Ensayo / Literatura HABLAN LOS HIJOS. DISCURSOS Y ESTÉTICAS DE LA PERSPECTIVA INFANTIL EN LA LITERATURA CONTEMPORÁNEA EN ALCOBA, BERNARDI Y HARCHA, DEL RÍO, FAGUNDES TELLES, GARCÍA HUIDOBRO, LA TROPPA, LISPECTOR, LOBO ANTUNES, MAYORGA, MORO, SANCHÍS SINISTERRA Y TRIANA
ANDREA
jeftanovic en coautoría con María José Navia, María Belén Pérez y Lucía Sayagués
HABLAN LOS HIJOS
Discursos y estéticas de la perspectiva infantil en la literatura contemporánea
EDITORIAL CUARTO PROPIO Ensayo / Literatura
Este Proyecto ha sido financiado por el Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, Convocatoria 2010.
HABLAN LOS HIJOS Discursos y estéticas de la perspectiva infantil en la literatura contemporánea © ANDREA JEFTANOVIC EN COAUTORÍA CON MARÍA JOSÉ NAVIA, MARÍA BELÉN PÉREZ Y LUCÍA SAYAGUÉS Inscripción Nº 204.411 I.S.B.N. 978-956-260-579-3 © Editorial Cuarto Propio Valenzuela Castillo 990, Providencia, Santiago Fono/Fax: (56-2) 792 6520 Web: www.cuartopropio.cl Diagramación: Miguel Naranjo Ríos Producción general : Rosana Espino Impresión: ALFABETA Artes Gráficas IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE 1ª edición, octubre de 2011 Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.
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ÍNDICE
PRÓLOGO
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INTRODUCCIÓN Andrea Jeftanovic ¿De quién son los niños?: un cuerpo en disputa entre el Estado, la familia, la ley y el mercado
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PRIMERA PARTE Violencia y autoritarismo en el cuerpo infantil
ANDREA JEFTANOVIC
Juego y crueldad como estrategia de sobrevivencia en Gemelos de la Troppa
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LUCÍA SAYAGUÉS
Represión entre cuatro paredes: deseo, censura y cuerpo en Oxido de Carmen de Ana María del Río
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ANDREA JEFTANOVIC Y MARÍA BELÉN PÉREZ
Cuerpos menores en el latifundio chileno: pobreza y abuso sexual en Hasta ya no ir de Beatriz García-Huidobro
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ANDREA JEFTANOVIC
La orfandad a tres voces en Las meninas de Lygia Fagundes Telles
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SEGUNDA PARTE Padres e hijos al paredón
MARÍA BELÉN PÉREZ
Los crímenes de la infancia en La noche de los asesinos de José Triana y en La escalera de Andrea Moro
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ANDREA JEFTANOVIC
La historia de la dictadura chilena por niños preescolares en Kínder de Francisca Bernardi y Ana Harcha.
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MARÍA JOSÉ NAVIA
Mientras el lobo sí está: la infancia como simulacro en La Casa de los Conejos de Laura Alcoba
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TERCERA PARTE La infancia en los intersticios del lenguaje y el mercado LUCÍA SAYAGUÉS
Crear un pederasta: el poder del lenguaje en Hamelin de Juan Mayorga
189
ANDREA JEFTANOVIC
Niños como ratas o animales de presa en La cruzada de los niños de la calle de José Sanchís Sinisterra y varios autores
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CUARTA PARTE La infancia como un espacio de indagación existencial
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ANDREA JEFTANOVIC
La infancia como temporalidad y espacio existencial en Cerca del corazón salvaje de Clarice Lispector
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ANDREA JEFTANOVIC
La infancia como un viaje contra la muerte en No entres tan deprisa en esa noche oscura de António Lobo Antunes
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BIOGRAFÍAS AUTORAS
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Érase una vez una bella ciudad llamada Hamelin. Pero una mañana, al despertarse, las gentes de Hamelin descubrieron que la ciudad se había llenado de ratas. Desesperados porque las ratas ya estaban dentro de las casas, se miraban unos a otros sin saber qué hacer. Entonces llegó a Hamelin un hombre de cuya flauta salía una hermosa música…
“El arte de perderse” Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje. Los rótulos de las calles deben entonces hablar al que va errando como el crujir de las ramas secas, y las callejuelas de los barrios céntricos reflejarle las horas del día tan claramente como las hondonadas del monte. Este arte lo aprendí tarde, cumpliéndose así el sueño del que los laberintos sobre el papel secante de mis cuadernos fueron los primeros rastros.
Walter Benjamin, Infancia en Berlín
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PRÓLOGO
Cuando comenzaba a pensar en este tema como investigación tuve la oportunidad de ver la exhibición fotográfica “Children” del artista brasilero Sebastão Salgado en el PFA museum de la ciudad de Berkeley, California, en enero de 2002. En dicha muestra se exhibían cien retratos de niños de diversos países a quienes que les había tocado vivir momentos críticos de la historia actual: guerras civiles, migraciones, genocidios, extrema pobreza. Rostros de Bosnia, Ruanda, Líbano, Afganistán, Burundi, Indonesia, miraban al espectador a los ojos. También pude asistir a un taller que el mismo Salgado dictó en la universidad y leer el libro de la retrospectiva. Un fragmento del testimonio que Salgado escribe tras su experiencia de fotografiar a estos niños contiene algunas de las reflexiones que encauzan este estudio: En toda situación de crisis ya sea guerra, pobreza, desastre natural, los niños son las principales víctimas. Los más débiles físicamente, son invariablemente los primeros en sucumbir de enfermedad o hambre. Emocionalmente inestables, no están capacitados para comprender por qué están forzados a abandonar sus casas, por qué sus vecinos se han convertido en sus enemigos, por qué están hundidos en un lugar rodeado de dolor o en un refugio. Sin responsabilidad por sus destinos, son por definición inocentes. [...] A través de sus ropas, sus poses, sus expresiones y sus ojos pueden contar su historia con franqueza y dignidad. Estos retratos presentan niños en diferentes partes del mundo en un día particular de sus vidas. Por un breve momento, pueden decir “Yo soy”1.
Si bien en este libro no hablamos de niños “de carne y hueso”, es decir de niños reales, me pareció interesante analizar en textos emblemáticos cómo los narradores/ protagonistas infantiles al interior del relato lograban decir “I am” o “Yo soy”. Tal vez lo más interesante del ejercicio de la perspectiva infantil es cómo estos narradores y personajes despliegan su subjetividad en el lenguaje y muestran la forma en que la literatura es capaz de hacer algo que en la realidad y en la historia es impensable: que los niños adquieran roles protagónicos y señalen arbitrariedades, denuncien injusticias y se rebelen contra el orden impuesto por los mayores. A su vez, estos sujetos “menores” sirven de metáfora del cuerpo como plataforma de poder y del abuso, de la inherente pulsión de dominación y aniquilación, de la necesidad de un chivo expiatorio en el que satisfacer la violencia, lo que los cuerpos pueden llegar a hacer con otros cuerpos,
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La traducción es mía.
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de los enrevesados apetitos que despiertan los niños en algunos adultos. Ni la temática ni la estrategia son nada nuevo, pero retomaba el interés y el asombro que me habían causado distintas manifestaciones culturales que presentaban complejas realidades bajo la inquietante mirada infantil. En el terreno del cine, películas como 400 Golpes (1959) de François Truffaut, El tambor de hojalata (1979) de Volker Schlöndorff basada en la novela de Günter Grass, Pixote (1981) de Hector Babenco, Adiós a los niños (1987) de Louis Malle, Leolo (1992) de Jean-Claude Lauzon, Machuca (2004) de Andrés Wood; todos estos filmes muestran a los niños entregando un descarnado punto de vista de conflictos bélicos, políticos, sociales. En literatura, en libros como Felicidad clandestina (1971) de Clarice Lispector, El sótano (1976) de Tomás Bernhard o El gran cuaderno de Agota Kristóf (1987). En la plástica, los retratos de niños de Egon Schiele y sus figuras alargadas, Peter Paul Rubens y sus rubicundos ángeles, las niñas en clase de ballet de Degas, Mary Cassatt y sus niños disfrutando del ocio y otros tantos más. Las pinturas de lenguaje lúdico de Pablo Picasso, que aseguraba que “le había tomado cuarenta años aprender a pintar como un niño”, daban cuenta de una técnica que tenía una intencionalidad artística y política. En la producción literaria hispanoamericana contemporánea son emblemáticas novelas de posguerra civil española como Memorias de Leticia Valle (1945) de Rosa Chacel, El cuarto de atrás (1978) de Carmen Martín Gaite, Si te dicen que caí (1976) de Juan Marsé, Mi primera memoria (1960) de Ana María Matute, y más. También hay textos cardinales acerca de la interculturidad y subalternidad, como lo es Balún Canán (1957) de Rosario Castellanos, con su niña narradora que señala injusticias y contradicciones entre el mundo hacendado y la población indígena, o la presencia de niños e hijos en medio de la pobreza y un paisaje devastador en la colección de cuentos El llano en llamas y la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo. En Chile, aspirando a detenerme en algunas producciones de momentos determinados, diría que hay una infancia indigente de los primeros cincuenta años del siglo XX que es narrada en el inicio de Juana Lucero de Augusto D’Halmar y magistralmente por el narrador escurridizo y amoral de El Río de Alfredo Gómez Morel. En ambos textos los niños pobres son cuerpos de intercambio, de tráfico, de uso y abuso. Por otra parte, están las novelas postdictaduras latinoamericanas que han utilizado la figura del menor en textos que denuncian el autoritarismo, la represión y la censura, como es el caso de La rebelión de los niños (1980) de Cristina Peri Rossi, Oxido de Carmen (1986) de Ana María del Río, El cuarto mundo de Diamela Eltit (1986) y Casa de campo (1978) de José Donoso, por nombrar algunos. O bien, textos más actuales que revisitan los tabúes, incesto, pedofilia y más, sobre estos cuerpos como en Apariciones (1996) de Margo Glantz o la resignificación de los tradicionales cuentos infantiles (Hermanos Grimm, Perrault) en Las infantas (1997, 2010) de Lina Meruane, o el mundo sensual y claustrofóbico de un par de hermanos en Objetos del silencio (2007) de Eugenia Prado.
PRÓLOGO
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Estrategia literaria
Pero, ¿cuál es la estrategia literaria que está detrás del uso de narradores niños?, ¿por qué y en qué situaciones “hablan” los niños?, ¿cuál es el deseo que despliega el autor adulto en esta narrativa?, ¿tiene la infancia una voz propia, autónoma, un discurso específico de los autores que pretenden ficcionalizar?, ¿qué es lo que ofrece esa otra opción narrativa?, ¿cuál es la función que tiene esa época de la vida en cuanto fuente de información y de constitución del sujeto?, ¿cómo se esboza su entorno circundante?, ¿cuáles son las consecuencias de esta joven presencia en la operación ficcional? Estas interrogantes conducen el presente libro que intenta comprender la estrategia y función literaria de esta perspectiva en textos narrativos y dramáticos contemporáneos. En todos los casos estamos frente a un artificio: un autor adulto simula una voz infantil y desde esa perspectiva denuncia la historia, las injusticias, el autoritarismo, las desviaciones del mercado y más problemáticas sociales y existencialistas. Sin duda es una perspectiva que permite manejar de otra forma el universo conceptual, los pactos socio-culturales y la palabra. La narrativa desde la infancia, que siempre es una trampa, pasa a ser una máquina con función creadora, que despliega procesos de subjetivación y empuja el lenguaje y el imaginario a límites y zonas insospechadas. Los niños son extrañas máquinas de percepción y criaturas que suscitan la mirada entre sorprendida y escandalizada de los adultos, porque pese a todo esfuerzo de control y formación, consiguen inaugurar un territorio impenetrable e imposible de reproducir. Los expertos dicen que la memoria del adulto borra todo lo que correspondió al período preedípico, por ende, todo niño habita una zona bloqueada al adulto respecto de la propia infancia, de la que no quedan sino jirones confusos. Además, un niño es un sujeto caracterizado por su estado de tensión hacia el futuro, opera como un significante abierto en el que pueden encarnarse contenidos diversos. Porque, precisamente, se trata de una modalidad literaria que se basa en la maestría de transformar los aparentes arbitrarios e insignificantes eventos infantiles en una reveladora forma de expresión ideológica y artística. Nos hemos abocado a pensar la infancia en la literatura como una perspectiva y un espacio simbólico que no se agota en una situación de vulnerabilidad; o más bien, manipula esa vulnerabilidad para transformarla en una herramienta literaria que permita construir discursos político-sociales y poéticas escriturales. Esto recuerda el ensayo de Josefina Ludmer, Las tretas del débil (1984), que apunta a la escritura femenina y cómo esta se filtra en los resquicios de lo dominante haciendo valer, precisamente, los recursos propios de su “debilidad”. Como bien sostiene la ensayista argentina en la estrategia de Sor Juana hay un doble gesto “se combina la aceptación de su lugar subalterno (“cerrar el pico las mujeres”), y su treta: no decir pero saber, o decir que no se sabe y saber, o decir lo contrario de lo
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Hablan los hijos: Discursos y estéticas de la perspectiva infantil en la literatura contemporánea / Andrea Jeftanovic
que se sabe (mi ley) […] combina, como todas las tácticas de resistencia, sumisión y aceptación del lugar asignado por el otro, con antagonismo y enfrentamiento, retiro de colaboración” (3). En el caso de los narradores infantiles, podríamos adecuarlo a que “se dice porque no se sabe o no se sabe todo (se sabe parcialmente por tratarse de una mente en desarrollo, en formación o con una cognición incompleta)”, entonces, desde el lugar subalterno se dibuja otro espacio de texto, despojado de la retórica dominante y donde se escribe lo que no se dice al ser una voz liberada de prejuicios o intereses. Se manipula la supuesta ignorancia, el callar y observar, para luego decir o escribir presumiendo una ingenuidad y usando las “tretas del débil”: no saber o hacer que no se sabe, o decir desde ese no saber. Si bien aquí no es el Santo Oficio el que despierta miedo o censura, es el mundo adulto y oficial y cómo los sujetos infantiles son considerados dentro de este para que se funde un proyecto ficcional que invierte el irrelevante lugar cultural de los niños para transformarse en una óptica que impondrá su mirada. En cada uno de los textos analizados observamos cómo se generan las tácticas de resistencia, la sumisión y la aceptación del lugar asignado por el otro, del “débil”. Los niños también “deben callar” y también están escindidos en el saber sagrado/profano y precisamente usan esas formas profanas o periféricas (juegos, impresiones sensoriales, roles, inventos en el lenguaje, etc.) para demarcar su territorio, el de la casa o la calle y articular otro discurso que combina acatamiento y rebeldía; porque estos narradores activos abordan complejas problemáticas relativas al trauma y la violencia individual y colectiva. En estas obras ya no es el sujeto pasivo y accesorio, sino alguien que entrega una perspectiva y presenta la realidad de acuerdo a su perspectiva y experiencia, y propone, muchas veces, una crítica despiadada a su entorno. La forma narrativa que se estructura a partir de una voz infantil establece una relación fenomenológica entre el niño y el adulto: se necesita la figura del niño como voz y fuente para presentar los materiales del mundo narrado; y por otra parte, el narrador adulto aporta con su capacidad y propósito de dar forma y significado a esas experiencias aparentemente irrelevantes.
Estructura y corpus
El libro se compone de una introducción que hace una revisión panorámica a la evolución de la infancia en la historia y su uso en la literatura y luego, doce capítulos que se dedican al análisis particular de alguna obra literaria, narrativa y dramática, cuya perspectiva predominante es la infantil, pero que, en cada caso, presenta una problemática diferente. Es conveniente hacer notar que algunos textos terminan con ese narrador-niño (a) ya adulto; en esos casos, el análisis se centró en las secciones en las que domina el registro infantil. Tras analizar estas obras queda claro que la nostalgia no
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es en sí un impulso suficiente para volver a la infancia. Este regreso obedece a fuerzas más contundentes como la amenaza vital, la injusticia social, el desarraigo, la crudeza del mundo, los traumas personales. Además, en la confesión desde la temprana edad hay una cierta permisividad para declaraciones que logran sortear con más fluidez tabúes sociales, prejuicios raciales, religiosos, nacionalistas o divisiones ideológicas que un narrador adulto no puede manifestar por estar inserto en el discurso oficial y menos ajeno a las circunstancias sociales e históricas. Los textos analizados confluyen y se distancian en varios aspectos, pero en todos parece destilarse una crisis que es un foco de desarticulación del sujeto, de los órdenes familiares y sociales que hacen que estas figuras se rebelen y señalen injusticias y abusos. Los personajes protestan a la dominación caprichosa y abusiva desde su lugar de subordinación civil y buscan el modo de expresar su impotencia frente a la violencia y la injustica con sus particulares herramientas. La familia es el encuadre –setting– natural e ineludible del mundo infantil, el microespacio donde acontece la vida y en el que se reproducen en pequeña escala los conflictos personales y sociales. La ruptura de ese supuesto orden social estable, duradero y seguro, cuestiona la idea de la familia comprendida como ente fundante y echa por tierra el mito del hogar seguro, el refugio intocable, los padres como figuras contenedoras. En realidad, la casa familiar funciona más como un espacio alegórico, donde se cruzan la dinámica individual, social y nacional y que se muestra como una configuración arbitraria, convencional y vacía. Problemas sociales y metafísicos logran permear las barreras de las cuatro paredes. Pensemos en esa frase de José Donoso: “Las palabras casa y novela son una y la misma para mí” (563). Porque en estas historias la trama se desencadena ante la amenaza del mundo exterior de invadir ese recinto cerrado, de adueñarse de ese espacio y causar la destrucción del universo autosuficiente que cada casa es. Pero también es un error hacer como si el niño estuviera limitado a sus padres (o a uno de ellos) y su hogar y solo accediera a otros medios a posteriori. No existe un momento en el que el niño no esté ya inmerso en un medio que recorre y en el cual los padres como personas solo desempeñan el papel de abridores o cerradores de puertas, de guardianes de los umbrales. En ese sentido, a veces los narradores/protagonistas de los textos mencionados relatan la trayectoria de la casa paterna a la comunidad de ida y vuelta y los inevitables desvíos con ese nuevo repertorio de experiencias y aprendizajes, que implica interacción con otros personajes y que conforma un nuevo modo de ser y de habitar, de imponer un lenguaje, una lógica y una experiencia de la ciudad y de instituciones como la escuela. Estos textos contemporáneos se enmarcan en una época que oscila entre los sofisticados conocimientos sobre la infancia en términos psicológicos, sociológicos, cívicos y filosóficos con las más crudas situaciones de autoritarismo, abuso, abandono, explotación y violencia sobre estos cuerpos. Una paradoja que las obras analizadas dan cuenta en problemáticas tales como la crisis de pertenencia, la disolución de la familia y el
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sujeto, la alienación de la sociedad, la radicalización del poder y las metodologías de la violencia. La sociedad adulta esbozada por estos narradores es caótica, no confiable; las reglas no son claras, la autoridad es corrupta o ineficaz. En todos los casos se prescinde del narrador omnisciente para instalar un narrador en primera persona singular que impone su mirada. La pregunta es quién toma el espejo y deforma la realidad. Dejar de lado al clásico narrador erudito revela cierta desconfianza hacia ese líder impersonal y autoritario que entrega su perspectiva sin comprometer su identidad. Y ocurre una paradoja: estos niños que debieron crecer prematuramente, adaptarse y sobrellevar difíciles circunstancias, muchas veces pierden precisamente su voz infantil al servicio de una escenificación despiadada de su entorno. En este punto es importante hacer la diferencia con un subgénero emparentado, el bildungsroman, que se caracteriza por la entrada del adolescente al mundo adulto y su conflicto con la opresión de las instituciones sociales y el enfrentamiento con la autoridad paterna. Si bien son subgéneros cercanos, difieren en la trayectoria interna del protagonista. La narrativa desde la infancia despliega el desarrollo del sujeto desde una no-conciencia a una conciencia poética de una niñez que se descubre, describe su entorno y se escribe a sí misma. De este modo, hay una distancia de obras que proponen un modelo de socialización del individuo, para centrarse en textos cuyo acento está en un proceso subjetivo y transgresor que queda detenido en una infancia sin anhelos de integración social.
El mapa de los capítulos
Si se intenta sistematizar y organizar estas obras literarias, en categorías, podríamos aventurarnos a identificar cuatro líneas directrices. Estos diferentes ejes no funcionan solo como los territorios discursivos, sino que también constituyen poéticas escriturales. Primero, la infancia como un sitio de memoria individual y colectiva, es el caso de Gemelos de la compañía La Troppa, Las Meninas de Lygia Fagundes Telles, Kinder de Francisca Bernardi y Ana Harcha, Hasta ya no ir de Beatriz García Huidobro y La casa de los conejos de Laura Alcoba. Pensemos que el niño en la literatura es llamado a recordar, a traer al presente las infancias de los adultos o la propia. Además, por ser una experiencia universal, se genera una empatía natural con esa perspectiva fundacional. En ese sentido, la infancia es el lugar de la memoria y del mito, es la etapa de los primeros recuerdos, de esa batería de vivencias que se acumulan y forman un sustrato y que corresponde al origen, a ese inicio misterioso que ofrece claves por descifrar. A través de la literatura es posible acceder a ese espacio que ha quedado bloqueado en la memoria del adulto como un lugar perdido; la infancia es el retorno catártico a las
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raíces personales, familiares, sociales, étnicas y culturales; en un esfuerzo por valorizar y comprender las motivaciones personales y colectivas, pero es un retorno que se hace no solo por un gesto nostálgico, sino por una fuerte intención de crítica social; el niño es una figura transgresora que observa y denuncia la arbitrariedad de los sistemas sociales, los abusos de poder, identifica a las víctimas y a los victimarios. O bien, se habla desde la escuela, donde atestigua la humillación que le infieren los maestros y la burla de los pares. En el segundo apartado, se trata de personajes infantiles que problematizan la relación con las figuras parentales y las tramas de poder al interior de la familia y su proyección social. En el caso de La noche de los asesinos de José Triana, donde un trío de hermanos ensaya el crimen de sus padres en una casa en la que entran los nuevos aires de la revolución cubana. En La escalera de la dramaturga chilena Andrea Moro, también dos hermanos planifican el asesinato de su madre en venganza del abandono su padre y como un acto de rebelión a un orden impuesto. En Oxido de Carmen de Ana María Del Río, la situación es inversa, vemos cómo el poder familiar, sombra del poder político, atomiza a los sujetos en la esfera íntima, doblega y aniquila lentamente a los cuerpos insurgentes. Ya sea la muerte de los padres o la de los hijos, ambos órdenes se ven imposibilitados de convivir y uno se impone sobre otro. Este desenlace mortal al interior de las genealogías familiares circula desde las tragedias griegas y tiene una inquietante interpretación en estos textos contemporáneos. La idea del parricidio y del infanticidio alcanza diversos niveles de lectura desde la historia particular a la idea de un orden anterior (político, histórico, familiar, etc.) que se transgrede y se intenta reemplazar. En la tercera sección, se analizan la figuras de los infantes en las perversiones del mercado y la ley como cuerpos que circulan por los intersticios. En La Cruzada de los niños de la calle de José Sanchís Sinisterra y varios autores, la infancia es cooptada por el mercado capitalista que hace de los niños mercancías que se transan en el mercado por su valor físico desde el momento que son cuerpos que circulan por mano de obra barata y explotación laboral, redes de prostitución, tráfico de órganos y de droga. Situaciones que finalmente provocan una movilización, una marcha que convoca a la articulación y fuga organizada de estos sujetos que escapan y se vengan de sus abusadores. En Hamelin de Juan Mayorga, leemos una obra que se desarrolla en torno a un supuesto caso de pederastia que pone en tensión los discursos de la ley, la justicia, el lenguaje, los medios de comunicación; todos ávidos poderes simbólicos que hacen de estos sujetos un chivo expiatorio que sirve a sus enrevesadas lógicas. En ambos textos se apunta al peligro y la amenaza de una sociedad sin niños, al colapso de un sistema que depende de estos cuerpos menores. Hamelin, por otra parte, plantea una tensión permanente entre el sujeto infantil y la idea de credibilidad de su testimonio. Así, si bien se cuestiona la validez de sus palabras, el solo gesto de contar (sus historias, sus traumas, sus recuerdos) se vuelve un desafío para las estructuras de autoridad (ya sea parentales, gobierno, justicia, etc.).
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En la última sección, se reúnen dos textos que exploran la infancia como una instancia existencialista, una trayectoria de la subjetividad, el sentido de la vida y la muerte. Es el caso de Cerca del corazón salvaje de Clarice Lispector en la que la protagonista semi huérfana ahonda en la escritura como experiencia vinculante con el padre y una primera experiencia con la conciencia de la vida y su fin. En la novela No entres tan deprisa en esa noche oscura del autor portugués António Lobo Antunes, la infancia se maneja a través de Maria Clara, la hija menor de una familia acomodada cuya voz aborda el misterioso origen de sus padres, una historicidad circular, una muerte contradictoria. En ambos casos el argumento tradicional ocupa un lugar secundario, para privilegiar lo que acontece en la mente y visión del narrador infantil, desarrollándose predominantemente en el ámbito psicológico e interno. Se revisa la temprana edad que da origen a la adultez que es una amalgama de intercambio entre el self. La estructura del texto también es distinta: no hay un conflicto unívoco, sino más bien una problemática que se compone de cientos de fragmentos de la memoria. Tampoco es clara la tensión entre los personajes ni la presencia de un antagonista. Otras veces, esta etapa de la vida es un desajuste en la identidad y se ve la niñez como una “enfermedad” que debe corregirse. Podríamos destacar, en este sentido, la articulación filosófica y existencialista de Joana, la voz incoherente, misteriosa, repetitiva de Maria Clara que deambula entre la opacidad de los orígenes y, por ende, de su identidad y en la articulación de su poder fabulador como estrategia de resistencia al fin de la existencia y del acto creativo. * * * En general, en todos los textos se alude a experiencias que constituyeron pérdidas físicas, emocionales o simbólicas; situaciones, personas u objetos que de una u otra forma ya no están. Las situaciones de duelo que viven los protagonistas de las obras analizadas, la muerte de uno de los progenitores, o el abandono de uno de estos, o bien experiencias de pérdida menos traumáticas, como una mudanza de ciudad –la pérdida de un contexto y de sus personas–, de una rutina o un objeto que son vividas como pérdidas de sí mismos. Pero también hay conquistas como el conocimiento, madurez, independencia, dominio corporal, libertad. Los protagonistas en cuestión despliegan este contrapunto entre la experiencia pérdida y “la ganancia” a partir de los conflictos que los marcaron, señalando y denunciando las injusticias y traumas. En los diferentes relatos analizados se esboza la elaboración de esas experiencias, lo que significaron, cómo se superaron esas ausencias y de qué modo dejaron secuelas en su evolución, y por sobre todo, cómo dijeron en el texto “I am”.
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BIBLIOGRAFÍA Ludmer, Josefina. “Tretas del débil”. La sartén por el mango. Patricia González y Eliana Ortega (eds.). Río piedras: Ediciones el Huracán, 1985, consulado en http://www.josefinaludmer.com/ Josefina_Ludmer/articulos.html Salgado, Sebastão. “Migration: Humanity in transition. The children”. Berkeley: UC Berkeley Museum + Pacific Film Archive, 2002. Folleto exhibición Children. Berkeley. UC Pacific Film Archive, January 16 – March 24, 2002. ———. The Children. New York: Aperture Foundation, 2000.
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INTRODUCCIÓN ¿De quién son los niños?: un cuerpo en disputa entre el Estado, la familia, la ley y el mercado Andrea Jeftanovic
El cuerpo infantil nace expropiado, es una entidad que, desde su primer día, está en tensión entre la familia que lo considera un cuerpo propio, digno de sus afectos y disciplina, y el Estado, que lo considera un cuerpo público, importante para las políticas de salud, educación y ciudadanía. El poder está ávido de este cuerpo en formación, vacío de ideologías y de impulsos por encauzar. Cuerpo por disciplinar, cuerpo vigilado, cuerpo permeable; futuro soldado, futuro ciudadano con derecho a voto, futuro feligrés de alguna religión, futuro consumidor. Cuando se masifica la educación en la Época Moderna, los niños ya no solo pertenecen a los padres, desde el momento en que se les pide que confíen su instrucción y formación técnica y compartan la formación y el horario diario. La contradicción se especifica en el momento en que se les pide que aseguren la vida y la supervivencia de los niños, pero también se les pide que se desprendan de esos mismos niños, de su presencia real (horario escolar), del poder omnipotente que pueden ejercer sobre ellos. Pero tampoco se podría decir que solo el cuerpo infantil entra en estas zonas de controversia. Desde el siglo XVII se da inicio a un nuevo interés en el cuerpo, desde que se cristaliza la figura del ciudadano con derechos y se anula al súbdito. Desde entonces todo abuso se comprende sobre un cuerpo que funciona como una superficie maleable sobre la que se ejerce el poder. Un poder que es gestión política y económica de la vida; que vigila los cuerpos de los individuos y administra las poblaciones a través de diversas estrategias, como la higiene, la fecundidad, la salubridad y más. La aparición del discurso del cuerpo-máquina y todas sus derivaciones técnicas, políticas o filosóficas –anatomopolítica, somatopoder, biopolítica–; es un vasto campo de saberes que reflexionan acerca de las estrategias y las prácticas que modelan a cada individuo desde la escuela hasta la fábrica. Y sin duda, la infancia es por excelencia la edad donde todos los procesos de aprendizaje se hacen más intensos, pues el sujeto niño está constantemente expuesto a la enseñanza de los hábitos que lo moldean; a la educación en todos los ámbitos de la vida física y espiritual.
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Nacer en el mundo occidental es nacer en un hogar y en un Estado-Nación que, supuestamente, garantiza nuestra identidad como “hijos” y “ciudadanos”. Lo que asegura este proceso, entonces, es la existencia de un espacio (familiar y social) en el cual se construyen vínculos que entretejen filiaciones biológicas, sociales y políticas. La escuela no se aleja de esa búsqueda. La institución educacional hace visible al cuerpo en formación (uniforme, rutina, hábitos) y lo clasifica (grados, niveles, tipo de educación, calificaciones). Cuando este se distingue, se hace más factible calificar, medir potencialidades, producir saberes y, por supuesto, disciplinar de acuerdo a sus proyectos. Hay un momento clave en la historia y es a fines del siglo XIX, cuando confluye el retiro “oficial” del niño del mundo del trabajo, los avances en el conocimiento de la psiquis infantil y la masificación, acotada a los centros urbanos principalmente, de la escolaridad obligatoria. Esto repercute en su relación con los espacios públicos y privados, la escuela y la casa, habitada por una familia nuclear, comienzan a imponerse como los espacios legitimados; la calle, el afuera, es considerada peligrosa en tanto se permanecía en ella (“ser callejero” era mal visto), solo se le aceptaba como corredor de tránsito. La preocupación del Estado se centró en los sectores populares urbanos, donde la precariedad de las viviendas expulsaba a los niños a las calles, en las que “se desarrollan sin vigilancia ni control familiar” y entre focos de ilegalidad. Por ejemplo, en Chile existía una legislación que establecía que los menores que se encontraren solos en “lugares públicos” podían considerarse niños abandonados y quedar bajo la custodia del Estado1.
Un sujeto revestido de paradojas: centrales, vulnerados, olvidados
Si bien en este libro no se trabaja con niños reales, resulta ineludible detenerse en la forma en que ha sido concebida la infancia a lo largo de la historia. Porque la ficción ofrece un dispositivo que permite reflexionar acerca de diferentes estrategias en las “políticas de la representación” y las “poéticas de la experiencia”. Más aun, en un sujeto que de una u otra manera ha encarnado significaciones paradójicas, controversiales, contradictorias. Partiendo desde la actualidad, la mirada contemporánea occidental sobre la infancia, constituida principalmente en torno al psicoanálisis y la psicología, con autores como Melanie Klein, Sigmund Freud, Jean Piaget, Erik Erikson respectivamente, es tajante
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Esto lo estudia la historiadora norteamericana Nara Milanich, es posible leer parte de su trabajo en la Revista Derechos del Niño de la Universidad Diego Portales.
INTRODUCCIÓN / Andrea Jeftanovic
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en afirmar que el niño posee una estructura mental y procesos psíquicos distintos a los del adulto. Esta disciplina convierte a la infancia en uno de sus principales objetos de estudio, al postularse la relevancia de estos primeros años de vida en el desarrollo de la personalidad y en el descubrimiento de la sexualidad. Por otra parte, la promulgación de los Derechos del Niño en 1959 y la Convención sobre los Derechos del Niño en 1989 que define a los adultos como sujeto de responsabilidad de los menores, y en consecuencia, la creación de entidades como la Unicef, y en Chile, el Servicio Nacional de Menores (Sename) refuerza la idea de una etapa de la vida diferenciada, respetada y protegida. Nuestra época apunta a convertir al niño en una figura sagrada dentro del orden social, una figura que se mima, que se cuida, que “no se toca” (violencia física y sexual) y para la que se dirigen los mayores esfuerzos nacionales (escuela, salud) e individuales (afecto, tiempo, dinero); pero que, al mismo tiempo, es un sujeto excluido del orden civil por su condición de menor de edad que lo margina del mundo de la ley, del mundo laboral, de la responsabilidad política y lo inscribe en una categoría especial. Sin embargo, las nuevas demandas de los niños y la complejidad de sus mentes hacen surgir un sentimiento de ambivalencia hacia la infancia. Por ejemplo, paradójicamente, en la era postcapitalista este temprano individuo se ha convertido no solo en un potencial consumidor, sino también en una mercancía de intercambio simbólica y materialmente; un objeto de deseo que está presente en el mercado y también en clandestinas y transgresoras prácticas corporales de explotación. De forma casi cotidiana, los medios de comunicación muestran que los niños son “blanco” de los peores abusos: pedofilia, explotación laboral, participación forzada en redes de tráfico, secuestros y más.
La infancia, un concepto en permanente construcción
¿Pero cuándo comienza y cuándo termina la infancia? La infancia, ¿ha sido entendida siempre como lo es hoy en día? ¿Cómo es posible establecer las apropiadas fronteras entre infancia y adultez? Estos límites, ¿tienen relación con la edad, el tamaño, la madurez sexual, la incorporación a la fuerza laboral? Estas respuestas no son fáciles ni unívocas, han ido variando en diferentes contextos y épocas y se basan en una premisa fundamental: la infancia no es solo una realidad biológica, sino también una construcción socio-cultural que ha variado de acuerdo con un sistema ideológico, económico y político. Por eso también es una definición controversial que ha motivado visiones confrontadas pese a que las mismas se enfoquen en mismo período. En consecuencia, cualquier reflexión sobre la perspectiva infantil en la literatura inevitablemente debe hacer al menos un recorrido panorámico de este sujeto en la
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sociedad y en la historia. No hay que olvidar que la infancia es una definición dinámica en el tiempo y el espacio. Se han ofrecido sucesivas y diversas construcciones de identidad que superan al niño en sí y esbozan el funcionamiento de sistemas sociales y sus jerarquías de poder, en la familia, la escuela, la fuerza laboral, la construcción de género, las dinámicas del mercado. La historia, la sociología y la antropología nos entregan algunas claves de la trayectoria del sujeto infantil en la sociedad occidental para establecer un diálogo entre el campo de las problemáticas socio-culturales y las estrategias literarias. El historiador francés Philippe Ariès escribió, en su colección sobre la historia social de la familia, un volumen dedicado a la evolución de la infancia, Centuries of Childhood (1960), donde expone las principales concepciones de los niños en la larga tradición occidental: como vehículos de las almas residuales, potencial humano, naturaleza y pecado original, asociados con el Edén, víctimas de la decadencia del hombre, trayectoria y aprendizaje, rol epifánico, discurso nacional, etc. Según el autor, el Medioevo fue una época en que los ciudadanos más ricos entregaban sus hijos a tutores y sirvientes, los enviaban al campo para alejarlos de las infecciones urbanas y solo los hacían regresar cuando mostraban los primeros signos de comportamiento adulto. El niño era visto como un estorbo o una fuerza laboral, en las clases más pobres prestaba utilidad dentro del hogar o era contratado en otra casa para dar servicios domésticos. Según Ariès, esto no significa que los padres no amaran a sus hijos, sino que cuidaban más de las tareas comunes que entre todos realizaban y prestaban menos atención a sus necesidades personales; como lo sostiene en la siguiente afirmación, “La familia era más una realidad social y moral que una realidad sentimental”. Ahora, esta visión no es compartida por Linda Pollock, quien rebate con fuerza este argumento en su libro Los niños olvidados (1990), postulando que en el registro de diarios de vida los adultos se expresaban con ternura de su descendencia y que los cuidados de antaño no han cambiado significativamente de los actuales. Este contrapunto entre la Edad Media y la Era Contemporánea no es mencionado con un afán historicista, de ir época por época, sino para rescatar momentos emblemáticos que dan luces del amplio espectro de significaciones y valoraciones que han sido adjudicadas a la infancia. Porque, más allá de estas concepciones, el uso de narradores niños es posible cuando la figura del infante se diferencia del resto de los sujetos de la sociedad, es decir, cuando se hace reconocible y visible. Pero hay más variables en juego, factores como la densidad poblacional y el hacinamiento habitacional que hacen que el concepto de familia, como algo privado e íntimo, no existiese. También en una sociedad más precaria, donde no habían recursos ni conciencia para comprender la mente y las necesidades específicas de estos seres, tal vez los “niños no contaban”. Por otra parte, por razones higiénicas eran tan débiles que en cualquier momento podían desaparecer; y si lograban traspasar la barrera de los doce años, se insertaban
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súbitamente en la sociedad adulta, trabajando, casándose y reproduciéndose. En consecuencia, en la tradición literaria de esos tiempos se presentó a los niños como una “prehistoria” que antecedía a la presencia del “yo”, de la verdadera persona, del sujeto/ ciudadano completo. La infancia era tratada rápidamente en los textos; los niños eran vistos como adultos en miniatura o seres incompletos, un individuo sin historicidad, una tabula rasa que dependía de los adultos, concebido como cualquier otro súbdito de la sociedad feudal. Si se observan las obras en nuestra lengua, la infancia se instala en la tradición hispánica en el siglo XV con un incipiente formato, la picaresca, por ejemplo con el anónimo Lazarillo de Tormes (1554), donde el protagonista hacía un viaje, escapaba de la casa paterna y aceptaba otra servidumbre. Todo esto en un ánimo de jolgorio, donde principalmente se divertía sin dejar que el sistema lo afectara, improvisando baladas callejeras y pillerías. Se habla de un “incipiente intento” porque es un tipo de literatura episódica, donde no hay un desarrollo de la subjetividad del protagonista con los profundos alcances y sentidos que vislumbramos en los textos contemporáneos. Son relatos en los que el protagonista intenta entender y cambiar su fortuna, pero sin un desarrollo profundo de su psiquis, aunque sí deslizando una mirada crítica de su entorno. La filosofía también ha ido aportando nuevas concepciones de la infancia. Importante fue la tesis de Locke respecto de que la primera fuente de conocimiento era el contacto sensual y no el razonamiento abstracto. Ello daría las bases para validar a la infancia como una etapa que cuenta con distintas herramientas cognitivas, con propiedades particulares, lo que inicia la diferenciación del niño. Esta distinción, junto con los aportes teóricos de Louis Dumas, Jean Jacques Rousseau y otros, establece que la estructura mental de un niño difiere absolutamente de la de un adulto. Luego, la disminución de la tasa de mortalidad infantil, las mayores expectativas de vida y los mejores conocimientos biológicos y psicológicos sobre el desarrollo humano, modificarán la relación con los niños. El valor que tiene en este punto Emilio o Tratado de educación (1762) de Rousseau, es que subraya que no se trata de una mente ineficiente, sino que tiene sus propias dinámicas y valores. Por tanto, la primera meta de un educador no debe ser convertir a ese niño en un hombre, sino perfeccionarlo en su potencialidad como infante: “Los niños necesitan ser niños antes que adultos”. El interés por la educación transformó a la sociedad y la familia pasó a ser no solo un vehículo de transmisión de nombre y Estado, sino portadora de una función moral y espiritual: moldear a estos jóvenes cuerpos y almas. El académico norteamericano Ala Alryyes en su libro Original Subjects (2001), que sigue la tesis de Ariès, identifica la concepción del niño en analogía con el sistema político y con la burguesía, libre, que adquiría una madurez cívica. Para el autor, el narrador infantil representa al nuevo ciudadano producto de la revolución francesa, el niño es: “[…] el futuro de la nación y de la raza, productor y reproductor, ciudadano
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y soldado del día de mañana […]” (124)2. A lo que agrega la historiadora Michelle Perrot: “La infancia es, por excelencia, una de esas razones límites en que lo público y lo privado se bordean y confrontan, a veces violentamente” (31). Siguiendo esta lógica, la literatura de este tiempo ahonda en la salida de la casa paterna, la construcción del propio destino y la inserción en el mercado; es decir, el desplazamiento de los sujetos de una naciente clase social: la burguesía. Pero el nuevo ciudadano burgués no nació libre para permanecer siempre así, en especial el niño en formación.
Sujetos subalternos, miradas menores y lenguajes periféricos
Pese a esta “avidez” por el niño y su supuesto protagonismo en los sistemas sociales, la historia actual y pasada desdeña en alguna forma a estos sujetos y esta displicencia va más allá de las categorías civiles de “mayor de edad” y posibilidad de votación, pareciera ser un integrante de la civilización que es invisibilizado. En Chile es importante el trabajo del historiador y sociólogo Gabriel Salazar, quien estudia la figura del hijo ilegítimo y enuncia así la calidad subalterna del sujeto infantil en la cultural local en su libro emblemático, Ser niño ‘huacho’ en la historia de Chile (1990), de este modo: Los niños no eligen gobernantes. No son, tampoco, gobernantes. No organizan Estados. No declaran guerras. No destierran a sus semejantes. No imponen políticas económicas ni acumulan capital. No contratan sirvientes. No hacen revoluciones. No difunden utopías… Los niños no son agentes activos, ni determinantes ni eficientes en la historia de los adultos. Menos aún los niños indigentes. Si queremos mirarlos con la mirada histórica calibrada y entrenada en los sucesos de los adultos, no los veremos. Estarán al margen de ella. Carecen de historicidad en este particular sentido. (88)
Salazar, a propósito de esta visión, enuncia una serie de interrogantes relevantes, ¿la débil voz de los niños no se cruza con los grandes acontecimientos?, ¿los niños solo “padecen” la historia?, ¿cómo atrapar documentalmente sus ecos, guiños y señales? Y luego sostiene: “Es como si la historicidad infantil no se resolviese en el encadenamiento de los acontecimientos, sino en la profundidad vertical e intemporal de la sensibilidad en su grado máximo” (89). No es que en los niños no ocurran transformaciones y procesos; es que pareciera que no hay cómo registrarlos y, si algunos salen a flote, es a través de la historia pública de la policía, los jueces, de los educadores y, por ende, quedan tipificados en delitos, exámenes o mediciones en los que son víctimas o imputados;
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La traducción es mía.
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o bien, pupilos que cumplen o no con ciertos estándares, estadísticas de conflictos o asistencias. Salazar plantea que hacer historia de niños es “una cuestión de piel, de solidaridad, de convivencia, de ser uno mismo, más que métodos y teorías” (92). En la línea de ese gesto del que habla Salazar está el libro del historiador Jorge Rojas Flores, Historia de la infancia en el Chile republicano 1810-2010, en el que revisa y sistematiza una gran variedad de aspectos como la salud pública, los juegos, el parto, los rituales de nacimiento y muerte, la caridad y sus redes, las enfermedades contagiosas, los castigos en el hogar y la escuela, las cartas privadas, la mortalidad y las campañas de salud pública, las lecturas, la representación en la pintura, el ocio, los tribunales de menores, los métodos de crianza, la introducción en la fe, el higienismo escolar, los textos escolares, los hijos de inmigrantes, los hábitos alimenticios, las denuncias, las políticas de Pinochet durante su régimen, los actuales programas de televisión. En esta verdadera enciclopedia que recorre la infancia local en los últimos doscientos años, es posible reconocer claves familiares, sociales, escolares, íntimas que se develan en los análisis que luego hacemos en los capítulos dedicados a las obras literarias nacionales, y también del continente. Desde la antropología, Sonia Montecino en Ser huacho en Chile (1992) ha aportado leyendo a este sujeto desde la ilegitimidad, el mestizaje y la violencia de la Conquista Española. La autora parte de la tesis que Octavio Paz expone en El laberinto de la soledad que propone que el “trauma de la conquista” marca la personalidad del mexicano, y por extensión, del macho latino, de alguna forma la violenta humillación de la mujer, la futura madre explicaría la voluntad de dominio sobre la mujer, la sexualidad desordenada y la incapacidad para asumir el rol de padre que caracterizan al estereotipo del macho. En Chile, la antropóloga se concentra en la genealogía de la ilegitimidad y los círculos viciosos de violencia y resentimiento que generan esta constelación familiar. Montecino sugiere que el producto de la unión entre la mujer india y el conquistador es “el huacho” o la “huacha”: hijo no reconocido por el padre, que carece de una figura paterna de identificación, sostiene “la mestiza, los/as huachos/as, serán portadores de una identidad personal desvalorizada, desprestigiada, toda vez que naces y viven en la ilegitimidad” (183). En ese entramado, los niños son fruto de violencia sexual y dominación y luego despertarán el rechazo del padre blanco y europeo. Al crecer el niño, identificado con una imagen paterna negativa o ausente y una materna poderosa, recreará el mito de la supermadre y el macho irresponsable dando paso a un círculo vicioso de rencor y violencia que se asentará en la identidad nacional. También esto contrasta con el hecho de que hacia siglo XIX se propaga un nuevo modelo ideal de familia, en un comienzo entre la elite, de carácter cristianooccidental, monógamo y fundado por la ley. Hay un deseo de “blanqueamiento” y de ocultar alianzas clandestinas que derivarán en la creación de hospicios por abandonos o infanticidios. Este entramado cultural y afectivo se observará en varias de las novelas analizadas.
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Las teorías de la subalternidad
El niño es, sin duda, un sujeto subalterno, al que se le ha prestado poca atención, a diferencia de subalterno definido por variables de género, económicas o raza; y que presenta otras posibilidades de observar la normativa sobre los cuerpos, la productividad social, los mecanismos de integración y discriminación, las fronteras sociales, los procesos identitarios. Los sujetos subalternos son individuos que viven al borde de la sociedad ya sea por una subordinación en términos de “clase, casta, género, oficio, o de cualquier otra manera” brindan una visión distinta y crítica al discurso oficial. Los niños están al margen del poder y en cierta forma del conocimiento especializado. Y el uso que se hace de ellos en textos literarios apunta a generar un testimonio en primera persona que desde “su pequeña voz”, cuestiona los discursos dominantes y ensaya estrategias narrativas. Los estudios sobre el subalterno tratan sobre el poder: quién lo tiene y quién no, quién lo está ganando y quién lo está perdiendo. Un sujeto “subalterno”, según lo definen Jameson y Spivak, o bien como un “sujeto periférico” como lo define Osorio, o un agente que usa las “tretas del débil”, como lo articula Ludmer. El niño es un sujeto que ocupa un lugar marginal respecto al poder político, económico y las fuentes de conocimiento; posición que es considerada y manipulada por los autores que escriben textos literarios “desde la infancia”. Siguiendo lo planteado por Gayatri Spivak, se puede considerar al niño como un sujeto subalterno en relación a los aparatos hegemónicos. El niño es un “otro” que, así como las mujeres, los indígenas, los sujetos del tercer mundo o los sujetos poscoloniales, ha sufrido un proceso de homogeneización y ha sido “hablado” desde un centro de dominación. Su habla verdadera no es escuchada; su voz no es legítima como acto de habla, porque no tiene la autoridad para que sus palabras adquieran un poder performativo. Sin embargo, Spivak señala el peligro del trabajo del intelectual, el autor adulto en este caso, que supuestamente habla en nombre del subalterno, pero que no hace más que reproducir modelos de supremacía. En el caso del infante, es posible pensar que desde su posición desaventajada respecto del poder central y las clases dominantes se da por su peculiar perspectiva “desde abajo”. Un “desde abajo” determinado por el tamaño corporal y por la nula o escasa injerencia en asuntos familiares, sociales y nacionales. Los niños son uno de los grupos –no los únicos, claro está– menos poderosos de la sociedad y menos “contaminados” por las creencias imperantes. La novela de Rosario Castellanos, Balún Canán (1957), ilustra con maestría este particular ángulo de visión por parte de la protagonista, una niña de siete años que vive dentro de una rígida y opresora sociedad patriarcal:
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No soy un grano de anís. Soy una niña y tengo siete años. Los cinco dedos de mi mano derecha y dos de la izquierda. Y cuando me yergo puedo mirar de frente las rodillas de mi padre. Más arriba no. Me imagino que sigue creciendo como un gran árbol y que en su rama más alta está agazapado un tigre diminuto. […] Miro lo que está a mi nivel. Ciertos arbustos con las hojas carcomidas por los insectos; los pupitres manchados de tinta; mi hermano. Y a mi hermano lo miro de arriba abajo. Porque nació después de mí y, cuando nació, yo ya sabía muchas cosas que ahora le explico minuciosamente (9).
Escribir desde abajo, mirando el mundo a la altura de las rodillas de los adultos, eso y más propone esta escritura. En la literatura las voces infantiles funcionan como cuestionadoras de los discursos tradicionales de control y autoridad ejercidos y materializados por la familia y los aparatos institucionales de la escuela y el Estado. El académico chileno Nelson Osorio ha optado por el concepto de “sujeto periférico”, en vez de subalterno, y ha analizado su presencia en la literatura latinoamericana. Ha pensando esta categoría superando la variable socioeconómica, más bien como elementos de un modelo epistemológico: Por eso, deliberadamente no hablo de “centro” y “marginalidad”, por ejemplo, porque no me refiero a la marginalidad ni a los marginados sociales, sino a un mundo de valores periféricos […] Se trata, por consiguiente, de la Periferia en lo social, en lo cultural, en lo sexual, en lo racial, lo étnico, en todo. […]Y ocurre que, en general, toda la literatura se “produce” desde el Centro, ese Centro masculino, blanco, propietario, ilustrado (para señalar solamente algunos de sus rasgos). En la periferia se encuentra el negro, el homosexual, la mujer, el indio, el marginado social; allí están los jóvenes, los niños, los locos... Y los pobres, por supuesto. Es decir, todo lo que no forma parte de las jerarquías dominantes en lo social, lo cultural, lo moral. Lo que no forma parte de lo establecido (s/n).
En ese sentido, lo periférico es un modelo epistemológico para aprehender el mundo, que se valida, como dice el autor, en “la mirada misma”. Por ende, el modo en que se presenta ese mundo es en sí una apuesta, un orden de saberes y propuestas que se deben intentar leer en sí mismas. El narrador niño siempre va a ser una posibilidad de discurso alternativo, a partir de las convenciones que estipulan la parcialidad de su mirada, la incapacidad para explicar algunas cosas, su vulnerabilidad. Este lugar “desventajado” será utilizado por los autores para inscribir una resistencia, un discurso “al reverso” del lenguaje y las ideologías tiránicas, generando así una forma alternativa de saber y construyendo una subjetividad particular. Se trata de una alternativa escritural que se define a sí misma sobre la base de esas “limitaciones”. Son esas carencias respecto a la conciencia adulta –cognición incompleta, desarrollo afectivo en proceso,
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etc.– lo que ofrece una gama de posibilidades distintas y que le entrega su “marca”, su distinción. Por lo tanto, la estrategia de esta escritura será precisamente la “narración deficiente”, basada en esta comprensión parcial de los hechos, el manejo limitado del lenguaje, la precaria abstracción y racionalización. Hablar “como” o “desde” un niño cuando no se es uno, es un habla extraña, la reiteración melancólica de un lenguaje que heredó, pero que no considera el instrumento que quisiera emplear, por las relaciones de poder que implica, pero del que es imposible zafarse. Se construye como un discurso en tanto se torna objeto de significación social. Foucault ubica al loco, al niño y al poeta del lado del saber no calificado, representando la sin razón, huyendo de la lógica de la producción y, al mismo tiempo, constituyendo formas que intentan escapar de la homogeneización, produciendo un ejercicio de constante resistencia a las tentativas del poder de codificar y demarcar los cuerpos, como es posible apreciar en la siguiente cita de La microfísica del poder: (…) Entre cada punto del cuerpo social, entre un hombre y una mujer, en una familia, entre un maestro y su alumno, entre el que sabe y el que no sabe, pasan relaciones de poder que no son la proyección pura y simple del gran poder del soberano sobre los individuos; son más bien el suelo movedizo y concreto sobre el que ese poder se incardina, las condiciones de posibilidad de su funcionamiento. La familia, incluso hasta nuestros días, no es el simple reflejo, el prolongamiento del poder del Estado; no es la representante del Estado respecto a los niños, del mismo modo que el macho no es el representante del Estado para la mujer. Para que el Estado funcione como funciona es necesario que haya del hombre a la mujer o del adulto al niño relaciones de dominación bien específicas que tienen su configuración propia y su relativa autonomía (157).
Entonces, el niño, este supuesto ente irrelevante para el poder, se inserta en las necesarias relaciones de jerarquía propias de las estructuras sociales. En esta dirección es pertinente pensar cómo estos sujetos que hacen un “ejercicio de constante resistencia a las tentativas del poder” no mencionando grandes hechos político o fechas históricas, sino remitiéndose a sus anécdotas pueriles. Es un texto que muestra las tensiones que se forjan, por parte de la familia y la escuela, en relación a la socialización e ideologización de este sujeto, pero desde hecho mínimos o rutinas diarias. Ilustrativo, en este sentido, es el caso de los escritores Rosario Castellanos (México) y José María Arguedas (Perú) con el mundo indígena. Ambos autores acudieron al uso de narradores niños blancos como “traductores” del mundo indígena, rol posible por su socialización primaria con ellos a través de la servidumbre, lo que les dio la capacidad de comprender y valorar ese mundo alternativo. Es así como estos narradores pueden representar la figura del oprimido y son testigos y denunciadores de las arbitrariedades
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del hombre blanco sobre el nativo. Esto refuerza su lugar “ideológico” en el que las críticas siempre están envueltas en un aire de indulgencia que las encubre como tales. Y a su vez, muestran a un infante inserto en un mundo de mayores al que no pertenece, pero que registra y que le produce intriga, rechazo o desasosiego. Siguiendo la definición de Deleuze y Guattari, la escritura de los textos de perspectiva infantil corresponde de alguna forma a una “literatura menor”, en el sentido de que pese a su dependencia de lenguas dominantes (la oficial, la de los adultos), ha logrado transformarse en dialecto minoritario, precisamente por sus particularidades. Para los autores franceses la “literatura menor” no designa a un sujeto de enunciación específico (o menor), ni a un sujeto enunciado que pueda servir de representante de las historias menores, sino que se refiere a las condiciones revolucionarias que permitirían una práctica cultural marginal dentro de la cultura mayor o hegemónica, en ese sentido los protagonistas niños rechazan el lenguaje de los poderosos, la retórica de la oficialidad, el discurso que genera el poder. Hacen uso del lenguaje desde posiciones disidentes, convirtiéndose en entes extraños dentro del propio lenguaje. Y no se trata exactamente de la condición léxica del idioma, sino de la invención sintáctica con la que ciertos autores usan este artificio, el habla infantil, para reflejar la condición oprimida, los invisibles procesos de auto constitución dentro de estructuras familiares, sociales y nacionales. En el campo de la ficción, la infancia también funciona como un espacio simbólico desde donde es posible pensar y establecer las tensiones entre los sujetos subordinados y los sistemas dominantes. Se ha pretendido pensar la infancia como un instrumento que supera la mirada de esta como tema y la analiza desde las posiciones estético- ideológicas propias del discurso literario. Y esto no solamente en un sentido metafórico, sino que este espacio empieza a utilizarse temática y lingüísticamente y se valida su mirada como una óptica alternativa.
La perspectiva infantil literaria, un desplazamiento y una posibilidad
Se puede pensar que la literatura conducida por narradores infantiles ofrece a los niños el lugar que la historia (todavía) no les reconoce. En textos ficcionales se les permite ser una mirada dominante que registra sus agencialidades y subversiones; e inclusive ejercer violencia para desbaratar el orden que heredaron. Tal vez en la ficción se da ese espacio que hace posible pensar el lugar de la infancia fuera de las determinaciones de la familia, la escuela o el mercado que pretenden fijarla, algo ocurre en esa traslación al terreno estético y artístico como lo enuncia la académica argentina María Elena Torre:
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La literatura que hace del vacío de las palabras su propio sentido, que busca otra forma de producir sentido, respetuosa de la naturaleza cambiante, contradictoria e inasible de lo real […] A través de la literatura es posible acceder a ese espacio que ha quedado bloqueado en la memoria del adulto como un lugar perdido (45).
Entonces, la infancia como desplazamiento o trayectoria ofrece perspectivas cambiantes, perfomativas en la construcción de sujetos y situaciones en relación a ese “vacío” inalcanzable e irreductible. Una herramienta que, si bien es consciente de su calidad de artificio, tiene un “punto ciego”: la recreación de este punto de vista se enfrenta a la imposibilidad de reconstruir fehacientemente la experiencia de la niñez sin que esté condicionada al presente y a las intenciones del autor adulto. Ya lo decía Rousseau: Jamás sabremos colocarnos en el lugar de los niños; no entendemos sus ideas, les prestamos las nuestras, y siguiendo siempre nuestros propios razonamientos, con cadenas de verdades con las que sólo amontonamos en su cabeza extravagancias y errores (182).
Siguiendo esta idea de la imposibilidad o punto ciego, la académica Naomi Sokoloff, una de las autoras de Infant Tongues: The Voice of Child in Literature (1994), sostiene que la experiencia de “extrañamiento” de la niñez con el resto del mundo dificulta contar algo que ocurrió hace mucho tiempo: ¿Quién era yo en ese ajeno contexto? ¿Cómo imaginarme y recordarme al interior de un ámbito en el que no encajaba bien? Por ende, la infancia implica ilusión, una brecha entre imaginar-razonar, un acercamiento a la realidad con capacidad lúdica, con fuerza imaginativa o impulso creador, negador o evasivo. Siguiendo esta línea argumental de la operación ficcional, la crítica mexicana Luzelena Gutiérrez de Velasco destaca el poder de la invención en la literatura de Elena Garro: “En el arte la infancia es una invención. Constituye la reconstrucción de un tiempo perdido y ya para siempre, porque el recuerdo trabaja a partir de datos que han sido cancelados por la razón, tamizados por la fuerza de las jerarquías, tasados y medidos según las normas de una sociedad adulta” (110). En este sentido, la literatura ha ofrecido representaciones de la infancia que generan, a menudo, una forma en tensión entre la reconstrucción biográfica, la fantasía, la autoconciencia y el relato de denuncia. La escritora mexicana Rosario Castellanos habla de un “momento de vacío” que permite que los “textos desde la infancia” puedan manejar con más facilidad un universo conceptual libre de censura y de convenciones; y, a su vez, generar un lenguaje particular. Aparece entonces como un lugar de vacío, no solo en cuanto pérdida, sino más bien como un vacío en el proceso de auto constitución del sujeto/ personaje y, por ende, un ser disponible a fines políticos y estéticos. El niño también es un ser “disponible”, se pueden instalar en él los discursos más convenientes o puede ser consumido por la sociedad como un commodity.
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En consecuencia, la infancia es en sí un sitio dislocado, que puede eludir de alguna forma las normas sociales y culturales. Los niños en la esfera pública presentan una especial habilidad para empujar las barreras lingüísticas y sociales y denunciar tanto la arbitrariedad del idioma como de la estructura social, en el fondo, deconstruir los patrones establecidos por la cultura oficial. Es así como estos narradores pueden representar la figura del oprimido y son testigos y denunciadores de las arbitrariedades de la sociedad. Además, este tipo de textos ofrece algo crucial para la teoría literaria: nos muestra cómo se constituyen los sujetos literarios y cómo se establece el significado dentro de un texto. El lector es testigo del proceso en el cual este sujeto va adquiriendo los recursos emocionales y cognitivos para comprender la realidad y su lugar dentro de ella. Por ejemplo, puede observar de qué modo se maneja un código verbal que está constantemente cambiando y haciéndose más amplio y sofisticado. Pero es necesario recordar que ese código no representa la verdadera habla de un niño, sino que se trata de una construcción organizada por un autor adulto. La relativa inarticulación de los niños, su expresividad aleatoria, un proceso identitario en ciernes, hace que todo intento de representación sea producto de una construcción artificial. El niño, como narrador y protagonista, despliega su maduración en el proceso de escritura. Hay una vasta cantidad de autores que han estudiado el fenómeno de los narradores infantiles en la literatura, hay estudiosos de las tradiciones anglosajonas, de las hispanoamericanas. Entre la bibliografía de habla inglesa encontramos a Peter Coveney, Richard Coe, Robert Pattison, Elizabeth Goodenough, Mark Heberle y Naomi Sokoloff, todo ellos han reflexionado sobre el uso de la infancia en la escritura, revisando distintas tradiciones, tipos de ficción y autores para comprender las propiedades de la niñez como un universo ficcional complejo y distintivo. ¿Qué motiva a narrar desde la infancia? Por ejemplo, se pregunta Richard Coe, en su libro When the Grass Was Taller (1984), tras analizar seiscientos casos autobiográficos de la niñez y expone diversas preguntas y motivos: ¿Cuándo y cómo me he convertido en lo que soy? ¿Por qué fui impulsado a hacer lo que hice? ¿Qué ocurrió en esa fase vital llena de misterios y descubrimientos? En esencia, la infancia es un territorio de búsqueda intelectual y emocional de la experiencia única. Este registro en la literatura latinoamericana también ha sido estudiado por varios críticos, entre ellos Maite Alvarado, Adriana Astutti, Rodrigo Cánovas, Guadalupe Cortina, Nora Domínguez, Eduardo Godoy, Marta López Locuas, Silvia Molloy, María Inés Lagos, Josefina Ludmer, entre otros, que observan esta perspectiva y su sentido en casos autobiográficos, relacionados a la guerra civil española, a las revoluciones, a las dictaduras militares del cono sur. Las propuestas de estos autores aparecen, de acuerdo a su pertinencia, en el análisis de cada una de las obras, como marco teórico y bibliografía fundamental.
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La académica argentina Adriana Astutti, en su libro Andares Clancos (2001) se pregunta por los tonos que se utilizan para hablar desde la infancia. La autora nombra como posibilidades la memoria, el paraíso perdido, la repetición, el deseo reivindicativo, la picardía o la fábula moral. En su estudio revisa textos de Lamborghini, Onetti, Darío, Borges, Ocampo y Puig, y destaca que en todos los casos se presenta una complicidad que se traiciona, una deslealtad a toda una comunidad, que abre un hiato por donde se escapa algo o se exceden inflexiones. La autora sostiene también que cuando esta infancia “habla”, se asimila como una voz propia donde los niños ocupan un lugar como protagonistas o como intermediarios de los hechos y que, muchas veces, en los juegos asimila la presencia de la muerte y la violencia. En el ensayo Incluso los niños, Maite Alvarado y Horacio Guido sostienen que los niños son extrañas máquinas de percepción, habitantes de un territorio impenetrable e imposible de conocer: “Todo niño habita, desde siempre, una zona propia. Zona bloqueada en la memoria del adulto respecto de la propia infancia, de la que no quedan sino jirones confusos, haces de percepciones vagamente familiares que remiten a ese lugar perdido […]” (7). Pareciera que nadie puede dar cuenta de los primeros años de su infancia, los psicoanalistas intentan explicarlo diciendo que la memoria del adulto “Borra todo lo que correspondió al período preedípico; así, el niño que imaginamos haber sido no es sino la proyección del adulto que busca recuperar su pasado y que, al hacerlo, lo inventa de nuevo, una vez más” (7). Respecto de la especificidad de esta escritura, la académica Guadalupe Cortina, en su libro Invenciones Multitudinarias: escritoras judío mexicanas contemporáneas (2000), afirma que la autobiografía de la infancia es una modalidad contemporánea de usar la literatura como un medio del propio entendimiento e indica que el desafío en estos textos “estriba en la manera en que se imita el discurso de los niños y cómo se compagina para que retóricamente sea un texto creativo y suficientemente interesante para los lectores” (85). Necesidad de introspección que busca una forma estética coherente e interesante para indagaciones individuales y colectivas. Por último, destaca la propuesta de la académica argentina Nora Domínguez en su extenso ensayo De dónde vienen los niños, Maternidad y escritura en la cultura argentina (2007), que problematiza los límites en la representación de las figuras maternas y su contaminación en las autorrepresentaciones del hijo, y los órdenes que entran en “tensión o disolución (yo/ella o yo/él, vida/muerte, amor/odio, dolor/placer, culpa/ agresión, moral/sexualidad, pureza/suciedad, sublimación/descomposición)” (101). También la autora, indica la presencia de lo abyecto, tomando a Julia Kristeva, que tiene un lazo fuerte con lo materno como un vestigio problemático, “Si se mira debajo de la superficie, como hacen los analistas, se puede encontrar una dependencia y una madre secreta que prevé la base para esta sublimación” (103). La autora se hace preguntas que apuntan al sentido del orden generacional en el cuerpo textual, como un espacio
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en blanco que quede como el lugar de una traición, o como un drama de enunciación, una lucha entre la primera y la tercera persona. Más allá de profundizar en lo que cada autor postula, se presenta algunos de estos conceptos e interpretaciones que servirán, de acuerdo a cada caso, para las líneas de análisis de las obras literarias que conforman el corpus de este libro. Así la figura infantil en la ficción se observa en su carácter intermedio entre lo público y lo privado, de contenedores del saber/poder oficial, pero también de sujetos de subversión en el lenguaje, en la construcción de categorías, en la posibilidad de desviarse de la historia y las ideologías y señalar sus puntos ciegos, sus agujeros en una sociedad que los supone desprotegidos, incapaces de rebelarse o hacer nada, mientras en estos narradores se encuentra todo el potencial insubordinado y la fuerza.
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PRIMERA PARTE Violencia y autoritarismo en el cuerpo infantil
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Juego y crueldad como estrategia de sobrevivencia en Gemelos de la Troppa Andrea Jeftanovic
Gemelos (1998) es un texto dramático de la compañía teatral chilena La Troppa, adaptación libre de la novela El Gran Cuaderno (1987), de la autora húngara Agota Kristóf. El resultado es el trabajo colectivo de un grupo de actores y dramaturgos: Jaime Lorca, Laura Pizarro y Juan Carlos Zagal, quienes a partir de la mencionada novela, construyen una obra que desde una perspectiva infantil narra la lucha por la supervivencia de dos hermanos gemelos durante una guerra. La voz de “nosotros” de estos personajes guía el texto como si fueran una sola persona, una identidad simbiótica. Es una guerra sin nombre, pero que evoca la Segunda Guerra Mundial en algún país de Europa del Este. El imaginario infantil que proponen los autores de la pieza forma parte de una búsqueda que vienen desarrollando a lo largo de su trayectoria con obras como El Rap del Quijote (1989), Pinnochio (1990), Lobbo (1994) y Viaje al centro de la tierra (1995) en los que participan en el diseño de la escenografía, vestuario y composición musical. Acorde con esto, La Troppa realiza una puesta en escena que toma varios elementos que indican el mundo descarnado que le toca habitar a los gemelos con alusiones a la estética del guiñol, realismo grotesco, el surrealismo, el cómic y el teatro de marionetas. Acá nos centraremos en el texto, pero incluyendo las referencias a la escenografía presentes en las didascalias que incluyen una serie de elementos lúdicos: un telón que es una pequeña cortina que, a su vez, presenta un diafragma que como el ojo de una antigua cámara fotográfica, se abre para mostrar un escenario con un “teatrito”, y dentro de este, una bailarina de caja de música y un paisaje de trazo infantil donde se dibujan lomas verdes y un pequeño molino. El diafragma es el lente que invita al espectador a mirar de otro modo, a focalizar la vista frente a la presencia de una particular experiencia artístico-estética desde la perspectiva de un par de niños de nueve años. Esta apuesta imprime de entrada un imaginario infantil y a la vez se relaciona con los postulados de su contenido, con el lineamiento filosófico de La Troppa y con un planteamiento estratégico que Hurtado enuncia así: “Volvieron a situarse en la mirada de la infancia maravillada que descubre lúdicamente el mundo, aunque descubra su lado más oscuro” (39). Es este el perfil de la acción. La magia del teatro de títeres es el dispositivo escénico que, con sus cortinas rojas y sutil iluminación, nos ubica en la ilusión arcaica y fantástica.
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Hay, en la propuesta escénica, un juego de acercamiento y distancia a los sentimientos y a la fantasía, que abre la percepción de los contenidos más profundos de la obra. Por ejemplo, como escenario se prefirió, antes que una casa bombardeada –tal vez la opción más obvia y literal para representar la trama–, un palacio poético, rodeado de una atmósfera seductora para los sentidos: utilería que recrea paisajes bucólicos, trenes de juguete que cruzan el escenario, molinos que mueven sus aspas y flores que crecen. Los actores semejan marionetas y sus máscaras y vestuario tienen el aspecto arquetípico de los cuentos de hadas. De esta forma, la obra conserva una corriente de emotividad lúdica y de ensoñación, a la vez que muestra crueles sucesos. En términos estéticos, lo que hacen los autores es exhibir este mundo de horror bajo un soporte revestido de ingenuidad, sutileza y magia. Un contraste que distancia e impacta estas dos estéticas, estas dos realidades. La obra comienza presentando una situación crítica: el padre de los niños se ha marchado al frente de batalla y no hay noticias de él. La ciudad en la cual viven es continuamente bombardeada. La madre decide llevarlos a un pueblo lejano, donde reside la Abuela. Ella es una vieja huraña acostumbrada a la soledad, al aislamiento y a quien todos en el pueblo llaman “La Bruja” y, desde luego, no quiere a sus nietos junto a ella, pero debe aceptarlos; de este modo para todos comienza una nueva etapa vital. Los niños abandonados por su madre, que vivían una vida burguesa y acomodada en la ciudad, experimentan una vida sacrificada sobre la base del aprendizaje, el trabajo arduo, la soledad y la precariedad material. Deben enfrentar golpes, latigazos, ofensas y ayunos forzados. La Abuela es enfática cuando, recién llegados, les advierte que en su casa hay que ganarse el techo y la comida y que ella les “enseñará a vivir” (52). La vida de los gemelos se altera desde el comienzo de la obra, como resultado del estado de guerra. La obra se instala en un caos que, lentamente, irá transformando todos los cánones materiales y emocionales conocidos por los niños y ellos deberán adaptarse con los escasos recursos propios de su edad a ese nuevo paradigma. El resultado de ese proceso de adaptación es una nueva forma de ver el mundo, la fundación de un código ético alternativo generado a partir del juego como estrategia de supervivencia. De este modo, el juego es el recurso predominante para el desarrollo dramático de la pieza, que apuesta, en este caso, por la función y el valor de lo lúdico en la infancia como una estrategia de sobrevivencia. Si bien estamos analizando personajes infantiles, creados por autores adultos, en este caso es importante reflexionar sobre el sentido del juego en el desarrollo del individuo y cómo este opera en tanto mecanismo este texto dramático. El juego es ritual y cultural, es proceso psíquico e interacción social, es cuerpo y adiestramiento de impulsos, es expresión lingüística y gestual. Todos estos elementos están presentes en los juegos específicos de los gemelos –en tanto actos que permiten analizar e interpretar lo que pasa en las mentes y almas de los protagonistas– y en particular, dentro del recurso mediante el cual este texto construye el artificio de la voz infantil.
PRIMERA PARTE: Juego y crueldad como estrategia de sobrevivencia en Gemelos de la Troppa / ANDREA JEFTANOVIC
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Los gemelos son los testigos de una guerra, son la voz de la barbarie y su crecimiento se da a través de la lucha cotidiana, la incertidumbre familiar y la alianza solidaria en medio del caos. No pueden satisfacer sus necesidades básicas y sufren de hambre, frío, suciedad y mal dormir por el duro aprendizaje vital que les impone la Abuela, especie de anti-madre, desde quien brota una enorme pulsión de muerte. A tal punto que, mientras se acerca por primera vez a los niños, repite las siguientes negativas: “Yo no tengo hija, yo no tengo nietos, soy sola. Aquí se hace lo que yo quiero” (53). Y con un látigo azota a sus nietos de forma reiterada. De esta manera, se aprecia cómo la obra privilegia la figura del niño como testigo del hogar familiar y sus dinámicas patológicas. La Abuela no solo no los ayuda, sino que los educa en el temor, el sacrificio, el desprecio y la escasez; esconde manjares en su dormitorio, mientras a ellos les da los restos que sobran del mercado; los insulta, los golpea y los obliga a trabajar. Sin embargo, tras esta dureza, se irá construyendo una relación más genuina y profunda que la del hogar materno; pese al rechazo inicial, experimentarán la lealtad y la capacidad de entrega. Hay una escena ilustrativa en la cual los gemelos demuestran haber tomado conciencia de esta diferencia. La Gran Ciudad ha sido invadida y la Madre regresa a buscarlos, acompañada de otro hombre y un nuevo bebé. Ambos chicos rechazan la invitación de la Madre de escapar juntos, pues han conformado una alianza más fuerte con la Abuela, y no desean abandonarla. Además, se dan cuenta de la frialdad de la madre, quien ignoró a la suya durante años hasta que la necesitó para el cuidado de los niños, y que luego aparece con una nueva pareja e hijo cuando su padre aun está en el frente de batalla. En un comienzo no saben quién es su abuela y ni siquiera poseen una imagen fisonómica de ella: Gemelo 1: Nuestra Madre nunca nos ha hablado de nuestra Abuela. Gemelo 2: Tampoco nos ha mostrado alguna fotografía de ella. Gemelo 1: El largo viaje, el hambre y la falta de sueño nos impiden imaginar su rostro. (52).
Pero hacia el final esta distancia evidentemente da un vuelco y los niños, recelosos de su madre, se resisten a dejar a su abuela: Madre: ¡Vengan! ¡Vengan enseguida a la motocicleta! Nos vamos. Dense prisa, dejen todo y vengan. Gemelos: ¿De quién es ese bebé? Madre: Es vuestra hermanita. ¡Vengan! No hay tiempo que perder. Gemelos: ¿A dónde vamos a ir? Madre: Al otro país. Dejen de hacer preguntas y vengan. Gemelos: Nosotros no queremos ir. Queremos quedarnos aquí (70).
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Finalmente, logran fijar un lugar de pertenencia con la Abuela, quien les otorga una educación espiritual y física a los niños para que soporten las difíciles circunstancias. Incluso esta hosca abuela irá formándolos en valores y humanidad, adquiriendo el perfil de una madre que en palabras de la crítica teatral María de la Luz Hurtado, contribuirá a que los gemelos conquisten su “autonomía e integralidad como adultos y no como hijos-carentes” (29). Sumidos en un entorno bélico, ven personas morir y sufrir; son invadidos por el enemigo, rechazados por la gente del pueblo. Hurtado ilustra las circunstancias globales que rodean a esta pareja de hermanos: En el caso de estos gemelos, el entorno de guerra en que viven es brutal, el genocidio se desarrolla ante sus ojos. Pero no hay refugio en ninguna parte: la guerra los ha separado de sus padres y arrojado en casa de una abuela que los humilla y maltrata brutalmente; la amenaza de muerte los envuelve y los niños se plantean un sólo objetivo: sobrevivir, al precio que sea. Y lo logran, disciplinándose a sí mismos y desarrollando su astucia, pero entre tanto se han convertido en seres deshumanizados, para quienes todo vale en función de la sobrevivencia (20).
El juego como operación ficcional y subjetiva
La Troppa escogió el juego como la gran operación a través de la cual sus personajes intentarán sobrevivir como seres humanos en el caótico mundo que les tocó vivir. Con sus parciales recursos cognitivos y emocionales, hacen del juego el mecanismo de defensa para establecer distancia con la dura realidad, adaptarse a las exigencias materiales y psíquicas del entorno, constituirse como sujetos y generar un espacio de solidaridad y afectos. Teniendo en cuenta el estado social alterado en que viven los Gemelos, es de esperar que el propio juego también presente mecanismos y finalidades alteradas. De esta manera, el juego que ellos elaboran sigue las mismas dinámicas que el juego de los niños en estados normales, pero con nuevos fines y, por ende, nuevos valores. Como ya se ha dicho, el juego es entrenamiento físico, psicológico, intelectual y cívico. Como un producto autoiniciado y formado de acuerdo a los criterios de los propios niños, constituye una actividad en la que se abordan problemas espaciales, temporales y cognoscitivos, y se aprende a manejar etapas, turnos, inicios, finales y más. El psicólogo conductista alemán Erik Erikson establece que, en el juego, el niño crea una microrealidad para sí mismo; establece un dominio autónomo que recoge su dinámica psíquica y que le da un conocimiento específico: “escapa de las demandas de los adultos y de los hábitos de comportamiento, y se prepara para su futura realidad, reviviendo, corrigiendo y recreando experiencias pasadas, y, anticipando roles y eventos bajo la combinación de la espontaneidad y la repetición que caracteriza a toda ritualización” (15).
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En este sentido, el juego es una especie de laboratorio social, ya que es ahí donde el niño padece necesidades individuales, asume las restricciones de su propio rol y junto con desarrollar el sentido de libertad, también experimenta el sentirse limitado, el estar restringido a un conjunto de reglas acordadas que debe aceptar. En el caso de los gemelos, estas reglas conformarán todo una suma de valores que instaurarán una nueva cosmovisión y una forma de ser en el mundo. El juego es el espacio donde el niño debe aprender a autocontrolarse y tiene la oportunidad de conocer las sensaciones de ira, envidia y competencia, y sus consecuencias sociales. Es en la actividad lúdica donde se identifican sentimientos y caracteres tales como la amistad, la superioridad, el liderazgo, la adaptación, la rivalidad y la imparcialidad. De esta manera, el niño desarrolla su autoestima al descubrir su propio potencial: qué es capaz de hacer, qué no puede hacer, qué hace lo suficientemente bien para dejarlo satisfecho. Se asemeja a un ensayo general en término de roles, necesidades y especificidad en su futuro como adulto. En el caso de los Gemelos, en el juego se inicia su vida de adultos. Desde el comienzo de la obra, el juego también se presenta como un disciplinamiento físico; frente a la precariedad material, la destrucción y el dolor, los Gemelos despliegan la siguiente maniobra: se exponen física y espiritualmente a experiencias dolorosas para hacerse inmunes a ellas. Cuando la Abuela los interroga por el sentido de la rutina de los golpes que se infieren uno a otro, uno de ellos explica elocuentemente su lógica: “[Es] nuestro ejercicio de endurecimiento del cuerpo. Para poder soportar el dolor sin llorar” (55). Sus ejercicios de adaptación continúan. Los Gemelos cortan leña y la llevan de un lado a otro, repitiendo “esto no cansa, esto no cansa, esto no cansa”. Luego cargan sacos diciendo “esto no pesa, esto no pesa, esto no pesa” (55). Posteriormente, comienzan a golpearse uno a otro con los puños, mientras proclaman “esto no duele, esto no duele, esto no duele”. Además, exploran una serie de pruebas que realizan con fuego, cortes en la piel y más, para sostener su teoría: “al cabo de cierto tiempo, Abuela, efectivamente no sentimos ningún dolor. Es algún otro el que se quema, algún otro el que se corta, algún otro el que sufre, Abuela” (55). En este sentido, Naomi Sokoloff señala la capacidad de adaptación superior que muestran los niños en comparación con los adultos en un contexto bélico, lo que hace comprensible el surgimiento de este subgénero de los textos desde la infancia: “Niños pequeños frecuentemente asumían un liderazgo en las familias del gueto; por su capacidad de adaptación más joven en alianza con adultos impactados y desorientados, hizo que los niños se ajustaran mejor que sus padres a las horribles demandas que le exigía el entorno” (259)1. Si bien Sokoloff analiza la figura infantil en un contexto histórico real de posguerra, sus estudios sirven para analizar el comportamiento de los personajes de Gemelos. Para el
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La traducción es mía.
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lector/espectador puede resultar casi morboso que los niños se autoflagelen para ya no sentir dolor, una segunda mirada deja en claro que ignorar el dolor se ha vuelto, para ellos, una necesidad básica. El entorno en el que viven es una guerra, por ende, el dolor físico los rodea. Como bien señala Sokoloff, los niños se adaptan y deciden aprender a manejar el factor sufrimiento. Así, sobre la base de un trabajo de voluntad, desplazan sus vivencias más internas de hambre y dolor a un espacio que no les pertenece, a un sujeto otro que no es ellos, endureciendo y adormeciendo sus cuerpos y almas. Con insistencia, le advierten a la abuela: “Ya no lloraremos. Y cuando te enfades y grites, te diremos: Deja de gritar Abuela, es mejor que nos pegues. Y cuando nos pegues, te diremos: Más, más, Abuela” (55). Mediante el juego, los Gemelos inventan la última ilusión de un paraíso perdido, que habitan con creatividad, fortaleza y humor. Pero a la vez, es ahí donde se oculta el desencanto, la desesperanza y la crudeza de las circunstancias. Frente a la imposición externa del dolor, los Gemelos elaboran su estrategia, repitiendo para sí mismos el modelo de agresión que sufren por parte de los demás. En este camino de autocontrol, aprenderán a dominarse a sí mismos, pero también a los otros y a la naturaleza. Por medio del juego se entrenan para resistir el calor, el frío y el hambre, o se hacen más diestros en el cultivo de la tierra, la caza y la faena de animales, sustentándose materialmente. Ejecutan así diversas pruebas que los llevan a un parcial dominio de sus necesidades biológicas y pasan de ser objetos del poder de otros, a controlar la realidad amenazante. Las pruebas son duras y las asumen con tesón, exorcizando y dominando el principio de muerte. Es así como aprenden a matar y lo expresan en un discurso desalmado que sucede una cadena de verbos sin comentarios ni aprehensiones: Gemelo 2: Nos acostumbramos rápidamente a matar a los animales destinados a ser comidos. Gemelo 1: Más adelante, matamos algunos animales que no es necesario matar. Gemelo 2: Cogemos unas ranas, les abrimos el vientre y las clavamos sobre una tabla. Gemelo 1: También atrapamos mariposas y las pinchamos sobre un cartón. Gemelo 2: No tardamos mucho en tener una buena colección de insectos (60).
Estas descripciones muestran cómo de matar para comer, pasan a experimentar cierto placer sádico, donde cometen injustificadas torturas. El juego entra en un terreno complejo de perversión y crueldad humana. Y es que la crueldad es una forma de ejercer poder por parte del sujeto débil, de imponer cierta arbitraria voluntad sobre aquellos pocos a quienes se puede humillar. Los Gemelos van abandonando los ejes éticos que regían su vida burguesa, para comenzar un proceso de deshumanización en el que la sujeción a las normas del juego es fundamental. La lógica de estas rutinas físicas y maltratos se traslada al plano espiritual. Los Gemelos se ejercitan en el desprecio, combatiendo el rechazo que reciben por parte de
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los demás. Son conscientes de que la Abuela los trata como “hijos de perra”, de que la gente del pueblo los llama “hijos de bruja” o “hijos de puta”, “mocosos de mierda”, “semillas de asesino”. Reconocen que, al escuchar estos insultos, sus rostros se ponen rojos, sus oídos zumban, sus ojos pican, y las rodillas les tiemblan, pero deciden revertir estos penosos efectos insultándose uno a otro. Y se dicen “basura”, “maricón”, “puerco”, “hijo de perra”, “hijo de puta”. Repiten estos insultos hasta un punto en que las palabras pierden su significado, su ofensivo carácter y, como ellos mismos sostienen: Continuamos así hasta que las palabras no entran ya en nuestro cerebro, no entran ya ni siquiera en nuestros oídos. Realizamos nuestro ejercicio de endurecimiento del espíritu de este modo, una hora al día. Luego, vamos a pasear por las calles y provocamos a la gente para que nos insulte y comprobamos que por fin conseguimos permanecer indiferentes (56).
Finalmente, logran permanecer inmunes, las palabras pierden sentido en un proceso mental realmente profundo; como una suerte de ruptura entre significado y significante que deja a las palabras convertidas en formas vacías. Entonces están en posesión y dominio del lenguaje, casi a sabiendas del poder del mismo, en tanto creador de realidades. La macro estrategia lúdica de los Gemelos está destinada a contrarrestar el doloroso caos afectivo en que se ven sumidos. Las experiencias son vividas como si tuvieran la misma carga emocional; es así como los insultos y golpes que reciben, el comer mal y el cargar sacos se sitúan en un mismo plano. Esta reacción es signo del caos en que viven –todo ha vuelto a la indiferenciación original–, y es también su particular modo de relacionarse y asumir las circunstancias: si todo se percibe como igual, nada duele más que otra cosa; pueden manejar las diferencias del entorno a través del mismo recurso, neutralizando el impacto. En el juego, el “hacer” y el “decir” cobran fundamental importancia en relación al aprendizaje motriz y psíquico. El ritmo, el movimiento y la autorregulación forman parte del desarrollo de la autonomía del niño, y a la vez, la actividad lúdica le permite razonar, deducir, prever, asociar y crear, recurriendo a un bagaje acumulado de experiencias anteriores. Por medio del uso del lenguaje, se mantiene en contacto con su universo particular, mundo respecto del cual todavía no puede hablar porque lo sobrepasa, lo desborda en comprensión y explicaciones. El juego es, en este sentido, el puente entre el mundo exterior y el mundo que se está formando en su interior, dada las escasas herramientas cognitivas y emocionales. Sus ejercicios están orientados hacia la mecanización de sus acciones y sentimientos que, a la larga, derivan en la alienación total de los personajes. Por momentos, se presentan como niños víctima y por momentos como crueles victimarios. La alienación que percibe el lector/espectador, no es más que el producto de una alteración en la escala de valores. El lector está acostumbrado a presenciar una escala valórica estandarizada en la literatura correspondiente al paradigma
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en el que vive; sin embargo, los Gemelos rompen con dicho paradigma para hacer un movimiento hacia lo que queda del mundo después de la devastación de una guerra. Por esto mismo, la actitud fría y práctica con que los Gemelos enfrentan sus penurias, su imposibilidad de emocionarse, quedan ilustradas en el encuentro con el soldado desertor que acogen en su jardín. Al percibir su emoción por la ayuda que le han prestado, ellos afirman: “Llorar no sirve de nada. Nosotros no lloramos nunca. Sin embargo, todavía no somos unos hombres como usted” (58). Esa misma inmutabilidad aparece cuando el destino les impone otra dura prueba. Cuando su Madre ha vuelto a buscarlos y están conversando con ella, una bomba explota haciendo volar su cuerpo frente a ellos. La Abuela les pide que no miren y no se habla nunca más del tema. En efecto, cuando la vecina, llamada Labio Leporino, les pregunta por este suceso, ellos responden de manera vaga, sin dar luces de la tragedia vivida ese día. Frente a dramáticas experiencias, los Gemelos continúan actuando, ejecutando la próxima tarea. El lector no tiene acceso a ningún tipo de prueba sobre la existencia de una interioridad apesadumbrada. Una y otra vez, los personajes parecen negar las miserias que los aquejan y continúan en un hacer compulsivo para sobrevivir bajo el subterfugio del juego. A su vez, el juego cumple una función cultural, por cuanto ofrece una sensación de continuidad y acumulación de experiencias; en él se aprenden relaciones con el pasado y con el mundo actual. Es una actividad que mantiene al niño en contacto consigo mismo y con la dinámica de generaciones, costumbres y rituales. En él hay una introyección de los valores imperantes en cuanto al uso del dinero, el rol de hombres y mujeres, los problemas y expectativas de las clases sociales o castas. Pero el juego, según el científico social y médico Thomas Cottle, también enseña “la discontinuidad de la vida, porque el cambio y las innovaciones son producto del juego. Aquí está el espacio para que surjan los inventos y descubrimientos de la humanidad. Por lo tanto, el juego es uno de los primeros pasos de la evolución social y personal” (150). El juego tiene ese carácter móvil y ambivalente, entre ser depositario de la cultura y permitir la innovación y el cambio. Los Gemelos juegan en el ámbito laboral en el área rural, y allí aprenden a surtirse de alimentos y dominar la naturaleza, pero a la vez se gesta un modo particular y propio para resistir las difíciles circunstancias de los tiempos vividos. El problema de esta incorporación de valores a través del juego radica en lo que reciben del entorno. Los Gemelos están expuestos a la muerte y la destrucción, a las nuevas dinámicas desesperadas que genera la guerra en tanto estado de excepción. Lo que ellos reciben como código de comportamiento desde el exterior es siempre un paradigma alterado que, como es de esperar, penetra en sus identidades y psiquis permeables de forma distorsionada. Por esto, el aspecto cultural del juego de los Gemelos, es una gran contribución al código ético alterado que ellos elaboran o reelaboran. En el terreno de la psiquis, el juego también es repetición, es elaboración del trauma. De acuerdo al psicoanálisis, los niños repetirían lo que les ha causado una intensa
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impresión, experimentando una y otra vez el trauma para intentar dominar las secuelas del mismo en su mente y en su vida. Según Freud, esta obsesión por la repetición obedecería al deseo de hacer surgir lo olvidado y reprimido: El niño repite también el suceso desagradable, porque con ello consigue dominar la violenta impresión experimentada, mucho más completamente de lo que fue posible al recibirla. Cada nueva repetición parece perfeccionar el deseado dominio. También en los sucesos placenteros muestra el niño su ansia de repetición, y permanecerá inflexible en lo que respecta a la identidad de la impresión (282).
En Gemelos, los hermanos son aquejados por diversas fuentes de displacer; desde que llegan a la casa de la Abuela escasea la comida, no hay calefacción ni comodidades, deben trabajar y acostumbrarse a las precarias condiciones higiénicas y afectivas y a la falta de protección. También hay desagrado por la percepción del exterior. Se encuentran en medio de una situación amenazante e inestable; hay peligros reales por los numerosos bombardeos, bloqueos e invasiones. En tanto sujetos niños, se refugian en la actividad lúdica para compensar estas dolorosas experiencias; encubren en sus inventos la angustia, el miedo y la soledad, desplazando el displacer hacia el placer, aunque este sea forzado. Es así como sostienen: “Las caídas, las peladuras, los cortes, el trabajo, el frío y el calor también son causa del dolor. Por eso hemos decidido endurecer nuestro cuerpo, para poder soportar el dolor sin llorar” (54). Los Gemelos se proponen asumir el dolor como una sensación cotidiana; simulan trabajar sin sufrir, cargan peso sin sentirlo, ven la muerte de frente y siguen adelante, como si nada hubiese acontecido. Es la repetición lo que hace posible un estado de alienación tal que permite la simulación de que nada ha pasado y coloca todas las circunstancias de displacer a un mismo nivel. Ahora, la supervivencia es el valor eje en virtud del cual se distribuye y ordenan los demás valores. El problema es que los Gemelos, al construir su nueva cosmovisión, otorgan a todo un mismo lugar indiferenciado. El juego es también un precursor del trabajo y la creatividad, un medio por el cual el individuo madura y las culturas se enriquecen. Y es este tipo de juego el que más practican los Gemelos: una actividad autogestionada, que improvisa nuevas lógicas y soluciones que responden a las necesidades de su medio. Pero el juego de los Gemelos, al desarrollarse en medio del caos, no logra los lineamientos de Freud, sino uno nuevo, alterado. De todas maneras, el juego en esta obra constituye un rito de iniciación, el paso forzado de una inocente infancia a una precoz y desencantada adultez. Los Gemelos ejecutan una serie de rutinas que entrelazan el deber con el juego en un ensayo de roles que aparentemente los hace mayores en edad, los convierte en hombres adultos en el plano físico y espiritual. Se hacen responsables de labores que antes estaban en manos de sus padres o de otros adultos, desarrollándose antes de tiempo. Se autoasignan el deber de protectores o justicieros, lo que los hace sentirse más fuertes de lo que
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son como niños. Bajo esta lógica, protegen a su amiga Labio Leporino del abuso de los demás, ejerciendo un rol paterno precoz, ofreciendo un amparo que ellos ya no tienen la posibilidad de gozar. Tienen la ilusión de ser mayores a través de un montaje donde, como sujetos jugadores, superan distintas pruebas para ser admitidos dentro de su entorno. Congruentemente, cuando ven que los chicos mayores del pueblo golpean, escupen y son groseros con Labio Leporino, ellos deciden protegerla: “[…] Y si necesitas algo para ti o para tu madre no tienes más que pedírnoslo. Te traeremos frutas, papas, leche, lo que encontremos” (61). En los juegos, ejercicios o pruebas, los Gemelos alcanzan poco a poco estados superiores de madurez, fortaleza y autonomía como ciudadanos y personas; pero a su vez alcanzan un grado mayor de alienación que no es compatible con la vida en sociedad en estadios normales, pero que sí compatibiliza a la perfección con el estado de guerra. De esta forma, por medio de estos actos o peripecias, el texto lleva al desarrollo de los personajes que, en tanto niños, son presentados como sujetos en cambio o seres incompletos, en un proceso dinámico en el que adquieren y despliegan nuevos recursos emocionales, cognitivos y físicos para constituirse como individuos en el marco específico de la guerra. Ya entrenados y más adultos, los hermanos salen del hogar que comparten con la Abuela y merodean el mundo externo, las calles, perciben la atmósfera decadente. Realizan espectáculos en medio de tabernas, alcohol y cigarrillos, en contacto directo con una comunidad desmoralizada. Observan, escuchan historias y siguen jugando bajo la forma del espectáculo o del teatro, ahora a cambio de unas monedas. La canción que componen para uno de sus números nocturnos es ilustrativa de la enajenación y la miseria de la guerra, y de su percepción como niños sobre la derrota que sienten los hombres. La letra dice así: Son toda mi vida, mi sueño y mi alegría. Pero llegó el bombardeo con sus cargas y morteros. Y a la mierda, Y a la mierda, Y a la mierda el amor. El esposo observa orgulloso y embobado Cómo crecen sanos, fuertes, los retoños adorados Pero llegó el bombardero con sus cargas y morteros Y a la mierda, y a la mierda, y a la mierda el amor (69).
Paradójicamente, los Gemelos se hacen adultos a partir del juego; resignados, asumen las penosas rutinas como parte de su vida y terminan confundiendo su identidad y su función social en una ficción montada que les permite subsistir.
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Juego y simulacro
El juego es teatro, es un “como si”, el historiador y antropólogo alemán Johan Huizinga, se refiere a la naturaleza del juego en la infancia, entre otras funciones, como ilusión dramática, “con el juego, las reglas dejan de ser pasivas, pues con este, el niño, al irse adaptando al mundo, ejercita su iniciativa y su facultad de invención y ensaya diversas formas de comportarse” (288). Y esas reglas deben ser cumplidas a cabalidad dentro del juego. Desde esta perspectiva, se entiende la rigidez de los Gemelos al soportar el frío y el hambre dentro de sus dinámicas lúdicas. Pero esta extrema sujeción a las reglas, despojada de todo tinte de comicidad en el juego, los lleva a una racionalidad extrema que se convierte en un actuar implacable en el modelo del simulacro. Casos puntuales son las escenas en que trastocan su identidad bajo una ilusión dramática, cuando fingen una conversación entre el Inspector de colegios, que desea obligarlos a ir a la escuela, mientras la Abuela insiste con argumentos falsos y exagerados en que no pueden asistir porque sufren severas discapacidades. La escuela simboliza el quiebre con el hogar y con la poderosa tríada que han conformado entre los niños y la Abuela, así como la reincorporación a la sociedad y a la sujeción a los valores predominantes, muy diferentes a los establecidos por los Gemelos. Para evitar que los separen, ejercen un teatro dentro del teatro, al ensayar su papel frente a la eventual amenazante situación. Los tres personajes estudian y practican su parte, construyen un discurso argumentativo y los gestos que los acompañan. Es así como el Gemelo 1, haciendo de “Inspector” escolar, dice su parlamento: “Soy el Inspector de escuelas primarias. Tiene usted en su casa a dos niños en edad escolar obligatoria. Y ha recibido usted dos cartas de advertencia al respecto” (73). Por su parte, el Gemelo 2, a modo de director teatral, da acotaciones a la Abuela para la interpretación de su papel, comentando: “Bien, Abuela. Aquí nosotros comenzaremos a gritar y nos esconderemos debajo de la mesa. Seguramente el Inspector te va a preguntar...” y Gemelo 1 agrega: “pero, ¿qué pasa?, pero ¿qué tienen?” (73). La Abuela, ya aleccionada en su rol, da la siguiente explicación: “Oh, ¡Los pobres vivieron cosas atroces en la Gran Ciudad! Además, uno es sordo y el otro es ciego. El sordo tiene que explicarle al ciego todo lo que ve y el ciego tiene que explicarle al sordo todo lo que oye. Si no, no comprenden nada” (73). Continúan simulando este diálogo-interrogatorio, en el que la Abuela explica que los niños sufren alucinaciones, que vieron morir a su madre en el hospital cuando una bomba explotó, que su padre desapareció en el frente. En el clímax de este supuesto y terrible juego teatral, fríamente le sugieren a la Abuela, “Aquí deberías llorar, Abuela. Vamos, Abuela llora, llora, llora” (73). Cuando la tensión llega a su punto máximo, hay un escape al humor: la Abuela sale de su papel y dice, “ya, córtenla con este jueguito […] me guardaré para ese momento” (73).
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Como lector, se sabe que lo retratado en este juego como mentira no se escapa de la realidad vivida, porque lo que aparece como excusas inventadas para la anormal conducta de los Gemelos son hechos experimentados casi del mismo modo por ellos: madre muerta frente a sus ojos, padre desaparecido en la guerra. Y si física y exteriormente no comparten las secuelas traumáticas como ceguera, sordera, locura –que sus personajes inventados sí sufren–, en un nivel metafórico sí son ciegos, sordos y locos: hace tiempo que han dejado de verse y escucharse, se han distanciados de sí mismos, ajenos a sus sentimientos. Por otra parte, Huizinga afirma que en la conciencia, el juego es opuesto a la seriedad; sin embargo, esta contraposición no es fija, y el juego, en realidad, puede ser algo muy serio. La comicidad y la risa no tienen por qué estar necesariamente vinculadas al juego, “su conexión (con él) es de naturaleza secundaria. En sí, el juego no es cómico ni para el jugador ni para el espectador” (18). Este fenómeno se aprecia claramente en las acciones de los Gemelos, que si bien se van articulando según las formas y reglas propias del juego, no tienen ese carácter para ellos, como no las suelen tener para los niños que juegan. Así, cuando Labio Leporino les pregunta si quieren jugar con ella, ellos le responden: “Nosotros no jugamos nunca [...] Trabajamos, estudiamos y hacemos ejercicios” (61). Congruentemente, cuando los Gemelos observan a Labio Leporino desplegar un juego sexual con su perro, la miran con reproche, pero finalmente la autorizan con voz paternal y dicen: “te permitimos que juegues todo lo que quieras con nuestro perro” (62). La diversión y la broma no forman parte de la actividad lúdica de estos hermanos, la cual alcanza un carácter majestuoso, casi sagrado, ligada de manera profunda a lo espiritual. Los hermanos están atrapados en esta zona indiferenciada de juego y realidad, distanciados del mundo que los rodea, enajenados para no sufrir, se pierden entre los umbrales de lo real y lo ficticio.
El juego como espacio ético-estético
En este punto del análisis del texto, el juego y la literatura establecen un espacio donde se observa la condición del ser humano como agente moral, y donde se comprende el desarrollo de las situaciones humanas en las que los personajes se ven envueltos. En este caso, la literatura accionada desde la perspectiva infantil, que hace del juego la operación de sobrevivencia frente al entorno amenazante, ilumina la oscuridad que los hombres representan unos a otros, permitiendo el acceso a las reflexiones que subyacen bajo sus decisiones y actos. En el caso de Gemelos, se observa la institución de un peculiar orden social y se constata una serie de deliberaciones éticas que se dan entre una Abuela y sus nietos en una situación inesperada y adversa: sobrevivir en medio de la guerra. Como sostiene
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Iris Murdoch, los hombres son oscuros entre sí en ciertos aspectos que son particularmente importantes para la moral, a menos que sean mutuos objetos de atención o definan objetos comunes de atención, ya que estos afectan el grado de elaboración de un vocabulario común (326- 385). Los personajes de esta historia se ven obligados a salir de sí mismos, a superar las reacciones individuales de rabia y ansiedad que les produce esta situación límite para entregarse a una voluntad colectiva, como familia que busca el bien común. Esto implicará establecer códigos, prioridades, conocimiento y definición de los sujetos, cambios de conciencia que confluyen en actos congruentes a tales principios. Gemelos presenta una compleja dimensión moral y ética, en ese sentido, Jaime Lorca, uno de los integrantes del colectivo La Troppa, se refiere a la pieza como una historia descarnada en la que los protagonistas infantiles exhiben una “compleja pureza espiritual [...], poseen una ética implacable, una manera de razonar certera y coherente para el horrible mundo que les tocó vivir” (24). A medida que la historia transcurre, se observan mudanzas en los valores y actitudes de los Gemelos y de la Abuela hacia ellos. Poco a poco, los hermanos van dejando su mentalidad de niños burgueses para experimentar sus primeros cambios morales. Se sienten avergonzados al ver cómo la Abuela, una mujer mayor, trabaja arduamente y prometen cooperar en todo lo que les sea posible. Dejan un rol pasivo, egoísta y cómodo, para comenzar a ayudar en las labores de la casa. El entorno despierta en ellos una conciencia social, reparan en las necesidades de los otros y los ayudan, aunque sigan ajenos a lo que sienten, sin empatizar ni conmocionarse ante lo que los rodea. El hecho de tener que salir de sí mismos y participar en una comunidad con la Abuela y con seres vulnerables de la sociedad, despliega un aprendizaje social que se da en esa interacción regular donde aprenden virtudes y abusos. Son varios los ejemplos en que el juego de los Gemelos comienza a adquirir un perfil ético: protegen a Labio Leporino, evitando que los demás sigan abusando de ella y la ayudan con su madre. Es una tarea que se han propuesto racionalmente, planteándolo de este modo: “Ese será nuestro próximo ejercicio. Proteger a Labio Leporino” (61). A su vez, rechazan el par de zapatos que les ofrece el zapatero judío porque no pueden pagarlos y porque no les gusta aceptar regalos, y también ayudan al soldado desertor con comida y abrigo, además de escuchar sus dolores y deseos. Sin embargo, los niños caen en una suerte de indefinición moral y ética. Huizinga señala que el juego es una actividad espiritual, pero nunca moral (20). En este sentido, el juego de los Gemelos empieza a estar totalmente permeado por una moral alternativa que se gesta a partir de sus necesidades. Su estricta sujeción a las normas del juego se debe a que, el riesgo de salirse de una norma se equipara con el riesgo de perder la vida. Es por eso que, en el camino de utilizar el juego como un espacio de transición hacia la madurez y a la formación de la identidad, los personajes se desvían y lo que logran
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es una verdadera lógica instrumental. Como se ha podido ver, es la lógica extrema lo que domina las acciones de los chicos. Una lógica que no reconoce matices y que está orientada hacia la funcionalidad y la supervivencia. El concepto de razón instrumental es trabajado por Horkeimer al referirse a una lógica que solamente responde a fines específicos: “Más tarde el contenido de la razón se ve voluntariamente reducido al contorno de sólo una parte de ese contenido, al marco de uno sólo de esos principios, lo particular viene a ocupar el sitio de lo general […] Al abandonar su autonomía, la razón se ha convertido en un instrumento” (32). En este sentido, los Gemelos han comenzado a responder a una lógica implacable que no les permite diferenciar los matices y que proviene de las estrictas normas del juego que han planteado. Y este juego se ha nutrido de la situación social que experimentan y de las enseñanzas poco ortodoxas de la Abuela que, con su carácter tosco, se ha convertido en una verdadera maestra espiritual. Después de una etapa de iniciación en que los humilla y maltrata, los instruye en las nociones de víctimas, injusticia, solidaridad, esfuerzo, ahorro y trabajo. Los hace conscientes de la maldad de la criada del cura cuando se burla del hambre de los prisioneros de guerra en el tren y regala manzanas a los condenados a muerte. En medio de la devastación y la decadencia, los personajes descubren lo esencial del ser humano a lo largo de un camino sinuoso, lleno de contradicciones, transformando los malos actos en gestos generosos. A estas alturas, los niños totalmente alienados, han fundado un nuevo orden de cosas con un código ético alternativo. A lo largo de la obra, los personajes han ido adquiriendo y desarrollando habilidades que son los elementos constitutivos de su código de conducta: resistir el dolor, anular las emociones, hacerse pasar por sordos y ciegos y soportar el hambre y el dolor físico. En este sentido, se hace evidente que se trata de valores que se desprenden directamente de la necesidad. Y esta necesidad se establece desde el contexto bélico en que se desarrolla la obra. A este respecto, cabe destacar que la necesidad ha sido eje de varias teorías y Giorgio Agamben parece sintetizarlas en el postulado de “la necesidad crea sus propias leyes” (24). Todos estos valores que los Gemelos entienden como positivos, como un cúmulo de virtudes que rigen sus vidas, responden directamente a un estado de guerra y a la necesidad absoluta y extrema que los lleva a crear leyes propias. Y esas leyes surgen claramente por situaciones que se repiten y que deben ser sorteadas. De alguna forma, se podría decir que ellos estudian el caos en que viven y deciden dominarlo mediante la aplicación sistemática de normas que ya han sido probadas por ellos mismos. Desde esta perspectiva, la obra desarrolla una función comúnmente otorgada a la escritura de perspectiva infantil: la voz del niño como testimonio del malestar social frente a situaciones o estructuras sociales perversas. En el caso de La Troppa, la pareja de hermanos es utilizada como figura transgresora que observa y denuncia la arbitrariedad del sistema social, los abusos de poder, identificando a víctimas y victimarios:
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Labio Leporino y el cura abusador, el zapatero judío que los oficiales buscan para aniquilar. Otras veces, los Gemelos son testigos directos que nombran sin enjuiciar las situaciones que observan, enumerando las atrocidades entre puntos suspensivos: “los hornos..., las cámaras de gas…, las mujeres…, los niños…, la carne quemada” (70); como si el solo hecho de nombrar diera cuenta del horror, y con ello pudieran también evitar mezclar en ese registro sus emociones o su subjetividad. Incluso se podría interpretar que esta forma de atestiguar descriptivamente de los Gemelos, tiene que ver con la imposibilidad de dar testimonio, un tema que se ha convertido en tópico desde el desarrollo de las líneas de pensamiento de Primo Levi y Giorgio Agamben. En este proceso de ser testigos y registro de la deshumanización del mundo, las condiciones de vida externas los obligan a desarrollar cierta astucia, bajo la cual develan el comportamiento de otros o el suyo propio, determinado por las circunstancias. Así sucede cuando descubren el complot entre el Cartero y la Abuela para esconder los envíos de la Madre, o cuando chantajean al cura abusador para dar dinero a los más necesitados; asimismo, manejan las reglas del mercado negro y aprenden a robar en las tiendas, cumpliendo, sin estar de acuerdo, las imposiciones del invasor para sobrevivir. Poco a poco se instruyen en las reglas del juego del mundo real, aquejado por la subversión de los valores debido al ambiente bélico imperante. De acuerdo con esto, el juego como un aprendizaje urgente para sobrevivir una situación límite, se presenta como una instrucción basada en la crueldad por la crueldad. Crueles son la mayoría de las circunstancias que les toca vivir, y crueles son las estrategias que formulan para sobrevivir. En la literatura, en todos sus géneros, los personajes infantiles dejan muchas veces el habitual rol pasivo y asumen un rol activo al ejercer como agentes de la crueldad. En sus juegos y ejercicios imitan la maldad que observan y sufren, y la ejercen contra sí mismos, contra animales domésticos, o contra quienes han actuado erróneamente, como en el caso del asesinato insinuado de la criada del cura. A este respecto, el texto dramático de La Troppa puede asociarse con el planteamiento teórico postulado por Antonin Artaud, que instaura el llamado Teatro de la Crueldad. El autor emplea la palabra crueldad en el sentido de apetito de vida, de rigor cósmico y de necesidad implacable, en el sentido gnóstico de torbellino de vida que devora las tinieblas, en el sentido de ese dolor, de ineluctable necesidad, fuera de la cual no puede continuar la vida (104). La crueldad es entendida como una fuerza que impulsa al actuar como motor vital; la supuesta crueldad de los Gemelos se vuelve éticamente aceptable desde este matiz. Artaud afirma que el único valor del teatro es “su relación atroz y mágica con la realidad y el peligro” (89); mediante el juego, crean una realidad dentro de la realidad misma, develando así la belleza y simultánea fealdad de la vida. Esta crueldad como sentimiento urgente, torbellino de vida, apetito, pasa por el cuerpo, más aun cuando hablamos de una obra de teatro y de personajes que ejecutan acciones, continuos “ejercicios”.
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En la obra, el cuerpo es instrumento de expresión, de trabajo, de disciplina, de adoctrinamiento ético. En este sentido, es ilustradora la interpretación de Derrida: “El concepto artudiano de “expresión” parte de la clásica división “afuera” y “adentro”, para acercarse a la tragedia del nacimiento humano, en el que la realidad expelida, el trabajo, el excremento, el niño no tienen pasado. Es un no-nacido, antes de todo comienzo”2 (9). Los movimientos mecánicos de los Gemelos, sus rostros bajo máscaras inexpresivas siguiendo la estética del teatro japonés Butoh, apuntan al impulso agresivo y violento de un cuerpo que quiere despojarse de todo para constituirse con pasión y goce. Para dar nacimiento a este nuevo sujeto es necesario pasar por la inexpresión y la rigidez. Hablan sin gesticular, se expresan a través de frases, ejercicios, actos, sin revelar siquiera la posibilidad de tener emociones, como si fueran un par de maquetas. La crueldad se cuela en sus juegos casi como metáfora del mundo que habitan. A estas alturas, el código ético alternativo propuesto está totalmente alienado y responde únicamente a la supervivencia.
Lenguaje y juego
Merece atención el ámbito del lenguaje en el cruce entre juego y teatro. El filósofo alemán Hans-Georg Gadamer sostiene que el lenguaje es el modo fundamental de operación de nuestro ser-en-el-mundo, siendo la condición necesaria para que el mundo exista tal como se lo conoce; a través de la reflexión y la habilidad proyectiva, el individuo se puede liberar de lo que lo rodea, eligiendo para esto una perspectiva propia al hablar. En las treinta y seis escenas de Gemelos, el lenguaje es crudo, no hay espacio para interpretaciones filosóficas o adjetivaciones poéticas. En el desarrollo del texto no se ahorran detalles sobre la brutalidad grotesca de los eventos, pero no hay juicios ni opiniones morales o filosóficas; solo el retrato de lo que se ve y ocurre. Un registro frío y objetivo, como el del lente de una cámara fotográfica que ha quedado estipulado en el diafragma que se abre al inicio de la obra. Los Gemelos no son capaces de verbalizar sus reacciones más internas y solo describen la humillación física, otorgándole relevancia a la relación sentido y cuerpo, para sobrellevar la propia existencia. Según el sociólogo y antropólogo David Le Breton, la vida cotidiana se erige como un espacio de transición donde se produce la fusión entre los actos del sujeto y su propio cuerpo: “En las condiciones habituales el cuerpo es transparente al sujeto que lo habita. Se desliza con fluidez de una tarea a otra y adopta los gestos socialmente admitidos. Condición del hombre, el cuerpo no deja de producir y registrar sentido, a
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La traducción es mía.
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través de una especie de automatismo” (94). Es en las situaciones límites –la experiencia de una guerra, de la prisión o de una enfermedad– donde el sujeto experimenta lo que Le Breton llama dualismo; el cuerpo exige atención y se hace presente, sometiéndose a una especie de autonomía: “la víctima opone al cuerpo una voluntad salvaje en relación con la fuerza del carácter y el deseo de sobrevivir” (96). Es entonces cuando los sentidos se agudizan y adquieren una fuerza connotativa mayor, dando cuenta de la intimidad del sujeto con respecto a su situación. Esta situación se refleja a partir del lenguaje, el cual hace alusión a los cinco sentidos y da la idea de inmediatez en la experiencia de la escritura de perspectiva infantil, donde hay menos posibilidad de reflexión y/o explicación. El olfato, como sentido poco diversificado, pero siempre presente, es uno de los primeros instrumentos de registro y conocimiento del mundo; Le Breton afirma que “la envoltura olfativa que desprende cada hombre es como una firma de su presencia en el mundo” (114). Consecuentemente, los Gemelos recurren a este sentido para describirse a sí mismos en su nuevo entorno: “Nosotros despedimos un olor que es una mezcla de estiércol, pescado, hierbas, setas, humo, queso, lodo, tierra, sudor, orina y moho. Olemos mal, mal, mal. Tan mal como la Abuela” (54). Bajo la presión del medio, desafían la habitual insensibilidad olfativa, reaccionando de forma casi instintiva para definirse a sí mismos. Lo mismo sucede con el gusto, cuando rechazan el pollo cocinado por la abuela; con la vista y el oído, frente a la presencia del Inspector del colegio y con el tacto cuando realizan sus ejercicios del endurecimiento del cuerpo. Todo esto desembocará en un extraño registro infantil con un lenguaje escueto y unísono, donde las nominaciones particulares operan como sustantivos comunes, fenómeno propio del habla infantil. En el caso de Gemelos, los sustantivos comunes se hacen propios y son nombrados con mayúscula: la Gran Ciudad, la Escuela, la Plaza Mayor. A su vez, cada personaje es nombrado de acuerdo a su función: Gemelo 1, la Abuela, la Madre, el Inspector de colegios, etcétera. Esto es coherente con el modo de nombrar de los niños, que se apoderan de eso que ven y lo creen único. Una forma de nombrar universal y generalizada que metaforiza este mundo alienado, o bien, que hay que crear de modo subjetivo y específico. Los Gemelos logran dominar el lenguaje como una forma de apropiarse del mundo y dominarlo a su vez. El juego se presenta como expresión verbal y gestual, y aquí la repetición es el recurso lingüístico utilizado para enfatizar la resistencia de los sentimientos frente al dolor. El uso del lenguaje a través de mecánicas y delirantes frases –“no pesa”, “no quema”, “no duele”–, o los mismos improperios pronunciados por ellos, crean una distancia entre sí mismos y el objeto que causa el sufrimiento: las palabras hirientes, el esfuerzo físico, el hambre, el cansancio. El lenguaje destruye la experiencia intuitiva del niño con el mundo, la transforma y generaliza, convirtiendo el dolor físico y emocional en una vivencia común y más lejana, que hace de las realidades concretas meras abstracciones. En el caso de Gemelos, el padecimiento y las vejaciones
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se verbalizan en la frase triplicada; se niega tres veces aquello que se está evadiendo, y los mandatos se reiteran una y otra vez, como si formaran parte de un ensayo general que neutraliza el contenido, pues, como ellos afirman: “A fuerza de ser repetidas, las palabras pierden un poco su significado y el dolor que nos producen se atenúa” (56). El ritmo y la sonoridad forman parte del habla y del contenido de la obra; la narración fluye de acuerdo a una cadencia. Por ejemplo, cuando ambos hermanos relatan la llegada a la casa de la Abuela, lo enuncian como si fueran una sola voz, alternando y complementando la narración con un marcado compás: Gemelos: Estamos cada vez más sucios. Gemelo 1: Y nuestras ropas también. Gemelo 2: Aquí es imposible lavarse. Gemelo 1: No hay cuarto de baño. Gemelo 2: Ni siquiera hay agua corriente (53).
Siguiendo a Gadamer, juego y lenguaje tienen estrecha relación, ya que “el juego es un hacer comunicativo en el sentido de que no conoce propiamente la distancia entre el que juega y el que mira el juego” (69). De esta forma, el espectador, más que un mero contemplador, participa del juego activamente. Gadamer traslada esta idea hacia el arte donde no habría “ninguna separación de principio entre la propia confirmación de la obra de arte y el que la experimenta” (77). Mediante un permanente movimiento hermenéutico, el lector se hace cargo de la construcción de la obra, cuya identidad entonces no está determinada, se establece una relación lúdica con el lector/espectador, quien es cómplice de la progresión dramática de la obra, que se interna de manera profunda en el quehacer de sus personajes, para quienes el jugar es sinónimo de crear y crearse, de vivir, lo que confirma que el juego es parte constitutiva de la actividad humana y también es testigo de su futura escisión de los hermanos como entidad única. Esta progresión se funde con lo lúdico a través de las distintas formas de narrar que coexisten en el texto; por un lado, está la presencia de diálogos directos propios de los textos teatrales. Los conversan entre ellos y con los demás estableciendo la dinámica normal entre emisor y receptor de una conversación. Pero existe también un registro particular, donde son ellos mismos los que narran los acontecimientos pasados y presentes, apoderándose de la voz narrativa omnisciente o de otros personajes para otorgar a la historia su propio punto de vista y relatarla al lector/espectador a través de un juego de distancia y cercanía, donde actúan y hablan a la vez, fenómeno de recursividad que intensifica la crudeza de los hechos, a la vez que los convierte en un solo personaje siniestro u ominoso, en el sentido de Freud: Gemelo 1: Esperamos un poco y nos acurrucamos debajo de una ventana de la cual salen unas voces.
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Gemelos: La voz de nuestra madre dice: En nuestra casa no hay nada que comer. Ni pan, ni carne, ni legumbres, ni leche. No puedo alimentarlos (52).
Recién llegados a la casa de la abuela hablan por su madre y por ellos mismos para relatar la situación crítica. Incluso a veces omiten el encabezamiento de quien habla, estableciendo una fusión completa; la voz propia desaparece para dar paso a la voz de otro, la cual será influyente en su propia experiencia: “Gemelo 1: Esta es vuestra abuela. Se quedarán en su casa durante algún tiempo, hasta que acabe la guerra” (52). También, narrarán acciones de otros donde ellos no necesariamente están presentes, lo que corrobora la apropiación de una voz omnisciente que construye y define a los personajes: “Gemelo 2: La Abuela camina hasta el mercado sin detenerse y sin haber posado su carretilla ni una sola vez. A la vuelta continúa trabajando. Todo el día, todos los días, toda su vida” (53). La palabra desplegará su propio juego, al ser el medio por el cual los Gemelos presentan la acción de manera subjetiva y objetiva, simultáneamente. Con las palabras, los Gemelos logran desplazar significados y significantes para fundar un lenguaje propio, alejado de los valores morales de su vida anterior, vaciado de emociones que sirve como herramienta utilitaria para enfrentar el mundo acorde con su nuevo código ético.
Traumas colectivos, escisiones individuales
Los traumas colectivos, en especial la guerra, están entre los principales temas sobre los cuales se erige la narrativa de perspectiva infantil contemporánea. La obra de La Troppa, basada en la novela de Agota Kristóf, es un ejemplo de ello, al relatar la experiencia de una infancia vivida en medio de la guerra y sus secuelas psicológicas y morales. En este caso, la conciencia infantil funciona como un instrumento que permite la construcción de un discurso humanista en torno a la guerra de exterminio y el nihilismo del siglo veinte. Gemelos muestra cómo dos niños sobreviven bajo una cultura desarraigada de todo valor, sin sentido de pertenencia a ningún grupo humano. No es azaroso que la anécdota trace, como recorrido de estos hermanos, el tránsito desde una vida burguesa urbana hacia el entorno campesino de la Abuela, en busca de la protección y la subsistencia. Sus padres, educados y refinados, baluartes del paradigma de la Ilustración, son incapaces de proteger a sus propios hijos en medio de la catástrofe. En contraste, sí es capaz de salvarlos una abuela analfabeta, rústica y sucia. Hacen la trayectoria inversa de la modernidad, desplazándose de la ciudad al campo. Tras este recorrido, subyace la crítica a una época que se ha regido por las falsas idealizaciones del conocimiento y las clases sociales, para encubrir o evadir un implacable principio de muerte y deshumanización.
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En esta misma línea, la obra gira en torno a la ruptura con el lazo original: la madre. Las figuras materna y paterna están ausentes, no hay referentes para estos niños hasta que la Abuela asume el rol de una maestra que los obliga a pasar por la regresión de los afectos, lo psicológico y lo material. Es un recorrido por lo más primitivo y básico, donde el lugar dislocado de estos infantes se va esbozando sobre la base de antiguos valores: la honestidad, el esfuerzo, la simpleza de lo cotidiano, pero a su vez, cayendo en una indistinción moral que tiene como resultado una nueva ética que responde al estado de guerra y que tiene como principio fundamental la supervivencia. La voz de los Gemelos grita contra las atrocidades de los tiempos modernos, contra sus falsos ejes y convenciones, contra la violación de los derechos humanos. En este texto se incluyen símbolos contemporáneos que alimentan este discurso crítico, como la Estrella de David, los cascos militares, las bayonetas, los uniformes militares. Los hermanos vigilantes y atentos a la amenaza que experimentan, son la bitácora de los sucesos de la segunda mitad del pasado siglo, construida por medio de un lenguaje extremadamente objetivo y directo, que es casi grotesco en cuanto a la sensación de vacío, soledad y horror que trasmite. Porque, aunque el habla infantil carece de los abstractos conceptos capaces de interpretar y trascender la experiencia, de todas formas se logra percibir la angustia y el sin sentido de la vida. El hecho de que sean gemelos no es menor. Ambos transitan desde la niñez hacia la adultez, en un proceso de formación identitaria. A medida que la historia transcurre y han madurado y pasado pruebas, deben separarse. Hacia el final, tras la muerte y entierro de la Abuela, se despiden. Es necesario que sean individuos autónomos, que busquen su propio destino. El desenlace de la obra consolida la individuación de cada uno. La obra justamente comienza con ese mandato paterno, a modo cuestiona la posibilidad de una de predestinación: “Tendrán que separarse [...] Esto no es normal. Piensan juntos, obran juntos. Viven en un mundo aparte. En un mundo sólo para ellos” (51). La voz de “nosotros” de los Gemelos –la voz del infante que no distingue entre el Yo y el Otro– que ha recorrido todo el texto, acaba con el final de la obra, cuando ya se han repartido el tesoro que les dejó la Abuela y uno de ellos se entrega a un nuevo sacrificio, o si se quiere, a un nuevo ejercicio o juego: debe emigrar del pueblo cruzando la frontera minada, sabiendo que tiene una posibilidad entre siete de morir. El Gemelo 1 aconseja al Gemelo 2 cómo actuar a solas: “No vayas a perder el equilibrio cuando cruces las alambradas” (74), y el Gemelo 2 toma conciencia de su individualidad: “no perderé el equilibrio [...] esto no duele hermano” (74). Y es así como separan sus destinos, y la crueldad del medio y de sí mismos los lleva a la individualidad, a la conquista de su subjetividad con la escisión de su personalidad diádica o siamesa. Los Gemelos se convierten en individuos diferenciados, pero con el costo de perder la infancia y de descubrir la falla trágica de la moral urbana del siglo XX.
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Sin embargo, es en este proceso de constitución como seres humanos, donde se da la paradoja de la escritura de registro infantil: al tener que crecer prematuramente, adaptarse y sobrellevar difíciles circunstancias, lo que pierden justamente es su voz de niños. Al vivir el abandono de sus padres, la experiencia de exilio, el aislamiento en la casa de la Abuela, la agresión a su integridad física y moral, su mayor pérdida es la propia voz: aprenden de pequeños a mentir, a encubrir su identidad y sus sentimientos, adoptando abruptamente un comportamiento adulto que capta como tal los peligros del ambiente. La infancia de los Gemelos, en cuanto espacio narrativo, es una especie de viaje a los infiernos y su redención. Ellos proponen otra forma de ser en el mundo, más cercana a un estado de barbarie y más compatible con la verdadera cara del ser humano que se muestra en ese estado. La supervivencia, en tanto eje principal de su código ético, se impone como el único fin, detrás del cual, y en especial a través del juego, se erigen el resto de los valores o habilidades necesarias para sobrevivir en orden de utilidad y no de amor al prójimo. No duele tener hambre, porque es un juego. No duele trabajar a todo sol, porque es un juego. No duele ser insultado, porque es un juego. No duele ser golpeado, porque es un juego. Nada pesa, nada quema, nada duele. Los Gemelos dan su lección: el juego no duele mientras los mantenga vivos.
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Represión entre cuatro paredes: deseo, censura y cuerpo en Oxido de Carmen de Ana María del Río Lucía Sayagués
La escritora y ensayista mexicana Rosario Castellanos habla de la infancia como un espacio vacío de la carga cultural del mundo adulto que hace del niño un ser maleable, “situado en la orilla de una inminencia. Cualquier cosa puede sucederle, cualquier aventura encontrar en él a su protagonista, cualquier fenómeno manifestarse a través suyo, sin encontrar resistencias organizadas y eficaces (130)”1. Este parece ser el punto de partida de la novela Oxido de Carmen de la escritora chilena Ana María Del Río, publicada en 1986 y que recibió el premio María Luisa Bombal en el mismo año. Del Río retrata la vida de una familia de clase social media de Punta Arenas durante la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo (1952-1958). Si bien este contexto histórico no se revela directamente en la novela, se hace referencia al mismo a través de las comparaciones, entre el presidente que gobernaba en el momento, con el presidente anterior, González Videla, que sí es nombrado de forma directa. El contexto sociohistórico en que se desarrolla la trama de la novela es fundamental para la comprensión de los personajes, los estándares de vida, la educación, la conducta, entre otros. La novela retrata la relación entre dos medios hermanos: Carmen y el narrador de la historia. El narrador recuerda su infancia desde la adultez y recupera, con la perspectiva de ese entonces, su vida junto a Carmen en la casa de la abuela de ambos. La novela transcurre puertas adentro, en la casa matriarcal, donde conviven distintas generaciones. Carmen y su medio hermano se enamoran intensamente y descubren juntos la sexualidad. Ante esto, Tía Malva intentará separarlos a toda costa, sin reparar en el daño causado a Carmen. El personaje de Carmen revela ese espacio vacío que supone la infancia, en el que se subvierte la familia en tanto institución, a través del cuestionamiento del sistema educativo impuesto. La figura de Carmen pone en jaque todos aquellos valores familiares que aparecen como válidos para el funcionamiento de la sociedad, pero que, en el fondo, llevan a la destrucción a aquellos que no encajan perfectamente dentro del esquema familiar preconcebido.
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Rosario Castellanos citada por Luz Elena Zamudio: “Los personajes infantiles en Balún-Canán” en Escribir la infancia: autoras mexicanas contemporáneas.
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Se trata de una novela que ha sido estudiada muchas veces, desde distintas miradas. Principalmente, se ha señalado que la narración se inscribe en el marco de la dictadura de Pinochet y narra, desde el espacio privado, de un contexto social autoritario y represivo. Ana María del Río habla de un sistema dictatorial de tiempos pasados para referirse a los abusos cometidos por Pinochet, utilizando un recurso literario que, desde Hamlet y posteriormente con el teatro brechtiano, se ha instalado como forma de evadir la censura. Como señala María Inés Lagos, se instala un doble discurso que permite la crítica social de forma solapada (207). Por otra parte, Michael Lazzara ha destacado que se trata de una novela que invita a leer entre líneas y a decodificar los mensajes ocultos con referencia a la dictadura de Pinochet (9). A su vez se ha teorizado desde miradas de estudios culturales y de género, desde los espacios físicos de la novela y desde la subalternidad, entre otras cosas. En este capítulo se pretende entregar una mirada sobre la problemática del cuerpo y la sexualidad en la infancia como momento crucial para el desarrollo de la identidad del sujeto. A través de la metáfora trazada por la novela, se pone de relieve el lugar que ocupa el sujeto infantil dentro del sistema de educación y control, representado en la familia como institución de domesticación. El despertar del deseo sexual, el cuerpo del niño como espacio de dominio parental, la obligación familiar de vigilar la conducta del niño y la correlación de los resultados de la educación con el estatus familiar, son factores que hablan de un ordenamiento social determinado, con sus instituciones y mecanismos de control. Oxido de Carmen es una novela que lleva estos factores hasta el extremo, denunciando el exceso de dispositivos de control y educación que llevan a la anulación de la identidad del niño y de la integridad psíquica. El punto de partida es la comprensión de las dinámicas familiares de marginalidad y exclusión en la novela y el lugar que ocupa Carmen en esta, para así comprender de qué forma la construcción de la infancia logra denunciar políticas de control. Para esto, se ha trazado un mapa de las exclusiones de la casa familiar, a modo de ubicar a Carmen en el espacio. En primer lugar, la madre de Carmen es aborrecida por pertenecer a una condición social distinta. La familia burguesa no admite mezclar su linaje; y más que nada, el linaje femenino que gobierna esta casa matriarcal. La madre de Carmen es una mujer de la que poco se sabe. Carmen inventa fantasías sobre ella, le atribuye un pasado épico, una bailarina y espía: “Carmen me dijo, me afirmó, que su madre había sido bailarina y espía y que esas eran dos profesiones que los mayores no podían soportar que se dieran fuera del cine” (9). Sin embargo, por lo que el lector puede saber, es una mujer que ha enloquecido y vive encerrada en el fondo del jardín. Una mujer de cabellos oscuros, misteriosa. Según la Tía Malva, ni siquiera puede pronunciar la palabra “ocho” correctamente, lo que nos da un indicio sobre su clase social. Es entonces cuando se comienza a sospechar sobre la supuesta locura de la madre de Carmen, ya
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que el método de educación de la abuela y la Tía Malva se basa en apartar de la vista de la sociedad todo aquello que no sea deseable. El segundo habitante marginal de la casa es el Tío Ascanio. Un hombre que vive reducido al tercer piso de la casa criando gallinas ponedoras de huevos. Abandonado en la más putrefacta suciedad, sus olores frecuentemente bajaban por las escaleras e inundaban la pulcritud de la casa. Sin embargo, para Carmen y el narrador, el Tío Ascanio es un aliado, un amigo: Era un ser casi transparente, sin ser en absoluto delgado, con la sonrisa más luminosa que vi jamás, y los pies de un olor imposible... Los pies del tío Ascanio eran inmensos y blancos. Siempre anduvo sin zapatos... A mí me fascinaba la uña del dedo gordo en el pie derecho: era un verdadero acorazado violáceo (17).
Hay un toque de realismo mágico en la construcción de este personaje tan peculiar, que ya se deja ver en su nombre. El mecanismo de asociar algo negativo, como la suciedad y los olores, con algo positivo, como la sonrisa, “parece luchar contra los mecanismos de limpieza sociales y literarios que se imponen sobre este tipo de historias” (Gómez Castellanos, 8). La madre de Carmen y el Tío Ascanio, son los personajes que definitivamente sobran en la casa; los que se deben ocultar. Pero la presencia de Carmen llega para desdibujar la línea divisoria que delimita quiénes caben en el modelo social y quiénes no. El lugar de exclusión que ocupa Carmen no es de una marginalidad completa; se trata de una dicotomía de exclusión-inclusión, que deriva en una situación insostenible. Esta dicotomía es definible desde el pensamiento de Sonia Montecino sobre el huacharaje en Chile. En las circunstancias que ofrece la casa matriarcal, es evidente que Carmen representa al mestizaje y la posibilidad de la pérdida del linaje burgués. Montecino deja en evidencia la forma de operar de este sistema de inclusiones y exclusiones. La ilegitimidad de Carmen está signada por su condición de huacha, estigma que marcará su destino. Destaca la fundación del linaje y la necesidad de purificar la estirpe en las familias burguesas: el siglo XIX chileno, es uno en donde las capas altas de la sociedad se ciñen discursivamente al modelo familiar cristiano-occidental, monógamo y fundado por la ley del padre, y las capas medias y populares persisten reproduciendo una familia centrada en la madre y con un padre ausente… muchas décadas después, aunque las clases dominantes asistían a este proceso de “blanqueamiento”, subterráneamente proseguían en ellas las uniones ilegítimas y la siembra de huacharaje (21).
Esta es exactamente la situación de Carmen: una niña huacha inserta en una familia burguesa que, lejos de aceptarla, emprende una tarea de blanqueamiento moral. Su padre, hombre de familia burguesa, ha tenido varias amantes, entre ellas, la madre de
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la protagonista. La abuela ha decidido acogerla en su casa, pero en calidad de allegada. Por otro lado, el padre de Carmen está ausente. La niña habita una zona indefinida; huacha, hija de madre de una capa social popular y con un padre ausente; pero simultáneamente, hija de un burgués, inserta en una casa burguesa cuyo linaje se da a través de la figura del padre, linaje que ella posee. Entonces, ante semejante situación de confusa ilegitimidad, caben dos opciones: o bien se la logra educar –y adaptar– o bien se la aísla y se la esconde de la mirada social. Montecino continúa su análisis y pone de relieve el problema de las apariencias, como resultado final del mestizaje: “Creemos que esta experiencia ha quedado como huella en nuestro ser mestizo, favoreciendo, por ejemplo, valores como el culto a la apariencia” (19). En este marco, la novela se orientará hacia la inclusión o exclusión de Carmen dentro de la familia. El proceso se da dentro de un espacio cerrado y sofocante y bajo un modelo educativo que pretende moldear a Carmen en las rígidas normas de la buena educación que no contemplan sus necesidades. Para comprender las consecuencias de la confusa ilegitimidad que coloca a Carmen en una zona indefinida, se analizan las condiciones de educación basada en la vigilancia y el castigo en que se encuentra Carmen y las reacciones trasgresoras que esto provoca en ella, acompañadas de un despertar sexual que coloca al cuerpo del sujeto como sustrato de políticas de control. Desde allí, se desatará una carrera hacia la destrucción de la identidad de la protagonista. Tía Malva será el agente encargado de hacer cumplir todos los dispositivos de control parental como una metáfora del control social. Este proceso culmina fragmentando a la niña de carácter salvaje que no es capaz de adaptarse al modelo educativo impuesto. Oxido de Carmen termina relatando el problema que genera la violencia a la hora de educar, y en este caso, a la hora de imponer esquemas sociales rígidos, de forma dictatorial.
Panoptismo y espacios
La novela se desarrolla dentro del espacio de la casa familiar; un espacio sofocante, de por sí bien delimitado y donde los poderes están claramente definidos. Es una casa matriarcal, regida por la abuela y su mano derecha, la Tía Malva. Es importante hacer hincapié en el espacio central de la novela ya que los exteriores prácticamente no son mostrados. La acción tiene lugar en salas clave como el comedor y los dormitorios. La casa matriarcal se compone de un primer piso donde se encuentran las salas de recibo y la cocina; de allí se accede a tres patios, en el tercero se encuentra la celda de la madre de Carmen; y en otro de ellos se encerrará luego a la misma Carmen. En el segundo piso se ubican los dormitorios y, en el tercero, una suerte de altillo, donde
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vive el Tío Ascanio. Queda claro que existe un sector central desde donde se vigila al resto de los lugares. Lo interesante y paradójico es que existen espacios ocultos que dan lugar a la transgresión. Son esos espacios los que Carmen aprovecha para esconderse, para transgredir normas y para cuestionar la institución familiar. Este funcionamiento es una forma casera y precaria del panoptismo planteado por Foucault: “Este espacio cerrado, recortado, vigilado, en todos sus puntos, en el que los individuos están insertos en un lugar fijo, en el que los menores movimientos se hallan controlados, en el que todos los acontecimientos están registrados” (180). Esta es la actitud que la Tía Malva toma desde el comienzo de la novela, un constante espionaje que, traducido en palabras del narrador, es un verdadero acecho: “Tía Malva acechaba en las partes más insólitas. Se la veía tan sigilosa para caminar como para comer” (25). Debido a que la arquitectura de la casa no permite una torre de vigilancia desde donde se pueda ver todo, la Tía Malva se ve obligada a espiar y moverse silenciosamente; a leer los diarios de vida de Carmen y a basarse en los rumores. Sin embargo, sí se cumple con el dictamen de asignar a cada individuo un lugar y, en cada “celda” o habitación, una sola persona, para lograr romper todas las comunicaciones. En cuanto a la arquitectura del panóptico, Foucault describe un espacio definido estratégicamente: En la periferia, una construcción en forma de anillo; en el centro, una torre, ésta, con anchas ventanas que se abren en la cara interior del anillo. La construcción periférica está dividida en celdas, cada una de las cuales atraviesa toda la anchura de la construcción […] Basta entonces situar un vigilante en la torre central y encerrar en cada celda a un loco, un enfermo, un condenado, un obrero o un escolar (183).
Por otro lado, Foucault también hace referencia a la arquitectura de los conventos como espacios de reclusión en pos de la disciplina. Señala que se trata, siempre, de celdas, espacios celulares que ayudan, mediante la soledad, a fortalecer el cuerpo y el alma: “deben por momentos al menos afrontar solos la tentación y quizás la severidad de Dios” (147). El esquema de la casa matriarcal y el rol de vigilancia de la Tía Malva son una perfecta combinación adaptada a las circunstancias que la arquitectura de la casa permite. La gran diferencia, es que el panóptico se basa en la luz y la visibilidad como una forma de engaño al detenido; no se trata de un privilegio frente a lo que significa el encierro en un calabozo, sino que es más bien, una estrategia para poder observar mejor. Cabe destacar que era a los enfermos a quienes se encerraba, aquellos que requieren de cierta cura. Las pestes son contagiosas, de la misma manera que los malos instintos de Carmen pueden ser contagiosos desde la perspectiva de la abuela y la Tía Malva. En este sentido, Michael Lazzara da cuenta de las palabras empleadas por Tía Malva al referirse a su misión con Carmen: “Su intención, que ella declara explícitamente, es limpiar su linaje de cualquier posible infección. Este vocabulario no fue
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elegido de forma azarosa”2 (9). El encierro de Carmen se debe, al igual que en el siglo XVIII, a un intento de curación. Por otra parte, en relación con los espacios de la casa y su funcionamiento, Irene Gómez Castellanos entiende que la casa familiar toma vida propia: La casa donde transcurre prácticamente todo Oxido de Carmen está viva –personificada– y tiene un papel activo, pues funciona en contra de algunos de sus habitantes, es una cárcel en miniatura que transforma en objetos comestibles las personas que se introducen en ella, digiriéndoles y quitándoles energía como un parásito invisible […] Se trata de una casa llena de detalles incómodos que dificultan el movimiento y que exigen de muchos cuidados, una casa diseñada para convertir a sus habitantes en seres sin movimiento, en minusválidos simbólicos (5).
Castellanos no solamente aporta con su ensayo a la idea del panoptismo improvisado en la novela, sino que agrega una nueva visión. Estos espacios y este sistema de vigilancia que convierte a los personajes en desvalidos, hace posible la comparación de la casa con una sala de espera: “se trata de un lugar en el que se empaqueta a los cuerpos sanos y se reduce su movimiento, de modo que acaban siendo cuerpos minusválidos, divididos, que necesitan ayuda para caminar por el espacio y que, por lo tanto, pierden su identidad” (6). Desde este punto de vista, se afirma la idea de la supuesta enfermedad de Carmen que con tanto afán la Tía Malva intenta curar. Es por todo esto que la Tía Malva entrega el libro negro a Carmen. De ahora en más, el poder sobre la niña será ejercido a través del libro y no directamente desde la tía. Carmen entra en este sistema que pretende la anulación de la subjetividad y comienza a sentir la coacción: “siempre vigilándose de alguna secreta obscenidad, mirando por sobre su hombro como si viera cuervos” (61). Cabe mencionar que la finalidad nunca es la tortura, sino la corrección. Como bien señala Foucault, se trata de “corregir, refirmar, curar, una técnica del mejoramiento rechaza, en la pena, la estricta expiación del mal, y libera a los magistrados de la fea misión de castigar” (17). Como se ha señalado, esta es la misión de Tía Malva; y para ello, comienza incluso a vestirse de blanco “subiendo y bajando, volando por los corredores con su disfraz de ángel” (45). Por las mañanas, la Tía consultaba en la Iglesia qué se debe hacer con Carmen y el cura visitaba la casa con mayor seriedad. Se deja en claro que Carmen está poseída por un mal, o en palabras de la propia niña: “El demonio en el cuerpo” (52). Esta forma de aplicar el uso y abuso de poder genera que Carmen desarrolle una anorexia nerviosa, un estado-mental confuso y finalmente, el suicidio.
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Si bien Michael Lazzara se refiere a una analogía con la filosofía marxista, al analizar la novela como una metáfora de la dictadura chilena, sus comentarios sobre el vocabulario empleado en la novela bien sirven para comprender la mirada que la Tía Malva tiene sobre los instintos de Carmen. La traducción es nuestra.
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Todas estas estratagemas de dominio que se despliegan en las dinámicas de la novela, tienen su paralelo en el contexto socio-histórico en el que escribe Del Río. Michael Lazzara señala que la novela plantea el tema de la sexualidad no solo como un espacio de resistencia, sino como una alegoría de la dictadura. Lazzara entiende que las visitas ilustres que la Abuela recibe en la casa son una referencia directa a la dictadura: “los destacados políticos que visitan con frecuencia la casa, son una referencia clara a la policía secreta de Pinochet, que hizo desaparecer a los partidarios del anterior gobierno socialista, por ser considerados amenazas al nuevo régimen” (11)3. Más allá de esta situación en particular, Lazzara señala que existe un paralelo entre el sometimiento que Tía Malva ejerce sobre Carmen y los procedimientos de Pinochet. El cuerpo y la sexualidad son entendidos como un sustrato de tortura y represión, desde donde el poder se puede ejercer por la violencia. Las consideraciones de Lazzara vienen a redondear las consideraciones de este capítulo acerca de las íntimas relaciones del poder y el cuerpo, en tanto espacio de dominio. Con la casa convertida en un panóptico improvisado, el cuerpo censurado y castigado, los espacios de marginalidad y confinamiento, la novela parece ir incluso más allá de una metáfora sobre la dictadura chilena en particular, para convertirse en un reflejo literario de las dinámicas biopolíticas que se ejercen sobre el cuerpo en pos del dominio.
Transgresión, erotismo y castigo
Dentro de este marco de buena conducta impuesta y este panoptismo casero, aparece Carmen. Una niña, casi adolescente, con un carácter demasiado impetuoso para adaptarse a las normas de conducta imperantes. Las consecuencias de la situación de semiorfandad, junto al despertar de la sexualidad propio de la adolescencia, comienzan a manifestarse de distintas formas. Por un lado, Carmen transgrede las normas de buena conducta, se escapa con su medio hermano al cine cuando la Tía Malva lo prohíbe, lee libros y revistas considerados inadecuados para los niños, no se interesa por las lecciones de piano y llega al punto de tener un diario de vida secreto donde escribe atrocidades para una señorita de buena familia. Carmen y su medio hermano se escapan al cine sin hacer caso de la prohibición de Tía Malva, sin embargo, al regresar son descubiertos: “Vimos seis veces el rotativo y volvimos pisando de puntillas. No hubo caso de escurrirnos hacia la pasarela que llevaba a las piezas de servicio. Tía Malva nos esperaba en el comedor grande, todas las luces prendidas, con mi abuela, las dos mirando el reloj de péndulo” (22). Las travesuras inocentes de los niños quedan al
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La traducción es mía.
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descubierto y, por ende, el control sobre ellos aumenta. Sin embargo, la resistencia lleva a Carmen a cometer más y más ilícitos. Más adelante en la narración, Carmen comienza a desafiar abiertamente los mandatos de la abuela y la Tía Malva. Ante el reclamo de la abuela por el aprendizaje musical de Carmen a través de sus lecciones de piano, la niña responde de la peor manera: Carmen permanecía en un silencio que vibraba. Se le estaba formando ese altanero encabritamiento que no he encontrado nunca más en nadie de este mundo. Ese algo apresurado que la hacía huasquear el destino hasta el final. De pronto, corrí hacia el piano para detenerla, pero era tarde. Con los pies pisoteando el estruendo, se afirmaba en todos los acordes. Su gruesa voz de mujer con pena, con lata, paralizó por un momento a Tía Malva. –Bluuu…muuun (40).
Todos estos son signos claros de la transición de la infancia a la adolescencia, de una niña que necesita a su madre y sufre por su ausencia. Pero para la abuela y la Tía Malva, lo mejor que se puede hacer en pos de la buena educación de la niña es separarla de su madre para no influenciarla con sus malos hábitos. Sin embargo, los movimientos de Carmen no se adecuan a los de una señorita, ni tampoco su vocabulario. En definitiva, Carmen tiene el yugo de un carácter libre e impetuoso que la llevará a nunca encajar en la sociedad en la que está inserta. El estigma de la locura en sus genes predispone a su entorno familiar a un alto grado de desconfianza que se cierne sobre cada palabra que la protagonista pronuncia y sobre la más pequeña de sus acciones. En el marco de la inestabilidad de su situación, Carmen se ve impedida de desarrollarse como ser libre, como ser humano. Siguiendo la observación de Rosario Castellanos, Carmen parece ser un recipiente en el que no caben los contenidos culturales que su entorno familiar quiere verter o, por lo menos, dichos contenidos nunca parecen terminar de ordenarse. Carmen se desborda con facilidad. Como construcción cultural, la niña de esta historia no satisface las expectativas predispuestas por su abuela y su Tía Malva; de manera que se hace imprescindible corregirla. La niña es empujada con violencia hacia un modelo de conducta que no acompaña su manera de sentir y sus impulsos; en este momento, se presenta una Carmen frágil y fuerte a la vez: una bomba de tiempo. Todas las tensiones que se entretejen en la novela llevan a Carmen a una situación muy precaria que culmina en la anulación de su identidad. La niña es sometida a un proceso de deshumanización que la transforma en un ser aislado de la sociedad, incapaz de cumplir con normas sociales y, al final de cuentas, incapaz de pensar por sí misma. No solo se observa una crisis de identidad provocada por el núcleo familiar, sino ante el desarraigo de su entorno, una crisis de pertenencia, una separación entre la familia y la niña y una pérdida de la identidad. La incertidumbre y la crisis es la marca
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de la niñez narrada. El carácter de Carmen pone en juego los poderes ideológicos, culturales y sociales regentes representados por las figuras de la abuela y la Tía Malva. En este sentido, se puede entender la figura de Carmen bajo la luz de una de las categorías propuestas por Foucault en Los anormales, libro en el cual el autor analiza la situación de aquellos individuos que se salían de la norma desde la Edad Media hasta el siglo XVIII e incluso el siglo XIX. Estos individuos que de alguna manera atentan contra lo establecido, forman lo que Foucault llama la “gran familia indefinida de los anormales” (297). Es decir, representan los grandes temores de la sociedad de la época y, por ende, ponen en relieve tanto las fallas de los sistemas de dominación imperantes como las formas y mecanismos de las instituciones de control. Foucault señala tres categorías principales: el monstruo humano, el incorregible y el masturbador. La construcción de Carmen se ve reflejada en su totalidad en la segunda categoría: el individuo a corregir o el incorregible, que responde a los siglos XVII y XVIII. El incorregible aparece dentro de la familia como ámbito privado: En el ejercicio de su poder interno o la gestión de su economía; o, a lo sumo, la familia en su relación con las instituciones que lindan con ella o la apoyan. El individuo a corregir va a aparecer en ese juego, ese conflicto, ese sistema de apoyo que hay entre la familia y la escuela, el taller (63).
Esta es justamente la esfera en la que actúa Carmen. Como se ha señalado previamente, Oxido de Carmen es una novela puertas adentro, cuyo espacio es el interior de la casa matriarcal. El incorregible es una figura que supone que todas las técnicas de domesticación desplegadas en torno a él han fracasado, pero sin embargo, frente a ese aparente fracaso, se crean nuevas formas de sometimiento, “tecnología de recuperación, de sobrecorrección” (64). Esta categoría parece ser la más adecuada para Carmen, en cuanto los intentos de Tía Malva, como agente educador y mano derecha de las políticas educacionales de la abuela, no han surtido efecto alguno. Toda vez que se ha intentado prohibir una conducta de Carmen, la niña redobla la apuesta y comete una infracción mayor. En este sentido, la novela se hace eco de estas nuevas tecnologías de recuperación, de esta sobreintervención en la educación de Carmen. Puede entenderse que lo que subyace a esta categoría es el cuerpo y la sexualidad como espacio de resistencia, desde donde el individuo esboza infracciones a todo tipo de normas (incluso aquellas que aparentemente nada tienen que ver con la carne) y logra poner en jaque al sistema dominante, es decir, el individuo se convierte en peligroso. A su vez, teniendo en cuenta los lineamientos de Lazzara sobre las alusiones a la dictadura de Pinochet, Carmen representa un gran temor de la sociedad de entonces: la liberación del individuo:
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Una verdadera escena, nada señorial, surgió ese año en el cumpleaños de la abuela… Encontraron a Carmen en el repostero, completamente borracha, cómo pudo saber dónde teníamos el aguardiente, con la Meche limpiándose a gritos un vómito verde que le descendía por el delantal (48).
Esta escena relata el cumpleaños de la abuela, lleno de visitas importantes a quienes es necesario esconder el estado de alteración de la niña para lograr mantener las apariencias. La amenaza que supone Carmen en este momento se agudiza frente a la posibilidad de que las visitas descubrieran lo que realmente sucede en la casa matriarcal; es por eso que la abuela toma el pavo para servir la cena ella misma, ya que Meche ha quedado manchada con el vómito de la niña. Tía Malva advierte la peligrosidad de Carmen y traza un plan para dominarla. El sistema educativo se basa en una vigilancia absoluta. Para definir los procedimientos de Tía Malva, hace falta hacer una breve cronología sobre su proceder. En primer lugar, se introduce un piano en la casa y se contrata un profesor para que enseñe a los niños. La figura del piano aparece como una ostentación. Cabe destacar que en varios episodios se deja en claro que la familia atraviesa un momento de crisis económica, como cuando la abuela indica que deben ahorrar en pasta de dientes: “Ahorraremos en cosas razonables. La pasta de dientes” (31). Pero sin embargo, no se escatima en gastos a la hora de mostrar a la sociedad que los niños de la casa reciben clases de piano, como el resto del círculo social al que pretenden pertenecer. Por otro lado, la Tía Malva traza una serie de órdenes que los niños deben cumplir para encajar en su esquema social, como por ejemplo, dejar de ir al cine y dedicar ese tiempo a cuidar la siesta de la abuela. Es a raíz de esto que Carmen y su hermano son descubiertos besándose en el espacio más sagrado de la casa, el cuarto de la abuela: Tía Malva entró como un gato negro cuando habíamos logrado juntar los pisos y nos besábamos como los monos de cuerda, muy derechos, sin despegarnos del escabel. La palabra aberración salió de entre las faldas de Tía Malva, que la manejaba con una pericia de trompo. Las habladurías y las palmas tapándose la boca llegaron a la cocina, donde se pusieron a acordarse de Caín y Abel (25).
De aquí en adelante las órdenes serán claras: recluir a Carmen, entregarle el librito negro de examen de conciencia, estudiar Redacción Comercial, mantenerla incomunicada, no nombrarla durante las comidas y, lo más importante: limpiar el alma de Carmen. Si bien, hasta el momento, Tía Malva ha dedicado su tiempo a hurgar en la vida de los niños, de ahora en adelante, se vuelve mucho más rígida. Cabe analizar la situación de Carmen dentro de estas condiciones y detener la mirada en el descubrimiento del erotismo y en las constantes transgresiones de la niña.
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En el marco de la agitación emocional que vive Carmen, descubre el erotismo junto con su medio hermano. Desde el comienzo de la novela, el narrador deja en claro que se enamoró de Carmen desde el primer momento: “La amé en picada, sin detenerme, porque detenerse en ese tiempo era de cobardes. La amé sin pararme a pensar en el horrible pecado que eso significaba” (10). El amor entre Carmen y el narrador se transforma en una pasión llena de curiosidad y de ansias de experimentar con el cuerpo. En este sentido, la transgresión de Carmen cobra relevancia desde el erotismo, en términos de Bataille: “La prohibición de un sentido en sí misma que la propia acción prohibida no tenía. Lo prohibido compromete en la transgresión, sin la cual la acción no tendría el resplandor de maldad que seduce […] Es la transgresión de lo prohibido lo que hechiza […]” (47). Como señala Bataille, la curiosidad de Carmen y su medio hermano parece perfectamente natural para ellos, pero es el cúmulo de prohibiciones lo que lleva a la protagonista a endulzarse con dichas acciones censuradas tan tajantemente. Como sucede en la escena en el baño de Tía Malva, Carmen encuentra placer no solamente en enseñar sus pechos a su medio hermano: “se los fue descubriendo de a poco, como si sus ropas fueran leves cáscaras” (35), sino que, además, Carmen aprovecha para derramar la pasta dental de la Tía Malva –lo que conforma un acto subversivo ya que se estaba en época de ahorro y se había dejado en claro que era necesario racionar la pasta dental–: “Y haciendo un círculo en el espejo con la pasta Kolynos de Tía Malva, se vistió acompasada y vibrante” (36). La pasión va acompañada de la idea de peligro, de provocar y salirse con la suya. Así, queda en claro cómo la prohibición crea en sí ese resplandor seductor del que habla Bataille. Al hablar de erotismo, el autor encuentra una relación esencial entre dicha pulsión y la muerte. Bataille entiende que existe un erotismo trágico despojado de toda nobleza que permanece incomprensible para el ser humano: El sentido del erotismo, si se nos brinda en una profundidad abrupta, escapa a nuestra comprensión. En primer término el erotismo es la realidad más conmovedora, pero simultáneamente es la más innoble […] su profundidad es religiosa, es terrible, es trágica, incluso inconfesable. Sin duda en la misma medida en que es divina (48).
Estas palabras arrojan luz sobre las emociones de Carmen ya que hablan de algo innoble e inconfesable. Desde este punto de vista, lo inconfesable cobra relevancia ya que Carmen sabe que sus actos y sus instintos son escandalosos para su entorno familiar. Así, la realidad que experimenta con su hermano se transforma en algo terrible y trágico, que la propia niña no puede controlar. Pero la mirada del narrador adulto, hacia el final de la novela, deja en claro la pureza del sentimiento que lo unía a Carmen; un sentimiento que llega a ser algo religioso. Las últimas palabras del narrador revelan un ritual que se erige en torno al cine Alcázar, donde iba con Carmen durante
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su infancia. El narrador (de adulto) lleva a sus citas allí incansablemente, pero la presencia de Carmen sigue ahí, como un espíritu: “Mi técnica, mi tic, mi vida, es mirar disimulado hacia el Escape, entre el calor del cine, donde me observa Carmen burlona, imitando el ruido de las pastillas de menta que tengo en la boca” (66). La imagen de Carmen ha quedado atada a la memoria del narrador, como una contradicción entre la inocencia y la culpa. Bataille, al hablar de la religiosidad del erotismo, señala que “está en la esencia de la religión oponer, a los otros, actos culpables, precisamente actos prohibidos” (49). De manera que el espacio de erotismo en el que se mueven Carmen y su medio hermano es una zona gris en la que se confunden tabúes e inocencias, culpabilidades y libertades, juegos de niños y de adultos. El resultado de todo este juego de transgresiones es fatal para Carmen. La niña adolescente es castigada, pero cabe destacar que el narrador no sufre ningún tipo de represalia, ya que no se considera una desviación de conducta de su parte, sino una provocación indecente de Carmen. En este sentido, la ilegitimidad de Carmen, sumada a su condición de género, son factores que se yuxtaponen para colocar todas las culpas y enfermedades morales sobre la niña. Esta culpabilidad de Carmen está directamente asociada a la locura que se le atribuye a la niña a causa de su linaje. La madre de Carmen, como hemos visto, lleva el estigma de la locura, de la indecencia. Justamente es el erotismo lo que se relaciona con lo diabólico, desde la mirada del cristianismo. Bataille señala que el erotismo ha estado presente desde siempre en la historia (y la prehistoria) del hombre, pero sin embargo, es adjudicado a la figura diabólica. El autor hace hincapié en la prehistoria ya que no existía ni un mero esbozo de la figura del Diablo en términos cristianos. Lo diabólico tiene que ver entonces con ese temor a la muerte implícito en todas las culturas; la diferencia radica en que el Cristianismo ha resumido todos esos temores en la figura del Diablo, en tanto representación de todos los males y angustias del hombre. Bataille continúa relacionando lo diabólico con la locura humana (17), de manera que aparece en Carmen un aspecto demoníaco ante los ojos de Tía Malva. Desde este punto de vista, la transgresión de Carmen se vuelve aún más poderosa, todas sus actitudes reflejan un estado de posesión demoníaca que es necesario exorcizar. De esta forma, puede comprenderse mejor el plan de Tía Malva: las consultas al cura, el librito negro, la creencia de una posesión y del determinismo de la locura. El problema del incesto pasa a ser un agravante en el erotismo de Carmen, ya que no solamente la niña realiza actos impúdicos, sino que además, se trata de su medio hermano, lo que convierte a la transgresión en pecado mortal. Como señala Freud en Tótem y tabú, el horror al incesto ha acompañado las distintas culturas desde tiempos prehistóricos. Es una prohibición ancestral que posee altos grados de escándalo y castigo. A su vez, Lèvi-Strauss en su Antropología estructural destaca cómo el incesto ha sido prohibido en la mayoría de las etnias estudiadas por él, por lo que se transforma en una restricción de carácter universal y no cultural:
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“la prohibición del incesto, única regla cultural que no tiene excepciones conocidas” (14). Por lo mismo, el antropólogo entiende que dicha prohibición tiene una función específica, que puede variar según la etnia. Señala que generalmente se trata de una forma de generar redes sociales; al impulsar la exogamia, se crean relaciones entre los miembros de distintas tribus, lo que lleva a una coexistencia en mejores términos (35). A este respecto, Freud señala el castigo inevitable ante las distintas transgresiones a las prohibiciones de los tótems y los tabúes: “es vengada por la tribu entera, como si se tratase de alejar un peligro que amenazara a la colectividad o las consecuencias de una falta que pesase sobre ella” (64). Justamente eso es lo que pretende Tía Malva: alejar un peligro que entiende proviene de la sangre contaminada de Carmen, de una maldición de la estirpe. Por todo lo anterior, el incesto se vuelve una insurrección dentro del seno familiar ya que altera las normas de funcionamiento social en el sentido de las interrelaciones generadas entre las distintas tribus (familias) y, a su vez, provoca un castigo; en este caso, social. La acción de Carmen quiebra normas ancestrales, siguiendo los estudios de Lèvi-Strauss, y en la actualidad, escandaliza a nivel social en relación con las apariencias que la Tía Malva y la abuela pretenden mantener. Por otro lado, Lèvi-Strauss señala que, generalmente, se entiende el incesto en cuanto a las relaciones sexuales entre padres e hijos, pero ante la ausencia de los mismos, las figuras de los hermanos se vuelven objeto del deseo. De manera que entiende que ante la ausencia del padre y de la madre, como es el caso de Carmen y su medio hermano, los roles se alteren: Entre hermano y hermana, constituiría una permutación del incesto edípico entre madre e hijo. La coyuntura que hace inevitable el primero –doble personalidad del héroe masculino– sería una permutación de la doble identidad de Edipo, tenido por muerto (37).
La relación incestuosa entre Carmen y su hermano va tomando un grado más específico en relación a dos aspectos: en primer lugar, la ruptura de una de las leyes universales –en el sentido de Lèvi-Strauss– más antiguas, lo que supone una insurrección clara e, incluso, podría decirse que existe una búsqueda de castigo por parte de la niña. En segundo lugar, la permutación de las figuras materna y paterna, tanto en el caso de Carmen como en el de su hermano. En cuanto a esto, Freud entiende que: El psicoanálisis nos ha demostrado que el primer objeto sobre el que recae la elección sexual del joven es de naturaleza incestuosa condenable, puesto que tal objeto está representado por la madre o por la hermana, y nos ha revelado también el camino que sigue el sujeto, a medida que avanza en la vida, para sustraerse a la atracción del incesto (8).
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Carmen y el narrador son ahora más vigilados que antes: no deben hablarse ni verse; por lo que inventan nuevas formas de comunicación. Durante los almuerzos la transgresión es extrema, el narrador pasa un papel a Carmen donde le pide que le muestre sus senos: “Le he pedido que me muestre los pechos, en un papel que le pasé dentro de un pan, a la hora de almuerzo” (33). Todo esto frente a la Tía Malva y la abuela. El erotismo y el descubrimiento de la sexualidad avanzan a pasos agigantados delante de la propia Tía Malva sin que esta pueda advertirlo, la burla y la provocación se instalan en la conducta de Carmen como una característica de su personalidad. Finalmente, la Tía Malva descubre el diario de vida secreto de Carmen. La niña llevaba dos diarios, uno que dejaba escondido en lugares de fácil acceso, donde escribía sobre buena conducta y religión y hacía promesas de mejorar su comportamiento. El otro, el diario secreto, era un listado de obscenidades impensables; algunas propias de su fantasía y otras verdaderas en relación con su medio hermano. El descubrimiento de este diario provoca un giro inesperado en la novela. Al leer estas páginas pornográficas, Tía Malva entra en estado de histeria. La abuela, sin embargo, mandando a callar a la Tía Malva, toma una actitud analítica y entiende que Carmen no está loca, encuentra cordura y lógica en su redacción. La conclusión a la que llega la abuela cae en el mayor de los determinismos; la lascivia de Carmen sólo puede provenir de sus genes, de la clase social baja de su madre: “Hay que tratar de salvarle el alma, ¡no ves el grado de bajeza a que llega este pensamiento! Esto le viene de allá –repuso, mirando hacia el patio tercero–, ya me lo temía yo, que esta mugre no se quitaba con jabón y silabarios, así nomás” (42). Se vuelve imperativo entonces salvar el alma de Carmen, para eso, no hay mejor cura que la incomunicación y un intenso plan educativo. El panoptismo casero y la marginalidad están ahora definidas. La dicotomía exclusión-inclusión comienza a agudizarse, pero a su vez se acerca a la resolución. Está claro que Carmen debe ser reeducada para lograr ser incluida, pero el proceso de cura implica la marginación total, es decir, el encierro. La dicotomía que supone la sola presencia ilegítima de Carmen se ensancha y llega ahora sí, a colocar a la niña en una celda.
La última rebeldía
Carmen ha sido encerrada para lograr purificar su alma, y así, reencaminarla en las buenas costumbres. Lo sospechoso del proceder de Tía Malva es que la casa familiar ya tiene dos integrantes marginales, como Ascanio y la madre de Carmen quienes, lejos de reinsertarse, han sido quitados de la vista de la sociedad. Esto genera la duda, desde el comienzo, sobre el destino de Carmen. Y los resultados del sistema de Tía Malva están a la vista y no fueron en absoluto positivos; Carmen no mejora, sino que este camino la lleva a empeorar rápidamente.
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El primer indicio de que algo está verdaderamente mal con la niña es la fuerte aversión que desarrolla hacia la comida y todo lo que implique una relación de placer con el cuerpo; desde tocar una fruta hasta sentir el roce de la ropa en la piel. Como señala Marta López-Luaces hay una asociación intrínseca entre el placer y la comida que no es natural, sino creada, ya que solamente el pensamiento o la palabra son asociados con este placer: “El placer asociado al aspecto material en la palabra se irá haciendo uno con el cuerpo de la niña” (52). Esta asociación, que llega a extremos como asimilar el pecado con la palabra que refiere a la comida, conduce a una fragmentación en la psiquis de Carmen. El narrador describe este proceso de fragmentación a través de la mirada de Carmen y del recuerdo de su salvajismo: “Entonces me miró con otros ojos. Los suyos propios se habían quedado quizás dónde, doblados en mil pedazos” (60). De esta manera, la subjetividad de la niña queda destrozada funcionando en partes asiladas que no logran concordar entre sí. Del Río realiza una crítica fuerte al sistema represivo mediante la voz del narrador que acompaña el proceso de anulación de la identidad de Carmen. Sin embargo, la ferocidad de esa crítica es alivianada por una poética singular que se inscribe en la voz del narrador y en el personaje de Carmen. Desde la experimentación natural proveniente de la curiosidad propia de la preadolescencia, se descubren estigmas que marcan el desarrollo de la individualidad. Por otra parte, el discurso enmarcado en la voz infantil maneja códigos verbales más libres. En el caso de Carmen, su voz se vuelve irreconocible al final de la novela. El narrador se espanta ante la imagen de una Carmen que ha perdido la vitalidad de su discurso; una Carmen que ya no desafía, una Carmen que solo habla de su castidad y del pecado. Una mente desarticulada por la idea de pecado, una mente convencida de ser la semilla del mal; una fuente de malos instintos: Todo le daba remordimientos (el librito negro de Tía Malva era poderoso), incluso cosas de todos los días, tocar la fruta, caminar por una alfombra mullida. La vi llorar a gritos por haber pasado la mano por un plato de frambuesas, más aún, por recordar haberla pasado. El olor del pan recién hecho le causaba horror. Se lavaba durante horas las manos, con jabón de lavar y escobilla, dejándoselas acangrejadas […] Después intentó bañarse vestida para no mirarse [...]. –No puedo dejar de pensar –decía–, no puedo. (Del Río, 58)
La ventaja que ofrece esta perspectiva es la frescura e inocencia propias de la niñez, pero dotada de un matiz analítico, irónico y feroz. La mirada del narrador maneja el universo –de los adultos– desde un concepto diferente, entendiendo las relaciones humanas y los pactos sociales desde una mirada transgresora en todo aspecto. Los niños están al margen del poder y en cierta forma del conocimiento. Esto genera dos niveles de discurso; por un lado la lucha por la supervivencia de la identidad, la lucha por
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adaptarse a un mundo que no comprende; y por otro, la denuncia constante de los abusos cometidos en nombre de la buena educación, en definitiva, del bien. El problema de la lucha por la identidad en Carmen radica en una cuestión de género. Lo primero que es necesario destacar es el rol de las mujeres en esta casa matriarcal. Si bien los hombres se han ido, las mujeres deben definirse desde otro lugar, no ya como ese segundo sexo del que habla Simone de Beauvoir, sino desde otro espacio de validación que no parecen encontrar. Es fácil detectar cierto conflicto interno a nivel de género, una pugna en la que los hombres quedan fuera. Tanto el tío Ascanio como el narrador –y especialmente el narrador– son meros observadores de lo que sucede. El narrador jamás es sancionado, el problema es exclusivamente con la niña; y aún cuando el narrador advierte el peligro del encierro de Carmen, no toma ninguna actitud proactiva, sino que se hace cómplice desde su silencio. Incluso la propia Carmen, ya alienada, adscribe a este matriarcado machista y adjudica a su medio hermano una cierta superioridad moral basada en el género: “Confiésame –pidió–. Tú eres hombre. Puedes hacerlo por mientras” (58). Estamos frente a un matriarcado tremendamente machista que parece tambalear ante la ausencia de los hombres, por lo que es imperativo limpiar, por lo menos, la imagen de Carmen a modo de sanear el propio género. Lagos señala que la pugna solamente terminaría con un cambio en las mujeres mismas. Carmen ha alzado su voz y se ha rebelado para ganarse su espacio y definirse desde su feminidad; sin embargo, ha sido silenciada, desde la escritura de sus diarios, hasta su voz y su espacio de circulación en la casa: Así, la línea femenina que tradicionalmente no ha contado su historia, seguirá callada. El texto sugiere, implícitamente, que el cambio sólo podrá efectuarse con la colaboración de las mujeres mismas, pues los hombres, como el narrador, aunque se dan cuenta de la violencia invisible, observan desde el margen y tácitamente consienten en su aplicación (214).
Lentamente, la identidad de Carmen se ve fragmentada hasta ser anulada. La niña que supo ser una gran fabuladora en sus diarios comienza a perder su capacidad de contarse, le han quitado su voz y su memoria. La palabra misma, hacia el final de la novela, es asociada a la noción de pecado. Carmen intenta olvidar su pasado como una forma de borrar su identidad. Sin embargo, esto no impide que la protagonista deje un testimonio. Consciente o no de ello, su cuerpo se transforma ahora en el único soporte para dar testimonio. Irene Gómez Castellanos señala la relación del cuerpo de Carmen con su identidad, si bien la subjetividad de la niña ha sido destruida, el cuerpo parece acompañar este proceso: La presencia de la subjetividad de Carmen evoluciona en términos de espacio. Cuanto más espacio ocupa su cuerpo simbólicamente, mayor es su libertad. De ahí que su
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yo se borre por completo a medida que se borra su cuerpo a través de una dieta para el cuerpo y para el alma que literalmente acaban con toda ella (9).
Es el narrador quien informa al lector del estado de Carmen en el encierro. Sin nombrar la palabra anorexia, el narrador advierte la extrema delgadez de su hermana e intenta convencerla de que no todo es pecado. Sin embargo, ya es tarde para Carmen, que está poseída por el librito negro de Tía Malva. El narrador, desde su ingenuidad, llega a advertir que algo anda mal con la mente de su hermana: “Carmen […] ¿quién te está hipnotizando?” (60). El estado físico de Carmen revela, entonces, su estado mental; y este es tan grave que hasta un niño puede ver que Carmen ha enfermado. Sin embargo, ella es empujada hacia este encierro que termina con su vida. La anorexia que padece Carmen al estar aislada del núcleo familiar y, por ende, de la sociedad, no es más que una forma de flagelación que procura expiar culpas, pero ¿cuáles culpas? No se trata propiamente de culpas, sino de miedos, y son los miedos de una sociedad plagada de tabúes que prefiere hacer callar de forma violenta como sinónimo de eficacia; son los miedos representados por una Carmen incorregible, en términos de Foucault, que representa el problema de la liberación del individuo en un marco dictatorial. La provocación de Carmen hace tambalear el sistema de educación de la abuela y Tía Malva. Por esto, Carmen acaba por ser encerrada en una suerte de hospicio casero que recuerda a un campo de concentración. El final de la novela plantea una paradoja casi insoportable: la búsqueda obsesiva de la virtud, impuesta a Carmen por coacción, la conduce al peor de los pecados; el suicidio. Poco a poco, Carmen pierde su carácter que oscilaba entre lo salvaje y lo frágil y va internalizando los mandatos del librito negro. Sin poder decidir por cuenta propia qué es pecado y qué no, comienza a creer que todo lo es. Ante la visita, a escondidas, de su medio hermano, Carmen se muestra anulada, transformada y llena de culpas: “Lloraba y rezaba al mismo tiempo. Nunca la vi tan débil. Su hermoso cuello de insolencia lustrosa había desaparecido, y las vértebras le aparecían entre los codos […], no le vi los ojos” (57). La voz del narrador relata la impresión que sufrió al ver a Carmen. Una niña que ya no come por miedo a pecar. Con respecto a la anorexia nerviosa, Gloria Gálvez-Carlisle señala que se trata de un trastorno muy antiguo que ha sido nombrado y diagnosticado clínicamente solo desde la mitad del siglo XIX. Sin embargo, estas historias de aversión a la comida eran comunes entre las santas de la religión católica: “cuenta la historia el caso de una joven que dejó de comer en rechazo al candidato elegido por su padre como esposo. Eventualmente la joven fue crucificada convirtiéndose, así, en santa” (59). Cabe destacar que estas prácticas se asociaban con un sacrificio dedicado a Dios, con una vida de penitencia. La comida, asociada al placer, aparece como un pecado que raya en el erotismo. Carmen intenta limpiar su alma dejando de comer para evitar pecar al sentir
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placer. De a poco la niña va muriendo de inanición, descuida su salud y se deja morir. Ana María del Río logra hacer una crítica profunda al sistema de pureza de la religión católica mediante un personaje que se martiriza hasta la muerte misma para alejar al demonio de su cuerpo. Sin embargo, este ascetismo parece no tener un efecto totalmente positivo. Carmen no está segura de estar incumpliendo o no en cada acción cotidiana. “Ya casi no peco […] Me cuesta pensar en las cosas malas” (62), dice Carmen; pero sin embargo, termina suicidándose, quizás como única solución para escapar a un mundo material en el que todo está asociado con la culpa. Gálvez-Carlisle señala la relación de control y poder que existe en la mujer anoréxica y su relación con la comida: En Anorexic Bodies, Morag MacSween explica que “la mujer anoréxica responde al sentido de impotencia controlando la única cosa posible –el comer–”. El intento fútil de eliminar su naturaleza sensual, culminación catastrófica de este violento proyecto, no se logra; la penitencia y otras prácticas ascéticas no surgen efecto; su mente raya en la locura. En la dicotomía teológica de cuerpo (vicioso) y espíritu (virtuoso), castigando el primero y valorizando el segundo, el sentido de repugnancia y aversión a su cuerpo, en última instancia, la empuja al suicidio (62).
En el caso de Carmen, la orden ha sido clara y precisa: ella debe controlar sus impulsos por no condecirse con lo establecido socialmente. De manera que para lograrlo, la niña intenta usar el dominio sobre las comidas como herramienta de purificación, asociando el acto de comer con una ofensa a los ojos de Dios. De esta manera se restringen los apetitos de Carmen, entendiendo el término apetito extendido a los instintos sexuales. En su libro Remembrance of Repasts, David Sutton explica que existe una relación metonímica entre los olores y la evocación, de manera que el mero estímulo del olfato genera recuerdos de un ambiente, de un todo específico: “los aromas evocan todo lo que los rodea; asociación que se realiza por medio de un proceso metonímico con el aroma en cuestión” (89)4. Esto explica un poco el sentimiento de culpa que experimenta Carmen frente a las comidas. Al percibir un mínimo olor, Carmen entiende que ha errado, ya que la asociación entre satisfacción de un estímulo está fuertemente ligada al pecado. Por otro lado, la aversión de Carmen hacia la comida, puede explicarse como una forma de borrar la memoria. Si bien el estímulo de los sentidos, y más que nada el olfato, provoca un alto grado de evocación metonímica, se vuelve imprescindible crear un proceso inverso. El rechazo a la comida se entiende como una vía para olvidar todos
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La traducción es mía.
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los elementos pecaminosos que se cuelan en el proceso metonímico de recordar. Sutton señala que el proceso de olvido relacionado con la comida es una forma de eliminar de la memoria ciertas tradiciones o hábitos y crear nuevos espacios para desarrollarse (169). En el caso de Carmen, puede entenderse que la aversión total hacia la comida es un camino para generar un espacio propio dentro de la estructura social de Tía Malva, un espacio que no ha tenido hasta el momento, donde poder desarrollarse como sujeto acorde con los valores establecidos. Es decir, mediante la restricción de las comidas, Carmen refunda sus apetitos sexuales, intentando hacerlos desaparecer por completo. Sin embargo, este intento de crear un nuevo espacio, un lugar donde su ilegitimidad no sea tal, o donde la dicotomía de inclusión-exclusión que experimenta dentro de la casa desaparezca, la lleva hasta el suicidio. La relación de Carmen con la comida tiene su paralelo en la relación del cuerpo con el castigo. Foucault señala que el cuerpo es siempre el instrumento mediante el cual se ejerce un castigo. Destaca que desde la abolición de los suplicios como pena ante un delito, el cuerpo ha quedado sometido a dicha pena, pero como un intermediario. Se trata de privar al cuerpo de un bien o un derecho: “El cuerpo se encuentra aquí en situación de instrumento o de intermediario; si se interviene sobre él encerrándolo o haciéndolo trabajar, es para privar al individuo de una libertad considerada a la vez como un derecho y un bien” (18). En el caso de Carmen, el castigo pasa por el encierro con la finalidad de hacer un examen de conciencia y limpiar su alma; sin embargo, la niña entiende dicho castigo a la manera de Foucault. Si bien su cuerpo está poseído por un mal que encuentra su origen en el determinismo; en sus propios instintos; ella misma provoca las privaciones y rechaza la comida como forma de suplicio. La idea de limpiar el cuerpo como metonimia del alma es entendida por Carmen a través del suplicio y el sufrimiento. El suicidio de Carmen parece oponerse a todo valor inculcado por Tía Malva y, más precisamente, por la Iglesia Católica. El suicidio es un pecado mucho más importante que el mero hecho de tocar una fruta o sentir placer al comer. Carmen, con la mente anulada y solamente pensando en encontrar la redención, pierde toda noción del bien y del mal; solamente piensa en evitar pecar y para ello no encuentra mejor salida que morir. Dejarse morir de inanición o suicidarse son dos matices de lo mismo: la autoeliminación. El problema radica en que frente al suicidio de Carmen, ni Tía Malva ni la abuela pueden ser responsables; se trata solamente de una niña enferma, contaminada de pecado, que heredó el mal de su madre. En cambio, si Carmen hubiera muerto de inanición, las primeras responsables por su deceso serían la tía y la abuela, dos mujeres adultas con la responsabilidad de educar y mantener a la niña en buenas condiciones. Aún así, el suicidio de Carmen salpica a sus familiares con responsabilidad. Tanto Tía Malva como la abuela condujeron a Carmen a un estado de paranoia religiosa; una cacería de brujas en la que Carmen se transforma en chivo expiatorio.
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En contraposición, la muerte de Carmen puede verse desde otro ángulo: la última rebeldía. En un último intento por rebelarse ante el plan de Tía Malva, Carmen escapa del martirio al que es sometida, se libera y no se deja subyugar. Un cuerpo muerto ya no es un cuerpo corregible o educable; un cuerpo muerto deja de ser un receptáculo que llenar con valores que no cupieron dentro de sí; se transforma en un fantasma, en la falla de la familia como institución. Carmen aparece como una heroína romántica; desde su delgadez y su palidez, desde su estado languidecido y casi desprovisto de voluntad, el suicidio aparece como la única alternativa. Julia Kristeva en Historias de amor, se refiere a la muerte de los enamorados en Romeo y Julieta como una forma de llegar al paraíso perdido. Ese mismo paraíso perdido en que Carmen y su hermano vivían antes de ser descubiertos besándose, casi un tiempo mítico y fundacional de la identidad de ambos. Pero la muerte de Romeo y Julieta es distinta; es una muerte que desafía toda suerte de realidad, una muerte que parece ensoñación (acrecentada por los somníferos de los amantes de Shakespeare) que provee de esperanzas al espectador: “En esa negación que nos hace pensar en los dos cadáveres como en simples durmientes, es probablemente nuestra sed de amor –desafío mágico a la muerte– la que habla” (Kristeva, 207). A esto se suma la relación del erotismo y la muerte planteada por Bataille, una relación que también existe en Romeo y Julieta. Lo interesante es que el pecado del erotismo incestuoso lleva a Carmen a la reclusión como sanción, y luego hasta la muerte. De una forma u otra, en la figura de Carmen confluyen ambas pulsiones: “El momento erótico es la cima de la vida” (Bataille, 21). Esta relación que hace Bataille entre vida, muerte y erotismo se refleja en el cuerpo y la mente de una Carmen que pierde la fuerza vital en el encierro, en la culpa, en la atribución erótica a elementos que no son eróticos en sí –como las frutas– pero que podrían evocar cierto erotismo. Ese desafío a la muerte es precisamente el que hace Carmen. No en vano el final de la novela tiene un tono poético en el que se coloca a la protagonista como un ser más allá de toda muerte posible: “el más bello y delgado cuerpo de niña hilo que se elevaba en espiral hasta la lámpara de diez mil lágrimas, ni una sola rota, Carmen de cristal” (63) “Carmen parecía flotar dentro de esa caja de blancanieves que le compró mi abuela, entre encajes y cristales tornasolados” (64). La imagen de Carmen aparece como un cuerpo etéreo, una presencia tan fuerte como intangible, un cuerpo de una belleza única aún en la muerte. Estas palabras hablan de una Carmen más cercana a una heroína romántica que a una niña cuya voluntad e identidad han sido totalmente anuladas. Una Carmen incorregible que hasta el final lucha por su propio espíritu.
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Cuerpos menores en el latifundio chileno: pobreza y abuso sexual en Hasta ya no ir de Beatriz García-Huidobro Andrea Jeftanovic y María Belén Pérez
La escritora chilena Beatriz García-Huidobro aparece en el espectro literario con la novela Hasta ya no ir (1996), finalista del concurso Sor Juana de la Cruz, México 1997. Su narrativa está marcada por el silencio, el intento de nombrar lo innombrable y de darle voz a personajes que no poseen un discurso validado por la sociedad. En Hasta ya no ir da paso a las palabras de una niña de doce años, luego, en obras posteriores como Sombras nada más (1999), Marea (2002) y Nadar a oscuras (2007) también se da la inclusión de la voz femenina en un contexto patriarcal, la densidad poética de su prosa y la creación de ambientes. En Hasta ya no ir se construye un relato a partir de la mirada de una niña sin nombre propio, donde la narradora usa alternadamente la primera o tercera persona singular para describir lo que le acontece y los hechos que se desarrollan a su alrededor en el transcurso de los años setenta en Chile. La historia comienza con la muerte de la madre de la niña. Luego de su muerte, la pequeña queda al cuidado de su padre y de su hermana Amalia. La protagonista es la menor de la familia y es considerada inútil porque no aporta con dinero a la casa, mientras que el ambiente es descrito como adverso debido a la pobreza y a su corta edad. Desde un comienzo se detallan episodios en los que la muchacha trabaja como prostituta y además, es abusada sexualmente por el dueño de un almacén, llamado don Víctor. Estas situaciones son vividas de forma silenciosa y la familia, al ignorarlas, accede a que la niña trabaje para don Víctor en un pueblo alejado. Su trabajo consiste en atender a los clientes del negocio y llevar las cuentas, sin embargo, por las noches es abusada por su jefe. La niña también se relaciona en este lugar con Robertito, un joven con retraso mental que la acompaña a jugar en el río. En uno de estos paseos, logra relatarle los abusos de los que ha sido víctima. Esta conversación le permite tomar la decisión de huir del lugar en el que se encuentra, subir a un bus y bajarse en un pueblo desconocido donde un borracho le pregunta “¿Es todavía hoy? […] ¡Por favor! ¡Dime si todavía es hoy!”(91), con esta pregunta sin respuesta finaliza el relato, el lector ignora si la niña podrá cambiar de rumbo y dejar atrás su pasado de violencia y vejaciones. La novela abarca, entre otros temas, la infancia dentro de una época problemática, el paso de niña a mujer y el descubrimiento de una sexualidad precoz, violenta y caótica en un contexto político convulsionado. Tópicos que la convierten en una obra que, si
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bien es breve en extensión, implica complejidad a la hora de esclarecer sus raíces. Se trata de la primera novela de la autora, por lo tanto, la crítica y estudios al respecto son reducidos. No obstante, se reconocen características propias de una tradición literaria chilena conformada por escritoras como María Luisa Bombal y Marta Brunet, quienes han configurado este tipo de narrativa de la que García-Huidobro es heredera. Una narrativa que da cuenta del mundo femenino en la vida de campo y establece un estilo basado en el uso del paisaje natural, ya sea como medio de exteriorizar los sentimientos de los personajes, como para construir con claridad el imaginario de vida campestre: “Esta identidad genérica encontrará sus fundamentos en el cuerpo; en la relación que las protagonistas entablan con la naturaleza; en la marginalidad respecto a lo simbólico (en tanto lenguaje, en tanto espacio público); en su poder contestatario activo o pasivo respecto a la sociedad patriarcal” (Carreño, 81). La marginalidad, el diálogo con la naturaleza, las relaciones de poder y la violencia de dichas relaciones son algunas de las preocupaciones centrales de este proyecto. Desde esta perspectiva es necesario comprender la configuración del entramado social latinoamericano, específicamente en la narrativa chilena, donde resulta útil el concepto de la huacha estudiado por la antropóloga Sonia Montecino en la última edición de Madres y Huachos (2007). Pese a que la protagonista vive con su familia y es hija legítima –o más bien: no hay detalle sobre el carácter de la unión de sus padres– por su condición de niña-sin-madre y de campesina pobre, se sitúa en una cierta “tierra de nadie”. La identidad de la huacha obedecería a un modelo de identidad reiterado por una característica común: el ser arrojada o tirada al mundo. La huacha participaría de una ilegitimidad originaria, entendiéndose esta como el desprecio que suscita su figura ante el padre al momento de nacer, repitiéndose el mismo rechazo, más tarde, cuando la figura masculina, tras acometerla sexualmente, la abandone con su progenie. Si bien la protagonista no cumple todos los requisitos (no ha nacido fuera de la familia, no es violada por el padre, no se embaraza precozmente), de todas maneras es dejada en un “terreno descampado”, un simbólico erial donde aparece expuesta a penosas circunstancias. Además la historia transcurre en el campo, en un área de retraso social y tecnológico, de grandes asimetrías económicas, educacionales y sociales. Montecino toma algunas ideas del sociólogo chileno José Bengoa en su artículo Diálogos sobre el género masculino para referirse a la particular genealogía del hombre chileno que proviene del mundo rural: Allí [en el mundo hacendal] el proceso de mestizaje y la potestad del ‘gran señor y rajadiablos’ teñirá el ‘intercambio de mujeres de violencia y vasallaje’. Sin embargo, ese proceso estará también signado por la ‘atracción’ de personas de clases sociales distintas, generando una suerte de fenómeno ‘integrativo’. Así, la mezcla entre amor y odio, entre atracción y humillación formarán parte de las relaciones de género […] (187).
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Todos estos elementos se ven presentes en Hasta ya no ir, pues Don Víctor, hacendado, dueño de casi todo el pueblo, casado, se fija en la niña pobre y sin madre, quien deambula por el pueblo buscando trabajo y cariño. Él abusa de la chica a cambio de unas migajas de ayuda que la hacen objeto de su deseo, en un ilícito trueque de mercancías a cambio de crueles y abyectas escenas eróticas. De este modo, el cuerpo de la niña se va vaciando de subjetividad. Su existencia se limita a la sobrevivencia, a crecer en un ambiente adverso y violento. En relación a la carencia de subjetividad en Hechura y confección: escritura y subjetividad en narraciones de mujeres latinoamericanas de María Inés Lagos no solo se formula un análisis respecto a cómo influye el hecho de ser mujer en la narrativa latinoamericana, sino que también cómo esta condición se refleja en la escritura a nivel estilístico: Estas narraciones autorreflexivas de escritoras contemporáneas cuentan historias de protagonistas femeninas que no evitan relacionar lo textual y lo personal, sino que problematizan la relación entre vida y representación textual, mientras enfrentan la tradición literaria, el carácter relacional de la subjetividad y la sujeción de la mirada del padre en su discurso e, implícitamente, en sus vidas (59).
Se trata de una tradición que problematiza la relación entre vida y texto, donde se desarrolla el concepto de subjetividad en la escritura. De alguna manera, esta encrucijada se advierte en Hasta ya no ir con el uso de un lenguaje poético, a partir del cual, es difícil deslindar el argumento. Del mismo modo, resulta complejo dilucidar los sentimientos de la niña del relato, debido a que se ocultan tras una descripción lírica de la naturaleza que se limita a detallar su situación. Sus emociones se esconden en un decorado de palabras que hace referencia a lo campestre. En palabras simples, la intención de la autora es retratar la inmovilidad de una niña en un ambiente adverso, de hecho, afirma que: “Originalmente se llamaba El eje vertical, que representa el giro hacia abajo sobre sí mismo” (Montano, s/n). Es este movimiento hacia abajo el que caracteriza la narración y lleva a que la trama tienda a perderse en el sinnúmero de imágenes poéticas que pueblan la novela, imágenes que hacen referencia a un contexto asfixiante y que detallan la violencia que sobrelleva la niña.
Un cuerpo invisible
Este contexto agobiante en el que habita la protagonista se transforma en reiteradas ocasiones en metáfora. Una de ellas es cuando la narradora relata que utiliza un vestido blanco, símbolo de inocencia, un vestido que, por el polvo que la rodea, se ensucia y debe estar guardado la mayor parte del tiempo.
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La metáfora del vestido ahonda en lo que se señalaba con anterioridad, es decir, en que la protagonista de la novela se ve afectada en su integridad por el entorno al que pertenece y por ser de una familia de escasos recursos; una situación que toma otros tintes luego de la muerte de su madre, ya que, debido a este acontecimiento queda al cuidado de su padre y de sus hermanos, quienes trabajan labrando la tierra, mientras que su hermana Amalia ayuda en los quehaceres del hogar. Únicamente su hermana Ester se rebela yéndose a trabajar a la ciudad y visitando a su familia de vez en cuando. Un orden que se conforma alrededor de la figura paterna y que en este caso no funciona como una autoridad irrefutable, pero convierte la casa en un espacio que gira en torno a la estabilidad económica. Este cambio en la constitución familiar es el primer giro hacia abajo, el comienzo del aislamiento de la niña de su propia familia. La ruptura familiar puede ser entendida desde la teoría de Lacan, quien establece el rol de la madre como el de quien entrega la ley del padre. Una vez roto este conducto habitual, no hay forma de que la niña conozca la ley del padre. Por lo tanto, se aísla y se rompe un vínculo social fundamental. Es lo que se pregunta la estudiosa Sarah Thomas, en un artículo de la revista universitaria Letra Fresca: ¿Pero qué sucede si esta ley no se puede transmitir de manera estándar? ¿Si falta la madre para trasmitirle la ley al niño? […] es posible ver trasmisiones incompletas, interrumpidas o malas, porque falta la madre. Los niños de estas historias no pueden hacer el paso a la subjetividad de manera normal y resultan ser sujetos fragmentarios o frágiles, que no pueden formar parte de la sociedad de un modo fácil o normativo (s/n).
La niña es la más pequeña y no alcanza a aparecer en la foto familiar, es ignorada desde su nacimiento y el nuevo orden la deja aún más desprotegida y vulnerable, lo cual se ve representado en su forma limitada de aprehender el mundo que la rodea. Sin embargo, como sustituto a la madre se encuentra su hermana Amalia, a quien intenta ayudar en los quehaceres del hogar, pero descubre tempranamente que es inútil para estos quehaceres, y esta inutilidad la arrastra a trabajar para don Víctor y de este modo no ser un gasto más en la casa y poder ayudar enviando dinero. Las responsabilidades económicas que tiene a su corta edad representan una situación común en las familias del pueblo, donde la educación cumple un papel menor y los personajes tienen un destino irrevocable: Hay unos cuatro que van a terminar el octavo año e ingresar luego a la enseñanza técnica. Las demás, a diseminarse por los campos y ser buenas esposas y madres. Las más audaces se irán a alguna ciudad pequeña y encontrarán una casa en la que puedan servir. Puede que alguna acabe en un convento o en una casa de prostitución (50).
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La narradora describe, en este pasaje, el destino de las niñas de su edad; sabe que sus opciones son pocas y opuestas. Por un lado, una vida recatada como la de un convento similar a la vida hogareña que se describe en la novela y que se reduce a la dedicación hacia los hijos y devoción al marido. Por otro lado, los abusos sexuales, una alternativa en la que la niña se ve envuelta desde el comienzo de la narración y que tiene que ver con el error de transmisión de la ley del padre, su ignorancia y subjetividad fragmentada la llevan a ser corrompida sin estar completamente consciente de ello. De hecho, la primera vez que se encuentra en este estado de degradación se debe a que una mujer de su pueblo natal le ofrece a cambio un par de joyas resplandecientes, un intercambio que la niña descubre en el camino, cuando ya es tarde para retroceder. De manera que el hecho se relata con total simpleza, dejando entrever que este acontecimiento no será aislado en su vida: No podría reconocer el rostro del hombre al que ayer fui fundida, qué me confió, cuántos temores dejó escapar, cuánta perversidad dejó fluir, qué pena escondía en su silencio. Pero el olor que se encierra en el paso del cuello a los hombros es siempre diferente y en cada uno singularmente repulsivo (29).
La repulsión es descrita por medio de olores y sensaciones corporales; la niña no hace más que describir estos hechos como una realidad irrefutable. Tiene pleno conocimiento de este determinismo, se sabe desamparada por su condición social. Es así como comienza la corrupción de su cuerpo y la degradación que se ejerce sobre ella en este pasaje de la narración: “Adquiere una connotación devastadora, pues convierte a la mujer pobre en una simple categoría cuya existencia puede ser entendida como cuerpo desprovisto de ser” (Eltit, 33). La muchacha es reducida a su corporeidad y guiada hacia una espiral de maltratos que la llevarán desde este hecho que pareciera ser aislado en la narración, a repetir la experiencia del abuso, pero esta vez para satisfacer los deseos más ocultos de don Víctor, quien, con su status, puede acceder a estos servicios y someter a la joven a cumplir con sus deseos, como se puede aclarar en la siguiente cita: Don Víctor se queda en el umbral. Está pagando […] La puerta se abre y entra una joven de pelo claro. A él le sonríe y a mí me escruta. Se acerca. Abre los botones de mi vestido hasta que éste cae al suelo […] Me hace abrir las piernas con la fuerza de las suyas. Aún estamos de pie y ya sus manos han recorrido todos mis rincones. Don Víctor está desplomado en el sillón. Ha abierto su camisa y una mano se le agita en la entrepierna. Nos mira. Nada expresan sus ojos (81).
En esta escena se observa cómo la protagonista es arrastrada a una relación lésbica, solo para satisfacer las pulsiones de su empleador, un hombre que siendo el único de la novela con un empleo estable, utiliza el poder que le entrega el dinero para cosificar
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a la niña y quebrantar su identidad, convirtiéndola en un bien canjeable y desechable, aplicando de esta forma los valores mercantiles en ella. Al ser explotada laboral y sexualmente por un hombre mayor, es considerada solo en su aspecto sensible y corporal, por lo tanto, olvida o más bien nunca se le enseñó a desarrollar su lado emocional y su capacidad de comunicación, ya que además de ser ingenua en términos sexuales, su vida está marcada por la pobreza; es por esto que: Es necesario analizar el modo en que los cuerpos de los pobres son articulados en estos textos. Indagar en los elementos que los constituyen tanto en su consabida fragmentariedad como en su borrosa presencia (o “su visible invisibilidad”). Además esta nueva articulación de los cuerpos de los pobres provoca una reescritura de los límites geográficos de los cuerpos mismos (Noemi, 104).
El conflicto que padece la niña se debe principalmente a esta “visible invisibilidad”, a la paradoja de tener un cuerpo despojado de existencia. La posición que ocupa en la sociedad es por tanto inferior, los límites de su individualidad son fácilmente ignorados o bien, vulnerados. En este contexto, la niña no se sorprende de los abusos, su infancia es asfixiante como lo es la de sus compañeras de escuela y como lo fue la de su madre y sus hermanas. En este sentido, las diferencias de sexo y de estrato social, la aceptación de la niña de un destino estéril en lo que respecta a su realización personal, facilitan la manipulación de don Víctor hacia ella, ya que se entabla una relación de superioridad. Ante su situación, la muchacha se limita a percibir el dolor que le infieren o bien, el placer que le provoca la naturaleza a nivel corporal, de hecho afirma: “Es difícil traducir en palabras los colores” (83). Es decir, se admira por el colorido y las formas, pero no logra comprender razones ni articular respuestas. Esta atracción por lo sensorial es incentivada por don Víctor, quien puede acceder a beneficios que la niña desde su origen humilde jamás imaginó, como por ejemplo; cremas, dulces y un artefacto que puede parecer de fácil acceso como lo es el baño: Y me muestra lo que es un baño. Cómo brota y no cesa el agua clara. Y el retrete. Yo quiero saber adónde llega la inmundicia. No soy capaz de imaginar lo que me explica […] Me enseña a usar la ducha. Tirito bajo la lluvia. Él entra luego. Me empuja de cara a los azulejos. Por atrás se mete a mis entrañas. El peso de su cuerpo y el ruido del agua amortiguan los gritos que no puedo contener (62).
En esta escena se encuentra el extrañamiento, la ignorancia de sus derechos no está exclusivamente dada por sus doce años, sino que a esto se le suma la condición social en la que se ha desarrollado hasta la aparición de don Víctor, su orfandad y soledad. Más aún cuando el ambiente en el que se desenvuelve la novela es rural y la pobreza que allí se vive es completamente diferente a la de la ciudad, esencialmente porque el campo
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es un espacio aislado en el que las innovaciones tecnológicas demoran en llegar. De este modo, se observa la repetición de descripciones minuciosas entorno a los abusos que sufre y su forma infantil de comparar lo que para ella es desconocido en cuanto a innovaciones modernas con lo que para ella es familiar, es decir, la naturaleza. Esto se advierte en afirmaciones como: “Tirito bajo la lluvia”, donde se manifiesta que el artificio de la autora está dirigido a impostar la voz de la inocencia infantil y el aspecto vulnerable de la pobreza, incluso en los momentos de mayor dolor. Es así, como se distorsiona lo que debiera ser un proceso de aprendizaje en una relación poder-dinero que inmoviliza a la niña: “El cuerpo del pobre no es fijable ni esencializable: sus mismas carencias provocan que él se debata, constantemente, entre su descorporeizaciónanulación y su afán de presencia, la condena de su propia corporeidad” (Noemi, 103). El motivo por el que está sumergida en este ambiente que la corroe no es otro que monetario, por una parte trabaja para ayudar a la manutención de su familia y por otro lado, es concebida por don Víctor como una adquisición, una empleada que le debe obediencia. Además de estas condiciones paupérrimas de vida, el contexto político en el que se desarrolla la trama es el de los años setenta en Chile. Un período que es descrito como convulsionado y en el que se desatan una serie de hechos que afectan la vida del pueblo rural; la elección de Salvador Allende y las manifestaciones de felicidad del pueblo, la reforma agrícola, la aparición de Augusto Pinochet y finalmente, el drama de los detenidos desaparecidos. Son algunos de los acontecimientos que se dejan entrever en la novela y a los que se alude superficialmente, funcionando como telón de fondo en la vida de la protagonista. Este correlato político incide de diversas formas en la niña. Esto, lejos de ser casual, es parte de la intención de la autora, quien refiere al respecto: “Me interesa mucho cómo la sociedad influye en el individuo, cómo las pasiones de cada historia personal están determinadas por la época, por los hechos externos, a pesar de que el individuo se cree el constructor de su propia vida” (Montano, s/n). Este interés se manifiesta en la narración, lo que de forma velada aparece como la historia de una colectividad, termina por afectar de una u otra manera la vida de la niña, una vida que queda a la deriva y que en medio de conflictos de esta envergadura, pasa a un segundo plano. En contraposición se presentan personajes como Ester, hermana de la protagonista, quien logra salir del pueblo y quien junto a Pablo (su novio) y Manuel (hijo de don Víctor), se dedican a transmitir mensajes políticos a las personas que viven en el campo y que de otro modo estarían alejados de la realidad política del país. La niña escucha atentamente a estos personajes y siente verdadera admiración por sus palabras, a pesar de que no las comprenda a cabalidad. Es así como describe una de las conversaciones con Manuel: “Se ríe cuando le cuento que anoto sus palabras y que quisiera que me las dijera más lento, para que no se me escape ninguna […] Me dice que en los libros
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están todas […] Me presta unos cuantos. Rimero de papel callado. No los abro” (78). En esta cita, se muestra cómo la adhesión de la niña a las palabras de Manuel no tiene relación con el significado político, sino que con la pasión con que son dichas y con la necesidad de llevar estas palabras a todos los rincones del campo. Los ideales de Ester, Pablo y Manuel, son la representación de los sueños de salir del pueblo y de la pobreza. Lo que ocurre a nivel político también se da en la niña. De aquí que, en un ambiente en el que nadie puede moverse, la inmovilidad de la pequeña se puede entender como parte del periodo histórico que se representa: La justicia existe y no se pasa de ella a su opuesto, sino que a través de la injusticia, con toda su estrechez y aguijones, nos vamos acercando a ese ideal […] No importa que el canto sea sofocado por las paredes. El hombre canta en busca de consuelo, para darse ánimo cuando se siente derrotado, para acompañar al que se marcha y al que quizás no volveremos a ver…El canto de los hombres seguirá en el viento mientras existamos (77).
Son los himnos y consignas que se vociferan por los campos, las palabras que conmueven a la niña. Voces que se van apagando conforme avanza la novela y terminan por transformarse en ideales no cumplidos, que paulatinamente derivan en un ambiente de violencia. La niña aún sin comprender estos cambios, escucha las palabras de una de las mujeres que visita el almacén de don Víctor: “Le pide que interceda con sus amigos para que le den noticias de su marido. Que no sabe de él desde el día en que lo llevaron a contestar unas preguntas. Ahora le niegan que esté detenido” (70). A pesar de la desesperación que escucha en la voz de la clienta, tarda en darse cuenta de que la vida de Manuel tendrá el mismo fin que el de este hombre, mientras que don Víctor parece no preocuparse de la desaparición, debido a que no comparte los ideales políticos de su hijo. En este contexto, la niña de la novela no es capaz de conocer detalles de lo que le ocurre, sin embargo, los percibe y de alguna manera se suscribe más a las palabras para ella incomprensibles de Manuel (perteneciente al partido izquierdista) que a las de don Víctor (perteneciente al partido político derechista) y aquí se encuentran las razones: “No puedo entender sus palabras. Tampoco las otras. Pero las de don Víctor son duras y amargas, golpean, opacan las miradas. Mientras que ésas que socavan la tierra y con ella afloran, contienen el dulce ímpetu del viento” (42). Es así como el único vehículo que posee de acercamiento a todo tipo de experiencia es aquel ligado al aspecto sensorial y a la naturaleza que la rodea. En esta atmósfera de violencia soterrada, se desencadena el uso de una voz narrativa infantil. La niña, si bien no participa de los hechos ni se ve directamente involucrada en ellos, sí está circunscrita en este contexto en particular que puede otorgar una nueva interpretación al relato. En La violencia y lo sagrado de René Girard, se explica el círculo
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vicioso de la violencia en la sociedad, se establece cómo la agresividad termina siempre por encontrar su cura en nuevos actos de violencia. Desde esta línea, la niña se muestra indefensa, disponible para ser quebrantada: La violencia insatisfecha busca y acaba siempre por encontrar una víctima de recambio. Sustituye de repente la criatura que excitaba su furor por otra que carece de todo título especial para atraer las iras del violento, salvo el hecho de que es vulnerable y está al alcance de su mano (10).
De esta forma se descubre el por qué de las agresiones que sufre la niña. Se entiende que la voz de la infancia está dentro de este marco en el que se busca una víctima de recambio. La niña es de fácil acceso para quienes, poseídos por la ira, requieren una víctima en la que puedan descargar sus pulsiones. Es lo que se afirma cuando la pequeña dice: “Yo creo que sabe que no entiendo lo que está pasando. Por eso descarga en mí sus marejadas” (75). En este sentido el drama se desarrolla de forma paralela a la crisis política, a las revueltas y persecuciones. Es lo que ocurre con don Víctor quien desata una violencia despiadada contra la muchacha, lo que se traduce invariablemente en abusos sexuales. Uno de los episodios más característicos es aquel en el que unos militares se divierten en el negocio de don Víctor y este no se opone a que la niña sea atacada sexualmente por uno de ellos: El flaco sigue de pie con su mano entre mis piernas. Tantas palabras lo agitan. –Ya vuelvo– les dice a medida que camina empujándome hacia el pasillo. […] Antes de perderme en la oscuridad, giro la cabeza. Busco la mirada de don Víctor. Ahí está. No se distingue de las otras (72).
En estas escenas se muestra cómo lo que ocurre a nivel político en el país influye en el desarrollo interno de la niña, además se comprende que a pesar de sus intentos por alejarse de esta realidad, todo es en vano y su infancia se recrea como un crecimiento a “empujones”. Su ignorancia ante lo que ocurre no quita que sufra de forma casi imperceptible las consecuencias del periodo histórico en el que vive, como señalan los escritos que hacen referencia a la obra. La protagonista: “Apenas puede entrever de lejos esa historia, en apariencia muy remota, pero en la que se deciden esperanzas y desesperanzas que le atañen” (Thomas, s/n). Esta situación en la que lo externo influye en el destino del personaje se torna aún más compleja, considerando que la protagonista comprende el mundo a través de sensaciones y es incapaz de abarcar todo lo que le ocurre. Es a lo que Rodrigo Cánovas se refiere cuando dice: La exhibición del eclipse del sujeto debe entenderse como un procedimiento de desafiliación de aquellos sistemas (síquicos y de creencias) que enmascaran la condición
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radical de precariedad de los seres humanos. Esta novelística es una mirada ética sobre la otredad, que está sostenida por un sentimiento escéptico de la existencia y, simultáneamente, por el ímpetu trascendental de recuperar una mirada prístina sobre la vida y el sujeto histórico que la anima (44).
La novela muestra cómo la niña va deshumanizándose; por el abandono, la muerte de la madre, la pobreza, la prostitución y los abusos de los que es víctima. Se presenta un cuerpo pequeño que vaga sin ser visto y que cuando es observado, lo es desde su aspecto vulnerable.
Un vestido al que le hicieron mucha basta
La protagonista de Hasta ya no ir, está en una edad límite entre niña y mujer, su cuerpo está a medio camino y su identidad conformándose. Esta descripción recuerda de alguna manera, a la novela Lolita de Vladimir Nabokov, donde la protagonista es una niña de la misma edad que es objeto de deseo de un adulto. Una joven que a pesar de no estar desarrollada completamente a nivel biológico, es consciente de que su cuerpo en transición atrae a un hombre mayor como el profesor Humbert. La obsesión de este profesor lo lleva a catalogar su cuerpo en tránsito como el de una “nínfula”, con este término define la ambigüedad sexual de la niña y sus deseos como los propios de un “ninfulómano”. Distinto es el caso de Hasta ya no ir, en el que la muchacha no tiene consciencia de las pasiones que desata. Mientras que don Víctor, atraído por esta ambigüedad, no se limita a la búsqueda de un cuerpo frágil, y su obsesión no entra en la categoría de “ninfulómano” porque alberga en sus intenciones la necesidad de violentar ese cuerpo, de agredirlo para encontrar placer. Es esta capacidad de corromper la que hace a la niña deseable. Como lo narra la protagonista: “Le cuento que ahora voy a crecer. Él me dice que espera que no sea así. Sus deseos tienen más fuerza que el curso de la naturaleza, porque mi cuerpo no cambia” (13). En este pasaje se muestra cómo la ambivalencia de su cuerpo y su inocencia son aquellas cualidades que la hacen objeto de deseo y se señala, además, la intención de don Víctor de detener este proceso, de impedir el curso normal de la niña que es la de tornarse en mujer. La protagonista, a su vez, tiene cierto conocimiento de su cuerpo y al observarse lo hace de la siguiente forma: Así es que cojo una silla y de pie, con nuevo porte, me miro entera. El vestido se desliza y va descubriéndose el pecho y las caderas de un muchacho. Nada se insinúa o es naciente en esta piel que se adhiere con firmeza a la escasa carne. Sin ropa y con el pelo recogido, parezco un campesino de los tantos que corretean tras las ovejas entre los cerros. Pero cuando me suelto el pelo oscuro que cae como un manto de lluvia
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sobre la blancura de este frágil cuerpo equilibrándose sobre una silla de paja, el espejo me habla de la seducción que en la ambigüedad se encuentra (20).
La muchacha logra vislumbrar las posibilidades de su fisonomía, la posibilidad de ser tomada por un campesino, un hombre de trabajo y poco deseable, o bien, como una persona deseable sexualmente. Cabe preguntarse en este punto cuánto hay de inocencia en el cuerpo de la niña y cuánto hay de atrayente en esta supuesta ignorancia. En Erotic innocence: The cultura of child molesting de R. Kincaid, se refiere que en un principio la inocencia fue valorada y sacralizada, para luego convertirse en un producto de consumo. Lo que ocurre en la novela es precisamente la concepción de la inocencia de la niña como un artículo a poseer, ya que concuerda con el trato que recibe en el transcurso de la trama, una historia en la que es considerada solo en su corporalidad; cuerpo en el que se sacian los apetitos sexuales, boca que alimentar, instrumento de trabajo. Estos son los aspectos de la niña que se resquebrajan en el relato y son socavados mediante la indiferencia, el afán indiscriminado de los adultos por manipularla y sacar provecho de ella. Una vez más, su corta edad la hace incapaz de descubrir las causas y efectos de lo que le ocurre, está totalmente desprovista de su ser y esto termina por explicar el hecho de que no posee un nombre propio. Estas son algunas de las características que recalca Beatriz García-Huidobro: “Solo quise crear un personaje incapaz de huir de sí mismo, inmóvil en sus acciones a pesar de los hechos a su alrededor” (Montano, s/n). Propósito que se ve cumplido en todo su esplendor, ya que se presenta a una niña que es tomada únicamente desde su aspecto corporal y que es ignorada por las personas que la rodean, a pesar de tener una familia. En este punto no es solo la pobreza y la muerte de la madre lo que deja a la niña a la deriva, también se observa que aún peor que la orfandad real es la que se produce por la incomunicación, no puede hablar con sus hermanas ni mucho menos con su padre, hay una barrera inexplicable que en gran parte se debe a su corta edad, al manejo de códigos e intereses diferentes. Diferencias que derivan en que funcione el concepto de secretismo que resulta esencial para quienes cometen pederastia, ya que, es por medio de una inicial complicidad entre agresor y víctima que se llega al límite en el que el niño(a) abusado se ve incapacitado para comentar lo que le ocurre y por ende, guarda silencio como se describe en Conversaciones con un Pederasta: “Empleé el secretismo de dos modos distintos aunque interrelacionados. Al comienzo lo utilicé para engatusar a mis víctimas y que se me acercaran más y, en última instancia, para que me obedecieran y callaran” (Hamel-Zabin, 17). El victimario crea un vínculo que luego le facilitará cumplir con sus propósitos. En el caso de la protagonista, encontramos este lazo de dependencia mutua en las visitas regulares que la niña hace al negocio de don Víctor, en ellas adquiere objetos que le son útiles y recibe regalos que crean entre ellos cierta familiaridad, la cual determina las reacciones de la niña ante las humillaciones a las que
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es sometida. Estos objetos, funcionan a modo de recompensa por guardar silencio y obedecer. Los premios que recibe y el vínculo que se genera con ellos ayudan a que se genere el secretismo, lo cual se ve reflejado en la voz de la narradora infantil, en episodios como el siguiente: “–No se lo digas a nadie– es su despedida. Yo me alejo con los cuadernos en la mano y ya no corro” (11). La inmovilidad se transforma en su única forma de expresión, es decir, el exceso de sensaciones le hace difícil reaccionar contra el miedo que le infundan las palabras de don Víctor, hay entre ellos un compromiso tácito. La muchacha es incapaz de informar sobre sus sentimientos. En voz de la narradora: “Sé que voy gritando, pero no hay nadie que pueda oír este alarido sin palabras” (9). Es justamente por saberse sola e incomprendida que ahoga el grito y se limita a describir de forma poética y completamente impersonal lo que le ocurre, es decir, narra sin exteriorizar de ninguna forma sus emociones. Es precisamente la violencia de la que es objeto este cuerpo incompleto, lo que se cuestiona en la novela, pues la autora utiliza esta violencia para hacer un contraste con la debilidad de la muchacha, por lo tanto, cabe decir que: En esta narración se establece un procedimiento que radica en la distribución de la violencia. Hay distintas violencias, políticas, corporales, familiares, una violencia que circula en diversas medidas por todo el espacio de su trama, pero que al movilizarla por los sucesivos sitios narrados, consigue una democratización aún en medio de las crisis que mueven y remueven vidas. Así, el cuerpo de la niña-adolescente, que es usado de manera reiterada por el adulto (propietario también de un negocio) se desacraliza como drama para entrar en la relación de dependencia morbosa entre víctima y victimario (Eltit, 35).
Desde los distintos tipos de agresiones que se señalan, se pueden dilucidar los aspectos que confluyen para que se produzca una crisis en su proceso de formación, un conflicto que es causado por la relación desigual entre ella y don Víctor, que logra que el lector se conmueva con la voz de una niña que no logra desarrollar una idea clara sobre las violaciones que sufre ni mucho menos transmitir su dolor más que a través de metáforas espeluznantes. Es la pérdida de la identidad, la disolución del “yo” en manos de un poder irracional que se superpone y eclipsa la infancia. De manera que lo que se halla en la afirmación de Eltit son los distintos modos en que se daña psicológica y físicamente a la protagonista. Uno de los mecanismos recurrentes corresponde a los abusos sexuales, los cuales alcanzan su punto álgido en el siguiente episodio: Mete la mano entre mis piernas. Sus dedos aletean en el interior. Me pregunta si el ardor me sofoca ahí. Le digo que no, que el cuerpo me hierve y se me congelan las entrañas. Cubro mi cara, pero no me toca. Va al baño y trae la botella con colonia. El gollete plástico se introduce fácilmente. Con una mano sostiene el frasco y con los
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dedos de la otra abre mi cavidad que ahora es recipiente, se va llenando de la colonia helada que en instantes se entibia y empieza a arder. La evaporación es un aliento grueso entre las paredes. Se inflaman y palpitan órganos que no había sentido (85).
Es en este momento narrativo en el que la niña toca fondo, cuando afirma que en ella “palpitan órganos que no había sentido”, deja entrever un dolor nunca antes padecido. Finalmente, después de todos los abusos que relata, este paraje resulta decisivo y funciona como el último giro de la novela, debido a que desencadena en la niña la necesidad de relatarle a su amigo incapacitado mental todos los daños que don Víctor le ha infligido. Lo que la niña vive es un trauma, una situación que la lleva al límite de su entendimiento y que no puede relatar hasta que encuentra el oyente apropiado. En este sentido, en Trauma explorations in memory de Cathy Caruth se alude a que el trauma conlleva una historia que es imposible de ser incluida por la persona afectada, desde esta óptica la niña describe su entorno porque no puede comprenderlo, no logra llegar a la médula de su sufrimiento. La marginación de la niña la convierte en un ser precario al que no se le permite adentrarse en la realidad de la política nacional o de la familia, menos aún en las profundidades del amor. La protagonista establece un paradigma entre lo privado y lo público, entendiendo en esta oportunidad lo público como aquellos fenómenos que no están a su alcance y que sin embargo, la absorben: “La novela desnaturaliza completamente el discurso amoroso y sus retóricas sociales, para descubrir en su lugar los modos de producción de la subjetividad contemporánea. En ella, los sujetos han perdido toda capacidad afectiva pues la formación del lazo social se haya interrumpida por la continuidad del vínculo con lo Real” (Blanco, 132). El ambiente social y político se ve reflejado en la descripción de las peripecias de la niña y el amor lo demuestra de formas indirectas; en su admiración por su hermana Ester, en la preocupación por el futuro de Amelia y de un modo más tangible, en su abnegación hacia Manuel (el hijo de don Víctor), un amor que ella aclara, no busca satisfacer al cuerpo, no requiere comunicación o compañía, sino solo la servidumbre que ella le pudiese proporcionar. No hay expresión de amor mayor que atenderlo en todas sus necesidades sin cuestionamientos: “Yo no quisiera arrimarme a su cuerpo ni entibiar el mío con la suave presión de sus manos. Tampoco sueño con su aliento en mi oído, trenzando suspiros y palabras […] Sólo aspiro a lavar sus tazas. Y a recoger las palabras que vaya derramando” (83). Lo cual manifiesta una vez más que la protagonista es un ser que jamás se ha sentido amado, que a lo máximo que aspira es a mendigar cariño, tal vez de un modo excepcional encuentra ternura en Robertito, el joven con un retraso mental que evidencia una vez más que la protagonista de Hasta ya no ir es excluida de la sociedad y por ello pasa a estar completamente inadaptada del ambiente que la rodea. Es por esto que le revela su intimidad a un adulto-niño, a una persona que es más sensible que racional y que es
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capaz de comprender el dolor que vive la niña porque vivió un proceso de exclusión. De hecho, el origen de la invalidez mental de Robertito se debe a un accidente que sufrió de niño, una caída que cambió el rumbo de su existencia. El trato que recibe de su entorno debido a esta anomalía es perceptible gracias a la narración de Manuel: –A la gente se le olvidó y ahora lo tratan como si fuera un idiota–. Explica que su padre lo emplea por un sueldo miserable, le paga cuando se acuerda y no respeta jornadas ni leyes. Lo utiliza porque le sirve, pero no se cansa de reiterarle que si no fuera por él, Robertito estaría en la indigencia, limosneando en la plaza. –Su interior está intacto– concluye (80).
De este relato que proporciona el hijo de don Víctor y de la reflexión que elabora sobre el trato que recibe Robertito, se puede advertir que hay una transformación en el personaje que va de lo normal a lo anormal, de lo aceptable a lo inaceptable, y que señala de un modo tajante la división en la sociedad entre quienes pertenecen y quienes son ignorados por el sistema. Es por esto que el silencio de la niña no se quiebra hasta el final del relato cuando encuentra en Robertito un interlocutor que le merece confianza y la comprende, porque también es un ser ignorado por la sociedad, considerado solo como instrumento de trabajo. Antes de esta revelación, no encuentra un oyente, por lo tanto, mantiene en silencio su sufrimiento y decide abstraerse en la contemplación de la naturaleza, originando como lo señala Diamela Eltit una “comunidad de secretos”, es decir, un silencio pactado en cada encuentro con don Víctor.
Imágenes campestres del dolor
Es por esto que el lector se encuentra observando el relato como lo señala la crítica al respecto: “A través de una ventana estrecha” (Thomas, s/n). Esta ventana diminuta, hace referencia a lo poco que expresa la niña de forma conceptual y a sus limitaciones en este sentido. Lo que siente se da a entender únicamente por medio de imágenes relacionadas con su entorno rural; es así como la narradora muestra claramente que su método de aprender del mundo y de transmitir sus emociones se basa en el contacto sensual más que en el razonamiento abstracto, relación que se marca con la voz poética que invade la novela. Esto se manifiesta por ejemplo, cuando iguala a cada una de sus hermanas con un elemento del medio ambiente; Ester es un río caudaloso, Amelia la tierra firme; mientras ella se asemeja: “Al viento que se desliza silencioso, pero trona si es atajado. Ese viento que no cesa en su afán por alejarse de donde está” (25). La narrativa poética que utiliza la escritora logra hacer un contraste entre la ingenuidad de la protagonista y la violencia a la que es sometida, de manera que:
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La imaginación poética adquiere una dimensión más atractiva y repulsiva en la exhibición del grotesco, donde coexisten lo proporcionado con lo deforme, lo armónico con lo monstruoso, o sea, donde lo que debiera estar separado aparece junto o entremezclado (Cánovas, 64).
La imaginación lírica hace que la crudeza de lo que le acontece se entreteja con la belleza de las palabras que lo describen. No es de extrañar que al ser reprimida y llevar la carga de tantas violencias, se identifique precisamente con el viento, lo volátil, características que describen el único sueño perceptible en la protagonista, el sueño de libertad. Libertad que le es negada en todo momento, hasta el final del relato cuando decide huir. En este momento hay un desarrollo inusitado y la niña afirma: “Hay pensamientos que llegan a ser más grandes que el cuerpo que los contiene. Apenas me caben las ideas estáticas. No sé ponerlas en movimiento, si están comprimidas entre mis vísceras” (89). Esos pensamientos son los que terminan por cambiar su rumbo, de alguna manera es capaz, por medio del dolor, de descubrirse digna de vida y libertad. La novela de Beatriz García-Huidobro muestra a través de la protagonista una infancia vulnerada e invisible, a menos que no sea tomada desde su aspecto utilitario. La niñez es vista como un cuerpo que sirve de chivo expiatorio para que los adultos descarguen en ella sus instintos más bajos de violencia y agresión. A lo largo de la narración la niña se va aislando: “Tengo miedo al febril movimiento que semeja un taladro sobre la tierra, girando en el mismo punto, enterrándose hasta un fondo cada vez más oscuro y angosto” (48). El terror que aquí se describe da cuenta de dos aspectos esenciales; por un lado, cómo vive la niña un proceso en el que es excluida de la sociedad y únicamente considerada como víctima de recambio. Por otro lado, el febril movimiento vertical que la hunde cada vez más, apunta a una descripción que puede ser interpretada con una connotación sexual y que de alguna manera refleja los abusos sexuales que padece y que una vez más la limitan a su aspecto corporal, imposibilitando el desarrollo de su subjetividad.
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La escritora brasilera Lygia Fagundes Telles (1923), escribe dentro de su prolífica obra esta su tercera novela As meninas, o en español, Las meninas (1973) que ha tenido una vasta repercusión entre los lectores y la crítica especializada. Esta novela narra la vida de tres chicas jóvenes que viven en un internado de monjas mientras cursan sus primeros años universitarios. El texto se desarrolla sobre la base de un continuo diálogo de cada protagonista con su “casa/hogar” de la infancia, que de un modo u otro representa una amenaza para su integridad psíquica y física. Lo que prevalece es el tiempo psicológico, en el que se cruza la memoria, la evocación del pasado, las fantasías, los traumas y los deseos inconscientes con algunas acciones del presente. Las coordenadas temporales externas son imprecisas y vagas, pero algunos hechos –agitaciones sociales, huelgas universitarias y persecuciones políticas– permiten localizar el libro a finales de los años sesenta, durante la dictadura militar en Brasil. La estructura narrativa de Las Meninas se despliega hilando alternadamente las tres voces, que corresponden a la narración de Lorena Leme Vaz, Lia de Melo Shultz y Ana Clara Concepción (Ana “Turva”). El foco narrativo es móvil: mientras la voz narrativa se mantiene en una primera persona singular, la persona del narrador va cambiando de personaje en personaje; es decir, entre las tres protagonistas, sin previo aviso ni pausas reconocibles. Es más, esto ocurre a veces en medio de un diálogo, lo que origina un texto fragmentado con frases incompletas y sentidos subyacentes. Sin embargo, el lector reconoce poco a poco la “gramática” propia de cada una de las narradoras –el discurso más elaborado y culto de Lorena, el regionalismo políticamente articulado de Lia, y el pensamiento confuso y truncado de Ana “Turva”–, lo que le permite navegar sin desconciertos por este texto polifónico. Las tres narradoras carecen de familias contenedoras y funcionales, y desde adolescentes hasta la época universitaria viven en un internado de monjas en la ciudad de São Paulo. Pese a sus disímiles pasados y a sus diferentes motivaciones vitales, logran establecer entre ellas un espacio de intimidad y amistad. Cada protagonista representa un sistema familiar con distinta dinámica y diverso origen social: aristocracia rural en decadencia (Lorena), clase media sin identidad clara (Lia) y clase indigente abusada (Ana); constituyendo un caleidoscopio humano que representa los problemas sociales del mundo contemporáneo: el ocaso de las elites, la alienación del sujeto, la precariedad de las clases bajas, la crisis en la metamorfosis económico-social,
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la falta de comunicación, el quiebre de los núcleos de pertenencia y de identidad. Estas temáticas están en función de un texto que se genera a partir de dos supuestos: la memoria traumática como vacío escritural y las figuras parentales como un origen problemático.
“Novela familiar” a tres voces
A través de toda la novela, cada una de las protagonistas generará un relato de su infancia desde sus específicos espacios y vivencias, en un intento de historización que todos los seres humanos hacen, generalmente en la adolescencia, y que Freud llamó “la novela familiar”. Este intento corresponde, según el autor, a una fantasía que, a diferencia de otras fantasías originarias que revisten una relación impersonal –por ejemplo, la castración–, está sensiblemente cargada de historia, de los orígenes y de las vicisitudes que dieron sentido al sujeto de hoy. En este sentido, el gesto del niño de hacer una puesta en escena de su familia con características más glamorosas que las que en realidad tiene, y que le permitan idealizar o sustituir a estos padres que se enojan, se alejan, dañan, etc., se asemeja a la actividad del escritor que crea un mundo personal y ficticio. No se intentara aquí hacer una lectura psicoanalítica de la novela ni dar cuenta de todas los puntos planteados en el ensayo freudiano, sino solamente tomar el concepto de fábula personal. En “La novela familiar del neurótico” (1908), Freud identifica tiempos o fases en esta construcción fantasmagórica que surgen a propósito de la confrontación entre los padres ideales de la niñez y los padres reales de la pubertad. El relato acerca del origen da cuenta de un momento de fundación, con sus causas, razones y misiones, que la institución familiar guarda celosamente en pos de una identidad, pero en el que siempre es posible encontrar traiciones y alianzas. El ejercicio de esta fantasía –la de construir una novela familiar– es la base del entramado textual de la novela As Meninas, ejercicio que tiene como objetivo cristalizar sus identidades, sus mentes infantilizadas, dar sentido a las múltiples experiencias de vida, constituirlas como sujetos literarios. Los relatos o “novelas familiares” de Lorena, Lia y Ana no se construyen a partir de metáforas, sino de escenas directas cuyas características se podrían diferenciar según los siguientes ejes: las apariencias, la fuga y la autodestrucción.
La novela de las apariencias de Lorena
Lorena Vaz Leme es la aristócrata que proviene de una familia que se desintegra tras la tragedia desatada por el violento episodio que protagonizan sus hermanos gemelos.
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Remo dispara, supuestamente sin querer, a su gemelo Rómulo, que muere1. Tras el incidente inspirado claramente en la fundación de Roma, el orden familiar se quiebra sin remedio, el padre se hunde en la locura y pierde la memoria; la madre se somete a múltiples cirugías estéticas, cae en depresiones y despilfarra la fortuna familiar con jóvenes amantes. Lorena intenta conservar la cordura que su familia perdió haciendo del orden su eje existencial. En la habitación del internado genera un espacio seguro y pulcro donde practica una serie de rituales fútiles –tomar baños, hacer té– y divaga respecto a su interés por la literatura, la música y la filosofía. En relación a su obsesión por la higiene dice, “Y yo que sueño con un hombre limpísimo” (258), y, sobre el orden, que es una forma de compensar el caos interno que la afecta, afirma: “El desorden me deprime, Hermana. Ah, si yo pudiera ordenarme por dentro, todo bien calmoso en sus cajones” (191)2. A la inclinación por el orden se agrega la evasión y la fantasía. Lorena se desvive por un amor platónico, el médico M. N., hombre mayor, casado y padre de cinco hijos, que intentó salvar en vano la vida del hermano herido. A lo largo de todo el relato espera una llamada de él, que nunca se concreta. Esta exacerbada ensoñación amorosa le sirve para aislarse de la realidad, de su propio cuerpo y de su violencia interna. Su discurso es racionalmente articulado, lleno de referencias a la alta cultura, pero sospechosamente ingenuo, superficial e inmaduro. Ella es la única de su familia capaz de verbalizar el doloroso recuerdo de la muerte de su hermano; como se mencionó, el padre termina amnésico en un hospital psiquiátrico y la madre se dedica a frivolidades. Y su hermano Remo, el supuesto culpable, se escapa a otro país en un cargo diplomático y le envía constantemente regalos que se pueden leer como gestos de reparación. Pero si Lorena construye un relato, éste tiene versiones distintas sobre el hecho como si todas las versiones fueran verdaderas: su hermano muere de bebé por una enfermedad, muere por un intencionado disparo, muere por un azaroso juego o es víctima de las fuerzas del mal que se apoderan del alma de Remo. En una oportunidad, cuando Lorena pide un pañuelo a Lia, se gatilla en su memoria el incidente en una de sus tantas versiones: Le tiro el pañuelo color rosa que no se abrió como el verde. ¿Por qué mi corazón también se cierra? Rómulo en los brazos de mamita, busqué un pañuelo y no vi ninguno, era
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Recordemos el mito: según la tradición, los hermanos fueron fruto de la relación de su madre Rea Silvia con el dios Marte. En el momento de su nacimiento, un tío de su madre, Amulio (que había depuesto a su padre) la mata y arroja a los pequeños al río Tiber. Son salvados por una loba, que los amamanta y más tarde son recogidos por un pastor y cuidados por su mujer. Al crecer, decidieron fundar una ciudad en una llanura del río. Trazaron con un arado el perímetro según el rito etrusco y juraron matar a todo aquel que traspasara los límites sin permiso. Discutiendo sobre el nombre de la ciudad, decidieron que lo elegiría aquel que avistase más pájaros, prueba que superó Rómulo, y que otorgó a la ciudad el nombre de Roma. Remo, enojado, discutió con Rómulo y borró el surco de los límites de la futura ciudad. Cumpliendo el juramento, Rómulo lo mató. Todas las citas de la novela Las Meninas corresponden a la edición Sudamericana, Buenos Aires, 1978.
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necesaria una sábana, para enjuagar toda aquella sangre brotando. Brotando. “Pero, ¿qué pasó, Lorena?” Un juego, mamita, ellos estaban jugando y entonces Remo fue a buscar la escopeta, corré si no tiro, dijo apuntando. Está bien, no quiero pensar en eso ahora, ahora quiero el sol. Me siento en la ventana y extiendo las piernas al sol (21).
En otra de sus explicaciones dios es una pieza importante en la tragedia entre sus hermanos. Un dios malévolo, que no se preocupa de las desgracias sociales, que se ausenta y permite intervenciones del diablo, como entiende el crimen del hermano mediante una “mano externa” irresponsable y perversa que se apodera de la situación: “Fue sin querer, cómo Remo podía adivinar que el diablo había escondido la bala en el caño de la escopeta. Una escopeta casi más grande que él. Hasta ahora no se cómo consiguió correr con ella, no lo sé. No llores, hermanito, no llores, nadie tiene la culpa, nadie” (68-69). Esta ambigüedad se acentúa cuando los narradores son niños que todavía no saben escribir ni leer; como es el caso de Lorena, que es testigo de este hecho a temprana edad. La académica Guadalupe Cortina comenta al respecto: “La niña de cinco años todavía no sabe escribir; así, lo que estamos observando o leyendo, de lo que estamos siendo testigos, es de los pensamientos que esta niña tiene acerca de lo que hace y de lo que la rodea. Lo que en términos de la narrativa es el hilo de conciencia ficcionalizado” (88). Su hilo de ficción es el “hacer como”: hacer como que el novio va a llamar, hacer como que el mundo se restringe al cuarto del pensionado, hacer como que no se sufre cuando sí hay motivos. Ella misma es consciente de que su mente es una fábrica de sueños y que eso la ayuda a no comprometerse con la realidad, con el exterior. Porque Fagundes Telles ha construido un personaje que permanece la mayor parte del día en su cuarto estudiando latín, escribiendo cartas, oyendo música. Por ejemplo, el amor que inventa con el Doctor M. N. es un sentimiento tramposo que la ayuda a no enfrentar el miedo que le produce su propio cuerpo. Por otra parte, sus actitudes infantiles –conserva un pato de la niñez para dormir, hace caretas, entrevista a las amigas, inventa palabras (por ejemplo dice “orenid, Lia, orenid! para referirse al dinero)– funcionan como un modo de sobrevivencia para reprimir y evadir lo trágico en su vida. Siguiendo lo del hilo de ficción, Fagundes Telles ha construido un personaje que narra versiones contradictorias; al respecto, la autora comenta: “La versión que da la muerte del hermano nunca queda esclarecida. Ella es un juego de incertezas. Me gusta dar libertad al lector, y a mí misma como autora. Yo tampoco sé que aconteció. La memoria de las cosas traumáticas oscilan entre la verdad y la ficción” (2001)3. Esta óptica le permite negar los hechos o aminorar su gravedad, proceso que es posible de
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Esta entrevista se realizó en la ciudad de San Pablo en junio del 2001, parte de esta conversación se publicó en la revista Lucero, volumen 13, año 2002, 28-36. La traducción al castellano es mía.
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observar en esta otra interpretación del accidente de sus hermanos: “Rómulo con ese agujero en el pecho largando sangre, un agujero tan chiquitito que si mamita lo hubiera tapado con un dedo…Fue sin querer, como Remo podía adivinar que el diablo había escondido la bala en el caño de la escopeta” (68-69). La otra versión es estructurada por la madre y alude a la enfermedad de los gemelos. Luego, justifica la versión de Lorena por su condición de niña, precisamente por ese rasgo de la fantasía en la imaginación infantil: –Murió muy bebé, querida. –¿De bebé? –No tenía ni un mes, no llegó ni a eso. El médico dijo que no podía vivir. Tenía un soplo al corazón. [.....] –[Lia interrumpe] Un momento. Remo le dio un tiro cuando jugaban, ¿no es cierto? Un tiro en el pecho, tendría unos doce años, ¿no es eso lo que pasó? Miles de veces me contó Lorena esa historia con detalles, él era rubio, llevaba una camisa roja, ustedes vivían en la estancia. Ella sonríe dolorida, mirando hacia el techo. –[Responde la madre de Lorena] Mi pobre hijita. Ni conoció al hermano, es la menor. Era muy chiquitita cuando empezó a inventar eso, [.....] imaginación infantil muy rica (296-297).
El lector queda aun más desconcertado, y se pregunta qué versión creer; si las múltiples versiones de Lorena, o esta diametralmente opuesta de la madre, que se sabe ha estado alcoholizada y perdida. Es interesante que la madre justifique esas múltiples versiones al hecho con una “imaginación infantil” que invalida su relato por la supuesta falta de criterio de realidad de los niños que fantasean y tergiversan todo. Y que por supuesto es parte de esta estrategia narrativa, hacer de esa memoria plástica y móvil atribuida a los niños, la herramienta para presentar una fabulación más dinámica y polisémica, con sentidos contradictorios y que, dependiendo de las circunstancias, se ajusta a la teoría del trauma en la que recordar siempre es un vacío alrededor del cual se fabula y se ficcionaliza construyendo diversas interpretaciones. Esta tendencia a fabular o a quitar importancia a los hechos graves, se verá reflejada también cuando “disfraza” la muerte de Ana, quien fallece en el pensionado víctima de una sobredosis de drogas. La baña y la maquilla antes de abandonar su cadáver en el banco de una plaza. Y este hacer se instala como el gran paradigma de la burguesía a la que pertenece: “El mundo del burgués es el mundo de las apariencias”. Lia lo repitió no sé cuántas veces. Yo y M. N. pertenecemos a la burguesía, luego, estamos condenados a ese mundo. ¿Lo estamos realmente? ¿Querría ser pero voy a estar en el engranaje del haz de cuenta?” (241-242). Al final de la obra, Lorena se desorienta y dice que debe volver a vivir con su madre que ha envejecido tan rápido. Perseguida por el pasado, indefensa ante el futuro, dice a
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Lia: “Tengo que ir, Lia. El analista, Mieux y encima el drama de la vejez. Siniestro ese drama, de repente tiene cien años. Me necesita” (313). Y Lia la hace reaccionar diciendo: “La sacudo por los hombros, parece volverse niña, oh si vive con la madre se volverá más niña otra vez” (314). El personaje de Lorena no evoluciona; más bien sufre una regresión, retornando a la infancia; no logra emanciparse y ser alguien. Este proceso lo podemos leer como el destino y vicio de la burguesía: no crecer, quedarse estancado, no poder fundar un nuevo orden o identidad.
La novela en fuga de Lia
Lia de Melo Schultz, de procedencia de clase media nordestina, se escapa de una madre sobreprotectora y de un padre con un misterioso pasado nazi. Su motivación vital es el compromiso político con los movimientos estudiantiles y sociales, y sus deseos de ser escritora. Se matricula en la facultad de Ciencias Sociales, foco de agitaciones estudiantiles en la década de los sesenta, donde se involucra con un grupo militante de izquierda y se enamora de Miguel, quien debe fugarse a Argelia por razones políticas. Enajenada de sí misma, su relato se escuda en hechos externos: en la injusticia de la estructura social, en manifiestos ideológicos y en las desgracias de otras personas; quedando su identidad enmarcada en una nebulosa, oculta en la vida de otros. Personaje inasible, llena de misterios y pocos datos autobiográficos. Tal vez este personaje funciona más como una voz colectiva, voz de una determinada época. Lia sostiene que la decisión de dejar a su familia obedeció a una necesidad personal, porque asegura creer que, “Hay que cortar el cordón umbilical, ¿entiende? Si no se enrosca en el cuello y termina estrangulándonos. Castrándonos” (295). Entonces, la casa familiar aparece como algo que atenta contra la constitución de la persona. Lia rehúye de los lazos afectivos, ve a su madre como una figura devoradora, que engulle a sus hijos como Cronos. Aquí hay otra alusión a la mitología grecorromana, que apunta al origen y a las figuras parentales. Es preciso recordar en este punto, que el rey Cronos engendró varios hijos con Rea: Hestia, Deméter, Hera, Hades y Poseidón, pero se los tragó tan pronto como nacieron, pues había sabido por Gaia y Urano, poseedores del conocimiento del porvenir, que estaba destinado a ser derrocado por uno de sus propios hijos, como él lo había hecho con su propio padre. La imagen de un padre voraz hasta la muerte sintetiza la cruel castración de la libertad de ser de los hijos. Lia siente así a sus padres, y por ello crece en secreto y alejada, y tal vez por lo mismo intenta, con su activismo político, “vomitar al resto de sus hermanos”. Esta idea de la imagen de los padres como devoradores de los hijos –de la identidad de los hijos– y de la necesidad de defenderse de ellos, resurge en el epígrafe que una de las monjas del pensionado le sugiere a Lia para el libro que está escribiendo y
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que sirve para la vida de ambas: “Sal de tu tierra y de tu familia y de la casa de tu padre y ven a la tierra que yo te mostraré” (184). En este sentido, la fuga de Lia y de las otras “meninas” es un símbolo de protesta contra el sistema imperante, un rechazo a la autoridad familiar y nacional y la necesidad de crear un sistema propio. Ella representa al sujeto que quiere renegar de su pasado; la figura del padre como herencia simbólica-material y lugar conflictivo, es decir, como ámbito que da legitimidad y es portador de un legado que avergüenza. En este caso de un pasado nazi, de un padre vinculado con los horrores de la guerra, lo que se observa cuando dice: “Eh, Lia de Melo Shultz. ¿Los curas haciendo el amor? Cámaras de gas. Como si estuviéramos en la aurora de los tiempos, cuando Jehová separó las tierras de las aguas, las tinieblas de la luz, el Bien del Mal. ¿Y los crepúsculos?” (201). Lia sublima y compensa su “orfandad” adscribiéndose a “las grandes causas”: protestas estudiantiles y revolución política. Su apología de la acción y la lucha social le permiten escudarse de sus conflictos personales no resueltos. Practica la solidaridad hacia otros, pero cuando debe ayudar a Ana, paradójicamente no es capaz de hacerlo: “Estoy completamente atada, Lena, no puedo ayudar a Ana Clara. Si se metió con los viciosos. Aunque fuese mi hermana, no puedo, adonde hay traficantes y viciosos hay tiras a montones, nos quieren mezclar” (206). Tiene una postura crítica frente a la burguesía y las instituciones –la Iglesia, el Gobierno, los padres–, como una forma de alienarse, de huir de sus propios conflictos y de señalar su desgarro, su fragmentación, su escisión personal: “No lo sé explicar, Madre Alix, pero lo que quería decir es que aunque protegida, usted lucha a su manera, respeto su lucha. Respeto también la lucha de los que quieren destruirnos, los respeto, sí, ellos están en lo suyo. Nosotros estamos en lo nuestro, débiles, traicionados, divididos, no se imagina qué divididos estamos” (180-181). Otro soporte de su identidad, será la creación literaria. Está escribiendo una novela, desea ser escritora, en ese sentido, la escritura, como ficción y manifiesto social y político, cumple la función de satisfacer la búsqueda de identidad y legitimidad en un orden simbólico alternativo. Sin embargo, nada de eso se concreta, no termina ni su carrera, ni sus luchas, consigue dinero y sale del país. Pero en esa fuga no se sabe si ha conseguido reunirse con su novio, o concluir alguno de sus sueños.
La autodestrucción de Ana Turva
La tercera narradora-personaje es Ana Conceição “Turva” (que significa confusión) quien no lleva apellido como signo de ese padre ausente y de su baja extracción social. Hija de una prostituta, es abusada sexualmente cuando niña por el dentista y toda su infancia transcurre en una extrema pobreza material y afectiva. Su madre, tras
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tener varias parejas, se suicida con veneno. Estudia psicología e intenta forjar una carrera como modelo. Es una muchacha extremadamente bella que comparte su adicción a las drogas y al alcohol con su novio Max, a quien abandonará por un hombre de buena situación económica para aspirar a una vida mejor. Esta ascensión social será a cualquier costo: sometiéndose a una cirugía que reestablecerá su virginidad, siguiendo una terapia con un analista que odia, abandonando al hombre que ama. Estos son datos que vamos conociendo por medio de un confuso, truncado y contradictorio relato. El odio y la agresión son las energías que movilizan una fábula nebulosa, incoherente, llena de baches. Ella entra al mundo con violencia; en su caso no hubo una familia que se desintegrara, jamás llega a conocer a su padre, su expulsión del paraíso es un momento anterior a la conciencia. No puede salvarse de sus tormentos, y finalmente muere de sobredosis en la tina del baño del pensionado. Su traumática memoria le impide contar con las herramientas necesarias para diseñar una estrategia de supervivencia que la erija como un ser distinto y capaz de pararse frente al mundo con autonomía. En este caso, el proceso de constitución como sujeto tiene un mal final; pese a sus esfuerzos y sueños, está condenada a su mísero origen. En el relato se van revelando sus sentimientos alienados, episodios brutales; por ejemplo, relata el suicidio de su madre así: “Chilló de disgusto el día entero y esa noche tomó el hormiguicida. Murió más encogida que una hormiga […] Cuando volví al oscurecer lo primero que vi fue la lata abierta en el suelo. Me quedé mirándola. No lloré ni nada ¿Por qué tenía que? No sentí nada” (105). Hay un momento de revelación entre su pasado y presente cuando ella dice sentir que abandonó la infancia. Es justamente tras la experiencia de un aborto que toma conciencia de un punto de quiebre irreversible en su vida y concentra sus esperanzas en el futuro al mismo tiempo que otras escenas violentas del pasado se mezclan: La madre Alix me ayuda. Me ayuda me ayuda me ayuda. Yo no me quiero acordar y me acuerdo. Sé que la infancia se acabó todo se acabó que ella era una. El año que viene voy a empezar todo de nuevo y todo bueno y puedo vivir como si no tuviera nada atrás. Pero a veces siento tan cerca las bofetadas que le daba [se refiere a los maltratos que es víctima su madre por sus amantes] y cómo hacía funcionar aquel anillo de piedra del meñique (103).
Ana encubre su identidad bajo la mentira. Miente con la vaginoplastía que tramposamente le dará la condición de mujer virgen, miente con el futuro matrimonio con un novio que detesta; piensa convertirse en una “respetable dama”. Una de las versiones sobre su situación familiar será una historia fantasiosa llena de destrucción. Relata así a Max, su novio, el destino de sus padres:
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No tengo familia –le dije–. Murieron todos en un accidente de aviación. Un vuelo internacional. Volvían de Escocia donde habían ido a pasar la Navidad con mis tíos. Ah, ¿tus tíos viven en Escocia? [Pregunta Max] Vivían. Murieron todos cuando aquel monstruo del lago se levantó una noche y se engulló a mis tíos y primos con casa y todo (53).
Ana Clara se reinventa en función de sus aspiraciones burguesas: ascensión social, riqueza, prestigio. Tiene la esperanza de casarse con un novio rico que le arreglará la vida: “Voy a casarme con un millonario […] Decido todo. Entonces me vuelvo verdadera […] Con dinero yo también me vuelvo eh. Me vuelvo la misma boca de la fuente largando chorros de verdad. Es fácil decir la verdad en la riqueza” (110). Lia la cuestiona en sus cándidos anhelos: “En vez de estar pensando en un milagro casamentero deberías pensar en un milagro de verdad, ¿entendés? No puedo comprender que ustedes, los cristianos, tengan una mente tan divertida” (33). Pero mientras ese cambio llega, Ana se refugia en las drogas, donde solo encuentra más desorganización. Es la retórica de la violencia bajo la forma de autodestrucción: en vez de tener un futuro mejor, se encuentra con la muerte por sobredosis y su cuerpo queda tirado en una plaza pública. Por otra parte, el personaje de Ana es en sí un discurso crítico contra la injusticia de la sociedad; como ella misma dice: “Son todos unos maricones que no pierden la oportunidad de mear en la cabeza de uno” (220). Ana simboliza la degradación social y familiar, una sociedad perversa que crea y luego margina a seres como ella sin redención. La misma Lia, en una conversación con la Madre Alix, comenta con ironía y lucidez la insalvable situación que Ana representa y la escasa ayuda de la caridad: Discúlpeme, Madre Alix, pero Ana es un producto de esta nuestra hermosa sociedad, que tiene miles de Anas por ahí, algunas aguantando otras despedazándose. Las intenciones de socorro, etcétera son las mejores del mundo, no es el infierno desbordando de buenas intenciones, es esta ciudad. Veo que usted sale con otras señoras bondadosas a darle sopa a los mendigos. Buenos consejos, mantas. Ellos toman la sopa, oyen los consejos y van corriendo a cambiar la manta por un litro de cachaça porque el día amaneció más tibio, ¿para qué precisan la manta entonces? Todo sigue como antes (179).
Una visión pesimista de la sociedad, de las clases y los grupos, la impotencia frente al cambio y la aspiración a una mayor justicia, a la inmovilidad de los destinos de quienes nacieron en un estrato u otro, y cada uno carga con su sino trágico.
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Entre el internado de monjas y el cuarto-concha
En general las puestas en escena de estos relatos se dan en el lugar por excelencia de la niñez: la casa familiar, primer límite entre lo interno y lo externo. Para Freud la casa es una gran metáfora polisémica de la relación madre-hijo, del cuerpo, de la identidad, del nacimiento y la muerte. Así lo refleja cuando afirma, “la casa de habitación, un sucedáneo del vientre materno, primera morada cuya nostalgia quizá aún persista en nosotros, donde estábamos tan seguros y nos sentíamos tan a gusto” (22). Este concepto es llevado al terreno práctico de la terapia por la psicoanalista uruguaya Arminda Abesstury, quien dice haber observado lo siguiente: “Durante el tratamiento psicoanalítico de niños, encontré con frecuencia que en el juego de construir casas, el niño expresaba muchos de sus conflictos fundamentales y que podía observarse si su esquema corporal era deformado y en qué manera” (170). Esto se debe, según la psicoanalista, a que la construcción de la casa se estructura en torno a nociones de espacio y formas, lo que posibilita que, como símbolo del sujeto, exprese situaciones emocionales traumáticas importantes y muestre cómo han influido en su cuerpo y en su relación con el espacio. Además, la casa como continente del recuerdo es revisitada para ubicar el tiempo y el espacio. Por otra parte, en el libro La poética del espacio, Gastón Bachelard describe la importancia de la casa como un símbolo en la literatura occidental que agrupa un conjunto de imágenes que provocan un sentido de estabilidad; así, sostiene: “La casa en la vida del hombre suplanta contingencias, multiplica sus afanes de continuidad. Sin ella el hombre sería un ser disperso. Lo sostiene a través de las tormentas del cielo y de las tormentas de la vida. Es cuerpo y alma. Es el primer mundo del ser humano” (21). Si se piensa en esa analogía casa-cuerpo, inmediatamente aparece un hecho fundamental: las tres protagonistas de esta novela ya no habitan su casa familiar, por un motivo u otro han debido abandonarla, y es desde el internado de monjas que construyen su “novela familiar” revisitando esa morada que ya no habitan. Precisamente ya instaladas en el hogar religioso, en vez de distanciarse de su pasado establecen un permanente y obsesivo “diálogo” con su hogar infantil, que da origen a una fábula donde se mezclan elementos conscientes e inconscientes, reales e ilusorios. Las “casas” de las “meninas” comparten de distinta forma la impronta del siglo XX: la inestabilidad del orden social, la sociedad adulta esbozada como caótica, no confiable; la autoridad es corrupta o ineficaz. Incluso se expresa cierta hostilidad hacia los padres como figuras amenazantes, poco contenedoras. Este quiebre hace que la vida más allá del hogar adquiera relevancia o sea necesaria para la sobrevivencia. Es así como las meninas, instaladas en el internado de monjas, el Pensionado Nossa Senhora de Fátima, irán hablando de ese hogar roto, peligroso, frágil; con un sentido que se extrapola a un nivel macro: el fracaso de las figuras adultas en su misión de velar por la seguridad
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y bienestar de sus menores. Porque la novela, si bien casi no menciona referentes políticos de la época, como la dictadura, la censura o el abuso a los derechos humanos, etcétera., trata solapadamente una política que transgrede y agrede (al lector) desde la pasividad de sus protagonistas o su incapacidad para revertir los efectos del sistema en los sujetos. En este sentido, es un texto sumamente pesimista en relación con el poder y el orden social, que se esconde tras la aparente frivolidad y tontería de estas tres adolescentes detenidas en una infancia que no evoluciona. Como dice la crítica brasilera Zélia Bora, “el texto se sitúa en una zona de confrontación entre lo real y lo simbólico, que desenmascara el carácter utópico nacional, gracias a las habilidades de la narrativa […] Al mismo tiempo que se intenta reconstruir las memorias individuales, las voces reconstituyen la memoria nacional, hoy amenazada por la amnesia, corrupción y alienación política” (72-73)4. En sus palabras, Lorena, Lia y Ana Clara y un narrador en tercera persona crean una historicidad textual y paradojal a su permanencia en cuanto construcción y reconstrucción simbólica de narrativas nacionales identificables en su desacato o en el hecho de su exilio de la legalidad por medio de la fantasía. Se ve circular a las “meninas” por varios de los espacios de encierro propios de la modernidad: la familia, la escuela, el internado. Es decir, instituciones que organizan su funcionamiento a partir de dispositivos y operaciones vinculadas a la vigilancia jerárquica, a las sanciones normalizadoras. Y tiene relación con lo que Michel Foucault llama “poder disciplinario”, un modo de ejercicio del poder para domesticar, normalizar y hacer productivos a los sujetos en vez de segregarlos o eliminarlos. Ese contrapunto afuera/adentro está en correspondencia con el eje seguridad/peligro que se da en las salidas de las chicas. A lo largo de la historia aparecen constantemente imágenes de lugares exteriores que representan una amenaza: la consulta del dentista abusador y la consulta del psicoanalista de Ana, las reuniones políticas secretas de Lia, la convulsionada facultad de la universidad, la casa de la madre enferma de Lorena. Incluso, la casa familiar original se ha transformado en lugar de peligro. No es irrelevante que las “meninas” vivan en un pensionado de monjas, en un régimen de salida y encierro (las chicas salen de día, pero deben volver de noche y cumplir algunos horarios), bajo la tutela de unas religiosas que, más que ser tenebrosas madres superioras, son unas madres sustitutas y cálidas que intentan disciplinarlas y cuidarlas. De esta manera lo que la estructura del internado intenta compensar es la falta de espacios seguros para que las tres muchachas crezcan normalmente. La sociedad, el gobierno y la familia han fracasado en ofrecerles oportunidades de cambio y esperanza a estas jóvenes en riesgo social por su origen e infancias traumáticas. Su desvío no es simple indisciplina, sino abandono. Habrá que tutelarlas y al parecer no hay éxito. Es
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interesante volver a pensar en este sentido la escena donde los padres de estas chicas las “delegan” o, mejor dicho “entregan” al hogar religioso, con la responsabilidad de “hacer algo” con sus hijas. En la narración de Lorena, la casa infantil es la hacienda aristócrata, ámbito de tranquilidad y abundancia que se desmorona tras la tragedia de los hermanos, y que lanza bruscamente a todos los integrantes de la familia desde el paraíso colectivo al infierno individual. Como se mencionó con anterioridad, sus padres son víctimas del alcoholismo y la locura, la madre, además, se obsesiona con la cirugía plástica para borrar las cicatrices de la edad y de su ajetreada vida. En cambio, la casa-cuerpo de Lia está absolutamente disciplinada, ordenada, pero al mismo tiempo llena de culpas y nebulosas, como esa casa aparentemente organizada y misteriosa que abandona. Y por último, la casa–cuerpo de Ana es un territorio estragado, precario, expuesto al abuso, en ruinas; hay múltiples mudanzas, extraños que entran a hacer daño, rituales perturbados, como la comida en la que la niña deja caer un insecto a la sopa que está tomando el amante y agresor de su madre: […] Tomá ahora tu sopa con la cucarachona dije llorando de miedo mientras él agarraba a mamá por los pelos y me iba a agarrar también a mí borracho a más no poder que no se sostenía. Tengo hambre gritaba golpeando en mamá y en los muebles porque la comida no estaba lista y qué era lo que esas vagabundas de madre e hija pensaban de la vida. Para las putas está la calle gritaba” (48).
Una casa campo de batalla, de humillación, de agresión y peligro. Si nos detenemos en los espacios más específicos de este internado-hogar, llama la atención el “cuarto-concha” de Lorena. Bachelard precisamente se refiere al “espacio concha” como valor esencial del hábitat humano, el valor ontológico del refugio, signo esencial de la casa natural: la búsqueda de abrigo y protección, así como de encierro y tranquilidad, en donde la soledad es acrecentada por la completa configuración del espacio envolvente, y donde está permitido encontrarse con uno mismo en privacidad, aislamiento y reposo, y defenderse de un exterior agresivo, eludiendo toda amenaza (159). Todas estas condiciones hacen perfecto sentido en el caso de Lorena, que se aísla en su cuarto con un fin introspectivo y de defensa. Bachelard agrega que la “concha” se refiere a una salida, una dialéctica del surgimiento; dice al respecto: “todo es dialéctica en el ser que surge de una concha y como no surge todo entero, lo que sale contradice a lo que queda encerrado. Lo posterior del ser queda encarcelado en formas geométricas sólidas” (143). Su dialéctica como personaje es oscilar entre la fantasía y la realidad, entre varios intentos de narrarse a sí misma y a su familia sin salir del espejismo o sin acceder al centro de la verdad.
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Epílogo: Entre la sinestesia, el vacío y la ficción. La infancia como un eterno retorno
La novela Las Meninas va, en este relato a tres voces, problematizando la infancia con vueltas a ese pasado que se configura como un espacio fundacional y determinista, como una etapa de la vida que nos condena a un irrevocable destino. Las “meninas” buscan en esa etapa un modo de reorganizar eso que ha sido “deshecho” en sus primeros años de vida: el orden familiar y, por tanto, también el orden individual. Las protagonistas establecen una lucha entre su identidad como niñas y su identidad como adultas, en un juego de espejos que deforman, alteran y bloquean sus recuerdos. En ese relato a “seis manos” no solo recrean su pasado; también reparan, modifican, alteran eventos y verdades, y despliegan un proceso ficcional en el que confluyen la biografía, la imaginación, los deseos ocultos y manifiestos. Respecto a este punto, Elzbieta Sklodowska, en su ensayo “The Poetics of Remembering, the Politics of Forgetting”, se refiere al proceso de recuperación de memorias infantiles y cita el argumento de las psicoanalistas Ira Hyman y Erica Kleinknecht en torno a este tema: “escuchar las historias puede eventualmente dejar que los niños imaginen experiencias como si hubiese ocurrido y aceptan esos relatos como recuerdos personales” (263)5. Es decir, la recreación de la infancia conjuga la memoria y la imaginación, y el que recuerda se apropia de esa historia y la acepta a medida que la relata y la transforma. Los tres personajes invocan la infancia como lugar metafórico donde todo es intercambio y transmutación de identidades y experiencias. Invocan la infancia en su escritura (la práctica de la carta y el diario de vida) o en su relato oral al borde de la corriente de conciencia (la conversación dispersa con las amigas en el cuarto) no para recuperar un paraíso perdido, sino para interrumpir su presente y entregarse a un ejercicio coral en el que intentan elaborar su “novela” familiar y personal por medio del diálogo con sus pares, como si éstas fueran los lectores u oyentes necesarios para dar forma y existencia al relato. Para las tres “meninas” la infancia es el sitio irreductible, del que “no se sale” porque remite al tiempo en que “yo no era yo” (el yo se estaba formando en ese sucesivo intercambio); pero también porque la infancia, puro presente, anula el discurrir del tiempo y su transcurso cronológico. Por eso, cuando la infancia vuelve a “ocurrir”, a escenificarse en sus mentes, tiene la forma de un acontecimiento que irrumpe para detener el flujo de vida, y dar paso, en este caso, a una creación colectiva donde al verbalizar la propia biografía se ensaya una interpretación sobre el impacto de las experiencias vitales. Además, la escritura de sus infancias se hace acudiendo a una de las fuentes de conocimiento por excelencia propia de los niños: los sentidos. Tocar, oler, mirar, oír y
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saborear serán las principales herramientas de conocimiento, narración y comprensión del mundo que se va presentando. Las descripciones de las narradoras están cargadas de imágenes plásticas. El uso de verbos relacionados a los cinco sentidos dará la idea de la inmediatez de la experiencia, donde hay menos posibilidad de reflexión y/o explicación. Los sentidos, si bien registran momentos dolorosos, también registran experiencias de goce o placer. Lorena inicia la narración de esta novela con una escena muy sugerente, que presenta el descubrimiento del placer a través de la imagen de un hombre mascando un durazno en la calle. Y el placer se desplaza hacia esta fruta, a la fragancia que emana, al hombre que la saborea. Ese durazno y ese hombre se funden como objeto y sujeto en carne –la boca, la fruta–, en gestos y en acciones –morder, mascar, acariciar, lamer– en un cuadro sensual y erótico. Por lo tanto, el descubrimiento del placer para Lorena comienza con un objeto –un durazno– y una imagen cargada de percepciones sensoriales: Si yo escribiera empezaría una narración con ese nombre, El Hombre del Durazno. Lo vi desde una esquina cuando tomaba un vaso de leche: un hombre cualquiera con un durazno en la mano. Me quedé mirando el durazno maduro que él movía y palpaba entre sus dedos, cerrando un poco los ojos como si quisiera aprenderle el contorno. […] Quedé fascinada. Alisó los vellos de la cáscara con los labios y con los labios fue recorriendo toda su superficie como había hecho con las puntas de los dedos. […] Yo quería que todo acabase de una vez pero parecía no tener ningún apuro […] Todavía me contraigo entera cuando me acuerdo, oh Lorena Vaz Leme, ¿no te da vergüenza? (13-14).
Al relatar esta escena, Lorena expresa las reacciones corporales que despierta en sí misma esa imagen, descubre el deseo físico. Es un momento de revelación de una sensación que sigue por toda la vida: la experiencia del placer. Posteriormente cambiará el objeto del placer. En la adultez podrá ser una pareja, una actividad; pero sin duda esa sensación que fue descubierta en la infancia queda grabada en la mente y en el cuerpo pero en su caso se queda en un plano más platónico. En el caso de Lia, surge, para nuestra sorpresa como lectores, un discurso cruel, racista y clasista que complejiza la culpa e impotencia, y emana desde discursos sociales que adoptan y reproducen sin mucha conciencia, y que obedecen a la tradicional función del niño-narrador como espejo de la injusticia social, como portavoz del mundo que el autor quiere mostrar y criticar a través de la protagonista más solidaria y comprometida: Vino acepta. También acepta la langosta, dice langostín. Pero necesita recordar la estadística de los niños que mueren de hambre en el Nordeste, con ese asunto del Nordeste a veces exagera. No sé hasta cuándo vamos a tener que cargar con ese
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pueblo sobre las espaldas, es horrible pensar eso pero ahora ya pensé y estoy pensando también que si Dios no está allá es porque debe tener sus razones. –¡Ah! ¡Soy un monstruo! ¡Monstruo! ¡Querría ser diferente, lo querría tanto (23).
Es interesante que el personaje en el cual despierta más temprano y con más fuerza la sensibilidad sociopolítica del mundo se permita estas burlas. El “darse cuenta” del mundo alrededor es atravesado por sentimientos de rabia, desilusión e impotencia. Su constitución narrativa pasa por la configuración de “los otros”, es decir, del resto de los actores que forman parte del mundo externo, y es en este ámbito que dice: “Creía con la fuerza de la infancia, un fervor. Justamente por eso la reconciliación, ¿entendés? No sé explicarlo, Lena, pero apenas empecé a leer los diarios, a tomar conciencia de lo que pasaba en mi ciudad, en el mundo, me dio tal odio. Me volví una furia […] De ese estado pasé a la ironía, me volví irónica” (265), como se vio en la anterior escena. Y al mismo tiempo, la experiencia del “otro”, la empatía como capacidad de “experimentar” el sufrimiento del otro, es una vivencia que parece rebasar la propia individualidad, y que despierta espanto y extrañeza; Lia dirá, “No sé aguantar el sufrimiento de los otros. Tu sufrimiento, Miguel. El mío lo aguantaría bien, soy dura. Pero si pienso en vos quedo filtrada, quiero llorar. Morir” (19). Por ende, tras la cortina del compromiso hay una fuga a los vínculos próximos y concretos. Por otra parte, Ana Clara rescata una infancia carente, inestable, disfuncional, que en su memoria aparece colmada de sensaciones. Su truncado y disperso discurso surge especialmente bajo el efecto de las drogas; sus evocaciones son básicamente sinestésicas: ruidos (el murmullo de los ratones, el barullo de las baratas, las construcciones), los olores (del consultorio del dentista, de la bebida de los borrachos de la esquina, del mar); sensaciones variadas de frío y de calor que se entrecruzan cuando está desnuda. Un ejemplo de los olores de su “novela familiar” se ilustra en el siguiente fragmento: Cerré la boca pero quedó abierta la memoria del olfato. La memoria tiene un olfato memorable. Mi infancia entera llena de olores. El olor frío del cemento de la construcción pero el olor a entierro tibio de aquella florería donde trabajé enroscando alambre en el tallo de las flores hasta llegar a la corola porque las flores rotas tenían que mantener la cabeza alta en el cesto o en las coronas. El vómito de las borracheras de aquellos hombres y el sudor y las intimidades pero el olor del doctor Algodoncito (47).
También esta memoria sensorial se agudiza con el recuerdo de los malos olores que determinan la imagen de una infancia mísera, cuando agrega: “Otro olor que quedó formando parte de los olores es el del pis” (46). Otro aspecto interesante es la forma en que el gusto estético puede funcionar como “la punta del iceberg” de su compleja biografía y personalidad. Fagundes Telles explica de esta forma ese fenómeno en relación a
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la escena en la que ella rechaza los cuadros modernos que le gustan a su futuro marido: “Ana Clara detesta los cuadros abstractos. Ella quiere todo en orden. Ella no tuvo ese orden, esa belleza organizada. No quiere nada quebrado porque ya tuvo una infancia y una adolescencia completamente quebrada y astillada” (2001). Las protagonistas de esta novela se presentan como sujetos literarios cuyos procesos vitales de constitución están truncados y no se logran completar. En relación a esto, la crítica brasilera Peggy Sharpe afirma sobre esta constante en la obra de la autora: “nos ha introducido a una casta de personajes femeninos cuyos intentos de auto reflexión son obstruidos por la incapacidad de su personajes de integrar el proceso con el contexto externo de sus vidas. Desde que las protagonistas son incapaces de fijar nada más que su relativa posición de construcción de identidad y convertirse en personajes en búsqueda de una identidad” (80)6. Por ejemplo, en esta búsqueda pendiente, Lorena se mira con relación a los demás, experimenta un proceso de escisión y se pregunta cuál es el lugar que ella ocupa en el mundo y lo enuncia así: Ana Clara haciendo el amor. Lia haciendo política. Mamita haciendo análisis. Las monjitas haciendo dulce, siento aquí el olor caliente del dulce de zapallo. Hago filosofía. Ser o estar. No, no es ser o no ser, ésa ya existe, no confundir con la mía que acabé de inventar ahora. Originalísima. Si yo soy, no estoy porque para que yo sea es necesario que yo no esté. …En la ciudad me desintegro porque en la ciudad yo no soy, yo estoy: estoy compitiendo y como dentro de las reglas del juego (millares de reglas) necesito competir bien, tengo consecuentemente que estar bien para competir lo mejor posible. Para competir lo mejor posible acabo sacrificando el ser (propio o ajeno, lo que viene a ser lo mismo) (237).
La alienación es evidente: se sacrifica el “yo” en una disyuntiva existencial que no otorga sentido y evidencia el sujeto fragmentado. Las “meninas” escriben su novela familiar renegando y fantaseando ese espacio fundacional de los padres, quienes aparecen como figuras malogradas con las que es imposible identificarse. En todos los casos hay ausencia del padre, sea porque desapareció (Ana es hija de una madre soltera y es abusada por el dentista, posible figura de autoridad), o porque transmite una herencia que se desea renegar (el caso de Lia y su padre, con oscuro pasado nazi); o, es un padre que enloquece y con el cual es imposible contar (Lorena y su padre que entra al sanatorio tras la muerte del hijo). Ahora bien, del padre heredamos un apellido que nos sitúa en la sociedad, en la ley, en la historia, en la política; una continuidad que va de generación en generación. También, el padre es la autoridad, la jerarquía; el orden paterno establece un orden vertical, exige
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obediencia. Pero justamente la historia está hecha de sujetos que se han rebelado contra el padre, y ellas lo logran a medias. Sus “escrituras” tienen algo de delirio, traen consigo esa memoria incierta y fantasiosa; Fábio Lucas hablará de “cuadros de indefinición psicológica, entre la sanidad y la locura” (73)7. Y el desvarío se teje en relación con sus estrategias del deseo, haciendo que los vínculos amorosos que establecen sean un tanto platónicos o francamente imposibles; incluso podríamos decir que sus sentimientos están sujetos a experiencias extremas de muerte o de pérdida de sí mismas: Lia ama a Miguel, un desconocido con actitudes de héroe que escapa a otro país por involucrase en la lucha política. Ana tiene una relación concreta con Max; sin embargo, ambos viven en una nebulosa de drogas, y pese a que lo ama, sabe que lo abandonará por un novio rico. Y, Lorena cultiva un “amor edípico” y platónico por el doctor M. N., hombre casado y bastante mayor que nunca responde sus llamados o cartas. Las protagonistas inventan una historia móvil, abierta y falaz, porque la ficción no se ajusta ni se opone a la verdad, sino que complejiza la relación entre ambos campos. Es más, se entra a un terreno del absurdo, el que dice Lorena: “Aquello que pensamos se refleja en tres espejos del absurdo. Ese es mío. ¿Y los otros dos?” (96). Sus fábulas son forjadas en torno a un vacío que tiene relación con el desajuste familiar, su origen, la aniquilación del yo en un universo sin significaciones. Es con y contra eso que construyen sus relatos. Lorena dice: “Nací en un tiempo tan violento. Orfeo llegó a comover a las fieras con su lira y yo no consigo conmover ni a Astronauta [gato]. […] Me gustaría ordenar mi palabra de equilibrio, de amor al mundo pero sin entrar en él, lógico” (69). Se muestra una generación aniquilada por las fuerzas del pasado y de las circunstancias que le impiden completar su proceso de subjetivación como sostiene Sharpe: “A pesar de su fuerza y coraje, estos personajes son usualmente incapaces de completar el proceso de metamorfosis que los podría liberar de su soledad, decadencia y falta de identidad” (79)8. Es en torno a esos “agujeros” de sentido y de posibilidades que se mezcla lo real y lo alucinatorio, lo lógico y lo incoherente. Las “meninas” recrean sus memorias infantiles en un gesto de afirmación y apropiación que las obliga a replegarse en su subjetividad, para luego conectarse con el entorno social. Pero el encuentro de sí mismas con el mundo está revestido de cierto fracaso y pesimismo. Ana muere sin haber cumplido ninguno de sus sueños: ser modelo, casarse con un millonario, tener una vida mejor, etcétera. Lia destruye la novela que está escribiendo, y viaja a Argelia con la ayuda de su familia para encontrarse con un fantasmagórico novio del que no ha
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sabido nada, pero logra huir. Lorena vuelve a vivir con su madre que ha envejecido; de alguna forma, retrocede a la infancia, no logra emanciparse ni ser alguien. En definitiva, el poder de sus ficciones personales no es suficiente para completar el proceso que las liberaría de la soledad, la decadencia y la falta de identidad; sus ficciones se estrellan con el vacío que las originó, en el comienzo de todo, en sus infancias.
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SEGUNDA PARTE Padres e hijos al paredón
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Los crímenes de la infancia en La noche de los asesinos de José Triana y en La escalera de Andrea Moro María Belén Pérez
Infancia suele ser sinónimo de inocencia, una definición que se pierde cuando se hace referencia al parricidio. Estamos habituados a leer la presencia infantil en la literatura como víctimas, sujetos pasivos, pero en algunos textos esto se invierte, para presentar esta figura como un agente de su historia, un sujeto de violencia al punto de convertirse en verdugo de sus progenitores. En este ensayo se analizan dos piezas teatrales que se inmiscuyen en este tópico: La noche de los asesinos, del cubano José Triana, con su primera puesta en escena en 1966 y La escalera, de la chilena Andrea Moro, que fue montada en el año 2004. Textos generados en contextos muy diferentes pero que confluyen en mostrar el parricidio como un acto perfomativo imposible de finalizar, destinado a un eterno retorno de recriminaciones. En ambos casos el acto agresivo supuestamente permitiría la liberación de “ser” hijo y de estar sumergido en un mundo de dependencias, donde las ideologías no son propias; sin embargo, observamos que es un acto que redime parcialmente al mismo tiempo que deja atrapado a los hijos en círculos viciosos de culpa e inmadurez sin ser capaces de fundar un nuevo orden. En estas obras el núcleo básico familiar está conformado por la dualidad entre padres e hijos, una relación que si bien es vital, también es conflictiva, en el sentido en que se les atribuye el deber de guiar, mantener monetariamente y educar a sus niños. La infancia se muestra como una etapa en la que esta dualidad está mejor delimitada, donde padre y madre adquieren roles definidos y conforman un ejemplo a seguir, un modo de vida a imitar o bien a derrocar. En las obras estudiadas de este capítulo precisamente se examinan tramas en las cuales los personajes infantiles intentan, desde su posición, eliminar los deberes y obligaciones que se les han impuesto de forma arbitraria por medio del asesinato de sus padres. Optando de esta forma por la venganza contra una autoridad que los ha herido, intentando alcanzar la libertad que añoran y pretendiendo independizarse a través de una maquinación fría y racional que los llevará a convertirse en seres completamente opuestos, es decir, seres irracionales que abrazan un ideal imposible de asir. Desde este aspecto, el parricidio es para los niños sinónimo de libertad, acto de una agresividad feroz que les permitiría la liberación del “ser” hijo y de estar sumergidos en un mundo de dependencias, donde las ideologías no son propias sino
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que están cercadas por una casa que no es de ellos y que sin embargo, mantienen desde su posición de hijos a la que están soslayados. Cuando se presentan obras literarias de esta envergadura, donde la historia familiar se disloca, surge la interrogante acerca de qué tan verdadera puede ser la intención de los hijos por matar a sus padres, en qué rincón del hombre se alberga esta perversidad. Curiosamente, se trata de un sentimiento inherente al ser humano desde sus orígenes, que alberga la necesidad de derribar el pasado para poder crear un futuro nuevo, el anhelo de toda generación por oponerse a la que la antecede. Es así como se ha descrito una problemática que ronda no solo la literatura sino que la constitución de cada generación emergente, proceso que ha sido explicado desde lo más remoto del ser humano por el psicoanálisis: “En los primeros años infantiles existe una identificación con el padre; luego se borra y aun se crea una nueva personalidad opuesta, hasta que, al fin, vuelve a restablecerse la identificación” (Freud, 159). Un proceso que en este caso se ve interrumpido y queda detenido en la creación de una personalidad opuesta, encontrando como única escapatoria la muerte, al menos simbólica, de los progenitores, una idea que también es señalada por Freud en el camino que ejecutaron los hombres primitivos: Un paso decisivo en la modificación de este primer tipo de organización “social” fue que los hermanos que vivían en la comunidad se asociasen, para dominar al Padre, devorándole luego. Este canibalismo no encontró obstáculo y pudo continuar durante largo tiempo. El punto esencial estriba […] en que nosotros atribuimos a estos hombres primitivos sentimientos semejantes a los que la investigación analítica permite establecer en los primitivos del presente, o sea, en nuestros niños (Freud, 106).
Es un conflicto que se presenta de carácter ritual y mitológico, que se explica desde la rebeldía de una infancia que se creía más allá del bien y el mal, por ser un estado germinal del hombre en particular y también de la creación de la sociedad. Desde este principio que elabora Freud en Moisés y la religión monoteísta se encuentra el fundamento de la organización entre los pares, un factor que también es perceptible en este tipo de literatura, donde se requiere de cierta “hermandad” para llevar a cabo la planificación y acción de asesinar a los padres. Ahora bien, si el parricidio posee esta connotación de libertad, se adjudica una promesa engañosa, ya que, muertos los padres, no hay una ley que los rija más que el caos, de manera que la aspiración del parricida es la de un mundo sin normas. Sin embargo, el problema fundamental de eliminar la organización existente estriba en que para derrocar a los padres, estos deben existir, es decir, necesitan de la ley que quieren anular. De esta forma, la palabra parricidio se puede aterrizar y volver cercana, no obstante, el hecho de que sean niños los que intentan cometer este crimen no deja de extrañar, principalmente porque la imagen de la infancia ha sido considerada como
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sagrada, lo cual ha creado nuevos tabúes y prohibiciones en torno a su figura. Esto se refleja en el infanticidio, un crimen que se muestra como el anverso del parricidio; es así como el deseo de asesinar a los hijos o a los padres son dos caras de una misma moneda: “La fantasía de matricidio, se sitúa, en mi opinión, en articulación estrecha con la fantasía de infanticidio concebido de este modo; aparece tanto como primario y como considerablemente irrepresentable” (Bergeret, 307). Estas fantasías son el origen de una literatura que se adentra en lo legendario pero, al mismo tiempo, ignorado. La infancia es vista como un espacio primigenio, origen de deseos, cuna de convicciones y principalmente una etapa de juegos. Debido a esto, las piezas teatrales mencionadas no ignoran el aspecto lúdico e inocente de la infancia, utilizando este recurso para cambiar el paradigma de inocencia en pos de un fin siniestro, donde el hecho de ser niños no les impide estar cercanos a la violencia. Se habla a partir de un anhelo innombrable, que se disfraza por medio de otros móviles indirectos que intentan justificar un trauma no superado, reinventar desde la memoria parcelada de los niños los motivos para cometer parricidio y transformar el espacio.
Juegos de representación en La noche de los asesinos de José Triana
José Triana es un poeta y afamado dramaturgo cubano, algunas de sus obras son: Medea en el espejo (1962), El parque de la fraternidad (1962), El mayor General (1962), La muerte del Ñeque (1964) La noche de los asesinos (1966), a la cual se le otorgó el premio Casa de las Américas en 1965, y Ceremonial de guerra (1990). En La noche de los asesinos se presentan tres personajes: Lalo, Cuca y Beba, hermanos que oprimidos por las reglas que les imponen sus padres, deciden jugar a representar teatralmente que cometen el acto de parricidio. Para ello, simulan la voz y los gestos de sus padres, de los amigos que visitan la casa y posteriormente representan el crimen encarnando a los personajes que enjuician el asesinato. Se trata de una obra que se representa dentro de la obra misma, todo es una gran farsa, un juego siniestro que ejecutan los hermanos en un cuarto desván. Así se muestra una problemática familiar y de carácter universal, en palabras de Triana: “La obra va cargada de toda una aureola. Está el atrevimiento en poner a los hijos a soñar la muerte de sus padres, que posiblemente sea una de las enormes obsesiones que tiene toda sociedad, es decir cómo deslindar el mundo primario de la adolescencia y llegar a ser adulto. Por eso tal vez la obra se monta tanto, vaya caminando sola” (Meyran, 26). Como se mencionó con anterioridad, es en 1966 y en Cuba donde surge la obra, debido a esto, no se puede eludir el contexto histórico en el que se desarrollan tanto la creación como la puesta en escena, ya que, el entorno es el de la Revolución Cubana y muchas veces se ha interpretado la obra como reacción a este proceso político, como
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lo hace el crítico Ricard Salvat al mencionar una evidente relación del padre como metáfora de Fidel, la madre como Cuba y los niños como la juventud que ansía un cambio. Sin embargo, este modo de analizar es engañoso porque como advierte Daniel Meyran en su prólogo a la obra: “El tiempo de acción es cualquiera de los años cincuenta, informa el autor, como si quisiera, de antemano, evitar lo inevitable, a saber, una lectura histórica y circunstancial de la pieza” (Meyran,36). Desde este punto de vista, la evidente metáfora histórica que se deslinda de la obra es limitada; parafraseando a Salvat la obra trasciende la política y se convierte en una metáfora que alcanza diversos niveles de interpretación. Estos niveles están relacionados con el proceso de creación del autor de La noche de los asesinos, quien describe cómo surge el concepto de su obra de la siguiente forma: “[…] Yo veía un espacio vacío, había una mujer en escena y unos perros que ladraban. Yo no sé si los perros que ladraban formaban parte de la representación o si eran incidentales o si yo los incorporé. Yo tendría entre cinco y seis años” (Meyran, 12). La edad en la que relata haberse sorprendido por el esbozo de lo que sería una pieza teatral, le da un carácter distinto a su obra y la distancia aún más de la interpretación histórica. Por lo tanto, en esta ocasión se hará hincapié en el sueño de los niños de asesinar a sus padres, en el tipo de juego que desarrollan los personajes y en cómo emplean el espacio para interpretar el trauma que en ellos se origina al ser hijos incapaces de desligarse de la posición de autoridad que representan sus padres.
La pulsión detrás de las máscaras
En la obra de Triana los personajes no son niños por la edad que poseen, más bien, aparentan serlo. Una sutileza que queda expuesta����������������������������������� desde un comienzo en las acotaciones: “Estos personajes son adultos y sin embargo conservan cierta gracia adolescente, aunque un tanto marchita; son, en último término, figuras de un museo en ruinas” (74). En esta definición inicial, la edad es indefinida, como lo señala el teórico Frank N. Dauster en The game of chance: The theater of José Triana, los personajes aparentan estar en una adolescencia tardía y a pesar de que en algún punto de la obra, Cuca dice que Lalo tiene treinta años y Beba veinte, la edad es indeterminada y las numerosas máscaras que se ponen los personajes pueden hacer suponer que estas edades se refieren a una proyección que hacen de su propio futuro. Más aún cuando entre Lalo, Cuca y Beba, se ejecuta un juego permanente y marcadamente infantil que se representa: Como si se tratara de un ceremonial exorcista, los tres interpretan todos los papeles en frecuentes desdoblamientos: los vecinos, los padres, los policías, los jueces, y teatralizan un mundo que refleja los conflictos familiares, las apariencias y las convenciones
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contra las que quieren rebelarse. El juego que emprenden se vuelve una verdadera conspiración contra los padres de la que nadie puede escaparse, un ritual macabro, a puerta cerrada, repetido, ad infinitum, ya que saben que no podrán cumplir el acto liberador. Primero es necesario conformar las reglas del juego entre ellos y competir en crueldad. Luego una vez cometido el parricidio, Lalo, el asesino potencial, será sometido a un interrogatorio por parte de sus hermanas/ policías, juez y fiscal. Al final de la representación, es decir, del juego, “un juego endiablado”, todo vuelve a empezar (Meyran, 35).
Esta dinámica de los personajes los sitúa en la lógica de niños, ya que, se presenta entre ellos un juego permanente. En Homo Ludens de Johan Huizinga se define el juego con un carácter ritual y se explica, que posee de por sí una forma que es obligatoriamente libre: “El juego no es la vida ‘corriente’ o la vida ‘propiamente dicha’. Más bien consiste en escaparse de ella a una esfera temporal de actividad que posee su tendencia propia. Y el infante sabe que hace “como si”, que todo es ‘pura broma’” (20). Los hermanos intercalan personajes para recrear el drama y se ciñen a las normas del juego, un juego que les permite vivir la fantasía de asesinar a sus padres. De esta forma se “Lleva el mundo imperfecto y a la vida confusa una perfección provisional y limitada” (23), la perfección que les proporciona el juego hace que intenten perpetuarlo ad infinitum. Es así como la aparente perfección se transforma en un vicio al que no pueden poner término. Nuevamente el análisis de Dauster percibe el carácter lúdico de los personajes, pero también la violencia que conlleva, violencia que está fundamentada en un make believe del que no pueden escapar, los jóvenes se van tiñendo de violencia y se muestran capaces de todo en su afán de liberarse del yugo que los reprime. No obstante, la muerte no pasa de ser parte del juego y este hecho queda patente en la ausencia de los cadáveres de los padres y en que los cuerpos y cirios no son más que parte del simulacro. En este juego en el que los hijos intentan deshacerse de sus padres, toda representación de los hermanos es vivida desde dentro, sin exterioridad, y la crítica lo explicita cuando refiere que: “Los personajes […] al mismo tiempo, se odian y se necesitan los unos a los otros. Por eso la obra podrá parecer incompleta, su final es un nuevo comienzo” (Flores, 1). Es en esta irrealización de sus deseos, que surge la siguiente interrogante: “¿Son capaces o incapaces de matar a los padres? En realidad, el problema fundamental es que ni Lalo ni sus hermanas parecen poder generar nuevas estrategias para reorganizar su territorio una vez que lo hayan conquistado” (Flores, 1). Es así como están en un ciclo interminable, viviendo eternamente el proceso siniestro del asesinato que es signo del proceso inacabado de adolescente a adulto que viven los personajes. Una vez alcanzada la libertad, están perdidos, tienen una identidad inconclusa. En este sentido son niños oprimidos por mandatos y reglas que no quieren cumplir, se niegan a adaptarse a sus padres y al mundo adulto:
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Más tarde, en su confesión al público/jurado, al fiscal/Cuca, Lalo, jugando al asesino procesado, insiste en la necesidad de la lucha y de la violencia para crear un nuevo orden: fija así sus propias reglas del juego: Lalo.- (Con la misma sonrisa.) […] Yo sabía que lo que los viejos me ofrecían no era, no podía ser la vida. Entonces me dije: “Si quieres vivir tienes que...” (Se detiene hace gesto de apuñalar, o crispar los puños triturando algo) (Meyran, 50).
Asimismo Cuca, Beba y Lalo se posesionan de los personajes que interpretan y utilizan el lenguaje como instrumento en la búsqueda de una identidad propia. La teatralidad de los personajes es lo que otorga la forma de metateatro que se adopta en La noche de los asesinos. La función que ejerce el carácter metateatral es la de hacer sin hacer, realizar con palabras y muecas lo que para ellos es irrealizable. En otras palabras: “Sólo por medio del discurso logrará escaparse de las instancias que lo oprimen: el sistema familiar y el sistema político; es decir, que lo único que le queda como propio es […] el deseo que provoca el fluir de las palabras” (Pasternac, 180). Palabras que entregan la vida de estos hermanos como un rompecabezas que debe ser armado por el lector/espectador, donde se presentan pedazos de su historia y de la de sus padres, mensajes que por otro lado dan cuenta de una mirada de niño ante el mundo. Esta pulsión vital por la representación implica en un principio, revelarse ante el orden familiar, sin embargo, como señala Freud en La novela familiar del neurótico, todo niño sobrevalora a sus padres y este es un proceso que padece Lalo, quien transforma esta sobrevaloración en el fundamento de su deseo de cometer el acto de parricidio: “Cuca: Compréndelos… Ellos son así... Después había que sacudirse/ Lalo: Yo no pude. Creí demasiado en ellos. (Pausa.) ¿Y mis deseos? ¿Y mis aspiraciones?” (86). En la cita se expresa el conflicto entre la paternidad castradora y la adoración de todo hijo hacia sus padres: “En estas fantasías vuelve a recuperar su plena vigencia sobre la valoración que caracteriza los primeros años de la infancia” (5). Este aspecto conlleva la confrontación de dos generaciones, de manera que como señala Freud: “el crecimiento supone liberarse de la autoridad paterna. Todo hombre normal ha debido superar la dependencia. Por tanto, el conflicto generacional es la base del progreso social, ya que es la ruptura de la dependencia” (5). Esta disolución es la que persiguen realizar y para ello conocen un solo camino: “Lalo. – […] miles de voces, repetían al unísono: “mátalos” […] (Como un iluminado). Desde entonces conocí cual era mi camino y fui descubriendo que […] la casa entera, todo, me exigía ese acto heroico” (52). Es con esta violencia con la que conciben la ruptura generacional y la libertad de ser individuos con pensamiento propio. La posición de hijos se torna en la figura de un criminal, entendiéndose este título como: “Alguien que es culpable y quiere serlo más, se burla de los derechos y deberes. Tienen que reflejar el mal objetivo. No es la muerte sentida lo que aparece en el
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homicidio, es la muerte objetiva y el acto lo que le interesa pues confieren un ser de criminal al asesino” (Flesler, 19). Este papel de criminal se adquiere desde la fantasía misma, ya que, refiere un hecho que no se consuma, pero que es una acción absolutista y revolucionaria, liderada por Lalo y dispuesta como parte de un acto que más que necesario se presenta como heroico, debido a que pretende: “liquidar la estructura familiar misma para alcanzar la anhelada liberación del orden existente, percibido como alienante e inhumano” (Espinoza, 4), en este sentido, los niños intentan la ruptura de las leyes establecidas, una libertad que una vez alcanzada podría significar el caos, ya que, no habría una prohibición que atacar, un poder que derrocar. Son poseedores de una energía subversiva que pareciera no tener propósito, pero que esconde la necesidad de eliminar un trauma que no pueden atacar de manera directa. Es por ello, que escogen las palabras y los gestos teatrales para desatar sus instintos de separarse al menos ideológicamente de sus padres.
En busca de la puerta de salida
En La noche de los asesinos, el teatro es la forma lúdica que adoptan los personajes para superar el trauma. Es posible identificar el espacio en el que transcurre la acción como un escenario, que es descrito en las acotaciones como: “Un sótano o el último cuarto desván. Una mesa, tres sillas, alfombras raídas, cortinas sucias con grades parches de telas floreadas, floreros, una campanilla, un cuchillo y algunos objetos ya en desuso, arrinconados, junto a la escoba y el plumero” (74). Es aquí donde los tres hermanos encuentran un refugio donde pueden dar rienda suelta a sus anhelos más secretos, compartir un espacio de intimidad. Aspecto que permite que este espacio, a pesar de ser limitado, tome un carácter de inmensidad producido por los temas que se tocan y por la actividad que desarrollan en el lugar. Paradójicamente, los personajes están enclaustrados, solo pueden ejercer su libertad individual en un lugar reducido, en un rincón de la casa. Salvat cuenta diecinueve personajes habitando el desván y señala cómo los jóvenes están enclaustrados como comúnmente lo están en las obras de Triana, ya sea por la sociedad, el gobierno, o bien por su propia inhabilidad de ser libres. Advierte que inclusive si los personajes pudiesen divisar a lo lejos una salida, serían incapaces de abrir la puerta de salida. Es así como el acto primero se inicia con las palabras de Lalo: “Cierra esa puerta. (Golpeándose el pecho. Exaltado, con los ojos muy abiertos.) Un asesino. Un asesino (cae de rodillas.)” (75). De inmediato el espacio se reduce, la entrada se cierra y quedan aislados en sus ensueños, la puerta funciona como un umbral separando la realidad de los hermanos con sus deseos más ocultos, un espacio de transición. Las palabras imperiosas de Lalo se repiten en el segundo acto: “Cierra esa puerta” (101), lo cual enfatiza la reiteración de sus actos.
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Este carácter de encierro constituye un juego con tres participantes, no se oye el ruido exterior, no se sabe qué ocurre fuera de esta habitación, solo se conoce el exterior por lo que se relata y estos relatos son principalmente recuerdos. En este refugio, Lalo, Cuca y Beba ejecutan un juego donde: Los personajes que salen a la escena son tanto los actores como los propios espectadores. Desde “La representación ha comenzado”, que pronuncia Beba al principio del primer acto, hasta “Está bien. Ahora me toca a mí”, con que Beba concluye el segundo y último acto, los tres hermanos van a representar todos los papeles, desdoblándose y asumiendo varias identidades, tomando diversas máscaras: las de los padres, las de Margarita y Pantaleón, la de Angelita, los policías, el juez, el fiscal, los señores del jurado, los de la sala y las suyas propias de Lalo, Beba y Cuca. Al mismo tiempo, y sin cambiar de decorado, el escenario se desdobla y se vuelve espacio citado, espacio imaginario: la casa, la Estación de Policía, el tribunal (Meyran, 40).
Como se señala en la cita, los roles se intercambian y el espacio geométricamente reducido, se expande y adquiere distintas apariencias. Estos desdoblamientos del escenario consisten en representar, en un comienzo, el funeral de los padres, donde por medio de la imaginación establecen la presencia de los cadáveres, del ataúd e incluso de los cirios, para que luego, en el transcurso de la obra, se presente una casa común en la que limpian objetos y reciben visitas, hogar que se ve trastocado por la escena del crimen protagonizada por Lalo y que en seguida dará paso al interrogatorio que ejecutan los oficiales en el que el espacio se torna un tribunal. El lugar se convierte en un teatro camaleónico en el cual representan sus recuerdos, simulan experiencias traumáticas, es decir, aquellas vivencias que los han dañado o aquellos actos que desean cometer y que saben conllevarían efectos funestos. Desde esta perspectiva, el psicólogo estadounidense Steven Reisner comprende el teatro como un espacio seguro para la exploración del trauma, un lugar simbólico que permite compartir la experiencia traumática mediante la presencia de un público. Esta vivencia terapéutica y segura es en la que se desenvuelven los personajes. Una seguridad que también la entrega el desván o sótano en el que pueden expresarse sin miramientos. La transformación de los personajes en actores dentro de su propio drama representa una forma de descarga y purgación de los dolores más íntimos y secretos: “El espacio que propone Triana es la metáfora del útero o la metáfora de la Caverna de Platón; esto induciría, según ella, a la idea de marginación y autoexilio. Esta visión apoyaría la tesis del espacio simbólico, pero por encima de esta lógica interpretación del texto, Triana quiere un espacio sagrado donde actúe el cuerpo del actor/hermano” (Barranco, 2). Es por esto que deciden crear una alianza, juntos han padecido un trauma que se ha agudizado con el tiempo y juntos deben superarlo, pero no quieren salir de su buhardilla y se esconden de la realidad exterior.
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Elizabeth Machlan, en este aspecto, es enfática en señalar que la relación interior versus exterior en los espacios literarios contemporáneos nunca es totalmente definida y está cargada de un cierto aire perverso. Lo exterior logra permear las barreras de lo privado, del espacio del hogar y, aún más, es muchas veces este espacio protector el que genera los eventos crueles. En el caso de esta obra, se presenta un espacio claustrofóbico. No se muestra con claridad el exterior; no hay ventanas hacia esa realidad y por lo mismo, esta sensación de enclaustramiento contribuye a la imagen de un espacio interior viciado, oscuro. De alguna manera, esto se podría relacionar con un no querer crecer, o salir del vientre de la madre. Por otra parte, en La poética del espacio de Gaston Bachelard, la casa es un ser que imaginamos vertical, de manera que Triana ubica la acción en “un sótano o último cuarto desván”, es decir, en cualquiera de los dos extremos de la vivienda. En el extremo superior de la casa se sitúa el desván, que representa la racionalidad, inclusive de los sueños donde: “los miedos se racionalizan fácilmente” (50), y en el extremo inferior del hogar se halla el sótano, símbolo de la irracionalidad, “el ser oscuro de la casa” que se caracteriza por ser: “locura enterrada, drama emparedado” (51). Esta relación entre opuestos, se da en los personajes al oscilar entre dos polos, lo cual queda clarificado en la situación en la que se encuentran, que no es otra que la de un juego racional y organizado, que está compuesto por normas y turnos, donde se refleja tanto la “locura enterrada” de ensayar el delito de parricidio, como la racionalización de los miedos de la que habla Bachelard al establecer para ello una dinámica organizada, un rito que nace del miedo a no obtener independencia de los padres. Este escondite o buhardilla, que es el lugar donde pueden liberar sus pensamientos, no obstante se nos describe sucio y mal mantenido por sus habitantes: Los tres hermanos invaden el espacio teatral (constituido por el escenario y la misma sala del teatro) para gritar su malestar, para revelar a través de su juego organizado el fracaso individual impuesto por una sociedad que no les hace caso, que les oprime, que les reduce a la condición de títere y de objeto. Por ello se encierran en el desván, en medio de trastos y objetos en desuso, para ensayar una nueva forma, una nueva representación, un nuevo deseo metafórico de cambiar el orden de las cosas en la casa (Meyran, 36).
Sin embargo, la contraparte la establece Cuca quien dedica mayor cantidad de tiempo a la limpieza. Es así como nos encontramos con acotaciones en las que leemos que esta: (Sacudiendo una silla) (77) (limpiando todavía el mueble) (78), labor que intenta renovar los objetos y en la que se “unen un pasado muy antiguo con el día nuevo” (Bachelard, 100), confrontándose con los objetivos de sus hermanos al establecer con esta acción el orden paternal, ya que la casa representa las exigencias de la madre, la mantención y quehaceres domésticos. Se origina una: “situación de dependencia que
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es trasladada a la casa, porque permite ubicar en ella la imperfección que puede ser reparada, aunque exija un máximo de esfuerzo, alejando en lo posible el fracaso de la omnipotencia” (Maberino de Prego, 167). Cuca al dedicar tiempo a la limpieza de la casa, se convierte en una niña obediente, actitud que es contraria a la de Lalo. Es aquí donde Montes Huidobro define el concepto de cainismo y parricidio que ronda la obra: “Parricidio y cainismo marchan cogidos de la mano, porque si bien la muerte de los padres es lo que se planea Cuca y Lalo se mueven en direcciones opuestas con respecto a este crimen, Cuca es cómplice en muchos momentos pero vacila y actúa ocupando marcadamente el lugar de los padres y justificándolos” (Dolan, 159). El concepto de cainismo trae consigo una tensión que es parte de la configuración del crimen, los tres hermanos deben llegar a un acuerdo, porque de forma individual son incapaces de planear el asesinato, por lo tanto, convienen apoyarse el uno al otro, como ocurre en el episodio en el que se afila el cuchillo y los tres hermanos se unen en torno a la conspiración contra sus padres, lo cual le agrega un gran contenido de violencia a la pieza teatral, que se acentúa con los sonidos que complementan la trama y que se vuelven ensordecedores. Sonidos que se agudizan en el empleo de la máquina de escribir y del cuchillo, elementos que se tornan violentos por la forma en que son utilizados, como en el caso de la máquina de escribir o bien, elementos que implican directamente esta violencia como lo es el cuchillo: “Lalo. –(Frotando los dos cuchillos) Ric-rac, ric-rac, ric-rac, ric-rac, ric-rac, ric-rac […] Beba. –(Moviendo las manos sobre la mesa, repite automáticamente.) Tac-tac-tac-tac. Tac-tac-tac-tac […]” (90). Ruidos que al ser proferidos remiten una vez más al carácter lúdico de los hermanos, ya que emplean estos artefactos a la manera de juguetes y a la vez como objetos rituales que utilizan como parte del simulacro. El uso de ellos por parte de los niños es un ejemplo de lo siniestro, es decir, elementos tradicionalmente considerados familiares (como un cuchillo de cocina, o una máquina de escribir) adquieren un cariz siniestro y extraño. Los niños impregnan los objetos que utilizan de un aura extraña, de lo desfamiliarizado y posiblemente tenebroso. Principalmente porque el asesinato de sus padres requiere de estos elementos, de manera que: “Podría decirse que, con la muerte, juego y rito, juguetes y objetos rituales, significantes de la diacronía y significantes de la sincronía –diferenciados durante la vida– se invierten y se confunden” (Agamben, 119). Esto explicita el por qué se ligan muerte y juego, juego y rito. En definitiva, es lo que acontece en la obra de Triana por medio de estos niños-adolescentes que intentan, a través del juego, alcanzar el poder sobre sí mismos. No obstante, nunca lo logran y están reducidos a un eterno deseo, lo cual tiene relación con que el título de la obra sea La noche de los asesinos, nombre que remite a un tiempo onírico y que refleja el afán de simular en forma continua lo que se anhela de forma secreta. De lo anterior, se deslinda la concepción que Freud otorga a “lo siniestro” y que se observa en esta pieza teatral, más aun si se destaca que: “El factor de la repetición
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[…] en ciertas condiciones y en combinación con determinadas circunstancias, despierta sin duda la sensación de lo siniestro, que por otra parte nos recuerda la sensación de inermidad de muchos estados oníricos” (9). Finalmente, es en la repetición del juego que establecen los personajes de la obra, junto con el espacio reducido en el que lo llevan a cabo, lo que crea un ambiente de asfixia, propio de quienes se ven coartados en su libertad y de tinte demoníaco. El carácter de este juego logra transformar el lugar: En ese espacio cerrado reforman y reorganizan todo a su gusto: el cuarto, la casa, la sociedad, según el principio de inversión/subversión/transgresión, tanto en lo que concierne al objeto escénico como en lo que concierne en su propio ser. La canciónleitmotiv que entona Lalo, “la sala no es la sala. La sala es la cocina. El cuarto no es el cuarto. El cuarto es el inodoro”, participa del mismo juego: destruir el orden familiar para imponer otro, conceptualiza el desorden casero ya señalizado por el desplazamiento de los objetos en el lugar escénico (Meyran, 37).
Esta reordenación se produce por medio de la canción que entona Lalo, la cual se presenta como el himno de aquel que al no tener soberanía sobre nada ni nadie, repite: “Niego que no soy, por eso me apropio de un nombre, y hago un canto de gloria, de lo que quieren que haga un lamento, un olvido, una nada de nombre” (Flesler, 12). Estos niños como sujetos transgresores del tabú de asesinar a los padres se posesionan de un espacio como método de alcanzar la perversión de un poder que se les niega, de derribar la opresión cotidiana: “Es la instancia de performatividad que hace siempre del sujeto un ser que está implicado en su no ser o en su potencia de ser. Cada vez que pasa por el mismo lugar se es otro” (Flesler, 23). Este no ser constituye la falta de identidad de los personajes que viven en una constante permutación, de manera que no logran identificarse más que con el espacio que invierten. Las características espaciales donde se realiza la acción de la obra dramática y las transformaciones que viven los personajes al interior de este sótano o último cuarto desván, se enlazan con un rasgo propio del juego en el que: “Se demarca, material o idealmente, un espacio cerrado, separado del ambiente cotidiano. En ese espacio se desarrolla el juego y en él valen las reglas. También la demarcación de un lugar sagrado es el distintivo primero de toda acción sacra” (Huizinga, 33). A partir de esto, es que se entiende la ritualidad de los actos que se ejecutan. La noche de los asesinos constituye de esta forma el drama de todo ser humano de posicionarse sobre el mundo, de identificarse con el otro sin ser el otro. Triana da una visión del ser humano en constante transformación y para ello utiliza las técnicas mencionadas, creando un mundo consciente de la circularidad del tiempo, dando cuenta de una situación crítica por medio del juego permanente en el que participan sus personajes, que lleva a la interrogante: ¿por qué repetir una experiencia traumática y sin
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solución aparente? A lo que se puede responder con las palabras de Paul Válery: “Nuestra memoria repite lo que no acabamos de comprender” (Caruth, 184)1. Finalmente, se presenta un drama familiar que compone una metáfora de las instituciones sociales y de la vida dentro de una sociedad, que se ve reflejada a través de los movimientos de la infancia; de sus juegos, de sus voces, de su posición inestable y a la vez critica del mundo que los rodea.
El desquite de los niños en La escalera de Andrea Moro
Entre las obras de la dramaturga chilena Andrea Moro, se encuentran: No soy la novia (2003), La escalera (2004), Love (2007) y Zygote (2009). Obras teatrales que han sido puestas en escena recientemente y que sin embargo, han atraído la atención de estudiosos y críticos. La Escalera, dirigida por Pablo Casals, presenta una familia disfuncional, donde el padre murió y la madre de Elisa y Óscar está incapacitada para llevar a cabo su rol, ya que está recluida en el segundo piso de la casa. Esta ausencia es la razón de que los niños planeen su muerte, de manera que se presenta: “Una tríada compleja en los pronombres personales Él, Nosotros y Ella: los hermanos en relación especular, Él –el padre físicamente ausente (muerto), pero vivo en los recuerdos– y Ella –que se expresa a través de la ausencia espacial, pero cuya presencia se hace inminente mediante el sonido de sus pasos por el segundo piso–” (Ríos, s/n). El abandono y la orfandad se hacen perceptibles desde un comienzo en las acotaciones en que se detalla la casa en la que viven como un lugar sucio y desolado, debido a que niños de 14 y 12 años la mantienen, para luego hacer consciente al lector/espectador de que el abandono es aun más profundo que lo visible y que cala hondo en numerosas ocasiones. En primer lugar, es la posición de Elisa quien afirma que su madre renuncia a cuidar a su padre mientras este está enfermo, lo cual la lleva a idear el plan vengativo de matar a su madre en conjunto con su hermano. Es de este modo que se hacen cómplices persiguiendo un mismo fin. Sin embargo, a pesar de la unión casi indisoluble entre ambos, la relación entre ellos se rompe cuando Elisa ve a su madre devorada y es abandonada por Óscar, al optar este por tener una posición denominada por la autora como más práctica y a la vez masculina. Lo que los une es finalmente lo que los separa, una misma historia con desenlaces distintos. No hay una despedida sentimental de por medio, Elisa no escucha la voz de su hermano y este solo se retira:
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La traducción es mía.
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Óscar: chao hermana, me voy Elisa: su boca, su sonrisa… Óscar: Te vas a quedar sola. Elisa: Siempre estuvo ahí, con sus ojitos claros, sus manos flacas… Óscar: Me fui, me fui (22).
Elisa cambia en el momento final su decisión, mientras que Óscar nota la obsesión y locura de su hermana al observar demasiado tarde que una parte de ella era lo que también moría con su madre y es por esto que decide alejarse. Elisa se escinde, pierde su identidad, muere su lógica y de esta manera se invierten los papeles, la obra finaliza con la independencia del niño no solo de su madre y padre sino que también adquiere la autonomía de su hermana. Es así como Óscar pasa de un “nosotros” a un “yo”. La despedida entre ambos destaca en él la capacidad de sobrevolar un trauma que su hermana no puede superar. Parafraseando a Reisner, el trauma se puede definir como una ruptura del sistema psicológico del individuo, una fisura de su integridad que no puede ser reparada o reafirmada. Dada esta definición inicial, es la integridad de Elisa la que se ve corrompida y reflejada en su actitud final que es común en este tipo de situaciones; de hecho, Diana Taylor denomina a estos momentos Frozen action, es decir, aun cuando las manifestaciones del trauma son reiteradas, los afectados tienden a inmovilizarse, a no saber qué hacer ante dicha situación. Es lo que le ocurre a Elisa, que está inmersa en esta Frozen action, no posee el beneficio de su hermano de seguir adelante con su vida, superar su historia inicial y comprender que no se elige dónde ni cómo nacer o morir, si no que solo se puede transitar, acción que ella no realiza al quedarse inmóvil, sin evolucionar ni querer tornar su infancia en adultez quedándose atrapada en la sensación de verse a sí misma en su madre, viéndose suspendida en el rol de hija debido al impacto de haber querido matar parte de ella misma.
Los esfuerzos por subir cada peldaño
En consecuencia, La Escalera representa el miedo a romper la figura femenina de la madre que está en un piso más alto en relación a Elisa y Óscar, quienes desde su posición, en este caso inferior de hijos, intentan eliminar la idealización de la imagen materna, rebelándose contra el orden establecido que se presenta con la organización de arriba-abajo que proporciona la escalera como elemento metafórico. La escalera, por tanto, constituye un espacio simbólico, es un elemento arquitectónico que Bachelard define desde una perspectiva infantil: “La escalera que lleva al cuarto se sube y se baja. Es una vía más trivial. Es familiar. El niño de doce años hace en ella escalas de subida, […] gustándole sobretodo subir de cuatro en cuatro, a zancadas […] ¡que dicha para los músculos!” (57), sin embargo, esto no funciona para los personajes
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de la obra de Andrea Moro, dado que la subida de la escalera a la habitación de la madre no constituye un hecho trivial, y en este punto, se interviene la cotidianidad y se transforma lo que para cualquier niño es un juego infantil, en una hazaña donde los músculos más que ser parte de un juego se paralizan. Bachelard observa por otra parte: “A veces algunos peldaños han inscrito en la memoria un débil desnivel de la casa natal” (57). Este desnivel es el que se agudiza en la pieza teatral y el cual produce la sensación nombrada por Freud como Unheimlich, que se define como: “Lo siniestro sería aquella suerte de espantoso que afecta las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás” (2), es así, como aquello que es conocido se transforma en extraño, sensación que se origina desde la arquitectura mencionada, por lo que el espacio se torna en un lugar que refleja la problemática de la obra. El hecho de que los niños estén en el proceso de una búsqueda de identidad en la que: “La pregunta originaria, ¿quién eres?, podría reformularse más propiamente como un ¿(de) dónde eres?, allí donde el otro llama y nombra” (Flesler, 22), de manera que para Óscar y Elisa su madre es inaccesible: “Lo único que los conecta a ella –y que es también lo que ve el espectador– es una escalera” (Moro, 2008) que tienen miedo a subir, pero que funciona como el único medio que pueden emplear, un juego que se expresa desde el lenguaje espacial y que impone a los niños como los dueños del espacio, a pesar de que estén aterrorizados y que eviten el tema mientras les es posible: Elisa: ¿Por qué no subes a verla? Óscar: Más rato. Elisa: ¿Te da miedo? Óscar: ¿Cómo sé yo si no te comiste todo en el camino? (3).
Finalmente, la obra más que romper la imagen de los padres, recalca lo necesario que es aceptarla, principalmente en el episodio en el que Elisa se reconoce en su madre. En palabras de Moro: “Uno no puede matar al final, al contrario, es como incorporar a los padres y a la madre, y decir sí, son mi papá, son mi mamá, pero al mismo tiempo no soy ellos y no voy a hacer eso” (Moro, 2005). Según lo planteado por el psicoanálisis, la obra en este ámbito es la exacerbación de un proceso que vive todo ser humano, como lo señala la autora: “Claro, entonces ellos están pasando entonces, como diría Freud […], el contra-idealización. La idealización ya la vivieron, y ahora están viviendo la desilusión de enfrentarse y de darse cuenta que están en un abandono” (Moro, 2005). Relación que destaca la crítica: “Si bien el psicoanálisis freudiano desenfunda –entre otra cosas– un vínculo familiar más profundo, en La escalera éste es el centro del drama” (Ríos, s/n). Clarificado por la misma autora: “Es ese proceso en donde uno como hijo empieza a culpar esta imagen de padre o de padre y de madre, porque no son lo que uno querían
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que fueran, o porque no corresponden a la imagen que uno tenía hecha de lo que uno quería que fuera su padre o como quería que fuera su mamá. Ese momento, pero al final ellos la culpan a ella” (Moro, 2005). Dado lo anterior, los intentos por destruir la imagen de la madre no están exentos de culpabilidad: “El discurso de la culpa se manifiesta como el ingrediente principal de los vínculos familiares y establece desde un principio la relación de los personajes con la comida” (Ríos, s/n), lo que parece un detalle mínimo como la alimentación toma relevancia, ya que, precisamente la comida es el medio por el cual los niños planean matar a su madre, para lo que, paradójicamente, deben sufrir hambre. En definitiva, no son ellos quienes la matan de sobredosis si no que, sin estar ellos involucrados, la madre muere devorada por animales. El énfasis que esta obra da a la alimentación es de gran relevancia Así, es interesante constatar que en los niños de La Escalera el hambre o la comida, se puede conectar con la lógica de los cuentos de hadas, una lógica que es estudiada brillantemente por Bruno Bettelheim en su Psicoanálisis de los Cuentos de Hadas, libro en el cual explica la crueldad presente en este tipo de cuentos, crueldad que lleva a que los niños puedan dominar sus impulsos o instintos más primitivos y aprendan a obedecer al súper yo. Es así como esta obra recuerda, de cierta forma, la historia de Hansel y Gretel, en donde los niños son seducidos por la comida, son alimentados para luego ser devorados por la bruja, y es finalmente, gracias a las artimañas de los niños, que la propia bruja es quien termina en el horno. En este caso, los niños también pasan hambre para ver morir a la figura de autoridad y es también la comida la que posibilita la transgresión. Por otro lado, la influencia del psicoanálisis se toma desde el eje de la historia de Las Coéforas, segunda parte de La Orestíada de Esquilo, lo cual se indica principalmente en el episodio de la carta en que cada uno de los hermanos toma la voz de uno de sus padres, manifestando el síndrome de Edipo y de Electra. Una idealización del padre por parte de Elisa, que la lleva a planear una venganza contra su madre de la cual supone infidelidades. Conceptos analizados en La novela familiar del neurótico por Freud y definido en este tipo de situaciones en las que: “Con el conocimiento de los procesos sexuales surge en el niño la tendencia a imaginarse situaciones y relaciones eróticas, tendencia que es impulsada por el deseo de colocar a la madre –objeto de la más intensa curiosidad sexual– en situaciones de secreta infidelidad y de relaciones amorosas ocultas” (3). Este aspecto se ve confrontado por la lectura de las cartas en voz alta de Óscar, donde se invierten los papeles y se defiende a la madre, una lectura que abrevia el pasado compartido y al mismo tiempo debatido.
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La verdad y sus rompecabezas
La obra en sí misma está poblada de secretos, el lector desconoce ámbitos de la vida de los personajes que son esenciales, como la relación entre padre y madre, qué animal se devora a la madre (en el montaje se explicita que son ratas), la incertidumbre de si Óscar y Elisa hubiesen sido capaces de matar a su madre, el episodio sin resolver en que el lector/espectador no posee la certeza de si los niños tienen a su madre amarrada o si ella está enferma y por ende imposibilitada para movilizarse. Ambigüedad que se produce con la finalidad de tener un lector/espectador dinámico que pueda armar la historia a su modo sin dejar de lado los elementos básicos. Técnica a la que se refiere Andrea Moro: “Me gusta que el espectador también o el lector tome una posición activa frente a lo que está pasando. No contarle todo, hacer trabajar la imaginación de ellos” (Moro, 2005). De manera que: “Es el lector en su papel de voyeur o cómplice, el único testigo del juego de cada uno con el lenguaje” (Pasternac, 180). Esto se formula a través del modo en que se expresan los personajes como se señala a continuación: “La escalera, por su parte, se realiza a partir de lo ausente: el diálogo de los dos hermanos avanza mediante la elisión (desvanecer) del sujeto de las frases, con el consecuente desvío del centro de interés” (Ríos, s/n). Esta ausencia se ve absuelta solo en aquellas oportunidades en que traen a la memoria a sus padres, y sobre todo, en la utilización de las cartas a través de las cuales reconstruyen la historia de una forma fragmentaria en la que el lector/espectador tiene la oportunidad oír las voces de los padres en boca de los niños, en una especie de lectura teatralizada que realizan ambos. De esta manera, la elección de niños se justifica y se enlaza con el hecho de que tienen mayor libertad para expresarse, lo que da pie para una mayor intimidad en sus conversaciones, debido a que no todo se explica ni se desarrolla exhaustivamente; pueden responder una pregunta con otra pregunta, evadir un tema hasta el cansancio, olvidarse de un tópico para sumirse en risas y burlas. Sin embargo, sorprenden con diálogos en los que se transforman en semi-niños, en el sentido de que tienen la capacidad de comprender temas complejos, demostrando una adultez precoz que Freud indicaba al referir que el juego infantil se ejecuta con el deseo de llegar a ser adulto. Esta facultad se da por momentos hasta que se produce un quiebre repentino, dejando temas aparentemente sin resolver para los ojos del lector que, no obstante, esconden una resolución secreta de los hermanos y una historia compartida, que no requiere ser relatada de manera íntegra para ser comprendida por el lector. Tanto Óscar como Elisa, viven aterrados por una historia que comparten y al mismo tiempo varía según los recuerdos de cada uno. Lo que buscan es olvidar que fueron hijos y la necesidad de olvidar es una de las características fundamentales de la concepción de trauma. Este es uno de los motivos por los que deben destruir todo vestigio partiendo por lo material:
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Elisa: ¡Romperlo, hay que romperlo todo, no puede quedar nada! Òscar: ¿Por qué? Elisa: Colección de tacitas del oriente a la muralla! Òscar: ¡Para! Elisa: ¡Cabeza tallada de la reina chuchunco, fuera! Òscar: ¡Para, para! Elisa: Cuadros del estilo súper estilizado, Chao! Adiós a las lámparas, adiós, a las cajas, a las cajitas, cajotas y cajones Hay que decirle adiós a todo esto[…] Òscar: Me puedes decir ahora, ¿Qué pasa? Elisa: Si vamos a terminar con ella, hay que terminar con todo, con todo. Tenemos que empezar de cero, tener nuestras propias cosas, elegir que queremos y que no, pero para eso hay que olvidarse de que fuimos hijos. Òscar: Entonces hagámoslo, hagámoslo de una vez (18).
Rompen el inmueble para luego, ser capaces de eliminar sus miedos encarnados en la figura de la madre, y para esto, no ven otra escapatoria que matarla Esta resolución es clave, de hecho el significado de performance para Taylor está relacionado con un medio de ayuda para comprender lo sucedido, muchas veces tomando elementos del pasado para reorganizarlos en el presente. Finalmente, la obra logra cuestionar si esta decisión tomada por los niños es efectiva a la hora de superar el pasado, vivir un presente sólido y construir un futuro. Cabe mencionar, que es solo Elisa la poseedora de la memoria y que la recrea para su hermano a través de la palabra, esto le otorga poder ante su hermano menor. Ella es quien tiene las razones para llevar a cabo el plan, a pesar de que Óscar intente contradecirla, trayendo la evidencia concreta de las cartas de su madre, mostrándose así: “Un espacio de enormes y profundas contradicciones, en donde la venganza, la coquetería libidinosa y la cauterización de los recuerdos, son los cimientos de una atmósfera corrupta por sesgados puntos de mira” (Moro, 2005). Espacio donde se presentan niños presos del terror, incapaces de soñar e invadidos por pesadillas nocturnas. Se vive una situación límite, los pequeños ven como algo prohibido inclusive el pensamiento: “En nada de lo que pienso se puede pensar” (6), afirma Óscar mientras su hermana, le enseña técnicas para evadir el hambre y los recuerdos dolorosos del pasado que llevan sobre sus espaldas. Esta actitud recuerda también aquella adoptada por los hermanos de Gemelos, quienes buscaban asimismo vencer la adversidad, entrenándose en ejercicios para no sentir dolor, o no sentir hambre. Es a través de este gesto performático (los distintos ejercicios) que los niños pueden o logran sobreponerse a la situación de vulnerabilidad en la que se encuentran, para lograr ser ellos quienes poseen el control. En otras palabras, es nuevamente el acto de repetición performática lo que permite la toma del poder por parte de los sujetos infantiles, misma situación planteada a través de la repetición del crimen en La Noche de los Asesinos.
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El juego de poderes es un recurso utilizado de manera recurrente por la autora y da cuenta de una diferenciación entre el rol de hermana mayor frente al de hermano menor, que está directamente relacionado a la posesión de la memoria de Elisa en comparación a Óscar. Por otra parte, está la tensión entre lo femenino y lo masculino. En este punto se presenta el asco de Elisa por la seducción y el erotismo que se vislumbra cuando juegan a la “mano loca”, juego en el que la mano de Óscar se transforma en un tercer personaje fuera de él mismo, que recorre el cuerpo de Elisa temerosamente. Juegos de niño que pueden resultar hirientes, como en el discurso de Elisa en el que ridiculiza el falo y todo lo que él simboliza: ¿Tú crees acaso que a mí me importa eso que tienes ahí guardado?, crees que me gusta así un poco esa cosa que te cuelga entre las piernas, no, no, no está muy equivocado caballero. A mí su cosita me da asco. Te la miro cuando caminas y me carga como se mueve, así es que no vengas aquí a tentarme con tu aparato inservible, movedizo, flaco y resbaloso, porque no lo vas a lograr, aunque lo intentes, ¡No lo lograrás! (8).
En diálogos como éste se deja latente el conflicto del incesto entre hermanos, de un: “Único incesto evidente y fácil, para el que no existe incitación, del que jamás se habla, que hace inútiles las comprensiones imaginarias o simbólicas” (Schérer, 143) que manifiesta el juego entre la aceptación y el rechazo. Se puede resumir la relación entre estos dos niños de la siguiente forma: Los sentimientos edípicos de Elisa y Óscar por su padre ya muerto, la presencia de la etapa del espejo no plenamente superada –desde donde nace el deseo de destruir a la madre–, los hermanos convertidos en interlocutores internos uno del otro, cuyas acciones basadas en el reproche, la culpa y claro está, ciertas actitudes libidinales reflejadas hacia los padres son sustituidas por el otro hermano (Ríos, s/n).
La ironía que permite la voz infantil en estos casos es un componente reconocible e intencionado, una artimaña que se elabora con la finalidad de poder hablar de cualquier tema entre risas y así, situarlos en un grupo etario de la misma forma en que se utilizan factores como los piojos, la libreta de notas y la línea de tiempo. Esto porque los diálogos a pesar de ser ágiles y lúdicos poseen cierta tensión y densidad. Un engaño que se completa con el juego. Todo lo cual lleva a que en palabras de la crítica se: “Entrecruza un ingenuo pero determinante mundillo infantil con el ya mórbido «mundo adulto»” (Casals), de manera que se entrelazan dos mundos por medio del crimen, es decir, por el deseo de asesinar a los padres, una intención que alberga una violencia primera que se ocupa solo de sobrevivir y de cumplir con la autoconservación: “Hemos sobrevivido […] no por haber matado a nuestros padres, a nuestros hijos, o nuestros hermanos, sino solamente según nuestras capacidades de integración, en el impulso
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positivo de la relación amorosa, de la potencia de nuestra violencia primera” (Bergeret,14); aquella violencia que se origina en la infancia y que está desligada del amor y del odio, que está relacionada con la “crueldad originaria” a la que se refiere Freud y que involucra el deseo de asesinar a los padres, es la que sirve de puente entre el mundo adulto y el infantil, un enlace que resulta extraño y confuso, pero que sin embargo trata sobre la identidad que se conforma en el niño.
Dos escenarios para un mismo drama
Finalmente, en ambas creaciones el crimen de parricidio funciona como centro de la trama; en La Escalera el parricidio es el motor del conflicto, es la meta que se proponen alcanzar ambos hermanos, y mientras vacilan en si llevarla o no a cabo, la muerte se les adelanta y la madre muere por motivos externos. No obstante, la intención de los hijos por aniquilar la imagen de la madre y todo lo que ella conlleva, está presente. Por otra parte, en la obra de José Triana, la muerte nunca se realiza, es un proceso circular, un deseo que intentan llevar a cabo tres hermanos en contra de sus padres y que a pesar de sus planificaciones, no lo logran concretar. Ahora bien, referirse al parricidio implica preguntarse: ¿Cuáles son los motivos para que los hijos ambicionen asesinar a sus padres? Uno de ellos pareciera ser el abandono que se dilucida en La Escalera, donde el móvil para matar a la madre se debe a que quieren vengar el nombre del padre, razón que esconde lo que en La noche de los asesinos no está adornado, y es la de que como hijos necesitan tener autonomía, una vida independiente a la de sus padres y libertad para pensar. Este último aspecto está claro en los personajes de ambas obras cuando Beba señala lo siguiente: “Beba: veo esos cadáveres y pienso que sueño. Un espectáculo digno de verse. Se me ponen los pelos de punta. No quiero pensar” (77). O bien el, “En nada se puede pensar”, porque esos pensamientos son de una violencia espeluznante que se refleja en el lenguaje, en la repetición de la palabra “sangre” en la obra de Triana. Pensamientos que por otra parte se fundan en el abandono que es patente en la escenografía de ambas piezas teatrales, en la que los personajes habitan en la suciedad, en un sótano u en una casa venida a menos y rodeados de miedo por las intenciones que albergan. Es así como están en un ciclo interminable ya que, en ambas obras, solo se llega a la intención, pero jamás a la realización. Sin embargo, planean realizarlo, y para ello, el papel de los hermanos mayores es fundamental, ya que son ellos quienes tienen más deseos de llevar a cabo el plan contra sus padres. En el caso de La Escalera, es Elisa, y esto se debe a que es la única poseedora de la memoria, lo cual le da una ventaja frente a su hermano menor para tomar la decisión. Asimismo, en la obra de Triana es Lalo, quien sin tener más argumentos
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que la claustrofobia que le provoca ser hijo, incita a sus hermanas, fundamentalmente a Cuca, quien se aferra más a sus padres. Quizás estas diferencias se produzcan porque los hermanos mayores son quienes teniendo más años encarnan en su persona que el paso del tiempo no solucionará la problemática de ser hijo; de no tener una identidad y estar reprimidos por las figuras paterna y materna. Desde otra perspectiva, cuando se habla de que los padres son considerados por estos niños como símbolo de represión, se está señalando a dos imágenes que son pilares de la familia y que encierran un sinnúmero de connotaciones, es así como la descripción de un padre es: “La decisión del pensamiento, el vigor de la voluntad, la pujanza en la acción, pertenecen a la imagen del Padre y, sobre todas estas cualidades, la autonomía y la independencia del gran hombre, la convicción divina de actuar sin tener en cuenta consideraciones de orden alguno” (Freud, 139). Precisamente es este tipo de características la que los niños quieren abolir por medio de la premeditación de un crimen que desean fervientemente, pero que no logran llevar a cabo, ya sea porque logran identificarse con sus progenitores, por miedo a la orfandad o bien, por terror a no saber cómo reorganizar sus vidas. El parricidio, visto desde esta arista, se sustenta en un miedo irracional que impide la acción, se crean planificaciones y se ensaya una y otra vez lo que será un deseo sin concreción. Debido a esto, no es de extrañar que se formulen dudas sobre la necesidad de realizar este crimen. Es así como el único modo que tienen los personajes de comenzar a ejecutarlo es transgredir las reglas del hogar y destruir el inmueble. Es así como en ambas obras, la acción transgresora de los niños se encuentra estrechamente ligada al control (desmedido) que ellos poseen frente al espacio. En el caso de La Noche de los Asesinos, es posible apreciar una falta de divisiones internas, de fronteras o separaciones. El espacio se desfamiliariza y se vuelve camaleónico al entrar en contacto con el juego de los niños; este cambio en los espacios tiene directa correlación con la inversión en las jerarquías tradicionales. Esto es, la idea de que los niños tomen el control de la realidad, de la vida de sus padres. Se relaciona o se ve en primer lugar en términos espaciales: pues son ellos quienes dictan su metamorfosis. Más aún, el espacio ya no va a ser un aliado de los padres (del orden) sino que va a ser cómplice del desorden (de los niños). En el caso de La Escalera, los espacios no sufren una metamorfosis tan profunda, el dominio del espacio por parte de los niños es claro. Se observa un espacio sin objetos, sin mucha decoración, en el cual están los dos hermanos, quienes dominan la situación. Lo único extra que se puede ver es la escalera, que conecta a los niños con el dormitorio de la madre. La madre (la supuesta figura de autoridad) nunca toma control del espacio; los niños pueden hacer y deshacer a su antojo; y de hecho, son ellos los únicos que pueden subir y bajar esa escalera. Es decir, en este caso, si bien no se da una transgresión o movilidad de fronteras (en el sentido de piezas que cambian de lugar),
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sí se puede apreciar que la única frontera presente en esta obra, la escalera que conecta lo alto con lo bajo, es desafiada por los niños; es transgredida y es a través de ella que se lleva la muerte (las bandejas con comida envenenada) volviéndolo extraño Pero, más aún, en el caso de La Noche de los asesinos, donde la cancioncilla del acto de matar a los padres se vuelve un ejemplo de repetición compulsiva, es decir, la repetición de un acto traumático que no se ha asimilado del todo y, por lo mismo, no puede recordarse de forma tradicional sino que es reiterado casi sin control. Sin embargo, es necesario enfatizar que el acto de repetición no es necesariamente un acto patológico, sino que puede ser considerado una forma a través de la cual el sujeto infantil se apodera de su situación, aprendiendo a tomar el control sobre sus deseos. Es decir, puede ser considerado bien como una válvula de escape (los niños practican matar a los padres para así no tener que hacerlo en la realidad y asumir su propia autonomía sin incurrir en el parricidio), o bien como una manera de simular volverse adultos precisamente a través del acto real del parricidio. De manera que todos los elementos que participan en esta literatura confluyen en la acción criminal, es así como tanto la infancia como el espacio y sobre todo el lenguaje funcionan al servicio de extrañar al lector y de rememorar una etapa primigenia no solo del hombre en particular si no que también de la especie humana. El paradigma que utilizan y la estética que desarrollan, donde: “El verdadero acto criminal es obligar a la gente honrada a soñar también con el delito que más los repele, aquel que solo viven como ajeno, pero del que también abrevan, que necesitan que sea cometido” (Flesler, 26) es donde se cobija la intencionalidad de ambas obras. Es el hecho de desordenar las jerarquías entre padres e hijos y poner en tela de juicio la supuesta inocencia de los niños frente a un acto criminal, a fin de cuentas se ponen en cuestión nuestros propios deseos de muerte, trasmitiéndose la decisión final que reside en que: “No es cuestión de amor ni de odio, sino de la simple ley del sobrevivir primario: es él (niño) o ellos (padres), ellos o él” (Bergeret, 5), una contraposición que por primitiva y mítica, logra que el lector se involucre en una noción de parricidio que el común de los lectores y espectadores ignora.
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La historia de la dictadura chilena por niños preescolares en Kínder de Francisca Bernardi y Ana Harcha. Andrea Jeftanovic
¿La historia nacional contada por niños preescolares? Las dramaturgas Francisca Bernardi (1975) y Ana Harcha (1976) encomiendan a estos niños, que todavía no saben leer ni escribir, que asuman la tarea de hablar sobre la violencia cotidiana durante la dictadura chilena desde el marco de la sala parvularia. En esta obra se propone como sujeto de enunciación de la experiencia a infantes que, por su temprana edad, son habitualmente considerados como “sujetos mudos” que están siendo expuestos a los primeros años de socialización. Pero estos cuerpos aparentemente insignificantes para los poderes públicos son “cuerpos dóciles” (Foucault), receptáculos de los deseos e intereses de padres, profesores y gobernantes. Desde ese lugar en disputa, los personajes infantiles en el texto son cuerpos en alerta, voces que se alzan para esbozar otra mirada a la reciente historia de Chile, alternando las experiencias escolares de cada una de las autoras; el colegio de izquierda de Santiago y la escuela fiscal del pueblo sureño de Pitrufquén.
Hablan los hijos de Pinochet
Conocemos una serie de testimonios y relatos que narran las experiencias de persecución, de centros de detención y ejecución, de exilio, por parte de sujetos adultos que sufrieron los embates de la dictadura, sin embargo, hacía falta mirar esa experiencia desde una óptica “menor”, desde un lugar de la víctima indirecta que comprende tardíamente los alcances de ese régimen en su vida, o que experimenta cambios y crisis en su orden familiar por el sistema político imperante. La obra Kínder se suma a una línea de producción en la que la generación hija de los protagonistas y víctimas de las dictaduras del cono sur toma la palabra y problematizan la memoria y su mirada, los imposibles del testimonio, la memoria como simulacro. Documentales como Los rubios (Albertina Carri), El edificio de Chile de Macarena Aguiló; la novela La casa de los conejos de Laura Alcoba (2008), El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia de Patricio Pron (2011), y en Chile los libros de relatos Las infantas (1997) de Lina Meruane, El lugar de otro (2010) de Pía Barros, las novelas en Voz baja (1998) de Alejandra Costamagna, Mapocho (2001) de Nona Fernández, Formas de volver a casa de Alejandro Zambra (2011), se encargan desde la biografía o la observación de su
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entorno de retratar las inquietudes de los hijos de los exiliados, hijos de los militantes y los costos personales que implicaron los desplazamientos, la clandestinidad, la violación a los derechos humanos, las pérdidas humanas. Y no es algo exclusivo de nuestro país, la voz infantil viene ya desde la literatura del Holocausto cumpliendo la función de ser una suerte de inconsciente colectivo.
El teatro chileno del siglo XXI
En el campo del teatro local, a fines de los noventa emergen voces de dramaturgas jóvenes que son parte de la nueva orientación que va tomando la escena chilena, principalmente gracias a las compañías independientes.1 Las dramaturgas Francisca Bernardi y Ana Harcha pertenecen a esta nueva oleada, son actrices tituladas en la Escuela de Teatro de la Pontificia Universidad Católica de Chile2 y también siguieron talleres con los dramaturgos Marco Antonio de la Parra, Juan Radrigán, Benjamín Galemiri y Rodrigo García. El montaje de la obra Kínder a cargo de la compañía Niños Prodigio Teatro en el año 2003, tuvo bastante resonancia entre el público con sucesivas puestas en escena y la obtención del premio Altazor ese año. Desde un comienzo, Kínder presenta un desafío cuando, por ejemplo, se presenta en el prefacio un texto poco convencional en el que se advierte:”Todos los personajes son fantasías. Ninguno de ellos se identifica con una persona viva o muerta. Los episodios descritos tampoco coinciden con los hechos reales. Los comportamientos identificables deben achacarse a las circunstancias. No traten de entender” (143). Luego de señalarse la ruptura con la tradición mimética, se informa explícitamente la carencia de una disposición lógica formal y también se alude a la inexistencia de personajes tradicionales que obedezcan a un nombre, a una edad, a ciertas características. Más bien son voces o enunciados, cuerpos-soporte, cuerpos que contienen a su vez al cuerpo social. En el texto no se señala cuántos personajes hay ni qué características tienen; se presume que hay más de uno, porque en ocasiones es posible identificar una suerte de conversación,
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Hay varios nombres entre los que destacan, Manuela Infante, Manuela Oyarzún, Lucía de la Maza, Andrea Moro, Daniela Lillo, María José Galleguillos, Flavia Radrigán. Son dramaturgas formadas en la universidad, influenciadas en algunos casos por las escuelas (Católica, Chile, Finis Terrae) y algunos profesores como Ramón Griffero, Marco Antonio de la Parra, Benjamín Galemiri, Alfredo Castro y Rodrigo Pérez. No tienen una estética común que permita hablar de una “generación” con rasgos propios ni una mirada femenina específica, pero sí comparten una voluntad autoral, una capacidad de autogestionar integralmente sus proyectos (se preocupan de la música, diseño, coreografías; todo apunta al mismo concepto). Además, han trabajado en conjunto en otros montajes, como Sinceridad (2009); cuando han escrito de forma individual también han dirigido sus creaciones. Francisca Bernardi ha escrito NADIA sobrelalínearecta (2000) y, por su parte, Ana Harcha es autora de Perro! (1999), Lulú (2004) y Atravieso la ciudad montado sobre mi bicicleta porque no aguanto las bromas ni las broncas de mis parientes (2006), entre otros.
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y en otras, se presentan monólogos que remiten a relatos muy disímiles de niños con distintas experiencias biográficas, género y espacio territorial. Los personajes develan, en breves escenas, cómo estaban presentes la represión y la censura en los juegos, en la rutina escolar, en la enseñanza, en la educación cívica, en las dinámicas familiares. En otras palabras, dan cuenta de los procesos de aprendizaje cognitivo y emocional, tanto como de su socialización entre pares y adultos, administrada por una determinada ideología. Kínder no tiene otro hilo conductor que los relatos alternados de los niños a lo largo de veintiséis escenas, cuya conexión reside únicamente en la articulación de los diversos hechos y recuerdos enunciados por los infantes. Tampoco hay linealidad en la presentación de los eventos, puesto que no hay un argumento que pudiera regir un orden o configurar una fábula. Se ha abandonado la aspiración de la trama o la historia, de este modo “la acción dramática se ha liberado de su función relatora y nos ofrece un devenir escénico, un transcurrir situacional” (Sanchís, 246), en ese sentido, el texto deviene entre situaciones por las que transitan un número indeterminado de personajes y que exponen problemáticas bajo el disfraz del juego, la canción, la rutina escolar.
El texto dramático como archivo
El texto dramático y su interpretación, entendida como un modo de archivo y no una práctica teatral efímera, toma lugar aquí y ahora para traer un repertorio del pasado que se transmite y comprende. En ese intento pueden surgir nuevas formas de representación, por ejemplo en este caso, formas fragmentarias o lúdicas que aluden a la lucha de la autoría de la realidad; dar sentido y testimonio utilizando juegos, ejercicios escolares, canciones. Kínder podría leerse como un intento de entregar la versión de la generación llamada “los hijos de Pinochet”, pues alude a quienes nacieron en un país con toque de queda, con enseñanza fiscal cooptada por un régimen autoritario, represión callejera, crimen clandestino, exiliados y censura en la prensa y en la vida cotidiana. Sobre los alcances de este registro, el de la memoria de los hijos y su particular registro, la ensayista argentina Josefina Ludmer habla en su libro Aquí, América Latina (2010) de un “esquema temporal de las tres ficciones de la memoria, algún sujeto familiar (madre, hijo o hija, discípulo) parte del presente y avanza para ir atrás, al pasado, a un acontecimiento que divide en dos la vida y constituye una fisura temporal en el sujeto” (61). Y también identifica, en el caso de Argentina, esta nueva tendencia, dice “entre los años 70 y el presente hay un abismo que se llena de fascinación y terror; de la memoria de los hijos y discípulos de esa fascinación y ese terror” (62). En Chile también podríamos pensar que la literatura se subjetiviza y piensa un tiempo histórico desde la identidad y la filiación y, por supuesto, a través los agujeros negros de la memoria y sus complejas operaciones.
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Los personajes de Kínder aluden a la “crisis del Estado-Nación”, en la que se fisura la identidad nacional y el desenvolvimiento del sentimiento de colectividad que genera todo régimen represivo (Barría, 9-10). En la obra también se critica a la sociedad de masas del siglo XXI, cuyos integrantes se han tornado sujetos inmóviles política y socialmente; se relaciona directamente con los personajes sin rostros ni nombres, voces anónimas que enuncian recuerdos, conflictos. La crítica es claramente contraria a la homogenización a la que tiende la sociedad actual, y a la falta de ideologías y utopías que dan un toque de desencanto, abulia y pasividad a los “protagonistas” de la historia que parecieran denunciar el hecho de quedar relegados a un rol de pasivos testigos que solo pueden una y otra vez rebobinar una infancia regida por el autoritarismo para entregar su testimonio muchos años después. Por otra parte, en el ensayo De dónde vienen los niños (2007), la académica argentina Nora Domínguez se refiere a la particularidad de la memoria enunciada por los hijos de la siguiente manera: “Los hijos necesitan nacer de otra manera: abandonar al personaje que son y convertirse en narrador, ausentarse de la escena siniestra y comenzar otra vez con una nueva voz o una nueva palabra, ensayar otra sintaxis para enfrentar la falta de sentido o la catarata de sentidos violentos que los anulan y asfixian” (107). Aquí no hablan los padres, sino que hablan los hijos en una batalla por conquistar una voz, una mirada al pasado; desde su veintitantos años rescatan sus vivencias preescolares y dan una interpretación a eso que les tocó vivir, intención que se afirma taxativamente en la premisa que conduce y cierra el texto: “ningún niño puede aprender a vivir si no acumula recuerdos”, “ningún ser humano puede vivir si no sabe qué guarda en la memoria” (153). A partir de esta premisa, las autoras escriben un texto-testimonio como un ejercicio de memoria generacional al ritmo del juego, el zapping televisivo, la música pop, el fragmento visual que se superpone uno sobre otro: Hoy es uno de esos días en que no tengo nada. Ni rabia. Ni memoria. Es confusa. Ni planes. Ni ganas de decir algo. Ni ganas de callar. Trato de recordar mis primeros siete años de vida. Mi infancia. Y sólo logro ver fugazmente indescriptibles imágenes. Trato de ver mi presente y me veo diciendo esto. No logro construir una ficción. Trato de ver mi futuro y me veo metiéndome a la cama a dormir. Estoy hecho un nudo. Tengo una botella de vino a mi lado y sólo pienso en vaciarla (143).
Precisamente la crítica teatral de los medios resaltó la originalidad del texto, su ágil ritmo y su corte local3, elementos que estaban al servicio de apuntar la tensión entre
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Con comentarios tales como: “Fragmentos corales que no se detienen, acelerados al máximo, a borbotones, como una confesión delirante y nostálgica. Desfilan en el escenario traumas, alegrías y ritos que conforman esa edad a la que nadie quisiera volver, pero que todos rebobinamos incesantemente”. (Javier Ibacache, 2002). O bien se destacaba la presencia de elementos generacionales, “Las escenas avanzan de
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la infancia y las instituciones, el complejo proceso de crecimiento durante un régimen autoritario, la influencia de los actuales medios de comunicación y algunos elementos pop de su generación (música, objetos de consumo, programas de televisión). Ahora, no hay que olvidar que es un ejercicio de memoria en un punto tramposo, la temprana edad hace que la memoria pueda ser algo más confusa de lo que ya lo es por sí misma, pero en este texto y en otros, esa “limitación” abre juegos y supuestos como el siguiente: “La mesa donde aprendí a comer todavía existe /El patio donde aprendí a caminar todavía existe. De lo que no me acuerdo es de cómo aprendí a caminar. Por supuesto tampoco me acuerdo cómo aprendí a comer” (153). La estética fragmentada del texto, que lo lleva a transitar por distintos relatos, es comparable al modo en que puede operar la mirada de un niño, quien observa parcialmente lo que lo rodea, parcialidad que es asimilada y recreada por la disposición textual en un mosaico de voces y experiencias: “Paso el 90% por ciento del día encerrado en mi pieza, Juego con mi perrito”, “Gracias a Dios en mi familia nadie tiene sida”, o a ciertos rasgos propios de la condición socioeconómica o de clase: “Llevo el mismo apellido de mi madre”, “Es bonita la entrada de mi casa”, “En las mañanas como cereal, pan tostado y un cigarro”, “Mi baño es alfombrado”, “Veo televisión por cable”, o a las fantasías de las figuras parentales:“Mi papá es famoso y admirable, Mi mamá es bonita y caliente, Mi abuela es cariñosa y cocainómana, Mi abuelo es millonario”. En fin, construcciones fragmentadas de las características esenciales de la familia que se lanzan como frases azarosas e hirientes. La recuperación de los memorias se ejecuta raudamente, arrojando aquellas indescriptibles imágenes cuya articulación, como se indica, es imposible conforme a la lógica de una historia sino de pequeños relatos de estas voces que remiten al periodo dictatorial, por ejemplo en las referencias al programa televisivo Jappening con Ja, al terremoto del año 85, a la escuela fiscal con mobiliario de kindergarten, a las “señoras de cema chile [sic] de pueblo”, al “verdugo en caravana oficial” cuyo desfile es seguido por “la tropa de perros negros sobre ruedas”, entre otros.
El juego como escritura de la memoria generacional y resistencia al poder
El juego es una capacidad humana de dar otro sentido a una situación, una acción o un objeto que explora otras significaciones, otras performatividades del ser y el estar. El juego investido de rutina escolar o de experiencia hogareña será en esta obra la herramienta y la gramática para generar una resistencia y crítica al poder y una
un modo vertiginoso, con música de época y una recreación de traumas y ritos infantiles que emulan el relato sujeto al zapping” (Sergio Gómez, 2003).
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posibilidad de registro de la biografía colectiva de este grupo de párvulos chilenos. Las autoras participaron en los talleres que impartió el dramaturgo español Rodrigo García, instancia en la que trabajaron reciclando juegos para convertirlos en acciones más violentas, conscientes de que eso es también parte de lo escénico. Es reconocible la influencia de esta experiencia en cuanto a la predominancia de un juego que trabaja la noción de espacio posibilitador de transgresiones y discursos, de reciclaje y rituales, con ironía y humor negro. El juego se presenta como desafío, como dispositivo para repensar la puesta en escena y la memoria que despliega un otro “como si”, unas reglas que se siguen o se rompen, una propuesta que motiva la acción de los personajes y de un discurso que se enhebra en sus eventos. También se recupera el sentido universal y transversal del juego, compartiendo algunos rasgos como son la competencia, la simulación, “no hay juego inocente, cuando se apaga el lazo si te enredas, perdiste […] Si el juego de las manitos calientes se transforma en puras cachetadas se convierte en otra cosa y lo vuelves como vivo otra vez” (Harcha, 2009). Eso ocurre con una canción tradicional que se entona “escondiendo” en su supuesta liviandad un acto feroz y denigrante como el abuso entre un adulto y un niño en la escena 15 titulada “Juego escolar”: Amarillo se puso mi papá Cuando le mostré Las notas de este mes Amarilla me puse yo también cuando me mostró su nuevo cinturón Me pegó me cacheteó Me tiró sobre el colchón Y se pusó su condón Eso sí que me dolió Porque es muy calentón (149)
La letra tradicional que alude al rendimiento escolar y el castigo se tergiversa y pasa a ser una denuncia de abuso, con las rimas y la similitud crea precisamente otro sentido, violento y desgarrador.
No más personajes sino voces
En todos los casos, son voces antes que personajes determinados, voces que enuncian discursos o problemáticas, y que también son ejecutantes de acciones (coreografías, juegos, ejercicios, relatos). Esta intercambiabilidad e indiferenciación son propiedades que se contraponen a la noción dramática del personaje: “realidad ontológica plena, indivisible, identificable bajo un nombre y destino, sujeto activo y pasivo de su
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aventura terrestre” (202) que “es concebido como un elemento estructural que organiza las etapas del relato, construye la fábula [...], concentra en sí mismo un haz de signos en oposición con los de los restantes personajes” (Pavis, 336). Asimismo, la alternancia de voces permite que el texto se construya más bien desde la polifonía, sin ser hegemonizado por un personaje en particular o protagonista. El tratamiento del diálogo en Kínder, se condice con la indiferenciación y la alternancia de voces, es escaso e inclusive nulo. Nuevamente se observa una ruptura estilística y técnica, esta vez de la noción que considera al diálogo como la forma fundamental del drama, pero que acá se suprime con posibles lecturas con las ya recién mencionadas e impone el monólogo o el relato coral. Su ausencia funciona como metáfora de la incapacidad de comunicación de quien paradójicamente se encuentra conectado con todo el mundo (por lo menos el occidental) por el fenómeno y las tecnologías de la globalización. Y por otra parte, remontándose al pasado, apunta al silencio, a la censura, a la escasez de diálogo de todo régimen autoritario. También esto se adscribe a una tendencia del teatro posdramático en el que los personajes tradicionales se esfuman para dar vida a hablantes que enuncian una problemática al modo de un actor-dramaturgo (Pavis). El acto de habla, de escritura y de composición es una actividad compartida con la presencia física y visual para la construcción que se vive en el proceso con la compañía. En efecto, la versión final de la obra Kínder se fijó tras las reescrituras fruto del trabajo colectivo con los actores. Resolver el texto en los ensayos se condice con una metodología de trabajo abierta que entiende el teatro como algo más ritual y lúdico, cuyo punto de inicio es la improvisación y el trabajo actoral junto a un texto que es una carta de navegación que sugiere problemáticas que buscan resonancias en los ensayos, en la discusión grupal. Es un texto que se produce para ser trasladado a un cuerpo y a una voz en tanto parlamentos que requieren ser completados por las personas que interpretarán los personajes arquetípicos de acuerdo a sus propios recuerdos o la asociación libre que despierte. Para este procedimiento, en la construcción del texto se disponen oraciones en blanco que llenan los actores de acuerdo a su experiencia o memoria, aludiendo a un tipo de prueba o ejercicio escolar. También esta técnica se puede relacionar con el formato de las pruebas o tareas escolares que llaman a “completar la oración” o “definir el concepto”, pero que acá esconden claves para referirse a lo irrepresentable de la violencia traumática del pasado, como se ve en la escena 16.8: Lo que quiero decir es... cuando era un niño yo no podía evitar sentirme identificado con _________________ese dibujo animado de cada día ______________ a las cuatro de la tarde. Lo que quiero decir es que cuando yo era una niña__________________________ _______________________________________
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Lo que quiero decir es que cuando ustedes dos eran unos niños yo creo que eran ___________________________.Ahora que ya no lo soy yo sigo________________________________________ ________________ aunque a veces __________________________Basta. Basta! Sólo quiero (150).
Como se observa, la obra se arma en una narración en cadena, cada actor dice una frase que exige a la frase del otro, se interrumpen, se complementan. La lucha por contar historias o “la” historia es parte de la dinámica textual. Se escuchan los balbuceos de las historias que sugieren la urgencia del juego como una desesperada estrategia de memoria que perfila nuevos núcleos narrativos para los nacientes linajes que también experimentaron, y lo hacen en un presente, la acción violenta del poder. Hay escenas que se disponen con líneas vacías sugiriéndole al lector-intérprete rellenar con sus referentes privados. Cada escena autónoma está abierta a nacer distinta aunando el texto con la memoria de quien la interpreta. Ejemplo de esta mecánica está presente en la sección en la que se reconstruye la experiencia del Terremoto del 85: “Todo está mezclado, las manos de mi papá, la loza de la casa, los gritos de mi hermano, que como siempre llora el muy estúpido.” A lo que se suma otra voz: “La situación es catastrófica, las radios no paran de informar, ya dan las primeras noticias, los rescatistas se comunican con una mujer y su pequeña hija bajo los escombros”. Y otra más que recuerda o contrasta el decir de un adulto y el pensamiento de una niña: “Mi abuela repite una frase como autómata ¿por qué a nosotros?, ¿por qué a nosotros?, ¿por qué a nosotros?, como si fuéramos los únicos habitantes de la ciudad, yo por mi parte estoy parada en el patio pensando… en quince días más es mi cumpleaños, no voy a poder hacer fiesta” (151). En general la obra se desarrolla en párrafos y listas de frases o palabras no atribuibles a algún sujeto en particular, que pueden ser leídas y representadas conforme a la imaginación del lector, director y actores: Se acercan más a la noción del performer que a la de actor de inspiración aristotélica o pavloskiana ya que el actor no interpreta a un personaje respetando la ilusión propia de la mímesis ni se construye a partir de una memoria emocional, sino que convoca e imprime parte de su subjetividad al presentarse físicamente en escena en función de un texto-proceso donde él es una engranaje, un fragmento que enuncia ese discurso personal que se quiere entregar (Sapiaín, 2011).
Estos enunciados dichos por varios actores despiertan la pregunta: si esto corresponde a cierta indiferenciación del sujeto niño en un mundo de adultos, o bien, si se apuesta a un relato que es una dolorosa memoria que no se puede hacer de un modo articulado e individual, sino como piezas intercambiables de un rompecabezas que se ensambla entre varios protagonistas. Los escasos adultos (padre, profesores) –aunque
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bien puede tratarse de niños simulando ser adultos– tampoco presentan rasgos de personalidad que permitan singularizarlos, pero cuando aparecen sus intervenciones corresponden a los discursos y eventos más violentos y humillantes de la obra como se verá más adelante. En Kínder, el discurso acotacional, por su parte, también ha sufrido alteraciones respecto del paradigma dramático. Las acotaciones son textos destinados a guiar la puesta en escena y la comprensión del lector sin ser pronunciados por los actores porque en los discursos emitidos por los niños hay ciertas referencias que permiten situar los acontecimientos: como se han mencionado, en los años ochenta (1985); las locaciones específicas varían según la historia toma lugar en una sala parvularia o una casa en Santiago o en un pueblo del sur del país o un “Domingo a las siete de la tarde” (144). En consecuencia, las acotaciones en el texto son mínimas, realzando su posibilidad de intervención. No obstante, las didascalias que sí existen han sido tratadas de forma particular y son diferenciadas del resto del texto con la tipografía mayúscula, como en la escena 10.1: NAVIDAD. SE REPARTEN REGALOS EN MEDIO DE LUCES DE COLORES Y MÚSICA DE FUNERAL. TODO ES LENTO Y HERMOSAMENTE DOLOROSO (145). Este texto dramático abierto da cuenta de una idea del teatro como un sistema viviente, interpelado por la convergencia de fuerzas interconectadas y lenguajes heterogéneos (música, movimiento, arquitectura del espacio). A su vez Harcha en una entrevista de Begoña Ugalde, habla de este circuito como un sistema metabólico:” […] ingerir información y luego establecer formas de comunicación, consecuencia de la experiencia de las relaciones humanas, sociales, políticas, históricas, contextuales. Que construyen dos conceptos vértices que pretende investigar mi escritura: pertenencia e identidad” (2007). En Kínder algo se dice, pero entrecortadamente, a retazos, entre varias voces, y es sólo en la conjunción dinámica de todas esas versiones, se arma un posible relato de esa memoria fraccionada, como en la siguiente escena: Mobiliario de Kindergarten, como a propósito de enanos Impráctico El mundo no está hecho a mi medida, oh no, definitivamente no. De niña, recuerdo, tenía la sensación de abarcar todo el espacio. Tenía la sensación de poner el pie sobre toda la tierra. No distinguí fronteras Confundí los territorios No existe el mundo Y yo Sólo existe Yo Y el mundo Cada objeto reencontrado de esa, aquella, transgredida niñez, una vuelta al centro, al origen, al principio, dicen. (146)
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Una sensación de un mundo extraño u ominoso al cuerpo infantil, una dislocación espacial, frases interrumpidas, objetos que fijan recuerdos. Objetos que reconstruyen un tiempo, contornos que no se distinguen en medio de una primera persona dominante. Además, la experiencia traumática de crecer y de crecer bajo un sistema autoritario hace que la articulación del lenguaje se tense. Para esto es útil pensar en todo lo que dice la teoría en relación a lenguaje y trauma: […] arrancar un lenguaje –cualquier lenguaje– al trauma no implica rehacerlo desde el sentido colmado […] Eludir, precisamente, la atracción de una manifestación diáfana y auto compensadora al referir la experiencia personal o colectiva del drama se enlaza con el propósito de estas operaciones de recuerdo, dedicadas finalmente a “mostrar que todo lo visible se yergue sobre el fondo de una falta (Amado, 43).
Los dichos de estos niños se erigen sobre una “falta”, un vacío que deja el terreno incompleto, se deja al descubierto esos vacíos, esas contradicciones, esos recuerdos viscerales sin aspirar a una organización cerrada. Para las dramaturgas Bernardi y Harcha escribir y escenificar el texto sería su acción afirmativa, reconociendo lo siniestro u ominoso que aparece en esas recreaciones de la infancia temprana en las que abunda el desprecio, la opresión, la humillación, lo irracional tanto en el hogar como en la escuela. Hay una apuesta, como dice Ugalde “en lo enunciativo o pre dramático ya que parte de la obra se constituye por medio de cánticos corales o momentos coreográficos” (2007), donde el diálogo adquiere un papel subordinado para dar paso al testimonio en movimiento, individual o colectivo, ya sea en la orgía, el desfile escolar frente a los militares, la fiesta de cumpleaños, los ejercicios escolares, las canciones tergiversadas, dichos, como es posible observar en la escena 24: La primera vez que _________________ Cuando a los siete años me quedé sola en mi pieza________________ Me acuerdo de___________________ No me acuerdo de___________________ Me gustaba_________________ Nunca me he podido olvidar de______________________ (153)
En Kínder es posible encontrar ese trauma desplegado a modo de catarsis por parte de las autoras, de los personajes y actores, y del mismo público (recuerdo mi experiencia como espectadora), de darle forma y palabras al hecho de haber crecido bajo una dictadura con el miedo, las pesadillas, las sensaciones somáticas, los malos recuerdos. Se puede revisitar, por otra parte, cómo Diana Taylor se pregunta la relación trauma y escenificación: “¿De qué manera es capaz la performance de transmitir el conocimiento sobre el pasado de forma que nos permita comprenderlo y usarlo?” (105). Taylor afirma
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que este problema ya estaba mencionado en su libro The archive and the Repertoire (2003) para afirmar que las “prácticas performadas y encarnadas logran que el “pasado” esté disponible en el presente como un recurso político que posibilita la ocurrencia simultánea de varios procesos complejos y organizados en capas sucesivas” (105). En ese sentido, escenificar ese recuerdo también es un acto de habla, que se traslada al cuerpo movilizando recuerdos y posibilitando esa representación o doble actuación, porque el trauma se escenifica y repite compulsivamente en el cuerpo individual y social. El juego en Kinder cumple la función de traer al presente, a un “aquí y ahora” que se lee/observa en un continuo, y que es también ilusión y simulacro y entra en sintonía con la naturaleza de la acción performática, pues se simula un presente que está habitado por recuerdos compartidos de lo que fue la escolarización en esos años, los programas de televisión, las disputas familiares, la presencia de los militares. Una acción que pone repetidamente una historia de una generación: “Era un miedo animal. Era un medio animal. Mi madre se dejaba hacer sin voluntad, como una maniquí gorda y con pelo grasoso, su cara tenía expresión de idiota, drogada. Y yo ahí sin perder memoria de todo lo visto, con los brazos apretados y la melodía del Jappening con Ja en mi cabeza” (144). También como parte de una tradición de la creación colectiva y del teatro posdramático, la biografía es otro recurso que se incorpora en la textualidad. Como señala Sapiaín citando al director Rodrigo Pérez, “ya no es el momento de enseñar, de adoctrinar sobre una verdad, la apuesta está por repensar el teatro permitiendo al espectador imbuirse en los procesos creativos y en que éste “pueda completar, con su biografía personal destilada en su imaginario, las fracturas y carencias de la verdad que está siendo puesta en escena”4. Se evoca la contingencia con distintas intensidades, hay guiños a lo social en crisis, a las subjetividades anónimas y difusas, al pasado y al presente de individuos políticamente inmóviles. Como bien ha señalado Mauricio Barría, “la dramaturgia de los noventa y de la primera década del 2000 plasma la extrañeza de hallarse frente a un Chile que nunca volvió a ser el mismo” (7). En el caso de Kínder, la extrañeza es con esa infancia moldeada por experiencias crueles, agresivas, alienantes tanto en el hogar como en el establecimiento educacional. En ese registro se juega con la propia biografía, se ha anunciado al comienzo de la pieza que todo es ficción, y luego se presenta un testimonio que alude a los nombre de los progenitores de una de las autoras, escena 16.2: La Mamá, a, a. Mi madre Mirta Cortés Zúñiga se pasaba todo el día tendida sobre la cama con la cabeza a punto de reventar, llenándose el estómago de alprazolam, diazepam, bromazepam y otros productos terminados en pam, cada vez que mi padre
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Rodrigo Pérez: El discurso en la escena (1999), citado por María de la Luz Hurtado (2010: 27).
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Jorge Roberto Harcha Abuhadba, entraba en el dormitorio a cambiarse de zapatos, ponerse el mejor abrigo, recoger su tabaco y tomar las llaves de la casa, para luego desaparecer todos los Jueves, Viernes, Sábado y Domingo, de cada semana, durante varios años. (149)
La familia se plantea como un ente ineficaz que tiene a la cabeza a un padre autoritario y castigador y a una madre dopada y ausente (“llenándose el estómago de alprazolam, diazepam, bromazepam” (149). Por lo tanto, no hay “modelos a seguir”, y se alude a lo antojadizo y vacuo de las categorías propuestas en los manuales pedagógicos, los medios de comunicación: La familia es un conjunto de personas de directa relación consanguínea/ mi familia se limita al escaso número de amigos que poseo, una familia son todas aquellas personas que ocupan oficialmente el mismo apellido, una familia son todas aquellas personas que llevan el mismo lunar en la misma parte del cuerpo generación tras generación… eso de “familia que permanece unida jamás será vencida” es una bonita idea sin sustancia (153).
Críticas periféricas al poder educacional
La pedagogía no es un terreno desideologizado, a través de métodos, libros, sujetos se irradian proyectos políticos. Los niños de Kínder son blancos de ese disciplinamiento, son cuerpos dóciles para el discurso escolar que a la vez está preso en el discurso del estado autoritario chileno. Los personajes preescolares funcionarían como una voz periférica que burla, cuestiona, ironiza, rechaza ese poder jerárquico, de padres y gobierno. Esa resistencia se realiza, a su vez, por medio de formatos menores o “periféricos” ya mencionados, como juegos, canciones tergiversadas, sketches, ridiculización de lecciones educativas, bailes, bromas. Se acopian los relatos corporales de este grupo de preescolares cuya narración suscita una correlación con el sistema político y sus técnicas de adoctrinamiento. Cuerpos pensantes y expresivos que se rebelan a la experiencia política macro y micro con sus herramientas. En este caso se piensa el paradigma educacional modelado por el régimen militar de Augusto Pinochet con su represión, relaciones jerárquicas, persecución, humillación. En consecuencia, estos cuerpos menores que habitan el mapa textual desde políticas, éticas y estéticas determinadas responden a otras articulaciones y modos de producción (sociales, económicos y culturales) enclavados en diversas realidades programáticas. Por ejemplo, acá se habla de las rutinas preescolares como rituales (repetición y trance) que generan relatos y alegorías del estado violento, sitio de la medición y de la vigilancia sistemática, del opresivo disciplinamiento, como se ve en la siguiente escena:
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Himno nacional todos los lunes Todos los putos días lunes de cada semana, de cada año, durante 12 años Las dos estrofas y el coro. Completitos. Operación Daisy Desfile de pueblo, entre bomberos de pueblo, entre huasos de pueblo, un 18 de septiembre de pueblo, entre damas voluntarias de la cruz roja de pueblo, entre putas de pueblo, entre educadores de pueblo, entre señoras de cema chile de pueblo, entre scouts de pueblo, entre reinas de belleza de pueblo ¿puedes imaginar una reina de belleza de pueblo? Son preciosas, a veces. La escuela fiscal, obvio. La interrupción de clases por un evento oficial El desfile del verdugo en caravana oficial. Un militar lleno de sueños de poder, ejecutándolos. 200 niños parados al borde de una carretera listos a presenciar el paseo dominical del dueño del negocio de los golpes, hachas y metrallas. 1985. Sur. Ni una sola luz, ni un solo rostro, ni una sola enseñanza (147).
“Ni una sola enseñanza”, ése es un sentido de la recreación de los actos cívicos en tanto crítica a la educación pública que se la considera vacía en contenidos educativos y llena de ritos coercitivos para marcar en los niños la sensación de estar dentro de una jerarquía donde ellos son algo inferior, deleznable. La escuela no solo busca transmitir un saber y un control por medio de la rutina, sino también producir un saber por medio de la técnica del examen cuyo procedimiento disciplinario tiene resonancias en otras instituciones como el hospital y el ejército. El examen, según Foucault, permite el control continuo y comparativo entre esos cuerpos para que adquieran mayor eficacia productiva, la mejor distribución de espacio y tiempo. En la obra Kínder se plantea la educación también como un espacio de estandarización. Por ejemplo, en el texto se explicitan los indicadores que supuestamente hacen a un niño un ser normal de acuerdo a ciertos patrones propuestos por los manuales pedagógicos como se ve en la escena 17: “Ningún niño fracasará ni escolar ni socialmente, al comenzar la educación básica, si lleva consigo lo siguiente: Sabe cantar y reproducir un ritmo batiendo las palmas/Imita correctamente una secuencia de movimiento rítmico, como un baile. /Conoce de memoria ciertas rimas y poesías” (151). Tal como decía Foucault, los niños son medidos de acuerdo a determinadas varas de fracaso o de logro, dictaminando cómo se insertan en la organización pedagógica y cómo circulan por las estructuras de poder. La experiencia escolar no solo es vista como un espacio socializante y educador, sino también como un mecanismo enajenante, que reproduce una conciencia automatizada, que se entrena en la repetición de frases sin sentido contenidas en los silabarios y en la metodología de aprendizaje de otros idiomas. También el texto alude al sinsentido de esas actividades cotidianas como la fila, el desfile, los lunes de canción nacional, la forma de comer, los deberes, etcétera.
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Sinsentido que ya había sido enunciado por Rousseau en su ensayo Emilio o tratado de la Educación en 1785 cuando sugiere que “el único hábito –escribe– que se debe permitir al niño es el de no contraer ninguno” (67). Contrario a la máxima del filósofo francés, la educación tradicional cultiva el hábito, la repetición, la costumbre, la práctica uniforme. Visión que seguramente obedece a un deseo de control ya que el hábito consiste en la aplicación de una economía del tiempo que borra el tiempo propio del cuerpo, y el control del cuerpo pasa por poder vigilarlo en determinado encuadre: la sala, el patio, los corredores. La educación, por lo tanto, es el ingreso a una economía del tiempo que somete al cuerpo (y la mente), pero no necesariamente lo reprime, más bien, lo reforma o deforma de acuerdo a sus requerimientos. La cultura radicaría en este afán de derogar esa supuesta bestialidad natural, y la educación sería el instrumento de su lucha. Por ejemplo, vemos pasar el desfile de pueblo u otros momentos rituales que van constituyendo remembranzas mecánicas, plagadas de errores, con sarcasmo a la precaria figura del profesor fiscal, como se ve en la escena 12: Niños de pueblo uniformados, obedeciendo a la teacherprofesora que no sabe hablar que confunde aguja con abuja, que no distingue entre toalla y toballa, que come fidedos en vez de fideos, pero que te lleva, te toma de la mano o de una oreja y te lleva y te planta como primer espectador. A ver si mirando aprendes a matar y no te sigues cayendo niña enclenque (147).
Por otra parte, se observa la mirada pesimista y despectiva, de modo paradójico, tiene la misma institución pedagógica, como así el sistema político con sus subordinados cuando la profesora, hacia el final de la pieza, les da la siguiente arenga a los niños como equivalentes a “semilla del mal” y avizorándoles un futuro negro en su inserción a la sociedad: “Pequeños animalitos inocentes, con maldades anunciadas, cada uno de vosotros sois un alma plena, … cada uno de vosotros sufriréis en este mundo… cada uno de vosotros tendrá que comunicarse con otros, pelearse, amarse, llorar, amistarse, vosotros pequeños niños sois crónicas de pesares, de almas humanas, de asesinos, sois dañadores y dañados” (152). No deja de sorprender el negativismo de este discurso, a ratos realistas, a ratos perverso como si todo esfuerzo pedagógico fuese insuficiente para revertir un futuro fracaso: “en esas inocentes caritas de bondad aparecerá otra inocente carita de maldad, … aparecerá la frustración, la competencia y el horror de sobrevivir, qué pasará con sus carcajaditas cuando no tengan pan para darle a sus hijos, cuando no tengan ganas de levantarse de sus camas, aprovechad esa juventud, ese privilegio, ese don de la poca edad” (152). Un futuro siniestro es lo que la educadora les puede prometer invalidando el sentido de su tarea.
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Educación y lenguaje alienante
Aprender a significar el mundo, hablar como acto, más todavía, como la acción sobre el mundo. La efectividad de la fuerza no radica tanto en su ejercicio como en su inmanencia que se hace presente en el lenguaje como relato. El lenguaje ordena y crea realidad y este orden otorga un sentido y una configuración subjetiva. También, nombra, define y taxonomiza y en ese conjunto operativo hace aparecer el mundo para un sujeto, mientras no ocurra no hay mundo, solo cosas. El texto realiza a través de juegos de palabras una crítica explicita a la ideología que determina los momentos en que se adquiere el lenguaje, en este caso en un ambiente coercitivo y represivo. Agamben en Historia e infancia se refiere a la constitución del sujeto en el lenguaje y a través del lenguaje para lograr la capacidad de expropiar la experiencia “muda” y transformarla en un “habla”, lo enuncia así: “Una experiencia originaria, lejos de ser algo subjetivo, no podría ser entonces sino aquello que en el hombre está antes del sujeto, es decir, antes del lenguaje: una experiencia muda en el sentido literal del término, una infancia del hombre cuyo límite justamente el lenguaje debería señalar.”(64). Es decir, toda experiencia subjetiva solo será captada a través del lenguaje, y por eso es determinante el momento en que estos personajes son aleccionados en el mismo a través del silabario. El sujeto es discurso, es un locutor que comienza articulando un monólogo interior que luego exterioriza. En Kínder somos testigos de esos parlamentos unilaterales que articulan experiencias del pasado, de la infancia desde un “yo que se refiere al acto de discurso individual en que es pronunciado y cuyo locutor designa. La realidad a la que se remite es una realidad de discurso” (63). Múltiples “yo” articulan su discurso de estos sujetos. Más adelante, Agamben dirá que quizás la frontera de la infancia es análoga a la noción del inconsciente de Freud, que es la parte sumergida, para ser un ES, siguiendo a Lacan, que no es más que realidad de lenguaje, es en sí mismo, “infancia y lenguaje parecen así remitirse mutuamente en un círculo donde la infancia es el origen del lenguaje y el lenguaje, el origen de la infancia” (66). Antes de ser habla siempre ha existido desde la palabra y toda teoría debe renunciar a poder determinar el origen y debe aceptar ese sujeto desde siempre historizado. Asimismo el lenguaje contiene y denuncia las relaciones de abuso de poder; señala la dominación, las asimetrías entre menores y adultos, padres e hijos, alumnos y maestros, dictadores y súbditos. A los niños se les enseña a pronunciar bien las letras por medio de agresivas frases sinsentido, y que los personaje de Kínder ridiculizan y tergiversan al extremo por ejemplo con el silabario: “AMA/Ama Mierditas, ama/ Repasar/ Repasar/ Repasar/ Repasar/ Repasar/ Repasar/ Repasar/ Repasar/ Repasar” (148). También se observa a través de una expresión coercitiva el modo cómo se esculpe el cuerpo pupilo por medio de la prohibición que en este caso se traduce en el uso del
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modo imperativo o los mandatos de una forma de ser: “No abortes / No veas televisión / Hijos de puta / No te suicides a lo bonzo / No te comas la comida de tu familia / Camina/ Abre las piernas” (151). Es evidente el adiestramiento por la lengua y de la lengua, adiestramiento del sentido mismo. También se alude a operaciones lingüísticas como la rima del silabario como inducción del sujeto en el lenguaje con frases reiterativas, sin sentido, “¿Está el sapo sapote?/sí; el sapo Sapote está, el sapo se sube a la mesa/Toma; ¡es tu sopa! ¿Te dio Silvia el silbato?/Sí, me lo dio” (149), y otros materiales culturales que develan cierta lógica alienante como dice Harcha: “Qué letra le enseño primero, qué letra después, como la más fácil, la más difícil, y el niño que no puede decir:”ama” y decía “me ana”. Era todo un juego escénico también […]” (2009). Y también la alienación y la violencia se hacen presentes en la imposición de hábitos y rutinas, como se observa en la escena 16:”C�� állense estupiditos, mierditas, asquerositos, huevoncitos/Cállate/Lee bien mierda, bien/ Lean bien hijitos de puta, bien/Por la cresta/Con la M” (149). Las líneas fijadas son a veces agresivas, a veces vulgares, otras realistas, y dan cuenta de la idea de un ejercicio de despojo, de liberación de esa violencia encriptada. Asimismo la repetición propia de la naturaleza de una obra dramática y las funciones se correlacionan con el hecho de que el trauma nunca es una experiencia única, de una “primera vez”, es un material recurrente que se construye y despeja en esas idas y vueltas. Taylor toma la definición de Richard Schechner de performance, “Siempre dos veces actuado, y nunca por la primera vez”5 (110). Y al mismo tiempo muestra cómo tomamos conciencia de ese evento traumático que mientras transcurría nos dejó paralizados y sobre el que podemos reflexionar, el acto y la pasividad, diferidos en el tiempo. En este caso la pasividad junto con la comprensión parcial de los hechos se agudiza por el hecho de ser infantes que a la distancia logran intuir y evocar eso vivido. En Kínder, los niños son receptores de la rabia y la frustración de adultos. Expresión de aquello es que los contenidos educativos son impuestos por medio de la violencia verbal o por el trance de la repetición propio de un estado de excepción, de una dictadura que considera a sus ciudadanos no como sujetos de derecho, sino como detestables instrumentos de poder. Por ejemplo, la laxitud y libertad propia del cuerpo infantil se corrige cuando hay sentido, no solo palabras. El sentido tuerce el cuerpo fijándole en un supuesto tono muscular correcto: “Pon la cabeza alta me decían / endereza la espalda. Una persona digna siempre lleva la cabeza alta y ahora mírame / Pon la escoba debajo de tus brazos / y camina. Camina. Ensaya. Mírame cada día un poco” (149). Entonces el lenguaje no es usado para constituir una experiencia de subjetividad, sino para humillar, dominar, manipular. En este punto se puede asemejar a lo que
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La traducción es mía.
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ocurre con la obra Kaspar de Peter Handke en relación a su proceso de adquisición del lenguaje y su sentido como lo comenta Mauricio Barría cuando asevera: “Kaspar –el salvaje– es introducido en la civilización a través de una tortura verbal. El texto de la obra no narra lo que le sucedió a Kaspar Hauser en verdad, muestra lo que es posible hacer con alguien, cómo se puede hacer hablar a alguien hablándole” (39). Kínder, muestra esa tortura en manos de los ejercicios pedagógicos, de un lenguaje-aparato disciplinador de una dictadura que martiriza las mentes en desarrollo.
Familia, vigilancia y sexualidad
En Los Anormales, Foucault establecerá que el espacio de la familia debe ser un espacio de vigilancia continua del cuerpo infantil. Los niños deben ser vigilados en su aseo, al acostarse, al levantarse, durante el sueño. Los padres tienen que estar a la caza de todo lo que los rodea, su ropa, sus deseos, sus pulsiones. Ésa es la primera preocupación del adulto. En otras palabras, el cuerpo del niño debe ser el objeto de su atención permanente. Los padres deben leer ese cuerpo como un blasón o como el campo de los signos posibles de la masturbación (231). Por lo tanto, la familia es el primer contacto físico directo del cuerpo de los hijos, luego será debatido por otros intermediarios como criadores, maestros, pares. Incluso, el autor francés afirma que el erotismo perseguido y prohibido del niño es lo que constituye el orden conyugal o parental que se debe a esa vigilancia directa y atenta al despertar sexual y su práctica libidinosa. Hay una doble demanda: “ocúpense de sus hijos” y “más adelante, despréndanse de esos mismos hijos”, el instinto del niño sirve, en cierto modo, de moneda de cambio. Sin embargo, la entrega tiene un límite y se le dice a los padres: “En el cuerpo del niño hay algo que, de todas maneras, les pertenece imprescriptiblemente a ustedes y que nunca tendrán que dejar, porque nunca los dejará: su sexualidad” (243). En relación a esto último, es interesante la escena en la que un padre repele la cultura escolar e instruye a su hijo en la pornografía bajo el lema “Hace lo que le da la real gana / Porque es un niño libre / Yo no lo obligo, lo educo” (145). Este padre portento del neoliberalismo y el libre albedrío, defiende el gesto individual sin restricción por sobre lo moral o lo adecuado y desafiando todo discurso educacional. Desdeña el universo infantil cuando dice que llama a casa despreciando las obligaciones pedagógicas para prepararlo para una más de sus sesiones de películas pornográficas: Mientras él termina de completar las tareas/Las oraciones/Las humildes sumas de cuarto año básico o que se aburre con los hermanos Grimm o Perrualt para fomentar su imaginación por medio de la pornografía para que “sepa como es el mundo contemporáneo” y donde la agencialidad del hijo queda supeditada a la pregunta con qué tipo de mujeres prefiere soñar ese día, “Mujeres de senos descomunales Púberes muchachitas Rubias Morenas
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Pelirrojas/Juguetonas/Gordas/Asiáticas, Negras o viejas, a ver si se acuerda de pensar en su madre alguna vez” (145). Dejando ver todos los prejuicios y fantasías. Y por otra parte, el descubrimiento de la sexualidad es inevitable pese a los controles, y las voces de Kínder que reconstruyen la experiencia de su primer orgasmo en la escena 11.1 llamada ORGÍA: Mis primeros orgasmos vinieron andando en bicicleta. Mis primeros orgasmos me venían cada vez que sentada en la parte trasera del auto tomábamos un camino lleno de pendientes, subidas y bajadas y el clímax en las bajadas. Mis primeros orgasmos me vinieron montando a caballo. Primero, a los 6 años, en el caballito de madera. Luego, a los 16 años, sobre el hijo del almacenero de la esquina, sobre la mesita, de la casita de las muñequitas. PROSIGUE LA ORGÍA. (146)
La sala parvularia como espacio alegórico
Kínder va de la sala de clases a la familia ida y vuelta como alegoría de la nación, como la gran familia que tiene un “padre” autoritario y castigador y una madre dopada; las tres instancias, jardín infantil, hogar y Estado, son vistas como dispositivos de poder, de un mal poder que son cuestionados por estas voces no dominantes que al mismo momento que van adquiriendo el lenguaje, aprender a escribir y leer, desmantelan la ideología que los contiene. Es una obra que reúne los fragmentos, los microrrelatos y crea nuevas versiones de la historia al desplegar el discurso de la cotidianeidad en un tiempo de excepción por un discurso que pone en tensión lo privado/público, lo adulto/infantil. Legitimar otro poder discursivo que desmantela la palabra en acción, la acción en palabra, y hace del cuerpo del niño también un cuerpo social. En el caso argentino, Ludmer sostiene que en el 2000 en Buenos Aires: “la familia sirve para subjetivizar, temporalizar y representar el tiempo de la nación” (68), y agrega en esta idea de la familia como sujeto de la historia: “La familia es como el sujeto universal del tiempo; hay familias dislocadas, amputadas, incestuosas, parricidas y filicidas: cada una en un diagrama temporal propio. Como si la familia, grado cero de la sociedad, fuera un único sujeto temporal y el único sujeto político concebible en el 2000” (69). En Kínder este proceso de subjetivación señala incomunicación, violencia, ruptura y abandono por los padres, que fracasan como proyecto y función, así como el gobierno y el país en general. Efectivamente, la familia, en la confrontación entre padres e hijos, funciona como una máquina narrativa que refleja y entreteje dos épocas, el pasado y el presente, se habla de un período oscuro de álgida sobrevivencia y desde un presente o futuro en democracia en el que hay otros cuestionamientos. Es posible ver el origen del conflicto y sus consecuencias en las generaciones venideras. Pero ¿qué sucede cuando las fronteras
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de los espacios familiar y nacional se desdibujan o se superponen –las dictaduras han hablado de la patria de una familia, y han dividido en sus discursos a los ciudadanos como hijos obedientes e hijos rebeldes–, cuando se rompen los pactos, cuando violentos procesos de fragmentación social alteran la organización familiar y social que garantiza la construcción de una historia identificatoria? Las ensayistas Amado y Domínguez responden que en situación de estados autoritarios son característicos los procesos de disolución familiar, “Niños cuyo destino está igualmente signado, aunque de distintas maneras, por la desprotección, el desamparo, el fantasma de la interrupción genealógica o el quiebre de códigos tanto de las relaciones familiares del triángulo padre-madrehijo, como de las del triángulo Estado-familia-individuo” (20). Las autoras afirman que la familia es la institución que mejor expresa las diversas alternativas de la sujeción, los múltiples trajes de la violencia (215), esto es posible de constatar en varias escenas de Kínder, por ejemplo en la 20: Los niños observan detrás del sillón, los niños no entienden, la señora madre grita sin motivo, la señora que enseña, que educa, ella, esa señora, habla de suicidios, de pastillas, de camas, faldas, amantes, la señora hermosa que le enseña canciones ahora está llorando y el señor padre no la mira, no le interesa, los niños observan, eso es lo normal se dicen ellos sin pensarlo, el señor padre está cansado, el señor padre hace rato dejó de escucharla, el señor padre ya comparte con otras, ya ni la huele, esa es la cotidianeidad de los niños, de esos niños, […] (152).
Acá Bernardi y Harcha presentan a su vez a la familia como alegoría del Estado violento que traspasa su macro estructura al hogar, irrumpe en la intimidad para controlar los cuerpos insurrectos que se vuelven alienados. Kínder apunta a estos niños rechazados, abandonados, vistos como una molestia o una carga que no tienen la posibilidad de vivir su infancia plena, donde quizás trabajar sea necesario y cooperar en la subsistencia de la familia. El espacio dramatúrgico funciona como lugar íntimo donde se plantea lo personal como político, la memoria de la infancia como la memoria histórica y social de personas que evidencia cómo el poder político, enquistado en la escuela y la familia, tendría el papel de reinscribir, perpetuamente, esta relación de fuerza mediante silenciosa confrontación de las desigualdades etarias, sociales, económicas que se identifican en el uso del lenguaje, en el abuso de los cuerpos y mentes de unos sobre otros. Como una divina trinidad, la familia, la escuela y el lenguaje están intrínsecamente interrelacionados. Los niños están en ese tira y afloja entre el ámbito privado (la casa) y el público (la escuela), son ámbitos disciplinadores voraces de dominar a estos sujetos en un formato de domesticación civilizadora a través de la norma y el lenguaje. En cada esfuerzo tanto la familia como la escuela intentan que estos niños asuman un patrón de normalidad, haciéndoles perder intensidad y espontaneidad e imponiendo nuevas formas de sujeción
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y dominación. Y si avanzamos, es imposible evadirse de otra problemática que plantee la obra, y es a quién pertenecen los niños, sus cuerpos, voces y discursos por instalar. Al mismo tiempo en que se recrean con un tono crítico las dinámicas sociales, disciplinarias y pedagógicas de la cultura escolar chilena de finales del siglo XX, haciendo hincapié en la dictadura durante la década de los ochenta por parte de estos párvulos que se erigen como protagonistas e historiadores pese a su rol de pupilos humillados, doblegados, atomizados, silenciados y maltratados como lo hiciera toda esa ideología con los ciudadanos.
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Mientras el lobo sí está: la infancia como simulacro en La Casa de los Conejos de Laura Alcoba María José Navia
La Casa de los Conejos (2008), primera novela de la escritora argentina radicada en Francia, Laura Alcoba1, muestra la realidad de tiempos de dictadura y violencia política en su país a través de los ojos de una niña narradora. La historia es la siguiente: durante el convulsionado gobierno de Isabel Perón en Argentina, una niña, hija de padres pertenecientes al grupo de los montoneros, debe ir cambiando de residencia progresivamente, huyendo de las persecuciones, hasta finalmente llegar a vivir a una casa en las afueras de la ciudad que, bajo la apariencia de un hogar feliz de cuento de hadas, esconde un criadero de conejos dentro del cual, en lugar de reproducirse animales, se reproducen las ideas de los rebeldes en una prensa clandestina. Un día, estas actividades son informadas a la policía y la casa es allanada, muriendo casi todos en el acto. Laura, la niña, vive para contarla y el acto de su testimonio viene caracterizado por matices bastante interesantes. Se trata de una novela de poderoso contenido autobiográfico: la Laura-niña que se dirige al lector desde el entramado del texto es en realidad la memoria de la autora que firma sus páginas desde la vereda de la infancia. La historia está contada en un lenguaje simple, sin aparentes pretensiones, que logra con su sencillez resaltar y subrayar el dolor y violencia de un período difícil de la historia de la nación trasandina. Como comenta Mercedes Maiztegui en una reseña de la novela, […] el relato de la niña se cruza con cortes donde la autora interviene y de esta manera aparece una tensión entre el relato autobiográfico, el testimonio, la historia y la literatura que establece un pacto de lectura ambiguo. Son dos planos que atraviesan el texto y se unen en el lector, como si el texto mismo fuera el embute que se repite hasta el final. Lo aparente, lo oficial con lo ‘otro’, cuestiones todavía conflictivas (1).
No es casual que Maiztegui se refiera a la naturaleza del embute como característica primordial y espejo de la novela. El embute es una palabra de jerga coloquial que designa algo que esconde otra cosa y, como tal, sirve para designar fielmente La
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En estos momentos ya ha publicado la novela Jardín blanco también en Edhasa, y concluye su tercer libro. Sus libros se publican en francés y castellano.
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Casa de los Conejos como texto y como espacio que existió en la realidad. La expresión también es usada para referirse a un escondite secreto que guarda información subversiva. La novela, sin embargo, lleva este juego o relación de significado aún más lejos al “esconder” dentro de su historia a múltiples personajes y objetos que funcionan como embutes, como escondites y secretos. Así, la microhistoria o historia personal de Laura se va entretejiendo de manera sutil y aguda a la vez con la historia oficial de su país, ofreciendo un importante testimonio. Este testimonio es ofrecido muchos años después de ocurridos los acontecimientos, luego de que la narradora hace un viaje a Buenos Aires (ella se radica en París) junto con su hija. Así, dice: Ese día, estoy convencida, se corresponde con un viaje que hice a la Argentina, en compañía de mi hija, a fines del año 2003. En los mismos lugares, yo investigué, encontré gente. Empecé a recordar con mucha más precisión que antes, cuando sólo contaba con la ayuda del pasado. Y el tiempo terminó por hacer su obra más rápidamente que lo que yo había imaginado jamás: a partir de entonces, narrar se volvió imperioso (12).
Y luego agrega, refiriéndose a su motivación para contar la historia: “Me he decidido, porque muy a menudo pienso en los muertos, pero también porque ahora sé que no hay que olvidarse de los vivos. Más aún: estoy convencida de que es imprescindible pensar en ellos. Esforzarse por hacerles, también a ellos, un lugar” (12). El gesto es interesante pues la memoria, o el impulso de ofrecer testimonio, de comenzar la sanación o, por lo menos, la examinación del trauma, es gatillado por el espacio de la ciudad. Se trata de una memoria topográfica, anclada en espacios, que genera el acceso al pasado. En su libro Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo del duelo, Idelber Avelar se refiere a la importancia de la ciudad, de los espacios urbanos, en la literatura postdictatorial, indicando que se trata de una resignificación y reapropiación del espacio por parte de los escritores, de la recuperación del espacio urbano como ruina que permite una entrada a la experiencia traumática. En el caso de la presente novela, la memoria es revelada como topográfica pues son los espacios los que impulsan a la niña a hablar; sin embargo, en la historia misma, se dan pocas descripciones de lugares o calles, casi como si la narradora aún siguiera aterrada de “transitar” por estos espacios, aunque solo sea “de memoria”. En teoría del trauma, esta conexión es relevante. Freud, citado por Cathy Caruth, cuenta la historia de Tancred y Clorinda para explicar la relación de los seres humanos con la experiencia traumática. Ambos cuentan cómo, Clorinda, triste por estar lejos de su amado guerrero, viaja al campo de batalla vestida de soldado, siendo accidental y mortalmente herida por el propio amado. Tancred, estando aún en plena batalla, no tiene el tiempo para digerir la pérdida y continúa adelante. Sin embargo, un día,
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estando en un bosque, pasa a herir con su espada un árbol (en el cual se había encarnado el alma de Clorinda) y escucha la voz de su amada llorar de dolor, recordándole su pérdida, su trauma. Esta historia, además de contarnos de la terrible mala suerte de Clorinda, herida dos veces por error y por su propio amado, reafirma, para Freud, la importancia de reconocer la propia experiencia traumática en la herida de un otro, lo que lleva a Caruth a afirmar que el proceso de reconocimiento de un trauma es siempre dialógico. De esta forma comenta: “El trauma de una persona está atado al trauma de un Otro [...] el trauma puede llevar, entonces, al encuentro con un otro, a través de la misma posibilidad y sorpresa de escuchar la herida del Otro” (8)2. En el caso de La Casa de los Conejos, es interesante que Laura conforme su relato como una carta dirigida a Diana, la mujer que murió, proponiéndose así, usando la terminología de Caruth, contar la historia de esa otra herida en la cual la historia de Laura puede reconocerse como un espejo. En otras palabras, el poner la experiencia traumática en la forma de un relato, le permite a la narradora, domesticar la memoria, y apaciguar el dolor. Como comenta Susan Brison, citada por Marita Sturken: Mientras que las memorias traumáticas (especialmente los flashbacks emocionales y perceptuales) son percibidas como soportadas pasivamente, las narrativas de éstas son el resultado de evidentes elecciones (por ejemplo, cuánto contar a quién y en qué orden). Esto no quiere decir que el narrador no esté sujeto a las limitaciones de la memoria o que la historia parezca o resulte verdadera cada vez que ésta es contada. Y el mismo acto de contar puede salirse de control, repitiéndose compulsivamente. Pero uno puede controlar ciertos aspectos de la narrativa y ese control, ejercitado repetitivamente, lleva a tener un mayor control sobre las memorias mismas, volviéndolas menos intrusivas y otorgándoles el tipo de significado que les permite ser integradas al resto de la vida” (27)3.
De esta manera, Laura cuenta su tránsito por múltiples hogares, para tratar de reapropiarse paulatinamente de su experiencia dolorosa, ganar un control sobre ella, y darle un sentido: desde una casa “con tejas rojas”, como de cuentos, en que los padres pretenden ocultarse tras las apariencias del cliché hogareño, la casa de los abuelos, a una casa-criadero de conejos, lugares todos en los que la mirada de Laura desbaratará para el lector la imagen de una existencia infantil, sin problemas, o inocente. Esta desmitificación del período de infancia es característico de los relatos autobiográficos en Hispanoamérica de acuerdo a la escritora y crítica argentina Sylvia Molloy quien comenta que, más que tratarse de una recuperación de esta etapa como registro histórico o para
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la Historia, estos relatos se encargan de la fragmentación de esos “aparentemente idílicos años” (126)4. En el caso de La Casa de los Conejos, la representación de la infancia en este relato autobiográfico también viene marcado por la fragmentación y desmitificación de esta etapa, especialmente marcada por la violencia y persecución política. A esta interpretación es posible también agregar la relación fundamental que existe entre memoria, trauma y espacio. De alguna forma, dentro de este diálogo entre heridas, entre experiencias traumáticas, que menciona Caruth, y que también está presente en la novela de Alcoba, se incluye el espacio como un tercer participante. Este particular diálogo entre el personaje infantil, la muerte y el espacio se evidencia de distintas maneras en la novela. En primer lugar, la importancia y presencia del diálogo con la muerte se aprecia desde el comienzo. Laura decide contar su historia como una carta dirigida a Diana, una mujer embarazada que la acoge como una madre durante su estadía en la casa de los conejos y que muere durante el allanamiento. El testimonio se encuentra pues, desde un principio, cargado o impregnado de la presencia de la muerte: Diana muere al ser descubierto su escondite y así el gesto de Laura (escribir a Diana para contar lo que ella también vivió y sufrió) adquiere un nuevo peso, pues se trata, en cierta manera, de hacerse cargo del pasado de otro, de contar por otro y siendo otro. Hablar por la muerte. A este respecto, se vuelven interesantes las palabras del filósofo Jacques Derrida, quien afirma en su libro The Ear of the Other que, en todo texto, hay un alguien invisible a quien ese texto va dirigido, alguien no-visible, la presencia fantasmal de la muerte. Así, comenta que “[…] Uno escribe para una persona muerta en específico, por lo que tal vez en todo texto existe un hombre o mujer muerto a quien buscar, la singular figura de la muerte a quien el texto está destinado y que se encarga de su firma” (53)5. Derrida lleva esto incluso más lejos al comentar que ya la posibilidad misma de la escritura encierra en sí misma la inminencia de la muerte: “Un trazo no está nunca presente, completamente presente, por definición; sino que inscribe en sí mismo el espectro de otra cosa” (151)6. En definitiva, la relación entre ausencia, muerte y escritura viene dada desde el primer impulso a contar por escrito, desde el gesto mismo de componer el testimonio en manera de carta, de diálogo en ausencia. Laura cuenta su historia a otra persona y también en lugar de otra persona. Al relatar sus propios recuerdos, la narradora intenta también poner en palabras la memoria de Diana, quien no tuvo la posibilidad de hacerlo. Esto es fundamental en todo acto de ofrecer testimonio, según comenta Giorgio Agamben en Lo que queda de Auschwitz, pues quien da testimonio tiene la responsabilidad de hacerlo por aquellos que se vieron 6 4 5
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impedidos de lograrlo. De alguna forma, si se piensa, el acto del testigo está siempre marcado por esas ausencias, esos fantasmas. Quien cuenta no es nunca el que se llevó la peor parte. En segundo lugar, la niña vive y puede contar, precisamente por ser una niña. Laura, al ser una niña, inocente e indefensa a ojos de los opresores, se convierte en el aliado perfecto de los montoneros y sus múltiples proyectos clandestinos. De ella nadie podría sospechar. De cierta forma, es la única que puede escapar al orden pues a los niños la espontaneidad no se les ataca. En el caso de Laura, se muestra útil, en un primer momento, en el proceso de despistar. Su conocimiento de la ciudad y su manera de relacionarse con las calles, la vuelven imprescindible para sus padres, pues es la única que puede “darse la vuelta” o “mirar atrás” mientras camina sin generar sospechas. Así, indica la narradora: Casi siempre, soy yo la que se vuelve a mirar hacia atrás. Resulta más natural que un niño pare, dé media vuelta y desande sus propios pasos; en un adulto, en cambio, este comportamiento podría considerarse sospechoso, signo de una inquietud que nos pondría en peligro de llamar la atención. Por mi parte, aprendí a disimular estos actos de prudencia bajo la apariencia de un juego. Me adelanto encadenando tres saltitos, luego entrechoco las palmas y me doy vuelta de pronto, saltando con los pies juntos. Entre la casa de mi abuela y la de su hermano Carlitos, tengo tiempo de hacerlo unas diez veces, comprobando, así, que nadie nos ha descubierto y nos persigue (24).
Este gesto se vuelve profético del contenido de la novela, ya que será la misma Laura quien, habiendo sobrevivido a la época oscura de los montoneros, deba “mirar atrás” y contar la historia por todos aquellos adultos que no vivieron para ofrecer su testimonio. Este gesto hace también eco de aquel descrito por Walter Benjamín en sus Tesis de la Filosofía de la Historia en las cuales se refiere al Angelus Novus y cómo éste presencia la catástrofe mientras es llevado al futuro por la fuerza del viento. Benjamín comenta: Así es como uno se imagina al ángel de la Historia. Su cabeza está dirigida hacia el pasado. Donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, él ve una sola catástrofe que sigue acumulando desastre tras desastre y se mueve con fuerza en frente de sus pies. Al ángel le gustaría quedarse, despertar a los muertos, y volver a componer las cosas que han sido destruidas. Pero una tormenta está soplando desde el Paraíso; se ha quedado atrapada en sus alas con tal violencia que el ángel ya no puede cerrarlas. Esta tormenta lo propulsa irresistiblemente hacia el futuro hacia el cual él da la espalda, mientras que la pila de desastre en frente de él crece hacia el cielo (257-258)7.
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De alguna manera, en esta novela, Laura representa ese ángel de la historia. Al ser niña, posee la característica angelical que contrasta con el horror de la realidad que le toca vivir. Sin embargo, la vida la lleva hacia delante, y es cuando se decide a contar la historia que retoma su papel de ángel, para tratar de detener, aunque sea por un instante, ese vuelo arrebatado, para así, con sus ojos de niña, poder dar cuenta de la historia. El gesto de “volver atrás” también puede ser relacionado, un poco más justamente, con la historia bíblica del castigo de Sodoma y Gomorra. En ella, a Lot y su familia les es permitido escapar de la destrucción de la ciudad, siempre y cuando no vuelvan atrás. Todos obedecen, excepto la mujer de Lot, quien, por mera curiosidad o bien conmovida por la destrucción de tantas vidas, voltea para observar por una última vez, siendo transformada en un pilar de sal. Martin Harries, en su libro Forgetting Lot’s Wife, relaciona este hecho con la noción de que la vista de la catástrofe histórica puede destruir al espectador (1); sin embargo, también es posible analizar el hecho de una manera distinta. A diferencia de lo que afirma Harries, la mujer de Lot no es destruida por observar la catástrofe, sino más bien es transformada radicalmente. Esto es también lo que sucede en los relatos traumáticos y, especialmente en el caso de La Casa de los Conejos: Laura, al mirar atrás a los horrores de su pasado, no es destruida por la memoria, sino que es transformada radicalmente; al igual que la mujer de Lot, su compasión por lo sucedido a los otros, a los que no sobrevivieron, la impulsa a detenerse y mirar atrás, solo que, a diferencia de la mujer de Lot, si bien al comienzo la experiencia la paraliza, finalmente el uso de la narración parece ir liberándola del yugo de la memoria y el horror. Así como en el caso de Sodoma y Gomorra, el gesto de mirar atrás, de ser testigo, está desde un comienzo relacionado con los espacios, especialmente los urbanos. De cierta forma, va a ser la ciudad y sus distintos espacios, los que conminen a Laura a hablar. Va a ser su regreso a Argentina, a Buenos Aires, y transitar por sus calles lo que posibilite el reencuentro con la memoria traumática, del mismo modo que, en el pasado, su condición de niña le permitía apropiarse del espacio, adaptando sus juegos a los fines de sus padres. Ser niño, en esta novela, es ser invisible a la sospecha. Sin embargo, la astucia infantil también puede volverse peligrosa, como cuando Laura reconoce las calles por las que van en un auto y se las hace saber a su madre, quien iba en el carro con los ojos vendados. La situación es reveladora: Entonces ella me explica: Yo tengo que cerrar los ojos para no ver adónde vamos y el compañero da vueltas para que yo ya no sepa dónde estamos. ¿Entendés? Por seguridad. Entiendo. Pero yo, yo lo veo todo…Que mi madre cierre los ojos, ¿me protege, también? Yo me guardo todas las preguntas para mí y no abro más la boca (45).
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El conocimiento de los espacios de la ciudad, como una espada de doble filo, vuelve a Laura peligrosa a ojos de los demás. Es importante en esta escena recalcar que la niña no va vendada…en las palabras de Laura, ella “lo ve todo”, al igual que el Angelus Novus del que hablara Benjamin, y sabe que ese hecho la expone y que no podrá ser protegida por su madre pues, de cierto modo, su madre está aún en más peligro que la propia niña. En la novela, los adultos, los seres protectores por antonomasia, se vuelven seres frágiles a punto de ser capturados y ya no garantes de la seguridad de los niños. Ésta es una situación que ha sido también estudiada por Naomi Sokoloff en relación a los textos del Holocausto, quien afirma que: “Los niños pequeños frecuentemente asumen el liderazgo en las familias del ghetto; debido a la capacidad de adaptación propia la juventud, sumado al shock y desorientación experimentado por los adultos, los niños se ajustan mejor que sus padres a las exigencias de la horrible situación en la que se encuentran” (Goodenough, 259)8. En el caso de La Casa de los Conejos, si bien los padres de Laura no se muestran indefensos frente a la situación, sí se muestran incapaces de cuidar a la niña y, por ende, ella goza de mayor libertad de movimiento pero también de cercanía con el peligro y la muerte. Los juegos de la niña dejan de ser inocentes, en la primera cita, y la espontaneidad debe ser controlada. La niñez se vuelve entonces una condición actuada pero no poseída en la realidad; una suerte de performance o simulacro; un embute más. Toda la condición infantil de Laura se ve malograda y transformada por la situación política y de clandestinidad que la rodea. Es decir, a diferencia de otras obras literarias (como Gemelos de la compañía La Troppa, o Casa de Campo de José Donoso), en las que las condiciones adversas obligan a los niños a comportarse con una crueldad de adultos, en La Casa de los Conejos, la protagonista, aún a pesar de ser enfrentada a la violencia y el miedo, perdiendo así su inocencia de niña, debe sin embargo actuarla, comportarse como niña, para así poder ayudar en los ardides de sus padres. Asimismo, este gesto sirve de espejo de la construcción de la novela. Es decir, Laura, como adulta, retoma la postura de niña para enfrentarse a los recuerdos de aquella época en la que, también, sin ser niña, se comportaba como tal. Y así poder mirar atrás una vez más. Este gesto de fijar el testimonio en una narración desde la infancia, también puede ser relacionado con la teoría del trauma. Shoshana Felman en su libro Testimony afirma que: En cuanto a su relación con los eventos, el testimonio parece estar compuesto de fragmentos y pedazos de una memoria que se ha visto sobrepasada por acontecimientos que no se han asentado en términos de comprensión o recuerdo, actos que no pueden
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ser construidos como conocimiento ni asimilados por completo, eventos que exceden nuestros marcos de referencia (5)9.
De esta forma, el uso de la mirada infantil sirve para enfatizar el estado de incomprensión y fragmentación en la que se encuentra un sujeto enfrentado a una experiencia traumática, que aún está en proceso de ser aprehendida. Al mismo tiempo, el regreso al pasado, a la infancia, sirve también para subrayar la incapacidad de la víctima de abandonar el momento en que ocurrió el trauma; repitiéndose éste constantemente tal cual fue; o en este caso, vivido desde la infancia, durante la infancia, en una suerte de repetición compulsiva del presente de la infancia. La Laura adulta no es capaz de volver a esos años con su experiencia de madre, con sus años de experiencia, sino que debe volver con la misma indefensión, incomprensión y miedo con los que efectivamente vivió esas experiencias la primera vez. En esta novela, se tiene el ofrecimiento de un testimonio establecido formalmente como un diálogo entre ausencias: la de una niña que ya no es (Laura), con una mujer que ya no es más (Diana). Una infancia que nunca es tal sino que es una condición que se imposta, que se fabrica, para lograr así la sobrevivencia. Una infancia que se desarrolla con una particular sensibilidad y relación con los espacios y los objetos.
La Casa - cuartel clandestino
Las transformaciones que sufre el espacio urbano en condiciones de represión y bajo la mirada y astucia de la niña, también la experimentan los espacios íntimos, del hogar. Por una parte, al transformarse la casa en un lugar con una fachada como criadero de conejos que esconde la reproducción de ideas; por otro por la interrupción de los actos cotidianos. Dice Laura: “Hoy es el día en que se limpian las armas. Yo trato de encontrar un pequeño sitio limpio en la mesa atestada de hisopos y cepillos empapados en aceite. No quiero ensuciar mi rodaja de pan untada con dulce de leche” (85). Este acto, al parecer tan cotidiano e impregnado de violencia (o la posibilidad de ella) también puede ser mirado desde la perspectiva de la teoría del trauma. Uno de sus exponentes, Michael Rothberg, comenta que lo extremo está siempre entrelazado con la normalidad y el día a día. Así, según Rothberg, la manera de comprender el verdadero horror de los traumas personales e históricos es viéndolos siempre en relación con la cotidianeidad y no sólo como hechos aislados de violencia. Esto se ve en el ejemplo de la novela, recién citado: si bien no se presenta una escena de violación o tortura, la sola
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contaminación del acto, tan inocente, de la merienda infantil, logra mostrar al lector el proceso traumático vivido en toda su crudeza.Como explica la propia Alcoba en una entrevista al periódico The Guardian: Puede parecer extraño, pero para una pequeña niña en esa situación, vivir escondida se convierte en parte de la vida cotidiana. Se aprende muy rápido que en invierno hace frío, que el fuego quema y que uno puede ser asesinado en cualquier momento. Pero se vuelve sobrecogedor para una niña por la seriedad que adquiere cualquier descuido en el que ella pueda incurrir y que pueda poner en peligro al grupo. No siempre le acierta a qué es lo que puede y lo que no puede decir. Es como si fuera un disfraz que les es muy difícil llevar (Chrisafis, 1)10.
La muerte, o la amenaza de ella, se vuelve una presencia más en la cotidianeidad de la niña. La infancia es vista como un disfraz que se vuelve un peso, una carga, un campo minado. Ana Amado, por su parte, se refiere a la importancia de la cotidianeidad en las ficciones relativas al período de dictadura en Argentina, especialmente en aquellos casos en que los hijos funcionan como narradores. Así, comenta que: “[…] los hijos intentan volver tangible el recuerdo de una cotidianeidad doméstica borroneada con el tiempo, de un imaginario de circulación de afectos, de cercanía de los cuerpos y, sobre todo, procuran restituir los signos de una leyenda encabezada por la figura del padre arrancado por la violencia y recuperado desde el perfil de héroe de una epopeya histórica” (54). En el caso de Laura, la narradora, en los zapatos de la niña, también intenta rescatar los detalles más cotidianos de su pasado (el ritual de la merienda, sus juegos infantiles, sus experiencias en la escuela) evidenciando así cómo incluso estos, este territorio privado, ordinario, pasa a ser contaminado por la suciedad del período en cuestión. Sin embargo, en esta novela, no se cumple con la idealización de la figura paterna que comenta Amado sino que, más bien, la figura del padre se vuelve una presencia fantasmal, una ausencia que no se dice, el más grande de los silencios. A pesar de esto, sí se ve en La Casa de los Conejos, otro detalle relevante y característico de las ficciones de este período. Amado comenta acerca de estos relatos en los que “(en) un desajuste del emblema, sus discursos dejan entrever una imagen indecidible entre el perfil épico de padres protagonistas de una gesta histórica colectiva y el de desertores a la vez en la economía de los afectos privados” (54). En el caso de la presente novela, los padres de Laura son figuras completamente ausentes: el padre desaparece totalmente a poco de comenzado el relato y la madre es siempre descrita con distancia, preocupada de sus quehaceres revolucionarios, pero
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sin tiempo para su hija. Aún más, la madre es descrita por la niña como una mujer siempre preocupada de cambiar de apariencia (tiñéndose el pelo, usando ciertas ropas), quedando así caracterizada como una presencia cambiable, inestable, inidentificable a ratos, a ojos de Laura. De ahí que se tenga en la novela la extraña mezcla de la que habla Amado en la que, por un lado, se busca idealizar el heroísmo de los padres, pero no se puede ocultar la inmensa decepción por el hecho de haberlos perdido como tales. En el ejemplo de la merienda anteriormente citado, también la mirada infantil sirve como una forma de desfamiliarizar la propia familia a través del cuestionamiento de sus saberes e instituciones más básicas: en este caso, la responsabilidad de la familia de criar a su hija, y proveerla de alimento en un lugar seguro, limpio. Esto es característico también de las ficciones con protagonistas/narradores infantiles. Así, comenta Marta López-Luaces al decir: “El espacio familiar, institucionalizado, del cual se esperaría que no revelara más que lo ya conocido, resulta así transformado por el hecho, la asociación inesperada” (49). La mirada de la niña, su voz narradora, asocia la domesticidad con la violencia de forma tal de hacer patentes las fisuras en un relato que intenta desesperadamente reconciliar distintas memorias (personales, privadas, colectivas, políticas). La merienda infantil está amenazada por la suciedad y potencial violencia de las armas; las manos maternales se ven permanentemente ennegrecidas por la tinta de la imprenta; lo familiar se vuelve extraño: un desayuno normal se ve amenazado por la presencia de estos objetos inadecuados. Los objetos, de esta forma, se ven desfamiliarizados producto de las circunstancias. Así, gran terror causa entre los montoneros que la niña haya salido con un blazer de su tío, con el nombre verdadero bordado en su solapa. Lo mismo pasa con el simple juego de sacar fotografías con una cámara vacía, sin rollo. Tan solo el acto de estar en posesión de una cámara, observando el escondite, logra provocar la ira del Ingeniero, demostrando así cómo los objetos se vuelven entidades inestables, pequeñas minas escondidas que pueden hacer explotar todo de golpe. Los objetos también pueden ser vistos en relación a la memoria y, con ello, la posibilidad del testimonio. Paul Connerton en su libro How Societies Remember, comenta que, para que las personas, y grupos humanos puedan tener una memoria estable, fija, deben fiarse de rituales, hábitos y también de la estabilidad de los objetos. Así, comenta que: “ […] nuestro equilibrio mental se debe, primero y, sobre todas las cosas, al hecho de que los objetos con los que estamos en diario contacto cambian poco o nada en absoluto, proveyéndonos de este modo con una imagen de permanencia y estabilidad” (37)11.
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Sin embargo, esta realidad camaleónica de los objetos y, especialmente, de los objetos y actitudes infantiles, también juegan a favor de la clandestinidad. De esta forma, los revolucionarios deciden repartir sus pasquines, haciéndolos pasar por paquetes de regalo, pues nadie intentaría abrir un paquete de regalo dirigido a otra persona. El uso de la figura del regalo es bastante decidora, y puede ser relacionada con los postulados del filósofo francés Jacques Derrida. Derrida recoge y reformula los planteamientos de Marcel Mauss quien, en su estudio sobre el regalo, entendía éste como un estadio primitivo de intercambio. Derrida, por su parte, advierte el carácter único del regalo (especialmente en tiempos de capitalismo e intercambio) diciendo que éste puede ser visto no como un gesto inofensivo sino como un gesto violento que interrumpe la economía de mercado. En palabras de Derrida: “¿Pero acaso no es el regalo, de todas las cosas, aquello que interrumpe la economía? ¿Aquello que, al suspender los cálculos económicos, no da pie al intercambio?” (7). La visión de Derrida sobre el regalo es bastante extrema, probablemente debido al carácter extremo del mismo gesto. Como señala Derrida: “[el regalo] no debe circular, no debe ser intercambiado, no debe, bajo ninguna circunstancia verse extenuado por el proceso de intercambio, por el movimiento de circulación del ciclo en la forma de un regreso al punto de partida” (7). En una sociedad capitalista, la idea de un regalo totalmente desinteresado se vuelve inaceptable, sospechosa y violenta. Los montoneros disfrazan de regalo sus publicaciones subversivas para así no despertar sospechas. Así es visto como algo inofensivo, que no altera el orden. Esto se debe, probablemente, a que el regalo lo lleva una mujer embarazada y también a la concepción de regalo como algo que se encuentra en una dimensión ideal, fuera de maquinaciones económicas y de deudas, fuera de circunstancias políticas o sociales, lo cual se encuentra en la novela, porque: un regalo no compromete a los montoneros; está fuera de las sospechas, fuera de las discusiones políticas del momento, de ahí que sea inocente a ojos de posibles vigilantes o perseguidores. Del mismo modo, la niña es otra figura que escapa a las sospechas por su carácter de inocencia; algo similar sucede en el caso de la mujer embarazada: se trata de estados excepcionales, del mismo modo que un regalo es un estado u objeto excepcional, fuera de regla, dentro del mundo del intercambio económico. Asimismo, la naturaleza del regalo, lo acerca siempre al territorio de lo secreto, lo clandestino. De esta forma, Derrida, en The Gift of Death, comenta que: El evento del regalo relacionaría la esencia sin esencia del regalo a lo secreto. Porque uno podría decir que un regalo que pudiese ser reconocido como tal a la luz del día, un regalo destinado a ser reconocido, se vería anulado inmediatamente como regalo. El regalo es el secreto mismo, si es que el secreto pudiese ser contado. Lo secreto es la última palabra del regalo que es, a su vez, la última palabra del secreto (29-30).
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Aquí se vuelve pertinente hacer la lectura de la aparente paradoja que supone el regalo, o el simulacro del regalo, en esta novela. Por una parte se reproducen mecánicamente las ideas en la prensa clandestina de los montoneros, que luego son repartidas en forma de regalos, lo que ya acerca ambos conceptos: el regalo como algo secreto, algo que esconde otra cosa en sí mismo, un nuevo embute. Asimismo, el regalo se vuelve metáfora de la propia casa que, a su vez, tras una fachada de aparente inocencia, esconde en sí misma el germen de subversión; ambos esconden información peligrosa. Sin embargo, es paradójico pensar en una reproducción mecánica, potencialmente infinita, del secreto. El secreto es aquello que se encuentra en un estado excepcional (lo críptico, y nuevamente, la palabra críptico nos remonta a cripta, a lugar, a hogar, como si el hogar fuera el lugar primero de lo secreto) y, por lo tanto, reproducir lo indecible pone también al descubierto la imposibilidad del testimonio que esta novela construye. Volviendo a la importancia de los espacios y la irrupción de lo traumático en ellos, es posible mencionar que la vida de la niña, con el correr de las páginas, va adquiriendo la calidad de un territorio minado: en el hogar, con los vecinos, la niña debe comportarse con cuidado; también en la ciudad e incluso en la escuela. Los juegos son usados con precaución e incluso la violencia se apodera de las instituciones educacionales, como cuando una compañera de Laura se pone a jugar a la virgen y es violentamente atacada. Dice una de las profesoras: “–¡Esto es gravísimo! ¡Gravísimo! Nadie tiene derecho a jugar a la Virgen María. Nadie, ¿entienden? Nadie” (70). Esto es interesante pues la iglesia o la religión, tampoco se presentan como alternativas de consuelo para la niña. La religión se vuelve un territorio tabú, intocado e intocable, en el cual el juego tampoco es permitido. Aún más revelador es que la figura tabú sea la de la virgen, imagen tan venerada y maternal, especialmente en la cultura latinoamericana. La orfandad de madre que experimenta Laura, con una madre que debe cambiar de apariencia y estar escondida, que no logra protegerla, se desdobla o extrapola en la figura de una virgen inaccesible, con la que no se puede jugar. Sin embargo, Laura sí posee una figura materna a quien admirar: esta es Diana, la mujer de Cacho, una pareja que también vive en La Casa de los Conejos y quienes contribuyen al teatro de hacer parecer ese lugar como una “casa de familia”; un simulacro más. Esta casa se convierte en el lugar que parece guardar o contener todo el horror de la experiencia sin llegar a ser nunca un lugar garante de protección. Se trata así de una fachada no sólo de una casa de familia sino que de una casa a secas, en el sentido tradicional de la expresión. La Casa de los Conejos es siempre lugar inestable, de paso, de secreto, y nunca provee la posibilidad de otorgar estabilidad o la posibilidad de raíces. Ya el mismo nombre es decidor: la casa de los conejos; como si los justos dueños de ese espacio fuesen los conejos y no las personas que lo habitan. Se trata de una prisión que guarda el horror pero no protege de él; se trata también del lugar de enunciación. Como indica Gabriel
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Bañez al referirse a la novela: “En la casa donde se venden conejos hay una narración en espejo del atrás de las cosas, por allí la voz que narra entra y sale sin abandonar la casa, es una grácil fábula del horror del tiempo vivido” (1). La voz narra el “atrás de las cosas” y en esto es reveladora, pero es incapaz de “abandonar la casa”, anclada al espacio y la memoria de la casa como una sentencia.
El testimonio imposible/ la memoria como trinchera
Como fue anteriormente dicho, resulta clave destacar que es la niña quien cuenta la historia una vez que vuelve a Buenos Aires y recorre sus calles. Es el espacio urbano el que le devuelve a Laura, ahora adulta, sus recuerdos infantiles. Y es, una vez más, la niña quien, para no despertar sospechas y como se ejemplificó en la primera cita, “mira hacia atrás”, esta vez ya no como un juego para despistar a la policía sino como una forma de rebuscar en el pasado, alzar la voz y pedir justicia. “Volver atrás” se vuelve así un gesto tanto espacial como temporal: se vuelve atrás en el tiempo, al período de la infancia, al intenso y eterno presente de la experiencia traumática, y se vuelve atrás en el espacio, se vuelven a recorrer las calles de Buenos Aires, se vuelve a re-conocer una ciudad que no se ha visitado por años. La relación entre sujeto infantil y memoria es reveladora. Por una parte, al tratarse de una niña testigo y, más aún, una niña testigo algo impostada que se dirige a una mujer muerta, se nos evidencia la imposibilidad del testimonio. Giorgio Agamben en su libro Lo que queda de Auschwitz, comenta que todo testimonio contiene en su centro una imposibilidad, y que todo aquel que ofrece testimonio, el sobreviviente, lo que hace es completar el testimonio u ofrecer testimonio en nombre de aquel que no logró sobrevivir a la experiencia traumática. Comenta Agamben que “quien quiera que asume el cargo de ofrecer testimonio en su nombre sabe que él o ella debe ofrecer el testimonio en el nombre de la imposibilidad misma de ser testigo” (34); para más adelante agregar que: “el testimonio aparece [...] como un proceso que implica al menos dos sujetos: primero, el sobreviviente, quien puede hablar pero que no tiene nada interesante que decir; y el segundo “que ha visto a la Gorgona”, quien ha “tocado fondo” y por lo mismo tiene mucho que decir pero ya no puede hablar” (120). En el caso de la novela, pareciera ser que Laura, la adulta, ofrece su testimonio, no sólo en nombre de Diana, sino también en nombre de su propia infancia, en nombre de esa Laura niña que tampoco sobrevivió a la experiencia de la dictadura. Por otra parte, la relación entre infancia y memoria es fundamental en las ficciones que tienen como centro las dictaduras latinoamericanas. Un caso paradigmático de esto es la narrativa de la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi, en la cual las tensiones del período de dictaduras son traducidas en intensos dramas familiares.
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Uno de sus cuentos más impresionantes, llamado “La Rebelión de los Niños”, habla de las estrategias de subversión que pueden emplear los niños, gracias a su creatividad y dinamismo, frente a la violencia anquilosada y opresora del gobierno. Uno de los narradores, así, comenta que uno de los peores crímenes que cometen las dictaduras es su atentado contra la memoria: Confían en el rápido deterioro de la memoria, para lo cual la ayudan impidiéndonos cifrar, certificar nuestros recuerdos documentalmente. Del presente recordaremos sólo aquello que la memoria quiera conservar, pero ella no es libre, se trata también de una memoria oprimida, de una memoria condicionada, tentada a olvidar, una memoria postrada y adormecida, claudicante (112-113).
La memoria se vuelve la última trinchera, tanto para los protagonistas de la ficción de Peri Rossi como para Laura, el único lugar desde donde sabe puede triunfar definitivamente ya que será ella, en última instancia, la encargada de recordar y transmitir la experiencia, la historia, para que no vuelva a repetirse. Así lo afirma Carmen Domínguez: Parece claro, por lo tanto, que el lenguaje, sea escrito u oral, pertenece al poder autoritario. Sólo la memoria, como salvaguarda del lenguaje, es capaz de conservar un discurso propio. Quien posee el lenguaje posee el poder y se adueña de la realidad. Para el niño, solo la memoria le permite sobrevivir, conservar el recuerdo del lenguaje y sobreponerse al dominio represivo (47).
En el caso de La Casa de los Conejos, es la memoria lo que permite a la protagonista sobrevivir, es la memoria lo que permite que descubra al traidor entre los montoneros y lo que le permite sobreponerse a la experiencia y asumir la infinita responsabilidad de ser testigo. De cierta forma, la memoria se vuelve la última trinchera en la cual se refugia el sujeto infantil quien deberá asumir la responsabilidad de dar la voz y dar un lugar a tantas muertes adultas. M. Edurne Portela, en su libro Displaced Memories. The Poetics of Trauma in Argentine Women’s Writing, se refiere así a la importancia fundamental que adquiere la escritura, en general, y la literatura, en particular, para darles un lugar a los desaparecidos. Así comenta que: “[...] el mismo acto de escribir crea un contexto en el cual las voces de los seres queridos son reproducidas y sus cuerpos vuelven a la existencia. Los desaparecidos encuentran un lugar tanto para reaparecer, como ha dicho Diana Taylor, como para ganar el dominio público del que sus torturadores se han apropiado” (85)12.
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La traducción es mía.
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Asumir el rol de contar la historia, implica también un aceptar el pasado y la herencia (una herencia dolorosa, plagada de violencia) que le han dejado sus padres. Comenta Amado al respecto que: “así, los hijos aceptan la doble deuda de los herederos (deuda hacia atrás y hacia adelante), para saldarla de manera conflictiva: si toda herencia exige reafirmar lo que llega del pasado, implica también una elección, una estrategia para enfrentarse a ella” (61). La estrategia de Laura es contar su historia como una carta a la muerte de la única figura protectora, materna, que tuvo en la vida, tomando el punto de vista de la niña. Pero el gesto es bastante valiente, pues implica para Laura aceptar su pasado, incluso el doloroso abandono de sus padres; en otras palabras, aceptar el legado o herencia de la pérdida, del vacío. Por fin, a través de su relato de memoria, Laura puede afirmar su identidad, Algo que, previamente no le había estado permitido hacer, siempre viviendo en la clandestinidad, ocultando su realidad familiar e, incluso, su apellido. Es decidor, en este sentido, el episodio en el cual Laura es preguntada por su vecina acerca de su apellido y ella no puede decírselo. Es decir, no puede decir su apellido pues no puede delatar su origen, a sus padres: tener sólo el nombre propio es el primer gesto que condena a Laura como una huérfana, a sentir su protección y sobrevivencia como parte del azar y no como una protección consciente de sus padres: Yo sólo dije “Laura” porque sé que ésa es la única parte de mi nombre que me dejan conservar. En seguida me preguntó. “Laura qué”. Y en verdad, no recuerdo nada de lo que vino después. Debo de haber entrado en pánico, porque yo sé muy bien que sobre mi madre pesa un pedido de captura, y que estamos esperando que nos den un apellido nuevo y documentos falsos. ¿A mí también me buscan, acaso? En cierta forma, sí, sin dudas, pero sé bien que si estoy aquí, es fruto del azar (68).
El momento de decir su nombre se configura en una experiencia traumática para la niña. Ni siquiera de eso puede asirse. Así como los espacios e incluso los objetos en tiempos de violencia son presentados como inestables, desafiando o complicando la posibilidad de apoyar en ellos la configuración de una identidad, de una memoria, el apellido (la memoria de la familia, en cierto modo) también se vuelve inestable. Para Laura solo parece quedar el consuelo del azar y del nombre propio. Y a este nombre, simple, genérico, puede al fin otorgarle profundidad al relacionarlo a su historia, su testimonio, que también le es absolutamente propio y capaz de enraizar una identidad.
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El fin de la inocencia
Al terminar la novela, Laura reflexiona acerca del posible delator de los montoneros. Recuerda entonces que el Ingeniero –personaje que construye la fachada bajo la que se esconde la imprenta clandestina– le habló del conocido cuento de Edgar Allan Poe, “La Carta Robada”, en el cual el objeto buscado por la policía –y nunca encontrado por ellos– es una carta dejada en el lugar más obvio, inocente –y, por lo mismo–,menos sospechado de todos: el escritorio. Laura sospecha entonces del Ingeniero, aquel personaje afable, que solía estar en la casa, de quien nadie desconfiaría, pues era el encargado de construir las jaulas de los conejos, la fachada/coartada de los montoneros. Esta revelación la aterra. Sin embargo, resulta interesante que la novela también juegue la misma estrategia usada por Poe –y el Ingeniero, dentro de la novela–,esto es, esconder la verdad, la prueba de una historia complicada, en una narradora niña; un personaje al que nadie recurriría en busca de su testimonio, alguien, asimismo, inocente, en quien nadie desconfiaría. Esto se relaciona también con el título del presente capítulo: “Mientras el lobo sí está”. En Chile, y tal vez en otros países de Latinoamérica, existe un juego entre los niños que se llama Mientras el Lobo No Está. En el juego, un grupo de niños juega en un jardín mientras cantan “juguemos en el bosque, mientras el lobo no está”, a lo que “el lobo” (un niño que juega ese rol) contesta, indicando su ubicación (“estoy en la cocina”, “en el dormitorio”, etcétera) hasta que finalmente el lobo dice “estoy en el jardín” y todos los niños corren aterrorizados para no ser pillados por el feroz animal. En el caso de las ficciones hispanoamericanas en las cuales se habla de tiempos de violencia usando como protagonistas (y narradores) a figuras infantiles, se ve la infancia como un “jugar en el bosque”, pero esta vez mientras el lobo sí está. Los protagonistas niños deben aprender a realizar sus prácticas habituales, a desarrollar, en cierto sentido, su propia infancia, mientras se desenvuelve el peligro y la violencia a su alrededor. Se trata de una infancia desprotegida, en la cual el peligro no se encuentra circunscrito a un solo espacio o espacios (“la cocina”, “el dormitorio”, como responde el lobo obedientemente), sino que permea la estructura completa de la realidad infantil y su forma de entender el mundo. Visto desde otro punto de vista, y considerando el caso recién analizado de “La Carta Robada” y su papel en esta novela, es posible también darle otra lectura al juego infantil ya mencionado. Al igual que la carta, que está a vista y paciencia de todos sin ser reconocida; el peligro en estas ficciones se encuentra en quien uno menos se lo espera: el Ingeniero, (para el grupo de los montoneros) y la niña (quien puede desarmar todo el proyecto de los montoneros o bien ayudarlos a alcanzar el éxito, aunque
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sea posteriormente, a través del acto de ofrecer testimonio). De cierta forma, y como sucede en el caso del juego infantil, el lobo, el peligro, es, también, un niño. Por otra parte, no es indiferente que nuevamente se haga referencia a una carta en esta particular novela. El cuento de Poe que cita el Ingeniero no es “El Corazón Delator” sino que “La Carta Robada” en el contexto de una historia que se configura desde sus inicios como una carta a una ausencia, a una muerte. Esto es interesante pues una carta es, siempre, un testimonio. Se trata de un acto de comunicación y de un testimonio en ausencia. Una carta escribe –y se escribe– siempre a una ausencia –el otro interlocutor, que debe esperar para recibir la carta–; una carta habla siempre del paso del tiempo y del secreto, del mensaje. Por otro lado, las cartas siempre poseen un autor que las escribe, pero dependen fuertemente (mucho más que cualquier otro tipo de relato) de un Otro que debe recibirlas y completar su significado. Aquí, resulta nuevamente pertinente recuperar los postulados de Agamben quien indica que: El sentido moderno de la palabra ‘autor’ aparece relativamente tarde. En latín, auctor, designa originalmente a la persona que interviene en el caso de un menor (o de una persona que, por cualquier razón, no posee la capacidad de postular a un acto legalmente válido), de manera de garantizarle la validez del título que requiere. Así, el tutor, pronunciando la fórmula auctor fio, le entrega al pupilo la “autoridad” de la que carece (Agamben, 148).
En La Casa de los Conejos, el sentido de la palabra autor, relacionada al testimonio, es ciertamente reveladora. Laura, adulta, puede por fin ser autora (auctor) y hablar por esa niña que fue y que no tenía la autoridad para hablar y ofrecer su testimonio en el momento en que ocurrieron los sucesos traumáticos. Al mismo tiempo, para que ese testimonio (de la mujer adulta) sea posible, Laura debe revestirse de su mirada de niña, que le permite otorgar una particular visión sobre los hechos. El testimonio, impregnado de memoria, espacios y ausencias, se vuelve así, en esta novela, una carta ficticia enviada hacia la muerte, para, por una vez, hacer lugar a la verdad.
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TERCERA PARTE La infancia en los intersticios del lenguaje y el mercado
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Crear un pederasta: el poder del lenguaje en Hamelin de Juan Mayorga Lucía Sayagués
La leyenda de Hamelin ha sido narrada desde la Edad Media y a lo largo de sus 700 años ha tenido tantas versiones como narradores. Las más cercanas son, sin duda, las versiones de los hermanos Grimm y la de Robert Browning, que al igual que la mayoría coinciden en gran parte de la historia: el pueblo de Hamelin infestado de roedores, recibe la visita de un flautista quien, por una suma de dinero acordada, libera al pueblo de la peste. Al rehusarse las autoridades a pagarle, éste se venga llevándose a los niños del pueblo. Sin embargo, la versión de Browning relata otra historia paralela o subyacente ya que incluye una crítica social. Hacia el final de su narración, hace una reflexión sobre el clásico tópico de la tierra prometida. Los niños salen en búsqueda de un mundo mejor que el flautista les ha ofrecido, de la misma manera que los adultos intentan liberarse de las ratas para obtener una vida mejor. Pero al aparecer los vicios de las sociedades, esta fantasía se despedaza dejando como saldo una historia de abusos y crímenes. Pero Browning va más allá y narra las repercusiones de lo acontecido en el pueblo de Hamelin, como la promulgación de una ley que prohíbe la música en la calle donde los niños fueron seducidos. Esta prohibición tiene, a su vez, múltiples lecturas. Por un lado es símbolo de lo que sucedió en el pueblo de Hamelin, pero por otro lado, representa la represión sobre cualquier intento de huida. Recuerda constantemente lo que sucedió a los niños al buscar un mundo mejor a modo de amenaza ante posibles intentos de éxodo. Esta narración encuentra un vínculo fuerte y explícito con los problemas sociales que, casi directamente, auspician el abuso infantil. La última reescritura de esta leyenda es la obra de teatro Hamelin, escrita por el destacado y prolífico dramaturgo madrileño Juan Mayorga1, realizada por el colectivo teatral Animalario y estrenada en mayo de 2005. Por esta obra, Animalario recibió cuatro premios MAX en 2006 por mejor espectáculo teatral, y Mayorga al mejor autor teatral de España. Además la pieza ha sido montada en diversos países con éxito de crítica. Este autor escribe un teatro que pretende ser siempre político, donde el espectador esté involucrado y regrese a su casa con algo para reflexionar.
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Juan Mayorga es autor, entre otras, de las obras El traductor de Blumenberg (1993), Cartas de amor a Stalin (1999), Himmelweg, (2003), Animales nocturnos (2005), El chico de la última fila (2006), El cartógrafo (2010). Ha obtenido las distinciones Premio Nacional de teatro (2007), Premio Max (2006, 2008 y 2009), el Premio Valle Inclán (2009).
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Hablan los hijos: Discursos y estéticas de la perspectiva infantil en la literatura contemporánea / Andrea Jeftanovic
Hamelin recrea la leyenda desde una perspectiva urbana, con escalas de grises difíciles de discernir para el espectador. Se cuenta la historia de Josemari: un niño de clase social empobrecida, cuyo padre está siempre desempleado y su madre debe hacerse cargo de sus hijos. La familia es ayudada por Rivas, un burgués filántropo que les ofrece dinero y ayuda en la educación de los hijos. Este equilibrio precario se rompe ante la denuncia de un supuesto abuso sexual por parte de Rivas sobre Josemari. Desde ese momento, se desata una lucha de poderes para encontrar un culpable y proteger al niño. En medio de todo eso, las tensiones crecen a medida que los medios de comunicación se van involucrando en el tema, generan la noticia y Rivas es detenido. Las pruebas concretas nunca aparecen, pero la duda se instala en la obra y en el espectador, de forma transversal en la obra. A partir de esta compleja situación, todos los personajes intentan proteger al niño: por un lado, el juez Montero, quien también tiene una familia y un hijo pequeño con quien no tiene mucha relación, se empecina en resolver el caso y resultar el héroe en la batalla contra la pederastia; Raquel, la psicopedagoga, cansada de su labor rutinaria, encuentra en Josemari una vía de validación potente, que llega a olvidarse de que trata con un niño; los padres de Josemari, ambos analfabetos y empobrecidos, aparecen como inocentemente culpables, ya que nunca se llega a saber con evidencias si ellos arrendaban el cuerpo –y la compañía– de su hijo a Rivas o si realmente creían recibir ayuda desinteresada, poniéndose en jaque su aptitud parental; Gonzalo, el hermano de Josemari, quien ya ha crecido y solía pasear con Rivas, otra duda que se cierne sobre la inocencia, un personaje que quizás también haya sido víctima de abusos y que podría ser el denunciante anónimo de Rivas; y finalmente, el propio Rivas, quien intenta defenderse de todas las acusaciones y de la condena que recae sobre él sin juicio ni pruebas. La crítica no dejó de elogiar la obra en cuanto a su dirección y montaje, pero sobre todo, por la subversión de su mensaje. “Hamelin le sirve al autor para convertirnos a todos, como sociedad, en ratas”, dice Gonzalo Pérez de Olaguer en la Guía del Ocio ,y repara en que la obra “no dice quiénes son los buenos y quiénes son los malos, sino que deja en el escenario un puñado de preguntas y ninguna respuesta cómoda”. Por otro lado, Juan Carlos Fontana ha dicho que el autor “rescata del secular relato El Flautista de Hamelin, su costado más perverso, para desnudar los mecanismos de una sociedad en la que la niñez más carenciada es fruto de los más diversos abusos” (Fontana s/n). También hace falta mencionar el impacto a nivel social y teatral de la obra, ya que marca un hito, un antes y un después en la funcionalidad del teatro. A este respecto, Marcos Ordóñez señala que la obra marca: Un punto y aparte en nuestro teatro y abre una nueva vía, el modelo… del teatro civil británico: llevar a la escena, sin maniqueísmos, sin abaratamientos frescos, sin quedarse en el mero reportaje didáctico, los conflictos sociales y humanos de nuestro tiempo con verdad y hondura dramática (s/n).
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Como resultado, la obra desarrolla un complejo y supuesto caso de pederastia entre un niño de barrio marginal y un burgués altruista en medio de una disputa entre la ley, la prensa, la psicología y la familia. Pero sería un error decir que Hamelin es una obra exclusivamente sobre la pederastia. En esta obra en particular, el abuso se presenta de forma distinta que en las demás obras analizadas en este libro. Aquí la violencia no es explícita, no es mirada de frente, es tratada desde el silencio, desde el no trato. La obra utiliza el cuento de El flautista de Hamelin como metáfora para hablar de la perversión de las palabras, del discurso, la enfermedad del lenguaje, la manipulación de la inocencia, las ruinas de la civilización. En Hamelin, el juez, la psicopedagoga e incluso el supuesto pederasta son dueños de lenguajes desde los que pueden atacar y defenderse. La miseria de la familia del niño empieza por la carencia de un lenguaje semejante. El niño sólo tiene el silencio. El conflicto sobre la pederastia no se resuelve; queda abierto y ambiguo, así como tampoco se resuelve la situación de Josemari, quien se encuentra en un estado casi autista; tampoco se resuelve su relación con sus padres de quien es separado; padres que tampoco se sabe hasta qué punto han abandonado a sus hijos. Esta obra presenta múltiples lecturas ya que hay grandes temas que se ponen de relieve como la constitución de los discursos y el lugar que los más débiles ocupan en ellos, la disputa de los distintos poderes –incluida la Iglesia–, el lenguaje como medio de dominación del otro, los medios de comunicación, las relaciones entre el Estado y la familia en cuanto a los roles de protección, el paternalismo y la biopolítica, la situación de las personas marginales dentro de un sistema concebido para favorecer a los más enriquecidos, etcétera. Entre todo esto, aparece la figura del niño como un sin voz y sin posibilidad de tenerla. Desde este punto de vista, este trabajo se centra en la dificultad de llegar al niño, en los vicios sociales que se asoman en la desesperación por protegerlo, en ese espacio vacío al que ningún discurso o poder logra acceder. El niño víctima sirve al interés de todos los adultos de la obra, mientras transita dibujando y erigiendo contradictorios testimonios. Ya sea para justificar las acciones altruistas de un burgués, alimentar el ego de un juez que maneja un caso de impacto público, unos padres que dejan que su hijo pequeño sea criado por un monitor comunitario y una psicopedagoga que comprueba sus teorías en un caso de abandono y abuso. Todos estos factores terminan colocando al niño en el centro de un espectáculo que comienza a ser manejado desde lo mediático, un espacio que nada debiera tener que ver con la infancia. Al tratarse de una obra de teatro, los recursos empleados para lograr el efecto de la duda y la reflexión en el espectador, Mayorga utiliza una estructura particular. El autor sugiere en el texto prescindir de decorado alguno –salvo el brumoso domicilio del juez–; porque quiere que todos los intérpretes estén siempre en escena, aún los que no actúan, como ocurría en el antiguo teatro épico. Ilustra numerosos objetos y acciones a través del lenguaje de la pantomima.
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La pieza se desarrolla en 18 cuadros y subraya la calidad de espectadores del público –y no voyeurs de vidas ajenas– a través de la presencia de un acotador que hace de narrador y personaje. El acotador en todo momento recuerda que se trata de una representación; las «interrupciones» de la acción son intervenciones que marcan las transiciones entre escenas cuando dice, por ejemplo: “Hamelin, cuadro 16 […]”. El acotador interrumpe y comenta a modo de un coro griego o de la proyección de una conciencia cívica o como la presencia del autor o director que ordena la acción. El acotador se dirige al público para recordarle las limitaciones del teatro y la necesidad de que cada cual active los mecanismos de la imaginación para completar lo que la escena no podrá revelarle: “El teatro sucede en el espectador. No en el papel que escribe el autor. Tampoco en la escena que ocupan los intérpretes. El teatro sucede en la imaginación, en la memoria, en la experiencia del espectador” (Mayorga El espectador como autor). Lo que busca Mayorga es que el público piense y se desarrolle paralelamente con la historia. Se persigue una catarsis en el público desde que se apunta a una cierta empatía con el supuesto pederasta. El público, confundido por el manejo de información que presencia, es acorralado hacia una posición sumamente incómoda: en algún punto comprende la figura de Rivas cuando en realidad debería estar condenándolo y, a su vez, se da cuenta de la condena apresurada de los medios de comunicación y su incidencia en el imaginario colectivo. La experiencia del público es fundamental en cuanto al éxito de la obra: “Sin duda, Hamelin es una pieza que interpela al espectador acerca de su propia responsabilidad. El espectador quiere saberse inocente: localizar la fuente del mal y sentirse lejos de ella. Hamelin cuestiona esa inocencia y propone al espectador que se interrogue acerca de su participación en la tragedia de Josemari” (Mayorga, 2006, 58). Sin duda las palabras de Mayorga dejan en claro que se trata de un texto funcional que busca una reflexión y desarrollo de conciencia en el público: “Es el espectador quien concluye la escritura, quien convierte en obra el fragmento, al completar con su propia experiencia los muñones que le ofrece la escena” (Mayorga, 1999, 122). La figura del acotador marca los tiempos, subraya los parlamentos, indica las contradicciones porque no es un caso simple, y este avanza, se complica, se retuerce. Las interpretaciones se multiplican, todos podrían mentir, todos podrían decir la verdad, son todos inocentes o culpables. El público es parte de ese mundo del escenario; es también juez o periodista o comprador de carne joven o padre y madre. He ahí la riqueza del texto, que más que dictar sentencia, abre preguntas y conjeturas. Mayorga crea un micro mundo en el que intenta reflejar la sociedad a partir de la reducción de determinados elementos que la componen a sus características más básicas. En este mundo creado, los caracteres de sus integrantes se ven en su forma más depurada, libres de factores circunstanciales que puedan distraer la atención de lo que en verdad importa: determinar la inocencia o culpabilidad de Rivas. El público juega un rol en este micro mundo de Mayorga y como tal no puede escapar de ser parte de las relaciones de
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poder que se van creando entre los distintos componentes de la sociedad. Al desnudar a los personajes de otras circunstancias, lo que queda es el lenguaje que los compone. Y de eso se trata la obra.
Cuatro lenguajes y un silencio
La clave de la obra está en el lenguaje y los discursos. Principalmente los de la ley, la psicología, la prensa y el mercado que se presentan como un palimpsesto de artificios tecnicistas. Discursos que denuncian la capacidad de sometimiento y manipulación del que posee lenguaje en grado pleno frente a quien carece de él. En tal sentido, la palabra o el discurso experto no siempre revela la verdad buscada sino que también la oculta, la enmascara. Para introducir el análisis del lenguaje hace falta mencionar que el propio Mayorga, en una entrevista hecha por Davide Carnevali, aclara que la temática que recorre la obra es el lenguaje como herramienta de poder; explica que: Hamelin es una obra sobre el lenguaje como espacio de poder. El juez Montero y la psicopedagoga Raquel utilizan lenguajes bien armados, con los que pueden dominar a otros seres humanos. Por el contrario, la pobreza de la familia de Josemari comienza en el lenguaje. [...] En general, creo que una de las funciones del teatro es la de abrir nuestros oídos a lo que cada día hacemos con las palabras, de modo que sintamos el deseo de otro lenguaje (8).
De estas palabras se desprende una primera idea central: la relación entre el decir y el hacer. Esta idea recuerda los trabajos de John Austin respecto de los actos de habla. Como el propio Mayorga señala, cotidianamente el hombre hace cosas con las palabras, desde un simple saludo hasta lo más profundo y confuso que se esconde dentro del campo semántico de cada palabra. Es por eso, que los discursos que se erigen en torno a Josemari, están llenos de claves que denotan lenguajes “bien armados” y bien manejados de forma poco inocente. El primer signo que aparece, como el título lo evidencia, hace referencia a la leyenda de Hamelin con una lectura diferente. La obra en sí funciona como un juego de estructura y contenido que reescribe una narración infantil agregando significados que se desprenden de su simbolismo. Carnevali analiza la relación simbólica de la historia del Flautista de Hamelin con la pederastia y entiende que: desde una perspectiva antropológica [Hamelin] no se trata únicamente de la concentración del lenguaje, sino de una verdadera concentración de metáforas; una interpretación freudiana sobre la flauta del Flautista de Hamelin, con la que atrae a los
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niños, vista como un elemento fálico que nos remite inevitablemente a la pederastia. Por otro lado, siguiendo la línea de Vladimir Propp, se detectan dentro de la historia núcleos perfectamente aislables que simbolizan funciones identitarias de la existencia humana: en este caso, el trabajo de Josemari es una suerte de iniciación en el camino de la afirmación de la propia identidad, la recuperación de la propia historia, de la propia infancia (257).
Si bien se podría analizar la obra desde el proceso de formación de la identidad de Josemari, también es posible trazar un camino inverso y buscar las causas de un estancamiento en dicho proceso; y esas causas son –entre otras–, precisamente, los discursos que se atribuyen el poder de encaminar esa identidad en formación. La primera voz que aparece es la del juez Montero, representando a la ley y la justicia. La obra comienza a altas horas de la noche, en la oficina del juez, en una reunión informal con los medios de comunicación para contarles “lo que pasa mientras la ciudad duerme” (13). El discurso del juez revela, desde el comienzo, preocupación y angustia sobre la denuncia que ha recibido de un caso de pederastia. La ubicación de la oficina del juez sirve como elemento espacial clave para comprender la construcción de su discurso: ACOTADOR: Montero invita a los periodistas a mirar a través de una gran ventana. MONTERO: Desde aquí se ve toda la ciudad. A través de esta ventana he sido testigo de los progresos que hemos hecho en los últimos tiempos. El museo de arte moderno, el nuevo estadio, el auditorio…Joyas deslumbrantes. Joyas que nos deslumbran, que nos ciegan. Que nos impiden ver otra ciudad. Porque hay otra ciudad (13).
Desde esa ventana, es fácil reconocer un lugar de superioridad desde donde se instala este discurso, una suerte de panóptico –menos perverso que el de Foucault, quizás– desde donde el poder es capaz de observar la ciudad de día y de noche, la ciudad que se muestra y la que se esconde. El juez continúa con su parlamento frente a los periodistas y habla de los niños, de los miedos de los niños y de la imposibilidad de los padres de comprender esos temores. Sus palabras continúan como una suerte de lamento de un héroe que busca las fuerzas para enfrentar el mal y que intenta inspirar a sus seguidores para lograr el bien. En un tono casi caricaturesco el juez dice: Sólo están viendo la punta del iceberg. Se acercan días difíciles para esta ciudad. Muchos pondrán el grito en el cielo pidiendo que rueden cabezas. Pero nosotros debemos exigirnos sentido de la responsabilidad (15).
Con estas palabras se abre la obra, presentando a un juez angustiado, que pretende liderar a la sociedad hacia el bien. Parece mostrarse una figura sólida que representa los valores de la sociedad, pero poco a poco, a lo largo de la obra, se irán
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mostrando sus matices y confusiones. Para concluir con el cuadro uno, cuando el juez vuelve a quedar en soledad, presenta la premisa de la obra: “Érase una vez una bella ciudad llamada Hamelin. Pero una mañana, al despertarse, las gentes de Hamelin descubrieron que la ciudad se había llenado de ratas” (15). De esta manera, el primer discurso identificable es una figura depurada de las funciones que debe cumplir el poder judicial y las aspiraciones de las leyes a las que la sociedad adscribe para mantenerse segura. Ligado al discurso del juez, aparecen los medios de comunicación. Es interesante resaltar que este pseudo poder aparece representado casi como un ente, como un algo que está allí operando, pero que no se concreta en ningún personaje en particular. Casi al modo del teatro griego cuando se representaban las virtudes como personajes, los medios de comunicación son en sí un personaje sin voz, no hablan; pero su verdadera voz se escucha a través de su influencia en la percepción de las masas sobre la información recibida. En Hamelin los periodistas no aparecen, pero sí su manipulación (“desarticulada red de pederastia”) y su condena anticipada. La presencia de la prensa no se hace necesaria ya que su proceder es bien conocido por todos. La voz de la prensa es reconocible por su forma de articular el lenguaje, por su presentación de los hechos y la manipulación de la información. Así, la percepción de la sociedad dependerá del perfil que la prensa quiera dar sobre Rivas. Al ser citados por el juez, se aclara que se trata de periodistas que trabajan para los medios más influyentes y que destacan por su seriedad y compromiso. El propio Montero les dice: “De ustedes depende que la información llegue a la ciudad en las mejores condiciones. Me consta que, más allá de las diferencias ideológicas, todos ustedes practican un periodismo responsable” (14). Inmediatamente, el juez anuncia que ha firmado la orden de detención a ciudadanos ilustres y que la prensa lo sabrá, por lo tanto, les pide un buen manejo de la información: “Ustedes y nosotros trabajamos con el mismo horizonte: el interés público” (15). Desde este momento se evidencia una suerte de colusión entre el poder judicial y los medios de comunicación para tratar el tema de forma conveniente para ambos. El poder de los medios de comunicación, que es presentado por Montero como una herramienta de transparencia y responsabilidad, se iría revelando a lo largo de la obra como una suerte de sociedad del espectáculo que poco tiene que ver con las expectativas del juez. La tercera voz que presenta la obra, es la de Rivas: un filántropo que ayuda a los más empobrecidos y que es acusado de pederastia. La figura de Rivas representa las falencias del Estado, ya que su supuesto accionar con los niños responde a los vacíos que ha dejado la modernización de las sociedades; ese vacío que desde la ventana del juez no se ve porque queda opacado por las “Joyas deslumbrantes” y los avances logrados como sociedad. Rivas funciona como un símbolo subversivo desde la supuesta caridad:
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MONTERO: Es usted un líder vecinal muy respetado. Encabezó una campaña contra una central eléctrica. RIVAS: una incineradora. Conseguimos cerrarla. MONTERO: Iniciativas de alfabetización de adultos, campañas antidroga… RIVAS: Hacemos lo que deberían hacer las instituciones. En un barrio como el nuestro, con tantas carencias, todo esfuerzo es pequeño. MONTERO: ¿Vive usted allí? RIVAS: No. MONTERO: ¿Nació usted allí? RIVAS: Soy un privilegiado. Nací en un hogar burgués, me eduqué en buenos colegios, nunca me faltó de nada. Para mí, pisar el barrio fue como entrar en otro planeta. Ojalá mis chicos tuvieran la mitad de las comodidades que me rodearon a mí. La mitad de la mitad (17).
La presentación de Rivas cae nuevamente en una figura depurada de circunstancias y matices. Se trata de un filántropo que siente que debe algo a la sociedad y decide dejar todo para ayudar a los más débiles. La filantropía siempre ha sido cuestionada y puesta en tela de juicio puesto que es difícil no sospechar de otros fines o intereses involucrados; y más que nada, cuando hay niños de por medio. El discurso de Rivas se basa, entonces, en la filantropía como espacio de subversión frente al poder estatal. Finalmente, la cuarta voz que presenta la obra, es la voz de la ciencia, encarnada en el personaje de Raquel, la psicopedagoga. Lo primero que es importante notar, es la entrada de este personaje en la obra. No se trata de un perito estatal a quien se le haya designado el caso, sino que es la psicopedagoga del colegio al que asiste el hijo de Montero. Es el mismo juez quien la llama para evaluar el caso. Desde este punto de vista, todo su discurso queda cubierto de dudas en cuanto a su validación. Raquel es poseedora del lenguaje técnico: Sí, claro, los niños inventan. Los niños tienen amigos imaginarios, y enemigos que sólo existen en su fantasía. Pero hay criterios para determinar la coherencia de un testimonio. Para distinguir cuándo es verdad y cuándo es cuento, como usted dice. Los profesionales llamamos a eso “evaluación de credibilidad del relato” (39).
Desde este momento queda establecido el alcance del lenguaje que maneja Raquel, suficiente para convencer al juez de su propia solidez como profesional, para seducir al público o lector con argumentos imbatibles (puesto que no se entienden) y para argumentar cualquiera sea su conclusión. Estas cuatro voces son fácilmente distinguibles dentro de la obra y representan los poderes que manejan la sociedad y sus respectivos discursos, todos en pugna: poder estatal, medios de comunicación, poder económico y la ciencia. Pero falta entender por qué estos poderes se concentran en torno a la figura del niño y cuáles son sus intereses.
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Frente a ellos, están los sin voz. Y no se trata únicamente de Josemari, sino de toda su familia. Frente a estos poderes, se opone –si es que cabe un término con tanta potencia– la familia del niño, como figura depurada de la clase empobrecida. Como se ha dicho: los sin voz. Su responsabilidad en el supuesto caso de abuso no está definida, pero su no discurso queda establecido desde su no acción, desde una parálisis frente a toda esta maquinaria discursiva que aparece en sus vidas de un día para otro. Entonces, se puede entender que en la familia de Josemari el lenguaje actúa de otra manera: la marginación. Paco, el padre del niño, acusa esta manipulación de lenguajes expertos donde los más afectados son ellos, al denunciar: “Primero pide un informa al psicólogo, luego otro informa e Mengano…Feli dice que nos tratan así por ser pobres” (73). Por un lado, el hecho de no dominar el lenguaje excluye a las personas del sistema. Por otro lado, el poseer un lenguaje vasto implica un mejor manejo de argumentos y una retórica más convincente. Sin embargo, esta intuición de Paco revela que el hecho de no poseer un discurso armado, no significa que exista un vacío moral o un nivel de abstracción o, simplemente, que el personaje no se dé cuenta de lo que sucede alrededor. Solamente implica que no tiene las herramientas para manejar la situación a su favor. A su vez, invalida en cierta medida los discursos antes presentados, puesto si se hace el camino inverso, se puede entender que no siempre existe una verdad implacable detrás de un discurso enarbolado. Con esto no se pretende desarticular todo discurso científico ni quitar el valor de los poderes que rigen la sociedad, sino que lo que se intenta es desglosar cómo operan cuando son manipulados. Desde este punto de vista, Hamelin parece decir que quien posee la verdad ya no es quien grita más fuerte, sino quien mejor conoce el lenguaje, ya que puede adaptarlo a la hipótesis que elija, incluso sin hechos probados; aunque esto signifique moverse de falacia en falacia.
El circo es de los niños
Una vez identificados estos cuatro discursos, es momento de comenzar a entender por qué se acercan a la figura del niño y cuáles podrían ser sus intereses últimos. Al escribir la obra, el propio Mayorga se pregunta la causa de la eficaz seducción del flautista de Hamelin sobre los niños; más allá de que en el cuento tradicional el personaje vistiera de colores estridentes y de la posibilidad de una música encantadora, el autor dice: ¿Por qué el niño quiere marcharse con el flautista si este es tan malo con él, si le obliga a hacer cosas que no quiere, si lo maltrata? Tal vez, porque lo que tiene en casa es nada. Tal vez porque la ignorancia, el egoísmo, el “no trato” es también un pecado capital que todos, absolutamente todos, hemos cometido alguna vez, contra la infancia. Tal vez, porque no sabemos qué hacer con un niño, cuando éste nos mira
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y nos pide más, o cuando llora, o cuando no repite, como una marioneta, nuestros gestos y muecas (Basalo, s/n).
Es lógico pensar que con todos estos discursos sonando tan fuerte, el niño opte por seguir la voz de un flautista, que probablemente suene más parecida a la suya propia. Como señala Mayorga, la obra habla de la imposibilidad de llegar a los niños; todos los dispositivos sociales que se implementan para proteger al niño están cifrados en códigos de adultos que no logran otra cosa que marginar al niño del plan de protección. Una vez que el niño ha quedado fuera y sin voz, la obra muestra cómo los discursos comienzan a alimentarse de sí mismos y a desviar sus fines hacia un crecimiento y validación per se. En primer lugar, los esfuerzos del juez Montero comienzan a orientarse hacia una supuesta batalla contra el mal de la que él será el protagonista: “Yo quiero escucharle. Yo no busco una buena historia. Yo busco la verdad. El origen del mal, eso es lo que yo busco” (43). Con estas palabras grandilocuentes, el juez empieza a mostrar su ambición de convertirse en aquel que ha derrotado al monstruo pederasta. Sin embargo, la historia muestra un candidato a héroe nacional cuya propia familia se desmorona y que es incapaz de entablar un vínculo con su propio hijo. Por otro lado, su alianza con los medios de comunicación comienza a fallar y el caso comienza a irse de sus manos. Las herramientas que él pretende poseer para resolver la situación son, justamente, la prensa y la psicopedagoga, quienes a su vez tienen sus propios intereses. Los medios de comunicación van detrás de una buena historia. Lejos de mantener la responsabilidad de la que se habló en un primer momento, mediatizan la figura del niño abusado y dictan sentencia antes de tiempo. Sin que exista prueba alguna, han decretado la culpabilidad de Rivas. Pero como no logran mayor información, sucede lo esperable: la noticia deja de ser noticiosa: “Este periódico es de hace diez días. Día a día, se han ido desinflando. De la portada hemos pasado a la página veinte, y de tres columnas a un recuadrito” (39). Estas palabras de Montero revelan dos cosas: por un lado, su avidez de fama y, por otro, la indolencia periodística. Los medios de comunicación dictaron sentencia y luego olvidaron al niño. La jugada de Montero será convocar a otra reunión informal para dar nueva vida al caso. Es entonces cuando las cosas empiezan a retorcerse y el circo comienza a montarse: ACOTADOR: De los doce convocados, sólo acuden tres. Preguntan deprisa, tienen ganas de irse a la cama. “¿Podemos divulgar la identidad del detenido?; “¿Hay implicada gente de la Iglesia?”; “¿Algún político? MONTERO: Yo también tengo una pregunta para ustedes. ¿Cómo preparar a esta ciudad para conocer lo peor? Porque lo peor está por saberse… Sólo les pido que, sé que siempre lo hacen, pero, por favor, cuiden sus palabras más que nunca. Por Josemari, no se equivoquen con las palabras […] (42)
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Nuevamente la grandilocuencia de Montero refleja cómo su avidez de gloria comienza a superar su interés por el niño y como el niño empieza a convertirse en un concepto y un objeto que sirve para sus cometidos. Si lo que más le preocupa es cuidar al niño, entonces no tendría tanto sentido revolver el avispero periodístico, sabiendo cómo funcionan los elementos noticiosos. Por su parte, los periodistas persiguen esos elementos noticiosos preguntando por la iglesia y los políticos; blancos fáciles de atacar y que el pueblo siempre está deseoso de convertir en comidilla del día; si no es así, el niño no sirve para la noticia. De manera que los medios de comunicación atacan la noticia por otro lado: van a buscar el testimonio de la madre de Rivas: “Sólo pedí una cosa. Le pedí que mi madre no se enterase. Los periodistas fueron a preguntarle cómo era yo de niño. Si de niño abusaron de mí, preguntaron a mi madre” (43). La creencia de que un niño abusado se convierte en abusador es la premisa y, si no es cierta, por lo menos se deja la duda sembrada para poder dictar una sentencia colectiva. Los medios de comunicación no reparan en el hecho de que Josemari ha sido separado de su familia, llevado a una institución donde cuidan de él y que lo han interrogado como si fuera culpable; en el afán de protegerlo. A estas alturas de la obra, el niño se ha convertido en un autista cuyos dibujos están llenos de ratas; sus padres no pueden verlo y es Raquel quien tiene acceso a él. El discurso de la psicopedagoga se apropia de la figura del niño como su área de dominio. El propio acotador le advierte al público sobre la peligrosidad de las palabras de Raquel. Ella da lecciones de cómo es un pederasta, qué busca; sobre todo, qué le pasa al niño, cómo se defiende o cómo se entrega. La jerga tecnicista de Raquel “proyecto de vida” es denunciada por el acotador: ACOTADOR: “Proyecto”. Está hablando de un niño de diez años. “Proyecto”. La palabra debería retumbar en el teatro. Palabras: “Escuela Hogar”, “Dirección General de Protección de la Infancia”, “Derechos Humanos”. Ésta es una obra sobre el lenguaje. Sobre cómo se forma y cómo enferma el lenguaje. Al otro lado de la mesa, Raquel sigue hablando. No dice “familia”, dice “unidad familiar”. No dice “Josemari”, dice “paciente”. Raquel sigue hablando y Montero mira por la ventana. En la acera, unos niños juegan al fútbol. Montero se fija en uno que no participa en el juego. Montero desearía romper la ventana para ver mejor o para respirar (57).
Esta es una obra sobre el lenguaje, dice el acotador y también es una obra sobre cómo llegar a un niño. Claramente, no con una jerga tecnicista. El propio Acotador señala con gran ironía que Raquel hace de traductora entre Montero y Josemari, puesto que “Ella sabe cómo hablar a un niño” (64). La conversación no es más que una inducción grosera para que el niño diga lo que todos necesitan oír: que fue abusado por Rivas. Sin embargo, todos los demás niños que estuvieron con el supuesto pederasta lo
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niegan, Josemari, luego de largas entrevistas, parece decir lo que le piden que diga. El mismo Rivas acusa esto: ¿Ese es su método? Pregunta cien veces lo mismo, mil veces, las que haga falta hasta obtener la respuesta que quiere oír. Supongo que con un crío será bastante fácil, sobre todo si está asustado. A un crío asustado bastará con hacerle diez veces la misma pregunta (45).
Josemari casi no habla y cuando lo hace, efectivamente da la sensación de que repite lo que supuestamente debe decir. La duda está instalada en el público y el circo ya está armado. Ahora solamente falta poner en el escenario al más feroz de los payasos; solo falta terminar de crear al monstruo.
Crear a un pederasta
La pederastia es uno de los crímenes que más afectan a nuestro siglo, uno de los crímenes más imperdonables y eso se debe a que las víctimas son los niños. Si bien las violaciones a adultos son reprochables para la sociedad, el abuso cometido contra un niño es algo innombrable, un delito que conmociona a todos los miembros de la comunidad. Cabe preguntarse de dónde viene esta psicosis que se genera en torno a la figura de la infancia, que se coloca en un lugar sagrado. James Kincaid ha reflexionado sobre este punto y pone de relieve el proceso de erotización de la figura del niño en el último siglo. Kincaid se cuestiona si el atractivo sexual de los niños es algo tan inentendible para la sociedad y por qué todos los miembros de la sociedad son posibles pederastas ante los ojos de los demás. Señala que, al aumentar la supuesta peligrosidad de cada adulto que trabaja en contacto con los niños (profesores, educadores, etcétera.) o familiares que pasan tiempo con ellos (abuelos, tío, padres, etcétera.), no se protege a la infancia, sino que se universaliza la idea de la pederastia. Kincaid hace hincapié en que la sociedad ha infundido en la infancia el carácter de ternura, de atractivo y de valor sentimental, lo que es positivo en oposición a la figura del niño siglos antes, cuando era solamente un miembro productivo del núcleo familiar. Pero destaca que la misma sociedad ha fallado a la hora de poner límites y dejar en claro qué significa este carácter de querible que tienen los niños. Las características que se les atribuyen son las de ternura, suavidad, espontaneidad, inocencia, etcétera. Características que son equiparables con la construcción social sobre el deseo sexual. Kincaid señala que esta coincidencia no es tal, sino que el desarrollo del concepto moderno de la infancia y el de las ideas modernas sobre la sexualidad han permanecido juntos. Son procesos simultáneos difíciles de separar.
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En este punto, se pone de relieve la construcción del objeto de deseo. Las figuras sexuales por antonomasia desde Marilyn Monroe hasta el tópico de la colegiala, remiten a una figura infantil subyacente; en algunos casos más evidente que en otros. Si bien la sociedad impulsa y consume esta construcción cultural (a través de ídolos televisivos, figuras del cine y la literatura, entre otros), condena el consumo real del eros de la infancia. Si bien los conceptos de sexo y de infancia se desarrollaron juntos, el problema se da al intentar emplearlos en el mercado; según Kincaid, es allí donde se mezclan. Se cae entonces en una contradicción difícil de superar: “Un país que confiere cierto valor erótico a la infancia y que, a su vez, considera como criminal la respuesta erotizada frente a la figura de la misma, tiene un serio problema en sus manos”(21)2. Este problema es reincidente a nivel mundial, por un lado, se sacraliza la figura infantil adjudicándole características de atractivo sexual adulto, pero, por otro lado, se transforma en el peor de los crímenes. Al intentar proteger a los niños de esta dualidad, se cae en una negación que solamente incrementa y afirma el problema. Esta paradoja es más profunda y compleja de lo que parece, ya que de esta forma, la sociedad no solamente intenta alejar al demonio de la pederastia, sino que los provee. Como sucede en el caso de Rivas, el temor por el monstruo pederasta crea en el personaje un verdadero abusador de niños. Si Rivas solamente era un filántropo como él clama, ahora es un pederasta sin importar si alguna vez tocó a un niño o no. El caso de Rivas es uno claro de creación de un pederasta, de la necesidad social de proveer al monstruo para luego sacrificarlo y, de esa manera, creer que el problema ha sido resuelto. Kincaid cuestiona esta necesidad de producir un monstruo tan despreciable como aquel que abusa de los niños. Entiende que el lugar del pederasta es un agujero negro donde todo lo despreciable de la sociedad encuentra cabida; el espacio perfecto donde deshacerse de todo lo que sobra. Es por eso que la pederastia se transforma en un lugar muy visitado a nivel cultural y lingüístico. Así, la pederastia, dice Kincaid, no es un problema médico o psicológico, sino meramente moral; de esta manera, no hace falta reflexionar sobre ello: “La liberación hizo posible la creación de este demonio cultural: no solo no tenemos que preguntarnos qué lugar ocupa esta figura en nuestra cultura, sino que tampoco tenemos que preguntarnos qué es lo que lo mueve. Es nuestro Yago conducido por una maldad sin motivos” (88)3. La pederastia se ha convertido en un lugar donde arrojar los fantasmas culturales y todos sus desechos culturales y, además, un lugar donde fabricar monstruos sin tener que responder a nada ni nadie, a ningún valor científico como la medicina o la psicología; solamente se atiende a valores o construcciones morales.
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La traducción es mía. La traducción es mía.
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El problema radica, entonces, en los mecanismos de erotización de la niñez que al mismo tiempo proponen una figura sagrada. Se genera un círculo vicioso de exposición del niño, en toda su belleza. Sin embargo, esta exposición lleva directo hacia la erotización. Esto es lo que sucede con Josemari al ser excesivamente expuesto por la psicopedagoga y el juez. Al intentar devolver a Josemari su carácter sacro que todos los niños deben tener y el cual, parece más un derecho que una característica, lo convierte en un niño-vitrina, al que todos observan, pero nadie escucha. Siguiendo la línea de pensamiento trazada por Kincaid, no sería difícil hacer una lectura sexualizada sobre el final de la obra. En el afán de proteger a Josemari y devolverle su sacralidad y de, finalmente llegar hasta él, el juez Montero confunde los límites y es tentado por el monstruo de la pederastia. Si el amor fuera la forma de llegar a comunicarse con el niño, en el camino el lenguaje de ese amor puede confundirse o malinterpretarse ante la mirada examinadora de la sociedad. Con todos estos factores ejerciendo su brutal influencia sobre personajes y espectadores, se configura un perfil de pederasta a base de extractos o fragmentos de información que se sugieren a lo largo de la obra. Por un lado, el burgués filántropo que prefiere sumarse a las causas que protegen niños. Esto levanta sospechas tanto en el juez como en la psicopedagoga; sin embargo los padres parecieran no haberse percatado de en qué manos dejaban a sus hijos. De aquí se desprende un tema que siempre rodea al pederasta: la falta de vigilancia. René Schérer y Guy Hocquenghem establecen ciertos patrones del pederasta en el que señalan el rol del azar: “Puro accidente, por demás, acontecimiento simple y rápido […] y que nada tiene que ver con una conspiración antifamiliar. El azar ayuda a los pederastas” (83). En el caso de Josemari, no se trata del azar propiamente dicho sino de la falta de responsabilidad de sus padres y su negligencia a la hora de cuidar de su hijo; o quizás, el hecho de preferir mirar hacia otro lado. En el supuesto caso de que Rivas sea efectivamente un pederasta, estaría aprovechando el azar, o mejor dicho, las circunstancias de pobreza que empujan a los padres a adoptar una actitud negligente y al niño a buscar protección en un el filántropo. Schérer y Hocquenghem estudian, además, el comportamiento del pederasta a través de la literatura, específicamente en una obra como Lolita de Nabokov que impone un precedente en lo que se refiere a la relación sexual niño-adulto. Señalan que: “El pederasta es un coleccionista endiablado que añade sin cesar a su colección un niño tras otro en su pequeñez repetida” (75), e incluso extienden el concepto de niño a otros elementos que confeccionan dicha colección. En el caso de Rivas, el material pornográfico sería un indicio del citado repertorio. La vida de Rivas en internet llama la atención ya que remite a un hombre enamorado de un niño y crea un misterio sobre su actividad sexual con él. En el correo electrónico firmado bajo el seudónimo de “Unicornio” que Rivas admite haber escrito, se describen momentos (81) pasados con el niño a quien llama su “ángel”. Schérer y Hocquenghem señalan que el pederasta
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solamente colecciona a los niños en un estado permanente “los cuerpos infantiles en su forma actual, y no por el fantasma de su porvenir” (76). Esto es exactamente lo que le sucedería a Rivas, los niños crecen y dejan de ser golosinas apetecibles para él. El concepto de niño-golosina también es trabajado por estos autores en tanto que el pederasta no busca una figura universal de niño sino más bien gustos (golosinas) arbitrarias. Sin embargo, Rivas acepta haber enviado el correo electrónico y haber compartido la soledad de sentir un cariño especial hacia los niños, pero declara jamás haber tocado a uno: RIVAS: No me he metido en la cama de ningún niño. Jamás he tocado a un niño. MONTERO: ¿Y cuando lo bañaba? Usted bañaba a Josemari. RIVAS: Sí, lo bañaba. Si estaba sucio, lo bañaba. MONTERO: ¿No le gustan los niños? RIVAS: Si me gustan, me aguanto (47).
Este diálogo revela la gran diferencia entre pedofilia (el amor a los niños) y la pederastia (el abuso). Por un lado, aparece la valentía de Rivas al asumir que debe controlarse y por otro, la sospecha se cierne más sobre él. Nadie podría imaginar que fuese capaz de reprimir un deseo sexual potente; lo que de alguna manera, afirma las estimaciones de Kincaid sobre el desarrollo del erotismo asociado a la infancia. Sin embargo, otro aspecto destacable por estos autores es el hecho de que este tipo de niños es incapaz de abandonar la situación: “Los niños del pederasta jamás piensan en discurrir, sólo en la permanencia. Niños-monstruo suspendidos en el tiempo, múltiples y sin evolución” (75). En el caso de Hamelin, Josemari está inmerso en un mundo íntimo al que nadie tiene acceso, en un estado casi autista en el que solamente dibuja. El perfil de Josemari parece coincidir con esta noción de niños sin evolución que plantean Schérer y Hocquenghem. Si bien el monstruo pederasta pasa a ser el centro de atención, se debe a la necesidad de expiar culpas propias. El primer movimiento de todos los personajes de la obra es hacia la búsqueda de un culpable para poder dormir tranquilos. Lo paradójico de la obra es que, al final, se denuncia el vacío detrás del monstruo. El caso no se resuelve, pero todos quedan en paz, menos Josemari. Mayorga pone en tela de juicio la necesidad social de un culpable para solapar las fallas de un sistema que no puede proteger a sus niños, por un lado; y por otro, se incita a la reflexión sobre dicha necesidad de un culpable que responderá, acaso, a la falta de compromiso social, a restaurar el balance o, a fin de cuentas, a terminar con el desvelo.
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La cacería de brujas
Como se ha dicho, la única forma de terminar con el problema del monstruo pederasta, es crear la sensación de que se lo ha destruido. En este sentido, la obra de Mayorga revela el comportamiento de la sociedad en tanto masa ante las situaciones críticas. El juez Montero lo ha dicho: serán tiempos difíciles para la sociedad. Analizando esta arista de la obra, la mecánica desplegada recuerda los trabajos de René Girard sobre la creación y posterior persecución de los monstruos sociales en situaciones de crisis. Girard señala que durante momentos críticos a nivel social existe una cierta refundición de autoridades que desemboca en el poder a manos de la multitud (154). Justamente, el juez Montero busca divulgar el caso para poder consagrarse como el justiciero que ha logrado vencer el mal. Sin embargo, con el paso de los días, la noticia pierde vigencia, se hace fugaz como sucede en la realidad con todas las noticias violentas. Por otro lado, la relación de Montero con la prensa tiene un papel decisivo a la hora de juzgar a Rivas. Montero da la información a la prensa, luego esta transmite una selección de la información que es manipulada. El resultado: Rivas es culpable ante la opinión pública: MONTERO: Ya han dictado sentencia. Si les dejásemos, lo castigarían con sus propias manos. Se trata de niños. Toda la ciudad se siente humillada. El castigo tiene que ser enorme. Toda la ciudad contra un solo hombre. Un burgués que se gana la confianza de una familia humilde para meterse en la cama de los niños. No, no es una historia de la que presumir ante mamá (47).
En este sentido, la pieza permite la reflexión sobre cómo las sociedades fabrican monstruos y los conjuran sacrificando chivos expiatorios, dejando al objeto de la aberración intacto, incólume, tal vez porque estos engendros se alimentan de la complicidad –consciente o no– de la sociedad misma. Girard reflexiona sobre la composición de los monstruos y sus orígenes. Explica que provienen del poder de la imaginación. Se trataría de la sumatoria de elementos procedentes de varias formas existentes que “se combinan y se mezclan en el monstruo y buscan una especificidad” (48). En relación a esto el autor entiende que los monstruos sociales provienen de una fragmentación de lo percibido, “de una descomposición seguida de una recomposición que no toma en consideración las especificidades naturales” (48). Continúa analizando lo que sucedía con las cacerías de brujas y cómo cualquier pretexto era considerado prueba suficiente para acusar a una persona de brujería y comenzar, entonces, la ansiada cacería (68). De esta manera, la monstruosidad adjudicada a Rivas oscila entre lo posiblemente cierto y lo falso; es decir, Rivas, incluso sin pruebas concretas en su contra, lleva el yugo del monstruo de la pedofilia con fuerza suficiente como para recargar sobre él todo el peso del delito. Mayorga pone al público ante el pederasta, ante los padres del niño abusado, ante el juez, ante la psicopedagoga que escarba en el alma del niño, ante los periodistas
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que explotan la noticia. Cabe agregar que Mayorga también pone en la palestra la reacción de la sociedad y su culpabilidad en tanto cómplice: “Mira, hay una cosa que dice Kierkegaard sobre su tiempo: «Vivimos en un tiempo en el que todos quieren ser rey, pero nadie quiere ser responsable» El primer ministro delega en el ministro del interior, éste en el secretario, y al final, el único responsable es el policía de a pie”. (Montfort s/n). Todos conforman un mundo que danza alrededor del espantajo y que se olvida de lo realmente importante: el niño, que sigue solo y desgarrado, perdido en el laberinto en que el mundo de los mayores lo han introducido sin esperanza; obligado a ir al único lugar donde no quería estar: una institución de menores. Siguiendo los estudios de Girard, se puede hablar de una doble marginalidad en el caso de Rivas y Josemari. Girard se refiere a las situaciones de anormalidad que generan un grado de exclusión social; pero no se refiere solamente a anormalidades físicas sino que extiende el concepto: “[la anormalidad] Se da en cualquier plano de la existencia y del comportamiento. Y en todos por igual, la anormalidad puede servir de criterio preferencial para la selección de los perseguidos” (29). De acuerdo con el análisis de Girard, tanto Rivas como Josemari estarían en situaciones anormales. El primero por su carácter de burgués altruista –lo que ya genera sospechas sobre sus intenciones– y el segundo, por su condición de niño pseudo abandonado entregado al cuidado de un extraño, sin dejar de lado la exclusión que suponen las dudas sobre su testimonio. Esta doble marginalidad convierte a Rivas y Josemari en los dos grandes perseguidos de la obra. Frente a esto cabe cuestionarse la posibilidad de resolver las tensiones que genera el hecho de haber dos focos de persecución en una misma obra. Tanto la familia como el juez y la psicopedagoga atosigan a Josemari para lograr un testimonio y acorralan a Rivas para hacerlo confesar. El resultado de la tensión entre esta doble marginalidad es claro: no se resuelve nada. Ni Josemari recibe el apoyo y cuidados que necesita ni se hallan pruebas que inculpen a Rivas. El hecho de que Rivas se presente como un filántropo burgués y dirija sus acciones hacia los niños genera, como se ha dicho, dudas y sospechas. En este sentido, los trabajos de Derrida siguiendo a Mauss sobre el problema del regalo resultan iluminadores. La sociedad capitalista mide las relaciones interpersonales según el intercambio y el regalo, por su carácter unilateral y supuestamente desinteresado, irrumpe de forma violenta en esta economía (7) ya que no existe reciprocidad alguna. El problema de la reciprocidad es puesto de relieve por Mayorga presentándonos la duda sobre la verdadera intencionalidad de los regalos de Rivas. La obra plantea la imposibilidad del regalo, al menos en el imaginario colectivo. La creencia, según los cánones capitalistas, supone que nadie es capaz de dar algo sin esperar nada a cambio; así, Mayorga implanta la duda. Rivas supuestamente rompe con esta norma, pero al hacerlo, se convierte en un pederasta ante los ojos de la justicia y la prensa. En este punto se pueden entender dos cosas: la marginalidad de Rivas responde ahora al hecho de salirse de la norma de
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intercambio que rige las relaciones interpersonales; y por otro lado, queda en evidencia el rol que el capitalismo ha adjudicado tanto a la justicia como a la prensa: mantener el statu quo en lo que refiere a capitalizar el valor de cada persona. Rivas ha sido convertido en un monstruo pederasta y ha sido sacrificado. No se trata de quitar la posibilidad de que el personaje sea realmente culpable, se trata de leer lo que realmente dice la obra: la sociedad siempre busca un espectáculo qué consumir, sin importar quién quede en el medio, si es un burgués filántropo o si es un niño que ha sido separado de sus padres.
El fin del espectáculo
Hamelin es una obra sobre el lenguaje, pero más que nada sobre el lenguaje cotidiano, esa palabra naturalizada que pierde su contenido desviando su campo semántico, induciendo a errores, la palabra fácilmente manipulable y que, descontextualizada, genera un discurso de y sobre la sociedad. El hecho de que no haya una sola prueba de abuso en Josemari y que solamente se haya demostrado cierta pedofilia por parte de Rivas, no lo hace culpable de nada. Sin embargo, la sociedad ya lo ha condenado. Ese discurso emitido sobre la sociedad a través del juez, la psicopedagoga y traducido por los medios de comunicación, habla sobre ella misma. Al estudiar esta constitución social a base de los medios de comunicación, Guy Debord define lo que él llama la sociedad del espectáculo. La vida moderna ha transformado la sociedad en un espectáculo en sí misma: “La vida entera de las sociedades en las que imperan las condiciones de producción modernas se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación” (37). Con esta premisa se comienza a comprender el espectáculo dentro del espectáculo que Mayorga crea en Hamelin. Para definir el espectáculo en sí mismo, Debord señala que no se trata de un conjunto de imágenes, si no del poder que adquieren dichas imágenes a ser los elementos mediadores de las relaciones sociales (38). En este sentido, las imágenes que el juez Montero enseña a los periodistas son la única prueba, la única base para elaborar un circo, crear un monstruo y luego sacrificarlo. A su vez, el juez se basa en un correo electrónico firmado por un tal “Unicornio” y Rivas declara que solamente se trata de un grupo virtual donde se comparten experiencias; experiencias también mediadas por imágenes y códigos binarios. Un espectáculo privado. Cada espectáculo que se presenta en esta obra tiene sus propios signos y, por ende, su propio lenguaje. De manera que es imposible llegar a una verdad o a una certeza si quiera, cuando cada discurso emplea signos propios y desatiende los demás. Por demás está decir que, el que no posee el lenguaje –como es el caso de Josemari– no solo queda por
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fuera, sino que, aunque también emita sus propios signos, es ignorado. La siguiente escena se extrae casi del final de la obra, una vez que Josemari se ha escapado del hogar donde está interno y es regresado. Josemari expresa sus deseos de reencontrarse con su familia, pero eso va contra los intereses del juez y la psicopedagoga. Se ha llegado a un punto tal que, para mantener el espectáculo, es necesario sacrificar al niño: ACOTADOR: Por primera vez, Josemari levanta la mirada del dibujo: un caballo rojo. JOSEMARI: Usted me dijo que no me iba a meter interno. RAQUEL: Aquí estás muy bien. Aquí todo el mundo te quiere. JOSEMARI: Quiero volver a mi casa. RAQUEL: ¿Por qué dices eso? MONTERO: Déjanos solos, por favor. RAQUEL: ¿Qué? MONTERO: Por favor, déjanos solos. RAQUEL: ¿Te espero afuera? MONTERO: No hace falta. Te llamaré. ACOTADOR: Silencio. Raquel se acerca a Josemari. RAQUEL: No sé qué estás buscando. Pero a mí no puedes engañarme. ACOTADOR: Le da un beso. RAQUEL: No tengas miedo. Yo siempre voy a estar a tu lado (79).
La frustración desequilibra a Raquel, su espectáculo empieza a fracasar, pero debe mantenerlo a fuerza de violencia e hipocresía. El niño ha sido solamente una excusa para ella, así como para los medios de comunicación. Sin embargo, es necesario que el show continúe. Y Debord continúa definiendo el espectáculo y plantea que se trata, a su vez, de la sociedad misma, una parte de ella y un elemento de unificación. El sector de la sociedad que contempla al espectáculo supone la mirada engañada y la falsa conciencia, de manera que “la unificación que realiza [el espectáculo] no es más que el lenguaje oficial de la separación generalizada” (38). Esto se convierte en una visión de mundo objetivada que va mucho más allá de los medios audiovisuales, que se mete en las conciencias creando una ética y una forma falsa de entender la realidad. Hamelin presenta al primer elemento unificador en el personaje del juez, quien, a través de la justicia, intentará restablecer el equilibrio roto. A su vez, el lenguaje del que se sirve es el de los medios: el elemento generalizador más potente. Y este lenguaje termina siendo el fin último de todo el espectáculo social y del espectáculo que Mayorga ha puesto frente al público. El resultado es simple: solamente con decir que Rivas efectivamente había abusado de Josemari, el hecho se habría consumado. Todo esto no ha servido más que para lograr un “monólogo autoelogioso” del poder sobre sí mismo, para reafirmar un cierto statu quo (Debord, 45). Y esto se logra
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Hablan los hijos: Discursos y estéticas de la perspectiva infantil en la literatura contemporánea / Andrea Jeftanovic
únicamente con la alienación del espectador: la sociedad. Justamente, en Hamelin el rol del acotador es sacar a su público de la alineación de ser espectador y hacerlo participar. El propio Mayorga ha declarado su interés de colocar al público en el lugar del autor para que pueda rellenar los espacios vacíos que la obra deja de forma intencional. El final del espectáculo no se da cuando cae el telón, sino que se da cuando el público de Hamelin logra sacar sus propias conclusiones. En este sentido, la obra habla sobre el niño como un espacio en blanco del que los distintos poderes pretenden apropiarse puesto que es un ser maleable y sirve como fachada para validar sus discursos frente a la sociedad del espectáculo. Pero no lo logran debido a la imposibilidad del lenguaje que manejan. Se trata de una guerra de seducciones dirigida a las masas y que utiliza al niño como estandarte. Y en este sentido, la obra deja al descubierto el papel volátil que ocupan los niños dentro de la sociedad. Hamelin termina de una forma casi abierta: el juez Montero decide intentar llegar hasta Josemari contándole el cuento que su padre le contaba a él para explicarle el mundo; nada menos que la leyenda del flautista de Hamelin. El juez ha descubierto que su confianza en Raquel era ciega y que no tenía tantos fundamentos. Ha descubierto que quizás Rivas tenía razón al decir que nadie escucha a los niños. Ha descubierto que él mismo es incapaz de llegar a su propio hijo. Ha descubierto que los medios de comunicación ya han sepultado a Rivas y que ya no hay nada que hacer al respecto. Finalmente, ha descubierto que la ciudad estaba efectivamente llena de ratas.
TERCERA PARTE: Crear un pederasta: el poder del lenguaje en Hamelin de Juan Mayorga / LUCÍA SAYAGUÉS
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Niños como ratas o animales de presa en La cruzada de los niños de la calle de José Sanchís Sinisterra y varios autores Andrea Jeftanovic
El texto dramático La cruzada de los niños de la calle (2001) es una obra en la que intervienen seis autores y un curador-editor, que enfrentan para su escritura un proceso de investigación colectiva. La obra trata la problemática de los niños de la calle en las grandes metrópolis latinoamericanas y se despliega a modo de historias paralelas y confluyentes, en las que los protagonistas infantiles están atrapados en distintas formas de abuso y violencia. Los seis autores latinoamericanos son Claudia Barrionuevo (Costa Rica), Dolores Espinoza (México), Christiane Jatahy (Brasil), Iván Nogales (Bolivia), Arístides Vargas (Ecuador), Víctor Viviescas (Colombia); bajo la conducción del dramaturgo valenciano José Sanchís Sinisterra que define así su función: “Solo al final del proceso refundí y reescribí toda la diversidad que los textos ofrecían y quise producir intersecciones entre los trabajos, resonancias, ecos… concentrar; eliminar… casi se podría hablar, en ese sentido, de mi papel como un séptimo dramaturgo fantasma por ahí metido”1. El texto resulta iluminador para pensar la figura de los infantes atrapados en las perversiones del mercado y la ley como cuerpos que circulan por los intersticios o que están al margen de sus regulaciones. El diseño del texto se realizó en cuatro reuniones realizadas entre 1998 al 2001 en las ciudades de Madrid, Río de Janeiro y Cartagena de Indias. La escritura estuvo precedida por un trabajo de investigación sobre las características del fenómeno de los niños de la calle en cada país, que según estadísticas recientes afecta a ochenta millones y es una de las facetas más dramáticas de muchos países de América Latina. La historia se inicia con la matanza policial de niños brasileños de 1993 en la iglesia de La Candelaria en la ciudad de Río de Janeiro, para continuar con el desarrollo de las seis historias paralelas que confluyen en la huída de los niños, desde su ausencia escénica, de la calle y de sus explotadores, para reunirse en una gran marcha sin fronteras a través de las alcantarillas del continente. Las historias que van surgiendo ante el público son las de un policía brasilero que participó en la matanza de La Candelaria, su compañera y el hijo de ésta, que desaparece con la terrible sospecha de la madre de que el padrastro le ha asesinado; tres mendigos colombianos que explotan a un niño parapléjico para pedir
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A.G (no se detalla nombre). “El mundo en que vivimos”. Guía de Madrid, ABC, enero 14 de 2000. También en http://hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/madrid/abc/2000/01/14/157.html
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limosna; dos mujeres costarricenses que trabajan en un refugio para niñas de la calle que son ofrecidas para comercio sexual por internet a extranjeros, un médico ecuatoriano que trafica órganos de niños pobres con clientes de países poderosos, un padre mexicano que obliga a su hijo a hacer piruetas como cortina para ocultar el tráfico de droga, unas barrenderas bolivianas que limpian la estela de basura dejada por los niños. Todos estos cuerpos infantiles no se insertan, como sería lo habitual, en las redes de la escuela, el cuidado parental, el estado de bienestar, sino que entran en una circulación que les debiera ser ajena como es el tráfico de órganos, de drogas, trabajo ilegal, de prostitución, y más, en tramas ilegales y clandestinas, manejadas por adultos y sus egoístas intereses. Estas situaciones motivan el éxodo de los personajes infantiles desde sus distintas ciudades hacia el mar, siguiendo la ruta de las cloacas. A medida que transcurre la acción, las calles se vacían de pequeños que se sumergen en las catacumbas. La obra podría leerse como una metáfora de la rebelión de los grupos oprimidos frente a las sistemáticas inequidades, incluso podría ayudar a comprender cómo se han gestado diversos movimientos sociales (los esclavos, los afroamericanos, las minorías sexuales, los trabajadores) para articular su silencioso descontento, que como una bomba de tiempo, desencadena una insurrección. Su respuesta es la marcha, o la cruzada; esa acción pacífica, pero masiva, decidida, que postula a paso firme otros rumbos. La desaparición de los niños de la ciudad no es irrelevante, desestabiliza una serie de actividades sociales y económicas y denuncia falsas camaraderías entre adultos y niños con fines puramente lucrativos. Los padres, los explotadores, los municipales y los gobiernos empiezan a atemorizarse de “esos mocosos que cantan como si estuviéramos en carnaval” (111), al mismo tiempo que resienten los efectos del éxodo en la sociedad, porque su ausencia rompe clandestinos circuitos mercantiles. En todas las historias hay un rumor de canciones y voces que salen de las alcantarillas y que aumenta su volumen a medida que avanza la historia. Ese rumor surge de los niños que se han ido marchando de sus casas, de sus familias, de las calles, en definitiva, de los espacios que propician los abusos y solo queda una estela de registros acústicos que abrirán y cerrarán cada una de las treinta escenas en la sección correspondiente a las didascalias, por ejemplo la primera escena abre con: “Los sonidos del movimiento nocturno de una gran ciudad invaden la escena” (21), y cierra con: “nada de este diálogo se ha escuchado distintamente. Sólo los sonidos urbanos y el silencio” (23). En cuanto a la estructuración del texto, se estableció que la historia de la niña ciega, víctima de la matanza policial de La Candelaria, los guiaría por esa cruzada subterránea, de la misma forma que ratas y niños siguieron al flautista de Hamelin, dando una unidad de sentido. Además, la presencia de una zapatilla perdida, “el tenis” de Espoleta, otra víctima de la embestida policial, presente de diversas maneras en la mayoría de las acotaciones que abren las escenas, también otorga cierta continuidad. Y al mismo tiempo se propuso que no hubiera más de tres personajes por historia para que
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el resultado final no se dispersara en exceso; y también, a modo de sugerencia para el montaje, que los niños no aparecieran físicamente en el escenario. Uno de los autores, Víctor Viviescas, comenta en el prólogo acerca de esta escritura coral: “nos propusimos escribir colectivamente un único texto de teatro, y porque nuestro trabajo está sometido a la discusión y a la puesta en diálogo de todo el colectivo. Fue pues nuestro propósito el de escribir un único sin renunciar a nuestras voces individuales, pero que fuera el fruto de un acuerdo y de un diálogo común” (10). Como punto de referente cultural común, se revisó la leyenda francesa que cuenta cómo en 1212, un joven pastor tuvo una visión en la que Jesús le mandaba crear un ejército para apoyar la conquista de Tierra Santa. Stephen, el pastor, reclutó a un grupo de seguidores formado por cincuenta mil niños y adultos pobres, que marcharon a París para convencer al rey francés Felipe II de que les llevara a la Cruzada. También, el mismo autor comenta el desafío que significó esa forma de trabajo y que se condice con el propósito de generar nuevas lecturas y trazar otros horizontes a los discursos anquilosados que intentan explicar la problemática de la violencia infantil: “[…] estas condiciones de trabajo constituyen una llamada de alerta contra el monologuismo de nuestra propia escritura. Y no me refiero ya al monólogo del personaje, ni a la homologación de unos y otros de ellos, sino al riesgo de conservar el mismo discurso que amenaza continuamente al autor teatral” (15). Esta metodología propone, desde un dispositivo estético, la escritura teatral, movilizar los monocordes discursos personales y sociales en una obra que no escatima en la crudeza ni en los referentes culturales que potencian la tragedia presentada. Y desde múltiples personajes y voces se genera una historia particular propia y con una sensibilidad poética en su construcción que abre varios frentes de análisis y reflexión, en los que se destacan la comprensión de la metáfora de la rebelión y de la figura infantil como sujeto y cuerpo de explotación en el circuito del mercado, ejes que tienen un tratamiento paradójico, ya que los niños están ausentes casi todo el tiempo, y es a través del discurso de los adultos, que se comprende su propuesta y significación. En la mayoría de las escenas domina el rumor infantil, sonidos que se van acrecentando a medida que avanza la obra para finalizar con un discurso articulado de la niña líder.
La amenaza de una ciudad sin niños para un mercado ávido de cuerpos-mercancías
Como ya se adelantó, la huida de los niños desarticula por completo el sistema socioeconómico que, de alguna manera, funcionaba con esta mano de obra gratuita y de fácil manipulación. Sin niños se rompen las cadenas de tráfico, desaparecen los chivos expiatorios, las pequeñas mulas de los narcotraficantes, y más aún; su ausencia genera un estado de crisis generalizada. Todos van camino a Río de Janeiro, son cientos
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de miles de niños que siguen a la niña brasilera que busca a Espoleta. El personaje de Espoleta funciona dentro de la obra como un simbolismo de la esperanza de la misma forma que el fantasma de Godot infunde una excusa en los personajes de la obra de Beckett. Pero a diferencia de los personajes beckettianos, Vladimir y Estragón, que esperan escépticos y pasivos en la intemperie, acá Espoleta moviliza el éxodo de los niños liderados por esta chica que inhala pegamento y desafía a la policía. Es más, el mismo policía de la matanza, provoca a la chica a emprender la búsqueda: “¡Vete a buscarlo ahora, piojosa! A ver si ahora lo encuentras... (La suelta y ella cae al suelo con las manos en los ojos). Ve y que te ayuden los de tu banda, ve. Reúne a todos los mocosos, a ver si lo encuentran” (22-23). Ella lo anuncia así, “NIÑA._ En la matanza de la Candelaria... Disparando... Pero a Espoleta lo enterraron vivo... hasta dio una voltereta cuando le disparaban... No estaba para morir” (43). Ese cuerpo desaparecido, un cuerpo paradigmático tras las dictaduras latinoamericanas, inspira la cruzada, la fuga masiva, la acción.
Cuerpos menores en circulación
En este texto se indica la circulación de estos cuerpos menores en tanto mercancías manipuladas por sistemas familiares, legales, mediáticos, de bienestar social y tráfico ilegal. Y también esta obra señala algo más enrevesado, qué es lo que despiertan los niños en los adultos y en la sociedad para generar esas situaciones de perversa dominación. El volumen Cuerpos contemporáneos, cuerpos de excepción (2010) dirigido por María Eliana Tijoux, que reúne diversos capítulos, dice que las sociedades capitalistas han producido muchos tipos de cuerpos separados del habla que ha sido expropiada del poder. Las condiciones del siglo XX obligan a repensar cómo el cuerpo es controlado, producido y re-significado. El cuerpo se transforma en un espacio de consumo, donde el deseo es transformado en valor de cambio. Afirmaciones que hacen sentido con el uso de los niños en esta obra. El autor Mauricio Amar, dice en el capítulo “El cuerpo des-encarando. Apuntes para una teoría de la infancia como resistencia”, que en la medida en que el modo de producción capitalista ha llegado a una etapa de expansión e intensificación universal, “el cuerpo queda despojado de una experiencia común, mientras que su individualidad, último refugio del cuerpo, es desvinculada de sí misma, a través de la conformación creciente de un sujeto cualquiera, ajeno a la experiencia y la tradición, y que en sí es cualquier cuerpo” (60). En ese sentido, en la visión del autor, en tanto cuerpo universal, el cuerpo contemporáneo es sacralizado, y “en tanto cuerpo universalizado es eliminable cuando manifiesta una resistencia a las relaciones de poder. Este es el sentido más profundo del estado de excepción en que vivimos” (60). El autor propone pensar cómo recuperar ese cuerpo, para que desde
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los residuos se articule como resistencia. Propuesta que parecen enunciar estos personajes que desde sus cuerpos abusados, violentados, desaparecen de la faz de la ciudad y plantean la marcha subterránea, colectiva, consensuada hacia una meta. Estas figura abducidas, expuestas al sufrimiento, la mutilación, a la expropiación, se retiran del escenario del lucro ajeno para seguir una utopía, porque nadie les asegura qué habrá más allá del océano, pero de ese modo “re-encarnan” su cuerpo, su integridad que les ha sido despojada. Porque la actual fetichización de los cuerpos infantiles impide el antaño uso sacrificial, porque no hay un ser comunitario que asesinar para la cohesión social, sino múltiples cuerpos des-encarnados que circulan por un panóptico que creen habitar como un hogar, “des-encarnamiento implica sacralidad, pero una sacralidad genérica que permite eliminar a los hombres que no son sagrados” (Amar, 62). Y es posible hablar de cuerpo des-encarnado cuando la experiencia del mundo es entregada a la técnica y el cuerpo solo aparece como un valor de cambio dispuesto para el mercado y en la misma medida fetichizado, sacralizado. Un cuerpo des-encarnado no carece de deseo, sino de mundanidad y por lo tanto su deseo es (re)elaborado por un mundo que no le pertenece (tráfico ilegal, la prostitución, la mendicidad). Amar, en otras palabras, habla de cuerpos en excepción, entroncándose en la línea de pensamiento de Agamben y su concepto de homo sacer, la obra dramática denuncia la mercantilización del cuerpo infantil como un valor de cambio dispuesto por el mercado y habitando un estado de excepción que es, de forma metafórica, la situación de la infancia indigente en la calle latinoamericana. En cada una de las historias, más que sujetos hay cuerpos usables, descartables, reducidos a carne que se consume, se alquila, se intercambia, se desintegra, como lo indica esta cita de Estropajo, el manager colombiano de los payasos callejeros: “ya no hay ojos para vender a nueve mil dólares el par, ni niñas púberes en los prostíbulos, ni jorobaditos que lleven la droga” (67). Situación que trae como consecuencia una segunda salida humana de la polis que ha dispuesto un estado de excepción permanente. Oprimidos que se rebelan de ese orden que hace del estado de excepción la regla, cuerpos profanados que buscan su “encarnación”.
Niños entre la legalidad y el mercado
Los niños han sido ubicados históricamente en los márgenes informales y extralegales, se debe a que la ley, en ocasiones, ha definido el derecho de los niños, de manera deliberada y, quizás, sistemática, fuera de sus estructuras fiscalizadoras. Por ende, la no-existencia legal de los niños se relaciona, al menos en parte, con las definiciones, categorías y esquemas clasificatorios de la propia ley (Milanich, 244). Por otra parte,
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el cuerpo no conoce ese saber que se incrusta en él para volverlo disponible a la tecnología y con ella, a cualquier mercado que lo precise. La lógica de la administración económica implica un conjunto de prácticas y saberes que maximizan el beneficio económico. En suma, toda una racionalidad cristalizada en cuerpos formados y provistos para el control y la ganancia. Un nuevo espíritu capitalista viene a colocar el cuerpo infantil en el lugar primordial de esas nuevas estrategias despojado de una experiencia común, mientras que su individualidad, último refugio del cuerpo, es desvinculada de sí misma, a través de la conformación creciente de un sujeto cualquiera, ajeno a la experiencia y a la tradición. Esto hace que, frente al éxodo de los chicos la sociedad entre en una grave crisis en la que se transparentan estas antropofágicas prácticas, sucede lo siguiente: “ISIDORA. –No quedan niños en el mundo. Los echamos a todos a la calle. Han huido…y nosotros corrimos tras ellos como lobos. A los que alcanzamos les mordimos las manos y los pies, les cortamos con pinzas las orejas y la punta de la nariz… Sólo muy pocos se salvaron. ¿A qué seguir tras ellos?” (144). Frente a estas ausencias, se comienzan a configurar desesperadas estrategias que alienten su retorno, por ejemplo, a través de la trasmisión televisiva de un discurso populista: VOZ EN OFF. [...]. y entonces nuestra ciudad los recibirá con los brazos abiertos... (Ruidos)... es cierto que no pudimos darles unas adecuadas condiciones de vida para... (Ruidos) Pero una vez más, el gobierno y el municipio sabrán otorgar el debido respaldo a... (Ruidos)... y cuando esos niños regresen, no será la calle su triste destino. Construiremos un hogar para todos ellos, y la ciudad toda será un gran corazón para cada muchacho que [...] (55).
Los niños de la calle aparecen como cuerpos plurales e indiferenciados que potencian la necesidad del capitalismo de un individuo rentable, homogéneo y conformista o pasivo, y como dice Tijoux: “Este materialismo los hace visibles en otras historias no escritas, no narradas y probablemente sólo corporeizadas, principalmente si entendemos el cuerpo como un campo que debatía donde se inscriben todas las huellas de una dominación llevada a su punto culmine. El tiempo económico llegaría para medir la separación entre honestos e infames” (7). En la obra se ve cómo se generan “sociedades” o falsas camaraderías entre adultos y niños con fines puramente lucrativos que evidencian sus presencias marginadas o despreciables solo porque entran a un circuito que los fija como cuerpos-mercancía. El problema es que la mano de obra es puesta exclusivamente por los niños, que son los más damnificados dentro de la asociación y los que no reciben ninguna compensación, sino daño. Es el caso en torno a la droga que protagonizan Chuco y Nano, utilizando el cuerpo de Emiliano en México: NANO. –Se van...Las ciudades quedan limpias de escoria. Y yo, si no fuera un puto adulto muerto...
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NANO. –Nos jodieron bien jodidos, Chuco. Mírate, míranos. Íbamos a cambiar el mundo, ¿no? (Ríe) Ten: ponte mi peluca y suelta una de aquellas arengas de la universidad... CHUCO. –����������������������������������������������������������������������� ������������������������������������������������������������������������ ¡No chingues cabrón! ¡Sigues siendo un pinche izquierdoso! ¿No te enseñaron a callarte los milicos, allá donde te refundieron, güey? (Saca de nuevo la navaja) ¡Di lo que sabes de una vez! ¿Dónde está mi hijo? NANO. –Yo no tengo nada que ver. Él tomó la decisión como lo que es: Un adulto chiquito. CHUCO. –¡Qué adulto chiquito ni qué chingada! Es un niño... NANO. –Sí, un niño que vende droga en las esquinas...forzado por su padre. CHUCO. ������������������������������������������������������������������������ –����������������������������������������������������������������������� Un niño que trabaja, porque en este país a nadie le alcanza para mantener a su familia. Y la droga es lo único que [...] (89).
Esta escena deja en evidencia la conciencia del padre sobre el trabajo doblemente ilegal de su hijo: un niño que vende droga. Si bien Chuco acepta la realidad, no deja de advertir a Nano que el trabajo de un niño no es deseable ya que lo convierte en un “adulto chiquito”. La respuesta de Nano revela el factor de necesidad que transforma en normales hasta las circunstancias más aberrantes. La situación se transforma en algo natural para Nano que no es capaz de darse cuenta de que el niño está siendo forzado (por él mismo) a trabajar en las esquinas. Esta es la verdadera razón de la huida; no porque alguien lo haya llevado a trabajar a otro lado, no porque se trate de un cambio de ruta ni nada relacionado con el mercado; la huida es una protesta contra sus progenitores. Solamente Chuco es capaz de mantener la conciencia sobre lo despreciable de la situación, de comprender las causas del éxodo de los niños y de culpar las condiciones materiales de la sociedad. Nano, sin embargo, está lejos de imaginarlo. La desarticulación del tráfico de drogas de Chuco a raíz de la desaparición de Emiliano, lleva a este diálogo en el que se intenta convencer al niño utilizando argumentos que apelan a la ternura, pero es evidente que tal vínculo de protección es inexistente y es más que nada por interés: CHUCO. –[…] ¿Estás bien, Emiliano? (Silencio)…Te vas a asfixiar en ese hoyo lleno de mierda… ¿Qué…? Sí, pero es agua sucia y te vas a enfermar como sigas ahí… y tu madre me mata si no llego contigo a casa… y ya son muchas las noches que llevas fuera (Escucha) ¡Claro que te quiero! ¿De dónde sacas esas cosas? Ven, déjame darte un abrazo… ¡Y vamos a jugar a los payasos! ¿Quieres? ¡Ándale! ¿Dijiste un cigarro? ¡Pero si eres un niño! ¿Quién te enseñó a fumar? ¡Ya sé! […] (31).
La relación entre dinero e infancia siempre ha sido incómoda. El dinero, de por sí es algo impuro, circula de mano en mano, en ese sentido se le dice “contaminado”; el dinero funciona en tanto tráfico, intercambio abstracto (si no pasa a un intercambio de bienes no vale nada). En tanto sistema, el dinero puede ser homologado al
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lenguaje como una red de símbolos y conceptos que descansan en otras asociaciones e intercambios. Y la idea de la infancia es una etapa de la vida supuestamente antes de la pérdida de la inocencia. Sería ingenuo decir que el niño ha permanecido ajeno al mercado. Quizás habría que remontarse más allá, y pensar que desde la Antigüedad los niños participaban activamente en la ciudad, en las calles, en los ritos, en los juegos. La intención de limpiar la calle de la plebe indómita (inquietante, sospechosa) y la mirada de la calle como espacio peligroso es muy reciente. Se puede mirar hoy con rechazo el trabajo infantil, incluso a sabiendas de que todavía existe en muchos lugares. Pero hasta el siglo XIX era una realidad; el niño era una categoría económica cuyo trabajo resultaba un valioso activo para sus padres u otros adultos. Y hasta el día de hoy es una práctica rechazada, pero clandestinamente ejercida. Tal como lo señala la socióloga estadounidense Viviana Zelizer, la tendencia que se repitió luego en otras latitudes, crearon valores sentimentales en torno a los niños con lo cual se les atribuyó un valor emocional y se les sacó de los cálculos del mercado. De esta manera, se atribuyó al niño un valor emocional que entraba en tensión con cualquier tipo de valor económico, “El valor económico y sentimental del niño eran entonces radicalmente incompatibles” (11)2. Sin embargo, esta incompatibilidad ha sido más ideal que real ya que el fenómeno de la obra es posible de identificar en diversas familias que cuentan con el salario del niño para la supervivencia del grupo. Por un lado, el niño se transformó en un valor sagrado, pero existían aun los niños no deseados, aquellos que no eran sagrados y cuya existencia todavía se medía en términos económicos: eran niños caros: “Mientras el niño deseado no tiene precio, el niño no deseado es directamente caro” (167)3. Interesante esta paradoja que plantea Zelizer, y que en este caso se podría reconfigurar para pensar que los niños “públicos” o de la calle son cargas o bienes, son demandados solo en tanto entran en la circulación mercantil. La literatura no se ha quedado atrás para indicar esta tensión entre infantes y trabajo, entre niños y espacio público. Ya se mencionó en la introducción el caso del Lazarillo de Tormes, que relata la vida de un niño de la calle deteniéndose en temas como la explotación laboral y la trampa escurridiza, que se mueve hábil por la ciudad en jugarretas. También, la presencia de niños pobres en la calle ha sido el motivo de textos universales como Oliver Twist, de Charles Dickens; o La niña de la caja de fósforos, de Hans Christian Andersen. Asimismo la obra se construye haciendo guiños a los códigos de los relatos infantiles, por ejemplo, cuando se presenta el zapato impar de Espoleta que recuerda al zapato perdido de La Cenicienta o las migas de pan del camino extraviado acá, no en el bosque, sino en las alcantarillas, de Hansel y Gretel. El texto
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La traducción es mía. La traducción es mía.
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de La cruzada de los niños es una obra de comienzos del siglo XXI y nos muestra otra amenaza: los niños de la calle quedarían bajo la tutela de la mano invisible del mercado y de las redes ilegales. Niños desprotegidos que son presa fácil para ser insertados dentro del comercio ilegal. En cada una de las seis historias de la obra se evidencia la situación de los niños de la calle: carne de represalia, sujetos de exterminio impune, mano de obra barata (o gratuita), niños equivalentes a los escombros, en fin, como un bien que los adultos se disputan en virtud de sus negocios particulares. Cada unas de las situaciones presentadas señalan personajes infantiles que circulan en calidad de moneda de cambio, son cuerpos depositarios de la redes de la caridad, del narcotráfico, del turismo sexual, del tráfico de órganos. Todas economías que pertenecen a redes informales y/o ilegales, clandestinas. Nadie controla ni regula conscientemente estos nexos que se desarrollan espontáneamente y justifican, por ejemplo la despiadada conducta del médico y el enfermero, responsables del tráfico de órganos, parapetado en un orden anterior a su existencia y que sienta las bases para justificar cualquier actividad que enlace una demanda (o necesidad) con una oferta. Por otra parte, el médico parece comprender cómo opera el mercado, reconoce los nexos sociales entre los productores privados y el proceso del intercambio de sus mercancías: MÉDICO. ���������������������������������������������������������������������� –��������������������������������������������������������������������� […] es el estómago, ¿comprenden? Si al estómago se lo dejase sin alimento por tres semanas, comenzaría a devorar a los órganos vecinos… O sea, que es legítimo vender un pulmón, por ejemplo, para saciar el hambre del estómago. Ésta es mi filosofía, y quiero que la entiendan…Sí, el cerebro también es importante porque…porque guarda los recuerdos… ¡Pero no se puede recordad nada si no se ha comido! […] el corazón es más caro porque, al venderlo, el paciente no piensa en su estómago, sino en el de su familia… […]Porque ustedes no son nuestros niños, no participan de nuestras fiestas, no…Ustedes sólo miran desde ahí, desde la oscuridad, con las cuencas vacías de sus ojos… ¿De qué se me acusa? Sólo se compra lo que alguien vende, ¿no es así? ¿Entonces…? Alguien vendió, yo compré, y luego vendí… Es un mercado, espero que me entiendan y yo […] Dios pensó en todos los detalles, incluso en que puedes vender tu alma, porque no es más que un pedazo de carne en una balanza […] (132-134)
La valía de estas vidas está juzgada desde la mano invisible del mercado que asigna diferente valor a la existencia de médicos, padres, traficantes que la de los niños pobres, hijos, objetos que les pertenecen, cuerpos y órganos que pueden ser sacrificados sin recibir castigo. Padres como dueños, como soberanos que deciden la circulación y el destino de sus cuerpos procreados, como lo observamos en la escena en la que los padres del niño paralítico discuten quién era su manager en la calle: “ISIDORA […] ¿Es que me lo quiere robar? No le bastaba con llevarlo de pueblo en pueblo, de plaza en plaza, como un espectáculo de feria, ¿verdad? Lo quiere para usted solo, sin pagarnos
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comisión, ¿no es eso? Pero yo lo encontraré primero, ¿me oye? Angelote me pertenece. Yo lo parí […]” (103). Y son los cuerpos de estos hijos los que a su vez otorgan derechos, por ejemplo, “a techo”, en la lógica de tener-ser, como lo esboza la respuesta de Estropajo: “Sin Angelote, ustedes no se me quedan aquí una noche más. ¿Tengo que repetirlo? ¿O los echo a patadas?” (67). Aparecen así los padres como dueños de sus hijos alquilables que les reportan comisión o les aseguran el techo sin tener compasión por las condiciones de vida y trabajo que deben pasar incluso desde la invalidez física. Tampoco se ausentan internet ni la supuesta caridad del hogar costarricense, otra vitrina esta vez para esconder una red de prostitución infantil promocionada en las redes virtuales, en la que hombres de países desarrollados se aprovechan de las carencias de naciones tercermundistas, y las niñas huérfanas son doblemente golpeadas, por la orfandad y el abuso, y es doblemente grave cuando se lee la resignación y complicidad de las trabajadoras cuando, por ejemplo, comentan el destino de las chicas: “ILUMINADA._ Si por lo menos esos turistas no las maltrataran...Si sólo se las cogieran... ASUNCIÓN._ ¡Iluminada! ¡Qué es esa vulgaridad! ILUMINADA._ ¡Comerciar con niñas de once años...! Usted debería denunciar a Toni Max” (46). O también, el padre que ve a su hijo como un socio en el trabajo como payasos callejeros y que llora su ausencia agarrado a una de las tapas de las alcantarillas. Cada unas de las situaciones de abuso presentadas señala personajes infantiles que circulan por las calles y las instituciones en calidad de mercancías, de moneda de cambio, de bandera de lucha de intereses privados. La desaparición de los niños sumidos en las alcantarillas, pese a la exclusión que los define y la impunidad de su muerte, desestabiliza el orden socioeconómico, porque ellos sustentan un programa de ciudades globales que requiere concentraciones de “otros” o de sujetos desaventajados como los inmigrantes ilegales, mujeres sin preparación convertidas en mano de obra barata y sin contratos como lo sostiene Jean Franco en Decadencia y caída de la ciudad letrada (2003). O lo que en otras palabras señala Saskia Sassen, quien indica en Los espectros de la globalización (2003) cómo la necesaria intersección entre la participación económica actual de muchos trabajadores y los sistemas y retóricas políticas que solo pueden representar y valorizar a los actores corporativos como participantes (16). Estos nexos sociales entre los productores privados, esta forma específica de la expresión de las relaciones sociales se halla condicionada por el peculiar carácter social del trabajo que produce mercancías. Como decía Karl Marx “la independencia de los hombres entre sí, se completa con un sistema de dependencia material en todos los aspectos”, por lo tanto, cada productor de mercancías, que representa una partícula del trabajo social global, comprueba en el mercado si su mercancía es necesaria y, por ende, si es necesario su trabajo para la sociedad. La existencia de la mercancía deviene naturalmente en dinero que se introduce como mediador para hacer que el trueque de mercancías deje de ser directo. En la
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sociedad de consumo, en el mercado y sus límites, no participan solamente los explotadores de los niños, sino también quienes consumen estos servicios, como sucede con el caso de oferta de prostitución infantil por internet en Costa Rica. Aquí entra otra variable: la globalización ha modificado el concepto de turismo, y en esa nueva configuración de la ciudad visitada se incluye a las personas como un elemento/servicios de más atractivo. El resultado final: “la ciudad deja de ser un simple escenario para convertirse, ella misma, en objeto de consumo y apropiación –privatización–, efecto directo de lo que bien podría denominarse: la neoliberación espaciable de la ciudad” (Yory, 134). De manera que, en contraposición con los ideales de liberación que propugnaba la ciudad moderna, la ciudad posmoderna se convierte en una tensión, y en una posible fuente de explotación, entre el dominio público y el privado, una amenaza, una zona de intercambios libres de toda ética. También es pertinente reflexionar acerca del funcionamiento de la sociedad de libre mercado como una red de intercambios que se rige por las leyes de la oferta y la demanda. Y más aún, en una etapa de capitalismo tardío se interpondría un factor de desterritorialización como lo sostiene Luis Cárcamo-Huechante en su libro Las tramas del mercado (aludiendo a Jameson) “el objetivo de la producción ya no descansa más en ningún mercado específico, en ningún grupo de consumidores o necesidades sociales o individuales sino en la imagen, sin territorio ni nación, del dinero y el capital, creando así “un nuevo estado ontológico libre flotante” (25). En este caso, niños subyugados por adultos que ejercen su poder de modo despótico y cruel cruzando fronteras geográficas, y de sectores e instituciones para instalar esos cuerpos menores en la oferta y demanda invisible (culpable anónimo) y ciega de la dignidad. Como el mismo Cárcamo-Huechunante lo expresa, “la sociedad de libre mercado es al mismo tiempo una “sociedad de mercados” en la cual se entrecruzan, de manera compleja y transversal, desde formas de comercio virtual (e-commerce) o del mercado bursátil y telemático hasta los mercados callejeros, informales y populares, en los cuales coexisten variados circuitos y flujos de intercambio” (26). Trama que aquí sería los hilos invisibles que movilizan los cuerpos de los niños, su fuerza, su sexualidad, su gracia, su vulnerabilidad para el lucro de otros, incluso en los negocios más escandalosos.
El éxodo como lógica alternativa
El accionar de los niños desconcierta, su plan no calza con la lógica del mercado neoliberal, pero al mismo tiempo reproduce el tejido de interdependencia de todo mercado aunque esta vez precisamente lo que se busca es salir de la usura, de la ganancia, de la explotación para organizar un viaje sin un fin tangible liderado por figuras que se mueven entre la vida y la muerte, como la niña ciega y Espoleta. Una marcha que para
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los adultos resulta inexplicable, pues obedece a otras lógicas, al menos no a las capitalistas, que algunos interpretan como castigo divino, o bien los desorienta: CHUCO... seguro que hay negocio detrás, pero ¿cuál?, el mercado está para el norte, no lo entiendo... ¿Quién se los lleva para el sur? ¿Qué hay detrás? ¿Quiénes pagan esta marcha? NANO. No hay nadie detrás, no hay negocio, nadie paga esta marcha (89).
Son precisamente estos niños quienes se rebelan y organizan un éxodo intercontinental por las alcantarillas de las ciudades para converger en una marcha, la cruzada, que los llevará al mar, cerca de la ciudad donde ocurrió la matanza de La Candelaria. Obviamente, es sintomático que huyan por las alcantarillas, lugar del tránsito de los excrementos y desechos. La huida no tiene sentido para ninguno de los adultos. Y que a su vez sobre la superficie los niños dejen escombros, una estela de escoria. No tiene sentido para las mujeres de Bolivia encargadas de la limpieza que observan la huida desde su rutinaria actividad y piensan que es la droga la motivación de la cruzada: “JUANA._ Esa niña que apareció y les dijo: “Vengan conmigo, síganme todos...” y no sé qué más. PETRA._ (Ríe) ¡Bueno! Con drogas todo es posible [...]” (86). Tampoco tiene lógica para la fuerza policial cuando Josiel, el policía brasilero, dice “Pues bien, puedo informar de que, hasta el momento..., no hemos averiguado nada. Quiero decir...que aún no sabemos qué coño pretenden...si es que pretenden algo” (111). La cruzada, la huida de los niños de la calle, parece ser esa segunda salida para un futuro indeterminado. Si antes era la creencia de una posible resurrección, ahora es una cruzada que desemboca en el océano. Si la ciudad, la superficie, es un espacio amenazante, es plausible pensar en un ámbito subterráneo, más allá de los límites de un continente que los ha oprimido. Pero también es una cruzada que recogiendo el carácter fantasmagórico de la infancia, sugiere presencias vivas y muertas, irreales en ese exterminio que los asola. De ahí que la fantasía sea también un fantasma, que remite a la época más temprana de nuestra existencia como una zona de misterio y, al mismo tiempo, nos constituye durante nuestra historia. Entonces esa zona recordada y fantaseada se ofrece como alternativa de experimentación de otra lógica, si los niños de la calle pueden ser exterminados, es más plausible que planifiquen una solución conjunta, aunque no tengan más salida que sumergirse en las alcantarillas que desembocan en el mar. Algunos personajes ensayan sueños o ensayan hipótesis, “Estropajo._ dice la gente que iba siguiendo a una niña” (69), o bien se habla de “a ese país lejano” (69), “pura quimeras” (69), sin embargo, la mirada utilitaria y cruel no cesa, por ejemplo, cuando la madre se refiere a su hijo Angelote: “Seguirle las pistas…. Como perros de caza. Sin silla no podrá ir muy lejos. Además, está enfermo” (68).
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Al mismo tiempo está el tropo literario del viaje como trayectoria necesaria para alcanzar la “tierra prometida”, en este caso el destino es el mar cercano a la ciudad de Río de Janeiro. Ese lugar aparecería como la posibilidad del mundo perfecto o al menos de una sociedad sin explotadores que libere a los niños discapacitados de la mendicidad, a las huérfanas de las redes del turismo sexual, a los niños utilizados en la compra venta de la droga, de las falsas acrobacias, a los niños indigentes de tener que vender sus órganos. En este sentido, Jerónimo, es el único que acepta resignado, y culpable por lo que pasó con su hijo, que se trata de un deliberado escape de los cuerpos que puede ser “apresados” y amenazados” por los adultos: “Están escapando, ¿no comprende? Eso significa todo esto. Como las liebres cuando es época de caza: todas quieren huir, ¿no? Usted tenía razón, es mi culpa. Angelote tenía fiebre. Aullaba, movía la cabeza así, para todos lados, y se removía en el carrito, como quien quiere salir corriendo. Yo le puse la mano y, sí, ardía, y parpadeaba así, y yo [...]” (104).
Presa y cazadores, los niños como ratas de alcantarilla en la ciudad neoliberal
Los niños, en estas historias, son resignificados como ratas que circulan por las alcantarillas, o animales de caza depredados. Son los sujetos excluidos de los poderes económicos (son explotados sin elegir la actividad ni percibir ingresos), de la esfera política (no votan), de las esferas de poder (no participan), incluso a veces hasta de las estadísticas (no son parte de los cifras oficiales). Su “protagonismo” es el de la cosificación y la dominación. Es por eso que el concepto de homo sacer del teórico italiano Giorgio Agamben, es iluminador para comprender las paradojas que definen a los personajes infantiles de esta obra. Al definir al homo sacer, el autor explica que se trata de una figura oscura del derecho romano que, por la dualidad y contradicción de su sola existencia, pone en jaque a la ley. Por un lado, se trata de una figura sagrada, por lo que debiera juzgarse en virtud del derecho divino; pero, a su vez, es expulsada del mismo derecho divino por un vacío que la historia no permite interpretar. El problema es que también es expulsado de la sociedad civil, por lo que cualquiera podría matarlo sin cometer delito alguno, ya que las leyes no aplican sobre él. Ante esta situación, su vida, el hecho de vivir del homo sacer, queda contradictoriamente desprotegido: el derecho ya no protege la vida de este sujeto y no penaliza a quien lo mate; pero por otro lado, entiende que el homo sacer es insacrificable, es decir, que no se le puede dar muerte de forma ritualizada (108). Ahora, es interesante que la infancia en tanto categoría etaria, “ser menor de edad”, que podría ser hasta un privilegio liberándolo de responsabilidades y haciéndolo centro de atenciones y cuidados, finalmente transforma su vulnerabilidad en una peligrosa dominación impune. Si existe un homo sacer también, hay un potencialmente hominis
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sacri o soberano, aquel con respecto al cual todos los hombres son homo sacer (110)4. A lo largo del siglo XX, la infancia ha sido sacralizada y, teóricamente, muy protegida. Pero su hecho de vivir, en la práctica, es vulnerado sin penalización alguna, porque el aparataje legal hace caso omiso de la existencia de situaciones tales como las representadas en esta obra. Desde este punto de vista, la infancia narrada en esta pieza cabe dentro de esta oscura categoría que es el homo sacer, víctima de una doble marginación y contradicción en el sistema legal, que deja sus vidas sin resguardo, convirtiéndola en un espacio del que cualquiera se puede apropiar. Ese espacio es ahora el mercado. El médico y el enfermero, la dueña del hogar costarricense, los padres del niño payaso, los padres del niño paralítico, el policía participante de la matanza; todos de una u otra forma, actúan como soberanos sobre estas figuras, definen su destino doblegando su integridad física y moral. Agamben avanza en su argumentación y apunta al concepto de nuda vida, que será base de su razonamiento y cuestionamiento. El concepto refiere a la existencia humana despojada de todo valor político. No implica un caos anterior a la socialización y la política, sino una transición espacial. Se plantea que el derecho requiere un cuerpo, de manera que la nuda vida siempre fue el espacio inherente al derecho, aunque oculto. Sin un cuerpo que proteger, no hay ley que sea útil. Agamben, siguiendo el concepto esbozado por Foucault de biopolítica, entiende que cuando se entra en un estado de excepción, el espacio de la nuda vida –hasta ahora al margen del espacio jurídico– comienza a coincidir con el espacio político. Es decir, la ley legisla sobre el hecho de existir. Pero no se trata de la nuda vida en abstracto, sino que se la enmarca en el estado de excepción. A su vez, si el paradigma del estado de excepción en la modernidad fueron los campos de concentración (lugar del exterminio), en esta obra la calle de la ciudad neoliberal es el estado de excepción donde se mata o se abusa impunemente de los niños, en especial de los niños “de la calle”, entendido como niños de bajos recursos que deambulan “sin dueño” y son parte del dominio público; y por tanto, cuya existencia está despojada de todo valor político, al menos en la práctica. Por ejemplo, esta figura ilumina la “ideología” de la historia protagonizada por el médico y el enfermo alrededor del tráfico de órganos que amenaza con la imposibilidad de salir del círculo vicioso del abuso o de la dupla indisoluble homo sacer/hominis sacri: “MÉDICO. ¿Pero no se da cuenta en qué clase de negocio estamos? ¿Cree que puede entrar y salir como de un club deportivo? A usted le pagan y a mí me pagan. No se puede retirar porque nadie puede dejar de ser cazador sin convertirse en presa” (79). El médico se excusa siempre
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Parte de la discusión de los conceptos de Giorgio Agamben se basa en la tesis de licenciatura de Lucía Sayagues, titulada “El gran cuaderno: metáforas del estado de excepción”. Universidad Finis Terrae, mayo 2010.
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en un orden económico anterior a él; es decir, si él no aprovecha la situación, otro lo hará. Siguiendo el paralelismo con las ideas de Agamben, el filósofo advierte que una vez fundada la ciudad, aparece la figura del licántropo como alegoría del homo sacer. El licántropo tiene la característica de lo humano y lo animal, por lo que se emparenta con el homo sacer, en virtud de habitar una tierra de nadie, sin ley alguna. En este sentido, tanto el licántropo como el homo sacer viven en un estado de naturaleza que es luego alterado por la ciudad, conformando la figura de estado de excepción. De manera que el estado de naturaleza se ve condicionado por el estado de excepción que implica la ciudad, que se funda constantemente mediante la decisión soberana. En este texto, la figura del licántropo se proyecta claramente en el personaje del médico, el cazador. Una figura que acecha a la infancia desprotegida contra todo derecho humano básico como lo es el de gozar y usar los propios órganos vitales en su negocio de tráfico de órganos de niños pobres (bajo el eufemismo de “género”) para clientes de países desarrollados: MÉDICO. […] En un par de horas le llevamos el género al hotel,…Sí: de unos once o doce años… ¿Me decía usted? Sí: lo convenido… ¿Nueve mil dólares? La doctora me habló de…Ya, ya, pero son las dos córneas, …Por ahí podríamos arreglar un precio global…Claro, es algo más complicado, necesitaría la firma de la madre…Sí, habría que hacerlo…por la vía alterna…pero aun así. Es que tiene doce años y…Bueno, pero un corazón le saldría mucho más caro que dos córneas…Ya…Pero, ¿qué hago yo con el resto del género…? Bueno, en ese caso, si usted se compromete a comprar… La clínica gringa… (Desconecta y se seca el sudor. Al enfermero) ENFERMERO. Con plata todo se arregla…Además… MÉDICO. ¿Qué? ENFERMERO. Es un chico de la calle, ¿no? MÉDICO. Sí. ENFERMERO. Y la calle es de todos. MÉDICO. (Ríe levemente) Eso mismo: de todos…y de nadie (25 -29).
Ahora bien, en ese “De todos y de nadie”, los niños víctimas de sus abusos están en un limbo político donde sus derechos están suspendidos. De la anterior escena se desprende el carácter soberano del médico que tiene el poder para sacrificar la nuda vida de los niños de la calle y la exposición de los niños en cuanto a su sacrificabilidad. Agamben plantea que, en primer lugar, esta propuesta jurídica instala un valor y, por consiguiente, un no-valor: la vida que merece ser vivida y la vida que no. Luego se pregunta cómo es posible quitar la vida a otro ser humano sin cometer homicidio. El médico ecuatoriano pareciera ensayar una respuesta: vaciando los órganos de vida que no merecen la pena ser tan vividas. El médico y el enfermero ya han comenzado un proceso de lupificación que los coloca en la marginalidad absoluta, incluso del propio estado de excepción. Es por esto
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que el límite entre la vida civilizada y la barbarie −que bien podría traducirse a la oposición hombre-lobo y hombre− comienza a transformarse, a su vez, en una exclusióninclusión. Con relación a esto último, Agamben recuerda el pensamiento de Hobbes sobre el estado de naturaleza; el que no implica un estado pre jurídico en que los individuos vivieran en una guerra constante entre ellos, sino más bien un principio oculto en los derechos de la ciudad, en virtud del cual todo hombre se comporta como soberano ante los demás, es decir, todos son homo sacer (137). Las reflexiones sobre el estado de naturaleza asimilado al estado de excepción y la paralela asociación del hombre-lobo al homo sacer, nuevamente se hacen eco de la situación en que se encuentran los responsables del tráfico de órganos, lógica que se verbaliza cuando el enfermero explica de esta manera a la mujer del médico sus actividades: ENFERMERO: Su marido es un gran cazador. ¿Y sabe por qué? Porque tiene filosofía y tener filosofía es una gran cosa. Yo, en cambio, no tengo filosofía, y por eso no sé cuánta maldad hay en mis actos. Ayer, por ejemplo, ante aquella tristeza espantosa... Sí, usted se preguntará: “¿Quién tenía una tristeza espantosa?” Y yo le respondo: la liebre. Usted se preguntará: “¿Qué motivos puede tener una liebre de doce años para vender su ojo izquierdo?” Y yo le respondo: dinero. Entonces la madre de la liebre le dice a su marido: “¿Lo compra o no lo compra?” Y su marido le dice: “Necesitamos los dos” Entonces la liebre salta y quiere escapar, y yo la sujeto y me mira con una tristeza espantosa, y me hace sentir que hay algo defectuoso en mí, algo que no sé explicarme porque no tengo filosofía... (Bebe) Luego, en el quirófano, mientras operábamos, su marido dijo: “El dolor de un inocente siempre es menor que el de la persona adulta, porque la inocencia mitiga el dolor gracias a la ignorancia” (41).
Retomando por un momento esa afirmación: “El dolor de un inocente siempre es menor que el de la persona adulta, porque la inocencia mitiga el dolor gracias a la ignorancia” (41), el dominio cognitivo sería otra condición de exclusión no solo del orden social, sino también de la capacidad humana de sufrimiento, equivalente a decir que los niños están más allá del bien y el mal. De este modo, el sujeto infantil o la liebre en tanto homo sacer, habita un estado de excepción ahora normalizado de forma tácita, nuevo espacio en el que la nuda vida y la norma entran en un umbral de indistinción entre lo humano y lo animal. Se presenta con una lógica correctamente articulada, pero carente de contenido ético. Este cazador se esconde detrás de una filosofía estructurada sobre falacias, sobre un razonamiento lógico independientemente de los valores de verdad de sus premisas. Sin embargo, la práctica sistemática de este tipo de razonamientos lleva a un convencimiento sobre la legitimidad de la violencia aplicada sobre el perseguido (15). Cabe, entonces, preguntarse si este proceso de lupificación se asemeja al distanciamiento del mundo civilizado que viven los adultos responsables de los abusos de los niños en los padres traficantes, en las señoras de la caridad cómplices del comercio sexual o de los padres que alquilaban a su hijo discapacitado, como es posible ver en la
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siguiente escena: “Voz de Jerónimo._ Un castigo, sí. Por llevarlo a pedir limosna. Por alquilárselo a Estropajo. Voz de Isidora._ Dios no se mete en esas cosas” (34). Y luego Estropajo, el intermediario, habría que detenerse en este nombre, se refiere a la búsqueda infructuosa de los niños, en la necesidad de encontrar a Angelote que le reporta ganancias desde su silla de ruedas a él y a sus progenitores, “Ni en los metedores de bazuco, ni donde las putas, ni en los comedores de sopa gratis, ni donde las monjitas de la caridad” (36), todos espacios de caridad o máxima precariedad que se designan como lugares propios de la circulación de los infantes. Incluso si se piensa en el cansancio y resignación que revela la dueña del hogar de niñas, que en cierta forma es una cómplice del abuso pues omite o ignora la situación, dejan que sus cuidadas sean “sacrificadas” sin estupor, y cuando se presenta la huida encuentra la excusa perfecta para su desvinculación cuando comenta: “ASUNCIÓN._ (Se limpia las manos con una toalla) ¡Exacto! ¡Por eso! Tengo años de ocuparme de ellos y estoy cansada. ¡Harta! ¿Me entiende? Ya no son mi problema. Con esa marcha, Dios me ha descargado de mis obligaciones” (100). Su pasividad y renuncia es grave dado lo trágico de sus existencias.
Ausencias escénicas, presencias infantiles entre el silencio y el murmullo
Es importante notar que a medida que avanza la obra, la cruzada subterránea prosigue y se acerca a la meta y los adultos en la superficie están cada vez más desesperados, el rumor de los niños ha cobrado fuerza y ya son gritos más violentos, más amenazantes fruto de esta articulación colectiva que toma fuerza y confronta al sádico médico quien continúa desplegando su indefendible postura amparado en la mano invisible del mercado: “MÉDICO._ […] Por supuesto que tengo responsabilidad, no lo niego. Pero es limitada, porque actué guiado por un mandato, por un dispositivo anterior […]” (113). La falta de referentes que indiquen lo que está bien y lo que está mal es suplida por una norma instrumental de la lógica del médico. En este punto es pertinente recordar el concepto de Primo Levi sobre la zona gris, que destruye el mito maniqueo que divide los conflictos entre dos bandos en tensión. Resalta que existe un espacio de indistinción en el cual los valores bien/mal se pierden, así como los (posibles) aliados o enemigos. La cruzada de los niños de la calle, como texto desde la infancia, tiene la peculiaridad de que los niños no hablan, están ausentes en casi toda la obra. La presencia de los niños está marcada por un rumor de voces proveniente de las alcantarillas que atraviesa toda la obra y que sirve para acrecentar la desesperación de los mayores. De esta manera, la infancia silenciada por el maltrato se hace escuchar desde el silencio o desde un murmullo invasivo. Esta forma de queja, de rebelión, es la más contundente,
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ya que logra desestabilizar la impunidad del sistema socioeconómico. En el final de cada escena, las voces de los niños se hacen presentes con más ímpetu: “El vocerío infantil va adquiriendo cadencias musicales” (74) o bien, más adelante cuando dice “La luz baja lentamente mientras se escuchan voces de niños murmurando excitados” (80). El sonido de los niños en las alcantarillas va acompañado por un juego de claroscuros. Es más, en algunas escenas los niños constituyen una amenaza, organizados en una manada que inspira desconcierto y miedo, “MUJER. Dicen que toda la ciudad está plagada de chavales...Y que hay un montón por las carreteras viniendo hacia aquí [...]” (81). O bien los padres del niño lisiado, se refieren al sonido y la ruta de la pesadilla, “ISIDORA._ ¿Qué significa todo esto, Jerónimo? Ese viaje por las alcantarillas, que no acaba nunca..., y ahora este desierto...Ese rumor de voces y canciones...Todo esto... ¿qué significa?/JERÓNIMO._ Es la ruta de la pesadilla” (81). O el policía en su labor de control del orden público intentará dar todo por controlado y mostrar una y otra vez su desprecio a estos seres: “JOSIEL._ [...] La situación está prácticamente controlada, no hay de qué preocuparse. Estamos pisándole los talones a esos hijos de... Quiero decir, a los niños. Intentando descubrir lo que están planeando, o sea: por qué están llegando a Río tantos niños de la calle de todo el país...de otros países” (111). O son directamente una amenaza o un lastre cuando ESTROPAJO, el manager del niño paralítico dice, “¿Ve la selva toda devastada? Esos niños son una calamidad ecológica, royendo todo a su paso… ¡Y toda esa turba que los persigue, que se dedica a cazar a los rezagados…! ¿Le da miedo esa gente, o qué?” (123). Se genera de esta manera una tensión entre la ciudad y las alcantarillas, entre la luz y la oscuridad. En el prólogo del libro matriz de la poética de Sanchis, Las escena sin límites, el dramaturgo español Juan Mayorga comenta que paradójicamente en La cruzada de los niños de la calle se identifica una de las búsquedas principales de este dramaturgo: “[…] No hay en ese texto una sola línea de Sanchis, pero entre líneas está todo. Los escritores convocados por Sanchis evitaron la obscena tentación de representar con virtuosos niños actores el dañado cuerpo del niño latinoamericano. Consiguieron, sin embargo, mostrar su hueco, su ausencia, su imposible representación” (28). Ese problema, “la representación de lo irrepresentable” aparecería como una opción ética y estética. Más allá de su función de denuncia social, es posible identificar una gran metáfora: niños prostituidos, abusados, marginales, víctimas del tráfico de órganos organizan una rebelión poblando las alcantarillas de las ciudades y desapareciendo de sus familias, instituciones, mafias, países, del mercado global. La obra parece rebelarse contra el funcionamiento ya normalizado de este sistema social que tiene como mercancía de flujo a la infancia más desvalida. Pero también por parte de los adultos está el temor a una ciudad sin niños, a una ciudad donde los hombres lobos se queden sin presas, sin animales de caza.
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Las seis historias representan seis estilos, seis tramas paralelas que remiten a aspectos diversos de la infancia marginada y explotada en las calles de América Latina –y, sin duda, del resto del mundo–, que se entrelazan aquí para formar una única obra, un texto polifónico que brota de una común matriz argumental. En este sentido la obra se cierra con una esperanza ambivalente, en un territorio de los fantasmas cuando la niña líder parece haber llegado a la meta con todos los niños siguiéndola hasta un sector selvático y es la primera vez que una voz infantil se apodera del discurso, supera el murmullo para articular una postura, una experiencia: NIÑA. –[…] Yo no nací así, no. ¿Sabes qué fue? Fue un hombre que me quitó los ojos, antes yo no era así, no […] Por culpa de que pensaba: voy a morir ahora mismo, pero yo no quería morir, y los niños, todos, eran mi familia, tenía un montón de niños de la calle, ¿sabes?, yo era su madre…Y yo los besaba y les decía “¡Corre y no pares nunca de correr!”, y entonces vi a Espoleta que venía corriendo hacia mí y yo grité “!Espoleeetaaa! ¡Espoleeetaaa! Y fue cuando dio la voltereta, así, y cayó a mi lado, y entonces vi los tiros, un montón de agujeros en la espalda, la sangre, el shorcito suyo, ¿sabes? […] tenía ocho años Espoleta, no estaba para morir […] ¿Y sabes por culpa de qué? Para que podamos pasar. Y lo que yo le digo es que cuando lleguemos al otro lado, vamos a conseguir acomodo para todos, nadie va a dormir en la calle […] cuando el ángel se me apareció, iba vestido de policía, ya ves, vestido igualito que ellos […] (145).
Este texto dramático muestra que la única escapatoria de estos niños es desfilar por las pestilentes alcantarillas en un éxodo sin meta clara, ¿están vivos o muertos al final de la jornada? Al menos sí están lejos de sus verdugos. En palabras de Sanchís Sinisterra, estos niños “son los náufragos de una larga, lenta, sorda y sórdida tempestad, las víctimas, literalmente incontables, de una guerra no declarada, no confesada, no pronunciada…La calle es su paisaje, su destierro, su hogar, su aventura, su escuela, su familia, su horizonte, su tumba” (7). El protagonismo de los niños en este texto es desbordante e indirecto, son mercancía del mercado negro, objetos de intercambio y abuso, chivos expiatorios, sujetos del deseo torcido, seres marginales. Son los elementos que devuelven la imagen de una sociedad corrupta, egoísta, abusiva y enferma. Pero logran revertir esta condición y configurarse como fuerza atemorizante de rebelión, ausencia deliberada. Los niños que hilan la acción indican las fisuras sociales, las desviaciones económicas del capitalismo, los límites del mercado, el individualismo perverso de nuestros tiempos.
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CUARTA PARTE La infancia como un espacio de indagación existencial
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La infancia como temporalidad y espacio existencial en Cerca del corazón salvaje de Clarice Lispector Andrea Jeftanovic
Clarice Lispector fue una escritora prolífica que incursionó entre los géneros del cuento, la novela, la literatura infantil y la crónica1. Todas ellas conforman un núcleo de abstracciones que llevan a la autora a investigar por medio de la escritura los misterios de la vida, las revelaciones del silencio y la crisis de la subjetividad. Lispector trabajó en varias de sus obras la infancia como una zona de indagación subjetiva y de una ética alternativa, como lo sostiene en otra de sus novelas, La pasión según G. H.: “¿En tanto, en la infancia los descubrimientos han sido un laboratorio en lo que se encuentra lo que hay que encontrar? ¿Fue como un adulto entonces que tuve miedo e inventé la tercera pierna? ¿Mas como adulto tendré el coraje de perderme? Perderse significa ir encontrando y no saber qué hacer con lo que fue encontrado (12)”. La niñez se problematiza como un espacio y un tiempo existencial desde el cual es posible desplegar un proceso de introspección, explorando las alternativas para construir el sentido de un self en permanente diálogo y tensión con la sociedad. A través de la condición infantil se cuestiona el enigma del nacimiento y de la existencia. La autora sorprendió a la intelectualidad brasileña, acostumbrada al realismo y al costumbrismo, con su primera novela Cerca del corazón salvaje, que comparte los principales rasgos de la obra lispectoriana: la experimentación de los límites de la palabra, la meditación existencialista (incluso mística) y el uso de la epifanía como revelación personal. La crítica de la época destacó su “atmósfera extranjera”, lenguaje inusual, no por nada ganó el premio Graça Aranha a la mejor primera obra. Entre algunas de los comentarios de la crítica podríamos destacar a Sergio Milliet: “Por primera vez, un autor brasilero va más allá de la simple aproximación en este campo casi virgen de nuestra literatura: por primera vez, un autor penetra en las profundidades de las complejidades psicológicas del alma moderna” (Moser, 193). Lúcio Cardoso afirmó que Lispector “había descolocado el centro de gravedad en el que estaba girando por unos veinte años la novela brasilera” (Moser, 193)2. Ahora la crítica tendió a valorar esta revolución
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La autora nació en 1920 en Ucrania pero desde temprana edad vivió en Brasil hasta su fallecimiento en 1977. Algunas de sus obras más destacadas son La lámpara (1946), La ciudad sitiada (1949), Lazos de familia (1952), Agua viva (1973), La hora de la estrella (1976); entre otras. En ambos casos de las citas de libro de Moser la traducción es mía.
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de formas y temas, pero no faltó la falta de comprensión o la mirada de una literatura “menor” de mujer burguesa. La obra alude al constante resurgimiento de la memoria de infancia en función de la comprensión de la constitución del sujeto. La biografía de la protagonista, Joana, se construye desde la niñez hasta la madurez, indagando en la identidad y en la complejidad de las relaciones humanas, en las limitaciones del lenguaje como fuente de formación del sujeto y en la tensión con los roles sociales. Este primer libro prefigurará su narrativa como lo advierte Daniela Tarazona al afirmar que: “Aquí, Lispector señala ya su ocupación central: la imposibilidad de nombrar el devenir de lo vivo, cuyas transformaciones son una constante; lo vivo no puede conocerse” (10), esta problemática es posible de observar tan lúcidamente en la siguiente cita del libro que enuncia su protagonista: “Tengo que buscar la base del egoísmo: todo lo que no soy no me puede interesar, es imposible ser algo que no se es –sin embargo yo me excedo a mí misma incluso sin el delirio, soy más de lo que suelo ser normalmente–; tengo un cuerpo y todo lo que haga es continuación de mi principio” (29)3. En las dos partes que componen el libro, la fábula o historia es mínima. La narración es invadida por monólogos directos, extensos raccontos, divagaciones filosóficas. A la autora no le interesa contar solo los hechos, sino explorar la repercusión de los hechos en los individuos, en un trabajo donde el lenguaje es materia moldeable en la experiencia del despliegue del “yo”, dentro de un pensamiento lleno de misterio sobre la existencia humana, que se hace más enigmático desde la perspectiva infantil. El relato no sigue un desarrollo cronológico, sino que se estructura a partir de breves momentos epifánicos; es decir, de instantes significativos que se recuerdan y recrean porque revelan algo crucial en el crecimiento emocional y psicológico de la persona. La epifanía, en este caso, no se entiende como revelación religiosa, sino que se refiere a una súbita visión de realidades ocultas en los acotados y simples eventos de la cotidianidad, los cuales inducen a una corriente de memorias que llegan hasta un episodio que gatilla significados notables. En este sentido, es particularmente interesante la función de los recuerdos de infancia como articuladores del sentido de vida y de la propia subjetividad. En la novela hay experiencias de la infancia que se revelan en la adultez como mensajes cruciales que funcionan como puntos de quiebre. Joana, sumergida en un potente mundo interior, se distancia cada vez más de las personas y de los eventos circundantes. Un intenso monólogo interno compuesto de sensaciones, emociones y los ecos íntimos de sus actos, sirve para que la protagonista niña, más que un personaje, sea la plataforma desde la cual se extienden tres operaciones literarias en las que se constituye el sujeto.
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Las citas de Cerca del Corazón salvaje corresponde a Siruela, traducción de Basilio Losada, 2002.
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Primero, el sujeto que se completa en el devenir de la identidad infantil y femenina. Segundo, el sujeto que nace y existe en el lenguaje como fuente del “yo”. Y por último, el sujeto que se erige en tensión y contraposición con los roles sociales. Estas tres operaciones son posibilitadas por la condición de “ser en desarrollo” de Joana, como sujeto que se encuentra en un proceso de maduración, de adquisición de habilidades y conocimientos durante la temprana edad.
El devenir de la identidad infantil y femenina
Como ya se ha adelantado, se trata de una novela de gran densidad psicológica y fuerza poética; el texto se estructura en torno a vastos monólogos internos que funcionan como una búsqueda introspectiva donde la conciencia individual fluye en corrientes de estados o de vivencias, de oscilaciones del tiempo como durèe4 o duración, es decir, como períodos correspondientes a estados subjetivos que se distribuyen en cadenas autónomas, fijando instantáneas del presente y del pasado. Este conlleva implícita la definición de Henri Bergson: “Ninguna imagen reemplazará la intuición de la duración, pero muchas imágenes diversas, tomadas de órdenes de cosas muy distintas, podrán, por convergencia de su acción, dirigir la conciencia al punto preciso donde se hace palpable una cierta intuición” (22). En este sentido, es una narración en la que la temporalidad tiene un orden asociativo y evocativo de vivencias que substituyen la unidad biográfica externa por el dinamismo múltiple de la conciencia, y donde la conciencia infantil, con un particular poder de suspender el tiempo, gira en torno a la fantasía y la introspección. Hay un ritmo de las memorias de infancia marcado por la articulación de la pérdida (de los progenitores, de la casa familiar, de la relación con los demás, de algunas certezas vitales) y la búsqueda renovada (del sujeto, del sentido en la vida, de la realidad de la muerte, etcétera.), que se materializa en el esfuerzo de la protagonista por conformar su identidad a partir de un ejercicio creativo-verbal donde la palabra es insuficiente y ajena, pero necesaria para esbozar de alguna forma la existencia del sujeto. En la primera sección de la novela se alternan fragmentos del pasado de Joananiña con su presente como mujer casada. Hay movimientos en el tiempo y variaciones en el punto de vista que van hilvanando el aprendizaje de la niña y el imaginario atormentado de la adulta. Se sigue una trayectoria circular ya que, el fin de la novela se une al inicio: antes de morir, Joana se liga a la infancia renaciendo en un impulso de génesis.
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Para Bergson el tiempo de la intuición no es el esquema de la sucesión, sino el tiempo puro de la duración. La durée es, para Bergson, una sucesión cualitativa y no numérica.
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La protagonista corresponde a una niña soñadora, contemplativa e introvertida, que dice y hace cosas peculiares. Vive su infancia al lado del padre después de que su madre muere en sus primeros años de vida. El padre es precisamente su gran referencial afectivo: el texto se abre con el padre de Joana usando la máquina de escribir y los sonidos que de ella escapan. Pero el padre muere tiempo después y ella, huérfana, se va a vivir a la casa de unos tíos con quienes no tiene una buena convivencia. En la segunda parte, el tema de la introversión persiste, haciendo más difícil y triste su vida de casada: Octavio tiene una amante, Lidia, que queda embarazada. Joana no da a la situación el carácter de escándalo o drama pasional, y ambas mujeres se conocen y conversan. El encuentro, más allá de los celos o la rabia, se centra en las distintas esencias de ambas, en las impresiones que Lidia despierta en Joana. Después de separarse de Octavio, tiene encuentros con un hombre desconocido. Es un amante del que no tiene referencias concretas ni con el cual crea un compromiso afectivo importante; la relación se reduce a citas casuales. Cierto día, se ve a sí misma en la casa de ese extraño, del cual ni siquiera sabe el nombre, deseando conocerlo por otras vías pero comprendiendo que es momento de abandonarlo. Hacia el final de la historia, Joana, lejos de su marido y de su amante ocasional, se entrega a un viaje solitario sin destino y sin esperanza, al encuentro con su infancia y su muerte. Si bien en ambas partes de la novela se expone el paso del personaje de Joana desde la niñez hasta su adultez, nos concentraremos en la primera sección, por desarrollarse primordialmente desde la perspectiva infantil. Los capítulos de esta primera parte, titulados “El padre...”, “…La tía …”, “…El baño…” y otros, conducen a una infancia poblada de fantasías en la convivencia con un padre ocupado, una tía que acoge a la sobrina doblemente huérfana que no consigue dominar su naturaleza salvaje y un profesor que la guía en la vida. La protagonista, a medida que crece, regresa a la niñez mediante un proceso reflexivo e indagatorio que el académico y crítico brasileño Benedito Nunes, en su libro dedicado a la obra de Lispector, O drama da linguagem (1995), describe de la siguiente forma: Analizando sentimientos e intenciones, observándose en los que la rodean, Joana continuaba lentamente viviendo un hilo de la infancia, lentamente desenrollado; la orfandad, el padre viudo absorbido en su trabajo de escritor, la tía que le despierta aversión, el mar ante el cual se asombra, el robo de un libro, el profesor amado, la pubertad, la contemplación del cuerpo propio, la moción de extrañeza de mirarse en el espejo. Abundantes y significativas, esas vivencias absorben los acontecimientos exteriores, escasos e insignificantes y exprimen el conflicto dramático que escinde a los personajes, interiormente dividida y en oposición a los otros (19-20).5
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La traducción es mía.
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Joana, en sus expediciones a la primera edad, deambula por dominios desconocidos que van adquiriendo sentido y significado en el presente, en su relación con el mundo, las personas, la muerte y la escritura. Joana, en tanto sujeto narrativo, se construye en esos tránsitos a la infancia como fuente que revela los ocultos motivos del ser, el “eslabón perdido” de la identidad. Los movimientos de la protagonista comportan una pluralidad de trayectos que van conformando un mapa que cambia de sentido según sus recorridos. Estos trayectos interiorizados no son separables del concepto de devenir del filósofo francés Gilles Deleuze: “[…] a partir de las formas que se tiene, del sujeto que se es, de los órganos que se posee o de las funciones que se desempeña, extraer partículas, entre las que se instauran relaciones de movimiento y reposo, de velocidad y lentitud, las más próximas a lo que se está deviniendo, y gracias a las cuales se deviene” (97). Porque devenir es un proceso intermediario que rompe con todas las identidades como oposiciones binarias. Un devenir no se rige por las proposiciones excluyentes como hombre o mujer o niño o adulto; más bien, es regido por la conjunción aditiva: ser hombre y ser mujer y ser niño y ser adulto, en un eterno proceso de convertirse y transformarse, porque devenir no tiene comienzo ni fin, ni partida ni llegada, ni origen ni destino. La niñez es el lugar del devenir por excelencia, dada su condición de movilidad permanente. El cuerpo del niño es un cuerpo mutante que cambia, que juega a descolocarse, a ser otro en sí mismo, en la eterna posibilidad de elegir una identidad. Esa indeterminación y movilidad arriesga la noción misma de identidad en una enunciación dinámica y cambiante. El sujeto niño puede devenir en otra cosa de lo que se pretenda que sea, es errático y permeable. La infancia, como sujeto de discurso, es un ente caracterizado por su estado de tensión hacia el futuro, de transición entre el no ser y el ser adulto, que opera como un significante vacío que puede encarnarse en contenidos diversos. La infancia es siempre una forma de ponerse fuera de alcance, de subvertir la lógica adulta mediante����������������������������������������������������������������� la rapidez de sus desplazamientos, lo que se observa en la construcción de la historia, los distintos papeles y funciones que cumple esta niña, como se ejemplifica en el siguiente fragmento: “Cuando vestía a la muñeca o la desnudaba se la imaginaba yendo a una fiesta donde lucía entre todas las otras hijas. Un coche azul arrollaba a Arlete, la mataba. Después llegaba el hada y su hija revivía. Su hija, el hada, y el coche azul no eran sino Joana, de lo contrario habría sido un aburrimiento” (22). Lispector presenta un personaje que es hada, hija, es una niña de cuento y una niña real que juega con muñecas. Para Joana, la infancia es un capital personal muy preciado, un conjunto de recursos únicos y privados, irreemplazables e inmodificables, que opera como una esencia fundacional pero dinámica, y así lo enuncia la protagonista: “–No… ¿Qué más habrían podido hacer conmigo? ¿Haber tenido una infancia, no es lo máximo ya? Nadie podrá arrancármela…–en ese instante ya empezaba a escucharse,
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curiosa” (55). ����������������������������������������������������������������������� En cambio, para Octavio, su marido, esta etapa de la vida no tiene ningún valor, casi la desprecia, como lo ilustra cuando afirma: “–Yo por nada del mundo querría volver a mi infancia– continuó diciendo Octavio, absorto, pensando seguramente en el tiempo de su prima Isabel y de la dulce Lidia–. Ni por un momento”(55). Pero luego Joana agrega y aclara: –Yo tampoco –se apresuró a decir Joana–. Ni por un segundo. No siento añoranza, ¿sabes? En ese momento hablaba alto, lentamente, deslumbrada. Siguió: –No es añoranza, porque yo ahora tengo mejor mi infancia que cuando ésta transcurría […] (55).
Entonces, la vuelta a la infancia para la protagonista no constituye un gesto nostálgico, sino un devenir que se cristaliza en un gesto de dominio y poder, un trayecto de identidad y de definición en el mundo. Ella necesita apoderarse de esa etapa de la vida, que se hace más propia cuando se la recuerda que cuando se la vive. Para Joana, el valor de la infancia no reside en los eventos ocurridos, sino en una fuerza contenida, en el cúmulo de sensaciones y reflexiones que van definiendo al sujeto, su naturaleza en tránsito. Para comprender el valor de estos desplazamientos, es útil revisar la explicación que hace el académico brasileño Nilson Fernandes Dinis del concepto deleuziano de bloque de infancia: En un estado de devenir-crianza. El devenir busca justamente sacar-se el mismo de las formas (desterritorializar-se) en provecho de una materia más intensa, un campo de afectos donde existen solo en las relaciones de movimiento y reposo, velocidad y lentitud. Diferente de un retorno a la infancia que fuimos, el devenir y la experimentación de una infancia todavía no vivida, busca arrastrarnos al encuentro con la casualidad, con lo diferente, como un mundo mágico y lúdico de experimentación que permite también el mundo de los niños (5).6
Los capítulos sobre la infancia en Cerca del corazón salvaje son bloques que se interponen en el texto, quiebran su linealidad, asumen el primer plano de la escena. No se reproducen recuerdos, sino bloques de devenir de niño, que son esas idas y vueltas de Joana de la niñez a la adultez, del pasado al presente, de la imaginación a la realidad. Incluso la idea de que la transformación de niña a mujer aún está en proceso, proyectándola más allá de la escritura y del final del libro: “[…] entonces viviré más que en la infancia, […] porque basta cumplirme y entonces nada impedirá mi camino hasta la muerte-sin-miedo, de cualquier lucha o descanso me levantaré fuerte y bella como un
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caballo joven” (197). Lo que se está incorporando gradualmente es la historia de una niña que crecerá, pero aún no se ha convertido en mujer, incluso al cerrarse el libro se ve como un animal salvaje frente a la muerte. Estos trayectos dinámicos generan un juego de perspectivas, tiempos y narraciones que más que buscar un origen, buscan la evaluación de los desplazamientos. Como sostiene Deleuze, el inconsciente ya no tiene que ver con personas y objetos, sino con trayectos y devenires; ya no es un inconsciente de conmemoración, sino de movilización, cuyos objetos, más que permanecer fijos, adquieren nuevos significados. En consecuencia, el narrador en tercera persona de la novela se refiere al reservorio de experiencias, que moviliza imágenes a su manera, articulando recuerdos y sensaciones, como se ilustra en el siguiente párrafo: Llenaba de asombro todo el mundo. Ah sí, aquel hombre venía de su infancia y junto a su recuerdo había un ramo húmedo de grandes violetas, trémulas de lozanía... En este instante, más despierta ya, Joana, si quisiera, con un poco más de abandono podría revivir toda su infancia... Su corto tiempo de vida junto al padre, la mudanza a casa de la tía, el profesor enseñándole a vivir, la pubertad creciendo misteriosa, el internado... la boda con Octavio... Pero todo aquello era mucho más corto, una simple mirada sorprendida agotaría todos aquellos hechos (32).
Por otra parte, en estos trayectos vitales, Joana descubre el enigma de la finitud del ser humano: la muerte. Es una revelación violenta que logra a medida que deviene persona, niña y mujer. Y en su característica agudeza observa cómo los que la rodean omiten esa trágica certeza: Porque nadie más tal vez le diría como El profesor: se vive y se muere. Todos se olvidaban de ello, solo sabían divertirse. Los Miró. Su tía se divertía con una casa, una cocinera, un marido, una hija casada y las visitas. El tío se divertía con el trabajo, con la hacienda, jugando al ajedrez, con los periódicos. Joana procuró analizarlos, sintiendo que así los destruiría (69).
Tal revelación es posible a partir de una determinada epistemología que se plantea como un discernimiento que viene desde adentro hacia fuera. Las sensaciones son la fuente primaria y las principales herramientas cognitivas para aprehender la realidad. El personaje de Joana lo explica así: “Traían un conocimiento directo que no servía como experiencia– un conocimiento directo, más como sensación que como percepción […] Una vez terminado el momento de vida, la verdad correspondiente también se agota. No puedo moldearla, hacerle inspirar otros instantes iguales. Nada pues, me compromete” (104). En consecuencia con su estado infantil, el cuerpo es para Joana su gran instrumento cognitivo; a partir de él se movilizan un conjunto de sensaciones que motivan experiencias de descubrimiento y extrañamiento, en él recrea
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un conocimiento de intensidades y contornos imprecisos, como cuando se mira al espejo y surgen las siguientes reflexiones: “Cuando me sorprendo en el fondo del espejo me asusto. Apenas puedo llegar a creer que tengo límites, que soy algo recortado y definido. Me siento dispersa en el aire, pensando dentro de las criaturas, viviendo en las cosas más allá de mí misma” (73). Este conocimiento es motivado por la curiosidad de Joana en cuanto instinto insaciable, que a su vez, comprende la búsqueda del placer como motor humano, según le explica el profesor: “La vida humana es más compleja: se resume en la búsqueda del placer, en su temor, y sobre todo en la insatisfacción de los intervalos” (60). El femenino en el universo clariceano se comunica con lo que está siempre inacabado y es enigmático. El personaje va aprendiendo a experimentar su propio cuerpo, con las singularidades e imperfecciones que dan cuenta de su devenir personal: “Su rostro era leve e impreciso, flotando entre los otros rostros opacos y seguros, como si todavía no pudiera adquirir apoyo en algo preciso. Todo su cuerpo y su alma perdían los límites, se mezclaban, se fundían en un solo caos, suave y amorfo, lento y de movimientos vagos como materia simplemente viva” (102). A esto se suma una escena clave, parte del capítulo titulado “…El Baño…”, en el que Joana contempla su figura en desarrollo, su devenir desde la misteriosa infancia: “La muchacha ríe suavemente de la alegría del cuerpo. Sus piernas delgadas, lisas, y los senos pequeños surgen del agua. Ella misma apenas se conoce, todavía no ha crecido del todo, apenas si salió de la infancia. Extiende una pierna, mira el pie de lejos, lo mueve lentamente como un ala frágil” (71). Los descubrimientos corporales se profundizan y adquieren matices existencialistas en los cambios imperceptibles que movilizan esencias, formas e identidades que van alcanzando sentidos insondables y difíciles de verbalizar, como cuando la protagonista afirma: También me sorprendo, con los ojos abiertos hacia el pálido espejo, de que haya tantas cosas en mí más allá de lo conocido, tantas cosas siempre silenciosas. ¿Por qué silenciosas? ¿Esas curvas bajo la blusa vienen impunemente? ¿Por qué silenciosas? Mi boca, medio infantil, tan segura de su destino, continúa igual a sí misma a pesar de mi distracción total. A veces, a mi descubrimiento se une el amor a mí misma, un mirar constante al espejo, una sonrisa de comprensión para los que me miran. Período de interrogación a mi cuerpo, de gula, de sueño, de prolongados paseos al aire libre (74).
Este proceso de interrogaciones es también un ejercicio de resistencia por medio del movimiento perpetuo, “Renacer siempre, cortar con todo lo que había aprendido, lo que había visto, e inaugurarse en un nuevo terreno donde todo pequeño acto tuviera un significado, donde el aire fuera respirado como por primera vez” (86)������������ . Esta ���������� dinámica condena a Joana a un quiebre entre el “adentro” y el “afuera”, aislándola en ese
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devenir que la sumerge en recovecos internos, que la encierra en un murmullo interno donde el exterior se transforma en una amenaza, un desdoblamiento en tensión, en antagonismo extremo. Es así como la protagonista se va distanciando de los otros; ella y los demás son dos caminos que se abren divergentes e incompatibles: “Las relaciones con las personas se volvían cada vez más diferentes de las relaciones que mantenía consigo misma. La dulzura de la infancia desaparecería en sus últimos rasgos, alguna fuente se cerraba hacia el exterior y lo que ella ofrecía al paso de los extraños era arena incolora y seca” (69). Por consiguiente, la infancia se presenta como un momento primigenio de revelación de vida y muerte que cesa en un estado infértil (estancava, seca), donde el movimiento gira en torno a un único individuo que ha finiquitado toda conexión con el mundo exterior y sí mismo, estableciendo, en alguna medida, un punto de muerte. El modo de aproximación sumerge a la protagonista en un proceso continuo que configura una temporalidad alternativa: “el futuro del presente”. Ésta es una unidad temporal que se asocia a una forma de discernimiento distinta y superior, que tiene que ver con lo sublime de ese eterno proceso que relata el narrador: Joana comprendía súbitamente que en la sucesión era donde se encontraba la máxima belleza, que el movimiento explicaba la forma –era tan alto y puro gritar: ¡el movimiento explica la forma!–, en la sucesión también se encontraba el dolor porque el cuerpo es más lento que el movimiento de continuidad ininterrumpida. La imaginación aprehendía y poseía el futuro del presente, mientras el cuerpo se quedaba en el comienzo del camino, viviendo en otro ritmo, ciego a la experiencia del espíritu… A través de estas percepciones –por medio de ellas Joana hacia existir alguna cosa– se comunicaba con una alegría suficiente en sí misma (52).
Continuando con este particular sentido del tiempo y las sensaciones, Joana describe así esas pequeñas revelaciones: “Cerró los ojos, vagamente fue descansando. Cuando los abrió recibió un pequeño shock. Y durante largos y profundos segundos supo que aquel trozo de vida era una mezcla de lo que ya había vivido y de lo que todavía viviría, todo fundido y eterno” (85). La protagonista vive un tiempo poblado por flujos, haciendo que cada instante sea único en el tiempo. Es un tiempo narrativo que se resiste a la cronología del reloj, a la sucesión del pasado, presente y futuro para recrear períodos correspondientes a estados subjetivos, siguiendo la concepción bergsoniana del tiempo y los estados de conciencia. Bergson descarta como tiempo real el de las ciencias físicas y matemáticas, por considerarlo como una mera abstracción, una sucesión de instantes estáticos, insensibles a las diferencias cualitativas y recíprocamente externos. Lispector utiliza una protagonista infantil, un sujeto por naturaleza más ajeno a la cronología convencional, para indagar en un tiempo singular que es internamente vivido en la profundidad de la conciencia, en el yo interior. Es así como los estados de conciencia de Joana se funden
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y organizan en una unidad que no es espacial, sino que poseen las características de la duración. En la novela se habla de un tiempo que es “Una mezcla de lo que ya había vivido y de lo que todavía viviría, todo fundido y eterno” (85), que rompe la noción de la realidad fijada en unidades discretas y estáticas. La aparente yuxtaposición y diferenciación de los estados de conciencia de la protagonista está dada por un encadenamiento de hechos que se dirigen a un fin, que vive acontecimientos, devenires. Joana-niña precisamente se refiere a la inadecuación entre el tiempo del reloj y su interioridad: Si tenía algún dolor y mientras le dolía miraba las agujas del reloj, veía entonces que los minutos que contaba el reloj iban pasando pero el dolor seguía doliendo. Y si no, incluso cuando no le dolía nada, si se quedaba frente al reloj mirando, lo que ella dejaba de sentir también era mayor que los minutos contados en el reloj. Pero, cuando tenía una alegría o una rabieta, corría hacía el reloj y observaba pasar los segundos en vano (24).
Es a través de la transgresión del tiempo cronológico, que Joana inventa nuevas formas de tiempo que se condicen con su imprevisible lógica móvil y sensorial. Las divisiones de tiempo son causadas en gran parte por el carácter fragmentario que adoptan las sensaciones vividas. Presa de una intensa curiosidad intelectual y filosófica, Joana experimenta instantes de alegría contemplativa, abandonándose a un juego de sensaciones, palabras e ideas, un tiempo que va más allá de los acontecimientos. A través de la búsqueda existencial y filosófica permanente, la presente novela propone a un sujeto que es duración, movimiento, eterno fluir, como queda señalado en el siguiente ejemplo: La libertad que a veces sentía no procedía de reflexiones nítidas, sino de un estado como hecho de percepciones excesivamente orgánicas para ser formuladas en pensamientos. A veces, en el fondo de la sensación latía una Idea que le daba leve consciencia de su especie y de su color.[...] El estado hacia donde se deslizaba cuando murmuraba: eternidad. El propio pensamiento adquiría una cualidad de eternidad. Se profundizaba mágicamente y se alargaba, sin tener propiamente un contenido y una forma, sin dimensiones (51).
La escritura de Lispector marca una perpetuidad, un ritmo de articulación y pérdida que subvierte todo intento de una narrativa lineal. La infancia funciona como dispositivo de ese tiempo infinito, caótico, de renovación o error que se sumerge en los estados de conciencia de la protagonista y en el lenguaje del texto. Aquí podríamos recordar esa frase de Spinoza que Lispector habría subrayado cuando escribía este libro y que da un énfasis de energía animal que impulsa el universo, como lo dice Benjamin Moser, “Los cuerpos se distinguen uno de otros en relación al movimiento y el reposo,
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a la velocidad y la lentitud y no en relación a la sustancia” (171)7. Incluso podríamos aseverar que el personaje de Joana no evoluciona como lo hacen en general los personajes de ficción, sino que está atrapado en un estado de insatisfacción y duda que tiene atisbos de revelación y libertad existencial. Si hay una evolución, ésta es una evolución mística, misteriosa, filosófica.
Constituirse en el lenguaje
Las fantasías de la protagonista alimentan un pensamiento lleno de misterio que se construye en el propio lidiar con la palabra. El lenguaje es para Lispector barrera y posibilidad existencial del YO (Nunes, 1989). El personaje expresa la realidad exterior utilizando un lenguaje que es fruto de un esfuerzo incesante por generar una expresión propia y única, acorde con la propia particularidad. Y en esa búsqueda, la protagonista también experimenta la frustración de las restricciones del lenguaje, las limitaciones de “la forma” para ser vehículo coherente de la expresión, como lo sugiere la siguiente cita: “Nada puedo decir aún dentro de la forma. Todo lo que poseo está muy hondo dentro de mí. Un día, después de hablar por fin, ¿todavía tendré que vivir? ¿O todo lo que hablase estaría más acá o más allá de la vida?” (74). Este proceso en relación con el lenguaje es paralelo al desafío que experimenta el niño que va aprendiendo y haciendo suyos los conceptos y las palabras que le permiten expresar lo que piensa y siente, y así ser comprendido por otros. También esta lucha con el lenguaje es análoga a la lucha del escritor para dar forma a sus inquietudes artísticas. En ambos casos, es una lucha contra la palabra, una lucha de dominio que se estrella contra imposibilidades y puntos ciegos, como lo sugiere Cristina Ferreira-Pinto: La lucha de Joana es así, una lucha para huir al dominio de ese lenguaje y construir el suyo propio, crear un lenguaje a través del cual ella pueda expresar su esencia y realidad tal como ella la percibe. Joana va a lograr entonces una fase donde la realidad (tal como ella misma) no está siendo un proceso fluido y constante de transformación y multiplicidad. El camino que Joana recorre hasta llegar a esa fase de liberación es largo y penoso, el lector la ve niña adolescente, creciendo, descontenta, imposible de contenerse, su percepción de los otros y de las cosas dentro de convenciones socioculturales del lenguaje (85).8
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La narrativa sigue el flujo mental errático y libre que esquiva definiciones y delimitaciones. Las frases se interrumpen inconclusas, transgreden la sintaxis tradicional. Hay fragmentos que oscilan entre divagaciones filosóficas, con nociones atemporales, como por ejemplo: “Entre un instante y otro, entre el pasado y el futuro, la vaguedad blanca del intervalo. Vacío como distancia de un minuto a otro en un círculo de reloj. Al final los acontecimientos levantándose callados y muertos, un poco de eternidad” (149). Por otra parte, el esquema del diálogo en la novela se va agotando como fruto del aislamiento de la protagonista. Así, los otros personajes ocupan un lugar secundario en el desarrollo de la trama: el padre y Octavio son casi esbozos cuya existencia fantasmal se va incrementado a medida que se refuerza el núcleo autista de la protagonista. El lenguaje falla en su poder comunicacional y se enriela en una veta introspectiva, de soliloquio íntimo, de ribete filosófico. El lenguaje, utilizado en su búsqueda personal, va aislando a Joana de los otros, deja de ser una herramienta de interacción, de emisión y recepción de mensajes. La psicóloga Yudith Rosenbaum se refiere a este “fracaso comunicacional” y a sus consecuencias en el personaje, de la siguiente forma: La impotencia del registro dialogal comunicativo tan visible en las pausas, intervalos, silencios y reticencias a lo largo del romance, tal como los impases del contacto dual (Joana/papá, Joana/profesor, Joana/ Octavio, Joana/tíos, Joana/ Lidia, Joana/ amante…) se revierte en la profusión de palabras, en el movimiento introspectivo, en la búsqueda desesperada de comunicarse al menos consigo misma. En ese sentido el personaje se va construyendo como una extranjera, extraña al mundo, antagónica al otro cuadro cada vez más realista de ficción moderna en cuanto a retrato del mundo contemporáneo. El mundo se erige como una amenaza para una Joana cada vez más encapsulada, que tanto más se distancia del mundo cuanto más se sumerge en busca de su entendimiento (41).9
El lenguaje de Joana se arma con frases abruptas, poco convencionales, invadidas por la mirada poética que suspende toda referencialidad y hace vagar a la palabra por territorios íntimos. Recordemos el inicio de la novela, donde un reloj se mezcla con los sonidos de la máquina de escribir del padre: “La máquina de escribir de papá hacía tac-tac...tac-tac-tac... El reloj sonó como un tintineo callado. El silencio se arrastraba zzzzzz. El guardaropa decía ¿qué? Ropa-ropa-ropa. No, no. Entre el reloj, la máquina y el silencio había un oído a la escucha, una oreja grande, color de rosa, muerta” (21). En este uso casi unipersonal, el lenguaje le permite a la protagonista verbalizar, mediana o imperfectamente, las problemáticas de la existencia en una tensión y contradicción infranqueable.
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La fuerza del personaje de Joana se da en un juego lingüístico perturbador, fuera de toda temporalidad, lleno de gerundios y participios, que se empalman con la materia narrativa como presente continuo. Como se visualiza en el siguiente párrafo: “La cama blanquecina nadando en la oscuridad. El silencio arrastrándose por su cuerpo, la lucidez huyendo del pulpo. Sueños desgarrados, inicios de visiones. Octavio viviendo en el otro cuarto. Y de repente todo el cansancio de la espera concentrándose en un movimiento nervioso, rápido del cuerpo, el grito mudo. Frío después, y sueño” (32). Lispector propone un ejercicio ficcional donde existir pasa por nombrar como acto de creación, resistencia y oposición. La protagonista sabe intuitivamente quién es, pero necesita expresarlo de algún modo. Si bien la palabra da forma a los pensamientos, también indica lo inasible e indefinible de la existencia. Éste es el drama de Joana, que ella describe así: “Es curioso cómo no sé decir quién soy. Es decir, lo sé muy bien, pero no lo puedo decir. Sobre todo tengo miedo de decirlo, porque en el momento en que intento hablar, no sólo expreso lo que siento sino que lo que siento se transforma lentamente en lo que digo” (30). A esto agregamos la posición de Jacqueline Rose quien ha sostenido que hay una asociación entre el ritmo del lenguaje y el ritmo de los juegos de la niñez, que intenta asentar los limites que permiten la conformación del lenguaje, donde todos los sujetos, tanto adultos como niños, deben finalmente tomar una posición de identidad para con el lenguaje, que les permita reconocerse a ellos mismos, aceptar el pronombre en primera persona, construir una identidad. Así, el uso de una perspectiva infantil permite hallar el paralelismo de ese proceso en el que el lenguaje se descubre, manipula, moldea y ensaya. Es esa inexacta relación entre palabra y existencia que transcurre en esta primera etapa de la vida, este ejercicio de enunciación es comentado por Ferreira-Pinto como una constante en la obra de Lispector, en la que se problematiza el lenguaje y se plantea el conflicto de la protagonista con el mundo exterior, su lucha por la expresión. Por otra parte, Regina Pontieri va más allá y establece una relación entre cuerpo, lenguaje y existencia, al sostener que: “El cuerpo como fuente de sensaciones sirve de materia al trabajo de lenguaje que caracteriza al aprendizaje de Joana artista, o sea, el énfasis va para el cuerpo en cuanto objeto de asimilación oral, fundamentando la experiencia de educación verbal como educación carnal” (107). Lenguaje y cuerpo caen en una operación indisoluble; las sensaciones que se experimentan buscan una definición, una categoría, una palabra que las encarne. De esta forma se puede comprender el conflicto por la autoexpresión de la Joana-niña que formula preguntas existenciales sobre el vacío, la negación, el origen: La niña se aparta y empieza a hacerse una trencita con sus lacios cabellos. Nunca nunca sí sí, canta bajito. Aprendió a trenzarlos hace poco. Se va hacía la mesita donde están los libros, juega con ellos mirándolos de lejos. El ama de casa, el marido
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y los hijos, el verde es el hombre, el blanco la mujer, el encarnado puede ser tanto chico como chica. “Nunca” ¿es hombre o mujer? ¿Por qué “nunca” no es chico ni chica? ¿Y “sí”? Había muchas cosas completamente imposibles. Se podía quedar pensando en todo aquello tardes enteras. Por ejemplo: ¿quién dijo por primera vez así: nunca?”(24).
En el marco de estas motivaciones, el campo de la acción es problemático; para Joana es más fácil moverse en el territorio del pensamiento y lo sensorial. Y este conflicto entre “el hacer” y “el pensar” se ilustra en el siguiente diálogo que la protagonista mantiene con su padre: –¿Papá, qué puedo hacer? –Vete a estudiar. –Ya he estudiado. –Vete a jugar. –Ya he jugado –Entonces cállate y no molestes (23).
La desazón de la protagonista, esa incapacidad de sumarse al flujo de la acción, de hacer algo concreto o práctico, apunta a una inquietud existencial, porque sospecha que existe un “algo” abstracto, indefinido, inasible, “Ese era uno de sus secretos. Nunca se permitiría contarle a nadie, ni siquiera a papá, que no conseguia agarrar «aquella cosa»” (23). ���������������������������������������������������������������������������� Esto se extiende a la naturaleza de los juegos como niña. El juego, la actividad infantil por excelencia, es para Joana una instancia de estudio y observación en la que extrae conclusiones que le permiten avanzar en su investigación. La protagonista se “entretiene” pensando, inventando juegos solitarios y silenciosos a los que se dedica como si fueran un trabajo. En la misma perspectiva, la crítica Ferreira-Pinto indaga en la relación de juego y escritura: Mirando las muñecas y los objetos y dándoles vida poseyéndolos. A Joana no le gusta divertirse, jugar es para ella una tarea de análisis y cuestionamiento que realiza con seriedad este proceso de análisis y entonces doble, considerándose que Joana narradora acompaña a Joana personaje en una trayectoria desde la infancia. Es ahí, ya en la infancia, que primero se manifiesta su tendencia para analizar al otro y la realidad, imaginarles una existencia tal como ella lo hace más tarde con la mujer de la voz (92).10
El análisis asociado a lo lúdico desemboca en el acto de escribir, primero ejercido por el padre, y luego por Joana en el capítulo dedicado a la ficción de “la mujer de la
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voz”, una historia confusa entre la realidad y la fantasía. La protagonista escucha la historia de la mujer mientras piensa en su fabulación, se asombra con la actitud y la acción de ella y reacciona tras escucharla con el impulso de escribir: Hizo un rápido movimiento con la cabeza, impaciente. Cogió un lápiz, un papel, y garabateó en letra intencionalmente firme: “La personalidad que se ignora a sí misma se realiza más completamente”. ¿Verdad o mentira? En cierto modo se había vengado lanzando sobre aquella mujer entumecida de vida su pensamiento frío e inteligente (83).
La escritura en el caso de Joana está vinculada con el devenir, con el juego y el error, la verdad y la ficción, con ese erigirse como sujeto en medio del desplazamiento entre la infancia y la adultez.
Contra la sociedad y los roles convencionales
La protagonista de Cerca del corazón salvaje desarrolla su subjetividad en resistencia y oposición a la disciplinarización de la infancia y lo femenino. Establecidas las convenciones y oposiciones entre el mundo de la infancia y de lo femenino, y el mundo adulto y masculino, la protagonista-niña deviene en una resistencia y manipulación contra el programa ético cultural. Joana es la figura infantil y femenina que aparece como signo de tentación del mal, del mundo de los placeres y que la institución escolar intenta disciplinar. La escuela enseña a la niña a renunciar al mundo de los placeres en el presente para buscar un futuro mejor. El personaje de Joana no sabe del futuro; ella vive el momento presente, posee un impreciso cuerpo que se constituye de afectos móviles y sensaciones, amenazando la estabilidad del mundo masculino y adulto. En nuestra sociedad, el niño, para definirse como tal y evolucionar, debe entrar en el campo pedagógico y someterse a la socialización disciplinaria. En la novela, la causa interna arrasa con cualquier evento de la realidad externa, pues la protagonista se aísla en una profunda introspección, desarrollando un rechazo hacia los demás y hacia los roles que se esperan de ella como niña en formación y mujer. De esta forma, Joana representa un discurso transgresor y cuestionador: no solo es la voz de la niña que se insubordina a la hegemonía del discurso adulto, también es la voz de la mujer que se insubordina a la hegemonía del discurso masculino. A su vez, la protagonista es un sujeto insubordinado en términos socioculturales convencionales, ya que se rebela contra su familia adoptiva, contra la coerción escolar y el matrimonio. Y en esa transgresión conflictiva se crean nuevas formas de ser. Cuando Joana intenta cumplir algunos de los roles sociales y se casa con Octavio, sigue viviendo en un espacio incómodo lleno de cuestionamientos y resistencias:
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Nunca tendré una directriz, pensaba meses después de casada. Resbalo de una verdad a otra, siempre olvidando la primera, siempre insatisfecha. Su vida estaba formada de pequeñas vidas completas, de círculos completos, cerrados, que se aislaban unos de otros. Sólo que al final de cada uno de ellos, Joana en vez de morirse y comenzar la vida en otro plano , inorgánico u orgánico inferior, empezaba en el mismo plano humano. Sólo eran diversas las notas fundamentales. ¿O resultaban solo diversas las suplementarias, y las básicas eternamente iguales? (103).
La figura de Joana se rebela contra la ideología del género en la cultura patriarcal burguesa, rechaza estereotipos y expectativas. Es un personaje que sigue su deseo, no tanto en su acepción erótica, como en sus pulsiones primitivas, anteriores a cualquier ideología o programa cultural. Es así como el profesor que visita durante los años escolares, a modo de líder espiritual, la instruye en esa tendencia cuando le dice: –En definitiva, en esa búsqueda del placer está resumida la vida animal. La vida humana es más compleja: se resume en la busca del placer, en su temor. Y sobre todo en la insatisfacción de los intervalos. Es un poco simplista lo que estoy diciendo, pero no importa. ¿Me comprendes? Toda ansia es busca de placer. Todo remordimiento, piedad, bondad, es su temor. Toda la desesperación y la búsqueda de otros caminos son la insatisfacción. Esto es en resumen. ¿Comprendes? (60).
La inadaptabilidad a los lugares, su vocación para el mal y el desconocimiento de sí misma son parte del proceso que vive el personaje. En la casa de los tíos se niega a asumir un papel dentro de la normalidad, rechaza la comunicación con ellos, no sigue las convenciones de gratitud y obediencia de la huérfana acogida. Esto se ilustra cuando un día, al acompañar a la tía a las compras, roba un libro sin sentir culpa ni arrepentimiento. En este sentido, vale la pena reproducir parte del diálogo entre la tía y Joana tras el robo del libro: –Joana... Joana, lo he visto... Joana Le lanzó una rápida mirada y continuó callada. –¿No dices nada –dijo la tía sin poderse contener, con voz llorosa–. ¿Dios mío, qué va a ser de ti? –No se preocupe tía. –Pero si todavía eres una niña... ¿Tú sabes lo que has hecho? –Que robé el libro, ¿no es eso? –¡Dios me valga! Ya no sé qué hacer. Encima lo confiesas. –Usted me ha obligado a confesarlo. –Tú crees que se puede... ¿qué se puede robar? –Bueno... tal vez no. –¿Entonces por qué? –Yo puedo.
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–¿Tú? –gritó la tía. –Sí, He robado porque quise. Sólo robaré cuando quiera. No hago ningún mal. –¡Santo Dios! ¿Y cuándo consideras tú que es malo robar, Joana? (57).
Sus tíos se aprovechan de este incidente para matricularla en un internado con el fin de corregir su conducta. Según ellos, se muestra como una niña peligrosa y salvaje que finalmente es llevada a un internado. De este modo, ante los ojos del adulto, Joana se transforma en el signo del mal, la propia víbora. La moralidad del adulto intenta servir de prohibición a los deseos de la niña, y exhibe la diferencia entre la lógica del adulto y la lógica de la niña. Presionada por la tía, Joana, abre paso a una excepción, a otra concepción del mal, cuando afirma que el mal existe solo “cuando la gente roba y tiene miedo” (58). Es así como la acción del hurto de un libro en una tienda revela en ella un placer insospechado: “Robar hace todas las cosas más valiosas. El gusto del mal-masticar rojo, engullir fuego empalagoso” (28) ����������������������������������� Y en contraposición, la protagonista sostiene que rechaza la bondad: “La bondad era tibia y sin consistencia, olía a carne cruda guardada mucho tiempo. Sin que llegara a pudrirse enteramente pese a todo […] También la emocionaba leer las terribles historias de los dramas donde la maldad era fría e intensa como un baño de hielo (28). Yudith Rosenbaum afirma que Lispector utiliza los recursos del psicoanálisis y la filosofía para enmarcar la perversidad, crueldad y transgresiones de sus personajes. Sobre el carácter de los juegos de la protagonista, Rosenbaum dice: “El juego infantil de Joana […] de fantasías sádicas y reparadoras […] manipulando los juguetes Joana ejerce omnipotencia” (35). La crítica se refiere, entre varios ejemplos, al ritual lúdico del primer capítulo en el que la portagonista acaricia y maltrata a una muñeca. Ya en el internado surge un profesor casado que la escucha y aconseja. Él se convierte en su líder espiritual y en su amor adolescente y Joana sufre las amarguras de esa primera pasión frustrada. Cuando la propia Joana se pregunta por la naturaleza de ese sentimiento, descubre que existir pasa por un acto de violencia, una agresión que implica afirmarse en el mundo; para la protagonista, cruzar los límites es “hacerse” un lugar dentro del mundo, descubrirse viva y libre, llena de una rabia que también es amor, “Un amor tan fuerte que sólo conseguía agotar su pasión en la fuerza del odio. Ahora soy una víbora solitaria” (68). Estas polaridades antagónicas la acercan a su naturaleza salvaje, a la naturaleza salvaje de la vida: ¿Qué sería si no aquella sensación de fuerza contenida, a punto de reventar con violencia, aquel ansia de emplearla a ojos cerrados, entera, con la seguridad irreflexiva de una fiera? ¿No era acaso sólo en el mal donde alguien podía respirar sin miedo, aceptando el aire y los pulmones? Ni el placer me daría tanto placer como el mal, pensaba sorprendida. Sentía dentro de sí un animal perfecto, lleno de inconsecuencias, de egoísmo y de vitalidad (27).
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El sadismo de Joana tiene algo de esa extraña ligazón que existe entre eros y thanatos: desea ser castigada por los tíos y por el profesor que la atrae. Es una energía que oscila entre el deseo de destrucción y de creación, entre el odio y el amor. Ella se mueve en la polaridad de salvación/destrucción en ese aprendizaje amoroso y humano, en una experiencia donde no solo hay rebeldía, sino también deseos de convertirse en algo, en alguien. Como sostiene Dinis, el proceso de disciplinarización exige la renuncia del presente en provecho del futuro. Joana no entiende nada de futuros, entiende el placer de vivir el presente; por eso enfrenta a la profesora cuando ésta propone como tema de redacción, “–Y de ahí en adelante él y toda la familia fueron felices […] Escriban un resumen de esta historia para la próxima clase” (36). Y la voz de Joana se rebela y pregunta: “¿Qué es lo que se consigue cuando se es feliz?”(37), “Ser feliz” es expresión carente de todo sentido en el mundo actual de la protagonista, que solo sabe estar triste o alegre, vivir afectos, vivir sensaciones móviles habitando su cuerpo que no se deja capturar. La profesora buscará nuevamente aproximarse a Joana con las clásicas preguntas de los adultos a los niños: “¿Qué vas a ser cuando seas mayor? A lo que Joana responde “No lo sé” sugiere: “Coge un pedazo de papel y escribe esa pregunta que me has hecho hoy, y guárdala durante mucho tiempo. Cuando seas mayor léela de nuevo. ¿Quién sabe? Tal vez algún día tú misma podrás contestártela de alguna manera […]” (37). Al lanzar la respuesta para Joana hacia el futuro, la profesora se instala nuevamente en el mundo de la escritura versus la oralidad y el aplazamiento del deseo. El personaje de Joana es en sí un discurso contra el concepto de felicidad cristiana, que pregona el sacrificio del presente por el futuro, por una recompensa en el “más allá”. La escuela, por medio del discurso de la profesora, intenta domar el deseo salvaje de Joana al transformarlo en el deseo de ser feliz a largo plazo. La institución escolar separa el deseo del aprendizaje, que más tarde dará origen a la separación entre placer y trabajo. La docilidad de la infancia se logrará haciendo un uso productivo del tiempo (estudio o trabajo), haciendo olvidar la importancia de sus indagaciones presentes. Es así como la infancia de Joana sirve para desplegar necesidades que por lo común son apasionadas, intensas y saturadas con un mayor grado de fantasía que las de los adultos civilizados. Las demandas infantiles ignoran en cierta forma el proceso de civilización individual, rigiéndose por otras coordenadas. Por ejemplo, la seducción del placer hace que la Joana niña desee transgredir las leyes de su cultura y se deje llevar por la ley del deseo, cuestionándose la idea de una moral única que configura todas las relaciones sociales. La protagonista descubre en su esencia cierta predisposición hacia el mal, una fuerza interna que experimenta placer en hacer daño, en el cuestionamiento de las normas. Aunque el mal en su caso sea una tendencia a un acto más que la potencia de una realización. Y descubre que en el libre arbitrio de la
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creación existe una dimensión transgresora: solamente la imaginación tiene la fuerza del mal en tanto posibilidad y medio de ruptura con lo establecido.
Infancia y muerte como tiempo circular
La protagonista de Cerca del corazón salvaje busca en el tiempo perdido de la infancia comprender su condición mortal. Se trata de una novela circular, pues el fin busca el inicio, y la muerte se liga con la infancia. Esta trayectoria es un gesto de constitución y de afirmación, como lo sugiere la siguiente cita de Ferreira-Pinto, “Completamente destruida de cualquier ligación con el otro, Joana adulta se une a Joana niña, en la toma de conciencia de lo que fuera y ya no en el futuro de la posibilidad de integración” (106). La novela termina con un viaje que representa la conquista y afirmación del YO por la protagonista: Amaba su elección y la serenidad ahora le alisaba el rostro, permitía acceder a su consciencia momentos pasados, muertos. Ser una de aquellas personas sin orgullo y sin pudor que en cualquier instante se abren a extraños. Así antes de la muerte se ligaría a la infancia, a través de la desnudez. Humillarse hasta el fin. ¿Cómo aplastarme lo bastante, cómo abrirme hacia el mundo y hacia la muerte? (193).
La imagen de la muerte surge asociada a la promesa de renacimiento, creación y plenitud de vida. Infancia y muerte establecen un “eterno retorno” en el devenir de nuevas formas e identidades: “Ah, la muerte la ligaría a la infancia. La muerte la ligaría a la infancia. Pero ahora SUS ojos, vueltos hacia afuera, se habían enfriado, ah, ahora la muerte era otra, desde que los hombres hacía la verja del portón y desde que ella era mujer” (187). �������������������������������������������������������������������������� Es preciso recordar que la novela se inicia con la experiencia de la muerte, del duelo, de la pérdida de la madre y luego del padre. La muerte del padre lanza a Joana a la conciencia de su soledad e individualidad, de una finitud que procesa como en un ritual chamánico: “Papá había muerto. Papá había muerto. Respiró lentamente. Papá había muerto. Ahora junto al mar donde su brillo era una lluvia de peces, de agua. ¡Papá había muerto de la misma manera que era profundo el mar!, comprendió de repente. Papá había muerto de la misma manera que no se ve el fondo del mar” (47). Este descubrimiento la deja frente al mar, reflexionando: “La confusión estaba en el entrelazamiento del mar, del gato, del buey con ella misma. La confusión venía también de que no sabía si había entrado” “todo es uno” […] Le parecía que si ordenaba y explicaba claramente lo que sentía, habría destruido la esencia de “todo es uno” (54). De esta manera, la novela concibe la infancia como la etapa primigenia que se caracteriza por el cambio y la evolución, y la enmarca en un personaje que realiza un viaje existencial lleno de búsquedas y trayectos para alcanzar la plenitud, la constitución del
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sujeto. Esto es lo que afirma Joana hacia el final del viaje y de su proceso subjetivo, cuando afirma: Un día vendrá, si, un día vendrá en mí la capacidad tan roja y afirmativa como clara y suave, un día lo que yo haga será ciegamente, seguramente, inconscientemente, pisando en mi, en mi verdad, tan íntegramente lanzada en lo que haga que seré incapaz de hablar, sobre todo un día vendrá en que todo mi movimiento será creación, nacimiento, quemaré todos los noes que existen dentro de mí... (197).
Lispector toma la infancia como la plataforma para exponer la operación de constitución del sujeto en resistencia a las convenciones: subvirtiendo roles, nociones de tiempo y uso de lenguajes. En este sentido, la infancia en Cerca del corazón salvaje revela una conciencia aguda y una búsqueda de identidad a través de la subjetivación de la memoria y la historia personal, “Que terminaría de una vez la larga gestación de la infancia y de su dolorosa inmadurez reventaría su propio ser, al fin, al fin libre… entonces viviré más que en la infancia, seré brutal y mal hecha como una piedra, seré leve y vaga como lo que se siente y no se entiende, me rebasé en ondas” (197). Lo que se despliega en el texto es una “política de la representación” que pone en juego un ejercicio de poderes y definiciones de la figura del adulto versus la del niño, contraponiendo el discurso que aplaza la satisfacción del placer y la postura que elude la muerte y las complejidades humanas. Y por otra parte, hay una “poética de la experiencia” como lugar de enunciación por medio de juegos fonéticos, sonidos onomatopéyicos, intuiciones y juegos de memoria que operan como revelaciones y resistencias, como formas alternativas de experimentar la existencia. Y esta visión queda atrapada y desplegada en la lucidez y en la ignorancia de la infancia, es recordando su niñez (recordando el período que precedió su caída y división de su identidad debido a las exigencias de otros), que Joana logra el poder de separarse de Octavio y emprender un viaje de autodescubrimiento.
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La infancia como un viaje contra la muerte en No entres tan deprisa en esa noche oscura de António Lobo Antunes Andrea Jeftanovic
La novela No entres tan deprisa en esa noche oscura (2000)1, es una de las veintidós novelas ya publicadas por el narrador portugués António Lobo Antunes, médico psiquiatra que comenzó a publicar cerca de los cuarenta años, conformando en tres décadas una obra relevante e innovadora2. Traducido a varios idiomas y estudiado por la crítica, su reconocimiento lo ha hecho candidato al premio Nobel de Literatura en más de una oportunidad. El universo loboantuniano tiende a repetirse en casi todas las novelas. Está la memoria de la guerra de Angola, la familia, una casa, la tierra, algo que disputarse unos a otros en un espacio cerrado. En este caso, se trata de una narración comandada por una protagonista niña y adulta, Maria Clara, en la que la perspectiva infantil se despliega como una resistencia a la muerte, en específico a la de su agónico padre, y también como resistencia a la muerte o fin del texto literario La infancia aparece como un territorio a habitar como un extremo opuesto donde todo es origen, comienzo, devenir. Una narradora que se empequeñece, que no quiere crecer, que no quiere completar su proceso subjetivo. Si se intenta resumir tradicionalmente este libro, se podría decir que este se compone a partir de dos temas interrelacionados, la infancia (y algo de la adolescencia) y la familia, que se expone dramáticamente en correlación con los temas de la enfermedad y la muerte, ligadas a la figura del padre. La enfermedad es comunicada, en varias ocasiones, en términos de muerte efectiva, pero la visión de la hija, Maria Clara, personaje en el que se detiene mayormente la focalización narrativa, altera el acontecer de esa muerte invalidándolo, desmintiéndolo, suspendiéndolo. En su creatividad imaginativa es capaz de urdir y anular situaciones y acontecimientos, sobre todo los que son comunicados directamente como formando parte de su diario (que, a final de cuentas, es el total del libro que se lee), la muerte del padre puede ser encarada por el lector
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Se utilizará la edición de Siruela 2002 traducida al español por Mario Merlino, cuyo título original es Não entre tão depressa nessa noite escura, Lisboa: Publicações Dom Quixote, 2000. De ahora en adelante indicaremos el título de la novela como NE. Algunos de sus títulos más destacados son Memoria de Elefante (1979), Fado Alejandrino (1983), Auto dos Danados (1985), Tratado de las pasiones del alma (1990), El orden natural de las cosas (1992), La muerte de Carlos Gardel (1994), Manual de Inquisidores (1996), Esplendor de Portugal (1997), Exhortación a los cocodrilos (2000) y ¿Qué haré mientras todo arde? (2002).
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como un acontecimiento más susceptible de ser fruto de la imaginación y del juego metaliterario. A medida que leemos nos adentramos en la mente de una mujer, Maria Clara, que hace un fragmentado periplo por el pasado, la infancia, el presente, la vida familiar con su hermana, madre y padre, sus abuelos y la criada. La historia transcurre durante un día de crisis frente a la agonía del padre que es sometido a una cirugía cardiaca de urgencia. En ese horizonte de muerte, de final, se inserta el recorrido por el nacimiento y los primeros años de vida en un contrapunto, o una demora frente a ese inminente desenlace. Los treinta y cinco capítulos de la novela están divididos en los siete días de la creación del mundo, con sus correspondientes citas al Génesis bíblico. Son siete días que reúnen las experiencias de esta familia perteneciente a la alta burguesía colonial del Portugal salazarista. Bajo la apariencia de respetabilidad se esconde un turbio pasado, de orígenes difusos y actividades ilegales. El entramado narrativo es urdido con diversos y heterogéneos materiales: diálogos, voces internas, sesiones de terapia, diagnósticos médicos, frases que se repiten o no se terminan, acciones, memorias y pensamientos que luego se confunden o destruyen; la escritura de un diario en el que se registran verdades y mentiras, que incluso es un diario escrito por más de un personaje/autor. Todo esto confluye en una fábula que confunde tiempo real y tiempo subjetivo; la verdad y la fantasía. Lobo Antunes busca sentidos en las palabras, en la textualidad, y no en la peripecia. Es así como afirma: “Para mí, la intriga muchas veces no es más que el clavo del cual se cuelgan los cuadros3”. El énfasis en este proyecto narrativo reside en la subjetividad, en la proyección de una individualidad en el pasado, presente y futuro. Esto desemboca en un complejo trabajo con la palabra, una textualidad que la crítica María Augusta Silva define con una certera imagen: “La palabra en el arte literario [de Lobo Antunes] es un cuerpo encorvado sobre sí mismo interrogándose hasta las entrañas cada letra (sin importar si se trata de consonantes o vocales suspendidas), nunca consintiendo que se abran brechas fútiles en el juego impresionante que se da entre la carne y el hueso”4 (2001). Entonces, la palabra como un cuerpo en movimiento que contrae músculos y extremidades, se transforma en una fuerza concéntrica que ensambla tiempos y voces en un dinámico protoplasma. El lenguaje, más que un vehículo comunicacional, es un ente vivo capaz de portar las tensiones del texto, la conflictividad subyacente, esculpir frases y palabras sueltas que se emplazan en el texto con intención estética.
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¿Novela o poema?
No es menor que el autor defina esta novela como un poema, como se especifica bajo su título. Elementos propios de la lírica tales como las diferentes voces, las imágenes superpuestas, la relevancia de los signos, la forma como se emplazan las frases y palabras en la página, los espacios en blancos, la repetición y el ritmo, son algunos de los aspectos presentes en este libro. Así como en la poesía, aquí la composición prevalece por sobre el argumento y no aspira a narrar un evento general, sino un evento único acerca de la esencia del mundo lírico a través de ritmos, paralelismos, recurrencias, unidos a un formato monologante y polifónico. La novela es una paráfrasis del poema de Dylan Thomas, que el autor galés dedica a su padre moribundo. Se pueden recordar los primeros versos: “No entres dócilmente en esa noche quieta/. La vejez debería delirar y arder cuando se cierra el día/; Rabia, rabia, contra la agonía de la luz”5. Tampoco es irrelevante la adaptación libre que se hace del verso de Dylan Thomas, porque obviamente la distancia entre las frases “Do not go gentle into that good night” y “No entres tan deprisa en esa noche oscura” o, en portugués, “Não entres tão depressa nessa noite escura”, no corresponde a un error de traducción. El reemplazo de “gentle” por “deprisa” y de “good” por “oscura” corresponde a una intencionalidad del autor. Tras la lectura de la novela, se puede inferir que se ha querido imponer un ritmo, “deprisa”, una advertencia a cualquier impulso de velocidad al camino misterioso y sombrío que ofrece la historia. Por otra parte, el acento en la oscuridad corresponde a la opacidad de una trama que está llena de secretos, prohibiciones y mentiras. La noche aparece como un espacio de transfiguración en manos de una narradora llamada significativamente Maria Clara, que tiene la tarea de mantener la luz e intentar iluminar eso que no se entiende o a lo que no se tiene pleno acceso. Y tras esto, un hablante o narrador que interpela bajo la forma del mandato: “No entres”. Entonces las preguntas: ¿A quién le habla? ¿Al lector o a los personajes? ¿Quién habla? ¿Maria Clara o el autor, o el narrador u otros personajes? Estas ambivalencias permanecerán durante toda la obra. El juego de Lobo Antunes es la manipulación de la materia poética aquí mencionada: la luz, la oscuridad, la rabia contra la muerte. Todo parece “suavizarse”, la ira es reemplazada por rapidez, la “noche buena” es cambiada por la oscuridad. Lobo Antunes parece mirar la poesía desde dos ventanas: una se abre a una especie de impotencia humilde (“hago novela porque no sé hacer poesía”, asegura en varias entrevistas); la otra, a un experimental autor que juega con estructuras y asociaciones. La impotencia, “no sé hacer poesía”, paradójicamente ha producido una obra de fuerte
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Traducción de Elizabeth Azcona Cranwell.
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acento lírico. Su forma de contar no es una caprichosa pirueta verbal, sino un gesto cuya intención de fondo es rebasar la mera apariencia de las cosas para mostrar la verdad de unos personajes incapaces de comprender la naturaleza de sus actos. Su “poética” pasa por un gesto de agresión directa hacia la expresión lingüística, la sintaxis, la noción de tiempo y espacio; nociones que trabaja en esta novela a través de una protagonista mujer, la cual representa la figura de la niña solitaria y rechazada que registra y cuestiona la historia familiar desde el dispositivo de la imaginación infantil que ordena los múltiples niveles y significaciones de la historia. La protagonista presenta dificultad para aceptar el transcurso del tiempo y entonces el sujeto poético/narrativo intenta alterar el flujo incesante y agrede ese avance reteniendo el tiempo en repeticiones y en la insistencia de carácter obligatorio: “no entres”. El sujeto quiere atrasar su momento de disolución, de muerte, quiere aferrarse a un tiempo circular, a una repetición compulsiva, melancólica, que sirve como escudo frente a lo inevitable. Aquí lo recurrente no se trata de una acción repetitiva, sino de una frase tópica, que llama a la acción, física o verbal, las frases: “Maria Clara es el hombre de la casa” y “Tu padre no tiene familia” atraviesan toda la historia. Incluso, estas frases se repiten varias veces en una misma página. O bien, está el argumento repetido como obsesión, “no sabe nada de mí, habla de mis padres y no sabe nada de mis padres y no sabe nada de mis padres” (381). Entonces la frase adquiere, por su repetición, por su contradicción con la información restante, el sentido de una venda a la que la protagonista se aferra para evadirse de su infelicidad, de su origen incierto, de su desdibujada identidad. Pareciera que el autor se esforzara en introducir retazos de realidad al interior de frases vacías; como si esa frase fuera invocada a modo de conjuro frente a una realidad inestable y tensa. Por otra parte, lo recurrente se alterna con la estética de lo inacabado. Frases sueltas, intercaladas, el persistente uso de la minúscula, párrafos incompletos, apenas suspiros entre comas y la ausencia de puntos aparte, conforman esta estética que se resiste al cierre y que incluso elude el inicio, el origen. En este sentido, la sintaxis de la novela reforzaría el manejo del presente continuo sugerido ya desde el recurso de la perspectiva infantil y del origen incierto de esta familia llena de secretos y prohibiciones. Esto da como resultado un discurso que linda con el desorden y la verborrea de un paciente hundido en la locura. Una fragmentación que representa estéticamente los mundos aislados y desconectados de los personajes de esta familia.
Perspectivas, planos y desdoblamientos
En la novela cada personaje aporta una perspectiva de los hechos, y si bien la voz de Maria Clara es la dominante, a veces el lector tiene acceso a las perspectivas de la
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madre, de la hermana, de un narrador. Las distintas voces siguen una tipografía aleatoria donde se alternan letras cursivas, uso de paréntesis, distintos márgenes, guiones de diálogo sin llegar a establecerse una clasificación coherente. Todo esto genera un despliegue enunciativo que se desdobla de autor a narrador, de la protagonista a otras primeras personas de personajes femeninos y masculinos, en alternancia constante y pocas veces identificable. A esto se suman personajes inventados, como Leopoldina, quien le cede la palabra a personajes que también escriben lo que se va leyendo, como si fueran “mentes transparentes” en proceso. Esta multiplicidad de desdoblamientos se puede esquematizar en cinco planos como sugiere la crítica Maria Alzira Seixo, en el libro Os romances de António Lobo Antunes (2002), y que esquematizamos de acuerdo a su propuesta de la siguiente manera. Primero; Maria Clara escribe en su diario, que es dado en el texto como ficción y se presenta generalmente en letras cursivas, páginas que se alimentan de la memoria, fantasías y sensaciones. El título de “diario de vida” responde a una obra de ejercitación en donde la lengua se está probando. Una escritura que constantemente se está corrigiendo, rescribiendo y volviendo sobre sí. Segundo; Maria Clara inventa en su diario hechos que no acontecieron y personajes que no existieron. Tercero; Maria Clara altera infinitas veces la reescritura de los sucesos de ficción, entregando versiones distintas y hasta contradictorias. Por ejemplo, el embarazo de su hermana Ana Maria. Cuarto; si bien Maria Clara es la principal, “primera persona”, los otros personajes también alternan sus primeras personas, confundiendo el habla y la narración. Quinto; Maria Clara da a otros personajes la posibilidad de escribir en su diario, con su punto de vista particular y diferente. Ejemplo de lo anterior, es la escritura de Idelina, quien es una paciente esquizofrénica. También, le “cede” su cuaderno a su hermana Ana Maria, pero luego la increpa e invalida en el mismo espacio y a través de la escritura, como es posible observar en el siguiente fragmento: “Maria Clara habla de mí y no sabe nada de mí, habla de mis padres y no sabe nada de mis padres y no sabe nada de mis padres, es una egoísta ya encerrada en la habitación escribiendo su diario” (381). Estos cinco planos a su vez, se insertan en dos ejes. Uno que corresponde al argumento más tangible de la historia de Maria Clara y su familia. Y otro que se refiere al propio proceso de escritura. En este ámbito, Lobo Antunes despliega la vivencia psicológica del acto de escribir en tanto proceso subjetivo y que, como tal, se proyecta como único y original. Es decir, en el mismo texto va generando un conocimiento de la creación. El autor explicita, en el libro de entrevistas de la periodista española María Luisa Blanco, Conversaciones con Lobo Antunes, la particular lógica del argumento: “Es un libro autobiográfico. Quizás el más autobiográfico. Y es también una novela sobre la novela. Era un desafío muy grande el cómo darle carne, sangre, espesor, a personajes que luego voy a destruir diciendo esto no es verdad, existen pero de otra manera” (123).
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La alusión autobiográfica es algo críptica para el lector, pero el hecho de que la obra trate sobre la poética de la novela, como artefacto e instrumento expresivo, permite abordar este segundo nivel y llegar a una construcción que pasa por la deconstrucción y desarticulación de los hechos y los personajes. Maria Clara se debate en la imagen desdibujada para recomponer un pasado oscurecido por la culpa, el miedo y la mentira. Su cometido es más que narrar una historia, es explorar las posibilidades del lenguaje para explicar las relaciones –siempre equívocas, siempre imperfectas– entre memoria, experiencia e identidad. El resultado es una conjunción de voces abiertas y múltiples que interpela al lector a completar una obra que se resiste al final, al cierre. Del mismo modo que la protagonista se rebela contra la muerte, incapaz de presentar un duelo y aparentemente engolosinada en un juego de melancólica repetición compulsiva, la novela se resiste a llegar a una conclusión, dando una y otra vuelta, y en varios niveles simultáneamente.
La infancia como eje organizador
Como ya se ha dicho, en esta novela la infancia es el eje organizador/tutelar del texto, tanto en el mundo ficcional creado como en la estructura discursiva. En este sentido, Pedro Manuel Pinto Mateus, en su tesis de maestría Arquitectura da fuga: Infancia, Locura y Muerte en la cronística de António Lobo Antunes, incluye una cita del autor que describe la función de esta etapa de la vida en su obra: “la infancia acaba por ocupar un lugar epicéntrico en este claustrofóbico y vertiginoso juego de espejos, tal vez debido al leve, temeroso, persistente, suave rumor del pasado que me persigue y acompaña6” (2003). La infancia es un tema y sobre todo, un recurso explorado reiteradamente por Lobo Antunes en su extensa obra, desde su primera novela, Memoria de Elefante, hasta su producción cronística en el diario O Publico y la revista Visão. El crítico portugués David Pinto-Corréia apunta en su reseña sobre este libro de 1977, que: “Sumergir el brazo en la gaveta de la infancia” tiene como función llevar al “narrador-personaje a sorprender el momento en que todo comenzara a funcionar mal” (87-89). PintoCorréia propone que en ese primera novela la vida se presenta como si fuese un libro; entonces, se intentaría revisar esa etapa de la vida como parte del ejercicio creativo que localiza el punto de quiebre en la existencia de los personajes. Ahora, si bien la infancia aparece como un depositario de vivencias felices, no es un lugar simple, Lobo Antunes la presenta como un receptáculo que almacena también una conflictiva estructura social, como apunta la investigadora Maria Micaela Ramón:
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[...] remitiendo a una visión de mundo cuyos trazos característicos son la insatisfacción e incomprensión ante las sensaciones contradictorias de la plenitud inmutable de un pasado reducido ‘a las proporciones de un presente esquelético’. Pero tal vez donde el espíritu corrosivo de Lobo Antunes se hace sentir con mayor incidencia es en las referencias que él hace a los valores que sustentaban la estructura social del Portugal de su infancia: la familia, la educación y la religión. La mirada del autor, hábilmente crítica, distorsiona por su ironía la imagen de solidez del tríptico del baluarte moral zalarista (189-190).
La infancia en la literatura no es una edad en el sentido fisiológico, sino más bien una plataforma crítica desde donde se desmantelan injusticias, y se desnuda un sistema de falencias, en este caso, de una sociedad dividida en castas bajo un régimen opresivo y oligárquico. Un lugar marcado por la pérdida, porque es imposible reconstruir esa etapa por más que se intente. Es posible extrapolar esta referencia a la mencionada novela, donde se presenta a una familia que es un conjunto de sujetos que han perdido su lugar en el mundo y que viven esperando en vano ese sitio en donde el mundo redescubra su antiguo orden. Un lugar irremediablemente perdido que los personajes resucitan artificialmente rememorando su infancia “inventada, como todas las infancias”, sin que por ello puedan eludir la vejez ni dejen de vivir entre un pasado en ruinas y un futuro que, cuando no se posterga, permanece latente en la invención. Entonces, la función organizadora de la infancia en este todo se plasma en los tres recursos fundamentales que van dando origen a una textualidad marcada por el fraccionamiento narrativo, la visión caleidoscópica con múltiples puntos de vista y escasas referencias temporales o espaciales, que hacen difícil seguir la ilación de los hechos, y que presentan a la infancia como un continuum inaprensible. El tiempo se desmonta en la lógica subjetiva del inconsciente que no conoce sucesiones, para sostenerse en un aparente tiempo estático, casi mítico-simbólico. La convencional secuencia cronológica es reemplazada por la expresividad de la voz narrativa, que se multiplica en una convergencia de tiempos (pasado, presente y futuro) y personas (yo, tú, ellos y nosotros) que se combinan, a su vez, de modo aleatorio y anárquico en una explosión sintáctica (la ruptura en la puntuación, el uso de largos paréntesis) y de diversas figuras literarias (metáforas, elipsis, anáforas, raccontos y suspensiones). Los hechos de la historia no siguen un orden sucesivo, se superponen, retroceden, se repiten de acuerdo a un ritmo interno. Es un tiempo que se desprende de la estructura de la memoria, del inconsciente que superpone hechos y recuerdos en un orden antojadizo y caótico, que se rige por coordenadas internas. Las imágenes, los recursos rítmicos y sonoros muestran experiencias, imágenes y contradicciones que tensionan el argumento y se adaptan muy bien a la racionalidad adjudicada a la niñez. También está el otro sentido, el retorno a la infancia para retrasar la muerte. Esta resistencia o retraso es concretizada en la agonía del padre que atraviesa
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toda la historia, toma forma también en el lenguaje inconcluso del texto. Es así como el formato lírico, junto con el motivo de la infancia, facilita los cortes repentinos de las frases y las palabras incompletas, la deconstrucción de las categorías espaciotemporales, para extenderse en asociaciones de ideas a partir de estados oníricos donde es posible hacer confluir los tiempos y las voces de los distintos personajes. La escritura de esta novela se caracteriza por la agregación de fases, situaciones, vivencias que experimenta con mutaciones, injertos, trasplantes contribuyendo a la composición de ensamblajes por sus conexiones, empalmes y montajes. Maria Clara deslumbra con ensamblajes psíquicos desconcertantes, con rasgos que no se limitan a proceder de unas estructuras subjetivas dadas, sino que resultan de flujos lingüísticos y corporales muy heterogéneos. Mateus Pinto plantea que esta “maquinaria de sustrato infantil” funciona como un “punto de fuga”, que incluso el autor ha relacionado con su propia biografía: La infancia representa así, en este universo, un paraíso –’sólo los otros morían porque [nosotros] éramos eternos’– y la nostalgia de esa época, es esencialmente una sed de inocencia– ‘yo era tan joven entonces que no sabía nada de la muerte (ni de la vida). Pero esa sed de inocencia es también la nostalgia de un orden social protegido, de orden y de paz, de felicidades simples […] En suma, la infancia surge como punto de fuga– ‘y yo continúo esperando en la ventana que los años de antes regresen a la palma de mi mano como unos fieles boomerangs (158-159).7
Entonces se puede pensar la infancia como un punto de fuga, en el sentido de que es un momento en el que es posible ignorar la finitud, pues se vive como si fuésemos eternos. Y he ahí la fuga, el regreso a ese único ámbito donde es posible desconocer la muerte e impostar la quimera de la eternidad, el vivir “como en un presente continuo”. Precisamente, en el texto la resistencia estará en una infancia que tendrá como permanente contrapunto la muerte, la enfermedad como deterioro, como desintegración del sujeto, como amenaza del fin. Porque el hecho principal de la novela está constituido por la internación del padre en el hospital, la cirugía, la convalecencia, la agonía. Y todo esto en una trama donde la muerte y recuperación del padre son escenarios posibles e intercalados: el padre fallece, luego se recupera, o bien en otra versión hay decesos y entierros. Frente a ese angustiante contexto, Maria Clara inventa, toma el rol del hada madrina que con el poder omnipotente de su varita mágica hace aparecer y desaparecer cosas y circunstancias:
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[…] mi hermana y yo jugábamos a las hadas a las orillas del lago y fue gracioso como y yo (incluso sin palabras mágicas) al primer gesto de la varita (un pedazo de caña con una estrella en la punta) dejaron de existir enfermedades, agonías, hospitales, muertes y todo acabó bien, todo bien, todo bien gracias a Dios, todo acabó bien para siempre (29).
La negación de las circunstancias se combina con la fantasía mágica y evasiva propia de la infancia que busca el “final feliz”. Este modo crea múltiples versiones, finales abiertos, donde todo se cuestiona para insistir en la problemática del texto: la reticencia a aceptar la finitud de la naturaleza humana y del acto creativo. Aún más, si se piensa, el “final feliz” de los cuentos infantiles, es un final bastante poco cerrado, un final del “vivieron felices para siempre” más cercano a la apertura de la imprecisión y lo indeterminado. El autor utiliza la fantasía infantil como una máquina ficcional que, por medio de recuerdos, ilusiones y proyecciones se transforma en un gesto desesperado que se opone a la culminación de la existencia y del acto creativo. Maria Clara despliega una intriga móvil, cambiante, que ella misma crea, confunde y contradice. Porque a medida que los días transcurren, es inminente el deterioro y crece la angustia de la protagonista: Lo imagino así: el ascensor que se abre un piso más abajo, donde están las salas de operaciones según lo vi escrito en el vestíbulo Planta 1: Consultas Externas Planta 2: Cuidados Intensivos Planta 3: Cirugía Mi padre descalzo, con la camisa rosada hasta las rodillas, avanza ante la camilla indiferente a los enfermeros, traspasa la mampara con el letrero prohibida la entrada, y después prefiero no imaginar nada de nada ni siquiera a la anestesista que le quita la dentadura y mi padre por la comisura de los labios, tumbado en la sala (31).
Incluso es tan obvia la presencia de la muerte que el autor suprime la palabra del texto y deja espacios en blanco; por ejemplo, en el término cuidados inten ivos, o “Maria Clara es de la casa” (39, el espacio en blanco pertenece al texto) y otros, para sugerir el significado sin verbalizar. Pero la omisión se combina con la ilusión negadora, que crea dos planos de realidad, una ficción dentro de otra ficción. Porque Maria Clara siempre inventa, pero acaba generando su propia verdad. Dice y escribe en su diario de vida, inspirada en la lucha por comprender lo desconocido y restituir sentidos. Este anhelo de armonía también se suple en la artimaña del juego infantil, como es posible observar en la siguiente escena entre Maria Clara y su hermana:
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Escóndete en el armario, Clariña el armario pintado de blanco, el de Ana con el capitán Garfio y el opio con Pulgarcito estampado y en vez de esconderme en el armario sentarme en la silla con Bambi pestañoso en el respaldo y Bambi –Te va a doler tanto, Clariña y sal de ahí Maria Clara deja a Ana Maria bailar y no tener miedo a que me peguéis, no pediros disculpas, mirarte a ti, mamá, verte tan grande frente a mí, tu expresión enfadada y luego extraña, la cicatriz del lado en que te operaron el párpado y no debería notarse y se nota...(295).
La protagonista de niña juega a las escondidas. Nada más claro en este esfuerzo de evasión. Pero es imposible dejar de mirar, aunque sea de reojo en el juego, el trasfondo problemático de esa familia a la deriva con sus cicatrices visibles. Luego, de adolescente, Maria Clara es psicoanalizada. Ella que es a sí misma significada como “el hombre de la casa”, está exorcizando todo un pasado de carencias y represiones sociales en la sesión terapéutica donde explicita sus particulares lógicas: Me tumbo en este diván y lo que veo son nubes […] y creo que lo que le digo se relaciona con las nubes, así de lentas, sin contornos, cambiando de forma y doliéndome por dentro tal como mi madre y mi padre me duelen por dentro, mi hermana me duele por dentro, yo me duelo por dentro y por dolerme por dentro invento sin parar esperando que imagine que invento y en cuanto imagine que invento y no crea en mí me vuelvo capaz de ser sincera con usted (335).
Y luego, se aterriza con otra versión de urgencia y drama: “papá está enfermo Clariña, papá está enfermo, qué vamos a hacer, una invención, se cuenta, una exageración, se da cuenta, mi padre tal vez un poquito más débil pero ya capaz de sentarse, ya capaz de comer, las personas nos miran” (335). Se inventa porque duele, o porque se inventa, duele. Y la protagonista se refugia en la infancia no porque sea una etapa perfecta, sino porque funciona como resistencia a la muerte física, y a la muerte del texto, del acto creativo. También se puede ver que la pulsión de ficción corresponde a un deseo reparatorio o de venganza de una Maria Clara que se siente descalificada respecto de su hermana (más bella y más considerada por los padres), a una relación con ansiedades y sentimientos extraños de los padres hacia ella que la hace pensar que es hija ilegítima. Por ende, compensa temores, sospechas y deseos con una protohistoria familiar donde todo es posible. La hermana se embaraza de un doctor, hay partos y abortos. Luego, hay dos versiones en relación a la salud del padre. La primera apela a la recuperación de la salud, pero donde la enfermedad y la agonía devuelven a un padre difuso, un tanto irreconocible:
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aunque la luz no lo moleste como no lo molestan las visitas, no hay visitas, está mi padre solo, el que habrá sido mi padre a quien le extendemos un vaso de agua que inclinamos a medida que bebe, la nuez de adán que la enfermedad aumentó al reducírsele el cuello salta de cartílago en cartílago hasta el botón del pijama, una tos que no llega a tos, un sollozo tenue, el médico nos prometió que mi padre mejoraría y de hecho ha mejorado, ha dejado las almohadas y las gafas nasales y sigue diciendo adiós además de apuntar al periódico que no va a leer, no le interesa, ignora todo así como ignora dónde está o quiénes somos, suspira nuestros nombres como diptongos vacíos, quien es para ti en este momento Maria Clara, papá, quién Ana, quién mamá, de qué está hecha esta bruma o lo que sea entre nosotros (188).
Como ya se ha comentado, en esta novela se escribe y luego se deconstruye, por ejemplo, en relación a la muerte del padre, habrá escenas a continuación en las que se revierte la versión y la agonía del padre concluye en una muerte que se acepta y, a la vez, se contradice y adquiere un tono lúdico. Y es así como dice: Y ahora que mi padre ha muerto (que nada, que no ha muerto, dentro de tres o cuatro días estará en casa, vamos a buscarlo con el traje de la lavandería como nuevo en una bolsa de plástico, en cuanto se lo saca de la bolsa envejece un poco, los zapatos que limpié yo solita, calcetines sin rayas, una camisa presentable) (201).
Este despliegue fantasioso también adquiere licencias creativas, por ejemplo cuando Maria Clara, juega caprichosamente a inventarse personajes con nombres de medicamentos. Por ejemplo, la historia de la prima Hemoglobina o la prima Glucemia, “nombres de primas de provincias amortajadas junto al brasero en el caserón de Tomar”, o del primo Enterovioformio o el primo Argirol “con uniforme de brigadieres en las batallas de Francia, cuál de ellos se suicidó con el gas abierto, en una habitación de hotel en Nantes con una misiva de amor en el bolsillo del chaleco” (166). O cuando, parece que deliberadamente va atribuyendo enfermedades humanas a las máquinas, a los objetos inanimados. Todo esto contribuye a que a veces no se sepa dónde acaba el discurso o los discursos de los personajes y dónde comienza la pura especulación; dónde acaban los recuerdos, aunque sean dispersos, fragmentarios, deslavados; y, dónde comienza la propia fantasía.
La casa de infancia de Maria Clara
La casa cumple una importante función en la literatura de perspectiva infantil. Ha sido mencionada la prominencia de la casa-habitación como sucedáneo del vientre materno, como principal encuadre espacial donde se pueden localizar los recuerdos, los
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conflictos, las relaciones vividas. Asimismo, la imagen de la casa, específicamente en el dibujo de esa casa, el niño suele expresar parte de sus conflictos fundamentales, problemáticas de su esquema corporal y familiar. En esta búsqueda de reconocimiento e identidad, la casa familiar de la infancia se convierte en un receptáculo de memoria. La protagonista pasea por los cuartos de la casa como si fueran habitaciones mentales para investigar, comprender, constituir su historia personal y colectiva. La casa es construida en el texto como un espacio metafórico donde cada habitación representa la identidad de un sujeto, un territorio mental. Un deambular que sigue las reglas de los personajes lobo antunianos, que viven simultáneamente pasado, presente y futuro: Recordemos a Maria Clara […] que, movida por la intuición, busca en los cajones y baúles de un cuarto prohibido los vestigios de una identidad que no solo se refiere a ella y que, a medida que junta fragmentos sueltos y desordenados de un retrato de familia (a la que le falta un pedazo), se va dejando invadir por rostros y cuerpos extraños, va dejando hablar en sí otras voces, ya extintas o imaginarias, en un juego en que es difícil distinguir lo que efectivamente es de lo que nunca fue o algún día será (Robalo Cordeiro, 127).
La casa de la novela se despliega como un mapa territorial donde el desván representa el mundo del padre: “Mi padre nunca me dejó entrar aquí”, son las palabras iniciales del texto, demarcando inmediatamente fronteras y secretos. En ese espacio el padre hace negocios, atiende a sus clientes, guarda secretos y pasa la mayor parte del día. El desván se sitúa también como una “noche oscura”, secreta y misteriosa, y es el territorio ajeno que simboliza su relación con sus hijas. El jardín, en cambio, es el espacio de Maria Clara, de sus juegos infantiles, de sus ensoñaciones y travesuras. Allí se relaciona con el tranque, flores, pájaros, peces y árboles. El jardín y el desván, el comedor y la cocina con los criados, los dormitorios de cada uno de los personajes, aparecen como espacios en pugna, que se clausuran mutuamente. Por eso, cuando el padre enferma y va al hospital, Maria Clara inmediatamente invadirá el desván para buscar secretos familiares que le permitan comprender a ese hermético y distante padre. Encontrará, en medio de recortes de diarios, cartas, fotos alteradas, las piezas que sobran y faltan de un rompecabezas que no se completa; prolongando estas indagaciones en sus ficciones, temores, sospechas, fantasías que le permitan conformar su identidad. Este gesto es interesante, pues va a la par de los postulados del filósofo francés Gastón Bachelard quien, en su Poética del Espacio, afirma que la personalidad de un sujeto crece más firme en la medida que sus recuerdos se encuentren bien guardados y organizados en su casa de infancia, que representa su primera topografía, su forma de habitar el mundo. En este proceso introspectivo, la protagonista va conformando una personalidad tímida, fantasiosa, retraída, temerosa. Maria Clara siempre observando, investigando, conjeturando “[…] en las esquinas, sometida, callada, a obedecer por
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hábito, a coincidir en el medio de tanta miseria oculta entre cenizas y alhelí o barrida como la basura por debajo de los tapetes” (219). A esta historia secreta se suma una madre que insiste en que su padre no tiene familia, ocultando parte de su origen y, por ende, de su identidad, en una explicación que sugiere que el padre es el hijo ilegítimo de una criada con un señor terrateniente y la insinuación de que también ella es una hija ilegítima. La pregunta por el origen, que tiene que ver con la inquietud por su identidad, se contrarresta con negaciones y mentiras: La posibilidad de su madre, comprende, de sus abuelos, comprende, el hijo de una criada y de un vagabundo cualquiera, qué tontería, Maria Clara, qué idea más loca, tu padre no tiene familia, nunca tuvo familia acercó una cerilla a su parte de la foto y la quemó en el lavabo, un caracol de ceniza, un trazo de carbón que el agua del grifo y sin embargo su padre nunca vivió aquí, nunca sospechó quiénes éramos, nunca vivió con nosotras nunca tuvo familia nunca tuvo familia (118).
Al secreto del origen, de las raíces de la figura del padre –“si mi padre nunca tuvo familia, nunca tuvo familia, qué familia es la mía” (57), se suma el misterio del presente. El padre, Luiz Felipe, vive en permanente evasión a la vida familiar; pasa el día encerrado en su despacho atendiendo asuntos personales y desvinculado afectivamente de su familia. Este padre frío e inaccesible hace misteriosos negocios con árabes, franceses, en algo que da luces de tráfico de armas y cuerpos que se narra en ese nivel que en la novela se grafica en letras cursivas: “se va mañana a España en una de las camionetas del almacén de Murtal porque mamá les ordenó a los guardias, no te justifiques con mi padre, no me mientas, y después de la frontera, ¿no?, nadie habrá de fijarse en un cuerpo sepultado en una zanja y cubierto de ácido, con tantas piedras, hierbas y arbustos encima” (145).
Escritura e infancia en víspera de la noche y el caos
Como ya se ha sugerido, esta novela se construye a partir de dos narrativas: la vida de esta familia y la escritura del diario de vida de Maria Clara. El mecanismo de duplicidad, en términos de vida y de escritura, de lectura simultánea de una historia lírica y narrada, composición de tipo musical y urdimbre exterior, despliega una verdad supeditada a la máquina ficcional de la creación como paradigma que reafirma la existencia, que despliega el ser en el mundo. Esta “máquina” es extendida por la imaginería infantil y el ejercicio de escritura. De esta forma, la novela propone el acto de contar como un acto indispensable de creación, que establece una cadena secuencial, una experiencia de mundo con un autor que actúa de manera casi divina. Lobo Antunes pretende algo más que escribir novelas. Su intención es crear un mundo. Sus libros corroboran su condición de demiurgo. Este relato sería un intento
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de creación del mundo, sacándolo del caos. Crear el mundo es crear una versión del mundo, un “uni-verso”, lo que implica organizar el caos y darle una estructura. La escritura es entonces el “hágase la luz”. El caos es el mundo antes de su organización: las voces superpuestas, los sinsentidos, las historias y relatos posibles, etcétera. En ese ámbito, tiene sentido la recuperación de la infancia como etapa fundacional, como génesis. Y tal vez he ahí el sentido del uso del imperativo que forma parte del título, “No entres tan deprisa”: el mandato divino referido al concepto de la noche oscura. ¿Se refiere a la muerte, al caos, a lo desconocido? Sin duda hay una analogía entre creación de mundo e infancia, como ese momento de génesis, de inicio, de días y noches, de luz y oscuridad, y un sinfín de polarizaciones que se transitan en la novela. Pero, al mismo tiempo, este dios creador que prescinde de la realidad para crear otra independiente, está escapando de un precipicio que lo moviliza y amenaza. La paradoja es que, al alejarse de la realidad, evitar nombrar las cosas –la muerte y el origen de sí mismo–, debe finalizar como la vida de su creador, como el viaje del que algún día partió, como el poema que se inició. Por otra parte, la enfermedad del padre, que atraviesa toda la novela, es el signo que amenaza con la vuelta al caos, a la pre creación. El padre se desorganiza en la enfermedad: se le caen los dientes, no puede moverse por sí solo, deja inconclusa la historia familiar. Maria Clara, en su rol de hija y narradora, intenta reparar o corregir esa amenaza por medio de la escritura y reescritura de esa historia, la memoria familiar. Porque se trata de existir con sentido, de existir con noción de raíces y buscando alguna permanencia, y la enfermedad precisamente se resiste a eso. La enfermedad del padre mezcla de dolencia cardiaca con deterioro senil, es procesada por cierto “mal infantil”: el delirio como imaginería compulsiva, que trata de eliminar la enfermedad física como trasunto de la enfermedad moral que amenaza la pureza de la familia y sus vínculos. Maria Clara linda entre el delirio patológico o la desorganización propia del habla y la mente infantil. La narradora lanza pensamientos desordenados de una mente enferma y dolida, atormentada por sus memorias y miedos que hacen evolucionar la narrativa. Sin embargo, este poder creativo revela la imposibilidad de una continuidad infinita, pese a la multiplicidad de perspectivas y símbolos y la irrupción constante de las voces simultáneas, tiempos e incidentes. Por eso las “mitades”, los medio de párrafos que se repiten en la novela como un deseo narrativo de eludir los principios, correspondiente a ese origen difuso (familiar y divino) y a los finales, que implican el término de la existencia y de la obra. La historia inconclusa acentúa y reelabora la imposibilidad de un relato con sus múltiples caminos sugeridos, compensando lo inacabado a través de la insistencia, de la repetición como un gesto desesperado por fijar algo. Porque si hay algo que evoluciona en esta novela, no es precisamente el transcurrir de una intriga; el argumento fluye en círculos concéntricos; es el temor a la muerte y su inminente llegada. Y la muerte no
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es solo biológica; semánticamente, la muerte es también el momento de transformación de la materia del cuerpo; por tanto, funciona en perfecta analogía con la materia poética. Es decir, en ambos casos se pueden leer las alusiones a la muerte y sus modificaciones en relación a la metamorfosis de la palabra en el ejercicio literario. En este sentido, el sujeto poético está condenado a vivir el paso del tiempo, a seguir en una travesía donde se constituye y disuelve como individuo en una nada existencial. Hay una añoranza de fijar las imágenes fragmentadas y dinámicas como una forma de eludir la llegada del fin en la creación literaria: Ahora que estoy en el final de mi relato me da pena que acabe siempre me dio pena que cualquier cosa acabase de modo que voy aplazando el momento de sacar el diario del cajón donde lo escondí y sentarme a la mesa que aún no puse con la disculpa de que he venido cansada del trabajo, … –¿Qué es eso, Clara? escribo una línea o dos, borro, vuelvo a escribir y no fue así, no fue así, un trazo más grueso por encima de las palabras, [… ] (425).
No Entres Tan Deprisa en esa noche oscura remite a la imposibilidad de completar el proceso identitario del sujeto, siempre condenado a la fragmentación y a la imposibilidad de zafarse del fin y de la muerte. La idea subyacente es la de reaccionar u oponerse al fin con la agonía como trayectoria y recorrido. Viajar es crear, es llenar el mundo de palabras, dar paso al tiempo; es vivir en “el transcurso” y evitar o detener la caída, la nada. El libro es ese periplo angustiante, concéntrico que va conociendo el caos, el dolor, el enigma, la angustia de lo absoluto, el encuentro y la despedida, para terminar en el inevitable naufragio. Y la infancia es la antípoda de ese recorrido, el primer estadio que resigna a avanzar, avanzar hacia la muerte o el fin. De cierta forma, la infancia en esta novela pasa a representar un segundo duelo imposible desde el que se observa, algo impotente, la inminencia de la muerte. Freud, al referirse al duelo en sus escritos, afirma que éste puede ser relacionado a la pérdida de un ser querido así como también a la pérdida de una abstracción (la patria, por ejemplo). En esta novela, parecieran convivir ambas pérdidas: la del padre y la de la infancia; ambas se asumen con dolor e incomprensión; ambas se sostienen como parte de un todo; ambas se repiten y se entrelazan. O a otro cruce, la muerte del padre como la muerte del niño o niña que fuimos. Hay una preocupación existencial sobre el absurdo y el misterio de la vida, el hombre ignora a qué hora empieza a vivir, el hombre ignora por qué está solo, por qué avanza por el camino del deterioro. Maria Clara es “abandonada por su familia”, por el lenguaje articulado, por la memoria familiar congruente; pero ella se resiste a todo ese caos con su inicial obediencia filial, con sentimientos de cierta inferioridad y vulnerabilidad. Las figuras paternas tienen algo de ausentes y desdibujadas. Se sugiere
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un instante de quiebre que incluso se escenifica en escenas típicas de la casa de infancia: la cena familiar. Así como el padre se desmorona, también la mesa es un lugar de imposible comunión. El retorno a la infancia cumple también una función en relación con la pregunta por la identidad, que es otro de los núcleos de la obra lobo antuniana. Se trata de una búsqueda incesante, que intenta armar y comprender el sujeto, que el propio autor enuncia así: “La búsqueda de la identidad es algo que nos acompaña toda la vida. ¿Quién soy yo? ¿Quiénes son los otros? Es un juego de espejos, pero el problema es que todos los espejos están ligeramente deformados, y en tanto somos zurdos en los espejos, no somos nosotros completamente”8 (20019). Durante el transcurso de esta novela, la protagonista irá armando el rompecabezas de su historia, buscando las piezas que faltan, encontrando unas que encajan y otras que sobran, y fracasando en el intento de componer la totalidad. Porque, como dice la cita, estamos condenados a la visión deformada que nos entregan los espejos. Es por eso que Maria Clara, motivada por la compresión de su persona, indagará evidencias familiares, preguntando por el pasado, los orígenes. Sin embargo, la propuesta del autor será la de una familia que desintegra y desorganiza la identidad. La familia aparece como un espacio social de fuerzas opuestas que dificultan este proceso subjetivo. Basta pensar en la frase que destaca la falta de certeza como la marca de su identidad: “No estoy segura de si somos nosotros quienes crecemos o el mundo el que encoge, todo deja de servirnos y no sólo la ropa sino los sentimientos […]” (51) Maria Clara también elude recuerdos duros, como cuando fue testigo de la infidelidad del padre, y la permanente sospecha de que hay tensiones, secretos y traiciones familiares. Siempre se trabaja sobre lo inconcluso, la reconstrucción de la identidad es una tarea siempre inacabada, como se ve en el siguiente monólogo de la protagonista que repite obsesivamente: Debe ser, pienso yo, porque no consigo separarme de nada que no consigo separarme de nada que no consigo separarme de vosotros: tanta ropa antigua que ha dejado de servirme en el armario de la habitación, tantas sandalias de niña, tantos bolígrafos sin tinta y restos de goma en el escritorio que no permití que cambiasen, marcado a navaja con los nombres de los novios que no tuve y que apenas recuerdo. Pedro Filipe António (321).
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La traducción es mía. Entrevista dada a Luis Osório.
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Esta última pregunta apunta a esa imposibilidad de recuperar el tiempo pasado, junto con la pulsión fantasiosa que culmina en un último ejercicio de identidad, ya en la adultez, abierto y contradictorio: soy –Clariña tengo dieciocho años y paseo allá al fondo por la huerta tropiezo junto a la verja con mi abuela que se escapa con dos platos de porcelana con precauciones de ratero –No le cuentes nada, pequeña no soy Clara, nunca fui Clara, no salí de Estoril, no pasaron diez años (408).
La multiplicidad de voces y la construcción recurrente enmarcada en una temática que presenta la infancia y la familia, se exponen dramáticamente en correlación con la enfermedad y la muerte. El fin de la vida del padre y de la creación se elude y rehúsa con la narración de acontecimientos y la creación de fantasías en un diario de vida, que al final de cuentas, es el libro que se lee. La infancia invoca un momento de suspensión, ajeno al tiempo del autor pero no a la melancolía y al duelo, a la muerte de un sujeto, a su dislocación. Porque finalmente la noche, esa noche, se impone ineludiblemente cuando abandonamos a Maria Clara, una Maria Clara dispuesta a huir de casa, que se encuentra con una anciana en vísperas de su muerte y que luego prende el televisor para que, desde la pantalla, le sonría fugazmente una niña. La “noche” llega cuando el lector cierra el libro, y se da cuenta de que solo ha conseguido, por medio de la lectura y de la creación, retrasar ese momento, iluminar un trayecto, restarle velocidad, intentar no ir tan deprisa a la inexorable oscuridad.
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BIOGRAFÍAS AUTORAS
ANDREA JEFTANOVIC
Socióloga y Doctora en Lenguas y Literaturas Hispánicas de la Universidad de California, Berkeley. En el campo de ensayos académicos, ha publicado revistas especializadas como Iberoamericana, Chasqui, Gestos, Hispamérica, Apuntes, Isla Flotante, entre otras. Ha participado en volúmenes críticos como Mujeres chilenas, Arte e Cidade, Ciudades inciertas, Políticas y estéticas del cuerpo en América Latina, Diamel Eltit: redes globales, redes locales. También es autora de ficción con las novelas Escenario de Guerra (2000, 2010) y Geografía de la lengua (2007), del libro de memorias Conversaciones con Isidora Aguirre (2009), del conjunto de relatos No aceptes caramelos de extraños (2011) y co-autora de Crónicas de oreja de vaca (2011). Sus cuentos han formado parte de antologías nacionales y extranjeras. Actualmente es académica de la Universidad de Santiago de Chile y desarrolla nuevos proyectos literarios. MARÍA JOSÉ NAVIA
Licenciada en Literatura y Linguística Hispánica por la Pontificia Universidad Católica, Magíster en Humanidades y Pensamiento Social por la Universidad de Nueva York (NYU) gracias a la Beca Presidente de la República. Publicó su primera novela SANT (Incubarte Editores) el año 2010 y sus cuentos han aparecido en las antologías Lenguas: 18 jóvenes cuentistas chilenos (JC Sáez Editor, 2005), ¡Basta! 100 mujeres contra la violencia de género (Editorial Asterión, 2011) y Junta de Vecinas (Algaida, 2011), entre otras. Actualmente se encuentra realizando un Doctorado en Literatura y Estudios Culturales en la Universidad de Georgetown. Entre sus temas de investigación se encuentran los estudios del trauma y testimonio en la literatura norteamericana e iberoamericana. MARÍA BELÉN PÉREZ
Licenciada en Literatura y en Enseñanza en Educación Media en la Universidad Finis Terrae con su tesis de grado titulada “Oralidad y trauma en Sí te dicen que caí de Juan Marsé”. Participó en los talleres literarios de Alejandra Costamagna y publicó uno de sus cuentos en Antología palabras del fin del mundo, Universidad Finis Terrae. En estos días se desempeña como editora independiente. LUCÍA SAYAGUÉS
Licenciada en Literatura en la Universidad Finis Terrae. Se tituló con la tesis “El gran cuaderno de Agota Kristóf: metáforas del estado de excepción”. Actualmente se desempeña como editora para una revista digital y trabaja en edición literaria de forma independiente.
AGRADECIMIENTOS
En este libro están registrados mis mejores años de indagación intelectual y académica. Una estimulante trayectoria recorrida por el descubrimiento de autores, perspectivas y teorías que fui conociendo en mis años de estudio en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de California en Berkeley. En la etapa de proyecto de tesis doctoral, agradezco la incondicionalidad de Francine Masiello, sus agudas observaciones, su rigurosidad y compromiso, su lucidez intelectual y enorme generosidad. También a José Luiz Passos, siempre con lecturas desafiantes, minuciosas y delicadas, y por mostrarme la literatura brasilera. De los años en Berkeley también guardo las mejores vivencias junto a mis compañeras y colegas Valeria, Anna, Chrissy. A Verónica López, asistente de los alumnos graduados, porque hubiese sido imposible titularme sin su ayuda y consejos. Mi más profunda gratitud al Departamento, por haberme brindado la maravillosa experiencia de estudiar en un campus vivo, con oportunidades de investigación y enseñanza que han sido cruciales en mi formación y vida. Ya de regreso en Chile, tuve oportunidad de dar cursos sobre este tema en la Universidad Diego Portales y la Universidad Finis Terrae, y luego formar un grupo de investigación, gracias a un Fondecyt de iniciación, junto a María José Navia, Belén Pérez y Lucía Sayagués. En esta etapa colectiva no puedo dejar de destacar lo nutritivo y necesarias que fueron esas lecturas compartidas, el intercambio de puntos de vista y bibliografía que mantuve con las tres colaboradoras. En términos institucionales, mis agradecimientos a Antonio Ostornol, Director de Estudios de la carrera de literatura en la Universidad Finis Terrae, y a Dora Altbir, directora de investigación de la Vicerrectoría de Investigación y Desarrollo de la Universidad de Santiago de Chile, por darme todas las facilidades para el desarrollo de este proyecto. También a la Decana Carmen Norambuena, a mis compañeras y colegas Valeria De los Ríos y Raquel Olea. Y de los miembros de Conycit, le debo más de un milagro a Ricardo Vásquez, Coordinador de Proyectos de las áreas de Educación, Lingüística y Psicología, por su profesionalismo y espíritu de colaboración. Paulina Matta, Bernardita Bravo y Silvia Arévalo, han sido mis lúcidas, acuciosas y poéticas interlocutoras y correctoras en los diferentes momentos del desarrollo de este libro.