ARMARIOS DE CUERO
Fernando Sáez Jiménez Olga Viñuales Sarasa
Armarios de cuero Relatos de vida BDSM
edicions bellaterra
Diseño de la cubierta: Joaquín Monclús Fotografía de la cubierta: Tentesion © Edicions Bellaterra, S.L., 2007 Navas de Tolosa, 289 bis. 08026 Barcelona www.ed-bellaterra.com Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
Impreso en España Printed in Spain ISBN: 84-7290-345-1 Depósito Legal: B. 00.000-2007 Impreso por Romanyà Valls. Capellades (Barcelona)
Índice
Índice por rol . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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A modo de prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Spirit: Eterno principiante . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Maîtresse: Aficiones perversas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sebastián: Bailando con lobas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Polanski: Libertad responsable . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Vienna: Quid pro quo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Jonathan Switch: Dialéctica del sentimiento . . . . . . . . . . . . . . Huston: Sensus et consensus . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Hetaira{SST}: Geisha BDSM . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sandman: Cuando cae la noche . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Foxy: Disciplina de la provocación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Lagma: Guión para la entrega . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Carmen: La insumisión del dolor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
17 37 53 61 67 89 101 113 131 153 173 205
Glosario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Autores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Índice por rol
Dominantes Maîtresse: Aficiones perversas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Polanski: Libertad responsable . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Vienna: Quid pro quo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Huston: Sensus et consensus . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Foxy: Disciplina de la provocación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
37 61 67 101 153
Sumisos/as Spirit: Eterno principiante . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sebastián: Bailando con lobas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Hetaira{SST}: Geisha BDSM . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sandman: Cuando cae la noche . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Lagma: Guión para la entrega . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Switch Jonathan Switch: Dialéctica del sentimiento . . . . . . . . . . . . . .
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Masoquistas Carmen: La insumisión del dolor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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A modo de prólogo
Si nacer es comparecer, como afirma Pascal Bruckner, concebir es un acto de compromiso. Un acto de compromiso con la vida, la sociedad, las personas, independientemente de que cuanto sea objeto de concepción sean personas o, como es el caso, libros y colecciones. La colección «Relatos de vida» representa una apuesta, otra más, de la Editorial Bellaterra a favor del conocimiento de la sociedad en que vivimos. Se trata de una iniciativa innovadora en el campo de las ciencias sociales en España, donde la publicación de narrativas biográficas goza de menor popularidad y reconocimiento que en los países anglófonos, francófonos o eslavos. El hecho de que, además, los materiales que se incluyen incorporen las reflexiones y vivencias de quienes cuestionan modelos sociales hegemónicos —incluso en una sociedad pretendidamente abierta y plural como la nuestra— sazona el compromiso de José Luis Ponce con la sal de la valentía y la pimienta de la osadía. Todo compromiso está emparentado con la voluntad. La idea de dar a luz la colección «Relatos de vida» responde a un posicionamiento tanto político como intelectual. Siempre he creído en el derecho de las personas a existir y vivir según sus criterios, con independencia de la afinidad que puedan suscitar en mí. Siempre me he rebelado ante las políticas del silencio, la forma de violencia más discreta y devastadora que jamás haya conocido. La realización de mi trabajo de campo sobre lesbianismo me permitió constatar la ausencia de espacios plurales en los que las personas que, por motivos diversos, cargan con el peso del estigma social, pudiesen expresar y compartir pública y libremente sus vivencias. Dar voz a los sin voz
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exige, a mi modo de ver, la determinación de conceder verbo y autonomía a sus verdaderos protagonistas, tanto en contenido como en forma. Discrepo de esa sutil apropiación e instrumentalización de vivencias ajenas de que hacen gala muchos intelectuales en aras de objetivos no siempre explicitados. Son modos de proceder en los que reconozco un intenso aroma a colonialismo discursivo. Las narrativas biográficas tienen una dilatada tradición en las ciencias sociales. Las primeras recopilaciones sistemáticas de material biográfico tuvieron a los indígenas norteamericanos como protagonistas. El objetivo fundamental era emplear sus vivencias y conocimientos individuales como guía para reconstruir el sentido interno de unas culturas condenadas a una rápida extinción. Esta original estrategia, de la que Theodora Kroeber es el referente por excelencia, se fundamenta en un supuesto que se irá abriendo espacio y reconociendo de forma progresiva, en especial tras la aportación seminal de la Escuela de Chicago. Es decir: puesto que toda biografía humana tiene una dimensión social, el conocimiento de su singularidad permite acceder a la trama de procesos, significados e instituciones en la que esta biografía se inscribe. A través de las vidas ajenas no sólo es posible incrementar el conocimiento de la realidad social, sino producir un conocimiento con potencial de identificar —e incluso suscitar— tendencias y pautas de transformación social. Si nacer es comparecer, la primera evidencia de esa comparecencia ante los otros es la asignación de un nombre. Los nombres confieren identidad, y la identidad posibilita en la misma medida que (de)limita. Los nombres reproducen genealogías e, incluso, en ocasiones hasta cristalizan sueños secretos. La elección del término «relatos» para designar esta colección se inspira en la escuela francesa de sociología. Se trata de una opción que contempla de forma explícita la dimensión socialmente construida de la experiencia personal. Entre la realidad histórica de las vivencias y los discursos que elaboran sus protagonistas se interponen varios condicionantes que influyen en su producción. Es el caso de los esquemas de percepción y valoración, de las estructuras de mediación —familia, clase, formación, entre otras— que los posibilitan, y de la propia habilidad expresiva del relator para plasmar su experiencia en palabras. Por lo demás, y como señala Daniel Bertaux, los relatos biográficos brindan singularidad tanto en su dimensión temática como en las condiciones que rodean su creación.
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Y a diferencia de las autobiografías, este tipo de textos se produce en el marco de la estructura dialógica que se establece entre el protagonista de la narración y el investigador que suscita la entrevista. Todo el mundo miente. He aquí una de las máximas que guían la eficiente práctica profesional del doctor Gregory House. En el ejercicio de la medicina, la información falaz es crucial, puesto que puede comprometer el éxito de la intervención diagnóstica y terapéutica, y acarrear la muerte. Sin embargo, la cuestión de la fiabilidad biográfica en ciencias sociales responde a una problemática diferente. A diferencia de cuanto sucede con otras disciplinas, el engaño y el ocultamiento son valiosos y útiles porque informan significativamente, tanto o más que la exactitud histórica, acerca del significado que los actores sociales asignan a sus vivencias. Relatar la propia vida es un acto de presentación del yo, y ninguna presentación tiene lugar sin contexto ni interlocutor. Acceder a hablar de uno mismo incorpora tantos motivos y condicionamientos como los que se explicitan o sugieren en el contenido del relato. La preocupación de Marvin Harris acerca del efecto Rashomon —en castizo, cada cual habla de la feria según le ha ido en ella— tiene la legitimidad relativa que le conceden sus preferencias teóricas, adscritas a un materialismo cultural que prima lo etic sobre lo emic. Menos legítima, a mi modo de ver, es la razonada suspicacia de los académicos incomodados por la conflictividad potencial entre discurso y acontecimiento que, por lo demás, eluden los rigores teóricos que asumen Harris y afines. Menos legítima porque es una reacción que suele darse en quienes, paradójicamente, hacen pocos ascos a convertir informaciones emic en variables explicativas. Construir y transmitir relatos tiene la misma fuerza expresiva que la vestimenta. El ropaje de las palabras, como las pieles escritas o quebradas, vincula al individuo con su entorno incluso en lo que tiene de más específicamente idiosincrático. La lectura de estos relatos no es ni aspira a ser explicativa por sí misma, con la salvedad de que ésa pueda ser la utilidad para quien se ofrece a narrar sus vivencias. Llegado el caso, es material de base sobre el que se pueden construir explicaciones. Pero conviene tener presente que esa condición informativa no presupone cuál es la pregunta que puede contribuir a responder. La información biográfica es, por naturaleza, una información rica por su potencial para devenir operativa en función de requerimientos teóricos y metodológicos diversos.
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Existen muchas formas de dar inicio a un relato. El modo en que se inicia una narración biográfica es diverso. Hay quien opta por posicionarse desde el presente y recuperar desde este momento lo vivido; otras personas se inclinan por una organización temporal lineal, sugiriendo causalidades; hay incluso quien recurre a la asociación errática para trenzar su discurso. También hay muchas formas de empezar una colección. En este caso, asumo la responsabilidad de abrir la serie con Armarios de cuero. Es una elección que responde a un doble motivo. Mediante esta recopilación de la que soy coautora, aspiro a dar testimonio de mi compromiso con la validez y potencial de la información biográfica en ciencias sociales, por muy alejada que pueda estar de la hegemónica disposición a valorar con preferencia —y debo lamentar que en demasiadas ocasiones de modo acrítico— las aproximaciones de corte cuantitativo. Asimismo, se trata de una iniciativa estrechamente vinculada con la investigación que estoy realizando, desde 2002, en el universo BDSM.1 La observación participante me ha facilitado, además del acceso a estas personas, el clima de confianza necesario para llevar a cabo las entrevistas cualitativas que se hallan en el origen de los relatos incluidos. Han sido en total doce personas, seleccionadas por criterios diversos, como son edad, estatus, género, rol o posición estratégica en el seno de la comunidad. Cualquier vivencia puede ser significativa. Pero la información significativa no garantiza, de forma necesaria, el acceso inmediato a un potencial representativo. Las experiencias y reflexiones que aquí se recogen forman parte de la realidad BDSM, pero no la agotan ni siquiera en la representación de los roles —dominante, sumiso, switch—2 a los que, según el caso, se adscriben las personas que aquí se abren a compartir sentires. Sus relatos muestran matices y énfasis contrastados, en ocasiones evidenciando cierto grado de correspondencia con distintas variables sociales. No obstante, al trasluz de esa diversidad es posible reconocer ciertos paralelismos presentes en las diferentes 1. BDSM es un acrónimo que se acuñó a mediados de los noventa en el área anglosajona. Es el resultado de unir las siglas B/D (bondage y disciplina), D/S (dominación y sumisión) y S/M (sadomasoquismo). Este término pretende englobar la mayor parte de tendencias que se practican bajo el término sadomasoquismo. 2. Para facilitar la comprensión o el estudio de estos relatos, al inicio del libro se ha insertado un «Índice por rol» de quienes han colaborado en él. Nótese que sólo una de las dominantes es profesional, y que el resto de personas pertenecen al mundo amateur.
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narraciones, recurrencias fértiles con objeto de formular hipótesis acerca de los procesos mediante los cuales las personas redefinen su identidad en contextos adversos; contextos en los que el vértigo y la coacción silente del estigma social forman parte de la cotidianidad más inmediata.3 La investigación de campo exige adaptación. Los relatos que se presentan aquí son el resultado directo de un proceso de adecuación a los requerimientos de cada uno de los entrevistados. Cada relato es en sí el resultado de dos historias: la historia personal y la historia de la entrevista que la recoge; una historia que se inicia en el proceso mismo de negociar su realización. Son relatos que derivan de entrevistas pactadas, en las que se busca un acuerdo que confiera sentido a la acción y garantice la colaboración desde una base de confianza. Los entrevistados dispusieron de total libertad para enfocar como considerasen pertinente sus experiencias en el ámbito de la construcción identitaria en el marco del BDSM. Fueron ellos, y ellas, quienes aceptaron o descartaron la posibilidad de ser grabados (lo cual se evidencia en la extensión de algunas entrevistas), quienes revisaron hasta la saciedad transcripciones y versiones de sus relatos, quienes rechazaron propuestas, quienes discutieron criterios y contenidos hasta legitimar lo que para ellos es un espejo, y para los investigadores una ventana. El interés de una ventana no depende de la belleza del paisaje que regala. Hay vistas, como podrá comprobar el lector, que brindan panoramas de una discriminación y un desprecio atroces. Si a la existencia de un entorno cultural receloso, cuando no abiertamente hostil, se añade la participación en un colectivo pequeño y en proceso de institucionalización como es la comunidad BDSM, la apuesta personal es lo suficientemente arriesgada como para estimular un interés extremo por mantener el anonimato. Sin embargo, allí donde muchos se conocen, el mantenimiento del anonimato no es cuestión de simple cambio de nombre. A veces exige otra clase de esfuerzos. Por este motivo, la realización de las entrevistas incorporó un proceso orientado a consensuar la forma definitiva bajo la que se presentaría el re-
3. El análisis de estas similitudes en los procesos a través de los cuales se configura una hipotética identidad —o identidades— BDSM rebasa el objetivo de esta colección, y será objeto de pronta publicación específica en esta misma editorial.
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lato. Como se me dijo en una entrevista realizada en el transcurso del trabajo de campo, es conveniente no olvidar que las máscaras que se usan sirven tanto para ocultar el rostro como para manifestar el alma. El libro que tienen en sus manos es el resultado del trabajo de dos personas, Fernando Sáez y yo misma; pero es también fruto del esfuerzo, la dedicación y el compromiso de todos quienes han querido compartir con nosotros fragmentos de su intimidad. Fernando y yo nos hemos repartido la realización de las entrevistas; y hemos sostenido largas sesiones de debate, revisión, elaboración y reelaboración de cada uno de los relatos y de sus versiones, entre nosotros y con los miembros de la comunidad que han sido entrevistados. Fernando, en otra de sus frecuentes demostraciones de amor y entrega, ha asumido la mayor parte de la labor de trascripción, y se ha encargado de esculpir la forma definitiva de los contenidos prestados. El resultado final es una selección de textos que no sólo brinda acceso a conocer otra dimensión oculta del deseo y del ser social en nuestra sociedad, sino que se erige en estímulo de reflexión para calibrar el alcance de reflexiones teóricas —algunas de ellas, como las de Dubar o Lahire, publicadas también por Bellaterra— acerca de la identidad, el respeto y la libertad en éstos, nuestros convulsos tiempos. OLGA VIÑUALES
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No acabo de entender por qué quieres que te explique mi vida. Sinceramente, dudo que haya en ella algo especialmente digno de ser contado, algo excepcional o sorprendente, cuyo relato pueda suscitar el interés del lector. ¡Sí, ya sé!, que todo el mundo tiene algo que decir, una historia que narrar; que toda vivencia tiene un valor per se, y toda esa batería de argumentos a la que a buen seguro recurrirás para que tu interlocutor se sienta importante y sin darse cuenta te acabe soltando su rollo… Vale, no insistas. No es necesario que sigas haciendo esfuerzos apelando a mi narcisismo. Tú lo has querido. Acepto el reto. En el fondo, me encanta hablar de mí mismo. Si me prestas la oreja podría estar toda la tarde. ¿Por dónde empezamos? Por el principio. Claro, cómo no. Facilita las cosas. ¿Que cuándo y de qué manera? Bueno…, no sabría cómo expresarlo… Diría que el deseo de ser sometido es una inclinación que siempre he experimentado de forma natural, algo que se despertó en mí siendo todavía prepúber, un crío que no tenía ni idea de lo que era el sexo y que apenas empezaba a atisbar cuál sería su orientación sexual —de hecho, aparte de dormir, desconocía por completo qué podían hacer dos personas en la cama—. Y, sin embargo, recuerdo que a esa edad tan temprana ya tenía en la mente una imagen bastante definida del tipo de mujeres que me atraían. Te reirás, pero mis primeros impulsos eróticos se dirigieron hacia la madrastra de Blancanieves, y también (y ahora sí estoy seguro de que no podrás contener la risa) hacia la bruja mala que perseguía a Torrebruno. Grandes referentes BDSM, ¿no crees? Ya ves…, hoy día hasta a mí me produce hilaridad. Sin embar-
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go, en aquel tiempo no sabía qué hacer con aquel alud de insólitas sensaciones. Ciertamente tenía una vaga conciencia de que no eran muy normales, de que, al menos en aquel aspecto, yo era distinto a los demás chicos; pero era demasiado joven, no tenía claro casi nada y me veía incapaz de canalizar esas extrañas fantasías de forma adecuada o, al menos, de manera que fueran admisibles para mí mismo. Y entonces, cuando menos lo esperaba, acudió en mi ayuda la mano autorizada de la ciencia médica. Debía tener 12 o 13 años cuando, trasteando entre las estanterías de casa, descubrí la Enciclopedia de la vida sexual del doctor López-Ibor,1 uno de los libros de cabecera de los padres del tardofranquismo y la transición. En aquel sesudo tratado el eminente psiquiatra y sus colaboradores —o sus anónimos negros, vaya usted a saber— se explayaban en una taxonomía detallada que aspiraba a abarcar todo el espectro de filias, parafilias, fobias y depravaciones diversas en las que el ser humano podía incurrir, incluyendo estas últimas, como no podía ser de otra manera, las fantasías fetichistas y el sadomasoquismo. Y aunque la cosa no esté exenta de cierta ironía, he de admitir que gracias a aquellas lecciones magistrales con las que el susodicho doctor pretendía dejar constancia del abanico inagotable de perversiones en las que podía extraviarse o degenerar el erotismo, me fue posible, de alguna manera, ubicar aquellas propensiones lascivas que me traían de cabeza. Tendencias que, ya entonces, me impelían a dedicar a aquellas mujeres —mejor dicho a su efigie idealizada por la magia de la cámara o el trazo sinuoso del plumín—, las sesiones onanísticas más prolíficas y efusivas que imaginar se pueda. En cualquier caso, al margen de estos íntimos desahogos, de cara al exterior yo llevaba una vida normal: la de un buen chico centrado en sus estudios que estaba convencido, como cualquier otro adolescente, de que se iba a comer el mundo. No obstante, pese a ser considerado por mis mayores como un chico aplicado y formal, conforme fui creciendo y madurando sexualmente resultaría inevitable que la eclosión hormonal generalizada que sufría mi organismo hiciera más patente la singularidad de mis preferencias eróticas. ¿Tema chicas? Qué voy a contarte. Si para cualquier hijo de vecino la ado1. López-Ibor, J. J. Enciclopedia de la vida sexual. Alfredo Ortells, Valencia, 1971.
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lescencia ya suele ser una etapa difícil, imagínate lo que fue para mí. A los 16 o 17 me sentía un bicho raro. Cuando salía a divertirme con mis amigos me preguntaba constantemente por qué, si a ellos les gustaba tontear con chicas normales y se conformaban con los habituales magreos y demás, yo necesitaba, por contra, algo tan distinto y alejado de los cánones convencionales para colmar mis deseos. A diferencia de mis compañeros, yo siempre me fijaba en las chicas que se vestían de manera más extravagante o se aplicaban un maquillaje más llamativo o, simplemente, en aquellas que gastaban más mala leche. Sí, claro, de vez en cuando iba a una discoteca como todo el mundo y flirteaba con alguna amiga que me gustaba y ese tipo de cosas que se solía hacer en esa época. Incluso podía enrollarme con ella, si yo estaba de suerte y ella lo suficientemente borracha para ponerse a tiro. Pero…, ¡pedirle que me pegase o me dejase besar sus zapatos…!, y luego, ¿qué?, ¡vernos al día siguiente en el instituto como si tal cosa!, ¡arriesgarme a ser relegado y convertido en el hazmerreír de todo el mundo! Eso…, evidentemente que no. Me lo tenía que tragar y contentarme con alimentar mis fantasías en la intimidad de mi cuarto, donde podía dejarlas volar libremente y sin tener que rendir cuentas a nadie. Allí, en soledad, solía fantasear con que un grupo de chicas me cogía, me ataba y una a una me hacían que les lamiera las botas; o me entregaba a esparcimientos masturbatorios mientras hojeaba revistas manoseadas —Intervíus atrasados, algún Sado-Maso en inglés, etcétera—; o visionaba videocasetes de carácter más o menos erótico, que promisoriamente se publicitaban como material sado en la carátula y que, para mi decepción, en la mayoría de los casos resultaban ser películas de folleteo puro y duro. En general acumulaba todo tipo de material de segunda o tercera mano que encontraba husmeando entre los destartalados tenderetes del mercado de San Antonio, y que más o menos intuía que tenía algo que ver, aunque sólo fuera de refilón, con el sadomasoquismo. Material que luego me apañaba para escamotear del escrutinio materno ocultándolo en lugares estratégicos o mediante diversas tácticas de camuflaje. A menudo se trataba únicamente de alguna escena aislada que, al inspeccionar con avidez y buena voluntad aquellos tesoros despreciados por su antiguo dueño, me llamaba la atención por la parafernalia fetichista que la acompañaba y que, de una forma u otra,
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podía asociar con mis secretas fantasías de dominación. Por ejemplo, me contaba entre los más incondicionales fans de Clara de Noche, la voluptuosa prostituta que dibujaba Bernet para El Jueves, cuyas tiras cómicas casi siempre estaban trufadas con alguna viñeta que contenía alguna alusión, alguna reminiscencia, algún motivo sado al que rendir el debido y solitario homenaje. De todas formas, a pesar de cultivar aquella especie de coleccionismo compulsivo, en el fondo estaba convencido de que podría relegar aquellas ensoñaciones a un segundo término, de que no eran tan importantes y que, llegado el caso, podría prescindir de ellas y hacer una vida completamente normal. Me resistía a admitir que aquellas pasiones extravagantes pudieran ser más poderosas que mis esfuerzos por negarlas o exorcizarlas de mi realidad cotidiana. Y he aquí que, cumplidos los 20 años, empecé a salir con una compañera de clase, una chica muy maja que, aunque no respondía al modelo ideal que yo me había forjado en la cabeza, estaba realmente buena desde un punto de vista objetivo o estándar. Nos fuimos conociendo más a fondo y, a medida que me acostumbraba a su carácter apacible y encantador, me fui dando cuenta de que conectábamos en muchos aspectos, hasta el punto de llegar a la conclusión de que tal vez era la mujer con la que podía compartir mi vida. A fin de cuentas estaba decidido a llevar una vida sencilla y a que mi sexualidad, a partir de ese instante, se ajustara a lo que la sociedad consideraba aceptable o normal. Con esa idea en la cabeza, me embarqué en una relación de pareja de corte tradicional y durante un corto período de tiempo creí ingenuamente que había logrado sofocar definitivamente aquella parte de mí mismo mediante un simple ejercicio de voluntad. Pero la naturaleza es terca, terca y cruel, y las fantasías eróticas no se esfuman así como así. Quedan atrapadas en nuestro interior sin poder expresarse y, a la larga, cual gota malaya, erosionan nuestra resistencia y acaban emergiendo a la superficie, erigiéndose en causa de insatisfacción e infelicidad, aunque en apariencia no tengamos ningún motivo concreto o tangible para ser infelices. Es inútil poner diques al mar. Entonces empecé a descubrirlo. Ahora lo sé. Así que, tras cuatro años de relación, en vista de que, a pesar de mis esfuerzos, los diques hacían agua por todas partes, me armé de valor y por fin me atreví a explicitar mis verdaderas fantasías sexuales
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a la que entonces era mi novia, esperando que pudiera participar en ellas y elevar, de esta manera, un grado más allá nuestra vida sexual. Procuré hacerlo de una manera progresiva y sutil, buscando los momentos adecuados, sugiriendo las cosas más que soltándoselas de golpe; sin sobresaltos, procurando hacerme entender y evitar en lo posible la incomprensión y el rechazo. Haciéndole notar, por ejemplo, lo mucho que me atraía la modelo de tal o cual anuncio, con aquellas botas altas de cuero que le quedaban tan bien. Al principio empezamos experimentando con juegos eróticos suaves, como una simple prolongación de nuestra sexualidad habitual; juegos que, si bien suelen incluirse dentro de las prácticas y fantasías de lo que se conoce como BDSM, también pueden formar parte de los juegos preliminares o del aderezo erótico con el que muchas parejas convencionales se excitan para hacer el amor, al menos las parejas más jóvenes que han crecido en el período de liberación y desinhibición que la democracia ha traído a este país. ¿Quién no ha probado a atar a su pareja o a taparle los ojos con un pañuelo o a darle cachetes en el trasero? —¡Ah!, ¿tú no? Bueno, siempre tiene que haber una aburrida excepción que confirme la regla—. El caso es que mediante estas sutiles argucias y tácticas de aproximación intenté introducir paulatinamente a mi novia en aquellos juegos de dominación. Te ahorraré el suspense: no lo conseguí. No, no lo logré entonces, cuando éramos novios, ni lo he conseguido aún, ahora que llevamos cuatro años casados, pero, al menos, pude evitar o sortear el posible rechazo. Bien es cierto que, en un primer momento, ella accedió a participar en algunos de esos inocentes juegos, más para complacerme —de eso estoy seguro— que por otra cosa; pero al poco se me hizo demasiado evidente que no era algo que ella sintiera realmente; que, hiciese lo que hiciese, carecía de toda credibilidad y que lo hacía única y exclusivamente por mí, porque yo se lo pedía. «¡Cuesta tan poco hacer feliz a este pobre hombre!», parecían decir aquellos movimientos voluntariosos pero poco convincentes en el asiento trasero de mi viejo Simca 1000, que aparcábamos discretamente en un descampado de Collserolla. Aquella impostura me hacía sentir ridículo y pronto tomé conciencia de que, por mucho que se esforzara, ella nunca podría satisfacer de forma plena mis fantasías sexuales. Había que tomar una decisión. En ese instante la disyuntiva se planteaba en los siguientes
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términos: o cortaba la relación, por lo demás satisfactoria, con la persona a la cual quería a causa de una fantasía insatisfecha, o me aguantaba y reprimía esa fantasía como había estado haciendo hasta ese momento. La primera opción implicaba un precio muy elevado; la segunda se había demostrado, a la larga, inútil. Y al final tomé la determinación —tal vez una decisión egoísta, lo reconozco— de tirar por el camino de enmedio; es decir, mantener, por un lado, la relación sentimental con mi novia y, por otro, comenzar a llevar una especie de doble vida. Se trataba ni más ni menos que de seguir con mi vida normal y buscar huecos en mi agenda para satisfacer por otras vías esas necesidades que me habían seguido acuciando. De esto hará unos ocho años —acababa de cumplir los 24— e internet todavía no había irrumpido con toda su fuerza en la mayoría de los hogares y el BDSM, por tanto, seguía siendo un mundo oscuro, cerrado y limitado a unos pocos. Por desgracia, yo no contaba con nadie que estuviera familiarizado con esos ambientes y pudiera echarme una mano, así que para realizar mis fantasías extraconyugales tuve que buscarme la vida por mi propia cuenta. De todas formas, lo más difícil no fue encontrar la puerta de acceso, lo más duro fue reunir el valor para vencer los reparos morales y dar el primer paso. Muchas y muy diversas eran las pajas mentales que irremediablemente me hacía. Por un lado, tenía la amarga sensación de estar a punto de cometer un terrible delito de deslealtad hacia la persona que más quería, ya que, a fin de cuentas, hubiese o no trato carnal —la expresión suena añeja—, lo que estaba a punto de hacer no era otra cosa que engañarla para irme con una puta, una infidelidad que, en caso de enterarse, yo dudaba que ella estuviera dispuesta a perdonar. Por otro, me atenazaba la posibilidad de tener que habérmelas con el proxeneta de turno, cuando no de ser detenido, encerrado y torturado por la policía en un calabozo inmundo de Guantánamo. Ya sé, visto retrospectivamente, era un miedo exagerado y estúpido —o tal vez no tanto, teniendo en cuenta la flamante ordenanza municipal barcelonesa—, aunque no por ello menos perturbador en aquellos días. Pero bueno…, la decisión, acertada o no, estaba tomada y no era cuestión de dejarse vencer por esos escrúpulos y echarse atrás a las primeras de cambio. Empecé buscando en los anuncios por palabras del Primeramà y los diarios, tratando de adivinar cuál podía ser la profesional del
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ramo más adecuada para iniciarme en semejantes lides. Por aquel entonces empezaba a ganar algo de dinero con mi trabajo, y aunque mi situación no era todo lo boyante que me hubiese gustado, mal que bien podía pagarme un servicio, siempre y cuando el precio fuera módico. Mi primera vez fue con una prostituta que, como reclamo, en su anuncio decía hacer algo de sado. Era un expediente mucho más económico que recurrir a un Ama profesional, cuyos precios estaban fuera de mi alcance. El resultado de la experiencia fue más bien discreto, por no decir decepcionante. Aparte de mi agarrotamiento y mis temores de novato, que en absoluto facilitaron las cosas, lo cierto es que aquella mujer de la vida —si se me permite la expresión— no tenía ni zorra idea de lo que estaba haciendo. Se trataba de una prostituta corriente que simplemente me cogió por banda, me atizó un par de azotes en el trasero con muy poca gracia, me hizo una paja y en cuanto me hube corrido, extendiendo la misma mano que previamente había dejado impresa en rojo en mis nalgas, me cobró cinco mil pesetas de las de entonces. «Para esto me quedo con mi Clara», me dije para mis adentros mientras, resignado, aflojaba la mosca y me abrochaba los pantalones. Sin embargo, aunque aquella primera experiencia no hubiera resultado todo lo grata que había esperado, lo cierto es que me sirvió para curarme o aligerarme de todas las absurdas aprensiones que hasta ese momento me habían angustiado: no me habían arrestado, el chulo no me había dado una paliza de muerte, ni después mi novia se había enterado. Es decir, en contra de mis temores, aquella traición no había derrumbado mi vida. Por consiguiente, aquel fracaso inicial, en lugar de servirme de escarmiento, obró el efecto contrario: perdí el miedo a lo desconocido y me sentí preparado para un segundo intento, en el que estaba dispuesto, esta vez sí, a montármelo mejor, a poner toda la carne en el asador y disfrutarlo al máximo. Así, a la que se me presentó otra ocasión —a saber, cuando reuní el dinero necesario— me dirigí directamente a un gabinete especializado, donde, por fortuna, contacté con una verdadera profesional que sí tenía muy claro lo que se traía entre manos y supo estar a la altura de las circunstancias. Además, entonces yo me había ido informando por mi cuenta y mis ideas habían madurado bastante, por lo que no tuve reparos en exponerle mis preferencias abiertamente. La broma me salió por un ojo de la cara pero, a cambio, salí de allí plenamente satisfecho,
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casi diría que entusiasmado, dispuesto a evocar aquella experiencia en sesiones más íntimas, solitarias y austeras; y, sobre todo, sintiéndome orgulloso de mí mismo por haberme atrevido a llegar hasta donde había hecho falta con el fin de poner en práctica mis fantasías. A partir de ahí…, bueno, ya se sabe, todo es un proceso, un camino. Y yo, al haber disfrutado por fin de una auténtica sesión BDSM, había dado el gran salto mortal, el salto cualitativo que inauguraba una nueva fase en mi vida. Una nueva fase que afrontaba libre de esa ansia balbuciente que lastra los tanteos del primerizo, y en la que tenía vía libre para ir más allá. Durante más o menos tres años recurrí con regularidad a los servicios de Amas profesionales, a razón de una vez al mes, dos si había paga doble. Iba allí, me lo hacían, pagaba y me marchaba tan contento. Así de sencillo. Y como en la variedad está el gusto, cada mes probaba con una Dómina distinta, dependiendo de lo que me apeteciese en cada momento; si bien con el tiempo acabaría optando por una en concreto, aquella con la que creía tener mejor feeling: un valor seguro al que recurría si el mes anterior no me había convencido del todo cómo me lo habían hecho y al siguiente no quería tirar el dinero. Oigo mis propias palabras y me da la sensación de que la gente pensará que trato a las Amas profesionales como simple mercancía, como meros objetos de especulación en el mercado de valores del sexo. Quiero dejar claro que, al contrario, tengo un gran respeto por ellas y que recomiendo a todo el mundo que se sienta atraído por el BDSM que empiece por ahí. A mí, desde luego, la experiencia me fue bien y en su momento me proporcionó exactamente lo que necesitaba. Me sirvió para adquirir bagaje, ahuyentar fantasmas y, en definitiva, para conocerme mejor a mí mismo. No obstante, considerándolo desde la perspectiva que el tiempo proporciona, he de admitir que aquellas sesiones fueron siempre relaciones mercantiles. A mi entender, la dominación profesional no deja de ser una forma de prostitución, aunque no haya intercambio de fluidos de por medio. En el mejor de los casos un Ama profesional puede hacer bien su trabajo y disfrutar haciéndolo, de la misma forma que un oficinista puede disfrutar preparando nóminas; pero en el fondo no deja de ser eso, un trabajo, y si no le pagasen por ello, evidentemente, lo haría… ya sabes quién…, te ahorraré el improperio. Por lo demás, entre Ama y
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sumiso no se da una implicación afectiva real. Es un acto de teatro que a lo sumo dura cuarenta o cincuenta minutos, durante los cuales la Dómina, mejor o peor, representa su papel, y el sumiso por su parte el suyo, y si la cosa va bien…, pues tal vez vuelva, y si no…, se irá con otra y santas pascuas. Y como todo en esta vida es evolución, después de quemar esa etapa en que fui un asiduo cliente de los más variados garitos profesionales, llegó un momento en que me tomé el pulso y tomé conciencia de que necesitaba algo más. Hoy opino que el BDSM real tiene más bien poco que ver con el mundo profesional. Sin embargo, en aquella época apenas podía intuir que existiese otro mundo distinto ahí fuera, un mundo más auténtico donde la gente viviera realmente el sado en lugar de comerciar con él, y que lo practicara simple y llanamente por puro placer. No tenía a nadie que pudiera servirme de guía o de puerta de acceso a ese submundo clandestino o a ese coto vedado que por entonces todavía constituían los reducidos círculos BDSM. Todo cambió, sin embargo, con el boom de internet, una expansión que sin duda marcó un antes y un después para todos aquellos que alguna vez se hayan interesado por el tema. Vale…, internet tal vez no haya trastocado tanto la vida de la gente como a veces ingenuamente pensamos, pero lo que es incuestionable es que ha incrementado la accesibilidad de las relaciones y ha democratizado el sadomasoquismo. Ahora, simplemente encendiendo el ordenador, ejecutando un programa y clicando en un link, todo un universo antes inalcanzable se abre ante nosotros. Incluso, quién sabe, es más que probable que, si no fuese por internet, tú y yo no estaríamos aquí, sentados frente a frente, departiendo amigablemente sobre BDSM delante de estos taquitos de jamón y este magnífico vinillo. Bueno, a lo que iba, no quiero dispersarme. En cuanto dispuse de una conexión a internet —hace apenas un lustro; tenía 27 años y todavía vivía con mis padres— lo primero que hice nada más marcharse el técnico fue encender el ordenador y lanzarme de cabeza a navegar por las páginas especializadas en el tema, con la esperanza de conocer a personas con gustos similares a los míos. Algunos amigos me habían hablado de los chats, donde al parecer se podía conocer todo tipo de gente. En concreto me dieron referencias del chat de Ozú, adonde puse rumbo sin pensarlo dos veces; y entre la variedad de canales que invitaban al transeúnte ocioso a perderse en interminables
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y a menudo insustanciales charloteos, encontré uno especialmente dirigido a Amos y sumisas. No lo dudé ni un solo instante. Como puedes observar, no soy lo que se dice una persona introvertida o huraña, por lo que, a pesar de no conocer a nadie en ese ambiente, en seguida me encontré en mi propia salsa. Me lo pasaba en grande charlando abiertamente con unos y otros, soltando mi rollo y dando rienda suelta a mis paranoias. No resulta difícil integrarse en el ciberespacio si uno sabe dejarse llevar por el fluir de la corriente. Lo cierto es que pronto me di cuenta de que la mayoría de los sumisos que frecuentaban el canal iban más que nada a pillar cacho, es decir, en busca de Ama. Yo —sería deshonesto negarlo—, también estaba interesado en encontrar a alguien capaz de someterme y realizar mis fantasías, pero no tenía esa especie de ansia o urgencia que parecía poseer a muchos de los sumisos que pululaban por el canal y predeterminaba sus temas de conversación. Digamos que, a diferencia de muchos de ellos y a pesar de mi corta trayectoria, disponía de cierto bagaje BDSM y gran parte de mis necesidades afectivas estaban cubiertas, lo cual me permitía disfrutar de la cháchara de forma más relajada. A veces los internautas que accedían al canal eran simples curiosos que, de forma ocasional, se acercaban al mundo de la dominación atraídos únicamente por una fascinación superficial, lo cual más que molestarme me hacía sentir importante, un experto en la materia a pesar de llevar en aquello cuatro días, como aquel que dice. Ya lo sé, era un egocentrismo un pelín patético, lo reconozco. Y así, poco a poco, fui teniendo contacto cada vez con más gente a la cual, de una forma u otra, con mayor o menor grado de intensidad le iba el tema, tanto Amos como sumisos de ambos géneros; y, ya se sabe, todo es empezar a rodar; luego una cosa te lleva a la otra y así sucesivamente; una especie de efecto bola de nieve. Un día me hablaron de un nuevo local que acababa de abrir un matrimonio del chat a las afueras de Barcelona, más o menos donde Cristo perdió las alpargatas. Era una novedad interesante y me apetecía echarle un vistazo, así que una noche me decidí a invitar a un Ama que había conocido recientemente en el canal y con la que había congeniado bastante. Aceptó y ambos nos dejamos caer por allí. Se trataba de una vieja nave abandonada en una zona industrial, de la cual los artífices de la iniciativa habían alquilado una parte, un habitáculo algo deprimente que con buena voluntad habían transformado en una espe-
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cie de club privado en el que la gente podía reunirse para charlar y tomar algo; y donde, además de una barra desde la que se servían bebidas, habían habilitado una especie de mazmorra muy rudimentaria, amueblada en plan casero, para el disfrute de aquellos a quienes, en un momento dado, les apeteciese jugar o simplemente pegarse el lote. Y dio la casualidad de que a mi acompañante y a mí nos entraron ganas de probar de manera conjunta las posibilidades que ofrecía aquella «cutre-mazmorra». No fue algo premeditado, lo juro, más bien fue algo que se dio sobre la marcha; sin embargo, a partir de aquella experiencia puramente casual, lo cierto es que iniciamos una relación Ama-sumiso. Aquella fue mi primera relación BDSM estable. Una relación que durante el tiempo que duró fue bonita, y en la que hubo grandes momentos. Obviamente, las sesiones con mi Ama eran muy distintas a los contactos que había mantenido con las Dominatrices profesionales, pues en ellas no podía limitarme a redactar una lista de la compra para que me hiciera esto, esto y lo otro, como sí ocurría cuando pagaba por el servicio; pero ahí, precisamente, residía su verdadero valor: en la incertidumbre de lo real, en su autenticidad irreductible. Lejos de ser una mera representación teatral de un juego de roles previsible, aquellos encuentros eróticos poseían vida propia y no estaban motivados por más interés que el de pasárnoslo bien el uno con el otro. Y, aunque sea un tópico, lo auténtico no se puede pagar con dinero. No obstante, lo nuestro era algo más erótico-festivo que otra cosa. Ella era consciente de que yo tenía novia y de que no pensaba dejarla; y yo, por mi parte, respetaba que ella tuviese una vida privada de la que no quisiera hacerme partícipe. Así, aparte del cariño moderado que nos profesábamos y la atracción erótica que pudiéramos sentir mutuamente, entre nosotros nunca existió realmente una vinculación emocional demasiado fuerte. Nuestras vidas eran nuestras vidas, y cada uno sabía dónde estaba el otro y aceptaba sus límites, lo cual no impedía que, al margen de la estricta relación BDSM, fuéramos buenos amigos y pudiéramos salir a tomar un café tranquilamente. De hecho, nos socializamos juntos en los incipientes y restringidos circuitos BDSM. Empezamos asistiendo a fiestas privadas y poco a poco fuimos ampliando nuestros contactos hasta hacernos con un nutrido círculo de amistades. Ya puedes imaginarte…, es un proceso que no tiene nada de particular. En realidad lo bonito fue llegar
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a la isla, descubrirla, allí perdida en mitad del océano. Lo demás fue simplemente el proceso natural de exploración, de reconocer sus accidentes, de irse familiarizando con los usos y costumbres de sus habitantes e integrarse paulatinamente en la comunidad indígena. De vez en cuando acudíamos juntos a fiestas de etiqueta, como las que antaño se celebraban en el Wawanco. Tal vez te suene de algo. Era una cutrería de local, un antro que, dicho sea de paso, más bien parecía un vulgar garaje reconvertido en bar musical donde los fines de semana sacaban la «fragoneta» y, para dar el pego, colgaban una cadena del techo. Más adelante fui descubriendo otros locales con algo más de glamour, como el Fetish y el Rosas5. Me alucinó que pudieran existir sitios así, dotados de instalaciones cómodas y bien acondicionadas, y relativamente accesibles a neófitos como entonces era yo a poco que se movieran por los circuitos BDSM. Mucha gente que penetra por primera vez en esos locales suele llevarse una sorpresa. En mi caso, sin embargo, tal vez porque me había pateado previamente la mayoría de gabinetes profesionales de la ciudad, las mazmorras y la parafernalia no me impactaron tanto como a otros recién llegados. Guardo un grato recuerdo de esta primera relación, aunque apenas durara unos pocos pero intensos meses. En el escaso tiempo que estuvimos juntos compartimos muchas cosas y nos lo pasamos en grande. Se terminó cuando me casé con mi pareja sentimental después de doce años de noviazgo. En ese momento mi entonces Ama tomó la determinación de dar por zanjada la relación BDSM. ¿Por qué? Buena pregunta. Quizá porque estaba convencida de que, por alguna razón, mi recién estrenado estado civil a la larga nos comportaría problemas a ambos; o tal vez porque tenía otras inquietudes, otras historias en la cabeza y aprovechó la coyuntura para poner tierra de por medio. Me supo mal que se acabase, pero en el fondo creo que fue una decisión razonable por su parte y en absoluto tengo nada que reprocharle. De hecho, aunque hoy en día nos hayamos alejado un poco, seguimos manteniendo el contacto y conservamos una buena relación. Después de todo, Amas, Amos, sumisos, sumisas o vainillas, somos personas antes que roles, ¿no es cierto? En fin…, el caso es que, rota la relación con mi Ama y consciente de los problemas que comportaba tratar de compatibilizar las dos esferas, durante los primeros meses de casados me dediqué únicamente a eso, es decir, a consolidar mi matrimonio. Estaba decidido a
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hacer propósito de enmienda, por lo que debía abstenerme totalmente de ese tipo de peripecias y descarríos extraconyugales. Ahora bien, sabedor por propia experiencia de que no sería capaz de observar por mucho tiempo tan prusiana disciplina y de que, más temprano que tarde, acabaría reincidiendo —¡uf!, qué horrible palabreja—, consideré de nuevo la posibilidad de introducir a mi mujer de forma más intensa en algunos juegos de dominación, con resultados igualmente desalentadores, como habrás podido adivinar. Llegados a este punto, supongo que te estarás preguntando si mi primero novia y luego esposa ha sido alguna vez consciente de mis continuas canitas al aire y de hasta qué punto estoy metido en este mundillo. Como ya te he comentado, nunca le he ocultado que me gustan estos juegos, y ella siempre ha sabido que me relaciono con gente de este mundo y que incluso hago mis pinitos escribiendo algunas cosillas sobre el tema. Hasta la fecha todo eso ha formado parte de mi espacio propio, de ese espacio de intimidad inalienable que todos tenemos —o que, de una forma u otra, todos deberíamos tener—. Por tanto, puedo decir que al menos conoce la superficie y que acepta que el BDSM forme parte de ese espacio de mi vida que me reservo. Lo que no sé si sabe es de qué manera y con qué intensidad estoy involucrado en el tema. Puede que no lo quiera ver, o que, de alguna forma lo intuya y se lo calle para no perturbar nuestra convivencia; aunque, conociendo su carácter y su manera de pensar, me inclino a creer que, si realmente sospechara o fuera consciente de las profundas simas en las que me sumerjo, y a pesar de no haber sexo convencional de por medio, no es de las mujeres que miraría hacia otro lado. Respecto al resto de mi entorno… —realmente eres un poco cotilla, ¿no?—…, pues qué quieres que te diga: más o menos lo mismo. A buen seguro mis amigos de toda la vida se hacen una idea aproximada de mis aficiones. Me conocen desde hace tiempo y les consta que me gustan las botas altas, el cuero y todo ese tipo de fetiches y, cómo no, saben qué tipo de mujer me atrae. Recuerdo que les chocó bastante una vez que, mientras charlábamos de forma distendida de cine, comenté de pasada que la escena que más me excitaba de Instinto básico era, en lugar de la archifamosa del cruce de piernas de la Stone, aquella del principio en que una chica rubia cabalga sobre un tipo que está atado a la cama, para luego, tras correrse, y cual mantis religiosa, hacer papilla al pobre e indefenso macho a golpes de pi-
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cahielo. Puedes imaginarte la cara que pusieron algunos. Así que, con estos comentarios y dada mi debilidad por determinada lencería y mis reconocidos mitos eróticos, hace ya tiempo que me tienen por un bicho raro. En cualquier caso, la mayoría de estos amigos lo son también de mi esposa, y lo más probable es que den por supuesto que la consumación de tales fantasías se circunscribe al perímetro de nuestra alcoba. Y entre nosotros: lo cierto es que a mí, por el momento, no me conviene sacarles de su error. Y bueno, como te decía, después de la boda traté de ser un buen chico y sentar la cabeza de una vez por todas. Pero hete aquí que, transcurrido un tiempo, volví a notar que la naturaleza, siempre implacable, me reclamaba otra vez su tributo; y muy pronto me encontré envuelto en la misma rueda. El paréntesis había sido corto y mi deserción de los circuitos era todavía muy reciente, así que volver a ellos no supuso mayor problema que retomar el contacto con aquellas amistades que —por usar un símil profesional— permanecían en activo. Al fin y al cabo la bola de nieve que yo mismo había puesto a rodar había crecido hasta hacerse inmensa, y ahora sólo tenía que dejar de oponer resistencia para que ésta me arrollara suavemente en su camino. Al poco de regresar del dique seco y empezar a navegar de nuevo a bordo de ese barco que es el BDSM, hice buenas migas con un Ama que frecuentaba el chat, una chica que luego resultó ser —el mundo de la dominación es el retal de un pañuelo— vecina mía. Un día quedamos para tomar algo y conocernos en persona. Al instante me di cuenta de que aquella mujer respondía perfectamente a mi ideal de fantasía erótica. A partir de esa primera cita nos fuimos viendo con cierta regularidad. Sin embargo, desde el inicio —tal vez por nuestra vecindad, tal vez por razones que se me escapan— nuestra relación se planteó única y exclusivamente como una buena amistad. Sin más pretensiones. Así estuvimos durante un tiempo, charlando en el chat de BDSM y saliendo para tomar un café o ir a una fiesta; hasta que un día me planté y le lancé una especie de ultimátum: «Bueno, ¿te lanzas a ser mi Ama o…, vamos a seguir siendo amigos toda la vida?». Y de esta forma nos embarcamos en lo que para mí fue mi segunda relación BDSM, una relación que resultó mucho más duradera que la primera y que, en contraste con ésta, se caracterizaría por la
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profunda implicación emocional y afectiva que existió entre nosotros. En todo el tiempo que duró fue siempre una relación superintensa en la que, más allá del juego erótico, nos dedicamos a entretejer paulatinamente y de forma conjunta un espacio propio, un universo privado y exclusivo cimentado en sentimientos muy profundos al que —al menos así lo vivía yo—, nadie más estaba invitado. Huelga decir que no todo fue bonito. También tuvimos nuestras desavenencias. Una de las principales consistió precisamente en que, en un momento determinado, ella decidió iniciar una relación paralela con otro sumiso. Aquello me sentó mal. Ella era libre, por supuesto, y podía haber cogido a treinta tíos y pasárselos por la piedra si hubiese querido, y a mí no me habría importado; ni tampoco que hubiera introducido puntualmente a un tercero en alguna sesión aislada. No era ese tipo de celos lo que me quemaba la sangre. Pero tener otro sumiso fijo suponía, desde mi punto de vista, una intromisión inaceptable en ese espacio que nos pertenecía a ambos y que yo no estaba dispuesto a compartir con nadie; era una invasión que distorsionaba y hacía peligrar ese vínculo afectivo tan robusto y especial que habíamos creado y que yo, tal vez de forma egoísta e ingenua, pero sincera, creía inexpugnable. Así, producto de la erosión que suele afectar a cualquier convivencia duradera —aunque en este caso no se diera bajo el mismo techo—, se fueron sedimentando los reproches, y tales sedimentos se fueron acumulando hasta crear auténticos muros entre nosotros que, por desgracia, no fuimos capaces de superar. Así, después de dos años y medio de desgaste de la relación decidimos dejarlo. De eso hace menos de un año. La verdad es que en su momento la quise mucho, y que todavía la quiero y añoro ese espacio nuestro tan íntimo. Sin embargo, justo al contrario de lo que me ocurre con mi mujer, con quien me encuentro muy a gusto compartiendo lo cotidiano, en el caso de aquella Ama, si bien —como no podía ser de otra forma— el roce hizo el cariño, ese mismo roce también evidenció que, en lo que respecta a la convivencia, éramos del todo incompatibles. Tras la ruptura, todavía convaleciente de las magulladuras que todo proceso de deterioro de una relación profunda y duradera produce, quise dejar pasar un poco el tiempo: un tiempo sin demasiados sobresaltos ni traqueteos emocionales que me tomé para reflexionar y tomarme el pulso. No obstante, aunque durante ese período de tranquilidad eludiera compromisos y relaciones estables, nunca renuncié a
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continuar explorando por mi cuenta nuevas posibilidades dentro del erotismo BDSM. En este sentido, siempre he estado abierto a probar otras cosas, procurando no cerrarme a nada. Tal vez no me creas, tal vez dirás que me estoy marcando un farol, pero en el BDSM nunca me pongo límites. Bueno, vale, de acuerdo, no me mires así… Claro que tengo límites; pero, como antes subrayaba, en la vida todo es progresión y dentro del SSC —ya sabes, lo habrás oído mil veces: Sensato, Seguro y Consensuado—, esos límites han ido variando a lo largo del tiempo. En el fondo esas fronteras no son más que bloqueos mentales que nos imponemos nosotros mismos, barreras culturales que, si nos empeñamos, podemos franquear y derruir por completo. Por ejemplo, antes, con el tema de la sodomía, solía decir…, ¿yo?, ¡con lo macho que soy!, ¿a mí me van a meter un consolador por el culo?… Y ahora, precisamente, es una de las cosas que más me gusta. E incluso, poco antes de ofrecerme a mi Ama actual, tuve una experiencia con un travesti que resultó la mar de satisfactoria —¿te escandalizo? Mi Ama dice que algunos sumisos somos bastante exhibicionistas—. Respecto al dolor…, lo confieso, siempre he sido bastante masoca. Ahora bien, no vayas a creer que se trata simplemente de que me guste el dolor por el dolor: todo lo contrario, me gusta el dolor cuando éste, a su vez, me produce placer, y eso no es tan sencillo como ir al bar de la esquina, provocar al primer borracho que se te cruce y dejar que te ponga la cara como un mapa. También me gusta la asfixiofilia, el bondage o la lluvia dorada, así como casi todas las otras formas de humillación. La verdad es que he tocado un poco todos los palos dentro del amplio espectro de prácticas y disciplinas que abarca el BDSM. Las únicas cosas que todavía no he podido superar, por así decirlo, son el tema de la copro y el de las agujas. Y en realidad no son prácticas que encuentre especialmente obscenas o aberrantes. No es que me niegue en redondo. Simplemente son prácticas que, por el momento, no me motivan, a las que no encuentro el qué; pero en el futuro…, nunca se sabe, no las descarto. Ni siquiera el rol supone para mí un límite. Sí, sí, no me mires con esa cara. De vez en cuando también ejerzo de Dominante. Y aunque no me considero switch, conozco todas las normas, los protocolos y los trucos necesarios para hacer de Amo. De hecho en la actua-
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lidad mantengo una relación de baja intensidad con una sumisa amiga mía, una experiencia que me está resultando bastante gratificante. Al parecer no lo hago mal del todo, y eso a pesar de aquello que dicen de… «no sirvas a quien sirvió…» y todos esos clichés populares. ¡Vaya, por lo menos ella dice que está contenta conmigo! De todas formas…, para qué nos vamos a engañar, aunque disfrute ejerciendo de Amo, en el fondo noto que no soy yo, que estoy representando un papel. Sé que se trata sólo de un experimento. Un experimento positivo y enriquecedor, sin duda, pero que, para bien o para mal, creo que tiene los días contados. Y cuando llevaba ya un tiempo de relax —un período durante el cual, como te decía, fui reacio a involucrarme afectivamente con nadie—, un día, sin comerlo ni beberlo, llegó de nuevo a mis oídos la llamada de la jungla. A mi Ama actual la había conocido varios años antes en una fiesta del Rosas5. Era una de las mejores amigas de mi Ama anterior —de hecho fue ella misma quien nos presentó— y casualmente por aquella época los dos éramos asiduos al mismo chat. Desde el primer momento me pareció una persona inteligente y con las ideas muy claras. Enseguida nos dimos cuenta de que conectábamos a muchos niveles, sobre todo en la forma en que ambos entendíamos el BDSM, y muy pronto nos hicimos buenos amigos. Cuando me quedé huérfano de Ama —si se me permite la expresión—, en lugar de perder el contacto, seguimos encontrándonos en el canal y viéndonos en los eventos y fiestas de ambiente donde de tanto en tanto coincidíamos. De esta manera nuestra relación de amistad se fue afianzando al margen de conocidos comunes. De hecho, teniendo en cuenta que sus inquietudes y las mías eran en muchos aspectos afines, y partiendo de la base de que entre nosotros siempre había habido buen feeling, estaba convencido de que ella podría resultar para mí una excelente Ama. Por lo demás, sabía que en aquellos momentos no tenía ningún sumiso fijo; así que un día, armándome del valor suficiente —los ensordecedores tambores de guerra atronando en mis tímpanos—, aproveché la oportunidad y me ofrecí a ella abiertamente. Llevamos sólo unos pocos meses de relación, pero por ahora estoy muy ilusionado. ¿Cuánto puede durar? Ambos sabemos que este tipo de relaciones tienen un principio y un final, y somos conscientes,
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por tanto, de que lo importante es gozar del presente y no hacer cábalas sobre el futuro. En cualquier caso, dure poco o mucho, la historia es muy diferente a la que viví con mi anterior Ama, ya que en este caso ambos estamos felizmente casados y tenemos muy presente cuáles son nuestras auténticas prioridades, por lo cual en un futuro es improbable que la implicación afectiva rebase los límites de la relación BDSM. Vale, vale, muy perspicaz por tu parte. Me preguntas si la implicación emocional complica de algún modo las relaciones BDSM. Realmente tiras a dar. No. No creo que en absoluto suponga un hándicap o un perjuicio. Antes al contrario: el cariño, el afecto y las emociones en general le dan más valor. Quien crea que en una relación BDSM, por el hecho de tratarse de una relación de dominación, debe evitarse cualquier tipo de demostración o participación afectiva, en mi opinión no está captando su auténtica esencia. Porque no se trata simplemente de pegar o maltratar a tu pareja. El BDSM no tiene nada que ver con los malos tratos. Al contrario, la relación de dominación BDSM se cimienta siempre sobre el consenso. El sumiso desea fervientemente ser azotado y humillado por el Dominante. Ambos disfrutan con ello. Si la relación realmente funciona, la entrega tiene un doble sentido, es una entrega correspondida. Por tanto, los lazos emocionales no pueden más que completar y hacer más profunda dicha entrega. El problema surge, pienso yo, cuando esa implicación afectiva es demasiado fuerte y desborda la propia relación, interfiriendo en nuestra vida cotidiana, especialmente si alguno de los involucrados tiene otro vínculo sentimental fuera de la relación BDSM. Entonces sí que acostumbra a devenir un contratiempo que hace peligrar nuestra paz de espíritu. ¿Que si el BDSM comporta riesgos?… ¡Vaya, empiezas a hacer las mismas preguntas que un jodido periodista! Sí, claro. Claro que comporta riesgos, como todo en esta vida, ¿no crees? Pueden ocurrir accidentes si no se toman las medidas de seguridad adecuadas. O puedes conocer sin darte cuenta a algún psicópata o a un chalado por internet, pero eso también puede suceder en las relaciones «vainilla». Además eso sólo sucede en las películas de Hollywood. Yo, en concreto, no he pasado nunca miedo ni he perdido el control durante una sesión. Lo importante es confiar en uno mismo y en el compañero de juegos que tienes al lado, y en el momento en que no veas algo claro
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o que, por alguna razón, esa confianza quede en entredicho, ser capaz de echar a correr sin pensarlo dos veces. Después de todo, lo que es evidente es que con un simple «no» del sumiso al instante el mundo del Amo se paraliza. Ya…, de acuerdo, es verdad, siempre existe el riesgo de que alguien pierda el control de sí mismo en un momento de pasión o de excitación extrema y cometa, o esté a punto de cometer, una tontería; pero no creo que eso tenga nada que ver con el BDSM. En realidad, todo depende de la madurez personal y de que, como adultos, seamos capaces de comportarnos de forma responsable y sensata. En cualquier caso, antes que nada, lo más importante es saber lo que uno se trae entre manos; y esa máxima rige en todo y para todo el mundo. Ya sabes lo que dicen: en todos sitios cuecen habas. Hay que reconocer, por otro lado, que es cierto que cuando el sumiso se entrega al Dominante tiende a mitificarlo, a adorarlo incluso, y puede que, llegado a un determinado punto, sólo exista una delgada línea que marque el límite a partir del cual dicha entrega pasa a convertirse en una obsesión. Ése es un riesgo psicológico —que el BDSM se convierta en algo obsesivo— que corren gran parte de los sumisos. En cualquier caso las personas corrientes, las que tenemos una cotidianidad convencional que atender, no nos podemos permitir obsesiones que interfieran en nuestra vida. Lo que ocurre es que hay mucha gente que intenta resolver sus carencias vitales mediante el BDSM, de la misma manera que —salvando las distancias— algunos hinchas canalizan o liberan sus frustraciones durante un partido de fútbol. ¿Y verdad que nadie en su sano juicio se atrevería a afirmar que el Barça o el Real Madrid sean un peligro para sus seguidores? A las personas, al igual que al recluta el valor, se nos supone dos dedos de frente. Al menos yo me tengo por una persona cuerda. ¿Tú qué opinas? ¡Uf!, después de todo lo que te he contado… Sí, puede que tengas razón: tal vez debería rectificar aquello de que mi vida carece de interés. ¿Cuál es la experiencia BDSM que más me ha marcado? ¿Ahora qué buscas?, ¿un titular para rematar la entrevista? Hombre…, no te sabría decir. Supongo que, como todo en esta vida, lo que más te marca es la primera vez, cuando divisas esa pequeña isla que toda tu vida has estado buscando. Lo que pasa es que a lo largo de mi trayectoria he tenido la suerte de poder experimentar varias «primeras veces»: el día en que gracias al doctor López Ibor descubrí el sadoma-
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soquismo, la primera vez que pude explicarle a alguien abiertamente mis fantasías, el día que me estrené con una profesional, la primera vez que me metí en un chat, la primera relación con un Ama no profesional, el día en que me ofrecí a mi Ama actual… Y la verdad, no me atrevería a quedarme con ninguna en especial. Todas me han aportado algo nuevo y distinto. Eso es lo bonito del BDSM, que es un mundo de primeras veces, y tal vez por eso me gusta tanto. Ésa quizá sea la razón que me lleva a considerarme BDSM, a identificarme con un colectivo y con una forma de erotismo. Porque es una isla pequeña e inmensa a la vez, una isla que ha dado siempre cabida a mis fantasías y que cada día me brinda la oportunidad de explorar otras nuevas; porque lo llevo muy adentro y disfruto siendo azotado, humillado, vejado…; porque es mi elección y he luchado por aceptarme a mí mismo y por abrirme paso frente a la incomprensión; porque me ha permitido conocer a gente fantástica con la que compartir esa pasión; porque, en definitiva, es mi sexualidad y una parte importante de mi vida. Y no puedo, ni quiero, renunciar a ella.
Maîtresse: Aficiones perversas
Mi nombre es Maîtresse y soy Dómina amateur. Antes de leer esta historia, breve pero intensa, una advertencia al lector: para componerse una idea fiel de su protagonista, procuren deshacerse de la imagen de sargento hitleriano o de mujer pantera. No se confundan. Esa descripción estereotipada no tiene nada que ver conmigo ni con la mayoría de Amas que conozco. Es más, que alguien sin conocerme apenas venga y me suelte de buenas a primeras, «pero…, ¡si no pareces Ama!», es algo que me saca de mis casillas. La mayoría de la gente está cargada de prejuicios. Cierra los ojos y se imagina a una Dómina como una señora antipática, borde, que va por la calle enfundada en cuero, con un látigo en la mano y dando órdenes a todo el mundo. Una y otra vez se arrastran los mismos esquemas que distorsionan la realidad. Yo, en cambio, me tengo por una mujer normal, de carne y hueso, con una vida corriente. Salvo, si se quiere, por un pequeño detalle: me gusta la dominación, me lo paso muy bien jugando con mis sumisos y, ¡qué caray!, encima soy realmente buena en lo que hago. Ahora, aclaradas las cosas, ya están preparados para seguir adelante. En el tiempo que llevo practicándolo, con frecuencia me preguntan qué es para mí el BDSM, y qué es lo que más me gusta de la dominación. Y siempre respondo lo mismo: el BDSM es para mí una faceta más de mi vida y una parte activa de mi sexualidad, aunque a menudo no incluya el coito. Esta exclusión paradójica —¿una sexualidad sin sexo?— acostumbra a sorprender a mi interlocutor. La gente suele constreñir el erotismo a un tiempo, un espacio y un abanico de imágenes en concreto. En el juego de la dominación, por el contrario, lo más importante, a mi entender, es dejar volar la fantasía y no
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limitar el juego erótico a una serie pautada de estímulos y respuestas. Se trata, por tanto, de sobrepasar mediante las infinitas posibilidades que brinda la imaginación las estrechas fronteras que el sexo convencional tiende a imponer a los sentidos. Esto tal vez pueda sonar extraño a los profanos, sobre todo después de la vulgarización a la que ha sido sometido el BDSM por parte de los medios de comunicación, más interesados en resaltar los aspectos más escabrosos y ridiculizar los más pintorescos que en la información; pero, en mi opinión, más allá del dolor, del cuero, de las técnicas, de las diversas disciplinas y de las normas protocolarias, es la fantasía —y por supuesto la parafernalia y la escenificación que siempre la acompañan— lo que realmente distingue el BDSM como modalidad erótica. Muchos son los elementos que desde siempre me han atraído de la dominación, pero tal vez el aspecto que más me seduce sea la sensación de poder y control que el rol dominante me proporciona, no ya simplemente sobre el sumiso, sino también sobre mí misma. Contemplar cómo la persona que tienes enfrente se despoja de sí misma y te cede el bien más valioso que posee, sentir que te brinda su entrega, su voluntad, es una de las sensaciones más intensas y plenas que es posible experimentar, y más difícil de explicar con palabras. No se trata, sin embargo, de una rendición pasiva e indiscriminada por parte del sumiso, o de mero teatro sin más contenido que la pura representación, como a veces han dado a entender ciertos esfuerzos divulgadores que apenas rascan lo superficial. Al contrario, el BDSM debe concebirse, ante todo, como una forma de relación, como un erotismo basado en una relación asimétrica en la que el sumiso desea libremente depositar su voluntad en el Dominante, quien, a su vez, debe hacer méritos suficientes y demostrar, así, ser digno de esa entrega que se le ofrece, merecedor de hacerse cargo de las necesidades del sumiso y en especial de satisfacer ese mismo impulso de entrega que dio lugar a tal ofrenda. Es, en definitiva, una simbiosis singular entre Dominante y sumiso basada en un juego asimétrico de voluntades, en un toma y daca constante entre dos personas que buscan el placer en un juego de roles, que desarrollan sus fantasías al unísono, mutuamente compenetradas, la una a través de la otra. Sí, en mi caso, esa sensación de poder y control, ese placer inefable de saberme merecedora de la entrega del sumiso, de haberme ganado su confianza sabiendo jugar mis cartas, es lo que realmente me
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motiva del BDSM. Por esa razón no me llenan las sesiones esporádicas, en especial con personas desconocidas, personas que realmente no me han elegido como Ama, ni yo a ellos como sumisos. Porque en una única sesión puntual es imposible ganarse la voluntad del sumiso, y no me interesa dominar a nadie a quien le sea indiferente que sea yo u otra Dómina la que le dé con la fusta, ni tampoco quiero a mi lado un sumiso que esté dispuesto a aguantar cincuenta latigazos a palo seco sin ton ni son, únicamente porque a mí me dé la real gana. Sólo cuando llevas tiempo con una persona y se establece una relación de confianza recíproca es posible llegar a eso; únicamente llegados a ese punto puedes pedir al sumiso que se someta por completo a tus designios y realice o soporte cosas que no le gusten pero tolere; porque entonces, aunque él no goce directamente del dolor o siendo humillado, hará o tolerará lo que tú le pidas con el único objeto de hacerte feliz. Y de esta forma disfrutará viéndote disfrutar a ti, a ti y sólo a ti, a su Señora, a la que debe agradecimiento; y ése será su premio. Entonces, al percibir ese sacrificio, podrás sentirte orgullosa de tu sumiso y de haberte sabido ganar día a día esa entrega incondicional, que ya no será una entrega vacía y sin sentido sino una parte integrante del juego. Ésa es también una de las razones por la que nunca me he planteado convertirme en Ama profesional. El profesionalismo está más orientado a la sesión puntual, a la relación mercantil pura y dura. Y ya se sabe, como dicen por aquí, qui paga mana;1 el cliente paga para que tú le hagas lo él quiere. Por eso, en líneas generales, se me antoja más frío y superficial, ya que deja poco margen para la involucración afectiva y el conocimiento mutuo, como un intercambio entre dos personas anónimas que concurren en el mercado. Algo que puede estar muy bien para quienes no buscan otra cosa que el simple placer físico y puntual, pero que nada tiene que ver con el BDSM tal y como yo lo concibo y lo siento. Para mí tiene más que ver con el juego, con el esparcimiento lúdico, con las emociones y el erotismo; y la actividad amateur me permite desarrollar ese juego a mi antojo, hasta donde yo lo quiera llevar. De esta forma, además de ser libre para hacer lo que me dé la gana durante la sesión y no estar supeditada a las exigencias ni a las necesidades de ningún cliente, me siento independiente de los ingresos que ese trabajo me pudiera reportar. 1. Quien paga manda, en catalán.
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Un juego de roles sí, pero por encima de todo un juego. Un juego cuyos orígenes en mi caso se remontan a mediados de los ochenta, cuando apenas había alcanzado la mayoría de edad, limitándose, al principio, simple y llanamente a un juego sexual. Yo, por aquel entonces, me solía comportar como una especie de lolita perversa, una lolita a la que en sus relaciones con los hombres le gustaba experimentar y saltarse las normas de la corrección. Y en éstas que un día me encapriché de un amigo de mis padres mucho mayor que yo que había conocido en una reunión. Era un hombre guapo y tenía un «no sé qué y un qué sé yo» que enseguida me atrajo. Además, la cosa de la diferencia de edad tenía su morbo. Y sin pensármelo dos veces me lancé a por él. Al principio sólo fueron sonrisitas, miradas y medias insinuaciones, hasta que un día le planteé la situación y nos enrollamos. Todo a escondidas de mis padres, claro está. Supongo que para él aquello representó un sueño hecho realidad. No todos los días un tipo madurito tiene la oportunidad de ligar con una chica veinte años más joven. Al poco tiempo —tal vez se sentía culpable y quería quitárseme de encima—, me confesó que le gustaban ciertas… prácticas. Si lo que pretendía era asustarme, le salió el tiro por la culata. Consiguió más bien lo contrario: aquellas «prácticas» singulares resultaron ser el aditivo picante de lo prohibido que le hacía falta para acabar de sazonar una relación ya de por sí sabrosa por lo clandestina que era. Al principio asumí sin problemas el rol de sumisa, pero claro, de una sumisa muy sui generis, de aquellas de «esto me gusta y esto no». Me dejaba atar y hacer ciertas cosas, como que me tapara los ojos o me propinase cachetes en el trasero, por ejemplo, evitando siempre, eso sí, cualquier práctica que comportase excesivo dolor. Así, ejerciendo de Amo erótico y sin atosigarme demasiado, aquel amante más experimentado fue iniciándome en el tema. Yo, por mi parte, me lo tomaba como un esparcimiento sexual, como un simple aliciente que añadía morbo a nuestras relaciones íntimas. No pretendía llegar más lejos. Luego, paulatinamente, la relación sexual fue evolucionando. Y un día, al cabo de cuatro o cinco meses, mientras yacíamos en la cama, me picó la curiosidad y le propuse que esa vez fuera él el que se dejara atar. Para ver qué tal se me daba aquello, más que otra cosa. Y la cosa funcionó. ¡Vaya si funcionó! Resultó que el papel activo se me daba de perlas. A partir de ese momento fui yo la que comencé a
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experimentar con la fusta y las cuerdas mientras él, como si hubiese estado esperando ese momento desde el principio, se dejaba hacer sin oponer resistencia. Y pronto, casi sin darme cuenta, empecé a hacerme con el control de la relación a todos los niveles. Más o menos igual que en la película de Kubrick.* Así fue como, poco a poco, mi actitud vagamente sumisa en el seno de la pareja fue derivando con toda naturalidad hacia el rol dominante. Y nuestra relación navegó viento en popa durante un tiempo, mientras ambos nos lo tomábamos sólo como algo lúdico y provisional, como un divertimento que a mí me producía la sensación de estar haciendo algo distinto al resto de la gente, y a él la sensación de estar viviendo una aventura prohibida. Juntos exploramos nuevas vías para obtener placer. Incluso un par de veces jugamos con una pareja de amigos suyos, un matrimonio que participaba de sus mismas predilecciones. Era más bien un pasatiempo, algo más ritual que sexual, una experiencia que, sobre todo, nos divertía y hacía sentir especiales. Creo que por entonces ninguno de los dos albergábamos demasiadas expectativas serias de futuro. Sólo se trataba de pasárselo bien. La cosa, sin embargo, se torcería poco después, cuando él empezó realmente a encoñarse de mí. Ninguno de los dos habíamos previsto esta posibilidad, y cuando sucedió ya no fue posible ponerle remedio. Hasta ese momento cada cual se había montado su propia película: yo la de lolita traviesa y curiosa que disfruta un tanto frívolamente con la excitante idea de tener a un hombre mayor a su entera disposición, y él, imagino, la del mentor que inicia a una jovencita inexperta en determinadas lides eróticas. Y aunque cada uno lo experimentábamos de diferente forma y, obviamente, estábamos en fases distintas de nuestra vida, enamorarse no formaba parte de su guión ni del mío. Aquel contratiempo dio comienzo a la agonía de una muerte anunciada, y el final de todo se precipitó cuando él se empeñó en formalizar y hacer pública nuestra relación. Lógicamente, me negué en redondo. Mis padres no debían enterarse de nada. Jamás se me había pasado por la cabeza que aquella historia pudiera tener ningún futuro, así que, en cuanto dejó de ser sólo un juego divertido, tomé la determinación irrevocable de cortar por lo sano. De manera que, tras más o menos un año, di por terminada aque* Se refiere a Lolita, Stanley Kubrick, EE.UU. (1962). [N. del Ed.]
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lla relación que, sin saberlo, había supuesto mi primera experiencia en lo que hoy podría llamar BDSM. A veces, cuando hago balance de mi pasado, me pregunto si, de no haber tenido lugar ese primer contacto, hubiese acabado desembarcando en este mundillo. Sólo puedo aventurar hipótesis. Es cierto que, ya desde pequeña, siempre me han atraído todas aquellas cosas que se salen de la monotonía que, para mí, caracterizan la vida de la gente corriente, y que siempre me he considerado una persona rara, excéntrica respecto a la mayor parte de mi entorno habitual. Me gusta sentirme diferente y vivir experiencias nuevas y distintas a las que acostumbra a vivir la mayoría. Tal vez alguien pueda acusarme de egolatría o hedonismo, o de una combinación de ambos, pero es lo que hay y no pienso cambiar. Y puede que, debido a esa infatigable curiosidad que me caracteriza, si en su día hubiese topado con un swinger, me habría dejado seducir por la práctica del intercambio de parejas en lugar de por la de la dominación; y es posible que, marcada por esta primera experiencia, me hubiese adentrado en ese ambiente y no me hubiera interesado nunca por el BDSM. Al menos con la misma intensidad que ahora. O tal vez sí. Quién sabe si más adelante no lo hubiese descubierto igualmente y me hubiera decantado por él. Finalizada esa primera etapa de tanteo di un cambio de rumbo más convencional a mi vida, casándome con un antiguo novio, un chico con el que ya había estado saliendo de jovencita. Aparentemente esta etapa podría considerarse un paréntesis en mi vida durante el cual dejé el tema del BDSM un poco aparcado. Sin embargo, fue durante este período cuando me di cuenta de que no estaba dispuesta a renunciar a la nueva forma de erotismo que había descubierto gracias a mi anterior aventura. De manera que acabé introduciendo a mi marido en el mundo de la dominación de las misma manera que aquel primer amante me había iniciado a mí; a saber: incorporando esas prácticas a nuestra vida íntima de pareja como un juego erótico más, sin plantearlo como algo que necesitáramos proyectar más allá de la alcoba y sin que los roles de Ama y sumiso estuvieran demasiado establecidos. De hecho, por entonces no éramos del todo conscientes de tal distinción, si bien era cierto que, llegado el caso, era yo quien solía tomar la iniciativa en el juego, ya fuera atándole, azotándole en las nalgas o vendándole los ojos. Visto en perspectiva, supongo que era simplemente una relación entre dos personas en la que uno de los
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cónyuges posee un carácter más dominante y el otro tiene un temperamento más pasivo, lo cual afectaba a todas las facetas de nuestra vida en común, desde los aspectos económicos hasta las relaciones sexuales. Creo que un par de décadas atrás, cuando lo del BDSM todavía no había llegado a internet de forma masiva, la mayoría de gente que practicaba algún tipo de sado en pareja funcionaba más o menos así, es decir, sin observar todos esos protocolos tan rígidos ni esa distinción radical entre Dominante y sumiso. Fueron nueve años de matrimonio. Luego el amor entre nosotros se acabó y de mutuo acuerdo decidimos separarnos. Por aquella época, coincidiendo aproximadamente con el fin del milenio, fue cuando empecé a frecuentar los chats. La razón fue que me aburría y deseaba conocer gente. Los primeros canales en los que empecé a entrar no tenían nada que ver con el BDSM, sino que estaban dedicados a cultura general. Pronto hice buenas migas con un chico de Madrid. Charlábamos sobre los temas más diversos y con el tiempo nos acabamos convirtiendo, de alguna manera, en confidentes a distancia el uno del otro. Una noche me envió un fichero con una fotografía que, aseguraba, le había impresionado mucho. Realmente era una foto preciosa: la imagen en blanco y negro de una figura andrógina acurrucada en el fondo de una habitación. Me dijo que a él aquella imagen le sugería la entrega. Estuve completamente de acuerdo. «¿Te gusta el BDSM?», me preguntó acto seguido. Por entonces yo no tenía ni idea del significado de aquellas siglas, aunque me sonaba haberlas visto en algunas páginas web porno. «Es el sado», me informó y al observar mi interés me invitó a visitar algunos de los canales especializados en el tema en los que, por lo visto, él solía participar. Yo sólo tenía una vaga noción de lo que era el sadomasoquismo por lo que había podido leer en alguna que otra revista, pero la idea de conocer a gente interesada en ese tema me sedujo al instante. A partir de entrar en contacto con los canales BDSM —al principio fui asidua a un canal pequeño, no recuerdo exactamente el nombre—, empecé a moverme cada vez con mayor soltura en ese mundillo. No sólo descubrí que existían más personas con los mismos gustos eróticos que yo, sino también que había palabras específicas que definían aquellas cosas que yo había practicado sólo para aderezar el sexo con mis anteriores parejas. La primera vez que un Amo me preguntó en un privado si me gustaba el trampling pensé que se
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trataba de un plato o un nuevo deporte de aventura. «Sí, eso que te subes con los pies», me corrigió. «Ah, pisar. Sí, claro», le contesté. Y lo mismo o parecido me ocurrió con el fetichismo de pies, el spanking, el bondage o el face-sitting, entre otras prácticas. La mayoría de aquellos términos me sonaban a chino. Antes, muchas de aquellas modalidades habían formado para mí parte integrante del juego erótico como un todo. Un erotismo que a partir de entonces, por contra, se subdividía y fragmentaba en un sinfín de disciplinas, y generaba tal cantidad de información a su alrededor que, en un principio, ni me molesté en digerirla. Por otro lado me llamó la atención el hecho de que, a diferencia de lo que ocurría en mis anteriores devaneos con la dominación, en los que los roles quedaban más diluidos o al menos funcionaban de forma más implícita que consciente, allí la división en roles era una cuestión que estaba siempre muy presente y perfectamente formalizada. Nada más teclear el nick que te identificaba, tu password y acceder al canal, todo el mundo podía saber si eras Dominante o sumiso y te trataba en consecuencia, dejando, así, poco espacio a la indefinición y a la ambigüedad. Yo, por supuesto, desde un principio me presenté socialmente como Ama. Y allí, en el universo virtual tramado en internet por innumerables aficionados, di mis primeros pasos en los ambientes BDSM y empecé a adquirir cierta confianza en el lenguaje y los conceptos básicos. No obstante, mi socialización en tales ambientes no se restringió únicamente a los espacios abiertos ex profeso a raíz de la fulgurante expansión de la red. Esa vía de comunicación cuasimágica que me permite abrir una ventana al mundo desde mi dormitorio se me antojaba entonces, al igual que ahora, una herramienta fascinante, pero sólo eso, una herramienta. Siempre me he tenido por una persona extrovertida y totalmente real, y nunca me ha gustado utilizar los chats para esconderme o hacerme pasar por alguien que no soy. Jamás he entendido el cyber ni las relaciones a distancia. Me parece que hay algo de falso en ellas. Por esa razón —porque los seres humanos somos antes que nada seres tridimensionales—, al cabo de un tiempo de chatear con unos y con otros empecé a sentir verdadera curiosidad por saber qué rostros se ocultaban tras esos opacos seudónimos que se deslizaban por la pantalla fosforescente. Precisamente fue a través del chat como conocí a quien en la actualidad es mi pareja. Fue a principios de invierno de 2001. No re-
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cuerdo bien sobre qué empezamos a hablar, pero desde el primer momento me pareció una persona interesante y quise saber más cosas de él. Y al poco tiempo de conocernos en persona y de darnos cuenta de todo lo que teníamos en común, emprendimos una relación BDSM que iba a resultar apasionante. Aunque he tenido otras relaciones satisfactorias, sin duda alguna puedo decir que, hasta la fecha, él ha sido el mejor sumiso que he tenido. Suya fue la idea de crear mi propia página web, y durante mucho tiempo se encargó de mantenerla. Por supuesto no fue la única persona interesante con la que establecí una relación cara a cara a raíz de entablar conversación en el chat. Pronto entré en contacto con un buen número de personas de carne y hueso, muchas de las cuales con el tiempo se fueron convirtiendo en buenos amigos. Poco a poco, casi sin darnos cuenta, entre algunos de estos amigos fuimos urdiendo una pequeña red de internautas aficionados al BDSM, amigos que teníamos cosas en común y que quedábamos de vez en cuando fuera del IRC para vernos, tomar una copa e ir a cenar o a bailar, o asistir a las míticas fiestas que por entonces se celebraban en el Wawanco. La finalidad de esos encuentros era principalmente lúdica. Nos gustaba vernos para charlar e intercambiar pareceres y experiencias. Todavía por aquella época no habían abierto sus puertas ni el Fetish Café ni el Rosas5, así que, a falta de locales especializados, nos solíamos reunir en otros establecimientos públicos que a menudo no tenían nada que ver con el tema. Lo cierto es que con la mayoría de ellos nunca mantuve una relación que fuera más allá de una buena amistad, aunque algunos es verdad que acabaron siendo mis sumisos durante un tiempo. A raíz de estos encuentros se fue consolidando una especie de grupo BDSM con personalidad propia. Éramos sólo un puñado de amigos llenos de ilusión e inquietudes. No obstante, llegamos a organizar algunas actividades interesantes, como una fiesta privada en el Fetish, algún fin de semana en una masía y otras reuniones privadas, que solíamos amenizar con divertidos pasatiempos. Por ejemplo, poníamos en una bolsa papelitos con todos los nombres de los sumisos presentes para que los Amos jugasen con quien les correspondiera al azar. En otra ocasión organizamos una cena de rol en el Fetish. El grupo como tal tuvo una vida efímera, pero algunos aún nos juntamos de vez en cuando. De hecho una pareja que conocí a través de dicho grupo se iba a convertir más tarde en una de mis más apreciadas
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amistades, y concretamente el marido en un increíble sumiso con el que aún juego hoy en día. Que las rencillas entre algunos de los miembros acabasen por enrarecer el ambiente y deteriorar algunas relaciones, desembocando finalmente en la disolución del grupo, no debería extrañar a nadie. Es algo que les sucede con frecuencia a este tipo de agrupaciones de carácter informal. A menudo acaban convirtiéndose en clanes demasiado endogámicos y la diversidad de intereses que suelen confluir en su seno acaba erosionándolos. Aunque a veces nos creamos especiales, en el fondo no somos tan diferentes del resto de los mortales. El grupo y los chats tampoco fueron mis únicas incursiones en la incipiente vida pública BDSM a principios de esta década. A medida que iba contactando con diferentes núcleos dentro del ambiente BDSM, se fue ampliando exponencialmente mi círculo de amistades. La gente que me conoce dice que soy una mujer expansiva. Lo cierto es que a lo largo del tiempo me he mantenido abierta a nuevas experiencias, aspirando siempre a expandir mis horizontes. Al Fetish Café me acerqué por primera vez el día que lo inauguraron en su actual ubicación. Desde el primer momento me pareció un lugar fascinante: aquel sótano con aroma medieval y atmósfera hipnótica, casi irreal, exornado de cadenas y toda una plétora de extravagantes fetiches e instrumentos de tortura, se me antojaba una especie de sueño hecho realidad. Un paraíso de ultratumba para quienes, como yo, desde la adolescencia —allá en los ochenta—, ya nos dejábamos seducir por las evocadoras tinieblas de los escenarios góticos. El amigo al que yo acompañaba en aquella ocasión me presentó a Dómina Zara, la dueña del local, y a Foxy, su más distinguida discípula. Desde entonces he visitado el Fetish con asiduidad y siempre me he sentido muy a gusto. A Kurt lo conocí a través de un miembro de nuestra pandilla. Por aquella época —debía ser en septiembre u octubre de 2002— tenía en mente el proyecto de montar un club BDSM, una especie de híbrido entre pub inglés y club social, que pretendía ser un lugar de encuentro de gente interesada en el tema. Le hicimos una visita para dar nuestra opinión sobre cómo debía ser el local y sugerir qué posibilidades le veíamos al espacio. Al poco Kurt inauguraría allí el Club Rosas5, sin duda un establecimiento pionero en su especie, cuyo éxito y aceptación se ha venido demostrando a lo largo de más de tres años
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desde su apertura, período en el que se han celebrado fiestas y debates, en muchos de los cuales he participado activamente. Si no recuerdo mal fue unos pocos meses antes de abrirse el Rosas5 cuando mi pareja y yo decidimos dejar la relación Ama-sumiso. No obstante, aquella transformación de nuestra relación BDSM, si bien significó un punto de inflexión importante en nuestra relación de pareja, de ninguna forma supuso su ruptura, ni tampoco la renuncia de ninguno de los dos al placer de la dominación. En ese momento mi marido tomó la decisión de invertir su rol y probar como Amo. Desde entonces los dos, cada uno por su lado, hemos ejercido el papel dominante y hemos gozado de plena libertad para tener nuestros respectivos sumisos. Hubo gente a la que chocó este cambio repentino de nuestra relación conyugal. No todo el mundo fue capaz de comprenderlo. Lo cierto es que el tema de practicar BDSM con la pareja social es un asunto polémico sobre el que últimamente he reflexionado bastante, pues fuera del ámbito profesional afecta a un buen número de personas. En líneas generales creo que la voluntad de practicar BDSM con el cónyuge entraña ciertos riesgos que es necesario ponderar. Desde mi punto de vista toda relación entre Dominante y sumiso está indefectiblemente destinada, tarde o temprano, a agotarse en sí misma. Con esta afirmación, tal vez atrevida, en ningún caso pretendo decir que esté condenada al fracaso o abocada a la frustración, sino a que, por su propia naturaleza, la relación BDSM tiende a evolucionar y transformarse con el paso tiempo. Está delimitada por un principio y por un final. Hablo, claro está, desde mi experiencia personal. Tal vez otras Dóminas puedan opinar lo contrario. No obstante, dicha experiencia me sugiere que, transcurrido un tiempo variable, la relación de dominación únicamente puede tomar dos caminos: o se rutiniza y autodestruye (puesto que la sorpresa y la imaginación —el oxígeno que respira— se agotan) o, por el contrario, surge el enamoramiento en el seno de la relación BDSM, transformándose así en una relación sentimental que va más allá del vínculo afectivo establecido entre Dominante y sumiso. Obviamente, el primer caso suele ser el más habitual, mientras que el segundo se da sólo en contadas ocasiones. Y entonces, cuando esto último sucede —como ocurrió en mi caso—, lo más sensato en mi opinión es desistir de la relación BDSM. Porque una vinculación emocional tan intensa como la que entraña el ena-
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moramiento y la relación conyugal es, de alguna manera, incompatible con el tipo de relación asimétrica que implica la dominación. De lo contrario, se corre el peligro de que la relación entre Dominante y sumiso deje de consistir únicamente en un juego de voluntades y una fuente de placer y degenere en una forma de dependencia enfermiza, en una especie de adicción a la otra persona, o mejor dicho, a los roles que cada uno representa. Por eso no creo en las relaciones 24/7. En mi opinión, la relación de pareja debería permanecer siempre por encima del BDSM. De lo contrario, se me antoja casi inevitable que la relación igualitaria se pervierta y se convierta en abusos, ya que, si uno de los cónyuges manda por sistema acabará, más tarde o más temprano, aprovechándose de ese poder que le confiere aquel que obedece y se muestra disponible las veinticuatro horas del día. En cierta forma, abusar del poder es una tendencia innata del ser humano, y el BDSM no tiene en absoluto nada que ver con los malos tratos. En verdad no conozco ninguna pareja que estrictamente pueda denominarse 24/7. Supongo que en la mayoría de los casos más que una realidad o una aspiración realista es, ante todo, una fantasía; una fantasía que sólo unos pocos se atreven a poner en práctica. No estoy en contra de las fantasías, pero nunca hay que perder la perspectiva de que son sólo eso, fantasías. Por el contrario, mi forma de entender el BDSM siempre ha sido, como ya he apuntado más arriba, mucho más lúdica…, menos trascendente. En lugar de una relación de dominación las 24 horas, siete días a la semana, soy más bien partidaria de una especie de 24/7 interruptus, por llamarlo de alguna manera. Todos tenemos una vida al margen del BDSM, una vida, unas exigencias, unas responsabilidades que no podemos posponer o abandonar por las buenas cuando a la otra persona le plazca. Por lo tanto, la disponibilidad absoluta es inviable, y si lo fuera no sería ni saludable ni sensata. Lo que sí considero posible y creo que puede resultar muy excitante para ambos es una relación BDSM en la que la dominación subyazca y se halle presente en pequeños detalles cotidianos, en esos gestos nimios y apenas perceptibles que salpican nuestra vida cotidiana y que son como una especie de códigos cifrados de carácter personal sólo accesibles para los implicados. Como cuando salimos a tomar un café o una copa y nos comportamos, en apariencia, de forma convencional —el gesto instintivo del sumiso de encender al vue-
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lo el cigarrillo que su Ama se lleva a los labios; el discreto collar que aquél luce con el nick de su dueña grabado en la plaquita testimoniando simbólicamente la jerarquía, por ejemplo—. Esta vocación semiclandestina y un tanto oscurantista —elitista y sectaria, si se quiere— de salvaguardar un secreto o un misterio a cuyas claves sólo unos pocos iniciados —tu sumiso y tú en último extremo— tienen acceso, es uno de los alicientes más sugestivos del universo de la dominación: el discreto encanto de sentirla como una isla exclusiva en la que puedes refugiarte siempre y cuando lo desees del mundanal ruido de lo banal. Siempre lo he dicho, al margen de vulgares exhibicionismos fomentados por los mass media que acostumbran a abundar en lo superficial y a traicionar su esencia, en el territorio BDSM el armario forma parte del atrezo. Es más, creo que si fuese algo común y corriente, algo que todo el mundo practicara, para mí perdería todo su atractivo, y lo más probable es que lo acabara dejando. Sin embargo, no preveo que semejante catástrofe me vaya a suceder, al menos a corto plazo, así que espero seguir en esto muchos años. Una vez concluida la relación BDSM con mi marido, he tenido a otros sumisos. La mayoría, relaciones más o menos duraderas y estables. En general, como apunté al principio, no soy amiga de las sesiones puntuales, y mucho menos si se trata de sesiones con desconocidos. No me llenan. Puedo ir al Fetish y pasármelo bien haciéndole un bondage o un spanking a un sumiso de Zara o de Foxy al que probablemente me acaben de presentar media hora antes, pero nunca en plan sesión, sino más bien como un mero entretenimiento para pasar el rato. Las relaciones esporádicas, sin continuidad, aquellas que quedan circunscritas en el espacio y el tiempo a un único encuentro, no permiten conocer bien a la otra persona, ni ganar su confianza y que esa otra persona se gane la tuya. No es posible sentir el juego plenamente. Además, para entrar en una sesión puntual con alguien a quien no conoces, como sería el caso del profesionalismo, has de marcar y tener muy en cuenta los límites y las preferencias del sumiso. Y a mí el tema de los límites no me interesa. Con los masoquistas aún, porque es una cuestión más técnica que otra cosa, en la que ellos te explican lo que quieren y tú, por tu lado, también impones tus condiciones. Sin embargo, en lo que respecta a los sumisos, para mí la historia es bien distinta. Con ellos siempre soy yo la que marca la pauta. Me molesta tener que planificar las sesiones, coartar de antemano el
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juego mediante contratos o palabras de seguridad. Prefiero ir tanteando, avanzar paulatinamente y ver qué pasa, dentro, claro está, de lo razonable. Por esa razón si un sumiso me viene y me dice que no le gusta esto, esto y aquello, lo otro y lo de más allá…, para mí queda claro que no puede ser mi sumiso, y acto seguido me lo quito de encima sugiriéndole que, si lo que quiere es un menú a la carta, más le valdría recurrir a una buena profesional. Siempre he pensado que, como cualquier otro vínculo afectivo, la relación BDSM se va construyendo sobre la marcha, sin hoja de ruta. Para que funcione debe garantizarse cierta continuidad que posibilite la creación de un clima de confianza propicio y el establecimiento de esa serie de códigos privados a la que antes me he referido. Consiste en progresar en el conocimiento mutuo e irse compenetrando paulatinamente, profundizar en la mente del otro y observar con atención sus reacciones y sensaciones a medida que se van explorando nuevas posibilidades. La diferencia entre la sesión esporádica y la relación BDSM es, por así decirlo, la misma que existe entre, por un lado, salir una noche y echar un polvo sin más pretensión que pasar un buen rato y, por otro, comprometerse en una relación de pareja. Todos hemos hecho lo primero alguna vez; sin embargo, a la larga, a la mayoría nos resulta más gratificante una relación duradera y estable. Por esa razón considero que es una gran ventaja el conocimiento previo de la pareja de juego antes de emprender una relación BDSM propiamente dicha. Facilita las cosas y evita muchos malentendidos innecesarios. Me hace mucha gracia cuando el sumiso de turno, con el cual probablemente no haya cruzado una palabra en la vida, se me presenta en el chat y me pide de buenas a primeras que me convierta en su Ama. Es el mismo absurdo que si alguien yendo por calle le preguntara al primer transeúnte con el que se cruza si le apetecería ser su amigo. Supongo que el problema es que hay un desequilibrio entre la oferta y la demanda: hay tan pocas Dóminas para tantos sumisos que muchos de ellos van un poco desesperados. Está visto que es ley de vida que el que tiene menos necesidad sea quien tenga la sartén por el mango. De todas formas, si bien es cierto que no me gustan los encuentros puntuales con extraños, también lo es que, de vez en cuando, hago sesiones con amigos y amigas aficionados al BDSM; sumisos a los que, en rigor, no puedo considerar «míos». Son personas con las
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que tengo confianza y a las que conozco lo suficiente como para tener la certeza de que durante la sesión vamos a ser compatibles. Sólo en estas condiciones me resultan gratificantes dichas sesiones esporádicas. Son los que yo llamo «amigos con derecho a fusta», para distinguirlos de los sumisos fijos. Estos últimos son aquellos a los que durante el tiempo que dura la relación considero de mi absoluta propiedad. Como es el caso de Ganesh, mi actual sumiso. A Ganesh lo conocí hará unos tres años. Por entonces era el sumiso de una amiga mía. Solíamos coincidir sobre todo en fiestas BDSM, donde charlábamos sobre lo divino y lo humano. También cruzábamos e-mails y a veces nos encontrábamos en el chat. Con el tiempo fuimos descubriendo que teníamos mucho en común, y acabamos haciéndonos buenos amigos. Luego mi amiga y él dejaron la relación BDSM, pero nosotros seguimos viéndonos y tratándonos con asiduidad. Y hace seis meses se me ofreció como sumiso. Acepté. Desde entonces hemos venido modelando poco a poco la relación, de la cual, por el momento, estoy francamente satisfecha. Ganesh posee una mente abierta y es de los que se entrega sin cortapisas ni límites, tal como a mí me gusta, cualidad que a ambos nos permite explorar y ahondar libremente en la relación. Por lo demás, la confianza previa ha sido un buen comienzo, aunque, a mi entender, la principal ventaja es que, al margen de diferencias de matiz, los dos tenemos una concepción similar del BDSM: ambos somos conscientes de que este tipo de relaciones tienen un principio y un final y priorizamos los sentimientos y la parte lúdica de la dominación, procurando, por todos los medios, evitar que se convierta en una pasión que se desborde y amenace con transformar por completo nuestro modo de vida. En este sentido creo que mucha gente tiende a situar el BDSM en el centro de su existencia y llega a convertirlo en una obsesión, incluso en una droga, algo que anteponen a cualquier cosa y que configura por completo su identidad. Se lo toman tan en serio que a veces pierden la perspectiva y se olvidan de que antes que nada se trata de un juego. Un juego en el que se activan e intercambian emociones y sentimientos profundos, pero un juego al fin y al cabo. Para mí el BDSM ha sido siempre una parte más de mi vida, de mi sexualidad, un espacio reservado para el placer y nada más (lo cual no es poco, dicho sea de paso). Mi identidad va mucho más allá,
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abarca otros muchos aspectos de mi existencia. Quiero decir que, si bien es algo que me llena plenamente y de lo cual disfruto, por nada del mundo dejaría que acaparase todo mi tiempo, ni tampoco que afectara demasiado a otras facetas de mi vida que están más arriba en mi escala de prioridades, como son mi relación de pareja, mis hijos, mi familia, mi trabajo… Tal vez ésa sea otra de las razones por las que nunca me he planteado en serio ganarme la vida con ello. Prefiero que el BDSM siga perteneciendo únicamente al ámbito de mi intimidad y preservar en lo posible este espacio de interferencias externas. En definitiva, no estoy dispuesta a que toda mi vida gravite en torno al BDSM y tengo muy claro que en el instante en que sospechara que afecta a otras parcelas de mi vida que me importan más, como son mi relación de pareja y mis hijos, no tendría ninguna duda en dejarlo y, sencillamente, dedicarme a otra cosa. Pero de momento… mmm… ¡lo disfruto!
Sebastián: Bailando con lobas
Cierro los ojos […] El silencio se espesa…, se torna denso, oleaginoso. Oigo el anhelo sigiloso de mi respiración, la sangre golpeteando el tambor de mis sienes. Respiro hondo. Siento en la piel la acerada fricción del hierro forjado, que martiriza mis muñecas con su tacto álgido e inflexible. En mi mente persiste la oscura presencia de los barrotes que, como sombras de mudos centinelas, custodian mi cuerpo indefenso. Me dejo llevar… A lo lejos escucho con trémula delectación el chasquido del látigo al arañar la piel ajena, sus múltiples colas bailarinas serpenteando en el aire, reverberando en el vacío como las cuerdas rasgadas de una guitarra. De hinojos, sobre el tibio pavimento, las corvas de mis extremidades se entumecen levemente. Inspiro profundamente el olor perfumado y embriagador del incienso, que enerva poco a poco mis sentidos más triviales, afilando los más remotos y atávicos, los que conectan con las capas profundas del intelecto… Poco a poco me sumo en un piadoso letargo. Un estado somnoliento en el que la realidad se va diluyendo en mi imaginación hechizada de recuerdos. La vida…, esa clepsidra cuyo enigmático fluido se derrama su-
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tilmente por los poros de la piel, empieza a girar sobre mí en un torbellino de imágenes borrosas, de ectoplasmas de la mente que se concretan y evaporan fugazmente en las tinieblas de la conciencia. Alzo la mirada en busca de la luz inexistente que conjure esos fantasmas del pasado, pero sobre la oscuridad de mis párpados se despliega a traición la pantalla de los recuerdos. Corro por una llanura polvorienta que se extiende a lo largo del tubo de rayos catódicos. Una vieja película del oeste: reminiscencias de un escenario de mi niñez, fotogramas familiares recuperados por los insondables caprichos de la memoria infantil. Los disparos se alternan con el sonido sibilante de las flechas, que mi discernimiento embotado confunde con los zigzagueos de la fusta. Tengo 12 años, tal vez menos. En el fragor de la lucha me veo perseguido por imágenes difusas, perfiles que se difuminan en el fondo de un primer plano. Un alarido entrecortado anuncia el ataque. Oteo en el horizonte los estandartes, las plumas de los guerreros ondeando al viento, las brillantes pinturas de guerra con que camuflan su miedo. Más cerca, adivino la presencia de mis compañeros, abstracciones sin rostro que huyen bajo una lluvia de flechas. El terror se expande en el aire como un gas tóxico. De repente un silbido, y el sombrero vaquero que cubre mi cabeza salta por los aires, como impulsado por una súbita ráfaga de viento. Me giro e intento apuntar al enemigo invisible con mi inútil revolver de plástico. La tierra se cierne sobre mi cabeza. Fundido en negro. Recobro el sentido. Es de noche. Parpadeo. El resplandor de una fogata me deslumbra… Ahora puedo verlas con nitidez. Las reconozco. Siempre estuvieron ahí, desde el principio. Bailan y aúllan en derredor la danza de la lluvia como bacantes enloquecidas, amazonas de oscilantes caderas y extenuante feminidad que se abalanzan sobre mi cuerpo magullado y rendido. En cueros, amarrado por las cuerdas al altar sacrificial, la tímida turgencia de mi entrepierna insinuada tras un pedazo inútil de tela, me siento a su merced, resignado al albur de sus designios. En-
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tonces una inefable sensación de seguridad embarga por momentos mis sentidos: un abrazo protector que trepa mi cuerpo como una serpiente, estrechando mi pecho con su tibieza uterina. Por fin me siento suyo…, libre…, y me abandono a la lucidez somnolienta de esa fantasía, a su sueño que es el mío, más real que cualquier materialidad tangible. Más vívida, tal vez, porque es el único anhelo que responde por completo a mi deseo, el único capaz de saciarlo sin menoscabar su codicia. Lo demás se me antoja, en comparación, vacío y estéril, pasiones perecederas que se desmenuzan y extinguen con sólo nombrarlas… De pronto una mano enguantada me sustrae de la alucinación: un mordisco de atención en mis nalgas que sacude mi piel como una corriente eléctrica. Lentamente, esa palmada breve y estricta se va difuminando en caricia al trepar por mi espalda. Mi cuerpo se estremece al sentir el picante acicate del deseo. «Gracias señora…» […] Palpo su sonrisa con mi pensamiento… El límite entre el sueño y la realidad pierde sus contornos. ¡Zaasss…! La fusta, al dentellear la carne blanda y sensible del interior de mis muslos, me obliga a separar un poco más las piernas, como si en la indefensión grávida y pendular de mi sexo se cifrara mi respeto, la reverencia sincera que le profeso a mi dueña. Me llama «perro, cabrón de mierda, zorra, puta, guarra»…, susurra a mi oído palabras ininteligibles… El cosquilleo de su aliento me hace vibrar. Mi cuerpo palpita como un pájaro atrapado que reconoce en la mirada compasiva de su captor el sello de su destino. De su derrota. De su victoria. Se incorpora. Ahora su presencia aletea sobre mi humillada cerviz, cerniéndose sobre mi cuerpo como una promesa. Me regaña como a un niño travieso. Me azota y zarandea…, juguetea con mi ser. Y luego, sin mediar excusa, me abandona…, me deja huérfano para dedicarse a otro hálito, a otra piel, a otro ser que se debate muy cerca, sobre la madera del potro. Alzo el rostro y contemplo resignado ese otro organismo, sus formas femeninas derritiéndose en espas-
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mos, al igual que la cera que se desliza por las suaves laderas de su cuerpo. Miembros convulsos cabalgando hacia el éxtasis. Silencio de nuevo…, denso, humeante de cirios que se deshacen en lúbricas formas. Sombras juguetonas que danzan por los rincones, entre los destellos dorados que la luz arranca a la tersura del cuero, al espejo del látex, a las bruñidas máscaras vacías que asisten como testigos sordomudos a la representación de mis recuerdos, a las lagunas de mi olvido. Siento la necesidad de recapitular los hechos. Me concentro y trato de discernir en qué momento preciso se rasgó el velo de la mentira y cedió el paso a lo inevitable, que nada más ver la luz se trocó en irreversible. Hace ya veinte años. Todo empezó después de dar por terminado mi matrimonio. Bueno, en realidad empezó mucho antes… Tantas veces, mientras hacía el amor con mi mujer, esas fantasías ocuparon mi pensamiento… Tantas veces esos anhelos de ser dominado fueron relegados a usurpar placeres que no les eran propios… Jamás me atreví a exponérselo a ella abiertamente. No sé por qué razón…, tal vez por temor o vergüenza, o tal vez por simple y mezquina comodidad. Lo cierto es que, en todos los años en que convivimos, o que malgastamos conviviendo, nunca supe encontrar el momento oportuno para expresarle aquellos sentimientos que burbujeaban en mi interior: silencio cobarde que acabaría envenenando nuestra intimidad. Sólo a partir de la separación me decidí, de una vez por todas, a dejarme llevar por el torrente que desde siempre había fluido en mí, pujando por abrirse paso y brotar, siempre desatendido y reducido a las posiciones defensivas de la clandestinidad del sueño y a los discretos arrebatos de un onanismo culpable. Luego, todo se desencadenó muy rápido. Ahora, retrospectivamente, todo parece muy lejano, apenas el eco apagado del naufragio de otra vida. Tras el divorcio visité durante años a las profesionales, pagando sus habilidades y sabiduría para que materializasen las fantasías que atosigaban impetuosas mi balbuciente deseo. Usé sus servicios para que ellas me usasen, para que encauzasen hacia sus dominios mi ne-
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cesidad de entrega. Y así, animado por el ansia ingenua del novicio, y al fin libre de las ataduras y de la estrechez de miras de la sexualidad convencional, me puse a explorar los inmensos páramos vírgenes de mi propia sensualidad. Sin embargo, no busqué únicamente mi propio placer, sino que rastreé en los movimientos, en las miradas de aquellas mujeres, breves retazos del suyo. Puede que sólo se tratara de un placer mercenario, mercantil, espurio…, verosímil en el mejor de los casos, pero, no obstante, yo anhelaba encontrar en aquellos resquicios de autenticidad siquiera un reflejo del mío, una limosna de complicidad que lo sublimara y ennobleciese. Así, traté de dar rienda suelta y dotar de un nuevo significado a esos sentimientos, de abrirme a ese nuevo universo; un universo que pronto se revelaría mucho más amplio y rico que aquel al que me había limitado la hipocresía del sexo «vainilla»; un universo en el que los límites los ponía yo de acuerdo con mis propias reglas y donde podía compartir sensaciones y experiencias en toda su intensidad. Compartir sensaciones, compartir mi vida. Crearla y recrearla continuamente en las esferas de la imaginación. El BDSM se me había abierto como un espacio de libertad, y yo me aventuraba a zambullirme en mí mismo por primera vez. Tac, tac, tac… Retorno al presente. La realidad aún tendrá que esperar. Siento el repiqueteo de los zapatos de mi Ama acercándose, los tacones de aguja machacando el silencio, como las manecillas de un reloj que avanza con su tenso tictac. Otras señoras me rodean al unísono y con gestos calculados me liberan de la jaula, me colocan los grilletes, tiran del collar que ciñe mi cuello y me arrastran hasta situarme en el centro de la mazmorra. Mi pulso se acelera, la sangre fluye más deprisa por mis venas. Un súbito tirón y el diminuto taparrabos salta como un resorte de mi entrepierna, y mi sexo queda vulnerable y expuesto a sus miradas. Las señoras se conjuran a mi alrededor, me observan, me examinan, concentran toda su atención en mi presencia. Dómina Zara, mi Ama, destacándose entre todas ellas, aproxima sus labios rojos al lóbulo de mi oreja y me ordena que me
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masturbe. Sí señora. Vuelvo a abismar la mirada e inicio el ritual movimiento de vaivén, primero despacio, conjurando el deseo, luego acelerando al ritmo entrecortado de mi respiración. Todavía hoy disfruto exhibiéndome ante las mujeres, mostrando hasta qué punto me pueden poseer. Hubo un tiempo en que apenas podía evitarlo. Sufrí. Aún recuerdo con cierto rubor los empujones en comisaría, los comentarios burlones. En esa pesadilla siempre veo a un policía clavándome la mirada, una mirada de divertido desprecio que nada tiene que ver con el cariñoso y enfático desdén con el que las señoras auscultan ahora mi excitación. Otro agente me toma declaración mientras un tercero bosteza ruidosamente y teclea los monosílabos y las lacónicas explicaciones que yo improviso torpemente para salir del paso, preguntándose tal vez que otra cosa le quedará aún por ver antes de que finalice su turno. De eso hace mucho, casi una eternidad. Hoy sé que no todas las fantasías pueden llevarse a la práctica, y algunas sólo bajo ciertas condiciones, en el contexto controlado del juego. Ahora, en el Fetish Café, puedo ofrecerme a las Dóminas, entregarme por completo y esperar que éstas hagan conmigo lo que quieran, y verlas disfrutar también conmigo en el juego. Creo que es lo máximo a lo que puedo aspirar. Sueño. Me gustaría que me azotasen fuerte, que me atasen y me azotasen cuanto pudieran, convertirme en su sparring incondicional cuando ellas ofician con sus látigos la excitante liturgia de la dominación. Pero sé a ciencia cierta que no resisto el dolor. Soy consciente de que mi fantasía se ha de limitar al juego mental, que sólo desde ahí puede expandirse en todas direcciones. Me considero afortunado. Cuando descubrí el Fetish y entré en contacto con Dómina Zara no lo pensé ni un momento. Por entonces estaba en paro y disponía, por tanto, de más tiempo libre del habitual. Así que me ofrecí a ella para hacer cualquier cosa a cambio sólo de que me usara a su discreción. Me valía con que se dignara prestarme atención cuando le apeteciera. Aceptó y sin más dilación me convertí en su siervo, en su esclavo. Y desde entonces, con ella como guía,
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he aprendido a desarrollar las fantasías, a mimarlas como un tesoro, a compartirlas con las Dóminas tanto profesionales como aprendices que hasta hoy me han utilizado, a aportar mi entrega: el presente más preciado que puedo ofrendar a la que se erige en mi dueña. Sin embargo, con el tiempo he procurado ensanchar mis horizontes en el terreno BDSM. A veces he tratado de experimentar las sensaciones del Dominante, ponerme en su lugar y comprobar qué se siente al recibir la entrega del sumiso. Lo he probado con mi actual pareja, con la que, a pesar de no pertenecer a este mundillo, también he jugado, aunque de un modo más informal, como una parte de nuestra relación sentimental. Lo cierto es que me gustaría ser switch, ser capaz de ampliar las posibilidades del juego adoptando con naturalidad el rol dominante. ¿Por qué no? Tal vez así podría alcanzar un mayor nivel de compenetración, de goce mutuo. Sin embargo, a pesar de mis esfuerzos, me cuesta. Por ahora no me encuentro cómodo en ese papel. Estoy a punto de correrme. Pido permiso. El privilegio me es concedido. Antes, contemplo una vez más las miradas expectantes de las señoras, un tanto atónitas, casi diría que felices; y vislumbro los siniestros muros del Fetish, ese espacio de ensueño que, junto a mi señora y a los otros esclavos, he ayudado a construir con mis propias manos. Sé que hay gente que me considera un enfermo. Tal vez lo estuve. Lo estuve antes de encontrar mi lugar en el mundo, cuando vagaba ocultando todo lo que llevaba dentro bajo capas y capas de normalidad baldía. Entonces me avergonzaba. Por el contrario, ahora, cuando a través del BDSM me he encontrado a mí mismo y puedo ser sincero y consecuente con mis sentimientos, experimento la necesidad de que aquellos que me importan sepan quién soy, de que mi familia, mis amigos, mi pareja, todo mi entorno sean testigos partícipes de ese encuentro. Quiero que comprendan que esto es algo normal, algo a lo que ellos mismos tampoco son del todo ajenos; que no es ninguna aberración o inmadurez de la sexualidad, sino una modalidad de erotismo que profundiza en unos derroteros por los que quien más o quien menos alguna vez ha transitado, aunque sea de pasada y con aprensión; unos sentimientos lim-
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pios que brotan en el ser humano a los que no existe razón para tenerles miedo ni de sentirse culpable. Me tiemblan las piernas. Mi gozo reverbera en las pupilas de las señoras. De lejos me llegan otros ecos: cantos de guerra de antaño que mi mente confunde con el restallar del látigo. Cierro los ojos y contemplo sus sensuales y deliciosas cabriolas mientras estrechan el cerco. Abjuro de mi voluntad y la entrego sin reservas a sus cantos enloquecidos, al chasquido embravecido de sus caricias, al hálito de la vida que late en esas pupilas que por fin me poseen.
Polanski: Libertad responsable
«Yo no soy representante de nada», afirma Polanski con esa leve sonrisa, inteligente, culta, cordial y un tanto escéptica que esboza frente a los esfuerzos de la entrevistadora para lograr que hable de sí mismo, del proceso que precisamente le ha llevado a considerar que no representa nada ni a nadie. Puede que sólo se trate de un pretexto fácil o de un subterfugio defensivo para evitar que nadie hurgue sin más en sus recuerdos; o quizá responda a un sincero afán por mantenerse al margen de cualquier burdo intento clasificador que inevitablemente simplificaría su pensamiento. O tal vez la verdadera razón se reduzca a que siempre es comprometido resumir una vida, condensarla en un par de entrevistas, y más aún si cabe frente a una interlocutora entrometida a la que parecen interesar cosas que no deberían concernir a nadie más que a uno mismo. Bien es cierto que no debe resultar agradable interpretarse o explicarse uno mismo cuando el panorama de las representaciones que circulan sobre lo que uno es no parece demasiado amable. Demasiados estereotipos erróneos e imputaciones injustas, demasiadas valoraciones y asociaciones apresuradas como para que sea del agrado de alguien alzar la voz públicamente con objeto de desmontar los prejuicios y contribuir a redefinir una identidad BDSM. Eso sonaría demasiado a justificación, a un intento por mitigar la culpa, y para Polanski no hay ninguna acción que justificar, ningún delito por el que deba presentar pliego de descargos. Tampoco necesita de abogados ni mediadores que traten de exculparle de sus actos, y mucho menos que nadie redacte estas líneas, aunque sólo procuren captar, de forma sucinta pero fiel, las claves de su experiencia.
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La cosa no funciona al principio. Hay que sacarle las palabras con sacacorchos, tratar de sobrepasar mediante artificios y recursos dialógicos ese discurso de presentación fraguado mediante un continuo esfuerzo reflexivo, para adentrarse por fin en su trayectoria íntima, en los acontecimientos significativos de una vida. En cualquier caso, parece inevitable empezar por ahí, por los fundamentos del discurso, para luego probar a abrir poco a poco, cuña a cuña, la lata de la memoria. Un principio básico parece haber guiado desde el comienzo, al menos a nivel ideal, su actitud ante la vida: el principio de libertad responsable. Postulado que se traduce en la toma de conciencia individual, es decir, en la capacidad de imaginarse a uno mismo como el centro de lo que nos pasa o —suscribiendo las palabras de Octavio Paz— como el protagonista de «ese momento mágico que media en la decisión de elegir entre dos monosílabos: sí y no». Un valor axiomático que se complementa con el enunciado «Sensato, Seguro, Consensuado y Consciente», requisitos irrenunciables sin los cuales no es posible, en su opinión, mantener ninguna relación satisfactoria. El camino que ha seguido Polanski hasta acomodarse en el espacio apropiado desde donde poder ejercer esa libertad responsable no ha sido fácil, no ha sido un lecho de rosas exento de meandros y contrariedades. Ese intricado recorrido vital tuvo su punto partida a los 19 años, cuando un día, de forma casi casual, podría decirse que lúdica, su por entonces pareja, durante el transcurso de una relación sexual, le rogó por primera vez que le diese una bofetada. Ese momento íntimo de iniciación fue la puerta de entrada que le franquearía el paso a nuevas y más intensas experiencias. Así, aquella primera relación imprimiría una honda huella en la conciencia de Polanski. A partir de ese momento inició un proceso de exploración en el que, al tiempo que iba derribando las propias trabas mentales que se oponían a ese deseo de indagar nuevas posibilidades de expandir los límites del juego erótico, buscaba otras relaciones similares a esa primera, a veces de forma infructuosa y decepcionante. Cuenta con una sonrisa colgada en los labios —una mueca desenfadada y condescendiente con su pasado, pero que en el fondo no puede ocultar un leve matiz de azoramiento en su mirada siempre cordial—, que aún le viene a la mente el chasco que se llevó aquella vez que, en la fogosidad del momento, le dió un pequeño e inocente cachete en
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las nalgas a una de sus parejas sexuales a la sazón, y cómo éste le fue devuelto corregido y aumentado por su partenaire en forma de un tortazo en toda regla que nada tuvo de inocente y que en ese mismo instante —el que media entre un posible «sí» y un rotundo «no»— dio por finiquitada de manera inequívoca la relación. Paralelamente, y en un esfuerzo por explicarse a sí mismo esas fantasías de dominación de manera aceptable, empezó a hacer acopio de información sobre las diversas conexiones que la ciencia y la literatura han establecido entre sexo, violencia y dominación. Por sus omnívoras manos fueron pasando un sinfín de publicaciones que abordaban el tema desde diversos puntos de vista, sin ahorrarse los clásicos al respecto. Tratados serios, revistas y obras de divulgación y curiosidades novelísticas que, según el caso, explicaban la peculiar forma que tomaba su deseo como una variedad más de perversión libertina y pecaminosa o como una desviación sexual, o bien, en algunos casos —para él los más afortunados—, como una preferencia erótica valiosa que ilustraba de forma positiva el amplio espectro del comportamiento humano. A su recuerdo afluye la imagen de la cara que puso el quiosquero la primera vez que le preguntó si tenía algo sobre la relación entre sexo y violencia. Durante este período de definición y autoaceptación intentó también ponerse en contacto con personas cuyas tendencias o inclinaciones sexuales fueran similares a las suyas, a las que también erotizase el control, el poder y, ante todo —según sus propias palabras—, la «entrega como muestra de rendición incondicional», como «acto de deferencia» consentido y en libertad hacia quien también consiente en tomar las riendas del juego. Fue un período de elaboración, de reflexión rigurosa sobre el yo, de avanzar a tientas en el modelado y maduración de una identidad sexual y personal acorde con unos sentimientos y emociones todavía poco precisos, pero apremiantes, que emergían a la superficie en un contexto inhóspito; un panorama dominado todavía por concepciones religiosas y actitudes retrógradas que desde hace siglos han venido demonizando o medicalizando cualquier sexualidad no dirigida a la reproducción, y también por ideologías progresistas más recientes que, abanderando un loable ideal igualitarista entre géneros en cualquier ámbito social, son incapaces de admitir el libre consenso que, según Polanski, significa la voluntad sin presiones de someter y someterse al otro durante el juego eró-
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tico, y se muestran igualmente miopes o intransigentes ante el desafío de un erotismo alternativo que se abre paso como un géiser en el inmenso espectro de la sexualidad humana. Presión social, por otro lado, a la que Polanski, como hijo de su época y su cultura, no iba a ser en absoluto inmune. En consecuencia, tuvieron que transcurrir varios años de prospección antes de poder apuntalar un escenario desde el que le fuera posible sobrellevar ese prejuicio que asociaba su incipiente identidad sexual con el estigma de la enfermedad mental, el pecado y los malos tratos. Amsterdam, año 1991. Aquel viaje iba a marcar un segundo punto crucial en su trayectoria vital. Caminar a lo largo de sus hermosos canales fue para él como cruzar definitivamente el rubicón que consolidaba su orientación sexual hacia la dominación. A partir de ese momento su sexualidad dejaría de resultarle un asunto, si no problemático, sí fuente de cierta frustración debido a su carácter minoritario y clandestino, y pasaría a convertirse en una solución contra la rutina que acecha al mundo de la sexualidad tradicional y, por ende, en una fuente inagotable de enriquecimiento personal. Por la manera en que se ilumina su rostro al hablar de esa experiencia, no cabe duda de que en aquella ciudad los horizontes de su mundo se ampliaron casi ad infinitum. Allí tuvo acceso a una plétora de locales, tiendas y publicaciones dedicados al tema que a él le venía interesando desde hacía tiempo. Con 24 años y adquirida ya una conciencia clara y positiva de sus preferencias sexuales, convencido como estaba de que «una conducta erótica que se materializa en el consenso con otra persona no puede ser mala», la ciudad se ofreció a sus ávidos e inquisitivos ojos como un escaparate libre de inhibiciones y despojada de la «doble moral» con que, según su opinión, la educación católica tradicional impregna y culpabiliza a tanta gente. En Amsterdam se le apareció el selecto mundo del BDSM en toda su dimensión como «un espacio de libertad»; allí la relación dominaciónsumisión se afianzó en su mente como una opción viable de vida, contrapuesta en muchos sentidos al limitado sexo «vainilla», tan provinciano, estrecho y lastrado de todo tipo de restricciones a la imaginación erótica. Paseando la mirada por los sugerentes aparadores del Barrio Rojo casualmente trabó contacto con una pareja española que residía en la ciudad y que estaba introducido en el tema. Esta pareja le pro-
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porcionó direcciones de locales donde periódicamente se celebraban fiestas y donde podría conocer a otra gente del ambiente. Ésa fue su primera incursión en lo que podría denominarse propiamente «comunidad BDSM». Ya por aquel entonces Polanski vislumbraba la posibilidad de ir fraguando poco a poco una red, modesta tal vez pero fiable, en la que encontrar el ambiente propicio donde poder participar y compartir libremente sus experiencias personales y sus puntos de vista. Y esa idea más tarde se iría concretando cada vez con mayor intensidad en sus relaciones cotidianas. Se trataba, de alguna manera, de desarrollar a nivel de un microcosmos social esa identidad sexual que tanto le había costado afirmar a través de la introspección, la exploración empírica y el estudio. Una identidad que, en aquella época, asomaba ya al mundo dotada de un marco teórico acabado, sólido y explícito, de unos recursos que, al desplegarse en su relación con el entorno más próximo, le han permitido desde entonces asimilar nuevas y estimulantes experiencias e integrarlas en un fondo de conocimiento firme, sin que los fracasos y sinsabores pongan en cuestión los cimientos sobre los que esa identidad ha sido construida con tanto afán. «Yo no soy representante de nada», repite, sin hacer concesiones, eludiendo alzar ninguna bandera o ser modelo para nadie. O, más bien, como si realmente estuviera convencido de que su testimonio fuera a servir de muy poco a la hora de caracterizar ese mundo heterogéneo del que, de una manera u otra, forma parte; como si su trayectoria fuera insólita, intransferible, reflejo de todo y espejo de nada: ventana que sólo se abre cuando y a quien él decide, a quien tenga a su vez algo que aportarle, o al menos trate de acercarse a su complejidad con la mente abierta y no se limite a observarlo como un ser unidimensional, un roedor de laboratorio o una ilustración caricaturesca de una categoría más general que es la que únicamente importa. Cada quien es cada cual, y la libertad de la que modestamente alardea es el resultado conjunto de sus propias decisiones, que nadie podría abarcar en una simple entrevista. Y no cabe la menor duda de que así debe ser.
Vienna: Quid pro quo
Estoy desconcertado. Es un estado de perplejidad desconocido que me dura ya varias horas, desde que mi sentido de la responsabilidad me impulsara a no aplazar, en un último arrebato de cobardía, la cita concertada días atrás. O tal vez haya sido el enigmático influjo de su voz a través del teléfono el que venció mis dubitativas reticencias y me hizo cambiar de idea sobre la marcha. Allí estaría, diligente, puntual, obediente. Así, por fin, desarmado de pretextos dilatorios, me he acercado a este rincón del Eixample barcelonés sembrado de elevadas fincas, cuyas disímiles y anodinas fachadas se hombrean mutuamente, apretujándose en un gris conglomerado de arquitectónico adocenamiento. Por fin ha dejado de llover. Lo ha hecho durante toda la noche. Una llovizna persistente cuyo repiqueteo irregular fue acentuando mi desasosiego insomne empapándolo de intemperie, indefensión que el azul luminoso de la límpida mañana invernal que ahora se refleja en los charcos apenas logra mitigar. Llamo al timbre de un portal que bloquea el paso a un severo zaguán, tan anónimo y prosaico como el barrio. El rumor quejumbroso del ascensor y el parpadeo del fluorescente no apaciguan mi inquietud. Franqueada la puerta entornada, se abre a mis ojos un minúsculo recibidor. Nada especial, ninguna cripta tenebrosa habitada por vampiros, sólo una estancia sencilla y decorada con buen gusto, que podría dar la bienvenida a la propiedad de cualquier vecino de clase media sin demasiadas pretensiones suntuosas. No sabría decir si experimento alivio o decepción. La mayoría de sensaciones y sentimientos son mestizos. Pronto mi mirada se fija en una ensortijada cascada azabache y unos ojos de profundidad de jade. Altura media, ningún rasgo físico relevante a primera vista. Edad tam-
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bién media. Sin embargo, de ella emana una extraña fuerza, un atractivo que dista de ser meramente sexual. Nota que lo percibo. Sonríe. «Pasa al útero, rápido», parece sugerirme esa mirada opalescente, y mis reservas se derrumban de inmediato. El útero es un amplio e iluminado comedor, que regala una vista tan particular que sólo la obligada discreción me impide describir. Es un útero acogedor, como lo son los dos sillones que, frente a frente, descansan a los extremos de una pequeña mesa caoba. Me dispongo a elogiar la decoración pero Vienna, la mujer cuya historia me ha traído hasta aquí, no adolece del vicio de perderse en estériles circunloquios. «Vamos a simplificar. Tú has venido a hacerme una entrevista. Pero eso no es exacto. Tú has venido a sonsacar información, ¿no es así? Yo te la daré… Sí, pero será a mi manera. Tú a mí…, ni tú ni nadie, me entrevista. Soy yo la que digo cuanto quiero. No respondo a preguntas, sólo gestiono mis fronteras. No te ofendas, me has caído bien, por eso te brindaré la información que deseas y la que yo desee darte. Pero, insisto, a mi manera, según mis condiciones. Por lo demás, acomódate en ese sillón, de espaldas a la ventana. Así podrás ver mi rostro. Cuando se ensombrezca por la caída del sol, habrá finalizado esta conversación. Por cierto, saca la grabadora, ese artefacto succionador de recuerdos. Ya la manejaré yo. Bien, y ahora, si no te incomoda demasiado, extiende los brazos. Así. Muy bien. ¿Ves?» Obedezco. Un rápido y preciso movimiento y dos juegos de esposas se cierran alrededor de sendas muñecas. Son esposas como no había visto hasta ahora. Las cadenas son insólitamente largas y permiten la sujeción a las patas de la mesa sin que ello me cause dolor o incomodidad. Incomodidad física, me refiero, ya que jamás me había encontrado en una situación semejante. «No sueñes con preguntar. Atiende. Quien atiende, entiende, o al menos se dispone a entender. Y entenderás que te ato no por capricho, lo hago por ti. ¿Te extraña? —hace chasquear la lengua y sonríe con malicia—. Te ofrezco una aproximación a lo que significa la entrega. Quid pro quo. Yo me entrego a ti exponiéndote algo que no sé si debería explicarte; en justa correspondencia tú te ofreces a mí limitando de forma simbólica tus márgenes de maniobra. Porque en la práctica,
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insisto, voy a hablar yo. Tu mirada guiará mi discurso. Sé lo que necesitas… aunque quizás no todo lo que necesitas te lo vaya a dar hoy. »¿Has ido a ver teatro últimamente? Niegas con la cabeza. Mmm… ¿Acaso se te ha comido la lengua el gato? Es curioso. Los gatos son muy importantes en mi vida, ya lo descubrirás. Bien. El teatro es orden. Ordena emociones o, mejor dicho, les da una apariencia ordenada. Por lo que veo tú te crees capaz de imponerles un orden. ¡Error!: a eso se le llama represión, pero no te preocupes, suelo ser muy condescendiente… si me apetece. El teatro estructura: planteamiento, nudo y desenlace. Mediante ese esquema te explicaré cuanto crea conveniente acerca de mi experiencia en el BDSM. Pero toda obra tiene un título. En este caso es…, digamos que «Cesión mutua». Como tú y yo ahora, vaya. No me mires así. Despréndete de tu miedo, date permiso para sentir. No te impacientes. La urgencia es el preservativo más eficaz contra el deseo. Empiezo. Verás, en el fondo sólo se accede al BDSM mediante la conciencia de lo que implica. Las prácticas, despojadas de su significado, no son nada: «vainilla». Conozco a más de cuatro que se excitan atando a su pareja mientras la penetran o le practican una felación. ¿Eso es BDSM? Bien, eso tiene tanto de BDSM como Rita Hayworth de bailarina flamenca en Gilda. Como verás, el cine es otra de mis pasiones. »Si asocias BDSM a sexo aciertas tanto como te equivocas. En el BDSM tanto puede haber sexo como no haberlo. Es cierto que el sexo ha sido un elemento importante en mi vida, un factor que por un lado me ha suscitado placer y por otro ha generado significado. El sexo me ha conferido identidad. No ha sido un proceso sencillo ni tampoco gradual o progresivo. Más bien ha sido el proceso deslavazado y un tanto caótico de una persona que se ha visto obligada desde muy temprana edad a gestionar rechazos y desengaños, al tiempo que ha ido descubriendo maravillas que no podrías siquiera imaginar. Experiencias más allá de Orión que el tiempo se llevará conmigo como lágrimas en la lluvia. Hoy yo te regalo algunas de esas lágrimas, lágrimas de cinéfila. »Las palabras son importantes. Orientan, ¡esclavo!» Vienna ríe al detectar que doy un respingo en el sillón. Yo también voy al cine de vez en cuado. Recuerdo las palabras de Roy: vivir con miedo es toda una experiencia… Eso es lo que significa ser esclavo.
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«¿Te has sentido interpelado? Me da igual que te sientas así o no; eso es lo que tiene la palabra. Te marca. La usas una vez y ya no puedes dejar de hacerlo. El lenguaje crea realidad. Soy constructivista y cinéfila. Me masturbé en la adolescencia sin saber qué era la masturbación. Fue una calurosa tarde de verano, sola, rodeada de libretas repletas de deberes que no tenía intención de realizar. Empecé el toqueteo sin saber lo que hacía. Sentí placer, pero, sobre todo, experimenté confusión. Ignoraba lo que me estaba sucediendo. Descubrí que no me podía detener, que me aceleraba, que vibraba, que sudaba, que enrojecía, que temblaba. No recuerdo si lloré. Tampoco es algo que te incumba. »Como otros muchos, yo era huérfana de conocimiento en una España mezquina y castrada, en la que la dictadura había secuestrado la sexualidad o, lo que es peor, la había pasado por el mortero de la mojigatería católica. Fachas y beatas. Caridad cristiana en la que sólo retumbaban consignas. Tuve problemas. ¿Cuáles? Eso es algo que una debe guardar para sí. Hice terapia. Me sirvió para descubrir ciertas cosas. Un psiquiatra conductista me estimuló en el desarrollo de dos ideas clave, de ésas que te crujen por dentro, que te flambean las neuronas, vedándote el camino de retorno. Me preguntó si me masturbaba y si llegaba al orgasmo. Ignoraba lo que querían decir ambos términos. El lenguaje crea realidad, repito, y también ciertas adicciones. La explicación del experto me permitió concluir que, primero, para llegar al éxtasis no era necesaria una polla; y segundo, que para llegar al éxtasis jugando con una polla tampoco era necesario estar enamorada (ni de la polla ni de lo que acaso pudiera habitar más allá). Yo, constructora de sentido, estiré el significado de esas palabras, iniciando esa tarea edificativa que todavía hoy prosigo, explorando sus posibilidades a costa de derruir penosamente la venenosa herencia de miedos y resentimientos que quienes se hacían pasar por mi familia me habían inoculado. »El conocimiento se asocia a las dudas. Por cierto, ¿dudas de la pertinencia de lo que te explico? Te falta confianza. ¿No confías en mí, o acaso no confías en ti por el hecho de estar atado a una mesa y de asistir a una audición que no puedes controlar? Hay que recuperar la fe, muchacho. Eso es innegable. Es más difícil determinar en qué o en quién. »Sí… yo también tuve dudas. Si las pollas eran prescindibles…
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¿acaso era lesbiana? Tal vez muchas de tales preguntas hubieran comportado una buena dosis de angustia y remordimiento si no hubiera sido por el contexto. Tal vez ni siquiera se me hubieran planteado. ¿Adivinas de qué contexto te hablo? Deberías. De hecho, seguramente lo conoces, lo conoces mal, lo conoces de oídas, distorsionado por miserables arribistas, conversos de medio pelo que se quedaron sólo con lo superficial. ¡Por favor! La sexualidad, entonces, constituía el vehículo que me permitía interrogarme acerca de mí misma y de las relaciones que mantenía con el mundo. Soy afortunada, desconocido interlocutor. Soy afortunada porque esa pesquisa coincidió con la primavera de mi vida, mi fértil primavera del 68. La imaginación al poder. ¿Ves? La frase insignia de mayo del 68 sintetiza buena parte de lo esencial del espíritu del BDSM.» Su mirada se extravía en pensamientos lejanos. En el brillo de sus ojos glaucos descifro más orgullo que nostalgia. Se incorpora y abandona la estancia, regresando al instante con dos vasos de whisky. Deja caer unos cubitos sobre ellos y vierte el líquido dorado a la luz de la tarde. Ahora creo atisbar un esbozo de tristeza en su mirada, pero no sé a qué obedece. Me sorprende que no me haya preguntado si me apetecía beber. «Mayo significaba experimentar. Comencé a tener pollas a mi disposición. Todas las que quise. Pollas de todo tipo. Anchas, delgadas, largas, cortas, picudas, proletarias, universitarias, políticas, desconocidas, anónimas. Estaba dispuesta a aceptar la condición de objeto del deseo masculino a cambio de erigirme en sujeto del mío propio, en protagonista de un deseo inalienable y ávido de sondear todas las opciones a mi alcance. Empecé a atar, a echar cera. Fueron los primeros pinitos. Me tengo por una mujer imaginativa y de acción. Cine y marxismo, narrativa y compromiso complementándose en mi quehacer cotidiano. Para dar rienda suelta a lo primero recurrí a lo que tenía más a mano. Mis referencias surgían de la gran pantalla: Jean Harlow, Mae West, Dorothy Malone, Barbara Stanwyck, Bette Davis, Joan Crawford. ¡Qué deliciosamente malas! Inspirada por ellas quedaba con mis parejas, más transitorias que estables pero sobre todo de izquierdas, y practicaba con ellas una suerte de travestismo. Me gustaba vestir corbata y americana y manejar las riendas de mi deseo. En
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contraste con la prolijidad de las musas del celuloide que me influyeron, por entonces carecía de todo tipo de referentes literarios. No recuerdo ninguna novela que me motivara o estimulara sexualmente. Ni tan siquiera Sade, a quien leí por recomendación de un amigo, un coprófilo irredento. Pero Sade no es el BDSM. Sade es el Marqués, un icono, un símbolo, una imagen tal vez para algunos subyugadora, pero parcial. Demasiado drástico y extremo, por otro lado, para servir de puerta de acceso al tema. No, mi puerta al mundo global fue el cine. Iba tanto como podía, me colocaba en primera fila, me olvidaba de todo durante dos horas y procuraba fundirme con la pantalla. »Lo recuerdo como una época sublime en la que experimentábamos con todo el cuerpo. Un idilio con la vida durante el cual amé a mujeres y a hombres sin someterme a los dictados de la semántica definitoria de la identidad, esa forma defensiva y empobrecedora de encapsulado del yo. Sí, los acaricié y alcancé el clímax con su complicidad, como ellas y ellos hicieron conmigo. »Siete años. Un soplo de aire fresco que parecía destinado a culminar con la muerte del dictador. Tomamos la calle con la misma intensidad efervescente con que habíamos conquistado nuestros cuerpos. Creímos. Y de repente, cuando todos los obstáculos a nuestras ilusiones parecían disiparse por fin con la extinción del régimen y el advenimiento de la democracia, el horror, la mentira, la impostura sobrevivieron. Bajo formas distintas, eso sí. A veces mucho más sibilinas, más sutiles. Es doloroso contrastar cómo los sueños de mayo se fueron agostando durante la transición. La posibilidad de realidad estimuló la cobardía. Las fantasías, al alcance de la mano, se desvanecieron, y es que hay seres que no conocen más fantasías que aquellas que se pueden realizar, o aquellas para las que otros les han preparado. La dichosa realpolitik. Sí, Clarice, la transición fue ejemplar, pero no como te la han vendido en la escuela. Ya sabes, que los sueños, sueños son. Por cierto, ¿no te molestará que te cambie puntualmente de género?» Niego con la cabeza, abrumado por sus palabras, por la ilación de ideas. Soy testigo de un vínculo discursivo entre política, sociedad y BDSM, cuyas cadenas lógicas aún no soy capaz de vislumbrar. «La frustración no sólo fue colectiva. También fue personal e íntima. No quiero derivar responsabilidades. Tomé mis propias deci-
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siones. Abandoné la militancia política y al poco tiempo conocí a alguien. Quise ser normal. Sin tan siquiera sospecharlo me comprometí con la frustración. Me esforcé para que funcionara. Inercia, puedes llamarle. Absurdo. Ocho años de funcionaria conyugal, sometida a las grises aspiraciones de un amante gris, a sus grises deseos de hallar ropa limpia y comida en la mesa. Me masturbaba, cómo no. La masturbación me mantenía viva, ya que me proporcionaba el placer de recuperar la imaginación y las fantasías, unas fantasías donde yo era la única gestora de mi cuerpo, de mi mente y de mi deseo. Era la huida de mi encuentro sabatino con el misionero. Todo previsible. Hastío. Espero, de veras, que nunca tengas que pasar por esa experiencia. »La masturbación no fue mi única aliada. También lo fue la diversidad. Sobre todo tras la inevitable —aunque no por ellos menos dolorosa— ruptura con mi pareja. Mientras España se simplificaba polarizándose en un sistema bipartito disimulado, en el que hasta la progresía parecía quererse hacer perdonar algunos excesos de antaño mediante la corrección política, yo incorporaba cada vez más color y diversidad en mi vida. Mi agenda se fue llenando de gente ubicada en la periferia del sistema: gays, transexuales, lesbianas, intelectuales arruinados y exiliados emocionales. Los camaradas radicales habían sido desbancados por los marginados del parentesco en el ranking de mis prioridades afectivas. A veces coincidían. Eran también de los míos. Fui promiscua, más que nunca. Sustituí la atroz atonía de una relación tradicional por una lluvia de estrellas fugaces, a veces con nombre y apellidos, otras apenas un cuerpo, una cara, un deseo pasajero, sin huella. Me entretuve muchas noches en interminables conversaciones con amigos sobre lo habido y por haber, lo divino y lo humano. Descubrí que podía disfrutar tanto de la comunicación como del sexo, a menudo mucho más. Saboreé el inefable placer del diálogo. Me abrí a mundos insospechados, cuyos indígenas afrontaban problemas que no me eran del todo desconocidos. »Pero también allí, cómo no, di con el horror. La diversidad que muchos de mis queridos disidentes enarbolaban en cuanto a preferencias sexuales no se correspondía con la diversidad imaginativa: su sexualidad se manifestaba, en la mayoría de los casos, previsible y normativa. Conformista a su manera. Al final, lo único alternativo era la gramática de genitales. Así de triste, Clarice. Igual no me crees, o
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imaginas que exagero, pero conozco a gays que no lamen coños por temor a que pudiera gustarles, y que eso les forzara a redefinir esas fronteras que a tan alto precio han construido. Inconvenientes de las delimitaciones identitarias. En cuanto a mi vida sexual, lamentablemente siempre acababa degustando el mismo menú: los jueves, paella. Indefectible. Cuatro besos, cuatro toques de teta, dos lengüetazos clitoridianos y a meterla. Pim, pam, pum, fuego. ¿Dónde quedaba la imaginación? ¿En qué oscura reserva podía residir el juego erótico, la fantasía? Era como si la monotonía política y la carencia de espíritu crítico hubieran contagiado la intimidad. ¿Existían otros ecosistemas que pudieran regirse por otro tipo de reglas o, mejor aún, donde éstas se redujeran al mínimo? ¿Existía algún espacio donde pudiera ser yo misma? Finalmente la vida, en connivencia con mi espíritu curioso, me brindó la posibilidad de conocer un espacio distinto, un espacio recóndito que con anterioridad apenas había captado mi atención. Mi primer contacto con el BDSM fue una sesión de exhibición a la que fui invitada. Al instante percibí rasgos de elaboración, de sofisticación, elementos que encontraba a faltar en la sensualidad cotidiana y que de inmediato acapararon mi interés. Luego, después de la sesión, cuando empecé a intercambiar pareceres con las Amas y los esclavos, y logré comprender en qué consistía realmente aquel insólito erotismo que se ofrecía a mi mirada, quedé absolutamente prendada. Mucho más allá de la mis-en-scène del látex y el cuero, del goticismo de la cera y las cruces de san Andrés, descubrí un mundo de sensaciones y emociones que ahondaban en las profundidades del ser humano, explorando con la imaginación toda fuente de placer y procurando al hacerlo desembarazarse del lastre del sentimiento de culpa. En definitiva, yo, que pronto iba a conocer como Ama las sutilezas del arte de la dominación, me reconocí esclava de la realidad emocional del BDSM: explorar mis propios límites al mismo tiempo que exploro los del otro es una experiencia, además de erótica, emocional. Te hablo de gestión del cuerpo y de libre gestión del deseo. En el BDSM no hay miedo, vergüenza o ridículo. La edad, la belleza, los accidentes del cuerpo no son, al menos para mí, rasgos centrales. Son medios para un fin: la entrega. El BDSM es el monolito —¡gracias Kubrick!— de mi sexualidad.»
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Vienna se queda callada. La luz, que antes iluminaba su cabello heleno, ahora acaricia la mitad de su rostro. «En cierto modo, el BDSM me rejuvenece. Gracias a él he recreado el mayo del 68 sin sus miserias políticas, sin sus mezquinas traiciones. No es que en él no existan normas, constricciones a la acción, sino que éstas, observadas con rigor, no menoscaban sus principios, no comprometen la esencia. En este universo sólo hay una cosa clara: que las cosas no vienen dadas; sólo se exige consenso. Se consensúan las fantasías, y el consenso iguala. Sí, lo vivo como un espacio de libertad —como dice un amigo mío, de libertad responsable—. Pero soy muy consciente de que las vías de mi libertad no son, o no tienen por qué ser, las mismas que las que siguen los demás. De esta función binomial se deduce el respeto. Sé que hay personas que experimentan el BDSM de otras formas. Pero esas formas diferentes de practicar el BDSM, esos tránsitos convergentes que proceden de lugares e ilusiones diversos, que pueden incluir miedos y culpabilidades que en buena medida me son ajenos, se conjugan y adquieren sentido cuando jugamos, cuando compartimos sensaciones. Fíjate que te digo que jugamos, que compartimos, no que yo juego con ellos o ellas. No te confundas. Yo no me sirvo: establezco complicidades. Para mí, la convergencia de nuestros periplos se establece invariablemente en un plano de igualdad, aunque los mantenga atados, los inmovilice, los azote o acomode mis nalgas sobre su rostro. Por eso estás ahí, Clarice. ¿Creías que jugarías con ventaja? Por cierto… ¿estás cómoda en tu sillita? Asientes. Claro. Eso significa que empiezas a entender. Podrías salir corriendo. Sólo tu curiosidad y tu mutismo te retienen. El juego se empieza a establecer tan pronto como se negocian las palabras de aviso o detención, al convenir los límites. Tú también lo has hecho, en silencio, tácitamente. El silencio es tu aliado, tu estrategia de sumiso reluctante, ¿no es así? Callar, escuchar, observar… Sí…, es así.» La grabadora no puede registrar mi mirada embobada, ni la profundidad envolvente de la suya, ornada por un destello de maldad condescendiente y sabia. «Te conozco, he visto tu expresión en otros rostros, tus anhelos replicados mil veces», expresa la pausa dramática de Vienna, que se prolonga de manera inquietante. Una pausa que
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no zanja nuestro vínculo, que sólo me concede un respiro. Lecter aspirando el perfume de mi entrega. Luego se arrellana en el sillón y enciende un cigarrillo. Hincha sus pulmones y expulsa una larga bocanada de humo que dibuja una voluta incisiva en el aire, llenando con esa etérea provocación el vacío que nos separa. Ahora sus ideas divagan como el humo por la estancia. «Siempre me masturbo en silencio. La masturbación, sin embargo, grita más que habla. Expresa de forma inequívoca los contenidos de mi imaginación. Ningún sumiso está preparado para recibir la violenta intensidad de mi orgasmo. Algunas de mis primeras expansiones onanistas resultarían proféticas. Un tema recurrente en esas exploraciones digitales juveniles tenía como escenario la platea de un cine. ¿Te sorprende? Envuelta en la oscuridad rasgada por el haz del proyector, me acariciaba pensando en que le metía mano a un tío. Era una fantasía de anonimato y abuso. Mi partenaire carecía de rostro. Sólo había deseo y satisfacción ensoñadora del mismo. En una ocasión incluso me atreví a llevar esta fantasía a la práctica. No fue algo premeditado. Sucedió en el cine Verdi, la catedral del buen cine en mi ciudad. La iniciativa no fue mía pero yo la convertí en propia. ¿Te apetece que vayamos al cine, Clarice? [Chasquea la lengua tres veces.] ¡Qué chica más mala eres… con ese aspecto de hortera apañada! »Para mí el cine es una religión. Mi particular religión. He gozado con todos los géneros. He segregado viendo cine gay, lésbico e incluso me he pajeado con documentales de naturaleza salvaje viendo copular a los animales. En el cine también he encontrado precedentes más explícitos de mis actuales predilecciones eróticas, aunque entonces las conexiones todavía no eran posibles. ¿Has visto Trenes rigurosamente vigilados?1 ¿No? Es una lástima. No es una obra excepcional, seguramente apenas un puñado de cinéfilos la recuerda, pero sí contiene una escena que lo es. Una mujer, una joven telegrafista, es perseguida por el subjefe de una estación ferroviaria. Durante la carrera tropieza y cae al suelo, y entonces su perseguidor se deleita empleando un timbrador con el que le irá marcando el cuerpo, poco a poco, con una cadencia inexorable. Lentamente el timbrador va escalando su cuerpo, estampando en la piel la rúbrica de su dominio, un dominio que se insinúa 1. Trenes rigurosamente vigilados de Jirí Menzel, República Checa, 1966.
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en la expresión entregada de su víctima, hasta que, al alcanzar las nalgas, el director opta por privarnos del coronamiento y decide cambiar de plano. Tras visionar la película por primera vez me sentí tan excitada que corrí a casa y me masturbé una y otra vez. Todavía espero que algún día la repongan. (¿En DVD? Mira, si vas a decir sandeces será mejor que permanezcas callada.) También me excitó otra película en la que una mujer estaba en un castillo y al final se liaba con un oso. […] ¿Disecado? Vivo, por supuesto.* »Por otro lado, en mis tanteos erótico-festivos de juventud también pueden rastrearse algunos indicios o presagios de lo que me depararía el futuro. Dicen que la curiosidad mató al gato. Yo me masturbé con uno a los 15 años. Me unté un pezón con miel y atraje al animal hacia mí mientras me acariciaba. Alcancé el orgasmo y, sin embargo, no me sentí cuestionada por las supuestas implicaciones morales de tales devaneos zoófilos, que sumados a la fantasía cinematográfica posterior del oso podía haber dado que pensar. Simplemente decidí no volver a repetir la experiencia. ¿Por qué? ¿Has experimentado la aspereza de una lengua de gato en tu glande?» Ríe. Me provoca con su ironía. Ignoro por qué. ¿Dominación mental, acaso? «Y hablando de la realidad y de cosas de carne y hueso…, todos estos precedentes que pueden parecerte erráticos se articularon y adquirieron fuerza y sentido en el año 2002. Una amiga me propuso acompañarla a un establo donde se practicaba la dominación: el Fetish Café. Allí tendría la oportunidad de conocer a una mujer fascinante, me aseguró. Accedí a acompañarla por pura curiosidad (la curiosidad me puede, como a ti, Clarice, si no no estarías aquí, de esta guisa). Allí encontré infinidad de objetos que llamaron mi atención. Potros que parecían sacados de un gimnasio, cadenas, látigos, cuerdas, argollas, cepos… Desconocía la funcionalidad de muchos de aquellos artilugios, algunos auténticas obras maestras de fabricación artesanal. Podía reconocer en ellos el arte, un arte orientado a extraer
* Vienna se refiere, casi con seguridad, al filme La bestia, de Walerian Borowczyk (1975), estrenada en España muy tarde, por cuestiones de censura, y con la etiqueta «S». [N. del Ed.]
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y suscitar el placer de los cuerpos, un arte que encajaba a la perfección en el ambiente de penumbras que lo envolvía todo: negro, rojo y violáceo. Luces negras. Una atmósfera cautivadora, saturada de promesas para los sentidos. Creí, por momentos, estar inmersa en una inquietante escena de una película de Cronenberg, con decorados sobrecargados y provocadores que evocaban también los delirios barrocos de Greenaway. Al pasear y observar absorta los enseres que se arracimaban en aquel insólito museo de la erótica, no pude evitar preguntarme qué tipo de experiencias se habrían vivido allí, qué diantre podía impulsar a los seres humanos a sumergirse en aquel ambiente de tenebrosa lubricidad inspirada en remotos escenarios medievales. Inertes, los instrumentos aparecían asépticos, pero yo no podía ignorar que, empleados con destreza, debían haber suscitado todo tipo de gemidos, de placer, de dolor…, paroxismos cuya naturaleza y origen mi mente todavía era incapaz de procesar. »Sí, el Fetish. Me guiaba la Dominatriz del local, su dueña y señora, Dómina Zara, un referente esencial a la hora de referirse al BDSM en este país, si bien ella prefiere el término sadomasoquismo al referirse al tema. Sutilezas lingüísticas: el poder y la trampa de las palabras. Nos caímos bien desde el principio. Yo quedé fascinada por su personalidad apabullante, mezcla de bondad, sabiduría y misterio. Ella me brindó la oportunidad de visitarla siempre que quisiera. Me sentí halagada, pero eludí cualquier compromiso de asiduidad; no me gusta que me fuercen. En todo caso, dejé abierta la posibilidad y agradecí sinceramente su gentileza. Entre nosotros: no me planteaba volver. Pero lo hice. Un amigo gay insistió en acudir al local. Contacté de nuevo con Dómina Zara. Se alegró de oír mi voz. Nos invitó a tomar el té. ¡Aquello sí que fue una ceremonia del té! Quedamos el siguiente martes a las seis. Nos acompañaron dos personas más. Nuestra anfitriona nos acogió con la cordialidad acostumbrada y nos condujo a un discreto apartado. No había más que unas sillas, un inmenso sillón, las paredes, el suelo y el techo. A un toque enérgico de sus palmas apareció de la nada un individuo ataviado únicamente con un tanga negro de cuero y unas sandalias. Su apariencia física recordaba la de un náufrago o la de un franciscano que hubiera optado por abandonar —nunca mejor dicho— sus hábitos. Se acuclilló y nos ofreció la espalda a la vista. Un nuevo batir de palmas de la Dómina y apareció otro esclavo, éste con aire gruñón, que apoyó sobre la espalda del falso franciscano una su-
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perficie de cristal. Tercer palmeo y se presentó una sumisa con falda corta de látex, sostenes a juego, delantal blanco y cofia. La chica nos sirvió té y pastitas, mientras Dómina Zara respondía a las preguntas de mi amigo. Los demás asistíamos a la escena en silencio. Yo estaba impresionada y, aunque te cueste creerlo, profundamente alterada. Se trataba de una excitación mental. Me hallaba en un ambiente que no controlaba, no sabía cómo reaccionar, cómo comportarme. Opté por el silencio, más o menos como tú en estos momentos. Pensaba, trataba de ordenar ideas, de conectar aquellas imágenes con antiguas experiencias. Recordaba mis relaciones con los hombres y no dejaba de sorprenderme que alguno de ellos pudiera asumir sin más que una mujer se convirtiese en rectora de su voluntad, y aún me asombraba más atisbar en sus rostros un gesto de satisfacción, casi de orgullo, cuando cumplían sin dilación las órdenes de su Señora. Se trataba de una entrega sincera que sin duda no podía darse sin una total confianza en la persona que dirigía el juego. Dime, Clarice, ¿acaso no es una muestra de absoluta confianza servir semidesnudo como mesita del té para unos desconocidos de los que nada sabes, salvo que tú serás el soporte y el testimonio mudo de su goce culinario?» Me abstengo de hacer el menor comentario. Me pregunto quién controla la situación, si aún conservo algún resto de voluntad o si me he sumido en una especie de trance hipnótico o letargo que anula cualquier posibilidad de huir, obligándome a impostar una valentía de la que carezco. ¿Es la fe el verdadero índice del valor, y el recelo la medida de nuestra cobardía? En una sociedad dominada por el miedo, la intuición es la única musa que me dicta que Vienna es merecedora de mi confianza. «Con el tiempo comprendería que existe un modelo de relación que hasta entonces no había contemplado, o que sólo había vislumbrado desde una óptica muy distinta, una óptica lejana, desenfocada y saturada de prejuicios. Pero no fue entonces, durante aquella segunda visita, cuando tomé la decisión definitiva de introducirme en este mundo. No fue una revelación mariana ni nada por el estilo. Se trató más bien de algo… gradual, paulatino. Poco a poco me fui imbuyendo de los conocimientos de Dómina Zara, asimilándolos sin suspender el espíritu crítico, y tratando a la gente que la rodeaba, sus discípulas,
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sus clientes y amigos, descubriendo que no eran los tarados que la ciencia médica había descrito. Es difícil determinar en qué momento decidí implicarme más. Tal vez no lo decidí, o lo hice sin tomar conciencia plena hasta que se convirtió en un hecho irrevocable. Quizá pueda determinarse una secuencia de etapas (ya te lo dije, un orden, como en el teatro) pero, si existe, es una secuencia que se me escapa. Puedo señalar momentos, escenas puntuales, puntadas en la colcha de la vida que quedaron impresas en mi memoria: un primer latigazo, una mirada de deseo, una súbita explosión de hilaridad durante una sesión… Así suelen ser los recuerdos de una vida. Lamento no poder ofrecerte una historia completa… Sería desleal. La honestidad que aprendo en las relaciones con mis sumisos es la misma que aplico contigo. Al fin y al cabo, eres un arqueólogo de almas, ¿no es así? Pues las partes más antiguas del templo se hallan en ruinas. Confío en que tú también seas lo suficientemente honesto como para apreciar la grandeza de esas imperfecciones. »Lo cierto es que pronto empecé a frecuentar el establo. Al principio todo parecía, hasta cierto punto, azaroso. Una idea, una tarde de lluvia desasosegante y una cartelera de cine poco atractiva… Y la gran frase: “¿Por qué no?…”. Empecé vulnerando la puntualidad. Resbalones de principiante que desconoce algunas cuestiones elementales de la etiqueta. Llegaba antes del inicio de las sesiones. Por fortuna disfrutaba de ciertos privilegios que consistían en la cómplice transigencia que observaban las Amas conmigo. Ellas intuían que, más allá de mi interés por la narrativa erótica, anidaba en mí una… ¿tal vez podría llamarse pulsión? Sinceramente, creo que ellas reconocían en mí los mismos rasgos que yo, ahora, sólo ahora, soy capaz de detectar en las aprendices de Ama. ¿En qué consisten? En una mirada, en una actitud, en una reacción ante un comentario técnico, incluso en un leve temblor en los labios… En los inferiores también, claro está. Pero me estoy desviando. Lo que quería decirte es que llegaba demasiado temprano como una forma de marcar distancias. Me presentaba únicamente como observadora, desmarcándome temporalmente del juego, y así creía definir un rol distante. ¿La misma curiosidad que perdió al gato? Ignoraba que allí no se admite a los «mirones». Ignoraba que jugaban a ser mirados…, que fingían exhibicionismo cuando lo único que realmente esperaban era el momento en que yo suspendiese mis reservas y me implicara, que me comprometiera mediante la acción.
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Reconozco que las miradas divertidas que me lanzaban las Dóminas y los sumisos me desconcertaban. No sabía cómo interpretarlas. Ahora sé que eran miradas expectantes. Esperaban de mí lo que adivinaban que podía ofrecerles. Mis primeras ofrendas, mis primeras y rácanas entregas, deben más a la formación religiosa que recibí en mi infancia que a un verdadero compromiso. Si alguien se muestra hospitalario contigo, tú debes pagarle con la misma moneda. Dad de comer al hambriento, dad de beber al sediento. No recuerdo cuándo fue ese primer día. Tal vez fuera el primero en que acudí en plan voyeur. ¿Qué más dan las fechas, la ilación exhaustiva de los acontecimientos? Las fechas, como los números, son los sarcófagos en que introducimos los recuerdos de vivencias intensas. Qué quieres, soy reticente a enterrarlos. Ya te dije que no podía ofrecerte una historia completa. Pero no me desvíes del tema con esa mirada inquisitiva, Clarice… Ese principio básico de la reciprocidad mamado durante los largos años de internado fue el que me indujo a corresponder atendiendo a sus requerimientos. “Vienna, ¿podrías sujetarme este látigo mientras ato a nuestro querido perro?” De esta manera empecé a implicarme más. Comprendo que la sonrisa se refleje en tus gafas. ¿Hay algo más neutro, más inocente, que sujetar un látigo? Al fin y al cabo, me limitaba a desempeñar un papel de percha. El problema es que ese inocuo papel de percha, de forma sibilina, acabó abriendo la llave de mi armario, y en la siguiente ocasión me descubrí azotando unas nalgas mientras una nuca tonsurada se movía rítmicamente, apareciendo y desapareciendo, conforme su dueño lamía, con una devoción para mí sorprendente, los pies de mi mentora. »Sor Inés me decía que a los chicos no se les debe dejar pasar ni una, porque a la que pasa una, pasan todas. Mi actual pareja, Albert, es un hombre de vida discreta, muy discreta, lo suficiente para que pueda vivir varias (sí, sí, no frunzas el ceño, varias vidas al mismo tiempo). Como te iba diciendo, mi pareja… es propensa a lo gótico. Sexualmente es algo barroco, pero eso no viene a cuento. Es un fanático de ciertos géneros de la literatura de ficción, y siempre dice lo mismo: nunca permitas la entrada a un vampiro. Una vez le concedes la entrada… sólo saldrá cuando él desee. Yo me abrí la puerta a mí misma, sin saberlo, azotando unas nalgas. ¿Imaginas lo que significa descubrir que te adentras en ti misma a través del decorado de unas
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trémulas nalgas que se te ofrecen tersas e indefensas como las de un recién nacido?» La risa de Vienna me desconcierta de nuevo. Todavía más que antes, si cabe. Remueve el whisky en su mano. «Siempre tres cubitos —comenta—. Ya sabes, Padre, Hijo y Espíritu Santo…, o, mejor aún, Tesis, Antítesis y Síntesis; entonces es cuando este condenado licor de patata te sabe a Dios.» No estoy demasiado seguro de qué quiere decirme con esta conexión etílica entre marxismo y la Santísima Trinidad, pero la intensidad de su mirada me crea una difusa sensación de inseguridad. Desde que estoy atado a esta mesa tengo la impresión de que más que interlocutor soy testigo. Ella es la protagonista y yo estoy a su completa merced. No obstante, la amenaza es atenuada por la confianza calmada, por la familiaridad, con que me ella me relata su vida. «Aquella noche no supe qué hacer. Albert dormía. Yo no podía conciliar el sueño. No quise despertarle; tampoco irme a la cama. Salí a la terraza y aspiré la noche. Me sentía húmeda… recordando que me había sentido húmeda. Me sentía inquieta… imaginando la posibilidad de emular a aquellas Amas pisando el rostro entregado y abotargado de un sumiso.» Vienna sigue riendo. Detiene su carcajada y prosigue. La oscuridad va ganando terreno en su rostro. Como el efímero nexus Roy, presiento que mi tiempo se va agotando. Vaya, creo que la cinefilia se me está contagiando. Es lo que tiene la pasión: o se contagia o genera envidias. Callad pensamientos. No quiero perderme ni una palabra. «¿Qué me estaba pasando? ¿Qué quería hacer realmente con aquellas visitas? Cada vez me convencía menos el argumento de que todo respondía a un afán por satisfacer mi insaciable curiosidad. Me inquietaba el intenso deseo que experimentaba de ir más allá. El juego fantasioso de posibilidades que me abría el Fetish Café me seducía. Aquel era el momento decisivo. Lo sabía. Era el momento de salir corriendo o de implicarse a fondo. No existían otras alternativas. ¿Cómo solventar la duda? Foxy acudió en mi ayuda. «¿En qué piensas cuando te masturbas?», espetaba a todo sumiso. Me masturbé. ¿Quieres
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que te explique en qué pensaba cuando lo hice…? No, mejor que no, así atadita seguro que te pondrías demasiado alegre. Sólo necesitas saber cuál fue mi elección, que no necesito explicitar (por algo estás aquí, ¿no?), y de qué manera decidí implicarme en el BDSM.» Dibujo un gesto impreciso con el rostro. No sé qué decir. Es la entrevista más extraña que jamás haya mantenido con nadie. Las apariencias, ciertamente, engañan… especialmente a quien se deja engañar por ellas. «¿Otra copita? ¿No? ¿Prefieres un té? Claro. No te preocupes, ya te lo sirvo yo. Por esta vez… ¿Dos terrones? Así me gusta. Hay que endulzar ese carácter… Te ayudará a abrirte. Incluso de piernas. ¿Ves cómo no es tan incómodo ni doloroso alcanzar la verdad? Ya te acerco yo la taza, no te preocupes. Sorbe. ¡Sin ruido! Los gases no son convenientes para una buena digestión, pero aún son menos pertinentes en una reunión discreta y selecta, como la que estamos manteniendo los dos. »¿Cómo me involucré en el BDSM? Dar el primer paso es más difícil de lo que parece…, tal vez porque parece algo muy sencillo. Quizá lo sea, y en ello radique su dificultad. Hay que asumir que en la vida las cosas son extremadamente sencillas si vamos a lo fundamental. Otra cosa es que te pierdas porque los árboles te impiden ver el bosque. Yo estaba perdida. Me encontré allí donde menos imaginaba. A mi edad ¡imagínate!, convertida nuevamente en una aplicada estudiante. ¡Oh! ¿Puedes imaginar lo que cuesta controlar el entusiasmo de neófita? Verás, te brindo otra anécdota para que redactes ese imposible al que llamarás mi vida. ¡Necio! Una pincelada que marcó una inflexión en mi concepción del BDSM. De eso hará tres años. Sí. Se me acercó una Lady y cordialmente me prestó a su sumiso. Era un hombre de unos cuarenta y pocos, con aspecto de ir perdiendo la vista con cada balance que cuadraba. “Le van los azotes”, me advirtió su dueña. Le empecé a dar. ¡Toma, toma, toma! ¿Sabes cómo resuena el chasquido del látigo sobre el cuerpo humano? Me entusiasmé. Cada vez le daba más y más fuerte. Una palma reposó suavemente sobre mi hombro. “¿Has visto sus ojos?”. Le miré. Lloraba en silencio. “El castigo ha sido demasiado vigoroso para él. Si tienes que seguir, debe ser para que tú y tus sumisos disfrutéis. Que tu
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disfrute no ahogue el suyo”, me reconvino con dulzura. Desde entonces añadí a la sinceridad, a la implicación emocional en la práctica BDSM, las dimensiones de disciplina y reciprocidad. Disciplina técnica y receptividad ante las respuestas del sumiso y sus necesidades. Ahora comprendo que el BDSM no es una orientación sexual, es un modelo de relación en el que el autismo egoísta está fuera de lugar. »Verás, como “estudiante” hay asignaturas en las que voy más avanzada y otras en las que menos. Siempre me pasa lo mismo. Saco mejores notas en lo que más me gusta y me cuesta más lo que menos me gusta. Me divierto atando, azotando y, sobre todo, me excito cuando dispongo del tiempo suficiente para preparar una sesión. Justamente entonces se me disparan las fantasías. Y a la hora de innovar, claro está, tengo mis preferencias. Unas preferencias que me permiten gozar de la fusión de imaginaciones. Acaso sea porque la cesión de libertad que me ofrecen los sumisos, esa rendición aparente que es comunión, que me invade como ningún hombre o dildo haya hecho jamás, se me manifiesta con más claridad en las distancias cortas… muy cortas… extremadamente cortas. Otras disciplinas, como el medical S/M interponen, a mi entender, mayores distancias. Se trata de una práctica que respeto, pero que de momento no me atrae. Antepongo la carne, el calor humano, al metal. Por eso me chifla el bondage. Al principio sólo ataba pies y manos a la cruz de san Andrés. Eso, luego lo supe, no es bondage ni es nada: simple inmovilización, algo que tú ahora comprendes de forma inequívoca, ¿no es cierto? Aquí sentada, frente a mí, inmóvil… distas mucho de semejarte a la más modesta producción artística. Y el bondage es arte. Un ars erotica que tiene su origen en la necesidad de crear una semántica del crimen. ¿Sabías que nació en Japón para que el populacho reconociese en las diferentes ataduras los motivos de la condena del reo? He tenido el privilegio de aprender los rudimentos de ese arte de maestros incuestionables, Amos como Kurt, Durcet y Álfil. Así asimilé el principio fundamental de la seguridad que lo rige. Nunca coloques nudos en zonas de riego sanguíneo estratégico. Álfil es mi mentor fundamental en éste y otros campos. Me obsequió con la posibilidad impagable de asistir a una sesión privada con su sumisa. Fue en Rosas5. Supongo que ya sabes a qué lugar me refiero, el Club de BDSM de España por excelencia. Sólo te diré que, conforme entrelazaba las cuerdas, como deferencia hacia mí comentaba en voz alta la jugada de manera ins-
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tructiva. Anatomía del placer, gestión del deseo, simbolización acordonada de complicidades intransferibles. Una experiencia inolvidable. Contemplando la expresión extática de su pareja, elevada sobre nuestras cabezas en el seno de un altar trenzado, me di cuenta de que allí sólo sobraba yo, yo y las palabras. Palabras que procuraban enseñarme algo más que los rudimentos y filigranas de la técnica, que trataban de inculcarme su esencia: la dedicación y la entrega.» Vienna calla. Su mirada, de nuevo, se pierde. Impone el silencio. No es un silencio violento. Es un silencio calmo. Me atrevería a decir que incluso apetecible. Su silencio, reflexivo, es el rugir de su sinceridad. De repente alarga la mano y se hace con una fusta equina que yace en el fondo de una especie de paragüero. «¡El látigo! Eso es mucho más… No sé. Es… diferente. Es una extensión de ti misma. Mediante el bondage recreas la comunión del deseo y cómo éste se erige en arte; el látigo es… tiene vida. Es como un caballo. A veces, incluso, están hechos de extremidades de caballo. Y has de saber dominarlo, como a un corcel. Sobre todo el látigo largo. Un leve movimiento de tu brazo y tu voluntad se convierte en cuero y chasquido, en zarpazo. Un movimiento inexacto y marcas tu incompetencia en la piel amada. Si quieren ser marcados, que es lo que pasa con los masoquistas, o con muchos de ellos, no hay problema. Si están casados…, la cosa cambia. Entonces te dicen “marcas no, Señora”. Pero también he marcado involuntariamente. Acaso no me creas, Clarice, pero tales errores de cálculo me dolieron más a mí que a ellos. »En fin, el crepúsculo se acerca y nuestro tiempo se acaba. Sería un pecado desperdiciarlo. Ya sabes lo esencial: que entré en este mundo de la mano de Dómina Zara y de los asiduos al Club Rosas5, y que a través de ellos penetré en mí. Desde entonces he explorado mis límites y los de mis sumisos. Ahora, cuatro años después, dispongo de tres sumisos, dos varones y una damita encantadora. Es una relación intensa y limitada, una relación tan estimulante como cuestionadora. Albert no lo lleva demasiado bien, pero lo lleva. Por eso estoy con él, porque me deja ser. No sé. También tengo a mi mayordomo particular. Él aún no lo sabe, pero lo sospecha. Lo llevo a comer —es el típico maestro pobre— y después de un Rioja tienes el
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privilegio de asistir a la transformación del doctor Jekyll en míster Hyde. ¡Y qué míster Hyde! Me estimula la imaginación y la colma de sugerencias. Sólo nos separa su cobardía, tan patente como la tuya, Clarice. Sí, sí, no discutas, como la tuya, sólo que tú permaneces en silencio. Él, por el contrario, me describe los paisajes por donde transitan sus prácticas onanistas; yo, en algunas ocasiones, actúo de correa de transmisión y convierto sus historia en fuente de placer para mí y mis acólitos. »Hablo demasiado de mí; igual te parezco una persona con un ego desmesurado… pero a ti no te han mirado como a mí en “ese instante frágil en el que todo es posible”, como dice Genet. En cualquier caso por eso estás aquí, ¿no es cierto? Para que hable de mí. ¿Te gusta la pintura, Clarice?» Si antes ya estaba a expensas de su discurso, ahora siento que me atrapa por completo. No sé por dónde me va a salir. De hecho, a estas alturas ya ni me molesta que me cambie de género. Se lo digo. Pocas palabras han quebrado hoy mi silencio. Sonríe. «Eso es bueno. Eso dice mucho y bien de ti. Pero posiblemente te gustaría más si invirtieras tu tiempo en una sesión conmigo. Que te atrevieras, que no te limitases a ver los toros desde la barrera. Adivino que has admirado siempre el arte desde la distancia. Con esas gafas redonditas, gafas de rata de biblioteca, seguro que siempre has buscado en la distancia la perspectiva adecuada, buceando en las estructuras, en el simbolismo subyacente de la obra. Lo más fascinante es que tu amor sincero por la pintura se restrinja exclusivamente a la contemplación. Ignoras el tacto, desdeñas el olfato. Desconoces la acústica del óleo mezclándose sobre tu cuerpo en suspensión; desconoces el tacto del lienzo virgen contactando con tu piel húmeda, reflejando el arco iris de deseos que obedecen a otras reglas semánticas que no a la simple composición. ¿Me sigues? No. Probablemente no. Posiblemente necesitas que te diga que se puede combinar el WAM, el wet and messy y su pringosa humedad, con el bondage, con la inmovilización, con la suspensión, con el spanking, con el azote… El universo está abierto. ¿Desconoces el significado de esas palabras? Búscalas en internet. No voy a dártelo todo mascado. Me pregunto cómo pretendes acceder a mi vida, a mi sentir, sin entrar en mi terreno. Te
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escudas en mis palabras para que otros se escuden tras la lectura. Me parece bien. Hay formas diversas de sentir… todas ellas igualmente válidas salvo que paguen su coste en autenticidad e intensidad. Lamento que no quieras tener una sesión conmigo. Renunciando al consenso también estás renunciando a ti mismo. Pero no te atreves. Lo veo en tu mirada. La entrevista ha finalizado.» La sala se ha llenado de sombras. Me desata lentamente las esposas y me acompaña a la puerta. No protesto. Me resigno. He olvidado para qué estoy allí. Sólo entonces me devuelve la grabadora, que había olvidado pedirle. Sus ojos se tiñen de tristeza. «Si quisieras podrías explorar el placer de la entrega, pero te has acostumbrado a renunciar. Es triste. Es, al fin y al cabo, tu libertad.»
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Cuando me propusieron narrar mi experiencia vital dentro del mundo BDSM, desde el principio estuve encantado con la idea. La posibilidad de poder aportar algo, de que mi historia pudiera ser de alguna utilidad para algún lector, me pareció sugestiva y halagadora. Enseguida, sin embargo, al rebobinar la sucesión de escenas a menudo inconexas que suelen conformar la memoria, me invadió cierta inquietud. La cuestión fundamental era, por un lado, cómo desbrozar lo esencial de una historia, de lo accesorio y banal; y, por otro, de qué manera podía presentarse para que tuviera sentido y resultase comprensible tanto para el público en general como para uno mismo, sin caer en la tentación de redactar un burdo pliego de justificaciones acerca de por qué la vida de uno tomó un rumbo y no otro. En fin, que al tomar conciencia de que abordar el relato de la propia vida obliga a llevar la reflexión sobre uno mismo mucho más lejos de lo habitual —más allá tal vez de lo que a uno le apetecería—, me di cuenta de que ésta no sería una tarea tan sencilla y placentera como al principio me había parecido. Cómo y por dónde empezar… Tal vez ésta sea la decisión más difícil cuando uno pretende dar un orden a los recuerdos que trascienda la simple cronología. Buscar un punto de partida, señalar un momento preciso y crucial de la historia que se quiere narrar sin que traicione su espíritu, la lógica interna que la rige, cuando, en realidad, todas las vivencias están encadenadas unas con otras, cuando ninguna es del todo comprensible sin referirse a aquélla que la precede. En una vida todo está interrelacionado, nada es independiente del pasado. Quizá todo tuvo su origen en la curiosidad. Sí, en la curiosidad.
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Nada especial como puede verse, un nexo común a la mayoría de historias vitales, nada de antecedentes traumáticos que faciliten el acceso inmediato a una comprensión intuitiva de los hechos posteriores, tampoco peculiaridades biográficas que permitan distinguir mi trayectoria de la del resto de los mortales y que, por tanto, deberían reclamar especial atención. Simple y llanamente interés por un tema desconocido, un tema que picaba mi curiosidad, sin que yo mismo sepa explicitar de forma precisa la razón de ese incesante prurito que marcaría mi juventud. Los porqué acostumbran a ser más difíciles de responder que los cómo, y por eso se suelen escamotear de las preguntas que uno se formula en cualquier esfuerzo introspectivo. Tal vez todos los seres humanos tarde o temprano nos sentimos atraídos por los temas oscuros, los temas tabú de los que oímos hablar o tenemos vagos indicios de su existencia —la ilustración de una revista, un anuncio clasificado— pero de los que lo ignoramos casi todo y cuya condición de prohibido, pecaminoso o secreto suscita nuestro interés, un interés sólo reprimido las más de las veces por escrúpulos morales o por el inexorable peso del juicio exterior. Curiosidad y mente abierta a nuevas experiencias, ésos fueron los ingredientes que me acercaron al sadomasoquismo, una combinación que la mayoría relega a los desvanes del olvido en el proceso de maduración, cuando el mundo adulto le exige que someta sus anhelos adolescentes y adecue su comportamiento y su sexualidad a las expectativas sociales, a menudo tremendamente restrictivas. Una fórmula que, en mi caso, si no explica, sí por lo menos acompaña el hecho de que acabara por vencer esa reserva inicial y me acercase al fascinante mundo de la dominación y el fetichismo. Así, guiado o impelido por estos dos principios y transido de esa trémula ilusión y cándida inexperiencia características del novato, que eleva cada detalle, cada nuevo hallazgo, a un hecho trascendente y sublime, comencé a frecuentar algunos de los primeros sex shop que se abrieron en mi ciudad en los años ochenta y a hojear con avidez las escasas publicaciones que caían en mis manos acerca del tema. En concreto, recuerdo un establecimiento en la calle Hospital donde solía adquirir la revista Sado-Maso, editada en aquella época por el periodista José María Ponce en blanco y negro y con medios muy rudimentarios. Fue a través de aquellos textos eróticos y de las ilustraciones que salpicaban de sensualidad sus páginas como fui sumergiéndome poco a poco
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en la abundante imaginería de lo que entonces se conocía con el nombre genérico de sadomasoquismo o sado-maso. Y como ocurre con todos los principios, mi iniciación en el tema fue vibrante: una cosa conducía a otra, y cada nuevo descubrimiento abría una miríada de nuevas posibilidades aún más excitantes por explorar. Mi primera experiencia real BDSM —por entonces nadie lo llamaba así— fue en el Palacio del Sado, con Mistress Michelle, hoy tristemente desaparecida, pero cuya huella en mis primeros pasos en este mundillo iba a ser imborrable. Entonces en España el tema estaba en una fase muy incipiente, en los primeros balbuceos, y yo todavía no tenía ni idea de qué iba todo eso. Notaba que me atraía e intuía que podía llegar a gustarme, pero desconocía por completo qué parte era la que más me motivaba. En cualquier caso, la única posibilidad de introducirme era, como para muchos, a través de la dominación profesional y, por supuesto, ejerciendo el rol de sumiso. Por aquel entonces todo era un poco por intuición, ir tanteando y ver qué pasaba. Llegabas allí como neófito, un tanto cohibido y dubitativo, y las Amas te empezaban a preguntar qué era lo que te gustaba, qué querías que te hiciesen, si preferías que te dejasen marcas o no, y todo ese tipo de cosas. En fin, era una especie de sexo a la carta. De manera que empecé probando diferentes cosas, ensayando un poco a ciegas las diversas disciplinas que ofrecían las Amas y definiendo qué era lo que verdaderamente me gustaba dentro del inmenso abanico de variantes. Después del Palacio del Sado fui visitando los gabinetes de las diversas Dóminas profesionales que por aquel entonces ejercían en Barcelona, tratando de averiguar cuáles eran las prácticas que verdaderamente activaban los resortes que suscitaban con más fuerza mi deseo. Poco a poco fui conociéndome y elaborando una concepción propia de lo que es el BDSM, y tomando conciencia de que, lejos de ser una práctica sexual determinada, o una forma de escenificar el erotismo, es, antes que nada —al menos para mí—, una cuestión mental, algo que reside primordialmente en el cerebro y no en los genitales ni en el látigo. Tal vez por eso los primeros temas que atrajeron mi atención fueron el fetichismo y la dominación, más que la cuestión del castigo corporal y la humillación. Con los años, y a medida que he ido probando cosas y adquirido más experiencia, esta idea de la preeminencia de la mente sobre las prácticas no ha hecho más que afianzarse
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en mi cabeza. Por lo que respecta a estas últimas siempre me he mantenido en una posición moderada, un nivel medio, sin exageraciones. Nunca me han atraído las prácticas más extremas, sino que he preferido guardar un equilibrio tanto en el tema de la dominación como en la cuestión de los umbrales de dolor. De hecho, para mí el dolor por el dolor carece por completo de valor. Por eso no me considero masoquista. El masoquista puro obtiene placer del dolor, le erotiza, le gusta experimentarlo de determinada manera y obtiene de él todo lo que precisa. De igual forma, otra gente prefiere encontrarse en determinadas situaciones poco habituales, como que le aten en una cruz, que le encierren en una jaula, que le dificulten la respiración, que le humillen verbalmente o que le pisotee una Dómina, por ejemplo. Simplemente son sensaciones por las que el sumiso siente una especial predilección y de las cuales no le interesa ir más allá. Le gusta eso y lo obtiene, ya sea pagando, ya sea convirtiéndose en esclavo fijo o eventual de una Dómina, y punto. Digamos que, independientemente del placer que de ella extraiga el sumiso, la experiencia se agota en sí misma. Por el contrario, en mi opinión, el dolor o la sumisión carecen de valor intrínseco: son como una especie de valor de intercambio en una relación donde lo que verdaderamente prima, lo que en realidad entra en juego y le da sentido, son los sentimientos que de dicha relación se derivan. Se trata de una conexión en la que se generan una serie de sentimientos recíprocos entre el dominante y el sumiso, y en la que cada una de las partes disfruta no sólo de las sensaciones que experimenta por sí misma, sino también de las que consigue suscitar en la otra. La felicidad, el placer, nunca están completos si no son compartidos. No sé…, no resulta fácil de explicar con palabras. Diría que priorizo los sentimientos y las emociones sobre cualquier práctica o disciplina en concreto, y que, en última instancia, lo que siempre he estado buscando es una Dómina capaz de lograr que yo realice cosas que me cuesta llevar a cabo, cosas que no sean fáciles para mí, y sentir que, en contrapartida, al superar mis reservas, le estoy ofreciendo un signo inequívoco de entrega, de generosidad ilimitada, pues me estoy ofreciendo a mí mismo, todo lo que soy y lo que siento, sin trampa ni cartón. Supongo que en esta actitud y esta forma de entender el BDSM influyó bastante la famosa película Historia de O,1 sobre todo la pri1. Histoire d’O de Just Jaeckin, Francia/Alemania, 1975.
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mera mitad del filme, cuando O se entrega a su Amo para que éste haga con ella lo que quiera, depositando plena confianza en sus designios. Esa generosidad inefable, gratuita, sincera, fue el aspecto que desde un principio encontré más fascinante del BDSM, por encima de cualquier fetichismo o disciplina en concreto. Y tal vez por esa misma regla de tres, soy capaz de disfrutar de una amplia gama de situaciones, siempre que durante la sesión emanen de la relación entre sumiso y Dominante esos sentimientos que para mí le dan su auténtico significado. Aún hoy, después de tantos años, procuro mantener la mente abierta a la mayoría de las posibilidades, no quedarme anclado en una tendencia en concreto y, en la medida de lo posible, poner toda la carne en el asador y extraer de cada vivencia todo lo que pueda y con la máxima intensidad. De esta forma puedo disfrutar tanto del pie de una mujer como de un castigo bien aplicado o de un bondage hecho a conciencia, siempre que de ellos se desprendan sentimientos profundos que vayan más allá de la mera parafernalia superficial que los suele acompañar. Lo demás es, hasta cierto punto, prescindible, pura farándula vacía de contenido si no va ligada a lo esencial. Y bien, tal vez en busca de esa esencia, años más tarde, a través de ciertos amigos que había conocido en el Palacio del Sado, entré en contacto con el hoy desaparecido Club Sade, del que fui asiduo mientras duró. Se trataba de un club muy similar a lo que es hoy día el Rosas5, frecuentado por gente que sabía muy bien lo que se traía entre manos y que se reunía allí por pura vocación. Jugábamos en las salas, charlábamos tranquilamente mientras nos tomábamos una copa y nos divertíamos sin ningún ánimo de lucro. Fue todo un descubrimiento que me abrió las puertas a otra dimensión del BDSM, una dimensión en la que me encontraba más a gusto, donde podía ser más yo mismo. Porque lo cierto es que el ámbito profesional nunca había acabado de…, digamos que nunca me había satisfecho por completo. Por el momento, mientras no conocía otra cosa, eso ya me servía, y creo que fue una etapa de formación muy positiva. Quiero decir que durante esa época aprendí a conocer mi cuerpo y que, gracias a las Dóminas profesionales, me familiaricé con algunas de mis prácticas preferidas dentro del amplio abanico de modalidades de sumisión. Por supuesto, no voy a negar que haya habido y que continúen ejerciendo profesionales dignas que pongan el máximo cariño y dedicación en lo que hacen; pero a partir del momento en que entré en contacto con el uni-
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verso de la dominación vocacional noté algo completamente nuevo, y entonces supe que las experiencias anteriores sólo habían servido para satisfacer… llámesele cierto morbo, llámesele curiosidad por lo prohibido, llámesele como se quiera. Lo que me quedó claro es que no era lo mismo y que, en comparación, en el mundo profesional rara vez se encuentra un grado similar de convencimiento, atención y sinceridad que el que es posible hallar en el mundo amateur. Por otro lado, el ámbito amateur posee la ventaja de que, al no haber dinero de por medio, las sesiones pueden prolongarse mucho más y permiten llegar a un grado de compenetración mucho mayor que si hay que estar pendiente del cronómetro; un tiempo que, además, nunca resulta barato. En este sentido podría decirse que la experiencia del Club Sade supuso para mí un gran paso adelante, quizá el punto de inflexión crucial en mi trayectoria en el mundo de la dominación; el momento a partir del cual empecé realmente a caminar por mi cuenta. Así, gracias a una nueva visión del BDSM más amplia y menos mediatizada por la solvencia económica, comencé a frecuentar nuevos círculos de gente y a ensanchar horizontes. Hasta que llegó un momento en que sentí la necesidad de lanzarme al ruedo; y a la que se me presentó la oportunidad, empecé a quedar a solas con mujeres en lugares distintos a los habitualmente destinados a los encuentros grupales. Dependiendo del caso y el momento, la cita podía acordarse en casas particulares o en hoteles, a menudo desprovistos de toda la parafernalia del cuero, el látex y las cruces, tan asociada estéticamente al mundillo BDSM. Y allí me presentaba yo, cargado sólo con una maleta con los cuatro bártulos fundamentales, una maleta que con el tiempo fue engordando, pero cuyo contenido no siempre acababa utilizando por completo. En un primer momento seguí manteniendo el rol de sumiso, que era el que había asumido como natural desde el principio y que, por otro lado, era el único posible para un varón dentro del ámbito profesional; pero luego, a medida que tuve la oportunidad de ir conociendo Amos que jugaban con sus sumisas, e iba probando por mi cuenta cosas nuevas, paulatinamente fui tomando conciencia real de que también existía la otra parte, la faceta de Dominante, y de que ellos, los Amos, las Dóminas —al menos las vocacionales—, también gozaban jugando con sus sumisos y haciéndoles experimentar placer, cosa que
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había sido menos evidente en mi experiencia con las Amas profesionales, muchas de las cuales lo único que querían era acabar pronto y cobrar lo antes posible, sin que apenas pudiera surgir de esa relación puramente comercial ningún sentimiento compartido. Y bueno…, conjugando de nuevo los principios que he citado más arriba —curiosidad y mente abierta—, empecé a cuestionarme la razón por la cual no era posible experimentar con las dos partes que constituyen la relación de dominación/sumisión y sentirse cómodo desempeñando ambos roles. ¿Por qué no era posible extraer de ambas experiencias resultados gratificantes? ¿Dónde estaba escrito que ejercer a veces de Amo y a veces de sumiso no fuera posible? Al principio, no voy a negarlo, me costaba. No era fácil disponer de una sumisa, ni tampoco yo estaba, en aquellos momentos, muy convencido de que a la hora de la verdad fuera a saber desenvolverme bien como Dominante. Sin embargo, finalmente tuve la suerte de conocer a la persona adecuada, que me brindó por primera vez la ansiada oportunidad de ejercer de Amo. Y para mi sorpresa y regocijo todo fue sobre ruedas. Entonces, al reconocer en aquella sumisa la misma entrega generosa que yo siempre trataba de demostrar a las Amas que me dominaban, y apreciar el valor de ese mismo sacrificio que como Dominante ahora me era ofrecido, pude comprobar que, en la práctica, era perfectamente posible que una misma persona encontrase satisfacción participando en los dos términos complementarios de la relación BDSM. Así comprendí en toda su extensión el tipo de conexión que se puede establecer entre Dominante y dominado: como Amo recibes lo mismo que tú entregas cuando en otras situaciones asumes el rol de sumiso, y viceversa; y ese factor, creo yo, te da una visión más amplia, una perspectiva gracias a la cual puedes comprender mejor las dos partes, pues te permite captar en todo momento lo que la otra persona está sintiendo y saber qué debes hacer para mejorar su experiencia, la experiencia de ambos. Eres consciente y aprecias mejor la generosidad de su entrega, su verdadero significado y su auténtico valor. Por lo demás, una vez confirmado que, llegado el caso, era capaz de disfrutar plenamente como Amo o como sumiso, fui dándome cuenta de que necesitaba experimentar las respectivas sensaciones, y al llegar a ese estadio no podía negar la nueva realidad que eso implicaba. Puede que se deba a que en mi fuero interno no soy ni cien por
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cien Dominante ni cien por cien sumiso, y por esa razón puedo pasar de un lado a otro sin problemas. Tal vez sea también esa misma indefinición del switch el motivo por el que en determinados círculos no esté demasiado bien visto, al igual que los bisexuales no lo están ni en el mundo homosexual ni en el mundo hetero, pero a estas alturas me da exactamente igual. No me importa. Si hay gente cuadriculada que se empeña en delimitar cómo han de ser las cosas, qué puedes ser y qué no, allá ellos, que prediquen lo que les dé la gana. Yo sé lo que me gusta, lo palpo, y tengo la certeza de que no es nada malo. Por esa razón no tengo ninguna necesidad de rendir cuentas ni de seguir los dictados de nadie. En definitiva, todo vale si está consensuado entre personas adultas, ¿no es eso?, y el que se empeñe en poner límites ortopédicos al deseo y pierda el tiempo pontificando sobre lo que puede o no puede hacerse al respecto…, pues respeto esa opción pero no la comparto. Me parece, cuanto menos, ignorancia. ¿Quién se atreve a decir que uno no puede tener deseos de sumisión y disfrutar de la misma manera practicando a otra persona un bondage? Yo he gozado de experiencias inolvidables atando a una mujer y recibiendo las vibraciones positivas que ella irradiaba al sentir el roce de las cuerdas que poco a poco la iban inmovilizando en su seno, de igual forma que también he disfrutado al sentirlas deslizarse sobre mi propia piel. El bondage es una de las prácticas que más sensaciones placenteras me ha proporcionado en esta vida. Conozco a muy pocas personas que al probarlo no les haya gustado la experiencia. Al principio, no lo voy a negar, yo mismo tenía mis prevenciones. Pensaba que era algo peligroso, que entrañaba innumerables riesgos y que estaba destinado exclusivamente al castigo, algo similar a la flagelación, y sólo me preocupaba de las medidas de seguridad. Pero después de asistir a un cursillo en Madrid cambié por completo ese chip en mi cabeza y conseguí vencer los recelos que había albergado hacia las cuerdas. Entonces me di cuenta de que lo que realmente se pretende mediante la inmovilización es, en lugar del dolor y la angustia del sumiso, proporcionar todo el placer posible a la persona que se pone en manos del Dominante. A partir de ese momento fui adquiriendo unos conceptos básicos y pronto empecé a practicar e investigar por mi propia cuenta y riesgo, aprovechando mis habilidades manuales, mi inventiva y todas las posibilidades que me brindaban las cuerdas. Así, dejando volar la imaginación y poniendo en prácti-
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ca las nuevas ideas que tomaban forma en mi cabeza a medida que me iba sintiendo seguro y dominaba la técnica, creo —sin ánimo de resultar pretencioso— que he conseguido resultados fabulosos. En cualquier caso, me lo he pasado bomba poniendo en práctica nuevos diseños e ideas que no había visto en ningún otro sitio, y cuidando, al hacerlo, hasta el más mínimo detalle. A veces incluso he intentado atarme yo mismo para probar si era posible, y, tras haberlo logrado, puedo asegurar que es una experiencia única. No obstante, a pesar de que es cierto que la autoinmovilización es una sensación muy especial, encontré a faltar alguna cosa, como si algo quedara incompleto. Supongo que notaba la ausencia de esa sutil transmisión de vibraciones que se produce durante la sesión entre el sumiso y el Dominante. Sólo al final, cuando la mujer que me acompañaba completó la figura que yo no podía rematar con mis propias manos, se empezó a generar esa simbiosis tan especial que hasta ese instante había echado de menos. Por desgracia todavía no he encontrado a ninguna mujer que tenga el nivel o la sensibilidad adecuada para practicar un bondage completo en condiciones. No es que yo sea un gran especialista, o un consumado experto, más bien diría que soy el tuerto en el país de los ciegos. Lo cierto es que en este país todavía hay un gran desconocimiento del arte y la esencia del bondage. Mucha gente se queda en los conocimientos técnicos que requiere y en la belleza plástica que indudablemente posee, cuando lo que realmente importa, desde mi punto de vista, son las sensaciones que puede llegar a suscitar tanto en el Amo como en el sumiso. Y para que resulte realmente efectivo y gratificante el Dominante ha de desarrollar la intuición, aprender a notar los efectos que producen las ligaduras en la sumisa, adaptarlas a su cuerpo, ser capaz de captar sus emociones, conectar con lo que está sintiendo con solo mirarle a los ojos y actuar en consecuencia para corresponder a la mujer que nos cede su voluntad. Sólo así logrará que ésta sienta todo su cuerpo a la vez, que goce plenamente de la experiencia de la inmovilización, del masaje integral de las cuerdas sobre la piel, del olor del cáñamo y de las caricias con que aderecemos sus sensaciones. Si eso no sucede, si no se completa esa magia, esa prolongación de mi deseo en el suyo, el bondage se convierte en algo mecánico, algo hermoso pero frío. Es lo que suele ocurrir cuando alguien me pide que ate a un hombre. Puedo dominar la técnica y crear
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algo espectacular si me lo propongo, pero, en el fondo, eso no funciona, porque los hombres no me atraen; entre nosotros no se puede producir esa química, esa conexión mental y, entonces, el placer deja de ser mutuo y es imposible adivinar lo que el otro está sintiendo, algo que para mí es uno de sus principios básicos. No puedo entender que un Dominante se despreocupe de lo que le está sucediendo a su sumiso. Percibirlo, palparlo, es fundamental. En mi caso, como decía, el hecho de que haya estado al otro lado, de que haya experimentado en primera persona lo que se siente en los dos polos de la atracción y conozca de primera mano, por tanto, lo que pasa por la cabeza de quien se pone en mis manos, lo que siente su cuerpo en cada momento, me hace mucho más receptivo a las emociones y las necesidades, al placer y al dolor que experimenta. Esa sensibilidad del Dominante puede llegar a ser vital en el bondage, sobre todo cuando se practica algún tipo de suspensión. En ese caso es muy importante ser capaz de captar constantemente lo que está sintiendo la otra persona, si está nerviosa o relajada, y adecuar el tipo y la firmeza de los nudos a la modalidad de bondage en concreto, mantener la superficie de contacto apropiada al peso y complexión del sumiso y, sobre todo, estar muy al tanto del estado de las extremidades, de su temperatura y color. Si se hacen las cosas bien y se siguen unas normas de seguridad elementales, no existe peligro alguno de accidente y se puede dar rienda suelta sin problemas a la imaginación. No todo iba a ser maravilloso, por supuesto. En parte debido a mi creciente afición por el bondage, en los últimos años me he ido escorando bastante hacia la faceta de Dominante, abandonando un tanto la otra cara de la moneda. En la actualidad, además de mantener una relación «vainilla» con una mujer que sin ser del tema sabe a qué me dedico y lo acepta, también mantengo una relación erótica con una sumisa. El problema es que en mi interior continúo experimentando fuertes deseos de sumisión. Siento que necesito de nuevo dar rienda suelta a esa necesidad de entrega que desde un principio ha anidado dentro de mí, y volver a sentir esa sensación que produce abandonarse por completo a otra persona, cederle la voluntad sin condiciones, y eso me genera un conflicto interno de difícil resolución. Lo ideal para mí sería mantener una relación estable con una mujer con la que pudiera desarrollar las dos mitades de mi persona, pero soy consciente de que encontrar a alguien así es difícil. Y eso
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hace muy complicado pensar en consolidar una relación que colme mis necesidades por completo. No tengo noticias de ninguna mujer switch, y las Dóminas profesionales, aparte de la cuestión económica, ya no me llenan. Con las fiestas privadas, tres cuartos de lo mismo. Y contactar con Amas vocacionales a través del IRC no me seduce: salvo honradas excepciones, el chat me parece exento de sinceridad, y no tengo tiempo ni paciencia para soportar las falsedades de otras personas. En definitiva, aparte de estas carencias —¿quién puede admitir que es del todo feliz sin parecer un idiota?—, haciendo un balance introspectivo podría decir que, en líneas generales, estoy satisfecho conmigo mismo, con lo que tengo y con lo que soy. Duermo tranquilo cada noche y no tengo la necesidad de justificarme por nada y ante nadie. Trato de hacer las cosas lo mejor que sé, me marco unos objetivos que me sirven como alicientes para vivir el día a día y, en la medida de mis posibilidades, procuro disfrutar de los placeres de la vida como cualquiera. Me gusta el tema de la dominación y la sumisión; es una de mis pasiones, complementa mi felicidad y no veo ninguna razón para reprimir unas inclinaciones que no hacen daño a nadie. A lo único que aspiro es a seguir aprendiendo y a descubrir nuevos caminos, a abordar nuevas fronteras para el disfrute. Modestamente, ése es todo el sentido que necesito darle a mi vida. No me importa que lo que hago se llame BDSM, sadomasoquismo, D/S, bondage o el término que quieran inventar en el futuro, ni si estoy bien o mal visto dentro de la comunidad. En estas cuestiones no valen gurús que dicten las reglas de lo que está bien o mal, que definan modelos que delimiten lo que es auténtico y lo que no lo es. Desconfío de sus juicios —en realidad de sus prejuicios— y, en cualquier caso, hace mucho tiempo que sus opiniones dejaron de interesarme. En fin, ya está, ahí queda eso, parte de mi vida contenida en unas pocas páginas. No parece demasiado. Un poco comprimido todo, ¿no es cierto? Es curioso cómo la exigencia de sentido del texto mutila los detalles, las rutinas, las contradicciones cotidianas —y a buen seguro algunas fundamentales que a nosotros mismos se nos escapan—; es incluso gracioso cómo tendemos a prescindir de manera flagrante de éstas y aquéllos en aras de la coherencia, de la inteligibilidad, del concierto de los hechos con las ideas. Me reconozco en estas líneas, aunque sólo parcialmente. Leo en ellas partes de una esencia, de una
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identidad que nunca resulta del todo aprehensible, que tal vez ni siquiera exista más allá de las palabras. Bruckner dice que nacer significa comparecer. Nada más cierto. Y, en este sentido, exponer la propia existencia sobre un papel implica, de alguna manera, enfrentarse indefenso a la crítica, a la censura. Puede parecer incluso un ejercicio de exhibicionismo, un retrato impúdico que una vez expuesto escapa a nuestro control. A nadie le gusta ser víctima de abuso y, por tanto, nadie podrá acusarme de que el traje a medida de la coherencia me libre de comparecer ante el mundo completamente al desnudo.
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OLGA.— ¿Cuéntame cómo te introdujiste en este mundillo? HUSTON.— Bueno, lo que se dice en serio empecé con mi actual pareja. Antes había hecho más o menos lo que todo el mundo: jugar con cuerdas, con esposas…, etcétera. Ese tipo de juegos me resultaban excitantes, me divertían y los realizaba cuando podía. Siempre de manera ocasional, claro está, y sin demasiada conciencia de qué era aquello. Lo que pasa es que mis anteriores parejas no respondieron de manera positiva a mis proposiciones, y todo eso me hizo suponer que mi comportamiento no era el más adecuado, y que, por tanto, el problema en el fondo era mío, ya que era yo quien transgredía la norma y provocaba que la otra persona se sintiese herida, ofendida e incluso maltratada. Maltratada, no debido a ningún tipo de agresión por mi parte, sino simplemente por unas proposiciones que, de entrada, les debían parecer poco menos que aberrantes. Tanto era así que, algunas veces, la situación que se creaba llegaba a bloquear definitivamente la relación. Y así hasta que por fin un día, ya a una edad un poco más madura —a los 30 años—, después de años de relaciones que no me acabaron de llenar, tuve la suerte de conocer a la que poco después se convertiría en la que hoy es mi compañera. OLGA.— ¿Cómo la conociste? HUSTON.— La conocí en el trabajo. Así de sencillo. Fue por casualidad. En ese momento yo estaba divorciado y salía con otra persona.
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Un día quedamos y me dio buena sintonía. Al poco dejé plantada a la otra chica y empezamos a salir. OLGA.— ¿Tenías ya elaborado el tema por entonces? HUSTON.— No. Lo hemos elaborado los dos a la vez. O sea, yo tengo ciertos deseos, ciertas inclinaciones, me atraen determinado tipo de juegos, y resulta que coinciden con los que a ella le gustan. Sólo que, en su caso, le gusta que se los hagan, mientras que yo prefiero hacerlos. OLGA.— ¿Cómo y cuándo se estableció el juego? HUSTON .— Fue durante una de las primeras relaciones sexuales cuando, sin decir palabra, me dio por ponerle unas esposas. Y al observar la reacción que ella tuvo pues…, me di cuenta de que a ella también le iba el tema. A partir de ahí empezamos a jugar. Al principio fue una especie de entente no verbalizada, una cuestión implícita en la que yo, sin inducirla a nada, me limitaba a observar cuál era su disposición a través del juego. Y resultó que ella prefería dejarse hacer, dejarse llevar de acuerdo con su rol de sumisa. De esta manera fui yo quien cogió las riendas y empezó a dirigir el juego. Por tanto, fue una cuestión mutua, de ir iniciándonos los dos a la vez, lo cual posibilitó desde el principio una mayor complicidad entre nosotros, ya que en el transcurso de ese mismo juego nos fuimos conociendo. Y así, poco a poco, lo fuimos elaborando de forma conjunta. OLGA.— ¿Y ella?, ¿lo había practicado con anterioridad? HUSTON.— En su caso también sentía ese deseo desde hacía mucho tiempo. Ya desde pequeña tenía ese tipo de fantasías. Le encantaba ser atada, hasta el punto de que llegaba a atarse ella misma. No obstante, pensaba que si alguna vez conocía a alguien a quien también le gustase aquello, por fuerza debía tratarse de un depravado y un degenerado y, precisamente por este prejuicio, le asustaba la idea de convertir aquellos deseos de sumisión en realidad. Por fortuna, cuando comprobó que la relación conmigo funcionaba bien, se dio cuenta de que podía llevar una vida totalmente normal. Aunque también hay
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que reconocer que si se hubiese topado con otra persona con otras ideas el resultado podría haber sido muy diferente. OLGA.— Sin embargo, por mi experiencia, lo más frecuente es que la gente incite a su pareja a través de revistas, películas, libros, etcétera. HUSTON.— Sí, pero para eso lo debes de tener muy elaborado previamente y tener una conciencia muy clara de qué es lo que quieres. En nuestro caso no fue así. Nosotros lo fuimos elaborando sobre la marcha. Poco a poco fuimos descubriendo que lo que realmente nos motivaba era el tema D/S —es decir, la relación dominación/sumisión— y fuimos estableciendo unos límites, al principio de manera informal. La toma plena de conciencia no fue hasta al cabo de año y medio, aproximadamente, momento en el cual decidimos formalizar el primer contrato. OLGA.— ¿En qué consiste ese contrato? ¿De dónde sacasteis la idea? HUSTON.— El tema del contrato surge como un esfuerzo por concretar en qué debían consistir los respectivos roles de Amo y sumisa. Ponerlo por escrito era algo que a ambos nos encantaba, pero sobre todo fue por una cuestión de seguridad. Era una forma de que ella accediera a prestarse a una serie de juegos con total confianza. También servía para establecer unos límites que ambos debíamos respetar. Normalmente formalizar por escrito las reglas de dichos juegos y sus límites contribuye a mejorar el clima de confianza y permite que la sumisa se suelte más y no esté tan pendiente de lo que va a pasar. En lo que respecta al Amo le marca unas directrices claras sobre lo que se puede hacer y lo que no, aunque luego él mismo juegue bordeando esos límites y a veces pruebe a rebasarlos ligeramente con objeto de sondear las reacciones de su sumisa. OLGA.— ¿Y se trata de un contrato inamovible? HUSTON.— No. Primero, tras un período previo de elaboración, llegamos al acuerdo de establecer un contrato. Incluso buscamos a un amigo psicólogo para que firmase como testigo, lo cual nos dio mu-
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cho morbo. Recuerdo que nos dijo que lo nuestro no era ningún tipo de enfermedad y que, mientras los dos estuviéramos de acuerdo, no había ningún problema. Luego el contrato lo hemos ido revisando cada seis meses o un año, más o menos. De esta manera lo hemos ido ampliando y adaptando, según íbamos viendo lo que funcionaba y lo que no. Elaborarlo y reelaborar sus términos constantemente es una de las cosas que más nos atrae y divierte, hasta el punto de resultarnos sensual. Nos estimula porque nos permite reconducir el asunto, desarrollar puntos que hasta ese momento estaban implícitos en el texto, etcétera. OLGA.— ¿En qué consiste ese consenso del que hablas? HUSTON.— Para empezar, el principio básico es que yo nunca voy a hacer nada que no nos apetezca a ambos. No se trata de consensuar con una sumisa sino con una persona. Yo no creo que el Amo deba tener la prerrogativa de decir «bueno, pues ahora vas a hacer lo que a mí me dé la gana». Puedes jugar a hacer que la otra persona haga lo que tú quieres sólo si ella está de acuerdo con eso y ha establecido ciertos límites, sean éstos los que sean. Se trata de entender que juegas con alguien que tiene sentimientos, profundidades, que no sólo es una sumisa a tu disposición. Por tanto, como Amo tienes que saber mimar esa relación y respetar la posición de la sumisa. Son roles que se asumen libremente, que se negocian sin imposiciones, tal como debería ocurrir en cualquier relación de pareja. OLGA.— Y en vuestro caso, ¿qué incluye ese consenso? HUSTON.— Bueno, incluye la humillación verbal, de género o de cualquier otro tipo. Tenemos una serie de claves o símbolos que indican que en ese momento estamos desempeñando nuestros respectivos roles. Yo suelo llevar un anillo y ella el collar con la chapita con mi nombre grabado que la identifica como mi sumisa. Cuando estamos en ello puedo convertirla en un objeto o en un animalito. Hay una parte del contrato que sostiene que es un perro. Y cuando es un perro, como tal no puede hablar. Se pone a cuatro patas y la hago comer de un platito en el suelo y mear como una perrita. No utilizo el término «perra» porque se confunde con la idea de la prostitución. Hay mu-
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chos tipos de humillación. Puedo convertirla en una percha o en una mesa, por ejemplo. Incluso en público. He invitado a gente a comer y ha sido mi mesa o mi chacha y me ha servido todo lo que yo quería. Todo eso está perfectamente pactado y escrito. OLGA.— ¿Y el dolor? HUSTON.— Nuestra relación es básicamente D/S, aunque no excluimos el S/M.* Aquí la cuestión del consenso es más complicada. ¿Es posible consensuar el dolor? En realidad, es muy difícil medir el nivel de dolor. El sumiso no sabe qué nivel puede aguantar durante las sesiones. Depende mucho de su periodicidad. Muchas veces llega mucho más allá de lo que en un principio pensaba. OLGA.— ¿Eso pasa también con otro tipo de prácticas? HUSTON.— Bueno, el consenso consiste en saber lo que a la otra persona le gusta y respetar aquello que no quiera hacer, elaborando el resto, de manera que no produzca un bloqueo. De esta manera ella se abrirá y querrá saber más. Se trata de ir explorando. Un día juegas vendándole los ojos o atándole las manos, y a ver qué pasa. Y si hay algo que no le gusta, como el exhibicionismo o la humillación pública, por ejemplo, pues lo has de aceptar. Ahora bien, ese consenso también permite que, si la cosa funciona bien, tanto el Dominante como el sumiso puedan sobrepasar sus límites como muestra de entrega a la otra persona; es decir, hacer algo que en principio no les gusta con el único objeto de dar satisfacción a su pareja. Así, en un momento dado se pueden romper las reglas, ir más allá en el juego, pero partiendo siempre del respeto mutuo. Y entonces esa entrega, ese regalo adicional, se valora más: como una muestra de complicidad y de que ambos están realmente a gusto con la relación. Se trata de un toma y daca en el que a veces haces cosas que no quieres hacer, pero que las haces por satisfacer a tu sumisa; y de esta forma ella se sentirá predispuesta a ofrecerte cosas que en un principio no ofrecería. Y como Dominante eso te resulta muy gratificante, mucho más * S/M o SM. Acrónimo de sadomasoquísmo (Domènech y Martí, 175). Aquí se está refiriendo a los aspectos relativos al sufrimiento físico del sadomasoquismo.
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que si te mantienes simplemente en «éstas son mis normas, acéptalas o no hay juego». Ésa es mi forma de ver el BDSM. OLGA.— Supongo que, en la práctica, eso requiere tiempo y exige mucha energía mental… HUSTON.— Desde luego, has de disponer de tiempo de ocio. Ya lo decían ciertos pensadores: para poder realizarte como ciudadano debes tener tiempo libre, tiempo que puedas dedicar a ir al gimnasio, al BDSM, a leer, a pintar…, a lo que sea. No es necesario tener muchos recursos económicos. Hay mucha gente que no dispone de mucho dinero y que está jugando al BDSM. No es una cuestión de clase social, sino de tiempo y de inquietudes, de elegir a qué quieres dedicar parte de tu tiempo libre. Hay diversas opciones. Algunos prefieren invertirlo en trabajar más, otros en recrearse delante del televisor. Hay gente con muchos recursos y tiempo que no hace gran cosa, otros con menos recursos dedican su tiempo libre a lo que les apasiona. Pero sí, se requiere cierta dedicación, en tiempo y aprendizaje, y también, como tú decías, dedicarle energía mental o, mejor dicho, tener determinadas inquietudes. OLGA.— Aparte de tu pareja, ¿tienes otras sumisas? HUSTON.— Sí, he tenido más sumisas. En el contrato está estipulado que el Dominante puede tener otras sumisas, pero siempre que ella, mi pareja, esté presente, o al menos esté avisada y concienciada. Una de las normas que tenemos es que, cuando jugamos, hemos de estar los dos presentes. Así establecemos una complicidad en el juego aunque dicho juego no sea con mi pareja. Incluso el hecho de que esté presente mientras yo me dedico a otra sumisa, y ella sea ignorada por completo, puede ser una de las formas de humillación. OLGA.— ¿Y también está pactado lo que haces con otras sumisas? HUSTON.— Yo sólo he pactado con mi pareja qué voy a hacer con ella y qué no, y, como antes te decía, si puedo o no tener otra sumisa. Lo que haga con esa otra sumisa dependerá del pacto que establezca con ella. Si a esa otra persona le gusta la lluvia dorada y a mi pareja no, puedo practicarla si me apetece. No hay ningún problema. Así de claro.
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OLGA.— ¿En qué momento tomaste conciencia de que eras BDSM? HUSTON.— Al poco tiempo de iniciar nuestra relación de pareja y de empezar a jugar en serio, empezamos a conocer gente y a movernos por este mundillo. De esto hará unos nueve años. Paulatinamente nos fuimos situando y dando cuenta de que había bastante más gente a la que le gustaba lo mismo que a nosotros y que lo tenía más o menos elaborado. A partir de ahí fue cuestión de ir leyendo, de irse familiarizando con las diferentes técnicas y disciplinas, de procurar conectar con personas interesantes y poco a poco ir creciendo. Lo cierto es que internet tuvo un papel destacado en esta apertura al mundo exterior, ya que a través de los chats pudimos establecer contacto con ciertos grupos y círculos de gente en los que, de alguna manera, nos veíamos reflejados. Y, por supuesto, ver lo que hacen los demás te ayuda a tomar conciencia de que tú estás haciendo lo mismo… Evidentemente, eso no es algo que sucediese de la noche a la mañana. Recuerdo que, en su día, ambos tuvimos que vencer muchos miedos internos. El principal era no saber con quién nos íbamos a encontrar, qué había detrás de la cortina; y nos preguntábamos cómo sería la gente que se dedicaba a este tema, si sería gente normal o qué… Y, bueno, poco a poco, a medida que sales de casa y conoces gente, discriminas y te haces con un círculo de amistades, vas venciendo esos temores y te vas dando cuenta de que en este ambiente hay gente normal. Y también, por supuesto, gente que no lo es tanto. OLGA.— Entonces, a estas alturas, ¿te definirías como BDSM? HUSTON.— Me defino… Bueno…, yo practico el BDSM, pero éste no es toda mi vida, no agota mi vida. Es una parte importante de ella, una parte muy creativa, pero, como cualquier persona, tengo otros intereses. No he hecho del BDSM un estilo de vida… No soy 24/7. En otros ámbitos desempeño otro tipo de roles: en mi trabajo, cuando trato con otras personas ajenas al tema… Por tanto, diría que me defino como BDSM, pero que el BDSM no define todas las facetas de mi vida. No soy de los que llevan por ahí colgado el cartel de BDSM todo el santo día. OLGA.— ¿Qué lugar ocupa para ti la fantasía?
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HUSTON.— Pienso que es uno de los motores del BDSM, tanto para el Dominante como para el sumiso. Sin embargo, yo me considero más bien —y tal vez sea pretencioso que yo lo diga— un hombre de acción en el sentido de que, cuando he tenido una inquietud, una fantasía, más que sumirme en ella o limitarme a soñarla, siempre he pretendido llevarla a cabo, pasar del mundo de las ideas a su realización. A veces me ha salido bien y otras mal, por lo que me he tenido que ir moviendo para, de alguna manera, reconducirlas o encauzarlas. Quiero decir que no soy de los que han vivido de fantasías durante mucho tiempo hasta que han encontrado una persona con la que las han podido realizar, sino que, por el contrario, las he ido cumpliendo a medida que se han presentado. Y claro, el hecho de poder llevarlas a cabo ha servido de estímulo para desarrollar más fantasías y poner en práctica juegos que fueran más allá. Se trata de un proceso de iniciación y retroalimentación divertido que desarrolla la creatividad y evita que la relación de pareja caiga en la monotonía. OLGA.— Supongo que en ese proceso habréis tenido que romper con muchas normas sociales. HUSTON.— Sí, claro. Pero como el paso lo di ya de mayorcito y tenía, por tanto, cierta experiencia de vida, no me supuso ningún miedo el hecho de romper con determinadas normas. El BDSM es algo que he ido aprendiendo en el propio proceso de buscarme a mí mismo. Algo que he ido asimilando a medida que me he cuestionado si las cosas son tal como la sociedad nos inculca, y si la forma en que ésta dice cómo debemos comportarnos se adecua o no a lo que yo quiero hacer. Sólo entonces, cuando maduras y se despierta en ti el espíritu crítico y descubres por fin ese trasfondo de hipocresía social, te das cuenta de que, si estás dispuesto a asumir riesgos, puedes ser feliz haciendo lo que realmente deseas. Siempre y cuando, claro está, que se pueda llevar a cabo en sociedad sin que te comporte males mayores… Pero lo que está claro es que sólo cuando tomas conciencia de eso y estás convencido, puedes rebelarte y coger el timón de tu propia vida. Entonces no podrá frenarte nada de lo que digan los demás. OLGA.— Por lo que dices veo que valoras mucho la libertad, ¿no?
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HUSTON.— Pienso que es básica en todos los ámbitos de la vida y, por supuesto, también en el BDSM. En este sentido creo que he tenido suerte en lo que a mi relación de pareja se refiere. Hay sumisos y Amos que quieren modelar al otro a su imagen y semejanza. Sumisos que buscan un Amo complaciente que haga realidad sus fantasías; y determinados Amos que quieren crear un sumiso que se adecue al perfil que ellos tienen como Amos, moldearlo desde abajo. Yo, por el contrario, pienso que lo más importante que puede otorgarte tu sumisa es su libertad. Y para poder otorgártela primero ella tiene que ser alguien. Luego, como Dominante, puedes dirigir esa relación, conducirla más hacia un lado que a otro…, pero no puedes hacer de la otra persona algo que no es. No funciona. Creo que es preferible que tanto el Dominante como el sumiso tengan previamente la cuestión mínimamente elaborada y que después busquen juntos un consenso. OLGA.— ¿Y qué opinas de las relaciones 24/7? HUSTON.— Considero que es una relación peligrosa. En teoría, se trata de entregar voluntariamente tu libertad por completo, es decir, de una dominación absoluta. Sin embargo, si la relación implica convivencia y se prolonga en el tiempo, llegará un momento en que el sumiso ya nunca podrá recuperar esa libertad, y entonces se creará una dependencia de carácter psicológico. Alcanzado ese estadio, para el Dominante la relación se convierte en una carga, ya que a partir de ese instante deberá tomar todas las decisiones; y la sumisa, por su parte, se verá inmersa en una situación en la que dejará de pertenecerse a sí misma, pues ya no podrá elegir libremente entregarse a su Amo. La entrega se convierte en una necesidad y, en definitiva, la relación de dominación/sumisión en una auténtica esclavitud para ambos. Por mi propia experiencia —hace un tiempo mantuve una—, hay muy pocas relaciones 24/7 que funcionen de manera satisfactoria, incluso cuando se entienden únicamente en términos de disponibilidad, pues se trata de una disponibilidad en función de los deseos del Amo, muchos de los cuales simplemente tienen un morro que se lo pisan. Además, este tipo de relaciones tiene el inconveniente de que para la sumisa es muy difícil diferenciar cuándo se está jugando y cuándo no, lo cual le genera cierto estrés mental. Por otro lado, la disponibilidad total de la sumisa no tiene en cuenta que ésta puede desempeñar en su vida cotidia-
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na otros roles sociales. Por tanto, para llevar una relación 24/7 es necesario que el Amo mantenga a su sumisa económicamente. Sólo de esta manera puede disponer de ella las veinticuatro horas del día. OLGA.— Supongo que te habrás encontrado con muchos Amos que no piensan como tú. ¿Cuál es para ti el auténtico Amo? HUSTON.— El Amo auténtico es el que realmente domina…, es decir, el que no utiliza el BDSM como un medio para conseguir unos fines totalmente diferentes, como puede ser la posibilidad de ligar más. No siempre son todos los que están. No obstante, es muy difícil establecer cuál debe ser el perfil de un buen Dominante, qué debería saber y qué disciplinas debería practicar. ¿Es necesario que sepa hacer un bondage y que le guste el spanking? La verdad…, no lo sé. Yo creo que el buen Amo es aquél capaz de establecer con su sumisa una relación en la que los dos obtengan satisfacción, independientemente de las prácticas y de su nivel. Eso da igual. Si ambos obtienen gratificación…, ya explorarán por sí mismos todas las posibilidades y establecerán sus propios límites. […] Por contra, los malos Amos son aquellos que utilizan el BDSM únicamente como una plataforma para vender su imagen y encontrar una sumisa sexual. Muchos de estos Amos lo único que buscan es una mujer disponible para llevársela a la cama y así lograr su propia y exclusiva satisfacción. Creen que «ir de Amo» es una forma fácil de lograr cierto reconocimiento social y de ganarse el derecho a que cualquier sumisa esté a su servicio. La realidad es que están muy mal vistos en este mundillo. Sin embargo, al que viene de fuera le da la impresión de que si se convierte en Amo va a adquirir cierto estatus en el ambiente. Tal vez eso le sirva para mejorar su autoestima, pero no tiene nada que ver con el BDSM. OLGA.— Tengo la impresión de que el sexo tradicional no está bien visto en el ambiente BDSM… Aunque, por otro lado, corre cierto estereotipo de que los Amos son más sexuales que las Amas. HUSTON.— Bueno, existe un debate interno sobre si en el BDSM se practica sexo, o sobre si el buen Dominante debe practicarlo o no… Para mí está claro que la relación BDSM es en sí una relación sexual. Normalmente existe excitación y juego sexual durante la sesión, y da
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lo mismo que luego a esa excitación se le dé una salida orgásmica o no. Si bien, más tarde o más temprano tiende a materializarse, ya sea dentro de la sesión, ya sea después, cuando ésta se acaba y das rienda suelta al deseo echando un polvo de la hostia. En todo caso se trata de una excitación sexual o una actividad erógena que no se limita a la penetración vaginal, sino que tiene un sentido mucho más amplio. De hecho puedo hacer que mi sumisa se corra sin ni siquiera tocarla. Por ejemplo, en el bondage puedo hacer que uno de los nudos le roce el clítoris y que al tirar de la cuerda y quedar suspendida alcance el orgasmo. ¿Es eso sexo?… Lo que está bien claro es que existe una estimulación sexual, aunque no necesariamente tenga que ser compartida, cómo es el caso del Dominante voyeur, que se excita contemplando como su sumisa juega con otro Amo. […] Lo que sí tengo muy claro es que el sexo no define que la relación sea BDSM ni es el principal leitmotiv. No sólo se trata de buscar a una mujer que esté disponible. El Dominante también tiene que ofrecer algo a la sumisa. Hay algunos que de buenas a primeras te sueltan, ¿y tú sumisa, cuándo me la mama? Pero volvemos a lo de antes: esa persona no está haciendo auténtico BDSM… Bueno…, vale, de acuerdo, es cierto que hay mujeres que quieren ser sumisas sexuales, y Dominantes que quieren tener una sumisa sexual, pero, como te decía, no sé si a estos últimos debería llamárseles Dominantes. La mayoría no saben lo que hacen, son inconscientes. En mi opinión, sobran. Dan mala prensa y pueden cometer barbaridades al tratar de imitar a los que están realmente interesados en el tema, pudiendo llegar a causar lesiones graves a la sumisa e incluso a sí mismos al tratar de usar el látigo o las cuerdas sin estar preparados. Aunque tampoco van a prohibir la entrada a nadie… OLGA.— Y a propósito de las lesiones, ¿cómo crees que os puede afectar la reciente ley de malos tratos? HUSTON.— La he leído y realmente me preocupa el tema. En mi caso me ha generado cierta sensación de inseguridad. La sensación de que estás practicando algo que, debido al resquemor social que existe hacia estos temas y por el hecho de que los Dominantes estén mal vistos, puedes tener problemas serios. Ya nos ha pasado alguna vez que ella ha ido a la consulta del médico con morados. Por suerte en esa
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ocasión el doctor no se dio cuenta. Normalmente procuramos que esto no ocurra reduciendo el juego cuando sabemos que ella tiene prevista una visita médica. Claro que lo mejor es buscar a un médico de confianza. OLGA.— Has dicho que los Dominantes están socialmente mal vistos. ¿Cuál es tu actitud cuando en reuniones de gente ajena a los ambientes BDSM se habla de sexo y, en concreto, cuando se refieren a prácticas BDSM? HUSTON.— Los dejo hablar. Algunos me dicen que han estado en según qué locales BDSM… Yo ni les cuento, ni les dejo de contar. Pienso que, si algún día realmente eso fuera verdad, ya me los encontraría por ese mundillo, porque tampoco somos tantos. Otros te explican que han hecho esto y lo otro con sus parejas. Muchas veces dejan caer chinitas sólo para hacerse los interesantes o para escandalizarte. Yo nunca digo nada a no ser que sepa con seguridad que son del tema. Entonces sí lo comento… No obstante, la gente más allegada lo sabe. No hay ningún problema. OLGA.— Para acabar, sé que tu mujer está embarazada. Delante del cambio que se avecina, ¿os habéis planteado cómo gestionar el tema? ¿Pensáis tomar alguna medida especial? HUSTON.— No creo que vaya a ser más dificultoso. Ya tenemos otras cargas familiares que a veces no nos permiten hacer ciertas cosas. Creo que lo único que haremos será reconducir los tiempos y los espacios del juego. De todas formas… por muchas medidas que tomes…, si alguien vive en casa…, si quiere… Los látigos están guardados, aunque no bajo llave, y supongo que si llega un momento en que mis hijos lo descubren, pues será cuestión de sentarse y hablarlo como cualquier otra cosa.
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Hola [soytuya]. Buenas noches. Q tal? No me suena tu nick. ¿Es la primera vez que entras en el canal Mazmorra? Bueno, sí. Sólo llevo dos días aquí y es la primera vez que me atrevo a charlar a solas con alguien. Es que hasta el momento sólo he estado deambulando por ahí… Soy lo que se dice una principiante. Estaba a punto de marcharme. Demasiado ruido ahí fuera. Gracias por aceptar el privado. Bienvenida. Me alegro de poder conocer gente nueva. ¿Hace mucho que estás en esto del BDSM? Bueno, en realidad no. Antes era una buena chica… Ya sabes, tradicional y todo eso. Pero notaba que me faltaba algo. Hacía tiempo que andaba buscando algo distinto, sin saber muy bien qué. Hace unos meses unos amigos me prestaron el DVD de Historia de O y… me entusiasmó. Entonces estos mismos amigos me hablaron del chat y… ya ves, aquí estoy. Y por lo que has visto, ¿q opinión te merece? No sé…, aquí pulula gente de todo tipo. A veces parece que si no llevas collar es como si fueras un taxi libre. No estoy segura de haber encontrado mi sitio… De todas formas creo que es un poco pronto para hacer una valoración.
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Te comprendo bien. Hay mucho impostor por ahí que cree que para ser un verdadero Amo debe mostrarse como el típico macho dominante. Es gente que busca una sumisa única y exclusivamente para su satisfacción personal. Eso me pareció. Supongo que tendré que ir con un poquito de cuidado. ¿Cómo es que empezaste tú en esto del BDSM? Bueno…, yo, de alguna manera, siempre he sabido que me atraía esto de la dominación. Sin identificarlo con un nombre, claro está, hasta mucho después. De hecho, cinco años atrás nunca había escuchado la palabra BDSM. Antes…, sí, bueno, ya sabía más o menos lo que buscaba, pero sin haberlo concretado demasiado. Cierto que había leído algunos cuentos de Anaïs Nin que tocan el tema de la sumisión, pero, la verdad, no me habían motivado demasiado. No era ese tipo de lenguaje el que me atraía. Fue, al igual que tú, tras ver Historia de O cuando me decanté por el BDSM. Me sentí identificada con la protagonista y fascinada por la relación que mantiene con su Amo. Y entonces me dije, ¡ostras!, esto es realmente lo que me interesa. Me alegro de que estemos en sintonía. ¿Qué fue lo que te atrajo de la película? No fueron las escenas más sexuales, ni las más explícitas, tampoco las más violentas las que más me estimularon. Sino las escenas más D/S, como aquella en la que O se tropieza por casualidad en la calle con el criado del castillo donde ha sido adiestrada. ¿Te acuerdas? El criado, que se había quedado prendado de ella, le propone irse con él, y O no sabe decidir por ella misma si aceptar o no la invitación, por lo que decide llamar a su Amo, sir Stephen, y preguntarle qué debía hacer. Lo que realmente me subyugó fue el poder mental que éste ejerce sobre su sumisa, la fuerza y la firmeza con las que la obliga a rehusar las proposiciones del criado y volver a casa. Desde entonces, en mis relaciones personales he buscado siempre una persona que sea capaz de dominarme mentalmente de esta manera. Yo todavía estoy en ello. He tenido algunas parejas pero nunca he podido compartir con ellas estas inclinaciones.
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Antes de entrar en este mundillo yo también tenía una pareja estándar de ese tipo. Y lo cierto es que a ese nivel funcionábamos bastante bien. Pero he de reconocer que encontraba a faltar algo, que había aspectos de esa relación que no me satisfacían. Era esa necesidad que siempre he sentido de entregarme a alguien. Una necesidad que ya tenía siendo aún una niña; aunque, obviamente, entonces no tenía las ideas muy claras y carecía de palabras adecuadas para expresar lo que sentía. Ya desde muy pequeña… —puede que con 3 o 4 años— me encantaban los chicos y me rodeaba de ellos siempre que podía. A veces me imaginaba que un chico me cogía por las muñecas y comprimía mi cuerpo contra la pared. Era una sensación de sometimiento agradable, como de alguien que puede contigo pero que no te está haciendo daño. Recuerdo también que, cuando me peleaba con mi hermano pequeño, en lugar de defenderme como habría hecho cualquier niño, reculaba y luego, agazapada en un rincón, le rogaba que dejara de pegarme. Y lo curioso es que si entonces me dejaba avasallar, no era por debilidad, sino más que nada por miedo a no poder controlarme y hacerle daño yo a él. A veces pienso que, en realidad, lo que ocurre es que tengo tanto miedo a hacer daño a los demás que necesito a alguien encima que sepa controlarme. No busco una persona que me domine físicamente sino alguien que demuestre ser más poderoso que yo a nivel mental y que sea capaz de ganarse mi admiración venciéndome en un tour de force entre mi fuerza mental y la suya. No sé si me explico. No debe ser fácil encontrar a alguien así. Los hombres que he conocido hasta ahora siempre han pretendido ejercer el control sobre mí por el simple hecho de pertenecer al género masculino. Y muchas veces me daba cuenta al poco tiempo de que era yo quien acababa manipulando la situación. Lo cierto es que hay poca gente realmente capacitada para mantener ese tira y afloja que implica cualquier relación de dominación-sumisión. Se han de poseer ciertas cualidades. Pocos lo comprenden y la mayoría lo rehúyen. Les incomoda. Ya habrás podido comprobar que muchos Amos que frecuentan el canal, más que una relación D/S, lo que buscan es sexo. Y a la que charlas un poco
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con ellos te das cuenta de que todo es parafernalia, y que detrás lo único que les interesa es encontrar pareja sexual, lo mismo que en cualquier canal de contactos. De hecho, para la mayoría de los hombres el BDSM es una forma de sexualidad. Tal vez un tanto más sofisticada y alternativa que el sexo «vainilla», pero un medio de excitación sexual al fin y al cabo. ¿Y para ti no lo es? Mira, para mí básicamente no. A ver…, sí que es verdad que, en general, cuando expreso mi sexualidad me gusta que haya componentes de dominación y sumisión, pero muchas otras veces prefiero una relación más romántica, y otras un contacto más animal. Diría que es como el amor y el sexo. No son lo mismo. Mejor si van ligados, pero a menudo no lo están. Así que, desde mi punto de vista, el BDSM y el sexo son dos cosas diferentes que en ocasiones, pero no siempre, confluyen. Para mí el BDSM es una cuestión más mental que otra cosa. Pero, ya te digo, la mayoría de Amos que conozco lo viven de una manera mucho más sexual. Ya has visto que si entras en el mercado sin collar se te intentan vender de mil maneras: como el Dominante que tú necesitas, el que hará de ti tal cosa o te dará esto y aquello… Te prometen el oro y el moro, cuando a menudo lo único que quieren es follar. Ja, ja, ja. Cierto. Algunos pueden llegar a ser bastante groseros. Sí, bueno, y ya me parece bien que busquen sexo…, pero que lo digan, ¿no te parece? El IRC es un lugar abierto y es inevitable que haya de todo. A veces parece una discoteca: un montón de Amos disputándose una sumisa. El caso de los sumisos lo conozco menos, aunque los pocos que conozco me explican que lo que realmente desean es entregarse a su Ama y que ésta haga con ellos lo que quiera, tenga o no esa entrega un contenido sexual. Claro que también es cierto que muchas Dóminas evitan cualquier contacto sexual, y tal vez sea por eso que a los sumisos no les queda otro remedio que adaptarse a esa restricción y entregarse y servirla sin esperar ninguna satisfacción sexual a cambio. De forma directa, al menos. Que luego
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muchos llegan a su casa y en soledad…, ya sabes. En cualquier caso, mi percepción es que, por regla general, para los hombres el BDSM tiene mucho más contenido sexual que para las mujeres. Ése fue el caso de mi primer Amo, para el cual el BDSM era, claramente, una opción sexual y, de hecho, ésa fue una de las principales razones por las que se acabó nuestra relación. ¿Lo conociste en el chat? Sí, lo conocí al poco de empezar a entrar en el canal. Por entonces mi pareja y yo funcionábamos razonablemente bien. Tampoco es que fuera algo demasiado tradicional. Era una relación abierta en la que cada uno explicaba al otro, con plena confianza, si había estado con otra persona. Sin embargo, como te decía, con él no podía dar rienda suelta a mi necesidad de entrega y en este sentido me sentía insatisfecha, si bien nunca llegué a verbalizar esa insatisfacción. Al cabo de un tiempo, de manera inconsciente, empecé a buscar formas de vehicular y liberar esa energía que desde hacía tanto tiempo permanecía reprimida en mi interior. Y pronto descubrí el chat, un medio que me brindaría la oportunidad de entrar en contacto con gente, de cultivar nuevas relaciones de amistad y, sobre todo, de encontrar una persona que fuera capaz de dominarme mentalmente. En el canal, charlando de forma distendida con unos y con otros de literatura erótica, de Historia de O y de muchos otros temas, descubrí lo que era el BDSM. Empecé a ponerle palabras, a recopilar información picoteando de aquí y de allá, de gente que sabía más que yo, a organizar mis sentimientos en torno a ello, a dotarle de un significado en el que mi experiencia encajara. Una noche, en un privado, conocí a una persona… Una persona culta con la que podía conversar sobre literatura erótica, sobre Historia de O y otros muchos temas que nos interesaban a los dos. Y pronto me di cuenta de que ese desconocido podía ser la persona capaz de catalizar esos íntimos deseos de entrega que hasta ese momento había contenido. Inmediatamente emprendimos lo que iba a resultar una fructífera relación cibernética, y al cabo de un tiempo decidí escogerlo como Amo. Al principio de manera simbólica, poniéndome el collar (sus iniciales entre corchetes después del nick) por iniciativa propia, como muestra de mi voluntad sincera de convertirme en su
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sumisa. Y él, con su silencio, aceptó de forma tácita mi sumisión como un hecho consumado, como una consecuencia natural de la relación que habíamos iniciado. Al cabo de unos meses nos conocimos personalmente. ¡Guau! Y entonces…, me imagino que acabarías rompiendo tu relación de pareja. No, qué va. ¿Por qué? Ya te he comentado que era una relación moderna, abierta a otras experiencias. Y para mi sorpresa resultó que, mientras yo frecuentaba el canal Mazmorra, él, por su cuenta, empezó a chatear en el canal Sumisas, el otro canal importante dedicado al BDSM en el IRC-Hispano; e incluso llegó a tener una sumisa. En el chat íbamos cada uno por nuestro lado y nos relacionábamos por separado con otra gente los fines de semana, contando siempre, eso sí, con el total consentimiento del otro. Sin engaños. Puede parecer un poco contradictorio que, siendo yo sumisa y él ejercer de Amo, fuéramos cada uno por nuestra cuenta, ¿no? Ahora bien…, yo siempre he tenido muy claro que él nunca ha tenido realmente un componente dominante, y tal vez por eso nunca pude desplegar con él esa…, digamos, faceta sumisa, de mi persona. Me parece una historia fascinante. Ojalá todo el mundo tuviera una actitud tan abierta y comprensiva. Yo he tenido algunos novios pasajeros, pero ni se me ha pasado por la cabeza contarles nunca nada al respecto. Supongo que por temor al rechazo. Tampoco he conocido todavía en persona a nadie del canal. Lo cierto es que me da un poco de miedo llevarme una decepción. Te entiendo. Y es que en el IRC puedes llegar a encontrarte en situaciones bastante desagradables. Hay gente que te lo puede hacer pasar realmente mal. Muchos Amos proyectan en el BDSM una de las fantasías eróticas más habituales de cualquier hombre heterosexual. Ya sabes, dos mujeres realizando un numerito lésbico y él después sumándose para consumar un trío. Y lo peor es que presuponen que cualquier sumisa tiene per se un componente lésbico. Pues no. No es mi caso. A mí no me gustan las mujeres.
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Y es que hay una serie de normas o estereotipos no escritos que corren por los circuitos BDSM y que las sumisas van captando y que, en muchos casos, acaban asumiendo. Como el tema de la penetración anal y el fisting. Toda una obsesión masculina. Son prácticas que por el simple hecho de ser sumisa consideran que te han de gustar. Y no necesariamente. A tal mujer le gustará y a tal otra no. Como en todo, ¿no te parece? Sí, ya me han hecho unas cuantas propuestas de ese calibre. El peor prejuicio es aquel según el cual se presume que una sumisa no puede tener criterio propio y debe tratar a todos los Amos como si fuese suya. Una especie de propiedad comunal a la que cualquier fulano que se haga llamar Máster o Amo puede acceder sin pedir permiso. Lo que ocurre es que Historia de O ha calado profundamente en el imaginario BDSM y los Amos tienen en la mente la idea de un castillo repleto de sumisas a su disposición que pueden utilizar como si se tratara de un pañuelo colectivo. A veces no es fácil distinguir la fantasía de la realidad, sobre todo para algunos. Hablas como si lo hubieses vivido en tus propias carnes. En buena parte la relación con mi primer Amo terminó debido a que compartía esas ideas preconcebidas. A mí no me hacía ninguna gracia que tuviese otras sumisas. Pero, en todo caso, necesitaba sentir que para él yo era la más importante. Y me parecía que estas condiciones no se estaban cumpliendo en absoluto. Luego…, te puedes imaginar: empezó a presionar para que tuviera una sesión con otra sumisa. Me negué en redondo pero él se empecinó en el tema, con lo cual yo todavía me cerré más en banda, y al final me amenazó con que si no lo hacía yo, lo haría otra. Simplemente estaba intentando complacerse a sí mismo sin contar conmigo ni tener en cuenta mis necesidades, aprensiones y escrúpulos. Y la cosa se fue degradando poco a poco, y acabó como tenía que acabar, rompiéndose. No sé… Tal vez en aquella época él era demasiado joven para entenderlo. Hoy en día continuamos siendo amigos, pero sigo pensando que no actuó bien, que sólo se preocupó por sus intereses.
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Es curioso, alguien me dijo hace poco que las relaciones BDSM eran las relaciones más democráticas que existen. Bueno, de alguna manera es cierto, o al menos ése es el ideal. Cierta vez una persona en el Rosas lo definió muy bien: una relación BDSM es, ante todo, un negocio. Han de salir beneficiadas las dos partes. Si alguna no obtiene la gratificación que busca, la relación está condenada al fracaso. Tardará más o menos, pero al final se ira todo a tomar por saco. Y eso siempre es así, sea quien sea el que ejerza el control de la situación y fije las condiciones del pacto. Bueno…, supongo que el que siempre lleva las riendas es el Dominante, ¿no? En el caso de los masoquistas no suele ser así. Por lo que sé, en el fondo son ellos los que desempeñan el rol dominante y utilizan al otro para la obtención de su propio placer. Por esa razón acostumbran a marcan muy claro lo que quieren, es decir, dolor; y provocan al Dominante, manipulándolo a su antojo para obtenerlo. Dominan desde abajo. A veces las sumisas nos reímos un poco de ese tipo de juego en el que el masoquista acaba siendo el que fija las reglas. De hecho, muchas veces contratan los servicios de un Ama profesional, ya que, como clientes, pueden especificar exactamente lo que quieren y marcar las directrices de la sesión, a veces incluso hasta el más ínfimo detalle. En la mayoría de los casos son los que piensan y, por consiguiente, los que dominan. Quien paga manda, dice un proverbio, que rige incluso en el mundillo del BDSM. En cambio, entre un verdadero sumiso y un auténtico Dominante se da una negociación continua. Una negociación en la que las dos partes entran en juego y obtienen algún tipo de satisfacción. Si la cosa funciona, se entabla siempre una lucha de fuerzas en la que el Dominante se ha de imponer por méritos propios. Por ejemplo, una sumisa suele saber cómo dar motivos para que su Amo la castigue, y puede tratar de provocarlo, pero si éste es lo suficientemente inteligente y fuerte a nivel mental, debe ser consciente del juego, manejar la situación y reconducir su respuesta para seguir manteniendo el control. Es una cuestión más mental que otra cosa, un juego en que la mente
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pensante se reparte entre ambos sujetos y en el que el Dominante suele salir victorioso; y, sobre todo, en la que necesariamente la gratificación ha de ser mutua. Si esto no sucede, a la larga la transacción acabará fracasando. ¿Ése es el tipo de relación que ahora tienes con SST? Sí, por supuesto. Cuando conocí a SST tenía muy claro que no quería repetir la misma historia que con mi primer Amo, así que desde el principio le marqué los límites que yo consideraba inamovibles, aquellos en los que no estaba dispuesta a ceder. Chicas no, le impuse; y otra sumisa…, ni hablar. Y él, en principio, estuvo de acuerdo. En el chat mucha gente me pregunta por mis límites y no sé qué contestar. En una ocasión un Amo me aseguró que él me ayudaría a traspasarlos. ¿Tú crees que debería intentar superarlos? Creo que todos tenemos unos límites, los que sean, límites que rebasarlos entra en conflicto directamente con nuestros escrúpulos o nuestros valores morales fundamentales, como son el respeto a los menores, a la vida humana y cosas por el estilo. El resto de cosas hasta cierto punto son negociables, y la verdadera gracia de un Dominante consiste en saber guiarte con tacto y ayudarte a superar esos tabúes que, sin ser del todo insalvables, a todos nos cuesta vencer. Es como si te da miedo el agua. El mal Dominante te tira a la piscina sin más y no tiene en cuenta tu pánico, con lo cual lo más probable es que sufras un colapso o algo peor, se acreciente tu fobia y nunca más quieras volver a probarlo. El bueno, por contra, se tira él primero y se lo monta para que te resulte atractivo, y sin darte cuenta poco a poco te cubra el agua hasta el cuello. Eso es lo que yo le pido a mi Amo y, por fortuna, es el caso de SST. Por eso seguimos juntos, porque cada uno piensa no exclusivamente en su propio placer, sino también en las necesidades y los miedos del otro. Si lo piensas, tampoco es que sea muy diferente a las relaciones «vainilla», ¿no? El problema es que, no sé por qué oscura razón, mu-
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chos Dominantes están convencidos que en el mundo BDSM la cuestión es categóricamente distinta. Es como si creyesen que su rol es superior y les otorgara todos los derechos sobre su sumisa con un mínimo de obligaciones y, de acuerdo con estas premisas, se arrogaran el privilegio de exigir de ella una cesión incondicional de su voluntad a cambio de nada. ¿Y has conseguido superar tus tabúes? Por lo que respecta a las chicas, pues…, bueno…, resulta que, en un momento dado, hubo otra sumisa (imagino tu sonrisa al otro lado de la línea), pero se lo hizo de tal manera, con tanta habilidad, que consiguió que yo superase ese recelo y que tuviera incluso ganas de probarlo. En eso consiste, creo yo, la destreza del rol dominante, su auténtico arte: en salirse con la suya sin que lo vivas como una imposición. Claro que eso implica que el amo ha de trabajar mucho y estar muy pendiente de su sumisa, conocerla a fondo y hacerse cargo en lo posible de sus necesidades. Sólo así puede obtener lo que desea de ella y a la vez hacerla feliz. Muy poca gente es capaz de cumplir bien con ese rol, y por eso muchas sumisas acaban muy cascadas. A menudo se muestran incrédulas cuando les explico que mi Amo no me obliga a hacer nada que realmente no quiera hacer. También he conocido a algunos que se dicen Amos y que, en el fondo, están desequilibrados. Son Dominantes que han ido de sumisa en sumisa y que las han machacado tanto que todas han acabado desquiciadas, víctimas de auténticos malos tratos psicológicos. Lo he visto infinidad de veces. Espero que a ti no te suceda nada de esto. No es que trate de meterte miedo pero nunca está de más tomar precauciones. Que de todo hay en la viña… Te agradezco de veras el consejo. Supongo que al principio no es fácil verlo venir. ¡Es tan difícil dar con la persona apropiada…! Por eso es tan importante el lema de «Sensato, Seguro y Consensuado» como definidor fundamental de lo que es una relación BDSM. Por mucho que la humillación forme parte de las prácticas BDSM, el respeto hacia la otra persona debe constituir la premisa fundamental.
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Por otro lado, tampoco hay que dejarse seducir demasiado por los discursos superelaborados, ya que a menudo hacen agua por todas partes y sólo sirven para esconder carencias y compensar determinados complejos. A estas alturas suelo identificar a estas personas rápido, y a la que huelen que conmigo no les valen sus discursos, me suelen dejar en paz. Tal vez sea por eso que en el canal me he ganado cierta fama de ser un poco borde, para qué nos vamos a engañar. Pero es que ya no estoy para determinadas tonterías, así que procuro quitarme a los moscones de encima sin muchas contemplaciones. Por fortuna, desde que me presento en el chat con el collar que indica mi pertenencia a mi Amo, todo el mundo sabe que conmigo no tiene sentido flirtear ni hacer absurdos alardes de dominación. Y después de todas estas idas y venidas, ¿en qué lugar ha quedado tu antigua relación de pareja? Al principio todo siguió igual. Pero luego la relación con SST empezó a profundizarse y a ir más allá del BDSM y, de hecho, pronto se convirtió en mi auténtica pareja. Con lo cual, a pesar de que seguimos viviendo juntos durante un tiempo, la relación con mi marido pasó a ser una buena amistad, una relación que funcionaba a nivel de la convivencia pero nada más. Al cabo de poco tiempo fue él mismo el que, dados los hechos consumados, nos animó a que nos fuéramos a vivir juntos. Fue, por tanto, una separación civilizada y de mutuo acuerdo. Me alegro. En mi caso cada vez que he cortado con uno de mis novios ha sido un verdadero trauma. Dime una cosa…, con tanto Amo arrogante como corre por el chat, y ahora que tienes una pareja estable BDSM, ¿sigues conectándote a menudo? Sí, sí, por supuesto. En la actualidad me conecto cuando tengo un rato libre y ganas de charlar. A veces simplemente dejo el nick y espero a que alguien me solicite un privado. Y suelo aceptarlo cuando sé que es alguien interesante o cuando es alguien nuevo. Como esta noche contigo. A pesar de que tiene cosas negativas, tampoco hay que exagerar.
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El IRC sigue siendo una herramienta fantástica, un medio fenomenal para entablar contacto con gente interesante. Gente culta y sensible con la cual puedes charlar acerca de cualquier cosa, compartir aficiones y experiencias, y hablar abiertamente de BDSM sin que te tilden de loca. El problema esencial en Mazmorra o en Sumisas es que pulula mucha gente que no es auténticamente BDSM, gente que curiosea y trata de imitar lo que en absoluto comprende. En contrapartida, aparte del gran pelotón, también topas con internautas con un nivel cultural muy elevado que saben muy bien de lo que están hablando, y de los cuales puedes aprender mucho. Son los que acostumbran a dejarse ver por locales donde se practica BDSM real, como el club Rosas5 (¿has ido alguna vez?, te lo recomiendo: un ambiente agradable y selecto). No queda más remedio que discriminar y ser selectiva si una quiere evitarse disgustos y sorpresas desagradables. Y es que, como siempre digo, corre por Mazmorra una fauna… que perfectamente se podría taxonomizar. Quién sabe, tal vez algún día me dedique. Se los distingue incluso por la forma de escribir. No sabía que hubiese clubes BDSM en España. Sólo tenía noticias de esas fiestas que de tanto en tanto se celebran en grandes espacios. Las que suelen anunciarse en el chat. Una noche asistí a una en el Mephisto. Etiqueta y todo eso. Divertido y curioso. La cosa acabó derivando en una auténtica orgía. En el Rosas te puedes encontrar con auténticos practicantes que, salvo excepciones, saben lo que se traen entre manos y cómo comportarse. No se trata de establecer grandes criterios elitistas que excluyan a todo el mundo, pero yo me inclino a pensar que el BDSM real requiere cierto nivel cultural, e incluso cierto desahogo económico. En cualquier caso, es imprescindible una buena educación en el respeto, determinada sensibilidad y recursos intelectuales para mantener una conversación más o menos elaborada. Como mínimo hay que saber estar. Por el contrario, en esas fiestas que me comentas te puedes encontrar de todo. En Madrid he asistido a alguna y he visto que son el acabóse…, lo mismo que esas fiestas del instituto en que la gente va muy pasada de vueltas y se pasa tres pueblos. Poco que ver con el auténtico BDSM.
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Algo similar ocurre en el IRC, donde el anonimato permite que se cuele gente que no tiene ni idea de BDSM y que, a fin de cuentas, nunca hará nada que tenga que ver con éste en la vida real. Un nick puede incluso servir de camuflaje para gente peligrosa, como aquel tío que utilizó hace poco los canales de bondage en Estados Unidos para infiltrarse en el mundillo y pelarse una por una a cinco sumisas con las que previamente había concertado una cita, las cuales no habían tenido la precaución de utilizar la famosa llamada de seguridad. Y no te estoy contando una leyenda urbana. Así que (sin ánimo de alimentar ninguna paranoia) ya sabes, cuidadín, que no es cuero todo lo negro que reluce. Debe ser una gozada conocer a gente de confianza que tenga experiencia real en el BDSM. Supongo que habrás aprendido muchas cosas gracias a ellos. Sí, desde luego. Aunque yo tampoco soy mucho de salir ni de relaciones grupales. Siempre digo que en el Rosas me siento a gusto y acostumbro a recomendar a gente de confianza que vaya y lo conozca; pero, al mismo tiempo, reconozco que prefiero ir un poco por libre. De hecho, la mayor parte de las cosas que he aprendido sobre BDSM ha sido leyendo artículos de revistas, libros especializados y el largo etcétera de material sobre el tema que ha pasado por mis manos, donde de tanto en tanto encontraba algo interesante. Sin embargo, por mucho que aprendas, lo cierto es que no existe una única manera de entender el BDSM. Existen muchos puntos de vista, muchas sensibilidades distintas. Aunque supongo que todo el mundo estaría de acuerdo en que son relaciones y actos que rompen un tanto con la sociedad establecida, con las normas morales del buen comportamiento en la intimidad, actos y actitudes que implican una cesión de poder, siempre, claro está, en unas condiciones de salubridad, seguridad y, por supuesto, pactadas por consenso. Ahora bien, fuera de ahí… Hay gente para la cual el BDSM es antes que nada una forma de sexualidad alternativa, una ruptura con la rutina inhibidora del deseo que suele aquejar a la sexualidad tradicional. Otros, sin embargo, priman los elementos del juego y pueden incluso prescindir completamente del intercambio sexual. Yo, por mi parte, aun admitiendo que
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pueda incluir un componente erótico y tener un carácter lúdico, doy prioridad a la dimensión de poder mental que implica la relación de dominación. Es un poco lo que te explicaba antes: me doy tanto miedo a mí misma que es como si necesitara que alguien, de alguna manera, fuera capaz de controlarme y someterme por medio de su poder mental, alguien que, por esa misma razón, mereciera mi admiración. Mi referente principal respecto a las relaciones de dominaciónsumisión sería el de las geishas. Es un mundo que me interesa mucho. Para mí es como una especie de ideal con el cual me identifico: esa actitud de intentar siempre complacer a los demás, de querer ser agradable… Supongo que tiene que ver con la acuciante necesidad que tengo de ser aceptada dentro de los grupos y de recibir respuestas positivas hacia mi persona. Sin embargo…, es curioso pero, en otras facetas de mi vida, suelo mostrarme mucho más dominante y casi siempre trato de imponer mis criterios. Hasta podría decirse que soy mandona. Parece una contradicción, ¿no es cierto? De todas formas, no creo que nadie sea cien por cien Dominante o sumiso. Yo tal vez en el fondo haya encontrado en el BDSM una manera de equilibrar mi vida y de dejarme ir, cosa que fuera de ese ámbito no puedo hacer. En el BDSM no tengo que pensar, no sufro el desgaste de tener que decidir, pues tengo a alguien que me cuida y que disfruta eligiendo por mí. Me permite relajarme, soltar el timón de mi vida y, al mismo tiempo, me ayuda a mejorar mi autoestima, ya que pienso que si alguien me ha elegido, si una persona mentalmente superior se ha interesado por mí, me cuida y me desea en todos los sentidos, debe ser porque poseo alguna cualidad valiosa. Tal vez por esa misma razón me repele tanto la práctica de la humillación dentro del BDSM. Hace poco leí en un libro que los que se dedican al BDSM son los nuevos místicos del siglo XXI. Quizá eso sea un poco exagerado, pero algo hay de verdad. Para mí, desde luego, más que un juego o una relación erótica, el BDSM es una experiencia afín a la experiencia mística, algo muy cercano a lo que sientes cuando te entregas en cuerpo y alma a una comunidad religiosa o a alguna causa. Durante una sesión hay
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momentos en que puedo llegar a sentirme en comunión con el Dominante. No sé si has tenido alguna vez la oportunidad de experimentar algo parecido. Puede que sea el mismo estado de disolución con una entidad superior que experimentaban santa Teresa y san Juan de la Cruz. Es algo complejo, una especie de nirvana en el que te sientes reforzada y protegida. Y el impulso que te lleva a buscarlo no se puede reducir simplemente a las consecuencias indeseables de una determinada relación con el padre, como hacen algunos psicólogos y psicoanalistas; como es el caso, sin ir más lejos, de uno al que yo misma recurrí durante un tiempo. Que por muy moderna que se presenten la psicología y la psiquiatría como ciencias, muchas veces los expertos tienden a problematizar cualquier conducta o sentimiento que la sociedad considere desviada, especialmente en lo referente a la vida sexual, y a tratarla como un signo inequívoco de inmadurez emocional, o a juzgarla como una fantasía aberrante que es aconsejable no llevar en ningún caso a la práctica. Es inútil discutir sobre el tema. Me pone a cien. Yo también asistí a algunas sesiones con un psiquiatra y, la verdad, no me ayudó mucho. Me sentía culpable de mis sentimientos y me costó mucho confesarle que tenía fantasías de sumisión. Y cuando por fin lo hice pareció encantado de haber descubierto por fin la raíz de mis problemas depresivos. Lo que más me aterra es que si un especialista al que supongo instruido y de mente abierta reacciona de esta manera, no quiero ni imaginarme qué podrían decir mis familiares y no pocos de mis amigos si algún día llegaran a enterarse. Y en una ciudad pequeña como la mía… Ya se sabe. En mi caso, por fortuna, nunca me he sentido culpable ni he albergado ningún sentimiento negativo respecto a este tema. Tengo la autoestima baja en otros aspectos pero no en lo que respecta al BDSM. Tal vez, precisamente, porque no lo vivo como un tema sexual, ni me gusta la humillación; sino que, al contrario, entiendo la sumisión como una actitud que podría asimilarse a otras que todavía están socialmente bien valoradas, como son entregar tu vida a una empresa o ingresar en una comunidad religiosa. Lo cierto es que cuando la gente que desconoce el carácter real de mi relación con SST me ve servirlo y tratarlo como a un rey, lo consideran como una prueba posi-
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tiva de amor y de observancia de los roles de género tradicionales. Todo queda solapado y de puertas afuera no está mal visto. Por otro lado, tampoco nunca me he sentido sucia ni me he avergonzado por nada que haya podido hacer en mi vida sexual, tuviera o no que ver con el BDSM. Me puedo haber arrepentido porque tal o cual práctica no me haya aportado nada, pero jamás me ha hecho sentirme mal ni humillada. De todas formas, imagino que tú también habrás tenido que mantenerlo oculto. No creas. Nunca he tenido ningún problema en hablar abierta y distendidamente de BDSM con la gente que me ha preguntado y se ha interesado por el tema, y la respuesta ha sido generalmente buena, incluso en el ámbito laboral, tal vez precisamente porque lo vivo de esa forma positiva que te comentaba. Tampoco es algo que una vaya exhibiendo por ahí y se lo explique a todo el mundo indiscriminadamente. Soy consciente de que es algo que puede herir determinadas sensibilidades. Si sale el tema, hablo de ello con franqueza y punto. No se trata de ir incomodando a la gente con detalles de tu vida privada que pueden resultarles embarazosos. De hecho, hay personas (gente mayor por lo general), a las que ni siquiera puedo explicar que estoy separada de mi primer marido. A mis padres tampoco se lo he dicho, pero de la misma manera que tampoco les explico detalles de mi vida sexual y ellos, a su vez, no me cuentan la suya. No son temas que normalmente se traten entre padres e hijos. De todas formas si algún día tengo un hijo no se lo ocultaría. Más bien, procuraría hablarle con sinceridad, aunque sin ostentación. En fin…, que siempre he intentado llevarlo de una manera natural y no hacer bandera de ello, al contrario de algunas personas que lo van pregonando a los cuatro vientos. Es cierto. Me he encontrado con gente que parece bastante obsesionada con el tema. No son mayoría, pero los hay. En general son personas algo mayores que yo o que residen o han residido en localidades pequeñas y cerradas. La mayoría se han pasado media vida repri-
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miendo y padeciendo de forma tormentosa esta faceta de su sexualidad, y una vez la liberan y por fin la pueden expresar, hacen del BDSM el centro de su existencia y la esencia de su identidad. En algunos casos llega a convertirse una obsesión enfermiza y prácticamente no saben hablar de otra cosa. Es el síndrome del novato, del que aterriza en esta historia y a partir de entonces no haría ninguna otra cosa. A mí la fiebre me duró unos meses y luego la cosa se normalizó, como ocurre en el enamoramiento. Pero hay gente a la que le dura mucho más tiempo. Yo diría que afecta más a hombres dominantes, al menos por lo que respecta al IRC, que es lo que mejor conozco. A veces se organizan cenas a través de la red, reuniones que acaban siendo monotemáticas. Puede llegar a resultar asfixiante. Quién sabe, a lo mejor yo acabo pareciéndome a una de esas personas. No necesariamente. Yo no considero que el BDSM sea lo más importante de mi vida. Es una parte más. Importante, sí, pero de la que, llegado el caso, podría prescindir si fuera necesario y seguiría viviendo perfectamente, como hacía antes de conocer el chat. Aunque, lógicamente, volvería a sentirme incompleta. La mayoría de sumisas y sumisos que conozco en el chat tienen, como yo, las cosas bastante claras y no suelen ser tan obsesivos ni marear tanto la perdiz. Aunque también es cierto que me he topado con muchos que en realidad no pertenecen a este mundo o que han llegado a él de rebote y que utilizan el BDSM simple y llanamente como medio para encontrar pareja. De hecho, existen muchas personas que en otros espacios lo tendrían difícil para encontrar a alguien que les hiciera caso y que en el chat Mazmorra, por el mero hecho de estar dispuestas a someterse a un Dominante, conocen al que creen que es su media naranja. Te hablo sobre todo de mujeres con sobrepesos importantes o defectos físicos graves, o que están en situaciones delicadas, como madres solteras con pocos recursos económicos. Eso implica que en los canales BDSM sea habitual encontrar mayor proporción de personas con peculiaridades físicas o problemáticas sociales complejas que en otros canales. Es una cosa que llama poderosamente la atención si no estás acostumbrada. Y claro, se va retroalimentando, y si le sumas los prejuicios ya existentes respecto al
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sadomasoquismo, y el circo mediático montado alrededor del látex, los pies, el látigo y demás fetichismos, todo en conjunto no contribuye demasiado a contradecir la imagen social del BDSM como un mundo formado por un hatajo de locos y pervertidos. Bueno [hetaira{SST}], ha sido un placer hablar contigo. Espero encontrar pronto un Amo de confianza al que poder entregarme y alcanzar ese nirvana del que me hablabas. Ha sido una conversación muy estimulante e instructiva. Es tarde y mañana he de levantarme temprano. El placer ha sido mío. Ahora ya sé tu nick y podremos charlar otro día. Ánimo. La mayor proporción de hombres que de mujeres en este mundo te favorece. Yo siempre digo que aquí, en lo que a la oferta y la demanda se refiere, si tienes un pene tienes un problema. No tengas prisa y piensa que las malas experiencias forman parte del aprendizaje. Un beso.
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Los inicios de esta pequeña historia —mi intrahistoria— se remontan a los escenarios de la niñez, a esos parajes discontinuos, plagados de lagunas e imágenes teñidas de nostalgia que sobreviven, pertinaces, a la inexorable amnesia dictada por el tiempo. Recuerdo aquellos ojos somnolientos, de párpados perezosos, extraviados de continuo hacia el reloj de pared que presidía nuestro tedio; aquellas lecciones interminables, impartidas bajo el omnisciente retrato del caudillo que, desde su altura, marcial e impasible, supervisaba los primeros peldaños del adoctrinamiento de las nuevas huestes de españolitos. Recuerdo —¿cómo no?— a las señoritas, mujeres de feminidad acorazada en batas docentes y juventud carcomida, que deambulaban por el estrado con la regla, la palmeta o la batuta en ristre, perorando en tono monocorde sobre las bondades del espíritu nacional y la moral católica, o dirigiendo el coro borreguil de la tabla del nueve. Allí las veo, altivas, encaramadas sobre el estrado, urdiendo en su fuero interno la asechanza de una pregunta al vuelo, ojo avizor a la ignorancia o al desacato insolente de aquellos cabezas huecas en pantalón corto que se estremecían —nos estremecíamos— de miedo bovino o se morían de puro e insumiso aburrimiento. Y cuando la falta o el desliz se concretaba, aquellas solteronas con vocación carcelaria aprovechaban la coyuntura para derramar sobre nosotros sus arrebatos de crueldad cosiéndonos a reglazos en las yemas de los dedos, palmetazos en el trasero o bastonazos destinados a sincronizar las neuronas desmandadas de la sesera; o desahogaban su frustración barriendo nuestra jeta imberbe con una ráfaga de hostias sin consagrar. Que la letra —y la doc-
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trina, de paso— con sangre entra; o si no con otros fluidos, como cuando nos obligaban a trasegar leche agria para purgar nuestro error. Otras veces gustaban de demostrar su arbitraria autoridad exponiendo con saña nuestra ignominia de hinojos en la picota o exornando nuestro insípido atuendo colegial con denigrantes rótulos gigantes cuya leyenda proclamaba la dureza de nuestra mollera o parafraseaban con nítido laconismo la trastada de turno. Varias veces me hice acreedor de estas mezquinas y desproporcionadas humillaciones que con ceñudo deleite aquellas sádicas —último eslabón de la cadena de trasmisión del régimen—, nos infringían sin miramientos; vejaciones que, en función de la índole del destinatario, la candidez sensible magnificaba, o resbalaban en el pasotismo impermeable del gamberrete sin apenas causar mella en su conciencia. Yo pertenecía, muy a mi pesar, a la primera categoría, subgrupo al cual las maestras, al oliscar tal vez la ambrosía de una debilidad a la que poder hincarle el diente, con más encono o placer carroñero propendían a mortificar con aquellos despiadados baldones. Tengo presente con claridad la sensación de colapso abrumador que me atenazaba cuando, pillado en una infracción o negligencia, era reprendido por aquellas arpías entradas en años —y a veces, para más inri, en quilos— y era sometido a uno de sus sistemas correctivos de oprobio público predilectos; un sistema adicional de perversa procacidad con aromas inquisitoriales que consistía en acomodar el pequeño cuerpo del alumno réprobo en el trono que la docente habitualmente ocupaba frente a la pizarra —tal vez una velada alusión a métodos punitivos más drásticos—, y aplastarlo acto seguido en aquel improvisado cadalso con sus mórbidas y rebosantes posaderas. Al rememorarlo, casi puedo revivir físicamente mi azorado estupor ante aquel inicuo abuso de poder —el peso de la ley concentrado en mi frágil abdomen—, sometido como era a aquellas angustiosas humillaciones que rozaban el estupro, cuando no —yo nunca fui un niño corpulento— el infanticidio; mientras de fondo percibo la negra e insolidaria hilaridad —más nerviosa que cáustica— de mis compañeros, que a menudo explotaba en una ráfaga estruendosa de carcajadas, a mi entender más sospechosa de servir de conjura preventiva que de manifestación de un humor retorcido. Más tarde, tras sonar la campanilla que ponía fin a las clases, solía regresar a casa enfurruñado, rumiando en el paladar la bilis del
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odio que secreta la impotencia, sintiendo el viscoso tacto del escarnio en la piel que impide restañar el orgullo herido. Sin embargo, cuando por las noches, una vez remitido el paroxismo del rencor, revivía en la seguridad de mi habitación la sensación de vulnerable parálisis que había experimentado por la mañana, me arrebataba un placer indescriptible, un estremecimiento acaparador que sustraía del mundo todo mi ser reconcentrándolo en sí mismo, en un agradable egocentrismo mental que desencadenaba una extraña implosión sensorial, una especie de ensimismamiento de los sentidos que mi discernimiento infantil era incapaz de explicar. Al principio el objeto de tales expansiones o chapuzones en las tibias corrientes subterráneas del erotismo asomaba difuso, inconcreto, cuanto más una abstracción nebulosa de una feminidad investida de una autoridad tan amplia como indefinida. No obstante —y sin que me sea posible fijar el origen de tan singular sinécdoque del deseo—, cada vez me fui sintiendo atraído con más fuerza por los pies de las mujeres que tenía a mi alcance. Primero me fijé en los pies de las maestras, cuyos tratos vejatorios alimentaban mis fantasías nocturnas. Luego dirigí mi selectiva atención hacia las niñas; y paulatinamente mi codicia o monomanía fetichista se fue ampliando hasta abarcar el resto del género femenino, cuya sola presencia envaraba mis movimientos y me entorpecía el habla. Tal era el caso de la criada que vivía junto a nuestra casa, una gallega rubia y altísima que solía calzar unos zuecos o unos botines, a la que imaginaba reprendiéndome de mil formas y por mil motivos distintos, y a la que al final de mi ensoñación acababa besando los pies. No es que pueda hablar, a esa edad tan temprana, de una sexualidad definida o encarrilada, herrada ya con el marchamo acusador de la desviación; lo que sí sé es que aquella fijación obsesiva por las extremidades femeninas —esa balbuciente retórica del deseo—, vinculada mediante engranajes misteriosos al mudo rubor que la simple presencia de una mujer me provocaba, se fue adueñando de mi inocencia y a menudo irrigaba mi entrepierna, por lo demás todavía inmadura y con funciones básicamente mingitorias, pero en absoluto indiferente a aquella vaga y placentera bruma de sensual concupiscencia. Al libre desarrollo de ese incipiente erotismo contribuiría, paradójicamente, la nula educación sexual de la época. Dicho silencio administrativo en tan delicadas cuestiones —que se dejaban a la buena
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de Dios o encomendadas al coscorrón ocasional de sus ministros— tuvo la ventaja de tolerar en nuestros espíritus infantiles la supuración de una inocua lubricidad; voluptuosidad que, más adelante, con el advenimiento de la pubertad y su materialización venérea en forma de apetencias carnales y súbitas poluciones nocturnas —efusiones extemporáneas de esperma que los menos avisados entre nosotros confundíamos con vergonzantes derramamientos de orina—, devenía en un problema de orden público y debía, por tanto, ser contenida de inmediato y canalizada mediante los diques morales de la monogamia fértil, cuando no erradicada por la mojigata guadaña de la abstinencia. Pero antes de que la testosterona contaminase con sus urgencias y sus humores impuros ese período pionero del propio erotismo, aquellos sentimientos imprecisos y excitaciones intransitivas que germinaban en nuestro interior todavía no habían sido mancillados por la culpa, esa mala hierba parasitaria que suele arraigar en las conciencias adolescentes. De ahí que pudiéramos experimentar aquellas desconcertantes pero agradables sensaciones de forma natural, a escondidas tal vez, pero libres de remordimientos y prejuicios. En mi caso procuraba exprimirlas al máximo al calor del pequeño cuarto en el que aislaba mis íntimos anhelos del mundo exterior y de cualquier escrutinio inquisitivo de mis padres. Poco a poco, a medida que exploraba mi propio cuerpo e iba avanzando hacia la madurez, fui descubriendo que yo mismo me podía provocar a voluntad aquellas situaciones de sometimiento que tanto placer diferido me venían procurando al final del día en forma de tenues convulsiones sísmicas, réplicas benignas a varias horas del epicentro. Recuerdo que a los 11 años me divertía desafiar a chicas de mi edad, a las cuales, como es sabido, durante esa etapa temprana del desarrollo el dimorfismo sexual les es favorable. En concreto, disipaba mi aburrimiento acosando a un grupo de amigas un poco mayores que veraneaban en la misma localidad playera que mi familia. Dos de ellas eran sendas beldades adolescentes; la tercera, en contraste, era una chica bastante rellenita y escasamente agraciada. Así que, espoleado por el ambiente relajado y calenturiento del estío, entretenía la ansiedad libidinosa merodeando aviesa y golosamente aquel heterogéneo grupito de mozas cuyas apetecibles redondeces púberes apenas empezaban a aflorar; y con esa crueldad ingenua —pero no por eso menos dañina— que sólo los críos destilan, en el momento más ines-
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perado, cuando mi impaciencia había consumido mi discreción, abandonaba mi escondrijo y aparecía de repente ante aquellas tres gracias de belleza dispar para increpar a voz en grito a la gordita llamándola «¡piernas de cerdo!». Como era de esperar tras semejante ofensa, las dos amigas, envalentonadas por el hecho de saberse físicamente superiores, arrancaban en pos de mi persona para vengar a su compañera agraviada y darme con intereses mi merecido. Yo salía pitando de allí, galopando como si me fuera la vida en ello, y ponía tierra de por medio sin la menor dificultad. Mas, poco a poco, como fingiendo un prematuro agotamiento, aminoraba sutilmente la marcha y permitía que las dos muchachas me dieran caza. Entonces se abalanzaban sobre mí, me agarraban por el cuello, me derribaban y se cebaban con el alfeñique que a su lado parecía, de la misma manera despiadada con que se habrían desprendido de los muñecos descacharrados con los que hacía poco habían renunciado a jugar. Luego, mientras las otras me inmovilizaban de pies y manos, la más furiosa montaba a horcajadas sobre mi abdomen y restablecía a mamporros el honor lastimado de su amiga. Yo fingía debatirme en el suelo, impotente como un gato panza arriba, cuando en mi fuero interno aceptaba de buen grado sus embates y me retorcía de inconfesable satisfacción bajo la férula de aquel gineceo vindicador. Creo que, con el tiempo, aquellas escaramuzas acabaron convirtiéndose en una suerte de extraño ritual cuyas reglas informales eran aceptadas por ambas partes, y que alcanzó su punto culminante el día en que, hastiadas o divertidas por la reiteración de mis desconsideradas maniobras de hostigamiento, me arrojaron por turnos sendos escupitajos en los ojos. Aquel agravio que, aunque de sobras merecido, a cualquier otro le hubiera parecido la agresión más degradante y asquerosa imaginable, pulsó en mi interior —tras unos instantes de aturdimiento en los que gritaba como un energúmeno y trataba de enjugar con las manos la viscosidad cegadora de la saliva—, los enigmáticos resortes del deseo que, horas más tarde, al caer la noche, inflamarían mi sangre y mis neuronas hasta encaramar mi placer hasta el más sublime de los éxtasis. Supongo que, en el fondo, aquellas chavalas ya entonces intuían, con esa clarividencia sibilina con que la hembra suele desarmar al más rudo varón, cuáles eran mis velados intereses al forzar aquellas absurdas y recurrentes refriegas rituales que acababan invariablemente con mis huesos molidos; y creo que eran conscientemente cóm-
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plices por activa y pasiva de aquella inocente y absurda farsa que mi mente infantil urdía para nutrir de fantasías aquellas íntimas expansiones noctámbulas que solían dilatar mi vigilia. Tal vez se divertían zahiriendo mi dimisionaria hombría con aquella soberana tunda, como si mi arrogante vulnerabilidad de roedor provocando a un indolente felino despertase en ellas un recóndito y perverso instinto maternal que las incitara a participar en aquella pantomima y complacer así mi incipiente predilección masoquista. De esta manera, aquellas insólitas experiencias de colapso que tanto me trastornaban durante el día, paulatinamente fueron resignificadas en mi mente y convertidas en episodios placenteros per se e in situ, dejando de ser sólo fuentes catalizadoras de un placer solitario relegado a los epílogos clandestinos de la jornada. No obstante, habría de pasar bastante tiempo todavía antes de que tomase conciencia de la diferencia y singularidad de mis predilecciones eróticas respecto a las de los otros chicos. Fue alrededor de los 16 años, una vez alcanzada la plena madurez sexual y haber descubierto los placeres autocráticos del onanismo. Para entonces mis fantasías ya se habían desarrollado bastante, focalizándose casi por completo en la adoración a los pies. Sólo tenía que concentrarme y pensar en unos pies femeninos, desnudos o calzados con unos zapatos sugerentes, e imaginarme postrado ante su dueña o portadora y cubriéndolos devotamente de besos, para experimentar de forma inmediata una tremenda erección, que requería ser atendida por la consiguiente tarea masturbatoria. Así, pronto me fui percatando de que, mientras mis amigos se fijaban prioritariamente en el culo y las tetas de las mozas y fantaseaban con las cochinadas o las proezas que practicarían con ellas en el catre, yo, por mi parte, relegaba la contemplación de aquellos convexos atributos a un segundo plano y centraba mi atención en los pies de la doncella en cuestión, soñando con la posibilidad de humillarme y adorar su omnímoda presencia. Me solazaba, de esta manera, retratando en mi mente aquellos apéndices andarines que a menudo se prolongaban en estilizados tacones, de los que era capaz de retener hasta el más ínfimo de los detalles. Por tanto, con el tiempo empecé a sentirme raro entre mis pares y excluido de los cánones de normalidad, viéndome obligado a mentir hipócritamente y a copiar sus excesos verbales con objeto de ceñirme, al menos en apariencia, a sus normas y rituales de masculini-
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dad. Glosaba así, cuando era menester, aquellas exuberancias que pasaban por nuestro lado, vitoreando con ardor los requiebros soeces que gustaban repartir mis amigos entre los ejemplares más generosos, con el fin de evitar el rechazo que mis excentricidades hubieran provocado en mi entorno. A falta de información, concluí que aquello solamente me pasaba a mí, que era un síntoma de locura, la manifestación de una enfermedad o una anomalía psíquica indecorosa que debía sepultar bajo un entramado de falsedades si quería granjearme la aceptación social. En consecuencia, reprimí por irrealizables y vergonzosos los deseos de arrodillarme y besar los pies de las chicas con las que durante aquellos años tuve contacto, por miedo a que éstas, al advertir mi perturbación mental, salieran corriendo y difundiesen a los cuatro vientos mis rarezas. Y así, de cara al exterior, me dediqué con denodado afán al mantenimiento de una ficción, entregándome a los consabidos morreos, sobeteos y todo ese repertorio pautado de maniobras viriles de incursión cinegética, con los que supuestamente aliviaba los accesos de esa efervescencia hormonal con la que el organismo agita el cóctel de sensaciones e inseguridades que enturbian la adolescencia. La posibilidad de que aquellas inclinaciones que yo atribuía a desvaríos de la mente pudieran constituir una forma peculiar de erotismo o perversión sexual que no fuese exclusivamente mía, se me abrió al descubrir Egea, una de las primeras sex-shop que abrieron sus puertas en este país. Debía contar con 18 años por entonces y empezaba a resignarme a arrastrar el resto de mis días aquel lastre de unicidad que condenaba a la invisibilidad y el secreto una buena parte de mí mismo. Aquel día, después de haber pasado por delante varias veces sin atreverme a entrar, por fin la curiosidad me animó a cruzar la puerta y acceder al interior del recinto. Descendí por unas escaleras que conducían al sotano del local, una especie de cripta semiclandestina donde me aguardaba, sin yo saberlo, un universo inédito que celebraba la diversidad sexual en todo su espectacular abanico de posibilidades. Y ahí estaba yo, como un niño pequeño que no sabe dónde posar la mirada, aturdido por la luz artificiosa de los neones, apabullado por aquella abundancia de revistas sicalípticas y literatura erótica importada de Francia e Inglaterra que atiborraba las estanterías y rebosaba los expositores, rifándose mi escrutinio lascivo. Jamás hasta entonces había imaginado que pudiera habitar la faz
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de la tierra otro ser humano que sintiese lo mismo que yo con la simple contemplación de unos pies, unos pies desnudos, anónimos, ignorantes de su secreta belleza, o engalanados con todos esos refinamientos de lencería y complementos como los que exhibían aquellas modelos en el satinado papel cuché. Me sentía febril frente a esa plétora de publicaciones de restringida difusión ordenadas temáticamente con minuciosidad de coleccionista, y anticipaba las monumentales masturbaciones que le dedicaría a las señoritas que posaban en ellas; pero incómodo a la vez por la sensación de que los empleados y los clientes que zascandileaban rebuscando en otras secciones más convencionales me lanzaban miradas desdeñosas e irónicas y juzgaban con severidad inquisidora mis preferencias eróticas. Por tanto, si bien había descubierto que no era tan extraordinario y que incluso existía un mercado dirigido a los que compartían mis inclinaciones, continuaría considerándome durante mucho tiempo una especie de bicho raro. En los meses que siguieron me convertí en asiduo de aquella librería sexológica, donde me gastaba buena parte de mi exigua asignación semanal. Me interesaban en especial las revistas donde aparecían escenas de fetichismo de pies, que devoraba con avidez para luego, a los pocos días, una vez cumplido su servicio, intercambiarlas en el mismo establecimiento por otros ejemplares que habían pasado varias veces por el mismo proceso y que el señor Egea, con un ojo comercial infalible, revendía a mitad de precio. Era una espiral infernal del trueque que multiplicaba mis fantasías y que sin duda reportaba al vendedor pingües beneficios. Y poco después de descubrir que no estaba solo y de nutrir abundantemente mi imaginería de nuevas posibilidades, me sentí preparado para elevar aquel prurito de sumisión al plano de lo real. No obstante, de forma simultánea y ajena a estos nuevos hallazgos, mi vida se desarrollaba por cauces más trillados. En lo profesional avanzaba con pie firme en mis estudios y pronto comencé a compaginar las clases con el desempeño de trabajos a media jornada, empleos mal remunerados que me permitían algunos modestos lujos. En lo personal podría decirse que mantenía una vida sexual hasta cierto punto tradicional. Incluso llegué a disfrutar, como resultaba casi preceptivo en aquella época de eclosión venérea —o al menos era aconsejable alardear de ello—, de alguna etapa de notable promiscuidad, durante la
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cual mantuve bastantes relaciones de fin de semana un tanto superficiales y sin demasiada proyección de futuro, pero en general satisfactorias. De manera que fui capaz de mantener frente al mundo una fachada de respetabilidad que salvaguardaba los aspectos de mi intimidad más vulnerables a la sanción social. Por añadidura, este blindaje externo me proporcionaba la ilusión de que podía prescindir de aquellos pasadizos reservados de mi sexualidad en cualquier momento, sólo con proponérmelo en serio. Espejismo o ilusión ficticia de control que se desmoronaba como un castillo de naipes cada vez que reincidía en aquellas fantasías, pero que muy pronto volvía a erigirse sobre los frágiles pilares del arrepentimiento. Por tanto, a pesar de mis periódicos y efímeros propósitos de enmienda con los que he tratado de sojuzgar a la razón dichos deseos, siempre he acabado incorporando el fetichismo y la dominación como algo más en mi vida sexual, hasta el punto de que, en cierta medida, dichas fantasías han acabado convirtiéndose en una especie de obsesión que siempre me ha perseguido. Así, los días en que por cualquier motivo me siento muy tenso, necesito imaginarme ese tipo de situaciones y utilizarlas como válvula de escape para relajarme y desprenderme del agobio cotidiano. La primera sesión sadomasoquista en la que tomé parte tuvo lugar en las Cuevas del Sado, a finales de los setenta, poco después de que éstas se abriesen al público. Vi el anuncio en La Vanguardia donde ofertaba sus servicios, referidos entonces con el nombre genérico de «sado» y, poseído por esa agitación tumultuosa que suele dominar al que cae en la tentación morbosa de lo prohibido tras una eternidad de represión o abstinencia, marqué el número de teléfono con objeto de recabar información más específica sobre los servicios que aquellas profesionales ofrecían y de paso, si las condiciones me parecían interesantes, concertar una sesión. Me presenté en el local con la decisión, dubitativa e irrevocable a un tiempo, de probar si aquellas mujeres que se autodenominaban Dóminas o Amas podían transportar mis solitarias fantasías, condenadas a la sazón a una condición quimérica, más allá de la mera plasmación fotográfica. De lo que ocurrió en aquella primera experiencia apenas he retenido detalles; recuerdo el aspecto siniestro del local, que hacía honor a su razón social, sus muros grutescos exornados de cadenas, látigos y cuerdas, el mobiliario singular que componían potros de tortura, sillas ginecológicas y demás artefactos macabros que,
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a buen seguro, harían las delicias de una amplia disparidad de clientes. Por fortuna, la chica que me recibió —ligera de ropa bajo el vuelo de la bata de boatiné— tuvo la delicadeza de respetar mis inclinaciones, que no incluían sevicias ni ningún tipo de privación sensorial o motriz, y de seguir al pie de la letra mis indicaciones, de manera que me ofreció únicamente sus pies, que tras postrarme de rodillas y extraer delicadamente los zapatos, rocé con mis labios con abnegada y estremecida adoración. He olvidado si me masturbé o no. Supongo que sí pero poco importa. Lo importante es que me lo pasé pipa. E incluso el hecho de tener que pagar un dinero del que a duras penas disponía para acceder, siquiera de forma fugaz, al objeto de mi idolatría, más que proyectar una sombra de mercantilismo que menoscabara la autenticidad de la fantasía, resultó una intromisión pecuniaria que acentuó el morbo de la situación e incrementó mi deseo. O más bien posibilitó que éste, protegido por la reconfortante burbuja del anonimato, se liberase del peso de la incertidumbre; pues, aunque obviamente era la profesional la que disponía los detalles logísticos de la puesta en escena y dirigía las evoluciones de la sesión, era yo el que, en mi condición de cliente, fijaba las condiciones contractuales y el que en último extremo ejercía el control efectivo. Lo cual me permitió desde el principio concentrar por completo mi atención en saciar únicamente mis propias necesidades y despreocuparme del resto del mundo, incluyendo el placer de la Dómina que me alquilaba sus atenciones. En definitiva, aquella experiencia fue un sueño, hasta entonces inalcanzable, convertido en realidad, y el éxito me animaría a repetirla. A partir de ese momento fui visitando con cierta asiduidad los diversos antros que en aquella época empezaban a ofertar servicios sexuales sadomasoquistas, e incorporando poco a poco nuevas variantes a la fantasía fetichista que dominaba mi erotismo. Entre aquellos locales uno de los más conocidos era El Palacio del Sado, regentado en aquella época por Mistress Michelle, la Dómina de mayor prestigio de la profesión y cuya impronta más ascendencia ha tenido tanto entre sus sucesoras como entre sus clientes y amigos más incondicionales. Mistress Michelle había desarrollado su propia concepción del S/M, una filosofía de primera mano francamente peculiar y que, en mi opinión, tal vez adolecía de cierta confusión de ideas. Se había creado a sí misma como protagonista de una ficción que se empeñaba en vivir las
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veinticuatro horas del día y se había tomado tan en serio y aprendido tan bien su papel de Dominatriz que su máscara parecía haberse convertido en rostro. Así, se hacía pasar por francesa e imitaba a la perfección el acento parisino, trufando de tanto en tanto su léxico con rimbombantes galicismos que en su boca se trasformaban en delicatessen de glamour que se deshacían en los oídos y persuadían a todos sus adeptos de su inequívoco origen transpirenaico y de su refinada educación adquirida en los mejores salones parisinos. Aparte de sus extravagantes pretensiones europeizantes, Mistress Michelle hacía gala de ciertas actitudes pedagógicas para con sus arrobados discípulos, a los que recomendaba con insistencia que se empaparan de la lectura de determinados libros a su entender fundamentales para una formación integral en el arte y la disciplina de la dominación; sugerencia a la que yo, más propenso al sensualismo empirista que a las piruetas metafísicas, respondí con un mohín entre hosco y desconcertado, e hice oídos sordos. Mi experiencia con Mistress Michelle podría considerarse poco menos que paradójica. Supongo que el fetichismo de pies, que para mi era la culminación apoteósica de todas mis ensoñaciones, a ella le debía parecer una perversión pueril, una cosa tonta que no estaba a la altura de sus refinamientos ceremoniales. Tal vez por esa razón resolvió de forma unilateral prescindir del guión de mis predilecciones y adaptarlo a las suyas. Lo primero que hizo fue atarme, cosa que nunca nadie me había hecho hasta entonces y que, ciertamente, me incomodó. Acto seguido me tapó los ojos con un pañuelo y me pellizcó los pezones con unas pinzas metálicas, libertades que se me antojaron imposiciones intolerables que quebrantaban a todas luces las reglas básicas del juego. Aquel dolor intenso y desconocido y aquellas sensaciones de angustia e impotencia al no poder controlar lo que ocurría acabaron por desatar en mí una suerte de ataque de histeria. Me parecía increíble que Mistress Michelle, de quien tenía buenas referencias, pudiera traicionar de esa manera la confianza que yo había depositado en su profesionalidad y reputación. Ella, incapaz de comprender cómo un insignificante neófito como yo pudiera despreciar las nuevas sendas del juego que se dignaba abrirle, se ofendió muchísimo. Supongo que la estrategia de infringir lo acordado e introducir innovaciones no solicitadas de antemano le solía funcionar con la mayoría de sus clientes, y tal vez de ahí procediera gran parte del predicamen-
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to del que gozaba en el reducido ambiente S/M. No fue mi caso. Fuera por completo de mis casillas, le dije de todo e incluso llegué a amenazarla con armar un escándalo público si no me liberaba de inmediato. Luego, una vez desatado y vestido, le reproché airadamente haber inclumpido tan clamorosamente el pacto y me negué en redondo a apoquinar ni un duro por una sesión que yo consideraba fraudulenta. Salí de allí indignado por el trato recibido y a la vez con el miedo metido en el cuerpo, pensando en la posibilidad, un tanto paranoica tal vez, de que aquel boyante negocio estuviese controlado por algún tipo de mafia o de conciliábulo de proxenetas dispuestos a rematar la faena que su pupila había dejado a medias. Y en principio ahí acabó mi relación con Mistress Michelle, casi como el rosario de la Aurora, como puede verse. No obstante, más tarde sucedió una cosa curiosa, o tal vez no tanto si considero el conjunto de mi trayectoria. Cuando logré escapar de El Palacio del Sado, desoyendo las ridículas admoniciones de su propietaria, me prometí a mí mismo que desistiría de mis canitas al aire y no volvería a visitar nunca más ninguna casa de aquel tipo. Sin pretenderlo —me decía casi eufórico—, aquella Dómina tan pagada de sí misma había obrado el milagro de curarme de aquella desviación obsesiva que tanto tiempo, energía y dinero me robaba, haciéndome —ironías de la vida—, un gran favor. Pero, ¡ay amigo, cuando llegué a casa!…, allí, en la soledad de mi cuarto, al rememorar lo que había sucedido durante el día…, de repente el cerebro me jugó de nuevo una mala pasada y todo lo que había sido incomodidad y angustia —la venda ciñendo mis ojos, los grillos atenazando mis extremidades, las pinzas mordiendo mi carne— se metamorfoseó hasta convertirse en fuente de excitación. Otra vez, al igual que cuando era pequeño, la noche se burlaba de mí y una situación de colapso e impotencia había devenido de forma aplazada en venero de placer. Mistress Michelle, aunque de forma traumática y sin mi consentimiento, había roto determinadas corazas que frenaban mi entrega y las posibilidades de sentir placer, descubriéndome la sensibilidad de los pezones y la sensación de vulnerabilidad que suscita la inmovilización; y qué decir tiene del efecto casi hiperestésico que la privación de la capacidad visual produce en el resto de los sentidos. Desde ese momento en adelante pediría con asiduidad que me atasen y me vendasen los ojos; entonces oiría el eco del taconeo de los zapatos resonando en mis oídos como una caricia
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acústica, sustrayendo mis sentidos del mundo y anunciando el objeto de mi devoción. Todo eso se lo debo a Mistress Michelle, hoy tristemente desaparecida, que no su legado, que sobrevive de una forma u otra en todos los que pasamos por sus dominios. Vaya por ella este pequeño y ambivalente, aunque sincero y agradecido, homenaje. Después de Mistress Michelle vendrían otras sesiones con otras profesionales, que me irían aportando nuevas experiencias y sensaciones. Así, a medida que visitaba otros locales —una vez al mes, cuanto más (mi todavía condición estudiantil no me permitía mayores dispendios)— y conocía a otras Amas —con Mistress Michelle, a pesar de todo y por dignidad, nunca volví— me iba atreviendo a probar variaciones de los mismos temas y a introducir otros nuevos. No obstante, siempre he necesitado el fetichismo del pie para concentrarme del todo durante la sesión. La inmovilización o el aislamiento sensorial han sido siempre complementos que han acompañado o aderezado el plato fuerte de mi deseo, mejorándolo e intensificando la entrega y la humillación. El tema del dolor y los azotes, sin embargo, no acabaría de convencerme hasta mucho después, y entonces sólo como un preludio del paroxismo que únicamente la adoración de pies era capaz de proporcionarme. Y así fueron pasando los años, sin que mi implicación en el mundillo del sadomasoquismo —por otro lado casi inexistente— sobrepasase el nivel de usuario regular de los servicios profesionales. Durante esa época cualquier contacto directo quedaba circunscrito a las cuatro paredes donde se desarrollara la sesión. Todo cambiaría, sin embargo, al iniciar la relación con la que sería mi futura esposa. Conocí a mi mujer en el transcurso de uno de esos esparcimientos mensuales con los que desahogaba o premiaba mi abstinencia. Por entonces ella trabajaba en las Cuevas del Sado, el mismo sitio donde años atrás yo me había iniciado. Sin embargo, en contra de lo que podría pensarse visto el desarrollo posterior de nuestra relación, la experiencia resultó más bien pobre y frustrante. Las razones de dicho fracaso fueron diversas; tal vez para ella, al igual que para Mistress Michelle, el fetichismo de pie era algo demasiado insulso y pasivo, un entretenimiento anodino en el que el sumiso recibe los favores de la Dómina sin entregar nada a cambio que no sea en metálico. No obstante, una vez consumido el tiempo y ya vestidos de calle, nos quedamos charlando como buenos amigos sobre nuestras res-
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pectivas vidas y, mira por dónde, entre nosotros surgió algo especial. Toda la química que nos había faltado en la mazmorra se desencadenó como por ensalmo en el vestíbulo, como una reacción secundaria inesperada que sucede una vez que el experimento se ha desechado. Misterios de la alquimia. El tono de su voz y su manera dulce y serena de hablar me sedujeron e inspiraron confianza al instante. Me pareció una mujer bastante equilibrada, que no pecaba de la vulgaridad de otras muchas Dóminas por cuyos gabinetes había transitado a lo largo de mis periódicos itinerarios S/M. Durante nuestra distendida charla me describió de forma somera su complicada situación familiar, y yo conseguí, tras muchos circunloquios y circunvoluciones por nuestras respectivas trayectorias vitales, que se aviniera a darme su número de teléfono. Y bueno…, el caso es que, ilusionado como estaba ante aquellas halagüeñas perspectivas, me esforcé por mantener vivo el contacto. Mis primeras tentativas se saldaron con una serie de excusas peregrinas, por no catalogarlas de estúpidas. Creo que una de las veces coincidió que era la víspera de san Juan y ella pretextó que tenía miedo a los petardos; en otra ocasión alegó que ese mismo día tenía que cocinarle una paella a su ex marido. No obstante, a pesar del resultado desmoralizador de mis primeras incursiones galantes en su privacidad, perseveré en las llamadas y finalmente conseguí establecer lo que podría calificarse, con todas las comillas que se quiera, una relación normal, siempre al margen, eso sí, de mis inclinaciones fetichistas y de la manera como ella se ganaba la vida, ámbito en el que había quedado demostrado que no se conjugaban nuestras respectivas sensibilidades. Así, en lo que respecta a nuestra vida en común, ambos procurábamos olvidarnos del tema S/M, rehuyendo cualquier alusión al episodio en que nos habíamos conocido, corriendo un tupido velo como si nunca hubiese ocurrido. Ella, por su parte, debió fantasear con que nos habíamos conocido en un lugar muy distinto; yo, por la mía, con aquella omisión connivente procuraba que aquella sombra de desencuentro no corroyera los prometedores cimientos de una relación que ambos nos afanábamos en consolidar. De acuerdo con este pacto tácito empezamos a comportarnos como una pareja estándar, como personas corrientes que se conocen, se enamoran, emprenden un período indefinido de noviazgo, practican sexo de forma apasionada y tradicional, y urden planes de boda a corto o medio pla-
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zo. En un principio, me impuse de nuevo con ahínco el firme propósito de interrumpir de manera definitiva las sesiones fetichistas pero, como era de esperar, pronto empecé a notar que me faltaba algo, esa desazón interior que me incitaba a desahogar, al menos de forma esporádica, esa otra parte de mí que pugnaba por resurgir; y finalmente, a pesar de todos mis esfuerzos, sucumbí a esos insistentes cantos de sirena que no dejaban de resonar en mi cabeza. En cualquier caso, creí que era justo ser sincero con mi pareja al respecto, sobre todo si no quería echar a perder con una mentira la confianza que ambos habíamos depositado el uno en el otro; y guiado por esas convicciones, puede que una pizca ingenuas y quijotescas, le expuse sin ambages la situación, confiando en que, al ejercer ella misma el rol de Dómina y haberse tropezado con esclavos y sumisos en trances similares al que yo me encontraba, lo pudiera comprender y aceptar mejor que cualquier otra persona. Fue un error de cálculo: nuestra relación se basaba en patrones convencionales, y eso que para mí constituía una ventaja —ya que permitía discernir las pasiones de los afectos—, para ella resultaba un impedimento, pues veía cualquier contacto con otras mujeres —incluyendo las del mismo ramo— como una infidelidad. En definitiva, no pudo o no quiso entender lo que para mí estaba muy claro: esto es, que el S/M era otra cosa distinta, que nada tenía que ver con lo que yo sentía por ella; que para mí era una necesidad que, si bien podía requerir o implicar cierta sensibilidad, erotismo y otros sentimientos, en ningún caso —o al menos no en el mío— significaba lo mismo ni contenía los ingredientes que una relación de tipo personal como la que nosotros habíamos empezado a construir; es decir, responsabilidad, compromiso afectivo, pasión —amor, en una palabra—, y sexo convencional. Si aquellos ingredientes habían concurrido en nuestro caso a raíz de una sesión sado, había sido una eventualidad puramente circunstancial, una excepción a mis hábitos. Desde mi punto de vista, aquellas excursiones que actuaban como esporádica válvula de escape de instintos que ni yo mismo comprendía, no podían equipararse a una deslealtad o a una violación del compromiso que nos unía. Nuestro vínculo, le insistía vanamente, nada tenía que ver con esas escapadas, tras cuya culminación huía siempre escopeteado, como soltando el lastre de un deseo prohibido, cargando sólo con el peso perturbador de la culpa sobre los hombros.
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No obstante, a pesar de todos mis argumentos y esfuerzos, esa tensión entre esas dos esferas de mi sexualidad persistiría en nuestra relación, perpetuando un conflicto en mi vida privada que he tratado de sobrellevar lo mejor que he podido. De esta manera, pese a la puntual dentellada de los remordimientos, seguiría requiriendo los servicios de las profesionales con cierta regularidad, si bien procurando gestionar las parcelas de mi vida de manera que tales devaneos no interfirieran en absoluto en un ámbito distinto de aquel al que me afanaba en delimitarlos. Sin embargo, cuando esa compartimentación que constreñía mis impulsos se me hacía demasiado cuesta arriba, me asaltaba cierto desaliento. Entonces me preguntaba por qué, si por lo demás era capaz de mantener una relación de pareja estable y de llevar una vida sexual satisfactoria a la antigua usanza, continuaba experimentando aquella necesidad que, rozando en ocasiones lo obsesivo, aparte de brindarme determinado desahogo puntual, no hacía otra cosa que complicarme la existencia. La vida conyugal bajo el mismo techo con mi mujer no hizo más que acentuar ese sentimiento desapacible de que era un adicto incapaz de renunciar a ciertos placeres, cuya intensidad no hacían más que agravar el asunto. Era tanta la angustia que tal disquisición me producía que, la mayoría de las veces, al salir de una sesión, fuese o no satisfactoria, tomaba la firme y tajante determinación de que fuese la última, borrón y cuenta nueva, sanseacabó, pero invariablemente al cabo de un tiempo de continencia volvía a reincidir. Semejante lucha interna continuaría librándose en mi cabeza durante muchos años; y aunque hoy en día he logrado cierto equilibrio que, aunque precario, me permite vivir mis inclinaciones sadomasoquistas con naturalidad y la cabeza bien alta, he de reconocer que, si pudiese cambiar el pasado y elegir, hubiese preferido, para qué negarlo, gozar de una sexualidad más sencilla y menos contradictoria con los cánones eróticos al uso. Sin embargo, tampoco sería justo quejarse amargamente de las cartas que en la baraja de la vida me ha tocado jugar, ya que, si bien es cierto que tales singularidades me han comportado problemas, a menudo no baladíes, también lo es que siempre he sido capaz de controlar los posibles excesos y de pisar un terreno más o menos firme. Así, en situaciones peligrosas que han estado a punto de escapárseme de las manos, creo haber podido mantener el juego dentro de límites razonables. Por ejemplo, a veces he consumido estupefacientes du-
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rante las sesiones, combinación —drogas y S/M— que intensifica las sensaciones y que puede derivar fácilmente en una espiral temeraria; pero, por fortuna, siempre he logrado reconducir la situación y he evitado «girarme» —por utilizar el término con el que mi mujer se refiere a los clientes que se pasan de vueltas—, procurando no rebasar mis límites ni realizar cosas cuyos efectos fueran irreversibles. Respecto a las prácticas, como ya he apuntado más arriba, he ido expandiendo mis horizontes de forma gradual, sin temeridades. Bajo ciertas circunstancias —sobre todo si estoy excitado—, ahora soy capaz de aguantar bastantes azotes; e incluso en una ocasión, no hace mucho, una Dómina amiga de mi mujer me vendó los ojos y me clavó agujas en los pezones, mortificación que en ningún otro caso hubiese aceptado, pero que en aquel momento y ejecutado como fue con maestría, me excitó mucho. Por lo demás, la posibilidad de otras modalidades más extremas de humillación la he mantenido en el plano de la pura fantasía o la he observado desde la cómoda distancia del voyeur internauta. Con el tiempo, y a medida que la relación con mi mujer ha ido madurando, hemos tratado de incorporar elementos BDSM a nuestra vida sexual, infringiendo o superando la estricta compartimentación autoimpuesta implícitamente por ambos, con la intención de hacer aquélla más rica y plena. Sin embargo, aunque hasta cierto punto la experiencia ha resultado gratificante, ni ella ni yo podemos evitar cierta incomodidad al respecto, una inquietud indefinida consecuencia del carácter contradictorio de algunas facetas de nuestra relación, y que ha acabado cohibiendo el desarrollo del juego. Ambos intuimos que a la larga ir más allá comportaría problemas, y esa intuición planea sobre nosotros y enrarece un tanto el ambiente. Yo, porque creo que si me dejara rebajar por la persona con la que comparto mi vida, la humillación tarde o temprano desbordaría el juego y se infiltraría en nuestra cotidianeidad, envenenándola sin remedio. Llegaría un punto en que le pediría que hiciese algo que a ella le provocase un rechazo hacia mí; y aunque ella negara tal repulsa y tratara de actuar con normalidad, sé que, siquiera fuese de forma inconsciente, la imagen que tiene de mí se devaluaría. De igual forma, si utilizo a mi mujer para satisfacer fantasías que no le motivan y que sólo realiza por mí, llegaría un momento en que sería yo el que, por paradójico que pueda parecer, la convertiría en una especie de esclava de mis obse-
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siones. De manera subrepticia la iría enredando en una tela de araña de encerronas y manipulaciones para que se aviniese a satisfacer mis pasiones más egoístas. Así, estoy convencido de que la relación igualitaria entre nosotros quedaría lamentablemente en entredicho, y el menoscabo de la pareja que supondría el desprecio mutuo acabaría destruyéndonos. Ésa es también la razón —la imposibilidad de separar ambas esferas de otra forma que no sea mediante compartimentos estancos— por la que sería incapaz de mantener una relación 24/7, ya que no intermediaría la distancia necesaria entre nosotros para que ésta funcionara sin degradarse y convertirse en un vínculo de dependencia o sometimiento real. Con todo, a pesar de esas limitaciones que siguen afectando a nuestra intimidad, de cara al exterior ambos hemos optado por mantener una actitud abierta sobre el tema, en especial en lo que respecta a nuestro entorno familiar más próximo. Mi mujer jamás ha ocultado a sus hijos a qué se dedicaba; al contrario, más bien se ha mostrado orgullosa de haberlos podido sacar adelante gracias a las cadenas. Con el paso de los años y gracias a la convivencia prolongada, sus hijos han pasado a ser también los míos, y yo tampoco he creído oportuno engañarlos respecto a mi faceta BDSM. Lo cierto es que me ha costado mucho tiempo y esfuerzo aceptarme tal como soy, aceptar que no soy un enfermo ni un loco y que, por tanto, esta variante sexual o forma de estimulación alternativa va a estar ahí, dentro de mí, durante el resto de mi vida. Por eso he llegado a la conclusión de que no tiene sentido reprimirla ni ocultarla a mis seres queridos y, por tanto, procuro hablar con naturalidad cuando la cuestión sale a colación en el transcurso de una charla familiar, y siempre de forma desenfadada, sin eufemismos ni reticencias, que creo es la mejor manera de desdramatizar las cosas y de que los demás las puedan entender. Al principio era consciente de que a mis hijos les chocaba y les hacía gracia según qué cosas, sobre todo que la autoridad paterna se despojara en ocasiones del rol dominante y se mostrara sumiso y medio desnudo delante de una señora para besarle los pies. Supongo que esa reacción inicial era natural debido a los prejuicios sociales. En cualquier caso, creo que al final lo han llegado a entender y que lo respetan plenamente. En lo tocante a los amigos más íntimos ajenos al ambiente BDSM la cosa es un poco distinta. Si bien al principio lo mantuve oculto, con el
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tiempo empezaron a correr rumores, sobre todo a partir de la convivencia con mi mujer, cuyas apariciones públicas, como es natural, no pasaron desapercibidas. Aquello dio pábulo a todo tipo de cotilleos maliciosos, y en las reuniones de amigos empezaron a menudear ciertas bromas veladas de las que yo me reía gregariamente sin saber muy bien a qué se estaban refiriendo —«no os metáis con X que ya tiene su propio vía crucis», y lindezas por el estilo—. Finalmente, al enterarme de que algunos de esos amigos se estaban acercando «peligrosamente» al BDSM —me encontré a un par en una fiesta— consideré oportuno sincerarme y explicarles con pelos y señales hasta qué punto estaba yo metido en ese ambiente. El siguiente paso fue darlo a conocer al resto de la familia, con las únicas excepciones de mis padres, y en especial de mi madre, la cual sé que sería incapaz de entenderlo y lo atribuiría sin duda a la culminación de una especie de degeneración o descenso a los infiernos tras haber recorrido todo un camino de perversiones sin nombre. En el caso de mi padre, lo creo suficientemente inteligente, abierto y prudente como para haberlo intuido y guardárselo para sí, evitando hacer comentarios que pudieran resultar embarazosos para ambos. En resumidas cuentas, aquella coming-out, a pesar de sus limitaciones, me liberó bastante, redimiéndome de inquietudes y temores que salpicaban de cierta dosis de hipocresía y falsedad las relaciones con personas de mi entorno ajenas a los círculos BDSM. Curiosamente, si bien nuestra vida íntima continuaba desarrollándose al margen de la esfera BDSM —o, en todo caso, rozándola tangencialmente—, a nivel social mi mujer y yo nos fuimos abriendo cada vez más al exterior y empezamos a colaborar activamente en el desarrollo de la por entonces embrionaria comunidad BDSM. Fue, sobre todo, después de que mi mujer decidiera dejar de trabajar para otros y establecerse por cuenta propia abriendo, con mi ayuda, su propio gabinete, donde por primera vez pudo practicar el sado que realmente le apetecía. Casi como una consecuencia lógica, empezamos a ponernos en contacto con otras personas que también estaban en el tema y a crear cierto tejido asociativo. Siempre, claro está, a nivel informal y con escasos medios. Entre esas amistades cabe destacar a Jose María Ponce, fundador de la revista Sado Maso, la decana del panorama S/M y que en su día fue para todos nosotros una guía emblemática cuyas pequeñas páginas podíamos devorar a hurtadillas in-
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cluso en el metro; a Luis Vigil, editor de Tacones Altos; a Kurt, quien años después abriría el Club Rosas5, y a Martín H, fundador de la revista Sade y del club homónimo; y muchos otros que durante estos años nos han acompañado y que, de una forma u otra, han contribuido a la consolidación de lo que es hoy una nutrida red BDSM. Pronto se empezaron a organizar fiestas y cenas a las que asistíamos con regularidad y donde nos reuníamos con gente con nuestras mismas inquietudes. Eran mediados de los noventa, tiempos de efervescencia, en los que todos contribuíamos con ilusión al desarrollo de las distintas iniciativas que unos u otros proponían. Las primeras reuniones se solían celebrar en La Caraba, un conocido local de intercambio de parejas que nos cedía amablemente sus instalaciones. Allí, poco a poco, se fue fraguando un grupo definido de aficionados dispuestos a dedicar gran parte de su tiempo y esfuerzo a la expansión y normalización del BDSM. Dicho grupo fue la semilla del grupo Rubbtied, impulsor de las primeras fiestas celebradas en la sala Mephisto y más tarde en Wawanco. Paralelamente surgieron con fuerza los canales de chat, que congregaban cada vez a mayor número de internautas interesados en la dominación, constituyendo un foro abierto en el que la gente podía compartir sus vivencias e incluso organizar encuentros para conocerse en persona. Otros referentes importantes fueron las primeras sex shop que tocaban el tema del sado y el fetichismo, como eran Egea, Safo y una que el propio Ponce abrió en la calle Hospital; también las tiendas de ropa gótica, como Camden Town, Yolanda o Zero, que nos proveían de una estética gótica importada de Londres y otras ciudades europeas con mucha más tradición que Barcelona al respecto. De esta manera, paulatinamente fue creciendo la comunidad y se ampliaron las vías de comunicación, dando lugar con el tiempo a lo que podría denominarse una identidad BDSM, término genérico que incluye un conjunto de diversas prácticas que gravitan alrededor de la dominación/sumisión y el fetichismo. Y a partir de ahí todo ha crecido de forma exponencial, muy deprisa, en cierto sentido tal vez demasiado. Con todo, ¡ya me hubiera gustado a mí a los 18 años haber dispuesto de las opciones y la información que hoy está al alcance de cualquiera con sólo pulsar unas teclas o descolgar el teléfono! No hay color; y es algo que todos deberíamos apreciar. Ahora bien, también se ha de decir que, al alcanzar a un público más amplio, todo se ha bastardeado un poco. Cuan-
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do se trataba de una comunidad restringida a unos pocos iniciados que se esforzaban por desbrozar el camino, todo poseía una magia especial y una inocencia prístina que más tarde, por desgracia, se han ido perdiendo. Entonces todos nos conocíamos y, a pesar de que luchábamos por dignificar aquel erotismo y por ganar espacios de libertad donde ponerlo en práctica, compartíamos también cierta vocación de clandestinidad que sazonaba aquellos tiempos precursores con un regusto de romanticismo y autenticidad que hoy, en muchos casos, se ha disipado o diluido en envidias y estériles rivalidades; o ha sido pisoteado por la avidez insidiosa de quienes creen haber visto en esto del BDSM un gran negocio por explotar; Dóminas advenedizas y prostitutas sin vocación que surgen de debajo de las piedras y se anuncian mediante palabras cuyo significado sólo comprenden de forma superficial, engolosinadas como están por la expectativa de hacerse de oro rápidamente calentándoles el culo a clientes a los que sólo ven como ridículos tipejos en taparrabos, únicamente dignos de su desprecio. También han contribuido a esa adulteración la mediocridad arrogante de determinados sujetos que presumen saberlo todo sin mostrar el más mínimo respecto por nadie y que pululan por los distintos foros esparciendo por doquier su grosera y petulante ignorancia. Tal vez no sean muchos, sólo un puñado de oportunistas sin escrúpulos, pero es gente que puede hacer mucho daño, sobre todo a aquellos que comienzan a introducirse en este mundillo y que todavía no tienen las ideas muy claras ni un discurso madurado que les provea de recursos intelectuales robustos con los que afrontar los contratiempos de la vida. Y llegados a este punto parece cerrarse el círculo. Nuevas generaciones se abren paso por sus propias sendas —a veces divergentes, otras adyacentes a la mía—, y tratan de explorar su propia sexualidad con los referentes que tienen a su alcance. A veces son personas vulnerables que aún no han logrado encajar del todo las piezas del rompecabezas y que emprenden a tientas su andadura disidente lastradas con el mismo séquito de incertidumbres con el que yo emprendí la mía hace ya bastantes años, allá en los paisajes tan lejanos y vívidos a la vez de mi infancia, cuando las luces escrutadoras del mundo se iban por fin apagando y la noche, promisoria de fantasías postergadas, caía como un manto para arropar el tierno estremecimiento de mi deseo.
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El sol de la mañana se desliza por las paredes hasta acariciar mi mejilla con su tibieza. Me despierto. Trato de desperezarme, de reintegrarme a la vigilia. Aún permanece impresa en mi retina la imagen de una niña pequeña, de una chiquilla de mechas doradas que se dirige a mí mostrándome una de sus muñecas, que su padre acaba de envolver en una venda, ufanándose de aquel signo de distinción, como si se tratara de una vieja herida de guerra. La pequeña me mira y sonríe. Me asegura que es adoptada, que sus padres la abandonaron recién nacida, y se explaya en una historia delirante, llena de fascinantes aventuras novelescas de la que siempre es protagonista. En mi lucidez onírica sé que se lo inventa, que sólo está dando rienda suelta a esa inocua fantasía infantil que todos alguna vez poseímos, con el único objeto de captar la atención de su entorno, de seducirlo y convertirlo en su público. Luego, elidiendo mi mente las transiciones como sólo es posible hacer en las ensoñaciones, la niña se transforma en una mujer adulta, alta, rubia, guapa, imponente, que desciende de un lujoso coche. Mejor dicho, son sus piernas desnudas las que se apean, elongadas ad infinitum por unos imposibles tacones de aguja y una escueta minifalda: piernas que se deslizan Ramblas abajo, moviéndose rítmicamente al compás de las caderas que, embutidas en una diminuta falda, se contonean libremente ante los paseantes, quienes por unos instantes ven alterada su existencia y son arrastrados por la misteriosa fuerza centrípeta de esas simétricas sinuosidades en pleno apogeo. Los marineros italianos, recién arribados a puerto tras semanas de travesía y ayuno, segregando testosterona a borbotones por todos sus poros, pugnan por zambullir sus miradas atónitas en el pro-
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fundo valle del prominente escote que se pasea con exhibicionista parsimonia por delante de sus narices, para quedar luego absortos en aquel espectacular trasero que parece ofrecerse a su concupiscente escrutinio como jugosa fruta madura. Sí, la devoran con la mirada, como si el mundo acabase en ella, en el horizonte de su contorno, o como si la tierra firme los desorientara inexorablemente y se sintieran más seguros atrapados en aquel cimbreante anzuelo que se mece sobre las onduladas baldosas de la famosa avenida. La imagen se disuelve con el desapacible rugido del tráfico, que quiebra el silencio y me devuelve al cotidiano ajetreo de cada mañana. Hoy es el día de la verdad. Me incorporo de la cama y, aún somnoliento, me deslizo desmañadamente por el pasillo hacia el lavabo, siguiendo el repiqueteo de los afilados tacones que siguen martilleando en mi cabeza. Me ducho y procuro despejarme, deshacerme de las imágenes nocturnas que deambulan todavía por mi mente, de esos espectros que se obstinan en ignorar la realidad diurna y se aferran al dominio de la noche, donde se impregnan de reminiscencias eróticas que me distraen de la rutina. A oscuras enciendo el ordenador, llenándose la habitación de la fosforescencia irreal de la pantalla. Pongo en marcha el magnetófono, decidido a finiquitar la trascripción de una vez, y su voz inunda de nuevo la habitación, cuyo aspecto muda paulatinamente y se va transformando en el escenario de la entrevista, el tenebroso establo sadomasoquista donde la jornada anterior ella había desplegado ante mí todo su magnetismo. La oigo respirar, expulsar sonoramente el humo del cigarrillo al estilo de las femme fatale del Hollywood clásico, la quintaesencia de la feminidad devoradora de hombres, incluso cuando se presenta ataviada de manera informal, dispuesta a hacer la limpieza general del local. Me recibe junto a un esclavo que, me dice, ha venido a ayudarla a marujear, y nos acomodamos frente a la barra del bar, en el piso inferior. Saca un cigarrillo, que el esclavo se apresta a encender, y acto seguido me provoca con su mirada impúdica y franca, y cuando todavía no he puesto en marcha la grabadora me empieza a acribillar con una retórica aguda, divertida, desenvuelta y directa, que me coge y me zarandea como un sonajero a los cuatro vientos. Yo me esfuerzo, no obstante, por aguantar el tipo y afrontar su mirada y el humo de su tabaco, expelido con fuerza por sus voluptuosos labios du-
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rante las pausas dramáticas con que acompasa sus frases; y en la medida de lo posible procuro no dejarme amedrentar por el envite de sus palabras, por los gestos desenfadados con los que decora y enfatiza el relato, por el pulso que parece estar librando contra mi posición de entrevistador. Me intereso por sus principios, por cómo entró en contacto con el mundo de la dominación; y ella de inmediato coge el relevo de mi pregunta y se apodera de la entrevista, como si su papel de Dominatriz fuera inherente a su naturaleza y quisiera dejar muy clara desde el comienzo la jerarquía. Y yo me agarro al taburete y le dejo hacer, procurando no parecer excesivamente cohibido. Foxy recuerda cómo eran las cosas antes, cuando se divertía en las discotecas, por las que merodeaba felina depredando varones solitarios, que no podían creer su suerte cuando una exuberante rubia de metro ochenta se les acercaba y de buenas a primeras les interrogaba: «¿Estás solo?». «¿Y si te digo que no llevo bragas?», y se alejaba momentáneamente, dejando a su pobre víctima con tres palmos de narices. Puedo imaginarme la cara estupefacta del fulano en cuestión, y la expresión de goce triunfal de Foxy observando desde una columna apartada su turbación, su mirada perdida buscando a algún amigo que le pellizcara y a quien poder contárselo. Al poco Foxy volvía a aproximarse a su presa y flirteaba con ella hasta arrastrarla fuera del local; y una vez dentro del coche lo empujaba con vehemencia contra la ventanilla y sacaba de su bolso un vibrador, mostrándoselo a escasos centímetros de los ojos. El tipo bizqueaba confuso al contemplar la inusitada longitud del aparato y entonces ella lo ponía en marcha y se pasaba la punta por los labios, al tiempo que le decía despectivamente: «¿Has visto qué simple?», haciendo subir la temperatura sin necesidad de enchufar la calefacción. Y luego, cumplidos aquellos tórridos preliminares, hacía de él todo lo que quería. Por ejemplo, podía atarlo y practicarle motu proprio una felación, y volverle loco antes de permitirle correrse. De esta manera Foxy se lo pasaba teta, controlando la situación, viendo la expresión alucinada del fulano e imaginando la incredulidad de sus amigotes cuando éste tratara de hacer pasar por verídica aquella inverosímil historia. «No están acostumbrados… y enseguida se abandonan a lo que les quieras hacer. ¡Son tan simples los hombres…! Yo sé exactamente lo que quieren y cuándo debo dárselo. Al revés, sin embargo, me aburro. Aunque se esfuerzan, la mayoría no sabe», me asegu-
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ra con una mirada penetrante, avariciosa, como si yo pudiera ser uno de esos aprendices de mantis religiosa macho, torpes y bienintencionados; y no puedo evitar apartar la mía durante unos instantes, los justos para que ella perciba el tímido azoramiento delator que me embarga al verme retratado en uno de esos tipos a los que la situación les sobrepasa y se ven condenados a una pasividad lasciva a la que luego nadie prestará crédito. De este modo, en el transcurso de una de esas noches cinegéticas de discoteca, Foxy conoció al que después se convertiría su marido, la misma persona que más tarde la introduciría en el mundillo del BDSM. Foxy ya era entonces, como es fácil suponer, un rara avis en lo que al mundo femenino de la discoteca se refiere, donde la mayoría de chicas ejercían con pasiva vocación su papel de floreros y de frágiles damiselas calientabraguetas que, a la que podían, se colgaban del novio de turno, quien ejercía gustoso de macho dominante y, a cambio de poder engrosar con tales conquistas su vanidad, se hacía cargo de las facturas: niñitas mojigatas que se hacían las estrechas y que guardaban su intimidad como un preciado tesoro, como el capital acumulado que no debían malgastar a cambio de nada y que —por si el príncipe azul, siempre caprichoso, pasaba de largo— al menos debía permitirles algún día acceder a la seguridad resignada del matrimonio. Ella, por el contrario, disponía de ingresos propios y de medio de locomoción, y no estaba dispuesta a ceder el dominio de la situación así por las buenas, por un par de copas o un paseo en un deportivo. «¿Estás solo?», le entró, como solía, una noche, «¿no?, entonces no me interesas», y de esta manera le dejó con la palabra en la boca. Y cuando el otro le fue a pedir explicaciones le soltó de buenas a primeras que ella tenía «ganas de follar y que él estaba buenísimo». ¡Glup! Me lo figuro tragando saliva y tratando de articular alguna palabra de protesta inteligible. Al poco tiempo iniciaron una relación de pareja estándar, que mientras duró nunca incluyó elementos BDSM, a pesar de que, como ella luego llegaría a saber, él hacía años que lo practicaba en secreto, guardando celosamente esa parte de su intimidad para sí. Sin embargo, de vez en cuando ella encontraba alguna prenda que su marido había dejado descuidadamente olvidada en algún rincón, algún fetiche que exacerbaba su curiosidad. Y poco a poco Foxy fue descubriendo que le fascinaba aquella ropa femenina, aquellos tacones interminables y aquellos trajes de vinilo que, mientras se los probaba antes
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de retornarlos sigilosamente al cajón, acariciaban cada centímetro de su piel; y también aquellas fotos que su marido adquiría de manera clandestina para satisfacer sus inclinaciones fetichistas y que escondía en su despacho, fuera del alcance, en teoría, de la mirada de su esposa. Un día introdujo en el vídeo una cinta que había encontrado en uno de los zulos o escondrijos que su marido ingenuamente creía inexpugnables, y en la pantalla apareció de repente la imagen de Dómina Zara recorriendo muy erguida un largo pasillo, enfundada en cuero y encaramada sobre unas botas de tacón de aguja que la destacaban entre el resto de los mortales, sobre los que irradiaba su magnetismo y a los que subyugaba con su sola e hipnótica presencia; y a pesar de no entender demasiado de qué iba todo aquello del sadomasoquismo, de no captar su auténtico significado, de incluso parecerle un tanto ridículo ver a hombres hechos y derechos allí arrodillados y babeando ante aquella mujer, de lo que sí fue consciente Foxy era de que le cautivaba aquella imagen de sacerdotisa inalcanzable adorada por una cohorte de fieles sumisos postrados a sus pies, aquel culto a la feminidad en su estado más salvaje, más puro. Aquella bella estampa la impactó profundamente, despertando algo en ella que hasta entonces había permanecido en letargo. Sin embargo, a pesar de la confluencia de sensibilidades con su pareja, durante aquella época ambos por separado decidieron guardar silencio sobre el tema. Un silencio apuntalado por sobrentendidos y ocultaciones, de «lo sé, pero me callo, no vaya a ser que…», observado escrupulosamente con objeto de no turbar la convivencia, una convivencia que, debido a ese mismo silencio y a esos deseos reprimidos, lentamente se fue degradando y haciendo más distante. Él, a buen seguro, callaba porque intuía, erróneamente o no, que si su mujer se enteraba de sus preferencias sexuales y sus fetichismos, y le pedía que se probase para él aquellas prendas eróticas que tanto le excitaban, reaccionaría mal y le tomaría por un enfermo, un loco o un degenerado. Ella, por su parte, se debatía entre sus propensiones exhibicionistas —ya insinuadas durante la infancia y la adolescencia y reafirmadas frente al espejo cuando se embutía en aquellas prendas—, y la conciencia culpabilizadora que le dictaba al oído que aquello no podía ser normal, que estaba mal y que era un signo de depravación y de promiscuidad inaceptables en una mujer casada como ella, y un vicio repulsivo en el caso de él. Era una muda contienda que ella libraba a solas, en la arena de bata-
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lla de su cerebro, sin atreverse siquiera a comentarlo con nadie, que la reconcomía y que poco a poco iba aniquilando aquella energía que pugnaba con fuerza en su interior. Todo se volvió complicado y el ambiente se enrareció precisamente por ese mutismo obcecado que parecía haberse erigido como una barrera infranqueable entre marido y mujer. Foxy, que siempre había adoptado una actitud sexual activa hacia sus conquistas, me confiesa que hacia su marido siempre había albergado, sin embargo, fantasías de sumisión, que éste frustraba optando por una actitud pasiva y distante cuando su mujer se mostraba esquiva y reticente a la hora de hacer el amor. Entonces, en lugar de insistir e imponer su dominio —de «currárselo», en sus propias palabras—, en aquel juego de reticencias con el que ella en realidad buscaba mayor intensidad en sus relaciones íntimas, él se inhibía, conformándose con su negativa y dejándola en paz. De esta manera, entre ambos el sexo se convirtió en algo anodino, insatisfactorio, y la relación se fue marchitando, ya que ninguno de los dos lograba dar rienda suelta a sus fantasías más íntimas. Y todo ese silencio acumulado y absurdo se fue haciendo cada vez más denso e irrespirable, enquistándose en la relación hasta socavar sus cimientos y desembocando finalmente en separación tras varios años de vida matrimonial. Sin embargo, al contrario de lo que hubiese sido de esperar, aquel fracaso conyugal, en lugar de trazar una encrucijada en la que sus caminos se bifurcasen de forma definitiva, propició un sorprendente punto y seguido; ya que, liberado del lastre de ese miedo a ser rechazado por su propia esposa —a la que precisamente había perdido por ese infundado temor—, el entonces ex marido de Foxy se armó de coraje y se presentó un día, meses después, para sincerarse con ella y contarle cuáles eran sus auténticas fantasías y preferencias sexuales. Le confesó, de esta manera, sus inclinaciones fetichistas y que lo que realmente le complacía en la relación erótica era desempeñar el rol de Dominante, y le propuso, ahora que ya no estaban juntos y que lo máximo que podía ocurrir era que ella le considerase un loco, iniciar una relación Amo-esclava. Imagino que para él poder soltar todo aquello que hasta entonces había estado conteniendo dentro como en una olla a presión, debió de suponer una liberación, y que debió pensar que a partir de ese momento el desenlace ya no estaba en sus manos. Ahora la pelota estaba en el otro campo. Y Foxy, tal vez por la misma razón de que él ya no fuese su marido, y guiada por
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la certeza de que si su ex marido no podía desempeñar ese papel con ella lo haría con otra, tomó la decisión de que si era eso lo que él deseaba, ella se lo daría, y sin remilgos, porque en lo que se refería a esos menesteres, a ella «no la ganaba nadie». Así que terminó por aceptar el reto de intentar satisfacer los deseos de su ex marido, deseos que, por otro lado, en buena medida coincidían con los suyos; y a partir de ese momento se descorrió aquella cortina de silencio y entre ellos comenzó un juego «excitante y morboso», una experiencia diferente e insólita que funcionó a las mil maravillas y sirvió para enriquecer considerablemente su incipiente e insólita relación posmarital. Al poco tiempo él la llevó a una fiesta que se celebraba en el Fetish Café, el local que regentaba Dómina Zara, la mujer a la que había visto en el vídeo desfilando con aquella resuelta magnificencia por los pasillos del festival de cine erótico de Barcelona. Foxy recuerda como si hubiese sido ayer los momentos de excitación e incertidumbre que pasó durante aquella primera visita a los dominios de la Mistresse: un local oscuro, semiclandestino, donde transformistas que vestían igual que sus novias hacían equilibrismos sobre afilados tacones; donde pululaban tipos en paños menores que bebían de un bol de perro y caminaban a cuatro patas tirados de una correa canina por las alumnas de Dómina Zara que los adiestraban; y donde todo lo extraordinario parecía discurrir de forma tan natural como la vida cotidiana. Le fascinó sobre todo la estética, el aspecto y textura del látex, el fetichismo del cuero, el glamour que desprendía todo, la elegancia de las Mistresses y la exaltación de la feminidad que en aquel recinto, regido por sus propias y peculiares reglas, se convertía en prescriptiva; pero, por lo demás, no alcanzaba a entender nada de nada. Era incapaz de comprender cómo alguien que decía no ser gay podía disfrutar de aquella manera vistiéndose de mujer, ni que aquellos hombres ataviados únicamente con un taparrabos y un collar de perro se arrodillaran y humillaran por propia voluntad ante aquellas mujeres, sin recibir a cambio ninguna gratificación sexual inmediata. Y, sobre todo, lo que escapaba por completo a su entendimiento era que pudiera existir alguien que accediera a ser inmovilizado sobre un potro o en una cruz y se dejara atizar una buena paliza. Todos aquellos significados, si es que existían, resultaban invisibles a sus ojos, ojos que, en ocasiones —me explica—, se veía obligada a apartar para no contemplar lo que ante ellos estaba ocurriendo.
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Sólo con el tiempo y gracias a las explicaciones de algunos amigos de Dómina Zara asiduos al Fetish, logró entender y aceptar lo que a su alrededor estaba sucediendo. Así, empezó a ser plenamente consciente de que aquella gente estaba ahí por voluntad propia, que aquellos hombres no tenían por qué ser desequilibrados ni degenerados, y —lo que era aún más importante si cabe—, que se lo pasaban en grande haciendo lo que hacían, precisamente porque en aquel universo ajeno a la mediocridad del mundanal ruido exterior podían cumplir sus fantasías más íntimas e inconfesables. Nadie hacía nada forzado, le repetían, nadie pegaba a nadie; todo estaba pactado y nadie ejercía violencia ni inflingía agresión alguna. Al contrario, los azotes formaban parte integrante de la fantasía del esclavo. «¿O es que tú estás aquí forzada?», le preguntó un chico que había atisbado la contrariedad dibujada en su rostro y trataba de sacarla de su error. Todo era un juego erótico en el que unos dominaban y otros se sometían deliberadamente, un juego consensuado en el que ningún integrante estaba obligado a hacer nada que en realidad no quisiera, un juego, por otro lado, que tampoco era por completo extraño a los juegos sexuales que gente a la que nunca se le pasaría por la cabeza acudir a ese tipo de locales suele practicar habitualmente en su propia casa, le dijeron con objeto de persuadirla, «¿o es que tu pareja nunca te ha arreado un buen cachete en el trasero mientras hacéis el amor? Pues aquí… lo mismo». Continuó asistiendo al Fetish Café por simple curiosidad, sin saber si tenía aptitudes de Ama o de esclava, más bien porque la personalidad de Dómina Zara la había cautivado desde el principio y porqué allí, entre bambalinas, podía dar rienda suelta a sus tempranas inclinaciones fetichistas vistiéndose con todas las prendas que la dueña atesoraba en su establo como si éste fuera un museo del fetiche; y también porque en aquel universo FemDom podría pasearse entre esclavos que le rendirían pleitesía como a una auténtica reina cuando se acercase a ellos encaramada en el pedestal de los tacones de aguja. Pronto se sinceró con Dómina Zara respecto a su indefinición sobre qué era, si es que era algo que pudiera clasificarse dentro del BDSM. Sin embargo, lo que sí tenía meridianamente claro es que no quería dejar escapar la oportunidad de conocer a fondo aquel mundo diferente y lleno de fascinantes sugerencias que le ofrecía. Luego, con el tiempo, ya decidiría si le gustaba realmente o no, si era realmente lo
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suyo o debía seguir buscando. «Yo no escribiré libros como tú, ni pasaré a la historia por nada de lo que haya dicho o hecho», me confiesa con una modestia sincera e incisiva que me pone la piel de gallina, «pero mientras pueda, no quiero renunciar a nada, y pienso vivir el resto de mi vida a tope, pese a quien le pese.» «Pese a quien le pese.» Ahora el colofón de aquella frase resuena insistente en mis sienes como una sentencia, un aviso para navegantes que me deja un regusto agridulce en la boca, algo que me obliga a replantearme si no debiera apagar mi maldita grabadora, cerrar el portátil y hacer lo mismo… Puede que escribir consista sólo en reproducir las existencias de otros sobre el papel, captar la realidad a distancia y recrear las experiencias de los personajes que uno construye y a los que trata de insuflar vida, aspirando como máximo —si éstos se basan en personas de carne y hueso—, a participar en un segundo plano de sus evoluciones sobre el tablero de la vida, casi como un observador neutral. En fin… Me lavo los dientes, me resigno y me visto de calle. Compruebo las pilas de la grabadora y me dispongo a salir. De las pilas siempre guardo un repuesto, de la vida no, se me ocurre, como un resquicio de esa amargura existencial que a veces me invade y que procuro ahuyentar impostando una sonrisa antes de que se aposente sobre mis hombros. Quedan todavía un par de horas para mi segunda cita con Foxy, tiempo de sobras para desayunar tranquilamente en la cafetería de enfrente mientras repaso el guión y la batería de preguntas que estuve preparando anoche. Procuro controlar los nervios que suelen acometerme el día que tengo una cita. Me miro en el espejo del ascensor y observo mi aspecto, un tanto decadente para mi edad. Debería de una vez por todas dejarme de excusas y empezar de nuevo a practicar algún deporte. Pienso de nuevo en Foxy, que también se miraría repetidamente en el espejo del vestidor donde se probaba una tras otra las prendas y complementos que abarrotan las paredes y los percheros del Fetish Café; y, al contrario que yo, se vería a sí misma preciosa, su envergadura resaltada y sus curvas estilizadas por los altos tacones, las medias, el charol y el cuero: la misma feminidad idealizada y floreciente que años antes habían admirado aquellos marineros de hormonas burbujeantes cuyos barcos yacían atracados en el Port Vell; una belleza que ahora había madurado y podía resplandecer en toda su plenitud gracias a los
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atuendos y disfraces que Dómina Zara, la Suma Sacerdotisa de aquel templo, ponía a su disposición. Poco a poco Foxy fue encontrando su lugar en aquel ambiente. Dómina Zara había insistido en que no tuviera prisa y fuera investigando por su cuenta. Más adelante ya se vería si la cosa cuajaba o no. Al principio a Foxy le resultó más cómodo adoptar el papel de esclava en las relaciones BDSM. Lo de ser Dominante le parecía demasiado complicado, demasiada responsabilidad para asumirla toda de una vez desde la más completa ignorancia. No sabía siquiera manejar una fusta ni tenía ni idea de qué podía hacer en el papel de Ama durante una sesión. Incluso le costaba asumir el hecho de que los esclavos domésticos disfrutaran trabajando para la dueña en las labores de limpieza sin más recompensa que el hecho de que su señora les permitiese estar allí, restregando y sacando brillo al fondo del retrete. Los mismos y afortunados esclavos tenían que corregirla cuando, ingenuamente, se les acercaba y alababa su tarea: ellos estaban allí para ser castigados, para ser tratados como los perros que eran, o que decían ser. Era algo que todavía no podía asimilar del todo. Así que, por el momento, le pareció más sencillo actuar como esclava y dejar que fueran otros los que dominaran y dictaran las reglas del juego para, de esta manera, ir aprendiendo de ellos lo que pudiera. De todas formas el tiempo iba pasando y parecía que nunca llegaría el momento para Foxy de entrar en acción, hasta que un día, de improviso, Dómina Zara se le acercó y le dijo que en la habitación contigua había un Amo que precisaba una esclava alta como ella. Pasaron unos segundos antes de que Foxy reaccionara y se diese cuenta de a quién se estaba refiriendo. Al principio no lo tenía nada claro. No sabía si estaba preparada y puso todas esas excusas dilatorias de las que todos disponemos cuando nos da miedo enfrentarnos a algo, en especial a nosotros mismos. Sin embargo, Dómina Zara le aseguró que se trataba de un amigo de confianza y que éste, consciente de que aquélla iba a ser su primera vez, sería bastante comprensivo. También —lo reconoce— fue un buen aliciente el persuasivo fajo de billetes que la experta Dominatriz blandía en la mano. Entonces Foxy, reconsiderando sus primeros e instintivos reparos, se convenció a sí misma de que, si realmente estaba decidida, lo mejor era entrar de una vez por todas y ver qué pasaba. En cualquier caso, no se perdía nada por probar.
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Lo cierto es que aquella primera vez fue un auténtico desastre. Lo pasó fatal, pues el hombre, paradojas de la vida, en su potestad de Amo le ordenó que fuera ella la que tomase la iniciativa, precisamente la razón —la comodidad de no tener que tomarla— por la que había preferido el rol de esclava. Además se sintió sucia, culpable, avergonzada de lo que había hecho, incapaz de mirar a la cara ni a su ex marido ni a Dómina Zara, quienes la habían estado esperando expectantes en otra habitación. Al verla tan abatida, ambos trataron de animarla expresándole lo orgullosos que se sentían. Él le confesó lo cachondo que se había puesto al pensar que era su primera vez y que estaba allí, dándolo todo, comportándose como una perra con el Dominante; y que estaba encantado de que su esclava lo hiciese tan bien con otros Amos. Hubiera sexo o no —le decía, procurando desdramatizar—, sólo se trataba de un juego, la plasmación de una inocente fantasía, sin enamoramientos ni compromisos posteriores. No obstante, aquellos razonamientos tampoco lograban convencerla, pues si hubiese sido la situación inversa, si hubiese sido ella —reconoce— la que hubiese estado allí fuera esperando mientras su ex marido se lo montaba con otra, no creía que hubiese reaccionado de una manera tan benévola. Sin embargo, después de aquellos frustrantes inicios, con el tiempo y la práctica el rol sumiso llegó a reportarle grandes satisfacciones; puesto que, sin verse obligada a hacer nada que en realidad no desease —lo reitera una y otra vez como el principal versículo de su particular Biblia—, mediante su escrupulosa dedicación y estricta obediencia a los requerimientos de los Dominantes solía obtener como recompensa la ferviente admiración de éstos, que quedaban como embobados con su cuerpo y prendados de sus aptitudes para la sumisión. Foxy disfrutaba, además, contemplando la cara del Dominante que requería sus servicios y notando, una por una, todas sus reacciones, las cuales aprendió a manipular a su antojo. Jugando con su simplicidad, adivinaba cuáles eran las exigencias de cada cliente, los resortes de su deseo. Se rebelaba de vez en cuando si convenía y obedecía sin rechistar cuando era menester, haciéndose la gatita mimosa si era necesario para seducir al Amo. A veces incluso —se ufana triunfal al relatarlo—, para sorpresa de Dómina Zara, había llegado a atar y dejar inmovilizado al Dominante. De manera que a la hora de la verdad era ella la que, de forma solapada, ejercía el dominio a través de la sumi-
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sión, en cuya disciplina llegó a convertirse en una auténtica especialista, respetada y enormemente valorada por los Amos que frecuentaban cada vez más el local; y, sobre todo, por Dómina Zara, que sabía cifrar perfectamente cuál era ese valor en términos pecuniarios, factores que contribuyeron a elevarla en los mentideros del ambiente BDSM al rango de mito. Una esclava atípica, alta y rubia, que parecía llevar la sumisión en la sangre, ésas eran las prendas que atraían a los clientes que pagaban por disponer de su obediencia durante las sesiones. Y los Amos salían encantados, con la sensación de que habían ejercido el dominio sobre una esclava que no fingía, que no hacía teatro, que realmente sentía lo que hacía, y volvían a repetir la experiencia una y otra vez. Fue una suerte para ella, asegura Foxy, haberse introducido en el mundo de la dominación de la mano de Dómina Zara, que hasta la fecha siempre ha tenido en cuenta sus límites y respetado las cosas que no estaba dispuesta a hacer. En una casa de relax, por el contrario, sin duda se hubiera visto obligada a apechugar con todo lo que hubiera venido, nada de escrúpulos improductivos, ni de remilgos que ahuyentasen a la clientela, pues en el mundo de la prostitución el dinero es capaz de comprarlo todo, o casi todo. Dómina Zara, por el contrario, le repetía que ella no era ninguna madame ni nada por el estilo; que no quería que hiciese nada sólo por el beneficio económico; que si se quedaba con ella, fuese en primerísimo orden porque se encontraba a gusto; y que si de esa manera ganaba dinero…, pues mejor que mejor para ambas, pero que tuviera claro que aquel no era ni mucho menos el único ni el primer fin. De esta manera Foxy podía sentirse segura, pues sabía que todo estaba previamente pactado y definido al detalle; y que las sesiones tendrían lugar en un marco espacial de confianza donde quedaría poco margen para sorpresas desagradables. Además, conservaba siempre la libre potestad de detener el juego en cualquier momento si no se sentía cómoda con el Dominante o si simplemente la naturaleza de su fantasía «no iba con ella». Como en aquella ocasión —evoca—, en la que el Amo de turno se empeñó en hacerla pasar por su sobrina de 8 años con la que, al parecer, deseaba mantener relaciones sexuales. Aquella fantasía pederasta le pareció a Foxy repulsiva y detuvo la sesión de inmediato. Luego, con el asentimiento cómplice de la dueña, le devolvió el dinero al cliente, le invitó a que no volviera y adiós muy buenas.
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No obstante, aunque el rol de esclava le había reportado bastantes gratificaciones, con el transcurso del tiempo llegó un momento en que acabó por aburrirle. Los Amos, en su mayoría, empezaron a parecerle ridículamente cortados por el mismo patrón, demasiado previsibles y carentes de originalidad. Una y otra vez, siempre lo mismo: «Entra perra, sí señor, no señor, ahora me pone en la cruz, luego una pincita, después a cuatro patas y más tarde me tocará…», y «todo muy sexual», en el sentido más ritual y limitado del término. Llegados a este punto Foxy reconoce que dejó de aprender bajo la tutela de los Dominantes, salvo con un Amo italiano que poseía una imaginación portentosa, le hacía regalos caros y la trataba como una auténtica geisha. Él le enseñó —rememora con un matiz nostálgico en la voz— que un Amo no es un tirano, que debe cuidar de su esclavo, mimarlo, que no debe inducirlo u obligarlo a hacer nada que pueda violentarlo, y que en ningún caso debe considerarlo un ser inferior —al contrario de lo que le habían inculcado algunas mujeres dominantes, que creían constituir una clase social superior a la de las sumisas—. Con aquel Amo todavía siguió disfrutando, pero con el resto las sesiones acabarían convirtiéndose en una rutina casi tan aburrida como el trabajo que en aquella época aún seguía conservando en La Caixa. Al mismo tiempo y de forma paralela a sus pinitos como esclava, Foxy continuaba formándose al lado de Dómina Zara, dejándose imbuir de sus conocimientos y de su vasta experiencia, sobre todo cuando tenía la oportunidad de actuar como esclava con actitud dominante y auxiliar de la Mistresse en las sesiones que ésta organizaba con los esclavos que acudían a su establo. Entre otras muchas técnicas la Dominatriz le enseñó cómo debía hacerse un fetichismo del pie, práctica que los Amos, tan limitados la mayoría en muchos aspectos, jamás realizaban. «Dejémonos de historias: el Amo lo que quiere es que le lamas la polla», suelta Foxy al tiempo que expulsa el humo del cigarrillo por la nariz, riéndose con esa desenvuelta procacidad que hace de ella, para quienes la conocen, una persona tan entrañable. Dómina Zara también le enseñó a perfeccionar muchas otras disciplinas, como la cera, el caning o el spanking y, de esta manera, cada vez la fue introduciendo más en el papel de Dominatriz. Aquello le abriría las puertas a otra dimensión del BDSM, una dimensión que se adaptaba a sus facultades y predilecciones como un guante. Era fantástico. Hasta ese momento, como esclava, había disfrutado, pero siempre supe-
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ditada a los designios del Amo, siempre a la expectativa de sus necesidades y preocupada por si habría feeling con éste durante la sesión. Pero una vez adquirido cierto bagaje, entrar en escena como Ama le ofrecía la oportunidad de ser ella la que pusiera toda la imaginación, la que dirigiese directamente el juego, sin subterfugios. De esta manera podía explotar y poner en práctica todas las ideas que bullían en de su cabeza, con el objeto de satisfacer la fantasía del esclavo y llevarlo más lejos de lo que nunca antes nadie le había llevado. Y descubrió que, en cierta manera, volvía a hacer uso de estrategias de seducción similares a las que años atrás había puesto en práctica con los hombres con los que había ligado en las discotecas, pero ahora dentro del ámbito del BDSM, un ámbito selecto que le permitía desarrollar mucho más la imaginación y sacar a relucir todo lo que realmente llevaba dentro, todo su potencial seductor. En ese terreno podía representar lo que le apeteciese en cada momento, inventar nuevas historias que suscitaran la admiración del esclavo y de los que la rodeasen, con el incentivo añadido, claro está, de que podía cobrar sustanciosas sumas por ello. Y un día, convencida de que tenía vocación y de que servía para ello, dejándose llevar por esa impulsividad y esa ansia de vivir las experiencias a fondo tan características en ella, decidió echarse la manta a la cabeza y cambiar de vida: pidió el finiquito, se despidió de los asfixiantes horarios de La Caixa y se dedicó por entero a la dominación profesional. En mi cabeza aún oigo a Foxy suspirar al referirse apasionadamente a cómo hace crecer su autoestima sentir bajo sus pies el abandono del esclavo, a cómo siente correr por sus venas la energía de ese poder que éste le cede gustoso y mediante el cual ella puede hacer de él lo que quiera. Foxy transmite esa admiración sincera por quien se pone en sus manos, por el esclavo que se rinde sin condiciones a la diosa que adora y a cuya grandeza desea subyugarse y unirse, siquiera durante el poco tiempo que le es concedido. Foxy respira emoción y respeto, incluso cuando ordena a su esclavo doméstico que recoja la colilla que se le ha caído al suelo. Miro el reloj. Se me hace tarde. Me he quedado fascinado repasando mis notas. Cojo la moto y me planto en la puerta del Fetish Café. Vuelvo a sentirme extrañamente nervioso. Miedo escénico y todo eso. Tal vez el último café estuvo de más. Busco en mi cartera el
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Trankimazin, tal vez lo vaya a necesitar. En Foxy, a pesar de su trato abierto y campechano, hay algo inquietante, misterioso, impredecible, algo que me intimida como si volviera a la adolescencia. Llamo al timbre y al cabo del rato un chico —el mismo de la vez anterior— me abre la puerta. Me acompaña escaleras abajo, me pregunta si deseo tomar algo y luego me pide amablemente que aguarde en un rincón del sótano. Entretengo la espera observando detenidamente los artilugios que aquí y allá decoran el local de Dómina Zara: jaulas de hierro forjado de diversos tamaños que retrotraen mi mente a la Edad Media, una notable colección de látigos, fustas y flagelos, cruces de san Andrés, potros acolchados, cepos de madera, camisas de fuerza… Un vago presentimiento me estremece, como si la razón de mi desasosiego estuviera a punto de materializarse en cualquier momento. Un amigo me aseguró una vez que siempre que entraba en un lugar desconocido buscaba mentalmente dónde estaban situadas todas las salidas. Me digo que no son más que absurdas imaginaciones sin fundamento y apuro mi copa, buscando en el alcohol la entereza necesaria para rematar la entrevista. Entonces atisbo en la penumbra del fondo del pasillo la figura de Foxy y el ligero estremecimiento se convierte en un escalofrío que agita mi cuerpo como si fuera la frágil llama de una vela. Camina majestuosa sobre unas botas rojas de charol de media caña, luciendo un pantalón ajustado de vinilo negro y un corsé que deja sus hombros desnudos. De su mano cae flácido un látigo trenzado, que al llegar a mi altura hace chasquear al aire. «¡Qué te has creído! ¡Esto no es ningún bar!», me espeta con voz autoritaria, inflexible. Las gafas negras que ocultan sus ojos impiden adivinar su expresión. Su compostura de teniente coronel de la Luftwaffe me intimida aun más que la tralla restallando en mís oidos. Trato de protestar, de recordarle para qué he venido; pero todo esfuerzo es inútil. Como en una ráfaga, me sacude la duda de qué harían en mi lugar los teóricos del trabajo de campo, los que se atreven a delimitar hasta qué punto debe uno involucrarse o no, ceder para obtener información de primera mano. Entonces columbro en la oscuridad el destello de dos pares de esposas que Foxy trasporta en la otra mano. El chico que me ha abierto la puerta la escolta. Ahora sí que es demasiado tarde. Me siento paralizado, como si mis músculos no respondieran o como si mi cerebro se negara a enviar las órdenes oportunas. Cuando quiero reaccionar tengo las muñecas ligadas a las
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cadenas que, a mi espalda, se extienden y enredan formando una tela de araña. Entonces el chico que oficia de esbirro me coloca en la boca una mordaza de bola y rodea mi cuello con un collar de perro que Foxy ha elegido entre la amplia panoplia que ha reunido Dómina Zara. Me siento atrapado, a su merced. De hecho lo estoy. Me pregunto si algún etnógrafo se habrá encontrado en alguna ocasión ante una situación y un dilema semejantes. «Relájate», me sugiere o me ordena Foxy tras descubrir sus ojos de hielo y acercar el rostro a escasos centímetros del mío. Ahora puedo sentir su aliento, un hálito húmedo y ligeramente entrecortado que me indica que está excitada. La media melena rubia forma cortinas que caen a ambos lados de su cabeza, oscureciendo su mirada, que me atrapa como un agujero negro que ocupa todo mi ángulo de visión. Luego suelta una bocanada de humo gris impregnada del carmín de sus labios que me obliga a cerrar los ojos; cuando consigo abrirlos y enfocar la vista su rostro ha desaparecido. «El que algo quiere, algo le cuesta», me susurra ese aliento agitado al oído, arrojándome un guante que no sé si quiero recoger; un reto que, intuyo, no me quedará más remedio que aceptar. Foxy está concentrada en esta sesión que parece haber improvisado en mi honor, o que tal vez ha diseñado con traviesa premeditación y pícara alevosía, puede que harta de ser ella únicamente el objeto del interrogatorio. Ahora son sus reglas las que imperan, las que rigen cómo, cuándo y hacia dónde circula la información. Me baja los pantalones y me arranca el slip, dejando al descubierto la flacidez de mi miedo. Dicta una orden a su esclavo y acto seguido se hace con una fusta de equitación, con la que empieza a golpear levemente mi tímida entrepierna, que empieza a bailar de un lado a otro como si hubiera cobrado vida propia. «Estás demasiado preocupado por tu polla, y no es tu polla lo que me interesa. Quiero que entiendas que en el BDSM el sexo está aquí» —dice señalándose la sien con la mano enguantada por unos preciosos mitones que cubren sus antebrazos y que hacen juego con las botas—. «Esto no es una casa de putas, ¿te enteras?» Asiento convencido con la cabeza, como si una respuesta afirmativa por mi parte pudiera detener aquello, o como si en realidad no quisiera que parase y con mi asentimiento la invitara a continuar. «Yo no ofrezco servicios, hago sesiones. Quiero que lo tengas claro, y que lo pongas por escrito. Los hombres que vienen aquí no lo hacen para que les comas la polla o para que folles con ellos». Fruñe el ceño y
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niega con la cabeza, como si no estuviera muy segura de que hubiese tomado nota mentalmente de aquello. «El sexo físico no es nunca una finalidad. Para eso pagarían a una prostituta, que no tiene ni idea de lo que es el BDSM, pero que hace lo que el cliente le ordena sin rechistar. Yo no hago pajas a nadie, practico ordeños.» Y dicho esto me aprieta el paquete con la mano libre. Contraigo el rostro. Nadie puede oír el gemido. Entonces Foxy libera mi sexo y gira alrededor de la malla metálica hasta situarse a mi espalda. Desde esa posición azota mis pálidas nalgas con la fusta equina, que sabe manejar con destreza de amazona. Quid pro quo muy sui géneris, pienso, después de que el dolor haya remitido y pueda pensar: una equivalencia de respuestas y preguntas en que ella maneja a su antojo los dos términos de la ecuación. «Ellos fijan los límites, si quieren que les deje marcas o no, pero el resto lo pongo yo; y créeme, sé como hacerlo», y me lo demuestra con una caricia más aguda en mis posaderas, que me hace torcer de nuevo el semblante. Luego se pone frente a mí y me escupe en la cara. «La mayoría no se atreve a decir a sus mujeres que se excitan vistiéndose de mujer o cuando se les trata como un perro. Y en todo caso, ellas acostumbran a estar demasiado ocupadas para atender los vicios y perversiones de sus ociosos maridos.» No puedo explicarle que éste no es mi caso. «Para la mayoría es complicado. Además, algunas de las prácticas requieren cierta parafernalia, ¿me entiendes?» Su pregunta es retórica, mi asenso también. «Por eso cuando pueden desviar una cantidad considerable vienen aquí a que les hagamos realidad sus fantasías más profundas y prohibidas, las más viciosas.» Foxy sigue dando vueltas a alrededor de mí. La pierdo de vista de nuevo, lo cual me inquieta todavía más si cabe. Cuando reaparece lo hace portando en las manos sendas pinzas adornadas con cascabeles, con las que aprisiona mis pezones. Un aullido de dolor es apagado por la mordaza y por el tintineo metálico cuando ella hace bailar las pequeñas bolitas de bronce con sus dedos. Entonces, con movimientos rápidos y precisos, me ata los testículos con una cuerda y mediante un antifaz me priva de la visión. Luego, súbitamente, se esfuma; me deja a solas, desposeído de los sentidos más ordinarios, suplidos ahora por el oído, el tacto y la imaginación. El tiempo se detiene… Instantes después oigo de nuevo el repiqueteo de sus tacones aproximarse. Un temor difuso vuelve a invadirme al intuir su presencia cada vez más cercana. Con un manotazo me arranca
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el antifaz. Ahora viste un magnífico catsuit negro de vinilo que realza extraordinariamente sus formas. Su ayudante me libera de la telaraña metálica y me conduce a uno de los potros, en el que me hace yacer de espaldas. Desde mi posición veo a Foxy allá arriba, inalcanzable, tocada con una gorra militar, mientras chasquea la fusta contra su mano enguantada. De repente, una luz cegadora me hace retirar la mirada. «Ahora hago yo las preguntas. Yo diseño el escenario en el que se desarrollan las fantasías. Ahora no me puedes engañar. Dime, ¿qué es lo que realmente deseas?» Apenas puedo emitir un leve quejido como respuesta a aquel primer grado. «No importa, puedo adivinar lo que estás deseando». Entonces se desplaza hasta colocarse sobre la cabecera del potro. Puedo verla al revés, en escorzo, coronada por la gorra de plato. Un disco de un rojo ligeramente traslúcido emborrona su rostro. Se agacha sobre mí. El disco rojo queda a la altura de mi boca, y entonces me doy cuenta de que se trata de un caramelo, de una vulgar piruleta —sí, una piruleta, como lo leen— cuyo palillo se pierde en algún rincón inalcanzable de su entrepierna. Sé lo que tengo que hacer aunque nadie me haya informado de qué va aquello. Lamo el caramelo con fruición, fruición que se refleja en los ojos de Foxy, cuyo hielo parece derretirse levemente bajo los mechones rubios que nublan sus facciones. Pero justo en ese momento se alza sobre sus piernas interminables, privándome de aquel dulce chupete, se da media vuelta y se sienta lentamente sobre mi cara. Siento el peso de su cuerpo caer sobre mí, liviano y consistente a la vez, y la suave textura del vinilo al adherirse a mi rostro. Mis pulmones apenas consiguen tomar algo de aire, sólo para olisquear el aroma del polímero. Y todo se vuelve negro, como si por unos momentos me hubiera reintegrado al útero materno, o me hubiera fundido con la negrura del universo entero. Luego se levanta y me mira con una leve sonrisa en los labios. El chico me desliga y me ayuda a incorporarme. Siento un tremendo alivio cuando me quita la mordaza. Pero todavía no se ha acabado. Foxy se quita el zapato y me ordena que me arrodille y le bese los pies. Y yo, ya entrados en materia, obedezco sus órdenes y me dejo llevar, tratando de encontrarle gusto a aquel fetichismo tan extendido; incluso creo que pongo algo de pasión, aunque dudo que ella perciba ninguna conexión entre nosotros. Da igual, sé que sólo se está divirtiendo con aquella travesura. Finalmente da por concluida la sesión y
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nos dirigimos al bar, donde me visto lo más deprisa que puedo y ruego al chico que me sirva algo fuerte para tratar de recuperar la compostura. Ella se hace eco de mi solicitud mientras sigue sonriendo tras los mechones dorados que le continúan cayendo sobre esa mueca desvergonzada de niña mala que se ha divertido un rato poniéndome en apuros. «Ya ves que me tomo el trabajo en serio», me insinúa, y me doy cuenta de que casi no puede contener la risa. Se pone un cigarrillo entre los labios, que ahora soy yo quien me apresuro a encender. Le pregunto si siempre recibe así a las visitas. Me responde que sólo a las que hacen demasiadas preguntas, y acto seguido vuelve a exhalar todo el humo retenido en los pulmones. Alabo su entrega, elogio sincero que ella agradece. «Soy una buena profesional y soy consciente de que quien viene a mí realiza un gran esfuerzo económico para estar conmigo. Por eso lo doy siempre todo, porque creo en lo que hago. Vendo ilusión y eso es lo más bonito. No siempre consigo mi objetivo de que el esclavo se abandone, que se evada de todo lo que le rodea y se concentre sólo en mí, y entonces la sesión se me puede hacer larguísima, casi interminable. Otras veces a media sesión, sin saber por qué, la chispa de la magia se apaga. Pero cuando la cosa funciona, cuando hay conexión con el esclavo, cuando hay química y consigo conectar con su fantasía, e incluso superarla…, ¡uf!» Suspira sin molestarse en acabar la frase. Tal vez no existan palabras adecuadas que puedan expresar ese instante sublime al que se refiere. «No creo que me llegue nunca a cansar de hacer esto, me revitaliza y me gano bien la vida con ello. Lo cierto es que me encanta y estoy convencida de que, al contrario de lo que muchos piensan, la gente que lo practica es inteligente, gente dispuesta a vivir sus fantasías y que deposita su confianza en mí para que les ayude a cumplirlas. Y cuando lo consigo me siento completamente realizada. Ya no puedo pedir nada más. Por eso me siento realmente afortunada. Además, después de haber conocido lo que es el BDSM y comprobar que sirvo para esto, creo que nunca sería capaz de hacer otro trabajo, y mucho menos de acostumbrarme otra vez a la servidumbre de una oficina», me contesta locuaz cuando, recobrados el aliento y mi distante condición de investigador, consigo preguntarle si ha pensado alguna vez en dedicarse a otra cosa, la única pregunta —un tanto estúpida, lo admito— que se me ocurre después de haber perdido literal y metafóricamente los papeles y de haber sido incapaz de encontrar la grabadora
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en el interior de ningún bolsillo. «Bueno» —se pone en jarras con un respingo cuando, concluida aquella atípica entrevista (por llamarla de alguna manera), estamos a punto de despedirnos—, «ahora creo que sí estás preparado para escribir algo interesante, ¿no te parece?», comenta burlona, pizpireta, orgullosa como está de haberme podido ofrecer una clase práctica en toda regla. Le agradezco su excéntrica hospitalidad, me inclino para besarle la mano con deferencia y luego ella me ofrece su mejilla. Y al dirigirme hacia la salida me detengo a contemplar una foto de Foxy colgada en la pared, junto a otras de Dómina Zara y algunas de sus alumnas. En esa imagen se la puede admirar vestida de látex y armada con un arnés de cuero en la cintura del que sobresale un pene de látex de un calibre considerable. Aún podría considerar que, después de todo, he salido bien parado de mi primera sesión BDSM. Luego me entretengo a contemplar otras fotografías, retratos de Dómina Zara junto a sus muchos admiradores, algunos de ellos personajes bastante conocidos de la vida pública, otros, rostros anónimos, dilectos amigos de la dueña; y un poco más abajo mi mirada es atraída poderosamente por un pequeño rótulo que reza en grandes letras de imprenta: «DUELE, PERO ACABA GUSTANDO». Asciendo por las escaleras que me conducen a la salida. Acostumbrado a la penumbra, la luz del día hiere mis ojos. Suspiro profundamente y me deslizo cabizbajo por el duro y gris asfalto de la ciudad. Los coches rugen y llenan la atmósfera de humo y ásperos bocinazos. Los carteles publicitarios animan a un consumo desproporcionado y absurdo. Alzo la vista un momento. La gente transita enloquecida dejando un rastro de desolación a su paso: vidas anónimas y opacas que desde la distancia parecen lineales, sin relieve, sin sueños, mediocres. Me encojo de hombros, abismo la mirada y me confundo entre esa multitud sin rostro. La realidad cotidiana, casi siempre, acaba doliendo.
Lagma: Guión para la entrega
SEC. 1. INT./DÍA. SALÓN DE UN PISO
Dos hombres se sientan a una mesa frente a frente. La luz tamizada proveniente de un amplio ventanal que da a una bonita terraza, deja a contraluz el rostro de LAGMA, de unos 50 años. En la mano sostiene un cigarrillo. Su INTERLOCUTOR, de unos 40, parece ligeramente nervioso mientras repasa sus notas. Una grabadora yace encima de la mesa. INTERLOCUTOR
(pulsando un botón de la grabadora) Me gustaría que me hablaras un poco de cómo empezaste en este mundillo del BDSM. ZOOM IN HACIA LAGMA.— PRIMER PLANO
suelta una bocanada de humo. Las volutas ensucian el aire, velando sus ojos. LAGMA se mantiene en silencio, como si hiciera un esfuerzo por ahondar en sus recuerdos. Poco a poco el humo se va a disipando, dejando al descubierto un brillo evocador en sus pupilas.
LAGMA
LAGMA
Los primeros recuerdos se remontan a mi más tierna infancia. Tendría unos 6 años,
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Armarios de cuero y ya entonces era muy aficionado a leer tebeos. En aquella época mi madre me compraba todas las semanas el Pulgarcito, en cuyas páginas centrales se publicaban por entregas las aventuras bizarras de mi héroe favorito: el Capitán Trueno. FUNDIDO A:
SEC. 2. INT./DÍA. (FLASHBACK). COCINA DE UNA VIVIENDA
Cocina estilo años cincuenta. Escena familiar. En una de las paredes cuelga un calendario del año 1958. El padre, la madre y dos hijos, están comiendo en silencio. Uno de los niños (LAGMA) juguetea con el tenedor sobre un filete ante la mirada divertida de su hermano mayor. MADRE
(mirando a LAGMA con sonrisa maternal) Vamos LAGMA, deja ya de juguetear con la carne. Tal vez si te comes rápido el filete después te espere una sorpresa. PRIMER PLANO DE LAGMA.— LAGMA, intrigado, se lleva un trozo de carne a la boca y lo mastica vorazmente. TOMA EN MOVIMIENTO DE LAGMA.— LAGMA
corre hacia el comedor. Encima del televisor reposa el ejemplar de una revista. El chico se alza de puntillas para alcanzarla. de la portada del n.º 81 de El Capitán Trueno. En la portada, a todo color, el capitán, instigado por la malvada Kundra, blande la espada contra sus propios amigos.
INSERTO
LAGMA (OFF) Y allí estaba, el n.º 81. Lo recuerdo como si fuese ayer. Mi primer tebeo del Capitán Trueno.
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SEC. 3. INT./NOCHE. HABITACIÓN DE LAGMA
Paredes forradas de pósters de personajes de cómic. LAGMA, tumbado en la cama, lee su nuevo tebeo a la luz mezquina de una lámpara de noche. El plano se va acercando a la cama y vemos cómo, por debajo de las sábanas, LAGMA junta fuertemente las piernas, frotando una contra otra levemente. Sus ávidos ojos permanecen clavados sobre la misma página. LAGMA (OFF)
Esa noche descubrí a Kundra, la malvada reina vikinga, que en aquella aventura mantenía bajo su influjo al atribulado Capitán Trueno. INSERTO de una página del tebeo en blanco y negro, donde el Capitán, por orden de Kundra, está a punto de matar a Kyril. LAGMA (OFF) La censura y la gazmoñería de la época obligaban a los dibujantes a cubrir los cuerpos femeninos bajo largos ropajes que apenas permitían intuir sus voluptuosidades. Pero a mí lo que me interesaba no era la belleza de Sigrid, la virtuosa amada del Capitán, ni tampoco las curvas de la pérfida Kundra. Las cualidades que realmente me fascinaban y provocaban en mí aquella extraña excitación erótica, eran la maldad de aquella mujer fría y calculadora y, sobre todo, su enigmático poder, capaz de doblegar y poner a sus pies incluso al invencible Capitán Trueno. PRIMER PLANO LATERAL DE LAGMA.—
Con los ojos cerrados en expresión extática, como si experimentara un orgasmo.
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Armarios de cuero LAGMA (OFF) Recuerdo que por las noches solía meterme en la cama y abrir el cómic siempre por la misma página. Entonces, lentamente, empezaba a presionar mi cosita con las piernas hasta que sentía un extraño placer y salía de ella una especie de liquidillo.
SEC. 4. INT./DÍA. (FLASHBACK). EN UN CINE INSERTO.—
Una escena de La Bella Durmiente. El príncipe entra en la cabaña y es atrapado y atado por los siervos de Maléfica, que ríe triunfal al haber consumado por fin su venganza. observando la pantalla boquiabierto mientras devora palomitas. De fondo la voz de la Bruja Maléfica.
PRIMER PLANO DE LAGMA
BRUJA MALÉFICA (OFF)
¡Vaya, qué agradable sorpresa! Esa trampa la puse para un campesino y ¿qué logro? Que caiga un príncipe. Ja, ja, ja, ja. LAGMA (OFF) Desde entonces siempre me gustaron las malas. EXT./NOCHE. SALIDA DEL CINE TOMA EN MOVIMIENTO.— LAGMA
sale de cine acompañado de su madre y su hermano mayor. Se abren paso entre la gente. MADRE DE LAGMA
(Dirigiéndose a LAGMA) ¿Te ha gustado la película, cariño? LAGMA
Sí, mamá.
Lagma: Guión para la entrega
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MADRE DE LAGMA
¿Te casarías con La Bella Durmiente? LAGMA
(alzando la vista con una sonrisa en los labios) No mamá, me casaría con la bruja maléfica.
SEC. 5. INT./DÍA. (TIEMPO PRESENTE) SALÓN DE UN PISO LAGMA
(riendo) Puedes imaginarte el desconcierto de mi madre. ¡Menudo susto se llevó la pobre! Recuerdo que la primera vez que me preguntó qué quería ser de mayor le dije: INSERTO
— PRIMER PLANO DE LAGMA CON 7 AÑOS. LAGMA NIÑO
(con cara de pillo y sonriendo de oreja a oreja) Yo quiero estar en mi casa limpiando, y cuando venga mi mujer arrodillarme y ponerle las zapatillas.
SEC. 6. EXT./NOCHE. (FLASHBACK). RAMBLAS DE BARCELONA
Ambiente navideño. La gente pulula arriba y abajo por el célebre paseo. LAGMA, su hermano y su madre, admiran escaparates de jugueterías. MADRE DE LAGMA
(maternal) LAGMA, cuando veas algo que te guste me lo dices. Así, no nos olvidaremos de añadirlo a la carta a los Reyes Magos.
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Armarios de cuero
Plano de la familia desde el interior del escaparate de una mercería. LAGMA pega la nariz en el vidrio y señala una estilizada pierna de plástico en la que se exhibe un modelo de medias. LAGMA
(con ojos desorbitados) Yo quiero eso. La madre de LAGMA, escandalizada, propina a éste un cogotazo. LAGMA (OFF) «¡Este niño es tonto!», sentenció mi madre. Y yo que simplemente deseaba dormir por las noches abrazado a aquella pierna de maniquí… (se le escapa la risa)
SEC. 7. INT./DÍA. (TIEMPO PRESENTE) SALÓN DE UN PISO INTERLOCUTOR
Entonces, tus padres ya intuían algo. LAGMA
Pienso que no. No creo que ni tan siquiera se le pasara por la cabeza a mi madre que pudiera existir semejante cosa. A ella sólo le preocupaba que pudiera ser homosexual. Por lo visto, al margen de eso, podía ser lo que me diese la gana, que ya le parecía bien. (ríe de forma contenida) Pues sí…, para desespero de mi madre, yo soñaba con postrarme ante aquellas mujeres perversas. Me atraían las brujas, las mujeres que sobresalían de lo normal, esas heroínas poderosas que en un momento u otro conseguían tener bajo su
Lagma: Guión para la entrega
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control al chico de la película. Las demás no me daban ni frío ni calor. Ni siquiera me llamaban demasiado la atención esas señoras estupendas a cuyas imágenes en cueros o paños menores mi generación empezaba a tener acceso gracias a algún que otro ejemplar del PlayBoy o a las buscadísimas películas pornográficas en super 8 que, jugándose el tipo, algún intrépido viajero introducía de extranjis en el país. Imágenes que hoy en día serían consideradas aptas para monjas, pero que a la sazón ponían completamente fuera de sí al más indiferente beato. A todo el mundo excepto a mí. O al menos eso creía entonces, a mis 11 o 12 años, cuando apenas empezaba a asomar la cabeza a la adolescencia y no había oído jamás hablar de sadomasoquismo ni de dominación. FUNDIDO A: SEC. 8. INT./DÍA. (FLASHBACK). ANTIGUA CASA DE LAGMA TOMA EN MOVIMIENTO-STEADYCAM.— LAGMA, su hermano, una chica de la misma edad que LAGMA y otro chico, chillan y corretean por los pasillos jugando al escondite. LAGMA entra huyendo en la habitación de su madre y se esconde bajo una mesa-camilla, donde permanece tumbado boca arriba a la expectativa. LAGMA (OFF) Recuerdo que cuando era pequeño tenía una vecina de mi misma edad con la que me gustaba mucho jugar al escondite. Yo solía ocultarme bajo la mesa-camilla de mi madre, donde sabía perfectamente que ella me encontraría.
Armarios de cuero
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Aparece la niña, que se mete bajo la mesa-camilla y se coloca de cuclillas, el trasero a escasos centímetros de la cara de LAGMA, cuya expresión de deleite observamos en PRIMER PLANO. LAGMA (OFF)
Ella nunca llegaba a apoyar el trasero sobre mí, pero la postura, el olor, todo aquello me ponía a cien. Juro que no me habría movido de allí en días. FUNDIDO A: SEC. 9. INT./DÍA. (TIEMPO PRESENTE) SALÓN DE UN PISO PLANO A DOS—LAGMA
y el INTERLOCUTOR—ÁNGULO PICADO LAGMA
(sonríe. En su sonrisa hay un matiz de tristeza) Luego, durante la adolescencia…, ya sabes. Los chicos hablan de sexo a todas horas y cada uno comenta lo que le parece tal o cual chica, real o de ficción. Que si qué tía tan buena, vaya culo y tal… Y qué le iba a hacer yo si me excitaba más Julia Gutiérrez Caba que Rachel Welch… El caso es que empecé a sentirme raro, distinto a los demás. Trataba de compartir mis sentimientos, de buscar complicidades, pero era evidente que a mis amigos aquellas viñetas no les sugerían lo mismo que a mí. Y vistos sus gestos de extrañeza cada vez más recelosos, pronto me sentí obligado a reservarme dichos sentimientos.
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SEC. 10. INT./DÍA. (FLASHBACK). ESCALERA DEL EDIFICIO DE LAGMA
sale de su piso. En el rellano de la escalera su mirada topa con una vecina de su misma edad, que asciende el tramo de escaleras que conduce al piso superior. LAGMA se detiene unos instantes a observar sus piernas bajo la falda. LAGMA
LAGMA (OFF) Por supuesto, por entonces ya me sentía atraído por las extremidades inferiores de las chicas. LAGMA
baja las escaleras a toda velocidad hacia la calle.
EXT./DÍA. EN LA CALLE.— LAGMA sale del portal y empieza a correr por las calles de Barcelona.
SEC. 11. EXT./DÍA. (FLASHBACK). MERCADO DE SANT ANTONI LAGMA se detiene frente al bullicio del Mercado, atestado de gente a esa hora de la mañana de domingo. LAGMA se abre paso entre la multitud que circula por el pasillo abierto entre los tenderetes de libros. LAGMA (OFF) Pero todo empezó cuando descubrí, entre los libros de baratillo olvidados, un viejo y manoseado tratado de psiquiatría. No he olvidado la primera impresión que me produjo la foto de la portada. INSERTO de la carátula del libro en la que se ve a un hombre besando el pie desnudo de una chica rubia.
SEC. 12. INT./NOCHE. (FLASHBACK). DORMITORIO DE LAGMA
La CÁMARA penetra por la ventana y se mueve alrededor de la cama, donde yace LAGMA absorto en las páginas del libro recién adquirido.
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Armarios de cuero
La luz cálida de la lamparita de noche acentúa la sensación de intimidad. LAGMA (OFF) En aquel libro el autor exponía algunos de los casos más llamativos con que se había encontrado en su carrera profesional. Me interesó especialmente el de un paciente que decía tener sueños eróticos con mujeres que cada noche le ordenaban besarles los pies.
SEC. 13. INT./DÍA. (TIEMPO PRESENTE). SALÓN DE UN PISO LAGMA
sigue recordando en voz alta. El día empieza a declinar. LAGMA
La historia de aquel hombre, a quien el psiquiatra había diagnosticado una forma típica de fetichismo, me puso como una moto. Desde entonces aquel volumen pasó a ser uno de mis libros de cabecera. Mejor dicho, de excusado, ya que siempre que iba al lavabo lo llevaba conmigo camuflado debajo de un tebeo. Y así fue como mi mente asoció la antigua fascinación por la maldad de la mujer con la más reciente atracción por las piernas femeninas. LAGMA se detiene y da una calada a su cigarrillo. Acto seguido resopla para expulsar el humo de sus pulmones. LAGMA
Le cogí el gusto a salir a la caza y captura de aquellos librillos que, a menudo cargados de prejuicios, versaban sobre las peculiaridades de la sexualidad humana. Inicié, de esta
Lagma: Guión para la entrega manera, un proceso de descubrimiento y elucidación de la mía propia. Corría el año 65 o 66 cuando cayó en mis manos un ejemplar de La venus de las pieles. La novela me entusiasmó. SacherMasoch, el autor, me pareció un escritor mediocre, pero el argumento me interesó muchísimo: el hombre sometido a una mujer omnipresente. Aquello, me di cuenta enseguida, era lo mío y poco a poco fui adquiriendo todo lo que pude encontrar de Sacher-Masoch. En otro de aquellos libros pseudocientíficos que de tanto en tanto exhumaba del olvido, leí que SacherMasoch daba nombre a lo que se conocía como masoquismo. ¡Entonces —pensé al principio, casi con entusiasmo—, yo era masoquista! Sin embargo, luego me enteré de que, al parecer, el masoquismo estaba relacionado con cierta afición por el dolor; y a mí el dolor, la verdad, no me hacía ninguna gracia. ¿Qué era yo entonces? Aquella indefinición de mi sexualidad me desconcertaba bastante.
SEC. 14. INT./DÍA. (FLASHBACK). EN UN TEATRO
Entre el público, en platea, está LAGMA. LAGMA (OFF)
Muchas eran las imágenes procedentes de las fuentes más diversas que reclamaban mi atención y actuaban como estímulos eróticos. Desde fotos en algunos Penthouse que incluían elementos fetichistas…,
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Armarios de cuero
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de una escena de La señorita Julia, donde la dueña de la casa mantiene una conversación con un criado. En un momento dado, éste se rebela y su señora se ve obligada a ponerle en su sitio, obligándolo a arrodillarse y a besarle las botas.
INSERTO
LAGMA (OFF) …hasta clásicos del teatro como La señorita Julia, obra del dramaturgo August Strindberg, cuya protagonista es para muchos un icono fundamental del fetichismo y la dominación.
SEC . 15. EXT./ DÍA . ( FLASHBACK ). ALREDEDORES DE UN LOCAL DE COPAS
En la cola para entrar al local LAGMA, con disimulo, le pasa a un amigo unas páginas con viñetas dibujadas a mano, en las que puede verse la silueta de una mujer ligera de ropa con un tipo al lado que se postra a sus pies. LAGMA recibe unas monedas de ese amigo. LAGMA (OFF)
Más o menos por aquella época se despertó en mí cierta vocación artística. Tal vez como forma de expresar mis inquietudes empecé a dibujar algunas cosillas que luego, para sacarme unas pesetillas, convertía en tebeos que solía alquilar a mis amigos y compañeros del colegio. Y como no podía ser de otra forma, poco a poco fui introduciendo en mis historietas escenas gráficas de ese tipo que a mí tanto me estimulaba. A veces, cuando conocía a algún nuevo amigo, le prestaba aquellos dibujos, como una forma de indagar si, de alguna manera, le podían interesar los mismos temas que a mí. Con resultados
Lagma: Guión para la entrega
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desalentadores en todos los casos, por cierto. Cada vez parecía más evidente que estaba sólo. ÁNGULO MÁS AMPLIO.—
Vemos a LAGMA con una chica cogida de su mano esperando en la cola para entrar a un local de copas. LAGMA (OFF) A los 15 años tuve mi primera novieta. Recuerdo que un día me armé de valor y logré convencerla para ir a un bar musical donde mis amigos solían llevar a sus ligues. Al parecer, el dueño hacía la vista gorda y permitía a las jóvenes parejas meterse mano en el altillo. INT./DÍA. EN EL ALTILLO DEL LOCAL.— LAGMA y su novia están sentados uno junto al otro en un reservado. Ambos parecen nerviosos y algo cohibidos. En la gramola suena el tema de los Beatles I Want To Hold Your Hand.
Entonces, poco a poco, la mano de LAGMA se desliza por debajo del escote de la blusa hasta los pechos de la chica, que se muestra tímidamente complacida. De repente, LAGMA se arrodilla, le saca el zapato a la chica y le empieza a lamer el pie. CHICA
(apartándose asustada) ¡Qué haces, guarro! FUNDIDO A: SEC. 16. INT./DÍA. (TIEMPO PRESENTE)
— SALÓN DE UN PISO
LAGMA
(riendo con ganas) ¡Qué haces, guarro!… Aquella reacción me disuadió durante mucho tiempo de seguir intentándolo. No fue la única vez
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Armarios de cuero que escucharía esas palabras. Incluso me lo han dicho ya de mayor. (toma un sorbo de café) Total, que fui tomando conciencia de que aquello no funcionaba, de que era algo prohibido. Y luego, las novias que tuve… Nada, ni caso. A la mayoría de una forma u otra les insinuaba cuáles eran mis gustos, pero jamás ninguna de ellas se mostró interesada.
SEC. 17. EXT./NOCHE. (FLASHBACK). BARRIO DEL SOHO EN LONDRES VISTA PANORÁMICA DEL SOHO.— LAGMA camina entre una pintoresca multitud. Los neones de los Peep-Show iluminan las calles. LAGMA se detiene delante de cada uno de los escaparates. Se abre la puerta de un pub donde suena el Start Me Up de los Rolling Stones. LAGMA (OFF) Y así pasaron los años hasta que en el 74, poco antes de expirar el caudillo, me eché novia e hice mi primer viaje a Londres. Aquella visita resultaría para mí una auténtica revelación. ÁNGULO EN LAGMA.— LAGMA se detiene frente a una sex shop, en cuyo escaparate se exhiben utensilios diversos, lencería y revistas especializadas en sadomasoquismo. LAGMA (OFF)
Allí descubrí toda la parafernalia que rodea este mundillo. Los potros, los látigos, el cuero…, prácticamente todo.
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SEC. 18. INT./DÍA. (TIEMPO PRESENTE) SALÓN DE UN PISO INTERLOCUTOR
¿Y no le importó a tu novia que te gustase aquello? LAGMA
Que me gustase no. Ella siempre lo supo, desde el principio, pero, al igual que las que la precedieron, nunca le interesaron esas cosas, ni siquiera probarlas. Nuestro sexo era tradicional y más o menos satisfactorio. (LAGMA amplía la sonrisa y enciende un cigarrillo) Por ahí no había problema. Puedo hacer sexo como todo el mundo, aunque, para serte sincero, siempre me ha dado mucha pereza empezar. ¡Vaya!, que no mataría por echar un polvo. (ríe y expulsa el humo con las carcajadas) Ella me acompañaba en ese viaje a Londres y no le importó que volviese cargado de revistas de ese tipo. Incluso le hacían gracia. (risas) Aunque, claro está, nunca me dio a entender que yo pudiera ir por ahí haciendo experimentos. Pero, obviamente, los hice.
SEC. 19. EXT./NOCHE. (FLASHBACK). LAS RAMBLAS DE BARCELONA INSERTO.—
Una portada de un ejemplar de La Vanguardia de 1976 con una foto del rey. Unas manos abren el diario por la página de los anuncios clasificados. Uno está marcado en rojo y en el margen hay anotada una dirección.
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Armarios de cuero ANUNCIO CLASIFICADO COSAS RARAS. TLFN. XXXXXXX LAGMA (OFF) Al poco de la muerte de Franco empezaron a menudear los anuncios por palabras, anuncios que yo solía repasar religiosamente cada día. Aquella mañana uno me había llamado especialmente la atención.
El periódico desaparece y vemos la entrada de la calle Tallers. LAGMA sortea los ofrecimientos carnales de una prostituta y se detiene frente a un portal. Llama al timbre. INT./NOCHE. INTERIOR DE UN PISO DE LA CALLE TALLERS
Un cuchitril. Una chica de unos 30 años sentada en la cama con las piernas cruzadas ofrece a la vista un gran escote y su más seductora sonrisa. PROSTITUTA BRASILEÑA
(con fuerte acento brasileño) Bueno, pues vamos a hacer una sesión. Veamos, ¿qué es lo que te gusta? LAGMA (OFF) Le explique con pelos y señales las cosas que sabía que solían excitarme. Ella, obviando mis objeciones al respecto, dedujo que yo era masoquista, y empezó a probar sobre mí toda la gama de artilugios de la amplia colección que había logrado recopilar, según me dijo, en sus correrías por Londres y Holanda. PRIMER PLANO DE LAGMA.—
Con una mordaza de bola en la boca.
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PROSTITUTA BRASILEÑA
(concentrada en la faena) ¿Te gusta? LAGMA
(expresión desencajada) Mmm…, mmm. Diversos ángulos en los que vemos a la chica arrojando cera caliente a LAGMA y luego pellizcándole los pezones. En la banda sonora suena el (I Can’t Get No) Satisfaction de los Rolling Stones. LAGMA (OFF) No me gustó ninguno. Al final, creyendo que le estaba tomando el pelo, la chica se hartó y concluyó que yo no era masoquista sino simplemente alguien un poco vicioso y muy cachondo.
Vemos a LAGMA desnudo y a cuatro patas besándole los pies a la chica y luego a ella cabalgando sobre el vientre él, que yace impasible ante los afectados aullidos de la chica. LAGMA (OFF) Y acto seguido, para cumplir el expediente, hicimos una sesión de fetichismo del pie y acabamos follando.
SEC. 20. INT./DÍA. (TIEMPO PRESENTE). SALÓN DE UN PISO LAGMA
A partir de ese momento frecuenté muchas prostitutas, preferentemente extranjeras, ya que las españolas no tenían ni idea. En el mejor de los casos habían oído que se cobraba más haciendo algo llamado sado. Se dejaban chupar el pie o
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Armarios de cuero daban unos cuantos azotes al cliente y le pedían el doble. Todo un chollo. Las foráneas, al contrario, por regla general habían visto más mundo y conocían mejor lo que se traían entre manos. Una de aquellas profesionales de importación me dijo en cierta ocasión que, por su experiencia, creía que yo, en realidad, era sumiso y que lo que necesitaba era encontrar una persona a la que pudiera entregarme por completo. También predijo que, si bien el dolor no me iba a gustar nunca, acabaría aceptándolo como muestra de amor y de entrega incondicional. Y creo que dio en el clavo. INTERLOCUTOR
¿Y la has encontrado? LAGMA
(encogiéndose de hombros) Bueno…, no es tan fácil. He tenido alguna que otra amiga con la que he estado más tiempo pero… El problema es que a menudo una Dómina me impone más respeto en el juego si no la conozco. La confianza, por el contrario, acostumbra a disipar esa atmósfera, y entonces el Ama pierde, a mis ojos, toda la credibilidad. Instantes de silencio. El INTERLOCUTOR arquea las cejas y mueve las manos en un gesto de incomprensión. LAGMA
(suspirando) Lo que ocurre es que el sumiso, con el tiempo, tiende a ganar al Dominante; y
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claro, éste entonces pierde su halo de inaccesibilidad, de misterio. Cómo explicarlo… Se trata de una lucha constante en la que el Ama tiene que ganarse a pulso la entrega del sumiso cada día. Si ésta no sabe mantener su posición dominante…, al final todo se va a freír espárragos. INTERLOCUTOR
¿Tal vez te gustaría tener una relación 24/7? PRIMER PLANO de LAGMA. La cámara se va acercando a su retina, como introduciéndose en su mente. FUNDIDO LENTO A: SEC. 21. INT./NOCHE. (FANTASÍA DE LAGMA). EN UN APARTAMENTO.
Ambiente nebuloso, irreal. LAGMA abre la puerta y en el umbral aparece una mujer deslumbrante, majestuosa. Sus facciones permanecen ocultas o indefinidas por la bruma. LAGMA (OFF) Sería bonito, pero no creo que lo aguantase demasiado tiempo. Más bien preferiría una relación a distancia, depender de un Ama que me usara cuando se le antojara, pero sólo cada cierto tiempo, cada dos o tres semanas a lo sumo.
La mujer entra en la sala y LAGMA se postra ante ella. Él la descalza con delicadeza para besar sus pies con suma devoción. LAGMA (OFF)
Entonces, cuando nos viéramos, me entregaría por completo, sin reservas,
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Armarios de cuero durante el tiempo que fuera necesario. Una hora, tres, todo el día, no importaría.
La mujer se despide en el umbral de la puerta y se disuelve lentamente en las sombras. Después, cuando nos separáramos, nos mantendríamos a distancia, respetando cada uno el espacio del otro; ejerciendo ella sobre mí, si acaso, un ligero control a través de mensajes en los que me ordenaría hacer esto o aquello. Procuraríamos, de esta manera, mantener viva la llama del deseo en espera del siguiente encuentro. FUNDIDO LENTO A: SEC. 22. INT./DÍA. (TIEMPO PRESENTE). SALÓN DE UN PISO
La cámara sale de la mente de LAGMA de la misma manera que ha entrado. TOMA A DOS.— Ya es casi de noche. El humo del tabaco llena la estancia. LAGMA se incorpora y se dirige al ventanal. Levanta la vista hacia el cielo crepuscular con ojos evocadores. INTERLOCUTOR
(repasando sus notas) ¿Y nadie ha logrado nunca que te entregaras al máximo? LAGMA permanece en silencio, mirando al cielo sin responder a la pregunta. El espectador intuye que el tema le incomoda. INTERLOCUTOR
(levantando la vista hacia LAGMA) ¿Y qué me dices de los gabinetes profesionales?
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LAGMA
(volviéndose hacia el interlocutor. Sonríe de nuevo) Bueno, eso es una larga historia. Conocí a Mistress Michelle a principios de los ochenta, cuando ya no estaba en su mejor momento. Nunca tuve una sesión con ella. Para mí era una señora que ponía agujas y que hacía mucho daño. (gesto de repelús) Por aquella época yo ya estaba metido en el mundo del cómic y las artes gráficas, y ella quería editar una revista. Hablamos del tema y quedamos en que ya me avisaría.
SEC. 23. INT./DÍA. (FLASHBACK). PISO DE LAGMA
Atmósfera relajada. LAGMA aporrea el teclado de una máquina de escribir. Escribe un guión. Su mujer lee un libro en el sofá. Suena el teléfono. La mujer se levanta. LAGMA (OFF) Esperé y esperé noticias suyas antes de escribir una línea. MUJER DE LAGMA
(cogiendo el auricular) ¿Sí? La mujer de LAGMA pone cara de estupor al oír por el teléfono. Luego tapa el micrófono y se dirige a LAGMA. MUJER DE LAGMA
Aquí hay una chalada con acento francés que pregunta por su esclavo J. L. (dubitativa, voz ligeramente temblorosa) ¿Eres tú?
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Armarios de cuero
El repiqueteo de la máquina se frena bruscamente y LAGMA mira a su mujer con cara de no entender nada.
SEC. 24. INT./DÍA. (TIEMPO PRESENTE) SALÓN DE UN PISO LAGMA
(riendo) Por supuesto que era yo. Cogí el auricular y le dije que no pensaba escribir una línea hasta que no me pagase. Y me colgó. Hasta ahí llegó mi relación con la célebre Mistress Michelle. A Dómina Zara la conocí en la época en que trabajaba para la revista Hustler, a principios de los noventa. Mis jefes creyeron interesante publicar una serie de entrevistas realizadas a gente relacionada con el S/M. Y la primera, dedicada a una tal Dómina Zara, me la encargaron a mí. Me hice muy amigo tanto de ella como de su marido. INTERLOCUTOR
Y a todo esto, tu mujer… ¿qué tenía que decir? LAGMA
Bueno…, ya te he dicho que mi mujer siempre estuvo al corriente de que estaba metido en estos ambientes. De todas formas, a finales de los ochenta nos separamos. Me había enamorado de otra mujer. A mis 36 años. ¡Yo que siempre había jurado y perjurado, con esa orgullosa clarividencia juvenil, que nunca me enamoraría! Pues mira por dónde, me atizó muy fuerte.
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INTERLOCUTOR
¿De una Dómina? LAGMA
No, no. Una historia convencional, nada de S/M. Fue muy desagradable. Me sentía muy culpable. Lo dejé todo, mi mujer, mi hogar… Y, al poco, nos fuimos a vivir juntos. (sonríe. Hay un vestigio de resignada decepción en esa sonrisa) Duramos unos pocos meses y acabamos como el rosario de la aurora. Vaya, es lo que tiene la convivencia. (aspira profundamente el cigarrillo y desprende la ceniza sobre el cenicero) Durante aquella época lo pasé mal. Cada vez escaseaba más el trabajo y algunos meses apenas me llegaba para pagar el alquiler. Finalmente mi ex mujer, con quien seguía teniendo una buena relación a pesar de todo, me ofreció regresar a casa y rehacer nuestra vida. Y así lo hice. Luego me surgió un trabajo de guionista de series de televisión en Madrid y estuve viviendo allí durante una temporada. INTERLOCUTOR
¿Y durante todo este tiempo? LAGMA
Bueno, no me he estancado. He ido experimentando, haciendo mis pinitos aquí y allá.
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SEC. 25. INT./DÍA. (FLASHBACK). EN UNA MAZMORRA
Una Dómina poniendo pinzas en los pezones a LAGMA, que está ligado a una cruz de san Andrés. Ella va soltando poco a poco la pinza, que cada vez muerde más fuerte la carne. DÓMINA AUSTRALIANA
¿Te gusta? LAGMA
(expresión ligera de dolor) Sí. LAGMA (OFF) Tiempo atrás contacté con un Ama australiana profesional. La primera sesión, por supuesto, pagué, pero nos reímos tanto y tuvimos tan buen feeling que luego nos fuimos juntos a comer y a continuar charlando. Y así empezamos lo que pronto se iba a convertir en una gran amistad, que todavía hoy continúa. Cuando nos vemos siempre exploramos nuevas cosas. DÓMINA
(soltando un poco más la pinza) ¿Y ahora? LAGMA
(soltando un aullido de dolor) ¡Ahora no me gusta nada! En el siguiente plano vemos a LAGMA totalmente envuelto en plástico de cocina como si fuera un bocadillo de mortadela. Al lado está la Dómina, que con un dedo abre una abertura en el plástico donde la boca para que LAGMA no se asfixie. Ambos ríen.
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LAGMA (OFF) A menudo me siento ridículo, pero me encanta probarlo todo…
SEC. 26. INT./NOCHE. (FLASHBACK). EN UNA DISCOTECA
La discoteca esta muy concurrida. La mayoría de los clientes son travestidos y transexuales. LAGMA se mueve entre el bullicio con naturalidad. Saluda a unos y a otros. LAGMA (OFF) …Sí, todo. Siempre me habían llamado la atención los transexuales. Hombres que, tras décadas de negación y ocultamiento decidían, a menudo a una edad ya madura, someterse a un sinfín de arriesgadas intervenciones quirúrgicas para convertirse en mujeres, sacrificando todo su pasado, incluyendo la familia, el trabajo y las amistades. Durante un tiempo sentí curiosidad por descifrar cuáles eran sus motivaciones, averiguar si detrás existía un drama o una trayectoria común. Incluso llegué a escribir un guión de cine sobre el tema. LAGMA se acerca a una bella transexual vestida de cuero que espera en la barra. LAGMA (OFF) Entonces un día me dije: «¿Por qué no podría dominarme una persona así?».
SEC. 27. INT./NOCHE. (FLASHBACK). EN CASA DEL TRANSEXUAL LAGMA de rodillas mirando fijamente y sin saber qué hacer unos pies masculinos enfundados en unos zapatos de tacón de aguja.
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Armarios de cuero LAGMA (OFF) No, no funcionó. ¿La polla? No, no fue por eso. ¿Sabes qué dos partes del cuerpo no cambian nunca, por muchas operaciones de estética y sesiones de depilación por láser a las que se sometan? Las manos y los pies.
SEC. 28. INT./DÍA. (TIEMPO PRESENTE). SALÓN DE UN PISO LAGMA
Como ves no me sirve cualquier pie. Sólo me gustan algunos, siempre femeninos por supuesto. Y no sólo me gustan los pies. Soy fetichista del pie, de las piernas, del sobaco, de las tetas, del culo…, depende. No de la belleza sino…, del poder mental que sobre mí el Ama sea capaz de ejercer. Para mí la adoración al cuerpo femenino forma parte consustancial de la entrega. INTERLOCUTOR
Entonces, siempre has hecho de sumiso. LAGMA
(desplegando una sonrisa de niño travieso) Ya te dije que me gusta explorarlo todo.
SEC. 29. INT./DÍA. (FLASHBACK). EN UN APARTAMENTO
Un operador de cámara, un técnico de iluminación y otros miembros de un equipo de rodaje trajinando con sus bártulos de un lado para otro. LAGMA permanece de pie repasando el guión. Entran en escena un hombre y una mujer. Vemos al director hablando en un aparte con la pareja. Entonces ella se desviste por completo y se tumba en la cama. Entra un actor también desnudo y empieza el rodaje.
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LAGMA (OFF) Fue sólo por hacer un favor. Por aquel tiempo trabajaba de guionista y ayudante de dirección: principalmente cintas de vídeo. Buscábamos gente amateur dispuesta a rodar escenas sado y con ese fin poníamos anuncios en los diarios. Un día respondió una pareja bastante peculiar que decía estar dispuesta a todo.
INT./DIA. EN UN APARTHOTEL
Vemos a la actriz desnuda yaciendo en la cama, con pinzas en los pechos y atada de pies y manos, y a LAGMA con una fusta en la mano en actitud dominante. Mientras tanto, el marido observa la escena tranquilamente desde un sillón. LAGMA (OFF)
El tipo nos dijo que su mujer era masoquista, que le gustaban ese tipo de cosas. Creo que, en realidad, era a él a quien le gustaba mirar cómo otros se las hacían. Al finalizar el rodaje me pidió que hiciera una sesión privada con ellos. No habían cobrado un duro por su participación y me pareció justo corresponder prestándome a satisfacer sus deseos de aquella manera. Supongo que lo hice fatal, pero mi torpeza no pareció importarles demasiado.
SEC. 30. INT./DÍA. (TIEMPO PRESENTE). SALÓN DE UN PISO
Un silencio tenso se impone entre LAGMA y el INTERLOCUTOR. Los dos hombres se miran mutuamente. Una cuestión pendiente revolotea por la sala. Entonces LAGMA aparta la vista, como si no
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Armarios de cuero
pudiera sostener la mirada escrutadora del otro. Parece a punto de confesar un crimen. Se incorpora y se dirige a la terraza. El INTERLOCUTOR le sigue. La grabadora permanece, olvidada, en la mesa, al margen de aquel momento íntimo.
EXT./NOCHE. TERRAZA DEL PISO
La noche es despejada y agradable. LAGMA se apoya en la barandilla y mira a lo lejos. La colorida torre Agbar preside el horizonte de edificios como un cohete a punto de despegar. LAGMA
(incómodo) ¿Sabes?, antes no te conté toda la verdad.
SEC. 31. EXT./DÍA. (FLASHBACK). EN LA TERRAZA DE UN RESTAURANTE
Cuatro personas, dos hombres y dos mujeres, toman café en torno a una mesa. Uno de ellos es LAGMA. Encima de la mesa, restos de una opípara comida. LAGMA y la mujer que tiene enfrente, de unos cuarenta y pico años, intercambian miradas de complicidad. LAGMA (OFF) (tono melancólico) Ocurrió en Madrid, hará dos o tres años. Como de costumbre, viajé a la capital por motivos de trabajo. Ella era más joven que yo. Me la presentó un amigo mío del chat. No era profesional.
El amigo y su pareja ponen una excusa y se van, dejándolos solos. AMA MADRILEÑA
(con una dulce sonrisa en los labios) ¿Cuántos días vas a quedarte en Madrid?
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LAGMA
Tendría que haberme ido hoy, pero he cambiado mi vuelo para poder comer contigo. Me iré mañana temprano. AMA MADRILEÑA
(ampliando la sonrisa) Vete el lunes y mañana te vienes a mi casa. (enciende un cigarrillo y se inclina hacia él. Tono confidencial) Pero no pienses en follar, ¿eh? LAGMA (OFF) Pasamos dos días increíbles. Ha sido, sin duda, la única persona que ha conseguido someterme por completo. No me hizo nada extraordinario, nada que no me hubieran hecho antes, pero…, no sé cómo, ella logró que me dejara llevar como ninguna otra antes lo había logrado.
INT./NOCHE. EN UNA HABITACIÓN DE HOTEL LAGMA atado de pies y manos al armazón de la cama. La mujer sentada en el colchón a su lado. AMA MADRILEÑA
(voz muy queda y pausada) No te voy a hacer daño…, porque sé que no te gusta. (se acerca para musitarle al oído) Pero al final me lo pedirás tú, porque yo sí quiero hacértelo. Ahora LAGMA aparece en escena con pinzas en los pezones y los testículos. En su expresión se adivina un éxtasis mezcla de dolor y placer.
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Armarios de cuero LAGMA (OFF) Y sí, supo doblegar mi voluntad por completo con su deseo de dominarme. Me hizo suyo, fui un juguete en sus manos. Soporté el dolor como nunca lo había soportado… Me hizo desear las pinzas, el látigo… Y hubiera conseguido de mí lo que hubiese querido si hubiera dispuesto de más tiempo. Sin un grito, sin una palabra más alta que otra. Ni siquiera eyaculé aquella noche. Y, sin embargo, jamás he sentido un placer semejante, un goce que trascendió la simple descarga y que se prolongó hasta la madrugada.
SEC. 32. EXT./NOCHE. (TIEMPO PRESENTE). TERRAZA DE UN PISO
Mirada triste de LAGMA hacía un mar y unas estrellas que los edificios, la neblina luminosa de la ciudad y sus propios recuerdos le impiden ver. El INTERLOCUTOR permanece a su lado, dirigiendo la vista en la misma dirección, como si también pudiera asistir a los mismos recuerdos, compartir la misma nostalgia. LAGMA
(encogiéndose de hombros) A los dos días regresé a Barcelona sin despedirme, y desde entonces no la he vuelto a ver. Resultaba demasiado complicado para mí mantener aquella relación a distancia. Debía habérselo dicho, pero en aquel momento no me atreví. Supongo que ahora me odia… No se lo reprocho. La recuerdo con mucho cariño. (pausa. Baja la mirada y hunde el mentón en el pecho unos instantes) Tal vez fue el miedo, la culpa, no sé.
Lagma: Guión para la entrega
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INTERLOCUTOR
(mira a LAGMA extrañado) ¿La culpa? LAGMA
(suspirando profundamente y alzando otra vez la vista hacia el sucio y vacío cielo barcelonés) ¿Cómo explicarlo?… (meditabundo) Creo que, en el fondo, no me gusta cómo soy. Verás…, por convicción siempre he estado en contra de que alguien tenga el poder de decidir por otros, de que haya alguien que se crea superior. Y, de alguna manera, la sumisión contradice todos esos principios de igualdad. (pausa) Además, la gente suele tomar a los sumisos por simples esteras, personas a las que pueden humillar como y cuando quieran. Eso sí que me parece humillante. Por eso preferiría ser de otra forma y gozar de una sexualidad más convencional. (mira al INTERLOCUTOR y sonríe amargamente) ¿No es irónico que aquello contra lo que uno más se rebela sea precisamente lo que más le excita…, más aún, sea la culminación de su deseo? (vuelve a mirar al infinito) No sé…, quizá sea en esa contradicción interna donde reside la esencia del placer, del deseo tal vez. En una contradicción interna y, también, en una respuesta afirmativa contra el mismo orden del universo. Y tal vez por eso, por ese espíritu trasgresor, clandestino, que
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Armarios de cuero alienta en el BDSM, cada día hay más gente que se acerca a este mundo.
PLANO DE LA TERRAZA.—
La cámara se acerca hasta un PRIMER de LAGMA. El rostro se va rejuveneciendo hasta convertirse en el de un niño de 6 años que sonríe despreocupadamente a la cámara. El plano se abre y vemos su nariz pegada a un cristal, y luego las piernas de plástico de los maniquíes reflejadas en el vidrio. PLANO
FIN
Carmen: La insumisión del dolor
Carta de Carmen a un amigo Hola David. Espero que cuando leas esta carta estés bien. Hace tiempo que no coincidimos en el chat ni sé nada de ti por otros medios. Supongo que últimamente has estado demasiado liado con los trámites de la separación. Sé lo que es eso, lo he vivido en mis carnes. Por muy civilizado que sea un divorcio siempre resulta doloroso, y también un verdadero engorro. Tendrás la cabeza muy ocupada con el embrollo de los abogados, en mil y un detalles que hay que atender. En cualquier caso espero que estas líneas sirvan para distraerte un poco de tantas preocupaciones. Esta mañana me he sorprendido a mí misma preguntándome cómo es posible que en el poco tiempo transcurrido desde que nos conocemos te hayas convertido, casi sin darme cuenta, en uno de mis mejores amigos, tal vez el que me conoce mejor, la única persona ajena al BDSM que sabe que me interesa el tema. Existen, como puedes imaginarte, razones de peso que me aconsejan mantener este silencio. La primera y tal vez la principal es que se trata de una cuestión difícil de explicar y de hacer entender, incluso a los amigos y amigas más íntimos, a la mayoría de los cuales a buen seguro les costaría aceptar que después de tantos años de lucha por la igualdad y la liberación femeninas, una mujer en su sano juicio pueda tener fantasías de este tipo. A veces incluso yo también albergo mis dudas al respecto, no te vayas a creer. ¿Y con qué cara explicarle a unos padres que su hija se pasa las horas navegando por internet en busca de un Amo que sea capaz de dominarla? Es prácticamente imposible que puedan llegar a enten-
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derlo, incluso aunque todavía, en los tiempos que corren, sostuvieran un punto de vista trasnochado sobre las relaciones entre hombres y mujeres. Sobre todo después de lo de mi divorcio. Creo que aquello tampoco pudieron entenderlo. ¡Tan buen chico que se le veía, al pobrecito!, imagino que diría mi madre cuando se enteró del asunto de la separación. ¿Te das cuenta de la tremenda injusticia? Tal vez el adulterio masculino puede estar mal visto, pero entra dentro de cierta lógica machista. De alguna manera, los hombres disfrutan de carta blanca para echar alguna que otra canita al aire, o al menos de cierto margen para buscar la aventura. Privilegios del varón. Ahora bien, a menos que su marido le pegue unas palizas de muerte o le ponga los cuernos ramificados, si una mujer toma la iniciativa y decide ir en busca de sensaciones nuevas, a los ojos de la sociedad queda siempre como la mala de la película. Y no te cuento nada de si, porque es infeliz, decide romper su matrimonio… Para la mayoría de la gente resulta casi inconcebible que una mujer en sus cabales pueda anhelar la pasión con todas sus fuerzas y que no se conforme con desempeñar el papel pasivo de «descanso del guerrero». ¿Es que nadie puede entender que una mujer no esté dispuesta a conformarse con una relación anodina?, ¿tan difícil es aceptar que ansíe algo mejor que una relación vacía y desprovista de toda pasión? Cuando mi marido y yo iniciamos los trámites del divorcio varias cosas jugaron en mi contra. Él, ante los demás, se lucía representando el papel de víctima, de pobre hombre que tenía que aguantar carros y carretas de la arpía de su esposa. «Lo que tú quieras cariño, lo que tú quieras», y todas esas estrategias sutiles de manipulación mediante las cuales gustaba de presentarse ante todos como un inocente corderito, mientras que subrepticiamente era él quien, al fin y al cabo, acababa dominando la relación. El rol victimista y la actitud sumisa eran papeles que adoptaba con naturalidad, un repertorio que le venía como anillo al dedo. De esta manera sibilina, a la hora de interpretar el guión del divorcio consiguió que la mayoría de nuestros amigos y conocidos, de una manera u otra, se pusieran de su parte, y que yo siempre apareciese ante los ojos de la gente como la malvada… Sí, muy mala, malísima, perversa, el viejo estereotipo de femme fatale. De todas formas, a pesar de todo, no le guardo rencor. No puedo culparle por la forma en que sucedieron las cosas y estoy convencida de
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que, a su manera, me quería. Al recordarlo sólo siento tristeza, una inmensa tristeza y en el fondo me sabe mal haberle hecho daño. En resumidas cuentas, a pesar de todo nuestro matrimonio se acabó más o menos de forma civilizada, como suele decirse; y, como ya te habré explicado en alguna otra ocasión, aunque en habitaciones separadas, hemos estado conviviendo bajo el mismo techo hasta hace poco, yo teniendo mis aventurillas y él, supongo, las suyas. Así, de esta forma tan poco habitual, ambos hemos ido reconstruyendo nuestras respectivas vidas, cada uno por su lado, aunque compartiendo la educación de los hijos y un espacio en común. Pero me desvío del objeto de esta carta. Esta noche quería hablarte precisamente de la pasión… Sí, de la pasión. En mis relaciones con los hombres creo haberme caracterizado siempre por ir buscando guerra. No siempre con éxito, eso es cierto, pero siempre lo he intentado. Ya me conoces, a ti puedo decírtelo: en el amor soy belicosa y tenaz, necesito a alguien a mi lado que posea un carácter dominante, alguien capaz de ponerse enfrente y decirme «aquí estoy yo», una persona a quien yo pueda igualmente plantarle cara y soltarle de buenas a primeras, «pero ¿qué te has creído?, ¡tú a mí no me dominas!». Todo lo contrario que mi ex marido. Ya sé, cualquiera que me oyese podría echarme en cara y con razón que soy contradictoria, reprocharme que, en realidad, no sé lo que quiero. Pero es que precisamente esa lucha abierta es lo que en realidad me interesa: en ese tira y afloja que se libra por el control de la relación hallo el auténtico aliciente de la pasión que me hace sentir viva, que me hace vibrar. Y el dolor, su esencia, forma parte de esa batalla sin cuartel. No sé si me explico. Me refiero al dolor como una expresión, un vehículo o tal vez una forma de exaltación de las pasiones humanas más primitivas y puras, aquellas pasiones rebeldes que desafían la hegemonía de la razón e incluso todas las teorías que las pretenden explicar. Ya ves que me estoy poniendo un poco filosófica. Al principio intenté probarlo con mi marido, poco a poco, de forma progresiva y sutil, como una simple prolongación de nuestros habituales esparcimientos eróticos. Yo trataba de expresar a mi manera que aquella sensación de dolor, en lugar de resultarme desagradable o penosa, me proporcionaba, en cambio, un intenso placer, un placer que ni yo misma sabía explicar a ciencia cierta. Busqué su complicidad activa en el juego, pero fue del todo inútil, ya que él se
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retraía en cuanto apreciaba la más leve protesta o vislumbraba en mi rostro el menor signo de sufrimiento. En el mismo instante en que, en el fragor de la contienda, mi boca emitía una queja —un «¡ay, qué daño!» insignificante o un simple gemido más alto que otro—, él, aterrorizado ante la posibilidad de haberme infligido cualquier lesión, se replegaba ipso facto a las posiciones más defensivas de la prudencia y la pasividad. Y eso podía conmigo. Le faltaba sangre, empuje para ir más allá. Era como si habláramos lenguajes distintos. Así que, al final, después de algunos intentos frustrados, me vi a mí misma buscando fuera del ámbito del matrimonio esa especie de pasión animal que mi cuerpo estaba reclamando a gritos. ¿Sabes?, siempre me ha gustado experimentar. Probar nuevas cosas me resulta excitante. Una vez incluso me fabriqué yo misma un molde de cera de mis pechos. Imagino que ahora mismo te estarás riendo de mí. Estarás pensando, «ya está esta excéntrica con sus locuras». Pues sí. Se me ocurrió un día no sé cómo y decidí regalárselo por sorpresa a uno de mis amantes. Entonces me pareció una idea tan extravagante como genial. A él también le entusiasmó. El otro día, por casualidad, me lo encontré en un rincón del trastero e inmediatamente acudió a mi memoria toda la escena. Me lo volví a probar. Todavía me queda bien. Está un poco deteriorado, pero me da lástima tirarlo. Aún me excito al rememorar el placer que experimenté al notar la caricia de la cera derretida resbalando suavemente por mis pezones como dedos de fuego traviesos que iban adoptando lentamente, gota a gota, la forma de mis senos. Ahora me estoy poniendo poética… y, para qué negarlo, cachonda. Como habrás comprobado, ya apuntaba buenas maneras mucho antes de conocer este mundillo del BDSM en los chats. Incluso, si me apuras, puedo rastrear indicios que serían interpretados por un psiquiatra como pistas de por dónde irían más tarde los tiros de mi sexualidad. Recuerdo que de niña un día, rebuscando entre las cosas de los mayores, me topé con un librito muy antiguo y bastante ajado que mi padre tenía guardado a buen recaudo en un cajón de su cómoda. Aquel insólito ejemplar versaba sobre las torturas que la Santa Inquisición solía emplear durante la Edad Media para forzar la confesión de los acusados de herejía y la consiguiente delación de sus supuestos correligionarios. Junto al texto las páginas estaban repletas de fantásticos dibujos en blanco y negro donde se representaban con detalle to-
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das las modalidades de tormento con las que los verdugos trataban de asegurar el éxito de su trabajo. Recuerdo que aquellas macabras ilustraciones, que mostraban los refinamientos más retorcidos del suplicio, atrajeron poderosamente mi atención, una extraña curiosidad que luego permanecería larvada en mi interior durante mucho tiempo. ¿Un augurio o una señal de una perversión incipiente? Tal vez. Ni yo misma sabría decirlo. Vuelvo a dispersarme en digresiones. Te hablaba de la pasión, de la intensidad con que la he perseguido, y de cómo su incesante búsqueda me ha traído hasta aquí, frente a la pantalla de un ordenador, conectada al fascinante mundo de internet, donde he conocido y he podido trabar amistad con gente tan fantástica como tú, gente abierta a nuevas realidades que me comprende y, lo que es tal vez más importante, dispuesta a escuchar lo que tengo que decir sin juzgarme. La gente no suele sincerarse sobre su sexualidad. A la mayoría no le resulta fácil, ni siquiera cuando es consciente de que lo que desea es más o menos lo mismo que lo que desea el resto. Imagínate lo que puede ser cuando lo que te excita se aparta tanto de la norma, cuando tu intimidad difiere tanto de los patrones habituales que se suelen ventilar cotidianamente tanto en las tertulias de café como en los platós de televisión. Resulta más bien incómodo. No obstante, lo más difícil es asumirlo una misma, admitir desnuda frente al espejo que una es esto, aquello o lo de más allá, para acabar identificándose incluso con aquello que desde siempre se ha rechazado. Enfrentarnos a nosotros mismos, a nuestros propios prejuicios, es lo que más nos cuesta y hace sufrir. La primera vez que un desgraciado que se hacía pasar por Amo me llamó «hija de puta» me cabreé y lo mandé directamente a la mierda. ¡Pero qué coño se había pensado! ¡Hasta ahí podíamos llegar! Nunca quise saber nada más de él. Sin embargo, al instante siguiente ya me estaba dando cuenta de que aquel insulto grosero e intempestivo en el fondo me había producido cierto morbillo, una excitación inesperada que no podía negar y que, por ello mismo, originaba en mí una extraña confusión, un conflicto entre lo que debía sentir y lo que la realidad, tozuda, me demostraba que sentía en lo más hondo de mi ser. Y aquella reacción insospechada delante de la insolencia de aquel Amo anónimo me removió por dentro una serie de cosas que hasta entonces habían permanecido dormidas. Casi sin darme cuenta me
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sorprendí a mí misma navegando por la red en busca de Amo. Como bien sabes —porque tengo pocos secretos para ti— han sido muchos los que se dicen Amos que mediante este medio han tratado de acercarse a mí, la mayoría tipos arrogantes que intentan impresionarme soltando bravatas que van desde la vulgaridad más previsible hasta la aberración más inimaginable. Y si bien es cierto que sigo excitándome cuando algún Amo me llama «cacho puta» o me dice «agáchate perra», o me lanza amenazas del tipo como que me va a clavar una buena hostia, entre otras lindezas conminatorias por el estilo, también lo es que eso no es lo que ando buscando. Al menos no lo agota del todo. No voy a negar que disfruto tentándolos para luego darles largas o mandarles directamente a paseo —ya me conoces, tengo muy poco de sumisa, y mucho menos con desconocidos; creo que es la eterna contradicción en la que me debato— pero aspiro a algo más, o a algo distinto, aunque todavía no sé a qué. Mientras lo descubro o no, hago lo que puedo. El otro día le di mi número de teléfono a un Amo con el que había estado vacilando un rato en el chat y que me había caído simpático. Me llamó inmediatamente y empezamos a charlar, y al poco la conversación empezó a subir de tono. Las conversaciones eróticas es algo que me pone. Cuando tomó más confianza, empezó a pedirme que hiciera una serie de cosas —ya te puedes imaginar la mayoría de qué tipo—. Lo cierto es que me puso a cien sentir su aliento agitado contra el micrófono mientras me pedía todo aquello, excitándome sobremanera los requerimientos que tenían que ver con la dominación y el fetichismo. Supongo que creía tenerme en el bote. Pero cuando terminó por fin de recitar aquel listado interminable de exigencias, se encontró con un montón de reproches por mi parte que no esperaba: «¡Pero tú qué te has creído!, ¡porque tú lo digas voy a hacer esto!, ¡pues no!», le espeté en tono firme, casi airado, y acto seguido repuse con vehemencia que, entre las cosas que me había exigido, haría sólo las que a mí me diera la gana, que en este caso se reducía a algo tan inocente como meterme en los vestidores de El Corte Inglés, probarme unos cuantos sujetadores e irle explicando, móvil en mano, cómo me sentaban. El tío se quedó sin palabras y no le quedó más remedio que conformarse. Lo mío es una extraña mezcla entre sumisión, rebeldía y erotismo, ¿no te parece? En cualquier caso, me gusta, disfruto con este juego, de esa extraña tensión entre sometimiento e insubordinación. Es ahí, como te
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decía, donde para mí asoma la pasión con toda su violencia, con todo su ímpetu renovador, haciéndome sentir realmente viva, regalándome los momentos en que me siento más yo, más en armonía con mi propia naturaleza. Pero a pesar de todo, a veces, es inútil ocultarlo, me asaltan dudas. Muchos son los interrogantes y demasiadas las preguntas que rondan por mi cabeza para las cuales carezco de respuesta. Y aquí me tienes, de un lado a otro de la red, como una loca tratando de indagar más y de racionalizar esa contradicción en que constantemente se balancean mis deseos, sin saber a ciencia cierta por dónde comenzar. En fin, hablo mucho de mí misma y me figuro que tú también tendrás muchas cosas que contarme. Escríbeme cuando tengas un rato libre y me comentas todas las novedades. Un beso.
Carta de Carmen a David Me he alegrado saber por fin de ti después de tanto tiempo, y también —y sobre todo— de que ahora te vayan tan bien las cosas. En tu último mensaje me explicabas que has conocido a una chica mexicana. ¡Mira que es casualidad! Hace cosa de un mes conocí a un Amo mexicano en internet, creo que de la zona de Cancún o de por allí. Se llama Ulises y me cae genial. Hemos coincidido varias noches en el chat y conversado durante horas y horas, así que, aunque no lo conozca en persona, poco a poco me voy haciendo una idea bastante precisa de qué tipo de persona se trata. Es un tío muy apasionado, de los de rompe y rasga, como el clima de su tierra natal, y eso me encanta; aunque también, cuando procede, puede mostrarse como una balsa de aceite. Entonces hablar con él me calma y relaja. Posee una cultura vastísima y una gran sensibilidad, algo muy distinto a la mayoría de los Dominantes que corren por ahí, que parece que lo único que les interesa es ponerte a cuatro patas, y que a poco que te descuidas descubres que lo que realmente buscan es echar un polvo. La verdad es que Ulises está demostrando una gran paciencia conmigo y me está abriendo un montón de puertas a nuevas realidades,
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realidades que a medida que voy descubriendo me permiten contemplarme a mí misma y al entorno que me rodea desde una perspectiva muy distinta. A veces me doy cuenta de que le acribillo a preguntas, a las cuales él siempre procura responder con sereno y afable estoicismo, como si de alguna manera disfrutara ejerciendo de cicerone del intrincado laberinto que vislumbro en mi interior y que tanto me intriga. Me está enseñando lo que es un Amo, una sumisa, una esclava, y gradualmente me está descubriendo lo que realmente significa el BDSM, una palabra que hasta ayer para mí sólo era un acrónimo que salpicaba las tertulias y las páginas más excitantes de internet, pero cuyo verdadero sentido me resultaba poco menos que incomprensible. Me encantaría que lo conocieras. Apuesto a que te gustaría. Hoy en día es un privilegio encontrar a alguien sensible e inteligente que, además, disponga de respuestas claras y precisas para las grandes cuestiones que siempre me he planteado, y para otras muchas preguntas que, de no ser por él, jamás se me hubieran pasado por la cabeza. Es curioso pero, gracias a nuestra relación a distancia, a esas noches insomnes frente a la pantalla, poco a poco me voy sintiendo capaz de derribar los muros culturales y religiosos que todavía hoy me bloquean, que me impiden aceptar de pleno lo que implican la sumisión y el masoquismo; siento que gracias a su amplia y sosegada visión de las cosas voy asimilando que el sadomasoquismo no va en contra de la feminidad o de la lucha por la liberación de la mujer, ya que, en la medida en que adoptar el rol sumiso es una elección voluntaria y consciente, en nada contradice los principales postulados del feminismo. A veces me abruma con sus conocimientos sobre el tema. Pero no te vayas a creer, lo suyo no es sólo la «doctrina», como aquel que dice. De vez en cuando me envía un e-mail y me ordena que haga esto y aquello. Y yo siempre —como debes suponer— obedezco exclusivamente a lo que me viene en gana y el resto me lo paso descaradamente por el mismísimo forro y le invito a que lo haga él si le apetece. Ya sabes, es lo que tienen los Amos. Al final, siempre se muestra condescendiente con mi actitud díscola y provocadora, y no le queda más remedio que resignarse. Después, cuando le explico la experiencia, sólo me pregunta, magnánimo, si la he disfrutado. A veces me pregunto si no me estará tratando como un padre que se siente orgulloso de estar educando a un niño travieso.
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En fin, como puedes ver, estoy descubriendo facetas insospechadas de mí misma y descifrando algunos aspectos tal vez sospechados con anterioridad pero que entonces no estaba preparada para comprender ni aceptar de forma plena. Me siento como si hasta ahora hubiera estado esperando a que alguien se prestara a darme ese primer empujón, aguardando ese catalizador que me pusiera en marcha y me confiriera la fuerza necesaria para atreverme a romper las bridas que hasta hoy me han retenido sujeta a absurdas normas sociales. Me pregunto si tú habrás experimentado alguna sensación semejante. Ulises sostiene que todos tenemos la capacidad para practicar BDSM, pero que la inmensa mayoría no está preparada para el esfuerzo intelectual y emocional que requiere superar la conciencia de pecado y admitir esa parte que se halla soterrada en todos nosotros. Yo, en cambio, no estoy de acuerdo. Al menos no del todo. Más bien me inclino a pensar que se trata de una energía —o tal vez una inquietud, no lo sé a ciencia cierta—, que sólo una minoría lleva dentro; una esencia que forma parte de la naturaleza de unos pocos y que tarde o temprano, por una razón u otra, emerge a la superficie, pugnando por romper todos los tabúes y esquemas a los que hasta ese momento se habían ceñido. A veces cuando pienso en ello me entra pavor y me pregunto si realmente no habré perdido el juicio. Ulises dice que sentir pánico es algo normal, que nunca es fácil emprender un camino como éste, que siempre supone una ruptura con el pasado y un trastorno emocional inmenso. ¿Tú que opinas? ¿Crees también que estoy loca? Escríbeme pronto comentándome con franqueza qué piensas sobre todo esto. De momento no se lo puedo explicar a nadie más. Gracias por estar ahí.
Carta de Ulises a Carmen Querida Carmen, hace ya bastantes meses que nos conocemos. Durante todo este tiempo he venido observando con enorme satisfacción tus progresos, y he de decir que siempre te has mostrado como una mujer de curiosidad insaciable, dispuesta a comerse el mundo y a aprender
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todo lo que se puede saber sobre BDSM. Yo, por mi parte, he procurado trasmitirte de forma clara y comprensible todo lo que sé, o al menos todo lo que me ha sido posible con un océano de por medio. No voy a negar que a veces he temido que fueras demasiado aprisa y que pudieras darte de bruces con la dura realidad sin estar todavía lista para afrontarla. Sin embargo, después de leer tu último mensaje y sopesar las cuestiones y dudas que me planteas, ahora creo que estás debidamente preparada para dar el paso definitivo. En cualquier caso, tarde o temprano tendrás que caminar por tu cuenta. Quiero que sepas que aquí, aun en la distancia, siempre me tendrás a tu lado. He visitado la página del Rosas5 y, tal como me pediste, he hecho las indagaciones oportunas sobre Kurt. Realizadas dichas pesquisas, me alegra decirte que las referencias que me han facilitado sobre él son francamente extraordinarias. Algunos amigos míos del tema que lo conocen me han asegurado que es una persona muy de fiar, responsable y con mucha experiencia y, por tanto, alguien que sabe perfectamente lo que hace. No obstante, esas personas también me han advertido que, al parecer, se trata de un Amo muy duro. Por eso, antes de iniciarte a la brava lo mejor es que os conozcáis personalmente, y que luego tú decidas por ti misma si es la persona que más te conviene. En cualquier caso piensa que, a pesar de la fiabilidad de mis informes, no sabes quién es, y que lo mejor es que tomes tus precauciones. Antes de vuestra primera cita, pídele a un amigo que te llame al móvil cada hora para asegurarse de que estás bien. Como simple medida de seguridad. Sin paranoias, sólo por si acaso, sólo con objeto de que te sientas más segura y cómoda durante este primer encuentro. Espero con ansiedad noticias tuyas. Un abrazo desde la otra orilla del charco.
Carta de Carmen a David ¿Qué tal David? ¿Cómo va? Espero que bien. Yo, por mi parte, ¿qué te voy a decir?… Para empezar déjame agradecerte de todo corazón lo de las llamadas de la otra noche. Espero no haberte robado excesi-
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vas horas de sueño. Supongo que no te sorprenderá si te digo que sin duda estoy atravesando una de las etapas más importantes de mi vida. El otro día no tuve tiempo de explicarte los detalles. El asunto tiene su miga. Resulta que, tras meditarlo bastante, me decidí a enviar una carta de presentación a los miembros del Club Rosas5 —tal vez hayas oído hablar de él—, explicándoles un poco quién era. Y, mira por donde, como soy tan patosa con las máquinas, en lugar de enviar el mensaje a todos los socios, resulta que por error se lo envié únicamente a Kurt, el dueño del local. Y cuál no sería mi sorpresa cuando al día siguiente, al abrir el correo, compruebo que me había respondido con un mensaje en el que me dice que está interesado en conocerme. La idea me asustó un poco al principio y acto seguido decidí ponerme en contacto con Ulises, el Amo mexicano del que te hablé y que me está enseñando tantas cosas. Ulises me hizo el favor de hacer algunas pesquisas en el mundillo BDSM de la red. Resulta que Kurt es un Dominante bastante conocido y acreditado en esos ambientes, así que Ulises me dio su visto bueno, no sin antes advertirme de que, al parecer, le precede cierta fama de ser muy duro, y de aconsejarme que tomara ciertas medidas preventivas por si las moscas. Medidas lógicas, por otro lado, que cualquiera con dos dedos de frente hubiese tomado. He de confesarte que lo de la fama de duro fue algo que me picó la curiosidad y me excitó muchísimo, casi te diría que fue uno de los factores o acicates principales que me persuadieron a aceptar la invitación, algo así como si se tratase de una prueba de fuego. Creo que me gustan los retos, así que finalmente me lié la manta a la cabeza y le contesté. Quedamos la semana siguiente para cenar en un restaurante de la avenida Tibidabo. Me pareció un escenario adecuado, con toda la ciudad a nuestros pies, y todo un mundo por descubrir que se abría ante mí. Y ahí, como bien sabes, entraste tú en escena. Te estarás preguntando qué ocurrió esa noche, ¿no? Pues lo cierto es que la experiencia no defraudó mis expectativas. Bueno, el caso es que yo estaba bastante nerviosa, y estoy segura de que Kurt lo intuyó desde el primer momento en que me vio aparecer por la puerta del local. Era la primera vez que me encontraba delante de un Amo auténtico y no sabía cómo debía comportarme. Nada más sentarme y tras una breve presentación le advertí de que había acordado con un amigo que me llamaría a cada hora. Al principio creí que se sentiría
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molesto por aquella muestra de desconfianza, pero por el contrario y para mi sorpresa, me contestó: «¡Si te vas a sentir más cómoda, me parece fantástico!». Aquello me dejó de piedra. Estuvimos charlando amigablemente durante toda la cena. Al principio su aspecto rudo y su cortante acento helvético me intimidaron un poco, pero según fue trascurriendo la velada cada vez me sentía mas cómoda y segura —a lo cual, claro está, también tú contribuiste—, de manera que pronto me sinceré con él por completo y acabé explicándole con pelos y señales mis tímidas andanzas en el mundo de la dominación y la contradicción entre mis deseos de sumisión y la actitud rebelde que suelo mostrar ante los Amos que pululan por el chat. No te lo vas a creer, pero antes de que llegáramos a los postres se puso de pronto muy serio, me miró fijamente a los ojos y me soltó en un brusco pero perfecto español: «Es que tú… no eres sumisa…» —el trozo de carne de mi plato quedó suspendido en el trayecto hasta mi boca abierta—, «tú en realidad eres masoquista». El áspero y tajante deje suizo de Kurt transformaba aquella afirmación en una sentencia inapelable. No existía tribunal al que recurrir o implorar. Me quedé sin aliento y sin respuestas. Como réplica sólo pude mantener la mirada, sintiéndome indefensa como nunca me había sentido. Solté el tenedor sobre el plato, incapaz de ingerir aquel último bocado. Después de la cena me acompañó a casa y justo antes de separarnos me atreví a ofrecerme a él como sumisa. Sonrió como si hubiese estado esperando aquel ofrecimiento, como si lo hubiese escuchado infinitas veces y una sabiduría madurada por la experiencia le dictase las siguientes palabras: «No seré tu Amo hasta que no vengas a mí y yo compruebe que estás preparada. Sólo entonces te diré que sí». A pesar de todo es un principio esperanzador, ¿no crees? Hemos quedado para vernos la semana que viene. Quiero saber más cosas, confirmar si está en lo cierto. La verdad es que todavía no sé qué hacer con ello. Lo que sí he aprendido es que, a pesar de lo que Ulises, con su paciencia de santo, me ha venido inculcando de palabra durante estos últimos meses y de lo mucho que he aprendido con él, todavía quedan muchos interrogantes, restan muchas incertidumbres que necesitan ser respondidas cara a cara. Hay sospechas e intuiciones que deben ser ratificadas en la práctica para convertirse en certezas. Sin embargo, ¿quieres que te diga una cosa que sí he podido corroborar en sólo una noche?: que en ningún libro, en ninguna página de internet,
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en ningún IRC, se halla la respuesta acerca de lo que realmente uno es y siente. A la verdad hay que mirarla directamente a los ojos, sin filtros ni máscaras. Hay que abordarla en vivo y en directo. Escríbeme pronto y dame a conocer tus impresiones, que sabes que siempre me son de gran ayuda. Un fuerte abrazo.
Carta de Ulises a Carmen He leído con enorme regocijo tus últimos mensajes. Me dices que lleváis varias semanas viéndoos y platicando sobre el tema y que, superadas determinadas reticencias comprensibles, por fin Kurt ha aceptado convertirse en tu Amo. Me alegro de que hayas dado con la persona adecuada, un Dominante con experiencia en el mundo del BDSM y, sobre todo, que también tiene en cuenta tus necesidades. Deja que te diga sólo un par de cosas antes de vuestra primera sesión. Espero que mis consejos no te resulten demasiado paternalistas. Mi único deseo es que aproveches plenamente la oportunidad que te brinda la vida y que una mala experiencia inicial no coarte un futuro que se me antoja prometedor. Carmen, si hay algo que no te guste, di que no. No te precipites ni tengas miedo. Y lo que te guste, disfrútalo al máximo. Y, sobre todo, si hay algo que te resulte extraño, que no veas claro, detén la sesión. No olvides que, en definitiva, de lo que se trata es de gozar. Si ves que no lo estás gozando, vete, ¿de acuerdo?; no lo pienses dos veces. Prométemelo. Sabes que, ante todo, te deseo lo mejor. Un abrazo.
Carta de Carmen a Kurt (Nunca enviada) He estado pensando mucho en lo que me dijiste la otra noche. Le he dado vueltas y más vueltas y sigo sin podérmelo quitar de la cabeza. Sé, como creo que tú también sabes por experiencia, que éste no es un
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camino de ida y vuelta, y el miedo que tengo es precisamente a probarlo, porque tengo la certeza de que después no va a haber marcha atrás. «Un camino que es un callejón sin salida», creo que fueron tus palabras o algo por el estilo. Y quiero ser sincera contigo, creo que te lo debo, aunque aún haga poco tiempo que nos conocemos. Tengo miedo todavía de emprender este camino, de lanzarme a dar el paso definitivo. En el fondo, aunque pueda parecer lo contrario, soy una persona temerosa. Necesito estar segura y sentirme plenamente consciente de las posibles consecuencias de semejante decisión. Necesito indagar el camino y prever con antelación las dificultades y los posibles riesgos con que pueda toparme antes de tomar la determinación y lanzarme a la aventura. En mi cerebro se baten en este momento dos fuerzas desiguales: la primera, poderosa, telúrica, me incita a tirar hacia delante, a lanzarme al vacío sin red; la segunda, más modesta aunque más racional, me sugiere que vigile, que camine con pies de plomo. Espero que esas vacilaciones no susciten en ti dudas o reservas sobre mi persona, sobre la firmeza de mi voluntad, persuadiéndote de que no son más que meras veleidades. Al expresar en estas pocas líneas esas inquietudes que ocupan mi pensamiento y esa sensación de vulnerabilidad que me atenaza sólo pretendo ser honesta contigo.
Carta de Carmen a David Hola David. ¿Qué tal? Perdona por no haberte escrito antes. Sé que estabas impaciente por tener noticias mías, pero es que esta última semana me ha sido imposible redactar una sola línea. Durante estos últimos días he estado como en otro mundo, como en una especie de globo del que parecía que no iba a bajar nunca. La semana pasada, después de haberlo estado pidiendo a gritos en silencio durante tanto tiempo, por fin llegó el momento de la verdad. Los días anteriores me había notado bastante alterada. No podía dejar de releer una y otra vez las palabras de Ulises, las más bonitas quizá que me hayan dirigido nunca, como ya te conté. La sesión se llevó a cabo a puerta cerrada en el Rosas5, un ambiente distendido y de confianza. Sin embargo, a pesar de que el clima era el adecuado,
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no pude evitar sentirme un poco tensa. Kurt había traído sus juguetes, la mayoría bastante suaves, si se tiene en cuenta su reputación. Primero me hizo un sencillo bondage, una técnica en la que, según me había informado, es un consumado experto. El tacto de las cuerdas comenzó a excitarme, de manera que paulatinamente me fui relajando de la tensión acumulada y concentrando en la sesión. Luego Kurt me sujeto hábilmente por los brazos de los grilletes que cuelgan del techo de la mazmorra y comenzó a darme suaves latigazos con un gato que había extraído de su chistera. Sin embargo, yo apenas me inmutaba. ¿Ése era el concepto de duro que circulaba por los ambientes BDSM?, pensaba un tanto desconcertada mientras sentía aquel cosquilleo sobre la piel. Empecé a cuestionarme si los informes que Ulises había recabado eran del todo fiables o si, por el contrario, pecaban de exageración. Por supuesto, en esos momentos yo ignoraba por completo que lo que caracteriza a un buen Amo es que sabe iniciar en el dolor a su sumisa de forma gradual. Así que, dispuesta a comprobarlo, probé a provocarle un poco para que se esmerase más. Alcé la cabeza y le miré desafiante. Creo que aquella mirada le picó el orgullo. Entonces Kurt, al comprender lo que estaba pasando y sorprendido de que en una primera sesión yo fuera capaz de aguantar tanto, rebuscó entre su colección de artilugios y se hizo con una caña. Comprobó que su consistencia y flexibilidad permanecían intactas y, acto seguido, empezó a atizarme con ella varazos en el trasero. No voy a decir que aquella serie de varapalos en las nalgas no me doliera, pero lo cierto es que no tanto como me había imaginado. De tanto en tanto giraba el cuello y espiaba de reojo sus reacciones, tratando de adivinar sus pensamientos. Al cabo de unos segundos se detuvo, arrojó la vara y fue en busca del látigo largo y de unas pinzas con pesas, que colgó de mis pezones y mis genitales. Entonces, con ánimos renovados, chasqueó un par de veces el látigo en el aire y empezó a arrearme con él, empleando gradualmente mayor fuerza. A pesar de que mi rostro sólo dejaba traslucir el placer y la felicidad que estaba experimentando —nunca he sido capaz de ocultar mis pasiones—, para mis adentros no podía creer que pudiera estar encajando aquella tremenda tunda. Y no es sólo que, para mi sorpresa, fuera capaz de soportar sin rechistar los mordiscos del látigo y los pellizcos de las pinzas en los rincones más sensibles de mi cuerpo (para ser sincera, confieso que desde hace tiempo juego mas-
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turbándome con pinzas en los pezones y en otras zonas erógenas, así que cuando entré en la mazmorra ya tenía, como se dice en los ambientes BDSM, un cierto nivel); lo que resultaba realmente extraordinario y superaba de lejos cualquiera de mis expectativas es que, además, estuviera gozando a tope con semejante trato. Bueno, pues el caso es que después de la sesión llegué a casa baldada, lo mismo que si me hubiese pasado una apisonadora por encima. Cerré la puerta de la calle y me arrastré como pude por los pasillos hasta la cama, apoyándome en las paredes mientras me desnudaba e iba dejando un rastro de ropa por el suelo. En el espejo del armario ropero, antes de desplomarme sobre la cama, me entretuve contemplando durante unos instantes las marcas violáceas que el látigo, como un apéndice del Dominante con vida propia, había surcado en mi piel. Cada vez que me movía entre las sábanas se quejaban todos mis músculos, cada rincón de mi cuerpo; y al mismo tiempo, extrañamente, disfrutaba de ese dolor, un dolor delicioso que saboreaba como si fuera el regusto de un exquisito festín, hasta que por fin me venció el cansancio y me quedé dormida. He estado reflexionando bastante sobre lo ocurrido durante esa sesión, desmenuzando cada una de mis sensaciones y sentimientos, sopesando si los consejos generales de Ulises pueden aplicarse a esa experiencia que, aunque de resultados satisfactorios, excedió todas mis expectativas, o si, por el contrario, se trata de algo completamente diferente, algo que amenaza con escapárseme de las manos. Me pregunto si es normal lo que me está ocurriendo, si no será que lo que ocurre es que soy incapaz de sentir. Como te decía al principio de este mensaje, me he pasado toda esta semana flotando en una nube, con la cabeza en otro sitio y sin poder concentrarme en nada de lo que estuviera haciendo en cada momento. Esta misma mañana por fin me he sentido un poco más centrada y he llamado a Kurt. Se ha alegrado de oír mi voz. Ha tratado de disipar mi inquietud y mis dudas explicándome que las sensaciones que he estado experimentando estos días son completamente normales. Son las secuelas de lo que en el ambiente BDSM se conoce como «subidón». Se trata de un estado alterado de la percepción similar a una especie de trance. El colocón perfecto si no fuera porque durante el tiempo que tarda en bajar es difícil seguir con tu vida normal. Me da la impresión de que, como ya me figuraba mucho antes de experi-
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mentarlo en mi propia piel, el BDSM es la droga más potente que existe, una droga fantástica a la que es fácil engancharse. Gracias por soportarme el rollo. Un besazo muy fuerte.
Carta de Carmen a Ulises Querido Ulises, soy consciente de que durante estos últimos meses te he tenido un poco abandonado pero, como puedes figurarte, los acontecimientos se han ido sucediendo a una velocidad vertiginosa, absorbiendo la mayoría de mi tiempo y mi energía mental. Son muchas las emociones, muchos los anhelos que se están haciendo realidad. No sé si hasta ahora he sido capaz de expresar mi agradecimiento por todo lo que has hecho por mí. Lo cierto es que te debo mucho. Tus sabios consejos y la paciencia a prueba de bomba que siempre me has demostrado me han armado del valor suficiente para poder enfrentarme a las barreras mentales y a los sentimientos de culpa que todos tenemos interiorizados desde la más tierna infancia. Sólo gracias a las indicaciones con las que has sabido dar respuesta a mis incertidumbres puedo explicar que haya conseguido liberar sentimientos muy profundos y largamente arraigados en mi interior, sentimientos que —ahora lo veo claro— de forma inconsciente siempre habían pugnado por aflorar a la superficie de mi ser. Sin embargo, hay ciertas cuestiones, ciertos flecos, que para mí son aún motivo de inquietud. En mi último mensaje te contaba un poco por encima mi primera experiencia BDSM. A ésa le han sucedido otras y casi siempre han resultado placenteras. Te preguntarás entonces dónde está el problema. El caso es que, después de una sesión dura, cuando llego a casa magullada y con las posaderas casi en carne viva, a veces me cuestiono cómo puedo disfrutar con esto, cómo puedo sentir placer cuando me hacen sufrir de esta manera, azotándome hasta hacerme sangre. ¿Estaré enferma? Supongo que la mayoría de la gente es de esa opinión; y hasta cierto punto puedo entenderlo porque, de alguna manera, era lo mismo que yo pensaba de los masoquistas hasta hace apenas un par de meses.
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Y sin embargo lo más curioso es que, al mismo tiempo, en otras ocasiones, incluso en una sesión, cuando el dolor no me produce placer, simplemente digo no. Me paro y lo dejo claro, ¡basta, se ha acabado! Tal vez pueda parecerte contradictorio, pero lo cierto es que no soporto el dolor por el dolor. No hace falta que se trate de un dolor inaguantable. Cuando alguien me da un azote que, sin llegar a la milésima parte del que me puede propinar Kurt, pero que, por la razón que sea, no me hace disfrutar, simplemente le arrebato la fusta al Dominante e interrumpo ipso facto la sesión. No, no me gusta el dolor per se. No lo soporto. Cuando me duele la cabeza me tomo una aspirina, como todo el mundo. Cuando me doy un golpe en la espinilla despotrico como cualquier hijo de vecino. Sólo me gusta el dolor en determinadas circunstancias y sólo con ciertas personas, tal vez aquellas que son capaces de crear dichas circunstancias favorables. Con Kurt las cosas van bastante bien. Nos vamos viendo de vez en cuando para una sesión. Es una persona extraordinaria. De acuerdo con la «doctrina» BDSM es un Amo excéntrico, al menos en algunos aspectos. (Hay cierta ironía en hablar de doctrina en un mundo que dice ser un espacio de libertad, ¿no crees?) Es lo que podría llamarse un Dominante sádico, si bien hay que decir que, por otro lado, también persigue la sumisión del esclavo, cosa que —él bien lo sabe— difícilmente va a conseguir del todo conmigo, que ante todo soy masoquista y sólo me muestro sumisa por interés. Tal vez por esa razón nuestra relación BDSM adolece de ciertos límites. Yo soy rebelde por naturaleza, lo reconozco, y cuando estoy en una sesión a veces desobedezco las órdenes del Dominante, me giro, le quito la fusta o la caña y me enfrento a él: «Hasta aquí hemos llegado y de aquí no paso». Un poco para provocarle, lo admito. Hasta que él, después de discutir —«¡que te pongas ahí de una vez, te he dicho!»— logra dominarme y hacer lo que quiere conmigo. A veces es precisamente ese tira y afloja el tipo de relación que busco. Me pregunto si alguna vez llegaré a ser sumisa. Creo que solamente el día que me enamore tendré la motivación necesaria para someterme de forma absoluta y voluntaria a la persona amada. Aunque quién sabe, no puedo prometer nada, tal vez ni siquiera entonces. En cualquier caso, Kurt y yo estamos logrando un algo grado de compenetración y de mutua confianza. Voy comprendiendo que el tema de la confianza es una cuestión importante, tú lo sabes mucho
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mejor que yo. Para mí es vital tener en cuenta en manos de quién me pongo, conocer cuáles son sus límites, sus preferencias. Es la única manera de poder entregarse sin llevarse sorpresas desagradables, pues si un Amo tiene predilección por una práctica o tiene una fantasía que a mí no me interesa —como las relaciones lésbicas—, o que me resulta particularmente repulsiva —como es el caso de la zoofilia—, a buen seguro que tarde o temprano, aunque sólo sea de manera puntual, tratará de obligarme a realizarla, y entonces me cabrearé y la sesión acabará mal. Es un mal trago que por el momento prefiero ahorrarme. Con Kurt me siento protegida porque sé qué es lo que quiere de mí y que él sabe lo que yo estoy dispuesta a darle. Es tanta la confianza que tengo en él que en la tercera sesión empezamos con el tema de las agujas, algo que a mí al principio me producía un poco de reparo pero que, en el fondo, estaba deseando probar. E incluso hace poco me compartió con una Dómina amiga suya, con la cual compitió sobre mi cuerpo para ver cuál de los dos era capaz diseñar el ornamento más espectacular. Así, por turnos, me iban clavando agujas y más agujas en los pezones, ambos sorprendidos e impresionados de lo que yo era capaz de gozar con aquello. Fue una sesión inolvidable, tal vez la sesión de la que más he gozado hasta la fecha. Estoy deseando repetirla. No sólo he tenido sesiones con Kurt, también he jugado con otros Amos, algunos de ellos realmente buenos. Y siempre me gusta notar cómo ellos reciben lo que yo les doy, comprobar lo que sienten. No me gusta que me venden los ojos, me gusta mirar y ver al Dominante, encontrarme con su mirada, verificar que está gozando de mi entrega, contemplar esa picardía que asoma a sus ojos y se refleja sutilmente en su sonrisa cuando está maquinando algo, alguna nueva variación del juego. No quiero perderme esa mirada agradecida que me habla y me lo pide todo; esos ojos codiciosos que se encuentran con los míos; ese fulgor incandescente que me ayuda a concentrarme en el juego, a profundizar mi entrega, a sacarle, en definitiva, todo el jugo posible a la experiencia. Ahora que lo medito detenidamente, es curioso cómo se han ido plasmando en la práctica cosas de las que tú y yo muchas veces habíamos hablado a un nivel teórico, como es el tema de separar el sexo del BDSM. A pesar del escaso tiempo que llevo en este mundo ya he podido comprobar que durante una sesión todo lo que tenga relación
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con el sexo es algo que me molesta. Me molesta todo aquello que tenga una connotación sexual, como es el caso de un beso en la boca. No es lo que yo busco. Sí que me apetece una caricia en la mejilla o en alguna otra zona del cuerpo, ese contacto con el que el Dominante trata de interpretar las sensaciones de la sumisa, de ver cómo se va excitando a medida que recibe el castigo, o también ese beso casto de agradecimiento por el gozo que mi entrega le está proporcionando. Esas muestras de cariño me encantan e incluso me motivan más. Sin embargo, que me intenten masturbar, como me ha ocurrido alguna vez, por ejemplo, es algo con lo que no puedo. Cierro inmediatamente las piernas y le suelto un bufido. Para conseguir el colocón no necesito sexo, es más, me distrae, desbarata el éxtasis. Y después de la sesión lo que necesito son demostraciones de ternura, pues en ese estado me siento frágil y vulnerable y me estremezco como una hoja. En esos instantes me sumerjo en mí misma; o quizá más bien me halle muy lejos, en otra dimensión, inmersa en un universo propio que me sustrae del mundo real. Entonces me gusta que las personas que tengo alrededor me abracen y me hagan sentir que no estoy sola, que estoy protegida; y también, a poder ser, que la persona con la que acabo de compartir la sesión me muestre su afecto y dé acuse de recibo de que se lo ha pasado igual de bien que yo, de la misma manera que yo siento el deseo de agradecerle su entrega y dedicación. No necesito nada más, el resto me estorba, ni siquiera quiero que me hablen mientras permanezco en esa especie de trance. Sólo al cabo de unos días, cuando el colocón o el… —llámalo como quieras—, ha bajado…, entonces sí que necesito sexo. Entonces lo busco con avidez y tengo ganas de comerme el mundo. Es un fenómeno extraño, ¿no te parece? Siempre estuve de acuerdo contigo en separar la sesión del contacto sexual, pero nunca pensé que una vez desaparecidos los efectos de aquélla se despertara en mí semejante apetito. Por suerte, Kurt siempre ha sabido mostrarme ese afecto que tanto agradezco tras la sesión. Él da una gran importancia a las sensaciones y a los sentimientos, e incluso a menudo me pide que al día siguiente le envíe un mensaje describiéndole con pelos y señales cómo me ha ido. Le cuesta entender que tras una sesión intensa sea incapaz de hacer ni expresar nada durante unos cuantos días. Luego sí; me siento delante de la pantalla y trato de poner palabras a todos esos sentimientos inefables que siempre me despierta una buena se-
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sión. Porque, ¿qué es el BDSM sino sentimiento? Sentimiento, entrega e intercambio. Compartir sensaciones, tal y como tú siempre me has enseñado. Escríbeme pronto y dime qué piensas acerca de lo que estoy viviendo.
Mensaje de Carmen a Kurt por e-mail Hola Kurt. Hay veces que cuesta empezar un mensaje y ésta es una de esas ocasiones. No sé muy bien cómo hacerlo. Son muchas las cosas que quiero, que necesito decirte. Debo darles un orden lógico, cosa que se me antoja difícil, han pasado demasiados días desde la sesión. La fiesta, ya te comenté por SMS, creo que muy bien, mucho mejor de lo esperado. La gente al final respondió. Ojalá hayas quedado satisfecho. Vi a todo el mundo relajado, contento, con ganas de disfrutar y hacer disfrutar, de compartir. Tengo grabadas una serie de sensaciones, imágenes impresas en mi mente. Me encantó que te descalzaras, que intentaras sentirte lo más cómodo posible. Te diré que me quedé con ganas de más. Me quedé con ganas de haberte dado más. De darte eso que pretendías, que buscabas y que no supe hacer. Ya sabes que, a pesar del tiempo transcurrido, de todo lo compartido, aún hay momentos en los que siento que te defraudo. Me da la impresión de no entregarme lo suficiente. De no entregarme todo lo que tú te mereces. De no compartir todo lo que tú me das. De que no es un intercambio equitativo. Siento que te mereces más de lo que consigo darte. En el bondage…, debo aprender. Quiero disfrutarlo viéndote disfrutarlo a ti. Me sentí incapaz de hacerte esa entrega. Y necesito hacerlo, por el placer de ambos. Nunca paras de moverme y removerme por dentro. Gracias. Me quedé con ganas de más sesión. Me he acostumbrado a que me lleves al límite. De hecho, me gusta que lo hagas, casi necesito que lo hagas. Y es una contradicción porque estoy de acuerdo contigo en que últimamente mi temor a una sesión era demasiado grande. Respiré
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profundamente, con alivio, el día que me comunicaste que bajarías la intensidad de la sesión. Eso me deja hambrienta, pero tranquila. El lado positivo es que me acerco a ti más serena (excepto el día de la fiesta) y con un hambre atroz de ti y del dolor-placer que me regalas. Gracias. Me agradó que te ocuparas tanto de mí (lo hiciste más de lo que supones) durante la sesión y después de ella. Pero… ¡no estoy acostumbrada! Así que te juro que eso me descolocó, no por el hecho en sí mismo, sino porque me dio la impresión de que te ocupaste más de mí que de ti. Y yo necesito que goces. Lo mejor que tenemos es esa capacidad de compartir; y durante la sesión compartimos el placer: ver reflejado en el otro nuestro propio placer. Más de una vez me has pedido que me ocupe menos de ti y más de disfrutar. Kurt, ocúpate de mí, pero por favor, no dejes nunca de gozar. Lo necesito. Necesito ver el placer en tu cara. Ése es mi propio placer. Es lo que hace que el dolor sea gozoso. Por conseguir ese milagro, gracias. Disfruté a pesar de mis nervios, y a pesar de la presencia de la gente procuré aislarme, centrarme en ti y en tus miradas; palabras y caricias que me llevaban a ti. Y ése es el camino que me hace ser yo, que me lleva a mí. Me gustas con tu látigo en la mano. Me gustas cuando te veo con la caña. Me gustas cuando me golpeas con la fusta. Me gusta el dolor sublime que me regalas. Me gusta ver en tus ojos, en tu sonrisa, en tu cara, en tu cuerpo, el placer de dármelo. Me gusta saber que, durante un tiempo, voy a gozar de las marcas que me recordarán esos momentos. Es algo que me entregas y no sé si estoy a la altura de ese don. Gracias. Aún llevo tus marcas, que hago mías por llevarlas en mi piel. Pero yo no soy más que la simple portadora, la mera carcasa que las lleva. Las marcas son tuyas y, cuando las miro, si bien me retrotraen al momento placentero de recibirlas, siempre acaban llevándome a ti, a tu placer, a tu imagen gozando. Miro mis pechos marcados, mis pequeñas heridas, las distintas tonalidades y colores con los que has grabado mi cuerpo. Me entristece verlas desaparecer. Tristeza que palio pensando que cuanto antes se borren antes podré pedirte que me regales otras. Yo, la que en un principio se negaba a ir marcada, casi ya no sé estar sin tu firma. Gracias. Me doy cuenta de que estoy llena de contradicciones. Aunque en el fondo, en lo más profundo, sólo se trata de una necesidad y, como ya te he dicho hace algunos minutos, de cierto temor. Temor a
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perder lo que hemos conseguido. Eso me lleva a querer darte más. A querer saciarte. A querer darte tanto como tú consigues darme. Te diré que ésa es una necesidad positiva, que me lleva a superarme, a intentar ser mejor, a procurar entregarme cada día más. Gracias. Quisiera comentarte que esta fiesta fue una catarsis para mí. Fue, como ya te comenté, un baño de humildad. Me doy cuenta de que apenas soy capaz de dar, de entregar lo que muchas de esas personas entregan. Kurt, lo sabía, pero no lo había palpado aún, que hay mucho más. Es un largo camino, con múltiples etapas. Yo apenas he recorrido un par de ellas e, ingenua de mí, me sentía satisfecha. ¡Qué estúpida es mi insensatez! ¡Qué fácilmente me autoengañé! Hay más, mucho más. Lo vi. En sus caras, en sus ojos, en sus cuerpos abandonados, en sus mentes entregadas. Sabía y sé que hay más. Y quiero descubrirlo, quiero vivirlo, experimentarlo, disfrutarlo, quiero entregarlo. Quiero ENTREGARLO, así, con mayúsculas. Esta fiesta ha sido un nuevo despertar, un nuevo impulso. Es un terremoto con epicentro en lo más profundo de mí, encogiéndome el estómago, convulsionando mi mente, atrapando mi corazón en un puño, paralizándome por un instante de lucidez, recargándome de una nueva fuerza casi imparable, fuerza que me da la valentía de enfrentarme a mí misma. Fuerza impulsora, pasional, que me abre el apetito, un hambre voraz de escarbar más profundamente, de conocer, de saber, en definitiva, de vivir, de comer a mordiscos todo lo que hay frente a mí, de paladearlo con deleite, de exprimir de mi cuerpo y de mente todo lo que aún no he sido capaz de sacar. Quiero echar abajo esos muros que aún perduran. Quiero dejar escapar toda la fuerza. Quiero dejar salir por cada milímetro de mí esa pasión que contengo acallada. Quiero vaciarme. Ser sólo esencia. Quiero la explosión de todos mis sentidos. Quiero gritar en un largo alarido, no compuesto de voz sino de mí. Intuía, ahora lo sé, que sólo por este camino del BDSM voy a poder conseguirlo. Y esa lección magistral se la debo a todos los que durante la fiesta me demostraron lo que realmente es la entrega. Ahora sólo me falta aquel que quiera ayudarme a andar este camino, a salvar cada una de sus etapas. Aquel que no tema enfrentarse a todas esas pasiones irrefrenables (irrefrenables porque ya están despiertas). Aquel al que no le tiemble la mano, ni la voluntad para vaciarme del todo, dejándome en simple fuerza sin forma, en pura pa-
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sión. Aquel con la valentía suficiente para amasar esa entrega y volver a llenarme con ella. Aquel lo suficientemente generoso para dejar desbordar su propia pasión y compartir esos momentos únicos, inolvidables, imposibles. Kurt, me encantaría que fueras tú. No sólo sé que eres capaz de ello, sé que sabes hacerlo, manejarlo debidamente. Me conoces lo suficiente. Confío plenamente en ti. Me gustaría pedirte, con la mayor humildad y respeto, que me dejaras hacerte esta entrega. Gracias Kurt.
Carta de Carmen a Ulises Querido Ulises, descubrir el BDSM ha sido uno de los acontecimientos más importantes de mi vida. Ha sido un trayecto largo y difícil, jalonado de aciertos y errores, un proceso de tanteo en el que he invertido un gran esfuerzo tanto intelectual como emocional. El sexo es todavía el gran pecado, y explorar nuevas formas es un pecado mortal. Es como un gran traslado en el que te vas a vivir a casa de un marciano, una gran movida en la que has de aprender nuevas normas y convivir todavía de puertas afuera con las antiguas. Se requiere motivación y cierta valentía de ánimo para romper con todo lo que nos han enseñado. Nadie que no lo lleve realmente dentro pasaría por semejante trance. El BDSM es una fuerza que sale de las propias entrañas, aquello más animal y primario que llevamos oculto en nuestro interior, algo que no se puede falsificar o tratar de fingir. Lo gozas o no lo gozas, no hay otra alternativa, y cuando das el paso ya no hay vuelta atrás. Tal vez he tardado más tiempo del necesario en descubrirlo y aceptarlo plenamente, pero no tengo la sensación de haber perdido el tiempo. Antes era una persona diferente, con otras necesidades y constreñida por una situación y unas circunstancias distintas. Es absurdo mirar atrás y lamentarse por lo que se hizo o se dejó de hacer, ¿no crees? Lo importante es lo que experimento aquí y ahora, y que soy plenamente consciente de que estoy donde quiero estar. Sólo ahora, superadas todas las reservas y solventadas las dudas, por primera
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vez puedo reconocer que soy masoquista y que me siento orgullosa de serlo. Y no me avergüenzo de asumirlo abiertamente, porque es mi esencia, mi auténtica naturaleza y, en consecuencia, me he atrevido a dar el paso decisivo: el de romper con el aburrimiento, la monotonía y la insatisfacción. Ojalá estuviese tan liberada y fuera tan valiente en otros aspectos de mi vida.
Glosario
24/7. Relación de Dominación-sumisión a tiempo completo. La denominación se refiere a 24 horas al día, 7 días a la semana (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 21). Agujas. Técnica consistente en la aplicación de agujas hipodérmicas en diversas partes del cuerpo. Forma parte de lo que se conoce como Medical sado. Asfixiofilia o hipoxifilia. Se refiere al control respiratorio o suspensión momentánea de la respiración a un sumiso o esclavo por parte de un Dominante para provocar la sensación de ingravidez y como medida disciplinaria, punitiva… (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 64). BDSM. 1. Acrónimo acuñado a mediados de los noventa en el área anglosajona. Es el resultado de unir las siglas B/D (bondage y disciplina), D/S (dominación y sumisión) y S/M (sadomasoquismo). Este término pretende englobar la mayor parte de tendencias que se practican bajo el término sadomasoquismo. // 2. Filosofía y/o estilo de vida basado en las relaciones de cesión de poder, el sadomasoquismo y/o el bondage y la disciplina (esta acepción procede de Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, pp. 38-39). Bondage. 1. Inmovilización con cuerdas y nudos de un sumiso o esclavo, con una búsqueda estética y/o decorativa del cuerpo. // 2. Actividad sexual en la que uno de los participantes está atado (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 42).
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Caning o fustigación. Golpeteo repetido del cuerpo de un sumiso o esclavo con una caña o bastón (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 99). Caña. Bastón de caña, bambú, madera u otros materiales, generalmente de un metro de longitud, con un extremo curvado o con una empuñadura para asirlo, usado para golpear a alguien (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 49). Catsuit. Traje femenino de una pieza y muy ceñido, fabricado generalmente en lycra, vinilo y otros materiales, que cubre el torso, las piernas y a menudo los brazos. Cera. Se refiere a derramar cera caliente sobre la piel, generalmente en la espalda. Coming Out. Término anglosajón que hace referencia al acto de revelar o hacer pública la identidad sexual. Puede ser: personal (sólo a unas cuantas personas); pública (familia, trabajo, amistades) y política (hacerla manifiesta por todas partes) (Olga Viñuales, Identidades Lésbicas, 2006, 2.ª ed.). Contrato. Acuerdo verbal o por escrito entre las personas que tomarán parte en una sesión, especificando los límites de cada uno. Habitualmente, se incluyen las prácticas y actividades que se realizarán en el marco de la sesión (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 64). Coprofilia. Excitación sexual provocada por la visión, el contacto, las referencias… a los excrementos habitualmente humanos (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 65). D/s. Sigla de Dominación-sumisión (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 71). Dominación mental. Aunque es difícil proporcionar una definición definitiva debido a la gran variedad de modelos que abarca —con o sin sexo; con o sin contacto físico, etc.—, puede decirse que la dominación mental hace referencia a los aspectos de dominación no físicos que, en mayor o menor grado, forman parte de la relación de Dominación-sumisión en el ámbito BDSM. Esclavo, esclava. Persona que pertenece a otra por decisión propia y que se le entrega completamente delegándole cualquier decisión e iniciativa. A menudo se usa como sinónimo de sumiso, aunque
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suele implicar un grado más alto de renuncia a la libertad y derechos personales y de adquisición de obligaciones en favor del Dominante (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, pp. 89-90). Establo. 1. A menudo se utiliza como sinónimo de Mazmorra (ver Mazmorra). // 2. Espacio donde se encierra a un sumiso o esclavo en el desarrollo de su papel de animal, especialmente en los juegos de hípica (esta segunda acepción procede de Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 91). Face-sitting o sentada en la cara. Descenso de un dominante sobre la cara de un sumiso o esclavo hasta sentarse encima de ella, usado como método de dominación, de control respiratorio… (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 170). FemDom. Abreviatura de Dominación femenina. Fetichismo. Veneración de un objeto, un elemento o una parte del cuerpo que se convierte a menudo en producto preferencial o exclusivo de deseo y/o placer sexual, ya sea mediante su visión, tacto… (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 96). Fisting. Introducción de la mano entera, ocasionalmente el puño, en la vagina y/o el recto (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 97). Límite. Actividad, práctica o situación no aceptable para una persona en el ámbito BDSM (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 124). Llamada de seguridad o Alarma silenciosa. Llamada de control preacordada entre una persona participante en una sesión y otra externa para asegurarse de la seguridad de la primera y consistente en el uso de un código verbal preciso (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 26). Lluvia dorada. Micción sobre el cuerpo de un sumiso o esclavo (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 125). Mazmorra. 1. Espacio físico donde se desarrollan las actividades BDSM. // 2. Habitación decorada y equipada con elementos adecuados para el desarrollo de actividades BDSM (Domènech
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y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 131). Medical S/M o sado médico. Prácticas y/o actividades BDSM centradas en las técnicas, los procedimientos y el instrumental sanitario y/o quirúrgicos (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 168). Nivel. 1. Grado de destreza y/o de experiencia de un sumiso o esclavo o de un Dominante. // 2. Intensidad de una práctica o actividad (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 138). Palabra de seguridad o parada. Palabra previamente acordada entre el Dominante y el sumiso o esclavo para cesar momentáneamente o definitivamente la actividad que se está desarrollando en una sesión o para moderar su ritmo o su intensidad (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 143). S/M o SM. Acrónimo de sadomasoquismo (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 175). Spanking o nalgada o zurra. Golpe dado en las nalgas, generalmente con la mano abierta, desnuda o no (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 137). Sparring. Término prestado del mundo del boxeo que en el contexto BDSM se utiliza para referirse al esclavo o sumiso con quien el Dominante se entrena y/o aprende las técnicas y disciplinas. Sumiso, sumisa. 1. Persona que se somete voluntariamente y en grado variable a otra en el marco de unos límites consensuados y en unos términos establecidos, renunciando a parte de la libertad y los derechos personales en favor del Dominante y adquiriendo con él una serie de obligaciones. // 2. Persona que siente placer en someterse a otra y/o en complacerla en el ámbito BDSM (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 178). Swingers. Se refiere a los aficionados al intercambio de parejas. Switch o ambivalente. Persona que obtiene placer tanto como Dominante como sumiso en las prácticas BDSM (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 27).
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Trampling o aplastamiento. Técnica consistente en pisar al sumiso o esclavo o hacerle sentir el peso del Dominante, a menudo andando por encima de él (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 29). Vainilla. 1. Externo al BDSM en cualquiera de sus vertientes. // 2. Que es convencional, una práctica sexual (Domènech y Martí: Diccionario Multilingüe de BDSM, Ed. Bellaterra, 2004, p. 191). Wet and messy (WAM). El término WAM, acrónimo de wet (húmedo) and messy (sucio, pringoso) designa la vertiente del fetichismo que resalta el poder de evocación erótica de los cuerpos impregnados en sustancias diversas (leche, lentejas, aceite, barro, chocolate, mermelada…) y de actividades que pueden desarrollarse bajo tal condición.
Agradecimientos
No por tópico es menos cierto que todo libro es, en cierta medida, el resultado de un esfuerzo colectivo. Lo es más cuando, como es el caso, la obra vive de elementos prestados, nutriéndose de las experiencias personales narradas por los propios implicados, quienes además han participado activamente en la revisión de los relatos. Por eso —y sin que el orden de enumeración deba ser interpretado en clave de preeminencia— es de recibo agradecer en primer lugar y de manera especial a Carmen, Lagma, Foxy, Sandman, Hetaira {SST}, Huston, Jonathan Switch, Vienna, Polanski, Sebastián, Maîtresse y Spirit, cuya valentía frente al espejo del interlocutor ha sido la condición sine qua non que ha hecho posible que el lector tenga ahora este volumen entre sus manos y pueda acceder a realidades difícilmente accesibles de otro modo. No obstante, los protagonistas de los distintos relatos no han sido las únicas personas que han contribuido al resultado final del texto. Muchos otros han aportado su granito de arena de diversas formas y siempre de manera desinteresada. Queremos dar las gracias al profesor Joan Manel García Jorba por sus sugerencias, su disponibilidad y, sobre todo, por su fe inagotable, que siempre hemos valorado en lo que vale —él sabrá captar el sentido inequívoco de tan ambiguo reconocimiento—; al profesor Oscar Guash por sus constructivas críticas y su disposición siempre solícita; a Antonio Sáez Jiménez por su ayuda en la tediosa tarea de corrección y por sus apreciaciones siempre atinadas; a Kurt por su amistad y por las dilatadas noches que hemos compartido charlando sobre BDSM, en las que hemos aprendido tanto y que tanto nos han inspirado, y por poner a nuestra disposición
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las instalaciones del Rosas5, donde se han realizado algunas de las entrevistas; a Dómina Zara por su amistad y por habernos brindado la posibilidad de acceder a este mundillo abriéndonos las puertas del Fetish Café, donde también se ambientaron algunas entrevistas, y por ofrecernos los recursos a su alcance que han facilitado éste y otros trabajos de investigación en curso; a Bartomeu Domènech y a Sibil·la Martí por su magnífico Diccionario Multilingüe de BDSM, una fuente imprescindible en la confección del glosario, y por mostrarse siempre disponibles a clarificar cualquier concepto; a José Luis Ponce, nuestro editor, quien además de demostrar constantemente su arrojo asumiendo riesgos editoriales como el que una colección de estas características implica, nos ha dado plena libertad y ha soportado estoicamente los retrasos y las pequeñas manías perfeccionistas de las que somos culpables. Finalmente, queremos dar las gracias a la gente que ha estado siempre a nuestro lado, amigos que, aunque no hayan colaborado directamente en este trabajo, lo han hecho en otros anteriores y/o han estado siempre ahí, transmitiéndonos su entusiasmo: a Jordi Caïs, a Raquel Gallego, a María del Mar Martínez Arbúes, a José Antonio Nieto, a Gerónimo Pereira, a José Benito Eres, a Mariví Sáez, a Carlos Ontiveros, a Celia Cruz, a Virgilio Rosini, a Eduardo Lizardo, a Andreu Pérez Mingorance, a Javier Jiménez, a Joan Colomer, a Xoan Anleo, a Jordi Petit y a muchos otros amigos que también nos han mostrado su apoyo y han creído en nosotros. Gracias igualmente a Lady Carla, a Lady Ayesha, a Mistress Ethel, a Lady Monique y también a los amigos del Rosas5, sin cuyas opiniones este libro carecería de sentido.
Autores
FERNANDO SÁEZ es licenciado en antropología por la UB y actualmente realiza su doctorado sobre representaciones sociales del asesino en serie. OLGA VIÑUALES es doctora en antropología por la UB y autora de Identidades Lésbicas (Bellaterra, 2006, 2.ª ed.), Lesbofobia (Bellaterra, 2002), así como de diversos artículos sobre homosexualidad, parentesco, identidad y BDSM. Asimismo en miembro del Seminari del Parentiu de la Universidad de Barcelona y del XIRSSS (Xarxa interdisciplinar de recerca en sexualitat, salut i societat).