Índice Portada Créditoss Crédito Introducción: Introduc ción: «No podemos pod emos no comunicar» 1. Lengua Lengua materna-patria 2. El lenguaje lenguaje en el Evangelio Ev angelio de Lucas 3. El lenguaje lenguaje en Juan 4. Conversar, Conversar, decir, disertar[1] disertar[1] 5. Hablar Hablar y escuchar 6. Lenguaje Lenguaje y fe 7. El lenguaje lenguaje religioso 8. El lenguaje lenguaje corporal 9. El lenguaje lenguaje en la liturgia liturg ia 10. Hablar Hablar y escribir 11. Hablar Hablar sobre otros: el lenguaje públic o 12. Hablar Hablar y o brar 13. Lenguaje y protesta 14. Algunas reglas de la comunicación 15. Hablar y callar 16. Lenguaje y poder 17. La dificultad para hablar con el corazón en la mano 18. Palabras efectivas: palabras transformadoras 19. Palabras y oración Reflexiones finales: «El lenguaje habla» Bibliografía
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A NSELM GRÜN
El arte de hablar y de callar Por una nueva nueva cultura del lenguaje
3 SAL TERRAE
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Título original: Achtsam sprechen – kraftvoll schweigen © Vier-Türme GmbH, Verlag, 2013 D-97359 Münsterschwarzach Abtei www.vier-tuerme-verlag.de Traducción: Melecio Agúndez Agúndez © Editorial Sal Terrae, 2017 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201
[email protected] / www.gcloyola.com Imprimatur: † Vicente Jiménez Zamora Obispo de Santander 05-12-2014 Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2419-8
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Introducción: «No podemos no comunicar» «No podemos no comunicar». Esta conocida afirmación del psicólogo austriaco Paul Watzlawick describe nuestra vida humana como permanente comunicación. Estamos hablando permanentemente. Incluso cuando callamos, estamos hablando. Estamos expresando algo con nuestra actitud corporal. Estamos en diálogo unos con otros. En la conversación queremos hacernos comprensibles al otro y también ser comprendidos de hecho por él. Quisiéramos además participar en su vida. Y sin embargo, con frecuencia mis palabras le llegan al otro de manera distinta de como yo las había pensado. No es algo evidente de por sí que una conversación logre el resultado previsto. Con frecuencia, en las familias, en las comunidades, en los negocios, predomina la inexpresividad, la carencia carencia de palabra. Y muchas conversaciones fracasan. Hoy se ofrecen infinidad de cursos de retórica. Precisamente entre directivos de empresa es donde encuentran especial acogida estos cursos. Porque los directivos perciben lo importante que es expresar en un buen lenguaje lo que quieren transmitir a sus colaboradores o clientes. Sin embargo, las más de las veces en estos cursos solo se enseñan técnicas sobre la manera de hablar con más eficacia y mejor acogida. El lenguaje se utiliza como instrumento para conseguir un mejor resultado. En este libro, a mí no me interesa la efectividad o el mayor influjo sobre otros mediante un lenguaje más atractivo. Me interesa más bien rastrear el secreto, el misterio, del lenguaje. Cada día hablamos unos con otros. Pero ¿qué sucede cuando hablamos unos con otros? ¿Qué expresa el lenguaje? ¿Qué efecto produce? ¿Y cuál es su secreto, su misterio? Cuando leo libros sobre lenguaje, me suele suceder lo siguiente: o me concentro en controlar mi propio lenguaje, o miro con angustia a ver dónde cometo este o aquel error 6
al hablar. Sin embargo, tampoco este es el objetivo del presente libro. No pretendo crear mala conciencia. No quiero acusar ni denunciar que alguien hable un lenguaje desaliñado. Quisiera más bien afinar mi propia sensibilidad y la de los lectores y lectoras respecto del misterio del lenguaje. Quisiera despertar el placer de tratar con más esmero el propio lenguaje. Desde siempre, filósofos, teólogos y poetas han reflexionado sobre el lenguaje. Y entre todos ellos no han llegado a ningún resultado inequívoco. No existe ningún lenguaje-tipo que podamos aprender a la perfección. Tampoco en este libro se dan normas de obligado cumplimiento al hablar. Este libro quiere abrir los ojos y los oídos a lo que acontece al hablar, al oír, al leer: qué hace el lenguaje conmigo y qué hago yo con el lenguaje; en qué me siento ya gratificado por el lenguaje; en qué lenguaje me siento como en casa, aceptado y comprendido; y qué lenguaje me desazona, me irrita, me solivianta. El lenguaje hace posible la conversación. Ya para los filósofos griegos, la conversación [el diálogo] era una fuente importante de conocimiento. Valoraban la conversación como el espacio en el que las personas se encuentran y en el que mutuamente se estimulan a conocer cada vez con más profundidad el misterio del ser humano. Esta cultura griega de la conversación la tuvo presente, sobre todo, el evangelista Lucas en su evangelio y en los Hechos de los Apóstoles. Jesús, según Lucas, transmite sus más importantes mensajes en conversaciones; sobre todo, en conversaciones que tienen lugar con ocasión de un convite. El simposio, la comida compartida, unida a conversaciones profundas, imprimió su sello en la cultura griega del pensar y del hablar. Creemos que también hoy necesitamos para nosotros algo de esa cultura: tanto para las conversaciones en la familia, en la iglesia, en la empresa, en las comunidades religiosas, como para las intervenciones públicas en radio y televisión. televisión. Hoy observamos con mucha frecuencia un deterioro de la cultura de la conversación. En programas de entrevistas cada uno habla a su aire y en paralelo. En ese momento, la conversación no contribuye en absoluto a la estima recíproca y al esfuerzo 7
conjunto por alumbrar la verdad; está más bien al servicio del sensacionalismo y del halago de los oídos de espectadores y oyentes. Los políticos ya no entablan ningún diálogo, sino que utilizan la tribuna del Parlamento o los medios de comunicación para exponer de la manera más incisiva posible su propia posición y para ridiculizar al adversario político. Ahí ya no hay nada que sea oír o escuchar o dialogar en serio. Ahí no existe ninguna conversación: no tenemos más remedio que aguantar un continuo chismorreo. En muchos ámbitos se está intentando desarrollar una nueva cultura de la conversación. Se habla de «comunicación libre, sin coacción»: una comunicación con la que el mariscal B. Rosenberg, durante el proceso de reconciliación de grupos enfrentados, pudo obtener experiencias satisfactorias. Las empresas gastan mucho dinero en mejorar, a base de seminarios, su cultura de la comunicación. Desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia se ha preocupado una y otra vez por crear foros de intercambio para hacer posible un diálogo ágil entre obispos, sacerdotes y laicos. También, como respuesta a los debates sobre abusos, se ha hecho más explícita la llamada a una comunicación abierta en la Iglesia. Y en numerosas diócesis se ha iniciado un proceso de diálogo. En todos estos intentos hay mucha y muy buena voluntad. Sin embargo, muchas veces el diálogo no logra el resultado apetecido. Con frecuencia se cargan al diálogo expectativas que dificultan el contacto real y la apertura mutua. En este libro quisiera reflexionar sobre qué es lo que constituye una conversación auténtica. Y me gustaría formularme algunos interrogantes sobre el lenguaje que hablamos. Porque antes de que una conversación pueda tener éxito, es preciso tratar con esmero el lenguaje. Así pues, desearía reflexionar sobre el misterio del lenguaje. «Tu lenguaje te delata» (Mt 26,73), dice la criada a Pedro. Nuestro lenguaje –el que nosotros hablamos– delata nuestro talante interior; delata también nuestras necesidades soterradas y nuestras agresividades reprimidas. Por eso es bueno poner ante los ojos los presupuestos de nuestro hablar, y recapacitar sobre la actitud interior que se manifiesta en el lenguaje. El lenguaje imprime su sello a una época y a una sociedad. Los germanistas constatan una decadencia del lenguaje y una falta de comprensión del mismo. Cuando la Académica Bávara de Bellas Artes, en el año 1959, organizó una serie de conferencias 8
sobre «El lenguaje», el dibujante y escenógrafo Emil Preetorius, en su discurso de apertura, opinó que la crítica que desde la gramática se hace al declive del lenguaje, todavía no da en la auténtica esencia del lenguaje. Se trata más bien –como dice el escritor Günther Eich, al que Preetorius cita en esta ocasión– de ver el mundo como lenguaje: «Lenguaje auténtico me parece a mí aquel en el que la palabra y la cosa coinciden» (Preetorius 10). Este es el auténtico problema: que, con frecuencia, el lenguaje que hoy hablamos ya no deja a las cosas hacerse realidad, sino que hace afirmaciones sobre las cosas sin que las cosas mismas hablen de por sí. Cuando viajo en tren y presto atención a las conversaciones que se mantienen a mi alrededor, muchas veces me quedo aterrado de la banalidad del lenguaje. Se pronuncian muchas palabras. Pero en realidad no se dice nada. En esas palabras, el mundo no se traduce a sí mismo en lenguaje. Naturalmente, muchas veces me llama también la atención la incapacidad para construir frases enteras. Solo se sueltan acá y allá cabos o jirones de frases. Pero eso no es una conversación. No se crea una comunidad al hablar. El lenguaje no une, sino que solo revela el aislamiento y la errabundez de las personas. Para los humanos, el lenguaje ya no es su casa, su hogar. Muchas veces, cuando se habla de otros, percibo en las palabras un runrún de desprecio. Extranjeros que han aprendido bien el alemán encuentran difícil seguir este lenguaje. No es el lenguaje que ellos han aprendido. No es el lenguaje de los poetas y pensadores alemanes, sino un lenguaje banal. El lenguaje nos delata. Delata la banalización de nuestro pensamiento. pensamiento. Dolf Sternberger hizo una investigación sobre el lenguaje del Tercer Reich; en esa investigación descubrió lo delator que es el lenguaje. En el Tercer Reich se acumulan palabras que llevan el prefijo be- [1] . Este prefijo expresa con frecuencia intromisión violenta o ataque, e incluye un tono de imposición y autoritarismo. Es verdad que el prefijo be- tiene también a veces un significado positivo [2] . Entonces expresa la bondad de una aptitud o capacidad. Pero en el Tercer Reich se prefirieron las palabras be- agresivas. En la nueva edición de su libro Aus dem Wörterbuch eines Unmenschen [Del vocabulario de una barbarie], Dolf Sternberger tuvo
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que constatar que en el año 1960 el lenguaje del «monstruo» apenas si había cambiado y que más bien se había extendido ampliamente entre las autoridades administrativas. Un sacerdote esloveno que vivió y trabajó en Alemania durante la época del comunismo, al volver a Eslovenia después del cambio, constató que los comunistas habían modificado el lenguaje. Se encuentra en su país con un lenguaje distinto del que se hablaba cuando él huyó de los comunistas a Alemania. Las gentes del país no lo notaban en absoluto, pero imperceptiblemente la filosofía de los comunistas, desdeñosa y enemiga de lo humano, se había reflejado cada vez más en el lenguaje. En una visita a Ucrania tuve el honor de pronunciar una conferencia ante la Administración de la ciudad de Lviv sobre «Gobernar con valores». También en esa conferencia abordé el tema del lenguaje. En la conversación con un responsable de la Administración, esta persona me contaba que él se esfuerza por modificar el lenguaje de los empleados. Porque en la época comunista, los funcionarios trataban a los usuarios de esa oficina como intrusos que había que rechazar o traer a mandamiento. La animosidad frente a los clientes se manifestaba en un lenguaje agresivo y de desprecio hacia las personas. No es tan fácil modificar el lenguaje de una Administración. Esto no pasa por edictos o decretos que prohíban utilizar tales palabras, sino que se necesita una toma de conciencia del efecto que causamos con nuestro lenguaje en el ánimo de los demás. Pero el cambio de lenguaje de una Administración crea también un nuevo clima en una ciudad, en un país. El cambio de una persona pasa por el lenguaje. Aprendiendo a hablar de otra manera, nos hacemos de otra manera. Naturalmente, ese lenguaje diferente no se puede aprender de forma puramente externa; tiene que ser expresión de una forma distinta nuestra de pensar. Pensar y hablar se condicionan mutuamente. En este libro quisiera abordar el fenómeno del lenguaje y de la conversación desde distintos puntos de vista. No tengo la pretensión de exponer los secretos filosóficos y teológicos del lenguaje. Quiero adentrarme en el fenómeno del lenguaje más como observador, partiendo de la Biblia, aunque también de observaciones concretas sobre el lenguaje de hoy. Voy a proceder subjetivamente. Destacaré lo que me interesa
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personalmente, lo que interiormente me tira, en la esperanza de que eso también haya de afectar a los lectores y lectoras. Para la redacción de este libro he buscado inspiración en el encuentro que mantuvimos en un pequeño círculo. Una editora, un pastoralista, un asesor financiero, un maestro de novicios, un estudiante universitario, una librera y colaboradora de la editorial, hablamos de lo que se nos ocurría a propósito del lenguaje y de la conversación. Se desarrolló una conversación de la que salí oxigenado. El chismorreo me cansa, una conversación me oxigena. Espero que ustedes, queridos lectores y lectoras, no se cansen con la lectura de este libro sino que se sientan reconfortados, porque se van a poner en contacto con su propio corazón y con sus propias experiencias sobre el lenguaje lenguaje y la conversación.
[1] El autor aduce en este pasaje una serie de ejemplos. Para los estudiosos del alemán reproducimos aquí, en nota, lo que el autor incluye en el texto: be-fehlen (mandar), be-fehlen (mandar), be-handeln (tratar), be-handeln (tratar), be-stimmen (determinar), be-stimmen (determinar), beherrschen (dominar), herrschen (dominar), be-fallen be-fallen (acometer), be-aufsichtigen (supervisar), be-aufsichtigen (supervisar), be-dauern be-dauern (sentir/lamentar), be-haupten (afirmar), be-shimpfen (ultrajar/denostar) be-shimpfen (ultrajar/denostar) [N. del T.]. be-geistern (entusiasmar), be-sänftigen be-sänftigen (suavizar), be-leuchten be-leuchten (iluminar), be-kleiden be-kleiden (cubrir, [2] Como en be-geistern (entusiasmar), revestir).
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1. Lengua materna-patria o es casual que el alemán hable de Muttersprache [lengua materna] y de Vaterland [patria, tierra de los padres]. Con el concepto de «patria» asociamos más bien la posesión, el patrimonio. El padre posee la tierra. La patria nos pertenece. Es el territorio que habitamos, pero también el espacio que cultivamos, el que nos proporciona los frutos de la tierra. A la patria se la defiende contra sus enemigos. Es un patrimonio que hay que proteger y defender. La lengua materna no tiene uno que defenderla. Es el regazo que nos regala seguridad. La lengua materna no nos la puede quitar ningún enemigo; a lo sumo, puede arrebatárnosla cuando la adultera sin que nosotros nos demos cuenta de ello. La lengua materna precisa cuidado y atención. Y se necesita tener un contacto íntimo con ella para poder beber del pozo maternal de nuestra lengua. lengua. Lo mismo que la madre está-ahí para para el niño, así también está-ahí , en la madre, la lengua materna: «Y el niño va desarrollándose en ella; asimila el lenguaje materno. Jugando, el niño vive atareado en la asimilación de la lengua. Jugando, copia e imita las palabras y su conexión, y remeda al mismo m ismo tiempo lo que más m ás tarde va a hablar. Graba en la memoria y en el recuerdo lo que ya de por sí es producto de memoria y de recuerdo. Porque la lengua, la palabra que hablamos, es algo recordado y memorizado que retorna una y otra vez» (Jünger 55). El aprendizaje de la lengua materna no es para el niño algo puramente exterior. El niño «crece en comprensión de la comunidad de lengua y en ella empieza a entenderse a sí mismo. Percibe el lenguaje no como algo solo exterior, algo que está-ahí-fuera de él; en el lenguaje desarrolla su propia vida interior, su vitalidad, la que nace de la
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pertenencia» (ibid. 57). En la lengua materna, el niño crece y se va encontrando cada vez más consigo mismo y con su identidad. Se entiende a sí mismo siempre en su lengua. El lenguaje mismo tiene algo de maternal. La madre no juzga, sino que expresa objetivamente con palabras lo que hay. La lengua, además, alimenta. Impulsa el crecimiento de la persona. Le proporciona seguridad y cobijo. La madre es algo muy significativo para el niño. Las primeras palabras que el niño oye una y otra vez, modelan su talante interior. Porque en ese proceso no están solo las palabras que se dicen: está también la forma y manera como se dicen. Pero la lengua materna no es simplemente la lengua que la madre nos ha hablado: la lengua misma se convierte en la madre que está pendiente de nosotros, que nos consuela, nos anima y nos remite a todo lo que de bello hay en nuestra vida. Cuando una persona vuelve a su lugar de origen, enseguida le resuena el tonillo peculiar con el que allí se habla. Esto vale del dialecto pero también de todo el canturreo y la musicalidad del idioma hablado. La nueva alta valoración del dialecto, a la que estamos asistiendo, corresponde a esa nostalgia del lenguaje como hogar. En un dialecto normalmente no se puede tener ninguna discusión teórica. El dialecto es palabra de encuentro y palabra de comunicación. Con el dialecto, me siento tratado como persona. Con el dialecto se me comunica algo. Se me comunica el amor, pero también la sabiduría que las personas del lugar han ido condensando en su lenguaje. Dialecto viene de diálogo. El dialecto es un lenguaje dialogal, una lengua en la que uno y otro entran en conversación. El dialecto es siempre un lenguaje plástico. Y un lenguaje plástico solo expresa datos positivos. No puede en modo alguno negar un dato objetivo. Lo irrelevante de un acontecimiento es imposible expresarlo plásticamente (cf. Watzlawick 56). El dialecto es, por eso, un lenguaje afirmativo, un lenguaje que, como la madre, cuida y fomenta la vida y no la niega, como algunos racionalistas, ni la pone en cuestión. La lengua materna m aterna es una lengua nodriza y una lengua cargada de confianza, que nos introduce en la vida. Sobre el lenguaje como patria ha escrito principalmente la poeta judía Hilde Domin. Patria, para ella, es lo que no se puede perder. Y eso es precisamente el lenguaje. «Para mí, el lenguaje es lo que es imposible perder, después de que se ha visto que todo lo demás se puede perder. El último e irrenunciable hogar. Solo dejar de ser persona (la 13
muerte cerebral) me lo puede arrebatar. Así es la lengua alemana. En las otras lenguas que hablo me siento como huésped. Huésped, gustosamente y agradecido. La lengua alemana ha sido el soporte; a ella le debemos haber podido conservar nuestra identidad. A causa del lenguaje he regresado yo» (Domin 14). La situación en el destierro era, para Hilde Domin, algo «inhóspito». Es verdad que allí conservaba su lengua como hogar patrio. Pero, en su destierro, no podía hacerse entender con las personas en la lengua materna. Tuvo que aprender otro idioma. Por el contrario, para ella era excitante «volver de nuevo a casa, al país en que había nacido, donde las personas hablan alemán» ( ibid. 14). Cuando hablaba de patria y hogar, escritores alemanes colegas reaccionaron con extrañeza. Sin embargo, Domin se reafirma: «Es que estamos viviendo en una crisis de pertenencias. También en una crisis de lengua y de habla: crisis de comunicación, crisis de identidad. En el no-hogar» ( ibid. 16). El que no es consciente de su lengua, no encuentra su identidad. La lengua es un importante lugar de encuentro de la identidad. El lenguaje es también el lugar de pertenencia. Si hablo el mismo lenguaje, pertenezco a las personas que me m e oyen y a las que oigo. A una persona le pueden robar la patria exterior; el hogar, no: «La lengua en la que consciente y responsablemente pongo nombre a las cosas del mundo, en la que conscientemente lo hago comunicable (y además lo comunico de tal manera que soy oído), esa nadie la puede arrebatar, es el último refugio. Ese íntimo hogar lo defiendo hasta mi último aliento. Como antiguamente el campesino, su terruño. No puedo en absoluto obrar de otra manera» ( ibid. 16). Es una bella imagen la que aquí utiliza Hilde Domin para el lenguaje: es refugio de la persona. Cuando le han arrebatado todo, el lenguaje no se lo pueden arrebatar: solo con la muerte. Incluso si enmudece hacia fuera, tiene el lenguaje interior, en el que puede conversar con su espíritu y en el que puede experimentar algo de hogar en medio de tanta intemperie. La lengua es para Hilde Domin la apropiación del mundo por la palabra. No solo escucho al mundo. Al hablar sobre el mundo, el mundo se convierte en mi propiedad. Me apropio de él. Lo tomo en posesión. Me pertenece. El lenguaje me pone en relación con el mundo y con las personas que me escuchan. En el lenguaje encuentro escucha. Al 14
comunicar mis experiencias con el mundo, soy escuchado por otros. Y de este modo, el mundo pertenece al que habla y al que escucha. Nosotros mismos experimentamos lo que significa la lengua materna cuando en un país extranjero, de repente, oímos los tonos familiares de nuestro propio idioma. Cuando un alemán, en el extranjero, se dirige a nosotros, enseguida nos encontramos como en casa, en nuestro ambiente. Y enseguida notamos de qué región del ámbito lingüístico alemán procede. Su lenguaje le delata. Y cuando nosotros, tras una larga estancia en el extranjero, regresamos a casa, experimentamos también la lengua materna como hogar – como algo que nos proporciona seguridad, que nos alimenta, que guarda y defiende nuestro espíritu– y como «último refugio», tal como la califica Hilde Domin.
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2. El lenguaje en el Evangelio de Lucas El evangelista Lucas se había formado en la filosofía y la retórica griegas. Esto se nota en su lenguaje culto y pulido. La tradición le tiene por médico y pintor. Ambas imágenes imá genes dicen algo sobre su lenguaje. Lucas habla un lenguaje terapéutico. No moraliza; tampoco formula tesis dogmáticas. Narra. La narración fue la primera forma de terapia. Al leer u oír una narración, me siento transformado, algo se mueve dentro de mí: se opera un proceso de cambio sin que yo me sienta forzado a ello por presiones moralizantes. En la narración vuelvo a encontrarme a mí mismo. En razón de este efecto terapéutico del lenguaje, Lucas está en la tradición de los filósofos griegos. Plutarco, por ejemplo, refiere de Antifón, el terapeuta: «Cuando aún estaba dedicado a la poética, descubrió un arte de liberar de dolores, semejante a un tratamiento médico de los que ya existen para los que están enfermos. En Corinto se le adjudicó una casa junto al ágora; en ella fijó un letrero que decía que podía curar enfermos mediante la palabra» (citado en Watzlawick 12). Con su evangelio, Lucas ha escrito un libro que pueden leer personas que padecen enfermedades interiores y exteriores, para así experimentar en sí mismas la fuerza curativa y consoladora de las palabras. Lucas escribe de Jesús de tal manera que los lectores y lectoras sienten en sí su influjo de médico y salvador. Es una cualidad magistral. Lucas la aprendió de Platón, que pasa por ser «el padre de la catarsis, es decir, de la purificación del alma y de la persuasión mediante el lenguaje» (Watzlawick 13). Además, el lenguaje de Lucas es un lenguaje pictórico. Al escribir su evangelio, Lucas pinta un cuadro de Jesús. Y lo pinta de tal manera que los lectores se transforman a la vista de su pintura. 16
El teólogo protestante de Würzburg Klaas Huizing opina que en una narración del Evangelio de Lucas le sucede a uno lo que le pasó a Rilke al contemplar el torso del Apolo clásico: «No hay en él sitio alguno que no te vea a ti. Tienes que cambiar tu vida». En los cuadros que Lucas pinta en su evangelio y en los Hechos de los Apóstoles, nos vemos a nosotros mismos. Y los cuadros nos miran. Esto nos transforma. Lucas no moraliza ni me incita a cambiar mi vida. Pero, al contar historias fascinantes, acontecen de por sí la transformación y el cambio de mi vida y de mi actitud ante ella. Esos cuadros que pinta Lucas puede uno contemplarlos una y otra vez para experimentar su efecto transformante. Como los griegos, Lucas apuesta en ellos por la belleza. Para los griegos, todo lo que es, es bello. Y el lenguaje tiene la tarea de hacer honor a la belleza de las cosas y de poner a las personas, mediante la belleza, en contacto con su propia belleza interior, con el fulgor divino que hay dentro de ellas. Cuando la persona contacta con su belleza originaria, entonces recupera salud e integridad, vuelve a ser buena y bella. Para Platón, lo bello es también «lo justo, lo conveniente, lo bueno, lo acorde con su naturaleza, aquello por lo que la persona posee integridad, bienestar, plenitud». Lucas ha narrado también sus historias de curación de tal manera que las personas se sienten elevadas a su belleza originaria. A través de su bello lenguaje, el lector puede experimentar lo que Jesús hace en los enfermos. El lector contacta con su propia belleza, con su esplendor originario. El lenguaje de Lucas es también un lenguaje emocional. No nombra sentimientos, sino que los expresa con su lenguaje. En su lenguaje uno percibe que Lucas está en sintonía con las personas sobre las que escribe, y que se acomoda con su lenguaje al acontecimiento en cuestión. Al mismo tiempo, uno percibe que quiere a las personas y que habla de ellas con respeto. También esto es un rasgo esencial de un buen lenguaje. La lengua habla a alguien y sobre alguien. Y en la forma y manera como hablo, se evidencia si quiero a las personas o las desprecio, si querría decir a las personas buenas palabras o malas. Decir palabras buenas significa bendecir (en latín benedicere). Decir malas palabras significa maldecir (en latín maledicere). Cuando Lucas escribe palabras buenas porque piensa bien del lector y le quiere, sus palabras se convierten en bendición para sus lectores y lectoras.
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El lenguaje de Lucas es un lenguaje cordial, que toca los corazones de los lectores. Esto se pone de manifiesto en su narración de la historia de la infancia de Jesús o en sus maravillosas descripciones del hijo pródigo o de los discípulos de Emaús. Quien alguna vez ha leído con atención estos textos, ya no los podrá olvidar nunca. Estas historias han impactado interiormente a hombres y mujeres a lo largo de los siglos. E incluso no cristianos leen con gusto estos relatos porque experimentan en ellos la cordialidad. Los poetas han citado una y otra vez estas historias porque no encontraban e ncontraban mejores ejemplos de cómo se puede escribir entrañablemente sobre las personas y su destino, sobre sus desengaños y sus alienaciones, pero, al mismo tiempo, también sobre la alegría del reencuentro y de una cálida acogida personal. El lenguaje de Lucas es un lenguaje dialogal. Siempre tiene ante la vista al lector o al oyente. Le gustan también el saludo y la dedicatoria inicial. Su evangelio lo comienza ya con una dedicatoria personal. Se lo dedica a un personaje distinguido y rico, Teófilo. A este Teófilo quiere contarle la historia de Jesús de tal modo que pueda convencerse de la fiabilidad de la doctrina (cf. Lc 1,4). El lenguaje dialogal de Lucas se pone de manifiesto nuevamente en las Bienaventuranzas. Mateo escribe las ocho Bienaventuranzas como enunciados sapienciales, en tercera persona. En Lucas, Jesús se dirige concretamente a las personas y les habla en segunda persona, en estilo-tú. Entabla un diálogo con los oyentes. Y este diálogo debe llevar a una decisión. Por eso, Lucas, en su versión, formula cuatro bienaventuranzas y cuatro lamentaciones. Jesús, al presentar diversas posibilidades, emplaza a las personas ante la opción. Lucas llama a la enseñanza cristiana « logos». Logos es la palabra que Dios ha dicho a los hombres y mujeres en Jesucristo. Pero Logos abarca también lo que los otros evangelistas llaman euangelion, «buena noticia». Lucas nunca designa así a su evangelio, sino que habla de una narración. En esa narración no describe simplemente hechos, sino que, al escribir, tiene una idea trascendente y unificadora: al narrar, pretende presentar la salvación y redención que tuvo lugar entonces en Jesucristo y que hoy tiende a hacerse efectiva en nosotros. Lucas es el primer representante de la «teología narrativa», una «teología por narración». En su sugestiva narración, Lucas pretende ganar personas para Cristo. Su 18
narración es al mismo tiempo un escrito publicitario y la primera pieza literaria del primitivo cristianismo que se se puede incluir en la literatura de su tiempo. Lucas habla de «narración» (en griego diḗgēsis) cuando piensa en su Evangelio y de «logos» cuando tiene ante los ojos el mensaje que ha salido de Dios y que Jesús ha anunciado a los hombres y mujeres. Pero a ese logos lo califica de « lógos paraklḗseōs», «palabra de gozo, palabra de aliento» (cf. Hch 13,15). La esencia de nuestro hablar de Dios debe ser, según esto, consolar, fortalecer, animar. Y Lucas llama a la Palabra de Dios « lógos tês sōterías», es decir: palabra de salvación, palabra de redención, de santificación. Por eso, solo hablamos adecuadamente de Dios cuando nuestras palabras son palabras que sanan y salvan. Pero en esta expresión hay todavía más. Sōtería puede significar «conservación y mantenimiento de la esencia interior». La palabra que Lucas predica por encargo de Jesús es una palabra que defiende nuestro ser interior y lo protege de adulteraciones. Es una palabra que salva comunicando conocimiento. La palabra nos arranca del estado de sueño y de inconsciencia. Si nos aplicamos esta Palabra de Dios, esto significa lo siguiente: diciendo palabras que reflejan el espíritu de Jesús, defendemos a los hombres y mujeres contra las palabras e interpretaciones falsas y engañosas que oyen a su alrededor. Protegemos su verdadera esencia. La Palabra de Dios concuerda con su más íntimo ser. Nuestro lenguaje pretende defender y guardar el misterio del ser humano y de su alma. Junto al concepto «logos», Lucas utiliza frecuentemente la palabra griega ‘ rêma. Rêma es a la vez «palabra» y «acontecimiento». Es una palabra que acontece, que se hace realidad. Heinrich Schlier opina que rêma significa el acontecer «desde luego, en cuanto, como acontecimiento, interpela a las personas» (Schlier 857). Rêma tiene siempre carácter dialogal. Dios nos habla siempre en palabras y en hechos. Los pastores, tras el nacimiento de Jesús, se dirigen a Belén con estas palabras: «Vayamos, pues, a Belén y veamos esta palabra acontecida, que el Señor nos ha anunciado» (Lc 2,15, traducción de Grundmann).
Rêma es una palabra que se hace suceso. La palabra alemana Ereignis [suceso, acontecimiento] procede de Eräugnis. Es una palabra que se ha hecho visible y que
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ahora se puede ver [1] . Esto se puede entender históricamente: la palabra que el ángel anunció a los pastores se ha hecho realidad. Se ha convertido en suceso histórico. Pero también se puede entender psicológicamente. Una palabra produce un efecto en la persona. Cuando critico u ofendo a alguien, se pone colorado. Cuando lo animo, su rostro se ilumina. Cuando lo humillo con palabras, palidece. La palabra en cuestión se hace visible en la reacción del otro. De María dice Lucas: «Pero María conservaba todas estas palabras [ rémata] meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Lucas emplea aquí dos palabras interesantes: synterein y symballein. La primera palabra indica contemplar en una visión de conjunto. María contempla conjuntamente las palabras y los acontecimientos que han sucedido. Ve lo que ha acontecido partiendo de la palabra que el ángel y los pastores le han dicho. Y ensambla lo uno y lo otro –es el significado de la segunda palabra–, los mezcla para entender su sentido más profundo y simbólico. Todo lo que ha acontecido tiene un sentido más profundo. Para esto se necesita la palabra que interpreta el acontecimiento. Pero se necesita también para ello el ojo interior, que ve más hondo y que comprende las conexiones. Del lenguaje de Jesús dice Lucas que es un lenguaje cálido: un lenguaje que toca los corazones de los hombres. Los discípulos de Emaús reaccionaron a la conversación de Jesús con la expresión «¿no se abrasaba nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba la Escritura?» (Lc 24,32). Lucas utiliza la palabra griega laleîn tanto cuando habla de los pastores como cuando se refiere a Jesús. Con ella indica un hablar personal, un hablar con el corazón. Laleîn es una onomatopeya de los sonidos inarticulados del niño. Es un hablar no revestido de reflexiones racionales sino que –como el hablar de un niño– sale del corazón y en el que se deja oír lo más íntimo del ser. Cuando uno habla desde el corazón, tiene siempre un lenguaje cálido, en contraste con el lenguaje frío que muchas veces se habla hoy en las empresas, y también con frecuencia en la Iglesia. El lenguaje cálido es siempre para Lucas un signo del Espíritu Santo que nos interpela. Lucas describe Pentecostés diciendo que el Espíritu Santo desciende sobre los apóstoles en forma de lenguas de fuego. Con esto indica que el Espíritu Santo capacita a
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los apóstoles para un nuevo lenguaje: un lenguaje del que salta una chispa y que toca los corazones. Un lenguaje así calienta los corazones. Los discípulos hablan ahora en lenguas extrañas; pero de tal manera que cada uno de los oyentes los oye hablar en su propio idioma. Es una lengua que las personas entienden, una lengua que se acomoda al modo de hablar de las personas. Los oyentes están asombrados ante esa lengua: «Fuera de sí por el asombro, comentaban: ¿No son todos los que hablan galileos?; pues ¿cómo los oímos cada uno en nuestra lengua nativa?» (Hch 2,7s). En el original griego, Lucas habla aquí del «dialecto en el que hemos nacido». Las personas se sienten afectadas por las palabras de los apóstoles como por su madre. Entienden lo que los discípulos dicen. Las palabras los ponen en contacto con el saber de su propia alma. El secreto de un lenguaje que procede del Espíritu Santo es que todo el mundo lo entiende. Algunas veces se dice: «Al leer el libro tengo la sensación de haberlo escrito yo mismo. Esas palabras son precisamente las que expresan lo que siento en el corazón». Hablar, para Lucas, es siempre una acción espiritual que fluye del Espíritu Santo hacia nosotros. Cuando hablamos movidos por el Espíritu Santo, cualquier persona entiende nuestro lenguaje. Lucas no formula ninguna teoría sobre el lenguaje. Habla un lenguaje que sana. Habla también un lenguaje que reconcilia. En su lenguaje reconcilia a judíos y griegos, cultos e incultos, hombres y mujeres. Su lenguaje no excluye a nadie. Está abierto a cualquier persona. Esto se manifiesta en que Lucas, en su lenguaje pictórico, representa al ser humano sencillamente como es, sin juicios de valor. Reconcilia los contrarios. Si narra una parábola que habla de un varón, pone enseguida una alegoría en la que una mujer desempeña el papel principal. Cuando habla del amor al prójimo –en la parábola del buen samaritano– viene inmediatamente el contrapunto: María sentada a los pies de Jesús, escuchándolo. En la descripción de Lucas, Jesús responde alternativamente, una y otra vez, al imaginario judío y a los anhelos griegos. Podemos aprender de Lucas este lenguaje conciliador, no excluyente. Nuestro lenguaje eclesial es con frecuencia un lenguaje riguroso y un lenguaje excluyente. Las 21
personas que no pertenecen a este círculo no entienden este lenguaje. Lucas se acomoda en su lenguaje a los oyentes. Hace suyos sus anhelos. La conversación desempeña un papel importante en el Evangelio de Lucas. Las miradas más profundas al misterio de Jesús, pero también al misterio de Dios y del ser humano, tienen lugar en la conversación. Esto vale ya para los relatos de la infancia. En ellos encontramos los diálogos del ángel con Zacarías y con María. Zacarías, varón, interrumpe el diálogo con su duda, mientras que María se adentra en él. El maravilloso encuentro entre María e Isabel se desarrolla en el diálogo entre ambas mujeres. El misterio del nacimiento de Jesús lo aclara Lucas en el diálogo de los pastores con María y con José. Y el misterio de ese niño se pone de manifiesto en la conversación del anciano Simeón y de Ana, la viuda de edad avanzada, con los padres. Pero el diálogo puede ser también un doloroso proceso de aprendizaje. Así nos lo describe Lucas en la escena en la que los padres, tras una búsqueda de tres días, reencuentran al Jesús de los doce años en el Templo. El diálogo no solo confirma, sino que también lleva a nuevos modos de ver las cosas. Pero es doloroso dejar la antigua forma de entender y hacerse al comportamiento del hijo, incomprensible en un primer momento. María no entiende las palabras de Jesús pero, a pesar de todo, las guarda en su corazón. En griego se utiliza aquí la palabra diatēreîn, que significa «mirar a través». María miraba, a través de las palabras de Jesús, el fondo de su propio corazón (cf. Lc 2,51). Allí, más allá de las palabras, entiende el misterio de su divino hijo. Las palabras – dirán más tarde los monjes primitivos– abren las puertas al misterio inexpresable de Dios. Esto es lo que quiere decir Lucas en esa expresión. Nosotros nos decimos palabras unos a otros, oímos palabras de los demás; y a través de las palabras, miramos al Dios que está más allá de toda palabra, al silencio puro que hay en el fondo de nuestra alma, dentro de cada uno de nosotros. Si, como María, miramos a través de las palabras –que con demasiada frecuencia también nos son ininteligibles y que no captamos plenamente con la inteligencia– se abrirá sobre nosotros el misterio indecible de Dios y también, en último término, el misterio indecible del ser
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humano. Las palabras llevan a la mística, la cual también necesita muchas palabras para hacer que, a través de ellas, se manifieste el Dios que está más allá de toda palabra. En la conversación tienen lugar con frecuencia curaciones. Las historias de curaciones las toma Lucas del Evangelio de Marcos. Pero Lucas acentúa el diálogo que Jesús mantiene con los enfermos. Precisamente las narraciones que solo se encuentran en Lucas se distinguen por sus preciosos diálogos. Por ejemplo, el encuentro de Jesús con la pecadora. La mujer habla sin palabras al enjuagar con sus lágrimas los pies de Jesús y ungirlos con óleo. Su amor se hace visible a través de su gesto. Su acción da que pensar al anfitrión. Jesús cae en la cuenta de sus pensamientos y los orienta en otra dirección contando la parábola del acreedor que tenía dos deudores de deuda desigual (cf. Lc 7,41). Jesús no adoctrina al anfitrión, sino que con una pregunta le orienta en otra dirección. Jesús entonces explica la conducta de la mujer y habla del misterio del perdón y del amor. En el diálogo no solo se clarifica la naturaleza del perdón, sino que también se opera la transformación de aquellas personas que están presentes. Su modo de ver se transforma. La mujer vuelve a casa transformada y también los fariseos se sienten interiormente tan descolocados que miran de otra manera a la mujer. Con sus parábolas, Jesús responde a los chismorreos de la gente. Así se dice en la introducción a las tres parábolas: la de la oveja perdida, la del dracma perdido y la del hijo pródigo: «Los fariseos y los doctores de la ley se irritaron por esto y decían: Este recibe a pecadores e incluso come con ellos» (Lc 12,2). Mediante el relato de las parábolas, Jesús modifica los puntos puntos de vista de las personas. Precisamente en la magnífica parábola del hijo pródigo, el diálogo desempeña un papel central. La conversión del hijo comienza con un diálogo que entabla consigo mismo. En ese diálogo consigo mismo se hace consciente de su situación y cobra ánimo para ponerse en camino y volver a su padre. El regreso se describe mediante gestos y mediante palabras. El padre sale al encuentro del hijo, le echa los brazos al cuello y lo besa. Y en el diálogo se percibe con claridad lo que significa perdonar: poner al hijo una túnica preciosa, volver a hacer ver su belleza originaria. La acción exterior se justifica con las palabras «porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, se había perdido y se ha encontrado» (Lc 15,24). En el diálogo se produce la transformación. Con todo, Lucas 23
indica también que el diálogo del padre con el hijo que había quedado en casa es un fracaso. Se precisa también la apertura por ambas partes. Las amables palabras del padre rebotan en el hermano mayor, que se ha endurecido. Lucas deja la parábola abierta. A pesar de todo, para él persiste la esperanza de que en algún momento el diálogo habrá de cambiar también al hermano mayor. También la transformación del rico publicano Zaqueo tiene lugar en la conversación. Pero la conversación va incrustada en gestos. Zaqueo hace una cosa: se encarama a un sicómoro para ver a Jesús. Jesús alza la vista y lo mira. La palabra griega anablépō significa que Jesús mira hacia arriba y que en el pecador Zaqueo ve el cielo, que Jesús ve en él el resplandor divino. Jesús se dirige a él sin reproche alguno: «Zaqueo, baja aprisa, pues hoy tengo que hospedarme en tu casa» (Lc 19,5). Esta palabra transforma a Zaqueo. Porque hay alguien que no lo condena sino que le muestra confianza, que quiere ser su huésped, que lo acepta sin condiciones, Zaqueo puede abandonar la conducta mantenida hasta entonces: la de tener que hacerse valer ante los demás a base de dinero. Su conversión se pone de manifiesto en el diálogo con Jesús. Le dice lo que desea hacer. Y Jesús le responde: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también él es hijo de Abrahán» Abrahán» (Lc 19,9). Una conversación transforma a Zaqueo. La conversación crea una atmósfera de conversión, de salvación y de alegría. Con esto muestra Lucas lo que una conversación acertada puede obrar. Cambia a las personas y abre un nuevo comienzo. Crea comunidad. Las conversaciones fracasadas generan, por el contrario, amargura y división. Jesús –tal como lo dibuja Lucas– es un maestro en el arte de la conversación. Se dirige a las personas de tal manera que llega a tocar el núcleo sano que hay en ellas y le hace florecer. Lucas mismo, en todo su evangelio, habla de las personas de tal modo que no descarta a nadie; que incluso para los enemigos, los fariseos y escribas, incluso para el mismo Judas, deja abierta la esperanza. Esto es para mí un gran modelo: no hablar tampoco en mi lenguaje contra nadie sino decir positivamente las cosas que tengo que decir. El lenguaje de Lucas me incita también a hablar de los hombres y mujeres de hoy de tal manera que se vea que creo en lo bueno que hay en ellos. 24
En los años setenta, los teólogos hablaban con frecuencia de los directivos de empresa como de «capitalistas ávidos de dinero». Si yo con mi lenguaje descalifico a alguien, no puedo iniciar con él ningún diálogo. Un diálogo llega a buen término cuando me dirijo a lo que en el otro hay de bueno. Entonces podrá imponerse en la conversación lo bueno que hay en ambas partes. Si en mi modo de hablar me sitúo por encima de los otros, no hay conversación que tenga éxito; más bien solo suscitaré en el otro resistencia. Esto me sucede a mí en ocasiones cuando «los cristianos del nuevo nacimiento» pretenden demostrarme que no soy un auténtico cristiano; que, por tanto, en última instancia, debo convertirme a Jesús. Cuando alguien con su modo de hablar se pone por encima de mí, no siento ninguna motivación para entablar con él una conversación. También esto es para mí una importante interpelación a nuestro lenguaje eclesial. También en la Iglesia nos ponemos con demasiada frecuencia por encima de los demás. Actuamos como si hubiéramos sentido a Dios y tuviéramos hilo directo con Él. Y pretendemos ilustrar a los demás. Pero esta actitud solo provoca rechazo. Con un lenguaje así no llegamos a las personas. No entramos en diálogo con ellas. El evangelista Lucas podría hoy enseñarnos un camino para encontrar un lenguaje con el que poder llegar a los corazones de las personas y de este modo entrar en un diálogo profundo con ellas.
[1] El conocedor del alemán descubrirá, sin duda, en la palabra Eräugnis palabra Eräugnis una clara referencia a Auge a Auge (= ojo). De ahí el recurso del autor a las metáforas «visible/ver» [N. del T.].
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3. El lenguaje en Juan Juan comienza su evangelio con la famosa expresión «En el principio era el Verbo [ Lógos Lógos]» (Jn 1,1). Sobre esta frase han reflexionado filósofos y poetas desde tiempo inmemorial. En ella no solo se expresa algo sobre Jesucristo y su relación con Dios. Antes que nada, esta expresión quiere decir también que en el comienzo de todo ser está la palabra. No hay vida humana sin palabra. Pero en la mente de Juan, esta frase es más que una proposición teórica sobre comunicación humana. «La Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios» (Jn1,1). La palabra llega hasta el interior de Dios. Dios se expresa a Sí mismo en la Palabra. Y Dios crea mediante la Palabra. Todo lo que es, ha llegado a ser por la Palabra. Y en toda la creación que ha llegado a ser por la palabra, llega a hacerse reconocible la palabra que Dios nos dice a nosotros. La creación ha llegado a ser por medio de la palabra y ella misma es palabra dicha a nosotros para que le demos respuesta. La palabra planea sobre toda la creación. De este modo afirma Juan un misterio: que las palabras son siempre palabras creadoras. Las palabras crean un mundo. Esto no vale solo para la creación y para la naturaleza, en las que vemos resplandecer la belleza de Dios. Vale también para nuestro decir humano. Las palabras crean una realidad. Llaman a existir a lo que no existe (cf. Rom 4,17). Si nuestras palabras son conformes a la palabra que Dios nos dice, también ellas deben traer luz y vida a la existencia de los humanos. La palabra que Dios nos habla está llena de luz y de vida. En cualquier lugar de la creación en el que oímos la Palabra de Dios, allí esa palabra nos aporta luz. Ilumina nuestra existencia. Nos hace comprender el mundo. Y suscita en nosotros vida. La palabra está llena de vida y despierta en nosotros la vida que con demasiada frecuencia dormita dentro de nosotros. 26
Por la palabra todo ha llegado a ser: así lo dice Juan. Pero esto significa también que podemos entender la creación, que dentro de ella actúa una razón. La creación nos habla. Es una Palabra de Dios dicha a nosotros. Pero Juan va más allá: la Palabra es Dios. Lo que Juan ha indicado en su evangelio, eso ha intentado desarrollarlo la filosofía. El filólogo de la antigüedad Walter F. Otto parte de las palabras griegas légein y lógos y opina que pensar y hablar son uno. Para él, la lengua no es simplemente un calco de las cosas que trata de caracterizarlas. Para él, más bien, vale la afirmación: «las cosas (en el sentido más verdadero de la palabra) solo se dan en el lenguaje, en el pensar hablante o en el hablar pensante... Para decirlo una vez más: lo que se expresa en el lenguaje (o en el pensamiento hecho palabra) solo existe en el lenguaje. No es un opinar, no es una afirmación sobre algo que podría ser verdadero o falso: es la esencia misma, el ser del ente en su existencia inmediata. El lenguaje es la esencia y el corazón del mundo» (Otto 176). Esto puede sonar abstruso. Pero la filosofía fenomenológica, representada por la santa carmelita Edith Stein, distingue entre existir y ser-real. El árbol existe. Pero real solo llega a ser por el lenguaje en el que se expresa la esencia del árbol. Walter F. Otto ha vislumbrado algo del misterio del lenguaje tal como lo expresa el prólogo del Evangelio de Juan. No hablamos solo sobre las cosas; más bien, la esencia de las cosas se expresa en nuestro lenguaje. El misterio de la teología joánica del lenguaje consiste, pues, en que la Palabra de Dios ha tomado carne en Jesús. Se ha manifestado y se ha hecho visible en una naturaleza humana. La Palabra se ha «encarnado». Y en esa Palabra hecha carne brilla la gloria de Dios entre nosotros. La Palabra de Dios resplandece a través de la belleza. En la Palabra resplandece la belleza de Dios. Bello es lo que se contempla [1] . La Palabra de Dios se ve en Jesús. Y está llena de belleza y de gracia. La palabra griega para decir gracia – cháris cháris – indica el encanto, la belleza interior que nos impacta. Gracia significa, pues, el don amoroso y tierno de Dios a los hombres. Cuando Dios nos habla, se trata de un hablar tierno que nos llena de sus dones. Y la verdad se hace visible en la palabra.
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es para los griegos alethéia, y se refiere a una verdad que resplandece. Se Verdad es retira el velo que lo cubre todo. Y lo auténtico, lo originario, resplandece. Cuando la Palabra divina se hace carne, la verdad brilla. Ahora bien, esto tiene también una aplicación a nuestro hablar: si en nuestras palabras palpamos el misterio de Dios, si en nuestras palabras resuena la Palabra de Dios, entonces se retira el velo que cubre la realidad. Y entonces reconocemos la verdadera realidad. La Palabra de Dios se hace visible y perceptible en Jesucristo. En Lucas hemos visto que las palabras de Dios se hacen suceso e historia. Lucas utiliza siempre la palabra ‘rema. Juan, por el contrario, habla de lógos. Lógos refleja la idea griega del ser. Es un «concepto central dentro de la filosofía griega que interconecta pensar y ser» (Blank 76). Para la filosofía estoica, lógos es la ley cósmica que lo ordena todo. Ese Lógos –la Palabra de Dios que lo crea y ordena todo– se hace visible en una persona, en el Lógos hecho hombre, que podemos contemplar en Jesucristo. Esta es la paradoja: la palabra que es intemporal se muestra históricamente. Y la poderosa Palabra de Dios que lo ha creado todo, aparece en carne mortal y débil. Y en este hombre histórico brillan el resplandor y la belleza de Dios; en él se hace corporalmente visible para nosotros, los humanos, el resplandor de Dios. La debilidad y caducidad de la carne se sublima en el curso del Evangelio de Juan: Jesús es el cordero desvalido que está expuesto a los ataques de los humanos. Y es colgado en la cruz. La cruz, como signo de suprema debilidad, se convierte al mismo tiempo en el lugar de la gloria de Dios. Es el lugar en el que el amor de Dios para con nosotros, los humanos, se manifiesta de la manera más llamativa. Juan describe la crucifixión gráficamente. Al contemplar a Jesús en la cruz, se graban en nuestros corazones el amor y la belleza de Dios. Y la Palabra de Dios llega a nosotros cuando, ante la cruz, abrimos nuestro corazón al amor de Dios. Jesús es la Palabra de Dios hecha carne. Cuando Jesús habla, sucede todo lo que indica Juan en su prólogo: trae luz y vida a nuestra existencia, podemos, en sus palabras, percibir la gloria de Dios. Me gustaría aclarar esto en la exposición que sigue, al hilo de cinco afirmaciones de Jesús sobre sí mismo: Una primera palabra de Jesús sobre sí: «Quien oye mi palabra y cree en aquel que me envió, tiene vida eterna..., ha pasado de la muerte a la vida» (Jn 5,24). De este modo 28
dice Jesús a las personas con las que habla que ya ahora pasan de la muerte, de lo inauténtico, fosilizado, a la vida. Sus palabras deparan vida. Despiertan a la vida todo lo que está anquilosado en el ser humano. Quien acoge su palabra, experimenta ya ahora algo de vida eterna, de una vida en la que tiempo y eternidad se entrelazan formando una unidad. Las palabras de Jesús son un reto para nosotros. La pregunta es si nuestras palabras suscitan vida. Hay palabras que le convierten a uno en un fósil, palabras que ellas mismas están muertas y que estrangulan la vida. Si digo a alguien: «Para mí eres una carga o un cero a la izquierda, no quiero tener nada que ver contigo», tales palabras matan algo en el otro: la esperanza en una vida llena de sentido, la esperanza de ser considerado y aceptado. Y hay palabras que nos abren los ojos y nos hacen ver las cosas a fondo. Cuando alguien me describe con palabras la belleza de un monte, mi corazón se ensancha. Adivino algo de la verdad del monte. Entonces la vida corre a chorros dentro de mí. Entonces paso de la muerte a la vida.
Segunda afirmación que Jesús hace sobre sus palabras: «Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he dicho» (Jn 15,2). Jesús hablaba de tal manera que los discípulos se sentían limpios, en armonía consigo mismos y palpando su claridad, su limpieza y su belleza interiores. Pero esto quiere decir también que las palabras de Jesús eran limpias y nítidas. uestro hablar está muchas veces mezclado con otras tendencias. Queremos, por ejemplo, dárnoslas de mejores de lo que somos. O se mezclan en nuestro lenguaje tonos agresivos e hirientes. Y con excesiva frecuencia, nuestro lenguaje es evaluador y crítico. Solo un lenguaje terso, que nos salga del corazón, podrá desenturbiar lo que hay de turbio en el ser humano. Con frecuencia hablamos un lenguaje cargado de reproches y moralizador. Pero con un lenguaje moralizador, las personas no se sienten limpias, sino sucias, manchadas, culpabilizadas. De Jesús podemos aprender un lenguaje claro y limpio, que, por eso, remite a la persona a su claridad interior. Pero esa palabra de Jesús quiere decirme otra cosa más: mi reacción a las palabras del otro no solo afirma algo sobre mí mismo, sino también sobre el otro. Muchas veces, al oír una conferencia o un sermón, me siento incómodo. Con frecuencia percibo 29
agresividades. Jesús me invita a preguntarme qué percibo en el conferenciante. Tal vez quiere adoctrinarme, tal vez quiere manipularme. O se exhibe. Se engríe. O pretende provocar en mí un talante de euforia. Todas estas segundas intenciones me producen sentimientos negativos. No me siento limpio, sino ensuciado con la suciedad interior del que habla. La tercera palabra: «Os he dicho esto [ laleîn = “hablar con el corazón”] para que participéis de mi alegría y vuestra alegría sea colmada [ plērousthai]» (Jn 15,11). Cuando Jesús habla, comunica a los oyentes su clima interior: un clima de alegría. Su tonalidad interior ha captado a los oyentes. Y con sus palabras ha hecho que las personas palpen la fuente de alegría que mana en el fondo de su alma y que con excesiva frecuencia está cegada por preocupaciones y miedos. Jesús no adoctrina a las personas, sino que las induce a trabar contacto con la fuente de la alegría y con la fuente del amor que mana en su interior pero que a veces no percibimos porque se ha convertido en un minúsculo regatillo. regatillo. Con las palabras de Jesús, esa fuente de la alegría y del amor se enriquece en cierto modo, de manera que asciende y llega incluso a impregnar la conciencia de la persona. Mediante nuestro lenguaje transmitimos también nuestro talante interior. aturalmente, esto sucede, ante todo, con la voz, pero también con lo que decimos y con el modo como lo decimos. Hay personas que dicen palabras piadosas, pero tras esas palabras oímos desprecio al ser humano o presunción o afán de ostentación. Con palabras piadosas quieren ponerse por encima de los demás. O tal vez oímos un desgarrón interior, frialdad o pesimismo. De Jesús podemos aprender un lenguaje con el que transmitir alegría y amor. Pero esa escuela del lenguaje de Jesús no se fija solo en las palabras exteriores. En último término, solo puede hablar adecuadamente el que se deja impregnar del espíritu de Jesús. Ese espíritu tiene que impregnar nuestro cuerpo y nuestra alma, de amor, alegría, tersura y vida. Solo entonces hablará también desde nosotros mismos. Así, en último término, hablar es un acto espiritual. La cuarta palabra: «Las palabras que yo os digo no las digo por mi cuenta; el Padre que está en mí realiza sus propias obras» (Jn 14,10). Jesús no habla por su propia cuenta, sino que, en su hablar, se hace transparente para el hablar de Dios. Habla lo que oye al 30
Padre. Su decir procede de un oír interior. Lo que oye no lo mezcla con sentimientos personales, sino que deja que la Palabra de Dios resuene con toda su originaria claridad en sus palabras. Lo que Jesús dice de sí, vale también del Espíritu Santo que él nos envía como Protector. «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena; pues no hablará por su cuenta sino que dirá lo que oye» (Jn 16,13). En el original griego se usa aquí siempre laleîn: él expresará de manera plenamente personal, desde el corazón, lo que ha oído a Dios Padre. Aquí se pone de manifiesto otra condición del lenguaje adecuado. Nuestro hablar solo será fecundo si procede de una escucha, si escuchamos los silenciosos impulsos de nuestro corazón, en los que el Espíritu Santo nos habla. Entonces nuestras palabras irradian verdad, entonces nuestras palabras son también clarificadoras y luminosas. Las palabras nos llevan al fondo de de la realidad. Una quinta y última palabra: «Os he dicho [ laleîn] esto para que gracias a mí tengáis paz» (Jn 16,33). Jesús habla a los discípulos de tal manera que estos, por sus palabras, llegan a la paz: paz consigo mismos m ismos y paz con los demás. Jesús dice, con todo, que los discípulos tienen paz en él mismo. Las palabras de Jesús llevan a lo interior de su corazón. Jesús afirma que los discípulos habitan, por decirlo así, en sus palabras. Y si habitan en las palabras de Jesús y si dejan que esas palabras suyas habiten dentro de ellos, en ese momento experimentan paz en Jesús. Este es para mí un importante criterio del modo debido de hablar. Debe llevar a las personas a la paz y a la armonía consigo mismas. La palabra con la que en griego se dice az – irēne irēne – proviene de la música y significa «armonía». Los distintos tonos de nuestro interior deben sonar afinadamente en su conjunto. Jesús habla de que, mediante sus palabras, surge no solo una armoniosa consonancia de los sonidos que hay en nuestro interior, sino también una armoniosa consonancia de su corazón con nuestro corazón. El hablar auténtico produce unión. En una conversación lograda, se tiene la impresión de que todo suena al unísono y que produce una armoniosa melodía. Todavía hay otro aspecto del lenguaje que, a mi parecer, se pone de manifiesto en el Evangelio de Juan: su evangelio es, en un ochenta por ciento, diálogo. Juan no narra,
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como hace Lucas, sino que presenta a Jesús en continuo diálogo con los judíos o con personas singulares –como, por ejemplo, ejemplo, con la mujer samaritana o con María y Marta–. Marta–. El diálogo con la samaritana pasa sin solución de continuidad de la sed real y del agua del pozo de Jacob al misterio de la fuente interior. Eso de lo que ambos hablan se convierte en símbolo del agua que da vida, del Espíritu Santo que Jesús da gratuitamente a los humanos. Aquí resalta algo de la esencia de todo diálogo. La conversación no solo aclara cosas exteriores. Debe no solo proyectar luz sobre aquello que vemos, sino llevar, en último término, a lo invisible, a aquello que en lo más íntimo de nuestro ser nos afecta, nos mueve y nos da consistencia: aquello de lo que realmente vivimos. En las múltiples discusiones de Jesús con los judíos se debaten, en último término, nuestras propias dudas. Las objeciones contra Jesús son, al fin y al cabo, nuestras propias reservas frente a Jesús. Nos resulta a nosotros tan difícil como a los judíos de entonces ver en este hombre concreto, Jesús, la gloria de Dios: más aún, al Padre mismo. Por un lado, nos sentimos fascinados por Jesús y sus palabras. Por otro, dudamos que tenga que ser precisamente en este hombre de Nazaret donde haya ido a manifestarse la gloria de Dios. En la conversación, Jesús intenta una y otra vez ganar a los judíos para la fe. Para Jesús, creer no significa aceptar determinadas verdades, sino ver en él, en su persona concreta, la gloria de Dios. Creer es contemplar: contemplar a Dios en el hombre Jesús, ver la gloria de Dios en la cruz. Según esto, la conversación tiene un objetivo: que aprendamos a mirar con ojos nuevos, que contemplemos en Jesús la belleza y el amor de Dios. Una técnica estilística típica en las conversaciones del Evangelio de Juan es el llamado «malentendido joánico». Aparentemente, Jesús y Nicodemo, Jesús y la samaritana, Jesús y los judíos hablan cada uno por su lado, en paralelo, y no se entienden. Sin embargo, en realidad el equívoco lleva la conversación a otro nivel. De repente se ve claro lo auténtico. Nicodemo atisba algo del misterio de Jesús y del misterio de renacer en el Espíritu Santo. La samaritana entiende quién es el Mesías y entiende su propia vida y su propia búsqueda de una vida llena. Y a los judíos, Jesús les abre los ojos, precisamente a través de los malentendidos, al misterio de Dios que se manifiesta en el hombre concreto Jesús. 32
Cuando en nuestras conversaciones aparecen equívocos o malentendidos, la mayoría de las veces le echamos en cara al otro que nos ha malinterpretado. Intentamos aclarárselo otra vez. Los diálogos joánicos quieren invitarnos a examinar con más precisión los malentendidos que se producen una y otra vez en nuestras conversaciones, y a hacer una pausa para permitir que el equívoco nos lleve a otro nivel de pensamiento.
[1] Imposible reproducir en castellano el juego de palabras del alemán: schön (bello) y schauen (ver/contemplar) tienen la misma raíz [N. del T.].
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4. Conversar, decir, disertar [1] En alemán se utilizan tres palabras para expresar el hecho de hablar: La primera palabra – sagen – [decir] significa propiamente «mostrar» [ zeigen]. Cuando digo una cosa, muestro a los oyentes algo que ellos mismos deben mirar. Decir significa hacer ver algo, mostrar algo. Esto se hace patente en el holandés. Allí se dice eggen, palabra muy similar al alemán zeigen.
Decir [ sagen sagen] tiene que ver también con contar [ erzählen]. Etimológicamente, erzählen viene de zählen: «hacer cuentas», «computar», «contar hasta el final». Hablamos de un cuento, de una saga. Contamos historias para mostrar a las personas algo acerca de la vida, para comunicarles algo que ilumine su existencia. A este decir corresponde lo que la filosofía llama poner nombre, nombrar, denominar. Denominamos algo poniéndole un nombre. De ese modo, delim itamos itamos el objeto y lo hacemos perceptible. Se nos muestra algo y el lenguaje lenguaje da nombre a lo que se nos muestra. La segunda palabra es reden [hablar, disertar]. Reden significa propiamente «dar cuenta», «proceder por afirmación-réplica», «justificar algo y exponerlo racionalmente». Tiene también afinidad con raten, que quiere decir «explicar racionalmente algo», «reflexionar» o «imaginar». Este hablar/disertar tiene que ver, por tanto, con la razón: intento con mi razón y mi inteligencia exponer algo, justificarlo, aclararlo. Se trata de un decir objetivo. Hablar es siempre justificar. Decimos de una persona que es elocuente, orador facundo, que sabe hablar bien, que es capaz de justificar lo que dice [2] . También decimos que una persona es honrada, honesta, cuando es coherente con lo que dice [3] . Esta expresión se corresponde, en griego, con la palabra lógos, y en latín, con el concepto de oratio: «discurso, disertación». Con la disertación exponemos algo. La disertación nos explica e interpreta lo que nos muestra la palabra. Tales palabras inciden 34
sobre la realidad: le dan un sentido, y ese sentido busca ser entendido. La trabazón de la disertación o discurso, su estructura lógica, la claridad de la exposición: todo eso tiene como meta la comprensión lógica. El filósofo Hans-Georg Gadamer ha entendido el lenguaje como exégesis de la realidad. Y exégesis, para él, es siempre comprensión, inteligencia. La tercera palabra, sprechen [conversar], es afín a la palabra sueca spraka, que significa «chisporrotear, crepitar». Es una palabra onomatopéyica. Significa también «romper», «estallar», «arrancar». Cuando converso, algo se arranca de mí. Entrego mi talante interior, lo dejo a merced del oyente, y mis sentimientos se hacen oír. Esta palabra onomatopéyica corresponde al griego laleîn, que procede del balbuceo del niño. corresponde al griego légein; conversar , a laleîn. La lengua [ Sprache] procede Disertar corresponde realmente de hablar/conversar [ sprechen]. Quiere decir que el lenguaje es siempre experiencia, emoción, pasión, amor... hechos sonido. «El lenguaje no aparece solo como ayuda a la manifestación y representación gráfica de una cosa; es un fenómeno que, al comenzar, arranca del silencio: la palabra, la frase, el discurso arrancan del silencio y recaen en él. La lengua (re)suena» (Halder 44s). El filósofo Alois Halder prosigue describiendo este resonar del lenguaje: «Algo resuena cuando su forma y su figura se siente impactada y removida hasta en lo más íntimo, cuando se estremece bajo una suave caricia o un duro golpe» ( ibid . 45). El lenguaje resuena y de nuevo recae en el silencio. Esto pertenece a la esencia del lenguaje. Así lo ha visto también Romano Guardini: «A la esencia de todo lenguaje pertenece su referencia al silencio... Porque en realidad solo puede hablar el que puede callar, lo mismo que solo a aquel que puede hablar le es posible un auténtico silencio... Sin relación con el silencio, la palabra se convierte en palabrería; sin relación con la palabra, el silencio se convierte en necedad» (Guardini 15s). Junto al callar, forma también parte esencial del hablar el escuchar. El hablar busca ser escuchado. El hablar no puede caer en el vacío: «El hablar da parte [comparte] y el escuchar toma parte [participa] en cómo se siente uno bajo el contacto y la emoción, bajo las caricias y los golpes, bajo los mimos y el zarpazo. Hablar y escuchar son, si nos fijamos bien, dar y tomar parte en el movimiento anímico, en el latido del corazón de las personas y de las cosas» (Halder 45). El que habla expresa expresa su emoción y la comparte con
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el que escucha, para hacerlo partícipe de su clima interior. Cuando Dios nos habla, quiere ser escuchado, quiere hacernos participantes de su vida interior, de su Espíritu. Tanto a reden [disertar] como a sprechen [hablar] les podemos añadir el prefijo Ge-. Entonces hablamos de cháchara o habladuría [ Ge-rede] o de conversación [ Ge spräch]. El prefijo ge- indica siempre comunidad. Pero el alemán distingue con precisión. La cháchara o habladuría [ Ge-rede] tiene una resonancia negativa. Se monta una habladuría sobre esta o aquella persona: se pone en circulación un rumor. O se trata de un parloteo vacío. Dos personas hablan cada uno por su lado. Hablan de trivialidades. Eso es una cháchara o habladuría, que nos deja insatisfechos. Se charla sobre otros, no se habla a otros. La cháchara no es una conversación personal, no es un diálogo, sino un charlar sobre otros. Y de este modo la palabrería falsea la esencia del hablar. La cháchara y la habladuría también crean comunidad, pero una comunidad muy estrecha de fariseos, una comunidad que al mismo tiempo se alza por encima de los otros, sobre los que se está murmurando. De aquí que la habladuría divida, en último término, la comunidad, entre gentes que se atribuyen la pretensión de hablar correctamente de los demás, y los excluidos, aquellos de los que se habla y que no pueden defenderse. La conversación es otra cosa completamente distinta. A la conversación se refieren los espléndidos versos de Friedrich Hölderlin tomados de su poesía «Celebración de la paz» [ Friedensfeier ]: Friedensfeier ]: «Muchas experiencias ha vivido el ser humano. A muchas cosas del cielo les ha dado nombre desde que nosotros somos una conversación y podemos oír unos de otros». No solo entablamos una conversación. Somos una conversación. Un diálogo diálogo es algo distinto de un intercambio de palabras; se crea comunidad entre los que conversan, no entre los que charlotean. Y no es que solo se convierten en una conversación: es que son una conversación. Friedrich Hölderlin nos expone las condiciones de una buena conversación o diálogo y nos muestra cuáles son sus características. 36
La primera condición es que las personas que hablan entre sí hayan experimentado muchas cosas. Hablan desde su propia experiencia. No repiten lo que otros han dicho, sino que expresan lo que su corazón, en lo más íntimo, ha vivido, experimentado, barruntado. La segunda condición es que la conversación esté abierta a lo celeste. Evidentemente, Hölderlin quiere decir con esto estar abierto a su Dios, a lo trascendente. Una buena conversación abre también el cielo sobre nosotros. Palpamos algo que nos sobrepasa. En ese momento no solo surge una comunidad entre los interlocutores, sino también con Aquel al que siempre se está aludiendo: Dios. Estas son las dos condiciones para que una conversación tenga éxito. Ahora, dos cuadros describen la conversación:
Primer cuadro: no solo mantenemos una conversación: somos una conversación. Los interlocutores no están forzados a hablar bien el uno con el otro, a argumentar adecuadamente, a escucharse correctamente, sino que ambos son una conversación. No están sometidos a ninguna presión de tener que llevar a cabo un buen diálogo. Ambos son auténticos. Están sobre sí mismos y a la vez en sintonía con el otro. Expresan lo que nace en su corazón, sin ninguna presión de querer impresionar con las palabras. Así es como nace una conversación. Se hacen uno entre sí. Experimentan la comunidad en el hablar porque cada uno ex-pone su corazón. Segundo cuadro: no solo se escuchan el uno al otro. No son solo buenos oyentes. Más bien, oyen el uno del otro. Oír uno de otro significa para mí «tomo para mí algo del otro». Oír el uno del otro significa participar en los orígenes del otro: en su historia, en su experiencia, en su talante, en sus raíces, en su corazón. Cuando oigo del otro, llego hasta el punto de partida del que él sale, el fondo radical del que vive. En una conversación, en un diálogo, participamos uno del otro. Y así, en la conversación nace algo nuevo. Por la participación nace comunidad, interés, com-partir el uno con el otro. Cuando oímos el uno del otro, nos pertenecemos el uno al otro. Otorgamos escucha al otro y así escuchamos algo de él y, a la vez, de nosotros mismos. Tomamos el uno del otro; y eso nos gratifica. Hans-Georg Gadamer, discípulo de Martin Heidegger y filósofo de la hermenéutica, arte de la interpretación, piensa que no es que nosotros mantengamos una conversación 37
sino que caemos dentro de ella: «Lo que “resulta” de un diálogo no lo sabe nadie de antemano. El entendimiento o el fracaso del diálogo es como un suceso que se ha realizado en nosotros» (Gadamer 361). En la conversación no se trata de que intercambiamos verdades entre nosotros, sino de que en ella acontece la verdad: que el lenguaje que se habla en la conversación «“desvela” y hace salir fuera algo que en adelante está ahí» ( ibid. 361). En la conversación se trata de entenderse: intento entender lo que el otro expresa en su lenguaje. Me pregunto por la experiencia que hay detrás de sus palabras. Intento sumergirme en esa experiencia y entenderla. Al mismo tiempo, me pregunto si yo he tenido experiencias similares y cómo expresaría esas e sas experiencias con palabras mías. Así, en el diálogo no se trata nunca de tener razón, sino de entenderse sobre el asunto que está detrás de las experiencias. Ahora bien, ese asunto no es algo que se puede coger con las manos. Más bien es un secreto, un misterio, que se nos descubre y al mismo se nos encubre de nuevo. Un diálogo tiene éxito, según Hans-Georg Gadamer, cuando tiene lugar una fusión de horizontes. Yo tengo un determinado horizonte en función del cual veo el mundo. El otro interlocutor tiene otro horizonte distinto. No discutimos qué horizonte es el verdadero. Más bien, lo que nos importa es una fusión de horizontes. Porque nuestro horizonte es siempre limitado. Si fundimos los horizontes unos con otros, entonces es la cosa misma la que llega a expresarse, la cual no es nunca únicamente mi asunto personal sino, en último término, nuestro asunto común (cf. (cf . ibid . 366). Para que una conversación pueda tener éxito se precisa apertura para situarse en el horizonte del otro y contemplar el tema desde su punto de vista. Y luego se trata de mirar la cosa desde mi posición y de contemplar, más allá de las interpretaciones, la cosa misma. Ahora bien, esto no es evidente de por sí. Con frecuencia existen bloqueos y obstáculos que nos impiden no solo mantener un buen diálogo, sino también ser un diálogo. Si tomáramos en consideración las experiencias de la lengua alemana respecto de decir , disertar , conversar / dialogar , por un lado, y sobre el parloteo y la conversación/diálogo, por otro, nuestras conversaciones alcanzarían otra calidad. No se daría lugar a ningún tipo de charlatanería en la que muchos hablaran entre sí sin 38
entenderse y aduciendo paralelo con otros aduciendo todo tipo de razones que se yuxtapusieran unas a otras. En un parloteo nadie escucha a nadie; es un hablar caótico, una palabrería sin objetivo alguno. Una conversación solo nace cuando estoy dispuesto a construir comunidad con el otro y con los otros con quienes hablo, cuando quiero tener comunicación con ellos y participar de sus experiencias. Si lo único que hago es imponer al otro mi opinión, de ahí no puede salir nada. Si solo pretendo convencer al otro, sin mostrarme interesado en su opinión y en su experiencia, en ese caso no puede tener lugar ningún diálogo.
[1] El título de este capítulo en alemán es «Sprechen – sagen – reden». Es difícil encontrar en castellano una secuencia de verbos que se corresponda exactamente con el alemán. Por eso, creo conveniente introducir aquí una nota aclaratoria con el contenido que el mismo autor da en el texto a los verbos en cuestión. Sprechen: Sprechen: lo traducimos por «conversar/dialogar». El sustantivo Gespräch significa Gespräch significa «conversación/diálogo». Se trata de un «hablar» de carácter dialogal/conversacional. Sagen: Sagen: utilizamos el verbo genérico decir . Pero se debe tener en cuenta que el autor, en su análisis filológico, le atribuye tres acepciones más concretas: «decir/mostrar», «contar/narrar» (de ahí los sustantivos castellanos cuento, cuento, saga) saga) y nombrar, poner nombre. Se destaca aquí, principal aunque no exclusivamente, la idea de un «hablar» de carácter narrativo. Reden: Reden: hemos optado por el verbo castellano disertar . El sustantivo Rede sustantivo Rede es es «disertación, discurso», etc. Es un «hablar» lógico-discursivo y, muchas veces, público. Creemos que, aunque la correspondencia castellana de los términos no sea perfecta, recogen suficientemente bien la intención del autor, que no es otra que inculcar en el conversar/decir/disertar sprechen/ sprechen [ / sagen/ sagen/reden] reden] el debido cuidado/atención/esmero ( Achtsamkeit Achtsamkeit ) [N. del T.]. Por fidelidad al texto conservamos en la traducción los análisis etimológicos que hace el autor, aunque a los lectores no iniciados en el alemán les pueda resultar un tanto farragosa la lectura. [2] Las palabras alemanas que aquí aduce el autor tienen todas la misma raíz dereden de reden:: beredsam, beredsam, beredt [N. del T.]. [3] El adjetivo alemán utilizado aquí es redlich redlich («honrado, honesto»); de este modo, el autor subraya la relación entre oratoria y ética/ honestidad [N. del T.].
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5. Hablar y escuchar La conversación solo llega a buen fin cuando no solo hablamos correcta y personalmente, sino también sabemos escuchar bien. Oír es parte esencial del hablar. Esto ya se lo hemos oído más arriba al filósofo Alois Halder. El que habla quiere que se le oiga. Quiere hacer partícipes a los demás de su experiencia y de lo que piensa y siente. Vale también la inversa: solo podemos hablar adecuadamente si antes escuchamos al otro con el que estamos hablando y si atendemos a los sutiles impulsos de nuestro propio interior. Hablar es expresar lo oído y lo que, al hilo de lo oído, sentimos interiormente. Hablar es también dar respuesta [ Antwort ] a lo oído. El prefijo ant - se refiere a la palabra griega ánti- y significa «a la vista de, ante, frente a...». Respuesta [ Antwort Antwort ] indica siempre que elijo palabras [ Worte] a la vista del otro y que digo palabras a la cara del otro. De la respuesta forma parte el mirar. Miro al otro, al que doy respuesta y al que dirijo palabras que tienen que afectarle personalmente. Dar respuesta significa que me vienen las palabras adecuadas al mirar la cara de una persona y descubrir en ella su más profundo deseo. Mi respuesta busca encontrar palabras que le afecten en sus deseos y sean promesa de satisfacción. Jesús dice lo que oye a su Padre. En todo lo que decimos, debemos prestar oído a la voz del Espíritu Santo en nuestro interior. El Espíritu Santo habla en nosotros a través de los sutiles impulsos de nuestra alma. Pero igualmente importante es escuchar a las personas a las que y con las que hablamos. En ese momento no solo oímos palabras sino que oímos al ser humano, a la persona que «resuena» (en latín, personare) a través de las palabras. A partir de su voz y de sus palabras, oímos su estado de ánimo, sus emociones, 40
su actitud. Oír adecuadamente significa no juzgar, sino acoger interiormente lo que el otro dice. Oír hace posible el encuentro personal. Escucho a la persona. Oigo a la persona. Al oírla, puedo entenderla. Oír me libera del aislamiento. Ahora bien, oímos siempre con nuestros prejuicios. Por eso se necesita cuidado al oír y disposición para escuchar realmente y corresponder al otro. Karl-Heinz Kleber, en su artículo sobre el escuchar, opina que escuchar exige atención: «En la palabra griega ‘ akouéin resuena ese tener-queesforzarse, el empeño» (Kleber 636). Es agradable hablar con una persona que escucha bien. La conversación se hace por sí misma cada vez más profunda y llega a tocar más y más el corazón. Al contrario, resulta sumamente desagradable hablar con personas que no escuchan. En esos momentos tengo la impresión de que tales personas ni se escuchan a sí mismas ni a su interlocutor. Del interlocutor solo escuchan palabras-clave sobre las que poder dar cuerda a sus interminables monólogos. Le inundan a uno con un aluvión de palabras. Y no aguantan ni una pausa. Tienen que estar continuamente hablando. Evidentemente, no se escuchan a sí mismas. Posiblemente a esas personas les da pánico escuchar a su corazón y a su alma. Así que solo dicen banalidades y tópicos. Para esa persona, en ese momento, no soy su interlocutor, sino solo un instrumento que utiliza para calmar su necesidad de hablar. Percibo en ella miedo a un encuentro personal: consigo misma y conmigo. E intento escapar lo más rápidamente posible de esta sumamente desagradable manipulación. Un encuentro de persona a persona en la conversación, transforma. Un charloteo que, sin escuchar, solo echa un velo sobre todo, incita a huir de la cháchara. Me incita a buscar refugio en el silencio y en la soledad. Los griegos reflexionaron sobre la escucha. Para ellos, oír era «un suceso afectivo» (Mayr 1031). Las voces y los sonidos, creían los antiguos griegos, no llegan al cerebro sino al diafragma y allí provocan sentimientos. El oír tiene que ver, sobre todo, con un sentirse-afectado interiormente. Por eso, el filósofo e investigador de la naturaleza Teofrasto de Ereso, califica al sentido del oído como el más emocional de todos los sentidos. Las emociones pasan por la escucha. Al oír, participo de las emociones del otro. Y en la escucha mutua se excitan nuestras emociones para así ponernos en movimiento.
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Oímos no solo las palabras y el contenido: oímos, sobre todo, cómo se dice algo. A través de las palabras escuchamos la intención: la cercanía o la distancia, el amor o la frialdad, la comprensión o la cerrazón. Para los griegos, el ideal era el filósofo, que ve; para los romanos, el rhetor , el orador que llega a los oyentes, traba relación con ellos, los cautiva y consigue algo de ellos. Hablar y oír es esencialmente un proceso de relación. Para tener una comunicación lograda, se precisa una escucha atenta: no solo escuchar las palabras sino también los matices, la intención, el estado emocional del que habla. Muchas conversaciones fracasan porque no somos capaces de escuchar y porque queremos imponer nuestros propios argumentos sin intentar sacar de las palabras del otro lo nuevo que tal vez podría aportarnos. El ver no quiere terminar; el oír, en cambio, siempre es solo del momento. «Empieza, continúa y se apaga» (Halder 36). El oír pasa. Pero somos siempre oyentes. «Podemos cerrar los ojos más fácilmente que los oídos. El ver depende mucho más de nuestra facultad, de nuestra voluntad, de nuestro poder. Oír, tenemos que hacerlo querámoslo o no» ( ibid. 36). Oímos algo incluso cuando tenemos taponados los oídos. Todavía entonces oímos ruidos fuera de nosotros. Y nos oímos a nosotros mismos. No tenemos más remedio que oír. Incluso cuando estamos meditando y en total silencio, escuchamos el silencio, oímos lo que sucede en nuestro interior. En nuestro tiempo, Joachim-Ernst Berendt ha roto una lanza en favor del oír. Él cree que, en un tiempo en el que el ver ha pasado unilateralmente al primer plano, sería importante conceder de nuevo más espacio al oír. Ver es, para él, masculino; oír, por el contrario, femenino. Una orientación unilateral hacia el ver le hace a uno agresivo. Tenemos que volver a cultivar el oído para ser capaces de escuchar y acoger, en lo que se puede oír, aquello que trasciende todo oír. Martin Heidegger habla de lo «escuchable». Pensar, para él, es prestar atención, aguzar el oído. Pensar quiere decir percibir el ser, prestar atención a la incitación del lenguaje, en el que el ser se ofrece al oído. Los hermanos Grimm describen «la peculiar ternura del oído» (Berendt 35). Joachim Scharfenberg, psicólogo y pastoralista protestante, advierte que el resultado de una conversación sale con frecuencia perjudicado porque no escuchamos 42
correctamente al otro. Muchas veces esto no es mala voluntad, sino que depende de las propias represiones. No nos escuchamos lo bastante bien a nosotros mismos. Sobre todo, no escuchamos a nuestro subconsciente. Cuanto menos escuchemos a nuestro subconsciente, tanto menos llegará a tener buen resultado una auténtica conversación. «En la medida en que uno se siente forzado a alejarse de determinados ámbitos de su propio subconsciente, y, por tanto, también a distanciarse de la consciencia, no estará en situación de entender y de aceptar ese ámbito en algún otro» (Scharfenberg 48). Escucharme bien a mí mismo es condición para poder escuchar sin prejuicios al otro. Y todavía se precisa otra condición más para una buena conversación: lo que el otro me dice no es algo completamente extraño. Más bien, al oír lo que el otro dice, no puedo por menos de tomar contacto con lo que que se agita en mi propia alma. En la conversación, el otro no me pasa simplemente información. En la auténtica conversación acontece más bien «un acordarse de algunas experiencias personales», por «la activación del conocimiento innato que aún dormita en uno mismo» ( ibid. 51). Este es el método de la filosofía griega, cuyo máximo representante es Sócrates. En último término, de lo que se trata en la conversación es de contactar con la sabiduría que tengo en mi propia alma, a través de la expresión de las experiencias, pensamientos y vivencias propias, y en la escucha de lo que el otro dice. Así, en la conversación no hay ningún desnivel entre el que enseña y el que aprende, entre el que habla y el que escucha. Ambos se fecundan mutuamente y ambos se guían recíprocamente más hacia el fondo, a la sabiduría de la propia alma. Cómo es la relación entre el hablar y el oír, nos lo muestra Jesús en la curación del sordomudo. En la sordomudez podemos reconocernos a nosotros mismos. Muchas veces estamos mudos. Decimos muchas palabras, es verdad, pero en realidad no hablamos. No hablamos acerca de nuestros sentimientos reales. Y estamos sordos. Tenemos el oído en piloto automático. Oímos y, sin embargo, no oímos. Solo oímos lo que queremos, y cerramos nuestros oídos cuando se empieza a decir algo desagradable. Muchas personas padecen hoy de acúfenos. Aun cuando los acúfenos puedan tener muchas causas, tal vez son también señal de que tenemos que oír demasiadas cosas, que oímos lo que no queremos en absoluto oír, que oímos lo amenazador, lo negativo, lo agresivo: nada de esto nos hace ningún bien. 43
Jesús cura al sordomudo en seis pasos:
Primer paso: Jesús lo aparta de la multitud. Se necesita un espacio de confianza para volver a aprender a oír y a hablar. Y se precisa un espacio protegido, sin espectadores, en el que dos personas puedan relacionarse personalmente. Segundo paso de la curación: Jesús comienza por el oído. Mete el dedo en los oídos del sordomudo. Con este gesto, en cierto modo Jesús le está diciendo: «Todos los que te hablan, aunque lo hagan con agresividad, negativa o críticamente, quieren establecer una relación personal contigo. Les gustaría que tú pudieras oírlos». Sin embargo, cuando Jesús le mete el dedo en los oídos y así cierra en cierto modo su capacidad auditiva, le está diciendo: «Escúchate a ti mismo. Escucha los quedos latidos de tu corazón. Escucha el inconsciente que emerge en tu alma durante el sueño o en momentos de somnolencia. Escucha lo que está debajo de la superficie». Luego, en un tercer paso, Jesús toca con saliva la lengua del mudo. Este es un gesto maternal. La madre no enjuicia. Solo en un clima de confianza, en el que mis palabras no son sometidas a juicio, me es posible hablar abiertamente y me atrevo a abrirme y a comunicarme hablando. Tan pronto como el otro note que me asusta lo que dice, o que lo juzgo y lo condeno, se callará. Sobre ese asunto no volverá a hablar. Jesús –este es el cuarto paso – mira al cielo. Es un símbolo de que, al hablar y al oír, estamos ya para siempre abiertos a la voz de Dios en todas las voces, abiertos a la Palabra de Dios en todas las palabras. En el oír auténtico tiene lugar ya siempre un escuchar a Dios, que me habla a través de esa persona concreta. Jesús – quinto quinto paso – suspira. Expresa sus sentimientos. Con esto da ánimos al sordomudo para apostar por sus propios sentimientos y expresarlos. Finalmente, Jesús culmina en un sexto y último paso su terapia verbal: « Effatá, que significa ¡ábrete!» (Mc 7,34). El decir y el oír solo se logran en un clima de confianza, lejos de toda crítica. Y solo soy capaz de hablar cuando no oigo únicamente palabras, sino a personas que me hablan. Entonces cobro aliento también para hablar yo personalmente y no simplemente para decir palabras palabras sin ton ni son. Entonces Entonces las palabras crean relación personal. Nos escuchamos mutuamente y nos hablamos unos a otros. Condición para esto es la apertura al misterio del otro, a los propios sentimientos y a las palabras interiores que se forman en mi corazón. 44
6. Lenguaje y fe Un poeta que como ningún otro luchó por la autenticidad del lenguaje fue el poeta judío Paul Celan. Gerhardt Baumann, profesor de Filología Germánica en Friburgo, ha reflexionado muy a menudo con Paul Celan sobre el secreto del lenguaje. De este poeta de exquisita sensibilidad dice Baumann que «jamás utilizó una palabra con descuido; en cada una de ellas percibía todavía la multiplicidad de imágenes originarias. Luchó contra la falta de memoria del lenguaje coloquial e intentó agrupar por ramas las significaciones de una palabra intercambiables entre sí» (Baumann 34). En sus palabras, Paul Celan intentó «sacar a la luz lo que aún no está patente, lo que se ve pero todavía no se puede reconocer» ( ibid. 100). Paul Celan no se calificaba a sí mismo de persona creyente. Pero la fe en el lenguaje no la perdió nunca. Para él, el lenguaje era «revelación y conciencia, aventura y refugio: lo único que no se puede perder» ( ibid. 97). Baumann habló con Paul Celan sobre la conexión entre fe, poesía y pensamiento. «Analizamos cómo en un factor se revela el otro, cómo todo remite a lo demás, cómo una fe sin lenguaje es tan sinsentido como el lenguaje sin fe» ( ibid. 101). Me parece que este es un punto de vista importante. No existe fe alguna sin lenguaje y no hay ningún lenguaje sin fe. La fe se expresa siempre en el lenguaje. Pero todo lenguaje delata también la fe o la falta de fe del que habla. Cuando Pedro, desde el atrio del sumo sacerdote, quiso observar lo que le estaba sucediendo a Jesús, la gente que estaba allí le dijo: «Verdaderamente tú también eres uno de ellos. Tu lenguaje te delata» (Mt 26,73). En griego se dice aquí «tu lália, tu forma de hablar, te deja al descubierto, delata quién eres». Nuestro lenguaje nos delata: delata quiénes somos y qué es lo que creemos y si en absoluto creemos.
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Si creemos, no se manifiesta en las palabras piadosas que decimos sino en el modo y manera como hablamos con las personas, a las personas y de las personas. En todo lo que decimos, se manifiesta nuestra fe o nuestra falta de fe. Paul Celan era extremadamente crítico respecto de un lenguaje «que alardea de saberlo todo y ya no dice nada» ( ibid. 97). Las palabras piadosas son con frecuencia expresión de falta de fe. Aparentan saber lo que uno no puede saber. En nuestras piadosas palabras, lo único que podemos hacer es evocar el misterio. E incluso cuando hablamos de las personas, nuestras palabras son solo un intento de encontrar la clave para barruntar el misterio de esa persona. Con Martin Heidegger, con quien Paul Celan se mostró crítico por su pasado nacional-socialista, le unía, sin embargo, el hecho de que se consideraba «en camino hacia el lenguaje». Esta es, para mí, una bella expresión: todos estamos en camino hacia el lenguaje, hacia un lenguaje adecuado en el trato de unos con c on otros, y hacia un lenguaje que a tientas se aventura a evocar con palabras el misterio de Dios. Paul Celan iba apasionadamente en busca de «abrir ámbitos de lo aún inexpresado..., de dotar de palabra a lo que aún no tiene palabra» palabra» ( ibid. 112). Hay un lenguaje que ofende al otro, lo juzga, lo condena, lo rechaza, lo ridiculiza. El lenguaje hiriente tiene una consecuencia: que las personas se ponen a la defensiva y se encierran en sí mismas. Se vuelven sordas. Cierran sus oídos. No quieren oír lo que el otro dice. Es una defensa que levantan contra semejante lenguaje ofensivo. En muchas empresas y también en administraciones se habla con frecuencia un lenguaje frío. Un lenguaje frío lleva igualmente a que las personas se cierren. Porque nadie quiere helarse en el hielo del otro. Los Padres de la Iglesia dicen que, con nuestro lenguaje, construimos una casa. Y el filósofo alemán Martin Heidegger habla del lenguaje como la casa del ser. Piensa «que el ser humano tiene en el lenguaje la auténtica morada de su existencia» ( ibid. 159). Pero no solo el ser humano habita en el lenguaje, sino el ser en general: «El ser de todo lo que es habita en la palabra. De ahí que sea válida la afirmación “el lenguaje es la casa del ser”» (ibid. 166). Con esto Martin Heidegger indica que somos responsables, con nuestro lenguaje, del ser previamente dado. En el lenguaje, el ser debe llegar a
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hacerse objeto de experiencia. Con nuestro lenguaje tenemos que edificar, por decirlo así, una casa en la que al ser se le permita ser como es, sin falsificaciones. Y con nuestras palabras debemos construir una casa en la que las personas se sientan como en casa y en la que vivan en contacto con su verdadera esencia. Que estas gráficas descripciones del lenguaje, hechas por los Padres de la Iglesia y por Heidegger, afirman algo esencial sobre nuestro hablar, se pone de manifiesto cuando miramos lo que sucede en nuestra vida diaria. Con un lenguaje frío construimos una casa fría. En ella no quiere habitar nadie. En muchas familias se habla un lenguaje frío o, a veces, un lenguaje opaco. Muchas veces es un lenguaje equívoco. Los psicólogos dicen que las personas que crecen en espacios lingüísticos así de turbios se vuelven enfermizas. No se conocen plenamente. Continuamente se les están enviando mensajes oscuros. La terapeuta Virginia Satir habla aquí de comunicación ambigua. Una comunicación así, en la que mi lenguaje es siempre equívoco y en la que con palabras digo algo distinto de lo que siento en el corazón, tiene como resultado que los niños de una familia así no pueden desarrollar ningún sentimiento de autoestima. De la comunicación depende cómo es nuestro crecimiento interno y qué clase de relación entablamos con otras personas. Satir escribe: «A mi manera de ver, la comunicación es como un gigantesco arcoíris que abarca todo e influye sobre todo lo que sucede entre los seres humanos. Tan pronto como una persona llega al mundo, la comunicación es el único y más importante factor que determina qué clase de relaciones entabla esa persona con otros y lo que experimenta en su entorno» (Satir 49). Esto muestra lo decisivo que es el lenguaje que se habla en una familia. Naturalmente, el lenguaje no es solo algo exterior que puedo aprender a toda velocidad, como un truco pedagógico con el que todo sale a pedir de boca. Se precisa esmero en el lenguaje y un aprendizaje permanente para expresar realmente lo que pienso, para que corazón y lenguaje vayan a una. Y lo que importa es que mi lenguaje sea expresión de mi fe: de mi fe en Dios, en el sentido de la vida, y de mi fe en los hijos. Los niños perciben muy rápidamente qué clase de mensajes reciben de los padres: si su lenguaje expresa fe y esperanza y amor o, por el contrario, descontento, ruptura interior, desesperanza y frialdad. La fe en Dios tiene que manifestarse en la fe en los hombres. Conozco cristianos que se esfuerzan honestamente en su fe. Pero en realidad 47
ven con pesimismo a sus hijos. Su fe no impregna el lenguaje con el que hablan de sus hijos y con sus hijos. Que mi lenguaje sea expresión de la fe o de la increencia es decisivo para la clase de empresa que me gustaría construir. El clima de una empresa depende del lenguaje. Si en ella se habla un lenguaje frío, nadie quiere vivir en esa casa. En la empresa se necesita mucho cuidado con el lenguaje. Conozco empresas en las que no está permitido utilizar ninguna expresión militar. Se podría pensar que no hay que llegar a extremos tan infantiles. Pero tales expresiones militares ejercen un influjo en el clima de los negocios. Porque en ellos se habla con agresividad sobre otros o con competidores. Y esa agresividad se infiltra también en el trato de unos con otros. Se combate entonces a los competidores de la misma empresa y se les expulsa del campo. Se destruyen y aniquilan estructuras mucho tiempo arraigadas. Un lenguaje ofensivo provoca un estado enfermizo grave. Cuando el jefe ridiculiza a otros con su lenguaje, nadie podrá construir un clima de confianza para con él. Todos se guardarán de él. Las palabras delatan al jefe. Delatan si cree o no en sus colaboradores. Pero también en las comunidades religiosas es importante un lenguaje cuidado. En el encuentro preparatorio de este libro, el maestro de novicios de Münsterschwarzach, el H. Pascal, opinaba que en muchas comunidades domina la incomunicación. Esto trae como consecuencia que la gente joven de esas comunidades no sienta que su lenguaje es comprendido. Se habla sin entenderse. Pero así ninguna comunidad es posible. Muchas veces la convivencia fracasa por falta de disposición a hablar con esmero unos con otros y a hacerse en la conversación al extraño lenguaje de la gente joven. No se encuentra un lenguaje común a unos y otros. Los jóvenes se sienten incomprendidos. Y así se extienden el desengaño y la frustración. Un camino importante para que la comunidad pueda crecer cohesionada es el lenguaje. Muchas veces en las comunidades o se cotillea hablando unos de otros o se habla de política. Se acalora uno con los políticos, los obispos, los párrocos. Tales chismorreos separan a los miembros de una comunidad. No se crea convivencia auténtica.
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En nuestra comunidad de Münsterschwarzach, tras un esfuerzo de años, hemos aprendido, bajo el abad Fidelis Ruppert, a dialogar unos con otros. Todavía hoy no siempre se logra. Pero somos conscientes de que el lenguaje de una comunidad es decisivo bien para crear un hogar en el que también la gente joven quiera entrar, bien para tener una casa fría, discutidora, con el anatema a la orden del día. Políticos y periodistas marcan con su lenguaje el clima de una comunidad. Con un lenguaje de condena levantan fronteras entre las personas y provocan rechazo respecto de los extraños. Los políticos que con su lenguaje solo aspiran a superar a los otros, prostituyen la esencia del lenguaje. Expresan su propia infalibilidad y su afán de prestigio, pero no la realidad misma. Los políticos deberían manejar con esmero su lenguaje, a fin de expresar las cosas y los contenidos de las cosas como corresponde a su naturaleza. Y al mismo tiempo, su lenguaje debería ser un lenguaje de esperanza, de que es posible dominar las circunstancias difíciles. El lenguaje delata a los políticos. Por eso, los responsables de estrategia de los partidos deberían preocuparse de formar a los políticos de su partido en un lenguaje de reconciliación, de aliento, lleno de esperanza y de fe. Muchos políticos cristianos no han caído en absoluto en la cuenta de cuán anticristiano ha llegado a ser su lenguaje. Ciertamente se han posicionado a favor de los valores cristianos, pero su lenguaje no es lenguaje de fe sino de increencia, de condena y de acusación. La sensibilidad de Paul Celan respecto de un lenguaje que no alardea de saberlo todo pero que intenta sacar a la luz lo que en sí es invisible, es también un reto para la Iglesia. La Iglesia es, por supuesto, el lugar de la fe. Pero cuando escucho muchos sermones o cuando intento dejarme afectar por muchas m uchas declaraciones pastorales, también en ellos descubro falta de fe. Es verdad que se dicen palabras piadosas. Pero la fe o la esperanza o el amor no se manifiestan en ese lenguaje. Ciertamente, muchos predicadores hablan de que la gente debería tener más fe y amar con más intensidad. Pero sus palabras no reflejan ninguna fe y ningún amor. Son más bien una solemne declaración de quienes ni parecen tener una existencia propia y en quienes el lenguaje no se convierte en experiencia.
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Si lo primero que hace un predicador es dibujar un mundo malo para después ponderar la fe como solución, muchas veces yo no puedo descubrir en ese sermón fe alguna. El lenguaje delata más bien que el predicador, sin darse cuenta, está hablando de lo malo que hay en su corazón. No suscita en los oyentes nada de fe. Más bien, en sus palabras solo oyen resignación y desesperanza. La apresurada respuesta que entonces se ofrece desde la fe, las más de las veces no resulta convincente. Por eso, para mí es importante buscar honradamente un lenguaje que exprese nuestra fe de tal manera que llegue a los creyentes como fe. Los oyentes captan enseguida si el predicador cree en lo que dice y si sus palabras transmiten realmente fe. Con frecuencia, las palabras del predicador intentan causar impresión, bien mediante un lenguaje especialmente trabajado, bien moralizando, con lo que crean entre los oyentes mala conciencia. Pero, entonces, ese no es un lenguaje de fe sino de falta de fe. Tengo que moralizar porque no tengo fe en las personas a las que hablo. Martin Heidegger, en sus artículos sobre el lenguaje, muchas veces de difícil comprensión, ha expresado a mi entender algo que es importante para el modo de hablar sobre la fe y para el lenguaje del predicador. Interpretando un poema, dice que nombrar o llamar una cosa por su nombre implica siempre una invitación: «Invita a las cosas a que ellas, como cosas, importen a los hombres» (Heidegger 22). Se trata de hablar sobre lo que percibo de tal manera que importe a las personas. Y Heidegger cree que en el lenguaje acontece algo. «Lo así acontecido, la esencia humana, es conducida mediante el lenguaje a su mismidad» ( ibid. 30). Si el sermón está a la altura de la naturaleza del lenguaje, algo sucede en esa predicación. Lo que es invisible e incomprensible acontece para el hombre. Y al suceder, la persona se adentra en su autenticidad, en su esencia. Nunca llegaremos a conseguir esta pretensión. Pero tener un atisbo de que nuestras palabras crean realidad, de que acercan al ser humano lo incomprensible, tal vez nos induciría a hablar con esmero. Otro problema es cómo hablamos en público sobre nuestra fe. ¿Qué lenguaje hallamos para hablar con autenticidad sobre nuestra fe y hacerlo de tal manera que nuestros interlocutores nos entiendan? Para mí, hay aquí dos puntos importantes. Como primera tarea, tengo que escuchar mi profundo deseo personal. ¿Cuál es mi anhelo más hondo? ¿Cómo puedo encontrar en la fe una respuesta a mi deseo? Luego 50
tengo que escuchar también los deseos de las otras personas. La persona a la que hablo ¿tiene el mismo anhelo que yo? ¿O desea otras cosas completamente diferentes? ¿Y cuál es la meta última de su deseo profundo? Primero tengo que escucharme a mí y a los otros, para encontrar un lenguaje que formule mi fe de modo adecuado para mí mismo, y que luego pueda ofrecer al otro. Para mí, esto constituye una honesta lucha continua, en la que nunca llego al final. Siempre voy a estar «en camino hacia el lenguaje», nunca voy a llegar. La segunda tarea es encontrar para mí un lenguaje que yo mismo entienda: ¿cómo puedo expresar lo que creo de manera que yo lo entienda? Porque, antes de poder expresarlo, tengo que haberlo entendido yo mismo. La búsqueda de comprensión tiene lugar en mi interior. Y esta búsqueda en mi interior emplea ya palabras. Hablo con mi propia alma e intento, en diálogo interior con mi espíritu, encontrar las palabras que me satisfagan interiormente, que den una respuesta a mis más hondos interrogantes. Una ayuda eficaz consiste en tener alguna vez este diálogo interior en voz alta, darme en voz alta al menos una respuesta. Al oír mis propias palabras, siento si están a tono o si son pura retórica, simple repetición. Al buscar palabras que estén a tono con mi más íntima inquietud y den respuesta a esa búsqueda, se me hace inteligible mi propia fe y puedo optar por ella. Solo si yo mismo entiendo la fe y me comprometo con ella puedo encontrar el lenguaje para comunicársela a otros. No tiene por qué ser un lenguaje misionero que pretenda convencer al otro de mi fe o ganarlo para mi punto de vista. Más bien, el lenguaje de la fe tiene que ver siempre con dar testimonio. Doy testimonio de lo que es importante para mí y en lo que baso mi vida. Dar testimonio se dice en griego martyréin. Esto quiere decir, en primer lugar, que ante un tribunal recuerdo determinados hechos y los atestiguo. Vale también para el filósofo que testifica de aquello de lo que está convencido. Una bonita descripción de lo que es dar testimonio de nuestra fe la encontramos en la Primera Carta de Pedro: «Si alguien os pide explicaciones de vuestra esperanza, estad dispuestos a defenderla, pero con modestia y respeto, con buena conciencia» (1 Pe 3,1516). La situación que Pedro tiene aquí ante los ojos es la pregunta que hacían a los cristianos sus vecinos «sobre el porqué del cambio y modificación de su conducta y 51
sobre el “hacer el bien”» (Brox 160). Esta es una situación que todavía hoy tiene actualidad. Pero esto significa también que no debemos hacer propaganda de nuestra fe por propio impulso, sino que solo mediante nuestra conducta tenemos que llamar la atención de los demás sobre nuestra fe y nuestra esperanza. ¿Cuál es en realidad la razón de que yo esté en paz conmigo mismo y con los otros, de que sea capaz de amar a las personas y de que en mi conducta no piense solo en mi interés? Se necesita entonces un lenguaje que pueda aclarar esto. Pero este lenguaje tiene que ser conciliador y no agresivo. La expresión griega méta praytētos kaì phóobou syniîdesîn échontes ‘agáthen (1 Pe 3,16) significa «de manera suave y respetuosa, con buena conciencia» (traducción: Brox 156). Hablamos correctamente sobre nuestra fe cuando nuestras expresiones dejan traslucir algo de la esperanza que llevamos en nuestro interior. El lenguaje –nos dice la Primera Carta de Pedro– explica la vida. Traduce a palabras lo que se manifiesta m anifiesta en nuestra conducta y en nuestro ejemplo. Y el lenguaje ha de ser suave, tierno, modesto. No debe condenar, no debe ponerse a sí mismo por encima de los demás. Y siempre debe mostrar respeto a los otros. Si quisiera adoctrinar al otro, dejaría de ser respetuoso. Me situaría por encima de él. El lenguaje, además, tiene que ser expresión de una buena conciencia. Esto quiere decir, por un lado, que tiene que ser sincero, que mis palabras ponen de manifiesto que lo que digo, lo hago, o al menos intento realizarlo. Y significa, por otro lado, que hablo desde mi sabiduría interior y desde el corazón, no desde la cabeza. No se piden demostraciones de la fe puramente racionales, sino un lenguaje que salga del corazón. Las personas perciben con precisión si, como cristianos, hablamos en la sociedad ese lenguaje dulce, respetuoso y que sale del corazón o si nos agazapamos tras una palabrería religiosa o incluso hablamos sobre nuestra fe de manera moralizante o conminatoria, en el sentido de que «el que no cree no puede en absoluto vivir decentemente». Muchas veces deduzco de tales demostraciones que el mismo orador de turno no es capaz de vivir honestamente. Necesita la fundamentación de la fe ante la carencia que él mismo padece. Pero nuestro hablar debe brotar de una fe que se haga visible en nuestro ejemplo y en nuestra conducta. 52
7. El lenguaje religioso Todo lenguaje delata fe o increencia. Pero existe también el lenguaje específicamente religioso. Romano Guardini abordó la esencia del lenguaje religioso en una conferencia pronunciada en la Academia de Baviera en el año 1959. Lenguaje religioso no significa –como muchos creerían a primera vista– decir palabras piadosas, repetir las palabras de la Biblia o recitar de memoria el catecismo. La pregunta es: ¿qué es lo que hace que un lenguaje sea auténticamente religioso? Romano Guardini distingue entre lenguaje religioso auténtico e inauténtico. «Es auténtico cuando el que habla lo hace desde su propia experiencia; o también, cuando participa en la experiencia de otro y la vive conjuntamente con él. Inauténtico, cuando el que habla maneja vocablos religiosos con fines sociales, estéticos o políticos» (Guardini 15). Religioso es para Guardini solamente un lenguaje que sale del interior. Guardini cita a Rudolf Otto, experto en ciencias de la religión. Para él, tenemos experiencia religiosa en cosas naturales siempre que en esas cosas naturales nos impacte algo que Rudolf Otto denomina «lo santo, lo numinoso». A eso Romano Guardini lo llama «el misterio». Todo problema busca solución: para eso existe. El misterio, por el contrario, existe «para que el yo profundo religioso respire en él» ( ibid. 20). Cuando contemplamos el cielo estrellado o nos adentramos en un bosque encendido por la luz del sol, nos topamos con el misterio o la realidad religiosa. No la podemos contemplar objetivamente. Nos importa y nos afecta. Nos transmite el sentido decisivo de nuestra vida.
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El lenguaje religioso expresa la experiencia religiosa. Pero para ello maneja palabras que proceden de lo secular. «Primero, ese lenguaje le mostrará al oyente algo secular, conocido inmediatamente; pero a continuación le hará observar que eso mundano-secular lo entiende como expresión de otra cosa distinta no-secular, de algo especial, y le inducirá a dar el paso hacia ello» ( ibid. 22). Este es para mí un punto de vista importante: el lenguaje religioso es el arte de hablar de tal manera, sobre experiencias con personas, con la naturaleza, con acontecimientos históricos, que al oyente se le manifieste algo del misterio de su vida, de la misteriosa acción de Dios. En su conferencia sobre el lenguaje religioso, Romano Guardini se refiere no al lenguaje de la liturgia sino, sobre todo, al lenguaje de los poetas y de los místicos. El lenguaje religioso es para él un lenguaje imaginativo, plástico. Cuando Plotino, el antiguo filósofo neoplatónico, designa a Dios como «la auténtica fuente», todo el mundo que ha experimentado el frescor y el manar de una fuente entiende algo de esta afirmación religiosa. Algo se le desvela del misterio de Dios. Lo religioso tiene su expresión en el contraste de imágenes. Por eso, Guardini cita una canción medieval a la Trinidad, nacida en el círculo del maestro Eckhart:
«El camino te lleva a un desierto maravilloso. Anda sin camino la senda angosta». Aquí se han elegido llamativos contrastes. El camino pasa a través del desierto sin caminos. Nosotros tenemos que recorrer sin camino la senda angosta. Estas imágenes paradójicas abren nuestro espíritu a lo divino, lo que está más allá de todos los contrastes. El lenguaje religioso es, para Romano Guardini, un lenguaje transformante. Este lenguaje transformador lo encontramos sobre todo en la poesía. Guardini cita un pasaje de los Demonios de Dostoyevski, en el que Kiriloff dice de una hoja: «Una hoja es buena. Todo es bueno» (ibid. 30). Para Guardini aparece aquí la idea de transfiguración, de glorificación, tan central en la espiritualidad rusa: «Algún día, toda la creación será asumida por el Pneuma y 54
transformada en santidad y en belleza» ( ibid. 31). El encanto que Kiriloff experimenta en esa simple hoja se convierte en «una mirada penetrante en lo numinoso». Un arte similar descubre Guardini en Rainer Maria Rilke, quien en la séptima de sus Elegías de Duino habla de «la desmesura de las cosas mundanas, que sobrecoge el corazón». También aquí son las cosas terrenas las que nos hacen barruntar el misterio de Dios. El lenguaje religioso se arriesga siempre a dar el paso hacia campos abiertos: del ruido al silencio, del espacio a lo supraespacial, de lo exterior a lo interior... Este es el arte del lenguaje religioso. No tiene nada que ver con sensiblerías piadosas. El arte del lenguaje religioso consiste más bien en que habla recta y atinadamente sobre lo que en el mundo le sale al encuentro. Pero habla sobre lo mundano de tal forma que en ello se transparenta otra cosa distinta: lo numinoso, el misterio. Este es un desiderátum que difícilmente podrá alcanzar en su plenitud un predicador o un escritor religioso. Los poetas han dominado este arte. Pero también debería manifestarse en él algo de la calidad del arte poético. De lo contrario, nuestro lenguaje religioso se convertirá en un lenguaje-gueto que solo los inquilinos de ese gueto van a poder entender. Romano Guardini opina que el lenguaje religioso tiene que impactar a cualquier persona, porque todo ser humano tiene algún barrunto de lo santo y de lo numinoso. Con un lenguaje puramente religioso, ese que solo se compone de palabras religiosas sin referencia al mundo, no se impacta a las personas. Les resbala, porque en él no se encuentran ni a sí mismas ni a su mundo. Ahora bien, el lenguaje religioso no es un puro narrar mundano, sino el arte de abrir lo mundano al ámbito de lo supramundano y de lo numinoso. Es el arte de abrir el cielo sobre lo terreno en lo que vivimos el día a día.
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8. El lenguaje corporal Antes de comenzar a hablar con la lengua, uno ya está hablando con el cuerpo. Nuestro cuerpo está hablando siempre. Muchas veces, cuando viajo en tren, me gusta observar a la gente en la estación: cómo uno está parado de pie, cómo se mueve el otro, cómo un tercero está sentado en un banco; todo esto ya dice algo acerca de la persona. Nuestro cuerpo nos delata. El uno está inseguro y manifiesta su inseguridad. El otro muestra su propia indefinición: está sentado en el banco como un signo de interrogación, sin expresividad alguna. Con una persona así de amorfa no me gustaría trabar contacto. El otro está seguro de sí mismo. Se le ve en su centro y solo con su actitud corporal invita a otros a trabar contacto con él. Alguno camina con los hombros bien erguidos: revela el miedo que le sacude por dentro y le fuerza a aferrarse firmemente a sí mismo. Muchos andan su camino conscientes de lo que quieren y llenos de energía; otros van sin fuerza, sin gusto, sin orientación; más bien, se dejan llevar. No oigo ninguna palabra. Pero entiendo el lenguaje que cada uno habla. Cuando mantenemos una conversación con alguien, hablamos al mismo tiempo con nuestra lengua y con nuestro cuerpo. Y con frecuencia, ambos lenguajes no coinciden. A uno le decimos que somos todo oídos para sus problemas; pero nuestros brazos cruzados indican que estamos ausentes y que nos cerramos ante él. O giramos nuestro cuerpo apartándonos de él, con lo que le damos a entender que en realidad nos importa un comino. O jugueteamos con un objeto cualquiera y de esa manera mostramos la poca atención que el otro nos merece. Nuestro interlocutor ve cuál es nuestra actitud para con él no solo en la postura de nuestro cuerpo y en los gestos de nuestras manos, sino también, y sobre todo, en nuestra mímica. Si ve un rostro hermético, sabe, por ejemplo, que lo estamos considerando solo como cliente, pero no como esa persona concreta. Si ve una cara continuamente 56
sonriente, también él se siente inseguro y se preguntará si todo eso es realmente auténtico. En nuestra mímica percibe cómo reaccionamos a sus palabras: si esa mímica nos sale del corazón, si realmente estamos conmovidos y nos sentimos afectados, o si nuestras palabras son puro camuflaje. En nuestros gestos percibe también si le aceptamos interiormente o si rechazamos y descalificamos lo que nos está contando –y de ese modo, si le rechazamos y le juzgamos a él mismo–. Cuando asisto a una conferencia no solo presto atención a las palabras, sino que también me fijo en el lenguaje de los gestos. Miro cuál es la postura de cada uno: si está quieto, seguro de sí, o si se mueve de acá para allá una y otra vez, si simplemente está o si en todo momento busca provocar algún efecto. En su modo de estar y en sus ahí o gestos percibo si está comprometido con algo más importante o si lo que pretende es exhibirse y situarse en el centro. Luego me fijo también en sus manos: ¿se corresponden sus gestos con lo que dice, o se me antojan artificiales?; ¿tengo la impresión de que están estudiados para causar impresión?; ¿son auténticos? A veces el conferenciante delata también su actitud interior con su gesticulación. Delata su actitud interior autoritaria con gestos como estirar el dedo. O muestra su actitud magisterial, apuntando una y otra vez con el dedo como hace un profesor. Ya pueden ser suaves sus palabras: muchas veces, gestos agresivos como el puño cerrado o movimientos crispados revelan la agresividad reprimida del orador. Algunos deportistas, empresarios o políticos se han perjudicado a sí mismos por un lenguaje corporal inadecuado. Famoso es el signo de victoria que el antiguo presidente del Deutsche Bank, Josef Ackermann, hizo a los periodistas con los dedos extendidos, en el curso de un proceso. Se dejó arrastrar a este gesto por un periodista. Quería satisfacer el deseo de este de conseguir una fotografía espectacular. Pero no tenía conciencia de la reacción negativa que con ello iba a provocar en el público. Tuvo que aprender con amargura lo importante que es tener cuidado de cómo hablamos a la gente con nuestro cuerpo. No solo las palabras irreflexivas, sino también los gestos desconsiderados pueden provocar un inmenso desastre. Es importante expresar lo que tenemos dentro y no dejarnos arrastrar por otro a algo que no nos va. 57
Si nuestro lenguaje sale del corazón, eso se manifiesta tanto en la voz como en los gestos. Y es que siempre hablamos con todo el cuerpo. Nosotros, los alemanes, pensamos que esto es típico de los italianos. Pero cualquier c ualquier orador subraya sus palabras con gestos y con mímica. A veces la mímica contradice las afirmaciones del conferenciante –acabo de aludir ya a ello–. El psicólogo americano Albert Mehrabian ha investigado con más precisión la importancia de los elementos no verbales en la comunicación. Dice que solo un siete por ciento del efecto le corresponde al contenido verbal; en cambio, el 38 por ciento a la expresión verbal (es decir, a la voz y al tono) y el 55 por ciento a la expresión corporal. Podrá parecer exagerada esta distribución. Se la puede criticar con todo derecho, porque el efecto no se deja distribuir tan fácilmente. Pero una cosa queda clara en estas investigaciones: una auténtica disertación exige que la expresión del contenido y del lenguaje (selección de las palabras, construcción de las frases) concuerde con la expresión de la voz y del cuerpo en la mímica y en los gestos. En la liturgia se prescriben al sacerdote determinados gestos. Pero incluso entonces se nota si los gestos están a tono o no, si están aprendidos o si salen del corazón. Y con frecuencia, el lenguaje gestual del sacerdote solamente pone de manifiesto su personal dispersión, su ruptura interior y su falta de espiritualidad. La gente observa al sacerdote meticulosamente. Ya con la misma entada, ve si se pone al servicio del culto divino o si se exhibe a sí mismo, si representa un hecho sagrado o si pone en escena su personal pieza teatral. Lo importante no es realizar los gestos con corrección puramente externa. Más bien, lo que importa es cuidar la propia actitud interior, que en esos momentos tiende a manifestarse también en el cuerpo.
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9. El lenguaje en la liturgia Hoy muchas personas no saben cómo arreglárselas con el lenguaje litúrgico. Las oraciones y los prefacios son, para muchos, ininteligibles. Entonces muchos sacerdotes intentan reformular personalmente las oraciones. Pero el resultado tampoco es mejor: se cae con frecuencia en un lenguaje banal que no está a tono con el culto litúrgico. Y cuando se cree que hay que comentarlo y aclararlo todo, la liturgia muchas veces se convierte en un batiburrillo. Las oraciones clásicas tienen una agradable brevedad, mientras que las formuladas personalmente, a veces, no terminan nunca. Con frecuencia, en esos momentos se habla de Dios tan inteligiblemente que se pierde el misterio del Dios incomprensible. Ese lenguaje sabe demasiado. Mucho depende de cómo se dicen las oraciones oficiales: si se nota que el que las recita está convencido de lo que reza y si son expresión de su experiencia. Y depende también de si las palabras personales de la introducción y de la homilía encuentran el camino hacia el corazón de la gente. El lenguaje litúrgico está ligado a determinadas actitudes corporales. El sacerdote extiende las manos para la oración, o las levanta. Ya la postura de las manos da a sus palabras un sello propio y una fuerza peculiar. El sacerdote podría aprender algo del actor, en quien lenguaje y gesto van a una y sintonizan. Los que participan en el culto divino no oyen nunca las palabras de la liturgia sin experiencias personales previas o sin prejuicios. Muchas palabras remueven viejas experiencias vitales. Por ejemplo, en la liturgia se habla con frecuencia de sacrificio o de pecado y culpa. A personas a las que en su niñez se les echó en cara constantemente su culpa, estas palabras les provocan rechazo. No quieren aparecer siempre como 59
pecadores. Sacrificio les suena inmediatamente a «expiación» y les vienen pensamientos tales como «¿Tan malo soy que Jesús tuvo que morir con una muerte tan cruel para expiar mis pecados?». Para mí, esas palabras son imágenes que abren una ventana al misterio de la muerte de Jesús. Pero no las relaciono con un sacrificio sangriento de expiación, sino con el aspecto de amor y entrega. El discurso sobre el sacrificio es solo una imagen con la que expreso el misterio de la cruz. Hay otras imágenes que son mucho más importantes: la cruz es consumación del amor; en la cruz nos abraza Jesús con todas nuestras contradicciones. El Evangelio de Juan relaciona la imagen de la cruz con la imagen de la serpiente de bronce. La cruz es, según esto, una imagen que habla de la curación de nuestras heridas. No debemos rechazar ninguna imagen de la Biblia. Pero es tarea nuestra poner ante los ojos a las personas la riqueza de imágenes, a fin de que puedan dar de mano a la fijación en la imagen que les resulte amenazadora. No es fácil sacar a la gente de la cabeza viejas imágenes hirientes. Muchos sacerdotes intentan entonces quitar hierro a las oraciones litúrgicas. Pero, de esa manera, con frecuencia se abre la puerta a la banalidad y la sosería. Sería cometido del que preside la liturgia crear con su propio lenguaje una atmósfera de lo santo y de la gracia misericordiosa. En esa atmósfera adquieren su justificación incluso las palabras de pecado y de culpa. Ya no tienen un efecto inculpatorio sino liberador. Apuntan a una realidad que efectivamente también existe en nosotros: que vivimos superficialmente y que llevamos dentro sentimientos de culpa. La referencia a este dato no tendría entonces un efecto de carga sino de alivio. Pero estaría bien interpretar esas palabras también en el sermón. Entonces se podrían tratar y eliminar viejos patrones de vida. La liturgia vive de ritos. Estos ritos van unidos a palabras que los interpretan. Muchas veces las palabras establecidas no se bastan por sí solas para explicar los ritos de tal modo que la gente pueda entenderlos. De aquí que sea cometido nuestro explicar los viejos ritos de tal manera que la gente pueda entenderlos y pueda experimentar en ellos que se trata de ritos que sanan, ritos que hacen bien, que abren un nuevo horizonte y que nos ponen en contacto con la fuerza sanante y liberadora de Jesucristo.
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Sin interpretación, los ritos se convierten en ritos vacíos. Cuando en cursos y convivencias celebro conscientemente la eucaristía con los participantes y explico muchos ritos –como la señal de la cruz, la elevación de la patena y del cáliz–, para la gente esto es como una revelación. De repente se les enciende una luz: que en esos ritos, de lo que se trata es de su transformación y santificación. Siempre quedan los dos caminos: o sencillamente recitar solo las oraciones y los textos establecidos auténticamente o también, en casos singulares, precisamente en determinados ritos, usar expresiones personales. Me gustaría aclarar esto con un ejemplo. Cuando asisto a un matrimonio, comento siempre con los novios el rito y su significado. En el tema de la disposición a contraer un matrimonio cristiano, puedo limitarme a las fórmulas prefijadas. Pero también puedo invitar a la pareja a aclarar ante la comunidad con palabras personales por qué están aquí, en esta iglesia, para darse mutuamente el «sí, quiero» ante Dios. Cuando les propongo a los novios la tarea de reflexionar sobre ello y de formular personalmente lo que esperan del matrimonio canónico y de la bendición de Dios, eso supone para los dos un reto: el de pensar en su modo de vida, en su fe y en un matrimonio cristiano. Luego tienen que formular también por escrito sus reflexiones. No hace falta que las lean en público. Pero el escribirlas les aporta claridad sobre lo que para ellos es realmente importante. Y van a notar que no es en absoluto tan fácil expresar en palabras lo que les une mutuamente y lo lo que esperan de la bendición de Dios. Dios. Algo parecido sucede con la manifestación del consentimiento. Pueden utilizar una de las tres fórmulas previstas. Cuando pronuncian esa fórmula con plena convicción, el rito tiene una gran fuerza. Pero también pregunto a los novios si quieren formular ellos mismos esta manifestación de consentimiento. También en ese caso sería razonable formularla por escrito. Con frecuencia los novios se ponen a reflexionar. Perciben que también la fórmula prescrita tiene su fuerza. Y si ahora se deciden por ella, entones la fórmula canónica es al mismo tiempo su palabra y ya no una palabra ajena. Si, por el contrario, intentan formular ellos mismos una manifestación del consentimiento, eso desencadena un proceso común de reflexión. Y van a experimentar que no es tan fácil expresar con palabras propias lo que la declaración de consentimiento pretende. Cuando en la entrevista preparatoria hablamos abiertamente de esto, el sentido 61
de la fórmula oficial prescrita se acrecienta. Sus palabras adquieren una fuerza nueva. Muchas parejas logran expresar en palabras muy personales lo que quieren prometer al otro. Las palabras, en esa coyuntura, no pueden ser cualesquiera, sino que tienen que lograr que todos los asistentes al acto litúrgico de la boda perciban y constaten el sí incondicional dado al otro. Cuando una vez, hace cuarenta años, estuve en Taizé, me sentí muy impresionado por los textos bíblicos que que se leían en público. En cada palabra percibía que allí se estaba proclamando la Palabra de Dios. Cuando aquí, en muchas iglesias, escucho las lecturas, muchas veces tengo la impresión de que el lector está luchando con el texto para de alguna manera presentarlo decentemente. Pero eso entonces no es una proclamación. Así no llega a oírse la Palabra de Dios. Tampoco se trata aquí de pura técnica de lectura, sino también de ser tocado por la Palabra de Dios. Si me siento interpelado por esa palabra, también la proclamaré adecuadamente. En los últimos tiempos, los obispos católicos acentúan una y otra vez la primacía de la celebración de la eucaristía frente a la liturgia de la Palabra. Naturalmente, la eucaristía es el punto culminante de la liturgia. En ella celebramos la muerte y resurrección de Jesucristo, signo de que todo en nosotros puede ser transformado: el anquilosamiento, en vitalidad; la oscuridad, en luz; el yacer en la tumba, en un poderoso resucitar; y el fracaso, en un nuevo comienzo. Pero junto al punto culminante necesitamos también otras formas de liturgia. La liturgia de la Palabra vive, por un lado, de la fuerza de la palabra divina. Y si la Iglesia habla del «sacramento de la Palabra», esto habría que experimentarlo precisamente en la liturgia de la Palabra. Las palabras de la Escritura son palabras sagradas que quieren afectarnos. Pero precisamente por eso se necesita atención y sensibilidad para expresar las palabras de tal manera que la gente se sienta afectada por ellas. Por otra parte, la liturgia de la Palabra vive de ritos. Esa liturgia podría ser el lugar de nuevos ritos que realizaran comunitariamente los fieles. Los ritos crean comunidad. Los ritos son el lugar en el que se pueden expresar sentimientos que de otra manera nunca se llegaría a manifestar. Los ritos –así dicen los antiguos griegos– crean un espacio sagrado y un tiempo sagrado. Y para los griegos, solo lo santo es capaz de sanar. 62
Los ritos en las liturgias de la Palabra podrían proporcionar a la gente de hoy la fuerza sanante de Jesucristo. Desde hace algunos años, en los más importantes cambios del ciclo anual, celebramos en Münsterschwarzach liturgias de bendición: una en torno al 2 de febrero, la liturgia penitencial antes del Domingo de Ramos, otras liturgias en torno al 24 de junio y al 2 de noviembre; todas ellas, los miércoles por la tarde. La liturgia de bendición consta de palabra, de rito y de música. Un coro acompaña el acto litúrgico con una música meditativa que hace que las palabras penetren más profundamente en el corazón. Me gustaría contar solo un par de ejemplos. El 2 de febrero repartí pequeñas velas entre los participantes. Las encendimos en la iglesia a oscuras para que la luz iluminase, ante todo, los oscuros espacios de nuestra vida. Luego nos pusimos en marcha y caminamos en procesión silenciosa a lo largo de la iglesia, mientras un compañero nuestro, monje, acompañaba nuestros pasos con el violín. En un acto litúrgico había yo comentado la parábola del dracma perdido como imagen para la procesión: buscamos en nuestro interior el yo perdido, el centro personal perdido, los ideales perdidos, el entusiasmo perdido, la fe perdida, el amor perdido. En otra liturgia de bendición para esa fiesta, tomé como imagen la canción «María caminaba por un zarzal», que el compañero monje hacía sonar una y otra vez en el violín. Con la luz de Jesucristo, avanzábamos a través del zarzal de nuestra vida diaria. La zarza es, según una palabra de Jesús, un símbolo de las preocupaciones que con frecuencia nos asfixian en el día a día. Pero también simboliza las heridas que nos hieren, las humillaciones de la historia de nuestra vida, así como las muchas punzadas que diariamente recibimos. Tales ritos llevan el mensaje de la fiesta de la Presentación de María al corazón de la gente. El mensaje se hace vivencia. Para el 2 de noviembre, escogí el tema «Descubrir nuestras propias raíces». Los santos y los difuntos que hemos conocido personalmente, incluidos nuestros propios familiares y antepasados, son nuestras raíces, de las que vivimos. De pie en el acto litúrgico, meditamos el árbol que somos. Nuestro árbol tiene profundas raíces y despliega hacia arriba una corona. Somos personas de la tierra y del cielo. Nuestras raíces son nuestros antepasados, su energía vital y la fuerza de su fe. Con los ritos participamos de su fuerza vital y de la energía de su fe. 63
Luego, en la liturgia de bendición, abrimos nuestras manos en forma de patena y meditamos lo que está grabado en nuestras manos. Allí está grabada la historia de nuestra vida. Dios ha puesto aptitudes y capacidades en nuestras manos. Pero en nuestras manos está también grabada la historia de nuestros antepasados. Luego alzamos las manos para la oración en un gesto ancestral de bendición. Los monjes primitivos interpretan estos gestos no solo como gestos de bendición, sino también como gestos que nos recuerdan que nuestros dedos llegan al cielo. Si en esa actitud recitamos despacio el padrenuestro, podemos imaginarnos que lo estamos rezando juntamente con nuestros difuntos. Recordamos entonces lo que nuestros padres y abuelos pusieron en cada una de las palabras, cómo con esas palabras –a través y a lo largo de todas las crisis– llevaron a cabo su vida. Nos imaginamos que rezamos ahora esas palabras juntamente con ellos. Las rezamos como personas que buscan, que dudan, que creen; nuestros difuntos las dicen ahora como quienes contemplan a Dios en el cielo. Así, esta oración nos une con los difuntos. Nos abre el cielo sobre nuestra vida. Participamos de las raíces de nuestros antepasados. Esto da fuerza y consistencia a nuestra vida. El lenguaje de la liturgia es un lenguaje con toda la dignidad de la tradición. ecesita también hoy cultivo y reelaboración. Pero sería una pena que, porque a alguien le dan en rostro, abandonásemos formulaciones que se han ido fraguando a lo largo de siglos y que en su plasticidad han conmovido los corazones de la gente. Mejor sería desarrollar el lenguaje de la liturgia de tal manera que pudiera ser vivido en su plasticidad y que se convirtiera –como dice Martin Heidegger– en una invitación a hacer que también en nuestros corazones esté presente lo que existe. Teólogos pastoralistas y expertos liturgistas se preguntan cómo traducir adecuadamente hoy a la lengua materna los antiguos textos litúrgicos para que la gente los entienda. Lo decisivo es –así se expresa, por ejemplo, Karl Schlemmer en su artículo aparecido en la revista Anzeiger für die Seelsorge, número de junio de 2012– que la gente entienda el lenguaje litúrgico. Para ello es importante que las palabras se digan desde el corazón: « Para el éxito de todos los actos litúrgicos con lecturas, son ineludibles un lenguaje sencillo y modesto y unos contenidos que muevan a los cristianos de hoy» (Schlemmer 13).
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Sin embargo, desde hace algunos años, precisamente desde Roma, se pide que se traduzcan los textos latinos de la manera más literal posible, sin consideración a que se entiendan o no. Esto es, ya desde un punto de vista filológico, un absurdo. Porque toda lengua tiene su propia lógica conceptual. Y la traducción no se puede hacer nunca literalmente, sino que tiene que realizarse de tal manera que se vierta en el nuevo lenguaje y en su idiosincrasia interna. Martin Stuflesser, experto liturgista de Würzburg, cree que, manteniendo las directrices romanas sobre las traducciones, no nacería ninguna nueva traducción sino «neologismos, extranjerismos de reciente creación, que no pueden ocultar su origen latino (ni quieren). Que una fidelidad así al original latino ayude realmente a la comprensión del texto traducido, se puede poner efectivamente en duda» (Stuflesser 21). Traducir es un arte culto. Traducir algo lo más literalmente posible no cabe en ese arte. Porque se trata siempre de traducir a otro espacio lingüístico y a otra sensibilidad lingüística. No solo el lenguaje de los textos litúrgicos: también el lenguaje del predicador precisa de una alta sensibilidad. Johannes Röser, redactor jefe de Christ in der Gegenwart , critica el hecho de que muchos predicadores empleen cada día más «una retórica religiosa triunfalista, muchas veces penosamente chabacana» (citado en Schlemmer 14). Cuando oigo un sermón, siempre presto atención al lenguaje: ¿tiene entidad o es palabrería huera?; ¿es perorata aprendida de memoria o sale del corazón?; ¿es sugerente o es lenguaje típico de teólogos?; ¿tiene el orador, con su lenguaje, contacto con la gente?; ¿responde a sus preguntas, o despliega un lenguaje que en sí es ciertamente correcto, pero que no afecta a nadie? Pierre Stutz, en su colaboración en el número más arriba citado del Anzeiger für die Seelsorge, hace algunas sugerencias sobre el tema del nuevo lenguaje en la liturgia. Muestra cómo el predicador encuentra continuamente nuevas palabras para lo indecible, «para el acontecer del amor de Dios en medio de los altibajos de nuestra vida» (Stutz 15). Aquí no se trata solo de que encontremos un nuevo lenguaje, sino también de que, en una escucha silenciosa, «nos dejemos encontrar e ncontrar por palabras nuevas» ( ibid. 17).
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Para ello es necesario que nos tomemos tiempo suficiente para un silencio sosegado, que en esa calma nos «despalabremos», a fin de que nuestro hablar no nos lleve a una «diarrea verbal», como el teólogo-pastoralista emérito vienés Paul Michael Zulehner califica al «proceso inflacionista de palabras en nuestras liturgias». El experto en pedagogía religiosa Hubertus Halfbas habla de un «punto muerto del lenguaje de fe» y aboga por que no separemos nunca la experiencia de uno mismo y la experiencia de Dios. Hablar de Dios significa hablar también del ser humano y a la inversa. Se trataría de hablar del ser humano y de su vida de tal manera que en ellos se hiciera visible Dios. Este fue evidentemente el arte de Jesús, el cual en sus parábolas habló del ser humano y de su vida diaria –en la agricultura, en la economía, en el comercio, en la convivencia– y en medio de su narración provocaba en los oyentes una apertura al misterio incomprensible de Dios. Parte de la liturgia es el canto. Aquí no me refiero solo a las canciones que se cantan entre los textos y los ritos. Me refiero a algo más esencial. Los textos que la liturgia seleccionó de la Sagrada Escritura para el introito, el gradual, el aleluya, el ofertorio y la comunión, se cantaban en gregoriano. En estos casos, el canto servía total y absolutamente a la palabra. El canto quería hacer tan audibles las palabras de Dios que tocaran el corazón humano y pudieran desarrollar en cantores y oyentes su efecto salvador. Lenguaje y canto forman un todo. Esto lo ha subrayado una y otra vez Martin Heidegger. Dice: «Poesía es canto» (Heidegger 182). Heidegger cita los himnos de la «Celebración de la paz» de Hölderlin en una versión distinta:
«De la mañana en adelante, desde que somos una conversación, desde que oímos unos de otros, muchas cosas ha experimentado el ser humano; pero pronto seremos canto». E interpreta esta estrofa de la siguiente manera: «Los que “oyen unos de otros” –los unos y los otros– son los hombres y los dioses. El canto es la fiesta de la llegada de los dioses, a cuya llegada todo se vuelve silencioso. El canto no es la antítesis de la
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conversación, sino lo más íntimamente afín a ella: pues también el lenguaje es canto» (ibid. 182). Yo caí en la cuenta de lo que significa esto en concreto cuando nuestro antiguo cantor de Münsterschwarzach, Godehard Joppich, con ocasión de las convivencias uveniles que dirigí durante mucho tiempo, dedicó ocasionalmente en Semana Sana una hora al canto; o, por mejor decir, a la iniciación al canto de la liturgia. Godehard tenía un maravilloso modo y manera de comunicar a los jóvenes el embrujo del canto gregoriano –fuera en latín o en alemán–. Hacía que los jóvenes recitaran una y otra vez, muy despacio, muy conscientemente, la antífona que cantamos al final de la liturgia del Viernes Santo: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino tenga vida eterna» (Jn 3,16). Y entonces decía: «Cuando uno ha entendido estas palabras y ha saboreado el lenguaje de Juan, entonces solo puede cantar estas palabras así». Y acto seguido cantaba él el versículo. Y nosotros teníamos esta impresión: «Realmente, es imposible cantar esas palabras de otra manera». La melodía suena con precisión, hace sonar las palabras. Entonces, el amor de Dios se hace vivencia, y su entrega, experiencia. En ese momento uno no necesita en absoluto creer. La fe sucede sencillamente en el canto. Y la vida eterna... está simplemente ahí. En el cantar, está ya en nosotros. Lo que Godehard transmitió aquí de forma magistral a la gente joven debería valer para todo canto litúrgico. Debería hacer oír las palabras de la liturgia, las palabras de la Escritura de tal manera que desarrollaran su efecto santificador en el corazón de cantores y oyentes.
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10. Hablar y escribir En el encuentro que cité al comienzo de esta obra, la encargada de la librería contaba sus experiencias con los libros: muchos libros le resultaban demasiado planos. Aterrizaban con excesiva rapidez en dar consejos. Los consejos, por añadidura, venían de fuera. Y su mensaje era que la vida es muy fácil: bastaría con seguirlos para que todo saliera a pedir de boca. Aunque el lenguaje de tales libros se presenta con frecuencia muy modoso, tiene un tic autoritario. Su autor sabe de sobra cómo se las gasta la vida. Y sugiere al lector que tiene que seguirle incondicionalmente. Solo así su vida podrá tener éxito. Tales libros no tienen un lenguaje a la altura de la honesta búsqueda de Paul Celan. Son más bien, en palabras de este autor, un abuso del lenguaje, puro márketing con peligrosos resabios de soborno (cf. Baumann 97). Prometen en su lenguaje algo que no se va a poder cobrar. Su lenguaje sabe demasiado. Ya no deja ningún resquicio libre. Pero, aun con todas las explicaciones, lo inexplicable siempre debe tener un espacio. Paul Celan –dice Gerhart Baumann– compartía la convicción de Rudolf Kassner: «Una historia es verdadera mientras no se intenta explicarla» ( ibid. 17). De Paul Celan podríamos aprender, en relación con los imponentemente sabihondos libros de consejos, c onsejos, a «percibir lo traicionero del lenguaje, a descubrir lo inauténtico e insincero en medio de las descaradas protestas de verdad» ( ibid. 19). Que el lenguaje no debería contentarse nunca con describir simplemente las cosas, sino que su misión es sacar a la luz los trasfondos y los secretos de la realidad, lo ha subrayado una y otra vez el escritor austriaco Peter Handke, sobre todo. A los realistas alemanes, como Günter Grass y el crítico-estrella Marcel Reich-Ranicki, les reprocha su ingenua postura de realismo y naturalismo. En un encuentro del grupo de los 47, en el año 1966, calificó a esta corriente de «impotencia descriptiva». Con ello, por supuesto, se granjeó la enemistad de ambos. 68
Günter Grass reprocha a Handke su intimismo y su mimosa sensibilidad lingüística. Pero este reproche solo muestra que Peter Handke había dado en el blanco con su calificativo de «impotencia descriptiva». El lenguaje pretende no solo describir con realismo, sino también llegar a palpar lo nuclear de las cosas y hacerlas objeto de experiencia (cf. Höller 42-46). Pretende revestir de palabras el misterio que anida en las cosas. Los libros que le gusta leer a la librera de nuestro encuentro penetran en un mundo interior, en el mundo de su propia alma. Así, en el lenguaje de los libros, descubre el lenguaje de su propio espíritu, del que muchas veces no es consciente. Tiene la sensación de que el libro expresa algo que ella lleva mucho tiempo sintiendo interiormente, pero para lo que aún no ha encontrado ninguna palabra. Cuando esto sucede, lee un libro que le resulte congruente. Pero hay también otra experiencia: muchos libros, en un primer momento, no le dicen nada a uno. Sin embargo, un par de años más tarde vuelve a coger el libro en sus manos y, de repente, le impacta: da respuesta a las preguntas que en ese momento le inquietan. Que un libro nos interpele o no, depende muchas veces de la situación anímica del momento. Hay libros que caen en nuestras manos en el momento adecuado y libros que no nos dicen nada precisamente porque estamos en otra situación. Cuando hoy leo libros que leí hace algunos años, descubro en ellos páginas completamente diferentes. Muchas veces pienso que no había leído nunca el libro o que lo había leído de otra manera. Hoy me hablan palabras distintas de las de hace veinte años. El cantautor de nuestro encuentro inicial citaba la expresión de una reunión sobre canciones espirituales modernas: «Muchas canciones saben demasiado». Tienen un lenguaje cerrado. Y muchas veces su lenguaje es plano. Hablan de Dios como si lo supieran todo de Él. Así se banaliza el misterio del Dios incomprensible. Un lenguaje así de plano expresa también de manera plana las irregularidades y los accidentes del camino de la fe. Yo mismo he trabajado mucho tiempo con jóvenes. En aquellos tiempos nos gustaba cantar en las convivencias los cantos juveniles modernos. Entonces caí en la cuenta de la diferencia. Muchas canciones, en algún momento, quedaban anticuadas. Ya 69
no se podían cantar. Se habían desgastado. Y muchas veces su lenguaje era muy moralizante y simplificador. Sin embargo, las canciones caracterizadas por un lenguaje gráfico, metafórico, se podían cantar una y otra vez. Tales canciones tenían un lenguaje abierto que dejaba espacio libre al cantor para introducir sus propias imágenes en las metáforas verbales de la canción y hacer que tales imágenes se reforzasen entre sí. Peter Handke dijo una vez, en una entrevista, que para él escribir era hallar con palabras la llave de lo desconocido, desconocido, del misterio. Esa imagen se me quedó grabada. Sí, yo también intento, al escribir, hallar una clave para descifrar el misterio de Dios y el misterio del ser humano y para describirlo de tal manera que yo lo entienda. Pero siento que, con mis escritos, nunca llego al final. Siempre hay un nuevo intento de expresar lo que pienso y lo que anhelo en lo profundo de mi alma. Este «em-palabrar» es para mí un proceso de clarificación interior. Pero en Peter Handke hay otra bella imagen más para su función de escribir. Al escribir sobre un lugar, Handke lo hace familiar y transitable: «Se percibe una domiciliación, uno se siente como en su hogar» (Handke 32). Tarea del lenguaje escrito es, al mismo tiempo, captar en una forma literaria el silencio y así conseguirlo y conservarlo: «Por el hecho de callar, uno no consigue el silencio; pero cuando uno capta la calma y el silencio y el vacío en una forma de expresión, entonces consigue la calma y el vacío y el silencio. Esto es sin duda lo paradójico. Hay una literatura que destroza el silencio... Pero hay unas pocas obras –y estas son para mí en último término las que cuentan y las que siempre contarán– que refuerzan el silencio: las que no “conservan” el silencio, sino que lo transmiten (esta es exactamente la palabra justa)» (Handke 114). Para Hilde Domin, escribir era su camino hacia la vida. Cuando, desterrada en la República Dominicana, no le iban bien las cosas, escribir en su lengua materna fue para ella el camino para superar la crisis. La teóloga Stephanie Lehr-Rosenberg dice a propósito de este escribir como superación de la crisis: «Cuando Hilde Domin empezó a escribir, se encontraba en una crisis extrema, al borde del suicidio. Escribir poesía era algo que no estaba previsto. Este suceso fue tan decisivo que ella lo describe como un nuevo nacimiento. Escribir se convierte en “alternativa al suicidio”. Al poner nombre a
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lo que está aconteciendo, se realiza su liberación y con ello se le abre un horizonte de futuro» (Lehr-Rosenberg 175). Para mí es importante otro aspecto en relación con el hecho de escribir. El escritor, escribiendo, crea realidad. Y la lengua en la que cada uno escribe produce un efecto en la gente. Hilde Domin critica las actuales recomendaciones lingüísticas, que pretenden recortar lo que de creativo tiene el lenguaje. Cuando al lenguaje ya no se le permite ser creativo, el mismo pensamiento se vuelve cada vez más acomodaticio y conformista. Escribe: «Todo lo vivo está hoy en peligro, y no por infra- sino por superestandarización. Se pretende recortar y desmochar, y se sale trasquilado. También el lenguaje» (Domin 368). Hilde Domin cita a continuación a Jean Paul: «En el poeta, la humanidad llega a hacerse sensibilidad y lenguaje. Por eso el poeta la reaviva fácilmente en otros» ( ibid. 368). El escritor, según esto, tiene una responsabilidad para con el lenguaje de sus lectores y lectoras. Y con esto imprime su sello también en el lenguaje de la sociedad. Hilde Domin se queja de que el lenguaje ha entrado en un prolongado proceso de desgaste. Sin embargo, « son los poetas los que afinan el lenguaje y los que constantemente lo están poniendo a punto para la comprensión de la realidad, para una renovada autointeligencia del ser humano en la cambiante realidad» ( ibid . 372). Yo soy consciente de que con mis escritos asumo también una responsabilidad para con las personas y para con la sociedad. Mediante mi lenguaje, pongo a la gente en contacto con su sabiduría personal profunda: construyo una casa en la que se sienten como en su hogar. O, a la inversa, les pervierto con él y les transmito la impresión de que ahora ya lo saben todo, de que se conocen c onocen a sí mismos y a Dios con precisión. Puedo azuzar a la gente con mi lenguaje a juzgar a los demás o, por el contrario, puedo invitarles a hallar un lenguaje para decir su propia realidad y luego hablar adecuadamente sobre las personas y a las personas. Cuál es la meta última del lenguaje escrito nos lo dice el final del Evangelio de Juan. El Evangelio de Juan tiene dos finales. Juan concluye el capítulo 20 con las siguientes palabras: «[Estos signos] quedan escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida por medio de él» (Jn 20,31).
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La finalidad del escribir es que los lectores y lectoras crean. Juan quiere escribir sobre Jesús de tal modo que los lectores reconozcan en él al Hijo de Dios y así sientan vida en su interior. Si nos aplicamos estas palabras, podemos traducirlas así: la finalidad del escribir es que creamos en nuestro propio manantial interior y en el núcleo divino que hay en nosotros, y que vivamos en contacto con la vida que tenemos dentro y que en el fondo de nuestra alma mana hacia nosotros. El capítulo 21 lo termina Juan con estas palabras: «Quedan otras muchas cosas que hizo Jesús. Si quisiéramos escribirlas una por una, pienso que los libros escritos no cabrían en el mundo» (Jn 21,25). Podemos escribir tantos libros como queramos. Jamás descifraremos plenamente el misterio de Jesús, como tampoco el misterio de nuestro propio proceso de humanización. Gregorio de Nisa, padre de la Iglesia, interpreta este pasaje de la siguiente manera: «Como Dios ha creado todas las cosas con sabiduría, y dado que no hay fronteras para su saber, el mundo, limitado como está por sus propias fronteras, no puede abarcar dentro de sí la inmensidad de una sabiduría ilimitada» (citado en Sanford 2, 213). Dios es la verdadera sabiduría; y esta es infinita. No podemos captar esta verdad ilimitada por muchos libros que escribamos. Únicamente podremos rozar esa sabiduría de Dios. Cualquier libro –también el presente– es solo un intento de hacer accesible para nosotros algo de la sabiduría de Dios. Ojalá la sabiduría de Dios nos ponga en contacto con la sabiduría de nuestra alma. En el fondo de nuestra alma sabemos exactamente lo que es bueno para nosotros. La escritura intenta sacar a la consciencia lo que inconscientemente sabemos en nuestra alma. Escribir es un movimiento de búsqueda. Busco la llave del ser. Pruebo palabras para ver si expresan lo que mi alma percibe y barrunta. Y escribir es un proceso de clarificación. Al principio todavía no sé lo que escribo. Pero, a medida que me empeño y pruebo, se van formando las palabras. Muchas veces no estoy satisfecho con lo que escribo. Pero entonces lo dejo reposar y espero hasta que llegan nuevas idea y mi espíritu ve con más claridad. No me siento sin más y escribo lo que tengo en la cabeza. Más bien, al escribir busco palabras que den expresión a mis más hondos anhelos.
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11. Hablar sobre otros: el lenguaje público Los monjes primitivos nos previenen contra el hablar sobre otras personas. Porque tan pronto como hablamos de otros corremos el peligro de juzgarles y criticarles. Y contra esa actitud de juzgar ya nos previno Jesús: «No juzguéis y no seréis juzgados» (Mt 7,1). Al juzgar a otros nos volvemos ciegos para las faltas propias. El psicoanalista Carl Gustav Jung dice que, al juzgar y criticar, estamos proyectando nuestras zonas sombrías sobre el otro; que con ello nos descargamos en alguna medida, pero que así no podemos desarrollar ningún potencial de cambio. Más bien, nos volvemos ciegos para nuestros fallos y de este modo los utilizamos de una manera destructiva. Jesús comparó estas zonas sombrías con una viga: «¿Por qué te fijas en la mota en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga del tuyo?» (Mt 7,3). Para Jung, lo que importa es mirar las sombras que hay dentro de uno mismo y reconciliarse con ellas. Entonces también podremos hablar un lenguaje conciliador. Quien no está reconciliado consigo mismo manifestará en su lenguaje su desgarro interior. Y muchas veces desencadenará en torno a sí llamaradas de rupturas, condenas y repulsas. Contra esto nos previene ya Santiago en su carta de finales del siglo I: «Observad cómo una chispa incendia todo un bosque. Pues la lengua es fuego. Como un mundo de injusticia, la lengua instalada entre nuestros miembros, contamina el cuerpo entero e inflama el curso de la existencia» (Sant 3,6). Existe hoy una cultura de la indignación y de la cólera. Continuamente estoy recibiendo llamadas de televidentes: que debería decir algo a este o a aquel político o empresario. Y las más de las veces, esa sugerencia va unida a la expectativa de que debería dé rienda suelta a mi indignación o a mi enfado.
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A esto, respondo siempre: «Sobre personas no hablo. No las conozco. Y por eso, no soy quién para juzgarlas». A pesar de todo, muchos periodistas de la televisión intentan forzarme a hacer alguna declaración. Otros, por el contrario, dicen al final: «Realmente, usted tiene razón. Al fin y al cabo, a mí tampoco me va toda esa cultura de la indignación». En la indignación me pongo por encima de los otros. Me levanto sobre ellos y los miro de arriba abajo. Pero esto no nos hace bien. La tradición espiritual habla de humildad, de humilitas. Esto quiere decir que nosotros, los humanos, estamos todos al mismo nivel. No nos compete elevarnos por encima de los demás. Somos humanos como los otros. Dicen los monjes antiguos: «Cuando veas pecar a un hermano, di: Yo he pecado». La persona que ha cometido una falta es un espejo para mí. Si contemplo ese espejo, veo que tal vez yo tengo también la misma falta, o que al menos llevo en mí la tendencia a cometerla. No tengo ninguna garantía de que lo que critico en el otro no pueda yo hacerlo de la misma manera, si es que no lo he hecho ya. La palabra alemana Entrüstung [indignación, [indignación, enojo] deriva de rüsten [armar, hacer preparativos]. Esto no solo significa el acopio [ Ausrüstung ] de armas, sino también el acicalarse y el aderezarse y disponerse para algo. Cuando me enfado con alguien, le quito su armadura, su protección [ Rüstung ]. ]. Le quito la posibilidad de defenderse. En ese momento, es incapaz de prepararse para una tarea. Y le quito el ornato. Le desnudo públicamente y le despojo de su ornato. Esto es como dejarle a uno las vergüenzas al aire. Las más de las veces no pensamos en el otro y no miramos qué siente cuando se ve despojado de su protección. Solo pensamos en nosotros y en nuestra indignación. Y en nuestro enojo nos sentimos moralmente superiores: todo lo hacemos correctamente. Y pensamos que es importante indignarnos en este mundo para mostrar cómo deben comportarse los demás. También aquí vale la palabra de Jesús: «Quien de vosotros esté sin pecado, tire la primera piedra» (Jn 8,7). Nuestra sociedad está marcada por una mentalidad m entalidad de chivo expiatorio. Cuando una persona pública comete una falta se la pone en la picota hasta que dimita. En ese momento, es como si se la cargara con toda la culpa que uno mismo lleva dentro. Se le 74
echa encima toda la inmundicia, en la creencia de que de ese modo uno se libera de su propia suciedad. Sin embargo, la basura que lanzo sobre otros sigue estando pegada como una costra a mi vida. En vez de echarla sobre los otros, debería ponerme yo bajo la ducha. Lanzando basura, la sociedad no se limpia. Solo cuando estoy dispuesto a limpiarme yo mismo se crea en torno a mí una atmósfera distinta. En una sociedad en la que cada persona que destaca públicamente se convierte en un chivo expiatorio, sobre el que se descargan los propios trapos sucios, son cada vez menos los que están dispuestos a asumir responsabilidades. Internet ha abierto puertas completamente nuevas a esa posibilidad de enfangar a otros. Cualquiera puede colgar en Internet su opinión y su crítica a otras personas. En Internet, ese lanzamiento es con frecuencia anónimo. No es la persona que ha lanzado la suciedad la que tiene que justificarse, sino aquella a la que se le ha lanzado. Da lo mismo que sea en Internet o en otros medios donde se hace esto: el mecanismo del chivo expiatorio lleva a sacrificar un chivo expiatorio tras otro. Sin embargo, en todo ese proceso la sociedad sigue siendo la antigua. Nada cambia. Más bien, todo el mundo escurre el bulto para no hacerse el blanco de ningún lanzador de basura. Cuando se lee el lenguaje de muchos de estos expertos de la inmundicia, uno se estremece ante su agresividad, pero, sobre todo, ante su primitivismo. Con mucha frecuencia, ya no redactan ni una sola frase correcta. Y este lenguaje prostituido, encima, muchas veces alardea de ser «la conciencia de la nación». Cuando oigo tales expresiones, añoro a las personas que todavía exhiben cultura en su lenguaje: personas en cuyo lenguaje se puede percibir aprecio y esmero, y también belleza y creatividad. En la filosofía de la religión se ha juzgado de modo plenamente positivo el mecanismo del chivo expiatorio. Los filósofos de la religión dicen que el mecanismo del chivo expiatorio purifica o al menos descarga a la sociedad. Sin embargo, la diferencia entre el mecanismo del chivo expiatorio que practicaron los judíos para limpiar a la sociedad del pecado y el de otros chivos expiatorios es la siguiente: el chivo expiatorio sobre el que los judíos volcaban toda la culpa del pueblo era inocente. Esto lo sabían los sacerdotes y los que participaban en este rito. De este modo, el chivo expiatorio, 75
subsidiariamente, en representación del pueblo, podía llevar al desierto los pecados del pueblo. Pero al chivo expiatorio no se le condenaba: al a l contrario, se le apreciaba porque prestaba un servicio importante para para la comunidad. Nosotros, en cambio, proyectamos nuestra culpa sobre personas que no son perfectas. Estas no tienen ninguna posibilidad de defenderse contra ese mecanismo. En cierto modo, se las sacrifica. La sociedad cree que esa persona tiene conscientemente muchas faltas y que ha cometido multitud de errores. Y el chivo expiatorio no tiene ninguna gran oportunidad de defenderse. Esto, entonces, ya no es un rito: más bien, se ha vaciado el rito de su contenido. Y de este modo se le convierte en una pretensión imposible y en una acusación pública. El lenguaje público, tal como a menudo se habla en los programas de entrevistas – por supuesto, existen también excepciones en las que el moderador se esfuerza por mantener una conversación auténtica– es la mayoría de las veces un lenguaje de descalificación. Tal lenguaje no puede ennoblecer a los interlocutores. En tales programas no surge una conversación. No se logra un modo de hablar que vincule personalmente a unos con otros. En los programas de entrevistas, lo que tiene lugar es más bien una charla sobre otros o también una cháchara provocadora cuyo objetivo es sacar de sus casillas al interlocutor y forzarle a hacer manifestaciones fuera de lugar. Muchas veces, este lenguaje condena ya antes de que se haya estimado el asunto correctamente. Lo único que hace es forzar al otro a justificarse. Pero no puede tener lugar una conversación en la que uno escuche al otro y por su medio se adentre en su propia conciencia. En los programas de entrevistas se oye con frecuencia una jerga que le pone a uno al borde de un ataque de nervios. Ya antes de la entrevista, se instruye y motiva convenientemente a los invitados: todo ha de resultar divertido. Con esto, ya de entrada se pone de manifiesto que no se trata de un diálogo serio, que no se trata del esfuerzo de hablar realmente sobre algo. Siempre tiene que haber unos cuantos chistes con los que uno pueda reírse. De este modo se monta un chismorreo superficial que pasa por todo y por nada, que es absolutamente irrelevante irrelevante y se queda en pura vacuidad e insignificancia. insignificancia. El chismorreo vacuo siempre se da a costa de otros. Se les ridiculiza. Si se defienden, son unos aguafiestas. Ridiculizar a alguien es un abuso hiriente de poder, 76
exactamente igual que transmitir sentimientos de culpa. Frente a ambas cosas, uno no se puede defender. De todos modos, también hay en la televisión moderadores que contactan realmente con el entrevistado y quieren entablar una conversación no prefabricada: una conversación que más bien se puede ir desarrollando porque ambos se escuchan mutuamente. Esto es posible sobre todo en un diálogo entre dos, cara a cara. En entrevistas hechas en grupo tengo con frecuencia la impresión de que muchos participantes miden su importancia por la frecuencia con que toman la palabra y así dominan la conversación. En las crónicas de sociedad de las revistas, lo que importa las más de las veces, al igual que en la televisión, es solo el sensacionalismo. Continuamente se está hablando de otros. En los periódicos serios, los artículos sobre otras personas son las más de las veces plenamente respetuosos. En ellos ellos se intenta respetar al otro. Sin embargo, esta clase de lenguaje que se muestra sensible para con el otro y se abstiene de juzgar es más bien rara. Incluso en los periódicos serios se ejerce con frecuencia una presión sobre los periodistas para que presenten sus temas de la manera más incisiva posible. Lo que es solo equilibrado, evidentemente no interesa a nadie. Se distorsiona la finalidad del lenguaje: el lenguaje sirve para aumentar la tirada de los periódicos, no para exponer los hechos o para aclarar los sucesos del momento y sus trasfondos. En este contexto encaja bien una descripción de Paul Celan: «Nada podría ofenderle tanto como el abuso y la venalidad, aquellos cálculos dañinos y aquellos peligrosos intentos de soborno a base de un lenguaje que alardea de saberlo todo y que en realidad no dice nada» (Baumann 97). En la atmósfera de charlatanería de nuestro tiempo, la instrucción de san Benito de ursia sobre la discreta guarda del silencio sería una buena medicina. Escribe san Benito: «Por mor del discreto silencio debe uno renunciar a veces a buenas conversaciones. Tanto más, en razón del castigo de los pecados, tenemos que abstenernos de malas palabras. Por tanto, aun cuando se trate de conversaciones buenas, santas, edificantes, solo raramente les sean permitidas a los discípulos perfectos, a causa de la importancia de la guarda del silencio. Porque está escrito: con el mucho hablar, no
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escaparás al pecado...; y en otro lugar: vida y muerte están en poder de la lengua...» ( Regla Regla 7, 2-5). Tan pronto como empezamos a hablar de otros, nos asalta siempre el impulso de uzgar y condenar, y este impulso se funde con nuestras palabras. Pero, con ello, muchas veces provocamos desastres. Ofendemos a otras personas y solo conseguimos atacarles los nervios a nuestros oyentes o lectores. Quien hoy toma la palabra en público imprime su sello en la sociedad. Todo aquel que pronuncia una conferencia y todo aquel que publica una colaboración en un periódico o en una revista contribuye a marcar su impronta en el lenguaje de nuestro mundo. Por eso importa manejar el lenguaje con cuidado y tratarlo con esmero. Con nuestro lenguaje colaboramos en la construcción de la casa de nuestra sociedad. Sabemos con qué frecuencia, sin darnos cuenta, se deslizan en nuestro lenguaje la agresividad, la crítica y la provocación. Tanto mayor es la responsabilidad de las personas que hablan en público: responsabilidad para con el lenguaje y para con el pensamiento de nuestro tiempo. Hilde Domin ha visto así, desde la poesía, lo que a primera vista solo tiene una pequeña repercusión sobre nuestro mundo. En la poesía, el poeta se aparta del mundo de lo funcional. Por eso los poemas, por insignificantes que parezcan, forman parte «de lo mejor que tenemos. De lo que salva al ser humano en su humanidad, lo libera de los ataques inesperados, independientemente de la forma de sociedad en la que tenga que vivir» (Domin 295). Dado que todo poema renueva el lenguaje, tiene un influjo sobre la sociedad. Pero también todo el que abre su boca en público o el que toma la pluma debería ser consciente de la responsabilidad no solo para con el lenguaje, sino también para con el pensamiento y para con la idea de hombre que que tiene la sociedad. El lenguaje en público debería tener algo de la cualidad del lenguaje de Jesús, el cual también habló en público. El lenguaje público no debe segregar. Pero con frecuencia el lenguaje segrega: ante todo, por las condenas y las descalificaciones, pero también por un lenguaje-gueto. Un lenguaje científico segrega con frecuencia a los no científicos. Un lenguaje teológico puede convertirse en lenguaje-
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gueto, que ya nadie entiende. El lenguaje público tiene el cometido de unir a las personas unas con otras y reconciliarlas. Muchas veces notamos –tan pronto como toma la palabra un político o un economista– la ruptura interior del orador. Porque él está interiormente roto, su discurso tiene un efecto de ruptura en la sociedad. De otros políticos se dice: «Hablan mucho sin decir nada». Ese es un lenguaje puramente superficial. Se pierde en tópicos. Pero no alumbra ningún horizonte; no desencadena dinamismo alguno. Deberíamos ser conscientes de nuestra responsabilidad respecto de nuestro hablar. o basta con hablar solamente con corrección. Decimos las cosas tal como nos parecen. Por eso, antes que nada, nuestro hablar exige un trabajo espiritual: el trabajo de reconciliarse uno consigo mismo, de purificar su corazón y con ello su lenguaje, para luego poder hablar de tal manera que mis palabras respeten a los otros, los valoren, les den ánimos, los reconcilien y les transmitan esperanza.
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12. Hablar y obrar Hablar y obrar deberían ir a una. Sin embargo, ya Jesús echó en cara a los fariseos que no hacían lo que decían. Jesús advierte a sus discípulos: «Lo que os digan, ponedlo por obra, pero no los imitéis, porque dicen y no hacen» (Mt 23,3). Esta discrepancia entre decir y hacer es conocida también en el espacio cultural griego. Diógenes critica a los oradores que llenos de ardor dicen lo que es justo pero no lo hacen (Grundmann 484). Pero el Evangelio de Mateo no entiende primariamente la prevención contra los fariseos, que obran de forma distinta de como hablan, como crítica de los círculos farisaicos del judaísmo, sino como toque de atención a las comunidades cristianas: en todo tiempo y en toda comunidad –también y particularmente en las comunidades cristianas– existe el peligro de que hablemos de manera distinta de como obramos. Deberíamos, pues, tomar en serio las palabras de Jesús para nuestro particular examen de conciencia, en vez de hablar de otros. El evangelista Mateo presenta a Jesús no solo como maestro, sino también como alguien que sí hace lo que dice. Jesús cumple en su pasión lo que en el Sermón del Monte exige de sus discípulos: hacer la voluntad de Dios y renunciar al poder. Por eso, Jesús es un Maestro digno de crédito, alguien que anda el mismo camino que enseña a otros. Al final del Sermón del Monte, con una imagen Jesús exhorta encarecidamente a sus discípulos a no solo escuchar sus palabras, sino también seguirlas: «Quien escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a un hombre prudente que construyó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, crecieron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron sobre la casa; pero no se derrumbó porque estaba cimentada sobre roca» (Mt 7,24). Una 80
vez, cuando los parientes de Jesús quieren hablar con él, remite a sus oyentes a su nueva familia: «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,21). Ambas cosas van juntas: oír y hacer, hablar y obrar. Hoy a muchos moralistas se les echa en cara que «es más fácil predicar que dar trigo» [1] . Este refrán se refiere a personas cuyos dichos no coinciden con sus hechos. A la larga, tales personas nos resultan poco creíbles. Naturalmente, todos corremos el peligro de que nuestras obras no siempre coincidan plenamente con nuestro discurso. Por eso no deberíamos fanfarronear, sino hablar con modestia. El peligro está en que los más grandes moralistas muchas veces no hacen ellos mismos lo que exigen a los demás. El psicoanalista C. G. Jung opina que el moralista tiene que hablar tan enérgicamente contra el mal porque teme el mal que hay en su corazón; que tiene que defender la moral con tanto rigor porque percibe lo que hay de inmoral en su propio corazón, pero no quiere admitirlo. Por eso nos sentimos escépticos cuando alguien lanza palabras demasiado grandilocuentes. Entonces, está siempre en peligro de caer en una contradicción entre sus dichos y sus hechos. Nuestras obras no coincidirán nunca totalmente con nuestro discurso. Pero debería quedar bien claro que lo que decimos intentamos también vivirlo. Lo que predicamos a otros nos lo decimos siempre y en primer lugar a nosotros mismos. Si los oyentes ven que nos esforzamos por hacer concordar nuestro decir y nuestro hacer, nos percibirán como auténticos. No es auténtico el hombre perfecto, sino el que honestamente intenta hacer coincidir sus hechos con sus dichos. Pero decir y hacer tienen otra correlación más. Ambos radican en el pensamiento. Primero pensamos mal de los otros, luego hablamos despectivamente de ellos y finalmente sigue una conducta agresiva o hiriente. El modo en que hablamos de otras personas no queda oculto. Se refleja en nuestro porte. Aun cuando exteriormente no hagamos al otro ningún daño, él percibe en nuestro talante qué hemos dicho de él y cómo. El discurso repercute inmediatamente en nuestra actitud y luego también en nuestra conducta. Cuando hablo con representantes de empresas, me fijo siempre con mucha atención en el modo en que hablan de otras marcas. Y cuando estoy en comunidades religiosas, 81
percibo el espíritu que domina en ellas por, entre otras cosas, el modo como hablan de otras comunidades. Si hablan mal de todas las demás comunidades, eso es siempre señal de que ellas mismas reprimen sus debilidades y sus zonas de sombra y las proyectan sobre otros. Su discurso marca también su conducta: primero, el comportamiento respecto de los otros, pero también la conducta dentro de la propia comunidad. Esta conexión podemos observarla también en el ámbito político. En el Tercer Reich se atacó primero verbalmente a los judíos y se les calificó de raza inferior. El lenguaje agresivo llevó después a la bárbara brutalidad ejercida contra los judíos. Con nuestro lenguaje influimos en nuestro propio obrar y en el hacer de los otros. Por eso somos responsables de nuestro lenguaje. No podemos escabullirnos: «eran solo palabras, no hemos hecho nada malo...». Las palabras sí hacen algo malo. Siembran la semilla del mal, que luego brota en malas acciones. Primero viene el pensar, después el decir y luego la acción. Estos tres ámbitos no se pueden separar uno de otro.
[1] El refrán alemán que cita el autor dice, literalmente, que «predican agua y beben vino» [N. del T.].
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13. Lenguaje y protesta Cuando decimos protesta, creemos que siempre está dirigida contra alguien. Pero la palabra significa propiamente «presentarse públicamente como testigo», «afirmar algo públicamente». En la palabra protesta están el verbo testari, que quiere decir «ser testigo», «atestiguar», y el prefijo pro-, que puede significar tanto «ante, delante de» como «por/a favor de». Doy testimonio ante otros y anuncio algo a favor de otros. No presento pruebas contra alguien, sino a favor de alguien y de algo. Muchos poetas y escritores entienden sus poemas y sus novelas como protesta contra la opinión predominante. Pero en la protesta auténtica nunca está la intención de hablar contra alguien, sino que se trata del compromiso a favor de alguien o de una buena causa. Mi poema o mi artículo se convierten en protesta por cuanto esa poesía o ese artículo –contra el punto de vista ampliamente extendido– atestiguan una manera distinta de pensar o de hablar. La verdadera protesta no acusa de algo, sino que atestigua algo. Pero lo hace conscientemente en confrontación con otras opiniones y palabras. La protesta tiene la misión de poner en cuestión formas de hablar y de pensar que se han infiltrado en la cabeza de la gente. Los profetas del Antiguo Testamento, frente a los vítores de quienes siguen ciegamente a los reyes, pretenden llamar la atención sobre la situación política y religiosa del país: no todo está tan bien como cree la gente que trae sus ofrendas al templo. De este modo, la protesta se puede convertir también en acusación que busca sacudir a la gente. El profeta Amós tiene que hablar abiertamente un lenguaje crudo para que lo escuchen. Porque la gente se arrulla muchas veces en sus ilusiones. No quiere ver la realidad como es. Por eso Amós acusa a los ricos: «Contemplad el tráfago en medio de 83
ella [Samaría], las opresiones en su recinto. No sabían obrar rectamente –oráculo del Señor–, atesoraban violencias y crímenes en sus palacios. Por eso, así dice el Señor: El enemigo asedia el país, derriba tu fortaleza, saquea tus palacios» (Am 3,9-11). Mi tío, P. Sturmius, que como yo fue monje en Münsterschwarzach, estaba muy sensibilizado con un lenguaje que se había acomodado en exceso al espíritu del tiempo. También él entendía siempre sus sermones y sus libros como protesta, si bien nunca atacó en ellos a nadie. Pero se puso en guardia contra tendencias que, según él, no sintonizaban con el espíritu de Jesús. Así, incluso en círculos monacales, tras la Segunda Guerra Mundial, tenía vigencia el eslogan «La compasión es debilidad». Los monjes que hablaban así no caían en absoluto en la cuenta de que con ello habían interiorizado el punto de vista del Tercer Reich. Entonces mi tío pronunció un sermón sobre el tema «Compasión». No atacó a nadie. Pero en su sermón formuló una protesta contra una forma de hablar que se había introducido inconscientemente en muchos de sus compañeros monjes. Al parecer, el sermón causó tal impresión que en adelante ya nadie en el convento volvió a pronunciar ese eslogan. La protesta provocó un cambio de mentalidad. Muchos poetas han entendido sus poemas como protesta; así también Bertolt Brecht. No habla para halagar a los lectores. Levanta su voz a favor de los privados de sus derechos y de personas que sufren a causa del sistema. Entre los cantautores hay canciones-protesta. Estas no acusan a personas concretas, sino a una actitud que impera en la sociedad. El lenguaje tiene siempre carácter de protesta. Se presenta como testigo en favor de una manera de pensar que quiere imponerse contra otra que no beneficia a la gente. Así es como lo entendió también san Pablo. Continuamente echaba mano de formas de decir y de pensar de sus lectores y mediante otro lenguaje protestaba contra ellas. Así, reprocha a los corintios: «Aún os guía el instinto» (1 Cor 3,3). Les echa en cara su modo de hablar: «Cuando uno dice: Yo estoy por Pablo, y otro: Yo por Apolo, ¿no os quedáis en simples hombres?» ( ibid. 3,4). Y a continuación fundamenta una manera de ver distinta: no se trata de los predicadores sino de Cristo, que es el predicado. O toma eslóganes que corrían entre los corintios y dejaban su impronta en su modo de pensar y de comportarse. Y entonces da la vuelta al eslogan: «Todo está permitido, decís; pero no todo conviene» ( ibid. 10,23). 84
Todo está permitido: este era el modo de pensar de la gnosis, que se había aclimatado en Corinto. En ella ya no existen normas. Sin embargo, Pablo muestra a los corintios que se trata de otra cosa: mi conducta y mi discurso debe ser útil a los demás y edificar a la comunidad y a los individuos. Pablo no condena a los corintios. Mediante su lenguaje-protesta solo orienta su pensar, decir y obrar en otra dirección. Esta es la esencia de la protesta: a la vista de formas de pensar y decir, habla un lenguaje que se ajusta a la esencia del ser humano.
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14. Algunas reglas de la comunicación Sobre las condiciones de éxito de una conversación son ya muchas las personas que han reflexionado. En nuestro encuentro preparatorio de este libro, muchas aportaciones giraron en torno a la pregunta de cuál es el secreto de una buena conversación y cómo puede llegar a buen fin una conversación. conversación. En la conversación, las personas se acercan entre sí por medio del lenguaje. Llegan a conocerse mutuamente. Pero, al mismo tiempo, reconocen que el lenguaje es solo un medio imperfecto de expresarse y de decir al otro lo que llevan en el corazón. Las personas hablan porque tienen una necesidad: la necesidad de cercanía, de ser comprendidas, de comunión. Me gustaría que me tuvieran en cuenta, que no prescindieran de mí. Quisiera pertenecer al grupo, ser oído y oír a los otros, de modo que pudiera surgir así un sentimiento sentimiento de pertenencia. Al expresar en el lenguaje las necesidades, estas se modifican. Muchas veces siento la necesidad de contar en la conversación mis experiencias. Al contar a otros mi propia vida, se me hace a mí más clara. Contar es aclarar la propia situación. Y al mismo tiempo, mediante mi narración los oyentes se introducen en mi historia. El contar lleva también a que el otro se reencuentre a sí mismo en mis palabras, a que por mi exposición se entienda mejor a sí mismo. El filósofo y teórico de los medios Vilém Flusser opina en una ocasión que el diálogo es rebelión contra la muerte y protesta contra lo que se desmorona (cf. Flusser 10). El diálogo quisiera cohesionar a las personas. A mí me es dado ser yo mismo, y al otro, ser él mismo; pero al mismo tiempo desearíamos estar presentes el uno al otro. Wilhelm von Humboldt opina: «Todo hablar se basa en el diálogo». El lenguaje incluye siempre a un otro e intenta relacionarse con él y corresponderle. 86
El diálogo aspira al encuentro entre personas. Si resulta bien, nadie es instrumentalizado ni utilizado abusivamente como medio. En el diálogo me dirijo al otro por razón de él mismo. En el diálogo no solo intento entender al otro, sino que quisiera unirme a él para lo que nos es común y para lo que es personal: lo que «nos atañe absolutamente» (Paul Tillich). De este modo, en todo diálogo auténtico está presente Dios como Aquel que nos atañe incondicionalmente. Friedemann Schulz von Thun ha descrito de modo bien impresionante en su famoso «modelo de cuatro lados» cómo puede tener buen resultado un diálogo y qué puede entorpecerlo. Para la descripción de este modelo me baso en las notas que el experto en comunicación Ralph Wüst me facilitó en nuestro encuentro preparatorio de este libro. Schulz von Thun opina que, en la comunicación de una persona con otra, las noticias se pueden contemplar desde cuatro lados distintos y pueden interpretarse bajo cuatro supuestos diferentes: El primer aspecto se refiere a la relación con la cosa: se comunica el asunto descrito, el contenido objetivo de la cosa. El segundo aspecto considera la relación con el que habla: se refiere a la automanifestación del que habla. Este da a conocer algo de sí mismo. El tercer aspecto va referido a la relación mutua: en la clase de mensaje se manifiesta algo sobre la relación del uno con el otro. Está claro lo que pienso de ti y cuál es nuestra situación mutua. El cuarto aspecto se refiere al efecto pretendido: mis palabras contienen una apelación al otro. Quisiera mover al otro a hacer algo. Los trastornos y los conflictos surgen cuando el que habla y el que escucha interpretan y valoran de manera diferente los cuatro niveles. Esto lleva a malentendidos y conflictos. Un ejemplo conocido, pero que sigue siendo impresionante, lo describe Schulz von Thun en su libro Miteinander reden. Una pareja va sentada en el coche, la mujer al volante. Se detienen ante un semáforo. El varón dice a la mujer: «El semáforo está en verde». La mujer contesta: «¿Conduces tú o conduzco yo?» (cf. Schulz von Thun 1, 25s).
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En esta situación, la intervención del varón, además de en su nivel objetivo, se puede entender en relación con las otras tres dimensiones, de la siguiente manera: como incitación a arrancar (nivel de apelación), como intención del copiloto de ayudar a la mujer que va al volante o también como demostración de la superioridad del copiloto sobre la mujer (nivel de relación) o bien como manifestación de que el copiloto tiene prisa y está impaciente (automanifestación). (automanifestación). Evidentemente, la mujer ha interpretado el mensaje de su marido como menosprecio o como tutela. Por eso reacciona con despecho, dispuesta a atizar el fuego de una discusión de principio: ¿quién conduce ahora: él o ella? Y en su expresión hay también una apelación, una llamada: si conduzco yo, déjame conducir como mejor me plazca; no te inmiscuyas en mi manera de conducir. conducir. Schulz von Thun puede describir este modelo de cuatro lados también como «modelo de cuatro oídos». Con esta expresión piensa que todo oyente debe oír el mensaje del otro siempre con equilibrio entre el «oído para el objeto», el «oído para la relación», el «oído para la automanifestación» y el «oído para la apelación». Sin embargo, esto raras veces sucede. Muchas personas solo oyen con el oído para la apelación. Por ejemplo, la pregunta del marido «¿Queda todavía cerveza?» no la oye la mujer con el oído para el objeto. Entonces le podría dar la información correcta. Pero tampoco la oye con el oído para la automanifestación. En ese caso preguntaría: «¿Todavía tienes sed?». Más bien es frecuente que la oiga con el oído para la apelación y tal vez también con el oído para la relación. En la pregunta oye enseguida el reproche de que se ha preocupado poco por la cerveza. A la inversa, puede también suceder que el que habla –inconsciente o, muchas veces, también conscientemente– combine y mezcle en su comunicación los diferentes niveles de las noticias. Con qué oídos oímos depende también de la historia de nuestra vida. Cuando las personas, en su niñez, en cada comunicación de los padres han oído solo una exigencia o un reproche, de mayores oyen sobre todo con el oído para la apelación. Y en todas las preguntas del otro se sienten sienten puestos en tela de juicio. Un hombre llega a casa por la tarde y pregunta a su mujer: «¿Cómo estás? ¿Qué has hecho hoy?». En esta pregunta el marido pone todo su interés por su mujer y quiere simplemente saber cómo ha pasado el día y cómo le han ido las cosas. La pregunta es 88
una invitación a contar y a entrar en comunicación. Sin embargo, la mujer entiende inmediatamente la pregunta como control. Se siente controlada por su marido porque esa pregunta la tuvo siempre en sus oídos como pregunta de control por parte parte de su padre. Pero lo que le importa a Friedmann Schulz von Thun en el diálogo no es solo escuchar con exactitud en el nivel en que está emitido el mensaje del otro. Expone también que tenemos dentro de nosotros mismos diversas voces (cf. Schulz von Thun 3, 21s). En primer lugar, llevamos dentro al moralista, el que continuamente está blandiendo normas. Luego al altruista, el que quiere siempre ayudar al prójimo. Después tenemos dentro la mala conciencia, que pone en duda la rectitud de nuestra intención. O también al consciente de su responsabilidad, que pretende asumir la responsabilidad de todo. Y con demasiada frecuencia, nuestra conversación se ve perturbada porque nosotros mismos no sabemos con exactitud qué voz o qué persona interior es la que está hablando verdaderamente en ese momento. Schulz von Thun opina: antes de entablar una conversación con otro, lo primero que tendríamos que hacer es organizar una conferencia para discutir conjuntamente las diversas voces que hay en nosotros. Cada voz de las que llevamos dentro tiene una determinada justificación, pero con frecuencia se contradicen entre sí. Y entonces fracasa la conversación. Porque el otro se siente irritado. No sabe exactamente quién es el que está hablando con él. Por eso se necesita antes una clarificación interior: con qué voz queremos hablar. Entonces podrá resultar bien la conversación. Porque con frecuencia habla el moralista que llevamos dentro y provoca rechazo en el otro. Luego empieza a hablar el indulgente y comprensivo. Eso le irrita todavía más. Y si, encima, comienza después a hablar el altruista ayudador, el otro no entiende nada de nada… Cuando pronuncio una conferencia ante directivos de empresa, oigo muchas veces esta alabanza: «Su conferencia me ha impactado profundamente. Ha hablado con tanta autenticidad… Esta experiencia no la he tenido en todas las conferencias». No pretendo ponerme a mí mismo como modelo con esta alabanza ajena. Pero en estas palabras oigo también la necesidad de hablar con autenticidad. Para mí es importante que lo que se dice salga del corazón. Y se tiene que hablar en relación con los oyentes. Por eso siempre tomo contacto visual con ellos. Miro a las
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personas y en sus reacciones percibo cómo puedo hablar de manera que mi charla no se convierta en un simple monólogo, sino que llegue a ser un diálogo. Muchos conferenciantes no hacen más que leer su texto. Sin embargo, la palabra escrita es algo distinto de la palabra hablada. La palabra hablada necesita siempre la relación con el oyente. Cuando miro al oyente, noto lo que puedo decir y cómo puedo hacerle compartir mis ideas. Las frases escritas son con frecuencia demasiado largas para ser escuchadas. Y muchas veces su lenguaje es demasiado complicado. Una y otra vez tengo que habérmelas también con traductores. Se quejan con frecuencia de las frases largas y demasiado complicadas con las que tienen que enfrentarse. Muchos profesores creen que sus ideas solo las pueden transmitir en períodos de largo aliento. Sin embargo, mi experiencia es esta: cuando he entendido una cosa, puedo expresarla con facilidad. Tras frases complicadas se oculta muchas veces un alma complicada o la necesidad de causar impresión mediante frases retorcidas. Naturalmente, el lenguaje no puede ser banal. Pero el arte estaría en entender las cosas y exponerlas en un lenguaje que fuera inteligible. Pero no solo los profesores tienen su propio lenguaje, un lenguaje que a veces solo está en la cabeza y no sale del corazón. El experto en comunicación –que también da clases– me contaba, en el encuentro citado al comienzo, que muchos estudiantes, en sus conferencias pronunciadas ante compañeros de profesión, renegaban de su propio lenguaje. Copiaban el lenguaje de los profesores. Pensaban que tenían que acomodarse al lenguaje de ellos. Sin embargo, sus trabajos académicos resultaban desvaídos. Cuando de nuevo están solos entre sus compañeros universitarios, hablan de manera completamente diferente. Entonces pueden también exponer los temas de modo mucho más claro. Un universitario, en nuestra ronda de intervenciones del comienzo, opinaba que muchos estudiantes, por miedo al futuro, se amoldan en sus disertaciones públicas a las expectativas implícitas o explícitas de sus oyentes. Tienen miedo a ser auténticos y escapar a las expectativas a las que se sienten expuestos. Muchas veces somos acomodaticios en nuestro lenguaje: los estudiantes se acomodan al lenguaje de los profesores; los deportistas que son entrevistados, al 90
lenguaje de los periodistas; los directivos de empresa, al lenguaje económico-financiero. Pero, entonces, a esas personas no las percibimos como auténticas. Su lenguaje no nos llega. A través de su lenguaje no oímos al ser humano. Oímos, a lo sumo, el miedo a revelar algo propio. Las personas se acomodan al lenguaje que creen que es el esperado por el gran público. Pero de ese modo su propio lenguaje queda falseado. Ya no sale del corazón, sino únicamente de un cálculo para mostrarse, según la situación o el temperamento, lo más discreto o lo más extravagante posible. Una vez estuve retenido en un atasco durante cuatro horas y tuve que pronunciar por teléfono una conferencia ante cinco mil maestros, en números redondos. Eso me resultó muy penoso. Cuando no tengo contacto visual alguno con los oyentes, no me fluyen las palabras. Puedo, por supuesto, decir lo que pienso. Pero falta la relación personal. En el curso de la conferencia, sencillamente me imaginé a los oyentes. Entonces la cosa fue algo mejor. Hablar es siempre un proceso dialogal, nunca solo un monólogo, incluso cuando el conferenciante pronuncia la conferencia solo. Siempre habla a personas concretas. Y el arte de la conferencia consiste en afectar a las personas que están sentadas delante de mí y llegar a su corazón. Como en mi conferencia a la multitud de maestros no podía ver ante mí a las personas, me vino a la mente lo que el filósofo Ferdinand F erdinand Ebner repetía una y otra vez sobre la dimensión dialogal del lenguaje. Decía: «Todo intento de ahondar en el lenguaje desde la perspectiva de su importancia espiritual, debe partir de un hecho: que la palabra se desarrolla entre la primera y la segunda persona» (Ebner 29). 29). Sin lenguaje no hay personalidad alguna, y sin relación entre el yo y el tú no habría ningún lenguaje. En el lenguaje se expresa el yo frente al tú. Esto es para mí importante no solo al dar una conferencia, sino también al escribir. También en este caso tengo siempre ante los ojos a personas concretas a las que intento entender cuando las describo y cuando con mis palabras quiero darles una respuesta. El escrito es en último término la respuesta elaborada que, de manera para mí insuficiente, he dado en el diálogo personal.
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15. Hablar y callar Los monjes primitivos consideraban el silencio como su más importante camino espiritual. Pero precisamente a estos monjes, expertos en silencio, venían muchas personas de Roma y de todas las comarcas del Imperio romano de entonces para oír unas palabras. Y con mucha frecuencia los monjes les negaban sus palabras; sobre todo, cuando notaban que tales personas venían solo por curiosidad. Al abad Teodoro le llega una vez un hermano buscando oír de él unas palabras. Sin embargo, el abad guarda silencio durante tres días. Cuando sus discípulos se lo reprochan, les responde: «Es verdad, no he querido hablarle. Es un presuntuoso que quiere darse tono con palabras ajenas» (Instrucción de los Padres, 270). La condición para que los monjes diesen unas palabras suyas era la disposición del oyente a cumplirla. Así, el abad Filikas dice a personas que querían escuchar de él unas palabras: «Ya no hay palabras. Antes, cuando los hermanos preguntaban a los mayores y hacían lo que estos les decían, Dios les inspiraba lo que debían decir. Pero hoy día, que ciertamente se pregunta pero no se hace lo que se oye, Dios ha retirado a los mayores el don de la palabra y no encuentran lo que tienen que decir porque no hay nadie que lo ponga en práctica» (ibid. 231). Un motivo por el que los hermanos niegan las palabras reside en Dios mismo. Dios mismo no inspira a los padres ninguna palabra cuando a ellos vienen solo personas que no están dispuestas a seguir lo que les dicen. La palabra por la palabra no tiene valor para los monjes. Para ellos, una palabra solo tiene importancia cuando también se pone en práctica. Los monjes toman a pecho la palabra de Jesús: «Quien escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a un hombre prudente que edificó su casa sobre roca» (Mt 7,24).
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El que no está dispuesto a seguir las palabras que oye es para los monjes un presuntuoso. Ese tal pretende fanfarronear con las palabras que ha oído a los monjes. Pero no está dispuesto a seguirlas. Los monjes han callado. Sus palabras habían nacido del silencio. Y Dios se las regalaba. Los monjes no utilizaron el silencio para poder después hablar mejor. Querían encontrar a Dios en el silencio. Pero en ese camino hacia Dios se apoyaron unos a otros. Y para eso emplearon la palabra. La palabra les fue regalada de arriba. No la habían obtenido ellos mismos por reflexión. Pero, precisamente porque sus palabras venían del silencio y de Dios, tenían un peso especial. Hay personas que necesitan estar hablando continuamente. No pueden aguantar ni un momento de silencio. Su hablar se convierte realmente en charlatanería. Solo sirve para acallar el silencio y evitar la quietud. quietud. Quien tiene algo que decir, tiene que acudir al silencio. En el silencio puede juzgar qué palabras merecen ser dichas y cuáles más bien no deberían pronunciarse. En el silencio sopesa las palabras. No habla sin ton ni son, sino que dice palabras que tienen un sentido, que le levantan a uno, que muestran un camino, que dan expresión al misterio. Pero el callar y el decir tienen otro significado más. Muchas veces callamos porque no tenemos nada que decir y porque no se nos ocurre ninguna palabra que tenga importancia. Precisamente personas que tienen que hablar mucho –directores espirituales, terapeutas, políticos, médicos– sienten que en algunos momentos no saben qué deben decir. Muchos esquivan como pueden este silencio interior. Están bajo la presión de tener que decir algo a pesar de todo. Los medios exigen de los políticos que den inmediatamente una opinión sobre este o aquel problema. El político no tiene tiempo alguno para reflexionar sobre lo que podría decir con más sentido. Los predicadores tienen la experiencia de que en algún momento les faltan las palabras para dar a la fe una expresión como corresponde a su naturaleza. Pero en ese momento las palabras se vuelven con frecuencia vacías. En la conversación con un paciente, a un terapeuta no se le ocurre nada que le pueda decir respecto de su dolencia. Muchos se refugian entonces entonces en teorías psicológicas para hurtar el bulto a su falta de palabra. Sin embargo, em bargo, tanto al acompañante espiritual y al terapeuta como al político les vendría bien optar por el silencio, soportar por una vez 93
que no tienen –o todavía no tienen– nada que decir sobre este o aquel tema. Eso sería más honesto. Eso nos protegería de la mucha verborrea y de los muchos tópicos que están banalizando cada vez más nuestro lenguaje. Sería bueno soportar el silencio y esperar hasta que del silencio nacieran nuevas palabras. Más de un escritor necesita tales tiempos de silencio para que, por su medio, puedan fluir nuevas ideas hacia la sociedad. Hugo von Hofmannsthal lo confirma: «Una persona tendrá un lenguaje tanto más vigoroso cuanto más profunda sea la soledad de la que sale en un momento dado» (citado en Baumann 104). Con esta idea se puede aclarar también el poderío expresivo de Paul Celan, quien con frecuencia se retiraba a la soledad y a la quietud para que en él nacieran nuevas palabras. Las palabras que nacen del silencio nunca son moralizantes. Pero pueden, sin duda alguna, reanimar a las personas, de la misma manera que Jesús reanimó con frecuencia a hombres y mujeres. Les quitó, por decirlo así, las vendas que tenían ante los ojos para que los abriesen y viesen a las personas y la realidad de sus vidas tal como en realidad son. Jesús no habló moralizando. Sus palabras eran retos, pero siempre despertaban vida. El moralizar siempre crea en los oyentes una mala conciencia. Y crear mala conciencia es una forma sutil de abuso de poder. Porque nadie puede protegerse por completo contra la mala conciencia. Todo el mundo lleva en sí la sospecha de que en su interior no todo es recto. Pero con una mala conciencia no transformo a las personas. Una mala conciencia genera modorra. Y la modorra raras veces ha contribuido a la transformación de una persona. Muchas veces la mala conciencia nos roba la energía para cambiar algo dentro de nosotros. Los sermones moralizantes tienen con frecuencia algo de amenazador y de sabihondo. Quien predica así, se sitúa por encima de los demás. Se comporta como si cumpliese todo lo que exige a los otros. Pero a tales moralistas se les puede aplicar el uicio de Jesús sobre los fariseos: «Dicen y no hacen; lían fardos pesados y se los cargan en la espalda a la gente, mientras ellos se niegan a moverlos con el dedo» (Mt 23,3-4). En griego se usa aquí la palabra légousin, que significa «disertan», «argumentan». Los argumentos de los fariseos están dirigidos a los demás. Pero ellos mismos se mantienen lejos de sus propias argumentaciones. Y no hacen nada para interpretar la Ley 94
de tal manera que no se convierta en una carga innecesaria para las personas. Su lenguaje moralizador busca más bien ejercer el poder y oprimir a las personas para ponerse por encima de ellas. Ahora bien, esto no es un lenguaje dialogal ni un lenguaje que procede del silencio. Lo que hace la palabra que viene del silencio nos lo muestra de modo impresionante el primer relato de la creación en la Biblia. Al principio de la creación había silencio. Este silencio carecía de estructura. Todo era un caos informe (cf. Gn 1,1). En ese silencio pronunció Dios la palabra: «Que exista la luz». La palabra configura el silencio informe y le da estructura. Y la palabra trae luz al interior del mundo. Hay palabras-raíz que no perturban el silencio, sino que acentúan su mensaje. Y hay palabras que provienen del silencio y lo hacen audible. La palabra que estalla desde el silencio nos conduce al silencio. No interrumpe el silencio, sino que lo hace más profundo. Hay personas cuyos discursos no interrumpen el silencio. Sin embargo, también hay otras que hacia fuera no dicen gran cosa, pero en las que se palpa la inquietud interior. El que habla desde el silencio sopesa sus palabras. No emplea palabras para huir del silencio. Dice palabras cuando el Espíritu de Dios le fuerza a ello. De lo contrario, calla. o está bajo la presión de tener que decir algo. Cuando organizo seminarios sobre el silencio, frecuentemente los participantes perciben como un servicio gratificante el poder guardar silencio durante la comida. Entonces se dan cuenta de cómo muchas veces, en otros momentos, solo hablan porque hay que decir algo. Hablan con frecuencia para romper la atmósfera embarazosa del silencio. Pero cuando todos juntos guardan silencio, se crea una profunda unión interior. Cuando los participantes, al final del curso, vuelven a charlar otra vez entre sí, se sienten más unidos en las pocas palabras que si hubieran estado hablando todo el tiempo unos con otros. En el introito –canto de entrada– del primer domingo del tiempo de Navidad, la liturgia medita las palabras del Libro de la Sabiduría y las refiere a la humanización de Dios en Jesucristo: «Un silencio sereno lo envolvía todo, y al mediar la noche su carrera, tu palabra todopoderosa se abalanzó desde el trono real de los cielos» (Sab 18,14). La Palabra que en Jesús toma carne viene del profundo silencio de Dios. 95
El místico Juan de la Cruz interpreta estas palabras de la siguiente manera: la Palabra que Dios dice desde siempre en el silencio eterno tiene que ser también oída por los humanos en el silencio. Se precisa la quietud para percibir esta Palabra de Dios en lo profundo del corazón. Pero entonces es además una palabra que alimenta. Entonces se cumplen las palabras que Jesús dice en la tentación de Satanás, citando el Deuteronomio: «Está escrito: No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4). Hoy ansiamos palabras que nos alimenten, palabras de las que podamos vivir. Con frecuencia conocemos palabras tales que nos tocan el fondo del alma y que luego nos acompañan a través de varias miserias. Son verdaderamente un alimento para nuestro espíritu.
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16. Lenguaje y poder La ciencia de las religiones conoce el poder de la palabra. En época primitiva, cuando aún no se decían tantas palabras, se atribuía siempre a la palabra un poder efectivo. La palabra hace lo que dice. Esto se muestra, por ejemplo, en la palabra creadora de Dios. La Palabra de Dios crea la realidad. Para nosotros esto significa: con nuestras palabras, creamos igualmente una realidad. Toda novela crea una realidad propia. Pero también en cada conversación creamos con nuestras palabras una realidad. Marcamos una atmósfera. Con nuestras palabras creamos un clima determinado. Muchas veces notamos esto en el espacio. Cuando entramos en un recinto en el que se está desarrollando una conversación agradable, nos sentimos a gusto allí. Pero el efecto sobre el espacio se mantiene todavía después de la conversación. Cuando entramos en un sitio en el e l que se ha discutido mucho, nos sentimos a disgusto allí. El lenguaje imprime su sello en los espacios en los que vivimos y trabajamos. Un lenguaje conciliador crea una atmósfera de paz y de perdón. Un lenguaje que se habla sobre el trasfondo de una dura represión divide y crea incluso en los espacios un clima negativo. Efectivamente, hay incluso investigaciones según las cuales las palabras de bendición –buenas palabras– que se pronuncian sobre el agua modifican la estructura del agua. Antiguamente, los curanderos orantes decían su conjuro sobre las heridas y esperaban de todo ello la curación. Hay experimentos que muestran que las palabras pueden ejercer influjo incluso sobre las plantas. La ciencia de las religiones distingue entre palabras de bendición y palabras de maldición, entre juramento y conjuro. Y conoce encantamientos y palabras mágicas. Cuando en el Antiguo Testamento Isaac bendice a su hijo Jacob, esas palabras realizan 97
lo que dicen. Después Isaac ya no puede decir las mismas palabras a su primogénito Esaú, a quien le habrían correspondido propiamente. Hay palabras que no se pueden revocar. Las palabras de bendición realizan lo que prometen. Pero también las palabras de maldición tienen sus efectos. Hoy ya apenas hablamos de que, por ejemplo, un padre maldice a su hija porque anda por unos caminos distintos de los que él había imaginado. Antiguamente se atribuía a la maldición y a la imprecación un efecto mágico. Las maldiciones las entendemos hoy como palabras ofensivas y de repulsa. Le deseamos al otro desgracia e infelicidad. Sabemos por la psicología qué efecto tan fuerte producen tales palabras en el alma de la persona. Hoy ya no creemos en el efecto mágico de las maldiciones. Pero el efecto psicológico de tales palabras lo reconocemos en numerosas terapias. Allí, las personas que han oído esas negatividades tienen que sacudirse el poder de tales palabras. Por eso, reciben la tarea de –en vez de concentrarse en las maldiciones– anotar palabras positivas que hayan escuchado de sus padres o de sus maestros y educadores. Luego esas personas tienen que hacer que las bendiciones penetren profundamente en el corazón para así desterrar del espíritu a las maldiciones o, al menos, anular su poder. En las convivencias mando a los participantes que anoten qué palabras de buenos deseos y qué maldiciones han oído en su infancia. En muchos predominan palabras positivas como «eres un ángel», «qué bien que estés tú», «eres un sol para la familia». Otros recuerdan sobre todo palabras como «eres un hijo no deseado», «eres una carga para la familia», «eres imposible», «eres malo», «no puedes ser hijo nuestro, nuestro, pareces hijo de otros». Más aún, una señora me dijo que su padre la había llamado «hija de Satanás». Tales imprecaciones se clavan profundamente en el corazón. Y con frecuencia se necesita mucho tiempo para anularlas. Para esto, uno puede recordar las bendiciones de Dios: «Tú eres mi hijo querido. Tú eres mi hija querida. En ti tengo mis complacencias». Pero para que esta palabra disuelva una maldición, tiene que penetrar profundamente en el subconsciente para allí, en lo profundo, derrocar las palabras de maldición y actuar en nosotros como palabras de bendición. La palabra alemana beschwören tiene dos significados: uno, «afirmar bajo uramento»; el otro, «dominar mediante conjuros». El que afirma algo bajo juramento se 98
ata a su palabra. Ya no puede revocarla. De lo contrario, cometería perjurio. Lanzar un conjuro era antiguamente un modo de conseguir poder sobre algo. Se creía que los conjuros realizan lo que dicen. Aquí se habla de magia: las palabras tienen un efecto mágico. Crean lo que expresan. De ahí que con frecuencia las personas sientan miedo ante tales palabras. El evangelista Marcos nos cuenta que, en la primera intervención de Jesús en Cafarnaún, estaba sentado un hombre al que poseía un espíritu inmundo. Ese espíritu inmundo quiere conseguir poder también sobre Jesús, al llamarle por su nombre: «Sé quién eres tú: el Santo de Dios» (Mc 1,24). El poder mediante el nombre nos es bien conocido de los cuentos o sagas, por ejemplo el de El enano saltarín [en alemán, Rumpelstilzchen]. Jesús predica con plena autoridad. El espíritu inmundo no tiene poder alguno sobre el hombre. Y Jesús le manda: «¡Calla y sal de él!» (Mc 1,25). Con su palabra desarma Jesús la palabra mágica del demonio. demonio. Si volvemos a nuestro tiempo, percibimos el poder del lenguaje en otros ámbitos. Los políticos y periodistas pueden ejercer poder mediante el lenguaje. Deciden la regulación del lenguaje sobre determinados temas. Cuando se impone tal regulación del lenguaje, apenas si es posible usar otros argumentos y hablar de manera diferente sobre los datos objetivos. Con frecuencia, este modo de hablar tiene un efecto demagógico. Cuando Paul Kirchhoff fue candidato por la CDU y presentó en el año 2001 con un grupo de trabajo un nuevo sistema fiscal, Gerhardt Schröder se lo liquidó de un plumazo con su declaración pública «¡Ahí tienen a ese profesor de Heidelberg!». Esto fue tan despectivo que Kirchhoff, a pesar de sus inteligentes propuestas, ya no tuvo ninguna posibilidad. En acontecimientos como este se nota cómo las palabras demagógicas pueden desacreditar y burlar todos los argumentos. Las palabras que ridiculizan tienen un poder contra el que apenas pueden protegerse aquellos a los que se deja en ridículo. Pero tales palabras dominan el clima. Y de tales palabras depende quién llega finalmente al Gobierno del estado. Muchas veces son los tópicos los que impiden un pensamiento objetivo. En el debate sobre una educación infantil adecuada, los psicólogos que resaltan la presencia materna en los primeros años del niño no tienen ninguna posibilidad de hacerse oír. Enseguida se les ridiculiza con los tres tópicos: «niños, cocina, iglesia» [1] , y 99
se les relega a un rincón archiconservador. En estos casos se ve el poder que tienen las palabras y cómo muchas veces impiden un diálogo diálogo objetivo. Adolf Hitler, con su lenguaje demagógico, embaucó a todo un pueblo. Las palabras que en aquella época sonaban en todas las radios marcaron el talante del pueblo. A base de tabúes rompieron y crearon, incluso entre personas cultas, patrones de comportamiento que ningún profesor de bachillerato hubiera ofrecido jamás a sus alumnos. Muchas veces no nos damos cuenta en absoluto de la medida en que nuestro pensamiento está condicionado por el lenguaje lenguaje que a diario cae como un chaparrón sobre nosotros desde los periódicos o desde la radio y la televisión o desde Internet. El que es hábil en el manejo del lenguaje determina la opinión de una sociedad. Hoy se pone de manifiesto el poder del lenguaje de otra manera más. En muchas empresas, aun cuando la mayoría de los empleados sean alemanes, el idioma de la empresa es hoy el inglés. Esto tiene como consecuencia que los colaboradores que tienen más conocimientos de inglés son los que ejercen el mayor influjo. Los que dominan el inglés tienen poder. En las discusiones se retraen los que no tienen conocimientos suficientes de inglés. Muchas veces, los líderes con buenos conocimientos de lenguas hacen sentir a los otros que no tienen «nada que decir». En la mentira, la palabra ejerce un poder negativo. Jesús, en el Evangelio de Juan, llama al demonio «padre de la mentira». Y es un homicida (cf. Jn 8,44). El que miente, daña a la persona y, en último término, la mata en su veracidad. El abad de Schweiklberg, Christian Schütz, interpreta estas palabras diciendo que todos los pecados son siempre pecados de palabra también y que los pecados de palabra anuncian a los demás pecados: «Primero “que reviente el judío”, después Auschwitz; primero se niega el alma a toda vida extrahumana (cf. Descartes), luego un industrialismo desenfrenado le quita de facto el alma a todo» (Schütz/Nestle 1440s). Cuánto poder tiene la mentira, pero también cuánto poder puede tener la verdad, lo expresó magistralmente Alexander Solzhenitsin en una carta abierta escrita en el año 1974. Piensa que el poder necesita la mentira para conseguir su fuerza. «El poder no puede protegerse detrás de ninguna otra cosa que no sea la mentira, y la mentira solo puede sostenerse por el poder» (Solzhenitsin (Solzhenitsin 61).
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Sin embargo, la mentira pierde su fuerza cuando no nos hacemos cómplices de ella. Para nosotros este es el camino más fácil «y el más devastador para la mentira. Porque cuando las personas se distancian de la mentira, entonces simplemente deja de existir» (ibid. 61). Quitar su fuerza a la mentira quiere decir, para Solzhenitsin, «no escribir, firmar o imprimir en el futuro ni una sola frase que, a su juicio, deforme la verdad; […] no pronunciar una frase así ni en conversación privada ni ante un auditorio, ni en nombre propio ni según un texto preparado, ni en el papel de orador político, de maestro o de educador, ni de acuerdo con un guion» ( ibid. 62). Alexander Solzhenitsin confía en que las personas que se apean del carrusel de poder de la mentira transforman el país. Sus optimistas palabras intentan animarnos todavía hoy a no quedarnos varados en un lamento sobre el lenguaje oficial, sino comenzar nosotros mismos a hablar un lenguaje veraz. Entonces –así dice Solzhenitsin lleno de esperanza– «¡no vamos a reconocer a nuestro país!» ( ibid. 63).
[1] El eslogan en alemán es Kinder, es Kinder, Küche, Kirche: Kirche: las tres palabras comienzan con k [N. [N. del T.].
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17. La dificultad para hablar con el corazón en la mano o siempre podemos hablar con el corazón. Pero precisamente en algunas ocasiones deberíamos decir lo que llevamos dentro y nos sale del corazón. Esto podría ser, por poner un ejemplo, un rito de cumpleaños. cumpleaños. En un cumpleaños podemos decir las fórmulas acostumbradas de felicitación. Pero también podemos expresar lo que desde mucho tiempo atrás quisiéramos haber dicho alguna vez y que, sin embargo, nunca nos hemos atrevido a decir, por miedo a desnudar demasiado nuestro corazón ante los otros. De este modo, un rito es una buena oportunidad para decir al niño en su cumpleaños algo que salga del corazón. Las palabras no deben ser una vacía lisonja, sino expresión de lo que hemos visto en el otro, lo que significa para nosotros, lo que nos da y lo que de alentador encontramos en él. Y deben ser palabras que expresen lo que para él deseamos desde lo más profundo del corazón. Encontramos las palabras adecuadas si nos ponemos en el lugar del otro y si escuchamos también a nuestro propio corazón: ¿qué regusto deja el otro en nuestro corazón? ¿Qué resonancias oímos cuando, mirándole, escuchamos e scuchamos a nuestro interior? La superficialidad de las palabras se percibe con frecuencia en momentos de despedida. Y qué gratificante es cuando realmente se dicen palabras que, de otro modo, no se dirían nunca. Esto vale para la despedida tras unas vacaciones, para la despedida tras una convivencia bastante prolongada, para la despedida de la empresa o de los vecinos que se trasladan. Cuando en la empresa es despedido un jefe de departamento porque la dirección lo rechaza, a menudo se dicen palabras insinceras. El jefe de departamento es «despedido entre aplausos». Sin embargo, al mismo despedido esas 102
palabras hipócritas le suenan interiormente a sarcasmo. Se siente ofendido. A veces, sin embargo, no se encuentra ninguna palabra para expresar la despedida. También esto produce dolor y muestra que en esa empresa no hay ninguna cultura del compañerismo ni ningún sentido del aprecio. Especialmente importantes son las palabras que salen del corazón en la despedida definitiva de la muerte. Me cuentan algunos médicos que los familiares de un enfermo grave les suelen prohibir decirle la verdad sobre su estado. Los familiares saben en verdad que el enfermo va a morir pronto. Pero se comportan como si todo estuviese en orden. Hablan con superficialidad de la próxima excursión que van a hacer tan pronto como el enfermo vuelva a casa. Sin embargo, el enfermo sabe que no va a volver nunca más a casa. Con él solo hablan de cosas triviales. Pero él anhela hablar de lo que importa. Le gustaría decir lo que quisiera dejarles como últimas palabras y última voluntad; le gustaría darles su bendición. En una charla superficial es absolutamente imposible decir estas palabras cordiales. Se le quedan a uno atascadas en la garganta. Sin embargo, tan pronto como el enfermo ha muerto efectivamente, los familiares reconocen la oportunidad que han perdido. Para determinadas palabras hay tiempos determinados. Si se desaprovecha ese momento, ya nunca se pueden decir esas palabras. La despedida de un moribundo lo muestra con toda claridad. Se consideraría exitosa una despedida en la que el enfermo dijera las palabras que nunca en su vida había pronunciado, en la que diera las gracias a familiares y amigos, les dijera lo que habían significado para él y los bendijese. Las palabras de bendición de una persona en trance de muerte son verdaderamente palabras que salen del corazón y van al corazón. Tras la muerte sin una despedida así, con frecuencia a los familiares se les cae la venda de los ojos. Reconocen la oportunidad que han desperdiciado y las palabras que les han quedado por decir. No han dicho al moribundo, la bendición que él ha sido para ellos, el ejemplo que les ha dejado y lo que ha significado para todos. Y no le han expresado ningún buen deseo para su último viaje. Tales palabras no dichas dejan en los familiares sentimientos de culpa. Se les hace un nudo en la garganta. No pudieron pronunciar las palabras que se atascaron en ella. Así que ahora estas bloquean la garganta. Ahora es cuando se reconoce la oportunidad
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que ofrece una despedida: decir palabras que salen del corazón y tocan el corazón del otro. Lo que se dice de la despedida definitiva en la muerte, vale también para otras muchas despedidas. La despedida es una oportunidad para decir las palabras que desde mucho tiempo atrás he querido decirle al otro: lo valioso que es para mí, cuánto he aprendido gracias a él, cómo me ha llegado al corazón. La despedida es dejar irse al otro. Pero ese dejar irse y esa separación del otro tienen que ir acompañados de buenas palabras, las cuales, a pesar del distanciamiento exterior, crean una nueva vinculación y cercanía que tal vez no existían antes de la separación. Y las palabras de despedida cierran una etapa de la vida. La redondean. Y de este modo puede uno desprenderse mejor de esa etapa. También en el matrimonio se desperdician muchas veces los momentos en los que los esposos podrían decirse mutuamente palabras salidas del corazón. En el matrimonio se habla mucho y muy frecuentemente sobre la rutina diaria, de tal forma que apenas queda tiempo para las palabras personales. También en el matrimonio hay un tiempo adecuado para las palabras adecuadas, por ejemplo, los ritos diarios de despedida, cuando uno va al trabajo, o los rituales de cumpleaños o de la onomástica, los ritos de domingo o de vacaciones. O también el rito de la conversación de fin de semana, cuando la pareja se toma tiempo para su diálogo personal. Muchas parejas se resisten a esto. Piensan que ya hay tiempo suficiente a lo largo del día para abordar las cuestiones íntimas. Pero no lo hacen. A menudo, la renuencia al rito de la conversación de fin de semana muestra la oposición a manifestar sentimientos y a desnudarse ante el otro en el diálogo personal. Las personas que van a la iglesia, que asisten a un acto de culto, esperan también en la homilía palabras que salgan del corazón y que toquen el corazón. Sin duda, el más valioso agradecimiento que un oyente puede mostrar al predicador es decirle que su sermón le ha llegado al corazón. Está claro que Jesús hablaba a las personas de manera que les llegaba al corazón, y que su corazón incluso se inflamaba cuando les hablaba. No podemos copiar a Jesús. Pero hablar desde el corazón podemos hacerlo todos.
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Para esto se necesita el valor de mostrar los sentimientos personales sin asfixiar a los otros con los sentimientos propios. También hay sermones sentimentales que más bien chocan desagradablemente al oyente. Los sentimientos tienen que ser auténticos. Y tienen que brotar del corazón, no estar aderezados conscientemente para arrancar sentimientos al otro. Para las palabras cordiales vale lo que Jesús dijo de la Palabra de Dios: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» –del corazón de una persona–. Ansiamos esas palabras que tocan nuestro corazón. Esto vale no solo para la predicación, no solo para la relación entre esposos, no solo para la educación de los hijos: vale también para los sobrios ámbitos del trabajo. Los colaboradores notan al detalle si el jefe solo ha hecho un curso de retórica o si sus palabras le salen del corazón. Y solo cuando sus palabras salen del corazón los colaboradores se sienten tocados y también, en último término, motivados. Con palabras escogidas conscientemente para conseguir un efecto determinado, se sienten manipulados. Y reaccionan a ello más bien con rechazo. Se defienden contra tales palabras. Allí donde las palabras salen del corazón, nace también una atmósfera cordial. Esto vale para el trabajo, esto vale para cualquier saludo y encuentro personal.
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18. Palabras efectivas: palabras transformadoras El psicoanalista suizo Peter Schellenbaum habla de palabras eficaces. Las palabras tienen un efecto sobre las personas. Se refiere, sobre todo, a la palabra Dios como palabra eficaz y la distingue de las palabras objetivas. Si Dios se convierte en una palabra objetiva, se podrá discutir si Dios existe o no, qué propiedades tiene y cuáles no. Pero al ser humano le resbalan tales palabras. No le afectan.
Dios, como palabra eficaz, actúa sobre el alma humana. «El efecto que me permite calificar a una palabra como Palabra de Dios y a una imagen como imagen divina es el de una transformación plena del yo en e n una personalidad más inclusiva y más central que, en referencia al atman de los indios, designamos como la mismidad » (Schellenbaum 28). Dios, como palabra eficaz, hace estallar la soledad en el yo. «Es la palabra eficaz de la relación» (ibid. 29). Dios es siempre un Tú que interpela, que me enfrenta conmigo mismo. Al igual que Dios,amor es es también una palabra eficaz y no una palabra objetiva. Schellenbaum opina que las palabras eficaces son tan importantes porque sin ellas el individuo se hundiría en el mutismo y en la incomunicación (cf. ibid. 34s). Para la salud psíquica es importante que dejemos que actúen sobre nosotros las palabras eficaces tales como Dios y amor . Nos remiten al fondo de nuestra alma, a la fuente interior de la que bebemos para dominar nuestra vida. Jesús mismo pronunció muchas de estas palabras eficaces. Cuando al leproso que no se puede aceptar a sí mismo le dice «Quiero, queda sano», el leproso se percibe a sí mismo de manera distinta; de repente es capaz de aceptarse y se percibe limpio (cf. Mt 1,40ss). Jesús dice al paralítico: «Levántate, toma tu camilla y vete a casa». La palabra realiza lo que dice. Hace levantarse y andar al paralítico (cf. Mc 2,1-12). Al hombre de la 106
mano paralizada le dice Jesús: «Extiende la mano». Y «el hombre la extendió y su mano quedó curada» (Mc 3,5). El hombre que hasta entonces se ha conformado con no pillarse los dedos, siente de repente ánimo para tomar su vida en sus manos y dar forma con estas a lo que se le presente. En muchas historias de curación, Jesús dice unas palabras al enfermo. Y la palabra le sana. La palabra realiza lo que dice. Una preciosa historia sobre el poder de la palabra nos la refiere Lucas. Hay un capitán romano cuyo criado está mortalmente enfermo. El capitán envía a Jesús algunos udíos de los más ancianos con el ruego de que cure a su criado. Jesús va con ellos. Sin embargo, cuando está ya cerca de la casa del capitán, este envía amigos a Jesús con el encargo de decirle: «Señor, no te molestes; no soy digno de que entres bajo mi techo. Por eso no me consideré digno de acercarme a ti. Pronuncia una palabra y mi criado quedará sano» (Lc 7,6s). La liturgia ha recogido esta historia. Manda a los fieles pronunciar las palabras del capitán pagano antes de la comunión. A algunos les chocan estas palabras, sobre todo el «no soy digno». Esa expresión les recuerda todas las descalificaciones que con frecuencia sufrieron en su educación y muchas veces también en su instrucción religiosa, como si no fueran dignos de llegarse a Dios. Sin embargo, cuando leemos la historia bíblica, percibimos que el capitán rebosa confianza en sí mismo. Y la historia nos invita a ponernos en el lugar del capitán; es decir, en el de una persona respetable, en el de una fuerte personalidad. Con sus palabras no se rebaja, sino que dignifica al que quiere llegar a él. Muestra su respeto reverencial ante el completamente Otro que en Jesús le sale al encuentro. El capitán es romano y, por lo mismo, tanto para los judíos como más tarde para los cristianos, un gentil. Muestra nuestro alejamiento interior de Dios. A pesar de toda la religiosidad, Dios ha seguido siendo todavía para nosotros el Extraño y el completamente Otro. Como el capitán, confesamos que no somos dignos de que Jesús entre en nuestra casa: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo. Pero di una sola palabra y mi alma quedará sana». Lo que aconteció en esta historia de curación tiene que sucedernos a nosotros en la comunión. No tiene que quedar sano nuestro criado, sino nuestra alma. Pero, en contraste con la historia bíblica, Jesús va a entrar en nuestra casa. Sin embargo, antes de que entre, decimos que tenga a bien decir su palabra, la que cura y 107
sana nuestra alma. Jesús es la Palabra de Dios hecha carne. No solo dice una palabra. Él, la Palabra de Dios, en la comunión va a entrar en la casa de nuestra vida y va a «empalabrar» todas las dependencias de nuestra casa interior. Va a decir su Palabra santificante y transformadora en todas las estancias de nuestra alma para que quedemos plena y completamente sanos. Y en esa Palabra hecha carne, el amor de Dios, hecho hombre, nos va a impregnar y transformar. Esta palabra que la liturgia ha escogido para la comunión no tiene nada que ver con una autohumillación, sino con el agradecimiento y el respeto reverencial ante el acontecimiento sagrado que tiene lugar cuando Jesús entra en el hogar de mi alma y sana, santifica y reintegra mi yo profundo. Lo que la liturgia atribuye a esa sanante y santificadora palabra de Jesús lo ha reconocido también la actual psicología respecto de palabras que decimos nosotros. No solo existen las palabras saludables que otro nos dice, esas que levantan nuestro espíritu y nos sanan. Las palabras que nosotros mismos nos decimos pueden o sanarnos o enfermarnos. Esto vale, sin duda, para las cavilaciones negativas con las que continuamente nos paralizamos. Por ejemplo, si en todas mis acciones digo «Tengo miedo; no puedo hacerlo; ¿qué van a pensar de mí los otros?», esas palabras refuerzan la angustia que hay en mí. Junto a esas palabras de miedo puedo introducir palabras de confianza como, por ejemplo, el versículo del salmo 118 «El Señor está de mi parte: no temo lo que pueda hacerme un hombre» (Sal 118,6). Estas palabras me ponen en contacto con la confianza que ya existe en el fondo de mi alma. Pero hay otro camino más para transformar, con el cambio del lenguaje, la propia actitud interior. Cuando, en las sesiones de acompañamiento, me fijo con precisión en lo que el otro me dice, con frecuencia descubro, en el modo y manera de expresarse, su actitud negativa ante la vida, su autorrechazo y su desesperanza. Un método de curación consiste en sustituir conscientemente alguna frase por otra. Por ejemplo, siempre que yo mismo me meto el miedo en la cabeza –«Esto es demasiado, no voy a poder hacerlo nunca»– puedo conscientemente decir estas otras palabras: «Esto sí que lo hago; con la ayuda de Dios, esto va a salir adelante».
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Esta parece una solución externa. Pero, al trabajar mi lenguaje, se va transformando también mi espíritu. El lenguaje actúa sobre mí. Las palabras negativas, las negatividades continuas, las palabras cargadas de miedo, las palabras que en todo ven desgracias, tiran de mi espíritu hacia abajo. Al usar otro lenguaje, también mi alma puede transformarse. A menudo, este es un proceso lento. El primer paso es empezar empeza r por darme cuenta de cómo hablo y de lo que digo. Luego puedo reflexionar sobre si evito conscientemente algunas palabras y las sustituyo por otras. Con el tiempo se producirá en mí un cambio interior. Las nuevas palabras ejercen un efecto sanante sobre mí. La fuerza transformadora de las palabras la experimentamos en el sacramento. En él la palabra tiene una fuerza transformante. En la eucaristía, el sacerdote extiende sus manos sobre las ofrendas de pan y vino y ora: «Envía tu santo Espíritu sobre estos dones y santifícalos para que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo». Y al decir estas palabras, el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Cuando el sacerdote dice en la confesión «Yo te absuelvo de tus pecados», en ese momento tiene lugar el perdón. Lo visible se convierte en signo de lo invisible. La palabra realiza lo que expresa. Cambia mi situación, lo mismo da que sea en el bautismo, bautismo, en la confirmación o en la unción de los enfermos. La fuerza transformadora de las palabras sacramentales cumple lo que la gente esperaba en tiempos primitivos de las palabras mágicas. Los sacramentos no son ninguna magia. Pero podemos confiar en que sus palabras no se quedan en simples palabras piadosas, sino que realizan lo que dicen porque están dichas con el pleno poder de Jesucristo. Pero las palabras que se pronuncian en los sacramentos no pretenden transformar solo el pan y el vino, sino mi vida entera. La eficacia de las palabras sacramentales debe manifestarse en el día a día. «Tus pecados te son perdonados»: tengo que recordármelo en la vida ordinaria cuando interiormente me culpo a mí mismo. Esas palabras, entonces, me liberan del mecanismo de autorreproche y me capacitan para perdonarme a mí mismo. Y cuando estoy en el trajín de la vida diaria, la palabra transformadora de la eucaristía puede recordarme que, en medio del caos de lo cotidiano, Cristo mismo está 109
presente. Y si él impregna mi vida cotidiana con su espíritu y su amor, ese día es distinto: entonces lo banal se convierte en lugar de encuentro con Dios, y lo que me consume se convierte en pan que me alimenta. Es bueno repetirse a sí mismo una y otra vez en la vida ordinaria las palabras eficaces y transformadoras de los sacramentos, a fin de que transformen el instante en cuestión, que desde entonces ya no está determinado por palabras que producen malestar sino por las palabras sanantes que se me dicen en el sacramento. De esta eficacia transformadora de la Palabra de Dios ya habló la Biblia. Allí se dice, en el profeta Isaías: «Como bajan la lluvia y la nieve del cielo y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar para que dé semilla al sembrador y pan para comer, así será mi Palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo» (Is 55,10-11). Este versículo vale para la Palabra que Dios nos dice, pero también para la palabra que en su nombre proclamamos. Este versículo debería dar a los predicadores confianza y esperanza de que sus palabras no quedan baldías. Aun cuando a primera vista sus palabras reboten en muchos oídos, algo hacen en la mayoría de los oyentes. Esta eficacia no se hace visible de inmediato, lo mismo que el brote tampoco se hace visible inmediatamente después de la lluvia. Pero muchas veces esas palabras prenden cuando la persona cae en una crisis, cuando el campo de su alma es roturado por por cambios exteriores bruscos. Los monjes meditaban constantemente palabras de la Biblia, se las recitaban a sí mismos en medio de las ocupaciones cotidianas para que esas palabras impregnaran su pensamiento. Cuando proyecto unas palabras de la Biblia sobre una situación concreta de la vida diaria, esa situación se transforma. Me digo, por ejemplo: «El Señor es mi pastor, nada me falta». No tengo por qué creer en absoluto las palabras. Las proyecto sobre la situación en la que me siento vigilado por el jefe, por mi cónyuge, por una amiga; y entonces me pregunto: «Si estas palabras son verdad, ¿qué percepción tengo de la ofensa de estar vigilado?; ¿no percibo entonces en mí mismo otra realidad distinta?». Y la ofensa se relativiza. Yo siento: «Si Cristo está en mí, si él es mi pastor, no me falta nada». Entonces, mi necesidad de ser respetado y tenido en cuenta se transforma. La 110
necesidad está ahí, pero pierde su fuerza sobre mí. La Palabra de Dios transforma mi autopercepción. Pablo llama a la Palabra de Dios «una fuerza divina de salvación para todo el que cree: primero, el judío, después, el griego» (Rom 1,16). Según esto, la Palabra de Dios no solo transforma el ámbito eclesial. Lleva en sí una fuerza que también transforma a los griegos, que toca los corazones de los gentiles, porque sintoniza con sus anhelos. Es una palabra que eleva y consuela (cf. Jr 29,10). La segunda carta a Timoteo advierte a los predicadores: «Proclama la Palabra, insiste a tiempo y destiempo» (2 Tim 4,2). Conozco sacerdotes que ya no esperan nada de la Palabra de Dios. Piensan que es un lenguaje extraño que no impacta a las personas. Para mí, lo que importa es proclamar esas palabras de los evangelios y de las lecturas de forma tan convincente que los oyentes perciban: «Estas no son palabras simplemente leídas en voz alta. Han pasado por el corazón en búsqueda y creyente del predicador. Y el predicador confía en que esa palabra será capaz de obrar algo también ahora, en este momento, en los oyentes».
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19. Palabras y oración En la oración hablamos con Dios. Muchas personas ya no saben qué lenguaje deben usar con Dios. Recuerdan todavía oraciones infantiles. Pero tan pronto como quieren hablar personalmente con Dios, solo se les ocurren palabras banales. Si dicen esas palabras, notan que son cáscaras vacías, que han perdido el verdadero lenguaje para con Dios. En tales situaciones, podemos ayudarnos de las palabras que la misma Biblia nos ofrece para la oración. Estas son, sobre todo, los salmos. Pero también el lenguaje de los salmos le resulta extraño a mucha gente. Con frecuencia, los salmos no contienen ninguna palabra piadosa sino palabras que expresan nuestros sentimientos: nuestra desilusión, nuestra desesperanza, nuestro miedo, pero también nuestra confianza y nuestra esperanza y amor. Juan Casiano, abad y escritor de los primeros tiempos del cristianismo, piensa que, al recitar los salmos, deberíamos como versificarlos por nosotros mismos. Así se convierten en palabras nuestras. Con esas palabras «prefabricadas» expresamos nuestra propia vida y la revestimos de palabras ante Dios. Las palabras de los salmos son palabras que nos ponen en contacto con nuestra propia alma; también con las zonas que con frecuencia quisiéramos ocultar ante Dios porque no son tan agradables. Tres aspectos me parecen importantes en el lenguaje de los salmos: Notker Füglister, mi profesor de Antiguo Testamento en San Anselmo (Roma), indica una y otra vez que el lenguaje de los salmos es, en primer lugar , un lenguaje evocador. El lenguaje de los salmos me evoca sentimientos que tengo reprimidos. Me pone en contacto con experiencias que he relegado al subconsciente. Abre en mi alma espacios de experiencia que, con frecuencia, en la vida diaria están clausurados.
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El lenguaje de los salmos es ciertamente un lenguaje ya acuñado, pero que da expresión a mis más profundos deseos, necesidades, miedos, apuros.
En segundo lugar , el lenguaje de los salmos es un lenguaje enriquecido. Está enriquecido por las muchas personas que los han orado durante los últimos tres mil años. También Jesús rezó los salmos. En estas palabras, por tanto, podemos también identificarnos con las experiencias que Jesús tuvo con su Dios: con sus dudas, su abandono, pero también con su profunda, abismal confianza. El lenguaje de los salmos nos conduce al centro mismo del corazón de Jesús. De aquí que san Agustín nos recomiende rezar los salmos juntamente con Jesús para identificarnos con sus sentimientos al decir esas palabras. Pero rezamos también los salmos con la conciencia de que, durante tres milenios, los judíos y cristianos devotos han dicho esas palabras y de ese modo han orientado su vida. Rezaron esas palabras cuando estaban desesperanzados, cuando el hambre y la guerra les hacían difícil la vida, en la enfermedad y en la necesidad, pero también en el gozo y el júbilo. Al rezar hoy esos salmos, participamos de las raíces de todos los devotos que nos han precedido. Como tercer aspecto del lenguaje de los salmos, cita Notker Füglister su plasticidad. El lenguaje metafórico de los salmos se dirige a todo el ser humano: habla no solo a su entendimiento, sino también a sus sentidos, a su fantasía y a su corazón. El lenguaje imaginativo de los salmos es intemporal. Nos habla también hoy a nosotros porque hace resonar en nuestro espíritu espíritu imágenes arquetípicas. Del lenguaje metafórico de los salmos emana un efecto sanante sobre las personas. Füglister cita a Romano Guardini, quien se queja de que en nuestro tiempo las imágenes hayan sido sustituidas por conceptos: «El que considera esto con más hondura sabe lo absurdo que es. En verdad, por este camino el ser humano se vuelve un ser enfermizo, porque su naturaleza interior solo solo puede vivir de imágenes» (Füglister (Füglister 103). El lenguaje de los salmos es ya en sí mismo diálogo. Yo digo a Dios mis deseos, le ofrezco mi corazón. Y al mismo tiempo, oigo lo que Dios me dice. A veces estoy más embebido en mí mismo y en mis problemas, a veces se me manifiesta en las palabras lo que Dios quiere decirme. Entonces oigo palabras maravillosas de Dios. Y de repente puedo creer en su amor. En las mismas palabras me expreso yo y oigo la respuesta de Dios. En último término, es un diálogo ante Dios y en Dios. Las palabras me llevan 113
hacia la intimidad de Dios. No solo expreso mi estado de ánimo, sino que también digo palabras santas de Dios que me llenan llenan del Espíritu Santo de Dios. Dios. El mismo Jesús nos ha transmitido palabras para que sepamos cómo debemos orar. Es el padrenuestro, que desde el siglo primero ha sido rezado por todos los cristianos, al menos tres veces al día, para crecer y profundizar más en el espíritu de Jesús. Rezando las palabras de Jesús participamos de su relación con Dios. Para muchas personas, hoy las palabras del padrenuestro son un lenguaje extraño. Pero precisamente en esas palabras, que no concuerdan con nuestras experiencias diarias, es donde trabamos contacto con nuestro más profundo deseo de Dios y de su Reinado en nosotros y en nuestro mundo. En esta oración se trata sobre todo de que Dios se haga visible en nuestra vida y en el mundo. Pero las palabras del padrenuestro no son solo las palabras de Jesús. Están también –como las de los salmos– enriquecidas por todas las experiencias que los humanos han vivido desde hace casi dos mil años con esta oración. Por eso, son palabras santas que nos interpelan. Y son palabras que están impregnadas de una larga historia de espiritualidad. Cuando, por ejemplo, rezo «hágase tu voluntad», recuerdo la lucha de muchas personas por la voluntad de Dios. Y rezo esas palabras juntamente con mi padre, a quien esa oración le acompañó a lo largo de su vida, porque su meta fue siempre vivir conforme a la voluntad de Dios. Y cuando rezo «danos hoy nuestro pan de cada día», me acuerdo de la necesidad que experimentaron mis padres después de la guerra, cuando no sabían cómo alimentar a su numerosa familia. Así, las palabras del padrenuestro están enriquecidas con recuerdos, experiencias, esperanzas, deseos y con la confianza que muchas personas expresaron con ellas antes que yo. Cuando alguien no sabe lo que debe orar y qué lenguaje debe usar ante Dios, le propongo con frecuencia el siguiente siguiente ejercicio: Siéntate a solas en tu habitación. Imagina que te envuelve la presencia de Dios. Y luego comienza a hablar en voz alta con Dios, no tan alto que te oigan los demás, pero de tal manera que oigas tu propia voz. Di a Dios lo que te gustaría contarle de ti mismo. Y pregúntale a Dios: «¿Y qué dices Tú de todo esto? ¿Es este realmente mi más profundo deseo?». Al oír tu propia voz, enseguida notarás si tus palabras no reproducen tu verdad, 114
si son inadecuadas y vacías. Escuchándolas, poco a poco te irás haciendo capaz de decir aquellas palabras que son verdaderas, genuinas, auténticas, adecuadas. Cuando hablamos con otra persona, a menudo nos aferramos a nuestros argumentos. O muchas veces nos acomodamos a las expectativas del otro. Cuando hablamos en voz alta con Dios, entonces nos oímos a nosotros mismos. Y muchas veces nos aterra nuestro propio lenguaje: hablamos con superficialidad. Somos incapaces de traducir a palabras lo que nuestra alma realmente quisiera decir. Pero al luchar así por encontrar las palabras, percibimos qué fatigoso es encontrar las que son realmente adecuadas para nuestra conversación con Dios. Y nos volvemos modestos y humildes. Nos adentramos poco a poco en nuestra verdad. Porque cuando las palabras no concuerdan con nuestra verdad interior, nos chocan. Además surge en nosotros el rechazo. Y sentimos: «Esto no es todavía toda la verdad». Las palabras quieren adecuarse a la verdad. Pero encontrar la verdad interior y expresarla de tal manera que sea realmente la verdad, es un camino de búsqueda.
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Reflexiones finales: «El lenguaje habla» El filósofo Martin Heidegger, en un discurso sobre la lengua, prescinde de todas las teorías del lenguaje y se centra únicamente en la meditación de la sentencia «El lenguaje habla». Esto suena demasiado simple. Pero pone de manifiesto algo del misterio de la lengua. Ninguna de las teorías lingüísticas nos vale ya para entender el lenguaje que hablamos diariamente. En esta obra no he explorado toda la riqueza del lenguaje. Como se hizo notar en nuestro encuentro preparatorio de este libro, me he limitado simplemente a lo que a mí mismo me preocupa cuando pienso en el lenguaje. Yo hablo diariamente con personas: muchas veces, con toda sencillez, a mis colaboradores en la administración; en ocasiones, con estilo más culto en mis conferencias. Hablo como encargado de la liturgia y manejo el lenguaje escribiendo. Al escribir, intento dar con un lenguaje que esté a tono con mi personal sensibilidad y que, al mismo tiempo, diga algo a las personas para las que escribo. Cuanto más tiempo llevo escribiendo, tanto más me siento en camino hacia el lenguaje. Todavía no he encontrado el lenguaje que presente las cosas de tal manera que en él se haga perceptible el mismo ser y que, a través de él, la persona llegue a penetrar en su propia esencia. Martin Heidegger da vueltas una y otra vez a la relación entre decir, ser y esencia. En las tres lecciones en las que interpreta un poema de Georg Trakl, vuelve una y otra vez sobre el último verso: «Cosa alguna no hay do la palabra falla». Sin el lenguaje no percibimos la realidad, el ser no sale para nosotros. Y Heidegger Heidegger concluye su lección con la referencia al lógos. «Pero la misma palabra lógos, como tal palabra, es al mismo tiempo palabra para el decir y y palabra para el ser ,es ,es decir, para la presencia de lo que
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está presente. Decir y ser, palabra y cosa, forman un único todo de manera velada, apenas consciente e impenetrable» (Heidegger 237). En el lenguaje se hace presente el ser, y nosotros, las personas, nos adentramos en nuestra esencia. Hablando experimentamos quiénes somos. Y al escribir buscamos el lenguaje que descubre nuestra esencia o, como dice Heidegger, la «destapa». En el lenguaje se destapa lo que en nuestro interior está tapado. Así es como entramos en contacto con nuestro verdadero ser. El cuidado y el profundo respeto por el lenguaje que nos llegan de las ideas de Martin Heidegger, Paul Celan, Peter Handke y Hilde Domin, los echamos de menos hoy en nuestras múltiples charlas. Y tengo que confesar sinceramente que, a pesar de todo el cuidado con que intento hablar y escribir, me quedo a muchas leguas de las pretensiones de los poetas y pensadores. Con este libro he querido rendirme cuentas a mí mismo de lo que hago al hablar y escribir. También he querido agudizar la sensibilidad para con el lenguaje. Muchas veces nuestro hablar y escribir es inconsciente. Tampoco podemos poner en la balanza cada una de las palabras que decimos. De lo contrario no volveríamos a decir ninguna palabra más. No ha sido mi intención en este libro acusar –ni siquiera el modo de hablar en público–. Me quedo más bien con Alexander Solzhenitsin, el cual nos nos exhorta a apearnos de la mentira y a decir y escribir solo frases verdaderas. Este es también mi deseo: que nos hagamos sensibles al lenguaje que se habla a nuestro alrededor, que nos fijemos con esmero en si un lenguaje nos hace bien o no, si dice mentira o verdad, si construye una casa en la que las personas puedan encontrar su hogar o si por el contrario destruye las casas que las personas anhelan hoy, en la incomunicación de nuestro tiempo. Solo he rozado algunos ámbitos en los que el lenguaje desempeña un papel importante: la conversación, los medios de comunicación, la liturgia, el modo de hablar en la empresa, en la familia, en las comunidades, el hablar en público y la oración. Son los ámbitos en los que yo vivo. Están seleccionados arbitrariamente. El lenguaje es siempre limitado. Y así, al final de este libro, me encuentro con las manos vacías. He analizado el lenguaje tal como se nos presenta en Lucas y Juan, tal como nosotros mismos lo hablamos y como nos lo dicen los poetas. 117
Les deseo, querida lectora, querido lector, que al leerlo se adentren en sí mismos y en su propio ser. Les deseo que vuelvan alguna que otra vez a leer con gusto una poesía para dejar que el lenguaje pulido de los poetas actúe sobre ustedes. Les deseo que ustedes mismos se hagan cada vez más sensibles al lenguaje que oyen y con el que ustedes mismos hablan: un lenguaje en el que ustedes se expresan a sí mismos y hacen así que su propio pensamiento pueda ser experimentado por otros. Deseo para nosotros que todos hablemos como augura el Evangelio de Juan: que nuestras palabras traigan vida y luz a este mundo, que por nuestras palabras sea recreado este mundo. Como un mundo que responda a la palabra originaria de Dios: «Todo existió por la Palabra y sin ella nada existió de cuanto existe. En ella había vida, y la vida era la luz de los hombres; la luz brilló en las tinieblas» (Jn 1,3-5).
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Índice Índice Portada Créditos Introducción: «No podemos no comunicar» 1. Lengua materna-patria 2. El lenguaje en el Evangelio de Lucas 3. El lenguaje en Juan 4. Conversar, decir, disertar[1] 5. Hablar y escuchar 6. Lenguaje y fe 7. El lenguaje religioso 8. El lenguaje corporal 9. El lenguaje en la liturgia 10. Hablar y escribir 11. Hablar sobre otros: el lenguaje público 12. Hablar y obrar 13. Lenguaje y protesta 14. Algunas reglas de la comunicación 15. Hablar y callar 16. Lenguaje y poder 17. La dificultad para hablar con el corazón en la mano 18. Palabras efectivas: palabras transformadoras 19. Palabras y oración Reflexiones finales: «El lenguaje habla» Bibliografía
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