Gmcoún ojtcrel U* An^MUa Fuatar
Itaifraoones C*m «o Cardan* Fotogrel'aportad* ScephanLcbel O eg'em do&o: Alton so Vaga O O iM to da eubwta: AHonM \to#a O « Jacqu etr* B a ta ta e E d ciw w t SM CMb S.A Pocuro 2007. P rovdtncu. S m ago ISBN B56-J64 263-1 OCfMuk: logad: 1*0 5S3 Prm eta «
krp i» n u SaUsunos O I Oana 14*6, Sam ugo
Nwaai'oa sincero* a g rtftC K n ionios • la Congtftgacion Fram acana y 8 tu Padre provine**. RaU Admarm. y U d rtc to ra OHMuseo CdOAM* M San Franoooo. ttfto ra Roaa Pm », per « ocM fryactfn praitada p an la aaoen d« eato
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Simón y el carro de fuego
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Jacqueline Balcells
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Mis agradecimientos a O Echeverría Doctora en Hiuoria. ayuda en la elaboració
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Capítulo I
F.l, DbSCUBRIMIENTO
M I QUERIDO Simún. Uteamos hace tres diat de Urna y mañana paniremoi hacia Jai montañas. a un lugar donde vivió hace milft de años un pueblo indígena. Dejaremos las maletas con eí padre Modesto, un franciscano que conocimos cuando visitamos el «mvvnfo y dei i¡ue m a hemos hecho muy amigos. De vuelta en La Serena te compraré las papayas confitadas que me encargaste. También ifr tengo un pequeño tesoro histórico que le va a encamar Pórtate bien con tus abuelos. Be¿tu y otsos ae tus pap4Íi que te quieren mucho. Ana 7
Simón, recostado en su cama. volvía a leer la caita que guarda*» en su velador y que ya era un verdadero estropajo de papel en el que apenas se distinguían la* letm . Cuantío era chico le gustaba que su abuela se la leyera por lux nochcv y luego venían la* mil preguntas acerca del tesoro que su mamá le anunciaba y con el que soñaba después. UiUk vcccs era el arco y las flechas de algún famtvo gucncro indígena; otras, el manto del Inca tejido con ptkn de murciélago. del que le habta contado «i papá. Al pasar el tiempo, la cana quedo guardada entre tas páginas de su libro preferido: Imj a\rnturui de Ton SoH'yer. y no le gustaba ya acordarse de ella porque le daba pena y se ponía a llorar. Y a Simón no te gustaba llorar, ni siquiera cuando eslaba soto. Unos días atrf*» luego de visitar con su cuno una exposición de pintura en el Musco de San Francisco, algo que vio en uno de los ciudfos y que lo óc¡6 completamente sorprendido e ininjpdo. lo había llevado a releerla. —¿F.rfá» lisio, Simón?— escuchó la vo; de su abuela— ¡Ya estamos atrasados' —¡Voy. Pepa!— exclamó, levantándose de un salto—. Acuérdate que me prometiste que hoy iríamos a misa a San Francisco. Simón vivía con sus abuelos desde que tenía cinco atoa, cuando sus padres ponieron a un viaje de trabajo Ambos eran arqueólogos y esa vez se internaron en la cordillera, con un arriero. N mguno de kM tres volvió y luego de varios días de búsqueda 0
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los cnconiruroo niuenos. bajo up desprendimiento de tiem y roca*. Ua tiempo después, desde el convento franciscano de La Seremi llegó un paquete con libros. una malcl* con topx, una curta de pésame del Superior del convenio y un carro de matera del pone de una nuno, que tenia fom u de dragón y cataba lirado por ponía triste, pero ripidanxnic se consolaba pensando que tenia una abuela que hacía cosas extraordinarias. como manejar marcha atrás cuando murria avanrar cooua el tránsito en una calle de un solo sentido, experiencia aterradora que a Simón le fascinaba porque la encontraba "límite". Y un abuelo semi inválido, pero muy entusiasta, que no se cansaba nunca de contar sus aventuras a bordo de ta yate durante una travesía por el Pacifico sin repetirse nunca, por k> que Simón sospechaba que mucho* de sus peripecias eran inventadas. Clan» que hacían cosos que de chico k daban vergúenz*. como el día en «jue vinieron sus amigos y el abuelo se quedó dormido en el sillón del living roncando como helicóptero o la ve¿ que la abuela apareció frente a sus compafteius de curso con una máscara 9
de puré de pollas en la cora, luego de haber leído consejo» pira eliminar las amiga» en un suplemento naturista del periódico. Simón ahora calaba por cumplir doce «ftos. Era un nido reflexivo y bastante maduro para tu edad. Los ronquidos dd abuelo y tes extravagancias de dgña Pepa le daban risa y ya no le importaban. Su pequeha pena era otra: aunque se sentía muy querido, umtxéa se sentía solo. Le habría gustado lener mochos hermanos, como m i amigo Andrés, y una casa llena de risa» y de música y de gente entrando y saliendo. La abuela se complicaba con I» vúius, el abuelo no soportaba la música fuerte, a menos que fuera una ópera, y los do» se punían lan nerviosos cuando él estaba invitado a alguna parte, que lo atiborraban de consejos y lo despedían como si se fuera a trasladar de comínente. —Apúrate que no quiero llegar larde— insistió la abuela. Simón se anudó un polerón al cuello y en vez de tomar el ascensor, bajó corriendo por las escaleras. Iba silbando una música de moda, un animado, que luego su abuela comentó. —No te reconozco. Siempre refunfuñas cuando te ptdo que me acocnpa&es a misa. —Es que boy vamo»»S*n Francisca abuela, y no a usa iglesia que tiene el mismo olor que esa* bolitas de ñatísima que pones en tu doset para que no lleguen polillas. Además, al cura ni se le entiende k> que dice— le contestó Simón. 1A
—Reconozco que las prédicas de eje sacerdote
mxi un poco confusas Por ahí no anda su don.
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—¿Su don?— lo interrumpió Simún. —SC pues, iodos tienen un doo para algo, que les otorga el Espíritu Santo... —¿Y qué don me habrá dado a mi, Pepa? —Seguramente mucho*. Pao Simón ya no la ota y igitatea losbtazuv saludando a una mujer colorína que caminaba por la vereda dd (rente, seguida de tres gato*. —¡Hola Miulina!— gritó. —Esa mujeres rarísima— comentó la abuela. —¿Qué tiene de rara? —De partida. el nombre. —Por ¿i no lo sabes, me dijo que era un nombre medieval. —Igual es raro. Yesos ira gatos que la siguen como si fueran perros... —¿Y eso qué tiene? ¡Todo porque a ti le cargan los galos' —Basta ver como se viste— dota Pepa no cejaba—: vestidos llenos de vuelos, zapatos puntudos que ya nadie usa y una batería de pulseras y collar» Además, habla sola. —No habla sola, habla con sus gatos. —Lo único que le falla decir es que los gatos k conicslan, y además en inglíx, lo que no me extrañaría. porque te has puesto meiuimo. En realidad Simón se había puesto bastante mentiroso, pero se justificaba diciéndose que era la 11
única maoeni (fe sobrevivir con unos abuelas uní sühje pfcKectore». La primera vez fue cuando dijo que iríj a estudiar cun un compuiWru de c u rs ó le vivía cerca)- partió en cambio a vagar por «I Parque ForeMal. El pasco »c convirtió en una experiencia entretenidísima que decidió repetir. Asi. escapada tras escapada, tome ruó a hacerse de una caninUd de nuevo» amigos, como ItiUl Miulina, i|uc hablaba cun accnio apuñol y lanzaba exclamaciones puco usuales O palabras inventada» que le encartaba escuchar, como "recórtholis" o "saMambocnha". Consonaba a menudo con don Hernia el barrendero, que recogía las hojas seca* y también monedas y una cantidad increíble de objeten, como botonex, cucharas de plástico o crcundedurcs vacíos que iba guardando en una bolsa que ILevabucolgóla al cuello; y ci hijo de étte. EJvis. que conocía el bom» mejor que nadie y que insistía en que Miulina era una bruja poique recotccuba boj*» y raíces para preparar brebajes. —Pero es una braja buena- aclaraba — porque me compra helados. La abuela caminaba rápido, pero sin poder seguir los pasos a mi nieto, <|uc a cada instante se 1c perdía de vista. Cuando éste aparecía. se quejaba: —Por lo menos en las esquinas podrios esperarme —¡Si no cs& vieja. Pepa! ,No necesita* qi te ayuden a cruzar la calle! ¿Qué vieja manejaría la velocidad que lu lo haces o se subiría a ev. escalera enckoque que tienes, a limpiar vidrios? Y dofta Ptfu sonreía encantada. 12
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Capítulo II
EL CARRO DE FUliCO
L a M ISA la cckbró un succrdute flaco, pálido y pelad» que a Simón le cayó muy bien poique en la prédica dijo que do todo» se iban a salvar por ir a misa, que era lo que él pensaba de don Pelayo. el >«cülo de arriba, que no *e perdía un domingo en la iglesia, pero que a la salida le pegaba patada» a los perros vago» y trataba de flojo inmundo a Juan, el mendigo del parque. Simón no lo soponoba. La abuela siempre contaba que había sido soprano en el coro de su colegio y no había nada que le gustara m is que cantar efl las ceremonias religiosas. Simón esperó impaciente que entonara los últimos acordes con los ojos cerrado* y voz de gorsunu»; y luego del prolongado y musical amén
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que se repitió tres veces, la tiró üe la manga recordándote <{uc visitarían el Museo Colonial. que estaba al lado de la iglesia. Lo que le interesaba era la colección «le cuadros sobre la vida de San Francisco, y especialmente uno de ellos, que no podía aportar «le su mente. Cogió a su abuela de la mana y la arrastró casi, hasta el lugar donde se exponían los cuadros. Las inmensa* pintura*, que ocupaban casi por cúmplelo las paredes del lugar, formaban una serie que representaba el nacimiento, vida, milagros y muerte del santo. La serie haíjíji sido restaurada hacía poco t>cmpu en Chile'y los cuadren grandes, coloridos y llenos de personajes llamaban la atención de los niños. —¡Mira. aboelal-Simón se detuvo Trente a una tela que mostraba a San Francisco en ua carro de madera suspendido en el aire y tirado por dos caballos blancos. El carro era una especie de barco antiguo. que tenia en la proa, en la popa y a un costado, una cabeu de niño. Entre sus ruedas delanteras estaba posado un pájaro con cabeza de perro, de cuyas Fauces salía un palo que sostenía unos orases rojos atados a los caballos. El carro estaba rodeado por un intenso halo de luz, que parecía fuego. Siete monjes, arrodillados y de pie. contemplaban al santo en lo alto. —¡Qué bonito! —Qué bonito, ¿y qué más, abuela? —A ver...—dijo ella acercándose a la tela. 15
pues ya no tenía buena vina, pero como era pretenciosa nunca se ponía anteojos cuando salía. —¿No te das cuenta de que esc curro es igual igual al que me mandó mi mamá? —Si. parece... —,No parece, Pepa, son ¡dénticx»!- se exaltó Simón—.Mira bien: ¡Iüí mismas rueda*, las mismas cabezas de los mftos. los mismos caballos Mancos..! —¿Te gusta esa pintura, joveticito? La voz ronca lo sobresalió. A su ludo, un hombre fornido, de nariz aguilena y haita blanco, sonreía amistoso. Tenia unos ojos azules de mirada penetrante, rodeado* de amiguitas que con la risa crecían. Vestía pantalones negros y una camisa suelta que no alcanzaba a disimular su incipiente huriga. Llevaba una cruz de madera oscura colgada al pecho. Simón se fijó en que usaba sandalia* —Dice b leyenda —comenzó, sin esperar respuesta— que una oscura noche los frailes del convento de Suí Francisco vieron aparecer en k> alto un cano oue parecía hecho de fuego y que resplandecía ctroo el sol, conviniendo lo noche en día. Pnmcro Jos frailes se aterrorizaron y luego se dieron cuenta de que no sólo se iluminaban sus cuerpos, sino que también podían ver el alma de sus hermano» jr leer sus pensamientos talonees supieron que en ese carro iba el alma de San Francisco, a qui m Dios había concedido esa gracia. —¿Y el carro era igual a ese?—preguntó Simón, muy impresionado. 16
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—Los animas piolaron ese caao y esos caballos basándose en la leyenda, pero imaginándolos a .tu manera. En o la colección pictórica la gente que aparece c o i vestida según la costumbre y uso» de lu ¿poca de los pintores, el siglo XVII, y no de la época en que vivió Sun Francisco, que fue a coraiecuos del siglo XUI. —¡Qué fascinante lo que nos cuenta!* se cniu\uMW> doAo. Pepa. Pero Simón volvió rápidamente a lo que le internaba: —Es que...¿sabe? ¡Yo lengo un carro con caballos klémicx) a ese! —¡No me digas! Te duí que respecto a ese cairo hay una Larga historia. —¿Si?—la respiración de Simón se aceleró— ¡Por c*o mi mamá decía que era un tesoro, por eso...! —Simón. Simón, na te em pieces a entusiasmar. ¡Este niño es muy imaginativo!— explicó la abuela. —¡No es imaginación, Pepa! ¡Mi mamá era unjueóloga: por algo dijo...! —¡Cálmate, hijo! Haremos lo siguiente: tu me muestras el carro y yo le cuento la htoono. Ven muAuna por la unte, a Us cinoo. Pregunta por mí en la portería: soy c( pudre Gerónimo.
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Capítulo III
EL C1-AÜS7HO
OIMÓN NO se podía quedar dormido de lo nervioso y entusiasmado que cuaba. ¿No por nada su mamá le había dicho que le enviaba un tesoro? Quizás esc carrito de madera era algo increíble y él lo podría venda y se haría míllonaiio y k compraría una ickvisión bten grande a mi abuela, que estofo un corta de vista, y una chaqueta nueva a mí abuelo, porque la que usaba tenía los codos un poco raido*, y doña IVpa había icmdo que mandarte a poner uikk parche* de cuero. ¡Ah', y le compraría tamban un auto nuevo a Pepo, con cambio automático para que no los hiciera sonar laitto. y... Üu noche soAó con su num i Al díauguiente. a las cinco en punto, estaba 18
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en la iglesia de sm Francisco. tocando co la portería. En una bolita de gamuza café que k había dado su abuela, llevaba el carro con lo» caballos. Le abr»6 un hombre flaco, que e n casi de tu pone. A Simón k pareció que era turnio, pero después ic (Jk>cuenta de que %6k>tenia los ojos muy junios. —¿A quién buscas? —Al padre Gerónimo. —El padre Gerónimo está ocupado. —El me dijo que viniera. —¿Te citó? —Me dijo que viniera- repiuó Simón, hosco. El tipo le había coido mal Tenía las comiuiras de k» labios caídas, lo que k duba un aire de mal humor. y no miraba a los ojos al hablar. —Voy a ver si puede recibirte—. Y le cerró ta puerta en la» narices. Peni Simón no tuvo que esperar mucho, porque no había posado ni un minuto cuando ta pueda se abrió de nuevo y apareció el padre Gerónimo. —Adelante, joven. Perdona que Hilario te haya dejado afuera, pero se me olvidó avisarle que vendrías y ¿1 cuida mucho nuestra privacidad: no le olvide* rb* epK ¿ste es un claustro. —¿Un claustro? — Claro, ¿no sabes lo auc » mp claustro? El higardonde babilonios religiosos guesc retiran del mundo para orat. Caminaban por uno de los espaciosos 19
corredores que se abría u un jardín ccnir.il Un frondoso que casi parecía un bosque: un bosque de robles aftosos, paulonias floridas. pulios m is alius que una casa, jaim ines perfumados. naranjos cargados de frutas, palmeras enhiestas, ciruelos de hojas moradas. Y en el medio del jardín, custodiada por los árboles y las plantas, una enorme pajarero de lecho abombado habitaba a decenas de canarios verdes y azules que trinaban a destajo. Un poci* m is allá. una fuente de piedra acuyía a gorriones y ¿oréales, que aleteaban sacudiéndose y salpicando agua. También había dos penw echado» al m>1 y unos cuantos gato* durmiendo enroscados sobre unos sillones de mimbre viejos. Era como estar en el campo, pensó Simún, pues salvo el canUi de los pájaros, el murmullo de las hojas mecidas por la brisa y el ruido de los propios pasos, el silencio era completo. Parecía increíble que esc jardín existiera en el centro de Santiago y en medio de una avenida tan ruidosa com o era U Alameda Bernardo O'Higgins. —¿Te gusta este lugar?—preguntó ct padre Gerónimo. —Hay muchos animales—Siguiendo el ejemplo de nuestro hemíono ' Francisco, que amaba a los anímale» y a los pájaro», hemos acogido a unos cuantos aquí- sonrió el sacerdote. —¿Es muy antigua esta construcción?—quiso saber Simón, mirando las enormes arcadas blanca' 20
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de los corredores, parecidas a la* que había en la casa de campo ac sus tíos en Chimbáronlo, y que tenían m is Je cien ¿titos. Claro que teus eran mucho m is grandes. —La iglesia y el clathirn de u n Francisco son las construcciones más. antigua* que tay en Santiago de Chile. Cuando Podro de VJdivia llegó a fundar Santiago traía «m ¿I la imagen de la Virgen dei Socorro y mandó a consiniir aquí una remita para ella. Aftos después e»w lugar pasó a manos de nuestra orden, que edificó una igleNia. la primera se derrumbó con un terremoto, pero la inunda, construida en piedra, es la que ve* hoy. En esc momento se cm¿arun con un monje muy vtejíU), que traía un «jsjcU» enuc sus manos. Pasó al lado de ellos, como un íaniawna, taludándolos con un leve parpadeo. Caminando a la sombra de la* arcadas negaron hasta una enorme puerta de madera que había al final del pswl lo y por ella entraron al museo- No era día de v&tas y estaba todo oscuro. R1 padre Gerónimo encendió una luz. —Sentémonos— dijo el t rancticano. indicando un banco de madera que enfrentaba la pintura del santo que iba en un cano suspendido en el aire. En esc momento apareció Hilario con una escoba, una pola y un plumero. —Hilario, no es el momento de hacer el aseo— lo reconvino suavemente el pudre Gerónimo. Luego se diripó a Simón—: ¡veamrn: mwSinunc tu tesoro! 21
Mientra» Simón se estorbaba en «¿car el juguete atorado en la boba demasiado estrecha que le había dado su abuelo, Hilario pasó con energía el plumero por la cabeza de yeso de un pálido y ojeroso San Francisco, y luego en silencio abandonó el luga». Ei padre Gerónimo examinó el carro y k» caballos con extremo cuidado. Eran exactamente iguales a lo» que tenían al frente: las mismas líneas del carro, que lo hacían semejar a un dragón; la» mismas rueda» con rayo»; los mismos «meses rojos con broches negros jr dorado»; los mismos cabulla* blancos con las patas delanteras dobladas en un galope y las orejas puntudas, que parecían cocinas. —Tenías tazón: es una copia exacta del carro del cuadro. Me gustaría que me lo dejaras para mostréeselo a un experto. ¡Qué curioso...1 Simón estaba impresionado por el inuaís del franciscano y también por el silencio y lo imponente del lugar. Las pinturas que los rodeaban parecían estar vivas, tal eran los colores y la presencia de sus personajes. —En esa época las pinturas en las iglesias no sólo eran adornos, sino una manera de enseftor a los indígenas y a mucha gente de la época, que no sabta leer, la vida de Jesús, de la Virgen y de los santos —explicó el sacerdote. —CY me va a contar la historia del carro?— preguntó Simón, impaciente.
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Capítulo IV
DOÑA ENGRACIA
- E n EL ligio XVII. )ov franciscana* del convenio de Santiago encargaron al Cuzco una ¡ave de cincuenta y cuatro lienzos con la vkb de San Francisco— comenzó el padre Gerónimo. —¿Y por qué los encujaron tan lejos? ¿No los podían pintar aquí? —Entonces El Cuzco era una ciudad importantísima, porque cuaba en el centro del virreinato de) Peni, que era muy rico, pues los cspafales habían descubierto allí minas de oro y plata. Tenía el prestigio, además, de haber sido capital del imperio inca. Se formó en esa ciudad una escuela
que habían estableado su sede central en Perú, ya habían becfto pintar por ellos numerosos cuadros religiosos pora m is iglesias. Los artistas, muchos de k» cuales eran indígenas y poco sabían de la vida de Jesús y de los sanios, se inspiraban ea grabados traídos desde Europa,,que ellos transformaban con su imaginación y catares. —Les debe haber castado súper harta plata mandar a piolar Unbn cuadros tan lejos* comentó Simón, que e n muy pragmático. —Los frailes, fieles a san Francisco, eran muy frugales en su vida personal y diana, pero eran espléndidos para decorar sus templos, con el fm de alabar a Dios y enseftar a los indígenas —se apresuró a explicar el sacerdote—. Algunos católicos ticas de U época donaban grandes sumas de diocro a las distintas órdenes rcligiwa*. y a cambio ta sacerdote* rezaban por ellos y a vcocs les pcrnirtían construir sus tumbas en las imuñas iglesias, como lo hacían los antiguas reyes y nobles europeos. —Resulta que una seAora s iuda. muy rica, sin hijas —sigutóe! padre Gerónimo— dttád» legar una buena cantidad de dinero a k» franciscanos
—Toda la tazón— comentó Simón. Fray Gerónimo sonrióabiertamente y cwiimuó—ftroAWtoJa>fnincManc»¿n una donación al convenio de Santiago. Per» como gran pune de su dinero ya lo había legado, sólo podía disponer Dhjo el que hizo toa «stro* y el que los ntanda. 26
—Tu abuela liene inucKa razón, pero (c imaginarás que el médico de nuestra historia se enfureció y dijo que a ¿I nudic lo trataba de mentiroso. Los venoe 4c do6a Engracia se hkieroo lan lamosos. que de ah».nació el dicho "preguntárselo a las estrellas**, cuando alguien piensa que algo no es cierto. * —«.Y cV cario?—lo interrumpió Simón, temiendo que el buen sacerdote, en su entusiasmo, siguiera con lo» cuento» de doAa Engracia y se olvidara del carro coa los caballo*. —¡Paciencia1.— te dijo el sacerdote y «guió can mucha calma— Doita Engracia decidtó mandar su donación a Chile en el más estricto secreto y paitó algún uempo planeando la mejor forma de haccrio. Su regalo eta muy valioso: una gran número de diamante» de buen tanuflo. que formaba parte de un juego de aras, pulsera, broche y collar. En ese tiempo el servicio de mensajeros entre Peni y Chile era muy temo y nada de «piro. U * correos se enviaban por barco desde H Callao o bien partían dd Cuzco a lomo de muía por la rula del altiplano; te imaginarás que demoraban meses en llegar a su desuno, si es que lo hadan. ¿Cómo W>haría entonce» dofla Engracia para asegurare de que m i donación llegara intacta y de que nadie en El Cuzco o en Luna —ni parientes ni ladrones— se ementa del envió? Cocno mujer culta e intetcsada en el ane. había visitado varias veces los talleres de los artistas que trabajaban en la serie de San Francisco. Y dice la 27
leyenda que un día. mientra* contemplaba «I trabaja de los pintores, se le ocurrió la idea que dio pie u nuestra hisiona. —¿Y es verdad lo que dice la leyenda? —Las leyendas tienen algo de verdad y algo de imaginación. E» imposible saber cuándo y cómo se le ocurrió la idea a la señora. En este ca\o s(Mo sabemos del resultado. —Rosa Banderas —continuó—, una joven sirvienta de doña Engracia, muy fiel y querida, se había casado con un soldado español al que habían enviado a Santiago de Otile y pronto viajaría por barco hasta Valparaíso a juntarse con su marido. DoAa Engracia decidió aprovechar la oportunidad y envió con Rosa un pequeño baúl lleno de objetos religiosos, como temarios, crucifijos, velas, mámele* para el altar, figuras de sanios y mantillas para la Virgen de regalo a los franciscano» de Santiago. Todos estos objeto» estaban prolijamente trabajado», pero en materiales sin gran valor maderas, lana* teñidas o fibras natural». —Que nadie se ¡bu a íntcicsar en robatcomentó Simón. —Claro, y menos siendo objetos religiosos. Por otra parte, y sin que Rosa lo supiera, dofta Engracia envió con el capitán del barco una uirtu sellada para el Superior del convento. Un esa carta explicaba que con Rosa enviaba un pequeño baúl con regalos para la iglesia y que entre los objetos religiosos que allí iban, tres de ellos contenían una 28
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vulto» donación. Para reconocíalos deberían buscar en las pinturas encargadas a los artistas del C uíco. — ¡¡¡El cairo!!!—exclamó Simón. •Podría ser. No quedó muy claro cuáles eran los objetos que contenían las piedras preciosas. Se mencionó un peí de plata hueco y también unas lalmatorias. pero nunca se supo si éstos existieron 1 m fue en alguno de ellos que venían los diamantes. —¿Pero lo» encontraron? —Algunos. Según el relato que conocemos, ¿saíto por el Provincial de ese entonces, cuando recibieron Licum aún no llegaban inda» las pinturas, y pasó algún tiempo antes de que se pusieran a investigar. Luego dieron con quince piedras de gran tamaño, con el dinero de su venta se reconstruyó parte del claustro que se había derrumbado en un ierremolo. —Buena idea lo del pez —dijo Simón— . especial pora esconder diamantes. Mi abuela tiene un... En ese momento crujió la puerta al abrirse y apareció el sacristán. —Padre, lo buscan. —¿Quién es? ¿No dijiste que estaba ocupado, hijo? —Es la señora que arregla los cuadro». —¡Ah. sí, b restauradora! Tendré que dejarte. Si quieres puedes quedarte un rato aquí, mirando las pinturas. Te avisaré cuando haya hecho examinar lu tesoro y entonces seguiremos convcnando —el podre Gerónimo levantó el carro en alto y guiñó un ojo a Simón. Luego abandonó la sala. 29
Capítulo V
SlM Ó N SE quedó coruemptando un cuadro en el que estaba San Francisco subido a un púlpito, alzando un crucifijo de madera, l-o rodeaban algunas mujeres y mucho» hombres de tez oscura y grandes turbantes. Uno de ellos tenia un pez rojo en la mano. Por sobre la cabeza del saitto volaban vario» pájaros y tras mis alas desplegadas se veían cerros y castillos fortificado» sobre sus rocas. ¿Y si uno de los objetos que escondía diamantes hubiera sido una cruz, como la que sostenía el santo? ¿O un pez rojo, como el que tenía en su mano el hombre moreno? O lalvez ios diamantes venían ocultos en un cordón, igual a) anudado a la cintura del hábito de San Francisco... 30
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.SÁQUENMH DE AQUÍ!
Un golpe y un ruido de llaves interrumpieron
mr elucubraciones. Al instante se apagó la luz.
—¡Hey! —gritó— ¡No cierren, estoy aquí! ScMo respondió el silencio. El lugar se había sumido en la más completa oscuridad. Sin ninguna ventana. no había ni una mínima rendija por la cual entrara algo de luz. Comenzó a caminar a tientasiratando de recordar el camino hacía la puena. De ponto tropezó con algo duro y sintió que un género envolvía su rostro. Quiso gritar, pero el miedo lo había paralizado y permaneció uno» minuta», o quizás segundo» que se le hicieron eterno*, completamente inmóvil. Entonce» recordó que cerca de la puerta estaba la imagen del santo. esa a la que el sacristán te había pasado el plumero por la cabeza, vertido coa una túnica de género. Respiró aliviado: ¡sólo había tropeado con San Francisco! "San Francisco: ¡ayúdame a salir de aquT. pidió, y caminó lentamente hacia donde debía estar la salida. Caminó con k» brazos estirados, temeroso de volver a tropezar, hasta que sus manos dieron coa una pared de madera ¡La puerta, al fin! Palpó hasta encontrar la manilla y trató de abrir, pero era imposible porque estaba con llave. Comenzó a golpear con los puAos y a gritar: “¡Ábranme! ¡Ábranme' ¡Padre Gerónimo, estoy aquir Pero sus gritos parecían rebotar en la puerta, más gruesa y maciza que un árbol, para ahogarse entre los muros forrados con lienzos y extinguirse en la noche del lugar. 31
Dcspué» de unos minuto» golpeando con mis putos hasta el dolor, desistió de su empello. Ahora mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y le parecía ver turm as difusas y fantasmales diseminadas a lo largo del recinto. A lo lejo*. en el otro extremo de la sala. percibid una pequeña claridad hacia la que sedirigiócofl la lentitud de un ciego. Cuando llegó al lugar se dio cuenta de que la tenue lux provenía del brillo de una pintura dorada. Abatido, se sentó en el sucio. "No hay que perder la calma, hay cosas peores”, se dijo, reflexionando como un hombre grande. Y se acordó del día en que con su amigo Andrés decidieron esconderle en el baflo para no dar la prueba de biología y se encontraron a boca de jarro con el director
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panqueques— y estaría esperándolo sentada en el Mitón floreado, leyendo un libro o mirando la televisión. ¿Qué diría cuando pasaran Us hora* y ¿I no llegara? Se angustiaría mucho y (miaría de que no sele notara pura no preocupar al abuelo, como siempre lo hacía. ¿Se le ocurriría venir a buscarlo al claustro? Conociéndola, era lo más probable, pero le dirían que jaiehabl* ido. EJ padre Gerónimo no te iba a imaginar que ¿I cuaba aN encerrado. ¿Y el samsiáo? Simún habría jurado que éue escuchó cuando d sacerdote le dijo que se podía quedar mirando lo» cuadros. ¡Pero era absurdo! ¿Qué podría tener ese hombre contra 61 para hacer algo asi? .Nuevamente el ratón! Ahora el mido era más fuerte y parecía muy cercano, casi al lado. ¡Debía ser unoenorme: un guarén! Se alujó del lugar tatamente, pero golpeando el piso con fuera, para que d cuido subte las tablas ¡Mistara al mvtubie enemigo. Avanzaba otra vez hacia la puerta; un poso y un golpe con d taco del zapato, otro paso y otro golpe. De pronto, su pie resbaló y se fue de broces al weki. Su cabeza quedó enterrada enere unos pdos duros. Lanzó un alando. ¡¿Una aniña gigante?! ¿¿Una rata momtruosa?! ¡¿Un pájaro inmenso?! Cateando con desesperación, mientra* Ligrimas incontenible* rodaban por his mejillas, se apunó del terrorífico bicho invisible, que no era sino los pdos de un escobillón. —¿Quién vive? ¿Quién anda ahf?— preguntó de súbito una voz lejana. 33
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Simón se incorporó de un sato y se puso a gntar a lodo lo que daban sus pulmones: —i Estoy encerrado* ¡Sáquenme de aquí! —¿Quén vive,quien anda ahf?— repitió la voz. Simón corrió o ciegas ha-sta palpar la puena y. sin dejar de gritar, xe tacó ráptdamenie un ¿apato y comenzó a golpear con todas sus fuerzas. Oyó entonces unas palabras, ahogadas y unos minutos, después un clic en el ojo de la Ib ve. Cuando la puerta se abrió, la luz lo dejó ciego y por un instante tuvoque bajar los párpado*. Al abrirlo* *e encontró con el rostro enjuto y tosojilfcw ju m o s del sacristán. A su lado eMaba el sacerdote viejo, con el que « hubian cniudo en el claustro. —¿Qué hacías allí adentro, niflo? ¡Válgame Dio*!—«aclamó el anciano— ¿Suene tus tenido de que yo pasara por aquí! —¿Usted me cenó la puerta!— acusó Simón directamente al sacristán. —(Yo no sabia, fray Leoncio, que este niño estaba ahí! —se justificó Hilario, sin mirar al muchacho. En ese momento, atraído por las vocev llegó el padre Gerónimo. —¿Qué sucede? —No me di cuenta de que el niño estaba aúnen el Museo y ccrrtcon llave— «c disculpó d sacristán moviendo la cabe/a con aire contrito. —Fue una gran casualidad que además de posar por aquí te escuchase —siguió fray Leoncio—, porque 34
a mi edad ya estoy bastante sonto. —¿Te asustaste mucho, hijo? —preguntó el padre Gerónimo— ¡Ese lugar queda en en la más completa oscuridad! —No tanto— dijo Simón. Y lanzó una mirada de espadas al sacristán, que se hizo ei distraído. Simón llegó a su casa sin aliento de lanío correr. Su abuela, preocupada por su tardanza, había llamado por teléfono al padre Gerónimo quien le habfa explicado lo sucedido. Después de abrazar y besar a su nieto con una efusión que éste recibió con pucienciu pese a encontrarla exagerada, se apresuró en ir a la cocina a calentar los panqueques que esta vez eslabón rellenos con pollo. —Te dejó uno con manjar para el postre. —¿Y a mí no?— reclamó el abuelo. —Por supuesto que sí. ¡gotoso! Durante la cena Simón estuvo callado y ausente. No podía dejar de pensar en la historia de dofta Engracia y los cuadros de San Francisco. ¿Y si resultab? gúq había por ahí dando vueltas un objeto que contenta diamantes y.que nunca nadie había encontrado? ¿Y si Rosa Banderas se hubiese quedado con uno? ¿Y si..? No le costaba mucho imaginarse une complicadísima trama que tendría como final el descubrimiento, por Simón, de las piedras restantes. —Simón: come, no has tocado d plato. ¿Te tientes mal? —No. abuela, es que estaba pensando en todo 35
lo que me dijo d padre Gerónimo acerca de mi carro con caballos... Y a coAúnuacióo repitió toda la historia. —Leyenda*, leycodai... —contenió Juan—. Aunque bonitas, sólo «oo leyenda». —Siempre un escéfúco —-dijo tu mujer. —No es escepticiuno, mujer, « s e r realista. . —El padre Gerónimo dice que Itus leyendas tienen algo de verdad —intervino Simón; y cambiando el tema, pregunté—: ¿te acuerdas, abuela, de la pintura de San Francisco con los pájaro*? —Si. claro. —¿Y sabe* cuál fue el milagro? —Creo que sí— comenzó doña Pepa, que cuando no se acordaba bko de algo decía "creo que sí" y Juego inventaba 3a mitad. —Quiero saber la verdadera historia— dijo Simón, muy serio, y el abuelo se echó a reír. Cuenta la leyenda—intervino Juan sin mirar a su mujer, que había puesto cora de ofendida y miraba un punto lejano en el tedio— que estaba San Francisco en Alejandría... —¿Dónde queda Alejandría, abuelo? —Es un puerto de Africa, en Egipto. —¡Ah, por eu>ca el cuadro aparecen hombres de piel o»cura y con turbantes! —Y estando allí- retomó el anciano—. uo día. mientra» el santo predicaba la palabra de Dio», una bandada de golondrinas se puso a piar en una forma 36
Uin estrepitosa. que no dejaba otr sus palabras. Eninnccs Francisco le* dijo: ''Golondrina», hermana* mías, ¿por qué no me dejan hablar? Escuchen la palabra de Dios y guanfcn silencio hasta que yo termine". Los pájaros se callaron de inmediato y permanecieron volando en silencio sobre su cabeza y dándole sombra con sus ala», hatta que terminó de predicar. —¡Bendito, San Francisco! Hablaba con los animales, los llamaba 'herm anos” y ellos le obedecían —intervino la abuela—.¿Sabían que una ve/ apaciguó a un lobo feroz? —¿Y cómo fue eso. abuela? —En una ciudad llamada Gubia, apareció un gran lobo ferot, que devorubu animales y hombres y tenia a lodos aterrorizados. San Francisco fue en busca del lobo y acercándole a él hizo b señal de la cruz y lo llamó diciéndote- "hermano lobo: yo te mando de palle de Cristo que no me hagas daño a m( oi a nadie". En ese mismo instante el lobo »c echó a sus pies, como un cordero. Entonce» el santo le empezó a hablar y a decirle que dejara en paz a lo» hombres de esa ciudad y que ettos k>proveerían de comida mieotrss viviera. Y le pidió que le prometiera que iba a cambiar. El lobo levantó la pata derecha y se la puso en la mano a San Francisco. De ese día en adelante, el lobo vivió en Gubio enlrando en todas las casas y los habitantes se encariñaron con él y lo alimentaban. —¿Y ustedes saben algo del peí?— siguió 37
Simón, cuyo interés era saber donde *e escondían los diamantes. —¡Sfii! —exclamó dota Pepa, antes de que su marido le quitara la palabra— ¡De «m> me acuerdo bien porque nunca me olvidé de la pota de polio' —Pepa: le estoy preguntando por un pez y no por un pollo. —Sí, mfto, si *é. Déjame seguir: m ulla que cuando Francisco llegó a Alejandría, fue recibido por un seAor muy piadoso, que le rogó aceptara su hu&pUalidad. Lo invitó a comer con toda m i familia y le sirvió un pollo muy rico. Estaban cenando cuando apareció un pordiosero, que no era sino un vecino maligno que se había disfrazado de mendigo para pedir limosna a Francisco. El santo de inmediato puso la presa de ave que seiba a comer ' en un pedazo de pan y se la entregó. Al día siguiente, ^ cuando Francisco predicaba ahí donde estaban los pájaros, irrumpió el hombre gritando: "Ese hombre que ahora predica frugalidad, anoche se estaba dando un banquete. Miren: esta pala de pollo me la regaló mientras comía". Pero cuando levantó la presa del pollo que tenia en la mano, ésta se había transformado en un pescado. El falso mendigo quedó estupefacto con el milagro, y en presencia de lodos pidió perdón y confesó su mala intención: sólo quería desacreditar a Francisco. —Tienes que explicar, Pepa, que en esc tiempo la carne de ave era un lujo y mi asi et 38
pescado; por eso la acusación de estar dándose un banquete. —¿Por qué siempre me tienes que corregir? —Ya, no discutan: ¡entendí todo! En cuanto teinunaron de comer. Simón se fue a su pieza sin aceptar La invitación de su abuelo a ver una película de gánslen» en la televisión. Tenía mucho en qué pensar. Em noche sofVÓ con pájatv* y peces; y con un gigante de dos cabezas: una era la del sacristán y la otra de don Pelayo. su vecino odioso.
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Capítulo VI
UN COMPAÑERO DE AVENTURAS
A l d Ia siguiente. Simón *c despenó muy temprano. pero se quedó largo rato en la cama mirando el techo. Luego abrió el velador cogió b cana de su mamá y se puso a leerla otra vez. ¿De dónde sacaría ella «se carro? ¿Serta un regalo del franciscano del convenio de La Serena? ¿Y porqué se lo habría dado? Buscó en el fondo del velador un sobre verde, en el que guardaba las tres folos del viaje que sus papás le hablan enviado. En una estaban apoyados contra una muralla de piedra altísima, los dos oon bous, jeaiw y unos chaleco» gruesos. Otra era de su mamá en b playa, en traje de balto. Y en b tercera aprecia su mamá sentada bajo un árbol, rodeada de hojas, secas. Esa era la 40
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mí* linda de todjs. porque las hojas dorada eran del mismo color que su pelo; ella miraba a lo lejos, con una sonrisa muy dukc. esa sonrisa que parecía iluminarlo todo y que Simón nunca podría olvidar. ¡Qué bonita era! Tenía unos ojos a/.ulos transparentes y un cuello muy largo. Con ra/ón no usaba adornos, ni siquiera oros; ¡no los necesitaba!, pensó Simón. A nto de ponerle más triste. guardó las fotos y la carta, y se levantó. La última foto, la de las hoja» secas, lo había hecho recordar al barrendero del parque Forestal, porque el árbol era un plátano urienul y las hojas las mismas que cubrían los suelos del parque en otorVo. Y del barrendero pasó a Elvis. y se acordó de cuando éste le contó que había asistido a una clase de catecismo en la iglesia de San Francisco, pero que no había vuelto a ir porque se uburnó y porque ahí trabajaba el Ojo de Laucha, que k caía mal. En ese momento Simón, aunque le había causado gracia el nombre, no había querido preguntar quién era el Ojo de Laucha, porque Elvis se hacía el interesante cuando unu lo interrogaba, simulando no haber escuchado para que le repitieran la pregunta. ¿N o estaría refiriéndose en esa oportunidad al sacristán, que tenía los ojos juntos y más chico» que una laucha? Sin siquiera pasar por el bato, se vistió en un dos por tres, salió de su pieza comendo. y gritó al pasar junto al abuelo, que dormitaba en su sillón:
luego.
—¡Voy al parque! Dile a Pepa que vuelvo
Y sin dar liempu ¡i ninguna respuesta. abrió la puerta y salió. lira pleno otes «Je febrero y desde temprano en la mañana se sentía «i calor. Bl barrendero, como todos los dios, ya había comenzado su tarea de lim piar el parque recogiendo latas, pañales desechablcs, cáscaras de naranja, puchos, envases de cartón, papeles y botellas que la gente insistía en abandonar sobre los suelos, pese a ios numerosos recipientes pura la buMiraquc había por tódas panes. El día lunes era el peor, porque el lugar amanecía convertido en un cem enterio de mugre. Los domingo, familias enteras venían durante el día a hacer picnic bajo los árboles y por las noches se reunían los jóvenes a tocar música, lo que era muy loable, salvo por la increíble suciedad que dejaban atrás. "¡Qué gente más inculta!”, reclamaba dofta Pepa, pero Simón le decía que por lo meno» eso servía para dar trabajo a don Benito, porque éste le había contado que a un compadre que trabajaba en uo parque "modelo** en La Rema, lo habían echado porque ya no había basura que limpiar. “No creas todo lo que te dice esa gente", le respondía la abuela, oreocupada por las amistades que hacía su nieto turante sus vagabundeos por el parque. —¡Hola, don Benito! ¿Y Blvis? —Por ahí anda esc chiquillo, puro leseando. Simón encontró a su amigu debajo de un árbol. 43
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buscando restos de puchos y guardándole» en eJ bolsillo. — ¡Hola, Elvis! Elvis se tomó su tiempo pan contestar. —Oye, EIvíí; necesito información. ¿Quién es e) Ojo de Laucha? —¿Y por qué te interesa? —Porque necesito saber... —Me tienes que decir para qué. Yo no doy información asi nomás. —¿Es e) sacristán de los franciscanos o no? Elvis recogió otro pucho, lo examinó con cara de concentrado, y se lo metió al bolsillo. Entonces respondió: —Sí. Debe haber hecho pacto con el diablo para que le dieron esc trabajo. — 4, Por qué? —Porque es más chueco que una culebra. —¿Y de dónde lo conoces tanto? —Es de mi población. Se vino a trabajar acá. junto con mi papá, pero después se pelearon y el Ojo de Laucha a veces limpiaba vidrios y hacía el aseo donde Caroca, el flaco pesado que vende cosas viejas en la calle Monjitas. Despué-s lo contrató una señora para que 1c encerara, y parece que le robó y desapareció un tiempo del barrio. Hasta que me lo encontré allá en (a iglesia —Ayer me dejó encerrado en el museo. — ¡¿Qoéee?! —Me dejó encerrado con llave y apagó las luces.
—¿Y por quí hiío es©? — La verdad es que creo que no « dio cuenta. Pero tam bién pienso que no.biso nada por Asegurarse de que no había nadie adentro. —¿Y qué hacías tú en el museo? (isla vci fue Simón el que se tomó su tiempo piro responder. Había pensado contarle a' su amigo Andrés la historia del carro y los diamantes, porque necesitaba compartirla con alguien, pero Andrés se había ido de vacaciones al sur con su familia y no regresaba hasta marzo. Elvis ubi» muchas cosas de la gente y de la caite y era bien inteligente. Quizás con él podría... —EJvLv te voy a contar un secreto. Pero es pora los dos nomás. I xk ojos negras del Elvis se encendieron. —Soy una tumba, amigo. Los dos muchachos se sentaron en el suelo y apoyaron u n espaldas contra el Uonco del árbol. Y mientras EJvU chupaba la colilla de un cigarrillo apagado, Simón comen/ó a hablar. Al otro día. en cuanto abrieron el Museo Colonial. k& dos amigos fueron los primeros en entrar. Se dirigieron directo al cuadro de San Francisco y los pájaros, y Elvis se quedó en muda contemplación durante largo rato. —El pescado me tinca, compadre— dijo, de pronto. —¿Has visto alguno parecido? —Por ahí en algunas tiendas de cosas viejas. 45
Un la de Caroca, por ejemplo, aunque no igual a ese. —Es que han pasado muchas años. El vis — dijo Simón, cun desaliento. —¿Como cuántos? —Como trescientos, creo. —¿Como ucsciento»'.' ¡Entonces cuás locu si cree» que vamos a encontrar algo! —¿Y cómo mi mamá encontró el carro? —Como decía mi tatita Eudowo: "Una vez nomás se encuentra en el suelo una billetera cargada". Por lo demás, lu carro parece que no estaba cargado. Simón se rió con el comentario y convidó a su amigo a mirar los otros cuadros. Se detuvieron frente a uno que mostraba a San Francisco tendido en un rústico catre de madera, cubierto por una frazada, muy pálidoy serio. Lo rodeaban tres frailes y a los pies de la cama estaba echado un cordcnto. En medio del cuarto, un joven de cabellos lajgcn vestido con un complicadísimo traje bordado con oro y lleno de encaje», tañía un iiutrumenlo parecido u una guitarra. De sus espaldas, cubiertas con un manto rojo, saltan dos alas tan grandes como las de un pelícano. Representaba un ángel. — Yo creo que los diam antes v;ní*n escondidos en una guitarra como esa— di)» Elvis. —Eran objetos pequeños, creo yo. Y esa no es una guitarra. —¿Ah, no? ¿Y qué es? 46
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—lil prufcu*. vitando vinimos, dos explicó esic cuadro. Esa es unavíhuela. Es como una guitarra chica que usaban en esc tiempo, —¿En el tiempo del santo? —El samo vivió mucho tiempo antes, en el siglo XHI. cuando no había vihuelas, sino que unos instrumentos que se llamaban citaras! Pero los artistas que hicieron estos cuadros pintaron los objetos que ellos conocían y vistieron a la gente con la ropa que se usaba en esc momento, que era el siglo XVII. —¡Ah!— volvió a decir Elvis. y con un bostezo hi¿o notar que no k importaba mucho la explicación de los siglos y que a fin de cuentas le daba lo mismo si lo que tocaba el ángel era una guitarra. una citara o una vihuela. Pero de pronto le brillaron los ojos—: mira: ¡podrían estar en una palmatoria, como cwi que está ahí en la repiso, sobre los rosarios colgados en la pared! En mi casa había una parecida, que cuando se rompió vimos que era hueca. —Mmmm —asintió Simón. —¿Y sabes por qué el sanio está en cama? —Porque estaba muy enfermo. Y entoocc* le pkbóa uno de los frailes que sabía tocarla vihuela... —La cítara sería— precisó Elvis, que aunque ao le interesaba el tema tenia muy buena memoria. —Le dijo al Traite que consiguiera una citara y k tocara música para olvidar sus terribles dolores. Pero el fraile k respondió que no podía porque los otros frailes iban a decu que él ve preocupaba de 47
tocar música y no de rezar. "Ah. bueno*', respondió San Francisco, “no vayas a perder tu buena fama”. —Bien poco solidario, el compadre, para ser fraile. —Si. Y escucha lo que pasó esa noche: mientras Francisco rezaba, comenzó a oír una maravillosa melodía que duró hu.ua la ma/lana siguiente. Cuaodo el fraile entró a la pieza, preguntándole cómo había pasado la noche, el santo le dijo: “El Sefor que consuela a los afligidos no me abandonó. Aunque no pude escuchar la citara tocada por un hombre. Dios me concedió escucharla locada por un ángel". Simón notó que su amigo empezaba a bostezar de nuevo. —Ya, Elvis: ¡vámonos! —¿Y entonces? —¿Y entonces qué? — ¡Los diamantes, pues! Hay que seguir estudiando el asumo- ¿Te imaginas si k» encontramos y nos hacemos millonarios? Elvis, entusiasmado, levantó la voz. —¡Cállate, Elvis. que alguien nos puede oír! Además, si los encontramos, no son niKstn». —¿Cómo que do? ¡Yo. si loscncucntro..! —Elvis: esos diamantes son de los franetseam». se los regalaron a ellos —dijo Simón, no muy convenodo. acordándose de todas las cosas que le gustaría hacer si tuviera dinero. —¿Y paro qué quieren ellos más piala?¿No v »
que vivea en esia media ca^a y wn ricw? —Ayudan a (os enfermo*— dijo Simón, y xotdándMc de que d domingo anterior el sacurdole en misa había pedido colaboración pan un hogar de ancianos, agregó— y a k » vieja pobres. Elví* se encogió de hombros, no muy cunvuncuk). Cuando salieron a la calle, divisaran a Hilario que, varios mcinw más adelante. caminaba prcwiiwo. —Oye. ¿dónde irá ese? —¡Sigámoslo!— contotó Elvis.
Capítulo Vil
EL ANTICUARIO
SeGUÍAN A Hilario por la caite Sania Lucia que dos esfias que no quieren ver descubiertas, escondiéndose en Ion portales o detrás de oíros Uun>cúntcs cada vez que ct sacrisUn miraba harta atrá*. como « también fuera un apia. pero uno al que perseguían. Este cam inaba bien rápido, extendiendo tos codos hacia afuera y moviendo mucho lo» brazos, por lo que no era difícil mantenerlo « la vista. Al llegar a la esquina de (a caite Monjitas, dobló rápidamente a U izquierda y cuando Simón )' Elvis llegaron a la m»ma. Hilario habrá desaparecido —Ya sé dónde se metió —dijo Elv¡» apurando el paso. —¿Dónde? —*e admiró Simón. —¡Oondc Caroca? 50
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igual
Los amigos avanzaros media cuadra y llegaron frente a una tienda chica y oscura. En la vitrina, sobre una lela munida y detfe&ida y entre un desorden de cosas viejas, y polvorientas había una antigua máquina de escribir L'nderwood; un teléfono con auricular en forma de corneta que se usaba en el tiempo de los tatarabuelos y que Simón alguna vez había visto en unu foto amarillenta que doAa Pepa conservaba en un álbum familiar, y un ajedrez incompleto de madera y hueso. Sobre el vidrio estaba pintada con letras góticas la palabra Anticuan». —¿Entramos? —preguntó Hlvis, y sin esperar rctpuesu empujó la puerta que al abrirse hizo sonw una campanilla. A Simón le costó unos segundos acostumbrarse a la oscuridad del lugar. Tras un mostrador de madera estaba un hombre flaco y pelado, vcsttdo con temo y una corbata de humita. Tenia las mejillas hundidas y una tez verdosa. Convenaba en voz baja con una mujer de sombrero negro que les daba la espalda. El hombre, tenía las dos manos empuñadas sobre el mesón y Simón se fyó que eran huesudas y venosas, y que tenía un anillo de oro con una piedra fucsia en el dedo oordial derecho. 0 sacristán no se veía en ninguna paite, aunque Simón vio que detrás del anticuara había Óna cortina semi lapada por una puerta. —¿Qué andas haciendo por aquí, Elvis? ¡Estoy atendiendo o la señora? —dijo el hombre con S1
—Lo encontré botado. —¿Elvisl No... — ,t.o encontré botado, (c dije: no soy un
ladrón! — se te encendieron los ojos y apretó lo» latuo*. respirando fuerte— . S i vas a pensar c a s cosa* de nu*. hasta aquí nontis llegamos. ptjecilo-. Y dando media vuelta, partió corriendo.
—¡Elvis, espérame. Elvis..’ Simón saltó disparado dclráv peto Elvis e n m ucho m is rápido y atravesaba las calles culebreando entre los autos y las m icros y delirándose entre k» transeúntes como si fuera una lagartija. Finalmente Simón, con un dotar agudo en el costado tanto correr, desistió de su persecución. Por lo demás, hacia rato que Elvis se (e había perdido de vista. Deshizo el camino andado con un peso en el corazón. Eneí paseoAhuniadasc sentó en un banco a desean»!*, entre un anciano que leía el diario y una mujer que se comía un helado de barquillo, sacando y cnunnóo una larguísima lengua con tal rapidez que Simón se acordó de una serpiente cobra que vio en un programa de animales en la televisión. No quería llegar todavía a su casa porque nu estaba de ánimo para conversar con nadie y se quedó ahí largo rato mirando pasar a la gente iin verla, sum.do en sus pensamientos. Llegada la noche, no se podía dormir. Sentía que había herido a Elvis en lo más profundo y no sabía cómo remediarlo- Tenía que encontrarlo para CA
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decirte <|uc no había sospechado de él. aunque la verdad era que sí habí» sospechado. ¡Pobre EJvis! Nunca antes Simón había realizado lo fácil que era mi vida: un buen colegio, un computador, una abuela que se pieocupaba de cocinar las comidas que más le gu*tsban. ¡Elvis le habla dicho que su mamá no unía ni p«ra echarte un hueso a la ¿opa y eso ero lo que más lo había impresionado! No volvería a quejane otra vez por no tener una mejor raqueta de tenis o et último modelo de personal «terco. Y S vis era inteligente, m is inteligente que muchos de su cunto, mucho más que el guatón Moraga y el flaco Candaríllas juntos. ¡Y nunca podría ir a la universidad! I.e molestaba cuando su abuela ponía cara de limón id enterarte, por culpa del copuchento de don Pe layo, que él andaba coa Elvis. Quería mucho a su abuela y la encontraba súper bueno, pero había cosas de ella que no entendía. ¿Porqué podía imitar a almorzar a Andró», pero no a Elvis? Pepa decia que se iba a sentir incómodo, porque no sabría cómo comportarse en la mesa, pero Simón no estaba seguro de que esa fuera la verdadera razón. ¿Elvis era su amigo, casi su mejor amigo después de Andrés'. Por «%o ahora sentía ese peso en el pecho imaginóftdú»e cómo estaría de enojado y triste por su culpa. Cuando se quedó dormido «un ya las dos de la mañana. Esa noche sofló con ua cano tirado por cuatro peces enorw », coa ojos protuberantes y vidriosos, que era conducido porun hocnbte igual a 55
Caroca, pero vellido coa una túnica roja y un turbanle blanco en la cabeu. como lo» africano* del cuadro (te San Fiancbco. Más oirás, y de p*e ol centro del carro iba Elvn. talaban sobre el mar y de pronto
Capitulo VIH
EL KOBO Dfc LA PATENA DE ORO
I AA Ub ucbu lie la mañana. Simón estaba lomando desayuno con mu abuelos, que como « r» viejos y dormían menoi. te levantaban wempre temprano —¿Y este milagro? —ce extnto doña Pepa. —Tengo que ir a buscar a Elvis para decirle algo muy importante. —í Ay. hijo! Tú* amistades itel panjue do me gu>i*n &ada Por voene pronto catnrfe a ctaack y tendrás menw tiempo para andar vagabundeando. —Si té que no te gusufl, Pcp*. no neceuUB repetírmelo. Pero Clvu es mi amigo y no hacemos m *|«i (Mln 57
—¡Déjalo vivir, mujer! —intervino íuan— Cuando yo e n chico, mi mejor amigo ctt el campo e n hijo li cad* día peor.' Se ine olvidaba decirte que ayer te llamó el padre Gerónimo Quena saber si podías pasar esta mafcuu por el convenio. —¿Será pura devolverme el carro-.' —No ii, op me «lijo nada. Sólo que lucra* temprano, como * la* diez, porque a tav doce tiene que celebra nrna —Bueno, me voy. —¡Ah. otra eos*'. —recordó dofia Pepa— ¿Podría* pasar por la farmacia y comprar una* aspirinas para Juan? E*ia mañana amaneció con dolor de garganta. —¡Qulejugeradacnrs1¡Nosejepueócdeci ruda! Sólo tengo carraspera y las aspirinas no... Simón cogió el dtncto que le potó mi abucli y mientra* seguían discutiendo, «lió del lugar. Luego de pasar por la farmacia. Simón se dirigió al pasque. En cuanto divisó a don Benito, corrió hacia él. — ¿HoU. don Benito! ¿Y m i hijo? 56
—Está enfermo. —¿Enfermo? ¿Qu< uene? —No vi qué tcndrj e*e chiquillo, pero no quiso venir conmigo: dijo que le
—Nocs eso. Es mejor que te encuentres con ¿I aquí mañana. —¿ Y si 00 viene?
•¿Atiende, chiquillo; nuestra casa « t i en el te ñ o bravo. 7u no puede» llegar »i 00 eres del lujar. Hay muchas, pandillas, muchu dro^a. Espera a que él venga por acá. —Bueno. Dígale que necesito decirle algo Si no viene mytana. pciuó Simón, voy a ira buscarlo nomi». Y dejando a don Benito se encaminó lentamente h am <1 convenio de San Francisco. Mientras esperaba que el padre Gerónimo
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saliera de una reunión, Simón se fue a da* una vuelta «1 Musco A esa tora no tabú v m tm c i)' se dedicó por ctuna vez a recorrer, ahora a su» anchas, la exposición «1c pinturas- Se detuvo frente al cuadra «le San Francisco y los pájaras, examinando con especia) aicoción el pez rojizo que cuaba en manos de) hombre con el turbante blanco. También volvió a contemplar a) santo enfermo, pan lo cual te sentó laigo rato en el suelo, con las piemos cruzada». Se preguntó qué serían esas cuerda» o cinturones que colgaban junio a) ru»a»o de madera. en la pared al lado de la cama. Y a la izquierda, arriba, le dio un poco de risa ver a cuatro angelotes gordos. sentados en una nube. Entonces miró la hora en su reloj y se dio cuenta de que habían posado largamente lo» quince minuto» acordado». Volvió rápidamente al lugar de trabajo del sacerdote, que lo estaba esperando. Era una habitación amplia, pintada de Manco, con do» paredes cubiertas de arriba abajo por estante» con libros. Kn una esquina del cuarto había una mesa sobre la que se apilaba una gran cantidad de papeles, junto a una Biblia y a un crucifijo de meta) del que colgaba un rovtfio de cuenta» negras. —Aquí está tu cano, Simón. Se lo mwuú a un historiador, especialista en ia Colonia, que conocía muy bien la setni leyenda de dofla Engracia. Mira: tieoe una pequeña hendidura aquí— setaló con el dedo sobre la cubietu det carro— donde estuvo alguna vez la figura del santo. Y también 60
descubrió un doble fondo, que se abre apretando esta pie^i así — la cubierta se dividió en dos y dejó ver un hueco de unos cinco centímetros de ancho por diez diera como un juguete. Y tu mamá, que era arqueóloga. se dio cuenta de que era un objeto muy antiguo, por eso le dijo que "era un tesoro". ¡Lo increíble es que está un bien conservado! —¿Le gustaría que se lo dejan pora d Musco?. te sintió obligado a decir Simón, muerto de susto «1c que el franciscano aceptara mi ofrceimknio. —No. hijo. Eres muy generoso y amable. Guárdalo como el regalo de tu madre que es. La verdad es que toda esta historia es casi una leyenda. Lo que se sobe es que en algún momento llegó una 61
donación del Peni. en forma de diamantes. Puro no s.e sube exactamente cuánto!» diamantes eran, cuúnufe desaparecieron y si en verdad todo» c)kn llegaron cun Rom Bandera. Qujaí» doto lin^rjciu no qu<»o poner “todos tos hitevo» en el misino canuto", como dice el dicho. —¿Y mi cirro, entonces? —Esc carro parece *er realmente pane Je la hútoria. Dos golpes en la puerta interrumpieron la convervacióiú y luego de un vonoro “ackíanie" del franciscano apareció el sacristán, que miró de reojo a Simón y se quedó de pie frente a ello* con la cabe/a gacha. — Adn no he convenado del tema. Hilario. Ya K lo hart saber. El hombre asintió y se retiró del lujar. Cuando quedaron otra vez solos, el sacerdote cruzó las manos sobre su redonda barriga y respiró hondo antes de hablar: —Te llamé, Simón, porque quería devolverte el carro, pero también por otro asumo- Ayer viniste al Museo con un amigo... —Sí, con Elvis. — Me dijo Hilario que esc nifto era hijo de un trabajador <4el parque. — Si. de don Benito. — Bueno, resulta que robaron del M uwo una patena de oro muy antigua, con una filigrana en forma de cruz que había sido usada en la Primera 62
Comunión de un famoso obispo t e Lama. — N o v í lo que e s una patena y e so de f i li m ué c u á m o lampoco — dijo Simón, poniéndose nervioso, porque ya sccMuta imaginando por dónde iba la c"*>a.
—La pulciw —cxplk'd el sacerdote—. ex el platillo sobre el que se pone la hostia durante la misa; y la filigrana es un trabajo de orfebrería muy tino en que el oro o la plata formar) un encaje. Pero tov)ue yo tjuiero saber...—el padre Gerónimo dejó i ncondusa la ír* c y se movió en su villa, incómodo. E\ un a.%unio «rio. pues la* cosas
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que vive cometiendo peque/tos robos. Dice que k> lun detenido vari» veces. Simón se quedó en silencio. Y* no sabía qué pensar. Elvis te había dicho que Hilario e n un chueco y un ladrón. Y aunque el sacrcstín noto había encerrado intenaonaüncoic el el Musco, igual era un estúpido por no haberte fijado; y de sólo ver eso» ojillos juntos, que nunca miraban de frente, sent/a fastidio contra ¿i. Por otro lado e«at» ei episodio de Elvis y el reloj. ¿A quién creerte? Su corazón estaba por su amigo, aunque las dudas nuevamente lo atenuaban. El padre Gerónimo, adivinando loque sentía, le dijo; —Me gustará conversar con esc niño. No lo voy a acusar de nada, te lo prometo: sólo quiero hablar con ¿i. ¿Podrías cocí"cocerlo de que viniera? —No sé. ahora euá enfermo. Pero igual, no creo que quiera venir. Además otamos peleados. —«.Ah. sf? ¿Y porqué? Simón se odaó por haberlo dicho. —Por una tontería: ¡no me acuerdo! —¿Tu abuela sabe con qué amigo» andas? Fue tal la rabia que le dioaSimón al escuchar esa pregunta, que se pu*o «ojo como una «india madura y tuvo que hacer esfuerzos para Contener las ligrimas. No respondió. El sacerdote permaneció también en silencio y durante un largo rato sólo se escuchó el zumbido 64
de un moscardón que chocaba contra el eruto! de la única v-eniana. —En uinh días m is se reúne el directorio del Mineo Colonial— habló finalmente el francitcona. a) mismo tiempo que t>c ponía de pie-— y si pora entonce» no aparece la patena, habrá que investigar en «rio. porque ¿Me no es el primer robo que ocurre este año. Quizás detengan a tu am igo para interrogarlo—.
Se acercó a Simón, que seguía sin decir palabra, y le puko su anchas mono* sobre los hombros—. ¡Ánimo. Simón! No hay que temer a la ventid, porque ella nos hace libre». Ya verás cono todo sale bien. Talve* tu amigo no tkoe nada que ver en esto, pero teneme* que estar seguros—. Y ames de despedine. le pasó un pequeño libro—. E¿ uotxc la vida de San Francisco: un regalo pora ü.
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Capítulo IX
¡3IMÓN . ANTKS de irse, decidió visitar una vez más tí Musco. Pera había quedado ton turbada con lo que k había dicho el podre Gerónimo acerca de Elvis. que por primen vez miraba sin mirar un cuadro de San Francisco, el pensamiento puedo en mi amigo del pirque De pronto, una voz k> sobresaltó. —tSapmti! ¡Qué sorpresa! Era Miulina. Muy blanca y pálida, su» cabellos rojizos brillaban bajo la lu/ artificial del tu^or y estaba, como siempre, vestida con un traje lleno de vuelos. Ha sus labios tinos jugaba una sonrisa. Traía con ella un colorido canasto lleno de frasco* de pintura y pinceles y un barquito de madera que colocó en el suelo frente a un cuadro. Hurgó enuc to* frascos y exclamó: "¡Aquí estabas. 66
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MIULINA
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tunante!". Entonces cogió tilgo entre vu» dedos y se llevó la mano al cuello. Un pequeño escarabajo rojiverde, con tunare» rtegrov. comenzó a caminar subiendo por su oreja y perdiéndose entre los frondosos cabellos rojos. Simón la miraba alucinado. —Se llama Bons: me acompaña a todas panes —explicó Miulina, como si nada—. Y ahora, ¡u trabajar! —agregó al tiempo que x sentaba en el pito y co^ia los pinceles. —¿Tu trabaja» —Pues si: soy restauradora. —¿Y qué hace una restauradora1?—. La preocupación de Simón por Klvis había quedado instantáneamente olvidada ante la estrambótica presencia de la mujer. —Repara la* pintura» que están dañada*. Acércate. ¿Ves sibre la sotana de este fraile esos pumitas? En esc ’ugar estaba la pintura deteriorada, pues entre otras
Jv Í v, •C
—El padre Gerónimo me ha llamado, porque olguiendaAóaquílatela— Y mostró una minúscula raspadura Manca sobre la palmatoria. en el cuadro de San Francisco enfermo que tenía al frente —Esc es un buen escondite para los diamante*. Elvú tiene buen ojo —murmuró Simón entre diente», mientras dejaba el cano con lo» caballos y el libio de San Francisco sobre el piso. y se acercaba más a la pintura. —¿Qué oí? ¿Diamantes? ¡Sapristófeles! ¿.Dónde hay diamante»? Simón, concentrada toda su atención en el cuadro, no respondió. Estaba tomando nou de todos Uv> objetos que allí aparecían, susceptible» de sef portadores de joyas: la palmatoria, tas broches en el venido del ángel, una cuenla con varias cuentos que colgaba de la pared y que tenia en un extremo la cabeza de una calavera, un rosario de madera... —Chico: ¡despierta! ¿En qué estás pensando7 ¿Kn lat diamantes? —¿Cómo sabias?— saltó Simón. —¡Yo no sé nada, carambambas! Tú los mencionaue. Miulina dejó las pintura» junto a la pared, cruzó la» pierna», que eran muy flacas, y comenzó a balancear un pie. Simún nunca había visto un zapato con una hebilla mis {¡onde y una punta más larga, i «v» i* majrr echó hacia atrás la cabeza y sacudió su melena roja com o.xí quisiera desprenderse de ella: después se quedó muy quieta 69
y en silencio, esperando una respuesta. Simún dudó sólo un instante: confiado como era. atraído por la penonalidid de la mujer y llevado por su entusiasmo, le contó rápidamente hasta los último* detalles de la legendaria historia de los diamanie*. Cuando acabó su relato, Miulina dejó de balancear su pierna y dijo: —Habría que esiar en el Cuzco, con dota Engracia, paia saber lo que realmente paió. —Si. claro, pero como eso en ¡mpwoible... —¿Imposible? Nada e» imposible, chico, y meaos para tí que ere» un chaval despierto. Te he tomado mucho cariño. ¿sabes?— Y poniéndose de pie. accrcd a cita las piruurxv cogió un pincel y se k> quedó mirando fijo. Simón pensó que tenia ojos de Iccftura y se preguntó si su abuela no tendría razón al decir que ero loca. —¿Cuál te guste mis?— preguntó de pronto Miulina, señalando las telas con un amplio ademán. —La de) carro de fuego. Miulina le guiñó un ojo verde —en ese momento Simón descubrió que el otro e n azul—. cogió su banquito de madera y sus pinturas y se acercó al cuadro señalado. Luego le dijo a Simón que permaneciera frente a ella, un moverse. Entonces emperó a pintar una pequeña manchita negra en una esquina de la lela. —(Lospicces!—entonó con voz de contralto y ritmo de marcha.
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Tra/ó una raya oscura y otra más débil. —¡El caluoadooo! Otra línea y aparecieron dos zapatilla* de gimnasia iguales a las que usaba Stmón. En un estruendoso "¡las calcecetaaas!" brillaron dos calcetines amigado* y en ip suave y dulce -¡panlalóooonr, los jeans ganado* en el borde. Simón la mimta boquiabierto, sorprendido, admirado y también asustado por la soltura con que se había lanzado a pintar «obre la tela de cwís iiwdrw tan valtusos. la facilidad con que dibujaba y lo cvacumcWc iguak* que ttun n o s pies a lo» suyos:, maravillo»úntenle iguales! Para comparar, miró mj» pie». Y entonces lanzó un alarido. ¡Los pies de Simón, mis verdaderos pies, habían desaparecido! Trató de caminar, pero no podía. —¡Miulina! —gritó, agitando las manos— ¡¿Qué hiciste?! Pero ella, concentrada «n su tarea. no le hacía caso y seguía pintando, ahora frenética, a una velocidad increíble: las p«ema&. el tono, el cuello, las manos, ios brazos; y cuando sólo quedaba en el aire Notando la cabeza de Simón, detuvo su mano y exclamó: —¡Kecótcholis! ¡Casi se me olvida decirte lo más importante! Cuando desees volver tendrás que hacerlo por este mismo lugar: aquí, jalando el 71
cordón del Iralc que « arrastra por el tuelo — mostró ¿Notlejeaderecordarlo,pue* no tiene» otra manera de regresar! Y en fciewpincelad*», Miulina dibujó el muro de Simón que ahora extaba con lo» ojo» doubiudon y la boca muy abierta. —¡Tiumbalarilui-lai-lai! ¡Buena Muirle. Simón, que el Sanio te acompase! —íue to último que alcanzó a escuchar el muchacho antes de desapareces por completo del Mosco de San Francisco en Santiago de Chile.
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Capítulo X
EN EL CUZCO
OIMÓN EN medio del pánico que «m ía. hizo uo enorme esfuerzo paia atrancar de la tela donde había quedado atrapado- Respiró hondo, dobló las rodillas tomó impulso y te elevó por el aire hasta caer con fren estruendo sobre un mesón de madera lleno de franco* de pintura. Los frascos se dieron vuelta y los espesos líquidos rojos, verdes, negra*. amarilla» se esparcieron sobre las tablas y siguieron su lento camino hacia el suelo. —¡¡¿Imbécil!!! El ¿rito aumentó »u alama. Un hombre de baja estatura y tez oscura, locado de un gorro de terciopelo rojo bajo el cual 74
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asoa y brillante, bordada con lulos dorados. Kra muy ajustado en la cintura y luego tan amplio y abultado hacia abajo, que parecía una enorme campana. Su* brazos estaban cubten» con unaa mangas englobadas un pero tan anchas, que Simón, pese a lo confundido que e*ubo. no dejó de preguntarse cómo lo haría 75
para comcf sin meterlas en el plato. Nunca había visto nada igual, ni siquiera en la f>e»la
Al escuchar U palabra "azoies", Simón había levantado la vista buscando una salida. La puerta cuaba en el otro cxircmo de la enorme sala y no alcanzó a dar un pavo antes de que el hombre de barba lo agarrara por ko homDros con mano» de tenaza. —i Vamu's gaznápiro: andando! —le gritó en la oreja y le dio un empujón y una palada, un Tuerte», que Simún rodó por el sudo. — ¡Por Dios, maestro Zapaca. tened compasión de este muchacho! ¡Decid a Julián que no sea tan rudo! ¿No ve» que aún & un niño?— inicrv ino la mujer rvbia. dirigiéndose al hombre que había dado orden de azotar a Simón. —Yo creo que es un hechizado, por eso es mejor no locarlo —intervino la otra mujer—: ¿no ve usted. Juan Zapaca. que apareció del aire? ¡Y mirad su atuendo: esos harapos no son de este mundo! —concluyó señalando las zapatillas y los jcans de Simón. —¡Rosa: no comencé» con vuestra tonterías! Sois más supersticiosa que el médico del Virrey. Estábamos las dos embobadas contemplando trafcojar al maevtro Zapaca. cuando este nifto tropezó con la mesa. —No irope/ó. señora: cayó de arriba, m lo juro. —Sólo por ser vos quien me lo pide, dofta Engracia —intervino el pintor, sin atender a la mujer morena—. me olvidaré de los azotes. Pero no se irá 77
bandido ú n antes pagarme c i desaguisado—. Y dirigiéndose a Simón, que aún continuaba en el suelo, hecho un ovillo, exclamó—: ¡levántate, perejil insolente.' Trabajarás iodo d día para mí y no le moverá* de aquí hasu que yo le lo onfcne. ¡Y que no diga doña Engracia, que el corazón de Zapaca Inga oo es tan generoso como hátxl y diestra es su mano! Simón estaba lan alelado, además de dotando, que no era capuz de reacciona». ¿No podía crca lo que euaba escuchando'Esa mujer nibia era dcAa Engracia. U de los diamantes, y la otra tenía que >ct Kuu Bandera», la sirvienU que se t a llevó a Qiik. Y ese Ul Zapuca Inga....era uno de k*>atauasque pintó los cuadros de San Francisco! —¡De pie. te digo! —volvió a interpelarlo el ptntor— Y mejor ni me cuente», cómo es que llegaste aquí. cipazwlo. porgue no quiero escuchar mentiras. Coge d balde y el tripero y comieiua a limpiar lo que ensuciaste. ¡rápido! Súnóo se puso de pie con dificultad, porque aún no se reponía de la feroz la potada que le había dado el tal Jubán. En tantu Mando, ya había llegado con un trapero y un balde, y fueteado una reverencia exagerada je lo» pa\ó a Simón, como quien ofrece un preciado tesoro. Loo ojos algo pioiuberaiucs de Manido brillaban reidora bajo unas pesufas larga* y tiesas En su rostro asomaban los pelos ralos de una innpxnte babu. —Ahora que él hará mi trabajo, ¿me permitiréis pintar, maestro? —preguntó el joven dirigiéndote a Zafutx
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—¡A río revuelto, ganancia de pescadurc»! — respondió d artola con una »cm¡ tonrua en sus labios giucsuv —Maestro, ;por favetf'—instítió Manolo. —,Abogo por Manolo! —intervino doAa Engrana— ¿no lleva acaso ya vara* meses, sobajando pora ve»? ‘ —iVfeoquesoi* abogada de losjóvenes xeñora! Y ante d placer mujeioy un humbreotabun sentados aúna roes* llena de vianda. De pie, al lado de la meso, un rúfio de cabellos largo* y dorado*. extendía un plato de comkb y un pun tenia un grupo de hombres pobres y tullidos, cuyus harapo* y rostrot cetrino» coiurasubon con la tez Manquísima y V» lujosos atavíos de los comensalesSimón recontó haber vixto esa pintura en ei Museo de San Francisco. —¿E»e niAo es d saotu? —preguntó Rom. —Exactamente —respondió el pintor. —¿Ate permití* haceros un alcance, maestro? —intervino doto Engracia—. Me purece que co la (poca en que vivió el santo no ¡te conocía el ají que lub¿i» pintado sobre la m oa —¿Efl un buen banquete no puede faltar el ají. señora mía!— respondió el artista, sin inmutarse. Y fijando su atención en las leves pinceladas de café que Manotu trazaba cco extremo cuidado, exclamó—: ¡Muy bien? Un poquito más al entrono.., y ahora algo de rojo en la punta... 79
DoAa Engracia sonrió, ¿¡venida, y caminó hacia Simón, que se afanaba en limpiar la» pintura» derramada* Sin acercarse demauado. para no ensuciarse. lo cusninó durante unos minutos y luego comentó: —t Vaya atuendo cutíaiY> el de ote míki! — ¿No 06 dije yo. setora? — sultó al insume Rosa— ¿Si apareció de U nada! ¡Hay brujería en ¿I! —¡Rom : 4a de Simón. Use niño rubio y de ojo» azules parecía un principilo europeo disfrazado de mendigo. Evidentemente había cxiniV» en ¿I. per» no pur las razones que aducía Rasa. —¿Cómo te llamas?— le preguntó. —Simón. —¿Quiénes ton tus padres? —Mis padres muñeron. —¿Y con quién vives? —Ahora-..con nadie —respondió Simón, cautelo». —¿Y qué haces aquí? Simón no sabía qué impender. Evidentemente que no podía decir la verdad, porque tbon a cnxr que mentía o que estaba embrujado, cumu decía Kuu Bandera*. Entonces comenzó* invernar. —Es que qube conocer estas ptwur» porque leí... 80
? * ^
—¡¿LriXe?! —¡Escuchen: dice que leyó! —exclamó Julián, ei barbudo, con una ritmada. —¿Por qué míenles, Simón? ¡No tenga» miedo y dimela verdad! —UbótiódoAa Engracia. —Prometo que vi leer. señora. Lo puedo demotnir. 1 —¡Dice que sabe leer! ¡Ja! ¡El pequeño infeliz tfüKfle cvn»ctkxfflu\dc que ubc leer! ¡Ja. ja! —gritó « voz en cuello Julián y varios corearon ai risa., —¿Qué e* lo que estoy oyer>do?¿Que este mivvcto harapiento'ahe leer?—exclamó un hombre, timbtén morona corpulento y de baja estatura. que tubía otado pintando en d ouu extremo de b sala. Y accrcándobc u) cuadro que coloreaban Zapaca y Manolo, ¡rxlkó el texto que aparecía escrito en una esquina y ordenó—: ¡loe aquí! Tutkts callaron. mirando a Simón, que no te movía. —¿No escuchante acaso lo que te ordenó el Manta»? ¡Anda, aléjate dd balde y camina! —ordenó Zapocalnga—.Y abas mentido, «ata vez no le librarás de los azotes La&carcajadas de pintona y ayudantesestallaron c or» otead» líe trueno. Simón se acercó lentamente a) cuadro. Y rogando al ciclo entender tes potabas alli escritas. en castellano antiguo, cumenzó a leer —"lijando bm od coge el pLdoy el pan ifcsu sustento y Ve da a k*>pobres.. —¡Ea un brujo, yo b decía! —murmuró Rosa. —¡Está inventando! —gritó Manolo, que a sus 8t
quince uAu» úpenos coimcía b t letras. —¡Lo sabe de memoru'. —smóJuIkifl. —Loe más atajo— ordenó Zapuca. —“S«ei>tk>muy niAo tranciaco..." De pronto Basilio Sanu Cruz, ei pintor bujo y corpulenta que había ordenado a Simún loer y que edabo examinando de cerca la tela. exclamó: —¡El dedo de esta mujer que úene cogido a) lufto e»iá muy tieso. Pedro! —Aun trabajo en ¿i. MjcsUu —Y tú. Maneto* más fruta sobre la mes». —En h a a n p a modelo. Mjcsuo... —.Cuántas veo» of> he dicho que no hay que copiar, sino recrea! ¿Dónde se ha vnio una mesa de banquete tantiúic y descotonda?,Van*». ftxlro! ¡U» melocotonescon mis clandad: rosa y amarillo; b una de chocolate, oscura; aumentad U t/rteraidad del color en los ajíes’ En ese canesú falta el rojo; y al fondo a la derecha el bkoco: ¿no « ú que c u escena del fundo hay que ¡tumularia? ,Pw la pan serpiente. Mes un «llenar! —Sí. Maestro —rapondióel aludido, un pintor mi»joven que Saüa Cnu y Zapas*. que hMa «tunees había permanecido trabajando en silencio. —Cada escena necesita su color: ¡la ki/, b luz! ¿Cómo esla plaza al mediodía, ¿ati? ¡Salid a mirar! ¡Contemplad la luz que el «si proyecta sobre techen, paredes y gentes! Simón había quedada completamente olvidado. Mientras tanto, doña Engracia tomaba uiu importante decisión. 82
Capítulo XI
CH1MPU
— M A.ESTRO 7.APACA'. tengo que pediros un gran favor— dofta Engracia se tabú acercado al pintor, toda wcuútt. en el momento en que ¿ste hacia un alto en mi irabajo )• bebfa de una copa, a pMfucOcn. vorttov. un líquido «ota ámbar. —j Ah. qué bueno este jerecilloque nos habéis traído. dufta Engracia, con vuevin acostumbrada generosidad! —el artista paladeó, cerrando los ojo»— Decidme. seftora: ¿en qu¿ puedo wtvúos'? —E* un capricho —sonrió la mujer—. Necesito que ulgutcn dibuje paí* mí (re objeta» que aparecen en km oiadru<- que van a Chile. - *Twsfc*:M»'! t Los objetos aislados de su contexto pierden iodo sentido. seAiml ,No irrngmo cuál es vuestro propó&tto! 63
—No o& imaginéis nada. Maestro. Ya os lo dije: es un capricho- Hacédme ft»e favor; os lo retribuiré muy bien. —Desgraciadamente, señora, la primera sene de pmlurus pune por estos día> a Chile y aún nos queda mucho trabajo. El proceso de embalaje es lento y muy delicado. Enuc hoy y nuAana tiene que estar iodo listo, pue> el Corroo está por salir. —¿Acaso alguno de vucsIka ayudantes no podría hacerlo? La verdad. Maestro Zapaca. es que no necesito una obra de ano, sino una simple copia. Y como no son figuras humanas la* que p*do. sino tres objetos muy simples, cualquiera de ellos podrá dibujarlos. AI oír (o que decía doña Engrana, el cora/da de Simún se puso a galopar. Y dejando de trapear, permaneció inmóvil, para ik>penler palabra de la convenactófl. —No es poco loque ptdis, «ñora, creédme. ¡Si hubierais venido antes! V'ed que lengo a todos mis ayudantes ocupodfsimos.. —¡Prestadme a Manoti .Maestro! Sí no fuera por este nifto que cayó del ■iek>. lo tendríais a él con el balde y el trapero. Os ->agaré doce pesos por dibujo para el Talkr. y tres pesos para el muchacho. Manolo, al oír la suma, abrí* grandes los ojos. —Tendréis que hablaj con Basilio, señora, es él quién decide estas cosas. Basilio Sania Cru« t>aba en el otro extremo de la sala, trabajando en un cuadro donde aparecía Sun Francisco rodeado de (railes. A su lAfuicnJa.
sobre uji atril, un grabado mostraba la misma escena que estaba pintando; pero el rostro moreno y de rungos indígenas que Santa Cru¿ dibujaba en ese momento era más parecido al suyo que al pálido y de facciones afiladas del modelo europeo. Doña Engracia se acercó con susurro de faldas y golpeteo de abanico. El artista, concentrado en su tarea, pareció no percatarse de la presencia de la mujer y <5>ld tuvo que interpelado dos teces para llamar su jtciKión. La escuchó con aire distraído, y sin dejar de contemplar el rostro que pintaba respondió a doña Engracia que se entendiera con Zapaca Inga, en un tono que dejaba claro que no quería ser interrumpido. Hila asintió y se alejó cenando el abanico. Al hacerlo, algo blanco cayó ai sucio. —¡Eh, muchacho! ¿Qué haces ahí. mirando mosca» en vez de trabajar? Anda, muévete: ve a buvcat un baúl que hay en ei zaguán y lo traes aquí. Pide ayuda a Julián, si no lo puedes mover —ordenó Zapaca Inca. Súrón no «c hiw Je rogar, pues tenia gran curiusidad por conocer el lujtar en que se encontraba. Ya vería luego cuáles eran los objetos que dote Engracia hacía dibujar. Camino a la puerta, sin que nadie se diera cuenta, recogió el pañuelo bordado que doña Engracia había dejado caer de su manga y se lo echó al bolsillo. Era tan asombroso lo que estaba viviendo, que para convencerse de que no era un sueAo tenía que hacerse de algo concreto: claro que su íntimo deseo era que todo fuera un sueño, porque en ellos uno siempre acaba 85
por despertar. Qui2ás estoy soñando y en el sueño sveflo que estoy despierto, te dyo. Y entonces llegó a sentirse más tranquilo. A medida de que transcurría el tiempo. e) miedo d e Simún duminuía: dejaba de pensar en m i vid*, allá en el Samtago de Chile del ligio XXI. y comenzaba a habituarse a este nuevo presente en una forma natural, domo ti fuera el protagonista de unu obra de teatro en la que tuv iera que representar un papel, olvidándote de »/ mismo hinu eJ fin de b función. La puerta daba a un amplio ¿aguja. casi enteramente ocupado por un enorme baúl de madera, ortllododc tachuelas de fierro. PeroSimún no te detuvo ante él. como debía, sino que su curiosidad k> llevó más allá, hacia otra puerta que se abría al exterior. Salid a una pequeña pía» rodeada por casa» de dos pisos, pero con paredes muy alta», construida* no a ras de) suelo, sino que sotar enorme* bloques de piedra. En kn piso* superiores se alineaban balcones salientes de madera oscura y labrada. A la plaza confluían tres calleóla» muy estrechas, cuyas casas también se levantaban sobre inmensa* piedra», por lo que para acceder a ellas había que subir una gran cantidad de peldaño*. L o techos eran de arcilla roja y el alféizar de las ventanas, que eran muy chicas, estaba casi siempre poblado de maceteros con geranios. Frente a la plaza había una gran casa rectangular, cuyo froflús de piedra estaba cubierto 86
de u/vudu». Bajo b galería que éstas conformaban, se sentaba una decena de mujeres indígenas de pollerxs englobadas. Su» cabellos negros trenzados bajo los. sombreros enmarcaban los rosl/os oscuros que precian emerger de un enorme zapallo de vuelos coloridos. Estaban rodeados, de «anastos con porotos, choclos, papas, palias, mangos, papayas y unas chirimoyas «pie * Simón
cabina cerrada, que ve abría hacia afuera por una puerta-ventana cubierta en mi interior p or una coctina roja. La caksa tenia grabado un escudo de anuas a los costados y el lecho CJUerior extaba umbiln cubierto por un género rojo, corno» fuera un bonete, con borla», durada* que colgaban en las cuatro esquinas. En el pescante, a ambo» ladu» del cochero, venían do* negritos de pie. vestidos con k» mismos colores rojo y oro de k» adornos Al paso de ¿su. unos se apodaban, otros se persignaban y hasta haWa alguno* que »c ponto de nadillav El cocbe se detuvo frente a la pucru del taller de tos pintores y de él descendió un hombre con un sombrero amarillo de ala ancha y una reluciente capa blanca y dorada que a Simón k pareció más lujosa que lodos los trajes que había visto hasta entonces. Sobre ella brillaba una encime cru¿ bordada en oro c incrustaciones de piedras coloradas. Lo seguía un fraile vestido con una túnica café, que larmó a lo* mendigos que rodeaban el camiaje una lluvia de monedas. Una de ella» se fue rodando, rodando hasu detenerse a los pies de Simón, que ai cono ni perezoso la cogió rápidamente y corrió hacia las mujeres que vendían chirimoyas. Pero no resultó tan fútil: las indígena', que hablaban una lengua que Simón desconocía. a la vista de la moneda negaban con lu cabeza. Se acercó a cada una de ellas, pero ninguna aceptó vender. La última le indicó con gaia> que necesitaba tres monedas para comprar una chirimoya. 88
?AAm f V
Se alejó caminando por el conwJcr, sorteando cjruüc*> ccmgranos (rulas)' pcJlcnü muhiooiorckque extendían sus rueden sobre las piedras del suelo. Miraba con ojos largo* las frutas apetitosas y cayó en éxtasis ante una granada abierta y brillante que prometía jugos y dulzores. Invistió con su moneda, pero ninguna mujer w iixcrciócn tunderk ni siqi*era una ciruela «eca. FniMntoo en su tnteiKo. decidió volver al taller y realtíar U taiea que k habían encontcndad». Si trabajaba todo d dü. quizás al final le darían algunas monedas de más valor o algo para comer. Bajó un» gradas y caminó con poso rápido hacia el otro extremo de lapUaAcu. Dt pionta. una inóteciu qpe toYiabSa venido siguiendo sin que ¿i lo notan, lo interpeló: —Toma —le ofreció, extendiendo la poqudla pulma de su mano en la que sostenía tres vainas de maní. tefcta tener su misma edad, pero e n más bajita y delgada tumo un hilo. Sus pequeto* ojos eran tan negros, que paralan boinas de azabache, y de elk* caían, knux, unas lágrim» gruesas. —t,Qué te pasa?— *c conmovió Simón. Pero ella siguió con su mano extendida, sin responder —¿Por qué me das eso? —Porque tu trabajas ahí: yo le vi salir por esa puerta —dijo finalmente, en un pronunciado castellano, indicando hacia el taller. —¿Y eso qué impona? La niña, como st nu entendiera la pregunta. 89
lo miraba fijo y con k» labios apretados, míenlos su rostro seguía empapándose de lágrimas silencios» —¿Cómo te llamas? j.Qu¿ te... Pero la indiecita no lo dejó terminar la frase y cogiéndolo de un bra&J lo tironeó para que la siguiera- Tenia una mano chiquitiu, dura y seca. Simón sintió una gran ternura y también mucha pena. Y *¿n probarlo dos vrets. se decidió a ir con ella. Los pies desnudos de La niña. cortos y anchos, parecían volar bajo la* 7 olleras que no alcanzaban a cubrir sus tobillos; y sus dos trenzas, largas hasta la cintura, se mecían al ritmo de sus pasos. Se atenuaron en silencio por una de las catlecits* estrechas, donde todas las casas estaban pintadas de colores vivos y los techos rojos tenfan unos alerones que sobresalían, proyectando sus sombras. Luego pasaron frente a una enorme construcción de piedra sobre la cual se erguía una torre de adobe, que erael campanario de una iglesia Simón nunca había estado en un lugar con untas iglesias: en su recorrido llegó a contar once. La mayoría había sido construida sobre extensos bloques de piedra ensamblados y las puertas de madera, gigantescas, estaban enteramente (aliadas con inscripciones y figuras de cantos Parecían muy lujosas y a Simón la habría gustado serlas por dentro, pero la niña no soltaba su truno y a cada intento de ¿I por aminorar et paso, ella le daba un pequeAo tirón y lo miraba con unos ojos tan suplicantes, que no le Quedaba más que stguiñu.
Se acercaron a una monumental edificación, la mí* grande de (odas, con techos muy altos,
paja diseminadas sin ningún orden en medio del pedregal. Una jauría de perro» flacos salió a recibirlos, amenazóme: pero a una orden de la niña se fueron tranquilizando, aunque algunos siguieron husmeando y ladrando alrededor de ellos. En tomo a la hoguera, mujeres y niños contemplaban cómo los hombres asaban un animal. El olor a carne y a grasa había tomado posesión del lugar y Simón sintió que sus tripas se quejaban —Es por el cumpleaños del Virrey —explicó b niña—. Todos los años regala a nuestros poblados un cordero paiu com erán su nombre Simón se habría unido feliz al grupo de mujeres y niños que con sus manos estirad a t\peruban pacienta a que uno de los hombre*, cuchillo en mano, terminara de corlar los trozos de come ya cocidos para ofrecerlos a su alrededor. Pero la niña lo alejó del tumulto y lo condujo a una de las chozas. El interior estaba oscuro y Simón se demoró unos segundos en ver con mediana claridad. Era un solo espacio rectangular, en cuyo centro había un fogón, donde una mujer anciana revolvía una otla de greda humeante, de la que emanaba un fuerte olor a hierbas. Contra la* paredes se alineaban unos montones de paja cubicaos con gruesas lanas de colores. Y en uno de ellos, el m is alejado de la puerta, yacía una mujer. Tenía los ojos cerrados y su rostro oliváceo mostraba unas profundas ojeras. Parecía muy enferma. Un muchacho indígena, algo mayor que Simón, estaba de rodillas a su lado y le tenía cogida una mano. 92
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—¡Chimpu!. ¿dónde erabas? —exclamó e) joven. Se puso de pie de un sallo y lanzó una larga frase. en tono violento, que Simón no entendió purgue era
podría» ayudarme' urui moneda rodó hasta tu» pie» y cuando una tnwioda busca lo» ptes de un !*ombrc e* que e*c hombre bene poder. De pronto la mujer enferma tuvo un atxvso de tos y la anciana se puso a ciullur como una gavuda. indicando a Simún con ku dedo índice- bl muchacho indígena, como movido por un revine. se abalanzó sobre el recién llegado agarrándolo por los hombros y lo empujó hacia la puerta: —¡NVttc, vete de aquí. pájaro de la muerte'—.Y cuando logró sacar lo afuera, m dirigió a Chimpu. que los había seguido, y le ordenó— ¡llévatelo por el mismo camino. ptKindo i» mismas piedra* y ¡un mirur atrás!— - Luego vtariferó algunas palabras en quechua y desapareció en d intenor de la choza. A los gritos de Liviac. desde la fogata se habían arca-ado algunos hombres y mujeres ccn cara de pocen amibos. Los indios bebían una y otra vez de unav pequeñas botijas de cuero, laucando exclamaciones y rivotadas; otros cumian camc, y el jugo de la grasa chorreaba por sus com auras. Todos ellos tenían los ojos enrojecidos. Las mujeres miraban al muchacho cnMJe»twy«>nJo»Lib¿o*apn.'iMÍm. Una de ella* te adelantó, escupió en sus manm y luego las levantó al aire, mientras entonatu una melopea, que parecía un conjuro. Simón se puso muy nervioso y le empe/ó a dar miedo. Peto Chimpu. rip*d.i como una lagartija. ya lu había cogido de la mano y nuevamente lo arrastraba wu> ello, ahora de vuelta a la ciudad. Cuando se habían alejado to suficiente como para no mh vimos ni molestados, Simón se detuvo y oNigó a la niña a sentarse sobre una roca. A4
Capítulo )¿II
PKISlONIiKO
E l SOL comenzaba a esconderse iras los picadlos de las montaña!», ahora moradas. Una brisa uave comenzó a soplar y las nubes apuraron su pasu. Un lo alto planeaban dos jotes, entrecruzándose en un vuelo plácido; cada cierto tiempo se detenían en el aire moviendo apenas, como &i fueran dedos, el borde de plumas de sus alas; y luego de un rato de paciente observarán se dejaban caer en picada sobre algún animal muerto. Hacia el Nonc. donde acababa un sendero de (ierra, se divisaba una mole de piedra que a Simón te pareció un fuerte abandonado. —¿Qué es eso. Chimpu? —Era un palacio. Ahí vivía el abítelo de mi 95
abuelo, que era principe. Dke mi abuela que cuando su padre miraba esas ruinas, « ponía a llorar. Y dice también que cuando su padre caminaba por El Cuzco y vela Jos temptas destrozados, su corazón sangraba y se ponía a aullar como un lobo. Las palabra» de Chimpu impresionaron a Simón, que se quedó con la mirada fija en el horizonte pedregoso. Pensaba en esos incas que habían poseído un imperio Jan grande y que ahora no tenían nada; en aquellos hombres que habían levantado a pulso, sin grúas ni retro excavadora.-», esos gi|anievxis palacios y templos de ptedru. y que los conquistadores en su guerra habían destrozado; en esos príncipes que habían poseído toneladas de oro y plata y cuyos descendientes, como Chimpu. vivían de ta caridad de tos españoles en sus chozas miserables. ¿Por qué tuvo que ser así?, pensó acongojado. Chimpu permanecía en silencio. Quizás tenía miedo, se dijo Simón, de que las palabras de su abuela fueran ciertas y él un pájaro de mal agüero. Al ver a la mujer enferma. Simón se había dado cuenta de que tenía fiebre y tos. y también romadizo. Y recordó entonces haber leído en un libro de historia del colegio, que los españoles habían traído los virus del resfrío a América y contagiado a los indígenas que morían por ciemos, porque no tenían defertMts contra esa enfermedad. Claro que eso había pasado hacía mucho tiempo y ahora ya debían estar más resistentes. También sabía que los indios. 96
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aunque muy supersticiosos. tenían grandes conocimientos acerca de los hierbas medicinales. Mientras reflexionaba, súbitamente Simón se acortó de las aspirinas que le había encargado doña Pepa y que aun tenía en el bolsillo. Y en un dos por lies, como si fuera un mago, hizo aparecer en su mano una lira de grageas blancas, que agitó frente a ia iitüiiX'ila: —¡ts un remedio que sanará a lu nutün;!— exclamó con entusiasmo. Chimpu abrid mucho sus ojos de cervatillo ajustado, y negó cun la cabc/a. —No es vc-nc-no: es rc-me-dio —vocalizó Simón—. Y para que te convenzas, yo me comeré una—. Rompió el envase, se echó ostentosamente una grajea a la boca y juntando saliva xc la tragó. La niña lo seguía mirando en silencio, con devconfiiBQA. —Acu¿idale de que una monada rodó hasla mis pies—se le ocunió entonces decir—: ¡yo tengo poder! Pero Chimpu continuaba ahí de pie, con el ceño fruncido, sin decir nada. —¡Créeme, me la tragué! —ii sistió Simón, abriendo bten grande la boca y sacando la lengua. Ella acercó su carita al rostro del muchacho y examinó su boca. El levantó la len, ua y apartó ambas mejillas con los dedos para n ostrarle que nada ocultaba. Tan cómico dcbtó apa ecer, que la niña se echó a reír. Luego extendió su mano; 97
—Dame esc remedio. —Aquí' van nueve —contó Simón, indicando cada grujen—. Hoy le darás a tu madre una. la oua se la dará» mañana en la mañana. Debe tomar unu en la mañana, otra al mediodía y otra en la noche. Y deberi ti agár>eias onn agua, iAh. y que no le vean tu abuela ni tu hermano! ¿Entendiste bien? —Sí. una cuando valga el *o). otra cuando el sol esté en lo alto, otra cuando el sol se acueste. Ccm agua. —Bien. ¿Seguro que se la» darás. Chimpu? —desconfió Simón—. Te aseguro que en cuanto tome la primera le bajará la fiebre y se sentirá mejor. Rila asintió varias veces. Entonces Simón preguntó: —¿Po» qué tu mamá quiere que tu hermano trabaje en el taller de pintura? —Primero el remedio. Simón se sorprendió con la exigencia, pero al verla tan angustiada e indefensa. Ic entregó las gragea* en silencia Total, qué le importaba lo que pasara con ese quechua odioso. Chimpu recibió la tirade aspirinas y la sujetó entre k * dientes, mientras levantaba m i pollera y cogía un pequeño rollo de cuero amarillento atad» a su cintura entre las varias enagua». —¡Toma!— dijo, y se lo quedó mirando. Simón cogió el trozo de cuero, que no era más grande que una hoja de oficio, y lo desenrolló lentamente. Lo que vio entonce*, lo dejó asombrado 98
Tan sólo con grises y negros se dibujaba una escena en la que un indio muy viejo, apoyado en un palo que hacía de bastón, contemplaba cómo dos soldad(k> barbudos, sentados a horcajadas sobre una mesa de piedras parecida a un altar, brindaban aliando unas grandes copas. Los rostros de los ckpaiurtcs crun ¿legres y confiados. nucnirjs que toda la tristeza del mundo brotaba de la mirada del anciano. Unos pocos grisáceos babían bastado para esbozar las ruinas del templo y para dar una imagen viva de la sequedad de la tierra circundante. Simón había visitado sólo una vez el Musco de Bellas Artes para una exposición del famoso pintor chileno Roberto Malta. Los otros cuadros que conocía eran los de San Francisco y los que hatera visto en kn. libro* de u le que lenta d abuelo. Pero le bastó mirar el dibujo que le había entregado Chimpu para darse cuenta de que había sido hecho por un artista. ¿Si era como estar presente en esa reunión y sentir la pena que el viejo indio tenía! Tan concentrado estaba contemplando la escena que no los escuchó venir. Habían aparecido de pronto, como surgidos de la nada. Las pisadas silenciosas de sus pies desnudos ni siquiera levantaban el polvo. Cuando Simón alzó la mirada, uno. dis. tres indias jóvenes, un poco mayores que él. lo rodeaban amenazantes. Dos de ellos se cubrían con mantas y calzaban toscas sandalias de cuero. El tercero llevaba una túnica sin mangas y varios 99
bra¿aletcs plateados en su brazo ¡¿quícrdo. Era Uviac. el hermano de Chimpu. —¡Dame «so. español maldito!— exclamó arrebatándole el cucro pintado de un manotazo. Luego, con los ojos encendidos y el rostro tenso de fuña, lanzó contra su hermana una retahila de palabras en quechua. Chimpu. como si las palabras fueran golpes, agachó la cabe/.a y la cubnó con sus dos manos: y antes de que éstas acabarar. echó a correr en dirección al poblado. Mientras tanto tus otros dos jóvenes habían cogido a Simón uno por cada brazo, y pese a los puntapié* que este lanzaba hacia todos lados lograron cogerla firme y aty on sus manos a la espalda. Luego, como quien coloca un arnés a un caballo n unu trailla a un perro, posaron un conlcl por su cuello y a paladas lo obligaron u caminar. —¿Aire, español! ¡Rápido!— ¿rilaban los captores, al tiempo que íuM jaban las nalgas de Simón con una varilla. Simón no sentía Unto < dolor, como la furia e impotencia que lo invadían. También tenia miedo. ¿Qué harían con ¿l?¿Ywk» mataban? Perú no creía que fueran tan malos, o al menos eso deseaba. Seguramente, se dijo. Livia: debe creer que yo pensaba hacer daño a Chimpu. Sería imposible hacerle entender que sólo quería ayudarla. Pronto llegaron a la e>*>lanad¿ en medio de la cual se levantaban las ruinas que Simón había 100
divisado. Y entre ella», una pequeña choza de piedras con un lecho de rama», hacia la que se dirigieron. Algunas rama\, aún verdes, colgaban desde arriba como una cortina, ocultando la entrada. Introdujeron a Simón a empujones, y lo obligaron a echar» en el suelo. Entonces Liviac. a quien sus comparten*, trataban como si fuera el’jefe. ócsa\6 un la¿oque llevaba a la cintura, amanó fuertemente los pies del cautivo y una vez completada su tarca, exclamó: —Aquí te quedarás hasta que Viracocha lo quiera. ¡Ojalá que el demonio \c lleve donde te pudras! —Chimpu quería ayudarte* yo te puedo piocntarcn el taller de pinturas del Cuzco... —¡Mientes, español! Tú sólo nos traes el mal, como todos los tuyo». Cuando entraste a nuesua cjsu kts perros aul la/on y C*a noche cantó la lechu/a. Si mi madre muere, no alcanzarás a nvxir de hambre y sed pues serán mis manos las que acabarán contigo. —Tu madre se va a m ejorar— respondió Simón, tratando de mantener firma la vo7, mientra* rogaba a Dios que las aspirinas dieraa resultado. Pero Liviac y sus amigos ya no escuchaban: como gatos silenciosos habían abandonado el lugar. Se quedó solo. Trató de mover 1». manos, pero los nudos eran tan firmes, que sólo conseguía que el cordel se enterrara más en su camt Mover los pies también era impoublc. El relincho de un caballo 101.
a lo lejos aumentó su angustia. y como mde segundu en segando so situación se hiciera más critica, « i ese momento recordó lo que nunca debió haber olvidado: que el cuadro de San Francisco y e) carro de fuego, esa pintura que según Miulina era la única vía de regreso a su querido Santiago de Chite. estaba a punto de ser embalada. ¿Y para cuando pudiera volver al taller de pintura del Cuzco —si es que topaba hacerlo— ya la te ta «ia rumbo al sur. a tomo de nuila! Muriera o no. nunca conseguiría llegar a nempo. Nunca más regresaría a su mundo: ai colegio, al Parque Forestal, al campo de susttos; nunca más volvería a ver a sus abuelos, a su comparte fus de curso, a sus primos, a Elvis. Las lágrimas se agolparon en su garganta, en su nariz, en sus ojos. Hasta que finalmente, cansado y dolorido, los sollozm se fueron calmando. Y entonces se puso a rezar: —San Francisco, por favor no dejes que me muera en este lugar. Si no hubiera sido por (i. no estaría aquí, ¡tienes que ayudarme! A ti obedecían los animales: por favor cuida que no se me acerquen alacranes, o un lobo hambriento, o una serpiente... Está oscureciendo y tengo mucho miedo. San Francisco. Juntocon el último rayo de luz. Simún cerró los ojos y se quedó dormido.
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Capítulo X lil
LA MAGIA BUKNA DF. SIMÓN
C u a n d o a b r ió kx <**. por un instante creyóque habúoudo soñando y finteó un grao alivio. Pero rápidamente volvió a la realidad y lanzó un quejido. Le dotia todo el cuerpo: las ptcdrcciUs del suelo se enterraban en su espalda y le e n imponible moverse pora cambiar de posición. Sentía además, muchísimo frió. Y teniahambre. ¿Cuántobempo>uh4a donrúdo'5 ¿Qué hora seria? Una liu lenue se filtraba a través de las rama» que cubrían la entrada y tuvo la imprcstón de que otaba amaneciendo. ¿Era posible que pese al dolor y al frío hubiera dormido toda la noche? Hizo un gran eaíuer¿o para ponerse de lado, pero sólo logró acentuar la presión de lo* guijarros en mjs manos y espalda.
Las horas pasaron lenta». De cuando en ccuttdo el silbido de algún pájaro ¡memimpíj el silencio. que pesaba mis que cualquier ruido. Sentía un nudo en el estómago. Mima de angustia y hambre. Cada cieno tiempo trataba de forzar las ataduras de sus manos, pero en un esfuerzo inútil. Sobre la tierra reseca, a su alrededor, circulaban hormigas y pequeños escarabajos. Cuando algún bicho subía por su rostro debiu soplar con fuerza y hacer toda clase
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Cuando el sol se escondió nuevamente más allá de las montañas. junto con la oscuridad se abarió sobre él la d&cspcmn/a, y b ccncza de que iba a moñf aM abandonado afloró con nuevas lágnmas. Ya no le importaban los bichos, ni sentfa el cosquilleo de las hormigas sobre su picL El dolor de sus mu/lec*s era más fuerte que todo eso. Tengo que salir de aquí, tengo que lograrlo", Fue lo último que musitó, luchando contra su desánimo, aiues de que el cansancio cerrara sus ojos y cayera en un suelto profundo. Despertó con un ruido ligctoi como si alguien, muy cerca de él. estuviese mascando un caramelo. Ya e n nuevamente de día y b lu/ se I hraha como un caleidoscopio entre las ramas, ü ruido era levísimo y poc< a poco se fue dando c tema de que era un uiave roer a sus espaldas. ¿Qu bicho sería esta ve/? Trató de mirar por encima leí hombro, pero no alcanzaba a ver; nervioso, hizo un movimiento brusco, y el causante del r.u£uido salió corriendo, más asustado que él. ¡Eira >in cuye! Un raión con un pom|)ón de pekw en la punta de la cola, que en un dos por tres desapareci ó por la boca de su guanda, un hoyo cavado en un i esquina del suelo terroso. Simún se incorporó como pudo, rusta quedar sentado. Entonces se dk> cuenta de qt e sus manos podían moverse uno*ceniimcum ;la* uerda estaba cediendo! Con el «razón a mil. forcc có como un loco con todas las fuerzas que le que taban. hasta 106
que de pronto ...;Uc! sonó el cordel que se partía en do*. ¡Sus manos estaban libres! En un im unte renacieron su esperanza y alegría: y al examinar la cucrda se dio cuenta de que mi salvador habfa sido el cuyc, que mientras ¿I doimía había estado «m suma paciencia quizás cuánto tiempo, royendo y royendo. ¡Nunca más despreciaría a un ratón! Pero iodo no iba a Mr tan fácil. Los cordeles con que Uviac habiu atudo su* pies estaban tan apretados. que le ero imposible soltarlos. Estuvo luchando con ellos casi una honi. pero débil como estaba, s « manos ya no tenían facr/as para deshacer esos nudos ciegos, que parecían haber sido hechos por un Ulan. Aunque se demorara un día entero, no le quedaba sino arrastrarse con ayuda de tos brazo* hasta encontrar a quien lo pudiera desalar. Avan/ó hacia la salida, apoyándose en los codos igual que un comando y ondulando las piernas como una oruga. Cuando estaba a punto de atravesar b cortina de romas, escuchó un jadeo. Se quedó muy quieto, conteniendo la respiración. El jadeo aumentó. ¿Seria algún perro lobo hambriento, en busca de comida? ¿O una serpiente sibilina? El miedo lo volvió a poseer. Las hojas pardas se sacudieron con violencia y un huracán de pelos negros irrumpió en el lugar abalanzándose sobre el muchacho tendido en el sucio. 106
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—¡Chaupituu! La vo/ que venía del exterior acabó coa los resoplido» y olfateos baboso» sobre la cabe» del muchacho, y el perro se alejó. Casi de inmediato, y como uiu visión celestial, apareció Chimpu. La indieciu, en completo silencio, se arrodilló junio a <1 y con dedos ágiles comenzó a dc u lar los ñutios que inmovilizaban los ptes. —Ya traté, peto no tenia faena...—«eadnúcó Simón. —Yo conozco csíos nudos y sé cómo hacerlo: no se necesita fuerza. Cuando la niña terminó m i trabajo. Simón se puso de pie con cierta dificultad. Entonces ella se desprendió de una pequeña botija de cuero, que trata colgada al cuello, y se la pasó: —E* leche de cabra y esto es para mascar agregó— cMcndiindok una» hojas verdes y secas, que a Simón le pareció eran de boklo. pero que en realidad eran de coca. —¿Cómo se llama tu perro?— preguntó el muchacho, luego de unos tragos, haciéndose el fuerte, pese a lo débil que se sentía. • -C hw pttjtí quiere decir Medianoche. —Gracias por cu ayuda. Chimpu. —Ahora deberás mascar las ho¿as y te sentirá* mc)or. A Simón le dolía lodo el cuerpo y obediente se sentó en el suelo a masticar. —Mi madre ya comió varias de lux pastillas 107
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y está mejor. Tu remedio es magia buena y te da la* gracia*. ISJla te envía leche y las lujas. —¿Cómo supiste que yo estaba aquí? —Porque mi hermano y su* amigo» vienen siempre a este lugar de nuestros antepasados. —¡Me abandonó a la muerte! —Liviac no es malo, creyó que tú tenias malas intenciono y que nos traías la desgracia. El sólo te dejó en mano» de Viracocha. —¡Me dejó aquí para que muriera? —insistió Simón. —El sólo te dejó en manos de Viracocha— repitió a su ver la nifta— Y como puedes ver. Viracocha no ha querido que abandones este mundo. Tienes que entender que mi hermano odta a los tuyo» que nos arrebataron tas tierra*, destruyeron nuestros templos y amainaron a nuestros reyes, hijos del sol. —No todos los blancos son malos, así como no iodos los indios son buenos —replicó ct muchacho. —Eso to sé. por eso estoy aquí. Y quiero que sepas que mi hermano es bueno: él adivinó que venia a busca/te y no lo impidió. Simón no respondió, listaba pensando en que ya la lela de San Francisco con el carro de ruego estaría kjo» del Cuzco, camino a las montañas ¿Que iría a ser de su vida? La muchacha interrumpió sus cavilaciones: —Te traje nuevamente la pintuia de üviac. —(.Y tú te imaginas que después de lu que
me hizo, me voy a m otesur en hacerte un favor?
—H ielo por mi y por mi m ulte, si mi hermano consigue esc trabajo estará contento y dejará de vagar y de juntar odio. Es lo que dice ella. —¡Jama»! Liviac me dejó aquí para que me murtera. ¡Y por su culpu ya nunca podré regresar a mi casa! —exclamó Simón, rechazando con un manota/o el dibujo que la niña k entregaba —¡Liviac no le quiso matar: sólo te dejó en manos de Viracocha! —los ojos de Chimpu se llenaron de ligrimas— ; Yo creía que eras un espato! bueno!—agregó. Y dando inedia vuelta, salió del lugar. Simón la siguió al exterior y miró cómo Chimpu se alejaba, cabizbaja, con la pintura enrollada en su mano. Se sentó en una roca, sintiendo un peso en su estómago, una sensación de angustia y confusión. No era sólo el miedo de no poder regresar a ui mundo y la soledad en que se encontraba lo que había desencadenado su malestar: era otra cosa que no podía definir. Mientra* fijaba sus ojos en la figura de la muchachita. que cada vez se hacía más pequeña. pcit%ó que estaba viviendo una pesadilla, que esto no le podía estar sucediendo de verdad. Pero sí eran realc* la» magulladura* en sus puños y tobillo», y también la roca dura en que cúab.i sentado y los nubarrones que comciuaban a formarse en el cielo, amenazante». Cuando ya Chimpu parecía perderse en el 109
horizonte. una bandada de pájaros blancos apareció en el cielo y comenzó a haocr ordenadas piruetas en el aire. En un impulso. Simón se puso de pie y comen») a correr (ras la muchacha con lodas las fuerzas que le quedaban. Llegó a su lado, jadeando: —Chimpu. ,dame el dibujo, lo llevaré al Cuzco! Ella se detuvo y lo miró en silencio, desconfiada. —Chimpu. do quise herirte, es que estoy muy confundido. Pienso que Liviac pinta muy bien y mostraré su dibujo al maestro Zapaca. Los ojo* de la muchachíla brillaron y le pasó el rollo de cuero, con una sonrisa de dientes chiquititos y blancos. Cuando Simón extendió la mano para rccibtrto. ella se la copó y le dio un suave beso en la palma, l^iego depositó allí el dibujo y sin pronunciar una sola palabra se alejó corriendo. Simón dio media vuelta y lomó el sendero que llevaba de regreso a) Cuzco. El peso en su estómago había desaparecido y se sentía más ligero. Además, se le habta quitado la rabia. ¡Fue una buena idea— pensó— perdonar al agresi>o muchacho inca! Talvez él en su lugar sería igual de violento y desconfiado. Como bwn dijo Chimpu. a Liviac le cambiaría la vida á lograba que lo tomaran como aprendiz. El beso de la indieci tu en la palma de su nuno lo había emocionado. Miró hacia atrás, por si aún se perfilaba su silueta en la lejanía, pero ya había 110
desaparecido. Vto en cambio que la bandada de pájaros Manco» ■veguia revoloteando bajo las nubes y que ahora bajaba hacia él y se ponía a girar en amplios círculos sobre m i cabeza. Recordó la pintura de San Francisco y k» pájaros. ¿No había perdonado también el santo en aquella oportunidad al hombre que to había calumniado? Con Cite pensamiento y una sonrisa en lo» labios siguió caminando de regreso al Cuzco. Pese a lo desesperado de mi situación, se sintió acompañado y en paz. En la amplia p ía» empedrada, frente al taller de los pintores cuzqucfios. reinaba unu gran agitación. Una decena de mula& alineadas frente al edificio de la gran galería, permanecía atada a las barandas de madera. Dos indígenas de cabellos hirsutos. cubiertos con amplios ponchos de lana, amarraban con gruesos cordeles distintas bolsas de cuero a ambos costados de! lomo de las bestias que imposibles espantaban las moscas con su cola. Varios niños indígenas y también sus madres contemplaban la escena inmóviles, como si estuvieran presenciando algo importante. Una cartela cargada con baúles, que aún nu había sido enganchada a los anim ales que la tirarían, petmamxía sen» inclinada en la mitad de la plaza. La elegante: calesa del obispo c&taba también allí y sus doscaballoscomían tranquilamente hundiendo sus hocicos en unos sacos de boca ancha. llenos de pastos verdes, que colgaban de sus pescuezos. Del taller de los pintores salían muchachos
iraupurtMulo enorme* bolsa* ilc cuero y aitones de madera que iban depositando en el suelo, al lado de te» muías o de la carreta. Simón reconoció til barbudo Julián entre ellos, y con temor se acercó a preguntarle, .ttüaJando la» bolsas: —¿Qué contienen? —¿¡Que qué contienen, que qué cuntiencn!? —eaclamó Julián, tunoso— ¿Dónde estaba el señorito, que cuando hay que trabajar desaparece? ¡Ve rápido al taller, holgazán, y ayuda a transportar la carga, que csumov en retrato! —¿Qué contienen esas bulus? —iiisislki Simón. —¿Pero que no me has oído? ¿Que nu entiendes, gaznápiro? ¡Ve rápido, que se necesitan más manos' ¡Corre ya y no preguntes tornería'».1 Con los dientes apretados por el miedo a io que tendría que enfrentar. Simún caminó lentamente hacia el taller. Aún quedaban en su boca algunos irocitos de las hojas que le había dado Chimpu. que si bien no habían disminuido su hambre, por lo menos le habían devuelto parte de sus energías. Cuando entró a la gran sala. k>primero que sus ojos buscaron fue la lela del carro de fuego. Pero en tas paredes sólo colgaban algunos bastidores vacíos y dos o tres cuadros en obra, que no eran el que esperaba caconttui. Las piernas de Sim óo. indcpcndizimlosc de su voluntad, se pusieron a temblar E n definitivo* ¡nunca más podría repesar* El único camino posible de vuelta a su casa, ya no estaba a su alcance. ¿Cómo pudo ser tan descuidado 112
y poiiir iras Chimpo Cw Lude. Ohf nomás, un pemar que criaban a pumo de enviar las pinturas a Chile? ¡No debería de haberse apañado ni un metro de ese cuadro! Su ira conua Uviac renació de golpe y también furia contra ¿I mismo, sintiéndose un idkxa por haber seguido a U indiocíta. ¿Qué le importaba lo <|ue te pasara a
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Capítulo XIV
EL CORDON DEL h'KAILE
L () DISPERTÓ un golpe de frío en la cora, al tiempo que alguien «clamaba; —¡Partee que está vivo! Simón abrió lentamente los ojos. Julián, con un vom>de *guu entre tas manos, lo miraba desde lo alto, dispuesto a seguir mojándolo. —¿Qué te sucedió, chaval? —Simón reconoció la votz de Zapaca Inga, que « acercaba con un jano con vino y un pon con una lonja de tocino— . Toma: bebe y come; luego podrás ayudarnos. Se incorporó too dificultad hasta sentarse, porque todavía se sentía mareado. ¿Qué k había 115
p¡»adu? Calculó que hacia más de dos días que no probaba bocado, salvo unos maníes y el poco de leche que Chimpu le había llevado. Recibid el pan que el pintor le ofrecía y se lo zampó en unos segundos, enterándose apenas de su sabor, tan rápido ra n o un perro Iwmbncnit* al que k han dado un jugoso biftec. Luego bebió un lugo trago de vino. —¡Ya basta!, más te liaría mal—le dijo Zapaca. arrebatándole el jarro. Simún, que todavía no pronunciaba palabra, se puso de pie y en ese momento quedó al descubierto el trozo de cuero pintado por Liviac. que había dejado caer al desmayarse. —¿Qué es esto?— dijo el artista, cogiéndolo. Y luego de estirarlo, se quedó larga rato contemplando en silencio las figuras trazadas con tierra de color. —Parvee que el señorito se cree pintor— se burló Julián. —¿Es tuyo? —preguntó Zapaca. —Es de Liviac —respondió Simón. —¿Quién es Liviac? —¿Liviac? Es un muchacho indio que siempre torda por aquí en busca de problemas— se apresuré en responder Julián. — gustaría conocerlo, ¡este dibujo es CMraordin vio! —E- un indeseable, no os lo recomiendo— insistió Ju í4tl —'V>puedo... —come/uóa decir Simón, pero fue sóbita nenie interrumpido por un gran estruendo que veníf del utenot. 116
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Gritos, relincho» de caballo y golpes precedieron a uru mrtuque irrumpió en el tugar. Y ame la sorpresa de Simón apareció el mismísimo Liviac, cogido fuertemente por los brazos enire Manolo y un iitdividuo corpulento, de espesas cejas riegms. Liviac se debatía como un sato furioso, pero el hombiCin m am o era mi* fuerte y lograba connotarlo. Tras ellos venía una mullitud de ¿ente: los indígenas t*je cubaban lov burros, el cochero del obispo, lo* dos negritos. los muchachos que ayudaban a transportar buhos y algunos ni tos. Todos hablaban al mismo tiempo y sólo se escuchaba un guirigay. —¡¿Qué sucede?!—exclamó Zapaca. —¡Qué significa esto? ¡¿lis que oo leñéis (espeto a Monseñor? ¿Cómo osáis entrar aquí con lal alborota? —los increpó Basilio Santa Cruz. Pero tas paObras«kl artista cafcin en el vacío, pues nadie parecía oirías. B) obispo, que hasta ese momento había permanecido en siteocio. se adelantó con pasos enérgicos, y con un vozarrón que sooó a trueno, lan/ó: —¡¡¡BASTAAAA'Ü Como por arte de magia, todos callaron al instante y quedaron como petrificados. —¿Qué pasa aquí? ¡Decid! Dopués
Liviac había comenzado otra ve?, un mucho éxito, a forcejear miando de ttluuM- Manolo, que junto al ftombrón cejudo seguía sujetándole. aclaró: —Todo fue por culpa de este enloquecido. Liviac se ireauS en una discusión con uno de lo» muchachos que cargaba una de I» tela* y le dio un empujón que lo hizo rodar por el suelo. —¡Me insultó! —lo interrumpió Liviac, retorciéndose entre su» captores. Ei hombre fornido lo hizo callar con una bofetada. —Unronces, maestro —siguió Manolo—. la lela rodó a su vez y quedó bajo lab potas de k» caballo» que. asustados. la pitaron y rompieron el saco. Zapaca Inga y Basilio Santa Cruz, como si m hubieran puesto de acuerdo, calieron disparados hacia la calle, seguidos de todos k» que ahí estaban. Comcron hasta el centro de la plaza y se arrodillaron al unisono frente al largo soco de cueto encerado que contenía la tela y que se veía rajado de un extremo al otro. Y ahí mismo, sobre la¿ piedras del sucio, retiraron la tela de m i averiada protección y la extendieron para examinarla, con ía misma urgencia y dedicación que un médico lo habría hecho coaun accidentado. La recorrieron cun ojo» y dedos durante largos minutos, y luego se miraron y sonrieron aliviados: ,1a pintura estaba intacta! Simón, forcejeando, logró abrinc paso entre el tumulto que rodeaba a los pintores ha*u llegar al 116
ladode éstos. Vio a Zapata ponen* «Jepie y dirigirse hacia Liviac. que también había llegado al lugar, chollado por sus curioso» guardianes No alcanzó a enterar* de más. porque lo que había ahí en el vuelo frenle uél lo dejó boquiabierto. ¡Era U pintura de Sao Francisco y el tarro de fuego! La rop¡ncíóa del muchacho se aceleró, impulsada por la inmeoia excitación que k> invadía. ¡Gracia» a Liviac y a su» rabieta», podría al fin volver a casa! Simón se reta de felicidad. A tan tóto tendría que .. ¿Qué? ¿Qué tenia que hacer? Ahí estaba la pintura dd curro de fuego, u. ¿pero cómo lo haría pan volver a través de ella? ¡Qué horror, no podía rccordui! Su alegría murió de golpe, dando pato a una anguMiaque aumentó su confusión. Miulina lo había dibujado sobre la tela y a*í. mientra» él liesapnrecia en Samugo de Chile y aparecía en el cuadro. \c trasladaba también en el tiempo Entonces escuchó la orden de Btvilio Santa Cruz: —Muchachos, volved a embalar esta tela. Traed de inmediato olio puño para enml verla y otro saco de cuero Lo haremos aquí mismo. ¡Hipido! Simón sintió que se le helaba el cuerpo y que algo duro como ladrillo le presionaba el pecho. ¡Teníiifue uve, tcuUquc «ve afties.de que envelaran la tela! K«uba seguro de que Miulina le había dicho que debía volver por « a misma pintura y había llegado el momento de hacerlo, ahora, ya, porque uno sería larde. Era su última oportunidad para 119
regresar, no habría otra. perú... ¡¿cdmo.cdrno?! £ m> oo se lo había dicho. ¿O sí w k> había dicho?. por k» nervios no podia recordarlo —¡Abrid paso a Monseftor! ¡Abrid paso a Montctor! —la voe del fraile hizo que iodos movieran dejando el paso libre al voluminoso obispo. Simón luvo ijue retroceder uno» metros y su visión de la pintura quedó velada por las sotanas del obispo y el fraile que se habían puesto delante. —¿Algún perjuicio grave, maestro Santa Cruz? —preguntó el obispo. con su volantín. —Gracias a Dios todo etfá bien. Monseñor. Sólo se dañó el envoltorio protector comptobádlo coo vuestros ojo*. —Sois vos el experto, maestro. Sólo espero que esto no cause mayor retraso que el que ya tenemos: me comprometí con tos franciscanos de Santiago de Chile a mandar las pinturas con este correo. Lo que no alcance a salir esta vez, tendrá que esperar hasta la próxima primaven, como bien lo sabéis. —Mirad: allí vienen los muchacho* con k» nuevos c u c h is . Procederemos ahora mismo a su rcembahje. Quedaos tranquilo. Monseñor. —¿Y qué hay con el indio que provocó este acciilenie? —Zapaca se entenderá con él. Y ahora peniooádme. Monseftor. pero debemos recoger ta tela. El obispo y el fraile retrocedieron unos pasos 120
y lo» evpectudores que allí estaban hicieron Los mismo para dejar espacio a tos jóvenes ayudantes que comenzaron por cubrir la lela con un nuevo género, antes de proceder a cnrollasta. Simón.
Capítulo XV
¿PUE UN SUEÑO’
OIMÓN TIRÓ del cordel con tanta fuera que perdió el equilibrio y cayó de ctpukbrs al meló. Pero esta ve* nadie se alarmó: quedó tendido sobre las tablas del pito del Museo Colonial de San Francisco co Santiago de Chile, y no habla nadie a su alrededor Se puso de pie lentamente y se palpó todo el cuerpo, como para confirmar que e n un ver de carne y hueso y no un fantasma. Miró hacia lodos lados tratando de recordar si ese era exactamente el lugar que había dejado ante* de emprender su increíble viaje. Le pareció que todo estaba en su sitio, incluso se sorprendió al comprobar que aún estaban ahí hi 122
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nm > de madera con cubullo» y el libro que 1c había regalado d pudre Gerónimo y que había dejado sobre el piso mientra* Miulina le eoseftaba ta rwtauración hecha en la tela. ¿Cómo era posiMe que nadie, durante lodo el tiempo que había prado en el Cuzco, los hubiese lomado? ¿Ni siquiera Hilario, ut hacer el aseo? ¿Cuánto tiempo había peludo entonces? Según mis cálculos. al menos tres díu>. ¿Y si lodo hubiera sido de venJad un sueño? ¿Y si se hubiera caído. dando» un golpe en la cabeza, y su aventura fuera efecto de la pura imaginación? ¿Dónde estaría Miulina? Estaba terriblemente confundido. Simón excuchó voces y de inmediato aparecieron varias personas, con facha de turistas, con un guía que comentaba, con voz estentóreo, cada uno de los cuadro». —Este es «l Eniierm de Son Francisco, que fue pintado en 16)14 por Juan Zapaca Inga, uno de lo» grandes pintores indígenas del taller cu/queüo. Como pueden ustedes ver, su firma está aquí a la derecha de la lela. Hl obispo que aparece a la izquierda, es don Manuel de Mollincdo y Angulo, que fue el gran roccenu que hizo posible que el Cuíco se conviniera en la capital del anc cuzquefio barroco y u quien el pintor rinde homenaje, retratándolo en el cuadro. Verán ustedes que en la mayoría de estas pinturas aparecen penonaje* u objetos que nada tienen que ver con el momento histórico co que vi vió el unto: mochen de k s rostros 123
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0,
allí pintados son de ¡ixiígcrm ametíc-^nos; y muchas veces k& trajes que visten la» personas, las plazas o los decorados de las habitaciones pertenecen a las formas vigentes en ese momento en el Cuzco y no a los modelos de los grabados enviados desde Europa. También algunas frutas o verdura, como los ajíes que aparecen sobre la mesa de los comensales en la siguiente pintura que veremos, son autóctonas de Aménca y no x conocían en Europa en la época del samo. Simón se había quedado boquiabierto escuchando las explicaciones del gula, ¡di había conocido a Juan Zapaca Inga, estaba seguro de eso. Do podía haberlo sonado! Y también había escuchado cómo el maestro Santa Cruz instaba a Manolo a enfatizar el rojo de los aj ies: y había visto asimismo cómo Santa Crue dibujaba un rostro moreno y de rasgas indígenas y do uno pálido y de facciones afiladas como las del grabado en el que se inspiraba. ¿O lodo eso era algo que había escuchado ya contar a uno de k» guias, o talvez al padre Gerónimo, y luego de un golpe en la cabeza y perder el conocimiento creyó que lo había vivido? Se acercó lentamente al grupo y cuando levantó los 0)0 $ hacia el cuadro que tenían al frente fue tal su impresión que d»o un grito, sin importarle que todos se lo quodaran mirando. ¡El obispo que estaba allí dibujado sobre la tela era exactamente el mismo que se pascaba entre los pintón» en el taller del Cuzco, el mismo que había llegado en la calesa con
lo» dos negritos. el mismo que habí» dado una patada al perro que mordía el cordón de! fraile! JVro así y todo, lo que le tabú pasudo era demasiado extraordinario como jura aceptarlo sin mis. Se sintió observado por los dos hombres y cuatro mujeres ijue integraban el grupo de visitantes y fie alejó de ellos, adoptando un aíre indiferente, con la* manos en ios bolsillos. Entonces sus dedo» tocaron algo duro, y b certeza que no quería aceptar se hizo auo mis evidente: ahí. en el fondo del bobillo estaban las ciscar.» del man! que le había dado Chimpu. ¿O serian lis del domingo pasad», cuando su abuela le había comprado un paquete de maní a la salida de misa? Pero hab*a también en su bolsillo otra cosa, algo suave...,el pañuelo de doAa Eogiacia! —Hola. Simón: ¿todavía por aquí? ¿Y esa cara de consternación? ¿Te ha sucedido algo? ¡Casi te das de bniccs conmigo! —exclamó eJ padre Gerónimo. —Ehhh. ¿ha vi»to a Miulina, padre?— atinó a decir Simón. Tenía que encontrar a esa bruja, porque era la única que podría aclárale las cosas. ¡Nadie mi* le creería? —¿Miulina. la restauradora?, hasta hace poco CkUba aquí... — Padre, ¿podría decirm e a qué fecha estamos? —Jueves 19 de febrero. —¿Y qu£ hora es? 125
—Pues exactamente... —miró su icloj- las diez y trcioia y cinco minutos. —Y y« estuve cun usted a las... —Alrededor de las diez llegaste pot aquí. t Qué le pasa, Simón? ¿Te sucede algo1 —No, no, nada, padre...Ya me voy. Gracias por todo, ¡udiás!—. Y cogiendo el carro y su litwuv salió presuroso del lujjar. El pudre Gerónimo se lo quedó mirando hasta que desjpanxk* tras U pucriu. Caminó hasta su cata como un sonámbulo, sin ver ni oír nada 4 su ulrcdcdor. loijlmcnic abstraído por la aventura que había vivido y que no podría contar a nadie sin que lo creyeran un mentiroso o un loco. Ni siquiera Elvis k creería. Lo más extraño de lodo era que aquí en Santiago de Chile no había pasado el tiempo, y su regreso había sido a (a misma hora en que Miulina lo dibujó en el cuadro. Eso era lo único que lo hacía dudar, pese a todas las evidencia* que tenía de que su estadía en El Cuzco había sido real. ¡Peo oslaba seguro de poderlo comprobar’ Su mamá, de estar viva, habría hecho lo mismo que ¿1: seguir U pista a los objetos traídos a Chile por Rosa Banderas. Y más ahora, que lenia la certc/a de que doria Engracia había pedido dibujar tres objetos que aparecían en loa cuadros de San Francisco. Aunque... ¿cuák»eran esos tres objeiw?No había alcanzado a saberlo, porque en ese momento Zapaca Inga lo había enviado a entrar un baúl que lubía en el zaguán y
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luego ¿I lu b ú jalid<* a la plan donde m había encontrado con Oiimpu. ¡Qué rabia! ¿Cómo no pcn»ó en «se momento en la importancia de enterarse
lado?
—tyo. no las tengo. —¿Se le olvidó posar por la farmacia? —No. —¿Entone»? —Es que ya no las lengo. —¿La» pcidiMc? —Algo asi. —¿Cómo, ulgo así? ¿Las dejaste en algún
—Si. es decir, no... ¡Ya m> las tengo, abuela! —¡Era lo único que faltaba! Vas a cumplir doce artos, te las das de hombre grande que puede salir solo y Di siquiera se te puede encargar algo, porque lo pierdes—. Y doña Pepa, muy enojada, siguió con una retahila de reclamos que parecía no terminar nunca. —¿Ri tuyo este paitado. Pepa?— te mostró Simón, para desviar su atención. —¿A ver? No. no es mío... ¿de dónde lo sacaste, hijo?— lo examinó, curiosa— ¡Es finísimo! Ya no existen estos bordados a mano que requieren lamo trabajo, ni estos encajes. Mi abuela tenía uno parecido, que a su ve/ eia de su abuela, pero estaba ya lodo roio. ¡Este parece nuevo! —1.a encontró en el suelo. —¡Qué increíble! Ahora los pañuelos s»*i desechabas y tos bordados se hacen a máquina. ¡Este es una raicea! ¡Y una maravilla! ¿Me lo regalas? —No puedo. Pepa. Lo necesito como muestra
de algo. después le explico— Y guardándolo nuevamente en el tobillo. laruó a su abuela un beso en el aire y se fue a su píe«a. Doña Pepa, ya olvidada de los aspirina*, dio un suspiro ruidoso y se puso a lavar las laxas del desayuno. Una vw en su cuaflo. Smxxi dejó sobre la repisa el carro de madera, en el velador el libro de San Francisco. y se tendió en mi cama. ¿Cuál era su próximo paso a seguir? &stuba muy cansado y se le confundían las ideas. Ante iodo debía hablar coo EJvis. ¿Habn'a robado ¿1 la patena? ¿Pero cuándo, en qué momento? Y si era asi, ¿qué le ida a pasar? Pobre Elvis. talvc* nadie le dijo nunca que no se debe robot. pensó. Le petaban los párpados. Luchando contra e) sueño, cogió el librrto que le había regalado el pudre Gerónimo y lo abrió al a/ar. "Bienaventurado el hombre que sopona la fragilidad de su prójimo, así como quisiera que k soportaran a él cuando en el mismo caso Csluviere", leyó. Pobre Eivic, volvió u pensar, tengo que hablar conélydecirle.. No alcanzó a elucubrar mis, porque se quedó profundamente doimido.
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Capítulo XVI
UN BUSCA DB ELVIS
A i LA mañana siguiente. Simón paruó muy
temprano en busca de Elvis. Primero tenía que
¿oiuctonar k>de Ja patena y áapués se preocuparía de las joyas. Encontró a «Ion Benito, que ya estaba en el parque barriendo lo» vereda» salpicadas de pápele» y pochos. —¿Hola, don Benito! ¿Y su hijo? —Llegó conmigo, ese chiquillo, pero ya desapareció. ¡Y eso que venta para ayudarme! Seguro que anda por las caite» del centro pidiendo pbia. como si fuera un vago. —Yo nunca lo he vi»to pedir limosna— lo defendió Simón. 130
—¿De dónde saca entonce» los túlleles para comprarse esas revistas de mono» feo* que se púa leyendo*? Nunca me cuenta nada. Sé que ayuda a su mamá, pero igual no me gustaría que un hijo mío pasara como mendigo. —A la mejor irubaja—Algún» vece» consigue algo por ahí. —Necesito verlo. ¿Por dónde se iría? —Siempre anda por la calle Monjiia», donde tiene alguno* amigos. Luego de la conversación con don Benito. Simón painó en busca de Elvis con más dudas que nunca. ¿Pediría limosna? ¿Haría algiln trabajo? ¿O sería urna de esos lanzas que operan eti el ccnuo de Santiago? Desechó este último pensamiento, moteslo por haberlo tenido, y apuró el paso. Cuando pasó frecie a la tanda del anticuario se quedó unos instantes observando la vieja máquina de escribir y el teléfono con auricular de cometa y se preguntó si alguien los iría a compra/ alguna vez. De pronto, siguiendo una intuición, abrió la puerta y entró ai interior. Un hombre gordo, vestido con jeam y uiu chaqueta raída examinaba una serie de objetos que había sobre el mesón —¿En cuámo me to&deja? ESúltimo precio... —No puedo rebajar más —respondió el óucío, que vestía el nusmo temo y la misma corbata de humitaque la vez anterior—Son ik plata pura y TUiy antiguos. —Si es asi, tendré que consultarlo con mi
socio: volveré otro día. Y en cuantoa to otro...,hi/o un gesto vago con la truno. Simón se acercó al mostrador y fijó mi atención en los objetos ahí expuesto*, que eran casi todos plateados aunque varios mostraban mancha* amarillas Había varias cajitas con incniMaciuoes de piedra, das ceniceros en fomu de canasto. tina bandeja ovalada y un pl^tilk>dor y plano, calad» al centro íonrando una cru/ como si fuera un encaje. —¿Será esa la patena?, j í excitó Simón. —¡Qué quieren nifto?—.a vnx del anticuario lo sobresaltó. —Ehhh... busco a lilvis. ¿no lo ha visto por aquí? —No. Y h viniera lo c.haría. No me gustan k» fisgones. Simón w disculpó y saIíó apresuradamente del tugar, muy agitado por el descubrimiento que creía haber hecho 1.a descripción de la patena que te había hecho el sacerdote coincidía plenamente con el objeto que había visto. Claro que podía haberse equivocado, pero no creía. Tenía que advertírselo cuanto ante al padre Gerónimo. ¿Quién la habría robado? ¿Sería Hilario el ladrón? Porque Hilario y el anticuario eran amigos. ¿O de verdad el culpable era Elvis. que hc la vendió al anticuario y éste, para disimular, dec-ia que no le ¿oslaban los fisgones? No sabia qué hacer si volver de inmediato al convento o buscar pnmero a su amigo. Cuando 132
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estatal apunto de decidirte por la primera opción, vio a El vis. Venia en temido contrario a Simón, por el borde de la calle, en una bicicleta que llevaba adatad» al manubrio un canis-tó Uen» de bolsas 4c supermercado. —¡Elvis. Elvis! Pera su amigo pa%ójunto a ¿I pedaleando con mucha fucr/a. sin hacer amago de haberlo vúto ni o*tk). —¡Elvis, Elvis: itérenlo liablar contigo! — volvió a pitar, lo mfe fuerte que pudo. Elvis siguió su camino, impertérrito. Simón se puso a correr y k> alcanzó en aun lu/ roja. —Oye. Elvis. escúchame: es muy importante lo que telendo que decir. Cuando dieron la luz vcnle y Elvis. que seguía haciéndose el sordo, comentó a pedaleas, Simón k> agarró por la polera y le dio un empujón. Una bolsa blanca votó por k» aires y Elvis bitzó un garabato. —Elvis: ¡yo nunca he pensado mal de ti! —exclamó Simón, sintiéndose uo hipócrita, mientras recogía una botella plástica de bebida y dos tarros de duraznos al jugo que habían rodado basta la cuneta—. Por favor, conversen*». De mala gana, el muchacho se bajó de la bicicleta y la empujó hasta subirla a la vereda. —/.Qué quieres? Din>e. rápido, porque tengo que enircgar esta mercadería—, Elvis se quedó mirando a Simón, muy serio. 133
En un instante pasaron por la mcnic de Simún, como sinopsis de una película, tos dirtinUi visees que Elvis se lo había quedado mirando con eso* ojos oscuros y vivaces, que reflejaban como un espejo lo que «Mata pensando: admiración, cuando Simón le traducía kn textos en inglfc» de una revista de historíelas; dulzura, cuando hablaba Je su mamá o de tus hermanos chicos: interés cuando 1c contó lo det cano miraba desafiante, pero sereno, oon un cieno «iré de tmteui, coma diciendo que ya nada volvería a ser como antes. Simón sintió pena y en ese momento tuvo la ccffc/a de que EIvín nunca le habia mentido. —Perdóname Klvn. Te y pu* eso quise decirte la verdad. .Perdóname. por favor* Me han pasado mucha* cows, tengo mucho que contarte. Quiero que me ayude»*... —Ciar»; ,que te ayude! Para « o me buic». 134
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¿QimSle aw»'.' ¡Búscale a otro: y ulro que sea igual a ti! Y FJvi* partió, pedaleando con furia. Simón *e quedó paralizado sintiendo el peso de la angustia. ¡Elvis no k> iba perdonar nunca! ¿Y todo por decirle la verdad) Pero igual prefería haberlo hecho, ya no se sentía hipócrita. Quizás algún día cuando... —¡La boba! En medio de sus cavilaciones, te dio cuenta de que en el apuro por ine. Elvis había dejado en el suelo la bolsa que tenia que entregar. La cogió y partió corriendo en la misma dirección que había tonudo su amigo. Zigzagueó entre la gente y cruzó tas calles como un perro persiguiendo a un gato, sin fijarte en las luce» rops ni c «cuchar los gritos de un taxista que estuvo a pumo de atropellarlo; finalmente divisó b bicicleta amarilla, bloqueada en aun esquina por una fila d t micros. Uegó huta ella jadeando. —No te ando buscando pora que me ayudes —k dijo a Elvis al tiempo que le entregaba U boba—. era para con venar contigo nomfe. Pero si ya no quieres ser mi amigo, no te puedo oMigar—. Y dando media vuelta se alejó caminando, cabizbajo.
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Capítulo XVII
FRANCESCA
L o QUE le había sucedido con Elvis apesadumbraba a Simón y ix>sabia cómo baria para convencer al padre Gerónimo de que m i amigo no era el ladrón. Tampoco podía olvidar ni por un minuto su sorprendente viaje al pasado. Si no fuera por Lis vaina* de maní y el pañuelo bordado que guardaba en su bolsillo podría haber llegado a pensar que se estaba volviendo loco. Quizá» si le mosiraba el paAuelo al padre Gerónimo... —¿Simún! La voz. a sus espalda», era de Elvis. —Ya envegué ta mcrcuncía. Ahora tengo que ir d devolver la Ncicleu al almacén. Si quieres me ucompafta* y después hablamos.
Simón se animó de inmediato y un hacer comentario». aceptó el ofrecimiento con una gran sonrisa. Se imaginaba el esfum o que m i amigo había tenido que hacer paro perdonarlo. pora dejar atrás mi orgullo hendo: y nu «Mima por creció. Elvis vi hubta baj*k> de la bicicleta y empujándola con una muño, camiruha junio a Simón en un silencio que ninguno de kn ik>v interrumpió hasta llegar a La Estrella, que era un pequeAo almacén de barrio. 111 duefe». un ruhto pco*.o y colorado que alergia en la caja, le dijo a Elvis que dejara Ui bicicleta en la bodega. Mwnira* lo operaba. Simón se dirigió al mesón del fondo donde se alineaban enormes frasco» de vidno llenos de chocolates, calugas y dulces dediMinUv textura» y culona. Una niña de su misma edad o quizás un poco mayor, también rubia y pecosa, sacaba de un Irasco con un cucharón de vidrio un montón de cátamelos que iba introduciendo en una bolsa de papel. Al acercarse. Simón se sintió envuelto en dulces aromas y se dio cuenta de que no sólo los caramelos, sino que el peto, la ropa, la ptcl de la ñifla estaban impregnados de fragancias de anfs. menta, chocolate, pistacho, almendros... Quedó fulminantemente c&tasiado. ¿Se podni uno enamorar de algún:/) por el olor?, se preguntó. —¡Hola!. cquíerGs uno? —¡Gracias!— se a¿oró Simón. 138
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La muchachita extendió mj palnu con un caramelo blanco con rayas rotada*, que al centro leníu la figura de una flor. Sunón k> cogió como si fuera un delicado tesoro y u lo puto en la boca con «klK-wleza. —jMmmn!. delicioso... MI» sonrió y en m i s mejilla* aparecieron don hoyuelo». Simón respiró hondo y paladeó el caramelo seguro de que nunca antes había probado una delicia igual: se sentía en el parata. Kn un impulso, metió b mano en e) bolsillo y sacando el blanquísimo paAuclu de duAu tngruciu. le dijo: —Toma, te lo regalo. fcn ese momento llegó Elvis. —¡Hola Francisca! —¡Me llamo Fraococa y no Francisca! Y k pronuncia Frum fit.ua. por xi no lo sabe». ¿Por qué no entiendes. Elvis? ¡Soy italiana! —Pero yo soy chileno y lú también eres chilena, porque naciste en Chile. Aquí te llamas Francisca —porfió EJvis. —No le dafli ni un caramelo sí no me llamas por mi nombre. —Tengo cm*s más imponentes qué haccr que comer caramelos —rió FJvix. alejándose hacia la puerta—. ¡Vamuv. Simón! Fruncetca « quedó examinando d pañuelo de encaje, con el ceflo fruncida y una sonnsa en los labios. Los dos amigos caminaron hacia el Parque 139
forestal y allí se sentaron en un banco, bajo un frondoso plátano oriental. Simún estuvo hablando durante largo uempo. mientra» mi compañero lo escuchaba mordisqueando una paja teca que había arrancado del pasto. Simón le contó del robo de la patena, de lo con venado con el padre Gerónimo, y por último de m increíble travesío. Elvis, fascinado por el rtlato del viaje al Cuzco, quiso saber todo tipo de detalles. Cuando terminó con las presumas, dijo: —Ese cuento sí que no te k> va a enser nadie, amigo. ¿Y dónde c&ii el pañuelo de la vieja esa? A lo mejor si se lo muestras al cun... —Es que no lo tengo. —¿No lo tiene»? — Lo rcgilé, —¿Lo regalaste? ¡No me digas que era « e paAueloque..! —Sí, era ese —confesó Simón, sintiéndose como un tonto. Pero Eivii, en m de burlarse, dijo: —Bueno, no es lan grave, se lo puede» pedir de vuelta. Simón no respondió. —¿Sabes? Te creo. Siempie pensé que Miulina era medio bruja—. Elvtspuso cara de serio. —¿Me vas a ayudar entonces? —¿A qué? —¿Cómo que a qué? ¡A buscar los diamantes? —¡Vamos con calma, compaftero! Primen». 140
te quiero decir que no pienso en acervarme a eso* curo» que piensan que soy un ladrón. Y dcspoc». con el cuento de k» diamante»...¿cómo seria la repartija? —Elví»: ¡entiende! Primero que todo hay que desenmascarar a Hilario, y pan eso hay que hablar con el pudre Gerónimo. Te aseguro que no» va a escuchar. Mucho peor sería que llamara a los carabinero» o a la policía de Investigaciones, porque ahí si que te irían a buscar a tu misma caía. —Te repito que yo no piso otra vez esc convenio. Porque voy pobre, noiná». lodos sospechan de mí. ¿Y ti fuiste tú el ladrón, ah? ¿.Por qué yo y no tú? —Porque Hilario le acusó y dijo que muchas v«cv tuibía» robado. ¡Es por eso que no nos podemui. quedar así! —Yo no vuelvo al convento. —Mira. Elvis: te prometo que oo (e va a posar nada. Tiene» que tener m i s orgullo: ¡ d o puedes permitir que te traten de ladrón! glvis se quedó en silencio, chuteando pkdrecitas del suelo. Después de un ralo preguntó: —¿Y tos diamantes? —Los diamante» son de k» fnncucanos. —¿Y pura qwi quien» descubrirlos, entonce»? —Porque quiero saber sí sofií que fui al Cuzco o fui de verdad. Porque tengo ganas. Porque tos franciscanos hacen voto de pobreza y tvose van a dejar los diamantes para clks, sino que los van a 141
vender pura hacer obra* buena* —No euoy u n K |uro de e*o ultimo. La Neniad, compadre, cí que no me dan jan*» de buscar diamante» pura dártck» a 1o¡>cura^. Adema*, para Cflconuariov tendría* que volver al Cuzco y averiguar dónde los escondió la scfwnicsu.Tu vi^jc no sirvió de mucho... — Mira Elvis... —No lígame» hablando de « lo , amigo. No me interesa. —Bueno, haxla aquí llegamos. entonce* — dijo Simón, perdiendo la paciencia—. Tú te Ida aneslas m>Io y yo también—. Y poniéndose de pie se alejó del Elvii un despedir*. picado y tunoso, comino al convento.
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Capítulo XVIII
EL OJO DE LAUCHA
~ B u e n o , s im ó n , ¿y 4&. padre —desvió la pregunta Simón—. lisia mañana pasé por donde Caroca, un aniicuaiio de la calle MonjiUs que amigo de Hilario, y resulta que en ese momento estaba podiendo un objeto de plata que ciloy seguro e n la patena desaparecida. —A ver. a ver...¿cómo « eso? Vamos por partes —dijo el sacerdote, juntando la» manov yobre el escritorio y acomodándose en su sillón—. Uno: ¿qué hacías tu donde etc anticuario y cómo sabes 143
que es amigo de Hilario?, y dos: ¿por qué piensas que era la patena robada, si lú nunca la vbte? —Sé que es amigo de Hilario porque me to dijo Elvis: y creo que es la patena porque era tal como usted me la describió: redonda, plana y con un dibujo calado en el metal en forma de cru/. —¿Y cómo llegaste a esa tienda? — La primera ver fue cuando íbamos siguiendo a Hilario . —¿La primera ve/?¿Siguiendoa Hilario? ¿Y por qué lo iban siguiendo y con quién'* —Con Llvii, poique...porque... Simón se turbó y no supo qué contestar. ¿Cómo le iba a decir al padre Gerónimo que sospechaba del Cora de Laucha porque desde el primer día k lubía caído mal. porque tenia k*> ojos juntos y nomiratu de frente, y pur todo lo que Uvis le había contado? El saocntac se quedó esperando la respuesta, pero como Simón seguía mudo, le dijo: —Lo que haremos será llamar a Hilario y preguntarle directamente sobre esc anticuario. Se puso de pie y se dirigió a la puerta. No te costó mucho encontrar al sacristán, pues éste sacaba brillo con un trapo a un viejo sillón de cuero que estaba en la galería a pocos posos de all í Hilario entró en la oficina del sacerdote sin mirar a Simón, y se quedó de pie frente al escritorio. Hilario —comenzó el franciscano—. ¿tú conoces a un tal Caroca, que tiene una tienda de antigüedades en la calle Monjitas? 144
El sacristán lanzó una furtiva mirada de reojo a Simón y luego respondió, sonriendo displicente. —Sí, lo conozco. Mucha» voces viene a oír misa por acá. es muy piadoso. Usted no to debe haber vixto porque se sicnia atrás. Un día cniní a conversar con ¿I. Es buena perwona y seno en mi trabajo. Mucha gciuc del barrio le vende objcuis antiguos. —¿Cuándo fue la última vez que lo viste7 —A ver... —Hilario puso cara de estar pensando— acoque fue esa ver cuando k> visitó en su lienta, hace unob cuantos día» atr.Lv Sí. clam, c u vez fue. Y ahora que me acuenio, justamente t v dCt apareció por allá esc amigo luyo— por primera vez Hilario miiú de frente a Simún con sus ojilk» de laucha—. □Kflor Caroca me contó entonce» que e»tf Elvis siempre llegaba a ofrecerte mercaderil. pen> que ¿I nunca se la compraba per^ut no estaba muy «¡juro de su procedencia Simón sintió que una oteada de sangre le subía a) rustro. ¡Makbio mentiroso! Y lo que ntís rabia k daba eni que e»e infelit mentía tan bien, que lograba sembrar ta duda. —Simón dkc que el señor Caroca estaba vendíanlo la patena que nos robaren. —^.La patena? —el tono de Milano era de sorpresa. —,Si’—intcmimpió Simón—. ¡Pero no la vendió. A lo mejor todavía la tiene... —,No me diga que ese chiquillo...1 —Hilario dejó la frase inconclusa, dio un suspiro y emitió una risa codita. 146
Simún no ie pudo contcnef: —¿Hasta cuándo aciaa y míenle? ¿No acaba de decir que su «migo Caroca na le compra nada a Eirá? —¡Cálmate, Simón? —«I sacerdote se pu*o de pie y habló s e o —. Lo que haremos de inmediato es ir lo s tos* (kmdc C 'C anticuario. y hasta entonses no se hable rrufc*. ¡Vamos. andando! A Hilario se te había esfumado la sonñ*a y dijo auupdladamenté: —Padre: den* un minutiiu, por favor, para i/ a sacarme este delantal sucio. No me «femoco nada. Y sin esperar respuesta, corrió hacia la puerta y desapareció. Simón y el sacerdote se qualaroo en silencio escuchando los pasos fKwurosos del sacristán, que crujían swbrc el pi.*> de imdera. El podre Gerónimo «e había \uelto a sentar, uenó los ojos y cruzó las monos sobre su pocho, como si estuviera rezando. Luego de un rato que a Simón le pareció excesivamente largo y que llenó tratando de descifrar lo» títulos en latín
a pasitos coitos y rápidos; usaba unu amplia cainita floteada, que revoloteaba sobre el pantalón; respiraba fuerte e iba muy colorado. Simón, algo mis atrás, se detenía en las «q uin » por si di visaba a EJvLs, y luego (rulaba hasla alcanzarlos. Los tres, en fíla india, formaban un curioso cortejo que llamaba b atención de algunos transcdntes. Cruzaron la Alameda, siguieron por la calle José Victorino Lastania y doblaron a la ¡¿quierda por Monjitas. Cuando pasaban frente a La Estrella Simón lanzó una mirada hacia el interior, por si distinguía entre los frascos con caramelos a Franccsca, la niAa con olor a anís; peio era imposible porque caminaban demasiado rápido. Finalmente llegaron frente a la tienda del anticuario. Anle la ejUniñe/a del padre Gerónimo y la sorpresa de Simón, estaba cerrada con una reja metálica; sobre el enrejad» sobresalía una hoja de papel blanci. fijada con una tela adhesi va. En ella, con letra- grande* v desordenadas, se leía: CERRA&O ÍO R D 0£¿0. —¿Ah! —d jo Hilario— ¡Se debe haber muerto un tío qut vive en el Sur! Me había dicho que extaba muy | rave. —¡Curios» coincidencia! ¡Qué lástima!— dijo el franciscano. En esc m< mentó, un perro flaco, amarillo y negro, se acer 6 a ellos, levantó la pata y lanzó un chorro de f ipí sobre la reja, salpicando el pantalón del sa .'fistin que. furioso, le lanzó una patada. 14$
Capítulo XIX
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liL VIVO DEL ELVIS
•—E l v i s VINO a buscarte— dijo b ubucU. entrando al cuarto de su nieto»a 1»djet Je U mañana, y abnendo tos cortinas pan que errtrara d sol —¿Hlvh? —se sorprendió Simón, aún medio dormido— ¿Cuándo? —No eran ni I» ocho. Por suene ya me había levantado. —¿Y porqué no nw despenaste? —No qui»o. dijo que .indaba apurado. Es curi
—Que tenia algo importarte que decirte. —¿Y eioqué'1—respondió Simón,exasperado. —¡Qué pesado te pones, por Dios! Dijo además, que le aperaba en La EtiielU, donde éJ iba a estar empaquetando, o algo asi. ¿Me pooics decir en qué anda* metido. niño? —Para tu tranquilidad, abuela, iodo en I» que ando “trwúdo", como tú «bco. lien; que ver con el padre Cerómmo. —¿Con el padre Gerónimo? —se extrañó dufci Pepa —Me gusurfa hablar con el padre Gerónimo. Quisis d domingo, d^puís de misa. ¿Tú vibc» si...? —Tengo que irme —la interrumpió Simún, lanzando hacia atrás las sábanas y levantándote de un sato. —t C
hablaría con d padre Gerónimo y le pediría consejo, se dijo. Y esbozó una sonrisa imaginando ta cara que pondría su irtJfido, que ciu un poco cpfftr-cu/uj, si supiera lo que eslaba pensando. Y mientras contemplaba en silencio Ion techo» y antenas de lo» odificiosque se prolongaban hada Ich faldeos de la cordillera. Ic rc/ú a María y le pidió desde el foado de m i corazón que protegiera a su nielo y lo aportara de lodo peligm. Elvis ordenaba cana&ios en la puerta «Sel almacén cuando llegó Simón. —Vamos al purqoe. ulli le coenio —fue su taludo. Simóiuque cMaba deseando ver a Francesca. no sabia cómo hacerlo sin que se notara. —¿No le impona que primero entre al almacén? Mi abuela me encargó que le comprara algo. —¿Qué cosa? —Lechugas —fue lo primero que se le ocurrió. —Aquí no tienen lechugas. Anda a la verdulería, que e s l i un poco más allí SimíénóoM un lomo por haber dicho lechugas y no arroz o tallarines, no se atrevió a seguir ¡nsisiicndo—Bueno.no imporu.no era urgente. ¡'tonos'. —¿Dónde van tan apurados que ni saludan?— escuchó cniottt» Simón, y un aroma a naraii)as y chocolates le llegó como una oleada. Sintió que el calor le subía por todo el cuerpo. 151
Tras etica estaba Francod. —Vjy a comprar entradas púa el ballet del Tcatto Municipal -A » anunció, agitando un boLsiio rajo, y alejándole en sentido contrario al que elk» iban. Simón no alcanzó ni a abnr la boca y se quedó alelado contemplando como ella se alejaba presurosa, mientras su melena rubia oscilaba com o un péndulo. —iYa, pues. Simón! ¿Qué espero.? ¡Vamos! Simón despertó de su estupor y disimuló apurando d pono. —¿Sabes? Lo he estado pensando y n*e voy a defender; si quiere me acompañas a convenar con d cura —comenzó dtcw:ndo Elvi*—. Adema»...¡no quiera pelear contigo! —¿Qué piensas .lecirle? —b verdad. —¿Y si no iccr.'e? —Ese es su problema, no el mió. —Las cosas se han complicada, Elvis —dijo Simón, muy uno. sn dejar trasliKir lo fdiz que l« hjtoían puesto laspola nad e su amiga Y rápidamente k>puso al tanto de la convcnaoón que había sostenido con el padre Gerónimo y con Hilario, y ta (num áa visiu al anticuario—. Si loe del Musco acuden a Investigaciones^ seguramente van a ser ellos los que le van a interrogar. —¡Que me interroguen! ¡Me da lo mismo! Toda' la» acusará»** del ojijunto ese son una sana de mentiras.Y Elvis Limócon rabia un par d: garehaK» que Simón t» tabfa escuchado /artife. —Bueno, entonces quédate tranquilo 1S2
—¿Te cuento? Ayeretuba reponiendo o»as del almacén, cuando vi a Caroca que saKa de ui tienda y bapba la conin* metálica. Dcspud» sabó corriendo y en la equina o «o i«vi, loque me parecid raro poique es un viejo avaro y siempre anda en micro. Pcnvé que dcbfa andar muy apurado. Ahora entienda.. —Lo probable toque te acabaran fueasacaneel
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llegar a) parque y ¡>c senlaron bajo el árbol de siempre, que se había transformado en su lugar habitual de reunión, yo que estaba alejado de) sendero por donde transitaba la gente. —Te quería decir dos cosos —comenzó Elvis—. Una, que ya te dije, es que estoy dispuesto a conversar con el padre Gerónimo; y la otra, que te digo ahora, es que te voy a ayudar en lo de los diamantes. Pero, para eso—¿Para eso. qué? —Hay que volver id Ciuco. —;¿Vblvw ul Cuíco?* ;¿Rstís, loco?! —No veo por qué voy estar mái loco que tú. ¡Hay que averiguar cuáles fueron tos objetos que mandó tadofta esa. con Ice. diamante*! ¿No ves que es ta único manera que tenemos de poder encontrarlos. s í es que todavía existen? —¡Eso es imponible' —¿Por qué imposible? De la misma ntañera cunto fuiste una vez. se puede ir de nuevo. —Pero o que... —Pero es que nado. ¿Tienes miedo? —¿Miedo? ¡Nunca be tenido miedo!— mintió Simón —¿Entonce*? —¿Tu cree» es muy fácil volver al Cu/co? ¿Crees que es cosa de querério nontis? —-Sí —respondió Elvis. displicente, sacándole e) pucho de la boca y escupiendo unos ttliu» de tabaco. —¡Genial! ¿Y me vas u decir cómo se luce? —¡Busquemos a Miulina! 154
Capítulo XX
BUSCANDO A MIULINA
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M lU L IN A VIVÍA en un edificio contiguo al úe Simón, en el último piso. Subteron co un OMrensor antiguo, en el que los números ya ni se leían, y iuvi«on que presionar el botón varias veces para que se pusiera en marcha. Las paredes estaban fornidas
Miulina les abrid la puerta vestida con una bata negra, taiga taita el su d a y el pelo recogido en un moto sobre la nuca, que parecía un zapallo rojtfo. Tenía la can brillante de crema. — ¡Chicos! ¡Qué sorpresa! ¡Pasen, pasen! Hoy es m< «tía de embellecimiento, por evo me habéis encontrado en casa. ¿Y a qué %e debe «sia agradable visita? Entraron a unu Amplia sala, cun enorme* ventanales por los que entraba m udu lur Había una gran cantidad de plantas distribuidas por todas panes: un gomero en la esquina, un (fcus frente al semanal, pequemos maceteros con ÍUxes sobre las mesas y otros con planu» de larga* y delgados hoja* verdes colgando del techo. Libros y revivías viejas no sólo se ordenaban en estantes, sino que se apilaban sobre las sillas, las pequeñas me-Mias contigua* al tola, y también encima de la alfombra Dos gatos dormían en sendos sillones de mimbre, entenados en unco dc&teAidos cojines floreados; el tercero estaba acurrucado amba de un armario. En d fondo de la sala, contra la pared, había una mesa rectangular, sobre la que se apilaban frascos, papel», ai».emo» a medio co6er. hilos, espátulas, cuchillos y t i artefacto de madera con fierros, que mantenía aplastado un libro. En el sucio, bajo !u mesa. hab(t un tazón con leche y dos ovillos de lana enredados. Y desde lo alto de la pared, dominando ;1 caóóco lugar, la pintura de una mujer colorína rn.iy parecida a Miulina, pero de labios 156
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delgado* y expresión dura, la» miraba coa fijeza. Usaba un vestido negro de manga* largo** (conloado en lo alio por un cuello de encaje Manco. Con un vivo golpe a cada gato en el lomo. Miulina lot> vacó de su modorra y los obligó a despeja/ Ion sillones. Ahuecó rjpidajncote los cojines llenos de pelos y ofreció asiento a sus huéspedes- lilla lo hizo frente a ellos, sobre un alto taburete giratorio, dejando al descubierto »u piernas flaca» que ahora calzaba con unas abultadas zapatillas de piel de conejo. —¿Y bien? —preguntó sonriendo. Simón tragó saliva, y fue al grano: —Necesito volver al Cuzco. Los ojos de Miuliiu— el verde y el azul—se agrandaron. \ luego parpadearon siete veces. Durante laigut minutos reinó el silencio. Lus dus muchucbu» intcicambiaron miradas y permanecieron rígidos como estatuas, como si cualquier movimiento fuera a provocar una hecatombe. Entone la dueña de casa solió una carcajada. — ¡Primero me lo cuentan todo!—invitó, mientras cruzaba las piernas y balanceaba una zapatilla en la punta de los dedos. Conve 'saron largo y tendido, y el tiempo se le\ pasó vól .nóo. Miulina lev sirvió un jugo cokv azul que sabía a moras y el trozo de pastel de chocolate tt I» dclictoso que habían comido nunca. Cómodamc ite sentados, atentamente escuchados y 15?
servidos como si fueran príncipes, se podrían haber quedado ahí el día «itero. —Lo que me piden, me parece lógico. ¿Quieren viajar jutuos. esta vu ? Simón asintió con b cabeza y W» ojo* de Elviv llegaron a echar chispas, del entusiasmo —Sólo tengo un problcmilta: he perdido concentración. {Cuando una se enamora, no hay magia que valga! Miulina dk> un intenso suspiro— peto turemos d intento. ¡L^pcrjd tfuc iwc ¿rrvgV.: un puco y vmitos! —¿Y a dónde vamos.? —preguntó El»». —¿Pues, al Muwo! ¿ftordónde quieren viajar, si no es por ios cuadro»? —¿Ahora? —preguntó Simón, que se hahú puerto un poco nervioso con (o de (a falta de concentración. Esa Miulina era ton impredecibtc. pensó, que podía muy bien enviarlos ai encuentro de Ckopatxa en Egipto y no de doña Engracia en et Cuzco. La mujer no respondió a la pregunta del muchacho, pues ya había desaparecido por una poma, que daba a su cuarto. Elvis y Simón se miraron eo silencio, algo asustados, pero presos de gran «¿citación. Paia disimular su nerviosismo, Simón *e puso a hojear una revista que leiul Iü> páginas de un Manco amarillento y las hojas se quebraban de tocarlas. Un anuncio mostraba a un nifto gordo como pelota, con una botellita en la mano. Abaja decía: "pora que crezcas sanito como 158
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yo, toma jarabe del doctor Salusio". Mientra* taoto Elvis daba vucIlii por el mono contemplando a la mujer del cuadro De pronto exclamó: —¡Esa señora antipática. me persigue con mi mirada! —Es un efecto óptico. Elvis— respondió riéndose Miulina. que yac4uba de vuelta» vestida cun vuelos y lunares. tacunc» altuv. rojo en los btmK. aro», colgantes y el pelo como cascada de fuego sobre los homhn*.- D*ccn que mi ijfcmiKicU Melania era unu buena perdona, wihi que un poco tenia: nunca logró hacur bkn un cunjunx ¿Hab& de o te t que una ve* mandó de viaje u su marido y nunca más lo pudo traer de vuelta? Simón y Elvn cmpulidecicrun al unítuoo. —i No temáis, chicis! —Miulina les guiñó el ojo añil— Sólo son historias familiares... A mi. hasta ahora, no me han fallado nunca ¡Vamos, andando! Una vc¿ en el Musco, se fueron directo a la sala de exposición de h» cuadros. Divisaron de lejos a Hilario, que no hizo amago de acercarse ni dio muestras de haberlos reconocido. Por suene no se habían encontrado con el padre Gerónimo, pensó Simón, porque habría sido un poco complicado explicarle lo que bacán allí; aunque era seguro que Miulina se la* habría arreglado pan decirle oigo. Cuando tres gruesas señoras de pelo blanco peto con shorts y zapatillas, cada una con una cámara fotográfica colgada al cuello, salieron del lugar. Miulina exclamó: 159
—¡Recóreholis! Olvidé mirar en mi» apuntes los dato* de lo» cuadre». Hay que buscar una pintvn quehayanmandadoaChilcenuntcgundocora»: ¡es muy impártanle no equivocara*, puní asegurar techa y lugar al que vais a llegar’ —¿'Y qué podemos hacer’.'— premunió Simón —Tendré que volver a casa. Habrá que postergare] viaje. — ¿Postergario..? —la can de Elvis era ta desilusión misma. —¡Yo 4¿t ¡Yo —gntó entonces Simón—, Cuando csuban embalando tas telas que partirían, el Maestro Sama Cm/. trabajaba en un cuadro... ¡Ese no lo pudieron mandar, porque noesiaba terminado! —¿Te acuerdas cuál en ? .Tienes que criar muy seguro! —dijo Miulina. —No mocho... —,T rau, trata! — lo urgió Elvis.
—Creo que eru un cuadro donde había varios libros-Pero en realidad do estoy muy seguro. ¡En esc momento no estaba para fijarme mucho! —Seri mejor que lo dejemos pora mañana, es más seguro— dijo Miulina. disponiéndose a partir. —¡Nooo! —exclamó E irá —. Mirtinos uxJo» los cuadros que hay aquí, a lo mejor Simón se acuerda. —¡Nodispongo de todo el día. chicos! —Lo haremos muy rápido —dijo Elvis. mando de la manga a Simón, para que empezara el recorrido. 160
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—Les «Soy diez minuto» —dijo Miulina—, porque tengo una tita—. Y volvió a pemer can de sania cncxw» Lo» niftai. comenzaran la observación de Las pintora* en orden, ¡icgún estaban nuiwywUs En el ciudrocincuenlay uno todavía Simón no recordaba, y la can ik lilvis se ponía cada > « más larga. —Quizás estaba pintando alguna donde no estaba el santo —insinuó—, y por eso no te acucnlav —¡Ahí está! ifcc, ese era! —exclamó de piorno Simón, frente a la pintura titulada San tíuemivtnturu. biógrafo del santo. tin el centro del cuadro aparecía un sacenJot* de hábito blanco, con una capa corúa de cok* rosa fuerte. sentado frente a una mesa sobre la cual había un cuaderno abierto. En su mano derecha, alzada, sostenía una pluma pan escribir. Sobre la mesa había una grancamidad «*cobjeto», cnue los cuales uiu tijera, un crucifijo, un reloj de arena; y más atrás un estante con vahos libros ricamente encuadernados. —¡Estoy seguro de
—¿Saben, chico»? Hay oUo problema: ¡he olvidado mis pinturas! ¿No os dije que el amor me ha entontecido?— Miulina cerní los ojos* echó la cabe/a hacia atrás y agitó su cabellen. Luego sonrió en forma beatifica y extendió k» brazos. al/ando l*t manos con las palmas hacia arriba, como la» santa* de las estampas, mientra* Simón y Eivis se cujeaban, burlones aunque ex poetante»— ¡Pero no os preocupéis, muchachos, estoy ideando otro mcdtodc locomoción! Tened paciencia... —Miulina abrió los ojos y respiró hondo— ¡Ah. ya sé! ¡Esta vez se irán por la puerta! En el estremú derecho superior dd cuadro estaba San Francisco de pie sobre una nube, rodeado de ángeles; y a la izquierda, a las espalda* del escritor, había una puerta, iras la cual tres (railes dominicos parecían esur cauchando lo que sucedía al interior del cuarto; uno de ellos lenta una cadena y un sol sobre su pecho. Simón leyó en la explicación dibujada, que este último era Santo Tomás de Aquieto. —Primero, algunas recomendaciones* siguió hablando Miulina—. Uno: no deberán estar más de una hora por allá, que es el tiempo que podré controlar esta vez. ¿Llevan reloj? —Sí, claro —dijo Elvis. levantando su manga y mostrando un increíble reloj, de esos a lo» que sólo le» falta multiplicar y cantar debajo del agua. Simón prefirió ni pensar de dónde lo habría sacado esta vez, pero Elvis, intuyendo su desconfianza. aiHaró: 162
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—Me lo regaló mi lio Jirafa para mi cumpleaños, que fue ayer. Me dijo que e n imitación y—Dos —Aiguió ella, interrumpiéndolo—: para volver deberán dar vueíia a l... Simón no alcaiuó a escuchar el final de la frase, porque eti ese nwmctuo Hvis e&uxntxió y Miulina. sorpresivamente. k» cogió por la cintura y los levantó a cada uno con un brazo, igual que si fueran unas plumas o el)a más fuerte que Sansón. Luego, con sus cabezas en nure, empujó la puena que había en la pintura. Estate abrió de golpe y lo» ni&os. como succionado» por un aire a presión, salieron disparata y desaparecieron del museo en las profundidades del cuadro. Simón alcanzó i escuchar las últimas palabras de Miulina, débiles y lejanas, como si yu estuviera a mucha distancu. —¡Que d Saniu o» acompañeeee..!
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Capítulo XXI
u v ia c s a b e a g r a d e c í *
E s t a VEZ Simón cayó w>bfe algo dum y mojado que te le entercó en las nalgas y le produjo un fueitc dolor. Se puso de pie cun dificultad. Su jeans chorreaba de únu azul: habla caído sobie un balde con pintura- ¡Estaba nuevamente en el ulter de k» pintores cuzqucños! En ta pared, frente a él. colgaba un bastidor con el cuadro a medio terminar de San Buenaventura sentado escribiendo Se lijó que aún no cataban coloreadas la» figuras de k» sacerdotes deltá» de la pueru. De pronto lo sobresaltó un csirv>ciKktoOgol pe a su* espaldas y a la voz de Elvis, que lanzaba un garabato, siguieron gritos ahogados. Al darse vuelta vio que tres metros más allá, enuc las patas de k»
mesones y un hunco volcado. (rendido* en una lucha feroz, estaban Elvis y Liviac. Corrió hacia dio*, dispuesto» interceder por su amigo, pues Liviac era mayor y muy fornido. Per» tltvis, míis astuto que un zarco y ógi) como gato, se las había arreglado pon hacer una zancadilla a mi rival. que cataba Je evpaldas en el suelo; y en esc momento, con la rapidez de un rayo había sacado un complumas de su bolsillo y presionaba b punta contra la garganta «Je Liviac. —¡Elvis! ¡Aparta ese cuchillo! —gritó Simón, aterrado de que fe enterrara la navaja y lo matara. —¡El cinpe/ó! ¡Yo no )e había hecho ruda! —¡Suéltalo, Elvis! ¡No está armado! MirauJ delantal: estaba pintando. Debe haber pensado que éramos ladrones o qué sé yo qué... —¡Casi me quiebra una costilla, del golpe que me dio! ¿Qué se ha creído? —Elvis. ¡déjalo, te digo! Yo lo conozco. —¿Amigo o enemigo? Elvis estaba sentado a horcajadas sobre et pecíio del joven indio y al rededor de b punta de la navaja habían comenzado a aparecer unas gotilas de sangre. Ltviac, con los labios apretados, fijaba «us ojos oscuros y brillantes en Simón. —¡Es mi amigo: suéltalo! Elvis aflojó la presión de su mano y lentamente comenzó a ponerse de pie. Simón, temiendo que Liviac volviera a reaccionar con videncia, se interpuso entre losóos. 165
—¿Qué hacen aquí? —preguntó el inca, conteniendo nu furia. —¡NaXMUmo» tu ayuda! —exclamó Simón, tomando por sorpresa, no sólo a Liviac. unu que a su amigo Hlvis. —¿Mi ayuda?—se desconcertó Liviac— ¡Soto vienen a fastidiarme! K1 maestro Zapaca me dio petmno pan quedarme pintando y ustedes Negaron a interrumpir mi trabajo- Además, tú —añadió seflalando a Elvis con la cabeza—, querías matarme —Me defendí, hí atacóte primero—rvspondw Elvis— . Ademó», nu pencaba matarte, ¡ m í Io asustarte un poco! —concluyó, dándose importancia. —Yo no te guardo rencor. Liviuc —interv ino Simón—.¡Si fuera así. t» le habría mostrado uj dibujo al maestro Z apan! —Reccrxuco lo que hiciste, cspaVk. También reconozco que impedí Me Rucóse—lanzó a Elvis una mirada de lúelo— me enterrara el cuchillo.,Liviac sabe agradecer! —¿Y por qué estás »k>? —cambió el tema Simón, incómodo con el agradcámieniú. —>Todos fueron a las fiestas. —¿A las fiestas? ¿A cuál» Tiestas? —t Te quieres burlar de mí? ¿Quieres hacerme creer que reconoces las fiesta»da tus santos?— Liviac se había vuelto a poner a la defensiva y apretaba los putos. —Mira. Liviac: yo no soy de aquí. Sé que es difícil de cica, pero es así. ¿No le das cuenta de qiK hablo y me visto de una matera distinta a los espartóles? 166
—¿Me quieres decir que no eres español? —¡Soma* chilenos! —terció Elvis. —¿Chilenos? ¿Qué o eso? —Somos ile un lugar muy lejano. Es muy difícil ju. Y %>preguntas maAaru. cuando venga a trabajar? —No puedo esperar basta mañana: debo regresar a mí tierra ante» de una hora. —¿Antes de una boca? ¿Y porqué antes de una ton? —Liviac achicó lo» ojos, como escudríbando a alguien que no está en sus cabales. —Tienes que creerme. Liviac. ¡Ayúdame, por favor, a encontrar a Manolo! —Está en las fiestas del santo. Será difícil encontrarlo.
—¿ Dónde sun lo» licttas? ¿Cuál es el —El sanio se llama Franca*»— Livbc %cguia mirando a Simún con desconliaiua—. Lo llevan en procesión han» d Jardín de Oro y de>dc allí. »te vuelta a su iglesia. —¿El Jani'n Elvis, qiK haoa d momento habla permanecido «n silencio —¿Qu¿ es eso?
—Es cí lugar dtmde mis antepagadas construyeron un jardín con un maizal de oro un bten hecbii. que sut cañas, hojas y mazorcas parerían ser tic ventad —k» ojus dd inca relucían y mi vu/ era trémula—, Sobre el suelo brillaban caracotes y lagartijas; y mariposas de atas abiertas y pájaro* con largas plumas calaban posados sobre espigas y hojas. TambicVi había rrri» de veinte (tomos de uro. con nos crías y pailón»; y muchas tinajas de oro. plata y CMTXtJÚd**— —¿Y todo eso e»u» todavía ahí? —Llvis escuchaba con ta boca abana. —¿Qué creo ni? ¡Lo* «spaftoics no dejarun ni una pluma, ni una cuchara, ní una pepiu de oro! Ahora eso es un gran boyo, donde sólo quedan I» paedras. Por eso a mi no me gustan los festejo» en ese tugar. —¿Nos puedes llevar hasta ese lugar? — preguntó Elvis. —No. —¿Y a la tgfcsuadc San Frunáscu? A I» mej T ya están de vucUa —dijo Simón. —Loa llevaré ha.Ua la iglesia: Liviac «be agradecer — dijo por tercera ve/. 168
Capítulo XXII
lltiSTA l;N EL CUZCO
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L lV l \C GUARDÓ de no muy buena gana %js pinceles m un írveo coa agua, upó toa pote» <)c pintura, s w 6 el largo delantal que cubría su corta (única ile género y suJió del taller seguido de Elvíi> y S¡nón. Caminaron un buen rato por «trechas cali r\ empedrad» y muebo antes de llegar ala iglesia d< San Francisco, escucharon el griterío. Lo* cercanlí •>del icmpto eraban llenas de gente, entre I s cwlex varios grupos de baile. Los trajes
de Sun Francisco y el ángel que Simón y Elvis, habían visto en el Musco Colonia) de Santiago. Había un grupo en el que todos llevaban una suerte de pasamoniaíUs con figura* de u n o y otro en el que usaban máscara* negras. Había también un enano, con la cabeza muy grande, que Hacía piruetas, se daba vuclua de camero y decía algo que hacía reír a la gente, peto que Simón noemendsa bien porque hablaba muy rápido y había mucho bullicio en el lugar. —Ewo se parece a una fiesu de la Virgen que vi en (a (cíe de Chile, Parece que e n en el norte, y la gente bailaba con disfraces y máscaras bten grandes —comentó Elvis a Simón—. ¿No estaremos allá? —No. Eirá. {¿sumos caeíCtUOP. I¿>quctú viste debe haber sido la fiesta de la Virgen Uc La Tirana. Elvis se cocotpó de hombro*. Kmrara) a la iglesia construida en piedra, que tenía lies uaves y era muy osern. Sus pirales csuban tapizadas de arriba aboyo P» heñios con occnas de b vida del santo, panadas a las que Simón conocía, pero mudio mis grandes: los enormes marón labrados y rccubiertot de on> bnllabon bajo la lu¿ difusa de las innumerables velas encendidas, y su reflejo ondulante dubu mcivínucmoa las figuras,que paredar estar vivas. Elvis miraba las pinliras de reojo, como lenuendo que alguno de k*>personajes ¿Uí dibujadas se descolara y le cayera encima. Al lado del ahar mayor había un 170
pedestal vacío, rccubierto por un género blanco entero Ocalado co oro. que también brillaba a b luz de do» gigantesco* candelabro* E « era el lugar donde se aLeotu la estatua de San Francisco y que ahora habían sacado pura Llevarla en andas per la ciudad. Por la nave central varius devoto» avaluaban de rodillas y iras ellos ingresaba una agrupación de baile pnxedida de ti» mÚNK-oKque tañían sus instrumentos de viento. —E*tá por volver el sanio —explicó Liviac— y todos ennrin al templo, púa b raía*. Manoloíocroa pane de un {rapo i^ie >xmr disfrazado, será difkil encontrarlo. 1.a multitud seguía ingresando a la iglesia y distribuyéndose por t» nave» laterales. Casi no se podía caminar por b cantidad de gente y k» tas ftftKtucto» queduron «rápidos entre una mujer que iturehuba de rodillas y un grupode indw* con puncho» de colores, que llevaba lo» rostnw cubierto» con mÓKarasdccad». En esc momento, el rostro pálido y estático de San Francisco apareció en el umbral de la puerta principal. El sanio iba de pie sobre una armazón de madera cubierta de ramas verdes. Cuatro hombres lo llevaban en andas, sujetando cada uno un larguero. Se movían rítmicamente y cada cierto tiempo se detenían pora que los fieles hablasen con ¿I. Tambtén se oían los gritos de un loro que venia tras el cortejo y los ladridos de algunos, perros. Cerraban la procesión mujeres y niftcwcon distintos sa i males en los brizos: gatos, un cordento recién 171
lucido, conejos, pájuro» enjaulados. Los cuatro hombres avastaron con lentitud has12 llegar cerca del altar mayor y dejando el armazón en ci suelo, levantaron al santo y k>cutocuoo en w sitio habitual. Entonces entró d sacerdote a oficiar la mis* y lodos m pusieron a cantar. Liviac, empMándwe lomas que podía sobre li punta de los pi» truLibu de mirar hacia atnls y hutía los lados. buscando el pupo en que cuaba Manolo, pero a a tal ci tumulto que no podía ver. Knumcex DJvis, agachindcne. le dijo: —Súbete a mis espuklas y yo le levanto. —;Ahí eslin, en la puerta! ¡Son los que c>tán vestido» de rojo con máscara» Mancas! —anunció Liviac. bajándose de un salto de los hombros que lo sostenían. Los tres muchachos dieron media vuelta y trataron de caminal hacia ta .salida. Pero el atrio estaba lleno de gente y era imposible avanzar. Simón se dio cuenta de que la gente e n más baja de porte que los chilenos de su ¿poca, y que la mayoría de km adultos era casi de su misma estatura, aunque mucho mis Tonudos. —¡Síganme a mi! —dijo Elvis. que latía una técnica de abrirse paso con k* coda» que resultaba bastante efectiva, Finalmente, erun: empujones y gnu», lograron llegar hasta la puetu y respirar aire puro. La agrupación a la que pcncnccú Manolo había retrocedido y estaban bailando en el frontis de la 172
íVUw /O
iglesia. rodeado» Je espectadores. Cada vez que alguien trataba de penetrar en el círculo de lo» dan/antes, uno de dk n s¡cadelantaba con un látigo en la mano, que agitaba en d aire, como u quisiera azotar al intruso. La danza era iM am iwbfc. S imóo miró su reloj: ¡yo habían pagado cuarenta minuto» y sólo quedaban veinte piiru que se cumpliera ta hora! Sin penólo dos vece» s»r introdujo en d ruedo de les bailarines. Al ilutante, el alto de dios te abalaruó sofcrc ¿I. bailando a «Unos. y dejó cicr su látigo con no demasiada suavidad sobre su trasera Lo» espectadora estallaron en risas y el dnfnm do hizo amago de seguirle pegando si no se retiraba del lugar. —Necesito hablar con Manolo: ¿es urgente! — gritó Simún. Pero era tal ta batahola, entre la música, I» risa» y d gnierín en la calle, que nadie pareció escucharla —¡Manolo! ¡Manotoooo! —volvióagritar.con másfuenax. El látigo volvió a caer sobre mi» nalgas, ahora mis fuerte, y un segundo bailarín llegó a reforzar a su comportero pan alejar al intruso. —¡Manolo! ¡Manokxwt Manoooloooo!—alo» grito* de Simón se aunaron lo» de Liviac y El vi*, hasta que finalmente un enmascarado v: separó del grupo y se acercó a las muchachos. —¿Qué hacéis aquí, molestando? ¿Y tú. Liviac. no estabas, trabajando? —ta voz (ron la m&car¿ sonaba lejana. 173
— ¡Es Je vida o mucnc! —gritó Elvis, ch U oreja de Manolo. Al escuchar ésto. Manolo lev hiaoseftas. para que se alejaran del tumulto y con dificultad se abrieron paso hasta una «alleciu adyacente a la plaza, donde lograron aislante sobre las escalinatas de piedra que subían a una casa. Un vez allí, el joven pintor retiró su máscara y tos enfrentó: —¿Qué sucede? ¿Qué es de vida o muerte? —¿Qué objetos dibujaste para doAa Engracia? —preguntó Simón, sintiendo cómo corrían los r» ñutos. —¿Que qué objetos... pefo.„ me creéis kboia? ¿E&csode vida o muerte? ¿Qué os habéis imaginado?la fuña de Manolo crecía a medida de que hablaba, y se iba poniendo cada vez más rojo. —Aunque no lo aea.8Cftor.es de vida o muerte saberlo— lanzó Elvis, y Simón se preguntó por qué lo habría tratado de tetar. —Yo no sé que os traéis entre mangan pero pagaré»caracsubfumita—dijo Manolo, ptaiéndoic nuevamente )a máscara y bajando k* peldsfc*. Elvis lo atrapó por la manga, y sacándose rápidamente d reloj, se lo ofreció: —¡Tenga. seAor! Es a batería, tiene despertador y cronómetro. —Significa que no hay que darle cuerda — explicó rápidamente Simón, para que no descccifuni Liviac abrió muy grandes tos ojos y advirtió al enmascarado:
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—Ao¿ptak>. Elkn M>n brují» de magia bkutcj. Y no son de este lugar. Manolo vt había detenido. Copó d reloj que le tendía Elvis, lo examinó por lodos lados. %c lo acercó a la nariz, se lo puso un minuto en la oreja y dm m e un largo nMo ofacivó como giraba el segundero. Parecía sorprendido. 1 Simón veía como puaba el tiempo y se ponía coda vez más nervioso: —Por favor. Manolo.. Manolo seguía examinando el reloj, con aire dubitativo. —E» para usted, «ñor. está hecho en China — volvió a hablar Elvis—. Pero díganos, por favor, qué objetos dibujó... Como s la (moción de China hubiera sido un trabalenguas mágico, sorpresivamente Manolo comentó a enumerar —El carro de hiegu, un crucifijo, un rosario de naden—. Y apretando el reloj en su puño, se alejó del lugv con rapidez. —; Vamos. Elvis! —gritó Simón— . ¡Nos quedan uMo trece minutos! —Y se puso a correr, sin detenerse ni para tomar aliento, hasta que llegó de vuelta al uller. Entonces miró hacia atrás y dio un alarido: —No me di cuenta cuando desapareció. Qui/ás volvió ya a sus tierras —dijo Liviac, muy tranquilo.
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Capítulo XXIll
¿Y ELVIS ?
S im ó n . DESESPERADO, miró m i reloj: faltaban cuito minutos para que se cumpliera el plazo fatal. ¿Qué podía hacer'?¿A dónde se había idoel ¡diuca d* Ehi»? ¿Es-oueno«)b(aqucyaestabancnel limite
de la hora? ¿Dónde diablos se había meüdo? \¿ bajó entonces una furia negra. Y encaminándose hacia et cuadro de San Buenaventura se dijo que no to iba a esperar, que no pensaba quedarse a vivir para siempre en ese lugar por culpa de un tomo, de un irresponsable. Pero... ¿y si 1c había pasado algo? ¡No podia abandonarlo! ¿Pero qué podría haber pasado? I.o más seguro era que se hubiese quedado po< ahí.
curioseando. ¿Cómo, cóm o podía ser (un inconsciente? Liviac se había vuelto a poner mi delantal y rctonvoixk) loo pinceles se disponía a continuar su trabajo. Simón volvió a mirar la hora y w dio cuerna de que cada ve¿ que lo hacia, el muchacho indígena fijaba sus ojos en su reloj, con curiosidad. Ahora quedaban cuatro, no, tres minuto» y mttiio..¡Maldito Elvis! ¿No. no lo esperaría! “¿Me voy!", dijo en voz alta, y su propia voz le -sonó horrible. ¡No'. ;No podía dejar allí a su amigo, e n ¿I quien k> había embarcado en esta aventura! El tiempo seguía corriendo, ya sólo faltaban tres minutos. Desesperado, se dejó caer al suelo y escondió la cabe/a entre las mano».' ¿no sabía qué hacer! — ¡Simón, Simón, yo, vámonos! Los gritos de Elvis y su cañera sobre el piso de tablas, hicieron dar un sallo* Simón. que se puso de pie. temblando de furia: —¡¡¡Estúpido!'.! ¿Dónde te habías metido? —Después te cuento, ¿qué hora es? Simón, por enésima vez, volvió a consultar su rcloj: —¡Quedan dos minutos! Lot dos amigos, con el corazón agitado, se instalaron frente a la pintura del biógrafo de San Francisco. —i Ya, pues! —apuró Elvis. 170
—¿Ya. qué? —¡Vámonos' ¡Tu sabes cómo! En ese instante, como golpeado por un rayo, Simón recordó que no había escuchado la última frase de Miulina. cuando les indicó la manera de regresar. ^ — ¡Dímc tú! Yo no pude escuchar cómo volver, porque justo en esc momento tú estornudaste. —,Y yo cuaba estornudando! Tampoco la «cuchí... bl silencio que se produjo a continuación fue igujl que si el sol. a mediodía, hubiera dejado de alumbrar. Loa dos ntftos empalidecieron y se quedaron contem plando la pintura de San Buenaventura, como quien mira un barco que se aleja en alta mar y ai que no volverán a wr. Simón no volvió » consultar la hoiu. pero quedaba sólo un minuto. Bn ese preciso instante. Liviac. que se había acercado a la tela con un íra.sco de pintura a Tin de comparar un cok», exclamó, alarmado: —¡Hormigas: la tela estí con hormigas! Simón salió de su estupor y vio que una fila de horm igas subía por las rodillas de San Buenav'enturi. pasaba sobre las página* del libro abierto, bajaba a la cubierta de la mesa, cruzaba por ambo de las tijera*, trepaba por el reloj de arena... Súbitamente recordó k> último que había 179
estudiado dccir a Miulina: "Deberán dar vuelta al..." ¿Sena al reloj de atena? ¿No había tiempo que perder, había que iotcnurio^ Empujó a Elvis hacia el cuadro, estiró la mano y tomó el reloj de arena que se hizo áspero y frío en su palma. Pero antes de darlo vuelta miró hacia atrás y sacándose su reloj de pulsera, se lo lanzó a Liviac, que contemplaba la escena con la boca abierta. Luego cojyó a Elvis con una mano y con la otra dio vuelta al reloj de arena. El reloj de Simón, ahora en monos de Liviac que lo examinaba con cuidado y reverencia, marcaba tu doce en punto.
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Capítulo XXIV
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EN BUSCA DEL TESORO
L o s AMIGOS aún eslabón lomados de la mono cuando atcm uron en el Museo Colonial de Santiago de Chile. Y se quedaron un rato así en eJ suelo, mr moverte ni «muñe, co el tugar donde habían caido, tembk>rOM« y exhaustos. La censido nerviosa y el miedo a no poder regresar que habían pasado los había dejado lacios y agotados. —Oye —habló primero Simón—: ¿me podrías dccir a dónde te fuixte. que cusí no» quedamos en el Cuzco para siempre? —¿Po* qué ~nos quedamos"? Tú igual te podrías haber venido. 181
—Podría haberlo hecho, te lo merecías. A donis esa t>o es una respuesta. Quiero saber qué te quedaste haciendo: ¡eres un irresponsable! —Prim ero, haciendo pipi: ¡no podía aguantarme! Y comprenderás que tuve que buscar un lugar donde esconderme, porque había mucha gente por ahí; y después, porque me encontré con una niña que me había visto contigo en la plaza y que me detuvo para preguntarme por ti. ¡Tuve que contestarle: no soy mal educado! —¿Te preguntó por mi? —S(. Me dijo que hacía tiempo que (c andaba buscando pora danc las gracia* por su hctmwno. —¡Chimpu! ¡Era Chimpu! —se emocionó Simón. —Es muy linda. —¿Y qué m is te dijo? —Conversamos harto..-¡es muy linda! — volvió a decir Hlvis, pensativo. —No e n el momento de conversar, ¿no crees? —Pienso que tú. amigo, habrías hecho lo mismo con Francisca. —¡Qué sabes tú..-! —Simón se encendió de v>tenza y rabia. En eso escucharon voces y se pusieron ripidameme de pie. —¿Qué hacemos ahora? —dijo Elvis. —Ya que estamos aquí, vamos donde el padre Gerónimo. —Mejor vamos antes al museu y a la iglesia. 182
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¿Cúiik> vabci mí nu encoiu/amos eJ rosu/io o la cnu entre todos los cachivache* que hay poc ahí? Yo me acucidu haber visio en I» vitrinas un montón de cosas ant iguas. A Simón k pareció buena Ja idea y así lo hicieron. En el museo había poca gente e Hilario no se divisaba, lo que los tranquilizó. Primero entraron a una «da llena de pequeñas estatua» de la Virgen y también del niño ksiis,
Simón lo uguió. —¡Eso a una {Hiena! —cxctafnó señalando un objeto de oro. plano y redoodo. —¿Como U que robaron? —peguntó Elvis. —Parecida. —0V la robaron de euc mumo lugar? —Me imagino que sí. —¿Te da» cuenut de que aquí no hay ningún guardia? ¡Yo también me podría robar ese candelabro, por ejemplo! —dijo Elvis. haciendo como si lo fuera a (ornar. —¡Elvis! —k sobresaltó Simón. —í No wai ionio, si oro una bruma! —se rió— Sólo icngo una meta: ¡lo» diamantes! En esc mohiento escucharon uo ruido a tu» espalda». Los do-, voltearon la cabeza al mismo tiempo. Pero no había nadie. —Parece que estamos un poco nerviosos— bromeó Simón. Salieron a ta galena exterior, que estaba desierta, y caminaron hasta un pequeño pasillo en cuya paral CiUtw expuesta la nuxialfó del premio Nobel que recibiera Gabriel* Mistral —¿Y qui tiene que ver esa señora con San francisco? —|
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que se llamaba Tojas iTwwtu a str ninas. ¡Típtco «le las mujeres: toda* quieren ser remas! —Es la poctisu más famcsui que tiene Chile. Elvis. Mira. ah i dice que pertenecía a la orden tercera de lo» franciscano*. ¡por ew está aci! Y ahora que me acuerdo, escribió un libro de poemas a San Francisco. Mi abuela k> liene. —¡Ah! —dijo Elvis. sin mucho interés. Y luego agregó— en este musco hay muchas cosas, pero hasta ahora no hemos visto ni una sola cruz o co\año ile madera, que e> lo que non inicie*». Volvieron al lugar de las platerías y por un pequeño corredor pasaron a la sacristía, una espaciosa sala de lechos can vigas de madera, donde había un enorme cuadro al óleo del alto de una de los paredes, que era un árbol que tenía en cada una de sus ruinas dibujado un rostro—«.Y ese árbol con cabe/as en vez de frotas? —se sorprendió Elvis. —E s un ártK>l genealógico. Esa» deben ser las franciscanos m is importantes que hubo en la antea- Los de m is arriba son Un m b antiguos. —¡Qué grande? —Elvis desvió su atención hada un gigantesco baúl de madera labrada— ■¡En ¿ste se pueden esconder diez hombres! —En ellos traían entonces las cosas desde España Como viajaban por barco, el peso no importaba. —En unos baúles asi deben haber llegado las tetes de San Francisco. 1&S
—Algunos, ulvez. POcque las que venían a lomo de muía no podían ser unos buhos un grandes y pcsadon. —¿Entremos * b iglesia? Aquí tampoco hay nada de lo que buscamos —se impacientó Elvis. —Ven, sígueme— Simón señaló una destartalada puerta de madera al fondo «Se un estrecho y oscuro pasillo—, creo que es por aquí por donde pasamos una vvx que vine con mi curso. ¡Cuidado, no hagas ruido! Pw suene no está la cuidadora... Abrieron la desvencijada puerta y entraron al templo por un costado del altar. A ambos ladut y perpendicular a á te se alineaban dos corridas de «siento* y por detrás se elevaba otro altor muy alto, sobre el que se erguían dos estatuas de pone natural, una de San Francisco y otra «le Sanio Domingo. Al centro y un poco más amba. vestida con un traje blanco, eslata una pequeta imagen de Marta. —¡Esa es la Virgen del Socorro! —«ftaló Simón— La trajo Pedro de Valdivia de Esparta. —Lo debe haber socorrido de los indio», por eso le puso así. Mi mantl dke que la Virgen la ha socorrido a ella muchas veces —comcntó Elvis. y añadió—: ¿Y esa Virgen es la misma misma misma que trajo Pedro de Valdivia? —Sí. —¿Parece nueva! —La deben haber restaurado. —¿Arreglado?
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—Algo así —dijo Simón, aburrido de explicar. El lugar estaba separado del resto de la nave por una pequeña reja úe madera. Los niños la abrieron y siguieron recorriendo la iglesia, cuyas paredes de piedra estaban pintadas de blanco. En una de las naves laterales se detuvieron un rato leyendo las peticiones y agradecimiento» que la gente escribía y dejaba junio a una imagen de) santo. También había velitux encendidas. —¿Mita, Elvis, lo que dice aquí! —exclamó Simón al descubrir una caita escrita por un niAo. En ella se leía: Son FrunciM o: Te doi la* graiias porque me escuckatte y no dejaste que mi perra Zamonuto te muriera desptiíi que lo atropeyaron. Quedó un poco cojo pem igual juega a la pelota conmigo. Otra vrí graiun um Francuco. Te miada. Bernardo AuVa Pero Elvis. nuevamente ya no estaba junto a Simón, sino que al otro lado de la nave, a los pies de un pedestal sobre el cual se erguia una Virgen rodeada de flores. —¿Simón. Simón? ¡Yen. mira-..! ¿Apúrate'.— Elvis exclamaba y gesticulaba con desesperación, llamando a su amigo. Cuando Simón llegó a su lado y miró hacia lo ulto. quedó mudo de la impresión: entre sus largos dodox de yeso, la Virgen sostenía un rosario de madera de cuentas redundas y gnuvfcv 187
Capítulo XXV
EL ROSARIO PELIGROSO
L o s NIÑOS contemplaron boquiabiertos la* cuentu del ruuró que s o s te n ía la Virgen y q u e eran exactamente iguale a tes que colgaban de b pared, ju n io a ta cama, en la p in tu ra de San I t o c m c o Elvis pegó a Simón unos cuantcn codazos de contento y le dijo: —¡Amigo: somos rieoí! Ante la emoción del d&cubciiracniu, Simón no « molesto en responde*, y de inmediato comenzó a pentar en cómo ko haiían pura coger c) rocino, que embaa loaafturadifcil de alcanzar únunacicaien. Se le oc jnió entonces que lo mejor cía «xuultar a l padre G íónimo. pero El vis na exuvo de acuerdo. - -No va a quera sicario y menos romperlo.
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¿Tú crea que u la» cm& pensaran que en esc rosario hay diamantes, todavía estaría aitf? —Es que dios no saben, pues, Bvts. Nosotros sabernos porque estuvimos en el Cuzco. —¿Y tú crees que d pudre Gerónimo va a creer ese cuento del Cuzco? Aunque los curas crean en algunas cosas de Dios que no se entienden, son personas mayores. Y las personas mayores no creen nunca nada que no «Hiendan. A Simón el razonamiento le pareció bastante lógíoa. —¿Y qué hocemos, entonces? —Lo sacamos de ahí y lo llevamos para examinarlo. —¿Y no habíamos venido para conven» con el podre? —Cambio de planes, amigo. No todavía — dictaminó Elvis, muy seno, mientras observaba con detenimiento d rosario. —¿Y cómo lo vamos a sacar de Ai? —Estoy pensando... —mu/rouró. sio quitar b vitía de la imagen de la Virgen. —Tenemos que apuramos antes de que venga alguien. Elvis se metió la mano en el bolsillo y sacó un •peque60 rollo de alambre. Le torció b punía a la manera de un gancho y lo fue desenrollando con cuidado. Cuando quedó entendido un par de metros, k>contempló con una sonrisa y dijo; —Mi tío Jirafa me enseñó a llevar siempre un 190
oí
alambre, porque presta muchos scrvic¡o«—. Y alzándolo hasta la altura de la Virgen. con el extremo doblado cogió con mucha delicadeza d rosario y lentamente la fue retirandode entre los dedos de yew. Simón k>nurabu hacer, admirado de su habilidad. Pero de pronto una cuerna se atascó enued
— Voy * empujar fuerte nomfe. Si la Virgen se viene abajo, tú la sujetas. —¿Estás loco? ¡Se va a romper! —¿Y qué hacemos, entonces? «No hay otra manera! —Trata una vez mis, despaertu... Mordiéndose la lengua con los dienten como si eso lo ayudara a ser más hábil. Elvis comcozú leniamentc. muy lentamente a empujar la cuenu del rosario atascada hacia la punta de los dedos. En ua momento la imagen volvió a «citar y «su vet Simón ct'cyó que no se salvaba de la caída, pero luego 191
de ud par de movimiento» peligrosos la Virgen v encuentre aquí!,Salgan*» hucu la cálle! —¡Las puertas están cerradas! —Si. por deMío. Ven. sígueme. Elvis, cuitadísimo. corrió h*.iu los enormes puerus de lacnifadu: pero una vc¿ allí, descubrió uon tlcaltenUi, ífue estaban cerrada* onn candado. —¿Qué hacemos? —se alarmó Simón. Los ojot de K)vt» se movían de un lado a otro, rápidos y aleñas, cono los
si es que cilio ahí, mx) de los franciscanos. —No me convence la idea, amigo. Mi tío dice: 'Ojos que no ven, cowón que no xientc". —Mira. Qvis:b idea fue mía. Yo decido lo que hago —dijo Simón, seco. —Bueno, bueno, no le enoje». Yo... —¡Socorro! ¡üufronei! Lea rcpcntinus grito»de una mujer, seguramente la cuidadora, si tiempo que enmudecieron a Uvit, pYcctcron activar un resorte en tus manos que en un dos por ir», deslizaron d cerrojo y empujaron b puerta harta abrirla por cúmplelo, y en menos
Capítulo XXVI
CONFUSIÓN
I ASARON DOS. Ins. cuatro días y de Klviv ni scAak». A Simón, de )a puta prcocupucHm. se le habtan quitado ta» ganas de comer y no * podía concentrar en » s tare». Es que ni siquiera había podido encontrara don Benito. el barrendero, y una setoru que siempre ptecaba a su perro por el parque le dijo que hacia una semana que el hombre ro m veía y que no había más que mirar Jos hojas )1 la suciedad de los sendero» para darse cuenta. ¿Y si Elvis había encontrado lo*, diamantes? ¿Y si se quedaba con eltos y no aparecía nunca más? Quizás por eso don Benito ya no venía a trabajar ¡vs habían hecho rico»! ¡Y él era un tomo por confiar en quien no debía? ¿Qué habría hecho su papa en su lugar? ¿Y qué su mamá? ¿Y qué su abuelo, que 194
era tan cumiado? ¿Y qué ui abuela, que se asustaba por lodo? ¿Y qué San Francisco..? ¿Y qué..? De tanto preguntan* supo la respuesta: ante» que nada lenta que buscar a Elvis y enfrentarse a él. Ño podía acusarlo sin estar seguro. Entonces se acordó de l a Enrelli, donde su amigo hacía de repartidor, y también de Francisca: quizas ella o su padre sabrían cómo ubicarlo. ¡Lo encontraría. Maque tuviera que viajar a la Chinad. se dijo. Partid hacía la calk Monjil** con el coñudo dando tumbos, aunque no sabía distinguir si lalia tanto por su apuro en enfrentar a Elvis o por la expectativa de volvcracnconlrarsecon Francesca. Pero lo supo en cuánto llegó al almacén, porque junio con desilusionarse, su corazón se aquietó. Tras el mesón de los dulces y las especies no estaba la niAa perfumada de canela, jengibre y menta, sino que una mujer voluminosa con oktf a tabaco. —¿Francesca no está? —EMoy yo —cometió ella. apagando el cigarrillo en un cenicero. ¿Qué descu? —¿Y ella no va a venir? —Nv>tengo id a . ¿por qué no te preguntas a don Vitorio?—dijo, señalando una puerta que decía “Administración''. Simón golpeó y un sonoro "adelante" lo animó a entrar. Vitorio Scarctli. papá de Francesca y dueño del almacén, era un hombre grueso, colorado, con unos ojos a¿ules diminuios y una sonrisa bonachona. Tenía un marcado acento italiano.
—¿Buscas a Elvis? Me llamó por teléfono hace un par de ilíxs diciéndome que había estado enfermo. pero que hoy vendría. Lo estoy esperando. ¡Mira, ahí justamente llega! La pvena. que había quedudo junta, se abrió lentamente y asomaron primero unos dedo*, después la nariz y luego el cuerpo de Elvis. Tenía una magulladura m el pómulo y llevaba una mano vendada. Al ver a Simón abnó mucho laba ver su m< lesna por ser esa y no su 196
accidente la m a y o r preocupación de m i a m ig o . —¡Mira como quedé!— Elvis *e anemaagó ti pantalón y mostró su rodilla hinchada y la pierna con un moretón azul y amarillo hasta el tobillo. —¿Y cuándo u potóe&o? —preguntó Simún, dándole cuenta de mi torpeza. —Cuando srraocamos de la iglesia.
—¿Y cómo no me avisaste? —So tenía iu telefono, m moneda* para llamarte. Además justo a mi papá le dio gripe, con hada fiebre, y no pudo senir a trabajar. ¿Creiste que me hubía desaparecido con V» diamantes? —;Nooo! —respondió Simón. demasiado enfático para sercrcíbic —Pero estaba preocupado. ¿Y dónde £uartlai>tc el rosario? —En el mejor lugar. —¿Cuélese»? —Una vez vi una película eo la tete... —(Córtala, fcilvis! ¡No cambtes de tema y dime dónde está el rosario! —¡Cálmate, gallo! Te digo lo de la lele porque de ahí saqué la idea: era una película en la que se habían robado una cana muy imponante y no la podían encontrar. Y al fuul la caria cuaba en un lugar al* vota de todcAy nadie U veta porqw todos la b u s c a b a n en lugares escondidos. —Yo también conozco e»a historia: la leí. Pero entonces...¿y el rosario? —Está «luodc a nadie se le ocurriría mirar, porque está a la vista de lodos, igual que eti la película. 197
—¡¿Pcrodóndcce'’ ! ¡Dintelo, de una v « por
todas!
—Se la regalé al cura párroco de mi hamo, para que se k> purera a la Virgen que tiene en b capilla. Le dije que e n un regalo «Je mi ubucliu. —¡Peto. Elvis..! —Pero ü*¡s. ¿qué? —¿Porqué selo regalas*:? ¿Y cAron lo vamos a recuperar? ¿Por qué no lo guanLntc en tu casa"' —Porque era peligro*© —¿Peligroso? —Sí, peligroso. ¿Te cuento? 1.a tarde de! mi imo día en que k>cocontramov, cuando no hahia nadie en mi cata y yo habla ido al hospital porque me dolía mucho la mano y la tenía hinchada como un globo, alguien entró y dio vuelta cajones y colchón» )’ revisó por toda» parle». Jmag/rtaic: entrar a tobar a mi casa donde lo n ú valiowi que leñemos es una olla a presión que nos trajo de regato mi lio Jirafa. Dejaron et puro desorden nonti*, porque no se llevaron nada, ni siquiera los cinco mil pesos que mi vieja tenia guardados en una alcancía. —¿Tú erees que buscaban el rosario? —¿Y qué sino, compadre? —¿Y por qué iban a saber que lo tenias tú? —No sé. pues. Alguien me hahri visto echármelo al bolsillo. —Peto, ¿quién iba a saber que ese rosario lenla diamanto, si ni nosotros sabemos? 198
—Como dice mi tío Jirafa, “tos palos matos huelen los billete».". Eso me confirma que en etc rosario debe haber mucha pialo, amigo. —¿Y tú ya se lo habías dado al párroco? —No. Todavía lo tenía co el bolsillo, por suene. Fue después de eso que decidí hacerlo. U n ¿migo*, iban tan concentrados en su conversación, que no ie dieron cuenta de que alguien los iba siguiendo. Cuando llegaron a la esquina, un auto azul lesee mi el poso y un hombre que iba en el asiento de atnis abrió bruscamente la puerta Irvnie a ellos. Entonces Alguien les dio un empujón en la espalda y fueron lanzados de broces denlio dei vehículo. Sucedió iodo lan rápido y los lomó ion desprevenidos, que no alcanzaron a reaccionar. El chofer, un bigotudo corpulento, aceleró de inmediato: mientras Unto ei hombre sentado atrás coa ellos, que cubría la mitad de m i rostro con una barba espesa que era a indas luces postiza, los ojos con unas enormes gafas de sol y el pelu oon un viejo votnbrero de fieltro, apoyó un revólver entre tes costillas de Simón al tiempo que decía—Si cualquiera de lo» dos hace cualquier movimiento, disputo. Simón se fijó que la mano que sostenía el revólver era huesuda y tenía las senas del dorso gruesas e hinchadas. Y en su dedo cordial llevaba un anillo de oro con una piedra fucsia. 199
Capítulo XXVII
dlM ÓN NO se atrev ía ni a rnpuar. El caAón helado enterrado en sus costilla* lo teñid tan aterrorizado. que sus pierna* lerribiabun un que tes pudiera dominar, igual que ese día en el Cuzco cuando se desmayó. Claro que e*a vez e n de hambre, ahora cía de miedo. A mi lado. Hlvn permanecía quieto y mudo, y sólo mi* ojos negro* se movían de un lado a ouu observándolo todo. No pareeía asustado y Simún lo envidió. El Mlentw < k r u u del auln c t j mal De pruMo, en una Kiz roja, el vehículo quedó detenido al lato de un pequeño auto azul conducido por una mujer que llevaba d cabello recogido bajo un turbante a tunar». Simón alcanzaba a ver ci turbante, pero no d rastro. Ella les tocó la bocina y luego, bajando el 200
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EL FRACASO DE MIULINA
vidrio y amalando con su mano, gritó: —¡Tensan cuidado, d neumático va pinchado! El chofer lanzó un gantato horrible. —¡No podemos detenemos, hay que seguir!— dijo d bpo del revólver. —Con un neumático pinchado no llegamov a ninguna pane —respondió el que manejaba—. Hay que cambiarlo— Y girando lentamente hacia la dercetu se estaciono jumo a la cuneta Curiosamente. la mujer del psAucI» a lunar» *e había «klantada. detenido un cnebu mis adelante y bajado del autaYanto. deque lo híráfae) bigotuda ya eNtahn ella en b vereda, inclinada sobre b rueda desinflado. —Dnculpc que me acerque, pero vengo a ver si le hun hedió lo mismo que a mí. ¿Me va usted * creer que o>«. mientra» estaba estacionada, rajaron uno de n ú neurótica» con un cuchillo? Hay una mafia de Udronc?. que se dedica, en el mejor de t a cajos, a desinflar uno rueda, y luego du* de clk» x acocan y ofrecen mi ayuda para cambiarla. Y mientras el conductor acepta confiad; y agradecida y ae hija del coche dejando l» llaves puestas, una ve* cambiada la rueda uno de lo» mafioms se mi be antes que d dueño y pune cun el automóvil. Es par e»o que yo quise prevenirlo, y* que... —Gracias por su molestia, peni no necesito ayuda- la interrumpid el chófer, de mala marasra. El hombre abrió <1 porta maleta», saoó b gata, b Ibve de cruz y la ruetí t de repuesto. Como la mujer 201
tcgufa ahí. le volvió a decir, seco: —Gracia» veftonta por su advertencia. No necesito ayuda. Se pwcdc ir. —Pur tuerte yo CMatu avisada cvainlo iiic tuccdió. ¡carambombus!, porque ha usted de saber i(ue a mi priflU Julieta le habla pasado lo iiumiuisiguió ella. impertérrita—. Y a iulteu. ¡la pobre'. Ic mthjAin la canora con todos k>K documentos y
umbi¿n ..
lil hombre dejó de escucharla y no ifem ni ni diez, minutos en la operación. Y mientra* volvía ¡i guardar lavheirarnieMasy el ncumfcko desinflado en U maleta del auto, ella se acachó y dk> tres golpéenos cd el vidrio trasero del automóvil: — ¡Qué niftoi Jan divino»! —« c la m ó — ¡Buen viaje. chieos* Mientras todo esto sucedía. el hombre tentado junto a Simón había cubierto la pistola con su chaqueta. Los oiAos perm anecían m udos e inmóviles, pero cuando la mujer k» taludó a traxh del vidrio. Elvis dio una imperceptible patidita a mi amigo en la canilla y la respiración de Simón se aceleró de tal modo, que lemió delatarse. tE*a voz y ese acento y ese pañuelo a lunares sólo podían ser de una persona: ¡Miulina! —;E.sa mujer era una loca! —comentó el chofer, mientra» aceleraba con un chirriar de ruedav Entonces Simón lo vio. Ero un trocito de papel adherí do a ta espalda del chofer, bajo el cuello de la chaqueta Estaba segurode no haberlo vhioantesy 202
0¿
tuvo la cerleu de que era Miulina la que lo habla puedo ahí. Más aún. supo que efl « c papel había un menaje pura dliw, un menuic que le* dría cómo «cajur. i.Pcro cómo suearlo y leerlo sin que los vieran'' ¿Cómo, si no *e podía mover un que le eiitcdufiin el caAón
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—¡Cuidado! ¡Ese auto se no» viene encima! Tanto el chofer como el barbudo miraron hacia lu derecha, donde un señor de búllanle edad conducía lentamente un enorme Buick, <|uc debía tener lu» misinos arios que ¿I. Iba muy ücmj, con la mirada fija al frente y las de» mano» fuertemente aferradas al volante, sin desviarse ni un ápice de ui vía. Lo sobrepasaron en un segundo, muñirás el bigotudo, indignado, increpó a Simón: —¡Córtala.chiquillo1 Teoqurvocas sí iccrcc> muy vivo invernando esas tontera». —Si vuelves a abrir la boca lo vas u pasar mal —siguió el otro, dándole un golpe en el estómago cun la cacha del revólver, que lo hizo aullar de dolor. Cuando Simón volvió a mirar la chaqueta del que manejaba, el papel adherido había desaparecido y l-lvit. recostado en el atiento y con los ojos cenado», hacía un ruido como si le costara respirar. ¡Lo habían logrado! Simón dio un ligerisimo codazo a su amigo y ¿ste respondió con otro. Habían salido de la ciudad y ahora iban por un camino de tierra. El calor dentro del aulo. con todas las ventanas cerradas era sofocante y el hombre de la pistola se secaba el sudor de la frente con la manga de su camisa. Simón minó de reojo a Elvis y vio que éste leía con disimulo el papelito escondido en la cuenca de su mano. Hl barbudo miraba hacia afuera, pero sin dejar de apoyar el cartón en las costillas de Simón. 204
—¡TmmbalaUliihi’—exclamó Elvisde súbito. —¿Qué le pasa? —saltó el barbudo. —¡Trumbolalalatai! —volvió a decir Elvis, ahora nvb fuerte. —t Tc solviste loco?
—,Dik que se calle!— gritó el ctofer. bl hombn: de ta ptdolu apuntó a Elvis: —¡Nada de bromitas aquí! ¿Entendido? Simón ya s« había dado cuenta de que **injmbalala1alai'‘ era tu c*crito en el papel, ci maravilktho conjuro de Miulina que ke iba a salvar de sus captor», la palabra mágica que en un abrir y ccmu de ojo* lo» ibu a traslato a otro lujar, y su esperan/a renanó. lo extraño era que nada había sucedido y que seguían ahí. sin variar un ápice la situación, pmioncrm de cst» maleantes que quizá» qué iban a hacer con ellos. En medio de su desctpcnmóci se Ie ocurrió que la íalla podía estar en que lu palabra no había sido «tocha tres veo», como en cienos cuenta» de hadas, y que Elvi*. con ese revólver apuntándolo, nu nt ftabfa atrevido a pronunciaría «ira vez. timonees murmuró, con vur casi inaudible, un tercer tnimbatalalalai. Y se quedó expectante un minuto, dos minutos, tres minutos... Nada sucedía, y el auto seguía avanzando envuelto en una nube de polvo, por un camino desconocido hacia un rcmolo lugar. .Esta vez b magia de Miulina había fallado! ¿Y si los mataban? Nadie los podría ya salvar. Sintió un cosquilleo en b mano izquierda que tenia apoyada sobre el asiento: era Elvis. que le otaba 205
pnaodod.papdiioeu:nK> por Miulina. Cerró d puA» y se llevó la mano al p o to Su captor. molesto con el Cukx. seguía limpiándole d sudor de la frente y mirabu hacia afuera. Simón abrió rápidamente la mano y alcanzó a loen Pmmmcuhí TRVMBALAIAIMAI trrs iw «. Si ito ai do multado, sólo tu queda prtiir ayuda ai sanitt¡Si no os da resultado! Esa MiuIiiui si que era loca. ¿Cómo había llegado h u u cita? ¿Y por qu¿ se había hmiudo a detenerlut pira darles esa ñola que no había servido Je rúala? En quince minuto» llegamos —anunció el conductor. De puro miedo. Simón comenzó a sentir íno. ¿Qué cataría pensando Bwí? Parecía bkn asustado, porque ni se movía y estaba con los ojo» fijos en la ventana. Imajinó a su* abuelos, desesperados buscándolo, y le dio tanta pena que sintió dolor en el pecto y en d estómago, y también furiacontra Miuhna. el absurdo episodio del neumático pinchado y mi ineficaz mensaje. Cuando nadie « lo pedía, mandaba con toda tranquilidad a la gente a otro Mgkx como hizo con ¿lia primen vez. Pero cuando realmente se necesitaba...¡nada! “Sólo os queda pedir ayuda al Santo'', recordó con rabia. Y mientras repetía las pulabras de Miulina en su mente, supo que era lo único que les quedaba puf hacer. Tan abstraído y con lanía fuerza conten/ó a rezar, que m siquiera se d*>cuenta de lo que eslaha sucediendo. 206
Capítulo XXVIII
¡BENDITOS ANIMALKS!
” iiiüiQ tíiE S E S T O ???!*!— vocifcróel chofer, mtcntrus tocaba lu bocina como un loco furio&oü k garabatos. uno iras otro, y el abrupto frenazo. sacaron a Simón de mi concentrada plegaria. Abrió lo» ojos y vio que se habían detenido porque en medio del camino frente a dio» estaban echadas tres enorme» vacas y un ternero, que ni se inmutaban con el estruendo. —¡Asústalas, atropéllalas, idiota! —gritó d barbudo. Pero los animales parecían ser ciego» y sordos, porque pe« o que el chofct aceten) y le dio un topón en l u nalgas a una de las vacas. ío que 207
produjo un ruido de latas abollada», ésta siguió masticando con po/Mmonta y sólo levantó un poco ta <¡iibc£ii para mirar el vehículo oxi sin entume* ojo» inexpresivos. —¡Atropéllalas, mátalas; sigue adelante, estúpido! —el hombre al ludo de Simón seguía vociferando. —¿No ves que no puedo? —el chofer sudaba y las gotas corrían por su frente—¡Además, mira cómo quedó el capó del auto! —¡Bájale entonces, haz algo’ El conductor abrió la puerta y descendió del vehículo. Se acercó a las rcsci y trató de espantarlas gritando "¡Ahhh!")' “¡Fueniaaf'y ¡Ahhh. vacaaa!”. pero ¿si» seguían impertérritas y sótoel novillo se puso de pie de un sallo y trotó hacia el hombre, que retrocedió asustado. —.Además eres cobarde! —gritó el otro desde el intersor del vehículo. Y descompuesto de rabia, te b¡‘j ó del aulo al tiempo que gritaba a los oiAos—; ¡un$o muy buena puntería! ¡Si Iratan de arrancarse, juro tfu£ disparo y los malo! Cerróla pueru con un golpe y se dirigió hacia los animales. Su compa&cro. mientras unto, se tabú sacado >a chaqueta y agitándola en el aire y dando unos saltilos dignos de un payaso remedando a un torero, ira aba de asustar a las vacas, sin ningún resultado. El barbudo avanzó unos pasos, pisando con Unía furia, que su pie tropezó en una ramo, irastubilk yeayóalsuelocuánlargoerii. El revólver 206
saltó lejos y cuando el hombre iriió de incorporarse lanzó un aullido de dolor y se Nevó amtxu mono» al tobillo.
—¿Salgamos ahora!— gritó Elvis.
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En un segundo los dos am igos ya estaban sobre la tierra. Gatcaion un por de metros ante» de ponen*: Je pte y echar a correr con todas mi* fuerza. Corrieron y corrieron, sin mirar atrás, hasta que no pudieron más. Y c u n d o Sittvóft. c*si desmayado de fatiga, *e dejó caer sobre lo lienu, escucharon a lo lejo» el ruido de un motor. — ¡Vuelven. esircodimooos! —gritó Elvi*. tironeando a Sim ón de la m anga para q u e se levantara. A>an¿ajun hucía unos matorrales y «e tendieron de guata bajo ellos, ocultándose del camino. Pero el vehículo que se acercaba no era el de los raptores, u n o una camioneta toda destartalada. Con rap « k ¿ felina Elvis se puso de pie y corrió hacia el camino haciendo vriias. La cam ioneta se detuvo y el conductor, sin hacer preguntas. Ies dijo que iba a Santiago y que se subieran atrás. Quedaron sentados sobre varios sacos de papus—¡De la que nc*> salvamos! —dijo Simón— . Quizás eran trancantes de niños. — ¡No te poses películas amigo! ¿Es que no reconociste ta voz del barbudo9 —L a v o i no, peto su& m anos me reco rd u o a algo; esas venas hinchadas... —Estoy casi seguro de q u e era la voz de Caroca.
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Simón dio un salto: —¡Tienes razón! ¡Me acordé! ¡Esas manos huesudas con venís hinchad» y un anilla con una piedra fucsia eran las de Caroca! ¿Cómo iw nic di cuenta antes? —¡Para (oque hubieras sacado! El muy idiota debió ponerse guantes, adema» de barí». —¿Y por qué occs iú que nos raptó? —¡No me digas que no te lo imaginas! —¿Los brillante*? —¡Obvio, pues! —¿Pero, cómo sabía...? —Hilario. —IVro si Hilario... —Mira. Simón, no puedes ser tan quedado. ¿Quién crees que entró a revisar mi casa? Después de eso esluve peinando y me acordé que el día que encontramos el rosario estuchamos el ruido de la puerta, esa que está a un lado del aliar, y después silencio. Estoy seguro de que ese día Hilario neo espió y así se enteró de todo. —¡Tenemos que ir a la Comisaría. Elvis. y denunciarlos! —¿Estás loco? ¿Cómo vamos a contar que robamos el rosario? —Bueno, eso no lo decimos, hablamos del rapto nomás. —Si quieres lo haces tú. yo nada con los pocov —Pero» ElvLv.. 210
**9Vj X/ ^
—Ya es mucho que te acompañe donde el cura, no me p»d*s má». —¿Entonce* me vas a acompafar donde el paire Gerónimo? —Si, pues. Lo mejor c» dejar ese rosario en m mano* y que ¿I se entienda con el muklho Caroca y con sus cómplices. ¡Yo no quiero saber más de esos diamante»! La camioneta k» dejó en la Alameda frenic a la estación Ecuador del Metro. Convinieron en acudir al sacerdotr. Elvis sugirió que primero lo llamaran por teléfono para asegurarse de que estaba en el convento. Así. desde una cabina telefónica Simón logró comunicar* con <1 y quedaron de cocontnme en el tiempo que d Metro demoraba en llegar a la estación Sania Lucia y caminar dos cuadra» hacia la iglesia. A los veinte minutos e&octos. Elvis y Simón estaban locando a la puerta
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Capítulo XXIX
AL RESCATE DEL ROSARIO
ÜrL PADRE Gerónimo, con la» manos entrecruzada», sobre su prominente barriga y ta inmovilidad de una momia, escuchó con lea ojo» «irados el completo reíalo de Simón, desde el viaje en el tiempo al Cuzco lu n a el rapto y el reconocimiento de lu mano de Caroca. Una v u que el muchacho terminó su historia, abrió tas ojos, suspiró, y se quedó callado um» minutos que a los muchachos se le* hicieron más luidas que una tuna. —I^a verdad, jovetK'itos, cj. que me Ci muy difícil creer vuestra historia. Me pregunto si no habrán sotado lo del ráje al Cuzco, despoís de mirar las pinturas. Recuerdo que cuando yo e n chico...
—Yo lambicn lu padre. ¡Pero tengo prueba» de no haber soñado! —lo inierrumpió Simón. —¡Cuando vea los diamante* va a creer! — añadió Elvis. —Temo iksituwonarlos. pero (feo que en ese rosario... 1 —¿Y nuestro rapio, padre, lampoco lo cree? —lo interrumpió Elvis, desafiante. —¿Piensa que estamos mintiendo cuando le decimos que no* subieron a un aulo y que no» amenazaron con un revólver? —No dudo de que la violencia y la maldad existen... —¿Pero, padre! ¿Cree que si no fuera por k» diamantes alguien *e molestaría en raptar a dos “iodoceote»” como nosotros? —Elvis coofuadía las palabras, de lo excitado que estaba. líl sacerdote sonrió abiertamente. —Bueno, tan inocente* no creo que sean: ¡miren en lo que andan! De k>que sí estoy cierto es deque licncn una imaginación fabuhxsa. —¿No cree nada, piensa que inventamos! — se exasperó Elvis—. ¡No s¿para qué vinimos! Luego de un instante de pesado silencio, el padre Gerónimo preguntó: —¿Y cuál es vueura idea, ahora? —Nuestra idea era —Simón enfatizó el "era’’—que nos acompañara a la parroquia de la población de Elvis y que usted le pidiera de vuelta 213
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o¿ * * & .»
el rovario al párroco para comprobar si tiene •>mi lo» diamantes. —Porque ya no queremos saber mi» de diamante» —siguió Elvis—. A Laotra non matan, y no habrá bruja desinfla neumático» ni samo que no» salve —concluyó muy »eno. —¡Sí. padre! Por favor, acompáñenos —rogó Simón, con renovada esperanra. —¡Le prometen»» que después no sabrá mis de nosotros! ¡No volveremos a molestarlo! ¡No volveremos ni a mua! —exclamó Elvts. Ame esta última acotación, el sacerdote rió abiertamente y poniéndose de pie, tes dijo; —Usted» ganan: ¡vamos! La camioneta de los franciscanos e m casi tan destartalada como las que los había traído de vuelta a Somiago con los socos de popas; y el ¡sacerdote manejaba como si el suyo fuera el único vehículo en la calle. Una vez cruzó con luz roja y ot» recibió uisulto» con voces, mano* y dedos desde un autu que ertuvo a punto de chocado porque se cambió de pista sin avisar. —¡Qué gente más neurótica! —comentó, impertérrito. Y lo* ni tas supieron que ese viaje seria una nueva y peligrosa aventura. Tuvieron que atravesar medio Santiago para llegara la poMacióa de Elvis. en La Pintana; y una vez allá recorrer un laberinto de calles y calicatas sin pavimentar antes de llegar a la pequeña capilla, que encontraron cerrada.
Tampoco lubía nadie en la habitación de) cura, que extaba u un cavuido de la parroquia. —Vamos a mi casa que está do» cuadras mis allú —propuso Elvis—. Mi mamá debe saber donde encontrar a esta hora al padre Amonio. Los tres caminaron hasta una cu ita de madera, que ae levantaba en medio de un palio de tierra. en e) que lo único verde eran las ramos de un escuálido pimiento. Des lufa» chicos sentados en el «icio hacían tortita* de barro con el agua que vertían sobre la (ierra desde un balde plástico. Cuando v*won a Elvis. se pusieron de pie y corrieron hacia él para abrazarlo. Lo dejaron entero embarrado. —¡Elvis, Elvis: mira lu que hice! —Elvis: ¿juguemos a la pelou. como ayer? Elvis k» besó con entusiasmo, sin importarte lo sucias <|uc estaban —Ahora no puedo, venpo con uno» amigos. ¿Está mi mamá? —dijo al liempo que se desprendía de los efusivos abnuas y se dirigía a la cata. Los lutos no respondieron y se quedaron bien quietas observando a Simón y al sacerdote con mucha atención. —¡Vieja! ¡Vengo con amigos! Una mujer aun joven y sonriente apareció en el umbral. Tenía el pelo largo, cogido en ta nuca por una cola de caballo y sobre su vestido azul llevaba un delantal florr*do. Sus ojos eran los mismos que ios de su hijo. Elvis la presentó. con orgullo no disimulado: 215
—¡Esta Ci nu mamá! Ella los hizo entrar y posaron a una pequeña estancia qoe lucia de living. cocina y comedor; en el suelo no había nada salvo la tierra. En una esquina, sobre un entarimado hecho con cajones, estaba un aparato de televisión encendido. A su izquierda, sobre una repisa, brillaban un jarro con flores de género, un reloj de estera fluorescente con un paisaje marino co *u interior y uno bailarina de plástico. Lo me>a del comedor, redonda y cubierta por un mantel de hule, cslaba rodeada por cuatro sillas de madera. Una cocina con don iucgw y una enorme palangana de metal ocupaban el texto de la ptea.
La mujer apagó rápidamente la televisión y les olreció una taza de lí. —No se moleste, señora —le dijo el sacerdote—. Buscamos al padre Amonio y Elvis nos dijo que uued sabría donde encontrarlo. —A esta hora el padre Antonio se reúne con los jóvenes, en el local de lu Escuela. — 0N 0 le s d e c ía yo q u e ella ib a s a b e r? — d ijo Elvis. a b ra c á n d o la por la C intura. Su madre lo miró con ternura y sonrió: —Esie nifto crte que yo siempre lo sé lodo. Cuando salieron del lugar, Simón iba muy callado. No sabía si lo que tenía era pena o envidia. Envidia de tener una mamá, como Elvis. y de tener hermanos que se notaba que lo querían mucho y él también a ellos. Y pena de ver la 216
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pobreza «n que vivían. ¿Dormirían lodos en una sola pieza. esa que había divisado atris de la cata? Volvió a «entine mal por haber dudado tanta» vcccb de mi amigo y también por haberse sentido que ero mejor que ¿I. ¿Qué iría a ser. mis adelante, de la vtda de Elvis? Lkgvon a la escuela y el sacerdote se bajó u busca/ al párroco, acompañado de Elvis. Simóo no quiso ir y los esperó en la camioneta. Estaba pensando que en unos pocos días mis entraría al colegio y que todo volvería a tomar el ritmo de siempre. Ys¡ resultaba que además las cuentas
—Este cura manejando es m is peligroso que lodos le» secuestradores juntos — mimiiú Elvis al oído de Simón. Los tres caminaron presumo* huía la oficina del ijeenJote, sin cmun>e con nadie. Una vez allí, el padre Gerónimo cerró la pucru cun llave, m sentó iras su escritorio y k s dijo: —Bueno, niños, haré algo que ni yo me lo creo. Debo estar loco, y muy luego subní si los tres CfttUIIHIS loco*. El sacerdote puso el rosario en la cubicru de escritorio, se persignó, cogió un enurme pisapapeles de mármol de b ac cuadrada sobre lu cual se erguían la iglesia y cúpula de San Pedro de Roma, lo «Izó medio metro y dijo: —¡En el nombre de Dio»! Y tajó la mano con fuerza sobre el rosar».
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Capítulo XXX
¿DIAMANTES?
E l . GOLPE retumbó en toda la pieza, tanto a»í que a tos pocos segundos unos golpes en la puerta, seguidos de “Padre, padre, ¿sucede olgoT se dejaron oír fuerte». Pero nadie respondió a la llamada porque el sacerdote y los chico» estaban mudos d« nom bro contemplando las astillas molidas como cáscaras de avellana y los frutos más duros de la tierra aparecidos sobre la mesa cuando el sacerdote levantó la pcmla Basílica de San Pedro de Roma. Cinco mentas trituradas habían liberado a sus cinco prisioneros y cinco diamantes cónicos del tamaAo de un gaibaa¿o. o qui/át más grandes, aún 219
se mecían con el impacto. —¡Sanio Dios! —exclamó el franciscano. —¿Puedo verlos de cerca? —preguntó Elvis. alargando la mano. —¡Y son como cincuenta! —calculó Simón. —Más los padrenuestro y las tres avemaria finales, son cincuenta y cuatro —dijo el sacerdote, todas ia sin reponerte de la sorpresa. —¿Y eso es mucho dinero? —preguntó Elvis. —Si lea diamantes son tan boenun como creo, es mucho dinero—retpondióel podre— Tumo que habrá que ponerlos rápidamente bajo resguardoagregó levantando el auricular y marcando un número que buscó en la Guía Telefónica—. Y también habrá que protegerlos a ustedes: la historia del secuestro me está pareciendo muy seria. Simón y Elvis caminaron cabizbajos por la calle José Victorino Lastima, como si vinieran «aliento de una larga fiesta que hubiera durado toda la noche y ya no les quedara ánimo, sino para dormir. —Hilario y sus compinches se quedaron sin ni uno. ¿Qué crees tú que hará el podre con esos diamantes?—preguntó BJvis. —Me imagino que los venderá y utará la plata para hacer cosos. —¿Como qu¿ cotas? —Reparar iglesias, ayudar a los pobres...qué sé yo*. —Mmmmm... 220
0¿
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—Bueno. Elvis, te dejo aquí, mu voy a la casa porque mi abuela debe esiar preocupada. —¿Nos vemos el lunes? —No creo, porque yo entro a clases. ¿Y tú , cuando empícus? —No tengo idea. —Pero. Elvis... —Ya. no te pongas pesado. No estoy para hablar de esas cosa*...¡chao! Y Elvis se alejó al trole hacia el Parque Forestal. Simón pasó un fin de semana bastante decaído. Encontraba que su aventura había culminado sin pena ni gloría, a pesar de que habían encontrado los diamantes. El padre Gerónimo ni k s había agradecido lo que habían hecho, con pcligru incluso de sus vidas. Por suene la abuela no se había enterado, porque de saber k> del rapto habría armado un escándalo apotcósico y no lo hubiese dejado poner un pie en la calle nunca más. Pero la tarde de) domingo, cuando estaban mirando las noticias en la televisión, estuvo a punto de confesarte todo, tal fue la sorpresa que se llevó y las ganas de comentar con alguien to sucedido. La nota era sobre un suceso qucel periodista calificaba como curioso: la mañana del viernes, dos carabineros que hacían ronda a caballa en un sector rural en las afueras de Santiago habían encontrado un automóvil en pana, con el capó completamente abollado y a su chófer enloquecido dando patadas 222
a un halo de vacas echada* en medio del camino. Había otro hombre con ¿I. que se había fracturado un pie. al parecer tratando también de ahuyentar a los anímale»- El hombre del píe lesionado, tenía en mi mano un revólver con el que había disparado vatios tiros al aire; como no tenia permiso para portar armas, quedó detenido y a disposición de la justicia. Simón venció la tentación de hablar y se quedó pensando si Elvis habría visto la mxkia.. Pasaron lo» días. Simón entró a clases y I» vacaciones quedaron lejos. Hacía mucho que no sabía de ElvU, porque no había tenido tiempo ni de bajar al parque, entre las mucha» tarcas y los entrenamiento* deportivos de su colegio. Una mañana en que contenió a contarte del viaje al Cu/co a su amigo AndiiK. éste puso tal cara de no creerle nada, que a medio camino desistió y se quedó callado; y luego tuvo que escuchar por segunda vez las peripecias de la bajada en bote de éste por los rápidos del Trancura y de las inmensas olas que había tenido que sortear en la desembocadura del lago Villarríca. De vez en cuando, mientras leía o estudiaba en su pieza, sus ojos se desviaban hacia el carrito de madera lindo por los caballos blancos y las imágenes de dofta Engracia, de los pintón» cuzijueAos, de Chimpu y de Liviac volvían con fuerza a su memoria; pero luego de un Ínstame las abandonaba con melancolía, como si fueran parte de un sueAo que era mejor ulv ¡dar. 223
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Por esos días llegó de visita el (to Blas con una chaqueta nueva de regalo para el abuelo, pero éste no la quiso usar aduciendo que no tenía “esiíkT. "Eres un viejo matoso*'. reclamó enojada dofla Pepa jr su marido le contestó que no era mañoso sino elegante y que prefería mi chaqueta comprada en Londres, aunque fuese vieja. "Tiene mejor caída", concluyó. Una tarde en que Simón eMaba lindo sobre su cama sin hacer nada y pensando en qué estaría haciendo en ese momento Elvis, su abuela golpeó la puerta y sin esperar respuesta entró con un sobre en la mano. —Es para ti. la acabu de subirel porteril. ¡Las estam pillas son mexicanas! Pero no tiene remitente... —Y doña Pepo se qjedó esperando, con ojos de pregunta. —Oye, abuela: ¿me podrías dejar solo? Doña Pepa salió de la pifia, de no muy buena gana, y en cuanto cerró la puerta, Simón se incorporó de uo sallo y abrió la carta.
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Capítulo XXXI
LA CARTA Querido Simón: Tehabrá atraAudo no recibirnoticia*mías. pero a! día siguiente del dttcubnnúento de los diamantet, iwvfque partir a una importante rruntán de Prmmctatet franciscanos en Ciudad de México. Por (U no que aproveché la oftKtin pura comcmarcon mis Atonam» de la ordrn del insólito hallazgo y uno de ellos, un peruano aficwnadoQ la historia, estaba muya! tanto de esa curiosadontn nin de doña Engrana y agregó muchos dato* a mi saber. Temniart-fucpuseUiidiamanstttnciuiotíiatn ti Banco y los hice tasar. Rtsuita que san muy pums y de tres quilates cada ano, lo que r (/ira, arte te quiemtvmentar el giro policial 225
del cato, ñiru ello me atendrá al relato drl tor Jefedetuve*tigacunet aquien. elm¿trr*r>na yitnJcacoiarfíjiuJi/i. nadentaeiiitmcbom ctm few Tal como uuedrtpewaban Hitara* que te había heuc
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que lo defendía*-y le pido perdón par ei mal rulo que te hice pasar. Estoy cieno de que ion una educación adecuada ese niño dejan/ atrú» ta extrema pobrtüt en que vire y todo to que ella contleM. Por et momento ayudarenku también a tu familia. He conversado ctvi el recto# dei Colegio Saiesiano, que me hadado todai tasfacilidades para recibirla en tu eaabtecimienio. Ka ti. querido Simón, quiero dañe tai gracias porque debido a tu descubrimiento muchos ancianos enfermos tendrán un lugar donde ser acogidos y otros tantos mejorarán sus condiciones de iwáti Aum/W no puedo decirte que erro a pie juntilías tuuvenluru en et Cuzok nunca dejar*de admirarlu curiosidad, intuición y coraje, como también tu tediad. Me despido encomendándote a ntusim santo henuuno Fruncuca pura que él li/co guando U vida en el camino de ta caridad. Esperú i'oJwr a Santiago el próximo mei y entonces nmversarrmia nuil lar¿o. Bien y paz G etóm m oAidana. O.F.M
Simón icrminó de leer por-segunda vez la caita, reftcnionó uní» muanie» y la guardó dentro del caito de madera, fuente de todas su» aventura*. Dcspu¿* abrió el velador, cogió la foto en que estaban su pupa y mj inamá y %e U quedó trucando un ralo üMabavegurodequexi estuvieran vivotsc sentirían ofgulkw de ¿I.Y umNén felices pur Elvü. 227
ui gran compañera en esta aventura, sia d cual nunca batuü sacado el rosario • la Virgen ni escondido después en un lugar tan scguru. Lo que más k»ak graba era perewren la csru de & vi» cuandole diera ta nutx'ij. Salió de mi citarlo, besó a sus abuelos ntts efusivamente que nunca y prometió a dota Pepa qu¿ le» contará grandes novedades a su vuelta. Luego partió al parque, a etKonirar a Eh«. Camuuba feliz y se -temía lívianto. —¡Simón! ¡Hol»! tsia vez k>envolvió una fragancia de nueces y almcndftb. Do torbellino ¡e desaló en mí pecho y »c sintió enrojecer. francescae>«abam& linda que nunca. La saludó oon un uxpe beso en la mejilla llena de pee», que ella ofreció con .soltura- P»ia su desgracia, en esc mismísimo tfoianie escuchó una voz inconfundible, que exclamaba: —¡Bravo. c Nk o ! ¡Otro más* ¡Viva el amor! El tojoáe) mstmtie Simón svb*óAe»c»laiay*c unió morir. En la '«teda del frente, entre las much» persona» que epenfan la Kiz vade pan cruzar la calle, (os vuelos de un vestido alunares, una cabellera roja y dos brazos llenos de puUenu se agitaban haciendo furiosas serta». —Oye: ¿qutfn es esa? —preguntó Rancesc-a. divertido. —¿Tú erres en las bruja*? —respondió Simón, muy seno. La muchacha laiuó una cmajada y te ofreció un caramelo de anís. 228
EPÍLOGO
[Xa* de^pk», Sunún y u it abuelos. Elvis y tío J¡raía— y tres «cerdotcs franciscanos compartían una la u de té, dulce* chítenos y tostada» con mantequilla y mermelada de mora* en una larga mesa de madera instalada en el jardín del convento. También estaba Miulina, que eoire carcajada» y sacudidas de pelo, tenía completamente cMasiado al tío Jirafa, que la observaba con arrobo. DoAa Pepa, eufórica, hablaba baxta por to» codos, mientras Juan. su nurxk>. miraba a »u nieto en silencio y coa una sonrisa en ios labio». La mamá de Elvii tenía kn ojo» húmedo*, lo» hermanos chicos comían pasteles a desujo y don Benito se veía radíame. —¡Un bnndi» por estos do» muchachos, gracias a quienes podremos ampliar nuestro Hogar de Ancianos' —dijo el padre Gerónimo, levantando un vaso coojuyo
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de viajes! —exclamó Elvis, cerrándole un ojo, sin importarle que todos u quodaraa coa cara de pregunta. —Por iiu papá y mi n u m l que me regalan» el Caito de Fuego— dijo Simón, muy serio, y doña Pcpu cogió b mano xic su nurido. —¡Yo. por d padre Gerónimo, que al fina), algo nos creyó! —siguió Elvis, entre rúas En cíe mismísimo instante una bandada de jilgueros posada sobre las ramas de un fronduso ulo se puso a trinar a destajo. —,Lo> bcmuuMM pájaros! —exclamó fray Leoncio, el franciscano más viejo—.¡Ellos nos dicen que Umbiín hay que agradecer al Santo! Todos aplaudieron con ganas y lanzaron vivas a San Francisco Entonces Boru, el escarabajo rojiverde de Miuliru, como si se hubiera asustado con la algarabía o quisiera participar de ella, salió de entre lo» cabellos cotor fuego y salló a la mesa; luego se elevó, dio una voltereta en el aire y cayó de bruces sobre la mermelada de mora.
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PARA SABER MÁS SOBRE LOS TEMAS CfTADOS EN SIMÓN Y EL CARRO DE FUEGO.
¿Quién era San Fraocfeco? San Francisco (1181-1226), hijo de un rico comerciante de Asi*, abandonó lodo para seguir el camino de Cristo, tan sólo cubierto por b túnica de un pordiosero. A San Francisco se le considera el más grande de lo» sancos y el hombre que más cerca ha e»tado de parecerse a Cristo. lJevó su abnegaáón. caridad y pobreza hada un extremo tal, que también se le conoce como “el loco de amor’'. Francisco tenía ta raracuabdad de hacerse querade los animales. Las golondrinas lo seguían en bondad», y formaban una cruz por sobre su cabeza mientras predicaba. Cuando dormía solo en el monte, un mirto venía a despenarlo con su canto a la hora de ta oración de la medianoche; pero si el santo estaba enfermo, el pd¿an> no lo despenaba. Un conejito lo siguió por algún tiempo, con gran cando Y dicen qOc un lobo feroz le obedeció cuando francisco le pidió que dejara de atacar a la gente. 233
Hoy lo franciscano se entiende como una minera a lo largo de) pocs vestkkKconuru íok'j túnwa.cantando alabanza» al Señor Socorrían a kn leprosos y a lodos los neccMUdüv También predicaban. Dormían echados eti el suelo bajo los pórticos Je las iglesias, como cualquier merxfago. Orden Primera: to orden franciscana de frailes meñoras (O.F.M.). Orden Segunda: lat C lam as, religiosas franciscanas. San Francisco fue d gran ¡aspirador y apoyo de su amiga Clara, que umbtén se convertiría enunia.cn la fundación de esta orden. Onlcn T
¿Cómo w vestía San Francisco? San Francisco y sus discípulo* caminaban descalzos y vestían unu túnica de lana grU» que ataban en la cintura con un cinturón de cuerda». La túnica tenía un capuchón grande y áspero. El gru. fue «I color oficia) de W» franciscano» hasta el s¡gk> XVIII. Sun Francisco caminó siempre descalco. peronvi\ tarde se impusieron las sandalias pura los frailes. San Francisco docía que entre las ave» pretería u la alondra porque "unía un capucho, como el de los religue», y era un pájaro humilde". ¿Cuándo Uegiiron ton franciscanas a Chile? bn octubre de 1553 llegaron a Chile los prime m* franciscanos. Eran cinco (ra«lcs. '•enían con el propósito de fundar un convento. Es la segunda orden religiosa que llegó a nuestro país, porque antas lo habían hcchn los mercedafios. En abril de 1554. lus franciscanos se instalaron en las riberas del rio Mapocho. donde se encontraba la ermita de la Virgen del Socorro, cuya imagen había traído a Chile Pedro de Valdivia, ya muerto en la batalla de Tucapcl. Los franciscanos construyeron en el lugar una iglesia de adobe, que se derrumbó en el terremoto de 1583. lüHOAcex, sobre sus ruinas, decicieron levantar una nueva iglesia. Así. tres aftas después, con el aporte de mil pesos donados por el rey Felipe II. comenzaron la construcción en piedra de la iglesia, cuya nave
central ha permanecido en pie hasta hoy resistiendo terremotos c incendios Ademis de la iglesia, levantaron el convenio, un colepo >■gn hospital, Bl convento >-la iglesia fueron durante kn siglo* XVII y XV||| centro de muchas actis idades, como procesiones* fiestas religiosas. mis* solemnes y desfiles de cofradías con bandas de música y fuegos artificiales. ¿Por qué los pm on ig n de la sida de San Francisco aparecen con ropas dd siglo XVII? Los personajes de kMcuadros de San Francisco afKirvccn con topa* del siglo XVII, época en que fueron pintados, para que todos aquellos que vieran los evadios se sintieran identificados con lo que vetan Era una forma de hacer que las. escena.% fueran más creíbles y cercana* al pueblo. ¿Por qué bar Untas jgfesún en el centro de Santiago? Esto se debe a que en la época de la conquista y cotonía de Chile, muchas órdenes religiosas — franciscanos, meroedarios, capuchinos, agustinos, dominicos—, llegaron a Chile para ayudar a la evangelizacidn de tos indios que no conocían U religión católica: y cada orden oomtruyó una iglesia pora celebrar sus misas y recibir a sus fieles. Aunque muchas de bs iglesias originales, ya no existen porque fueron derrumbadas por los tenvmoKs, las órdenes religiosas siempre las reconstruían y restauraban. 236
¿Por qué k» cuadro» ttmertcanos son dlíereale* a los españoks de la misma época? Esto se debe a que el arte americano es un anc mestizo. No solamente las diferentes m as se mezclaron en el terríiono americano, sino también sus manifestaciones culturales. Por esta razón, muchas veces k» cuadros eran confeccionados por indios, que utilizaban u « tis de coto* locales. Eran cuadros sin perspectiva, porque los indios no la conocían, y en ellos dibujaban personajes con facciones indias o con pluma* de colores, y también frutas y plantas que sólo se daban en América. co:no el maíz o las chirimoyas. Todo esto permitió que se fuera consolidando un arle americano, un arle propio. ¿Por qué casi todo rl arte de ta colonia es religioso? Ptx que en la época, tos europeos petuaben que los hombres que no conocían ni profesaba* la religión católica no se iban a salvar. y por esia razón Balaban de esangolizar a los indios americanos. Como los indígenas no sabían leer, al buscar una manera de CflscAartei los españoles se dieron cuenta de k> poderosas que podían ser las imágenes para darles a conocer la vida de Cristo, de la Virgen y de luvuntcs. Así. los cuadros y las esculturas se convirtieron en una herramienta que podía ser “leída," tamo por los indios como por mestizo* y espartóle*.
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¿Por qué « u n Importante la « rie de pinturas de la vida de Sao Francisco de Santiago de Chik? impórtame porque c¡>un cumplo de lo que
mcllama el humeo americano. Y. xgún k*> m» las piniuni» cokwiulo má%valiou» que h*y un
Chile y de los máfc valiosa* que hay «n AnWriva. ¿Qué es la finta de la Tirana?
La Tirana e* un pequeñísimo pueblo ubicado en la pampa det Tonurugat. donde cada afk> se celebra 4 la Virgen del Carmen con una grandiosa fic*ta que auac c mite* de visiiante*. Allí, entre kn dia» 12 y 17 de julio, ciento» de imjMCOSy bailarines ofrecen a ta Virgen »u arte. l.t>% grupo» de baile de La Tirana, que provienen de la» ciudades cercanas, emayan iodo el ato mk coreografía» y elaboran uajet bordado» y máscaras. que wn inierptetacionei de las. máwara» del carnaval chino, introducido* en la reptén por tos numerows chinos que fueron traído* por las salitrera* inglesas a trabajar en ta pompa. Los bailarines «in acompañado» de bombos y irwnpria».
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