EL AMULETO
EL AMULETO
EL AMULETO
CONRAD FERDINAND MEYER
Autor: Conrad Ferdinand Meyer Título: El Amuleto Título Original: Das Amulett (1873) Traducción: Miguel Vedda
ÍNDICE Capítulo primero ........................................................................................................................ 7 Capítulo segundo ....................................................................................................................... 9 Capítulo tercero ........................................................................................................................ 14 Capítulo cuarto ......................................................................................................................... 20 Capítulo quinto......................................................................................................................... 26 Capítulo sexto ........................................................................................................................... 31 Capítulo séptimo ...................................................................................................................... 35 Capítulo octavo......................................................................................................................... 39 Capítulo noveno ....................................................................................................................... 44 Capítulo décimo ....................................................................................................................... 48
Tengo ante mí antiguas hojas amarillentas con anotaciones de comienzos del siglo diecisiete. Las traduzco al lenguaje de nuestra época.
Capítulo primero Hoy, 14 de marzo de 1611, fui a caballo desde mi lugar de residencia, junto al lago Biel, en dirección a Courtion, para ir a lo del viejo Boccard; era mi intención cerrar un trato a propósito de una colina de mi propiedad, en la que abundan los robles y las hayas, y que se encuentra en las cercanías de Münchweiler. El negocio ya se había prolongado demasiado. El anciano se había empeñado, a través de una larga correspondencia, en obtener una rebaja en el precio. No era posible presentar reclamos serios sobre el valor de la franja del bosque en cuestión, pero el hombre parecía considerar su deber regatearme un poco más. Como tenía buenas razones para mostrarle afecto y necesitaba, además, el dinero para ayudar a mi hijo (que está al servicio de los Estados Generales, y que se encuentra comprometido con una rubia y apuesta holandesa) a formar su primer hogar, resolví ceder ante él, y cerrar el trato rápidamente. Lo encontré en su antigua residencia, solo y con un aspecto descuidado. El cabello gris le caía desordenadamente sobre la frente y, por detrás, sobre el cuello. En cuanto advirtió que me encontraba bien predispuesto, brillaron sus apagados ojos ante la favorable noticia. Dedicaba sus últimos días a obtener riquezas y acumularlas, sin pensar que su linaje moría con él, y que habría de dejar su fortuna a herederos jubilosos. Me condujo a un pequeño desván donde, en un armario carcomido por los gusanos, guardaba sus escritos; me indicó que tomara asiento y me pidió que pusiera por escrito el contrato. Cuando terminé mi breve trabajo, me volví hacia el anciano, quien, entretanto, se había puesto a hurgar en los cajones en busca de su sello, que había extraviado. Lo vi revolver todo con impaciencia, y, por lo tanto, me levanté involuntariamente, como si me hubiera sentido obligado a ayudarlo. Él acababa de abrir, como en un apresuramiento febril, un cajón oculto, cuando aparecí detrás de él, eché una mirada dentro del cajón y… lancé un profundo suspiro.
En el compartimiento se encontraban, uno junto al otro, dos singulares objetos que conocía demasiado bien: un sombrero de fieltro perforado, que una vez había atravesado una bala, y un gran medallón redondo de plata, con la imagen de la madre de Dios de Einsiedeln tallada con bastante tosquedad. El anciano se volvió, como con la intención de responder a mi suspiro, y dijo, en un tono lacrimoso: —Sí, señor Schadau, Nuestra Señora de Einsiedeln me ha protegido en casa y en el campo de batalla; ¡pero desde que la herejía ha llegado al mundo y ha devastado también a nuestra Suiza, el poder de la buena Dama se ha agotado, incluso para los que creen en la buena fe! Esto ha sido probado ya con Wilhelm… mi querido hijo. — Y una lágrima corrió por sus grises pestañas. Esta escena me produjo dolor en el corazón, y dirigí al anciano una par de palabras confortadoras sobre la pérdida de su hijo, que había sido mi compañero de juventud, y que había sido mortalmente herido a mi lado. Pero mis palabras parecieron molestarlo, o no las escuchó, ya que se volvió a hablar súbitamente de nuestro negocio, se puso una vez más a buscar el sello, lo encontró por fin, corroboró el documento y me despidió luego rápidamente sin particular cortesía.
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Regresé a casa a caballo. Cuando me aproximaba al fin de mi recorrido, se alzaron ante mí, con los aromas de la tierra primaveral, las imágenes del pasado, y con una fuerza tan vigorosa, con una frescura tal, con rasgos tan agudos y nítidos que me produjeron dolor. El destino de Wilhelm Boccard se encontraba unido al mío de la manera más íntima; primeramente, en forma amistosa; luego, de un modo casi terrible. Fui el que lo arrastró a la muerte. Y, sin embargo, por mucho que consiguió impresionarme ese hecho, no puedo arrepentirme de él, y aún hoy, en el caso de encontrarme ante la misma situación, actuaría tal como lo hice cuando tenía veinte años. Decidí poner por escrito todo el desarrollo de esta maravillosa historia, a fin de aliviar mi ánimo.
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Capítulo segundo Nací en el año 1553, y no conocí a mi padre, que habría de caer pocos años después ante las murallas de San Quintín. Originariamente un linaje de Turingia, mis antepasados habían servido en el ejército de desde tiempos muy remotos y obedecieron a varios comandantes. Mi padre mostraba particular gratitud el duque Ulrich von Württemberg, ya que este le había concedido, en recompensa por el servicio fielmente prestado, un cargo público en su condado de Mümpelgard, y le arregló un matrimonio con una dama de Berna. El abuelo de ésta había brindado al duque su hospitalidad, quien, prófugo de su patria, recorría Suiza. Pero mi padre no toleró mucho tiempo ese plácido puesto; se alistó en el ejército de Francia, que por entonces debía defender a Picardía de Inglaterra y España. Esa fue su última campaña. Mi madre siguió a mi padre a la tumba después de un corto lapso, y fui adoptado por un tío materno que tenía su residencia junto al lago Biel y que mostraba una apariencia refinada y peculiar. Se inmiscuía poco en los asuntos públicos, e incluso sólo debía agradecer, en verdad, a su nombre, registrado rutilantemente en los anales de Berna, el hecho de que se lo admitiera en suelo bernés. Es que se había consagrado desde su juventud a la exégesis bíblica, actividad nada excepcional en aquella época de conmoción religiosa; pero él — y esto era lo excepcional– había llegado a convencerse, basándose en algunos pasajes de las Sagradas Escrituras, y particularmente del Apocalipsis de Juan, de que el fin del mundo se encontraba próximo, y que por ello no era aconsejable y constituía, por otro lado, una tarea vana fundar una nueva iglesia en las vísperas de esa crisis radical. Por ello renunció firme y categóricamente al puesto que le correspondía en la catedral de Berna. Como se dijo, sólo su enclaustramiento lo resguardaba del brazo estricto del regimiento espiritual. Crecí en la libertad del campo, bajo la mirada de este hombre inofensivo y amable; no sin disciplina, aunque sí a salvo de la vara del castigo. Mis amigos eran jóvenes campesinos del pueblo cercano y su párroco, un estricto calvinista; a este último, mi tío le encomendó, abnegadamente, que me instruyera en la religión del país. Los dos tutores de mi juventud disentían en varios puntos. Mientras el teólogo, con su maestro Calvino, veía en la eternidad de los castigos infernales el fundamento indefectible del temor de Dios, el laico se consolaba con la antigua reconciliación y con el feliz retorno de todas las cosas. Mi pensamiento se ejercitaba con satisfacción en la árida consistencia de la teoría calvinista, y se apropiaba de ella sin dejar caer un punto de la firme red; pero mi corazón pertenecía sin reservas a mi tío. Sus imágenes del futuro no me preocupaban demasiado; sólo una vez consiguió desconcertarme. Desde hacía tiempo albergaba yo el deseo de tener un potro salvaje, un overo espléndido que había visto en Biel, y una mañana me aproximé, con esta solicitud en la punta de la lengua, a mi tío, que se encontraba sumido en la lectura de un libro. Temía una negativa, pero no a causa de lo elevado del precio, sino del famoso salvajismo del animal que deseaba adiestrar. Apenas si habría abierto la boca, cuando él, con sus brillantes ojos azules, me clavó la mirada y me dijo solemnemente: —¿Sabes, Hans, cuál es el significado del caballo bayo sobre el cual cabalga la muerte? Enmudecí de asombro ante el talento adivinatorio de mi tío; pero una ojeada al libro abierto ante él me permitió advertir que no hablaba de mi overo, sino de uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis.
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El docto párroco me instruyó en matemática e incluso en los principios de la ciencia militar, hasta donde era posible extraerlos de los manuales conocidos; pues en su juventud, como estudiante en Ginebra, había luchado en las murallas y en el campo de batalla. Era una cuestión acordada que, a los diecisiete años, tendría que alistarme como soldado; tampoco tenía que preguntarme bajo qué comandante habría de hacer mis primeras armas. El nombre del gran Coligny llenaba entonces el mundo entero. No fueron sus victorias —pues todavía no había obtenido ninguna — sino sus derrotas, a las que supo conceder el valor de triunfos a través de la ciencia militar y la grandeza del carácter, las que lo destacaron por encima de todos los comandantes vivientes, a menos que se lo quisiera comparar con el español Alba; pero a éste yo lo odiaba como al infierno. No sólo porque mi valeroso padre se había mantenido tenazmente leal a la fe protestante; no sólo porque mi tío, conocedor de la Biblia, tenía un mal concepto del papado y creía ver en la Babilonia del Apocalipsis una prefiguración de él, sino que yo mismo comencé a tomar partido a favor de Coligny con todo el corazón. Ya me había alistado de joven en el ejército protestante cuando, en 1567, fue preciso tomar las armas para resguardar Ginebra de una ataque sorpresivo de Alba, que, viniendo de Italia, recorría la frontera Suiza en dirección a los Países Bajos. El joven que yo era entonces no podía tolerar la so ledad de Chaumont (tal era el nombre de la residencia de mi tío). En el año 1570, el Edicto de Pacificación de St. Germain en Laye abrió a los hugonotes el acceso a todos los puestos público en Francia, y Coligny, convocado a París, deliberaba con el rey —cuyo corazón, según se decía, se había ganado totalmente — el plan de una campaña en contra de Alba destinada a liberar los Países Bajos. Impacientemente esperaba yo la declaración de guerra, que se retrasaba durante años, y que habría de convocarme a los ejércitos de Coligny, pues su caballería siempre había sido integrada por alemanes, y el nombre de mi padre debía de resultarle conocido de tiempos anteriores. Pero esa declaración de guerra no llegaba nunca, y dos vivencias desagradables hubieron de amargarme los últimos días en la patria. Cuando, una noche de mayo, me encontraba tomando una merienda con mi tío bajo el tilo el flor, apareció ante nosotros un desconocido de actitud bastante rastrera y miserables vestimentas, cuyos ojos inquietos y rasgos comunes me produjeron una impresión desagradable. Ofreció sus servicios al ―respetable caballero‖ como cuidador de la
caballeriza, lo que en nuestras condiciones de vida implicaba ser tan sólo un servidor de cuadra; y ya estaba pensando en despacharlo bruscamente, en vista de que mi tío no le había concedido, hasta ese momento, atención alguna, cuando el desconocido comenzó a enumerarme sus conocimientos y destrezas. —Manejo el florete como pocos —dijo—, y conozco la alta escuela de esgrima desde sus fundamentos. Dado mi alejamiento de todos los salones urbanos de esgrima, experimentaba como algo particularmente penoso esta deficiencia en mi formación, y a pesar de mi antipatía instintiva hacia el recién llegado, aproveché la oportunidad sin pensar; llevé al extraño a mi sala de esgrima y le puse en la mano una espada, con la cual dominó la mía tan extraordinariamente que de inmediato cerré trato con él y lo tomé a nuestro servicio. Expliqué a mi tío cuán propicia era la oportunidad de enriquecer el acervo de mis conocimientos caballerescos aun en los últimos instantes antes de mi partida. Desde entonces pasé con el desconocido —que afirmó ser de origen bohemio — noche tras noche, y a menudo hasta altas horas, en la sala de armas, que yo alumbraba lo mejor posible con dos lámparas de pared. Aprendí rápidamente la estocada, la parada, la finta, y pronto conseguí aprender la toda la escuela con una perfecta solidez teórica, para
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satisfacción de mi instructor; sin embargo, le ocasioné a éste una leve desesperación por el hecho de que era imposible extirpare una cierta placidez innata, que él tildaba de lentitud y que vencía fácilmente con su espada, que se movía con la rapidez del rayo. A fin de proporcionarme la fogosidad ausente, recurría a un medio singular. Se cosía a su chaleco de esgrima un corazón de cuero rojo que indicaba el lugar en que se encontraba el verdadero, y lo mostraba con la mano izquierda, burlona y desafiantemente, durante el asalto. A eso añadía múltiples gritos de guerra; los más frecuentes era ―¡Arriba Alba!‖, ―¡Muerte a los rebeldes de los Países Bajos!‖; o también: ―¡Muerte al hereje Coligny!‖, ―¡A la horca con él!‖. Si bien esos gritos me enfurecían en lo más íntimo, y hacían que hallase al
hombre aún más odioso de lo que de todos modos lo encontraba, no conseguí acelerar mi tempo, pues, como discípulo consciente de mi deber, había desplegado un grado de destreza que ya no era posible superar. Una noche, cuando el bohemio iniciaba precisamente un temible griterío, irrumpió mi tío, alarmado, por la puerta lateral para ver qué ocurría, pero se retiró de inmediato espantado, ya que vio cómo mi oponente, al grito
de ―¡Muerte a los hugonotes!‖, me asestaba en medio del pecho una ruda estocada que, de
haber sido real, me habría traspasado de lado a lado. A la mañana siguiente, mientras desayunábamos bajo nuestro tilo, algo le pesaba a mi tío en el corazón, y pienso que era el deseo de deshacerse del siniestro huésped; en ese momento, el mensajero de la ciudad de Biel nos trajo una carta con un gran sello oficial. Mi tío la abrió, durante la lectura frunció el ceño, y me la pasó mientras decía: —¡Aquí tienes una bella sorpresa! Lee, Hans, y después discutiremos que ha de hacerse. Allí se leía que un bohemio, establecido hacía algún tiempo en Stuttgart como maestro de esgrima, había asesinado alevosamente a su esposa —una mujer nativa de Suabia — con la espada, a raíz de celos; se sabía que el autor del crimen había huido a Suiza, e incluso que se lo había visto, o a alguien increíblemente parecido a él, al servicio del señor de Chaumont; a éste, a quien, en memoria de su cuñado, el difunto Schadau, le guardaba el duque Cristoph particular estima, se le solicitaba urgentemente que detuviera al sospechoso, que realizara incluso un primer interrogatorio, y que, una vez confirmada la sospecha, hiciera entregar al culpable en la frontera. La carta estaba firmada y sellada por la oficina ducal de Stuttgart. Mientras leía el documento, eché una mirada, pensativamente, hacia la habitación del bohemio, que situada en el aguilón del castillo, podía ser alcanzada fácilmente por la vista, y lo vi ante la ventana ocupado en limpiar una espada. Resuelto a detener al malhechor y a entregarlo a la justicia, alcé involuntariamente la carta de tal forma que él podría haber visto el gran sello rojo con sólo mirar hacia abajo… lo que habría dado a su destino un pequeño momento de gracia. Luego consideré con mi tío el arresto y traslado del culpable; pues ninguno de los dos dudaba ni por un momento de que lo fuera. Después de esto ascendimos, pistola en mano, a la habitación del bohemio. Estaba vacía, pero a través de la ventana abierta, más allá de los árboles del patio —en la distancia, donde el camino de un rodeo en torno a la colina —, vimos un jinete que galopaba. Cuando descendimos, nos vino al encuentro el mensajero de Biel que había traído la carta; éste decía, lamentándose, que había estado buscando en vano su corcel, al que había dejado atado a la puerta trasera del patio mientras bebía algo en la cocina. A esta desagradable historia, que causó sensación en la comarca y que alcanzó, en boca de la gente, un carácter novelesco, se añadió otro accidente, que hizo que mi estadía en ese lugar no pudiera extenderse.
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Fui invitado a una boda en Biel, una pequeña ciudad que está apenas a una hora de distancia, y donde tenía varias relaciones, aunque sólo superficiales. A raíz de mi modo de vida bastante retraído, se me tomaba por altanero; y con el pensamiento abstraído en el futuro próximo, que, aunque en la posición más modesta, habría de introducirme en la historia del mundo protestante, no podía encontrar interés alguno en los asuntos íntimos y en las habladurías provincianas de la pequeña república de Biel. Por eso, esa invitación no me atrajo especialmente, y sólo la insistencia de mi tío, que era tan retraído como yo, pero sin embargo afable, me hizo aceptar la invitación. Era bastante tímido con las mujeres. De constitución vigorosa y estatura excepcional, pero dotado de facciones nada hermosas, presentía, aunque sin poder explicármelo, que debía jugar la entera suma de mi corazón a un único número, y la oportunidad para ello, según intuía oscuramente, debía encontrarse en la proximidad de mi héroe. También pensaba que una felicidad plena debía ser ganada con pleno sacrificio, con el sacrificio de la propia vida. Entre los objetos de mi admiración juvenil, ocupaba el primer lugar, junto al gran almirante, su hermano menor Dandelot, cuyo viaje de bodas universalmente célebre y soberbio enardecía mi imaginación. Había raptado a su amada, una doncella oriunda de Lorena, en la ciudad de Nancy, en la que ella vivía; ante los ojos de sus mortales enemigos católicos, los Guisas, ambos habían entrado cabalgando, con un cortejo triunfal y al son de tambores, en el castillo ducal. Deseaba que me estuviera destinado algo semejante. Partí, pues, hacia Biel con un corazón displicente y malhumorado. Fueron muy solícitos conmigo, y me ubicaron en la mesa junto a una amable joven. Como suele ocurrir con las personas tímidas, parar evitar un total enmudecimiento incurrí en el exceso contrario, y, a fin de no parecer descortés, comencé a cortejar vivamente a mi vecina. Frente a nosotros se encontraba el hijo del alcalde; este último era un distinguido mercader de especias, que se encontraba a la cabeza del partido aristocrático, pues la pequeña Biel tenía, como sucede con las repúblicas más grandes, sus aristócratas y demócratas. Franz Godillard —así se llamaba el joven—, que quizás albergaba intenciones respecto de mi vecina, seguía nuestra conversación con un interés creciente y con miradas hostiles, sin que, al comienzo, me apercibiera de ello. Entonces la bella joven me preguntó cuándo pensaba partir hacia Francia. —Tan pronto como se declare la guerra contra el perro sanguinario de Alba —respondí solícitamente. —¡Habría que emplear, al hablar de semejante hombre, expresiones un poco menos irrespetuosas! —me espetó Godillard, desde el otro lado de la mesa. —¡Acaso olvida —repliqué— a los maltratados habitantes de los Países bajos! ¡No tanto respeto para su opresor, aunque se trate del comandante más grande del mundo! —Él ha castigado a los rebeldes —fue la respuesta— y ha dado también un ejemplo saludable a nuestra Suiza. —¡Rebeldes! —exclamé, y vacié de un trago una copa de ardiente Cortaillod. —Tan o tan poco rebeldes como los confederados del Rütli. Godillard asumió un gesto altanero, alzó primero las cejas con aires de importancia, y replicó luego, sonriendo irónicamente:
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—Si un minucioso erudito investiga el asunto, se probará quizás que los campesinos
sublevados de los bosques eran gravemente culpables ante Austria de injusticia y rebelión abierta. Por otro lado, eso no viene al caso; sólo afirmo que a un joven desprovisto de mérito, al margen de cualquier convicción política, no le sienta bien insultar de palabra a un militar famoso. Esa alusión a la demora de mi servicio militar —demora de la que no era culpable — me indignó del modo más profundo; la bilis se me desbordó y exclamé: —¡Es un canalla el que sale en defensa del canalla Alba! Se produjo en ese momento un absurdo tumulto, del que Godillard fue sacado con la cabeza rota, y del que me retiré con la mejilla sangrante, a raíz del corte producido por una copa que me habían arrojado. A la mañana siguiente me desperté enormemente avergonzado, previendo que yo, un defensor de la verdad evangélica, me habría granjeado fama de borracho. Sin pensar demasiado, preparé mi zurrón y pedí permiso a mi tío, a quien había dado a entender mi desgracia y que, después de considerar los pros y los contras, manifestó estar de acuerdo con que esperase el inicio de la guerra en París; extraje un rollo de monedas de oro procedente de la pequeña herencia de mi padre, apresté las armas, ensillé mi overo, y me puse en camino hacia Francia.
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Capítulo tercero Sin aventuras dignas de mención, atravesé el Franco Condado, y la Borgoña; alcancé el curso del Sena, y me encontré una tarde cerca de las torres de Melun, de las que me hallaba separado por una hora de viaje, pero por sobre las cuales se cernía una fuerte tormenta. Mientras atravesaba a caballo un pueblo que daba a la calle, advertí a un joven que se encontraba sentado en el banco de piedra de la nada desagradable posada ―A los tres lirios‖. Como yo, el joven parecía ser un viajero y un guerrero, pero su ropa y arm amentos mostraban una elegancia con la que contrastaba fuertemente mi modesta vestimenta calvinista. En vista de que se encontraba en mis planes alcanzar Melun antes de la noche, le devolví el saludo con descuido, proseguí cabalgando y creí escuchar detrás de mí el grito: —¡Buen viaje, compatriota! Seguí cabalgando tenazmente durante un cuarto de hora, mientras la tormenta, negra, me venía al encuentro; el aire se hacía insoportablemente pesado y cortas, cálidas ráfagas de viento levantaban en torbellinos el polvo de la calle. Mi caballo resoplaba. Súbitamente cayó en tierra, a pocos pasos de mí, un fulgurante y ensordecedor rayo. El overo levantó las patas delanteras, viró y se dirigió, en alocados brincos, al pueblo, donde finalmente conseguí dominar al aterrorizado animal, bajo una torrencial lluvia, ante la puerta en la posada. El joven huésped, riendo, se incorporó del banco de piedra que se encontraba resguardado de la lluvia por el alero, llamó al servidor de cuadra, me ayudó a desatar el zurrón y me dijo: —No se arrepentirá de tener que pernoctar aquí; encontrará una excelente compañía. —¡No lo dudo! —repliqué a modo de saludo. —No hablo, naturalmente, de mi —prosiguió— sino de un anciano y honorable caballero, al que la dueña llama ―señor consejero del parlamento‖ (se trata, pues, de un alto dignatario), y de su hija o sobrina, una señorita totalmente incomparable… ¡Dé una habitación al señor! —dijo al posadero, que se aproximaba — y usted, compatriota,
cámbiese rápidamente de ropa y no nos haga esperar, ya que la cena está servida. —¿Me llama compatriota? —le respondí en francés, ya que él se había dirigido a mí en ese idioma—. ¿En qué me reconoce como tal…? —¡En la cabeza y en los miembros! —me repuso burlonamente —. En primera instancia, usted es alemán, y en su esencia enteramente rígida y grave reconozco al bernés. Yo, en cambio, soy su leal confederado de Friburgo, y me llamo Wilhelm Boccard. Seguí al posadero, que me llevó a la habitación que me había asignado; me cambié de ropa, y bajé al cuarto de huéspedes, donde me esperaban. Boccard se me acercó, me tomó de la mano y me colocó ante un encanecido caballero de apariencia refinada y ante una esbelta joven con ropas de montar, mientras decía: —Mi camarada y compatriota… —mientras decía esto, me miraba inquisitivamente. —…Schadau, de Berna —concluí la frase. —Es altamente grato para mí —respondió el anciano caballero amablemente— encontrarme con un joven ciudadano de esa famosa ciudad, a la que mis correligionarios
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de Ginebra tanto tienen que agradecer. Soy el consejero del Parlamento de Chatillon, a quien la pacificación religiosa permite regresar a su ciudad natal, París. —¿Chatillon? —repetí con una respetuosa admiración —. Es el apellido del gran almirante. —No tengo el honor de ser su pariente —repuso el consejero del Parlamento —, o al menos sólo me encuentro lejanamente emparentado con él; pero lo conozco y soy su amigo, hasta donde la diferencia de estamento y mérito personal lo permite. Pero sentémonos, señores. La sopa humea, y la noche nos ofrece todavía bastante tiempo para la conversación. Nos sentamos a los cuatro lados de una mesa de roble con patas torneadas. La mesa se encontraba dispuesta de la siguiente manera; en la cabecera estaba la muchacha, a su derecha y a su izquierda el consejero y Boccard, y yo en el otro extremo. Después de que, en medio de los comentarios usuales y las conversaciones de viaje, la cena hubo concluido, y se hubo servido, para acompañar unos modestos postres, la perlada bebida de la vecina Champagne, la charla comenzó a hacerse más fluida. —Tengo que alabarlos, señores suizos —comenzó a decir el consejero — por haber aprendido, después de cortas luchas, a entenderse pacíficamente en cuestiones de religión. Es un signo de sensatez y de ánimo saludable, y mi desdichada patria podría tomarlos como ejemplo… ¡No aprenderemos nunca que l a conciencia no se deja sojuzgar, y que un protestante ha de amar a su patria con tanto ardor y ha de defenderla tan vehementemente, y que ha de obedecer sus leyes tan escrupulosamente como un católico! —¡Nos dispensa un elogio inmoderado! —repuso Boccard—. Es cierto que los católicos y los protestantes nos llevamos bastante bien en el Estado; pero la vida social se ha arruinado íntegramente por culpa de la división religiosa. En tiempos pretéritos los de Friburgo manteníamos diversos vínculos con los de Berna. Esto ha cesado, y se han roto relaciones de larga data. Cuando estamos de viaje —prosiguió, dirigiéndose a mí en son de broma—, todavía se muestran, de vez en cuando, solidarios con nosotros; pero en casa apenas si nos saludan. Déjenme que les cuente: cuando me encontraba de vacaciones en vacaciones en Friburgo —presto servicios, bajo bandera Suiza, a Su Majestad Cristianísima —celebré la Fiesta de la Repartición de la Leche en los Alpes de Plaffeyen, donde mi padre tiene sus posesiones, y también los Kirchberg tienen derecho de pastoreo. Fue una fiesta lamentable. El señor Kirchberg había traído a sus hijas, cuatro corpulentas bernesas, con las que yo, cuando éramos niños, había bailado todos los años en los Alpes. ¿Pueden creer que, una vez terminado el baile de honor, las jóvenes iniciaron una discusión teológica entre el tañido de los cascabeles de las vacas, y que a mí, que nunca me había ocupado demasiado de tales cosas, me acusaron de idólatra y perseguidor de cristianos porque había cumplido mi deber contra los hugonotes en los campos de la batalla de Jarnac y Moncontour? Las discusiones religiosas —dijo el consejero, para calmar a Boccard — se encuentran hoy en el aire, pero ¿por qué no es posible desarrollarlas con mutuo respeto, y ponerse de acuerdo con ánimo conciliador? Estoy seguro, señor Boccard, de que no me condenará a la hoguera a causa de mi fe evangélica, y de que no ha de ser el último en repudiar la crueldad con que los calvinistas han sido tratados durante mucho tiempo en mi pobre patria. —¡De eso puede estar seguro! —agregó Boccard—. Sólo que no debe olvidar que no hay que calificar de cruel en el Estado y en la Iglesia a lo viejo y tradicional cuando esto último defiende su existencia a través de todos los medios. En lo que respecta, por lo demás, a las crueldades, no conozco religión más cruel que el calvinismo.
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—¿Piensa en Servet? —dijo el consejero en voz baja, mientras se oscurecía su
semblante. —No pienso en castigos humanos —repuso Boccard—, sino en la justicia divina, tal como la desfigura la sombría nueva fe. Según dije, no entiendo nada de teología, pero mi tío, el canónigo de Friburgo, un hombre digno de crédito y erudito, me ha asegurado que existe un principio calvinista según el cual el niño se encuentra ya en la cuna predestinado a la bienaventuranza eterna o condenado al infierno, antes de que haya realizado actos virtuosos o perversos. ¡Esto es demasiado horrible para ser cierto! — Y, sin embargo, es cierto —dije, acordándome de las enseñanzas de mi pastor —; ¡horrible o no, es lógico! —Lo que no se contradice a sí mismo —dijo el consejero, a quien parecía divertir mi apasionamiento. —La divinidad es omnisciente y todopoderosa —proseguí, seguro de la victoria —; lo que prevé y no obstruye, es su voluntad; de acuerdo con ello, nuestro destino se encuentra, ciertamente, decidido ya en la cuna. —¡Refutaría de buena gana ese argumento —dijo Boccard — si sólo pudiera acordarme ahora del argumento de mi tío! Pues él tenía un excelente argumento en contra… —Me haría un gran favor —opinó el consejero— si consiguiera recordar ese excelente argumento…
El friburgués llenó su copa, la vació lentamente y cerró los ojos. —Si los señores se dignan a no interrumpirme y a dejar desarrollar sin perturbaciones mis pensamientos, espero poder cumplir bastante bien con el pedido. Supongamos, pues, señor Schadau, que usted ha sido condenado al infierno desde la cuna por su Providencia calvinista… pero ¡guárdeme Dios de semejante descortesía! Supongamos, entonces, que yo haya sido condenado al infierno de antemano; pero no soy, a Dios gracias, ningún calvinista…
Aquí tomó algunas migas del excelente pan de trigo; con sus manos hizo de ellas un hombrecito que colocó en su plato, y dijo: — Aquí vemos a un calvinista condenado al infierno desde el nacimiento. Ahora ¡cuidado con lo que va a decir, Schadau…! ¿Cree usted en los diez mandamientos? —¿Cómo, caballero? —exclamé. —Bueno, bueno, hay que preguntarlo. ¡Ustedes, los protestantes, han eliminado tantas cosas antiguas! Así, Dios ordena a este calvinista: ―¡Haz esto! ¡No hagas lo otro!‖. Ahora
bien, semejante mandamiento, ¿no es un vano y perverso engaño si el hombre está predestinado a no poder hacer el bien y a tener que hacer el mal? ¿Y a la más alta sapiencia atribuyen ustedes semejante insensatez? ¡Eso es una nulidad, como esta creación de mis manos! — y lanzó al aire el hombrecito de pan. —¡No está mal! —opinó el concejero. Mientras Boccard trataba de ocultar su íntima satisfacción, me puse a examinar rápidamente mis contraargumentos; pero en ese momento no supe oponer nada concluyente, y dije, con un dejo de malhumorada confusión: —Es un razonamiento oscuro y complicado, que no es posible discutir antes de largas consideraciones. Por lo demás, su afirmación no alcanza para que uno deje de censurar al
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papismo, cuyos manifiestos excesos ni usted mismo, Boccard, puede negar. ¡Piense en los vicios de los clérigos! —Hay malos pájaros entre ustedes —asintió Boccard. —Piense en la creencia ciega en la autoridad… —Es un beneficio para la debilidad humana —me interrumpió—; ¡tanto en el Estado y la Iglesia como en las más pequeñas cuestiones legales debe existir una última instancia en la cual uno pueda encontrar tranquilidad! —¡Las reliquias milagrosas! —Si las sombras de San Pedro y el sudario de San Pablo curaron enfermos —repuso Boccard con gran serenidad—, ¿por qué los restos de los santos no habrían de producir también milagros? —Ese necio culto a María…
Apenas hube pronunciado esa palabra, el claro rostro del friburgués se alteró; la sangre se le subió violentamente a la cabeza, saltó del asiento enrojecido de furia, colocó la mano sobre la espada y me gritó: —¿Quiere injuriarme personalmente? ¡Si es ése su propósito, desenvaine! También la joven se había levantado consternada de su asiento, y el consejero extendió ambas manos hacia el friburgués, con el propósito de apaciguarlo. Me sorprendí, sin perder la compostura, del efecto totalmente inesperado de mis palabras. —No puede tratarse de una ofensa personal —dije, sereno—. ¿Cómo podría adivinar que usted, Boccard, que en cada expresión revela al hombre de mundo y cultivado y que, como usted mismo dice, reflexiona impasiblemente acerca de cuestiones religiosas, habría de mostrar semejante pasión en este único punto? —¿Así que usted no sabe, Schadau, lo que todo el mundo sabe en la entera región de Friburgo y mucho más allá de ella; a saber, que Nuestra Señora de Einsiedeln ha obrado un milagro en una criatura tan indigna como yo? —No, en verdad que no —repliqué—. Siéntese, estimado Boccard, y cuéntenos eso. —Bien, el asunto es conocido por todos y está representado sobre una tabla votiva en el propio convento. En mi tercer año de vida, me acometió una grave enfermedad, y como consecuencia de ella todos mis miembros quedaron paralizados. Todos los métodos imaginables fueron aplicados en vano, pero ningún médico sabía qué hacer conmigo. Finalmente, mi querida y buena madre realizó descalza una peregrinación a Einsiedeln. ¡Y, vean, se produjo un milagro por gracia de la Virgen! ¡Desde ese momento, empecé a mejorar; cobré fuerzas y crecí, y hoy, según pueden ver, soy un hombre de miembros sanos y rectos! Sólo a Nuestra Buena Señora de Einsiedeln debo el hecho de ser hoy feliz, en mi juventud, y de no consumir mi corazón en el pesar como un inválido incapaz y sin alegría. Así, comprenderán, estimados señores, y encontrarán natural que esté agradecido de por vida mi Auxiliadora, y que experimente devoción por ella. Al decir estas palabras extrajo de la cota de malla un cordón de seda que llevaba colgado al cuello y del que pendía un medallón, y ardorosamente imprimió en éste un beso. El señor Chatillon, que lo miraba con una curiosa mezcla de sorna y enternecimiento, comenzó a hablar ahora con su amable estilo: —Pero ¿cree usted, señor Boccard, que cualquier virgen le habría podido proporcionar esa cura?
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—¡Pero no! —repuso vivamente Boccard—; los míos lo intentaron en varios lugares
santos, hasta que golpearon en la puerta apropiada. La adorada Señora de Einsiedeln es única en su género. — Ahora —prosiguió, riendo, el anciano francés —, le resultará sencillo reconciliarse con su compatriota, si es que ha de ser necesario aun, en vista del ánimo benevolente del que ya usted nos ha dado prueba a todos nosotros. En el futuro, el señor Schadau no olvidará colocarle, a su duro juicio sobre el culto de María, la siguiente cláusula: "Con la honrosa excepción de Nuestra Señora de Einsiedeln". — Ya estoy dispuesto a ello de buen grado —declaré, asumiendo el tono del anciano señor, aunque, por cierto, no sin una íntima molestia ante su levedad. Entonces, el bondadoso Boccard aferró mi mano y la sacudió con lealtad. La conversación asumió otro sesgo, y pronto el joven friburgués se levantó, deseándonos buenas noches y excusándose, ya que al día siguiente pensaba marcharse a primera hora. Recién en ese momento, una vez que hubo concluido la acalorada discusión, dirigí la mirada más atentamente a la joven muchacha, que había seguido nuestra conversación calladamente y con gran interés, y me sorprendí de la falta de parecido con su padre o tío. El viejo consejero tenía un rostro finamente delineado, casi temeroso, que iluminaban inteligentes, oscuros ojos —a veces melancólicos, a veces burlones; siempre ingeniosos —; la joven dama, en cambio, era rubia, y su fisonomía, cándida pero resuelta, se veía animada por unos ojos azules prodigiosamente fulgurantes. —¿Puedo preguntarle, joven —comenzó el consejero del parlamento —, qué es lo que lo conduce a París? Somos correligionarios, y si puedo brindarle algún servicio, cuente conmigo. —Señor —repliqué—, cuando usted pronunció el nombre de Chatillon, mi corazón dio un vuelco. Soy hijo de un soldado, y quiero aprender la guerra, el oficio de mi padre. Soy un protestante entusiasta, y quiero hacer por esa buena causa todo lo que se encuentre dentro de mis posibilidades. Habré alcanzado esos dos fines cuando me haya sido permitido servir y luchar bajo los ojos del almirante. Si puede ayudarme en ello, me concede usted el más grande servicio. Entonces la joven abrió la boca y preguntó: —¿Tiene usted, entonces, una devoción tan grande por el señor almirante? —¡Es el hombre más grande del mundo! —respondí impetuosamente. — Ahora bien, Gasparde —repuso el anciano —en vista de convicciones tan sobresalientes, deberías exponer ante tu padrino algunas palabras a favor de este joven caballero. —¿Por qué no? —dijo Gasparde serenamente —, si es tan bravo como parece serlo. Pero la cuestión es si mis palabras han de dar buenos resultados. El señor almirante, ahora, en la víspera de la guerra con Flandes, está , de la mañana a la noche, ocupado, asediado, desprovisto de reposo; y no sé si no habrán sido concedidos ya todos los puesto de los cuales dispone. ¿No trae consigo una recomendación mejor que la mía? —El nombre de mi padre —repliqué un tanto turbado — no es, quizás, desconocido para el almirante…
Entonces me percaté de cuán difícil podría resultar, para un forastero desprovisto de recomendaciones, acceder al gran comandante, y proseguí, abatido:
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—Tiene razón, señorita, siento que es poco lo que le presento: un corazón y una espada,
semejantes a los que él comanda por millares. ¡Si tan sólo viviera aún su hermano Dandelot! ¡Éste estaría más cerca de mí; con él me animaría! Desde muy joven lo tuve como modelo en todo sentido: ¡no era un comandante, sino un valeroso guerrero; no era un hombre de Estado, sino un camarada consecuente; no era un santo, sino un corazón afectuoso y leal! Mientras decía yo estas palabras, la señorita Gasparde, para mi sorpresa, comenzó en primera instancia a sonrojarse levemente; y su turbación, para mí enigmática, se intensificó hasta que se encontró bañada por el rubor. También el anciano se incomodó singularmente y dijo, con aspereza: —¡Qué sabrá usted si el señor Dandelot fue o no un santo! Pero tengo sueño; levantemos la reunión. Si viaja a París, señor Schadau, hónreme con su visita. Vivo en la isla de San Luis. Es posible que mañana no volvamos a vernos. Vamos a hacer escala y permaneceremos en Melun. Pero ahora escríbame su nombre en esta cartera. ¡Bien! Que le vaya bien, buenas noches.
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Capítulo cuarto La segunda noche después de este encuentro atravesé a caballo el pórtico de Saint Honoré, en París, y golpeé, cansado como estaba, las puertas de la posada más próxima, que se encontraba a unos cien pasos del pórtico. Pasé la primera semana contemplando la poderosa ciudad y buscando inútilmente a un camarada de armas de mi padre, de cuya muerte sólo me enteré después de numerosas indagaciones. Al octavo día, con el corazón palpitante, me puse en camino a la residencia del almirante, que, según me indicaron, se encontraba en una angosta calle no lejos del Louvre. Era un edificio sombrío, antiguo, y el portero me recibió en forma nada amistosa, e incluso con desconfianza. Tuve que escribir mi nombre en un pedazo de papel, que el portero llevó a su señor; luego me hicieron entrar y, atravesando un vasto vestíbulo —que se encontraba abarrotado de numerosas personas: militares y gentes de la corte, que examinaban con penetrantes miradas a aquél que pasaba entre ellos —ingresé al pequeño cuarto de trabajo del almirante. Estaba ocupado escribiendo, y me hizo señas de que esperara mientras terminaba una carta. Tuve tiempo de contemplar con calma sus facciones, que se habían fijado imborrablemente en mi memoria gracias a un logrado y expresivo grabado en madera que había llegado a Suiza. El almirante debía de tener entonces cincuenta años, pero sus cabellos eran blancos como la nieve y un febril rubor encendía sus consumidas mejillas. En la poderosa frente, en las manos magras, se destacaban las azules venas, y una temible seriedad hablaba en su rostro. Miraba como un juez en Israel. Una vez que hubo terminado con lo que lo ocupaba, se acercó a mí, que me encontraba en el nicho de la ventana, y fijó penetrantemente sus grandes ojos azules en los míos. —Sé qué es lo que lo trae aquí —dijo—: quiere servir a la buena causa. Si estalla la guerra, le ofreceré un puesto en mi caballería alemana. A propósito … ¿domina usted la pluma? ¿Entiende el alemán y el francés? Asentí con una inclinación. —Entretanto, quiero ponerlo a trabajar en mi gabinete. ¡Puede serme útil! Reciba, pues, mi bienvenida. Lo espero mañana a las ocho. Sea puntual. Me despidió haciendo un movimiento con la mano y. como hice ante él una reverencia, agregó, con gran cordialidad: —No se olvide de visitar al consejero Chatillon, a quien conoció durante el viaje. Cuando me encontré nuevamente en la calle y, rememorando lo vivido, emprendí el camino hacia mi posada, me resultó evidente que para el almirante ya no era un desconocido, y no tenía ninguna duda en cuanto a quién tenía que agradecerle esa circunstancia. La alegría de haber accedido tan fácilmente a una meta anhelada que me había parecido difícil de alcanzar era, a mi entender, un buen presagio para la carrera recién emprendida, y la perspectiva de trabajar bajo los ojos del almirante me procuró un sentimiento de mi propio mérito que basta entonces no había conocido. Todos esos pensamientos felices retrocedieron casi por completo ante algo que, a la vez, me excitaba y torturaba, me atraía e inquietaba; algo infinitamente incierto, que no sabía justificar de
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ninguna manera. Entonces, después de rebuscar en vano durante largo rato, se me hizo súbitamente claro. Eran los ojos del almirante los que me perseguían. ¿Y por qué lo hacían? Porque eran los ojos de ella. ¡Ningún padre, ninguna madre podría legar más fielmente a su hijo ese espejo del alma! Caí en una turbación inefable. ¿Provenían, podían proceder esos ojos de los del almirante? ¿Era posible? No, me había engañado. La imaginación me había jugado una mala pasada, y a fin de rebatir a esa hechicera a través de la realidad, decidí regresar rápidamente a mi posada y visitar luego, en la isla de San Luis, a mis conocidos de "Los tres lirios". Cuando, una hora más tarde, entré en la pequeña casa del consejero del Parlamento, que, situada junto al puente de San Miguel, daba, por un lado, a las ondas del Sena y por otro, por encima de una callejuela lateral, al ventanal gótico de una pequeña iglesia, hallé cerradas las puertas de la planta baja; y, al ingresar al segundo piso, me encontré súbitamente en presencia de Gasparde, que parecía estar ocupada frente a un arcón abierto. —Lo aguardábamos —me dijo, a manera de saludo —, y voy a llevarlo ante mi tío, que se alegrará de verlo. El anciano se encontraba sentado cómodamente en un sillón, y hojeaba un enorme in folio, que apoyaba en un brazo del sillón adaptado para ese fin. El amplio aposento estaba atestado de libros, que se encontraban dispuestos en armarios de roble bellamente labrados. Colmaban ese sereno lugar de reflexión estatuillas, monedas, grabados en cobre: cada uno colocado en su lugar preciso. El erudito caballero me llamó sin levantarse, colocó un asiento a su lado, me saludó como a un viejo conocido y escuchó con visible alegría el reporte de mi ingreso al servicio del almirante. —¡Quiera Dios que esta vez alcance su objetivo! —dijo—. Para nosotros, los protestantes, que, al fin de cuentas, por desgracia representamos únicamente una minoría de la población de nuestra patria, sólo existen dos caminos para no propiciar una ignominiosa guerra civil; uno es cruzar el océano en dirección a la tierra descubierta por Colón —el almirante ha dado vueltas a este pensamiento durante largos años en el interior de su ánimo, y, si no se hubieran presentado inesperados obstáculos, ¡quién sabe! —. El otro es encender el sentimiento nacional y llevar adelante una gran guerra externa, capaz de salvar la humanidad, y en la que el católico y el hugonote, luchando el uno junto al otro, se hermanen en el amor por la patria, y olviden su odio religioso. ¡Esto es lo que quiere ahora el almirante, y a mí, hombre de paz, me quema el suelo bajo los pies a la espera de la declaración de esa guerra! Al liberar a los Países Bajos del yugo español, nuestros católicos , en contra de su voluntad, serán arrastrados hacia la corriente de la libertad. ¡Pero esto urge! Créame, Schadau, sobre París se está cerniendo una atmósfera pesada. Los Guisas buscan frustrar una guerra que habría de hacer independientes al joven rey, y que a ellos los habría de tornar superfluos. La reina madre es ambigua… no es una diabla, tal como la
pintan nuestros partidarios más acalorados, pero se mueve en medio de dilemas de la mañana a la noche, preocupada únicamente por el interés de su casa. Indiferente ante la gloria de Francia, sin sensibilidad frente al bien y el mal, tiene entre manos las fuerzas más antagónicas, y la elección puede ser resultado del azar. ¡Cobarde y caprichosa como es, sería capaz de llevar a cabo, por cierto, las acciones más despreciables…! El centro de gravedad reside en la benevolencia que muestra el joven rey frente a Coligny, y este rey … —aquí Chatillon suspiró —. ¡En fin, no quiero anticiparme a su juicio! Como él visita frecuentemente al almirante, usted lo verá con sus propios ojos. El anciano miró hacia adelante; luego me preguntó, cambiando súbitamente el objeto de la conversación y mostrando el título del in folio: ¿Sabe, acaso, qué es lo que leo? ¡Mire!
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Vi que decía, en latín: Geografía de Ptolomeo, editada por Miguel Servet. —¿No se trata del hereje que ha sido quemado en Ginebra? —pregunté, consternado. —Ningún otro. Fue un sobresaliente erudito, e incluso, en la medida en que puedo
juzgarlo, una mente genial, cuyas ideas sobre las ciencias naturales han de tener quizás más fortuna en el futuro que sus cavilaciones teológicas … ¿Usted también lo habría quemado, si hubiese formado parte del consejo de Ginebra? —¡Por cierto, señor! —respondí con convicción —. Considere tan sólo esto: ¿cuál ha sido el arma más peligrosa con la que los papistas combatieron a nuestro Calvino? Lo acusaron de que su teoría era la negación de la divinidad. Ahora, un español se dirige a Ginebra, dice ser amigo de Calvino, publica libros en los que niega la Trinidad, como si de nada se tratara, y abusa de la libertad evangélica. ¿Calvino no debía responder, acaso, ante los miles y miles que sufrieron y derramaron su sangre por la palabra verdadera, con vistas a expulsar a ese falso hermano ante los ojos del mundo de la iglesia evangélica, y entregárselo al juez terrenal, a fin de que ya no fuera posible confusión alguna entre nosotros y él, y de que no se nos achacase injustamente el ateísmo ajeno? Chatillon sonrió melancólicamente y dijo: —En vista de que ha fundamentado tan excelentemente su juicio sobre Servet, debe hacerme el favor de permanecer esta noche en mi casa. Lo conduciré a una ventana que da a la capilla de San Lorenzo, de cuya vecindad disfrutamos aquí; en ella predicará esta noche el famoso franciscano Panigarola. Verá cómo formula sentencia contra usted. El padre es un hábil lógico y un ardiente orador. Usted no se perderá ninguna de sus palabras y … disfrutará de ello… ¿Se aloja todavía en la posada? He de procurarle una residencia duradera… ¿qué aconsejas tú, Gasparde? —dijo, dirigiéndose a la joven, que acababa de entrar. Gasparde respondió, alegremente: —El sastre Gilbert, nuestro correligionario, que tiene que alimentar a una familia numerosa, se mostraría contento y honrado de poder ofrecer al señor Schadau su mejor habitación. Y esto tendría, además, la ventaja de que este cristiano cumplidor pero temeroso se aventuraría a visitar nuevamente nuestro culto evangélico en compañía de este intrépido guerrero… Enseguida voy y le comunico la feliz circunstancia. Luego de decir esto, la grácil joven partió de inmediato. Aun cuando su aparición había sido breve, había mirado atenta, escudriñadoramente sus ojos, y volví a sentirme consternado. Impulsado por una fuerza irresistible a encontrar sin demora la solución de este enigma, sólo con esfuerzo reprimí una pregunta que habría atentado contra todas las reglas del decoro; en ese momento vino el anciano en mi ayuda, puesto que sarcásticamente preguntó: —¿Qué encuentra de particular en la joven, que la contempla tan fijamente? — Algo muy particular —repliqué decidido—: la prodigiosa semejanza de sus ojos con los del almirante. Como si hubiese tocado una serpiente, el consejero retrocedió, y dijo, sonriendo forzadamente: —¿No hay prodigiosas coincidencias naturales, señor Schadau? ¿Quiere vedarle a la vida la posibilidad de producir ojos similares? —Usted me preguntó qué encontraba de particular en la joven —repuse a sangre fría—; he respondido a esa pregunta. Permítame otra: puesto que espero volver a v isitarlo a usted,
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por cuya benevolencia y espíritu eminente me siento atraído, ¿cómo desea que salude a esta bella joven? Sé que ella lleva el nombre de Gasparde por su padrino Coligny, pero no me ha dicho todavía si tengo el gusto de hablar con su hija o con la de algún pariente suyo. —¡Llámela como quiera! —murmuró el anciano de mala gana, y comenzó a hojear nuevamente la Geografía de Ptolomeo. Este extraño proceder robusteció mi presunción de que allí había gato encerrado, y comencé a extraer las conclusiones más osadas. El almirante había concluido el pequeño cuadernillo que había publicado acerca de su defensa de San Quintín, y que yo conocía de memoria, de una manera un tanto brusca, con algunas palabras enigmáticas en las cuales daba a entender su conversión al protestantismo. Aquí se hacía referencia a la pecaminosidad del mundo, en la cual él mismo reconocía haber participado. El nacimiento de Gasparde, ¿no podía encontrarse relacionado con esa vida previa a la conversión? Por muy severamente que considerara yo tales asuntos en otras ocasiones, en ésta albergaba una impresión distinta: no era mi propósito, por esta vez, condenar un desliz que me habría proporcionado la increíble oportunidad de aproximarme a la pariente del sublime héroe… quién sabe, quizás con el propósito de cortejarla. Mientras daba rienda suelta a la imaginación, se delineó en mi rostro, tal vez, una sonrisa de alegría, pues el anciano, que me había observado secretamente por encima de su in folio, se dirigió a mí con un furor insospechado. —¡Si le complace, joven señor, haber descubierto una debilidad en un gran hombre, sepa que éste es virtuoso…! Está en un error. ¡Se engaña! Aquí se levantó, como si estuviera enfadado, y recorrió el aposento de un extremo al otro; luego, súbitamente, cambió el tono, se detuvo cerca de mí, y me dijo, mientras me tomaba la mano: —Joven amigo, en estos malos tiempos, en que los protestantes nos necesitamos mutuamente y debemos considerarnos como hermanos, la confianza crece con rapidez; no debe haber nubes entre nosotros, Usted es un hombre valiente, y Gasparde es una niña adorable. Dios no permita que algo oculto enturbie el encuentro de ustedes. Puede callar: confío en que puede hacerlo; pero el asunto circula de boca en boca, y podría llegar a sus oídos de labios maliciosos. ¡Escúcheme! Gasparde no es mi hija ni mi sobrina, pero ha crecido a mi lado, y es considerada pariente mía. Su madre, que murió poco después del nacimiento de la niña, era la hija de un oficial de caballería alemán al que ella había acompañado a Francia. Pero el padre de Gasparde —aquí bajó el volumen de voz —, es Dandelot, el hermano menor del almirante, cuya prodigiosa intrepidez y muerte temprana no serán desconocidos para usted. Ahora sabe bastante. Salude a Gasparde como a mi sobrina; la quiero como si fuera mi propia hija. En lo demás, guarde absoluto silencio, y encuéntrese con ella sin aprensiones. Calló, y no rompí el silencio, pues me encontraba enteramente satisfecho con la confesión del anciano. En ese momento fuimos interrumpidos, para alegría nuestra, y convocados a cenar; en la mesa, la encantadora Gasparde me indicó que me sentase a su lado. Cuando me alcanzó la copa llena, y su mano rozó la mía, me corrió un escalofrío, ya que sentía que en esas jóvenes arterias fluía la sangre de mi héroe. También Gasparde sintió que la contemplaba con otros ojos que hacía un momento; lo sintió, y una sombra de extrañeza se deslizó sobre su frente; ésta, sin embargo, volvió a despejarse con rapidez en cuanto me contó con alegría cuán altamente honrado se había sentido el sastre Gilbert de poder albergarme. —Es importante —dijo, bromeando — que usted tenga a mano un sastre cristiano, capaz de hacerle los trajes rigurosamente de acuerdo con el corte de los hugonotes. Si mi padrino
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Coligny, que ahora el rey mantiene en tan alta estima, lo introduce en la corte, y las atractivas doncellas de la Reina Madre lo rodean, estará perdido, a menos que sus serias vestimentas las mantengan convenientemente dentro de sus límites. En el curso de esta jovial conversación, percibimos, desde el otro lado de la calle, sonidos interrumpidos por pausas; ora sostenidos largamente, ora proferidos con violencia, esos sonidos se asemejaban a los fragmentos dispersos de una pieza oratoria; cuando, en un ocasional instante de silencio, golpeó nuestros oídos una frase íntegra, el señor Chatillon se incorporó contrariado. —¡Los abandono! —dijo—; el cruel bufón que se encuentra del otro lado de la calle me ahuyenta. Con esas palabras, nos abandonó. — Allí —dijo ella—, en la iglesia de San Lorenzo, predica el padre Panigarola. Desde nuestra ventana, podemos mirar en medio del pueblo piadoso, y también divisar al maravilloso padre. El parloteo de éste irrita a mi tío; a mí me aburre su insensatez; no le presto atención. Tengo que esforzarme para escuchar hasta el final, con la constancia y devoción que el sagrado objeto merece, en nuestra comunidad evangélica, aun cuando allí se predica la pura verdad. Entretanto, nos habíamos colocado junto a la ventana, que Gasparde abrió despaciosamente. Era una tibia noche de verano, y también las iluminadas ventanas de la capilla se encontraban abiertas. Por encima de nosotros, en el estrecho espacio, titilaban las estrellas. El padre que se encontraba en el púlpito, un joven y pálido franciscano, con ardientes ojos meridionales y expresión temblorosa, gesticulaba de un modo tan excepcionalmente vehemente, que al principio me provocó una sonrisa; pero pronto su discurso, del que no me perdí una sílaba, capturó toda mi atención. —Cristianos —clamó—, ¿de qué clase es la tolerancia que se nos demanda? ¿Es el amor cristiano? ¡No, digo yo, tres veces no! ¡Es una abominable indiferencia ante el destino de nuestros hermanos! ¿Qué dirían ustedes de un ser humano que ve que otro duerme al borde del abismo y no lo despierta y aparta? Y en este caso sólo se trata de la vida y la muerte físicas. ¡Aun menos podemos, si no queremos ser crueles, abandonar a nuestros prójimos a su destino, cuando está en juego la salvación o la condenación eternas! ¿Cómo? ¿Sería posible que camináramos junto a herejes y alternáramos con ellos sin que se nos venga a la mente la idea de que sus almas se encuentran en pecado mortal? ¡El amor que sentimos por ellos exige de nosotros que los induzcamos y —si son necios —que los obliguemos a buscar la salvación; y, si son incorregibles, debemos aniquilarlos, a fin de que, a través de su mal ejemplo, no arrastren consigo a las llamas eternas a sus hijos, sus vecinos, sus conciudadanos! Pues un pueblo cristiano es un cuerpo, sobre el cual se ha escrito: ¡si tu ojo es para ti ocasión de escándalo, arráncalo; si tu mano derecha es para ti ocasión de escándalo, córtala y arrójala lejos de ti! ¡Pues, mira, es mejor que uno de tus miembros se eche a perder y no que todo tu cuerpo sea arrojado al fuego eterno! Éste era, poco más o menos, el razonamiento del padre, que, sin embargo, lo configuraba como un bizarro drama a través de una apasionada retórica y de una gesticulación desenfrenada. Ya fuera por el contagioso veneno del fanatismo o por la luz brillante de las lámparas que caía desde arriba, los rostros de los oyentes asumían una expresión tan distorsionada y, según me pareció, tan sedienta de sangre, que de inmediato se me hizo evidente el volcán sobre el cual se encontraban parados los hugonotes en París.
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Gasparde asistió casi indiferente a la siniestra escena, y dirigió su mirada a una hermosa estrella que ascendió, con una luz suave, por encima del techo. Una vez que el italiano hubo concluido su prédica con un movimiento de mano, que me resultó más semejante a una señal de maldición que a una de bendición, el pueblo comenzó a salir, formando una apretada masa, a través del portal, a cuyos flancos se encontraban dos grandes antorchas encendidas, fijadas en anillos de hierro. Su luz roja como la de la sangre iluminaba a los que salían, y por momentos alumbraba también el semblante de Gasparde, que contemplaba la multitud con curiosidad, en tanto yo me había replegado en las sombras. Súbitamente la vi empalidecer, luego su mirada se encendió de indignación, y cuando seguí la dirección de sus ojos, vi que un hombre alto, vestido con costosos ropajes, le arrojaba un beso con un gesto a medias condescendiente, a medias lascivo. Gasparde comenzó a temblar de ira. Aferró mi mano y, mientras me ponía a su lado, habló en dirección a la calle con una voz trémula por la excitación. —¡Me insultas, cobarde, porque piensas que nadie me protege! ¡Te equivocas! ¡Aquí hay alguien que habrá de castigarte en cuanto te atrevas a dirigirme una mirada …! El caballero, que, aun cuando no había comprendido las palabras de Gasparde, había interpretado sus expresivos gestos, se echó la capa sobre los hombros, con una risa burlona, y desapareció entre la multitud. La ira de Gasparde se disolvió en un torrente de lágrimas, y me contó, entre sollozos, que ese miserable, que formaba parte de la corte del duque de Anjou, el hermano del rey, la perseguía por la calle desde el día de su llegada, en cuanto se atrevía a salir, y ni siquiera la presencia de su tío le impedía lanzar sus groseros saludos. —No puedo contarle nada de esto a mi querido tío, en vista de su naturaleza excitable y algo aprehensiva. Ello lo inquietaría, sin que pudiera protegerme. Pero usted es joven, y lleva una espada, ¡cuent o con usted! La insolencia debe terminar a cualquier precio… Ahora, ¡que le vaya bien, mi caballero! —agregó, sonriendo, mientras le caían todavía las lágrimas— y no se olvide de desearle buenas noches a mi tío. Un viejo criado me alumbró el camino hacia la habitación de su señor, de quien me despedí. —¿Ha concluido ya el sermón? —preguntó el consejero—. Años atrás, la farsa me habría entretenido; ahora, en cambio, en particular desde que en Nimes —donde viví durante la última década, recluido con Gasparde — he visto promover el asesinato y el disturbio en nombre de Dios, no puedo ver turba alguna reunida en torno a un clérigo excitado, sin temer que de inmediato vayan a emprender alguna acción disparatada o cruel. ¡Me ataca los nervios! Cuando entré en la habitación de mi posada, me arrojé en el viejo sillón que, junto con un catre de campaña, constituía todo el mobiliario. Las vivencias del día seguían desarrollándose en mi mente, y ardían en mi corazón con una llama delicada, pero intensa. El reloj de la torre de un convento próximo dio la medianoche; mi lámpara, que había consumido su aceite, se apagó, pero mi interior estaba claro como el día. No me parecía imposible conquistar el amor de Gasparde; sentía que era mi destino procurarlo, y que era una suerte exponer la vida en el intento.
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Capítulo quinto A la mañana siguiente, a la hora señalada, me presenté ante el almirante, y lo encontré hojeando un diario ajado. —Éstas —comenzó a decir — son mis anotaciones del año cincuenta y siete, en que defendí San Quintín, y tuve que entregarme luego a los españoles. Aquí figura, entre los más valientes de mis hombres, marcado con una cruz, el nombre de Sadow; me parece que era alemán. ¿Este nombre es el mismo que el suyo? —¡No es otro que el nombre de mi padre! Tuvo el honor de servirlo a usted, y de caer ante sus ojos. —Bien, pues —prosiguió el almirante—, esto refuerza la confianza que he puesto en usted. He sido traicionado por personas con las que había vivido durante mucho tiempo; confío en usted a primera vista, y creo que ésta no habrá de engañarme. Luego de decir estas palabras, tomó un papel que se encontraba cubierto de un extremo al otro con su letra grande: —Pásemelo en limpio —dijo—, y si extrae de esto algunas cosas que le muestran lo peligroso de nuestra situación, no se deje amedrentar. Todo lo grandioso y decisivo implica un riesgo. Siéntese y escriba. Lo que el almirante me había entregado era un memorando dirigido al príncipe de Orange. Seguí con creciente interés el curso de la exposición, que se desarrollaba con la mayor claridad —tal como era propio del almirante — sobre la situación en Francia. "Nuestra salvación —escribía el almirante— es llevar adelante, a cualquier precio y sin dilación, la guerra contra España. Alba está perdido si es atacado simultáneamente por nosotros y por ustedes. Mi señor y rey quiere la guerra; pero los Guisas trabajan en contra con todo empeño; la opinión de los católicos, estimulada por ellos, mantiene estancada la sed de guerra de los franceses, y la reina madre, que de un modo antinatural prefiere al duque de Anjou antes que al rey, no quiere que éste le haga sombra a su favorito destacándose en el campo de batalla. Mi rey y señor ansia que esto ocurra y yo, como leal súbdito, se lo deseo y, en cuanto esté a mi alcance, querría procurárselo. Mi plan es el siguiente: un ejército hugonote de voluntarios ha ingresado en estos días en Flandes; si puede mantenerse frente a Alba — y esto depende en gran medida de que usted ataque simultáneamente al comandante español en Holanda —, este éxito estimulará al rey a superar todos los obstáculos y a seguir adelante en forma resuelta. Usted conoce el hechizo de un primer triunfo." Acababa de terminar la escritura cuando apareció un servidor y le susurró algo al almirante. Antes de que éste tuviera tiempo de levantarse de su asiento, irrumpió en la habitación un hombre muy joven, de complexión delgada y enfermiza, en un estado de intensa agitación, y se dirigió a Coligny con las siguientes palabras: —¡Buen día, padre! ¿Qué hay de nuevo? En unos días me voy a Fontainebleau. ¿Tiene novedades de Flandes? En ese momento advirtió mi presencia y, mientras me señalaba, preguntó perentoriamente: —¿Quién es ése?
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—Mi escribiente, Señor; quien habrá de retirarse si Su Majestad así lo desea. —¡Fuera con él! —exclamó el joven rey —. ¡No quiero que me acechen cuando me ocupo
de asuntos de Estado! ¿Olvida que estamos rodeados de espías? Usted es demasiado ingenuo, estimado almirante. Acto seguido se echó en un sillón y se puso a mirar el vacío; luego, levantándose súbitamente, golpeó a Coligny en el hombro y, como si se hubiera olvidado de mí, aunque acababa de solicitar mi alejamiento, lanzó estas palabras: —¡Por las entrañas del diablo! ¡En poco tiempo le declaramos la guerra a Su Majestad Católica! Pero de pronto pareció retomar la línea de pensamiento anterior, ya que exclamó, con gesto atemorizado: —Hace unos días, ¿recuerda?, cuando manteníamos consejo en mi gabinete, se escuchó un ruido detrás de la cortina. Desenvainé la espada, ¿sabe?, ¡y traspasé la cortina dos, tres veces! Entonces la cortina se levantó, y ¿quién apareció allí? ¡Mi querido hermano, el duque de Anjou, con la espalda arqueada como un gato! Aquí el rey hizo un gesto para imitar la postura de su hermano, y echó a reír en forma siniestra. —Pero yo —prosiguió— lo medí con una mirada que no pudo sostener, y que le hizo atravesar rápidamente la puerta. En ese momento, el pálido rostro del rey asumió una expresión de odio tan salvaje que lo contemplé aterrorizado. Coligny, para quien semejante expresión no tenía nada de inusual, aunque la presencia de un testigo debía de resultarle penosa, me indicó que me alejara con un movimiento de la mano. — Veo que su trabajo está terminado —dijo—; hasta mañana. Mientras me dirigía a casa, me sobrevino una infinita congoja. Así que de ese hombre confuso dependía la decisión de los asuntos. ¿Cómo podría originarse la continuidad del pensamiento, la firmeza de la decisión, en una inmadurez tan pueril y en un apasionamiento tan vacilante? ¿Podía el almirante actuar por él? Pero ¡quién podía garantizar que en la hora siguiente no se apoderasen de este ánimo turbado otras influencias, influencias contrarias! Sentía que sólo habría seguridad cuando Coligny encontrara en su rey un apoyo consciente; si sólo encontraba en él una herramienta, dicho apoyo le podía ser arrebatado al día siguiente. Enredado en una duda tan desagradable, recorría mi camino, cuando una mano se apoyó en mi hombro. Me volví y vi el rostro despejado de mi compatriota Boccard, que me abrazó y me saludó con las muestras más vivas de alegría. —¡Bienvenido a París, Schadau! —exclamó—; según veo, está ocioso, como yo; y en vista de que el rey acaba de partir de viaje a caballo, debe acompañarme; quiero mostrarle el Louvre. Vivo allí, porque mi compañía está encargada de vigilar los cuartos interiores. Supongo que no habrá de molestarle —continuó, ya que en mis gestos no leyó ningún placer manifiesto ante su propuesta — caminar del brazo de un suizo que trabaja al servicio del rey. Ya que su ídolo Coligny ansía establecer la hermandad entre los partidos, el corazón le rebosaría de gozo al ver la amistad que une a su escribiente con un guardia de la escolta. —¿Quién le ha dicho…? —lo interrumpí, sorprendido.
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—¿Que usted es el escribiente del almirante? —rió Boccard—. Querido amigo, ¡en la
corte se parlotea más de lo conveniente! Hoy a la mañana, en el juego de pelota, los cortesanos hugonotes hablaban acerca de un alemán que había obtenido el favor del almirante, y a través de algunas expresiones sobre el personaje en cuestión, reconocí sin duda alguna a mi amigo Schadau. ¡Es una suerte que, en aquella oportunidad, el rayo y el trueno lo hayan devuelto a "Los tres lirios", ya que, de lo contrario, no nos habríamos conocido, en vista de que, con seguridad, usted difícilmente habría visitado por propia iniciativa a sus compatriotas del Louvre! ¡Debo presentarle de inmediato al capitán Pfyffer! Me excusé de esto, ya que Pfyffer no sólo era célebre por ser un excelente soldado, sino también por ser un católico fanático; acepté en cambio, con gusto visitar el interior del Louvre, puesto que, hasta entonces, sólo había contemplado al tan encomiado edificio desde afuera. Recorrimos las calles el uno junto al otro, y la conversación amistosa del alegre friburgués me resultaba grata, ya que me libraba de mis graves pensamientos.
Poco después ingresamos en el castillo real francés, una de cuyas mitades era por entonces una sombría fortaleza medieval, en tanto la otra era un magnífico palacio moderno que había hecho edificar la Medici. Esa combinación de dos épocas acrecentó en mí una impresión que no me había abandonado desde mi ingreso a París: la impresión de lo vacilante, de lo discordante, de elementos que se contradicen y combaten entre sí. Después de que hubimos hecho muchos recorridos y atravesado una serie de habitaciones, cuya ornamentación, conformada por atrevidos trabajos en piedra y por pinturas a menudo desenfrenadas, era extraña y, por momentos, enojosa para mi gusto protestante, pero que, en cambio, complacía profundamente a Boccard, éste abrió ante mí un gabinete con las palabras: —Este es el estudio del rey. Allí dominaba un espantoso desorden. Sobre el piso se encontraban diseminados cuadernos de notas y libros abiertos. De las paredes colgaban armas. Sobre la rica mesa de mármol se encontraba un cuerno de caza. Me contenté con echar una mirada a este caos desde la puerta y, mientras proseguía caminando, le pregunté a Boccard si el rey se dedicaba a la música. —Toca el cuerno de una manera que desgarra el corazón —repuso—; a menudo, durante mañanas enteras y, lo que es peor, noches enteras, cuando no está aquí al lado — dijo, mientras señalaba otra puerta —, parado ante el yunque y forjando hasta que llueven chispas. Pero, ahora, el cuerno de caza y el martillo descansan. Ha realizado una apuesta con el joven Chateauguyon para ver quién de los dos consigue primero recorrer la habitación saltando de un extremo al otro con el pie en la boca. Esto le da un trabajo increíble. En ese momento, Boccard advirtió cuán triste me encontraba, y como, por lo demás, le parecía apropiado interrumpir la conversación sobre la cabeza coronada de Francia, me invitó a almorzar con él en una posada no muy distante que me describió como exquisita. Para cortar camino, tomamos una calle estrecha y larga. Dos hombres nos vinieron al encuentro desde el otro extremo. —Mire —me dijo Boccard—, ahí viene el conde de Guiche, que carga con la mala fama de ser un mujeriego y el mayor pendenciero de la corte, y a su lado … en verdad… ¡se trata de Lignerolles! ¡Cómo es que se atreve a mostrarse en pleno día, si pende sobre él una condena de muerte sin atenuantes!
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Dirigí la mirada hacia donde se me indicaba, y reconocí en el más distinguido de los sujetos en cuestión al desvergonzado que, la noche anterior, a la luz de las antorchas, había ofendido a Gasparde con sus gestos atrevidos. Él también pareció acordarse de mi aparición, pues su mirada se mantuvo fija en mí. Nosotros ocupábamos la mitad de la estrecha calle, y dejábamos libre para los que venían la otra mitad. Como Boccard y Lignerolles caminaban pegados al muro, el conde y yo debíamos avanzar pegados el uno al otro. Súbitamente recibí un empujón, y escuché decir al conde: —¡Deja espacio, maldito hugonote! Fuera de mí, me volví hacia él; entonces dijo, sonriendo: —¿Quieres expandirte con tanta amplitud en la calle como ante la ventana? Quise perseguirlo, pero Boccard me atrapó, y me pidió que no lo hiciera: —¡Nada de escenas aquí! ¡En una época como ésta, tendríamos detrás de nosotros en un instante a todo el populacho de París, y, puesto que tras tu cuello duro te reconocerían como hugonote, te encontrarías sin duda perdido! Es obvio que debes recibir satisfacción por esto. Déjame el asunto, y me alegraré de ver cómo el respetable caballero se prepara para un honroso duelo. ¡Pero el nombre suizo no debe cargar con mácula alguna, aunque tenga que arriesgar también mi vida conjuntamente con la tuya! Ahora dime, por todos los santos, ¿conoces a Guiche?, ¿lo has puesto en tu contra? ¡Pero no, eso no es posible! El holgazán se encontraba de mal humor, y quería descargar su enfado contra tu vestimenta de hugonote. Entretanto, habíamos ingresado en la posada, donde comimos rápidamente y con el ánimo perturbado. —Debo mantenerme lúcido —dijo Boccard—, ya que, con el conde, tendré una difícil tratativa. Nos separamos, y volví a mi posada, luego de prometerle a Boccard que lo aguardaría allí. Después de dos horas, entró en mi recámara exclamando: —¡Todo marchó bien! El conde se enfrentará contigo mañana, al amanecer, ante la puerta de San Miguel. No me recibió descortésmente y, cuando le dije que eras de buena casa, afirmó que no era momento para indagar tu árbol genealógico; que lo que deseaba conocer era tu espada. — Y ¿cómo estás con eso? —prosiguió Boccard —; estoy seguro de que eres un espadachín metódico, pero me temo que eres lento, lento, especialmente frente a un demonio tan rápido. El rostro de Boccard asumió una expresión preocupada y, luego de encargar que trajeran un par de espadas de entrenamiento — junto a mi posada, en la planta baja, había un salón de esgrima—, me puso una en la mano y dijo: —¡Ahora, muéstrame tus habilidades! Después de algunos asaltos, que llevé adelante en el tempo habitual, mientras Boccard me alentaba inútilmente con el grito: "¡Más rápido, más rápido!", arrojó su espada y se colocó junto a la ventana, a fin de esconder una lágrima que yo, sin embargo, ya había visto asomar. Me acerqué a él, y puse mi mano en su hombro.
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—Boccard —dije—, no te aflijas. Todo está ya predestinado. Si la hora de mi muerte ha
de tener lugar mañana, no se requiere la espada del conde para cortar el hilo de mi vida. Si no es así, su peligrosa arma no podrá dañarme. —¡No me impacientes! —repuso él, volviéndose rápidamente hacia mí —. Cada minuto del plazo del que disponemos es valioso, y debe ser aprovechado… no para ejercitar la esgrima, ya que en la teoría eres irreprochable, y tu parsimonia… — aquí suspiró— es incurable. Sólo existe un medio para salvarte. Dirígete a Nuestra Señora de Einsiedeln, y no me repliques que eres un protestante… ¡una vez es lo mismo que ninguna! ¿No habrá de conmoverla doblemente el hecho de que un incrédulo ponga su vida en sus manos? ¡Tienes tiempo de decir muchos Avemarías para tu salvación y, créeme, la Madre Misericordiosa no te abandonará! Haz de tripas corazón, querido amigo, y sigue mi consejo. —¡Déjame en paz, Boccard! —repuse, enfadado frente a su prodigiosa impertinencia y, sin embargo, conmovido por su afecto. Pero siguió insistiéndome en vano durante un rato. Luego, dispusimos lo esencial para el día siguiente y se despidió. En la puerta, se volvió una vez más hacia mí, y dijo: —¡Sólo un suspiro, Schadau, antes de dormir!
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Capítulo sexto A la mañana siguiente, me despertó un ligero roce. Boccard estaba de pie junto a mi cama. —¡Arriba! —exclamó—, ¡de prisa, si es que no queremos llegar demasiado tarde! Olvidé decirte ayer quién habrá de acompañar al conde: es Lignerolles. ¡Un insulto más, si se quiere! Pero esto tiene la ventaja de que, en el caso de que tú —aquí suspiró — hieras mortalmente a tu oponente, este honorable padrino ciertamente habrá de guardar silencio, ya que tiene mil razones para no querer atraer de ningún modo la atención pública hacia sí. Mientras me vestía, observé que preocupaba a mi amigo una solicitud que sólo con esfuerzo lograba reprimir. Me había puesto mi chaleco de montar —hecho en Berna y equipado, de acuerdo con la costumbre suiza, de toscos bolsillos a ambos lados —, y me había colocado sobre la cabeza el sombrero de fieltro de alas anchas, cuando, de pronto, Boccard me abrazó vehementemente en medio de una fuerte conmoción anímica y, después de besarme, hundió en mi pecho su cabeza cubierta de rizos. Esa inmoderada condolencia me pareció poco viril, y aparté con ambas manos la perfumada cabeza con intenciones de apaciguarlo. Tuve la impresión de que, en ese momento, Boccard había hecho algo con el chaleco; pero no presté mucha atención, ya que el tiempo apremiaba. Recorrimos en silencio las calles en medio de la quietud de la mañana; estaba comenzando a llover ligeramente cuando atravesamos la puerta, que acababan de abrir, y a poca distancia de ella encontramos un jardín rodeado de deterioradas murallas. Ese sitio abandonado era el estipulado para el enfrentamiento. Ingresamos y divisamos a Guiche y a Lignerolles, que, en impaciente espera de nuestra llegada, caminaban de un extremo al otro por entre los setos de hayas del camino principal. El conde me saludó con burlona cortesía. Boccard y Lignerolles se reunieron para determinar el lugar de la lucha y las armas. —La mañana está fresca —dijo el conde —; luchemos, si le parece grato, con los chalecos puestos. —¿EI señor no lleva coraza? —dlijo, como al pasar, Lignerolles, mientras hacía un movimiento como para palparme el pecho. Guiche, con una mirada, le dio a entender que no lo hiciera. Nos fueron proporcionadas dos largas espadas. La lucha comenzó, y pronto advertí que me enfrentaba a un oponente que no sólo me aventajaba en agilidad, sino que además era de total sangre fría. Una vez que hubo puesto a prueba mi capacidad con algunos estoques anodinos, como si se encontrara en un salón de esgrima, abandonó su actitud descuidada. Ésta fue sustituida por una mortífera seriedad. Presentó cuarto y lanzó una segunda en un tempo acelerado. Mi parada llegó puntualmente; si repetía la misma estocada un poco más rápidamente, me encontraba perdido. Lo vi reír satisfecho, y me hice a la idea de mi final. La estocada llegó con la celeridad de un rayo, pero el flexible acero se arqueó hacia arriba, como si hubiera chocado contra un objeto duro; detuve la arremetida, contraataqué, y atravesé con mi espada el pecho del conde, que, seguro de su maniobra, se
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encontraba totalmente desguarnecido. Empalideció, se tornó del color de la ceniza, dejó caer el arma y se desplomó. Lignerolles se inclinó sobre el agonizante, mientras Boccard me apartaba del lugar. Circundamos, con gran premura, la muralla de la ciudad, hasta la segunda puerta contando desde aquélla por la que habíamos salido; allí, Boccard me hizo entrar, en su compañía, a una pequeña taberna que conocía. Atravesamos el pasillo y nos colocamos bajo una tupida pérgola que había detrás de la casa. En la húmeda mañana, todo se veía desolado. Mi amigo encargó vino, que fue traído un rato después por una posadera medio dormida. Tomó, con placer, algunos sorbos, mientras que yo dejaba la copa intacta. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y hundí la cabeza. El muerto me pesaba en el alma. Boccard me incitó a beber, y una vez que hube vaciado la copa para darle el gusto, comenzó a decir: —Me pregunto si ahora ciertas personas querrán cambiar su opinión acerca de Nuestra Señora de Einsiedeln. —¡Déjame en paz! —repuse bruscamente—, ¿qué tiene que ver ella con que yo haya matado a un hombre? —Más de lo que piensas —replicó Boccard, con una mirada cargada de reproche —. ¡A ella tienes que agradecerle el que ahora te encuentres sentado junto a mí! ¡Le debes un cirio bien grueso! Me encogí de hombros. —¡Incrédulo! —gritó y, metiendo la mano en el bolsillo izquierdo de mi chaleco, extrajo de él, con expresión triunfante, el medallón que acostumbraba llevar al cuello, y que, a la mañana, durante el vehemente abrazo, debió de haberme colocado furtivamente en el chaleco. En ese momento sentí como si se me hubiera caído una venda de los ojos. El medallón de plata había detenido la estocada que debía atravesar mi corazón. Mi primer sentimiento fue una furiosa vergüenza, como si hubiera jugado sucio y como si, para resguardar mi vida, hubiese atentando contra las leyes de l duelo. Con ello se mezclaba el resentimiento de deberle la vida a un ídolo. —¡Preferiría estar muerto —murmure— antes que tener que agradecer mi salvación a una vil superstición! Pero paulatinamente se iluminaron mis pensamientos. Gasparde se hizo presente ante mi alma, y con toda la plenitud de la vida. Estaba agradecido por la luz del sol que se me volvía a regalar, y cuando volví a mirar los ojos felices de Boccard, no pude iniciar una discusión con él, aunque lo hubiera deseado. Su superstición era despreciable, pero su amistosa lealtad me había salvado la vida. Me despedí de él cordialmente, y atravesé raudo la puerta y la ciudad en dirección a la casa del almirante, que me esperaba a esa hora. Allí pasé la mañana en el escritorio, esta vez ocupado en revisar cuentas relacionadas con el aprovisionamiento del ejército de voluntarios hugonote que había sido enviado a Flandes. Cuando el almirante se me acercó, durante una pausa, le pedí que me enviase a Flandes, a fin de participar en el ataque y enviarle un informe rápido y confiable acerca de la marcha del suceso.
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—No, Schadau —respondió, meneando la cabeza —; no puedo permitirle que corra el
peligro de que sea considerado un saqueador y de que muera en la horca. Sería distinto si, una vez declarada la hostilidad, cayera a mi lado. ¡Tengo hacia su padre el deber de no colocarlo ante otro peligro que el de una muerte digna de un soldado! Debía de ser poco más o menos el mediodía cuando el vestíbulo se llenó de gente de un modo llamativo, y se oyó una conversación cada vez más excitada. El almirante hizo pasar a su yerno, Teligny, quien le informó que el conde de Guiche había muerto esa mañana en un duelo, y que su padrino, el malfamado Lignerolles, había ordenado que los servidores del conde retiraran el cadáver delante de la puerta de San Miguel. Antes de desaparecer, sólo supo decir que su señor había muerto a manos de un desconocido hugonote. Coligny frunció el entrecejo y bramó: —¿No he prohibido … no he amenazado, implorado y conjurado que, en estos tiempos fatídicos, ninguno de nosotros inicie o se mezcle en una discordia que pueda conducir a una resolución sangrienta? Si bien el duelo es, ya de por sí, una acción que ningún cristiano ha de cargar sobre su consciencia sin motivos concluyentes, en estos días, cuando una chispa puede hacer estallar el barril de pólvora que habrá de perdernos a todos, constituye un crimen en contra de nuestros correligionarios y de la patria. No levanté la vista de mis cuentas, y me sentí feliz cuando hube terminado el trabajo. Entonces me dirigí a mi posada, e hice llevar mi equipaje a la casa del sastre Gilbert. Un hombre enfermizo, de apariencia miedosa, me guió, con grandes expresiones de cortesía, a la habitación estipulada. Esta era grande y bien ventilada y, en la medida en que constituía la planta más alta del edificio, dominaba todo el barrio: un mar de techos, cuyas agujas se alzaban hacia el cielo nublado. —¡Aquí está seguro! —dijo Gilbert con suave voz y, con ello, me arrancó una sonrisa. —Me alegra —agregué— alojarme en casa de un correligionario. —¿Correligionario? —susurró el sastre—. No hable tan alto, señor capitán. Es cierto que soy un cristiano evangélico, y —si no pueden ocurrir las cosas de otro modo — estoy asimismo dispuesto a morir por mi Salvador: ¡pero ser quemado, como ocurrió con Dubourg en la plaza de Grève …! Lo vi entonces, cuando era un pequeño … ¡ah, eso me provoca escalofríos! —No tenga miedo —dije, para calmarlo —; esos tiempos ya han pasado, y el edicto de paz nos garantiza el libre ejercicio de la religión. —¡Quiera Dios que esta situación se mantenga! —dijo, en un suspiro, el sastre —. Pero usted no conoce a nuestro populacho parisino. Es un pueblo salvaje y envidioso, y nosotros, los hugonotes, tenemos el privilegio de irritarlos. Porque vivimos como personas retraídas, virtuosas y honestas, nos acusan de querer apartarnos de ellos por un sentimiento de superioridad; pero ¡cielo santo!, ¡cómo es posible respetar los diez mandamientos y no distinguirse de aquéllos! Mi nuevo hospedero me abandonó, y al atardecer me dirigí a la casa del consejero del Parlamento. Lo encontré completamente abatido. —Un hado adverso se cierne sobre nuestra causa —comenzó a decir —. ¿Ya lo sabe Schadau? Un distinguido cortesano, el conde de Guiche, fue muerto esta mañana en duelo por un hugonote. Todo París habla de ello, y pienso que el padre Panigarola no dejará pasar la oportunidad de señalarnos como a una congregación de asesinos, y de aclamar a
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su virtuoso protector —pues Guiche era un aplicado concurrente a su iglesia — como un mártir de la fe católica en una de sus efectivas predicas vespertinas … Me duele la cabeza, Schadau, y quiero irme a descansar. Permita que Gasparde le sirva el vino esta noche. Durante esta conversación, Gasparde había permanecido junto a la silla del anciano señor, sobre cuyo respaldo se apoyaba pensativa. Hoy se veía muy pálida, y sus grandes ojos azules miraban con profunda seriedad. Cuando estuvimos solos, permanecimos en silencio el uno frente al otro durante algunos instantes. Entonces nació en mí la terrible sospecha de que ella, que me había invitado a asumir su defensa, ahora retrocedía horrorizada ante alguien que cargaba con una muerte. Las singulares circunstancias que me habían salvado y que no podía contar a Gasparde sin dañar severamente su sentimiento calvinista, turbaban más mi conciencia de lo que la importunaba una culpa de sangre por lo demás leve, según criterios masculinos. Gasparde intuyó que mi alma se encontraba desasosegada, y sólo podía encontrar un fundamento para ello en el asesinato del conde y en las desventajas que ese acto acarreaba para nuestro partido. Después de un momento, dijo, con voz compungida: —¿Así que has matado tú al conde? — Yo —fue mi respuesta. Volvió a callar. Entonces se me acercó, con súbita resolución; me rodeó con ambos brazos y me besó apasionadamente en la boca. —Sin importar lo que hayas hecho —dijo firmemente—, soy tu cómplice. Has hecho esto por mí. Soy yo la que te ha precipitado al crimen. Has arriesgado la vida por mí. Querría pagarte con la misma moneda, pero ¿cómo podría hacerlo? Tomé sus manos y exclame: —¡Gasparde, permite que, como hoy, sea tu guardián mañana y siempre! Comparte conmigo el peligro y la salvación, la culpa y la redención! Acepta que estemos unidos, y que seamos inseparables hasta la muerte! —¡Unidos e inseparables! —dijo.
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Capítulo séptimo Había transcurrido un mes desde aquel fatídico día en que había matado a Guiche y conquistado el amor de Gasparde. Trabajaba a diario como escribiente en el gabinete del almirante, que parecía satisfecho con mi trabajo, y me trataba con creciente confianza. Intuía que la intimidad de mi relación con Gasparde no era para él un secreto, sin que, no obstante, hubiera aludido al asunto con una sola palabra. Durante este tiempo, había empeorado sensiblemente la situación de los protestantes en París. La invasión de Flandes había fracasado, y el revés se hacía sentir en la corte y en el ánimo público. La boda del rey de Navarra con la atractiva pero frívola hermana de Carlos ensanchó la brecha que separaba a ambos partidos, en lugar de superarla. Jeanne d'Albret, la madre del navarro, altamente reverenciada por los hugonotes a causa de su merito personal, había muerto poco antes de la boda, y se decía que envenenada. El propio día de la boda, el almirante, en lugar de asistir a la misa, se puso a recorrer a paso lento, de un extremo al otro, la plaza que se encuentra frente a Notre Dame; aun cuando habitualmente era muy cuidadoso, dijo entonces una palabra que fue utilizada en su contra con la más amarga hostilidad. —Notre Dame —dijo— está decorada con las banderas que nos fueron arrebatadas durante la guerra civil: ¡deberían ser retiradas, y habría que colocar en su lugar trofeos honrosos! Con esto aludía a las banderas españolas, pero la palabra fue interpretada de un modo erróneo. Coligny me envió con un encargo a Orleans, donde se encontraba la caballería alemana. Cuando regresé de ese lugar, e ingrese en mi domicilio, vino a mi encuentro Gilbert, con el rostro desencajado. —¿Sabe ya, señor capitán —se lamentó— que el almirante ha sido herido alevosamente cuando regresaba a su palacio desde el Louvre? No mortalmente, según se dice; pero a su edad, y con la atribulada ocupación que pesa sobre él, ¡quién puede saber cómo terminará esto! Y si muere, ¿qué será de nosotros? Me dirigí raudamente a la residencia del almirante, donde no fui recibido. El portero me dijo que había importantes visitas en la casa, el rey y la reina madre. Esto me tranquilizó, ya que, en mi ingenuidad, concluí que Catalina no podría haber tomado parte en el atentado si se ocupaba de visitar personalmente a la víctima. Pero el rey, según aseguraba el portero, estaba enfurecido por el pérfido atentado contra la vida de su paternal amigo. Entonces dirigí mis pasos a la residencia del consejero del Parlamento, a quien encontré en viva conversación con un personaje llamativo: un hombre de edad madura, cuya vívida gesticulación delataba al francés del sur, y que ostentaba la orden de San Miguel. Nunca antes había mirado ojos más inteligentes. El espíritu los hacía resplandecer, y en las incontables arrugas y líneas que rodeaban los ojos y la boca se movía un inquieto juego de pensamientos picaros y sagaces. —¡Que bueno que haya venido, Schadau! —exclamó el consejero, mientras yo, involuntariamente, comparaba el inocente rostro de Gasparde, en el que sólo se reflejaba la
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pureza de un alma simple y vigorosa, con la expresión propia de un hombre de mundo que exhibía el invitado. —¡Qué bueno que haya venido! El señor de Montaigne quiere encerrarme por la fuerza en su castillo de Perigord. —Queremos leer allí juntos a Horacio —repuso el extraño—, tal como lo hicimos tiempo atrás en los baños de Aix, donde tuve el placer de conocer al señor consejero. —¿Opina usted, Montaigne —prosiguió el consejero — que debería dejar solos a los niños? Gasparde no quiere separarse de su padrino, y este joven bernés no quiere hacerlo de Gasparde. —¿Ah sí? —dijo el señor de Montaigne, en tono de sorna, mientras me hacía una reverencia—. ¡Deberían leer juntos el libro de Tobías, a fin de fortalecerse en la virtud! A continuación, cambiando el tono, luego de ver la seriedad de mi rostro, concluyó: —En fin, ¡venga conmigo, querido consejero! —¿Está, pues, en curso una conjura en contra de nosotros, los hugonotes? —pregunté, con interés creciente. —¿Una conjura? —repitió el gascón—. ¡No que yo sepa! A menos que se trate de una como la que alientan las nubes antes de que se desate una tormenta. Cuatro quintas partes de la nación se ven coaccionadas por la quinta parte restante a hacer algo que no quieren; es decir: a llevar adelante la guerra en Flandes. Esto puede electrizar la atmósfera. Y —no me tome esto a mal, joven — ustedes, los hugonotes, infringen la primera regla de la sabiduría de la vida: que no hay que ofender al pueblo con el cual se vive a través del menosprecio de sus costumbres. —¿Cuenta usted a la religión entre las costumbres de un pueblo? —pregunté, indignado. —En cierto sentido, sí —sostuvo—; aunque en lo que ahora pensaba era tan sólo en los hábitos de la vida corriente; ustedes, los hugonotes, se visten de un modo sombrío, muestran expresiones serias, no comprenden ninguna broma y son tan rígidos como los cuellos que usan. En una palabra, se aíslan, ¡y esto se castiga en la más grande ciudad tanto como en el pueblo más pequeño! ¡En esto, los Guisas comprenden mejor la vida! ¡Hace un rato pasaba yo frente al palacio del duque Enrique cuando éste descendía y estrechaba las manos de los burgueses que lo rodeaban, alegre como un francés y cálido como un alemán! ¡Así está bien! ¡Ya que todos hemos nacido de mujer, y el jabón no está caro! Tuve la impresión de que el gascón ocultaba una grave preocupación bajo ese tono jocoso, y quise seguir pidiéndole explicaciones cuando el viejo servidor anunció a un mensajero del almirante, quien nos requería de inmediato a Gasparde y a mí. Gasparde se cubrió rápidamente con un denso velo, y nos apresuramos a salir. En el camino, ella me contó lo que había tenido que sufrir durante mi ausencia. —¡En comparación con ello, cabalgar a tu lado bajo una lluvia de balas habría sido para mí un juego! —aseguró—. El populacho de nuestra calle se ha vuelto tan maligno que no podía dejar la casa sin que se me persiguiera con expresiones insultantes. Si me vestía en conformidad con mi condición social, se me gritaba: "¡Vean a la presuntuosa!" Si me colocaba prendas sencillas, se me decía: "¡Miren a la hipócrita!" Esto se puede soportar durante un día o durante una semana; ¡pero cuando no se avizora el final …! Nuestra situación aquí, en París, me recuerda la de aquel italiano al que su enemigo había confinado en una celda con cuatro pequeñas ventanas. Cuando despertó a la mañana
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siguiente, encontró sólo tres: al otro día dos; al tercero, una; en breve, comprendió que su infernal enemigo lo había encerrado en una máquina que paulatinamente se transformaba en un opresor sarcófago. En medio de tales conversaciones, llegamos a la residencia del almirante, que nos mandó a llamar sin dilación. Se encontraba sentado en su cama con el brazo izquierdo vendado, pálido y debilitado. Junto a él se encontraba de pie un religioso de barba gris. No nos dejó decir una sola palabra. —Mis horas están contadas —dijo—; ¡escúchenme y obedézcanme! Tú, Gasparde, te encuentras emparentada conmigo a través de mi entrañable hermano. No es éste el momento de ocultar algo que sabes y que este joven no debe de ignorar. Tu madre ha sufrido una injusticia por culpa de un francés; no quiero que también tú sufras por los pecados de nuestro pueblo. Pagamos las deudas contraídas por nuestros padres. Pero tú, en cuanto de mí depende, debes llevar en suelo alemán una vida devota y tranquila. Entonces, dirigiéndose a mí, continuó: —Schadau, usted no hará el aprendizaje de la guerra en mi compañía. Aquí todo se ve turbio. Mi vida está en la pendiente, y mi muerte equivale a la guerra civil. No se inmiscuya en ella, se lo prohíbo. Tiéndale la mano a Gasparde: se la entrego por esposa. Llévela sin demora a su patria. ¡Abandone esta Francia execrable tan pronto como se entere de mi muerte! Disponga para ella una morada en suelo suizo; ¡luego, póngase al servicio del príncipe de Orange, y pelee por la buena causa! Entonces le hizo un gesto al anciano y le pidió que nos casara. —Hágalo breve —murmuró—; estoy cansado y necesitado de reposo. Nos arrodillamos junto a su cama, y el religioso cumplió con su función, uniendo nuestras manos y pronunciando de memoria las palabras litúrgicas. Luego el almirante nos bendijo con su mano derecha, que también se encontraba lastimada. —¡Adiós! —dijo, para concluir; se recostó, y volvió el rostro hacia la pared.
Dado que vacilamos en dejar el aposento, llegamos a escuchar la respiración regular del anciano, que dormía serenamente. En silencio, y en un estado de ánimo inusitado, regresamos y encontramos a Chatillon en viva conversación con el señor de Montaigne. —¡Partida ganada! —gritó éste alegremente—; el papá acepta, y yo mismo quiero ayudarlo a hacer las valijas, ya que para eso me las arreglo magníficamente. —¡Ve, querido tío! —dijo Gasparde, exhortándolo —, y no te preocupes por mí. Esa es, de ahora en más, la tarea de mi marido. — Y estrechó mi mano contra su pecho. Yo también insistí en el pedido de que partiera con Montaigne. Súbitamente, y cuando ya todos lo animábamos, creyendo haberlo convencido, preguntó el consejero: —El almirante, ¿ha dejado ya París? Y cuando se enteró de que Coligny aún permanecía en la ciudad, y que, a pesar de la insistencia de los suyos, habría de quedarse, incluso cuando su estado debía de permitir la
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partida, Chatillon exclamó, con una mirada fulgurante y una voz firme que no conocía en él: —¡Entonces, yo también me quedo! A menudo he sido cobarde y egoísta; no apoyé a mis correligionarios como hubiera debido; pero, en esta última hora, no quiero abandonarlos. Montaigne se mordió el labio. Toda nuestra insistencia era ahora inútil: el anciano se mantuvo en su resolución. Entonces el gascón lo palmeó en el hombro y le dijo, con un dejo de sorna: —Joven anciano, te engañas a ti mismo si crees que actúas de esta manera por heroísmo. Lo haces por comodidad. Te has vuelto demasiado perezoso como para abandonar tu agradable nido, incluso ante el peligro de que mañana lo devaste la tormenta. Ése también es un punto de vista y, a tu manera, tienes razón. La expresión burlona de su rostro se transformó en una de profundo dolor; abrazó a Chatillon, lo besó, y partió rápidamente. El consejero, que se encontraba singularmente conmovido, deseaba estar solo. —¡Déjame, Schadau! —dijo, apretándome la mano —; y vuelve esta noche antes de irte a dormir. Gasparde, que me acompañó, me arrebató súbitamente, en la puerta, la pistola de viaje que aún llevaba en el cinturón. —¡Deja eso! —le advertí—; está muy cargada. —¡No —dijo, riendo, al tiempo que echaba hacia atrás la cabeza —; quiero conservarla en prenda, a fin de que esta noche no dejes de acudir! Luego de decir esto, huyó hacia el interior de la casa.
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Capítulo octavo En mi habitación, encontré una carta de mi tío del formato habitual, escrita con los anticuados trazos que me resultaban tan conocidos. La impresión roja del sello, con su divisa: Pélerin et Voyageur!, aparecía el esta oportunidad en un tamaño excepcionalmente grande. Todavía conservaba en la mano el escrito, que no había llegado a abrir, cuando irrumpió Boccard sin golpear. —¿Has olvidado tu promesa, Schadau? —exclamó. —¿Qué promesa? —pregunté, de malhumor. —¡Maravilloso! —repuso, con una corta risa que sonó forzada. —¡Si todo sigue así, pronto habrás de olvidar tu propio nombre! En la víspera de tu viaje a Orleans, en la taberna del Moro, me juraste solemnemente cumplir con la promesa realizada hacía tiempo, y que habrías de saludar a nuestro compatriota, el capitán Pfyffer. Te invité, entonces, en su nombre, al festejo de su onomástico, que tendrá lugar en el Louvre. Este es el día de San Bartolomé. El capitán tiene, ciertamente, varios nombres, entre ocho y diez; pero, entre todos ellos, el inmolado Bartolomé es, a sus ojos, el más grande entre los santos y los mártires, así que, como buen cristiano, celebra ese día de un modo singular. Si no concurres, verá en ello la típica obstinación del hugonote. Me acordaba, por cierto, de haber sido asediado frecuentemente por Boccard con semejantes invitaciones, y de haber postergado el cumplimiento de la invitación de semana en semana. No podía acordarme de haberle prometido que hoy asistiría, pero era posible. —Boccard —dije—, hoy no es oportuno para mí. Discúlpame ante Pfyffer, y déjame permanecer en casa. Pero en ese momento comenzó a insistir del modo más inaudito, ya sea a través de bromas y diciendo pueriles insensateces, ya sea instándome insistentemente a hacer lo que me decía. Finalmente, dijo: —¿Cómo? ¿Así mantienes tu palabra de honor? Y, por más dudas que tuviera sobre si había dado o no mi palabra, no pude tolerar que se me dirigiera semejante reproche, y acepté, por fin, acompañarlo, aunque de muy mala gana. Negocié con Boccard hasta que le arranqué la promesa de que en una hora me dejaría libre, y nos dirigimos al Louvre. París estaba en calma. Sólo nos cruzamos con grupos aislados de ciudadanos que comentaban en voz baja el estado del almirante. Pfyffer tenía un aposento en la planta baja, que daba al patio del Louvre. Me sorprendió ver sus ventanas escasamente iluminadas, y encontrar un silencio mortal en lugar del alegre bullicio de una fiesta. Cuando ingresamos, el capitán se encontraba solo en medio de la habitación, armado de la cabeza a los pies, y concentrado en la lectura de un despacho que parecía leer atentamente, e incluso deletrear, en vista de que seguía las líneas con el índice de la mano izquierda. Se apercibió de mi llegada y, acercándose a mí, me increpó bruscamente:
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¡Su espada, joven señor! Es mi prisionero. Al mismo tiempo se acercaron dos suizos, que habían permanecido en las sombras. Retrocedí un paso. —¿Quién le concede ese derecho sobre mi persona, señor capitán? —repuse—. Soy el escribiente del almirante. Sin dignarse a contestarme, extendió la mano y se apoderó de mi espada. La sorpresa me había conmocionado hasta tal punto que no pensé en oponer resistencia. ¡Cumplan con su deber! —ordenó Pfyffer. Los dos suizos me rodearon, y los seguí indefenso, al tiempo que arrojaba una mirada encolerizada a Boccard. No podía pensar sino en que Pfyffer había recibido el mandato real de detenerme a causa de mi duelo con Guiche. Para mi asombro, fui conducido a unos pocos pasos de allí, a la habitación de Boccard, para mí tan conocida. Uno de los suizos extrajo una llave e intentó abrir, pero en vano. Parecía que, en el apuro, se Ie había entregado una llave equivocada, y envió a su camarada para que le pidiera la correcta a Boccard, quien se había quedado con Pfyffer. En ese breve lapso, percibí la ronca voz del capitán, que reprendía a Boccard: —¡Su descarada pieza puede costarme el puesto! En esta noche del demonio nadie nos pedirá explicaciones, pero ¿cómo vamos a sacar mañana a este hereje del Louvre? Que los santos me perdonen por haberle salvado la vida a un hugonote … pero no podemos dejar que estos malditos franceses asesinen a un compatriota y a un ciudadano de Berna; en eso, por otra parte, tiene razón, Boccard … En ese momento se abrió la puerta, y fui dejado en la habitación a oscuras; cerraron detrás de mí, y corrieron un pesado pasador. Recorrí de un extremo al otro el aposento, que conocía gracias a varias visitas, en medio de torturadores pensamientos, mientras la alta ventana, protegida con barras de hierro, comenzaba a iluminarse, ya que ascendía la luna. La única razón plausible para mi encarcelamiento, por más vueltas que le diera al asunto, seguía siendo el duelo. Las últimas palabras que, con malhumor, había pronunciado Pfyffer, eran para mí ciertamente enigmáticas; pero bien podía haber escuchado mal, o el valeroso capitán podía encontrarse algo ebrio. Aun más incomprensible, e incluso escalofriante, me pareció el comportamiento de Boccard, al que jamás habría creído capaz de una traición tan deshonrosa. Cuanto más pensaba la cosa, tanto más inquietantes eran las dudas y más insolubles las contradicciones en las que me enredaba. ¿Podía existir en verdad un plan sangriento en contra de los hugonotes? ¿Era imaginable algo así? ¿Podía el rey, por insensato que fuera, apoyar la aniquilación de un partido cuyo hundimiento habría de convertirlo en esclavo sin voluntad propia de sus codiciosos primos de Lorena? ¿O es que se estaba forjando un nuevo atentado contra la persona del almirante, y se quería mantener alejado de su lado a uno de sus fieles servidores? Pero yo era, según mi parecer, demasiado insignificante como para que se pensara ante lodo en mí. El rey se había indignado intensamente a raíz de la agresión contra el almirante. ¿Podía pasar un hombre —a menos que hubiera sido dominado por la locura — de la enardecida estima a la impasible indiferencia, o al odio salvaje, en el término de unas pocas horas?
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Mientras me devanaba los sesos de esta manera, mi corazón gritó que mi mujer me esperaba en ese momento; que estaba contando los minutos, y que yo me encontraba allí encerrado, sin poder transmitirle las noticias. Todavía me hallaba recorriendo la habitación cuando sonó el reloj de la torre del Louvre; conté doce campanadas. Era la medianoche. Entonces se me ocurrió colocar una silla junto a la alta ventana, subirme al nicho, abrirlo y, aferrándome a las barras de hierro, contemplar la noche. La ventana daba al Sena. Todo estaba en calma. Me encontraba a punto de bajar nuevamente cuando dirigí la mirada una vez más en derredor y me paralicé del espanto. A mi derecha, en un balcón del primer piso, tan cerca que casi podía alcanzarlo con la mano, vi a tres figuras, iluminadas con claridad por la luna, que se inclinaban sobre la baranda y que, en silencio, estaban a la escucha. El más próximo a mí era el rey, con un rostro cuyos rasgos, para nada desprovistos de dignidad, se veían distorsionados por el temor, el odio, la locura, al punto de presentar una expresión diabólica. Ningún sueño febril puede ser más aterrador que esa realidad. Ahora, que pongo por escrito lo sucedido hace tiempo, vuelvo a ver ante mí al pérfido con los ojos del espíritu … y me estremezco. Junto a él se asomaba su hermano, el duque de Anjou, con su rostro lánguido, cruelmente afeminado, y temblaba por el miedo. Detrás de ellos, pálida e inmóvil, se encontraba parada Catalina de Medici, que parecía ser la más serena, con ojos semicerrados y expresión casi indiferente. En ese momento, el rey, como con cargo de conciencia, hizo un movimiento convulsivo, cual si se dispusiera a revocar una orden dada, y en ese mismo instante se escuchó una detonación; al parecer, en el patío del Louvre. —¡Al fin! —suspiró la reina, aliviada, y las tres figuras nocturnas desaparecieron de la azotea. Una campana cercana comenzó a dar señales de alarma; una segunda, una tercera se le sumaron; el estridente brillo de las antorchas refulgió como un incendio; restallaron disparos, y mi imaginación aterrada creyó percibir suspiros de agonía. El almirante estaba muerto; de eso ya no podía dudar. Pero ¿qué significaban las señales de alarma; los disparos aislados en un comienzo, pero luego cada vez más frecuentes; los gritos asesinos, que ahora alcanzaban desde lejos mis oídos? ¿Ocurría lo inaudito? ¿Estaban siendo asesinados alevosamente en París todos los h ugonotes? ¡Y Gasparde, mi Gasparde, que me había sido confiada por el almirante, se encontraba expuesta a ese honor en compañía del indefenso anciano! Se me erizó el cabello; la sangre corrió en mis arterias. Sacudí la puerta con todas mis fuerzas; los cerrojos de hierro y el pesado roble no cedieron. Busqué, tanteando, algún arma, alguna herramienta para forzar la puerta, y no encontré nada. Golpeé con los puños, pateé la puerta y grité que me liberaran…; afuera, en el pasillo, había un silencio mortal. Volví a subirme al nicho, y sacudí como un desesperado la reja de hierro, imposible de remover. Un escalofrío febril se apoderó de mí, y mis dientes comenzaron a castañetear. Próximo a la locura, me arrojé sobre el lecho de Boccard, y me revolví en medio de una angustia mortal. Finalmente, cuando la mañana comenzó a despuntar, caí en un estado intermedio entre la vigilia y el adormecimiento que no es posible de describir. Creía encontrarme todavía aferrado a las barras de hierro, y contemplar cómo el Sena fluía sin descanso. Entonces, de entre sus olas, se alzó súbitamente una mujer semidesnuda, iluminada por la luz de la luna; una diosa del río, inclinada sobre una urna de la que manaba agua,
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semejante a las que se encuentran sentadas junto a los surtidores de Fontainebleau. La deidad comenzó a hablar, pero sus palabras no se dirigían a mí, sino a una mujer de piedra, que a mi lado sostenía la baranda ante la cual se encontraban los tres conspiradores principescos —Hermana —preguntó, desde el río —, ¿sabes acaso por qué se matan? Arrojan un cadáver sobre otro en mi fluyente lecho, y me encuentro bañada en sangre. ¡Qué asco! ¿Acaso los mendigos, a quienes por la tarde veo lavar sus trapos en mi agua, están liquidando a los ricos? —No —murmuró la dama de piedra —; se matan porque no están de acuerdo en cuanto al camino correcto hacia la felicidad eterna. Y su frío rostro hizo un gesto de sorna, como si se burlara de una enorme necedad … En ese instante, la puerta chirrió; salí de mi adormecimiento y vi a Boccard, más pálido y serio de lo que jamás lo hubiera visto y, detrás de él, a dos de sus hombres, uno de los cuales traía un trozo de pan y una jarra de vino. —Por Dios, Boccard —exclamé, y fui a su encuentro —, ¿qué ha ocurrido anoche …? ¡Habla! Tomó mi mano y trató de sentarse a mi lado en la cama. Me resistí y lo conminé a hablar. —¡Tranquilízate! —dijo—. Ha sido una noche terrible. Nosotros, los suizos, no podemos hacer nada; el rey lo ha determinado. —¿El almirante está muerto? —pregunté, mirándolo fijamente. Asintió con un movimiento de la cabeza. —¿Y los otros líderes hugonotes? —Muertos. A menos que alguno que otro, como el navarro, se haya salvado por un especial favor del rey. —¿Ha concluido ya el baño de sangre? —No, aún continúan los estragos en las calles de París. Ningún hugonote ha de quedar con vida. Entonces el recuerdo de Gasparde, como un fulgurante rayo, cruzó por mi mente, y todo lo demás se desvaneció en las tinieblas. —¡Déjame! —grité—, ¡Mi mujer!, ¡mi pobre mujer! Boccard me miró sorprendido y con expresión inquisitiva: —¿Tu mujer? ¿Estás casado? —¡Déjame pasar, maldito! —grité, y me arrojé sobre él, ya que me bloqueaba la salida. Luchamos, y lo habría derrotado si un suizo no hubiera venido a ayudarlo, en tanto el otro vigilaba la puerta. Me pusieron de rodillas. ¡Boccard! —gemí—. ¡En nombre de Dios misericordioso … por todo lo que es preciado para ti… por la vida de tu padre … por la gloria de tu madre … compadécete de mí y déjame ir! ¡Te digo, hombre, que mi mujer está allá afuera … que quizás está siendo asesinada en este momento… que en este momento está siendo, quizás, maltratada! ¡Oh, oh!
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Y golpeé el puño cerrado contra mi frente. Boccard respondió, calmándome, como cuando se habla con un enfermo: —¡Estás loco, pobre amigo! ¡No podrías dar cinco pasos fuera de aquí antes de que una bala te derribara! Todos te conocen como escribiente del almirante. ¡Sé razonable! Lo que pides es imposible. Entonces comencé a sollozar, arrodillado, como si fuera un niño. Una vez más, a medias inconsciente como un borracho, levanté la mirada en busca de salvación, mientras Boccard, en silencio, volvía a atar el cordón de seda, desgarrado durante la lucha, del que colgaba el medallón con la imagen de la virgen. —¡En nombre de Nuestra Señora de Einsiedeln! —supliqué, uniendo ambas manos. En ese momento Boccard se quedó inmóvil, como por efecto de un hechizo, con los ojos dirigidos hacia arriba, y murmurando algo así como una plegaria. Luego tocó el medallón con los labios, y volvió a colocarlo cuidadosamente en su chaleco. Guardamos silencio un momento; luego ingresó un joven portaestandarte, trayendo un despacho. —En nombre del rey y por orden del capitán —dijo —, tome a dos de sus hombres, señor Boccard, y entregue esta orden en mano al comandante de la Bastilla. El teniente se retiró. Entonces Boccard, luego de un instante de reflexión, me urgió, con el escrito en la mano: —¡Intercambia rápidamente tus ropas con las de Cattani! —murmuró—. Quiero intentarlo. ¿Dónde vive ella? —Isla de San Luis. —Bien. Reanímate con un trago, necesitas estar fuerte. Una vez que me hube deshecho rápidamente de mis ropas, me coloque el uniforme de un guardia suizo, me ceñí la espada, tomé la alabarda y Boccard, el segundo suizo y yo nos precipitamos afuera.
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Capítulo noveno Ya en el patio del Louvre, se abrió ante mis ojos una perspectiva aterradora. Los hugonotes pertenecientes al séquito del rey de Navarra yacían allí, recién asesinados, algunos todavía en sus últimos estertores, amontonados unos sobre otros. Avanzando raudamente a lo largo del Sena, encontrábamos a cada paso un espectáculo atroz. Aquí yacía un pobre anciano con el cráneo partido en medio de su propia sangre; allí una mujer, cubierta de una palidez mortal, se debatía en brazos de un rudo lancero. Una calle se encontraba silenciosa como la tumba; en otra, resonaban aún pedidos de auxilio e inarmónicos suspiros de agonía. Pero yo, indiferente ante esa inconcebible grandiosidad de la miseria, avanzaba como un desesperado, de modo que Boccard y el suizo apenas si podían seguirme. Por fin, alcanzamos y cruzamos el puente. Me precipité en plena carrera en casa del consejero, con la mirada fija en sus altas ventanas. En una de ellas, se veían brazos en lucha; una figura humana con cabellos blancos fue arrojada hacia afuera. El infortunado era Chatillon, quien, durante un instante, se aferró todavía con débiles manos a la baranda; luego se soltó, y se estrelló contra el pavimento. Luego de pasar junto al cadáver destrozado, subí la escalera en pocos saltos y me precipité en la habitación. Estaba llena de hombres armados, y un salvaje griterío llegaba desde la puerta abierta de la biblioteca. Me abrí paso con mi alabarda, y vi a Gasparde, arrinconada y cercada por una turba ávida y vociferante, a la que aquélla mantenía a raya con mi pistola en la mano, apuntando ora a uno, ora a otro. Estaba pálida como una imagen de cera; y de sus ojos azules, muy abiertos, centelleaba un fuego aterrador. Derribando todo lo que se me ponía en el camino, me coloqué con un solo impulso a su lado, y ella exclamó: —¡Gracias a Dios, eres tú! — y se arrojó inconsciente en mis brazos. Entretanto, llegaron Boccard y el suizo. —¡Gente! —amenazó Boccard—; ¡en nombre del rey, les prohíbo colocar un solo dedo sobre esta dama! ¡Atrás, si aprecian sus vidas! ¡He recibido la orden de llevarla al Louvre! Se había colocado a mi lado. Yo había puesto a Gasparde, que seguía desmayada, en el sillón del consejero. En ese momento, surgió de la turbamulta un sujeto repulsivo, con las manos ensangrentadas y el rostro manchado de sangre, en quien reconocí al perseguido Lignerolles. —¡Mentira y engaño! —gritó—. ¿Suizos? ¡Son hugonotes disfrazados, y de la peor clase! Ése que está ahí —te conozco bien, vulgar delincuente — ha asesinado al pío conde de Guiche, y ese otro estuvo presente. ¡Mátenlo! ¡Exterminar a ese infame hereje representa un acto de servicio! Pero no toquen a la joven, ¡ella es mía! Y el bárbaro se arrojo encolerizado sobre mí. —¡Malvado —exclamó Boccard—, ha llegado tu hora! ¡Atácalo, Schadau! Con una diestra parada, levantó la espada del infame, y yo le hundí a éste la mía en el pecho hasta la empuñadura. El canalla se desplomó.
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Un rabioso aullido surgió entre la turba. —¡Vamonos de aquí! —nos indicó, haciendo un gesto, mi amigo —. ¡Toma a tu mujer en
brazos, y sigueme! Entonces Boccard y el suizo atacaron a golpes y empujones a la horda que nos separaba de la puerta y abrieron un pasillo, por el cual los seguí velozmente, llevando a Gasparde. Bajamos venturosamente la escalera, y salimos a la calle. Habíamos dado unos diez pasos cuando cayó un disparo de una ventana. Boccard se tambaleó; aferró, con mano incierta, el medallón; lo extrajo, lo apretó contra los pálidos labios, y se desplomó. Le habían dado en la sien. La primera mirada me convenció de que lo había perdido; la segunda, que dirigí hacia la ventana, me persuadió de que la bala había partido de mi pistola de viaje, que se le había caído de las manos a Gasparde, y que ahora el asesino alzaba con júbilo. Como la repulsiva horda nos pisaba los talones, abandoné, con el corazón sangrante, a mi amigo, a cuyo lado se arrodilló su fiel soldado; tomé, en la esquina próxima, la calle lateral en la que se encontraba mi casa; la alcancé sin ser advertido, y recorrí con Gasparde la vivienda vacía, hasta llegar a mi habitación. En el pasillo del primer piso, atravesé grandes charcos de sangre. El sastre yacía muerto, y su mujer y sus cuatro hijos, desplomados unos sobre otros junto al hogar, dormían el sueño de la muerte. Incluso el perrito, el favorito de la casa, yacía muerto junto a ellos. La casa hedía a sangre. Mientras subía la última escalera, vi que mi habitación estaba abierta; el viento sacudía las puertas, a medias destrozadas. Aquí, los asesinos no se habían detenido mucho, ya que habían encontrado mi cama vacía; la modesta apariencia de mi habitación no les prometía botín alguno. Mis pocos libros, despedazados, se encontraban dispersos por el piso; en uno de ellos había escondido la carta de mi tío cuando me sorprendió Boccard. La carta estaba caída, y la levanté. La pequeña suma de dinero de que disponía la llevaba conmigo, desde el viaje, escondida en un cinturón. Había recostado a Gasparde sobre mi cama, donde la pálida joven parecía dormitar, y me encontraba de pie junto a ella, reflexionando sobre lo que habría de hacerse. Ella estaba vestida tan modestamente como una sirvienta, posiblemente con vistas a escapar en compañía de su tutor. Yo llevaba el uniforme de la guardia suiza. Un intenso dolor se apoderó de mí ante toda esa sangre preciosa e inocente que había sido vertida en forma perversa. —¡Fuera de este infierno! —dije, a media voz. —¡Sí, fuera de este infierno! —repitió Gasparde, abriendo los ojos e incorporándose en la cama—. ¡No podemos permanecer aquí! ¡Vamos a la puerta más cercana! —¡Descansa! —repuse—. Entretanto, se hará de noche, y el crepúsculo habrá de facilitar, quizás, nuestra huida. —¡No, no —repuso ella, decidida —; no quiero permanecer un momento más en este lugar inmundo! ¡Qué importa que arriesguemos la vida, si habremos de morir juntos! Dirijámonos de inmediato a la puerta más próxima. Si nos atacan, y quieren maltratarme, me matas con la espada, y luego asesinas a dos o tres de ellos, de modo que no perezcamos sin compensación. ¡Prométemelo! Después de reflexionar un momento, acepté, porque también a mí me parecía mejor poner fin a cualquier precio a esa situación penosa. La matanza volvería a comenzar al día siguiente, y de noche las puertas eran vigiladas aun más rigurosamente que a la luz del día.
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Nos pusimos en camino, recorriendo lentamente, el uno junto al otro, las calles bañadas en sangre, bajo el cielo de agosto, de un azul oscuro y sin nubes. Alcanzamos la puerta sin que se nos opusiera resistencia. En la vía, ante el portal del puesto de vigilancia, se encontraba parado, con los brazos cruzados, un guerrero de Lorena: llevaba el brazalete de los Guisas, y nos examinaba fijamente. —¡Dos maravillosos pájaros! —dijo, riendo—. ¿Hacia dónde se dirige, señor suizo, con su hermanita? Me aproxime, aflojando la espada, y decidido a atravesarle el pecho, pues me encontraba cansado de la vida y de la mentira. —¡Por los cuernos de Satán! ¿Es usted, señor Schadau? —dijo el capitán lorenés, bajando la voz al decir las últimas palabras. —Entre, aquí nadie nos perturbará. Contemplé su rostro, y traté de hacer memoria. Emergió súbitamente el recuerdo de quien había sido mi maestro de esgrima. —Sí, por cierto que soy yo —prosiguió, puesto que me leyó los pensamientos en los ojos—: y he aparecido, me parece, en el momento adecuado. Luego de decir estas palabras, me condujo al puesto de vigilancia, y Gasparde me siguió. En el cuarto, en el que dominaba una densa atmósfera, estaban, acostados sobre un banco, dos soldados; y, junto a éstos, en el piso, los dados y el cubilete. —¡Arriba, perros! —dijo, increpándolos, el capitán. Uno se levantó trabajosamente. El capitán lo tomó del brazo y lo empujó hacia la puerta, diciéndole: —¡A la guardia, canalla! ¡Me garantizarás con tu vida ante mí que nadie ha de pasar! AI otro, que sólo había proferido un gruñido, lo arrojó del banco, y lo empujó debajo de él con el pie: allí, el soldado siguió roncando tranquilamente. —¡Ahora, dígnense los señores a tomar asiento! — y, con un movimiento de mano propio de un caballero, señaló el sucio banco. Nos sentamos; trajo una silla rota, se sentó en ella como a caballo, apoyando el codo en el respaldo, y comenzó a decir, en tono familiar: —¡Ahora, charlemos! La situación de ustedes me resulta clara; no necesitan explicármela. Desean un pase a Suiza, ¿no es así? Es para mí un honor prestarles un servicio a cambio del que usted me hiciera otrora al mostrarme el hermoso sello de Würtenberg cuando sabía que yo lo conocía. Una mano lava la otra. Un sello por otro. Esta vez, soy yo el que puede ayudarlo con uno. Revolvió su cartera, y extrajo varios papeles. —Mire, como hombre precavido, me ocupo de que el buen duque Enrique me proporcione los papeles de viaje necesarios para todas las eventualidades, y esto tanto para mí como para mi gente, en compañía de la cual anoche ofrecí mis respetos al almirante — y acompañó estas palabras con un gesto asesino ante el cual me estremecí —. El golpe podía fallar. Ahora bien, ¡los santos han protegido a esta buena ciudad de París! Uno de los pases —aquí está— menciona a un suizo de la guardia real que está de licencia, el cabo furriel Koch. ¡Guárdelo! Le garantiza el pase libre a través de Lorena hasta la frontera de Suiza.
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Esto se encontraría, pues, en orden. En lo que respecta a la partida de su pequeño tesoro, a la que, sin adulación, le deseo buena fortuna —aquí hizo una reverencia a Gasparde—, considero difícil que la bella dama pueda sentirse cómoda viajando a pie. Puedo darles, entonces, dos caballos, uno de ellos con montura de mujer … porque yo también tengo un amor, y suelo cabalgar en compañía de él. Usted me dará por ello cuarenta florines de oro, si es que los tiene; de no ser así, basta con su palabra de honor. Están un poco cansados, ya que hemos tenido que dirigirnos raudamente hacia París; pero durarán hasta la frontera. Y, a continuación, le dio la orden, a través del ventanuco, a un joven caballerizo que holgazaneaba ante la puerta, de que ensillara sin demora los caballos. Mientras contaba el dinero que tenía que darle, y que representaba prácticamente todos mis fondos, dijo el bohemio: —Me he enterado con placer de que ha hecho honor a su maestro de esgrima. El amigo Lignerolles me ha contado todo. No sabía su nombre, pero igualmente lo reconocí en la descripción. ¡Ha asesinado a Guiche! Caramba, eso tiene su importancia. No lo habría creído capaz de ello. Por cierto que Lignerolles opinaba que usted tenía el pecho acorazado. Eso no es propio de usted, pero, al fin, cada uno hace lo que puede. En el curso de esta charla, Gasparde permaneció sentada, muda y pálida. En ese momento fueron traídos los animales; el bohemio ayudó a mi mujer —que rechazaba su contacto— a colocarse derecha en la silla; me subí al otro rocín, saludé al capitán, y partimos de allí al galope, atravesando la ruidosa puerta y el estruendoso puente, finalmente salvados.
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Capítulo décimo Dos semanas después, en una fresca mañana de otoño, ascendía a caballo, acompañado por mi joven mujer, la última cumbre de la cadena de montañas que separa al Condado Libre de la región de Neuenburg. Una vez alcanzada la cima, dejamos que nuestros caballos pastaran, y nos sentamos sobre una roca. Un vasto y sosegado paisaje se desplegaba ante nosotros bajo el sol matinal. A nuestros pies resplandecían los lagos de Neuenburg, Murten y Biel; más lejos se extendía la verdeante meseta de Friburgo, con sus bellas líneas de colinas y sus oscuras zonas boscosas; las altas cumbres, que aún no habían terminado de desprenderse de sus velos, constituían el claro trasfondo. —¿Así que esta bella tierra es tu patria y, al fin, suelo evangélico? —dijo Gasparde. Le mostré a la izquierda las pequeñas torres, destelleantes al sol, del castillo Chaumont. — Allí vive mi buen tío. Dentro de un par de horas, te recibirá como a su amada hija. Aquí abajo, junto al lago, nos encontraremos en suelo evangélico; pero allá, del otro lado, donde puedes percibir las aguas de las torres de Friburgo, comienza la tierra católica. Cuando nombré a Friburgo, Gasparde se perdió en pensamientos. ¡La patria de Boccard! —dijo ella, entonces—. ¡Te acuerdas de cuán felices fuimos aquella noche en que nos encontramos por vez primera en Melun! Ahora, su padre lo espera en vano… y, para mí, ha muerto. Gruesas lágrimas cayeron de sus pestañas. No respondí, pero, con la celeridad de un rayo, atravesó mi alma la historia de la concatenación de mi destino con el de mi alegre compatriota, y mis pensamientos se acusaban y disculpaban entre sí. Involuntariamente, hundí la mano en el pecho, en el aquel lugar donde el medallón de Boccard había detenido la estocada mortal. Percibí en mi chaleco un ruido como de papel; extraje la carta olvidada, aún no leída, de mi tío, y rompí el informe sello. Lo que leí me produjo una dolorosa sorpresa. Las líneas decían: ¡Querido Hans! Cuando leas esta carta, habré abandonado la vida; o, mejor aun, habré ingresado en ella. Desde hace algunos días, me siento muy débil, sin estar en verdad enfermo. Sin advertirlo, dejo a un lado el calzado de peregrino y la vara de caminante. Mientras puedo emplear la pluma, quiero anunciarte yo mismo mi viaje a casa, y también escribirlo con mi propia mano, a fin de que no te preocupe un manuscrito desconocido … Cuando parta, el viejo Jochem tiene el encargo de colocar una cruz junto a mi nombre, y de sellar la carta. De color rojo, no negro. No lleves ropas luctuosas por mi causa, ya que estoy en la dicha. Te dejo mis posesiones terrenales; no olvides las celestiales. Tu fiel tío Renat
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