Capítulo I
El día de aquel clásico nada memorable, en otra cancha, el Sporting había apabullado al Club Porteño siete goles a cero. Había sido tal la superioridad del equipo que su rival inmediato terminó abandonando la cancha al ser expulsados consecutivamente cuatro de sus jugadores, lo que hacía insostenible el partido. En ese juego brilló el talento indiscutible de Rodrigo Soriano. Fue la sensación de la noche. Dios lo había dotado de una habilidad increíble para pegarle a la pelota con la derecha. Era tal su destreza que años después el mejor jugador de fútbol de la historia de Francia, Zinedine Zidane, lo bautizaría como El Generalito, con ese cariño que solo puede tener un francés tierno con quien ha sido un buen compañero de cancha. Era un astro joven, de pelo hirsuto, orejas grandes, hombros muy juntos, brazos cortos, piel marrón, las piernas flacas y chuecas, pero tremendamente eficaces. Era un tipo que podía atarantar a los rivales con su labia de barrio y despertar a sus s us compañeros si los veía distraídos. Hasta los jugadores más veteranos de su club le tenían un respeto cómplice, porque en poco tiempo se había crecido como todos. Y como toda promesa, despertaba codicias. Ese primer partido hizo correr su nombre en el circuito de representantes, 9
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dirigentes y entre toda esa calaña de negociadores que merodean el fútbol como lobos hambrientos. Se calculó, a sus espaldas, que Soriano era una mina. Pronto se hicieron los cálculos para comprarlo: era un muchacho de origen pobre, todavía no conocía grandes cifras y debía ser tan ignorante y manipulable como la bandada de pájaros fruteros que poblaba el campeonato. Era el momento de engancharlo, antes de que aprendiera que lo más divertido no estaba en el campo, sino en el ajetreo millonario que lo rodeaba. Varios celulares sonaron esa tarde con un interés que iba más allá del resultado. Soriano no podía saberlo porque aún no se enteraba de que todo jugador necesita un guardaespaldas fuera de la cancha. Una persona que esté al tanto de las negociaciones sobre su futuro, de las posibles trampas sobre sus contratos e incluso de las infinitas posibilidades de hacer dinero con los papeles de un jugador. Todavía era el muchacho que se divertía pateando una pelota en una canchita de barrio. Tenía la misma actitud que el otro héroe del momento, el gringo Sergio. La prensa criticó su ausencia en el clásico infame de ese día debido a una supuesta lesión. Era evidente que con el nuevo ídolo el partido hubiera terminado diferente, a lo mejor por goleada a favor del Estudiantes. Solo se necesitaba que hubiera estado allí, como el arma más poderosa y, según algunos, la única. Una frase lapidaria de esos días decía que ese equipo era Sergio y diez más. Su talento para el gol ya había trascendido desde las prácticas, lo mismo que su físico, porque era poco usual tener una estrella local con el biotipo de un jugador europeo. Era alto y fuerte y seguro de sí mismo. Parecía el dilema resuelto de la eterna cohibición del jugador peruano. Sergio era un 10
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espectáculo mediático y sabía disfrutar de él en la cancha, en las conferencias de prensa, en los entrenamientos. Bastaba que estuviera sobre el gramado y la Tribuna Norte le dedicaba sus cánticos, coreaba su nombre, silbaba y requintaba a quien tuviera la osadía de atacarlo, al árbitro que le marcara una falta. Los diarios deportivos se iban a acostumbrar a graficar los triunfos de su equipo con su foto en primera plana, que, como beneficio adicional, atraía a un sector femenino de lectoría que no se interesaba en el fútbol así nomás. Sergio en la primera página no tenía pierde. Tenía amor propio. Mandaba, puteaba a cualquiera, hasta a los más experimentados, y eso era parte del espectáculo. La gente gozaba cuando, a la menor falla de coordinación con sus compañeros, el muchacho ponía gesto de asado y levantaba los brazos como quejándose de estar peleándola solo contra el equipo rival. La tele visión lo mostraba en primer plano si sonreía o si renegaba, si se caía o si hacía su pirueta celebratoria de gol. Y luego, para los comentarios después de los partidos, se hizo común que los reporteros lo buscaran, porque había metido los goles de la jornada o porque simplemente había colocado los pases certeros. Hasta los más achorados del equipo se tragaban los gestos de envidia porque en verdad era efectivo, gracioso y proyectaba a quienes lo rodeaban una sensación de popularidad. Tenía magnetismo. De entrada, Sergio había hecho saber que no lo habían sacado de ningún hueco, sino que era un hincha clasemediero metido en la cancha. Desde el principio dejó en claro que nadie le estaba regalando dinero ni fama, porque él se los merecía. Ambos eran jóvenes y prometedores. Venían de mundos distintos pero compartían la magia de los pies, 11
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el talento de volverse indispensables. Estaban en equipos diferentes, Soriano en el más rico, Sergio en el más grande y tradicional, pero estaban aprendiendo al mismo tiempo que el fútbol es una fábrica, una empresa que los llevaría a la cima si seguían jugando bien. En el poco tiempo que llevaban en sus equipos habían conocido los autos de lujo, los trajes caros, las amantes, los celulares, los perfumes, alguna que otra bailarina de medio pelo que se vendía como vedette, el shower gel , los banquetes, las fotos y la adulación de la que eran objeto los jugadores más veteranos. Sabían que eso también les tocaría a ellos. Era cuestión de esperar. Los traficantes del talento no tardarían en aparecer. Soriano era el que venía de más abajo. Su padre había sido marinero, un tipo firme que luchó toda su vida para ser oficial de la Marina de Guerra a pesar de que lo discriminaban por ser negro. A lo máximo que había podido llegar fue al servicio militar y después se metió al proletariado de los soldados de mar. Tenía un sueldo pobrísimo, pero al menos aprendía los usos y costumbres de su vocación. Hubiera sido un veterano feliz si no se hubiera topado con un maldito oficial racista que le cortó la carrera de raíz. Ocurrió un día en que el tipo llegó a ordenarle de mala gana que lavara su auto. Sabino se excusó porque no era su trabajo y porque además tenía otras órdenes que cumplir ese día. El superior explotó. Le bastaron su rango y su apellido italiano para hacerlo botar. A Sabino no le quedó otra que meterse de guachimán. Guachimán de bingo, dormía durante el día y se moría de frío por la noche. Soriano sintió siempre una mezcla de pena y pudor por el destino de su viejo. Sabía que no había sido su culpa, pero no podía evitar compararlo con los padres de sus amigos de colegio, sobre todo 12
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de sus compañeros de la selección del plantel, que llegaban en carro de timón cambiado a ver las prácticas de los sábados y luego podían almorzar un pollito a la brasa. Él no podía hacer lo mismo con el buen Sabino. Le molestaba esa situación. Le molestaba tanto como que su madre, que era un ángel, una madraza buena, cariñosa, incapaz de quejarse, tuviera que lavar ropa en casa de familias ricas. Sus manos estaban pálidas y arrugadas de tanto sobar. Acaso lo único que no le disgustaba era el olor de su madre: a ropa limpia de bebé. Él siempre estaba impecablemente vestido. “Seremos pobres mijito, pero siempre te tendré bien puestecito”. Su vieja le besaba la frente y le decía cada vez que salía: “Anda con Dios, mi vida”. A Soriano le jodía en el fondo, tanto como le conmovía, que su hermana, la Cholita, tuviera que traba jar en un restaurante del barrio por un sueldo mísero y treinta menús, no tenía ni un solo día de descanso, todo eso para que él no dejara de entrenar en su equipo del colegio. Soriano nunca se acostumbró a esa realidad. Aprendió a buscársela solo. Era un chiquillo muy vivo, mosca, entrador. Un día vio que en el paradero del barrio varios cobradores de combi recibían su paga del día. Uno de ellos bromeaba con el cerro de monedas que había sacado en la jornada. Alguien propuso irse de juerga y el grupo se puso a celebrar. El chico los vio desde la acera del frente. Se había detenido al escuchar el sonido de las monedas porque llevaba horas pateando latas, piedras y bolsas en busca de una idea para obtener billete. “Esta es la mía”, se dijo en ese momento. Cuando el grupo de cobradores dobló la esquina, caminó hacia el quiosco donde estaba el hombre que les había pagado. 13
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Era un tipo viejo, bigotón, de canas medio verdosas. La gente lo llamaba por su apellido, González. Usaba el mismo uniforme grasiento de los cobradores, pero era evidente que trabajaba como chofer. En ese momento se disponía a tomar un café con unas sobras calentadas del almuerzo. —Tío, necesito chamba —le dijo de frente, sin presentarse. —Y a mí qué chucha. Tengo cara de jefe o qué — respondió el tipo con indiferencia. —¿Usted no es el dueño de las combis? —Bueno fuera. Yo manejo nomás. Además, ya tengo mi gente. —¿No hay nada...? Puedo cobrar. —Cómo vas a cobrar si eres sordo. —No soy sordo. —¿Ah, no? ¿Y cómo no escuchas que ya te dije no? El chico sintió rabia por la ironía del viejo. Le hubiera escupido en la cara, pero sabía que se hubiera cerrado la única puerta posible. Se quedó parado cerca del quiosco. A un lado, junto a la bomba de aire, encontró una de esas pelotas de plástico para niñas. La jaló con el pie derecho. La levantó. Empezó a dominarla. El viejo volteó a ver el número. De pronto reconoció al muchacho que a veces peloteaba en las pichangas de la canchita municipal. —¿Tú con quién juegas? —preguntó González. —Con nadie, solo pa’ la selección de mi colegio. —¿Dónde estudias…? —En el Melitón. Ya le había mentido, él también jugaba en el Sporting, con los menores, pero en el Sporting. El viejo se quedó pensativo. Parecía estar buscándole utilidad a un 14
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nuevo hallazgo. La empresa de combis tenía un equipito, que siempre perdía contra los otros comités de la zona. Un buen refuerzo no estaba de más. Algo habría para jalar al chiquillo. —Vente mañana. Si falta alguien te pongo a cobrar —le dijo antes de irse. Desde ese día Soriano empezó a levantarse temprano. Salía de casa antes de que su padre regresara de la guardianía en el bingo. A las cinco de la mañana ya estaba en el paradero. El primer día, uno de los cobradores llegó con una resaca de los mil diablos y el tío González, molesto, no lo dejó chambear. “¡Este serrano chuchadesumadre se ha dormido en una damajuana de cachina, pa’ colmo apesta a uva podrida!, ¡lárgate mierda!”. Fue la oportunidad que esperaba. En los días siguientes llegó al acuerdo de que trabajaría siempre en el primer recorrido, hasta las ocho, que es cuando entraba a clases. El tío lo dejaba en la puerta del colegio a cinco para las ocho, no sin antes haberle convidado un pan con huevera frita acompañado con un vaso de emoliente con linaza, “para que no se te muera el cerebro de pensar tanta cojudez”. A cambio él debía llegar siempre puntual, no fallar nunca y, sobre todo, estar listo para jugar las pichangas por el equipo del comité. Los otros cobradores le agarraron camote porque jugaba bien, mejor que ninguno. Era la estrellita que salvaría la reputación de desahuciados que tenían desde siempre. Cuando empezaron a combinar sus clásicas derrotas con varios empates e inesperadas victorias, Soriano se ganó el titularato en la chamba. Y empezó a saborear la independencia. Con su paga diaria podía moverse de un lado a otro, sacar a su hembrita para ir a comer un sanguchazo, tomarse una gaseosa después de los entrenamientos. 15
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Rodrigo quería a su padre, pero no lo respetaba, le jodía que fuera tan callado, parco, sumiso. Su relación con el tío González era otra cosa. El bigotón tenía toda la calle del mundo, decía que había sido un galanazo en el Callao, que se había tirado gratis a la Nené unas 100 veces, que se había mechado a puntazos con Gavilán, el que mató a La China, el maricón que a su vez mató a Tatán. Hizo plata como estibador y fama como faite de su cuadrilla hasta que se enamoró de una mujer equi vocada. Era una chilena poderosa de ojos verdísimos y cuerpo de charango, chiquita, culona y con unos melones que lo volvieron loco. Leonela era puta, drogadicta y la preferida del Chino Murakami, el dueño de La Flecha, el más reputado burdel de la Avenida Venezuela. La sureña adornaba a su jefe con el joven González. Quedó embarazada y salió de circulación hasta que dio a luz a un precioso niño moreno de pelos hirsutos como los de González, de manos grandes como las de González, de boca gruesa como la de González. Y, ¡claro!, seguro era hijo de González, cuando menos lo parecía. Todo terminó la noche en que el niño de la discordia cumplió un mes. “¡Puta de mierda tenías que ser!, ¡ese mostro no es mi hijo!”, gritó un furibundo Murakami contra la regordeta matrona. La golpiza fue tan fuerte que terminó en el Policlínico Sabogal, con la boca hecha mierda, la frente partida y con una fractura de fémur. Desde ese día le dijeron La Coja. Puta maltrecha, sin chamba fija, abandonada, la chilena recurrió a González, quien los cobijó, a ella y a su supuesto hijo. Ella lo culpó siempre de haber perdido su chamba, de haberla metido a las drogas y de tener un hijo que era “un verdadero hijo de puta”. Cuando el niño creció, se hizo un demonio. Fumó, jaló, chupó, se inyectó todas 16
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las sustancias que se conocen cerca de un puerto. Con estos cuentos el tío González —que nunca tomaba para trabajar, solo manejaba con resaca— adoctrinaba a Sorianito. Casi como una letanía masticaba entre eructos: “Nunca te enamores de una puta y si lo haces, nunca le hagas un hijo”. —Ya tío, no se ponga así —le susurraba comprensivamente Rodrigo. —Para colmo, gasté todo en ella y en su vicio —seguía casi llorando—. Hazme caso, si te enamoras de una puta, no le des tu plata. Todo estaba más o menos arreglado, hasta que la situación en casa se puso tan agobiante que su viejo no tuvo dinero ni para pagarle el colegio. Asaltaron el bingo y botaron a Sabino por cabrón. Se había jodido todo. Dejaría de ver a sus amigos del colegio, perdería clases. Pero lo más angustiante era que dejaría su selección y hasta el Sporting. El Melitón era uno de esos colegios considerados como semilleros del deporte. Tenía un convenio con el Sporting Athletic Club, uno de los protagonistas del campeonato profesional, a cuyas divisiones menores surtía de talentos. Una vez al año, los aspirantes eran probados para pasar al club. Soriano estaba en la nómina de ese año. Tenía que hacer algo. Hasta ese momento entrenaba en las tardes, pero esta propuesta le pareció una gran oportunidad para comenzar a entrenar en las mañanas, el turno de los chicos más prometedores. Podría irse al turno de tarde e incluso a la vespertina si era preciso. De alguna manera, las cosas podían acomodarse para bien, pensó. No le tomó mucho tiempo armar un panorama: trabajaría los dos primeros turnos hasta las diez de la mañana, cuando empezaban los entrenamientos. Luego 17
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iría al club para las prácticas y ejercicios diarios. En la tarde iría al colegio y en la noche podría incluso salir con la Doris a dar una vuelta. Tenía chamba, hueveo y jama. Era un sobreviviente. Para cuando terminó cuarto de media ya se mantenía solo, el dinero de la casa era para pagar los gastos de su hermana, que ahorraba para estudiar secretariado bilingüe. Él ya no era un problema. La adversidad fue su golpe de suerte. Cuando entrenaba de tarde tenía una desventaja ante sus compañeros, pero ahora comenzaba a estar en línea y podía jugar con los demás, ser visto, impresionar. El ingreso al club representaba un beneficio inmediato adicional: todos los chicos recibían alimentación especial. Era como un albergue para talentos juveniles. Lo supo una tarde en que se topó con la tía Rossana Tana Aljovín, la dueña del club, mejor dicho, la hija del fundador, que había llegado a ver la práctica. Él no lo había notado, pero le había caído en gracia por su apariencia: un muchachito flaco, medio chuequito y lenguasuelta. —¿Por qué vienes tan tarde? Nunca estás en el desayuno —preguntó la señora. —Es que más temprano cobro en la combi. Es mi recurseo, pues. —¿Y dónde almuerzas? —En mi jato. —Ah, no, no, no. Desde ahora vas a almorzar acá. Vas a comer como un campeón. Esas palabras se le quedaron en la mente: “Comer como un campeón”. Hasta entonces su combate del día empezaba con un par de panes con huevera y emoliente en el quiosco del comité. De vez en cuando comía una manzana en el camino a los entrenamientos, 18
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pero no siempre. Asegurarse el almuerzo, y encima en el Sporting Athletic Club, era un gol olímpico. Era conocido que los jugadores del club siempre han comido como millonarios. Un día les podían servir asado, otro día churrasco, bistec con arroz y frejoles. Recibían una dieta con hartas proteínas y carbohidratos. Un nutricionista les administraba una dosis apropiada de vitaminas para cada caso. Todos recibían un tremendo plato, pero entre ellos también había algunos privilegiados. Eran los que jugaban mejor, los que se vislumbraban ya desde chiquillos como futuros cracks o por lo menos candidatos fijos al primer equipo. Ellos comían como los dioses. Soriano se había doblado. El almuerzo era un festín que no hubiera visto ni en sueños, porque carecía de referentes para imaginarlo siquiera. Día a día el chico empezó a subir de peso. Pero, sobre todo, lo empezaron a observar. Decían que era una fierita. Tenía quince años y ya estaba por cumplir los dieciséis.
El Gringo jugaba por diversión. Era la estrellita del Quiñones, un colegio para hijos de oficiales de la Fuerza Aérea. Su papá había sido el mejor volante del equipo de la escuela de pilotos, un jugador extraordinario que no quiso hacerse profesional porque el fútbol malogra las piernas y lo que él quería era ser un piloto. Pero era endiabladamente bueno. El chico había heredado todas sus ventajas: era flaco, fuerte, veloz. Parecía un cadete bien entrenado. Durante años el padre lo levantó temprano, de madrugada, para hacer ejercicios como había aprendido en su instituto. A eso 19
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de las cinco y media de la mañana el despertador sonaba para todos y tres minutos después Sergio y su hermano menor, Benjamín, estaban haciendo una “completa”, que era como el Capitán llamaba a esa rutina de cincuenta saltos en cuclillas, cincuenta planchas y cincuenta abdominales. No les perdonaba un solo día, salvo los domingos. Los disciplinaba como aspirantes a soldados. Al terminar cada rutina los mandaba a meterse a la ducha fría, porque, aseguraba, era una forma de templarles el carácter. Era un duro y quería que sus hijos fueran así. Media hora después de los ejercicios, se ponía el uniforme de la Fuerza Aérea y salía a traba jar, erguido, impecable, bien plantado, como un militar de película. Sergio odiaba esas rutinas mañaneras, pero las soportaba porque adoraba a su padre. Le tenía una admiración ciega, y aunque era chiquillo, tenía la certeza de que hubiera peleado una guerra si él se lo mandaba. En la escuela para hijos de los oficiales se sabía que su padre tenía fama de rudo, no porque anduviera con patanerías sino porque ningún reto era capaz de doblegarlo. Lo decían los propios padres de sus compañeros, oficiales también de la Aviación, cuando comentaban las habilidades que el hombre tuvo siempre para el fútbol. Sergio quería ser así. Su papá tuvo un origen acomodado. Había estudiado en un colegio británico. Desde joven mostró fortaleza de carácter y gran resistencia física. Era resuelto, directo y le hacía el pare a cualquiera, por más alto o fuerte que fuera. Sus amigos más cercanos recordaban, por ejemplo, que en esos días de estudiante tuvo un protegido, un gordito que estaba traumado por su tartamudez. Durante años lo protegió de abusos y bromas pesadas. Se hicieron patas en esa época y cuando 20
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el gordo malogró su vida en juergas y broncas, cuando se divorció y empezó a tener problemas económicos, el padre de Sergio lo sacó en firme más de una vez. Era un tipo en el que se podía confiar. Cuando se hizo aviador, ganó varias medallas en disciplinas físicas y algunas más en mérito al valor. Tenía condiciones para llegar alto, de no ser porque un día el avión en que ensayaba unas pruebas de combate se desarmó en el aire, con esa facilidad con que se arruinaron varias de esas chatarras voladoras compradas durante la última dictadura. Algún general cutrero había ganado dinero a costa de la seguridad nacional. El problema era que en este caso, como en otros tantos, el que pagó la cuenta fue un inocente. El mundo se desmoronó para Sergio esa maldita tarde en que regresaba de un entrenamiento. Apenas entró a la casa vio a su madre derrumbada sobre el sofá. Unas tías trataban de reanimarla porque parecía ida, por momentos desmayada. Sergio dejó caer el maletín deportivo con un presentimiento. Lo confirmó en los ojos llorosos de su madre cuando ella se reincorporó, temerosa de que el chico fuera a enloquecer con la noticia. Según el reporte de la Fuerza Aérea, el avión en que viajaba sufrió un desperfecto técnico cuando volaba sobre Ventanilla. Desapareció del radar a las tres de la tarde, justo a la hora en que Sergio estaba empezando el entrenamiento para el campeonato de fútbol entre liceos navales del Perú. El sargento que llevó la noticia quiso terminar su comisión con una frase alentadora que no se entendió así: “Es seguro que no sufrió para nada”. El muchacho no llegó a procesarla sino buen rato después, en un parque al que había llegado sin darse cuenta, cansado de deambular como un zombi por las calles de la villa militar. Le resultaba terrible imaginar 21
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que el hombre fuerte que lo había criado hubiera tenido un momento de debilidad o dolor. Pensó que sería mejor recordarlo así. El padre era el motor de la familia, el héroe de la casa. Su presencia era tan imponente que Sergio la tenía como único referente. Era su viejo, su cómplice, su entrenador. Precisamente las escenas que recordaba más eran las de cuando iban al parque juntos a practicar tiros al arco. Iban muy temprano, por lo general los domingos, cuando la mayoría de familias todavía dormía y la villa militar estaba silenciosa y fresca como un club campestre vacío. El chico se colocaba en la línea del penal o en la esquina de los tiros libres y recibía de su padre las indicaciones del caso. Entrenaban un par de horas. Luego, en el desayuno, seguían hablando de fútbol. El chico disfrutaba escuchándolo contar historias de sus tiempos de futbolista amateur en la escuela de aviadores. A veces incluso se ponían a ver fotos que el viejo guardaba de su etapa escolar. En varias aparecía con el uniforme de algún equipo de la liga inglesa, como se usaba en los campeonatos internos del colegio británico. Sergio recordaba esas fotos en sepia e imaginaba que las tribunas de ese colegio debían estallar de gritos como le sucedía a él cuando metía un gol. Una vez le preguntó por qué no se había hecho profesional si tanto le gustaba el fútbol. El padre le contestó con una sencillez clara: “El fútbol es más peligroso y menos heroico”. Sergio entendió esa frase como una broma de militar. Sabía que el trabajo de su padre era riesgoso, que podía resultar herido en una misión de rutina o, peor aún, en una acción de guerra. Pero cada vez que tocaban el tema, el Capitán se había encargado de disipar sus miedos asegurándole que nada resulta más mortífe22
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ro que una duda prematura. Nada pasa antes de tiempo, insistía. De pronto se había muerto y el muchacho trataba de encontrar piso en esas frases, en esas conversaciones. El día que le dieron la noticia, Sergio encontró sobre su mesa de noche un mensaje más. Era una carta, de esas que los militares tienen escritas y repartidas por todos lados por si la muerte los encuentra de improviso. Sergio abrió el sobre con el dolor de saber que eran palabras póstumas: “Tú eres el jefe de la familia. Si yo falto, tienes que sacar la cara por tu mamá y por tu hermano. Pórtate bien y sé un hombre justo. Tu padre”. El día del sepelio, mientras caminaba hacia la puerta del cementerio, estuvo pensando en la mierda que se le vendría encima. Esa mañana había escuchado a su madre una confesión lapidaria: se habían quedado en la calle. Se lo confesó a una prima que llegó para ayudarla con los últimos detalles del cortejo. “Nos hemos quedado sin nada. Él todavía no había llegado a un cargo importante, no tenía ni seguro y ayer me han dicho que la pensión de viudez es una porquería”, detalló con incertidumbre. Si el Capitán lograba paliar algunos gastos con su sueldo de dos mil soles era porque, además, tenía el beneficio de ciento cincuenta galones de gasolina por mes, por su rango. Apenas usaba la tercera parte, el resto lo colocaba en un circuito casi institucionalizado que era común a toda la oficialidad, de modo que no recibía el combustible en líquido, sino su valor en efectivo. De allí salía el dinero para pagar la comida, los médicos, la ropa y las deudas. Muerto el hombre, la casa quedaba al garete, porque no había tenido tiempo de dejar ahorros para las universidades, para asegurar el futuro de los chicos. Sergio conocía todos estos detalles. Los había armado como un rompecabezas, pieza tras pieza, de lo 23
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que escuchaba siempre que acompañaba a su padre a las pichangas con sus amigos. En la tarde del entierro las cosas aparecieron, como pocas veces, claras, descarnadas. A la salida del cementerio sintió una especie de ansiedad dolorosa. Estaba solo. Su memoria rastreó entre las caras de los asistentes a cuatro o cinco posibles benefactores. Allí se acordó de su tío, Arturo Perales. El gordo Perales era el chiquillo que su padre protegía cuando era niño y estaba en el colegio. Sergio recordaba una historia, oída en los vapores de una tarde campestre con los padres de familia del colegio. Alguien comentó que muchos años después de esa época, ya de adultos, el Capitán siguió protegiendo al Gordo como en los viejos tiempos. Se dijo que cuando Perales descarrió su vida en borracheras, el Capitán lo sacó del vicio. Y cuando el Gordo se deprimió con su primer divorcio y la repentina quiebra de su primera empresa, el Capitán lo había contactado con gente que pudo sacarlo del fondo de los fondos. Ese tipo pusilánime se había recuperado de la quiebra de una manera asombrosa —pero nunca pudo dejar el licor— y había llegado a vicepresidente del club más popular del fútbol peruano. Sergio pensó que era hora de pedirle una retribución. Dos días después lo llamó por teléfono para pedirle ayuda. Hablaron de su padre. Le explicó que había escuchado muchas historias de sus mataperradas juntos. Le dijo que el Capitán siempre hablaba de él con cariño, aunque la verdad era que Sergio solo conocía a Perales de referencia. Quedaron en reunirse en una cafetería cerca de las oficinas del club. Perales reconoció al chico de inmediato. Era idéntico al Capitán. 24