender que no estamos solos al llevar la cruz. Cristo está bajo su peso. Como decía san Pablo estamos crucificados con Cristo. Y ese «con Cristo» nos hace salir de nuestra soledad en el sufrir. Se trataría de salir de nuestra soledad en el sufrir para vivirlo juntamente con Cristo. Una tercera presencia sería la presencia de los otros. Si exageramos nuestros propios sufrimientos es porque hemos perdido el contacto con la realidad. Estamos encerrados, atrincherados en nuestro propio dolor. Ojos, atención, memoria, sentidos, centrados en la desgracia propia, sin ver el dolor de los demás, sin ver el sufrimiento humano. En realidad, la cruz está presente en la vida de todos los hombres, incluso allí donde no lo parece. El sufrimiento no es algo excepcional, un incidente, algo que haya caído sobre nosotros, sino que es lo normal de la vida ordinaria, es el pan nuestro de cada día, de todas las personas. Vivimos encerrados en nuestro pequeño mundo del dolor, sufrimientos de los hombres. Así nos separamos de la cruz de Cristo. persona burlada, torturada, víctima de la injusticia, del egoísmo, Debemos ser solidarios con el dolor como lo fue Cristo. Para ello, nuestras cerrazones.
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separados de los Cristo está en toda de la explotación. es preciso salir de
Y una cuarta presencia sería la de la espera de un mundo feliz. Cuando se vive el sufrimiento de una manera cerrada nos llenamos de amargura, de desesperación, de rebelión. Por eso, la muerte de Cristo nos invita a esperar. Con su muerte, que se anuncia con un grito, se opera el cambio: el velo del templo se desgarra; el centurión pagano confiesa: «Este hombre era Hijo de Dios». Y la presencia de las mujeres cita ya al lector para la mañana de Pascua. Tras su sepultura y tras el reposo sabático, sigue la visita de las mujeres al sepulcro en el que resuena el mensaje de la resurrección. Jesús es modelo de esa cuádruple presencia. Vivió el dolor, «libremente aceptado». No echó las culpas a las circunstancias ni acusó a Herodes, Pilato, Judas. «Nadie me quita la vida, sino que yo la doy voluntariamente». Vivió la cruz juntamente con Otro. «El cáliz que me da mi Padre ¿no quieres que lo beba?» (Jn 18,11). Vivió la cruz abierto a los demás. «Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Y según el profeta Isaías: «con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba». Vivió el sufrimiento abierto a un futuro feliz. El horizonte de su vida, siempre tuvo un más allá. Bastaría recordar aquella expresión: «Salí del Padre y vine al mundo, ahora dejo el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28). Jesús nos mostró el inicio y final de nuestro camino existencial. El dolor y la muerte no son el punto final, sino el amor del Padre del cual hemos salido y al cual nos encaminamos. Más allá de la historia, la utopía cristiana nos dice que nos aguardan días de plenitud: «Aún no se ha manifestado lo que seremos» (1 Jn 3,1-3). Es en ese horizonte donde hay que colocar nuestro sufrimiento. Los que viven la cuádruple presencia apuntada, son personas esperanzadas, por encima y más allá del sufrimiento en el que estemos anegados.
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82. El alfarero
Se cuenta que en Inglaterra había una pareja a la que le gustaba visitar las pequeñas tiendas del centro de Londres. Al entrar en una de ellas se quedaron prendados de una hermosa tacita. «¿Me permite ver esta taza?», preguntó la señora. Nunca he visto nada más fino. En las manos de la señora empezó la taza a contar su historia. «Ustedes deben saber que yo no siempre he sido la taza que ustedes están sosteniendo. Hace mucho tiempo era solo un poco de barro. Pero un artesano me tomó en sus manos y me fue dando forma. Llegó el momento en que me desesperé y le grité: ¡Por favor, déjame ya en paz! Pero él solo me sonrió y me dijo: “Aguanta un poco más, todavía no es tiempo”. Después me puso en un horno, ¡nunca había sentido tanto calor! Toqué a la puerta del horno y a través de la ventanilla pude leer sus labios que me decían: “Aguanta un poco más, todavía no es tiempo”. Cuando al final abrió la puerta, mi artesano me puso en un estante. Pero, apenas había refrescado, me comenzó a raspar, a lijar. No sé cómo no acabó conmigo. Me daba vueltas, me miraba de arriba abajo. Por último, me aplicó meticulosamente varias pinturas. Sentía que me ahogaba. Por favor, déjeme en paz, le gritaba a mi artesano; pero él solo me decía: “Aguanta un poco más, todavía no es tiempo”. Al fin, cuando pensé que se había terminado aquello, me metió en otro horno, mucho más caliente que el primero. Ahora sí que pensé que terminaba con mi vida. Le rogué e imploré a mi artesano que me respetara, que me sacara, que si se había vuelto loco. Grité, lloré; pero mi artesano solo me decía: “Aguanta un poco más, todavía no es tiempo”. Me pregunté entonces si había esperanza; si lograría vivir en aquellos tratos y abandonos. Pero, por alguna razón aguanté todo aquello. Ocurrió entonces que se abrió la puerta y mi artesano me tomó cariñosamente y me llevó a un lugar muy diferente. 216
Era precioso. Allí todas las tazas eran maravillosas, verdaderas obras de arte, resplandecía como solo ocurre en los sueños. No pasó mucho tiempo cuando descubrí que estaba en una fina tienda y ante mí había un espejo. Una de esas maravillas era yo. No podía creerlo ¡Esa no podía ser yo! Mi artesano me dijo entonces: “Yo sé que sufriste al ser modelada por mis manos, mira tu hermosa figura. Sé que pasaste horrible calor, pero ahora observa tu sólida resistencia. Sé que sufriste con las raspadas y pulidas, pero mira ahora la finura de tu presencia. Y la pintura te provocaba náuseas, pero contempla ahora tu hermosura. Y ¿si te hubiera dejado como estabas? ¡Ahora eres una obra terminada! Es lo que imaginé cuando te comencé a formar”». Todos somos como esa tacita en las manos del mejor Alfarero: Dios. Confíate en sus manos, aunque muchas veces no comprendas por qué permite Dios el sufrimiento.
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83. Olas del Océano
Aquel día, el sufrimiento, el dolor y la pena se sucedían como olas en mi alma. Todo el mundo tiene días en que le asaltan las dudas y los temores. No sé por qué ese día fui a la playa, junto al Mar. Tal vez quería vivir de frente la soledad de aquel día. Me descalcé en la arena, junto al Océano, y desgrané mis pensamientos, que no eran capaces de acallar las olas del mar. Paseaba a unos veinte metros del lindero del agua. Todo estaba en movimiento: mi alma y el Océano. Los recuerdos y sucesos venían y se alejaban como la marea. No recuerdo el tiempo que estuve enfrascado en mis ideas. Solo sé que, en un momento, una primera ola tocó mis pies descalzos; y luego, una tras otra, las olas fueron besando mis pies. A medida que me acariciaban desaparecían en mí las sensaciones de soledad y tristeza. Alguien me acompañaba. Era aquel Alguien quien rompía mi soledad. Regreso a casa, pero aquella escena se me hace signo y señal. La vida tiene sus olas de dolor y pena que bañan, alguna vez, el corazón de cualquier persona. Pero a Dios lo veía como Océano que se acercaba sin ruido para besar mis heridas y tristezas. Besos, como olas regaladas por el Mar. Aquella escena fue como un signo de la cercanía de Dios ante el sufrimiento humano. Eran besos como canción de cuna que apaciguaban y daban serenidad. Aquellas olas eran como un signo, como si un amor me llegase desde lejos hasta tocarme, eran como una llamada que sintiese por dentro. ¿Cuál era el significado de aquellas olas besando mis pies? Normalmente se besa el rostro, no los pies. Pero recordé los besos que una madre deposita en los pies de su niño de cuna. Mar, Océano, Madre, Dios. Y un amor expresado simplemente en los pies. Recordé también a Jesús, el Dios-hombre, lavando los pies a sus discípulos.
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Aquellas olas que besaban mis pies me traían, en lenguaje cifrado, el amor de Dios cercano a mis penas. Esas penas enjugadas suavemente con sus besos. Al comprender el mensaje, de mis ojos brotaron cálidas lágrimas. Era como si el agua que besara mis pies se derramase ahora por mis ojos en señal de agradecimiento. El amor de Dios iba entrando en mí, suave y dulcemente, como el día va entrando en la noche. Cierro las persianas de mis ojos y mi corazón solo ve: olas, Océano, Madre, Dios. En el camino que es la vida, seguirá habiendo tormentas, pasos inciertos, más o menos profundas huellas. Pero el oscuro camino que es la vida quedará ya, en parte, iluminado por aquellas olas que besaron mis pies y que se hicieron signo de que viajo en compañía. Aquellas olas fueron tacto y calor curativo; calor de unos besos que encerraban para mí una promesa. Cuando recuerdo aquellas olas hechas besos en mis pies, temo romper a llorar y ahogarme en la marea. Pero, haya o no lágrimas en mis ojos, siempre existe en mi corazón el agradecimiento.
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Índice Portada Créditos Índice Prólogo 1. Pasos vacilantes en la noche 2. Una niña pregunta al Papa 3. Forma parte de la vida humana 4. ¿Por qué el mal y el sufrimiento? 5. Misterio del sufrimiento 6. ¿Por qué? 7. Dios no guarda silencio 8. La carne es débil 9. Posturas del hombre ante el dolor 10. Ante el sufrimiento 11. El volcán del alma 12. Días soleados y días nublados 13. Actitudes ante el sufrimiento 14. Sentimiento de soledad 15. No estamos solos 16. Existencia acompañada 17. Luz en la noche 18. Presos de nuestros duelos 19. No solo horizontes humanos 20. Ver el sufrimiento con otros ojos 21. Corazón extendido o replegado 22. Abrirse en la soledad 23. El sufrimiento, maestro de vida 24. La fe ante el dolor 221
2 4 5 8 11 13 16 19 22 25 27 30 32 35 37 41 44 47 49 51 54 58 61 63 65 68 71 73
25. Abrazo amistoso 26. El primer cirineo 27. Aceptar el misterio 28. Lo que Dios ha unido… 29. Salir fuera de nosotros 30. Verlo con otra luz 31. Cultivar actitudes positivas 32. Mojones que anuncian caminos 33. Presencia de Dios en el dolor 34. Desentrañando el dolor 35. Reconocer a Dios en la cruz 36. No te rindas 37. Ensanchando la esperanza 38. Dar sentido al sufrimiento 39. La trampa de las imágenes 40. Papel pedagógico del sufrimiento 41. El manantial de dentro 42. El miedo ante el dolor 43. Tempestad calmada 44. Conversión en el dolor 45. Te llevo en mis brazos 46. No cerrar el corazón 47. Importancia de la perseverancia 48. Distinción importante 49. Jesús ante el dolor 50. Un buen aprendizaje 51. Tu amor me deja sereno 52. El sufrimiento, ¿es malo? 53. No hay rosas sin espinas 222
76 79 82 86 90 93 96 99 101 103 106 109 111 113 116 118 120 122 124 127 129 131 134 137 140 143 145 147 150
54. Ante las decepciones 55. No apagar la esperanza 56. Fiarse de Dios 57. Saber esperar 58. Saber escuchar 59. No solo es feliz el que está sano 60. Dichosos los que lloran 61. Dinámicas que surgen del dolor 62. Saber convivir con el dolor 63. Por caminos distintos 64. La fecundidad del sufrimiento 65. Transfigurados por el dolor 66. Una parábola iluminadora 67. Oportunidad de renacer 68. Aprender el lenguaje de la cruz 69. Modos de situarnos 70. Enseñanzas del dolor 71. Descubriendo caminos 72. Las dos caras de la vida 73. El sabio maestro 74. Recordatorio de nuestra insuficiencia 75. Sauces llorones y girasoles 76. La vasija de barro 77. El sufrimiento, ¿para qué? 78. Lectura positiva de los dramas 79. Me decía una persona 80. Material de construcción 81. La cuádruple presencia 82. El alfarero 223
153 155 157 160 162 164 166 168 170 171 173 175 177 179 182 184 187 189 191 194 197 199 201 204 207 209 211 213 216
83. Olas del Océano
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