Hegemonía y construcción de la "nación". Algunos Apuntes. Claudia Briones (*)
En su revisión crítica de las tendencias antropológicas contemporáneas, Ortner (1984) destaca que, desde comienzos de los años 80, los antropólogos interesados en examinar la producción, reproducción y transformación cultural de conjuntos sociales e instituciones en los sistemas capitalistas comenzaron a prestar atención cada vez más sistemática al concepto gramsciano de hegemonía. Paralelamente, Foster (1991) destaca otro cambio de foco reciente: los antropólogos parecen propender cada vez más a enmarcar análisis particulares en procesos de construcción de la nación--procesos que, como ha sugerido el trabajo señero de Benedict Anderson (1990), aúnan prácticas de comunalización (formación de comunidades) e imaginarización. En este artículo quisiera sostener que ambas tendencias están relacionadas.1 Si no hay práctica social que pueda explicarse fuera de una cierta hegemonía cultural, el potencial incorporativo de las hegemonías contemporáneas no puede ser examinado sin prestar atención a la forma en que éstas imaginarizan la nación. La hipótesis que propongo para explorar tal vínculo es que la última se ha convertido en uno de los mecanismos cruciales a disposición de hegemonías particulares para integrar órdenes de existencia "separados" en sistemas políticos que, aunque abiertos por naturaleza, procuran permanentemente articular puntos de condensación.2 Una exploración de este tipo implica, casi indefectiblemente, efectuar un doble movimiento. En la primera parte, entonces, sistematizo algunas de las problematizaciones sugeridas por la forma en que la noción de hegemonía se ha tendido a operacionalizar a partir de los escritos de Antonio Gramsci, para discutir aportes ofrecidos por dicha noción al examen de procesos de construcción de la nación. En la segunda parte, en cambio, me centro en las características de comunalizaciones e imaginarizaciones propiamente "nacionales" examinando, por útimo, en qué direcciones éstas imponen repensar el hegemon gramsciano.3 (*) Universidad de
Buenos Aires/CONICET. Aires/CONICET.
1 Este
trabajo fue realizado gracias a una beca doctoral Fulbright. Básicamente, procura procura ser una puesta al día de cómo la academia anglosajona aborda los temas aquí discutidos, ofreciendo simultáneamente mi propia perspectiva acerca de las inter-referencias que estos abordajes insinúan. He obviado incluir citas textuales en idioma original, por lo cual todas las que aparecen en el texto son mi traducción.
2 Escapa
a mis propósitos analizar transformaciones históricas en procesos de construcción de la "nación" (Anderson 1990; Balibar 1991; Hobsbawm 1992; Segal 1988) y del "estado" (Carnoy 1984; Foucaul 1991; Habermas 1991, Hall 1984; Poggi 1978), así como en su mutua imbricación. No obstante, señalaría que la nación parece haber ido desempeñando progresivamente esta función integradora al menos desde el siglo XVIII, cuando la "sociedad civil" empieza a emerger en forma gradual como un dominio de intercambio de mercancías y trabajo social auto-regulado por un sistema sistema de libre competencia--un competencia--un dominio que se concibe a sí mismo mismo como distinto distinto tanto de la esfera esfera privada de la vida social, como de la cada vez más despersonalizada esfera pública del gobierno (Foucault 1991: 102-3; Habermas 1991: 3).
3 Me
concentro principalmente en casos en que los procesos de construcción de la nación involucran también la construcción de un estado. Al respecto, Gupta (1992) sugiere que, como las formas potenciales que los estados pueden tomar en el mundo moderno están severamente circunscriptas, hasta los movimientos sociales que desafían la estructura misma del "estado-nación" acaban aspirando a un estatus de nación autónoma entendida como estado soberano. Al igual que Chakrabarty (1990), Dirks (1992), Lögfren (1989) y Wallerstein (1991), Gupta sostiene que, para entender por qué la nación se convierte convierte en la forma privilegiada privilegiada de estatidad (statehood ), ), debemos emplazar la cuestión nacional dentro del contexto del sistema inter-estatal postcolonial, el cual descansa fuertemente en el modelo de "nación-como-estado". Sin embargo, es importante tener en cuenta que--tal como lo atestigua la forma
2
I. La noción de hegemonía. Sugeriría que la renovación en el análisis sociocultural operada por la aplicación de la noción gramsciana de hegemonía se vincula con la forma en que la misma permite problematizar tres ejes analíticos esenciales. A saber, (a) las nociones de cultura e ideología; (b) el modo en que operan las relaciones de poder; y (c) los límites entre "estado" y "sociedad".
I.a. Cultura e Ideología En líneas generales, Gramsci ubica a la ideología dentro de un continuum de prácticas de pensamiento productoras de subjetividades--continuum que, yendo del "sentido común" a la "filosofía", encuentra sus contenidos en redefinición permanente por la dinámica misma del proceso hegemónico. Según Mouffe (1987: 233), esto hace que la noción gramsciana de hegemonía cuestione radicalmente el concepto de ideología como "falsa conciencia"--es decir, representación distorsionada de la realidad según el lugar ocupado por los sujetos en las relaciones de producción. A su vez, al proponer a la cultura como campo estratégico para el establecimiento de formas de consentimiento, la noción de hegemonía también sortea una separación entre cultura y política que a menudo lleva a reducir a la primera al status de "cinta de transmisión" usada por las clases dominantes de cualquier sociedad para imponer su mensaje (Bennett et al. 1987: 188). Pareciera haber, sin embargo, al menos dos modos contrastados de relacionar las nociones de cultura, ideología y hegemonía. Uno de ellos--que será ilustrado con la postura de los esposos Comaroff--diferencia las dos últimas nociones relacionándolas a través de, y subsumiéndolas en, una conceptualización más inclusiva de cultura. El segundo--a ser ejemplificado mediante las precisiones efectuadas por Raymond Williams--propone ver a la hegemonía como proceso globalizador que permitiría superar las limitaciones propias de las definiciones convencionales de los otros dos conceptos. Para los Comaroff (1992a: 28-29), hegemonía refiere al orden de lo que se toma por "evidente" y "dado"--es decir, a signos y prácticas materiales que, por considerarse axiomáticos, normalmente no son objeto ni de explicación ni de disputa, y sólo excepcionalmente son desafiados en forma abierta. De alguna manera, entonces, este concepto de hegemonía coincide con lo que Bourdieu (1991) define como "doxa". Por el contrario, cuando la hegemonía es amenazada y alguno de sus valores, significados o formas materiales se torna explícitamente negociable, se abre para los Comaroff el espacio para la ideología y la contra-ideología. En breve, mientras la hegemonía circunscribe según estos autores esa parte del pensamiento dominante que ha sido exitosamente naturalizado, la ideología emerge como los asertos de grupos sociales particulares--más concretamente, como opiniones e intereses que al ser vistos como sectoriales quedan, por tanto, más expuestos a ser disputados. Ahora bien, los Comaroff (1991: 21) también sostienen que, dado que ciertos símbolos y significados no son hegemónicos, la cultura no puede ser subsumida en la noción de hegemonía. A pesar de que reconocen que el significado nunca es "inocente", se resisten a verlo como "reducible a posiciones de poder". Por tanto, mientras para estos autores (1991: 22) la cultura es el espacio de las prácticas de significación--el campo semántico sobre el cual los sujetos procuran construirse y representarse a sí mismos así como a otros--hegemonía e ideología son las dos formas dominantes en que el poder "penetra" en la cultura: mientras la primera homogeniza y es compartida por toda la comunidad política, la segunda--en tanto expresión y posesión de grupos sociales particularizados--los articula de maneras específicas (1991: 23-4). en que la aboriginalidad se discute dentro del contexto canadiense (por ejemplo, Dyck 1991)--no hay una relación obligatoria entre nación y estado.
3 En cierto sentido, esta idea de que el significado "no es simplemente reductible a posiciones de poder" desconoce que--en tanto emergente de prácticas sociales--el significado (y la cultura) siempre es constituido en y a través de relaciones de poder.4 Keesing (1992), por ejemplo, enfatiza que el poder no "penetra" la cultura en un punto determinado, sino que está inevitablemente inscripto en ella. En este sentido, la lectura de Gramsci que realiza Williams parece más sugerente. Al escribir en 1977 Marxismo y Literatura, Raymond Williams se ubica claramente dentro del campo del materialismo cultural inglés. Su propósito es contrabalancear ese reduccionismo economicista que lleva a Marx y Engels a definir la cultura como superestructura con poco impacto sobre la base económica de la sociedad (Bennett et al. 1987: 10). Williams apela precisamente a la noción gramsciana de hegemonía con el doble objeto de analizar la cultura no tanto como conjunto de ideas sino como conjunto de prácticas, y de superar la futilidad de nociones de ideología que separan conciencia y pensamiento del proceso social material. Para este autor (Williams 1990: 110), entonces, la hegemonía es un sistema vivido de significados y valores constitutivos y constituyentes que, al ser experienciados en tanto práctica, aparecen como recíprocamente confirmatorios. Como B. Williams (1991: 111) acota, la hegemonía constituye un "sentido de lo real"--la dominancia y subordinación vividas por clases particulares--que, lejos de ser visto como mera expresión superestructural de una estructura social y económica ya formada, constituye un proceso básico que opera sobre muchos registros de lo social. En verdad, lo que varios autores insisten en destacar es la necesidad de relacionar este "proceso social total" con distribuciones específicas de poder e influencia, prestando atención no simplemente a los sistemas concientes de ideas y creencias, sino fundamentalmente a la forma en que ese proceso es prácticamente organizado desde y por significados y valores dominantes específicos que, al establecer límites al "sentido común", establecen también los límites dentro de los que la "conciencia popular" puede alimentar prácticas contestatarias (Grossberg 1986: 69). Es en este sentido que, para R. Williams (1990: 108-9), la noción gramsciana de hegemonía contiene y trasciende respectivamente formas convencionales de definir cultura e ideología, en tanto dinámica que incluye, por ejemplo, la posibilidad de "jugar" con la cultura de manera ambigua. Mientras ciertas prácticas dominantes "naturalizan" las diferencias culturales, otras re-presentan algunas cuestiones políticas como cuestiones "meramente culturales", justamente para despolitizarlas. Por ello Gramsci advierte que, cuando son presentados como "meramente culturales", los asuntos políticos se vuelven como tales insolubles (Hanchard 1993: 62)--un punto sumamente relevante para analizar encrucijadas planteadas por imaginarizaciones de la nación que son, simultánea pero selectivamente, incluyentes y excluyentes de sectores que quedan incorporados como otros internos.
I.b. Las relaciones de poder. Para los cientistas sociales, nunca ha sido fácil explicar cómo situaciones injustas pueden perdurar en el tiempo sin que la conformidad social sea lograda por medios violentos. Al proponer que la hegemonía de un bloque histórico particular es un proceso de coordinación de los intereses de un grupo dominante con los intereses generales de otros grupos y con la vida del estado como todo (Hall 1986a: 14), Gramsci busca justamente problematizar la circulación del poder en las sociedades de clases, poniendo sobre el tapete no sólo sus manifestaciones meramente represivas
4 Por
ello, encuentro personalmente más satisfactorias a las posiciones que proponen trabajar sobre la "dimensión ideológica" como aspecto de la práctica social (por ejemplo, Eagleton 1991, Sigal y Verón 1986, Voloshinov 1986) que a las que, como la de los Comaroff, abordan a la ideología como contenidos sui generis.
4 sino también otras más sutiles.5 Analizando tal coordinación en base a una dimensión de "liderazgo moral e intelectual", lo que busca es detectar las complejas formas en que se genera consenso y consentimiento en torno a ciertas formas de control (Bennett et al. 1987: 187). Dicho suscintamente, todo proceso hegemónico procura--articulándose sobre diferentes registros culturales (sentido común, filosofía, cultura de elite y popular)--integrar a la sociedad en una unidad que nunca llega a ser total (Bennett et al. 1987: 192). Esta unidad tiene que ser continuamente renovada, recreada, defendida y modificada, porque es continuamente resistida, limitada, alterada, desafiada por presiones que de alguna manera la exceden sin serle ajenas (R. Williams 1990: 112). En otras palabras, la construcción de hegemonía opera no sólo por imposición sino fundamentalmente por convencimiento, ya que involucra los intereses de las fracciones dominantes y también toma en cuenta los de las fracciones subordinadas aliadas. En suma, el proceso hegemónico es más una cuestión de contención que de compulsión o incluso de incorporación. Como sostiene Hall (1991: 58), no implica la desaparición o destrucción de la diferencia, sino la construcción de consenso y consentimiento a través de la diferencia. En esto, la hegemonía se distingue de la simple dominación, aunque vale destacar que la construcción de la primera nunca prescinde del todo de la última.
I.c. Los límites entre estado y sociedad. Como parte de su desconfianza para con cualquier tendencia a reducir las superestructuras políticas e ideológicas a la estructura económica o "base"--desconfianza que lo lleva a emprender un ataque riguroso a todo vestigio de economicismo (Carnoy 1984, Femia 1981, Hall 1986a, 1986b y 1988)--Gramsci propone reexaminar los límites entre estado y sociedad. Al respecto, Cohen y Arato (1992: 143) sostienen que la divergencia más notable entre Gramsci y Marx es la forma en que el primero modeliza un marco conceptual tripartito que distingue economía, sociedad civil y sociedad política. Marx (1978: 163) considera a la "sociedad civil" como estructura (las interacciones materiales totales entre individuos dentro de un estadio definido de desarrollo de las fuerzas productivas) que se afirma como nacionalidad en sus relaciones exteriores y que se organiza internamente como estado represivo. Gramsci, en cambio, excluye a la economía capitalista de este nivel, proponiendo ver a la sociedad civil y a la política como los dos factores superestucturales más activos y positivos al momento de reproducir cualquier aspecto del sistema que no involucre directamente la base económica. Además, Gramsci sostiene que estos dos marcos institucionales--las asociaciones sociales y políticas y las instituciones culturales de la sociedad civil, así como el aparato legal, burocrático, policial y militar de la sociedad política--están activamente comprometidos en la construcción de hegemonía (Cohen y Arato 1992: 144-5). Cuando la hegemonía cultural se ve expresada--y efectuada--tanto en y desde la sociedad civil como desde la sociedad política, el corolario que de ello se deriva es que el estado, lejos de verse simplemente como represivo, emerge como instancia ética y cultural, siendo una de sus funciones más importantes la de "elevar a la gran masa de población al nivel cultural y moral que corresponde a las necesidades de desarrollo de las fuerzas productivas (Bennett et al. 1987: 2165 En
verdad, la hegemonía aparece en los escritos de Gramsci como proceso y como relación. En tanto proceso, remite a la concatenación de prácticas por la cual una fracción de la clase dominante ejerce control a través de su liderazgo intelectual y moral sobre otras fracciones aliadas tanto de la clase dominante como de las clases subordinadas--control que resulta del ejercicio de articulación de intereses en un principio hegemónico. En tanto relación, marca un vínculo entre las clases dominantes y dominadas por el cual las primeras usan su ascendencia política, moral e intelectual para establecer su visión del mundo como instancia inclusiva y universal, así como para modelar las necesidades e intereses de las ú ltimas (Carnoy 1984: 70).
5 7).6 Sin negar la autonomía y especificidad de los aparatos hegemónicos no estatales, entonces, el "estado" gramsciano también aparece como educador y como instrumento de aceleración y racionalización, donde la ley constituye el aspecto fundamentalmente negativo y represivo de una actividad estatal que se ve íntegralmente como positiva y "civilizadora". Este aspecto "civilizador" del estado y de otros aparatos de la sociedad civil, la idea de que las formaciones sociales operan a través de una combinación de consenso, consentimiento y coerción, así como la noción de que la hegemonía es un proceso vivido que recrea límites para el sentido común constituirán aportes cruciales para analizar comunalizaciones e imaginarizaciones de orden "nacional".
II. Hegemonía y construcción de la nación. Según Brennan (1990: 46-7), la nación constituye menos una alegoría o visión imaginativa, que una "formación discursiva" en sentido foucaultiano, es decir, una estructura política con potencial de gestación tanto de instituciones como de sujetos y grupos sociales, donde el nacionalismo oficia de tropo para cosas tales como "pertenencia", "entitividad de las fronteras" y "compromiso". Ya que, como Brow (1990: 3) ha subrayado, procura producir no sólo un acuerdo de metas económicas y políticas sino también una cierta unidad moral e intelectual, toda construcción de la nación involucra procesos de comunalización donde el anclaje de un cierto "sentido de pertenencia" constituye un componente indispensable para la formación de estos colectivos. Parecieran existir, por tanto, tres cuestiones relacionadas a tener en cuenta al momento de explorar la especificidad de comunalizaciones de alcance nacional. A saber, (a) los términos en que dicha comunalización se inscribe, (b) los centros con capacidad para elegir y poner en efecto los diacríticos de la nación, (c) los medios a través de los cuales se logra conformidad con ciertas imaginarizaciones de lo nacional.
II.a. La nación como "tipo humano". A diferencia de procesos de marcación de diferencias sociales que dan cuenta de la variabilidad humana en términos de un sistema de clases, la peculiaridad de la marcación de lo nacional es que las personas de cada nación se ven vinculadas menos por relaciones complementarias entre personas diferenciadas, que por la agregación de sujetos dentro de una "comunidad imaginada como limitada y soberana" (Anderson 1990: 16). En consecuencia, estos sujetos no aparecen como aspectos incompletos de una dualidad abarcativa--como precipitación contingente de relaciones sociales vigentes--sino como "individuos" completos de un "tipo" particular. En verdad, las naciones parecen constituirse como "tipos humanos" distintivos y fijos (Segal 1988: 305-6). Si bien todo nacionalismo presume que la humanidad es divisible en un número finito de conjuntos sobre la base de sus nacionalidades y que la "pertenencia" a cada uno de estos conjuntos nos viene "dada", Segal (1988: 316) insiste en que tanto los rasgos que se consideren constitutivos 6 No
puede dejar de mencionarse que, en este tema, la terminología de Gramsci es algo contradictoria: su noción de "estado" puede excluir a la sociedad civil, o incluir tanto a ésta como a la sociedad política. En el primer caso, la "sociedad civil" (organismos privados) y la sociedad política o "estado" (los aparatos estatales legales, de administración, de servicios, etc.) son niveles que corresponden, respectivamente, al funcionamiento de la hegemonía (en tanto ámbito del consenso y la "libre voluntad") y al de la "dominación directa" (imposición, coerción, fuerza e intervención) (Gramsci 1992: 12). En el segundo--el tipo de postura rescatada por Carnoy (1984: 68) y por Cohen y Arato (1992: 12)--el estado incluye "no sólo el aparato de gobierno, sino también los aparatos 'privados' de 'hegemonía', es decir, la sociedad civil" (Gramsci 1992: 261). Desde este último punto de vista, el estado aparece claramente como la unión de la sociedad política y de la sociedad civil, como "hegemonía protegida por la armadura de la coerción" (Gramsci 1992: 262-3).
6 de la nación (por ejemplo, lengua, religión, herencia histórica, costumbres, tradiciones) como el grado en que estos rasgos aparezcan como compartidos varían de una nación a otra. En verdad, la nacionalidad--como la etnicidad--no tiene propiedades esenciales: contradiciendo la permanencia e inevitabilidad del vínculo asertivamente defendido por casi toda proclamación de lo nacional, la nación es un proceso social de construcción de un colectivo que, como todos los demás, presupone valores y principios de organización contingentes (Segal 1988: 303). Ahora bien, tanto la negación de esta contingencia--lo que Brow (1990: 3) define como "ejercicio de primordialización"--como la selección activa de diacríticos para abarcar el volumen cultural total de la "comunidad" (Gramsci 1985: 182) son rasgos que la nación comparte con otras formas de imaginar "comunidades" que se piensan como "pueblos" o tipos humanos. Sin embargo-y a diferencia de la nación--no todos estos "pueblos" se imaginarizan a sí mismos como soberanos, es decir, como libres de derecho de poderes internos o externos que puedan poner en duda su status independiente. Es precisamente por esto que la nación aporta un ángulo crítico para la construcción de hegemonías culturales.
II.b. Puntos de condensación. El término "estado-nación" vincula estrechamente dos conceptos que, sin embargo, no están relacionados en forma inherente. Ni todos los estados simplemente son los productos de naciones preexistentes, ni todas las naciones meramente son una invención de los estados. Como sugiere Segal (1988: 317), aunque provee un modelo poderoso de y para la existencia de estados, la nación no es función necesaria e inequívoca de la integración estatal, ya que puede ser esgrimida para propósitos distintos a los de formación de un estado. En todo caso, lo que uno no puede dejar de preguntarse es por qué la nación "provee un modelo poderoso de y para la existencia de estados" y por qué, a pesar de que la construcción de la primera es recreada a través de prácticas que exceden el ámbito de lo estatal, actividades patrocinadas desde este último ámbito son cruciales para la inscripción sistemática de la nación en el cuerpo social. Al respecto, quisiera argumentar que la intrincada relación condensada en el compuesto "estado-nación" puede verse formando parte de intentos por domesticar una tensión (esta vez sí) inherente a lo que el "sentido común" reivindica como una relación de exterioridad entre "estado" y "sociedad"--exterioridad que necesita ser domesticada pues puede invocarse tanto para afirmar la imparcialidad del estado, como para denunciar la arbitrariedad de su autoridad y dominación.7 7 Mi
problematización de esta noción de exterioridad está fuertemente endeudada con el planteo que del tema hace Timothy Mitchell. Como este autor (Mitchell 1991: 77-8) sugiere, lejos de ser una frontera nítida entre dos entidades discretas, lo que se marca como límite que escinde estado y sociedad es una línea que se (re)dibuja internamente dentro de una red de mecanismos institucionales que sirven para mantener un orden social y político determinado. Sin embargo, tal frontera no es "ilusoria": la producción y el mantenimiento de la distinción entre estado y sociedad forman en sí mismos expresiones de mecanismos que nos llevan a internalizar el control al externalizar la idea de autoridad (Mitchell 1991: 95). Al respecto, es interesante mencionar que tal vez una de las cuestiones más críticas a la que queda expuesto todo intento por emprender una caracterización del "estado" sea la que se vincula con el carácter bifronte de un sistema de control como el estatal que involucra tanto dispersión como condensación del poder. Por un lado, varios autores ya han señalado la falacia que resulta de concebir al estado como un actor social más o menos homogéneo con intereses y compromisos coherentes. Como Hall (1985: 93) destaca, el estado es una formación contradictoria que adopta diversos modos de acción y que está activo en múltiples sitios. En otras palabras, todo "estado moderno" es pluri-centrado y multi-dimensional; en vez de tener inscripto un carácter de clase unívoco, presenta tendencias muy distintas que, en distintos niveles, pueden empero ser dominantes. Skocpol (1985: 28) también remarca la dispersión del estado como organización a través de la cual elites oficiales pueden perseguir distintos objetivos, los cuales serán alcanzados en forma más o menos efectiva según las relaciones entre recursos estatales disponibles y escenarios sociales. En similar dirección, Laclau y
7 Concretamente, la noción compuesta de "estado-nación"--noción en la que hegemonías culturales diversas pueden ser inscriptas de manera significativa--apunta a un siempre imperfecto proceso de societalización del estado y de estatización de la sociedad, donde el carácter de nación que asume el primero (es decir, la contingencia de que la nación provea "un modelo poderoso de y para la existencia de los estados") intenta crear y articular puentes entre órdenes separados de la sociedad misma, produciendo una Gemeinschaft de una Gessellschaft (Weber 1968), es decir, procurando presentar relaciones de asociación como relaciones comunales. Como Corrigan y Sayer (1985: 195) comentan, "la nación es el símbolo-maestro que ha posibilitado la revolución cultural del capitalismo, al desplazar vocabularios de legitimación precedentes. Concretamente, la nación epitomiza la comunidad ficcional en la que todos nosotros aparecemos como ciudadanos, mientras el 'Estado'--la nación hecha manifiesta--aparece como la agencia material a través de la cual se concretan reformulaciones de órdenes anteriores; en vez de ser su fuente, la cual descansa en relaciones de producción y reproducción, emerge como medio para su organización." Así, aun cuando ciertos autores expliquen en términos de la supervivencia de vínculos étnicos pre-modernos la durabilidad, la intensidad o la extendida y renovada seducción que parecen propias de interpelaciones enunciadas desde el lugar de la nación (por ejemplo, Smith 1988), o sugieran que uno de los los aspectos centrales de este tipo de identificación colectiva sea el de hacer conciente y explícito lo que antes eran actitudes establecidas y convenciones heredadas (por ejemplo, Geertz 1973c y 1973 d), la mayor parte de los analistas contemporáneos enfatizan lo que hay de artesanal, de invención y de ingeniería social, en construcciones como éstas, a la par de destacar el papel que en ello juega el estado (v.g., Anderson 1990; Balibar 1991; Connor 1990; Hobsbawm 1972, 1989 y 1992; Lögfren 1989; Wallerstein 1991; Zubaida 1989). En breve, el "pueblo" se reconoce anticipadamente en la institución del estado a través de una construcción imaginaria la nación como identidad política compartida que, debiendo tener y teniendo efectivamente precedencia sobre otras formas de definir identidades, lleva a aceptar inscribir las contiendas políticas dentro del horizonte del estado "soberano" (B. Williams 1991: 15). Ahora, en lo que hace al potencial globalizador de la idea de nación tal como éste se concreta en diferentes proyectos de unificación y estandarización de sujetos y de prácticas dispares, lo interesante es que el proceso hegemónico cultural que apela a tal idea no promueve-como ya se dijera--la desaparición o destrucción completa de la diferencia. Más bien, propicia la construcción de una "voluntad colectiva" a través de la diferencia (Hall 1991: 58). En un mismo proceso, tanto ciertos sentidos convencionales naturalizados como modos particulares de conducta en arenas públicas y privadas quedan entrelazados en tanto significados a la distribución desigual de bienes materiales y de servicios, de derechos y obligaciones, al interior de cada estado-nación (B. Williams 1991: xvii). Por ello, Brow (1990: 2) destaca que las naciones son una construcción poderosa para posicionarse selectivamente frente a las diferencias sociales, ya que operan oscureciendo algunas de ellas a la par de afirmar a viva voz otras. Como este mismo autor (Brow Mouffe (1990: 180) sostienen que el estado moderno puede ser escenario para varios antagonismos democráticos; lejos de ser un medio homogéneo separado de la sociedad civil por una trinchera, constituye un conjunto diversificado y difuso de ramas y funciones que sólo son integradas de manera siempre relativa por prácticas hegemónicas que ancladas en instituciones estatales y no estatales. Por otro lado, Hall (1984: 14) también subraya que el estado sigue siendo para formaciones sociales capitalistas modernas uno se los sitios cruciales donde se condensan prácticas políticas de diversa índole. En parte, su función consiste precisamente en aunar o articular en una instancia complejamente estructurada un amplio espectro de discursos políticos y de prácticas sociales que-aunque tengan poco que ver con lo que se concibe como el dominio de lo político propiamente dicho--están comprometidos con la transmisión y transformación del poder en diferentes ámbitos. En otras palabras, el estado es también una instancia de condensación que permite que la intersección de prácticas diferenciadas se transforme en un campo sistemático de normalización dentro de la sociedad.
8 1988) concluye para el caso Sinhalí, el mismo tropo de la nación que se expande para "incluir" grupos marginales, simultáneamente se torna exclusionario de sectores construidos como otros internos y externos. En suma, construcciones hegemónicas de la nación operan siempre sobre dos frentes. Mientras en el frente interno la imaginarización de la nación como comunidad abarcativa contribuye a coordinar "la voluntad colectiva" enmascarando diferencias internas, dentro de arenas internacionales permite organizar un sistema jerarquizado de hegemonías rivales. En principio, entonces, las naciones emergen como construcciones maleables que desempeñan funciones integrativas entre "connacionales", y funciones diferenciadoras frente a "extranjeros". Sin embargo, vale destacar que este juego de diferenciación e integración es propio de la construcción de la nación en ambos frentes. En otras palabras, la noción de nación también crea otros internos (grupos excluidos de lo que se considera núcleo definitorio de los atributos nacionales) así como socios externos (v.g., lo que Gupta 1992 llama "la hermandad de naciones no alineadas")8, a punto tal que no existe hoy individuo que pueda escapar a verse o a ser visto como "insider" o como "ousider" de uno y otro tipo. En lo que hace a dar vida a este juego de inclusiones y exclusiones, Kapferer (1989: 162) sostiene que el nacionalismo adquiere fuerza tanto de las realidades que puede enmascarar como de las que puede describir. Si, en un caso, contribuye a la creación de una "voluntad colectiva" al proveer un "sentido de realidad" (Bourdieu 1991: 164-5) que naturaliza lo arbitrario--un sentido cuya inernalización es capital en lo que hace a investir al nacionalismo con potencial motivador-en el otro aparece como "ideología orgánica" que crea el terreno en que los sujetos se mueven, adquieren conciencia de su posición y luchan (Hall 1986a: 20). En esta última dirección, uno de los "efectos ideológicos" (Eagleton 1992: 223) más notables de toda simbolización de "lo nacional" es el de cincelar un parámetro contra el cual respuestas particulares se evalúa o bien como ortodoxas, o bien como heterodoxas (B. Williams 1993: 156)--parámetro que surge de una producción muy activa de creencias culturales que, invocando la igualdad de derecho, en verdad codifican, integran en un todo quasi-coherente y recrean desigualdades sociales (Fox 1990: 12).
II.c. Recursos inagotables. Centrándose en la forma en que los individuos son constituidos como sujetos sociales, Poggi (1978) define a los estados-nación como formaciones políticas cuyo rasgo constitutivo principal es que su "discurso sobre la norma" se dirige a--y, por tanto, recrea--a sus bases sociales en términos de "ciudadanos". Como las tensiones entre "interpelaciones" (Althusser 1971; Laclau y Mouffe 1990) conflictivas pueden limitar su efecto (Turton 1984: 63), la producción histórica de "un pueblo" como individualidad nacional requiere de una interpelación que sea mucho más poderosa que la que resulta de la mera inculcación de valores políticos o, mejor dicho, una que integre esta inculcación en un proceso más básico de fijación de emociones de amor y odio, así como de representaciones sobre el "sí mismo". Más aún, esta forma ideológica debe ser una condición a priori de la comunicación entre individuos ("los ciudadanos") o entre grupos sociales-condición que no suprime todas las diferencias sino que las relativiza y subordina a la diferencia simbólica entre el nosotros connacional y el los otros extranjero para que sea ésta la que impere y se viva como irrefutable (Balibar 1991: 94). 8
Estas comunalizaciones en y de arenas internacionales constituyen ejemplos interesantes de instancias de construcción de hegemonías culturales que, excediendo el marco de los estados-nación--en verdad, reforzando y debilitando simultáneamente un determinado modelo para ellos--son claves para rastrear lo que se han dado en llamar procesos de globalización (por ejemplo, Appadurai 1990, Hall 1991). Ya que esta discusión excede mis propósitos, remito al lector interesado en esto a trabajos como el de Gupta (1992).
9 Además, al mediar la identidad de sus ciudadanos, el estado se autoriza a sí mismo. Reconfirma su soberanía en el proceso de crear y celebrar la identidad de aquéllos a los que gobierna (Lattas 1990: 50). Esto es lo que Taussig (1992: 125) llama "materialización por inscripción", una materialización que recuerda la noción de Abrams (1988: 58) de "estado-como-idea" en tanto efecto de poder. Si, para Abrams (1988: 79), el "estado-como-idea" es el símbolo que unifica la real desunión de lo político, yo argumentaría que la nación puede verse como el símbolo que unifica la real desunión de lo social. Como símbolos unificadores que se recrean a través de lo que Foucault (1991) define como tecnologías disciplinantes del biopoder (escuelas, asilos, prisiones, hospitales, fábricas, o barracas), tanto el "estado-como-idea" como la "nación-como-idea" crean en forma simultánea dos entidades a ser administradas por el estado: la sociedad como totalidad y el ciudadano como individualidad (Luke 1990: 245). Sin embargo, estas dos entidades no son (re)creadas por "instituciones totales" exclusivamente. Los preceptos nacionales se difunden a través de canales múltiples que codifican la "filosofía" del estado en lo que hace a la significación de la nación, a su independencia de y relación con el estado mismo. Esta "filosofía" involucra los criterios para distinguir entre cuestiones "públicas" y "privadas", así como la forma en que se concibe la autoridad o los límites entre estado y sociedad. Está inscripta no sólo en leyes, sino también en prácticas cotidianas como la elaboración de censos, las técnicas de documentación, la distribución de cupones para adquirir alimentos subvencionados, los rituales de participación popular, los curricula de la educación pública, las leyes de inmigración, o en el diseño de políticas sanitarias. Son estas rutinas aparentemente neutras las que definen quién queda "dentro" y quién no, rutinas que "persuaden" a la gente a vivir identidades sociales que se originan más allá de ellos, es decir, a vivir de acuerdo con ideales e imágenes que les permiten imaginarizarse "dentro" de una comunidad--la nación-aun cuando ocupen en ella una posición subalterna (Foster 1991: 247). En verdad, pareciera que los procesos de autenticación cultural apelan mecanismos que son inagotables. Entre estos, Anderson (1990: 30) destaca la territorialización de la lengua oficial y el desarrollo de una idea de "simultaneidad" o co-presencia tal como ella es re-presentada por la novela y los periódicos. En todo caso, este autor subraya que, siendo ella misma un artefacto cultural, los productos culturales de la nación--poesía, prosa, ficción, música, artes plásticas--usan una lengua que describe a su objeto (la nación misma) mediante vocabularios de parentesco o vinculados a la noción de "hogar" que buscan denotar "algo" a lo que uno está naturalmente ligado. Dado que en todo lo que es "natural" siempre hay algo que no puede ser elegido, la nación queda asimilada ya al color de la piel, ya al género o a la parentela, es decir, a lo que uno no puede evitar. Y en estos "lazos naturales" uno siente lo que podría definirse como "la belleza de la gemeinschaft ", es decir, lazos que parecen conllevar un halo de desinterés que justifica el pedido de sacrificios considerables como el de "morir por la patria". Es justamente este anclar proyectos de integración y estandarización en las trivialidades de la vida cotidiana lo que conforma ese conjunto de predisposiciones que Lögfren (1989: 12) llama el "habitus nacional". Para Gupta (1992: 72), además de estar representada en instituciones estatales como las cortes, las escuelas, las burocracias o los museos, la nación también queda constituida por las relaciones exteriores del estado con otros estados que reconocen estas prácticas como pertenecientes a una entidad que tiene un status similar al que se asignan a sí mismos, lo que obviamente reconfirma en abstracto a la ideología nacionalista per se. Algunos ejemplos de estas prácticas "exógenamente orientadas" deben incluir actividades como las de demarcar fronteras mediante aduanas, apostar tropas para defenderlas o sellar pasaportes, mantener embajadas en otros países, guardar o romper relaciones diplomáticas, firmar tratados, declarar la guerra, reconocer regímenes foráneos, obtener el ingreso a las Naciones Unidas, o participar en las
10 Olimpíadas. A través de todas estas prácticas que la representan ante otros estados-nación, la nación también se representa ante sí misma. Según Hobsbawm (1992: 50), estas actividades tienden a condensarse en torno a la creación de "íconos sagrados", es decir, símbolos palpables que han sido los medios más ampliamente usados para visualizar lo que no puede ser visualizado. Cavarozzi (1992: 672) sugiere, sin embargo, que estos íconos son más que la inscripción externalizada de significado. Especialmente cuando se actualizan en rituales de participación popular, ellos sirven el doble propósito de incorporar a la sociedad civil en la dinámica del estado, y de imponer a tal participación controles políticos y culturales que quedan incorporados a modo de "estructuras de sentimiento".9 Aunque acuerdo en líneas generales con los autores citados, prefiero enfatizar que el empleo de diferentes canales para difundir un cierto sentimiento hacia lo nacional hace que los mensajes enunciados no afecten la vida de la gente en todas sus dimensiones al mismo tiempo. Pareciera que la "ceremonia de leer el periódico" (Anderson 1990: 39), la entonación del himno nacional, o la emisión periódica de votos no tienen la misma capacidad para promover adherencia en términos de la experiencia de "patriotismo"--ese sentido de "communitas" (Turner 1991) que alimenta las experiencias emotivamente más contundentes de lo nacional. En otras palabras, afirmaría que distintos rituales promueven emociones también distintas y que, además, no todos los "íconos" son igualmente "sagrados". Canales específicos producen efectos dispares e inscriben sentidos sobre puntos diversos dentro del continuum de pensamiento que identificara Gramsci. Por ejemplo, ya Geertz (1973a: 252) ha reconocido que, mientras algunos íconos evidencian "aspectos naturales"--naturalizados diría yo--de una auto-definición que involucra "orgullo esencialista", otros apuntan a "componentes culturales"--explícitamente marcados como culturales, diría yo--que imparten "esperanza" en la historia y destino "propios". En todo caso, lo que sí todo tipo de ícono involucra es la circunscripción de los sujetos y de la sociedad no sólo en el espacio (Gupta y Ferguson 1992), sino también en el tiempo. Por ello, la historiografía que atribuye para la nación--y, por tanto, para sí--la continuidad de un sujeto es a menudo otro instrumento vital para que el proceso hegemónico se legitime a sí mismo.10 De todos 9 De
acuerdo con Raymond Williams (1990: 132) quien ha acuñado el concepto, las "estructuras de sentimiento" son "los cambios de presencia en la conciencia práctica que no tienen que esperar definición, clasificación, o racionalización para ejercer presiones palpables e instaurar límites efectivos sobre la experiencia y sobre la acción."
10 He
tratado en otra parte el uso del pasado como instancia constructora de identidades presentes (Briones 1994). Respecto de la forma en que la "tradición" se pone al servicio de la construcción de la nación, ver por ejemplo Alonso (1988), Balibar (1991), Corrigan y Sayer (1985), Dirks (1990), Foster (1991), Gupta (1992), Hobsbawm y Ranger (1989), Lögfren (1989), Popular Memory Group (1982), Wallerstein (1991), B. Williams (1990 y 1991), R. Williams (1990), Wright (1985). Al respecto, me limito a señalar que la formación de la nación suele aparecer como la realización de un proyecto en el que se marcan diversos momentos en la "toma de conciencia" sobre lo nacional--momentos que suelen corresponder con un patrón semejante de auto-manifestación de la "personalidad" y de la "cultura" nacionales. Como señala Balibar (1991: 86), "proyecto" (la transmisión generación tras generación de una substancia invariante) y "destino" (el vernos como la culminación de un proceso que se presenta como el único posible) son dos figuras simétricas para la ontologización de la "identidad nacional". En este sentido, la nación transforma los múltiples "pasados" de su historia en una herencia nacional común que surge de seleccionar partes de esa historia y representarla como si fuese toda la historia (McGuire 1992: 817). Vinculando pasado, presente y futuro en base a una actitud generalmente "culturalista" que presupone la abstracción, reificación y comodificación de artefactos y expresiones de sectores sociales particulares para proyectar la imagen de esa colectividad como todo, la "herencia nacional" aparece como algo que debe ser preservado, enseñado y conmemorado. Como Hanchard (1993: 61) afirma, este culturalismo "congela" las prácticas culturales, divorciándolas de sus historias y de los modos de conciencia que las hicieron posibles. Por un lado, entonces, la
11 modos, dado que no hay forma de fijar de una vez y para siempre el "conocimiento del pasado", cabe mencionar que la memoria no sólo es un instrumento para la homogenización selectiva de quienes comparten "la misma historia nacional", sino también una importante arena para que el conflicto político se exprese. Es por ello que versiones contrastantes del pasado forman parte prominente, como Brow (1990: 3) señala, de las luchas por liderar moral e intelectualmente hegemonías particulares. Es importante introducir este punto aquí, ya que--hasta ahora--me he concentrado (tal vez en demasía) en los mecanismos a través de los cuales la construcción de la nación recrea límites para la acción social. Sin embargo, como infinidad de análisis antropológicos muestran, la naturalización de la noción de "pueblo" alimentada por discursos nacionalistas puede ser, y ha sido, puesta en entredicho.11 Como la posibilidad de disputar sentidos dominantes forma parte de la noción misma de hegemonía cultural, esta "evidencia acumulada" pareciera ser otro indicador más del grado en que la modelización de la construcción de la nación se nutre de, y queda inscripta por, tal noción. No obstante, cabe preguntarse también en qué direcciones los estudios de comunalizaciones e imaginarizaciones de orden nacional brindan pistas para repensar dicha noción.
III. Una vuelta de tuerca. Al sugerir que los procesos de construcción de la nación son prototípicos de la dinámica hegemónica, he querido expresar que los primeros "ponen en acto la receta" de la última en varios puntos. Por un lado, involucran más que imaginarizaciones concientes ya que, al ser internalizados por una sutil combinación de consenso, consentimiento y coerción, se inscriben en un complejo de predisposiciones que mobilizan pensamientos y afectos. Por el otro, se entretejen desde diferentes puntos de condensación estratégicamente emplazados en la formación social, proveyendo un "sentido de realidad" que, sin embargo, puede ser reflexivamente rebatido. Quisiera sugerir ahora que, si prestamos atención a los múltiples niveles y mecanismos en y a través de los cuales la construcción de la nación opera, se ponen en evidencia algunos de los puntos más débiles de la modelización de la noción de hegemonía. Pienso fundamentalmente en tres cuestiones. Primero, mientras la noción de hegemonía postula la posibilidad de contestación, el proceso de conversión de consentimiento en oposición aún es tratado como "caja negra". Pareciera que es necesario identificar en forma más sistemática no sólo factores que, al poner un cierto "sentido de realidad" en cuestión, disparan la (re)articulación de oposiciones y forma selectiva en que los proyectos de integración nacional construyen "el pasado de la nación" tiende frecuentemente a desintegrar en forma bastante activa otros focos conflictivos de identidad o concepciones de subjetividad igualmente perturbadoras para tal proyecto. En esta dirección, Corrigan y Sayer (1985: 195) advierten que, siendo la base para la construcción y organización de la memoria colectiva a través de la escritura de la "historia oficial" y la manufactura de la "tradición", las clasificaciones en términos de nacionalidades implican una administración también activa del olvido. Por otro lado, a lo largo de este proceso y especialmente cuando grupos subalternos constituidos como otros internos construyen su propia identidad oposicional adoptando también una postura culturalista, cuestiones políticas--v.g., quién queda adentro y quién fuera de lo que se define como "típicamente nacional"--se presentan como culturales. Como tales, se interpretan como insolubles en el sentido de ser vistas como parte "esencias" o mandatos--proyectos y destinos--históricos distintos y difíciles de modificar. Lo interesante es que esta misma marcación lleva a que las prácticas estimuladas se vuelvan efectivamente "rebeldes" ante intentos por organizar su olvido. 11 Ver,
por ejemplo, Beckett (1993), Comaroff y Comaroff (1992b), Coronil y Skurski (1991), Cowlishaw (1988), Gabriel (1994), Geertz (1973b), Gupta (1992), Hale (1994), Hall (1991), Handler y Linnekin (1984), Keesing (1992), Landsman y Ciborski (1992), Pearson (1988), Ramos (1988), Taylor (1990), T. Turner (1991), o B. Williams (1991).
12 antagonismos, sino también los procesos de reflexividad que, al provocar desplazamientos de sentido dentro del continuum de pensamiento gramsciano, pueden convertir sentido común en ideología o en filosofía y a éstas en parte del sentido común. Al respecto, pareciera conveniente dar textura a lo que globalmente se denominan "prácticas contestatarias" (la difundida retórica de la "resistencia") ya que, por ejemplo, algunas de estas prácticas pueden desafiar los "contenidos" de una nación particular sin poner necesariamente en entredicho el modelo mismo de nación que los enmarca. Segundo, la noción de hegemonía ha hecho un aporte considerable al repensar la determinación de lo ideológico por lo económico como una "determinación en primera (en vez de 'en última') instancia", que pone en evidencia lo que Hall (1986b: 42-3) llama "la real indeterminación de lo político". Sin embargo, creo que esto ha llevado a dejar menos teorizados los mecanismos a través de los cuales la determinación económica es a su vez transformada por las mismas representaciones y prácticas que lo político produce . Quiero decir que por superar posturas economicistas, la noción de hegemonía se ha concentrado fuertemente en lo político y lo ideológico, descuidando de alguna manera articulaciones teóricas efectivas (y no sólo "en principio") con lo económico. En este sentido, pareciera que los modos en que los "presupuestos nacionales" se negocian en el marco de lo que se construya como "prioridades nacionales" podría ser un ámbito interesante para explorar los tironeos y articulaciones recíprocas entre "intereses nacionales", "capital" y "trabajo". Tercero, la creación de un marco conceptual tripartito--la trilogía gramsciana de economía, sociedad civil y sociedad política--es un punto de partida interesante para problematizar esa célebre metáfora marxiana que, al dar cuenta de la estructuración de formaciones sociales en términos de base y superestructura, tendía a suscribir a la unidireccionalidad de procesos de dispersión y concentración de poder. Ahora bien, de contentarnos con ver la emergencia de esos tres órdenes como rasgo universal del capitalismo, estaríamos desconociendo que su diferenciación y articulación es recreada por procesos culturales cuya consideración es vital para dar cuenta de la concreción histórica de muy distintos "tipos" de capitalismo. Al respecto, el modo en que la noción de nación circula en y a través de distintas instituciones y aparatos-distinguéndolos y articulándolos a la vez--puede ser un punto de partida sugerente para rastrear convergencias y divergencias entre tales procesos. El análisis de cómo dicha noción vincula, por ejemplo, conceptos culturales (históricamente cambiantes) de "lo público" y "lo privado" pareciera ofrecer una puerta de acceso a procesos de internalización del control mediante la externalización de construcciones como las de "autoridad", "responsabilidad social" o "lealtad cívica" que, siendo centrales para todo proceso hegemónico, se pueden concretar empero de formas muy distintas. Quizás, queda aún pendiente un comentario final. Hasta ahora, el "Angel de la Historia" del que habla Anderson (1990: 145) parece haber convertido al modelo propio del "nacionalismo oficial"--ése que emana del estado, sirviendo primera y principalmente sus intereses--en lo que Lögfren (1989: 8) ironiza como manual gigantesco del tipo "hágalo usted mismo", que se ha ido difundiendo para ser copiado en distintos lugares. Esto nos ha llevado a concebir a la hegemonía como un proceso que tiende a reproducir un centro hegemónico único como arena en la cual diferentes facciones contienden para alcanzar predominio. No obstante, han empezado a emerger indicios en países como Canadá de que modelos de "más-de-una-nación-como-estado" también pueden ser pensables y posibles. Además de ser un desafío práctico a la noción de "estado-nación moderno" (Taylor 1990), la posibilidad de un modelo del tipo "más-de-una-nación-como-estado" es también un desafío teórico para la noción de hegemonía--desafío cuyos alcances e implicancias no pueden ser, desgraciadamente, explorados aquí. Baste mencionar que, si modelos de este tipo se estabilizasen, uno debiera prestar más atención a lo que ahora sólo parece una propuesta utópica
13 de Laclau y Mouffe (1990: 139), quienes sostienen que puede haber formaciones sociales estables sin un centro hegemónico único. Diciembre 1994
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