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Francisco Alonso-Fernández
¿POR QUÉ TRABAJAMOS?
EL TRABAJO ENTRE EL ESTRÉS Y LA FELICIDAD
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© Francisco Alonso-Fernández, 2008 Reservados todos los derechos. «No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.» Ediciones Díaz de Santos Internet: http//www.diazdesantos.es/ediciones E-mail:
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Índice Prefacio ..............................................................................................XI
Capítulo 1. Los valores humanos del trabajo ......................................1 1.1. El error de la maldición bíblica ........................................................1 1.2. La globalización del trabajo ..............................................................4 1.3. El trabajo personalizado ....................................................................7 1.4. El bienestar psicosocial extraído del trabajo ................................13 1.5. ¿Por qué se trabaja tanto? ................................................................16
Capítulo 2. Modos de trabajar a lo largo de los tiempos ..................23 2.1. La naturaleza como una madrastra hostil......................................23 2.2. Los campesinos, los monjes y los caballeros en la Edad Media ..25 2.3. La dignificación del trabajo como un signo de modernidad y causas de su retraso en España ......................................................30 2.4. El progreso evolutivo de los métodos de trabajo ........................37 2.5. El funcionamiento comunitario de la empresa ............................41 Capítulo 3. Las cuatro parcelas de la vida actual..............................49 3.1. Una clave para la felicidad ..............................................................49 3.2. El tiempo de sueño ..........................................................................54 3.3. El tiempo sociofamiliar ....................................................................61 3.4. El tiempo libre ..................................................................................66 3.5. El tiempo de vacaciones ..................................................................77 3.6. El tiempo de trabajo ........................................................................81 VII
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Capítulo 4. Problemas de salud mental en el trabajo........................91 4.1. Factores del trabajo causantes de un desequilibrio mental ........91 4.2. El trabajador alienado ......................................................................97 4.3. El trabajador frustrado ..................................................................102 4.4. El trabajador insatisfecho ..............................................................105 4.5. El ruido en el ambiente de trabajo ..............................................107
Capítulo 5. El estrés ocupacional crónico........................................111 5.1. La cultura de distrés........................................................................111 5.2. Modalidades de trabajo estresante................................................118 5.3. El síndrome de estrés ....................................................................126 Capítulo 6. La depresión en el ámbito laboral ................................135 6.1. La era de la depresión ....................................................................135 6.2. Situaciones laborales depresógenas..............................................140 6.3. El enfermo depresivo ante el trabajo ..........................................145 6.4. La condición depresiva femenina y su declive a causa del trabajo extradoméstico ..................................................................150
Capítulo 7. El adicto al trabajo ........................................................159 7.1. El mundo del adicto al trabajo......................................................159 7.2. Evolución progresiva del enganche adictivo al trabajo ............163 7.3. El perfil psicosocial del trabajador laboroadicto........................166 7.4. Rasgos diferenciales entre el adicto al trabajo y la persona muy trabajadora ..............................................................................172 7.5. Remedios para la adicción al trabajo............................................177 Capítulo 8. Problemas creados por el alcohol y otras drogas en el lugar de trabajo ....................................................................181 8.1. Clases de drogas ..............................................................................181 8.2. Los efectos de las drogas sobre la actividad laboral ..................186
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Índice
8.3. Los tipos de ocupación laboral que predisponen a la adicción al alcohol ..........................................................................................192 8.4. El sistema preventivo de las empresas públicas y privadas frente al consumo de drogas ........................................................198
Capítulo 9. La salud mental de los médicos y otros profesionales de la salud ..............................................................................205 9.1. El espíritu de la medicina ..............................................................205 9.2. Los factores psicosociales positivos y negativos de la actividad sanitaria............................................................................210 9.3. La incidencia en trastornos mentales en los médicos y los paramédicos ....................................................................................219 Capítulo 10. La salud mental de los profesores ..............................231 10.1. La situación vital del docente y su perfil personal ..................231 10.2. El trastorno mental entre los profesores ..................................237
Capítulo 11. Alteraciones psíquicas inducidas por la falta de trabajo ................................................................................243 11.1. Situación del parado laboral y sus modalidades ......................243 11.2. El joven en paro laboral ..............................................................250 11.3. El adulto desempleado ................................................................253 11.4. El jubilado......................................................................................259 11.5. El síndrome postvacacional ........................................................265 Capítulo 12. La violencia en el lugar de trabajo ..............................269 12.1. Las causas y las consecuencias de fenómenos violentos acontecidos en el ambiente laboral............................................269 12.2. Las formas y categorías de violencia laboral, con especial atención al mobbing profesional ..................................................276 12.3. Prevención de la violencia en el campo del trabajo ................282
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12.4. La victimización socioprofesional en los centros sanitarios y escolares ......................................................................................287
Bibliografía ......................................................................................301
Índice onomástico ..........................................................................305
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Prefacio Hoy en día de hoy todos somos trabajadores de oficio o de profesión. La entrega al trabajo se ha globalizado en las postrimerías de las guerras napoleónicas, en el primer tercio del siglo XIX, dejando así abierto el camino a la globalización cultural y económica acaecida en nuestros días. Nuestros ancestros debieron haber soportado un sobresalto emocional mayúsculo al percibir la llamada decimonónica universal extrayéndolos de la entrega al ocio para provocar su inmediata incorporación al trabajo, incorporación acontecida, por cierto, con algún retraso en nuestro país. Las posibles causas de tal demora hispánica son desgranadas en estas páginas. Hasta entonces el trabajo hacía honor a su etimología al ser una palabra derivada de tripálium, palabra que significa “instrumento de tortura de tres palos”, aplicado a los esclavos o siervos que no se afanaban lo suficiente en su actividad. En esta línea el trabajo era una tarea reservada a las clases malditas de la sociedad, que los nobles y caballeros repudiaban con dignidad. La globalización del trabajo ha venido cristalizando en forma de un vivero de vivencias de distinto signo, cuyos polos son, en lo negativo, el sufrimiento del estrés o la alienación, y en lo positivo, el éxito de la creatividad o la apropiación. La instalación universal del trabajo, como un deber social y un derecho personal, ha contado con el respaldo de la revolución vertebrada en la historia de las ideas, cuando se produce la sustitución de la actitud trascendentalista o supranaturalista, pródiga en fantasías y mitos, por la actitud empírica o científica, sustentada por la observación de los hechos. Ha sido, pues, la RevoluciónTecno-Cientifico-Industrial laica el clima ideológico que ha conducido a la universalización del trabajo. XI
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Al tiempo, en las alas de la filosofía ilustrada francesa y el idealismo alemán presidido por Inmanuel Kant, el autor del lema “atrévete a pensar” que con ello no ofendes a Dios, todo hombre sin distinción —porque ya no hay divinidades encarnadas ni esclavos animalizados— ha disfrutado de cobertura para remontar el vuelo a las alturas de la razón y la libertad. De la libertad razonada ni siquiera se había hablado apenas hasta el siglo XIX, ya que su antecedente era el libre albedrío que tenía una esencia distinta, vinculada a la moral teológica, y no había sido sino motivo de discusiones bizantinas entre los teólogos y las autoridades eclesiales. Navegamos ahora con el timón de la razón y el carburante de la fuerza emocional en la travesía de la libertad. La progresión sigue la acelerada línea geométrica en casi todos los frentes de la vida humana, pero no sin sujetarse a momentos de grave desorientación, embargados por el racismo, la violencia, el fanatismo, la corrupción, la hipocresía, la ambición de poder o la codicia, las lacras liberticidas que caracterizan al sujeto cautivo de nuestros días. No podemos olvidar en este trance que la maravillosa aportación revolucionaria empírico-científica se encuentra todavía en su etapa infantojuvenil, por lo que la aportación de elementos de madurez expresivos del posicionamiento actual y del señalamiento de la ruta a seguir puede rendir el servicio de una brújula cósmica. Uno de las posibles referencias para señalizar el camino de la libertad razonada se describe en estas páginas como la conquista del bienestar y la aproximación a la felicidad a través de estas cuatro dimensiones de la vida humana: el trabajo, el descanso, la interacción social y el tiempo libre. Se aboga por imprimir a estas cuatro dimensiones vitales el sentido respectivo siguiente: —La implementación de una actividad productiva apropiada como un compromiso personal y un deber social. —La reposición de las energías mediante una noche vivida con las características del buen dormidor. XII
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Prefacio
—La entrega a los otros en el contexto de unas relaciones afectivas de estimación, amistad o amor. —El adecuado cultivo de sí mismo en los tres estratos existenciales: el físico, el psíquico y el espiritual. Se trata de cuatro rutas convergentes en la síntesis del proyecto vital. Este proyecto puede forjarlo cada quien en su intimidad. Nuestra existencia se desliza por cuatro caminos vividos, no como “tiempo de silencio”, a tenor del título de la famosa novela de mi recordado amigo de la juventud Luís Martín-Santos, sino como un despliegue manifiesto de la libertad razonada en forma de argumentos y acción, en las cuatro magnitudes temporales existenciales básicas: tiempo de trabajo, tiempo de descanso, tiempo sociofamiliar y tiempo libre. Este manual, aunque concentrado en el sentido y la implementación del trabajo, no descuida el estudio del ciclo del sueño, la naturaleza de la amistad y el encuentro de sí mismo. Estoy percatado de que el amable lector de estas páginas podrá incorporarse a estos cuatro cauces vitales, trufados de dificultades en su origen, con el entusiasmo inmanente al ejercicio libre del pensamiento razonado, potenciado con la reflexión sobre las cuestiones candentes de la vida contemporánea expuestas en estas páginas.
FRANCISCO ALONSO-FERNÁNDEZ
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LOS VALORES HUMANOS DEL TRABAJO
1.1. El error de la maldición bíblica
El designio divino de imponer al hombre el castigo de “ganarás el pan con el sudor de tu frente” y a la mujer la pena de parir con dolor, al tiempo que ambos eran desalojados del Paraíso, ha dejado de cumplirse inexorablemente en la sociedad laica, al haberse convertido el trabajo en una copiosa fuente de placer y bienestar, además de haberse descubierto la metodología del “parto sin dolor”. El fallo de esta doble imposición divina de penosidad del trabajo y del parto, ligada al misterio del pecado y recogida con todo detalle en el Génesis1, es un hecho registrado en un tiempo relativamente reciente. No ha sido sino en el marco de los dos últimos siglos que este error bíblico se ha puesto 1 El pasaje del Génesis sobre la relación entre el trabajo y el pecado recoge esta maldición de Dios: «Maldita sea la tierra por tu causa, con fatiga te alimentarás de ella todos los días de tu vida; espinas y abrojos germinarán en ella y comeréis hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan». Una maldición que no sólo vincula inexorablemente el trabajo al sacrificio y el dolor, sino a la dificultad y a la dureza al desarrollarse sobre una tierra cubierta de espinas y abrojos. Al tiempo, Dios se ocupa de la mujer para imponerla, a causa del pecado cometido, la pena de parir con sufrimiento y dolor.
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de manifiesto coincidiendo con el momento histórico de plenitud del ser humano alfabetizado, razonable y libre. Aunque pudiera parecer extraño al lector no advertido, la incorporación del bienestar y el placer al trabajo tiene una antigüedad que no ha rebasado las dos centurias y ha sido posible como excepcional acontecimiento decimonónico al sustituir la actitud humana sobrenaturalista, enjuiciada algunas veces como trascendentalismo, por la óptica empírica. La perspectiva empírica se impuso en la elaboración de los hechos merced a la filosofía ilustrada francesa y la idealista alemana, cambio de óptica que se reforzó —creo que definitivamente, si bien cabe una regresión salvaje— con el advenimiento de las ciencias empíricas. De esta suerte, el binomio formado por la razón y la libertad, o sea el emblema distintivo del hombre libre, permitió desde entonces afrontar y vivir el trabajo con la óptica dimanada de la nueva antropología humanista. Dejamos aparte de estas breves consideraciones cosmológicas a las comunidades monásticas, ya que en ellas, desde tiempos altomedievales, se ha obligado a los monjes a reservar varias horas al día para ocuparse en trabajos manuales, a tenor del principio ora et labora. La exigencia de este principio partió de las órdenes de los benedictinos y los agustinos, al entender, según suscribe la regla XLVIII de la Orden de San Benito, que la “holganza es la enemiga del alma”. En 1272, Santo Tomás de Aquino, posicionado en la misma línea, condenaba el ocio como fuente de concupiscencia y otros muchos males. Coincide esta tesis —en sus aspectos técnicos pero no absolutamente en el sentido ético— con el proceso de sublimación descrito por la doctrina psicoanalítica como la desviación de la energía sexual a una actividad productiva. Especifiquemos aquí que si bien en ocasiones las energías consumidas en el trabajo se extraen de una energía pulsional o instintiva no satisfecha, el motor primigenio del trabajo es una acción psicosocial aprendida ya que el instinto de trabajo congénito no ha existido nunca. Lo que ha ocurrido a este respecto es que desde el periodo inicial el hombre primitivo se ha entregado con pasión al trabajo movido por el instinto de supervivencia. 2
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Los valores humanos del trabajo
Durante la mayor parte del tiempo de la evolución humana, alrededor de dos millones de años, en cuyo momento inicial surgió el Homo habilis, el rayo divino condenatorio se cumplió con toda su gravedad. Entre la población femenina prevalecía el tremendo sufrimiento ocasionado por el parto, asociado con el inmenso riesgo de dejar huérfano ipso facto al recién nacido. Al principio de los tiempos, el esfuerzo humano para sobrevivir tuvo que haber alcanzado un nivel inaudito increíble. El único producto natural obtenido sin esfuerzo por el Homo en sus primeros estadios evolutivos fue el oxígeno del aire, necesario para el proceso de respiración. La dedicación a la caza, la agricultura y la pesca permitió a hombres y mujeres agruparse en una sociedad organizada, con una distribución en distintos estamentos y clases. El trabajo, considerado como una actividad abyecta y degradante, era una tarea adjudicada en exclusiva a los plebeyos, los siervos y los esclavos. El sector de los ricos y los poderosos, los pícaros y los “vivos”, se reservó para sí como el beneficio más preciado el privilegio de vivir sin una ocupación fija u obligatoria. En su obra las Leyes, el maestro de los filósofos, Platón, dejó formulada con una claridad meridiana la actitud laboral de sus contemporáneos: «Una ciudad bien organizada sería aquella en que los ciudadanos se mantendrían gracias al trabajo rural de sus esclavos y dejase los oficios en manos de la gente de poco monta, al tener muy en cuenta que la vida virtuosa, la del Hombre de calidad, ha de ser una vida ociosa». La indigna y opresora labor productiva adjudicada a los esclavos y demás gente marginal era tan menospreciada que por no tener no tenía ni nombre. Fue en el siglo XVI cuando se comenzó a utilizar el término “trabajo” para nombrar una actividad tan degradante, despreciada y penosa que, por otra parte, perseguía la noble meta objetiva de proteger la sobrevivencia colectiva o crear bienes culturales. El nuevo término comenzó a circular con profusión, ya que recogía la esencia subjetiva de la ocupación productiva prevalente en aquel tiempo, toda vez que se derivaba del vocablo latino tripálium que había sido acuñado en 1212 para designar un instrumento de tortura o suplicio compuesto, al modo de un cepo, de tres palos o estacas. Se 3
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empleaba este artilugio sobre todo para martirizar a los esclavos perezosos o remisos en el cumplimiento de sus obligaciones. Apresado por el tripálium, el esclavo quedaba inmovilizado en una postura muy forzada. También se utilizaba este instrumento para inmovilizar a las bestias mientras se les colocaban las herraduras. En un tiempo moderno reciente, que puede ubicarse en el primer tercio del siglo XIX, el trabajo ha perdido su conexión con el tripálium, el tormento de los malditos, para convertirse en una digna tarea generalizada del conjunto de la población, sin distinción de jerarquías ni de poder, desempeñada con más ardor placentero que pena y considerada como una de las claves de la felicidad vital (véase el Capítulo 3). Casi todo el mundo está predipuesto cada vez más a incorporarse a las filas de los trabajadores para no rehuir el compromiso contraído mediante una especie de tácito pacto social: a cambio de desempeñar un rol productivo, la sociedad contemporánea facilita al sujeto integrarse en su seno y afianzar su identidad. Al tiempo queda despejado el riesgo de sufrir discriminación o segregación. Así se van cumpliendo al pie de la letra los estatutos de una sociedad opulenta que no descuida su reclamación de ser mantenida por el esfuerzo de todos a cambio de repartir un sinfín de placeres y comodidades que para nada figuraban en la maldición bíblica.
1.2. La globalización del trabajo
Hoy se ha puesto de moda hablar de la globalización para referirse al proceso de extensión universal contemporánea del mundo de la economía o de la cultura. Ambas esferas estaban hasta hace bien poco regidas y dominadas por una cultura occidental despótica y autoritaria sin contemplaciones. Una cultura occidental que en el ámbito económico sólo admitía una relación de tipo colonial con los países ajenos a ella y en la esfera cultural se valía del proceso de occidentalización para absorber el espíritu colectivo de los países afroasiáticos. 4
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El espacio universal prestado al marco del nuevo equilibrio económico y cultural justifica de por sí el título de globalización. Esto es hoy casi un tópico. En cambio, rara vez o nunca se habla de que el proceso de globalización ahora polidimensional se inició en realidad durante el siglo XIX en forma de una globalización laboral. La dinámica de la globalización laboral, o sea, la socialización del trabajo, contó desde su inicio con el detonante del maquinismo instaurado a partir del descubrimiento de la máquina de vapor y con el desarrollo de la gran industria en el marco de la imposición del método científico inductivo (la observación de los hechos) en detrimento de la especulación deductiva metafísico-religiosa que partía por sistema de un postulado más o menos universal. La conjunción de los tres factores señalados queda ciertamente plasmada en la denominación como Revolución Tecno-Científico-Industrial, si bien por abreviar se habla a menudo de la Revolución Industrial. Como factor de fondo intervino en la génesis de la masiva industrialización de Inglaterra como país clave en este proceso, en torno a 1800, la necesidad de superar el estado de miseria que asolaba a este país, merced a un crecimiento económico suficiente. En la función de propulsar la globalización laboral se desarrolló con toda efectividad la Revolución Tecno-Científico-Industrial a partir de 1815, en que concluyen las guerras napoleónicas, contando con el apoyo del nuevo humanismo occidental, primero deísta y después laico, y con la influencia de la cosmovisión adoptada por las iglesias reformadas. Resulta apasionante revisar cómo cada uno de estos tres movimientos ejerció una influencia casi específica para catapultar el trabajo a la categoría de fenómeno humano universal. El nuevo humanismo que se impone en los países occidentales en los albores del siglo XIX, se muestra absolutamente incompatible con la esclavitud y el colonialismo y establece una escala homogénea del ser humano, en la que se excluyen las figuras extremas irracionales del rey divinizado y del siervo animalizado. La Revolución Tecno-Científico-Industrial decimonónica, respaldada por la ideología de progreso, hace, por su parte, un llamamiento general para 5
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la incorporación de la ciudadanía al trabajo, al que presenta como una actividad digna y humanizada con la incorporación de medios técnicos inéditos y una trama organizativa polarizada en la persona del trabajador. Finalmente, las iglesias protestantes imprimen al trabajo una tremenda valoración positiva espiritual al asumir en su particular cosmovisión el éxito en la vida como una de las metas éticas de la existencia humana. Bajo la presión del humanismo laico, la religión cristiana reformada y el progreso tecno-científico-industrial, ha emergido, como un fenómeno globalizado, un nuevo tipo de trabajo dignificado en todas sus dimensiones, sin ningún rasgo común con el torturante tripálium, salvo la presencia de sus dos elementos sustantivos, el esfuerzo funcional y la obra resultante. Por primera vez, la Humanidad se familiarizó con un tipo de trabajo que, lejos de denigrar, enaltece. A comienzos del siglo XIX se instaura el giro copernicano en la actitud humana ante el trabajo: lejos de deshonrar su realización al hombre como se venía preconizando, como si cumpliera una misión servil inmanente, el trabajo se convierte en una actitud imprescindible para vivir. Del trabajo nadie podrá librarse a tenor de ser aceptado al tiempo como una obligación para ganarse la vida, un deber para aportar algo positivo a los demás y un derecho para el logro de una recompensa psíquica y social en relación respectiva con la propia identidad personal y la seguridad estamental. La forma de trabajo universalizado configurada como una sociedad de trabajo abre camino a otros procesos de globalización en virtud de la concurrencia de dos datos importantes. En primer lugar, por razón de que el trabajo globalizado contiene algunos elementos comunes con la economía y la cultura, tales como la mundialización de los mercados y la coexistencia de culturas en la línea del multiculturalismo, fenómeno superado después por el pluriculturalismo. En segundo término, basándose en a que la forma del trabajo globalizado se acompaña, como señala el psicoterapeuta Eric Fromm, del perfeccionamiento de las facultades humanas, instrumento racional idóneo para superar las colosales barreras fronterizas psicosociales, trufadas de prejuicios pasionales nacionalistas o continentales. 6
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Pero la dignificación del trabajo globalizado no se libró, sobre todo al principio, de acompañarse de rescoldos de humillación. De esta suerte, coexistió el trabajo que aportaba inmensos beneficios psicosociales a cambio de un esfuerzo productivo personalizado, con algunos residuos de trabajo humillante y despersonalizado. La sobrevaloración histórica de este dato colateral del trabajo condujo a Karl Marx a elaborar la doctrina política de la alienación. La vacuna contra los dogmas sociopolíticos revolucionarios del marxismo se encuentra en el modelo del trabajo personalizado, al que a continuación paso a referirme.
1.3. El trabajo personalizado
Antes de exponer los mecanismos individuales adecuados o indispensables para vivir el trabajo como una actividad propia o personalizada, es preciso indagar cuáles son los elementos definidores del trabajo, puesto que ellos constituyen la referencia involucrada en el proceso de apropiación. Lo que llamamos hoy trabajo comprende toda actividad humana, física o intelectual, que se realiza con esfuerzo con vistas al logro de un resultado útil o una producción. Tal concepto unitario del trabajo se desdobla en dos elementos sustantivos: el esfuerzo y el resultado productivo, o sea, la vertiente subjetiva y la objetiva, respectivamente. Queda muy gráfico identificar el esfuerzo como la función y el resultado como la obra. La energía consumida en el esfuerzo físico o intelectual utilizado en el trabajo se extrae de la impulsividad, concepto manejado por los autores franceses como élan vital (élan = impulso). La impulsividad representa el principal manantial de energía individual inespecífica y se halla enclavada en el terreno de la vitalidad, o sea la fuente interna de la vida. En la concepción estratiforme de la personalidad, la vitalidad ocupa un estrato o plano intermedio, infiltrado a la vez en el cuerpo y la psique. En la versión vitalista del ser humano, con la que simpatizaba profundamente nuestro primer pensador del siglo XX, el filósofo José Ortega y Gasset, la vitalidad es el soporte, 7
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a la vez, del cuerpo y del espíritu. Digamos de pasada que la vitalidad, verdadera encrucijada entre el cuerpo y la mente, no se agota en la aportación de energías impulsivas, sino que, como yo mismo he puesto de relieve mediante investigaciones sobre el cuadro clínico de la depresión2, es un compendio de cuatro vectores básicos: la energía o tono vital, el estado de ánimo, la sintonización ambiental y la sincronización de los ritmos. El aporte de la vitalidad al trabajo se realiza mediante el movimiento de una fuerza impulsiva inespecífica, alguna vez denominada “tono vital”. Por ello cuando se hunde la vitalidad en la depresión se apaga el motor energético y el enfermo depresivo entra en un estado de anergia, reflejado de inmediato por una profunda apatía y una caída en la inactividad o en la postración. Si bien puede descartarse la existencia de una especie de instinto del trabajo, no hay que eliminar la intervención ocasional de una energía instintual libidinosa o sexual como si fuera un refuerzo de la genérica impulsividad vital. La desviación de esta energía pulsional o instintual de su objetivo sexual hacia una actividad de producción, o sea, una actividad de utilidad social como es el trabajo, constituye lo que Sigmund Freud, el fundador del psicoanálisis, describió como mecanismo de sublimación. Resulta inevitable la presentación de la fatiga en el trabajo a partir de cierto grado de consumo de energía. El trabajador intelectual más que el manual se muestra muchas veces reacio a intercalar una pausa de descanso para reponer energías cuando se siente fatigado, a despecho del declive de su rendimiento. Este empecinamiento representa un error laboral mayúsculo, ya que el cansancio determina la caída “en picado” del rendimiento y no se dispone de otro recurso para mitigarlo que la suspensión pasajera del trabajo. Ya hemos visto antes que el aspecto objetivo del trabajo está ocupado por un resultado productivo, o sea una obra, representada por un recurso natural o espiritual, siempre una cosa útil. Remito al lector interesado a mis tres libros sobre la depresión: 1. La depresión y su diagnóstico. Nuevo modelo clínico, Editorial Labor, Barcelona, 1992. 2. Vencer la depresión. Temas de hoy, Madrid 1996. 3. Claves de la depresión. Cooperación Editorial, Madrid, 2001. 2
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Dentro del gran polimorfismo de los recursos aportados por el trabajo, prevalecen los géneros habituales siguientes: la extracción de un producto natural, la modificación de un accidente de la naturaleza, la fabricación de un producto artificial, la prestación de un servicio social o la creación de algo nuevo. El trabajo comporta el carácter sistemático de una actividad productiva que implica utilidad, lo cual no obsta para que el trabajador no compenetrado con el sentido o la finalidad del trabajo que ha asumido, pueda tener la sensación de estar realizando una actividad infructuosa o desprovista de sentido. Una maniobra conveniente para la personalización del trabajo consiste en facilitar que el esfuerzo (subjetivo) y la obra (objetiva), o sea las dos magnitudes definidoras del trabajo, se apoyen mutuamente y mantengan explícita su conexión. El aplazamiento de la respuesta productiva al esfuerzo esgrimido siempre opera como un dato inconveniente. En realidad, hablar del trabajo inútil es un contrasentido, casi un oxímoron. Lo que sí existe es la actividad improductiva impuesta como castigo o pena. Aquí se inscribe el caso del escolar a quien el colérico profesor le impone la tarea de escribir quinientas o mil veces “yo no me río del profesor”. En las colonias penitenciarias y en los establecimientos penales antiguos de todo tipo, el régimen disciplinario se valía de imponer al recluso una dura tarea inútil con objeto de tenerlo ocupado y distraído o de consumir sus fuerzas para doblegarlo y manejarlo mejor. El símbolo del antitrabajo se encuentra en la leyenda de Sísifo, cuya depurada descripción puede leerse en el texto de La Metamorfosis de Publio Ovidio y en un moderno opúsculo de Albert Camus. Su hilo argumental consiste en que Sísifo, hijo de Eolo, tenido como el más astuto de los mortales y el menos escrupuloso de ellos, incurrió en la cólera de Zeus, el señor de los dioses, quien lo precipitó a los Infiernos condenándolo a arrastrar eternamente monte arriba un voluminoso peñasco. Una vez en la cumbre el peñasco se deslizaba hacia abajo por una ladera empinada, impulsado por su propio peso, lo que obligaba a Sísifo de un modo incesante a empezar de nuevo. El concreto motivo de este legendario castigo impuesto a Sísifo de consumir energías inútilmente no se ajusta a una descripción única. Un denominador común de las distintas versiones, es el de ubicar en los Infiernos 9
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el escenario del martirio del infortunado personaje. Tal dato me permite afirmar que, como era de esperar, sólo en los dominios infernales de Hades puede acontecer la escenificación de un inaudito trabajo improductivo. La transformación del mundo se verifica a expensas del trabajo humano. Los cambios introducidos en la naturaleza por el esfuerzo del hombre reciben distinta estimación, desde la censura de considerarlos un proceso destructivo, hasta el elogio por constituir una obra monumental humana. El signo de la evaluación no sólo depende de la obra en sí, sino del criterio de la época y el lugar, sobre todo en lo concerniente a las relaciones entre la cultura y la naturaleza. El clamor ecológico de exigir un mayor respeto a las condiciones naturales de la vida ha sido hasta hace poco una predicación perdida en el desierto. El filósofo europeo número uno del siglo XX, Martín Heidegger, identificaba la destrucción de la naturaleza como la amenaza más seria contra la pervivencia de la Humanidad. En las últimas décadas la sensibilidad ecológica suele estar presente de algún modo a la hora de planificar cualquier intervención sobre la naturaleza de cierta envergadura. Pero el moderno ecologismo algunas veces se pasa de la raya y subordina el interés por el hombre a la pasión de la defensa per se de la foca o de la ballena. En el espíritu del trabajador suele apiñarse un haz de sentimientos positivos y negativos, a tenor del cauce tomado por la influencia interactuada entre la tarea productiva, la personalidad del operario y el entorno sociolaboral. Cuando el trabajo se vive como algo propio, se imponen, a la postre, los sentimientos placenteros. La apropiación del trabajo conduce al trabajador a vivir su tarea como una autorrealización placentera, tanto en el aspecto subjetivo del esfuerzo como en el resultado productivo. La acción de apropiarse el trabajo se monta sobre este trípode de secuencias personales: la motivación, la participación y la responsabilización. La motivación se refleja en el grado de interés volcado en la tarea asumida o encomendada. La entrega con gusto desde el principio al trabajo es una señal fidedigna de que nos encontramos ante un trabajador motivado. El índice del interés puesto en el trabajo representa el mejor indicador de la motivación personal. 10
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La participación individual en la situación de trabajo se expresa en el modo grato de intervenir en la tarea y en la presteza para tomar iniciativas cuando surge alguna eventualidad. La evaluación de la participación se efectúa mediante el coeficiente de implicación del sujeto en las distintas fases del trabajo. Por último, la responsabilización en el trabajo cristaliza en forma de una actitud de exigencia de sí mismo en relación con la actividad y con su resultado. Si bien la autorresponsabilización se despliega a lo largo de toda la faena, su mayor incidencia sobreviene en torno a la cantidad y calidad del producto obtenido por la unidad laboral. Esta referencia se complementa con la observación de que el control de calidad ha alcanzado en la actualidad un punto de precisión antes imprevisible, en virtud de la utilización de instrumental informatizado. Cualquier detalle de la obra que se aparte de la perfección genera inquietud o insatisfacción en el trabajador responsabilizado. En definitiva, la motivación es interés; la participación, entrega e iniciativa, y la responsabilización, autoexigencia. El trabajo incorporado a la personalidad como algo propio se confirma, pues, como una actividad interesante y estimuladora que se desarrolla contando con la entrega del sujeto y concluye con un juicio de autoexigencia. La toma de conciencia de la relación inextricable existente entre el esfuerzo laboral y el producto obtenido es un dato favorable para el establecimiento de la personalización del trabajo. Por el contrario, el distanciamiento entre ambos elementos es una raíz del trabajo alienante, la forma contrapuesta al trabajo personalizado. El extrañamiento o alienación del trabajo se ha impuesto muchas veces como consecuencia de ocultar la inmediatez de la mercancía con el envoltorio de la remuneración económica. A este respecto, el psiquiatra venezolano Carlos Rojas (2006) señala con agudeza que la conversión de trabajo en dinero representa el despojo de “un importante monto de las significaciones con las que concurre el sujeto al acto laboral”. La ritual entrega de la mercancía o de su representación simbólica a la empresa después de pasar por 11
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manos del trabajador y canjearla por el correspondiente estipendio, podría constituir un emotivo acto trufado de significación personalizante. Lo que interesa es evitar al máximo posible la separación entre la actividad productiva y la obra. La noción de trabajador alienado que se maneja en las ciencias psíquicas tiene un carácter subjetivo y biográfico, centrado en el sentimiento del sujeto de haberse convertido en un autómata o en una marioneta manejada por otros y obligado a realizar una actividad monótona, aburrida o penosa. En suma, el trabajador alienado se siente cosificado como si fuera una mercancía. En estas circunstancias, el trabajador sólo fija su atención en el incentivo económico y, con razón o sin ella, mantiene por sistema una postura de protesta por el escaso salario, convertido así, secundariamente, en una fuente de conflictos. Muy poco o nada tiene que ver este concepto del trabajador alienado con la alienación universal descrita por Karl Marx como una realidad objetiva histórica universal inscrita en el proceso capitalista del trabajo e integrada por una separación radical entre el trabajador y la propiedad de los medios de producción. Pues bien, el trabajo alienado del que aquí nos ocupamos está descontextualizado de los dogmas ideológicos mantenidos a capa y espada —más a espada que a capa— por la doctrina marxista. Hay unos tipos de trabajo que se personalizan con mucha más facilidad que otros. La distinción a este respecto entre el trabajo profesional o liberal y el trabajo servil toma un significado rotundo dejando aparte en la zona intermedia el tipo de trabajo común. El sentido placentero de la autorrealización personal suele impregnar hasta tal punto el trabajo profesional, que su ocupación se expande como una tarea preferente al tiempo libre y hasta puede ocupar parte del tiempo dedicado a los amigos y los familiares. En las antípodas se halla el jornalero que consume su energía corporal para arar, edificar una casa o cualquier otra tarea análoga. El trabajo servil sólo es asumido personalmente cuando se inscribe en una organización humana idónea y cuenta con una remuneración satisfactoria. En los demás casos, esta forma de trabajo tiende a degradarse y con 12
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vertirse en una especie de tic laboral, trufado de monotonía, hastío o aburrimiento, elementos que confirman su condición despersonalizante. Aparte de estos tipos de trabajo extremos o polares, anclados en la profesionalidad o en el servilismo, la presencia en la actividad laboral de los agentes personalizantes involucrados en la motivación individual y en la participación responsable, se subordina a los influjos dimanados de la personalidad del trabajador, el conjunto de las características del trabajo en sí mismo y las condiciones del entorno laboral.
1.4. El bienestar psicosocial extraído del trabajo
La ciencia del trabajo se consagra tanto a destacar su objeto de estudio como una actividad utilitaria, que a veces prescinde de su carácter de acto humano. El trabajo, por definición, no puede nunca dejar de ser un acto protagonizado por un ser humano. El contenido de su excelsa calidad humana se duplica en el trabajo personalizado. Visto bajo esta perspectiva social, el displacer implicado en el esfuerzo puesto en el trabajo es mitigado por la vivencia de autorrealización, la obra es vivida por el trabajador como algo suyo y la retribución económica es recibida como una justa compensación que permite al trabajador llevar una vida independiente. Aunque no puede excluirse la no rara contaminación del trabajo con factores patógenos, como noxas y riesgos, que serán estudiados en otro capítulo, resulta una verdad inconmovible que el trabajo impulsado por el motor de la motivación y alimentado con el carburante de la participación responsable, o sea el trabajo personalizado, es una copiosa fuente de placeres y beneficios psicosociales. La amplia serie de satisfacciones y ventajas psicosociales obtenidas por el trabajador que vive el trabajo como cosa propia, se sistematiza en estos cuatro apartados: la confirmación o consolidación de la identidad in 13
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dividual, la estabilización del equilibrio psíquico, la cooperación intersubjetiva y el posicionamiento social. A continuación, los revisamos uno por uno. La identidad singular del individuo, configurada como una conciencia de sí mismo mantenida con continuidad, ocupa un lugar nuclear en la estructura de la personalidad y funciona como un baluarte de la salud mental. Pues bien, el sujeto que se siente protagonista o intérprete del trabajo, se vale de él para construir o reforzar el sentimiento de sí mismo y elaborar una actividad íntima autorreflexiva. Como dejó dicho el eminente psiquiatra francés Yves Pélicier (1982), “somos lo que hacemos y cómo lo hacemos”. El respaldo identitario llega con el reconocimiento ofrecido por los demás. En opinión de Marie Anderson (2004), la aceptación cordial de los compañeros representa para el trabajador un elemento determinante para la construcción de su identidad. No cabe duda de que el reconocimiento dispensado por los otros, dejando aparte el entorno familiar, encuentra su ámbito más propicio en el campo social del trabajo. La estimulación del equilibrio propio acontece desde el momento en que el esfuerzo exigido por el trabajo se vivencia como una autorrealización y culmina en la profunda satisfacción con que se contempla la obra, sin olvidar la consolidación como sujeto independiente obtenida a expensas de la retribución económica. De esta suerte, a lo largo del proceso utilitario que es el trabajo se consolidan esos pilares del equilibrio psíquico que son las claves de la maduración personal, o sea el autocontrol emocional, la independencia afectiva y el pensamiento razonado. Tres datos que constituyen al tiempo la dotación individual idónea para devenir un hombre libre3. Tal inmenso progreso personal obtenido por el trabajador en la vertiente psíquica se acompaña de importantes beneficios biológicos: el desarrollo muscular, la pérdida de grasa y, en el cerebro, la proliferación de dendritas y la multiplicación de conexiones sinápticas, dúo de elementos que son el soporte de la inteligencia y la memoria. Hasta hace poco tiempo era 3 El lector interesado en las vías de acceder a la entidad de hombre libre puede encontrar extensa información sobre este punto en mi reciente obra: El hombre libre y sus sombras (Antropología de la libertad. Los emancipados y los cautivos). Editorial Anthropos, Barcelona, 2006.
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inadmisible y también inconcebible que la experiencia auténticamente personal pudiese tener un impacto cerebral de esta magnitud. En la vertiente social, los otros están presentes en el mundo del trabajador. Tanto es así que el análisis de la estructura del trabajo conduce a distinguir tres dimensiones: la objetiva o utilitaria, la intrasubjetiva o personal –de la que acabamos de ocuparnos– y la intersubjetiva o relacional. El campo del trabajo constituye un lugar de encuentro con otras personas. La primera experiencia aportada por los demás se refiere al sentimiento de aceptación ya revisado en cuanto impacto fabricante del respaldo identitario. En torno a este dato primigenio se constituye un mundo intersubjetivo nutrido de experiencias de confianza mutua, cooperación y solidaridad. La microsociedad del trabajador alcanza su mayor solidez cuando se organiza en forma de unidades o equipos laborales o de pandillas o capillitas por razón del interés laboral coincidente o de la afinidad social o psicológica. Hagamos aquí un breve paréntesis para advertir que la selección de amigos a que se suelen atener la mayor parte de las personas está condicionada por alguna coincidencia adscrita a estos tres órdenes: en primer lugar, la pertenencia al mismo nivel socioeconómico; en segundo lugar, el desempeño de la misma profesión o la adscripción a la misma categoría del empleo, y, en tercer lugar, la afinidad o semejanza de los rasgos personales. La faceta social del trabajo se expande asimismo a la sociedad abierta, es decir, la macrosociedad. El posicionamiento jerárquico del trabajador es, en gran parte, función de su prestigio social. Al lograr un estatus social definido, el trabajador se siente aposentado en una realidad segura y protegido contra el riesgo de la segregación y la marginalidad. El creador de la doctrina psicoanalítica, Sigmund Freud, señalaba como el beneficio mejor definido del trabajador la obtención de “un lugar seguro en un sector de la realidad”. Estos tiempos de inseguridad que vivimos han llevado a algunos sociólogos a identificar la sociedad actual como “una sociedad de riesgos”. Por ello, la instalación alejada de los turbios espacios marginales de la discriminación negativa o la segregación, es un auténtico desidératum. En suma, el desempeño de un trabajo resulta hoy casi imprescindible para el logro de un equilibrio psíquico establecido en torno a una identidad 15
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singular, y al tiempo para el despliegue de unas relaciones armónicas con los demás y la garantía de un estatus socioeconómico. La función educacional del trabajo ya la había destacado el maestro de la filosofía idealista alemana Georg Wilhelm Hegel, en su monumental obra Fenomenología del espíritu. En el famoso pasaje dialógico entre el amo y el siervo, el primero elogia la entrega del siervo al trabajo como un medio para modelar su conciencia y volverse así capaz de superar su posición servil y adquirir la condición de ciudadano libre.
1.5. ¿Por qué se trabaja tanto?
Las sociedades occidentales tardomodernas que sirven de marco al desatado hombre de trabajo actual han ganado a pulso, a partir de los tiempos decimonónicos, la denominación de “sociedades de trabajo”. De modo que la extendida pasión presente no está libre ni mucho menos de una poderosa influencia mimética. La mayor parte de las veces que se requiere al pueblo llano para emitir su opinión sobre la finalidad del trabajo, la gente se atropella para responder de inmediato “para ganar dinero”. En las encuestas planteadas sobre el interrogante ¿para qué se trabaja?, el 95% de los encuestados franceses, españoles y de otros países europeos afirmaron sin asomo de duda: “Para ganar dinero y poder vivir”. Dejando aparte que el dinero, como luego veremos, se emplea en su mayor parte para fines radicalmente distintos del mantenimiento de la vida, un análisis crítico de la opinión consensuada nos permite estimar que se inspira en una contemplación superficial del problema, convirtiendo el trabajo en una especie de cortocircuito donde se diviniza la presencia del dinero y se menosprecia la mercancía. Por lo pronto, los que así se manifiestan parecen olvidar que la finalidad de la actividad laboral no es la extracción de “plata” sino la fabricación de un producto material o espiritual. Si bien en la mente del trabajador el dinero ha estado tal vez siempre presente, su presencia no deja de ser simbó 16
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lica hasta que toma una forma material o concreta cuando se ha cerrado el proceso del trabajo con la producción de la mercancía. El dinero tiene así en el ámbito del trabajo el carácter de una pieza de intercambio que se canjea por el producto. Este elemento intermedio artificial que es el dinero en los mercados y en las transacciones, circula hoy en el mundo del trabajo como un poderoso reforzante de conductas. Algo semejante a este reforzamiento dinerario ocurre entre los chimpancés, cuando en virtud de un hábil adiestramiento, se les capacita para reforzar su conducta mediante el manejo de boletos, cuya valía se establece en función del color. Los chimpancés domesticados en esta línea nos sorprenden con la repetición de la conducta premiada con un talón de color bien cotizado. Hasta principios del siglo XVI regía el intercambio de productos. Conviene considerar que fue a partir de entonces cuando se impuso el canje del producto del trabajo por la especie del dinero. La entrega moderna generalizada del ser humano al trabajo se inicia cuando la realización de un esfuerzo laboral se dignifica. Por lo tanto, el acto de la reconciliación del hombre con el trabajo tiene más el carácter de un proceso moral o valorativo que el de un fenómeno económico. El cambio radical de actitud ante el trabajo se ha perpetuado en forma de un deber. Hoy todo el mundo trabaja por considerarlo un deber contraído con la familia y con la sociedad. Se trata de ser cualquier cosa menos un vago, un maleante o un inútil. Sobre la plataforma deontológica del trabajo llueven las ventajas psicosociales y materiales. Cada quien selecciona algunas de ellas y las convierte en la meta preferida de su entrega al trabajo. La selección de la meta es un proceso individualizado que cuenta con estas opciones principales: la búsqueda de sentirse una persona madura, independiente o con una identidad estable; la satisfacción de ser aceptado y reconocido por los demás; el asentamiento dentro de la sociedad en un estatus social decoroso; la compensación económica suficiente. Naturalmente, estas opciones no se excluyen entre sí. Una vez que queda consignado cómo la meta simple o plural del trabajo varía enormemente en función de los individuos, es preciso consignar 17
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que estas variaciones están sometidas a la poderosa influencia ejercida por el tipo de ocupación. Sobre este punto se suelen obtener muchas luces clarificantes mediante la indagación sobre los factores determinantes de la dedicación al trabajo durante un cupo de horas excedente del límite normativo. Por mi parte, basándome en la experiencia clínica y en tanteos personales realizados en el medio laboral, me inclino por atribuir la entrega al sobretrabajo, término empleado en un puro sentido cronológico, a la acción individual o asociada de los tres factores siguientes: — La ilusión o el entusiasmo por la ocupación desempeñada. — La exigencia de acrecentar la productividad, planteada como un reclamo de asistencia por la clientela o como una imposición de competitividad por los jefes o por la empresa. — El deseo de ganar más dinero para poder vivir o para otros fines (ahorro, poder, consumo, tiempo libre).
Cada uno de los tres factores señalados como principales responsables del alargamiento supranormativo del trabajo, opera en un sector laboral determinado, según se aprecia en esta triple fórmula:
— Los profesionales que prolongan su trabajo hasta llevarlo a invadir otros espacios de su vida, como el tiempo sociofamiliar, suelen actuar así movidos por el entusiasmo por su tarea. — Los altos ejecutivos que abandonan los límites cronológicos convencionales en su obligación cotidiana, obran así la mayor parte de las veces por indicación de sus jefes o el compromiso con ellos. — Los asalariados con o sin formación profesional que no regatean seguir en el “tajo” horas extraordinarias, persiguen casi siempre un refuerzo económico.
Se infiere de esta triple fórmula que la mayor parte del personal laboral entregado a un sobretrabajo se recluta entre los dos polos del organi 18
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grama laboral: de un lado, la clase media superior, como los profesionales y los altos ejecutivos; de otro, los empleados y los jornaleros, con un salario insuficiente. A estas dos agrupaciones se agregan no pocos trabajadores autónomos, algunas veces equiparados a una especie de profesionales menores, cuya entrega de horas y horas al trabajo puede estar determinada por el amor a su ocupación, la autoexigencia para ampliar sus actividades o el apremio financiero. Los tres agentes que se reparten la responsabilidad de prolongar el trabajo demasiadas horas no sólo son compatibles entre sí, sino que de alguna manera se implican o solapan recíprocamente y además se potencian entre sí mediante una acción mancomunada de tipo sinérgico, en virtud de la cual el efecto global en forma del alargamiento de la ocupación por encima de la norma, es superior a la suma de los efectos individuales. Dada la afinidad entre sí registrada en los componentes del trío factorial, resulta lógico comprobar cómo la acción del factor operativo en el primer plano, como agente principal, se refuerza con la intervención de los otros dos: — Los profesionales que consagran su vida sin límite a la profesión, al tiempo se desviven por atender las exigencias de su clientela y no dejan de sentirse muy satisfechos con el incremento de sus honorarios. — Los ejecutivos de primera línea que tratan de elevar la productividad prolongando muchas horas su trabajo para complacer la exigencia de sus jefes y el espíritu de la empresa, no les pesa este sobreesfuerzo por la ilusión sentida hacia su ocupación o por la expectativa de un ascenso económico o funcional. — Los empleados y los obreros entregados a hacer horas extra para obtener el dinero necesario para su vida, al tiempo experimentan la satisfacción de sentirse más afianzados en su puesto de trabajo al cumplir el deseo de sus superiores y con todo ello se les activa el gusto por la tarea realizada al sentirse imprescindibles. 19
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Si entre los tres factores determinantes del sobretrabajo señalados tuviese que seleccionar uno como el denominador común o el factor omnipresente, me inclinaría sin duda por “poderoso caballero es don dinero”. El ansia de acaparar dinero acompañó siempre al hombre a lo largo de su recorrido histórico, pero en forma de una tendencia contrapuesta a la de derrochar, o sea como si fuese un modo de entender la vida. Pero la cristalización de esta tendencia en forma de la figura social del Acaparador o del Derrochador acontece en los siglos finales del Medievo. Hay autores que localizan la presentación de ambas figuras humanas en el siglo XIII, como la versión positiva o negativa de la modalidad existencial del urbanista aburguesado, o sea del habitante de ciudad dotado de una instalación confortable. El impulso humano a amasar dinero se desorbitó desde los siglos XV y XVI, cuando los banqueros florentinos pusieron el énfasis en “ganar más de lo que se gasta”, con objeto de ahorrar. El afán de lucro exagerado es una tendencia al servicio de al menos uno de estos cuatro personajes: el ahorro, el poder, el consumo o la ampliación del tiempo libre. Los dos primeros personajes nombrados tienen un tinte de lo más maligno y pertenecen a las más bajas pasiones humanas en forma de la avaricia y la codicia, respectivamente. La doctrina psicoanalítica compara el placer de acumular dinero en forma avarienta o codiciosa a la satisfacción obtenida por personas de temperamento analsadista mediante la retención de las heces. El impulso infantil de coleccionar excrementos y jugar con ellos puede servir como representación simbólica de la acumulación de dinero avarienta o codiciosa. La equiparación de la materia fecal a las piezas dinerarias se sitúa entre lo que es una metáfora y una interpretación. En cualquier caso, debe tomarse esta equiparación como una seria advertencia sobre el aspecto sucio del dinero. La forma del exagerado afán de lucro más extendido actualmente corresponde al deseo de atender necesidades artificiales o ficticias, que no tienen ninguna relación con las necesidades fisiológicas o vitales. La pasión del consumo, fenómeno al que vengo denominando consumopatía, es una de las características más notables de la sociedad opulenta, también conocida por ello como sociedad de consumo. El ansia consumopática se traduce sobre todo 20
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en la adquisición de objetos innecesarios encumbrados falsamente por la publicidad o exhibidos a la ligera por la moda. El excesivo gasto realizado para adquirir objetos innecesarios obliga a trabajar más tiempo para disponer de recursos adquisitivos suficientes. La consumopatía es uno de los males más venenoso y corruptor de la sociedad contemporánea. Su influencia más imperiosa en la forma de vivir se traduce en la prisa. La conducta apresurada está impuesta con harta frecuencia por el deseo de disponer de más tiempo para dedicarlo al trabajo con vistas a incrementar el dinero destinado al capricho consumista. La entrega al sobretrabajo la justifica algunas veces el interesado en atención a su deseo de ampliar el tiempo libre. Esto representa un solemne sofisma. La falacia estriba en que necesariamente el cupo de horas de más entregadas al trabajo, debe extraerse del tiempo libre o de las horas dedicadas a la comunicación sociofamiliar. Hay otro género de prisa, que podemos definir como prisa existencial. Es la prisa del sujeto que trata de apurar la vida sabiendo que cada minuto transcurrido es un paso de avance hacia la muerte. Esta prisa está reservada para una reducida minoría de sujetos que comparten la auténtica conciencia existencial. En nuestros tiempos, la prisa existencial ha sido devorada por la prisa consumopática. Le asiste toda la razón al psiquiatra dinámico Eric Fromm para lamentarse de que el espíritu de trabajo se haya polarizado en el culto a la producción y la reverencia al consumo.
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2.1. La naturaleza como una madrastra hostil
El Homo habilis, el ser que inaugura la aparición en la Tierra del género humano hace unos dos millones de años, se encontró con un ambiente indómito, inhóspito y hostil y con unas condiciones de vida tan adversas que hoy resultan casi inimaginables. Y es que lo que hoy llamamos Naturaleza es en amplia medida una elaboración humana en forma de descubrimiento y creación. Mediante el empleo de ingeniosos y arduos métodos y procedimientos, el ser humano fue consiguiendo extraer de nuestro Planeta bienes ocultos depositados en sus entrañas y al tiempo explotar con un sentido creativo sus potencialidades inéditas. Fue a la vez un descubrimiento que tenía el cariz de una desocultación y una apertura de nuevos caminos metodológicos, con el concurso de la tecnología puesto que el hombre es desde sus orígenes un ser dotado de capacidad técnica. Si ahora prescindimos de las perversas y aberrantes modificaciones de la Naturaleza de signo destructor realizadas por el hombre, no hay palabras de elogio suficientes para la tarea del ser humano ejecutada sobre la Naturaleza mediante un intrincado e ingenioso proceso de doma y dominación. Se trató en realidad de aplicar un sistema educador a la Naturaleza salvaje 23
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para convertirla en Naturaleza civilizada. De esta suerte, el hombre, lejos de adaptarse al medio, consiguió adaptar la naturaleza a sus ideas, construyendo lo que el filósofo Ortega ha llamado una “sobrenaturaleza”. La madrastra hostil del principio abandonó su terrible faz amenazadora para metamorfearse en una madre hospitalaria presta a dejar desocultar sus entrañas para entregar con generosidad los bienes y las riquezas depositados en ellas. Al cotejar los conceptos de Naturaleza y Cultura, resulta que se vienen asignando a la Naturaleza, digamos Naturaleza natural, valores y elementos materiales que más bien pertenecen a la edificación cultural. Muchos productos hoy considerados naturales como las patatas, el trigo o las frutas son en realidad una creación humana. Nuestro Planeta era en principio mucho menos habitable de lo que se puede pensar hoy y fue haciéndose más acogedor gracias a la actividad desplegada a partir de los primeros habitantes humanos de la Tierra. El trabajo del ser humano primitivo perseguía la finalidad primordial de cubrir las necesidades básicas para la supervivencia y exigía una descomunal entrega a todos, hombres, mujeres y niños, casi indiscriminadamente. Y es que entre las necesidades básicas del sujeto terrícola y las condiciones de vida ofrecidas por el planeta Tierra se daban muy pocas coincidencias. El único elemento que le fue dado gratuitamente al ser humano primitivo por un medio ambiente tan adverso como peligroso fue el oxígeno consumido en la respiración y utilizado para el metabolismo basal. Al tiempo que se transmutó la faz de la Naturaleza primitiva y salvaje en una Naturaleza civilizada y sofisticada, como la gran obra humana, aconteció la evolución progresiva del propio ser humano. El Homo habilis, hombre hábil con capacidad para manejar las extremidades anteriores como brazos y manos, se transformó medio millón de años después en el Homo erectus, el hombre erguido. Y como consecuencia del perfeccionamiento evolutivo del hombre para caminar erecto, aparece hace unos cien mil años el Homo sapiens. El progreso de las facultades cognitivas montado sobre la complejidad creciente del cerebro le permite duplicar su radical de sapiencia y convertirse hace unos treinta mil años en el Homo sapiens sapiens. 24
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El hombre moderno, sobre todo a lo largo del siglo XX, ha llegado al clímax de la violencia. Una violencia que cuenta con el agravante de ser en su mayor parte la expresión de sentimientos de hostilidad hacia los otros y de permanecer ajena a la presión de las necesidades vitales a diferencia de lo que había venido ocurriendo con anterioridad. No cabe duda de que los actos de violencia enmarcados en el siglo XVIII y en tiempos anteriores estaban propulsados por el hambre. La moderna exhibición de un volumen de crueldad insólita es atribuido por algunos autores, entre los que me cuento, a los infortunados efectos de ciertos factores coyunturales, sobre todo la crisis mutante de la Humanidad, el avance en la fabricación de armamento cada vez más destructor y mortífero, el ocaso de la familia y otros aspectos de la vida contemporánea que omito aquí por razón de brevedad. Otra corriente de opinión, sin duda un poco catastrofista, pero muy digna de ser tomada en consideración, se inclina por adjudicar el moderno desmadre de la violencia proyectada en múltiples formas a la transformación regresiva del propio ser humano. Incluso, en esta línea se ha llegado a hablar de que el Homo sapiens sapiens está siendo sustituido por el Homo sapiens brutalis, asunto ya tratado por mí en diversas publicaciones y conferencias.
2.2. Los campesinos, los monjes y los caballeros en la Edad Media
Desde al menos la Edad Grecorromana hasta avanzada la Edad Moderna, se ha venido sustentando un concepto muy particular de la actividad que hoy llamamos trabajo. A lo largo por lo menos de veinte centurias más o menos, hasta el siglo XVIII, se ha equiparado el trabajo a la ejecución de una actividad manual esforzada y dura, tachada por el estrato superior de la población como una ocupación innoble y deshonrosa. Hay en esta noción histórica de trabajo sobre todo dos datos discrepantes con la idea actual: primero, la visión seriamente estrecha del trabajo, reduciéndolo a la catego 25
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ría de una actividad manual mortificante o dura; segundo, la actitud de rechazo absoluto mantenida por el estrato de los nobles y los caballeros hacia el trabajo así conceptuado. A comienzos del siglo XVII, en 1611, el insigne Sebastián de Covarrubias, en su famoso diccionario Thesoro de lengua castellana o española, acepta la noción tergiversada del trabajo ya consignada, al definir al trabajador como el jornalero. Desde la Antigüedad se estableció la diferenciación entre la mayoría del pueblo obligada a trabajar y una minoría de privilegiados ocupada en tareas “nobles y honrosas”, como guerrear, rezar o divertirse. La contraposición maniquea a la que era tan afín la sociedad medieval, tomó en la Alta Edad Media la forma de una radical escisión entre los ricos, encumbrados como grandes señores poderosos, y los pobres, humillados y consumidos con el esfuerzo exigido por el innoble trabajo. Con arreglo a la dinámica social la composición de ambos estamentos ha ido experimentando ciertas modificaciones. Mientras que las variaciones han sido ligeras en el estamento de los nobles y el clero, excluidos natos del trabajo, el duro trabajo físico ha recaído, con alternativas, sobre las espaldas de los esclavos, los siervos, los plebeyos, los jornaleros o los campesinos. Los esclavos no eran dueños ni siquiera de su persona. Los siervos estaban desprovistos de derechos. Los plebeyos dependían de la protección militar dispensada por el caballero feudal. Los jornaleros eran personas asalariadas. Y los campesinos se encontraban estrujados por los impuestos regios, a los que muchas veces se agregaban las inclementes exigencias de los grandes señores territoriales. En el siglo XIII, Alfonso X de Castilla y León (1221-1284), apodado el Rey Sabio, en su obra jurídica Las Partidas o Libro de las Leyes, distingue estos tres estamentos sociales: — “Los defensores”, o sea, los caballeros, encargados de proteger a la sociedad. — “Los oratores”, o sea, el clero, responsable de la salvación de las almas. 26
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— “Los labradores”, o sea, los campesinos, obligados a aportar el alimento necesario para todos. Esta clasificación tripartita de la población medieval está muy desenfocada, entre otras razones por la desproporción que significa concentrar en un estrato la gran masa del pueblo llano y dedicar dos estratos a la reducida minoría de los privilegiados. Dos siglos antes, el obispo francés Adalberón de Laón, concretamente a comienzos del siglo XI, en un poema dedicado al rey de su país, incidía en el magno error de representar la sociedad cristiana con arreglo a la misma terna estamental. Consignaba además detalles para colocarlos en orden jerárquico como puede apreciarse en la relación siguiente: — Los oratores, los que rezan: los clérigos ocupan la función social elevada dada su suprema jerarquía espiritual y su conexión con el mundo divino a través de la plegaria. — Los bellatores, los que combaten: los guerreros, encargados de proteger a las otras dos clases sociales, han visto realzada su jerarquía social con la agregación de los caballeros, o sea los combatientes a caballo, que integran la nueva nobleza de la caballería. — Los laboratores, los que trabajan: los campesinos en su mayor parte, encargados de proporcionar a los clérigos y los guerreros el alimento obtenido con su trabajo. La fórmula tripartita compartida por el obispo de Laón y el rey Sabio podía satisfacer a los nobles y al clero, pero no se ajustaba al funcionamiento de la sociedad medieval, porque a la injusta desproporción antes consignada, se sumaba la grave omisión de dos grandes núcleos de los ciudadanos medievales, como son el sistema gremial y la agrupación de individuos vagos o marginales. Con su inclusión en el organigrama social, la población medieval quedaría distribuida en estos cuatro estamentos básicos funcionales y estructurales: 27
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— La inmensa masa de población representada por la mayor parte del pueblo llano, que dedicaba su vida a la actividad servil o a la dura ocupación manual. — El sistema gremial, formado por la agrupación jerárquica del maestro, el aprendiz y los empleados, ejecutores de una actividad manual compuesta de arte y trabajo físico dulce. Los gremios artesanales tomaron un gran desarrollo a partir del siglo XIII y su sentencia de muerte no les llegó sino con el advenimiento de la Revolución Tecno-Científico-Industrial, acontecida seis siglos después. — La agrupación de individuos que rehuían el trabajo, distribuidos entre los dedicados a actividades marginales, como los pícaros y los bandidos, y los “enchufados” con tareas domésticas poco exigentes, como los criados. — Los privilegiados, donde se agrupaban los nobles, los clérigos y los guerreros, que entretenían su ocio con actividades cortesanas, eclesiales o bélicas, todas las cuales eran evaluadas como una ocupación honorable y digna, ajena al trabajo en sí.
En la conciencia medieval maniquea imperaba la bipartición de los honorables dotados de gran poderío como clérigos y caballeros. Entre unos y otros existían fuertes roces y conflictos movidos por la pugna en torno a la línea divisoria del poder. Por una parte, los obispos y los abades de los monasterios más importantes asumían el mando en su territorio, como si fueran príncipes o grandes señores. Por otra, algunos príncipes y nobles ejercían el derecho de conceder prebendas o cargos eclesiásticos. Tamaño cruce de poderes, atravesando los límites en ambas direcciones, dio lugar a no pocos conflictos entre el poder eclesial y el político. Estas disputas las resolvía en última instancia el rey, quien no sólo encarnaba el supremo mando político, sino el religioso, una vez que había sido divinizado con la unción de los santos óleos. En la órbita de la religión coaligada con la cultura y el poder social, el supremo escalón lo ocupaban los monasterios. El monasterio medieval era el gran centro hegemónico de la época en las esferas de la cultura, el mando 28
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político y el espíritu religioso. Incluso el rey encontraba dificultades para ejercer su poder intramuros. La mentalidad del monje europeo estaba trufada de grandeza emocional, sólo erosionada por el voto de obediencia. El fraile se sentía en esta época instalado en la senda de la salvación personal, no lejos del escalón de la santidad, y veía a los demás como dependientes suyos, ya que su salvación se ligaba a las oraciones que él les dedicase. Llegaba a pensar que su relación directa con Dios era la causa de que el diablo le acosase. El monje no se arrugaba tampoco en las actividades políticas y sociales: muy solicitado por todos los estamentos como consejero y mediador en sus conflictos. Su vasta cultura le permitía ver a otras personas como salvajes o sujetos primitivos. El monje medieval brillaba especialmente en los campos de la literatura y la escritura. El monasterio habitado por estos seres tan cultos y espirituales, y tan distintos a todos los demás, era respetado por todos como si fuese la antesala del Cielo. Fue además muchas veces la sede donde se organizó la persecución del hereje. Su poderío comenzó a sentirse amenazado por el establecimiento de las primeras universidades, en el siglo XIII. A partir de los siglos XIV y XV se produjo en España y en algunos otros países europeos, una crisis transformadora en la actitud cristiana. Una de sus facetas fue la de dejar de considerar hábitos cívicos pecaminosos la afición a la lectura o el uso de la limpieza corporal. En consecuencia, con rapidez descendió el índice del analfabetismo y la posición cultural hegemónica del clero regular experimentó un brusco declive. Es curioso constatar que el ocaso del poderío de los monjes se produjo sincrónicamente con el oscurecimiento del esplendor en España de sus dos compañeros en la fórmula tripartita: los campesinos y los caballeros. La agricultura disfrutó una excepcional época de florecimiento durante la Edad Media. Contaba entonces incluso con el respaldo de la cría de ganado y el pastoreo. Los momentos difíciles del campesinado llegaron con la dinastía de los Austrias. El quinto de los Austrias españoles, Felipe IV, se lamentaba en un mensaje de que “el estado de los labradores de España en estos tiempos está el más difícil y acabado”. 29
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Por su parte, los caballeros feudales estaban habituados a vivir a expensas de las prebendas entregadas por los campesinos y otros plebeyos, a cambio de dispensarles defensa armada y acogerles en sus dominios en los momentos difíciles. Su función se fue volviendo inútil o insuficiente, coincidiendo con la Época del Renacimiento, a partir de que su vetusto instrumental bélico era arrinconado por el poderoso armamento estatal. Estaba a punto de comenzar la Época de los Reyes Absolutos. Entramos así de lleno en la Edad Moderna con la promesa de una renovación a fondo, ilusión compartida por los privilegiados y los miserables.
2.3. La dignificación del trabajo como un signo de modernidad y causas de su retraso en España
Constituye un notorio signo de modernidad el radical cambio del concepto de trabajo y de la actitud personal ante él, que cristalizó en el inicio del siglo XIX en la ampliación del campo laboral incorporando a su seno el trabajo manual dulce, los oficios mecánicos y la actividad intelectual, y su aceptación como una actividad digna y noble por parte del conjunto de la población. En los dos siglos anteriores se había ido debilitando la rotunda dicotomía medieval entre los privilegiados ociosos y los trabajadores, bajo el poderoso soplo social de la corriente eólica de la homogeneidad, que no dejaba de musitar una y otra vez: “Todos somos seres humanos”. Era cada vez más evidente la disposición de los encumbrados a descender de su pedestal para cumplir obligaciones laborales casi siempre de carácter intelectual y al tiempo el gradual alivio de los menesterosos al contar con nuevos medios de trabajo y con ganancias que se iban volviendo sustanciosas. La unificación de las actividades manuales y las intelectuales en unos estatutos de trabajo presididos por el principio de considerar digna y noble a toda actividad laboral, fue el espaldarazo dieciochesco confirmatorio de la reconciliación del ser humano con toda clase de trabajo. 30
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El moderno proceso de dignificación y ennoblecimiento del trabajo acontecido gradualmente y precipitado de una forma masiva coincidiendo con el Siglo de las Luces, se atuvo a una dinámica interna, o sea propia, de curso paralelo con la profunda movilidad histórica moderna de la sociedad y de la cultura. De este modo, la esfera del trabajo no quedó atrás, convertida en un corrosivo quiste anacrónico, incrustado en un medio sociocultural mucho más avanzado. La imposición general de la postura de incorporarse al trabajo considerándolo como una actividad decorosa y honesta contó además con el apoyo externo prestado por la bendición religiosa impartida por los cristianos reformadores. Especialmente explícitos en este punto fueron los capitanes de la Reforma, Lutero y Calvino. Se apresuró Lutero a realzar el valor del trabajo como una actividad positiva, convertible en un sendero para la salvación. Calvino fue aún más radical, puesto que se servía del supuesto valor espiritual del trabajo para justificar su valor material, al definirlo como una tarea deseada por Dios, mediante la cual se puede acumular riquezas. Resulta doloroso para un modesto científico como yo mismo, reconocer que ni las ciencias del cuerpo ni las del espíritu aportaron un preciso apoyo al moderno enaltecimiento del trabajo. Por una parte, la disciplina científica específica encargada de adaptar el trabajo a la persona, conocida como ergonomía, no comenzó a desarrollarse hasta mediados del siglo XX. Hoy sí que resulta obligado referirse a la espléndida solidez de los principios ergonómicos básicos y a su ambiciosa diversidad, un compendio de normas fisiológicas, psíquicas y antropológicas. Por otra parte, la psicosociología laboral dio las primeras muestras de su nacimiento en el siglo XIX y lo hizo de la mano de la doctrina psicoanalítica. Este nacimiento no pudo ser más infortunado ya que pronto acaparó el unánime repudio de los patronos y los obreros. Unos y otros no sólo desconfiaban del acierto de enfocar los problemas y conflictos laborales a la luz del inconsciente mediante el manejo de los complejos de castración, el vínculo de Edipo y demás, sino que consideraban estas interpretaciones como fantasías elaboradas a espaldas de la realidad laboral. 31
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Lo que no se le puede negar a la genérica ciencia del trabajo, son sus iniciativas de orientación y selección profesional, ni su decisiva contribución decimonónica a convertir el trabajo en una fuente de bienestar psicosocial y una genuina oportunidad para establecer relaciones interpersonales de convivencia, simpatía o amistad, sin olvidar su utilidad como escala para acomodarse en un seguro peldaño social. La modificación del trabajo, despojándose de los estigmas del deshonor y del servilismo, no se atuvo en todos los países inmersos en la Cultura Occidental a un curso sincrónico. España se distinguió una vez más en el desajuste con el sincronismo general, y en esta ocasión lo hizo en el sentido de la demora. Cuando ya en pleno siglo XIX había abdicado de su condición ociosa el cavagliere italiano, el chevalier francés, el gentleman inglés y el herr alemán, con lo que había periclitado en todas partes el fenómeno del dandismo, el hidalgo español continuaba disfrutando a pierna suelta de la plena ociosidad, si bien algunas veces a expensas de soportar un nivel extremo de miseria económica y alimentaria. La dilación de la población española en casi una centuria en incorporarse a la actividad ocupacional de todo tipo sin sentir vergüenza ni deshonor, ni dejar de ser un dandy, fue el resultado de una serie de factores convergentes. La multiplicidad causal por mí aducida puede atraerme el reproche de utilizar un recurso dialéctico para ocultar el desconocimiento del verdadero origen del retraso histórico que estamos comentando. Pues bien: mi réplica es que los factores copartícipes en la demora están conexionados entre sí en forma de una densa trama que, en sentido orteguiano, podría definirse como la moderna circunstancia española. Entre ellos no hay ningún agente ajeno a lo que era entonces la genuina condición del español, como puede comprobarse en la relación siguiente: 1º. La afluencia de riqueza americana procedente de países que lejos de ser colonias eran la España de ultramar. Los nobles españoles contemporáneos estaban mantenidos por esta ilusión, sin vislumbrar que en su mayor parte era una riqueza mal administrada o dilapi 32
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dada. Hoy se admite que el 80% de los dos millones de ducados anuales recibidos en España hacia 1550, iba a manos de banqueros extranjeros. Castilla se quedaba con menos de la cuarta parte. Por ello, me inclino a considerar que este dato económico influía sobre la población española de entonces más como una ilusión que como una realidad. Llevando este asunto a sus últimas consecuencias, algunos historiadores llegan a lamentar el descubrimiento de América como lo peor que le podía haber ocurrido a España.
2º. La distribución de la población en tres etnias había acostumbrado a los cristianos viejos a consagrar su actividad a ritos religiosos o cortesanos, puesto que de las actividades manuales duras se encargaban los moriscos y las actividades liberales o gremiales las asumían los judíos. Esta jerarquización medieval del trabajo imperante en España durante muchos siglos tuvo que haber influido sobre el espíritu de los nobles y la aristocracia en el sentido de multiplicar su desdén y menosprecio por el trabajo. 3º. El destierro de los judíos y los musulmanes condujo a la sociedad española a dispersarse en estas tres castas: la de los labradores y los jornaleros; la de los nobles y los hidalgos, estancados en el ocio; y el nuevo abanico de gentes que rehuían el trabajo por distintos medios, distribuidos en tres sectores: los pícaros o bellacos, los criados o lacayos y los bandidos o ladrones. 4º. La deficiente calidad de vida de los labradores y los jornaleros era tomada por los demás estamentos como una señal demostrativa de que el trabajo no era un medio válido ni siquiera para salir de la miseria.
5º. La inflación del dúo emocional formado por los sentimientos de orgullo y de honor en el estamento nobiliario o señorial español 33
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superando el nivel alcanzado en otros países. El hidalgo español no se dejaba tentar por el trabajo por mucho que le acosase la penuria. El insigne dramaturgo español Lope de Vega, en su comedia El villano en su rincón, dedica una ingeniosa sátira poética al hidalgo que lucía blasones y carecía de talegos: «Que es mi casa solariega/mucho más que no las otras/pues que por no tener techo,/le da sol a todas horas». Sobre el orgullo nobiliario hispánico han incidido varios autores extranjeros.
Para el sociólogo alemán Simmel (1977), la clave del absoluto repudio del trabajo por los españoles reside en el orgullo temperamental: «El orgullo característico de los españoles y su desdén por el trabajo, procedía de que, durante largo tiempo, emplearon como trabajadores a los moros sometidos; cuando fueron aniquilados o expulsados éstos y los judíos, nos les quedó a los españoles más que el gesto de la superioridad, no habiendo ya ningún subordinado que contribuyese con el necesario complemento. En la época de máxima grandeza, los españoles declaraban sin rebozo que querían, como nación, ocupar en el mundo el puesto que en el Estado ocupaban los nobles, los militares y los funcionarios». Este criterio de Simmel de adjudicar a los españoles el estereotipo de orgullosos es compartido por no pocos historiadores y escritores de otros países europeos. El historiador Pfand cataloga el hipertrófico orgullo español no sólo como un fenómeno casticista, realzado por la sumisión de los moros durante varios siglos, sino como un fenómeno religioso y bélico, «por el descubrimiento, colonización y apostolado de los territorios americanos, y por las repetidas victorias en los campos de batalla europeos, como las de París y San Quintín, y la de las aguas de Lepanto». “El qué dirán” ha sido una de las preocupaciones máximas de los españoles. En algunas capitales de provincia el español rico se sentía avergonzado hasta hace poco si alguien le veía realizando alguna actividad manual o llevando en sus manos por la vía pública un paquete. 34
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6º. La sobreabundancia de criados, sirvientes o lacayos. Las Cortes de Toledo tomaron en 1559 la decisión de solicitar “menos criados o lacayos y más peones o jornaleros”. Lope de Vega escritor importante de varios géneros en el siglo XVII, dedicó a este problema este chispeante cuarteto: «Si no hubieran los señores/los clérigos y los soldados/menester tantos criados/hubiera más labradores».
7º. El desconocimiento o el rechazo del mensaje religioso emitido por los protestantes para alabar la entrega al trabajo por ser una fuente a la vez de bienes espirituales y de riquezas, punto ya comentado unas líneas atrás ilustrado con las afirmaciones de Lutero y Calvino. El sentido positivo del trabajo enunciado por Max Weber como “la ética del protestantismo” nunca pudo arribar al pueblo español. 8º. La instalación en la patria española de una barrera poco permeable para las influencias extranjeras, desde el reinado de Felipe II. En la rígida cosmovisión de este rey español figuraba el principio de proteger a los súbditos cristianos contra las influencias orales y escritas de la Iglesia Reformada centroeuropea. España se había enrocado en los dominios de la teología cristina de la Contrarreforma y hasta la teoría económica de la época, como señala Pierson (1998), estaba sujeta a la teología.
Ya quedó debidamente reflejado en el punto 5º cómo el cristiano viejo era un trasnochado con su irresistible orgullo anacrónico que no le permitía hacerse cargo de ninguna actividad manual. Era un orgullo de casta, pero también orgullo de conquistador bélico, por las hazañas guerreras españolas, y orgullo teológico, al considerarse distinguido por encima de los demás, con la promesa de la salvación eterna. En esta tesitura, lo más probable es que se reafirmase en su actitud de repudiar cualquier oficio mecánico, incluso viéndolo como cosa del diablo, si se le ofrecía la oportunidad de contemplar a los grandes señores protestantes utilizando las manos para trabajar. 35
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Dentro de los otros tres grupos de población española entregados a la vaguería o la ociosidad, verdaderos objetores laborales, dispuestos a iniciar cualquier conducta para rehuir el trabajo, el formado por el tropel de bandidos o ladrones que asolaba España, era el que llevaba la misma vida anodina o vulgar, que en otros países. En cambio, el mundo de los pícaros y el de los criados se atenía en la España de los siglos XVI y XVII a unas características bastante específicas. El pícaro, arquetipo de “vago profesional cultivado”, era un insumiso independiente que se valía del ingenio para engañar y mentir, lo que le servía para ocultar su postura extranormativa y alcanzar mejor las metas personales. Aunque no renunciaba a un trato con otras personas, solía hacerlo con un sentido utilitario, puesto que ante todo se servía a sí mismo. Hacía así honor a su carácter de sujeto independiente, descolocado y rebelde a la domesticidad. En suma, como postula Maravall (1990), «el pícaro quiere hacerse su vida». El mismo escritor español ha dedicado profundas páginas al análisis de la relación amo-criado. En brusco contraste con el pícaro, el criado o lacayo era el arquetipo de la domesticidad aburguesada. Sabedor de la modestia de su cuna y su linaje y resignado con su condición servil, depositaba todas sus esperanzas en llevar una vida descansada y ociosa a la sombra de su señor, al que solía servir con absoluta fidelidad. Se satisfacía con que se le diese a cambio de su servicio, la comida, la cama y el vestuario, sin hacer ascos a alguna que otra dádiva. Ponía todo su empeño en ganarse la confianza de la familia de su amo para que se le considerase más como un allegado familiar que como un asalariado. El criado arquetípico se sentía satisfecho comiendo hasta hartarse y trabajando lo menos posible. Pero había otros criados que se habían “apicarado” dejando de estar resignados con su destino doméstico. El criado podía volverse insumiso y adquirir la sabia picaresca cuando simultaneaba el oficio servil con la amistad de algún personaje ingenioso que vivía del engaño y de la mentira. También podían llegarle los modales pícaros a través de conversaciones, ya que, como escribe Pierson (1998), la «vagancia se convirtió en un estado de vida, que popularizó la novela picaresca». 36
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Entre los criados puros y los criados pícaros se insertaba la modalidad del criado bufón o gracioso. Era un género de criado que no había sustituido la sumisión a su amo por la conducta de motivación independiente, sino que seguía siendo un criado arquetípico, satisfecho con llevar una vida doméstica llena de holganza y con abundante comida.
2.4. El progreso evolutivo de los métodos de trabajo Los procedimientos utilizados en el trabajo se han ido modificando a lo largo de los tiempos, siempre en el sentido del progreso laboral en su doble magnitud, como un ahorro del esfuerzo humano y como una elevación del rendimiento productivo. El descubrimiento del animal como “bestia de carga” fue el notable refuerzo aportado por el periodo Neolítico al sistema de trabajo. El espectacular salto revolucionario moderno de este sistema aconteció en la Inglaterra del siglo XVIII cuando se inició la Era Industrial con la incorporación de la gran maquinaria a los centros de trabajo y el consiguiente avance energético polidimensional en cascada. Finalmente, el siglo XX sirve de marco a la utilización laboral de la electrónica, instrumentalizada en las formas de la robótica y la informática, al tiempo que se incorporan al trabajo las benéficas modificaciones inducidas por una nueva disciplina científica denominada ergonomía. Si nos atenemos a los grandes hitos señalados, la evolución siempre ascendente del sistema de trabajo queda distribuida en estas cuatro fases: — Primera fase: se caracteriza porque el ser humano estuvo entregado a realizar un descomunal esfuerzo físico para sobrevivir, sin contar con otro instrumental que sus brazos, potenciados con herramientas elementales, como ganchos y bastones, a partir de la época del Homo faber, el hombre obrero prehistórico. 37
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— Segunda fase. está señalizado su comienzo hace diez mil años por la transformación del Hombre Paleolítico, cazador y nómada, en el Hombre Neolítico, agricultor y sedentario, transformación valorada por el antropólogo alemán Gehlen como la primera gran crisis de la Humanidad. Fue entonces cuando este nuevo hombre descubre en el animal un apoyo idóneo para descargar sobre él gran parte de su trabajo y de esta suerte economizar fuerza energética propia, además de permitirle la realización de tareas inalcanzables hasta entonces. Para el mejor aprovechamiento de la potencia motriz zoológica, se fueron poniendo en acción una serie de dispositivos mecánicos rudimentarios y máquinas muy simples. — Tercera fase: es la era de la automatización y abarca los siglos XVIII y XIX, que fueron el escenario de la nueva incorporación industrial de las grandes máquinas mecánicas, térmicas y químicas. — Cuarta fase: es la era electrónica y se extiende a lo largo del siglo XX como la época postmoderna de los robots y los ordenadores. A la revolución electrónica se le denomina también revolución digital, en atención a la tecnología manejada. La tecnología digital se ha acreditado como una especie de sobretecnología.
Las dos primeras fases laborales se comentan por sí mismas. Por ello, a continuación me limitaré a estudiar la fase científicoindustrial y la fase electrónica postindustrial, o sea en su totalidad la evolución del trabajo en las tres últimas centurias. El ser humano comenzó a sustituir de una forma masiva el animal por la máquina como principal fuente de energía laboral en Inglaterra hace casi trescientos años. Esta fase laboral de maquinismo y automatización se cubrió de gloria industrial, científica y social al agregar a la serie de potentes motores mecánicos, una serie de máquinas térmicas, químicas y biológicas. La ciencia física experimentó una auténtica renovación en sus principios, renovación plasmada en el nacimiento en 1824 de la termodinámica, a partir del trabajo de Sadi Carnot sobre la potencia motriz del fuego. La ter 38
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modinámica, ciencia sustentada sobre el efecto mecánico inducido por el fuego o la combustión, es decir, la observación de que el calor es capaz de hacer girar un motor, se distinguió pronto por aportar un nuevo punto de vista sobre las transformaciones físicas. Esta observación fue un acontecimiento revolucionario, ya que hasta entonces el único uso industrial imaginable del carbón era el de servir para calentar a los obreros. A la luz de las correlaciones energéticas estudiadas como principal tema por la termodinámica, se confirmó el principio de la conservación de la energía, pero con una modificación sustancial: la energía se conserva, pero sometida a procesos de cambio, algunos de los cuales, según postula el segundo principio de la termodinámica, pueden ser irreversibles. Estos estados de irreversibilidad, se englobaron en la nueva noción de entropía. Como es obvio, el desarrollo de la gran industria se disparó con el impulso proporcionado por una maquinaria cada vez más compleja y polimorfa, alimentada por una energía polidimensional, ramificada entre las acciones mecánica, calorífica y química. En torno a la descomunal proliferación de fábricas, la sociedad occidental tomó la fisonomía de una sociedad industrial. Al tiempo, el ser humano se vio descargado de un cuantioso volumen de trabajo. Aparecieron espacios de tiempo sin tener qué hacer y se elevó la calidad de vida en su vertiente material, pero no en su sentido existencial o espiritual. Estaba haciendo eclosión la cultura del ocio y la sociedad de consumo, o sea una doble orientación humana aberrante cuando menos, ya que la aportación de bienes y de tiempo disponible protagonizada por la poderosa industria pudo haber tomado otra marcha ya en su inicio. El propio trabajo mecánico se volvió menos ingrato y mejor adaptado a la persona. En suma, el pueblo decimonónico podía pensar que se encontraba en el paraíso. Pero no todo el mundo laboral disfrutaba de estos beneficios. Entre las víctimas de la automatización y la extrema parcelación del trabajo consiguiente, aparecen en primer lugar los trabajadores dedicados a un área muy reducida. Se pone además en órbita al superespecialista como un trabajador que “sabía todo de nada”. 39
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Otras víctimas fueron los obreros relegados a servir a una máquina mediante la repetición de un comportamiento elemental automático. Su trabajo quedaba así reducido a la forma de un tic perpetuo. También aparecieron nuevas actividades que no permitían desarrollar la capacidad de la creatividad. Se extendió el paro laboral al ser suplantado el trabajador por la máquina. Todas estas secuelas infortunadas de la industrialización que acabo de referir, se han ido amortiguando con el tiempo, pero sin dejar de seguir dando algunos coletazos. En la renovada organización del trabajo tecnológica en el siglo XIX se introdujeron dos lacras de larga vida, aun vigentes hoy: el burocratismo y el “peterismo”. La burocracia representa un elemento social necesario. Su existencia data de las antiguas civilizaciones. Con ocasión de descifrar la escritura jeroglífica egipcia, una de las sorpresas recibidas fue el alto grado de interés depositado en torno a los datos estadísticos administrativos, como la relación de los elementos de intendencia, el recuento de las pérdidas ocasionadas por una batalla, etc. Aquí hablamos de burocratismo o burocratización para hacer notar la inflación de la burocracia y la pérdida de su carácter de servicio para transformarse en una exigencia. Últimamente se ha instalado en nuestra sociedad el lamento de no poder escapar de las garras de la administración. El “peterismo”, o sea la hegemonía del Principio Peter, fue impuesto en el medio laboral de la mano del burocratismo. Los autores británicos, haciendo gala de su fino humor sarcástico, han esgrimido este principio para hacer notar la tendencia laboral a detener el ascenso progresivo del trabajador, al llegar a un puesto que desborda su capacidad. Una vez fracasado en su nuevo cargo, el empleado queda aparcado allí de un modo indefinido. La consecuencia es el establecimiento de un entramado de funcionarios o trabajadores incompetentes que interfieren la labor realizada por sus compañeros aptos o capaces. Durante el siglo XX los avances laborales más importantes se registraron en la electrónica y la informática. La primera criatura electrónica conocida como robot fue patentada en 1954 por un investigador estadounidense. 40
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Fue el escritor checo de ciencia ficción Kavel Capek quien acuñó el vocablo “robota”, con el significado de trabajador esclavo o servil. Este término hizo singular fortuna y comenzó a aplicarse a máquinas o muñecos capaces de realizar las funciones asumidas por una persona. La red mundial de ordenadores conocida como internet ha sido la última sensacional aportación de la construcción electrónica con tecnología digital. Este fantástico instrumento de trabajo nos permite navegar por un mundo virtual, o sea un espacio real ocupado por palabras o ideas de personas reales pero sin presencia física. Un nuevo mundo, que a algunos les resulta tan fascinante que se vuelven adictos a él1. A mediados del siglo XX ha emergido la nueva ciencia del trabajo conocida como “Ergonomía”, que, sobre la base mixta de la Medicina y la Ingeniería, pretende alcanzar este haz de objetivos: el bienestar del trabajador, el aumento de su rendimiento, la disminución de los accidentes laborales y la prevención de las enfermedades de tipo laboral. Para ello presta una especial atención a rehumanizar la actividad laboral y su medio ambiente a tenor de la comodidad y la salud del trabajador.
2.5. El funcionamiento comunitario de la empresa
La empresa se ha convertido en una célula básica de esa economía de mercado que se ha apoderado de la sociedad actual. La segmentación de las empresas en entidades estatales y entidades libres, tiene un primordial interés. Sólo la empresa que dispone de una libertad de acción suficiente, funciona plenamente como una institución humana, o sea, una comunidad, entendida como una colectividad presidida por un interés y unos valores comunes. A medida que el poder gerencial de la empresa se estataliza, se dispersan o disgregan los valores compartidos. Los valores de la empresa genuina se introducen progresivamente en la mente del trabajador, como 1 Remito a mi estudio sobre adicción a Internet en Las nuevas adicciones. Madrid. Tea ediciones, 2003.
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postulan los expertos canadienses en salud mental laboral Therriault, Streit y Rhéaume (2004). Por consiguiente, el trabajador de una empresa autónoma o libre deja de moverse primordialmente por el interés individual del salario a medida que se mentaliza con el interés productivo común. Ello no significa que su preocupación individual se desentienda de la ambición personal de ganar más o merecer un ascenso. Los intereses empresariales comunes están presididos por el modo de trabajar, la producción de bienes y la obtención de un rendimiento económico en relación con el capital invertido. Queda así dibujado el perfil de la empresa como una comunidad de trabajo, producción y rendimientos. El trabajo en toda empresa se organiza en torno a estas tres clases de actividad: la creativa, la directiva y la operativa. El parangón de la empresa con una gran familia ofrece el gran acierto de que la familia y la empresa constituyen un sistema abierto. Un sistema, por tanto, integrado por conductos internos y abierto a otras instituciones análogas y a la macrosociedad. La doctrina sistémica se ha posesionado hoy del estudio de la familia. La mayor parte de los terapeutas de familia se atienen al modelo sistémico. Por ello, muchos datos comprensivos sobre la familia podrían aplicarse a la empresa. Ambas instituciones sociales básicas se nutren de la interrelación comunicante entre sus miembros. No todo cambio de impresiones ni mucho menos reúne los requisitos de una comunicación. La comunicación es un proceso circular de intercambio de mensajes transportados por la palabra, o por los elementos de la comunicación corporal (posturas, mímica y gestos), o por ambos. La comunicación se constituye como un proceso circular significativo, establecido entre dos o más individuos, cada uno de los cuales asume el doble papel de emisor y receptor. Cuanto más densa es la circulación de mensajes a través de los canales de comunicación y mayor su riqueza cualitativa conexionando miembros de distinto estamento, tanto más elevado es el valor comunitario de la empresa, y con toda probabilidad, por consiguiente, asimismo su nivel productivo o el volumen de sus rendimientos. 42
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La comunicación circulante por los canales internos de la empresa se sistematiza en dos categorías: la simétrica, entre individuos de la misma calificación laboral, y la asimétrica, entre individuos de distinta categoría. Su respectiva designación como comunicación horizontal y vertical representa un grave error, ya que por definición toda genuina comunicación exige que ambos interlocutores estén situados en el mismo plano, aunque el papel comunicante asumido no sea equiparable y es entonces cuando debe hablarse de comunicación asimétrica, por ejemplo, entre un jefe y su empleado, o entre un paciente y su médico. Hay empresas en las que escasea demasiado el tipo de comunicación asimétrica. Esta penuria crea malestar institucional y suele traducirse en un descenso de la productividad o del rendimiento operativo. En cambio, la comunicación asidua y sistemática entre personas del mismo nivel laboral suele ser tan densa, que sirve como jugo nutricio para crear relaciones interpersonales de trabajo, de simpatía o amistad. Precisamente, la relación comunicativa mantenida por el personal de la empresa entre sí es la plataforma sobre la que se constituye lo que en las ciencias psíquicas se denomina un grupo o psicogrupo. Podemos dar por constituido un grupo psíquico cuando una serie de personas, con un número entre cuatro y catorce, se reúnen con cierta periodicidad y hablan entre sí. La comunidad empresarial ofrece un medio muy propicio para que sus miembros se congreguen en grupos. El miembro de un grupo cuando se encuentra reunido con los otros miembros experimenta una profunda modificación en sus actitudes, ideas y sentimientos, sobre todo a expensas de dos poderosos influjos: primero, la integración en el grupo supone aceptar el espíritu del grupo y sus objetivos; segundo, el jefe o el líder que ha asumido la dirección del grupo posee un poderoso ascendiente sobre los demás miembros. Por otra parte, el grupo posee una fuerte dinámica propia que le conduce muchas veces a modificar sus propósitos iniciales y tomar una senda distinta. La mayor parte de los grupos emergentes en las empresas pertenecen a uno de estos tres tipos: 43
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— El equipo de trabajo, integrado por personas de la empresa que o comparten la misma actividad, o poseen análoga formación laboral, o desempeñan su trabajo en lugares próximos. La cohesión intragrupal obedece a razones de trabajo y su apertura a otros grupos es franca y puede estar teñida de camaradería o de competitividad. — La peña de amigos o compañeros, cohesionados entre sí por vínculos de simpatía, afinidad personal, aficiones o ideología. Suelen ser grupos mucho menos estables que los equipos de trabajo y con frecuencia cambian de estructura o tema y ofrecen el riesgo de convertirse en un grupo cerrado. — La camarilla, designación que aquí empleo para los grupos cerrados, o sea constituidos a lo largo de cierto tiempo o indefinidamente por las mismas personas, sin altas ni bajas. La camarilla o “capillita” es casi siempre el resultado de una ligazón afectiva densa entre sus componentes. Su frente exterior suele estar saturado de agresividad contra los individuos ajenos al grupo o contra otros grupos.
La dinámica tan viva de los grupos hace que los criterios de cohesión intragrupal experimenten fuertes modificaciones. De esta suerte el grupo puede cambiar espontáneamente de temática y hasta de estructura en un breve periodo de tiempo. Si valoramos el impacto sobre la comunidad causado por cada uno de los tres tipos grupales, el resultado sería el siguiente: el grupo de trabajo representa un magnífico apoyo para el conjunto de la empresa, tanto en sus aspectos humanos como en sus rendimientos y productividad; el grupo tipo peña puede significar una gran ayuda suplementaria para la empresa al reforzar la moral y las ilusiones del trabajador, aunque sus influjos pueden torcerse en función de un líder poco recomendable o por transformarse en un grupo cerrado; finalmente, el grupo tipo camarilla constituye una amenaza para los demás trabajadores y para la integridad de la institución empresarial, ya que dada su cerrazón se autoalimenta de agresividad y después la dirige contra las personas ajenas. Aunque el foco central de interés inicial para el grupo cerrado sea de significado 44
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noble y de altitud de miras, su propia cerrazón le conduce a acumular en su interior fuertes tensiones pasionales entre sus miembros, que buscan la salida al exterior en forma de violencia poco discriminada. Contamos con el antecedente de muchas empresas que se han extinguido arrolladas por el estruendoso caudal de violencia fabricado por grupos de presión cerrados. La aparición de un grupo cerrado en una empresa tiene a veces tal entidad y fuerza, que es como si se hubiese constituido una segunda empresa, hostil a la otra. Su comparación con el establecimiento de un cáncer en el organismo humano está justificada y nadie, creo yo, me podrá reprochar, la falta de precisión de esta imagen biológica. Por ello, la aplicación de medidas preventivas para evitar la formación de psicogrupos cerrados alcanza la entidad de la lucha contra una especie de cáncer empresarial. La política empresarial preventiva contra la irrupción de grupos cerrados se sistematiza en torno a estas tres pautas: primera, la activación suficiente de los canales de comunicación simétrica y asimétrica; segunda, el intercambio de personas y temas entre los grupos abiertos ya constituidos; tercera, el descarte de los trabajadores violentos o pasionales para encumbrarse como líderes o cabezas de grupo. Uno de los momentos más delicados de la vida empresarial es el relacionado con la introducción de algún cambio que puede afectar al personal, al organigrama de la empresa o al estilo de producción. Estos cambios son hoy más ineludibles que nunca. Y es que al hecho de que todo individuo está sujeto a cambios, y por eso se dice “somos siempre el mismo pero nunca lo mismo”, hoy estamos inmersos en un época sociocultural sujeta a profundas modificaciones incesantes, que justifican definir a la sociedad contemporánea como una sociedad de cambios acelerados. Por lo tanto, una empresa estática sería considerada hoy como una institución anacrónica. Al tiempo, resulta inevitable que todo cambio sea acogido con recelo, desconfianza o temor por parte de los afectados. Para evitar estas reacciones de inseguridad en el personal de la empresa, que puede llegar a constituir una oleada de pánico colectivo, los dirigentes están obligados a ofrecer a sus empleados una información veraz y serena sobre las modificaciones empresariales que se avecinan o rumorean. 45
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El mantenimiento de una información suficiente día a día sobre la marcha de la empresa puede facilitar mucho las cosas cuando lleguen momentos difíciles o sea inminente alguna modificación importante funcional o estructural. Otro asunto de primordial interés para evitar la fosilización de la empresa es la organización periódica de cursos de reciclaje sistemático o específico para todo el personal, naturalmente con arreglo a un programa distribuido en fechas distintas, con objeto de evitar una ausencia laboral masiva del personal. La empresa, como ya quedó dicho, es un sistema abierto. Su apertura preferencial guarda relación con los proveedores y otras empresas análogas. La relación con empresas de la competencia puede colorearse con matices distintos, desde la coordinación hasta la enemistad, sin olvidar la rivalidad. El enfrentamiento interempresarial puede redundar en graves perjuicios funcionales para ambas empresas rivales y embargar con un estrés hipercompetitivo a sus correspondientes ejecutivos y dirigentes. Por todos sus flancos, la empresa presenta una relación de apertura recíproca con la macrosociedad en la que está inmersa. En la vía centrípeta, la prestación de una atención suficiente a los cambios sociales para hacerse cargo de ellos o asimilarlos en la forma conveniente, es una actitud empresarial previsora, imprescindible además para evitar el desfase de la institución. A la vez, el establecimiento de un filtro selectivo para protegerse contra las fuentes de violencia sociocultural y el mundo de las drogas, resulta una precaución imprescindible para su propia supervivencia. Por su parte, la vía centrífuga, ocupada por la publicidad y la propaganda, es la senda idónea para informar en forma debida a los clientes, despertar el interés en otras personas y sobre todo para cultivar el prestigio social de la institución. Estamos invadidos ya por la presencia de cambios empresariales revolucionarios, a lomos de la nueva tecnología de la información y la comunicación, representada hoy sobre todo por internet. Hay quien cataloga estos cambios como el acontecer de la tercera revolución industrial. Aquí vamos a conceder especial atención a la nueva forma de actividad laboral constituida por el teletrabajo (telework), o sea el trabajo a distan 46
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cia. El trabajo alejado de la empresa, hoy facilitado por el nuevo instrumental como el ordenador portátil, puede realizarse o en una oficina secundaria, o en un centro sucursal, o desde un lugar no fijo, o en el propio domicilio del trabajador. Sus ventajas se concretan en el incremento del rendimiento productivo y en la disminución del estrés ocasionado por la rigidez del horario, el desplazamiento, la incompatibilidad con la vida familiar, etc. Por su parte, el teletrabajador para salir indemne de una actividad que implica la suspensión de las relaciones interpersonales directas con los jefes y compañeros, debe reunir ciertas condiciones personales, en especial la capacidad de autoprogramación, el ejercicio de hábitos disciplinados y la posesión de un yo suficientemente sólido para acometer por sí mismo la resolución de problemas y la toma de decisiones, sin sumirse en el desaliento. El trabajo electrónico en casa es, tal vez, la mayor novedad ofrecida por el género del teletrabajo. En esta modalidad de teletrabajo, el individuo dispone de la más amplia flexibilidad horaria, siempre condicionada a priori por la responsabilidad de obtener el rendimiento productivo pactado con la empresa. A las ventajas e inconvenientes citados para el teletrabajo en general, se agregan dos nuevos riesgos importantes que ensombrecen el trabajo electrónico hogareño: primero, la tentación de divertirse con el ordenador y convertirse en un cibernauta inveterado o adictivo; segundo, la elevada incidencia del sobrepeso o la obesidad, como resultado de la falta de ejercicio físico unida al picoteo de alimentos innecesarios. La sustitución del esfuerzo humano por el manejo de instrumental electrónico es un fenómeno progresivo, que puede convertirse o en una amenaza o en una liberación. Su aspecto amenazador consiste en la disminución de la cuota de trabajo estable o definitivo. Su efecto liberador se traduce en la disponibilidad individual de un mayor volumen de tiempo libre. Lo evidente es que nos encontramos ante una creciente reducción masiva de la cantidad de trabajo humano necesario para hacer funcionar la máquina del mundo. El tiempo dirá la última palabra.
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3.1. Una clave para la felicidad
El trabajo se ha introducido de lleno en la vida presente por una vía doble: primero, como una obligación o un deber comunitario y, segundo, como un derecho personal. Por ello, su práctica se ha vuelto imprescindible para acceder al corpus de la realidad social y para estimular el proceso de maduración de la personalidad. La presencia de la dedicación a un trabajo en el proyecto vital de la persona resulta hoy un dato constante obligado. No puede concebirse en el presente la redacción de un proyecto de vida en ausencia del interés o la entrega a un trabajo, a no ser que medien circunstancias excepcionales o elementos discapacitantes. Con ocasión de ser preguntado acerca de lo que debía de ser capaz de hacer bien una persona sana, el fundador del psicoanálisis, doctor Sigmund Freud, respondió con este sabio apotegma: «Lieben und arbeiten» (amar y trabajar). La capacidad de trabajar es hoy un parámetro de salud psicofísica fundamental, cada vez más valorado por la sociedad. En cambio, la sociedad se desentiende mayormente del funcionamiento amatorio. Tal vez sea esto así, o para respetar la intimidad de la persona, o para evitar introducirse 49
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en una problemática compleja, donde se combinan los sentimientos y la comunicación interpersonal con el placer físico. De todos modos, la capacidad de amar está presente de algún modo en el indicador de salud mental que atiende al desempeño del papel correspondiente en el ámbito familiar. Por otra parte, las capacidades de amar y trabajar no sólo coinciden como referencias o indicadores de salud mental, sino que su puesta en práctica supone emprender una marcha que consolida el estado de salud o de bienestar. Amor y trabajo representan además un premio de aproximación a la felicidad o tal vez la felicidad misma. Como está de moda afirmar que “el fin no justifica los medios”, aunque luego este postulado sólo sirva para ser transgredido, parece oportuno plantearse con gallardía si el trabajo es un medio o un fin. El somero análisis del funcionamiento de la sociedad occidental actual, haciendo abstracción de elementos ideológicos, denota, desde mi punto de vista, que el trabajo es, a la vez, un medio y un fin, de modo que es una actividad que se justifica a sí misma. En cuanto medio, el trabajo es utilizado como un instrumento válido para muchas cosas: subsistir, insertarse en la realidad, integrarse en la sociedad, madurar como persona, ahuyentar el sedentarismo y desarrollar las neuronas. Es tan importante este conjunto de objetivos que eleva la intercesión del trabajo a la categoría de fin en sí mismo. Para no sacralizar el trabajo, conviene reflexionar sobre el recorte de que no vivimos para trabajar, porque hay otros fines en la vida superiores al trabajo que cada uno debe buscarse o proponerse, pero no por ello se puede prescindir de la verdad catedralicia de que “vivimos trabajando”. Con independencia de que el trabajo sea utilizado o vivenciado como medio, como fin o como ambas cosas, su presencia es casi una realidad constante, no sólo en el proyecto personal, como ya hemos visto, sino a lo largo de la propia vida humana. Al niño se le imparte una educación obligatoria mediatizada por un programa de disciplina marcado por una agenda de trabajo. Se le socializa para que sea un buen trabajador el día de mañana y se le asedia con la pregunta qué querrá ser de mayor. El adolescente se siente muchas veces confuso cuando se le apremia para que tome una decisión voca 50
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cional sobre su ruta de trabajo. Cuando la elección presenta dificultades se recurre a las pruebas de orientación profesional como si fuera la consulta de la esfinge. El joven se esfuerza en incorporarse cuanto antes al medio laboral y trata de ajustarse a su nuevo ambiente para convertirse en un adulto maduro y estable, o sea, un trabajador experimentado. Al final del ciclo vital, la jubilación traumatiza a no pocos por vivir su nueva situación como una especie de muerte social, ya que se les ha arrebatado la práctica del trabajo, tal vez el único tema sólido de su vida. El trabajo, visto desde la salud mental, es un módulo de bienestar y uno de los objetivos vitales, pero no la finalidad primordial de la vida ni su meta suprema. Al menos, habrá que contar con que el trabajo no ocupa todo el tiempo cronológico, por lo que resulta imprescindible recurrir a otras actividades para cubrir la totalidad del día o de la semana. Parece un tanto paradójico que a la vez que el tema del trabajo ha ido escalando posiciones en el proyecto de la vida, su cuota temporal se ha ido reduciendo a pasos agigantados. Las 70 u 80 horas de trabajo semanal que era el promedio hace alrededor de ciento cincuenta años en las grandes industrias y talleres y en el sector agrícola, fue menguando a menos de la mitad, como consecuencia del sensible acortamiento de la jornada laboral y de la instauración del descanso durante los fines de semana. La reducción de la cantidad del tiempo empleado en el trabajo se incrementa si se toma como marco de referencia el mes o el año, al incorporarse a la cuota de asueto la serie de nuevos días feriados y el periodo anual de vacaciones. Con todo, en esta progresiva invasión de la holganza que viene aconteciendo a lo largo de los tiempos modernos y postmodernos, tal vez lo más significativo sea el descenso del número total de años de vida dedicados al trabajo. Hoy como es obvio, se comienza a trabajar más tarde, plazo alargado aún más con frecuencia por la lacra del desempleo juvenil, mientras el retiro se ha anticipado, adelantamiento intensificado muchas veces por la opción voluntaria de la jubilación precoz. A todo ello se agrega el acortamiento del trabajo diario y semanal, los nuevos días feriados, el mes anual de vacaciones y cuando resulta posible, al menos para el personal docente, el disfrute del llamado año sabático cada siete años. 51
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Cómo ocupar el enorme volumen de tiempo extralaboral es un tema acuciante en el presente. La solución más cabal y adecuada puede ser la repartición sistemática del día en tres parcelas omnipresentes en la vida humana: el tiempo del sueño, el tiempo sociofamiliar y el tiempo libre antes definido como tiempo de ocio. Su denominador común es el apartamiento del trabajo. Hay programas de vida donde este apartamiento se atiene a una línea divisoria nítida marcada por el cronos. Pero no siempre ocurre así. El mantenimiento de la escisión con la práctica del trabajo es una exigencia que se vuelve bastante difícil o ficticia cuando se trata de un ejercicio profesional o de una actividad directiva, ya que son ocupaciones que trascienden su estricto tiempo cronológico para infiltrarse por los otros tres territorios. El profesional y el ejecutivo se entregan de lleno a su específica tarea sin parar mientes en sustraer horas al sueño, seleccionar a tenor de sus intereses las amistades y los temas de conversación y aprovechar el tiempo libre para ampliar conocimientos. La profesión y el cargo directivo son ocupaciones que desbordan lo que es el trabajo en sí para convertirse con frecuencia en un estilo de vida. La distribución tetrapartita equilibrada del tiempo del reloj y del calendario, o sea, el tiempo objetivo o físico, constituye una norma de salud mental y, a la vez, cuando las cuatro parcelas se mantienen armónicas, representa una sólida clave de felicidad. Todo el mundo sabe más o menos lo que es dormir bien y gozar de un ambiente familiar apacible y de unas excelentes relaciones interpersonales de trato y amistad. El problema aparece al afrontar la ocupación del tiempo libre. El tiempo libre hoy conceptuado como tiempo de libertad, en la doble orientación del recreo y de la cultura, nació como tiempo de ocio. Fue, sin duda, un nacimiento torcido porque el término ocio daba la falsa impresión del descanso mediante la inactividad, error que todavía no se ha corregido hoy del todo. El sistema de vida cuatripartito mencionado ha de estar sometido a esta doble regulación temporal: por una parte, la orientación disciplinada normativa, tomada con flexibilidad, a tenor de las indicaciones del tiempo objetivo, o sea, el reloj y el calendario; por otra, las modificaciones introdu 52
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cidas en la disciplina horaria por las preferencias personales, ateniéndose así al tiempo subjetivo o tiempo existencial. Parece evidente, por tanto, que se trata de un sistema de vida dotado a la vez de regularidad normativa y de espontaneidad personal. En la esfera de la salud se maneja hoy con particular interés la noción de la calidad de vida. Esta noción nació en los años sesenta del siglo pasado en el círculo de los sociólogos y los economistas estadounidenses como la evaluación del nivel material de vida. Al incorporarse el índice de la calidad de vida a los criterios de salud mental, su significado se amplió a la vertiente psicoespiritual. Las ciencias psíquicas entienden hoy por calidad de vida sana el conjunto formado por unos hábitos saludables y libres del consumo de sustancias tóxicas y una situación vital al menos aceptable para el criterio del observador y la vivencia del sujeto. En el examen de la situación vital se distribuye la atención en tres focos: el nivel material, el bienestar psíquico y social y el sentido de la vida, conexionado íntimamente con la libertad y el proyecto. Pues bien, por mi parte vengo proponiendo desde hace varios años la ampliación del índice de calidad de vida con el parámetro de la distribución equilibrada y flexible del tiempo en cuatro sectores (trabajo, sueño, familia, tiempo libre) y el análisis del funcionamiento de cada uno de ellos. La asociación de un sueño grato y suficiente, una familia armónica y abierta a la macrosociedad, un trabajo vivido como una actividad propia y un tiempo libre a caballo entre el divertimento y la cultura, puede ser el desidératum tetrapartito en los planos del bienestar y la felicidad, y la plataforma idónea para hacer felices a los demás. La felicidad no se compra pero sí puede conquistarse con la complicidad de una estrategia que establece una equilibrada y flexible repartición del tiempo disponible entre los cuatro grandes capítulos que forman el programa de la vida humana: el amor o la amistad, la libertad, el trabajo y el descanso.
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3.2. El tiempo de sueño No puede dejar de llamar la atención que el ser humano pase durmiendo aproximadamente el tercio de su vida. Los otros dos tercios corresponden al estado vigil. El ciclo vigilia-sueño es, por tanto, todavía algo desproporcionado, me atrevería a decir afortunadamente, al tiempo que lamento la ausencia de una desproporción todavía mayor. Tanto por conveniencia natural como por regulación cultural, la noche es dada al hombre para dormir y el día para estar despierto. Ocurre lo contrario en los hábitos de los animales depredadores. He aquí al menos un rasgo que nos diferencia de los animales especializados en cazar durante la noche. La cultura impuso al hombre aprovechar la luz solar para sus actividades. El hábito tradicional de fidelidad al ciclo claridad-oscuridad no se modificó mayormente con el advenimiento de la luz eléctrica. Tal vez lo más importante al respecto de reservar la noche para dormir sea que la condición natural de la persona aprovecha mejor el sueño cuando se inicia antes de medianoche. Se ha descrito en una fecha reciente el síndrome del retardo del sueño que afecta especialmente a los adolescentes y los ancianos cuando toman la costumbre de acostarse ya muy entrada la noche o al amanecer por propia voluntad, o porque no pueden dormir a la hora deseada, o por cualquier otro impedimento, y demoran el levantarse hasta después del mediodía. El sueño sujeto a este emplazamiento horario notoriamente retrasado es muy poco reparador, suele tener una duración por encima de lo común y se complica con frecuencia con datos psicopatológicos como cuadros de ansiedad o depresión o trastornos de conducta. El estado del sueño se compone de la combinación de dos ritmos: el sueño lento, que abarca el 80% del sueño de la noche y proporciona una reposición física, y el sueño rápido, que abarca la fracción restante del 20% y sirve para la restauración psíquica y la organización de la memoria y el aprendizaje. 54
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La respectiva denominación de sueño lento y sueño rápido corresponde al tipo de ondas bioeléctricas. El grado de lentificación de las ondas propias de este sueño lento, juntamente con otras características, permite distribuirlo en cuatro niveles:
— El estadio I o sueño muy ligero (adormecimiento): cursa con ritmos alfa lentos (7,5-8 c.p.s.) y actividad theta (4-7 c.p.s.). — El estadio II o sueño ligero: cursa con ritmos theta, interrumpidos con ráfagas rápidas. Estos dos primeros estadios abarcan el 50% de la noche. — El estadio III o sueño profundo: cursa con ritmos delta (1 a 4 c.p.s.) y theta (4-7 c.p.s.) — El estadio IV o sueño muy profundo: cursa con ritmos delta generalizados. Estos dos estadios de sueño profundo abarcan el 25% de la noche.
Por su parte, el sueño rápido cursa con ritmos rápidos de bajo voltaje, un trazado cerebral paradójicamente muy semejante al que se asocia a la actividad mental durante el estado vigil. Por eso, se le denomina también sueño paradójico. El nombre de sueño MOR, por el que igualmente se le conoce obedece a las siglas de Movimientos Oculares Rápidos, un signo habitual suyo. Esta denominación se maneja más con las siglas inglesas como sueño REM (Rapid Eye Mouvement). El sueño rápido abarca el 20-25% de la noche. Su primera presentación ocurre unas dos horas después de haberse iniciado el sueño, a partir del primer ciclo de sueño profundo. Es una modalidad de sueño peculiar que puede considerarse como un sueño profundo acompañado de la aceleración de los ritmos cardiaco y respiratorio, la presencia de movimientos oculares rápidos, el estado de relajación muscular y la vasodilatación de los órganos genitales. La mayor parte de los sueños y ensoñaciones acontece en el marco del sueño rápido. A lo largo de la noche, el sueño se inicia por un estadio ligero, progresa después hacia el nivel profundo y entra más tarde en una fase de sueño rá 55
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pido. A medida que avanza la noche los periodos de sueño rápido se vuelven más largos y frecuentes, en torno a una duración media de 20 minutos. La evolución de los diversos estadios del sueño experimenta profundas variaciones según la edad. Las dos modalidades del sueño obedecen a una regulación rítmica distinta, asumida por su respectivo marcador o reloj biológico. El regulador cronológico interno está sujeto en ambos casos a los influjos de agentes externos conocidos por ello como sincronizadores, en cuya serie figuran algunos factores psicosociales como la distribución horaria de las comidas, la hora de acostarse o el tiempo asignado a las relaciones interpersonales o al trabajo, conjuntamente con ciertos datos ambientales como las variaciones circadianas o diarias del ciclo día-noche o las oscilaciones de la temperatura del entorno. Con relación a la influencia externa ejercida por los sincronizadores, el comportamiento de los respectivos reguladores es notoriamente distinto en el sueño lento y en el rápido. El regulador del sueño lento es muy débil y se deja modificar fácilmente por la influencia de los sincronizadores. En cambio, el sueño rápido tiene un regulador muy firme, que ofrece una especial resistencia al influjo ejercido por los factores externos. Por ello, la modificación de la hora de dormir influye inmediatamente sobre el ritmo del sueño lento en el mismo sentido de adelantamiento o retraso, y, por contraste, encuentra mucha resistencia en cambiar el ritmo del sueño rápido, con lo que se establece cierto desfase o desincronización entre los dos componentes rítmicos del sueño. De aquí se infiere la importante sugerencia sanitaria de procurar iniciar el sueño todos los días a la misma hora. El adelantamiento de la hora de acostarse suele ser menos nocivo que la demora. Ello se debe a que el retraso de la hora habitual de dormir impone al sueño lento el consiguiente retraso y en cambio el sueño rápido al no dejarse modificar experimenta una presentación anticipada en el conjunto del sueño, y esta relativa anticipación suele ejercer una acción depresiva. Debe tenerse presente a este respecto que el acortamiento del tiempo de latencia del sueño rápido, o sea el tiempo transcurrido entre el inicio del sueño y la primera presentación de una fase suya, desciende en el cuadro depresivo por debajo de su nivel habitual, oscilante entre 90 y 120 minutos. La presentación 56
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adelantada del sueño rápido en el ciclo del sueño global, dicho en otros términos, el avance de fase del sueño paradójico, constituye el marcador biológico dotado de mayor significación para confirmar el diagnóstico de la enfermedad depresiva. El adormecimiento tiene un significado especial porque supone la ruptura con la realidad y la interrupción del estado vigil. Viene a ser como un espacio transicional donde se sustituye la experiencia de la realidad por el vacío de la soledad, o sea el contacto relacional con los otros por el recogimiento en la intimidad propia. Los niños requieren el arrullo o la canción de cuna de la madre para tranquilizarse y dejarse invadir por el sueño. En las demás edades la presentación de alucinaciones, las denominadas alucinaciones hipnagógicas, es muy frecuente. Esta masiva invasión alucinatoria la he explicado yo mismo en un trabajo reciente como la compensación necesaria para cubrir el vacío mental impuesto por la supresión de la conexión con el medio externo, supresión denominada desaferentación en los círculos científicos. Una vez que hemos aportado información suficiente para denotar que a todo trabajador le conviene acostarse con regularidad —a la misma hora— todas las noches, si es posible antes de sonar las doce campanadas, pasamos a revisar a continuación los aspectos cuantitativos y cualitativos del sueño, con el objeto primordial de distinguir los buenos y los malos dormidores. La necesidad individual del sueño ofrece una amplia variación de unas personas a otras. El 99% de la población dedica al sueño una cantidad de horas por día entre cinco como mínimo y nueve como máximo. En la franja comprendida entre las seis y las ocho horas se encuentra el 70-80% de la población. Por lo general, la actividad física requiere más tiempo de sueño para superar la fatiga que la actividad intelectual. Para calibrar la calidad del sueño se recurre en casos patológicos especiales a la polisomnografía, método que consiste en registrar a lo largo del descanso nocturno varios parámetros fisiológicos, en especial estos tres: el electroencefalograma, el electro-oculograma y el electromiograma. Los datos recogidos por este triple registro permiten conocer con todo detalle la estructura del sueño, es decir, a la vez que ofrecen una lectura directa de las su 57
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cesivas fases del sueño y de sus respectivos momentos de presentación, facilitan el cálculo de la fracción del sueño correspondiente a cada uno de los cinco estadios. La evaluación de la calidad del sueño se efectúa en la práctica clínica diaria atendiendo sencillamente al autoinforme del sujeto, complementado en algunos casos con el testimonio suscrito por sus allegados. Los datos que nos permiten concluir si estamos ante un dormidor bueno o malo, no sólo se refieren al hecho en sí del sueño y de la noche, sino al buen funcionamiento diurno ya que sobre todo la somnolencia o la falta de atención suelen ser la consecuencia de un sueño de mala calidad. Es conveniente precisar si hay consumo de alcohol, tabaco o café, sustancias que ejercen unos efectos fisiológicos perturbadores sobre las cualidades idóneas del sueño. He aquí la relación de los datos de significado negativo para la evaluación cualitativa del sueño:
— El periodo de latencia del sueño superior a treinta minutos, o sea, la demora en conciliar el sueño más dilatada de media hora. — La inestabilidad del sueño reflejada en dos despertares o más. — La incidencia de pesadillas frecuentes. — La presentación precoz del despertar definitivo. — La duración del sueño superior a nueve horas o inferior a seis. — La impresión subjetiva displacentera sobre el descanso proporcionado por el sueño. — La somnolencia durante el día o el funcionamiento torpe de la atención o de la capacidad de vigilancia. — El uso de medicación hipnótica o hipnofacilitadora. — El consumo de alcohol, tabaco o café para influir sobre el curso del sueño o durante el tiempo que precede al momento de acostarse.
Los malos dormidores, o sea, aquellos sujetos que presentan al menos un rasgo sómnico negativo con cierta intensidad o reiteración deben ser considerados como personas de calidad de vida precaria, que acumulan además 58
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el riesgo de verse implicados en un accidente de trabajo o de circulación. En la estrategia de prevención de accidentes laborales debería incluirse la indagación de los aspectos negativos del sueño en todos los trabajadores ocupados en una actividad de cierto peligro. Existe una serie de formas de organización del trabajo que impiden dedicar la noche a dormir o que obligan a interrumpir el sueño nocturno. Consiguientemente, estas actividades determinan en una alta proporción de trabajadores la presentación de un desfase o desincronización de los ritmos del sueño, a veces complicada con la disminución del sueño rápido. Esta modificación sómnica encierra una seria amenaza para la salud mental o la física y muestra una especial tendencia a reflejarse en trastornos de este tipo: alteración del sueño o un sueño de calidad mediocre, trastorno psicosomático, actos antisociales, consumo de drogas o farmacodependencia, crisis de ansiedad o pánico o episodio depresivo. Al tiempo, se establece una significativa disminución del rendimiento laboral, una tendencia al absentismo o una propensión a los accidentes. Las formas de organización del trabajo que impiden o perturban el sueño nocturno son el trabajo de noche, el trabajo rotatorio, el trabajo posta, las actividades de transporte y el servicio de guardias. El trabajo nocturno supone nada menos que imponer al sujeto un plan de ordenación temporal al revés, o sea, dedicar al sueño parte del tiempo diurno y reservar para el trabajo la totalidad del tiempo de la desactivación nocturna. Resulta especialmente penosa la entrega al trabajo durante el “agujero” de una a tres de la mañana, acorde con su alta afinidad a la fatiga y los accidentes. Entre los trabajadores nocturnos abundan los malos dormidores, a causa sobre todo de tener un sueño demasiado corto o un índice bajo de sueño rápido. El trabajo rotatorio impone una sucesión de cambios en la estructura temporal de la vida, que pueden llegar a un nivel de la disociación o la disgregación, como si fuera el tiempo desintegrado del enfermo esquizofrénico. Para amortiguar este efecto anarquizante de la turnicidad e imponer cierta regularidad temporal, resulta aconsejable recurrir al mayor alargamiento posible de los turnos, interponiendo entre ellos el intervalo mínimo 59
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de seis meses. De todos modos, conviene precisar que hay trabajadores que se inclinan por optar por la rotación rápida, con un cambio de turno cada 2 ó 3 días. El llamado trabajo de posta debe su nombre al antiguo servicio de correos o de carruaje de viajeros caracterizado por el cambio de caballos de trecho en trecho. Esta modalidad de trabajo cíclico persigue el objetivo de asegurar la continuidad del funcionamiento laboral mediante la intervención sucesiva de tres o cuatro equipos, que se suceden sin interrupción a lo largo de una jornada de veinticuatro horas. Durante los fines de semana, el trabajo posta puede ser suspendido o no. Este tipo de trabajo se encuentra en fase de requerimiento progresivo. El relevo de estos trabajadores suele atenerse a distintas normas. La acción nociva de esta modalidad laboral sobre la salud presenta bastantes analogías con el trabajo por turnos, porque en definitiva es un trabajo sometido al relevo periódico, si bien se procura reducir la necesidad de efectivos durante la noche. Para proteger a los trabajadores nocturnos, rotatorios o cíclicos conviene aplicar esta serie de medidas especiales: — El reforzamiento de la motivación laboral. — El alivio de la presión ambiental impactada sobre el trabajador. — La mejora de sus condiciones de vida. — La revisión de su estado de salud por los médicos con especial asiduidad. — La compensación de tipo económico o mediante algunos días de asueto. Para los servicios de guardia se recomienda que cada noche en vela se acompañe de un día de reposo laboral absoluto lo más rápidamente posible. De todos modos, el daño ocasionado a la salud por este tipo de trabajo varía mucho en función del tema. Las guardias sanitarias constituyen la especie mejor conocida del trabajo sometido a guardias periódicas. Sus implicaciones nocivas alcanzan una cuota psicopatológica elevada, al reforzarse la des 60
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compensación rítmica impuesta por la presentación de la jornada de guardia con el distrés o estrés excesivo ocasionado por la asociación de la prisa y la sobretensión propia de la responsabilidad clínica.
3.3. El tiempo sociofamiliar
El tiempo sociofamiliar es la parte de tiempo no dedicada al trabajo, que se halla ocupado por las relaciones familiares y las actividades sociales, tal como indica su denominación. Esta parcela del tiempo no se encuentra totalmente deslindada del tiempo entendido como tiempo libre, ya que algunas ocupaciones propias del tiempo libre se hallan incluidas dentro de las actividades sociales. El tiempo sociofamiliar es esencialmente un tiempo de encuentro y comunicación con los demás. Tiene una gran importancia cómo lo cubren los trabajadores porque este tiempo se contrapone al tiempo de estar solo o tiempo de solitud. Uno de los análisis más interesantes de esta modalidad de tiempo consiste en estimar la comparación del porcentaje del tiempo pasado con otras personas con el del tiempo pasado solo. Conviene, por otra parte, diferenciar entre solitud y soledad. Soledad es el sentimiento del que se siente solo y solitud es estar solo. La solitud durante cierto margen de tiempo es recomendable, ya que permite a cualquiera encontrarse consigo mismo, o sea con sus recuerdos, sus imágenes o sus experiencias. Desde el punto de vista de la salud mental, la solitud domiciliaria no es recomendable para nadie. Y si alguien tiene que vivir solo, puede tratar de neutralizar sus riesgos entregándose a relaciones muy asiduas con los vecinos o los visitantes. El tiempo social responde a una necesidad que es la comunicación y relación con los demás. El ser humano es un animal social. Cuando Aristóteles definía al hombre como animal político trataba de hacer notar su condición de ser de polis, de ciudad, de comunicación, de convivencia con los demás. Este tipo de tiempo nos va a exigir analizar en los operarios ciertos 61
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indicadores sociales de salud mental que son el funcionamiento familiar y las redes sociales. Antes de introducirnos de lleno en la evaluación del funcionamiento familiar y social mantenido por el trabajador, resulta imprescindible dedicar unas líneas, que por fuerza han de ser breves, a la gran crisis actual de la familia, acontecida en el marco de la cultura occidental. La primera profunda modificación de la familia se produjo al final del siglo XVIII, cuando se impuso en la selección conyugal el sentimiento amoroso como el criterio más importante. Como no podía ser menos, dado que la familia es un subsistema inmerso en el sistema globalizante integrado por la sociedad, la imposición de los sentimientos sobre el criterio paterno casi absoluto hasta entonces fue el reflejo sociocultural liberador de la Revolución Tecno-Científico-Industrial actualizada desde 1815, a partir de la conclusión de las guerras napoleónicas. El cambio operado entonces en profundidad consistió en que la actitud humana trascendentalista o sobrenaturalista, en la que la figura divina en la familia era el padre, fue sustituida por una actitud humanista y empírica, centrada en la criatura humana y basada en la observación de los hechos. Este modelo decimonónico de familia paternalista amorosa, larga, prolífica y con cierto equilibrio de poderes entre el patriarcado y el filiarcado, experimentó el definitivo coletazo revolucionario a partir de 1965, con el detonante representado por el descubrimiento de la píldora contraceptiva y la inmediata liberación de la mujer y su masiva incorporación a los centros de estudio superiores y a los mercados de trabajo. Con este nuevo cambio se cerró la metamorfosis de la larga familia patriarcal cepa o de linaje, calificada así por la fidelidad mantenida por sucesivas generaciones a la casta o raíz de procedencia, en la familia corta postmoderna de cohesión tan débil entre sus miembros, que amenaza con extinguirse. El principal rasgo de la familia postmoderna tal vez sea el de no estar sujeta a un modelo único. Su notoria diversidad preferencial se distribuye entre la pareja sin hijos o con uno o dos hijos, el grupo monoparental o la agrupación de descendientes donde se mezclan los hermanos biológicos 62
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con los medio hermanos o los hermanastros. Hemos de reconocer que la tríada madre-padre-hijos, el núcleo de la familia tradicional, la célula base de la sociedad teísta de antaño, se ha estrechado y ha transferido su papel social primordial a la individualidad. Hoy, cada quien funciona muchas veces en la sociedad más como individuo que como miembro de un grupo familiar. Y, sin embargo, sería muy conveniente para la salud de la población seguir apostando por el grupo familiar y ayudar a su restablecimiento. Esta ilusión es más una esperanza que una expectativa, ya que los signos de debilidad de la institución familiar se agolpan con fuerza, como puede observarse en la sucinta relación siguiente: el retraso progresivo del emparejamiento estable, sustituido por la difusión masiva de la cohabitación juvenil; la notoria disminución de la fecundidad; la tasa de divorcios y separaciones tan elevada que en muchos países europeos supera el 50%; la pérdida de significación de la diferencia entre niños nacidos dentro y fuera del matrimonio. Para efectuar una evaluación del funcionamiento familiar, partimos de la base de entender por familia la serie de personas que viven juntas. Por lo tanto, en primer lugar, enfocamos su organización estructural atendiendo a cuántas personas conviven con el trabajador, la relación de parentesco entre ellas y él y su distribución por generaciones o con arreglo a la edad. Como indicadores del funcionamiento familiar, nos sirven algunos aspectos de la familia fáciles de detectar, como los siguientes: 1º. El tipo de vínculo de la pareja, o sea la naturaleza de la unidad conyugal, manejando como referencias primordiales los tres lazos de unión siguientes: el amor, la atracción o los sentimientos; el acuerdo razonable acompañado de cierto índice de satisfacciones mutuas, o la rutina o la forzosidad en un contexto conyugal conflictivo. 2º. La proporción de enfermos físicos y mentales que están integrados en la estructura familiar, puesto que a medida que la proporción de enfermos se acrecienta, se debilita la consistencia de la entidad. 63
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3º. El grado de atención dispensada a los niños. Es muy raro que una familia funcione adecuadamente si no se atienden bien las necesidades afectivas, intelectuales y materiales de los niños. 4º. El nivel de comunicación entre los distintos miembros de la familia, distribuida sobre todo entre dos canalizaciones distintas: los canales funcionantes entre miembros de la misma generación, por ejemplo entre los hermanos, y los canales por lo que cursa la comunicación de generaciones distintas, sobre todo entre los padres y los hijos. 5º. El índice de apoyos y de enfrentamientos registrados entre los hermanos, en la pareja o entre padres e hijos. 6º. La recepción brindada por la familia al equipo de salud mental. Es muy curioso consignar que la familia recibe tanto mejor a los equipos o personas que le brindan su apoyo cuanto mejor funciona la familia, o sea cuanto menor es la necesidad de la intervención de un experto en salud mental. A medida que la familia va precisando más una intervención de este tipo, la acogida dispensada a los expertos y sanitarios se vuelve más desagradable y recelosa 7º. La apertura social de la familia. Toda la familia debe ofrecer suficiente margen de apertura a la sociedad porque si no puede convertirse en una entidad cerrada, con lo cual deja de funcionar como una familia para constituir un clan. Un clan es como un grupo cerrado en el que sus miembros tratan de apoyarse incondicionalmente unos a otros en contra de los demás, convirtiéndose así en un psicogrupo cerrado. Una de las características del grupo cerrado es su propensión a servir de marco a la elaboración de grandes potenciales de agresividad o violencia contra las personas o las instituciones ajenas al grupo. 64
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La teoría más aplicada actualmente a los estudios de psicología y psicopatología familiar es la teoría sistémica, que concibe la organización de la vida humana como un gran sistema distribuido en subsistemas que se interrelacionan entre sí. Hoy cuando se habla de terapia familiar suele tomarse como referencia la modalidad sistémica. Desde el punto de vista práctico, si se modifica un punto del sistema puede modificarse el conjunto del mismo. Si en una familia se empieza a tratar a un individuo, puede cambiar la totalidad de la familia, alcanzando muchas veces el cambio global el sentido contrapuesto a lo que se podía esperar desde el punto de vista del giro individual. Por su parte, las relaciones sociales se estructuran en un conjunto de redes sociales. Se distinguen las redes sociales primaria, secundaria y terciaria. La red primaria abarca las personas con las que se tiene más profundo trato, o sea los amigos íntimos y los familiares con los que se convive. La red secundaria se compone de relaciones de amistad más superficiales y de familiares más alejados. Y por último, la red terciaria se refiere a las relaciones más o menos indirectas, o sea compañeros de trabajo, amigos de sus amigos y vecinos. Desde el punto de vista de las conexiones sociales, la prioridad consiste en que el sujeto tenga una red social primaria suficientemente cubierta donde se incluya al menos un par de relaciones confidenciales profundas. Este dispositivo de las relaciones confidenciales representa hoy el elemento social que más puede proteger contra los estados depresivos. Uno de los mayores factores de riesgo para la irrupción de un estado depresivo consiste en la carencia de una relación íntima al menos con otra persona. En el análisis de la estructura sociofamiliar del trabajador es preciso conocer cómo están cubiertas sobre todo las redes sociales primaria y secundaria. A través de los indicadores familiares y sociales mencionados se dispone de información suficiente para indagar la posible presencia de una disfunción familiar, social o mixta. Cualquier disfunción de esta serie representa un factor nocivo importante para la salud del trabajador y un agente de estrés sobreañadido a la tensión laboral. 65
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3.4. El tiempo libre
Hay una diferencia sustancial a este respecto entre el trabajo-trabajo y el trabajo/profesión. El trabajo/profesión llena la vida y se extiende al tiempo libre, al crear una corriente de ósmosis entre la actividad profesional y el tiempo disponible. En cambio, la frontera entre el tiempo libre y el tiempo de trabajo del asalariado o del empleado se atiene a una separación bastante nítida y absoluta. El tiempo libre y el ocio son conceptos dispares, en cierto sentido contrapuestos, pero coincidentes en su referencia al tiempo no laboral, o sea, el tiempo disponible enteramente desprovisto de compromisos y obligaciones. Hoy, en contra de los usos y costumbres, preferimos hablar de tiempo libre en lugar de ocio puesto que el principal sentido del ocio, captado por la primera acepción del diccionario de la Real Academia, consiste en la inacción o la desocupación. El ocio equiparado a la pereza se halla retratado en la fraseología popular donde se le presenta como “la madre de todos los vicios” o como “el dulce no hacer nada” (“il dolce far niente”). Yo mismo me acuso de haber hablado antaño de algunas variantes más o menos aberrantes o extraviadas del ocio entre las que figuraban algunas de las modalidades siguientes: el ocio estresante o competitivo; el ocio dirigido o pasivo; el ocio de consumo o masificado; el ocio vacío o inactivo; el antiocio, como aburrimiento o soledad, o el contraocio, como evasión o cultivo de una afición preadictiva. Si bien el ocio toma un aire de nobleza al constituir el contrapunto del negocio, ello no le ha liberado de los comentarios adversos que le ha dedicado una pléyade de sabios y pensadores a lo largo de la historia tomándolo como una perversión vergonzosa o corruptora. Desde Cátulo, que atribuía al ocio la destrucción de algunas ciudades prósperas, hasta Rousseau, que consideraba a todo ciudadano ocioso como un bribón. Goethe llegaba a equiparar la vida ociosa a una muerte anticipada. En definitiva, se ha definido el ocio como una lamentable manera o de no hacer nada, o de perder o matar el tiempo, y matar el tiempo equivale a matarse a sí mismo. 66
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El ocio entendido como una desidia desprovista de actividad no sentaba bien ni siquiera a los caballos que tiraban de los carruajes por las calles de París. A medida que estos équidos se aliviaban de su trabajo y disponían de más tiempo de inactividad, eran más presa del nerviosismo y las descargas motoras en forma de tics. Por todo ello, el término “tiempo desocupado” tampoco resulta satisfactorio. Todo espacio cronológico sólo merece encuadrarse en el tiempo biográfico cuando ha sustituido el vacío por una ocupación. La ociosidad, la desocupación, el inmovilismo o la vagancia es la forma de vida preconizada por el pasotismo. En la Constitución Española, de 1978, se incluye el derecho al ocio. El artículo 44.3 dice: «Los poderes públicos fomentarán la educación sanitaria, la educación física y el deporte. Asimismo facilitarán la adecuada utilización del ocio». Y el artículo 50 consigna lo siguiente: «Los poderes públicos... promoverán su bienestar (se refiere a la tercera edad) mediante un sistema de servicios sociales que atenderán sus problemas específicos de salud, vivienda, cultura y ocio». El derecho al ocio reconocido por las normas constitucionales democráticas debe formularse en realidad como un derecho al divertimento libremente elegido. En cambio, el término “tiempo libre” alude sobre todo a un tiempo de libertad, un tiempo disponible con licencia de ocuparse uno en lo que libremente haya elegido, concepto neutral por lo tanto donde los haya. El tiempo libre es reconocido hoy como un atributo fundamental del trabajador, ya que es, a la vez, un derecho y una necesidad. Por su parte, la necesidad de relajación, evasión o divertimento se extiende a todo ser humano incluido en la sociedad industrial. Se ha tomado el tiempo libre como la única senda posible para librarse de la tiranía cronológica del trabajo. Pero a la vez ha de verse el tiempo libre como una conquista del hombre, como una especie de descubrimiento del hombre en cuanto Homo ludens, descubrimiento que pone en órbita nuestra función lúdica. No se trata de fabricar sujetos perezosos, sino que hemos de unirnos al psiquiatra belga Amiel (1985) para entender el tiempo libre en un sentido ético como un fermento capaz de neutralizar las noxas laborales y facilitar 67
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la germinación de actitudes activas y de nuevos intereses: «Saber servirse bien de las distracciones es una materia de la pedagogía de la vida y de la salud». Por lo tanto, las repercusiones positivas del tiempo libre sobre la entrega al trabajo resulta algo innegable, aunque no siempre sea así. En el curso de la Revolución Industrial el trabajo y la producción se alzaron como los ideales sagrados. Decía Huizinga entusiasmado: «Europa se viste de ropa de faena», lo que no le impidió analizar «en qué grado la cultura misma ofrece un carácter de juego», idea que le llevó a la conclusión de que la cultura humana brota y se desarrolla en el juego. Con ello reivindicaba Huizinga el importante papel cultural asumido por el Homo ludens, el hombre que juega, a lo que se agregaba su intervención organizativa en la vida humana reservando una cuota de tiempo axial para el despliegue de la libertad con un sentido lúdico. Una vez entendido el tiempo libre como espacio de divertimento o recreación, tenemos que distinguir los dos significados del divertimento: el de la fuga o evasión y el de la realización de uno como sí mismo, o sea, respectivamente, el de disfrutar a secas y el de cultivarse. Sobre ello han deliberado mucho los filósofos con reflexiones graves, de tanta gravedad que a veces desorienta. El pensador francés Blaise Pascal (1623-1662) proyectaba su ideología sobre el modo de cubrir el ocio, hasta el punto de adscribir todo tipo de divertimento a la tendencia humana a descargarse de la angustia proporcionada por la conciencia de nuestro destino, al tiempo que, paradójicamente, interpretaba el malestar del hombre como un fracaso para vencerse a sí mismo, a causa de «no saber permanecer en reposo en una habitación». En su línea pesimista habitual centrada en una idea de la humanidad polarizada entre la miseria y el aburrimiento, el filósofo alemán Schopenhauer (1788-1860), fiel a sí mismo, se entregaba con fruición en sus momentos de holganza a la amargura total para reflexionar sobre la miseria, como representación de la morbidez misma, y sobre el aburrimiento, como una de las primeras causas de enfermedad. En tanto Pascal, con un sentido cristiano galo, no renunciaba al divertimento con el pretexto de aliviar la angustia oceánica, Schopenhauer, confinado en el nihilismo germano, denotaba desconocer la vivencia de la diversión o del placer. 68
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El sentido del tiempo libre en relación con la actividad laboral, se desdobla en estas dos orientaciones: el de ser empleado por el trabajador como un medio para contrarrestar los efectos estresantes del trabajo y escapar así de su destino; y el de ser ocupado por actividades conexionadas de algún modo con la ocupación desempeñada, como si fueran un complemento suyo, como ocurre sobre todo entre los profesionales, los ejecutivos y los especialistas. En torno al tiempo libre se plantean cuatro cuestiones primordiales: la duración, la distribución, el contenido y las anomalías, asuntos que serán tratados aquí de un modo sucesivo. La duración del tiempo libre está en función de la duración del tiempo de trabajo. La legislación de 1986 marcaba en España la duración máxima del trabajo en una jornada de 8 horas y una semana laboral de 40 horas, cantidad que hace 100 años se elevaba a sesenta horas. En el presente se toma como referencia una semana laboral de 30 ó 35 horas, distribuidas entre 5 días. A medida que se acorta el tiempo de trabajo, se dilata el tiempo libre. Si analizamos la moderna historia del trabajo para indagar la identidad de los factores que han permitido reducir el tiempo de trabajo, nos encontramos con que tradicionalmente el ser humano desarrollaba todo el trabajo auxiliado por las bestias, los llamados animales de carga. En los últimos 150 años el soporte energético más importante del trabajo corre a cargo de las máquinas (motores de explosión, máquinas de vapor, turbinas, etc.). El proceso de la tecnificación o automatización del trabajo potenciado con el desarrollo de la ergonomía, ciencia que vela por la salud y el bienestar del trabajador en relación con la organización del trabajo, ha conducido a relativizar el monopolio del interés laboral acaparado por la productividad y ha permitido abreviar el tiempo de permanencia en la ocupación, de lo que se ha beneficiado la extensión del tiempo libre. Si nos remontamos a cualquier época medieval, podemos contemplar cómo los agricultores organizaban su vida en función de las condiciones climatológicas y la periodicidad de las cosechas y cómo su vida se repartía entre el tiempo de trabajo y el tiempo de descanso, con un escaso margen para el 69
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tiempo sociofamiliar y sin opciones para el tiempo de libre disponibilidad. Con arreglo a esta perspectiva histórica la aparición del tiempo libre representa un capítulo del trabajo inédito, incorporado a los programas laborales como un nuevo derecho del trabajador. Si bien la magnitud del tiempo libre es función del acortamiento progresivo del tiempo de trabajo, no se trata de una proporcionalidad estricta o exclusiva, ya que existen algunas actividades suplementarias que llevan su tiempo, como las tres siguientes: 1. La gestión administrativa ocupa hoy una gran parte del tiempo de todo el mundo. El pasaporte, el carné, la tarjeta tal o cual no son documentos que nos sean dados, sino que debemos tramitarlos a través de gestiones burocráticas. La burocracia absorbe en todos los países un amplio margen del tiempo extralaboral.
2. Los desplazamientos diarios necesarios para acudir al lugar del trabajo deben contabilizarse en realidad como tiempo de trabajo aunque no sea tiempo remunerado. A este tiempo consumido diariamente se agrega el tiempo de fin de semana aprovechado por algunos trabajadores para desplazarse al domicilio familiar cuando la ubicación de su empleo les obliga a vivir alejados de la residencia propia.
3. La dedicación a hacer horas extraordinarias o practicar el pluriempleo, entrega promocionada en general por el ansia de ganar más para sostener la familia o facilitar el consumo de objetos de capricho. Los numerosos artículos de lujo fabricados por la industria tratan de sembrar en la población el deseo de adquirirlos. Con ello, se propaga la necesidad de trabajar más para ganar más y así poder adquirir cosas superfluas, que satisfacen las tendencias narcisistas o competitivas. En consecuencia, las quejas por la falta de tiempo proliferan cada vez más. Montesquieu ironizaba sobre la descortesía de los ingleses, al considerarlos como «unas personas ocupadas 70
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que ni siquiera tienen tiempo para quitarse el sombrero cuando se encuentran con alguien».
Se partía de la idea de que a medida que el tiempo de trabajo se fuese reduciendo y el tiempo libre experimentase la correspondiente ampliación, el paro laboral como problema social podría irse solucionando. Pero el resultado en los países desarrollados ha sido precisamente el contrapuesto, en forma de un porcentaje de desempleo cada vez más alto. La problemática del paro no ha encontrado la solución idónea en la reducción del tiempo de trabajo, sino que se remonta a diversas variantes relacionadas con la política laboral y económica, entre ellas la automatización y el desarrollo tecnológico. Por lo que vemos, hay ciertos motivos de decepción en las esperanzas depositadas en torno al tiempo libre, alentadas por una jornada de trabajo cada vez más limitada: en primer lugar, porque su duración no es tan amplia como se pensaba; en segundo lugar, porque no soluciona el problema del paro y, en tercer término, porque se dilapida al ser manejado con una torpeza verdaderamente inimaginable o al no poder esquivar el ansia de consumo o de acumular plata. Por eso se dice con humor: “El trabajador siempre se está quejando, antes se lamentaba de trabajar demasiado y de que no había tiempo para divertirse, y ahora de que no hay trabajo ni ganas de divertirse”. La jerarquización del tiempo libre permite distinguir dos categorías: la del tiempo libre común de cada día o del fin de semana, y la del tiempo libre extraordinario aportado por los días festivos o el periodo de vacaciones. Como un tiempo libre especial cabe señalar el ocupado por alguna celebración festiva organizada por la empresa o por el centro de trabajo. Estas jornadas festivas compartidas por los miembros adscritos a la misma comunidad laboral, se sitúan en la línea del ágape griego al representar una feliz coyuntura para estimular la integración del trabajador en la empresa y fortalecer el espíritu comunitario. La oportunidad es única para reanimar no sólo la comunicación horizontal simétrica, entre unos trabajadores y otros, sino la comunicación asimétrica, entre los directivos y los trabajadores, con una circulación asimismo horizontal. 71
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Durante largo tiempo hubo una gran resistencia a las largas vacaciones de fin de semana, el célebre week-end o semana inglesa, ya que se pensaba que iban a terminar con las ganas de trabajar. En efecto, al principio había ocurrido algo así, puesto que los trabajadores llegaban el lunes al “tajo” mucho más cansados que los demás días. Pero esta situación se ha ido normalizando hasta integrarse los fines de semana vacacionales en el programa de los trabajadores sin debilitar la continuidad del trabajo. El momento sociolaboral es hoy propicio para que el disfrute del año sabático (un año libre cada siete años), privilegio de los profesores universitarios, se convierta en un patrimonio generalizado. Como esta eventualidad puede ser una realidad en el siglo XXI, no está de más ilustrar el recuerdo del año sabático con un antecedente sacro y otro literario. La sacralidad corresponde a los judíos cuando recibieron la orden de Dios de tomarse unas vacaciones sabáticas, que debían dedicar a la liberación de los esclavos, la cancelación de las deudas y el trabajo de la tierra. El genio literario alemán Johann Wolfgang von Goethe, a consecuencia de su trastorno psíquico de tipo bipolar, entraba cada siete años en una fase de creatividad desbordante, acompañada de un erotismo exaltado y el inicio de un nuevo amor con una mujer joven. El tiempo fragmentado en septenios o ciclos de siete años ha sido, pues, al tiempo, un patrimonio del Dios judaico y un feliz jalón en la biografía de Goethe, y ahora podemos estar en vísperas de universalizarlo. El contenido para llenar el tiempo libre ha de ser libremente asumido dentro de las cien mil posibilidades existentes. El tiempo libre es sobre todo tiempo de libertad. Hay una gran cantidad de actividades para ocuparlo de un modo satisfactorio. Sobre la base de la libre elección, conviene sujetar su contenido a estas dos condiciones: en primer lugar, la de ofrecer algún contraste con la naturaleza del trabajo, de modo que si el trabajo habitual es muy sedentario conviene reservar una parte importante del tiempo libre para el ejercicio físico, desde un paseo hasta una práctica deportiva; en segundo lugar, la de repartirse con cierto equilibrio entre la actividad física o manual y la mental o intelectual, y entre el puro divertimento o la evasión y el encuentro consigo mismo o con los otros. 72
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El dato definidor del tiempo libre estriba más en su valencia de libertad objetiva y subjetiva que en el tipo de ocupación: uno puede comenzar y terminar la tarea cuando quiere y es libre para intercalar pausas o introducir modificaciones a voluntad. Cuando en el tiempo libre se desarrollan actividades semejantes a las del trabajo, su específico elemento diferencial es la libertad sentida y realizada, o sea la libertad como vivencia y como agente real. Vamos a entrar ahora en las anomalías que desvirtúan el sentido del tiempo libre. Pueden distribuirse estas anomalías en tres órdenes: la invasión del tiempo libre por el estrés, el aburrimiento o la pesadilla; su coartación por la presión ajena, o su ocupación por actividades nocivas para la salud o para la sociedad. El tiempo libre en cuanto tiempo de distracción, de entretenimiento, de recreación, vivido como evasión o como el cultivo de sí mismo en la vertiente corporal o en la vertiente espiritual, implica la desconexión sistemática con el estrés del trabajo. Pero cuando el tiempo libre no se desprende del estrés, sino que es embargado o por las preocupaciones del trabajo, o por la prisa, o por los compromisos sociales o familiares, deja de funcionar como tal tiempo libre. Otra forma de anulación del tiempo libre ocurre cuando se transforma en tiempo aburrido. Langeweile es la palabra alemana que se traduce por aburrimiento y que significa etimológicamente “tiempo largo”, con lo cual queremos señalar que el elemento más importante del aburrimiento es que el tiempo se hace muy lento, como si nunca terminara de pasar. Conviene distinguir dos formas básicas de aburrimiento: el aburrimiento individual o endógeno, incubado por una personalidad anómala o que emana de un estado especial, por ejemplo un cuadro depresivo, en cuyo marco mórbido se extingue la posibilidad de vivir el tiempo libre, y el aburrimiento reactivo, como respuesta a unos acontecimientos carentes de interés, cuya presencia en el espacio del tiempo libre sólo puede justificarse como un producto extraño. Si bien durante el aburrimiento el tiempo se hace muy lento, casi eterno, en la rememoración ocurre todo lo contrario, ya que la extensión del tiempo pasado es función de su riqueza en experiencias interesantes. Lo que 73
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interesa pasa muy rápidamente y lo que aburre dura demasiado. Pero en los recuerdos el lapso de tiempo aburrido se vuelve minúsculo al diluirse los datos sin interés, mientras que el tiempo rico en contenidos interesantes se expande para poder albergarlos. El tiempo libre toma la forma de una inaguantable pesadilla en los sujetos adictos al trabajo y en los que se refugian en el medio laboral para consolarse de sus desventuras sentimentales, familiares o sociales. El trabajo adictivo o instrumentalizado como refugio o consuelo sigue ocupando la mente del trabajador la mayor parte del día y anula su disposición para disfrutar del tiempo no relacionado estrictamente con la actividad ocupacional. El tiempo libre queda anulado o destruido cuando es sometido a una imposición ajena o a unos contenidos obligatorios. El tiempo alejado del trabajo organizado por una institución o por un gobierno sin contar con la iniciativa personal, no puede contabilizarse como un tiempo libre, sino como un tiempo institucionalizado o gubernamentalizado, en definitiva un tiempo colocado bajo el mando de los otros. El tiempo libre ha de partir de la actividad personal, sin sujetarse a un estricto condicionamiento ambiental. En todos los países hay una serie de instituciones totalitarias que anulan de modo masivo el tiempo libre de las personas acogidas en ellas. Así funcionan los internados de los colegios, los hospitales, los buques de guerra, los cuarteles o las cárceles. En casi ninguno de estos recintos el tiempo libre es una realidad posible. Ha habido dos grandes escritores ingleses, Orwell y Huxley, que coincidieron hace algunos años en anunciar mediante un presagio pesimista, pero con orientaciones distintas, la aproximación de grandes riesgos para la humanidad en forma de la pérdida de la libertad o de la individualidad. Mientras que Orwell trataba de alertar sobre la organización de la cultura occidental en una forma supercontrolada y dirigida por el big brother (el hermano mayor), Huxley definía el mayor riesgo del futuro como la construcción de una mentalidad colectiva uniforme que borrase la individualidad o las peculiaridades del individuo. En tanto Orwell estaba preocupado por la perdida de libertad, Huxley localizaba el riesgo social más importante en la uniformidad o el igualitarismo. 74
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A pesar de que el poder hercúleo del hermano mayor orweliano ha quedado algo disperso en estas sociedades que llamamos sociedades de control, su encarnación en forma de grupos de poder es una realidad perceptible. Por otra parte, la masificación —en el sentido del predominio del hombre masa descrito por Ortega, en forma de una uniformidad mental— es un proceso colectivo moderno facilitado por la influencia ejercida por la televisión. En definitiva, ambos presagios han tomado carta de realidad: el de Orwell mediante las características de las sociedades occidentales superprogramadas y el de Huxley en la forma de la sociedad de masas, doble plasmación real que confirma la genial perspicacia futurológica de ambos grandes escritores. Con arreglo al mimetismo televisivo, la uniformidad prevista por Huxley se va imponiendo de un modo progresivo. La mentalidad discursiva se ha transformado en una mentalidad imagen, que, propulsada por la pantalla televisiva, deja de lado las actividades reflexivas para cultivar las afirmaciones breves, a ser posible divertidas. La cultura tipográfica ha dejado el paso a la cultura del espectáculo. La ocupación del tiempo libre por actividades nocivas para la salud individual o para la armonía de la sociedad despierta cuando menos vivas sospechas sobre la vigencia de la auténtica autonomía personal. Dedicar el tiempo alejado del trabajo, por ejemplo, a comportamientos de violencia o al consumo de drogas, cobra además el significado de una evasión laberíntica autodestructora. Y no hablamos sólo de la entrega a las drogas químicas sino al juego de dinero, las compras inútiles, las comidas pantagruélicas y otras actividades abusivas o adictivas semejantes. No olvidemos que el ejercicio de la libertad es un valor de salud dotado de un profundo sentido social. Análoga catalogación antisanitaria o antisocial cabe aplicar a la tendencia extendida entre adolescentes a dedicar el tiempo libre a la comisión de transgresiones o actos ilegales, muchas veces en forma colectiva. Tales comportamientos infantojuveniles pueden entenderse como intentos aberrantes de aproximación al logro de una identidad propia. 75
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En algunos festejos populares o folclóricos tipo carnaval se aprovecha la bulla, o para liberar las tendencias reprimidas tomando la senda de la autoafirmación y ser más uno mismo, o, por el contrario, para adoptar los comportamientos propios de algún modelo ideal y abandonar la identidad propia. En cualquier caso, las transgresiones inmanentes a unos festejos institucionalizados al modo de los carnavales suelen ser objeto de control gubernamental y de limitaciones legales para impedir la aparición de conductas antinormativas o generadoras de erosión social. La entrega del tiempo libre personal a los demás constituye uno de los actos humanos más generoso y sacrificado posible. Afortunadamente, abundan los ejemplos de este tipo de altruismo extremo. Tal vez el caso más reiterado en este sentido sea la dedicación de las horas de asueto al cuidado o a la protección de otras personas o de sus intereses. Según refiere Plutarco en la Vida de Pericles, este genial estadista ateniense que da el nombre al siglo V antes de la Era Cristiana, se las arregló para disponer del tiempo libre necesario para dedicarlo al gobierno de la ciudad a expensas de su tiempo personal de trabajo. A tal efecto “hizo vender de una vez toda su cosecha anual y luego compraba en el mercado todo lo que necesitaba”. El tiempo libre se desvirtúa a sí mismo cuando toma una expansión hipertrófica que absorbe el tiempo de trabajo. La imposición monolítica del tiempo libre es una trayectoria biográfica registrada, por ejemplo en ciertos individuos o algunos grupos o asociaciones entregadas al ocio en el sentido del pasotismo. Un modo de vivir compartido por mentes inútiles y por mentes geniales más o menos extraviadas. El tiempo existencial del vagabundo, un modelo de pasotismo no va más, está condicionado o impuesto por circunstancias de la vida harto penosas. Si bien en sus raíces se encuentra algunas veces una filosofía de la vida dotada de valencias interesantes, el mundo del vagabundo errante se desarrolla embargado por la miseria o construido en torno al alcoholismo o a la psicosis. La mayor parte de los vagabundos lo son sin haber pretendido serlo, simplemente arrastrados por unas circunstancias biográficas terriblemente adversas o infortunadas. 76
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3.5. El tiempo de vacaciones
Al amplio sector de la población que aprovecha las vacaciones para huir de la vida habitual y dejarse absorber por la vorágine de la circulación y el ruido en forma de atascos de carretera y un ambiente de voces ruidosas y música a todo gas, conviene recordarle el elogio poético tributado por Fray Luis de León cinco siglos atrás al comportamiento digno de la sabiduría: «Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido, y sigue la escondida senda, por la que han ido los pocos sabios que en el mundo han sido». Quede claro que para nuestro ilustre fraile se califica como sabio al que sabe elegir un camino propio y buscar el descanso con arreglo a su interés individual, y en la misma medida se aleja del aborregamiento o la masificación. En nuestra nación, como en los demás países europeos poblados por una sociedad postindustrial, se halla muy extendido el disfrute de minivacaciones o puentes en forma de un alejamiento del domicilio cotidiano como si se tratase de una escapada, una fuga o una evasión. La acumulación masificada de esta conducta a la misma hora y en los mismos lugares es como la estampida de un gran rebaño, dicho en términos etológicos. Y como el ser humano es social por naturaleza pero no gregario, experimenta en el seno de este enjambre/masa una degradación del nivel de la personalidad que facilita el desbordamiento de las emociones elementales y las tendencias primarias en el marco de una conciencia crepuscular y poco lúcida. La contemplación de un éxodo vacacional de tal calaña permite al espectador, por el contrario, afirmar su individualidad y reflexionar sobre la estupidez humana. Al comienzo del advenimiento vacacional, ocupado primero por la tarde de los domingos y después por “la semana inglesa” (week-end), estos breves momentos de asueto solían vivirse de una forma atosigante y agotadora como si hubiera llegado el maná. A consecuencia del cansancio inducido por querer aprovechar cada minuto, el trabajador tardaba en recuperar la forma varias horas o días. Esta baja forma, de duración muy breve, era la expresión de la fatiga producida por su entrega descompensada en las cor 77
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tas horas de asueto a la diversión. Sobre esta base se llegó a poner en cuestión el mantenimiento del “fin de semana” e incluso la utilidad de cualquier tipo de vacaciones. Afortunadamente, se impuso el criterio general de atribuir la fatiga del lunes a un modo inconveniente de disfrutar las vacaciones por unos trabajadores o empleados que hacían las primeras lides en actividades recreativas. De esta suerte no hubo argumentos que oponer a la instauración del mes anual de vacaciones. Si bien, como iremos viendo, el tiempo de vacaciones es un tiempo de ciertos riesgos, mucho más que eso, las vacaciones son el marco donde acontece la sustitución de la actividad ligada al trabajo por, digámoslo en mayúsculas, una ACTIVIDAD LIBRE, un auténtico tiempo sagrado que no se puede perder ni disipar, una ocasión de oro para el encuentro consigo mismo y los demás, para la renovación de los vínculos interpersonales y para el modelado del cuerpo. El periodo de vacaciones se atiene en su base al espíritu del tiempo libre, o sea, como un tiempo repartido entre el puro divertimento, la evasión y el encuentro con uno mismo, y su organización global se extiende a las tres parcelas extralaborales fundamentales: la asidua compañía de la pareja, los amigos o familiares; la actividad física suficiente, equilibrada con el descanso diurno y la entrega al sueño a la hora acostumbrada; la alternancia de la diversión o el recreo con la lectura y la actividad reflexiva. Este reparto del tiempo vacacional entre tareas tan diversas no puede esgrimirse como pretexto para buscar o aceptar el riesgo connotado por la modificación de la hora de dormir, por el acogimiento a un plan de aislamiento social, por la entrega extremista al agotamiento físico o al sedentarismo o por brindar con una copa a toda hora. El tiempo de vacaciones es una función en una amplia medida de convivencia con los otros. La aportación ajena a las vacaciones puede deslumbrar con el destello de un nuevo amor o puede ensombrecerse con la provocación un conflicto interpersonal o una ruptura de relaciones muy estimables. Está comprobado que durante el mes estival de vacaciones se eleva la morbilidad para la enfermedad depresiva. Este punto sorprende un tanto 78
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porque se sabe que en la curva estacional de la depresión el vértice corresponde a los tránsitos del otoño al invierno y del invierno a la primavera. El plus vacacional de la incidencia depresiva, no justificada por el factor climatológico o estacional –salvo en casos de calor extremo–, proviene de algunas iniciativas infortunadas como la modificación del horario del sueño o de las comidas, la vivencia de soledad o de desengaño, la reactivación de los conflictos interpersonales previos, el sedentarismo o el consumo abusivo de alcohol u otras drogas. Una presa dócil durante las vacaciones para la enfermedad depresiva es el adicto al trabajo, que vive la época de desocupación con una sensación mortificante de vacío, acosado por los síntomas adictivos de abstinencia. La ubicación del disfrute de las vacaciones en la ciudad, el campo, la playa o la montaña es un asunto que cada quien debe resolver a su modo, contando, por supuesto, con la opinión de sus allegados y con la orientación indicada por la presión de las circunstancias. Al concluir las vacaciones, se produce inexorablemente una crisis aguda de cambios en el sentido y el estilo de la vida. Cambia todo: la identidad de las personas con las que se trata, el régimen de actividad, el horario cotidiano, y sobre todo el final del periodo de libertad, sin omitir la restricción de la luz natural y el aire libre y, naturalmente, el retorno a la actividad laboral. Tal cúmulo de contingencias mutantes no es un obstáculo superado por todos. Los que mejor lo superan son los trabajadores motivados y los que más dificultades encuentran para ello son los afectados por el estrés ocupacional crónico. La reincorporación al trabajo después de una ausencia vacacional plurisemanal, se traduce con frecuencia en la aparición del síndrome postvacacional, coloquialmente denominado “síndrome del día siguiente”. La sintomatología del síndrome postvacacional se jerarquiza en dos niveles: el nivel ligero, de frecuencia avasalladora, que afecta casi al 20% de la población trabajadora, en forma de malestar físico, como cefaleas y molestias corporales difusas, o trastornos de conducta, en la versión de la irritabilidad/cólera o en la del temor/ansiedad; y el nivel mediano, extendido al 3% de la población laboral, en forma de una sintomatología equiparable a una 79
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depresión parcial breve, focalizada en la anergia o falta de impulsos o en la ritmopatía con una falta de apetito y un trastorno del sueño. Entre los medios disponibles para poder asegurarse el retorno al trabajo sin problemas ni sufrimientos sobresalen los tres siguientes: primero, el disfrute de unas vacaciones equilibradas y sanas, en la línea organizativa ya señalada; segunda, la táctica de realizar la adaptación al trabajo de un modo gradual a lo largo por lo menos de una semana; tercera, el estricto cumplimiento de las pautas preventivas individuales plasmadas en una plan de vida activo y regular, una relación comunicativa suficiente con los demás y el escrupuloso respeto de la hora de acostarse antes de medianoche. Cuando la crisis postvacacional se acompaña de sintomatología depresiva, el remedio idóneo se inspira en el estudio previo de la situación del trabajador con objeto de indagar la identidad de los factores determinantes. El apoyo aportado al tratamiento por la administración de algún psicofármaco proserotoninérgico suele tener un resultado muy efectivo. En definitiva, el afloramiento del síndrome postvacacional, aunque en sí mismo es un cuadro benigno y transitorio, debe tomarse como un serio aviso sanitario para revisar la situación ocupacional del trabajador y tratar de protegerlo contra la irrupción de posibles complicaciones. Además de las vacaciones de encuentro, encierran elementos de salud positivos las vacaciones de divertimento o evasión. En cuanto a las vacaciones vividas como un proceso de divertimento, lo que interesa es no permitir a la evasión llegar a un nivel tan profundo que dificulte el retorno a la realidad real, o sea a la primera realidad. La modalidad de vacaciones orientada hacia el descanso psicofísico permite al sujeto recuperarse de la fatiga o del agotamiento emocional —una enfermedad de la civilización—. Las vacaciones programadas con una intención terapéutica se convierten la mayor parte de las veces en una especie de cura de reposo. Ni los enfermos ansiosos ni mucho menos los enfermos depresivos suelen aliviarse con las vacaciones de ningún tipo. Un enfermo depresivo se agrava cuando se encuentra abocado a unas vacaciones por varios motivos: el mayor alejamiento de los demás impuesto por un ambiente festivo; la ausencia de las pautas laborales utilizadas como fuente de estímulos y de refe 80
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rencias temporales, o sea la desconexión de la actividad laboral; el brusco cambio ambiental impuesto por el traslado a otro lugar y otra compañía, y la brusca modificación del horario. Un respetable contingente de enfermos depresivos, avalados o no por el criterio médico, han emprendido un periodo de vacaciones sin retorno, al haberlo utilizado para poner fin a su vida.
3.6. El tiempo de trabajo
Las relaciones del trabajo con el tiempo son profundas y recíprocas: de un lado, el trabajo se inscribe en la trama del tiempo del reloj y está subordinado a sus manecillas en cuanto tarea ajustada a un horario y, de otro, la actividad ligada a un trabajo opera como un sincronizador externo de los biorritmos y los psicorritmos endógenos del sujeto. Aparte del tiempo objetivo, antaño orientado por las campanadas de los templos, y después por los relojes y los calendarios, existe el tiempo subjetivo o existencial regulado por un reloj endógeno de mecanismo neuroendocrino, sometido al influjo del gran ciclo solar luz-oscuridad y a la cronología de ciertos marcadores exógenos representados por los hábitos psicosociales del sueño, las pautas de alimentación y el horario de trabajo. De esta suerte, el regulador interno se apoya hasta cierto punto en factores sincronizadores externos, de los que forma parte el tiempo de trabajo. De hecho, nuestro principal ciclo circadiano (de circa, alrededor, y dies, día) que es el ritmo vigilia-sueño, sujeto al gobierno ejercido por la rotación de la tierra, ciclo de 24 horas, tiende de por sí, cuando no recibe el influjo determinante del ciclo natural luz-oscuridad, a prolongarse algo más y llegar a una duración de 25 horas. La concepción antropológica de la temporalidad ha experimentado un profundo cambio a lo largo del siglo XX. Hasta entonces, se venía manteniendo una concepción puntiforme, polarizada en un presente puntual en estado de avance incesante, que iba dejando atrás el pasado y siempre encontraba a su frente el futuro. La única realidad temporal, según esta con 81
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cepción, era el presente, ya que el pretérito sería algo que ya no es y el futuro algo que todavía no es. Un colosal error: ya que en cada momento de nuestra vida no sólo aparece el presente sino también el pasado y el futuro: el pasado con su carga de recuerdos y experiencias, y el futuro en forma de proyectos y perspectivas. No sólo hay un presente-presente, sino un pasadopresente y un futuro-presente. Si bien este nuevo enfoque de la antropología de la temporalidad fue establecido por el excepcional filósofo alemán Martín Heidegger, al puntualizar en el siglo pasado la presencia permanente de tres éxtasis en el tiempo (dimensiones que salen por fuera de sí mismas), contó con el notorio antecedente de San Agustín, obispo de Hipona, quien ya en el siglo V de nuestra Era, había distribuido el presente real en tres presentes: el presente de las cosas pasadas, el presente de las cosas presentes y el presente de las cosas futuras. Uno de los preceptos básicos de la salud mental en el orden de la temporalidad es el de disponer de una mentalidad suficientemente amplia en las tres dimensiones, con una organización polarizada en los proyectos canalizados hacia el futuro. La presencia del trabajo en estos proyectos futuristas resulta hoy imprescindible como uno de los bienes de la existencia más importantes de por sí y una actividad necesaria para mejorar la calidad de vida. La digna presencia del trabajo en nuestra temporalidad no debe hacernos olvidar su significado ambivalente: a la vez que es fuente de felicidad, el trabajo puede ser fuente de daños, cristalizados en forma de las enfermedades del trabajo. Es el futuro la dimensión del tiempo que más nos condiciona y gobierna, y uno de los contenidos esenciales de ella se adscribe, precisamente, a la actividad ligada al trabajo. La existencia humana está gobernada por la futurición. No todas las expectativas del trabajo son siempre animosas. Una de las mayores amenazas insertas en el futuro es la perspectiva de algún cambio próximo en la organización laboral. El trabajador que no dispone de una información suficiente sobre el cambio laboral anunciado como algo inminente, se siente asaltado por fantasmas de temor o ansiedad o por una actitud precipitada de protesta o violencia. La mayor parte de estas reacciones po 82
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dría evitarse mediante la aportación de una información clara y precisa sobre la reorganización que se está programando, acompañada a ser posible de una reafirmación de las seguridades que puedan otorgarse. Por otra parte, todo cambio exige a la persona involucrada un esfuerzo de adaptación. El conveniente apoyo prestado al trabajador en esa circunstancia puede facilitar que el esfuerzo de adaptación alcance una culminación satisfactoria. Cuando se trabaja en equipo o en un centro empresarial, un requisito cronológico básico es el respeto a la puntualidad. La falta de puntualidad rompe la armonía del grupo, entorpece el proceso de trabajo general y crea sentimientos de hostilidad contra el sujeto retardatario. Por su parte, el absentismo ha tomado tal entidad mórbida, que algunos expertos laborales modernos lo valoran de por sí o como una enfermedad del trabajo, o como un síntoma encuadrado en un trastorno corporal o psíquico patológico. A continuación vamos a introducirnos de lleno en la problemática del horario de trabajo. Esta problemática cronológica ofrece dos vertientes sustanciales: la duración del tiempo de trabajo y su distribución a lo largo del día. La jornada de trabajo semanal suele oscilar hoy entre las 30 y las 35 horas, cuando en tiempos no muy lejanos oscilaba entre las 70 y las 80. La reducción de la jornada ha resultado fundamental tanto para permitir la expansión del tiempo libre como para obtener el rendimiento máximo por hora de trabajo. Es consabido que con un incremento del 15% sobre la jornada actual, el rendimiento se eleva sólo en un 5%. Este descenso proporcional del rendimiento laboral a partir de cierta duración de la jornada de trabajo es el gran inconveniente implicado en el cumplimiento de horas extraordinarias. Al plus de trabajo no se le puede exigir, por tanto, el mismo rendimiento por hora que a la jornada ordinaria. El registro contable de las horas laborales comienza en el momento de incorporarse al trabajo. Pero la experiencia subjetiva del trabajador se remonta al instante de iniciar el desplazamiento al centro de trabajo. Hay trabajadores que cuando arriban a su puesto laboral lo hacen profundamente estresados por la travesía previa. Por ello, cada vez son más los trabajadores que procuran tener su vivienda en las proximidades del lugar de trabajo. 83
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Una grave ausencia común en las reglamentaciones del trabajo es la del trabajo a medio tiempo o tiempo parcial (jornadas semanales de 15 a 20 horas). El trabajo a tiempo completo, o sea el horario normal, presenta un grave inconveniente para el estado de salud o las circunstancias de vida de ciertos individuos. Existen cinco agrupaciones de personas que podrían extraer amplios beneficios del trabajo parcial: — Los jóvenes en curso de formación o perfeccionamiento. — Las mujeres amas de casa. — Las personas mayores. — Los que simultanean el trabajo y el estudio. — Los enfermos físicos o mentales en trance de rehabilitación.
Un objeto de discusión interminable es la opción por la jornada diaria partida o continua. En muchas empresas se ha adoptado la decisión salomónica de alternar entre ambas, a tenor de las distintas épocas del año. La actividad ligada al trabajo cobra el carácter de comportamiento fisiológico y natural cuando es una actividad diurna y deja libre para el sueño las horas nocturnas. Su catalogación como un comportamiento fisiológico obedece a varias razones, sobre todo estas dos: porque respeta el funcionamiento del órgano visual que gobierna la conducta del hombre y de otros primates; y porque la oscuridad actúa en nuestra fisiología con la complicidad de la descarga de melatonina, la neurohormona inductora del sueño. Al tiempo, el sistema de trabajar de día y descansar de noche es un comportamiento natural por plegarse precisamente al ritmo día-noche, el supremo ciclo natural cósmico. Dentro del horario diurno de trabajo se diferencian los partidarios de iniciar el trabajo madrugando, los trabajadores matutinos o “alondras”, y los partidarios de efectuar el trabajo anocheciendo, los trabajadores vespertinos o “búhos”. Generalmente, la inclinación individual por una u otra opción viene dada por la fijación tempranera o crepuscular del punto más alto alcanzado en la curva de eficacia por su rendimiento laboral o por su sentimiento de bienestar. 84
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Si entendemos por individuos matutinos aquéllos que se acuestan y se levantan temprano, y por vespertinos los que se inclinan por hacerlo tarde, hemos de catalogar ambos como tipos extremos, entre los cuales se sitúa el continuum de los intermedios, donde se integra la mayor parte de la población. Por lo tanto, un 70 a un 80% de la población se muestra neutral en lo tocante a la tendencia a la matutinidad o a la vespertinidad. Los horarios de trabajo nocturno o rotatorio son los que exigen al trabajador el máximo esfuerzo de adaptación, por representar una cronología antifisiológica, antinatural y anticultural. Antifisiológica, porque la ritmicidad endógena del ser humano se configura para dedicar la noche al sueño, coincidiendo con la máxima secreción de melatonina, hormona que inhibe las actividades endocrinas sexual y tiroidea, lo que demuestra que el ser humano está hecho, al contrario de los depredadores, para trabajar de día y dormir de noche. Antinatural, porque va en contra del ciclo solar luminosidad-oscuridad. Anticultural, porque los hábitos y las actividades socioculturales se vienen desarrollando en su mayor parte a la luz del día. El trabajador nocturno suele pasar sus horas peores y más pródigas en sacrificio y en errores entre la una y las tres de la madrugada. La conclusión del trabajo antes de las seis o las siete de la mañana le permite aprovechar estas horas matutinas para dormir y beneficiarse con restos del sueño nocturno habitual que es más reparador y presenta un alto porcentaje del sueño rápido o sueño REM. Por lo demás, su sueño durante el día no le va a ofrecer el mismo índice de recuperación física y psíquica que el sueño nocturno, por razón de que está peor organizado y contiene una proporción más escasa de sueño rápido. La única ventaja del trabajador nocturno es la de disponer de una mayor capacidad de autonomía y de libertad de movimientos a lo largo de la noche. El trabajador por turnos o trabajador rotatorio está sometido a un cambio periódico de ritmos incesante. Esta inestabilidad rítmica acarrea más problemas de salud incluso que el trabajo nocturno fijo. Mientras unos ritmos personales están programados por reguladores sólidos que no se dejan influir fácilmente por los agentes externos, como sucede con el sueño rápido, otros ritmos se modifican dócilmente al compás marcado por los sincroni 85
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zadores externos, como es el caso del sueño lento. Por ello, la inestabilidad de los hábitos cotidianos impuesta por el trabajo rotatorio produce un desfase entre unos ritmos y otros, entre los ritmos que se dejan modificar y los que mantienen su ciclo horario. La turnicidad laboral, en sus distintas variantes, provoca mayor percepción de fatiga y rebaja la tolerancia hacia las características adversas inherentes al puesto de trabajo. Por ello, la turnicidad puede definirse como un factor laboral determinante de frustración, insatisfacción o estrés, aparte de la constelación de efectos nocivos semiespecíficos, a los que me referiré después, conjuntamente con los ocasionados por el trabajo nocturno. En líneas generales, puede calcularse que la adaptación fisiológica al nuevo turno exige el plazo de una semana. Por ello, la preservación de la salud mental del trabajador se siente muy beneficiada cuando los cambios de turno se alargan a seis meses o un año. La nocividad de la rotación es menor cuando se verifica entre la tarde y la noche que entre la noche y la mañana, observación válida por igual para los trabajadores con dos o tres turnos. La cuota de salud pagada por el trabajo nocturno o el rotatorio es muy elevada. El trastorno consiguiente suele iniciarse en forma de una ritmosis o un desfasamiento de los ritmos, que afecta con prioridad a la profundidad del sueño: la disminución de la profundidad del sueño facilita a su vez el establecimiento de un estado de fatiga crónica, tanto muscular como mental. Otra forma de cronopatía laboral inducida por estos tipos antifisiológicos del horario de trabajo es la inversión del sueño, reflejada en una alternancia entre la somnolencia cuando se trata de trabajar y el insomnio cuando se pretende dormir. El acoplamiento del trastorno del sueño y la acumulación de fatiga abre las compuertas orgánicas y mentales para la irrupción de trastornos digestivos, sintomatología ansiosodepresiva, abuso de drogas, trastornos de conducta o disfunción de la vida social o familiar. Unos trabajadores amenazados por tan serios percances como son los trabajadores nocturnos y los rotatorios son tributarios de una protección especial. Entre las medidas de prevención efectivas para ellos sobresalen todas las que convergen en el reforzamiento de los elementos organizativos y mo 86
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tivadores de su puesto de trabajo, así como la aportación compensatoria reflejada en el salario o en el disfrute de vacaciones especiales. El ritmo personal varía mucho de unos sujetos a otros. Sus índices más estimables se registran en el grado de rapidez con que cursan el pensamiento, las reacciones y la conducta y en el grado de regularidad mantenido en su recorrido por estas mismas actividades. El tempo personal, definido en orden a la rapidez y la regularidad, debe tomarse en consideración especial en relación a dos momentos: primero, para conseguir una integración acompasada entre el nivel de aceleración individual media y la cadencia del proceso de trabajo, o sea la velocidad de ejecución del trabajo; segundo, para formar el equipo de trabajo con individuos de reloj mental de marcha no muy discordante. La presencia en el mismo equipo de trabajo de individuos rápidos (taquipsíquicos) y lentos (bradipsíquicos), o de sujetos estables e inestables, es una combinación que pocas veces se libra de crear un mal entendimiento interpersonal o de generar algún estallido de hostilidades o antagonismos recíprocos. En la práctica, el equipo de trabajo suele adoptar una velocidad de trabajo convencional, siempre algo inferior al punto máximo accesible a todos ellos. La estructura del tiempo de trabajo se subdivide en ciclos. Un ciclo de trabajo comprende el trabajo desde el inicio hasta el logro del producto. Hay ciclos operacionales breves y ciclos prolongados. Los ciclos breves, con una duración de una o varias horas, o sea en forma de uno o más por jornada, ofrecen la ventaja de mantener al operario percatado del resultado de su trabajo, y el inconveniente, de cargarle con una actividad monótona y repetitiva. Los ciclos prolongados, de una duración de semanas o meses, encierran el riesgo de implicar la pérdida del sentido de la tarea, por lo que es aconsejable en estas circunstancias hacer llegar al empleado datos tangibles sobre el significado productivo de su actividad. Los ciclos intermedios se sitúan entre ambos extremos. Para prevenir la fatiga laboral, sea fatiga intelectual, emocional, sensorial, motora o mixta, en cualquier caso un fenómeno fisiológico universal, la única estrategia disponible es el establecimiento periódico de pausas de descanso. Hay dos políticas al respecto: paradas laborales breves con intervalos de trabajo cortos o detenciones largas espaciadas. Por un lado, la pausa ha 87
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bría de alcanzar la frecuencia suficiente para evitar la aparición de fatiga. Por otro, su prolongación tendría que alcanzar la duración idónea para el logro de una reposición de facultades suficientemente firme, con objeto de no estar interrumpiendo continuamente el proceso del trabajo. Por tanto, debería regir al respecto la dialéctica razonable entre estas dos exigencias: la evitación de la fatiga y la preservación de la continuidad del proceso activo del trabajo. La programación general del trabajo con relación a la prevención de la fatiga, que es una exigencia primordial, se atiene a estos tres patrones: una pausa de cinco minutos por hora de trabajo, pauta reservada para trabajos que requieren un gran esfuerzo mental o físico; y como pautas más comunes una pausa de diez minutos cada dos horas o de quince minutos cada tres horas. Cada vez se tiende más a organizar las paradas laborales en forma de una distracción colectiva. Hay empresas que tienen reglamentado el establecimiento sincrónico de los periodos de descanso a una hora fija para todos sus trabajadores. Como consecuencia del desgaste sufrido en el trabajo aparecen estados de cansancio, fatiga o agotamiento: el cansancio es un fenómeno local, la fatiga tiene una extensión más generalizada y desaparece con el reposo, y el agotamiento, se caracteriza por no dejarse extinguir por el reposo y manifestarse por una sintomatología más invasiva. La intercalación de paradas periódicas en el trabajo para evitar la fatiga y el cansancio es una medida organizativa estructural imprescindible como ya hemos visto. A la vez, se precisa prestar atención a la detección precoz de las manifestaciones de fatiga para interrumpir de inmediato el trabajo. Para la detección de la fatiga laboral nos apoyamos en síntomas (datos subjetivos) y en signos (datos objetivos). La sensación personal de fatiga es en la práctica una orientación suficiente. Las molestias más frecuentes sentidas por el sujeto acometido por la fatiga son la falta de concentración, la irritabilidad, las sensaciones de mareo, los dolores de cabeza, la pesadez corporal, la falta de fuerzas físicas o algún trastorno digestivo. También puede reflejarse la fatiga en forma de signos directamente accesibles a la percepción de los otros: las ideas confusas, los movimientos torpes, la acumulación de errores, el cambio de conducta o el descenso de los rendimientos. 88
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Los datos objetivos de fatiga pertenecen a los dominios del laboratorio. Comúnmente, no se recurre a ellos por la dificultad o complejidad que entraña la metodología. Las pruebas detectoras de fatiga se subdividen en fisiológicas y psicotécnicas. En la serie fisiológica los índices más sensibles para evaluar el estado de fatiga son la elevada concentración de dióxido de carbono en el aire espirado y la acumulación de ácido láctico en el plasma sanguíneo. Las pruebas psicotécnicas manejadas para el registro de la fatiga se muestran muy poco específicas y se subdividen en tests visuales y psicomotores, entre los cuales destaca por su mayor fiabilidad el registro de los tiempos de reacción selectiva. La peculiaridad rítmica más importante de la mujer con relación al tiempo de trabajo consiste, sin duda, en su sujeción a un ritmo mensual. Cada vez se conocen más datos sobre las profundas diferencias de la conducta femenina entre la fase preovular y la fase postovular. Estas diferencias se reflejan en la actividad laboral y muchas veces alcanzan tal magnitud como si la misma mujer fuese una trabajadora de características distintas en las dos semanas después del menstruo y en las dos semanas que vienen a continuación y abocan a la pérdida sanguínea menstrual.
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PROBLEMAS DE SALUD MENTAL EN EL TRABAJO
4.1. Factores del trabajo causantes de desequilibrio mental
El trabajo representa hoy una actividad imprescindible para el proceso de maduración de la personalidad y la inserción en la realidad social. Con relación a la salud mental de la persona, sus efectos no pueden ser más favorables y defensivos. A la par que la familia, el trabajo constituye un agente de promoción de la salud mental positiva, cuyo apoyo resulta hoy imprescindible en el proceso de la organización de la personalidad en torno a un proyecto. Además representa un baluarte protector contra la irrupción del trastorno mental. El trabajo trasciende los beneficios personales, y opera como una fuente de copiosos beneficios sociales y productivos, que se agregan a las ganancias personales apuntadas. El panorama laboral gratificante para la persona, su adaptación social y sus rendimientos laborales, puede invertirse en alguno de sus puntos positivos cuando el trabajo se contamina con elementos nocivos para la salud mental. En el momento actual de la cultura occidental, tal contaminación ocurre con cierta frecuencia a causa de un contexto laboral rígido propio de una especie de organización taylorista, donde la es 91
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timación del producto del trabajo acapara más interés que el bienestar del trabajador. Tanto es así que se ha hablado muchas veces de que nos encontramos inmersos en una “sociedad de rendimientos”, en la que el individuo es valorado a tenor de su productividad. En estas condiciones laborales presentes atenazadas por la rigidez, la competitividad y el descuido humanitario, se ha acentuado la incidencia de alteraciones psíquicas inducidas por el trabajo. El crecimiento de la morbilidad psiquiátrica es, por otra parte, un hecho general. Los problemas de salud mental han alcanzado en los países occidentales la prevalencia anual del 20-25% de la población, lo que significa nada menos que en el curso de un año una persona de cada cuatro o cinco está afectada por una alteración psíquica. Estamos ante una auténtica epidemia psicopatológica moderna o postmoderna ocasionada o activada por factores socioculturales, entre los cuales ocupa un lugar importante el ambiente laboral, dominado por el signo taylorista de la organización y de las condiciones del trabajo. La intervención de los factores laborales en la morbilidad psiquiátrica global actual oscila alrededor de un tercio. Este dato cuantitativo coincide con la ocupación por el trabajo de la tercera parte de la vida adulta desarrollada en estado vigil o despierto. El trastorno psiquiátrico representa hoy uno de los principales procesos mórbidos determinantes de discapacidad. Su intervención es algo mayor en la invalidez laboral de corta duración (el 60%) que en la de larga duración (el 40%). La siembra de morbilidad psiquiátrica moderna causada por factores laborales, proviene de haberse orientado la organización del trabajo hacia la “taylorización” (prioridad de la producción), orientación facilitada por la tecnocracia con la complicidad de la informática. El potencial psicopatológico del trabajo causa los máximos estragos en las profesiones sanitarias y docentes, en los agentes de orden público y en los empleados de las instituciones carcelarias, a causa de la sobrecarga de responsabilidad o riesgo, y asimismo en el personal de servicios de “cuello azul” y en algunos burócratas y servidores de la administración, por encontrarse su libertad hipotecada por la exigencia de los superiores y la acumulación de los clientes a la vista. 92
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Problemas de salud mental en el trabajo
Las alteraciones psíquicas ocasionadas por factores perturbadores conexionados con el trabajo son inespecíficas. En su mayor parte se agrupan en los siguientes casilleros nosográficos: cuadros de ansiedad o fóbicos, enfermedad depresiva, procesos psicosomáticos, consumo de drogas, enfermedades adictivas químicas o sociales y trastornos de conducta. Ante cualquier enfermo afecto de una de estas formas de enfermedad, resulta preciso dedicar una especial atención a la posible intervención causal o concausal de algún factor relacionado con el trabajo. Anteriormente, la psicopatología laboral era un tratado de enfermedades supuestamente específicas, con títulos tan llamativos como éstos: “la locura de los aduaneros”, “la neurosis de las telefonistas y las mecanógrafas”, “la paranoia de las institutrices”, denominaciones que son hoy una pura anécdota histórica. Los factores de riesgo para la salud mental conexionados con el ambiente laboral se reagrupan en cuatro sectores:
— Datos intrínsecos del trabajo o el trabajo en sí mismo: la ausencia de autonomía, la monotonía, la supresión de la iniciativa o de la creatividad y otros. — La organización del trabajo: el papel o rol ambiguo o conflictivo, el profundo desnivel entre la formación laboral o la capacidad y la actividad desempeñada en cualquiera de ambos sentidos, la demanda excesiva o la sobrecarga, la inseguridad del empleo y otros. — Las relaciones interpersonales: la rivalidad, la hostilidad, la conflictividad, el rechazo, el “mobbing”, el acoso sexual y otros. — El contexto laboral: el piramidalismo o la gestión autoritaria, las consignas rígidas, la ausencia de informaciones o de comunicación, el trato despersonalizante y otros.
Hoy, en la clínica médica de cualquier especialidad se ha dejado de pensar en la causalidad única, lineal y estática, que atribuía el proceso patológico a un agente aislado, o sea, la conexión entre una causa y un efecto. Esta idea de la causalidad monovalente se ha sustituido por una causalidad múltiple y circular o dinámica, o sea, por una parte, la intervención de varios 93
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factores de riesgo, llamados así porque casi nunca ninguno de ellos es imprescindible y, por otra, se cierra el círculo al ejercer el efecto una acción retroactiva dinámica sobre los factores causales. El circuito lógico formado por los factores causales y su efecto se complementa con el tercer agente: el terreno personal sobre el que inciden los factores nocivos y su capacidad para ejercer una estrategia defensiva o desplegar una actividad de adaptación. La capacidad tanto para afrontar las circunstancias laborales adversas, como para esgrimir una defensa adecuada ante ellas o para adaptarse, es una función que varía en consonancia con las características del individuo y de su situación en el trabajo. A medida que es más consistente el yo, que se dispone de una personalidad más equilibrada y que la situación en el trabajo está presidida por la vivencia de apropiación, se acrecienta la efectividad de la capacidad individual para desplegarse ante los elementos desfavorables con flexibilidad y acierto, como una actividad de afrontamiento o lucha, un mecanismo de resistencia o defensa o una resignación adaptativa. Naturalmente, entre los trabajadores hay por lo menos un 10% que están afectados por alteraciones psíquicas ya antes de haber efectuado su incorporación al trabajo. Algunos de ellos perciben elementos laborales adversos sin un fundamento objetivo o magnifican los existentes. En cualquier caso, el sujeto con una personalidad desequilibrada o con sintomatología psiquiátrica previa tiene una proclividad especial para sentirse perturbado por datos laborales comunes como consecuencia de proyectar su sintomatología sobre el entorno. Este dato es especialmente abrumador entre dos clases de personas que se quejan de mobbing o acoso moral: por una parte, la hipersensibilidad generada por un sentimiento de inferioridad se alimenta de la sensación de no recibir un trato adecuado; por otra parte, la sintomatología paranoide se agrupa precisamente en torno a la convicción de ser un objeto de alusiones o de burla para los demás. Las alteraciones psíquicas atribuidas a factores laborales nocivos que han desbordado la capacidad personal de resistencia, pueden gestarse a través de una dinámica diversa, cuyos mecanismos operativos más importantes 94
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son los siguientes: la alienación, la frustración, el hiperestrés, las insatisfacciones o incomodidades y la agresividad, cuyas dos formas hoy en el candelero son el mobbing y el hostigamiento sexual. Entre estos mecanismos se insertan vínculos de solapamiento o de asociación. Abundan las escuelas científicas que sobrevaloran un mecanismo determinado en detrimento de los demás. Hay algunos entusiastas de la frustración, la alienación o el estrés que han perdido la neutralidad científica o el rigor de observación. Para la terapia y la comprensión del trabajador con síntomas psiquiátricos es tan importante la captación acertada del mecanismo patogénico como la conveniente identificación de los factores laborales responsables. La estrategia terapéutica se constituye atendiendo a esta terna etiológica: los factores causales, el mecanismo patogénico y la personalidad del sujeto. La situación laboral psicopatológica se refleja en tres clases de síntomas:
— Síntomas intrapersonales, a los que ya nos hemos referido al comienzo de este apartado. — Síntomas sociales o interpersonales, como el aislamiento, el rechazo de los otros, el conformismo, la rebeldía o la conflictividad. — Síntomas laborales, como el descenso del rendimiento, el aumento de los errores, la propensión a los accidentes, el absentismo o la falta de puntualidad.
La génesis del accidente laboral no se debe siempre al fallo de la máquina o a la omisión de los recursos preventivos precisos por la causa que sea, sino que concurre también el factor humano, en forma, por ejemplo de una distracción ocasional o de un error en el manejo de los pulsadores o los mandos. Los factores accidentógenos humanos se acumulan en los trabajadores afectos de un trastorno psiquico, de origen laboral o extralaboral, así como en el perfil de personalidad conocido como personalidad accidentógena. De antiguo se ha venido hablando en este sentido del hábito traumático inherente al individuo impulsivo o inestable. 95
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Por otra parte, resulta imprescindible recordar en este lugar que la catalogación de la enfermedad profesional corresponde sólo a la dolencia producida a consecuencia del desempeño del trabajo. Quedan excluidos por tanto del catálogo de las enfermedades profesionales todos los procesos patológicos determinados por factores ajenos al trabajo. Dentro de su agrupación ocupa un campo dilatado la patología psiquiátrica. Conviene al respecto tener siempre en mente la distinción fundamental entre trastornos mentales patológicos laborales y los sufrimientos personales incubados en el ámbito laboral que no se adscriben a un tipo determinado de enfermedad. El impacto sobre el individuo ocasionado por los vectores laborales perturbadores es función en una alta medida de las características de su personalidad. La distribución de los individuos al respecto ocupa un amplio espectro comprendido entre los polos de la personalidad vulnerable y la personalidad resistente o incluso resiliente. (Se llama modernamente resiliencia a la reacción positiva mantenida por un individuo sometido a la acción de un estresor o de cualquier otro tipo de agente ambiental perturbador). Si de entrada me he pronunciado por culpabilizar del crecimiento de la psicopatología laboral moderna al retorno al taylorismo clásico, en forma de una organización de trabajo competitiva y que atiende más al nivel de productividad que al bienestar del trabajador, resulta lógico que oriente la estrategia laboral preventiva del trastorno psiquiátrico a anteponer el interés por el individuo a la preocupación por la productividad. Mientras no se señale un tope infranqueable en este sentido, es previsible que los estragos psicopatológicos ocasionados por la desbordante competitividad entre trabajadores de la misma empresa o de centros distintos, seguirán ateniéndose a una curva de frecuencias ascendente. Una pauta protectora espontánea importante de carácter colectivo es la formación de una ideología defensiva contra el elevado riesgo inherente a ciertas formas de trabajo, sometiendo el peligro a una subestimación, una trivialización o una negación. El resultado es que los trabajadores, por ejemplo, en una mina o en un centro atómico, se conducen como si la seguridad estuviese garantizada, siempre que no se descuide la aplicación de las medidas preventivas pertinentes contra los accidentes. 96
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La recuperación del trabajador problema exige casi siempre un replanteamiento de las relaciones interpersonales, en la dirección de los vínculos de simpatía, compañerismo o camaradería y amistad. En la psicosociología laboral, como apuntan los psiquiatras franceses Maisonneuve y Lamy (1993), brotan los sentimientos positivos entre los trabajadores como el producto de una afinidad electiva entre ellos. El trabajador elige a sus compañeros preferidos, en primer lugar, entre los que pertenecen a su misma clase social; en segundo lugar, entre los que poseen la misma calificación laboral o formación profesional que él; y, en tercer lugar, entre los que comparten algunos de sus rasgos personales básicos, factor que, en cambio, asume un papel más significativo en la germinación de vínculos interpersonales positivos por fuera de la esfera laboral. Y es que hasta en la elección de los compañeros y los amigos, el entorno laboral tiene peculiaridades propias. En cualquier caso, el vínculo positivo interpersonal se refuerza cuando se procesa como un influjo dinámico de reciprocidad, tomando así la forma de una actitud amistosa mutua.
4.2. El trabajador alienado “Alienar” es un vocablo jurídico tradicional que significa vender, ceder o enajenar y, en sentido personal, volverse uno extraño a sí mismo o enajenarse (alienus, extraño). En el siglo XIX la gran popularidad o sacralidad alcanzada por la palabra “alienación” se debió a haber sido extraída del contexto jurídico por los filósofos y los psiquiatras, independientemente unos de otros. En el campo de la filosofía, Karl Marx (1818-1883) convirtió el concepto de trabajo alienado o enajenado en una de las piezas básicas de su doctrina, donde se alzaprima el valor de las relaciones económicas de producción como la base estructural, nada menos que del pensamiento, la cultura y la historia. Marx entendía el trabajo alienado o enajenado como el trabajo despojado de la propiedad de sus productos. 97
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Esta especie de usurpación o desposeimiento laboral fue encumbrada en la ideología marxiana como el dato socioeconómico sustantivo responsable del dominio ejercido por el capital sobre el trabajo, una relación económica de producción distorsionada, que, a su vez, serviría de elemento estructural básico conjuntamente para el modo individual de pensar, para la evolución histórica de la cultura y para la escisión de la sociedad en clases. Para Marx, la oposición entre el capital y el trabajo tomaba la forma radical del trabajo enajenado, es decir, un trabajo que, víctima del capital, dejaba de ser propietario de sus productos. A diferencia de la teoría de la alienación marxiana, en la que se presenta a la alienación con un perfil objetivo socioeconómico, la psiquiatría se ha ocupado de la alienación subjetiva o psíquica. Frente a la tesis del trabajo alienado de Marx, se desarrolla en la psiquiatría la investigación empiricopráctica sobre el hombre alienado. Surge así el concepto de alienación personal, sin conexión inmediata, por tanto, con el postulado de Marx de la alienación socioeconómica. La psiquiatría decimonónica, como también ocurriera paralelamente en el campo filosófico coetáneo, amplió tanto el concepto de persona alienada que lo valoró como nexo común a todo tipo de enfermedad psíquica, en el sentido de que la persona afectada por un trastorno mental dejaba de ser la misma que antes o sufría una alteración de la identidad o continuidad del yo y se volvía un individuo extraño de sí mismo. Al psiquiatra se le llamaba alienista —término en desuso hoy—, en tanto en cuanto era el médico especialista para el tratamiento de los enfermos alienados. En el manual de psicopatología laboral dirigido por los científicos franceses Decours, Veil y Wisner (1985), publicado hace una veintena de años, se introduce la noción de alienación laboral, en la que el alienado no es el trabajo sino el trabajador. Se define al trabajador alienado como aquél que deja de ser él mismo en la situación de trabajo, por razón de sentirse extraño o diferente, a causa de las circunstancias laborales. En esta perspectiva, apelo a mi óptica propia para identificar la extrañeza personal en cuanto dato sustantivo del trabajador alienado, como una degradación mortificante del hom 98
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bre en situación de trabajo, integrada por un proceso de resquebrajamiento deshumanizado que abarca la identidad, la razón pensante, la libertad interior, la iniciativa y la expresión libre de la creatividad. El trabajador alienado es, pues, ante todo un trabajador bloqueado y desmotivado, que se convierte en un extraño de sí mismo, al sufrir una especie de mutilación antropológica durante el ejercicio de su actividad ocupacional. La figura contrapuesta del trabajador alienado es el trabajador motivado y sensibilizado por su entrega al trabajo, actividad que realiza como una ocupación propia. El trabajador alienado, cuya figura me propongo introducir aquí por vez primera, no es propiamente un enfermo mental, aunque sí corre serio peligro de serlo. Está embargado por un bloqueo psíquico parcial para todas las cuestiones de trabajo. Y este bloqueo no se manifiesta obligatoriamente por la vía habitual de la semiología psicopatológica clásica. Por ello, este estado al no estar integrado por síntomas propiamente psiquiátricos, constituye un trastorno menos demostrativo, pero no por ello menos anulador y profundo. Su nota específica es que la alienación del trabajador obedece casi siempre a la acometida de una organización de trabajo mortificante o deshumanizada. El trabajador alienado encierra un gran potencial de agresividad contenida. La contención absoluta de la agresividad se refleja en una conducta de sumisión incondicionada. Cuando la personalidad previa del trabajador no es nada pasiva o masoquista, la sumisión se tiñe de irritabilidad o de violencia. Un gran caudal de la agresividad emergente en el medio laboral en forma de relaciones de descontento o actos de violencia, proviene de las vivencias de alienación laboral. Como lo advierte el título de un trabajo del psiquiatra francés Philippe Godard (1985), el tránsito “de la alienación a la violencia” es una amenaza que no cesa. La violencia generada por el estado laboral de alienación se distribuye entre una forma relacional continua más o menos mitigada o tensa y unos accesos explosivos intermitentes. En definitiva, la conducta del trabajador alienado oscila, según los casos y los momentos, entre la plena sumisión y la protesta, sin abandonar nunca la propensión a liberarse de la cólera contenida mediante una explosión de violencia. 99
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Con arreglo a mis observaciones, la tipología del trabajador alienado se sistematiza en varios grados, que van desde el alienado máximo, grado 4, hasta el alienado más periférico, grado 1. Su definición al tiempo cuantitativa y cualitativa se establece en consonancia con la índole del elemento laboral alienante. En síntesis, desde mi óptica la tipología del trabajador alienado se sistematiza en esta escala tetrapartita: ■Grado 1: el trabajador pagano, que paga por culpas ajenas con el precio de la humillación o la explotación como si fuera un chivo expiatorio. Cuando se habla de explotación empresarial, inmediatamente se piensa en un salario insuficiente, lo que se justifica por razón de que el lenguaje predilecto de la empresa es el lenguaje económico, a lo que se agrega la tendencia de la reivindicación de los empleados a inclinarse hacia una formulación económica. Todo ello no obsta para que muchas veces el factor alienante explotador más corrosivo radique en la esfera personal en forma de un trato humillante o unas exigencias injustas o desorbitadas.
■Grado 2: el trabajador marioneta, que se siente un muñeco manipulado por sus jefes. Las medidas generales de vigilancia rigurosa o el control minucioso realizado por un capataz inflexible, sobre todo cuando observa sin ser observado, un elemento organizativo laboral que siembra el desconcierto y el temor entre los empleados, y que conduce a los más pusilánimes a entregarse ciegamente a hacer lo que él cree que los mandos esperan de él. ■Grado 3: el trabajador robot, que se siente convertido en un autómata a fuerza de repetir la misma maniobra elemental como si fuera un tic laboral. El desempeño de un trabajo simple o fraccionado, monótono y repetitivo, transmite al operario una experiencia asfixiante de su individualidad, que puede 100
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reducirlo a sentirse una criatura preprogramada o robotizada.
■Grado 4: el trabajador objeto, caracterizado por sentirse cosificado por una relación interpersonal de dominación absoluta. Tal relación autoritaria es propia de empresas piramidales organizadas al estilo tayloriano con el fin de alcanzar como sea una rentabilidad máxima.
El trabajador alienado experimenta una liberación que puede ser suficiente para extraerle de su estado de alienación cuando se reorganiza el trabajo con la corrección del específico factor alienante operativo en su caso. Muchas veces lo que determina la alienación es una causalidad híbrida o mixta. Por ello, para liberar a un trabajador alienado conviene prestar una atención sistemática a los cuatro órdenes de factores causales señalados. La estrategia preventiva contra la alienación laboral sigue asimismo una orientación tetrapartita: 1º. La política laboral ajustada a los principios de justicia y equidad, en especial en las esferas moral y económica, con exclusión de las preferencias morales arbitrarias y los privilegios personales.
2º. La sustitución de unas normas rígidas e inflexibles por la táctica de dejar un cierto margen de maniobra a la interpretación personal de las consignas recibidas. 3º. La transformación de los trabajos robotizantes en nuevas actividades que sean más satisfactorias. Cuando ello no sea posible, el trabajador podrá dejar de sentirse robotizado si se le facilita un cambio periódico de ocupación, un curso de reciclaje, un apoyo emocional comunitario o una información acerca de la significación de su tarea. 101
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4º. La estructuración organizativa del centro de trabajo en torno a la identidad del trabajador, configurada como un sistema fluido y elástico, con una amplia apertura comunicativa entre los directivos y los empleados.
No existe ninguna medida que abogue por el desarrollo en los trabajadores del sentimiento de autonomía y de la capacidad de iniciativa y creatividad, que no tenga una efectividad desalienante o antialienante. En el mismo sentido operan todas las mejoras introducidas en la organización o en el ambiente de trabajo, o la expectativa de un ascenso. La autoprotección del trabajador frente a la alienación se atiene a este emblema: vivir el trabajo como una creación y no como un sometimiento. Una ocupación anuladora de la personalidad por sí misma, o por medio de una estricta organización autoritaria, o por un sentido disciplinario alienante, o por unas exigencias arbitrarias e injustas, constituye más un reclamo para la defensa individual o en último extremo para el abandono laboral que para la adaptación resignada. Las pautas de defensa individual contra los factores alienantes ofrecen un margen de amplia coincidencia, mutatis mutandis, con las reacciones autoprotectoras frente a las frustraciones laborales o el distrés ocupacional.
4.3. El trabajador frustrado
Las exageraciones de la escuela estadounidense dirigida por Dollard han llevado a interpretar como frustración todo género de insatisfacciones o sobrecargas emocionales. En el otro polo están los partidarios de reconocer al estrés como el fenómeno omnipresente en el trabajador insatisfecho, contrariado o tenso. Para evitar llamar frustración o estrés a cualquier tipo de fenómeno laboral displacentero, es preciso atenerse a un mínimo de rigor conceptual. Del estrés nos ocuparemos en otro capítulo. Aquí nos dedicaremos a revisar el concepto de frustración. 102
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La frustración consiste en la experiencia de displacer o disgusto ocasionada por la imposibilidad de alcanzar un deseo o realizar una tendencia o un proyecto, a causa de impedirlo un obstáculo que puede residir en el propio individuo o fuera de él. La frustración es, por tanto, un fenómeno un tanto complejo, integrado por tres datos concatenados entre sí: la privación de un deseo o un propósito, la interposición de un obstáculo y la respuesta en forma de un sentimiento de displacer, un disgusto o una contrariedad. La mayor parte de los deseos y expectativas laborales que no pueden cumplirse se relacionan con los temas siguientes: el aumento de salario, el logro de un premio o una distinción honorífica, el ascenso o el cambio de tipo de trabajo. Entre ellos destacan la expectativa del ascenso defraudada y el aumento de la retribución no confirmado como los dos temas laborales frustrantes que más abundan. El displacer o disgusto propio de la frustración se dispone en una amplia escala de grados, desde una leve contrariedad hasta una sensación de hundimiento o derrumbe personal. Sobre cualquier experiencia de esta índole se construye la dinámica de la frustración en forma de una cadena de sentimientos e ideas en torno al objeto no alcanzado, que culmina en una reacción o una toma de decisión. Las reacciones a la frustración se subdividen en dos tipos contrapuestos: conductas adecuadas o positivas y conductas inadecuadas o negativas. La reacción más adecuada inmediata consiste en imponerse un cierto plazo de espera con objeto de percatarse mejor de la situación y del carácter del obstáculo frustrador. Esta espera ha de cumplir el mínimo margen de tiempo que sea suficiente para tener una idea clara de las características de la barrera interpuesta, y a la vez no ha de extenderse más de lo conveniente, en forma de aplazamiento y aplazamiento, ya que la prolongación excesiva de la demora aboca inevitablemente al tobogán progresivo que conduce a los miedos o las fobias. Una vez que el sujeto frustrado se ha percatado suficientemente de las peculiaridades de la situación adversa, su decisión oportuna se mueve entre estas tres opciones: primera, cuando se vislumbran expectativas favorables para ello, la superación de la dificultad por medio del pensamiento o la habi 103
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lidad sin apelar a la violencia ni al comportamiento pasional; segunda, la modificación de la meta deseada; tercera, la resignación y el abandono del deseo inalcanzable. La alternativa se plantea, pues, entre la lucha contra el obstáculo y el abandono resignado, siempre contando con la solución intermedia de optar por dirigir las expectativas hacia un objeto suplente más accesible. Las reacciones a la frustración inadecuadas se agrupan en conductas infantiles, agresivas y evasivas. Las reacciones infantiles consisten en una regresión o retroceso de la personalidad al producirse el afloramiento del niño que todos llevamos oculto en nuestro interior. El afloramiento de rasgos infantiles en el trabajador puede conducirle a una rebeldía obstinada inútil o a una sumisión y dependencia sin sentido, más o menos como si fuese el niño malo o el niño bueno, respectivamente. Las reacciones agresivas se disparan en forma de una conducta violenta psíquica o física. La violencia puede proyectarse sobre los directivos o los compañeros responsables de no haberle permitido alcanzar sus deseos, o tomar la senda extraviada de ir contra personas totalmente ajenas al origen de su contrariedad. El dicho “pagan justos por pecadores” se cumple en una elevada proporción de las reacciones agresivas desenfocadas puestas en marcha por una frustración. Este tremendo desenfoque reactivo denota la frecuente ceguera de la violencia humana. Las reacciones de evasión conducen al mundo creado por las fantasías propias o a la irrealidad construida con el uso de drogas. El recurso de las fantasías o los ensueños permite obtener una compensación inocente que sólo a la larga puede volverse contra el sujeto. La entrega al alcohol o a otras drogas para olvidar las penas y las contrariedades, en cambio, representa la forma de usar sustancias químicas más asediada por el riesgo de conducir a la adicción o a síntomas de intoxicación. Conviene precisar que la frustración del trabajador, o sea la privación de un deseo o una tendencia con relación al trabajo es una incidencia puntual acontecida en el contexto laboral. De modo que el displacer puntiforme producido por esta privación se elabora en el marco de una situación laboral. Si el trabajador frustrado dispone de unas relaciones armónicas con los 104
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mandos y los compañeros y se siente motivado por el desempeño de su ocupación, el grado significativo de la frustración será muy rebajado. Lo contrario sucede cuando existen relaciones interpersonales tensas o conflictivas o el trabajador está desmotivado.
4.4. El trabajador insatisfecho
Aunque sea una obviedad escandalosa debo decirlo para mayor claridad: el trabajador afectado por una frustración, una alienación, un distrés o una violencia, que son las noxas laborales específicas más frecuentes, está embargado por un sentimiento displacentero que toma en cada caso una notación sintomática de cierta especificidad. Aparte de los agentes laborales responsables de la frustración, la alienación, el estrés desbordante o la violencia, existen elementos laborales que ocasionan un descontento o un malestar hacia la ocupación desempeñada, sin ningún aditamento específico. Esta sensación de descontento o malestar que invade al sujeto muchas veces en la situación de trabajo, no se debe al no poder realizar un deseo, como ocurre en la frustración, ni a una sobrecarga emocional, como ocurre en el distrés, ni a una quiebra en el sentimiento de familiaridad de sí mismo, como ocurre en la alienación, ni a una amenaza personal, como ocurre en los fenómenos de violencia. Los elementos provocadores de una insatisfacción ocupacional pura e inespecífica, en forma de una sensación de descontento o malestar, constituyen el contexto laboral más propicio para la germinación de las otras noxas laborales mencionadas y la multiplicación de sus efectos. En la práctica nos vamos a encontrar con la existencia de un cierto solapamiento entre los elementos laborales nocivos, de suerte que algunos de ellos son polivalentes y universales, y según los casos y las circunstancias pueden limitarse a provocar un estado de descontento laboral o extender su acción en forma de una frustración, un distrés, una alienación o una amenaza. El síndrome de la insatisfacción laboral atenaza al trabajador como si hubiese caído en una trampa y le hace sentirse descontento o insatisfecho 105
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hacia su empleo y hasta puede erosionar su motivación en el trabajo. Si el trabajador no abandona entonces el empleo es o porque se agarra a la esperanza de corregir los elementos responsables de la insatisfacción, o porque no le queda otro remedio para no quedarse sin sustento. 1. Defectuosa organización del trabajo
Ambigüedad en la definición del rol o la tarea. Contradicciones en las consignas. Relación hostil con la máquina o el instrumental (erótica del trabajo negativa). Problemas de horario. Pausas de descanso demasiado cortas o tardías (excesivo desgaste). Equipo de trabajo insuficiente. Falta de personal. Temor al fracaso.
2. Falta de incentivos
Sentido del trabajo ausente. Remuneración económica mediocre. Gratificación emocional negativa o ausente. Escala de ascensos cerrada.
3. Entorno laboral disarmónico
Contaminación química (sustancias tóxicas, humos). Contaminación física (ruidos, luz velada, poca ventilación). Contaminación psíquica (espacio reducido, local incómodo).
4. Relaciones interpersonales incongruentes
Carencia de información sobre las decisiones generales. Vínculos tensos con unos o con otros. Sustitución del compañerismo por la competitividad.
Figura 4.1. Factores más sobresalientes en la determinación del síndrome de insatisfacción laboral 106
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Los incordios laborales responsables del síndrome de insatisfacción o descontento hacia la ocupación desempeñada se distribuyen entre la defectuosa organización del trabajo, la falta de incentivos laborales, la contaminación del entorno laboral y las relaciones interpersonales incongruentes. Cada serie agrupa una colección de múltiples datos incordiantes, de los que recogemos en la sinopsis adjunta sólo los más representativos. La intervención asociada de varios agentes perturbadores es un hecho casi constante.
4.5. El ruido en el ambiente de trabajo
El ambiente de trabajo atronador o ruidoso es un importante agente perturbador laboral, al que vamos a conceder aquí un apartado independiente para su estudio, en atención a sus peculiaridades y sus especiales complicaciones psíquicas y orgánicas. El ruido es el elemento sensorial más hostil a la comunicación interpersonal. No sólo apaga u oscurece la palabra hablada sino que ocupa el órgano auditivo, que es el órgano de la comunicación humana por excelencia. El diálogo entre dos o más personas se vuelve imposible cuando incide un ruido de una intensidad igual o superior a 70 decibelios (dB). Conviene especificar que un decibelio es la intensidad de estímulo más baja que puede captar el oído humano. Según estimaciones de la Organización Mundial de la Salud, el ruido puede producir alteraciones importantes a partir de los 65 dB. Sus efectos perturbadores locales sobre el oído empiezan con los 80 dB. Los ruidos superiores a los 100 dB pueden determinar una sordera pasajera súbita y desde los 120 dB, que es la intensidad del ruido generado por una taladradora, existe el riesgo de una sordera irreversible. La estampida superior a los 170 dB puede ocasionar con una alta probabilidad la rotura inmediata de la membrana timpánica. Las alteraciones extraauditivas determinadas por un ambiente ruidoso pueden hacerse notar ya con 50 dB y en individuos especialmente hiper 107
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sensibles hasta con una intensidad menor. Los estímulos sonoros se vuelven más incómodos y perturbadores cuando su fuente productiva se halla en la proximidad del sujeto o cuando su aparición no es continua sino intermitente. Hay sujetos especialmente hiperestésicos o sensibles para el ruido. El genial escritor checo Franz Kafka tuvo problemas para encontrar una habitación para dormir sin sentirse perturbado por los ruidos de la calle o por el murmullo del pasillo. Una notoria hipersensibilidad para el ruido suele ser signo de una anomalía de la personalidad. La exposición habitual del trabajador a ruidos superiores a los 80 dB puede acarrearle la destrucción de las células sensoriales del oído interno y como consecuencia la pérdida del oído progresiva. La hipoacusia incipiente tarda en detectarse, porque al principio sólo afecta a la percepción de los estímulos de frecuencia alta y respeta el registro de la palabra hablada. Los ruidos superiores a los 70 dB no suelen pasar inadvertidos para el sistema nervioso vegetativo, puesto que activan la secreción de catecolaminas, que son las sustancias encargadas de transmitir la estimulación en el sistema vegetativo simpático. A través de este mecanismo pueden aparecer modificaciones fisiológicas, como la elevación de la tensión arterial, la aceleración del ritmo cardiaco o el entorpecimiento de la actividad de los órganos digestivos. Los efectos perturbadores del ruido sobre la actividad mental se extienden desde la provocación de ansiedad o irritabilidad hasta la inhibición del pensamiento o el bloqueo de la reflexión. El ruido es como la melodía del estrés, o sea, el agente sensorial de acompañamiento que potencia el estrés multiplicando su acción perturbadora orgánica y psíquica. El ambiente estridente o ensordecedor es la clase de entorno laboral más influyente para bloquear la comunicación y sustituirla por tensiones de violencia. El antídoto ambiental del ruido industrial no es el silencio absoluto, sino una sonoridad ambiental armónica entre los 40 y los 50 dB, que puede ser cubierta por el tono de la conversación común o por una dulce música tenue. Los medios de defensa del trabajador contra el ruido se distribuyen 108
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entre procedimientos de insonorización ambiental y protectores individuales del oído, desde elementos simples a mano como algodones hasta los artilugios más efectivos como los cascos y los auriculares. Si existe una intolerancia para el uso de estos últimos dispositivos protectores en forma de dolor de cabeza o sensaciones de presión difíciles de tolerar, se impone la medida de trasladar al trabajador a un destino laboral menos ruidoso.
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5.1. La cultura de distrés
La noción de estrés ha cobrado tal popularidad en el campo de la Medicina y entre el gran público, que con razón cualquier persona digna puede sonrojarse si a estas alturas es presa de vacilaciones y dudas cuando trata de explicar este fenómeno, anclado hoy con fundamento en el vértice de la actividad sociosanitaria. En estas páginas se tratará de ofrecer una visión transparente del tipo de estrés hoy más sobresaliente, el estrés ocupacional crónico con sus causas y sus consecuencias. Se entiende por estrés la sobrecarga de temor o ansiedad que experimenta un sujeto cuando opera sobre él una enérgica presión externa. También podría definirse como la respuesta emocional y corporal a un acontecimiento infortunado o una situación de agobio. Este fenómeno se compone de un binomio: por una parte, el estrés propiamente dicho, integrado por la intensa experiencia emocional interior; por otra, la sobreexigencia o sobreestimulación externa, el agente determinante del estrés, el factor de estrés, agente conocido como el estresor. Todavía hay científicos de “campanillas” que confunden el estrés con el estresor y, consiguiente 111
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mente, incurren en el desvarío de definir este fenómeno emocional como “la reacción al estrés”. El ser humano ofrece la peculiaridad de que el estresor puede corresponder no solo a una realidad evidente, sino a una realidad contaminada de imágenes temerosas, subjetivas o incluso a algo imaginario que podría acontecer. La reacción ofrecida en este último caso constituye un estrés simbólico, que es un tipo de estrés específico del ser humano. Aunque el concepto de estrés proviene de la física, a mediados del siglo pasado se incorporó a las ciencias sociales y de la salud en forma de un fenómeno de amplitud biopsicosocial. Su catalogación como un fenómeno biopsicosocial está justificada: primero, la experiencia de estrés es un registro verificado en el campo mental de la conciencia; segundo, como estresor suele operar un factor externo interpersonal o social; tercero, el dispositivo del que se sirve el estresor para provocar el estrés es en una amplia medida un mecanismo biológico neuroendocrino. No cabe duda, por tanto, de que el fenómeno del estrés tomado en su conjunto constituye una magnitud biopsicosocial. Una magnitud que ocupa uno de los capítulos más descollantes en las modernas ciencias de la salud y cuya presencia debe ser objeto de evaluación en todo trastorno emocional o psíquico. Los antecedentes del estrés como fenómeno inherente a la vida humana y como objeto de estudio científico encierran un especial interés. Adelantemos que si bien el estrés como fenómeno humano ha existido siempre, su descubrimiento científico se ha producido en la Época Tardomoderna. La experiencia de estrés ha sido una constante desde el comienzo de la Humanidad. El ser humano nunca ha podido librarse de este asiduo acompañante. Su cese se produce sólo con el acabamiento de la vida. El único lugar con un nivel cero de estrés es la atmósfera silenciosa del cementerio. A despecho de esta continua presencia prehistórica e histórica del estrés, su irrupción ha tomado una forma tumultuosa y masiva en la cultura occidental a partir de la revolución científico-industrial, o sea, a lo largo de los dos últimos siglos. Dentro de la gama de estreses, hay que distinguir dos grados extremos: el grado tenue de estrés que opera como un estímulo conveniente o necesario para vivir, denominado euestrés por sus efectos positivos, 112
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plasmados en forma de una activación del sistema individual de alerta, y el grado excesivo o desbordante, conocido como distrés o hiperestrés, dotado de una especial propensión para abocar a alteraciones patológicas tipificadas sobre todo como trastorno de ansiedad, agotamiento emocional o cuadro depresivo. En Medicina, cuando hablamos del estrés a secas solemos referirnos al distrés o hiperestrés. Me he permitido bautizar en anteriores publicaciones la cultura occidental contemporánea como la cultura de distrés en relación a albergar una población fustigada por varias sobrecargas emocionales con una energía como hasta aquí nunca había sucedido. La actual cultura de distrés se caracteriza por estar integrada por los siguientes vectores estresantes:
— El vacío dejado por el declive personal de los valores tradicionales, encabezados por la belleza, la justicia y la verdad, y su suplantación por disvalores como el poder, la imagen, el prestigio o el dinero, ha supuesto el desmonte del más poderoso escudo defensivo individual imaginable contra el estrés. — El agobio de la prisa, o sea, el estrés del tiempo, impuesto en su mayor parte por el afán de incrementar los recursos propios para poder dar satisfacción al ansia de consumo, mediante la adquisición de artículos de capricho o de tercera o cuarta necesidad. — La infiltración de la modulación competitiva en las relaciones interpersonales, al haber sido contaminada o avasallada la camaradería por el aguijón de la rivalidad. — La sustitución del espacio natural plácido y bucólico, con una alta densidad de vegetación, por un metacosmos artificial de por sí áspero e inclemente, invadido por motores, cemento o metales y sobrecargado de ruido, la melodía del estrés. — El modo de vivir inestable y sujeto a un proceso incesante de cambios acelerados, impuestos por el asombroso avance de la tecnología, que conducen a cada quien a un continuo sobreesfuerzo de adaptación personal para no sentirse desbordado por los nuevos acontecimientos. 113
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No me duelen prendas para entregarme a reconocer que la coalición formada por los cinco vectores hiperestresantes mencionados puede interpretarse casi como un discurso apocalíptico. Afortunadamente, esta construcción quíntuple se refiere sólo a la cara negativa de la cultura actual. En el otro costado cultural se acumula una serie de elementos positivos característicos de nuestro tiempo. Es ésta la primera ocasión en la historia en que se puede hablar de una cultura de alta civilización humanitaria, una cultura que engloba a todos los seres humanos, sin encumbrar a los reyes como dioses ni despojar de su condición humana al más miserable de los mortales. Su entramado social está tejido por una ideología laica, obedece al gobierno de un sistema democrático parlamentario y ofrece una disponibilidad de servicios de salud y educación jamás registrada anteriormente. Nos encontramos además en la primera ocasión histórica premiada con el disfrute del inmenso beneficio aportado por una respetable cuota de tiempo libre. Los datos socioculturales medio apocalípticos actuales trufados no sólo de distrés sino de violencia, encuentran un afortunado contrapeso en la plataforma humana presente ocupada por el binomio razón/libertad. Vivimos, pues, un tiempo peculiar, presidido por la tensa polaridad dialéctica entre el encuentro razonable del hombre consigo mismo y dos monumentales aberraciones en forma del diluvio de estrés y del protagonismo de una violencia brutal. La noción del estrés se remonta a la física cuando hace más de dos siglos esta ciencia comenzó a utilizar el vocablo inglés stress para designar el desplazamiento del cuerpo elástico por fuera de su línea de equilibrio, propulsado por una enérgica presión externa. Se conjugaban ya en esta noción los dos elementos conceptuales básicos del estrés que se han esgrimido siempre: la resistencia del objeto y la acción de la fuerza o el apremio desde fuera. Una visión esquemática del estrés lo reduce al efecto de una sobrecarga de presión o tensión generada desde el entorno. El año de 1936 constituye una fecha gloriosa para el encuentro del estrés con la Medicina. Fue en ese año cuando un investigador canadiense, Hans Selye, natural de Hungría, residente en Montreal, dio carta científica al fenómeno del estrés, con ocasión de describir “el síndrome de estrés bioló 114
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gico” como la respuesta fisiopatológica inespecífica o común a diversos agentes nocivos de tipo físico, químico o biológico, como traumatismos, intoxicaciones, infecciones o hemorragias. Después confesaría el genial científico en su libro The stress of my life (1977) que si hubiese dominado mejor la lengua inglesa no habría usado el vocablo stress. El síndrome de estrés biológico se hizo más popular en los círculos médicos como síndrome general de adaptación, ya que su curso completo se sistematizaba en tres fases sucesivas:
1ª La reacción o fase de alarma o periodo de choque, a base de una descarga de catecolaminas (adrenalina y noradrenalina), con manifestaciones de nerviosismo como taquicardia, aumento de la tensión arterial o de la frecuencia respiratoria, temblores, hipersudoración o insomnio. 2ª La fase de resistencia, sustentada por la estimulación del sistema neuroendocrino, con una masiva liberación de ACTH y cortisol, sustancias del eje hipofiso-adrenal consideradas como las hormonas del estrés y la depresión. La elevación excesiva de la tasa plasmática de ambas hormonas constituye un factor de riesgo para la aparición de la disfunción cognitiva a partir de la edad de 50 años, a causa de sus efectos adversos sobre el cerebro. 3ª La fase de agotamiento, culminada por la aparición de alguna de las llamadas enfermedades de adaptación (úlcera péptica, colon irritable, enfermedad coronaria, hipertensión arterial, etc.).
En esta concepción trifásica del proceso de adaptación puntualizaba Selye que la noción de stress se refería al estado del organismo, mientras que debía llamarse stressor al agente agresivo exterior. El lector será conmigo indulgente si me tomo aquí la libertad sentimental de recordar que mi primer libro de psiquiatría, publicado en 1954, El sistema hipófisis-suprarrenales en la clínica neuropsiquiátrica, versó sobre el síndrome de estrés biológico o síndrome general de adaptación, visto desde la clínica neurológica y psiquiátrica. 115
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La noción de estrés es asumida después por la ciencia de la salud como un fenómeno prioritario biopsicosocial. Su énfasis se traslada desde la fisiopatología, el campo de investigación del sabio canadiense, a la psicopatología, en forma de una sobrecarga de temor o de ansiedad provocada por un acontecimiento ambiental agudo o por una situación (crónica) entendida como la interconexión entre la personalidad y el entorno. La inespecificidad de la respuesta, o sea, la presentación de la misma reacción ante toda clase de estímulos que era un punto esencial en la originaria descripción fisiopatológica de Selye, quedó muy limitada por el reconocimiento de la influencia patoplástica ejercida por los elementos específicos del agente provocador externo y del perfil de la personalidad del sujeto. Uno de los pioneros en la renovación del concepto de estrés, Lazarus (1966), definía el estrés psicológico como la transacción entre la persona y su ambiente y planteaba como nuevos problemas el porqué un individuo percibe o no un acontecimiento o una situación como estresante y cómo es su estrategia de adaptación. Quedaba así subrayada la intervención activa del individuo estresado, a diferencia del punto de vista mantenido por la doctrina biológica previa. Una precisión fenomenológica importante consiste en definir con rigor el contenido del estrés. Este contenido suele atenerse al tema del acontecimiento o de la situación estresante. Veremos más adelante cómo hay cierta correspondencia entre las cualidades del estrés, por ejemplo el estrés de la responsabilidad, el del aburrimiento o el de la creatividad, y el tipo de trabajo. El contexto emocional del estrés, sobre el que medran los temas citados u otros, se distribuye entre el miedo, el temor y la ansiedad, los tres sentimientos de alarma más importantes y afines entre sí. La diferencia entre el miedo y el temor, es la presencia en el miedo de un objeto más concreto y preciso. El objeto del temor es algo más ambiguo. La ansiedad se distingue de ambos por su tendencia a difundirse entre todos los contenidos de la conciencia y plasmarse en la sensación de que de una manera imprevisible e incontrolable va a sobrevenir algún acontecimiento terriblemente pernicioso. La ansiedad se acompaña menos de la acción defensiva que el miedo o el temor, lo que resulta lógico dada su pulsación inhibitoria o bloqueante. 116
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La base fisiológica del estrés de ansiedad ha mantenido el mismo esquema hormonal que en la doctrina de Selye, pero subordinándolo a la intervención de los sectores del cerebro emocional, en forma sobre todo de una inhibición de la corteza prefrontal, el cerebro de la libertad y la razón, y un activación del hipocampo, la amígdala y ciertas estructuras subcorticales. De tal suerte, el sustrato neurobiológico del estrés se ha vinculado al sistema límbico o cerebro emocional, en forma de una inhibición de su porción cortical y una exaltación de sus sectores subcorticales. Lo que en la mente de Selye era una base fisiológica general, hoy se considera una combinación de mecanismos neurobiológicos que funcionan en interrelación recíproca con las hormonas hipofisarias, en un organismo invadido por la descarga de catecolaminas. Lo que quedó definitivamente reafirmado fue la catalogación del grupo formado por la hormona ACTH hipofisaria, el cortisol y otros corticoides y las catecolaminas, como las hormonas del estrés. La hiperactividad del sistema hormonal hipofisocorticoadrenal o sistema corticotropo inducida por los estresores laborales con la consiguiente presencia plasmática excesiva del cortisol constituye uno de los resortes inhibidores del funcionamiento del sistema neuro-inmune. Con un enfoque sobre los tres ejes del estrés, el biológico, el psicológico y el social, puede construirse la línea de investigación de los fenómenos de estrés. La profesora de enfermería canadiense Marie Anderson (2004) señala los cinco puntos de pesquisa siguientes: 1º. La intervención de agentes externos de naturaleza diversa: física, química, biológica, mecánica y sobre todo psicosocial. 2º. Las características personales del sujeto.
3º. Los indicadores de estrés: datos somáticos, psíquicos y comportamentales. 4º. Las variables moderadoras: apoyo social y redes sociales. 117
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5º. Las consecuencias sobre la salud del individuo: trastornos psíquicos, orgánicos o laborales.
La incorporación del estrés al trabajo se inscribe en el paradigma positivista de la interacción estímulo-respuesta, enfoque útil para analizar la salud mental del trabajador.
5.2. Modalidades de trabajo estresante
Entre los sucesos o situaciones estresantes, o sea, en el conjunto de los estresores hay que distinguir los protagonizados por el propio sujeto, calificados como acontecimientos biográficos, y la incidencias ocurridas a través de un mecanismo ajeno a él, por tanto con una índole extrabiográfica. Un ejemplo aclaratorio: la muerte de un ser querido es un hecho extrabiográfico y, en cambio, el accidente de circulación sufrido por un conductor es un hecho biográfico. De todos modos, todo estrés notable tiene una trascendencia biográfica y se incorpora a la vida del sujeto influyendo sobre ella. El estrés ocupacional, como todo tipo de estrés, se subdivide en dos versiones evolutivas: el estrés agudo y el crónico. El estrés agudo se caracteriza por tener un comienzo definido, una alta intensidad y una duración breve, y obedecer a un infortunado acontecimiento de la vida (en inglés, life-event). Los sucesos del trabajo agudos más frecuentes son el despido, el traslado de destino, el cambio de programación o de tarea, el accidente o el choque personal. Precisemos aquí que dentro de las incidencias catastróficas las que ejercen efectos más devastadores sobre la salud mental individual y colectiva son las perpretadas por el propio ser humano tipo terrorismo, después se alinean los accidentes tecnológicos u ocupacionales y por último los desastres naturales. La experiencia del estrés agudo suele configurarse como una reacción de ansiedad o de otro sentimiento de alarma (miedo, temor, terror, pánico) y acompañarse de una alteración transitoria de la conciencia en forma de 118
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una pérdida de lucidez o de un estrechamiento crepuscular. No se le regatea a la experiencia timérica el grado de estrés traumático o de vivencia traumática cuando se experimenta con mucho calado personal como una especie de aniquilación interior centrada en las convicciones más íntimas y los valores personales, o como un bloqueo mental, o tal vez en forma de la sensación de estar fuera del mundo o instalado en una vida sin sentido. Dos tercios largos de las personas adultas, por tanto más del 70% de la población adulta, ha pasado en su vida al menos un episodio traumático agudo, como puede ser el duelo, la grave pérdida económica, el accidente de tráfico, la violencia física o sexual o la catástrofe natural o provocada. El riesgo más inminente del estrés agudo es el de conducir a un estado depresivo en los seis primeros meses. Su secuela predilecta, al cabo de este tiempo, es un cuadro integrado por la ansiedad, el trastorno del sueño y la reviviscencia del suceso estresante, cuadro descrito anteriormente como neurosis traumática y rebautizado por los psiquiatras estadounidenses como síndrome de estrés postraumático. Este síndrome afecta casi a un tercio de los sujetos psicotraumatizados y puede acompañarse de un cambio degradante de la personalidad. Aunque la mayor parte de las personas se adaptan y superan el acontecimiento infortunado en el periodo de los tres meses subsiguientes, casi todos los afectados quedan marcados con un antes y un después jalonados por la huella vivencial perenne del trauma. Ya lo había advertido el filósofo: “El sufrimiento pasa, lo que no pasa es haber tenido el sufrimiento”. La vida laboral está expuesta a acontecimientos determinantes de un estrés agudo, de los que ya hemos citado algunos, como el cambio de empresa o el despido del trabajo. En la actualidad los trabajadores occidentales atraviesan una época de especial exposición al estrés agudo impuesto por el rápido cambio de trabajo en un contexto social sujeto a modificaciones aceleradas e imprevistas, o sea, el reflejo laboral de la cultura de distrés. La innovación tecnológica está hoy siempre al acecho y su advenimiento crea dificultades de adaptación a los trabajadores. Aparte de la serie de los sucesos infortunados y de las incidencias de alarma responsables del estrés laboral agudo, los elementos integrantes de la 119
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ocupación propia son los máximos responsables del distrés crónico genuino. Por ello cuando se habla simplemente de distrés o hiperestrés ocupacional suele tenerse en la mente el estrés ocupacional crónico. El estrés crónico se caracteriza por un comienzo insidioso o indefinido, una intensidad variable y una duración larga en forma de una persistencia continua o una repetición con breves intervalos. A diferencia del estrés agudo, promovido por un hecho aislado o fortuito o un acontecimiento circunstancial de la vida, el estrés crónico está accionado por una situación de agobio o sobreexigencia, o sea, un estado de interconexión sobreexigente entre el individuo y su ambiente. El estresor tiene, pues, una configuración razonablemente diferente en ambos casos: viene a ser una emergencia o un suceso en el estrés agudo y una situación en el crónico. El estrés agudo repetido a causa de la acumulación de microtraumas es asimilable por sus consecuencias y la evolución de sus síntomas a una situación estresante, o sea, a un estresor crónico. No debe olvidarse que el impacto de microtraumas familiares sobre el niño es el factor determinante fundamental de las clásicas psiconeurosis. Toda situación de trabajo encierra el riesgo de estar contaminada por una fuente de estrés o distrés de dos clases distintas: la variedad inespecífica, extendida más o menos a toda clase de ocupaciones, y la variedad grabada con la impronta del tipo de trabajo. La función de fuente de estrés universal, compartida en distinto grado por todo tipo de trabajo, es asumida por los estresores siguientes: 1º. La defectuosa organización del trabajo, que repercute en forma de una sobrecarga de tareas, unas demandas contradictorias, una falta de cometido concreto o una insuficiente delimitación de las competencias. 2º. Las relaciones interpersonales tensas, crispadas o conflictivas con los compañeros de trabajo o la presencia de un jefe autoritario, impulsivo, inestable o poco competente. 120
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3º. Las relaciones profesionales problemáticas o de rivalidad con miembros del mismo equipo, tal vez agravadas por la confusión de los respectivos roles o funciones.
4º. La ausencia de unas relaciones fluidas con la administración y la dirección o la falta de participación en la gestión empresarial,omisión que no sólo aleja al trabajador del espíritu de la empresa, sino que siembra en él un ánimo de recelo por creerse sometido a decisiones arbitrarias o por temor a perder el empleo. 5º. La remuneración del trabajo insuficiente, factor algunas veces agravado bien por el trato moral recibido, bien por constituir un salario injusto al ser cotejado con la retribución asignada a otros trabajadores.
6º. El ambiente autoritario de la empresa, cuyos factores propios como el piramidalismo, el hermetismo o la rigidez del mando pueden conducir a la siembra de un estrés colectivo. 7º. El lugar de trabajo agobiante, a causa del espacio insuficiente, la falta de seguridad, la ubicación demasiado alejada de la vivienda o las condiciones locales desfavorables respecto a la ventilación, la temperatura o la humedad. 8º. La irregularidad cronológica en forma de desajustes de horario, sobrecarga de horas extra, cambios de ordenación de jornada más o menos arbitrarios, a los que cabe agregar los graves inconvenientes inherentes a los tipos del trabajo nocturno o por turnos. 9º. El esfuerzo para satisfacer al tiempo a los jefes, los compañeros y los clientes, o el sentimiento de responsabilidad para que se cumpla con todo rigor el plan laboral trazado, o cualquier exigencia de alta competitividad. 121
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El estrés o distrés puede extenderse dentro de la empresa en forma de un estrés colectivo, ateniéndose a la propagación por contagio o mimetismo al influjo del ambiente empresarial. Mientras que el grado del estrés individual guarda una íntima relación con rasgos personales del trabajador, en especial con la motivación laboral, el estrés colectivo proviene en su mayor parte del ambiente autoritario de la empresa y mantiene una íntima relación con la tipología del trabajador alienado, revisada en un capítulo anterior. Como muestra la Tabla 5.1., el estresor ocupacional específico toma un tema preferente diverso en las formas de trabajo más distresantes, si bien no con tanta precisión como indica la propia tabla, que no pasa de ser un cuadro sinóptico orientativo. A este respecto conviene señalar que con mucha frecuencia los estreses poseen una temática híbrida o mixta. En contra de la exclusiva adscripción del estrés a los niveles de trabajo superior, error tradicional, no puede considerarse el estrés ocupacional como un apremio reservado para los grandes empresarios, los directivos, los yuppies o los altos ejecutivos, sino que se extiende a todo el abanico laboral. Tabla 5.1. Tipos de estrés ocupacional y formas de trabajo más estresantes*
● Estrés de la competitividad: empresarios, directivos, jefes.
● Estrés de la creatividad: escritores, artistas, investigadores.
● Estrés de la responsabilidad: médicos, enfermeras, controladores aéreos.
● Estrés relacional: servicio en contacto directo y continuado con la gente como ●
el de los asistentes sociales, los profesores o los vendedores. Estrés de la prisa: periodistas.
● Estrés de la expectativa: servidores del orden.
● Estrés del miedo: trabajos de alto riesgo (minas, industrias químicas, centros nucleares, fuerzas del orden, prisiones).
● Estrés del aburrimiento: trabajos parcelarios, repetitivos o uniformes. ● Estrés de la soledad: ama de casa.
*Alonso-Fernández, F: Nuevas adicciones. Tea Ediciones, Madrid, 2003.
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En el ambiente de las ocupaciones amenazadas por el estrés del miedo o el temor, tal como ocurre en algunas actividades de alto riesgo, como la minería, la industria química o la construcción, suele funcionar una especie de código colectivo que oculta el riesgo y proporciona al trabajador la sensación de encontrarse instalado en un ámbito seguro. Así se obtiene seguridad a expensas de ocultar la realidad. Cuando sobreviene un accidente se desvela la cruda cara de la situación, y al menos durante una temporada emerge la presión de un profundo respeto colectivo al riesgo. El tipo de estrés analizado en la Tabla 5.1. que más puede atraer la atención del lector es el estrés del aburrimiento en su doble versión: de un lado, por poder ofrecer el vacío de estímulos responsable del tedio o el aburrimiento como fuente de estrés; de otro, por concentrarse en trabajadores no especializados ni siquiera cualificados. Este último dato es incuestionable, lo que sí merece ser revisado es si el estrés puede alimentarse o generarse por una falta de estímulos. En realidad, el trabajo repetitivo y uniforme realizado, por ejemplo, en una cinta mecánica en cadena requiere un esfuerzo especial del trabajador para concentrar la atención, adaptarse al ritmo del trabajo y mantener la postura y la motórica adecuada. La pesadez de esta actividad mecánica repetitiva experimenta un considerable alivio mediante intercambios de trabajo periódicos, y la sensación de estar perdiendo el tiempo puede corregirse mediante el refuerzo del sentido del trabajo o con la evidencia del resultado final. Por otra parte, esta especie de “tic laboral” se ha esgrimido como muestra contra la automación laboral, lo que no deja de ser cuando menos un juicio parcial o precipitado. La sustitución de un trabajo sobreestimulante por otro más automatizado y aburrido, puede tener el significado irónico de reemplazar un agente de estrés por otro, tal vez todavía más poderoso. Dentro de la Tabla 5.1., la forma de trabajo estresante supercampeona corresponde a las tareas que implican la presencia de un estresor relacional, tareas definidas como ocupaciones desempeñadas en contacto directo constante con el público atendido. Así se trabaja en los centros sanitarios, los 123
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servicios sociales y las instituciones de enseñanza. Este personal de servicios suele desempeñar muchas veces el trabajo en las peores condiciones posibles, al tiempo sometido al riguroso agobio de la institución y al incesante apremio de los usuarios o los clientes. El doble estresor ocupacional es una experiencia propia de la mujer sometida a la vez al estrés del empleo y a la obligación de realizar la mayor parte del trabajo doméstico por no contar con una pareja más colaboradora. La entrega al trabajo fuera del hogar ha significado una verdadera liberación para la mujer, anteriormente confinada como ama de casa en el espacio doméstico y condenada a la soledad. Pero ahora cuando se ocupa al tiempo de un trabajo extrafamiliar agobiante y de las tareas del hogar, la mujer experimenta la sobrecarga de un estresor doble, “un regalo” envenenado producto de la severidad de su jefe de trabajo o de la desidia egoísta de su pareja. La incorporación habitual al trabajo de los nuevos artilugios tecnológicos, como el ordenador portátil, ha conducido al registro de un nuevo tipo de estrés denominado “tecnoestrés”. La sobretensión puede provenir, en estos casos, bien de una falta de habilidad para hacerse con la nueva tarea, bien de dificultades inherentes al propio material tecnológico, bien de un ansia desmedida para revisar los datos o el correo electrónico. El estresor laboral crónico puede reforzarse o amortiguarse con la experiencia proporcionada por el ambiente familiar y las relaciones sociales. Una vida familiar armónica es valorable en principio como un baluarte antiestrés. El modo de pasar el tiempo libre actúa sobre la fuente del estrés en sentido positivo o negativo. El corte de la conexión con el trabajo para evadirse con un divertimento o entregarse a una actividad cultural, permite aminorar o neutralizar la fuente laboral del estrés. La incidencia de insatisfacciones o frustraciones en el propio ambiente laboral actúa reforzando o complicando la situación ocupacional estresante. Un dato práctico de alto interés consiste en que algunos empleados llegan a su centro de trabajo con un alto nivel de estrés, a causa de la demora o de las penalidades implicadas en el desplazamiento. 124
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La situación de trabajo sobreexigente o tensa responsable del estrés ocupacional crónico, es una trama de interconexión entre la personalidad del trabajador y el ambiente laboral. El registro del estrés es función, pues, de variables del individuo y de su ambiente. El papel jugado por el perfil de la personalidad es tan profundo, que podría acogerse, mutatis mutandis, a la sentencia del sabio fisiólogo Claude Bernard: «El microbio no es nada, el terreno lo es todo». El estrés ocupacional crónico se incuba en el modo personal de percibir y vivir las dificultades ambientales, es decir, el estresor. El impacto estresante del ambiente sobre el sujeto se verifica en función de las características de su personalidad, al modo de una transacción entre el individuo y su ambiente. Los dos perfiles de personalidad más vulnerables al estresor laboral corresponden a la personalidad hiperambiciosa, dispuesta a alcanzarlo todo y que no renuncia a nada y, en el otro costado, la personalidad insegura e hipersensitiva que, presionada por la baja autoestima, precisa de un exceso de tiempo para poner a punto su programación o se hunde en el desánimo ante cualquier dificultad. Aunque ambos tipos de personalidad ocupan polos energéticos contrapuestos, su cohabitación dista de ser una rareza, puesto que la hiperambición o la hipercompetitividad muchas veces son trazos personales desarrollados con un sentido compensatorio para la autoestima deficitaria, el sentimiento de inferioridad o el descontento del sujeto consigo mismo. La personalidad hiperluchadora y la insegura convergen además en poseer un alto grado de vulnerabilidad para el fracaso: la primera porque tiene tal hambre de triunfos que no puede vivir sin el éxito y la segunda porque necesita el aliciente del éxito para no hundirse en el cuestionamiento de sí misma. Hay personas y familias especialmente resistentes a los acontecimientos adversos y a las situaciones difíciles. Para nombrarlas se ha acuñado el término resiliencia con objeto de expresar la alta capacidad individual o familiar para enfrentarse a acontecimientos traumáticos o circunstancias hostiles y salir del trance con un estado fortalecido. El individuo resiliente se crece ante la adversidad. 125
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Los factores laborales crónicos específicos o inespecíficos que en complicidad con el perfil de personalidad determinan el síndrome de estrés operan con el concurso de ciertos factores sociodemográficos, como la edad, el género, el estado civil y las circunstancias familiares. Aquí me voy a ocupar sólo del papel asumido por el género femenino. El género femenino es más vulnerable para el estrés que su oponente, por razón de su biología y su personalidad. La ritmicidad mensual neuroendocrina es uno de los elementos biológicos que incrementa la vulnerabilidad femenina para el estrés, vulnerabilidad por lo general en progresión ascendente de la fase preovular a la postovular, con su escalada suprema en los tres o cuatro días que preceden al inicio menstrual, sobre todo cuando está presente la disforia premenstrual. La personalidad femenina ofrece en el 70% de las mujeres unas condiciones afectoemocionales idóneas para multiplicar en su interior la percepción y la resonancia de la situación laboral estresante. Los dispositivos sociales tampoco se muestran favorables para respaldar a la mujer. A este respecto, ya hemos mencionado la duplicación del estrés en muchas mujeres modernas emparejadas o casadas que tienen una ocupación extradoméstica. Si bien el distrés no respeta a ningún escalón laboral, su incidencia es más frecuente entre los directivos y los jefes de taller o de servicio e incluso entre los capataces que entre los obreros cualificados o no cualificados. La incidencia del síndrome de estrés hace estragos en las filas del equipo sanitario, los profesores, los asistentes sociales, los policías y en general todos los trabajadores que prestan servicios directos a otras personas. La alta morbilidad de estas profesiones para el síndrome de estrés no debe de hacernos olvidar el papel asumido por los factores extralaborales (familiares, sociales, sentimentales o económicos) o por el índice personal de vulnerabilidad.
5.3. El síndrome de estrés
El distrés que arraiga en el individuo como un fenómeno crónico, gradualmente conduce a la aparición de una serie de síntomas clínicos psíqui 126
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cos, vegetativos o conductuales, acompañados de ciertos datos analíticos y de alteraciones de la actividad laboral. El conjunto de esta serie de manifestaciones de salud negativas constituye lo que se viene llamando el síndrome de estrés. El proceso de instalación de este cuadro clínico, inducido por la presión de un poderoso estresor laboral, tiene una duración entre uno y cinco años. El núcleo de este síndrome está integrado por el agotamiento emocional. El agotamiento, a diferencia de la fatiga, no se deja reponer por el descanso. La falta de fuerzas emocionales en el estadio inicial se traduce en el sujeto estresado por hastío, desilusión o desmotivación hacia su ocupación habitual, como si le hubiese abandonado el interés por el trabajo. Esta característica inicial del síndrome de estrés se encuadra en la sensación de haberse quedado sin combustible energético, característica que inspiró la metáfora del “síndrome del quemado” (burnout) y las designaciones de “síndrome de desmotivación laboral” o “síndrome de desgaste profesional”. En realidad, la instauración del síndrome de estrés suele estar precedido durante una temporada por el desgaste o la desmotivación laboral. El agotamiento emocional se extiende con cierta celeridad a las esferas cognitiva o intelectual, psicomotora y física, y se convierte así en un agotamiento global del trabajador estresado. El cuadro de estado del síndrome de estrés o síndrome de burnout abarca los cinco apartados siguientes:
— Los síntomas nucleares que constituyen al tiempo la avanzadilla de comienzo: la apatía, en forma de pérdida de interés o de motivación, la astenia (fatiga precoz) o la adinamia (falta de energías permanente). — Los síntomas mentales de tipo neurasteniforme: ansiedad, irritabilidad, agresividad, labilidad afectiva, falta de concentración, fallos de memoria, lentificación del pensamiento o actitud hipocondríaca. — Los síntomas físicos funcionales: dolores de cabeza y otras sensaciones dolorosas, malestar general, trastornos del apetito en sentido anoréxico o hiperfágico, dispepsia y otros síntomas digestivos, aceleración cardiaca, disregulación del sueño en forma de insomnio 127
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nocturno e hipersomnia diurna, inhibición sexual traducida en las mujeres por la instauración de frigidez y en los hombres al principio por falta de apetencia y después por disfunción eréctil u orgásmica. — Los datos analíticos: la elevación de las tasas plasmáticas de colesterol, ácido úrico, glucosa y cortisol y el descenso funcional de los mecanismos inmunoprotectores (disminución de los linfocitos T y B y de las citocinas, o sea de los dispositivos inmunitarios de tipo celular y humoral). — Las alteraciones de la actividad laboral: el rechazo del trabajo, la disminución del rendimiento, la acumulación de errores, la propensión a los accidentes, el absentismo o la falta de puntualidad o incluso los brotes de violencia verbal o pasiva contra los compañeros de trabajo o los clientes. El agotamiento emocional implicado en el síndrome de estrés se acompaña, por tanto, de los signos desmotivadores propios del agotamiento emocional. Un cuadro de esta enjundia ofrece amplias coincidencias clínicas con la neurosis de ansiedad y se solapa con la depresión larvada. La distinción diagnóstica es importante. De todos modos, la salida natural del síndrome de estrés, según observaciones personales, es abocar a una forma de depresión incompleta, polarizada en el estado de anergia, entendido como una falta de energías o impulsos. Desde esta perspectiva vengo calificando el síndrome de estrés comouna antecámara de la depresión. El enfermo sumido en un estado de depresión anérgica se queja sobre todo de apatía o de falta de interés por todo. Se reconoce a sí mismo como una persona aburrida, cansada o carente de ilusiones, pero no como un enfermo depresivo, ya que no experimenta los elementos propios del humor depresivo, como la tristeza, la desesperanza, la amargura, el dolor moral o la visión pesimista de la vida. El depresivo anérgico reduce sus actividades, abandonando antes las de tipo festivo que la obligación laboral. Con frecuencia se siente solo. Por lo general no se libra de sufrir la alteración del 128
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sueño y de la conducta alimentaria, dato que patentiza la tendencia del cuadro anérgico a acompañarse de algún síntoma ritmopático. El trastorno fundamental del enfermo depresivo anérgico consiste en la conjunción de un déficit de energías físicas (astenia o adinamia, trastornos sexuales y digestivos) y de energías psíquicas (apatía, aburrimiento, falta de concentración y por consiguiente déficit de la memoria reciente, pensamiento torpe, pérdida de actividad, obsesiones o cavilaciones en círculo). El síndrome de fatiga crónica, tan de moda en la actualidad, no es nada más ni nada menos la mayoría de las veces que una depresión anérgica. El mundo del enfermo depresivo anérgico está dominado por la vivencia global de falta de energías psíquicas y físicas. Esta vivencia se atiene a una escala jerárquica de tres grados: en el grado ligero prevalece la falta de impulsos o ilusiones en forma de apatía o desgana; en el grado intermedio, se agrega a la experiencia anterior el registro terriblemente mortificante del apagamiento de los sentimientos o de la ausencia de la sensibilidad para los estímulos externos, como si fuese un estado de anestesia o indiferencia; y en el grado intenso, lo que domina en las entrañas del sujeto es la sensación de vaciamiento o paralización psíquica, en forma de una vivencia nihilista o de bloqueo (Tabla 5.2.) Tabla 5.2. Modos de vivir la anergia.
Grado ligero: Apatía o desgana. Grado intermedio: Anestesia o indiferencia. Grado intenso: Nihilismo o vacío.
El síndrome de estrés como tal o ya transformado en una depresión anérgica puede complicarse con la patología social y orgánica siguiente: — La creación de una desarmonía familiar, la activación de la violencia doméstica o la separación conyugal. 129
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— La tensión interpersonal en el trabajo, en forma de aislamiento o de roces más o menos violentos con los compañeros o con los jefes. — El abuso de alcohol o de otras drogas, o la automedicación abusiva. — El trastorno digestivo, desde la úlcera gastroduodenal hasta brotes de colitis. —El trastorno cardiovascular, como la hipertensión arterial o el síndrome coronario. — La acometida de alguna afección oportunista dado el descenso funcional de los mecanismos neuroinmunitarios.
El curso espontáneo de la depresión anérgica conduce con cierta rapidez a la extensión de la depresión a las otras dimensiones de la depresión en los dos tercios de los casos. De esta suerte, la depresión polarizada al principio en la anergia se vuelve más completa al incorporar a su cuadro clínico la sintomatología propia del humor depresivo, la discomunicación y la ritmopatía. El cuadro de la depresión anérgica generada por el síndrome de estrés, se reparte al final en la proporción nivelada del 33% entre estos tres estados depresivos: — La depresión anérgica, por tanto, una depresión unidimensional. — La depresión bi o tridimensional, cuadro integrado por la sintomatología depresiva correspondiente a dos o tres dimensiones respectivamente, entre las cuales siempre figura la anergia. — La depresión completa, integrada por la sintomatología encuadrada en las cuatro dimensiones, por cuyo motivo también se la califica de depresión tetradimensional.
La recuperación de la depresión anérgica exige un tratamiento antidepresivo un tanto especial, en el que no puede faltar la administración de un psicofármaco activador del sistema noradrenérgico y la reorganización socioterapéutica del plan de vida. 130
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De un modo global y directo podemos establecer que el nivel elevado de estrés, o sea el distrés, incrementa la vulnerabilidad individual para los trastornos siguientes: cuadros de ansiedad, episodios depresivos, cambio en los hábitos de vida (alimentación y sueño), consumo de drogas, elevado riesgo de enfermedades digestivas y cardiovasculares, incremento de la incidencia de las enfermedades infecciosas y del cáncer a causa de la reducción de la competencia inmunitaria o elevación del índice de mortalidad. El sustrato biológico del síndrome de estrés se desdobla en mecanismos centrales y mecanismos periféricos. El sustrato central del síndrome de estrés se ubica en el cerebro emocional, la porción del cerebro que interviene en la génesis del estrés. El mecanismo periférico más importante consiste en el descenso del funcionamiento del sistema psiconeuroinmune, lo que se traduce en una baja producción defensiva de anticuerpos. El papel de vehículo transportador de mensajes perturbadores recíprocos entre el cerebro y el sistema neuroinmune lo viene asumiendo en una amplia media el cortisol, una hormona corticoadrenal que alcanza en el plasma sanguíneo una tasa excesivamente elevada en ciertos momentos evolutivos de algunos episodios depresivos y del síndrome de estrés. La prevención del distrés o estrés excesivo no consiste en la desresponsabilización ante el trabajo ni en el cultivo de la actitud del pasotismo. Estas orientaciones quedan descartadas desde el inicio como iniciativas contraproducentes. El trabajador dispone de varias medidas puntuales para protegerse a sí mismo contra el estresor laboral. Las medidas más accesibles y efectivas se sistematizan en las tres estrategias siguientes: 1ª. Afrontar el factor de estrés o estresor, o sea la incidencia o la situación negativa, mediante una evaluación cognitivoemocional, táctica conocida con las designaciones de afrontamiento, coping (en inglés) o faire face (en francés). El afrontamiento del problema se inicia dedicando tiempo y esfuerzo a su conocimiento por la vía de la lógica racional y la afectividad buscando explicaciones razona 131
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bles sobre un contexto de reflexión y de entendimiento con otras personas sustentado por el diálogo. Entre sus recursos complementarios figuran sobre todo estos dos: de un lado, el manejo del sentido del humor en la medida conveniente, para uno mismo y para los demás; de otro, el mantenimiento de la conducta habitual, sin dejarse desalentar ni desanimar, sino con el aguante propio de una persona madura.
2ª. La desconexión periódica de la actividad laboral mediante el empleo adecuado del tiempo libre, en las direcciones de la actividad física, el puro divertimento o el cultivo espiritual para poder evadirse del problema. Para basarse en esta orientación defensiva es muy importante o imprescindible disponer de aficiones o hobbies. La capacidad desconectadora juega un papel tan importante en la génesis y el desarrollo del estrés, que permite presentar a las personas carentes de algún vivo interés extralaboral como víctimas propicias para el distrés ocupacional, más propicias incluso que algunos compañeros suyos agobiados con un nivel superior de sobretensión laboral.
3ª. El apoyo sociofamiliar de tipo personal o emocional. Este respaldo interpersonal puede ser proporcionado por los familiares, los amigos o los compañeros de trabajo. La reunión con otras personas para analizar en frío la situación estresante, además de aportar un increíble alivio relajante y una amplificación del campo de la conciencia, facilita la liberación de emociones mediante la palabra hablada, o sea, una acción de catarsis, que es como una purificación mental.
Estas tres estrategias, el afrontamiento o trato directo con el problema, la desconexión o evasión y la apoyatura interpersonal, suelen combinarse de forma conveniente, y cada una de ellas puede desarrollarse con arreglo a pautas distintas. El adiestramiento en técnicas de relajación, de afirmación de 132
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sí, de meditación o de comunicación interpersonal puede prestar una ayuda suplementaria a cierto tipo de sujetos para organizar la defensa estratégica conveniente. La reorganización del trabajo con el doble propósito de aligerar la sobrecarga emocional inmanente al mismo y abrir nuevos canales de comunicación entre los directivos y los empleados, es la medida básica para la prevención empresarial del estrés colectivo. El concurso benevolente de la empresa para ayudar a resolver en cualquier empleado esa magnitud biopsicosocial que es el distrés, representa una acción de gran valor sanitario preventivo que a la larga o a la corta transmitirá un impacto positivo al espíritu de la empresa y a su productividad. En caso de alarma colectiva, la empresa ha de encontrarse dispuesta al lanzamiento de una estrategia defensiva institucional. La estrategia de vida antiestrés, o sea, la prevención del estrés a largo plazo, se deja guiar por el postulado de que la persona cualificada de robusta o vigorosa (hardy) se distingue, en relación precisamente a su robustez o vigor, por poseer un tampón o un cojinete que le protege contra el mazazo del estresor. Para estimular el fortalecimiento del vigor de carácter puede prestar una especial ayuda el cultivo de los indicadores individuales de salud mental personal y social incluidos en la relación siguiente: la organización de la vida en torno a un proyecto; la fijación de la autoestima en un nivel equilibrado; el desarrollo de la vida con un amplio soporte sociofamiliar; el grado de actividad física suficiente; el refuerzo o la consolidación de la motivación hacia un trabajo libremente elegido, y una calidad de vida satisfactoria en los planos objetivo y subjetivo. No se trata con ello de encorsetar las preferencias personales o de coartar la libertad individual, sino de ofrecer una programación amplia y abierta que cada quien puede rellenar a su estilo. Por lo general, el tratamiento del trabajador distresado exige como medida previa el apartamiento temporal total o parcial del trabajo habitual. No será sino después de haberse evaluado de un modo detenido su estado clínico, que se iniciará el tratamiento con la medicación precisa y la guía psicosocial oportuna. 133
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Los medicamentos más manejados son los principios vitamínicos E y C, al menos una molécula antidepresiva, la regulación del ritmo circadiano mediante la melatonina o preferentemente un agonista suyo o un producto ansiolítico suave. La identidad de estos psicofármacos variará ampliamente a tenor de la etapa evolutiva en que se encuentre el enfermo distresado y de la presencia o no de otros trastornos asociados o comórbidos. Por su parte, la guía psicosocial orientativa para estos enfermos se distribuye en dos vertientes: en la vertiente psíquica, la ayuda principal consiste en la comprensión emocional de su personalidad y la reorganización de su situación laboral valiéndose para ello de una serie de entrevistas para escuchar y comprender al trabajador. En la vertiente social la tarea más importante estriba en propulsar la actividad reorganizativa en la planificación y el sentido de su vida, tarea sistematizada en estas cuatro unidades: el trabajo, el descanso, la convivencia sociofamiliar y las actividades libres. Naturalmente, la prioridad de este reajuste global corresponde a la debida ordenación de las relaciones del sujeto distresado con su ocupación y el entorno laboral. Para no dejar ningún cabo suelto conviene que, cuando sea preciso, el laborante se mentalice sobre la orientación defensiva efectiva contra el estresor agudo mediante estas dos pautas de lucha: primero, la relativización de la importancia del suceso, con ayuda del sentido del humor, sabiendo que las cosas siempre nos parecen de inmediato más graves de lo que en realidad son; segundo, la superación, sin dejar interrumpir la continuidad en su programa vital, ni modificar el horario cotidiano, ni dejarse llevar a una ruptura de su estilo de vida.
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6.1. La era de la depresión
Se dispone de datos suficientemente fidedignos para afirmar que la presencia de la depresión —enfermedad denominada en tiempos anteriores melancolía— ha sido constante a lo largo de la Historia de la Humanidad. A partir de la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, acaecida en 1945, se ha registrado un notable incremento en la incidencia de la depresión, de modo que en las generaciones nacidas desde esa fecha la frecuencia de esta enfermedad se ha duplicado. Entre los factores responsables de esta duplicación ultramoderna de la morbilidad depresiva sobresalen los siguientes: — El ocaso de los valores tradicionales. — La desmembración de la familia. — La acumulación de situaciones sociales depresógenas, como el distrés crónico, el aislamiento, el sedentarismo y la falta de regularidad en las costumbres o la presencia de cambios acelerados en el modo de vivir. 135
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— La masificación del consumo de drogas legales o ilegales. — La amplia utilización de ciertos medicamentos, entre cuyos efectos secundarios figura el de facilitar la aparición de la depresión. — El alargamiento de la vida humana, ya que la presa más propicia para la depresión son las personas mayores o los ancianos.
Y si hablamos con toda legitimidad de que estamos inmersos en la Era de la depresión es para señalar no sólo la actual frecuencia desorbitada alcanzada por este trastorno, sino a causa de su trascendencia social, económica y laboral, y además como testimonio de que la propia sociedad occidental contemporánea es corresponsable de esta morbilidad depresiva creciente. En la población general mayor de 15 años se contabiliza en el año entre un 6 y un 8 por ciento de enfermos depresivos, índice llamado tasa de prevalencia anual. En esta línea existe en el mundo cerca de 500 millones de enfermos depresivos, entre los que figuran unos tres millones y medio de españoles. La expectativa de depresión a lo largo de la vida, índice llamado tasa de prevalencia global, oscila entre el 20 y el 25 por ciento, lo que significa que por cada cuatro o cinco personas que nacen, una será afectada por la depresión al menos una vez en el curso de su vida. La palabra depresión proviene del latín deprimere y significa hundimiento o abatimiento. Lo que se hunde en la depresión es el plano vital del ser humano, ese estrato de la personalidad que ocupa una situación intermedia entre los estratos somático o corporal y psíquico o mental, y que se infiltra por ambos. La vitalidad es como una especie de encrucijada entre lo psíquico y lo corporal. Según mis propias investigaciones, la depresión está integrada por cuatro dimensiones, cada una de las cuales corresponde al hundimiento de un vector o función de la vitalidad.
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VECTOR FUNCIONAL DE LA VITALIDAD
DIMENSIÓN DE LA DEPRESIÓN
Estado de ánimo Energía de impulsos Sintonización con el ambiente Regulación de los ritmos
Humor depresivo Anergia (falta de impulsos) Discomunicación Ritmopatía (desfase de los ritmos)
*Alonso-Fernández, F: Las claves de la depresión. Cooperación Editorial, Madrid, 2ª edición, 2001. Figura 6.1. Correspondencia entre los vectores de la vitalidad y las dimensiones del estado depresivo.
Mientras que la depresión completa es tetradimensional, puesto que conlleva sintomatología de las cuatro dimensiones, la depresión incompleta puede ser uni, bi o tridimensional, a tenor de que en su cuadro clínico estén presentes los síntomas de una, dos o tres dimensiones. El hecho corriente es que el cuadro depresivo se inicie por una sintomatología parcial y al acentuarse gradualmente se vaya volviendo más completo, o sea más extenso. Es como si el hundimiento de uno de los vectores vitales arrastrase al declive a los otros a partir de alcanzar cierto grado el descenso propio. La depresión acredita su primordial filiación vital al ser un trastorno psicofísico que, por tanto, engloba síntomas psíquicos y síntomas somáticos. Habitualmente dominan en el mundo del enfermo los trastornos psíquicos. El primer plano clínico de la depresión es ocupado por síntomas somáticos, como dolores de distinta localización, fatiga, trastornos digestivos u otros, sólo en la serie de las depresiones ligeras o atenuadas, denominadas en los círculos científicos “depresiones somatotropas larvadas”. Para elaborar el modelo vital de la depresión tetradimensional me basé en el estudio de una casuística de enfermos depresivos mediante el método fenomenológico-estructural, prestando especial atención a la observación de los cuadros clínicos donde no se hallaba presente el humor depresivo, puesto que para el criterio estadounidense no hay depresión sin la presencia de los elementos del ánimo depresivo. A despecho de esta radical diferencia de criterio con el patrón estadounidense, el modelo estructural tetradimen 137
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sional de la depresión ha alcanzado cierto predicamento por todos los continentes del mundo, donde es conocido como el “modelo español”. A esta luz, la depresión abarca varias enfermedades y se define como el síndrome depresivo vital, entendiendo por síndrome un conjunto de síntomas común a varias enfermedades. El concepto del síndrome depresivo vital se funda en estos cuatro ejes o planos: 1º. Eje semiológico: el espectro sintomatológico de la depresión distribuido en cuatro dimensiones, según ya hemos referido.
2º. Eje etiológico: las causas fundamentales de la depresión y la categoría de la enfermedad depresiva correspondiente, se consignan en la Figura 6.2. CLASE DE ENFERMEDAD DEPRESIVA
CAUSAS Herencia Ansiedad neurótica Situación en la vida Trastorno corporal
Depresión endógena Depresión neurótica Depresión situativa Depresión sintomática o somatógena
*Alonso-Fernández, F: Las claves de la depresión. Cooperación Editorial, Madrid, 2ª edición, 2001. Figura 6.2. Clases de enfermedad depresiva.
3º. Eje patogénico: la causa fundamental de la depresión llega a determinar la aparición de un cuadro depresivo, una vez que provoca una alteración neuroquímica, alteración catalogada como factor patogénico, o sea un eslabón causal consecuencia de la causa fundamental. Los neurotransmisores más involucrados en la depresión son, según los conocimientos actuales, la noradrenalina, la serotonina, la dopamina y la acetilcolina. 138
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4º. Eje terapéutico: para el logro de una respuesta rápidamente favorable se precisa la normalización del estado neuroquímico mediante los medicamentos o psicofármacos adecuados, cuya acción debe respaldarse en todo caso con el tratamiento psicosocial pertinente y tener una prolongación suficiente en plan de terapia preventiva con objeto de evitar las recaídas y las recidivas.
El modelo estructural tetradimensional de la depresión ofrece cuatro pistas distintas para el diagnóstico. Es suficiente la presencia de un trastorno suficientemente intenso y sostenido en cualquiera de ellas, aunque sea exclusivamente en una sola, para sospechar que nos encontramos ante una enfermedad depresiva. (Figura 6.3.). Humor depresivo
Anergia
Discomunicación
Ritmopatía
Desvalorización o subestimación propia en forma de ideas de inseguridad, inferioridad o indignidad. Tristeza e incapacidad para experimentar placer o alegría. Disminución del apego a la vida (dolor moral o dolor por vivir). Apatía, aburrimiento o indiferencia. Disminución de la actividad habitual (primero se corta con las distracciones y después con el trabajo). Fatiga general o cansancio precoz.
Retraimiento o timidez. Sentimiento de soledad. Abandono de las lecturas, la radio o la televisión. Dificultad para conciliar el sueño. Pérdida del apetito o del peso. Sensación de que el tiempo pasa más lento y las horas se vuelven más largas.
Figura 6.3. Sintomatología básica para la detección de la depresión. 139
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El acto primordial para la detección del síndrome depresivo es la entrevista con el enfermo, ilustrada con los informes transmitidos por sus allegados. Para la identificación diagnóstica de la clase de enfermedad depresiva y el subdiagnóstico de su tipo semiológico, se dispone de la aplicación de una prueba específica estandarizada. La única prueba genuina española patentada que reúne estas condiciones es el Cuestionario Estructural Tetradimensional para la Depresión (CET-DE, Alonso-Fernández, 1986, ediciones Tea). Los resultados obtenidos en la aplicación de esta prueba se plasman en un perfil gráfico denominado “depresograma”.
6.2. Situaciones laborales depresógenas
Vamos a entrar aquí en la cara negativa del trabajo. La actividad del trabajo ocupa hoy un lugar importante en la vida de la mayor parte de las personas adultas como fuente de bienestar y como vía para la integración social. Ello no obsta para que algunas veces, la situación en el trabajo se vuelva mortificante o penosa, hasta el punto de ser capaz de intervenir como causa o concausa de un trastorno mental. En una proporción de trastornos mentales algo superior al tercio de la morbilidad psiquiátrica global intervienen los factores laborales en forma de un acontecimiento infortunado o una situación mortificante. La serie de factores primordiales específicos de la ocupación laboral que intervienen en la causalidad de la depresión, en especial la clase de depresión que se define como depresión situativa, se distribuye en situaciones laborales y acontecimientos de la vida laboral. A diferencia del acontecimiento de la vida (el life event de la psiquiatría anglófona), que es un hecho aislado que incide sobre el individuo, la situación es un estado de cierta continuidad que engloba la interacción entre el entorno y el individuo. Los acontecimientos de la vida negativos abren en el lapso del tiempo subsiguiente al momento de su irrupción un periodo de seis meses muy proclive a la presentación de un episodio depresivo. Por su parte, todas las si 140
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tuaciones penosas o mortificantes encierran una acción depresógena, o sea una tendencia a abocar a la depresión, unas más que otras. El tipo de situación de aislamiento ambiental o interpersonal, que cursa con un fuerte sentimiento de soledad, se encuentra a la cabeza de las situaciones depresógenas. A continuación destacan por su fuerte acción depresógena las situaciones de duelo o de pérdida, las situaciones de sobrecarga emocional o de sobreesfuerzo y las situaciones sujetas a cambios rápidos o intensos. Las cuatro modalidades de situación depresógena por excelencia que acabamos de enumerar comparten la cualidad de estar íntimamente correlacionadas con una dimensión del cuadro clínico depresivo (esquema). Este especial impacto sobre un parámetro de la vitalidad suele traducirse al comienzo del cuadro depresivo en forma de un predominio de la sintomatología unidimensional correspondiente. MODALIDAD DE SITUACIÓN DEPRESÓGENA Situaciones de duelo, pérdida o inseguridad Situaciones de sobreesfuerzo o sobrecarga emocional Situaciones de aislamiento o soledad Situaciones de inestabilidad
VECTOR DE LA VITALIDAD IMPACTADO Estado de ánimo
DIMENSIÓN DEPRESIVA AFECTADA Humor depresivo
Impulsos
Anergia (falta de impulsos)
Comunicación
Discomunicación
Regulación de los ritmos
Ritmopatía
Figura 6.4. Correspondencia respectiva entre la modalidad de situación de vida más impactante en un sentido depresivo y la respectiva dimensión del cuadro depresivo afectado inicialmente.
Las cuatro modalidades de situación dotada de más fuerte impacto depresógeno tienen una amplia representación en el mundo laboral, según vamos a revisar a continuación. La situación de duelo o de pérdida se relaciona en el mundo del trabajador con la ausencia persistente o definitiva de algún camarada a causa de 141
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la marcha voluntaria, el despido, el traslado, el fallecimiento o la enfermedad. Se engloba también en este tema situativo la pérdida del puesto de trabajo propio que conduce al llamado paro laboral secundario, situación que será analizada en otro capítulo. La amenaza de la pérdida del empleo o la inseguridad en el mismo, alentada por el rumor empresarial o por el despido de otros trabajadores, cuyo efecto alarmante se acrecienta cuando se relaciona con amigos o compañeros de equipo, siembra sombras de pesimismo en el sujeto y puede hacerle caer en la depresión. La sobrecarga emocional es el dato definidor de la situación laboral de distrés ocupacional crónico, una modalidad de situación que conduce con mucha frecuencia a la depresión a través del agotamiento emocional. También actúa en este sentido el sobreesfuerzo exigido por el sobretrabajo. Ambas vías convergen en abocar a la depresión a través del hundimiento energético de los impulsos. La falta de una comunicación suficiente con los compañeros o con los jefes es el origen más frecuente de una situación de aislamiento laboral. Un ambiente de trabajo dominado por el autoritarismo, la descalificación, la brusquedad o la falta de compañerismo, se convierte en un lugar de desencuentro que hace difícil el mantenimiento de unas relaciones interpersonales armónicas y siembra por doquier el aislamiento o la sensación de soledad. Tanto la carencia de estímulos ambientales como la mortificación implicada en la soledad, son elementos situativos depresógenos de primer orden. La sujeción del trabajo a un horario irregular o a cambios frecuentes de tareas es una situación laboral ritmopática que connota un alto riesgo depresivo. Por ello, los procesos de cambio laboral deben acometerse tomando ciertas precauciones preventivas. En la práctica se requiere analizar cómo el sujeto ha vivido la situación que le ha conducido a la depresión, ya que muchas veces su determinación depresógena ha cursado a través de varios factores puntuales que se combinan y refuerzan recíprocamente. En el contexto de la situación de trabajo depresógena bulle con fuerza en muchas ocasiones la falta de motivación laboral, o sea la sensación de realizar un trabajo de un modo más o menos forzado. 142
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El sedentarismo es un factor situativo propio de un estilo de vida asociado con un alto riesgo para la depresión y que se refuerza con la complicidad del modo de trabajar con escasa movilidad. La neutralización de la nocividad encerrada en el trabajo sedentario es fácil de corregir, mediante la dedicación de una hora de asueto en días alternos a la actividad física (paseo, marcha, carrera). Puede sorprender al lector el hecho de que la incidencia de la depresión se incrementa al sobrevenir un éxito profesional. En términos generales se viene hablando de la “depresión de la fortuna“. El término es equívoco, ya que en la génesis de la depresión no participa la experiencia de la fortuna en sí, sino alguna de sus implicaciones como la sobrecarga de responsabilidades o la imposición de un radical cambio de vida. La incidencia de la depresión situativa psicosocial de la que hemos venido hablando se acumula en el tipo de personalidad anancástica o perfeccionista. Este tipo especial de personalidad se detecta con cierta facilidad por su afán de hacer las cosas de un modo inmejorable o insuperable, esfuerzo traducido en una constelación de datos físicos, psíquicos y morales, desde la escrupulosidad higiénica y el ansia de limpieza, hasta un alto nivel extremo de autoexigencia respaldada con un sentimiento de culpa, sin olvidar su amor al detalle y a la puntualidad, y algunas veces la presencia de actos compulsivos repetidos como el lavado de manos, la minuciosa corrección de los datos escritos o el supercontrol de las luces encendidas, el gas o las puertas. Los estudios epidemiológicos señalan que los tipos de trabajo más azotados por la morbilidad depresiva corresponden al personal de servicios sociales, docentes y sanitarios. Este personal laboral se caracteriza por trabajar de modo permanente en relación directa con el público beneficiado con su actividad profesional. La presencia continua de los clientes resulta a menudo una fuente de agobio estresante difícil de soportar. Los acontecimientos de la vida infortunados, también denominados estresores agudos, abren una expectativa de alto riesgo para la depresión durante los seis meses subsiguientes como plazo mínimo. En una casuística global de enfermos depresivos especialmente investigados en este aspecto, se encontró en el plazo de seis meses anteriores al inicio de la depresión una serie de 143
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sucesos infortunados o calamitosos tres veces superior a la media registrada en la población general. La cuestión o tema del suceso o acontecimiento puede operar sobre el sujeto con relativa independencia de los trazos de su personalidad y se distribuye en ocho unidades de vida: el centro escolar o académico, la familia, el amor o el matrimonio, el círculo de amistades, la salud, el trabajo, las finanzas, los hobbies o el divertimento o una mezcla de elementos diversos. Conviene especificar que el individuo se deprime más fácilmente ante sucesos adversos que son como acontecimientos biográficos, por guardar con él una relación de dependencia, que por los generados por factores totalmente ajenos, sucesos definidos como acontecimientos extrabiográficos. El riesgo de depresión máximo se registra a lo largo del primer mes de acaecido el suceso y después va disminuyendo, y su curso es función de la manera de reaccionar o adaptarse. La debida reacción de enfrentamiento al acontecimiento, sin dejarse modificar los hábitos de vida, constituye en estos casos el comportamiento idóneo para reducir el riesgo depresivo. Las situaciones laborales depresógenas no sólo intervienen como causa fundamental o crónica en las depresiones situativas, sino que participan como agentes provocadores de episodios depresivos en la depresión endógena. Los episodios depresivos que son el resultado conjunto de la disposición genética y de la situación constituyen la modalidad mixta de depresión definida como depresión endosituativa. La depresión neurótica, arraigada en la personalidad insegura, hipersensible y de baja autoestima, resulta provocada o agravada por factores laborales de sentido humillante o despreciativo. Los efectos más impactantes o destructivos para una personalidad con problemas de autoestima, provienen del trato inadecuado recibido de los otros. Lo más hiriente para estas personas hipersensibles son las expresiones de violencia momentánea o la relación de poco aprecio. El empleo sometido al cumplimiento de tareas de nivel inferior a la formación del sujeto, o sea el subempleo, puede convertirse en la tragedia oculta de la vida para este tipo de personas. La tasa de incidencia depresiva en una población circunscrita puede utilizarse como una especie de índice en la escala bienestar/malestar colec 144
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tivo. A medida que el grado de bienestar de la población mejora, disminuye la depresión y viceversa. El ambiente laboral no es una excepción a este respecto. En los estudios de evaluación de la empresa debería registrarse la tasa de incidencia anual de la depresión como un índice significativo de la marcha de la empresa como institución comunitaria. Ante el enfermo depresivo se debe ser especialmente cauto para no tomar como factor psicosocial depresógeno, lo que es realmente el producto de la sintomatología depresiva, o sea no confundir la consecuencia con la causa. Con frecuencia el propio sujeto atribuye a anomalías de su carácter o al ambiente conflictivo la determinación de la depresión, cuando en realidad esa percepción es el producto de su óptica depresiva. La construcción de un baluarte defensivo de la salud mental y al tiempo un escudo protector contra la irrupción de la enfermedad psíquica, es una obra verificada en el seno de una familia armónica, al dictado de una actividad satisfactoria primero escolar y después laboral. Por ello, no resulta sorprendente el registro de una correlación positiva entre al acto suicida – recordemos que en más de los dos tercios de los actos suicidas el protagonista es un enfermo depresivo– y la inestabilidad del empleo, contabilizado por el escaso tiempo de permanencia media en el mismo puesto laboral o por el amplio número de empleos asumidos a lo largo de la vida. Por tanto, existen dos datos laborales presentes en mayor medida significativa entre los suicidas que en la población activa general: la escasa duración del puesto de trabajo y el cambio frecuente de empleo. En la práctica, el análisis del significado de la inestabilidad laboral debe verificarse con esta doble referencia: como probable dato sintomático de un trastorno mental y como factor de riesgo para un acto suicida.
6.3. El enfermo depresivo ante el trabajo
El registro o prevalencia anual del episodio depresivo y del trastorno bipolar entre los trabajadores es del 6,5–7 % y del 1–1,5 %, respectivamente. 145
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En presencia del estado depresivo se eleva vertiginosamente el índice de absentismo o de descenso del rendimiento laboral. Con la aplicación del tratamiento adecuado y el logro de la mejoría sintomática consiguiente que puede ser aparentemente total, se produce una sensible mejoría en el entorno laboral pero muchas veces insuficiente. Esta falta de recuperación laboral plena puede atribuirse tanto a la persistencia de un estado depresivo ligero residual como a una falta de ajuste del trabajador a la ejecución de su actividad laboral. Para ayudar a los trabajadores a recuperar el desempeño laboral pleno o su capacidad productiva total se precisa recurrir al concurso de un esfuerzo mancomunado atendiendo al tiempo a perfeccionar la terapia que se viene aplicando al trabajador y a prestar una intervención de apoyo para facilitar la reintegración en el trabajo mediante la orientación estratégica propia de los sistemas de rehabilitación. La óptica de la depresión impone una visión del mundo radicalmente distinta de la auténtica personal. A través de ella el enfermo depresivo toma con frecuencia decisiones importantes relacionadas con los sentimientos, la economía o el trabajo, de las que se arrepiente una vez restablecido. No son escasos los individuos recuperados de la depresión que se sienten acongojados por actos realizados en plena efervescencia depresiva, tales como la ruptura de pareja, la venta de una propiedad o el cese en el puesto de trabajo. En la esfera laboral, el enfermo depresivo acosado por ideas de inutilidad o invalidez trata muchas veces de desprenderse definitivamente de su puesto de trabajo mediante una renuncia, una prejubilación o un traslado. En función de esta lamentable experiencia repetida, los terapeutas de la depresión hemos asumido como una norma socioterapéutica rutinaria básica, la de comprometer al enfermo y a su familia a no tomar decisiones acerca de cualquier asunto personal o familiar de cierto relieve hasta el momento de haber alcanzado la remisión del cuadro depresivo un grado casi total. Cuando el enfermo depresivo recorta su actividad cotidiana, obligado por la apatía o por el estado de fatiga, prescinde antes de las diversiones que del trabajo. Esta prioridad obedece a que en un ambiente festivo se multiplica su sufrimiento moral al sentirse un extraño entre personas alegres o felices y al tiempo encontrarse perdido o sin saber qué hacer, al estar desprovisto 146
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de referencias externas y sujeto enteramente a su propia iniciativa. La anhedonia, o sea la incapacidad de experimentar alegría o placer, conduce al depresivo asistente a una festividad a sentirse excluido como si fuera un forastero de otra galaxia. El ambiente de trabajo, en cambio, le aporta no sólo el consuelo perceptivo de encontrarse en un espacio familiar y entre sus compañeros de fatigas, sino el estímulo de su ocupación, que le sirve de guía conductual, sin necesidad de apelar a su exánime iniciativa. El acompañamiento, la familiaridad espacial, la estimulación ocupacional, el horario de la jornada o la tonalidad de una obligación exenta de placer o euforia son, en definitiva, los datos vividos por el depresivo como ventajosos en el entorno de trabajo con relación a cualquier otro lugar. Por ello, abundan los enfermos depresivos que mantienen un especial apego al trabajo y sólo lo abandonan cuando optan por recluirse en la cama. La decisión del depresivo de tomar un periodo de vacaciones o de descansar del trabajo con el pretexto de distraerse o viajar, resulta incompatible con su abominación de la festividad y el divertimento y, sin embargo, es una opción adoptada por él con cierta frecuencia. La solicitud de un par de semanas de vacaciones o de un periodo de descanso no obedece, casi nunca en realidad, a la intención del enfermo depresivo de divertirse, sino a un propósito de fuga o escapada, o sea, un cambio de espacio motivado por la vaga idea de ahuyentar el horrible sufrimiento que le acompaña a todas partes. Una vez arribado a su destino, la extrañeza del entorno, el alejamiento de los seres queridos y el tiempo vacío de referencias, son datos que caen a plomo sobre el depresivo y agravan su estado. En esta coyuntura el riesgo de suicidio sube muchos enteros. En consecuencia, no es de extrañar que hayan sido muchos los enfermos depresivos que se fueron a unas vacaciones sin posible retorno. Ante el requerimiento de baja laboral por parte de una persona que puede estar afectada por una depresión, los familiares y los médicos deben adoptar una actitud de alerta y estudiar a fondo el estado de salud del solicitante, sobre todo en el sentido de la detección de un cuadro depresivo. La petición de baja laboral formulada por un enfermo depresivo encierra de por sí dos graves riesgos: primero, el de reactivar con el alejamiento tempo 147
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ral del trabajo el agravamiento de la sintomatología; segundo, el de representar una medida contraproducente o antiterapéutica, ya que el marco idóneo para el tratamiento del enfermo depresivo es su entorno habitual. Para los expertos en el tratamiento de la depresión, la concesión de la baja laboral temporal debe efectuarse con un criterio muy restrictivo y respaldarse con recomendaciones sobre el nuevo plan de vida, entre ellas la precisión de un acompañamiento familiar asiduo. El porcentaje relativamente alto de enfermos depresivos con discapacidad laboral permanente es una noticia muy desagradable y hasta difícil de encajar, dado que la sintomatología depresiva remite con un tratamiento adecuado en más del 90% de los casos en un plazo de dos meses. Las revisiones que he podido realizar me mantienen en la sospecha de que más del 50% de las estimaciones de discapacidad para el enfermo depresivo son susceptibles de corrección o al menos podrían haberse evitado. Tal cúmulo de discapacidades equivocadas está basado en su mayor parte en un error diagnóstico o terapéutico. Como factor de apoyo subsidiario o puntual opera con frecuencia la expectativa del sujeto ante el logro de una ganancia secundaria, o su resistencia a reincorporarse al medio laboral como un mecanismo de autoprotección o de evitación. La psiquiatría tradicional había manejado con profusión el concepto de “neurosis de renta”. La actitud reivindicativa se convierte algunas veces en el principal o único soporte de la vida personal. Por ello, en algunos casos, los peritos, aun a sabiendas de que los argumentos reivindicativos carecen de veracidad o de consistencia, optan por apoyar la concesión de la indemnización solicitada, con una intención terapeútica. La estimación de discapacidad permanente para un enfermo depresivo puede estar justificada, excepcionalmente, por la presencia de alguno de los datos siguientes: — La edad próxima a la jubilación. — La personalidad límite o ciclotímica. — La situación social de abandono. — El tipo especial de trabajo, sobre todo si es de alto riesgo. 148
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— La asociación con una enfermedad cardiovascular, un infarto cardiaco, un mal de Parkinson o tal vez una diabetes tipo I o una hipertensión arterial. — Ciertos cuadros depresivos parciales fármacorresistentes dominados por la anergia o la discomunicación. — La comorbilidad psiquiátrica en forma de trastorno obsesivo-compulsivo, esquizofrenia o alcoholismo.
La depresión está cerca de alcanzar el número uno en el ranking de la patología de todo género responsable de la ausencia prolongada en el trabajo. Este ascenso de la depresión discapacitante puede comenzar a reducirse. Estamos ante un problema dramático, con la solución a nuestro alcance. A medida que el conocimiento de la depresión se difunda y que se reduzca el 40% actual de enfermos depresivos que o no reciben ningún tratamiento o se les aplica un tratamiento incorrecto, la amplitud del sector de la depresión discapacitante se precipitará hacia abajo en las alas de una psiquiatría comprensiva y eficiente. El lector se habrá fijado en que los cuadros depresivos más ligados a la discapacidad son los dominados por la anergia o la discomunicación. En tanto la anergia o vacío de impulsos conduce a los últimos escalones de la inactividad, la discomunicación comporta un estado de aislamiento inexpresivo. Su radical común es el bloqueo de la creatividad, que es uno de los parámetros presentes en toda actividad ocupacional. El enfermo depresivo es incapaz de crear algún producto artístico, sea literario, musical o pictórico, cuando se encuentra invadido por la anergia o por la discomunicación. El contraste lo ofrece el enfermo depresivo embargado por un estado de ánimo melancólico y con escasa o nula sintomatología anérgica y discomunicante. Al no encontrarse bloqueado, da libre expresión a su sufrimiento intenso impregnado de humor depresivo y, consiguientemente, su producción artística toma una tonalidad negra de aflicción o tormento. Al tiempo, el enfermo depresivo experimenta cierto alivio, más o menos pasajero, como si la expresión de su arte fuera una catarsis emocional. 149
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Entre los numerosos ejemplos de grandes obras artísticas teñidas por el atormentado sufrimiento depresivo, se encuentran las creaciones geniales siguientes: — Los Nocturnos y los Preludios, de Chopin. — El gusto por la nada, poema de Baudelaire. — El delirio filosófico, artículo de Larra. — El pesimista arrepentido, una pequeña novela de Ramón y Cajal. — Las pinturas negras, de Goya. — La melancolía, grabado de Durero. — El pensador, escultura de Rodin.
Queda constatado que no puede seguirse presentando al Homo depressivus como el contrapunto del Homo imaginativus. Entre los errores científicos que han ensombrecido el adecuado conocimiento del mundo depresivo, ha venido ocupando un lugar de honor la exhibición de la producción creativa como si fuera un criterio excluyente del diagnóstico de depresión.
6.4. La condición depresiva femenina y su declive a causa del trabajo extradoméstico
Todo el mundo conoce que la depresión, dicho con propiedad el síndrome depresivo, es más frecuente en el género femenino que en el masculino, en la proporción de dos a tres por uno. Este dato epidemiológico abre dos grandes incógnitas: 1ª. ¿A qué clase de influencias o maleficio se debe esta desproporción de morbilidad depresiva tan alta entre los dos géneros humanos?
2ª. ¿Participan tal vez los factores laborales en volver a la mujer más vulnerable para la depresión? 150
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La superpoblación depresiva femenina se establece a partir de los 15 años y se mantiene hasta los 70. Entre ambas edades el índice entre la depresión masculina y femenina es de 1 a 2,5. Por fuera de estos límites cronológicos, o sea en la depresión infantil y la geriátrica, la proporción entre ambos géneros es tan equilibrada como 1 a 1. Vamos a considerar la prevalencia depresiva femenina en relación con las cuatro clases o categorías de enfermedad depresiva: la depresión endógena, la situativa, la neurótica y la somatógena o sintomática. Su respectivo concepto ya quedó especificado en un apartado anterior, en este mismo capítulo. En el círculo de la depresión endógena o genética la incidencia de la depresión es equiparable entre hombres y mujeres. Dentro de este círculo existe la agrupación de los depresivos bipolares (con episodios depresivos y maníacos) denominados cicladores rápidos, por presentar el ciclo depresiónmanía más de dos veces al año, donde se registra un predominio femenino de 3 a 1. Las categorías del síndrome depresivo sobre las que incide un rotundo predominio de morbilidad femenina son la depresión neurótica y la situativa. La acumulación de mujeres en la depresión neurótica se debe a que el terreno propio de esta afección es la personalidad neurótica caracterizada por la inseguridad en sí misma y la hipersensibilidad, y este tipo de personalidad abunda más en la población femenina. Por su parte, la depresión situativa está mucho más extendida entre las mujeres, a causa de que el 70% de ellas son más afectadas por el impacto de las situaciones depresógenas por antonomasia, que son las de duelo, estrés crónico, aislamiento y cambios de vida bruscos, o tal vez se defienden peor ante ellas. Más de dos tercios de las mujeres muestran una especial vulnerabilidad para las cuatro modalidades de situación depresógena señaladas: — Para el duelo ocasionado por la pérdida de un ser querido, a causa de su volcado interés afectivo por las personas, contrarrestado en el 70% de los hombres por la imposición del interés dirigido hacia los objetos, como podría ser el puesto de trabajo. 151
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— Para el estrés crónico, por razón de su mayor propensión a entregarse a un estilo de indefensión renunciando a afrontar el problema estresante. — Para el aislamiento, porque su necesidad vital de comunicación empática constituye una exigencia irrenunciable. — Para los cambios bruscos de las circunstancias de la vida, a causa de un profundo apego a las raíces y a la estabilidad, hasta el punto de haberse descrito “la depresión por la mudanza” como un trastorno femenino específico.
Por último, la incidencia de la depresión somatógena o depresión ocasionada por un trastorno corporal muestra una ligera inclinación hacia la mujer. Este predominio se explica por la mayor frecuencia alcanzada en la población femenina por los problemas crónicos de salud física con sintomatología dolorosa. Si salimos de las explicaciones puntuales para estudiar en su conjunto las causas responsables del predominio global de la morbilidad depresiva en la mujer, en la proporción de 2,5 a 1, tenemos que apelar a factores de los órdenes biológico, psicológico y social. Entre los factores biológicos responsables de la especial vulnerabilidad femenina para la depresión sobresalen estos tres:
— El nivel más bajo de la tasa cerebral de los neurotransmisores, sobre todo de la serotonina y las catecolaminas. — El predominio funcional del hemisferio cerebral derecho, el cerebro de las emociones y las fantasías, que es precisamente el hemisferio más comprometido en el estado depresivo. — La interacción neuroendocrina obligada a soportar la caída de las hormonas estrogénicas en las tres fases fisiológicas específicas de la vida genital femenina: el premenstruo, el postparto y la premenopausia, tres momentos dominados por la alta morbilidad depresiva. 152
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Los factores psicológicos o de personalidad que contribuyen a crear la mayor proclividad femenina para la depresión, se sintetizan en los tres siguientes: — En la vertiente interna, la floja consistencia de la autoestima. — En la vertiente externa, la polarización en la dependencia por la interacción personal. — En el plano organizativo, por el predominio en la proporción de 3 a 1 de la organización límite de la personalidad, organización caracterizada por la débil integración personal y la imposibilidad de alcanzar unas relaciones emocionales estables.
Los factores sociales que concurren en convertir a la mujer en una presa propicia para la depresión forman una constelación cristalizada en torno a una instalación en la vida harto desventajosa con relación al asentamiento masculino. Desde que en 1960 se puso en órbita la píldora contraceptiva se produjo un vertiginoso proceso de liberación o emancipación de la mujer que redujo en un grado considerable las diferencias sociales existentes de siempre entre ambos géneros humanos. Con la masiva incorporación femenina a los centros universitarios y al mercado de trabajo se nivelaron un tanto las grandes diferencias sociales mantenidas hasta entonces. El moderno ascenso social de la mujer se refleja de un modo especial en su actividad ocupacional. El destino laboral clásico reservado para la mayoría de las mujeres era el oficio de ama de casa. Un oficio duro, ingrato e impregnado de factores depresógenos: el estrés económico, al tener que ajustar la administración del hogar a la cantidad mensual entregada por su cónyuge; el aislamiento casero, convertido en un estado de solitud a partir del momento en que los hijos abandonaban el nido; el sedentarismo en un espacio alejado del aire libre; la carencia de un horario regular propio, al encontrarse siempre pendiente de adaptarse a las conveniencias de los demás. En consonancia con esta acumulación de factores situativos depresógenos, 153
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el ama de casa ocupaba una de las posiciones sociodemográficas más azotadas por la depresión. Cada vez hay más mujeres que realizan una actividad extradoméstica con regularidad. Varias profesiones se han feminizado de un modo invasivo, como las de abogado y médico, por citar dos de las más concurridas por la mujer actual. La vivencia de la mujer cuando comienza a traspasar a diario el umbral del hogar para cumplir su obligación extradoméstica laboral, se tiñe de libertad, satisfacción, seguridad o apertura comunicativa. Una serie de elementos vivenciales equiparables a los signos de un renacimiento personal. La incorporación en bloque de la mujer al desempeño de trabajos extradomésticos en estos últimos cincuenta años, no sólo ha dado un vuelco favorable a su modo de vivir, sino que se refleja en el descenso del índice depresivo mujer-hombre de 3:1 a 2:1. Al tiempo se han producido cambios sustanciales de diverso signo en la estabilidad del hogar, el bienestar de la pareja y el desarrollo de los hijos. La estabilidad familiar ha descendido y la proporción de separaciones y rupturas familiares resulta cada vez más abrumadora. La pareja masculina se siente muchas veces como si le hubieran movido la silla y en su afán de recuperar la hegemonía patriarcal perdida recurre con frecuencia a la coacción o a la violencia. En cambio, el desarrollo infantil se ha dejado encauzar sin motivos de alarma, mucho mejor de lo previsto, por el trato cariñoso dispensado por otras personas en las ausencias obligadas de la madre. Cuando la mujer comprometida con una ocupación extradoméstica, no dispone de apoyos adecuados para el cuidado de los niños y del hogar, se puede sentir sobrecargada por una doble jornada laboral. Una sobrecarga de esta magnitud no le permite disfrutar apenas de tiempo libre para sacudirse un tanto el asedio de las continuas preocupaciones estresantes. Apresada con continuidad por este estrés crónico, sin salida posible, la mujer moderna de la doble jornada es afectada a la larga por el trastorno depresivo con una tasa de incidencia más alta incluso que la que asolaba al ama de casa tradicional. 154
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Si la actividad ocupacional extradoméstica de la mujer no ha brillado todo lo que debiera como situación de bienestar se debe a la subsistencia de la discriminación laboral negativa, reflejada en ciertos signos como el abuso de los contratos temporales, la prescripción arbitraria de cláusulas para facilitar el despido, el salario inferior en un 10-20% al masculino, la limitación de los ascensos laborales o su escasa presencia en los puestos directivos. En la misma línea de la menor valoración del papel laboral de la mujer, persisten algunos elementos de desequilibrio social entre ambos géneros, algunos de los cuales serán corregibles, aunque es de temer que haya otros que no lo sean por ser consustanciales con la naturaleza femenina. La mujer especialmente propensa a caer en las garras del cuadro depresivo se distingue por poseer dos o tres factores de los siete que señalamos a continuación:
— La pérdida de la madre, por alejamiento o muerte, antes de la edad de 11 años. — La separación, el divorcio o la relación conflictiva con la pareja. — La convivencia con tres o más hijos menores de 14 años. — La carencia de actividad profesional o de trabajo exterior. — El nivel socioeconómico bajo. — La falta de un apoyo social suficiente. — La ausencia de una relación confidencial al menos con otra persona.
Lo que a propósito de esta serie de factores de vulnerabilidad interesa resaltar es el reconocimiento de la actividad profesional o del trabajo extradoméstico como una conquista de nuestro tiempo que hace a la mujer postmoderna menos vulnerable a la depresión, que el sacrificado cumplimiento del papel tradicional de “santa” ama de casa. Esta mutación acontecida en el ámbito laboral, se extiende a todos los dominios de la vida, por cuyo motivo, con una perspectiva global, debe atribuirse la relativa protección adquirida por la mujer moderna ante la depresión al conjunto de su proceso de liberación. Una liberación que se viene 155
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reflejando en una emancipación femenina creciente para estudiar, trabajar, divertirse o cultivarse, y con un énfasis muy particular en la relación de pareja. Si en todas las unidades de la vida se ha producido una metamorfosis, en el plano de la pareja el cambio ha sido realmente revolucionario. La tarea de la seducción clásica por parte masculina ha sido sustituida por una relación más simétrica desde el inicio, al modo de un encuentro. Hablar de revolución sexual no representa ninguna exageración. La mujer liberada ha adoptado en el plano erótico el patrón masculino. La masculinización de la mujer se plasma en una tendencia a seguir la línea de la sexualidad compulsiva, que antaño era el eje del comportamiento masculino. En este sentido se han borrado los límites entre las mujeres “respetables” y las libres o libertinas. Al tiempo el hombre se ha tenido que plegar a esa nueva situación, aproximándose a los comportamientos tradicionales de la mujer. En aquel sector de la población masculina que no se ha incorporado a la nueva situación de pareja un tanto feminizante, es donde se reclutan los responsables de los brotes de violencia contra la mujer. El resultado del proceso de la liberación moderna de la mujer es la feminización de la estructura de pareja, innovación patentizada en estos tres rasgos de abrumadora actualidad: — El vínculo de pareja saturado de una afectividad de cariño o ternura. — La relación presidida por una comunicación interpersonal amplia. — El ejercicio de una psicosexualidad plástica, volcada sobre actividades independientes de la reproducción, como la maniobra heteromasturbatoria o la sexualidad oral.
La pareja de hoy se nutre de la satisfacción psicosexual recíproca, un elemento que había dejado de lado el clásico amor romántico. La seducción masculina es un juego que ha perdido sentido. De esta suerte, la conexión de las parejas es interdependiente y convergente. Para poder ejercer este papel simétrico con relación a su pareja, muchas veces incluso con cierto brío de dominación, la mujer precisa disfrutar de una autonomía económica sus 156
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tentada por el desempeño de un trabajo extradoméstico. La actividad laboral es, por tanto, la faceta de la vida que proporciona a la mujer actual la clave indispensable para acceder a su nueva condición de mujer liberada o emancipada y al tiempo disponer de un cierto escudo defensivo contra la enfermedad depresiva. Pero se impone en este punto una notable distinción sociocultural. Entre las mujeres que trabajan en el exterior sólo las situadas en un nivel sociocultural cómodo disponen de mayor capacidad de resistencia que el hombre ante el impacto de los estresores inherentes a la vida profesional. Las otras, las albergadas en una capa social desfavorecida, se encuentran en una situación de riesgo tanto a causa del soporte de una doble carga laboral como por el obligado descuido de los deberes tradicionales en el seno del hogar o de la familia.
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7.1. El mundo del adicto al trabajo
El adicto al trabajo es una figura de la patología humana propia de los tiempos tardomodernos. Fue a finales del siglo XX cuando hizo eclosión de un modo llamativo la serie de adicciones sociales, cuyos objetos adictivos son el alimento, el sexo, la compra, el juego, la televisión y el trabajo, a los que después se agregaron el ejercicio físico, la conducta de riesgo, internet y los teléfonos móviles o celulares. Estamos ante los objetos preferidos por el ser humano para entretenerse. A partir de transformarse una afición o un pasatiempo en una necesidad irrefrenable, puede comenzar a hablarse de conducta adictiva patológica, es decir, adicción mórbida o enfermedad adictiva. En la década de los 70 del siglo pasado, comenzó a circular en el pueblo norteamericano el neologismo workaholism, producto de la unión de work (trabajo) y aholism (alcoholismo), traducido como adicción al trabajo o laboroholismo. Quedaba así plasmado en la terminología el parecido del comportamiento laboroadictivo con la conducta alcohólica. La adicción es en cualquier caso el trasvase de una afición personal al campo patológico, en forma de una necesidad. La necesidad adictiva, a diferencia de la afición o el pasatiempo, no sólo no es controlable por el su 159
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jeto, sino que lo domina y lo convierte en una marioneta. La clave patológica adictiva originaria y fundamental se concentra, pues, en la relación de subordinación del sujeto con un objeto que se ha apoderado de su voluntad libre. El dominio totalitario del objeto sobre el individuo es ejercido atropellando la capacidad de autocontrol en estas dos secuencias: primera, como un tremendo impulso o un gigantesco deseo que no se deja refrenar ni ahuyentar; segunda, como la plasmación del deseo en una conducta exterior. La entrega al juego, la compra, el trabajo, etc., se acompaña de una profunda satisfacción psíquica y biológica que denominamos recompensa adictiva, sobre todo en forma de una descarga de dopamina en el sistema mesocorticolímbico, denominado por este motivo sistema de recompensa. El trabajo como objeto adictivo tiene varias peculiaridades respecto a las demás adicciones sociales. Destacan estas seis notas diferenciales: 1º. El enganche adictivo ocupa la mayor parte del espacio biográfico del sujeto. La vertebración de la existencia del laborohólico se verifica en torno a su adicción, de un modo más continuo o extenso que en las otras adicciones sociales. La laboroadicción constituye la adicción social más absorbente por ser precisamente la menos puntual. 2º. El adicto al trabajo no sólo obtiene una recompensa adictiva de un modo directo al realizar el impulso ocupacional, sino indirectamente por medio de una remuneración económica, unas palabras de estimación, un elogio de imagen o un reconocimiento empresarial, o sea, un placer indirecto en los cuatro casos, y es que el adicto al trabajo consagra un denodado esfuerzo laboral al logro de una compensación personal en forma de dinero, éxito, prestigio o poder. 3º. Contrariamente a las demás adicciones sociales, asediadas por prejuicios adversos y mal consideradas, la adicción al trabajo disfruta de copiosos refuerzos sociales y personales, aportados por la so 160
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ciedad actual configurada como una sociedad de producción y consumo, o si se quiere como una cultura del trabajo. La ejecución del trabajo se mueve así en una aparente atmósfera de virtud, proscrita para los demás objetos sociales adictivos.
4º. La anosognosia o falta de capacidad para reconocer la enfermedad adquiere un particular arraigo profundo en las enfermedades adictivas, llamadas por eso enfermedades de la negación. Pues bien, el mecanismo de negación de la enfermedad adictiva toma su mayor porfía en la adicción al trabajo.
5º. La tendencia de las enfermedades adictivas a pasar inadvertidas durante un largo periodo de tiempo, por lo general varios años, lo que les ha valido la denominación de enfermedades invisibles. Resulta que este ocultamiento toma su longitud record en la adicción al trabajo. Su detección suele demorarse hasta el momento en que hacen irrupción algunas de sus complicaciones más graves como el accidente coronario. 6º. La adicción al trabajo representa una de las adicciones sociales más dura y la única que puede conducir a la muerte a través de una evolución inexorablemente progresiva.
El adicto al trabajo sacraliza la actividad laboral como el único fin de su vida. Su radical básico es la necesidad compulsiva y descontrolada de trabajar, asociada con el desinterés por las demás actividades o aspectos de la vida. En consonancia con este radical, el laboroadicto ofrece una serie de comportamientos peculiares: se siente desazonado, descompuesto, vacío o irritable en los días festivos; se disgusta cuando le llaman los amigos; prescinde de las celebraciones familiares o las olvida; siente como una pérdida de tiempo las diversiones y hasta las horas dedicadas al sueño. A este conjunto de rasgos se asocia una excesiva dedicación de tiempo y esfuerzo al trabajo y una actitud laboral sui generis. Su reputación de maniaco del trabajo se 161
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vuelve incuestionable, aunque el propio sujeto racionaliza su entrega ocupacional presentándola como una muestra de sacrificio y abnegación. Son los familiares suyos las primeras personas que pueden detectar o sospechar la existencia de su ligazón compulsiva con el trabajo, pero no suelen seguir esta pista sino que piensan en otras causas para explicar su despótico comportamiento en el hogar. Más tarde, su comportamiento en el trabajo, al implicar muchas fricciones y conflictos con los compañeros y más aún con los subordinados, despierta gradualmente la opinión generalizada de que su entrega ocupacional no es tan generosa como se pensaba, sino que está dictada por un interés personal. La unidad de vida que suele alterarse con mayor precocidad al sobrevenir la entrega adictiva al trabajo es la vida familiar. La salud mental del cónyuge y de los hijos del laboroadicto se resiente al no poder contar con la comunicación cordial con el cabeza de familia y no encontrar una explicación razonable para sus prolongados momentos de ausencia o sus inopinadas descargas de cólera en el contexto de un trato rígidamente autoritario. Así mismo la relación del adicto al trabajo con sus subordinados se vuelve más o menos pronto tiránica y absorbente. El subordinado de un jefe laboroadicto puede echarse a temblar: además de ser objeto de un trato cuando menos áspero, será culpabilizado de los errores que se produzcan y tendrá que resignarse a escuchar reproches incesantes por dedicar a su tarea escaso interés o muy poco tiempo. La apariencia de unas relaciones personales gratas y comunicativas con los compañeros y con los jefes tarda algún tiempo en diluirse. Durante una temporada, la entrega desmedida al trabajo del laboroadicto puede ser incluso una motivación de estima para los que trabajan con él y para sus superiores. Gradualmente, se va desvelando en el ambiente de trabajo la motivación de la conducta laboroadictiva como una senda egocéntrica encaminada al logro individual de riqueza, prestigio o poder. Al cabo de cierto tiempo, el mundo del adicto al trabajo es embargado por el distrés o estrés excesivo y sus manifestaciones. Contrariamente a los trabajadores distresados habituales, el adicto al trabajo mantiene una relación de tan profunda afinidad con el estrés, que muy bien podríamos cata 162
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logarlo como un adicto al distrés. A medida que se acrecienta la sintomatología del distrés se redobla su entrega al trabajo: se cree totalmente imprescindible; elabora fantasías sobre el mejor modo de orientar el trato con el jefe; se esfuerza en encontrar una solución para los problemas de la empresa, reales o imaginarios; es presa de pesadillas oníricas en torno a sus posibles errores laborales; a la vez, teme no ser indispensable para los demás y perder el puesto de trabajo o el nivel laboral.
7.2. Evolución progresiva del enganche adictivo al trabajo
La marcha progresiva de la adición al trabajo suele atenerse a la ordenación jalonada en las cuatro secuencias registradas en la tabla adjunta. Tabla 7.1. Los cuatro estadios evolutivos propios de la adicción al trabajo
Estadio inicial: comportamiento despótico con la familia y los subordinados y entrega total al trabajo persiguiendo un interés personal.
Estadio del cuadro de estado: síndrome de estrés asociado con el descenso de la capacidad laboral, pronto convertido en un estado depresivo anérgico. Estadio de las complicaciones: trastornos psicosomáticos, adicción o abuso de drogas (alcohol, tabaco, cannábicos, anfetaminas u opiáceos), adicción social (sobre todo al juego o al sexo) o automedicación anárquica estimulante por el día y sedante por la noche. Estadio final: cuadro cardiológico o cerebrovascular.
En la primera secuencia, la manifestación más relevante es la de dedicar todo su tiempo al trabajo y prodigar a las personas que dependen de él un trato brusco y autoritario. 163
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En la segunda secuencia, concomitante con el descenso de su rendimiento laboral, se erosionan las relaciones con los jefes y los compañeros y aparece el cuadro clínico del síndrome de estrés, que el propio adicto trata de corregir recurriendo a la automedicación o a las drogas. En el mismo segundo estadio, el síndrome de estrés, integrado por sintomatología psíquica, vegetativa, analítica y laboral, comentado por extenso en el capítulo dedicado en exclusiva al estrés, adopta con relativa prontitud la forma de una depresión anérgica. El cuadro clínico de este estado depresivo parcial está integrado por elementos de apatía y astenia. El sujeto no se siente triste sino habitualmente cansado, agotado o aburrido. El rendimiento laboral experimenta un profundo descenso y se acumulan los errores y la propensión a los accidentes. La tercera secuencia está cubierta por la aparición de otras adicciones químicas o sociales y de trastornos psicosomáticos sobre todo digestivos, al tiempo que se acentúa la sintomatología depresiva y en una alta proporción de casos el estado depresivo se vuelve total, o sea, tetradimensional. La progresión culmina en algunos laboroadictos en la cuarta secuencia, caracterizada por la presentación de una crisis coronaria aguda (una angina de pecho causada por un trombo lábil o un infarto de miocardio determinado por un trombo extenso y duradero), un accidente cerebrovascular o incluso una muerte repentina. Puede mantenerse la sospecha de que en el 20% de los enfermos coronarios interviene como la causa fundamental de su cardiopatía isquémica la adicción al trabajo instalada en una fase evolutiva muy avanzada. La plataforma para la irrupción de una enfermedad coronaria aguda (angina, infarto) no puede ser entonces más propicia, dada esta conjunción de factores de riesgo: el género masculino, la obesidad o el aumento de masa corporal, el sedentarismo, la conducta alimentaria hiperfágica, el estado mental integrado por el síndrome de estrés o la depresión anérgica, la hipertensión arterial, la aceleración del ritmo cardíaco (por descarga adrenérgica), el aumento del colesterol global, la elevación de las lipoproteínas de baja densidad, el exceso de triglicéridos, la tasa de glucemía diabética o diabetoíde, el abuso de fármacos o drogas, el consumo de tabaco o un programa de vida inadecuado o irregular. 164
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La adicción al trabajo debe considerarse como un estado de serio riesgo cardiovascular para la incidencia del infarto o el reinfarto de corazón. El lazo causal entre el estrés y la patología cardiovascular es conocido de antiguo. Se remonta cuando menos a 1892, año en que el famoso médico Osler describió al enfermo coronario como un “hombre presionado y ambicioso“. Sesenta y siete años después, en 1959, los médicos estadounidenses Friedman y Rosenman, individualizaron el patrón de conducta tipo A, caracterizado por la hiperactividad y la hiperirritabilidad, como el modo de ser emocional y comportamental más vulnerable para la enfermedad coronaria, también denominada cardiopatía isquémica. La sinopsis mental y comportamental del sujeto predispuesto a la enfermedad coronaria se ajusta en líneas generales a los rasgos de la enfermedad laboroadictiva, según he dejado patente en mi libro Las nuevas adicciones (2003). Con una perspectiva de conjunto, se perciben dos perfiles sociales particularmente propensos a la incidencia de la cardiopatía isquémica, y se da la coincidencia de que ambos se adscriben en una amplia medida a factores adictivos: por una parte, el de la adicción al alimento en forma de bulimia o de hiperfagia; y por otra, el de la adicción al trabajo, cuyo fuerte estrés ocupacional crónico se inclina por girar hacia un cuadro depresivo anérgico. La alta incidencia de cardiopatía isquémica o ataque cerebrovascular en el adicto al trabajo es el resultado del frecuente acoplamiento de la fatiga física o el agotamiento emocional con los factores mencionados de riesgo cardiovascular. Como después veremos, la muerte por sobretrabajo denominada karoshi entre los japoneses, se desarrolla sobre una constelación de factores similar, acompañada de la desorbitada entrega a la actividad laboral y la falta de descanso.
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7.3. El perfil psicosocial del trabajador laboroadicto
Si la población de Occidente se desliza hoy con tanta facilidad por el tobogán de las adicciones sociales se debe en amplia medida a ciertos elementos sociológicos como los siguientes: la crisis de valores morales y el declive de la comunicación interpersonal, actuando como una deslizante plataforma de fondo; y la configuración comunitaria presidida por una sociedad programada y de riesgo y la acumulación del estrés existencial o laboral, asumiendo el papel de factores puntuales detonantes. Esta alta propensión occidental tardomoderna a las adicciones permite considerar que estamos inmersos en una civilización adictiva. Una civilización que en su carácter de figura poliédrica no deja de presentar al mismo tiempo caras refulgentes positivas, como las siguientes: el sistema de gobierno democrático, la nivelación socioeconómica, el alto nivel material de vida, el haz de derechos humanos individuales y la ampliación de la libertad cívica, y sobre todo el despliegue del binomio razón/libertad, según dejé patente en mi libro El hombre libre y sus sombras (2005). La actitud de autocontrol consciente que impone a todo el mundo la sociedad occidental contemporánea, genera como rebote la contratendencia individual a relajarse, gratificarse o evadirse, con lo que se entra en una dinámica propicia a la caída en el enganche adictivo a un objeto placentero o, como en el caso del trabajo, a una actividad alzaprimada hoy como la tarjeta de crédito personal. Una civilización que facilita el enganche adictivo a través de estas dos secuencias: la proliferación del distrés, suscitada por el esfuerzo desplegado para seguir el programa de vida exigido y mantenerse autocontrolado, y la contratendencia dirigida al logro de una gratificación rápida, bien merece la denominación de civilización adictiva. A medida que la cultura ha entronizado el trabajo de un modo progresivo, con el despliegue de la Revolución Científico-Industrial laica, a partir de 1815, cuando concluyen las guerras napoleónicas, surge el contexto ambiental propicio para la germinación de la conducta laboral adictiva. Ha sido, pues, el tipo de cultura que podemos denominar “cultura de trabajo”, con su implicación en forma de una “sociedad de producción y consumo”, 166
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el marco sociocultural favorable para llevar a algunos trabajadores, en una proporción próxima al 5%, a transformar su ocupación en una tarea adictiva. La ruta instrumental seguida por la llamada civilización adictiva para facilitar el surgimiento de la adicción al trabajo es algo distinta de la que determina la aparición de las demás adicciones sociales. Para el adicto al trabajo, la recompensa no es el trabajo en sí, sino su impacto en los sectores de la economía personal, la imagen propia o el posicionamiento social, o sea, dicho crudamente, el salario, el prestigio o el poderío. A diferencia de los otros adictos sociales, que se sirven del alimento, el sexo y demás, para escapar del distrés existencial u ocupacional, el laboroadicto conquista la recompensa mediante la desenfrenada entrega a su tarea laboral, engarzándose así de un modo recíproco el distrés y el comportamiento adictivo. La adicción al trabajo está tan vinculada a la necesidad del distrés ocupacional, que bien podría denominarse “adicción al estrés”. Sobre el contexto sociocultural que acabamos de revisar, opera la etiología multifactorial de la adicción al trabajo, distribuida en factores de riesgo integrados en los órdenes siguientes: los antecedentes familiares, los datos sociodemográficos, la situación vital y familiar, el tipo de trabajo y el perfil de personalidad y sus anomalías (Figura 7.1). FACTORES DE RIESGO PARA EL ENGANCHE ADICTIVO AL TRABAJO
A) Antecedentes familiares
B) Datos sociodemográficos
· Edad · Género · Nivel socioeconómico
C) Situación vital y familiar D) Tipo de trabajo y rango jerárquico E) Perfil psicodinámico de la personalidad F) Anomalías psíquicas
Figura 7.1. Etiología multifactorial de la adicción al trabajo. 167
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Si se desarrolla el concepto de factor de riesgo es porque no existe una causa unívoca determinante de por sí del trastorno. La aparición de la conducta adictiva se vuelve más probable a medida que los factores de riesgo son más intensos o numerosos, existiendo entre ellos un influjo de potenciación recíproca. Entre los antecedentes familiares más correlacionados con la adicción al trabajo se hallan la infancia desamorosa, la relación conflictiva con los progenitores, los problemas económicos, la presencia de casos de adicción química o social, incluso la propia adicción al trabajo, dato que nos lleva a recordar la transmisión de las adicciones a través de la convivencia, sin pasar por alto la influencia hereditaria vinculada sobre todo a los genes que regulan la codificación de los receptores de dopamina. Por tanto, la acumulación de diversos trastornos adictivos en la misma familia puede deberse al contagio por mimetismo de persona a persona o a un mecanismo genético. En el gen regulador de la codificación de los receptores dopaminérgicos existe un alelo responsable de la disfunción dopaminérgica que facilita la eclosión de una conducta adictiva. Esta disfunción suele desdoblarse en dos secuencias: primera, un funcionamiento dopaminérgico basal deficitario; segunda, una reactividad dopaminérgica exagerada a ciertos estímulos exógenos. Tal disfunción dopaminérgica, basal y reactiva, toma su sede en un sector del cerebro conocido como el sistema mesocorticolímbico. Entre los datos sociodemográficos precursores de la adicción al trabajo sobresalen estos dos: el género masculino y la edad adultojuvenil. La adicción al trabajo ha constituido hasta tiempos muy recientes una enfermedad exclusivamente masculina. Hoy en día no es así: cada vez hay más mujeres enganchadas con esta adicción. Con una rapidez inusitada hemos pasado de la proporción de veinte hombres adictos al trabajo por una mujer al índice de cinco a una. Por otra parte, la adicción al trabajo comienza a fraguarse en el límite entre las edades de la juventud y el inicio de la vida adulta. Si bien se concentra en la clase social acomodada, o sea, entre los niveles socioeconómicos medio y alto, con frecuencia se inicia en personas modestas que con rapidez alcanzan un estatus de cierto relieve, puesto que los candi 168
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datos a la adicción al trabajo suelen obtener sus primeros ascensos profesionales con relativa facilidad. La situación vital de soledad o vacío existencial es una plataforma idónea para que el sujeto entregue todas sus ilusiones y afanes al desempeño del trabajo cada vez con mayor acento pasional. Los problemas familiares ocupan una presencia constante en el adicto al trabajo como causa o como consecuencia. La búsqueda de refugio en el trabajo para evadirse de una situación familiar conflictiva o frustrante es una postura que comporta un alto riesgo adictivo. Lo que sí puede darse por seguro es la profunda repercusión negativa de la adicción al trabajo sobre la vida familiar o sobre la relación de pareja. El poder adictivo varía ampliamente entre unos trabajos y otros. El tipo de trabajo más proclive al enganche adictivo corresponde al propulsado por el estrés de la competitividad, o sea, una abrumadora tensión de rivalidad mantenida con los compañeros de la misma empresa o con los trabajadores de otros centros. El grado de saturación del espíritu de la competitividad varía de arriba abajo. De aquí que la mayor incidencia de la adicción al trabajo se registre entre los directivos y los empleados de rango medio o alto. Esta polarización adictiva hacia los puestos laborales distinguidos se debe asimismo a que la carga proporcionada por la responsabilidad sobre otras personas es una copiosa fuente de estrés. Para los directivos, la obligación de acudir a muchas reuniones, algunas veces interminables, puede representar uno de los estresores más mortificantes. Para los cargos intermedios, el estresor relacionado con la responsabilidad les llega por los dos extremos: por arriba, tal vez en forma de una falta de apoyo por parte de la dirección o a través de la ausencia de participación en la toma de decisiones; por abajo, al tener que encarar una responsabilidad sobre el personal, muchas veces sin disponer de información suficiente. Por otra parte, los temas del estrés laboral menos adictivos son los relacionados con el miedo, el aburrimiento o el resentimiento. Lo que suele inspirar esta serie de trabajos vividos con una emoción negativa es la aversión o el rechazo. El teletrabajo, entendido como el trabajo ejecutado en un lugar alejado de la sede laboral, es una forma de trabajar aislada e independiente que 169
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incrementa el riesgo del enganche adictivo, sobre todo cuando se realiza en el propio hogar. Este alto potencial adictivo se debe no sólo a su carácter de actividad enclaustrada y solitaria, sino a la dificultad para marcar en el entorno hogareño la línea horaria divisoria entre el tiempo dedicado al trabajo y los espacios reservados para el ejercicio de las ocupaciones libremente elegidas y para las relaciones con los amigos y la familia. La adicción a internet, bautizada como ciberadicción, es polifacética. La mayor parte de las veces constituye una forma especial de enganche a las prácticas sexuales o a la búsqueda de pareja. Sólo en casos contados, la ciberadicción se desarrolla aparte del cibersexo refiriéndose al juego, a la compra o al trabajo, tomando en este último caso la forma de una búsqueda excesiva de información. De todos modos, la tasa de incidencia del cibertrabajo adictivo toma cierta elevación en el marco del teletrabajo. El minúsculo sector de cibernautas constituido por los hackers o piratas de la red, dedicados al manejo de internet para efectuar penetraciones ilegales y perpetrar manipulaciones o secuestro de datos, está muy carcomido por la patología psiquiátrica comenzando por la propia adicción a internet y el abuso de drogas, sin olvidar los trastornos de la conducta alimentaria, las crisis de ansiedad, los episodios depresivos o los brotes paranoides. Entre los políticos, el enganche adictivo a su ocupación habitual es bastante frecuente. La actividad política es una forma de ocupación que retiene los rasgos más adictógenos propios del trabajo: un alto estrés de lucha competitiva y el aporte de una clamorosa recompensa en forma de popularidad, prestigio o poder. El afán del político por ocultar o disimular el enganche adictivo forma parte de la espectacular escenografía política. El apegamiento adictivo al cargo sólo queda desvelado con claridad a través de la reacción ansiosa o la crisis personal generada por el abandono obligado de la actividad habitual a causa del cese o de la derrota electoral. En la amplia galería de perfiles psicodinámicos de adictos al trabajo distinguidos por el psiquiatra estadounidense Rohrlich (1992) sobresalen como los más representativos y mejor definidos, en mi opinión, los cinco siguientes: 170
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— El trabajador hiperambicioso, entregado a una despiadada lucha para promocionarse a base de éxitos y popularidad. — El trabajador supercompetitivo, necesitado de obtener triunfos sobre los demás en la escala de los rendimientos laborales, y tal vez también en otros aspectos de la vida mediante el despliegue de una actividad incesante. — El trabajador culpabilizado, que, organizado como una mentalidad masoquista, vive la sobrecarga de trabajo suplementario como una especie de expiación o gratificación punitiva válida para redimirse de su automortificación culpable. — El trabajador inseguro, que busca en la aprobación de los jefes la oportunidad para ascender en los órdenes de la autoestima y la autoafirmación. — El trabajador aislado y solitario, que, desprovisto de vínculos de amistad y lazos familiares de cierta solidez, encuentra en el entorno profesional, a través de las relaciones profesionales acumuladas en torno a las jornadas de trabajo, la ansiada experiencia de acceder a una interacción de amistad personal en una comunidad abierta y responsable. El radical que caracteriza a cada uno de estos cinco perfiles se encuentra en los límites de la patología, como si fuera al menos una actitud prepatológica: — El trabajador hiperambicioso, pendiente tal vez de alcanzar un ascenso profesional importante, se mueve al compás dictado por un radical narcisista egocéntrico. — El trabajador supercompetitivo, precisado de mantener con continuidad una hiperactividad beligerante, reproduce la conducta ocupacional propia de los sujetos hipertímicos o hipomaníacos un tanto disfóricos. — El trabajador culpabilizado, buscador de la redención mediante el autosacrificio, obedece a una constelación remanente predepresiva. 171
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— El trabajador inseguro, ansioso de autoafirmarse con la aprobación o el apoyo de los directivos o los compañeros, no es ajeno al núcleo del carácter hipersensitivo neurótico. — El trabajador aislado, incapaz de tener contacto emocional con los demás, se deja identificar como un personalidad alexitímica, definida por su incapacidad para expresar por la palabra emociones propias, con el aditamento de una vida imaginaria escasa o nula. Es digno de ser resaltado que entre estos perfiles se registran múltiples combinaciones. La combinación más evidente es la de surgir la desbordada ambición personal como una compensación de la inseguridad de sí mismo o de la baja autoestima. Entre las anomalías psíquicas intervinientes como factores de riesgo para el enganche adictivo al trabajo, sobresalen los trastornos de personalidad. En realidad, como quedó señalado, existe una correspondencia entre cada uno de los perfiles de personalidad proclives a la laboroadicción y un radical implantado en las fronteras de la patología. A la luz de estos radicales queda patente que los trastornos de personalidad más predispuestos a la fijación adictiva en el trabajo son la personalidad narcisista, la hipertímica, la depresiva, la neurótica y la alexitímica, sin dejar de lado la personalidad límite, caracterizada por su escasa integración y su máxima dificultad para establecer relaciones emocionales estables.
7.4. Rasgos diferenciales entre al adicto al trabajo y la persona muy trabajadora
La figura laboral contrapuesta al adicto al trabajo es la del trabajador alienado, ese trabajador que en su situación ocupacional cotidiana se siente despojado de su identidad o extraño a sí mismo y convertido por la acción de los mandos o los compañeros en otro individuo. Su nueva identidad tomada al socaire del trato recibido de los demás puede consistir en un objeto, 172
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un robot, una marioneta o un chivo expiatorio, según quedó consignado en un capítulo anterior. Librémonos desde ahora de incurrir en el grave error de equiparar a la persona modelo de trabajador con al adicto laboral. Hay dos notables diferencias esenciales entre ambos: en primer lugar, el trabajador por gusto disfruta al máximo con su trabajo y con su productividad, en tanto que el laboroadicto está movido por unas implicaciones psicosociales de tipo económico, afectivo o relacional, o sea el ansia de dinero, de estimación o de poder; en segundo lugar, sólo el trabajador adicto se muestra incapaz de divertirse mediante actividades recreativas, y de entretenerse con cualquier tarea ajena a su actividad laboral. Como oportunamente señala el psicólogo español Echeburúa (1999), no toda dedicación intensa al trabajo revela la existencia de una adicción: «Las personas muy trabajadoras, pero no adictas, disfrutan con el trabajo, son muy productivas, le dedican mucha energía y entusiasmo y tratan de equilibrarlo con la dedicación del tiempo libre a la familia, las relaciones sociales o las aficiones». Los moralistas de antaño seguramente hablarían del trabajo como virtud en un caso y como vicio en el otro, con objeto de dedicar su respeto sólo al trabajador virtuoso. El trabajador virtuoso o diligente trabaja para vivir, en tanto que el adicto al trabajo consagra su vida al culto del trabajo (Figura 7.2.). Para que no falte un caso evidente de adicción al trabajo que sirva de ejemplo accesible a casi todo el mundo, voy a exponer las características de Richard Nixon, que fue presidente de Estados Unidos de América. Constituye un típico ejemplo de político adicto al trabajo, con un perfil narcisista de hiperambicioso, un servidor narcisista de sí mismo. En el centro escolar se le conocía por “Ricardito el mentiroso”. Su dificultad para las relaciones amorosas le mantuvo virgen hasta la edad de 27 años. Movido por el resorte de la ambición de poder logró casarse con la hija de Eisenhower, glorioso general y presidente del Estado. Siempre preocupado por el acaparamiento de autoridad y la conquista de fama, no se abstuvo de efectuar un registro sonoro de sus actividades, como si cada minuto suyo fuera el ombligo del mundo. Su falta de escrúpulos morales le llevó a descabalgarse como modelo ético y convertirse en un descarado defraudador del Fisco. La falta de lazos 173
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afectivos con sus colaboradores fue la salsa de cultivo para germinar la traición por ambas partes. Los biógrafos le presentan como un hombre sin amigos. Su incapacidad final para retirarse de la vida pública, cuando ya había sido despojado de la presidencia del Estado de un modo nada decoroso y digno, le condujo a esforzarse en reaparecer en el panorama nacional convertido en escritor de temas políticos. PERSONA MUY TRABAJADORA Similitud Gran afición al trabajo Diferencias
1. Disfruta con el trabajo 2. Su sentido del trabajo es el logro de productividad 3. Respetuoso con la ética 4. Trato amistoso hacia los subordinados 5. Distribución equilibrada del tiempo 6. Vive de modo positivo las fiestas y las vacaciones
ADICTO AL TRABAJO Similitud Diferencias
Realiza el trabajo muy estresado Actúa movido por el ansia de dinero, prestigio o mando Carente de escrúpulos morales Trato autoritario hacia los subordinados Prescinde de la familia y de los amigos y no sabe divertirse Cualquier alejamiento del trabajo le disgusta y le irrita y hasta puede producirle el síndrome de abstinencia (síntomas psíquicos y físicos)
* F. Alonso-Fernández: Las nuevas adicciones. TEA Ediciones, Madrid, 2003. Figura 7.2. Rasgos diferenciales entre la persona muy trabajadora y el adicto al trabajo.
Al acompañarse la adicción al trabajo de una entrega laboral casi permanente, ya que el sujeto laboroadicto lo necesita para alcanzar las recompensas que van a llenar su vida, puede confundirse esta conducta con el trabajo excesivo impuesto por las circunstancias, pero no adictivo. Desde Japón se ha tocado el timbre de alarma últimamente sobre el grave problema social del karoshi, denominación adjudicada a la muerte precoz ocasionada por el exceso de trabajo. A tenor de lo que han escrito desde allí Hosokawa y colaboradores (1982), este caudal de trabajo excesivo se vive por los japo 174
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neses como una imposición y no como un trabajo adictivo y la muerte se debe a «las nocivas condiciones de trabajo fisiológicas que conducen a un estado de sobrefatiga física». Las víctimas de esta muerte laboral repentina o inesperada propia de los japoneses son en la mayoría de los casos hombres (95%), con una escasa presencia femenina (5%). Aunque la mayor parte de los afectados son directores y gerentes, hay una nutrida representación de otras actividades laborales, particularmente marineros y taxistas. La muerte les suele llegar entre los 40 y los 60 años, en forma de fallo cardiaco agudo, insuficiencia cardiaca, infarto de miocardio o del cerebro o hemorragia cerebral o subaracnoidea. Si cotejamos lo que ocurre en Japón en relación con la muerte por el karoshi y los fallecimientos precoces o inesperados ocasionados por la adicción al trabajo y sus complicaciones en el mundo occidental, índice que llega al 20% de las muertes coronarias o las muertes súbitas registradas entre nosotros, la primera impresión es que en todas estas muertes, tanto en las de los japoneses como en las de los occidentales, participa como factor básico el desempeño de un trabajo excesivo. Lo que diferencia a unos y a otros es que el exceso de trabajo letal viene impuesto por la empresa en el país de Oriente, y tiene un carácter adictivo y una motivación personal en las sociedades occidentales. Con relación al detonante mortífero que opera en unos y otros existe cierta similitud: mientras entre los orientales actúa sobre todo la sobrefatiga física, reforzada con el agotamiento emocional inducido por el temor estresante a la pérdida del empleo, la reducción del sueño y el consumo abusivo de tabaco y alcohol, la amenaza mortal proyectada sobre los occidentales laboroadictos radica en las complicaciones de la adicción al trabajo, o sea el síndrome de estrés, la enfermedad depresiva, el abuso de alcohol, drogas o medicamentos y el trastorno psicosomático circulatorio o cardiaco. Ha comenzado a circular en los medios científicos occidentales la especie de que el karoshi tiende a extenderse a todos los países industrializados y que debería ser reconocido oficialmente como un accidente del trabajo, lo cual encierra la grave ligereza de no pararse a reflexionar sobre los dos importantes rasgos diferenciales señalados entre los trabajadores japoneses y los occidentales. Para evitar tal indiscriminación habría cuando menos que re 175
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conocer las características desiguales entre unos y otros, partiendo de la base de que esta especie de «guerrero de los negocios» (business warrior) japonés está vertebrado por un perfil laboral transcultural cuasi específico. Un perfil de trabajo impuesto por la rígida cultura económica que domina en el desgarrado Japón de la posguerra. Según el criterio de Kozakaï (1997), la sobreincidencia del karoshi en el Japón no se debe a la mentalidad propiamente nipona, sino al sistema salarial que se ha consolidado en el país, o sea, el modelo japonés de producción. Cada cual puede pensar que si este sistema se ha consolidado allí, ha sido gracias a encajar a la perfección en la mentalidad japonesa. La ideología del trabajo basada en la fidelidad en la empresa y en la actitud competitiva, exige un espíritu de autodisciplina y sacrificio de un grado casi sólo concebible en los pobladores de la tierra del sol naciente. La fidelidad a la empresa está alimentada desde la propia dirección de la empresa nipona con préstamos a bajo interés y largo plazo, con lo que el trabajador queda enganchado a sus jefes, y también desde fuera, ya que el abandono de su puesto de trabajo hace muy difícil al empleado encontrar trabajo en otro lugar. La competitividad interna exige sacrificios y esfuerzos tremendos (trabajar horas suplementarias sin remuneración, renunciar a una parte de las vacaciones pagadas, aceptar un destino alejado de la familia mantenido durante algunos años), con la expectativa de que toda promoción interna es posible, o sea que la jerarquía laboral está abierta a un ascenso indefinido. Este sistema, como el lector puede inferir, está presidido por el interés de salvaguardar el gran capital, o sea la plutocracia. Lo más infortunado es que tal sistema es muy propenso a mundializarse. Este deshumanizado modelo de producción, nutrido del espíritu taylorista más crudo y duro, ha sido bautizado por sus apologistas como “la producción ligera” para resaltar la alta calidad del producto y el bajo costo de la producción y elogiarlo por estimular la libertad del trabajador para convertirse en un operario multicualificado y multifuncional. Pura engañifa. Si el trabajador japonés no accede a someterse al trabajo más estresante conocido, definido por su vertiginoso ritmo, su larga duración, sus pausas breves y su ciclo repetitivo, o no está dispuesto a sacrificar su vida familiar en aras 176
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de la ganancia empresarial, ese trabajador poco complaciente dormirá muy pronto en el paro laboral perpetuo.
7.5. Remedios para la adicción al trabajo
El adicto al trabajo es un enfermo de recuperación muy difícil. Sus dificultades comienzan con una gran resistencia a ponerse en tratamiento porque no se reconoce a sí mismo como enfermo. Se resiste incluso a aceptar una ayuda o el apoyo de otras personas. Por ello, hay que aprovechar cualquier desfallecimiento somático o psíquico para tratar de convencerlo a este respecto. Todo enfermo coronario debe contemplarse desde esta perspectiva con la finalidad de verificar si en la génesis de su cardiopatía participa la adicción al trabajo, y en caso afirmativo aprovechar la coyuntura para asociar al tratamiento cardiaco la estrategia conveniente para la terapia de la adicción laboral. Hay dos escollos fundamentales que se oponen al tratamiento de los adictos al trabajo: se refiere el primero de ellos a resistirse a aceptar el inicio del tratamiento; el segundo viene dado por una conducta del sujeto rígida o anárquica que le impide efectuar un adecuado seguimiento de las prescripciones terapéuticas y adaptarse a la remodelación de su estilo de vida. Si se llega a vencer ambos escollos, se afianza la expectativa de obtener un resultado terapéutico favorable. El tratamiento del adicto al trabajo se sistematiza en una intervención triple: la farmacología se encargará de aportar productos de estos tres tipos: estimulantes del sistema serotoninérgico, productos antiadictivos (naltrexona, acamprosato, topiramato, fluoxetina en dosis alta) y sustancias facilitadoras del autocontrol; la psicoterapia, con una técnica comprensiva híbrida integrada por las modalidades cognitivo-comportamental, adleriana y existencial y, finalmente, la socioterapia, para conducir a una distribución adecuada del tiempo y a una reorganización del plan de vida, en cuya tarea puede colaborar alguna asociación de autoayuda como la denominada «agrupación de laborohólicos anónimos». 177
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La comprensión del enfermo laboroadictivo escuchándole y tratando de captar sus motivaciones y conexiones de sentido lleva al enfermo a comprenderse a sí mismo e incluso a automentalizarse considerándose como un enfermo apresado por una conducta adictiva patológica. El diseño del tratamiento varía mucho de unos individuos laboroadictos a otros, en función de la personalidad, del ambiente, de la fase evolutiva de la adicción y del tipo de complicaciones. Pero lo que sí puede indicarse como válido para todos es que sin un profundo cambio del estilo de vida laboral, el tratamiento nunca alcanzará un punto de efectividad suficiente. Por ello, hay que dedicar una especial atención a confeccionarle una agenda de actividades ajenas al trabajo, como la dedicación a la familia y a los amigos, el paseo o el deporte, algún pasatiempo, la lectura o la participación en actos culturales. A la larga se debe prestar una atención especial a su estado cardiaco, dado el alto riesgo del trabajador adicto a sufrir una enfermedad coronaria, riesgo que se acentúa en estos enfermos al compás del estrechamiento progresivo de las arterias que suministran oxígeno al músculo del corazón conocido como miocardio. El retorno al trabajo después de un ataque cardíaco depende de las limitaciones fisiológicas y médicas impuestas por el infarto de miocardio mismo, pero también de los rasgos primordiales de la personalidad y del estado mental. Si bien la mayoría de los enfermos con isquemia coronaria aguda muestra después de recuperarse una disposición favorable para retornar al trabajo y evitar así el menoscabo de su estatus profesional y económico, y el cardiólogo suele fijar el plazo conveniente de baja necesaria para su rehabilitación física entre seis y dieciocho semanas, el planteamiento de la reincorporación ocupacional se modifica cuando está presente la adicción al trabajo. Ante un enfermo coronario recuperado en cuyos antecedentes figura la adicción al trabajo, lo cual puede detectarse por lo general sólo si se efectúa una indagación especial con el concurso de un psiquiatra experimentado en adicciones, debe prestarse una especial atención a la actitud del trabajador y a su circunstancia antes de decidir si procede o no el retorno a la acti 178
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vidad laboral. La duda que hay que dilucidar es muy grave ya que se debate entre estos dos polos: de un lado, prolongar la baja y aprovechar la permanencia en el medio familiar para iniciar el tratamiento de la adicción laboral y sus posibles complicaciones; y de otro, aprobar la inclinación del sujeto a reintegrarse al trabajo con cierta precocidad, tal como resulta conveniente para la recuperación física. La primera alternativa es la salida ideal para el tratamiento de la adicción al trabajo y el comienzo de un nuevo estilo de vida, pero esta pauta deja de ser recomendable cuando el sujeto no tolera la prolongación del alejamiento laboral sin experimentar un fuerte sufrimiento emocional. Entre ambos extremos existen otras alternativas, como la incorporación al trabajo a media jornada, después de una baja de ocho a doce semanas, opción que puede ser suficiente para la rehabilitación cardiaca y a la vez para establecer un estilo de vida protector contra la adicción al trabajo. Tychey y colaboradores (1997) han comprobado que el aplazamiento del retorno al trabajo supone algunas veces un incremento del riesgo emocional de nuevas complicaciones somáticas o incluso de muerte, por lo que sugieren estimar en estos casos la reanudación laboral precoz como una medida imprescindible para el trabajador adicto. La descarga de una parte significativa de las tensiones afectivas mediante el comportamiento ocupacional puede representar en algunos adictos al trabajo una pauta protectora. El trabajador adicto privado de esta descarga tensional interior puede sumirse en una situación de riesgo somático más importante para la recidiva del accidente coronario o la irrupción de la muerte imprevista, que si por el contrario se le permite reincorporarse al trabajo con cierta precocidad. En la delicada decisión creada en torno al destino laboral del sujeto después de haber sufrido un ataque cardiaco, no se puede prescindir de sopesar diversas variables individuales, sobre todo la actitud del enfermo, oscilante entre el desmedido entusiasmo para reincorporarse y la reserva impuesta por el temor a precipitar con ello otro ataque, así como la presencia de un estado ansioso o depresivo, la asociación con el abuso de alcohol u otras drogas o cualquier otro tipo de adicción. El asunto es tan complicado que está abierto en cada caso a reflexiones clínicas personalizadas. 179
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Al tiempo de iniciarse el tratamiento del adicto al trabajo, resulta obligado efectuar una detallada indagación para tratar de detectar sintomatología expresiva del síndrome de estrés o del estado depresivo y de sus posibles complicaciones, como el abuso de alcohol o de otras drogas y el trastorno psicosomático. En caso de comprobarse la presencia alguno de estos trastornos, habrá que agregar el tratamiento específico correspondiente a las medidas generales señaladas para corregir la adicción al trabajo.
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8.1. Clases de drogas
Por droga se entiende hoy toda sustancia química que usada sin mediar una indicación médica por lo general, con objeto de obtener una modificación inmediata del estado mental o de la conducta, es capaz de ocasionar un enganche aditivo mórbido o patológico. Antaño a las drogas se les llamaba productos toxicomanígenos, denominación sustituida después por la de productos adictógenos o adictivos. En el sentido castellano popular actual, la droga es, por tanto, una sustancia química que acumula esas tres características:
— El frecuente uso, independiente de lo que es una prescripción terapéutica o medicamentosa. — La acción prevalente en forma de la modificación del estado mental, con un carácter holista o localizado al menos en algunas de sus funciones, como la percepción, el estado de ánimo, el pensamiento, la visión del mundo o el comportamiento. Por eso son conocidas estas moléculas como sustancias psicotropas o psicoactivas. 181
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— La capacidad patológica para aprisionar a la persona al cabo de una administración más o menos repetida mediante una ligazón adictiva patológica.
Toda sustancia que reúne estos tres criterios debe incluirse en el catálogo de las drogas, a despecho de que, en la otra vertiente suya, pudiera contar con alguna aplicación terapéutica. Y es que hasta casi resulta raro que una genuina droga no posea alguna virtud especial que justifique en cierto momento su indicación clínica o sanitaria o la comercialización farmacéutica de algún principio activo suyo. La distinción entre drogas duras y drogas blandas, en relación a la intensidad de los efectos tóxicos y su potencial adictivo, es más bien una falacia que ha servido para confundir. Lo que se ha llamado droga blanda era en cualquier caso una droga fuerte enmascarada con “piel de oveja”. La clasificación de las drogas, por su efecto, en sustancias depresivas, estimulantes, alucinógenas y psicodislépticas o disreguladoras, no merece mucha consideración, ya que en los efectos de toda droga lo que prevalece es, en definitiva, el desequilibrio mental. El conjunto de las drogas constituye un sistema global abierto a la sociedad y distribuido en dos series o subsistemas distintos: — Las drogas institucionalizadas o legales, que disfrutan de un amplio margen de libertad normativa para el cultivo o la producción, la distribución, la venta y el consumo. Las más importantes entre nosotros son el alcohol y el tabaco. — Las drogas clandestinas o ilegales, prohibidas por la ley penal en los aspectos de la producción, el tráfico y la venta, sin que esta prohibición legal afecte al consumo, al menos en la legislación española. Entre ellas sobresalen los productos cannábicos, los opiáceos, las anfetaminas y la cocaína.
La diferencia entre unas y otras obedece muchas veces más a datos coyunturales que a un argumento lógico. En efecto, lo lógico sería que las 182
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drogas menos peligrosas fueran las institucionalizadas, en el orden de ser las menos tóxicas y las menos adictivas. Pero los hechos no son así. El privilegio institucional disfrutado por el alcohol y el tabaco, ambos de efectos muy tóxicos y dotados de una poderosa capacidad adictiva, no se debe a la favorable calificación de sus riesgos para la salud en la escala global de las drogas, sino a la coyuntura de haberse incorporado su uso a las sociedades europeas cuando la cultura occidental era todavía casi virgen en esta materia, tanto en el uso de las drogas como en el conocimiento sobre ellas. Hoy, el tabaco y el alcohol ocupan un lugar estratégico en la tradición, la economía, los hábitos sociales y el estilo de nuestra cultura. Por ello, su deslegalización es casi impensable. La dificultad o imposibilidad de deslegalizar una droga, una vez que la sociedad la ha incorporado al plano de sus usos y costumbres, permite explicar la injusta posición permisiva ocupada por el alcohol y el tabaco. Por otra parte, el contraste entre la menor toxicidad o el más bajo poder adictivo de algunas sustancias comercialmente prohibidas frente a los efectos del alcohol y del tabaco no es un argumento sólido para abogar por su legalización. Sobre todo por estas dos razones: porque el uso de la nueva sustancia legalizada se expandería con la máxima rapidez a todos los estratos de la población, como ha ocurrido con el alcohol y el tabaco convirtiéndose en drogas de consumo masivo, o sea, como dice el profesor portugués Da Fonseca, “drogas de masas”; y porque a medida que en el mismo contexto sociocultural se eleva el número de drogas disponibles, se acrecienta el volumen de riesgos en progresión geométrica, como consecuencia de la potenciación sinérgica o multiplicadora de sus efectos, aportada por el uso de las nuevas asociaciones químicas posibles. La moderna “reina de las drogas en Occidente”, es el título otorgado —sin intención de herir a la monarquía, por supuesto— a la bebida alcohólica por ocasionar mayores percances sanitarios y socioeconómicos que todas las demás drogas juntas. Se entiende por bebida alcohólica toda modalidad de líquido bebestible que contiene una proporción de alcohol etílico igual o superior al uno por ciento. La sustancia común a todas las bebidas alcohólicas y al tiempo su principal elemento psicoactivo es el alcohol etílico o etanol. 183
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Los intereses de la industria vitivinícola consiguen una y otra vez ocultar los graves daños ocasionados por la bebida alcohólica a las sociedades occidentales. En nuestro país se ha llegado a considerar el alcohol como un alimento en los manuales de bromatología, cuando más bien es un antialimento. Las 7’1 calorías que produce el gramo de alcohol son utilizables exclusivamente para el metabolismo basal. Por eso se les llama despectivamente “calorías vacías”. La desfavorable influencia ejercida por el alcohol sobre el metabolismo energético se asocia con la alteración de la absorción alimentaria responsable de cuadros de avitaminosis. Hay tres clases fundamentales de bebida alcohólica:
— Las bebidas fermentadas, obtenidas por la transformación del azúcar contenido en una fruta (el vino) o un cereal (la cerveza) en alcohol. De la fermentación alcohólica no puede surgir una bebida con más de 12º de alcohol. Cuando la bebida fermentada sobrepasa esta titulación es que ha sido sometida a una maniobra de adición de alcohol puro o destilado, como ocurre con los vermuts y los aperitivos (15 a 25º) y los llamados vinos generosos o fortalecidos (12 a 20º). — Las bebidas destiladas o aguardientes, generadas por la destilación de una bebida fermentada. Entre ellas merecen citarse el coñac o brandy (38 a 42º), la ginebra y el aguardiente (40 a 50º), el whisky (47 a 52º) o el ron (45 a 70º). — Los licores, producidos por la mezcla de alcohol destilado con otros elementos, por lo general agua, azúcar y sustancias aromáticas. Como los representantes más caracterizados figuran la serie de los anises, el benedictine, el curaçao y el chartreuse (todos ellos entre 25 y 50º).
En las últimas décadas se han introducido las bebidas alcohólicas de diseño, conocidas como “alcorrefrescos” o “alcopops”. Su rasgo común es el de enmascarar el gusto del alcohol con un sabor dulce o afrutado. Se pre 184
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sentan al consumidor en botes o en vasos de cartón, algunas veces camuflados, como si no fueran productos alcohólicos, y hasta con un envase iluminado con dibujos infantiles. En cualquier caso, las bebidas alcohólicas no son soluciones de alcohol puro, sino mezclas extremadamente complejas. Aparte de la distinta graduación de alcohol, existen entre ellas profundas diferencias cuantitativas y cualitativas, a tenor de sus componentes naturales y de sus adictivos y contaminantes. En algunas bebidas alcohólicas, como el popular ajenjo (licor preparado con unas gotas de esencia de absenta o ajenjo), la acción tóxica del alcohol etílico se vio desbordada por la más potente nocividad ejercida por otros productos. El consumo de este licor alcanzó en Francia a lo largo del siglo XIX un éxito sin precedentes. La fuerte toxicidad del ajenjo en complicidad con la acción tóxica del alcohol, era potenciada muchas veces con la adición de un alcohol desnaturalizado. Lo que se vendía antaño como absenta o ajenjo era una combinación química compleja que podía provocar crisis convulsivas o delirio agudo. Las drogas suelen actuar en el cerebro sobre los receptores de los neurotransmisores o disponer ellas mismas de neurorreceptores específicos. El caso más evidente de esto último ocurre con los opioides. Por ello se ha comenzado a hablar de opioides endógenos y opioides exógenos, o sea, los productos de este tipo fabricados por el organismo y los administrados desde el exterior. Esta dicotomía se ha extendido últimamente a distinguir los cannabinoides endógenos y los exógenos. En cualquier caso, las diferencias entre los neurotransmisores y las drogas son rotundas: en tanto las drogas son sustancias exógenas que llegan al cerebro en una cantidad elevada e inmediatamente invaden una amplia región cerebral, los neurotransmisores son elaborados en el propio cerebro, siempre en cantidad ligera, y se concentran en un sector electivo.
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8.2. Los efectos de las drogas sobre la actividad laboral La pregunta clave que nos acomete en este punto es doble: 1/ ¿Cómo influye la droga sobre el trabajador?; 2/ ¿Será posible en alguna ocasión mejorar la actividad laboral merced al efecto de una droga? Para conocer el impacto del consumo de una droga sobre la actividad laboral, es preciso resumir antes, aunque sea con brevedad, los efectos psíquicos de los seis tipos de drogas más importantes: los opioides, los cannábicos, las anfetaminas, la cocaína, el alcohol y la nicotina. Descartamos el consumo de drogas intravenoso, porque por lo general sus efectos agudos invalidan, al menos de momento, la posibilidad de toda actividad laboral. Por consiguiente, restringimos nuestro estudio exclusivamente a los efectos inducidos por la administración oral o por inhalación. Los efectos del uso de una droga no sólo dependen de la dosis administrada, de la vía de introducción y de la antigüedad del consumo, sino de otras variables ajenas a la droga en sí, como la edad, el género, la personalidad, la situación y el estado mental y físico. Vamos a sistematizar a continuación la acción de cada familia de drogas en forma de efectos agudos o a corto plazo y efectos crónicos o a largo plazo. Los opioides se distribuyen en productos naturales, como la morfina, sintéticos, como la metadona e, intermedios, como la heroína. En general, los efectos agudos de los opioides más representativos como la morfina, la heroína o la metadona, se acoplan en torno a la apatía, la somnolencia o la letargia, la reducción de la actividad física o el estrechamiento de la conciencia. Consiguientemente, el estado mental resulta alterado en sus distintos planos funcionales: disminuyen la agudeza de la percepción y la coordinación y la destreza de la psicomotricidad; varía el estado de ánimo en un sentido placentero o displacentero; descienden o se bloquean la atención, la memoria y la capacidad de aprendizaje, así como el pensamiento, el razonamiento y la capacidad de abstracción. Este conjunto de alteraciones mentales deficitarias es evidente, por ejemplo, cuando un enfermo recibe una dosis terapéutica aguda de morfina. Al repetir la administración, los efectos 186
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se van volviendo más ligeros en función del desarrollo de una progresiva tolerancia. Después de una reiterada administración de opioides suficientemente intensa, los efectos agudos tienden a encronizarse, sin que se haya comprobado la aparición de un deterioro cognitivo permanente o irreversible de cierto relieve. Los efectos agudos más importantes y comunes de los productos cannábicos se concentran en el descenso de la atención, la memoria reciente y remota o la capacidad de aprendizaje. Cuando la acción toma un grado más invasivo, aparecen trastornos de la percepción espacial y de la destreza psicomotora, que se reflejan en la comisión de importantes errores en el manejo de máquinas y en la conducción de vehículos. Este conjunto de alteraciones aparece asimismo en sus efectos crónicos, sin asociarse con un declive cognitivo sostenido o asiduo. Las anfetaminas y la cocaína comparten una acción aguda psicoestimulante o despertadora, que ha sido muy utilizada con la pretensión de reforzar o acelerar la ejecución del trabajo mental o físico. Todo lo positivo que se consigue con el uso de ambos géneros de droga es aplazar la presentación de los signos de fatiga. Si bien la actividad psicomotora se acelera al principio, al tiempo se vuelve más desordenada y sembrada de errores. Con la administración repetida, la acción crónica cuaja en forma de una alteración progresiva de la atención, la memoria y la capacidad de aprendizaje, asociada con un ligero trastorno del pensamiento, el razonamiento o la capacidad de abstracción. El consumo muy prolongado o repetido de anfetaminas o de cocaína, así como la administración de una dosis aguda tóxica de estos productos, provoca a menudo un cuadro delirante, cuyas modalidades más representativas son el delirio alucinatorio de persecución y el delirio parasitario externo. La nicotina, según la mayor parte de los fumadores, tiene efectos positivos sobre los procesos del pensamiento y de la psicomotricidad, involucrados en muchas tareas laborales. Muchos fumadores no se detienen en esta apreciación sino que aseguran que ellos fuman en muchas ocasiones para concentrarse mejor y elevar su rendimiento cognitivo laboral. Esta experiencia de los fumadores sólo es válida para ellos. De modo que no es que 187
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en realidad la nicotina mejore la atención y la actividad cognitiva, sino que este efecto positivo de la nicotina en los fumadores debe interpretarse atendiendo a la recompensa adictiva o a la supresión de los síntomas de privación o abstinencia. De aquí que lo riguroso sea afirmar que la administración de nicotina mejora el rendimiento cognitivo cuando el fumador habitual ha sido privado de esta sustancia al menos durante doce horas. Resulta evidente que la nicotina, en cambio, no refuerza la actividad cognitiva en los no fumadores. Los efectos de la nicotina a largo plazo sobre la atención suelen ser negativos por facilitar la aparición de distracciones, con la complicidad de la toxicidad inducida por el monóxido de carbono. En cambio, sus efectos prolongados sobre la memoria, el aprendizaje, el pensamiento y la abstracción son muy sutiles e impredecibles. Por otra parte, cualquier actividad ocupacional que requiera una atención sostenida o un proceso cognitivo rápido y efectivo, puede ser afectada temporalmente por la supresión de la nicotina. En principio, el alcohol etílico produce un efecto excitante y desinhibidor, que se traduce en euforia, disminución de la fatiga, reducción del sufrimiento o del displacer y a la vez inquietud, locuacidad y supresión de inhibiciones, como si fuera una inyección de energía ciega o desorganizadora. En efecto, el cuadro alcohólico inicial se compone de un notorio desorden mental, extensivo a las representaciones y las ideas, los sentimientos y los impulsos, de cuyo desorden no se libran las actividades básicas de toda clase de trabajos, como el ajuste de la percepción a la realidad, la capacidad de autocontrol mental o la fina regulación de los movimientos. Esta serie de modificaciones mentales aparece a partir de una alcoholemia de 0’20-0’30 gr por mil. A partir de la tasa de 0’6, 0’8 o antes se instaura la obnubilación de la conciencia, definida como un estado global de oscuridad mental y torpeza psicomotora, cuadro acompañado cuando menos por la confusión de ideas y la torpeza y lentitud de movimientos. La declaración de algunos brillantes escritores alcohólicos como Fitzgerald y Truman Capote sobre su necesidad de beber para escribir no puede cargarse al haber del efecto farmacodinámico propio del alcohol, sino que corresponde a la impulsión incontrolada de beber experimentada por el al 188
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coholadicto, premiada con la recompensa de una relajación placentera después de haber ahuyentado la ansiedad. A medida que se va estableciendo la intoxicación alcohólica crónica, constituida por el deterioro cognitivo y personal, que puede llegar a ser irreversible, desciende con rapidez la capacidad creativa, sin dejarse reactivar por un trago de alcohol. El alcohol opera, por tanto, como una musa traicionera o vindicativa, que con presteza exige un precio desproporcionado para amortizar el crecimiento de la inspiración registrado con los primeros tragos. No representa ninguna exageración la acusación formulada contra el aguardiente de haber aniquilado más escritores que todos los editores del mundo juntos. El recurso de usar drogas para ocultar los signos de fatiga, aliviar el dolor de espalda o de otro sector corporal, aplazar la necesidad de dormir o activar la creatividad, conduce inexorablemente al incremento de los riesgos y las contingencias desfavorables, con independencia de que se alcance o no de momento el efecto buscado. Hemos de concluir a este respecto, que tanto los trabajos manuales como los intelectuales encuentran sus condiciones personales habituales idóneas en un estado espontáneo o natural de equilibrio o tranquilidad, libre a la vez de fenómenos de fatiga y de la influencia de toda clase de drogas o sustancias tóxicas. La reducción de la capacidad de trabajo o del rendimiento productivo inherente al consumo de cualquier droga se refuerza con el negativo impacto laboral ocasionado por otros factores individuales, como la situación sociofamiliar conflictiva o los rasgos de una personalidad poco equilibrada o estable. Las limitaciones laborales toman un mayor grado de gravedad entre los adictos que entre los meros consumidores y no olvidemos que todas las drogas comparten la amenaza de esclavizar a la persona con un enganche adictivo. La esencia de toda adicción patológica es un vínculo de subordinación absoluta del individuo a un objeto químico o a un comportamiento social. La droga se convierte en un tirano y el sujeto, en un siervo. Tal grado de servidumbre, comparable al de un infante hacia su madre, se entiende mal si no se acepta la presencia de un cierto grado de regresión infantil en el sujeto adictivo. 189
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La falta total o parcial de capacidad laboral del sujeto que se halla bajo la influencia de una droga se refleja en los aspectos del trabajo siguientes: baja productividad, absentismo, falta de puntualidad para la llegada o adelantamiento para la marcha, acumulación de errores o fallos, tendencia a los accidentes y faltas de disciplina. Por lo general, el deterioro del rendimiento, conjuntamente con los otros aspectos señalados, suele seguir un curso progresivo y se respalda con la debilitación creciente de la motivación laboral. A partir de su inicio, la degradación laboral inducida por las drogas no suele detenerse hasta alcanzar un nivel profundo o una incapacidad absoluta. El vertiginoso descenso laboral por el que se desploma casi inexorablemente el consumidor de drogas abusivo o adictivo, puede sistematizarse en cinco grados: — El desajuste laboral, reflejado en el bajo rendimiento y en el incumplimiento de los horarios. — El absentismo laboral, en forma de ausencias repetidas o prolongadas en el centro de trabajo. — La inestabilidad laboral, patentizada en los frecuentes cambios en el puesto de trabajo. — La degradación laboral, evidenciada por la torpeza laboral en todos sus extremos o la acumulación de errores y fallos. — La incapacidad laboral, que implica el obligado apartamiento del trabajo con un carácter forzoso o voluntario.
El volumen de las alteraciones laborales inducidas por el consumo de drogas en España se debe en una proporción superior al 90% al consumo de bebidas alcohólicas y a la adicción al alcohol. Está suficientemente comprobado que más del 30% de todos los accidentes laborales se relacionan con el consumo de alcohol. El coste económico de la adicción al alcohol en España ocasionado por el déficit de productividad oscila en torno a los tres mil seiscientos millones de euros (seiscientos mil millones de pesetas). 190
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Aparte de las complicaciones laborales mencionadas, el consumo de drogas ejerce un impacto muy perturbador sobre el clima social del centro de trabajo, en forma de frecuentes conflictos con los compañeros y los jefes e incluso mediante comportamientos de violencia. Cuando el consumidor es adicto, su conducta es absorbida en gran parte por el afán del proselitismo. Por esto, se mantiene que la adicción a las drogas es un proceso contagioso o mimético a través de una interacción personal asidua. Los riesgos para la salud física de los otros trabajadores pueden ser directos, lo que ocurre con el tabaco al transformarlos en fumadores pasivos, e indirectos, al exponerlos a lesiones provocadas por los fallos o los errores. Conflictos, violencia, proselitismo y riesgo de accidentes son los cuatro géneros de conducta antisocial presentada con mayor asiduidad por los consumidores abusivos de drogas o los drogadictos. La peculiar conducta del consumidor de drogas ilegales suele ocasionar la pérdida de confianza o el rechazo de los jefes y los compañeros. Dados los efectos de las drogas sobre la motivación laboral, la actividad del trabajo y la aceptación de las normas, no puede producir extrañeza la irrupción de una ruptura final. Consiguientemente, la exposición del usuario de drogas o del drogadicto al despido o al traslado a una categoría laboral inferior no deja de ser un hecho frecuente. A despecho de que los defectos de la actividad laboral unidos a un comportamiento social no deseado en el lugar de trabajo motivan que el consumidor abusivo o adictivo de drogas sea objeto de un rechazo habitual por parte de muchos de sus jefes y sus compañeros, este rechazo está sujeto a dos importantes variantes. Por una parte, siempre pueden estar presentes personas que se identifiquen positivamente con el consumidor de drogas conflictivo, entre otras posibles razones, porque a ellos mismos les puede agradar gratificarse con la administración de alguna droga. Por otra parte, no es nada rara la reacción de apartarse del problema mirando para otro lado, con la justificación o de no querer mezclarse en la vida privada de otro, o de no estimar la presencia de anomalías en el comportamiento del trabajador reprobado. 191
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El trabajador que abusa de las drogas ilegales en secreto y que mantiene largo tiempo un comportamiento adecuado en el centro de trabajo y unos rendimientos productivos que no dejan nada que desear, es un perfil secreto o invisible de consumidor de drogas abusivo o adictivo cada vez más frecuente. Su mayor tasa de incidencia se concentra en los estratos altos del organigrama laboral. Las drogas predilectas para estos consumidores clandestinos, casi siempre empleados de alto nivel o directivos, son las anfetaminas y la cocaína, a causa de poseer una acción psicoestimulante y de permanecer su uso largo tiempo sin ser detectado.
8.3. Los tipos de ocupación laboral que predisponen a la adicción al alcohol
Un bebedor se transforma en enfermo alcohólico a partir del momento en que queda enganchado por la adicción al alcohol. Entre el bebedor y el alcohólico existe la profunda diferencia cualitativa de que el primero actúa con libertad para consumir alcohol o no, en tanto que el otro se entrega a la bebida conducido por el ansia adictiva, que es un deseo incontrolable. La conversión de un bebedor en enfermo alcohólico, tema tratado por mí mismo por extenso en otro lugar1 , constituye un proceso de metamorfosis cualitativa desarrollado casi siempre en forma gradual y poco perceptible. El hecho de que se opere o no esta transformación en un bebedor común –lo que ocurre en el 15% de los bebedores, uno de cada seis o siete– está sujeto a la influencia de una colección de variables heterogéneas que intervienen a título de factores de riesgo. Ninguno de ellos es imprescindible ni suficiente y entre sí se potencian recíprocamente. Cuantos más estén presentes y mayor sea su magnitud, más inminente será el riesgo del bebedor para transformarse en un alcohólico. Entre estos factores de riesgo se encuentran algunos elementos laborales. No obstante, es el desempleo la va1 Alonso-Fernández, F. La conversión de un bebedor en enfermo alcohólico. En Los secretos del alcoholismo. Madrid. Ed. Libertarias, 1998, págs. 123-136.
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riable conexionada con el mundo laboral dotada de mayor fuerza para que el bebedor sea atrapado por la adicción al alcohol. Hay varios tipos de ocupación laboral donde el establecimiento de la adicción alcohólica ocurre en una proporción que desborda la tasa de alcoholismo registrada en la población general adulta. Los tipos de trabajo distinguidos por implicar un riesgo adictivo especial para el alcohol se mencionan en la relación siguiente: — Los directivos o empleados de alto nivel, sometidos al distrés de la competitividad. — Los médicos y los profesionales sanitarios, así como los controladores aéreos o las fuerzas de policía, por razón de estar muy acometidos por el distrés de la responsabilidad. — Los mineros, los obreros de la construcción u otros trabajadores en industrias peligrosas, a causa del distrés del miedo. —Los marinos, especialmente los marinos pescadores, los viajantes de comercio o los conductores de vehículos profesionales, presionados por la sensación de soledad, movilizada por el alejamiento periódico o prolongado del medio familiar. — Los peones o los trabajadores menos cualificados, acosados por el distrés de la penuria económica o aburridos por la monotonía laboral. — Los empleados de la industria vitivinícola y de hostelería, así como otros trabajos relacionados directamente con la producción, el transporte o la venta de bebidas alcohólicas.
Esta relación de ocupaciones de algún modo alcohófilas deja bien claro que hoy el alcoholismo, o sea la adicción alcohólica, se encuentra en todas las categorías socioprofesionales, desde el peón al director, desde el trabajador subalterno más modesto hasta el directivo de rango de excelencia. Este dato tiene asimismo vigencia en la población general adulta, si bien con el matiz constatado de inclinarse, la mayor densidad alcohólica hacia el estrato socioeconómico bajo. 193
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La adicción al alcohol se concentra en los dos extremos empresariales: en el polo de los excesivamente presionados con la entrega al trabajo y en el de los abrumados por una tarea laboral cotidiana monótona o aburrida. El papel desempeñado por el sufrimiento mental ocasionado por el trabajo en la aparición del alcoholismo debe ser valorado conjuntamente con la intervención de otros factores de riesgo, en el contexto de la biografía del sujeto. El bebedor más propenso a caer en las garras de la adicción es el que busca en el alcohol una modificación de su estado en sentido placentero, como la anulación de las sensaciones mortificantes de soledad, de fracaso o de inferioridad, o la defensa relajante electiva contra un distrés que no consigue aliviar de otro modo. Por ello, todos los factores laborales que reactivan las vivencias de soledad, fracaso o inferioridad o generan distrés, actúan como agentes de propulsión del alcoholismo. Simplemente, el grado de insatisfacción por el trabajo se correlaciona con el nivel de la tasa de incidencia del alcoholismo. La coalición entre la presión de un estresor laboral y el abuso de alcohol proviene de que ambos elementos se potencian mutuamente. Resulta innegable la recíproca relación entre el consumo de alcohol y la situación laboral de estrés, sobre todo, como quedó señalado en la relación de trabajos consignada, cuando la temática estresante se refiere a la competitividad, la responsabilidad, el aburrimiento o el miedo. Hay también factores ocupacionales físicos que facilitan la aparición del alcoholismo, tales como la precariedad de las instalaciones, el equipamiento defectuoso, la exposición a altas temperaturas, la permanencia continua o asidua en un local cerrado con escasa ventilación o la estancia larga en un ambiente cargado de partículas armosféricas. Su relación con el alcoholismo cursa por la vía indirecta de estimular la sed e incitar a calmarla mediante la bebida alcohólica. Tanto el calor como el frío son agentes manejados con frecuencia por los consumidores para justificar la acción de beber. El desempeño de una ocupación vinculada al manejo de cualquier tipo de bebida alcohólica, suele correlacionarse con el incremento de la incidencia del alcoholismo. Es lo mismo que ocurre, mutatis mutandis, con los pro 194
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fesionales de la salud en relación con el abuso de los medicamentos. La disponibilidad del producto incrementa, ipso facto, el uso del producto. Entre las diversas formas de distrés ocupacional alcohófilo, el distrés más cuidadosamente enmascarado y oculto es el condensado en torno al miedo. En realidad, en las industrias y trabajos de alto riesgo, lo que trata de ocultarse entre los trabajadores, como si fuese una ideología pactada, es la asociación de su tarea habitual con una amenaza de accidente alta e inminente. La función de esta ideología defensiva colectiva contra el miedo consiste en ocultar los peligros y los riesgos inherentes a la organización del trabajo que se está realizando. Consiguientemente, los trabajadores actúan como si el riesgo físico real no existiese y algunas veces desafiándolo con un alarde propio de una postura machista. En el grupo de trabajadores sometidos a un trabajo peligroso, a despecho del baluarte defensivo construido con la mencionada ideología de ocultación del riesgo, sobrevienen momentos de indefensión o de desfallecimiento, cuya aparición puede ser espontánea o activada por la irrupción de un accidente infortunado. Los trabajadores instalados en esa coyuntura encuentran en la bebida alcohólica su mejor remedio para restablecer la entereza y liberarse del desánimo y al tiempo rehuir el silencio impuesto por la ideología defensiva y entregarse a una catarsis verbal. De aquí que el alcohol, por su acción ansiolítica, euforizante y desinhibidora, sea particularmente apreciado por el grupo de trabajadores expuestos a un alto riesgo. El análisis de la multicausalidad responsable de que un bebedor se transforme en un enfermo alcólico, al ser apresado por el enganche adictivo, conduce a una sistemática de factores de riesgo, en la que casi todos ellos se adscriben al medio sociofamiliar o al medio laboreconómico. El influjo de los factores laborales o profesionales alcanza mayor importancia en la determinación del alcoholismo masculino que en la del alcoholismo femenino. Por ello, son los varones alcohólicos los que con mayor frecuencia se detienen a referir su historia sobre los estresores esencialmente laborales, tales como el conflicto con los compañeros, el desacuerdo con el patrón, la 195
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pérdida de responsabilidad profesional, el cambio de trabajo, la excesiva presión ocupacional, la falta de motivación o la dificultad financiera. En cambio, las mujeres alcohólicas clásicas apenas incluían datos laborales entre los acontecimiento traumatizantes más o menos responsables de su entrega descontrolada al consumo de alcohol, y al tiempo ponían énfasis en los acontecimientos familiares, tales como, la ruptura de la pareja, la muerte de un hijo, el embarazo no deseado o la insatisfacción sexual o amorosa. Mis propios estudios sobre la personalidad prealcohólica me llevan a afirmar que la diferencia señalada entre hombres y mujeres es sólo relativa y que la intervención de los diferentes factores estresantes no puede valorarse como una especie de relación de causa-efecto. Tanto los estresores profesionales como los familiares inciden sobre una personalidad femenina o masculina un tanto vulnerable ante los impactos proporcionados por vivencias de soledad, desesperanza o fracaso. Esta especie de fragilidad específica suele habérsela proporcionado la relación anómala con los padres durante la época infantojuvenil. La diferencia más notoria entre la determinación del alcoholismo masculino y del femenino venía consistiendo en que el varón iniciaba su adicción al alcohol ya en la adolescencia, antes de abandonar el medio familiar, y en cambio la mujer la mayor parte de las veces iniciaba su historia de adicta al alcohol algunos años después, por lo general tras haber sufrido un vínculo de pareja frustrante o traumático. Era como si la mujer desolada en el medio familiar propio no se hundiese en el consumo de alcohol sino que agrupaba fuerzas para superar sus conflictos mediante una unión de pareja estable. La situación socioprofesional de la mujer ha cambiado desde su incorporación masiva al trabajo exterior. El trabajo extradoméstico ha introducido en el mundo de la mujer al tiempo vivencias de liberación y nuevos elementos de riesgo adictivo. Tales elementos de riesgo toman distinto cariz y poder en su influjo sobre la mujer a tenor de que ésta ocupe un nivel sociocultural medio o alto o un nivel desfavorecido. En ambos casos se ha abierto un nuevo frente en el mundo femenino: el frente ocupado por la implementación del trabajo profesional, una nueva experiencia que a algunas mujeres les alivia la vida y a otras les sobrecoge o mortifica. 196
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Por una parte, la mujer con una instalación desfavorecida se encuentra ahora asaltada al tiempo por preocupaciones y estresores del orden familiar o doméstico y del orden profesional o laboral, y su fuerza de arrastre hacia la adicción alcohólica puede ser ahora familiar, laboral o mixta. Por otra parte, la mujer instalada en un cómodo estrato socioeconómico dispone de dos vertientes compensatorias entre sí, de modo que las tensiones o traumas registrados en el marco de la familia pueden aliviarse ahora con la realización de una actividad profesional satisfactoria, y recíprocamente. El premio de la independencia femenina no ha englobado todavía del todo los distintos niveles sociales de la mujer trabajadora. El argumento más empleado para mantener una actitud negativa ante el enfermo alcohólico e incluso justificar su despido en el trabajo, es considerarlo un “enfermo voluntario”. Una y otra vez se arguye que bebe porque quiere, al tiempo que se aduce esta argumentación para negar al enfermo alcohólico el estatuto de enfermo y, por consiguiente, identificarlo como una persona depravada o viciosa. El argumento inicial es válido pero no su significado. “Bebe porque quiere”, es cierto, pero también lo es “bebe porque no puede no querer”. Dentro de la voluntad existen dos alas: el ala estimulante y el ala inhibidora. La voluntad actúa con libertad cuando las dos alas funcionan equilibradamente. En las adicciones, el desequilibrio es máximo con relación al objeto adictivo: el deseo es arrollador, irrefrenable o gigantesco y el autocontrol un completo fracaso. Una voluntad tan desequilibrada es una voluntad que ha perdido su coeficiente de libertad, una voluntad-no-libre. En definitiva, el enfermo alcohólico bebe por propia voluntad pero sin libertad, y la pérdida de libertad es el denominador común de todo proceso mental patológico. En cuanto a los tipos de trabajo más vinculados al consumo de otras drogas, suelen citarse casi los mismos que hemos registrado aquí como los más propicios para el desarrollo de la adicción al alcohol. Ésta coincidencia, se explica porque los trabajadores buscan en las drogas el efecto de reducir la tensión emocional, facilitar la relación social o aumentar la seguridad en 197
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sí mismos, gama de motivos asímismo omnipresentes en la conducta alcohólica.
8.4. El sistema preventivo de las empresas públicas y privadas frente al consumo de drogas
La reglamentación que regula el comportamiento laboral en la empresa no debe pasar por alto la necesaria normativa en relación con los problemas creados por las drogas en el lugar de trabajo, sobre todo con un propósito preventivo. El conjunto de estas cláusulas preventivas se desdobla en una vertiente dedicada a la detección de los aspirantes usuarios de drogas a ocupar un puesto de trabajo en la empresa y la otra centrada en la prevención sanitaria física, mental y laboral de sus empleados. Para verificar este programa de combatir el consumo de drogas en el medio laboral a través de una doble orientación, se precisa constituir un grupo de trabajo serio y competente, en el que esté representada la dirección, el personal y la organización sindical, agrupándose en torno a los expertos del servicio médico y de la asistencia social. Si la ocasión es propicia, podría integrarse en el equipo algún colaborador del voluntariado o de las asociaciones de ex alcohólicos, alcohólicos anónimos o antiguos bebedores. Toda política de empresa en materia de prevención sanitaria se establece en torno a la cooperación entre la dirección, los sindicatos, los empleados y la medicina de trabajo. El planteamiento de la defensa sanitaria y social de la empresa en este capítulo preventivo, después de ocuparse de prohibir el consumo de drogas en el centro de trabajo, tiene como un objetivo primordial la protección preventiva, diagnóstica y rehabilitadora contra la enfermedad constituida por la adicción a una droga. Hoy nadie puede arrebatar al drogadicto el estatuto de enfermo, porque su condición patológica está más que suficientemente acreditada. Por ello, no puede seguirse manteniendo como antaño que este trastorno, si repercute negativamente en el trabajo, puede ser causa de despido legal. 198
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Lo que sí está justificado es evitar la incorporación a la empresa de candidatos que ya están afectados por una enfermedad drogadictiva, o que son especialmente propensos a ella. Esta cautela proporciona a la comunidad empresarial una protección en los órdenes sanitario, laboral y de seguridad. En el orden sanitario, al evitar el contacto cotidiano con enfermos instalados en una actitud proselitista, contaminados con cierto índice de contagiosidad o convertidos en traficantes de drogas. En el orden laboral, porque es consabido el deterioro de la capacidad de trabajo impuesto por el abuso o la adicción a las drogas. Y en el orden de seguridad, en atención a varias razones, entre las que destaca la especial propensión de los drogadictos a los accidentes laborales y a los comportamientos de violencia. La triple protección mencionada se cubre suficientemente con la evaluación previa de los candidatos en este triple aspecto: el estado de salud somática y psíquica, la aptitud laboral y el índice de peligrosidad. Entre las pruebas sanitarias a las que han de someterse los candidatos a acceder a un empleo, figura a menudo la detección del consumo de drogas ilegales mediante la determinación analítica en la orina. Después de una prolongada controversia, dada la colisión de intereses entre el derecho a la intimidad del candidato y la prevención de la salud de la comunidad laboral, se ha aceptado por consenso la práctica de estas pruebas siempre que sus resultados se mantengan en la más estricta confidencialidad. Por otra parte, la detección del consumo de alguna sustancia ilegal es un dato sanitario importante, que no adquiere su significado final en el sentido de exclusión o no del candidato, hasta calibrar el hallazgo en el contexto de los resultados obtenidos en el examen sanitario, laboral y conductual. El interés por preservar la salud comunitaria se ha impuesto también en otros aspectos. Así hoy nadie discute la medida de proteger a los no fumadores contra el tabaquismo contraído en ciertos espacios de uso colectivo. En consecuencia, el permiso para fumar ha podido reducirse al fin a ciertos puntos de la empresa, sometidos al conocimiento de todos. Para sistematizar las intervenciones preventivas imprescindibles en el tema de la drogadicción en los empleados, es conveniente atenerse a la línea 199
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habitual de distribuir las pautas de prevención en tres escalones: la prevención primaria, la secundaria y la terciaria. La prevención primaria, la prevención por antonomasia, se propone reducir la incidencia de la adicción a las drogas en la población trabajadora mediante un programa que tiene estas dos vertientes: la exclusión de la oferta de drogas en el ambiente de trabajo y la reducción de su consumo. La orientación encaminada a excluir el ofrecimiento de drogas en la propia empresa, se desarrolla sin contar con el concurso de estas dos pautas utópicas legales de signo contrapuesto: la deslegalización del alcohol o la legalización de las drogas consideradas hoy clandestinas. La deslegalización del alcohol, según la experiencia materializada en los años veinte del pasado siglo en Estados Unidos, suprime el comercio legal del alcohol a costa de ocasionar una grave crisis sociocultural y económica donde medra a sus anchas la inmoralidad y el gangsterismo. Las aspiraciones preventivas en este aspecto se cubren sustituyendo la ley seca por la “ley sueca”, la ley que funciona en Suecia desde mediados del siglo pasado mediante normas que prohíben el consumo excesivo e inadecuado del alcohol. Hay ciertos casos donde la supresión del consumo de alcohol debería ser absoluta: los jóvenes por debajo de los veinte años, las mujeres embarazadas, los mayores de 75 años y una amplia gama de enfermos somáticos y psíquicos. A los trabajadores se les aplica también la prohibición de beber alcohol a lo largo de la jornada de trabajo y durante las horas previas. En consecuencia, es raro encontrar hoy un bar instalado en una empresa que despache alcohol. Este dato supone un avance preventivo importante conseguido no hace mucho tiempo. No sólo se ha conseguido excluir la oferta de alcohol en el marco de los centros de trabajo, y por tanto el consumo durante al menos la jornada laboral, sino que la Unión Europea recomienda que los puntos de venta de bebidas alcohólicas se instalen alejados de las grandes industrias o empresas. En cuanto a la legalización de las drogas clandestinas, su efecto inmediato sería el de abrir las puertas incondicionalmente al comercio de estas sustancias y con ello extender el consumo de un modo masivo a millones de individuos. De tal suerte, se convertiría toda droga en una “droga de masas”, 200
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agudo título adjudicado al alcohol por el profesor de psiquiatría portugués Da Fonseca, utilizando una reminiscencia orteguiana, Aunque respeto la opinión de los que propugnan la legalización de las drogas en un sentido general, no dejo de criticarla porque entiendo que suele basarse más en una ideología emocional que en un conocimiento del tema. La mayor parte de los especialistas mantiene una postura opuesta a la legalización. Es inexcusable que el mantenimiento de una política de drogas prohibitiva se acompañe de una actividad pedagógica formativa e informativa sistemática que comience en los centros escolares y tome continuidad en los centros de trabajo. Las intervenciones breves en la línea de esta orientación, intercaladas en las campañas de promoción de salud practicadas en la empresa se complementan con el consejo personal impartido por el servicio médico o social. Una cuota elevada del consumo de drogas se sigue basando en la curiosidad o en la desinformación, lo que no deja de ser un sarcasmo para la efectividad de la actividad preventiva enfocada sobre la demanda de drogas. Más que de falta de efectividad de las intervenciones, habría que hablar en muchas ocasiones de ausencia de intervenciones programadas, lo cual es un dato si cabe todavía más lamentable. Un ámbito laboral libre de los efectos de las drogas representa un espacio favorable para la salud y la seguridad de todos, así como para los fines de la comunidad empresarial. Pasemos ahora a la prevención secundaria, o sea, la prevención que se propone detectar al drogadicto con la máxima precocidad posible, con objeto de iniciar inmediatamente la intervención terapéutica. La detección precoz ofrece múltiples ventajas sanitarias y laborales, como puede lógicamente pensarse. En el campo de las drogadicciones la prevención secundaria tiene incluso mayor relieve de lo común porque la percepción habitual de una enfermedad de este tipo suele demorarse demasiado. La adicción al alcohol, por ejemplo, permanece oculta largo tiempo y no comienza a ser tratada hasta que la enfermedad lleva un curso de 10 a 15 años. Por eso se ha calificado a la adicción a la droga como una enfermedad invisible. 201
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El servicio médico, aparte de la detección de signos de consumo de drogas en los exámenes individuales y a través de la conducta (labilidad emocional, impulsividad, conflictos con los compañeros, quejas sobre su rendimiento, puntualidad o asistencia, comisión de errores) se puede apoyar en campañas de detección masiva mediante la aplicación de cuestionarios y pruebas analíticas. Los marcadores biológicos analíticos del abuso de alcohol más sensibles y específicos son los tres siguientes:
— El aumento de la enzima plasmática gammaglutamiltransferasa, mencionada habitualmente por las siglas GGT. — El incremento del volumen globular medio (VGM) de los hematíes. — La presencia sanguínea de la proteína transferrina con un déficit en carbohidratos.
El acoplamiento de estas tres pruebas permite alcanzar unos índices de sensibilidad y especificidad entre el 70 y el 75%. A tenor de la tipología de enfermos alcohólicos, elaborada por mí mismo, en tres grandes tipos: el alcoholómano, el bebedor excesivo regular y el bebedor enfermo psíquico, existe un criterio diagnóstico precoz para cada uno de ellos: 1º. Todo individuo que ingiere alcohol para desinhibirse o que se embriaga con alguna frecuencia es muy sospechoso de ser un alcoholómano, aun en el caso de que no sea un bebedor habitual.
2º. La suspensión brusca de alcohol impuesta a un bebedor habitual suele reflejarse en el alcohólico bebedor excesivo por una modificación importante en su estado mental y su conducta, sea de signo favorable (por librarse de la impregnación de alcohol), sea de signo desfavorable (al ser mortificado por los síntomas de abstinencia o por el ansia de alcohol). 202
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3º. Toda asociación del hábito de beber habitual con una alteración psíquica debe suscitar la sospecha de que se trate de un alcoholismo sintomático, o sea, un alcoholismo codeterminado por un trastorno psíquico.
La detección de la adicción a una droga clandestina exige antes identificar a los consumidores. Para ello suele recurrirse al cribado o screening mediante la indagación de los correspondientes metabolitos en las muestras de orina de la población de trabajadores, sin descuidar, por supuesto, el examen clínico periódico de los empleados juntamente con su estimación conductual y laboral. Las drogas detectadas a través de las orinas suelen ser los opiáceos, los cannábicos, las anfetaminas, la cocaína y la fenilciclidina como representación de los alucinógenos. La realización de un examen analítico de muestras de orina en todos los empleados o trabajadores de la empresa buscando residuos metabólicos de drogas es un método que no ha conseguido afirmarse, por oponerse a ello la posible vulneración del derecho a la intimidad y las ingeniosas trampas urdidas para desvirtuar un resultado positivo u ocultarlo. Para la instauración de esta medida de detección no ha sido suficiente, cerrar el compromiso por los servicios médicos de mantener los resultados en la más estricta confidencialidad. Es muy importante que los médicos sepan mantener en este punto una actitud adecuada que no implique la invasión de la intimidad. Aunque se han conseguido grandes avances en los tests de laboratorio, el diagnóstico de la adicción al alcohol o a otras drogas sigue basándose en el juicio clínico. Por otra parte, el programa de pruebas de detección de drogas no es lo mismo, a diferencia de lo que algunos directivos empresariales sostienen, que el programa preventivo del consumo. A este respecto hay que insistir en no sobrevalorar la detección de drogas en la orina. Este dato refleja sólo que el trabajador se ha administrado o le han administrado esta sustancia, pero su presencia no proporciona de por sí ninguna información decisiva sobre la existencia de un cuadro tóxico o adictivo. 203
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Finalmente, vamos a ocuparnos de la prevención terciaria, la actividad consagrada a dirigir la evolución del proceso terapéutico, hasta culminar en la reinserción laboral del enfermo adictivo en las mejores condiciones posibles, con evitación de recaídas y recidivas. La vacilación entre practicar el tratamiento sin abandonar el trabajo o con una baja provisional, así como la decisión sobre la reincorporación posterior al trabajo, son problemas que muchas veces pueden resolverse recurriendo a la fórmula “apto condicional bajo la supervisión médica”. En cualquier caso, se debe prestar una especial atención a la dificultad encerrada en la reintegración al trabajo habitual por constituir un serio obstáculo para el logro de la rehabilitación social del drogadicto. El adecuado tratamiento del drogadicto engloba el uso de medicamentos, la comprensión psicoterapéutica y la reorientación socioterápica del programa de vida. Podemos distinguir tres etapas sucesivas en la recuperación del drogadicto sometido a un tratamiento del estilo mencionado: la primera, la de ser un drogadicto sin droga, una especie de “alcohólico seco”; la segunda, la de ser un drogadicto abstinente voluntario y, la tercera, la de ser un drogadicto rehabilitado, una persona tan recuperada en su plenitud, que muchas veces alcanza un nivel de indicadores de salud mental superior a todo la registrado con anterioridad a lo largo de su vida. Llegar a ser un enfermo drogadicto rehabilitado, un ex drogadicto auténtico, equivale casi a volver a nacer, una meta cada vez más accesible.
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9.1. El espíritu de la medicina
Los términos salud y salubridad se derivan de la palabra “sal”, la materia utilizada por la humanidad tal vez desde sus albores como condimento y sustancia conservante. Dadas estas excelentes cualidades suyas, se ha erigido la sal a lo largo de los tiempos como el símbolo de la amistad y el motivo de ofrenda sagrada a los dioses. Nuestra pluma genial, Cervantes, hablaba de los idiotas como “caletres de poca sal”. Desde la perspectiva psicosocial, la ocupación sanitaria es una de las actividades profesionales más duras y de mayor riesgo para la salud. El profesional de la salud, sea médico o paramédico, permanece día tras día entregado con ilusión y sentido de responsabilidad, de un modo directo, al cuidado de los enfermos con objeto de conseguir su restablecimiento y protegerlos contra el riesgo de agravamiento o de muerte. El riesgo para la salud propia se concentra en la esfera emocional por el impacto de los agentes estresantes y se extiende al contagio de procesos contagiosos de diverso estilo. Están en juego la salud y la vida de otro y por ello los profesionales médicos y paramédicos que se siente orgullosos de su cometido no regatean sacrificios en aras de un deber sustentado por un compromiso de máxima 205
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responsabilidad. Es la autoexigencia de la responsabilidad puesta en vinculación directa con la preservación del bienestar y la vida de un paciente. La medicina de todos los tiempos y de todos los lugares del mundo se ha regido por tres orientaciones básicas: la de mitigar el sufrimiento, la de preservar la vida y la de proteger la libertad. La actividad médica o paramédica se desempeña como una práctica del altruismo concreto personalizado, al servicio de la salud o la vida del otro que se halla presente, acompañado de un alto nivel tensional de entrega y servidumbre. La práctica del ejercicio sanitario engloba, pues, tres características fundamentales: el sentido en forma de una dedicación altruista, el contacto directo asiduo con el enfermo en cuanto medio y el fin configurado como la prestación científica o técnica de un servicio de salud. Tamaña entrega a una servidumbre al otro fue considerada durante largo tiempo como una especie de sacerdocio. Esta consideración sacerdotal encerraba una intención de halago hacia el médico y además el recordatorio de que las sociedades poco evolucionadas han sido los chamanes o los ministros de la religión los encargados a la vez de la salud del cuerpo y del alma, o sea, de la problemática sanitaria y de la religiosa. En la cultura occidental el deslinde absoluto de la Medicina con relación a la Religión tiene una antigüedad de al menos seis centurias. Tenemos que retroceder muy atrás para poder mantener la equiparación de la función médica con la función sacerdotal. El espaldarazo para la conversión plena de la Medicina en una ciencia laica —perdóneseme el pleonasmo— no llegó, sin embargo, hasta el siglo XIX, cuando el empirismo en forma del estudio de los hechos en sí se impuso al trascendentalismo, que no permitía prescindir de una referencia sistemática al poder sobrenatural. Dentro de los tres radicales señalados en la ocupación profesional sanitaria: el altruismo, la presencia del otro y la sobrecarga de responsabilidad, el primero señalado toma el rango de una esencia médica universal. El altruismo es una palabra acuñada en el siglo XIX con el propósito de poner de relieve cómo por fuera de la caridad religiosa puede existir una entrega al otro, una especie de otredad laica. El altruismo impregna la prestación de los servicios de salud. El médico es un dispensador científico-técnico de aten 206
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ciones de salud al prójimo presente. Así como la presencia directa del otro y la sobretensión de la responsabilidad son la dualidad estresora casi específica del estrés ocupacional crónico propio de los sanitarios, factores que se vuelven, por tanto, en contra de los propios sanitarios a partir de cierto grado según veremos después, la actitud altruista no posee una contrapartida negativa. La actividad sanitaria desempeñada por los médicos, las enfermeras, los cuidadores y los auxiliares a los que se agregan otros escalones profesionales, algunos de ellos últimamente creados, converge en la prestación de un servicio de salud de índole científica o técnica a una persona enferma que precisa ser ayudada o atendida. El interés altruista por el otro ocupa una posición primordial en la motivación y la implementación del acto médico o paramédico. Por ello, no puede extrañarnos que el rango de la personalidad más contrapuesto a la función sanitaria sea el del egotismo, o sea un narcisismo hipertrófico. En mi primera lección sobre la Psicología Médica, asignatura del segundo curso de la licenciatura en Medicina, procuraba yo mismo estimular el traslado a otra Facultad Universitaria de todos los alumnos que no se sintiesen capaces de anteponer el interés de los demás en materia de salud al suyo propio. No sé si esta advertencia mía habrá tenido cierto impacto inmediato o tardío. Pero sí sé que estaba muy legitimada. He conocido a algunos médicos clínicos incapaces de dedicar tan sólo de 15 a 20 minutos a escuchar a uno de sus enfermos. El altruismo como marca esencial positiva de la actividad sanitaria exige la permanencia en la frontera del tú-yo, donde el yo se desvive por el tú. Pero esta desvivencia o entrega ha de efectuarse sin absorber al otro ni ser absorbido por él. Una cuestión de límites de identidad entre uno y otro de interés primordial. En un polo se sitúa la actitud sanitaria absorbente y despersonalizante para el enfermo que proyecta sobre él las propias ideas del terapeuta con el propósito de cambiarlo dominándolo. El otro extremo es la sede de la actitud clínica insegura, caracterizada porque se deja absorber por el enfermo. En ambos casos existe un serio problema de vivencia profesional identitaria, por demasiado crecida o por demasiado menguada. 207
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El estudiante de Medicina suele atravesar en sus estudios universitarios un primer ciclo en el que se convierte en una víctima de la ansiedad y la hipocondría (preocupación exagerada por la salud propia) como consecuencia de su identificación con el enfermo. En esta fase, su posición psíquica más próxima al enfermo que al médico, es propicia no sólo para dejarse inclinar por los sufrimientos convividos hacia una actitud ansiosa o hipocondríaca, sino para deslizarse hacia una actitud crítica contra los profesionales de la salud, algunas veces de una manera despiadada. Las corrientes de la antimedicina y de la antipsiquiatría recibieron una transfusión de energías protestatarias de los estudiantes estancados en una asignatura o aniquilados con la muerte académica. A medida que el alumno avanza en sus estudios, el modelo asumido por la identificación de su personalidad se va decantando, de un modo cada vez más resuelto, por el profesional de la salud. El médico en curso de especialización, el conocido actualmente como MIR, se inicia en el disfrute de la entrega vocacional al ejercicio de la Medicina, si bien con el contrapeso de verse encarado con la dureza que tal ejercicio comporta, dependiendo mucho el modo de vivir ambos factores del apoyo encontrado en sus profesores y tutores, aunque con no poca frecuencia se sentirá acometido por ráfagas de hipocondría o ansiedad. Su personalidad suele seguir la línea de un proceso de maduración afectiva y emocional acelerado, en virtud de la conjunción de estos dos factores inaugurales: la conciencia de funcionar con un rol social importante y la retribución económica que le permite liberarse de la dependencia de sus progenitores. La referencia profesional primordial de todos los médicos y demás personal sanitario se encarna en el médico por antonomasia, entendiendo por tal el dedicado al ejercicio clínico de la profesión, o sea el encargado de la asistencia directa de enfermos, como médico generalista o como médico especialista en una rama médica o quirúrgica. La diferencia estadística entre los médicos y los cirujanos apunta que éstos suelen ser más firmes, autoritarios o duros. La verdad es que la dedicación quirúrgica exige ya esta condición previa y después con el paso del 208
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tiempo la conciencia de autoridad o de dedicarse a una actividad que modifica el destino de las personas se acentúa progresivamente. Por consiguiente, las especialidades quirúrgicas son las preferidas por los estudiantes más seguros de sí mismos y más resistentes para los acontecimientos penosos. En el quirófano no se dispone muchas veces de tiempo para reflexionar con calma o consultar otras opiniones. En esta coyuntura la toma extrema de una decisión se plantea no pocas veces como la exigencia de un acto autoritario que no admite dilación o aplazamiento. El espíritu de la Medicina está sujeto a una oscilación pendular entre el paternalismo del profesional sanitario y la autonomía o independencia del enfermo. Antaño prevalecía el paternalismo, o sea la autoridad afectuosa del médico, y también la de la enfermera, el auxiliar o el cuidador. Cada uno de ellos “mandaba” en su nivel asistencial. Hoy, antes de actuar se requiere contar con la opinión informada del enfermo. En los dos polos se han producido exageraciones lamentables. Antaño, el terapeuta empeñado en alzaprimar el mantenimiento de la vida del enfermo como la prioridad absoluta, incluso en las condiciones técnicas y vitales más precarias y dolorosas, incurría en actividades que han merecido la designación de “encarnizamiento terapéutico”. En el otro costado, la extremosidad en el manejo del postulado conceptuado como consentimiento informado o en la aplicación del principio de autonomía conduce a aceptar la decisión del enfermo sin más, o sea sin analizar su motivación y sin pararse a reflexionar si se trata de una postura circunstancial o mediatizada por uno de estos elementos: la vivencia de la enfermedad, fantasías mágicas negras, la ansiedad clínica o social o el estado depresivo. La solicitud de eutanasia está la mayor parte de las veces condicionada por la sensación de soledad, la amenaza fantasmagórica de un sufrimiento pavoroso o el terrible dolor moral depresivo. El altruismo, o si se prefiere la presencia de la otredad, ocupa en cualquier caso el primer plano de todo acto sanitario. A esta hegemonía se deben subordinar los intereses personales relacionados con la remuneración, el estatus social y la esfera científica. El acto sanitario ejecutado desde un interés 209
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del ego en el primer plano se descalifica cuando menos como una conducta profesional bastarda o adulterada por la egolatría. La Medicina europea ha dejado de ser una profesión masculina. La proliferación de las mujeres médicos sobrepasa la paridad. Por ello puede hablarse de que en las últimas décadas se ha producido en los países occidentales la feminización de la Medicina. Este proceso forma parte de la incorporación masiva de la mujer a la cultura, el mundo del trabajo y las aulas universitarias, cambio sintomático propio de la emancipación de la mujer. La emancipación femenina se disparó en 1960, a partir del descubrimiento de la píldora contraceptiva que fue su detonante. En la actualidad, la sanidad española cuenta con el 70% de mujeres entre sus profesionales sanitarios, lo que la sitúa como el sector de la Administración Pública que dispone proporcionalmente de mayor participación femenina. Con el predominio de la presencia de la mujer en el recinto hospitalario o clínico, la actividad sanitaria, ya de cierta índole femenina por sus aditamentos afectivos tiernos y actitud altruista, se ha feminizado todavía más. En esta perspectiva no podemos hablar de cambio de espíritu sino simplemente de refuerzo y consolidación de la actitud médica tradicional. Los enfermos se muestran hoy muy satisfechos con las mujeres médicos al sentirse atendidos con un contacto más cordial y comunicativo y disponer de una franja horaria más amplia.
9.2. Los factores psicosociales positivos y negativos de la actividad sanitaria La actividad sanitaria ha experimentado en los últimos tiempos una modificación profunda en sus dos parámetros clínicos básicos: la práctica tecnicocientífica y la relación terapeuta-enfermo. En los aspectos científicos y técnicos se ha producido una tremenda expansión del saber y de la efectividad. En el remoto antaño se sabía muy poco y se podía también poco. En un antaño próximo ya se podía más de lo 210
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que se sabía. Hoy, ambas dimensiones del quehacer existencial, la del conocimiento tecnocientífico y la de los resultados favorables empíricos, han experimentado una crisis de desarrollo gigantesco. Se puede mucho y se sabe mucho. Resulta muy difícil calibrar si se sabe más o menos de lo que se puede. Nos encontramos, por tanto, por primera vez en la Historia, ante una Medicina enriquecida con un cuerpo de saberes científicos denso y profundo, por mucho que sea todavía lo que se ignora, y una efectividad inimaginable, traducida en unos excelentes resultados terapéuticos generales y en una impredecible prolongación progresiva de la expectativa de salud y de vida. Vayamos al otro parámetro, el de la relación médico-enfermo. Su cambio consiste en haber pasado del paternalismo o la beneficencia, una especie de dictadura cariñosa del médico, a polarizarse en el respeto a la autonomía del enfermo, siempre que éste disponga de capacidad suficiente para asentir o no a la indicación terapéutica. Al tiempo, la entrega confiada del enfermo al cumplimiento de la indicación médica, un imperativo antaño, se va volviendo cada vez más recelosa y en ausencia de una atmósfera de confianza se vuelve muy difícil el ejercicio de la Medicina. Además, la impunidad jurídica tradicional del médico se ha resquebrajado dejando paso al asedio de la reclamación legal de daños y perjuicios, con razón o sin ella. En el marco de la sanidad pública, la relación médico-enfermo se ha despersonalizado, al realizarse sin contar el médico con un margen de tiempo suficiente para escuchar al enfermo con el debido detenimiento. Y no sólo la despersonalización concierne al enfermo, sino también al médico o a cualquier técnico de la salud, al actuar desde el anonimato. No ha habido ninguna profesión tradicional que haya experimentado en los últimos tiempos un vuelco a la vez tecnológico y psicosocial equiparable al dado por la Medicina. Por un lado, la tecnocracia amenaza oscurecer o ahuyentar el espíritu de la Medicina. Por otro, la adversa actitud social ante los médicos, en fase creciente, ha cristalizado en una masiva violencia que será objeto de estudio en el Capítulo 12. La autoexigencia de siempre de la responsabilidad clínica está contaminada hoy en algunos actos médicos delicados o de dudoso resultado por el miedo a la responsabilidad jurídica: el médico ha abandonado su sede en 211
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las alturas al modo de un “dios de bata blanca” para hundirse en la masa popular transformándose en una codiciada presa para la explotación ajena, al alcance del tramposo de turno. Los dos parámetros clínicos básicos señalados convergen en un dato muchas veces postergado, en aras del cientifismo o el tecnicismo y el autonomismo. Se trata de la necesidad de prestar la debida atención a los aspectos subjetivos o personales de la dolencia. Infortunadamente, el desarrollo de esta vertiente de la Medicina como medicina personal o subjetiva se encuentra demasiado descuidado. La Psiquiatría representa en este frente de acción el baluarte más firme del que dispone la Medicina actual acosada por la prisa y la tecnificación. En la Psiquiatría reside el paradigma de la comunicación con el enfermo y la actitud comprensiva hacia su sufrimiento. La sobreabundancia de estresores agudos múltiples e intensos, más o menos específicos, es en mi opinión, la característica que más abruma y altera a los médicos, las enfermeras, los auxiliares o los cuidadores. En la mayor parte de los tipos de trabajo la aparición de factores de estrés agudos ocurre de tarde en tarde y casi siempre en relación con circunstancias excepcionales como un accidente, un problema de despido o una reorganización laboral. El trabajo sanitario está sometido, en cambio, de un modo reiterativo al “chaparrón” traumático o sobrecogedor proporcionado por la desfavorable evolución de un enfermo a su cuidado en forma de un agravamiento inesperado o una muerte súbita o imprevista. El médico machacado una y otra vez por acontecimientos de horror se siente abrumado con un sentimiento de impotencia, inseguridad o temor. El acontecimiento agudo estresante que con la temática mencionada gravita sobre el médico de una manera reiterada, alcanza la categoría maligna de vivencia traumática cuando la emoción despertada se vuelve difícil de controlar o se acompaña de un estado de bloqueo mental o de una importante modificación de la conciencia en forma de pérdida de la lucidez o de estrechamiento crepuscular. La emergencia inesperada negativa en relación con el curso seguido por el enfermo termina convirtiéndose en un hecho casi habitual en la vida del médico o de la enfermera. 212
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El estresor específico que impregna la ocupación sanitaria con un carácter sostenido crónico consiste en la sobretensión de responsabilidad suscitada por el cuidado de la salud o la preservación de la vida del enfermo. Este factor asume el papel más importante en la determinación del desgaste del profesional de la salud, ensamblado con la incesante incidencia de las emergencias agudas ya comentadas y reforzado con la sobrecarga de tareas o el agobio creado por la demanda de atenciones reclamadas por los enfermos o por sus familiares. Esta constelación de factores de estrés emana de una actividad sanitaria desarrollada en forma de un contacto asiduo y superresponsable con personas apresadas por el dolor, el sufrimiento o el riesgo vital. En este clima de sobretensión emocional específica, proliferan los estresores más universales o inespecíficos, como las circunstancias organizativas desfavorables, la falta de reconocimiento social, el conflicto entre las personas o la ambigüedad de los roles. Completan el negro panorama estresante del ejercicio sanitario estos dos aspectos profesionales sustantivos: la escasa retribución económica en proporción al nivel formativo y horas de dedicación, y la sobrecarga de tareas. El contacto permanente con las personas atendidas ya es de por sí un factor de coacción o agobio estresante de gran envergadura, factor compartido por los profesores y los servicios sociales, precisamente las ocupaciones más azotadas hoy por el desgaste profesional o el agotamiento emocional. Este dato estadístico permite identificar el contacto profesional continuado con el público como el estresor ocupacional más agobiante e intimidador. Cuando en 1974 el psiquiatra Freudenberger en la revista Journal of Social Issues acometió por primera vez la descripción del “trabajador quemado”, lo hizo basándose en una casuística de empleados de servicios asistenciales que se sentían con la energía consumida o quemada a causa de estar desarrollando su labor en relación directa con las personas objeto de su atención profesional. Conviene especificar al respecto que el profesional de la salud por antonomasia es el que trabaja en contacto directo asiduo con los enfermos. 213
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A medida que los enfermos asistidos son más graves, incurables, terminales o con mayor incidencia de mortalidad, se multiplica el riesgo del desgaste o del agotamiento entre los médicos, las enfermeras y el sector asistencial restante. Por ello, los más amenazados por estos cuadros clínicos producto del distrés, tanto en el sentido del desánimo profesional como en el del agotamiento emocional, son el personal que atiende el servicio de oncología o la sección de cuidados paliativos. La abrumadora presencia de la prisa o de la imprevisible sobrecarga de tareas, más la actitud de disponibilidad permanente y el carácter doliente extremo de unos enfermos en trance de muerte, en el marco de un trabajo regulado por turnos o con una franja horaria irregular, convierte a las unidades de urgencias o de cuidados intensivos en los servicios clínicos que ocupan el segundo lugar entre los más amenazados por el estresor inductor del desgaste o del agotamiento, o sea entre las actividades clínicas de alto riesgo. El riesgo toma un cariz especial en los equipos médicos móviles de urgencia, a causa de su frecuente exposición al espectáculo de cadáveres mutilados o desfigurados y del sometimiento a unos desplazamientos dramáticos. Hay algunos equipos de urgencia, como las unidades coronarias, donde al estrés causado por la asidua presencia de muertes súbitas, se agrega una actividad especializada un tanto repetitiva. Las unidades asistenciales de alto riesgo profesional se van multiplicando progresivamente para acoger enfermos en situación límite, como la unidad de diálisis o la unidad de trasplantes. Para el psiquiatra, el mayor factor de sobresalto son los brotes de violencia. El ámbito clínico psiquiátrico es el que acoge la tasa más alta de manifestaciones de violencia protagonizada por los enfermos. Los malos resultados terapéuticos, potenciados con la cronicidad evolutiva, las recaídas o la muerte inesperada, son vividos por el sanitario con una abrumadora sensación de impotencia, fracaso o inutilidad y un descenso de la autoestima. Esta penosa experiencia puede crearle al profesional de la salud la sospecha o la convicción de que está realizando un trabajo inútil, a lo Sísifo, como si su única misión fuese la de ayudar a morir al enfermo o consolar a sus familiares. 214
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Los médicos de empresa ofrecen la particularidad de estar sometidos a la presión ejercida nada menos que desde cuatro costados: los asalariados, los representantes de los sindicatos, el jefe de personal o la misma dirección de la empresa y los organismos sociales. El médico de empresa se enfrenta además con la dificultad de tener que realizar su cometido en una institución que no guarda ninguna relación con el campo sanitario propio. Los miembros de los equipos médicos más susceptibles de ser afectados por el agotamiento emocional o el desgaste personal con la consiguiente pérdida de ilusiones o motivación, son las enfermeras. Sobre ellas gravitan con especial potencia estos tres estresores: la interacción íntima y continua con los enfermos y sus familiares, la sobrecarga del trabajo o el horario irregular y la falta de autonomía, o sea, la dependencia de las indicaciones del médico. Dada además la relativa ambigüedad de su papel profesional, los conflictos con los médicos y los auxiliares se producen con relativa insistencia. La predicción sobre el estado de salud ocupacional de las enfermeras se basa en la evaluación de los tres estresores señalados. La contabilidad estadística permite confirmar que abundan las enfermeras que renuncian al empleo o piden el traslado por sentirse desprovistas de una vivencia de autorrealización suficiente o por ser objeto de un trato impetuoso por parte de los médicos. El cuidado de las personas ancianas se destaca por ser el trabajo asistencial que comporta mayor sobrecarga física y mental. A despecho de que la asistencia de una persona mayor puede realizarse con el concurso asociado de familiares y cuidadores, el cuidador profesional de una persona de edad está sometido a unos requerimientos físicos y emocionales especiales, en función del grado de dependencia física y de deterioro cognitivo: tienen que ayudarle continuamente a desenvolverse en su vida diaria, superando las limitaciones impuestas por su discapacidad funcional, y a la vez conducirle en el plano emocional como si fuese su segundo yo. Esta es la actividad sanitaria que exige la mayor dispensación de energías físicas y mentales, sin obtener a cambio la gratificación de una mejoría gradual de la persona asistida. El porcentaje de alteraciones de la salud mental (desgaste o agotamiento) o física (problemas musculares sobre todo) alcanza entre los cuida 215
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dores de personas ancianas un nivel tan alto, que da base para incluir esta ocupación entre las profesiones de alto riesgo. El ejercicio de la Medicina en el medio rural adquiere un grado especial de dureza. El propio marco ambiental muestra algunas limitaciones importantes, como la infradotación de recursos y servicios y la mayor densidad de la población de edad. La actividad médica rural se desarrolla como una expectación permanente, abierta todo el día “de turbio en turbio” y hasta durante la noche “de claro en claro”. El médico rural se encuentra además expuesto a la continua comprobación o vigilancia de los demás y al requerimiento de los vecinos como si estuviese instalado en un escaparate o fuese prisionero de su ambiente. Alejado del hospital y de la colaboración de otros médicos, es víctima propiciatoria para el sentimiento de soledad o la añoranza del trabajo en equipo. Además, la expectativa de una urgencia que desborda su preparación científica no le permite en ningún momento sentirse seguro ni despojarse del miedo a la incidencia imprevisible. La mejor pauta defensiva para el médico rural es el alejamiento periódico de su ambiente, proporcionado por un periodo de vacaciones. Remedio idóneo asimismo para todos los profesionales de la salud profundamente embargados por factores ocupacionales estresantes. La acción de los distintos estresores específicos o inespecíficos, agudos o crónicos, que pueblan con un alto grado de densidad el ámbito sanitario clínico, varía en función de las características del individuo, su situación vital y su calidad de vida. Los perfiles de personalidad insegura o hipersensible y obsesiva o perfeccionista ofrecen la máxima vulnerabilidad para que los estresores clínicos puedan producir con celeridad el desgaste profesional, el agotamiento emocional o la depresión anérgica. La incidencia de estos tres cuadros clínicos englobados en el ciclo del estrés sobreviene muchas veces con el concurso de una predisposición personal. Por otra parte, está por describir el perfil de personalidad que podría considerarse invulnerable para las sobretensiones y las sobreexigencias específicas o inespecíficas que saturan la ocupación sanitaria. El impacto psicofísico del estresor no acontece de un modo inmediato o directo sino que se modifica ampliamente en función del modo de reac 216
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cionar del trabajador estresado. El profesional sanitario, al contar con la ventaja de disponer de una formación intelectual superior o media y un nivel material de vida bastante satisfactorio por lo general, se encuentra en posesión de las condiciones propicias para adoptar una reacción preventiva que le libre de sucumbir en el desgaste o la quema, el agotamiento o la depresión. En el plano individual la solución más recomendable para el distrés sanitario se encuentra en alguna o algunas de las opciones siguientes: 1º. El encaramiento directo con el factor ocupacional estresante, tratando de solucionarlo después de haber tomado el tiempo suficiente para acumular información y hacer una evaluación global de la situación sometiéndola al tiempo a un ejercicio de autocrítica. El conjunto de esfuerzos cognitivos y comportamientos que el individuo utiliza para hacer frente al problema fuente de estrés se engloba en la noción anglosajona del coping o el afrontamiento.
2º. La búsqueda de la ayuda emocional de otras personas o del apoyo interprofesional, prestado por el jefe del equipo o por los colegas. Cualquier tipo de soporte emocional, profesional o social brindado por la familia, los amigos, los compañeros o la institución puede ser una estrategia preventiva válida, aunque no siempre suficiente.
3º. El distanciamiento o la evasión del foco del conflicto, sobre todo mediante la desconexión periódica del trabajo entregándose a algún divertimento preferido. Además de este recurso puntual, la mejora del estilo de vida mediante la entrega al ejercicio físico sistemático, la ocupación adecuada del tiempo libre o el mantenimiento disciplinario de un horario regular, permite adoptar un programa cotidiano muy positivo para mantenerse enhiesto ante un trabajo abrumador o sobretensionado. El descuido de la calidad de vida por parte de los sanitarios es proverbial. Entre estos descuidos sobresalen la inclinación al sedentarismo y el hurto de horas al sueño. 217
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La defensa conjunta de los miembros del equipo sanitario o su protección al nivel de institución contra los factores estresantes puede tener varias orientaciones: mejorar la organización del servicio o tomar la iniciativa de reorganizarlo; hacer cumplir el estatuto de enfermo no sólo en el capítulo de los derechos sino también en el de sus obligaciones; clarificar la función de los respectivos roles; disponer de un espacio laboral confortable y seguro, o facilitar la participación de los miembros del equipo en las decisiones directivas o administrativas. La utopía de trabajar menos y ganar más dinero puede servir en este sentido como una referencia utópica de aproximación. Ambas estrategias, la individual y la del equipo, pueden seguirse simultáneamente. La particular dureza del trabajo médico o paramédico se neutraliza un tanto al constituir una actividad del tipo de una profesión. El trabajo profesional se vive como una conducta propia, o sea como una actividad de autorrealización integrada en el proyecto personal. El desempeño del trabajo sanitario en el marco de un hospital, vertebrado en equipos o en unidades funcionales, proporciona a los profesionales de la salud el influjo reconfortante y reasegurador transmitido por el espíritu de grupo o de comunidad, consideración que algunas veces se extiende a la conexión con una sociedad científica. Tenemos, por consiguiente, que si bien el trabajo sanitario constituye una actividad de alto riesgo y hasta peligrosa por sus implicaciones emocionales, al tiempo proporciona la protección específica de integrarse en la vida del médico o el paramédico al modo de una profesión de servicio. Mas una profesión de servicio sometida a convivir con la enfermedad, el dolor, el sufrimiento y la muerte. Las gratificaciones inmediatas del profesional sanitario surgen de la convivencia con los personajes tétricos mencionados en forma de la mejoría de un enfermo grave, una vida arrebatada a la muerte, una sobrevivencia asegurada o cualquier otra forma de un éxito terapéutico. Una profesión por excelencia altruista y con un planteamiento del dilema vida o muerte obtiene su premio más cotizado en el aliento proporcionado a la vida ajena y el incremento de un grado de bienestar psíquico, físico o social. 218
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El duro ejercicio de la Medicina cuenta con la protección dispensada por tres maravillosas hadas protectoras: una, la realización como una profesión y por tanto como una actividad de privilegio interconexionada con los otros tres espacios de vida: el de la libertad, el de la convivencia sociofamiliar y el del descanso; dos, la interacción laboral, personal o científica con otros compañeros de corporación o la integración en el marco de una institución y, tres, la inmensa gratificación de disfrutar momentos de ganar el pulso a la enfermedad o a la muerte, en forma de un placer donde el terapeuta se encuentra fundido en espíritu con el enfermo restablecido.
9.3. La incidencia de los trastornos mentales en los médicos y los paramédicos La salud de las personas que se ocupan de velar por la salud de los demás es un asunto visto con enorme interés desde diversos planos. En el plano popular se ha tratado de evaluar el nivel de competencia del médico para proporcionar salud a los otros a partir del estado de salud de los propios sanadores. En el plano de la picaresca se han puesto en órbita con una intención descalificadora ciertas imágenes sarcásticas o caricaturescas, como la del traumatólogo cojo, el otorrino sordo o el psiquiatra delirante. La inquietud acerca del estado de salud de los profesionales médicos o paramédicos se ha extendido a sus propias filas. Para preservar la salud propia, los médicos disponen en principio de dos grandes ventajas: primera, tener a su alcance una cierta especial facilidad para acceder a los centros de salud e incluso a los servicios clínicos de alta especialización; segunda, poseer amplios conocimientos sobre la medicina preventiva y la patología médica. Este doble posicionamiento, teórico y práctico, permite ahora a los médicos, en efecto, alcanzar una expectativa de vida más prolongada que el resto de la población. Desde el trabajo sociodemográfico firmado por los médicos estadounidenses Emerson y Hughes, publicado en 1926, se sabe que los médicos dis 219
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frutan de un promedio de vida más largo que la población general. El significado de este dato se enturbió un tanto al considerarse que pudiera estar más basado en el estatus socioeconómico medio o alto del médico que en el estilo de vida dictado por los conocimientos profesionales. Precisamente, en los Estados Unidos, la figura de un médico con estrechez económica era inconcebible. Por ello, se convirtió el profesional de la Medicina en una presa predilecta para los tramposos y los estafadores, con el pretexto de haber incurrido en mala praxis. Ciertamente, algunas veces el médico pone en riesgo su salud, en contra de sus conocimientos, por ejemplo, cuando cae en la adicción a cierto medicamento, punto sobre el que volveremos. El peso positivo de los conocimientos científicos luce en la preservación de la salud física y social. El nivel de la salud somática o corporal de los médicos es muy superior al de la población general, al revés de lo que ocurre en la salud mental. La morbilidad psiquiátrica, en cambio, es responsable nada menos que del 50% del absentismo laboral en que incurre el personal sanitario. Yo mismo vengo distinguiendo cuatro parámetros en la calidad de vida, lo que es una distinción higienista de sentido práctico. Los parámetros de la calidad de vida sistematizados en forma del nivel material y el nivel espiritual o sentido de la vida muestran en los médicos unas características mucho más favorables que las registradas en otras profesiones; en el tercer índice de la calidad de vida, representado por unos hábitos ordenados y sanos en la alimentación, el sueño y el consumo de fármacos y drogas, el médico muestra en líneas generales una conducta muy poco saludable y demasiado inclinada al sedentarismo, la vida irregular o el abuso de psicofármacos o de alcohol; en su último aspecto, la calidad de vida se segmenta en cómo vive el sujeto su situación actual, o sea el grado de satisfacción de vida en relación con las expectativas alcanzadas, el nivel de bienestar extraído del presente y las ilusiones para afrontar el futuro, en cuyo marco el médico es presa de una tonalidad de vida displacentera e inquieta, a causa de una sobretensión de responsabilidad, el sobresalto incesante causado por la evolución de sus enfermos o el agobio extenuante del trabajo. 220
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El alto índice de factores estresantes presentes en la actividad sanitaria hace que entre los médicos se extienda de un modo inusitado el llamado síndrome de desgaste profesional o síndrome del quemado, reflejado en la pérdida de motivación o en la falta de ilusiones o de entusiasmo con relación al trabajo habitual. El médico desgastado o desmotivado es un profesional aburrido o desilusionado, que se siente perturbado o molesto por la presencia de sus enfermos, encuentra dificultad para entregarse al trabajo, añora un cambio de profesión y tal vez comienza a dormir mal. Al tiempo se vuelve menos eficiente y cumplidor en sus actos terapéuticos y se deja llevar por la inclinación al absentismo. El síndrome de desgaste profesional afecta en algún momento de su vida al 40% de los médicos y las enfermeras y al 36% de los auxiliares. A mi modo de ver, el síndrome de desgaste profesional puede superarse y desaparecer o, por el contrario, servir de entrada para conducir al agotamiento emocional o síndrome de estrés. A medida que los síntomas del desgaste se van acentuando, se produce su transformación gradual en el síndrome de estrés, síndrome que alcanza su incidencia más alta entre los trabajadores sanitarios, los profesores y otras profesiones que comparten con las dos mencionadas, la prestación de un servicio específico a personas con las que se mantiene un contacto directo continuo. Conviene señalar que en las profesiones sanitarias, al igual que en todas las demás ocupaciones laborales, no existe una enfermedad específica. El síndrome de estrés o de agotamiento emocional, ya revisado en el capítulo de este manual donde se estudia el distrés o estrés excesivo, comprende una amplia serie de síntomas posibles, distribuidos entre datos psíquicos, físicos, analíticos y laborales. Naturalmente, todos los síntomas no están siempre presentes y se combinan entre sí de diversas formas. Entre los síntomas más habituales sobresalen la astenia, la irritabilidad, la cefalea, el insomnio, las molestias gastrointestinales y el descenso de productividad. La progresión del agotamiento emocional suele conducir a un cuadro depresivo dominado por la anergia o la falta de impulsos. Los estudios epidemiológicos psiquiátricos sobre los sanitarios, particularmente los médicos, coinciden en registrar una tasa de incidencia de los 221
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trastornos psíquicos significativamente más elevada que la captada en la población general en estos cuatro capítulos: los cuadros de ansiedad, el síndrome depresivo, el alcoholismo y la dependencia para los productos farmacológicos. En cambio, el índice de morbilidad de la esquizofrenia y otras psicosis es sustancialmente más bajo entre los médicos que en el conjunto de la población. Puesto que hay una diferencia significativa entre la patología de los médicos y la de los no médicos con relación al trastorno de ansiedad, el síndrome depresivo, la adicción alcohólica y la toxicomanía medicamentosa, la interpretación epidemiológica se debate entre adscribir esta sobrerrepresentación psicopatológica de los médicos al ejercicio profesional o a una especial vulnerabilidad de su personalidad remontada a los tiempos premédicos y que supera a la de los otros individuos de su mismo sector socioeconómico. También podría ser que la solución fuera admitir una colaboración causal entre los factores de ambas series. El trastorno de ansiedad respaldado con fenómenos fóbicos u obsesivos afecta a un respetable contingente de médicos ya antes de iniciar su actividad profesional, al formar parte de su personalidad hipersensible previa. En cambio, el síndrome de estrés postraumático, cuadro ansioso antes denominado neurosis traumática, se produce como consecuencia del impacto de una vivencia traumática ocupacional aguda, proporcionada por lo general por un ataque físico u otra forma de violencia, tema que será objeto de amplia revisión en el Capítulo 12. Por lo que se refiere a la depresión, si bien se imponen en el primer plano las abundantes noxas depresógenas implicadas en la actividad clínica, no puede postergarse por ello el papel asumido por la personalidad predepresiva anancástica, asimismo frecuente entre los médicos. Para el psiquiatra suizo Pierre Schneider (1980), la incógnita es que todavía no se dispone de conocimientos precisos y fiables sobre la personalidad del médico, laguna que sigue siendo identificada como un terreno movedizo, cambiante o desconocido. Varios autores insisten sobre la alta frecuencia de los trazos de carácter obsesivo entre los médicos, algunos de ellos de carácter general como el perfeccionismo, la escrupulosidad o la exagerada precisión, y otros cata 222
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logables como rasgos encuadrados en una especie de “compulsión terapéutica”, como la continuada comprobación compulsiva de la presencia de errores en las recetas o en los planes terapéuticos y la necesidad obsesiva de curar a sus enfermos. La sobreabundancia de cuadros depresivos entre los sanitarios corresponde a las antes llamadas depresiones reactivas, que actualmente se distribuyen, como ha quedado bien especificado en mis libros La depresión y su diagnóstico y Claves de la depresión, en las categorías de depresión neurótica y situativa. Su etiología fundamental corresponde en la primera entidad señalada a la personalidad previa insegura y obsesiva y en la segunda a la situación en que se halla el sujeto. Por lo que se refiere al último factor venimos distinguiendo cuatro modalidades básicas de situación depresógena: la pérdida dolorosa de una persona o de un objeto, el agotamiento emocional, el aislamiento o la inactividad y el desarraigo o cambio brusco en los ritmos. Cada una de estas cuatro modalidades de situación incide en el orden respectivo sobre una de las cuatro dimensiones que integran la estructura de la depresión: la pérdida dolorosa de un enfermo, tal vez agravada con el sentimiento de culpa, sobre el estado de ánimo depresivo; el agotamiento emocional, sobre la anergia o falta de impulsos; el aislamiento, sobre la discomunicación, y el cambio de vida brusco o el desarraigo, sobre la disregulación de los ritmos. La serie de noxas psíquicas depresógenas más importantes involucradas en los trabajos sanitarios queda identificada en la relación siguiente: el alto índice de responsabilidad, la sobrecarga de trabajo, la pérdida de seres queridos, la comunicación con los enfermos que impone el cierre a su propio mundo, el horario irregular y variable. Como vemos, una serie de noxas que se adscriben a las cuatro modalidades de situación depresógena enumeradas. Conviene recordar que la teoría de la causalidad lineal ha sido reemplazada por la de la causalidad circular. La relación causa-efecto se entiende hoy como un influjo circulante entre ambos exponentes. El ambiente no opera por una vía unidireccional sobre una personalidad pasiva, sino que se produce entre ambos, ambiente y persona, una relación circular, una inter 223
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acción feed-back. Por ello, las influencias alcanzadas por los factores depresógenos situativos implicados habitualmente en el trabajo sanitario dependen en una amplia medida de las condiciones de la personalidad del sujeto sobre el que inciden y del modo de reaccionar al correspondiente impacto. El radical común de las noxas laborales depresógenas ya mencionadas, es la provocación de una alta sobrecarga emocional, o sea que todas las noxas mencionadas son estresores o agentes determinantes de la ansiedad implicada en el estrés. Este hilo del discurso se conexiona con el cuadro descrito al principio de este apartado como síndrome de desgaste o desmotivación. Cuando este cuadro presente se agrava, lo que ocurre al menos en la mitad de los casos, su agravamiento conduce al síndrome de estrés o síndrome de agotamiento emocional, por lo que su elemento básico de pérdida de ilusiones para el trabajo puede considerarse como la clave del estadio inicial del síndrome de estrés. Ya hemos mencionado que el agotamiento emocional provocado por los estresores alcanza entre los sanitarios una frecuencia más alta que la mayor parte de las demás profesiones o trabajos. Alguna vez se ha apuntado que en este punto los médicos sólo son superados por los escritores e igualados por los profesores. El cuadro del agotamiento emocional laboral se compone de síntomas psíquicos, somáticos, analíticos y laborales, presididos por la experiencia propia del agotamiento, teñida a veces por el hastío. Si bien este cuadro ansioso-apático puede complicarse con trastornos psicosomáticos digestivos o cardiovasculares y con el abuso de drogas o de medicamentos, su salida evolutiva propia, según yo mismo he podido detectar mediante investigaciones clínicas personales, sigue el camino de transformarse en una depresión anérgica, o sea un cuadro depresivo caracterizado por la falta de energías o la pérdida de los impulsos que se impone en el sanitario con la sensación de apatía, indiferencia o aburrimiento, acompañada de este cortejo sintomatológico: pérdida de atención, inhibición del pensamiento, somnolencia diurna e insomnio nocturno, pérdida de actividad psicomotora y trastorno funcional digestivo o sexual. Los efectos psíquicos propios de los factores ocupacionales estresantes integran, por lo tanto, un ciclo sistematizado en tres estadios evolutivos: 224
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el desgaste o la desmotivación, el agotamiento emocional y la depresión anérgica (Figura 9.1.). SÍNDROME DE DESGASTE PROFESIONAL 50%
50% SUPERACIÓN
SÍNDROME DE AGOTAMIENTO EMOCIONAL 50% DEPRESIÓN COMPLETA (TETRADIMENSIONAL)
50% REMISIÓN 30%
DEPRESIÓN ANÉRGICA
Figura 9.1. Esquema: ciclo evolutivo de los efectos psíquicos determinados por los agentes estresantes ocupacionales.
La tasa de prevalencia de la alcoholadicción entre los médicos es 2,5 veces más alta que en la población general. La desproporción por sexos alcanza todavía mayor relieve entre los médicos femeninos que entre los masculinos, ambos referidos, como es lógico, a la población femenina y masculina general, en la que hay una mujer alcohólica por 3-4 hombres alcohólicos. De siempre ha habido como una cultura médica del alcohol, como si fuera una deuda de gratitud contraída por la medicina hacia el uso tradicional de alcohol al estilo de una panacea. Ello motiva que haya existido una gran resistencia científica a reconocer la acción del alcohol como un agente tóxico. Y, sin embargo, hoy ha quedado definido el alcohol como una sustancia tóxica psicotropa con una gran capacidad adictiva. Los hospitales españoles han sido los últimos centros de trabajo que han renunciado al despacho de bebidas alcohólicas. El ambiente médico alcohófilo es muy propicio para que el médico busque la evasión en el alcohol cuando se siente acosado por los sentimientos de soledad, las frustraciones, las insatisfacciones, los momentos de desesperanza o los síntomas depresivos, todos ellos muy presentes en su vida profesional, sin des 225
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cartar tampoco la alegría artificial brindada por el alcohol para la celebración de éxitos. El diagnóstico de adicción al alcohol aplicado a un médico suele ser objeto de ocultación por los compañeros —con equivocada actitud de amistad—, con lo que su tratamiento se inicia muchas veces con mayor dilación de lo acostumbrado, tal vez cuando el trastorno resulta relevante a los ojos de todo el mundo, con lo que su desprestigio personal resulta inevitable y la rehabilitación más difícil. Uno de los grandes problemas psiquiátricos del momento actual es la comorbilidad alcoholismo/depresión. Tal acoplamiento comórbido invade hoy las filas de los médicos, y en general la de los sanitarios. En esta comorbilidad alternan entre sí el alcoholismo y la depresión como el trastorno primario. Conviene dejar bien dilucidada la inclinación de los expertos en cuestiones de alcohol y drogas a incluir a los médicos y al personal de las instituciones hospitalarias en el sector de las ocupaciones laborales con mayor riesgo en cuanto al consumo de drogas y alcohol. Ya hemos visto en el capítulo dedicado al estudio del alcohol y otras drogas, cómo el tipo de trabajo ejerce muchas veces una acción determinante. Una de las áreas laborales más propicias al consumo abusivo de alcohol y otras drogas es la que engloba a los trabajadores del sector de la salud. En contra de lo previsible, dada la información preventiva conocida y la experiencia personal acumulada al respecto, el personal sanitario no se encuentra especialmente protegido ante el abuso de fármacos o moléculas medicamentosas. El personal de las clínicas y los hospitales incurre en mayor proporción de lo esperado en un consumo abusivo o adictivo de ciertos medicamentos. Me resulta grato recordar aquí que uno de los primeros trabajos publicados en la bibliografía internacional sobre la adicción a la metadona fue un artículo mío ilustrado con una pequeña casuística de enfermos adictivos a esta sustancia, todos ellos profesionales de la salud. Su denominador común era haber recurrido a la autoadministración parenteral de la meta 226
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dona buscando su gran efectividad como sustancia antiálgica, presentada a la sazón como un producto no dependígeno ni adictivo. El empleo de los medicamentos psicoactivos o psicotropos alcanza entre los médicos una proporción cinco veces superior a la registrada en la población global. Las sustancias más consumidas son los analgésicos y después los tranquilizantes. Y los profesionales que más incurren en este consumo son los anestesistas y los urgentistas. De todos modos, la incidencia profesional de la autoadministración de la medicación psicotropa suele guardar una relación proporcional con el nivel de desgaste profesional o de agotamiento laboral. Una abrumadora deducción elemental de la acumulación del abuso de medicamentos entre los profesionales de la salud, a despecho de sus conocimientos y su preparación, es que la oferta crea la demanda o que la disponibilidad del producto incrementa el consumo del mismo. Para frenar esta tendencia puede ser muy útil la pauta de renunciar por parte de los profesionales de la salud a la automedicacion. Pero su pauta preventiva más radical sería la de neutralizar el estrés profesional y yugular por tanto la extensión del ciclo del estrés entre los sanitarios. El barómetro de salud de los médicos generalistas denota en Francia que el 24,8% de los médicos ha consumido medicamentos psicotropos a lo largo de un año. Los usuarios se distribuyen así: el 1,1% de los médicos lo usaban todos los días; el 1,5%, varias veces por semana; el 6,5%, varias veces por mes, y el 15,7%, raramente. Sobre el consumo de drogas ilegales por los sanitarios, las investigaciones epidemiológicas apuntan datos de incidencia y prevalencia sumamente variables, unas veces por debajo de la media global y otras por encima. Algunas veces la dispersión de los resultados comunicados por diversos trabajos alcanza una franja de amplitud desorbitada. Así tenemos que la proporción de médicos consumidores de productos cannábicos oscila según la bibliografía que he podido consultar entre el 3% y el 30%. La resistencia inicial de los médicos españoles a abandonar el hábito de fumar ha alcanzado un grado extremo, con un significado entre la rebeldía y la ridiculez. Hasta 1990 el médico español no sólo era el médico euro 227
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peo más consumidor de tabaco (el 40%) sino que su tasa no bajaba del promedio registrado en la población trabajadora activa. Algunos colegas aparecían con el cigarrillo en la boca en la propia pantalla televisiva para recomendar que no se fumara. Las personas inocentes pensaban que lo hacían por distracción. Afortunadamente, hoy sólo fuman en España uno de cada diez médicos, con lo que la tasa de prevalencia del tabaquismo del 10% se ha situado entre nosotros a un nivel occidental. La desbandada del abandono de tabaco entre los médicos españoles ha sido efectiva, aunque un tanto tardía. Distintos trabajos denotan un alto índice de suicidios entre los médicos. La tasa de suicidios registrada entre los médicos es de dos a tres veces más elevada que en la población general. El volumen más alto de suicidios dentro de los distintos sectores médicos se produce entre los psiquiatras y los anestesistas, y en algunos estudios se extiende esta triste distinción a los oftalmólogos, los odontólogos y los anatomopatólogos. Sobre los suicidios del personal sanitario gravita la duda entre el papel determinante desempeñado por las vivencias distresantes profesionales y el influjo ejercido por posibles rasgos de personalidad previos. Con un enfoque ecléctico se puede concluir que las profesiones sanitarias implican un factor especial de riesgo para el suicidio, si bien sólo para ciertas personas. La proporción entre el suicidio consumado y el no consumado (tentativas, intentos, actos suicidas frustrados) alcanza un índice especialmente elevado entre los médicos. Esta alta implementación del acto suicida consumado puede deberse no sólo a la firmeza de la determinación adoptada sino también a que los conocimientos del médico sobre las técnicas autodestructoras y el manejo de los medicamentos le permite eliminar errores para obtener el fin letal pretendido. Sea lo que fuere, la elevada tasa de suicidio entre los médicos se acompaña de una tasa relativamente baja de intentos de suicidio. Siempre que se habla de estadísticas de suicidio tenemos que referirnos a la ocultación. Pues bien, esta ocultación toma todavía mayores proporciones de lo habitual en el suicidio de los médicos, forma de muerte con frecuencia reemplazada por la de accidente o por causa de muerte descono 228
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cida. Por lo tanto, puede suponerse que el índice de suicidios entre los médicos, aunque superior al global y al de otras profesiones, está calculado todavía algo por lo bajo. El porcentaje de suicidios es más alto entre los médicos femeninos que entre los masculinos. Mientras que el índice de suicidio entre las mujeres médicos alcanza un valor de 3 ó 4 veces más alto que el de la población femenina general (3-4:1), el de los médicos masculinos es sensiblemente idéntico al de los datos generales del mismo espectro de edad (1,1:1) y ligeramente superior al del sector masculino del mismo nivel económico. La diferencia de suicidio entre hombres y mujeres médicos se puede imputar al mayor influjo sobre ellas de la soledad y además a su doble responsabilidad, para la profesión y para el hogar. El mayor riesgo suicida para el médico femenino incide sólo al comienzo de la profesión y durante el periodo medio de su vida. La tasa de suicidios particularmente elevada entre los médicos es un dato que guarda una correspondencia directa con la elevada morbilidad para el síndrome depresivo y el alcoholismo. En líneas generales puede admitirse que el 80% de suicidios toma su base en uno de ambos trastornos o en los dos: aproximadamente en el 60-70% está presente la depresión y en el 2030%, el alcoholismo. En el condicionamiento o provocación de la exigua fracción suicida restante la influencia causal más sobresaliente podría provenir de una adicción química o constituir una respuesta directa inmediata a un grave fracaso clínico o a un importante error terapéutico. La mortalidad por accidente de tráfico, enfermedad cardiovascular o cirrosis hepática alcanza entre los médicos un nivel excepcionalmente alto. Mientras que la excesiva letalidad por cirrosis debe imputarse al consumo de alcohol, la sobremortalidad cardiovascular y vial obedece al influjo de los elementos ocupacionales estresantes agudos y crónicos acumulados en la ejecución del trabajo clínico o sanitario.
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10.1. La situación vital del docente y su perfil personal
La función propia del docente, el enseñante o el profesor impone una vida no sólo sacrificada sino amenazada seriamente por riesgos para la salud mental. La acumulación de factores psicosociales negativos o desfavorables convierte la docencia en una categoría socioprofesional de riesgo para la salud. Dentro de los tres pilares básicos presentes en el modo de vivir la ocupación laboral: la estimación sociocomunitaria o el reconocimiento de los demás, la retribución económica y la satisfacción personal, los dos primeros suelen tener un rotundo signo negativo en la ocupación docente, según veremos después. La grandeza del profesor consiste en vivir con profunda satisfacción personal su nobilísima función específica, tal vez la más noble de todas las ocupaciones posibles. El profesor trata ante todo de transmitir sus experiencias o saberes a otro mediante una actividad que lejos de ser seca o áspera, se desarrolla en el marco de una cálida sincronización con el enseñado, lo que apunta hacia la formación de su carácter. Formar e informar es el sine qua non de la misión del profesor. 231
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Para encontrarse en condiciones de cumplir con dignidad su augusta misión, el profesor ha de acumular previamente conocimientos suficientes mediante el estudio y la reflexión. Esta vertiente egotista de la docencia polarizada en el enriquecimiento de la personalidad propia y en el marco de una labor de autoperfeccionamiento, culmina en la disposición altruista a la entrega de conocimientos, experiencias y elementos formativos a los enseñados, los alumnos o los discípulos sin pedir nada a cambio. La actividad docente es, pues, mixta, egotista y altruista, y suele asociarse con un sentido de autorrealización, en forma de lo que se entiende como una profesión, o sea una ocupación laboral vivida como algo propio que se extiende a las otras esferas de la vida, sobre todo el tiempo libre y el tiempo sociofamiliar. Los otros dos pilares básicos del trabajo ya mencionados, la remuneración y la estimación social, muestran un cariz decididamente adverso en la profesión de la enseñanza. Una retribución escuálida o irrisoria, más que insuficiente, ha sido el pago recibido por el docente en sus diferentes niveles, a lo largo de los tiempos, siempre con una tendencia a la mejora a medida que avanza la modernidad, pero sin llegar a alcanzar un aumento de grado suficiente. Con mayor énfasis en el nivel primario y a medio camino en el profesorado secundario, el bajo nivel de prestigio social del enseñante ha tenido escasas excepciones, comenzando por la falta de estimación del patrono, el Estado o la institución privada. A la imagen social desvalorizada del profesor, se agregan los comentarios críticos procedentes de los alumnos y sus progenitores en la sociedad contemporánea. El profesorado por antonomasia se ejerce mediante una interacción personal enseñante-enseñado, profesor-alumno o educador-educando. Este contacto asiduo directo con las personas beneficiarias del servicio es en toda ocupación de este tipo un factor estresante, que no permite siquiera tomarse un momento de respiro o relax, ni una pausa de relajación en el ámbito donde acontece la interacción. Hoy asistimos a la rebelión en las aulas. No se escucha al profesor sino que se le cuestiona, tomando como referencia segura el comentario del personaje mediático, la frase transmitida por la televisión o el dato detectado en internet, por parte de unos alumnos hostiles y unos padres acusadores. 232
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La masificación de las clases favorece la circulación de rumores ajenos a la materia enseñada entre el alumnado y la emisión de comentarios contra el docente y sus opiniones. A esta actitud protestataria antidocente de los alumnos se suman con fervor los progenitores y demás familiares de los alumnos. Los conflictos familiares unidos a la incapacidad educativa de los padres, aleación hoy más frecuente que nunca, a causa de encontrarnos en una época de crisis referida al tiempo a la pervivencia de la familia y a la interrelación entre individuos de distintas generaciones, sobre todo entre padres e hijos. La crisis familiar y generacional se transmite a los centros escolares de múltiples maneras. Una de ellas es la idea de extrapolar la función educacional familiar a las aulas como si fuera una obligación académica. Acabo de dibujar la modalidad de interacción enseñante-enseñado percibida desde una actitud empírica actual, con la finalidad de remarcar cómo la atmósfera de cordialidad que ha presidido habitualmente el ámbito discipular o escolar se rompe con una inusitada frecuencia en los tiempos modernos mediante una actitud supercrítica o incluso un comportamiento de violencia. Algunos años atrás, prevalecía hasta un punto extremo la autoridad o el prestigio del enseñante. Ocurría lo contrario de hoy, lo que tampoco representaba una actitud discente o discipular idónea, ya que se tenía en mente la imagen de un “profesor que lo sabe todo”. Asimismo, la relación con los padres no estaba cargada de tensión como ocurre en la actualidad. La postura de los progenitores de intentar justificar por sistema la conducta de sus hijos y culpabilizar al profesor es un acontecimiento actual casi desconocido anteriormente. El profesor que no cuenta con la buena disposición del alumnado y con la colaboración por parte de los padres se puede desorientar con relación a su específico rol, sintiéndose transformado en un polemista o en un guerrero de la palabra. Sólo la impregnación de la actividad escolar o académica por la cultura del esfuerzo y el prestigio puede extraer del caos actual a la enseñanza preuniversitaria en nuestro país. Profesores y escolares deberían converger en arribar a la meta del prestigio a través de una dedicación personal suficiente. 233
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El enseñante encauzado por ésta vía se ganaría el respeto de sus alumnos día a día sin mayores dificultades. El sentido profundo de la vida del alumno sólo puede recuperarse a medida que se restablezca en los centros escolares el esfuerzo por obtener un nivel medio alto y un grado de competencia suficiente —sin recaer en una educación elitista—, tras haberse cultivado la afición a la lectura comprensiva, o lo que es lo mismo, la comprensión de lo que se lee. El razonamiento crítico, sin menospreciar la memorización, es el instrumento número uno en el que también convergen el enseñante y sus discípulos idóneos. Si la actitud protestataria irracional del alumno siembra el distrés o estrés masivo en el campo mental del profesor, no ocurre menos esta repercusión cuando el distrés se apodera del estudiante durante la adolescencia. En cambio, el adolescente con un nivel de estrés académico moderado dispone de una fuente ventajosa para sí mismo proporcionada por el interés cognitivo y al tiempo transmite al profesor un estimable incentivo. Entre los niveles de estrés del enseñante y sus alumnos se establece un circuito de interacción recíproca, tipo feed-back, al modo de un sistema unitario cuasi cerrado. El profesor puede sentirse perturbado no sólo por el registro directo del distrés que asola al alumno, sino también a causa del rendimiento escolar y el trastorno de la adaptación psicosocial del alumnado, alteraciones muy frecuentes en el adolescente distresado. Por tanto, queda así consignada la acción desequilibrante del alumno hacia el profesor. El agobio estresante de tipo personal impactado sobre el enseñante se complementa con unas condiciones de trabajo a menudo superexigentes de por sí. El horario sin límites distribuido entre la labor preparatoria y la franja horaria de las clases constituye la actividad docente habitual. Cuando la docencia es ejercida por una mujer casada o emparejada el sobreesfuerzo exigido por su profesión se vuelve aún más abrumador, al tener que repartir su tiempo disponible con el quehacer doméstico, cuya realización sigue recayendo hoy en su mayor parte sobre las manos femeninas. De esta suerte la profesora es muchas veces actora de una doble jornada, una desventaja considerable con relación al profesor. Según algunos datos estadísticos, la 234
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sobrecarga de la doble jornada ejerce un influjo particularmente estresante sobre las mujeres de 32 a 42 años. Lo que padecen ambos del mismo modo, profesoras y profesores, es la irregularidad organizativa, especialmente distorsionante en lo relacionado con la confección del programa de la disciplina correspondiente. El asiduo cambio de programas, sometido muchas veces a un criterio que peca de arbitrario, puede conducir al enseñante a una postura de desconcierto o inculcarle la convicción de ser incapaz de cumplir su cometido. La relación interpersonal sobre la que se monta la actividad docente informativa y formativa ha de ser acometida por el enseñante con cordialidad, entusiasmo, flexibilidad y sociabilidad o sintonía con los demás. Para el cumplimiento efectivo de la labor docente tiene casi tanta importancia el perfil de la personalidad como la competencia académica. El rol del profesor sólo puede ser asumido con dignidad plena por personas que poseen un nivel de autoestima equilibrado y suficiente. La autoestima es un índice que condensa la actitud hacia sí mismo o resume el autoconcepto en forma de una evaluación o valoración personal. Tal índice oscila en una escala entre los límites de la aprobación y la desaprobación, la opinión favorable y la desfavorable. El bajo nivel de autoestima es la traducción de una opinión desfavorable en extremo de sí mismo o de la falta de autoaceptación. En la psiquiatría clásica se ha considerado a la autosubestimación como un rasgo de la personalidad neurótica, asociado a la inseguridad de sí mismo, la escasa estabilidad emocional y la hipersensibilidad hacia la crítica. La personalidad neurótica básica puede optar por varios caminos de vida, entre ellos como los más destacados el refugio en la soledad, el estancamiento en una postura de inhibición y vergüenza o la entrega a una hipercompetitividad individualista y autoritaria. Una persona incapaz de aceptarse a sí misma es incapaz de aceptar a los demás. Los expertos en pedagogía prefieren a los profesores con autoconceptos positivos, entre los que sobresale como una referencia básica el nivel de autoestima equilibrado. Pues bien: infortunadamente, el personal docente muestra una correlación positiva con el bajo nivel de autoestima. Esta correlación obedece a 235
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una doble dirección: primera, la predisposición de las personas con una escasa aceptación de sí mismas a sacrificarse entregándose a los demás, mediante un rol de docencia, entrega que puede obedecer a un mecanismo compensatorio buscando en la relación con los demás el reconocimiento que ellos no se adjudican a sí mismos, o sea la compensación personal en forma de una explícita aceptación social; segunda, la desfavorable situación psicosocial del docente que hemos dibujado puede ocasionar el hundimiento de la autoestima de un individuo medio como consecuencia del escaso reconocimiento tributado por los demás y de la posición socioeconómica degradada. En una palabra, la falta de aceptación de sí mismo puede intervenir como causa en la inclinación vocacional docente o ser una consecuencia de la dura actividad profesoral. El contingente de profesores, como les ocurre a otras personas, que se desentienden de sí mismos para entregarse a cumplir su deber profesional e integrarse en la interacción enseñante-enseñado sin obstáculos por su parte, hacen con ello un alarde de carecer de problemas en el concepto de sí mismo. La aceptación de sí mismo permite a uno desentenderse de su persona: “No tengo tiempo para pensar en mí mismo”. En cambio, la autosubestimación se convierte en un problema personal central del que emana un torrente de autocríticas, un incesante ejercicio comparativo desventajoso con los demás o una conducta tensa o ansiosa en el trato con los otros. Uno de los mejores retratos psicológicos de la persona que adolece de subestimación de sí misma, fue dibujado por el psicoanalista disidente Alfred Adler partiendo del sentimiento de inferioridad. La personalidad básica insegura de sí misma e hipersensible, estado también conocido como neurosis de carácter o neurosis asintomática, es el terreno predilecto para el surgimiento de la sintomatología neurótica ansiosa, fóbica o hipocondríaca y el terreno específico para la aparición de la depresión neurótica, un cuadro descrito por los psiquiatras estadounidenses como “distimia”. Dado que la correlación estadística positiva mantenida por la figura del profesor con la autosubestimación o la falta de aceptación de sí mismo se debe en su mayor parte a la fuerte inclinación vocacional por la do 236
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cencia mantenida por personas que no se aceptan o tratan de afirmarse en sí mismas, se entiende por qué alrededor del cincuenta por ciento de los enseñantes que precisan ayuda terapéutica posee una historia clínica con antecedentes neuróticos o depresivos registrados antes de haber iniciado la carrera docente. La infausta relación del enseñante con la salud mental viene, pues, marcada por el dato de que existe un alto porcentaje de enseñantes que ingresan en una profesión tan difícil con un perfil de personalidad “frágil” o incluso ya acometidos por un trastorno psíquico. La estrategia de la prevención psiquiátrica primaria sobre los profesores se desdobla en dos vertientes: una, la selección inicial del profesorado y la otra, la situación del profesor en pleno ejercicio docente.
10.2. El trastorno mental entre los profesores Las enfermedades psiquiátricas ocupan el lugar número uno en la morbilidad de los profesores de muchos países, entre ellos el nuestro. Existen problemas de salud mental en el 30% de nuestros enseñantes. El trastorno psíquico profesoral acredita en los órdenes de la causalidad y la evolución la categoría de enfermedad profesional o laboral en un amplio sector de los profesores afectos de una enfermedad mental. Los títulos de enfermedad mental más frecuentes en los profesores que en la población general adulta y que en otros grupos testigos, o que en otras categorías socioprofesionales, son los siguientes: el síndrome de estrés; la enfermedad depresiva; las reacciones de ansiedad y los fenómenos fóbicos; los trastornos psicosomáticos, y la sintomatología paranoica o paranoide. Aunque no figura en esta lista el abuso de fármacos o de drogas ilegales o legales, es preciso considerar que entre los profesores existe un sobreconsumo de medicamentos tranquilizantes, muchas veces en plan de autoadministración. 237
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El síndrome de estrés o de agotamiento emocional suele estar precedido por el síndrome de desgaste o desmotivación. El profesor quemado ha perdido la motivación y la satisfacción por su trabajo y se encuentra descontento, desilusionado y con falta de energías, como consecuencia de su situación profesional poco digna o grata. El 50% o más de los profesores que atraviesan este trance se recuperan más o menos espontáneamente. El porcentaje restante aboca al agotamiento emocional propio del síndrome de estrés, estudiado en otro capítulo de este libro. Este cuadro clínico de agotamiento emocional tiende a abocar a una modalidad de depresión incompleta denominada depresión anérgica, cuyo dato fundamental, como indica su denominación, es la falta de energías o impulsos. Acorde con su causalidad localizada en la situación profesional, esta depresión queda incluida en la categoría de la depresión situativa. La depresión anérgica impone su canon al sujeto haciéndole sentirse invadido por la experiencia de la apatía, el aburrimiento, la indiferencia o la astenia, experiencia acompañada de la queja de fallos de memoria o de atención, falta de actividad psíquica y motora, pensamiento torpe, ideas obsesivas, trastornos digestivos o disfunción sexual. Por lo general, está presente también en este cuadro depresivo primordialmente anérgico cierto trastorno de los ritmos, sobre todo el ritmo sueño-vigilia, en forma de somnolencia por el día y dificultad para dormir durante la noche. En un tercio de los casos la depresión anérgica en cuanto salida evolutiva del síndrome de estrés, se incrementa hasta constituir una depresión más o menos completa, caracterizada por la agregación de síntomas adscritos a las otras dimensiones depresivas: el humor depresivo, la distorsión de la comunicación y la disregulación rítmica. Otra vía de alto riesgo para hacer caer al enseñante en la depresión es la del hundimiento de la autoestima a partir de la ansiedad neurótica o hipocondríaca. El binomio formado por la autosubestima y la ansiedad opera como un agente provocador de la enfermedad depresiva, que ha sido definida por mí mismo como depresión neurótica. Su sintomatología suele ser tridimensional abarcando las dimensiones del humor depresivo, la anergia y la ritmopatía. La depresión neurótica suele respetar la capacidad de comuni 238
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cación. El neurótico se aferra a mantenerse comunicado con los otros en cualquier trance, con lo que consigue al menos no sentirse tan solo y al tiempo no cesar en la búsqueda de aceptación social. El índice de prevalencia puntual o anual de la depresión en los enseñantes es del 15%, el doble del registrado en la población general adulta. Tamaña sobretasa depresiva profesoral corresponde a las categorías de depresión denominadas depresión neurótica y depresión situativa, como ya se desprende de los comentarios anteriores. Las otras dos categorías de enfermedad depresiva, la depresión endógena y la depresión somatógena, no aparecen entre los profesores con una frecuencia superior al índice de incidencia en la población general. Las dos categorías de depresión prevalente entre los profesores, la depresión situativa y la depresión neurótica, son susceptibles de ser evitadas mediante una estrategia preventiva específica. La actividad defensiva contra los estresores o agentes estresantes es la estrategia preventiva básica contra el ciclo patológico del estrés, a saber: Síndrome de desgaste Síndrome de estrés
Depresión anérgica
Las maniobras protectoras contra el estrés se distribuyen en tres orientaciones: primera, el afrontamiento y la resolución del factor estresante; segunda, el distanciamiento del agente estresante mediante la desconexión periódica con el trabajo y la entrega a la actividad cultural o física predilecta; tercera, el apoyo social o emocional mediante conversaciones acerca del problema con otras personas en un clima de confidencialidad. Han quedado descritas con mayor detalle estas pautas defensoras contra la acometida del distrés en un capítulo anterior. Por su parte, todo individuo con un perfil de personalidad dominado por los problemas de autoestima o la no aceptación de sí mismo, es suscep 239
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tible de profunda modificación mediante un plan de psicoterapia individual breve, inspirado al tiempo en la doctrina adleriana y en la comprensión afectiva, tarea acompañada de la estabilización emocional mediante el uso de la medicación adecuada. Por lo general, son suficientes ocho o diez sesiones para conseguir un ascenso normalizador del nivel de autoestima y con ello el alejamiento del riesgo de la depresión neurótica. La mejoría de carácter alcanzada se seguirá cuidando a la larga mediante el reciclaje psicoterapéutico oportuno. Cuando se nos presenta el profesor enfermo con una autosubestima ya cuajada en un estado depresivo, conviene intentar la corrección terapéutica del cuadro mixto en dos etapas sucesivas: en la primera se tratará de conseguir el alivio o la curación del cuadro depresivo, y una vez que este objetivo se vaya alcanzando gradualmente el tratamiento se complementa con una psicoterapia de estilo mixto, existencial y adleriano, con objeto de corregir la falta de autoaceptación y la inseguridad de sí mismo. La reacción de ansiedad de los profesores se halla a flor de piel, presta a manifestarse ante cualquier contrariedad, frustración o sobreexigencia profesional que exceda del límite habitual. Tal ansiedad medio reactiva y medio neurótica se constituye a menudo como un síntoma nuclear de la neurosis de ansiedad o la neurosis histérica. En los profesores, la ansiedad neurótica tiene especial propensión a cristalizar en forma de fobias. La actitud supercrítica de los alumnos en el aula, reforzada con el apoyo tácito o manifiesto de los familiares, suele generar un sentimiento de temor o fobia a dar la clase, una figura fóbica que brillaba por su ausencia cuando la oscilación pendular de la interacción profesor-alumno se inclinaba por la autoridad del profesor. Los trastornos somatomorfos complican con frecuencia el normal funcionamiento digestivo o cardiovascular normal de los profesores. Las dispepsias o la anomalía del tránsito intestinal están a la orden del día. Lo mismo que las oscilaciones de la tensión arterial y la aceleración del pulso (taquicardia). Este conjunto de trastornos vegetativos se adscribe casi siempre, según los casos, a la ansiedad o la depresión. 240
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El trastorno de la palabra en forma de afonía o disfonía suele reflejar una reacción de agotamiento muscular local, sobre la base de una laringitis o un pólipo de cuerdas vocales. La persistencia de una dificultad expresiva de este tipo carente de una justificación orgánica, debe hacer sospechar la intervención de un mecanismo histérico. Lo mismo que hemos dejado patente entre el personal sanitario, no existe un trastorno específico en los enseñantes. En la psiquiatría dominante en la charnela entre los siglos XIX y XX, figuraba la “paranoia de las institutrices”, cuadro descrito por el psiquiatra alemán Ziehen pensando que se trataba de un trastorno profesional específico. La institutriz a la sazón era un personaje que se integraba en la vida familiar de personas ricachonas que tenían un nivel cultural medianejo o bajo y que la trataban como si fuera una sirviente, o sea, por debajo de lo que requería su estatus profesional. Consiguientemente, la institutriz, una mujer joven por lo general, se sentía humillada y fuera de lugar. A partir de esta situación de aislamiento sociofamiliar y de indignidad, la joven institutriz desarrollaba en la línea de los casos observados por Ziehen “una paranoia”, o sea lo que otro psiquiatra alemán posterior, nada menos que el genial Ernst Kretschmer, llamaría “delirio sensitivo de autorreferencia” para definir la mortificación del enfermo al sentirse el objeto central de las preocupaciones, la conversación o los gestos de los otros, siempre con un sentido degradante, difamatorio o calumnioso. El propio Kretschmer se encargó ya de desvirtuar la supuesta tonalidad ocupacional específica de este cuadro clínico, al resaltar su frecuente presencia en diversas especies de trabajo, y en general en toda situación personal dominada por la humillación o la vergüenza. A despecho de su inespecificidad ocupacional, la paranoia sensitiva o autorreferencial en forma de creencias de sentirse objeto de calumnia, difamación o burla para los demás, fenómeno reflejado en supuestas palabras o en gestos, constituye una entidad mórbida afín con la profesión docente. La mayor parte de estos cuadros paranoicos o paranoides queda englobada en una forma especial de depresión conocida como depresión paranoide. 241
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Un considerable porcentaje de las personas que se quejan de acoso moral o mobbing protagonizado por los compañeros de trabajo, son en realidad víctimas de un delirio paranoico sensitivo sintomático de una enfermedad depresiva. Los cuadros clínicos de la depresión paranoide suelen originar un gran aislamiento social y encierran una alta peligrosidad para sí mismos y para los demás. El mantenimiento de la disposición paranoide sensitiva entre los profesores actuales es un dato confirmatorio de que la situación del enseñante sigue adoleciendo, mutatis mutandis, de los indignos rasgos socioprofesionales registrados en la figura de la institutriz clásica, en lo tocante al insuficiente reconocimiento social, el deficiente nivel material de vida o el trato humillante e injusto.
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11.1. Situación del parado laboral y sus modalidades
Antaño, el trabajo estaba conceptuado como un sacrificio colmado de sufrimientos y como una actividad obligatoria para las clases sociales más desfavorecidas. Hoy, el azote proviene muchas veces de la falta de trabajo, por razón de que a partir del siglo XIX, con el advenimiento de la Revolución Cientifico-Técnico-Industrial, el significado de la actividad laboral ha dejado de ser un martirio reservado para los desfavorecidos o los miserables para devenir una necesidad o una obligación para todos, y al tiempo un derecho y un deseo con una extensión globalizada. El radical subjetivo más frecuente e importante de la situación de paro laboral hoy día es el sentimiento de mortificación referido más o menos a la vez a la privación de un derecho, el derecho al trabajo, fuente de la independencia económica y el reconocimiento social, y a la frustración del deseo de trabajar. El parado laboral se encuentra privado del ejercicio de una dimensión sustancial de su vida y frustrado por no poder cumplir el compromiso contraído a voluntad propia consigo mismo y con los demás para aportar algo productivo. Tamaña asociación de una privación y una frustra 243
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ción en una sola pieza se ha equiparado en términos psicoanalíticos a un estado de castración. En sentido estricto, la situación de paro laboral se caracteriza por la carencia de un empleo estable o regular, en contra de la voluntad propia, sin intervenir factores de discapacidad o problemas de salud física o mental. En su vertiente subjetiva, el parado se siente invadido por experiencias displacenteras en las que se combina el despojo injusto (la privación) y la impotencia aniquiladora (la frustración). En la vertiente objetiva, el paro es un estado social que excluye a una persona capacitada o sana de la vida laboral, o sea una especie de marginación socioeconómica o destierro a la inactividad de un individuo en perfectas condiciones físicas y mentales. Ambas vertientes están sujetas a importantes limitaciones y contrapuntos. La experiencia del parado puede corresponder incluso a una sensación placentera de liberación al encontrarse alejado de un trabajo mortificador o distresante. En los datos objetivos, el nivel socioeconómico del parado puede mejorar por distintas contingencias, como la percepción del subsidio del paro respaldado más o menos con la realización de un trabajo subterráneo. Estas excepciones no deben conducir casi nunca a desvirtuar la trágica serie de modificaciones subjetivas y objetivas implicadas en ese amenazante fenómeno psicosocial moderno que es la falta de una ocupación regular remunerada. A partir de los años treinta del siglo pasado, con motivo de la grave depresión económica acontecida en Estados Unidos, comienzan a publicarse cuidadosos trabajos científicos sobre las repercusiones del desempleo sobre la salud. Tras atravesar una etapa colectiva cubierta por el desconcierto y la desesperación, la población se sumió en una forma de vivir aburrida, laxa, lenta y vacía de planes y proyectos. Se perdió la capacidad para la organización del tiempo y hasta para vivenciarlo: en consecuencia, las ilusiones, la planificación, el apresuramiento y el hábito de la puntualidad dejaron de tener sentido. A partir de entonces la tasa de paro nacional se ha convertido en el mundo occidental en un indicador socioeconómico de interés palpitante. Y 244
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a la vez en un marcador de salud mental. En este último aspecto, el timbre de alarma lo pulsó Estados Unidos cuando en 1982 puso de relieve que cada aumento del 1% de paro repercutía en el país originando 60.000 muertes, 2.000 suicidios y 6.000 ingresos en hospitales psiquiátricos. Sin habernos apercibido del todo, vivimos sumidos en la civilización del trabajo, donde se nos reconoce y evalúa a tenor de nuestro rendimiento laboral, habiendo pasado a un segundo plano el valor de los vínculos sociales, tales como la cohesión familiar y la solidaridad cívica, los valores sociales más encumbrados en las sociedades preindustriales. En aquel tiempo resultaba inconcebible que una persona por el hecho de estar sin trabajo corriera un serio riesgo de perder a la pareja o a los amigos. El paro laboral se ha instalado en los países industrializados como una endemia masificada, en torno a una tasa oscilante entre el 5 y el 15% de la población activa. Aparte de las consecuencias del paro en sí mismo, se cierne sobre los trabajadores el temor a poder entrar en el paro. La sombra amenazadora del paro se ha erigido como una alarma social a todos los niveles en los países industrializados. De la perspectiva sombría del paro no se libran ni los estudiantes. He podido comprobar a través de estudios personales cómo la mayoría de los alumnos universitarios toman conciencia del temor de no encontrar trabajo ya al iniciar el primer curso de licenciatura. Algunos estudiantes se sienten estimulados con esta dificultad vislumbrada en el horizonte y redoblan su esfuerzo competitivo. En el otro polo, proliferan los adolescentes que, por el contrario, tratan de calmar su desánimo con la evasión, el pasotismo, la violencia o a la contracultura. Tomemos nota de que el paro no sólo actúa de por sí, constituyendo un hecho desequilibrante de la salud física y mental de millones de ciudadanos, sino que está presente como una sempiterna amenaza sombría que no abandona la mentalidad del estudiante o del trabajador perturbando su estabilidad emocional. Una especie de nubarrón en el horizonte colectivo cuando menos. Nada más cambiar la postura de la humanidad ante el trabajo acogiéndolo como una obligación y un derecho, producto de una especie de 245
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pacto social, allá en los albores del siglo XIX, comenzó a vislumbrarse que no había trabajo para todos. La innovación tecnológica, primero en forma de la automatización y después por la vía de la electrónica, comportó la sustitución de mucha mano de obra por máquinas automáticas. Norber Wiener, el inventor de la cibernética, hacía una predicción apocalíptica en 1950, si bien con una nota de humor: “Recordemos que la máquina automática, aparte los sentimientos que podemos atribuirle, es el equivalente económico exacto del trabajo de esclavos. Cualquier mano de obra que compita con mano de obra esclava deberá aceptar condiciones económicas esclavistas. Está perfectamente claro que esto acarreará una situación de paro, en comparación con la cual la recesión actual e incluso la gran depresión de los 30 parecerá un chiste”. El fenómeno de la globalización socioeconómica, como apunta el profesor de psiquiatría de Oporto Antonio Da Fonseca, es objeto de evaluaciones muy diversas: desde estimarlo como una forma de contribuir a una mejor calidad de vida de los desfavorecidos, hasta atribuirle efectos agravantes sobre el desequilibrio social y la incidencia del paro laboral. El alargamiento de la esperanza media de vida ocasiona una prolongación de la vida laboral, con lo que quedan menos puestos de trabajo para cubrir y las posibilidades de ascenso en el empleo serán menores. Por primera vez en la historia de la humanidad estamos viviendo la presencia de una sociedad tetrageneracional, la sociedad de la longevidad. El proceso de liberación de la mujer, con su incorporación masiva al mundo del trabajo, ha contribuido asimismo al ascenso de la tasa de paro laboral. Las estrictas ideologías se enzarzan en discusiones sobre las causas de la incidencia del paro y proponen distintas pautas para combatirlo. Los partidos políticos durante la etapa electoral trasmiten a todo ciudadano la esperanza de un empleo estable y regular y apuntan para ello posibles soluciones. Por doquier se acusa al “liberalismo salvaje” inducido por el capitalismo como el sistema ideológico responsable de la problemática del paro y del subempleo, sin dejar por ello de reconocerle algunos méritos. El paro representa un desafío al que deben hacer frente los sistemas políticos. 246
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Mi modesta contribución en esta línea es haber distinguido dentro del paro laboral dos modalidades existenciales y sociales radicalmente distintas, con ocasión de pronunciar la conferencia inaugural en el IX Congreso Mundial de Psiquiatría Social, en la Universidad de la Sorbona. Partía mi disertación de establecer una notoria diferencia vivencial y conductual entre el joven que nunca ha encontrado trabajo y el adulto que ha perdido su puesto laboral. Desde entonces vengo catalogando la primera modalidad como paro primario y la segunda como paro secundario. El impacto principal del paro primario incide como un obstáculo serio o irreparable sobre la maduración de la personalidad del joven y convierte a éste en un ser dependiente de la familia. El adulto que se queda sin trabajo, o sea el parado secundario, está expuesto a la depresión ocasionada por la situación laboral vivida como una pérdida o a la entrega al abuso del alcohol para evadirse de una situación que le resulta insoportable. Las dos categorías primordiales del paro laboral se contraponen, pues, en sus vivencias y en sus riesgos para la salud mental. Una modalidad especial de paro, la tercera en discordia podemos decir, es la del enfermo mental, que, en trance de rehabilitación social, no encuentra una colocación. Su facilidad para encontrar trabajo, o sea el índice de empleabilidad, disminuye con relación a las personas sin problemas de salud por dos serias razones: primera, porque el enfermo o ex enfermo tiende a acumular algunas limitaciones psíquicas o de capacidad de reacción; segunda, por la influencia de los prejuicios descalificantes y la estigmatización negativa sobre el modo de considerar a este tipo de pacientes. Para superar ambos obstáculos, el real y el arbitrario, se debía contar con una serie de ocupaciones especiales, desde actividades a media jornada hasta “trabajos terapéuticos” en empresas ad hoc. La ejecución de una faena laboral sistemática ocupa un lugar central en el proceso de reinserción social de los enfermos. Cada vez abunda más el contingente de personas que han tenido un problema de salud mental y se ven condenados a transformarse en vagabundos. Si, por el contrario, no son abandonados en ese trance por el apoyo social, se recurre a darles una asignación benéfica como discapacitados convirtiéndoles en personas dependientes, prescindiendo de luchar por 247
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su prioridad que es la reinserción social mediante el desempeño regular de un puesto laboral adecuado. Estoy sugiriendo un cambio de enfoque radical: ante el enfermo mental en curso de rehabilitación social lo prioritario es evaluar su capacidad, en lugar de su discapacidad, y esforzarse en buscarle un empleo adecuado, por muy especial que pudiera ser. Éste es el camino idóneo para ayudarlo a reconstruir su identidad social. Una figura de “trabajador sin empleo” que se aparta en principio del parado genuino, afanado en la búsqueda de trabajo, es la persona que rechaza una oferta de colocación. El rechazo puede obedecer a considerar el puesto laboral ofrecido como un trabajo inadecuado o impropio para él. Este tipo de rechazo, avalado por una estimación sensata compartida por otras personas, encaja en el concepto genuino de paro laboral, mantenido actualmente por la Organización Internacional del Trabajo, como la carencia involuntaria de una ocupación adecuada. El rechazo de trabajo que parte de una persona sin empleo fijo puede obedecer también a motivos ilegítimos o espurios. La agrupación de parados voluntarios aparentes o falsos parados se revela como muy heterogénea. Dentro de ella sobresalen estos tres perfiles:
— El de los aprovechados o farsantes que no están dispuestos a renunciar al paro, con objeto de beneficiarse con el subsidio correspondiente, o de disponer de tiempo para realizar un trabajo sumergido. — El de los marginados o los delincuentes, que mantienen una postura asocial presta a vivir sin el desempeño de un trabajo regular. — El de los sujetos contraculturales configurados como pasotas o pícaros, que, situados en la línea tradicional del “caballero”, siguen menospreciando el trabajo como una forma de vida indigna o mutilante. Los pasotas laborales continúan anclados en la postura cultural medieval de rechazar el trabajo en nombre de la hidalguía, la dignidad o el decoro. En España el hidalgo aguantó más tiempo sin incorporarse al mundo del trabajo que el caballero en otros países. 248
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Frente a los parados aparentes o falsos que están sin trabajo por una decisión voluntaria cabalgando entre la rufianería y la hidalguía, se alinean los parados encubiertos o enmascarados, parados reales sin parecerlo, ya que consumen su vida trabajando en una ocupación marginal o miserable, impregnada de pobreza. El psiquiatra venezolano Carlos Rojas engloba en el género del “trabajo precario” una gama de actividades muy amplia: el subcontrato, el trabajo ocasional, el clandestino, el domiciliario, el ambulante o callejero, el pluriempleo, y en general un conjunto de actividades o trabajos que poseen escasa significación social o carecen en absoluto de ella. La precariedad laboral se extiende además a los empleos contratados a muy corto plazo, es decir, por debajo de seis meses, un terrible azote que soportan preferentemente los jóvenes y los que han caído en el tobogán de la carencia de un empleo regular o estable. La situación del subempleo, es decir, la ocupación de un lugar de trabajo en un nivel inferior a la aptitud real, está hoy muy extendida y tiene su problemática propia, distinta desde luego a la del paro o el desempleo. El estado de subempleo suele vivirse como el grado de discrepancia registrado entre el nivel de prestigio o jerarquía del puesto ocupado y el que corresponde al nivel formativo o educacional del individuo. Sobre todo al principio, el subempleo puede hacer descender la autoestima y disipar la ilusión ante el trabajo en la población autóctona. A medida que pasa el tiempo, siempre que las circunstancias laborales sean favorables, el subempleado va sintiéndose como si fuera un empleado común. El inmigrante, en cambio, acepta desde el principio el subempleo como una ocupación legítima. Esta aceptación se instala entre la resignación impuesta por el deseo de acomodarse al nuevo país y la esperanza de aportar una salida laboral de mayor decoro el día de mañana a sus hijos. Una modalidad especial de paro es la del desempleo intermitente o repetitivo, ocasionado por lo general por el desempeño de una colocación a temporadas. Hay empresas que por razón de su interés crematístico o por la imposición de dedicarse a un trabajo a temporadas contratan empleados durante un plazo de tiempo limitado o estacional. El parado intermitente, perteneciente en su mayor parte al personal burocrático femenino, tipo se 249
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cretaria, o al trabajo en la hostelería o en la industria turística, suele adaptarse bastante bien a los ciclos de inactividad forzosa a temporadas.
11.2. El joven en paro laboral
El joven parado primario es el que no ha llegado nunca a ocupar un puesto de trabajo regular o estable. Su situación se diferencia poco de la del joven que ha entrado en el desempleo después de una corta experiencia laboral. Para englobar ambas situaciones vamos a enfocar el tema como el joven parado laboral, en lugar de referirnos sólo al joven parado primario. El joven desprovisto de ocupación laboral, desde siempre o tras una breve experiencia, desconoce del todo o casi del todo la actividad del trabajo en sí, en cuanto grato compromiso con la sociedad o cumplimiento de un rol comunitario y sus implicaciones, en forma de un reconocimiento social y de una remuneración económica que le permitiría el acceso a una conducta independiente por vez primera en su vida. El esfuerzo productivo propio del trabajo ofrece al organismo juvenil la ventaja de proporcionar una salida digna al caudal de energías físicas y mentales y ejercitar las habilidades o dotes personales. El vigoroso desarrollo psicofísico del joven precisa hoy el concurso de la estimulación o la exigencia impuesta por el desempeño de una ocupación laboral. La identidad personal encajada en el ámbito social se conquista en las sociedades industrializadas a través del cumplimiento de un rol laboral. El joven trabajador se siente a la vez una persona con un rol y un miembro pleno de la sociedad. La base económica obtenida con el trabajo permite al joven estrenar un modelo de vida independiente y dirigida por sí mismo, sin contar con la tutela inmediata de los progenitores. Por tanto, el desarrollo psicofísico o el ejercicio de las dotes personales, la identidad social y la independencia conductual forman el trípode de beneficios básicos que el joven va a encontrar en el cumplimiento de un trabajo con cierta estabilidad y regularidad. 250
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El joven que busca empleo por vez primera y no lo encuentra con rapidez suficiente, se estanca en el desarrollo de su personalidad o incluso experimenta una regresión. Para calificar su proceso personal de fijación o de regresión podemos servirnos de los índices de maduración siguientes: — La inmadurez afectiva, identificada como la falta de seguridad para actuar sin depender de otras personas. Esta incapacidad de adoptar comportamientos independientes contribuye al rasgo de carácter más extendido entre los jóvenes parados primarios y los desempleados precoces. — La inmadurez emocional, que se refleja en la incapacidad de controlar las emociones propias y contenerlas en el interior, impidiendo que tomen una expresión exagerada o excesiva en la vertiente externa de la psicomotilidad. — La inmadurez espiritual, que se traduce en la imposibilidad de elaborar una concepción realista y objetiva del mundo y de la vida.
— La inmadurez sociocultural, que no permite al joven aceptar las leyes, ni el orden suprapersonal de carácter social, cultural o político, ni reconocer los valores de los demás y desarrollar con ellos relaciones armónicas. Resulta hoy muy difícil, por tanto, adquirir una personalidad globalmente equilibrada y madura en todas sus escalas si no se dispone de una experiencia de vida proporcionada por un trabajo remunerado y estable. Lo que se impone, por el contrario, es una especie de bloqueo biográfico. La detención del proceso de maduración o individuación (la integración del sujeto consigo mismo y con el ambiente) suele complicarse con algunos puntos de regresión personal o de retroceso a los hábitos anteriores. No son pocos los jóvenes con manos caídas, que se entregan a la prestación de pequeños servicios domésticos, sin renunciar al disfrute del desayuno en la cama ni a la entrega prolongada a la evasión televisiva. El riesgo de la evasión marginal y el consumo de drogas comienza a rondarles. 251
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El joven desorientado por la falta de trabajo, carece de un soporte temporal activo y se recluye en un presente pasivo fofo o linfático. Queda así a merced de los estímulos ambientales que le llegan. La falta de expectativas le impiden proyectarse hacia el porvenir. Tamaña deficiencia de la organización de la temporalidad marcha emparejada con una espacialidad confinada en el ámbito doméstico. Las dos dimensiones existenciales básicas del ser humano, el tiempo y el espacio, se despliegan en una amplia medida a expensas de la segmentación del tiempo según los objetivos laborales y mediante las interacciones personales mantenidas en el espacio de la empresa. Este despliegue no es posible sin contar con un empleo. Una existencia juvenil bloqueada, presentista y sujeta a la domesticidad del hogar familiar, es una presa fácil para la irrupción de un trastorno de la personalidad, un cuadro neurótico o una conducta inadaptada o marginada. Sobre esta base, el desarrollo de la personalidad del joven puede tomar la vía aberrante del carácter neurótico (inseguridad e hipersensibilidad), la personalidad psicopática (inestabilidad, impulsividad, falta de sentido social) o el trastorno límite (defectuosa integración interna y externa). Los cuadros neuróticos (ansiedad, fobias) dominan con frecuencia el escenario del joven parado. La conducta inadaptada o delictiva es otra vía transitada con frecuencia por los jóvenes carentes de actividad ocupacional. La inactividad laboral ocupa un lugar importante entre los factores de riesgo que conducen al abuso de drogas o que estimulan la conducta asocial. El joven apresado por la inactividad, confinado en el hogar y desprovisto de las referencias organizativas del tiempo suministradas por la realización de un trabajo, puede liberarse en una amplia medida de esta situación límite agobiante mediante el mantenimiento de una vida activa, sustentado por el cumplimiento de tareas con ilusiones de futuro, como pueden ser el reciclaje o el perfeccionamiento profesional, la matriculación en un master o la preparación para una ocupación diferente. El recurso de cambiar el modo de vivir acorde con un presentismo pasivo o fofo por una espera activa e ilusionada, puede representar la tabla de salvación existencial y sanitaria para el joven que no termina de encontrar un puesto de trabajo estable. 252
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La sociedad contemporánea está incurriendo en una grave contradicción con los jóvenes. Por una parte, se les exige un nivel adecuado de madurez afectivoemocional y, por otra, se les bloquea el acceso a un puesto de trabajo que es el único camino posible para lograr la estabilidad emocional y la independencia afectiva y convertirse en una persona madura. Habría que organizar adecuadamente la ordenación laboral para que no falte al trabajador neófito, en ningún caso, un puesto de trabajo satisfactorio o adecuado.
11.3. El adulto desempleado
En tanto el impacto vivencial y los efectos inmediatos inducidos por no conseguir el primer empleo (paro primario) o de haberlo perdido con celeridad recaen en exclusiva sobre el individuo en edad juvenil, en forma de un bloqueo emocional o de una grave interferencia para la maduración de la personalidad, el despido de la empresa representa para el adulto el inicio de una grave crisis familiar psicosocial y económica. La perturbación personal, relacional y financiera afecta a todo el grupo familiar cuando el cesante es un adulto casado o emparejado. Con ello queda denotado cómo el paro primario concentra sus efectos devastadores en el individuo juvenil desocupado y el paro secundario, en cambio, crea una situación colectiva de crisis, que engloba al trabajador, su mujer y sus hijos. Cuando el despido laboral se produce de un modo inesperado o imprevisto, el suceso opera como un trauma psíquico sobre el trabajador. Este trabajador traumatizado entra en una fase de choque emocional, caracterizada por la actitud de desorientación y la tendencia a la incredulidad o a la negación del cese. Al cabo de unas semanas o meses, tras haber atravesado una fase de ansiedad y temores, modulada con comportamientos infantiles o de violencia como respuesta a la frustración de haber perdido el empleo, comienza a imponerse una reacción de adaptación, alimentada por la ilusión de introducir innovaciones en su vida o de lograr un nuevo puesto de trabajo. A medida que la falta de ocupación regular se prolonga más allá de los doce meses, lo que permite hablar de desempleo largo, se va apoderando 253
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del sujeto la sensación de un duelo irreparable y se van disipando las esperanzas de poder reorganizar la situación vital. El adulto vive el despido ante todo como una especie de duelo o pérdida de un objeto amado, complicado con un descenso del nivel de autoestima o incluso un sentimiento de culpa al responsabilizarse del percance sufrido. La situación de duelo genérico representa la situación más depresógena conocida. Su potente potencial depresógeno se refuerza con la autosubestima o el sentimiento de culpabilidad, y en suma, con la autodesvalorización personal. El individuo desempleado comienza además a vivir de un modo distinto. No puede sostener su plan de vida anterior. Se ha invertido su calificación pasando del rango de trabajador al de asistido. Este cambio de forma de vida puede comportar la irrupción de los elementos depresógenos siguientes: el estrés económico, el aislamiento o la falta de contactos sociales, la escasa actividad física o el sedentarismo y el desarraigo o la mutación en la organización de sus hábitos de vida. Es como si se hubiesen desencadenado de una vez, en una maniobra conjunta, todas las “furias” que se distinguen por su potente acción provocadora de una enfermedad depresiva. De aquí que la tasa de prevalencia de la depresión se dispare entre los adultos desempleados que no saben o no pueden reaccionar y se sumergen en brazos de la pasividad. La situación global del desempleado es en realidad un compendio de factores depresógenos: el duelo, el estrés, el aislamiento, la inactividad o el desarraigo. Si quisiéramos destacar la identidad de los factores presentes con mayor arrastre o fuerza en el adulto que ha perdido el empleo, podría hablarse de una situación mixta de duelo y desarraigo. El desarraigo está aquí representado por el refugio en el pasado, bajo la presión de una especie de ideología de vergüenza o culpa, ideología, desde luego, objetivamente injustificada. La situación vital dominada por la sensación de una pérdida irreparable y por un descenso brusco en el modo de vivir, en la que se siente apresado el adulto despedido del trabajo, tiende a extenderse a su pareja y demás familiares. La amenaza de la enfermedad depresiva se ha introducido, por consiguiente, en el seno de la familia. 254
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El riesgo de conducta suicida entre los desempleados se acentúa sensiblemente cuando la falta de una ocupación regular y estable se prolonga más de un año. El desempleo del adulto interviene como un factor predisponente para el acto suicida, que va tomando mayor potencia y efectividad a medida que la inactividad laboral se prolonga, en función de la acentuación progresiva de sus nocivos efectos psíquicos, interpersonales y sociales. Esta constelación suicidógena de acentuación progresiva se nutre de diversos factores: ciertos elementos del carácter, como la falta de autoestima, la vergüenza o la culpa o la carencia de proyectos; la irrupción de un episodio depresivo; la adicción al alcohol, el alimento o el juego; la acumulación de tensiones emocionales familiares en forma de discusiones o comportamientos de violencia; el aislamiento social, o las estrecheces materiales o financieras. La sobrerrepresentación del acto suicida entre los desempleados cuenta en ocasiones con el concurso previo de un estado depresivo o de una personalidad insegura y vulnerable. Este precario estado mental previo del desempleado puede, además, haber servido a la empresa como pretexto o justificación para haber tomado la decisión de cesarlo. Por lo tanto, el aumento de la incidencia de suicidios entre los trabajadores que llevan en el desempleo un periodo superior al año no guarda relación causal directa con la falta de trabajo, sino que es el resultado de los efectos del desempleo (relación causal indirecta) y además de una personalidad previa a la vez vulnerable y propensa a quedar excluida del trabajo. El famoso escritor francés André Guide mantenía que cuanto más débil es el ser más difícil le resulta el cambio. Los sentimientos de desconsuelo, desesperanza o fracaso que atormentan muchas veces al trabajador despedido son una constelación afectivoemocional difícilmente soportable. La presión ejercida por un sufrimiento difícil de soportar y con la ruta de salida hacia la ilusión anulada por la desesperanza, encuentra una escapatoria de emergencia en la entrega al mundo de evasión proporcionado por el alcohol. La elevada prevalencia de la adicción al alcohol o el abuso de drogas registrada en la población desempleada se explica en su mayor parte por la 255
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intervención del desempleo como factor determinante de la entrega al alcohol y no a la inversa. Por ello, en algunos países como Noruega, la estrategia de la defensa de la población contra el alcoholismo pone un especial énfasis en la reducción del desempleo. Los adultos asolados por la inactividad laboral encuentran su segundo máximo riesgo adictivo en los objetos sociales, sobre todo el juego, el alimento o la televisión. La asociación de la ludopatía adictiva y la adicción al alcohol hace estragos entre los adultos atribulados por la falta prolongada de empleo. La crisis de la familia acometida por la interrupción de la fuente económica primordial a causa del despido laboral del cabeza de familia, oscila entre la superación y la dispersión o el drama. Los miembros adultos comparten el riesgo de la depresión y hasta pueden caer en ella antes que el trabajador cesante. Los niños mayorcitos pueden verse obligados por la restricción económica impuesta por el desempleo a abandonar sus estudios escolares para cuidar de los hermanos pequeños o realizar actividades laborales domésticas o extradomesticas, y así aliviar de algún modo la desesperada situación económica familiar. Un niño en edad escolar obligado a acometer las tareas propias del adulto es inexorablemente afectado por el proceso de la falsa maduración de la personalidad, que culmina en unos cimientos personales resquebrajados por la inseguridad y la hipersensibilidad. Una estructura de familia débil o conflictiva no resiste el embate de la decepción o la escasez de recursos ocasionada por el desempleo. En estas condiciones la ruptura de la pareja o la dispersión familiar es un punto final muy probable. Las consecuencias o implicaciones del desempleo que acabamos de revisar no aparecen de un modo fatal o inexorable. Su surgimiento se produce con la complicidad involuntaria del propio desempleado, en forma de la adopción de una actitud pasiva o una reacción defensiva débil o inadecuada. El comportamiento reactivo maduro o adecuado ante el despido y el consiguiente desempleo viene dado por la defensa personal mediante una 256
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estrategia de afrontamiento (coping). Con esta actitud se puede manejar la nueva situación con un pensamiento razonable sin abandonar en lo posible los hábitos de vida o modificándolos lo menos posible, con la innovación de reservar un tiempo suficiente a la búsqueda de un nuevo empleo. La mejor defensa de la salud mental contra el desempleo y sus riesgos y amenazas, es continuar con la organización de un plan de vida activo mantenido con la ilusión de encontrar pronto una nueva ocupación. Si la oportunidad no llega, habrá que plantearse el cambio de área laboral o la realización de tareas de perfeccionamiento dentro del campo laboral propio. La reacción defensiva ante la pérdida del empleo entraña casi tantas dificultades como el duelo por una persona querida, si bien en cualquier caso es algo diferente. Mientras que el remonte de una pérdida personal irremediable cursa ineludiblemente por la vía de la resignación, la pauta defensiva ante la pérdida del empleo se mueve entre la superación y la reorganización. La capacidad del desempleado para defenderse mediante un comportamiento de afrontamiento o superación, animado con la ilusión de encontrar un nuevo empleo, sin abandonar sus hábitos y entretenimientos, es función de una serie de variables, que pueden sistematizarse como factores individuales (edad, género, personalidad) y factores circunstanciales (trabajo, familia, economía). En este conjunto de variables se encuentra la clave para entender por qué a unos sujetos el desempleo les produce un trastorno mental y a otros no. Los influjos nocivos del paro secundario, según ya hemos visto, varían en función de la edad. Para los jóvenes, la pérdida del empleo puede equipararse con el paro primario. Y a partir de cierta edad, aproximadamente desde los 50 o los 60 años, los efectos del desempleo pierden fuerza de por sí al asimilarse a una especie de jubilación anticipada. Las diferencias entre hombres y mujeres con relación al desempleo eran antes monumentales. Eran los tiempos en que el trabajo extradoméstico de la mujer era un lujo o una mera actividad complementaria de las faenas domésticas. La falta de un empleo exterior no encerraba para ellas un significado importante. Por lo tanto, los influjos nocivos del desempleo ape 257
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nas afectaban a las mujeres. A medida que la mujer se ha ido incorporando al mercado laboral, los efectos o riesgos del desempleo se van volviendo coincidentes en ambos géneros. Hasta la diferencia registrada hoy entre mujeres casadas y solteras, es casi como un duplicado de la percibida desde siempre entre hombres casados y solteros. Una estructura personal estable y organizada en torno a un proyecto vital, dotada de unos indicadores de salud mental satisfactorios, como la calidad de vida y otros, representa casi una garantía para que el desempleado elabore una reacción defensiva idónea, sin dejarse arrastrar por los acontecimientos hacia la pasividad tal vez con la complicidad de un sentimiento de vergüenza o culpa. Los efectos nocivos de la carencia de trabajo sobre la salud mental del desempleado se aminoran considerablemente cuando se dispone de un conjunto sociofamiliar estable o firme y una base económica lo suficientemente sólida para poder seguir llevando un nivel de vida suficiente. La reserva económica y el soporte sociofamiliar son dos variables que influyen notablemente en un sentido preventivo contra los riesgos del paro. De todos modos, aunque la fuente financiera esté asegurada, el desempleo no deja de ser una situación de alto riesgo para la salud mental. Tal riesgo se acrecienta a medida que el puesto de trabajo perdido es altamente valorado. El sufrimiento ocasionado por el paro es mucho más grave cuando concierne a un trabajo que se venía realizando con interés y motivación, o sea, como una actividad propia. Cuando, por el contrario, el paro incide sobre una ocupación monótona, tediosa o falta de atractivo, o sujeta a una sobretensión emocional tremenda, o sometida a unas relaciones interpersonales conflictivas, el alejamiento del trabajo puede constituir para el desempleado y su grupo familiar un motivo de alivio o liberación. Los efectos psíquicos y orgánicos de la inactividad laboral tienden a incrementarse a medida que se prolonga el estado de desempleo. Algunas pautas de funcionamiento del sistema inmune, como ciertas formas de reactividad de los linfocitos, comienzan a alterarse al cabo de algunos meses de permanecer sin empleo. La tasa de incidencia de las alteraciones psíquicas de distinta modalidad inducidas por la pérdida del empleo en la edad 258
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adulta, en especial la enfermedad depresiva monopolar y la adicción al alcohol, se va elevando progresivamente a medida que transcurre el tiempo, sobre todo a partir de traspasar la barrera de los doce meses, que es el límite convencional admitido para comenzar a hablar de desempleo largo. La reincorporación al trabajo del desempleado es un proceso condicionado sobre todo por estas tres variables: el mercado de trabajo, el nivel de competencia laboral del sujeto y su perfil de personalidad.
11.4. El jubilado
La jubilación se define como la retirada del empleo remunerado a partir de cierta edad, por lo general entre los 65 y los 70 años. Al principio de la cultura del trabajo, se llamaba jubilado a la persona que se le premiaba con la retirada de su ocupación laboral habitual y se le reconocía el derecho a vivir desde este momento sin trabajar. Tal modo de entender la jubilación, como una especie de licenciamiento laboral, era motivo de júbilo o alborozo para la persona premiada. La aplicación de esta medida se reservaba para los enfermos, los discapacitados o los que no querían seguir trabajando por una razón personal. A medida que el trabajo se ha venido convirtiendo en una actividad por entero imprescindible para mantener una vida digna, decorosa y estimada por la sociedad, la retirada laboral, desde comienzos del siglo XX, ha pasado de ser un derecho individual a constituir inexorablemente una obligación social que debe cumplirse al llegar a cierta edad. El cambio ha sido radical. En tanto antaño era uno el que se retiraba, desde hace más de cien años a uno lo retiran por prescripción legal a causa de la edad avanzada y el supuesto estado de decadencia consiguiente. La retirada jubilosa y alborozada solitaria quedó así suplantada por la exclusión laboral forzosa, o sea la pérdida del puesto de trabajo con sus implicaciones sociales por razón de la edad. La evolución de la palabra “jubilación” condujo a la pérdida del significado latino del término, vinculado a una exaltación jubilosa, y comenzó a entenderse como una expulsión o un repudio. 259
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A la postre, el proceso de la jubilación ha perdido su significado etimológico positivo para aparecer como el corte obligatorio con el trabajo, el apartamiento inexorable y definitivo de la vida laboral, al modo de una ruptura biográfica. La biografía desplegada en gran parte como la dedicación a una vida de trabajo, queda interrumpida o rota a partir de cierta edad por imponerlo así la legislación laboral. Muchas personas viven ahora ingenuamente el impacto de la jubilación legal en sí como una grave herida narcisista y el resultado como una pérdida de identidad personal o como una muerte social. De repente, de la noche a la mañana, al cumplir la edad de la jubilación, se modifica radicalmente el estatuto social y económico de la persona en un sentido de degradación o destitución. Hagamos un balance razonado de la jubilación despojándonos de expresiones apocalípticas. Es cierto que la jubilación impone un cambio brusco en la integración social del individuo y en el modo de vivir implicando algunos factores negativos como los siguientes: la inactividad física y mental, el descenso de los recursos económicos o la ausencia de un rol social. Pero la presencia de estos importantes factores perturbadores no puede servir de pretexto para la ocultación de algunos factores ventajosos. Entre las ventajas ofrecidas por la jubilación, destacan las dos siguientes: primera, la mayor disponibilidad de tiempo, o sea la multiplicación de la parcela del tiempo libre; segunda, la liberación de cumplir una programación fija o atenerse a un horario preestablecido, innovación que avala un importante ascenso en grados de libertad. El trabajador jubilado debe, pues, afrontar la organización de una cuota de tiempo libre superior a la que hasta aquí nunca había disfrutado, y además planificarse él mismo a base de sus distracciones preferentes o con la creación de un mundo interior. La jubilación abre el camino para ocuparse en lo que siempre se ha apetecido y para desarrollar los valores humanos fundamentales en un clima de libertad. Sólo aquellos jubilados carentes de distracciones o preferencias lúdicas y de escasa inquietud espiritual, pueden seguir manteniendo que la jubilación representa la pérdida de identidad y la extinción social. El balance de la jubilación se resume en un descenso de los ingresos económicos y una monumental ampliación del tiempo libre. “Pierdes dinero 260
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y el rol social y ganas tiempo y libertad”. Una ecuación que cada uno va a vivirla a su modo, aunque regulada en definitiva por el resultado de interrelacionar estos tres elementos: — El esfuerzo de adaptación a la restricción económica. — La renuncia satisfactoria o traumática a la fijación al puesto de trabajo. — La dedicación del amplio margen de nuevo tiempo libre disponible a actividades lúdicas, formativas o culturales, en el marco de una organización de hábitos cotidianos dispuesta por uno mismo con un criterio independiente.
Cuanto mayor haya sido la compenetración mantenida con el trabajo y cuanto menor el significado otorgado a las actividades extralaborales, la fuerza traumática del trance de la jubilación se acrecienta progresivamente. Lo contrario ocurre cuando el jubilado ha venido haciendo una vida más atraída por las distracciones y la cultura que por el trabajo en sí. La jubilación es, por tanto, una vivencia oscilante según los individuos entre el trauma psíquico y la exaltación feliz. Aunque hemos resumido la tonalidad vivencial de la jubilación en una gama entre ambos polos, muchas veces esta tonalidad toma un significado complejo, contradictorio o ambivalente. Esto último ocurre, por ejemplo, en los jubilados que viven con intensidad al tiempo las dos caras de la jubilación, la positiva y la negativa. Hemos de reconocer que la ecuación formada por el descenso de los recursos económicos y el enorme incremento del tiempo libre, no es fácil de manejar y representa ya de por sí un riesgo para la salud mental. Este riesgo resulta muy aminorado en el gran contigente de jubilados que consideran sus ingresos como una cantidad adecuada a sus necesidades. Por otra parte, la jubilación tiene sus características propias y en ningún caso puede equipararse a un periodo de vacaciones. Ante la expectativa impuesta de la jubilación, las posturas se dispersan entre el anhelo por alcanzarla cuanto antes y el temor o la aprensión ansiosa por el inminente cese de la ocupación laboral. 261
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El abandono definitivo del trabajo habitual impuesto por la jubilación implica, por el momento al menos, una ruptura o interrupción del equilibrio familiar, sobre todo cuando el jubilado es hombre. El nuevo desequilibrio impuesto por el cese laboral del varón se refleja en forma de una visible modificación en el funcionamiento de la pareja y la dinámica de la familia: en general para peor (el 80%) y algunas veces para mejor (el 20%). La degradación de la armonía de la pareja se elabora a partir de rechazar la mujer la presencia constante del hombre al lado suyo o en el hogar. Este rechazo femenino puede deberse a varias razones: a sentirse con falta de libertad para seguir con su programa habitual de vida o ver a sus amigas cuando le viene en gana; a aburrirse con él; al sometimiento de sus movimientos dentro o fuera de la casa y sus salidas al control de él, o a su permanencia la mayor parte del tiempo consumida viendo la televisión sin comunicarse con ella. Estos motivos de rechazo cuentan muchas veces con el antecedente del malestar sentido por la mujer durante los fines de semana, o sea cuando su pareja estaba en casa acompañándola. A menudo se confirma la sospecha de que la desarmonía de la pareja venía de lejos, explicándose su mantenimiento oculto o latente por ocupar la dedicación laboral el centro de interés de ambos. En la mayoría de las relaciones de pareja beneficiadas con la jubilación, este efecto positivo se debe a vivir la mujer la presencia constante de su compañero con placer por uno de estos motivos: dejar de estar la casa vacía; compensar la ausencia o la marcha de casa de los hijos; aportar simpatía, cariño o una comunicación estimulante. Queda constancia, por tanto, de que entre las mujeres de los trabajadores jubilados se producen las reacciones más dispares: desde la inmensa satisfacción por la mayor proximidad física y personal de su pareja hasta una intolerancia ansiosa hacia su presencia con la sensación de encontrarse sometida a una continua vigilancia o a un control agobiante. Aunque la jubilación no tiene por qué causar por sí misma un declive de la salud física o mental, lo que ocurre la mayor parte de las veces, lo cierto es que para algunos trabajadores representa el inicio de una progresiva decadencia física o psicomotora. 262
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Entre las alteraciones psíquicas inducidas por la jubilación sobresale la enfermedad depresiva monopolar. La situación del jubilado agrupa algunos elementos de vida muy depresógenos: — La vivencia de pérdida de la identidad social encierra un gran poder para abatir el estado de ánimo. — La gran tensión emocional subyacente al distrés económico agota los impulsos y conduce a la anergia. — El debilitamiento de la actividad psicosocial o de los lazos interpersonales facilita el establecimiento de la distorsión o el bloqueo de la comunicación. — El profundo cambio súbito en el modo de vivir es un factor determinante de la disregulación de los ritmos.
Existe, por tanto, una estrecha afinidad de correspondencia entre los elementos estructurales de la jubilación y los vectores vitales hundidos en el estado depresivo (estado de ánimo, impulsos, comunicación, ritmicidad). La aparición del cuadro depresivo en el trabajador jubilado resulta además facilitada por su avanzada edad cronológica, en cuyo marco se asocia un cerebro empobrecido en sustancias neurotransmisoras con factores involutivos depresógenos, tales como la debilitación energética, el pesimismo en el otoño de la vida o el aislamiento sensorial o social. El jubilado está además expuesto a otros riesgos psicopatológicos, aunque más remotos que el de la enfermedad depresiva, como los siguientes: la reacción de ansiedad, la reactivación de cuadros anteriores neuróticos o psicóticos y la adicción a sustancias químicas o a elementos sociales, sobre todo el alcohol o el juego. La retirada del trabajo supone algunas veces un factor de alivio o curación para ciertos trabajos estresantes que pueden llegar a convertirse en un martirio, como la actividad pedagógica. Dado estos elementos positivos, resulta comprensible que en ciertos enfermos depresivos muy bien seleccionados sea conveniente la adopción de una jubilación anticipada para activar la recuperación psíquica. 263
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Para alentar la vivencia placentera propia de una jubilación dichosa o al menos ahuyentar su brusca instauración amenazante o traumática, se ha propuesto cambiar el sistema vigente de cese laboral con arreglo a alguna de las medidas siguientes:
— La preparación para la jubilación facilitada a los trabajadores a punto de jubilarse, durante los cuatro o cinco años previos en los órdenes emocional o personal, laboral y administrativo, mediante un plan de socialización anticipatoria, un programa de prejubilación para complementar la información realista sobre este nuevo tramo de la vida y una gama de opciones para la utilización del tiempo libre. — La retirada gradual y progresiva del trabajo, con lo que se evita el choque traumático de encontrarse excluido de un día para otro. — La aplicación del corte de la actividad laboral con un criterio flexible, en una edad variable, en consonancia con el estado físico y mental del trabajador. — La ocupación sistemática del jubilado en trabajos de carácter voluntario, a los que accede contando con la amplia información aportada por los servicios administrativos.
En el sentido de esta última vía, en relación con la entrega a un nuevo programa laboral, cuenta sobre todo el esfuerzo por parte del propio individuo. Frente al gran contingente de trabajadores incapaces de reorganizar su modo de vida, se alinean los artífices de una “jubilación dinámica”, en la que la práctica del deporte, los lazos sociales, los viajes o las nuevas obligaciones, no permiten casi nunca “tener tiempo”. Lo que no cabe duda es que los individuos que siguen trabajando después de la jubilación disfrutan de mejor salud y de una posición económica más holgada, están más contentos de la vida y se sienten más satisfechos. La llamada jubilación temprana o previa, que marca el cese del trabajo entre los 50 y los 65 años, no deja de ser un campo muy polémico tanto en los aspectos de salud como en los estrictamente laborales. Por una parte, 264
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ofrece un plazo de varios años de ventaja con relación a la jubilación habitual para el proceso de planificación y realización de los nuevos proyectos personales. Por otra, se ha convertido en una pauta de presión empresarial para retirar antes de tiempo a los trabajadores de más edad, salvando el escollo ilegal representado por la jubilación obligatoria antes de los 65 ó 70 años.
11.5. El síndrome postvacacional
En lugar de síndrome postvacacional, el popular síndrome del día siguiente, debería hablarse de un desajuste laboral sistematizado en varios acoplamientos sintomáticos. Ya desde algún tiempo antes de disponer todo trabajador del derecho a un periodo de vacaciones anual, se había observado que los primeros días de la incorporación al trabajo después de un corto periodo de ausencia (minivacaciones) se asociaba a menudo con un estado de malestar y un rendimiento laboral por debajo del nivel habitual. Precisamente, este dato fue aducido como un inconveniente para introducir de un modo definitivo el descanso de fin de semana al estilo del inglés week-end. El argumento de que los trabajadores llegaban los lunes como cansados o con pocas ganas de trabajar, fue manejado para propugnar que el asueto de las tardes de los sábados era contraproducente para el trabajo y para el trabajador. Pero el argumento se anuló sin más al comprobarse que a medida que este disfrute vespertino se fue volviendo habitual, sus efectos negativos desaparecieron. La dificultad de reanudar el trabajo, o sea, el reencuentro con la actividad productiva o de servicio habitual después de un periodo de dos a cuatro semanas de vacaciones, se ha extendido en la sociedad postmoderna en forma del cacareado síndrome postvacacional. En realidad, esta dificultad de readaptación laboral ha existido probablemente siempre, pero era tomada al principio como un proceso vergonzante que convenía ocultar. Lo que significaba antes una ignominia o era tomado como una señal de vaguería, se ha erigido ahora en un motivo de presunción o engreimiento por parte del trabajador. 265
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En el presente se ha vuelto manifiesto que un elevado porcentaje de trabajadores de todos los niveles encuentran dificultades subjetivas para reencontrarse con el trabajo después de un “parón “ laboral durante algunos días disfrutando de un “puente” o tras varias semanas englobadas en el periodo estival de vacaciones. El salto del periodo vacacional a la implementación laboral representa un brusco cambio en un abanico de dimensiones amplio: pérdida de libertad, sometimiento a un estricto horario, retorno al trabajo naturalmente y alejamiento del aire libre. El malestar general, teñido de malhumor, que invade a cerca de un 20% de trabajadores al llegar de nuevo al trabajo, es una reacción de adaptación física o psíquica al trabajo efímera que se extingue seguramente en tres o cuatro días, una crisis pasajera por tanto en forma de moderadas molestias somáticas o emocionales. El toque de alarma asistencial debe reservarse para un reducido sector de trabajadores, no más del 3%, por razón de la intensidad de sus síntomas o de su persistencia más allá de un par de semanas. Los cuadros de inadaptación laboral postvacacional precisados de asistencia se distribuyen en cinco modalidades principales:
— La conducta agresiva o irritable hacia los compañeros o los clientes, como respuesta a la frustración ocasionada por haber tenido que cortar el periodo de vacaciones. Afecta sobre todo al perfil de personalidad impulsiva. — La intensa ansiedad psíquica movilizada por las preocupaciones del trabajo y el temor más o menos fóbico hacia la responsabilidad proporcionada por el desempeño de su ocupación. Aquí se encuentra una prevalencia de la personalidad insegura o hipersensitiva. — El estado depresivo parcial o focalizado constituido por un humor bajo o por la falta de energías (anergia), estado construido sobre la añoranza de las vivencias vacacionales o sobre el agotamiento de la energía de la impulsividad. El perfil de personalidad más apresado por la eclosión de esta depresión situativa parcial es la personalidad anancástica, caracterizada por el hiperperfeccionismo. 266
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— La descompensación de los ritmos, llamada ritmopatía, a causa del desajuste entre el horario de vacaciones y el laboral, en cuya agrupación sistemática figura en primer lugar el trastorno del sueño y en segundo lugar el trastorno alimentario. Y es que el sueño y la alimentación son las dos figuras rítmicas básicas del ser humano. Este tipo de desajuste cronológico se dispara en la personalidad inestable a causa de su tendencia a la irregularidad horaria o su dificultad para organizar el tiempo. — El cuadro somatotropo de índole depresiva o ansiosa que, dominado por los dolores de diversa localización, el cansancio, el trastorno digestivo o las palpitaciones, prolifera entre los hipocondríacos. El desajuste postvacacional precisado de atención especializada multiplica su incidencia en dos grupos de personas: primero, las que se encuentran a disgusto con su empleo, abrumadas por la gran cantidad de tarea o por los conflictos laborales o afectadas por el ciclo del síndrome de estrés (desgaste, agotamiento emocional o depresión anérgica); segundo, los que malgastan sus vacaciones dejándose absorber por la entrega masiva a momentos de evasión activados con la administración de alguna sustancia química. La estrategia preventiva prescribe evitar el tránsito brusco de las vacaciones al trabajo. Resulta muy conveniente suavizar la brusquedad del cambio regresando a la vivienda un par de días antes o iniciando la adaptación al trabajo gradualmente. Al tiempo debe contarse con un antes y un después. El “antes” se refiere a un disfrute de vacaciones equilibrado con un sentido híbrido de divertimento y de encuentro consigo mismo y con los demás. La sensación del deber cumplido proporciona arrestos para incorporarse al trabajo con ánimo crecido y creciente. El “después” consiste en atenerse desde el primer momento de la vuelta al “tajo” a un régimen de vida sistemático marcado por la recuperación de los hábitos de siempre (actividad física suficiente, reinicio inmediato de las relaciones con los compañeros, recuperación de los ritmos de alimentación y de sueño). 267
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12.1. Las causas y las posibles consecuencias de los hechos violentos acontecidos en el ambiente laboral
En las tres últimas décadas los hechos o incidentes de violencia en el lugar de trabajo (workplace violence) o violencia ocupacional (violence at work) han experimentado un notable incremento en frecuencia y magnitud. La ciencia ha reaccionado ante esta emergencia y, consiguientemente, una temática poco tratada en los sectores científicos ha pasado a ser un objeto preferente de revisión o investigación. Tanto los estudios de investigación como los informes de diversas organizaciones nacionales e internacionales emitidos desde diferentes países señalan que las modernas o postmodernas sociedades se han vuelto más violentas y que este cambio se refleja asimismo en el ambiente de trabajo. El nivel de violencia psíquica y física varía mucho a tenor de los centros de trabajo. Son los sectores educativos y sanitarios los más contaminados por la violencia y ello ha llegado a tal nivel que bien puede hablarse, como aquí haremos, de “la victimización socioprofesional en los centros 269
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sanitarios y escolares”. A poca distancia de ellos se encuentran los servicios sociales. A continuación, con niveles de violencia considerablemente más bajos que los anteriores, aunque todavía a una altura asaz elevada, se hallan la banca, el transporte, los hoteles y los restaurantes, los empleados de la administración pública y los oficinistas en general. El temor de ser víctima de una agresión constituye casi un fenómeno habitual entre muchas especies de trabajadores. En sus últimos boletines la Organización Mundial de la Salud no sólo ha reconocido la violencia como un problema creciente de seguridad en las sociedades occidentales sino que lo considera como un indicador de salud pública. En una posición central de la tarea de preservación de la salud social se ha instalado la predictividad de la violencia activa, para lo cual podemos servirnos de distintos parámetros que después precisaremos así como de la presencia de la comisión de un delito previo. El homicidio acontecido en el lugar del trabajo ha dejado de ser una rareza. En los Estados Unidos, según datos del National Institute for Occupational Safety and Health referidos al lugar de trabajo, más de veinte personas son asesinadas por semana, y los ataques físicos y los abusos sexuales, ambos mediante el empleo de la fuerza corporal, y no digamos los actos de violencia psíquica como los insultos, las amenazas, la intimidación o el acoso, se producen con mucha asiduidad. El ser humano ha dado tales horribles muestras de violencia en los últimos tiempos que plantea la duda de si el Homo Sapiens Sapiens ha experimentado una involución transformándose en el Homo Sapiens Brutalis o, por el contrario, tal plus de violencia está promovida por factores coyunturales como la proliferación de un armamento cada vez más mortífero, la multiplicación de las imágenes televisivas violentas o el imperio de la ideología de violencia que invita a luchar desde el principio por “las malas” para conseguir cualquier cosa, o la crisis de la familia. Lo cierto es que el clima contemporáneo se ha vuelto en diversas culturas muy propicio para el aprendizaje de la violencia, a través de la imitación o el modelado. La violencia se propaga con tremenda facilidad al ser una de las conductas más sensibles al mimetismo. Un mimetismo producto de la imitación indiscri 270
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minada algunas veces y un mimetismo referido a personas “famosas” o de algún modo significativas, tomadas como modelo, en otras ocasiones. Cada acto de violencia laboral es el resultado de una interacción entre diversos factores. La causalidad de la violencia se adscribe, por tanto, al orden multifactorial. Como factor de fondo opera a menudo la insatisfacción en el trabajo o en el modo de ser atendida la clientela, el estresor agobiante sobre el empleado o cliente o la situación de alienación laboral, y como detonante una experiencia de frustración o un miedo real o imaginario. Por otra parte, cada centro de trabajo ofrece al respecto diversas particularidades. En líneas generales, la multicausalidad de la violencia laboral se condensa en el perfil de la personalidad hiperagresiva, el trastorno de personalidad de diverso cuño, el estado mórbido depresivo, hipertímico o psicótico, el consumo abusivo o adictivo de alcohol u otras drogas, las cualidades estresantes del ambiente del trabajo y la sectorización de la empresa en psicogrupos cerrados. Antes de revisar uno a uno estos factores, conviene dejar precisado que en el aspecto sociodemográfico, las dos características más propias del individuo violento se adscriben a una edad entre 20 y 40 años y a una rotunda prevalencia masculina. De todos modos, cada vez hay que relativizar más la observación de que el agresor es casi siempre un hombre. Cuando la violencia toma una presencia reiterada y una forma delictiva o grave suele hablarse de peligrosidad, con la intención de incorporarla a una categoría legal. El manejo del índice de peligrosidad sirve para evaluar el riesgo de la persona, sin o con un historial delictivo, para cometer nuevos delitos. Tanto la predicción de la violencia como la de la peligrosidad encierra una valoración de riesgo que exige un proceso de estudio individual implementado con cierto rigor. La predicción de la actividad violenta es una estimación cuya mayor evidencia, sin prescindir de los datos aportados por la entrevista individual, se centra en la constatación de antecedentes personales de actos de violencia, dato que se refuerza con el posible acompañamiento de alguna de las características directas o indirectas propias del individuo hiperagresivo. Reflejamos estas características en el perfil siguiente: 271
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— El hogar de origen, roto o privado de afecto. — La presencia de violencia familiar o de antecedentes infantiles de haber sido objeto de trato violento. — La conducta violenta infantil o preadolescente, que es uno de los predictores más fuertes de violencia adulta. — El biotipo atlético. — El pensamiento directo y concreto, o sea el pensamiento operacional y rotundo. — La tendencia al apasionamiento o al fanatismo. — La conducta muy influida por uno de estos tres rasgos: la atimia o pobreza afectiva, la impulsividad o el descontrol emocional y la propensión a explosiones coléricas o iracundas. El trastorno de personalidad más susceptible para perpetrar actos de violencia se reparte entre estos cinco tipos: la personalidad psicopática o antisocial, la personalidad de organización límite, la personalidad narcisista asocial, la personalidad paranoide o la personalidad explosiva. Entre las alteraciones psíquicas más susceptibles de incurrir en estos actos de violencia sobresalen la depresión disfórica o paranoide, el estado hipomaniaco, la esquizofrenia de forma autística o paranoide y el abuso de alcohol o de otras drogas. Por otra parte, la excesiva participación de los enfermos depresivos registrada en algunas estadísticas sobre conductas de violencia laboral se debe a la elevada incidencia de suicidios. Para entender mejor la relación entre el abuso de drogas y la conducta violenta conviene sistematizar los efectos mórbidos de las drogas en tres mundos distintos: — El mundo dominado por la liberación neuroquímica de la violencia, propio de los de los bebedores abusivos o adictivos. — El mundo nirvánico oscilante entre la apatía y la impulsividad pura y ciega, encarnado en los heroinómanos y los usuarios de otros productos opiáceos. 272
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— El mundo psicodélico, caracterizado por distorsionar la realidad a expensas de la fantasía, presente en los consumidores reiterados de cannabis o de alucinógenos. Mientras que el mundo de los bebedores habituales y de los adictos al alcohol se desarrolla sobre una plataforma de liberación de impulsos contenidos, el mundo que más sorprende es el de los drogadictos a opiáceos, al fluctuar entre momentos de dulce apatía y otros cubiertos por la impulsividad destructora, sin guardar estos actos impulsivos ninguna relación con el síndrome de abstinencia. La singularidad de la violencia ocasionada por el consumo de alcohol es que es una violencia de aparición inmediata y de índole química o tóxica, o sea una violencia fulminante generada por el impacto de la molécula del alcohol sobre los niveles superiores del cerebro, lo que permite la liberación de los niveles subcorticales. En cambio, la violencia que hace irrupción en el mundo nirvánico o en el psicodélico se incuba en una amplia medida en la calle, al calor de la conflictiva relación mantenida con los traficantes o potenciada por la inmersión en una ideología contracultural. Entre las alteraciones neuroquímicas más susceptibles de conducir a un acto de violencia sobresalen el déficit funcional del sistema de la serotonina, eslabón patogénico presente con mucha frecuencia en los estados depresivos; la inhibición del sistema sedante gabérgico, propia de la conducta impulsiva en general; el exceso en la actividad del sistema de dopamina, que es el eslabón neuroquímico conocido más relevante en las psicosis esquizofrénicas, o la excesiva descarga de noradrenalina, elemento responsable en una amplia medida de la agitada conducta hipertímica. En el ambiente de trabajo sobresalen como factores determinantes de violencia propia y ajena los defectos organizativos, la presencia de conflictos interpersonales o la parcelación estructural de la gran empresa en grupos cerrados, o sea, grupos constituidos siempre por las mismas personas y con una comunicación escasa o nula con las personas no adscritas al grupo o con otros grupos. La compartimentalización de la industria o la empresa en 273
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grupos más o menos herméticos representa la siembra de focos de violencia antagónicos entre sí, prestos a enfrentarse unos con otros o a proyectarse contra los trabajadores que mantienen su individualidad o incluso contra la sociedad en general. La frustración del trabajador o del cliente y la disputa cliente-empleado o entre empleados o clientes son las incidencias de mayor presencia como detonantes de la irrupción del hecho violento. El análisis de estas incidencias responsables de la descarga de violencia permite detectar en su inicio la aparición de una herida narcisista ocasional, que el empleado o el cliente no es capaz de encajar adecuadamente, tal vez a causa de unas características de personalidad inadecuadas para ello. En el capítulo de las posibles consecuencias de la violencia, se ha patentizado el dato de que el mayor riesgo de ser heridos o muertos a causa de la violencia desencadenada tras el disgusto de un empleado o un cliente se proyecta sobre los directivos, los jefes o los encargados del centro laboral y sobre el personal subalterno femenino. La violencia ocupacional tiene un alto coste, ya que además de su directa repercusión sobre la productividad y el posible caudal de horas perdidas a causa del absentismo, las molestias ocasionadas o el tiempo consumido por los litigios penales o civiles suele ocasionar un impacto en la salud de los trabajadores alentada por una atmósfera de temor, indignación u hostilidad. Una atmósfera muy propicia para la cristalización de una alteración psíquica mórbida, como veremos a continuación. Conviene tener presente que la respuesta emocional a un acto de violencia más generalizada entre los trabajadores es el temor o el miedo acompañado de un sentimiento de impotencia o de indignidad. El acto de violencia aislado opera como un estresor agudo sobre los individuos implicados, suscitando un desequilibrio mental dominado por la ansiedad o el temor, o una transitoria desorganización de la conciencia en forma de confusión mental. Sus secuelas predilectas corresponden al síndrome de estrés postraumático y la alteración del sueño. La repercusión clínica de la violencia laboral recurrente o crónica se plasma en un síndrome de estrés o agotamiento emocional, como vía pre 274
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ferente para después abocar a un estado depresivo o ansioso, sin olvidar la frecuente aparición de alteraciones psicosomáticas digestivas o cardiovasculares. El mobbing, hostigamiento o acoso moral en el trabajo es una forma de violencia específica reiterada, un especie de mecanismo de victimización desvelado en nuestra sociedad últimamente en toda su magnitud, que se refleja en las víctimas por medio de un estado inicial de desconcierto. Al desconocer si se trata de un error o el acoso es un producto de la casualidad o realmente constituye un acto intencional, el hostigado se ve sumido al principio en un mar de dudas. Una vez que capta la intención del otro o los otros de causarle un daño personal o laboral por medio de una provocación reiterada sistemática, puede comenzar a ser afectado por un síndrome de estrés postraumático, cuadro antaño conocido como neurosis traumática. Este cuadro ansioso tiene la peculiaridad de acompañarse de unas crisis de ansiedad o pánico en las que el sujeto puede experimentar la reviviscencia de alguna manifestación del acoso en forma de un recuerdo obsesivo o incluso como si tuviera una presencia real. En definitiva, toda forma de violencia recurrente o crónica del público o de los empleados crea un clima de miedo o temor en el ambiente y ocasiona un considerable descenso del índice de satisfacción por el trabajo, lo que aminora la productividad, al tiempo que puede conducir a las víctimas del acontecimiento de violencia al desequilibrio mental en forma de crisis de ansiedad, agotamiento emocional, estado depresivo o estrés postraumático. Los costes de todo tipo ocasionados por la violencia laboral se traducen, por tanto, en una pérdida económica para la empresa o el grupo de trabajo, y en un atentado contra la salud mental del trabajador. Su posible impacto inmediato, además del efecto lesivo corporal, se distribuye entre el absentismo, el cambio de destino, la irrupción de un accidente, el estado de discapacidad transitorio o la reacción de temor u hostilidad. Entre los efectos indirectos o retardados sobresalen la reducción de la satisfacción laboral y del bienestar y la aparición de cuadros de desequilibrio personal o de enfermedad psíquica. Hay modernos estudios publicados que denotan la exis 275
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tencia de un cierto paralelismo entre la caída de la satisfacción o de la motivación por el trabajo y el nivel de violencia registrado en el local laboral o en el espacio adyacente.
12.2. Las formas y categorías de violencia laboral, con especial atención al mobbing profesional
Los diversos grados de violencia acontecida en el lugar de trabajo comparten el dato de haberse elevado en una proporción alarmante a lo largo de las últimas décadas, desde la simple amenaza verbal hasta el homicidio o el suicidio, encontrándose en el puente entre ambos polos el insulto, la injuria, la intimidación, el ataque corporal, los golpes o cualquier figura de agresión física, sin omitir la invasión del ambiente laboral por un nuevo perfil de violencia reiterada, denominado mobbing o acoso moral. En realidad, la escalada de la violencia es un proceso social generalizado, en el que participa con muchos enteros el espacio laboral. El ambiente de trabajo no se ha resistido a la invasión protagonizada por la conducta de violencia que impregna la sociedad contemporánea. En el lugar de trabajo la violencia abunda en sus tres formas primarias: actos de violencia directa, actos de violencia indirecta o actos de violencia contra sí mismo. Con arreglo al eslabón inicial o al motivo de comienzo, la violencia se sistematiza en estas ocho categorías: — La violencia defensiva, que aparece como respuesta a un ataque físico o a una amenaza en cuanto acto promovido por el miedo, el temor o la ansiedad. — La violencia reactiva, iniciada como reacción a una frustración casi siempre constituida por la imposibilidad momentánea de conseguir un deseo o acceder a una meta. — La violencia expresiva, movilizada por un sentimiento maligno o una emoción agresiva, tal como la cólera o la ira, el odio, el resen 276
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timiento, los celos, la venganza, la envidia, la indignación, la burla o el desprecio. — La violencia terrorista que, perpetrada a sangre fría, trata de repercutir sobre personas distintas de la víctima diana para infundirles miedo, temor o terror. — La violencia lucrativa, asimismo implementada por lo general a sangre fría, buscando una ganancia material inmediata, como ocurre en el atraco. — La violencia antinormativa, a veces aparentemente sin sentido, dirigida por la intención de rebelarse contra las normas. — La violencia psicopatológica, que obedece por lo general a un delirio que distorsiona la realidad o un modo de reaccionar con violencia inusitada por un individuo afecto de enfermedad mental. — La violencia tóxica, que es el efecto inmediato del consumo de una droga, por lo general el alcohol.
Hay escuelas psicológicas que han tratado de universalizar los modos de concebir la violencia. Sobre todo ha ocurrido esto con una famosa escuela contemporánea que ha englobado la violencia como si fuera siempre el producto de la respuesta a una frustración. La concepción pluralista de la violencia se muestra más acorde con los hechos. Entre las ocho formas de violencia aquí referidas se producen frecuentes combinaciones o transformaciones. De esta suerte podemos hablar de una categoría híbrida que engloba dos o más mecanismos distintos o de una categoría mixta cuando la violencia es propulsada por la asociación de dos o más móviles. Por otra parte, una conducta de violencia iniciada, por ejemplo como defensiva, puede adoptar en la secuencia subsiguiente las características de una modalidad distinta. El mobbing (mob =acosar o atropellar), vocablo traducido por acoso moral, representa una conducta violenta reiterada que no fue tipificada hasta los últimos tiempos y que puede encajar en el tipo de violencia expresiva — el acosador está movido por un sentimiento de hostilidad— o en la modalidad de violencia utilitaria o lucrativa —cuando el acosador busca 277
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ante todo que el acosado abandone el puesto de trabajo—. No debo silenciar que algunos autores se inclinan por definirla como “una forma de terrorismo psicológico”, sin advertir que la intimidación o atemorización de terceras personas no suele estar presente aquí ni como motivo ni como meta. En cambio, no parece inadecuado definir el efecto del acoso o del hostigamiento ocupacional como una especie de “psicoterror laboral”. Por acoso moral o psíquico se entiende hoy una situación en la que una persona o varias se dedican a ejercer una violencia psicológica acentuada, de forma sistemática y recurrente (una media de una vez por semana), durante un tiempo prolongado (una media de seis meses) sobre otra persona en el espacio familiar, escolar o laboral, con la finalidad de intimidarla, destruir su reputación u obtener una ganancia como puede ser la de obligarle a abandonar su empleo, tal vez con objeto de colocar a un amigo o a un familiar en su lugar. El acoso moral no es un hecho nada raro en el medio laboral, aunque no se ha introducido como un tema científico hasta hace veintidós años. Se puede estimar que entre el 5 y el 6% de los trabajadores son victimizados por el acoso moral en su puesto de trabajo. Aparte de esta prevalencia puntual, el índice de la población trabajadora que ha sufrido alguna vez acoso moral, o sea su prevalencia global, se eleva hasta alrededor del 15%. Aunque las formas reagrupadas en el acoso moral o sexual no son nuevas, lo cierto es que hasta hace 22 años —concretamente en el año 1986 en un trabajo de Leumann— no han sido registradas como una construcción social específica dotada de una expresión clínica polimorfa y objeto de una sanción jurídica. Es curioso que los antecedentes del acoso psíquico o moral se encuentren en relatos literarios infantiles. Sus muestras más evidentes son la “Cenicienta”, de Perrault, cuento publicado en 1697, y “El patito feo”, de Andersen, publicado en 1835. Algunas observaciones sobre las conductas animales descritas por los etólogos Lorenz y Tinbergen, hacia 1960, apuntan en la misma dirección. El acoso moral en el trabajo se atiene la mayoría de las veces al tipo vertical (70%) partiendo del superior jerárquico de la víctima. La fracción res 278
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tante se reparte entre el tipo horizontal (20%), o sea de igual a igual, y el tipo jerárquico invertido o mixto (alrededor del 10%). Su incidencia es mucho más frecuente en los centros de trabajo público que en los privados. Se ha llegado a distinguir 45 modalidades prácticas distintas de acoso moral en el trabajo, de las que pueden servirnos de referencia las cinco pautas siguientes:
— Impedir a la víctima expresarse. — Aislar a la víctima de sus colegas o de sus relaciones sociales. — Atacar la dignidad o la reputación de la víctima. — Desacreditar a la víctima en su trabajo. — Comprometer la salud de la víctima mediante exigencias desproporcionadas o recurriendo a instalarla en un local inadecuado, tal vez carente de ventilación, sin aire acondicionado o desprovisto de calefacción.
El vehículo conductual utilizado suele ser la expresión verbal o gestual en forma de miradas, humillaciones, insinuaciones, insultos, gritos, amenazas o exigencias injustas, sin renunciar siempre del todo al empleo de la violencia física o sexual. El diagnóstico de acoso laboral exige comprobar que el fenómeno de interrelación acosador-acosado cumple los criterios diagnósticos propios recogidos en este enunciado: “Un sufrimiento infligido en el lugar de trabajo de manera persistente o sistemática, por una o varias personas a otra, por los medios relativos a las relaciones personales, la organización o las condiciones de trabajo, manifestando una intención consciente o inconsciente de dañar o de destruir”. Aparte del diagnóstico positivo mencionado, es preciso descartar la presencia del síndrome de acoso moral falso, donde el supuesto acoso real está suplantado por la falsa alegación de ser objeto de una campaña de desprestigio o persecución. Esta falsa queja puede ser emitida por un trabajador sin escrúpulos, una personalidad de organización límite, una personalidad neurótica hipersensible con un nivel bajo de autoestima o un enfermo men 279
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tal afecto de un delirio de autorreferencia en un contexto depresivo, hipertímico o psicótico. Entre las denuncias por acoso moral hay al menos un 20% de casos donde la existencia del auténtico acoso queda excluido. Este 20% de falso hostigamiento moral está cubierto en su mayor parte por personas que confunden sus síntomas neuróticos o delirantes con una persecución del jefe, de los compañeros o de los subordinados. En el acoso moral resulta siempre imprescindible estudiar el vínculo entre el hostigador y el hostigado y la personalidad de cada uno de ellos. La finalidad que persigue el hostigador varía entre la intimidación, la desestabilización o la destrucción psíquica y la exclusión del trabajo. La persecución de la víctima puede hacerse de una manera prolongada o no. Pero la finalidad primordial casi siempre se mantiene en la sombra. El proceso se presenta como un asedio persecutorio a una persona, con el objetivo inmediato de desestabilizarla. El proceso de desestabilización personal puede ser la meta perseguida o tan sólo el trámite para conseguir un beneficio propio. La personalidad del hostigado suele jugar un papel capital, no tanto en la atracción de la hostilidad de otros, aunque siempre conviene tener presente este dato, como en el grado de vulnerabilidad para facilitar la labor intimidante o por el contrario poseer la capacidad suficiente para oponer resistencia a la maniobra hostil sistemática manejada por el autor del acoso. En este sentido, un sujeto sensible, frágil, inseguro de sí mismo y con bajo nivel de autoestima representa una “fruta madura” para el hostigador. El resultado final siempre está muy influido por la fortaleza psicológica del hostigado, aunque también por la posición de superioridad jerárquica ocupada por el hostigador y asimismo muy influido por la personalidad de éste. La motivación profunda y auténtica del fenómeno del acoso es muy variada: la incompatibilidad personal entre el acosador y el acosado; la personalidad anómala del hostigador proclive a incubar sentimientos negativos hacia sus colaboradores; la estrategia de excluir al trabajador de la plantilla, inspirada o alentada algunas veces por la política de empresa. El engarce entre el hostigador y el hostigado constituye un proceso dinámico sujeto a muchas alternativas. Al principio el hostigado puede en 280
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contrarse totalmente desorientado, sin saber a qué atenerse: duda entre si ciertamente se va contra él o todo es producto de la casualidad o del error. El hostigado, una vez percatado de la situación, suele mostrar una conducta oscilante entre la pasividad y la reacción defensiva. Si dispone de una personalidad firme y bien organizada, hasta puede conseguir que el hostigador abandone su actitud persecutoria, sintiéndose defraudado o vencido. Si el hostigado adopta una actitud pasiva, o una postura de recogimiento, o una conducta de retirada o evitación, será muy difícil librarle de experimentar alteraciones psíquicas o psicosomáticas (sobre todo trastornos digestivos o cardiocirculatorios, o un descenso de la actividad del sistema neuroinmune). La gama de alteraciones psíquicas que entonces pueden hacer irrupción se condensa en su mayor parte en estos cuatro cuadros clínicos: — La descompensación de la personalidad, en sentido neurótico, con acentuación de la inseguridad de sí mismo y el hundimiento de la autoestima. — La depresión neurótica, es decir, la depresión facilitada por la neurosis de carácter previa, alteración calificada como distimia en la jerga psiquiátrica estadounidense. — El síndrome de estrés o agotamiento emocional, con tendencia a abocar a un estado depresivo anérgico. — El síndrome psicotraumático, cuya sintomatología coincide por completo con el estado de estrés postraumático. Este cuadro era conocido ya de antiguo y se le denominaba neurosis traumática. En su sintomatología predomina la ansiedad y el trastorno del sueño, conjuntamente con la nota específica de sufrir crisis diurnas o nocturnas en las que se revive con profunda ansiedad el trauma psíquico responsable. La reviviscencia traumática ansiosa puede llegar a experimentarla el sujeto como si en ese momento estuviese siendo acometido por un acontecimiento agresivo real, o sea, una crisis donde la realidad traumática rememorada se revive como si fuera una realidad presente. 281
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12.3. La prevención de la violencia en el campo del trabajo
La estrategia preventiva para la violencia laboral se atiene a la línea general de la política sanitaria preventiva distribuida en estos tres niveles:
— La prevención primaria: la evitación de la violencia mediante la mentalización organizativa de los factores determinantes de ella y las medidas instrumentales protectoras correspondientes.
— La prevención secundaria: la detección precoz de los indicios de violencia en el individuo o en el ambiente y la reacción contundente ante cualquier estallido o incidente violento. — La prevención terciaria: el sistema de reinserción social aplicado a las víctimas y a los perpetradores de la violencia.
Al lector no especializado sólo le interesan las medidas de la prevención primaria y la secundaria, puesto que la tarea de la reinserción o rehabilitación social en la que se polariza la función terciaria, es cuestión reservada para los especialistas clínicos y los criminólogos. Toda estrategia de prevención de la violencia o de defensa contra la misma, debe sujetarse a dos limitaciones muy importantes: primera, el proceso que se trata de evitar o sofocar es exclusivamente la violencia, o sea la agresividad maligna, por lo que es preciso exigir un respeto absoluto para la agresividad positiva, la agresividad distribuida entre la creatividad y la competitividad; segunda limitación, en el plan de toda estrategia contra la violencia hay que poner un especial cuidado en no incurrir en una iniciativa o respuesta contaminada de brusquedad, fanatismo o incluso violencia, tal vez disfrazada con la hipocresía del pacifismo a ultranza. En toda empresa es necesario incluir en el dosier de la institución un programa de prevención de la violencia. El plan preventivo primario, dedicado a cercenar las raíces de la violencia constituye la actividad prioritaria sólo cuando dentro de la empresa comienzan a proliferar los comporta 282
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mientos violentos, puesto que el foco preventivo habitual se localiza en la lucha directa contra la violencia, lo que constituye una tarea propia de la prevención secundaria. El éxito del bloque de las medidas empresariales que tratan de evitar al trabajador las frustraciones, el distrés ocupacional y en general la insatisfacción en el trabajo, supone nada menos que la supresión de la plataforma institucional de la violencia. Aunque su logro no sea accesible de un modo total, esta meta debe figurar siempre en el dosier de la empresa, al menos como una preocupación primordial que vela al tiempo por evitar la violencia institucional, preservar el bienestar o la salud de los trabajadores y prestar una amable atención a las personas que acuden del exterior. La sectorización estructural de la empresa en grupos, equipos de trabajo o departamentos puede servir de eje a la mentalización organizativa de la empresa no contaminada en sí por la violencia, siempre que estas agrupaciones sean abiertas, o sea, que estén presididas por la comunicación interna y dispongan de una amplia circulación en forma de una renovación periódica de sus miembros y de una relación cordial y comunicativa con otros grupos o sectores. La formación de grupos cerrados “al modo de capillitas” debe evitarse a toda costa porque es casi raro que no acaben convirtiéndose en un foco de violencia proyectada contra las personas ajenas al grupo, contra otros grupos internos o externos o contra la misma institución. El funcionamiento de la comunidad empresarial distribuido en canales de comunicación interpersonal horizontal simétrica y asimétrica, proporciona una trama contra la incubación o la germinación de la violencia institucional. Hablo de comunicación horizontal simétrica y asimétrica porque el verdadero diálogo comunicante a base de alternar entre la recepción o la escucha y la expresión o el habla, ha de ser horizontal. La comunicación vertical pierde la esencia dialógica. Un jefe y un empleado han de hablar entre sí como dos personas situadas al mismo nivel. Por ello se excluye de la comunicación la circulación vertical. Lo que ocurre es que la comunicación horizontal puede ser simétrica, entre dos personas del mismo grado jerárquico, y asimétrico, entre dos personas con distinta función o jerarquía. 283
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Por mucho que se insista en este punto nunca será suficiente: la comunicación es un magnífico antídoto contra la violencia, tal vez su antídoto más efectivo. La prevención primaria de la violencia de tipo organizativo, a cargo de la institución, se sistematiza en las pautas siguientes: la neutralización de las noxas laborales generadoras de frustración o insatisfacción; la disminución o extinción de los factores ocupacionales distresantes; la segmentación estructural de la empresa en forma de equipos de trabajo abiertos; el funcionamiento de la empresa enmarcado en el diálogo o la comunicación; la estimulación para la participación en la tarea proyectada sobre todos los trabajadores; la imposición de un tope al desarrollo de la competitividad entre los trabajadores de la misma empresa; por último, un elemento de primordial importancia, la atención al cliente con presteza, cordialidad y competencia. Con el cumplimiento de esta serie de exigencias razonables, toda institución de trabajo no sólo puede afianzarse en una posición inaccesible a la violencia, sino que puede aspirar a convertirse en una auténtica comunidad asentada sobre una urdimbre de vínculos de compañerismo y amistad. La prevención primaria de carácter organizativo, que acabamos de revisar, exige en los centros de trabajo demasiado expuestos a la violencia que llega de fuera, la adopción de un abanico de medidas instrumentales razonables para proteger la salud y la seguridad de los empleados. He aquí las tres medidas básicas en el orden de los dispositivos de seguridad para protegerse contra la violencia exterior y desactivar con su presencia a los violentos potenciales: — El apostamiento de un servicio de custodia, con la dedicación de una especial atención a las áreas clave del centro de trabajo. — La instalación de un sistema de alarma. — La creación de plantillas de vigilancia.
Los dispositivos de detección precoz de los potenciales psíquicos violentos o de sus indicios conductuales atienden a la vez a la observación de las relaciones interpersonales de los empleados entre sí o con los clientes, y 284
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la conducta individual de unos y otros. La forma de comportarse de los clientes asiduos toma de por sí y por sus efectos miméticos una importancia primordial. El primer signo de alarma puede ser la actitud de temor o desaprobación adoptada por un empleado o varios ante el modo de manifestarse un compañero o un cliente, o el registro de cualquier muestra individual de intransigencia, fanfarronería o fuerza encarnada en un trabajador o en un cliente. En ambos casos pueden utilizarse como referencia para identificar o no como peligroso al sujeto sospechoso, el perfil del individuo hiperagresivo o los rasgos de la personalidad anómala, recogidos en el primer apartado de este capítulo, o los efectos del consumo abusivo de una droga. La evaluación de la peligrosidad del empleado o del cliente es un índice predictivo cada vez más objeto de atención en el propio centro de trabajo. Esta valoración se vuelve archiimprescindible en empresas que requieren un alto nivel de seguridad o que entrañan un papel de responsabilidad pública. En ambos casos representa un grave error la aceptación de un riesgo de violencia. Ante cualquier individuo detectado como violento o con altas sospechas de serlo en un ambiente laboral de alto riesgo o trascendencia pública, la decisión de alejarlo temporalmente del lugar de trabajo ipso facto está de sobra justificada. La evaluación predictiva de la violencia laboral se está erigiendo en uno de los índices más atendidos a la hora de seleccionar a los trabajadores. Un problema especial a este respecto es el de los drogadictos. La postura de dar como no apto al drogadicto en activo cuando aspira a un puesto de trabajo debe acompañarse de un informe confidencial, en el que, respetando el anonimato, se precisa su diagnóstico para que el interesado pueda optar por dirigirse al organismo sanitario idóneo para comenzar el programa terapéutico de recuperación. El aspirante que es consumidor de drogas aunque no adicto es tributario de una postura más flexible e individualizada, sobre todo con relación a centros de trabajo que no sean de alto riesgo o de resonancia pública. En algunos casos cabe aplicar a estos usuarios de drogas ilegales no adictos la calificación flexible de “apto condicional bajo supervisión médica”. 285
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La detección del consumo abusivo o adictivo de drogas en un trabajador ya incorporado como tal a la empresa, representa un dato que puede cobrar un significado capital en los órdenes colectivos de la seguridad (conflictos, agresiones), la salud (proselitismo) o la productividad (absentismo, accidentes, etc.). Con vistas a dispensar una justa protección a estos tres ejes laborales, sobre todo el de la seguridad, se ha impuesto el derecho institucional a practicar exámenes analíticos de detección de drogas o de sus metabolitos entre los trabajadores sospechosos de consumir alguna sustancia adictiva o tóxica. El adiestramiento del personal laboral para el reconocimiento de los signos externos de violencia (excesiva aproximación física hacia otra persona, tensión muscular extrema, expresiones de fanfarronería, etc.) mediante sesiones de entrenamiento, se ha vuelto una faceta preventiva muy recomendable o imprescindible. Todos los procedimientos válidos para identificar la violencia potencial resultan de suma utilidad preventiva. A este respecto, convendría establecer como obligación reglamentaria para los empleados la de informar cuanto antes a la dirección sobre los incidentes de violencia acaecidos en su presencia o en su territorio laboral. Cualquier manifestación de violencia no debe ser pasada por alto. La intervención contundente y firme de la dirección laboral ante un estallido de esta naturaleza, no sólo es preciso para sofocar el incidente sino para fomentar a la larga el rechazo colectivo o individual de la violencia. La sensación de inseguridad, en cambio, favorece la comisión de nuevos ataques. En caso de un acontecimiento criminal o de un suceso de violencia organizada o lucrativa, la conexión con la comisaría de policía o con los servicios jurídicos ha de establecerse con presteza de un modo sistemático. La reacción debe atender tanto a aportar la solución favorable del incidente, como a la demostración pública de que la ley funciona debidamente para proteger los derechos del trabajador o del visitante. La detección de víctimas en potencia sirve de jalón inicial para desplegar una doble labor: por una parte, facilitar a estos individuos un asesoramiento preventivo, con objeto de evitarles ser objeto de posibles abusos, y por otra, prestarles apoyo social y emocional y protección física. 286
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Las víctimas del acoso moral son personas tributarias de estas tres acciones defensivas: primera, el apoyo contra los acosadores; segunda, la eliminación del ejercicio de acoso, y tercera, el tratamiento a tenor de su estado mental, sin omitir el fortalecimiento terapéutico de la autoestima personal. La liberación de las garras del acosador constituye en sí un trámite laboral que puede precisar el concurso de un servicio jurídico especializado.
12.4. La victimización socioprofesional en los centros sanitarios y escolares En los establecimientos sanitarios y en las aulas escolares se ha multiplicado en los últimos tiempos la violencia en una proporción que desborda en una medida abrumadora el incremento de violencia registrado en la calle, en el hogar o en otros centros de trabajo. La ola de la violencia laboral y extralaboral que invade la sociedad occidental contemporánea vuelca su cresta más empinada sobre los profesionales de la salud y los profesores, precisamente durante su horario laboral, sin excluir otros recintos donde transcurre su vida. La extremada sobrerrepresentación sanitaria y escolar en el sector de las víctimas de violencia laboral, permite hablar de la victimización socioprofesional de los sanitarios y los enseñantes. Unos y otros tienen en común el desempeño de las dos actividades ocupacionales más nobles y altruistas, cuyo ejercicio los convierte en víctimas preferentes de la violencia de los demás. Son como el pimpampún para la descarga de violencia de la moderna sociedad occidental. El proceso de victimización profesional específica compartido por los sanitarios y los profesores se debe menos a las correspondientes características de su respectiva actividad profesional, que al asiduo contacto directo con unos clientes en situación energética presta a la descarga violenta. La actividad diaria de la enseñanza escolar y el cuidado de los enfermos se desarrolla en relación presencial con los potenciales ofensores, en ausencia de elementos disuasivos o protectores y en circunstancias de extremada vul 287
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nerabilidad. El agresor se siente invitado al ataque por el estado de indefensión de su próxima víctima y la tranquilizadora sensación de impunidad. La casi totalidad de las agresiones verbales o físicas contra el personal sanitario o pedagógico es perpetrada por los enfermos o los estudiantes o por sus acompañantes o familiares. Su escenario habitual comprende el lugar del trabajo y sus alrededores. La defectuosa organización, los errores del personal, la demora en el cumplimiento del horario, la falta de cohesión en el equipo de trabajo o la presencia de conflictos interpersonales entre los sanitarios o los profesores son factores que provocan tensión emocional en los beneficiarios y sus allegados o los colocan en la línea de precipitarse a una conducta agresiva. La selección del miembro del equipo clínico o docente por parte del atacante para descargar sobre él su violencia verbal o física, puede obedecer al azar, simplemente por el hecho de encontrarse en las inmediaciones del agresor en ese momento, o a factores discriminantes centrados en el colorido negativo de la relación interpersonal entre ambos o en ciertas características de la víctima. Es conocida la existencia de algunos profesores, médicos o enfermeras que son más propensos que sus compañeros a ser objeto de violencia. Hay tres clases de personas sanitarias o docentes que suelen recibir más ataques durante el desempeño de su trabajo que los demás: los inoportunos o imprudentes, los tímidos o vergonzosos y los arrogantes o violentos. Por el contrario, los capacitados para esgrimir una defensa argumentada serena disponen al tiempo de un margen de autocontrol suficiente para aguantar o desactivar la descarga de malhumor o la protesta inopinada, por cuyo motivo son los menos atacados. Cuando el agresor está en plena efervescencia dispuesto a estallar, la actitud idónea por parte de las personas próximas, es la de esperar, sin tratar en general de intervenir. Los consejos u otros intentos de apaciguamiento exarceban por lo general las manifestaciones de violencia del sujeto malhumorado o protestatario que está fuera de sí. Si se tercia, puede seguirse la fórmula transmitida por mis amigos de Andalucía válida para estos casos: “quitarse de momento de delante”, pero 288
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sin abandonar el caso y recurriendo si fuera posible al concurso del sistema de seguridad. Ciertamente, en todas las latitudes se recomienda ante una amenaza física la retirada siempre que sea posible. El factor de indefensión personal constituye un atractivo para la violencia del atacante, como lo demuestra que en las instituciones clínicas o escolares el 75% de las víctimas son mujeres y que proporcionalmente el riesgo de las mujeres para ser atacadas alcanza un nivel mucho más elevado que en el hombre. Por tanto, es obvio que la violencia de género en forma de ataques contra la mujer también está presente en el ámbito laboral. Además de los sucesos de violencia más frecuentes y los de mayor trascendencia que son los protagonizados por los beneficiarios o sus allegados en contra del personal clínico o docente, se registran ataques de igual a igual, o sea, los enfermos entre sí o los escolares entre sí, tal vez con la participación en la refriega de los respectivos familiares. Alrededor del 25% de los ataques verbales o físicos protagonizados por los enfermos o sus familiares en el espacio clínico, se dirigen contra otros enfermos. En los centros escolares, la mayor parte de la violencia de alumno contra alumno permanece cada vez menos oculta. No puede pasarse tampoco por alto la existencia de una violencia vertical, de arriba abajo, de sanitario contra enfermo o de profesor contra alumno, hoy activada por un estado de distrés, según veremos después. El motivo inmediato del ataque al sanitario suele relacionarse con la denegación o la demora de un certificado preciso para la dispensación de un beneficio económico, o con la dificultad para la expedición de la receta de un determinado medicamento, o con el retraso en la intervención diagnóstica o terapéutica, o con el resultado del tratamiento o con el plazo de espera, a menudo en el marco de una falta de comunicación entre los cuidadores sanitarios y los enfermos y sus acompañantes. En los establecimientos psiquiátricos el motivo conflictivo más operante es el rechazo violento del tratamiento por parte del enfermo. Los servicios de pediatría son muchas veces el escenario de incidencias de violencia protagonizadas por un niño, un preadolescente o un adolescente, y dentro de su espacio no son escasos los conflictos de violencia entre el personal asistencial y las madres de los niños. 289
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La constatación numérica de que el sector sanitario engloba trabajos muy azotados por la violencia, viene dada por el asombroso dato de que entre el 60% y el 80% de los trabajadores de este sector han sufrido ataques físicos o serios incidentes de violencia. En el personal de ambulancia, el porcentaje llega hasta el 85%, y en el equipo psiquiátrico, ¡al 95%!. Dentro del equipo clínico, es el personal de enfermería, en su mayor parte del género femenino, la categoría profesional más castigada por las amenazas y la agresión física de los enfermos o de sus allegados. Se calcula que el 75-80% de la violencia registrada en el ámbito clínico se proyecta contra las enfermeras y las auxiliares. Son los enfermos los autores principales de los actos agresivos, seguidos por los familiares. Y por si esta concentración de la violencia clínica en el círculo profesional de las enfermeras no fuera demostrativa del alto riesgo de esta profesión sanitaria, se encuentra la alta proporción de enfermeras que han sufrido expresiones violentas contra ellas emitidas por los médicos. Finalmente, el 20% del conjunto del equipo sanitario declara haber sido víctima ocasional de la agresión verbal protagonizada por la dirección del centro. La victimización sanitaria es un hecho nada baladí por dos motivos: primero, porque la violencia verbal suele ser reiterativa; segundo, porque la violencia física está sumamente extendida hasta el punto que ha afectado alguna vez a más de la mitad de los trabajadores sanitarios. En una clínica canadiense dedicada a las urgencias psiquiátricas el 42% del personal declara haber sufrido al menos una agresión física en el curso del último año. Los centros clínicos en cuyo ámbito alcanza la violencia su nivel máximo son los dedicados a la psiquiatría, a las urgencias generales o a los cuidados intensivos, o aquéllos servicios con un índice de sobremortalidad como los especializados en cancerología. Un caso de exposición particular a la violencia engloba a los que practican medicina general. Según encuestas realizadas en el Reino Unido entre médicos generalistas, del 25 al 59% de ellos sufren al año alguna agresión verbal y del 1 al 11% alguna agresión física. A estos índices se agrega los ataques sexuales contra los médicos femeninos. Los actos de violencia más graves suelen ocurrir durante la consulta y durante las visitas de noche. Los autores suelen ser 290
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hombres menores de 40 años, que actúan bajo la influencia de las drogas o el alcohol (27%), la ansiedad (25%), el trastorno mental incontrolado (20%), la longitud de la espera (10%), un duelo reciente (5%) u otra causa (13%). El perfil de los agresores de médicos y sanitarios no es único ni especial y se concentra en las variables siguientes: la hiperagresividad o hiperimpulsividad, la delincuencia común, la personalidad psicopática o asocial, el desequilibrio afectivo depresivo o hipertímico, el síndrome psicótico y sobre todo el estado influido por el alcohol u otras drogas. Vamos a analizar aquí los datos epidemiológicos evaluados en los servicios psiquiátricos ambulatorios u hospitalarios, que, por constituir el sector clínico donde la violencia alcanza un nivel más elevado, son los más estudiados en la bibliografía internacional, a despecho de la contrastada preparación del personal para hacer frente a los comportamientos violentos. El trámite del ingreso del enfermo en el centro hospitalario o de la admisión por vez primera en el centro ambulatorio, o sea su primer encuentro con el equipo terapéutico, se destaca como el momento más expuesto a la violencia. La mayor parte de los actos de violencia ocurren al inicio de la asistencia, sorprendiendo a sus víctimas. Esta reacción violenta inusitada se inicia a menudo como un rechazo al tratamiento o una oposición al ingreso hospitalario. La proporción de enfermos prestos al ataque contra los clínicos que les atienden oscila en los servicios psiquiátricos de internamiento alrededor del 10% y en los servicios abiertos no llega al 5%. Aunque no existe un perfil típico del enfermo agresor, sí pueden señalarse los rasgos paranoides en forma de un delirio de autorreferencia de perjuicio o persecutorio como el complejo sintomático que combina la distorsión de la realidad con el mayor potencial agresivo. Por lo demás, hombres y mujeres de todas las edades y de diversos diagnósticos están sujetos a la pérdida de control perdiéndose en la senda de la violencia. Los individuos más inclinados a actos de violencia son los afectados por un importante trastorno de la personalidad, así como los hipertímicos, los esquizofrénicos paranoides, los alcohólicos o los drogadictos en líneas generales. A esta serie de categorías diagnósticas pertenecen también los propensos a atacar a otros enfermos. 291
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El índice contable de la victimización del clínico profesional es imposible de establecer en cifras válidas para el conjunto de los establecimientos psiquiátricos. Con arreglo a los índices registrados en distintos centros, la prevalencia global de violencia varía nada menos que entre el 2 y el 100%. No son raros los centros psiquiátricos donde resulta difícil encontrar un miembro del personal que no haya sido victimizado. Lo contrario resulta bastante menos común. Esta extremada diversidad a tenor de las clínicas o los hospitales denota que la victimización global de los profesionales de la psiquiatría está ligada a factores del propio centro. Intervienen al respecto tres variables de suma importancia: el estrato socioeconómico o la estirpe cultural de su clientela, el tipo de enfermos que suelen ser asistidos en el centro y el nivel de competencia del personal. En tanto la influencia ejercida por las dos primeras variables se traduce directamente en un descenso o un incremento en el nivel de violencia personal o familiar aportada desde la calle, la mejor o peor preparación del personal interviene como factor fundamental en todo lo que acontece en la propia clínica y en sus aledaños. La prestación desde el primer encuentro de una orientación asistencial adecuada al enfermo recién recibido, acompañada de la detección precoz del potencial de violencia en el enfermo o en sus familiares, permitirá tomar las medidas cautelares adecuadas para evitar el afloramiento de la violencia. De este modo, un equipo psiquiátrico bien conjuntado y de alto nivel técnico será gratificado con una tasa de victimización mucho más ligera que la registrada en otros centros con personal peor preparado. También influyen en la selección para ser victimizado los rasgos del carácter o los errores cometidos, aspecto al que ya me he referido líneas atrás y cuya intervención se confirma aquí al existir un sector minoritario de psiquiatras víctimas de ataques reiterados. Puntualmente, se señala que más del 50% de los psiquiatras impactados por la violencia física había incurrido en algún error, o se había inhibido en la toma de medidas de anticipación ante una provocación, o había adoptado una reacción inadecuada a una amenaza física. A este respecto está confirmado que los psiquiatras jóvenes son los más atacados no sólo a causa de su menor experiencia para defenderse con 292
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los medios adecuados, sino por ocupar la primera línea asistencial y sobre todo por ser percibidos por el potencial agresor como más vulnerables. Dentro del estamento profesional psiquiátrico, los más a menudo atacados son las enfermeras y las auxiliares, a causa, sin duda, de su prolongado contacto con los enfermos, sin omitir la ominosa influencia ejercida por el hecho de pertenecer en su mayor parte al género femenino. El registro contable cuidadoso verificado en algunas clínicas psiquiátricas muestra este reparto de la violencia: el 60% contra las enfermeras; el 20%, contra las auxiliares; el 10% contra los psiquiatras, y el 10% restante contra los demás estamentos sanitarios (cuidadores, porteros, personal administrativo). El daño físico proporcionado al personal clínico por los ataques de los pacientes es de grado leve en más del 90% de los casos. El daño psíquico o personal alcanza una resonancia individual o colectiva mucho mayor y se extiende desde la siembra en el lugar del trabajo o en alguna persona aislada del miedo, la ansiedad o el pánico, la irritación o la hostilidad, hasta convertirse en una importante fuente de insatisfacción tensa para el trabajo, sin omitir el riesgo de abocar al síndrome de estrés, a un cuadro postraumático o a un episodio depresivo. No son escasas las enfermeras, los auxiliares, los cuidadores o los porteros que han abandonado su ocupación sanitaria a causa de padecimientos psíquicos ocasionados por los actos de violencia sufridos en el espacio laboral. Ante la delicada situación sanitaria actual de máxima exposición a la irrupción de la violencia, se impone con toda urgencia la iniciativa de adoptar medidas de seguridad para proteger la integridad física y psíquica del personal asistencial. Estas medidas deben ser compatibles con las necesidades terapéuticas de la clientela. El propio equipo sanitario dispone de una formación suficiente para orientar de un modo conveniente la estrategia preventiva, sin excluir servir de guía a la repartición del personal de seguridad y a la instalación de los dispositivos técnicos necesarios. Pasemos ahora a ocuparnos de la violencia en las aulas. La moderna alarma social despertada por la violencia ha invadido de un modo masivo los centros escolares. El problema más grave despertado por la violencia en los últimos tiempos en estos centros se desarrolla en una doble vertiente: la 293
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violencia vertical ascendente, alumno contra profesor, y la violencia horizontal, alumno contra alumno, sin que se haya producido el cese total del abuso de siempre protagonizado por el profesor malhumorado o incompetente contra la dignidad del alumno. El vertiginoso ascenso de la violencia de los estudiantes contra los profesores, o sea los alumnos contra los enseñantes, no sólo engloba las categorías del insulto, la calumnia, las malas contestaciones, el desafío u otras expresiones de violencia verbal o gestual, sino el ataque físico. La agresión corporal del alumno al profesor ha dejado de ser un hecho inusitado o sorprendente. Además, se ha convertido en una forma de violencia común, algunas veces aplaudida por los propios familiares, la actitud o conducta de hostilidad del alumno contra el docente de turno en forma de comportamientos que tratan de herir, molestar o provocar al profesor como la falta de puntualidad, el absentismo, el desinterés, la apatía o la franca desobediencia. Los familiares actúan muchas veces como cómplices de esta conducta escolar de provocación o desafío y el apoyo prestado por esta complicidad a la rebelión del alumno, aboca algunas veces al enfrentamiento de la familia con el profesor. De esta suerte, los sucesos de violencia entre el personal docente y la familia del alumno se han incrementado considerablemente. La violencia de alumno contra alumno se atiene casi siempre a la forma intragénero, o sea, muchacho contra muchacho, o chica contra chica. Así como las disputas y las peleas entre ellos son muy frecuentes, la violencia intragénero femenina permanece estacionaria en sus rasgos cuantitativos y cualitativos. De esta suerte, suele seguir conformándose como una actitud de hostilidad sin llegar a una conducta de franca violencia. Finalmente, la violencia de muchachos contra chicas es poco frecuente, pero cuando ocurre alcanza el grado de un comportamiento brutal, a veces tan brutal como la violación de una chica por una manada de cinco o seis muchachos. Siempre se ha dicho que los niños son crueles —aunque lo sean casi siempre inconscientemente— para los defectos físicos o mentales de otros niños, lo cual denota que el acoso moral escolar siempre ha existido. Últimamente se estima que el 20% de los escolares, o sea uno de cada cinco, 294
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sufre acoso por parte de sus compañeros a lo largo de todo el curso. Las conductas de acoso sufrido por niños o niñas en las aulas toman distintas expresiones, siempre en forma reiterada: insultos, motes, chillidos o gritos, falsas acusaciones, gestos de burla o desprecio, prohibición de jugar o de hablar. El niño acosado en el centro escolar es en realidad un alumno excluido, en trance de sufrir una distorsión de la personalidad o un estado de ansiedad o depresión. En la victimización de un niño o un adolescente por el acoso de sus compañeros, la figura del profesor no siempre permanece ausente. No raramente el enseñante participa indirecta o directamente en el acoso. El señalamiento de la víctima es una tarea asumida por el profesor nervioso e inestable en no raras ocasiones, mediante algún comentario hiriente o descalificador que sirve a los demás niños como incitación para iniciar el proceso de victimización de un compañero sometiéndolo a partir de ese momento al hostigamiento moral asiduo. En otras ocasiones la elección del niño víctima está condicionada por algún rasgo suyo, por ejemplo, la condición de nuevo en la clase o cualquier notoria peculiaridad suya de carácter físico, étnico o sociocultural o el carácter retraído o pusilánime o cualquier especie de fragilidad personal. El muchacho que opera como un cabecilla del grupo hostigante —el acoso escolar suele tener una protagonización colectiva— se distingue por mantener una personalidad erigida sobre un funcionamiento egocéntrico o narcisista o un trastorno de la conducta. Todo niño o preadolescente cabecilla de un hostigamiento encierra una especial propensión a convertirse el día de mañana en un delincuente. Uno de los informes más completos sobre las consecuencias posibles del acoso escolar es el publicado por el equipo pedagógico francés formado por Braudbas, Jeunier y Stilhart (2007). Entre las posible consecuencias sobre la salud del acosado sobresalen por su frecuencia, según los autores mencionados, los dolores físicos, el trastorno digestivo, el malestar general, la sensación de fatiga, el sentimiento de miedo o ansiedad, las crisis de desesperación y el trastorno del sueño (sobre todo pesadillas y despertares). Al tiempo se imponen ellos la conducta de evitación al sentirse excluidos y ame 295
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nazados, y a la vez la actitud negativa con relación a los adultos y al centro escolar, lo que se traduce en un índice alto de absentismo y un notable descenso del rendimiento académico. Las diferencias con respecto a la edad y el género alcanzan un nivel muy significativo. Por otra parte, la violencia de un directivo contra un profesor contratado, en forma de acoso moral, es un proceso nada raro. Su extensión se ha multiplicado por razón de la falta de satisfacción que se ha adueñado de la profesión de enseñante, profesión mortificada tanto por la insuficiente remuneración económica como por el prestigio social de escasa solidez y la conducta rebelde de los alumnos. En la determinación de la violencia escolar contra los profesores, que es la forma de violencia que más ha impactado en los últimos tiempos con su masiva emergencia, interviene una multicausalidad. La edad más propicia para enfrentarse con el profesor con comportamientos de violencia pasivos —como la actitud de hostilidad— o activos, en sus diversas manifestaciones verbales o físicas, oscila entre los 13 y los 19 años. Se trata de una edad que abarca las etapas inicial y media de la adolescencia, que es la fase de la vida humana con mayor acumulación de signos de rebeldía y violencia. El tránsito de niño a hombre, que es el proceso definidor de la adolescencia, ha pasado de ser una crisis, resuelta en 2-3 años, como ocurría antaño, a constituir la segunda fase de la vida humana, precisamente la fase más conflictiva. Durante la adolescencia se combinan un sólido desarrollo biosexual con los signos de inmadurez afectivoemocional y social y la identidad personal contradictoria, ambigua o indefinida. El resultado de esta combinación antagónica registrada en la personalidad del adolescente, se deriva con mucha frecuencia hacia el cauce de violencia proyectada contra los adultos, sobre todo los padres y los profesores. Para comprender al adolescente hay que tomar en consideración sus abundantes fijaciones infantiles y su tendencia al rechazo del mundo de los adultos recurriendo a mecanismos de represión, negación o proyección. Aunque la adolescencia femenina siempre ha sido mucho más plácida que la masculina, cada vez permanece menos cerrada a la invasión de la violencia. 296
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La crisis de la familia actual interviene como uno de los más importantes factores que estimulan la violencia infantojuvenil, sea directamente como un contexto de violencia, sea indirectamente por omitir el aprendizaje del autocontrol. La mayor parte de los muchachos destacados como violentos proceden de familias rotas o desestructuradas, o que funcionan sin la articulación ofrecida por la comunicación intrafamiliar suficiente. La incorporación de un muchacho a una pandilla suele traducirse en un incremento de su potencial de violencia. El espíritu de las pandillas infantojuveniles se alimenta de violencia grupal y violencia individual. Otros importantes factores causales de la violencia juvenil se encuentran en la influencia desplegada sobre ellos por la televisión, los videojuegos o internet, así como por el clima tenso que preside la sociedad de los adultos y la extensión alcanzada en todas las edades por el consumo de drogas. El sistema preventivo específico más importante de la violencia escolar se distingue por centrarse en la creación de centros de apoyo y en la dedicación de un tiempo suficiente por parte de los profesores a hablar con los alumnos y con sus familiares. Los profesores y los sanitarios disponen por su parte de una especial oportunidad proporcionada por la relación de superioridad mantenida con los escolares o los enfermos, respectivamente, para distorsionar su relación con ellos en forma de autoritarismo o por medio de la dispensación de malos tratos. La relación pedagógica o clínica impregnada de una tonalidad bronca o francamente violenta encarnada en el jerarca de turno es un hecho que se remonta a una tradición muy lejana. Bastante tiempo atrás se llegaba a utilizar el maltrato clínico o escolar en algunos momentos como si fuese un remedio terapéutico o educacional. Se pensaba o se decía, de un lado, que así los enfermos “pondrían más de su parte” y, de otro, que era “el modo de acostumbrar a los muchachos a la dureza de la vida que vendría detrás”. Ambos alegatos son racionalizaciones insostenibles en todos sus puntos. El maltrato dispensado por el profesor o el sanitario a las personas que están bajo sus cuidados, además de ser un hecho injustificable en el plano moral, genera probables efectos muy nocivos para el bienestar y la salud del maltratado. 297
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La mayor parte de estas lamentables incidencias de violencia autoritaria descargada sobre las personas objeto de cuidados directos provenían antaño de la incompetencia profesional o del desequilibrio emocional. Hoy, a estas dos grandes entradas profesionales de la violencia relacional o interpersonal se ha agregado la acción del distrés. El profesor o el terapeuta embargado por el distrés, muchas veces causado por episodios recurrentes que deben ser considerados como una situación de cronicidad más que como una repetición de acontecimientos agudos, se deja acometer por el cambio sorprendente de pasar de la idealización del enfermo o del escolar a contemplarlo con una visión absolutamente negativa. Comienza el profesional de la salud o de la enseñanza distresado sintiendo debilitarse su interés por las personas que están bajo su cuidado y al tiempo creerse objeto de abuso por ellos. En la siguiente etapa sobreviene una actitud de impaciencia e irritabilidad, coloreada de pulsiones agresivas. Los dos estadios comentados del profesional de la salud o de la enseñanza distresado corresponden sucesivamente a las dos formas clásicas del maltrato proporcionado a los enfermos o a los escolares, maltrato casi siempre verbal o pasivo. En la primera etapa el maltrato suele ser indirecto mediante olvidos, descuidos o retrasos, o una actitud de indiferencia, distanciamiento o arrogancia. En el nivel posterior las cosas se agravan al imponerse el maltrato directo o activo mediante comentarios hostiles, descalificaciones, expresiones molestas, insultos u otras formas de ataque verbal o gestual. Los lazos entre el estado de distrés y el maltrato sobrevenido como consecuencia suya han emergido en los últimos tiempos con una fuerza poderosa y una evidencia que permite comprender y entender algunos comportamientos destemplados o insólitos, de los que no está libre ni siquiera un profesional prestigioso y equilibrado. Muchos conflictos de comunicación con los enfermos o con los alumnos, obedecen a este mismo origen. Finalmente, hay que permanecer alerta en contra de una falsa acusación de malos tratos contra los profesionales de la salud o de la enseñanza. Como contraste de este dato, prolifera la incidencia de malos tratos reales no percibidos como tales por parte de sus víctimas. 298
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El acto violento sintomático de distrés contra los alumnos o los enfermos revierte sobre su autor incrementando el sufrimiento emocional implicado en el distrés o agravando el estado emocional depresivo con un sentimiento de culpa o la adjudicación de autorreproches. Por lo tanto, conviene afirmar que la descarga de violencia no alivia de ninguna manera la sobretensión propia del síndrome de estrés, sino todo lo contrario. Conviene disipar lo antes posible el mito de que el comportamiento violento puede servir en alguna forma para remediar el estrés y facilitar la adaptación ambiental. En cambio, el profesional de la salud o la enseñanza protagonista de los actos de violencia durante su actividad profesional a instancia de la incompetencia o el desequilibrio emocional, puede servirse en algunos casos de la descarga violenta como una especie de actividad enmascarante, como una conducta compensatoria o como una catarsis emocional sádica. No son raros los sujetos neuróticos inseguros que, como el psicoanalista disidente Alfred Adler puso de relieve, compensan su sensación abrumadora de autoinsuficiencia mediante la humillación de los demás o el ejercicio de un poder autoritario, caprichoso o sádico. Por su parte, los profesionales incompetentes no vacilan algunas veces en prodigar un comportamiento hostil o dictatorial hacia los niños o adultos que dependen de sus cuidados para enmascarar su incompetencia o tratar de liberarse de ella proyectándola en una forma descalificatoria sobre los otros, especialmente las personas que dependen de ellos.
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Índice onomástico Adalbéron de Laón, 27 Adler, Alfred, 236, 299 Alonso-Fernández, F., 122, 137, 138, 140, 174, 192 Amiel, R., 67 Andersen, 278 Anderson, Marie, 14, 117 Baudelaire, Charles, 150 Bernard, C., 125 Calvino, 31, 35 Capek, Kavel, 41 Capote, Truman, 188 Carnot, Sadi, 38 Cátulo, Cayo Valerio, 66 Cervantes Saavedra, Miguel de, 205 Chopin, Fréderic, 150 Covarrubias, Sebastián de, 26 Da Fonseca, Antonio, 183, 201, 246 Decours, 98 Durero, Albert, 150 Emerson, 220 Eolo, 9 Felipe II, 35 Felipe IV, 29 Fitzgerald, Scott, 188 Freud, Sigmund, 8, 15, 49 Freudenberger, Herbert, 213 Friedman, Milton, 165 Fromm, Eric, 6, 21 Gehlen, Arnold, 38 Godard, Philippe, 99 Goethe, Johann Wolfgang von, 66, 72 Goya y Lucientes, Francisco de,150 Guide, André, 255 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, 16 Heidegger, Martin, 10, 82 Hosokawa, M., 174 Hughes, 220 Huizinga, J., 68 Huxley, Aldoux, 74, 75 Kafka, Franz, 108 Kozakai, T., 176 Kretschmer, Ernst, 241 Lamy, L., 97 Larra, Mariano José de, 150
Lazarus, R.S., 116 Lope de Vega, Félix, 34, 35 Lorenz, Konrad, 278 Luis de León, Fray, 77 Lutero, Martin, 31, 35 Maisonneuve, J., 97 Maravall, J.A., 36 Marx, Karl, 7, 12, 97, 98, Nixon, Richard, 173 Ortega y Gasset, José 7, 24, 75 Orwell, George, 74, 75 Osler, William, 166 Ovidio, Publio, 9 Pascal, Blaise 68 Pélicier, Yves, 14 Pericles, 76 Perrault, Charles, 278 Pfand, L., 34 Pierson, P., 35, 36 Platón, 3 Plutarco, 76 Ramón y Cajal, Santiago, 150 Rhéaume, 42 Rodin, Auguste, 150 Rojas, Carlos,11, 249 Rosenman, R.H., 165 Rousseau, Jean-Jacques, 66 San Agustín, 82 Santo Tomás de Aquino, 2 Schneider, P., 222 Schopenhauer, A., 68 Selye, Hans, 114, 115, 116, 117 Simmel, G., 34 Sísifo, 9, 214 Streit, U., 41 Therriault, P-Y., 42 Tichey, 179 Tinbergen, N., 278 Veil, C.E., 98 Weber, Max 35 Wiener, Norber, 246 Wisner, A., 98 Zeus, 9 Ziehen, T., 241
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