El sentido o sinsetido de la vida. Juan Antonio Estrada. Editorial Trotta, Madrid, 2010. pp. 105-147.
Capítulo 3 EL HOMBRE ANTE LA FINITUD Y LA MUERTE
Una vez analizadas las hermenéuticas filosóficas, científicas y religiosas sobre el universo, hay que centrarse en el hombre, concretamente, en su conciencia de finitud y contingencia, que se muestra en cómo enfoca la muerte. Asumir la mortalidad y preguntarse por el significado de la vida es propio del animal humano, que busca realizarse y se orienta
hacia metas que le hagan feliz, sabiendo que sus posibilidades son limitadas y que los condicionamientos personales y sociales le determinan internamente. Las formas socioculturales con que abordamos una vida limitada forman parte de nuestra identidad personal y cristalizan en códigos humanistas, tan contingentes y cambiantes como el hombre que los crea. Del mismo modo que el universo se pone en relación con Dios, también la vida humana, a la que se dan diversas interpretaciones en el humanismo filosófico y religioso. Según la manera de comprender la finitud, la contingencia y la muerte, así será también la idea del hombre y la respuesta al problema de Dios. No es posible hacer aquí una historia de los conceptos de finitud y contingencia, pero sí esbozar las grandes líneas de la hermenéutica filosófica y teológica en la situación actual.
1. Muerte, finitud y contingencia La búsqueda de lo absoluto es la contrapartida a la conciencia de contingencia y ha sido una constante referencia para la antropología filosófica. Desde una perspectiva lógica y metafísica, lo contingente, en cuanto posible, se opone a lo absoluto. La vinculación entre el ser contingente y el necesario es un eje estructural de la reflexión filosófica. Contin-
gencia implica no-necesidad, posibilidad y potencialidad, casualidad y 105
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azar1. Antropológicamente, remite a la finitud, la vulnerabilidad y la limitación. Las ciencias sociales y las teorías evolutivas han destacado las carencias de la persona, sus vínculos con el reino animal y el carácter constitutivo de la cultura, desde la que se abre a un proyecto autónomo y responsable. El lugar especial humano en el mundo está marcado por la indigencia y la capacidad de trascenderla. Somos conscientes de nuestro ser carencial, de la «situación morfológica especial del hombre»2, en la que se combinan limitación biológica y responsabilidad social. El ser humano es el que aprende y, mediante el conocimiento, supera su animalidad. Éste es el marco de las preguntas filosóficas sobre el hombre, la emergencia del espíritu y la relación de cuerpo y alma, la libertad y la conducta moral, y el significado de la muerte. El fallecimiento es un hecho biológico y cultural, y también la experiencia fundamental en la que tomamos conciencia de la finitud y contingencia. Según Platón, la postura frente a la muerte es determinante de la valoración que hacemos de la vida. No se trata sólo de un hecho que compartimos con el resto de los animales, sino de una experiencia que abre espacio a lo absoluto,
en cuanto que el alma se libera del cuerpo y, con él, de las pasiones y apetitos sensuales que obstaculizan la vida del espíritu. El alma pasa al ámbito de lo divino, racional e inmortal y logra el estado de felicidad. Esta filosofía tiene continuidad con el imaginario cultural prefilosófico, prefilosófi co, explicitado en los mitos. Se vincula la mortalidad con el ansia de absoluto y se explicitan los elementos antropológicos que permitan dar respuesta a esa búsqueda de eternidad.
En este contexto, cuya influencia perdura hasta hoy, hoy, la muerte tiene una significación positiva: hay que reconciliarse con ella, mediante un dualismo que ha marcado la tradición griega y cristiana 3. Las concepciones dualistas se basan en la idea de que es un tránsito a otra vida. Para Philosophie 4, Basel, 1. W. Hoer Hoering ing,, «Ko «Konti ntinge ngenz» nz»,, en en Historisches Wörterbuch der Philosophie 1976, pp. 1027-1038; A. Hügli, «Sterben lernen (lat. ars (lat. ars moriendi)», en Historisches Wörmoriendi)», en Historisches WörAriès, Essais sur l’histoire de la terbuch der Philosophie 10, Philosophie 10, Basel, 1998, pp. 129-134; P. Ariès, Essais mort en Occident du Moyen Âge à nos jours, jours, Pa Paris, ris, 197 1975. 5. 2. A. Gehlen, El hombre hombre, Salamanca, 1980; Antropología filosófica, Barcelona, 1993; Urmensch und Spätkultur , Frankfurt a. M., 1977. Su reduccionismo le lleva a ver la cultura como mera ayuda que descarga al sujeto, pero lo biológico es constitutivo de lo cultural y viceversa. 3. El filósofo filósofo no aspira más más que a morir morir.. Hay que que asumir asumir la muerte muerte como como un hecho positivo en cuanto que nos libera de las trampas de la sensualidad y el cuerpo, y prepa Fedro edro 62c; 64a-65; 67 d3; 80e; 81a; Timeo 69a-71b; 90c-92c; rarse para ella (Platón, F
Gorgias 524b Gorgias 524b 2-4).
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azar1. Antropológicamente, remite a la finitud, la vulnerabilidad y la limitación. Las ciencias sociales y las teorías evolutivas han destacado las carencias de la persona, sus vínculos con el reino animal y el carácter constitutivo de la cultura, desde la que se abre a un proyecto autónomo y responsable. El lugar especial humano en el mundo está marcado por la indigencia y la capacidad de trascenderla. Somos conscientes de nuestro ser carencial, de la «situación morfológica especial del hombre»2, en la que se combinan limitación biológica y responsabilidad social. El ser humano es el que aprende y, mediante el conocimiento, supera su animalidad. Éste es el marco de las preguntas filosóficas sobre el hombre, la emergencia del espíritu y la relación de cuerpo y alma, la libertad y la conducta moral, y el significado de la muerte. El fallecimiento es un hecho biológico y cultural, y también la experiencia fundamental en la que tomamos conciencia de la finitud y contingencia. Según Platón, la postura frente a la muerte es determinante de la valoración que hacemos de la vida. No se trata sólo de un hecho que compartimos con el resto de los animales, sino de una experiencia que abre espacio a lo absoluto,
en cuanto que el alma se libera del cuerpo y, con él, de las pasiones y apetitos sensuales que obstaculizan la vida del espíritu. El alma pasa al ámbito de lo divino, racional e inmortal y logra el estado de felicidad. Esta filosofía tiene continuidad con el imaginario cultural prefilosófico, prefilosófi co, explicitado en los mitos. Se vincula la mortalidad con el ansia de absoluto y se explicitan los elementos antropológicos que permitan dar respuesta a esa búsqueda de eternidad.
En este contexto, cuya influencia perdura hasta hoy, hoy, la muerte tiene una significación positiva: hay que reconciliarse con ella, mediante un dualismo que ha marcado la tradición griega y cristiana 3. Las concepciones dualistas se basan en la idea de que es un tránsito a otra vida. Para Philosophie 4, Basel, 1. W. Hoer Hoering ing,, «Ko «Konti ntinge ngenz» nz»,, en en Historisches Wörterbuch der Philosophie 1976, pp. 1027-1038; A. Hügli, «Sterben lernen (lat. ars (lat. ars moriendi)», en Historisches Wörmoriendi)», en Historisches WörAriès, Essais sur l’histoire de la terbuch der Philosophie 10, Philosophie 10, Basel, 1998, pp. 129-134; P. Ariès, Essais mort en Occident du Moyen Âge à nos jours, jours, Pa Paris, ris, 197 1975. 5. 2. A. Gehlen, El hombre hombre, Salamanca, 1980; Antropología filosófica, Barcelona, 1993; Urmensch und Spätkultur , Frankfurt a. M., 1977. Su reduccionismo le lleva a ver la cultura como mera ayuda que descarga al sujeto, pero lo biológico es constitutivo de lo cultural y viceversa. 3. El filósofo filósofo no aspira más más que a morir morir.. Hay que que asumir asumir la muerte muerte como como un hecho positivo en cuanto que nos libera de las trampas de la sensualidad y el cuerpo, y prepa Fedro edro 62c; 64a-65; 67 d3; 80e; 81a; Timeo 69a-71b; 90c-92c; rarse para ella (Platón, F
Gorgias 524b Gorgias 524b 2-4).
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facilitarlo, hay multitud de rituales e iniciaciones i niciaciones en las religiones, así
como enseñanzas filosóficas y pedagógicas en las distintas formas, disciplinas y artes de morir ( ars ars moriendi moriendi)) grecorromanas. La conexión entre el cuerpo y el espíritu está ampliamente atestiguada en las tumbas y los cultos a los difuntos, que son parte fundamental de grandes mitologías, como la egipcia y mesopotámica. La mayoría de las tradiciones creen en un más allá y en un lugar para los fallecidos, aunque hay excepciones, y múltiples amonestaciones a aprovechar la vida, dado que la defunción es el final definitivo, como en el mito de Gilgamesh 4. Según sea su significado, así será la comprensión de la vida. La desaparición final está vinculada a la praxis e implica un juicio sobre lo que es importante y secundario en la existencia. Vida y muerte forman un todo antropológico del que derivan los códigos culturales y los distintos humanismos. En la tradición clásica, el fallecimiento no es un término aislado y final, sino parte de la vida para la que hay que prepararse a lo largo del curso vital. La interpretación dualista es hegemónica en la filosofía griega, aunque no faltaron concepciones naturalistas, comenzando por Heráclito, el cual vio vida y muerte como un proceso, en el que todo fluye y resurge circularmente. También También Empédocles y Demócrito veían la defunción como un hecho natural, originado por la dispersión de los componentes atómicos del cuerpo y del alma, pereciendo así la naturaleza humana 5. Epicuro luchó contra el miedo al fallecimiento, ya que mientras vivimos, no se da la muerte (vista como puramente terminal) y cuando se produce, ya no existimos. Por Por eso habría que superar el miedo a perecer perecer,, que, según Lucrecio, es lo que origina la religión. La tradición griega y la romana afirmaron la connaturalidad del morir y la toma de conciencia de la finitud. Un esclavo recordaba a los vencedores romanos su finitud Memento te hominem esse), esse), en una línea parecida a la posterior de la ( Memento liturgia cristiana del Miércoles de Ceniza («Polvo eres y en polvo te convertirás»). El estoicismo relativizó la pérdida del individuo y puso las bases de un arte del morir («Vivir bien implica aprender a morir bien»), que fue muy influente en el medievo cristiano. La muerte impregna toda la vida (Tota (Tota vita discendum est mori) mori) y hay que aprender a enfrentarse a ella, incluso a buscarla. Se convierte en el hecho fundamental de la existencia (memento (memento mori), mori), que se describe con metáforas como las del 4. C. Wal Walde de,, «T «Tod od», », en en Der neue Pauly. Enzyklopädie der Antike, Stuttgart Stuttgart,, pp. 640-646; 640 -646; A. Hügli, «T «Tod», en Historisches Wörterbuch der Philosophie 10, cit., pp. 1227-1242; «Zur Geschichte des Todesdeutung»: Studia philosophica 32 (1972), pp. 1-28. 5. Heráclito, Diels-Kranz, VS 22, B 21.26.36.62.76; Empédocles, Empédocles, VS 31,8s.
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«viaje, sueño, paso, cambio», etc., que muestran la vinculación causal
entre la vida y otra forma de existencia 6. Platón y Aristóteles influyeron en la concepción posterior de Tomás de Aquino, que medió entre el alma, como principio sustancial platónico, y el principio de la forma vinculada al cuerpo de Aristóteles. Un alma sin cuerpo es tan incompleta como sucedería a la inversa, por eso el dualismo es inaceptable 7. El postulado cristiano de la resurrección responde una concepción antropológica unitaria e integral, la del cuerpo espiritualizado y el espíritu corporeizado, de tal modo que muere todo el hombre. Sin embargo, el influjo del helenismo favoreció la comprensión de la muerte como la separación del cuerpo y el alma inmortal. En la teología patrística y medieval hubo corrientes antiplatónicas, que defendían la pérdida total del hombre, mientras que otros siguieron la línea platónica, en la que el alma se liberaba de la materia corporal. Descartes fue el heredero moderno del dualismo, a costa de ver el cuerpo como una máquina mejorable con la medicina y que se para con la muerte. El alma, por el contrario, sería una sustancia imperecedera,
simple e inmortal8. Según Descartes, el alma no es un principio del organismo humano, ni tampoco el principio formal que ordena y unifica la corporeidad, en la línea aristotélica, sino una entidad extrínseca. La idea cristiana de que la muerte es el «día del nacimiento» a la
vida eterna, no evitó la tensión entre el ansia de inmortalidad y la conciencia de finitud. Pascal resaltó la grandeza e infinitud del universo y la contingencia y limitación del ser humano: «Porque, al fin, ¿qué es el hombre en la naturaleza? Una nada frente al infinito, un todo frente a la nada, un medio entre nada y todo» 9. Afirmó también, el carácter singular del hombre que lucha contra la finitud y el carácter absoluto de su conciencia moral. Para Kant, la vida después de morir es un postulado de la razón práctica, una exigencia para compaginar la ley moral, a la que estamos obligados, y obtener la felicidad: «La innumerable multitud de mundos aniquila, por decirlo así, mi importancia como criatura uni verso) animal, que tiene que devolver al planeta (un mero punto en el universo) 6. Epicuro, Ep. ad Men., 124-126; Lucrecio, De rerum natura III, 37; Seneca, «Mors Lucil. 4,5; 26,8; 36,8; 69,6; 70,5; 82,8. Agustín asume el est non ese»: Ep ese»: Ep.. 54,4; Ep 54,4; Ep.. ad Lucil. planteamiento de Epicuro: «quoniam si adhuc vivit, ante mortem est; si vivere destitit, jam post mortem est. Numquam ergo moriens, id est in mortem esse comprehenditur» De civitate Dei XIII, Dei XIII, 9.11a.). ( De 7. Tomás de Aquino, ST I/1, q. 75-76. 8. Adam-Tannery, Œuvres de Descartes, Descartes, XI, Paris, 1996, I, 5-6, pp. 330-331. Pensamientos ensamientos, n.º 199 (72), en Obras, Madrid, 1981, pp. 407-408. Sigue 9. B. Pascal, P la tradición que vincula pecado y muerte (Œuvres (Œuvres complètes II, Paris, 1970, pp. 851-863).
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la materia de que fue hecho, después de haber sido provisto, no se sabe cómo, por un corto tiempo, de fuerza vital. [...] La ley moral me descubre una vida independiente de la animalidad y aun de todo el mundo sensible. [...] No está limitada a condiciones y límites de esta vida, sino que va a lo infinito»10. La mortalidad es el obstáculo para una vida ética con sentido y simboliza la inseguridad y fragmentariedad de las construcciones humanas, a las que responde la fe religiosa. Kierkegaard, por su parte, ve en la muerte el hecho existencial primordial, que exige optar ética y religiosamente, en lugar de refugiarse en consideraciones especulativas. Cuanto más conciencia hay de la limitación humana, más posibilidad hay de dar el salto a la fe, poniendo el acento en la libertad y no en el conocimiento. La condición humana no hay que verla desde consideraciones abstractas y universales, sino desde la existencia concreta y la relación con Dios. Pero el sentido de la vida no depende sólo de la voluntad individual, sino que es un don. La
desesperación es la enfermedad mortal del hombre, que vive la tensión de la finitud e infinitud del yo, de la conciencia de mortalidad y el ansia de inmortalidad11. El existencialismo posterior hizo de la contingencia
y la libertad la base de las tensiones humanas. La antropología del nacimiento y la del «ser para la muerte» Heidegger ha influido mucho con su definición del hombre como ser para la muerte. Cada persona toma conciencia de su condición infundamentada, de que es pura posibilidad. De ahí la angustia de su ser arrojado (el «ser ahí»), caído en el mundo, como «la experiencia fundamental de la nada», que es la clave de su constitución humana. La infundamentación de la existencia y la finitud son las causas de la angustia. Heidegger se opuso a las ciencias del hombre (la antropología, la psicología y la biología) por su carácter cosificante y objetivador, dejando de lado la reflexión sobre la condición ontológica en el mundo. Es decir, no quería que las ciencias desplazaran la reflexión filosófica, ni que ésta analizara al ser humano de forma aislada, a costa de su ser en el mundo. Hay que tomar conciencia de la limitación humana y su infinitud de posibilidades, su ser mundano y su toma de distancia, su carácter centrado y de extrañamiento, su ser arrojado en el mundo y su apertura a la donación 10. I. Kant, Crítica de la razón práctica, A 288-290. 11. S. Kierkegaard, Gesammelte Werke: Erbauliche Reden 1843-1844, ed. de E. Kirsch, Düsseldorf, 1952, pp. 177-181; La enfermedad mortal o de la desesperación y el pecado, Madrid, 2008, pp. 50-63; El concepto de la angustia, Madrid, 1967, pp. 106-108.
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de sentido12. La tensión entre conciencia de mortalidad y ansia de absoluto marcó todas las filosofías existencialistas. Heidegger se centró en un análisis existencial de la vida, entre el nacimiento y la muerte, que son los eventos constituyentes y no sólo límites temporales. La experiencia ontológica del fallecimiento es previa a cualquier interpretación sobre ella. La existencia está marcada por la certidumbre de morir y por múltiples posibilidades, que imposibilitan definir el ser total humano. Ser para la muerte y estar arrojado son dos formas de expresar la precariedad del ser mortal 13. Cuando el hombre se pierde en lo cotidiano, vive una existencia inauténtica, marginando las preguntas fundamentales acerca del sentido de una vida mortal. Según Kant, las cuestiones límite conducen directamente al «qué podemos esperar», que cristaliza en la pregunta acerca de «qué es el hombre» 14. Pero la civilización científico-técnica se caracteriza por la dispersión de una existencia volcada en las cosas, que deja de lado las grandes preguntas metafísicas. Heidegger intentó superar la subjetividad, inherente a toda antropología, desde la pregunta por el ser y por el significado del hombre. Sólo en relación con el ser, con la realidad última, que nunca identificó con Dios, es posible definirlo y caracterizarlo por su finitud y su apertura a lo absoluto. Su análisis en Ser y tiempo fue, sin embargo, reductivo y unilateral porque puso el énfasis en la muerte y en la angustia. La contraposición ontológica entre el hombre y el ser abre al horizonte de lo posible, de lo que puede ser, subordinándolo al ser, que conjuntamente se manifiesta y oculta. En este contexto no hay espacio alguno para una hermenéutica simbólica, ética y religiosa. La precariedad y carencia de fundamentación última de la persona forman parte de la hermenéutica cristiana, que puso el acento en la dimensión escatológica de la vida y en lo que debe ser, acentuando el bien como horizonte de la acción humana y la libertad responsable del hombre.
Heidegger rechazó esta comprensión como hermenéutica óntica, cosificante y derivada, ya que partía del hombre. Su pregunta ontológica por el ser excluye la de plantear su origen, que es la perspectiva crea12. «¿Qué es metafísica?» [1929], en M. Heidegger, Hitos, Madrid, 2000, pp. 100, 96-106. La angustia, diferente del miedo, revela la nada. No es producida por algo concreto, sino por una vida sin asideros, sin un sentido dado, que es puro «ser ahí». Cf.
L. Sáez Rueda, Ser errático, Madrid, 2009, pp. 96-102. 13. M. Heidegger, Ser y tiempo, Madrid, 22009, §§ 46, 49, 50, 65, 70, 72. 14. I. Kant, Crítica de la razón pura , B 833; Lógica, «Introducción» (en Kants Werke, IX, p. 25).
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cionista cristiana, y su disociación radical entre ser y Dios bloqueó cualquier teología. Su ontología es posibilista de lo divino (Dios puede ser en el horizonte del ser), mientras que la cristiana es actualista (Dios ya se ha hecho presente), gratuita (el ser creado) y práctica (hay que transformar el mundo). La ontología cristiana se opone al esencialismo de la filosofía griega, y a la neutralidad impersonal del ser heideggeriano. El poder-ser de Dios remite a la ética, no a la estética trascendental de Heidegger, porque el futuro desborda la capacidad humana. La carencia de los dioses llevó a Heidegger a prepararse para la revelación del ser, al margen de cualquier dimensión religiosa; mientras que el cristianismo transforma la ausencia de Dios en la historia en una promesa y un imperativo ético. Su ontología simbólica, imaginativa y escatológica responde al ansia humana de absoluto, sin negar la verdad de la muerte 15. Resulta paradójica la importancia de la muerte para definir lo que es el ser humano y la escasa significación que se concede al nacimiento, que apenas si se menciona en los diccionarios y enciclopedias filosóficas. La toma de conciencia de nuestra dependencia respecto de otro ser humano y el significado del nacimiento como un inicio, que abre espacio a la gratuidad y a la creatividad, apenas si se toma en cuenta como el polo contrario a la muerte. Kant analizó el grito del recién nacido como una queja de protesta contra la heteronomía, a la que pretendía escapar desde una razón crítica y autosuficiente; mientras que, por el contrario, Hannah Arendt resaltó el significado del nacimiento como la relación original y constitutiva respecto de una persona, que posibilita un comienzo creativo y nuevas iniciativas en un mundo dado, en contra del mero ser arrojado de Heidegger. Analizamos la vida y la muerte desde una perspectiva subjetiva y selectiva, y el enfoque elegido condiciona ambos análisis. A su vez, Ricoeur resalta que partimos de la vida como un don, desde la absoluta gratuidad, en la que el sentido está vinculado a las relaciones interpersonales16.La primera experiencia moral es la del otro cercano, que nos hace tomar conciencia del regalo de la vida y de su infundamentación. Es decir, concienciamos la carencia pero también que la vida es un don que recibimos. No hay que esconder el sentido de la finitud y de la experiencia terminal, pero tampoco el significado de los oríge15. Remito al estudio de R. Kearney, Poètique du possible, Paris, 1984. 16. I. Kant, Kants Werke VII: Anthropologie in pragmatischer Hinsicht, Akademie
Textausgabe, Berlin, 1968, p. 268; H. Arendt, La condición humana, Barcelona, 1998, pp. 109-110; J. Porte, «Exister vivant. Le sens de la naissance et de la mort chez M. Heidegger et Paul Ricoeur»: Archives de philosophie 72 (2009), pp. 317-335.
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nes. Nacimiento y muerte remiten a la pregunta esencial del porqué de cada persona, del carácter dependiente de la existencia y también de la vida como un don gratuito que hace posible la creatividad personal. La donación de la vida sobrepasa una mera consideración fáctica sobre la existencia, de la que surge una hermenéutica muy diferente de la del «ser arrojado». La angustia del ser en el mundo se equilibra con la posibilidad de dar vida, como ser para los otros, que se manifiesta en la procreación y la creatividad espiritual. La verdad de la existencia no se agota en la angustia vital del ser en el mundo o en el ser para la muerte de Heidegger, sino en una forma de vida abierta a la trascendencia interpersonal de los otros y, en el caso de la persona religiosa, del mismo Dios. Por eso, el fallecimiento de los seres queridos forma parte de las situaciones límite de cada persona, que obligan a superar espiritualmente lo meramente biológico17. La pérdida del otro es más relevante que la conciencia de la finitud, la percepción de la nada última y del cuidado de sí, que son las dimensiones que acentúa Heidegger. La conciencia de perecer se transforma en una forma de vida abierta al sacrificio por los demás y la inquietud por los otros sobrepasa a la de por uno mismo. Incluso para el agonizante, afirma Ricoeur, «lo que ocupa la capacidad preservada del pensamiento, no es la preocupación por lo que pueda haber más allá de la muerte, sino la movilización de los recursos más profundos de la vida para seguir afirmándose». En esta experiencia, prosigue Ricoeur, surge «lo esencial en la trama misma del tiempo de la agonía [...] lo esencial es en cierto sentido lo religioso, [...] es, me atrevería a decir, lo religioso común, que, en el umbral de la muerte, transgrede las limitaciones consustanciales a lo religioso confesante y confesado. [...] Tal vez no sea sino frente a la muerte cuando lo religioso se iguala a lo esencial y se trasciende la barrera entre las religiones. [...] Por ser transcultural, el morir es transconfesional y, en ese sentido, transreligioso» 18. La pervivencia y la preocupación por la mortalidad es inherente al animal humano y se vincula a un ansia de eternidad que impregna no sólo las religiones, sino todos los imaginarios culturales. 17. «La angustia detecta la proximidad de la muerte respecto de la vida. [...] La muerte del otro penetra en mí como una lesión de nuestro ser común. [...] El respeto, por el que los seres amados son insustituibles, interioriza la angustia. [...] Pero tiene ya un aliado dentro de las murallas, a saber, una cierta experiencia vaga de la contingencia que rodea el hecho bruto de existir y que yo, por mi parte, relacionaría más con una meditación sobre el nacimiento que sobre la muerte» (P. Ricoeur, «Verdadera y falsa angustia», en Historia y verdad , Madrid, 1990, p. 281). 18. P. Ricoeur, Vivo hasta la muerte. Fragmentos , Buenos Aires, 2008, pp. 38-40.
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Esta hermenéutica, inspirada en una concepción cristiana de la vida, no es una fuga ante la muerte. Desde el agradecimiento por el don inmerecido de la vida, es posible combinar la tristeza de la finitud, propia y de los seres queridos, con la alegría de la entrega a los otros. Posibilita una afirmación de la vida, contra su negación, y ofrece razones para vivir, más allá de la autoafirmación solipsista de Nietzsche y la desesperanza que atormenta a Camus. El proyecto de vida, la autenticidad de una existencia como don para los otros, se completa con una esperanza escatológica, como la cristiana, sin que la infundamentación última desautorice la validez de la expectativa. Asumimos un proyecto, en función de la interpretación que hacemos de la existencia. La idea cristiana del hombre como imagen de Dios y el postulado del dios encarnado responden a la inseguridad existencial y a la necesidad de referentes para elegir una forma de vida y una interpretación de la muerte. No se postula una libertad absoluta e indeterminada, sino referida a una hermenéutica sobre lo que es el sentido de la vida humana. La hermenéutica filosófica ricoeuriana es coherente, además de estar abierta a una impregnación teológica que vincula la finitud a la es peranza. La misma angustia cobra un último sentido metafísico ante el problema de la teodicea, que cuestiona la posibilidad y sentido de Dios. «Más allá de la angustia vital de la muerte, de la psíquica de la
alienación, de la histórica del sin-sentido e incluso de la angustia existencial de la opción y la culpabilidad, he aquí que se presenta la angustia propiamente metafísica, la que se expresa míticamente en el tema de la cólera de Dios: ¿no será por ventura Dios un malvado? Esta posibilidad espantosa está lejos de ser una quimera: la bondad de Dios es la última idea conquistada y quizás no lo sea más que en esperanza. [...] Ninguna apologética, ninguna teodicea explicativa pueden ocupar el lugar de la esperanza»19. Para una persona religiosa lo peor no sería la defunción, sino su carencia de sentido ante la posibilidad de un Dios malo o indiferente a la felicidad. Esta carga emocional y especulativa desborda la consideración meramente biológica del morir. La tensión de la nada y el sentido En este marco cobran significado las filosofías existencialistas y la alternativa del sinsentido. Sartre profundiza en el vacío de la existencia. La nada surge «en el seno mismo del ser, en su meollo, como un gusano» y se basa en la libertad, que segrega su propia nada, en cuanto que toma 19. P. Ricoeur, Historia y verdad , cit., 1990, pp. 292-293.
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distancia de su pasado. Como la esencia humana es «ser sido», la nada que separa la libertad de la existencia vivida genera una libertad sin esencia. La angustia surge en cuanto que existimos, despojándonos de lo que somos. Una libertad infundada e inconsistente sirve de clave para una aproximación individualista y solipsista al significado de la persona. A esta nihilización (néantisation) se une la muerte, que niega todas las posibilidades. Es un factum que hay que asumir, sin poder conceptualizarlo, y que radicaliza el absurdo de la existencia, la cual tiene que darse su propia esencia y asumir la imposibilidad de realizarla 20. De esta forma, Sartre absolutiza la negación y el sinsentido. Para ser libre hay que constituirse como sujeto (ser-para-sí) y salir del en-sí, de la objetivación. Pero lo que no es cosa, es nada, carencia de ser. La nadidad del ser lleva a los actos nihilizantes del sujeto, sin que del ser pueda surgir el deber-ser de un proyecto. La contingencia obliga a un proyecto de sentido irrealizable. El nihilismo del sinsentido, a su vez, hace del suicidio el problema filosófico por excelencia: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena vivirla, es responder a la pregunta fundamental de la filosofía»21. La singularidad del hombre en el cosmos se refleja en su ansia de infinitud y absoluto, que marca trágicamente su finitud y contingencia. La doble dinámica del perecer inevitable y el hambre de absoluto es central en las religiones y las creaciones culturales. Sartre asume esta tensión para proclamar el absurdo del ser humano, cerrándose a las relaciones como fuente de sentido al poner en primer plano la mirada objetivante del otro y el deseo de posesión, que le lleva a proclamar que el infierno son los otros. La carencia de fundamentación, la contingencia y la radicalidad del deseo hacen del hombre «una pasión inútil», una mezcla de angustia y de náusea de sí mismo, que marca la condición trágica del hombre. De la gratuidad de la existencia se pasa al absurdo porque «no hay ningún ser necesario que pueda explicar la existencia». La contingencia es lo absoluto y, «por consiguiente, la perfecta gratuidad», sin que esto lleve a Sartre a «una economía del don», como ocurre en la 20. J. P. Sartre, Obras completas III: El ser y la nada, Madrid, 1977. Ricoeur relativiza la nada de la finitud, rechazando la hipóstasis sartriana del acto nihilizante en una nada actual, enmarcada en una fenomenología de la cosa y en una metafísica de la esencia. Sólo abriéndose al ser como acto, más que como forma, es posible superar las experiencias de lo negativo y una filosofía de la nada, que reduce el ser a mera infundamentación. Cf. P. Ricoeur, Historia y verdad , cit., 1990, pp. 307-316. 21. A. Camus, Obras completas I: El mito de Sísifo, Madrid, 1996, p. 214. Hay que asumir la muerte y, al mismo tiempo, revolverse contra ella. Porque «los hombres mueren y no son felices», advierte Calígula.
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hermenéutica cristiana, sino al absurdo de la vida, vista desde una perspectiva prometeica22. Unamuno, a su vez, puso el acento en el ansia de pervivencia del individuo, en el hambre de inmortalidad del que habla en El sentimiento trágico de la vida, confrontándolo con lo inevitable de la muerte: «El universo visible, el que es hijo del instinto de conservación, me viene estrecho, es como una jaula que me resulta chica y contra cuyos barrotes da, en sus revuelos, mi alma; quiero ser yo y, sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme en la totalidad de las cosas visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo»23. Nos resistimos a morir, no queremos asumir la pérdida última de nuestra singularidad, rechazamos el significado último de lo que constatamos como un hecho. El ansia de pervivencia es, para él, consustancial al hombre y marca la paradoja con su finitud constitutiva. De ahí, la lucha entre la hermenéutica cristiana y la desconfianza y el escepticismo, que sobresale en obras como San Manuel Bueno, mártir . Esa ansia de supervivencia personal es también la criticada desde perspectivas freudianas, que la cuestionan como algo absurdo y narcisista, como una ilusión infantil que no asume la condición mortal de todo viviente. La insistencia unamuniana en la pervivencia del yo, el hambre de inmortalidad de la conciencia singular, contrasta con la dinámica oriental, y más en concreto budista, en la que el yo es una ilusión que hay que superar. Entre las corrientes orientales destaca la escuela de Kioto, que ha entablado un diálogo con la filosofía occidental, poniendo la nada como clave de interpretación24. Oriente y Occidente convergen en la búsqueda de una realidad última, fundante y absoluta, a la que las religiones llaman divina. También coinciden en buena parte del proceso de desasimiento y despojo del yo, común a las místicas orientales y occidentales. Pero en última instancia, «la muerte del yo» en Oriente es una clarificación sobre la no subjetualidad ni sustantividad de la realidad personal. Pretenden superar las especulaciones racionales y los juicios morales desde una unión indiferenciada con el todo último. En este proceso coinciden la filosofía y la religión, que son expresiones convergentes de una búsqueda última. La existencia es carencia de ser y tiende a la nihilidad, que abre al sinsentido el significado de la vida. Esta conjunción de ser 22. J. P. Sartre, La náusea, Buenos Aires, 2003; A puerta cerrada , Buenos Aires, 2004. 23. M. de Unamuno, El sentimiento trágico de la vida, Madrid, 1938, p. 35. «Tiemblo ante la idea de tener que desgarrarme de mi carne; tiemblo más aún, ante la idea de tener que desgarrarme de todo lo sensible y material, de toda sustancia» ( ibid., p. 41).
24. K. Nishitani, La religión y la nada, Madrid, 1999, pp. 37-84, 111-119.
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carencial es el orden místico del universo, que exige un yo no objetivante y afín a todos los seres. Al despertar a sí mismo, el yo se sitúa en el campo de la nihilidad; y el mal radical es buscar la fundamentación de la propia existencia, en contra de la vacuidad radical del ser. En la tradición budista, la existencia personal se mueve desde y hacia la nihilidad, y transforma en sinsentido la consecución del sentido de la vida. La muerte es negatividad absoluta respecto de la vida y el yo «iluminado» toma conciencia de su nihilidad radical, vinculada a la del universo. Asumir la nada del yo es la condición previa para comprender al hombre, que es como un átomo de eternidad en el tiempo, que se abre a un absoluto impersonal y a la compasión por sí y por los demás seres, también marcados por una indigencia radical. La religión y la filosofía convergen en clarificar la nada última del yo individual y de todos los seres, para abrirse al sinsentido último de las cosas. Esta concepción está más cercana de la mística occidental (como la de Eckhart) que de la filosofía, aunque tiene resonancias heideggerianas y nietzscheanas. En contra de la fusión del yo y del cosmos, que subyace a la búsqueda de trascendencia, la filosofía occidental reivindica el yo singular, como complejidad suprema de la evolución. El carácter finito de la existencia y su vulnerabilidad contrasta con el ansia de perdurabilidad tanto a nivel individual como colectivo. Ser es querer seguir existiendo, desde la finitud y la contingencia, desde la nada del origen y del término. La antropología y la mística defienden la fusión última de la persona y el ser divino, sin que implique la muerte definitiva del yo personal sino una nueva forma espiritual de existencia. 2. Hermenéuticas sobre la concepción mortal del hombre En lo que concierne a las religiones monoteístas, Dios, mundo y hombre forman una trilogía, vinculada de tal modo que cualquier variación
de un significado repercute en los otros. La finitud, la precariedad constitutiva y la contingencia humanas están en estrecha correspondencia
con la infinitud, esencia y absolutidad de Dios. El monoteísmo busca lo incondicional y eterno, lo absoluto y lo trascendente, que recibe diversos nombres (lo sagrado, lo santo, lo divino, etc). Según como se conciba la realidad última y absoluta, surgen las distintas tipologías
del politeísmo o el monoteísmo, la divinidad personal o impersonal, y el panteísmo o panenteísmo. No hay consenso sobre la comprensión de lo absoluto, y los predicados de la divinidad monoteísta pueden dar lugar, en otros contextos culturales, a nombres de dioses concretos y diferentes. 116
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Esa búsqueda de lo absoluto se concentra en las religiones en una dinámica experiencial, vitalista, racional y afectiva. Las personas religiosas afirman tener experiencias de la divinidad, se sienten religadas a una realidad última, desde la que cobra sentido la vida y se evalúa la muerte. La religión implica religarse (Lactancio) y releer (interpretar y significar) lo concerniente a los dioses, ocuparse del culto y de todo lo referente a Dios, creando comunidades y tradiciones. La preocupación por Dios de la persona religiosa, de la que surge el sistema de creencias y rituales, así como la religión institucional, remiten, a su vez, a experiencias en las que se contacta con Dios. El tema teológico de la revelación tiene consistencia filosófica, ya que implica
la capacidad de trascender del hombre y la inmanencia del absoluto en la historia y en la vida personal. Se puede poner el acento en las mediaciones religiosas, a las que tiende toda religión institucional, o en la experiencia personal, carismática, de la que surgen el carisma y la mística 25. Lo «sagrado y lo santo» se han impuesto en Occidente como el horizonte referencial y ontológico para hablar de lo divino, ya que no todas las religiones personalizan lo absoluto, que sería la realidad fontanal, primera y última, trascendente e inmanente 26. Pero hay que distinguir entre lo sagrado espacial y objetivo, y lo santo, referido a la relación personal. Lo sagrado marca la distancia y la ruptura con la profanidad, y el tabú de lo absoluto, trascendente y misterioso se contrapone a lo contingente, cotidiano y mundano. Hay ruptura y discontinuidad entre ambos ámbitos, así como una jerarquización y evaluación implícitas. En todas las religiones hay espacios y tiempos sagrados, vinculados a lo numinoso, que se manifiesta y oculta al mismo tiempo. El ser humano necesita jerarquizar, dar prioridad ontológica y distinguir entre lo que considera esencial y lo secundario. La dificultad está en el equilibrio y la necesaria complementación entre ambas dinámicas, entre la sacralizante, que puede invadirlo todo, sobrecargando al hombre, y la profana, que llevaría a una existencia banal, sin nada que sea relevante, cuando impregna toda la existencia. Estas dos dimensiones, sacral y profana, están vinculadas en el proceso global de las religiones en cuanto lugares y fuentes de sentido, desde los cuales se busca ahondar en la experiencia humana, tendiendo siempre a lo último y absoluto, a lo divino. Lo propio de la divinidad es la ruptura ontológica de nivel, que lleva a vivir 25. C. Carot, Le symbolique et le sacré, Paris, 2008, pp. 125-135. 26. J. Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la religión , Madrid, 72006, pp. 87-115; J. Gómez Caffarena, El enigma y el misterio, Madrid, 2007; J. L. Sánchez Nogales, Filosofía y fenomenología de la religión, Salamanca, 2003, pp. 337-386.
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la vida profana santamente, es decir, según la relación con Dios. La referencia a lo divino es el eje de la vida, el centro referencial que orienta y permite evaluar las otras realidades 27. Lo santo remite a una divinidad personal que en la tradición bíblica conlleva la exigencia de ser santos como Dios mismo. De ahí la exigencia moral, con la consiguiente «eticización» de la religión y la progresiva personalización de lo sagrado. La sobrecarga del absoluto llevaría a una vida minuciosamente controlada, en la que se tendería a ver por doquier el pecado, sin dejar espacio alguno a la profanidad y banalidad del ser. Es el reverso de la vinculación entre lo sagrado y lo ético, que se contrapone a la profanidad absoluta y a la ausencia de pecado de la cultura postmoderna. Son las personas las que devienen santas, en función de un modo de vida, mientras que lo sagrado espacial y temporal pierde importancia. Lo novedoso de las religiones proféticas es la estrecha conexión entre Dios y la ética, la insistencia en el comportamiento humano. Esta dinámica ha hecho que la religión y la moral estuvieran vinculadas en Occidente, haciendo de la primera una fuente de la segunda, que, a su vez, ha impregnado el ámbito de la religión 28. De este modo surge el humanismo religioso y se sacralizan personas, relaciones y valores, respecto a todos los cuales tienen que orientarse los espacios, tiempos y rituales sagrados. Son religiones que defienden la trascendencia divina y humana, luchando contra las sacralizaciones en otros ámbitos. La búsqueda del absoluto, aunque haya diversidad de comprensiones acerca de su realidad, es un marco común para el diálogo de las religiones. Y según cómo se entienda a Dios, sobre la base de una «revelación» divina o como resultado de la reflexión personal, así se comprende el sentido de la vida y de la muerte. Las religiones han sido grandes laboratorios de proyectos de vida. Desde una perspectiva evolucionista, son una creación humana, vinculada a la lucha por la supervivencia 29. Tienen múltiples funciones socioculturales, con creencias y doctrinas que ofrecen una concepción de la vida. Los elementos doctrinales no bastan, porque las religiones motivan y movilizan en función de un proyecto de sentido. La potencialidad de las religiones estriba, entre otros elementos, en que responden a una dinámica inherente a la persona: la de tras27. R. Otto, Lo santo, Madrid, 1980; M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Barcelona, 1983. 28. H. Bergson, Las dos fuentes de la moral y de la religión, Buenos Aires, 21962. 29. E. O. Wilson, Sobre la naturaleza humana, México, 1980, pp. 238, 261-270; Sociobiología, Barcelona, 1980, pp. 78-79. También, R. A. Rappaport, Ritual y religión en la construcción de la humanidad , Madrid, 2000. 5
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cender lo dado e ir más allá de los límites. Esa necesidad, hasta ahora, ha sido permanente y constitutiva del hombre. Por eso hay un creciente interés en el hecho religioso desde una perspectiva pluridisciplinar, filosófica y científica 30. Hoy se da un progresivo y persistente declive de las religiones en la cultura europea. Queda abierto el interrogante sobre si es coyuntural, para dejar paso a una nueva fase de reestructuración de las viejas religiones, o a la irrupción de nuevas. Otra posibilidad sería que se generara un vacío religioso, ocupado por humanismos seculares y espiritualidades laicas. La búsqueda de una ética civil y de una moral laica iría en esa línea, que plantea a las religiones el problema de su especificidad e identidad propias. La hermenéutica antropológica bíblica Históricamente, la filosofía se ha centrado en analizar las tradiciones religiosas que dominan en Occidente, concretamente el judaísmo y el cristianismo. Las narraciones bíblicas son relatos axiológicos, de los que se apropió la reflexión filosófica y teológica posterior, rompiendo la inmediatez del mito y seleccionando sus elementos éticos, metafísicos y religiosos. Pretenden orientar y generar una praxis adecuada, más que ofrecer conocimiento sobre lo que realmente ocurrió. Ofrecen sentido y abren a un futuro, a otro mundo posible en el que convergen el don de Dios y la acción humana. Antropológicamente, ha tenido relevancia el contraste entre el sinsentido inicial del mundo y el papel del hombre (Gn 3-11). Se parte del sinsentido inicial y de la libertad humana, que se sustrae al orden natural y genera un nuevo orden. Es una libertad contingente y práctica, que crea un proyecto histórico. Se diferencia de la concepción griega del hombre como un microcosmos con una libertad interior (estoicismo) limitada por el destino que imponen los dioses. La hermenéutica sapiencial bíblica ve el mundo desde la historia. La pretensión griega de vincular ser y deber ser, haciendo del orden cósmico el presupuesto de la ética, deja paso a una alternativa antropocéntrica radical. La libertad no tropieza con un orden ontológico cósmico, como ocurre en la filosofía helenista. El mito del pecado original alude a la decisión personal y a una situación existencial, la de estar ubicados en estructuras y dinámicas de pecado, creadas por el hombre mismo. El concepto moderno de alienación como extrañamiento, cosificación y pérdida de libertad tiene aquí una de sus raíces culturales. El sentido 30. J. A. Estrada, Imágenes de Dios, Madrid, 2003, pp. 21-54; Razones y sinrazones de la creencia religiosa, Madrid, 2001, pp. 17-46.
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está vinculado a la praxis y tiene un significado procesual, profético y escatológico. Asumir la facticidad cósmica o histórica, sin más, sería
integrarse en la historia del pecado, en lugar de liberarse de ella. No es que hubiera una vida humana sin pecado, el cual introduciría la muerte, como se afirma en el mito adámico, sino que el pecado impregna la vida y la destruye. La comprensión de la existencia depende de cómo se viva porque puede estar marcada por una perspectiva pecaminosa. La búsqueda de sentido está enraizada en la dialéctica de finitud y ansia de infinito. La tradición responde a esta demanda desde el doble postulado de un Dios creador, respuesta a la contingencia del hombre, y un Dios providente y señor de la historia, fuente de sentido ante el sufrimiento, el mal y la muerte. En ambos casos se busca una referencia absoluta, a la que se contrapone la limitación humana. La referencia a Dios y la creaturidad, versión bíblica de la contingencia y finitud, se establece desde el postulado de la libertad personal en la historia. La trascendencia divina deja el protagonismo al hombre y se ponen las bases de un cosmos y una sociedad desacralizadas 31. Dios está lejano y no se identifica con ninguna entidad mundana o histórica. Como Dios no es
parte del mundo, no es posible apropiarse de él o controlarlo. El contrapunto al absoluto buscado es el rechazo de cualquier absolutización histórica o cósmica. Nada de lo creado por un ser contingente puede tener pretensiones de absoluto. La exigencia de mantener las distancias con Dios, el único santo, se concreta en la prohibición de sus imágenes y representaciones (Ex 20,1-21), que pueden convertirse en instancias sacralizadas e idolátricas. Dios crea por la palabra y mantiene su misterio, contra las teorías emanacionistas y las hierofanías, que sacralizan lugares y entidades como manifestaciones divinas 32.
Adán es un nombre colectivo, representante de la especie humana, y como tal se repite 562 veces en el Antiguo Testamento (excepcionalmente es un nombre propio: Gn 4,25; 5,1-5; 1 Cro 1,1) 33. La idea griega de que el hombre es un ser social se expresa aquí contemplando la individualidad desde la perspectiva de la especie y de la familia o del clan al que se pertenece. El hombre es una unidad psicosomática inseparable, 31. M. Gauchet, El desencantamiento del mundo, Madrid, 2006; La condición histórica, Madrid, 2008. 32. F. Schupp, Schöpfung und Sünde, Düsseldorf, 1990, pp. 545-588. 33. Adán aparece 46 veces en Gn 1-11; 62 en Salmos; 27 veces en Job y 94 veces en Sabiduría. La Biblia habla de personajes concretos pero prevalece el sentido colectivo y la pertenencia al pueblo. Cf. R. Albertz, R. Neudecker y H. Hegermann, «Mensch II-IV», en Theologische Realenzyklopädie 22, Berlin, 1992, pp. 464-493.
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creado por Dios como varón y mujer (Gn 1,26-27; 2,7), a diferencia de la creación del mundo animal, que no diferencia entre macho y hembra. El mito yahvista (Gn 2; Sal 104) acentúa la creaturidad del hombre con la imagen del Dios alfarero, que modela la arcilla y le inspira la vida. El hombre forma parte del mundo y es el resultado de la actividad divina. El relato yahvista tiene afinidades con la concepción platónica de un demiurgo que da forma a una materia informe. La afinidad entre el platonismo y el Génesis fue utilizada por el cristianismo para mostrarse como la verdadera filosofía. A diferencia de la concepción científica sobre la evolución de la materia, en el mito oriental es la divinidad la que vivifica, surgiendo el hombre de su acción (Gn 2,7.21-22). Es un relato que busca ofrecer salvación y sentido, el punto de partida para las teologías posteriores sobre la alianza entre Dios, Israel y la humanidad. La armonía de la creación, enfatizada en el relato sacerdotal (Gn 1,31: «Vio Dios cuanto había hecho y todo estaba muy bien»), contrasta con la imperfección original del mundo en la corriente yahvista (Gn 2-3) y las dificultades para someterlo tras el pecado (Gn 9,1-7). El mito de la tentación, que ha impregnado el imaginario cultural occidental, está vinculado al conocimiento del bien y del mal (Gn 3,5) para ser divino. Es una tentación ambivalente porque el hombre se vuelve autónomo y aprende a discernir el bien y el mal (2 Sam 14,17; 19,36), pero rompe la relación con la divinidad para autoafirmarse. En lugar de asumir los límites puestos por Dios y la naturaleza, de la que forma parte, se erige en creador independiente, que determina el bien y el mal desde sí mismo. La arbitrariedad del bien y del mal es el punto de partida para la ambivalencia de la especie humana. El acento se pone en la actividad propia, al margen de las referencias trascedentes, desde la autosuficiencia y las pretensiones de autodivinización. En lugar de reconocer los propios límites y, con ellos, la necesidad de complementación, que vincula la dependencia a la autonomía, pretende aislarse de su relación constitutiva con Dios, la naturaleza y los demás. En la época sapiencial, influida por el helenismo, se insiste en la importancia de la sabiduría como don divino para discernir rectamente (Prov 1,7; 8,13.22-36). El problema no es la sabiduría conquistada, como ocurre en el mito de Prometeo, sino la carencia de criterios últimos para aplicar el conocimiento y determinar la acción. Si el hombre es la fuente de los valores, tiene que establecer pautas para evaluar, como hacemos hoy con los derechos humanos. La tradición bíblica remite a los mandamientos divinos, resumidos en el decálogo, que delimitan lo que es bueno o no para la persona. El individuo confunde lo bueno y malo «para mí» con el bien y el mal y, al independizarse para ser como Dios, pone en mar121
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cha un proceso destructivo que afecta a los demás y a sí mismo. En cuanto que se realiza en virtud a su propio esfuerzo, desconoce la economía del don, que tiene sus raíces en la interdependencia respecto de Dios y de los demás. La paradoja está en que sólo «muriéndose» a sí mismo, para darse a los demás y abrirse al Absoluto, puede realizarse como persona y alcanzar la madurez, que le hace imagen y semejanza del dios buscado. El árbol del conocimiento es el primer símbolo fáustico de Occidente, también el símbolo de lo prohibido, que atrae por la prohibición misma. La presencia del caos, antes de la creación, se actualiza en cuanto que el pecado genera más desorden y rompe la armonía primera. La tradición cristiana posterior parte de una «naturaleza caída», en la que hay una vinculación entre el hombre y el mundo, entre el proyecto de realización personal y la constatación de un fracaso permanente de las pretensiones de erigirse como sujeto absoluto. Se cuenta una historia que comienza con el primer pecado y continúa en el relato mítico de la civilización (Gn 3-11). Posteriormente, el cristianismo puso la clave en el conflicto interno del hombre, que busca hacer el bien y acaba realizando el mal (Rom 7,15-21). La tensión entre el deseo y la realización concreta, entre la voluntad y la praxis, entre lo que se quiere hacer y lo que en realidad se hace, es constitutiva de esta hermenéutica religiosa. Cristaliza en la idea posterior cristiana del justo y pecador, que define al hombre mismo marcado por un ansia de absoluto que le traiciona. Le lleva a confundir lo relativo y finito con lo absoluto e infinito de Dios, a construir con pretensiones de absoluto, a pesar de su contingencia.
El relato bíblico sobre la civilización está marcado por dos intereses contrapuestos. Es un relato particular, al servicio de la fe de Israel, y universal, porque ofrece una genealogía de la humanidad. La pérdida de la relación divina deja al hombre sin un sistema de valores de referencia. Los relatos explican el porqué y para qué de la desorientación de un yo perdido y angustiado, que reacciona de forma egocéntrica y acaba rompiendo las relaciones interpersonales. El simbolismo del mito apunta al deterioro interpersonal, concretado en la acusación mutua de Adán y Eva, en el crimen de Caín y la dinámica de venganza que genera (Gn 4,8.15.23). Al perder al otro (el divino y el humano), surgen la angustia y la desorientación, se pierde la posibilidad de una identidad autónoma y la actividad del yo deviene reactiva y nihilizante. Como consecuencia del proceder independiente, una vez que se ha roto con Dios, la civilización es ambivalente (Gn 3-11) y provoca la cólera divina (Gn 6,5-8). El mito del Diluvio (Gn 7,23-24) pone las bases para una teología de la historia y una evaluación crítica de la civilización, como re122
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sultado de la ciencia. El fracaso del plan divino, como en el mito del paraíso, y la ruptura de la alianza entre la divinidad y la humanidad, no elimina la opción por el hombre, simbolizada por Adán y Noé. No hay aquí una creación perfecta ni una deidad omnipotente que lo controla todo. Se resalta el papel protagonista del interlocutor que quiere ser como Dios y acaba con su propia autodestrucción. La fascinación de la inmortalidad le juega una mala pasada propia acaba siendo víctima y agente de su propia muerte (Gn 6,11.17). El mito de la torre de Babel (Gn 11,6-9) simboliza el intento autónomo de trascendencia (llegar a lo alto, al Altísimo). El mundo es inteligible y subordinado al hombre, con lo que se abre espacio al dominio científico-técnico. El creador necesita de cocreadores, a su ima-
gen y semejanza, que se pueden oponer a él. Se apela a la conciencia reflexiva para discernir en la historia y buscar la voluntad divina. Hay un proceso radical de interiorización reflexiva y el pecado perturba la acción histórica porque corrompe la libertad, a diferencia de la concepción estoica que busca integrarse en el orden cósmico. Desde el punto de vista ontológico e histórico, desde la creaturidad y mortalidad, se
recoge la idea del hombre como ser carencial. No es posible independizarse de Dios, pero su trascendencia posibilita la libertad. Cuanto más lejos está la divinidad, menos presionan sus leyes y mayor es el espacio de la inmanencia. Hay una disyunción radical entre el orden mundano y el Absoluto, y se acentúa la indigencia y el protagonismo humanos. El pecado aleja del «Señor» por antonomasia ( Adonai), desvincula de los otros y hace del individuo un itinerante sin hogar. Es el precio de la libertad para crear sentido en la historia, ya que no se lo puede derivar del mundo. La historia es una alianza entre el Trascendente y el hombre, y ninguno puede diluirse. La voluntad divina se manifiesta a la conciencia humana, que evalúa y decide. No hay rivalidad entre ambos, sino convergencia, desde una conciencia inspirada, en la que la persona decide en función de su bien propio y el de los otros. El teocentrismo excluyente aniquila al ser humano y el humanismo independiente niega a Dios. Hay proporcionalidad entre la tendencia a objetivar y sustancializar el mundo, y la de subjetivizar lo divino, que deviene mera proyección. La alianza entre ambos es el punto de partida para el profetismo, que no pone tanto el acento en los acontecimientos de futuro, para que legitimen su discurso, como en potenciar actitudes, valores y praxis congruentes con lo que se quiere construir 34. 34. G. A. Lindbeck, La nature des doctrines, Paris, 2002, pp. 165-170.
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El deber ser, proyectado hacia el futuro, se convierte en un imperativo para la situación actual. Hay que transformar el presente para que se adecue y posibilite el futuro que se desea. En lugar de ver el futuro desde el presente, se invierte la perspectiva, en la línea que captó Bloch con su principio esperanza. La muerte, la inmortalidad y la resurrección El ansia de ser como Dios lleva al pecado y el resultado es la muerte (Gn 3,3-4.19). El árbol de la vida simboliza la ansiada inmortalidad del hombre (Gn 2,8-9; 3,22) y la necesidad de relativizar la mortalidad. La muerte es, por una parte, un mal, el resultado del pecado, por otra, un hecho natural. Nunca basta lo biológico y lo religioso lo impregna todo. Se constata con naturalidad la finitud y limitación de la existencia (Num 16,29; Ecl 3,1-8; Sal 39,5; 103,15-16; Job 14,1-14) pero la vida larga es una bendición (Gn 25,8; Sal 90,16; Job 42,17). Las enfermedades y desgracias muestran la indigencia humana y se asume su autoría divina, ya que Dios es autor de la vida y la muerte (Dt 32,39; Sal 6,6-8; 31,11; 38; 90,3-7; 104). Esta referencia divina lleva al problema de la teodicea, el sufrimiento inmerecido del justo y la vida exitosa de los malvados, que es el núcleo del Libro de Job. En lo que concierne al más allá de ultratumba, Israel participa de las cosmovisiones de su entorno, que también influyeron en la con cepción arcaica griega35. Hay un submundo de los muertos, el «Hades» o el «Sheol» en las profundidades de la tierra, al que inicialmente no llega Dios (Sal 6,5-6; Is 26,14; 38,17-19). Ni el «cielo» ni el «Hades» de los muertos son lugares físicos concretos, sino entidades cosmológicas religiosas, símbolos de la vida después de la muerte, metáforas referenciales para hablar del más allá. Progresivamente, aumenta la creencia sobre el poder divino en el reino de los muertos (Prov 15,11; Sal 139,7-8;
Am 9,2; Jon 2,2.7), hasta que en el judaísmo precristiano se comienza a plantear la idea de resurrección (Ez 37,1-14; Job 19,25-26; Is 26,19; Dan 12,1-4; 2 Mac 7,9.11.14; 12,43-46). Esta creencia, discutida en la época de Jesús, completó la tradición judía. La creencia en la vida tras la muerte fue la respuesta última al ansia de inmortalidad de las tradiciones hebreas, emparentadas con la exigencia de justicia y sentido para las víctimas. La resurrección remite a las exigencias de sentido de una vida corta e inevitablemente frustrada. 35. W. Dietrich y S. Vollender, «Tod II», en Theologische Realenzyklopädie 33 (2002), pp. 582-600.
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La concepción unitaria del hombre, propia de la tradición semita, hacía inviable el dualismo griego y la idea de una inmortalidad del alma, sin el cuerpo. Éste representa a todo el hombre, que no simplemente tiene un cuerpo sino que es cuerpo espiritualizado y espíritu corporeizado. Esta unidad psicosomática se entiende relacionalmente, ya que el devenir histórico está marcado por las relaciones interpersonales, con Dios y con los demás. No hay un yo aislado y solipsista, como el de la modernidad cartesiana, sino una vida basada en relaciones interpersonales, en las que se constituye la identidad. La personalidad se adquiere en el proceso de la vida, es contingente, en cuanto que depende de las personas y las circunstancias, y también autónoma, porque es el resultado de un proyecto de vida. La resurrección apunta a la totalidad de la vida humana, no a la resurrección del cuerpo físico. Lo que hemos creado a lo largo de la vida nos identifica y la energía espiritual que hemos generado, en interacción con otros, forma parte de nuestra identidad. El cristianismo, a su vez, asume esta concepción y apunta a una vida inspirada y motivada por Dios, que desemboca en la muerte, en la que esa identidad espiritual acumulada revierte a Dios mismo, término y comienzo de la vida. Como lo material vuelve a fusionarse con la naturaleza, así también la vida espiritual, que nos asemeja al mismo Dios, se integra en él. La muerte física no implica la espiritual y Dios se revela como Señor de la vida y de la muerte. Hay que morirse a sí mismo para reencontrarse en Dios, sin que esa comunión divina implique la desaparición de la identidad personal que hemos construido históricamente. Dios no anula al sujeto humano en la vida y éste no se pierde para siempre en la muerte, en cuanto que subsiste y vive integrado en la personalidad divina, que se le ha hecho presente a lo largo de la vida. Expresar la fusión entre Dios y el hombre, y la pervivencia de éste en Dios tras la muerte implica traspasar las fronteras de la racionalidad y la inmanencia, ir más allá de los límites. De ahí, las inevitables metáforas, simbolismos y alusiones (1 Cor 15, 35-44.53-54; 2 Cor 5,4; Flp 3,21) para expresar inadecuadamente aquello de lo que no se puede hablar, en la línea de Wittgenstein, pero de lo que no se puede prescindir, porque interpretar la muerte forma parte de la vida misma. Se vive la tensión entre la victoria de Cristo sobre la muerte, que le constituye como el primogénito de entre los muertos (Col 1,18; Ap 1,5) y la constatación de que la muerte es el último enemigo, todavía no vencido (1 Cor 15,25-57; Ap 20,6.14). Se asume la realidad de la mortalidad, abriendo espacio a la esperanza en Dios. Las grandes opciones históricas del cristianismo fueron afirmar su continuidad con la tradición hebrea, sin romper con ella, como preten125
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dían los gnósticos y Marción, y fusionarse con la cultura grecorromana, y más concretamente con la filosofía griega, sin identificarse con ninguna de sus corrientes. Por un lado, hubo una valoración positiva de la creación, en consonancia con el relato sacerdotal y con las concepciones estoicas sobre un logos del cosmos; por otro, un cuestionamiento de ésta, en la línea yahvista del pecado y de los gnósticos que ponían el acento en la salvación de un mundo malo. Ambas corrientes se corrigen mutuamente, y el cristianismo osciló entre el maniqueísmo y el neoplatonismo que posibilitan la espiritualización y la fuga mundi, por un lado, y el pelagianismo y la mundanización, por otro. Al vincular creación e historia del pecado, se abrió espacio a una ambigüedad constitutiva, la del «valle de lágrimas» y la construcción en el mundo del «reino de Dios». La primera acentúa la negatividad de la vida y favorece la fuga mundi, mientras que la segunda exige la transformación del mundo y espera más allá de la finitud y la mortalidad. Según las corrientes y los momentos históricos, se acentúa más una u otra opción, sin que ninguna quede definitivamente descartada36. Por eso, se puede hablar del cristianismo como de una religión profética, volcada en la transformación del mundo para construir en él el reino de Dios, más que de una religión mística y cósmica, como las orientales, aunque algunas de sus corrientes estén cercanas a ella. En el cristianismo hay continuidad con el judaísmo, pero también ruptura, porque se asumió como criterio evaluador la antropología realizada y plena del Dios encarnado. Los títulos cristológicos, que proclaman la filiación divina de Jesús, cambiaron la concepción de la divinidad y del hombre. El hombre es imagen y semejanza de Dios, afirma la concepción judía, mientras que el cristianismo sólo acepta la imagen de Dios que ofreció Jesús, seleccionando y criticando las del judaísmo. Creamos visiones de Dios a nuestra imagen y semejanza, antropomórficas, y el criterio para discernirlas y juzgarlas está en la historia de Jesús, tal y como ha sido transmitida por los textos fundacionales cristianos. La cosmología se subordinó a la antropología y culminó en la cristología, como antropología plenamente realizada. La plenitud antropológica de Jesucristo, el nuevo Adán, hace de la cristología el culmen de las expectativas humanas y la clave de la revelación divina. La idea griega de un dios intelectual (pensamiento de pensamiento, para Aristóteles) se unió a la hebrea, que especulaba sobre la palabra de Dios, su espíritu y su sabiduría, preexistentes y anteriores a la creación. Ambas se vincularon a la historia del judío Jesús, para procla-
36. F. Schupp, Schöpfung und Sünde, Düsseldorf, 1990, pp. 545-561.
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marlo como Hijo de Dios, palabra y sabiduría divinas encarnadas. El logos divino, al que apuntaba la filosofía griega, se vio realizado en el fundador del cristianismo.
La dialéctica hebrea de trascendencia e inmanencia tomó cuerpo en la cristología, que respondía a las preguntas antropológicas de sentido. La humanidad de Jesús se convirtió en el referente, y su forma de vivir y de actuar en el criterio para evaluar lo divino. Su historia fue modélica, lo que hay que imitar y seguir, aunque cambiaran los contextos y se sucedieran las diversas hermenéuticas teológicas. La narración de una forma de vida es lo que motiva, no un principio abstracto. La fascinación por su vida, muerte y resurrección define el cristianismo. La idea de un ser trascendente, misterioso e irrepresentable es la aportación judía, mientras que el cristianismo vinculó esa imagen de Dios a una historia humana particular. A partir de ahí, se ofrecieron las claves de sentido para la vida. Cuanto más se diluyen las imágenes de Dios, como consecuencia de los cambios culturales, de las aportaciones científicas y de una epistemología crítica y reflexiva, más realce tiene la figura de Jesús como clave para comprender el sentido de la vida. En realidad es la vida de Jesús la que clarifica quién y cómo es Dios, la que se convierte en camino y clave determinante para evaluar el ansia humana de inmortalidad. Lo más novedoso no era definir a Jesús como «hijo de Dios», ya que alusiones parecidas se encuentran en la tradición hebrea y en la cultura grecorromana, sino el significado nuevo que cobró la expresión. El cristianismo defiende un humanismo divinizado, que corrige el ateísmo. No hay más dios que el de Jesús. El cristianismo vio en él al hombre completo, que restauraba la relación con Dios y generaba un proyecto de vida. La mortalidad y la finitud cobraron significado escatológico y la historia dejó de ser un mero devenir repetitivo. La idea de progreso cambió y, con ella, la de inmortalidad, infinitud y trascendencia. El yo se constituyó en torno a un proyecto histórico, radicalizando la mediación del otro (del prójimo) como fuente constitutiva de la propia identidad. La idea hebrea de la alianza adquirió otro significado: hacer presente en la vida el reino de Dios por el que vivió Jesús. Se rompió con una concepción solipsista y egocéntrica del yo, en función de un proyecto colectivo de sentido. La cristología es una antropología, dando la razón a Feuerbach, pero sin romper la prioridad del polo divino, ya que a Dios se le encuentra en Jesús. Si a Dios no lo conoce nadie, como resaltan la filosofía y teología negativas, el criterio para lo divino es la concordancia con la vida de Jesús, con su teoría y praxis. Un criterio humano, una forma de vida, se convirtió en la clave hermenéutica para el logos de Dios que propugnaba la 127
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filosofía. El sentido de la vida no se encuentra en el más allá de la muerte, sino en el más acá de una forma de vida, la del crucificado, que también es el resucitado. A esto apela también Heidegger, cuando afirma que el cristianismo no parte de una pregunta, sino de una referencia histórica y teológica. No hubo fuga ante la muerte, ya que la cruz se convirtió en un sinsentido, que abrió expectativas positivas más allá de ella. Se transformó la hermenéutica creacionista hebrea desde el anuncio de la resurrección, al proclamar que el crucificado estaba plenamen te integrado en la vida divina con expresiones diversas que escenifican un mismo acontecimiento, visto desde dimensiones diferentes: resurrección, ascensión, exaltación, entronización, etc. No se trata de eventos independientes, como los propuestos por el evangelista Lucas, el más griego de mentalidad y comprensión, sino de una experiencia única analizada desde distintas percepciones 37. La teología de la cruz muestra el
sinsentido en la historia. La ambigüedad de la libertad se transformó, al vincular el fracaso histórico y la pretensión de sentido. Como afirma Hegel, hubo una «negación de la negación»: la muerte de Dios y del hombre permitía una nueva síntesis, la del ser humano plenamente integrado en Dios. Desde ahí surge un imperativo de sentido, identificarse con los «crucificados de la historia» y luchar contra las concreciones del mal. Esta nueva dialéctica es la clave de la fascinación que ha ejercido el cristianismo. No hay sentido al margen del hombre, pero toda realización es fragmentaria y necesita la acción divina. Se abre espacio a la esperanza contra el absurdo de la cruz. Esta nueva dinámica llevó a Occidente a una creciente preocupación por las víctimas, novedosa respecto de la exaltación tradicional de los vencedores y victimarios. René Girard ha analizado el significado de la violencia social, que se descarga sobre víctimas propiciatorias, a las que se acusa de los males sociales 38.Todo contrato social genera violencia y ésta se canaliza sobre supuestos culpables. La competitividad social, fruto del deseo mimético, genera una espiral de violencia, tanto mayor, cuanto más se cuestiona el orden jerárquico, que pretende legitimar las diferencias sociales. Según Girard, las religiones son un factor clave en el proceso de humanización del animal y de su constitución como ser 37. J. M. Castillo y J. A. Estrada, El proyecto de Jesús, Salamanca, 72008, pp. 81-98; J. A. Estrada, Para comprender cómo surgió la Iglesia, Estella, 21999, pp. 63-69. Una excelente síntesis es la que ofreció X. Léon Dufour, Resurrección de Jesús y misterio pascual, Salamanca, 1973. 38. R. Girard, El misterio de nuestro mundo. Claves para una explicación antropológica, Salamanca, 1982; La violencia y lo sagrado, Barcelona, 1983.
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social39. Las religiones juegan un papel fundamental en este proceso,
en cuanto que legitiman el orden social y lo sancionan, apelando a los mandatos divinos. La crisis social se transforma también en religiosa, ya que hay que restaurar el orden social y buscar un «chivo expiatorio» para salir de ella. La violencia se desencadena contra el designado, al que se culpabiliza de los males sociales. Las religiones sancionan esos procesos y los canalizan al ofrecer sacrificios a la divinidad. El enemigo culpabilizado, frecuentemente una víctima débil y arbitraria, se convierte en el objetivo de la violencia colectiva. La víctima reconcilia con Dios, porque se la designa como la causa última de la violencia social y la que permite restaurar el orden jerárquico. Hay que buscar a un enemigo, echarle la culpa y sacrificarlo para que se restaure el orden social. Este dinamismo sirve a Girard como clave transcultural para analizar el papel de las religiones en la sociedad, siguiendo una línea continuista y diferenciada respecto de Durkheim. Lo novedoso del cristianismo, con Jesús como chivo expiatorio de la crisis social y religiosa (Lc 23, 12-23), es que la cruz no sancionó el orden social ni exculpó a los homicidas, ni tampoco suscitó la venganza. Se identificó a Dios con la víctima y se rechazó toda religión sacrificial, que asesina en nombre de Dios (Lc 23,27-34). La creciente atención de Occidente hacia las víctimas tiene que ver con esta dinámica novedosa; pero los cristianismos históricos volvieron a legitimar la violencia social y a repetir los ritos sacrificiales, que la sancionaban. La paradoja del cristianismo es ser una religión que surgió como fruto de la violencia religiosa, para acabar siendo una religión asesina contra el mismo judaísmo del que provenía. El antisemitismo cristiano muestra el predominio de la violencia social y de los mecanismos religiosos que la autorizan. Fracasó así el proyecto religioso que identificaba el sentido de la historia con la identificación con los que sufren y que relativizó el sinsentido de la muerte, desde la confianza en Dios. Esta interpretación de la muerte de Jesús llevó también a cambiar la hermenéutica judía de la creación y a hablar de una «nueva creación» y de un hombre nuevo (2 Cor 5,17). Jesús es el nuevo Adán (Rom 5,12-19; 1 Cor 15, 21-22.45-47; Col 1,15), desde el que surge una forma de vida diferente (Rom 6,4; 7,4-6), que busca transformar el mundo desde dentro. El acento se puso en la libertad, por encima de la razón y conocimiento griegos, a los que se acusaba de los abusos y vicios propios de la sociedad helenista (Rom 1, 18-32; 12,2; 1 Cor 1,21). Comenzó así la tensión entre la razón y la fe, la sabiduría griega y la cruz, el conocimiento y la ética solidaria, 39. R. Girard, Los orígenes de la cultura, Madrid, 2006.
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que ha marcado a la filosofía occidental hasta nuestros días (Levinas,
Ricoeur, Derrida, Apel, Dussel, etcétera). La razón moral autónoma es imprescindible porque el hombre tiene que evaluar por sí mismo (1 Cor 10,23-29; 2 Cor, 1,12; Gal 5,1.13; 6,4), pero la tradición judeocristiana prima la acción. No hay un más allá que exima del compromiso en el más acá, ni son posibles la resignación y la inacción. El yo no es una ilusión, como afirman las tradiciones orientales, pero sí una instancia ambigua, generadora de vida y de muerte. Hay una contradicción interna entre lo que se conoce y se quiere hacer, y lo que realmente se hace (Rom 7,14-24). Se rompe la armonía antropológica, basada en el saber racional y una vida acorde con la naturaleza, por el conflicto entre dinámicas opuestas que expresan la contingencia. Sólo la fuerza de Dios posibilita superar las contradicciones internas y la tensión entre conocimiento y libertad (Rom 8,2.14-16.26-27; 2 Cor 3,17; 4,6; Gal 4,4-7). El protagonismo recae en el sujeto, que se guía por el amor a Dios y a los demás (Rom 13,8-10; 14,15.22-23; 1 Cor 8,11; 13,4-7; Gal 5,6), teniendo como referente la vida de Jesús. Las normas religiosas, las costumbres sociales y el código cultural dejan de ser los deter minantes últimos de la conciencia. En lugar de evaluar desde un código
religioso, la Torá, en el que se sintetizan los mandatos divinos, se remite al protagonismo de la conciencia. Desde ahí, hay una vinculación entre creación e historia, entre crear el reino de Dios y la expectativa de una última intervención divina. Esta hermenéutica no sólo cambió la concepción del hombre, sino también la de la creación, incompleta e irredenta, marcada por el mal y la imperfección. Se expresó con figuras míticas. como que la creación sufre con dolores de parto, esperando su consumación final (Rom 8,19-24). También se afirmó que la salvación había comenzado a partir de Jesús y su plena integración en Dios, pero que todavía seguía el proceso histórico de lucha contra los poderes que dominan el mundo (1 Cor 15, 20-28; Ef 1,20-23; 4,8-10; Col 2,15). Esta teología de la historia culminó con la idea sobre el juicio final de Dios. La ley religiosa judía se transformó desde las bienaventuranzas y el sermón del monte, que en el evangelio de Mateo son la alternativa cristiana a la concepción hebrea. Esta nueva interpretación es una de las fuentes inspiradoras de Occidente, junto a la filosofía griega. Pero el proceso de homologación del cristianismo con el Imperio
romano modificó la hermenéutica inicial 40. Jesús anunció el reinado de 40. J. A. Estrada, «Las primeras comunidades cristianas», en M. Sotomayor y J. Fernández Ubiña (eds.), Historia del cristianismo I: El mundo antiguo, Madrid, 32006,
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Dios e hizo de los pecadores, los pobres y los enfermos los destinatarios primeros de su mensaje. Luego, el cristianismo se convirtió progresivamente en una forma de vida romana, con pretensiones de ejemplaridad. Asimiló la moral establecida y sus catálogos de virtudes y vicios (1 Cor 6,9-11; 15,50; Gál 5,21; Ef 5,5). Había que ser simultáneamente buen ciudadano y cristiano, de ahí la transformación ética y espiritual del cristianismo. La helenización y la aceptación del modelo patriarcal favorecieron la doble dinámica apologética y misional en el Imperio. Los cristianos eran buenos ciudadanos y el comportamiento moral adquirió valor religioso en sí mismo (Rom 2, 14-15; 13,3; 1 Cor 5,1). Se favoreció el conservadurismo político, de trasfondo estoico, y la desobediencia fue anatematizada como un vicio (Rom 1,30). Este enfoque influyó en la literatura cristiana posterior: «Danos ser obedientes a tu nombre santísimo y omnipotente, y a nuestros príncipes y gobernantes sobre la tierra» ( 1 Clem 60, 4-61,2; Dióg ., 6; Arístides, Apol., 16,6; Justino, Apol., 1,17). La historia del cristianismo es también la de una hermenéutica grecorromana cristianizada que erosionó dimensiones fundamentales del proceso inicial, comenzando por la expectativa radical profética y mesiánica. Hubo corrientes minoritarias que persistían en la ruptura con la sociedad y en la tensión mesiánica, rechazando la integración social (1 Pe 1, 1.13-16; 2, 11-12; 4,7-10; Sant 1,21; 2,13; 5,7-12; 1 Jn 2,15-17.28-29; 4,17). Según Tácito ( Ann.15,44), el cristianismo era «una religión extranjera corrupta y corruptora de las costumbres». Ser cristiano implicaba desventajas sociales y la posibilidad de persecución por el Estado, como muestra la carta de Plinio el Joven a Trajano ( Ep. 10,96,3). Pero se transformó la dinámica mesiánica y escatológica, ante las exigencias de una vida virtuosa, para que no viniera el castigo de Dios (1 Tes 4, 1-7). El ideal cristiano se hizo ascético y ético, «a fin de que gocemos de vida tranquila y quieta con toda piedad y dignidad» (1 Tim 2,1-2). Cuanta
menos tensión escatológica había, tanto mayor era la recepción de la cultura helenista. El cristianismo se presentó como una religión, una filosofía y un estilo de vida ejemplarizante para los romanos. El igualitarismo de la gracia se acomodó al orden sociocultural existente y se legitimó desde el orden natural estoico. Se buscó cambiar a las personas, más que las estructuras. Hubo un intento de humanizar las relaciones sociales, en la línea de la carta de san Pablo a Filemón sobre su esclavo, pero no una transformación social institucional. El orden político y familiar se veía como parte del designio divino y sólo los grupos minoritarios radicales pp. 176-179; pp. 123-188. También J. A. Estrada, Para comprender cómo surgió la Iglesia, cit., pp. 257-266.
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querían cambiarlo. El intento de cambiar la concepción del hombre y el modelo de sociedad fracasó, pero su germen ha seguido inspirando la teología y la filosofía de Occidente.
3. El horizonte nihilista de la cultura actual Aunque el ansia de inmortalidad sea consustancial a la persona, ha cambiado la forma de encauzarla en el contexto nihilista actual. La crisis del pensamiento metafísico se extiende a las utopías, formas seculari zadas de trascendencia e ideales, valores y metas de la historia. La fe ingenua en el progreso, propia de la Ilustración y de la modernidad decimonónica, ha dejado paso a un desencanto, que favorece el vivir al día, dejando en un segundo plano las preocupaciones por un proyecto. Las expectativas de futuro pasan a segundo plano, ya que los cambios acelerados dificultan cualquier prognosis. Los problemas a corto plazo hacen que las preocupaciones sobre el sentido de la vida y las preguntas límite no se respondan y ni siquiera se planteen. Apenas si hay capacidad psicológica y afectiva para plantearse cómo y en función de qué se vive. Este nuevo contexto pragmático, utilitarista y poco especulativo afecta al modo de abordar la finitud y la muerte. Kant plantea la paradoja de que todo hombre ansía la felicidad, pero no puede determinar en qué consiste, ya que ésta deriva de la experiencia y exige un horizonte absoluto y perpetuidad, que son incompatibles con la finitud. El mismo deseo de una larga vida puede transformarse en una «larga miseria» que se vuelve contra el sujeto 41. La ciencia ha logrado alargar la duración de la vida pero no ha eliminado la finitud, sino que ha aumentado la conciencia que tenemos de ella. Queremos vivir más, pero no ser ancianos. La prolongación de nuestro horizonte vital va acompañada de crecientes interrogantes sobre la calidad de vida que conlleva, y si merece la pena una dilatación temporal de nuestra finitud, que vaya acompañada de una mayor precariedad. El problema hoy no es cuánto, sino cómo vamos a vivir, más allá de lo biológico. El derecho a la vida debe vincularse a morir de una forma digna, lo cual plantea problemas éticos nuevos, irresolubles desde la antropo logía tradicional. Hay una estrecha vinculación entre la ancianidad y la infancia, ya que, en ambas, somos especialmente vulnerables y estamos necesitados de los otros. Los derechos humanos buscan proteger a las 41. I. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, 71981,
pp. 68-69.
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personas, especialmente ancianos y niños, mientras que son obligaciones y responsabilidades para los demás. Esto último es lo que olvidamos en el contexto de sociedades prósperas que, sin embargo, dejan desprotegidas a muchas personas, las más débiles. La creciente competitividad social y el aislamiento personal hacen que muchas personas teman la ancianidad porque ya no pueden contar con el apoyo social y familiar tradicionales. El consejo de Epicuro de que nos despreocupemos de la muerte, porque no se experimenta cuando vivimos y dejamos de ser, cuando aparece, ignora el significado de las relaciones personales. Una parte de nosotros muere al desaparecer los seres queridos, ya que las relaciones mantenidas con ellos son constitutivas de nuestra identidad. La muerte de la persona cercana anticipa la propia y favorece las preguntas de sentido sobre nuestra forma de vida y cómo la aprovechamos. Por eso vivimos la muerte de los otros como un despojo, que actualiza nuestra contingencia radical y nos capacita para aprovechar las oportunidades que todavía tenemos. Se ignora, además, que la muerte es un proceso que acompaña a la vida, jalonado por enfermedades, desgaste, envejecimiento y pérdida de vitalidad. Reducir la muerte a algo puntual y terminal es ignorar la condición humana. El anciano no es sólo el más cercano al final del ciclo vital, sino el que más ha experimentado la cercanía del morir, en carne propia y en los otros. El cómo y el cuándo de la muerte Ha cambiado el significado que damos a la vida y a la muerte. Por una parte, se ha impuesto una concepción unitaria y emergentista del ser humano, más allá del dualismo tradicional 42. Es todo el hombre el que muere, en cuanto realidad psicosomática unitaria, abriendo espacio a una conciencia emergente y progresiva. El universo evolutivo, abierto y creativo que reflejan las ciencias, favorece una ontología materialista de la persona. Si esta concepción se entiende como el resultado de un proceso, que tiende a la complejidad y emergencia de lo espiritual desde lo material, sería compatible con otros humanismos tradicionales. Esta dinámica posibilita el papel creador del hombre respecto del universo del que procede y es integrable con una concepción cristiana de la creación. Lo que cambia es la forma de comprender la identidad, ya que hoy vivimos en una cultura antiplatónica, que resalta la corporeidad como constituyente de la identidad. La corporeización de todas las facultades 42. P. Laín Entralgo, Cuerpo y alma, Madrid, 1991, pp. 241-291; Alma, cuerpo, per sona, Barcelona, 21998, pp. 227-245.
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humanas, incluidos la libertad y el intelecto, modifica nuestro concepto de razón y desplaza al cogito cartesiano en favor de una inteligencia emocional, que resalta el dinamismo cognitivo de las experiencias. Esto lo entendió muy bien la cultura semita, en la que el cuerpo representaba a toda la persona, y la curación de enfermedades y males se veía como salvación. El dualismo antropológico, de raíz griega, hizo que las religiones de salvación (el judaísmo y el cristianismo) se vieran como religiones para la muerte y no para la vida. En lugar de aprender a vivir para saber cómo morir, se pasó a una expectativa de ultratumba, relegando la salvación al más allá. El proyecto de constitución del ser humano, desde la evolución material, hace problemático determinar científica y filosóficamente cómo y cuándo podemos hablar de «persona» en sentido último. No tenemos clara su ontogénesis, ni en lo que concierne al origen, el paso del embrión al feto humano, ni a su término, la muerte. La finitud es constitutiva y no podemos establecer con precisión sus límites porque no sabemos exactamente desde cuándo hay un ser personal todavía no nacido, ni cuándo se ha producido realmente la muerte. Sólo podemos apoyarnos en indicios e interpretaciones, sin que, hasta ahora, hayamos obtenido un consenso universal. Pretender que lo clarifique la teología cristiana, ella misma pluralista, al margen de la ciencia y de la filosofía, llevaría a cuestionar el principio tradicional de que la fe pregunta al intelecto. La Biblia no dice nada acerca de cómo es el cosmos, como captó bien Galileo; ni sobre la génesis y origen científico del hombre, como afirmó Darwin; ni sobre cuándo y cómo comienza a existir un ser humano o se ha producido su muerte. Son las ciencias humanas y la reflexión filosófica las que tienen que responder a estos enigmas racionales. El diálogo de fe y cultura es imprescindible para determinar los límites de la existencia, que plantea nuevos problemas éticos a los que no se puede responder con los argumentos de la tradición y su concepción superada del hombre43. Otra cuestión distinta es que ante la problemática irresuelta de la ciencia y la filosofía, los cristianos adopten una postura conservadora y prudencial, distante de la ligereza y frivolidad con que otras concepciones abordan el problema del nacimiento y la muerte. La vieja problemática sobre la emergencia del ser humano como mero resultado de una cadena de casualidades vuelve a plantearse en relación con la muerte. Venimos del cosmos y retornamos a él, haciendo
válida la vieja formulación de «polvo eres y en polvo te convertirás», que 43. J. Habermas, El futuro de la naturaleza humana, Barcelona, 2002.
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cierra el ciclo vital de la materia espiritualizada. En la filosofía actual prevalece la concepción naturalista y biológica de la muerte, en contraposición a las especulaciones religiosas y metafísicas que subrayan su significado de paso a una nueva vida. La consideración de la muerte como término absoluto es congruente con una ontología materialista, que reduce el espíritu a mero epifenómeno, a un componente secundario. Se pasa del hecho empírico de que no hay conciencia sin base en la materia, ni actividad mental sin cerebro, a negar cualquier posibilidad de supervivencia más allá de la muerte. Hay un cierre cultural del universo material, desde el que, incluso, se rechaza, la realidad misma de la conciencia, reducida a mero fenómeno derivado. El determinismo fisicalista, que forma parte de una hermenéutica del ser humano, da pie a una metafísica materialista 44. Es innegable el atractivo de esta interpretación en una cultura marcada por la ciencia y lo material. Se impone un contexto nihilista y pragmático, favorable a las filosofías que proclaman el sinsentido último de la muerte. La ciencia genera un cierre categorial en la cultura en contra de los deseos humanos de inmortalidad, que aparecen como ilusorios. El fallecimiento es asumido, en gran parte de la filosofía actual, como el fin absoluto de la vida, rechazando alternativas religiosas muy enraizadas en la historia y la cultura, porque no sabemos nada sobre la muerte y sus posibilidades. Preguntar más allá es pasar del ámbito de la ciencia y la filosofía al de la religión y la teología, como hizo Teilhard de Chardin. Pero no se puede ignorar la ansiedad innata ante la muerte, ligada a nuestro instinto de supervivencia. La muerte es un hecho, forma parte de la vida y puede provocar malestar y culpa por lo que se hizo o se dejó de hacer. Las consecuencias del pasado vivido son imprevisibles y se escapan a cualquier evaluación. Más allá del hecho biológico hay que humanizar la muerte y crecer con ella, lo cual es difícil si no se aprende a vivir la finitud plenamente. El sentido positivo o negativo de la vida predetermina cómo afrontamos la muerte, tanto la propia como la de los otros. También hay un círculo hermenéutico: según el significado que demos a la muerte, así resulta el proyecto de vida. La disolución última del yo personal es la otra cara del proceso de retorno a la materia orgánica, fusionada con la naturaleza. Si hay un proceso de individuación, en el que los organismos se separan y emergen, diferenciándose al final, hay también un retroceso hacia lo indiferenciado orgánico, de lo que provenimos. El triunfo final de la muerte 44. H. Jonas, Macht oder Ohnmacht der Subjektivität?, Frankfurt a. M., 1987.
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implica la desintegración del yo, la desestructuración y desprogramación genética, el culmen del ciclo vital e impersonal que desemboca en la entropía del universo45. La autonomía personal permite alterar el dinamismo de la naturaleza y modificar la selección natural. Esta creatividad está cuestionada radicalmente por el fallecimiento como lo último y absoluto. Nadie duda de la diferencia cualitativa entre la forma de vida humana y la de los animales, a pesar de los intentos de homologación de las antropologías behavioristas y naturalistas. El problema es si la muerte es común e indiferenciada para todos los seres vivos, sin que tenga un significado humano diferente. La animalidad triunfaría sobre la humanidad adquirida y la diferencia cualitativa entre ambas sería transitoria y secundaria, ya que el final común e igual para todos erosionaría el significado de una vida diferente. Vivimos y morimos de forma distinta, pero no sabemos si esa dinámica diferencial se frustra definitivamente con la muerte terminal. La radicalización de la nada, simbolizada en la muerte, irradia en toda la vida, validando las filosofías del absurdo y las concepciones nihilistas. La cultura no es sólo el intento de humanizar al animal, sino una creación simbólica que ofrece respuestas al ansia de pervivencia. Los problemas existenciales permanecen porque la ética presupone el valor y sentido del hombre, y la necesidad de crear condiciones de vida que la hagan posible. Es normal que tengamos miedo al vacío último y que desconfiemos de los mensajes que buscan traspasar la muerte y hacer de ella una realidad abierta a otras posibilidades. Tenemos tal ansia de inmortalidad que nos apresuramos a relativizar el final, pero desconfiamos de otra forma de vida post mortem, mucho más cuando la abordamos con categorías materiales y científicas. La crisis de las grandes religiones en Occidente agudiza esta situación nihilista, ya que erosiona sus grandes hermenéuticas de la vida y la muerte. La teología judeocristiana acentúa la condición mortal y presenta a Dios como respuesta a esa carencia fundamental. Tradicionalmente, se recurre a los postulados religiosos para evaluar la muerte, a costa de desplazar el sentido de la vida a un más allá postmortal. Hay tanto miedo a la muerte y su sinsentido que fácilmente se evade en nombre de la resurrección, como si ésta fuera tan real y cierta como la mortalidad experimentada. Llama la atención el rápido salto de los creyentes que, ante la facticidad de la muerte, niegan el duelo y silencian las preguntas para aferrarse rápidamente a la resurrección como respuesta. La muerte 45. M. Fernández del Riesgo, Antropología de la muerte, Madrid, 2007, pp. 39-44.
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genera tanto miedo e inseguridad que simbólicamente se diluye para
pasar de esta vida a la afirmación tajante de la otra, reduciendo el significado del fallecimiento. Pero la esperanza de otra dimensión es una convicción, una exigencia y un deseo personal que nadie puede constatar, porque la muerte cierra cualquier posibilidad de saber. Lo más seguro del fallecimiento es que no sabemos su significado último y que tenemos que dárselo antes de experimentarlo. Hay que aprender a vivir con incertezas y preguntas irresueltas que forman parte de la existencia. Los intentos humanistas seculares para dar sentido a la vida, sin compensaciones post mortem son limitados y frágiles, como el hombre mismo. El humanismo ateo, también el agnosticismo, recuerda la facticidad de la muerte, contra los intentos espiritualistas de evadirla, y el interrogante que plantea a todo proyecto humano de sentido. Queramos o no, la muerte deja abierta la puerta del sinsentido último de la vida y sus frágiles creaciones, que se radicalizan, todavía más si se entiende el universo como una cadena de hechos casuales, sin conexión alguna y sin que tengan el trasfondo de ninguna referencia divina. La opción de fe, que busca un sentido para la muerte, sin negarla ni huir de ella, es tan contingente y cuestionable como la contraria. Cuanto digamos acerca de la defunción hay que relativizarlo, porque es ir más allá de las fronteras. El cristianismo mantiene abierta la pregunta por el significado del morir, sin absolutizarlo ni negarlo. Su interpretación puede ir acompañada de dudas, miedos y del escepticismo inherente a nuestra condición mortal. La finitud radicaliza la pregunta por la vida, sin hechos naturales o históricos que la resuelvan, ni un fundamento último al que agarrarse de forma apodíctica46. No sólo se abre a una promesa de futuro y a otra dimensión de la vida, pendiente de confirmación, sino que busca mostrar las condiciones que hacen la vida digna. Paradójicamente, el no saber sobre un posible más allá se acompaña de indicaciones sobre el más acá. Indica al individuo concreto lo que debe ser y lo que es «el hombre», en cuanto abstracción genérica, desde un pasado que ha sido y que hay que asumir, y desde un futuro limitado por el deceso. Las expectativas vitales siempre se frustran, por muchas realizaciones que se hayan tenido, y la muerte confirma la fragmentariedad de las experiencias de sentido. Todo tiempo es corto y hay que optar entre las distintas interpretaciones, sin certeza sobre la validez del camino escogido. 46. H. J. Höhn, Zerstreuungen, Düsseldorf, 1998, pp. 164-173, pp. 185-191; M. Müller, Der Kompromiß oder von Unsinn und Sinn menschlichen Lebens , Freiburg i. B., 1980; B. Kanitscheider, Auf der Suche nach dem Sinn, Frankfurt a. M., 1995; O. Marquard, Felicidad en la infelicidad , Buenos Aires, 2006.
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Una buena parte de la población europea asumiría las respuestas nihilistas y el sinsentido que conllevan. Culturalmente, se impone la comprensión biológica y la precariedad y finitud del ser humano. De ahí la tendencia actual a la cosificación y aislamiento de la defunción, a costa de su significado simbólico e interpersonal. A la idea marxista de que la muerte es el triunfo de la especie sobre el individuo, ignorando las preguntas existenciales personales, se une la absolutización de la ultimidad del morir. De manera análoga a como se genera una despersonalización en la vida, así también se pierde el simbolismo personal del último momento, en favor de un anonimato igualitario para todos. La omnipresencia de la muerte como noticia en los medios de comunicación social y su tratamiento como una información más, contribuye a su margi nalización pública. El evento final se desplaza al ámbito privado y se trivializa como acontecimiento personal47. La pérdida de un ser querido se transforma en un mero dato estadístico, en algo inevitable enfocado desde la perspectiva cerebral y bioquímica. Este enfoque, reductivo para otras hermenéuticas de la mortalidad, hace inviable el proceso de humanizar el final y darle dignidad. Cuando un enfermo terminal quiere hablar de su muerte y plantear su significado, hay un miedo generalizado. No se le miente sólo para consolarlo ficticiamente y evitarle angustias, sino porque sus parientes, amigos y cuidadores se sienten inseguros. Dejar al paciente que hable sobre su fallecimiento genera angustia y preguntas límite a los que no van a morir. El resultado es el simulacro, el engaño colectivo: todos dicen al enfermo que no piense en la muerte, que va a sanarse, aunque sea mentira. El enfermo no sólo está abocado a morirse, sino a hacerlo en la soledad y el aislamiento interpersonal, porque los otros tienen miedo a abordarlo. Persiste el miedo al morir, el aislamiento y ocultamiento de la defunción, el disimulo para que no inquiete a los demás. La soledad última se agudiza por la tecnificación y deshumanización de la medicina, porque se muere en un hospital, no en el propio hogar, rodeado de los suyos. Se pierde la relación interpersonal, que genera significados en la vida, en favor de la relación del sujeto y el paciente, que desplaza a
la persona en favor de la enfermedad objetivada, cuantificada, analizada de forma despersonalizada. El personal sanitario se aferra al lenguaje
técnico cosificante, desde el que se establecen relaciones asimétricas de poder, que han sido analizadas por Michel Foucault 48. 47. E. Hurth, «Ende ohne Sinngebung. Wie der Tod im Fernsehen vorkommt»: Herder Korrespondenz 55 (2001), pp. 512-516. 48. M. Foucault, El nacimiento de la clínica, Madrid, 1966.
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Esta forma cruel de abordar el final es una de las causas de que se alabe la muerte repentina. Además de la defunción como hecho fatídico e irremediable, hay miedo al dolor. Tradicionalmente había una preparación familiar y personal para morir. Hoy se opta por el fallecimiento súbito o en el sueño, es decir, sin vivirlo de forma consciente. Como no hay referencia a Dios ni a otra posible forma de vida, se carece de un referente para el que haya que prepararse. El fallecimiento se convierte en un mero instante terminal que desemboca en la nada, para el que sólo hay cuidados medicinales. De ahí, su fácil tratamiento técnico, en función de costes, rendimiento y terapias adormecedoras. Se impone el pragmatismo de vivir la vida, asumir su finitud y luchar para posponer la muerte, casi a toda costa. Se ignora su significado existencial, rechazando cuestio-
nes que vayan más allá de las disposiciones materiales para después del fallecimiento. En casos extremos hay un esfuerzo desesperado e inútil por aferrarse a la vida, que deriva en encarnizamiento terapéutico o en prolongar una vida vegetal, indigna de un ser humano. Si el derecho a la vida plantea hoy muchos problemas, ante las prácticas abortivas, también el derecho a la muerte digna, porque la medicina puede convertirse en una maldición y en un instrumento mortífero. La misma concepción religiosa, que rechaza la eutanasia, se puede convertir en un pretexto para legitimar la prolongación cruel y sin expectativas del proceso de morir. El sinsentido de la muerte aumentaría por la tecnología eficiente empleada y se convertiría en causa de mal para una vida que languidece. Para los cristianos la vida es un don gratuito y no se puede disponer arbitrariamente de ella. Pero de ahí no se sigue que haya que defenderla a toda costa, porque hay valores y proyectos de sentido que la relativizan. La esperanza de que la muerte no sea el acontecimiento definitivo,
eliminando toda expectativa, facilita que se pueda asumir y relativizar en función de un proyecto, de unos valores y de una forma de vida digna. Tampoco se puede imponer legislativamente la concepción cristiana a los ciudadanos que no la tienen. Las religiones no pueden imponer sus visiones a todos los ciudadanos, y el respeto a la dignidad y los derechos humanos exige que se deje margen a la libertad personal sobre la base de las propias convicciones. Los nuevos problemas éticos tienen que ser resueltos desde el diálogo de todas las creencias y mentalidades, también desde el respeto a la libertad personal y a la capacidad de decisión propia. Hay que distinguir siempre entre lo legislativo y lo moral; entre la opción ética responsable y libremente asumida, y la decisión de los que evalúan la muerte desde su confianza en Dios. Pero no todo lo legal se justifica moralmente, ni todo lo técnicamente posible se puede evaluar como lícito. La pérdida de significación de la muerte se agrava por el choque de funda139
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mentalismos religiosos y laicistas. Las religiones, que buscan dar sentido a la vida humana, fácilmente se convierten en una amenaza para ella.
¿Dar un sentido religioso a la muerte? La muerte es una temática central de todas las religiones, aunque és tas le dan significados diversos, y casi todas apuntan a formas de vida después de la muerte. No hay consenso entre ellas en cuanto al estadio post mortem, aunque sí una tendencia general a ver la muerte como un paso, que no significa el final, sino el comienzo de otra forma distinta de existencia. La resurrección, la inmortalidad del alma y la reencarnación son tres de las creencias más divulgadas. Las tres hay que comprenderlas desde las antropologías de las que provienen. Son expresiones diferentes del ansia de absoluto, de la pretensión de inmortalidad y eternidad por parte de un yo contingente. En Oriente, la muerte del yo es un proceso vital de purificación, un paso necesario para superar el egocentrismo y un estadio final, el del reencuentro con la realidad total. La dinámica de un yo maduro, que se vacía a sí mismo para contemplar la realidad última y fusionarse en el todo, subyace también a la idea griega de inmortalidad. El cristianismo desplaza lo cósmico por la dimensión personal, que subyace a la con cepción de la resurrección. En realidad el concepto de otra vida es vago, impreciso y cambiante en la historia del cristianismo. Las especulaciones sobre el más allá son proyecciones estériles, en cuanto que no sabemos lo que ocurre después de la muerte. La resurrección no autoriza a la multiplicidad de escenificaciones teológicas sobre el más allá. No se parte tampoco de una antropología común, porque oscilamos entre lo griego y lo semita, entre la comprensión dualista clásica y el actual emergentismo. Las diferentes teologías apuntan sólo a la esperanza en Dios sin saber; sin apoyarse en experiencias de personas que han vivido en los límites de la muerte, pero que no murieron; con las dudas que suscitan las críticas a las proyecciones e ilusiones, así como el miedo natural a la muerte. El que la creencia en otra forma de vida sea tan vieja como la humanidad sólo subraya la exigencia universal de sentido, la persistencia de las cuestiones últimas. Creer en la «vida eterna» no es una mera afirmación intelectual. Se traduce en una forma de vida comprometida y capaz de arriesgar, precisamente porque no la absolutiza. Sólo es posible luchar contra el sinsentido desde experiencias positivas que lo afirman y la «otra vida» puede ser un ideal contrario, favoreciendo la fuga mundi. Ni las experiencias de salvación pueden relegarse al más allá, ni es posible absolutizar el presente. Sentido y sinsentido forman parte de la vida y es 140
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necesario un saber vivir que permita afrontarlos. El concepto cristiano de salvación no remite a la ultratumba, sino a la experiencia histórica, transformándola. El hombre no está en función de un destino, al que tendría que someterse, tiene que darse sus propias metas. No hay ninguna justificación teórica de la vida ni una meta global que se imponga. De ahí, el significado de la muerte que clarifica la finitud; la inevitabilidad de tomar decisiones que impiden otras; la imposibilidad de evaluar una opción de vida, antes de haberla realizado, y sin que sea posible recomenzarla cuando se ha consumado. El sentido último abarca la vida y la muerte, por eso sólo podemos vivirlo desde convicciones que asumen el carácter contingente y efímero de la existencia. La muerte como hecho cuestiona, aunque no elimina, las pretensiones absolutas de sentido y la ciencia remite a la naturaleza, indiferente a las cuestiones existenciales últimas. Pero la vida tiene significado y valor en sí misma; trascendemos lo puramente orgánico y damos sentido a la muerte. Rompemos la neutralidad desde una opción existencial, siempre infundamentada, en la que contrastamos las exigencias de sentido y sus realizaciones deficientes, la necesidad de optar y evaluar, sin certezas últimas. Asumimos la infundamentación desde una existencia finita, rechazando relegar ese sentido al más allá de la muerte o volcarlo en la supervivencia de la especie, al margen del individuo. Frecuentemente, no nos gusta nuestro estilo de vida, carecemos de un proyecto alternativo y tememos a la muerte, símbolo último de la nada, una vez constatada la vaciedad existencial. Adorno recuerda que la muerte es «más repentina y espantosa, cuanto más vida han perdido los sujetos». Hace caer en la cuenta de la cosificación permanente en que se ha convertido la vida, de cómo la muerte ya se ha hecho presente en el proceso vital: «Lo aniquilado es en sí nada y quizás lo sea también para sí. De ahí, el pánico constante ante la muerte. Ya no hay otra forma de apaciguarlo que reprimiéndolo». Y añade: «El pensamiento que no se decapita, desemboca en la trascendencia. Su meta sería la idea de una constitución del mundo en la que no sólo quedara erradicado el sufrimiento establecido, sino, incluso, fuera revocado el que ocurrió irrevocablemente»49. Estamos condenados a crear sentido desde la finitud. El resultado es también, frecuentemente, una moralización de la muerte y de la expectativa del más allá; la pastoral del terror ante la amenaza del infierno; la contabilidad de méritos y obras que devalúa
la fe en Dios; el individualismo privatizante que agudiza el sinsentido, la 49. T. W. Adorno, Dialéctica negativa, Madrid, 1975, pp. 370-371, 401.
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permanencia de la teoría de la retribución, que abre espacio a la idea de una divinidad revanchista y vengativa. En cuanto resultado de la evolución compartimos con el resto de los animales un destino común: la pérdida última de singularidad para fusionarnos con la naturaleza de la que provenimos y formar parte del universo total. La pregunta fundamental surge en torno a lo diferencial, lo que posibilita ser persona y no solamente morir, sino tomar conciencia de ello. La singularidad personal rompe el determinismo natural y animal, desde un yo sustantivo y relacional. Somos en cuan to que hay un yo y otros «túes», con los que establecemos lazos y vincu-
laciones positivas y negativas. Por eso la historia de cada persona es la del mundo de relaciones que ha desarrollado en las distintas etapas de la vida. Todo esto se asume desde la conciencia de la finitud y de la muerte de los seres queridos como etapas en el proceso propio. Es el término final de una vida singular, en la que se han dado ya experiencias de muerte. Al morir las personas importantes, muere con ellas una parte de la propia historia y se modifica nuestra existencia y su significado. Estamos muriendo porque avanzamos hacia el final y porque desaparecen las personas referenciales, aquellas desde las que la vida tiene sentido. Asumir esas «pérdidas» y luchar por un proyecto personal constituye al hombre. La vida y la muerte son inseparables e interdependientes, ambas inciden, la una en la otra, y contribuyen al significado de la existencia.
Vivimos de forma diferente del resto de los animales, en virtud de la inteligencia y la libertad. La pregunta es si la forma de afrontar la muerte, y esta misma, es también cualitativamente distinta de la animal. La relación interpersonal sigue acompañándonos al abordar la muerte, que no puede borrar los nombres, rostros y experiencias que ayudaron a encontrar significado a la vida. Siempre permanecen la memoria, la gratitud y la fecundidad de aquellas personas que nos ayudaron a vivir con profundidad. Dependemos de los demás, con los que nos relacionamos; por ello, no somos indiferentes a su presencia y ausencia, y nos acompañan en la propia muerte. El interrogante acerca de lo que quedará de nosotros, lleva a cuestionar si las creaciones y acciones vividas tienen algún valor. Esta experiencia es común a todos los seres humanos, con independencia del credo que dé sentido a sus vidas. Afrontamos la muerte desde una vida con significación, compartida con otras personas, y su recuerdo, cuando desaparecen, se mantiene y sigue actuando. Esta memoria vivifica, es parte de lo que hemos aprendido de ellas.
Siguen presentes en nuestro recuerdo y cariño, y así perviven en nuestra vida contingente. 142
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Si el término final es idéntico al del mundo animal del que provenimos, entonces, la vida es un paréntesis ilusorio de sentido, en el que aprendimos a crear significados efímeros y provisionales. La definitividad del morir arroja una sombra nihilista de absurdo sobre las realizaciones humanas y obliga a asumir que el ansia innata de pervivencia es irrealizable. Por buena memoria que dejemos en los demás y por creativa que sea la vida, en última instancia estamos condenados al olvido, cuando desparezcan los otros. El sinsentido último de la muerte irradiaría en la vida, acentuando el carácter trágico del hombre, condenado a esperar y desear lo imposible. Por eso, en la solidaridad común para mitigar el sufrimiento y luchar contra las experiencias de muerte, pueden encontrarse todos. Es el valor de los que se sacrifican por los demás, sin esperanzas de resurrección, como propone E. Bloch, cuando habla del héroe rojo. El ateísmo humanista recuerda a las religiones que no es la esperanza de otra vida la que da valor a ésta, sino una vida compartida en torno a la solidaridad y la justicia. Este proyecto existencial vale en sí mismo, haya otra vida o no. Sería la forma que generaría más plenitud y sentido, aunque fuera la única. El carácter fragmentario del sentido sería la consecuencia irremediable de la finitud de todos los seres vivos, mientras que las pretensiones de inmortalidad serían sólo un deseo de pervivencia. También es posible que la certeza de la muerte abra espacio a una vida pragmática y utilitaria, centrada en las metas a corto plazo. El cerramiento del carpe diem, ante una vida corta, ha sido siempre una respuesta racional, abierta a la moral y también a la inmoralidad. Kant habló de Dios como el referente de una fe racional que posibilitaría vivir como seres morales y sacrificarse por los demás, sin renunciar a las expectativas de felicidad que no podemos colmar en la vida. Apuntaba a una fe racional y universal, no religiosa, en un Dios garante de la esperanza. Se podría corregir a Kant porque la empatía y la fe en el hombre, aunque Dios no existiera, merecen la pena y hacen una vida fecunda. Exista o no Dios, se puede aspirar y luchar por una humanidad solidaria. Vivir con esas aspiraciones es más fecundo que el egoísmo utilitarista que utiliza a los otros como medios. Una vida que no se asiente en relaciones interpersonales marcadas por el amor y la solidaridad no merece la pena, empobrece al que la vive y es destructiva para los otros. Esto es independiente del credo religioso que se asuma y es posible un consenso mayoritario de personas con distintas convicciones. Las ciencias no pueden responder a las preguntas sobre la existencia y las convicciones espirituales son indemostrables, sin confirmación empírica posible. Forman parte de los significados con los que afrontar la vida y se expresan de forma simbólica. Tienen la capacidad de transformar la 143
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existencia y ordenarla en un proyecto. Estamos constreñidos a construir un proyecto de vida cuestionable. Ni hay pruebas de la existencia de Dios ni evidencias, y la muerte es la indefinición última que interroga de forma definitiva. El ideario actual se centra en el progreso terreno e intrahistórico, que se busca prolongar cuantitativamente. En él, sólo tiene cabida la muerte en cuanto término que puede ser diferido, ya que físicamente acabamos el ciclo de la vida. En este planteamiento pueden converger todos, pero las personas religiosas aspiran a algo más porque buscan transformar el significado del término final, viéndolo como el inicio de otra dimensión en la que nos despojamos de la existencia actual para renacer a una nueva. La energía espiritual y el conjunto de relaciones generados a lo largo de la vida forman parte de la identidad personal, que no sólo se funde físicamente con el universo del que formamos parte, sino que remite a la instancia espiritual y personal a la que llamamos el creador. Si hay una instancia última del universo, que lo trasciende y se hace presente en él, a esta última se remiten los cristianos. La vida es un proceso y la personalidad se desarrolla desde relaciones interpersonales constituyentes, marcadas por la tensión entre el amor que revitaliza y el mal que destruye. La esperanza es que no todo acabe, sino que sea integrada en el creador, origen y término último de la vida. Se expresa la confianza en Dios con símbolos y metáforas, que son también expresiones del no saber más allá de la muerte, pero que expresan la adhesión y confianza en un Dios amor para vivos y muertos. El carácter relacional del hombre subsiste cuando se afronta el fallecimiento desde la religación a Dios, buscando transformar la soledad absoluta con la que se vive. La fe en la resurrección implica dejar la muerte como una experiencia abierta, cuyas posibilidades ignoramos, desde la identificación con el Jesús que murió, el primogénito de nuestros difuntos porque nos enseñó cómo asumirla. Pero la teología negativa prohíbe toda especulación más allá.
Especial rechazo producen las especulaciones sobre la condena eterna, el imaginario del infierno, que favorecen la pastoral del terror. Del no saber se pasa a representaciones enfermizas, que favorecen la obediencia servil a la autoridad y facilitan el moralismo, del que Nietzsche hizo el centro de sus críticas. No podemos abordar aquí la problemática teológica en torno al contenido de la esperanza cristiana y sus exigencias de sentido. Persisten imágenes y contenidos obsoletos, que han nacido en un contexto histórico muy diferente del moderno, marcados, además, por el imaginario mítico y mágico del medievo. En realidad, muchos de estos contenidos tradicionales están marcados por una proyec144
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ción continuista, en la que «la otra vida» se ve como una prolongación de ésta, de la misma forma que el concepto de eternidad se transforma en un tiempo infinito marcado por la secuencialidad temporal. Pero el núcleo de esperanza cristiana es la llamada a la responsabilidad personal y el rechazo de un final feliz universal, que degenere en un dejarse llevar irresponsable. La vida puede ser un fracaso irreparable, exista o no el infierno, y es necesario optar y asumirla como un proyecto propio. Y es que «cielo» e «infierno» no son metáforas espaciales, sino alusiones a formas de vida productivas y destructivas. Podemos hacer de la vida propia y ajena un castigo y un tormento, actualizando el sinsentido. La idea teológica de la naturaleza caída y de las estructuras sociales de pecado apuntan precisamente a este realismo pesimista, opuesto al optimismo naturalista rousseauniano. El siglo XX ha sepultado esa esperanza ingenua y nos avisa sobre los peligros de la libertad de un animal humano cada vez más inteligente y con poder destructor. Avisar de esto es parte de la teología sobre la posibilidad de condenación, que no va en contra, sino que presupone la referencia a un proyecto universal de salvación50. Es el hombre y no Dios el que puede crear el infierno, que no es un lugar, sino una forma de vida destructiva en la que el mal producido repercute en quien lo produce y se cierra en él. En qué medida esto ha ocurrido es una pregunta sin respuesta, que nos devuelve a la esencial, la libertad responsable y sus riesgos. No reducir esta dinámica al moralismo y la meritocracia es una exigencia teológica y filosófica. Lo central es el peso de la libertad que decide, sin olvidar el postulado cristiano de que la última palabra la tiene Dios, prohibiendo así la inculpación moralista definitiva de nadie. La promesa de la resurrección no viene a dar sentido a una vida sin ella. No se trata de contraponer el sinsentido a un más allá, que daría significado a lo que no lo tiene. La idea cristiana está vinculada a un
proyecto de vida. Sin saber lo que hay más allá de la muerte, ni siquiera si hay algo, los cristianos esperan en el Dios de Jesús, que asumen como propio. Si la fe llevara a una vida inauténtica, a evasiones ante los problemas existenciales o a comportamientos insolidarios, se debería rechazar. Pero la razón filosófica sólo puede evaluar una forma de vida, no las creencias sobre la muerte. Por otro lado, esta expectativa está ligada a la misma idea de la creación, que apunta a la omnipresencia divina en todas las cosas, desde la que es posible vincular creación y redención. La fidelidad de Dios a su creación se actualiza en su presencia última. 50. A. Tornos, Escatología II , Madrid, 1991, pp. 143-202; K. Rahner, Sentido teoló gico de la muerte, Barcelona, 1965.
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En una sociedad científica, en la que el materialismo es la opción cultural por defecto, es comprensible el escepticismo. Asumir que la muerte es lo último, es una opción congruente con el imaginario cultural científico, pero la pregunta es si esa respuesta es suficiente y compatible con las aspiraciones de sentido. La respuesta está más allá de las ciencias, pertenece a las creencias indemostrables. Según Horkheimer 51, la fe es un postulado generador de sentido, que capacita para dar respuestas a preguntas que no podemos evitar. La verdad última de la religión tiene que ver con la exigencia de justicia, que no se realiza históricamente. Horkheimer rechaza que la religión sea un mero humanismo ético, sin trascendencia. Según Kant, no podemos superar los límites de la experiencia empírica, pero si se obedece a esa prohibición, que él mismo transgredió, se pierde el significado de la vida. Tanto su inicio como el final exigen una interpretación, de la que deriva una forma de vida y de comportamiento. Los imaginarios sobre el después de la muerte indican más el deseo y las necesidades de los protagonistas que realidades cognoscibles. Se mezclan deseos de supervivencia, ansias de felicidad, respuestas al sinsentido de la vida y miedos ancestrales. La libertad humana posibilita elegir un proyecto de vida y darle significado en función de lo importante y valioso. La toma de conciencia de la finitud da más realce a nuestras decisiones, ya que sabemos que tenemos un tiempo limitado y que hay opciones que van a ser definitivas, sin que haya posibilidad de una segunda oportunidad. La perspectiva
cambia según que nos centremos en el nacimiento o la muerte; en la vida como un don, que abre posibilidades a nuestra creatividad; o en la muerte como el final definitivo, que relativiza y nihiliza todo lo que ha generado nuestro proyecto vital. En este contexto juega un papel esencial la hermenéutica religiosa que adoptemos, desde la que afrontamos el vivir y el morir. Cualquier interpretación global de la existencia está infundada y cargada de subjetividad opcional. Al proponernos un proyecto y dar un sentido a la vida, realizamos el acto decisivo de la libertad, afirmando nuestra distancia respecto del determinismo del
mundo animal. Pero pervive el no saber sobre la muerte respecto de las expectativas religiosas, que caen frecuentemente en la «teología ficción», en lugar de quedarse en la esperanza de la resurrección. Ésta tiene que ver con la adhesión a una forma de vida, la del crucificado, y con la confianza en su Dios, por el que vivió y murió. Más que esperanza de subsistencia e 51. M. Horkheimer, Anhelo de justicia, Madrid, 2000, pp. 153-202.
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