André Dartigues .
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ANDRE DARTIGUES nació en Berdoues (Gers), en 1934. Licenciado en Teología y en Filosofía y Letras, diplomado en la Escuela Superior de estudios filosóficos, sacerdote, fue profesor en el Seminario Mayor de Auch y capellán de la Iglesia universitaria y de los Equipos de Enseñantes de la diócesis. Desde 1969 enseña historia de filosofía moderna y contemporánea en el Instituto Católico de Toulouse. A través de sus trabajos y sus cursos demuestra gran interés por el pensamiento alemán del siglo XIX y XX, así como por las cuestiones que le plantean a la teología las corrientes filosóficas contemporáneas.
El CREYENTE ante la crítica contemporánea
creer
El CREYENTE ante la crítica contemporánea
comprender André Dartigues colección dirigida por Antonio Cañizares Luis Maldonado Juan Martín Velasco
Ediciones Marova, S. L. E. Jardiel Poncela, 4, Madrid-16
PREFACIO
Cubierta diseñada por José Ramón Ballesteros. Traducción realizada por Felipe Martín. Con las debidas licencias. Depósito legal: M. 30251.—1981. ISBN 84-269-0434-3. © EDITIONS DU CENTURIÓN, 1975 EDICIONES MAROVA, S. L., E. Jardiel Poncela, 4, Madrid-16 (España), 1981. Reservados todos los derechos. Printed in Spain. Impreso en España por Gráficas Halar, S. L, Abdón Terradas, 4, Madrid-15, 1981 (11-81).
Las reflexiones que siguen no pretenden en forma alguna ofrecer una exposición sistemática sobre la naturaleza y el contenido de la fe cristiana. Dicho contenido se da aquí por supuesto y aunque es necesario reelaborarlo y profundizarlo sin cesar, otros trabajos se encargan de hacerlo con la suficiente amplitud. Lo que nosotros nos proponemos abordar es una cuestión a la que todo creyente es hoy especialmente sensible y desde la que intenta replantearse su fe; es ésta: ¿Bajo qué condiciones es posible la fe cristiana hoy? Entre dichas condiciones, hay unas que afectan a la naturaleza misma del acto de fe, no son específicas de una época cultural concreta: son las condiciones que hacen relación directa a aquella disponibilidad de la inteligencia y del corazón sin la que es difícil que la Palabra pueda penetrar, siendo entregada a los pájaros, como aquel grano de semilla que cayó sobre el camino de la parábola evangélica. Otras, sin embargo, son propias de una época determinada, guardan relación con un contexto cultural y social: son éstas las que van a acaparar nuestra atención. Indudablemente estas condiciones en cuanto tales varían de un país a otro y sobre todo de un continente a otro: lo que puede ser válido aplicado a España no tiene por qué serlo igualmente para la China o la India. Queda fuera de nuestro objetivo, por tanto, el querer abarcarlas todas. Somos conscientes, pues, de las limitaciones tanto espaciales como temporales de las «contestaciones» de la fe que vamos a intentar analizar. Por otra parte, el contexto temporal y espacial que a nosotros nos ha tocado vivir es un contexto muy concreto. La dificultad de creer adquiere dentro de él un tinte particular, te9
niendo en cuenta cómo es la sociedad a la que pertenecemos y cómo ha evolucionado el pensamiento que la sustenta tal como queda reflejado en su antropología o en su filosofía. A este respecto creemos vislumbrar una fuerte crisis de la afirmación, no de cualquier afirmación, sino de una afirmación fundamental que podíamos denominar «metafísica», ya que su terreno es el Absoluto. ¿No existe ya el Absoluto? ¿Ha quedado más bien desplazado? A este propósito nos ha asaltado con una claridad un poco confusa y teñida de pesimismo la idea de la muerte, bien sea de la «muerte de Dios» o de la muerte «del hombre», como se prefiera, ya que constituyen el trasfondo o el contrapunto necesario de todas las afirmaciones esenciales en torno a las cuales se ha edificado nuestra cultura occidental y el pozo de donde la fe ha sacado sus formulaciones. Ni que decir tiene que este resurgimiento de la idea de la muerte de Dios no pone en la picota «una fe específica y particular»—la época del anticristianismo es ya una época pasada—sino más bien la misma idea de «creer» en general, incluso aquellas que fueron propuestas como sucedáneas de un cristianismo fallecido. Tal vez se tenga la impresión de que con estas nuevas corrientes de pensamiento no hemos recorrido el camino que convenía: bien porque parezca excesivamente corto, habiéndonos limitado solamente a sobrevolarlo sin dar una idea suficiente y adecuada de la riqueza de sus análisis; o bien porque resulte a otros excesivamente largo, haciendo perder el tiempo a una fe cristiana que lo único que requiere es que se la reafirme sin más. La dificultad está en que ése pensamiento moderno, crítico o analítico, no se sitúa como en otro tiempo en la sintonía de las afirmaciones de fe. En la antigua apologética tanto la fe como su negación sintonizaban, se situaban una frente a la otra (como puede verse, por ejemplo, en el siglo XVIII con la confrontación entre «los diccionarios» filosóficos de los enciclopedistas y los «anti-diccionarios» de los defensores del cristianismo). La discusión sobre las verdades de la fe tenía desde el punto de vista del «sujeto» una común longitud de onda, tanto para los atacantes como para los defensores de la fe. El pensamiento crítico actual, sin embargo, ha abierto una brecha profunda, en cuyas raíces se encuentre tal vez ciertos vestigios del lenguaje de la fe, pero con el que no tiene nada que ver, tal como se desarrolla 10
y discurre en la actualidad. De ahí que no nos quede más recurso que observar hacia dónde desemboca esa brecha abierta y preguntarnos si ha conseguido socavar la fe hasta su derrumbamiento. A veces este tipo de problemática irrita a algunos creyentes que confiesan estar ya hartos de esas «puestas en cuestión» que otros creyentes aceptan demasiado alegremente y a la ligera, sin pensar o caer en la cuenta que son fenómenos de un espacio geográfico y de una situación determinada. Nunca, sin embargo, se ha dicho que la fe sea algo cómodo, que no suponga, una vez recibida, una trabajosa tarea para el pensamiento y la razón. La tarea que hoy se le impone al creyente que reflexiona no es exactamente la misma de ayer, ni evidentemente la misma del futuro. Es la suya, la de su época; basta con que la asuma con ánimo y confianza.
I EN BUSCA DE UN ESPACIO DE CREDIBILIDAD
Nuestro tiempo está bajo el signo de la «huida de los dioses», según aquel conocido himno de Holderlin: «Cuando todo se acabe, cuando la luz se apague, el sacerdote será el primero que caiga, pero su templo, la iconografía y el rito le seguirán, fieles, al país de las Sombras, y ningún resplandor subsistirá. Como el humo dorado que sube de las antorchas funerarias, una leyenda sobrevivirá y cubrirá de nubarrones nuestros espíritus dubitantes» 1. Desaparición de la luz y permanencia de la leyenda. Una ojeada a ía fe cristiana de hoy puede darnos ía impresión de que en muchos sectores lo que en otro tiempo sirvió para iluminar la vida ha quedado reducido actualmente a un puro y piadoso souvenir. Evidentemente se seguirá hojeando con respeto los libros de viejas estampas, como belleza conservada y como sello vetusto de nuestra cultura y nuestra historia, pero en plan «retro», como algo perteneciente al pasado, como esas historias bellas que son las leyendas. Es más, tanto más bellas serán cuanto menos útiles y verdaderas sean. Lo mismo que esos viejos instrumentos agrarios colgados como inservibles o esos venerables documentos protegidos tras las vitrinas de los museos. ¿Se leerán un día los Evangelios—porque se seguirán leyendo—como se lee actualmente a Homero? De todo aquello que se tuvo como verdadero durante una cierta época ¿no se conservará más que la «fumata dorada» por no ser más que un momento transitorio dentro de la historia de la conciencia humana? Se podría incluso decir que mientras fuese contestado, mientras provocase persecuciones del signo que 1
HOLDERLIN, Germania.
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fuesen, el cristianismo estaba vigente, aunque fuese signo de contradicción. Pero si lo único que se conserva de él es su pasiva belleza y si lo único que provoca es nostalgia, entonces es que su hora ha pasado, que ha comenzado otra época en la que ya nadie puede temer nada de él. Hoy nos quedamos maravillados ante las estatuas del Zeus olímpico, pero nos reímos de su ra^o. N o se puede, pues, eludir la cuestión de saber si el cristianismo y la fe que le define son verdaderos también para el futuro y para siempre o si solamente es válido para una época, una época que comenzó con el apogeo del Imperio romano y que acabó alrededor del año 2000. Asistiríamos en este caso a las últimas irradiaciones de un día que no volverá. Esta cuestión fue evocada por Marx a propósito del arte y la época griega, pero no hay duda de que el cristianismo era para él también un fenómeno del mismo tipo. «Un hombre no puede hacerse niño sin hacerse al mismo tiempo pueril, Pero ¿no goza con la ingenuidad del niño? ¿Y no debe esforzarse por reproducir su verdad y autenticidad, aunque a un nivel más elevado?... ¿Por qué motivo la irreversibilidad de aquella infancia histórica de la humanidad, en todo su bello esplendor, no va a seguir ejerciendo una atracción eterna?... Los griegos fueron ciertamente unos niños; el encanto que seguimos encontrando en sus obras de arte no tiene por qué quedar contrariado u oscurecido por el hecho de que fuese una etapa de la humanidad ya superada y caduca. Precisamente eso es lo que refleja su arte; el resultado inseparable de aquella ideología y de aquel estado de inmadurez social en que surgió y que ya indudablemente no volverá a darse» 2 . Transferidas del helenismo al cristianismo estas observaciones de Marx dan pie a las siguientes cuestiones: Las condiciones de posibilidad de la fe cristiana ¿no son en el fondo unas condiciones puramente hístórico-sociales que, una vez superadas, hacen que en adelante la fe cristiana sea inadmisible por caduca? Y si a pesar de todo, la fe subsiste, ¿cuál es subsuelo en el que se enraiza? ¿Cómo puede a la vez nacer en la historia y hundir sus raíces más allá de la historia, de suerte que no se confunda con las formas perecederas de esta última cuya subsistencia es 2
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K. MARX, Introducción a la Crítica de la economía política.
meramente memorística? Si así formuladas resultan un poco abstractas estas cuestiones, vamos a intentar precisarlas y formularlas de otra forma. Notamos en primer lugar que no es suficiente con la mera formulación de los enunciados de la fe, tal como se expresan por\ ejemplo en un Credo, para que se dé realmente fe, es decir, para que el espíritu se adhiera a dichos enunciados y los haga propios. Muchos no creyentes leen y releen los textos en los que se expresa y refleja el cristianismo—la Biblia, por ejemplo— y no se sienten identificados con ellos. Pueden mostrarse interesados, emocionarse incluso con ellos, sin que por ello dejen de considerarlos como documentos puramente humanos. Piénsese en la forma en que Montherlant supo hacer vibrar ciertas fibras del más puro espíritu cristiano sin sentirse en absoluto personalmente identificado con ellas. El hecho, pues, de que se pueda uno ocupar del contenido de la fe sin sentirse creyente establece una cierta distancia entre la expresión y la adhesión que conviene analizar. Sería de mal gusto medir dicha distancia en términos exclusivamente morales, convirtiendo al no creyente en un ser culpable, pues en ese caso el masivo incremento de la increencia, convertido en un fenómeno de civilización 3 , nos obligaría a tachar de esa forma a mucha gente. Por otra parte, desde el punto de vista del creyente dicha distancia es percibida y vivida con cierto embarazo o incomodidad al tener que dar cuenta del contenido exacto de su fe: al ser ésta siempre la fe de la Iglesia y al comportar siempre una serie de proposiciones que es preciso afirmar sin rodeos, el creyente se siente más de una vez en aprietos hasta el punto de silenciar aquellas verdades más chocantes con los tiempos que vivimos. Una encuesta relativamente reciente puso en evidencia que un punto tan capital para el cristianismo como la resurrección se había convertido para un gran número de católicos en un punto d u d o s o 4 . Si denominas Cf. a este respecto Georges MOREL, Problémes actuáis de religión, París, Aubier-Montaigne, 1968. Dios: ¿Alienación o problema del hombre?, Madrid, Marova, 1970. 4 Sondeo aparecido en la revista Le Pélerin du XX siécle del 28 de octubre de 1973: «Entre los católicos practicantes, el 13 por 100 piensa que no hay nada después de la muerte, el 31 por 100 cree que habrá algo y el 49 por t00 (uno de cada dos) afirma la existencia de una vida nueva. Entre los católicos no-practicantes—cuyo número es muy elevado en Fran-
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mos «espacio de credibilidad» a ese campo móvil que separa al sujeto creyente de los enunciados a los que debe prestar adhesión, la pregunta que nos hacemos es ésta: ¿Qué ha ocurrido en dicho espacio desde hace unos cien años para acá para que lio creíble devenga increíble? ¿Estará el hombre en vías de cambiar de espacio y de medio, como aquellos anfibios que salieron/del agua para inaugurar la aventura terrestre, siendo el ateo / del siglo xx el mutante de la nueva especie? Así expresada, la pregunta es un eco de aquella proclama de F. Nietzsche: «El más grande de los últimos acontecimientos—a saber: que Dios ha muerto y que la fe en el Dios cristiano se ha hecho increíble— comienza ya a extender sus primeras sombras sobre Europa» 5.
LA FE Y LA ANTIGUA CONFIGURACIÓN CULTURAL Determinar en qué sentido ha podido modificarse el espacio de credibilidad presupone que se haya previamente delimitado y precisado su antigua configuración. Esa delimitación había quedado ya trazada por San Anselmo en su célebre programa sobre la inteligencia de la fe (intellectus fidei). No se trata efectivamente de llegar a la fe partiendo de una argumentación, como si los enunciados de fe fuesen demostrables; la fe es un don y don previo sin el que no es posible una comprensión auténtica de lo que dicha fe afirma: no se trata de «comprender para creer», sino de «creer para comprender». Aunque ese «comprender» es siempre algo intrínseco de la fe y no puede jamás producirse sin ella, no es menos cierto que exige también una credibilidad plausible de esa misma fe, un sentido que San Anselmo denominó vatio fidei y que sería perceptible tanto desde el exterior cpmo desde el interior. Dicho sentido podría, pues, constituir el terreno en el que podrían encontrarse cristianos y no-cristianos: «Aun cuando estos últimos buscan la ratio precisamente porque no creen y nosotros, por el contrario, porque cía—el 8 por 100 cree en una vida nueva, el 31 por 100 en la existencia de 'algo' y el 48 por 100 (uno también de cada dos) estiman que no existe nada después de la muerte.» 5 El Gay saber, Narcea, S. A. de Ediciones, Madrid, pág. 347. 18
creemos, el objeto de nuestra búsqueda, sin embargóles el mismo, único» 6 . \ La actualización de esa formulación estaría, como observa Hj Bouillard, en la búsqueda de un criterio de credibilidad basado justamente en su carácter de comunicabilidad. «Una de las características de la situación religiosa de nuestro tiempo, debido a U presencia masiva del ateísmo y al ineludible encuentro de las religiones no cristianas, está en que el pensamiento cristiano no puede desplegarse ya sin entrecruzarse con las convicciones y razones que se le oponen» 7 . San Anselmo no indica que ese entrecruzarse sea una especie de reflejo de autodefensa, revestido con las típicas radicalizaciones apologéticas, sino más bien como una búsqueda común en la que cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes, podrían comunicarse. El espacio de credibilidad se convertiría, pues, en un espacio de comunicabilidad, en el que se inscribiría tanto la postura fiduciaria del creyente como la del no creyente, pero sin que supusiese merma alguna en la posibilidad y libertad del creyente para asegurar y confirmar su propia fe, con toda la riqueza de una mayor comprensión de fe que de ahí resultaría. Respecto a la configuración de dicho espacio, ni que decir tiene que ha variado mucho a lo largo de los siglos, de acuerdo con las diversas conexiones que la fe ha mantenido con las diversas culturas ambientales. Sería, pues, una ingenuidad verlo como algo uniforme: toda evolución cultural, al modificar el campo de la razón, modifica de rechazo la misma forma de inteligibilidad de la fe. Piénsese, por ejemplo, en la gran revolución que se produjo en el siglo xin en las universidades de la cristiandad con el redescubrimiento de Aristóteles y de la que surgió la poderosa síntesis tomista. Que incluso en épocas de fe profunda, ésta no pueda permanecer como algo pasivamente recibido sino que exija una perpetua confrontación con la razón, queda testimoniado por aquel dialéctico excepcional que fue Abelardo: «Está claro que mientras los hombres son niños pequeños, que no han alcanzado la edad de la discreción, siguen siempre las creencias y los hábitos Se vida de las personas con las que con6 7
Cur Deus homo, I, 3. H. BOUILLARD, Comprendre ce que l'on croit, París, 1971, Aubier Montaigne, pág. 29.
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viven y sobre todo de las personas más queridas. Pero una vez que son adultos y que pueden seguir su propia decisión, no es ya al juicio de los otros sino al propio juicio al que tienen que confiarse» 8 . Hacerse adulto en la fe supone el afrontar la njovedad de las ciencias y de las filosofías desde una perspectiva de fe que, lejos de quedar disuelta con esa confrontación, queda más bien fortalecida. E, inversamente, desde la perspectiva de cualquier postura filosófica nueva que se haya podido asimilar habrá que afrontar el misterio de la fe, lo mismo que Jacob se enfrentó con el ángel, aun a riesgo de salir malparado. El testimonio de todos los grandes pensadores medievales pone de manifiesto que su fe, por fuerte que fuese, nunca fue fácil ni infantil. Es preciso además que los interrogantes surjan también desde el interior mismo de la fe. No solamente porque el creyente vive su fe en una búsqueda constante de una mayor comprensión o inteligibilidad de la misma—en este sentido la fórmula de San Anselmo es válida para todas las épocas—, sino porque la expresión de la fe ha modelado el espacio cultural en el que surge cualquier nueva ideología. La Iglesia, incluso después de los impactos del Renacimiento y de la Reforma, mantendrá por mucho tiempo la nostalgia de aquella época en la que, al transmitir la fe, transmitía también los conocimientos en los que se vehiculaba. De esa forma fue cómo la filosofía, como síntesis simbólica de todos los conocimientos naturales, quedó durante mucho tiempo impregnada del contenido de la Biblia y de la Tradición cristiana. «El (Anselmo) hereda de los Padres de la Iglesia, para quienes la revelación bíblica suponía una culminación de toda la filosofía de los griegos, filosofía, no lo olvidemos, que en sí misma, en su esencia, era teología» 9. Indudablemente Santo Tomás distinguirá con claridad la filosofía de la teología, pero esa distinción no es una separación: la primera sigue estando respecto a la segunda en una relación de subordinación, como la «ancilla» según la clásica expresión. Es de destacar cómo la síntesis teológica que Santo Tomás realiza, basada en los enunciados indemostrables de la fe, sigue 8 Citado por M. D. CHENU, La Foi dans l'intelligence, París, 1964, Le 9Cerf. H. BOUILLARD, obra citada, pág. 29.
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\siendo, no obstante, la ciencia suprema y la más englobante, bajo la cual quedan situadas necesariamente las ciencias subalternas. «Al tratarlos (los artículos de la fe) como notificaciones transmitidas por una ciencia superior, la ciencia que Dios tiene de sí m^smo, Santo Tomás los considera como tales aptos para poder proveer de luz a la ciencia subalterna del fiel creyente. Es el mismo caso de la óptica que se subordina a la física general, aceptando, sin demostrarlos por su propia cuenta, los principios que le proporciona el físico. La teología no es más que la síntesis máxima—de lo que nadie puede extrañarse, ya que se trata de Dios y su creatura—del orden general de las disciplinas del saber. La fe es el lugar espiritual y lógico de la subalternación» 10. En su lección inaugural de la Universidad de París (1256) Santo Tomás abordó también este problema, ilustrando ese enraizamiento de la ciencia en la fe a partir de un versículo del salmo 103, de tus altas moradas abrevas las montañas: «Por eso, dice, la comunicación de la verdad es descrita aquí con la metáfora de las cosas materiales: la imagen física de la lluvia cayendo de las nubes, formando ríos que fecundan la tierra. Del mismo modo la luz divina ilumina el espíritu de los maestros y doctores, mediante cuyo ministerio es difundida posteriormente en la mente de los hombres» n . La imagen de un saber que se remonta a su fuente divina deja traslucir por transparencia, y no por correspondencia, una estructura jerárquica en la Iglesia, presente e influyente a su vez en todos los sectores de la vida social. No se trata tampoco aquí de que dicha estructura sea algo inmóvil e incontestado. Mientras al comienzo del siglo x m Joaquim de Flore anuncia la era del Amor que debía traer consigo una disolución de todas las instituciones eclesiásticas, hs órdenes mendicantes, en ciertos momentos identificadas y condenadas junto al «Evangelio eterno» del monje calabrés, tratan de insuflar una nueva vida a sus instituciones. El conflicto entre la vida y la estructura, entre la mística y el dogma, es una réplica de la tensión entre la razón y la fe. Pero así como la tensión entre la razón y la fe queda resuelta con la misma fe, así también el conflicto entre la mística 10 11
M. D. CHENU, obra citada, pág. 121. Citado por M. D. CHENU, Saint Tbomas d'Aquin et la théologie, París, 1959, Le Seuil, pág. 84.
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y la estructura se resuelve en la Iglesia, que queda con ello renovada y fortalecida. I Todos sabemos que dicho equilibrio no durará indefinidamerite: la Reforma reabrirá de nuevo esos conflictos, que tendrán ya una solución menos armoniosa y mucho más dolorosa. Lo qáe se pondrá fundamentalmente de relieve en dicha solución desde el punto de vista católico será precisamente el rol, tan contestado por los reformadores, de la estructura jurídica y social de la Iglesia. A partir de entonces, el espacio o contexto en el que crece y se desarrolla la fe se escinde en regiones y ámbitos aparentemente incomunicables entre sí. «Para unos, lo importante, por encima de todo, será el misterio y la secreta comunicación que Dios hace de su vida al espíritu humano; la fe es una luz infusa, gracia mística ya, que los dones del Espíritu Santo se encargarán de desarrollar. Para otros, la fe es ante todo docilidad a una enseñanza recibida, en la que la autoridad de la Iglesia es una autoridad comisionada por el Maestro para proponer las verdades reveladas: obedecer será la actitud primordial del fiel» 12. Desde el punto de vista católico, pues, el espacio de credibilidad tiende a coincidir con el de la autoridad de la Iglesia. La dificultad de creer queda, por tanto, circunscrita a la adhesión a esa autoridad, como lo testimonian, desde el comienzo ya de nuestro siglo, las formulaciones de los «preámbulos» de la fe de los manuales de teología. «Se presuponía que se había alcanzado ya el poder demostrar en filosofía la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Los tratados apologéticos pretendían demostrarnos mediante la historia evangélica que Jesús había sido el enviado de Dios para aportar a los hombres la revelación sobrenatural y la salvación y que había confiado ese depósito a la Iglesia instituida por él. Establecida, pues, de esa forma la autoridad divina de la Iglesia, todo hombre tenía la obligación de acoger su enseñanza, de recibir en la fe los dogmas y los preceptos por ella presentados» 13. Determinadas corrientes teológicas, preocupadas por hacer más estrechos aún los vínculos entre la Iglesia y las verdades de fe, subordinaban en efecto la adhesión a dichas verdades a la obe12 13
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M. D. CHENU, La Foi dans l'intelügence, obra citada, pág. 22. H. BOUILLARD, obra citada, pág. 15.
diencia al magisterio eclesiástico. Una tal preocupación podía en el fondo significar que la fe es ante todo fe de la Iglesia y que como tal no podía quedar disuelta en la mera opinión personal. Pero subordinar tan rígida y excesivamente la adhesión del creyente a la obediencia al magisterio conducía a no hacer de esa adhesión más que un gesto de obediencia. «La Iglesia no era ya solamente la depositaría cualificada de la revelación, se convertía más bien en el motivo del asentimiento de fe. El creyente, desde el momento en que se adhería a la Iglesia, podía, al parecer, desinteresarse sin más del contenido de sü fe; o al menos reducir a una mera adhesión social, sin que tuviese necesidad de ulteriores penetraciones, la aceptación de las verdades reveladas por Dios: Una fe implícita, como se decía, bastaría para vivir como cristiano, aunque se ignorase la Encarnación de Cristo o la existencia del Verbo en Dios» 14. Delegar de esa forma en la Iglesia en cuanto a los contenidos de fe, sin examinarlos ni asumirlos personalmente, puede suponer una solución de seguridad ante la avalancha y pluralismo de nuevas ideas que va a caracterizar a nuestro tiempo. Pero ¿no supone eso en el fondo mantener la fe de los fieles en un estado de inmadurez prolongada y hacerla cada vez más frágil para cuando llegue el día en que indefectiblemente va a tener que afrontar la prueba de las nuevas situaciones y concepciones ideológicas?
NUEVOS CONDICIONAMIENTOS SOCIALES Podríamos resumir la novedad de la situación actual de la siguiente forma-. La fe, y la Iglesia que debe conservarla y testimoniarla, no segregan ya el espacio socio-cultural que aseguraba su credibilidad. Es como si ahora al espacio de credibilidad le sucediese un espacio de incredibilidad. La increencia, como consecuencia, que se presentaba como una anomalía antes, durante el período de cristiandad, tiende ahora a convertirse en norma mientras que la creencia religiosa comienza a aparecer como excepción que subsiste a contracorriente del «espíritu del tiempo». 14
M. D. CHENU, obra citada, pág. 23.
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Indudablemente una afirmación de ese tipo debe ser matizada: porque si la fe no respira ya la atmósfera que ella misma antes segregaba, su persistencia es un testimonio de su capacidad de adaptación a nuevos ambientes socio-culturales. Por otra parte, lo que hemos denominado espacio de incredibilidad es algo demasiado indefinido y proteiforme como para aceptarlo como rasgo decisivo y definitorio de las civilizaciones del mañana. Está claro, sin embargo, que se ha abierto camino una crisis sin precedentes, en la doble referencia que fundamenta la fe: en la referencia a la Iglesia, con la dimensión sociológica que implica; y la referencia a Dios con el contexto cultural en el que dicha referencia quedó conceptualizada. Que la fe no pueda ya descansar sin más en las instituciones, que debe ser algo más que una simple obediencia pastoral e irreflexiva, es algo que ha sido demasiadas veces subrayado ya para volver a insistir en ello. La definición que Santo Tomás da del acto de creer, «pensar algo prestándole su asentimiento»—definición que toma de San Agustín—supone que se dé igual importancia al pensar que al consentir. Y aunque es verdad que el contenido al que la fe presta su consentimiento es un contenido recibido de la Iglesia y en la Iglesia, y aunque es igualmente verdad que se puede ser creyente sin ser teólogo, también es verdad que la fe va referida a un contenido que tiene que ser asimilado de una forma personal y propia. Por eso la adhesión a las instituciones no reemplaza nunca la adhesión a Dios que caracteriza toda fe viva: las instituciones están al servicio de la fe; no pueden nunca reemplazarla. De lo contrario, tendría razón aquella terrible denuncia de Loisy: «El dogma cristiano, en descomposición, no es ya el apoyo y sostén de las instituciones religiosas; son las instituciones religiosas las que codo a codo sostienen las creencias religiosas» 15. Desde el momento, sin embargo, en que las instituciones son más que cuestionadas, no basta con declarar que el vínculo entre la fe y las instituciones es más débil que lo que pensaban los teóricos de la fe implícita para que queden soslayadas todas las dificultades. Porque se quiera no cualquier modificación profunda que afecte al cuerpo social de la Iglesia repercute inevitablemente 15
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A. LOISY, Memoires, t. III, pág. 217.
en las consciencias de los creyentes. En cuanto menos se identifica una planta con el «humus» o el clima del que se nutre, tanto más resentirá y padecerá en su vitalidad cualquier modificación o alteración química o climática de sus elementos, de su «biotipo». En nuestro caso concreto, si el acto de fe es adhesión a un contenido de pensamiento, todo cambio que afecte a las condiciones subjetivas de dicha adhesión repercute sobre el contenido conceptual al que se adhiere. Las condiciones psicológicas y sociales de la fe no pueden modificarse sin que quede afectado el contenido mismo de la fe. Es ese proceso de complicada evolución que se ha intentado definir con el término ampliamente vulgarizado de secularización. No viene al caso ahora reavivar el debate que dicho término suscitó, pero sí tratar de circunscribir, a partir de los hechos que provocó, ese espacio de incredibilidad que hace crecer en torno a la fe una especie de desierto. El fenómeno de la secularización se define esencialmente a partir de la noción de autonomía: «Se entiende por secularización al fenómeno según el cual las realidades constitutivas de la vida humana (realidades políticas, culturales, científicas...) tienden a establecerse en una autonomía cada vez más grande respecto a las normas y a las instituciones de carácter religioso o sagrado» 16. Hacerse autónomo es emanciparse de una ley exterior y constituir o descubrir por sí mismo las propias normas. Pues bien, es relativamente fácil delimitar los sectores del pensamiento y de la acción humana que han conseguido elaborar sus propias normas al margen de las religiones consideradas como instancias reguladoras. Es evidente que dicha independencia se produjo ante todo en sectores que tenían una técnica propia de funcionamiento, como la industria y más ampliamente la economía: «La religión se detiene a las puertas de las fábricas.» Pero también la organización política se ha ido definiendo poco a poco sin referencia religiosa alguna, cuando no lo ha hecho con referencias antirreligiosas. Como la industria y la economía, el Estado no tiene tampoco necesidad de recurrir a la religión para su propio funcionamiento; un recurso semejante no podría por menos de ser considerado como regresivo. 16 R. MARLÉ, «El Cristianismo ante la prueba de la secularización», en ütudes, enero, 1968, pág. 62.
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«Las fuerzas que están en la trastienda de este proceso distan mucho de ser fuerzas misteriosas. Tienen su origen en los procesos de racionalización liberados por la modernización (es decir: por la instauración en primer lugar de un orden capitalista, y posteriormente de un orden socio-económico industrial) en la sociedad en general y en las instituciones políticas en particular. Los 'territorios liberados' los sectores secularizados de la sociedad ocupan un lugar tan central dentro y en torno a la economía capitalista e industrial que toda tentativa de 'reconquista' en nombre del tradicionalismo político-religioso comprometería todo el funcionamiento de dicha economía» 17. Las nociones de racionalización, modernización... es evidente que tienen, desde la filosofía del siglo de las Luces, una connotación de oposición a la religión por arcaizante y obscurantista. Tampoco hay que simplificar este proceso uniendo el epíteto «capitalista» al término economía: la mayor parte de las alternativas socialistas realizadas hasta ahora no solamente consideran cualquier referencia religiosa como caduca, sino que la rechazan positivamente. Para resumir digamos: en el transcurso de las épocas anteriores, la religión legitimaba (según una fórmula de Max Weber) las estructuras de una sociedad dada proponiendo una visión del mundo tal que «salir del mundo tal y como estaba definido por la religión era perderse en las tinieblas del caos, en la anomia y eventualmente en la locura» 18. Hoy, al menos en las sociedades industriales, esas estructuras se determinan mediante una lógica propia, funcional, a la que le es indiferente que los miembros del cuerpo social se definan como creyentes o no-creyentes. Una de las consecuencias inmediatas de esta «emancipación» de las estructuras sociales es la de disminuir el poder de coacción que en otro tiempo podían ejercer sobre las conciencias las instituciones religiosas. Puede que no haya que seguir hasta sus últimas consecuencias los análisis de Berger, según los cuales las iglesias habrían pasado de una situación de monopolio a una situación concurrente de mercado, porque una Iglesia es algo muy distinto a una empresa que produce y vende su mercancía «religiosa». La analogía, sin embargo, pone de manifiesto un he17 Peter BERGER, La Religión dans la conscience moderne, París, 1973, Le 18 Centurión, pág. 210. lb'idem, pág. 215.
cho importante, y es que si la institución religiosa no se impone ya a los individuos como algo necesario e inevitable, la verdad que les propone tiende también a perder su carácter de necesidad y por tanto, subjetivamente, de su evidencia. «Subjetivamente el hombre de la calle tiene una inclinación a poner en duda los contenidos religiosos. Objetivamente el hombre de la calle se enfrenta con una gran diversidad de religiones y de otras instancias que pretenden definir y conceptualizar la realidad, con una pluralidad, pues, de modelos que se disputan su adhesión o al menos su atención, pero ninguno de ellos está en situación de forzar su adhesión» 19. Las religiones, por consiguiente, aún conservando su propósito de definir la realidad de una forma global y de modelarla, tienden a no dirigirse de hecho más que a un sector privado, grupos restringidos, familias, individuos. Incluso aquí hay que añadir que dicho sector privado es frágil en cuanto transmisor y mediador de la fe religiosa: la educación religiosa recibida en la familia o en la escuela por parte del niño, queda rápidamente afrontada con un abanico de modelos socio-culturales extraños que la ponen en cuestión. David Riesman analizó ese fenómeno mediante la noción de extro-determinación que corresponde al tipo de sociedad y de individuo definido por la sociedad industrial avanzada. «Todos los extro-determinados tienen en común que la actitud del individuo está orientada y canalizada por la de sus contemporáneos—los que conoce personalmente e incluso los que sólo conoce de una forma indirecta, mediante la mediación de un amigo o de las comunicaciones de masa—... Las metas que el individuo extrodeterminado se fija varían según y de acuerdo con esa influencia; únicamente el esfuerzo en cuanto actitud y la atención que se presta a las reacciones del otro persisten sin cambios durante toda la existencia» 20 . Indudablemente que no se expresa ahí más que un modelo formal, que no existe en estado puro en parte alguna. Pero denota la creciente impotencia de los modelos de conducta recibidos por tradición y por educación (que Riesman denomina introdeterminados) para dar a la personalidad una forma social definitiva. El hombre contemporáneo, especial19 30
P. BERGER, obra citada, pág. 203. David RIESMAN, La joule solitaire, París, 1964, Artaud, pág. 45.
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mente los jóvenes, conciben cada vez más sus pautas de conducta como una adaptación al mundo ambiente de donde brotan sin cesar, como una ebullición volcánica, las ideas y las nuevas imágenes. Ya no se navega contra viento y marea tratando de no perder el rumbo y observando las pautas recibidas de la tradición; se tiende más bien a abrazar los imprevisibles perfiles de cualquier elemento movedizo en el que nada hay trazado de antemano. Para el extro-determinado «los mecanismos de control no funcionan como un giroscopio, sino más bien como un radar» 21. Será, pues, muy difícil a una institución fuertemente vertebrada como la Iglesia católica, para la que el pasado y la interioridad tienen gran importancia, integrar y asimilar ese organismo epidérmico desentendiéndose de toda memoria del pasado y buscando incesantemente el rumbo.
NUEVO CONTEXTO IDEOLÓGICO Una modificación de las condiciones históricas y sociológicas de la fe, es decir, de las condiciones de adhesión tal como la institución las impone o propone al creyente, no se produce sin producirse al mismo tiempo un cuestionamiento de su contenido. ¿Cuál es la relación exacta que une las condiciones exteriores de la fe con su contenido? El nudo de la cuestión es demasiado complejo como para que pueda solventarse en forma de simple relación de causa a efecto. Porque si es verdad que la secularización entraña una incredibilidad de las proposiciones de fe, es tal vez igualmente verdad que esas proposiciones han jugado un papel predominante y determinante en el proceso histórico de la secularización. La concepción, por ejemplo, de un Dios transcendente que escapa a todo empeño o afán conceptual humano ha podido muy bien contribuir a ese «desencantamiento del mundo» del que hablaba Max Weber, a la expulsión de las divinidades intermediarias y de las fuerzas ocultas que, una vez rechazadas, dejaban el campo libre al autónomo ejercicio de la razón para la concepción científica y la construcción dinámica del mundo y de la sociedad. 31
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Ibídem, pág. 50.
Al fin y al cabo, pues, la crisis que afecta a la relación que la fe mantiene con su marco institucional, afecta también a la relación que mantiene con su objeto, que es Dios. A propósito de esto, habría que hacer notar lo siguiente: Dios, que nunca resultó ser algo evidente, se ha vuelto ya, al parecer, «increíble», para utilizar la expresión de Nietzsche. Increíble supone, en este contexto, que se ha acotado un nuevo espacio de credibilidad, que la zona de lo que se puede admitir como proposición verdadera ha quedado notablemente delimitada. También podríamos denominarla como zona de lo posible, fuera de la cual todo aparecería como pura elucubración imaginaria, incompatible con el sentido crítico. Si Dios es «increíble», entonces su realidad no cabe ya dentro del nuevo espacio de credibilidad, su realidad se ha vuelto imposible dentro de la región de las cosas definitivamente consideradas como posibles. Como se ve, aflora en todo esto la vieja o renovada forma de todos los racionalismos y positivismos; se percibe también la persistencia o supervivencia del esquema, común a ambos, del siglo de las Luces: la religión es algo que pertenece ya, como el arte griego, a una infancia de la Humanidad que ya no volverá a repetirse. El hombre adulto no puede por menos de relegar a Dios al desván de los sueños y trastos viejos, un desván del que un hombre que se quiera responsable ha de desembarazarse. Esa marginación o superación de la realidad divina encuentra su justificación en dos proposiciones claves, en torno a las cuales queda establecido el nuevo espacio de credibilidad: Dios no explica ya nada; Dios mismo queda explicado. La primera proposición recuerda la célebre frase de Laplace de que «Dios es una hipótesis inútil» para el progreso de las ciencias y de la técnica. Nada más que dicho progreso es considerado aquí como un progreso del hombre total y no como algo exclusivamente reducido al campo del conocimiento científico. Es decir: a medida que la ciencia va conquistando nuevos horizontes (en el campo de las matemáticas, de las ciencias naturales, sociales e históricas) es el hombre en toda su integridad y en cuanto tal el que se va conquistando a sí mismo, liberándose de la noche confusa de las religiones. El hombre se hace, se origina a sí mismo a partir de sus propios dioses, dioses que pierden su existencia desde el momento que pierden su función. Dios no 29
es más que la crisálida de la que el hombre llegado a la madurez se desembaraza para poder emprender definitivamente el vuelo con sus propias alas. No es difícil reconocer en esto la génesis del hombre que describió Feuerbach: lo que se prepara o incuba en la religión, lo que en sí misma es la religión sin saberlo, es la toma de conciencia por el hombre mismo de su «ser genérico», es decir: el conocimiento y el proyecto de todo el hombre en cada hombre. Dios no es más que el nombre extraño, alienante y alternante, del hombre, verdadero sujeto de todas las propiedades (sabiduría, poder, bondad...) que se le atribuyen a Dios. «En la primera parte (de La Esencia del Cristianismo) demuestro que el verdadero sentido de la teología es la antropología, que no hay diferencia alguna entre los predicados del ser divino y los predicados del ser humano..., y que no hay, pues, diferencia tampoco entre el. sujeto o ser de Dios y el sujeto o ser del hombre, que son idénticos; en la segunda parte, por el contrario, demuestro que la diferencia que se hace, o mejor que se pretende hacer, entre los predicados teológicos y los predicados antropológicos, queda reducida a la nada o al absurdo» 22. Al soñar a Dios, y concretamente al Dios creador, el hombre en realidad se estaba concibiendo a sí mismo, aun cuando se concibiese bajo la forma de un niño que amasa a capricho una naturaleza muelle. El DiosCreador como el Dios-Providencia, hacedor de milagros, quedan situados al margen de toda realidad y de toda objetividad. De esa forma, al no depender de los condicionamientos reales y objetivos, pueden incluso hacer lo imposible: «¿Cómo el que creó el mundo a partir de la nada va a ser incapaz de transformar el agua en vino, de hacer hablar a los animales y de hacer brotar por encanto el agua de la roca?» 23. Sin embargo, para creer en ese mundo imaginario y en su creador igualmente imaginario hay que ignorar la verdadera naturaleza de las cosas, las verdaderas leyes del mundo tal y como las ciencias evidencian. Tan pronto como éstas desvelan lo que aún por consideración a la religión se denominan «causas segundas», la causa «primera», que lo explicaba todo de una forma englobante, acabará por no explicar en 22
L. FEUERBACH, L'Essence du Christianisme, París, 1973, Maspero, página23 105. La cursiva es del autor.
lbidem, pág. 232.
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concreto nada; quedará relegada a esas zonas cada vez más reducidas de las cosas inexplicables, en espera del día en que incluso esas zonas desaparecerán del todo, porque lo inexplicable quedará a su vez explicado. «Dios es el concepto que suple 19 falta de teorías» 24, es el nombre de la diferencia entre lo que sabemos y lo que no sabemos aún. Por ese motivo su residencia, igual que la de esos fantasmas nocturnos que todo el mundo imagina pero que nadie está seguro de haber visto, son las tinieblas: «la noche es la cuna de la religión» 25. Que sólo la ciencia sea fuente de verdad y que en adelante la única realidad sea la realidad de lo sensible y de lo científicamente demostrable, he ahí, como diría Jacques Monod, una «idea sobria y fría». Porque habrá que contentarse de aquí en adelante con el mundo de la necesidad (y del azar), en el que no habrá otros milagros que los producidos por el esfuerzo humano, que penetra una naturaleza indiferente y resistente. Al trabajo mágico del Creador Providencial que se traduce de una forma inmediata en resultados, puesto que parte de «la nada», le sucede ahora ya el largo trabajo del hombre que no pliega el mundo a sus deseos más que renunciando a la fantasía. Por eso el hombre de Feuerbach crece a medida que Dios retrocede, Dios: es decir, la ignorancia e impotencia del hombre (a no ser que se trate de su cómoda indolencia y pereza). Porque este movimiento podría incluso asociarse al que propuso Saint-Simón: reemplazar una religión ignorante por una religión sabia, y, como consecuencia, una religión holgazana por una religión trabajadora 26. Indudablemente Saint-Simón no era el teórico de la religión que trataba de ser Feuerbach; pero mucho antes que él y de una manera bastante más precisa elaboró un Nuevo Cristianismo; es decir: una religión humana en la que los sabios, ingenieros e industriales ocupasen el puesto del antiguo clero, convertido en casta inútil. De esta forma, y a despecho de las muchas diferencias que pueden existir entre los filósofos del progreso del siglo xix, es todo un espectro de nuevas ideas lo que empieza a fraguarse, espectro que no se parará y que llegará "23l lbidem, pág. 339. lbidem, pág. 340. -" Cf. H. DESROCHE, Les Divins revés, París, 1972, Desclée, págs. 48 V siguientes.
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hasta nuestra época actual: El Dios-Providencia y las Religiones que lo sostienen están tocando a su fin, porque el hombre justamente comienza a hacerse cargo de su historia. Es una escatología al revés: no estamos en los últimos tiempos, en esos tiempos en que todo va a ser juzgado y asumido por Dios; estamos más bien en los comienzos del tiempo humano, tiempo en el que por fin nos atrevemos a tomar en nuestras manos nuestros propios orígenes. Es el tránsito de la prehistoria a la historia, como dirá Marx. Mucho mejor que Feuerbach y de una forma muy distinta al enfoque puramente abstracto de concebir la génesis del hombre a partir de sus propios dioses, Marx mostrará cómo el hombre se produce, se hace a sí mismo, al producir sus condiciones de existencia. El hombre deja de ser un enigma desde el momento en que comprende que su historia tiene una «base terrestre», desde el momento que comprende que es él mismo el que construye esa historia, al organizar para su supervivencia el trabajo y las formas de socialización que de él se derivan. El creador, pues, no es otra cosa que una creatura; y si aparece como algo distinto y la creatura aún suspira en la opresión, eso desaparecerá en el momento que la creatura se libere del fantasma de la divinidad al liberarse de la hostilidad de la naturaleza y de la explotación del hombre por el hombre. Trabajo y lucha son las palabras-claves que borrarán definitivamente las palabras Creación y Providencia divinas. Estas son, pues, las nuevas concepciones del conocimiento objetivo y de la acción eficaz que tienen perturbado al creyente de hoy: Dios no solamente es inútil, es además un obstáculo. Es más, esa perturbación del creyente se acrecienta aún más cuando se le muestra cómo el hombre, que no tiene ya necesidad de Creador alguno, crea él mismo sus dioses a partir de mecanismos de los que era totalmente inconsciente. No deja de ser una fatalidad que al tratar de explicar al hombre sin Dios se acabe explicando al Dios del hombre. Habría que evocar también aquí a los «maestros de la sospecha» y al numeroso séquito que puebla hoy la escena y el proscenio filosófico. Retengamos o fijémosnos al menos, dentro de toda esa multiforme sospecha, en el paso lógico que hace Marx del análisis de la producción del hombre por sí mismo al análisis de sus producciones: «Es el hombre 32
el que hace a la religión, no la religión la que hace al hombre» 27. Porque si el hombre se hace a sí mismo, entonces hace o construye también todo lo que le constituye como hombre, es decir: su ser económico, sociológico, estético, religioso, etc., todo su ser cultural en suma. Todo esto envolviendo y redefiniendo la animalidad de su reproducción. Ahora bien, dicha producción se concretiza en productos, y los productos tienen la extraña propiedad de desvincularse de su productor, de subsistir y establecerse como si proviniesen de otra parte y como si el hombre no hiciese otra cosa más que encontrarlos y aceptarlos. De esta forma cualquier objeto de uso corriente, como la mesa de madera que no encierra misterio alguno para el carpintero que la construyó, queda investido de una esencia nueva e invisible, su valor de cambio, desde el momento en que queda expuesto en una tienda comercial. Se fetichiza, se llena de «sutilezas metafísicas y teológicas... A la vez captable e incaptable, ya no le basta con asentar sus patas sobre el suelo, se levanta, por así decirlo, sobre su propia cabeza de madera frente a las otras mercancías y se entrega a caprichos aún más extravagantes que si se pusiera a bailar» 28. De la misma forma las ideas se emancipan de la mente del hombre y de las condiciones materiales en las que se formaron para aparecer como eternas y transcendentes; y eso desde el momento en que el trabajo intelectual se separa del trabajo manual, trabajo este del que se abastece la clase pensante para después distanciar y olvidar las manos esclavas que lo realizan así como la tierra a la que retornan. «A partir de este momento la conciencia está ya en condiciones de emanciparse del mundo real y pasar a la formación de la teoría pura, la teología, filosofía, moral...» 2 9 . Aparece, pues, la ideología, cuya génesis e interpretación puede perfectamente desprenderse de estos principios. Estamos, pues, en perfectas condiciones para comprender el vuelco e inversión de situaciones a que nos hallamos expuestos: el sistema teológico que pone los comienzos del mundo en Dios y que ordena la jerarquía de las creaturas de acuerdo con ese principio olvida que él mismo, como sistema producido, 27 28
Introducción a la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel. K. MARX, El Capital, Madrid-Buenos Aires, 1967, E.D.A.F., tomo I, página 74. 29 K. MARX, La Ideología alemana.
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tiene su origen en las condiciones materiales y exteriores que lo provocaron. Dios no puede ser el origen de todo, porque hemos conseguido dar, a nuestra vez, con su propio origen; la génesis de los dioses no precede a la génesis de los hombres; es más bien al revés como ponen de manifiesto los mitos paganos. Podríamos también esbozar un esquema semejante a partir del psicoanálisis o de la teoría nietzschana del doble valor. Subrayemos solamente que en este contexto la entrada del hombre en el ámbito de la ciencia convierte en sospechoso cualquier discurso religioso o metafísico con pretensiones de absoluto. Como intenta demostrar M. Foucault, la edad clásica fue tal vez la edad de oro de un lenguaje totalmente transparente a sí mismo, ya que ninguna espesura o estructura económica, política o física oscurecía la claridad «geométrica» del discurso. En dicha claridad la finitud humana sólo se concebía como si estuviese bañada la infinitud, a la que quedaba remitida y referida como a su alteridad y a su interioridad absolutas. Guardando las distancias, el hombre no puede hablar sobre Dios, pero al mismo tiempo no puede por menos de hablar sobre él. Cuando la finitud humana, sin embargo, se define en base a los contenidos concretos de su existencia, y no ya en relación al pensamiento de lo infinito, éste deviene más que inaccesible, impensable. «Así pues el pensamiento moderno quedará contestado en sus propias elaboraciones metafísicas y mostrará, a la vez, que las reflexiones sobre la vida, el trabajo y el lenguaje, en la medida en que son válidas como analítica de la finitud, ponen de manifiesto el fin de la metafísica: la filosofía de la vida denuncia a la metafísica como cortina de humo e ilusión, la filosofía del trabajo como pensamiento alienado e ideología y la del lenguaje como epifenómeno cultural» 30. Fin de la cristiandad, fin de la metafísica y del dios que conceptualmente segrega; son como tañidos de campana, tocando a muerto. Puesto que la religión cristiana toca a su fin, su fin podría muy bien ser el fin de toda religión, del homo religiosus. Desde hace unos dos mil años, dice Nietzsche, no se ha inventado un solo dios nuevo; la muerte del Dios cristiano debe, pues, ser la muerte del último dios. Por eso, desde el campo cristiano, se 30
M. gina 328. 34
FOUCAULT,
Les Mots et les Choses, París, 1966, Gallimard, pá-
han propuesto programas de subsistencia del cristianismo; programas que, en su propia oposición, testimonian su insoslayable desconcierto. De esa forma se ha intentado restaurar ciertos islotes de cristiandad, en los que la fe tuviese la posibilidad de reencontrar la atmósfera y el aroma de las épocas gloriosas de la Iglesia: como la tierra se ha hecho ingrata y estéril y la flor de la fe no puede desarrollarse espontáneamente en esas condiciones, no queda más solución que importar, aunque sea con sacrificios, un poco de tierra de los orígenes para cultivar en ella, en plan de invernadero, una planta más que exótica. Esta solución satisface las añoranzas nostálgicas de un orden y una belleza que no hubieran debido desaparecer; y desde un punto de vista exterior a la fe, dicha solución puede justificarse como una tentativa entre otras de reconstruir un refugio en el que uno pueda sentirse como en su propia casa. Todo esto está muy bien, pero ¿cómo conciliar el espíritu católico, universal y ecuménico propio del cristianismo con esa regionalización y con esa especie de desesperanza que no conseguiría aglutinar más que unos cuantos supervivientes en un nuevo arca no mayor que una chalupa? Otra tentativa sería, en sentido inverso, la de asumir esa secularización de estructuras y de pensamiento en una especie de huida hacia adelante. Si el cristianismo tuvo bastante que ver en la conquista de la autonomía del hombre y del mundo, la fe debe poder encontrar su puesto dentro del universalismo que inició, por encima de aquel regionalismo sociológico y psicológico que caracteriza a la religión. Se trata, sin duda, de la idea de un cristianismo sin religión tal como Dietrich Bonhoeffer trató de definir en sus cartas desde la prisión: «¿Cómo hablar de Dios sin religión, esto es: sin las premisas temporalmente condicionadas de la metafísica, de la interioridad, etc.? ¿Cómo hablar (aunque acaso ya nr siquiera se pueda 'hablar' de ello como hasta ahora) 'mundanamente' de Dios?... ¿Qué significan el culto y la plegaria en una ausencia total de religión?» 31 . Bonhoeffer era muy sensible (y no fue ciertamente el único) al carácter cada vez más marginal y recesivo de la religión. ¿Iba a ser la fe algo reservado solo para los momentos de angustia e impotencia? ¿No •'" Resistencia y Sumisión, Rarcelona, 1969, Ediciones Ariel, S. A., página 161. 35
es la fe algo más que mero consuelo y último recurso? ¿No debe, más bien, ser algo que anime y revitalice el corazón mismo de la existencia, de la vida, las más destacadas vanguardias del pensamiento y de la acción en las que el hombre actual se halla inmerso? Todo esto suponía, y aún hoy día supone, un problema para la Iglesia, en la medida sobre todo en que este movimiento no encierra una finalidad «eclesiástica», sino humana y cósmica, en la medida en que es todo hombre y todo el hombre lo que debe ser salvado, incluso el más autónomo y el más ateo. Queda el problema de saber si es suficiente esta especie de reconciliación con los signos del tiempo. Parece que no; parece que los teólogos llamados «teólogos de la muerte de Dios» no se contentaron con un cristianismo sin religión, sino que pasaron, según el título de un libro de Thomas Altizer, a un Evangelio del ateísmo cristiano. Precisamente Altizer, el más radical de todos ellos, concebía el cristianismo como una religión al revés: mientras que las religiones sacrales, de corte oriental, hacen difuminar lo profano dentro de la nebulosa sagrada que lo envuelve, el cristianismo, al contrario, hace entrar a lo sagrado dentro de lo profano. Que Dios muere significa que abandona su transcendencia para encarnarse en Jesús y que el espíritu de Jesús, a su vez, se extiende por la humanidad y por el mundo. Desde ese momento, pues, ya no hay Dios, sino solamente la plenitud de lo profano en la que Dios definitivamente se ha sepultado. «Si hay un fenómeno clave que abra las puertas del siglo xx, ese es el fenómeno de la muerte de Dios, el derrumbamiento de toda significación y de toda realidad que esté más allá de la inmanencia radical de la que el hombre moderno ha tomado tan clara conciencia, inmanencia que borra incluso el recuerdo o la sombra de la transcendencia»32. En esta inmanencia radical, la fe no tiene ya que volverse hacia su pasado, sino conducirnos al «centro del mundo, al corazón de lo profano, con el anuncio de que Cristo está presente ahí, y no en ninguna otra parte» 33. De esta forma la fe sintoniza con la misma sustancia del ateísmo y también ella, como Nietzsche, puede anunciar «gozosamente» que Dios ha muerto. Si el espacio de la fe y el del ateísmo se mez32 Citado por Thomas W. OGLETREE, La controverse sur la «mort de Dieu», Tournai, 1968, Casterman, pág. 76. 33
Ibídem, pág. 97.
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clan de esta forma, entonces ya no hay motivo para investigar en qué sentido la primera puede ser creíble para el segundo. Una vez más, sin embargo, habría que asegurarse de que la muerte de Dios constituya en verdad una ventaja, de que el hombre, alcanzada ya su estatura de ateo, haya recogido como quería Feuerbach toda la herencia divina que iba a conducirle a la madurez. Porque incluso en su autonomía, en su positividad, en su cientificidad, el pensamiento moderno sigue escrutando esa inmanencia. Pero... ¿encuentra, en el lugar que Dios había ocupado y que ya no ocupa, al hombre que surgió y se alimentó de sus despojos?
II EL PESO DE UNA AUSENCIA
El tema de la muerte de Dios en el sentido moderno de la expresión: muerte del Dios Padre, del Dios que está en los Cielos, se inicia hacia el final del siglo xvni en la literatura romántica alemana con el célebre sueño de Jean-Paul Richter: Discurso del Cristo muerto desde lo alto del edificio cósmico, anunciando que no existe Dios. En el sueño del novelista, Cristo se les aparece a los muertos y les revela que él estaba equivocado, que en realidad Dios no existe. «Los muertos gritaron: ¡Ohl Cristo ¿no existe Dios? El les respondió: definitivamente no, no hay Dios. Todas las sombras se pusieron a temblar con violencia y Cristo prosiguió así: He recorrido los mundos, me he sobreelevado por encima de los soles y tampoco allí había Dios alguno; he bajado hasta los últimos límites del universo, he mirado en el abismo y he gritado: ¡Padre!, ¿dónde estás? Pero no he oído más que la lluvia que caía gota a gota en el abismo. Los niños muertos que se habían despertado en el cementerio corrieron y se postraron ante la figura majestuosa que había sobre el altar y dijeron: Jesús, ¿no tenemos padre? Y les respondió él con un torrente de lágrimas: Somos todos huérfanos; vosotros ^y yo no tenemos ya padre.» La señora Staél, al referirnos este pasaje, comenta: «El sombrío estilo que en él se manifiesta me conmocionó y me parece bien que se extienda más allá de la tumba el horrible espanto que debe experimentar la creatura privada de Dios» 1. Ese horrible espanto puede que hoy no suponga más que un efecto estilístico, porque a la larga acaba uno habituándose a la muerte de un muerto. Además, la moda de la 1
De l'Allemagne, París, 1956, M. Didier, pág. 259.
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muerte de Dios, a la que Sartre incluso se sometía después de la guerra comenzando una conferencia con un «señores: Dios ha muerto», está en vías de esfumarse y será necesario encontrar otras fórmulas para impresionar al auditorio. Pero la idea de que la ruptura de toda referencia a Dios tenga o traiga consecuencias, de que no se rompe impunemente, como decía Nietzsche, «esa cadena que unía el cielo con la tierra», merece siempre nuestra atención. Porque si el hombre se sentía molesto y abrumado con un Dios a quien le costaba esfuerzo situar y definir, otro tanto o más le va a ocurrir con su cadáver, como en aquella obra de Ionesco en la que el cadáver que se quería ocultar y disimular empezaba a crecer sin cesar hasta ocupar el apartamento entero. Resulta, sin duda, extraño hablar de Dios como de un muerto. Sin embargo, la fórmula es exacta si Dios no es más que la expresión de una época, de una etapa de humanidad, si su existencia está ligada a la existencia de las civilizaciones, cuya transitoriedad no dejó Paul Valéry de recordarnos. Lo que para el romántico Sartre no era más que una pesadilla rápidamente disipada con el despertar, ¿no será para nosotros una realidad que tenemos hoy que afrontar? Dos tentaciones hay que procurar evitar en esto. La primera es la de una fe fácil, preocupada ante todo por la seguridad, y para la cual este cuestionamiento de la realidad de Dios no supone más que una incomprensión y una mala fe pasajeras, que no tiene por qué afectarle. Una fe sin problemas, ignorante o desconocedora aún de que los problemas tarde o temprano vendrán a pesar de su voluntad, y que tal vez cuando esos problemas lleguen, tendrá que afrontar esa aparente muerte de Dios corriendo el riesgo de su propia muerte. Cuando no se puede ya evitar el combate de la fe, este combate se convierte en una verdadera batalla y la fe no tiene más remedio que afrontar a aquellas fuerzas que le ponen en cuestión. La otra tentación es la de la increencia cómoda, para la cual la ausencia de Dios no es en el fondo más que la ausencia de algo superfluo o de una ilusión, a la que le han encontrado ya unos sucedáneos mejores, ausencia, por tanto, que no traerá graves consecuencias. Una ingenuidad de este tipo fue la que Nietzsche denunció en «aquellos asesinos de Dios», demasiado poco 42
inteligentes para poder percibir y calibrar la prueba que supondría para la humanidad una muerte semejante. «Esta amplia plenitud con sus consecuencias de ruptura, destrucción, hundimiento, derrumbamientos que ahora tenemos ante nosotros, ¿quién será capaz de adivinar lo suficiente toda su importancia como para hacerse el maestro y el pregonero de toda esa ingente lógica de horror, el profeta de un oscurecimiento y eclipse de sol como nunca se han dado en la tierra?» 2 . Nietzsche presiente que el hombre sin Dios no será ya el mismo hombre menos una referencia, el mundo sin Dios el mismo mundo menos un aderezo prescindible; presiente que tanto el hombre como el mundo sufrirán una inaudita metamorfosis que espantará a todos aquellos a los que esta idea coja desprevenidos. Por eso, allí donde Dios ya no es nombrado, donde ha quedado definitivamente enterrado, surge un vacío que sigue preocupando, un vacío que se llena con el horror de su sombra. «Dios ha muerto, pero los hombres son de una estirpe tal que durante milenios aún seguirán existiendo las cavernas en las que se manifestará su sombra» 3 . Todo este ajetreo que se organiza en torno a su ausencia nos recuerda, por otra parte, aquella elaboración del duelo de que habla Freud y que llega y vuelve a «matar al muerto», cuyo recuerdo obsesivo configura el psiquismo del afligido en torno al vacío que no consigue colmar. Si llegamos, pues, hasta el final de esta «enorme lógica» de la muerte de Dios—en el caso, claro, de que dicha lógica tenga un final—, no tenemos más remedio que penetrar críticamente en los escombros de los sustitutos divinos, de aquellas significaciones y valores que han intentado ocupar su lugar. Lo que Nietzsche cuestiona es precisamente ese «lugar» en sí mismo, es decir: aquella configuración vertical—escala de valores—que situaba arriba el bien y abajo el mal. El hombre sin Dios es como aquel hombre a quien se le amputa un miembro, pero que sigue sintiéndolo, como miembro fantasma, y que aún sigue utilizándolo para orientarse en el espacio en el que antes se movía. Ahora bien, si el cuerpo amputado-modificado es trasladado a otro espacio, a otro contexto, entonces ha de renunciar a los antiguos puntos 2 3
El Gay saber, párrafo 343. Ib'tdem, párrafo 108.
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cardinales, es decir, a los viejos puntos referenciales de valor y de verdad. Llevar, pues, hasta el final la dinámica de dicha lógica, supone emprender un camino y una trayectoria que pone en cuestión no sólo la noción de Dios, sino incluso las mismas nociones o valores en nombre de los cuales Dios fue destituido, es decir: pone en cuestión al mismo hombre, del que Dios era una simple alienación, a una cierta concepción de la realidad respecto a la cual Dios no era más que una ilusión.
DE LA MUERTE DE DIOS A LA DISOLUCIÓN DEL HOMBRE Tal vez, como dijo Hegel, la palabra «Dios» sea o haya sido una palabra demasiado «bien conocida» como para ser efectivamente conocida y medida en toda su profundidad. «Lo bien conocido en general es, justamente por ser bien conocido, desconocido» 4. Nos deslizábamos sobre dicha palabra como sobre el suelo que pisamos sin que nos diésemos cuenta, como con el aire que respiramos sin percatarnos muy bien de ello. Es preciso que nos falte el suelo, que nos falte el aire, para que empecemos a tomar conciencia seria de su importancia, de su necesidad. Hubo una elisión del nombre de Dios, ya lo dijimos a propósito del fenómeno de la secularización, una difuminación que aparentemente no supuso cambio alguno en las actividades técnicas y científicas del hombre. La palabra Dios, la referencia a Dios dejaron de ser útiles. Pero la palabra no es la cosa, y si la muerte de Dios es algo más que la muerte o el fin de una palabra o incluso de una invocación verbal, entonces hay que culminar el proceso hasta la realidad referencial a que hacía relación la palabra «Dios». La cuestión, entonces, es ésta: si dejamos esa realidad, el puesto o lugar que esa realidad ocupaba, en blanco ¿va a ser efectivamente ocupado dicho puesto por un discurso de referencia exclusiva al hombre, al mundo, a la «inmanencia»? Y una vez realizado ese discurso ¿va a resultar que la palabra Dios, en efecto, carece definitivamente de sentido? ¿O va a subsistir, por el contrario, como «hueco» no ocupado, como una 4
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herida incicatrizable que se recrudece cada vez que se intenta cerrar? La imagen o idea de la herida es afín a la del suspiro con la que Marx caracterizaba la religión: «la religión es el suspiro de la creatura oprimida, el alma de un mundo sin corazón» 5 . Si cesa la opresión, si el mundo recupera su alma, entonces el suspiro cesará. Aquí es el hombre, con todas sus ricas potencialidades de conocimiento y acción, el que vuelve sobre su herida original; el hombre o la humanidad no designan solamente el ser del hombre, sino su falta de ser. Son, pues, los que ocupan aquel hueco, el puesto de Dios, de acuerdo con aquel movimiento que ya esbozaba la transformación feuerbachiana de la teología en antropología. Si tras esta subversión subsiste algo que pueda parecer religioso, habrá que denominarlo humanismo. Ahora bien, la palabra «hombre» tan «bien conocida»—para utilizar de nuevo la expresión hegeliana-—¿no es demasiado «bien conocida» y por ello también «desconocida»? Indudablemente un discurso en torno al hombre no es lo mismo que un discurso en torno a Dios; el antropocentrismo, un pensamiento cuyo centro lo ocupa el hombre, no es el teocentrismo, pensamiento cuyo centro está ocupado por Dios. Sin embargo, esa diferencia de organización discursiva no impide que dicho centro—sea de uno o de otro—siga siendo enigmático. Porque sólo en apariencia puede decirse que el hombre está más cerca del hombre que de Dios, como pone de manifiesto—aun cuando no se acepten todas sus conclusiones—la crítica contemporánea de la idea del hombre. «El hombre es una invención de fecha reciente, como claramente lo demuestra la arqueología de nuestro sistema pensante» 6 . La conocida frase de Michel Foucault, como la obra a la que sirve de cierre, subraya que el fenómeno «hombre» no es un fenómeno propio de toda cultura, sino que aparece más bien en una época determinada; que se trata de un fenómeno cultural. Sin entrar ahora en la problemática que Foucault plantea, podemos retener y enfatizar que, en efecto, «hombre» es una palabra cuyo contenido ha sido muy diverso a lo largo de la historia, desde aquel «bípedo sin plumas» de Platón o aquel «animal ra5
Prefacio a la Fenomenología del espíritu.
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Introducción a la Crítica de la filosofía 'del derecho en Hegel. Las palabras y las cosas, op cit., pág. 398.
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cional» de Aristóteles. Estas definiciones y otras parecidas no contemplan aún el hombre como una referencia original, pues lo reintegran en la naturaleza animal de la que sólo se diferencia mediante una «diferencia específica»: el hombre es uno de los anímales, aunque dotado de unas propiedades (pensamiento, lenguaje) que otros animales no poseen. Aun cuando la teología cristiana ascienda desde su origen natural a su origen divino, considerándolo como un ser creado a imagen de Dios, el hombre, sin embargo, siempre será visto y comprendido desde una instancia distinta a él mismo y superior. Lo que caracteriza a los tiempos modernos, de acuerdo con el proceso autonómico que describimos, es el afán por encontrar el comienzo del hombre en sí mismo, en esa suficiencia mediante la cual se descubre ante todo como sujeto pensante y actuante. Sólo acudirá a las referencias externas (Dios, la naturaleza) a partir de ese primer descubrimiento. Tal es la revolución que operó Descartes, que continuó Kant y que alguien denominó «copernicana». «Sucede precisamente aquí lo mismo que con la primera idea de Copérnico; viendo que no podía llegar a explicar los movimientos del cielo admitiendo que toda la constelación de estrellas giraba en torno al espectador, se preguntó si no tendría mucho más éxito haciendo girar"al observador alrededor de los astros inmóviles» 7 . Es este observador que parte de sí mismo para ir a las cosas lo que se denominó sujeto. Si sujeto quiere decir, como recuerda Heidegger, «aquello que lo aglutina todo en torno a sí», el centro de referencia de todo y si dicho término se aplica en primer lugar al hombre, eso «significa entonces que lo existente sobre el que todo existente como tal se funda en cuanto a su manera de ser y en cuanto a su verdad será el hombre». «El hombre se convierte en el centro de referencia de lo existente en cuanto tal» 8 . La esencia de los tiempos modernos podría, pues, caracterizarse por esa promoción del hombre como sujeto, sean cuales sean, por otra parte, las determinaciones y las opciones que se tomen a este respecto. En adelante el hombre es solamente responsable ante sí mismo, tomando conciencia de su capacidad de
diseñar su destino en el momento mismo en que adquiere el dominio del mundo, de ese mundo que él pone ante sí en forma de objetividad científica y tecnológica. Solamente con este movimiento es como la palabra humanismo puede alcanzar todo su sentido. Porque ese término, lo mismo que el de antropología, «intenta designar esa interpretación filosófica del hombre que explica y evalúa la totalidad de lo existente a partir del hombre y en dirección del hombre» 9. No es difícil ver en esta conquista del hombre por sí mismo el proceso autonómico conocido con el término de secularización. Ahora bien, es en este justo momento en que parece culminarse la consolidación del hombre como sujeto, cuando las ciencias humanas ponen en cuestión la noción de sujeto y por tanto la noción misma de hombre que le es inseparable. En un célebre texto 10, Freud evocó el extraño destino del hombre, cuyo dominio e imperio retrocede a medida que crece su capacidad de conocimiento objetivo. Según Freud, las grandes revoluciones científicas, que hubieran debido confortar y fortalecer al hombre, ya que aseguraban su propio progreso, han arrojado más bien un saldo contrario al infligir tres heridas o humillaciones en su narcisismo, esa tendencia que posee el hombre hacia el autoenamoramiento y afirmación de su propia imagen. En primer lugar está la humillación cosmológica infligida por Copérnico que convirtió a la Tierra en un planeta como otro cualquiera expulsándola del centro del cosmos, centro que el hombre creía ocupar antes gracias a ella. Viene después la humillación biológica, infligida por Darwin, que reincorpora al hombre a la línea animal de donde salió por evolución, destituyéndole de su rol de «rey de la creación». Está en último lugar la humillación psicológica producida por el mismo Freud, demostrando que la conciencia del hombre, con la que éste creía ejercer la soberanía que le quedaba, está determinada por un inconsciente que se le escapa, de tal forma que acaba no siendo ya «dueño ni de su propia casa». Sin duda en cada una de estas etapas, grosso modo aquí bosquejadas, el hombre gana en conocimientos y también en poder, puesto que sus conocimientos le abren posibilidades
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Crítica de la Kazan pura, prefacio a la segunda edición castellana. Traducción de García Morente, Madrid. 8 en
Martin HEIDEGGER, «La época de las concepciones del mundo», Chemins qui ne menent nulle part, París, 1962, Gallimard, pág. 80. 46
9 10
Ibídem. «Una dificultad del psicoanálisis», en Psicoanálisis aplicado, Madrid, 1948, Editorial Biblioteca Nueva, Obras Completas, t. I, pág. 951.
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de nuevas técnicas; pero, por extraña paradoja, dichos progresos le despojan de lo que él creía ser y, en vez de servirle para resolver su propio enigma, queda su enigma agigantado a la luz de los nuevos datos positivos aportados. Desarrollarse las ciencias humanas y explotar o saltar hecha añicos la misma noción de sujeto, centro y nudo del conocimiento y del poder del hombre, es todo uno. Sí es verdad, en efecto, que las ciencias de la naturaleza ponen en entredicho la imagen del hombre a medida que se desarrollan, también es verdad que sólo lo alcanzan de una forma indirecta, es decir: a través de la sombra que el mismo hombre proyecta sobre el mundo. El sujeto de esas ciencias parece quedar más intacto e incluso más protegido e inaccesible: ¿no fue Compte el que creyó que la etapa de la ciencia, la edad del positivismo, debía desembocar en una nueva religión de la humanidad? Pero cuando el hombre se convierte él mismo en objeto de la ciencia •—de las múltiples ciencias—entonces se difumina el sujeto al mismo tiempo que la idea de hombre que se trataba de definir. Porque al estudiar al hombre, las ciencias han decantado una serie de sectores positivos en los que debía penetrar el análisis: por ejemplo, el lenguaje, los mitos, la historia. Ahora bien, cada uno de estos sectores aparece regido por unas leyes, de cuyo funcionamiento el hombre se escapa. Lo que es el lenguaje, lo que son los mitos, lo que es la historia se decanta y se clarifica justamente al tiempo que se evapora y se «inasequibiliza» la cuestión o el problema crucial: ¿quién y qué es el sujeto del lenguaje, de los mitos, de la historia? Es por todos sabido que para los partidarios del análisis estructural la lingüística proporciona el modelo de todas las demás ciencias humanas. Pues bien, desde Saussure la lingüística define la lengua como un sistema; en consecuencia admite que el sujeto que habla no es más que el campo de resonancia de dicho sistema, pero sin entrar de forma alguna dentro del campo sistemático a definir. «Tal es el sujeto significante con que nos encontramos en el modelo lingüístico que fundamenta las ciencias humanas: el hombre no aparece para nada como un sujeto donador de sentido, sino como el lugar de producción y de expresión del sentido, un espacio de intercambio, de selección y combinación reglamentadas entre los sistemas simbólicos..., lugar, espació, 48
campo en el que él se produce con la ilusión de su sustancia ' autocreadora» n . El hombre no es el sujeto sustancial, no es en sí mismo nada positivo, sólo ese espacio o ese vacío no definido en el que se produce algo que no es él. No extrañará volver a encontrar esta misma concepción en Lévi-Strauss. El sujeto de los mitos no tiene más realidad y sustancia que la del lenguaje, o el de las matemáticas o el de la música. Si lo prioritario es la estructura, ésta se define con ese soporte exterior que nosotros denominamos sujeto humano, tanto en el dominio de las representaciones culturales como en el de los constituyentes biológicos o físico-químicos: no tenemos ya necesidad de saber a quién pertenecen los mitos para comprender los sistemas míticos, lo mismo que no tenemos necesidad de saber a quién pertenecen las células para comprender el sistema celular. Evidentemente tiene que haber individuos para que haya mitos, como tiene que haberlos también para que haya células. Pero la actualización pasajera de unos y de otras en individuos presupone sólo «niveles de organización» que como tales no pertenecen a nadie. Lo mismo, pues, que el biólogo, también el etnólogo borra su yo ante esas estructuras, a las que queda reducido su pensamiento. «Si hay, en efecto, una experiencia íntima, que a lo largo de veinte años dedicados al estudio de los mitos haya calado hondo en quien escribe estas líneas, dicha experiencia reside o radica en que la consistencia del yo, la mayor preocupación de toda la filosofía occidental, no resiste en su aplicación continua al mismo objeto que lo invade por completo y que le impregna del sentimiento vivido de su irrealidad» u. ¿Podrá la historia, al menos, escapar a una tal reducción? Porque la historia presupone la acción humana y sí se rechaza que esta acción responda o se rija a su vez por los móviles de una Providencia o de una Razón Transcendente, se mantendrá al menos al hombre como sujeto primario, el que hace la historia y para quien ésta se realiza. «Los hombres construyen su propia historia», escribía Marx en el 18 Brumario de Luis Bonaparte. Pues bien, Althusser observa que sería una equivocación ampararse en esas fórmulas (o en otras parecidas que pueden encon11 Louis MARÍN, «La disolución del hombre en las ciencias humanas», en Concilium, núm. 86. 12 Claude LÉVI-STRAUSS, L'homme nu, París, 1971, Plon, pág. 559.
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trarse en Marx) para concluir que la historia tiene un sujeto y que ese sujeto sea el hombre. El mismo Marx, añade, propuso en el prefacio de ese mismo texto un correctivo que invalida tal conclusión: «Demuestro, por el contrario, cómo la lucha de clases en Francia creó las circunstancias y las relaciones que hicieron posible que un personaje tan mediocre como grotesco (Napoleón I I I ) desempeñara el papel de héroe.» No discutiremos el contenido o verdadero significado de las tesis de Marx, cuya intención humanista parece peligroso negar o por lo menos arriesgado. Según Althusser, sin embargo, si la historia es el funcionamiento de una totalidad que no se puede analizar nada más que en sus redes estructurales, entonces no cabe imputarla a sujeto alguno, ni individual ni colectivo como podría ser el H o m b r e o la Humanidad. Los hombres, dice, no son los sujetos de la historia; no son más que meros gestores. Así concluye Althusser en su Respuesta a John Lewis: «La historia es claramente un proceso sin Sujetos ni Fines, proceso cuyas circunstancias dadas, en las que los hombres actúan como sujetos determinados por las relaciones sociales, constituyen el producto d e la lucha de clases. La historia no tiene, pues, en el sentido filosófico del término, un Sujeto, sino un motor: la lucha de clases» 13 . Podría objetarse, con razón, que no hemos hecho otra cosa más que simplificar toda una panorámica y que hemos cogido sólo una pequeña muestra de ese análisis estructural que no representa más que una pequeña parte dentro del conjunto de las ciencias humanas. Sin embargo, es suficiente como muestra para recordarnos que la difusión de dicho enfoque provoca más de una inquietud: que el hombre no sea más que una ilusión, un fantasma intangible que se desvanece ante las ciencias humanas como el fantasma de Dios se desvaneció ante las ciencias de la naturaleza. Todos sabemos que fue M. Foucault quien tema tizó ese desvanecimiento del hombre, o esa «muerte del hombre». La entrada reciente del hombre en el campo de las ciencias supeditó todo discurso de tipo metafísico—sobre Dios, el hombre, la naturaleza—a las condiciones que hacen posible dicho discurso; y 13
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L. ALTHUSSER, Réponse a John Lewis, París, 1973, Maspero, pág. 73.
que esas condiciones, vida, deseo y lenguaje, son incluso las que hacen al hombre posible en la forma en que las elaboran la biología, la economía y la filología. Las condiciones de posibilidad del hombre son, pues, exteriores al hombre y más antiguas que él: «le sobrepasan con toda su solidez y le atraviesan, penetrando en él, como si no fuese más que un simple objeto de la naturaleza» 14 . La penetración de dichas condiciones es tal que no solamente le impiden al hombre el poder alcanzar lo absoluto y hablar sobre ello con conocimiento de causa, sino que le impiden el poder alcanzar o acercarse a sí mismo, el poder identificarse o conciliarse con el «yo» pienso, o «yo soy». Yo no soy, en efecto, lo que creo ser, sino que soy lo que no creo ser y lo que, en un sentido, no soy: es decir, ese inconsciente (biológico, económico, psíquico) que existe en mí como si fuese otro yo. > De esta forma el hombre queda irreductiblemente aorillado en su O T R O , su sombra, con el que no podrá nunca identificarse, pero del que tampoco podrá separarse. En una palabra, no es contemporáneo de sí mismo, pues comenzó o coexistió con las condiciones que le sobrepasan: lo que habla en él es más antiguo que él. Y como no puede remontarse hasta el origen de esas condiciones que preexistían ya cuando él, como hombre, aparecía, podemos afirmar que el hombre es un ser sin patria, sin orígenes, un ser «cuyo nacimiento nunca tuvo lugar». Además, si lo originario en el hombre le sustrae toda posibilidad de origen propio, le sustrae también toda esperanza de fin en el sentido de meta, dejándole como regalo sólo el fin de la muerte. Porque vida, deseo y lenguaje son fenómenos que el tiempo hace y deshace sin cesar. En vano intentó el pensamiento clásico, mediante el poder del lenguaje, conservar en la unidad de un cuadro o de un fresco lo que el tiempo se encargaba de disipar: la ilusión del discurso metafísico que creía poder dominar y controlar el tiempo. Consecuentemente, si el hombre no puede remontarse a sus orígenes, si carece de origen y de metas, entonces no es más que una mera disociación y dispersión. «El tiempo le aparta tanto de la mañana de la que surgió como del
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M. FOUCAULT, Las Palabras y las cosas, op. cit., pág. 324. 51
mañana que se le anunció» 15. El doble del hombre es también su tumba, el hombre no es más que cenizas arrojadas al viento o «un simple rostro de arena a la orilla del mar» 16. Llevando hasta sus últimas consecuencias las conclusiones que cabe sacar del análisis estructural, Foucault también desemboca en aquel presentimiento que tuvo Nietzsche de que la muerte de Dios no supondría el advenimiento del hombre sino su ocaso. «Tal vez el primer esfuerzo de este desarraigo de la Antropología habría que verlo en la experiencia de Federico Nietzsche: a través de una crítica filológica, a través de una cierta forma de biologismo, Nietzsche encontró el punto en el que Dios y el hombre se identifican, en el que la muerte del primero es sinónimo de la desaparición del segundo y en el que la promesa o anuncio del superhombre significa ante todo y fundamentalmente la inminencia de la muerte del hombre» 17.
LA DESTRUCCIÓN EXPLOSIVA DEL LENGUAJE Podríamos, pues, borrar también de nuestra terminología la palabra «hombre», pues se revela en el análisis tan inconsistente como la palabra «Dios». Dios, decíamos, no designa más que una nebulosa mítica. El hombre, por su parte, al esfumarse cuando científicamente intentamos acercarnos a él, no es más que el signo de una incógnita tan inaccesible como la incógnita de Dios. Ahora bien, esta afirmación nos deja escépticos. Basta con que nos despertemos y espabilemos como quien sale de una pesadilla, en la que nos creíamos muertos, para que nuestra existencia de vivos no nos ofrezca duda alguna, para que reaparezca, en su sentido trivial y cotidiano, el uso de la palabra «hombre» o los «hombres». En realidad la crisis no afecta a esa experiencia cotidiana y bruta, aunque no deje de manifestarse en ella; afecta más bien al sentido de dicha experiencia, a la armadura inteligible que la hace conceptualizable y a través de la cual estructuramos nuestras aspiraciones y nostalgias. Habrá, pues, que decir que la muerte de Dios y la del hom15 16
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Ibídem, pág. 345. Ibídem, pág. 398.
Ibídem, pág. 353.
bre no pasan de ser muertes culturales, muertes que se producen sólo en el interior de un lenguaje, dentro del cual tanto Dios como el hombre tenían un sentido. Ese lenguaje, que desde Nietzsche se ha vuelto sospechoso y problemático, corresponde a la configuración de unas conceptualizaciones sobre las que se apoyaban la metafísica y la moral tradicionales. Configuración conceptual, porque gracias a ella podíamos orientarnos respecto a los puntos cardinales del sentido y los valores: el sentido supone un punto de partida y un punto de llegada, un antes y un después; los valores suponen un arriba y un abajo o una derecha y una izquierda, en función de lo cual podemos realizar nuestras opciones para la acción. En su ingenua simplificación, el catecismo ilustraba todo esto con aquella imagen arquetípica del hombre como un ser en la encrucijada de dos caminos: el de la virtud, estrecho y ascendente que conducía a una meta de luz y esplendor, y el del vicio, laso y descendente, que conducía a las tinieblas y el caos. Se sabía a dónde se iba o por lo menos a dónde se debía ir, porque se tenía una visión estructurada y jerarquizada del mundo, que tenía establecido ya de antemano el punto o meta de mayor plenitud del ser y el de mayor pobreza de ser; y en consecuencia la meta de la dicha y la de la desgracia. Una configuración semejante sólo es posible si se ordena y estructura en torno a un centro, del que todo surge y al que todo vuelve; un punto central que los filósofos denominaban «principio» y que Platón designó como el Bien. Con este nombre, cargado de tan rica tradición, el hombre imaginaba «un universo lejano de estructura muy simple: un punto fijo, consistente y firme, a cuyo alrededor se extendía una amplia y generosa circunferencia y que resumía, en una reducción simplificante, la diversidad y la multiforme gracia de los dones. Dirección, sentido, centro: en estos tres términos, fuente de tantas nostalgias, está el secreto del 'principio', su verdadera esencia» 18. Ahora bien, si admitimos—y ya precisaremos las razones de esta admisión—que «la crisis de nuestro tiempo es la crisis de todo principio, del tipo u orden que sea» 19, comprenderemos fácilmente por qué el principio-hombre es tan vulnerable como 18 19
Stanislas BRETÓN, Du principe, París, 1971, B.S.R., pág. 284. Ibídem, pág. 273.
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el principio-Dios, al que cierto humanismo pretendía suplir y relevar. Una concepción que borre y excluya de sí toda idea de centro o principio, haciendo imposible cualquier referencia a dicha idea, no dará más contenido sustancial al significante hombre que al significante Dios. Si no hay ya centro alguno o, por emplear otro término, no hay absoluto, lo que menos importa entonces es el nombre que se le dé a ese centro o a ese absoluto: Dios, hombre, razón, materia... son todos sustantivos vacíos de contenido referencial real, ya que se ha destruido la estructura que les proporcionaba un sentido. Reemplazar un «principio de arriba» por un «principio de abajo» supondría en cualquier caso conservar un principio o un centro y consecuentemente la estructura gravitatoria del viejo edificio metafísico. Pero lo que se nos dice es justamente lo contrario, que esa vieja estructura ha saltado hecha añicos. Nos preguntamos, pues, ¿cuáles son las razones que han podido conducir a conclusiones tan extrañamente radicales? Es verdad que, una vez abierta la brecha de la sospecha, resultaría arbitrario poner diques en ella. La fuerza de la negación radica en que puede alcanzar tantos objetivos como razones para ella se tengan; razones que, por otra parte, desaparecen en la vorágine que ellas mismas provocan: las razones que se tenían para negar la realidad de Dios quedan a su vez absorbidas y evaporadas por las razones científicas que se tienen para negar la realidad del hombre. Se ha abierto una dinámica de la negación que se autoabastece en su propio proceso analítico de conocimiento—no olvidemos que todo análisis descompone—y que convierte en precarias y provisionales todas las nociones sintéticas que pretendían subordinarse a dicho conocimiento. Así ocurre con las nociones de materia, naturaleza, hombre, mundo; no son más que envoltorios metafísicos de los diferentes sectores en que se efectúa el trabajo de penetración científica. Pero una tal penetración no deja el envoltorio intacto; éste rápidamente queda desbordado por el aparato analítico al que le proporcionaba un objeto y un título. ¿Quién puede decir, por ejemplo, lo que es la naturaleza de las ciencias de la naturaleza o el hombre de las ciencias del hombre (humanas)? Estos viejos términos no son ya las banderas que marcan las avanzadillas de la ciencia, mostrándoles el camino; se asemejan más bien a vestidos desfasados hechos para cuerpos
que han crecido o incluso que han cambiado de forma. El conocimiento analítico no progresa bajo el techado de un edificio metafísico que le organice sus resultados; camina más bien a tientas en un vacío metafísico; o si se prefiere mejor esta imagen: no estructura sus caminos en torno a un único planeta, previamente acotado y definido, sino que los dispersa por un espacio intersideral del que nadie sabe cuál es el centro y cuáles son sus fronteras. Este rechazo, sin embargo, de un principio metafísico como unificador de todos los conocimientos no cabe imputarlo al proceso científico en sí mismo. Si el proceso científico rechaza determinadas nociones por su inconsistencia explicativa en los ámbitos que le son propios, eso no supone que rechace la hipótesis de un principio unitario, hipótesis cuya elaboración es de otro orden y que pertenece a otras competencias. En realidad, el rechazo del esquema metafísico es una decisión filosófica tomada desde cierta concepción de la cultura y del lenguaje y precisamente a propósito de la cultura y del lenguaje. Hay que reconocer, en efecto—y tendremos que volver sobre esta idea—, que el lenguaje es por naturaleza metafísico, que en sí mismo constituye la dimensión metafísica del hombre al darle el poder de enunciar el sentido de todo lo existente. A esto sin duda quería referirse Heidegger al denominarlo «templo del ser». Seguramente no todos nuestros discursos tienen un alcance metafísico: cuando digo «la mesa está puesta» o «cierra la puerta» me estoy refiriendo a situaciones inmediatas que pueden comprobarse con una simple mirada. Pero basta con que se eleve un poco el nivel y entablar, por ejemplo, una discusión política, para que entren en juego una serie de nociones que arrastran tras ellas, en una especie de claroscuro, toda una visión y concepción del mundo: sociedad, poder, justicia, fraternidad, felicidad... ¿a qué remiten todos estos términos? Se entrevé en ellos la configuración ética y metafísica sin la que la esperanza no sabría expresarse y se quedaría en un vano sentimiento. La dirección, el sentido, el centro son, en cualquier presupuesto, las premisas de un discurso que quiera decir algo y que quiera darse a comprender. Son los términos que nos encontramos en todas esas construcciones del lenguaje como los mitos, las religiones y la filosofía y a los que el
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hombre se está refiriendo siempre que se plantea las cuestiones fundamentales de su ser y del ser del mundo, cuestiones que no puede por otra parte dejar de plantearse. Observemos además que esas cuestiones no se formulan en lenguaje matemático—lenguaje que sólo ha sido denominado como tal «por un abuso de vocabulario y por analogía» 20 —, sino en lenguaje oral, nuestro lenguaje de todos los días. A pesar de las apariencias, el lenguaje metafísico no es un lenguaje esotérico y tan de especialista, es un lenguaje ordinario y común, conocido por todos y hablado por todos. Y precisamente es ese el lenguaje que está en crisis. Si Dios y el hombre han muerto de «muerte cultural» (porque no sabemos nada de su muerte real, o natural) es que un principio de muerte ha aparecido dentro del mismo lenguaje y de la cultura que canaliza. Puede que la inflación que ha alcanzado en nuestros días esta cuestión del lenguaje se deba a que el lenguaje aparezca como el territorio absoluto que ha empañado y nublado todos los demás territorios culturales, como la cuestión predominante sobre todas las demás cuestiones. El problema está, en efecto, en saber si se puede partir del lenguaje para acceder a la verdad o a la realidad que el lenguaje designa y ante las que se inhibe desapareciendo. Desde el momento que tiene un sentido, el lenguaje indica un territorio exterior, más allá de sí mismo; apunta hacia una verdad o, como dicen aún los filósofos, hacia un Logos que sería la fuente del lenguaje, exterior en sí misma al lenguaje, la unidad y la reunión en un solo punto de todas las significaciones dispersas en la infinidad de discursos. Punto denso y rico en el que está dicho ya todo lo que se puede decir y que solamente puede decirse precisamente porque en ese punto todo está ya dicho. Es fácil ver aquí la estructura metafísica: el lenguaje multiplica y desparrama en una infinidad de sentidos parciales y de referencias imperfectas el principio unificante que los recoge, más allá del lenguaje, en un sentido único y total. Poco importa que ese principio se llame Dios, Idea, Razón dialéctica o que no se llame de ninguna forma; lo importante es que gracias a él, el sentido se libera de esa dispersión 30 Edmond ORTIGUES, Le Discours et le symbole, París, 1962, Aubier, página 62.
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mortal de las palabras y retorna a la raíz que le vivifica. Esa es la razón, piensa Derrida 21, del privilegio concedido tradicionalmente al lenguaje oral, fonético, respecto al escrito, que no es más que la producción externa de aquel, una materialización de segundo grado. Mientras hablamos, el sentido efectivamente se distribuye y dispersa en las palabras, pero éstas, próximas a la fuente de donde brotan, conservan aún el carácter originario de su concepción, están aún unidas al pensamiento vivo que puede volverlas a coger y reformularlas. Cuando hablamos, pues, el sentido aún no llega a convertirse en cosa, no se cosifica y preserva, por tanto, su diferencia respecto a las cosas. Por ello, al aparecer como distinto del lenguaje, el sentido posibilita la creencia en ese principio del mundo, distinto del mundo, al que se atiene la metafísica. «El sistema del 'oírse hablar' a través de la sustancia fónica—que se da como significante exterior, no mundano, por tanto no empírico, no contingente—ha debido predominar durante toda una época de la historia del mundo, ha producido incluso la idea del mundo, la idea del origen del mundo a partir de la diferencia entre lo mundano y lo no-mundano, entre el exterior y el interior, la idealidad y la no-idealidad» n . . Por eso también la nostalgia de una comunidad humana reunida, de una presencia transparente de unos respecto a otros, insiste en la primacía de la voz viva, del lenguaje vivo. La verdadera comunidad, por ejemplo la de Nambikwara por la que Lévi-Strauss no ocultaba sus simpatías o aquella con la que soñaba Rousseau cuyo lenguaje se asemejaba a la música, reúne a los hombres a golpe de voz y no a golpe de escritura. «Allí (junto a los orígenes)—dice Rousseau—se organizaron las primeras fiestas..., el placer y el deseo, juntos, se sentían a la vez: allí estuvo la verdadera cuna de los pueblos y la pureza cristalina de las fuentes de donde surgieron los primeros fuegos del amor» 23 . Pues «el momento de la fiesta es el momento de esa continuidad pura, de esa indiferenciación entre el tiempo del deseo y el tiem21 Nos estamos refiriendo aquí a la problemática de Jacques Derrida y de su escuela que es la que con mayor firmeza ilustra esa tentativa de pensar al margen de los esquemas de la metafísica tradicional. Las dificultades de tal tentativa nos impiden evidentemente el poder seguirla en todos sus desarrollos. 22 J. DERRIDA, De la grammatologie, París, 1970, Ed. de Minuit, pág. 17. 23 Essai sur ¡'origine des langues, cf. ibídem, pág. 371.
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po del placer» 2A. La formulación del esquema metafísico—unidad del punto de origen y el punto de retorno de todos los seres— puede parecer abstracto; pero de hecho es, y así aparece, el mismo movimiento del deseo borrando toda distancia con respecto a su satisfacción. Utopía de una fiesta total, de una reunión en una plenitud de presencia que no permite más separaciones de espacio y de tiempo. Pero ¿autoriza el lenguaje el que salgamos así de su cerco? ¿No es en el fondo sólo pura alusión a una Verdad y a un Bien que no se concretarán en nada, debiendo él mismo aceptar su caducidad y sumirse en el silencio? ¿O no rompe, por el contrario y de acuerdo con su misma naturaleza, la unidad de sentido y la presencia total que insinúa? Porque el análisis del lenguaje ha puesto de manifiesto, desde Saussure, que las unidades que lo componen no son elementos autónomos que contengan en sí mismos sentido; el sentido no está contenido en las palabras como puede estar el sabor de pimienta en los granos que la integran; el sentido está en las palabras en cuanto éstas se oponen y diferencian de las demás, es un mero efecto de diferencias. Por eso cuando buscamos más precisión y verdad y abandonamos unas palabras es para encontrar otras. El lenguaje es como un círculo encantado que puede producir efectos infinitos y que se restablece y nos reatrapa cuando ya creíamos haberlo rebasado, una especie de charca endiablada que inutiliza todas nuestras tentativas de evasión. De ahí lo inútil de oponer al lenguaje vivo de las palabras el lenguaje muerto de la escritura. Porque si el sentido no puede escapar y rebasar al signo, si no puede liberarse de ese juego reticular de los signos como una especie de presa huidiza, de la que únicamente logramos captar su sombra y su estela, es porque desde sus orígenes el lenguaje es espaciamiento, distanciación, y por tanto, en fin de cuentas, mera escritura. La muerte, es decir la ausencia, es la que frecuenta y visita continuamente a aquella palabra viva en la que creíamos tener una presencia, la presencia de la verdad. Es, pues, desde el interior mismo del lenguaje de donde viene el principio de disolución de la unidad buscada. Lo que ya no es posible es la palabra única: como Dios, el Ser, la Idea, la 24
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1bidém, pág. 372.
Razón, a la que todas las demás palabras retornarían para allí depositar su carga de sentido. Lo que ya no es posible es el libro único, sea la Biblia o la Enciclopedia (en el sentido hegeliano), cuyo contenido fuese la Verdad, es decir: el reflejo exacto de las riquezas y movimientos del mundo. El mundo no es un libro (¿no había hablado Descartes del «gran libro del mundo»?) y ningún libro es el mundo. Henos aquí, pues, prisioneros y víctimas de la apertura misma del lenguaje, en cuyo interior estamos vagando sin lograr alcanzar jamás realidad original exterior alguna, sea material o espiritual. Antes de cualquier distinción entre materia y espíritu, entre cosa e idea, está ese rasgo que caracteriza al lenguaje y del que todo proviene. «Articulando lo viviente sobre la no-viviente, origen de toda repetición, origen de toda idealidad (el lenguaje), no es más ideal que real, ni más inteligible que sensible, no es más significación transparente que energía opaca, ningún concepto metafísico puede definirlo» 25. Disuelto, pues, de esta forma cualquier punto de síntesis y cualquier punto de origen y culminación, no queda, al fin y al cabo, más que un espacio neutro e indefinido en el que el sentido puede proliferar a discreción, pero sin quedar articulado a ninguna significación global o absoluta, sin subordinación a ninguna dirección determinada. «Ese espacio neutro no sería ya el nido de nuestro deseo. Ciertamente se seguirán trazando aún caminos, pero caminos que no conducen a ninguna parte. Se seguirán esbozando perfiles y se diseminarán algunos centros provisionales, pero esos perfiles y esos centros no serán más que remolinos efímeros de una exterioridad englobante que no conseguirán dominar ni canalizar las estrategias del deseo» 2
285.
59
Sería, sin embargo, una equivocación considerar todo ese movimiento como una mera elucubración desfasada y elitista. Porque si toda esa contestación es muy discutible y analizable en sus aspectos técnicos 27 , no por eso deja de ser un reflejo, aunque sólo sea a nivel de síntomas, de una ruptura y una conmoción fáctica del pensamiento y cultura contemporáneas. Como muy bien lo ha sabido ver Gaetan Picón, todas las épocas anteriores a la nuestra han privilegiado siempre una perspectiva determinada, unas épocas una y otras otra diferente: la teología fue la privilegiada en la Edad Media, mientras que la ciencia lo fue en la etapa positivista. Nuestra época, por el contrario, admite y acoge todas las perspectivas, sin jerarquizarlas unas a otras, pero sin que puedan ser instrumentos válidos de comunicación. Sucede como con la torre de Babel: todos los idiomas eran admitidos, pero cada uno sólo hablaba el suyo propio, sin posibilidad de comprensión porque no existía un lenguaje común que permitiese la traducción y la intercomunicación. «Ninguna perspectiva actual del espíritu admite que la consideren de un modo transitorio o subordinado... Cada perspectiva queda encerrada en su propia experiencia particular, sin preocuparse apenas por las otras, e incluso olvidándolas sin más. En un mundo que se sumerge cada vez más en su profundidad en lugar de asomarse y mostrarse en la superficie, cada conocimiento es prisionero de su propio campo de visión. Fugaz y lábil nebulosa en la que cada estrella es el centro, la realidad no es ya más que una improbable e impensable convergencia de mundos divergentes» 28. Si el gesto que actualmente se lleva y se impone es el «de desarraigar al espíritu de sus trayectorias familiares y de su sistema de gravitación», ya que nos encontramos «en presencia de lo impensable» 29 , se comprende que resulte difícil e infrecuente el fiarse de las evidencias tradicionales que vehiculaba el lenguaje. Pero un lenguaje que no puede ya repetirse no muere por ello; se prodiga, por contra, en creaciones reales o ficticias y agota sus posibilidades al margen de todo límite y de toda norma. Si es verdad que no ha habido una época tan altamente técnica o escrupulosamente ra27
Para una discusión semejante, cf. la obra de P. Bretón ya citada. G. PICÓN, Inlroduction au panorama des idees contemporaines, París, 1957, Gallimard, pág. 15. 28
OT
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Ibídem, pág. 25.
cional como la nuestra, también lo es que no ha habido otra en la que lo irracional haya proliferado tanto. Entre razón y sinrazón, las palabras flotan en una abundancia de inflación y profusión tal' que cabría diagnosticar la situación como un cáncer del lenguaje. En este contexto de desquiciamiento es donde hay que situar y sopesar el hecho de la muerte de Dios y decidir si tal hecho es algo «a lamentar» o no 30. Su significado desborda, en cualquier caso, el marco de una religión determinada y la concepción que en dicha religión se tenga de Dios. Las religiones, igual que las demás concepciones y formaciones culturales, flotan todas sobre un fondo indiferenciado y movedizo cuyo nombre nadie puede concretar. «Dios ha muerto» significa tal vez que todas nuestras certezas adquiridas, cada vez más numerosas, no consiguen ocultar ya una incertidumbre radical y un enorme desarraigo. Una vez más volvemos a encontrarnos con Nietzsche, para quien la muerte de Dios no consistía en una irreligiosidad banal y corriente, sino en un renunciamiento a todas las «ficciones reguladoras» con las que se intentaba encontrar una «especie de contenido, de inteligibilidad» a un devenir del mundo radicalmente incontrolable: «La fe en la gramática, en el sujeto lingüístico, en el objeto, ha mantenido hasta la fecha a los metafísicos bajo el yugo: mi enseñanza es que hay que abjurar de esa fe» 31. Y a pesar de todo, cuando esa incertidumbre se hace consciente y se nos revela mediante la crítica de todos esos puntos de apoyo que nos daban sensación de seguridad, entonces justamente pone de manifiesto, a través de su misma negación demoledora, una fuerza y pujanza de espíritu y una exigencia de verdad que sobreviven a todos los cuestionamientos. «Esta generación difícil, que no gusta más que de senderos posibles y tan resuelta en su rechazo de toda metafísica, no rechaza la metafísica más que para entrar en una noche que recuerda, en muchos aspectos, la noche de los místicos» 32. Tal vez no existan ya palabras-claves ni palabras-mágicas. Tal vez el hombre actual no encuentre un traje cultural confortable y menos aún uni30
Ibídem, pág. 21. Inédito, citado por G. COLLI y M. MONTINARI, en «Nietzsche», Cahiers de Royaumont, núm. 6, París, 1967, Ed. de Minuit, pág. 131. 31 32
S. BRETÓN, op. rít., pág.
315.
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forme. El resultado, sin embargo, no es la «nada», porque la desnudez no es la nada. «Despojado de sus hábitos, de su lenguaje convencional, de sus pretensiones de absoluto al mismo tiempo que de sus ignorancias, el hombre se siente acorralado por esta cuestión: 'Dinos ahora quién eres tú'» 33. Puede uno indudablemente desentenderse de esa desnudez y exorcizar la crisis que la originó haciendo como si no hubiese pasado u ocurrido nada. Pero dicho como si no tendría mayor eficacia que la nostalgia que trata de resucitar el tiempo perdido. Si al igual que el hombre que en ella pone su esperanza, la fe se encuentra sin apoyaturas y desnuda y, a pesar de ello, viva ¿no podrá encontrar en esa misma desnudez o en esa noche por la que atraviesa una justificación más profunda? Nuestro tiempo es muy difícil que conciba a Dios como la llave maestra de un orden admitido por todos. Sin llaves maestras y con el orden quebrantado, queda, sin embargo, un silencio y un vacío que no puede por menos que suscitar interrogantes. Porque bajo la labilidad de las palabras, bajo la contestación cultural, bullen fuerzas de vida y de muerte que en su misma contradicción impiden que uno se resigne al vacío y al silencio. Se puede contestar la idea y la concepción de un Dios presente; se puede contestar el peso de su ausencia; pero es una ausencia que abre más interrogantes que soluciones. :,s J. M. DOMENACH, «La contestación de los humanismos en la cultura contemporánea», en Conctlium, núm. 86.
III CREER ENTRE VIVIR Y MORIR
Así pues, en vez de arrojar la toalla y dejar que sigan sus propios derroteros de trabajo corrosivo los análisis que hemos evocado y las concepciones filosóficas que de él se desprenden, nos proponemos seguir y llevar hasta sus últimas consecuencias aquella «enorme lógica» de que hablaba Nietzsche. Pero lo haremos, preguntándonos ahora de dónde proviene la lucidez que reclama y si tal lucidez es una claridad absoluta que eclipsa a todas las demás. Porque podría muy bien ocurrir que no solamente el creyente con su creencia sino que todo hombre por el hecho de ser un hombre vivo se encontrase indefenso y desahuciado ante ese espectáculo de disolución. Podría incluso ocurrir que el creyente se encontrase hasta más pertrechado y preparado para hacer frente a ese espectáculo que no es otro, como veremos, que el espectáculo de la muerte.
UNA ALIANZA ENTRE LA RAZÓN Y LA MUERTE Con las últimas páginas del Hombre desnudo concluyó LéviStrauss su «tetralogía», acentuando como colofón, y con tintes wagnerianos, el crepúsculo de los dioses que, a su vez, preparaba el camino al crepúsculo de los hombres. «Al llegar al final de mi carrera, la última imagen o impresión que me queda de los mitos, y a través de ellos de ese otro mito supremo que cuenta la historia de la humanidad y la historia del universo dentro de la cual aquella se desarrolla, coincide con aquella intuición que, en mis comienzos y como conté en Tristes Trópicos, me llevaba a buscar en las fases de una puesta de sol... el modelo de los 65
hechos que más tarde iba a estudiar y de los problemas que tendría que resolver en el campo de la mitología: el vasto y complejo edificio, irisado él también de mil coloridos, que se despliega ante la mirada del analista, que se extiende lentamente y que se repliega para abismarse en lontananza como si no hubiera existido jamás» l. La última impresión que le queda al analista, una vez terminado su trabajo, confirma la intuición inicial de un atardecer y de un ocaso cuyas formas ricas y variadas quedan engullidas por la noche. Sobre este trasfondo de una noche absorbente y devoradora, los mitos resultan no ser únicamente narraciones imaginarias, grandes arquetipos cuya naturaleza ilusoria quedaría al descubierto al contraste con la realidad de los hombres, los animales y las cosas. Estas realidades, obedeciendo a leyes análogas a las de los mitos, resultan ser, a su vez, mitos que se articulan y desarrollan dentro del gran mito del universo. «Al demostrar el riguroso mecanismo y estructura de los mitos y al conferirles una existencia objetiva, mi análisis, pues, pone de manifiesto el carácter mítico de los objetos» 2 . Las religiones sueñan con un mundo cuyos contenidos son sacados en parte del mundo real; pero resulta que el mundo real, con su «humanidad», sus «pájaros, mariposas, moluscos y demás animales», no es en el fondo más que un sueño, el sueño exterior que sostiene y alimenta al sueño interior. Ante la perspectiva de esa noche en la que todo va a quedar disuelto—noche que podrá llamarse también, si se quiere, muerte o la nada— ¿cuál es el sueño verdadero y cuál es el falso?, ¿cuál es el que puede erigirse en juez del otro?, ¿tiene incluso sentido ya hablar de verdad y falsedad, de realidad e irrealidad? A no ser que la verdad se oculte y enmascare más allá del juego de las apariencias, más allá de esas distinciones provisionales y reversibles que se nos hace de lo real y de lo ilusorio. En cuyo caso, es una verdad cuya definición y cuyo nombre nadie conoce, y si puede que llegue a manifestarse en forma de nostalgia en el observador aislado en su promontorio de inteligencia fría, puede también que llegue a provocar el pánico mortal, gélido, que según Nietzsche iba a hacer temblar a los asesinos de Dios. «¿No sentimos
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1
C. LÉVI-STRAUSS, L'homme nu, op. cit., pág. ,620.
2
Ib'tdem.
el soplo del vacío? ¿No hace ya mucho frío? ¿No se está haciendo cada vez más de noche?» 3 . Es difícil aceptar esa mirada sobre el vacío, -pues es un vacío que atraviesa no solamente nuestro mundo de imágenes, nuestras producciones culturales, sino que a través de ellas nos afecta a nosotros mismos, horadando nuestra carne y nuestro sólido mundo, como si nuestro destino formase un mismo cuerpo con nuestras imágenes. Si todo lo que somos, esperamos, deseamos queda anegado dentro del «sistema mitológico», entonces nuestro ser actual y nuestro ser futuro va a quedar derrumbado como «esas nubes iluminadas del atardecer» en las que fácilmente se ve que «su realidad no se debe a su naturaleza sino al engaño de los juegos de luces y de perspectiva» 4. Lo que nos extraña es que sea posible esa desilusión radical, que el hombre pueda de antemano representarse el aniquilamiento de esas realidades en las que se comprometió y en las que encontraba una justificación a su existencia. El sabio—decía Francisco Bacon—debe mirar las cosas con «ojo aséptico». Pero si el ojo de la inteligencia y del conocimiento se desimplica hasta ese punto de todo aquello en lo que el hombre ha creído, de todo aquello que el hombre ha amado, ¿no se identifica entonces con el ojo de la muerte? Es chocante que el conocimiento analítico, cuando lleva hasta sus últimas consecuencias su rechazo de toda metafísica, es decir, de toda afirmación que proporcionaba justamente el fundamento último al conocimiento positivo, no encuentre al final nada más que la realidad de la muerte. El rechazo de toda afirmación metafísica deja, en efecto, abierto el abismo que dichas afirmaciones pretendían colmar: un abismo que no tiene en su hondón más que la nada. Pero es más, es sobre esa nada misma sobre la que se apoya la fuerza de negación para recusar y declarar como ilusoria no solamente a la ilusión imaginaria sino a la misma realidad, gracias a la cual podía hablarse de ilusión. En todo este centro de recusaciones, nuestro tiempo ha encontrado algo irrecusable: le ha dado la palabra a la muerte. '"' El Gay Saber, párrafo 125. 4 C. LÉVI-STRAUSS, Tristes Trapiques, París, 1962, Plon., pág. 55. Descripción del sol ocultándose en el mar. Es la intuición inaugural a que se refiere Lévi-Strauss en el pasaje precedente.
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La crítica imita, efectivamente, en sus propios mecanismos el trabajo de la muerte: disolver a medida que van apareciendo todas las formas de vida que en su persistencia se tenían por eternas. Pero—se dirá—dar muerte a las ideas o a las representaciones—dar muerte a la cultura dentro o desde la cultura— no es más que un dar muerte ficticio. La muerte de Dios, la muerte del hombre sólo afecta a concepciones de Dios y del hombre; muertes, pues, producidas por otras concepciones. Una lucha de ideas no es más que un teatro de sombras si se la compara con las luchas reales en las que los seres vivos pierden efectivamente la vida. Ahora bien, si no se diese muerte real, física, ¿se habría podido concebir una muerte de ideas o concepciones? Es justamente porque nosotros podemos concebirlas a partir de la muerte, porque podemos hablar a partir de la muerte que no es precisamente una idea, por lo que todas las ideas pueden parecer precarias en lo que afirman. La lucidez de que hacen gala las modernas formas de desmitificación nace de este punto, el más imperfilable, el más real en su misma irrealidad: la muerte. Cabe indudablemente preguntarse por ios motivos que han podido conducir a esa extraña alianza entre la razón y la muerte. Lo primero que viene a la mente es ver en todo eso una serie de motivaciones circunstanciales, puro fenómeno coyuntural. Es una tentación fácil. Porque si todas las épocas han conocido y vivido el problema de la muerte, la nuestra lo ha experimentado de una manera tan peculiar que resulta difícil encontrar una réplica o un paralelismo en los viejos y académicos discursos religiosos o humanistas: «Es verdad que la última guerra mundial, los campos de exterminio, los genocidios y etnocidios que la acompañaron, así como el hambre, el subdesarrollo y la perspectiva de una guerra atómica forman todo un contexto que debe conservarse en la memoria y no olvidar cuando se habla de humanismo» 5 . «Siempre es la muerte la que gana», decía Stalin. Parece, pues, que ser lúcido es no hacerse ya ilusiones y no dar crédito más que a la muerte, que es la desilusión por excelencia. Más directamente incluso, parece que todas las expresiones culturales actuales llevan en su interior el 5
68
J. M.
DOMENACH,
artículo cit., Concilium, núm. 86.
sello de la muerte. Desde las más materiales hasta las más espirituales, desde las que hablan de la muerte hasta las que no hablan de ella, todas las expresiones culturales parecen ser unos memento morí, testigos de nuestra mortalidad. Por eso debemos preguntarnos por la presencia y el rol de la muerte en la cultura, aun cuando la cultura tiene como fin hacerla olvidar.
LA MUERTE EN EL CORAZÓN DE LA CULTURA Que la muerte forme parte inherente a la cultura es la hipótesis que formula una vez más Lévi-Strauss en el Vinal de su Hombre desnudo. «La oposición fundamental, de donde emanan todas las demás que aparecen en los mitos..., es la misma que aquella oposición que Hamlet anunció en forma de ingenua alternativa. Porque entre el ser y el no-ser no tiene el hombre la opción o la prerrogativa de elegir» 6 . Observemos, en efecto, que ser y no ser, vivir y morir no son estados que puedan definirse de una forma independiente entre sí o que puedan conocerse por separado. Cada uno de esos contrarios, como pensaba ya el joven Hegel, no puede ser conocido más que en función del otro, en función de la estrecha y violenta unidad que forma con el otro. Si no hubiese vida, no se podría hablar de la muerte; y si no hubiese muerte, no se podría hablar tampoco de la vida. El mismo orden biológico, incluso en sus formas más rudimentarias, no puede ser concebido más que como un juego de fuerzas de contrarios, en el que las unas componen incesantemente lo que las otras descomponen: la vida, decía Bergson, es la corriente de lo que se hace a través de la corriente de lo que se deshace. Esta complementariedad de la acción de la vida y la acción de la muerte queda reflejada en múltiples hechos: como el que las especies se alimenten unas de otras, que las especies nuevas no aparezcan en la evolución sino cuando las antiguas desaparecen, que la supervivencia de las especies se haga a costa del sacrificio de los individuos. Estas triviales constataciones solamente hacen poner en evidencia que lo que nosotros podemos sentir como dureza y crueldad no es más que una ley general de 6
Op. át., pág. 621. 69
todos los seres vivos. En su proceso fundamental la vida es inhumana. Pero esta inhumanidad no fue percibida como tal cuando el proceso vital no había dado aún a luz al hombre: el juego de fuerzas sólo aparece como cruel cuando el desgarro que produce se hace consciente, cuando su universalidad y su necesidad se concentran en un individuo que debe asumirlas íntegramente. Ese individuo es el hombre: exteriormente, un ser que como cualquier otro ser vivo es víctima de esas contradicciones que estructuran la naturaleza; pero interiormente, un ser para el que esa contradicción se repite en cada momento con todo su vigor como si aún no hubiera tenido lugar anteriormente. Por mucho que se le diga que tanto antes como después de él se ha dado vida y se seguirá dando, nadie podrá evitarle el sentimiento de que él es el escenario de toda vida y de toda muerte, de que en él no se está ventilando solamente su vida y su muerte particular, sino el drama de la vida y la muerte en toda su generalidad y universalidad. «Si cada uno profundizase suficientemente dentro de sí mismo, encontraría la vivencia del miedo y la angustia de millares de seres humanos. Esa angustia está toda entera en cada uno de nosotros. En esto está, en mi opinión, la mayor crueldad de la divinidad: en que cada uno de nosotros sea a la vez único y universal, que cada uno sea a la vez el mundo. Hubiera sido mucho más fácil si toda la angustia, la desesperación y pánico hubiera quedado repartida entre los millares de seres humanos de una foma distributiva. Nuestra angustia, la de cada uno, sólo sería entonces una tres millonésima parte del sufrimiento universal. Pero no, cada uno arrastra con su propia muerte el derrumbamiento del universo entero» 7 . La angustia en que se debate el Solitario de Ionesco y que cada uno sentiría «si se profundizase» se debe a que se ha hecho consciente de las contradicciones que la definen. Puente entre Dios y la nada, decía Descartes al hablar del hombre. Ser al mismo tiempo un ser que vive y un ser que muere, un ser que es y que no es; esa es justamente la «oposición fundamental de la que emanan todas las demás que aparecen en los mitos». La fórmula de LéviStrauss expone con un estilo objetivo lo que el sujeto experi7
70
IONESCO,
Le Solitaire, París, 1973, Mercure de France, pág. 108.
menta de forma dramática en sus horas de angustia. La lógica fundamental es también la tragedia fundamental. Ahora bien, si esa oposición, que está en la base del hombre como de cualquier otro ser vivo, no deja traslucir nunca a la superficie sus componentes de vida y muerte, ser y no ser en su pureza real; si estos componentes no pueden conocerse, como dijimos, más que entrelazados como dos caras de una misma moneda, entonces no podremos definirlos más que en sus formas aparentes y tranquilas, formas que esconden y enmascaran la contradicción que los produjo. Los pájaros, las mariposas y los moluscos se desarrollan ignorando las tumultuosas fuerzas que les empujan a la luz. Y aunque, a lo largo de la evolución, formas y colores aparezcan y desaparezcan a discreción, el brote incesante de la vida nos impide ver la salvaje lucha—lucha por la vida, diría Darwin—que se desarrolla tras el inocente espectáculo de lo que llamamos maravillas de la naturaleza. Cabe pensar también que una lucha semejante se esconda tras todas esas creaciones humanas, individuales y colectivas, que se agrupan con el mal definido título de la cultura: técnicas, instituciones, religiones, filosofías, artes, etc. Aquí, sin embargo, la contradicción es más viva y más sangrante. Aunque el hombre no sepa, como el animal, lo que ocurre con esos dos extremos o dos horizontes de vida y muerte entre los que él aparece, los experimenta, sin embargo, como dos orillas u horizontes que se separan y distancian hasta el infinito, no consiguiendo jamás llenar ese espacio de separación. No solamente tiene que resolver los problemas prácticos de su supervivencia, vivir al día cada momento, sino que ha de organizar vastos sistemas en los que ha de renovar continuamente sus esfuerzos por vivir. Toda la cultura, toda la historia no son en el fondo sino despliegues y muestras de ese esfuerzo, polarizaciones entre esos dos bordes u orillas de vida y muerte cuya tensión no puede nunca reducir. En una época en la que se rinde tributo a la juventud y se cultiva la dinámica del cambio comprendemos tal vez mejor que la historia sea una especie de permanente huida hacia adelante, una especie de carrera contra la muerte que aletea en todo lo que envejece y de la que únicamente se logra escapar mediante una perpetua recreación de novedades. A primera vista, evidentemente no parece que todas las crea71
ciones del hombre sean básicamente intentos de escapar de la nada y que sea la muerte la que jalone esos esfuerzos por ser más y ser de otra manera que caracterizan a todas las evoluciones y revoluciones. La historia ofrece más bien el aspecto de una malla o un tejido cuyos cortes o separaciones no son más que intersticios fronterizos que marcan el paso de una vida a otra, de una época a otra. Hablamos de los muertos sólo en cuanto estuvieron vivos; su muerte no es sino el breve episodio, localizado y fechado, que cierra una biografía y que en seguida abrirá otra. La muerte queda soslayada antes incluso de ser concienciada. Es sin duda una tentación de nuestro tiempo, precisamente porque huye de la muerte, el tratar de relegarla entre los más estrechos márgenes posibles del tiempo y del espacio, no concediéndole más tiempo que el que pueden durar unas exequias ni otro espacio que el marginal y alejado de los cementerios fuera de las ciudades. Y que ese margen estrecho que se le dedica sea incluso un margen del que se ocupan sólo especialistas, cuyo trabajo hace que la muerte nos pase tan desapercibida como posible. ¡Extraño pudor de una época atareada que lamina la muerte hasta convertirla en una especialidad de empresas accesorias! ¿Se habrá convertido la muerte, como en otro tiempo lo fue la sexualidad, en «lo intolerable, el tabú, la pornografía del siglo xx»? 8 . Pero a pesar de todo esa marginalización de la muerte no es más que un gesto que trata de disimular la importancia de ese mismo margen, porque el espacio en blanco del margen, si se le presta atención, se prolonga bajo el texto que sostiene, aunque en seguida pase desapercibido. La atención exclusiva a la vida no puede realmente sacarla de ese fondo inquietante del que solamente se escapa para volver en seguida a él. Desde el momento que la vida se hizo pensamiento, desde el momento en que logró distanciarse de sí misma elevándose por encima del puro impulso instintivo, introdujo dentro de sí misma la muerte como una especie de doble en negativo. Solamente hay vida, dice Hegel, solamente se vuelve la vida espíritu, cuando la muerte es asumida y no es soslayada con seguridades ilusorias. «Aceptar y sostener lo que es la muerte es lo que exige mayor esfuerzo... 8
Cf. M. de página 76. 72
CERTEAU,
Le Christianisme eclaté, París, 1974, Le Seuil,
El espíritu no es un poder como la positividad que se separa de la negatividad..., sino que es ese poder o facultad sólo cuando contempla la negatividad cara a cara y habita en ella» 9. ¿Pero es posible contemplar cara a cara la negatividad, es decir, a la muerte? La muerte, dice por otra parte Hegel, es algo que sólo puede observarse en el hombre, en el fondo de los ojos del hombre. «En las representaciones fantasmagóricas no hay más que noche alrededor: aquí surge de pronto una cabeza ensangrentada, allí una aparición blanca; y ambas de golpe desaparecen tan bruscamente como aparecieron. Es esa noche la que se descubre cuando se mira a un hombre a los ojos: queda sumergida la mirada en una noche que se vuelve terrible; es la noche del mundo la que se ofrece entonces ante nosotros» 10. La noche de la muerte, que en nuestras pesadillas podemos imaginar en forma de «representaciones fantasmagóricas», se asoma efectivamente a los ojos del hombre. La visión de la muerte no tiene, pues, nada de fantástico, es una visión del hombre mismo. De ahí que podríamos decir que la muerte es el hombre mismo o, como sostiene Kojeve al interpretar el texto de Hegel, que el hombre «es la muerte que vive una vida humana». Todo esto significa que sería posible ver la muerte en acción en todos los procesos de hominización y humanización a cuyos resultados hemos dado el nombre de «cultura». Pues Hegel y Marx tras él han demostrado que el hombre no se ha hecho hombre más que mediante el doble esfuerzo del trabajo y de la lucha; ha demostrado que la humanidad no es algo dado, sino una conquista contra esas fuerzas hostiles para el hombre como son la naturaleza y los otros hombres. Indudablemente hay diversas formas de concebir y enfocar la relación entre esas dos actividades inseparables del trabajo y la lucha. ¿Es, como cree Hegel, el miedo a la muerte y por tanto el abandono de la lucha lo que condujo al esclavo a reconocer como dueño a su vencedor y a trabajar para él? ¿O es, como piensa Marx, ese mismo dominio el que suscitó la lucha llevando al esclavo al riesgo de la muerte para despojar al dueño de sus privilegios? En cualquier caso lo que es evidente es que las sociedades humanas y sus ci9 ,0
HEGEL, Prefacio a la Fenomenología del espíritu. Citado por A. KOJEVE, Introduction a la lecture de Hegel, París, 1968, Gallimard, pág. 550.
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vilizaciones nacieron y se desarrollaron con sudor y con sangre. El hombre no surgió de la animalidad sino bajo el signo de una muerte a la vez arrostrada y rechazada. Y aún cabe decir que no ha emergido del todo ni que lo consiga nunca, pues su nacimiento o su doloroso alumbramiento sigue aún produciéndose a través de los violentos procesos que confieren a la historia el rostro atormentado que tiene. Es, pues, fácil detectar el impacto que produce la muerte en todas esas formas culturales que son fruto del trabajo y de la lucha: equilibrios políticos y sociales duramente alcanzados, o aún por alcanzar, y cuya fragilidad exige una tensa y vigilante protección. ¿No es en las puras expresiones y en el puro lenguaje donde se percibe fundamentalmente la muerte?, ¿en esas otras formas de cultura como son la filosofía, la poesía y el arte...? En realidad, la muerte es coextensiva con el lenguaje; si nuestro tiempo liga tan estrechamente el lenguaje con la muerte es sin duda porque concibe el lenguaje como un medio para dominar y controlar la muerte, para exorcizarla y humanizarla. El lenguaje tiene, en efecto, la doble facultad de anticiparse a la muerte y de retenerla. Se le anticipa bajo la forma hoy tan en boga de la crítica, que es una especie de muerte anticipada y como en efigie de un orden de cosas considerado anticuado. Con frecuencia apela a los instrumentos y a las armas, abriendo así el camino al trabajo y a la lucha que se encargarán de ejecutar el proyecto anticipado. Pero la muerte, real o ficticia, de hombres o de ideas, a que apunta el lenguaje crítico, muchas veces sólo es aceptada y querida contra esa misma muerte, contra el cadáver del presente al que uno se siente ligado y del que quiere desembarazarse para vivir de otra manera y en otra parte. Anticipándose a la muerte para «acabar» con ella y poder situarse por encima de ella, el lenguaje puede también retenerla y situarse como si la muerte aún no se hubiese producido. Se convierte entonces en memoria y se pone al servicio de nuestro deseo de detener el tiempo. La historia es ese intento de eternización mediante la memoria, ese diálogo por encima del tiempo que conserva en forma de palabras los rasgos y las huellas de lo que ha dejado de existir ya. Acelerar el tiempo mediante el lenguaje o ralentizarlo supone para el hombre el poder sobrevivir a sí 74
mismo, liberarse del presente que muere para preservarse en el futuro y conservarse en el pasado. Por eso precisamente, podríamos añadir, los animales no hablan: cuando un ser no es consciente de su condición de mortal, queda clavado y atrapado en el presente; cuando uno queda limitado a cada presente, no tiene nada que decir. Nietzsche evocó así el imposible diálogo entre el hombre y el animal: «¿Por qué no hablas de tu dicha? ¿Por qué te limitas a mirarme?» El animal podría muy bien responder y decir: «Porque yo olvido en seguida lo que en cada instante quisiera decir» n . El animal evidentemente olvidaría rápidamente esa respuesta y por eso se calla. Si el hombre es hombre precisamente porque habla y si habla porque se sabe mortal, se comprende que Heidegger haya podido reasumir aquella denominación con la que los antiguos designaban a los hombres, esbozando con ella una definición imposible: «los mortales». Los dioses, a quienes todo le viene ya dado y para quienes nada cambia, y que además no pueden perder ni ganar nada, no son mortales. Tampoco pueden serlo, en el extremo opuesto, los animales, que son como una especie de dioses invertidos, y que no viven más que instantes llenos y acabados en los que la muerte brilla por su ausencia, hasta el momento en que ésta les sobrevenga como una especie de acontecimiento exterior que no les afecta ya. Los animales perecen, pero sólo los hombres mueren. «Los mortales son los hombres. Se les llama mortales porque pueden morir. Morir quiere recir: ser capaz de muerte en cuanto tal. Sólo el hombre muere, y muere continuamente mientras dura su estancia en la tierra, bajo el cielo, ante los seres divinos» 12. Los autores que acabamos de citar no piensan todos evidentemente en una misma dirección. Pero coinciden en esto: el hombre que no posee apriorísticamente definición alguna de sí mismo, cuyo devenir no obedece a plan alguno grabado en la naturaleza, se identifica con su propia génesis y, por tanto y al fin de cuentas, con el tiempo. Es el ser que más próximo está, por haberlo interiorizado y concienciado, con ese punto en el que el nacimiento y la muerte, la creación y el ocaso, el ser y la nada, 11 Considérations inactuelles, traducción de G. Bianquis, París, 1970, Aubier-Montaigne, pág. 201. 12 Essais et conjérences, París, 1958, Gallimard, pág. 117>
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no son más que uno. El ser que más plenamente muere es el que más plenamente crea y se crea, como si la proximidad de la muerte fuese también una proximidad de los orígenes, una vuelta atrás hacia aquel tiempo de inocencia en el que nada aún había comenzado. La muerte no es, pues, una margen despreciable e insignificante, cuyas expresiones culturales sólo habría que tener en cuenta de cuando en cuando, simplemente cuando de ellas se hablase. Es más bien esa dispersión permanentemente en acción contra la que lucha la cultura en sus manfiestaciones de recuerdo, proyectos y realizaciones para tratar de unificar al hombre, renovándolo en una unidad siempre amenazada.
CREENCIA Y NO-RESIGNACION A LA MUERTE ¿Puede, sin embargo, el hombre sentirse satisfecho y pleno, sintiéndose, como se siente, colgado y como en suspenso entre esos dos bordes enigmáticos como son la vida y la muerte, el ser y el no-ser? Como puente y nudo de contradicciones, el hombre se encuentra en la situación difícil de no poder desatar ese nudo, teniendo el deber de hacerlo, no obstante, para poder dar una significación a su conducta y a sus obras. «Dios, dice Pascal, que fue tan sensible a esta condición, queriendo darnos el difícil regalo de ser ininteligibles para nosotros mismos, ocultó ese nudo tan alto, o, mejor dicho, tan bajo, que nos resultaba imposible acceder a él» 13. Sin embargo, concebimos dicho nudo como inaccesible con el fin de poder desatarlo con el pensamiento. Entre la vida y la muerte, entre la afirmación y la negación, nosotros al fin y al cabo hacemos siempre prevalecer a la una o a la otra. Rompemos la alternativa en favor de una o de otra. ¿Va a quedar rota dicha alternativa siempre a favor de la muerte como dan a entender esas instancias críticas para las que el subsuelo de nuestras viejas afirmaciones metafísicas suena siempre a hueco? No hay que olvidar, a pesar de todo, que la fuerza de la negación no ha conseguido minimizar la afirmación hasta el punto de hacerla imposible. La crítica, por ejemplo, del deseo como productor de ilusiones no consiguió suprimir por ello la
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el deseo. En el flanco de la vida se revela disimulada y camuflada la muerte, pero la vida no deja por ello de proseguir su curso. En este punto es donde podríamos conectar, aunque desde una perspectiva distinta, con la cuestión de la fe, o al menos con la creencia en sentido amplio, ya que no es el momento ahora de contemplarla en su significación especialmente cristiana. Sí el hombre se halla en la encrucijada del tiempo, muriendo sin cesar a su presente en beneficio de un pasado añorado o de un porvenir ideal, trata, sin embargo, de encontrar el anclaje de su conducta y sus obras más allá de lo inmediato. Si el hombre tiene la necesidad de crearse a sí mismo contra, y a pesar de, la nada, se comprende fácilmente que tenga que construir puentes sobre el vacío. A pesar de las planificaciones y proyectos basados en los datos verificables y empíricos, el hombre se está continuamente ocupando de lo invisible (actualmente decimos «futuro» o porvenir, pero el porvenir es justamente eso: invisible). Esa aventura arriesgada hacia una sociedad nueva o hacia un mundo nuevo, o sea cual sea el nombre que se dé a esa realidad nueva y futura que se espera y no se ve, tiene todos los visos de una creencia. Creer no es solamente emitir una opinión como cuando se dice: creo que hará buen tiempo mañana, no es solamente hacer previsiones concretables en tácticas o estrategias, sino bosquejar o diseñar por adelantado ese otro tiempo o época en el que aún no vivimos, pero en el que ya nos estamos comprometiendo. La llamada que escucharon los franceses el 18 de junio de 1940 es un ejemplo bastante ilustrativo de esa forma de creencia: el bosquejo anticipado y vivencial de una victoria que no tenía que ver nada, más bien lo contrario, con la situación de desastre del momento. Lo único que cabe hacer, y así se hace la historia, es construir el puente incierto que unirá el desastre que se ve con la victoria que no se ve. No hay que hacer mucho esfuerzo, por lo demás, para mostrar que en el origen de toda creación verdadera o de cualquier gran descubrimiento está esa fe, esa arriesgada afirmación y esa fortaleza que se saca de la flaqueza de la incredulidad y de la somnolencia de la rutina. Fueron necesarias, por supuesto, las visiones de Cristóbal Colón para que América fuese descubierta. Nietzsche califica a los que se instalan en la increencia satisfecha con estos
Pensamientos, frag. 343.
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términos: «Ineptos para creer, tal es el epíteto que yo os doy ¡oh realistas!... Sois estériles, porque carecéis de fe. Porque todos los que han nacido creadores han tenido siempre sueños proféticos y han sabido leer los presagios de las estrellas; han tenido fe en la fe» 14. Una tal fe revela que, aunque la muerte es lo inevitable y aunque en su nombre puede rechazarse cualquier creencia como una ingenuidad, la voluntad de vivir es igualmente inevitable y fundamental. Por eso mientras dure la voluntad humana de vivir, durará la creencia o la fe. Hay que subrayar, sin embargo, que «la fe no es un grito», aunque ese grito sea el mismo grito de la vida. Si creer se traduce siempre en una afirmación, esta afirmación es siempre una palabra articulada, una palabra que tiene un sentido. Es más, el sentido de esa afirmación o palabra articulada no hace referencia, en último término, a aspectos y puntos secundarios o insignificantes, sino a la vida y a la existencia misma. Tiende a ser una afirmación absoluta. Tal vez sea, por otra parte, la certeza de la muerte y por tanto la irreversibílidad de la vida (como dice Pascal: estamos embarcados) la que confiera a nuestros compromisos fundamentales esa dimensión de absoluto. El ser vivo que se sabe mortal quiere anunciar de una vez por todas, y antes de que sea demasiado tarde, que está vivo y que la vida existe. Pero no lo hace únicamente como si sólo se tratase de sí mismo: a través de su propio compromiso y de su propia visión está comprometiendo e implicando a toda la humanidad y a todo ser. Es digno de destacar, en efecto, que el hombre no pueda en sus compromisos y actuaciones dar testimonio de sí mismo si no da testimonio al mismo tiempo de otra cosa, de otra realidad, en el fondo del sentido de toda realidad. Hemos dicho ya que el lenguaje tiene una dimensión o alcance metafísico: si no se trata de una metafísica formulada, sí se trata de una metafísica presupuesta o implícita en la que se esconde como en una trastienda la justificación de las opciones que se hacen. La opción por una vida religiosa presupone que se haya previamente respondido ya a la cuestión de la existencia de Dios, o a aquella cuestión que Pascal prefería de «saber si el alma es mortal o inmortal». La opción por una actividad revo-
lucionaria presupone que se ha dado previamente a la historia un sentido y una finalidad determinada, y si se trata de un sentido inmanente, que se tenga alguna idea ya de la estructura de esa etapa o fin que se busca. La urgencia de vivir arrastra tras sí la urgencia de elegir, urgencia que a su vez anticipa un absoluto que no se ve y que únicamente es expresable bajo la forma arriesgada de la «creencia». De ahí que la creencia y lo absoluto no sean patrimonio exclusivo de las religiones. No es posible conservar el dinamismo de la vida, se haga al margen o en contra de la religión—poco importa—, si no se conserva y establece una forma de fe, la que sea. El mismo Marx, quien por otra parte se guardó muy mucho de «proponer recetas para las ollas del futuro», no pudo justificar la práctica revolucionaria más que poniendo en el horizonte lejano de la acción del hombre la lucecita de «unas relaciones transparentes y racionales del hombre con sus semejantes y con la naturaleza» 15. Transparencia que implica a su vez una concepción definitiva y a la vez no establecida aún respecto al ser del hombre y de la naturaleza. El hecho de que el marxismo haga galas de una cientificidad problemática no puede hacer ocultar el hecho también claro de que lo que afirma implica ante todo, como anotó el mismo L. Goldman, una apuesta de tipo pascaliano, es decir: una fe. «Para llegar a un conocimiento positivo del hombre hay, pues, que apostar ya desde el principio por el carácter significativo de la historia, lo cual quiere decir que hay que partir de un acto de fe, el Credo ut Intelligam; ese es el fundamento común de la epistemología agustiniana, pascaliana y marxista, aunque en los tres casos se trate de una fe esencialmente diferente (evidencia de lo transcendente, apuesta por lo transcendente y apuesta por una significación inmanente respectivamente)» 16. Por más que el hombre se sepa mortal, no puede resignarse a estar muerto. Por eso segrega y pone ante sí todas esas dudosas seguridades que, unas tras otras, traducen una irreprimible necesidad de dicha y de verdad. «Es una desgracia para nosotros, mucho mayor que la que supondría el no poseer un ápice de grandeza en nuestra condición, el tener una idea de la felicidad 15
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Así habló Zaratustra.
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El Capital, 1.a, V. Le Dieu caché, París, 1971, Gallimard, pág. 104.
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y el no poder acceder a ella; presentimos e intuimos una imagen de la verdad y no poseemos más que la mentira» 17. Por mucho, pues, que nuestra época esté marcada por el signo de la crítica y de la sospecha, por mucho que privilegie el lenguaje de la muerte—lenguaje sin ilusión por excelencia—la vida no cesa de afianzarse en su propio impulso y de producir y segregar sus propios proyectos. Apenas han sido arrancadas las semillas de la creencia, y rebrotan bajo otras formas, a veces monstruosas, aunque siempre tenaces, como para poner en duda la radicalidad de una crítica que se tenía por radical. Indudablemente no se trata o se intenta aquí una refutación en forma de esa crítica ya que sus creencias, de contenidos inciertos, no son abordadas ni discutidas ahora de una forma directa y pormenorizada. Lo que sí es cierto es que los absolutos, de los que olímpicamente prescindían, vuelven a aparecer y proliferar, como una especie de río cuya corriente se intentase detener, pero cuyo curso queda roto y esparcido en múltiples derivaciones y riachuelos. Los dioses no han muerto; al ver lo inútil que resultaba resistir sobre un terreno minado por la crítica y la hermenéutica, han preferido echarse al monte. Una de las primeras consecuencias de esa crítica es, en efecto, no el haber secado la fuente de la creencia, sino el haber roto las estructuras o canales tradicionales a través de los cuales aquella se expresaba. Hemos hablado de una especie de desnudez cultural: el deseo de ser más, de ser de otra forma, choca de lleno con los esquemas y categorías que han servido de moldes a los discursos religiosos y humanistas tradicionales. Como con las instituciones ordenadas y jerarquizadas a las que las citadas categorías servían de reflejo. Pero desnudo y sin sus moldes tradicionales, el deseo se hace errante, vagabundeando a capricho por las más diversas configuraciones como en una especie de coctelera en la que cohabitan en desorden sueños e impulsos revolucionarios, orientalismos, naturalismos, drogas, etc. Las grandes religiones, los tradicionales edificios metafísicos pueden derrumbarse y desestructurarse, pero lo que nunca desaparecerá será esa fides quaerens intellectum—«esa vida que busca razones para vivir», podríamos traducir—que confiere carácter de abso17
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PASCAL,
Pensamientos, frag. 434.
luto y divinidad a aquello que pueda proporcionar la plena realización. Que esa inyección de absoluto en las ideas y en los individuos pueda producir ídolos, dioses caricaturescos o incluso configuraciones demoníacas es algo que ha ocurrido siempre y no es específico de nuestra época. Pascal elaboró una lista pintoresca de esos productos y fenómenos que, en momentos críticos cuando lo divino se difumina, tienden a ocupar el puesto de la divinidad: «Astros, cielo, tierra, elementos, plantas, animales, insectos, bueyes, serpientes, fiebres, peste, guerras, hambres, vicios, adulterios, incestos...» 18 . Lo cierto, sin embargo, y lo que no hay que olvidar es esa resistencia que opone el nudo de la creencia y del deseo de absoluto: si fuerte es la crítica con unas luces propias de la muerte, fuerte también es el deseo, aunque quede reducido al silencio, y la vida que lo anima, y cuya fuente es por lo menos tan primitiva y tan misteriosa como la de la muerte.
LA HERMENÉUTICA Y EL RETORNO A LO TRÁGICO La redoblada fuerza de los discursos críticos lleva consigo además otra consecuencia: además de haber despojado a la creencia de sus expresiones tradicionales—ya que no ha logrado ahogar la fuerza del deseo—, ha conseguido también ensanchar y hacer más temible la sima sobre la que la «creencia» apoyaba sus frágiles puentes. Cuando dichos puentes eran sólidos, o al menos lo parecían, se podía caminar y pisar sobre tierra firme. Cuando dicha solidez se pone en duda, uno se lanza a la aventura con el temor permanente de quedar hundido y perdido en los abismos. Esta es la nueva forma de lo trágico que nos depara el ejercicio contemporáneo de la crítica y la hermenéutica. Cabría a este respecto traer a colación una vez más aquellas reflexiones de M. Foucault en las que comparaba el sistema de interpretación del siglo xvi, fundado en la asimilación, con el que surgió en el siglo xix con los célebres «maestros» (Nietzsche, Freud y Marx). Estos utilizan un sistema interpretativo de ruptura con unos resultados inversos al precedente: mientras que los criterios de asimilación reducían la alteridad a la identidad, 18
PASCAL, Pensamientos, frag. 425.
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haciendo coincidir y corresponderse mediante leyes de semejanza fenómenos aparentemente discordantes 19 , los criterios de ruptura hacen saltar en mil pedazos las identidades aparentes reduciéndolas a diferencias irreductibles, descubriendo la alteridad en la identidad o mismidad. Efectivamente en lugar de unificar los signos en virtud de semejanzas ocultas, la interpretación los separa analíticamente (distancia el consciente del inconsciente, las superestructuras de las infraestructuras) de tal forma que hace imposible ya cualquier atisbo de transparencia entre ellos. El velo a través del cual las cosas se comunicaban y se ordenaban en función de un principio unificador se convierte en un muro opaco distanciador; y es así porque no se vislumbra ya ese punto de origen, absoluto e imparcial a la vez, que pueda aglutinar como una especie de Verdad absoluta todas las interpretaciones. De ahí que la interpretación como el lenguaje—y en sí misma no es más que un lenguaje—carezca de exterioridad, de referencias externas, porque en el fondo no se trata más que de signos que interpretan a otros signos: las relaciones de producción interpretadas por Marx o los síntomas freudianos son en sí mismos ya interpretaciones (hechas a su vez por la clase dominante o por el enfermo). Ahora bien, si las interpretaciones se relacionan de esa forma indefinida e interminable, en el fondo y al fin de cuentas es porque «ya no queda nada que interpretar. No hay absolutamente nada que pueda ser interpretado o que sea realidad a interpretar, porque todo es interpretación, cada signo en sí mismo no es algo que pueda prestarse a interpretación sino ya en sí mismo interpretación de otros signos... En efecto, la interpretación no viene a esclarecer una materia que esté ahí y que pasivamente se nos ofrezca; la interpretación lo único que puede hacer ya es abalanzarse incluso violentamente sobre otra interpretación para invertirla, corregirla y fracturarla a martillazo limpio» 20 . Por con-
19 Por ejemplo «el rostro es émulo del cielo, porque así como el intelecto, imperfectamente, refleja la sabiduría de Dios, así también los dos ojos con su claridad delimitada reflejan la gran iluminación que extienden por el cielo el sol y la luna» (M. FOUCAULT, Les Mots et les choses, op. cit.. pág. 34). 20 M. FOUCAULT, «Nietzsche, Marx, Freud», en Nietzsche, Cahiers de Royaumont, op. cit., pág. 189.
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siguiente, el signo por benévolo, indicativo e instructivo que aparezca, es en el fondo malévolo, desorientador y falaz precisamente porque en sí mismo es ya una interpretación, es decir: error o ilusión: el dinero engaña (Marx), los síntomas engañan (Freud), las categorías morales engañan (Nietzsche). Cualquier signo se convierte así en un malicioso genio, en signo de un embaucador de quien hay que estar continuamente sospechando. Además, nada prueba que la interpretación que pretende desengañar y desenmascarar el engaño no sea a su vez una engañifa, como muy bien Freud podría decir de la interpretación de Marx o Nietzsche de las interpretaciones de ambos. Asistimos, por tanto, a la espiral de una interpretación que no tiene término ni comienzos, a una espiral que se pierde y «desliza hacia una región peligrosa en la que la interpretación no solamente va a estar sometida a un continuo cuestionamiento, sino dinamizada hacia su propia desaparición con riesgo incluso de arrastrar tras ella la desaparición del mismo intérprete» 2 1 . Lo inquietante está justamente en esa nada que se trata de interpretar y en torno a la cual gravitan en movimientos desquiciantes los diversos lenguajes intentando interpretarse unos a otros; en esa nada que es el espacio abierto por una incesante negación que hiere y rechaza, un espacio ilimitado, sin fin..., sin contenido real ni reconciliación» 22 . La experiencia de ese espacio que se abre sobre el abismo, a pesar del inútil esfuerzo del lenguaje por concretarlo y asegurarlo, ¿no será en el fondo una «experiencia de la locura»? La expresión de Foucault alude explícitamente a esa «historia de la locura» en la que evoca esas obras de nuestro tiempo que la locura acabó por cercenar: Nietzsche, Van Gogh, Antonin Artaud. La locur^, sostiene, no está al margen de sus obras, como si esas obras no tuviesen que ver nada con ella. La locura como lenguaje interrumpido, como palabra rota, está por el contrario en el corazón de todas esas obras, es el silencio sobre el que se apoyan. «Debido a la locura que la cercena, una obra se abre al vacío, a un tiempo de silencio, a interrogantes sin respuestas, provocando un desgarro sin
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Ibídem, pág. 188. Ibídem, pág. 191.
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reconciliación en el que el mundo queda prisionero de sus propios interrogantes» 23. «Desgarro sin reconciliación», otra expresión más a unir a la de locura, muerte, nada, como un conjunto que apunta hacia un torbellino abismal y enigmático sintetizado y construido a base sólo de palabras. Ante las respuestas en otro tiempo satisfactorias, las preguntas ahora se han desmesurado, se han hecho más grandes que las respuestas, como una especie de río cuyo cauce no deja de crecer y ensancharse bajo unos puentes que se han quedado excesivamente cortos y estrechos. La locura, la muerte y la nada no son en sí mismas respuestas, de lo contrario volveríamos a aquella síntesis que es justamente lo que se ha superado y liquidado. Llevada hasta sus últimas consecuencias, esta crítica de lo Absoluto desembocaría a una situación muy distinta a la de un positivismo satisfecho y tranquilo en el que la ciencia ha creído desplazar definitivamente a la creencia. Los saberes analíticamente disociadores han puesto al desnudo bajo la exuberancia de sus productos culturales esas capas desarraigadas y misteriosas que sucesivamente han recibido el nombre de vida y muerte, razón y locura, ser y no-ser. Multiplicidad de nombres, porque la última realidad resulta siempre inasequible. El enigma, por el contrario, se hace mayor cuando dichos saberes han llegado a la conclusión de que todo intento de solución es inútil o por lo menos dudoso. Multiplicidad de nombres que por turno han ido reconstruyendo, por haber criticado sus contenidos, ese espacio metafísico que aparece tanto más vasto cuanto más vacío se le considere. Si existe -«sin contenido real» también es algo «sin reconciliación», no pudiendo por ello tapar con la paz de los muertos o la paz de los cementerios las ilusiones que sin cesar rebrotan de la vida. Ha podido, ciertamente, parecer más realista, y con un realismo negro, invocar el rostro sombrío de la existencia para acabar y disolver su cara esclarecida. Pero si la vida rebrota sin cesar del vacío que bajo ella se abre, si no se consigue apagar sus resplandores, entonces es que la muerte no es la clave del misterio. Invocarla para cuestionar las afirmaciones
de vida supone al fin de cuentas desmitificar un misterio para implantar otro y embarcarse en un juego de vaivén que no resuelve nada. «La negatividad que intenta rechazar el ser acaba en seguida por quedar absorbida por el ser. El vacío que se crea se llena en seguida de un sordo y anónimo murmullo existencial como la plaza que deja vacante el que muere del murmullo de los solicitantes» 24. Si hubiera que hacer el balance de todo este juego, habría que decir que hemos perdido en él todas nuestras ilusiones sin ganar a cambio ninguna verdad definitiva. La muerte misma, desde la que se habla como desde un tribunal supremo, no es afrontada nunca directamente y difícilmente puede ser tenida como última solución para poder poner paz en nuestros pensamientos. En vez de paz, lo que viene a poner la crítica contemporánea, a despecho de su frialdad, es una inquietud y angustia fundamental. Es una inquietud que nos hace pensar en aquel animal de la Madriguera de Kafka que después de haber preparado bien toda su red de galerías y de haberse pertrechado contra cualquier ataque previsible oyó de pronto subir desde el fondo un ruido inusual e imposible de localizar. Invisible, imprevisible e inaccesible, la amenaza viene del fondo, o mejor: de ese fondo abismal para el que todas nuestras medidas son pequeñas y pobres. Y ya no son suficientes aquellas palabras que se invocaban para ponerlo todo en orden, como se solían poner en orden los niños al tañido de la campana: Dios, hombre, razón eran palabras que respondían ante cualquier interrogación. Estas palabras ahora, y el discurso cuyo centro ocupan, no tienen ya el misterio en sus manos como cuando bastaba con pronunciarlas para que el misterio se desvelase. Con múltiples términos distintos como vacío, muerte, noche, nada y otros más, nuestro tiempo ha reintroducido en la suficiencia del discurso la sospecha de su propia insuficiencia, incluida la insuficiencia de la crítica misma. El discurso se interrumpe, se para, queda inacabado porque las palabras-claves como Dios, hombre, razón y vida son signos con una significación nebulosa y difuminada. Los signos siguen estando disponibles, pero ya no son transparentes ni significativos; entre
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° Histoire de la folie a l'áge classique, París, 1964, Union genérale
d'édition, pág. 303.
E. LEVINAS, Autrement qu'étre ou au-dela de l'essence, La Haya, ' 1974, Nijhoff, pág. 3.
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signo y significación se ha colado la sospecha como se cuela e interpone una nube entre nuestro ojo y la luz, haciéndonos perder la confianza que antes poníamos en las palabras. Nuestra visión se convierte así en una visión de ciego ante quien siguen desfilando las imágenes, pero imágenes que no se corresponden ya con la realidad exterior. ¿Cabe aún conservar esas palabras como unos órganos muertos? Al ciego se le pueden arrancar sus ojos inútiles, pero siempre quedarán sus órbitas como exigencias abiertas de visión. Y surgirán las visiones imaginarias a falta de visión de la realidad como algo difícil de evitar. De la misma forma puede interrumpirse el discurso desechándose las palabras claves que le daban consistencia. Pero quedará en forma de puntos suspensivos, en forma de silencio un espacio por llenar, pues no es posible hacer desaparecer el espacio en blanco al borrar las palabras que en él estaban escritas. Al poner en cuestión, pues, sus propios contenidos, al devorarse a sí mismo en su propio proceso de interpretación, el lenguaje ha hecho aparecer la sima y la nada que creía poseer. ¿Dios?, ¿el Hombre?... Indudablemente las palabras ceden ante el avance de una muerte que engulle todas sus promesas vaciándolas de los contenidos que vehiculaban. Pero la muerte, a su vez, no tiene la última palabra, no es la palabra definitiva. Porque por encima de la sima que intenta abrir, la vida sigue avanzando y expresándose. Porque si una palabra definitiva resulta imposible, también resulta imposible el silencio absoluto. Por eso la rigurosidad de la crítica que se hace en nombre de la muerte no consigue nunca desmitificar esas ingenuidades renacientes que dan a la vida color y sentido. Si difícil .resulta creer, no menos difícil resulta no creer y de ahí que la creencia rebrote sin cesar en ese mismo subsuelo en el que Dios y el hombre han sido al parecer desarraigados. «Cuando nado a cincuenta mil pies de profundidad, creo», decía Kierkegaard. Tal es, entre la vida y la muerte, la situación de la creencia: que haya por debajo del hombre una profundidad que amenaza sin cesar con engullirlo y que a pesar de ello y a pesar de ese abismo del que el mismo hombre se ha hecho consciente, consiga flotar y avanzar.
IV LA FE EN LAS DIMENSIONES DE LO ABSURDO
Cabe incluso, paradójicamente, llegar a afirmar la necesidad de la creencia al cabo incluso de un proceso que se ha caracterizado por vaciar de contenido a toda creencia. A medida que la crítica va disipando, por ilusorias e indefinidas, las afirmaciones y expresiones con las que intentábamos traducir lo absoluto, el misterio de dicho absoluto y la necesidad de su afirmación se revelan aún con mayor intensidad y urgencia. Imaginemos, por ejemplo, a un astronauta que navega hacia un planeta desconocido y que atraviesa multitud de capas o nebulosas espaciales, cada una de las cuales toma erróneamente como la plataforma del planeta buscado. A medida que va avanzando va descubriendo que dichas plataformas no son más que puro espejismo, que cada plataforma que atraviesa no es en absoluto el planeta que él creía. ¿Le servirán dichas desilusiones para satisfacer su curiosidad? ¿Le bastará ir tachando uno tras otro los falsos planetas para llegar al descubrimiento del planeta auténtico? Deslizarse en un abismo sin conseguir tocar nunca el fondo no sirve más que para hacer mayor o más profundo el misterio. Descender progresivamente en el abismo e ir avanzando de ilusión en ilusión, de interpretación en interpretación, es acrecentar cada vez más el interrogante que ese inefable e indiscernible abismo plantea. Del mismo modo podríamos decir: Tal vez todas nuestras respuestas a las cuestiones que la existencia nos plantea, todas nuestras creencias, que en el fondo no son más que otras tantas respuestas arriesgadas, sean falsas. La falsedad de las respuestas, sin embargo, no hace desaparecer las preguntas ni las convierte en preguntas inútiles y desfasadas. Al contrario, si la respuesta a una cuestión se convierte en respuesta dudosa o in89
apropiada, la cuestión entonces se vuelve más urgente y virulenta, y la que pierde actualidad en el fondo es la respuesta. Lo que pasa, en efecto, es que a nosotros nos han enseñado y entregado las grandes preguntas en forma de respuestas y éstas se nos presentaban con tal evidencia y normalidad que acababan ocultando y marginando las preguntas, quedando éstas en el fondo relegadas a un papel meramente formulístico y pedagógico, como en el antiguo catecismo. Pero si la duda gana camino y se recrudece, en el fondo es porque dichas respuestas no habían hecho más que enterrar las preguntas, volviendo éstas a reanimarse como se reanima el rescoldo bajo las cenizas. Por eso toda época en que las afirmaciones y esquemas se debilitan y tambalean es una época poco cómoda para el pensamiento, es siempre tiempo de inquietud, al recrudecerse los interrogantes que se creían apagados.
DE LA NADA AL INFINITO Indudablemente no se trata aquí de interrogantes del tipo de «¿hará buen día mañana?» o «¿estaré mejor la próxima semana?» Las respuestas en estos casos correrán a cargo de la meteorología o de la medicina, o de las ciencias en general, o incluso la simple experiencia diaria será la que se encargue de responder al día siguiente a las preguntas de la víspera. Se trata más bien de esas preguntas que podríamos llamar «metafísicas», ya que inciden sobre ese campo de lo absoluto que escapa a toda posibilidad de verificación: ¿por qué hay existencia?, ¿qué es la existencia?, ¿qué es lo que verdaderamente existe, es decir, lo que escapa a esa dualidad de vida y muerte en la que están continuamente balanceándose el hombre y su mundo? Si, utilizando términos hoy al uso, hablásemos del sentido, indudablemente no se trata de esos ámbitos bien definidos de la economía, física o política, etc., en los que las cuestiones tienen en sí mismas un sentido bien concreto y definido, sino del ámbito que engloba todos los demás ámbitos, del sentido que globaliza todos los demás sentidos. Los interrogantes últimos y decisivos surgen en una dimensión en la que la existencia profusa de sentidos particulares, propios de los diferentes dominios de nuestra vida coti90
diana, no impide la posibilidad de una absurdidad global, de un sinsentido universal. Mas el absurdo, que ha servido de alimento a más de una corriente filosófica contemporánea, es menos una conclusión positiva—porque, ¿quién ha podido hacer su verificación definitiva?—que la confesión de nuestra impotencia para llegar a alguna parte. Sería indudablemente más prudente denominarlo enigma o misterio, palabras éstas más abiertas a la indecisión, esa última instancia a la que lo referimos todo. Porque la crítica de todo lo que el pensamiento humano ha creado y formulado como respuesta al enigma de la existencia nos reconduce más bien a aquella extrañeza original que es, según Platón, lo específico del hombre y que inaugura el comienzo de la filosofía. Si resulta, pues, que nuestros saberes se acumulan dejándonos en la insatisfacción en cuanto a las cuestiones fundamentales, es porque dichos saberes no llegan a colmar nuestras lagunas de ignorancia ni a abarcar la inmensidad de interrogantes que los hizo surgir. Extrañarse, interrogarse es saber que no se sabe; supone no poseer aún una idea clara y definitiva sobre esta existencia que solamente experimentamos en su totalidad bajo la forma de aquel «sentimiento oceánico» en el que Freud ponía el origen de las religiones. Sin duda cada cultura y cada época construye sus propios sistemas explicativos con la pretensión de colmar aquella laguna que antes mencionábamos. Pero nunca se consigue colmarla del todo, ni llegar al fondo. Sin duda sobre ella se vierten y se echan todos los saberes positivos que hemos ido adquiriendo a fuerza de reflexión y de experiencia. Pero es querer llenar con elementos finitos un espacio infinito. Por eso las grandes cuestiones e interrogantes se reavivan siempre y resurgen después de cada intento de respuesta. Por eso también la crítica tiene siempre resortes a su alcance para conmover los cimientos que habíamos creído sólidos y en los que nos habíamos instalado. La negación, ese poder que el espíritu posee de volver siempre hacia atrás para minar la base de sus propias afirmaciones, solamente puede mantenerse gracias a ese trasfondo extraño e inaccesible a todo lo que nuestras reflexiones han construido y circunscrito. «¿No existe la Nada, pregunta Heidegger, más que porque existe el 'no'?... Lo que nosotros afirmamos es esto: la Nada es originariamente anterior al 'no' y a la nega91
ción» 1. La nada no es la pura y simple supresión de lo que existe, una no-existencia pura y simple. Es aquella dimensión, en sí misma no definida, que hace surgir el carácter extraño de lo que existe. «Una dimensión que revela lo existente en su perfecta extrañeza, velada hasta entonces, que lo revela y presenta como lo radicalmente otro frente a la nada» 2 . Lo que es nada, lo que no es, es precisamente lo que no entra dentro del marco de captación y aprehensión de nuestro conocimiento, lo que desborda o va más allá del conjunto de cosas que nosotros hemos podido por nosotros mismos estructurar y definir; en una palabra, lo que desborda nuestra manera estrecha- de percibir y concebir lo existente. Tenemos que admitir, pues, que ni la filosofía ni las ciencias y técnicas que de ellas se derivan nos permiten en absoluto tomar posesión de ese fondo de las cosas, de ese absoluto al que, por otra parte, no cesamos de aspirar. Igualmente parece estar claro que la misma crítica de esa nuestra aspiración, tal como aparece en las ciencias humanas, se queda a su vez en suspenso ante ese misterio originario del existir, misterio al que en el fondo nos conduce en vez de alejarnos. Evidentemente el estar continuamente descendiendo a ese abismo y a esa nada no nos hace avanzar. ¿Pero se trata en realidad de avanzar? No olvidemos que la filosofía se presenta en este aspecto como algo muy distinto a una mera acumulación de conocimientos. Mientras que las ciencias progresan uniformemente, la filosofía vuelve siempre a los mismos interrogantes, siempre reconsiderados pero nunca resueltos. Como si en vez de sumar saberes fuese prevalente despojarse de ellos, como si fuese preferible ahondar en vez de acumular. Por eso la filosofía no cesa de dar vueltas sobre los mismos puntos y de reconsiderar las mismas cuestiones. Ya evocamos antes la miseria de un pensamiento que aunque sepa de hecho infinitamente mucho más que Platón sobre el mundo y sobre el hombre no siempre tiene un conocimiento mayor que él sobre lo que es el mundo y lo que es el hombre. El pensamiento filosófico no se yuxtapone uno tras otro como una especie de enciclopedia que se transmite y crece de generación en generación, trata más bien de poner en claro, 1 «Qu'est-ce que la iMétaphysique», en Questions limard, pág. 54. 2 Ibídem, pág. 61. Subrayado por el autor.
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I, París, 1968, Gal-
de dar forma lingüística a ese «sentimiento oceánico», a ese sentimiento de absoluto e infinito que solamente experimentamos en la oscuridad y en la noche. Experiencia que nos gustaría expresar y formular de una sola vez y de una vez por todas, pero que no podemos traducir porque escapa a nuestras captaciones, puesto que es la experiencia de lo que nos trasciende, de lo que está más allá de nosotros mismos. De ahí que tengamos que contentarnos con expresarla infinidad de veces y de múltiples formas, siendo lo que nunca ha sido dicho, por eso mismo, susceptible de ser dicho siempre de nuevo. Estamos hablando aquí de filosofía. Pero lo propio del lenguaje, tan pronto desborda su uso utilitario inmediato, es traducir un sentimiento y una experiencia concreta: está llamado a llenar la distancia que separa al hombre del infinito. Cabría incluso añadir si el hombre no experimentase esa relación con lo infinito —relación sin duda negativa y jamás definida, puesto que lo infinito es «lo otro», «lo que está más allá» de todas las experiencias finitas—entonces no sería más que un mero animal; no hablaría. Volvemos, pues, a encontrarnos otra vez con aquella idea de que el lenguaje—que por su misma esencia consiste en traducir la misma esencia del hombre—tiene un alcance metafísico. No en el sentido de esas metafísicas elaboradas, sino en ese sentido original que presenta el lenguaje en su estado primitivo, como puede constatarse en el lenguaje del niño y de las poblaciones primitivas con esa ingenuidad en las respuestas que no logra velar la profundidad de las preguntas. Si esa relación, pues, con lo infinito es negativa, ya que lo infinito es algo que escapa a nuestras capacidades, está claro que el lenguaje por sí mismo no podrá reconstruirlo en su totalidad. De ahí que su profusión, no solamente en la filosofía sino también en la poesía, los mitos y las religiones, no sea en el fondo más que una tentativa indefinidamente renovada de colmar esa distancia que separa al hombre de lo infinito. Infinito o absoluto 3 que no puede alcanzar y que a pesar de ello no puede dejar de buscar. 3 Es evidente que lo Absoluto—realidad última que no depende de ninguna otra—y lo Infinito—realidad que escapa a todas las determinaciones que delimitan a los seres del mundo—designan un mismo misterio. Justamente porque el Absoluto es infinito es por lo que el lenguaje—construido desde la finitud humana—no acaba de enunciar una relación con lo que en el fondo no tiene referencia o réplica alguna.
Si esto es así, el lenguaje de la fe y precisamente de la fe tal como se formula en el cristianismo tampoco podrá escapar a esa condición limitativa del lenguaje. Como la filosofía y como la poesía, aunque con una originalidad muy propia 4, la fe se despliega en un espacio sin visión—lo que denominamos espacio «metafísico»—en esa distancia sin atmósfera que separa nuestras experiencias parciales de cada día de aquella experiencia total a la que aspiramos y que ahora solamente presentimos.
LA FE COMO RUPTURA DE EVIDENCIAS Nos parece que para que un discurso de tipo metafísico sea plausible, es decir, un discurso que hable de lo Absoluto e intente anunciar el sentido último de las cosas, debería poder desarrollarse sin provocar sorpresas. Indudablemente en el espíritu humano hay una arraigada tendencia a concebir lo que podríamos llamar una experiencia total, o un saber absoluto, sin solución de continuidad con sus experiencias particulares y sus saberes parciales. De ahí que creamos muchas veces de una forma ingenua que bastaría con agotar el filón de nuestros conocimientos para apagar nuestra sed de saber. Si pudiésemos explorar a fondo el tiempo y el espacio, si estuviésemos dotados de una capacidad perceptiva tan poderosa y perspicaz como la misma inmensidad y complejidad del universo, si pudiésemos descubrir las últimas leyes de la materia, la ley de todas las leyes, entonces no habría ya misterio. Esa tendencia aparece tanto en determinadas formas de teísmo, en determinadas formas de religiosidad, como en algunas formas de ateísmo. En la Antigüedad, por ejemplo, en la que la vida cotidiana estaba poblada por toda una pléyade de dioses, demonios y otros espíritus, era fácil y normal elevar a un ser por encima de los demás, un dios que fuese el primero en la jerarquía de los dioses; tanto los dioses como el Dios supremo fueron con frecuencia concebidos a imagen y medida de los deseos y temores del hombre. En una época, por el contrario, en la que el espíritu de las antiguas religiones populares ha per' Lo que, por otra parte, no es óbice para que tome prestadas expresiones de una y de otra. 94
dido vigencia y actualidad, y en la que la eficacia en el sobrevivir cotidiano depende más de la ciencia y de la técnica, aquella tendencia vuelve a aparecer en las tentativas por remontarse hacia un gran principio despojado de toda connotación religiosa, pero que explique o intente explicar una vez más lo que está lejos y es desconocido a partir de modelos próximos y conocidos. Así es como para un marxismo muy elemental se puede llegar a echar mano de una misma «dialéctica» para explicar tanto la formación del universo y la revolución rusa como la conquista de las vacaciones pagadas. En ambos casos la experiencia inmediata sería o se presentaría como una especie de tapiz que bastaría con desplegar del todo para que apareciese la explicación total, la experiencia absoluta. Sin embargo, el mismo proceso y mecánica del conocimiento desmiente y descalifica una continuidad de ese tipo. Una somera reflexión sobre el método científico nos pone de manifiesto que el conocimiento científico no es una mera prolongación del conocimiento sensible. Es precisa aquella «ruptura epistemológica» de que habló Gastón Bachelard, es decir: una conversión del espíritu renunciando a sus hábitos y maneras tradicionales de concebir y explicar el mundo. Para el verdadero científico hay una ruptura entre lo que las cosas son y la forma en que aparecen; entre el tamaño real del sol, por ejemplo, y su tamaño aparente. Ahora bien, si el paso de la percepción a la ciencia, en el sentido moderno del término, nos hace franquear un umbral, no nos hace franquear en absoluto el umbral definitivo, el que nos haría desembocar en lo absoluto. Por eso el pensamiento metafísico no podría—como había creído o pretendido alegremente determinado materialismo—descubrirnos el sentido último de las cosas prolongando sin más el conocimiento científico. «Yo no he encontrado a Dios», declaraba Gagarin al regresar de su viaje espacial. Si Dios es el nombre con el que designamos tradicionalmente lo Absoluto, no hay razón, en efecto, para pensar que sea más fácil verlo en la estratosfera que en la atmósfera o que pueda ser descubierto mejor con telescopio que con nuestra propia vista. Ni tampoco que pueda ser captado por nuestro pensamiento para convertirlo en una hipótesis científica inicial sobre la que se construyesen y de la que derivasen todas las demás. Dios, como referencia primera y última de todas las grandes re95
ligiones monoteístas, como referencia esencial de toda fe religiosa, solamente puede ser concebido como algo que excede a las antenas de nuestra experiencia y de nuestros conocimientos. De ahí que toda fe en Dios deba comportar lo que llamaríamos una ruptura de evidencias, es decir, la convicción de que el objeto último de la fe no puede quedar situado en continuidad de evidencias con la vida cotidiana ni en continuidad de evidencias con las conquistas vulgarizadas de la ciencia. Este es el sentido de aquella idea de «salto» con la que Kíerkegaard caracterizaba a la fe. La idea de «salto», esa insistencia reiterada en la idea de abismo que distancia a Dios de todos nuestros conocimientos positivos, indudablemente más de una vez ha suscitado desconfianzas. Porque el insistir en la inaccesibilidad de Dios ¿no supone dar en parte razón al ateísmo que tiende a ver la fe como algo subjetivo e irracional? ¿No es condenar a la fe a permanecer muda y sustraerle, por tanto, esa dimensión de inteligibilidad gracias a la cual puede ser expresada en sí misma y a los demás? Si el creyente sostiene, como Tertuliano, Credo quia absurdum, creo porque es absurdo, ¿no supone eso hacer del creyente mismo un ser absurdo, una especie de esquizofrénico delirante que habría que poner en manos del clínico o psiquiatra? En realidad, la idea de Dios es inevitable cuando el pensamiento llega hasta las últimas de sus exigencias: el mismo ejemplo de los grandes filósofos de la Antigüedad es una prueba de que una reflexión sobre el origen y el fin de las cosas, sobre el sentido de todo lo que existe, suscita necesariamente la referencia a Dios, cuyo mismo nombre, por lo demás, es anterior a todas las grandes religiones monoteístas conocidas. Por eso recuerda Santo Tomás en el comentario a aquel texto en que San Pablo declaraba «que Dios se deja ver a la inteligencia a través de sus obras» 5 que la afirmación de Dios es algo que no depende propiamente de la fe. «La existencia de Dios y las demás verdades relativas a Dios accesibles a la razón humana..., no son, a decir verdad, artículos de fe; son verdades preliminares que nos encaminan a ella» 6. Si resulta, pues, que la idea de Dios surge in5
6
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Rom 1, 20.
evitablemente cuando el pensamiento llega hasta sus últimas consecuencias y además todo esto al margen de cualquier referencia religiosa, la idea de Dios consecuentemente no puede ser considerada una idea insensata, sino, por el contrario, como la única idea que puede responder plenamente a las exigencias de sentido. Sería, sin embargo, un error sacar como conclusión de aquí—y ésta ha sido sin duda la causa de múltiples confusiones—que la idea de Dios es algo fácil, que se impone por sí misma y de una eficacia tal que bastaría con pronunciar sin más la palabra «Dios» para resolver de golpe todas las cuestiones. La idea más necesaria es también la idea más difícil; es la que tiene mayor riesgo de ser adulterada al ser utilizada, como San Pablo subrayaba con amargura en aquel mismo pasaje a propósito de los paganos, para quienes la idea de Dios no resultaba en absoluto extraña: «Ellos han trocado la gloria del Dios incorruptible por imágenes humanas corruptibles, por pájaros, cuadrúpedos y reptiles» 7 . Idea difícil porque sus contenidos referenciales desbordan nuestra experiencia sensible, desborda el espacio vital de nuestras evidencias en el sentido más literal de la palabra; idea difícil porque ninguna reflexión humana, por muy teológica que sea, le es homogénea; ninguna reflexión humana puede en absoluto traducirla. El objeto de una tal idea es demasiado grande para ella; de ahí que no pueda reflejarlo ni concebirlo, sino solamente indicar en qué dirección se debe reflexionar para aproximarse a lo que excede toda nuestra capacidad de captación. Por eso la teología afirmativa, la teología que intenta explicitar positivamente los contenidos y atributos de Dios, ha ido siempre acompañada por las rectificaciones de una teología negativa que recordaba continuamente la ineptitud de nuestro lenguaje para traducir adecuadamente el objeto que intentaba designar. Santo Tomás hace suya a este respecto aquella fórmula de San J u a n Damasceno: «Nosotros no podemos saber lo que Dios es, solamente podemos saber lo que no es» 8 . Es lo mismo que decir que Dios no es en absoluto para nuestro pensamiento una tarea acabada y agotada, sino una tarea indefinidamente abierta que 7
a
Suma Teológica, 1. parte, cuestión 2, artículo 2.
s
Rom 1, 23. Suma teológica, ib'idem.
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debe mantenerse siempre así, sin descanso, evitando que quede cerrada, hecha y acotada en sus adquisiciones. Dios no es el umbral en el que pudiésemos echarnos tranquilamente a dormir por proporcionarnos la respuesta mágica a todas las preguntas, sino la realidad ante la que el hombre palpa que lo inteligible rebasa infinitamente su inteligencia. Aquí es precisamente donde la razón humana no puede bastarse a sí misma y recurre a la fe. La realidad que denominamos Dios es, en efecto, tan englobante y tan esencial que toda investigación auténtica sobre ella experimenta rápidamente los límites de la actividad discursiva e intelectual. El hecho de haber estado durante mucho tiempo repitiendo continuamente el nombre de Dios puede dar pie a creer que se le conoce y que se le ha atrapado dentro de las redes de nuestros razonamientos, a los que se plegaría con docilidad; se puede llegar a creer que se tiene a Dios al tener su idea y jugar con ese gran objeto o realidad como lo hacemos con las realidades y objetos de este mundo, al permitírnoslo nuestras conceptualizaciones y verbalizaciones. Si nos anima, sin embargo, un auténtico deseo de Dios y no nos contentamos con convertirlo en un mero tema teórico, notaremos en seguida cuan insuficientes son nuestras ideas y reflexiones. Conocer a Dios es ciertamente una tarea y una aventura racional, pero no llegaremos muy lejos si ponemos entre paréntesis o al margen nuestras otras facultades: un astro, un átomo, una célula son objetos que nosotros podemos estudiar solamente con palparlos—como decía Nietzsche—«con la punta de las antenas de nuestra inteligencia». Estos objetos pueden entregarse a nuestra sagacidad sin que se nos pidan cuentas sobre nuestra vida personal. Mas la búsqueda de Dios no tiene que ver nada con la búsqueda científica de un objeto o de una realidad matemática. Pertenece más bien a ese tipo de búsqueda que saca al hombre de sí mismo comprometiéndole íntegramente; pues Dios no se parece a nada de lo que el hombre puede concebir, desear o imaginar en su vida mortal. «Se cuenta de Elias que estando en la cima de la montaña se cubrió el rostro ante la presencia de Dios; esto significa que él ponía su entendimiento en las tinieblas, ya que no se atrevía a utilizar un medio tan bajo para contemplar un objeto tan sublime. Comprendía perfectamente que todo lo que él podía considerar y comprender estaba muy
distante, era algo muy diferente de Dios. No hay, pues, ningún conocimiento ni concepción sobrenatural que pueda en nuestra condición mortal servirnos de medio para esa alta unión de amor del alma con Dios. Todo lo que el entendimiento puede conocer, todo lo que la voluntad puede apetecer, todo lo que la imaginación puede inventar, todo eso no guarda, repetimos, similitud ni proporción con Dios» 9. Si resulta fácil, en efecto, hablar de Dios en tanto es considerado como una idea—una idea que el espíritu dispone ante sí y ante la que se vuelve a su vez «disponible»—-, se hace realmente difícil hablar de él cuando uno se aproxima a El como experiencia. El lenguaje de los místicos que han intentado esa experiencia, que han corrido el riesgo de una unión con Dios para toda su existencia, pone de manifiesto hasta qué punto han quedado desarraigados de todo aquello que había constituido sus hábitos, sus aspiraciones, sus saberes; desarraigados de todas sus evidencias humanas y mundanas. De ahí que hayan evocado muchas veces el desierto o aquella noche oscura de que habla San Juan de la Cruz. Para ellos no se trataba de rechazar o descalificar todo lo que el discurso filosófico o teológico pudiese decir de Dios, ni las imágenes con las que la poesía puede evocarlo, sino subrayar hasta qué punto lo que no puede por menos de ser enunciado mediante el lenguaje desborda las capacidades del lenguaje. Indudablemente mediante nuestro pensamiento o imaginación podemos bosquejar el puente que nos vincula a Dios, lo mismo que un ingeniero puede trazar los planos de un puente que va a construir sobre un abismo. Pero una cosa es contemplar el puente en los planos y otra cosa es correr la aventura de atravesarlo. La diferencia está en que, tratándose de Dios, el puente que hay que franquear es un puente que no lo ha construido la mano humana, un puente de cuyos planos incluso el hombre no es autor. Es más; nosotros no somos libres de no franquearlo: si la relación implica la fe, es porque Dios es más que una hipótesis o una teoría facultativas que nosotros pudiésemos abandonar o tomar a capricho. Dios es el Absoluto en el que la existencia está enraizada y que como tal no puede, pues, depender de las 9
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S. Juan de la CRUZ, La Subida al monte Carmelo, libro 2, cap. 7. 99
representaciones o justificaciones que nos demos a posteriori. Ningún conocimiento teórico, por tanto, puede sustituir a la fe, una fe que al comprometer toda nuestra existencia nos conduce hacia una lejanía en la que nuestro entendimiento no entiende y nuestros ojos no ven. La inteligencia, en forma de filosofía o de teología, puede dar forma y concebir esa ruptura con nuestros saberes y nuestras percepciones, pero lo que no puede es colmarla o suprimirla. DIOS COMO NO-RELACION Puesto que estamos enraizados en Dios y orientados hacia él, nuestra tentación, en efecto, estaría en intentar situar a Dios en relación con nosotros mismos. Situar es establecer o fijar un sitio, una residencia, instaurar una topografía en la que baste una simple ojeada para poder reconocer el habitat de los moradores de una región. Si resulta que esta región es la región del ser en toda su amplitud, el espacio total fuera del cual no hay realidad alguna, Dios de alguna forma va a quedar situado en alguna parte y probablemente en la más noble y elevada. Se dirá que Dios habita en los cielos 10 de acuerdo con aquel esquema cosmológico difundido por el judeocristianismo, aunque fue bastante más anterior a él. Tendríamos así una especie de mapa general del ser en el que poder situar espacialmente las relaciones de Dios y sus criaturas, a la manera de esos esquemas que representan la tierra y el sol con sus intercambios de luz y de calor. Erigir, sin embargo, un mapa de este tipo, aun cuando sea solamente de una forma mental, supone un punto de vista exterior cartográfico que trascienda a Dios y al mundo a la vez. Ahora bien, estar por encima de Dios y del mundo es algo que no es posible, al menos para una criatura humana. Si el conocimiento de Dios no está en línea de continuidad, sino en ruptura, con nuestros conocimientos empíricos, es porque Dios no es situable n con 10
No se trata ciertamente de rechazar esta fórmula, sino de comprender que su significación es simbólica y que no pretende en absoluto localizarn a Dios. La fórmula «Dios está en todas partes» sólo expresa en realidad esa «insituabilidad» de Dios que no puede estar ni aquí ni allí. Es ur» intento de traducir al lenguaje espacial—un lenguaje necesariamente equívoco—una presencia que no tiene nada de espacial. 100
relación a nosotros, ya que no ocupa ningún espacio, ni en altura ni en profundidad, que esté en continuidad con el nuestro, como tampoco es situable en un antes o un después en un tiempo que fuese mera prolongación del nuestro. Más generalmente, Dios no es articulable dentro de las coordenadas de los datos fenoménicos, de esas coordenadas en las que se mueve nuestra experiencia sensible y nuestra investigación. Es en este sentido en el que se ha podido decir que Dios es no-relación o non-rapport. Para comprender mejor el alcance de una afirmación de este tipo, hay que volver a aquella experiencia metafísica o experiencia total que solamente cabe realizar de forma negativa, es decir, en la indeterminación y en la indefinición. Nuestra tentación sería, repitámoslo, la de formular tal experiencia estirando y prolongando la sintonía de nuestras experiencias parciales: la totalidad sería en ese caso un panfisicismo—si prolongásemos hasta lo Absoluto nuestras experiencias físicas—o un panpsiquismo —si lo que prolongamos son nuestras experiencias psíquicas—. Cabe también el que nos elevemos por encima de nuestros registros particulares de conocimiento y elaboremos esa totalidad a la luz de un sistema formal que organice en torno a un principio superior—una ley de leyes—los diferentes tipos de fenómenos y sus propias leyes. La dialéctica, dijimos ya, sirvió de principio unificador con vistas a una comprensión total y absoluta. Estas concepciones cristalizan en unas metafísicas tan bien construidas que Dios, si aún se mantiene su idea, forma necesariamente parte del sistema, si no se le hace coincidir con el sistema como tal. El metafísico se convertiría de esta forma en un cartógrafo que puede disponer de todos los elementos, de todos los puntos, de todos los lugares para poder erigir el mapa completo del ser. ¿No quedaría en este caso Dios anexionado y reducido a formar parte, aunque sea la parte más noble, de una realidad que denominaríamos «el ser», realidad que en el fondo lo englobaría a él mismo? Lo que aquí se está poniendo ¿n cuestión es precisamente la noción de totalidad: el que nosotros aspiremos a una experiencia total no significa que exista una totalidad en la que Dios y el mundo se adicionen y yuxtapongan en una unidad superior. Dios, se ha dicho, no es un sumando junto con el mundo y tampoco hay ningún posible punto en el que un espíritu (¿superior?) pueda situarse para desde allí articular la realidad de 101
Dios y del mundo. De ahí que nuestra aspiración a una experiencia total no pueda nunca transformarse en una experiencia enteramente positiva; la experiencia que hemos denominado metafísica no será nunca un puro saber y comportará, por tanto, siempre las tinieblas de la fe. Decir que Dios es no-relación es también afirmar que difícilmente cabría concebirlo en forma de hueco o de pieza que falta a un engranaje, es decir: en el sentido de ausencia de una pieza, de un elemento esencial para un sistema biológico, mecánico, etc. Muchas veces, por ejemplo, se ha creído n que al constatar las imperfecciones e inacabamiento del mundo se podía remontar o llegar a Dios. Es cierto que el mundo mantiene abierta la cuestión de su origen (y de su fin), cuestión a la que no puede responder ninguna ley de su propio funcionamiento interno. Pero Dios no puede ser nunca descubierto como realidad positiva, aunque momentáneamente ausente e invisible, a través de la huella negativa que pueda presentar el hueco o inacabamiento del mundo. A Dios no se le puede reconstruir partiendo del mundo, de la misma forma que Cuvier podría reconstruir los miembros desaparecidos de los fósiles a partir de los huesos que encontraba. Por eso, por mucho que se desarrollen las ciencias, no podrán nunca remontarse hasta Dios como primer principio de explicación o ley fundamental. El mundo funciona con plena autonomía y si dicho funcionamiento autónomo plantea, en efecto, cuestiones e interrogantes de tipo metafísico, en sí mismo no posee ni positiva ni negativamente respuesta alguna. Y si Dios no es la pieza que le falta al funcionamiento del mundo, si no es un principio positivo de explicación, tampoco es la pieza o realidad que le falta a las necesidades humanas. Nuestra época ha descubierto que Dios no tiene utilidad económica, médica, cultural o políticamente hablando. Tan pronto como el hombre estudia y descubre por sí mismo las condiciones y los medios que le permiten satisfacer eficazmente sus necesidades de alimentación, salud, cultura, y obtener una organización social más racional, la referencia a Dios le parece superflua. Y si subsiste, es de una forma peligrosa y solapada, ideológica, como 12
Interpretando muchas veces de una forma desafortunada las «pruebas» de la existencia de Dios.
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pretexto propagandístico para justificar y enmascarar propósitos meramente humanos. El positivismo tuvo razón al testimoniar y anunciar un retroceso de Dios cada vez que el científico o ingeniero daba un paso adelante en sus descubrimientos: porque Dios no puede servir de tapa-agujeros de nuestra ignorancia ni de panacea mágica de nuestra impotencia o pasividad. Pero con eso no quedaba suprimida y superada la cuestión de Dios, como llegó a creerse; se trató simplemente de desplazarla desde el dominio en que Dios aparecía confundido con nuestros proyectos e imaginaciones al dominio en que aparece con su radical diferencia respecto a nosotros. Dios que no es la pieza central de ninguna síntesis del saber ni de ninguna organización socio-política, aparece más bien como el Otro que se mantiene al margen de toda síntesis, de todo orden cósmico o político, impidiendo además que estas realidades queden confundidas con lo Absoluto. Que Dios sea no-relación no quiere decir que no tenga estrictamente relación alguna con el hombre y el mundo, sino que la relación del hombre y del mundo con Dios escapa a las categorías mediante las cuales definimos las diferentes relaciones que mantienen entre sí los objetos del mundo. La fórmula quiere decir que Dios no sirve para nada dentro del mundo y que, por tanto, nosotros no podemos encontrar en el mundo las razones de ser de Dios. Dios sólo existe por sí mismo; Dios sólo tiene en sí mismo su propia razón de ser, sin que dependa de ninguna necesidad del mundo. De rechazo, la fórmula quiere decir también que las necesidades del mundo, en su juego de eficacia y utilidad, no son la principal medida del ser. Que por encima de la génesis de las cosas, cuyo orden y funcionamiento descubrimos, existe un Origen de las mismas que escapa a todo orden referencial y a toda ley; origen al que solamente podemos designar con el nombre de libertad o gratuidad.
LA CREACIÓN COMO GRACIA Se ha dicho que Dios había formado el mundo como el Océano hace con las playas: retirándose. La fórmula es falsa si se 103
concibe a Dios como un ser corporal que debe ceder su espacio al mundo para volver al suyo propio. «Dios, cuando ocupa un lugar, no solamente no excluye de él a otros seres: por el contrario, llena todo lugar según da el ser a todo lo que ocupa un lugar en el universo» 13. Al matizar «según da el ser», Santo Tomás subraya tanto que Dios no se ausenta del mundo que crea como que no puede coexistir con la Creación; pero al mismo tiempo indica que el espacio así creado es el espacio del mundo y no el suyo propio y que la aparición del mundo no implica en absoluto una aparición de Dios. Sigue siendo, pues, cierto que la creación se asemeja, no a una retirada de Dios, pues Dios no está en el mundo, sino más bien a una «borradura». La borradura es más fuerte que la retirada: el ser «borrado» no está «en otra parte»; es como si no existiese. Es repetir aquí, a propósito de la creación, lo mismo que constatamos al caracterizar a Dios como no-relación: Dios crea a su criatura autónoma y autosuficiente, por tanto radicalmente desprendida del Creador y distinta a El. Esto resulta especialmente cierto a propósito de esa creatura consciente y racional que es el hombre, ser que se descubre y subsiste libremente por sí mismo, como si no tuviese otro origen, como si Dios no existiese. «Es ciertamente una gran gloria para el Creador el haber puesto en la existencia un ser capaz de ateísmo, un ser que, sin haber sido causa sui, posee una mirada y una palabra independiente y es dueño de sí mismo» 14. Indiscutiblemente Dios le sigue siendo necesario, ya que es el Ser necesario, Aquel que no puede no existir y sin el que nada existiría. Pero esta necesidad absoluta no se puede expresar en términos lingüísticos de necesidad, ya que no hay en Dios necesidad alguna de que el mundo exista. O en otros términos: Dios no se sintió obligado a crear al hombre y al mundo por ninguna de esas categorías motivacionales o causales, cuya necesidad o inevitabilidad nos reconduciría a su conocimiento natural. Tal vez sea en este sentido en el que haya que entender aquella fórmula tradicional según la cual Dios creó el mundo ex nihilo, expresión que habitualmente suele traducirse «de la nada». «Ex nihilo: fórmula casi siempre deformada, que quiere ls
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decir, no evidentemente que Dios crea partiendo de nada, como si la nada fuese algo, sino que Dios al crear no propone ninguna razón particular. Por eso es enteramente legítimo decir que el mundo no tiene sentido, si por sentido se expresa, como sucede la mayoría de las veces, una finalidad extrínseca, tal que, estando constituido el mundo, habría que buscar después el sentido del mismo» 15. Si el mundo tiene una razón de ser, expresable en términos racionales, dicha razón de ser es algo que aparece sólo una vez el mundo ya creado y como tal también creada junto con el mundo, no pudiéndose entender en absoluto como algo que precede y antecede a la misma creación como pueden preceder los planos y proyectos de cualquier obra humana a su realización: Dios no es ni un arquitecto ni un relojero. El mundo, por tanto, como obra de un Dios «desaparecido», se nos presenta en toda contingencia, es decir: en su carácter de accidentalidad y de no-necesidad. Entre el mundo y su origen está ese espacio vacío al que hemos llamado Nada y que conducía a los místicos medievales, en su búsqueda de un Dios inasimilable a cualquier cosa del mundo, a hablar de Nada increada. Otros han llamado absurdo a esa dimensión última en cuyo interior discurren nuestras razones, pero que en sí misma carece de razón o causa. La invocación al azar no expresa mejor las cosas. Por eso, si por razón entendemos un encadenamiento necesario como el que rige los fenómenos físicos o los elementos matemáticos, entonces la fe coincide paradójicamente, en esta radical ausencia de razón, con los teóricos del absurdo. Pero la fe no tarda mucho en rechazar y superar ese absurdo que no es más que la vertiente oscura y negativa de una realidad cuyo aspecto luminoso en seguida entrevé: la «sin-razón» no es la pura y ciega casualidad, sino la libertad insondable, difícil o imposible para nosotros de traducir en términos de razones. En su estudio sobre El Principio de razón, según el cual «nada existe sin razón», Heidegger cita la célebre sentencia del místico alemán Ángelus Silesius: «La rosa no tiene por qué, florece porque florece.» A la pregunta de por qué «la rosa florece», probablemente se pueda responder con múltiples razones: «porque el sol brilla o porque hay muchos factores que la rodean y actúan
Santo Tomás de AQUINO, Suma teológica, 1.a parte, cuestión 8, art. 2.
E.
LEVINAS,
Totalité et Infini, La Haya, 1965, Nijhoff, pág. 30.
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G. MOREL, op. cit., pág. 227. El subrayado es del autor.
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sobre ella» 16. Un discurso explicativo de este tipo puede satisfacer a un biólogo o a un horticultor, pero difícilmente podría satisfacer a un poeta o a un filósofo. Y es que el hecho de florecer—porque podría no haber rosa o podría ser un mero amasijo de espinos—escapa por sí mismo a toda explicación, a toda razón: la rosa florece porque florece. «Ese porque...—añade más adelante Heidegger—hace referencia a ese poder que lleva en sí y ante el que nosotros no podemos hacer más que detenernos» 17. Nosotros podemos encadenar los «porqués», pero al fin de cuentas esa cadena se detiene ante ese «porqué» que es la razón última, la razón total, y que no coincide con ninguna de las razones que buscábamos. La razón de nuestros porqués es una razón «calculadora». Ahora bien, no es en esta razón en la que se expresa el misterio del Ser, cuya verdadera razón está más allá de lo que nosotros llamamos razones y que no tiene, por ello razones o «para qué», es decir, no sirve «para nada». Esta reflexión podría servirnos para comprender por qué la creación entera «carece de razón». No quiere decir esto que sea irracional, absurda, sino que su razón última no se expresa en términos de razón, es decir: de cálculo. Se expresa más bien en términos de gratuidad y de gracia, es decir de don. El don es verdaderamente don sólo cuando no descubrimos motivos interesados en el donador, cuando no hay en él esa segunda finalidad oculta de dar para recibir a cambio algo. ¿Cabe imaginar en Dios esa finalidad interesada y que la creación fuese justamente el resultado de ella? En realidad Dios no se borra o «desaparece» del mundo para que nosotros lo reencontremos en «sus huellas», sino para mantener la gratuidad de su ser y existencia. Dios no trata o intenta que lo encontremos en los rincones lógicos de algún sistema, como si estuviese jugando con el hombre al juego de la gallina ciega, sino que trata de ser reconocido como el ser que da sin cálculos y sin reservas, con tal que nosotros nos elevemos también por encima de nuestros propios cálculos y comprendamos lo que significa gratuidad, gracia y gratitud. Habría que añadir que nosotros no podemos, como consecuencia, pedir cuentas a Dios y concretamente cuentas sobre su crea16 17
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Le Principe de raison, París, 1962, Gallimard, pág. 115. Ibíd., pág. 265.
ción. Cabe imaginarse un discurso en el que Dios respondiese a los «por qué» del hombre con argumentaciones perfectamente razonables. Pero, amén de que un tal discurso nos iba a dejar insatisfechos—no hay, por ejemplo, ninguna razón que justifique la presencia del mal en el mundo—, la Biblia nos ofrece un discurso totalmente distinto, un discurso en el que Dios pide y exige al hombre que aprecie y guarde las distancias que le separan de El. Entre Dios y el hombre hay una desmedida tal que Dios no podría responder en la misma longitud de onda en que se expresan las preguntas del hombre. El libro de Job es a este respecto muy significativo. «¿Por qué—preguntaba Job—no morí en el seno de mi madre, por qué no perecí nada más nacer?» 18. Después que Job había dejado o desechado los argumentos de sus amigos y después de cansarse de reiterar lo injustificable de su miseria, tomó Dios al fin la palabra: «¿Quién es ese que desoye mis consejos con propósitos carentes de sentido?... ¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Habla si es claro tu saber...» 19. Y ante la grandiosa descripción de las maravillas de la creación, Job comprendió cuan insensato era discutir con Dios: «Yo sé que eres omnipotente; que todo lo que concibes puedes realizarlo. Era yo el que desoía tus consejos con quejas carentes de sentido. He hablado sin comprender las maravillas que me rebasan y que ignoro... Yo sólo te conocía de oídas, pero ahora mis ojos te han visto. Por eso retiro mis palabras y me arrepiento entre el polvo y la ceniza» 20. El que Dios no nos rinda cuentas a nosotros en el lenguaje en que se las pedimos no quiere decir que sea injusto o poco razonable. Sino solamente que nuestra justicia y nuestra razón no pueden ser la medida de su justicia y de su razón. Lo que nos pasa es que, como Job, hablamos antes de lo debido y llenamos con nuestras reflexiones y discursos ese silencio de la creación que debería suscitar ante todo admiración y adoración. Pues es de ese Origen absoluto, que nosotros no podemos conquistar, sino sólo acoger, del que nos llega el sentido inagotable de lo que nosotros llamamos justicia, razón o verdad. 18 19 20
Job 3, 11. Job 38, 2. Job 42, 2-6.
V EL ACONTECIMIENTO DE LA FE
Es conocida la célebre fórmula de Pascal, «Dios es un Dios oculto», que no es más que la reproducción de un versículo de Isaías *. En el contexto de esa fórmula Pascal insiste en la insuficiencia de nuestras argumentaciones para el descubrimiento de Dios: «Decir a aquellos (que no tienen fe) que no tienen más que fijarse en las pequeñas cosas que les rodean para poder descubrir en ellas la presencia de Dios y ofrecerles como prueba de este gran e importante problema el curso de la Luna y de los planetas, pretendiendo con ello haber presentado una prueba concluyente y definitiva, es en el fondo darles motivos para pensar que las pruebas de nuestra religión son más bien flojas; y la razón y la experiencia me dicen que no hay nada mejor para hacer nacer en ellos el desprecio» 2 . Se ha dicho, y creo que con razón, que Pascal subvalora demasiado a la razón, y que estaba demasiado obsesionado por la ruptura y diferenciación entre el «Dios de los filósofos y los sabios» y el Dios «de Abraham, Issac y Jacob». Pero, aunque con una formulación discutible, Pascal lo que hace es subrayar esa ruptura entre Dios y la Creación que nosotros caracterizamos como «no-relación». Y no creo que sea difícil coincidir con él en reconocer que Dios no es tan evidente como la «luz del día». Hay que reconocer, en consecuencia, que nuestro conocimiento de Dios sería un conocimiento muy pobre y escaso si el mismo Dios no se nos diese a conocer, si no franquease libremente por su propia voluntad la infinita distancia que de El nos separa. 1 2
Cf. Is 45, 15. Pensamientos, fr. 242.
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La «no-relación» que nos impide descubrir a Dios cuando nos quedamos o movemos solamente en el lenguaje de la necesidad, ese lenguaje del «curso de la luna y los planetas», se convierte en «relación» cuando utilizamos el lenguaje de la libertad y de la gracia. Tanto más cuanto que Dios no es algo que hay que conquistar, sino algo que hay que acoger. El creyente, sin embargo, se encuentra a este respecto en una situación paradójica: por una parte participa de la común situación de los hombres para los que Dios es un Dios «oculto» y por otra su situación como creyente que le lleva a percibir una «revelación» de Dios. De esta paradójica situación surgen dos cuestiones graves: una revelación que no deja de ser particular, que no alcanza, pues, nunca la dimensión universal de las verdades necesarias (como la dimensión de las verdades matemáticas o de la física), ¿puede ser considerada o tenida como verdadera? Y en el caso de que se llegue a la certeza de su verdad, ¿cómo hacerla partícipe a los demás si no se puede disponer del lenguaje de la necesidad que es el lenguaje inevitablemente común para todos? Estas dos cuestiones nos conducen a hablar de un acontecimiento de la fe y ésto en dos sentidos: 1) La fe es fe en un acontecimiento y no primordialmente en una teoría; 2) La fe es en sí misma un acontecimiento.
DEL ACONTECIMIENTO DE DIOS AL ACONTECIMIENTO DE LA FE El acontecimiento—lo que acontece—es en efecto una noción que refleja y pone de manifiesto una ruptura con los hábitos de la vida cotidiana y las teorías constitutivas de nuestro saber. «Se llama acontecimiento al hecho cuyo elemento temporal adquiere más importancia que el elemento espacial, el hecho que se nos presenta ante todo como un cambio» 3. Lo que se inscribe en la línea de un movimiento espacial, como las conjunciones astronómicas, y que es, por tanto, algo previsible y esperable, no es un acontecimiento: que el sol salga todas las mañanas a la hora indicada según los calendarios estacionales es algo que 3
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V.
EGGER,
en Le Dictionnaire philosophique de Lalande.
no nos puede sorprender. Y si algo nos sorprende, pero es objetivamente previsible, como la aparición de un cometa, el acontecimiento no tiene entonces más que una dimensión subjetiva y momentánea, desapareciendo dicha dimensión una vez conocido el sistema y las causas que lo explican. Lo específico del acontecimiento está, no solamente en no ser previsto, sino en ser imprevisible. Por eso el acontecimiento es algo característico, sobre todo de los hechos históricos en cuya aparición o producción entran en juego, además de los condicionamientos analizables y localizables, factores de imprevisibilidad entre los que la libertad humana no es el menor. Además, el acontecimiento introduce un cambio: no es la simple repetición de un hecho, de una costumbre, como el baile tradicional del 14 de julio, sino un hecho nuevo que, como tal hecho y no otro, no se ha producido nunca antes y no se volverá a producir después. Es como dice el poeta «algo que nunca se podrá ver dos veces», a no ser en las reproducciones visuales o cinematográficas que lo conmemoren. En este sentido la liberación de París en agosto de 1944 fue en su desarrollo justo un acontecimiento. Este carácter de imprevisibilidad relativa y de unicidad hace imposible que el acontecimiento pueda ser de antemano incluido y comprendido en unas teorías de leyes necesarias y generales. «Lo individual y lo particular no son del dominio de la ciencia», decía Cournot. Indudablemente habría que matizar hoy esta exclusión que se remonta al mismo Aristóteles, pues hoy las ciencias humanas tienden a un conocimiento más o menos exacto del individuo. No obstante sigue siendo cierto que la singularidad y la novedad en cuanto tales escapan a toda explicación. Es posible, sin duda, explicar a posteriori una obra de arte, pero solamente cabe hacerlo si se la comprende y conoce de antemano, como dice Bergson. Por todo ello parece que la noción de acontecimiento es la más apta—o la menos inepta—para traducir y poder reflejar la relación del hombre y el mundo con Dios. La libre acción de Dios no es deducible a partir de teoría alguna y concretamente la creación; la creación, aun cuando encierre en sí toda clase de realidades racionales y sea susceptible de todo tipo de análisis y teorías, en su facticidad, en su misma existencia, excede a cualquier posibilidad de análisis y teorías. En sí es puro acontecimiento, es decir: un hecho único inexplicable a través únicamente 113
de los datos que en ella podamos descubrir. Nosotros no encontramos en lo que es el mundo ninguna razón que lo exija y justifique, ninguna razón que exija que el mundo sea así y no de otra forma. De ahí que al fin de cuentas solamente podamos encontrar la razón y la justificación que buscamos en la misma libertad de Dios. El movimiento de revelación es también, como la creación misma, un movimiento que tiene su origen en Dios, un movimiento cuya iniciativa exclusivamente le compete a El. De ahí que la revelación sea, como la creación, advenimiento de Dios, acontecimiento. Sus características serán, por tanto, las mismas que definen al acontecimiento: como la creación, la revelación es imprevisible 4 , singular, sin que pueda ser deducida de teoría alguna, científica o filosófica, ni de ningún tipo de sistema. Si existe una ruptura total entre las necesidades internas del mundo y la necesidad absoluta que es Dios, el movimiento que va desde Dios al mundo (advenimiento) no borra con la revelación la distancia que la creación había originado. Por muy presente que esté Dios en el mundo o, como ahora se dice, por muy inmanente que sea al mundo, no por ello es menor la distancia que lo separa del mundo, no por ello es menor su transcendencia. Por eso su advenimiento revelador no forma parte de los fenómenos del mundo y nunca se podrá convertir en una necesidad teórica o cósmica. Como la creación, la revelación no puede expresarse en términos de necesidad, sino en términos de libertad y gracia. Lo mismo que la creación y como prolongación de ella, la revelación también es una manifestación de Dios, una manifestación que no suprime las distancias, sino que las conserva y asume. La creación supone ya un «cántico de la gloria de Dios», pero de una forma silenciosa y oculta. La distancia entre el mundo y su origen es percibida siempre—como ya antes hemos subrayado—de una forma negativa, como una especie de vacío que el hombre se empeña, por su cuenta y riesgo, en llenar con represen4
Imprevisible no significa que sea instantánea. Desde la promesa hecha por Dios a Abraham hasta su propia manifestación en Jesús transcurre todo un largo proceso. Es todo este proceso íntegro—vivido desde sus comienzos en la fe—el que es imprevisible para cualquier mirada exterior, circunscrita nada más a las necesidades naturales y su lógica. 114
taciones múltiples y cambiantes. Todos esos intentos de «relleno»—combatido por los primeros cristianos, lo que les valió el ser tachados de ateos—no logran enmascarar u ocultar el vacío y el silencio que pretenden superar. A Dios no se le puede inventar ni deducir; únicamente una iniciativa de su parte puede llenar ese vacío y romper ese silencio. Por eso San Ignacio de Antioquía habla del «Verbo con el que Dios rompió su silencio» 5. Dios, sin embargo, sólo rompe su silencio mediante un acontecimiento. No lo hace mediante una inspiración filosófica genial, consignándola en una teoría que resultara evidente para todos, sino mediante el nacimiento de una persona singular, Jesús de Nazaret, a quien contestarán y rechazarán hasta la muerte. En Jesús la manifestación de Dios es visible, audible, tangible y... a pesar de ello su distancia respecto al mundo, a sus necesidades y sus leyes, no se borrará: nuestros ojos y nuestra razón no verán en él más que a uno entre tantos. En su misma proximidad, y por hacerse demasiado accesible, Dios permanece inaccesible. No coincide siempre con las evidencias comunes, con las ideas recibidas o las teorías en curso o de moda. La ruptura y la distancia han cambiado de forma y de sentido, pero no han quedado suprimidas; más bien han quedado reforzadas, tal como testimonia San Pablo: «Los judíos piden milagros, los griegos buscan la sabiduría; pero nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos» 6. Si se trata en efecto de reconocer a Dios en el Crucificado, semejante acto lógicamente no podrá encontrar ningún punto de apoyo en las evidencias exteriores y cotidianas. De ahí que el acontecimiento exterior y tangible por el que Dios se nos manifiesta deba ir acompañado por el acontecimiento interior de la fe, gracias al cual podemos reconocer a aquél. Lo mismo que el acontecimiento exterior, el acontecimiento interior es personal, singular, imprevisible y no está inscrito en ninguna ley cósmica o antropológica de donde pueda ser deducible 7 , pues él también 5 6 7
Letlre aux Magnésiens, 8, 2. 1 Cor 1, 22-23. Lo cual no quiere decir que la fe sea independiente del psiquismo y en general de todos los condicionamientos económicos, sociológicos..., que tiene el creyente. Lo que decimos es que esos condicionamientos, a través
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tiene a Dios como origen. «Mi palabra y mi predicación—dice San Pablo—no están hechas de discursos persuasivos y sabios, sino que son una demostración del poder del Espíritu, a fin de que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres sino en el poder de Dios» 8 . Indudablemente este sentido de acontecimiento puede quedar oscurecido y como embotado para el creyente, sobre todo si entra dentro del panorama cultural y si se confunde con las evidencias comunes; pero cuando la fe supera la rutina habitual y se interroga por su propio origen, notará en seguida la fragilidad de las seguridades y apoyaturas humanas de que había podido equiparse y descubrirá que solamente Dios puede servirle de fundamento. Al hecho de que el acontecimiento de Dios en Jesús solamente pueda ser recibido como algo que afecta y conmueve los cimientos de la persona del creyente, es a lo que tradicionalmente se le ha denominado conversión. Al hecho de que Dios sea para cada uno el origen de ese acontecimiento interior es a lo que se ha llamado gracia, don de Dios, acción del Espíritu. No cabe duda que los fieles que se han adherido a lo largo de la historia a este acontecimiento no disponían ni gozaban de ningún hilo directo con Jesús, en quien Dios se había manifestado y hablado. El acontecimiento al que se adherían les había sido comunicado por otros hombres, hombres que a su vez bebían de la fuente del Evangelio, redactado también por los hombres. Pero en cada ocasión y en cada época, el creyente veía en esas palabras la autoría divina; indudablemente dichas palabras le llegaban a través de intermediarios, pero dichos intermediarios le permitían o le daban la posibilidad de entrar en relación inmediata con el acontecimiento de Dios. Por eso ese acontecimiento puede incesantemente estar renovándose sin repetirse, pues es un acontecimiento único en sí mismo, que está continuamente dirigiéndose a hombres nuevos y distintos de diversas épocas y lugares, hombres que a su vez son únicos e irrepetibles en el decurso irreversible del tiempo. Vuelve a plantearse, pues, aquí de nuevo la cuestión del lenguaje con el que la fe se nos transmite. Si no se tratase de un de los cuales se manifiesta la fe. no son la causa ni el origen primitivo de la fe. 6 1 Cor 2, 4-5. 116
acontecimiento, o si este acontecimiento tuviese un carácter común con otros muchos (el asesinato de César se parece mucho a otros asesinatos y puede comprenderse a partir de un modelo general de asesinato político), bastaría con utilizar un lenguaje informativo, ese lenguaje que permite comprender cualquier hecho a partir del modelo de otros hechos que se insertan en cuanto tales en una teoría o sistema global. Mas al creyente no se le ha proporcionado ninguna información, no se le ha enseñado teoría alguna que pueda insertarse o encuadrarse dentro del marco de otras informaciones o teorías ya adquiridas. El lenguaje de la fe no informa, anuncia 9 ; no añade ningún saber suplementario al saber astronómico, físico, antropológico o incluso teológico ya constituidos, sino que aporta una Nueva absolutamente nueva que no está prefigurada (ni prefigura) por ningún modelo preexistente del saber y que además rompe todos los marcos de rereferencia o esquemas con los que la sabiduría preexistente pueda instar absorberlo. El acontecimiento anunciado no es un acontecimiento entre otros o un acontecimiento un poco más importante que otros, es un acontecimiento único, sin parangón posible, irreductible a cualquier otro. Dios no puede, en efecto, ser más que el acontecimiento tipo con el que no puede medirse ni compararse ningún otro. De ahí que, si desde sus propios orígenes ya el lenguaje de la fe anuncia el acontecimiento, la venida de Dios, no lo anuncia como quien desvela teóricamente un mensaje con el que el mismo Dios nos proporcionase un cuerpo teológico y por añadidura un sistema antropológico y cosmológico. Lo anuncia como un hecho nuevo que llega a nosotros en su pura desnudez de simple hecho; nuestra tarea y nuestra competencia consistirá en reconstruir o elaborar siguiendo la estela que nos deja, en forma de teología o antropología, el nuevo orden de cosas que vino a instaurar. Se quejaba Marx de que los filósofos se hubieran pasado el tiempo intentado interpretar el mundo en vez de transformarlo; de Dios, en cambio, se podría decir que actúa y transforma dejándonos a nosotros el cuidado o la tarea de interpretar después lo que El ha hecho. En este sentido tal vez habría que entender aquella fórmula de «la palabra que salva»: la palabra de Dios no tiene como campo de registro una 9
Por eso se le denominará profético o kerigmático.
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teoría con la que saciar nuestro deseo de saber, sino la existencia en la que el ser del mundo y del hombre están en juego. Si la Nueva es «nueva» no lo es porque desvele un campo aún inexplorado de lo que Dios es, sino porque traduce y refleja la novedad de lo que Dios hace. Indudablemente Dios se nos da a conocer en sí mismo también; si no fuese así su acontecimiento no sería revelación y no tendría para el hombre ninguna dimensión interior; pero solamente se nos da a conocer actuando y según la forma como actúa. Consecuentemente el lenguaje de la fe, al anunciar «el acontecimiento de Dios», no puede ser nunca un lenguaje puramente demostrativo: lo absolutamente nuevo carece de referencias en ese dominio de la objetividad en el que solamente cabe lo verificable y lo constante. Por otra parte, un lenguaje de esta clase no puede por menos de desplegarse en una dimensión intersubjetiva. La profecía, dice Levinas, sólo puede decirse de «uno a otro». Una información cualquiera, en efecto, puede llegarme de una forma impersonal, por la lectura de algún libro o periódico. Pero la nueva de la Salvación se me debe anunciar personalmente: porque no es una simple rendición de cuentas informativa, dada una vez por todas de lo acontecido, sino que es la realización en cada historia personal de aquello que se anuncia. Por eso yo no puedo recibirla en su actualidad más que gracias a un testigo —individuo o grupo—para quien se está realizando. Tal es, por lo demás, el sentido de los Evangelios—Buena Nueva—; los evangelios no son una crónica impersonal y neutra sobre la vida de Jesús, sino el testimonio que el autor sagrado y su comunidad dan del acontecimiento que Dios realiza en Jesús. Este acontecimiento no se agota en su consignación objetiva, sino que resuena de nuevo en el alma de cada evangelista en quien se actualiza y realiza como acontecimiento de fe; por esto el Evangelio no es «Evangelio en sí» sino Evangelio según Mateo, Marcos, Lucas, Juan y también Pablo. Si el acontecimiento anunciado tiene algo más que un simple interés documental, si compromete en todo momento a la persona del que lo anuncia a través de su temperamento y de su historia propia, así como a la persona a quien se le anuncia, entonces el Evangelio no está nunca completado o terminado. Se emparenta más bien con esas sinuosida-
des de situaciones particulares e históricas, en las que encuentra un campo ilimitado de renovación. Ha podido causar, sin duda, extrañeza que la revelación no haya alcanzado de golpe la evidencia universal, «como un pistoletazo», decía Hegel. Una especie de apocalipsis diáfana y cósmica ante la que todo el mundo se hubiera quedado con la boca abierta. Dios, sin embargo, defraudó a los judíos ávidos de milagros, decía San Pablo. Su acontecimiento ciertamente estalló, pero como esa savia que sube lentamente por el árbol respetando cada fibra y cada nervio de las hojas. Explosión lenta y silenciosa que no violenta el curso y ritmo natural de la antigua creación, pues nunca esta revelación se confundirá ni hará cuerpo común con ninguna ciencia, con ninguna institución en particular, ni con todas las que puedan formarse a lo largo de la historia. Mediante esa palabra «que se va comunicando de uno a otro, de boca en boca», Dios se dirige a la libertad de cada uno, no obedeciendo su acontecimiento a más ley que a la gracia del don y de la disponibilidad de la acogida. Por eso, tanto en su aspecto exterior como interior, este acontecimiento siempre será un acontecimiento particular, singular, imprevisible: seguirá siendo hasta el fin un acontecimiento. Por eso la fe seguirá existiendo mientras siga la historia, seguirá siendo el lenguaje de un anuncio siempre nuevo, siempre por encima de esos lenguajes que hemos denominado «lenguaje de la necesidad», los lenguajes de las leyes umversalmente reconocidas que se imponen sin pedir ni esperar nuestra respuesta.
LA AFIRMACIÓN PARADÓJICA DE LA FE Hemos hablado de «acontecimiento» y de «advenimiento» de Dios, hemos dicho que dicho acontecimiento es reconocido como tal en la fe y que el Evangelio sólo tiene sentido si lo anuncia. Ahora bien, ¿qué es lo que concretamente se anuncia? ¿No hay algún hecho bien definido en el que cristalice y adquiera un aspecto a la vez concreto e inaudito ese acontecimiento de Dios? La primera predicación apostólica después de Pentecostés nos da la clave: «Israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, el hombre a quien Dios acreditó ante vuestros ojos... vosotros lo
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entregasteis y lo quitasteis de en medio haciéndolo crucificar por manos impías; mas Dios lo resucitó librándolo de los dolores de la muerte, pues no era posible que la muerte lo retuviese en su poder... a este Jesús Dios lo ha resucitado, nosotros somos testigos de ello» 10. El acontecimiento anunciado no es solamente inhabitual, excepcional, sino—repitámoslo—el Acontecimiento por excelencia, el acontecimiento único que va a constituir el centro de la predicación apostólica. «Si Cristo no resucitó—dice San Pablo— nuestra predicación es vana y vana también nuestra fe» n . La tentación está, en efecto, en atenuar el carácter inaudito de dicho acontecimiento, para hacerlo más creíble. Desde el ángulo de su realidad objetiva, la atenuación estaría en decir que el recuerdo de Jesús y de su enseñanza fue tan fuerte para los Apóstoles que se convirtió para ellos casi en una presencia del difunto; desde el ángulo de su significación, la atenuación tentadora consistiría en concebir la muerte de Jesús como una muerte ejemplar que abre para la humanidad una era nueva e inaugura un nuevo tipo de civilización en el mismo sentido en que la Revolución—según Marx—debe garantizar el tránsito de la prehistoria a la historia. Hacer esto es asimilar el acontecimiento a nuestras vicisitudes e interpretarlo en términos de necesidad, que es el lenguaje que nos resulta más accesible y comprensible. Indudablemente que hay que salir de todas esas muertes simbólicas y morales de la miseria, de la injusticia y de la opresión, tan justamente denunciadas hoy. Pero si el término «muerte» lo aplicamos a esos detalles particulares de la vida es porque éstos de alguna forma participan de la verdadera muerte, la muerte física de descomposición y aniquilamiento. La muerte de la que sale triunfante el Resucitado no es una muerte moral o un simulacro de muerte, sino la muerte real y física, la muerte radical contra la que han chocado impotentes todos los esfuerzos humanos, la muerte que necesariamente se nos presenta siempre entretejida con la vida. La Resurrección de Jesús no inaugura un orden nuevo dentro del marco o coordenadas de las viejas necesidades; la Resurrección rompe los esquemas de esa misma necesidad. Por eso San Pablo
asocia estrechamente la resurrección de Jesús a la resurrección de los muertos: «Si proclamamos que Cristo resucitó de cnlicios muertos, ¿cómo algunos de vosotros andan por ahí diciendo que no hay resurrección de los muertos? Si los muertos no resucitan entonces Cristo tampoco resucitó» 12. Jesús no es una especie de excepción dentro de la ley general de la muerte, sino que introduce un vuelco total en esa misma ley que tiene atenazada a la humanidad; si Jesús ha resucitado es porque con su misma resurrección ha triunfado sobre la necesidad universal de la muerte. «La muerte ha quedado sepultada en la victoria. Muerte, ¿dónde está tu victoria?, ¿dónde está tu aguijón?» 13. El acontecimiento así proclamado reviste una importancia tal que por su propia naturaleza y por su alcance conecta con el acontecimiento de la creación: significa que si las regularidades del mundo no habían brotado de la necesidad, sino de la libertad, esas regularidades naturales no podrán solucionarse en términos de necesidad sino de libertad y de gracia. La «Nueva Creación» no es un simple arreglo o reparación interna de la antigua Creación dentro del marco de las antiguas leyes, sino la inaudita irrupción de Dios en el curso del tiempo y del mundo, imprevisible para cualquier intento objetivo de comprensión. Un acontecimiento de tal naturaleza, en efecto, resulta increíble si se le mira o contempla con una visión exterior y objetiva, apoyada en los simples datos que pueda proporcionar la física, la biología o la historia. Intentar reinsertarlo a cualquier precio dentro del marco de nuestras experiencias o certezas es quitarle su carácter de absoluta novedad y de absoluta unicidad. Este es el motivo de por qué la fe introduce en todo esto un auténtico vuelco de perspectiva: en lugar de percibir el acontecimiento de Dios tal como culmina en la resurrección de Jesús desde las estructuras de la materia o desde las leyes de la historia, la fe opera al revés contemplando a estas últimas desde la luz irreductible de la resurrección. Lo mismo que respecto a la Creación, nuestra inteligencia no hubiera podido nunca descubrir ni prever esa «Restauración» del mundo en Cristo observando y descubriendo el curso y las leyes del mundo y la historia. El acon12
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Act 2, 22-32.
1 Cor 15, 14.
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2 Cor 15, 12-13. 1 Cor 15, 54-55.
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tecimiento de Dios nos llega, por el contrario, a través de ese punto contra el que se ha estrellado estrepitosamente siempre el pensamiento: el mal y la muerte. El mal y la muerte son lo injustificable por excelencia; son elementos que se resisten a entrar como ingredientes en la armonía de un sistema, son realidades que ningún conocimiento positivo ni ninguna elaboración metafísica sabrán nunca justificar. Que Dios se nos acerque precisamente en ese punto no significa que venga a suplir la insuficiencia teórica de nuestro pensamiento: Cristo no vino a darnos una nueva teoría sobre la muerte y el mal, teoría que Dios rehusó dar a Job; sino que vino a salvarnos del mal y de la muerte mediante su propia muerte. Bien entendido que la Salvación no supone, por ello, una justificación del mal, como si a partir de entonces el mal se volviese necesario y adquiriese un sentido y una finalidad: el mal sigue siendo mal y la muerte sigue siendo muerte y Dios no los justifica. Sólo que ya no son más esa absoluta negatividad o ese axioma insolucionable que nos hacían creer que el absurdo y la nada eran los que tenían los triunfos en la mano. «Allí donde abundó el pecado, ha sobreabundado la gracia, a fin que así como el pecado había reinado mediante la muerte, así también mediante la justicia, la gracia reine eternamente» 14. No se ha dicho en qué consiste esa vecindad o unión entre el pecado y la gracia, entre la muerte y la vida, si es que hay alguna. En este tema hay que desconfiar de esas expresiones que dan a entender que una es simplemente lo contrario de la otra, que para pasar de una a otra bastaría con efectuar una simple reconversión. La gracia no está en absoluto precontenida en el pecado, así como la vida no lo está en la muerte; sin embargo, allí donde el pecado abundó, sobreabunda la gracia, allí donde la muerte parecía triunfar, triunfa la vida. La fe no desempeña ninguna función dialéctica indicándonos los mecanismos mediante los cuales un contrario se transforma en otro; la fe es una afirmación paradójica que sostiene la reaparición de la vida allí donde la muerte la había sumido, sin que mantenga nada en común con dicha muerte. Por eso se dirá que la vida triunfa, no por medio de la muerte como si ésta fuese un instrumento necesario y por tanto justificado, sino a pesar y a despecho de ella. «Si la Rom 5, 20-21. 122
resurrección es resurrección de entre los muertos, la esperanza y la libertad surgen a pesar de la muerte. Ahí está el hiato que h5ce de la nueva creación también una creación ex nihilo... ¿Qué consecuencias trae esto para la libertad? En lo sucesivo toda esperanza llevará el mismo signo de discontinuidad entre lo que conduce a la muerte y lo que se opone a la muerte. Por ello la esperanza contradice la realidad actual. La esperanza, en cuanto esperanza de resurrección, es la contradicción viviente de la realidad misma de la que procede, realidad marcada por el signo de la cruz y de la muerte» 15.
DISTANCIA Y PROXIMIDAD DEL
ACONTECIMIENTO
Hablamos de hiato y de discontinuidad porque la novedad que se produce es acontecimiento de Dios, acontecimiento del totalmente Otro que viene a romper el cerco de las necesidades del viejo mundo. Dios no se identifica con el hombre y no se somete a la muerte más que para introducir entre ellos, con su misma proximidad, la infinita distancia que de ellos le separa. El poder de renovación que hace su penetración o entrada en el mundo es desde ese momento total e infinito, pues es un poder en sí mismo creador, soberanamente libre e independiente de toda ley. Que ese Poder resucite es algo cuya explicación sólo compete y corresponde a su decisión libre y gratuita, en modo alguno a la dinámica que sigue el curso natural de las cosas. Es más, si lo que dicho acontecimiento realiza es accesible sólo a la esperanza con el único sostén de la fe, es porque su acción no es una acción de evidencia universal y porque lo Nuevo no ha borrado de un plumazo lo Antiguo. De ahí que el creyente esté polarizado tensamente entre esa proximidad del acontecimiento de Dios, paradójicamente presente bajo apariencias contrarias, y su distancia mantenida, no porque Dios esté lejos, sino porque es Otro muy distinto de lo que el mundo puede dejar entrever. Esta proximidad, a partir de la resurrección de Jesús, ha 15 P. RICOEUR, «La libertad según la esperanza», en Le Conflit des interprétations, París, 1969, Le Seuil, pág. 400.
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podido también entenderse como inminencia temporal. Si el acontecimiento de Dios supone en efecto el fin del mundo, en el sentido de realización total o cumplimiento, no era concebible que pueda sucederle ningún otro: el acontecimiento de Dios es el acontecimiento del fin. «Dios—dice el autor de la carta a los Hebreos—en la época final en la que estamos, nos habló por medio del Hijo, a quien hizo heredero de todas las cosas y por quien también creó los mundos» u. Por eso los primeros cristianos creyeron en la inminencia de una manifestación universal, cósmica, de ese acontecimiento final ya realizado: «No pasará esta generación antes de que todo esto suceda» 17. Pero no tardaron mucho en comprender que ese acontecimiento no iba a provocar una desaparición inmediata del tiempo y que la fe era algo muy distinto a una entrada de privilegio para presenciar un espectáculo. En el orden de la Resurrección, el único orden absolutamente nuevo, el cristiano está viviendo efectivamente en la proximidad del acontecimiento de Dios, acontecimiento único porque es el único. Sabe que la muerte ha sido vencida y que el tiempo se ha cumplido. Pero eso no significa que no haya ya más muerte o historia. Esta proximidad es esa proximidad de Dios que, una vez más como en la creación, se borra y difumina, dejando libre el campo para la acción humana. Por eso, aunque la fe sepa que dicho acontecimiento se ha consumado, no puede verlo y tan sólo podrá adivinarlo a través de esa distancia infinita, humanamente infranqueable, que sólo Dios puede superar. De esta forma se explica la actitud paradójica e ínconfortable en que se encuentra el creyente, orientado a la vez hacia el presente más actual y hacia el futuro más lejano. Esta situación de incomodidad y de desquiciamiento en que se encuentra el creyente ha dado lugar a una tentación que reviste formas contradictorias: la de aproximar con autoridad esa lejanía, suprimiendo con ello las distancias; este acercamiento puede aparecer en forma «eternizante», rechazando el tiempo y sus contenidos, como evasión en la que la búsqueda de Dios desemboca en un desprecio del mundo. El «valle de lágrimas» no sería más que una travesía absurda, sin valor propio, que podría muy bien abreviarse sin contemplaciones y sin per6
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juicios. En esta huida hacia un Dios «inmediato», se estaría siempre muerto de antemano y se desconocería la vida y la muerte en esa radicalidad en que Dios mismo quiso conocerla en la persona de Jesús. Y a la inversa, ese acercamiento puede también aparecer en su versión «temporalizante», en la que la fe pierde el sentido de una transcendencia que no controla, convirtiéndose en una sucesión indefinida de proyectos a corto plazo. ¿No obedece esta tentación, en su doble versión, al olvido de esas otras dos «virtudes teologales», como las llama el lenguaje tradicional, sin las que la fe no puede mantenerse? Habría que decir aquí que la esperanza devuelve a la fe el sentido de la distancia, la pone efectivamente en actitud de espera ante aquello que cree; mientras que la caridad la compromete efectivamente en las tareas presentes, impidiéndole caer en una mera «fe vacía y pasiva». Espera y acción parecen términos contradictorios, subrayando su conjunción esa situación paradójica del creyente que no puede actuar sin esperar ni esperar sin actuar. La realidad, sin embargo, es que dichas actitudes, aparentemente contradictorias, son en el fondo complementarias y lejos de excluirse se fortalecen mutuamente. Si Dios ha venido, si está presente entre los hombres, nuestra relación con él es una relación inmediata, definitiva. Mas esa presencia inmediata no es una especie de nebulosa sagrada en la que encontramos refugio para olvidar las preocupaciones de la vida. Dios está presente mediante el amor: «Allí donde reinan la caridad y el amor, está Dios.» El amor del que se trata no es un amor estético de Dios sino un amor que por su misma dinámica conduce al otro en su concreta situación de necesidades y sufrimientos. «Si alguno dice que ama a Dios y sin embargo odia a su hermano es un mentiroso. Porque el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» 18. Si, pues, la presencia de Dios es presencia justamente por el amor y gracias al amor, entonces es una presencia que no tiene nada de mágico o fantástico; el cara a cara con el otro tiene ya en sí su propia significación y exigencias, sin necesidad de recurrir a otras formas de visión. «El amor—dice San Pablo en su célebre himno a la caridad—no desaparecerá jamás» 19. Lo que en el
Heb 1, 2.
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Mt 24, 34.
19
1 ]n 4, 20. 1 Cor 13, 8.
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fondo significa que no podremos ver en Dios otra cosa más que el Amor, ese amor que se realiza y actualiza cada vez que nos amamos. Si el amor realiza ya lo que la fe sólo anticipa, una fe auténtica no podrá nunca discurrir sin amor. Se dice que los primeros cristianos eran identificados mucho más por su amor que por sus proclamaciones. Mas un amor que proviene de Dios y que la fe reconoce como tal no borra ese sentido de la distancia que ha recibido el nombre de esperanza. Cuanto más nos abre el amor los ojos para encontrarnos con el otro y estar atentos a sus más concretas y humildes situaciones presentes—Dios se hace presente mucho más en el pobre a quien le doy un vaso de agua—, tanto más nos abrirá los ojos la esperanza sobre perspectivas más amplias e infinitas que nuestros recortados proyectos. Esta es la paradoja de ese reino del que Jesús dijo que «está entre vosotros» 20 y que «no es de este mundo» 21. Realizándose como se realiza en la actualidad y en la más viva proximidad, es al mismo tiempo algo inconmensurable que no coge dentro de ninguna previsión ni de ninguna representación. Esta es una paradoja que nunca deberíamos olvidar cada vez que traducimos o concretamos dicho amor en actividades y en obras bien definidas. Nuestra época está muy sensibilizada con la dimensión colectiva de las relaciones humanas: la caridad, en efecto, difícilmente podría desentenderse de la justicia y el amor quedaría realmente falsificado si se quedara en un mero «derretimiento del corazón»—como decía Feuerbach—informe e ineficaz. Digamos, pues, que en rigor el amor no incide solamente sobre las relaciones interpersonales, sino que debe también incidir e impulsar una transformación del medio económico y social en el que aquéllas están insertas y a veces incluso obstaculizadas y adulteradas. Sus exigencias pasan, por ende, necesariamente por todas esas tareas que tienen una dimensión técnica, social, política, etc. El amor no es amar sólo a algunos hombres o a determinada parte esencial del hombre (a su alma, por ejemplo, como única realidad humana que hay que salvar), sino amar a todos los hombres y a todo el hombre en su integridad histórica concreta y carnal. Al 20
21
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Le 17, 21.
Jn 18, 36.
vincular, sin embargo, el amor a tareas concretas, ya que es lo que está a nuestro alcance, corremos el riesgo de creer que queda agotado con ello. Corremos el riesgo de reducir el irreductible Reino a un plan, una doctrina o una utopía. Ese riesgo posiblemente se deba no solamente al olvido de la dimensión de infinitud que tiene la esperanza, sino incluso al olvido de la auténtica raíz del mismo amor que motivó nuestro compromiso, en beneficio exclusivo del plan o la idea como portadores de la eficacia decisiva. En su límite extremo, este olvido llegaría incluso a relegar al otro en cuanto otro, en su mismidad, y reducirlo a una simple pieza de un puzzle, de cuya solución o arreglo solamente estaría al tanto esta doctrina o aquel partido. Un peligro de este tipo es el que puede detectarse también cuando lo Otro (divino y humano, Dios y hombre, unidos en un amor inseparable) queda subordinado a un Orden, bien ligado al pasado como pretenden los tradicionalismos nostálgicos, bien ligado al futuro como exigen los progresismos impacientes. «De esta forma es como puede pasar la mitología política cristiana desde la derecha hacia la izquierda, desde la monarquía absoluta al progresismo más socializante, pero en cualquier caso su postura respecto al Estado es idéntica, a quien se le está pidiendo o exigiendo algo que en absoluto depende de él» 22. Cuando al Reino de Dios se le confunde con una institución o un sistema político, el amor o la justicia—si es que aún se conserva el nombre—no están lejos de convertirse en medios en manos del poder. Y Dios, al quedar olvidada su transcendencia, queda convertido entonces en mera ideología, es decir, en una simple función social y política que los manipuladores manejan a su antojo. El carácter infinito de la esperanza abre, por el contrario, al amor una perspectiva sin límites. Porque a pesar de que haya que amar al otro con tareas y actuaciones concretas, éstas por sí mismas no podrán agotar ni colmar nunca el acto de amar. Si no fuese así, sería el amor el que estaría subordinado a las obras y no las obras al amor. Como muy bien ha visto Levinas, «las obras llevadas hasta sus últimas consecuencias exige una generosidad radical de aquel que a través de ellas va hacia el Otro. Exige como consecuencia una ingratitud del Otro. La gratitud 22
J. M. DOMENACII, Le Christanisme éclaté, op. cit., pág. 107.
127
sería precisamente el retorno del movimiento a su origen» 23 . Por supuesto que no se trata de una ingratitud de tipo moral, sino del renunciamiento por el que el donante se abstiene de hacer cualquier tipo de extorsión o embargo al beneficiario de su don, bien porque esperase de él una contrapartida, bien porque sutilmente lo convirtiese en mero instrumento para su logro personal. «La partida sin retorno, sin que suponga por ello una caída en el vacío, perdería igualmente su bondad absoluta si la acción buscase su recompensa en la inmediatez de su triunfo, si de una forma impaciente y mágica esperase el triunfo de su causa... Confrontando su punto de partida con su fin, la acción se reabsorbería en el juego calculador de los déficits y ganancias, en una operación de contabilidad» 24 . En su acción, Dios dio y se dio sin cálculo; de ahí que un amor que pretenda autentificarse en Dios no pueda traducirse en un juego de compensaciones ni un sistema de contabilidad. Por eso «la acción en su significación auténtica no es posible más que en la paciencia; paciencia que llevada hasta sus últimas consecuencias supone para el que actúa renunciar a ser contemporáneo y protagonista de los resultados de su propia acción, supone renunciar a que su acción esté ya dentro de la plenitud de la tierra prometida» 25 . A una paciencia así es a la que nosotros hemos llamado esperanza; lejos de desviar al amor de la acción, la esperanza le impide más bien que se quede satisfecho y parado con la meta alcanzada y que quede confundido con sus logros parciales. De esta forma el amor se sentirá incesantemente renovado en su espíritu y dispuesto a emprender infinidad de tareas siempre nuevas.
¿QUE OTRO MUNDO? Así pues, aun cuando el fracaso de nuestros proyectos echase por tierra nuestras expectativas de éxito, el amor no cesaría de ser una exigencia. La esperanza nos hace amar a través y por encima incluso del fracaso. Posiblemente este es el profundo 23
E. LEVINAS, «La huella del otro», en En découvrant l'existence avec Husserl et Heidegger, París, 1967, Vrin, pág. 191. Subrayado por el autor. "'' Ibíd. 25 Ibíd. 128
sentido de aquel «amor a los enemigos» de que habla el Evangelio; amor que parece imposible, ya que parece fracasar antes incluso de haber comenzado. Mas, al fin y al cabo si resulta que el tiempo hace que la vida sea irreversible, ¿no está cualquier acción condenada al fracaso? Y ese retorno o recompensa con que inconscientemente contamos cuando nos damos, ¿no queda en el fondo más que comprometido, siendo como es nuestra vida un viaje sin retorno? Podríamos también decir que el amor no es más fuerte que la muerte, si no se adentra en el mismo terreno de la muerte, si no renuncia a su propia recuperación, pues el don es por su propia naturaleza don irreversible e irrecuperable: «No hay mayor prueba de amor que el dar la vida por aquellos que se ama» 26 . Amar hasta la muerte ha podido proporcionar a la literatura un rico material romántico. La muerte, sin embargo, es la medida misma del don que no retiene nada, que excede toda contrapartida compensatoria y toda justificación razonable. Si se ha llegado a morir por desesperar del amor, se puede también morir de amor por la esperanza, por ese horizonte inaccesible a todo cálculo que nos abre el carácter absoluto del don. El viaje de la vida es un viaje sin retorno; por eso se dice que somos «seres para la muerte». Mas si ese inevitable deshacerse de la vida es la contrapartida de una infinitud de amor y de esperanza, «entonces estamos más allá de la muerte». Este «más allá» ha suscitado más de una curiosidad y más de una representación grandiosa. Al no estar limitado por las necesidades del «más acá», a la imaginación se le ofrece, en efecto, un campo y unas posibilidades inmensas para concebir, como hizo Dante en páginas inmortales, los pasajes y panoramas más fantásticos. Y no hay por qué reprocharles a los poetas y a los artistas el que recurran a esos viajes de ultratumba en busca de inspiración y de imágenes extrañas. La cuestión está en saber cuál es la verdad de esas fantasías y si no estaremos en el fondo falseando los límites del presente con una ilimitación que sólo existiría en lo imaginario. Nuestra época, con un sentido tan agudo de lo necesario y lo real, es muy recelosa respecto a todos esos ultramundos, no aceptándolos más que por sus efectos estéticos, a menos que los integre en esa «subrealidad» del arte, sustituyendo 28
]n 15, 14. 129
de esta forma esa «sobre-realidad» que denominamos Cielo e Infierno. «El mundo artístico de nuestros artistas, tal como lo sugiere el Museo Imaginario de cada uno, está tomando el relevo a los 'sobremundos' de las grandes religiones y de Israel, al menos en lo que respecta a lo intemporal—en cuanto nos separa del tiempo y del hombre—. En esta sociedad sin sobremundos, hay al menos un sucesor» 27. Es verdad que no podríamos concebir ya el otro mundo como un «ultramundo» o un «supermundo». Al margen de sus diferencias, el ultramundo era imaginado partiendo de este mundo de aquí, del que se tomaba lo mejor para imaginar el Paraíso y se concentraba todo lo peor para el Infierno. Es probable también que un esquema parecido sea el que anime a esos mesianismos temporales, para los que lo peor se relega y se acumula todo en el pasado y el presente, dejando para el futuro todo el bien sin mezcla de mal alguno. No tratamos en absoluto de recusar ese resultado final—el triunfo del bien sobre el mal—que se asemeja al Juicio Final tantas veces representado. Pero sí hay que recordar que el Juez en nuestro caso es el Cristo que salió de la tumba, el Cristo glorioso que vuelve de la muerte. Porque puede darse el caso de que se esté esfumando la frontera que separa este mundo del otro, que el gran fresco final esté velando de alguna forma la distancia que de él nos separa y que nos figuremos ya disfrutando la recompensa. Nuestro tiempo ha olvidado la muerte, pero sólo en apariencias, ocultándola y rechazándola. La verdad es que para nuestra época, como para cualquier otra, la muerte sigue siendo un límite infranqueable, e infranqueable para el hombre porque Dios es el único que puede franquearla. De ahí que rechace por «demasiado humana» la imagen de ese otro mundo al que se pudiese acceder desde éste, como se accede desde la antesala a la sala, localizando a ambos en una misma topografía. Lo Otro, que es la garantía de que la muerte no es absoluta, no es una región más, copia o calco de cualquier región de este mundo y en comunicación con él, sino el mismo Dios, origen del mundo e irreductible al mundo. Hablando con rigor evidentemente no hay otro mundo, como si Dios hubiera creado varios al mismo tiempo y nos hiciese pasar de uno a otro, 27
130
A. MALRAUX, La Tete d'obsidienne, París, 1974, Gallimard, pág. 236.
como un pájaro cambia de jaula. Lo que sí hay es un derrumbamiento de este mundo producido por la muerte, del que nos sacará con el mismo Poder con que lo sacó de la nada. ¿Cómo nos sacará, en qué forma o en qué momento? Las preguntas inevitables tienden siempre a levantar un mapa topográfico, tienden a buscar articulaciones que nos permitan situar de antemano nuestra vida en Dios, como antes habíamos intentado situar a Dios. La rotura, el destrozo de la muerte, así como la acción reparadora de Dios es algo que no podemos ver. Ni Dios ni la muerte, dice un proverbio portugués, se pueden mirar de frente. Es lo mismo que Yahvé dijo a Moisés en la montaña: «Tú no puedes ver mi rostro, porque el hombre no puede verme y seguir viviendo» 28. La fe, tensa en esperanza, no ve nada, pero sí oye la palabra de Dios, palabra de vida y promesa de resurrección «a pesar de la muerte». «Ser para más allá de la muerte» nos remite consecuentemente a este aquí y ahora donde nos encontramos con el mal y la muerte, sin que podamos escamotearlos. La esperanza no es fuerte por el consuelo de la imaginación ilusoria, sino por el amor que pone en la actuación de cada día, amor que en sí mismo es ya más fuerte que el mal y la muerte. El mal y la muerte coinciden con el amor sólo en esto: en que ambos son realidades de las que nos libra el amor. Liberación que hace que para el amor toda la miseria humana sea insoportable, incitándole por ello a actuar en el presente; pero liberación también de la propia muerte a la que el amor se entrega en sacrificio asumiendo esa última pérdida en su último don. La fe en la resurrección no es una imagen narcotizante que haga más fácil la muerte. La muerte para el cristiano como para Cristo (y para todo hombre) sigue conservando todo su horror. Pero comprendida desde el amor es una garantía de que ningún don, desde el más insignificante hasta el más grande, va a acabar en pérdida; garantía de que la pérdida de la propia vida no afectará al amor, pues éste es precisamente eso: sobreabundancia de donación. Conjugando de esta forma lo más lejano con lo más próximo, esta esperanza amante o este amor esperante harán que «el futuro y las más alejadas realidades sean la norma de nuestro presente» 29. 28
Ex 33, 20.
29
E. LEVINAS, op cit., pág.
192.
CONCLUSIÓN
De Dios podría decirse que es al mismo tiempo el desierto y el aliento de la fe. Es el desierto porque la constriñe a avanzar como Moisés en el Sinaí hacia una tierra que no es más que prometida y que se escapa sin cesar a su mirada. El autor de la Carta a los Hebreos cita como ejemplo a algunos de los grandes creyentes de la antigua Alianza que, como Abraham, se pusieron en marcha ante la llamada de Dios sin saber muy bien adonde iban: «Murieron todos en la fe, sin haber obtenido la realización de las promesas, después de haberlas visto y saludado de'lejos» 1. Vistas solamente de lejos, lejos de ese horizonte que nunca se alcanza mientras no se haya atravesado las tinieblas de la muerte. Toda patria «que se tenga dentro del espíritu» y que cada uno levanta imaginativamente ante sí, ya que en el fondo no es más que el reflejo del pesar y añoranza del sitio de que se partió, debe ser abandonada. La fe expresa la insuficiencia de nuestros campamentos terrestres, y nos exige levantarlos para que sigamos nuestra marcha hacia una «patria celeste» que no conocemos. «Extranjero en su propio país», era Abraham. Y ciudadano de una patria que le era extraña. Ser un extranjero en un sitio familiar y familiar de lo que a uno le es extraño: esa es la situación del creyente que se ve obligado a marchar a través del desierto. Esta marcha—en un tiempo en que tanto se habla de desilusión y desmitificación—es sin duda de lo más desilusionante y desmitificador que hay, pues echa por tierra el espejismo de esos falsos absolutos que no cesan de surgir en el camino de los hombres. A Dios sólo lo alcanzamos cuando pasamos por encima 1
Heb 11, 13.
135
de todos los dioses, cuando superamos y negamos las imágenes que de él nos hacemos. «Es necesario—decía un escritor—rechazar los dioses, rechazar todos los dioses. Pues eso es precisamente lo que nos han estado enseñando desde el principio los verdaderos discípulos de Jesús. Cuando fueron tachados de ateos, no fue porque ellos aportasen un dios más—que en el fondo hubiera sido un Dios entre otros muchos—, sino porque anunciaban a Alguien que era radicalmente distinto de los demás dioses, Alguien que les liberaba de la tiranía idolátrica de los otros dioses. Negaban, pues, todo lo que los hombres teñían como divinidad, todo lo que los hombres de cualquier época tienden a divinizar para en el fondo adorarse a sí mismos y esclavizarse en ellos. Sólo el Evangelio es el verdadero 'crepúsculo de los dioses'» 2 . Al hombre no le es posible avanzar por ese desierto de ídolos si no supera y transciende todo lo que él mismo ha podido concebir e imaginar animado por el propio aliento de Dios, aliento invisible e inaccesible, como Dios, a cualquier intento de localización: «El viento sopla donde quiere, tú oyes su voz, pero no sabes ni de dónde viene ni adonde va» 3. Además, si la fe es ese gran viaje que nos saca de nuestras cómodas familiaridades, entonces no puede confundirse nunca—como a veces se ha hecho— con una especie de circuito en el que monótonamente Dios sería el punto de partida y el de llegada, como esa línea blanca de los velódromos donde acaba y empieza la carrera, pues Dios es siempre más antiguo que nuestro más antiguo pasado y más nuevo que todas nuestras sorprendentes novedades. El viaje que la fe emprende es un viaje sin retorno, trazado sobre una infinitud cuyo término nadie puede alcanzar. Antes nos detuvimos ante algunas corrientes de pensamiento representativas de lo que se ha llamado «la muerte de Dios» y «la muerte del hombre». Tampoco se trata de que el creyente busque un pretexto en su propia fe para apropiarse de dichas corrientes con el fin de ponerse al día o actualizarse. El creyente debe comprenderlas en su exacta significación y dejarlas donde están. Sin embargo, al conocerlas, el creyente vuelve a plantearse aquellas preguntas a las que creía haber respondido: ¿Qué es 2
H. de LUBAC, Sur les chemins de Dieu, París, 1956, Aubier-Montaigne, 3pág. 206. Jn 3, 8.
136
Dios?, ¿qué es el hombre? Estas preguntas no son solamente suyas, en cuanto creyentes, sino que son las preguntas de su tiempo, las de sus contemporáneos, las suyas en cuanto hombres, la de todos los hombres, sean de donde sean y piensen lo que piensen. El creyente ante esto lo que sabe y dice es que si la fe es la doble aventura de Dios en el hombre y del hombre en Dios, la fe solamente podrá descubrir a Dios a través de lo que ha hecho por el hombre y no podrá descubrir o conocer al hombre si no lo ve como una realidad abierta e incorporada a lo Infinito de Dios. Si a Dios se le desliga del acontecimiento a través del cual se nos mostró concreto y viviente, Dios se convierte en seguida en un ídolo o en una pura definición abstracta; y tal vez en una idea muerta, sobre todo en un tiempo en que dicha idea resulte inútil para el pensamiento. Por su parte, el hombre si ve rota su referencia a Dios, no tardará mucho en caer en el desencanto y la desesperanza, sin que su supervivencia resista por mucho tiempo a esa disolución, que no es teórica o cultural, sino la muerte física y real. El hombre en sí mismo no podría ser un ídolo para el hombre, una imagen cercana como cuando aproximamos el rostro al espejo, el hombre siempre será un extraño para el mismo hombre. Como Abraham el hombre es un extraño en su propio país, un extraño en su propia piel, siempre en otra parte distinta a aquella en que la ciencia pretendía haberlo atrapado y disuelto. Por eso el creyente tampoco tiene una definición del hombre, como si la fe le diese la patente para saber quién es; lo único que puede es indicar adonde va, más allá de la muerte, indicar ese misterio en el que Dios y el hombre están unidos, ese misterio en el que lo que nos era muy próximo se nos convierte en algo muy alejado, porque el Dios lejano se nos ha aproximado. Pascal decía que «el hombre va más allá del hombre». Hay, en efecto, en el hombre algo más que el hombre, algo muy distinto de lo que nos dejan entrever su estudio y observación: ¿es la simple «inhumanidad» de la muerte, que como fuerza salvaje y extraña le está atenazando su intimidad? ¿Es esa «superhumanidad» de la que hablaba Nietzsche y de la que se siente mucho más alejado aún de lo que lo está él mismo del mono? ¿No será la propia «divinidad» superando todas las diferencias concebibles y transportando al hombre más allá de lo imaginable y de lo concebible? 137
Esta última y extraña afirmación es la afirmación del creyente. Por eso, aun cuando el creyente no sepa mejor que los demás quién y qué es el hombre, lo que no podrá hacer es separar de su fe en Dios la fe en el hombre, esperar en Dios sin esperar en el hombre y para el hombre. Porque si Dios y el hombre no están separados en el amor, tampoco pueden estar separados en la fe y la esperanza. «Vosotros estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, aparezca, entonces también vosotros apareceréis con él en plena gloria» 4 . Estamos muertos—los pregoneros de la muerte del hombre nos lo han dicho de otra forma—, pero nuestra vida, nos ha dicho San Pablo, está oculta con Cristo en Dios, con ese Cristo en quien se produjo el inimaginable encuentro de lo más lejano del hombre con lo más próximo, de lo más extraño con lo más familiar. Es en Dios, pues, donde se esconde la identidad del hombre, es decir: su verdadero ser. Esa identidad, escondida y diferida o aplazada hasta el fin, no es la identidad de un ser diferente, porque el hombre que se revelará y aparecerá con Cristo será el mismo que ha vivido en la tierra, el mismo que sufrió y murió. Tal es la paradoja del acontecimiento de Dios: la irrupción de lo Totalmente Otro en la historia humana no aniquila al hombre y su historia, sino que los realiza; el soplo de lo Infinito en la finitud humana no supone una desaparición pulverizadora de ésta, sino una transfiguración respetuosa e integradora. Por este motivo no habrá otro hombre u otro mundo, sino un hombre nuevo y un mundo nuevo. «Entonces—dice la Apocalipsis—vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron y el mar también» 5. Entre la nueva tierra y la tierra primera están, sin duda, la muerte y la nada; pero también el abismo de Dios, mucho más profundo aún que el de la muerte y la nada, y que tiene además el poder de restaurar en una identidad nueva, desconocida pero reconocible, al hombre y al mundo de la primera creación. Le queda aún al creyente la tarea de comunicar este misterio, ¡y ya hemos visto lo difícil que va a resultar encontrar las palabras que lo hagan, si no convincente, sí al menos plausible! Esas palabras no tendrá en absoluto que inventárselas, porque 4 5
138
Col 3, 4. Ap 21, 1.
están ya pronunciadas en esa revelación que es la definitiva y no va a seguirle otra. En este sentido, todo ha sido dicho. Pero lo que fue dicho hay que volver a decirlo sin cesar a hombres nuevos, de nuevas culturas. De ahí que la tarea del cristiano sea tan vasta como la de los primeros apóstoles y que tenga que cumplirse además en unas condiciones muy distintas a la de ellos. La preocupación de los cristianos reunidos en Iglesia—y aquí es donde esa reunión adquiere sentido—debe ser la de aliar la mayor fidelidad posible con la mayor audacia también posible: fidelidad a la palabra recibida, a los signos que Dios dio de su acontecimiento y concretamente a la Iglesia sin la cual la fe perdería su unidad y se volatilizaría en opiniones o exaltaciones personales; pero audacia en la búsqueda de los medios para expresar y testimoniar la fe en adaptación a veces dolorosa, a las mutaciones que el curso de la historia impone a la Iglesia misma. El cristiano sabe que el Espíritu que le anima es a la vez principio de fidelidad y de audacia; de ahí que, sean cuales sean las formas que adopte la Iglesia en un futuro, conserve la confianza. Eso sí, permanecerá siempre como creyente, es decir, como alguien que no ve lo que comunica y expresa. Por eso sus afirmaciones, sean cuales sean los esfuerzos que haga por hacerlas aceptables y plausibles, mantendrán siempre el carácter abrupto que le impedirá homologarse con los hábitos mentales de los hombres: nunca se podrá hacer que lo que se anuncia no sea el esbozo de esa conmoción y vuelco radical, que expresa la misma audacia de Dios. , Al fin de cuentas, ¿no se debe en el fondo la dificultad de creer y de transmitir la fe a que la fe pasa inevitablemente por el misterio de Dios? Un misterio al que podemos acercarnos, que podemos incluso indicar a los demás, pero un misterio del que no podemos disponer. Por tanto, habría que hablar de un poder y de una fragilidad de la fe: el poder es el de Dios, a quien el hombre no puede exigirle, sino sólo escuchar y acoger; la fragilidad es la del creyente, un hombre más entre los demás, no siempre mejor que los otros, pero un hombre cuya debilidad deja transparentar la fuerza de una Palabra que viene de más lejos que él. «Llevamos este tesoro en vasos de barro, para que este incomparable poder sea poder de Dios y no nuestro» 6 . r
2 Cor 4, 7.
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ÍNDICE
PREFACIO I.
II.
III.
IV.
Pág.
1
EN BUSCA DE UN ESPACIO DE CREDIBILIDAD
13
La fe y la antigua configuración cultural Nuevos condicionamientos sociales Nuevo contexto ideológico
18 23 28
E L PESO DE UNA AUSENCIA
39
De la muerte de Dios a la disolución del hombre. La destrucción explosiva del lenguaje
44 52
CREER ENTRE VIVIR
Y MORIR
63
Una alianza entre la razón y la muerte La muerte en el corazón de la cultura Creencia y no-resignación a la muerte La hermenéutica y el retorno a lo trágico
65 69 76 81
LA FE EN LAS DIMENSIONES DE LO ABSURDO
87
De la nada al infinito La fe como ruptura de evidencias Dios como no-relación La creación como gracia
90 94 100 103 143
V.
E L ACONTECIMIENTO DE LA FE
109
Del acontecimiento de Dios al acontecimiento de la fe La afirmación paradójica de la fe Distancia y proximidad del acontecimiento ¿Qué otro mundo?
112 119 123 128
CONCLUSIÓN
133
BIBLIOGRAFÍA
141
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